Semihumana 2 - Jennifer L. Armentrout
Semihumana 2 - Jennifer L. Armentrout
Semihumana 2 - Jennifer L. Armentrout
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titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son producto de la imaginación de la
autora, o son empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera
coincidencia.
ISBN: 978-84-16990-47-4
La sangre, roja como una rosa recién cortada, burbujeaba en el centro de mi palma como si mi
mano fuera un volcán a punto de sembrar el caos y la desolación.
Yo era la semihumana.
Era yo, había sido yo desde el principio. Y Ren… Oh, Dios mío. Ren estaba aquí con el único
propósito de encontrarme y de matarme, porque el príncipe del Otro Mundo andaba suelto en
el reino de los mortales. El príncipe estaba aquí para dejar embarazada a una semihumana,
para engendrar conmigo a la criatura del apocalipsis.
Conmigo.
Iba a vomitar. Por toda la tarima de mi habitación.
Me costaba respirar cuando levanté la mirada.
—¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijiste?
Las finísimas alas de Tink revolotearon sin hacer ruido cuando se me acercó. El maldito
duende. El maldito duende al que había encontrado en el cementerio de San Luis. El duende
al que entablillé la pierna con palitos de polo, cuya ala rasgada vendé con todo cuidado. El
maldito duende al que había dejado vivir en mi apartamento durante dos años y medio, y al
que no había matado aún a pesar de que se había gastado una fortuna de mi dinero en
Amazon, como si fuera el protagonista de un episodio de Obsesivos compulsivos. El maldito
duende al que estaba a punto de mandar de una patada a otra dimensión.
Juntó las manos delante de su camiseta cubierta de azúcar glasé. Tenía manchas de polvillo
blanco por toda la cara, como si se hubiera caído de bruces en un montón de cocaína.
—No creía que pasaría esto —dijo.
Levanté la mano y sentí que una cálida cascada me corría por el brazo.
—Pues acaba de pasar.
Tink voló hacia la izquierda.
—Creía que habíamos cerrado todos los portales, Ivy. No sabíamos que había otro aquí.
Pensábamos que era imposible que entrara alguien de la corte real, o el príncipe o la princesa.
Creíamos que no había problema.
Bajé la mano y sacudí la cabeza.
—Pues ¿sabes qué, Tink? Que sí que hay problema. ¡Lo hay y muy gordo, del tamaño de
Godzilla!
—Ya, ya me he dado cuenta. —Se acercó revoloteando a la cama y se posó sobre mi colcha
—. Yo no quería mentirte.
Fruncí el ceño al darme la vuelta.
—Siento decírtelo, Tink, pero si uno no quiere mentir a alguien, sencillamente no le miente.
—Ya lo seeeeé —dijo alargando la palabra, y se acercó al borde de la cama hundiendo sus
pies descalzos en la colcha de felpilla color violeta, seguramente llenándolo todo de azúcar—.
Pero no me habrías creído si te lo hubiera dicho, ¿verdad que no? Porque no tenía
precisamente a mano una estaca de espino.
Vale. En eso tenía razón.
—Pero cuando la traje, podrías habérmelo dicho.
Tink bajó la cabeza.
Yo respiré hondo.
—¿Sabías lo que era la primera vez que me viste?
—Sí —contestó, y añadió atropelladamente—, pero no fue a propósito. Que me encontraras
fue pura casualidad. Una coincidencia. O puede que fuera el destino. A mí me gusta pensar
que estábamos destinados a encontrarnos.
—Vale, no digas más.
Me dolía saber que no había sido sincero conmigo todo este tiempo. Me dolía como una
quemazón en el pecho y las tripas. Ya no sabía quién era Tink.
Ni siquiera sabía quién era yo.
—No me di cuenta hasta que te acercaste y percibí lo débil que era tu sangre de fae. Pero
tienes razón. Debería habértelo dicho, Ivy Divy. Tienes razón, pero tenía miedo… Miedo de lo
que harías. —De pronto se lanzó de espaldas sobre la colcha, con los bracitos y las piernas
estirados—. No quería que te llevaras un disgusto, porque me habías ayudado, y tampoco
quería que hicieras una tontería si te lo contaba.
—¿Y qué podría haber hecho? —Noté un nudo de emoción en la garganta—. ¿Qué puedo
hacer?
Él levantó sus brazos de fideo.
—Podrías… no sé… haberte autolesionado.
Abrí mucho la boca y di un respingo cuando se tensó la piel inflamada y amoratada del lado
derecho de mi cara. ¿Autolesionarme? Miré la estaca de espino que descansaba en el suelo.
—No —susurré.
Me incliné, recogí la estaca y limpié la sangre de la punta usando mi camiseta.
—No quiero morir.
—Me alegra saberlo. —Tink se había incorporado, pero seguía con los brazos junto a los
costados.
Dejé la estaca sobre la cómoda, junto a las estacas de hierro y las dagas.
—Yo no haría eso, Tink.
—Pero sí habrías intentado marcharte.
Se había acercado y revoloteaba detrás de mí.
Respiré hondo, pero no me sirvió de nada. ¿Marcharme? ¿Qué debía hacer? Me aparté de la
cómoda esquivando a Tink, lo cual resultó más difícil de lo normal teniendo en cuenta que
tenía el tamaño aproximado de una Barbie. Rendida de cansancio, me acerqué a la cama y me
senté. Pero aquel cansancio no se debía únicamente a mis numerosas heridas, que iban
curándose poco a poco.
Mi mente funcionaba a marchas forzadas, girando vertiginosamente. Cerré los ojos y me
tumbé de espaldas, con las piernas colgando por el borde de la cama mientras el pánico se
abría paso por mi vientre como un cuchillo. La sola idea de marcharme hacía que se me
desbocara el corazón. Marcharme de Nueva Orleans suponía dejar la Orden, y eso era algo
muy gordo. No podía uno marcharse sin más de la Orden. Equivalía a desertar del ejército. Se
decretaría mi busca y captura. Los miembros de la Orden estarían al acecho, y había sectas en
todos los estados. Solo podría esconderme un tiempo. Si me marchaba, David sospecharía que
era una traidora como… como Val, y se pondría en contacto con los líderes de las otras sectas.
Pero no era solamente mi deber para con la Orden lo que me hacía dudar. Era mucho más que
eso.
Qué demonios, mi deber para con la Orden exigía que me entregara a ellos, pero tampoco se
trataba de eso. Por primera vez en mi vida, mi súbita reticencia a hacer lo correcto no tenía
nada que ver con mi deber.
Tenía que ver con Ren.
Marcharme significaba alejarme de él, y con solo pensarlo se me caía el alma a los pies. Lo
quería. Dios mío, sentía por él un amor que superaba incluso mi pasión por los pralinés y los
buñuelos, y eso era mucho decir, porque mi amor por los dulces podía compararse con las más
grandes historias románticas conocidas por la humanidad. Cuando pensaba en no volver a
verlo, me daban ganas de encogerme y hacerme una bola, lo que sería una estupidez, porque
tenía las costillas hechas polvo y me habría dolido una barbaridad.
No debería haberme acercado a él.
Todo ese tiempo me había paralizado el miedo a que se muriera, como se habían muerto
todos. Nunca se me había pasado por la imaginación que pudiera perderlo porque tuviera que
marcharme yo. O que huir a toda prisa, más bien.
Pero ¿qué podía hacer? No podía permitir que el príncipe llevara a cabo sus planes, eso
estaba claro. Un hijo nacido de la unión del príncipe y de una semihumana abriría literalmente
todas las puertas del Otro Mundo. Se quedarían así, abiertas para siempre, y por ellas
cruzarían todos los faes. La humanidad se convertiría en un bufé libre.
—Ahora mismo lo estás pensando —dijo Tink.
Estaba pensando muchas cosas en ese momento.
Tink se posó en mi rodilla doblada, y si no me lo sacudí de encima fue porque estaba segura
de que me haría aún más daño si movía la pierna.
—Crees que lo único que puedes hacer es marcharte, pero eso no servirá de nada. Olvidas
algo muy importante. O, mejor dicho, dos cosas muy importantes. —Hizo una pausa—.
Pensándolo bien, seguramente estás olvidando un montón de cosas porque te has dado un
buen golpe en la cabeza y…
—Tink —le dije en tono de advertencia.
Avanzó por mi pierna, y yo sentí como si un gato me pasara por encima.
—Tú tienes que consentir.
Abrí los ojos con esfuerzo. El izquierdo todavía lo tenía bastante hinchado, así que vi a Tink
borrosamente, posado sobre mi cadera.
Se puso las manos a los lados de la boca.
—Sexo —dijo—. Tienes que mantener relaciones sexuales consentidas con el príncipe. Es el
único modo de concebir un hijo. Sin hechizos. Sin magia ni coacción. Nada de trucos. Ya
sabes, tienes que desear de verdad…
—Sé lo que significa tener relaciones sexuales consentidas —le espeté yo.
—Pues no lo parece. —Tink se elevó de un salto de mi cadera y fue a posarse en la cama, a
mi lado—. Porque el príncipe no puede obligarte a hacerlo. Bueno, podría, y no me extrañaría
que lo hiciera siendo como es, pero sería una asquerosidad, un error, y no concebiríais un hijo.
—Vaya, cuánto me alegra saberlo. O sea, que podría violarme, pero por lo menos no
tendríamos el bebé del apocalipsis. Entonces no pasa nada.
Tink arrugó la naricilla.
—Tú sabes que no es eso lo que quiero decir. —Se elevó de nuevo en el aire y se situó justo
encima de mi cabeza—. Pero hay un problema aún mayor, Ivy.
Me reí, y mi risa sonó un poco histérica. No como si estuviera borracha, sino como si
estuviera como para que me encerraran en un manicomio.
—¿Hay algo peor que ser una semihumana?
El pánico empezó a agitarse dentro de mi pecho. Con solo decirlo en voz alta me daban
ganas de vomitar.
—Has dicho que el príncipe probó tu sangre, ¿verdad? —preguntó Tink—. Después de
pelearos.
Arrugué la nariz.
—Sí. Bueno, estoy casi segura de que lo hizo después de… olisquearme.
—Entonces te encontrará allá donde vayas.
Abrí la boca, la cerré y volví a intentarlo:
—¿Cómo dices?
Tink se posó en la colcha.
—Sentirá tu presencia en cualquier parte. Da igual que te vayas a Zimbabue. Ni siquiera
estoy muy seguro de dónde queda eso, pero me gusta decirlo: Zimbabue. El caso es que al final
te encontrará porque ahora formas parte de él.
Yo no podía pensar, no podía ni formar un pensamiento coherente que no empezara con las
palabras «Pero ¿qué mierda me estás contando?».
—¿Lo dices en serio?
Tink dijo que sí con la cabeza y se dejó caer con las piernas cruzadas junto a mi brazo. Bajó
la voz como si alguien pudiera oírle.
—Cuando un antiguo como el príncipe absorbe una parte de otra persona, queda vinculado
para siempre a esa persona. En cierto modo, estáis unidos.
—Ay, Dios mío. —Incapaz de asumirlo, me llevé las manos a la cara, y de pronto se me
ocurrió otra idea espantosa—. Entonces, ¿sabe dónde estoy ahora mismo?
—Pues sí, no hay duda.
—Y me encontrará allá donde vaya.
Cielos, ni siquiera podía asumir lo que eso significaba. Mi sola presencia pondría en peligro a
todo el mundo. Pero lo que no entendía era por qué no había aparecido ya el príncipe si podía
seguir mi rastro como si fuera una especie de sabueso. Había pasado una semana desde nuestra
pelea. ¿A qué estaba esperando?
—¿A que acojona? —preguntó Tink.
«Acojonar» no era la palabra más adecuada. Ni siquiera se me ocurría un término para
describirlo.
—¿Sabes cómo matarlo?
—Se le puede matar como a cualquier antiguo: cortándole la cabeza. Pero no va a ser fácil.
Menuda sorpresa. Cargarse a un fae normal ya era bastante complicado. Si les clavabas una
estaca de hierro, solo los mandabas al Otro Mundo. Para matarlos había que cortarles la
cabeza.
—Pero lo más importante no es eso.
Tink me agarró de la mano derecha. Ya no me dolía la muñeca, otra señal segura de que el
príncipe había reparado parte de los daños que me había infligido. Miré al duende.
—No puedes dejar que nadie se entere de lo que eres.
—Vaya, ¿en serio? Y yo que pensaba actualizar mi página en Facebook anunciando que soy
una semihumana…
Ladeó su cabeza rubia platino.
—Tú no tienes Facebook, Ivy.
Suspiré.
—Te busqué —añadió Tink, como era de esperar—. Quería agregarte como amiga para
darte un toque de vez en cuando, y aunque sé que la gente ya no da toques en Facebook a mí
me parece una manera fantástica de…
—Sé que no puedo decírselo a nadie, pero ¿qué impide a los faes revelar mi identidad? —
pregunté.
—Los faes saben que si se revela tu identidad la Orden te matará. —Lo dijo como si
estuviera hablando de Harry Potter y no de mí: como si no se tratara de liquidarme como a un
perro rabioso—. El príncipe no querrá arriesgarse a que eso pase, aunque haya otras
semihumanas por ahí. No querrá perder tiempo buscando a otra.
—Bueno, eso está bien, supongo —dije con sorna.
Me soltó la mano.
—Ni siquiera puedes decírselo a Ren. A él menos que a nadie.
Lo miré.
—Sé lo que es. Os oí hablar la mañana que te fuiste a vigilar el portal. Es de la Elite, y
aunque ese nombre me parece tan ridículo como el de la Orden, sé quiénes son.
—¿Cómo lo sabes?
Bajó revoloteando hasta ponerse junto a mi cabeza. Se inclinó y me susurró al oído:
—Soy omnipresente.
—¿Qué? —Lo miré frunciendo el ceño—. Eso no tiene sentido.
Se incorporó.
—Claro que lo tiene, y mucho.
—Omnisciente, querrás decir.
Se quedó mirando el techo.
—Bueno…
—Tú no eres omnisciente —le dije, y añadí—: ¿Verdad?
Sonrió pícaramente.
—No.
Yo empecé a enfadarme.
—Necesito que seas sincero conmigo. Se acabaron las mentiras y las estupideces, Tink. Lo
digo en serio. Tengo que poder confiar en ti, y no sé si puedo.
Sus ojos se dilataron ligeramente. Luego cayó de rodillas.
—Me lo tengo merecido.
Sí, se lo tenía merecido, porque yo lo había acogido y él me había mentido sin parar. Daba
igual que tuviera sus motivos. Aun así me había mentido.
Entonces, de pronto, me di cuenta de algo y fue como un mazazo: yo iba a tener que hacer lo
mismo. Iba a tener que mentir a Ren y… y a todo el mundo. Justificadamente, claro. Pero eso
me dejaba a la misma altura que Tink.
—Sé lo de los antiguos porque viví en el Otro Mundo. Para sobrevivir, teníamos que saberlo
todo sobre ellos —explicó—. El príncipe y la princesa, y el rey y la reina, son los más
poderosos, pero siempre se ha hablado de la Elite. Muchos faes fueron víctimas de ellos
cuando entraban y salían de este reino a su antojo, antes de que se cerraran los portales.
Aquello sonaba creíble. Supuse.
Tink arrugó la carita.
—Aunque la verdad es que me sorprende que Ren sea uno de ellos. No parece muy listo, ni
es lo bastante guay para ser un crack de ese tipo.
—Ren es guay. Es alucinante —puntualicé yo—. Y es un auténtico crack.
—Vale, si tú lo dices. —Cruzó los brazos—. En fin, más vale dejarlo así. Resumiendo: no
puedes decírselo. Porque tendría el deber de liquidarte.
Me quedé sin respiración.
Igual que había sido su deber dejar marchar a Noah, su mejor amigo, sabiendo que no
volvería a verlo. Dios mío… Ren me había dicho que no podía pasar por eso otra vez, y yo no
podía hacerle eso. No podía decírselo.
—No se lo diré —susurré.
Tink me tocó el brazo con el pie.
—Tienes que sobreponerte, Ivy. Y ya, además.
Lo miré.
—Creo que tengo derecho a compadecerme de mí misma unos minutos.
—Reserva tus lágrimas para la almohada.
Puse los ojos en blanco y meneé la cabeza.
—Esto no es un episodio de Dance Moms.
Pero Tink tenía razón. No iba a decírselo, claro, sobre todo porque seguía pensando si debía
darle una paliza. Pero tenía que sobreponerme. No me quedaba otro remedio. Marcharme
estaba descartado. Lo de quedarme embarazada lo controlaba yo, y no pensaba acostarme con
aquel friki. Tenía que tranquilizarme, porque lo único que podía hacer para resolver las cosas
era pararle los pies al príncipe.
Pararle los pies al príncipe y asegurarme de que nadie —incluido Ren— averiguara que era
una semihumana. Me estremecí. Una pregunta se abrió paso entre los pensamientos que se me
agolpaban en la cabeza, y al instante me olvidé de todo lo demás.
—No lo entiendo.
—¿Qué? —preguntó Tink.
—¿Cómo… cómo es que soy una semihumana? —Me quedé mirando el techo—. No
recuerdo a mis padres, pero Ren dijo que se había informado sobre ellos. Que estaban
enamorados. ¿Cómo es posible que ocurriera esto?
Tink no contestó.
No lo sabía. Seguramente nadie sabría nunca la verdad. Todo era posible. Mi madre podía
haberse acostado con un fae. O quizá le hubiera pasado lo mismo que al padre de Noah, que
conoció a una fae y la dejó embarazada antes de conocer a la mujer con la que acabó
casándose. Era la única explicación que le encontraba: no me cabía en la cabeza que alguien
que supiera lo que eran los faes se acostara con uno voluntariamente.
Solté un suspiro tembloroso y me dieron ganas de echarme a llorar sobre la almohada. Solo
quería tumbarme y desahogarme de una vez. Lo cierto era que no me apetecía nada pensar en
todo aquello, pero tenía que hacerlo.
—Tienes que olvidarte de él —dijo Tink en voz baja.
Volví la cabeza hacia él.
—¿Qué?
—De Ren. Tienes que olvidarte de él. Alejarlo de ti. Romper con él. Lo que sea. Tienes que
alejarte de él todo lo posible.
Me puse tensa y respondí al instante:
—No.
—Ivy…
—No —repetí con un ademán de la mano izquierda—. Y no hay más que hablar.
Tink me miró con enfado, pero cerró el pico. Yo sabía que olvidarme de Ren y alejarlo de mí
era lo más sensato, lo que había que hacer por si acaso se torcían las cosas, pero no quería ni
pensarlo. Lo cual seguramente me dejaba en muy mal lugar.
Bueno, está bien: me dejaba en muy mal lugar, no había duda.
Pero es que acababa de conocer a Ren. Me había colado por él, estaba loca de amor, y no
podía hacerlo. Era demasiado egoísta. Ren era… mío, y era una mierda tener que perderlo por
cosas que escapaban completamente a mi control. Era injusto. Yo… me merecía estar con él.
—Muy bien —masculló Tink finalmente.
Me quedé allí tumbada unos segundos, recogí lo poco que quedaba de mi compostura, me
envolví en ella como en una manta hecha jirones y me incorporé haciendo una mueca de dolor.
—Tengo que ducharme.
—¡Loada sea la reina Mab! —Tink bajó zumbando hasta los pies de la cama para dejarme
sitio—. Estabas empezando a apestar un poquitín.
Lo miré con fastidio al levantarme.
—Y tienes el pelo tan grasiento que se podrían freír patatas en él. —Dio unas vueltas en el
aire y los restos de azúcar glasé me cayeron en la cara.
Me fui al cuarto de baño arrastrando los pies.
—Gracias —le dije al empujar la puerta.
De pronto apareció justo delante de mi cara y tuve que echarme hacia atrás.
—Sé que estás enfadada conmigo y que seguramente tienes ganas de hacerme picadillo y de
hacerte una pulsera con mi piel.
Miré a mi alrededor.
—Eh… Bueno, no es eso precisamente lo que quiero hacer.
Se le abrieron los ojos como platos, llenos de esperanza.
—Lo que de verdad me apetece —añadí yo— es echarte al váter y tirar de la cadena.
Dejó escapar un gemido de horror.
—¡Me quedaría atascado! Y estas cañerías son muy viejas. ¿Cómo vas a hacer eso? No soy
un pez.
Puse los ojos en blanco.
Tink se meció en el aire y luego se acercó bruscamente y me puso las manitas en las mejillas.
—Lo siento.
Pestañeando, traté de recordar si alguna vez se había disculpado por algo. No, ni siquiera
cuando decidió que quería ver Harry Potter al aire libre y tiró mi ordenador por la terraza. Ni
cuando prendió fuego a la cocina y luego intentó apagarlo con mi manta preferida. Ni
cuando… En fin, los ejemplos eran infinitos.
—Puede que no te lo creas, pero no me quedé contigo por lo que eres. —Sus pálidos ojos
del Otro Mundo miraron fijamente los míos—. Me quedé contigo porque me caes bien, Ivy.
Porque me importas.
Ay, Dios…
Abrí los labios y la bola de emoción que notaba en la garganta se infló como un globo. Otra
vez me dieron ganas de llorar. Estaba hecha polvo. Y además apestaba.
Tink sonrió y sus ojos brillaron.
—Bueno, y también porque tienes Amazon Prime —añadió.
2
Agotada física, mental y sobre todo anímicamente, después de darme una ducha que me hacía
mucha falta solo pude ponerme el pantalón de pijama y una camiseta de tirantes. No tenía
ganas ni fuerzas para secarme el amasijo de rizos mojados de la cabeza, así que me recogí el
pelo retorciéndolo y me lo sujeté con una horquilla.
Cuando volví al cuarto de estar eran las once, más o menos. Mientras me duchaba, había
tenido que luchar con todas mis fuerzas por sofocar una oleada de emoción, por guardarla en
un lugar cerrado y tirar la llave. Estaba tan hecha polvo, tan al borde de la crisis como si esa
llave fuera la de la caja de Pandora, pero me quedé en la ducha hasta que estuve segura de que
podía controlarme.
Tenía que afrontar la situación.
Entré en la cocina y vi que la puerta del cuarto de Tink estaba entreabierta y que dentro no
había luz, aunque dudaba de que estuviera dormido. Tenía tanta hambre que me sonaban las
tripas, así que me acerqué al envase de comida para llevar que había traído Ren. Cruzando
mentalmente los dedos, abrí la tapa y suspiré.
Quedaba un buñuelo.
Uno solo.
Lancé una mirada fulminante a la puerta de Tink, arranqué un trozo de papel de cocina y
agarré aquel manjar celestial. Luego saqué una cerveza de la nevera y una lata de Pringles del
armario.
Todo sanísimo, pero había llegado a la conclusión de que me merecía aquel festín.
De vuelta en el cuarto de estar, me dejé caer en el sofá y encendí la tele. Me puse a ver un
programa sobre niños prodigio sin apartar la mirada de la pantalla mientras comía. Estaba tan
concentrada en la tele que me caían más migas de patata y buñuelo en el pecho de las que
conseguía meterme en la boca. Me fascinaba lo listos que eran aquellos críos, y también me
daba un poco de vergüenza no saber cuál era la capital de Tayikistán y que un niño de diez
años sí lo supiera.
Debí de dar una cabezadita porque lo siguiente que recuerdo es que sentí el roce suave de
unos dedos deslizándose por mi cara. Abrí los ojos y lo primero que vi fue un brazo musculoso
cubierto de enredaderas de color verde oscuro. Seguí el tatuaje con la vista hasta llegar a una
manga oscura y luego a un cuello extremadamente sexy. No sabía que los cuellos pudieran ser
tan apetitosos, pero lo eran. Ya lo creo que lo eran.
Ren estaba sentado al borde del sofá, y a mí me dio un brinco el corazón cuando una idea
espantosa invadió mi mente amodorrada por el sueño. ¿Estaría allí sentado si supiera que era
una semihumana? Cerré los ojos con fuerza. Conocía la respuesta, claro. Estaría lo más lejos
posible. Seguramente, en otra franja horaria.
—Hola —dijo con una voz profunda que rezumaba sexo.
Y del bueno, además. Del perfecto. Del que te hacía perder la cabeza. Su voz era refinada y
suave como el chocolate. Dios mío, tenía que dejar de pensar así…
—¿Estás bien? —preguntó.
Yo carraspeé.
—Sí —respondí, diciéndome que ya estaba más tranquila, que había conseguido
sobreponerme.
Abrí los ojos y vi que Ren tenía sobre el regazo una lata de Pringles.
—¿Qué haces con las patatas?
En su mejilla izquierda apareció un hoyuelo. Tenía unos hoyuelos que daban ganas de
besarlos. Y de lamerlos. En realidad, daban ganas de comerse su cara entera como si fuera una
bolsa de buñuelos. Su mandíbula era como de mármol. Sus pómulos eran anchos y altos, y su
nariz un poco ganchuda, como si se la hubiera roto en algún momento, lo cual era muy posible
teniendo en cuenta a qué se dedicaba. Sus labios eran carnosos y expresivos, y tenía unos ojos
absolutamente increíbles: unas pestañas negras y espesas, y unos iris tan verdes que parecían
esmeraldas recién sacadas de una mina.
Ren estaba buenísimo. Era tan atrayente que físicamente casi podía competir con un fae, y
eso era mucho decir, porque los faes eran extraordinariamente bellos tanto en su verdadera
forma como cuando se presentaban bajo su apariencia mágica, revestidos de seducción. Ren,
sin embargo, les llevaba la delantera. Porque los faes no tenían ni una pizca de su calor, de su
humanidad.
—¿Qué patatas? —preguntó, y se rio al dar la vuelta a la lata y sacudirla—. No has dejado ni
una.
Arrugué el ceño.
—Tenía hambre.
—Estabas abrazada a la lata vacía. —Un rizo rebelde cayó sobre su frente.
Yo esbocé una sonrisa.
—Qué va.
—En serio. La apretabas contra tu pecho como si fuera un tesoro. He tenido que
arrancártela de los dedos.
—Bueno, es que me gustan mucho las Pringles.
—Ya se nota.
Se inclinó para dejar la lata sobre la mesa baja. Su otro hoyuelo hizo acto de presencia
cuando miró mi pecho, y yo empecé a acalorarme y a notar un hormigueo.
—Estás toda llena de migas y azúcar.
Uy.
El calorcillo y el hormigueo se disiparon.
—Tenía hambre y estaba cansada.
Se rio, bajó la cabeza y me besó en la comisura de la boca. Yo empecé a pensar en otra cosa
horrible. ¿Me besaría si…? Corté en seco aquella idea y me concentré en otra mejor. Estaba
deseando que me besara otra vez de verdad. Tener el labio partido era un asco.
Levantó la cabeza.
—¿Ese caradura te ha dejado algún buñuelo?
Yo confiaba en que algún día empezara a referirse a Tink sin insultarlo.
—Uno.
Masculló un exabrupto.
—Y por lo visto te lo has echado por encima, en vez de comértelo.
—Gracias —mascullé yo, poniéndome de lado para que tuviera más sitio.
Se encajó en el asiento, apoyó el brazo en el respaldo del sofá y se giró hacia mí.
—¿Qué hora es?
—Las dos de la mañana pasadas unos minutos. —Bajó las pestañas al pasar los dedos por el
escote de mi camiseta y yo me estremecí—. Las calles están desiertas. No hay ni rastro del
príncipe, ni de ninguno de los caballeros guerreros que cruzaron los portales. He visto un fae,
pero me dio esquinazo cerca de Royal.
Yo empecé a incorporarme, pero él volvió a pasar el dedo por mi escote, bajándolo por el
centro, entre mis pechos. Me costaba mucho concentrarme en cosas importantes cuando me
tocaba, pero lo conseguí.
—Está pasando algo. No entiendo por qué de pronto se ocultan, sobre todo ahora que anda
suelto el príncipe.
—Seguramente intentan mantenerse con vida. —Pasó con delicadeza los dedos por mi
costado magullado y todavía dolorido—. Es probable que estén concentrados en buscar a la
semihumana.
Me quedé sin respiración.
Él apartó la mano y me miró a los ojos.
—¿Te he hecho daño?
—No.
Tragué saliva con esfuerzo, me incorporé hasta sentarme del todo y me apoyé en el brazo del
sofá. Cerré la mano cuya palma me había cortado, para ocultar la herida. Aunque estaba muy
nerviosa, dudo que se diera cuenta.
—¿Has visto a David?
Escudriñó mi cara.
—Solo un momento, en el cuartel general. Estaba liado, poniendo al día a los nuevos
miembros.
—¿Cuántos han llegado?
Habíamos perdido a dieciséis la noche en que los faes abrieron el portal al Otro Mundo en la
mansión: la noche en que mi mejor amiga, mi amiga más íntima, nos traicionó.
—Cinco por ahora, creo. —Se inclinó y apoyó la mejilla en el puño—. David me ha dicho
que está intentando traer más de Georgia o algo así. Le ha dado tiempo a preguntarme por ti
mientras gritaba a alguien por teléfono y daba órdenes a los nuevos.
Aquello me sorprendió.
—¿En serio?
Asintió.
—Quiere saber si todavía piensas ir mañana. Le he dicho que creía que todavía necesitabas
un par de días más.
Doce horas antes habría montado un escándalo si me hubiera sugerido que me quedara en
casa, pero después de lo que acababa de descubrir ya no estaba tan segura de que conviniera
que volviera al día siguiente.
—No sé si estaré… preparada.
—Yo creo que necesitas tomarte un par de días más. —Acercó la mano libre y sujetó uno de
mis rizos secos—. David está de acuerdo. Has avanzado mucho en una semana, pero Dios
mío… —Se detuvo, tiró de mi rizo y lo soltó. El rizo volvió a su sitio—. Estabas muy
malherida. No quiero que vuelvas a las calles hasta que estés al cien por cien.
Miré un momento mi mano cerrada. No sabía cuánto iba a tardar en estar al cien por cien.
Físicamente sí. Pero en cuanto a lo demás…
—Oye… —Me puso dos dedos debajo de la barbilla y me levantó la cabeza. Sus ojos
brillaban, preciosos—. ¿Seguro que estás bien?
Compuse una sonrisa.
—Sí, es solo que estoy cansada.
No era del todo mentira.
—Entonces vámonos a la cama.
No protesté cuando se levantó y me tomó de la mano, tirando suavemente para que me
levantara del sofá. Me condujo a la puerta del dormitorio y yo miré hacia atrás, esperando ver a
Tink asomado a la esquina, pero no había ni rastro de él. Me extrañó que dejara pasar la
ocasión de fastidiar un poco a Ren.
Me metí en la cama y me acomodé en mi lado, porque ahora tenía mi propio lado de la
cama, el izquierdo. Ren ocupaba el derecho desde que se quedaba a dormir conmigo, hacía ya
una semana. Lo miré mientras se desnudaba. Era un espectáculo que nunca quería perderme,
al margen de lo que estuviera pasando dentro de mi cabeza o de mi cuerpo.
Siempre se quitaba primero la camiseta, de una manera que a mí me parecía fascinante.
Echaba los brazos hacia atrás, sujetaba la camiseta por la parte de la nuca y se la sacaba por la
cabeza de un tirón. No sé por qué, pero aquello me ponía a cien.
Igual que sus abdominales y sus pectorales.
Como nuestro trabajo exigía que nos enfrentáramos a seres que podían patearte como si
fueras una pelota de fútbol, teníamos que estar en forma, pero yo tenía la sensación de que sus
abdominales perfectos y su pecho musculoso eran una especie de regalo de Dios. Igual que
esas concavidades alucinantes que tenía a ambos lados de las caderas. Eran tan perfectas que
casi resultaban indecentes.
Ren desabrochó la banda elástica que le rodeaba la tripa justo por debajo del pecho y a
continuación sacó las dagas que llevaba en el costado y las dejó junto a las mías sobre la
cómoda. Aquello era el colmo del romanticismo en la Orden: la armas de él y las de ella,
puestas juntas. Luego se quitó las botas y otras dos estacas fueron a parar a su arsenal. Acto
seguido se quitó los calcetines.
Inclinó la barbilla al bajar las manos hacia sus pantalones tácticos. Se desabrochó el botón y
se bajó la cremallera. Yo me agarré a la colcha y él levantó la mirada.
—Te gusta lo que ves, ¿verdad? —preguntó mientras se quitaba los pantalones.
Hice un gesto afirmativo y dije:
—Sí. —Por si acaso lo dudaba.
En sus labios se dibujó lentamente una sonrisa.
—A mí me gusta que me mires.
A veces se vestía en plan comando, y estaba increíblemente sexy. Ese día llevaba unos
calzoncillos negros muy ajustados, y noté que, en efecto, le gustaba que lo mirara: un bulto
duro y grueso —señal inequívoca de aprobación— se marcaba en la tela.
Me dio un vuelco el estómago cuando recogió su ropa, la dobló cuidadosamente y la puso
sobre la silla, junto a la puerta. Luego entró en el cuarto de baño. Evidentemente, no habíamos
hecho nada perverso y divertido desde el miércoles anterior, y solo habíamos hecho el amor el
martes por la noche y el miércoles por la mañana. Antes habíamos tonteado un poco y había
sido maravilloso, pero no habíamos pasado mucho tiempo juntos. Y antes de Ren yo solo había
estado con Shaun, y una sola vez. Noté una punzada de tristeza en el pecho al pensar en el
chico al que había querido y perdido tres años antes. El dolor seguía allí, seguramente nunca
desaparecería del todo, pero había empezado a difuminarse… como era natural, supongo.
Ahora, sin embargo, tenía a Ren, y no estaba dispuesta a perderlo a él también.
Se abrió la puerta del baño. Nuestra relación era todavía tan nueva que sentí que un suave
estremecimiento recorría mi vientre cuando se acercó a la cama.
—Me estaba preguntando una cosa —dijo al pararse a su lado del colchón.
Yo fijé la mirada en su cara.
—¿Qué?
—¿Por qué te agarras a la manta como si fuera a escaparse?
—Ah. —Solté la manta y me tumbé de espaldas—. No lo sé.
Esbozó una media sonrisa al meterse en la cama. Apagó la lámpara y se tumbó de lado,
mirándome.
—Estás muy rara esta noche.
Ay, Dios.
—No, qué va.
Me pasó con cuidado el brazo por encima de las caderas y se apretó contra mí. Yo eché la
cabeza hacia atrás y me volví hacia él. No distinguía su cara porque tenía siempre las cortinas
corridas. La habitación estaba completamente a oscuras, pero aun así sentí su mirada fija en
mí.
Y noté su verga dura apretándose contra mi cadera.
No pude evitarlo: enseguida me lo imaginé moviéndose encima de mí, penetrándome. Sentí
un pálpito entre las piernas. Cambié de postura, contoneé las caderas y Ren dejó escapar una
especie de gruñido ronco. Me moví otra vez.
Abrió la mano sobre mi cadera y agachó la cabeza, rozándome la sien con los labios.
—Si sigues así, vas a volverme loco.
Yo me derretí.
—Podríamos hacer algo al respecto, ¿sabes?
Oí otra vez aquel gruñido ronco y noté un cosquilleo en los pezones.
—Ivy, tenemos que tomarnos las cosas con calma unos días.
—¿Qué pasa? —susurré, poniéndome de lado.
Le puse las manos en el pecho y me besó la frente, a oscuras.
—¿Es que… no quieres?
En cuanto hice aquella pregunta me dieron ganas de darme a mí misma una patada en la
boca. ¿Qué me pasaba? Era una semihumana. Y empezaba a tener dudas acerca de ciertas
cosas, como por ejemplo si debía tener sexo con él sabiendo que… que era eso y que él estaba
en Nueva Orleans para borrarme literalmente del mapa. ¿Lo estaba traicionando de algún
modo? ¿Estaba…?
—Nena, lo que más deseo en el mundo es hundir la mano, la boca y el pene entre tus
piernas, pero no voy a arriesgarme a hacerte daño. —Clavó los dedos en mi cadera—. Así que
de momento voy a tener que conformarme con tocarme mientras pienso en ti desnuda,
corriéndote debajo de mí y gritando mi nombre.
Me dio un subidón de calor al imaginármelo tocándose.
—Eso no es de gran ayuda.
—Lo mismo digo.
Tumbándome de espaldas, solté un suspiro y cerré los ojos. Ren dejó la mano sobre mi
cadera mientras se acomodaba a mi lado. Pasaron unos segundos, y en ese tiempo se me
ocurrieron cien cosas distintas. Haciendo un esfuerzo conseguí olvidarme de que era una
semihumana y un instante después casi lo lamenté, porque empecé a pensar en Val.
Todavía me costaba creer lo que había hecho. Bueno, sí, asumía que era una puta traidora,
pero seguía sin entender sus motivos. ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para los faes? No
podía ser desde hacía tres años, cuando nos conocimos. Por lo menos, eso esperaba yo. No
podía hallarse bajo coacción porque llevaba su trébol de cuatro hojas engastado en el
brazalete. Yo misma lo había visto, y aquella cosa tan sencilla pero tan poderosa impedía que
los faes manipularan a los seres humanos. Val había ayudado a los faes por propia voluntad,
incluso cuando había regresado al cuartel general para sustraer un extraño cristal que
guardaba David. Lo había hecho por decisión propia.
¿Cómo podía habernos hecho esa putada?
Con el corazón acelerado, abrí los ojos.
—Ren…
—¿Sí?
—¿David te ha… te ha dicho algo sobre Valerie?
No contestó enseguida.
—La están buscando varios miembros de la Orden, pero nadie la ha visto.
Eso era porque no sabían dónde buscarla, ni la conocían tan bien como yo. Yo sí la
encontraría. Tenía que hacerlo: necesitaba entender por qué lo había hecho.
—Es un asunto muy preocupante. Sabe mucho sobre la Orden, y David está convencido de
que les ha revelado muchos secretos a los faes. —Hizo una pausa—. Sigo queriendo matarla.
Y a mí seguía costándome oír aquello.
Pero entendía su furia. Yo también estaba furiosa. Después de abrirse el portal, cuando
apareció el príncipe y comenzó a repartir hostias sin preguntar, yo los había seguido al cuartel
general de la Orden, y Valerie… Valerie me dejó a solas con él. No tenía ninguna duda de que
sabía lo que iba a ocurrir, y a pesar de todo me había dejado allí.
—Pero no es solo eso —añadió Ren con voz cansada—. David ya no duda del asunto de la
semihumana. Sabe que tenemos que encontrarla.
Sentí un escalofrío.
—¿Crees que Val es la semihumana?
—Sí, nena. Lo creo desde hace tiempo. Por eso no quería decirte quién era la otra persona a
la que estaba buscando. No quería sembrar esa duda en tu cabeza, por si resultaba no ser
cierto —explicó.
Mierda, qué mal rollo.
Ren y David, el líder de la secta, creían que la semihumana era Val. Para ellos era lo más
lógico. Pero, si así era, ¿no les preocupaba que Val hubiera engendrado ya a la criatura del fin
del mundo?
—Tuvo que descubrirlo de algún modo. Puede que lo descubriera algún fae, si la atraparon
—añadió Ren, y luego bostezó—. Sé que sus padres lo niegan. Afirman que son sus padres
biológicos, pero ¿quién sabe?
A mí se me encogió el estómago.
—¿Dónde están?
—No lo sé. Ni me importa.
Sentí una opresión en el pecho. Abrí la boca para decirle… ¿para decirle qué exactamente?
¿Que sabía de buena tinta que ni el padre ni la madre de Val se habían acostado con un fae?
¿Cómo iba a demostrarlo sin incriminarme? Cerré la boca y, ay, Dios, me sentí fatal. Era un ser
humano horrible.
Bueno, o algo parecido, porque ya no era del todo humana, ¿no?
Dios mío, estaba tan confusa que me daban ganas… no sé, de tirarme por un precipicio.
¿Qué diablos iba a hacer? No podía permitir que eliminaran a los padres de Val, porque
dudaba seriamente de que tuvieran algo que ver con lo que había hecho su hija. Y los
eliminarían, porque así era como funcionaba la Orden. Se los consideraría una amenaza, y solo
había un modo de enfrentarse a una amenaza. Noté una oleada de inquietud en el pecho, junto
con una buena dosis de miedo.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó él de repente.
—Sí —susurré, obligando a mis tensos músculos a relajarse. Volví a concentrarme—. ¿David
te ha dicho algo sobre ese cristal que se llevó Val?
—No sabe qué es. —Se quedó callado un momento—. O no me lo dice. Creo que ahora
mismo no se fía de nadie, pero he sondeado un poco, por si acaso alguien de la Elite tiene idea
de qué es ese cristal.
A mí no me extrañaba que David no se fiara de nadie. Con un poco de suerte, alguien sabría
algo del cristal. Pensé en Merle, que en una ocasión había mencionado de pasada un cristal.
Pero me resistía a involucrarlas en aquello, a ella y a su hija. No quería traerles problemas. Ya
habían tenido suficientes.
Ren clavó los dedos en mi cadera y me besó de nuevo en la mejilla, en la oscuridad. Esa vez
dejé que se quedara dormido, pero me quedé mirando el vacío mientras mi mente saltaba de
un problema a otro sin parar. Las lágrimas me ardían en la garganta, pero conseguí contenerlas
porque si empezaba a llorar despertaría a Ren, y me sentía demasiado débil y vulnerable para
mantener bajo llave aquel horrible secreto.
Mientras estaba allí tumbada, el miedo que sentía fue creciendo como una de aquellas
enredaderas que habían trepado por la pared e invadido la barandilla del balcón. No conseguía
sacudirme el presentimiento de que, hiciera lo que hiciese, las cosas iban a torcerse.
Y no faltaría mucho para eso.
3
El jueves tenía pensado salir del apartamento para ir al cuartel general, pero no fue eso lo que
acabé haciendo. Prefería llamar a Jo Ann, mi única amiga que no pertenecía a la Orden. No
sabía muy bien cómo explicarle por qué no estaba yendo a clase y por qué no me había puesto
en contacto con ella, así que opté por decirle que me habían atracado, una vieja excusa que por
desgracia resultaba muy creíble, aunque tenía la sensación de que era ya la segunda vez que la
usaba para justificar mis moratones. Tenía que inventarme algo más ingenioso, porque no me
cabía ninguna duda de que iba a verme obligada a mentirle de nuevo.
Y era una putada.
Además de que Jo Ann me caía bien por lo auténtica y lo generosa que era, estar con ella
hacía que me sintiera… normal. Como cualquier chica de veintiún años a la que le faltaban dos
meses para cumplir veintidós y que podía hacer cosas como estudiar o tener novio. Como si no
estuviera escabulléndome de mis responsabilidades por matricularme en la Universidad de
Loyola, donde, por cierto, iba a suspender casi con toda seguridad.
Lo cual servía para recordarme amargamente que no era normal.
Pasé la mayor parte del jueves tratando de ser normal sin conseguirlo. Había localizado el
programa del curso, pero solo logré que me devolviera la llamada el profesor de Estadística,
nada menos. Tras decirme sin rodeos que había perdido demasiado tiempo de clase, me
explicó que tenía que hablar con mi tutor y acto seguido me colgó.
Mi tutor no me llamó hasta el jueves por la tarde, y la conversación no fue por buen camino,
aunque, francamente, teniendo en cuenta lo que estaba pasando a mi alrededor, aquello me
pareció muy poca cosa. Solo un motivo más de estrés para comerme la última caja de pralinés.
Había perdido muchas clases, una semana completa y muchos días sueltos, y solo me
quedaba una alternativa: suspender debido a lo mucho que había faltado (y eso que estábamos
solo a principios de octubre) o anular la matrícula del semestre.
Iba a tener que dejar el curso, y me costó no echarme a reír al oír dentro de mí una vocecilla
casi patética que me decía que siempre podía volver a matricularme en primavera o cuando las
cosas se calmasen. Como si fueran a calmarse alguna vez.
Al dejar el teléfono sobre el cojín del sofá, me dije que seguía siendo Ivy Morgan. Seguía
siendo Ivy aunque tuviera que dejar la universidad y fuera una semihumana. Seguía siendo yo.
Pasara lo que pasase.
Tendría que repetírmelo una y otra vez para no olvidarlo.
Así que me quedé en el apartamento, sentada en el sofá, el jueves y el viernes. Para Ren y
Tink fue un alivio, aunque si insistían en que me «tomara las cosas con calma» era por muy
distintos motivos.
A Ren le preocupaba mi salud física y mental. No quería que volviera a las calles hasta que
estuviera preparada.
Tink, en cambio, no quería que saliera del apartamento porque temía que corriera peligro
por ser una semihumana, o que me secuestrara el príncipe.
Pero no podía quedarme escondida eternamente. Era imposible. Lo que tenía que hacer era
actuar con inteligencia. Los cardenales se estaban difuminando, y pasados uno o dos días
podría volver a salir a la calle sin que la gente se quedara mirándome. Mis dolores también
empezaban a desaparecer. Podía defenderme si era necesario, y estaba segura de que el
domingo me encontraría con fuerzas para volver a echarme a la calle.
Por lo menos eso esperaba, porque estaba empezando a subirme por las paredes. Tuve
mucho tiempo para pensar y para intentar aclararme. Había muchas cosas que seguía sin
entender. Si me sentaba a hacer una lista, no acabaría hasta la semana siguiente, pero una de
las cosas que más me preocupaban era por qué el príncipe no se había presentado en mi casa o
había echado mi puerta abajo. Según Tink, una vez que conocía mi sangre podía percibirme en
cualquier parte, así que tenía que saber dónde vivía.
Se lo pregunté a Tink el viernes por la noche, cuando Ren ya había salido a patrullar las
calles.
—¿Por qué no ha venido el príncipe?
—¿Qué? —murmuró mientras miraba la tele con los ojos entornados.
Suspiré.
Tink estaba sentado en el sofá, a mi lado, y en cierto momento se había apropiado de mi
portátil. Había puesto The Walking Dead en la tele (o, mejor dicho, en un Fire TV Stick de
Amazon que el muy cabrón había encargado hacía unos días sin decirme nada) y al mismo
tiempo estaba viendo en mi portátil episodios antiguos de Supernatural. Creo que iba por la
temporada tres, a juzgar por la melena de Sam Winchester.
Por lo menos esa vez no había puesto Harry Potter ni Crepúsculo, porque estaba hasta las
narices de oírle citar al mismo tiempo a Edward Cullen y a Ron Weasley.
—¿Por qué estás viendo las dos cosas? —pregunté cruzando los brazos y recostándome en el
sofá.
—Porque creo que es necesario estar preparados —contestó, sentado con las piernas
cruzadas.
—¿Preparados para qué?
Paró la serie que estaba viendo en el portátil.
—Para el apocalipsis zombi o para una invasión demoníaca. Ya me darás las gracias cuando
las personas empiecen a comerse unas a otras o se presente un demonio de ojos amarillos y
empiece a quemar viva a la gente en el techo. Yo voy a ser como Daryl y Dean: voy a agarrar
un cubo de sal y una ballesta con flechas ilimitadas: ¡arriba las manos! —Levantó las manos y
pegó un brinco por encima del ordenador sin dejar de mirar la tele.
Estaban todos delante de un granero y el loco de Shane se paseaba delante de las puertas
cerradas. Shane estaba como una cabra desde que se había afeitado la cabeza. Por lo menos en
mi opinión.
—«¡Las cosas ya no son como antes!» —gritó Tink al mismo tiempo que Shane, lanzando su
puñito de duende al aire. Luego se volvió hacia mí, muy serio—. ¡Las cosas ya no son como
antes, Ivy!
—Ay, Dios mío —mascullé yo pellizcándome el puente de la nariz.
—Dios no tiene nada que ver con esto, Ivy Divy.
—¿Te importaría contestar de una vez a mi pregunta?
Ladeó la cabeza mientras revoloteaba por encima de la mesa de café.
—¿Qué pregunta?
Respiré hondo, conté hasta diez y luego estiré el brazo y agarré el mando a distancia. Tink
gritó como si le hubiera arrancado de las manos su juguete favorito y lo hubiera hecho
pedazos. Y me había limitado a poner en pausa la tele. Seguí agarrando con fuerza el mando a
distancia.
—Estaba pensando…
—¡Claro, a eso olía!
Lo miré extrañada.
—Ya sabes, ese olor a quemado, el olor de las ruedecillas y los engranajes cuando intentan
girar y no pueden… —Voló hacia el techo y puso los ojos en blanco—. En fin, es igual.
Continúa.
Agarré todavía con más fuerzas el mando a distancia.
—Estaba pensando que, si el príncipe puede sentir mi presencia, ¿por qué no se ha
presentado aquí?
—No lo sé. —Se posó sobre la mesa y empezó a caminar por ella con paso marcial—. Yo no
soy el príncipe, pero si lo fuera intentaría ganar tiempo.
—¿Ganar tiempo? —Me deslicé hasta el borde del sofá.
—Sí, porque tiene que conquistarte. —Tink levantó la pajita de su Coca-Cola. Era casi de su
tamaño—. No le queda otro remedio si quiere fecundarte.
Hice una mueca de asco y se me encogió todo el cuerpo.
—Por favor, no vuelvas a decir eso.
—¿Por qué? Es lo que quiere hacer. —Se puso a bailar con la pajita como si estuviera en una
discoteca, contoneando mucho las caderas—. Sabe que no puede coaccionarte ni engañarte,
así que seguramente estará intentando aprender a no comportarse como un imbécil aunque
esté como un tren.
—¿A no comportarse como un imbécil aunque esté como un tren? —repetí yo.
—Ajá. —Tink inclinó la pajita hacia atrás como si fuera su pareja de baile—. ¿Recuerdas que
te conté que una vez lo vi teniendo relaciones sexuales con tres chicas a la vez? Él derrocha
sexo por los cuatro costados. Pero es un imbécil. O sea, que no tiene empatía, ni compasión.
Ni humanidad.
—Como la mayoría de los faes.
Tink dio otra vuelta a la pajita.
—Sí, pero los antiguos son los peores, los más alejados de los humanos. Va a tener que
esforzarse mucho si quiere seducirte.
Yo negué con la cabeza lentamente.
—Eso es…
Me había quedado sin palabras.
—Bueno, por lo menos eso es lo que haría yo si estuviera en su lugar. —Tink soltó la pajita y
se acercó a mí—. O puede que esté tramando algo muy gordo y que en cualquier momento
eche la puerta abajo y arrase esta casa.
—Vaya, qué idea tan tranquilizadora. —Sentí que un escalofrío me corría por la espalda.
Tink voló hasta el sofá y se sentó en el brazo. Echó la cabeza hacia atrás para mirarme.
—No te preocupes, yo estoy aquí para protegerte.
Me quedé mirándolo porque, aparte de pedir un montón de mierdas en Amazon, su única
arma era esa singular capacidad que tenía para sacarme de quicio y al mismo tiempo seguir
pareciéndome encantador.
Él sonrió.
—Te lo digo yo, Ivy. El príncipe no querrá vérselas conmigo.
Primero se despertó mi cuerpo. Luego, abrí poco a poco los ojos. Al principio no entendí por
qué tenía tanto calor. Notaba las mantas sobre las caderas y tenía la camiseta levantada. Un aire
fresco acariciaba mi vientre, pero pegado a mi costado había un cuerpo cálido y duro, y una
palma áspera y rasposa se deslizaba arriba y abajo por debajo de mi ombligo. Unos labios
suaves me rozaron la sien.
Ren…
Contuve la respiración al mismo tiempo que se despertaban todos mis sentidos. Estaba en la
cama conmigo, y yo no sabía cuándo había llegado. Normalmente tenía libre los fines de
semana pero, habiendo caído tantos miembros de la Orden, hacían falta todos los efectivos.
Cuando me quedé dormida el sábado, poco después de medianoche, él aún no había vuelto a
casa. A casa… Era tan extraño y tan maravilloso pensarlo, pensar que Ren vivía conmigo…
—Ivy… —murmuró con esa voz ronca y suave.
Su mano se detuvo en la goma dada de sí de mi pantalón de pijama, con las yemas de los
dedos justo debajo.
Eché la cabeza hacia atrás, sintiendo un hormigueo de placer en el vientre.
—Hola.
La habitación estaba a oscuras y no tenía ni idea de qué hora era, pero tuve la sensación de
que Ren sonreía, seguramente enseñando sus hoyuelos.
—No quería despertarte. —Bajó la mano unos centímetros y mis músculos se tensaron—.
Pero estabas haciendo esos ruiditos…
Estaba a un paso de empezar a hacer toda clase de ruiditos.
—¿Sí?
—Sí. —Rozó con los labios mi mejilla cuando puse la mano sobre su estómago duro. Sus
músculos y su piel parecieron dar un respingo al notar mi contacto—. Esos gemidos tan
suaves, esos jadeos…
Abrí los ojos como platos.
—¿En serio?
—No te mentiría sobre algo tan sexy. —Su mano se aventuró un poco más al sur—. Acababa
de quedarme adormilado cuando has empezado. Y tus gemidos se me han ido directamente al
pene.
Sentí una oleada de calor.
—¿Perdona?
Se rio, y luego su risa se disipó en la oscuridad.
