Fantasmas - de - Dia - Lucia Baquedano
Fantasmas - de - Dia - Lucia Baquedano
Fantasmas - de - Dia - Lucia Baquedano
Lucia Baquedano
A Clara
CUANDO me morí, no lo entendí muy bien. Quiero decir que no supe cómo había sido.
Ni siquiera sabía que estaba muerto, y cuando oí decirlo a los otros me dio rabia no haberme
enterado de cómo me había muerto. Por eso empecé a pensar en lo ocurrido el día anterior,
desde que me encontré con Seve.
Se veía que estaba de muy mal humor, porque fue todo el camino azotando con un palo
los hierbajos. Seve siempre azota los hierbajos cuando está enfadado.
–Y ahora quiere que vuelva para estudiar y me ha buscado un profesor de sociales y
francés. Estoy seguro de que será insoportable –dijo de repente.
– ¿Quién?
–El profesor, ¿quién va a ser?
–Pues a mí me parece que el profesor no te puede obligar a volver a tu pueblo. Además,
el colegio estará cerrado y no creo que lo vayan a abrir sólo para ti.
–Dice que me dará clases en el comedor de mi casa.
–Eso será si tu tía le deja. Tu tía tiene un genio horrible y no creo que quiera que un
profesor entre el comedor solamente porque a él se le pone en las narices.
–No lo entiendes. Al que se le ha puesto en las narices lo de estudiar en verano es a mi
padre. Lo que yo digo… ¿qué importancia tiene lo que hicieran los hombres de hace cientos y
cientos de años?
Me pareció que tenía razón, así que se lo dije. Y de momento se puso muy contento,
pero enseguida volvió a pensar en lo de los insuficientes y el profesor y se puso muy triste.
–No sé por qué tiene que pensar que mi actitud es negativa. Negativo es aprender las
cosas que han pasado, porque ya no sirve de nada. Yo le dije que estudiaría muy a gusto las cosas
que van a pasar… Tú figúrate, si en el libro que pusiera el dieciocho de agosto de dentro de
cinco años invadirán España los rusos, nosotros podríamos ir ya preparando la contraofensiva y
sorprenderlos en los puntos estratégicos.
NOS encontramos junto al viejo lavadero cuando aún no había amanecido. Faltaba José
Ignacio, que siempre llega tarde a todas partes.
Le esperamos mucho rato y, como no llegaba, empezamos a pensar que habría decidido
no escaparse. Faltó poco para que nos fuéramos sin él. Pero de pronto apareció dejándonos con
la boca abierta, porque venía montado en un carro, con su mula y todo.
– ¡Venga ya, subid! –nos dijo.
Se le veía encantado de la cara de admiración que teníamos todos.
El carro ya lo conocíamos, porque lo tenían en un cobertizo de su casa y hemos jugado
mil veces con él, pero la mula era un misterio.
–La mula es de Jacinto, el lechero, ya sabeis –nos explico–. La he tomado prestada.
Cuando yos hayamos alejado un poco del pueblo, la soltamos, le damos una palmada en el anca y
vuelve sola a su casa porque conoce el camino. Le he visto hacerlo miles de veces. He pensado
que así nos habremos alejado bastante cuando en casa se den cuenta de nuestra fuga, y les será
imposible encontrarnos.
Da gusto José Ignacio. Piensa en todo.
Nos montamos todos en el carro, y era una gozada porque tenía capota y todo, y nos
fuimos a la carretera.
La mula era buena, porque le decíamos «¡arre!» y empezaba a andar como si tal cosa, y
cuando decíamos «¡sooo!» se paraba en seco. Rodriguez dijo que íbamos a volver loco al pobre
animal con tanto arre y con tanto so, y decidimos dejarlo en paz para que siguiera adelante.
A mí aquello me gustó. Ir al trote por la carretera en la tartana viendo como el pueblo se
alejaba y cómo, poco a poco, se hacía de día.
Entonces empezaron a pasar coches y camiones que corrían mucho. Me alegré de que
no nos viera mi madre, porque me haría bajar rápidamente de la tartana diciendo que era
peligroso.
Cuando ya llevábamos mucho rato, decidimos meternos por un camino de monte, que
es adonde queríamos ir. Además, Seve tenía miedo de que salieran a buscarnos y estaba seguro
de que en la carretera general nos encontrarían enseguida. No estaba dispuesto a volver a su
pueblo con el profesor de sociales y de francés.
–Lo único que siento es que voy a quedarme sin saber si mi tía obligaría al profesor a
entrar en la sala arrastrando las bayetas con los pies. Lo tendría merecido por querer fastidiar a
los demás con sus clases.
Y como ninguno entendimos lo de las bayetas, nos explico que su tía los obligaba a
entrar en la sala sobre unos trapos, como si fueran patines, para no manchar el suelo.
–Es una manía que tiene. No piensa más que en el suelo y lo limpia dándole cera. Tiene
las maderas tan brillantes que, si te miras, te ves como en un espejo. Y se pone furiosa si se lo
manchan.
–A mi no me importarla entrar en nuestro salón patinando en las bayetas. Debe de una
gozada –dije.
–Pues mi padre se enfada. Teníais que oír las cosas que dice. Se pone de un genio. Y sé
que el profesor también se enfadara, pero mi tía no le dejará entrar sin las bayetas. Y eso es lo
único que siento, que no voy a poder ver quién gana, si el profe o ella.
–Ganará tu tía. Mi madre dice que tu tía es una Urrundi, y lo dice porque los que se
apellidan Urrundi son cabezones –dijo José Ignacio.
–Pues yo no me creo una palabra de eso, porque también yo me apellido Urrundi y no
me parezco nada a mi tía.
–Mi madre dice que te pareces a tu madre; pero como tu madre se murió hace muchos
años, no podremos saber nunca si mi madre tiene o no razón.
–Ya.
Seguimos hablando de cosas así y, como íbamos distraídos comentando si los que se
apellidan Urrundi son o no cabezones porque Rodríguez decía que su hermana es cabezona
como ella sola, no pudimos ver bien lo que nos pasó.
