10 Cuentos Pandémicos

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Diez cuentos pandémicos

Teodelina Villar (heterónimo del autor)


1ra edición, Mayo 2021
La Matanza

Contacto con el autor:


[email protected]

Arte de tapa:
Max Vadala - Instagram: bsasdesorden

Corrección y maquetación: Anahí Ferreyra


[email protected]

FB: Las Desenladrilladores

DISTRIBUCIÓN DE E-BOOK GRATUITA. PROHIBIDA SU CO-


MERCIALIZACIÓN.

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La pandemia del año 2020, que todavía seguimos transi-
tando, trajo un corte a la cultura. Este corte tiene efec-
tos inesperados en los distintos sujetos. Hay un acontecer
mudo donde la autora (heterónimo del autor) nos da una
muestra de “por dónde”. Un decir diciendo de este salir de
la cuarentena.
Va nombrando de a poco y da cuenta de un Alien, un Otro,
mostrándonos en cada cuento un fragmento (lo inespera-
do).
Estas ficciones son un viaje a distintos mundos y situacio-
nes (viaje sin mover el cuerpo del lugar) que nos permite
de algún modo hacer frente a tan devastadora situación de
este acontecer, tomando la palabra.

Victor Hugo Ibañez


DIEZ CUENTOS PANDÉMICOS

Teodelina Villar
CON ESTE SIGNO VENCEREMOS1

Cuando me enteré que el Sindicato de Luz y Fuerza era, en


verdad, la Fraternidad de Lucifer, nada volvió a ser igual. Quisiera
reconstruir cómo fue que sucedió esto.
Año 98. Recuerdo que estábamos caminando con Samuel y
Gloria, amigos míos desde la primaria, una fría tarde de otoño por
la playa de San Bernardo y que, de golpe, sentimos el rugir de los
motores en la lontananza de un horizonte opaco. Eran dos Mirage
5P de la Fuerza Área Peruana, adquiridos por la Argentina durante
la guerra de Malvinas a principios de la década del ochenta. Pasa-
ron como dos halcones con mezcla de león –por su rugir– y nos
dejaron impactados por el choque que representaban en medio de
un adormecido mar atlántico que se estiraba hasta el infinito y de
una sosegada extensión de arena humedecida, casi desértica. Figu-
ra poética que nos inspiró para escribir, luego, poemas bélicos de
amor a unas chicas (en mi caso). Nostalgias del pasado. “Olor a
pochoclo en la calle Güemes marplatense”, pensé años más tarde
al recordar. Estábamos parando en el Hotel de la Federación Ar-
gentina de Trabajadores de Luz y Fuerza. Es decir, dormíamos en
un lugar creado para los obreros de la energía, sin serlo nosotros.
¿Cómo fue que llegamos allí? Por un primo de Samuel, empleado
de Edenor. Le decíamos Tito, pero también era conocido como “La
Bestia”. Él paraba en otra habitación aquel otoño.
Una de aquellas noches, me levanté de madrugada para ir a
fumar un pucho a la calle (sueños extraños no me dejaban dormir).
Fue así que, al llegar al hall del hotel, escuché una voz que dijo: “In
hoc signo vinces” (con este signo vencerás). Acto seguido, me topé
con un espectáculo bizarro e inesperado. Los empleados del lugar
llevaban adelante una ceremonia esotérica, con tenues luces rojas,
recitaban ditirambos a Lucifer mientras rociaban con sangre a un

1 Las imágenes que acompañan el cuento fueron extraídas de internet.


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joven que yacía en el sitial de fuego. Una mujer de mediana edad
cuyos atuendos parecían más acordes a un recital de música country
que a una iniciación oscura, leía fragmentos de la biblia satánica
de Szandor LaVey y pedazos entrecortados de El Libro de la Ley
de Aleister Crowley. Proyectaban El bebé de Rosemary y además
sonaba metal argentino al palo.
Al salir a la vereda, haciendo como que no vi nada y tratando
de que no se percataran de mi presencia, encendí el bendito cigarro.
En determinado momento, mis ojos se clavaron casi sin quererlo en
el paredón de enfrente, donde estaba hecho con aerosol mas no sin
técnica y caligrafía, el siguiente símbolo:

Rápidamente, mis ojos se movieron hacia un costado donde


había otro símbolo que parecía ser su evolución:

Al día siguiente, decidí que si iba a “vencer con esos signos”


tal como me había susurrado la extraña voz alucinada en el hall del

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hotel, entonces iba a querer llevarlos tatuados en mi piel. En ese
entonces, era un pibito ignorante, tenía 14 o 15 años. Todavía no
sabía nada del peronismo ni mucho menos de esa banda de heavy
metal contestatario.
Una vez que regresamos de la Costa Atlántica, caminando por
Retiro con Samuel y Gloria, decidimos parar a comprarle chipá a
un paraguayo que laburaba como vendedor ambulante. Quise ir en
busca del tren que va para el lado de Tigre, pero mis amigos me
dijeron que “tenían cosas que hacer”. “Entonces” les dije, “aunque
sea vayamos a tomar un vino junto al tótem de la plaza”, a lo que
contestaron que sí.

Sentados junto al tótem de la Plaza Canadá, tomamos vino de


cartón y fumamos cigarrillos negros 43 70. En esa época tenía mu-
cha tristeza por ciertas pérdidas personales que me llevaban a de-
primirme todo el día. Pero gracias a mis nuevos tatuajes, pude salir

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adelante. De la mano de V8 y de la Juventud Peronista (que sería
como escuchar La Renga y militar en La Cámpora hoy). Y también
gracias a mi amigo Samuel y a mi amiga Gloria, con quienes nos
la pasábamos recorriendo lugares nuevos de la ciudad y del conur-
bano, en busca de algún porro, de cocaína o de nuevas bandas de
rock y de metal. En San Bernardo, Gloria se hizo un piercing cuan-
do todavía no estaba tan de moda como años más tarde. Samuel
se compró una remera de Metallica. Siempre fue medio cipayo el
pelotudo.

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EL ÁNGEL GRIS
ES UNA CHICA QUE BAILA SOLA

Estaba esperando el 99 en Boyacá y Avellaneda para ir al Club


Cultural Matienzo en Villa Crespo, pero estaba tardando demasia-
do, por lo cual empecé a dudar. Además, los últimos viernes que
había caído en el lugar, sinceramente no la había pasado bien. So-
bre todo si uno tiene en consideración que no se trata de un lugar
económico. Si bien las propuestas musicales y artísticas suelen ser
de calidad (en particular las obras de teatro y las performances del
Mantienschön), así como resulta singularmente curioso el público
concurrente al lugar (turistas, bohemios, gente de clase media-alta
en busca de algo alternativo, algune que otre famose, etc.), sin em-
bargo, esa razón no me motivaba lo suficiente como para estirarme
hasta allá.
Finalmente decidí quedarme dando vueltas un rato por Flores,
a pesar de que ya eran alrededor de las siete, ocho de la tarde/noche
de esa primavera de Septiembre recién empezadita. Me compré una
lata de cerveza y tres empanadas de jamón y queso en una Pizzería
y fui a comer a la Plaza del Ángel Gris que queda en Donato Álva-
rez y Avellaneda.
Era un atardecer entre anaranjado y azul, con toques rojizos y
un plomizo gris que avanzaba mudo. En la placita no había dema-
siada gente. Algunos paseadores de perros ocasionales, gente ca-
minando alrededor y pibitos jugando a la pelota escenografiaban la
puesta del sol aquella tarde porteña.
En determinado momento percibí, justo cuando terminaba mi
cigarrillo y estaba a punto de irme a casa, un remolino de piernas y
brazos que se flexionaban singularmente en eso que se llama elon-
gación. Quedé asombrado por la forma de un cuerpo sin género,
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músculos habituados a la exigencia deportiva o de otra índole que
iban y venían sutilmente.
¿Qué era todo ese manojo de curvas y rectas, brazos y piernas,
caderas, glúteos y pectorales altamente sensuales cuyo epicentro
resultaba no ser sino una mujercilla de rasgos increíblemente bellos,
elástica y fornida a la vez?
Al notar que la observaba, me sonrío y se mostró sumamente
simpática, lo cual me descolocó bastante. Su nombre era Carmen
y era chilena. En todo momento no dejé de sentirme un poco in-
cómodo, dado que creí estar invadiendo su espacio vital. Pero me
tranquilizó pensar que, en todo caso, eso debía decirlo ella y no yo.
Continuó mostrando sus habilidades acrobáticas y me contó
que también hacía malabares con algunos “juguetes”, como ella le
decía a las clavas. “Hacer faro” era ir a trabajar al semáforo, me
enseñó. Tenía veinticinco años y efectivamente cursaba la carrera
de Danza en la Universidad Nacional de Arte, allá por Once. Nos
quedamos chamuyando, como dice la canción de La Renga, sola-
mente que ni ella era la muerte ni yo era el diablo. ¿O sí?
Por cómo transcurrieron las cosas, después de transar y pasar-
nos los celulares, podríamos pensar que tal vez sí lo éramos, aunque
sin saberlo. Después de aquella vez en que nos conocimos, fui su
diablo en el sentido de que me puse intenso con la idea de seguir
viéndonos, frustrándome ante sus complicaciones artísticas, fami-
liares o con amigos. Ella, a su vez, fue mi muerte porque después
de conocerla y de estar juntos un par de veces, como un estúpido,
me enamoré. Me enamoré y me plantó. Creí haber encontrado a la
mujer ideal, a la media naranja y todas esas cosas en las que uno
dice no creer hasta que le pasan. Entonces, al cortarme el rostro,
caí desde un quinto piso directamente contra el asfalto de la cruda
realidad.

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2

Semanas más tarde de aquel encuentro azaroso, he solido pen-


sar en el maldito bondi que nunca llegó. “Colectivo hijo de la gran
yuta”, me he dicho a mí mismo varias veces mirando las estrellas
desde el balcón de mi departamento en Morón y balanceando un
frío Campari con jugo de naranja marca Baggio. Por qué cornos no
se apresuró y me sacó de esa posibilidad de ir hasta la maldita Plaza
del Ángel Gris a encontrarme con Carmen, a deslumbrarme con su
carisma espiritual y corporal, a enamorarme de ella y a terminar
sufriendo como un idiota ante su desplante y frente a su evanes-
cente ser. Pero es también ahí que he solido detenerme a pensar un
poco mejor las cosas. He enarbolado explicaciones algo místicas y
otras que no tanto. Es así que he creído que algún sentido hubo de
tener tal cruce en nuestras vagas y efímeras existencias. No como
un mensaje de Dios o del Universo. Tampoco como esa huevada
de la “sincronicidad”. Pero sí algún significado le he intentado dar.
Porque “la vida es sueño”, como decía Pedro Calderón de la Barca
y los sueños portan mensajes de nuestra alma o, al menos, eso leí
alguna vez en Freud, aprovechando los momentos en que no hay
muchos clientes en la librería en la que trabajo desde hace ocho
años, ahí, en Yerbal y Boyacá.
Pues bien: ¿qué significó conocer a Carmencita, la niña bai-
laora de corporalidad hegemónica? Para un mediocre conformista
como lo era hasta entonces, representó enterarme de que existía un
mundo paralelo al que me había inventado en mi cabeza. Y que era
muy diferente de ese monótono, aburrido, repetido y triste universo
en el que me había conformado meramente a “existir”. Me sirvió
para entender que, a veces, perder un colectivo o un tren, en lugar
de ser la peor tragedia que te puede ocurrir en el día o en la semana,
es la ocasión para hacer algo diferente o distenderte. Como aquel
atardecer primaveral en el que me atreví a preguntarle a Carmen
qué era ese corpóreo arte tan desconocido para mi rutinario cuerpo

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de vendedor, casi embalsamado por las directrices de un cruel sis-
tema que sólo nos exige automatismo.