—Quiero besarte.
Otra vez me quedé sin respiración. Yo también quería.
—No necesitas que te dé permiso para besarme. Puedes dar por sentado que lo tienes,
siempre.
—Me gusta cómo suena eso, pero tus labios…
—Mis labios están perfectamente —le dije mientras yo también bajaba la mano. Me encantó
sentir cómo se tensaba su cuerpo cuando llegué a la cinturilla de sus calzoncillos—. Bueno, no
del todo, en realidad. Se sienten muy solos y abandonados por…
Su boca me hizo callar. Me besó suavemente, y tuve la sensación de que hacía tanto tiempo
que no disfrutaba de aquel placer, que aquel beso me recorrió por completo, hasta las puntas
de los dedos de los pies. Como no grité de dolor ni nada parecido, siguió besándome,
invitándome a abrir la boca. Nuestras lenguas se entrelazaron. Me encantaba sentir su boca
sobre la mía, y su sabor.
—Dios mío, eres tan dulce… —susurró—. Tengo otra petición que hacerte. Quiero tocarte.
Lo necesito.
Yo ya había empezado a jadear y a mover las caderas, a pesar de que él aún no me había
tocado ahí.
—Otra cosa para la que siempre tienes permiso.
—Acabas de alegrarme la noche. O la semana, mejor dicho. —Me besó otra vez, pasando la
lengua por mi paladar—. Qué estoy diciendo. La vida entera.
Aquellas palabras me excitaron más que cualquier caricia. Metió la mano entre mis piernas y
su boca acalló el gemido que escapó de mis pulmones. Un placer agudo y delicioso inundó mi
cuerpo, seguido por una idea horrible.
¿Estaba haciendo mal?
Ren creía que era como él, que era humana al cien por cien. No tenía ni idea de que tenía
sangre faérica, y todos los miembros de la Orden, incluido él, odiaban a los faes. Yo sabía, en
el fondo, que Ren no estaría allí si hubiera sabido la verdad. No estaría besándome como si
fuera algo especial, un tesoro para él. Ni habría deslizado su mano entre mis muslos para
presionar mi pubis con la fuerza exacta.
Le daría asco.
No.
No soy distinta, soy la de siempre.
Su mano se detuvo porque yo había dejado de besarlo.
—Cariño, ¿estás bien? ¿Te he…?
—Estoy bien. En serio.
Metí la mano por debajo de sus calzoncillos y rocé con los dedos su glande. Contuve la
respiración al oírlo gemir.
Estaba bien.
Tenía que estarlo.
Seguía siendo Ivy Morgan, la chica que se había enamorado de Ren. Ignoraba si él sentía lo
mismo por mí, pero seguía siendo la misma chica por la que se preocupaba. La misma chica a
la que deseaba.
Lo besé, intentando concentrarme. Cambiando un poco de postura, separé las piernas y
estiré el brazo para asir su falo. Dejó escapar otra vez aquel sonido tan deliciosamente sexy,
aquella especie de gruñido que me ponía a cien. Deslizó un dedo dentro de mi sexo mojado y
todo mi cuerpo se tensó dando un respingo.
—No he olvidado cuánto te gusta, aunque tenga la sensación de que es la primera vez.
Sacó suavemente el dedo y luego volvió a meterlo bruscamente. Yo arqueé la espalda.
Habíamos hecho lo mismo otra vez, pero no en la cama, sino en el sofá de su casa. Y la
segunda vez que nos enrollamos llegamos a mayores, así que esa no contaba. Así que en cierto
modo era igual que la primera vez.
Empecé a mover la mano, acordándome de cómo le gustaba que lo hiciera, y me pareció que
acertaba porque arqueó la espalda y comenzó a meter y sacar el dedo más deprisa dentro de
mí. Se incorporó un poco y consiguió bajarse los calzoncillos sin apartar la mano de mí, lo cual
era muy difícil. Nuestros jadeos se mezclaron y la colcha se nos enredó en las piernas. Yo
quería que me penetrara, sentir su pene duro y grueso dentro de mí, pero no íbamos a poder
esperar tanto. Ah, no.
Metió otro dedo y yo grité. Mis sentidos parecían retorcerse cada vez que me hundía los
dedos.
—Joder, Ivy, voy a…
Sentí que su falo se hinchaba en mi mano y casi caí de bruces sobre su pecho cuando alcancé
el orgasmo. Me corrí restregándome contra su mano y gimiendo contra su piel. Él se corrió en
mi mano: su rabo se hinchó y luego se sacudió. Mi nombre sonó como una maldición
apasionada en sus labios.
—Joder —gruñó pasados unos segundos—. No puedo ni…
—Yo tampoco —murmuré al apartar la mano.
Me había manchado, pero ni siquiera me importó. Todavía sentía oleadas de placer que
mecían mi cuerpo.
Ren dejó escapar una risa sensual al apartar su mano de mí. La eché enseguida de menos y
me pregunté si sería una indecencia que le pidiera que la dejara ahí… para siempre.
—No puedo creer que me haya corrido tan rápido —dijo y, levantando la barbilla, me besó
en la comisura de la boca—. Tienes magia en esas manos.
Aquello me sonó tan absurdo que me reí.
—Siempre he querido destacar en algo. ¿Quién iba a pensar que sería un as haciendo pajas?
—Soy un hombre con suerte. —Se apartó de mí y se levantó—. Enseguida vuelvo —dijo, y
un segundo después se encendió la luz del cuarto de baño.
Sujetó una toalla y abrió el grifo mientras yo echaba un vistazo al reloj. Eran poco más de las
tres de la madrugada. Se apagó la luz y Ren volvió y se sentó en la cama.
—Dame la mano —dijo.
Hice lo que me pedía y sonreí cuando me pasó la toalla mojada por la mano. Durante
aquellos segundos de silencio, sentí que dos palabritas me burbujeaban dentro, pero no las
dije.
Ren volvió al cuarto de baño pero regresó enseguida. Esta vez se tumbó de lado y me pasó el
brazo por la cintura, tirando de mí para que me acurrucara contra él.
—¿Qué tal tus costillas? —preguntó cuando pareció satisfecho con nuestra postura.
—Bien. Hoy casi no me han dolido.
—¿De verdad?
Sonreí, apretándome contra él.
—Sí.
—Umm. —Agarró la tela de mi camiseta—. Acabo de darme cuenta de que ni siquiera te he
tocado las tetas. Menudo fallo. Esas preciosidades deben de sentirse muy abandonadas.
Me reí por lo bajo y puse la mano sobre la suya.
—No pasa nada. Ya me compensarás la próxima vez.
—Puedes contar con ello. Voy a dedicarles tantas atenciones que quizá tenga que ponerles
nombre e invitarlas a cenar.
Me reí al oírlo.
—¿Qué tal el trabajo?
—Tan aburrido como tener que ver otra vez Luna nueva —contestó.
—Que Tink no te oiga decir eso —le advertí—, o buscará nuevas formas de torturarte
contándote sus teorías acerca de un presunto romance entre Jacob y Edward. Ahora está muy
metido en una cosa llamada slash fiction.
—¿Sabes? —dijo lentamente—, no pienso ni preguntarle qué es eso.
—Haces bien. —Hice una pausa, cerrando los ojos—. Entonces, ¿nada de faes? ¿Ni uno?
—Ni uno solo.
Seguí con un dedo la silueta de sus nudillos.
—Qué raro.
—Sí.
Pasaron unos segundos mientras pensaba qué quería hacer al día siguiente.
—Estaba pensando…
—A eso olía.
—Madre mía. —Puse los ojos en blanco—. Tink y tú tenéis más en común de lo que queréis
reconocer.
—Puede que tenga que echarte de la cama por haber dicho eso.
Yo resoplé.
—Eh, perdona pero no puedes echarme de mi propia cama.
—Es igual, olvídalo —contestó—. ¿En qué estabas pensando?
Respiré hondo.
—Que voy a salir mañana. No a trabajar. Solo por salir.
—Me parece buena idea. Yo tengo otra vez turno de noche. —Posó la mano en mi vientre
—. Podemos salir juntos.
Abrí los ojos haciendo una mueca.
—Yo solo quería salir un rato, a mi aire.
—¿Por qué?
Fruncí el ceño.
—¿Tiene que haber un porqué?
—Sí, yo creo que sí.
Dejé de acariciarle los nudillos.
—Me apetece salir, nada más. No es para tanto.
—¿Y tienes que salir sola? —preguntó en voz baja.
—Pues sí. Quiero salir sola. —Me tumbé de espaldas—. No es nada personal. Es que…
—Lo sé, Ivy —añadió con un suspiro—. Tienes que demostrarte a ti misma que sigues
siendo la misma cabrona implacable de siempre. No quieres una niñera ni un guardián.
Levanté un poco las cejas.
—¿Para qué los necesitaría aunque no fuera una cabrona implacable? Hace días que no se ve
un fae.
—Esto no tiene nada que ver con los faes —contestó—. Necesitas una niñera porque lo que
quieres es ir a buscar a Valerie.
4
Ay, mierda.
—Te creías que no te conocía tan bien, ¿eh? —preguntó Ren.
Me reí con sorna y mascullé:
—No me conoces tan bien.
Se puso tenso.
—¿Qué demonios…? —Apartó de mí la mano y sentí que la cama se movía cuando se apoyó
en el codo—. ¿Qué demonios quieres decir con eso?
Cerré los ojos. Vale, seguramente no debería haberlo dicho por mil motivos distintos.
—Lo siento.
—Pues no lo parece.
Sacudí la cabeza aunque no podía verme. Estaba irritada, y sabía que era culpa mía, no suya.
Había acertado en lo de Val, y desde luego no iba a encontrarla si Ren me seguía a todas
partes. Tenía la sensación —aunque quizá fuera una sensación estúpida— de que, si conseguía
encontrarla yo sola, Val no huiría de mí.
Y luego estaba también el tema de sus padres. Tenía que encontrarlos, y Ren no podía
acompañarme en esa excursión.
Exhaló un fuerte suspiro.
—Sé que quieres encontrarla. Era tu mejor amiga, pero traicionó a la Orden y a ti. Por su
culpa estuviste a punto de morir. No sé qué quieres preguntarle ni qué te contestaría ella, pero
nada puede cambiar lo que sucedió.
Apreté los labios.
—Y si la encuentras, quizá te encuentres también con algún fae —recalcó Ren.
—Bueno, eso sería un problema pero… si me encuentro con algún fae, yo sé hacer mi
trabajo, Ren.
—No estoy diciendo que no sepas hacerlo. —Se inclinó para encender la lámpara de la
mesilla de noche—. Pero voy a ser muy sincero contigo.
Lo miré. Dios mío, ¿por qué tenía que estar tan bueno? Me costaba una barbaridad
enfadarme con él, teniendo tantas ganas de besarlo.
—Cómo no —mascullé.
Hizo que no me había oído.
—Eres fuerte y valiente, pero te dejaron malherida hace una semana…
—Hace diez días —puntualicé.
Me miró fijamente.
—¿Tanto importan esos tres días de diferencia?
—Sí —le espeté—. Mira, es tarde y después de lo que acaba de pasar estás agotado…
—Igual que tú —me recordó.
Le lancé una mirada.
—¿Puedes apagar la luz para que nos durmamos?
—No.
Entorné los ojos.
—Ren…
Sus ojos verdes se clavaron en los míos.
—No estás preparada para volver a salir a las calles.
—Ah, ¿así que ahora eres médico?
—Estuviste a punto de morir, Ivy.
Sentí una amarga punzada de pánico en el pecho.
—Gracias por recordármelo.
—Evidentemente necesitas que alguien te lo recuerde, a ver si así entras en razón y dices
«perfecto, Ren, salimos juntos a patrullar mañana por la noche».
Yo quería decirlo. Pero también quería decir muchas otras cosas. Así que opté por no decir
ninguna.
—No necesito tu autorización. Lo sabes, ¿verdad?
Se pasó la mano por el pelo.
—No quiero ponerme pesado.
—Pues cualquiera lo diría.
Me miró fijamente y noté que había muchas cosas que quería decirme pero que, al igual que
yo, prefería callárselas de momento.
—Vale. —Dio media vuelta y apagó la luz.
—Por fin —mascullé yo, dándole la espalda.
No me hizo caso y volvió a tumbarse de lado. Pasó un segundo. Luego, sentí que me rodeaba
la cintura con el brazo y que me apretaba contra su pecho.
—Pero piénsalo, ¿vale? —Como no contesté, añadió—: ¿Ivy?
—Vale —susurré a pesar de que era mentir porque, aunque me sintiera fatal por ello, ya
había tomado una decisión.
El domingo por la mañana estaba saliendo del dormitorio cuando llamaron a la puerta. Una
sombra pasó por delante de la ventana, cerca del porche, y bajó los escalones. Enseguida
presentí de qué se trataba y miré por el corto pasillo, hacia la cocina.
Ren pasó a mi lado esquivándome limpiamente.
—Ya voy yo.
—Puedo abrir la puerta, ¿sabes?
No se detuvo.
—Estoy siendo un caballero.
—O un abusón superprotector —comentó Tink, que había aparecido de pronto en el pasillo
—. Creía que a estas horas ya te habrías ido. ¡Ay, de mí! La reina Mab y vuestro Dios deben
odiarme para hacerme esto.
Lo mandé callar con una mirada. Esa mañana las cosas estaban un poco tensas entre Ren y
yo, y Tink no estaba ayudando.
—¿Sabes?, si no fueras del tamaño de una rata, tal vez tomara en cuenta tu opinión. —Ren
abrió la puerta—. ¿Qué diablos…? ¿También reparten en domingo?
Miré por encima de su hombro y suspiré.
—Sí. Tink, es para ti.
—¿Para mí? ¿Solo para mí? —Entró zumbando en el cuarto de estar.
Cuando se acercó, me di cuenta de que llevaba una sudadera con un elfo dibujado, pero no
quise saber más. Dio unos golpecitos en el brazo a Ren.
—Disculpa.
Ren levantó la cabeza y se quedó mirando el techo mientras exhalaba un profundo suspiro.
Tink soltó un chillido al ver los paquetes. Eran cuatro: una caja grande y tres más pequeñas.
Sabiendo cómo embalaba Amazon sus artículos, deduje que una de dos: o la caja grande
contenía algo paradójicamente pequeño, o habían metido diez cosas juntas dentro.
—¿Vas a quedarte ahí o piensas ayudarme? —preguntó Tink con aspereza—. Toma las
cajas.
—¡Tink! —le dije en tono de advertencia.
—Si las agarro yo —contestó—, las tiraré al patio.
Tink dio un salto hacia atrás llevándose las manos a la cara.
—No te atreverás.
—Claro que sí.
—Ay, Dios —farfullé yo, pasando junto a Ren.
Tomé las cajas, las metí en casa y las tiré al sofá.
—¡Cuidado! —chilló Tink—. Podría haber cosas frágiles y valiosísimas dentro. —Giró en el
aire mientras Ren cerraba la puerta—. ¡Y tú! Has permitido que una dama agarrara las cajas.
Yo puse los ojos en blanco.
Ren soltó un suspiro.
—Dios, qué pesado eres.
—¿Y a mí qué? —Tink revoloteó delante del sofá, batiendo furiosamente las alas—. ¡Yo soy
goma y tú pegamento!
Ren se volvió para mirarlo.
—¿Qué?
—¡Lo que digas me rebota y se te pega!
Ren se quedó mirándolo y luego meneó lentamente la cabeza al volverse hacia mí.
—Es como vivir con un niño de dos años con la capacidad intelectual de un chaval de
quince.
Tensé los labios y me volví para disimular una sonrisa. Ren no se quedó mucho tiempo, y
cuando cayó la tarde yo estaba sentada en el sillón de mi cuarto, atándome los cordones de las
botas. Reinaba un extraño silencio en el apartamento. Tink estaba enfurruñado en su
habitación porque sabía lo que me disponía a hacer, o quizá estuviera jugando con las cosas
que le habían traído. Ren seguía en su casa, haciendo la limpieza o haciendo una lista de los
motivos por los que quería estrangularme o envenenar a Tink, y luego se iría a trabajar.
Yo me metí una daga en una bota y enganché cuidadosamente la estaca de espino en la otra.
Si quería volver al trabajo tan pronto no era únicamente para cumplir con mi deber. Además
de que tenía la sensación de que acabaría matando a alguien (probablemente a Tink) si me
quedaba en el apartamento un minuto más, también necesitaba encontrar a Valerie. Era
domingo y, aunque seguramente su rutina había cambiado, yo sabía lo que solía hacer los
domingos por la noche.
Era muy probable que me encontrara con Ren, pero ya cruzaría ese puente cuando llegara a
él.
Me levanté y me estiré la camiseta gris que llevaba. Era ancha y larga, me llegaba hasta los
muslos y ocultaba eficazmente la estaca que llevaba en la cadera. Hice una parada técnica en el
cuarto de baño y me incliné sobre el lavabo para observar mi cara en el espejo.
Los moratones del lado izquierdo casi habían desaparecido, y el maquillaje había hecho
maravillas con el resto. Un toque de carmín me sirvió para camuflar la marca del centro del
labio. Era casi seguro que iba a quedarme cicatriz.
Me dejé el pelo suelto por si acaso alguien se fijaba demasiado en mi cara y se daba cuenta de
que la tenía magullada. Quizá no debía importarme, pero me importaba. No era la chica más
guapa del mundo, y no tenía ni idea de cómo me había ligado a Ren, pero no quería que la
gente pensara al verme que acababa de ser víctima de un atropello.
Seguramente Ren se estaba replanteando muchas cosas en ese momento. No había estado
muy simpático que digamos esa mañana, al marcharse.
Fui a apartarme del espejo, pero me detuve. Mis ojos… Eran azules. De un azul muy oscuro,
como el color del cielo justo antes de que anochezca. No sabía de qué color tenían los ojos mis
padres, ni cuál de ellos era un… un fae, pero todos los faes tenían los ojos azules: unos ojos
muy claros, del color de los glaciares. Supuse que todos los seres del Otro Mundo tenían ojos
parecidos, porque Tink también los tenía. ¿Los genes de mi padre o de mi madre mortal
habían oscurecido el color de mis ojos para que parecieran… normales?
Dios.
Cerré los ojos con fuerza y respiré hondo. Mi mezcla de sangres no importaba: seguía siendo
Ivy Morgan. Durante veintiún años había vivido como cualquier ser humano. Bueno, como
cualquier ser humano que tuviera el don de ver a través del hechizo de seducción de los faes.
Pero el caso era que seguía siendo Ivy.
Con esa idea en mente, salí del cuarto de baño. Tomé un bolso ligero, con una tira que no
me estorbaba, y entré en el cuarto de estar. No me gustaban mucho los bolsos, pero había
encontrado aquel (negro, muy bonito, con flecos) en una tienda de segunda mano cerca de
Canal, y lo había usado otras veces. Sujeté la bolsa que usaba para los libros, saqué la fina
cartera y la guardé en el bolsito junto con el móvil.
—Estás loca —declaró Tink.
No miré para ver dónde estaba mientras me colgaba el bolso en bandolera.
—No deberías salir —añadió, acercándose.
Oí batir sus alas.
—¿Se supone que tengo que quedarme aquí para siempre, Tink?
—Sí. No veo por qué no. Ahora Amazon entrega sus mercancías en el plazo de una hora y se
puede comprar casi de todo, incluso comida. —Revoloteaba junto a la ventana cuando me
volví hacia él. Tenía las manos juntas bajo la barbilla—. Además, puedes decirle a ese abusón
que nos traiga buñuelos. Es lo único que hace bien.
Había muchas cosas que Ren hacía bien, pero no quería pasarme una hora discutiendo con
Tink.
—Volveré —dije.
—Eso te crees tú. —Me siguió hasta la puerta—. Ivy…
—Tendré cuidado. —Giré el pomo y miré al duende—. Te doy mi palabra, Tink. Dentro de
un rato estaré de vuelta.
Abrió la boca, pero yo salí y cerré la puerta. Un segundo después algo se estrelló contra la
puerta y levanté las cejas. Dudaba de que fuera Tink. Seguramente había lanzado algo que yo
no quería que lanzara.
Meneando la cabeza, bajé la escalera y salí al patio. Las vincapervincas azules y moradas y las
flores de hibisco de un rosa brillante se multiplicaban como conejos a lo largo del camino de
piedra. Una frondosa enredadera cubría la valla y la verja de hierro forjado. Acabaría por
cubrirlo todo, pero me gustaba dejarla salvaje, a su aire.
El cielo estaba cubierto y no hacía un calor insoportable —unos veinticuatro grados—, pero
aun así saqué mis gafas de sol y me las puse. Me sentí un poco rara al bajar por Coliseum
Street. A cada paso que daba temía que el príncipe saliera de un patio o de detrás de un
macizo de musgo. Era ridículo. Notaba un nudo de nervios en el centro del estómago, pero
aun así seguí caminando, poniendo un pie delante de otro, en dirección a Perrier.
Lo primero era lo primero: averiguar dónde estaban los padres de Val y luego, todavía no
sabía cómo… Un momento. Cambio de planes. Tenía que hacer una parada técnica en el Café
du Monde, en Decatur. Necesitaba un buñuelo: un buñuelo recién hecho. Hacía siglos que no
me comía uno tostado y todavía calentito, uno que no se hubiera enfriado en el camino hasta
casa.
Me subí a un taxi porque me negaba a esperar el dichoso tranvía, y me fui a Royal. Me apeé
de un salto y me dirigí a Decatur sin dejar de buscar faes con la mirada.
Daba gusto estar fuera y caminar (jamás pensé que lo diría, pero después de pasar tantos días
encerrada en el piso tenía unas ganas inmensas de estar al aire libre y de hacer funcionar mis
músculos).
Las calles estaban atestadas de gente hasta para ser domingo por la tarde. Había turistas por
todas partes, haciendo fotos a los edificios. No se veían apenas borrachos, pero yo sabía que al
cabo de un par de horas los habría en cantidad, sentados en las aceras estrechas porque ya no
se tenían en pie.
Una sonrisa irónica tensó mis labios. La mayoría de los lugareños no se acercaban por
Bourbon: evitaban las calles más turísticas y los bajos fondos del Barrio Francés y procuraban
no salir del distrito comercial. Había veces en que habría preferido darme un chapuzón en las
aguas fangosas del Misisipi a pasearme por Bourbon, pero cuando llevaba fuera un tiempo
echaba de menos todo aquel bullicio, seguramente porque no había vivido allí toda la vida y en
muchos aspectos seguía siendo una recién llegada.
El Café du Monde estaba a unos cinco minutos a pie del corazón del Barrio Francés, pero su
terraza cubierta por un toldo de rayas verdes y blancas estaba siempre abarrotada, igual que
ese día.
Suspirando, adelanté a una pareja que al parecer había llegado a la conclusión de que
tomarse de la mano y caminar a la velocidad de una tortuga con tres patas era de lo más
conveniente. Había una cola absurdamente larga, pero ya que había ido hasta allí iba a
comprar los dichosos buñuelos y…
Una ráfaga de aire frío agitó mis rizos. Se me puso la carne de gallina cuando me detuve en la
acera, bajo el toldo. Me llevé la mano al costado al tiempo que me giraba bruscamente, sin
hacer caso del taco que soltó un camarero muy joven vestido con uniforme blanco. El corazón
se me subió de un salto a la garganta.
El príncipe estaba delante de mí.
5
Mierda.
Di un paso atrás y choqué con alguien. Quien fuese dijo algo, pero yo no lo escuché, ni me
importó. Casi no podía creerme que hubiera dado un paso atrás como si tuviera miedo, pero la
verdad era que me había tomado completamente desprevenida.
El maldito príncipe de los faes estaba delante de mí, y tenía toda la pinta de haber salido del
Otro Mundo.
O de una novela de Anne Rice.
El pelo, de color negro azabache, le rozaba los hombros, cubiertos por una camisa de hilo
blanco que otra vez había olvidado abrocharse del todo. A diferencia de un fae normal, su piel
no era plateada sino de color bronce, y resaltaba en contraste con la blancura de su camisa. Los
pantalones estrechos como leotardos que llevaba la otra vez, en cambio, se los había dejado en
casa. Ahora llevaba unos de cuero y… y unas botas de combate.
La verdad era que no desentonaba ni pizca en Nueva Orleans.
Conseguí salir de mi estupor y empecé a tomar conciencia del murmullo de voces que había
a nuestro alrededor. Sentí que volvía a soplar la brisa cálida. El olor dulzón de los buñuelos
asaltó mi olfato. Vi que una morenita de mediana edad miraba embobada al príncipe y, aunque
su existencia me produjera repulsión, tuve que reconocer que tenía un rostro bellísimo,
perfectamente simétrico y anguloso. Una de esas caras tan bellas que casi hace daño mirarlas.
Como si fuera una foto de internet: apenas podía una creerse que fuera de carne y hueso. Pero
lo era, y no había ni un solo asomo de afecto o compasión en sus rasgos.
Levanté la mano derecha acercándola instintivamente a la estaca de hierro a pesar de que
sabía que no serviría de nada contra el príncipe.
—No deberías hacer eso. —Tenía una voz grave, con un acento que me recordó al de los
británicos—. Sé que quieres, pero no sería muy prudente por tu parte, Ivy.
Me tembló la mano.
El príncipe de los horrores sonrió ligeramente.
—Tu amiga ha sido de gran ayuda.
Aquello me puso los pelos de punta. Me subí las gafas de sol a la frente y procuré que mi voz
sonara firme y tranquila.
—Seguro que sí. Y hablando de Val, ¿no sabrás por casualidad dónde puedo encontrarla?
Sus labios se curvaron amagando una sonrisa al tiempo que se acercaba. Era alto, más alto
que Ren, que medía un metro noventa. Estiré la espalda y me obligué a no retroceder a pesar
de que mi instinto me gritaba que saliera de allí a toda prisa porque aquel tipo ya había estado
a punto de matarme una vez. O, mejor dicho, me habría matado si no se hubiera dado cuenta
de lo que era y me hubiera curado.
—He estado esperándote —dijo en lugar de responder a mi pregunta, con sus pálidos ojos
fijos en mí.
Yo cerré el puño, impotente.
—Qué gran noticia —dije.
Aquella sonrisa gélida volvió a aparecer.
—¿Qué te parece si hablamos? Hay unos asientos allí.
—Sí, ya, pero mejor no.
Su sonrisa se distendió lentamente, pero no se reflejó en sus ojos.
—Claro que sí —dijo.
A mí se me erizó el vello de los brazos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó en aquel mismo tono gélidamente cortés—. ¿Rechazarme?
El príncipe de los horrores se rio, y no tenía una risa desagradable. Era simplemente fría,
como si estuviera imitando una risa humana.
—No puedes.
—Sí puedo. —Me moría de ganas de tomar la estaca de espino que llevaba sujeta bajo la
pernera del pantalón, pero me refrené. Podía ser muy temeraria, pero no era tonta.
—¿En serio? Me temo que voy a tener que llevarte la contraria. Verás, estamos rodeados de
humanos. Hay muchísimos, y yo tengo un apetito extraordinario. —Sus ojos parecieron brillar
cuando deslizó la mirada desde lo alto de mi pelo rizado hasta mis pies—. Un apetito
impresionante, y no solo de comida.
—Vale. En primer lugar, me repugnas —dije con una mueca de desagrado—, y en segundo
lugar me interesan muy poco tus apetitos.
Levantó una ceja oscura.
—Ah, pero sin duda sabes que puedo matar a veinte de estos humanos en menos de cinco
segundos y comerme al resto, y dejar que crean que fue esa jovencita pelirroja quien asesinó a
tantos inocentes. —Bajó aún más la voz al inclinarse hacia mí, y un aliento helado me rozó la
mejilla—. Esas vidas dependen de ti, pajarito.
Lo miré a los ojos, furiosa. No puse en duda lo que decía ni por un segundo. Me había
atrapado. Dios mío, odiaba admitirlo, pero me tenía en sus manos.
Giré sobre mis talones, me dirigí con paso decidido a la esquina y crucé la calle hacia
Jackson Square. No tuve que mirar atrás para saber que el príncipe me seguía. Sentía su
presencia gélida taladrándome la espalda.
El corazón me latía tan deprisa que pensé que iba a entrar en parada cardíaca en medio de la
acera. Aquello era una locura en muchos sentidos. Estaba a punto de mantener una
conversación, aunque fuera involuntaria, con el puto príncipe del Otro Mundo, una apacible
tarde de domingo. En cualquier momento podía asesinar a una docena de personas, sin que
nadie se diera cuenta de lo que tramaba. Podía sorprendernos cualquier miembro de la Orden,
¿y qué pensaría al verme charlando con él?
Dios, debería haber hecho caso a Ren.
Claro que, ¿se me habría acercado el príncipe si hubiera estado con Ren? Decía que había
estado esperándome. Podría haberme abordado de todos modos, y Ren se habría puesto como
loco, y su vida habría corrido peligro.
Aquello era un problema, se mirara por donde se mirase.
Todos los bancos estaban ocupados, pero el príncipe se acercó al primero que estaba a la
sombra de un árbol. La pareja de señores mayores que lo ocupaba lo miró y se levantó
trabajosamente. No cruzaron ni una palabra. Se alejaron todo lo rápido que les permitieron sus
piernas viejas y cansadas.
—Seguro que eres muy útil en un autobús abarrotado —comenté.
Se sentó en el banco.
—Siéntate.
—Prefiero quedarme de pie.
Aquellos ojos sobrenaturales se clavaron en los míos.
—Y yo prefiero que te sientes.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
—Querías hablar, pues habla.
Sus ojos habían dejado de brillar. Eran tan duros como esquirlas de hielo.
—Siéntate, pajarito.
—No me llames así —le espeté.
No mostró ni un asomo de sorpresa, nada que permitiera adivinar lo que estaba a punto de
hacer. Se limitó a levantar la mano y a doblar un dedo. Un segundo después sonó un claxon y
alguien gritó. Varias personas gritaron.
Miré hacia atrás.
—¿Qué…? —Me interrumpí al ver que un joven más o menos de mi edad se hallaba parado
en medio de la bulliciosa calle.
Era el camarero que había soltado un juramento unos minutos antes, cuando me giré
bruscamente. La puerta de un coche se abrió cuando el joven cayó de rodillas en medio de la
calle.
—Siéntate o te aseguro que le saco las tripas.
Ay, Dios mío. Me dio un vuelco el corazón y me llevé la mano al pecho.
—¿Cómo has…?
Había visto a faes manipular a humanos, pero nunca así. Nunca desde esa distancia y sin
tocarlos.
—Soy el príncipe —dijo—. No has conocido a ninguno como yo. Siéntate.
Mierda.
Me senté.
Me senté todo lo lejos que pude de él. Sonrió, y el joven se estremeció. Miró a su alrededor
rápidamente, anonadado. Se puso en pie y cruzó la calle dando tumbos, rodeado de gente.
—El reino de los mortales ha cambiado —comentó el príncipe pasado un momento, y yo lo
miré. Tenía los ojos fijos en la calle, las cejas oscuras fruncidas—. La última vez que estuve
aquí, la gente iba de acá para allá en caballo. No había internet ni televisión.
Levanté las cejas.
—Me ha costado unos días… adaptarme a tanta tecnología y tanta gente. Están por todas
partes. Listos para servir. —Sonrió otra vez al estirar sus largas piernas—. A mi gente le irá
bien aquí.
Yo apreté los labios, tomé aire por la nariz y guardé silencio.
—Mi mundo se está muriendo, pajarito. Es oscuro y yermo. No nace nada nuevo. —Estiró
un brazo sobre el respaldo del banco.
Si me tocaba, vomitaría en su regazo. En serio. Giró la cara hacia mí.
—La única manera de salvarlo es abrir permanentemente los portales.
Eso yo ya lo sabía. Me lo había dicho Tink.
—Nuestro suministro de alimento casi se ha agotado. No tardará en desaparecer del todo.
Cuando hablaba de «suministro de alimento», no se refería a hamburguesas de queso con
beicon. Hablaba de humanos. Cuando no se alimentaban, los faes tenían la misma esperanza
de vida que un humano. Pero cuando comían humanos, eran prácticamente inmortales. A los
miembros de la Orden no les gustaba pensarlo porque no podían hacer nada para ayudar a los
humanos que habían sido secuestrados y llevados al Otro Mundo hacía mucho tiempo, cuando
los faes cruzaban los portales a su antojo. Por lo que habíamos descubierto, criaban a humanos
en su mundo como si fueran ganado.
Era repulsivo.
—Es culpa vuestra —dije con voz sorprendentemente serena—. Habéis matado vuestro
mundo. No vais a hacer lo mismo con el nuestro.
El príncipe bajó la barbilla.
—¿Qué sabes tú de mi mundo, pajarito? ¿Qué sabes tú de nada?
Sentí un hormigueo de irritación.
—Sé que me dan ganas de clavarte un puñal en el ojo cada vez que me llamas «pajarito».
Sus labios esbozaron una sonrisa cruel.
—No te gusto.
—Pues no —mascullé yo.
—Tal vez si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias…
—¿Si no hubieras estado a punto de matarme de una paliza, quieres decir?
Una mujer que pasaba nos miró bruscamente, pero siguió caminando cuando el príncipe
hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, es cierto, pero que yo recuerde te di la oportunidad de marcharte ilesa. Tú decidiste no
hacerlo. Te enfrentaste a mí y sí, te habría matado si no me hubiera dado cuenta de lo que eras.
Ahogué una risa.
—Vaya, eso es impresionante.
Él no parecía verle la gracia a lo que acababa de decir.
—Ahora, en cambio, sé lo importante que eres.
Crispé los dedos sobre las rodillas al tiempo que un soplo de brisa me echó un rizo sobre la
cara. Un olor extraño envolvía al príncipe. No era exactamente desagradable, pero me
recordaba a algo. ¿A la playa? No. Arrugué el ceño.
Él miró mi cara.
—Tú abrirás esos portales para mí.
Me reí otra vez.
—Ni lo sueñes.
—Imaginaba que dirías eso —contestó volviendo a fijar la mirada en la calle—. Deja que te
fecunde y no te faltará nada.
Fruncí el entrecejo.
—Puede que esa sea la proposición sexual menos atractiva de toda la historia de la
humanidad.
Me miró.
—¿Acaso no te doy miedo? —Se inclinó y aspiró profundamente—. No, no es eso. Huelo el
miedo en ti, y sin embargo me hablas como si no te preocupara tu bienestar.
—¿Acabas… acabas de olerme otra vez? —pregunté con el corazón en la garganta.
La verdad era que estaba asustada. Aterrorizada, en realidad, pero no podía demostrarlo.
Esbozó una sonrisa torcida.
—Estás muy segura de ti misma porque sabes lo importante que eres para mí, o puede que
seas simplemente estúpida. En cualquier caso, vas a tener un hijo mío.
Yo solo pude mirarlo, porque aquella era la conversación más rara que había tenido nunca, y
había tenido muchas conversaciones raras con Tink.
—Puedes facilitar las cosas y venir conmigo ahora o…
—¿O complicar las cosas? Sé cómo funciona esto. No puedes obligarme a acostarme contigo
—dije en voz baja—. Y si amenazas con matar a otros para conseguir que me vaya contigo, me
estarás obligando. —Lo miré a los ojos, haciendo acopio de valor—. Puedes obligarme a
sentarme aquí y a hablar contigo. Incluso puedes revelar mi verdadera condición…
—¿Por qué iba a hacerlo? Los de tu especie, tu Orden, te matarían en un abrir y cerrar de
ojos. Nadie te traicionará, a no ser que quiera enfrentarse a mi ira.
Vaya, era… bueno saberlo. Por lo menos ya podía tachar ese tema de mi lista de terrores.
—El caso es que puedes obligarme a hacer muchas cosas, pero no puedes obligarme a eso.
Nunca.
Ladeó la cabeza.
—¿Es porque estás enamorada de ese humano?
Parpadeé echándome hacia atrás. Pronunció la palabra «enamorada» como si ese concepto
fuera completamente desconocido para él.
—¿Qué?
—El hombre que corrió a tu lado cuando estabas herida. El que pasa las noches en tu casa.
Ay, no. Empecé a levantarme, pero me flaquearon las piernas.
La sonrisa volvió a aparecer.
—¿Cuánto valoras su…?
—No —le advertí con voz casi inaudible—. No me amenaces.
Se rio, y su risa casi sonó sincera.
—Que yo quiera o no a otra persona no tiene nada que ver. Aunque no tuviera pareja, no me
acostaría contigo.
—Pues yo sí —dijo un hombre, parándose un momento delante del banco, y sonrió al
príncipe—. Lo digo por si cuela.
El príncipe contestó guiñándole un ojo.
Esperé a que el desconocido se alejara. Luego añadí en voz baja:
—No voy a tener un hijo tuyo para que los de tu especie dominen el mundo. Lo siento, pero
no.
—¿Te gusta apostar, pajarito?
Me quedé mirándolo un momento.
—Eso es absurdo. Estuviste a punto de matarme. Eres un fae que quiere apoderarse del
reino de los humanos. No hay nada que puedas hacer o decir para que…
Se movió muy deprisa, tan deprisa que no me dio tiempo a reaccionar. De pronto lo tenía a
mi lado y su mano fría me sujetaba la nuca, aplastando mis rizos. Intenté retirarme, pero no
podría ir a ningún sitio sin antes romperme el cuello.
—Suéltame —ordené, llevándome la mano al costado izquierdo.
Si tenía que apuñalarlo, lo haría, aunque solo consiguiera cabrearlo.
—Puedes resistirte todo lo que quieras, pero yo conozco el juego y las normas —dijo, y a mí
se me revolvió el estómago cuando su aliento helado me rozó la mejilla—. Sé cómo va a acabar
esto, pajarito. Y te aseguro que aceptarás mucho antes de lo que imaginas.
6
El príncipe se levantó y se marchó. Se fue andando por Decatur como si estuviera haciendo
turismo vestido con unos pantalones de piel, a más de veinte grados centígrados. Creo que
entró en Jackson Square. Quizá fuera a ver la estatua de Andrew Jackson. O puede que
cruzara otra vez la calle para probar unos buñuelos con café mezclado con achicoria.
Yo me quedé allí sentada, estupefacta y casi con ganas de echarme a reír. Aunque no fuera
una risa de la buena, sino más bien un poquitín histérica.
¿Qué acababa de ocurrir?
Intenté entender la conversación, pero quizá lo más inesperado de todo había sido que el
príncipe se levantara sin más y se marchara. No había intentado obligarme a ir con él. Ay,
Dios, ¿tendría Tink razón? ¿Iba a intentar seducirme? Se me revolvió el estómago y puede que
hasta me diera una arcada. ¿Por eso se había limitado a intentar asustarme pero no había
intentado nada más?
Yo sabía que tenía que decir algo. Era mi deber informar a David de que el príncipe andaba
suelto.
Me levanté del banco, respiré hondo y volví a ponerme las gafas de sol. ¿Qué podía decir?
¿Cómo iba a explicar que había visto al príncipe pero que no había intentado hacerme daño?
Podía resultar creíble si yo fuera cualquier otro miembro de la Orden, pero yo lo había
perseguido, había luchado con él cuerpo a cuerpo y me había dejado hecha un desastre. Podía
alegar que el príncipe no me había visto. No era del todo imposible.
Me puse de los nervios mientras esperaba a que Decatur se despejara de tráfico. Lo mejor
que podía hacer era mantener la boca cerrada, pero no podía hacerlo. Tenía que avisar a los
otros miembros de la Orden de que el príncipe deambulaba por la ciudad. Era un asunto de
seguridad prioritario, pero no se trataba solo de eso. También era mi deber: un deber que me
habían inculcado desde el nacimiento y del que no podía escapar.
La Ivy que aún no sabía que era semihumana habría hecho lo correcto, y yo seguía siendo la
misma de siempre.
Mientras cruzaba la calle, pensé en mandar un mensaje a Ren, pero no lo hice. Todavía no.
Primero tenía que ocuparme de un asunto, del problema que me había impulsado a salir de
casa, y no tenía nada que ver con los buñuelos.
Me dirigí al noreste por Decatur y torcí a la izquierda en Saint Phillips, encaminándome al
cuartel general de la rama de la Orden en Nueva Orleans. La caminata de veinte minutos
consiguió que mi corazón se refrenara un poco, pero no alivió la sensación de angustia que iba
apoderándose de mí.
Cuando la tienda de regalos Mama Lousy apareció ante mi vista, noté enseguida que algo iba
mal. La tienda estaba cerrada, lo nunca visto teniendo en cuenta que era domingo. En realidad,
Mama Lousy era una tapadera de la Orden en la que se vendía falsa parafernalia vudú y unos
pralinés riquísimos. Jerome, un miembro de la Orden ya retirado y muy gruñón, solía atender
al público. Confié en que no le hubiera pasado nada. Podía ser un auténtico capullo, pero
también era un encanto.
Dylan estaba fuera, apoyado contra la pared de color burdeos, junto a la puerta que llevaba
al piso de arriba. Con su camiseta gris de cuello redondo y sus vaqueros oscuros, parecía solo
un tipo un poco raro. O sea que, a ojos de un transeúnte cualquiera, se fundía perfectamente
con su entorno. Llevaba gafas de sol y tenía los musculosos brazos cruzados sobre el pecho.
Aminoré el paso cuando volvió la cabeza hacia mí y dijo:
—Vaya, pero si estás viva.
Enarqué una ceja al pararme delante de él. Los miembros de la Orden no eran muy
simpáticos que digamos, seguramente porque caíamos como moscas, tan deprisa que no nos
daba tiempo a conocernos unos a otros. Lo de Val había sido distinto. Desde el momento en
que la conocí fue amable conmigo. Los demás, en cambio, pasaron de mí. Por eso, entre otras
cosas, me había dolido tanto su traición.
Con Ren había sido distinto.
Él era amable y cariñoso, pero también había querido estar conmigo desde el momento en
que me vio, me lo había dicho él mismo, así que…
—¿Por qué está cerrada la tienda? —pregunté.
—Jerome está acatarrado y David ha pensado que no tenía sentido traer a nadie para que
abriera —explicó Dylan.
Era lógico. No había muchos miembros retirados de la Orden por aquellos contornos que
estuvieran dispuestos a ir a atender al público.
—Me alegro de que no le haya pasado nada.
Miré hacia la tienda en penumbra. Había varias calaveras de mentira encima de un montón
de cajas de pralinés.
—¿Te preocupaba ese viejo? —Dylan se echó a reír—. Ese sobreviviría hasta a una guerra
nuclear.
Tensé los labios.
—Seguramente. Bueno, ¿y qué haces tú aquí?
—Los faes saben dónde estamos desde que esa zorra trajo aquí al príncipe. —Apoyó un pie
contra la pared—. Hay que guardar la puerta.
Quise decirle que seguramente un solo miembro de la Orden no podría detener a un
antiguo, pero deduje que no iba a hacerle mucha gracia mi comentario.
—Es lógico —murmuré, echando mano de la puerta.
—Oye. —Dylan me detuvo cuando me disponía a entrar—. Me alegro de que estés bien.
Lo miré, sorprendida. Solo vi mi reflejo en sus gafas de sol.
—Y siento ese mal rollo con Val —añadió—. Sé que erais muy amigas. Tiene que ser muy
duro.
Agarré con fuerza el picaporte.
—Sí, lo es —reconocí volviéndome hacia él—. ¿Tú sospechaste algo?
—No, hasta que David me pidió que la vigilara, y no vi nada que me pareciera sospechoso.
Y David le había pedido que vigilara a Val porque Ren le dijo que sospechaba que era la
semihumana.
—Lo raro es que yo la vi matar faes, Ivy. —Se rio sin ganas—. Es alucinante, ¿no?
¿Trabajaba para ellos y aun así los mataba?
—Supongo que tenía que mantener las apariencias. —Me volví hacia la escalera, apenada—.
Luego te veo.
—Sí —contestó.
Me apoyé las gafas de sol sobre la frente y empecé a subir aquellos peldaños en los que había
estado a punto de desangrarme cuando un antiguo me disparó con una pistola que hizo
aparecer de la nada. Un antiguo cuya existencia David se había negado a admitir.
La escalera olía siempre a azúcar y a pies, una mezcla asquerosa. Dudé al llegar al descansillo
del primer piso. Un miedo irracional se apoderó de mí, formando una bola de plomo en mis
tripas. La última vez que había cruzado aquella puerta, había encontrado a Harris muerto en el
suelo, con la mirada fija en el techo.
Respiré hondo, pulsé el timbre y miré la pequeña cámara. No sabía quién estaba de guardia
en la puerta. Si no había nadie, tenía llave y podía…
La puerta se abrió de repente y apareció Ren. Me quedé de piedra al verlo allí.
—Eh…
Se apoyó contra el quicio de la puerta.
—Creía que ibas a pensar lo que te dije, Ivy.
Fruncí los labios.
—Veo que no lo hiciste.
—Sí que lo hice —contesté.
—Y también creía que no ibas a salir a nada relacionado con el trabajo, y sin embargo aquí
estás.
Eh…
—¿Vas a dejarme entrar?
Suspiró al apartarse. Le lancé una mirada al entrar. Luego miré el suelo. Habían quitado la
alfombra beis. Era lógico, teniendo en cuenta que seguramente la sangre de Harris la habría
empapado hasta llegar a la tarima.
—Eh… —Noté la garganta extrañamente ronca mientras miraba el suelo—. Quién hubiera
imaginado que aquí había tarima. ¿Por qué la tenían tapada con esa alfombra tan cutre?
Ren me agarró de la nuca, de una manera muy distinta a como me había agarrado el
príncipe. Me hizo volverme hacia él y abrí la boca para hablar, pero acercó su cara a la mía y
me besó.
No fue un beso suave, pero sí dulce y largo. Abrí los labios y, al notar el sabor a chocolate de
su lengua, empecé a sonreír. Ren me pasó el brazo por la cintura y me apretó contra sí. Yo le
rodeé impulsivamente el cuello con los brazos. Él ladeó un poco la cara para besarme la
comisura de la boca.
Yo estaba un poco jadeante cuando me soltó.
—Me ha parecido que te vendría bien una distracción.
—Ah —susurré yo.
Metió la mano entre mis rizos.
—No estoy dentro de tu cabeza, cariño, pero sé en qué has pensado al mirar el suelo.
Cerré los ojos y apoyé la frente contra su pecho.
—Yo vi lo mismo la primera vez que entré aquí —añadió—, y lo veo cada vez desde
entonces. Pero no es a Harris a quien veo en el suelo. —Bajó la cabeza cuando yo posé las
manos sobre su cintura. Sabía que se refería a mí—. Me digo constantemente que cada vez será
más fácil.
—¿Y lo es?
—No.
—Vaya, eso es muy alentador —murmuré yo.
Ren se echó hacia atrás y yo lo miré.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó.
—Nada, en realidad. He ido a comprar buñuelos pero…
Estuve a punto de decirle la verdad, la tenía en la punta de la lengua. Díselo, me ordenaba
Ivy la Buena. Cierra el pico, me decía en cambio una vocecilla que se parecía curiosamente a la
de Tink.
—¿Qué?
Bajé la mirada.
—Había muchísima gente.
Tink se pondría contentísimo.
—¿Y por eso no has comprado buñuelos? —preguntó Ren.
Se abrió una puerta y nos separamos al oír un suspiro de irritación. Me di la vuelta. Me
alegré hasta cierto punto de ver a Miles Daily, el lugarteniente de facto. Digo que me alegré en
cierto modo porque estaba segura de que no le caía bien y de que había pensado que la
traidora era yo.
Miles levantó sus cejas oscuras al vernos.
—¿Interrumpo algo?
—¿Vas a cabrearte si digo que sí? —repuso Ren.
Me mordí el labio para disimular una sonrisa.
Miles puso cara de fastidio y volvió a la sala de la que acababa de salir. Aquel era
seguramente el mayor despliegue de emoción que yo le había visto hacer. Nunca conseguía
adivinar qué estaba pensando. Me resultaba todavía más difícil que deducir qué sentía o qué
pensaba David.
Dentro de la sala, sobre la mesa ovalada, había varias dagas y carpetas. Una de las carpetas
tenía escrito en la etiqueta Denver, Colorado. De allí era Ren. ¿Iba a venir alguien a quien
conocía? Eso sería interesante.
A un lado de la sala había varios monitores de televisión. Evidentemente, Ren había estado
allí con Miles. Me quedé mirando las carpetas.
—¿Qué estabais haciendo?
—Echar un vistazo a posibles candidatos. —Ren deslizó la mano por mi espalda antes de
alejarse y regresar al despacho—. Bueno, eso estaba haciendo Miles. Yo solo estaba dándole la
lata.
—Qué razón tienes —masculló Miles.
Se detuvo delante de los monitores. Había más fuera, en la sala principal. La Orden tenía
cámaras distribuidas al azar por todo el Barrio Francés y los barrios de alrededor.
Que yo supiera, no había ninguna cerca de Jackson Park, por suerte.
—¿Lista para volver al trabajo? —Miles escudriñó los monitores con semblante inescrutable.
Ren me miró.
Yo no le hice caso.
—Sí, creo que sí.
Ren entornó los párpados.
Yo seguí sin hacerle caso.
—Estupendo. Necesitamos a todos los efectivos disponibles patrullando las calles. —Miles
se volvió hacia la mesa—. Puede que los faes se estén escondiendo de momento, pero sabemos
que las cosas no van a continuar así. Es solo cuestión de tiempo que vuelvan a aparecer.
Tenemos que estar preparados.
Era el momento perfecto para que les contara lo del príncipe, pero mi lengua se negó a
funcionar. Miré los monitores y estaba a punto de desviar la mirada cuando una de las
imágenes captó mi atención. Entorné los ojos y me volví hacia el monitor de la izquierda, el de
la última fila. Era una casa antigua, de antes de la guerra civil, lo cual no era nada raro porque
en Nueva Orleans las había a patadas. Pero esa yo la conocía.
—¿Estáis vigilando la casa de los padres de Val? —pregunté.
—Sí. —Miles tomó una carpeta y la abrió—. Desde la semana pasada.
Mierda. Eso significaba que no podía pasarme por allí. Pero de todos modos Val no era
tonta. No se acercaría por allí. Yo seguía pensando en pasarme por el Twin Cups, un bar que
había a escasas manzanas del Barrio Francés y que era en realidad un bar oculto dentro de otro
bar. A Val le gustaba ir allí a relajarse después de trabajar. Había pocas probabilidades de que
estuviera allí, pero por algún sitio tenía que empezar.
Miré a Ren. Me estaba mirando fijamente, con una media sonrisa remolona, y, al ver su
expresión, pensé que no estaba muy enfadado conmigo por haber salido de casa. El problema
era que iba a ser difícil quitármelo de encima mientras buscaba a Val y a sus padres.
Lo más probable era que la Orden todavía los estuviera interrogando, y había solo un par de
sitios donde podían tenerlos retenidos. El cuartel general no era uno de ellos. Miré de nuevo
los monitores. Dos de ellos estaban apagados. Ambos conectaban con dos locales que tenía la
Orden. Uno estaba en el Distrito de las Artes. El otro era una vieja mansión, posiblemente
embrujada, cerca de los pantanos. Aquellos dos dichosos monitores me dirían dónde estaban
los padres de Val sin tener que perder el tiempo o que me pescaran fisgoneando. Lo que haría
cuando por fin descubriera dónde estaban aún estaba por ver.
De momento, estaba improvisando.
Apoyé las manos en el respaldo de una silla.
—¿Qué tal van las cosas con los padres de Val?
—Sus padres ya no nos preocupan. —Miles tiró la carpeta sobre la mesa.
Yo me quedé sin respiración.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ya sabes lo que quiere decir.
Miles rodeó la mesa y agarró una daga. Se subió la manga y la metió en la funda que llevaba
sujeta al antebrazo.
Yo miré a Ren. Su sonrisa remolona había desaparecido. Un músculo vibraba en su
mandíbula. Ay, no, no. Volví a mirar a Miles, que estaba entrando en la sala principal.
—¿Confesaron algo?
—No. —Soltó un bufido—. Ninguno de ellos iba a reconocer que había tenido sexo con un
fae. Pero es igual. Eran un peligro, y cuanto antes encontremos a su hija, mejor. Con un poco
de suerte aún no estará preñada. Lo dudo, pero hay que mantener la esperanza.
Ay, Dios.
Cerré los ojos con fuerza.
Había llegado demasiado tarde.
7
Sentí que el suelo temblaba bajo mis pies. Los padres de Val habían muerto. No hacía falta
que Miles me lo confirmara. Lo sabía. Era demasiado tarde. En lugar de ponerme las pilas en
cuanto había sabido que la Orden se los había llevado, había pasado días perdiendo el tiempo
en mi apartamento, y ahora era ya demasiado tarde para intentar hacer nada.
—Ey, ¿estás bien? —preguntó Ren con voz suave.
Exhalé lentamente al mirarlo.
—¿Tú lo sabías?
—¿Qué?
—¿Que habían eliminado a sus padres?
