3.uhart Hebe Impresiones de Una Directora de Escuela

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 11

«No me gustan los escritores demasiado satisfechos.

La mejor tradición de
la literatura argentina está construida en esas vacilaciones: es el narrador
incierto de Borges o de Hebe Uhart, esa idea de que el sentido no se
termina nunca de construir, y que se opone a otras tradiciones en las que el
narrador está convencido del orden de las cosas». Ricardo Piglia. «Su
escritura es tan simple que por momentos parece infantil. Pero de
simpleza en simpleza uno penetra en honduras y laberintos donde sólo se
puede avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo. Ni aclara,
ni completa una realidad conocida. Revela o, mejor dicho, ella misma es
una realidad única, distinta». Haroldo Conti. «Hebe Uhart se ubica entre
aquellos escritores donde un “modo de mirar” produce un “modo de
decir”, un estilo: Eudora Welty, Felisberto Hernández, Mario Levrero, Juan
José Millás, Rodolfo Fogwill o Clarice Lispector». Elvio E. Gandolfo.
«Hebe Uhart es la mayor cuentista argentina contemporánea. Dije “la”,
pero debí decir que sus cuentos, como los de Silvina Ocampo y Sara
Gallardo, están entre los mejores de la literatura argentina». Fogwill.
Impresiones de una directora de escuela