Han pasado meses de aquel des-encuentro. Hoy ya no hay Car-


men, ni Matienzo, ni colectivos que se demoran, excepto los que
me llevan de nuevo hasta mi trabajo o hasta lo del gringo Miguel,
un amigo que ahora vive en Laferrere y al que no veía desde que
terminamos el colegio secundario en Haedo, allá por el año 2006.
Tampoco busco ya lugares emblemáticos de Capital ni personalida-
des excepcionales que me hagan sentir parte de “la crema” social,
de alguna inexistente elite o de la pseudo-farándula mediocre de
los lugarcillos comunes en los que la noche porteña se regodea en
sí misma hasta ahogarse y vomitar una caterva de fachos insopor-
tables.
Actualmente me da igual pasear por Recoleta o por Merlo nor-
te. Y si conozco alguna chica, no importa si baila o vende facturas
en la panadería del barrio, si canta o es carnicera. Porque aprendí
que, en esta vida, es tan valioso el último escultor de París como
el repositor del chino que vino de Venezuela dejando a su hijo de
apenas un añito allá, con tal de proveerle un futuro mejor. Aprendí
que es tan trascendente el mejor cellista del Teatro Colón como el
“trapito” de la cuadra, que se gana la moneda día a día de un modo
igual de digno que cualquier otro trabajador.
También saludo al encargado del edificio, cosa que antes no
hacía, sin querer o a veces adrede, en un gesto de superioridad be-
rreta. Finalmente, hablo en el ascensor con Dorita, la vecina del 4°
C, que es una viejita boliviana que siempre me sonríe a la mañana.
Y claro: yo le devuelvo la sonrisa todas las mañanas.

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AL DIABLO CON EL JEFE2

No se sabe con exactitud qué día comenzaron los actos de van-


dalismo. Solamente comenzaron. Primero en una farmacia, luego
en un banco, más tarde en una panadería, después en un geriátrico
y, finalmente, por todos lados. En esa época, la Ciudad no estaba
plagada de cámaras de seguridad como hoy en día, que las hay tan-
to privadas como municipales. Tampoco eran habituales las garitas,
con sus típicos serenos. Apenas la propia policía merodeaba cansi-
namente las calles del barrio, con una patrulla destartalada maneja-
da por un suboficial gordo apellidado Salvatierra.
“Pitufo” Giménez era el Comisario de la zona de Villa Estri-
dencia. Manejaba todos los negocios paralelos que le eran dados a
un señor en su rol: prostíbulos, narcotráfico, trapitos, bolicheros
inhabilitados, casas de cambio ilegales, etc. Hacía dos meses que
se había recuperado milagrosamente de un cáncer de testículos que
lo tuvo cagado hasta las patas y a maltraer un año y medio. Pero
ahora, este vandalismo imprevisto –estos piromaníacos disidentes,
estas lauchas criminales irracionales– era el nuevo tumor de la so-
ciedad que había que extirpar. Y el Intendente Mariano Valverde
no paraba de hacérselo saber. Tanto él como el Gobernador de la
Provincia de Quimeras y su respectivo Ministro de Seguridad quie-
nes, a su vez, recibían presiones directas de la mismísima Presiden-
ta de la República Occidental del Conformismo.
—¿Cómo carajo puede ser que en un pueblucho de mala muer-
te como el nuestro se esté armando tanto alboroto y no podamos
apagar este incendio?
—Estamos trabajando en eso, Marianito. Quedate tranquilo
que, en cuestión de días, ya vamos a tener identificados a estos pe-
leles y, muerto el perro, se acabó la rabia.
—¿Pero vos sos pelotudo? ¡Horas, no días! Resolvé esto ya,

2 Publicado en Revista Ropa Sucia bajo el heterónimo Fernando Lynch.


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Giménez. O te prometo que no te salva ni tu abuela.
—Quédese tranquilito, don Mariano. Yo estuve en la guerra
del 66, allá en el Sur, y le juro que estos pendejos no saben con
quién se metieron. No me gané este puesto jugando al truco y co-
miendo medialunas. Ya mismo voy a armar una brigada anti-van-
dalismo especial, una élite de gente preparadísima para la victoria.
Inteligentes hombres de logística y acción.
Esa tarde, Giménez salió del despacho del Intendente con más
desorientación y julepe que con ideas claras. Lo de la brigada era
todo chamuyo. Le faltaba poquito para jubilarse. No quería que lo
rajaran antes de hora. Además, su carrera había sido impecable.
Flor de botón. Había participado activamente en todas las dicta-
duras, había estado metido en atentados terroristas, con lo cual no
podía ser que existiera alguien a quien tenerle más miedo que a sí
mismo. Él era el Hombre a temer en el condado, pero con estos
episodios subversivos e inexplicables, estaba quedando como un
tremendo boludo.

Los grafiteros y skaters de antes, ahora se habían convertido en


free stylers que se juntaban a batallar como gallitos en el medio de
cualquier placita. La Plaza Serpiente Negra era la favorita de Mauro
“El canario” Ortiz y de Marcelito “El narigón” Ojeda, no sólo para
rapear y tomar cerveza barata, sino también para fumar y vender
flores.
—Dale, guacha, empezá vos ahora —agitaba el negrito Paulo.
—Bueno, ahí va —respondió la rusita Belén—. Esta es para
vos, gil…

Negrito, pito virgen, cabeza de chocolate


A ver si te diriges directo hacia el remate
No te olvides que los blancos no se bancan a los niggas
Y vos para esta paloma sos como un cacho de miga

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Y a eso, respondía Paulo:

Mirá, blanquita loca, vos no te hagas la pro-aborto


Te vimos el otro día sacudiendo bien el orto
Ahora con los pibes vos te haces la distraída
Pero yo sé que en el fondo querés “salvar las dos vidas”

Al terminar cada lúcido o mediocre recitado, el resto de los allí


concurrentes –habituales u ocasionales– aplaudía y ovacionaba más
a alguno de los dos, según lo que su preferencia le dictara.
Una de esas reiteradas y monótonas tardecillas hiphoperas, Ca-
nario y Narigón secretearon largo rato bajo el sauce del linyera. Se
reían a lo lejos, se ponían serios. Hacían gestos rarísimos con las
manos y ponían caras misteriosas. Mucho enigma en esos despo-
seídos, en esos atorrantes bohemios que habían abandonado el se-
cundario sin terminarlo y que yiraban como perros callejeros el día
entero en busca de un hueso amigo. Melisa observaba todo, detrás
de sus anteojos rojos que combinaban con las lágrimas del mismo
color tatuadas en su carita de ángel maldito. Ella tenía diecisiete
años, pero no era ninguna gila. No sólo porque se la pasaba toman-
do pastillas de cualquier índole con tal de flashear, sino además
porque provenía de una familia de militantes de centroizquierda.
Sus abuelos, sus tíos, sus viejos eran gente de convicciones fuer-
tes y de una ideología prominente, trabajadora, nacional y popu-
lar. Detrás de su aspecto hípster, habitaba una subjetividad mucho
menos conformista y careta. La gentrificación de Villa Estridencia
hizo que se tuviera que ir a vivir con su familia al barrio de al lado,
San Celoso, pero eso nunca impidió que durante las tardes volviera
a Plaza Serpiente Negra para verse con sus amigos y con sus ex
compañeros del colegio.
—¿Qué traman?
—Tomatelá, amiga. Vos no tenés que saber nada de todo esto.
—Dale, pelotudo. No soy ninguna idiota. ¡Zum Teufel mit dem

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Chef!
Mauro “El canario” Ortiz y Marcelito “El narigón” Ojeda,
luego de pensar un rato y de hacerse los interesantes con el asun-
to, decidieron contarle el plan que tenían en mente a Melisa.
—Bueno, mirá. Estamos planificando ir haciendo mierda
todo, poco a poco. ¿Entendés? Ya empezamos por algunos lu-
gares, como habrás visto, con ayuda de otros pibes y pibas. Pero
ahora queremos pudrirla de verdad. Estamos podridos del capi-
talismo, del racismo, del chetaje, del fascismo, del femicidio y
de la colonización. No queremos vivir más en el Conformismo.
Queremos desatar la hecatombe. No creemos más en nadie ni en
nada. Llegamos a un punto último de hartazgo. Esto se termina
acá. Sin embargo, tampoco deseamos que la destrucción deje de
ser un hecho artístico y estéticamente admirable…
—¿Y entonces? —preguntó Melisa con cierto descreimiento
y, acaso, algo de vanidad.
—¿Entonces? —repreguntó “El canario” y agregó: —Enton-
ces vamos a necesitar que además de atentar contra la vida paci-
fista de la clase media y mediocrizada, alguien lleve un registro
visual o escrito de los eventos y episodios anarquistas. Ahí es
donde entrarías a jugar vos. De ese modo, viralizando la obra ar-
tística implosiva de esta juventud revulsiva, en otras pampas y la-
res también pasarían a contagiarse los demás compas. ¿Entendés?
—Ya veo, quieren hacer una revolución…
—Esa palabra... ¿Hay necesidad de rotularlo todo?—. El “Na-
rigón” empezaba a fastidiarse: —¡Queremos hacer lo que quere-
mos hacer y ya!
—Bueno, ¿pero cuál sería el objetivo de toda esta movida?
—¿Siempre tiene que haber un plan, una meta y un método?
—interrogó con sorna “El canario”.
—Supongo que sí —contestó Melisa, seca y con seriedad.
—Ok. El propósito es la revolución, el fin es un mundo más
justo y el camino, por ahora, será la anarquía. ¿Te va?

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FLOR DE EMPATE

Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando sonó


el teléfono inalámbrico por tercera vez. Decidí levantarme para ver
quién era. Estaba con una resaca increíble de la noche anterior en
el Bar de Antonio. Creo que estuvimos jugando al pool hasta las
cuatro de la mañana, whiskies mediante, escuchando música y en-
carando minas sin éxito. Otra de esas noches clásicas para olvidar,
como dice la canción de Estelares.
“¡Al fin respondés, Julián!”, oí que me decía una voz femenina
desde el otro lado del tubo. “Te estoy llamando acá porque se ve
que tenés el celular apagado”. Estuve unos segundos rascándome la
nariz pensando de quién se trataba. Luego me acomodé los testícu-
los en el bóxer y me cayó la ficha. Era Samanta. Pero, ¿qué quería
después de casi cinco meses sin hablar?
Mientras calentaba un poco de café, fui a correr las cortinas del
departamento y la luz del día me encandiló fiero. Era una mañana
espléndida, henchida de sol y movimiento, que se veía muy bien
desde el piso 8, en especial en la Plaza Sarmiento que tengo justo
en frente. A todo esto, estaba escuchando atentamente –en realidad,
como podía, con un sueño ebrio de pocas horas– a Samanta que ha-
bía comenzado a explicarme los motivos de su comunicación. Pero
antes de meternos en ese asunto, quisiera contar un poco quién fue
esta chica en mi vida.

Con Samanta nos habíamos conocido unos años atrás en Make-


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na, el bar que está en Palermo Hollywood, que de Hollywood no
tiene nada pero en fin. Creo que fue la misma noche que mataron
a un flaco en la puerta del lugar con un “abrecartas”. Nosotros nos
enteramos al día siguiente, a raíz de un whatsapp que le llegó a
ella cuando salimos del telo. También en ese momento fue que nos
enteramos que me habían afanado el estéreo del auto, como en las
viejas épocas, cosa que creí que no se hacía más. Pero como mi ve-
hículo en ese momento era un poco viejo, se ve que aprovecharon.
La noche en que nos conocimos había ido solo. Bueno, en rea-
lidad no. Habíamos quedado con Antonio ir juntos, pero él prefirió
quedarse en su bar, así que nunca llegó. Si mal no recuerdo, fue
un sábado en el que jugaban el clásico Banfield-Lanús. Y fui a la
cancha, con lo cual hice todo el trayecto que va de zona sur hasta
Palermo, fumado y en pedo (habíamos estado escabiando con los
muchachos antes de entrar al estadio).
En aquella época, Samanta era un piba de veinticinco años,
delgada, rubia (castaña teñida) y con una personalidad bastante
simpática, “gedienta”, como se dice. Le gustaba el rock nacional, el
reggae y el fernet. También los chabones como yo. Desalineados,
medio bohemios, altos y silenciosos. Según me enteré después, lo
que más le gustó de mí fue la remera de Banfield con el logo de La
25.
Creo que fueron ella y su amiga las que se acercaron a pedirme
una seca de las flores que estaba quemando, ya con ganas de irme
al carajo, porque estaba bastante cansado de haber laburado todo
el día y de haber ido a ver el partido. En aquel momento, laburaba
como cadete por el microcentro con el CG-150 que tenía además
del auto, el cual en verdad era de mi papá. Nos pusimos a charlar
los tres. Su amiga era muy bonita también y como con las rubias
siempre tuve el prejuicio de Luca Prodan, encaré para el lado de la
morocha, aunque de manera infructuosa. No sólo porque era les-
biana –cosa que también me enteré después–, sino porque Samanta
estaba caliente conmigo. Cuestión que descubrí ahí, en ese mismo

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momento, porque sin mediar palabra alguna que fuera en tal direc-
ción, con su baile y movimiento me dijo eso y mucho más.
Después de aquella noche, tardamos más o menos unos tres
meses en ponernos a salir. Y un año en irnos a vivir juntos por la
zona de Santos Lugares, donde quedaba una casa vacía producto
del fallecimiento de su abuela materna. Las cosas fluyeron bastante
bien durante dos años y siete meses. Pero el último tiempo, algo se
desgastó. Nunca se termina de saber a ciencia cierta qué es lo que
estropea una relación. En realidad, tampoco se sabe con exactitud
qué la construye. Y así vamos, en definitiva, con más incertezas que
certidumbres cabalgando al potrillo ciego del amor. Hasta que nos
caemos. Y, a veces, nos damos la cara contra el piso. Hubo algunos
episodios de celos, un poco de infidelidad de parte de ambos, una
pizca de maltrato y bastante descuido recíproco. En fin.