Rodríguez dijo que fue porque un burro venía de frente, y quizá nuestra mula estaba en
celo y se quería ir con él. Pero José Ignacio decía que las mulas no tienen celos, que ocurrió
porque había un pedrusco muy gordo en medio del camino y la tartana tropezó con él.
De todas formas, seguro, seguro no era nada, porque Seve y yo no vimos ni el burro ni
la piedra, así que vete a saber si no fueron imaginaciones de los otros.
Lo único que sentí es que la tartana daba vueltas y más vueltas, y que el fondo del
barranco iba subiendo, subiendo, hasta que, ¡zas!, chocó contra mi cara. Me parece que oí gritar,
y a lo mejor eran mis amigos, que también se habían caído del carro, pero tampoco estoy seguro.
Al fin quedé tumbado en el suelo, y el cielo empezó a alejarse, y yo me dormí tan a
gusto.
Después de mucho rato, sentí que alguien me movía; pero, como creía que estaba
soñando, no hice caso. Después me colocaron una mano en el lado derecho del pecho, y oí la
voz de Rodríguez que gritaba:
– ¡Está muerto!
Su voz sonaba diferente a la de todos los días, como si estuviera muy asustado.
–No puede estar muerto. Este barranco no tiene mucha profundidad al menos no tanta
como para matarse, a nosotros no nos ha pasado nada
–No le late el corazón. Y cuando el corazón deja de latir, uno se muere.
Me encanto sentir que incluso Seve parecía asustado. Además me emocioné al ver lo
preocupados que estaban con mi muerte.
Era estupendo notar que me querían, como también yo los quería, aunque jamás me
había dado cuenta de ello hasta ese momento. Levante una mano para quitarles la preocupación,
porque me daba pena verlos sufrir.
Pues bien ellos en lugar de agradecérmelo dieron un pase atrás y se pusieron a gritar
como conejos:
– ¡Se ha movido!
– ¡Se ha movido!
– ¡Se ha movido!
Entonces para que volvieran a quererme otra vez volví a quedarme quieto y con los ojos
cerrados. Hasta que oí como se acercaban de nuevo, primero Seve, luego Rodríguez, y al final
José Ignacio.
Me dieron ganas de asustarlos otra vez; pero, como estaban tan callados, empecé a
preocuparme, así que decidí dar un golpe de efecto. Me puse de pie de un salto, y grité:
– ¡Estoy vivo!
Pero no se lo creyeron. Dijeron que mi corazón no latía y que, cuando el corazón deja
de latir, es que uno está muerto. Entonces yo mismo me puse la mano en el pecho y me convencí
de que sí, de que estaba muerto, porque si llego a estar vivo me hubiera muerto del susto. Era
verdad. Mi corazón no latía.
–Pero no puede ser... –dije.
Y quise ser valiente, no asustarme demasiado, aunque tenía muchas ganas de llorar,
porque de repente recordé que faltaban pocos días para mi cumpleaños. Y mi abuelo había dicho
que a lo mejor, si me portaba bien, me regalaban una bicicleta de carreras, y es una faena morirse
precisamente cuando hay posibilidades de tener una bicicleta, porque yo creo que me estaba
portando bien.
–No puede ser –repetí, porque quería convencerme a mí mismo de que morirse no es
tan fácil–. Si estuviera muerto de verdad, no podría hablar ni andar, y además os veo.
–Eso no importa A lo mejor los muertos ven a los otros.
Empecé a sentir mucho miedo, porque ellos me miraban asustados, sin decir nada. Al
fin, Seve se llevó la mano al pecho, se puso pálido, y empezó a tartamudear:
–A mí... tamp... tamp... taaampoco me... me... la... la... laaate... –gritó.
Rodríguez y José Ignacio también se palparon el pecho, cada uno el suyo, y los dos se
pusieron pálidos. Pero ellos no podían hablar, siquiera tartamudeando, como Seve.
– ¿Qué? ¿A vosotros tampoco? –pregunté. Y sentí un poco así como de remordimiento,
porque me alegraba. En el fondo lo deseaba, porque más vale ser cuatro muertos que uno solo.
Si ya es aburrido estar solo cuando se está vivo, cómo será ser un muerto solitario.
Los tres asintieron con la cabeza. Tenían un miedo... Como yo era el muerto más
veterano, decidí que tenía que animarlos un poco, por eso, por lo de la experiencia.
–No es tan malo –les dije–. Uno no nota nada, no duele..., yo me siento igual que antes.
Seve se iba animando, porque ya no estaba blanco.
–Entonces... ¿es que nos hemos muerto todos? ¿Los cuatro? –preguntó.
–Seguro.
Pero me fijé que José Ignacio, que siempre piensa en todo, se pellizcaba en una mano,
que es lo que suele hacerse para saber si se está dormido o despierto. Pero le dije que la muerte
no es lo mismo, que se fijara bien y se convenciera de una vez que, si yo estaba muerto y podía
hablar con ellos, era porque también ellos se habían muerto. Pero el muy tonto se resistía, no
quería morirse por nada.
–Yo no me imaginaba que se pudieran ver unos a otros.
–Ni yo, pero ya ves que sí. ¿Tú me ves a mí?
–Con toda claridad.
– ¿Entonces qué?
José Ignacio es así. Parecía que le había sentado mal eso de morirse. Para disimular, dijo
que a ver ahora quién pegaría a la mula en el anca para que volviera con el lechero, que al fin y al
cabo era una buena persona y por nosotros iba a quedarse sin mula.
Y nos miró con cara de mucho rencor, como si nosotros, y no él, hubiéramos tomado
prestada la mula de Jacinto.
–Yo lo que me pregunto es dónde están los otros –dijo de pronto Rodríguez.
– ¿Qué otros?
–Los otros muertos.