Yo soy directora de una escuela de un barrio apartado. Por el barrio pasa el


frutero y anuncia la mercadería con una corneta. Como es casi campo, se
oye de lejos una voz que anuncia algo que parece emocionante: una fiesta,
un baile. Se va acercando y se oye: «Papa, 4000 pesos, zapallitos, 5000
pesos». Todo dicho con entonación emocionada. En la escuela hicimos un
festival y el frutero lo anunció; una señora nos dio la idea, porque como
decía ella, el frutero tenía todo el equipo para anunciar. Al fondo de todo,
cerca del campo, viven los japoneses que cultivan flores. Pasan en auto por
la ruta siempre en auto y por la escuela jamás vi pasar ninguno.
Del otro lado está el campito para ir a retozar, que tiene una laguna que
nosotros usamos para estudiar una cosa moderna, el ecosistema. El
ecosistema es cómo se relacionan los seres vivos entre sí, cómo se comen
unos a otros, por qué son útiles las arañas aunque parezcan inútiles, etc.
Las maestras me dicen:
—Vamos a la laguna para investigar los animalitos que hay dentro de
ella.
Yo sé que en realidad van a retozar al campito que está al lado, pero
van muy contentos. Además a los seres vivos que hay adentro de la laguna
los conocen como si los hubiesen parido; son ranas, lombrices y cuando
llueve más, pescaditos chicos. Cuando vuelven, colorados por haber
corrido, les pregunto:
—¿Estudiaron el ecosistema?
—Sí —dicen entusiasmados—. Aquí trajimos la lumbrí.
—La lombriz —dice la maestra—. Cómo vas a decir la lumbrí.
Yo he notado que cuando la maestra corrige a ninguno le gusta repetir
correctamente: hacen silencio. Y si la maestra les dice:
—A ver, decí «lombriz».
Dicen «lombriz» con voz mortecina y triste. A mí también me gusta
más «lumbrí» que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo;
lombriz es algo más seco.
Los chicos de primero, segundo y tercero, dicen:
—¿Atraso la raya, doña?
La maestra corrige:
—¿Trazo la línea, señorita?
La verdad es que igual se entiende lo que quieren preguntar. La
expresión «Trazar la raya» también me parece más adecuada para esa
edad. Más tarde solos aprenden a decir línea cuando saben lo que significa
línea en un sentido amplio: como si aprendieran a no salirse de la línea,
como si hubieran aprendido la adaptación a la escuela. Antes de cierta
edad, para los chicos, una línea es una rayita. Ahora, eso de doña…
Ellos leen el libro Platero y después hacen oraciones.
Un chico escribió: «Platero ole las flores».
Ellos siempre les tiran piedras a los perros, porque hay muchos que
pueden estar rabiosos y no quieren que se les acerquen y además como
deporte. No hay canchas de deporte.
También vi oraciones con las palabras «construir» y «destruir».
Un chico escribió: «Mi tía construyó un departamento».
«Mi padrino destruyó un departamento».
La maestra, por supuesto, le puso muy bien. Hay una maestra que los
quiere mucho, que es parecida a Blancanieves. Ella estudia arquitectura, y
cuando falta, les pregunto a los chicos:
—¿Les dijo la señorita si faltaba hoy?
Ellos me dicen:
—Hoy falta porque tuvo que rendir examen.
Y lo dicen bien a examen. «Examen» para ellos es una palabra
vinculada a Blancanieves, a quien quieren mucho. Ellos calculan que van a
rendir pocos exámenes escolares en la vida, pero Blancanieves
seguramente les contó que ella estudiaba, que en la facultad se daban
exámenes y estoy segura de que muchos de ellos desean que le vaya bien
en el examen.
La señora Betty vive enfrente de la escuela y tiene un ojo de vidrio. Su
perro se llama Topo y entraba a la Dirección, revisaba el cesto de los
papeles para ver si había restos de comida. A mí no me molestaba: si no
encontraba nada, se echaba ahí quieto y ni me daba cuenta de que estaba.
La señora Betty me quería mucho, me atendía con tanta bondad que yo,
que tengo una mirada deplorablemente obsesiva, me había olvidado
completamente que tenía un ojo de vidrio. Pero Topo se comió una vez
veinte sándwiches de salame; comió los de salame y dejó los de queso. A
lo mejor si hubiera comido los de queso la maestra lo hubiera perdonado;
pero lo echó violentamente corriéndolo hasta la puerta.
Cuando pasó eso, yo apelé a la lógica, a mi sentido común, a mis
sentimientos adultos y dije:
—¡Qué barbaridad!
Por otra parte pensaba que era divertido.
La maestra me dijo enojada:
—¡No puede ser que entre todos los días como Pedro por su casa y se
lleve algo!
Una voz me decía: «A mí no me importa». Pero primó la voz de la
cordura y le dije:
—Sí, no puede ser. No lo vamos a dejar entrar.
Desde entonces la señora Betty no lo manda más, como a esos chicos
que van a jugar a casa de otros y les hacen algún desprecio y después los
padres no los mandan más.
Betty sigue siendo cordial y amable, pero más retraída. Ha habido un
cambio. Antes cuando me hablaba siempre sonreía feliz y también sonreía
el ojo sano; ahora pasa a veces un relámpago de bronca por el ojo sano
cuando me habla. Ella dice ahora «Claro, claro» en tono reticente cuando
habla. Ahora siempre que la veo, pienso que tiene un ojo de vidrio. No sé
cómo arreglarlo. No le puedo decir «Mándelo a Topo nomás, lo
extrañamos tanto…», no sería natural y además, muchas maestras no
quieren que el perro esté.
El alumno Monzón
—¿Ese lapi es pa’ mi hermano?
—No, no tengo lápiz hoy.
Pero no se va. Es Monzón.
—Andá al salón.
—No, me mandó acá.
La maestra lo mandó porque no lo aguantaba más. Él entra a la una,
pero a veces desde las diez está espiando por la ventana al turno de la
mañana. Entonces la maestra de la mañana lo ve y lo manda a hacer un
mandado fácil; después entra en su grado pero en otro turno que el de él y
le dice a la maestra:
—¿Me quedo?
—Bueno —dice ella— pero mudo.
Entonces se queda un rato en el turno de la mañana hasta que la
maestra se cansa y lo echa. A la una, cuando sus compañeros están en
clase, él espía por la ventana. La maestra hace como que no ve.
Los chicos dicen:
—¡Señorita, Monzón está en la ventana y no vino!
La maestra abre la ventana y le dice:
—¿Por qué no vino hoy?
—Porque no tengo zapato.
—¿Y ésos que tenés puestos, qué son, me querés decir?
—Son de mi hermano. ¿No tiene zapato?
—No, no tengo y tenés que entrar.
La maestra ya lo dice débilmente, como de compromiso, porque él
entra y sale.
—Bueno —dice Monzón— voy a mi casa y vuelvo.
A la media hora está en la Dirección porque ya la maestra no lo
aguantó. No parece preocupado porque le hubiese pasado nada, no puedo
retarlo porque no está enojado ni asustado ni tiene ningún rencor.
Escribo y hago de cuenta que no está. Insiste:
—¿Tiene lapi pa’ mi hermano?
—Ya te dije que no. ¿Qué hiciste con el lápiz que te di ayer?
—Pa’ mi hermano era.
No lo puedo retar. Voy a hablarle un poco amablemente.
—A ver, escribí las vocales.
—¿Cuál, la «a»?
Hace la «a» contento, triunfante.
—Ahora la «e».
La confunde con la «i». Después me dice:
—¿El rulo?
—Sí, el rulo.
Hace un rulo.
—Ahora la «o».
No se acuerda y me pregunta:
—¿Tiene hoja pa’ escribí?
—Sí. —Le busco hojas.
—Decime —le digo—, ¿qué vendías el otro día, que te vi vendiendo?
—Vendo peines. Acá tengo, ¿me compra uno pa’ mi hermano? Para el
chiquito.
—Si no tiene pelo.
—¡Sí, sí, tiene mucho pelo!
—No, no te compro. Tenés que vender otra cosa, a eso no lo vas a
vender.
—¿Voy a mi casa y vuelvo?
—Bueno —le digo.
Creí que no volvía. A los diez minutos estaba de vuelta y traía chicles
para vender. Los vendió a todos y sacó 5000 pesos.
—¿Me cuida la plata?
—Bueno.
A los dos minutos.
—¿Me da la plata para comprar un helado?
—Bueno.
Comió el helado, dio unas vueltas por el patio y como la maestra no lo
quería tener más, él solo se fue a su casa. Después volvió para mirar desde
la puerta la salida de los chicos. Yo la llamé a la mamá, que es una señora
inteligente y despierta y le dije por qué no lo mandaba a otra escuela para
que aprendiera más despacio. Ella me miró con cara de lástima, como
diciendo «Se ve que no conocés lo que pasa» y me explicó:
—No, señorita, ¿sabe lo que pasa? Es de familia. Mi hermano ahora es
ejecutivo de una empresa. Tiene casa, coche y vive muy bien. Cuando era
chico ¡tardó tanto en aprender la escuela! Y mi primo el pianista también,
tardó mucho en aprender la escuela.
Yo, no sé por qué le creía. Ponía tanta convicción en lo que decía, ella
parecía saber tan bien lo que pasaba… además pensé ¿por qué no? Cuando
me dijo eso, me quedé más contenta.