—¿Cómo? —Se quedó mirándome un momento y luego se dirigió hacia la puerta. La cerró y
me miró de frente con el ceño fruncido—. Estoy seguro de que todo el mundo en la Orden lo
sabía, incluida tú.
Tenía razón, pero yo creía que aún había tiempo. Qué demonios, ni siquiera sabía qué
pensaba.
Ren se me acercó.
—¿Por qué te sorprende tanto?
—Porque… —Me mojé los labios—. ¿Tenemos pruebas irrefutables de que Val es una
semihumana?
Apoyó una mano en la silla.
—No, pero…
—Pero no las tenemos. Y supongo que sus padres defendieron su inocencia hasta el final —
repuse yo. Sabía que debía mantener la boca cerrada, pero no podía—. ¿Verdad? ¿Y si
estamos equivocados? ¿Y si Val solo es una puta traidora, pero no una semihumana, y la
Orden ha asesinado sin más a sus padres? Eran buena gente, Ren. Dedicaron toda su vida a la
Orden.
Y era cierto. Eran buena gente, y habían muerto. Una tristeza amarga se apoderó de mí.
Pasó un momento y la expresión de Ren se suavizó.
—Los conocías.
—Claro que los conocía. No mucho, pero es… —Me interrumpí, cerrando los ojos.
La culpa me había revuelto el estómago. Al quedarme callada, ¿había propiciado la muerte
de los padres de Val? Su vida habría corrido peligro incluso si nadie hubiera creído que su hija
era una semihumana, únicamente por lo que había hecho, pero no pude evitar acordarme del
papel que yo había desempeñado en la muerte de Shaun y en la de mis padres adoptivos.
—Lo siento. —Ren me pasó un brazo por los hombros y tiró de mí. Yo me dejé llevar, pero
no lo abracé—. Procuro olvidarme de que erais muy amigas. Y es un error por mi parte. —
Hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro—. Entiendo que quieras salir a las calles y
que sientas la necesidad de encontrar a Val.
Cerré los ojos otra vez.
—Debería haberte dicho una cosa esta mañana, cuando hablamos de ello —añadió Ren—.
No quiero que vayas a buscarla porque, si la encuentras, será muy duro. Será durísimo para ti.
No digo que no puedas enfrentarte a ella, digo que será terrible para ti. Te encontrarás en una
posición muy mala.
—Lo sé.
—¿Sí? —preguntó en voz baja—. ¿Estás preparada para enfrentarte a ella? ¿Para luchar con
Val y eliminarla? Porque eso es lo que tienes que hacer, y no quiero que tengas que tomar esa
decisión. Prefiero ser yo quien lo haga, o que se encargue otro. No tienes por qué cargar con
eso. Puedo hacerlo yo por ti.
Ay, Dios.
El corazón se me hizo puré. Quería enfadarme con él porque… En fin, porque así era
mucho más fácil ocultárselo todo. Pero ¿cómo iba a enfadarme con él si siempre daba en el
clavo?
—Eres muy bueno —susurré.
—Soy alucinante.
Esbocé una sonrisa.
—Y muy modesto, además.
Ren se volvió y se apoyó contra la mesa. Me atrajo hacia sí, situándome entre sus piernas.
Puso un dedo debajo de mi barbilla y me levantó la cara.
—Siento de veras lo que ha hecho Val.
Yo también lo sentía. Pero él no sabía ni la mitad, igual que no sabía por qué era demasiado
bueno para mí y por qué yo no me merecía estar con él. Yo era consciente de ello y sin
embargo allí estaba.
—¿No has comido nada?
Negué con la cabeza.
—Estaba pensando en probar un sitio que hay en Canal. Tienen caimán frito.
Arrugué la nariz.
—Qué asco.
—Nunca lo he probado. —Sus ojos brillaron, divertidos—. Y creo que hoy es el día más
indicado. Ven conmigo.
—No sé. No tengo mucha hambre.
Además, tenía otras cosas que hacer. Cosas importantes.
—He echado un vistazo a la carta. Tienen croquetas de patata.
—¿Qué?
—Croquetas de patata con queso fundido y beicon —añadió.
Abrí los ojos como platos.
—¿A qué estamos esperando?
Cuando salimos del restaurante en Canal, yo había comido tanto que tenía un buen bombo,
pero ese era el único bombo que pensaba tener en un futuro inmediato.
Ren había comido caimán frito y, según decía, tenía un sabor a medio camino entre el pollo y
el cerdo. A mí me dio bastante asco.
Él me tomó de la mano cuando echamos a andar por Canal, hacia el Barrio Francés, y
entrelazó suavemente sus dedos con los míos. Yo no sabía qué pensar al respecto porque
odiaba tener que ir sorteando a la gente tomada de la mano, pero al mismo tiempo me gustaba
ir así con Ren. Me gustaba sentir el peso de su mano y su calor y… y lo agradable que era
hallarme a su lado.
Él me apretó la mano.
—¿Vas a casa o…?
La pregunta no me tomó por sorpresa. La cena había sido muy agradable y muy normal, a
pesar de lo que acababa de descubrir sobre los padres de Val, de mi extraño encuentro con el
príncipe y de las demás cosas que me habían pasado. Era curiosa la facilidad con que los
miembros de la Orden podíamos olvidarnos del trío PMD: peligro, muerte y destrucción.
Quizá porque nos enfrentábamos continuamente a la muerte, intentábamos aprovechar cada
segundo del día y seguir siempre adelante.
Bueno, por lo menos algunos.
Hasta hacía poco tiempo, yo había estado viviendo en el pasado, en realidad, obsesionada
con mis tropiezos, bloqueada por mi mala conciencia, temiendo dejarme llevar y pasar página.
Y ahora que por fin lo había hecho, descubría que todo lo que sabía sobre mí misma era
mentira.
Reprimí un suspiro que habría sonado tan patético como para merecer un Emmy a la mejor
actriz de telenovela.
—Creo que voy a irme un rato a casa.
—Pero ¿no enseguida?
No contesté.
Ren se detuvo y me apartó de la acera para que no estuviéramos en medio. Estábamos en la
esquina entre Canal y Royal.
—Muy bien —dijo pasado un momento—. Recuerda lo que te dije antes. Si la encuentras,
piensa antes de actuar. Llámame. Yo me ocuparé de ello. Procura que la atrapemos viva.
Agradecí sus palabras más de lo que él creía. Me puse de puntillas, apoyé la mano en su
mejilla tersa y lo besé. Después le sonreí.
—¿Vendrás a mi casa cuando acabes?
—Eso pensaba hacer —contestó—. ¿Puedes mandarme un mensaje cuando llegues a casa?
Me estaba dando permiso para marcharme a resolver mis asuntos. No lo dijo expresamente,
pero sabía lo que tenía planeado y no pensaba impedírmelo. Dios mío, me dieron ganas de
desnudarme y tirármelo allí mismo.
—Lo haré —prometí.
Me sostuvo la mirada, y había mucha fortaleza y mucha preocupación en aquellos ojos de
color esmeralda, pero también había algo más. Una emoción profunda e insondable.
—Ivy, yo…
Contuve la respiración, literalmente. Porque su mirada reflejaba lo mismo que yo sentía y, si
iba a decir esas dos palabritas, cabía la posibilidad de que me desnudara de verdad allí mismo
y…
—Voy a echarte menos —concluyó por fin.
Ah.
Vaya.
Se inclinó y me besó. Fue un beso corto pero intenso, y sabía aún mejor que las croquetas de
patata con queso fundido y beicon.
Se alejó tranquilamente por Canal, volviendo por donde habíamos ido, y yo me quedé allí
parada, mirándolo, con un poco de flojera en las rodillas.
Dios mío…
Respiré hondo y saqué mi móvil. Había oscurecido y, como aún era temprano para que Val
estuviera en el Twin Cups, decidí irme para allá. Me vendría bien echar un vistazo de
reconocimiento y hablar con los camareros.
El Twin Cups estaba a unos tres kilómetros del Barrio Francés, en el barrio de Bywater,
escondido dentro de otro bar que se parecía a cualquier otro bar de fuera del Barrio Francés:
algo menos maloliente, un poco más tranquilo y con el suelo menos pegajoso.
Con la caída de la noche empezaban a llenarse las calles y tardé unos cuarenta minutos en
llegar a Bywater. Por el camino estuve atenta por si veía a algún fae. No vi ni una sola piel
plateada, pero podía haber algún antiguo por allí. Era más difícil distinguirlos porque no
utilizaban el sortilegio de la seducción como los demás, y podían pasar por humanos.
Cuando llegué a mi destino me dolían los músculos del culo y las piernas y tenía ganas de
sentarme. Al entrar en el bar y avanzar entre las mesas altas, me recibieron risas y gritos. Nadie
me prestó atención cuando me dirigí a la salita que había en la parte de atrás del edificio. Dejé
atrás los aseos y me detuve delante de una máquina expendedora de Coca-Cola.
Metí la mano en mi bolso, saqué dos dólares del monedero y los metí en la máquina. Pero en
lugar de elegir un refresco, estiré el brazo y apreté el botón que había a un lado de la máquina.
Era todo tan sofisticado y secreto…
Sonriendo, abrí la puerta de una estrecha escalera de subida. Arriba había otra puerta que se
abría girando el pomo. Era una puerta corriente, sin nada de extraordinario.
El Twin Cups era superdiscreto. Los televisores estaban encendidos y, al igual que abajo,
estaban emitiendo un partido, pero el volumen estaba muy bajo. No había mesas altas,
solamente sofás y sillones rodeados de mesas bajas. Frente a la puerta había una pared llena de
libros. Una vez que Val estaba un poco beoda, se acercó a las estanterías y descubrió que
algunos libros contenían mapas antiguos de la ciudad dibujados a mano. Otros tenían dibujos
de edificios. Eran muy bonitos.
Casi podía ver a Val allí de pie, con el pelo rizado cayéndole sobre los hombros y vestida con
colores vivos: de naranja, posiblemente, o de fucsia quizá. Llevaría una falda amplia y pulseras
multicolores en la muñeca.
Pero Val no estaba bailando delante de las estanterías.
Había muy poca gente en el bar: dos hombres sentados en un sofá, y un grupo de mujeres en
torno a una mesa baja, llena de libros. Parecían formar parte de un club de lectura o algo así, y
enseguida envidié sus sonrisas y sus murmullos acerca de personajes que les apasionaban. Me
permití por un instante imaginarme sentada entre ellas, charlando de libros. Jo Ann estaría
conmigo. Y tal vez incluso Val.
Pero mi vida no era así.
Nunca había sido así.
Sintiendo una opresión en el pecho, torcí a la izquierda y reconocí al camarero. Era un tipo
atractivo, de unos veinticinco años y piel morena. Se llamaba Reggie y estudiaba en Tulane. Yo
estaba segura de que Val y él se habían enrollado más de una vez en el aseo que había detrás de
la barra.
Levantó la vista y me sonrió.
—Hola, Rizos. Cuánto tiempo.
—Sí. —Me acerqué a la barra reluciente y me senté en un taburete. Me quité las gafas de sol
de encima de la cabeza y las guardé en el bolso—. ¿Qué tal te va? —pregunté.
—Bien. —Cambió de sitio una bandeja llena de vasitos—. Este semestre solo tengo dos
asignaturas que me están dando problemas. ¿Qué tal tú en Loyola?
—Eh, pues… bien.
Me sentía tan absurdamente avergonzada que no podía reconocer que iba a dejar los
estudios.
Frunció el ceño al acercarse a mí.
—¿Seguro que estás bien? Parece que tienes el ojo morado.
Deduje que se me estaba difuminando el maquillaje.
—Me atracaron hace una semana.
—Joder. ¿En serio? —Apoyó los codos en la barra—. Señor, qué ciudad.
Yo agrandé ligeramente los ojos al mirarme las manos.
—Quería hacerte una pregunta —dije.
—Pues adelante.
Sonreí.
—¿Has visto a Val últimamente?
—¿A Val? Pues hace que no la veo… —Levantó mucho las cejas—. Hace un par de meses
que no la veo. Desde julio, seguramente.
Mierda.
Reggie trabajaba todos los domingos por la noche y casi todas las noches entre semana. Si no
la había visto, seguramente Val no se había pasado por allí ni pensaba hacerlo. Pero ¿por qué
no aparecía por allí desde hacía meses? Evidentemente, lo de trabajar para los faes no era algo
nuevo que hubiera comenzado hacía solo un par de meses.
—¿Os habéis peleado o qué? —preguntó Reggie.
—Podría decirse así.
Esbozó una sonrisa irónica.
—Parece una historia interesante. Y dispongo de mucho tiempo.
Fui a responder, pero me sonó el teléfono en el bolso. Levanté la mano, me bajé del taburete
de un salto y saqué mi móvil. Era Brighton, lo cual era una novedad teniendo en cuenta lo
poco que le gustaba hablar por teléfono y devolver llamadas. Ni que decir tiene que me llevé
una sorpresa.
—Hola —dije y, dándome la vuelta, me apoyé contra la barra—. ¿Qué…?
—Mi madre ha desaparecido —balbució Brighton.
Me puse tiesa de repente.
—¿Qué?
—Ha desaparecido, Ivy. Y eso no es todo —añadió con voz tensa y crispada—. ¿Puedes
venir? Creo que… No quiero hablar de esto por teléfono. Tienes que verlo.
—Voy enseguida.
Me recosté en la silla. Estaba estupefacta cuando volví un par de páginas atrás, hasta la lista
de nombres de antiguos líderes de la secta. La lista acababa unas dos décadas atrás, con
Lafayette Burgos. Deduje que los nombres que aparecían junto a los de los jefes de la secta
pertenecían a faes, a juzgar por lo extraños que sonaban algunos.
—Hay faes buenos —dijo Brighton, y miré su cara pálida—. Casi me da miedo decirlo en
voz alta. Temo que aparezca un miembro de la Orden de repente y me acuse de traición a mis
congéneres. —Se rio de nuevo, mirando el techo—. Pero si sigues leyendo es lo que verás. Faes
que llegaron a nuestro mundo y que decidieron no alimentarse de humanos. Tenían una
esperanza de vida normal, como la nuestra. Y trabajaban codo con codo con miembros de la
Orden.
La cabeza me daba vueltas mientras seguía hojeando el diario. Las anotaciones estaban
cuidadosamente fechadas y detallaban investigaciones, búsquedas y hasta muertes. Muchas de
las entradas incluían nombres de miembros de la Orden y de los faes con los que colaboraban.
Brighton estiró el brazo por encima de la mesa y agarró un cuaderno azul oscuro, mucho
más fino que el que yo estaba leyendo.
—Mi madre lo anotaba todo minuciosamente, y no exagero. Yo no sabía que tenía todo esto
escondido. En este cuaderno hay una lista completa de los miembros de la Orden hasta el
momento en que… en que ella la dejó. —Dejó el cuaderno sobre la mesa—. Me entró
curiosidad y me informé sobre los nombres vinculados con los faes. Algunos todavía viven,
pero se marcharon de Nueva Orleans. Sin embargo hay uno que todavía sigue por aquí.
Jerome.
—¡Santo…! —No podía ni imaginarme a Jerome colaborando con faes. Era
complementamente absurdo—. Si eso es cierto, ¿por qué lo han borrado de la historia oficial?
—pregunté—. ¿Por qué no se sabe?
—Lo ignoro. —Brighton señaló una docena de diarios y un montón de papeles sueltos
dispersos por la mesa—. Es muy probable que haya alguna explicación entre todos estos
papeles, pero ahora mismo no tengo ni idea.
Me eché hacia delante, apoyé los codos en la mesa y me pasé las manos por el pelo,
apartándome los rizos de la cara. Abrí la boca pero no supe qué decir.
Brighton me dirigió una mirada comprensiva y apenada.
—Sé que ya tienes muchas cosas de las que preocuparte, pero no sabía a quién recurrir.
Siempre has sido tan paciente y comprensiva con mi madre… Ella confía en ti. Y yo también.
Asentí y respiré hondo. Ninguna de las dos se fiaría de mí si supieran la verdad, pero eso no
venía a cuento. Observé de nuevo la mesa mientras procuraba ordenar mis ideas. Muy bien. Lo
primero era lo primero.
—¿Tienes idea de dónde puede haber ido tu madre?
—Antes de marcharse me dijo que ya no era seguro vivir aquí y que iba a acudir a ellos. Al
principio no supe a qué se refería —explicó Brighton—. Pero creo que se ha ido con ellos, con
esos faes que no se alimentan de humanos.
Aparte de lo absurdo que sonaba todo aquello, me pregunté por qué habría dejado Merle
sola a Brighton si creía que allí corrían peligro. No parecía propio de ella. Al margen de su
estado mental, su hija era siempre su absoluta prioridad. Allí estaba pasando algo más de lo
que imaginábamos.
Mucho más de lo que imaginábamos, pensé al mirar los diarios.
—Entonces, ¿tenemos alguna idea de dónde viven esos… faes buenos?
—Puede que sí. —Brighton estiró el brazo y agarró un cuaderno más grande y ancho que los
demás—. Este diario contiene planos de la ciudad con sitios marcados donde se realizaron
cacerías y matanzas. Confío en que haya algo aquí. Lo que ocurre es que voy a tardar un rato
en echarle un vistazo. No puedo saltarme ni una página.
—¿Hay algún otro cuaderno como ese?
—Yo no he encontrado ninguno. —Colocó el cuaderno delante de ella y luego se acercó los
dedos a la boca—. Mi madre dijo otra cosa más antes de marcharse.
En aquel momento, yo ya no tenía ni idea de a qué atenerme.
—¿Qué?
Sus ojos azules se clavaron en los míos.
—Antes de irse me dijo que contactara con ese joven con el que viniste. ¿Ren? Dijo que Ren
sabría qué hacer.
Nos despertamos los dos al mismo tiempo al oír que alguien aporreaba la puerta del
apartamento. Medio dormida, me incorporé y me aparté los rizos de la cara. Ren ya estaba
mirando el reloj de la mesilla de noche.
—Son más de las tres de la madrugada. ¿Quién viene a estas horas?
Lo miré.
—No tengo ni idea.
—Dudo mucho que sea un mensajero de Amazon. —Ren se levantó y se puso los pantalones.
Se los dejó sin abrochar y a mí se me hizo un poco la boca agua al verlo.
Me levanté de un salto, me puse los pantalones del pijama y la camiseta y, cuando él abrió la
puerta de mi cuarto, se me ocurrió una idea espantosa. ¿Y si…?
Desde donde estábamos vi que el pomo de la puerta giraba. Miré enseguida el cerrojo. Ren
no lo había corrido. Maldiciendo, di un salto adelante y sujeté una daga de hierro que había
encima de la cómoda justo en el momento en que se abría la puerta.
Ante nosotros apareció un caballero.
9
El fae que entró en mi apartamento era indudablemente un caballero: un fae antiguo que
había cruzado el portal junto con el príncipe. Era alto y corpulento, y tenía aquella misma piel
intensamente morena. Llevaba el pelo oscuro cortado casi al rape. No portaba ninguna arma
en las manos, pero yo había visto en una ocasión cómo un antiguo hacía aparecer una pistola
de la nada.
Vestía como un motero, con camisa oscura y pantalones de piel, y Ren le lanzó una ojeada y
se echó a reír. Se rio mientras estaba allí parado, sin camiseta y con la cremallera de los
pantalones subida y el botón sin abrochar.
—Creo que te has equivocado de puerta —dijo con voz ronca.
El caballero respondió con una sonrisa tensa y avanzó bajando la barbilla. No hubo tiempo
de preguntar qué hacía en mi casa. Los faes no suelen ir en busca de los miembros de la
Orden. Éramos nosotros quienes los perseguíamos, no al contrario.
Ren se puso delante de mí, convertido en escudo humano, y aunque agradecí su gesto podía
arreglármelas sola. Agarré la empuñadura de la daga mientras Ren blandía la estaca de espino.
El caballero lanzó un puñetazo, pero Ren fue más rápido. Agachando la cabeza, pasó por
debajo de su brazo estirado y saltó tras él. Se apoyó en una pierna, se giró a medias y le lanzó
una patada brutal a la espalda.
El caballero se precipitó hacia delante, pero enseguida recuperó el equilibrio y giró sobre sus
talones. Aprovechando aquel momento de ventaja, di un salto adelante al mismo tiempo que
Ren lanzaba la punta de la estaca hacia la garganta del caballero. Era la única forma de liquidar
a un antiguo. Había que decapitarlo, y yo confiaba en que la cosa no se complicara demasiado.
Pero el caballero esquivó el golpe y levantó una mano hacia mí. No me tocó, ni siquiera se
me acercó. Lo único que hizo fue levantar la mano y de pronto sentí que mis pies, cubiertos
con calcetines, se deslizaban hacia atrás por el suelo de tarima. Choqué de espaldas contra la
pared.
—¿Qué demonios…? —grité, mirándole con los ojos como platos.
Ren le asestó un puñetazo en la mandíbula. El caballero volvió la cara y se echó a reír.
—¿Te ha hecho gracia? —masculló Ren.
Dio la vuelta a la estaca, se abalanzó hacia él y le golpeó con la estaca en el pecho. El
caballero dejó escapar un gruñido cuando Ren bajó la estaca con intención de golpearle de
nuevo en un lugar donde sin duda le dolería.
—Como quieras —dijo el caballero y, asestándole un golpe de revés en la cara, apartó a Ren,
que chocó violentamente contra la mesa.
La lámpara cayó al suelo y se partió en varios trozos.
Ay, mierda, aquel tipo acababa de golpear a Ren. De pronto me cegó la ira, me aparté de la
pared y salté hacia delante en el mismo momento en que Ren se incorporaba y le asestaba una
patada en la pierna al caballero, que hincó la rodilla en el suelo. Lo agarré por la coronilla y
tiré de su cabeza hacia atrás al mismo tiempo que levantaba el brazo…
El caballero hizo un gesto con la mano y un instante después me vi cruzando bruscamente la
habitación y choqué contra una maceta. El helecho cayó al suelo y la tierra se desparramó por
todas partes. Esa vez acabé junto a la puerta de la terraza.
—¡Qué diablos…! —grité.
Ren saltó adelante y le lanzó otro golpe, pero el caballero consiguió esquivarlo. Lo agarró del
brazo, lo giró bruscamente y acercó la espalda de Ren a su pecho. Yo me aparté de la puerta y
me acerqué a ellos corriendo. Hundí la daga en la espalda del caballero y saqué la hoja al sentir
de nuevo que una fuerza invisible me lanzaba hacia atrás, hacia la habitación. El caballero soltó
a Ren.
De pronto, mientras me agarraba al marco de la puerta, me di cuenta de la verdad: el
caballero trataba de mantenerme alejada de la pelea mientras se enfrentaba a Ren cuerpo a
cuerpo.
Ren lo agarró del hombro con una mano, levantó la pierna y le dio un rodillazo en el
estómago. El caballero soltó el aire bruscamente al tiempo que empujaba a Ren hacia el sillón.
El pequeño escabel que usaba Tink salió volando.
Se precipitaron el uno hacia el otro, asestándose puñetazos y esquivando golpes. Yo volví a
acercarme, decidida a que no me arrojaran a un lado como si fuera una prenda de ropa. Estaba
a menos de medio metro cuando vi que algo se movía a mi derecha.
Tink apareció en el pasillo, un poco más allá del cuarto de baño. Iba bostezando y movía las
alas perezosamente. Llevaba puesto un… ¿un gorrito de dormir? ¿Qué diablos…? Si hasta
llevaba unos minúsculos pantalones de pijama a rayas azules y blancas, y yo no tenía ni idea de
dónde los había sacado. Absolutamente ni idea.
Estaba estirando los bracitos cuando echó un vistazo a la habitación.
—¿Qué patochada es esta?
¿Patochada?
El caballero se distrajo un momento y lo miró con sorpresa. Un segundo después, los ojos
del duende se dilataron y aquella expresión soñolienta se borró instantáneamente de su cara.
Entró como una flecha en el cuarto de estar, se quitó el gorro de dormir de color azul claro y lo
tiró al suelo.
—¡No pasarás! —gritó, lanzando la mano hacia el caballero y Ren.
Yo me detuve.
Ren se paró cuando estaba a punto de asestar un puñetazo.
El caballero lo agarró del brazo para parar el golpe y ladeó la cabeza para mirar al duende.
Tink pestañeó despacio.
—Joder, qué caca. En El Señor de los Anillos funcionaba.
Ay, Dios mío.
Ignorando a Tink —y confiando en que consiguiera escabullirse y salir de allí vivo—, me
abalancé hacia el caballero.
—¡Esto tiene que parar inmediatamente! ¡No me estáis dejando dormir! —gritó Tink
bajando los brazos mientras revoloteaba junto a la mesa baja—. Y os lo advierto, más vale que
me dejéis dormir. Voy a daros una oportunidad más, señor. Marchaos, o si no…
—Santo Dios —masculló Ren, agachando la cabeza para esquivar un golpe del caballero—.
¿Qué vas a hacer, Tink? ¿Matarlo de fastidio? Porque a lo mejor funciona.
—Tú no tienes ni idea de lo que soy capaz —replicó el duende.
Di un salto adelante, sujeté al caballero por el brazo e intenté hacerle una llave, pero se giró
de pronto. Levantó el brazo (y a mí con él), y me arrojó por encima del respaldo del sofá. Caí
sobre los cojines y estaba empezando a incorporarme a toda prisa cuando vi que Tink se
acercaba al caballero y a Ren, que seguían peleando.
—¡Retírate, Tink! —grité.
Maldita sea, aquello se nos estaba yendo de las manos.
—Tengo que hacerlo. —Me miró y respiró hondo—. Lo siento, Ivy.
Fruncí el ceño al levantarme del sofá.
—Estás…
Un leve resplandor envolvió a Tink, como una nebulosa de polvo dorado. Quedó
completamente cubierto, no solo el cuerpo, también las alas. El polvo se extendió formando un
torbellino que recorrió el suelo y se elevó casi hasta el techo. Se movía tan deprisa y eran tan
espeso que dejé de ver a Tink dentro del remolino.
Di un paso adelante, asustada, pero aquel tornado resplandeciente se detuvo de pronto y se
desplomó, desparramando por el suelo una nube de polvo dorado y…
—Santo Dios —musité.
El caballero dejó de luchar. Y también Ren. El mundo entero pareció detenerse. Estaban
viendo lo mismo que veía yo, pero aquello era un disparate. Una locura total.
Un hombre había aparecido donde antes estaba Tink: un hombre adulto, tan alto como el
caballero. Y aquel hombre, fuera quien fuese, se parecía a Tink. Tenía el cabello
extremadamente blanco y los ojos muy azules. La linda carita de Tink se había transformado
en el rostro de un hombre adulto de tamaño normal. Era un hombre alto y fornido, con los
abdominales y los pectorales bien marcados y… Ay, Dios mío, ¡estaba desnudo! ¡En pelotas!
Y aquella imagen ya no se me borraría de la memoria porque…
Porque aquel hombre era Tink.
—Ay, Dios mío. —Di un paso hacia un lado y noté que me flaqueaban las rodillas. Me dejé
caer en el sofá.
—¿Se puede saber qué diablos es esto? —exclamó Ren, resumiendo perfectamente mis
sentimientos.
Tink avanzó derecho hacia el caballero, que parecía anonadado. Ren se apartó, creo que de
la impresión, porque Tink llevaba cosas colgando y balanceándose, y yo estaba muerta de
miedo.
—No hay nadie de tu especie en este reino —dijo el caballero—. No puedes estar…
—No, no, no. Estamos en plena noche y no tengo tiempo ni ganas de escucharte —replicó
Tink.
Entonces se movió tan deprisa que no vimos lo que sucedía: estaba allí, completamente
desnudo, acercándose al caballero, y un instante después el caballero tenía un tajo en el cuello.
La sangre roja y azulada brotó empapando su camisa al tiempo que su cabeza rodaba hacia un
lado.
El ruido espantoso que hizo al golpear el suelo resonó en medio del silencio. Su cuerpo se
desplomó a continuación, arrugándose como una bolsa de papel.
—Sí, los antiguos no se evaporan. Habrá que hacer algo con el cadáver. Seguramente antes
de que se haga de día —explicó Tink—, porque suelen descomponerse muy deprisa, y
entonces no será solo sangre lo que se cuele por las rendijas de la tarima.
Eh…
Tink le devolvió la estaca de espino a Ren. No sé cómo lo había hecho, pero se la había
quitado. Sonrió orgulloso mientras se sacudía las manos y miraba el cadáver del caballero.
—¡Buenos días os dé Dios, señor!
—Pero ¿se puede saber qué diablos…? —preguntó Ren otra vez.
Yo estaba boquiabierta.
Ren también parecía estupefacto. Miraba sucesivamente al caballero hecho pedazos y a Tink
convertido en un hombre hecho y derecho, y además desnudo. Movía la mandíbula, pero daba
la impresión de que se había quedado sin habla. Y no me extrañaba. Yo solo podía mirar
pasmada a Tink.
—¿Cómo…? —susurré, sin saber si quería preguntarle cómo había logrado liquidar al
antiguo o cómo se había convertido en un hombre de repente.
Tink tardó un momento en darse cuenta de que me estaba refiriendo a él.
—Soy muy poderoso, Ivy. Te lo he dicho mil veces, pero como no me haces caso… Las
mejores cosas siempre vienen en paquetes pequeños.
—Eso… eso no es una explicación —dije yo.
Ladeó la cabeza.
—Bueno, soy una especie de elfo doméstico.
—¡Ay, Dios mío! —chillé levantándome de un salto del sofá—. ¡Tú no eres un elfo
doméstico! ¡No vivimos en el puto mundo de los magos, joder! ¡Eres un hombre adulto! ¡Y
muy crecidito, además!
—Voy a hacer como que no he oído que has dicho eso del mundo de los magos —replicó
puntillosamente—. En todo caso, soy un duende. Y los duendes tenemos el don de encogernos
a voluntad. Es como un mecanismo de defensa. Como las zarigüeyas cuando se hacen las
muertas.
Yo arrugué toda la cara.
—¡Esto… esto no es lo mismo que una zarigüeya haciéndose la muerta!
—Pero la idea es la misma. Podemos hacernos pequeños para que nos subestimen —explicó
encogiéndose de hombros—. Y funciona. Evidentemente. Ninguno de vosotros pensaba que
podía…
Levanté una mano y pareció darse cuenta de que estaba cabreada porque se calló de golpe.
—Entonces, ¿me estás diciendo que todo este tiempo has estado fingiendo que eras
pequeño?
—Fingiendo, fingiendo, no —contestó pensativamente—. Ser pequeño es lo mismo que ser
grande.
Abrí los ojos como platos.
—Eso es absurdo.
—Te lo advertí, Ivy. Incluso te pregunté si sabías lo que tenías viviendo en casa —dijo Ren,
aprovechando ese momento para recordármelo amablemente.
Le lancé una mirada asesina.
—¿Tú sabías que en realidad medía dos metros y que tenía una anatomía perfectamente
formada?
Ren arrugó la nariz.
—Bueno, no.
—Entonces, ¡cállate la puta boca!
Ren levantó las manos.
—Está bien.
—¿Y se puede saber por qué creías que no tenía una anatomía perfectamente formada? —
preguntó Tink, ofendido.
Me volví hacia él, hice oídos sordos a la pregunta y grité:
—¡¿Y dónde están tus malditas alas?!
Frunció el ceño.
—Ahora las tengo escondidas. Cuando adopto esta forma son bastante grandes. Tiraría cosas
al suelo a diestro y siniestro, y teniendo en cuenta lo alterada que estás no creo que…
—¡Estoy alterada porque no eres del tamaño de una puta Barbie!
—No veo cuál es el problema —respondió—. La verdad es que esto es mucho más práctico.
Así no tendrás que cargar con los paquetes cuando…
—¡Santo Dios! —grité otra vez.
No podía creerlo. Tink no era del tamaño de una muñequita. Simplemente había escogido
mostrarse de ese tamaño, y durante todo el tiempo que había vivido en mi casa era en realidad
del tamaño de Ren, y me había visto en sujetador y bragas y…
—¡Dios mío! ¡Voy a matarte!
Tink se echó hacia atrás, con los ojos como platos.
—Bueno, eso es un poco drástico.
—Yo soy de la misma opinión que Ivy —comentó Ren con sorna.
—Te he salvado la vida —dijo Tink volviéndose hacia él—. ¿Cómo te atreves?
Ren puso los ojos en blanco.
—Lo tenía todo controlado.
—Pues no daba esa impresión. Al contrario, parecía que te estaban pateando el culo de lo
lindo.
Yo me hundí en el sofá. No tenía ni idea de qué estaba pasando.
—Eso es lo que tú te crees. —Ren rodeó el sofá y recogió la lámpara rota. La colocó sobre la
mesita—. ¿Te importaría ponerte algo encima?
Tink enarcó una ceja.
—¿Te incomoda ver a un hombre desnudo?
—Me molesta tener que verte el pene.
—Pues tú bien que te paseabas por la casa con tu miembro colgando delante de todos —
replicó Tink, refiriéndose a la primera mañana que se vieron.
—Eso fue porque no sabía que estabas aquí.
Tink sonrió, satisfecho.
—¿Sabes cuál creo que es el problema? Que te intimida el tamaño del mío.
Ay, Dios mío.
Ren se rio.
—Qué va. Ese no es el problema.
Yo, por suerte, conocía las dimensiones del miembro viril de Ren y, por desgracia, ahora
también las del de Tink, y podía afirmar que, en efecto, ese no era el problema. Agarré un cojín
y se lo tiré a Tink. Él lo atrapó y, suspirando, se tapó esa parte de su anatomía que yo hubiera
preferido no tener que ver.
Me llevé los dedos a las sienes.
—Esto es una pesadilla. Voy a despertarme dentro de unos minutos y la puerta no estará
forzada, no habrá entrado ningún caballero y Tink seguirá midiendo treinta centímetros de
alto y jugando con muñequitos troles.
—Bueno, voy a seguir jugando con mis troles —contestó Tink.
Cerré los ojos con fuerza.
—Si así te sientes mejor, puedo volver a encogerme —añadió.
—No voy a sentirme mejor ahora que te he visto con este tamaño. —Abrí los ojos.
—Vale. —Se sentó al borde de la mesa baja, con el culo al aire y los huevos desparramados
por todas partes. Dios mío. Estiró sus largas piernas—. Esto es… un poco violento.
Ya lo creo que lo era. Todo ese tiempo yo había pensado que vivía con un duendecito
monísimo, y resulta que en realidad era un tipo del Otro Mundo hecho y derecho, que no solo
era superalto sino que además estaba buenísimo. Porque para mí hasta entonces Tink había
sido una cosita con alas, y nunca me había preocupado que me viera con las tetas o algo peor al
aire.
—Aunque entiendo que estés impresionada por este espectáculo lamentable —dijo Ren
señalando a Tink, que puso cara de ofendido—, voy a tener que hacer una pregunta muy
jodida, y creo que solo va a ser la primera de una larga serie. —Se sentó en el brazo del sofá—.
Sé que últimamente todo ha sido una locura. Bueno, y lo sigue siendo. —Miró al nuevo Tink
de tamaño natural—. Pero ese caballero venía a por mí. A por mí, en serio. No quería saber
nada de Ivy.
Yo puse unos ojos como platos. Ay, no. Ren también lo había notado. Claro, cómo no lo iba
a notar. El caballero no había hecho ningún esfuerzo por disimularlo. No supe qué decir. Y no
tuve oportunidad de improvisar sobre la marcha porque Tink, que seguía sentado en bolas
sobre la mesa baja, dijo:
—Seguramente porque a ti te consideraba una amenaza más inmediata. Es lo que habría
hecho yo. Eliminar primero al más fuerte.
Yo arrugué el ceño. Pero Tink no me hizo caso.
—Los caballeros siempre tienen en cuenta la táctica. Son auténticos estrategas.
Yo no sabía si estaba diciendo la verdad o si solo trataba de sacarme de apuros.
Ren me miró.
—Es un asunto muy grave —dijo.
Todo lo que había pasado esas últimas veinticuatro horas era muy grave.
—Si los caballeros empiezan a asaltar las casas de miembros de la Orden en plena noche…
—Ren se pasó las manos por el pelo y luego las dejó caer—: Eso lo cambia todo.
Miré a Tink. Todo había cambiado ya.
10
L
— o siento, Ivy Divy. —Tink me siguió al dormitorio.
—Deja de hacerme la pelota —le corté yo al abrir de golpe la puerta de mi armario—. Ya no
me gusta que me llames «Ivy Divy». Ahora mides casi un metro más que yo.
—No exageres.
Le lancé una mirada capaz de encoger las partes viriles que llevaba ocultas detrás de una
toalla enrollada a la cintura, porque al parecer no tenía ropa de hombre a mano.
—Está bien. —Retrocedió unos centímetros—. No te dije nada porque…
—Déjame adivinar. ¿Porque creías que no tenía importancia? —Me reí con aspereza al
descolgar un jersey de su percha. Cerré de un portazo el armario y miré a Tink, al Tink de
tamaño hombre—. He oído esa excusa otras veces.
—Lo sé. —Miró hacia el cuarto de estar. Ren se había llevado el cadáver sabe Dios dónde
para deshacerse de él, pero podía volver en cualquier momento—. Es solo que cuando
entramos en el reino de los humanos, siempre adoptamos esa forma. Es una medida de
protección, y como tú me descubriste así pensé que lo mejor sería…
—Dios mío, Tink, podrías haberme dicho algo. Como, no sé… «Oye, puede que parezca un
enano, pero en realidad soy un imbécil de tamaño gigante». Te lo habría agradecido.
Me puse el jersey y salí al cuarto de estar, sorteando las manchas de sangre, que olían
levemente a crema y frutas del bosque. No podía ni pensar en eso.
—¡Esto vas a limpiarlo tú! —le grité.
—Vale, yo lo limpio, Ivy, pero no me gusta que te enfades conmigo.
Solté un bufido al entrar en la cocina y saqué el cepillo y el recogedor de la despensa.
—Entonces, ¿qué te parece si eres sincero conmigo, completamente sincero? Así dejaría de
estar cabreada contigo.
Tink me siguió de nuevo al cuarto de estar y se quedó mirando mientras yo recogía la tierra
tirada por el suelo.
—Si hubieras sabido que podía ser de este tamaño, no te habrías sentido cómoda
teniéndome en casa —dijo.
Me paré y lo miré. Por supuesto que no me habría sentido cómoda.
—Tienes mucha razón.
—¡¿Lo ves?! Seguramente habrías intentado matarme. Me conociste en mi forma reducida,
y decidí quedarme así hasta que no me quedara más remedio que intervenir. —Soltó un
suspiro—. Mira, es posible que Ren hubiera podido ocuparse de ese caballero, pero los
caballeros son increíblemente fuertes y mortíferos. He reaccionado sin pensar.
Seguí recogiendo la tierra.
—Me alegro de que te hayas cargado al caballero, pero eso no cambia nada. Me has mentido
desde el principio. —Me agaché, levanté el recogedor y lo llevé a donde se había caído la
lámpara, esquivando el charco de sangre azulada—. Me has mentido en muchas cosas.
Tink se quedó callado mientras enderezaba la maceta volcada y volvía a colocar dentro el
helecho. La toalla que llevaba enrollada a la cintura permaneció donde estaba como por arte
de magia.
No sabía qué decirle. Estaba siendo todo tan complicado y había tantas cosas que ocupaban
mi mente, que casi no tenía espacio para pensar en él.
De pronto apareció a mi lado.
—Oye, por lo menos he matado al guerrero utilizando solamente mi fuerza y mi habilidad.
Solté otro bufido mientras recogía los trozos de la lámpara rota.
—Querrás decir más bien que lo has dejado anonadado con tu desnudez.
—Bueno —contestó con una sonrisa—, la verdad es que tengo un tamaño impresionante.
—Puaj —rezongué yo, y luego lo miré. Pasaron unos segundos—. Necesito saber de verdad
si hay algo más que no me has contado. Y esta vez lo digo muy en serio. Si vuelves a
mentirme… —Me interrumpí y tragué saliva. De pronto tenía un nudo en la garganta. Si había
más mentiras, no podría soportarlo. Sería demasiado—. Ha llegado la hora de ser
completamente sincero.
Tink clavó sus ojos azules claros en los míos.
—No hay nada más, Ivy. Ya lo sabes todo sobre mí.
—Eso que te pregunté antes sobre… sobre las comunidades de faes que… que quizá no sean
malas… ¿Me has dicho la verdad? —pregunté.
—Sí. —Asintió con la cabeza para recalcar su respuesta.
De pronto me costaba sostenerle la mirada porque… porque estaba buenísimo y eso hacía
que me sintiera muy violenta. Nunca había pensado en él de ese modo. Jamás se me había
pasado por la cabeza.
—Nunca había oído tal cosa. Puede que las haya, pero te aseguro que si es así no lo sé. Y
también es verdad que no he salido de aquí —añadió juntando las cejas—. Fue muy agobiante
cruzar el portal. Había tanto ruido y… En fin, que no he vuelto a salir.
¿De verdad le daba miedo salir a la calle? Eso explicaba su obsesión con Amazon. Yo
siempre había pensado que se debía a que era muy pequeñín y a que era difícil integrarse
cuando uno medía dos palmos y tenía alas. Pero evidentemente podría haberse transformado
cuando yo no estaba en casa y haberse ido de fiesta a Bourbon Street.
—¿De verdad no has vuelto a salir? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Lo he pensado, pero no he adoptado esta forma desde que pasé a este lado. —Se miró el
cuerpo—. Se me hace muy raro ser de este tamaño. —Respiró hondo, me miró a los ojos y
añadió—: Aquí es más fácil ser pequeño. No hay nadie de mi especie. Nadie. Me siento más a
gusto siendo pequeño.
De pronto me dio lástima, y no quería que me la diera porque me había mentido muchas
veces. Enfurecerme era más fácil que comprenderlo y perdonarlo. Tenía motivos válidos para
haberme mentido, pero aun así me fastidiaba. Dejé el recogedor sobre la mesa.
—¿Sigues enfadada? —Tink se atrevió a acercarse un poco más al sofá—. Puedo dejar de
pedir cosas a Amazon. Bueno, está bien, puedo empezar a pedir menos cosas en Amazon.
Reducirlo quizá a tres pedidos por…
—No hace falta. —Agarré el cepillo y miré hacia la puerta.
Ren iba a pasarse por un Walmart que había a unos diez minutos de casa para comprar una
cerradura nueva. Iba a ser una noche muy larga, y aunque cambiásemos la cerradura, ¿hasta
qué punto estábamos a salvo?
—Antes nunca habíamos tenido que preocuparnos porque los faes fueran a por nosotros —
dije—. Esto es… Ni siquiera sé qué pensar.
Tink no dijo nada, porque ¿qué podía decir?
Ren y yo íbamos a tener que contarle a David lo ocurrido. No quedaba más remedio. Era
demasiado importante, demasiado peligroso.
Pensé en el príncipe y en cómo había actuado el caballero. Me temblaron los dedos y apoyé
el cepillo contra el sofá.
—He visto al príncipe.
—¿Qué? —preguntó Tink, sobresaltado.
—Lo vi cuando salí —repetí—. Fui a comprar unos buñuelos y apareció delante de mí.
—¿Y me lo dices ahora? —Tink saltó por encima del respaldo del sofá y se quedó de pie
sobre el cojín central.
Lo miré pasmada.
—¿Cómo consigues que no se te caiga la toalla? A mí me cuesta que no se me caiga hasta
cuando salgo de la ducha.
—Magia —contestó—. En serio. ¿Qué demonios pasó, Ivy?
—Si te bajas del sofá, te lo cuento.
Hizo un mohín, pero se bajó del sofá, se sentó y cruzó las manos sobre el regazo
remilgadamente.
—Estoy esperando.
Me senté al borde de la mesa baja (aunque no en el mismo sitio donde él había apoyado sus
genitales) y se lo conté todo, hasta el momento en que el príncipe se alejó tranquilamente por
la calle.
—No intentó secuestrarme ni nada. Se…
—Intentaba seducirte. Lo que yo decía. —Estiró el brazo y me tocó la punta de la nariz.
Pero a mí de pronto se me hizo muy raro. Me aparté y le lancé una mirada de advertencia, pero
no me hizo caso—. O puede que intente comprenderte para descubrir cuál debe ser su
próximo paso.
—Me parece que todos sabemos cuál va a ser su próximo paso. —Crucé los brazos sobre el
regazo—. El príncipe sabe lo de Ren, y ese caballero no quería pelear conmigo. Me apartaba
todo el rato. No me hizo ni un rasguño. Estaba completamente centrado en él, como ha dicho
Ren. Creo que vino a… —Me mordí el labio y no pude acabar la frase.
Tink pareció comprender de pronto.
—Lo mandaron aquí a matar a Ren. A eliminar a la competencia.
11
La noche fue larga, como era de esperar. Ren se puso a cambiar la cerradura sin decir nada, y
yo no le pregunté qué había hecho con el cadáver del caballero. Me alegraba de que hubiera
traído el camión y no hubiera tenido que cargar con el cuerpo en el asiento trasero de una
Ducati. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando volvimos al dormitorio y cerramos la
puerta con llave.
Pero tampoco hablamos entonces, excepto para preguntarnos mutuamente si estábamos
bien. Luego, Ren me pasó el brazo por la cintura, me apretó contra su pecho y metió una
pierna entre las mías.
Era difícil pegar ojo sabiendo que un caballero me (nos) había encontrado, pero estábamos
tan cansados que nos quedamos dormidos casi enseguida. Dormimos con una daga de hierro
debajo de la almohada, y no nos levantamos hasta última hora de la mañana del lunes para
ducharnos. Por desgracia, nos duchamos por separado. Los dos habíamos recibido un mensaje
de David. Había una reunión esa tarde.
Cuando salí del dormitorio mientras Ren todavía estaba en el baño, vi que ya no había sangre
en el suelo. Y además me llevé una sorpresa al entrar en la cocina.
Tink había vuelto a adoptar su tamaño normal: era otra vez el Tink al que yo estaba
acostumbrada, con alas y todo. Estaba sentado en la encimera, comiendo un montón de
cereales que había vertido a su lado, y viendo un episodio de Supernatural en mi portátil.
—¿Sabes qué estaba pensando? —preguntó cuando me acerqué al armario y saqué el café—.
Creía que no podría escoger entre Sam, Dean, Castiel y Crowley, y resulta que sí puedo.
—No me digas —murmuré mientras echaba como diez cucharaditas de café en la cafetera.
—Sí. Creo que optaría por Crowley.
Cerré la tapa del café y parpadeé. Aquello era muy sorprendente. Encendí la cafetera, me di
la vuelta y me apoyé en la encimera.
—¿Escogerías al rey del infierno?
Asintió inclinando la barbillita, y no me resultó tan raro como creía verlo de nuevo con aquel
tamaño.
—Tengo mis motivos. Entre ellos, que me encanta su acento británico.
Levanté una ceja al volverme para agarrar una taza. La llené de café y me puse azúcar.
—Y me gusta que esté loco de amor por Dean —prosiguió—. ¿Quién no se enamoraría de
Dean? Si no te enamoras de él, es que no tienes sangre en las venas.
—Ya —dije yo antes de beber un trago de café. No estaba suficientemente despierta como
para procesar aquella conversación.
Tink señaló la pantalla.
—Mira esos ojitos azules de bebé… Y esa sonrisa… Da gusto verla.
Dejé la conversación en ese punto, y fui a ducharme. Confiaba en que Ren no matara a Tink
mientras me duchaba y me vestía. Me alegró ver que ya no tenía que ponerme tanto maquillaje
alrededor del ojo y la barbilla para ocultar mis moratones.
Cuando salí del cuarto de baño, me encontré a Ren sentado en la cama, vestido para ir a
trabajar, con una taza de café colgándole de los dedos. Era la mía, obviamente, y estaba vacía.
Sonrió, avergonzado.
—Perdona. He ido a la cocina, pero no he podido soportarlo más de cinco segundos, así que
he vuelto aquí. He visto tu café. Y no he podido resistirme.
—¿Tink ha intentado hablarte de un tal Crowley?
—Sí. —Se inclinó y dejó la taza en la mesilla de noche—. No tengo ni idea de a qué se
refería, y tampoco quiero saberlo.
Me acerqué a él y sonreí cuando puso las manos en mis caderas y me colocó entre sus
piernas. Deslizó la mirada por mi camiseta de tirantes.
—Me alegro de que anoche pudiéramos estar juntos antes de que se montara ese lío.
—Yo también. —Me acaloré al recordar el rato que habíamos pasado juntos. Nuestros ojos
se encontraron—. ¿Qué te parece lo de Tink? —pregunté.
—Voy a ser sincero contigo —dijo apretándome las caderas—. Me molesta que ese cretino
no sea del tamaño de mi bota. Me da igual que haya vuelto a su tamaño de antes y que esté
comiendo cereales sobre la encimera como si fuera un hámster.
Levanté las cejas.
—No estoy diciendo que lo eches a patadas. No te lo estoy pidiendo, aunque te apoyaría al
cien por cien si tomaras esa decisión —añadió con una sonrisa socarrona—, pero quiero que
sepas que esta situación no me gusta ni pizca.
—Tomo nota. —Me incliné para besarlo, y me encantó sentir cómo se curvaban sus labios
en una sonrisa bajo los míos.
Teníamos que irnos a la reunión y solo disponíamos de unos minutos, así que volví a besarlo
y aprovechamos aquel rato para enrollarnos. Pero no fue buena idea, porque yo tenía ganas de
más y, a juzgar por lo que notaba debajo de mí, Ren también.
Dejó escapar aquel gruñido ronco, y yo me restregué contra su regazo mientras sus labios se
deslizaban por mi mejilla, hacia mi oreja.
—Esta noche, cuando acabemos de trabajar, estaremos solos tú y yo, y me da igual lo que
nos espere o lo que haya que planear. En cuanto acabemos, te voy a quitar la ropa.
Clavé las uñas en sus hombros.
—Me gusta cómo suena eso.
—Seguro que sí, pero eso no es todo. —Lamió el lóbulo de mi oreja un segundo y luego lo
mordisqueó. Yo dejé escapar un gemido—. Cuando te tenga desnuda, voy a dedicar toda mi
atención a diversas partes de tu cuerpo, y luego voy a ponerte debajo de mí, y encima de mí,
porque me pone a cien, y por último voy a ponerte delante de mí. Y voy a hacértelo. Sin
piedad.
—Ay, Dios —gemí apretándole los hombros.
Aquello también me gustaba. Y mucho.
Me besó en el cuello.
—Me estoy acordando de un piropo malísimo.
—¿Sí?
—Sí. Lo oí hace poco y me lo estaba reservando para el momento oportuno.
Sonreí.
—Soy toda oídos.
—Eres una obra de arte. —Hizo una pausa—. Me encantaría clavarte a la pared.
—Dios mío. —Solté una carcajada—. Qué horror. Es un espanto.
Ren se rio.
—Lo sé. Ahora levántate para que se me baje la erección del siglo.
Volví a reírme y me levanté, pero no se lo puse fácil. Bajé la mano, busqué la erección del
siglo y la apreté. Su gemido resonó en toda la habitación.
—Pero qué mala eres —masculló.
Sonriendo, lo solté y retrocedí.
—Lo que tú digas.
Cerró los ojos y pareció contar en voz baja.
—Fuera no hace mucho calor, te lo advierto —dijo.
—Gracias por el informe del tiempo.
Me acerqué al armario, agarré mi plumas negro y me lo puse. Luego recogí mis armas y me
guardé la estaca de espino, escondiéndola debajo de la pernera del pantalón.
Ren caminaba un poco rígido cuando salimos del dormitorio, y cuando se detuvo en la
puerta entornó los ojos y me miró. Yo sonreí.
—Enseguida vuelvo —le dije, y entré en la cocina.
Tink no estaba por allí, y mi portátil tampoco. Seguía habiendo migas de cereales en la
encimera. Algunas cosas no cambiaban. Toqué a su puerta con los nudillos.
—¿Tink?
—¿Sí? —respondió, y su voz me sonó como siempre, no como la del Tink de tamaño
grande.
—Nos vamos a trabajar —le dije, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro—. Solo
quería…
La puerta se abrió de repente y apareció agitando las alas lánguidamente.
—¿Querías avisarme? Vaya, qué raro. Normalmente os vais sin decir nada.
Fruncí el ceño al ver que llevaba puestas unas mallas de gimnasia cortas, muy muy
pequeñitas. Y además eran de color plata y satinadas. Caray.
—Ya te he dicho…
—Que estás preocupada por mí por lo que pasó con el caballero. Pues no te preocupes. Sé
valerme solito. —Se acercó a mí volando y me tocó la punta de la nariz—. Ten cuidado, y dile
a Ren que se quede en su casa esta noche. —Luego me cerró la puerta en las narices.
No pensaba decirle eso a Ren.
—¿Va todo bien? —preguntó Ren cuando me reuní con él.
—Sí, solo he ido a ver qué tal estaba Tink. —Me paré para recoger mi bolso y me lo colgué
del hombro—. Tengo que reconocer —dije en voz baja— que me preocupa un poco dejarlo
aquí solo, sin la estaca de espino.