Tenía razón. Tenía que haber muertos. Muchos más muertos. Sabíamos de mucha gente
que se había muerto antes que nosotros, y en algún sitio tenían que estar, pero por allí no se veía
ninguno. Él se había empeñado en que le gustaría encontrar a su tío Valentín, porque su padre
decía que tuvo que dejar una fortuna escondida en casa, pero no la habían podido encontrar por
más que miraron por todas partes.
–Quiero preguntarle dónde la guardó. Mi padre decía que no quería saber nada de
guardar su dinero en los bancos y todo lo tenía en casa. Pero sólo encontraron ciento setenta
pesetas en el bolsillo de sus pantalones.
–No te va a servir de nada –le dijo José Ignacio–. Aunque te lo diga, que no creo que
quiera, el dinero ya no te sirve para nada.
–No importa. De todas formas quiero hablar un rato con él. Me gustaría decirle quién
soy y preguntarle qué tengo que hacer ahora. Mi madre dice que a cualquier sitio que se vaya
viene bien tener conocidos.
–Es verdad –dije–. Creo que alguien debería decirnos qué tenemos que hacer ahora.
Supongo que tendríamos que ir al cielo, pero yo no sé por dónde se sube.
Como los otros tampoco tenían ni idea, nos quedamos en silencio, a la espera de no sé
qué, que no llegaba. Yo imaginé que de un momento a otro aparecería alguna especie de nave y
nos llevaría con el resto de la gente. Me preguntaba también si tendríamos que coger pases o
entradas para pasar al cielo, o si tal vez darían un carné con foto y todo y así poder entrar y salir
cuando nos pareciera.
Pero pasaba el tiempo y nadie venía en nuestra busca. Empezamos a mirarnos unos a
otros.
–Yo me aburro –dijo José Ignacio.
–Yo también.
–Oye, ¿y si jugáramos a tres navíos en la mar o al pote–pote, mientras tanto? –preguntó
Rodríguez.
Pero Seve les hizo una seña para que se callaran. Se notaba que estaba pensando sin
parar. Siempre que piensa arruga el entrecejo, porque pensar le da mucho trabajo. Su tía, la de
aquí, que es madre de José Ignacio, dice que como no piensa nunca, cuando lo hace tiene
agujetas por la falta de costumbre. Es como cuando uno anda mucho sin haber entrenado, que
luego le duele todo, pero bueno, yo creo que lo dirá en broma.
–Podríamos mirar si hay moras o pacharanes por aquí –les dije–. Yo empiezo a tener
hambre.
A Rodríguez y a José Ignacio les pareció bien, porque se pusieron enseguida de pie. Seve
nos miró con severidad y con extrañeza, Y dijo:
–Los muertos no comen.
Yo me encare con él, porque me dio rabia que me diera lecciones. Al fin y al cabo yo era
el muerto más antiguo, o al menos el primero en descubrir que estaba muerto y venía él a
decirme lo que tenía o no tenía que hacer.
–Pues bien –le dije– yo tengo hambre esté o no esté muerto, y ahora mismo voy a
comer, algo.
–No creo que puedas ni masticar, siquiera. ¿Dónde has visto tú un cadáver masticando?
Yo ni siquiera había visto un cadáver y estoy seguro de que él tampoco Solo por
fastidiarle, empecé a buscar hasta que encontré unas manzanitas de pastor y me puse a comer.
Comía bien, tan normal igual que cuando estaba vivo Masticaba tragaba, masticaba y tragaba.
Hasta notaba el buen sabor. Para que luego me vinieran a mí diciendo que los muertos no
comen.
En cuanto ellos vieron que no me pasaba nada, empezaron a comer manzanitas Y
después comimos moras y avellanas. Aunque las avellanas no sabían a nada, pero no porque no
pudiéramos comerlas sino porque todavía era demasiado pronto y no habían madurado. Algunas
sólo tenían una especie de pelusilla blanca dentro.
También encontramos un nogal. Lo pasamos bien cogiendo las nueces y quitándoles la
corteza verde para comer el fruto tierno, que es cuando más rico sabe.
–Mirad. Cuando pelamos las nueces se nos ponen los dedos amarillos como a los vivos
–les dije.
Y todos se echaron a reír, porque tenía gracia que también los muertos se manchen.
Rodríguez dijo entonces que la única diferencia era que los vivos a su comida la llaman «víveres»,
y que nosotros tendríamos que llamarla «mórteres», y que lo que podíamos hacer era coger
algunos mórteres para tener en reserva por si tardaban en venir los del cielo a buscarnos.
Pero José Ignacio, que siempre piensa en todo, nos hizo callar, porque había tenido una
idea.
– ¡Ya lo sé! –gritó–. Sé lo que nos ha pasado. No estamos muertos del todo. Somos
espectros.
– ¿Qué son espectros?
–Fantasmas.
Nos miramos y nos echamos a reír, porque no teníamos aspecto de fantasmas. No nos
habían crecido sábanas por encima, ni arrastrábamos cadenas, ni nada. Pero José Ignacio nos dijo
que una vez vio una película de fantasmas, y eran como personas normales y corrientes, no con
sabanas.
–Lo que pasa es que no habían sido del todo buenos y tenían que vivir algún tiempo en
el mundo, encerrada su alma en el cuerpo hasta reparar sus culpas. Y cuando hicieran muchas
cosas buenas, se liberaría su alma, el cuerpo se moriría del todo, lo enterrarían. Y en paz. Me
parece que ése es nuestro caso.
Rodríguez dijo que él nunca había matado a nadie, ni nada así. Y no estaba seguro de
que el disgusto de su hermana Angelines por lo de la foto de Víctor, el boticario, fuera un pecado
que tenía que purgar, porque su hermana es imbécil y cualquier cosa que él hiciera la molestaba.
También Seve y yo creíamos que nos estábamos portando bastante bien. Aparte de lo de
las notas y la flores de las sábanas de mi madre, nadie se quejaba últimamente de nosotros.
Pero José Ignacio nos miró con cara de asombro.
– ¿Así que todos os creéis tan buenecitos, eh? –dijo–. Ninguno cree que puede tener
algo sobre su conciencia, ¿verdad?