Finalmente, después de un extenso rodeo elocutivo, me termi-


nó diciendo: “Estoy embarazada y estoy segura de que es tuyo.”
¿Por qué esperó tanto para decírmelo? Casi corto la comunicación,
dejando caer el inalámbrico sin querer. Sinceramente, no me espe-
raba tal noticia. No podía decir que fuera mala, aunque me resul-
taba difícil verle el lado positivo a tener un hijo con alguien con
quien ya no estaba y a quien tampoco amaba. Samanta me preguntó
qué quería hacer. Pensé que con cinco meses de embarazo como
mínimo –ni recordaba la última vez que habíamos tenido sexo–,
era prácticamente imposible que se sometiera a una “interrupción
voluntaria”, como le dicen ahora al aborto. “¿Querés hacerte un
ADN?”, me preguntó ante tanto silencio. “No”, le dije. “Te creo”.
Vacié la tasa de café de un sorbo apresurado. Fui hasta la campera
a buscar los puchos. Del otro lado se escucha un sollozo. Fue un
instante emotivo, aunque me encontraba –debo admitirlo– un poco

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desencajado. Encendí un cigarro y abrí la ventana a través de la
que se veían la Plaza y la mañana. Uno no se entera todos los días
de que va a ser papá. Le dije que estaba bien, que iba a hacerme
cargo del niño o de la niña por venir. “Por ahora es un niñe”, me
dijo la tarada. Eso del lenguaje inclusivo me parecía casi tan estú-
pido como no usar preservativo a la hora de coger, si no querés ser
padre. Así que estábamos empatados en la boludez. Igual que aquel
clásico del sur que fui a ver el día que nos conocimos, que terminó
cero a cero y todes nos quedamos con las ganas de gritar un gol.

20
EL DÍA QUE PERÓN SE ANALIZÓ CON
LACAN

En 1918 el Club San Lorenzo de Almagro goleaba por pri-


mera vez en el Viejo Gasómetro (4 a 0 a Estudiantes de La Plata)
mientras Sigmund Freud exponía en un Congreso de Budapest una
ponencia acerca del porvenir de la terapia psicoanalítica. Esta vin-
culación inusitada, nos sirve para pensar que, cuando suceden cosas
en un punto del globo terráqueo, también están sucediendo otras en
otra parte, que nos suelen ser desconocidas porque nos enfocamos
únicamente en aquellas que nos importan. Sin embargo, a veces
también se producen conexiones inesperadas entre eventos y/o per-
sonas que uno creía que jamás se iban a cruzar –ya sea por su dis-
tancia espacial, por su idiosincrasia singular o por el mero hecho de
que no todo el mundo puede conocerse con todo el mundo en esta
vida. Acá nos vamos a referir a uno de esos encuentros sorpresivos.
Para el mencionado año, el dieciocho del mil novecientos, Juan
Domingo Perón (“Pocho” para sus seres queridos) y el prestigioso
psicoanalista parisino Jacques-Marie Émile Lacan, aún no se habían
encontrado, cosa que sucedería más tarde –según lo narran ciertos
testigos que han preferido permanecer en el anonimato.
En 1920 Lacan comienza a estudiar Medicina, especializán-
dose en Psiquiatría entre 1927 y 1931. En los años posteriores se
forma en filosofía y en 1932 se empieza a analizar con un psicoana-
lista polaco-francés-estadounidense, además de mantener amistad
con los íconos del surrealismo, hasta convertirse en uno de los más
excéntricos y vanguardistas analistas de su generación. Por su lado,
Perón había comenzado a tomar una postura política más o menos
para 1916, confrontándose con los sectores oligárquicos y conser-
vadores de la Argentina y acercándose a los militares nacionalistas
así llamados “legalistas”. Para esa época ya era Teniente 1° y en
1924 asciende a Capitán. El flamante Capitán Perón.
21
En 1929 Perón se casa con Aurelia Gabriela Tizón, gran ami-
ga de una literata austríaca llamada Luca Lanzer, prima lejana de
Ernst Lanzer, fallecido en 1914, quien había sido paciente del mis-
mísimo Doctor Sigmund Freud de Viena. Ante las primeras crisis
depresivas de Perón, luego de su designación como profesor su-
plente de Historia Militar en la Escuela Superior de Guerra, Aurelia
se contacta con Luca para solicitarle el contacto del Profesor Freud
pero tristemente él nunca responde a sus misivas. El análisis de
Perón con Freud quedó trunco, y en Argentina todavía no existían
analistas plenamente formados para tratar a semejante personali-
dad, razón por la cual los allegados del futuro General buscan otro
analista casi tan prestigioso como el padre del psicoanálisis, o al
menos prominente. Es así que aparece Lacan en la vida de Perón y
Perón en la vida de Lacan.
Pero el encuentro propiamente dicho sucederá recién tras el
fallecimiento de Tizón en el treinta y ocho. Hacía seis años que
Lacan había publicado sus gran tesis de doctorado y es justamente
en este año (1938) que interrumpe su análisis con Loewenstein y
es nombrado titular de la Sociedad Psicoanalítica de París. Ya no
era un “pichi”, digamos. Perón tampoco, pues ya tenía publicada su
Toponimia patagónica de etimología araucana en una publicación
periódica del Ministerio de Agricultura y era Mayor del Ejército,
además de ser agregado militar en la embajada argentina en Chile
desde hacía dos años. Un punto inicial de contacto, era que am-
bos se interesaban por diversas cuestiones ajenas a su práctica pro-
piamente dicha, siendo una de esas cosas en común el estudio del
lenguaje o más bien de la lengua. Inclusive, con mayor precisión,
ambos a su modo conocían las implicancias del discurso en la vida
espiritual de los hombres.
El encuentro sucede, según cuentan los testigos anónimos, a
consecuencia de las crisis maníacas de Perón posteriores a su etapa
melancólica. En 1939, Pocho viaja a Europa donde durante dos
años recorre países como Alemania, España, Hungría, Yugoslavia,

22
Albania y la propia URSS. También pasa por Francia, que es donde
conoce a Jacques Lacan, buscando un psicoanalista como recomen-
dación pretérita de su difunta esposa Aurelia. Lacan ya había tenido
a sus hijos Caroline y Thibaut con Marie Louise Blondin. Nadie
sabe exactamente cómo el General se contacta con el Doctor –o,
al menos, ninguno de los testigos consultados se ha atrevido a de-
cirlo hasta el momento–, pero lo cierto es que pactan una primera
entrevista de análisis en el servicio de neuropsiquiatría del Hospital
Militar Val-de-Grâce en París, donde Lacan ejercía como médico
auxiliar a razón de la ocupación alemana y, a partir de la primavera
de 1940, mantienen algunas breves sesiones en el Hospital de los
franciscanos de Pau.
Así es, entonces, cómo comienza el psicoanálisis sostenido por
Juan Domingo Perón y Jacques Lacan entre 1939 y 1940, viéndose
interrumpida la cura del militar debido a su forzoso regreso a la
Argentina el 8 de Enero de 1941, fecha en la que es destinado a
una unidad de la Provincia de Mendoza donde luego será ascendi-
do a Coronel. Lo que sigue, son las anotaciones traducidas de las
sesiones que mantuvieran ambos personajes célebres según consta
en papeletas raídas de las susodichas instituciones de Salud Pública
así llamadas “historia clínica” y que fueron usurpadas por espías
argentinos en colaboración con los franceses luego de terminada la
Segunda Guerra Mundial a los fines de que nunca se supiera la cura
que el General Perón tuvo con el mismísimo Doctor Lacan, puesto
que en aquel entonces acudir al psiquiatra era tremendo signo de
debilidad espiritual y moral, señal indiscutible de decadencia.

Sesión del 18 de Mayo de 1939

Doctor Lacan: Entonces usted cree que está destinado a conocer


a una gran mujer…
General Perón: Pienso que sí, doctor. Me gustaría casarme con

23
una actriz joven, idealista, bonita. Usted sabe… Siento que me está
haciendo falta eso para pegar el salto a la gloria.
Doctor Lacan: Bueno, en ese caso, debería actuar conforme a
su deseo, aunque la oligarquía de su país lo defenestre al elegir una
chica popular.
General Perón: Es que ya me cansé de las mujeres conservado-
ras. Si bien pertenezco al mundo militar, tengo profundas conviccio-
nes obreras, no se olvide.
Doctor Lacan: ¿A qué se refiere con “profundas convicciones
obreras”, Juan Domingo?
General Perón: No me chicanee, doctor. Sé que en el fondo usted
tampoco es un burgués, aunque sus honorarios digan lo contrario.

(CORTE DE SESIÓN)

Sesión del 17 de Junio de 1939

General Perón: ¿Sabe usted cuál es el avión Lockheed P-38


Lightning? Ha volado en siete horas de California a Nueva York.
Increíble. Estos malditos norteamericanos son verdaderamente pe-
ligrosos.
Doctor Lacan: No puedo menos que estar de acuerdo con Ud.
Han convertido al psicoanálisis en una terapia conductual.
General Perón: ¿Qué opina usted de la decapitación de Weid-
mann esta tarde? Seguramente puedan decir mucho ustedes los ana-
listas al respecto con todo ese tema de la castración, ¿no?
Doctor Lacan: No creo que vuelvan a realizarse más decapita-
ciones públicas, dado la reacción histérica que ha provocado este
acontecimiento en la sociedad.
General Perón: ¿El morbo?
Doctor Lacan: La satisfacción sádica de la sociedad… Quizá
con los años desarrolle algún concepto para hacer referencia a esa

24
sensación de placer en la crueldad. A ese sentimiento de gozo en el
sufrir.
General Perón: ¿Y por qué no lo llama así: goce? Tal vez ese
término le sirva para diferenciarlo del placer…

(CORTE DE SESIÓN)

27 de Agosto de 1939

General Perón: Ahora han sido los alemanes quienes dieron un


batacazo. Han logrado volar un avión pilotado sin élice. Un Heinkel
178.
Doctor Lacan: ¿Pero entonces usted al final siente mucha admi-
ración por los nacional-socialistas?
General Perón: No, doctor. Me siento un hombre porveniristas.
Creo en el desarrollo, en el progreso, en el avance de la humanidad.
Doctor Lacan: ¿Podemos volver sobre su sueño? El sueño de la
chica…. ¿cómo se llamaba? ¿Eva?
General Perón: Ah, cierto. Sí. Desde hace años que sueño que
soy Adán y que junto a Eva, cometemos ciertos pecados que a la
cúpula de la sociedad no les gustan nada. ¿Usted cree que estoy
destinado a ser un líder popular?
Doctor Lacan: El psicoanálisis no cree en el destino, pero tam-
poco desconoce el poder oracular del lenguaje. La palabra no es sig-
no sino nudo de significación. Cuando usted dijo que siempre “evita”
confrontar con la autoridad, tal vez, sin saberlo, estaba nombrando
algo mucho más profundo relativo a su deseo inconsciente. En estos
tiempos de autoritarismo, ¿qué tiene de malo saber agachar un poco
la cabeza? Según me cuenta ha llegado muy lejos evitando confron-
taciones estériles con lo real. Quizá la cuestión sea, no retroceder
ante aquella voluntad más secreta que comanda sus acciones…
General Perón: Es cierto lo que usted dice, querido psiquiatra.

