Cuentos Con Reflexión

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El zorro y el Espino

Cuento El zorro y el espino: adaptación de la


fábula de Esopo.

Érase una vez un zorro pelirrojo que vivía en el bosque. El animal era joven y

gozaba de muy buena salud, así que se pasaba las horas corriendo por la

hierba, husmeando entre las zarzamoras, escarbando dentro de las toperas, y

descubriendo misteriosos escondrijos. ¡Nunca permanecía quieto más de un

segundo!

A lo largo del día jugaba mucho, pero por la noche… ¡por la noche su actividad

era todavía más desenfrenada! Y es que mientras la mayoría de los animales

roncaban plácidamente dentro de sus madrigueras, el incansable zorrito

aprovechaba para encaramarse a los árboles y saltar de rama en rama como si

fuera un equilibrista de circo. Tanto practicó que llegó a ser capaz de subirse a
un pino y lanzarse a otro situado a varios metros de distancia con la precisión

de un mono. Increíble, ¿verdad?

Durante meses disfrutó de lo lindo haciendo estas locas piruetas nocturnas,

pero llegó un momento en que se aburrió y decidió intentar una proeza

realmente arriesgada: escalar una altísima montaña por la parte más rocosa.

Se trataba de un reto peligroso para alguien de su especie, pero lejos de

acobardarse sacó pecho y se lanzó a la aventura.

Una noche, justo cuando la luna nacarada estaba más alta en el firmamento, el

valiente y atlético animal comenzó a subir la ladera cubierta de piedras.

Logró su objetivo en apenas tres horas, por lo que llegó con tiempo de sobra

para ver despuntar el día. Las cabras, hasta ese momento únicos seres

capaces de realizar semejante hazaña, se quedaron patitiesas cuando

advirtieron que un pequeño zorro naranja alcanzaba la cumbre en tiempo

record y sin apenas despeinarse el flequillo.

– ¡Lo he conseguido!… ¡Casi puedo tocar las nubes!… ¡Yujuuuuu!

Como es lógico, lo primero que hizo al llegar arriba fue celebrarlo dando botes y
gritando de alegría. ¡Se sentía tan orgulloso de sí mismo!… Después hizo un

esfuerzo por tranquilizarse, y cuando consiguió bajar las pulsaciones de su

corazón y respirar con cierta normalidad, se sentó a disfrutar de la salida del

sol.

– Qué aire tan puro se respira aquí… ¡y qué amanecer tan impresionante!

Con el mundo a sus pies se sintió el rey de la montaña.

– Ya que subir me resultó fácil, a partir de ahora vendré a menudo. ¡Las vistas

son increíbles!
Tras una buena dosis de belleza y meditación, resolvió que había llegado la

hora de regresar a su hogar.

– ¡Bajar va a ser pan comido!… ¡Vamos allá!

Pegó un salto para levantarse y fue entonces cuando algo terrible sucedió: por

un descuido resbaló y empezó a caer montaña abajo dando más botes que una

pelota de goma en el patio de un colegio.

– ¡Socorro, que alguien me ayude!

Rodó y rodó durante un par de minutos que le resultaron interminables, al

tiempo que gritaba:

– ¡Ay, ay, me voy a estrellar!… ¡Socorro!… ¡Auxilio!

Cuando estaba a punto de llegar al final y darse el tortazo del siglo, pasó junto

a un arbolito cubierto de flores blancas. ¡Era su única oportunidad de salvación!

Demostrando buenos reflejos estiró las patas delanteras y se agarró a él

desesperadamente. En ese mismo instante, sintió un dolor muy intenso en los

dedos.

– ¡Ay, ay, ay, ay! ¡¿Pero qué demonios…?! ¡Ay!

¡Qué mala suerte! El arbusto en cuestión era un espino que, como todos los

espinos, tenía las ramas cubiertas de afiladísimas púas que se clavaron sin

piedad en las patas del zorro.

– ¡Oh, no, esto es horrible, creo que me voy a desmayar!… ¡Maldita planta!

Al escuchar estas palabras, el espino se mostró muy ofendido.

– Perdona que te lo diga, amigo, pero no sé de qué te quejas. Te sujetaste a mí

porque te dio la gana. ¡Que yo sepa nadie te obligó!