Y los tres dijimos que no.
–Y la mula de Jacinto, ¿qué?
Era verdad.
–Tenemos que buscar la mula. La hemos cogido sin su permiso, le hemos quitado la
mula, la hemos robado, y esto pesará sobre nuestras conciencias por toda la eternidad. Y seguro
que, cuando hayamos reparado el daño, dejaremos de vagar como fantasmas y alcanzaremos la
paz.
Tenía razón. Y es que con José Ignacio da gusto. Piensa en todo.
Nosotros asentimos y comenzamos inmediatamente a buscar la mula. Si ésta era la
misión que se nos había encomendado, estábamos dispuestos a cumplirla.
Fue una gozada cuando nos metimos por la ventana de casa de Lorea. Allí también
estaban comiendo y nosotros dimos una vuelta alrededor de la mesa. Rodríguez llevaba en alto,
como si fuera una bandera, la escoba, José Ignacio una azada, y Seve y yo una laya cada uno.
Paseamos por el comedor sin decir ni una palabra. Después nos fuimos tan serios y
silenciosos como habíamos entrado y los dejamos a todos pasmados. María Luisa fue la única
que habló:
–Bueno..., ¿qué pasa aquí? –preguntó con una voz asombrada, como de no entender
nada.
También lo pasamos muy bien cuando estuvimos en casa de los Olave. Ya habían
llegado al café, y por cierto lo tomaban con unas magdalenas estupendas, porque las hacía su
madre y le salen buenísimas. No me extraña que ese pariente que está pasando unos días con
ellos las comiera casi sin respirar. Habría que ver cómo me pondría mi madre si yo me pusiera así
de comer magdalenas en casa de los Olave.
El pariente es un hombre importante, no sé si alcalde o senador, o alguna cosa de ésas.
Puso unos ojos tan saltones que parecía que se le iban a caer al suelo cuando Rodríguez le quitó
la magdalena que tenía en la mano, se la comió tranquilamente y después le plantó el moldecito
de papel en la cabeza. El resto de la familia se asombró. Todos abrieron la boca como si
quisieran decir algo, pero no dijeron nada. Después ya, cuando corríamos por el camino, oímos
muchas voces. Todos hablaban a la vez, y por eso no entendíamos lo que decían, pero parecían
bastante furiosos.
A Salomé la encontramos en su cocina. Se ve que habían comido temprano y estaba
ocupada en llenar botes de mermelada, que luego dejaba sobre la mesa.
No lo habíamos pensado, porque ni siquiera sabíamos que Salomé había hecho ese día
mermelada, pero los cuatro tuvimos la misma idea: meter el dedo en todos los botes y
chupárnoslo después. Ella tiene un genio endiablado, pero todo el mundo dice que hace la mejor
mermelada del pueblo y no nos íbamos a quedar sin probarla. Desde luego era verdad, estaba
buenísima.
Yo creo que ni se hubiera enterado, porque estaba de espaldas a nosotros, pero
Rodríguez soltó una carcajada. Salomé lo oyó, y tuvimos que correr porque, aunque de momento
se quedó tan muda de asombro como los demás, al ver que sus botes se abrían solos, y como no
tiene sentido del humor, que también lo dicen en el pueblo, dirigió su cara llena de genio hacia el
lugar de donde partía la risa, y grió:
– ¡Eso! ¡Encima con risas! –empezó a dar escobazos y le atinó a José Ignacio, que fue el
último en alcanzar la puerta.
No paramos de correr hasta llegar a la iglesia, así que aprovechamos para entrar en casa
del cura, que empezaba a comer entonces. Estaba sentado a la mesa con otro cura y con su
hermana.
Don Gentaro nos cae muy bien. Suele darnos caramelos y cacahuates, casi nunca se
enfada y por eso quisimos hacerle una bonita exhibición.
Seve se colocó en una esquina dándole fuerte a un almirez de cobre con su manija,
también de cobre, mientras nosotros tres empezamos a lanzarnos unos a otros las manzanas
rojas que había en un cesto.
Creo que tenía que ser de gran efecto ver manzanas rojas volando de un lado a otro al
ritmo del almirez, porque don Genaro dijo:
–Pero ¿qué es esto?
Y le temblaba un poco la voz, no sé si por la emoción de lo que veía o porque una de las
manzanas le cayó dentro del plato y salpicó todo de sopa.
Lo de casa del cura creo que fue lo que mejor resultó.
Aunque fue improvisado, porque se nos ocurrió de pronto al ver las manzanas, lo
hicimos lo mejor que pudimos por el cariño que le tenemos a don Genaro. Cosa bien diferente
ocurrió con Vicenta, que es la única del pueblo que no nos deja ni acercarnos a su casa, y eso que
es hermana de la abuela de la prima de José Ignacio.
Vicenta estaba sentada en un sillón, dormida y con la televisión a todo volumen, y eso
que siempre suele andar diciendo que tiene el sueño ligero y que se despierta con nada, pero no
es verdad. Desenchufamos la televisión y ni se enteró. Quisimos asustarla un poco haciendo:
– ¡Uuuh, uuuuh, uuuuuh! –con voz tenebrosa, y como si nada.
No íbamos a irnos así, con semejante fracaso. Tomamos la extrema decisión de poner en
marcha la lavadora, metiendo dentro dos paletas de jugar a la pelota que había en un banco del
pasillo.
Fue una pena que tuviéramos que escaparnos. A mí me hubiera gustado quedarme un
poco más porque Vicenta, que presume de finolis, se despertó y empezó a decir tacos sin parar.
Ya me hubiera gustado que la oyera mi madre.
Nos fuimos porque José Ignacio no paraba de decir que quería imprimir una mano
sangrienta en casa de Aniceto, así que dejamos de entrar en espectro por las casas para ir a buscar
las acuarelas de Rodríguez.
–Tú ponte aquí para que yo me suba encima y me meta por la ventana –dijo, porque
parece que no quería entrar por la puerta por si se encontraba a su madre.