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El asunto es que gobernar es fácil, lo difícil es conducir…

(CORTE DE SESIÓN)

22 de Diciembre de 1940

General Perón: He estado meditando mucho este tiempo. Ten-


go que volver a la Argentina. He llegado a la conclusión de que la
verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el
pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo. Pero bueno,
las revoluciones se hacen con tiempo… o con sangre.
Doctor Lacan: Usted es un león que, gracias al psicoanálisis, se
ha vuelto herbívoro.
General Perón: Es cierto. Y se lo agradezco. Tanta “pulsión de
muerte”, como dicen, me ha producido acidez. Dejaré ya de guiarme
por mis fantasías destructivas, narcisistas y omnipotentes. Creo que
la única verdad es la realidad.
Doctor Lacan: Tengo mis miramientos respecto de esa doctrina,
Juan Domingo. No existe una sola realidad, ¿no lo hemos probado
acaso analizando sus sueños? En todo caso, la única verdad es la
verdad de la ficción.
General Perón: Ha llegado el momento de despedirnos, doctor.
Me alegra no estar de acuerdo en todo con usted. En nuestro análi-
sis, no ha habido complicidad…
Doctor Lacan: Querrá decir, en su análisis…
General Perón: ¡Qué puntilloso es usted con las palabras! Me
hace acordar a ese escritor que pusieron hace dos años como au-
xiliar en la Biblioteca Municipal Miguel Cané… ¿cómo era que se
llamaba? ¡Borges! ¡Jorge Luis Borges! En una época era populista,
pero con los años se pasó de bando. Comparte su tesis de la reali-
dad como ficción, entre otras. Le recomiendo su lectura.
Doctor Lacan: Le agradezco, lo tendré en cuenta.

26
General Perón: No hay peor cosa que un bruto con inquietu-
des…
Doctor Lacan: Un analista sin analizarse. Los mejores días
siempre serán aquellos que pasamos por un diván. No puede haber
nada mejor para un psicoanalista… que otro psicoanalista.
General Perón: Me gustaron esas frases. Las voy a considerar
para el día de mañana.

(CORTE DE SESIÓN)

27
VISCERAL

—Vos me tenés que contar si alguien te tocó la cola, Florencia.


Soy tu mamá.
La niña de cinco años, no contestó. Su madre sospechaba de
un abuso por parte de Francisco, el primo menor del ex marido
dado que, cada vez que volvía de la casa de esos tíos del papá de
su hija, ésta volvía malhumorada, excesivamente caprichosa y con
alguna que otra molestia en su cuerpo. No era la primera vez que
la pequeña se quejaba de un ardor pero, sin embargo, Florencia no
contaba nada que pudiera dar a entender con exactitud que se trata-
ba de un abuso: ningún juego fuera de lugar con Francisco –que en
esa época tenía catorce años–, ningún episodio “extraño” o “raro”
que ella pudiera manifestar. Por eso, casi siempre, Susana termina-
ba preguntándose si, acaso, no veía reflejado (o proyectado) en su
pequeña algo de aquellas feas y duras noches que le tocaron vivir de
chiquita junto a su padrastro, cuando se mudaron a Tapiales, luego
de que la madre decidiera volver a formar pareja, años después de
que falleciera su papá.
Al día siguiente, todo cambió. Florencia habló. Se ve que de
tanto insistir, la niña finalmente relató una situación completamente
desconocida hasta el momento, pero no con Francisco sino con
Raúl, ni más ni menos que el cura de la Iglesia anexada al colegio
religioso (y privado) al que concurrían tanto su hijita como el
hermanito mayor, Rafael. Ahí recordó inmediatamente las palabras
de su propia madre, tan ciega y ausente en otros momentos de su
infancia, pero tan lúcida para expresarse en aquella ocasión en la
que sentenció, sin ton ni son: “La primera vez que me tocaron el
culo, fue el cura de la Iglesia de mi barrio.”
Hay momentos de la vida en que la rotación misma del planeta
tierra se detiene. Las categorías de tiempo y espacio se desarman
de manera fenomenal y todo se va verdaderamente al carajo. Es la

28
marca siniestra de la repetición, es el suspiro infinito que acompaña
el denso pensamiento de “con ella no, hijo de puta, con ella no”. Es
la virulencia de sentir que el mundo es una mierda y que está plaga-
do, repleto de monstruos imposibles, de serpientes súper viscosas,
de gordas ratas malolientes y de tarántulas ponzoñosas de la peor
calaña. A veces la vida es una jauría de lobos sanguinarios. Pero las
presas, también tienen su poder.
Fue exactamente en uno de esos poderosos y angustiantes mo-
mentos existenciales en que Susana, tratando de disimular su in-
dignación frente a la hija, fue directamente hacia la cocina y eligió
el cuchillo más grande. Trató de pensar con más calma y para eso
se sirvió un vaso con agua fría. Fue hasta el baño, se mojó la cara.
Decidió revisar a su nena, con la excusa de volver a bañarla. No
encontró ningún tipo de “lesión” visible, pero aún faltaba la experta
pericia de los médicos. Tampoco sabía si quería exponer a Floren-
cia a nuevos manoseos. ¿Para qué? Si todo se podría resolver con
unas cuantas y precisas cuchilladas en el torso del párroco violador.
Si todo acabaría una vez que ella degollara a ese bastardo, tajeando
bruscamente su yugular. ¿A cuántos otros nenes y nenas habría to-
cado ese canalla? ¿Desde hacía cuánto tiempo llevaba adelante esta
perversión este tipo? ¿Cómo nadie se dio cuenta antes? ¿Cómo ella
no se dio cuenta antes?
Susana evaluó todas las alternativas, sin descartar completa-
mente la posibilidad de asesinar a Raúl, de la manera más violenta
posible (cortarle el pene era una de las acciones infaltables del acto
criminal). Qué le importaban a ella la cárcel o el infierno. Antes de
este día, casi ni creía ya en la Justicia ni en Dios. Y, en una circuns-
tancia como esta, mucho menos.
Pero “todavía no”, pensó. Quiso llamar a Walter, el papá de
Flor, y no pudo. Pensó en mandar un mensaje al grupo de whatsapp
de mamis del jardín y también desistió. Pensó en ir a prender fuego
la Iglesia con el cerdo execrable adentro, con el nefasto sacerdote
ardiendo allí, pero algo en su interior le decía que esperara. No

29
supo qué hacer hasta entrada la noche. La furia inicial devino pa-
rálisis. Miedo por las consecuencias psíquicas en la pequeña, culpa
por descuidar a su nena, terror por matar y abandonarla para siem-
pre. Quiso creer que estaba exagerando. Que “todo el mundo es
inocente hasta que se demuestra lo contrario”, pero al mismo tiem-
po pensó que dudar del relato de Flor era abusarla por segunda vez.
Llamó a su hermano, le pidió que viniera urgente a la casa, sin
decirle absolutamente nada del motivo de su llamado. Lo esperó
fumando y tragando café descontroladamente mientras dormía a
Florencia, luego de haber cenado a las apuradas y jugado con ella
un poco en la tablet, para llevarla a la casa de su vecina y amiga
Estela a quien le había pedido que le hiciera el favor de cuidarla
apenas unas horitas “debido a un imprevisto con sus padres”.
Primero llegó Estela y se llevó a Florencia sin hacer muchas
preguntas (solamente el clásico “¿todo bien?” al que ella contestó
con un “sí, sí, sí” cortante).
Cuando Ignacio llegó, ya eran las diez de la noche. La notó
completamente desencajada, pálida, temblorosa y con ojeras. Vio la
caja de alplax en la mesa y supuso que algo estaba verdaderamente
mal allí. Hasta donde recordaba, ella había descontinuado la medi-
cación psiquiátrica una vez superado el problema de la separación
con el violento y alcohólico de Walter. Todo parecía transitar en
una azulada paz cotidiana en la existencia de su hermana. Esa no-
che, algo definitivamente estaba mal allí.
Susana le comentó sus sospechas a Ignacio. Las actitudes de
Florencia, las expresiones sobre el ardor en ciertas zonas del cuerpo
próximas a los genitales. También habló de los cambios de humor
inexplicables de su hija y, quebrándose, le contó al hermano que al
mediodía había nombrado al cura Raúl en una serie de episodios
sin sentido (la separó del resto, la acompañó hasta un patio, le aca-
rició la mejilla). Él trató de calmarla, como era de prever, quiso
hacerla entrar en razón y evitar que cometiera una locura.

30
La cabeza de Susana estaba cada vez más ardiente, confusa,
perpleja, iracunda y melancólica. No sentía que Ignacio pudiera
contenerla, ni siquiera escucharla. Urgente debían hacer algo y de-
jar de hablar. Pensó que si su hermano no se callaba, el cuchillo
que había separado para ir a matar al cura, se lo iba a estampar a
él en medio del pecho. En un segundo, sintió y creyó que cualquier
hombre era igual a todos los hombres. Desde el verdulero que le
miraba el culo con poco disimulo todos los mediodías, pasando por
el maltratador del ex, siguiendo por el tarado que la piropeó ante-
ayer en la esquina dándosela de varonil, hasta llegar finalmente a
aquella mierda del padrastro abusador de su infancia, que la tocaba
un poquito todas las noches antes de irse a coger a la mamá.
—No me importa nada. Voy a ir a matar a ese pedazo de sore-
te. No intentes frenarme porque también voy a tener que matarte a
vos. Y no quiero. Fue un error llamarte. Fue un error mandar a mi
hija a ese colegio de curas pedófilos.
Ignacio llamó inmediatamente a la policía y trató de contactar
a Walter para contarle sobre la situación (era el padre de Flor, tenía
derecho a saber y opinar) pero no logró evitar que Susana fuera
con velocidad a poner en marcha el Peugeot 206 azul de vidrios
polarizados y saliera enloquecida hacia la casa de Raúl, dejando a
Florencia durmiendo solita en su cama. Instantes más tarde, Ignacio
se subió a su Eco Sport gris y la persiguió. Fueron diez minutos de
frenesí donde pensó que su hermana estaba por cometer la peor
locura de su vida, justificada o no.
Al llegar a la casa del eclesiástico, varios minutos después que
ella dado que en un momento la perdió de vista y no recordaba con
exactitud la calle de la casa de Raúl, finalmente Ignacio reconoció
el auto mal estacionado y con las puertas abiertas de la hermana.
El espectáculo fue memorablemente triste. Tan fabuloso como pa-
voroso. Un párroco gimiente lanzando ruidos guturales que ardía
en intensas llamas, con ambas manos cortadas chorreando sangre
cual film de Tarantino, pateando un bidón de nafta que lo único que

31
hacía era quemarlo más, buscaba desesperadamente, sin ojos, un
pene que yacía carbonizado echando humito al borde de la vereda.
Qué había sido todo aquello sino un sueño singularmente
monstruoso, comprobó Susana al despertar, tal vez el producto de
haber estado mirando televisión hasta tarde, bombardeada por tra-
gi-noticias gore, pestilentes “informaciones” del capitalismo tardío,
siempre presto a idiotizarnos el alma con carnicerías y morbosida-
des full time que ni dejar dormir nos dejan.

32
ENTREGA DE MADRUGADA3

En la noche a tu lado
las palabras son claves, son llaves.
El deseo es rey.
Que tu cuerpo sea siempre
un amado espacio de revelaciones.