Están las maestras reunidas en el patio y les cuento lo que me dijo la


señora de Monzón respecto del nene. Lo cuento de modo neutro. Ni
aprobando ni desaprobando, para ver qué dicen.
Alicia, la gorda, dice algo fastidiada:
—Pero no, si le tomaron un test y dio no sé qué cociente.
Otra maestra me mira con cara difícil, con cara de incomprensión.
—Andá a saber —digo yo y me voy a otro lado.
A veces me resulta difícil apelar a la lógica y al sentido común; a
veces me abandonan. Y a un director no lo deben abandonar jamás la
lógica y el sentido común. Es el peor pecado para un director. Yo tengo que
demostrar a cada momento que sé muchas cosas y sobre todo, que uso la
lógica. A veces tengo ganas de trabajar y con astucia salgo del paso. A
veces no tengo ganas y si me dicen:
—Se tapó el pozo del baño.
Yo no tengo ninguna respuesta. Me dan ganas de decirle ¿y a mí me lo
decís? ¡A mí qué me importa! Yo no pienso destaparlo.
O si no:
—Me parece que Lima tiene sarna. Qué hago, ¿lo mando a su casa?
Y no sé qué hacer. Además no creo que la sarna se contagie, no creo
que el pozo se tape salvo que la merda llegue a ser visible y esté ya afuera;
no veo al bicho de la sarna pasando de una mano a otra.
Pero como la presión para que lo mande es grande, digo:
—Sí, mandalo.
Y Lima se va muy triste y sarnoso a su casa.
A veces atiendo los grados y tampoco tengo respuestas. Por ejemplo, la
vez pasada estuve en primer grado y un chico me dijo:
—Se me perdió el lápiz.
De repente a mí también me pareció que era una pérdida tan definitiva
que no se podía remediar.
O si no:
—Me robaron la goma.
Nunca puedo descubrir quién roba las cosas.
Pero pregunto:
—A ver, ¿quién le robó la goma?
—Él —dice el damnificado.
—Pero él me sacó las pinturitas —dice el otro.
Puede seguir media hora esta historia que no descubro nada. Lo mismo
cuando dos chicos se pelean, pregunto:
—¿Quién empezó a pelear?
—Él —dice el pegado.
—Pero él empezó a cargar y ayer le pegó a mi hermano.
Muy rara vez he descubierto a un verdadero culpable, tal vez porque
tontamente piense que un culpable debe tener cara de tal, o alguna señal
especial. Lo mismo cuando pasan por arriba de los bancos, a veces los dejo
y a veces me parece que no está bien. Entonces les digo, con voz neutra,
ligeramente imperiosa:
—No pasen arriba de los bancos.
Un maestro que se precia, debe saber fingir enojo y asombro. Diría así:
—¡Cómo! ¿Pasando por encima de los bancos?
Pero el enojo debe ser de algún modo genuino, porque los chicos
siempre detectan lo que el maestro quiere y si el enojo no es real, pasan
igual por arriba de los bancos.
Lo mismo cuando una maestra me dice:
—Ayer no vine, porque la verdad es que me quedé dormida.
¿No es buena, después de todo, la sinceridad? ¿Cómo se le enseña a no
quedarse dormido al que tiene mucho sueño?