– ¡Pero si no te puede ver! –proteste más que nada porque Rodríguez es muy grandote y
pensé que pesaría la tira.
–Tú no sabes lo que es capaz de ver mi madre si se empeña –dijo muy convencido.
Yo me acuclille un poco y él se subió sobre mis hombros, alzando después las manos
para alcanzar la ventana.
4
AUNQUE Rodríguez pesaba lo suyo, yo la estaba gozando pensando en lo bien que lo
íbamos a pasar llenando de misteriosas y terroríficas huellas el pueblo entero. Pondríamos manos
en todas las casas donde no nos quieren y se portan mal con nosotros. José Ignacio sólo hablaba
de Aniceto y de las nueces de su padre, sin embargo, yo iba más lejos. Cuantas más huellas
pusiéramos, más divertido sería.
– ¿Subes ya? –pregunté impaciente.
–Sí, sí Cojo un poco de impulso, y enseg..
Sólo dijo enseg… nada más. Después chilló como una corneja, porque justo en el
momento que terminaba de afianzar las manos en la ventana, alguien desde el interior cerró de
golpe la persiana, dejándole atrapado.
–Vamos, pensad algo y rápido…, tengo que salir de aquí –dijo Rodríguez. Y aunque
hablaba bajo tenía voz de dolerle muchísimo.
A José Ignacio y Seve les había dado por reír, que algunas veces parecen tontos, y yo ya
no podía más de tanto tener encima el peso de Rodríguez. Al fin decidieron que podían subirse
ellos, uno encima del otro, y hacer palanca con alguna cosa para levantar un poco la persiana y
que Rodríguez sacara las manos. Se fueron a buscar alguna herramienta o un palo resistente
mientras nosotros, que ya no podíamos más, nos quedábamos esperando bajo la ventana.
Y de pronto, cuando ya iban a trepar uno sobre el otro, se oyeron dentro de la casa los
gritos de Angelines, la hermana de Rodríguez, que cada día es más tonta. Decía que en la repisa
de la ventana había unas manos humanas, pero unas manos sueltas, sin brazos ni cuerpo.
Su madre también gritó, pero decía que aquello era imposible. Aunque, por si acaso,
subió. La madre de Rodríguez siempre acaba haciendo lo que quiere Angelines. Cuando ya se
oían sus pasos por la escalera, a Rodríguez le entró tal miedo a que lo encontraran allí con las
manos apareciendo bajo la persiana, que dio un tirón fuerte, las sacó, y los dos nos caímos al
suelo rodando. Nos levantamos y nos escapamos a todo correr, porque todavía se oían los gritos
de Angelines explicando a su madre que eran unas manos vivas, porque había visto cómo
movían los dedos, unos dedos con las uñas sucísimas.
Como pensamos que todavía estarían un rato en la habitación buscando las dichosas
manos, dimos la vuelta y entramos por la puerta de la cocina para coger la caja de las acuarelas,
que era estupenda, de treinta y seis colores. Se ponía un poco de agua en un platillo para mojar el
pincel, después se untaba en una especie de pastillita y salía una sangre fenomenal Además, tres
tonos diferentes de rojo.
Disfrutamos muchísimo. Pusimos manos en la puerta de Salomé, que protesta por todo.
En la propia casa de Rodríguez, para que se fastidiara su hermana. En la de Vicenta, porque nos
tiene tanta manía. En la de Aniceto, por robar las nueces del padre de José Ignacio Y en la de
José Martín, el practicante, porque goza cuando nos tiene que poner inyecciones.
Íbamos a poner otra en casa de doña Manuela, más que nada por terminar la pintura,
cuando se abrió la ventana y apareció la cara de Merceditas, su hija. Empezó a alborotar, gritando
«¡socorro!, ¡socorro!» como una loca, porque Merceditas siempre ha sido una exagerada. A mí no
me parece tan grave que se le grabara la mano roja en la cara. La culpa fue sólo suya por
asomarse a la ventana justo cuando Seve iba a poner la mano en el cristal, porque nosotros no
teníamos intención de asustarla precisamente a ella. Por eso no veo la razón de que empezara a
lanzarme platos, vasos y tazas. Menos mal que no podía vernos y no nos dio ni una vez, pero
tuvimos que correr y meternos por una ventana de casa de Salomé, que siempre protesta por
todo y no nos puede ni ver.
Allí nos ocurrió algo estupendo. Trepamos por la parra y pasamos por la ventana a un
dormitorio. Allí nos encontramos con que en la cama estaba Micaela, que nos miró como si nos
viera mientras entrábamos a su cuarto, sin causarle asombro que se abriera la ventana.
Simplemente nos miró como si fuéramos la cosa más natural del mundo. Nosotros nos
quedamos sin saber qué hacer. Además, a los cuatro nos gusta Micaela porque es ideal, no como
las demás, y siempre habíamos tenido el deseo de gustarle también a ella. Por eso no queríamos
asustarla, sino más bien tranquilizarla. Como no sabíamos de qué forma, permanecimos muy
nerviosos alrededor de la cama, sin saber cómo hablarle. Todavía no nos habíamos enterado del
lenguaje que emplean los fantasmas cuando se aparecen a la gente, y a nosotros nos gusta hacer
las cosas bien.
Cuando me di cuenta de que me miraba a mí, decidí hablarle con la «ti», que es un modo
de hablar que tenemos los chicos cuando no queremos que los demás se enteren de lo que
decimos.
–Tibuetinas titartides –le dije.
Y los demás me miraron con cara de rabia porque les sentó mal que yo llamara la
atención de Micaela. Creo que tenían envidia.
–Tino tite tipretioticutipes, tisotimos tiatimitigos, ¿tisatibes?
–Tisí –contestó Micaela.
Me quede de una pieza. Yo no esperaba que ella supiera hablar con la «ti», pero resulta
que sabía. Micaela es estupenda.