ALEJANDRA PIZARNIK

Aún no recuerdo cómo llegué a ese espacio de murgas urugua-


yas en Moreno. Estaba tomando una cerveza bien helada. Y claro,
era pleno verano. La estación del año en la que “hay que ir por la
sombra” e hidratarse lo más posible. El calor es algo que puede ha-
cernos perder el control. De esto último, es una prueba el siguiente
relato.
Entre las mesas y la gente fervorosa, había una muchacha par-
ticular que cautivaba mi atención. Pelo corto, sin aros. Un tatuaje
a la altura del cuello cuya forma no llegaba a distinguir. La miraba
con disimulo desde hacía un rato y noté que ella también. Entonces
me acerqué.
—¿Vos estabas la otra vuelta en ese boliche Vinicius de Ramos,
no? —arranqué mintiendo.
—Hola… —dijo y me clavó esa mirada penetrante que tanto
encendía mi deseo—. No conozco ese lugar.
Me quedé sin saber qué decir. Pero fue entonces que ella tomó
la iniciativa. Se llamaba Iris. Me aclaró que era de Mar del Plata y

3 Leído en el Ciclo “Arden las palabras” de El transformador (Haedo)


bajo el heterónimo Fernando Lynch.
33
que había venido a visitar a su prima Flavia. Le ofrecí un pucho y
me preguntó si tenía faso. Le dije que no pero que podía conseguir.
Al rato volví con eso y fuimos al patio a fumar. Me presentó a la
prima y al novio de ésta. Ella era soltera. Tenía veintisiete años y
estaba terminando de estudiar abogacía.
—Qué interesante— le dije, pero por dentro pensé “qué ga-
rrón”.
Después de escuchar las murgas, bastante más suelto que al
principio y aprovechando la oscuridad de un pasillo que daba a la
cocina del lugar, transamos acaloradamente. La tomé por la cintura
y ella me agarró de la nuca con bastante fuerza, clavándome las
uñas en el cuero cabelludo. Su lengua era tan inquieta como la de
una serpiente y sus manos comenzaron a deslizarse por mi espalda
ejerciendo una sutil presión que hacía que cada vez nos pegásemos
más a la altura del ombligo. El calor corporal aumentaba y la ten-
sión sexual también.
El lugar en el que estábamos era una casona tomada, con un
patio enorme. Las estrellas decoraban el cielo con la belleza propia
de lo interestelar, experiencia estética que siempre me resultó de lo
más atractiva. ¿Estaría Venus mirándonos desde el cielo? ¿Mani-
pulando los hilos que mueven a los mortales cual marionetas, tal
vez? Iris y su prima Flavia habían venido en el auto de Tiago, el
novio de esta última. Se ofrecieron a llevarme hasta la estación del
tren Sarmiento, donde debía subirme para llegar a Ituzaingó. Como
eran muchas cuadras las que hubiese tenido que caminar, acepté sin
dudarlo.

En el trayecto seguimos chapando pero, en esta ocasión, nues-


tros cuerpos empezaron a atreverse un poco más. En ese lapso de
lujuria, el éxtasis propio de la excitación hizo que empezáramos a

34
tocar las zonas más erógenas del otro en busca de señales aún más
precisas de calentura, así como con ganas de calentarnos todavía
más. Zonas cuyos vapores densos, emanan un calor dulce y picante
a la vez. La transpiración y el ardor dérmico, ensalivadas las pieles
y los labios a más no poder, se conjugaban en una sensación irreve-
rente a toda categoría. Por su lado, la prima y el novio nos miraban
por el espejo retrovisor y se reían tímidamente pero sin disimulo.
Al parar en un semáforo, ellos también empezaron a chapar con
cierta intensidad. En un momento noté que la prima me miraba por
el espejo retrovisor mientras sacudía lentamente su lengua entre los
labios del muchacho. Al realizar cierto giro, el joven que conducía
deslizó su mano derecha de modo tal que rosó por un momento mi
pija erecta. Me quedé pensando si había sido un accidente o, más
bien, una insinuación.
Cuando me estaba por bajar del auto, Iris me preguntó si quería
pasar lo que quedaba de noche en la casa de la prima. Le dije que sí
sin dudarlo y continuamos el viaje. Estaban parando en una quinta
hermosa y alucinante, con pileta y hamaca paraguaya, por el lado
de La Reja. Como hacía mucho calor y el ambiente daba, decidi-
mos meternos en el agua, acompañados de fernet, vino y cervezas.
También prendimos unas flores, para no perder el ritmo de la no-
che. Sonaba el reggaetón del momento mientras nos desvestíamos
y al ver a la prima en ropa interior, observé que era una hembra
verdaderamente sensual, al igual que Iris, o quizá más. Tiago tenía
un cuerpo griego versión Siglo XXI, es decir, un poco más tostado
que los muchachos de Platón y con tatuajes japoneses tipo colo-
rinche carpa Koi más algún malévolo Samurai. En ese momento,
me vinieron unas ganas terribles de hacer una orgía. Creo que me
leyeron la mente porque inmediatamente dijeron: “en la pileta, nada
de ropa”.
Una vez en el agua cálida, cada pareja empezó a tener sexo
por su lado. Yo estaba con Iris en una punta y Flavia con Tiago en
la otra. Ella me recorría el cuello con su ardiente boca y de vez en

35
cuando me mordía pero a mí no me molestaba ya que rápidamen-
te sus labios besaban mi piel y la regocijaban haciéndome olvidar
ese instante de dolor. De fondo se escuchaban los gemidos de la
otra pareja. Flavia gritaba con esmero. Eso le daba un toque a la
situación altamente erótico y estimulante. Llegado el momento de
penetrar a Iris, ella lanzó un grito de goce que contrastó enorme-
mente con el silencio del campo en el que estábamos. Por dentro
pensé que no tenía que acelerarme dado que si no me iba a pasar
lo mismo que la última vez con aquella muchacha de Quilmes, des-
pués del recital de Divididos en un telo de Flores. Esta vez iba a ser
diferente. Lo que no me imaginaba, era cuán diferente iba a ser...

Mientras cogíamos con frenesí e intercambiábamos saliva y


fluidos varios de manera salvaje, se acercaron sutilmente Tiago y
Flavia, que al parecer ya se habían echado un primer polvo fogoso.
La prima empezó a chaparse a Iris mientras yo continuaba pene-
trándola. Con sus manos le acariciaba las tetas y luego bajó una
mano hasta el clítoris, lo que hizo que su excitación fuese total. En
cuanto a Tiago, lo tenía justo atrás mío. Me masajeaba la espalda y
poco a poco empezó a darme besos en el cuello, bastante excitado.
A esa altura del partido, mis prejuicios y condiciones heterosexua-
les ya estaban bastante borrosos. Empezó a meterme suavemente un
dedo en el culo. Sinceramente, nunca me habían penetrado. “¿Qué
se sentirá?”, pensé. El chabón estaba bastante interesado en hacer-
lo intuí. Hizo un primer intento y pero yo me corrí con disimulo.
¿Era necesario, para poder contarles a mis amigos que había estado
en una “alta orgía”, que tuviésemos que estar “todos con todos”,
o como se dice ahora, “todes con todes”? Parecía que sí, porque
Tiago insistió y, finalmente, se salió con la suya. Cuando vi que ya
no había manera de zafar sin arruinar el momento y perderme de

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esa golosa hembra que no paraba de gemir, entonces me entregué:
incliné un poco mi torso hacia delante y le permití penetrarme. Fue
bastante más doloroso de lo que creí y bastante menos placentero
de lo que suponía. Me tranquilizó pensar que hay chabones que se
llevan cada cosa a la nariz con tal de sentirse lo máximo. También
pensar que las personas se introducen cada excrecencia en la boca
creyendo que es comida o que los televidentes absorben con los ojos
enormes cantidades de inmundicia a diario… Entonces, ¿por qué
no podía dejar que un tieso pene ajeno entrara en ese orificio de mi
propio cuerpo si, al fin y al cabo, de encontrar mayor goce sexual
se trataba? Al rato, mi propio pene hizo una tremenda erupción ya
afuera de la concha de Iris, enturbiando el agua de la pileta con una
larga mancha de semen caliente. Aproveché el orgasmo para retirar
con cautela la pija de Tiago evitando que este acabara en mi culo
de manera aún más deshonrosa para mi ya lastimado orgullo viril
esa célebre noche. “Se puede perder el culo en cualquier momento,
pero lo último que se entrega es la dignidad”, pensé.

37
UN VIAJE INESPERADO4

—Soy See Prime. ¿Y tú?


—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
—Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos
los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada
más. ¿Por qué será?

LA ÚLTIMA PREGUNTA, ISAAC ASIMOV

El sueño que había tenido aquella noche en la que, después de


varios días, finalmente pude dormir, fue extremadamente singular.
Estaba tendido en una camilla, rodeado de una serie de médicos
que me examinaban. Uno de ellos decía: “Es muy joven y tiene
una forma muy armoniosa. Más que un sistema caótico, parece un
anillo de luz.” Continuaban auscultándome y luego una doctora to-
maba la palabra con cara de circunstancia: “Nos permite concebir
cómo era el universo hace 1.400.000.000 de años. No tiene brazos
en espiral. Sus estructuras distintivas son un disco giratorio y un
gran cúmulo de estrellas apiñadas alrededor.” Finalmente, quien
parecía el más viejo de los especialistas, concluía: “No es un caos
estelar. A través del lente gravitacional hemos detectado que posee
un sitio de procesos altamente energéticos. Se mantiene distante de
nosotros.”
Al despertar durante la madrugada, lo primero que hice fue
preguntarme de qué se trataba aquel sofisticado sueño cuyo último
fragmento, consistía en una máquina semejante a un satélite que
salía despedida a una velocidad exorbitante hacia los espacios os-
curos e infinitos del horizonte intergaláctico. ¿De qué hablaban en

4 Este cuento se creó en el marco del Seminario de Poesía y Psicoaná-


lisis (UNLAM). Año 2020.
38
realidad aquellos doctores? Volví a dormirme pero ya no soñé.
A la mañana, mientras tomaba unos mates amargos, me puse
a leer el diario desde el celular. Una noticia entre muchas llamó mi
atención: “Astrónomos detectaron una galaxia similar a la nuestra:
está a 12.000 millones de años luz y fue observada desde el tele-
scopio YUNÓN deluxe II.” Luego de leer la nota completa, decidí
comer algunos bizcochos, tomar mi notebook e irme a la oficina.
Si bien podía trabajar desde mi casa ese día, debido a que no te-
nía trámites pendientes por hacer, no obstante, me haría bien salir
y despejarme un poco. Caminar, escuchar los pájaros, oler el aire
matutino, mirar el cielo y un poco de gente. En resumen, sentir el
mundo… mi mundo. Todo eso haría que olvidara mis problemas
para dormir y también la pueril noticia de una galaxia paralela se-
mejante a la mía. “¿En qué podría modificar mi vida la existencia
de un universo paralelo?”, pensé. Y después solté una suave carca-
jada.
Al llegar al edificio de la calle Rivadavia al 1200 donde queda
mi oficina, una multitudinaria protesta de empleados públicos me
impidió ingresar e hizo que tuviera que optar por quedarme en la
confitería de la esquina. Una vez allí, me pedí un tostado en pan
árabe solamente con queso, sin jamón, huevo ni morrones y, ade-
más, un agua sin gas bien helada que el mozo se apuró en traer jun-
to a dos pequeñas galletas con membrillo artificial. El volumen de
la televisión estaba alto. Al oír nuevamente la noticia de la bendita
galaxia gemela, de inmediato me incomodé: ¿no había nada más
importante que anoticiar que no fuese semejante zoncera, hallazgo
sin duda significativo para la ciencia pero totalmente insignificante
para mí, un hombre común? Abrí la computadora portátil y me dis-
ponía a solicitar la clave wifi, cuando el científico entrevistado por
el periodista del noticiero comenzó a hablar y a decir:

Los avances de nuestro último telescopio YUNÓN (el deluxe II


más moderno que el YUNÓN deluxe I) han permitido detectar den-

39
tro de esta galaxia un sistema solar harto singular, extremadamente
parecido al nuestro, en donde también encontramos un Sol alrededor
del cual giran cierta cantidad de planetas. Lo más llamativo y espe-
ranzador de estos hallazgos, según las hipótesis a las que arribamos
junto a los colegas con los que trabajamos en el asunto, es el descu-
brimiento de un planeta en particular, tercero en su posición de cer-
canía al Sol, del que se conjetura la presencia de seres inteligentes
semejantes a nosotros o a los que nosotros nos podríamos asemejar,
dependiendo de qué lado se mire la cuestión.

En ese momento del relato, algo cambió en mí, brusca e inex-


plicablemente. Comencé a experimentar curiosidad e, inclusive, un
frío escozor atravesó mi médula espinal, dejándome con ello in-
usitadamente asustado y atónito. Continué escuchando entonces la
entrevista que el astrofísico remataba con las siguientes palabras:

Las nominaciones preliminares de la galaxia y del planeta son:


Vía láctea para la primera –por su semejanza a una mancha de
leche en el espacio– y Gea, para el segundo, o también, podremos
llamarlo el planeta Tierra.