Con los ojos bañados en lágrimas, el zorro se lamentó:

– ¡¿Cómo no me voy a quejar?! Solicité tu ayuda porque estaba a punto de

matarme ¿y de esta forma me tratas?… ¡Eres un ser verdaderamente cruel!

Mira, me has herido a traición y ahora tengo las patas bañadas en sangre y…

¡llenas de agujeros!

El orgulloso espino, con gesto enfadado, le replicó:

– ¡Por supuesto que te he pinchado!… ¿Sabes por qué? ¡Pues porque soy un

espino! Hago daño a todo el que se me acerca y, desde luego, tú no eres una

excepción.

El maltrecho zorro puso cara de no entender muy bien la situación, así que la

planta volvió a dejar muy clara su manera de ser, su manera de vivir la vida, su

manera de sentir.

– Creo que estoy siendo muy sincero contigo: yo soy como ves y no voy a

cambiar, así que lo mejor que puedes hacer es alejarte de mí para siempre.

¡Ah!, y un consejito te voy a dar: la próxima vez que necesites que alguien te

eche una mano, recuerda elegir mejor al amigo que te pueda ayudar.

El zorro se quedó en silencio y se puso a reflexionar sobre las palabras que

acababa de escuchar. Finalmente, y a pesar de la frustración, la pena y el dolor

que estaba sintiendo, fue capaz de comprender lo que el espino le quería decir.

Y tú… ¿lo has entendido también?

Moraleja: A lo largo de la vida conocemos a infinidad de personas. La mayoría

suelen ser amigables, honestas, sensibles… En definitiva, seres humanos que

se esfuerzan por hacer del mundo un lugar mejor. Pero también es cierto que a

veces nos topamos con otras que solo piensan en sí mismas, hacen daño sin
pensar en las consecuencias, y son incapaces de abrir su corazón para

ponerse en el lugar del otro.

Tú tienes capacidad para elegir a la mayoría de tus amigos, para decidir quién

es la gente de confianza con la que quieres compartir los momentos más

importantes de tu existencia, así que procura rodearte de personas bondadosas

que te respeten y te quieran de verdad. Aprenderás buenos valores, serás

mucho más feliz, y si alguna vez necesitas consejo o tienes un problema

importante, estarán a tu lado para ayudarte y demostrarte su amor sincero.


Kuta, la tortuga inteligente

Cuento Kuta, la tortuga inteligente: adaptación


del cuento popular de África.

Kuta era una tortuga macho que tenía su hogar en una pradera de África.

El reptil, de carácter tranquilo y conformista, siempre se había sentido muy orgulloso

de vivir en ese hermoso lugar hasta que las cosas cambiaron y empezó a plantearse

emigrar para no volver. La razón era que por culpa de la sequía de los últimos meses

casi no crecía hierba fresca y apenas se encontraban bichitos entre las piedras. Debido

a la escasez de comida, Kuta pasaba hambre.

Una mañana que caminaba cabizbajo y con el ánimo por los suelos se cruzó con Wolo,

un pájaro que solía anidar por los alrededores. El ave levantó la cabeza y saludó muy

amablemente.

– Buenas tardes, señor Kuta, ¡cuánto tiempo sin saber de usted! ¿Qué tal le va la vida?

Me da la sensación de que está más flaco y ojeroso… ¿Se encuentra bien?


Kuta se sentía débil y no tenía muchas ganas de ponerse a charlar, pero respondió con

su habitual cortesía.

– Buenas tardes, señor Wolo. La verdad es que estoy pasando una mala racha. ¿Se

puede creer que por más que busco no encuentro ni un mísero gusano que llevarme a

la boca? … Como no llueva me temo que muchos animales acabaremos yéndonos de

estas tierras.

Wolo puso cara de tristeza al conocer la complicada situación de su vecino.

– ¡Oh, vaya, cuánto lo siento!… Se me ocurre que, si le apetece, puede

acompañarme a buscar semillas.

– ¿Semillas?

– Sé que para una tortuga como usted no son un manjar, pero al menos llenará la tripa

con algo de alimento.

Wolo tenía toda la razón: las semillas no eran ni de lejos su comida favorita, pero

sopesó la oferta y le pareció una oportunidad que no podía rechazar.