Y los otros, al ver lo fácilmente que podía comunicarme con ella desde ultratumba,
pusieron aún más cara de rabia.
– ¿Tipuetides tivertinos?
–Tisí –respondió.
Entonces José Ignacio se echó a llorar, porque dijo que si podía vernos, eso quería decir
que también ella estaba muerta. Y como también a él le gusta Micaela, no quería que se muriese.
Hasta Seve se sentía preocupado diciendo que a ver cómo le explicábamos ahora que se
había muerto. Quería avisar a Salomé para que lo hiciera ella, porque su tía, la que les obliga a
entrar con bayetas en el comedor, dice que esas cosas son propias de la familia. Pero ninguno nos
atrevíamos a enfrentarnos con Salomé, porque tiene tan mal genio que seguramente nos echaría
la culpa a nosotros de que Micaela se hubiera muerto.
Así que decidimos decírselo con suavidad, para que no le impresionara mucho, porque a
todos cros gusta Micaela y lo último que quisiéramos es hacerle una faena.
–Te has muerto –le dijo Seve–. Ahora eres un fantasma como nosotros.
No le sorprendió nada. Yo creo que hasta se puso contenta. Se sentó en la cama, nos
miró y nos preguntó si el Señor nos enviaba a buscarla.
Como no sabíamos qué contestar, nos encogimos de hombros. Pero no le importo que
estuviéramos tan poco enterados de su futuro, porque empezó a preocuparse por las cosas de su
funeral. Quería saber si Salomé elegiría el cordero mejor cebado para el banquete y si se acordaría
de avisar ele su muerte a todos los parientes, porque Salomé era muy descuidada para algunas
cosas.
Le dijimos que si a todo, porque es tan estupenda que no queda más remedio que darle
gusto.
Cuando decidimos irnos, quiso salir con nosotros, pero después no se atrevió a bajar por
la ventana. Volvió a tumbarse en su cama y nos dijo que de allí no se movería. Que el Señor ya
encontraría otro medio para llevársela. No le parecía serio que una mujer de noventa años
abandonara el mundo deslizándose por la parra que trepaba hasta su ventana, como si fuera un
chiquillo.
Nos dijo adiós con la mano y después cruzó las dos sobre el pecho. Cerró los ojos y dijo
que así la encontraría el Señor y que esperaba volver a vernos en el cielo.
Nos fuimos encantados porque, ya que nos habíamos muerto, era genial pensar que
estaríamos con Micaela, que es tan estupenda, y que además tiene tantísimos años que hasta ha
perdido la cabeza y es una gloria estar con ella.
Nos extraño oír cantar a Salome cuando llegamos abajo, porque parece que lo único que
sabe es protestar por todo. Pero también sabe cantar y lo hacía mientras pasaba la fregona por el
suelo de la cocina. Decía no sé que de una chica que se quería meter monja cuando llegara el
alba, pero que su padre no la dejaba y a ella no le importaba. Era una suerte, porque en la vida
real sí que importa si el padre te deja o no te deja ir a algún sitio, por lo menos el mío, y no
digamos el de Seve, que encima quiere que estudie durante el verano.
Estuvimos un buen rato asomando la cabeza por la puerta, porque eso de que Salomé
cantara no era cosa de perdérselo. Pero Rodríguez no tiene remedio. Otra ver soltó una
carcajada, y ella gritó asustada, y dejó de cantar y, miró hacia el lugar de donde procedía la risa,
pero ta nos habíamos ido.
Como ya no nos quedaba pintura roja y José Ignacio se había aficionado y además estaba
muy impresionado con la canción de Salomé, untó el pincel en el platillo del color azul, y escribió
en una pared:
ANGELINES SE QUIERE METER MONJA
A mí al principio me pareció una tontería desperdiciar así la pintura. Pero fue tan
emocionante la cara que puso Víctor, el de la farmacia, que estaba enfrente cuando vio aparecer
aquellas letras como por arte de magia en la pared, que ya no me pareció ninguna idiotez.
Empecé a sentir envidia de todos los vivos del pueblo que tenían ocasión de ver cosas
tan estupendas. Tiene que ser maravilloso ver aparecer letras en una pared sin haber nadie
escribiendo. Porque claro, como éramos fantasmas, no podían vernos.
Víctor estaba asombrado, de eso no había duda. Se quedó mirando con una cara de
tonto como si se fuera a desmayar. Todavía seguía allí plantado mirando el letrero cuando
volvimos la cabeza por la otra esquina.
Cuando vimos el efecto, pensamos que podíamos poner algunos mensajes más. Yo
decidí ir a mi casa para escribir en la pared del comedor:
CÓMPRALE A TU HIJO UNA BICICLETA
Para ver si mi madre hacía caso. Pero recordé que estaba muerto y que ya nunca
montaría en bici.
Estábamos pensando el mensaje que pondríamos en cada casa del pueblo cuando, de
repente, José Ignacio gritó:
– ¡Mirad!
– ¿Qué? –dijimos todos.
––Allí, allí..., en el camino de la fuente.
Y cuando la vimos, nos quedamos con la boca abierta.
–Nuestra liberación se acerca –susurró Rodríguez, emocionado.
Y era verdad. Por el camino, y a trotecillo lento, se acercaba la mula de Jacinto.
LA mula de Jacinto no tenía celos, pero era terca. Nada más empezar nosotros a
llamarla:
– ¡« Josefina»! ¡«Josefinaaaa»! –porque se llama Josefina, apretó a correr alejándose de
nosotros. Fuimos tras ella cruzando entre las lechugas de Constancio y los gladiolos de
Ramonita. Gracias que no nos podían ver, aunque los dos estaban en la puerta, porque se
enfadan si pisamos sus cosas. Y no es que nosotros quisiéramos pisarlas, es que no nos quedaba
más remedio, a ver qué hubieran hecho ellos en nuestro caso. No creo que les gustara quedarse
de fantasmas para toda la eternidad. Y con la mula de Jacinto se liberaban nuestras almas. José
Ignacio, que estaba en todo, decía que la cosa era muy seria y que no era cosa de andar pensando
en lechugas y gladiolos.