Ren abrió la boca, pareció pensar cuidadosamente lo que iba a decir y luego volvió a
cerrarla.
—Seguro que no le pasará nada.
—Ya.
Sonrió de medio lado y abrió la puerta. Bajamos la escalera y cruzamos el patio. Fuera hacía
bastante frío, más de lo normal, pero no me quejé. Unos días antes había deseado que una ola
de frío polar sacudiera Nueva Orleans, pero aun así la temperatura era extrañamente baja para
esa época del año.
A esa hora de la tarde aún no había mucho tráfico, y no tardamos mucho en llegar en coche
al Barrio Francés. Pero me pareció ver a una persona disfrazada de tiranosaurus rex segando el
césped.
Como por arte de magia, Ren encontró un sitio libre en el aparcamiento subterráneo que
usaba la Orden, más cerca que de costumbre, porque en Phillips no había sitio donde aparcar.
Normalmente no había plazas libres porque la gente de Nueva Orleans sabía que allí se podía
aparcar sin tener que darle las llaves de tu coche a nadie, pero estaba claro que Ren tenía
mucha suerte.
—¿Estás preparada para hablar con David después de la reunión? —me preguntó cuando
nos dirigimos al cuartel general—. No va a gustarle la noticia.
Claro que no: no iba a gustarle ni un pelo. De camino al Barrio Francés habíamos decidido
no contarle lo de aquella presunta comunidad de faes buenos. Primero hablaríamos con
Jerome, para ver cómo reaccionaba y qué podíamos sonsacarle antes de informar a David.
—Tampoco va a gustarle que no lo llamáramos anoche, pero por lo menos se alegrará un
poco cuando le digamos que nos hemos cargado a un caballero.
—Menudo consuelo.
Asentí con la cabeza y escudriñé las calles. Ren hizo lo mismo. Él estaba buscando faes. Yo,
en cambio, buscaba al príncipe. De momento no se veían más que montones de turistas poco
abrigados para el frío que hacía. Cuando faltaba una manzana para llegar al cuartel general de
la Orden, Ren alargó la mano y tiró de un rizo de mi pelo. Lo miré.
Me guiñó un ojo.
—No puedo evitarlo: me encanta jugar con tus rizos.
Lo aparté de un manotazo y meneé la cabeza.
—Déjalo para luego.
—No sé. —Me pasó la mano por la espalda—. Luego me apetecerá jugar con otras cosas.
Ay, señor…
El edificio apareció ante nuestra vista, y yo le aparté la mano mientras él se reía. Uno de los
últimos reclutas montaba guardia a la entrada. La tienda seguía cerrada, lo que significaba que
tendríamos que ir a buscar a Jerome a su casa. Pero seguramente era mejor así, dado que la
tienda de regalos estaba vigilada con cámaras de vídeo.
Sonreí al nuevo recluta, y me saludó con una inclinación de cabeza.
—Hola, Glenn, ¿qué tal van las cosas? —preguntó Ren al abrir la puerta.
—Tirando —contestó. Era alto y de piel oscura, con la cabeza calva y tersa. Llevaba gafas de
sol y su actitud parecía decir a gritos «No me toques las narices»—. Hay gente nueva arriba.
—No me sorprende —contestó Ren cuando entré.
—Sí, pero estos son distintos.
Intercambié una mirada con Ren, y se encogió de hombros. Cuando llegamos a la puerta,
esta se abrió de repente. Rachel Adams estaba al otro lado. Tenía treinta y pocos años, era alta
y esbelta. Yo no la conocía bien y, como casi todos los miembros de la Orden, era muy
reservada. Vi que, a su espalda, la sala estaba bastante llena.
—Me alegra verte otra vez en forma —dijo, apartándose.
—Gracias. Yo me alegro de que tú no estés muerta. —Se me agrandaron los ojos al darme
cuenta de cómo había sonado aquello—. Quiero decir que me alegro de que no murieras en la
batalla, no que me alegre de que murieran los demás, pero sí…
Se quedó mirándome con una ceja levantada.
—Muy bonito —murmuró Ren en voz baja, y yo le di un codazo en el costado.
Sonrió, enseñando el hoyuelo de su mejilla izquierda. Estaba pensando en darle otro codazo
cuando David apareció de repente delante de nosotros.
Yo no lo veía desde que había salido del hospital, y de pronto me pareció avejentado, a pesar
de que normalmente no parecía afectarle el paso del tiempo. Las pocas canas que tenía en las
sienes se habían extendido por ambos lados de su cabeza, y unas arrugas profundas marcaban
su piel morena en torno a los ojos. Parecía cansado.
Y cabreado.
Claro que David siempre parecía un poco cabreado.
Saludó a Ren con una inclinación de cabeza y luego me miró. Me puso una mano en el
hombro y me lo apretó suavemente.
—Me alegra verte por fin cruzar esa puerta.
Pestañeé una, dos veces, y murmuré:
—Lo mismo digo.
Se retiró y yo me noté un poco aturdida por la emoción, porque aquello era muy bonito
viniendo de David, el hombre al que siempre había sentido que decepcionaba, al que nunca
parecía satisfacer nada de lo que yo hacía.
Casi me dieron ganas de ponerme a bailar.
Recorrí la sala con la mirada, pero no vi a Miles. Un poco nerviosa, miré a Ren. Fue entonces
cuando vi que su sonrisa empezaba a borrarse. Dos hombres a los que no había visto nunca
aparecieron junto a David. Uno era alto, de pelo oscuro, y parecía tener entre treinta y cinco y
cuarenta y tantos años. El otro era más bajo y tenía la piel muy clara y el cabello aún más rojo
que el mío (y ya es decir). Ren se puso tenso cuando el moreno se le acercó.
—Ren —dijo tendiéndole la mano—. Cuánto tiempo. Me alegra verte tan bien.
—Igualmente. —Ren le estrechó la mano, pero el tono de su voz no era nada cordial—.
¿Qué haces aquí, Kyle?
Abrí los ojos como platos. ¿Kyle? ¿Ese Kyle? ¿El que mató al mejor amigo de Ren por ser un
semihumano? Santo cielo.
—Hemos venido porque se nos necesita. —Kyle se volvió hacia mí y me tendió la mano—.
Tú debes de ser Ivy. David me estaba hablando de ti.
—Encantada de conocerte —mentí descaradamente mientras le daba la mano.
—Igualmente. —Observó mi cara un instante—. Luchaste contra el príncipe del Otro
Mundo y sobreviviste para contarlo. Increíble.
Me obligué a no reaccionar.
—Sobreviví a duras penas para contarlo. —Puse una sonrisa tensa cuando me soltó la mano.
Se volvió y yo noté que una extraña presión me oprimía el pecho.
David se situó en el centro de la sala.
—Muy bien, chicos, escuchad. Tenemos a dos miembros de Colorado con nosotros. Se
llaman Kyle Clare y Henry Kenner.
Ren había cruzado los brazos y un músculo vibraba constantemente en su mandíbula. No me
cabía ninguna duda de que no le hacía ninguna gracia que estuvieran allí.
Y a mí tampoco.
—Iré al grano. Henry y yo estamos aquí para encontrar al semihumano —anunció Kyle.
Los demás no mostraron sorpresa. Al parecer estaban enterados de lo que ocurría, y de las
actividades de la Elite, la sociedad secreta de miembros de la Orden, pero yo empecé a notar
un hormigueo de nerviosismo en el estómago cuando Kyle recorrió la sala con la mirada.
—Hay algo de lo que no estáis informados. Si esa chica fuera de verdad la semihumana y los
faes lo supieran, no habrían permitido que se acercara a la puerta —explicó Kyle—. La
habrían mantenido a buen recaudo. Ella no es la semihumana.
Me largué de la reunión en cuanto pude sin que pareciera sospechoso. Tenía que marcharme,
porque la situación se me hacía cada vez más agobiante. El miedo me oprimía los pulmones y
tenía el estómago revuelto.
Apenas escuché lo que dijeron Kyle y Henry, y no pensaba quedarme a hablar con David
sobre lo ocurrido la noche anterior. Sabía que tenía que hacerlo y sabía que era importante,
pero tenía que salir un rato a tomar el aire.
Una vez fuera, respiré hondo varias veces y eché a andar calle abajo, sin prestar atención
adónde iba. Solo necesitaba alejarme de Kyle, del miembro de la Elite que había descubierto
que el mejor amigo de la infancia de Ren era un semihumano y le había seguido tranquilamente
desde casa de Ren para matarlo.
Estaba allí y sabía que Val no era la semihumana. Los otros no tardarían en darse cuenta, y
entonces…
—¡Ivy! —me llamó Ren, y yo seguí caminando entre la gente—. ¡Ivy, espera! —Me alcanzó
enseguida y, agarrándome del brazo, me obligó a detenerme—. ¿Estás bien?
El corazón me latía tan deprisa que oía sus latidos. Negué con la cabeza, aturdida.
Frunció el ceño y una expresión preocupada se adueñó de sus ojos de color esmeralda.
—¿Qué te ocurre? —Como no contesté, tiró de mí hacia un callejón, entre dos edificios—.
Cuéntamelo —dijo.
Yo casi no podía respirar cuando lo miré. ¿Qué me había dicho Ren? Que no podía pasar
por aquello otra vez. Tener que elegir entre alguien a quien quería y su deber. Y allí estaba de
nuevo, metido en el mismo atolladero.
—Nena —dijo tomando mi cara entre las manos y acariciando mi mejilla con un dedo—,
¿qué sucede?
Se me planteaban dos alternativas. Podía seguir ocultándole lo que era y confiar en que no
pasara nada, en que Kyle no descubriera que la semihumana era yo y en que pudiéramos
librarnos del príncipe y de los antiguos sin que mi condición saliera a la luz. Pero al mirarlo a
los ojos comprendí que sería absurdo, además de muy peligroso, tener esa esperanza.
La otra posibilidad era contárselo todo, pero era terriblemente arriesgado hacerlo. Lo
quería. Estaba enamorada de él, y quizá eso me cegaba un poco, pero, precisamente porque lo
quería, no podía hacerle eso. No podía permitir que se enterara por Kyle o por otros miembros
de la Elite. No sabía qué pasaría si se lo contaba, pero me daba cuenta de que equivaldría
prácticamente a entregarle una pistola cargada. Ignoraba cómo reaccionaría, pero sabía que, si
se lo decía, lo nuestro se acabaría de inmediato.
Y no podía pedirle que dejara de cumplir con su deber. Tendría que entregarme a la Orden
o, peor aún, eliminarme con sus propias manos. Yo sabía que no podía permitírselo. Era
demasiado luchadora. Me conocía. Me enfrentaría a cualquiera que viniera a por mí, aunque
entendiera sus motivos para entregarme.
—Estás empezando a asustarme de verdad, Ivy. —Escudriñó mis ojos—. En serio.
El ruido del tráfico y el zumbido de las conversaciones parecieron apagarse a mi alrededor
cuando respiré hondo. Tenía que decírselo. Ren tenía que saberlo. No podía permitir que la
noticia volviera a tomarlo desprevenido, como le ocurrió con su amigo. No podía seguir
mintiéndole.
Me quedé un momento sin respiración. Tenía que hacer lo correcto.
12
El instinto se apoderó de mí, embotando mis sentidos. Sabía que tenía que alejarme del hotel
sin que me vieran, y no iba a ser fácil hacerlo teniendo en cuenta que había entrado en el
vestíbulo persiguiendo a Val, la mujer que ahora yacía muerta en la calle.
Ay, Dios.
Sentí un nudo de emoción en la garganta mientras bajaba corriendo las escaleras. Me metí en
uno de los pasillos del hotel y me encaminé al ascensor. Por suerte no hacía falta tarjeta para
usarlo. Me recogí el pelo hacia arriba y me hice un moño flojo. En el vestíbulo, la gente se
agolpaba alrededor de la puerta giratoria de cristal. Me abrí paso como pude, salí a Canal y me
dirigí a la derecha, sin hacer caso de los ruidos: de lo que veía la gente, de las exclamaciones de
horror, de las sirenas. Cuando regresé a Bourbon, saqué mi teléfono. Iba a llamar a Ren, pero
como no me había mandado ningún mensaje comprendí que seguía ocupado. Embotada
todavía por la impresión, decidí no molestarlo. Sabía que tenía que informar de lo ocurrido, así
que busqué el número de David y pulsé la tecla de marcar mientras avanzaba por la calle sin
mirar por dónde iba.
David contestó al cuarto pitido.
—¿Qué?
Siempre contestaba así. «¿Qué?». Ni siquiera era una pregunta, sino una exigencia. Por
algún motivo, oír algo tan familiar consiguió aflojar un poco el nudo que notaba en el
estómago.
—Soy Ivy.
—Ya me lo figuraba: lo ponía en la pantalla —contestó con sorna—. ¿Qué ocurre?
Una mujer mayor se fijó en mí y puso cara de preocupación. Me pasé la manga por la nariz
sin darme cuenta de que había sangrado.
—Val está muerta.
El taco que soltó me resonó en los oídos.
—Necesito más detalles. Y rápido.
—La he visto en Bourbon y ha echado a correr. La he seguido hasta la azotea de un hotel de
Canal —expliqué en voz baja mientras seguía andando por la calle—. No sé qué estaba
haciendo en el Barrio Francés, no quiso decírmelo. Nos peleamos y… —Me quedé un
momento sin respiración porque no podía contarle toda la verdad, ¿y en qué me convertía eso?
Ya aclararía todo aquel embrollo más adelante—. Se ha tirado desde la azotea.
—Mierda —masculló David.
Tomé aire, pero seguía costándome respirar.
—No la he matado yo. —David no contestó, y ni siquiera sé por qué seguí hablando—. Le
he preguntado por qué estaba haciendo todo esto, por qué nos ha traicionado. Y…
—Da igual, Ivy. El porqué no importa. Lo hecho, hecho está. Fue ella quien decidió —
respondió con un suspiro profundo—. ¿Sigue en Canal?
Se me revolvió el estómago.
—Sí.
—Voy a mandar a alguien. Llama a Robby. Avísales de que es de los nuestros. —Hizo una
pausa—. Tómate el resto de la noche libre.
Me detuve en medio de la acera. Una mujer tropezó conmigo, y yo le lancé una mirada,
avisándola de que no dijera una palabra.
—¿Por qué? Estoy bien. Puedo…
—Estabas muy unida a ella. Acabas de verla morir. Me da igual lo que digas. Tienes el resto
de la noche libre. Apártate de las calles o tampoco trabajarás mañana —dijo David—. Hablo
en serio. Es una orden.
Eché a andar otra vez, apreté los dientes y enseguida me arrepentí de haberlo hecho porque
me dolió la mandíbula.
—Muy bien.
—Voy a necesitar que te pases mañana por aquí para que rellenes el informe —dijo—. No lo
olvides.
No me apetecía nada hacerlo. Colgué, pero no había dado ni cuatro pasos cuando sonó mi
teléfono. Era Ren.
—Hola —dije.
—Acabo de enterarme de lo de Val. ¿Dónde estás?
—Eh… —Miré alrededor—. En Bourbon. Enfrente de Galatoire’s.
—Quédate ahí, nos vemos dentro de un rato.
—Ren —susurré con el corazón acelerado. Tenía muchísimas ganas de llorar—. Estás
ocupado, eres un miembro de la Elite. No hace falta que vengas.
—Si tú me necesitas, es ahí donde tengo que estar —concluyó—. Enseguida estoy ahí, ¿de
acuerdo?
Colgó antes de que me diera tiempo a responder, y tuve que respirar hondo para no
derrumbarme. Miré a mi alrededor y, como no encontré ningún sitio donde sentarme, me
apoyé contra la pared de color mostaza y esperé mientras aquel horrible ardor que notaba en el
estómago me subía lentamente por la garganta.
Val había traicionado a la Orden. Casi había conseguido que me mataran, pero… también
había sido mi mejor amiga, y ahora estaba muerta. Muerta en la calle por las decisiones que
había tomado, por la confianza que había traicionado, por la fe que había puesto
equivocadamente en quien no debía. No entendía cómo podía sentir tanto dolor por una
persona que había hecho algo tan atroz y, sin embargo, lo sentía. Sus actos no disminuían mi
tristeza.
Al contrario.
Ren tardó veinte minutos en llegar, cinco menos de lo que solía tardarse en recorrer esa
distancia a pie, lo cual era impresionante. No dijo nada al verme apoyada contra la pared, y yo
tampoco hablé, en parte porque me sentí enormemente aliviada al ver su pelo ondulado y
revuelto, sus ojos verdes, cálidos y brillantes, y todo él, tan rebosante de vida.
Se acercó a mí y un segundo después estaba en sus brazos. Me estrechó con todas sus
fuerzas, y no me importó lo que pensara de nosotros la gente que pasaba por la calle. Lo rodeé
con los brazos y me aferré a él. Subió y bajó una mano por mi espalda, y estuvimos así un rato
muy largo, tan largo que pareció una eternidad.
—¿Estás bien? —Se echó hacia atrás y me rozó la frente con los labios—. Tienes la
mandíbula un poco colorada.
—Estoy bien —contesté con voz ronca.
Me pasó el brazo por los hombros y me apretó de nuevo contra su pecho.
—Lo siento, cariño.
Clavé los dedos en su camisa.
—Yo no la he matado, Ren. Ha sido…
—Da igual cómo haya sido —dijo, pero no daba igual. Le estaba ocultando tantas cosas…—.
No quería que te enfrentaras a ella. Es demasiado duro —añadió—. Sé cómo te sientes.
Abrí los ojos lentamente. Ren sabía, en efecto, cómo me sentía. Más o menos. Su mejor
amigo no lo había traicionado porque ni siquiera sabía que era un semihumano, pero Ren se
había situado inadvertidamente en el bando enemigo al preocuparse por él, por alguien a
quien quería.
Y ahora estaba haciendo lo mismo, sin saberlo.
Me acordé de lo que había sucedido unas horas antes. Había estado a punto de confesarle la
verdad, pero me había detenido a tiempo. La aparición de Henry y lo que acababa de suceder
con Val no cambiaba nada. Me aparté de él y me aclaré la garganta.
—Entonces, ¿qué quería Kyle?
Observó mi cara y me apartó unos cuantos rizos sueltos.
—Hablar de la semihumana y hacer planes para tratar de averiguar dónde se esconden los
faes, a ver si podemos capturar a alguno y que nos dé una pista. Pero si Val ha…
El corazón comenzó a latirme con violencia otra vez. No sabía cuántos faes estaban al
corriente de que la semihumana era yo, pero probablemente eran muchos. No había
escapatoria. Lo que acababa de sucederle a Val me lo había dejado claro.
—Val no era la semihumana, Ren.
Frunció el entrecejo.
—Sé que Kyle cree que…
—La semihumana soy yo —susurré.
14
No me fui a casa inmediatamente. No sé por qué. Estuve varias horas caminando sin rumbo,
temiendo que Kyle o que otros miembros de la Orden salieran de un salto de algún carruaje de
caballos de los que circulaban por las callejuelas, o de dentro de algún vehículo con los
cristales tintados, y me secuestraran mientras recorría el Barrio Francés.
Pero no fue así.
No quería que se presentaran en mi apartamento para detenerme, estando Tink allí. Quizá
por eso no me fui derecho a casa. Pero al final me cansé de caminar y, consciente de que
debería haber llegado a casa hacía horas, decidí regresar.
Me crucé una vez con Dylan y otra con Jackie, otro miembro de la Orden, pero ninguno de
los dos susurró «semihumana» ni intentó matarme. Ren no se lo había contado a nadie todavía
o, si lo había hecho, aún no habían tomado medidas. Ni siquiera me importó que Dylan o
Jackie le dijeran a David que seguía en la calle. Tenía problemas mucho más acuciantes.
Cada vez que oía un chirrido de neumáticos o que alguien se acercaba a mí por detrás, me
ponía en tensión. Y eso no era bueno. Estaba hecha un lío, y me pasé toda la noche oscilando
entre la furia y la tristeza. No me encontré con ningún fae contra el que pudiera descargar mi
tensión, lo cual fue una pena, porque me daban ganas de liarme a puñetazos con la gente
inocente con la que me cruzaba por la calle. Tenía ganas de golpearles en la garganta al pasar.
Aquella marea de emociones turbulentas era casi insoportable. Y cuando me di cuenta de lo
horrible que sería ir por ahí golpeando a personas al azar, me sentí fatal y fue aún peor.
Entonces me acordé de Val y el dolor se intensificó.
Y luego pensé en Ren y se me volvió a partir el corazón. Lo quería, estaba enamorada de él
y… Dios, seguro que ahora me odiaba.
Miraba constantemente mi teléfono mientras deambulaba por las calles, y ni siquiera sabía
por qué. Solo una mínima parte de mí creía que podía recibir un mensaje o una llamada
perdida de Ren, una parte muy pequeñita y muy tonta de mi ser. Naturalmente, nunca había
nada, pero aquella parte tan insignificante neutralizaba todo lo demás.
Tuve que hacer un enorme esfuerzo por seguir caminando, por seguir buscando faes y no
derrumbarme en medio de Orleans Avenue, por no sentarme en el bordillo de la acera y
romper a llorar. Nunca me sentí tan aliviada de que acabara mi turno y al mismo tiempo tan
reacia a abandonar mi puesto, porque me había acostumbrado a que Ren volviera conmigo a
casa.
Esa noche, sin embargo, no fue así.
Seguramente no volvería nunca.
Volví en taxi a Coliseum, aturdida, y cuando entré en mi apartamento la lámpara que había
junto a la puerta estaba encendida. Tink había encendido también la vieja caldera, de modo
que el apartamento no estaba helado, pero olía a polvo y a pelo chamuscado.
Me pasé la tira del bolso por encima de la cabeza y lo dejé sobre la silla, junto a la puerta.
Miré por el pasillo y vi que la puerta de Tink estaba cerrada. No se veía luz por las rendijas.
Entré en mi habitación y cerré la puerta sin hacer ruido. Dejé mi móvil sobre la mesilla de
noche. No me desvestí. Me quité solamente las botas y las armas y las dejé sobre la cómoda.
Todas, menos una. Me quité los pantalones, dejándolos en medio del suelo, y me metí en la
cama con la estaca de espino, que coloqué junto a la almohada.
No dormí.
Seguí con los ojos abiertos, mirando la oscuridad sin ver nada. El dolor que sentía en el
pecho parecía triplicarse cada vez que latía mi corazón.
Aunque sonara mal, en parte me arrepentía de habérselo contado a Ren. Si no se lo hubiera
contado, estaría allí conmigo, haciendo todas esas cosas que me había susurrado al oído antes
de que nos fuéramos a trabajar. Me estaría abrazando y me haría olvidar la suerte que había
corrido Val. Me besaría en los labios y, aunque eso no cambiaría lo que yo era ni lo que
tendríamos que afrontar, todo parecería mucho más… sencillo. No estaría sola. Estaríamos
juntos.
Pero entonces estaría mintiéndole.
Cerré la mano con fuerza, sin hacer caso del dolor que me producía el corte. Había hecho lo
correcto al decírselo, pero eso no significaba que no fuera doloroso, que no me hubiera
afectado en lo más profundo. ¿Qué había dicho Ren?
Esa cosa.
Eso había dicho que era yo. Una cosa. Quizá no lo hubiera dicho en serio, quizá solo había
sido una forma atropellada de expresarlo, pero tenía razón. Ni siquiera era del todo humana.
Era una cosa, y había sido una idiota.
¿Por qué me había engañado a mí misma creyendo que teníamos alguna oportunidad de
seguir juntos? Debería haberme dado cuenta de que no era posible en cuanto descubrí que era
la semihumana. Debería haber puesto fin a nuestra relación y haberme alejado de él. De hecho,
no debería haberme enrollado con él. Siempre había sabido que aquello no terminaría bien.
Me había resistido y había tratado de mantenerlo a distancia, pero al final había cedido, y
ahora me hallaba en aquella situación.
Cerré los ojos, tratando de respirar para contener la quemazón que me subía por la garganta
y se agolpaba en mis párpados, pero no sirvió de nada. Se me saltaron las lágrimas y, en cuanto
empecé a llorar, supe que no iba a poder dominarme. Las lágrimas se convirtieron pronto en
sollozos que sacudían todo mi cuerpo. Me tapé la cara con las manos para sofocar el ruido.
Dios, era una sensación tan conocida para mí… Había sentido aquello mismo después de lo
de Shaun. Aquello había sido distinto, porque había mucha culpa mezclada con el dolor, y
Shaun había muerto. Por suerte Ren seguía vivo, pero lo que sentía en ese momento era igual
de intenso.
Y me hacía trizas el corazón.
No conocía a Ren desde hacía tanto tiempo como a Shaun y, aunque Ren y yo habíamos
tonteado mucho, en realidad solo habíamos estado juntos una noche y una mañana. Había
tantas cosas que no habíamos experimentado juntos… Y lo mismo había pasado con Shaun.
Su vida había terminado por culpa de mis errores absurdos, antes de que tuviera oportunidad
de vivir de verdad. ¿Y Ren?
Lo cierto era que lo nuestro había llegado a su fin antes de empezar, y yo no sabía por quién
lloraba, si por mí misma o por lo que habíamos perdido, o si era por Val.
15
Cuando desperté el martes por la mañana, el dolor me atravesaba la piel y me llegaba a los
músculos y los huesos. Me dolían los ojos y me palpitaban las sienes de tanto llorar y no poder
dormir. Había llorado tanto esa noche que estaba segura de que ya no me quedaban más
lágrimas.
Me tumbé de espaldas, me quedé mirando el techo y respiré hondo, intentando calmarme.
Notaba la cara recubierta por una especie de costra. Era asqueroso, y quizá también un poco
patético. Y no porque llorar te convirtiera en un ser débil o penoso. En algún momento yo
había pensado así, y luego había madurado.
Pero estaba harta de llorar. Aunque tuviera la sensación de que me habían clavado una
estaca en el pecho y solo quisiera hundir la cara en la almohada, no podía hacerlo. Estaba
dolida. Destrozada por la muerte de Val. Tenía el corazón roto, pero no podía regodearme en
la autocompasión.
Tenía muchas cosas que hacer, y no sabía de cuánto tiempo disponía. El príncipe —Drake—
podía reaparecer en cualquier momento y, aunque no dudaba de mis facultades de ninja, sabía
que no podría vencerlo en una batalla, por lo menos todavía, y menos aún después de ver lo
fácilmente que se había… ocupado de Val el día anterior. Ni siquiera lo había visto moverse. Si
venía a por mí, estaba perdida.
¿Y quién sabía si Ren iba a entregarme a la Orden o a la Elite? Podían venir a buscarme en
cualquier momento, aunque… aunque Ren no me delatara. Aquel tal Kyle podía descubrirlo
por sí solo, porque sabía que Val no era la semihumana. De modo que no tenía tiempo que
perder.
Tenía que hablar con Brighton para ver si había descubierto algo más sobre aquellas
supuestas comunidades de faes inofensivos. Tenía que rellenar un informe absurdo aunque ir
al cuartel general fuera como meterme en la boca del lobo con un montón de carne
colgándome del cuello. Y también tenía que hacerle una visita a Jerome.
Y borrarme de mis clases en la universidad.
Era hora de ponerse en marcha.
Dejando escapar un gruñido, me puse de lado y me incorporé. Empecé a pensar en Ren
mientras me quitaba el resto de la ropa, pero conseguí refrenar mis pensamientos para que no
siguieran por ese camino desastroso. Luego la cara de Val apareció en mi cabeza, y tuve que
contener la respiración hasta que empecé a sentirme mareada. No, no y mil veces no. No iba a
perder ni un solo segundo pensando en él, en Val o en cómo me sentía, teniendo tantas cosas
que hacer. Más tarde, cuando tuviera tiempo, me permitiría revivir todo aquello. Pero hasta
entonces tenía que dominarme.
Después de ducharme, me dirigí a la cocina vestida con mi vieja bata, pero me detuve antes
de salir por la puerta del dormitorio. La bata era casi transparente en algunas zonas, y Tink ya
no era ese duendecillo asexuado.
Me puse colorada al recordar cuántas veces me había visto semidesnuda. No hacía falta
repetirlo. Di media vuelta y me puse unos vaqueros viejos y una chaqueta de manga larga.
Me recogí en un moño el pelo todavía mojado y entré en la cocina. Tink estaba de pie junto
al fregadero, mirando el interior de la pila. No levantó los ojos cuando me acerqué a la nevera.
—Anoche volviste sola —dijo.
Ignoré la pregunta, abrí la nevera y saqué una Coca-Cola.
—Y él no está aquí —prosiguió.
Me volví y me di cuenta de que tenía en la mano una especie de palito de cuyo extremo
colgaba un hilo que desaparecía en el fregadero.
—No es que me queje —añadió—. Necesitaba dejar de verlo una temporada.
Abrí la lata de Coca-Cola y bebí un sorbo. Tink había llenado de agua el fregadero. Yo no
tenía ni idea de qué…
De pronto echó el brazo hacia atrás e impulsó el palito (o la caña, mejor dicho) hacia
delante. Abrí los ojos como platos. Me lancé hacia delante y estuve a punto de tirar el refresco.
—¿Qué mierda…? ¡Tink! ¿Estás pescando en mi fregadero?
Me miró.
—Pues sí —contestó alargando las sílabas.
Dejé la Coca-Cola en la encimera y me acerqué despacio al fregadero.
—Si hay un pez en mi fregadero, te juro por Dios que te echo al váter y tiro de la cadena.
Me lanzó una mirada aburrida.
—Como si fuera a caber por el desagüe.
—¡Tink!
Suspiró.
—Relájate. No son peces de verdad. —Se puso de rodillas, metió la mano en el agua y sacó
un pececito de plástico rojo—. He probado pedir peces de verdad en Amazon, pero no los
venden.
Me apoyé en la encimera y solté un suspiro de alivio. ¡Menos mal!
—Bueno, ¿dónde está Ren Tin Tin?
Como sabía que no iba a dejar de insistir hasta que contestara a la pregunta, decidí contarle
parte de la verdad. No me sentía preparada para contarle todo lo que había pasado.
—Ayer nos peleamos.
—¿En serio? —Dejó caer la caña al agua y pareció encantado por la noticia.
Asentí, agarré mi Coca-Cola y le di un gran trago que hizo que me ardiera la garganta.
—Creo que no vendrá por aquí durante un tiempo.
—¿Tan grave ha sido la pelea? —Tink ladeó la cabeza—. No… no se lo habrás dicho,
¿verdad? ¿Lo que eres?
No dudé ni por un momento de que no debía confesarle que sí se lo había dicho. No tenía
sentido preocuparlo más.
—No, no se lo he dicho.
Se quedó mirándome un segundo.
—Entonces, ¿por qué discutisteis?
—No me apetece hablar de eso. —Me acabé la Coca-Cola y tiré la lata a la basura. De
pronto se me ocurrió una idea y miré a Tink—. ¿Por qué eres de este tamaño?
—¿Y por qué no? —contestó mientras saltaba por el borde de la encimera.
—Porque ahora sé que ese no es tu tamaño real —señalé—. Así que ¿por qué sigues siendo
pequeño?
Se encogió de hombros pero no contestó.
Mientras lo miraba saltar por la encimera en dirección contraria, se me ocurrió otra cosa.
—¿Qué harías si yo muriera?
Se paró con una pierna levantada. Volvió lentamente la cabeza hacia mí.
—¿A qué viene eso ahora?
Entonces fui yo quien se encogió de hombros.
—Lo he pensado otras veces, pero… Bueno, ya sabes, con todo lo que está pasando, cabe
esa posibilidad. Siempre cabe esa posibilidad, Tink. ¿Qué harías?
Abrió la boca y volvió a cerrarla. Bajó las alas.
—No sé qué haría —respondió—. Supongo que tendría que buscar a otra persona que tenga
Amazon Prime.
—Muy bonito —dije meneando la cabeza—. En serio. Al final tendrías que irte de aquí,
¿no? Adoptar tu… eh… tu tamaño grande. No es que así vayas a pasar desapercibido
necesariamente, claro, pero al menos no serías del tamaño de una muñeca con alas.
—Sé lo que tendría que hacer, Ivy —contestó, sorprendentemente serio—. No tienes que
preocuparte por mí.
Sentí un extraño alivio y asentí con la cabeza. Fui a salir al pasillo, pero me detuve otra vez y
me volví hacia él.
—¿Quieres peces? ¿Como mascotas, no para pescarlos en mi fregadero?
Puso unos ojos como platos.
—Si te digo que sí, ¿me traerás alguno?
—Sí —contesté, decidiendo que lo haría—. Puedo traerte uno pequeño, para empezar. Un
beta o un carpín dorado…
—¿Puedo tener un hurón? —me interrumpió.
Yo parpadeé.
—¿Qué? No, un hurón no.
Hizo un mohín mientras volaba hacia la mesa de la ventana.
—¿Y un gato? A veces veo gatos en el patio. Y veo vídeos de gatos en YouTube. Parecen
muy… astutos, y eso me gusta de ellos.
—Tink, un gato seguramente te comería si sigues siendo de ese tamaño. —Hice una pausa
—. Y no hay duda de que te rasgaría las alas.
—Qué va. —Puso las manos en las caderas—. Yo creo que me adoraría, sobre todo si me
traes un cachorrito para que lo críe.
—Está claro que nunca has tenido gato —contesté con sorna—. Da igual que lo hayas
criado: intentará matarte en algún momento.
Frunció el ceño.
—Me niego a creer eso.
Suspiré.
—¿Qué tal una tortuga?
Puso cara de fastidio.
—¿Qué voy a hacer yo con una tortuga?
—No sé. —Levanté las manos—. ¿Qué harías con un gato o un hurón?
—Mimarlo. Abrazarlo. Eso no puedes hacerlo con una tortuga.
—Yo creo que sí —repuse.
Echó a volar.
—Yo quiero algo peludo.
Meneé la cabeza y me di la vuelta.
—¿Sabes qué?, olvida que he dicho nada sobre…
—No, no pienso olvidarlo. —Me siguió por el pasillo—. No voy a olvidarlo nunca.
Puse los ojos en blanco mientras sujetaba mi bolso. Luego entré en mi cuarto, metí el móvil
en el bolso y recogí mis armas.
—Mira, si tuvieras un gato tendrías que ocuparte de él.
—Lo sé. —Subió volando hasta el ventilador del techo y se agarró a una de sus aspas—.
Tendría que comprar una caja de arena, preferiblemente una de esas que se limpian solas, y
juguetes para gato y…
Al salir de la habitación pulsé el interruptor del ventilador, y sonreí cuando Tink soltó un
chillido.
—Pero ¡qué mala eres! —me gritó mientras cruzaba volando la habitación—. ¡Yo eso jamás
se lo haría a un gatito!
—Adiós, Tink. —Cerré la puerta y salí al porche.
De inmediato me envolvió el aire frío. Qué frío hacía. Me alegré de haberme puesto una
chaqueta de manga larga. ¿Qué demonios le pasaba al tiempo? Normalmente, en octubre
seguíamos a veintitantos grados.
Al cruzar el patio me di cuenta de que se estaban marchitando algunas enredaderas. Aflojé el
paso y me acerqué a la valla de hierro forjado. Las enredaderas eran plantas muy fuertes.
Normalmente duraban todo el año, y solo las había visto marchitas una vez, durante un
periodo de intensa sequía. Eché un vistazo a lo largo de la valla. Todo el entramado de
enredaderas parecía marchito y frágil. Y era muy raro, porque hacía pocos días estaban en flor
y se extendían por toda la valla.
Estiré el brazo y agarré una ramita. Se rompió al instante, deshaciéndose en trocitos que se
colaron entre mis dedos, hasta que solo tuve en la mano una fina capa de polvo.
Tras hacer una parada técnica en Loyola para borrarme de mis clases (lo cual me sentó fatal),
llamé a Brighton y me fui al Barrio Francés. Brighton seguía estudiando los mapas. Eran
muchos, según decía, pero en ninguno aparecían asteriscos marcando el sitio exacto donde
vivían aquellos faes bondadosos.
No había tenido noticias de su madre y, cuando le dije que iba a pasarme por casa de
Jerome, me dijo que no creía que pudiera sonsacarle ninguna información.
Yo rezaba por que se equivocase.
¿Qué otra opción teníamos, si Brighton no encontraba nada en aquellos mapas? Sobre todo
teniendo en cuenta que su madre había desaparecido sin dejar rastro.
Jerome había vivido en Saint Bernard Parish, pero el huracán Katrina destruyó su casa y
desde entonces vivía en Tremé, en una casita criolla. Tremé tenía mala reputación. Había
algunas zonas muy cutres, sí, pero era un barrio antiguo y precioso, y muy orgulloso de su
pasado. Había más delitos en el Barrio Francés, y entrar en Tremé no era como aventurarse en
Little Woods (una zona que había quedado absolutamente arrasada por la tormenta y que años
después seguía abandonada a su suerte) o en Center City, lo que sí podía dar un poquitín de
miedo.
Tremé no había sufrido muchos daños durante el Katrina, sobre todo porque las casas
antiguas tenían los porches elevados, pero aun así había requerido muchas reparaciones. O eso
me habían dicho.
Como no podía llevarle a Jerome un bizcocho hecho en casa, me pasé por una pastelería de
Phillips, le compré un pastel de chocolate lo bastante apetitoso y luego me fui a su casa.
Era una casa pequeña y blanca, con la puerta de color rojo vivo y un porche elevado. Me
crucé por la acera con tres niños que se perseguían entre sí. Uno de ellos llevaba una pelota de
béisbol. Los escalones de madera crujieron cuando los subí. Me cambié de brazo la caja de la
tarta y llamé a la puerta.
—¿Qué? —retumbó la voz de Jerome desde dentro, y enseguida se oyó un ataque de tos.
Me puse de lado y abrí mucho los ojos.
—Soy Ivy.
—¿Y qué? —respondió, pero su voz sonó más cerca.
Me mordí la lengua para no contestarle mal.
—He venido a ver qué tal te encuentras.
—No me apetece tener visitas.
Pero se abrió la puerta y Jerome apareció ante mí vestido con una bata de color verde
bosque. Tenía muy mala cara. Nos miramos un momento. Luego miró la caja de la tarta. Sin
decir palabra, volvió a entrar arrastrando los pies.
Yo crucé la puerta y eché una ojeada al cuarto de estar. Sabía desde hacía tiempo dónde
vivía Jerome, pero nunca había estado en su casa. Los sillones de piel dejaban claro que allí
vivía un hombre solo. Igual que el videojuego que estaba puesto en la tele de pantalla plana.
—Tienes un aspecto horrible —dijo mirándome con los ojos entornados—. Para que lo
sepas.
—Pues tu casa huele a polvo y a Vick’s VapoRub —contesté.
Resopló y luego empezó a toser al dejarse caer en una butaca.
—Insultarme mientras me estoy muriendo es un acto despreciable incluso tratándose del
demonio pelirrojo, o sea, de ti.
Puse los ojos en blanco.
—Pero te he traído tarta de chocolate.
—Eso compensa con creces tu mala educación. —Se ajustó la bata y añadió—: Ponla en la
encimera de la cocina, ¿quieres?
No parecía una pregunta sino una orden, pero decidí no hacérselo notar. Entré en la cocina
y dejé la tarta sobre la encimera, junto a una cafetera tan limpia que relucía.
—¿Dónde está tu chico? —preguntó.
Sentí otra punzada de dolor en el pecho mientras volvía al cuarto de estar.
—Por ahí, haciendo… cosas de chicos.
Me lanzó una mirada que podía significar «¿eres tonta?», o «¿por qué me haces perder el
tiempo?», o una mezcla de las dos cosas.
—Me he enterado de lo de Val —dijo.
—Sí.
Yo me aclaré la garganta. No quería entrar en ese tema. Me senté en el borde del sofá y puse
las manos sobre las rodillas.
—Entonces, ¿no te encuentras mejor?
Hizo otra mueca de fastidio.
—Niña, sé que no has venido a ver qué tal estoy.
—Me ofende que desconfíes así de mí —contesté.
—Venga ya —dijo; se echó a reír y luego empezó a toser—. ¿Qué haces aquí? ¿Te ha
mandado David a decirme que vuelva a la tienda? Porque puedes decirle que se meta la…
—No, David no sabe que he venido. No lo sabe nadie, en realidad.
Aquello lo hizo callar, pero también surtió otro efecto: apartó la mano del reposabrazos y la
acercó disimuladamente a la rendija entre la butaca y el cojín, y yo comprendí de inmediato lo
que buscaba.
Una daga.
O una pistola.
—Dios —dije levantando las manos—. No he venido a matarte. ¿Se puede saber qué te pasa,
Jerome?
Su mano se detuvo.
—Toda precaución es poca en estos tiempos.
Era cierto; triste, pero cierto.
—Mira, he venido por un motivo. Necesito preguntarte una cosa.
Me miró con sospecha.
—Ajá.
Decidí no andarme por las ramas.
—Quiero que me hables de los faes que no se alimentan de humanos.
La incredulidad se reflejó en su rostro una fracción de segundo. Después volvió a adoptar su
expresión gruñona de siempre, pero yo ya lo había visto. ¡Bingo! Lo había visto.
—No sé de qué…
—Sí que lo sabes —añadí inclinándome hacia él—. Y es importante.
—Estás loca. —Meneó la cabeza y apartó la mirada, entornando los ojos—. No deberías
hacer preguntas así. Tú no sabes…
—Sé que la Orden colaboró con esos faes hasta hace un par de décadas, y sé que lo ha
ocultado para que nadie lo sepa.
Se quedó callado un momento.
—Merle se ha ido de la lengua.
Una oleada de excitación nerviosa se apoderó de mí.
—En realidad, no. Ha desaparecido.
Jerome me clavó la mirada.
—¿Qué?
—Se ha marchado. Creo que puede haber ido a una de esas comunidades.
—Imposible. —Sacudió de nuevo la cabeza—. Eso no puede ser. —Empezó a dar golpecitos
con los pies, calzados con pantuflas—. Y no por lo que tú piensas. Esas comunidades ya no
existen.
Dios mío, de pronto me costaba un poco respirar. Jerome iba a contármelo…
—Entonces, ¿es cierto que hay comunidades de faes que no se alimentan de humanos? ¿Que
son buenos?
—He dicho que las había, en pasado. Fueron… fueron todas… eliminadas.
Arrugué el ceño.
Jerome se pasó la mano por la frente.
—David no sabe nada de esto. Fue antes de que se convirtiera en líder de la secta, cuando
era un chaval que trabajaba en la calle. No queda nadie por aquí que esté al corriente, excepto
Merle. Y así debe seguir siendo.
—Espera. ¿Qué?
—Todo eso pertenece al pasado, a un pasado que no hay que tocar. Siento que Merle haya
desaparecido, pero no está con los faes buenos. Y no tengo nada más que decir.
—Jerome, por favor. Está claro que sabes mucho más sobre esos faes buenos. —Intenté
conservar la calma—. ¿Qué daño puede hacer que me lo cuentes?
Se rio.
—Qué sabrás tú, niña.
—Por eso estoy aquí, para que me lo cuentes.
—No tengo nada que decir —repitió.
Conté hasta diez antes de continuar.
—Es evidente que podrías contarme muchas cosas. Hace tiempo había faes que no atacaban
a los humanos. ¿Por qué no puedes hablarme de ellos, de lo que ocurrió?
Se quedó callado.
—Sabes que los caballeros y el príncipe han cruzado las puertas y…
—Y eso no tiene nada que ver con lo que pasaba hace treinta años, más o menos. Esos faes
no pueden ayudarte porque ya no existen —contestó con frialdad, ásperamente—. Lamento
no poder decirte lo que esperabas oír, pero es hora de que te marches.
—Jerome… —Cerré los puños.
—Lo digo en serio, Ivy. Tienes que irte. Ahora mismo. —Me miró fijamente—. No me
obligues a pedírtelo otra vez.
Le sostuve la mirada. No lo entendía. Jerome sabía algo. Me había confirmado que tiempo
atrás había habido faes buenos, pero se negaba a entrar en detalles y yo no entendía por qué.
¿Por qué era tan importante mantener en secreto que había faes que no se alimentaban de
humanos?
—Ya sabes dónde está la puerta —añadió.
Por más que me fastidiara, sabía que debía darme por vencida: no conseguiría sonsacarle
nada más. Apreté los labios y me levanté.
—Espero que te guste la tarta —dije.
No dijo nada hasta que llegué a la puerta.
—No vayas por ahí haciendo preguntas sobre ese asunto. Hazme caso. No necesitas saber
nada al respecto.
No respondí. Salí y cerré la puerta a mi espalda. Mientras bajaba los escalones, sonó mi
teléfono. Lo saqué y vi que era David. Me dio un vuelco el corazón y procuré que no me
temblara la voz al responder.
—¿Qué pasa?
—¿Ren está contigo?
Me detuve.
—No, ¿por qué?
—Mierda —masculló David—. Anoche tenía que volver a hablar conmigo sobre no sé qué
asunto urgente. Pero no apareció. Lo llamé anoche, y esta mañana. No contesta. Es como si se
lo hubiera tragado la tierra.
16
La conversación con Jerome y todo lo demás pasó de pronto a segundo plano. Me quedé
mirando el teléfono, anonadada, con el corazón latiéndome a toda prisa. Ren no podía haber
desaparecido. No hacía ni veinticuatro horas que lo había visto. El tiempo no importaba, claro,
pero me negaba a creer que hubiera desaparecido sin más. Era imposible. No me cabía en la
cabeza.
Cabía la posibilidad de que se hubiera tomado un día libre después de la bomba que le había
soltado el día anterior, pero ¿lo habría hecho sin avisar a David? Era demasiado responsable
para eso.
Mientras regresaba a pie al Barrio Francés, intenté dominar mi nerviosismo y llamé a Ren.
Era poco probable que atendiera la llamada teniendo en cuenta que no atendía las de David,
pero tenía que intentarlo.
Saltó el buzón de voz. Dudé un instante si dejarle un mensaje o no, y luego me dije que
estaba portándome como una idiota.
—Ren, soy Ivy —dije atropelladamente—. Te llamo porque David te está buscando. Te ha
estado llamando y… Bueno, evidentemente ya sabes que no le has devuelto las llamadas. —
Puse los ojos en blanco, exasperada conmigo misma, y me detuve en la esquina de Saint Louis
y Basin—. ¿Puedes llamarlo, por favor? No espero que me llames a mí. Pero llama a David,
por favor.
Colgué, me guardé el teléfono en el bolso y me aparté el pelo de la cara. Miré hacia el
cementerio. Se oían risas nerviosas mientras la guía relataba a los turistas historias acerca de
Marie Laveau, la Reina del Vudú, y de su hija.
Se me revolvió el estómago como si hubiera tomado leche en mal estado. ¿Y si el príncipe
tenía a Ren? Con solo pensarlo se me cortó la respiración. Ren tal vez me odiara, quizá no
quisiera ni verme, pero yo no quería que muriera.
Muy bien. No podía dejarme llevar por el pánico. Tenía que ir al cuartel general porque
antes de colgar David me había recordado que tenía que presentar el dichoso informe, pero
antes pasaría por el parking donde Ren había dejado su camión el día anterior. Vería si seguía
allí. Y si estaba allí, entonces… Entonces sí empezaría a preocuparme.
Apreté el paso y tardé un cuarto de hora en llegar. Al entrar en el pequeño parking mal
iluminado, me estremecí. Allí la temperatura era como mínimo diez grados más baja que fuera.
Ren había aparcado en el segundo nivel, el de más arriba. Me dirigí a las escaleras de cemento.
Era un aparcamiento pequeño, con sitio para unos cincuenta coches, pero algunos días estaba
atiborrado como una lata de sardinas. Era uno de esos días. Olía intensamente a tubo de
escape y sudor.
Doblé la esquina del segundo nivel y corrí hacia el fondo, sorteando las columnas sucias y
recorriendo frenéticamente con la mirada las filas de vehículos. Sabía que había aparcado más
o menos en el medio, pero cuando llegué al fondo no vi su camión por ninguna parte.
Era buena señal, me dije al mirar por la ventana cubierta de polvo y suciedad, hacia la calle
que se extendía más abajo. Si su camión no estaba, era porque había vuelto a buscarlo en algún
momento de la noche. Que el camión estuviera allí significaría que no había podido volver a
buscarlo, y eso supondría que le había pasado algo terrible.
Aun así, cuando me di la vuelta no estaba del todo tranquila. Di un paso y luego me detuve
al oír pisadas. Miré a la derecha, entornando los ojos. La paranoia se apoderó de mí y eché
mano a la daga que llevaba oculta a la altura de la cadera, debajo de la camisa.
Un segundo después, un hombre alto y delgado salió de detrás de una furgoneta verde
oscura. A simple vista parecía supernormal: camisa de manga larga, vaqueros oscuros… Pero a
los pocos segundos esa apariencia de normalidad se disipó, dejando a la vista lo que se
ocultaba bajo el hechizo que lo envolvía, un hechizo que mis ojos eran capaces de traspasar
desde que nací.
Mierda.
Era un fae.
Había un fae en el aparcamiento. Normalmente no habría sido para tanto, pero, como nadie
había vuelto a ver a un fae desde que se abrió la puerta, era una noticia bomba.
El fae avanzó hasta el centro del aparcamiento con paso lento y comedido. Parecía mayor
que la mayoría y llevaba el pelo blanco y plateado casi cortado al cero. Desenganché mi daga.
Se detuvo y levantó las manos haciendo ese gesto universal que significa «no me mates»,
pero yo sabía que no debía fiarme. Así con fuerza la daga. El fae abrió la boca como si fuera a
hablar.
De pronto, una fae apareció en lo alto de la escalera. Mierda. La mujer avanzó con paso
decidido. Días y días sin ver a uno solo, ¿y de pronto me encontraba con dos?
Tenía, eso sí, un montón de agresividad contenida a la que dar rienda suelta, así que podía
venirme muy bien.
El hombre se volvió y dejó caer los brazos.
—No…
Se interrumpió cuando la mujer echó a correr, agitando a su espalda su larga melena rubia,
casi blanca. Llevaba algo en la mano. Una daga. Sí, una daga de hierro.
Antes de que me diera tiempo a reaccionar, la mujer hundió la daga en la tripa del fae, que
dejó escapar un grito de sorpresa mientras su cuerpo se encogía y desaparecía.
—¿Qué diablos…? —Miré a la única fae que quedaba—. ¿Qué ha pasado?
No esperaba que me contestara, y tampoco me esperaba lo que sucedió a continuación.
Corrió directo hacia mí. Separé las piernas y levanté la daga, confiando en que intentara
agarrarme o lanzarme un puñetazo. Pero no. Corrió directo hacia mí y se precipitó sobre la
daga, clavándosela.
Abrí la boca y retrocedí. Sus ojos azules claros me miraron un instante antes de que
desapareciera. Su daga cayó al suelo y yo me quedé allí parada, boquiabierta de asombro.
Aquella fae se había lanzado sobre mi daga, se había ensartado en ella a propósito.
Miré a izquierda y derecha.
—Vale —murmuré.
Guardé mi daga en su funda al tiempo que añadía otra incógnita a mi ya larga lista de
preguntas sin respuesta.
Me agaché para recoger la daga de la fae, salí del aparcamiento y me dirigí rápidamente al
cuartel general. Fue Miles quien me abrió la puerta. A duras penas conseguí componer una
sonrisa para saludarlo.
—¿Dónde está David? —pregunté.
—En el despacho.
Me puse de lado para entrar, porque naturalmente Miles no se apartó para dejarme pasar, y
le entregué la daga de la fae.
—Ten.
Miró la daga con el ceño fruncido.
—¿Qué demonios quieres que haga con esto?
—Bueno, la mayoría de los miembros de la Orden las usan para matar faes —respondí—. Ya
sabes, cuando salen a trabajar.
Farfulló en voz baja algo que rimaba con «gorra», y yo sonreí y crucé la sala común. La
puerta del despacho de David estaba abierta y, al acercarme, vi que no estaba solo. Kyle y
Henry estaban con él.
Uf.
Mi sonrisa desapareció.
Me miraron los tres cuando entré.
—Acabo de ver un fae en el aparcamiento —les dije—. La verdad es que he visto dos. Uno
ha matado al otro y el que ha quedado se ha… empalado a propósito en mi daga.
David parpadeó lentamente.
—¿Cómo dices?
—Sí, has oído bien. —Entré un poco más en el despacho, manteniéndome alejada de los
otros dos. Me detuve junto a la esquina de la mesa de David—. He visto cosas muy raras, pero
esto… Sí, esto se lleva la palma.
—Ni siquiera sé cómo tomarme esa información —contestó David recostándose en su silla.
Miró a los dos miembros de la Elite—. ¿Y vosotros, chicos?
—No. —Kyle me miró—. ¿Alguno de los faes dijo algo?
—Uno parecía a punto de hablar, pero la otra, una mujer, lo mató antes de que pudiera decir
nada. Llevaba una de nuestras dagas.
—Gracias a Val, sin duda —masculló David, y a mí se me encogió el corazón.