– ¡Ah, pues muchas gracias, menos es nada! Y dígame, ¿a dónde tenemos que ir?

El pájaro señaló con el ala hacia el noroeste.

– Detrás de esos árboles hay una finca enorme y el granjero ha plantado un montón de

grano. ¡Podremos comer hasta reventar!

La tortuga negó con la cabeza.

– No, no, no, ahí no quiero ir. Ese hombre se pasa horas vigilando con una escopeta y

si me descubre estoy perdido. Tenga en cuenta que yo camino, como es obvio, a paso

de tortuga, y que no tengo alas para salir volando en caso de peligro.

El señor Wolo se mostró un poco ofendido.


– ¡Por favor, señor Kuta, no se preocupe por eso! ¿Para qué estamos los amigos?…

Yo seré como un guardaespaldas para usted. En caso de que aparezca el granjero le

asiré por el caparazón y le trasladaré por los aires a un sitio seguro.

Kuta no acababa de fiarse y temía que la cosa acabara mal para él.

– No sé, no sé… El tipo del que hablamos no se anda con tonterías y a la mínima nos

mete un cartucho a cada uno en el trasero.

– ¡Calle, calle, no sea agorero! Venga, hombre, sea usted un poco más valiente. Son

las mejores semillas de la zona y le van a encantar, se lo aseguro.

El pobre Kuta tenía tanta hambre que empezó a salivar y se dejó convencer.

– ¡Está bien, iré y que la suerte nos acompañe!

El pájaro y la tortuga se dirigieron juntos a la enorme finca. Al llegar, cada uno atravesó

la valla a su manera, Wolo sobrevolándola y Kuta escarbando un pequeño túnel para

pasar por debajo de ella. Una vez dentro empezaron a desenterrar simientes y a

zampárselas con avidez.

– ¿Qué me dice, señor Kuta? … ¿Tenía yo razón o no?

Con la boca llena y masticando a dos carrillos, la tortuga exclamó:

– ¡Oh, señor Wolo, estoy disfrutando de lo lindo! ¡Están tan ricas que creo que me voy

a hacer vegetariano!

De repente, en plena degustación, casi se atragantan al escuchar unos pasos, los

gritos de un hombre… ¡y el sonido de tres disparos!

‘¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!’

Sin pararse a pensar que dejaba a su amigo tirado en la finca, Wolo salió volando a la

velocidad del rayo y desapareció del mapa en un santiamén. Por el contrario el pobre
Kuta se quedó quieto como una estatua, observando estupefacto cómo su supuesto

colega defensor se largaba a la primera de cambio.

Tras unos instantes de confusión se percató de que estaba completamente solo e

indefenso y se puso a temblar. Un minuto después, el rudo granjero apareció ante él

con los brazos en jarras y cara de malas pulgas.

– ¡Ajajá! ¡¿Con que tú eres el bribón que me roba las semillas cada día?!… ¡Pues al

saco vas! Esta noche mi mujer y yo cenaremos una riquísima sopa de tortuga macho.

Sin decir nada más, agarró a Kuta por el cogote y lo metió en una bolsa de tela que

llevaba colgada en el cinturón. El pobre animal, absolutamente horrorizado, empezó a

patalear mientras gritaba:

– ¡Señor, por favor, no lo haga, no lo haga!

El hombre le contestó con retintín.

– Perdone usted, señorito, ¿que no haga qué?

– Déjeme libre, por favor. Es la primera vez que entro en su propiedad, se lo prometo.

De hecho yo no quería, pero un pájaro que dijo ser mi amigo insistió y yo… yo tenía

tanta hambre que…

– No me sirven las excusitas de última hora… ¡Cazado estás y al puchero irás!

Ignorando las súplicas del animal el granjero puso rumbo a casa mientras Kuta, dentro

del saco, empezó a maquinar algo para salvar el pellejo y evitar un final atroz: la

cazuela.

– Solo dispongo de unos minutos para idear un plan… ¡Ay, creo que no tengo

escapatoria!
Estaba a punto de rendirse cuando la bombilla de las ideas que tenía dentro de su

cabecita se iluminó. Sin perder tiempo, desde el interior del saco, gritó lo más alto que

pudo:

– ¡Señor, atiéndame un momento, por favor! Usted no lo sabe, pero soy un gran

cantante. ¿Quiere escuchar mi dulce voz?