Más de una hora estuvimos corriendo. Parecía mentira con lo dócil que estaba en la
mañana, que le decías «arre» y andaba, y le decías «so» y paraba.
Tenía que ser ya muy tarde, porque la campana de la iglesia empezó a tocar para que la
gente fuera a rezar el rosario. Nosotros todavía andábamos entre los «bojes» del monte, porque la
mula se escondía nada más vernos.
Me parece que nos había cogido manía. Aunque no me sorprende, porque si yo tenía
todo el cuerpo lleno de chichones por la caída, tampoco ella debía de estar muy sana. Al fin y al
cabo ella tiraba de la tartana y llevaba el peso de todos. Creo que tampoco era para tomarlo así,
que lo único que queríamos ahora era llevarla a su casa. Pero «Josefina» demostraba ser muy
desagradecida.
Nos alejamos del pueblo. Llegamos hasta una casa vieja, que dicen que era de bruja. José
Ignacio propuso que nos quedáramos a pasar la noche allí. Ya estaba anocheciendo y habíamos
perdido de vista la mula. No podíamos pensar en alcanzarla hasta la mañana siguiente.
A mí me daba mucho miedo entrar en la casa. Mi abuelo dice que era de una prima de
Mari–Zozaya, que debía de ser la bruja más mala de todas. Y era tan amiga de su prima, que solía
ir a vivir con ella cuando había fiestas en el pueblo. Pero Rodríguez dijo que no había nada que
temer, porque las brujas nada pueden contra los espíritus fantasmales, así que entramos. Olía
mal, y yo no hacía más que mirar a los lados, porque todo estaba en sombras y no me sentía muy
seguro.
En la cocina no encontramos nada para comer. Nos quedamos sin cenar y nos
tumbamos en el suelo a dormir, aunque ninguno teníamos sueño.
Para no aburrirnos, empezamos a contar historias de ladrones y de aparecidos y de si las
brujas serían brujas de verdad, o si la gente lo decía para dar miedo.
Cuando ya no sabíamos qué más contar, nos quedamos callados. Me fijé en que ya se
había hecho de noche, porque no entraba luz por la ventana y apenas se notaba el contorno de
mis amigos.
Cerré los ojos muy fuerte con ganas de dormirme. Después de oír tantas cosas de
fantasmas y brujas tenía mucho miedo. Hubiera dado cualquier cosa, hasta la bicicleta que a lo
mejor me iba a regalar el abuelo, por estar vivo otra vez y volver a casa con mi madre. Seguro
que ya me había perdonado el haber recortado las flores bordadas de las sabanas, porque mi
madre es muy buena.
Empecé a pensar en ella y en lo triste que estaría porque me había muerto y ya tenía un
hijo menos. Al fin y al cabo yo era uno de sus únicos cuatro hijos...
Y vi mi casa y a mamá rodeada de las vecinas que habían ido a consolarla. Cuando vi
también a mi padre paseando muy serio por la entrada, porque también estaría muy apenado, se
me puso un nudo muy duro en la garganta.
Oí sollozos y pensé que era yo quien lloraba, que a lo mejor al ser espíritu lloraba sin
sentirlo. Pero lo último que hubiera pensado es que fuera Seve, que todos lo respetamos tanto,
porque es fuerte como un toro y se atreve a todo.
– ¡Quiero irme a casa! –gritó angustiado– ¡Me da miedo dormir rodeado de muertos!
José Ignacio también se echó a llorar. Dijo que la mula podía irse al cuerno, que estaba
harto de ella y que no dormiría en aquella casa aunque le dieran una bici de carreras con cambio
de marchas.
Rodríguez todavía no lloraba, pero temblaba tanto que se oía cómo le castañeteaban los
dientes. Como resultó que todos estábamos muertos de miedo, sin decir palabra y sin ponernos
siquiera de acuerdo, echamos a correr hacia la puerta. Nos empujamos unos a otros para escapar
de allí lo antes posible
Pero estaba demasiado oscuro, tan oscuro que nos perdimos dentro de la casa. Además
nos parecía que estaba llena de ruidos y crujidos espeluznantes. Las maderas del suelo se movían
al andar. Cuando ya creíamos haber llegado a la puerta de salida y la abrimos, Rodríguez, que era
el que menos miedo tenía, lanzó un chillido aterrador. Dijo que allí estaban Mari–Zozaya y las
otras brujas, seguramente celebrando un aquelarre. Todos echamos a correr hacia atrás,
dándonos contra las paredes porque aquella casa tenía paredes por todas partes.
Tuvimos que quedarnos acurrucados en el suelo, y bien callados, que casi ni nos
atrevíamos a respirar. Había que ver al pobre Seve, llorando sin parar, y sin poder sorberse las
narices, por si salían las brujas con el ruido que habíamos organizado.
Yo me había tapado la cara con las manos, pero las retiré cuando vi la luz.
Era la luna que había salido y alumbraba por la ventana.
Poco a poco me fui acostumbrando y empecé a ver. Miré hacia aquel cuarto que tanto
había asustado a Rodríguez y vi que Mari–Zozaya no era Mari–Zozaya, sino una estatua de la
Virgen. Lo sé porque tenía una coronita de estrellas en la cabeza y el niño sentado sobre sus
rodillas. Y aunque la cara no la tenía muy bonita, miraba con una sonrisa que daba confianza. Lo
mismo el Niño, aunque su cara pareciera un poco vieja para ser un niño.
También había otra gente, pero tampoco eran brujas. Aunque no los conocía, parecían
más bien santos, porque estaban subidos en pedazos de altares.
Cuando me aseguré de lo que veía, se lo dije a los otros para que respiraran tranquilos.
Después nos fuimos al pueblo.
Nos costó llegar, porque la luna alumbra poco y casi no veíamos el camino. Menos mal
que las luces de las casas nos guiaban, que si no, nos perdernos otra vez.