El regalo para el día de la madre


Para el día de la madre los chicos preparan regalos, voy a mirar qué
prepararon. En un grado les sacaron el papel a latas que se usan para
envasar (son latas que los chicos también usan para guardar la «lumbrí») y
rodearon la lata con vueltas de lana. «Bien pareja la lana para que no se
vea la lata», me dice la maestra. «Es como una cajita para guardar alguna
cosa».
—¿Qué cosa? —le pregunto.
—Y qué sé yo —me dice— lo que uno quiere.
El detalle paquete es un moño en la mitad de la lata. La lata parece una
vieja gorda y loca que tuviera un vestido de lana y se hubiera puesto un
moño de nena en la cintura.
—Está bien —le digo yo.
En otro grado hicieron la fosforera. La fosforera son cuatro cajas de
fósforos vacías (los fósforos son caros) pegados con goma. Cada cajita
tiene una chinche en el medio, simulando ser un cajoncito que tiene una
manijita. Trato de pensar que es un cajoncito en miniatura, me digo «qué
bonito». Pero es una chinche.
—Muy bien —le digo.
Me entró un gran desánimo y tristeza. Ellos estaban contentos
fabricando esos regalos y las maestras también. Una maestra decía con
toda paciencia:
—Ahora, chicos, le ponemos una chinchecita…
Estaban todos entusiasmados, fabricando cosas. Yo no podía
contagiarme ese entusiasmo. Era un día de lluvia y estaba todo inundado.
Yo tenía la sensación de que la vida era triste, pero no tenía derecho de
entristecer a nadie.
En el recreo los retaron mucho porque se mojaron. Hacía tiempo que
yo descuidaba los recreos y no andaba por los patios. Hacía un tiempo que
estaba descuidando todo. Sentía solamente cómo les gritaban y era como
si me gritaran a mí, pero yo no podía tomar ninguna decisión; para que
deje de gritar la que más gritaba, tendría que haberle gritado a ella.
Últimamente muchas maestras tomaron por costumbre gritarles,
avergonzarlos por sus ropas o por su pelo. Cuando pasa eso, yo me meto
en la Dirección y no salgo. Pero es como si me gritaran a mí, me quedo
quieta y hasta que no se callan, no puedo ponerme a hacer nada.
El otro día Alicia, la maestra gorda, que es la que más grita, no paraba.
Yo quería pensar en otra cosa y no podía. De repente me di cuenta de que
lo único que yo quería era comer una galletita. Si no comía esa galletita
me moría.
Empecé a comer, mejor dicho a roer la galletita. Los gritos de afuera
eran cada vez más fuertes. Yo cerré la puerta de la Dirección pero igual se
oía. Mientras roía, me asusté de mi propio ruido. Entonces mastiqué
despacio, tratando de no hacer ruido.
Estaba absolutamente sola en ese lugar.

También podría gustarte