—Los faes adoptaron hace tiempo el uso del hierro para sus propios fines —repuso Kyle,
apoyando tranquilamente un brazo sobre el respaldo de la silla—. Pero es muy raro que lo
utilicen para atacar a otro de su especie.
Lo miré. Menuda novedad.
—Me alegro de que estés aquí —añadió—. Quiero hacerte unas preguntas.
Se me encogió el estómago. Evidentemente, los dos faes les importaban un comino.
—¿Qué pasa?
—Anoche estábamos charlando con Ren y al poco rato se marchó para ir a reunirse contigo.
David nos ha dicho que estáis saliendo —explicó.
Miré a David, al que parecía aburrir la conversación. Claro que a David parecía aburrirle casi
todo. Levanté la barbilla.
—Estoy segura de que Henry te lo habrá confirmado, puesto que nos vio besándonos.
Henry enarcó sus cejas pelirrojas.
—Todavía me sorprende que no te dejara embarazada con ese beso. Santo Dios.
Lo miré arrugando la nariz, pero me negué a contestar porque estaba segura de que Ren y yo
ya no salíamos juntos.
—¿No habéis tenido noticias suyas?
—No —respondió David.
—Por eso he ido al aparcamiento —expliqué—. Ren aparcó allí ayer, y su camión no está.
Así que tuvo que volver al aparcamiento. Creo…
—Anoche estuvo haciendo unas preguntas muy raras. —Kyle apoyó los pies sobre la mesa
—. Preguntó si sabíamos algo de unos faes que no se alimentan de humanos.
Ay, mierda.
—¿Sabes por qué preguntó eso? —Kyle me miró ladeando la cabeza—. Porque es una
pregunta muy extraña.
Mierda, mierda. Mi instinto me decía que debía mentir, pero mentir equivaldría a dejar en la
estacada a Ren. Él me había hecho lo mismo nada más conocernos, y yo me acordaba aún de lo
mal que me había hecho sentir. Pero si les decía lo que había descubierto Brighton, Kyle y
Henry se interesarían por ella y por Merle, y no me fiaba ni un pelo de ellos. Seguramente
porque era la semihumana, pero, en fin, esa era otra historia.
Además, Jerome me había advertido que no hablara con nadie de aquel asunto.
Así que negué con la cabeza.
—No sé por qué lo habrá preguntado, pero Ren es muy curioso, todo le interesa.
—Ya —contestó Kyle—. Me parece una curiosidad muy extraña. Puede que tengas que
buscar algún modo de distraerlo.
Empecé a arrugar el ceño.
—Es muy chocante que haya desaparecido en estos momentos —afirmó Henry desde su
rincón—. ¿Tienes idea de dónde puede estar?
Empecé a notar un cosquilleo de nerviosismo.
—No —contesté—. Bueno, pensaba ir a buscarlo a su casa, pero… Esto no es propio de él.
—Miré a David y añadí—: Estoy un poco preocupada.
—Sí, bueno… —Sonó su teléfono y contestó de mala gana—: ¿Sí? —Se pasó la mano por la
cabeza.
Yo confiaba en que fuera Ren, pero comprendí enseguida que no era él por cómo se tensó y
se puso de pie, como si ocurriera algo malo. Pasaron unos segundos.
—Enseguida mando un equipo.
Agucé las orejas, llena de interés.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
David colgó el teléfono.
—Era Jackie. Dylan y ella han visto mucha actividad policial en torno al Flux. Varios coches
patrulla. Y los periodistas se están congregando en la puerta.
—Creía que teníais ese sitio controlado —dije.
—Y así es. No había faes cuando entramos —contestó David mientras buscaba un número
en su lista de contactos—. Puede que esto no tenga nada que ver con los faes, pero merece la
pena investigarlo.
—Iré yo —dije. Y al volverme vi a Miles en la puerta. Dios. ¿Había estado allí todo el
tiempo, escuchando a escondidas? El muy tarado…
—No, tú no —dijo David, deteniéndome—. Quiero que rellenes el informe sobre Val.
Ahora mismo.
Giré sobre mis talones.
—Pero…
—¿Por qué siempre tengo que decirte que una orden es una orden? —David rodeó su mesa
con una carpeta en la mano—. Cada vez.
Tenía razón.
Le quité la carpeta mientras Kyle se levantaba. Henry fue el primero en salir, no sin antes
echarle una ojeada a mi carpeta.
—Prefiero que me peguen un tiro en la cabeza a rellenar papeleo.
Uf. Yo también odiaba el papeleo, pero aquello me pareció excesivo.
Kyle no dijo nada al pasar a mi lado. Me dieron ganas de tirar la carpeta sobre la mesa de
David, pero sabía que no debía hacerlo.
Bajo la mirada atenta de Miles, salí a la sala común, me senté a la mesa y agarré un boli. Abrí
la carpeta y me disponía a revivir algo que no me apetecía nada recordar en ese momento
cuando sentí unos ojos clavados en mí.
Al levantar la mirada vi a Miles apoyado contra la pared, observándome. Esperé un segundo
y decidí aprovechar que lo tenía delante, aunque fuera un cretino.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Si te digo que no, ¿me la vas a hacer de todos modos?
—Seguramente. —Di vueltas al boli entre los dedos—. Ese cristal que Val se llevó de aquí…
¿Qué importancia tenía?
Se encogió de hombros, pero su gesto me pareció demasiado forzado. Sospechoso.
—No era más que una baratija, no valía nada.
—Entonces, ¿por qué volvió para llevárselo?
Se encogió de hombros otra vez.
—Seguramente porque era una imbécil y creía que tenía algún valor.
Vale. No me lo creí ni por un segundo, pero estaba claro que Miles no iba a decirme nada
más. Me puse a rellenar el informe y, cuando volví a mirar, seguía allí, el muy imbécil. Suspiré.
—¿Qué pasa?
Sonrió, pero solo con la boca, no con los ojos.
—Tú y yo no nos conocemos mucho.
Ladeé la cabeza.
—Si te soy sincera, en la Orden nadie conoce a nadie.
—Excepto Val y tú. Vosotras sí os conocíais bastante bien, y ella traicionó a la Orden y
ahora está muerta. —Se apartó de la pared y se acercó a la mesa—. Se cayó de una azotea.
Vaya, qué lástima.
Me di cuenta perfectamente de que no hablaba de Val como si fuera la semihumana.
—Y además estás muy unida a Ren. Salís juntos. —Se sentó frente a mí, lo que me sentó
fatal, porque significaba que no pensaba marcharse en un futuro inmediato—. Y ahora Ren ha
desaparecido. Un miembro de la Elite, desaparecido. Es muy extraño.
Solté el boli.
—¿Adónde quieres ir a parar, Miles?
—A ningún sitio, en realidad. Solo estaba pensando en voz alta.
—¿Te importaría no hacerlo?
La silla chirrió cuando se echó hacia atrás.
—¿Sabes qué otra cosa no puedo hacer?
—No —contesté—. Tu pregunta me parece muy confusa.
—No puedo sacudirme la sensación que tengo desde hace unos tres años de que hay algo
muy muy raro en ti.
Contuve la respiración mientras nos mirábamos.
—David confía en ti. Incluso le caes bien. —La tensa sonrisa se le borró de la cara—. No sé
por qué, pero no me fío de ti, Ivy.
Me puse alerta pero no aparté la mirada, y la verdad es que me gustó escucharle decir que le
caía bien a David.
—Bien, gracias por ponerme al corriente de tu opinión sobre mí, aunque sea irrelevante. Te
lo agradezco.
—De nada —contestó con una sonrisa burlona. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos
sobre la mesa—. Voy a decírtelo muy clarito. Te estoy vigilando, Ivy.
17
Acabé mi informe, que no era más que un resumen genérico de los acontecimientos que
desembocaron en la muerte de Val, bajo la mirada vigilante de Miles. Conseguí no prestarle
atención, y no darle una patada en la cabeza antes de marcharme, y procuré olvidarme de mi
conversación con él. Tenía otras cosas de las que preocuparme.
Por ejemplo, Ren.
El príncipe.
Y el hecho de que mi útero era una especie de bomba de relojería andante.
Tomé un taxi para ir a la antigua zona industrial, a casa de Ren. Mientras subía en el
ascensor, parecido a una jaula, barajé los distintos escenarios que se me podían presentar. No
se me ocurría qué hacer en caso de que Ren no estuviera en casa, como no fuera recorrer las
calles buscándolo, sin mucha esperanza de encontrarlo. Llevaba tres años viviendo en Nueva
Orleans y sabía que sus calles podían tragarse a la gente sin que quedara de ella ni rastro. Y si
Ren estaba en casa… Seguramente me pondría a llorar de alegría, le daría un abrazo y luego
huiría avergonzada. Si estaba en casa y no contestaba a mis llamadas ni a las de David era
porque no quería que lo encontraran.
Tenía el corazón desbocado cuando me acerqué a su puerta. Me detuve cuando estaba a
punto de llamar. El miedo me dejó petrificada. Era absurdo. Podía enfrentarme a una pandilla
de faes rabiosos, ¿y me daba miedo llamar a la puerta de Ren?
Puse los ojos en blanco.
Toqué con los nudillos en la puerta de acero, di un paso atrás y esperé… y esperé. Llamé
otra vez y esperé otros cinco minutos. Nada. O bien no estaba en casa, o me había visto por la
mirilla y no quería abrir. En todo caso, empecé a notar calambres en el estómago.
Me di por vencida y regresé al ascensor. Intenté no dejarme vencer por la angustia que me
atenazaba el estómago. Necesitaba concentrarme y, como estaba cerca del Flux, decidí que
podía ir allí. Valdría la pena ver la cara que pondría David cuando me viera.
Tardé unos quince minutos en llegar a aquel tramo de calle compuesto por edificios
recientes y antiguas naves industriales reconvertidas en bares de copas y restaurantes. Saltaba a
la vista que algo grave había ocurrido en el Flux. Las luces rojas y azules de las sirenas
iluminaban la calle, proyectando sus destellos sobre las ventanas relucientes de los edificios
cercanos.
Aflojé el paso al acercarme a la zona. La entrada al club estaba acordonada con cinta policial
amarilla. Varios agentes mantenían a raya a los periodistas. Recorrí al gentío con la mirada,
pero no vi a David ni a ningún otro miembro de la Orden. Acordándome de la puerta trasera
en la que Ren y yo vimos al fae hablando con la policía, rodeé la muchedumbre de curiosos y
los coches y me dirigí al callejón.
Al dejar atrás los bancos de piedra y los maceteros, me detuve y me asomé a la esquina.
Había varios todoterrenos negros bloqueando las puertas. Había una entrada trasera que
utilizaban el personal y los proveedores. Dudaba que pudiera alcanzarla fácilmente, pero…
—Hola.
Sofoqué un grito y me giré bruscamente. Glenn estaba detrás de mí, con los ojos marrones
muy abiertos y las cejas levantadas.
—Santo cielo, ¿eres un ninja o qué? —exclamé—. No te he oído acercarte.
—A eso se le llama sigilo —contestó con una sonrisa—. A mí se me da bastante bien.
—Ya lo creo.
Se detuvo a mi lado.
—¿Qué estás haciendo?
Me volví hacia la zona de carga.
—Confiaba en poder colarme por detrás, a ver qué demonios está pasando ahí dentro.
—Es como una película de terror.
—¿Has entrado?
Asintió con un gesto.
—Vine en cuanto David dio el aviso. Nunca he visto nada igual. En serio. —Levantó una
mano y se la pasó por el cráneo—. No hace falta que te cueles. Dentro solo hay miembros de la
Orden y unos cuantos policías que conoce David.
—Mierda —murmuré.
Tenía que haber pasado algo muy gordo si la mayoría de los policías estaban fuera, y dentro
de la discoteca solo había miembros de la Orden y unos cuantos polis que conocían nuestra
existencia y la existencia de los faes.
—Vamos.
Glenn me condujo a las puertas donde estaban aparcados los todoterrenos.
—¿De dónde eres? —le pregunté, dándome cuenta de pronto de que sabía muy poco sobre
él.
Me miró por encima del hombro.
—Eres la segunda persona que me pregunta eso.
Miré a mi alrededor.
—¿Ah, sí?
—Sí. Ren también me lo preguntó.
—Ah —dije otra vez, en voz más baja.
Una bonita sonrisa apareció en su rostro.
—Soy de Nueva York. Me está costando un poco acostumbrarme a este sitio.
—Yo nunca he estado en Nueva York, pero siempre he querido ir. —Rodeamos uno de los
coches—. Nací en Virginia.
—Entonces, ¿los veranos aquí son tan duros como me han dicho? —Abrió la puerta y la
sujetó para que yo entrara—. Yo creía que a estas alturas del año haría más calor. Tengo la
sensación de estar todavía en el norte.
—Sí. El tiempo está un poco raro.
Glenn pasó a mi lado y me condujo por un pasillo estrecho con varias puertas, algunas
cerradas y otras abiertas. Una sala de descanso. Una puerta en la que ponía «Gerente». Un
almacén que estaba abierto, con botellas de licor por todas partes.
—No sé qué habrás visto hasta ahora. Imagino que cosas muy raras, como todos, pero esto…
—Se interrumpió al detenerse ante una puerta gris con una pequeña ventana—. Sí, esto es otra
historia.
Sin saber qué me esperaba, crucé la puerta que me abrió Glenn y di un par de pasos antes de
pararme en seco. El horror se apoderó de mí, dejándome sin la capacidad de hablar, o incluso
de pensar.
Las luces del local, encendidas, centelleaban como diamantes. Vi a David junto a Miles y
Henry. Dylan y Jackie estaban cerca de lo que habían sido los rincones más oscuros del local.
Había también varios detectives mirando hacia arriba, y no tuve más remedio que preguntarme
si alguna vez habrían visto algo así.
Había gente colgada del techo.
Humanos.
Sus cuerpos se mecían como ramas al viento.
Había gente tirada por el suelo.
Cadáveres abandonados como desperdicios.
Algunos estaban desnudos, y otros completamente vestidos. Parecían trabajadores del club.
Los hombres vestían pantalón negro, y algunos llevaban aún la camisa blanca del uniforme.
Otros tenían el pecho desnudo. Unas cuantas mujeres llevaban vestidos negros muy ceñidos.
El cadáver que tenía más cerca era el de una mujer. Aún tenía puesto un zapato de tacón alto
en el pie. No sé por qué, pero me puse a buscar con la mirada el otro zapato. Aún no entiendo
por qué me parecía de pronto tan importante encontrarlo, pero lo busqué y lo busqué, y
entonces vi a alguien a quien reconocí.
Era la camarera a la que había visto la noche que Ren y yo estuvimos en el Flux. Estaba
sirviendo a Marlon y al antiguo cuya sangre había abierto las puertas. Yo había sospechado
entonces que la chica sabía perfectamente lo que eran, por la cautela con que se comportaba y
porque pareció saber que el antiguo iba a alimentarse de ella cuando la agarró. Ahora estaba
muerta en el suelo, helada y con la vista fija en los focos.
Estaban todos muertos: decenas y decenas de humanos. Algunos colgaban del techo. Otros
estaban tirados en el suelo, o entre las sillas y las mesas.
Y de todos ellos se habían alimentado hasta no dejarles más que la piel pálida y las venas
ennegrecidas.
Llegué a casa la madrugada del martes, muy tarde. Tink estaba dormido, o al menos eso
deduje, porque tenía la puerta cerrada y no se oía nada dentro de su habitación. Yo, en
cambio, estaba demasiado alterada para poder dormir.
Me senté en la esquina del sofá, envuelta en una suave manta de felpa. La tele estaba puesta,
con el volumen al mínimo, pero no le prestaba atención.
No podía quitarme de la cabeza lo que había visto en el club.
No podría olvidar aquella imagen mientras viviera. Glenn tenía razón: había visto muchas
cosas raras y espeluznantes, pero ninguna como aquella. Tantas muertes sin sentido…
Incluso David estaba afectado, y no porque fuera imposible ocultar al público el asesinato de
tantas personas. Los detectives de la policía informarían oficialmente de que se trataba de un
suicidio colectivo o algo así relacionado con una secta, pero la gente no era tonta. Sin duda
algunos sospecharían, pero de todos modos nunca creerían la verdad si la supieran.
Yo había oído decir a Kyle que había visto algo parecido en Dallas, donde los faes se habían
vuelto contra los humanos que les servían sin razón aparente, alimentándose de ellos hasta
aniquilarlos. También en aquel caso la policía atribuyó los hechos al suicidio colectivo de los
miembros de una secta, debido a que un cometa no había aparecido o algo así.
Yo necesitaba entender por qué estaba sucediendo todo aquello. Los faes solo necesitaban a
los humanos para alimentarse, pero contar con su ayuda en ciertos aspectos les era muy útil.
¿Para qué matarlos, y por qué ahora? Eran demasiados interrogantes.
Antes de marcharme del Flux, había cerrado los ojos de la camarera, y de vuelta a casa había
llamado a Ren. No contestó, y esa vez no le dejé ningún mensaje.
Su cara se confundía con la de la camarera y viceversa, y en vez de verla a ella lo veía a él,
tendido boca arriba, con sus bellos ojos verdes fijos y desenfocados, sin vida. En cuanto
aquella imagen se implantó por completo en mi cabeza, ya no pude sacarla de ahí.
Fueron pasando las horas y puede que me quedara dormida, porque tuve la sensación de
que la mañana llegaba en un abrir y cerrar de ojos, y Tink estaba de pronto sentado en el brazo
del sofá, a escasos centímetros de mi cara. Y no era Tink el pequeño. Ah, no. Era Tink el
grandote… con pantalones.
Un modo estupendo de despertarse.
Me incorporé bruscamente y me eché hacia atrás, mirándole atontada.
—Estás… de tamaño normal.
Ladeó la cabeza.
—No sé por qué, pero eso me ha sonado ofensivo.
Bajé la mirada.
—Y te has puesto pantalones.
—¿Te gustan? —Se miró y asintió—. Me los he comprado en Amazon. Se llaman True
Religion o algo así.
—¿Te… te has comprado unos vaqueros True Religion?
Tink me miró batiendo las pestañas de sus ojos azules.
—Costaban como doscientos dólares, así que supuse que eran buenos.
Los miré y me dejé caer otra vez en el sofá, hundiendo la cara en el cojín.
—Creía que te alegrarías de que no ande por la casa con el miembro colgando —dijo.
Cerré los ojos.
—Y yo que pensaba que había hecho bien… —Se quedó callado un momento—. Supongo
que podría ir desnudo…
—No.
Hubo un momento de silencio.
—Creo que tengo una figura bastante atractiva cuando soy pequeño y cuando soy alto. Y
también creo que la mayoría de las mujeres y muchos hombres estarían encantados de verme
desnudo.
Cerré los ojos.
—Deberías estar contenta —añadió.
Hice una mueca.
—Porque soy bastante atractivo —prosiguió Tink—. Lo digo por si acaso…
—Ya te he entendido, Tink.
—Menos mal. —Otra pausa—. ¿Por qué estás durmiendo en el sofá?
No contesté.
Tink me tocó la pierna con la mano, y a mí me pareció muy raro porque tenía el tamaño de
una persona normal.
—¿No te has reconciliado con Ren? Si es así, quizá te apetezca ver mi miembro.
Abrí un ojo.
—No quiero volver a ver nada de eso, Tink.
—Ah —contestó.
Pasaron unos segundos y luego dije con voz rasposa:
—Anoche mataron a un montón de gente. Se alimentaron de ellos hasta matarlos, y algunos
cuerpos estaban colgados del techo.
—Joder —dijo Tink—. Qué mal rollo.
—Sí —murmuré, respirando hondo—. Y además Ren ha desaparecido.
—¿Qué? —chilló, y yo me sobresalté.
Me senté y él se subió de un salto sobre la mesa baja (con sus dos metros de altura). Se
quedó allí agazapado, al borde de la mesa, haciendo gala de un equilibrio prodigioso.
—¿Cómo que ha desaparecido?
Le expliqué lo que había pasado, omitiendo que le había dicho a Ren que era la
semihumana, y concluí diciéndole que no sabía qué hacer.
Dio otro salto y se sentó sobre la mesa.
—No sé qué decirte. Porque, ¿quién sabe? Puede que esté por ahí lamiéndose las heridas. O
puede que lo haya capturado el príncipe. Las dos cosas tendrían sentido. Ren es su rival.
Me dio un vuelco el corazón cuando me levanté. No podía seguir sentada, ni quedarme en el
apartamento ni un minuto más. Me dolían los músculos por haber dormido encogida en el
sofá.
—Eso no es de gran ayuda —dije.
—Perdona. —Se levantó—. No se me da muy bien decir «lo siento» y que suene sincero,
pero lo digo en serio.
Rodeé el sofá y me detuve junto a la puerta de la habitación.
—Vale, lo comprendo.
Tink me siguió.
—¿Es mal momento para hablar de lo de ese gatito que…?
Cerré la puerta a mi espalda y entré en la habitación. Me duché y me cambié en tiempo
récord, me recogí el pelo mojado en un moño, agarré mis armas y volví a salir.
Tink se levantó del sofá.
—¿Ya te vas? Pero si son como las nueve de la mañana…
—Lo sé. —Fui a recoger mi bolso—. Pero no puedo quedarme en casa. Necesito salir.
—¿Y qué vas a hacer?
Era una buena pregunta. Había estado pensándolo mientras me duchaba. En el cuartel
general teníamos información secreta acerca de la posible localización de varias células de faes:
casas donde sospechábamos que vivían faes. Las manteníamos vigiladas, pero no las habíamos
atacado porque no estábamos seguros al cien por cien de que sus habitantes fueran faes.
Estaba a punto de ponerme a llamar a esas puertas.
—No irás a hacer ninguna tontería, ¿verdad?
—No. —Recogí mi bolso y me lo colgué del hombro—. Solo voy a salir.
Tink se inclinó sobre el respaldo del sofá.
—Puedo ir contigo.
Levanté una ceja mientras recogía mis llaves.
—Así no. Aún no he tenido tiempo de comprarme una camisa, pero puedo hacerme
pequeño y meterme en tu bolso —propuso.
—No voy a meterte en mi bolso.
Cruzó sus brazos supermusculosos sobre su pecho superdefinido.
—Podría funcionar. Puedo ayudarte a buscar a Ren.
Me acerqué a la puerta.
—Puede que la próxima vez. —Me detuve, pensando en algo que debería haber hecho hacía
tiempo—. Encárgame en Amazon un teléfono nuevo, uno que tenga contestador.
Tink arrugó la nariz.
—¿Por qué? Yo no uso el teléfono de casa.
Exhalé ruidosamente por la nariz.
—Lo sé, pero así podré llamarte y dejarte mensajes. Avisarte si voy a llegar tarde o si tengo
algún problema.
—Ah. —Miró el techo—. Buena idea. Apuesto a que puedo encargarlo y que esté aquí
dentro de una hora. Voy a ver.
Se dirigió a la cocina y no pude evitar fijarme en lo bajos que llevaba los pantalones y en que
tenía un… ¡Ay, Dios, no! Parpadeé rápidamente mientras Tink se rascaba la cabeza.
—Acabo de darme cuenta de que nunca he usado el teléfono fijo para llamarte. Así podría
haberte seguido la pista. ¿Cómo no se me ocurrió antes?
—Imagino que ya no tendré esa suerte —mascullé yo—. Pídelo, por favor.
Me marché antes de que pudiera convencerme de que lo llevara conmigo, lo cual no le sería
difícil, porque en el fondo tenía ganas de llevarlo en el bolso. Con la cantidad de cosas que
estaban pasando, era un buen as que guardar en la manga.
Recurrí a Uber para ir al Barrio Francés y me dejaron en Decatur. Pasé frente al Café du
Monde, crucé la calle y entré en el parque.
Era todavía temprano cuando eché a andar por el camino, y el parque estaba relativamente
tranquilo. Había un montón de ranas dispersas por la hierba y, si hubiera hecho un par de
grados menos, me habría salido una nube de vaho de la boca al respirar.
Necesitaba un plan que no consistiera en ponerme a llamar a puertas al azar. Podía volver al
cuartel general y leerme los informes acerca de los posibles escondrijos de faes. Si conseguía
encontrar a un fae que no se suicidara nada más verme, tal vez pudiera dar con el príncipe,
encontrar a Drake.
Me paré delante de la estatua de Jackson y crucé los brazos. Tal vez por eso había ido hasta
allí. Quizá, en el fondo, había ido al parque porque allí había visto al príncipe una vez. Tink
tenía razón. Estar allí, tratar de hacer salir al príncipe, era una estupidez, pero no me cabía
duda de que, si Ren había desaparecido, tenía que ser por culpa del príncipe.
Si le había sucedido algo, jamás me lo perdonaría a mí misma. Todavía no había superado mi
mala conciencia por lo que le sucedió a Shaun por mi culpa. Había tomado una serie de
decisiones que condujeron inevitablemente a su muerte, junto con la de mis padres adoptivos,
Holly y Adrian.
Miré la estatua de Jackson exhalando un suspiro. Sabía que no había hecho nada a
propósito, aparte de acercarme a Ren, pero no quería volver a pasar por lo mismo. No
quería…
—Ivy…
Se me paró el corazón. Reconocí aquella voz. La conocía. Temiendo en parte que fueran
imaginaciones mías, me volví lentamente. Me quedé sin aliento, y la emoción estalló dentro de
mí como una bengala.
Ren estaba detrás de mí.
18
— Ren —susurré, mirándolo, casi sin poder creer que estuviera allí.
De pronto me acordé de la primera vez que lo vi.
Estaba tumbada en los escalones del cuartel general, sangrando por culpa de una herida de
bala, y pensé que estaba alucinando. Ren me recordó a uno de esos ángeles pintados en los
techos de las iglesias antiguas. Sonaba ridículo, pero el perfil clásico de su mandíbula y esas
facciones como labradas a cincel armonizaban a la perfección. Incluso su pelo ondulado era
como el de aquellos ángeles pintados que siempre me habían fascinado. Había visto a muchos
tipos que estaban buenos en mi vida, sobre todo desde que vivía en Nueva Orleans. La ciudad
era a veces un crisol de belleza física, pero Ren podía compararse con cualquier fae, y eso era
mucho decir.
En ese momento, al verlo delante de mí como un ángel vengador, me acordé de ello.
El corazón me latía tan deprisa que me sentí mareada y dije lo primero que se me pasó por la
cabeza.
—¿Dónde has estado?
Se acercó hasta quedar a la sombra de la estatua de Jackson, a mi lado.
—Por ahí.
—David te ha estado llamando. Y yo también. Creía que…
Respiré hondo intentando calmarme, pero una energía nerviosa se había apoderado de mí.
Hallarme delante de él ahora que sabía que era la semihumana resultaba muy estresante.
—Al principio pensé que habías desaparecido por lo que te conté sobre mí. Y luego temí
que te hubiera atrapado el príncipe… Dios mío, ni siquiera te he contado lo del príncipe. —
Hice una mueca—. Iba a contártelo, te lo juro, pero te fuiste cuando te dije que era la
semihumana y luego no he tenido ocasión de decírtelo.
—Ivy…
—He visto dos veces al príncipe. Apareció aquí, al lado del parque, la primera vez que salí
de casa, y también se presentó cuando seguí a Val —expliqué precipitadamente, ansiosa por
contárselo todo antes de que dijera otra palabra—. Fue él quien mató a Val, Ren. La lanzó
desde la azotea como si fuera un… —Respiré hondo—. Como si fuera basura. Luego viniste a
verme y pensaba contarte la verdad, pero nos interrumpió Henry. No podía seguir
ocultándotelo ni un minuto más, así que te lo dije y entonces desapareciste…
—Ivy. —Sus manos, frías por el aire de la mañana, se posaron en mis mejillas.
Yo me callé. Ren me estaba tocando. Me estaba tocando, a pesar de lo que sabía.
—No pasa nada.
Debía de haber oído mal.
—No entiendo.
Esbozó una sonrisa torcida.
—¿Qué es lo que no entiendes?
Quería tocarlo, pero me daba miedo cómo podía reaccionar, así que cerré los puños.
—Soy la semihumana, Ren —dije en voz baja—. Soy una… una abominación.
Ladeó la cabeza.
—No, nada de eso.
Contuve el aliento.
—No lo dices en serio.
—Sí.
La incredulidad se apoderó de mí.
—Pero eso no tiene sentido. Tú sabes lo que significa ser una semihumana. Ni siquiera soy
completamente humana. El príncipe quiere dejarme embarazada para tener un bebé que
siembre el apocalipsis…
—Preferiría que dejaras de decir eso. —Frunció el ceño.
—Pero es la verdad. —Di un paso atrás y él dejó caer los brazos—. Sigo siendo Ivy, claro,
pero también soy esa… esa cosa, y tú viniste a Nueva Orleans a buscar a la semihumana. ¿Por
qué dices que no pasa nada? Y más aún después de lo que le pasó a tu amigo cuando eras
pequeño. Y ahora que Kyle y Henry están aquí, miembros de la Elite que saben que Val no era
la semihumana… ¿Cómo puedes decir que no pasa nada?
Su mirada de color esmeralda recorrió mi cara.
—Porque yo voy a arreglar las cosas.
Lo dijo con tanta sencillez que casi le creí. Abrí la boca, pero no supe qué decir, así que me
limité a sacudir la cabeza. No entendía cómo iba a solucionarlo.
Ren alargó el brazo hacia mí.
—Ivy…
Levanté una mano para hacerle callar.
—Me llamaste «cosa» cuando te dije que te quería, y luego me dejaste plantada en la calle. Y
no es que te critique por eso. Bueno, sí, fue una mierda, sobre todo porque después
desapareciste, pero es cierto que te solté la noticia a quemarropa, y entiendo que necesitaras
tiempo para asimilarlo, pero no sé por qué…
Ren se movió muy deprisa: me agarró por la nuca y, antes de que me diera cuenta de lo que
ocurría, su boca estaba casi pegada a la mía.
—No debí reaccionar así, pero estaba en estado de shock —dijo—. He tenido tiempo para
pensarlo y estoy seguro de que todo se va a arreglar.
Era como si mi cerebro se hubiera bloqueado y hubiera perdido todas sus facultades, porque
oía lo que estaba diciendo, pero no podía asimilarlo. Una parte de mí muy pequeña confiaba
en que Ren aceptara que yo era la semihumana, pero al mismo tiempo sabía que era una
ingenuidad esperar que así fuera. Teníamos grabado a fuego nuestro deber desde la cuna. Para
un miembro de la Orden, cumplir con su responsabilidad era lo esencial, y más aún en el caso
de Ren, que formaba parte de la Elite.
Yo podía hacerme ilusiones, pero la realidad… la cruda realidad no ofrecía escapatoria.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
Yo pestañeé.
—¿Qué?
—¿Te apetece comer algo? —Ren se echó hacia atrás y esbozó una sonrisa.
Me quedé mirándolo, pasmada.
Su sonrisa se hizo más amplia, pero no vi aparecer sus hoyuelos. Estiró el brazo y me tomó
de la mano.
—Vamos a comer.
Estaba tan perpleja que dejé que me llevara fuera del parque, al Café du Monde, cruzando la
calle. Nos pusimos a la cola y me quedé allí parada, sintiendo patéticamente cómo su mano
fresca rodeaba la mía. Cuando levanté la vista, lo sorprendí mirándome y comprendí que no
había dejado de hacerlo desde que había dicho mi nombre.
—¿Es una especie de broma? —pregunté.
Frunció el entrecejo.
—No creo, porque yo no le veo la gracia por ningún sitio.
Yo tenía un nudo en la garganta cuando susurré:
—Vale, entonces, ¿es un plan o algo así? ¿Vas a fingir que no pasa nada y a entregarme luego
a los miembros de la Elite?
Negó con la cabeza, se inclinó hacia mí y acercó los labios a mi oído.
—No es ninguna trampa, Ivy. Y la Elite nunca te pondrá las manos encima.
Fui a responder, pero la garganta se me había cerrado del todo, así que solo conseguí hacer
un gesto afirmativo con la cabeza y me quedé mirando hacia delante con los ojos llenos de
lágrimas. ¿De verdad estaba pasando aquello? ¿Ren estaba allí y me había perdonado? ¿Todo
se había arreglado y nos íbamos a comer unos buñuelos?
Por lo visto, sí. Pedimos buñuelos para llevar y una botella de agua para compartir. Había
una mesa libre en la terraza, otra novedad que atribuí a la simple presencia de Ren.
Lo vi abrir la caja de los buñuelos y sacar uno. Todo aquello era increíblemente surrealista.
Tenía la sensación de que iba a despertarme en cualquier momento y a descubrir que era un
sueño.
Tardé varios minutos en poder hablar sin que se me quebrara la voz. Y hasta cuando
conseguí encontrar un tema normal del que hablar, mi voz sonó ronca.
—¿Has… has hablado con David?
Negó con la cabeza.
—Luego lo llamaré. Ahora mismo no es lo prioritario.
Abrí los ojos como platos.
—Si te oyera decir eso, no le haría ninguna gracia.
—Me da igual. —Esbozó otra rápida sonrisa.
No le daría igual cuando David le echara la bronca.
—¿Qué pasa con Kyle y Henry? ¿Han…?
—Tampoco me preocupan. —Hizo una pausa, sosteniendo el buñuelo entre los dedos—.
¿Vas a comer?
Estaba desganada, pero aun así tomé un buñuelo y le di un mordisco. El azúcar glas salpicó
por todos lados, pero el buñuelo, normalmente tan delicioso, no me supo a nada.
Ren dio un mordisco al suyo y puso cara de asco. Se giró y lo tiró a una papelera que había
allí cerca.
—¿Le pasaba algo a tu buñuelo? —pregunté levantando las cejas.
Se sacudió el azúcar de los dedos.
—Sabía raro.
Mastiqué el mío, prestando atención.
—El mío está bien.
Ren se encogió de hombros.
—No me ha gustado.
—Eso es un sacrilegio.
Sonrió a medias.
—Se me ocurren cosas mucho más interesantes que podrían considerarse un sacrilegio,
aparte de tirar un buñuelo a la basura.
Me acaloré al oír sus palabras, pero seguí dudando. Acabé de comerme mis buñuelos y bebí
un trago de agua. Ren agarré la botella.
—¿Has terminado?
Me limpié la boca con una servilleta y asentí. Ren se bebió el resto del agua y tiró la botella a
la papelera. Parecía todo demasiado sencillo, demasiado perfecto.
—¿Seguro que no te importa que sea… lo que soy, y todo lo demás?
Me miró a los ojos y me tomó de la mano, atrayéndome hacia sí.
—Ya te lo he dicho, Ivy. He estado dándole vueltas y… lo he asumido. —Hizo una pausa y
acarició mi mejilla con la otra mano—. ¿No me crees?
—Sí. —Quería creerle—. Es solo que… creía que ibas a sentir rechazo por mí. —Bajé la
mirada hacia su pecho—. Que iba a darte repulsión.
—Eso es imposible. —Deslizó la mano hasta mi nuca y la apretó—. Ojalá no pensaras eso.
Yo me sentía como un disco rayado.
—Pero trabajas para la Elite. Tu deber es…
—Tratándose de ti, me da igual cuál sea mi deber.
Fui a decir algo, pero en ese momento bajó la cabeza y mis preocupaciones se desvanecieron
cuando acercó sus labios a los míos. Ren iba a besarme, y yo creía que eso no volvería a ocurrir
jamás. Que nunca volveríamos a estar así. Nuestros alientos se mezclaron y nuestras bocas
permanecieron separadas unos segundos deliciosos antes de que me besara. Sabía a azúcar y
a… a menta, y a medida que el beso se hacía más profundo, me atrajo hacia sí, y acabamos tan
juntos que pensé que todo el mundo debía de estar mirándonos.
—Vamos a algún sitio. —Sus labios rozaron los míos—. Donde podamos estar solos.
A mí se me aceleró el corazón, porque supuse que aquello significaba que quería que nos
dedicáramos a todas esas cosas sacrílegas de las que había hablado un momento antes.
Teníamos tiempo. Hasta esa noche no teníamos que trabajar, pero Ren debía hablar con
David.
—¿Qué me dices? —preguntó, besándome otra vez, y yo volví a distraerme—. Ahora mismo
solo deseo estar a solas contigo.
Yo también lo deseaba. Aunque fuera una locura, era lo que necesitaba. Lo que
necesitábamos los dos.
—Tink está en mi casa.
—¿Qué?
—Bueno, siempre está allí, claro —añadí, dándome cuenta de lo absurdo que había sonado
aquello—. Quería acompañarme, ayudarme a buscarte. Y creo que estaba siendo sincero, lo
que es un gran paso —añadí atolondradamente.
De pronto tenía la sensación de que Ren y yo acabábamos de conocernos. Y quizá fuera
cierto, ahora que por fin sabía lo que era yo. Ya no había ningún secreto entre nosotros.
—Quería esconderse en mi bolso, pero pensé que no convenía que me sorprendieran con un
duende en el bolso.
Ren aguzó la mirada.
—No hace falta que vayamos a tu casa.
—¿A la tuya, entonces? —Al ver que asentía, procuré conservar la calma y no echarme a reír
como una histérica—. ¿Dónde has aparcado?
—No he aparcado —contestó.
—¿No has traído el camión, ni la moto?
Dijo que no con la cabeza.
Lo miré extrañada. ¿Por qué había tomado un taxi o el transporte público si tenía su propio
vehículo?
—¿Has venido en taxi?
—No me apetecía conducir —contestó con una sonrisa, pero sin hoyuelos—. Tenía muchas
cosas en la cabeza.
Era comprensible, pero no explicaba del todo por qué no había llevado su camión o su
moto.
—Vamos a bajar por Decatur —dijo—. Así será más fácil conseguir un taxi.
Eso hicimos: nos subimos a un taxi para ir a su casa en la antigua zona industrial. Durante el
trayecto fui yo sobre todo quien habló. Ren, en cambio, se limitó a… mirarme. No apartó los
ojos de mí ni un segundo, y no exagero. Yo me retorcía en el asiento trasero del coche,
acalorada y un poco nerviosa. Su silencio resultaba un poco chocante, pero debía de tener mil
cosas bulléndole en la cabeza.
Cuando llegamos a su casa, pagó al taxista, subimos en el ascensor y un momento después,
casi sin que me diera cuenta, estábamos en su piso.
Estaba tan distraída, tan absorta, que no lo vi abrir la puerta. Todo aquello me parecía un
sueño.
Ren tiró las llaves sobre la mesa baja, así que, evidentemente, había abierto la puerta.
—¿Quieres beber algo? —preguntó.
Sacudí la cabeza mientras me quitaba las dagas de la cintura y las colocaba sobre la mesa,
junto a mi bolso. Luego me senté en el sofá.
—No, gracias.
—Estás nerviosa —señaló al dejarse caer a mi lado—. No quiero que estés nerviosa.
—¿Tanto se me nota?
—Sí. —Miró mi pelo recogido en un moño suelto—. Imagino que estos días han sido muy
duros.
—¿Duros? —Me reí, pasando las manos por mis rodillas—. Es solo que… No sé. No paro
de pensar que esto es una especie de sueño. Qué tontería, ¿verdad?
—No, no es una tontería. —Se giró hacia mí y puso su mano sobre la mía—. Me despedí de
ti sin darte la oportunidad de explicarte del todo. Desaparecí del mapa. Fue un error, sobre
todo después de lo que le pasó a tu amiga.
—Sí, te portaste un poco como un… imbécil.
Sus ojos brillaron como gemas.
—Reaccioné mal. Y me arrepiento, te lo aseguro.
—¿Sí?
—Más de lo que imaginas —contestó.
Respiré hondo, pero no me sirvió de mucho.
—¿Cómo vamos a solucionar este embrollo?
—No lo sé —contestó—. Pero estoy seguro de que encontraremos la manera.
Había tantas cosas que decir… Yo tenía la sensación de que mi cerebro giraba y giraba,
repitiéndose constantemente, pero cuando Ren se inclinó y apoyó su frente contra la mía, cerré
los ojos y me permití vivir aquel instante con el hombre del que me había enamorado.
Lo agarré por los brazos y, no sé cómo, acabé tumbada de espaldas, con él encima. Las
yemas de sus dedos se deslizaron por mi cara y por la curva de mi mandíbula. Me costaba
respirar.
Ren acercó su boca a la mía. No fue un beso que empezara lentamente. Me mordió el labio
inferior, haciéndome gemir. Cuando abrí los labios, aprovechó la ocasión. Todavía sabía a
menta y, cuando nuestras lenguas se entrelazaron, pasé la mano por su pelo sedoso y revuelto.
Mil preguntas se agitaban en mi cabeza. Teníamos que hablar de tantas cosas…, pero en ese
momento solo podía pensar en saborearlo, en sentir su cuerpo pegado al mío.
Me sobresalté cuando sus dedos fríos se deslizaron por mi vientre y mi costado, hasta la tira
de mi sujetador. Separó sus labios de los míos y los deslizó por mi cuello. Con los ojos
cerrados, eché la cabeza hacia atrás para dejarle el campo libre. Cerró la mano sobre la copa de
mi sujetador y yo arqueé la espalda. Levanté las caderas instintivamente y empecé a
restregarme contra él.
Me detuve un momento y abrí los ojos pestañeando. No parecía él, lo cual era muy extraño,
porque normalmente no podía ocultar lo interesado que estaba, y siempre estaba interesado.
¿De verdad estaba excitado o solo quería…? Dios mío. Intenté no pensarlo, pero le puse las
manos en el pecho.
—¿Quieres… quieres que vayamos más despacio?
—¿Parar? —Cambió de postura, metiendo una pierna entre mis muslos y golpeando ese
punto con sorprendente precisión—. No, nada de eso.
—No estás…
Su boca me hizo callar, y volvió a besarme como antes, sin apenas dejarme margen para
pensar.
Siguió tocándome. Sus manos ya no estaban frías, y la siguiente vez que di un respingo fue
porque metió los dedos por debajo de las copas de mi sujetador.
—Increíble —murmuró mientras deslizaba la otra mano por mi cadera.
Me instó a moverme, y no hizo falta que insistiera. Comencé a mover las caderas, a
restregarme contra su muslo al tiempo que metía las manos por debajo de su camisa.
Apartó su boca de la mía.
—¿Quieres…?
De pronto llamaron a la puerta. Giró la cabeza y miró por encima del respaldo del sofá. Pasó
un segundo y luego me miró a los ojos.
—Ignóralo.
Decidí hacerle caso.
Ren retiró a un lado una de las copas de mi sujetador. Los golpes en la puerta se hicieron
más insistentes. Su pulgar rozó mi pezón.
Siguieron aporreando la puerta, y de pronto oímos una voz.
—¡Ren! Si estás ahí, necesito que abras la dichosa puerta enseguida.
Yo reconocí vagamente aquella voz y saqué las manos de debajo de su camisa.
—Deberías abrir —dije en voz baja.
Dejó escapar un gruñido gutural al apartarse de mí. Aquel gruñido daba un poco de miedo,
pero también era excitante, aunque yo no estuviera del todo segura de que estuviera muy
centrado en lo que estaba pasando.
Se levantó rápidamente. Yo me incorporé y me coloqué el sujetador para que no se me
saliera un pecho. Luego me bajé la camisa. Ren estaba junto a la puerta cuando miré por
encima del respaldo del sofá. Abrió, y enseguida comprendí por qué había reconocido aquella
voz.
Henry entró enseguida, rozando a Ren. Al verme en el sofá esbozó una sonrisa burlona y
desdeñosa, y tuve la sensación de que estaba a punto de escupir en el suelo.
—Vaya, esto explica por qué no contestabas al teléfono.
Ren cerró la puerta y se volvió hacia él.
—¿Dónde diablos te habías metido? —preguntó Henry con aspereza—. Kyle dijo que eras
de fiar, que podíamos contar contigo. Pero de momento con lo único que se puede contar es
con que te pases el día teniendo sexo.
Yo levanté las cejas.
—Hola, Henry.
Se giró hacia mí, dándole la espalda a Ren.
—Conque no sabías nada de él, ¿eh?
Esbocé una sonrisa tensa, pero decidí que no me apetecía explicarle que no había tenido
noticias de Ren hasta una hora antes, aproximadamente. La actitud de aquel tipo empezaba a
no gustarme nada.
—Esto es una mierda —soltó Henry, mirándome como si hubiera visto la escena que
acababa de interrumpir y le diera asco.
Yo me sentí insultada.
—Ren —añadió—, no puedes estar…
Su cuello se giró bruscamente a la derecha. Yo me incorporé y me aparté del respaldo del
sofá al ver las manos de Ren a ambos lados de su cabeza. Luego apartó las manos y Henry se
desplomó y cayó al suelo con un ruido ensordecedor.
Ren le había roto el cuello.
19
El ruido que hizo el hueso al romperse resonó en mi cabeza, rebotando dentro de mi cráneo.
Pasaron unos instantes y Ren levantó la mirada y soltó un suspiro.
—Es un pesado.
Me quedé boquiabierta.
—Bueno, era un pesado —puntualizó, mirando hacia abajo—. Ya no tanto.
Salté del sofá como impulsada por un resorte.
—¿Qué diablos…?
Pareció sorprendido un instante. Luego, sus hermosas facciones parecieron suavizarse.
—Ivy…
—¡Le has roto el cuello!
Santo Dios. Santo Dios. Rodeé el sofá y se me revolvió el estómago al ver a Henry allí
tendido, con los brazos estirados, los ojos vidriosos y la cabeza girada.
—Lo has matado, joder.
—Sí —contestó—. Lo he matado.
Parpadeando, aparté la mirada de Henry y miré a Ren.
—¿Es lo único que tienes que decir? ¿Que sí, que lo has matado? ¡Ren! —dije casi gritando
—. ¡Lo has matado! —Señalé a Henry por si acaso no entendía de quién le estaba hablando—.
Dios mío, Ren. ¿Por qué lo has hecho? Sí, ya sé que era un pesado, pero no puedes matar a
alguien porque tenga poco sentido de la oportunidad. —Me incliné y apoyé las manos en las
rodillas, mareada—. Mierda, Ren, en qué lío nos hemos metido. Esto es…
—Sabía lo que eres.
Me puse rígida, como si de pronto hubieran vertido acero líquido por mi columna vertebral.
—¿Qué? —murmuré.
—Sabía que la semihumana eres tú —repitió—. Tenía que morir.
Puede que fuera por el shock (por la repentina aparición de Ren, porque nos hubiéramos
reconciliado y le hubiera roto el cuello a Henry como si fuera una ramita), pero de pronto me
entraron ganas de reír, a pesar de que aquello no tenía ninguna gracia.
—¿Cómo? —pregunté con voz ronca—. ¿Cómo que lo sabía?
—No sé cómo se ha enterado —respondió.
Arrugué el ceño.
—Entonces, ¿cómo sabes que lo sabía? Además, si él lo sabía, eso significa que Kyle también
lo sabe. Y si lo sabe, ¿cómo es que sigo aquí? Han tenido muchas oportunidades de venir a por
mí. —Me froté la cara con las manos—. Y no parecen de los que esperan.
—Sí, si creyeran que podías conducirlos hasta el príncipe —repuso Ren, arrodillándose junto
al cuerpo de Henry. Metió la mano en un bolsillo de sus pantalones y sacó un móvil—. A fin
de cuentas, eliminar a la semihumana no es lo único que les interesa.
Pero al eliminarme a mí eliminarían también uno de sus principales problemas. Al menos
temporalmente, hasta que el príncipe localizara a otra semihumana. En todo caso, si yo
desaparecía del mapa tendrían más tiempo para descubrir cómo matar al príncipe. Porque
tener una estaca especial no solucionaba del todo esa cuestión.
Ren se guardó el teléfono de Henry en el bolsillo y se levantó.
—Siento que te haya molestado, pero era necesario.
Contuve la respiración. ¿De veras era necesario? Si Henry sabía que era la semihumana,
representaba un peligro para mí. Igual que Kyle. Eso lo entendía. También entendía que Ren
intentara protegerme, pero había matado a un hombre a sangre fría, y no parecía haberle
afectado en absoluto.
—Tengo que deshacerme del cuerpo —dijo pasando por encima del cadáver.
Se acercó a mí y me sobresalté cuando me agarró por la nuca.
—Debería hacerlo solo —añadió.
Yo no supe qué decir. Me latía tan fuerte el corazón que me sentía mareada.
—No pasa nada, te lo prometo. —Bajó la cabeza y me besó, pero no sentí su beso. Estaba
completamente embotada—. Luego hablamos —dijo.
Me descubrí asintiendo con la cabeza y luego me desasí de él. Recogí mis armas y fui a pasar
a su lado, pero me agarró del brazo. Lo miré.
—Sabes que tenía que hacerlo, ¿verdad? —preguntó.
Asentí, a pesar de que no sabía por qué lo hacía. Solo sabía que tenía que marcharme de su
apartamento, que necesitaba salir de allí y pensar.
—Luego hablamos —repitió—. ¿Nos vemos de nuevo aquí?
—Vale —conseguí decir haciendo un esfuerzo, y bajé la mirada hacia su garganta.
Me soltó y yo crucé la habitación a toda prisa. Al llegar a la puerta me detuve y miré el
cadáver de Henry. No paraba de pensar que aquel hombre, aquel ser humano, había muerto a
manos de Ren. Literalmente. A veces, cuando luchábamos contra los faes, moría algún
humano, atrapado en el fuego cruzado. Y otras veces, cuando los faes se alimentaban
demasiado de ellos, los humanos perdían la cabeza, se descontrolaban y había que…
«dormirlos». Yo odiaba aquello, odiaba esa parte de mi trabajo más que nada en el mundo,
pero a veces sucedía. Pero eso… Me recorrió un escalofrío. Eso era distinto. No tenía vuelta de
hoja: había sido un asesinato a sangre fría, al margen de lo que supiera Henry.
Y yo jamás, ni una sola vez desde que había conocido a Ren, lo había creído capaz de
eliminar a otro ser humano así, con esa eficacia, con esa frialdad. No, era imposible. Me acordé
de aquel día en el Barrio Francés, cuando mataron a aquel tipo en la calle y Ren no pudo
salvarle la vida. Aquello lo dejó hecho polvo. Yo lo había visto en su mirada. En eso era como
yo: sufría cuando se perdía una vida humana, a diferencia de otros miembros de la Orden.
Ahora, en cambio, apenas había pestañeado.
Después de salir de la antigua zona industrial, cuando me encontraba cerca del Palace Café,
en Canal, tuve de pronto la sensación de que acababa de salir de un extraño trance. Así me
había sentido en casa de Ren: como si estuviera bajo los efectos de un hechizo y solo hubiera
tenido fuerzas para salir de su apartamento y montarme en un taxi. Notaba la cabeza
extrañamente vacía, pero al echar a andar hacia Royal aquel embotamiento se desvaneció. La
realidad se me hizo presente, como el viento helado que fustigaba la calle.
Respiré hondo, calmosamente. Muy bien. Lo que había sucedido en casa de Ren era cierto.
Ren había matado a Henry y en esos momentos estaría sin duda deshaciéndose de su cadáver.
Abrí las manos y volví a cerrarlas. Tenía ganas de vomitar, pero sabía que eso no resolvería
nada. Ni siquiera sabía si aquella situación podía resolverse.
Seguí por Royal, aunque no sabía muy bien adónde me dirigía. Solo quería seguir moviendo
las piernas para despejarme, para aclarar mis ideas, porque todo aquello carecía de sentido
para mí.
Necesitaba aclarar los hechos. Henry constituía una amenaza para mí. Ren se había
encargado de eliminar esa amenaza. Eso era lo único que había pasado. No es que Ren
hubiera… asesinado a nadie.
¿O sí?
Me detuve y pegué la espalda a la fría pared de un edificio. Cerré los ojos con fuerza y
maldije en voz baja. No conseguía aclararme, y notaba el estómago revuelto.
Amaba a Ren. Estaba locamente enamorada de él, pero lo que acababa de hacer me parecía
espantoso. Abrí los ojos. No cuadraba con lo que sabía de él. Si Henry hubiera hecho algo que
demostrara que era un peligro inmediato, las cosas habrían sido distintas. Pero no había hecho
nada.
«Muy bien, es hora de concentrarse», me dije en voz baja.
Quizá no supiera qué sentía respecto a lo que había hecho Ren, pero sabía que no me
parecía bien. Teníamos que hablar de ello, aunque en el fondo sabía que eso no arreglaría
nada, y que desde luego no devolvería la vida a Henry. Pero no se me ocurría qué otra cosa
hacer.
Ojalá Val estuviera aquí.
Contuve la respiración al sentir un alfilerazo de dolor en el pecho. Lo cierto era que, si Val
estuviera viva y no nos hubiera traicionado, la habría llamado. Era de esas amigas —o eso creía
yo, al menos— capaces de ayudarte a esconder un cadáver o de encarar cualquier peligro a tu
lado.
Pero Val ya no estaba, y a Jo Ann no podía llamarla. A la pobre le daría un infarto. Tenía que
enfrentarme a aquello sola.