Cuando llegamos a la carretera no podíamos más de cansancio, y eso que José Ignacio
decía que nuestros cuerpos no pesaban. Pero yo le contesté que precisamente un cuerpo muerto
pesa más. El decía que no y yo que sí. Y como estábamos agotados, no teníamos ganas ni de
pegarnos.
Además no hubiéramos podido hacerlo porque, cuando estábamos discutiendo sobre el
peso de los cuerpos muertos, Rodríguez levantó la mano y señaló el puente.
Allí estaban su padre, el de José Ignacio, el de Seve y el mío con mucha gente a la que no
distinguíamos bien. Hablaban fuerte y miraban por todas partes.
–Nos están buscando –dijo Seve.
– ¿No habrán encontrado nuestros cadáveres todavía? –se pregunto José Ignacio muy
extrañado.
– ¿Cómo van a encontrarlos si los llevamos con nosotros? ¿No decías que no nos
íbamos a liberar de nuestros cuerpos hasta haber purgar nuestros delitos? Y mira que nos ha sido
por falta de interés, pero la mula no quería saber nada con nosotros... –dijo Rodríguez.
Yo me asusté. Nuestros padres no tenían cara de estar preocupados, sino más bien
enfadados, que por lo menos yo al mío lo conozco muy bien, y no me equivocaba. Cuando
estuvimos cerca y pudimos oír lo que decían, me alegré de estar muerto y de que no pudieran
vernos.
Lo que más rabia nos dio fue lo de Jacinto, que es un hombre al que todos apreciamos
porque parecía una buena persona. Pero por lo visto de buena persona nada, porque era el que
más gritaba. Todo el rato hablando de su mula, y de que a él quién se la devolvía ahora. Que se la
habían quitado el chico del veterinario y otros tres más. Y que más de cuatro nos habían visto
con ella por la mañana, tirando de la tartana.
Como el chico del veterinario soy yo y los otros tres Seve, José Ignacio y Rodríguez, nos
echamos a temblar. Parecía que nuestros padres no pensaban en defendernos como tienen que
hacer siempre los padres, sino que le daban la razón al lechero. Le decían que tuviera paciencia,
que esperara a encontrarnos, porque en cuanto nos vieran se sabría el paradero de «Josefina».
La madre de José Ignacio estaba muy triste. Parecía que se iba a poner a llorar hablando
con Jesusa, que es de casa de don Domingo. Decían que no podían explicarse nuestra conducta
porque aunque siempre hemos sido chicos traviesos, nunca mal educados Jesusa insistía en que
tampoco ella lo habría creído si no lo hubiera visto porque eso de que entráramos por la puerta y
saliéramos por la ventana sin saludar siquiera, después de coger con los dedos lechuga del plato
de su marido...
–Créeme, Ana Mari, que nos quedado sin habla.
Otras mujeres empezaron a rodearlas y a acusarnos. Salomé la primera, claro. Contó a
todo el mundo que, además de meter el dedo en su mermelada, nos habíamos reído de ella en su
propia cara. María Luisa, la mujer de Bernabé, que tiene mejor carácter se moría de risa contando
el efecto que había causado en su casa, paseando alrededor de la mesa, en silencio, con escobas y
layas. Pero que creía que estaríamos jugando a las prendas. Por el contrario, Vicenta no se
cansaba de decir lo mal que nos habían educado nuestros padres y el susto tan aterrador que le
habíamos dado.
También estaba don Genaro, que fue el único que nos defendió. Dijo que eran cosas de
niños y que como tal debían tomarse. Bromas de chicos, insistía, aunque sabemos que la sopa de
su plato estaba muy caliente y se había quemado un poco cuando le salpicó la manzana. Pero don
Genaro es otra cosa, no hace montañas de cosas pequeñas, como lo estaba haciendo Jacinto, que
no paraba de suspirar:
– ¿Y mi mula? ¿Qué hago yo sin la mula?
Y mi padre volvía a decirle que no se preocupara, que su mula aparecería, que lo único
que quería era coger a su hijo por su cuenta.
Y como su hijo era yo, empecé a ponerme nervioso. Mi padre se enfada pocas veces,
pero cuando se enfada no lo hace en broma. También estaba allí Ramonita hablando de sus
gladiolos con Victorina. Todavía no se había recuperado de la impresión de ver a José Ignacio
tapando con el dedo gordo el pitorro del porrón, justo cuando su padre bebía vino. El pobre se
había atragantado con lo que ya tenía en la boca y casi se ahoga.
–Cosas de chicos, cosas de chicos…–seguía diciendo don Genaro, pero nadie le hacía
caso. ¿Cómo iban a hacerle caso si estaban todos mirando a Angelines, la hermana de Rodríguez,
que cada día es más tonta?
Estaba chillando como una loca. No me extraña que Rodríguez diga que no hay quien la
aguante y que es imposible vivir con ella.
Señalaba la pared de la farmacia. Se puso otra vez a llorar, diciendo que a ver quién decía
que ella quería meterse monja. Que era una calumnia, que todos la hacen sufrir, que nadie la
quiere y que se quería morir.
En la puerta de la farmacia estaba Víctor, el boticario, y no me extraña nada que se
pusiera a reír, porque Angelines no decía más que tonterías. Pero ella, al ver que se reía, aunque
lo hacía con discreción, se fue hacia él y le dijo en voz baja que si se quería meter monja era por
él, y eso que era un completo imbécil.
Me extrañó que Víctor no se pegara con ella. Ni siquiera se enfadó. Puso cara de tonto y
le dijo que se alegraba de que no se metiera monja, porque también él tenía una foto suya en la
mesilla, aunque a lo que aspiraba era al original. Ella le contestó que qué cosas tenía.
Como me pareció una conversación de idiotas, empecé a pensar que tenía que estar
soñando, que al fin me había dormido en la iglesia del monte y que todo lo que ahora veía
formaba parte del sueño. Pero no era así porque, de pronto, alguien gritó:
– ¡Miradlos! ¡Ahí están!
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