Al oír esto último, me quedé totalmente perplejo y boquiabier-


to, como cualquiera se quedaría al anoticiarse de que no está en el
mundo en el que creía estar hasta ese momento. Imagínense lo que
es ir caminando por un camino que de golpe te quitan sin previo
aviso y con brusquedad. Esa milésima de segundo previa al descen-
so fatal, es más terrible aún que la propia caída en sí. En mis cua-
renta años de vida, había dudado de muchísimas cosas, ¡pero jamás
de ser un terrícola de la susodicha Vía láctea, del susodicho sistema
solar y del maldito planeta Tierra! “Esa es mi verdadera galaxia”,
susurré angustiado y triste.
Busqué rápidamente en Wikipedia dónde me encontraba
y descubrí que habitaba un planeta perteneciente a la galaxia

40
SPT0418-47. Continué buscando información de manera desespe-
rada y frenética. Esto no podía estar sucediéndome, esto no era
real, pero a la vez era lo más real que había vivido en muchos años.
Me disponía a cerrar mi notebook y dirigirme directamente a
una guardia médica a los fines de que me medicaran y dieran fin a
este episodio psicótico, cuando de pronto observé en el escritorio
de la PC portátil una carpeta hasta entonces no registrada. Se llama-
ba: NO RECORDARÁS, con mayúsculas. Dudé un momento antes
de abrirla. Estaba sudoroso y continuaba desconcertado. Junté co-
raje y abrí la carpeta en cuestión. Había allí un archivo de Word y
varias imágenes que no se llegaban a ver si uno no las abría. Abrí
el documento cuyo nombre era El viajero nocturno interespacial
y comencé a leer: “Buenos días, Fabio.” Quién había escrito eso
sabía mi nombre. “Seguramente en este momento estés haciéndote
muchas preguntas respecto de tu vida y de tu circunstancia excep-
cional. No te aflijas, todo verdadero sentido se toma su tiempo en
llegar y nunca es definitivo.” Pedí la cuenta y me retiré del lugar.
No estaba dispuesto a continuar leyendo allí. Tampoco persistí en
la idea de ir a ver un psiquiatra. Simplemente me fui hasta una pla-
zoleta cercana y, una vez que logré calmarme, continué leyendo. El
resto de la carta dirigida a mí, decía:
“Desde hace varias semanas nos hemos puesto en contacto con
nuestro amigo de la infancia Rafael. Sí, el astrofísico que se recibió
de la Universidad de La Plata y que continuó sus estudios en Ale-
mania para terminar trabajando con los rusos y con la NASA en
la cuestión de potenciales viajes intergalácticos. La situación apo-
calíptica en el planeta Tierra luego de la pandemia de coronavirus
desatada en el año 2019 (que se extendió hasta mediados del 2025,
producto de infernales rebrotes que dejaron millones de muertos
y miles de ciudades enteras desoladas y empobrecidas) hizo que
las investigaciones acerca de la galaxia SPT0418-47 descubierta en
2020 por nosotros, los terrícolas, se aceleraran de manera expo-
nencial ya que resultó ser una verdadera esperanza para comenzar

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de nuevo en otro lado. De este modo, para el año 2030 las prime-
ras posibilidades de realizar viajes a través del espacio comenza-
ron a vislumbrarse y a hacerse, poco a poco, realidad. Borraste de
nuestra mente las conversaciones mismas y el hecho de partir. Hoy
habitamos un planeta tan semejante a la Tierra que prácticamente
no hubo necesidad de realizar mayores preparativos en nuestro psi-
quismo ni en nuestro organismo. Todavía no podemos comprender
la tremenda exactitud del planeta y de la galaxia en la que nos en-
contramos con la nuestra, el desarrollo prácticamente gemelo o en
espejo de los dos mundos. Al cuidado de tu fortuna, se ha diseñado
mediante el mecanismo de nano-clonación un Fabio microscópi-
co que mantendrá informados a los pocos agentes especiales que
quedaron en la Tierra de cómo nos encontramos en nuestra nueva
vida y en nuestro nuevo planeta. Y no; no hay posibilidades de
que regresemos. En esta misma carpeta encontrarás las fotos más
emotivas y lindas de lo que fue nuestra estadía en la Tierra. Cordial
y afectuosamente… Tú mismo, antes de partir. La Matanza, 12 de
Noviembre de 2032.”
Saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí con extremada
suavidad. Inspiré, exhalé y dije en voz alta: “O yo mismo, antes de
llegar”. Luego de leer, me quedé mirando el cielo un rato en silen-
cio, como si buscara visualizar mi antigua galaxia allí a lo lejos, con
severa nostalgia. Entendí que, en el extraño sueño de aquella noche,
quienes hablaban eran Rafael junto a los astrofísicos de la Tierra
examinando las características de la nueva Galaxia SPT0418-47.
Cerré mi PC portátil y me eché a caminar humanamente o,
mejor dicho, marcianamente, es decir, como caminan los seres ex-
traños en un mundo que les es totalmente desconocido pero a la vez
muy familiar, dada la inexplicable semejanza de este nuevo hogar
con aquel otro ahora perdido, que alguna vez fuera mi verdadera
realidad. Sólo me quedaba amar y querer esta nueva circunstancia.
Quizá los hombres llamen “Mundo” en general a su mundo parti-
cular para no correr el riesgo de que, al nombrarlo con su verdade-

42
ro nombre, de pronto se den cuenta de que es otro del que creían
habitar. Porque, tal como puede deducirse de mi experiencia, una
simple palabra puede hacerte viajar miles de millones de años luz
sin darte cuenta.

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UNA HISTORIA PICANTE

Era de noche en Ramos Mejía y en el departamento de Fabián


Arias el whisky bajaba rápido. Las noticias de Daniela eran escasas
y el tiempo necesario para tomar alguna decisión menguaba. Pensó
en llamar a Carlos otra vez, preguntándole si sabía algo de ella y de
los Pedesti, ese grupo secreto de creencias esotéricas con los cuales
su ex novia había estado contactada, pero pensó que lo mejor era ir
directamente a encontrarse con él. Tal vez ese era el cuarto o quinto
cigarrillo que encendía. No paraba de maquinar. Junto a la exhala-
ción del humo, salía un crujido de nerviosismo que hacía que Clau-
dia, que estaba frente a él en el sillón, abriera los ojos como lechuza.
—Vestite. Nos vamos para Marcos Paz.
Claudia no dudó ni un segundo. Tomó su campera, la bufanda
y los guantes. Fabián agarró las llaves del auto, se asomó a la venta-
na del balcón francés y escupió hacia Avenida de Mayo.
Bajaron en menos de un minuto. Claudia no terminaba de en-
tender cuál era la urgencia de encontrar el paradero de Daniela. Sa-
bía algunas cosas: que ellos habían estado juntos un tiempo, que él
le suministraba objetos por los cuales cierta gente pagaba un precio
costoso y cuya procedencia era ignota. También que el hermano de
Fabián era el papá de su hijo. Un detalle que siempre le había cau-
sado mucha intriga pero con respecto al que, conociéndolo, prefirió
no preguntar jamás.
¿Hacia dónde irían, en ese Chevrolet Corsa color gris oscuro a
toda velocidad, si, supuestamente, ellos no tenían la menor idea de
dónde estaba la chica? Durante el viaje, no dijeron una sola palabra.
Hicieron varios kilómetros rumbo al oeste por Avenida Rivadavia y
recién frenaron, luego de algunos desvíos en el trayecto, a la altura
de Merlo. Pararon a cenar algo en las mesas de afuera de una pa-

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rrilla de mala muerte. De pronto, Fabián se quedó estupefacto ante
la presencia de un hombre en la mesa de su derecha. No entendía
muy bien si era el efecto del alcohol que había estado consumiendo
desde hacía cuatro días o qué, pero aquel en diagonal suyo –estaba
seguro de ello– era Matías Del Ponce. “¿Cómo puede ser –pensó–
si este hijo de re mil putas la última vez que lo vi estaba muerto?”
Se levantó algo sobresaltado de la mesa y se dirigió hacia el baño
que quedaba dentro del local.
Fabián se lavó la cara varias veces y revisó sus bolsillos. Tomó
algo de allí y lo observó detenidamente. Se trataba de un llavero
oxidado con forma de calavera. No recordaba haberlo puesto ahí.
Tampoco recordaba que el sujeto visto allí fuera era, ciertamente,
el otro Del Ponce. No Matías, sino Francisco. Lo extraño fue que el
gordo ese no lo reconociera, dado que los asesinos de su hermano
Matías habían sido clientes suyos en el negocio de los objetos ex-
traños. O quizá sí lo hizo, pero optó por no armar quilombo en el
lugar. “Con esta gente, nunca se sabe” pensó.
Fabián estaba desarmado. De golpe, se oyó que la puerta del
baño de hombres se abría con cierta vehemencia. Su corazón empe-
zó a latir fuerte y su respiración se aceleró. Rápidamente se metió
en uno de los compartimentos con inodoro. Se escucha5ron cinco
pasos en dirección de donde él estaba pero no quiso –o no pudo–
reaccionar. Miró los azulejos monstruosamente adornados con fra-
ses, números de teléfonos, sangre y mierda de todos los que alguna
vez pasaron por allí. Contuvo el poco aire que le quedaba en los
pulmones. Pero no pasó nada. Ni siquiera los pasos de retirada lo-
graron oírse, apenas una puerta que se cierra suavemente. Juntó
coraje, contó hasta diez y salió. Nadie había en ese baño. Tampoco
de qué preocuparse.
Pagaron la comida y dejaron la botella de vino tinto a medio
terminar. A medida que pasaron los kilómetros, Fabián volvió en sí,
como si hubiese despertado de un trance o de un sueño profundo.
—¿Qué te pasó en el restaurant? —preguntó Claudia—. De

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hecho, no entiendo hacia dónde estamos yendo. Me cansé de se-
guirte sin chistar. Decime algo, por favor. ¿Hasta dónde vamos a ir
en esta dirección? ¿Tenés algún dato de que la piba esté por acá?
¡Dejate de joder, Fabi! Largá todo porque me bajo ahora mismo y
me vuelvo haciendo dedo…
Él la miró y no dijo nada. Fijó los ojos en la ruta, que era una
oscuridad cada vez más profunda a medida que se hundían en el
campo bonaerense. Bajó la ventana y, de manera casi malabarística,
encendió un cigarrillo. Claudia comenzó a pensar, intrigada, cuál
era el sentido de la búsqueda de Daniela: ¿Alguna deuda monetaria?
¿Algún residuo sentimental no resuelto? ¿Un interés por protegerla
de algo o por salvarla de alguien? Todo muy extraño. Muchas
preguntas y muy pocas (o casi nulas) respuestas. Las sombras es-
pesas que bordeaban el asfalto de la ruta, representaban aproxima-
damente la sensación de ignorancia de Claudia ante la opacidad del
espíritu de su compañero Fabián esa noche fría del otoño de 2016.

Daniela esperaba sentada en el banco de la Plaza a que Sebas-


tián bajara del tren, como habían quedado la noche anterior por
whatsapp. La estación de Flores de noche era bastante oscura y,
donde ella aguardaba, todavía peor. ¿A quién podría ocurrírsele
esperar a esa hora y en ese lugar?
El último tren desde Moreno frenó en la estación de Flores y,
al cabo de unos pocos minutos, la silueta lánguida de Sebas –como
ella le decía cariñosamente– se hizo presente en un vértice del per-
fecto cuadrado que constituía la Plaza General Pueyrredón. Preci-
samente en aquel ángulo que deriva en la entrada de la estación,
donde los pasajeros del ferrocarril Sarmiento ascienden y descien-
den diariamente, una vez que cruzan la calle Yerbal.
—¿Trajiste eso, peque? —inquirió Sebastián.