Me aparté de la pared y seguí caminando mientras trataba de olvidarme de lo que había
hecho Ren. Si tenía razón y otros miembros de la Elite sabían que la semihumana era yo y
pretendían utilizarme de cebo para atraer al príncipe, estaba claro que corría peligro. El
cronómetro que pendía sobre mi cabeza se había acelerado de pronto.
El sonido de mi móvil interrumpió mis cavilaciones. Lo saqué del bolso y vi que era
Brighton. Hice una mueca, sintiendo una punzada de mala conciencia. Me había olvidado por
completo de Merle y de ella.
—Hola —dije, parándome en la esquina y mirando a derecha e izquierda.
Al otro lado de la calle había un policía y un grupito de gente reunido en semicírculo. Vi dos
piernas tiesas tendidas en el suelo.
—He encontrado algo —dijo Brighton con evidente nerviosismo—. Por fin he encontrado
algo.
Tardé un momento en acordarme de a qué se refería. La desaparición de su madre. Las
comunidades de faes inofensivos.
—¿Qué?
—Uno de los planos antiguos, dibujados a mano, muestra una ciudad completamente
distinta —dijo.
Fruncí el ceño mientras cruzaba la calle.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que has oído —respondió casi sin aliento—. Al principio pensé que estaba viendo un
plano corriente. Aparecían muchos negocios y monumentos, pero… no te lo vas a creer. Están
por todas partes. Los hemos tenido delante de nuestras narices todo este tiempo.
Sonó un claxon y me tapé el oído con la mano.
—Brighton, vas a tener que darme más detalles, porque no tengo ni idea de adónde quieres
ir a parar.
Respiró hondo.
—Vale, perdona. Es que… Esto es algo muy gordo, Ivy. Muy gordo.
Se oyeron risas al abrirse la puerta de un restaurante, y tuve que esquivar a una pareja que
avanzaba lentamente.
—Detalles, Bri.
—Al principio no me fijé en el plano. Los hay a montones, hechos a mano, pero uno de ellos
tenía unas marcas extrañas dibujadas delante de ciertas casas y negocios. Parecían unas alas
dibujadas toscamente, y me acordé de que había visto ese mismo dibujo en uno de los diarios
de mi madre —explicó—. He tardado siglos en encontrar el cuaderno, pero las alas señalan los
edificios que eran un refugio seguro para los faes.
Estuve a punto de pararme en medio de la calle.
—¿Estás segura?
—Eso es lo que pone. Sabemos que los faes tienen, evidentemente, algún tipo de red en el
mundo de los humanos. La labor de la Orden consiste en encontrar los lugares donde se
agrupan, pero creo que los lugares sobre los que escribía mi madre eran los sitios donde podía
encontrarse a los otros faes, a los faes buenos.
—Espera —dije—. No lo entiendo. Si tu madre conocía esos lugares, el resto de la Orden
también tenía que conocerlos, ¿no?
—No puedo contestar a esa pregunta, pero eso no es todo —añadió precipitadamente—.
Creo que sé dónde está mi madre. Hay una casa, una mansión, en realidad, que aparece en
todos los planos. Tiene ese símbolo dibujado. Y mi madre la rodeó con un círculo en otro
plano. Sé que no es una prueba muy contundente, pero… tengo una corazonada.
—¿Una corazonada? —repetí.
—Sí. Sé que parece una estupidez, pero estoy segura de que está ahí —insistió Brighton.
Me mordí el labio. Aquella conversación era tan confusa como el resto de mi vida en esos
momentos, y «una corazonada» no significaba nada en realidad, pero Brighton estaba
desesperada: necesitaba encontrar a su madre. Y eso significaba que posiblemente iría a llamar
a la puerta de aquella casa.
—¿Dónde está ese sitio del que hablas?
—Bueno, eso es lo raro —contestó, y yo esperé. Pasó un instante—. Que no puede estar
donde dice el plano que está.
Levanté las cejas.
—Explícate.
—He comprobado una y otra vez su ubicación —dijo—. Y siempre aparece el mismo sitio.
La mansión está situada en South Peters Street.
—¿En serio? —Intenté recordar qué había allí, pero solo veía imágenes de antiguas fábricas
y naves industriales. Ninguna mansión.
Brighton respiró hondo otra vez.
—Está en el mismo sitio que la central eléctrica de Market Street.
Abrí la boca sin decir nada y me detuve un momento para pensar.
—¿Ese enorme edificio abandonado que hay en Peters Street? ¿El que da tanto miedo?
—Sí —contestó—. Como lo oyes. He comparado distintos planos. Algunos muestran una
ciudad distinta, lugares que, que nosotros sepamos, no existen. Es lo que intento decirte.
Aquello era absurdo.
—¿Vas a estar en casa todo el día?
—Sí. ¿Dónde iba a estar, si no?
Me paré junto a un camión de reparto.
—Voy a pasarme por allí. Pero prométeme que no vas a ir a la central eléctrica. ¿De
acuerdo? Quiero echarle un vistazo primero.
Brighton no contestó.
Apreté con fuerza el teléfono.
—Prométemelo, Bri. Están pasando muchas cosas raras, y no me apetece que te secuestren o
que el suelo de ese sitio esté podrido y te caigas por él. Dentro de un rato me paso por tu casa.
Tú aguanta, ¿de acuerdo?
Vaciló un momento y luego suspiró.
—De acuerdo.
—Gracias. —Fui a colgar, pero me detuve—. He hablado con Jerome. Sabe algo, pero me
advirtió que dejara de preguntar por esos faes. —Bajé la voz al ver que pasaba gente—. Tú no
se lo has dicho a nadie más, ¿verdad?
—¿A quién voy a decírselo? —Se rio, y su risa sonó forzada—. Todo el mundo piensa que
mi madre y yo estamos locas. ¿Para qué iba a darles más munición?
Tenía razón.
—Está bien. No tardaré mucho. —En cuanto puso fin a la llamada, volvió a sonar el
teléfono. Era el número de mi casa. Contesté—. ¿Tink?
—¿Cómo has sabido que era yo? —preguntó.
Puse los ojos en blanco.
—¿Quién, si no, me llamaría desde mi apartamento?
—No sé. Gente. Fantasmas.
—¿Fantasmas? —Di media vuelta y regresé hacia Canal.
—A lo mejor saben usar el teléfono. Nunca se sabe.
—Estoy segura de que los fantasmas no llaman por teléfono —contesté secamente—. ¿Me
llamas por algún motivo?
Tink resopló.
—Pues sí, te llamo para decirte que he instalado el contestador.
Me había olvidado por completo de aquello.
—Gracias.
—Y también para informarte de que quizá haya encargado otra cosa. Bueno, sí, lo he
pedido, no hay duda. Pero no a Amazon. Es algo que no puede pedirse a Amazon.
—Vale. —Apreté el paso; sabía que habría más taxis en Canal—. ¿Qué has pedido?
—Es una sorpresa.
Ay, no.
—Tink, no me gustan tus sorpresas.
—Esta sí te gustará.
—Lo dudo. ¿Qué es?
—Lo verás cuando llegues a casa. ¡Adiós! —Me colgó.
Miré mi teléfono y me dieron ganas de volver a llamarlo, pero pensé que en ese momento no
tenía espacio mental suficiente para enfrentarme a lo que estaría tramando Tink. Me subí a un
taxi en Canal y, cuando le di al taxista la dirección de South Peters, me miró extrañado,
aunque estoy segura de que había llevado a gente a sitios más raros.
Mientras miraba por la ventanilla, me acordé del chasquido que había hecho el cuello de
Henry al romperse e hice una mueca. ¿Qué iba a hacer al respecto? No tenía intención de
acudir a David o a la policía, y sabía que eso no hablaba muy en mi favor. Necesitaba que Ren
me explicara con más detalle por qué estaba tan convencido de que Henry era una amenaza
para mí.
Había mucho tráfico y tardé unos veinticinco minutos en llegar a la antigua central eléctrica.
En cuanto salí del taxi, el conductor se largó de allí como si lo persiguiera el demonio. Supuse
que tendría que recurrir a Uber para marcharme de allí.
Observé el enorme edificio de ladrillo, que tenía varias plantas de alto y muchas ventanas
rotas. Me acerqué a una que tenía un agujero en el cristal, como si lo hubiera atravesado una
pelota de baloncesto, y eché un vistazo dentro.
—Uf, vaya sitio —murmuré al ver sillas y bancos de trabajo volcados.
Por la ventana desde la que estaba mirando no se veía nada más. Estaba todo increíblemente
oscuro.
Me aparté de allí, avancé hasta la esquina del edificio y seguí por el costado. La parte de
atrás estaba cerrada por una valla metálica bastante alta que impedía ver la mayor parte de la
parte trasera del edificio, pero dentro no había ninguna mansión. Allí podía esconderse una
caravana. O una casa de una sola planta, pero desde luego no una mansión. Recorrí toda la
valla buscando alguna abertura, pero no encontré ninguna. El olor del río cercano fue
haciéndose cada vez más fuerte. Apareció un callejón, tan abandonado como la central.
Allí no había nada.
Una ciudad totalmente distinta.
Iba a tener que ponerme delante de Brighton y ver qué estaba viendo ella exactamente para
entender a qué se refería. Di media vuelta y regresé a toda prisa por el lateral del edificio, hacia
la fachada. En ese momento volvió a sonar mi teléfono. Era Ren. Me dio un vuelco el
estómago, una mezcla de excitación e intranquilidad.
—Hola —contesté.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—Eh… —Me asomé por una de las ventanas rotas y distinguí un aleteo. Una paloma—. En
ninguna parte. Y tú, ¿dónde estás?
—En mi casa. Ya me he ocupado de ese asunto.
Me rodeé con el brazo y miré los nubarrones que se habían acumulado en el cielo, sintiendo
un escalofrío. Qué rapidez.
—Ren…
—¿Qué?
Tragué saliva y miré a mi alrededor. Enfrente de la antigua planta eléctrica había una especie
de fábrica. Se veían montones de camionetas, pero no parecía haber nadie por los alrededores.
—Tenemos que hablar de lo que ha pasado.
No respondió.
Bajé la barbilla y me mordisqueé el labio. Tenía que ir a casa de Brighton, pero primero
necesitaba resolver eso.
—Nos vemos en tu casa, ¿de acuerdo?
Se hizo otro silencio. Luego dijo:
—Te estaré esperando.
Colgué y eché a andar de nuevo. Solo había andado unos pasos cuando sentí un olor dulce, a
menta, que me recordó los besos que Ren me había dado unas horas antes.
Me volví y miré hacia atrás. No sabía qué esperaba ver, pero no había nadie por allí, ni nada
que justificara aquel olor. Qué raro.
Tardé muy poco en llegar a casa de Ren, porque la central eléctrica quedaba muy cerca de
allí. Mientras subía en el ascensor, no conseguía estarme quieta. Ren abrió la puerta en cuanto
llamé. Parecía el mismo de siempre, alto y guapísimo, pero yo, sin saber por qué, busqué algo
distinto en él. Como si tuviera las palabras «he matado a una persona por ti» estampadas en la
frente.
Se apartó para dejarme pasar. Olía intensamente a café. Se me encogió el estómago. Le había
roto el cuello a Henry, se había deshecho del cuerpo, y al volver a casa había hecho café.
Cuánta sangre fría.
Lo miré atentamente cuando cerró la puerta, y la inquietud que notaba en la boca del
estómago se redobló. Me di la vuelta, me quité la tira del bolso del hombro y lo dejé sobre el
brazo del sofá. No miré el lugar del suelo donde había caído Henry.
Ren pasó rozándome y entró en la cocina.
—¿Te apetece beber algo?
—No. —Lo seguí, con los brazos pegados a los costados—. ¿Qué has hecho con Henry?
—Seguramente no conviene que lo sepas. —Agarró su taza de café y tomó un sorbo—. Pero
nadie va a encontrarlo.
Lo miré a los ojos y tuve que apartar la mirada, estremecida por su indiferencia.
—¿Quién eres? —balbucí.
Bajó lentamente la taza.
—¿Perdona?
—Me estás asustando un poco. Bueno, mucho —reconocí, poniendo las manos sobre la isla
de la cocina—. Has matado a Henry a sangre fría y te comportas como si fuera un miércoles
cualquiera.
—No he matado a nadie a sangre fría. Iba a hacerte daño. Igual que Kyle. Y no puedo
permitir que eso suceda. —Dio un paso atrás y cruzó los brazos—. Te estoy protegiendo.
Me quedé mirándolo.
—Lo entiendo, pero Henry no intentó nada. No había peligro inmediato.
—Podía haberlo. Todavía lo hay —argumentó—. Y si te estás preguntando si haría lo mismo
con Kyle, la respuesta es sí.
Me quedé boquiabierta.
—¿Por qué te sorprende tanto? Van a matarte, Ivy. El hecho de que no lo hayan intentado
todavía no significa que no lo hagan en cuanto descubran que no es fácil que te utilicen como
cebo para atraer al príncipe.
Tenía razón, pero lo que me sorprendía era la frialdad con que había actuado. Y no se
trataba solo de eso. Aquello no era propio de Ren. En absoluto. Frustrada, estiré el brazo y
agarré su taza de café.
—¿Puedo?
—Claro —dijo con un ademán.
Bebí un sorbo y enseguida di un respingo al notar su sabor amargo.
—Uf. —Dejé la taza y saqué la lengua—. Está superamargo.
—Me gusta así —afirmó.
Fruncí el entrecejo.
—No, no es verdad.
Ladeó la cabeza.
—Te gusta el café con azúcar, igual que a mí. De hecho, normalmente le pones seis
azucarillos o más. Nunca lo tomas solo.
Abrió los labios.
—Me gusta de las dos formas.
—A nadie le gusta el café de las dos formas.
Bueno, tal vez hubiera alguien en el mundo a quien le gustara con y sin azúcar, pero yo
nunca había conocido a nadie en la vida real.
Se encogió de hombros.
—Solo es café.
Pero no era solo el café. Entonces se me ocurrió una idea. Esa mañana había tirado el
buñuelo alegando que sabía mal. Yo también había comido buñuelos, y los míos estaban bien.
A Ren le encantaban los buñuelos desde que los había probado por primera vez, como a todo
el mundo que tenía buen gusto para los dulces. Era como si de pronto se hubiera vuelto
alérgico al azúcar. Y lo que le había hecho a Henry… Eso tampoco era propio de Ren, del Ren
al que le gustaban el café y los dulces con azúcar, del Ren que consideraba como algo precioso
cualquier vida humana.
Un frío intenso se extendió por mi pecho cuando di un paso atrás. En mi fuero interno, ya lo
sabía. Lo sabía, y me estaba poniendo enferma.
—¿Qué estaba estudiando en la universidad?
Parpadeó, mirándome con sus fríos ojos verdes.
—¿Qué?
El corazón empezó a latirme con violencia.
—¿Qué estaba estudiando en Loyola?
Se rio en voz baja.
—¿Por qué me preguntas eso, Ivy? ¿Te encuentras bien?
No. No me encontraba bien en absoluto.
—Contesta, Ren.
Su media sonrisa desapareció, y aquella sensación de frío se apoderó de mi pecho.
—¿Cómo me llamaste la primera vez que nos vimos?
Un músculo vibró en su mandíbula mientras descruzaba lentamente los brazos. No
respondió, porque no podía responder. Era imposible que lo supiera porque… porque aquel
no era Ren.
20
Con el corazón desbocado, me llevé la mano derecha a la cadera, donde tenía sujeta la daga de
hierro. Miró mi mano y luego me miró a los ojos. No le pasó desapercibido mi gesto.
Por supuesto que no.
Me invadió una sensación de horror al darme cuenta de lo que ocurría. Aquella… aquella
cosa que tenía delante no era Ren. Como tampoco era Ren el de Jackson Square. Ni el que me
había besado y tocado en el sofá. Me tembló la mano de repulsión. Parecía él, pero no lo era, y
eso significaba que el verdadero Ren…
Dios mío.
El dolor me atravesó el pecho.
—¿Dónde está Ren?
Aquella cosa que tenía delante de mí levantó las cejas.
—¿De qué estás hablando? Me tienes delante.
—Tú no eres Ren. —Deslicé la mano debajo de mi camisa y agarré el mango de la daga.
—De acuerdo. —Levantó las manos—. No sé qué te ocurre, pero no me cabe duda de que
podemos solucionar esto juntos.
Dios mío, hasta su forma de hablar era distinta. Aquella cosa hablaba con demasiada
formalidad. ¿Cómo era posible que no lo hubiera notado antes? Desenganché la daga y me
puse en guardia.
—¿Dónde está el verdadero Ren?
Salió de detrás de la isla y yo me puse en tensión.
—Ivy…
—No digas mi nombre —ordené, asiendo con fuerza la daga.
Dios, ¿cuándo había suplantado a Ren? Se me encogió el estómago como si lo atravesara un
frío puñal. No. El que había luchado con el caballero tenía que haber sido él. Habíamos hecho
el amor. Me habría dado cuenta si no fuera él, pero ahora no podía pensar en eso.
—Dime dónde está Ren o te juro que te haré sufrir antes de matarte, seas lo que seas.
Aquella cosa solo podía ser un fae capaz de transmutarse, de cambiar de forma, pero, que
nosotros supiéramos, ninguno había cruzado las puertas desde que se cerraron por última vez.
Nunca habíamos atrapado a uno y, según la tradición, para que uno de ellos habitara en
nuestro mundo, el humano cuyo cuerpo ocupaba tenía que estar en el Otro Mundo. Pero eso
no era posible. Las puertas estaban cerradas.
Comencé a barajar los peores escenarios posibles al tiempo que separaba las piernas para
afianzarme en el suelo.
—Más te vale empezar a hablar ahora mismo.
Levantó la barbilla y se me quedó mirando. Luego, una sonrisa gélida se extendió lentamente
por aquel rostro idéntico al de Ren. Parpadeó y, cuando volvió a abrir los ojos, ya no eran de
color esmeralda sino azules como el hielo. Contuve la respiración.
—Confiaba en que no me descubrieras tan rápidamente —dijo aquella cosa que llevaba la
cara y el cuerpo de Ren—. Por desgracia, eres más lista de lo que creía.
Avanzó hacia mí y yo levanté la daga.
—Para —le ordené—. No te acerques más.
—¿Y qué vas a hacer para impedírmelo? —preguntó.
Abrí la boca para decirle que le cortaría una parte importante de su anatomía y se la haría
tragar, pero en ese instante se abalanzó hacia mí. Me aparté en el último segundo y salté hacia
atrás. Le lancé un golpe con la mano libre, pero me agarró de la muñeca.
—Podrías haber intentado apuñalarme, pero no lo has hecho. —Tiró de mí bruscamente y
choqué contra su pecho, de puntillas—. Mientras tenga su aspecto, no podrás hacerme nada.
Tenía razón. Maldita sea. Aunque sabía que aquel no era Ren, le había lanzado un puñetazo,
no había podido apuñalarlo. Y había pagado un precio por ello. Me agarró de la otra muñeca y
me la retorció. El dolor me atravesó el brazo. Me temblaron los dedos. La daga cayó al suelo.
Empecé a maldecir cuando el falso Ren me soltó. Di un paso atrás y levanté la rodilla
intentando asestarle un golpe en una zona delicada, pero se anticipó a mi movimiento y se giró.
Mi rodilla chocó contra su muslo.
Soltó un gruñido.
—Eso no ha sido muy amable, pajarito.
Pajarito. Levanté la mirada y un escalofrío recorrió mi espalda.
—Tú —susurré, y me embargó el horror al comprender lo que estaba sucediendo, lo que
había estado a punto de hacer con él—. Drake.
El príncipe que se ocultaba tras el rostro de Ren sonrió.
Sentí un nudo de pánico en la boca del estómago. ¿El príncipe podía adoptar otra forma? Lo
había visto transformarse en cuervo, claro, pero ¿en humano? Ignoraba que fuera capaz de
algo así, y no imaginaba que pudiera hacerse pasar por otra persona, por Ren. Pero nada de
eso importaba en ese instante.
—¿Dónde está Ren? —grité, apartándome de él.
Me giré violentamente para poner distancia entre nosotros. Me incliné hacia atrás,
lanzándole un puñetazo con la mano libre, conseguí que me soltara el brazo.
—Qué agresiva —dijo, riendo.
Di un salto atrás sin dejar de mirarlo y eché mano de mi otra daga.
—¿Dónde está? —pregunté otra vez.
—Está un poco… ocupado en estos momentos.
Empuñé la daga, tratando de que no me temblara la mano.
—¿Qué quieres decir?
Siguió sonriendo mientras se acercaba.
—¿Está vivo? —Como no respondió, estuve a punto de perder el control—. ¡Contesta!
—La última vez que pregunté, sí. —Se encogió de hombros—. Claro que eso puede cambiar
en cualquier momento.
Dios mío. El pánico que bullía dentro de mí amenazaba con paralizarme.
—Más te vale que esté vivo.
Una mueca desdeñosa reemplazó a su fría sonrisa.
—¿Y si no lo está?
No respondí. Mi instinto me pedía a gritos que huyera, que me alejara todo lo posible del
príncipe, pero era mi único lazo con Ren… si es que de verdad estaba vivo.
—Tienes que admitir que ha sido impresionante —dijo Drake—. Si no hubiera sido por el
maldito café, no te habrías dado cuenta.
—Me habría dado cuenta.
Y era cierto. Con un poco de suerte, me habría dado cuenta antes de que las cosas fueran
más lejos. Pero debería haberlo notado enseguida. Había visto indicios de que aquel no era
Ren desde el momento en que apareció en Jackson Square. Su forma de hablar. El hecho de
que no hubiera querido conducir. Su sabor a menta (ay, Dios). La frialdad de sus caricias.
Y el hecho de que hubiera matado a Henry sin contemplaciones.
—¿Te habrías dado cuenta cuando tuviera mi lengua metida en tu boca y estuviera
penetrándote? —preguntó—. Porque si te lo hubiera hecho, habría sido yo y no esta criatura
patética.
No pensé. Reaccioné por pura furia y me lancé hacia él, dibujando un gran arco con la daga.
Se apartó de un salto, pero cuando estoy enfadada soy muy rápida. Le acerté en el pecho,
rasgándole la camisa y haciendo brotar la sangre oscura y rutilante. Podía parecer Ren, pero no
era él. Me preparé para asestarle otro golpe.
Dejó escapar un sonido que hizo que se me erizara el vello de la nuca. Lanzó las manos hacia
mí en el instante en que bajaba la daga y salí despedida hacia atrás. Choqué contra la pared
pero no solté la daga y, antes de que me diera tiempo a moverme, el príncipe se echó sobre mí.
Me agarró de la muñeca derecha y me oprimió el brazo y el cuerpo contra la pared.
—Te habrías dado cuenta de que era yo cuando empezaras a correrte —dijo, casi rozando
con los labios la curva de mi cuello—. Y antes has estado a punto, ¿verdad que sí?
Una furia cegadora inundó mis sentidos.
—Creía que era Ren. Tú me das asco.
—Sigue intentando convencerte de eso. —Mordió el lóbulo de mi oreja y yo volví a gritar.
—Suéltame —gruñí.
—No, nada de eso. —Bajó la cabeza y respiré hondo, temblorosa.
Pasó un instante. Luego, Drake levantó la cabeza y un escalofrío gélido recorrió un lado de
mi cuello.
—Deseas este cuerpo y esta forma. No entiendo por qué, pero si es lo que hace falta…
La única arma de la que disponía era mi cabeza, así que la estrellé contra su mandíbula. El
dolor del golpe me cegó un instante. Drake maldijo violentamente y retrocedió. Yo eché el
brazo hacia atrás y le lancé la daga, sabiendo que no lo mataría pero que al menos le haría
algún daño.
Se le clavó profundamente en el pecho. El príncipe soltó un exabrupto y agarró la
empuñadura. Extrajo la daga de su pecho y la lanzó contra la pared con tanta fuerza que la
punta atravesó los azulejos. El mango empezó a vibrar.
Ay, mierda.
Inclinándome, intenté agarrar la estaca de espino. Rocé con los dedos su superficie lisa un
segundo antes de que una mano me agarrara del pelo. El príncipe tiró de mí hacia un lado con
tanta fuerza que resbalé por el suelo de la cocina. Un dolor ardiente me recorrió la cadera.
Drake me agarró por la bota y me levantó la pierna, tan alto que mi espalda chocó con el
suelo. La pernera de mi pantalón se rasgó unos centímetros cuando tiró de ella. Agarró la
estaca de espino y la lanzó al otro lado de la habitación. Golpeó la pared cerca de la nevera y
cayó al suelo. Drake soltó mi pierna.
—No vas a clavarme eso.
Maldita sea.
Me di la vuelta y me puse en pie de un salto. Agarré la taza de café que había sobre la
encimera y se la lancé. La esquivó sin esfuerzo. La cerámica se estrelló contra la pared,
manchándolo todo de café.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —preguntó riendo.
Me lancé a por la estaca, pero me agarró por la cintura y solté un grito de rabia. Le clavé las
uñas mientras me arrastraba fuera de la cocina. Pataleé y volqué de una patada la lámpara
metálica negra, que cayó al suelo y se abolló.
—¿Por qué te resistes, Ivy? Sabes que no puedes ganar.
Mierda.
Me quedé quieta. Drake no se lo esperaba y aflojó un poco la presión de los brazos, así que
aproveché para darle un pisotón y un codazo en el estómago.
—Por los dioses antiguos, estás poniendo a prueba mi paciencia. —Tiró de mí hacia la
derecha y me rodeó el pecho con el brazo, sujetándome con fuerza.
Entonces sentí que volaba.
Choqué contra el sofá y caí de bruces sobre los cojines del respaldo. Quedé aturdida un
momento. Después, me giré para ponerme boca arriba y empecé a mover las piernas, pero
Drake se me echó encima de pronto. Su mano me agarró por la garganta.
Me revolví, pataleando y asestándole puñetazos en los brazos. Levanté las caderas para
apartarlo de mí, pero pesaba mucho, no había forma de moverlo. Su peso me oprimía el pecho,
impidiéndome respirar. El instinto se apoderó de mí y comencé a forcejear frenéticamente.
Intenté arañarle los ojos, pero mantuvo la cabeza echada hacia atrás.
Entonces aumentó la presión y sentí lo que no había sentido cuando estábamos en el sofá y
pensaba que me estaba enrollando con Ren, a escasos segundos de pasar a mayores. Un terror
distinto inundó cada una de mis células cuando acercó su boca a la mía, deteniéndose cuando
nuestros labios estaban a punto de tocarse.
—Me gusta que te resistas.
Paré inmediatamente.
—Me das asco —le espeté.
—Es una lástima —murmuró—. Pero ya habrá tiempo para eso después.
Me obligué a estarme quieta y traté de respirar mientras lo observaba. Parecía Ren. Tenía su
misma voz aunque no hablara igual, pero no era Ren quien me estaba haciendo daño, quien
iba asfixiándome poco a poco. No era Ren quien me estaba aterrorizando, quien me enfurecía
y me revolvía las tripas.
Solo se parecía a él.
Era la maldad más cruel envuelta en la belleza más íntima.
Recorrió mi cara con la mirada al tiempo que introducía la otra mano entre nuestros
cuerpos. Sujetó la parte delantera de mi camisa y durante un instante no supe qué se proponía.
Luego agarró mi cadena. Dio un tirón. Me sentí impulsada hacia delante y un instante después
el príncipe tenía en la mano mi collar: el ojo de tigre con el trébol dentro.
Abrí los ojos desmesuradamente.
—Voy a disfrutar de esto mucho más de lo que imaginas.
Acercó su boca a la mía y yo cerré los labios con fuerza.
—Cuánta resistencia —dijo al tiempo que me agarraba por la barbilla.
Clavó los dedos en mis mejillas, obligándome a abrir la boca. Sentí que aquel sabor a menta
inundaba mi boca, pero Drake no intentó besarme.
Respiró hondo.
Todo mi cuerpo se sacudió cuando un ardor gélido bajó por mi garganta e invadió mi
vientre. Se estaba alimentando. Dios mío, se estaba alimentando. Cada vez que aspiraba, me
robaba energía, absorbía mi fuerza vital. Noté un peso en el estómago, un pinchazo agudo
como el filo de una navaja. Aquella punzada me atravesó, y recordé vagamente que Val me
había dicho que podía ser placentero, más aún que el sexo. A mí no me lo pareció: tuve la
sensación de que estaba absorbiendo cada partícula de mi ser.
La oscuridad se agolpó a mi alrededor, cubriendo la luz y el sonido. Sentí entonces que no
solo me estaba robando la energía. Luché por seguir notando mi cuerpo. Había demasiadas
cosas en juego, pero aquella quemazón me había invadido por completo. Traté de apartarme
de ella, de encogerme y alejarme. Solté sus brazos y mi voluntad pareció desmoronarse y
evaporarse, hasta que mi cuerpo quedó inerme y mis brazos cayeron hacia los lados. Vi cómo
la negrura invadía las venas de mis manos, extendiéndose hacia fuera.
Y luego ya no vi nada.
21
Despertar fue como luchar por salir de un mar de arenas movedizas. Cada vez que creía haber
alcanzado la superficie, volvía a hundirme, hasta que por fin conseguí abrir los párpados. Salió
a mi encuentro una luz cegadora, un sol intensamente cálido.
¿Estaba muerta?
Ladeé la cabeza a la izquierda y vi un ventanal y unas cortinas de gasa blanca, sujetas con
unas franjas de tela. Deduje enseguida que estaba viva.
Y tumbada en una cama.
Una cama grande.
Me incorporé bruscamente y dejé escapar un gemido cuando una oleada de mareo estuvo a
punto de derribarme. Me dolía la garganta, y también otras partes del cuerpo. Tenía la
sensación de que necesitaba una prótesis de cadera. Cerré los ojos con fuerza y me puse a
contar lentamente mientras recordaba lo que había sucedido con el príncipe.
Se había hecho pasar por Ren.
Se había alimentado de mí.
Abrí los ojos y miré mi mano derecha. Las venas sobresalían más que antes y eran más
oscuras, pero el color negro había desaparecido, junto con la mayor parte del veneno. La
sensación de pesadez duraría aún varias horas. Eso lo sabía por experiencia.
Ren…
Contuve la respiración al mirar la colcha de color azul claro. No sabía si Ren estaba vivo o
muerto o… o algo peor. Solo sabía que no estaba a salvo. El príncipe, Drake, había dicho que
estaba vivo de momento, pero yo no estaba segura de poder fiarme de su palabra. Sentí un
nudo de angustia en el pecho y las lágrimas se me agolparon en los ojos.
Si estaba…
Clavé los dedos en la colcha y exhalé con fuerza. No podía dejarme dominar por la tristeza.
Había muchas cosas en juego, y corría peligro. Tenía que averiguar dónde estaba y cómo
alejarme de aquel lugar.
Levanté la vista e inspeccioné la habitación con la mirada. Era enorme y estaba decorada
lujosamente. Delante del ventanal había dos grandes sillones que recordaban a tronos y,
enfrente de la cama, una cómoda de roble macizo. En el rincón había un espejo de cuerpo
entero, al lado de una puerta abierta que conducía a lo que parecía ser un cuarto de baño de
grandes dimensiones.
Un aroma balsámico dominaba la habitación.
Haciendo acopio de energías, me acerqué al borde de la cama y miré el reluciente suelo de
madera. Una alfombra blanca y mullida que parecía tan suave como la lana de cordero cubría
la mitad del suelo. Descolgué cuidadosamente los pies de la cama. Fue entonces cuando me di
cuenta de que estaba descalza. Mis botas y mis calcetines habían desaparecido, al igual que la
estaca de hierro oculta en mi bota izquierda.
Estaba desarmada.
—Mierda —mascullé.
Con mano temblorosa, palpé el cuello desgarrado de mi camisa. Mi collar también había
desaparecido. Mierda, mierda. Ahora estaba expuesta a la manipulación de los faes. El miedo
empezó a crecer dentro de mí y a extenderse por mi piel helada. Mi única defensa era extremar
la prudencia y no mirar a los ojos a los faes, pero eso era como intentar no quedarse
embarazada mediante el método de la marcha atrás.
Cerré el puño y lo dejé caer sobre el regazo. Al tocar con los pies la alfombra suave y blanda,
me asaltaron un montón de ideas espantosas. ¿Cuánto tiempo llevaba Drake suplantando a
Ren? Mi instinto me decía que lo había suplantado después de la noche en que le confesé a
Ren lo que era, justo antes de que desapareciera. Rezaba por que fuera así, porque cuanto más
tiempo llevara Ren bajo su control peor sería su estado.
Drake me había tocado. Me había besado y yo…
—Dios —gemí cerrando los ojos con tanta fuerza que vi pequeños destellos de luz.
Los ácidos me revolvieron el estómago cuando una mezcla de vergüenza, rabia y humillación
se apoderó de mí. Iba a matar al príncipe. Buscaría primero un cepillo de alambre y me frotaría
con él todo el cuerpo, y luego lo mataría.
Me levanté y recorrí la habitación con la mirada. Al acercarme a la puerta arrastrando los
pies, descubrí que estaba cerrada con llave, lo que no me sorprendió. Otra puerta conducía a
un armario vacío. El cuarto de baño no tenía ventanas, pero sí un jacuzzi descomunal.
Entre los dos tronos había una mesita y, en medio, una bonita jarra de cerámica que yo
dudaba que se hubiera usado alguna vez. Rodeé la mesa para inspeccionar la ventana. No tenía
cerradura. Al mirar afuera, vi que estaba a bastante altura del suelo y dejé caer los hombros,
desanimada. Era imposible que sobreviviera a la caída. Miré hacia arriba. La finca estaba
rodeada por grandes árboles. La hierba que se veía abajo parecía intacta desde hacía siglos. Me
pareció ver agua fangosa entre los árboles.
No estaba en Nueva Orleans, eso estaba claro.
Oí resonar unos pasos en el pasillo. Me giré y busqué frenéticamente un arma con la mirada.
Lo único que encontré fue la jarra. Agarré su asa fresca y me sorprendió que pesara tanto. Me
puse en guardia cuando se abrió la puerta.
Entró una mujer alta. A pesar de que no llevaba encima mi trébol, pude ver a través de su
hechizo de seducción. Era una fae, una fae de piel lisa y plateada y orejas puntiagudas. Su
mirada pálida se posó en la cama. Frunció el ceño y se volvió hacia mí.
—Está despierta —dijo dirigiéndose hacia el pasillo.
Agarré con fuerza la jarra.
—¿Dónde estoy?
La mujer entró en la habitación sin contestar.
—¿Dónde estoy? —repetí.
Levantó una sola ceja.
—Yo no hablo contigo, vaca.
¿Vaca? Me esforcé por no poner cara de fastidio.
—Deberías encontrar insultos un poco más originales.
Su risa sonó fría.
—Y tú deberías dejar esa jarra donde estaba antes de que te hagas daño.
—No, gracias.
Miré por encima de su hombro. La puerta seguía abierta. Podía tratar de alcanzarla. Solo
necesitaba distraerla. Pero no sabía qué me encontraría cuando saliera al pasillo.
Ladeó la cabeza.
—Vamos a traerte comida. Si te portas mal, tendrás que asumir las consecuencias.
—Uy, qué miedo.
Esbozó una sonrisa.
—Opino que deberíamos matarte de hambre. Quizá así, cuando el hambre te devore por
dentro, te animes a abrirte de piernas…
Le lancé la jarra y salté hacia la puerta. O lo intenté, porque mis músculos no cooperaron
demasiado. La jarra se estrelló contra la cabeza de la fae, y su grito de furia resonó al mismo
tiempo que mis piernas se ponían en movimiento. Rodeé el sillón dando trompicones y me
lancé hacia la puerta.
La fae saltó sobre mí por la espalda, tirándome al suelo. Me quedé sin respiración. Ella me
dio la vuelta y aproveché ese instante para lanzarle un puñetazo. Le rocé la mejilla con los
nudillos y volvió la cabeza hacia un lado.
—¡Zorra! —me espetó agarrándome del brazo.
Luego, todo sucedió muy deprisa.
Clavó los dientes en mi piel y sentí un dolor agudo. Chillando, le golpeé la cabeza con la
mano libre. ¡Me estaba mordiendo! ¡La muy zorra me estaba mordiendo el brazo! La golpeé
otra vez al lado de la sien y me soltó. Un hilillo de sangre le corría por la comisura de la boca.
Se lamió los labios.
—Sabes a vino.
Me aparté de ella rodando y traté de ponerme en pie, pero en ese instante vi que unas
piernas entraban en la habitación, cortándome el paso a la puerta. Pero estaba preparada para
llevarme por delante a quien se interpusiera en mi camino.
—¡Hazlo! —gritó la mujer—. ¡O la parto en dos!
—Al príncipe no le agradará verla herida —dijo una voz de hombre.
Traté de levantar la cabeza, pero algo me lo impidió. Noté un frío metal en el cuello y un
chasquido resonó en mi cabeza. Aterrorizada, levanté la mano y mis dedos resbalaron por una
banda metálica, una banda conectada a algo. Una cadena. Santo Dios, una cadena.
—Como una perra. Una perra de cría —dijo la fae un instante antes de que otra oleada de
dolor estallara en mi cabeza, seguida por una luz blanca y cegadora.
Luego, ya no vi nada más.
Esta vez, cuando me desperté, fue distinto. No hubo arenas movedizas ni me costó abrir los
ojos. Estaba profundamente dormida y, un instante después, me incorporé bruscamente. Bajé
las piernas de la cama a pesar de lo mucho que me dolía la cabeza. Tenía un vendaje blanco en
el antebrazo izquierdo. Solo conseguí dar tres pasos. Luego, algo tiró de mí hacia atrás.
Me llevé las manos al collar metálico que tenía alrededor del cuello. Era muy suave, con
excepción del diminuto ojo de la cerradura. Me giré, con los ojos dilatados por el horror. La
cadena descansaba, estirada, sobre la colcha. Cuando la toqué, me pareció fina y ligera.
Dios mío.
Tiré de ella y vi que estaba sujeta al poste superior de la cama. Me acerqué a él
apresuradamente mientras trataba de contener las náuseas. No, no estaba sujeta a la cama.
Había un gancho metálico en el poste. Parecían haberlo puesto allí a propósito para la ocasión,
y la anilla estaba completamente cerrada.
Dios mío.
—Hijo de puta. —Tiré de la cadena. El metal resonó sacudiendo la cama, pero no conseguí
nada. ¡Me había encadenado a la maldita cama!—. Voy a matarlo. ¡Lo mataré!
La rabia me inundó la boca. No podía creerlo. Agarré la cadena con las dos manos y tiré de
ella con todas mis fuerzas. La madera crujió, pero no cedió. Supuse que debía alegrarme de
que la cadena no pesara. Sentí el escozor de las lágrimas en los ojos. Seguí tirando de la cadena
hasta que empezaron a dolerme las palmas de las manos y las lágrimas me corrieron por las
mejillas. Esto no puede estar pasando. Me repetí una y otra vez esas cinco palabras, pero estaba
pasando. Era real.
De pronto, sin previo aviso, se abrió la puerta detrás de mí. Solté la cadena y me volví,
respirando agitadamente. Allí estaba. El príncipe. Drake. Con su aspecto normal: la piel
morena y el cabello largo y oscuro. Fue un pequeño consuelo que ya no se pareciera a Ren.
—Voy a matarte —le juré.
Enarcó una ceja.
—¿Ah, sí?
—Sí.
Riéndose, se acercó a la cama y se detuvo a escasa distancia de mí, pero fuera de mi alcance.
—No has tocado tu cena. —Señaló la mesilla de noche, donde había un plato tapado,
todavía intacto—. Deberías comer.
Eché mano del plato, pero Drake pareció intuir que no tenía intención de comer. Veloz
como el rayo, apartó la bandeja de mi alcance antes de que me diera tiempo a lanzársela a la
cabeza. Mis manos se cerraron en el aire, vacías.
—Quítame la cadena —ordené.
—No, ni hablar. —Dejó la bandeja sobre la mesa donde antes había estado la jarra—.
Estuviste despierta cinco minutos y te dio tiempo a maltratar a una de mis servidoras.
—Tu sirvienta me mordió. —Levanté el brazo izquierdo.
—Y ha sido castigada por ello. —Drake me miró, cruzando los brazos—. No quiero que
nadie te haga daño.
—No me digas. —Me reí ásperamente—. Pues tú no tuviste reparo en hacérmelo.
—Eso fue antes de saber lo que eras.
—Ah, entonces ¿a otras mujeres sí puedes matarlas de una paliza? ¿O alimentarte de ellas
contra su voluntad? —pregunté cuando parecía a punto de proseguir—. Además, también me
hiciste daño antes…
—Me estabas atacando —contestó tranquilamente—. ¿Debería acaso quedarme quieto y no
defenderme?
—¡Me has encadenado a una puta cama! —grité como una loca.
Siguió sonriendo burlonamente.
—Es para proteger a los demás. Es evidente que no puedo fiarme de que vayas a
comportarte civilizadamente.
—¿Comportarme civilizadamente? ¿Estás loco? Te alimentas de mí, me traes aquí contra mi
voluntad, ¿y se supone que tengo que portarme bien?
Me lancé hacia él por pura rabia, pero la cadena me retuvo de inmediato. Solté un exabrupto
de frustración. No podía creer que estuviera manteniendo aquella conversación.
—Voy a matarte.
—¿Cómo? Ni siquiera puedes tocarme.
La cabeza me iba a estallar.
—Pero en algún momento tendrás que acercarte.
—Cierto —dijo—. Y, cuando me acerque, tú me dejarás.
—Lo dudo mucho.
Su sonrisa se agrandó. Y mi rabia también.
—No puedes volver a hacerte pasar por Ren. Ahora lo sé.
—No me hace falta hacerme pasar por él.
Empecé a pasearme hasta donde me permitía la cadena, es decir, desde la mesilla de noche
hasta la mitad de la cama.
—Creía que, para concebir un hijo, no podía haber trucos ni coacción —dije.
—Así es.
Lo miré fijamente mientras se acercaba.
—Pero hacerte pasar por Ren era un truco.
—¿Sí? No hay un manual de instrucciones que aclare estas cosas. Si hubieras dicho que sí,
me habrías dado tu consentimiento.
Sentí el regusto amargo de la vergüenza a pesar de que sabía que lo que había pasado entre
Drake y yo no era culpa mía. Lo sabía, pero aun así me sentía avergonzada.
—Le habría dado mi consentimiento a Ren, no a ti.
—Eso es irrelevante.
Se sentó al borde de la cama. Seguramente podría haberlo alcanzado, pero solo para
agarrarlo del pelo, y no habría servido de nada.
—Valía la pena intentarlo —añadió.
Retrocedí hacia la mesilla de noche para distanciarme de él todo lo posible.
—Me pones enferma.
Sonrió desdeñosamente.
—Y a mí me encanta verte así. —Estiró el brazo y pasó un dedo por la cadena tensa; yo me
puse en guardia—. Es como tener encadenado a un gato rabioso.
—Joder…
Drake tiró de la cadena y yo caí de rodillas.
—También me encanta verte así, pajarito.
Miré sus botas, con los ojos llenos de lágrimas de humillación.
—¿De verdad crees que alguna vez voy a estar contigo, después de todo esto?
—Sí, creo que sí. —Se levantó, obligándome a levantarme con él.
—Te odio —dije con furia, mirándolo.
Se encogió de hombros al tiempo que se metía la mano en el bolsillo y sacaba una llave.
—Yo tampoco te tengo especial cariño —dijo.
—Ni siquiera te sientes atraído por mí. —Me acordé de aquel momento en el sofá, cuando se
estaba haciendo pasar por Ren—. ¿Cómo vas a conseguirlo?
—Bueno, hay momentos en que te encuentro deliciosamente atractiva.
Desenganchó la cadena de la cama y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, se la enrolló
alrededor de la mano. Tiró de mí hacia delante, contra su pecho.
—Ahora mismo, por ejemplo. Así que no te preocupes por mi capacidad para cumplir. —
Acercó la boca a mi oído y dijo—: Me he visto en situaciones peores.
Intenté apartarme de él todo lo posible.
—Pues yo no.
—Dentro de poco cambiarás de opinión.
Acortó la cadena y echó a andar. No tuve más remedio que seguirlo.
En el pasillo, muy ancho, había varias puertas cerradas. Dos antiguos montaban guardia al
fondo. Esbozaron una sonrisa desdeñosa cuando pasamos por su lado. Yo no quería avanzar,
quería arrastrar los pies, pero el ritmo que imprimía el príncipe me lo impedía. Traté de
mantenerme a su paso cuando bajamos por una escalinata.
—Eres como mi animal de compañía —dijo cuando llegamos a la que supuse era la planta
baja.
El sol entraba a raudales por las numerosas ventanas. Drake tiró de la cadena cuando me
detuve.
Había faes por todas partes: recostados en los sofás y en los sillones del cuarto de estar, y
apoyados contra las paredes. Los recorrí con la mirada, frenética, mientras Drake tiraba de mí
hacia el fondo de la casona. Ellos me observaban con expresiones de sorna o de repulsión
grabadas en sus bellos y gélidos rostros. Todos menos uno: una mujer con una larga trenza
plateada echada sobre el hombro. Tenía una mirada horrorizada. Aquello me desconcertó. La
expresión de temor de sus ojos pálidos era casi palpable cuando el príncipe tiró de mí hacia
otra puerta ante la que montaba guardia un antiguo.
Pero entonces el antiguo abrió la puerta, dejando al descubierto un estrecho pasadizo, y tuve
que seguir al príncipe como un perro sujeto a una correa.
—Los humanos a los que pertenecía esta casa decían que estas eran las habitaciones de la
servidumbre —comentó Drake—. Claro, que creo que empleaban el término «servidumbre»
con poco rigor.
Me condujo a una estancia amplia: la antigua cocina del servicio. Los armarios seguían
colgados de la pared y la vieja nevera zumbaba suavemente. La habitación todavía servía como
cocina.
Aunque no era el tipo de cocina que yo habría querido en mi casa.
Había varias decenas de catres alineados en fila y ocupados por humanos que mostraban
indicios de haber servido de alimento a los faes. Estaban pálidos y tenían las venas
ennegrecidas. De un hombre se estaban alimentando en ese momento. Sus gemidos eran una
mezcla de dolor y otra cosa completamente distinta. Y no intentaba apartarse del fae que se
estaba alimentando de él. Lo agarraba de los hombros, atrayéndolo hacia sí.
—Dios mío —susurré horrorizada, con el estómago revuelto—. Qué…
—Tenemos que alimentarnos —contestó Drake, y tiró de la cadena hasta que lo miré a los
ojos—. Ellos disfrutan. Tú también disfrutarías si dejaras de resistirte.
—¿Que disfrutan? —pregunté, asqueada—. ¿Qué clase de vida es esta?
El príncipe no respondió. Abrió otra puerta y me acordé de lo que había ocurrido en el Flux.
Ignoraba si todos los humanos que trabajaban en el club conocían la existencia de los faes,
pero algunos sin duda sí, y mira lo que les había pasado. Habían sido asesinados.
—Matasteis a toda esa gente en el club. Os…
Tiró de la cadena hasta que me obligó a ponerme de puntillas.
—Me hicieron enfadar. Te aconsejo que lo tengas en cuenta.
Quise preguntarle qué habían hecho, pero me hizo entrar en una habitación del tamaño
aproximado de una despensa. Estaba iluminada por una sola bombilla que colgaba del techo.
Contuve la respiración. Ya no pensaba en el club, ni en los humanos tumbados en los catres.
Había una persona agazapada contra la pared, con las manos atadas. Una cadena más gruesa
que la mía iba desde sus muñecas a la pared. El cabello, rojizo y ondulado, le caía sobre los
pómulos altos y pálidos. Un hematoma azulado cubría el lado izquierdo de su cara. No llevaba
camisa, tenía los pantalones desabrochados y su pecho estaba lleno de arañazos y marcas de
mordiscos.
No. No, no, no.
No quería que fuera él, pero lo era. Era Ren.
22
Me quedé mirando el plato de pollo asado, inhalando su delicioso aroma a hierbas. Olía de
maravilla. Debería tener hambre. Lo último que había comido había sido un plato de sopa la
noche anterior, hacía casi veinticuatro horas, pero la sola idea de comer hacía que se me
revolviera el estómago.
Sería seguramente por la cadena que rodeaba mi cuello. Cada vez que tragaba, me acordaba
de que estaba cautiva. Solo me la quitarían esa noche, cuando me permitieran ducharme. Me
permitían ir al baño periódicamente, pero se limitaban a desenganchar la cadena de la cama y
dejaban la puerta del cuarto de baño abierta.
Miré con rabia el plato de comida y me dieron ganas de arrojarlo contra la pared. Iba a
volverme loca en aquella habitación, preguntándome angustiada qué estaría pasando fuera, en
el mundo real.
¿De verdad Ren estaba a salvo? El príncipe me lo había prometido, pero eso no significaba
que estuviera bien. ¿Brighton había encontrado a Merle y a ese supuesto grupo de faes
bondadosos? ¿Tink se encontraba bien, o habría prendido fuego a mi apartamento sin querer,
presa del pánico? ¿Sabía lo que me había pasado? ¿Y qué habría pasado con David y el resto
de la Orden? Ya tenían que haberse enterado de la desaparición de Henry y de mi secuestro.
Ni siquiera sabía si Henry o Kyle creían de verdad que yo era la semihumana, o si Drake me
había mentido.
Tenía tantas preguntas y tan pocas respuestas…
Estiré las piernas y me aparté un rizo grasiento de la cara. Drake solo me había hecho una
visita desde que me había llevado a ver a Ren. El día anterior. La cosa no había ido bien. Yo
había tratado de… portarme bien. Ganarme su confianza era mi única oportunidad de
escapar, pero aquel tipo me sacaba de quicio.
Al pasear la mirada por la habitación, vi lo de siempre. No había ninguna vía de escape. Mi
única posibilidad de escapar era quitarme la cadena del cuello y salir de allí de algún modo.
Ignoraba dónde estábamos, pero si salía tendría una oportunidad de huir. Allí dentro no tenía
ninguna.
Me puse tensa y levanté las rodillas cuando se abrió la puerta del dormitorio. Entraron dos
faes, las dos hembras. A una ya la conocía. Era aquella mujer de cabellera plateada que había
puesto cara de horror al verme frente a la celda donde tenían encerrado a Ren. Me había traído
la comida la noche anterior y esa mañana, junto con el príncipe y otro antiguo. Se llamaba,
casualmente, Faye, o eso me había parecido.
No sabía quién era la otra, la de cabello oscuro, tan bella y esbelta como todos los demás.
Rara vez había visto a un fae de pelo oscuro, pero combinaba maravillosamente con su piel
plateada. Vestida con vaqueros ceñidos y una camiseta de tirantes también ceñida y casi
transparente, tenía unos pechos perfectos a pesar de que no llevaba sujetador. Lo sabía porque
se le transparentaban los pezones.
Faye miró mi plato intacto.
—No has comido.
No contesté, porque ¿para qué?
La otra cerró la puerta de la habitación y se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros.
—Bueno, hemos venido para que te duches, así que has perdido tu oportunidad de comer.
—Puede comer después, Breena. —Faye se mantuvo un poco apartada—. El príncipe no
quiere que se muera de hambre.
Descolgué las piernas de la cama.
—¿Tú eres Breena?
Sus labios rojos y carnosos esbozaron una sonrisa desdeñosa cuando me miró.
—Sí.
Me puse en pie lentamente.
—Algún día te mataré.
—¿Ah, sí? —Se encogió de hombros—. Me apuesto algo a que sé por qué.
La rabia me caló hasta los huesos.
—Seguro que sí.
—Te dije que no era prudente que vinieras —le dijo Faye con un suspiro—. El príncipe le
habló de ti. No lo ha olvidado.
—Eso esperaba yo. —Breena hizo una pausa; sus ojos azules claros rebosaban malicia—. ¿Y
sabes qué otra persona no va a olvidar mi nombre? Mi pequeña mascota humana.
—Para, Breena —le advirtió Faye, lanzando una ojeada a la puerta.
Cerré los puños.
—Eres repugnante.
—A Ren no se lo parecía —replicó al tiempo que sacaba la llave—. Sobre todo cuando
acercaba mi boca a su piel, cuando nuestras lenguas se entrelazaban y su…
Me lancé hacia ella con un chillido. Me esquivó fácilmente, saliendo fuera de mi alcance, y la
cadena tiró de mi cuello.
—Parece que te sientes orgullosa de forzar a otra persona —le grité.
—¿Quién dice que le forcé? —Soltó una risa siniestra—. Puedo ser muy muy persuasiva.
—Y yo voy a matarte —le prometí.
Breena resopló.
—Mi mascota tenía un tatuaje alucinante. Yo dibujaba esas enredaderas con la punta de la
lengua.
—¡Cállate!
Me invadió la rabia, mezclada con una amarga punzada de celos. Era absurdo concederle a
Breena ese poder, pero no pude refrenarme. Yo sabía que lo que hubiera pasado entre ellos no
había sido responsabilidad de Ren. Yo no habría hecho lo que había hecho con el príncipe de
haber sabido que no era Ren, y todavía me avergonzaba recordarlo, pero Breena me estaba
sacando de quicio.