Al granjero no le interesaba en absoluto oír canturrear a una tortuga ladrona, pero no

quiso parecer insensible.

– ¡De acuerdo, a mí me da igual, canta si quieres!

Kuta tenía mucha imaginación e inventó en rápidamente una simpática canción que le

permitió sacar a relucir todo su talento.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!

El granjero, sorprendido, empezó a partirse de risa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, qué gracioso eres! No se puede negar que tienes ingenio y cantas

estupendamente.
Kuta había conseguido captar su interés y aprovechó la oportunidad. ¡Era ahora o

nunca!

– Me encantaría poder cantársela a su esposa también… Si le parece, será mi último

deseo.

– Por mí no hay problema, pero ya sabes que después te cenaremos.

El granjero llegó al hogar, pero no vio a su mujer por ninguna parte.

– Por la hora que es debe estar en el río haciendo la colada… ¡Iré a enseñarle el

botín!

Enseguida la encontró, aclarando la ropa sucia en el agua.

– ¡Querida, mira lo que traigo para ti!

El granjero abrió la bolsa y Kuta asomó la carita para respirar un poco de aire fresco.

– ¡Oh, qué suerte, una tortuga! En cuanto termine nos iremos a casa y prepararemos

un caldo especial.

En ese momento, Kuta miró al hombre.

– Recuerde que me prometió que podría cantar a su esposa.

Él le respondió.

– Cierto, y yo siempre cumplo lo que prometo.

La granjera puso cara de asombro.

– ¿He oído bien?… ¿Esta tortuga sabe cantar y quiere que yo la escuche?

– ¡Es toda una artista, ahora lo verás! Tortuguita, demuéstrale a mi mujer lo que sabes

hacer.

Kuta trató de ocultar el nerviosismo que le invadía.


– Señora, será un placer actuar para usted, pero aquí dentro hace tanto calor que

estoy a puntito de desmayarme. Déjenme en el suelo junto a la orilla para que se me

pase el sofoco y me pondré a cantar. Después yo mismo regresaré al saco sin

rechistar.

A ambos les pareció que no había inconveniente porque sabían que un animal tan

lento jamás podría escapar. Confiado, el granjero colocó a Kuta en la orilla del río.

– Oxigénate un poco aquí fuera y canta la dichosa canción de una vez que se está

haciendo tarde.

La tortuga se mostró agradecida.

– Muchas gracias, señores. Esta brisa es maravillosa y ya me encuentro mucho mejor.

Seguidamente, carraspeó para afinar la voz y…

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

¡Acabar en la barriga

del granjero y su mujer!

A la granjera también le dio un ataque de risa.

– ¡Ja, ja, ja!! No sabía que existían tortugas capaces de inventar canciones tan

divertidas.
– ¿A que es increíble?… ¡Sin duda estamos ante una tortuga extremadamente lista!

La mujer, entusiasmada, miró a Kuta y le rogó:

– ¡Por favor, cántala de nuevo para que mi esposo y yo podamos bailar! Hace tanto

que no lo hacemos…

– ¡Faltaría más, señora!

La tortuga empezó a repetir la tonadilla, que era de lo más pegadiza, y los esposos se

pusieron a dar palmas y a danzar alborozados.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Se lo estaban pasando tan bien que ni se fijaron que, mientras cantaba, Kuta iba

dando pasitos hacia atrás hasta casi tocar el agua con las patas traseras.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.

Según entonó el último verso, se tiró al río de espaldas y se dejó arrastrar por la

corriente, utilizando su caparazón como si fuera el casco de un barco. Mientras se

alejaba vio cómo el granjero y su mujer dejaban de bailotear y se ponían a hacer

aspavientos con los brazos, rabiosos por haber sido engañados por una simple tortuga

macho.
Cuando los perdió de vista, la inteligente Kuta salió del agua y, sin dejar de tararear la

cancioncilla gracias a la cual se había salvado de una muerte segura, buscó un lugar

confortable donde pasar la noche.

Un pajarraco me engañó

en un campo de centeno,

y tirado me dejó

para que me atrapara el dueño.