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—Sí, boludo. ¿A eso vinimos, no?
—Exacto.
Luego de transar y de darle unas secas a un faso prensado, se
fueron a tomar una cerveza a la pizzería Kentucky que está justo en
la esquina de Rivadavia y Pedernera. Sebastián sacó un sobre con
muchos, tal vez demasiados, billetes de 1000 pesos argentinos, ac-
titud frente a la que Daniela se sobresaltó preguntándole qué carajo
hacía. Si bien no había prácticamente nadie a esa hora en el lugar
(y menos un Lunes a la noche), de todas maneras, no era el espacio
público un lugar donde andar contando 50 lucas.
—Acompañame —dijo Daniela, seca y segura de sí misma.
—Vamos —respondió Sebas, metiendo el sobre rápidamente
en la mochila y agarrando el celular que había dejado apoyado en
la mesa.
Caminaron varias cuadras hacia el sur. Sebastián, que no era
de ahí, se empezó a marear un poco dado que aparecieron algunas
diagonales y, además, empezaron a hacer una especie de zigzag.
En un determinado momento, el porro y la birra se le subieron a la
cabeza, porque le vinieron ganas de vomitar. Pararon un segundo
y Daniela se empezó a impacientar. Que dale, que tenemos mucha
guita encima, que estamos regalados. Sebastián no se mejoraba y
entonces ella decidió actuar. Agarró la mochila, sacó el sobre con
la plata, se lo metió en la bombacha y empezó a correr. Sebas no
logró reaccionar a tiempo ya que jamás se hubiese imaginado que
una piba lo pudiera dormir así, menos una pendeja y mucho menos
aún aquella flaca con la que venía curtiendo hacía casi un año. Trató
de recomponerse como pudo y empezó a trotar siguiéndola con la
mirada, para no perderle el rastro. Palpó la cintura y no encontró
nada. Metió la mano en la mochila y sacó un revólver calibre 22,
con seis balas de plomo listas para lastimar a quien se había portado
mal.

47
3

Cuando el Sebas llamó a Francisco para contarle que “la pen-


deja le había choreado la guita”, el gordo Del Ponce dejó a la pros-
tituta y a la cocaína de lado por un momento. ¡Qué inoportuno el
lacayo este! Se vistió rápido, tiró todo lo que había sobre la mesa
(botellas, drogas, restos de comida) al piso con un gesto brutal y se
fijó que la 357 estuviera cargada.
—Le dije que le daba una última oportunidad –sentenció Fran-
cisco Del Ponce–. Ahora va a tener que pagar las consecuencias de
haberme vuelto a joder. ¿La tenés con vos?
—No, jefe —contestó con culpa y miedo Sebastián—. La corrí
diez cuadras pero la perdí. No pudo haber llegado muy lejos, tiene
que andar por acá, por Flores. Si quiere, me hago una escapada
hasta el Bajo.
—No va a hacer falta, nene. Quedate tranquilo que, en dos
horas, la guacha esa es boleta.
Sebastián se quedó mudo y pensativo. Hacía varios años que
trabajaba para los hermanos Pedesti, como se conocía en la noche a
Matías y a Francisco Del Ponce. Al primero lo había liquidado Car-
los Saravia, durante una velada mafiosa por la zona de Hurlingham
en la que las cosas se pusieron jodidas ya que no hubo acuerdo en
la negociación por las reliquias.
Los Pedesti practicaban todo tipo de cultos, no tenían una
creencia fija. Se habían ido convirtiendo, poco a poco, en una es-
pecie de secta bastante grande –la pandilla reunía ya aproximada-
mente a doscientos miembros y conectaba cincuenta barrios, diez
provincias y cinco países– la cual, a su vez, englobaba a otras pe-
queñas sectas y grupúsculos de extraviados: delincuentes de poca
monta, evangelistas rechazados por la Iglesia Universal, barrabravas
sin club, ex policías separados de la Fuerza, nazis o fascistas con
mucho resentimientos social y con ganas de creer en algún dios
oscuro, etc. La característica principal de la cofradía Pedesti era

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el desinterés por el dinero. Lo que al gordo le había jodido no era
tanto que Daniela le hubiese cagado la guita sino que no le hubiese
dado el objeto precioso por el que él había estado dispuesto a pagar
semejante suma. La logia Pedesti estaba obsesionada con las reli-
quias de cualquier credo, tiempo y religión. Solamente querían “au-
mentar su poder” místico, simbólico, trascendental dado que esa
era el camino de la “verdadera salvación”. Acumular el máximo de
poder espiritual que, según ellos, estaba depositado en los “objetos
milagrosos”, desparramados a lo largo y a lo ancho de la historia
de la humanidad. Obviamente, para lograrlo primero habían tenido
que convertirse en poderosos mafiosos del Conurbano bonaerense.

En lugar de llamar a Carlos por teléfono para ver si sabía algo


de la flaca, Fabián llegó a la quinta donde aquel solía parar en Mar-
cos Paz. Estaban las luces apagadas y, aparentemente, no había
nadie pero de todas maneras detuvo el vehículo y se bajó. Le dijo
a Claudia que lo esperase allí y que si no volvía en menos de 15
minutos, arrancase y se rajara al toque. Ella no dijo ni una palabra,
solamente se limitó a mirarlo como hacía cada vez que el autori-
tario de Fabián, borracho o no, la maltrataba con sus órdenes y
bajadas de línea. No entendía por qué no dejaba a ese estúpido de
una buena vez. Ella todavía era joven, bella, inteligente y astuta.
No podía entender por qué le costaba tanto separarse de ese tipo.
¿Dependencia económica? No había. ¿Apego emocional? Tal vez.
De todos modos, no era el momento exacto para romper la relación
con él. Quizá, en unos días ella estuviera regresando a Santa fe,
donde su hermana Roberta la estaría alojando nuevamente, como
todas las veces que había tenido que distanciarse para poder lograr
una ruptura amorosa.
Claudia no dejaba de mirar su celular para calcular el tiempo

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desde que Fabián había entrado a la quinta de Carlos. Habían pa-
sado exactamente 14 minutos. Tan sólo 60 segundos lo unían o le
separaban de él para siempre: no pensaba volver a verlo nunca más
después de aquella noche en la que se había sentido más objeto que
nunca. 30 segundos. Un disparo sonó, seco, a lo lejos. Se sobre-
saltó. 15 segundos. Agarró la llave del auto y lo puso en marcha.
Dos disparos más. “¿Qué carajos está pasando?”, pensó. Puso en
marcha el auto. 10 segundos. Piso el embrague para poner primera.
5 segundos y una sombra se abalanzó sobre el capó del auto. Una
figura humana errante que chorreaba sangre sobre el Corsa gris. Se
cumplió el tiempo delimitado por Fabián y casi arroya a ese sujeto
indistinguible hasta que, de pronto, oyó un grito sordo que decía:
“Soy yo, Claudia, aguantame”.
Se bajó del auto a toda velocidad y trató de ayudar al herido
Fabián para que pudiese subir y sentarse en el asiento del acom-
pañante. No sangraba tanto y la herida era superficial. Una bala
de los Pedesti lo había alcanzado. Cuando entró a la quinta donde
solía parar Carlos, encontró a este y tres de sus hombres muertos.
¿Daniela lo había traicionado? Ellos no conocían ese lugar. ¿Quién
los buchoneó? Más preguntas se sumaban a su cabeza atormenta-
da. Le entró una llamada del Pingüino, uno de los más allegados a
Carlos y lo puso al tanto de la situación. Él había logrado escapar
hacía media hora, pero los tipos estos se quedaron a ver si aparecía
alguien. Además, el gordo Del Ponce lo había visto en la parrilla.
Seguramente dedujo que Fabián venía para acá. Quiso reventar a
dos pájaros de un tiro, pero uno se le voló.

El flaco Gutiérrez, cuando la vio y, encima, con toda esa guita,


no lo pudo creer. Lo primero que ella hizo fue llamar a Carlos pero
este no respondió. Pensó en escribirle a Fabián pero, ¿para qué? La

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iba a rigorear, como siempre, haciéndole de padre protector. Sin ir
más lejos, por eso mismo ellos se habían separado. Más allá de la
diferencia de edad, Fabián asumía un rol demasiado paternal con
ella, precisamente con una chica que no tuvo padre ni quiso tenerlo.
Tal vez, inclusive, por eso lo cagó con el hermano. Una especie de
pensamiento que rezaría: “Cuanto más me controles, más me voy
a descontrolar”.
Daniela se prendió un porro y se dirigió a la habitación más
grande de la casa del flaco Gutiérrez. Este se acercó al rato con un
par de latas de cerveza. Después de coger duro y parejo media hora,
el flaco le pregunto:
—¿Qué pensás hacer con todos esas cosas que quiere el gordo?
—Ni idea… ¿por? —lo miró y le tiró todo el humo en la cara
—. Voy a hacer lo que se me antoje la concha. Quizá junte toda esa
mierda que estos pelotudos piensan que tiene súper-poderes y la tire
al río o al mar. O capaz la queme. ¿Vos qué pensás?
—Uhm… —el flaco estaba colgado mirándola y mirando al te-
cho alternadamente—. Me parece que lo mejor va a ser que te dejés
de joder y transes con el gordo y los Pedesti porque te van hacer
la vida imposible. Caes acá con toda esa guita sin haberles dado la
reliquia esa del orto… ¿querés que me maten a mií también?
—No seas cagón, flaco. —Daniela mató de un solo trago la
media lata de cerveza que quedaba—. Al final ustedes los tipos son
todos iguales. Mojan el churro y se vuelven tremendos bebotes.
¿No tenés huevos vos para segundearme en ésta?
En lugar de esperar ellos a que los vengan a buscar, salieron
a su encuentro. El flaco tenía dos pistolas 9mm de cuando había
sido gendarme. Según Daniel, los Del Ponce estaban por adquirir
esa misma madrugada un conteiner lleno de “objetos milagrosos”,
es decir, de “reliquias invaluables” que llegaban desde afuera, po-
siblemente África o Asia. El golpe iba a tener que ser en el Puerto
de Buenos Aires. Cargaron las armas, tomaron una raya de cocaína
cada uno y salieron en la moto de Gutiérrez, un Transalp Rally

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Touring 600cc del año 1998.
Antes de ponerse el casco, Daniela le pidió el celular al flaco.
Marcó un número y escribió: “Ya sabés quién soy y sé que me
debés estar buscando, porque no cambiás más. Si me querés volver
a ver, te espero en Retiro en 1una hora. Traé un fierro y no vengas
con la rubia”.

Cuando Fabián, que salía de la guardia hospitalaria en Moreno,


leyó el mensaje de texto de la piba fue casi como si hubiese recibi-
do un nuevo disparo. Pero este era más preciso, no era un simple
roce y un par puntos. No. Era un balazo al corazón. Claramente, él
seguía enamorado de Daniela, aunque le costara reconocerlo. Miró
a Claudia y le dio un beso en la boca. Ella no entendió muy bien
qué le pasaba, como siempre. “Tenés que quedarte en Ramos”, sen-
tenció. “Te alcanzo y arranco para Puerto Madero, me esperan”.
Claudia por dentro dijo: “Esta es la mía. Sacóo todas mis cosas del
departamento y me voy para Santa fe”. Había empezado a lloviz-
nar y, a la vez, se encontraban en la hora más oscura de la noche.
En menos de dos horas, comenzaría a clarear. Un problema para
cualquier vampiro.