—Dame la llave —ordenó Faye.
Breena se la pasó sin quitarme ojo.
—Sabía a hombre y a sal. No es mala combinación. Puede que le haga una visita.
—No vas a tener ocasión —repliqué mientras Faye se acercaba a mí.
La miré de repente. Se detuvo y me miró con desconfianza, levantando las manos.
—Voy a quitarte la cadena para que puedas ducharte. Nada más.
En cuanto me liberara, agarraría la cadena y se la echaría al cuello a Breena.
—Por favor, no —dijo Faye mirándome a los ojos como si me hubiera leído el pensamiento
—. Si la agredes o causas algún problema, vendrá un macho. ¿Entiendes?
Yo cerré tan fuerte la boca que empezó a dolerme la mandíbula.
—Se quedará aquí mientras te duchas —explicó Faye en tono casi suplicante, lo cual me
sorprendió—. Y tú no quieres eso, ¿verdad?
—No —contesté con esfuerzo.
—Entonces, por favor, no le hagas nada —dijo en voz baja—. No estuvo con él tanto
tiempo. Se alimentó de él, pero nada más.
—Tú sigue diciéndole eso, a ver si así duerme mejor por las noches. —La risa de Breena
tintineó como una campanilla.
—Ignórala —insistió Faye—. Solo quiere que te enfades y que te castiguen. No le hagas ese
favor.
Respiré hondo y sentí que el aire me quemaba los pulmones.
—¿Y a ti qué más te da?
Faye desvió la mirada y no respondió. Yo no entendía de verdad qué le importaba a ella que
tuviera que desnudarme delante de un batallón de faes machos, pero tenía razón. No quería
que entraran mientras me duchaba, y la verdad era que estaba deseando darme una ducha.
—De acuerdo —dije.
Faye pareció aliviada, pero Breena sonrió como si hubiera ganado una batalla. Yo esbocé
una sonrisa agria, porque después de ducharme y volver a vestirme ya no tendría nada que
perder y pensaba hacerle pagar por lo que había dicho.
Faye desenganchó la cadena, pero sujetó el extremo.
—¿Lista?
Asentí.
Entramos en el cuarto de baño y Breena nos siguió. Yo intenté ignorarla, pero fue
posiblemente una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida, sobre todo cuando se
puso a hablar otra vez.
—Tienes que dejar la puerta abierta —dijo con una mueca burlona.
Faye puso mala cara.
—No es necesario —les dije—. ¿Qué voy a hacer aquí dentro?
—No me fío de ti. —Breena me dio un empujón en el hombro al pasar a mi lado y se sentó
en el borde de la bañera cruzando elegantemente las piernas.
Me puse tensa mientras Faye abría la banda metálica que ceñía mi cuello y me la quitaba. Me
toqué enseguida la piel y tragué saliva con cuidado. Faye se acercó a la ducha y abrió el grifo
para regular la temperatura.
—Desnúdate —ordenó Breena.
Bajé las manos, mirándola con rabia. Su sonrisa satisfecha se hizo más amplia.
—O te quitas tú la ropa o te la quito yo.
Faye suspiró.
—Breena…
—No lo digo en broma —insistió ella.
Me hormigueaba la piel de rabia y exasperación. En parte deseaba que tratara de
desnudarme, pero por otro lado no quería que el cuarto de baño se llenara de faes mientras me
duchaba. Breena ya me había alterado bastante. Le había hecho cosas a Ren (y con Ren) y
ahora pretendía intimidarme. No pensaba darle pie.
Agarré el bajo de mi camiseta sucia, me la quité y se la lancé a Breena. La agarró al vuelo,
pero su sonrisa se borró cuando soltó la prenda.
—Qué monada. ¿De verdad llevas un sujetador con margaritas?
Sí, lo llevaba. Me desabroché los pantalones, me los bajé por las caderas y los muslos y me
los quité. El cuarto de baño empezaba a llenarse de vapor.
—¿Braguitas rosas? —preguntó Breena en tono burlón—. ¿Cuántos años tienes?
—Que te jodan —repliqué mientras me desabrochaba el sujetador. Noté que me ardían las
mejillas al bajarme los tirantes.
—¿Qué te parece si voy a acostarme con tu novio? —respondió Breena.
Voy a matarla. Me temblaron las manos cuando dejé caer el sujetador al suelo. Voy a matarla,
me repetía para mis adentros mientras me quitaba las bragas.
—No entiendo qué ve en ti —comentó Breena enarcando una de sus cejas morenas—. Tus
tetas no están mal, pero el resto… Has hecho bien saltándote la cena.
—Cállate, Breena. —Faye le lanzó una mirada de reproche—. Cállate.
Breena no le hizo caso.
—Uy, mira. Tienes un tatuaje en el mismo sitio que tu novio. Qué monada.
Me puse tensa. Ren tenía el tatuaje (el símbolo de la libertad que llevábamos todos los
miembros de la Orden) en el bajo vientre, casi en el pubis, lo que significaba que tenía que
haberlo visto sin pantalones. Sintiendo un nudo en el estómago, luché por respirar. Nuestras
miradas se encontraron. Los ojos pálidos de Breena me retaban descaradamente.
—A la ducha, Ivy. —Faye me tocó el brazo con delicadeza—. Anda, dúchate.
Me ardía la piel, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para darme la vuelta y meterme en la
ducha. El agua caliente me produjo un escozor en la cadera. Faye cerró la puerta, pero era de
cristal transparente, de modo que no disponía de ninguna intimidad. Sentía tanta vergüenza
que me movía con torpeza y agarré bruscamente el bote de champú.
Breena no paró de hablar mientras me duchaba. Habló de lo viva que se sentía después de
alimentarse de Ren, y de cómo flexionaba él los músculos bajo sus manos. Luego habló de
cómo serían las cosas cuando el príncipe me dejara «preñada» y yo tuviera a su hijo. Yo sería
apartada y ella ocuparía mi lugar. Por lo que pude deducir, conocía íntimamente a Drake.
Qué tópico.
Yo no le hice caso y me concentré en el placer de lavarme, aunque me dieron ganas de
hacerle tragar el bote del gel. Tendría que esperar una oportunidad más favorable, así que me
tragué mi sentimiento de humillación y refrené mi ira mientras acababa de ducharme. La
puerta se abrió una vez y me ofrecieron una maquinilla desechable. Me quedé mirándola y
luego miré a Faye.
Sus mejillas plateadas se sonrojaron.
—Él quiere que te afeites.
—Quiere… —Yo sabía por qué. Asqueada, traté de controlar una arcada—. No. Ni hablar.
—Qué asco —masculló Breena—. Los humanos son tan peludos…
¿Acaso los faes no tenían pelo en los mismos sitios que nosotros? No tenía ni idea y,
francamente, tampoco me interesaba. No pensaba afeitarme.
—No voy a hacerlo —dije.
Faye pareció mirarme casi con aprobación, pero pensé que debían de ser imaginaciones
mías. Asintió con un gesto y se apartó de la ducha. Yo quería estar limpia, pero si dejando de
lavarme y de depilarme conseguía mantener alejado al príncipe, no me importaría estar todo lo
sucia que fuera humanamente posible. Cuando terminé, Faye me pasó una toalla.
Se me puso la piel de gallina al salir de la ducha. Fue entonces cuando me di cuenta de que
Faye sostenía en los brazos un montón de tela negra. Mi pelo mojado goteaba cuando me
pegué la toalla al cuerpo.
—El príncipe quiere que te pongas esto —explicó Faye.
Esto resultó ser un vestido de noche negro, de manga larga y cintura alta, muy escotado. Sin
necesidad de tocarlo, me di cuenta de que era increíblemente fino.
—¿Lo dices en serio? —pregunté y, cuando Faye dijo que sí con la cabeza, hice una mueca
—. Podré ponerme algo más.
—O te pones esto o vas desnuda. —Breena se levantó ágilmente—. Tú decides.
La vi salir del cuarto de baño y miré a Faye. No entendía por qué se mostraba tan amable y
servicial conmigo, pero confié en que me buscara otra cosa que ponerme.
—Por favor. No puedo… No puedo ponerme eso.
—Lo siento. —Y parecía sentirlo de verdad.
Su actitud volvió a sorprenderme.
La cadena y el collar metálico descansaban sobre la cama, esperándome. Frustrada, le quité
el vestido de las manos. No había ropa interior, y deduje que era a propósito. Asqueada, le di
la espalda a Faye.
Salió del cuarto de baño para que me vistiera con un poco de intimidad, y yo dejé caer la
toalla y me pasé el vestido de seda por la cabeza. El bajo llegaba hasta el suelo, y los dedos de
mis pies asomaban bajo la falda.
Sin ropa interior, me sentía desnuda.
Me saqué el pelo mojado de dentro del vestido, pero me negué a mirarme al espejo. El
corpiño era tan ceñido que apenas dejaba nada a la imaginación, y el escote se abrió
ligeramente cuando me incliné. Genial.
—¿Cuánto tiempo tarda una humana en vestirse? —preguntó Breena desde el dormitorio.
Me alisé el vestido pasándome las manos por los costados y compuse una sonrisa forzada al
levantar la cabeza. Salí del cuarto de baño sorteando a Faye. Me acerqué a la cama con calma y
me detuve a escasos centímetros de Breena.
—Con ese vestido, parece que vas disfrazada —dijo.
Sonreí más aún mientras la miraba. Breena me observaba expectante. Eché el brazo hacia
atrás y le di un puñetazo en la cara con todas mis fuerzas.
Faye ahogó un grito de sorpresa cuando Breena cayó hacia atrás sobre la cama. No le di
ocasión de recuperarse. Me senté a horcajadas sobre sus caderas, la agarré por la cabeza y le
hundí los pulgares en los ojos.
—Voy a matarte —le dije, ignorando una punzada de dolor cuando me arañó los brazos a
través de la tela del maldito vestido—. Puede que no ahora, pero algún día te mataré.
Breena chilló y se revolvió, pero yo la sujeté como un pulpo, esperando a que interviniera
Faye. De pronto se abrió la puerta del dormitorio y un antiguo irrumpió en la habitación. Yo
seguí clavándole los dedos a Breena, que chillaba de dolor, hasta que dos manos me agarraron
por los hombros y me apartaron de ella. Caí de culo al suelo.
La banda de metal se cerró alrededor de mi cuello y la cadena se tensó, obligándome a
levantarme. Breena se puso en pie de un salto. La sangre le goteaba por las comisuras de los
ojos. Chillando como una loca, se lanzó hacia mí pero no llegó muy lejos.
Faye la agarró por la cintura y tiró de ella hacia la puerta abierta, sorteando la cama. Yo solté
una risa histérica cuando el antiguo me lanzó de un empujón a la cama. Me agarré y me giré
bruscamente hacia él. Estiró un brazo y me golpeó en la mandíbula con el dorso de la mano.
Noté un estallido de dolor en la boca. Me toqué la barbilla e hice una mueca al ver que tenía
las yemas de los dedos manchadas de sangre.
—Al príncipe no va a agradarle tu actitud —me advirtió, mirándome como si quisiera darme
un golpe en la cabeza.
Con el labio todavía dolorido, le dediqué una sonrisa sanguinolenta.
—Ha merecido la pena.
24
El cuarto día me comí el almuerzo, aunque no fue muy agradable comer mostaza teniendo el
labio partido. Faye me trajo un sándwich poco después de la una. No se quedó a charlar, y eso
me fastidió porque sentía curiosidad por ella y quería saber por qué era tan amable conmigo.
No íbamos a hacernos grandes amigas, claro, pero saltaba a la vista que no era como las demás.
Sin embargo, lo único que me dijo antes de salir fue que no debería haber atacado a Breena.
Y tenía razón, no debería haberla atacado, pero en fin…
De todas las cosas de las que podía arrepentirme en la vida, no creo que esa estuviera entre
las treinta primeras.
No sé por qué me puse a pensar en Val. ¿Cómo me trataría ella si no hubiera muerto y yo
estuviera aquí? ¿Se portaría bien o mal conmigo? En parte quería creer que trataría de
ayudarme, pero me daba cuenta de que en realidad sabía muy poco sobre Val.
Pensar en ella hacía que me doliera todo.
Acababa de comerme el sándwich cuando se abrió la puerta del dormitorio. Me puse en
guardia al ver que era Drake. Llevaba unos pantalones de lino que no le quedarían bien a casi
ningún hombre, y la camisa medio desabrochada. Estaba descalzo.
Al verlo así vestido empecé a ponerme nerviosa. Se había pasado por mi habitación la noche
anterior para gritarme por haber agredido a Breena y para decirme que se alegraba de que ya
no estuviera «sucia». Supuse que Faye no le había dicho que no me había depilado.
—¿Me echabas de menos? —preguntó al detenerse delante de la cama.
Resoplé.
—No, ni lo más mínimo.
—Si tuviera sentimientos, tampoco me importaría.
Poniendo los ojos en blanco, me desplacé hasta el borde de la cama y apoyé los pies en el
suelo. No tenía mucho espacio para moverme, pero no me gustaba estar en la cama cuando
Drake se encontraba en la habitación. Cada vez que entraba, yo me levantaba.
—¿Te gusta el vestido que elegí para ti?
No me lo había preguntado antes.
—No —contesté meneando la cabeza.
—No me sorprende. —Se rio y, moviéndose a la velocidad del rayo, me agarró por la
barbilla y me echó la cabeza hacia atrás—. ¿Sabes?, Valor podría haberte dejado la cara mucho
peor.
Valor (qué nombre tan irónico, en su caso) era el antiguo que me había dado una bofetada el
día anterior.
—Ya hemos tenido esta conversación —contesté apartando la barbilla.
Me parecía despreciable que hubiera consentido que me abofetearan, solo que me
abofetearan, nada más.
—Y lo repito: voy a matar a Breena.
—No me parece probable.
Entorné los ojos y cerré los puños.
—¿No me crees capaz?
Esbozó una sonrisa torcida e inclinó un poco la cabeza hacia delante. El pelo moreno le
resbaló por los hombros.
—¿Serías capaz de matarla por haber tocado a tu macho humano?
—Sería capaz de matarla por lo que le forzó a hacer —repliqué—. Porque no fue algo
consentido. Si lo hubiera sido, entonces no tendría problema con ella.
—¿Cómo sabes que no fue consentido? —me espetó Drake.
Contuve la respiración.
—Lo sé porque… porque esto no lo es. Porque Ren no habría querido que se alimentaran de
él. Porque…
—¿Y crees que a ti te desea de verdad, aun sabiendo que eres una semihumana?
Tensé los hombros. Preguntarme si Ren todavía me quería no era una de mis prioridades
desde que estaba cautiva.
—Permíteme hacerte una pregunta. —Se sacó la llave del bolsillo—. ¿Cómo crees que
atrapamos tan fácilmente a tu hombre?
—Dudo que fuera fácil.
Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios. Tensé los músculos cuando me retiró el pelo del
cuello con una mano.
—Fue el lunes pasado —dijo.
Sentí una opresión en el pecho. Tal y como me temía, había sido el lunes, cuando le dije a
Ren que era una semihumana. Él desapareció esa misma noche, la madrugada del martes, y
luego, el miércoles, apareció Drake haciéndose pasar por él.
—No fui yo quien atrapó a tu macho. —Me quitó la banda metálica del cuello y la dejó
sobre la cama—. Fue Breena.
No me atreví a moverme, a pesar de que ahora tenía cierta libertad de movimientos. Drake
seguía agarrándome del pelo y estaba muy cerca. Cuando habló, su aliento fresco me acarició
la mejilla.
—Consiguió que se fijara en ella y no le resultó difícil atraerlo —me dijo.
Cerré los puños.
—Ren vio a través de su hechizo de seducción. Nuestro deber consiste en perseguir a los faes
cuando los vemos.
—¿Y cómo sabes que solo estaba cumpliendo con su deber? Breena es preciosa y tú…
Bueno, tú tienes este pelo. —Lo levantó—. No sé muy bien cómo calificarlo.
—Vaya, gracias.
Se rio y soltó mi melena rizada, pero no retrocedió. Apoyó la mano en mi hombro y me
sentía agobiada por su presencia.
—Lo dejó inutilizado muy fácilmente —prosiguió—. Imagino que estaba distraído.
Claro que lo estaba, y no por la razón que creía Drake.
—Sé lo que intentas y no va a dar resultado.
—¿No? —Deslizó la mano desde mi hombro a mi nuca y me obligó a echar la cabeza hacia
atrás para mirarlo a los ojos—. ¿Y sabes también que cuando nos alimentamos podemos leer el
pensamiento? ¿Ver el interior de esa persona? ¿Fragmentos de su personalidad, sus deseos y
sus anhelos?
No, eso no lo sabía.
Sus ojos eran como estanques de hielo azul.
—¿Cómo crees que pude convencerte durante un tiempo de que era Ren?
—Solo durante unas horas —le recordé.
Me apretó el cuello con más fuerza.
—Si no nos hubieran interrumpido, habría conseguido lo que quería.
Sentí una oleada de vergüenza y de rabia. Traté de apartarme, pero me retuvo.
—Descubrí ciertas cosas sobre él cuando me alimenté, como sin duda hizo Breena. —Hizo
una pausa—. Una de las cosas que averigüé sobre tu macho humano fue que estaba
preocupado por esos dos hombres, Henry y Kyle.
Genial. Pero ahora mismo ese no era uno de mis mayores problemas.
—Deberías darme las gracias por haber eliminado al menos a uno de ellos —añadió, y yo
cerré la boca con fuerza—. Hice lo que tu hombre no podía hacer.
—Ser capaz de matar a alguien a sangre fría no es precisamente una virtud —repliqué.
—En eso no estoy de acuerdo. —Me soltó y dio un paso atrás—. ¿Sabes qué más descubrí?
Yo crucé rápidamente la habitación para poner la mayor distancia posible entre los dos. La
puerta estaba cerrada, y yo sabía que no podría escapar de él. No sabía por qué me había
soltado, pero no iba a quejarme. Necesitaba conservar la calma, porque mi única oportunidad
de salir con vida de allí era ganarme su confianza.
—¿Qué? —pregunté.
Esbozó una tensa sonrisa.
—Tu macho humano no está seguro de lo que siente por ti. Se siente dividido. Le importas,
pero al mismo tiempo detesta una parte de ti, tu mitad no humana. No puede reconciliar esas
dos mitades.
Respiré hondo y un nudo se formó en mi garganta.
—¿Por qué habría de creer lo que dices? —pregunté con voz ronca.
—Porque he estado dentro de tu cabeza y tú también tienes esos miedos —contestó—.
Temes que sienta así, y tienes razón. Eso es lo que siente.
Me puse a pasear de un lado a otro delante de la cómoda, cruzando los brazos. El nudo que
notaba en la garganta era cada vez más grande.
—¿Por qué quieres estar con alguien que no te acepta tal y como eres, por completo? —
preguntó.
Era una pregunta magnífica, que yo misma me hacía a menudo. Exasperada, empecé a
pasearme por la mullida alfombra que rodeaba la cama. Cada vez me parecía más improbable
ser capaz de mantener la calma.
—¿De verdad crees que decirme estas cosas va a servir de algo?
—Sí.
Cerré los puños.
—Pues te equivocas.
—Hicimos un trato, así que, en resumidas cuentas, da igual, ¿no te parece? —contestó—. Te
quedan diecisiete días.
Me estremecí.
—Prefiero que me mates a que me lo recuerdes.
—Creía que no querías morir.
Se dejó caer en el sillón que había junto a la ventana y se acomodó en la postura de siempre,
con los muslos separados y los hombros echados hacia atrás. Drake convertía cada sillón en un
trono, y aquello me fastidiaba enormemente.
—Cuando estabas tendida de espaldas, después de que te diera esa paliza, ¿no querías vivir?
¿Has cambiado de idea?
—Sí. —Pasé otra vez delante de la cama, y el dichoso vestido pareció susurrar alrededor de
mis tobillos—. Tu sola presencia hace que desee poder tirarme desde la ventana más alta de un
edificio de cincuenta pisos, y que haya una acera de cemento debajo. O un foso. Un foso lleno
de cocodrilos hambrientos.
Sonrió.
—Tus palabras pintan siempre unas escenas tan bellas, pajarito…
—Voy a pintar bellas escenas con tus intestinos —repliqué.
Drake se rio.
Yo lo odié.
Con toda mi alma.
—Resístete todo lo que quieras. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano al fijar la mirada en
la ventana—. Hemos hecho un trato. Al final, te tendré debajo y plantaré mi semilla en tu
vientre.
Torcí la boca, asqueada, y dejé de pasearme. Me dije a mí misma que debía callarme, pero mi
boca se movió como si tuviera vida propia.
—Eso es lo más asqueroso que he oído nunca.
Se encogió de hombros elegantemente.
La ira, mi compañera casi constante, volvió a apoderarse de mí.
—¿De verdad crees que quiero estar contigo? —Abrió la boca—. No contestes —le advertí
—. No te deseo, y desde luego no quiero tener un hijo tuyo.
Una sonrisa desdeñosa se dibujó en sus labios perfectos y su mirada pálida se clavó en mí.
—Bueno, eso ya lo veremos.
Me reí amargamente.
—No, nunca voy a desearlo, eso es imposible. Nunca jamás, como dice Taylor Swift en su
canción.
Pareció desconcertado.
—Sé que no te serviré de nada una vez dé a luz al bebé del apocalipsis —añadí.
Suspiró.
—Me gustaría que dejaras de llamarlo así.
No le hice caso.
—En cuanto tenga al bebé del apocalipsis, me matarás. Me da igual lo bueno que creas estar,
o lo prodigioso que creas que es tu pene. No desearte es mi seguro de vida.
—Creía que querías tirarte por una ventana a un foso lleno de cocodrilos hambrientos.
Entorné los ojos.
—Quizá no esté dispuesta a cumplir nuestro acuerdo. A diferencia de los faes, yo no estoy
obligada por mis promesas.
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Yo tensé la espalda. Me sentí ofendida. Insultada.
Era una luchadora impresionante, ¡y él me tenía tan poco miedo que iba a echarse una siesta!
—¿Sabes una cosa, pajarito? —dijo lentamente mientras tamborileaba con los dedos sobre el
brazo del sillón negro—. Pienso quedarme contigo después. Me divierte cómo hablas. Puede
que encargue una linda jaula para guardar a mi lindo pajarito pelirrojo.
Lo miré boquiabierta.
—Deberías actualizar tu perfil en Match.com con esa información. Las mujeres harían cola
para conocerte. No hay nada tan romántico como que te mantengan cautiva en una jaula.
Soltó una risa siniestra.
—Ah, qué graciosa eres.
—¡No soy graciosa! —Levanté la barbilla—. Estoy cabreada.
—¿En serio? —contestó con sorna—. Jamás lo habría adivinado.
Sentí una oleada de calor cuando la rabia volvió a adueñarse de mí.
—Voy a matarte. Encontraré la manera de hacerlo y te mataré por todo lo que le has hecho a
Ren y por lo que me estás haciendo a mí.
El príncipe ladeó la cabeza.
—Y no es una advertencia —añadí—. Es una promesa que pienso cumplir.
Sus dedos se detuvieron, lo cual debería haberme servido de advertencia, pero estaba
demasiado cabreada para darme cuenta de que me había pasado de la raya.
En menos de medio segundo se levantó del sillón y se puso delante de mí. No me dio tiempo
ni a pestañear. La velocidad con que se movía nunca dejaba de asombrarme, ni de
aterrorizarme.
Me agarró del brazo y me hizo girarme bruscamente. Apoyó la mano en el centro de mi
espalda, pero no caí hacia delante. No, volé hacia delante. De un extremo a otro de la
habitación. Estiré los brazos y mis manos se estrellaron contra la pared un segundo antes que
mi cara.
El príncipe apareció a mi espalda en menos de un nanosegundo y me apretó contra la pared.
—Mi paciencia tiene un límite, pajarito. —Sentí su aliento gélido en la oreja—. Hay una cosa
en la que no pareces haber reparado, y ya me he cansado de esperar que te des cuenta. Podría
hacerte cosas mucho peores que acabar con tu vida. Va siendo hora de que aprendas la
lección.
Ay. Mierda.
25
No me sorprendió que volviera a ponerme la banda metálica alrededor del cuello, pero sí que
sujetara la cadena y me llevara a rastras hasta el pasillo.
Ya podía despedirme de mi plan de ganarme su confianza.
Drake no dijo nada mientras bajábamos las escaleras, y a mí ni siquiera se me pasó por la
cabeza intentar escapar de él, estando, como estaba, tan enfadado.
No era tonta. Tal vez lo pareciera por no haber sabido refrenarme, pero era lo
suficientemente lista como para reconocer el sabor del miedo cuando lo notaba en la punta de
la lengua.
Vi caras borrosas de faes mientras me conducía a aquella sala llena de catres y seres
humanos. El antiguo que custodiaba la puerta miró la cadena que Drake llevaba en la mano y
sonrió al apartarse. A mí me ardieron las mejillas por la humillación. Que me condujeran de
aquel modo, tirando de mí de acá para allá con una cadena y vestida con aquel ridículo
atuendo, se me hacía insoportable.
Drake avanzó hasta el centro de la habitación y yo me detuve junto a la puerta, clavando los
dedos de los pies en la fresca madera del suelo. Los camastros no estaban, ni mucho menos,
tan llenos como la vez anterior. Solo tres estaban ocupados. Uno de los humanos, una mujer
que parecía tener unos treinta y cinco años, miraba apáticamente el techo. Los otros dos eran
hombres que parecían tener poco más de veinte años, y estaba dormidos o inconscientes.
Solo había un fae en la sala, un macho que miraba fijamente su teléfono móvil, apoyado
contra la pared. Me pregunté si estaría mirando su cuenta de Facebook y tuve que ahogar una
risita histérica.
Drake me miró, ceñudo. Cuando nuestros ojos se encontraron, esbozó una sonrisa cruel. Un
segundo después dio un tirón a la cadena.
Yo me resistí, y la cadena comenzó a oprimirme el cuello, dificultándome la respiración.
Sentí un nudo de pánico en la boca del estómago, que de pronto me pesaba como si lo tuviera
lleno de piedras. Mi instinto entró en acción y agarré la cadena.
—Te resistes a mí aun sabiendo que es absurdo. —Drake se me acercó y la presión de la
cadena se aflojó.
El aire que penetró en mi garganta hizo remitir el pánico. Drake se colocó delante de mí.
—Una de dos: o eres increíblemente idiota, o increíblemente valiente. ¿Cuál de las dos cosas
eres?
Lo miré a los ojos, pero me negué a contestar a su pregunta.
Enarcó una ceja al inclinarse hacia mí. Su boca estaba junto a mi mejilla.
—Sigues luchando hasta cuando no tiene sentido hacerlo. Mereces todo mi respeto por ello,
pero de todos modos voy a doblegarte.
Volví la cabeza y exhalé bruscamente.
—No vas a doblegarme.
—¿No? Yo creo que ya casi lo he conseguido. —Levantó la cadena y la hizo resonar—. Te
tengo encadenada, comes la comida que te doy, duermes en mi cama y llevas la ropa que yo te
consigo.
Ladeó la cabeza al tiempo que deslizaba un dedo por mi cuello. Yo me eché hacia atrás, y
Drake se rio como si le hiciera gracia.
—Ya has aceptado estar conmigo —añadió—. ¿Puedes decirme exactamente en qué sentido
no te he doblegado, pajarito?
La ira me atravesó como un fogonazo, haciendo que el latido de mi corazón me retumbara
en los oídos. Clavé la mirada en él.
—No vas a vencerme.
Su sonrisa se ensanchó, helando el ardor de mis venas. Era una sonrisa sagaz y solapada,
como si ya hubiera leído el libro y supiera cómo terminaba.
—Solo he conocido a un par de semihumanos en mis muchos siglos de vida.
¿Siglos? Yo sabía que era viejo, pero ¿tanto?
Se giró y me condujo al catre donde yacía la mujer. Ella no se movió, ni nos miró.
—Antes teníamos muchos humanos en el Otro Mundo. No duraban mucho. La comida o el
ambiente siempre acababan con ellos, pero los criábamos en cautividad para reponer nuestras
existencias antes de su muerte inevitable.
Me estremecí, asqueada. Los faes trataban a los humanos como a ganado.
Drake no pareció advertir mi desagrado.
—Por desgracia, el Otro Mundo se está extinguiendo. Todo se está volviendo frío y yermo.
El entorno ya no permite la vida humana y, sin humanos, envejecemos y… morimos.
De pronto se me ocurrió una idea.
—¿Que se está volviendo frío? —pregunté—. ¿Como el tiempo, quieres decir?
Drake asintió. Yo abrí los ojos como platos.
—También está sucediendo aquí —añadí—. Esta ola de frío. —Me acordé de las
enredaderas marchitas de mi apartamento—. Es porque estáis aquí.
—El tiempo se está ajustando a nuestras necesidades —contestó.
—Pero ¿vuestra presencia tendrá los mismos efectos aquí que en el Otro Mundo?
Se encogió de hombros.
—Podría ser, pero en todo caso será un proceso de miles de años. El clima seguirá
enfriándose. A fin de cuentas, llevamos el invierno en la sangre.
Me quedé muda de asombro un instante.
—Yo creía que las cortes ya no existían. Que invierno y verano se habían unido y…
Su risa grave me hizo callar.
—Las dos cortes no se unieron sin más. Nosotros conquistamos la corte de verano hace
siglos. El invierno lo domina todo.
A mí no me dio tiempo a asimilar todo aquello antes de que empezara a hablar otra vez.
—De vez en cuando, un fae concebía con un humano. A veces las cosas se… descontrolan
mientras nos alimentamos —dijo con una sonrisa.
Me acordé de lo que me había contado Tink que había visto una vez en un claro del Otro
Mundo: al príncipe con varias mujeres. Supuse que aquello debía ponerse bastante
complicado.
—Antes de que conociéramos la profecía, la fisura que rodea las puertas, los semihumanos
solían considerarse una aberración. Los eliminábamos.
—Dios —mascullé.
—¿Acaso los de tu especie los tratan mejor?
Apreté los labios, porque tenía razón.
—Pero en ocasiones un ejemplar de nuestra especie se encaprichaba con un humano, o con
su cría, y el semihumano llegaba a hacerse adulto.
Drake avanzó entre los camastros, tirando de mí. La mujer desvió la mirada hacia nosotros.
Drake me puso una mano en el hombro y me obligó a sentarme junto a ella.
—¿Sabes qué descubrimos respecto a los semihumanos?
Sentí un hormigueo de inquietud que fue creciendo hasta que me pareció que mil agujas
arañaban mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se pusieron rígidos cuando el príncipe se
sentó a mi lado. El catre era pequeño, así que había poco espacio. El príncipe pegó su costado
al mío, y mi muslo presionaba la pierna de la mujer.
Drake se inclinó, me pasó un brazo por la cintura y tensó la cadena.
—Descubrimos que los semihumanos podían alimentarse igual que nosotros.
Lo miré a los ojos al tiempo que el pavor se adueñaba de mí, helándome la piel.
—No —susurré.
—Sí —contestó en voz baja—. Es bastante sencillo. Como un beso. Solo tienes que inhalar y
desearlo, y sucede. Únicamente es necesario que sepas que puedes hacerlo. Las primeras veces
es como… como consumir una droga. A tu organismo le cuesta asimilarlo, pero al final lo
consigues.
Negué con la cabeza, comprendiendo de pronto por qué sonreía el príncipe. Aquello no
podía ser. No, imposible.
—Opino que necesitas explorar tu otro yo.
Quitó la mano de mi cintura y la movió a mi espalda, hacia la mujer. Ella cambió de postura
y comenzó a incorporarse.
—Es hora de que descubras quién eres en realidad —añadió.
—Ni hablar.
Traté de levantarme, pero Drake sujetó la cadena, obligándome a permanecer sentada. La
angustia me cerraba la garganta y no conseguía que me entrara aire en los pulmones.
—No pienso alimentarme de nadie. Yo no soy así.
—Tú no sabes lo que eres —replicó—. No tienes ni idea.
—Sé quién soy.
Miré a la mujer. Nos estaba mirando. A la espera. Tenía una expresión vacua, desprovista de
todo pensamiento y de toda emoción. ¿Se daba cuenta de lo que estaba pasando?
—Soy Ivy Morgan. Pertenezco a la Orden. Soy humana y no me alimento de otros humanos.
—Eres una semihumana y vas a hacer lo que yo te diga.
—Jamás —musité cerrando los puños.
El príncipe se inclinó y me agarró de la barbilla imperiosamente. Su contacto me repugnó.
—Recuerda que puedo obligarte.
Se me encogió el corazón al darme cuenta de lo que quería decir. En efecto, podía
obligarme. Podría obligarme a hacer cualquier cosa. Desnudarme y bailar por la habitación.
Que me arrodillara ante él. Que me tirara por la ventana. Ya no tenía mi trébol para
protegerme. Era tan manipulable como cualquier ser humano. Por alguna razón absurda me
había aferrado a la idea de que Drake no podía obligarme a acostarme con él para concebir un
hijo, pero ese impedimento no era aplicable a ningún otro caso.
—No. —Traté de apartar la cabeza, pero siguió agarrándome con mano de hierro. El miedo
me atenazó las tripas—. No lo hagas, por favor. No me obligues a hacerlo.
—Lo vas a desear.
Guio mi mirada hacia la suya y, antes de que me diera tiempo a cerrar los párpados o a
prepararme, nuestros ojos se encontraron y vi en los suyos algo, no sé qué, que me impidió
desviar la vista. El tiempo pareció ralentizarse. Solo era consciente del latido veloz y errático de
mi corazón, y de su mirada. Me di cuenta entonces de que sus ojos no eran de un solo tono de
azul. Tenían distintos matices de azul claro y violeta, y eran tan profundos como un iceberg en
medio del océano.
—Puede que hasta te guste —murmuró mientras acariciaba mi mandíbula con el pulgar—.
Mi voluntad es la tuya.
Entreabrí los labios, pero no le di la razón. No conseguía recordar exactamente por qué,
pero sabía que no debía hacerlo, sobre todo cuando empezó a hablarle a la mujer tumbada a
mi lado. Yo me había olvidado de ella y me sobresalté un poco cuando apoyó su pequeña y
frágil mano sobre mi hombro. Me giré hacia ella aunque sabía que no era prudente.
—Enséñaselo —ordenó Drake, dirigiéndose a la mujer.
Yo no entendía a qué se refería, pero ella parecía saberlo porque cerró los ojos lentamente y
se inclinó hacia mí, apoyándose contra mi cuerpo. Pensé que iba a besarme. Su boca se alineó
con la mía.
Drake deslizó la mano desde mi barbilla a la banda que rodeaba mi cuello. Yo odiaba aquel
collar metálico. Simbolizaba todo cuanto había perdido.
—Tienes hambre, ¿verdad? —murmuró el príncipe junto a mi oído, interrumpiendo mis
pensamientos—. Tienes muchísima sed. Un ansia arde en tu estómago, iluminando cada célula
de tu cuerpo. Lo necesitas.
Tenía razón.
Sentía el estómago vacío y la garganta reseca. Había comido poco antes, pero de pronto
estaba… estaba hambrienta. Sentía necesidad.
—No es comida lo que ansías. No es agua lo que puede apagar tu sed. Necesitas vida.
Necesitas una parte de ella. Y ella puede darte lo que necesitas —explicó con una voz tan
suave como una nana—. Tómalo.
El corazón me retumbaba en el pecho. No podía…
—Ella quiere dártelo —añadió, y no sé por qué pero pensé que tal vez no fuese cierto—.
Enséñaselo.
Otra mano se apoyó en mi hombro y alguien tiró de mí hacia delante. Ninguna cadena me
retuvo. La mujer comenzó a hablar y a mover las manos, pero yo no entendía lo que decía. Me
pesaban los párpados y no lograba mantenerlos abiertos.
—Inhala —ordenó aquella voz, y aquella palabra lo ocupó todo de pronto, fuera y dentro de
mí, y entonces hice lo que me pareció… correcto.
Inhalé.
La mujer dio un respingo y sus dedos se contrajeron sobre mis brazos. Una extraña frescura
inundó mis labios y mi lengua. Me recordó a un café helado, el día más caluroso del verano.
Fue como desnudarse y lanzarse al agua. Pero no era solo eso. Era una sensación electrizante.
Un subidón de pura cafeína, envuelto en hielo. Se deslizó por mi garganta e inundó aquel
espacio vacío.
Y luego se difundió por todo mi ser.
Era arrollador.
Mis sentidos cobraron vida de pronto. Sentidos que ni siquiera sabía que existían. Sentía que
algo me envolvía y que era… que era invencible. Todavía tenía los ojos cerrados, pero veía
todos los colores. Rojo. Azul. Verde. Amarillo. Y más, una y otra vez. Como si dentro de mí
hubiera un arcoíris. El ansia remitió y la sed fue apagándose. Ya no me sentía vacía. No, me
sentía repleta y acalorada, pero seguía notando aquel frescor en la punta de la lengua.
—Eso es —dijo una voz ronca y masculina—. Aliméntate.
Inhalé otra vez sin detenerme a pensar.
Unas uñas se clavaron en mi fino vestido de seda, tirando de la tela y rasgándola. Se oyó un
sonido, un gemido lastimero, pero yo estaba viva y mi piel vibraba, rebosante de electricidad.
No sé cuánto tiempo pasó, pero poco a poco fui cobrando conciencia de que la mujer ya no
me agarraba los brazos. Estaba tumbada boca arriba y yo me inclinaba sobre ella. Luego, de
pronto, me aparté del catre y me puse de pie, y el príncipe apareció a mi lado. Acercó la boca a
mi cuello y apoyó la mano en mi pelo, pero no entendí ni una sola palabra de lo que me dijo.
Después empezamos a movernos, a avanzar.
Cuando salí de la habitación, dando traspiés, mi mirada tropezó con alguien que conocía.
Alguien que había sido amable conmigo. Faye. Quizá no fuera ella. No estaba segura. No
podía concentrarme. Las paredes temblaban y el suelo parecía ondularse.
Después, ya no caminaba. Iba flotando, rodeada de calor, al tiempo que una corriente de
aire fresco bañaba mi piel erizada. Me movía sin descanso y estaba inmóvil. No estaba allí. No.
Ni siquiera estaba cerca. Era como estar cubierta por un manto de nubes. Quizá fuera eso.
Quizá estuviera en el cielo, donde nadie podía hacerme daño.
Una sensación placentera hizo arder mi piel, sacándome bruscamente de mi aturdimiento.
Pestañeé despacio y de pronto reconocí el techo. El dormitorio. No estaba en las nubes. Estaba
en la cama. El ardor que notaba en la pierna era el calor de una mano, y un peso agobiante
oprimía parte de mi cuerpo.
Levanté la vista.
Un cabello tan negro como el ala de un cuervo. No rojizo ni cálido. Aquellos ojos no eran
verdes. Eran de un azul claro como el hielo. Mi corazón volvió a acelerarse, y aquella horrible
sensación que notaba en la boca del estómago se extendió por todo mi cuerpo. Aquello no
podía estar pasando. Yo no quería. Nunca había querido.
—No —murmuré débilmente, y tuve que aclararme la garganta—. No —repetí en voz más
alta.
Él se quedó quieto y pude ver trozos de su pecho y su vientre. Se había desabrochado la
camisa. A mí se me revolvió el estómago. Puede obligarte a hacer cualquier cosa. Cerré los ojos
con fuerza.
—Quieres…
—No. —Aquella palabra me abrasó la lengua, y tuve la sensación de que me debatía
intentando librarme de unas arenas movedizas. Tuve que hacer un enorme esfuerzo para seguir
hablando—. No. No quiero. No te deseo. No.
Pensé por un instante que iba a continuar, que seguiría hablando y me obligaría a abrir los
ojos. Que caería de nuevo bajo su hechizo, y supe, aunque me costara recordar el motivo, que
aquello era espantoso. Pura maldad. Algo en lo que no quería tomar parte.
El príncipe gruñó, exasperado.
—Dentro de poco.
Se incorporó, pero yo seguí notando su peso y pensé que iba a vomitar. Ya no veía arcoíris.
—Dentro de poco dirás que sí —añadió—. No tienes alternativa.
26
Esa noche Faye me trajo un sándwich, pero yo no tenía hambre. Una energía nerviosa
atenazaba mi estómago, y cada vez que oía pasos al otro lado de la puerta temía que viniera
Drake. Pero no vino.
Al menos aún.
Faye evitó mirarme a los ojos mientras yo picoteaba mi comida. Me comí las lonchas de
jamón cocido solo porque sabía que necesitaba comer algo. Cuando ya no pude tragar más,
dejé el plato en la mesilla de noche y al levantar los ojos vi a Faye junto a la ventana.
Recordaba haberla visto el día anterior cuando entré en aquella sala, y también cuando salí.
O al menos me pareció verla al salir.
—¿Vas a volver a enganchar la cadena a la cama?
Irguió los hombros al mirarme por fin.
—No me han dicho que lo haga. Espero no tener que hacerlo, pero imagino que depende de
ti.
A mí me subió la presión sanguínea de repente.
—No entiendo cómo puede depender de mí que me encadenéis a la cama o no.
—No debería ser así —convino, lo cual me sorprendió—, pero así es.
Me quedé mirándola un momento y meneé la cabeza.
—Yo… no te entiendo.
Levantó sus cejas rubias, casi plateadas.
—Sabes lo que soy, ¿verdad? No lo de que sea una semihumana, ni el motivo por el que
estoy aquí. ¿Sabes que pertenezco a la Orden…?
—¿Y que si me vieras en la calle tendrías el deber de matarme? —me interrumpió—. Sí, lo
sé.
Sujetando el extremo de la cadena, apoyé los pies en el suelo.
—Entonces, ¿por qué eres tan amable conmigo?
Se apartó de la ventana.
—¿Tiene que haber un motivo?
Recorrí la habitación con la mirada.
—Pues sí, teniendo en cuenta cómo están las cosas.
Arrugó el ceño y aun así siguió pareciendo… mágica. Como todos los faes. Eran bellísimos,
deslumbrantes de un modo etéreo, sobrenatural.
—¿Tanto te cuesta creer que cuando te veo a ti, o cualquier otra persona como tú, mi primer
impulso no sea alimentarme de vosotros y mataros?
De nuevo paseé la mirada por la habitación.
—Teniendo en cuenta lo que soy y dónde estás, sí.
Avanzó como si flotara y se detuvo a escasa distancia de mí. Empezó a hablar, pero la puerta
de la habitación se abrió de golpe y entró Valor, el antiguo.
—El príncipe quiere que te presentes ante él —anunció abriendo del todo la puerta.
—No —contesté.
Faye asintió con la cabeza y retrocedió.
—Si vienes voluntariamente, no tendré que llevarte de la cadena —dijo.
Aquella migaja de libertad que me ofrecía resultó más convincente de lo que había
imaginado. Sentí un nudo en la garganta, hice un gesto afirmativo y me levanté, sujetando el
extremo de la cadena. No me llevarían a rastras a ver al príncipe. Iría por propia voluntad.
—Gracias —susurré dirigiéndome a Faye mientras seguíamos a Valor.
Faye no pareció oírme, y avanzamos en silencio por el pasillo. No nos dirigíamos a las
escaleras. De pronto sospeché que íbamos al dormitorio privado de Drake, y no me gustó la
idea.
Nos paramos delante de dos grandes puertas correderas. Valor llamó con los nudillos.
—Adelante —dijo el príncipe.
Valor abrió las puertas y entró. Faye también pasó, y yo la seguí. Lo primero que vi fue la
enorme cama de cuatro postes que ocupaba el centro de la estancia, una cama aún más grande
que la de mi habitación. Luego me fijé en lo que había en la cama, y ya no pude fijarme en
nada más.
Drake no estaba solo.
Estaba tumbado de espaldas, con los brazos doblados y la cabeza apoyada en ellos, y encima
de él había una mujer. Lo estaba cabalgando de espaldas, al estilo vaquera o como lo llamaran.
Era aquella zorra de Breena, y estaba completamente depilada. Completamente.
Aquel espectáculo porno no era lo que esperaba encontrarme.
Estaban los dos desnudos. Y yo lo veía todo. Todo. Breena levantó las caderas y pude
hacerme una idea bastante precisa de lo bien armado que estaba el príncipe. Luego ella volvió
a bajar, curvó los labios en una sonrisa y fijó los ojos en nosotras (por desgracia, yo no la había
dejado ciega). Por el modo en que gruñó el príncipe, deduje que habíamos llegado casi en el
momento culminante.
—Dios mío —susurré, retrocediendo, y choqué contra Valor—. ¿Quieres que volvamos
luego?
—No. —Drake soltó una risa ronca—. Te estaba esperando.
—¿En serio? —pregunté con voz aguda.
Agarró las finas caderas de Breena y la levantó para apartarla. Ella cayó en la cama, a su lado,
y rebotó, contoneándose. Yo aparté rápidamente la mirada. No quería ver nada más.
—¿Ha comido? —le preguntó Drake a Faye.
—Un poco —respondió ella en tono sorprendentemente sereno, como si hablar con el
príncipe mientras estaba practicando el sexo fuera de lo más normal para ella. Y quizá lo fuera.
—Si no te comes la cena, no tendrás postre —me advirtió el príncipe.
Le lancé una mirada. No quería mirar, pero tuve que hacerlo. Era como tener delante un
choque de trenes: imposible apartar la mirada.
—No quiero postre —dije.
—¿Seguro? —Estiró el brazo y metió la mano entre la cabellera morena de Breena. Tiró de
ella para que se pusiera de rodillas—. ¿Y tú? ¿Quieres postre? —le preguntó.
Breena lo miró y se lamió los labios.
—Claro que sí. —Apoyó una mano sobre su muslo, se inclinó y se apretó contra su costado.
Luego le lamió la mejilla—. ¿Sabes a quién le gustaba también el postre?
Me puse tensa, adivinando lo que iba a decir.
—¿Quieres que esta vez te saque los ojos de verdad? —le pregunté.
Volvió la cabeza hacia mí y sonrió.
—Me gustaría que lo intentaras.
—Creo que ya te he demostrado que puedo hacerlo. —Le devolví la sonrisa al tiempo que
asía con fuerza la cadena.
—Ya basta —ordenó Drake, divertido, y miró a Breena—. Ya sabes en qué puedes emplear
la boca.
—Claro —masculló ella.
Drake me miró mientras Breena se inclinaba para dar mejor uso a su boca.
—Como si tu hombre no pensara lo mismo.
—Estoy segura de que él me respeta —repliqué.
—¿Respetarte? —Drake se rio mientras acariciaba la cabeza de Breena como si fuera una
mascota—. ¿Qué tiene esto que ver con el respeto?
Casi no pude creer que me hiciera esa pregunta, aunque tampoco me sorprendió del todo.
—Absolutamente todo —contesté.
—¿Ah, sí? ¿Sabes qué me hace gracia?
—No. —Pero estaba segura de que iba a decírmelo.
Se echó hacia atrás, dejando más espacio a Breena para que siguiera con lo que estaba
haciendo.
—Que te plantes delante de mí como si creyeras que algún día vas a volver a reunirte con tu
amante humano. Eso me hace gracia. Y también que creas que te aceptaría, en caso de que yo
decidiera devolverte a él envuelta con un bonito lazo.
Contuve la respiración.
—Si sintiera lo mismo que tú, ¿no crees que habría encontrado el modo de volver? ¿Que
habría asaltado las puertas de nuestro complejo? Estamos bien escondidos, pero, si pusiera
empeño, encontraría la manera de hacerlo.
Sus palabras fueron como una bofetada. Drake no sabía de lo que estaba hablando. No sabía
lo que había entre Ren y yo, pero aun así me escocieron sus palabras porque apelaban al miedo
y a las inseguridades que habían arraigado en lo más hondo de mi ser.
—No necesito que él me salve —dije, enunciando un hecho.
Drake sonrió, burlón.
—Tampoco puedes salvarte tú sola.
Resistiendo el impulso de convertirme en la princesa Leia, abalanzarme sobre la cama y
rodearle el cuello con la cadena como si fuera Jabba el Hut pero en flaco, pregunté
altivamente:
—¿Me has hecho venir para que hablemos de Ren mientras practicas sexo?
—¿Tan evidente es?
Breena se rio, aunque su risa sonó ahogada porque tenía la boca llena. Movía la cabeza arriba
y abajo y tenía una mano entre las piernas. Yo notaba que me ardía la cara. Santo Dios, aquello
era… No había palabras. Miré a Faye, que tenía los ojos clavados en el suelo. Tal vez yo
debería hacer lo mismo.
Eso haría, sí.
Pero primero miré hacia atrás, a Valor. El antiguo contemplaba ávidamente la escena que se
desarrollaba sobre la cama, y a mí me dieron ganas de lanzarme por la ventana más próxima.
Como no podía hacerlo, fijé los ojos en el suelo y traté de ignorar los sonidos procedentes de la
cama. No me atreví a volver a mirar hasta que oí gruñir de nuevo a Drake.
Apartando la cabeza de Breena de su entrepierna, se levantó. En cueros, por supuesto.
Pensé en Tink. Le daría un ataque de pánico si estuviera allí en ese momento. Se me escapó
una risa histérica y traté de sofocarla.
Drake se acercó a una silla, agarró una bata y se la echó sobre los hombros. La dejó abierta,
claro, porque ¿para qué iba a cerrarla? Total, qué sentido tenía si ya había visto…
—Es la hora.
Aquellas tres palabras me sacaron bruscamente de mi ensimismamiento. Un escalofrío
recorrió mi espalda, convirtiéndose rápidamente en miedo.
—¿La hora de qué?
El príncipe avanzó hacia nosotras.
—La hora de comer.
27
—¿ Q-qué?
Faye se inclinó para encender la lámpara de la mesilla de noche. Una luz suave inundó la
habitación.
—Tienes que levantarte, Ivy. El príncipe no está y puede que no tengas otra oportunidad
como esta.
Sus palabras atravesaron mi cerebro como un arbusto rodando por una calle desierta. Tardé
en comprenderlas, pero no volví a cerrar los ojos. Al incorporarme en la cama, sentí náuseas y
me despejé lo suficiente para darme cuenta de que no me sentía igual que otras veces, después
de… alimentarme.
Alimentarme…
Miré a Faye.
—Me alimenté otra vez.
Puso cara de exasperación al alargar los brazos para quitarme la banda metálica del cuello.
La arrojó sobre la cama.
—Lo sé. Y si sigues haciéndolo, te vas a convertir en una adicta. Seguramente ya lo eres.
—¿En una adicta? —repetí, amodorrada. Nunca había oído mencionar esa posibilidad—.
¿Qué quieres…?
—Ivy. —Me agarró de los hombros y me zarandeó—. Tienes que concentrarte. Tenemos
que irnos enseguida. ¿Me entiendes? Es tu única oportunidad antes de que el príncipe se meta
en esta cama y engendre un hijo que abrirá las puertas del Otro Mundo.
Engendrar un hijo…
Mierda. Me aparté el pelo de la cara mientras los últimos jirones de sueño desaparecían y la
niebla que envolvía mi cerebro se despejaba.
—¿El príncipe no está?
—No. —Faye se incorporó—. Se fue hace una media hora y se llevó a tres antiguos. El viaje
estaba previsto, pero no disponemos de mucho tiempo. Hay que aprovechar la ocasión, por
pequeña que sea.
Me levanté de la cama y gemí, mareada. Intenté controlar el mareo mientras me incorporaba.
—Perdona —dije jadeando—. No me encuentro muy bien.
—Es lógico. Hasta que te acostumbras a los efectos más desagradables, tienes que pasarlos
durmiendo. —Se acercó a la puerta y aplicó la cara al panel de madera—. Los faes no siempre
sufren los efectos adversos, y solo los más jóvenes, cuando empiezan a alimentarse,
experimentan la euforia y el sopor subsiguiente, pero los semihumanos… Con ellos es distinto.
Pero eso no importa ahora mismo.
Enarqué una ceja mientras me ponía el pelo revuelto detrás de las orejas. Tenía la sensación
de que lo que me estaba diciendo tendría importancia posteriormente, pero en ese momento
no era lo prioritario. Más tarde tendría que hacerle muchas preguntas.
—Entonces, ¿vas a ayudarme a escapar?
Asintió.
—Y antes de que preguntes por qué, lo único que debes saber en este momento es que la
Orden no es la única interesada en que las puertas permanezcan cerradas.
La miré con atención. Confiar en ella era arriesgado, pero ¿por qué iba a ser aquello una
trampa? Y si lo era, ¿acaso las consecuencias podían ser peores que el destino que me
aguardaba?
—De acuerdo —dije—. Adelante.
—No he podido conseguir una estaca de espino. —Se metió la mano en el bolsillo de atrás
de los vaqueros y sacó una daga de hierro que me puso en la mano—. Pero bastará con esto.