Encerrado en una bolsa

¿cuál es mi destino cruel?

Acabar en la barriga,

del granjero y su mujer.


El cordero envidioso

Cuento El cordero envidioso: adaptación de la


fábula de Godofredo Daireaux.

Esta pequeña y sencilla historia cuenta lo que sucedió a un cordero que por envidia

traspasó los límites del respeto y ofendió a sus compañeros. ¿Quieres conocerla?

El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un rey, por la

sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja. Ni los cerdos, ni los

caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y carneros mayores que él, disfrutaban de

tantos privilegios. Esto se debía a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las

tres hijas de los granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban

y concedían todos los caprichos.

Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo para peinarlo

con un cepillo especial untado en aceite de almendras que mantenía sedosa y brillante

su rizada lana. Tras ese reconfortante tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un

mullido cojín de seda y acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente


dormido. Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con unas

gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una amorosa manta de

colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su comida no era ni de lejos la misma que

recibían sus colegas, cebados a base de pienso corriente y moliente. El afortunado

cordero tenía su propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia,

por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y postres a base de

cremas de chocolate que endulzaban aún más su empalagosa vida.

Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero favorecido y

sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta: en cuanto veía que los

granjeros rellenaban de pienso el comedero común, echaba a correr pisoteando a los

demás para llegar el primero y engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el

resto del rebaño se quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que

él en todo el planeta.

Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:

– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de quitarle la comida

a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!

– Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo!

– ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de manjares

exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes suficiente con todo lo que te

dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para nosotros!

El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo tiene todo,

respondió demostrando muy poca sensibilidad.


– La verdad es que como hasta reventar y este pienso está malísimo comparado con

las delicias que me dan, pero lo siento… ¡no soporto que los demás disfruten de algo

que yo no poseo!

La oveja se quedó de piedra pómez.

– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?

El cordero se encogió de hombros y puso cara de indiferencia.

– Si quieres llamarlo envidia, me parece bien.

Ahora sí, la oveja entró en cólera.

– ¡Muy bien, pues tú te lo has buscado!

Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja. Segundos después,

treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su llamada. Entre todos rodearon al

desconsiderado cordero.

– ¡Escuchadme atentamente! Como ya sabéis, este cordero repeinado e inflado a

pasteles se come todos los días parte de nuestro pienso, pero lo peor de todo es que

no lo hace por hambre, no… ¡lo hace por envidia! ¿No es abominable?

El malestar empezó a palparse entre la audiencia y la oveja continuó con su alegato.

– En un rebaño no se permiten ni la codicia ni el abuso de poder, así que, en mi

opinión, ya no hay sitio para él en esta granja. ¡Que levante la pata quien esté de

acuerdo con que se largue de aquí para siempre!

No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas. Ante un

resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su expulsión.

– Amigo, esto te lo has ganado tú solito por tu mal comportamiento. ¡Coge tus

pertenencias y vete!
Eran todos contra uno, así que el cordero no se atrevió a rechistar. Se llevó su cojín de

seda oriental como único recuerdo de la opulenta vida que dejaba atrás y atravesó la

campiña a toda velocidad. Hay que decir que una vez más la fortuna le acompañó,

pues antes del anochecer llegó a un enorme rancho que a partir de ese día se convirtió

en su nuevo hogar. Eso sí, en ese lugar no encontró niñas que le cepillaran el pelo, le

dieran agua con limón o le regalaran las sobras del asado. Allí fue, simplemente, uno

más en el establo.

Moraleja: Sentimos envidia cuando nos da rabia que alguien tenga suerte o disfrute de

cosas que nosotros no tenemos. Si lo piensas te darás cuenta de que la envidia es un

sentimiento negativo que nos produce tristeza e insatisfacción. Alegrarse por todo lo

bueno que sucede a la gente que nos rodea no solo hace que nos sintamos felices,

sino que pone en valor nuestra generosidad y nobleza de corazón.


Las manchas del jaguar

Cuento Las manchas del jaguar: adaptación de


una leyenda de la cultura Maya.

Cuenta una antigua leyenda que hace miles de años, cuando todavía no existía el ser

humano, hubo un jaguar al que sucedió algo muy especial. ¿Quieres conocer su

historia?