Daniela había estado trabajando para los Del Ponce y para


Carlos, llevaba y traía información como “infiltrada” para ambos
bandos. Sus derroteros subjetivos la habían desbordado fuertemen-
te, una vez que le encontró el gusto al bardo, no pudo parar. Ni
siquiera Fabián había podido, en su momento, refrenarla. Tampoco
su hijo, Augusto. Pero esta vez, quería darle un final a todo este lío

52
en el que se estaba metida. Por una vez en la vida, quería rectificar
sus malas acciones.
Intercambiaron mensajes con Fabián y quedaron en encontrar-
se en el límite que separaba Puerto Madero de Retiro, en cierto
pasadizo oscuro que ellos conocían de otras jugarretas previas, cer-
ca de la Avenida Antártida Argentina y Comodoro Py. A la hora
exacta de aquel primer mensaje, se escuchó frenar un auto y era
él. Camino unos pasos hacia donde estaban ellos, ocultos tras unos
arbustos.
—Traje una escopeta de caza mayor y un FAL belga —dijo
Fabián para romper el hielo. Era increíble su capacidad para mos-
trarse como un tipo rudo, “sin sentimientos”.
—¿Viniste con la rubia? —preguntó Daniela en tono jocoso—.
Qué mina tarada esa, por dios. ¿De dónde la sacaste? ¿De un capí-
tulo del Pequeño Reino de Ben y Holly?
—Basta, flaca —intervino el flaco Gutiérrez—. Tenemos cosas
más importantes que hacer que una trasnochada escenita de celos.
Se produjo un silencio incómodo y luego Daniela estalló en una
carcajada.
—¡Estoy jodiendo, boludos! Ok, arranquemos.
Mientras caminaban hacia el Corsa de Fabián, éste y la piba
quedaron un poco más atrás que el flaco. Ni lerdo ni perezoso, Fabi
aprovechó para decirle cuánto la había extrañado todo este tiempo
y que no había podido dejar de pensar en ella ni una sola noche.
Ella se emocionó pero lo ocultó. No quería dar señales equivocadas
ni estropear la “misión” que tenían esa madrugada fría de Buenos
Aires.
Dado que no podían caminar con armas largas por la calle así
no más, acercaron el coche lo más que pudieron hasta el Puerto,
estacionando a metros de las Dársena F dado que la transacción de
los Pedesti iba a ser en la F.
Aguantaron la media hora que faltaba para que las dos camio-
netas Mercedes Benz último modelo de Del Ponce llegaran hasta

53
el lugar. Podían ver con el binocular Gadnic que alrededor de un
conteiner específico en la Dársena F había tres sujetos armados con
ametralladoras Uzi de origen israelí, a metros de un BMW negro,
con vidrios polarizados y blindados. Los Del Ponce solían usar pis-
tolas, pero posiblemente alguna Ithaca 37 y por lo menos una so-
viética AK-47 tendrían para una operación “tan importante como
esta”, según las palabras que Daniela escuchó en su momento de
boca de Francisco, aquella noche que el gordo se quiso pasar de
listo con ella y la piba le metió una piña en la cara, acción que no
fue reprimida dado que entendió que se había desubicado.
Mk3A2 era el nombre de la granada de mano estadouni-
dense que el flaco Gutiérrez había preparado para que el asalto
tuviese alguna lógica, dado que de no tenerla estaban con todas las
de perder. Igualmente, el plan era que la situación pareciese una
operación mejicaneada por ambos bandos, suscitar la paranoia e
intervenir desde lejos. Una vez que atacaran a Francisco y a los
suyos, sólo era cuestión de esperar la reacción intempestiva de un
rabioso sintiéndose zarpado.
Todo transcurrió acorde a lo planificado. Llegaron las camione-
tas, bajaron seis hombres entre los que se incluía el gordo Del Pon-
ce y se acercaron lentamente hasta la Dársena F junto al conteiner
custodiado. No hubo manos estrechándose, solamente una sucinta
conversación prácticamente para-verbal entre Francisco y el que
parecía “el capo” de los otros mafiosos. Abrieron la compuerta y,
no pudieron creerlo sus ojos, comenzaron a salir pequeñas criaturas
vivas del tamaño de un duende pero con forma humana. Duendes
no podían ser ya que el último de ellos, el Gran Duende de la Pu-
reza Sádica Estelar, había sido estrangulado por Fabián en el 2002,
la tarde que aquel había querido robarse una tarta de mazamorras
de la ventana de Doña Julia, allá en Pacheco. Y, ¿entonces? ¿Qué
demonios eran esas pequeñas criaturas que se habían asomado del
conteiner y que ahora aguardaban el pago de los Pedesti para irse
con sus nuevos dueños?

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—¡Son niños! —exclamó Daniela, indignada—. ¡Estos hijos
de yuta compran niños!
Ahora entendían muchas cosas, por ejemplo, a qué llamaban
dentro de las reliquias y de los objetos milagrosos “los objetos esen-
ciales de placer”. Pedesti no era más que una abreviación y un modo
estúpido de camuflar lo que verdaderamente eran. En efecto, su pri-
mer nombre había sido los Pederestis, es decir, los PEDERASTAS.
Semejante sorpresa enturbió las mentes de los tres justicieros.
Digamos que comenzó la cacería. Aprovechando que les niñes es-
taban dentro del conteiner aún, Gutiérrez dio la orden de fuego. Fa-
bián apuntó al líder de los vendedores hiriéndolo en un hombro con
el FAL. Daniela tiró con la 9mm a Del Ponce y le pegó en la mano
derecha. El flaco dejó los binoculares gracias a los cuales informaba
los resultados del ataque y una vez que amboas bandas empezaron
a tirotearse lanzó la granada lo más lejos posible del conteiner es-
tallando totalmente una de las camionetas Mercedes Benz. Después
de ese estallido, fue cuestión de afinar la puntería hacia todo lo que
se moviese hacia un lado o hacia el otro.
La transacción se boicoteó oportunamente. Los Pederastas que
sobrevivieron –apenas dos de los seis que habían ido– huyeron he-
ridos. Francisco agonizaba en el suelo con trece disparos en el tor-
so, uno en la cara, cuatro en la pierna y uno en la nalga izquierda.
Los entregadores, cuyo origen había resultado ser europeo, murie-
ron todos. Les niñes no resultaron heridos, casi milagrosamente.
Lamentablemente, cuando estaba terminando la balacera, uno de
los europeos registró los disparos que provenían de donde estaban
Daniela, Fabián y el flaco Gutiérrez. Como pudo, sacó del baúl
del BMW un fusil de francotirador semiautomático anti-material
SARTS modelo M82 de origen estadounidense. Fue cuestión de
apuntar apenas bien ya que con eso bastó para volarle la tapa de los
sesos al pobre Gutiérrez. Acto seguido, Fabián retrucó con una bala
7,62mm que impactó con una perfección inusitada en su rostro,
perforándole un ojo y matándolo en el acto.

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Una vez que el tiroteo terminó completamente, Fabián se apro-
ximó hacia los cuerpos tendidos en el piso y los remató con la es-
copeta Winchester SXP.

Les niñes fueron rescatados por la Prefectura y puestos a dis-


posición de un Juez. Comenzaba a amanecer en la Ciudad y los dos
sabían qué significaba eso. Daniela y Fabián caminaban a paso de
tortuga por el Puente de la Mujer. Un sutil malestar y un raro olor a
carne quemada sazonaban la escena con un toque grotesco. La luz
lunar, reflejo de la luz solar, era harto débil en rayos ultravioletas
y por eso Fabián, desde aquella tarde en que fuera mordido por el
cantante de La Beriso, había tenido que recluirse durante el día para
transitar la vida nocturnamente, para no verse expuesto de modo
directo a los poderosos fulgores del Dios Sol. Ra, para los egipcios.
Quien alguna vez había sido no más que “Fabi”, ahora era un cadá-
ver en descomposición, con afiladísimos colmillos vampíricos, de
pie junto a una doncella tan blanca como la sal cuyo cuello inocente
se acomodaba gozoso a recibir la última mordida, tal vez la más sa-
brosa de todas puesto que la convertiría en aquello que ella siempre
había querido ser.
Después de satisfacer su sanguinario deleite, nuestro monstruo-
so amigo tomó el arma que su chica guardaba en la cintura y la car-
gó con un proyectil de plata. Llevó la pistola hacia su sien y gatilló.
El flácido cuerpo vampírico no llegó a caer al suelo que se esfumó
misteriosamente dejando solamente como resto unos malolientes
trapos manchados de sangre (que alguna vez habían sido su ropa).
Pero eso no fue todo, estimado lector. Nuestra protagonista, la jo-
ven Daniela, también comenzó a desvanecerse en su consistencia
corporal e imagen. No podía (o no quería) entender qué era lo que
le estaba sucediendo. Es que ella no había sido jamás más que una

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tulpa creada por la mente y el espíritu del propio Fabián, es decir,
un producto psíquico que había adquirido una solidez física y una
autonomía e independencia impresionantes nunca vistas en el mun-
do de los tulpamantes, quizá.
Las nubes de la lluvia otoñal habían dejado paso a un esplén-
dido día de sol. El frío y desolado Puente de la Mujer había sido el
último testigo de ese improbable amor entre un vampiro del Gran
Buenos Aires y una tulpa a la que no pocos psiquiatras hubieran
diagnosticado como “borderline”, a condición de creer primero
ellos en una ciencia Otra.

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LKHAGVASÜREN

En las antiguas regiones del sudeste asiático, un muchacho lla-


mado Lkhagvasüren Temur Khan, descendiente lejano del antiguo
emperador mongol Toghan Temur Khan, decidió escapar una ma-
drugada de su poderosa familia de origen y de las infinitas promesas
de felicidad que le deparaba su encumbrado linaje, para ir en bús-
queda de la bellísima princesa Changping, ni más ni menos que la
hija del famosísimo Chongzhen, el último emperador de la dinastía
Ming. Aquella noche, un sueño le había develado que era él quien
debía cuidar durante cinco días a la susodicha señorita Changping
Ming, una vez que esta fuera herida de muerte por su propio pa-
dre, quien le amputaría el brazo izquierdo ante el advenimiento del
ejército rebelde comandado por Li Zicheng. En el mensaje onírico,
según la interpretación del monje tibetano Manjari, Lkhagvasüren
debería convertirse en una magnolia de Huangshan luego de beber
varios litros de kumis, también llamado airag, tsegee o simplemente
cosmos.
Todo sucedió acorde al presagio. En Abril de 1644 Chongzhen
mutiló a su hija del brazo izquierdo. Lkhagvasüren bebió el kumis y
se convirtió en una magnolia cilíndrica gigante. Las tropas rebeldes
de Li Zicheng avanzaron contra la Ciudad Imperial de la dinas-
tía Ming, destripando y carneando a cuanto rival se cruzase en su
camino, incendiando toda aldea y no dejando siquiera descenden-
cia en pie. Lkhagvasüren Temur Khan convertido ya en una planta
enorme, amparó a Changping dentro de sí ayudándola a cicatrizar
su terrible herida y ocultándola además ante el enemigo.
La situación se calmó y todo parecía estar terminado: misión
cumplida. Pero cuenta la leyenda que Changping no fue protegi-
da con toda la pericia necesaria por parte de Lkhagvasüren Temur
Khan dado que este se enamoró de la hermosa princesa y la liberó
de su seno vegetal demasiado pronto con tal de verla danzar, correr

58
y reír. Además él quiso volver a su forma humana rápidamente, con
lo cual, ya no hubo manera de volver a esconderse. Los viles solda-
dos de Li Zicheng, sospechando que ese tesoro que representaba la
jovencita andaba aún por allí escondido, decidieron montar guardia
por los alrededores de la Ciudad Prohibida, corte de la dinastía
Ming hasta ese día. Fue así que las turbas oscuras de Li Zicheng
capturaron a Changping fácilmente. Una vez apresada, la entrega-
ron a los designios secretos del rey de los infiernos Erlig Khan a
quien, en verdad, respondían. Los siniestros lobos la devoraron en
cuestión de minutos, sin dejar siquiera sus finos huesos. No tuvo
sepultura alguna.
Para colmo de males para Lkhagvasüren Temur Khan, resultó
ser que la muchacha era, en realidad, la mismísima nieta del dios
Tengri, suegro secreto del emperador Chongzhen. Si haber descui-
dado a una princesa era algo que ya merecía un castigo ejemplar,
¿qué cadalso sería suficiente para tamaña desidia?
Cuentan los contadores de leyendas orientales más prestigia-
dos, descendientes directos del monje tibetano Manjari, que Lkha-
gvasüren fue condenado a vivir en forma de murciélago por toda la
eternidad. No solamente eso. Además, cada cierto tiempo mortal,
se haría un ritual conmemorativo de aquella suprema tragedia en el
que se comería a los murciélagos descendientes del propio Lkha-
gvasüren Temur Khan en un caldo con el que se haría una especie
de sopa. El pecado de este joven mongol, no obstante, nunca es-
taría plenamente saldado puesto que la furia de Tengri cuando lo
condenó fue terrible. Y así sucede cuando los dioses sentencian a
un mortal. Tampoco tienen miramientos si el pago de esa culpa se
extiende a toda la humanidad.

59
INDICE

Con este signo venceremos...........................5


El ángel gris es una chica que baila sola......... 9
Al diablo con el jefe......................................13
Flor de empate............................................17
El día que Perón se analizó con Lacan............21
Visceral.......................................................28
Entrega de madrugada.................................33
Un viaje inesperado......................................38
Una historia picante......................................44
Lkhagvasüren..............................................58

60
Este libro se imprimirá, quizás,
cuando acabe la pandemia
en Buenos Aires
o en la galaxia
SPT0418-47

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