Agarré la empuñadura de aquella arma con la que estaba tan familiarizada. Tenía la
impresión de que hacía siglos que no sostenía una, y me alegró sentir su peso en la mano.
—Sí, bastará —afirmé mientras Faye se acercaba a la puerta. De repente se me ocurrió una
idea—. Espera —dije.
Me miró.
Agarré la tela de mi vestido, me levanté un poco la falda y usé la daga para hacerle una raja
que me permitiera mayor libertad de movimientos.
—Lista —dije.
Faye agarró el pomo de la puerta, pero se detuvo.
—Yo no voy a matar a ninguno —me advirtió—. Los dejaré incapacitados, pero no los
mataré.
Me quedé pensando un momento.
—De acuerdo. Pero yo probablemente sí voy a matarlos.
Dejó escapar una queja exasperada, pero abrió la puerta y se asomó fuera.
—Despejado.
A pesar de que sabía que aquello podía volverse contra mí, decidí aprovechar la oportunidad
de intentar salir de allí, respiré hondo y procuré olvidarme de todo lo demás. No era momento
de pensar en lo que me había visto forzada a hacer mientras estaba prisionera, ni en Ren, ni en
ninguna otra cosa, excepto en escapar.
Salí al pasillo detrás de Faye y avanzamos hasta las escaleras. Al llegar a ellas, dijo en voz
baja:
—Hay tres faes abajo, en la sala principal. Hay más en la casa, pero espero que podamos
salir antes de que se den cuenta de lo que ocurre. Valor está… está ocupado en la habitación
de atrás.
Yo, que sabía para lo que se usaba la habitación de atrás, no pude evitar estremecerme.
—¿Puedes incapacitarlos sin hacer ruido? Porque yo puedo matar sigilosamente.
—Sí.
Miré escaleras abajo, pero no vi a nadie.
—Vamos.
Bajamos cuidadosamente las escaleras, pero los peldaños crujieron un par de veces,
retumbando como truenos. Lo cierto era que yo no sabía hasta qué punto podía matar sin
hacer ruido. Nunca me lo había propuesto seriamente.
Faye llegó primero al rellano. Estábamos a unos seis metros de la puerta de entrada a la casa,
muy cerca, pero el vestíbulo daba a otras dos habitaciones. Cabía la posibilidad de que nos
vieran. Con el pulso acelerado, bajé al vestíbulo apretando la daga contra mi pierna. No había
dado ni dos pasos cuando se oyó una voz procedente de la habitación contigua.
—¿Adónde vais vosotras dos?
Maldiciendo en voz baja, giré la cabeza y vi que un fae venía hacia nosotras seguido de otro.
Faye no respondió, así que decidí que no quedaba otro remedio: tendría que cargármelos.
Me acerqué al fae. Puso cara de sorpresa un segundo antes de que le hundiera la daga en el
pecho y luego hizo puf y se evaporó.
—¿Qué demonios…?
El otro se abalanzó hacia mí, pero Faye le salió al paso. Girándose ágilmente, se colocó tras
él, lo agarró del brazo y le hizo una llave lanzándole de espaldas. Se giró al agacharse y se oyó
el crujido de un hueso al romperse. El fae gritó. Adiós a nuestra idea de no hacer ruido.
—Perdón —dijo Faye un segundo antes de romperle el cuello al fae.
Santo cielo, era una auténtica bestia.
Los faes no morían si se les rompía el cuello, pero quedaban incapacitados durante un rato.
Yo pasé a toda prisa junto a ella y abrí la puerta. Faye me siguió.
El aire frío de la noche salió a nuestro encuentro. Y también el tercer fae, que estaba fuera,
fumando.
Era una mujer. Al vernos, arrojó el cigarrillo lejos del porche y se lanzó hacia nosotras. Yo la
esquivé fácilmente y eché el brazo hacia atrás, preparada para asestar un golpe mortal.
—¡No hace falta que la mates! —gritó Faye—. No saben lo que hacen.
—¿Que no la mate? —Agaché la cabeza cuando la fae me lanzó un puñetazo—. Creo que
vamos a tener que hablar de ese asunto después.
Apoyándome en una pierna, me giré y le propiné a la fae una patada que la lanzó volando
contra la barandilla del porche. La madera se astilló y cedió. Haciendo aspavientos, la fae cayó
hacia atrás, fuera del porche.
Ya no parecía tan elegante.
Me lancé hacia delante, salté del porche y agarré una madera larga que se había desprendido
de la barandilla. Podría haberme cargado a la fae en ese mismo momento, y no estaba segura
de por qué tendría que hacer caso a Faye, pero lo cierto era que me estaba ayudando. O eso
esperaba yo.
La fae empezó a incorporarse, pero yo la clavé al suelo con el trozo de barandilla. Brotó un
chorro de sangre y, cuando abrió la boca para gritar, la dejé inconsciente de un codazo en la
sien.
Me incorporé, echándome el pelo hacia atrás.
Faye me miraba boquiabierta.
—¿Qué pasa? —pregunté—. No la he matado.
Meneó lentamente la cabeza.
—Tenemos que bajar por el camino. Lleva a una carretera a unos dos kilómetros de aquí.
Tenemos que cruzarla y seguir adelante. ¿De acuerdo?
¿Unos dos kilómetros? Dios, odiaba correr. Pero también odiaba que me obligaran a hacer
cosas en contra de mi voluntad, así que, si hacía falta, estaba dispuesta a correr diez kilómetros.
Tal vez acabara muerta, pero lo haría.
Sentí el frío del pavimento resquebrajado en los pies descalzos cuando echamos a correr,
alumbradas únicamente por la luz de la luna y las estrellas. Faye, más rápida que yo, iba por
delante. Empecé a albergar esperanzas. Casi habíamos llegado al bosque, y entonces ya no nos
verían desde la casa y estaríamos más cerca de la carretera. Más cerca de…
—¡Alto! —ordenó una voz de hombre.
Faye miró hacia atrás.
—Maldita sea, dos faes. Tenemos que seguir.
No la contradije, y preferí ignorar el hecho de que a ella ni siquiera parecía faltarle la
respiración.
—Nos alcanzarán —dije jadeando cuando entramos en la zona boscosa—. Tenemos que
quitarlos de en medio.
Se detuvo de repente y me miró. Yo me había quedado muy atrás.
—Tienes razón.
Miré a mi alrededor, aflojé el ritmo y luego me detuve. Ni siquiera disponíamos de tiempo
para escondernos y tenderles una emboscada. Tendríamos que enfrentarnos a ellos cara a cara.
—Esta vez voy a matar —le advertí, mirándola—. Sería demasiado arriesgado no hacerlo.
Apretó los dientes, pero asintió.
Uno de los faes nos alcanzó antes que el otro. Era el macho que estaba en la sala la primera
vez que me alimenté, el que estaba concentrado en su teléfono. Me lancé hacia él sacando la
daga. Se giró hacia un lado y esquivó por poco el golpe. La ira crispó sus facciones, dándoles
un aspecto animal. Saltó sobre mí y yo me agaché mientras Faye se enfrentaba al otro fae, una
hembra, agarrándola por la cintura y tirándola al suelo como un defensa de fútbol americano.
Maldición.
Me arrodillé para esquivar el siguiente golpe. Lanzándole una patada a las piernas, derribé al
fae. Me levanté de un salto y le clavé la daga de hierro. Me incorporé mientras se encogía,
ganándose un billete de ida al Otro Mundo. Cuando levanté la vista, vi que Faye le había roto
el cuello a su rival.
Oí ruidos entre la vegetación y me volví, rezando por que no fuera un caimán que intentara
comerme. Escudriñé la zona pero no vi nada. Menos mal que…
—¡Cuidado, Ivy!
Me volví rápidamente y ahogué un grito de sorpresa. Valor estaba a menos de treinta
centímetros de mí. Salté hacia atrás, pero no sirvió de nada. Me agarró del brazo y me lanzó
hacia el otro lado del camino. Caí de lado en la tierra empapada, sin tiempo para prepararme
para el impacto, y rodé entre los matorrales. Un aguijonazo de dolor me atravesó la espalda,
pero conseguí incorporarme.
Faye también salió despedida. Chocó contra un árbol y cayó de bruces sobre la tierra. No se
levantó enseguida, y tuve que confiar en que se encontrara bien.
—Mierda —mascullé al levantarme. Todavía tenía la daga y estaba bastante orgullosa de lo
bien que la manejaba.
—¿Cómo se os ha ocurrido? —preguntó Valor mientras avanzaba hacia mí cruzando el
camino—. ¿De verdad creíais que podíais escapar?
—Pues sí.
—Idiota —gruñó—. Y por culpa de tus actos, ella morirá y tú desearás habértelo pensado
mejor.
No creí necesario aclararle que yo no había obligado a Faye a hacer nada. Esperé a que
estuviera a menos de medio metro de mí y entonces hice una finta hacia la izquierda. Valor
picó el anzuelo y se lanzó en esa dirección. Yo me giré y le lancé una patada al costado
derecho. Se tambaleó y me asestó un puñetazo en la mandíbula que me dejó aturdida un
segundo y me hizo ver las estrellas. Yo sabía que tenía que pelear con todas mis fuerzas. Tenía
que derribarlo y no darle ni una sola oportunidad de utilizar sus capacidades de antiguo ni de
debilitarme. Sabía que eliminar a un antiguo no era fácil.
Le propiné otra patada en la pierna derecha, me incorporé y le clavé la daga en el costado.
Gruñó y se giró, pero yo me anticipé y, agachando la cabeza, pasé por debajo de su brazo.
Colocándome delante de él, le clavé la daga en el pecho y levanté de inmediato la pierna,
dándole un rodillazo en los testículos.
Se dobló por la cintura y yo lo agarré por los hombros y lo empujé hacia el suelo con todas
mis fuerzas. Se derrumbó, agarrándose la entrepierna. Rodó por el suelo y yo aproveché la
oportunidad. Tenía que hacerle daño de verdad si quería incapacitarlo.
Me arrodillé en el suelo, a su lado, y la tierra mojada me empapó el vestido. Rodó de
costado, me agarró por el brazo izquierdo y tiró con tanta fuerza que pensé que iba a
descoyuntármelo. Gritó, y yo no pensé en lo que iba a hacer, porque era asqueroso.
Sencillamente, lo hice. Le lancé una puñalada al ojo y dio en el blanco. Su bramido se
interrumpió de repente y sus brazos cayeron, inermes. Brotó un chorro de sangre y de otro
líquido sobre el que no quise pararme a pensar por si me daban ganas de vomitar, y me salpicó
la cara y el pecho.
La puñalada no mataría a aquel hijo de perra, pero lo mantendría incapacitado un tiempo.
—¡Ivy! —gritó Faye, que al parecer estaba viva—. ¡Vamos!
Extraje la daga del ojo de Valor, me incorporé y eché a correr, cruzando la carretera detrás
de la figura de Faye, iluminada por la luz de la luna. Corrimos un trecho más, y las ramas
caídas y los palos que había en el suelo me hirieron las plantas de los pies. Las piedras se me
clavaban en la piel, pero aun así seguí adelante. Tenía la sensación de que el corazón iba a
salírseme del pecho, pero aquella sería mi única oportunidad de escapar. Si no huía ahora, ya
nunca podría hacerlo.
Oí pasos a mi espalda. Miré atrás y vi que el antiguo al que acababa de apuñalar en el ojo
cruzaba el bosque corriendo. Un líquido oscuro le chorreaba por la cara. Dios, era como
Terminator, solo que en antiguo. Apreté el paso, corriendo con todas mis fuerzas.
Pero no sirvió de nada.
Me quedé sin respiración cuando se abalanzó sobre mí por la espalda, derribándome. El
impacto me hizo soltar la daga, y su peso me hundió varios centímetros en el fango. La boca se
me llenó de tierra y hierba, y el barro me taponó los orificios de la nariz. Por un instante, no
pude respirar.
Escupí y tomé aire frenéticamente mientras Valor me tiraba del pelo echándome la cabeza
hacia atrás.
—Maldita zorra —me espetó—. Podría partirte el cuello en un abrir y cerrar de ojos.
Clavé los dedos en el suelo, buscando mi daga.
—No creo que a tu príncipe le agradara mucho.
Valor me dio la vuelta, tumbándome de espaldas, y se cernió sobre mí, asiéndome aún del
pelo. Tenía la cara destrozada: no era una visión muy agradable.
—¿Crees que eso va a detenerme? Encontrará otra semihumana. No eres la única.
—Pero soy la que tiene más a mano —repliqué levantando las caderas para apartarlo de mí,
pero no se movió.
Tiró de mi pelo con más fuerza y sentí que me ardía el cuero cabelludo. Si seguía así, iba a
dejarme calva.
—Pensará que te has escapado, pero en realidad estarás muerta.
Iba a decirle que seguramente al príncipe tampoco le haría mucha gracia que me hubiera
escapado mientras él estaba de guardia, pero no tuve tiempo de hacerlo. Bajó la otra mano, me
agarró por la garganta y empezó a apretar, cortándome la respiración antes de que me diera
cuenta de que había inhalado mi última bocanada de aire.
Se acabó.
Se me desorbitaron los ojos y lo agarré de la muñeca, le arañé y le desgarré la piel, pero no
conseguí que aflojara la presión. ¿Dónde demonios se había metido Faye? ¡Me estaba
estrangulando! Sentí una quemazón en el pecho que se extendió rápidamente a mi garganta.
Intenté alcanzar su ojo reventado, pero se apartó. El pánico se apoderó de mí cuando mi
campo de visión empezó a oscurecerse.
Valor iba a matarme de verdad.
Había llegado mi hora.
Iba a morir en los pantanos, como una pobre víctima de asesinato en un programa de
sucesos de Discovery Channel.
Se me estaban agotando las fuerzas y no podía seguir defendiéndome. Mi mano resbaló por
su brazo, y solo pude pensar…
Valor se estremeció de pronto y aflojó las manos alrededor de mi cuello. El aire entró
bruscamente en mis pulmones al tiempo que él se miraba el pecho, atravesado por una estaca.
Y no era una estaca de hierro.
Su cuerpo se convulsionó, pero de su boca abierta no salió ningún sonido. Yo me aparté de
él atropelladamente. El antiguo estaba acabado. Muerto. El oxígeno me quemó la garganta en
carne viva, y mis ojos se llenaron de lágrimas cuando rodé de lado. Mi cerebro me ordenaba
levantarme y echar a correr de nuevo, pero no parecía tener ningún control sobre mis
miembros entumecidos.
Una mano suave y cálida tocó mi hombro.
—Ivy…
Me quedé quieta. Levanté la cabeza lentamente y, con mano temblorosa, me aparté el pelo
de la cara. Mi voz sonó ronca y débil cuando dije:
—Ren…
29
Ren suspiró lentamente mientras contemplaba mi cara. Yo no sabía qué aspecto tenía, y en
aquel momento caí en la cuenta de que estaba todavía en bata, una bata que ahora estaba,
además, llena de pelos de gato grises. Me dolía la mandíbula y sabía que seguramente la tenía
magullada, y mi pelo era una maraña de rizos mojados.
—Tu ojo —dijo en voz baja, y al principio no entendí a qué se refería—. Parece que tienes
un derrame en el ojo izquierdo.
—Ah. —Parpadeé, desconcertada—. No me duele.
Ladeó la cabeza y miró mi cuello.
—Debería haber llegado antes. Pero había un accidente en la carretera y tardamos más de la
cuenta.
—No es culpa tuya. —Crucé los brazos y miré el estampado de cachemir de la colcha—. Y
llegaste justo a tiempo. Conseguiste detenerlo.
—Es culpa mía.
Levanté los ojos y lo descubrí mirándome.
—¿Qué? —dije.
—Todo esto. —Hizo un ademán con el brazo—. Es culpa mía. No supe manejar este asunto.
Estaba tan ensimismado que no presté atención a lo que ocurría fuera de mi cabeza. Caí en la
trampa. Y gracias a mí ese cabrón consiguió echarte el guante.
Sentí de nuevo aquella opresión en el pecho. No podía creer que se estuviera culpando a sí
mismo.
—Ren, no puedes considerarte responsable de lo que ha pasado.
—Sí que puedo. Aquella noche, cuando me dijiste lo que eras, te dejé sola. Estaba hecho un
lío. Debería haberme dado cuenta de que no debía ir detrás de esa fae. Estaba descentrado y
me dejé atrapar.
Desvié la mirada y respiré hondo, trémulamente.
—Entonces, ¿no crees que es más bien culpa mía? Te lo conté por sorpresa y ni siquiera te
dije lo del príncipe. Te… te lo oculté. Si te hubiera advertido que rondaba por allí, habrías
estado más alerta.
—No te di oportunidad de decirme nada —respondió, e hizo una pausa—. Ojalá no
hubieras esperado para decírmelo. Entiendo por qué lo hiciste, por qué dudabas en
contármelo. Pertenezco a la Elite. O pertenecía a ella, en todo caso.
—¿Qué? —susurré.
—No es que haya dejado de pertenecer a ella oficialmente, pero llevo semanas desaparecido.
Y los jefazos no van a perdonármelo.
—No —convine yo, porque sabía que tenía razón—. No volverán a fiarse de nosotros.
Ren se volvió hacia mí. Nos miramos a los ojos un momento, y luego yo volví a fijar la mirada
en la colcha. Me dolía el pecho como si se hubiera partido por la mitad. Pasaron unos
segundos.
—La verdad es que ahora mismo nada de eso me importa —prosiguió Ren—. Puede que sea
un error pensar así, pero la Orden me importa una mierda en estos momentos. No quiero
hablar de ellos. Quiero hablar de nosotros.
Me dio un vuelco el corazón. No sabía si estaba preparada para mantener esa conversación,
porque intuía lo que iba a decirme. Flexioné las rodillas, tapándomelas con el borde de la bata.
—Tengo bastante sueño. Ha sido una noche muy larga y solo quiero…
—No —dijo él en un tono tan suave que tuve que mirarlo, y ya no pude apartar la mirada—.
No me des la espalda, Ivy. Sé que me lo merezco, pero, por favor, no lo hagas.
—¿Que te lo mereces? —Se me quebró la voz.
¿De qué demonios estaba hablando? No lo entendía. ¿Cómo podía pensar que aquello era
culpa suya?
—Se hizo pasar por ti —dije precipitadamente.
Ren se echó hacia atrás tensando los hombros.
—¿Lo sabías? —pregunté, y añadí antes de que contestara—: Te marchaste el lunes por la
noche, y el martes nadie sabía dónde estabas. Luego, el miércoles, apareciste, o al menos eso
pensé, que eras tú, y me dijiste que no te importaba que fuera lo que soy. Que seguías
queriendo estar conmigo. Y yo… yo tenía tantas ganas de creerlo que no vi lo que tenía delante
de las narices. Se hizo pasar por ti: tenía tu mismo aspecto, hablaba casi igual, pero no eras tú.
Debería haberme dado cuenta enseguida, pero tardé unas horas. Debería haberlo sabido
inmediatamente.
—Sé que se hizo pasar por mí —dijo Ren—. Me lo dijo él mismo, el primer día, en aquella
maldita casa. Me contó lo que iba a hacer. Recuerdo que se alimentó de mí y que luego se
transformó en mí. Intenté salir de allí, pero, joder, estaba encadenado a la puta pared.
Se me encogió el estómago.
—¿Qué recuerdas del tiempo que pasaste allí?
Respiró hondo.
—No mucho, después del primer día, pero sí lo suficiente como para saber que hay muchos
faes allí a los que tengo pendiente matar. Una lista muy larga.
—¿Te… te acuerdas de Breena? —pregunté, e hice una mueca porque quizá no debería
haberle preguntado por ella.
Entornó los párpados.
—Es la segunda de mi lista. El príncipe es el primero. Breena es un puto parásito que tiene
serios problemas para saber dónde están los límites.
Dio un respingo. Sabía a qué se refería. Quería preguntarle si lo que decía Breena era cierto,
si habían hecho cosas (si ella le había hecho cosas), pero me refrené. Tenía que ser sincera
conmigo misma. No estaba lista ni mental ni anímicamente para saber qué había pasado. Así
que me limité a decir:
—Le saqué los ojos. Bueno, lo intenté.
Esbozó una sonrisa.
—¿Sí?
Asentí.
—No me caía nada bien.
Su sonrisa se borró mientras me observaba. Puede que supiera por qué lo había hecho.
—¿Qué hiciste…? —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Estás siendo demasiado dura
contigo misma. Ese cabrón no consiguió engañarte ni un día entero cuando se hizo pasar por
mí.
—Debí darme cuenta enseguida.
La tristeza crispó sus hermosas facciones.
—Ivy…
—No le gustaban los buñuelos. Debí darme cuenta en ese preciso momento de que no eras
tú. Por eso y por cómo hablaba, de esa manera tan formal… Mató a Henry. Le rompió el
cuello. Allí, delante de mí, sin ningún motivo, y aun así no me di cuenta de que no eras tú. Me
dijo que Henry sabía lo que era yo, y le creí, a pesar de que en el fondo sabía que si Henry o
Kyle sabían que yo era la… la semihumana, no me habrían dejado vivir. Pero tenía… tenía
tantas ganas de que fueras tú, de que aceptaras lo que era, como por arte de magia… —
expliqué, rodeándome las rodillas con los brazos—. Y si no hubiera llegado Henry, yo…
—Me enteré por Brighton de que había desaparecido. Deduje que estaba muerto.
Desconozco los detalles —dijo Ren al cabo de un momento—. ¿Qué habría pasado si no
hubiera llegado Henry?
Cerré los ojos y apoyé la mejilla sobre mis rodillas. Tenía el estómago revuelto.
—Creía que eras tú —musité.
—Lo sé. Cuando lo vi, hasta yo pensé que me estaba viendo a mí mismo. Era alucinante. Así
que lo entiendo. —Pasó un instante—. ¿Te… te tocó?
Volví la cabeza, metí la cara entre las rodillas y cerré los puños.
—No llegó muy lejos —dije con voz ahogada, y sentí que me ardía la cara—. Estábamos en
tu casa. Llegó Henry buscándote y… y nos interrumpió.
Silencio.
Luego Ren gruñó:
—Joder.
La cama se sacudió cuando se puso en pie, y yo cerré los ojos con tanta fuerza que empecé a
ver estrellitas. El deseo de escapar de mi propia piel volvió a apoderarse de mí, con más
intensidad que antes.
—Cuando me soltaron, me dejaron tirado en Little Woods —dijo, y yo abrí los ojos,
sorprendida—. Estaba hecho polvo, pero conseguí llegar a mi casa. Tardé horas. La casa
estaba patas arriba. Encontré tu bolso y tu teléfono. Y tu collar. Supe que habías estado allí. Y
que él había ido a por ti, porque me había dicho lo que se proponía. No hablaba de otra cosa,
joder. —Se me hizo un nudo en la garganta—. Voy a matar a ese cabrón. Le voy a cortar el
pene y se lo voy a hacer tragar.
Levanté la cabeza y lo vi pasearse de un lado a otro de la habitación. Se detuvo a los pies de
la cama y se puso las manos en la cintura. Inclinó la cabeza, apretando los dientes.
—No… —dije con un hilo de voz—. No pasó nada. Nunca. Salí de allí antes de que…
Levantó los ojos y un músculo vibró en su mandíbula.
—Aun así, te hizo cosas. Intentó acostarse contigo. Todo esto es una mierda, se han cruzado
muchos límites y tú no te merecías esta putada. ¡Nadie se merece algo así! —estalló.
Dio media vuelta y se pasó la mano por el pelo. Luego se volvió para mirarme, con el pelo
revuelto.
—Te tenía encadenada. Recuerdo haberte visto. Recuerdo que te trajo a verme con una puta
cadena alrededor del cuello.
Ay, Dios.
Me temblaron las manos y estiré las piernas. No podía seguir. Metiéndome el pelo detrás de
las orejas, empecé a desplazarme hacia el borde de la cama.
—Hiciste un trato con ese cabrón para que me liberara —dijo Ren, deteniéndome.
Me quedé paralizada al oír su tono de ira.
—Te sacrificaste por mí —añadió—, y no pude hacer nada por impedirlo, por impedir que
te hiciera daño.
Abrí la boca, pero sacudí la cabeza sin decir nada. No estaba lista para mantener aquella
conversación. Sentía que no podía respirar y que tenía que moverme. Me levanté a pesar de
que me flaqueaban las piernas y estaba aturdida. Me acerqué a la puerta, pero di media vuelta
en el último momento. Deteniéndome en medio de la habitación, miré por la ventana, por
encima de la tele, y sentí que iban a estallarme los pulmones. Luego me giré lentamente hacia
él.
Sus ojos brillaban como esmeraldas.
—Eres la persona más valiente que conozco —dijo.
Cerré los puños. Aquello era una locura. Ren no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
—No soy valiente. Es solo que… No podía permitir que siguiera haciéndote daño. Yo…
—Me quieres —dijo en voz baja—. Ese es el motivo.
Una parte de mí ansiaba negarlo y salvar la cara, pero ¿qué sentido tenía hacerlo? En aquel
momento, llevaba prácticamente tatuado en la frente «Quiero a Ren».
—Sí, pero…
—Te quiero, Ivy.
Parpadeé una vez y luego otra. Pensé que estaba alucinando.
—¿Qué?
—Te quiero. Estoy enamorado de ti, joder. —Dio un paso adelante—. No sé cuándo me
enamoré de ti, pero seguramente fue la noche que te abalanzaste sobre mi espalda y me pusiste
una daga en la garganta. Y, si no fue esa noche, fue la primera vez que dejaste que me acercara
a ti, cuando me dejaste ver cómo eres de verdad.
—Estás loco —susurré.
—Loco de amor por ti.
Empecé a reírme, pero me detuve porque sabía que mi risa no sonaría alegre y
despreocupada.
—Soy una semihumana, Ren.
—Lo sé —contestó, y dio otro lento paso hacia mí—. Sé lo que eres.
—No, por lo visto no lo sabes —dije con voz ronca—. No soy del todo humana. Soy medio
fae. Soy…
—Eres Ivy Morgan. —Respiraba agitadamente—. Eres una mujer valiente, preciosa y
apasionada. Eres increíblemente leal y no merezco tu amor, pero lo acepto. Quiero tenerte
cerca de mí, y jamás me arrepentiré de ello. Da la casualidad de que también eres una
semihumana. Pero eso no cambia nada: sigues siendo la misma de la que me enamoré.
Minúsculos destellos de luz iluminaron mis entrañas, disipando la oscuridad. Quería creer lo
que estaba diciendo. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero era ilógico.
—Cuando te lo dije, te alejaste de mí. Te dije que era la semihumana y que te quería, y te
marchaste.
—Y lo lamento cada vez que respiro.
—No. No. —Cerré los ojos y me froté la cara con la mano—. No tienes que lamentarlo. Te
pesqué desprevenido. Entiendo que necesitaras tiempo.
Ren siguió acercándose muy despacio.
—Supe que me importabas muchísimo la primera vez que te tuve debajo y estuve dentro de
ti —dijo.
Una oleada de calor inundó mi cuerpo al recordarlo, y me alegró comprobar que al menos
eso seguía funcionando con normalidad. Ren respiró hondo.
—Entonces no sabía que era amor —prosiguió—. Nunca había sentido por nadie lo que
sentía por ti, pero tampoco había estado enamorado hasta ese momento. Y cuando estaba en
aquella maldita habitación, antes de que se me fuera la cabeza, solo podía pensar en ti. En
escapar de allí y rescatarte. En estar contigo, en ponerte a salvo. Me importaba una mierda que
fueras la semihumana.
—Te enviaron aquí para buscarme y matarme —le recordé.
Su mandíbula pareció endurecerse.
—A la mierda con eso. Me da igual por lo que me enviaran aquí, jamás te pondría un dedo
encima para hacerte daño.
—Eso no puede ser —protesté, retrocediendo—. ¿Recuerdas lo que le pasó a Noah? Era tu
mejor amigo y tuviste…
—Recuerdo lo que tuve que hacer, y ahora sé que hice mal —respondió—. Pero esto no
tiene nada que ver con Noah.
—No puedes volver a pasar por eso —le dije.
—No pienso hacerlo. Y me da igual lo que seas. Te aseguro que cuando me secuestraron,
cuando nos secuestraron a los dos, tuve que afrontar lo que siento por ti. Durante esas
semanas, mientras estabas allí y yo no podía hacer nada por ayudarte, descubrí de golpe lo que
me importaba de ti y lo que no —añadió, y sus ojos verdes centellearon de nuevo—. Te quiero,
Ivy. No vas a convencerme de lo contrario.
—Pero…
Pero no sabía todas las cosas que había hecho. No tenía ni idea. Volví a pasarme la mano por
la cara.
—Él, el príncipe, me obligó a hacer cosas, Ren. Creo que no sentirías lo mismo si supieras lo
que me obligó a hacer.
Cerró los ojos un momento y los abrió de nuevo.
—No puedo imaginarme lo que te obligó a hacer, pero quiero saberlo todo, quiero que me
lo cuentes todo cuando te sientas con fuerzas para hacerlo, cuando tú quieras. Pero te digo
desde ya que eso no va a cambiar lo que siento por ti. Solo hará que tenga más ganas de
matarlo.
Me dio un vuelco el estómago. No fue una sensación desagradable, pese a que mis
pensamientos sí lo fueran.
—Eso no lo sabes, Ren. No lo sabes.
—Sí lo sé. —Su tono se endureció—. Te quiero. Eso no va a cambiar. Te quiero.
—¡Hizo que me alimentara de gente! —grité.
Se paró en seco y palideció.
—¿Lo ves? No puedes querer a alguien que ha hecho eso. No puedes estar conmigo
sabiendo lo que soy, sabiendo lo que he hecho. —Las lágrimas me abrasaban la garganta y los
ojos—. Hice daño a una mujer. Sé que se lo hice. Puede que hasta… Dios mío, puede que
hasta la matara. No lo sé. Ni siquiera sabía que podía hacer eso, pero así es. Lo hice. Me
alimenté de esa mujer y ella intentó detenerme, y yo no pude parar. Podría hacerte lo mismo a
ti.
Una expresión casi salvaje se reflejó en su rostro.
—Tú jamás me harías eso.
Cerré la mano, agarrando un lado de mi bata.
—Eso no lo sabes.
—¿Te alimentaste por propia voluntad o te manipuló el príncipe para que lo hicieras?
—¿Importa eso?
—¡Sí! —gritó—. Joder, claro que importa, Ivy.
Desviando la mirada, me mordí el labio.
—Me obligó.
—¡Hijo de puta! —estalló de nuevo, y me volví hacia él. Había cerrado los puños—. Te
obligó a alimentarte. Jugó contigo, no estabas en tu sano juicio. Es absolutamente
comprensible, pero el caso es que te obligó, Ivy. No tuviste elección, y la Ivy que yo conozco,
esa Ivy que me ponía a cien cada vez que me regañaba, la Ivy a la que llegué a respetar y
admirar, la Ivy de la que me enamoré como un loco, jamás habría hecho algo así por propia
voluntad. Así que no te culpes. No eches sobre ti esa carga.
Abrí la boca, pero… Ren tenía razón. Dios, tenía razón. Yo sabía quién era. Sabía que esa
Ivy seguía estando dentro de mí, debajo del frío y de la oscuridad. Seguía estando allí. Jamás
me habría alimentado de nadie si hubiera dependido de mí, pero no había tenido elección. La
situación había cambiado, sin embargo. Antes no sabía que podía alimentarme como un fae,
pero podía, y era espantosamente sencillo. Lo único que tenía que hacer era desearlo y respirar
hondo.
El miedo me atenazó, haciéndome un nudo en el estómago, y solté la bata.
—Pero ¿y si te hiciera daño? —susurré. Las lágrimas me nublaron la vista—. Jamás podría
perdonármelo. Sería mi fin. No podría soportarlo.
Ren se movió a la velocidad del rayo. Tomando mi cara entre sus manos, acercó su boca a la
mía y me besó sin vacilar un instante. No se mostró precavido ni temeroso. Devoró mi boca
con ansia, frenéticamente, besándome con desesperación, con mil emociones distintas pero,
sobre todo, con amor. Yo le devolví el beso, agarrándolo de la pechera de la camiseta. Él retiró
una mano de mi mejilla y me agarró del pelo. Yo comprendí que aquello no iba a convertirse
en algo retorcido y sórdido. No era eso lo que quería de él. Ni de él, ni de nadie.
Solo lo deseaba a él.
Y Ren me quería.
Estaba enamorado de mí.
Dios, aquel beso sabía a él (a pasta de dientes y a Ren), y era tan cálido… Todo en él era
cálido: sus manos, sus labios, su lengua. Era él quien me estaba besando. Quien me estaba
amando. No se trataba de simple lujuria, ni era un truco. Yo lo sabía en lo más hondo de mi
ser, en la médula de los huesos, en el alma.
Se retiró, respirando agitadamente.
—Tú jamás me harías daño. Jamás. Y no porque yo te quiera, sino porque me quieres.
Me quedé mirándolo y entonces… entonces pasó lo peor que podía pasar. O lo mejor.
Intenté hablar, pero se me escapó un sollozo y las lágrimas que había estado conteniendo
desde hacía siglos manaron libremente.
No sé cómo, pero acabamos tumbados en el suelo, delante de la cama, yo medio sentada en
su regazo, medio recostada en el suelo, entrelazados en un abrazo. Ren me estrechó entre sus
brazos como si temiera no volver a abrazarme nunca.
Yo había temido lo mismo.
—No pasa nada —dijo, apretándome con fuerza—. No pasa nada.
Siguió repitiéndolo, una y otra vez. Y yo quería que fuera cierto. Quería dejarme llevar por el
rayo de luz que habían creado sus palabras. Quería concentrarme en el hecho de que, contra
toda probabilidad, a pesar de todo, Ren me quería, y yo lo quería a él, y estábamos juntos.
Estábamos el uno en brazos del otro, y era maravilloso, pero dentro de mí había una enorme
oscuridad, un frío inmenso. Había tantas cosas que Ren no sabía…
Pero sabía lo suficiente y aun así… aun así allí estaba, abrazándome. Enamorado de mí, aún.
Agarrando su camiseta, apreté la cara contra su pecho y aspiré ese olor fresco, a aire libre,
que siempre irradiaba de él. Lloré, y la fuerza de mis lágrimas sacudió todo mi cuerpo. Mis
mejillas se empaparon. Mojé su camiseta, pero no podía parar. Lloré por él y por todo lo que
había sufrido. Lloré por Val, cuya muerte —lo comprendí entonces— me había dejado un
inmenso pozo de tristeza, todavía intacta. Lloré por la mujer de la que me había alimentado.
Y lloré por mí.
Lloré por todo lo que había visto y por las cosas que me habían contado. Por lo que había
tenido que sacrificar para sacar a Ren de allí y para mantenerme a flote. Lloré por lo que me
había visto obligada a hacer, y supe que el fantasma de mis actos tardaría mucho tiempo en
dejar de atormentarme.
Y aquellas lágrimas brotaban de ese lugar frío y oscuro que las palabras de Ren —esas
bellísimas dos palabras— habían empezado a deshelar y a inundar de luz.
32
— Qué raro es esto —le susurré a Ren mientras recorríamos un largo pasillo de la planta baja.
Acabábamos de desayunar en la cafetería, entre faes que al parecer no se alimentaban de
humanos.
—Dímelo a mí, que he desayunado solo estos últimos días. —Apretó mi mano—. Cuesta
mucho acostumbrarse.
Se quedó callado cuando nos cruzamos con una fae y con un niño pequeño que nos miró con
los ojos como platos. La mujer —supuse que era la madre del niño— nos sonrió vagamente.
—Pasar de darles caza a cenar con ellos y dormir bajo el mismo techo… Es alucinante.
Sí, lo era, sobre todo porque yo había estado con los otros faes, con esos que, lejos de
sonreírte con timidez, tenían tendencia a darte un puñetazo en la cara.
Ren se detuvo delante de una puerta de doble hoja y llamó con los nudillos. Un segundo
después se abrió la hoja derecha de la puerta y apareció Brighton.
—¡Ivy! —Me rodeó con los brazos y me apretó con fuerza.
Yo me sorprendí un poco. Creo que era la primera vez que nos abrazábamos.
—Cuánto me alegra ver que estás bien —dijo.
Le di unas palmaditas en la espalda, torpemente, y me pareció oír que Ren se reía.
—Yo también me alegro de verte.
Brighton se apartó y se corrió el pelo rubio de la cara.
—Pasad. Ya están todos aquí.
Miré a Ren, que me guiñó un ojo. Estupendo. Entré en una habitación que me recordó a una
sala de reuniones. Había una mesa grande en un extremo, junto a un aparador repleto de
botellas de licor. En el otro lado había un enorme escritorio, delante de una ventana que daba
a la calle.
Vi a Merle y a Faye, y me alegró comprobar que Merle estaba perfectamente, pero enseguida
me fijé en el fae que se puso en pie detrás del escritorio. Su aspecto me dejó petrificada.
Era mayor y tenía el pelo entrecano. Alrededor de las orejas y la boca, su piel plateada se
plegaba en finísimas arrugas. Calculé que, en años humanos, debía de tener cerca de ochenta.
Era la primera vez que veía un fae tan mayor.
Santo Dios, estaba envejeciendo como un humano.
Ren me puso la mano en la espalda.
—Ivy, este es Tanner. Dirige este sitio.
El fae sonrió al rodear el escritorio y tenderme la mano.
—Me alegra conocerte por fin, Ivy, y que tu rescate fuera un éxito.
Aturdida, le estreché la mano.
—Yo también me alegro de conocerte.
—Mi verdadero nombre es un poco impronunciable, pero Tanner es un buen diminutivo. —
Se rio al estrecharme la mano—. Pareces un poco sorprendida.
Le miré las orejas para asegurarme de que eran puntiagudas.
—Lo… lo siento. Estoy un poco desconcertada.
—Es lógico —contestó amablemente—. Imagino que debe de ser muy chocante para ti estar
aquí, rodeada por mi gente.
Asentí lentamente.
—Creo que vas a descubrir muchas cosas chocantes respecto a nosotros —añadió,
soltándome la mano.
Asentí otra vez.
—Como te explicó Faye, este es un refugio para faes que tienen los mismos principios y
valores que nosotros —explicó—. Nos negamos a alimentarnos de humanos y, por tanto,
asumimos una esperanza de vida mucho más corta. Hace años colaborábamos con la Orden.
Pero, por desgracia, nuestra alianza no duró mucho tiempo.
Merle masculló algo en voz baja, pero no le entendí.
—Nuestros antepasados dejaron el Otro Mundo porque no estaban de acuerdo con la
política de la corte gobernante. Estaban aniquilando nuestro mundo y convirtiéndonos a todos
en monstruos. No vinimos aquí para hacerle lo mismo a vuestro mundo —prosiguió Tanner—.
Y haremos todo lo posible para asegurarnos de que el príncipe y sus seguidores no se salgan
con la suya.
—La mayoría de los faes que viven aquí proceden de la corte de verano —explicó Brighton
—. Empezaron a escapar antes de que se cerraran los portales porque los perseguían.
—Nos perseguían como perseguían a tu amigo Tink y a sus congéneres: casi hasta la
extinción —añadió Tanner con una mirada melancólica—. Tink es el primer duende que veo,
pero mis padres hablaban mucho de los de su especie. Lo que has hecho para salvarlo es
admirable.
Miré a Ren.
Él puso cara de fastidio.
Yo sonreí.
—El hecho de que cuidaras de él, de que lo curaras cuando estaba herido y lo mantuvieras
escondido me ha convencido de que podemos confiar en ti. —Tanner inclinó la barbilla—. Y
en Ren.
Me alegré de que Tanner no supiera que Tink y Ren no eran precisamente uña y carne.
De repente, se me ocurrió una idea como salida de la nada.
—¿Intentasteis poneros en contacto conmigo antes de que pasara todo eso? —pregunté.
—No —contestó Tanner—. ¿Por qué lo preguntas?
Miré a Ren.
—Porque antes de que… de que pasara todo eso con el príncipe, un fae me siguió hasta un
aparcamiento de la ciudad. Donde dejaste el coche el lunes por la noche. Estaba buscando tu
camión —expliqué—. El caso es que no hizo nada. No le dio tiempo, porque una fae apareció
de repente, lo mató y luego se clavó literalmente en mi daga.
Tanner parpadeó.
—No fuimos nosotros.
—¿Alguna idea de quién pudo ser? —preguntó Ren.
Tanner meneó la cabeza.
—Haré averiguaciones, a ver qué descubrimos.
Me volví cuando se me acercó Merle. Parecía más calmada que la última vez que la había
visto. Tenía el cabello rubio muy liso y suave, y los ojos iluminados por un brillo de curiosidad
e inteligencia.
Tomó mi cara entre sus manos.
—¿Plantó su semilla?
Hice una mueca.
—¿Podrías no volver a expresarlo así, por favor?
—¿Lo hizo? —preguntó.
—No —contestó Ren, a mi lado, con la mano todavía sobre mi espalda—. La sacamos a
tiempo.
Merle me sostuvo la mirada.
—Necesito oírselo decir a ella.
—Merle… —dijo Tanner en voz baja.
Tampoco a él le hizo caso.
—Tenemos que asegurarnos.
—No —contesté, notando que me ponía colorada—. Lo juro.
—Bien. —Merle sonrió y luego me abrazó y retrocedió—. Habría sido terrible tener que
matarte.
Abrí los ojos como platos.
—¡Mamá! —exclamó Brighton, de pie junto a la mesa.
—¿Qué? —Merle se encogió de hombros, se acercó a una silla y se sentó—. Si estuviera
embarazada del príncipe, tendríamos que matarla. Es así de sencillo.
Faye se aclaró la garganta, colocándose junto a Tanner.
—No, no tendríamos que matarla. Hay otras alternativas.
—Pero ¿por qué no me mataste sin más? —le pregunté—. Eso habría solucionado el
problema. Y tuviste muchas oportunidades de hacerlo.
Ren se puso tenso a mi lado.
Faye pareció crisparse.
—Nosotros no matamos humanos, sea cual sea la situación.
Enarqué una ceja.
—Pues deberías decírselo a Merle.
Merle se rio como si acabara de sugerirle a Faye que le explicara una nueva receta de asado.
—Merle es humana —contestó Faye—. Los humanos tienen tendencia a no valorar la vida.
Decidiendo que había llegado el momento de cambiar de tema, volví a centrarme en Merle.
—¿Por qué le dijiste a Brighton que Ren sabría qué hacer con la información que contenían
tus diarios?
Sonrió levemente y señaló a Ren con la cabeza.
—Ese joven tiene una mirada bondadosa.
Abrí la boca, pero no supe qué responder. Cuando miré a Ren, vi que se estaba mirando las
botas con una sonrisa.
Tanner nos indicó que nos sentáramos. Ren y yo obedecimos.
—Sé que tienes un montón de dudas y que tenemos que contarte muchas cosas, pero no
queremos agobiarte. Faye nos ha explicado que estas últimas semanas han sido muy…
estresantes para ti.
Me puse tensa.
—Yo no las describiría así. Y eso es algo de lo que preferiría no hablar en este momento.
Ren se inclinó hacia delante, apoyando el codo en la pierna y la barbilla en la mano.
—Centrémonos en lo que de verdad importa —sugirió con firmeza, y me miró—. Saben
cómo mandar otra vez al príncipe al Otro Mundo.
—¿Qué? —Me senté más derecha—. ¿Cómo?
Tanner se apoyó en el escritorio y cruzó los tobillos.
—¿Quieres explicárselo tú?
Faye no parecía querer hacerlo, pero de todos modos tomó la palabra.
—Cuando mi familia abandonó el Otro Mundo hace muchas décadas, se llevó un cristal muy
especial y poderoso del trono del rey y lo trajo a este reino. Posteriormente, la Orden se hizo
cargo de él para mantenerlo a salvo. O, al menos, eso fue lo que dijeron. Pero su decisión de
trasladar el cristal sin nuestro consentimiento generó… una disputa entre nuestras dos
especies.
Me pregunté si por eso la Orden y aquellos faes habían dejado de cooperar, pero una disputa
no parecía una razón lo bastante poderosa para que la Orden borrara por completo de sus
anales cualquier noticia sobre aquella alianza.
Me acordé del cristal que Val había robado la noche en que el príncipe cruzó la puerta.
Desde que había hablado de ello con Miles, no había vuelto a acordarme. Habían pasado
muchas cosas, sí, pero yo sabía dónde estaba el cristal.
—Lo tiene el príncipe.
—¿Lo viste? —preguntó Tanner, y sus ojos pálidos parecieron afilarse.
—No. —Negué con la cabeza—. Pero mi… Pero un miembro de la Orden que seguía
órdenes del príncipe se lo llevó.
—Menuda arpía —masculló Merle en voz baja, y Brighton volvió a suspirar—. El cristal no
debería haber caído en manos de la Orden. Ellos no entienden su poder, ni su importancia.
—Yo no lo he visto —dije, recorriendo la sala con la mirada—. La Orden no ha informado
de su importancia. Uno de sus miembros llegó a decirme que no valía nada. Imagino que no es
así.
Faye cruzó los brazos.
—Ese cristal puede enviar al príncipe de vuelta al Otro Mundo, pero no será tarea fácil.
—Y no sabemos dónde está exactamente el cristal —añadió Tanner—. Faye lo buscó
mientras estaba en el complejo del príncipe.
—Y no lo vi —dijo ella—. Pero había muchos sitios a los que no tenía acceso.
Yo quería saber cómo había entrado al servicio del príncipe, pero en aquel momento eso
carecía de importancia.
—Entonces, tenemos que recuperar el cristal. Y luego ¿qué?
Faye respiró hondo.
—Luego necesitamos la sangre de un miembro de la realeza y de un semihumano…
—Solo una pequeña cantidad —aclaró Ren incorporándose en la silla—. Una gota de sangre
de un semihumano, más o menos.
Tanner sonrió.
—Sigue sin hacerle ninguna gracia.
Ren entornó los párpados.
—Encontrar el cristal y conseguir la sangre del príncipe y una gota de tu sangre no es lo más
difícil.
—¿No? —Levanté las cejas, sorprendida—. Pues a mí me parece bastante difícil, teniendo
en cuenta que no sabemos dónde está el cristal. Y conseguir sangre del príncipe no va a ser
fácil.
—El rito de la sangre y la piedra —dijo Faye— tiene que llevarse a cabo en el Otro Mundo.
Después de aquello, seguimos hablando un rato. Conseguir el cristal era solo el primer paso,
pero primero teníamos que averiguar dónde diablos estaba. Yo no podía ni pensar en
conseguir la sangre del príncipe porque no quería ni estar en la misma zona horaria que él. Y
luego estaba el problema de cómo llegar al Otro Mundo.
El hecho de que yo no estuviera embarazada del príncipe mantendría las puertas cerradas,
pero tendríamos que abrirlas. Temporalmente.
Y para eso necesitábamos a la Orden.
Yo sospechaba que era más fácil que el Niño Jesús se presentara a cenar esa noche vestido
con tirantes que conseguir que la Orden accediera a abrir una puerta.
Faye explicó que estaban al corriente del plan del príncipe de convertirse en el gran
supervillano mundial. Más o menos una hora después, Ren y yo abandonamos la sala. Todavía
había muchas cosas que debatir, pero a mí ya me estallaba la cabeza con lo poco que sabía, y
fue un alivio salir de allí.
En el pasillo, me detuve y miré a Ren.
—¿Podemos salir?
—Como quieras.
Eso hicimos. Salimos al patio. Curiosamente no había faes, aunque lo cierto era que hacía
bastante frío. Nos sentamos los dos en un balancín.
Yo no sabía cómo íbamos a enfrentarnos al príncipe y a sus secuaces, encontrar el cristal y
conseguir la sangre del príncipe sin que me raptaran, y además pasar al Otro Mundo.
Solo llevábamos fuera unos minutos cuando Tink dobló la esquina, llevando a Dixon en
brazos.
—Por lo menos está vestido —masculló Ren.
—Sí, menos mal.
—Aquí no hay sitio para tres —refunfuñó Ren cuando Tink se acercó al balancín.
Yo sonreí ligeramente cuando Tink se dejó caer a mi lado.
—Hay sitio de sobra —dijo, lanzando una mirada a Ren—. Si te incomoda estar cerca de mí,
por mí puedes marcharte.
Ren suspiró.
—Debería haber dejado que te murieras de hambre.
—Vale, lo que tú digas. —Tink se puso a Dixon en el regazo—. Qué sabrás tú.
Dixon se bajó de su regazo y se encaramó al mío. Yo me quedé mirándolo, y él me miró y
empezó a arañarme la tripa con sus patitas.
—Tengo entendido que has visto a Tanner —dijo Tink—. Le parezco alucinante.
—Ya veremos qué le pareces dentro de un par de días —contestó Ren—. Apuesto a que
cambia de opinión.
—Odia el mensaje, pero no al mensajero —replicó Tink inclinándose hacia delante.
Ren arrugó el ceño.
—¿Qué? Eso no viene a cuento.
—No pienso hacerte caso —dijo Tink, y me dio un codazo—. Estaba preocupado por ti, Ivy
Divy. Dormías como si fueras una princesa Disney que se había comido una manzana podrida.
Enarqué una ceja mientras acariciaba al gatito.
—Una manzana envenenada, querrás decir.
—Lo que sea. Es lo mismo. Yo lo único que sé es que aquí el Príncipe Azul no podía
despertarte con un beso —añadió.
—Vas a necesitar algo más que un Príncipe Azul para despertarte cuando te deje
inconsciente de un golpe —replicó Ren desganadamente mientras miraba a Dixon, que se hizo
una bola y se quedó dormido al instante.
Tink resopló y apoyó la cabeza en mi hombro. Yo estaba acostumbrada a que lo hiciera
cuando era mucho más pequeño.
Nos quedamos allí sentados, en silencio, y no sé por qué pero otra vez me dieron ganas de
llorar. Estaba hecha polvo. Hecha polvo. Quizá solo necesitaba dormir un par de días más.
Tenía un nudo cada vez más grande en la garganta, pero necesitaba decir algo.
—Quería… quería daros las gracias a los dos por no abandonarme —dije con la mirada fija
en Dixon. Me aclaré la garganta—. Por buscarme y por preocuparos por mí.
—No tienes por qué darlas —dijo Ren—. No es necesario, cariño.
—Por una vez estoy de acuerdo con este bobo —contestó Tink—. Ya te lo dije. Para eso
estamos.
Se me saltaron las lágrimas.
—Sí —dije con voz ronca, y apreté los labios.
—Todo va a salir bien —dijo Ren, que parecía notar que necesitaba oírlo, porque lo
necesitaba de verdad.
Estiró el brazo sobre el respaldo del balancín y me apretó el hombro.
Tink me empujó suavemente, con cuidado de no despertar a Dixon.
—Claro que sí. Nos tiene a nosotros.
A nosotros.
Era la primera vez que Tink hablaba de Ren y de él en la misma frase sin insultarle. Guau,
era todo un progreso. O quizá se debiera simplemente a que estaba muy preocupado por mí.
Seguramente era eso.
Pero no pasaba nada. Tink estaba preocupado porque yo le importaba y me quería. Y
aunque a mí me costara creerlo, a Ren también le importaba.
Me quería.
Sentada entre ellos dos, levanté la cara hacia el cielo y cerré los ojos. Dejé que el sol
empapara mi piel y empezara a calentar esas partes de mi interior que seguían invadidas por el
frío y la oscuridad.
Me sentía un poco dividida y descentrada, y sin duda iba a tener que recorrer un largo y
arduo camino para recuperarme al cien por cien. Y entre tanto las cosas seguirían su curso.
Drake vendría a por mí, o iría en busca de otra semihumana. Teníamos que encontrar el cristal
y detener al príncipe. Eso no podía esperar.
Pero iba a ponerme bien.
Era una semihumana. No era la misma Ivy de unos meses atrás. Ahora todo era distinto. Yo
era distinta. Había algunas partes de mi ser que seguían llenas de sombras frías e insidiosas,
pero aquel frío no duraría eternamente.
Con cuidado de no despertar a Dixon, puse la mano sobre la pierna de Ren, con la palma
hacia arriba. Sentí que contenía la respiración. Un segundo después, posó la mano sobre la mía
y me la apretó.
Lo miré a los ojos, pero no tuve que decir nada. Me incliné hacia él y apoyé la cabeza en su
hombro. Sentí que su cuerpo se relajaba casi al instante. Miré a Tink. Nos estaba observando
con aquellos ojos azules tan claros. Me guiñó un ojo.
No estaba sola.
Solo estaba un poco dividida, pero no rota del todo.
—Sí —dije—. Todo va a salir bien.
Y además era cierto: yo era muy valiente.
Agradecimientos
Gracias a mi equipo, que me ayudó a dar vida a este libro: Kevan Lyon, Patricia Nelson, Kara
Malinczak, R. S., Sarah Hansen, Taryn Fagerness, Christine Borgford de Perfectly Publishable,
Stacey Morgan, a mi familia y a mis amigos. Y gracias sobre todo a los lectores, que han sido
increíblemente pacientes mientras escribía la secuela.