Parece ser que el animal era plenamente feliz porque estaba en buena forma física,

tenía alimentos de sobra a su alcance, y se llevaba estupendamente con el resto de

animales; además, se sentía agradecido por poder despertarse cada mañana en uno

de los lugares más hermosos que uno podía imaginar: la maravillosa península del

Yucatán.

Como a todo buen felino le encantaba pasear por el bosque envuelto en la oscuridad

de la noche y escalar la montaña durante el día, pero sin lugar a dudas su afición

favorita era lamer su propio pelaje, tan amarillo y brillante como el mismísimo sol. Para

él era fundamental mantenerlo limpio, no solo para sentirse más guapo y aseado, sino
también porque era consciente de que suscitaba una enorme admiración. Sí, presumía

un poco de pelo rubio, ¡pero es que se sentía tan orgulloso de él que no lo podía evitar!

Una tarde de verano estaba dormitando bajo un árbol de aguacate cuando de repente

se sobresaltó al escuchar unos ruidos rarísimos sobre su cabeza.

– ¿Qué ha sido eso?… ¿Quién anda por ahí perturbando el descanso de los demás?

Miró hacia arriba y contempló extrañado que las ramas se agitaban y parecían chillar.

Abrió sus grandes ojos y al enfocar la mirada descubrió que se trataba de tres monos

que, para entretenerse, estaban compitiendo a ver quién arrancaba más frutos

maduros en menos tiempo.

Entre sorprendido y enfadado les gritó:

– ¡Un respeto, por favor! ¿No veis que estoy durmiendo la siesta justo aquí abajo?

¡Dejad ese estúpido juego de una vez!

Los monos estaban pasándoselo tan bien, venga a reír y a saltar de una rama a otra,

que no le hicieron ni caso. De hecho, empezaron a lanzar aguacates al aire para ver

cómo se despedazaban y lo salpicaban todo al chocar contra el suelo. ¡Les parecía un

juego divertidísimo!

El jaguar, que ya tenía una edad en la que no soportaba ese tipo de tonterías, empezó

a perder la paciencia. Muy serio, se puso a cuatro patas, levantó la cabeza, y rugiendo

les enseñó los colmillos a ver si se daban por aludidos. Nada, como si no existiera.

– ¡Estoy harto de tanto alboroto y de que desperdiciéis la comida de esa manera!

¡Poned fin a la juerga o tendréis que véroslas conmigo!

Por increíble que parezca ninguna amenaza surtió efecto y los monos siguieron a lo

suyo. Por poco tiempo, eso sí, pues la mala suerte quiso que uno de los aguacates se

estrellara en el lomo del jaguar. El golpe fue intenso y se retorció de dolor.


– ¡Ay, ay, menudo porrazo me habéis dado con uno de esos malditos aguacates!

Se palpó y notó que la zona se estaba inflamando, pero lo más grave fue comprobar

cómo la pulpa se desparramaba por su pelo como si fuera manteca, formando un

asqueroso pegote verde. El presumido felino se puso, nunca mejor dicho, hecho una

fiera.

– No… no… no puede ser… ¡Acabáis de destrozar mi bello y sedoso pelaje dorado,

panda de inútiles!… ¡¿Quién ha sido el culpable?!

El mono que tenía las orejas más puntiagudas puso tal cara de pánico que él solito se

delató; el jaguar, con los nervios a flor de piel, reaccionó como suelen hacer los

jaguares cuando se enfadan de verdad: pegó un salto gigantesco, y cuando estuvo a la

altura del insolente animal, levantó la pata derecha y le asestó un zarpazo en la

barriga. La víctima chilló de dolor, pero por suerte la herida era poco profunda y pudo

salvar el pellejo.

Para no tentar más a la suerte, propuso la retirada inmediata a sus compañeros.

– ¡Chicos, rápido, debemos irnos!… ¡Hay que escapar antes de que acabe con

nosotros!

¡Dicho y hecho! Los tres amigos bajaron del árbol y huyeron despavoridos campos a

través. Lejos del peligro, el mono herido dijo a los otros dos:

– Sé que el jaguar no merecía recibir un golpe con el aguacate y que ensucié su lindo

pelo, pero no hubo mala intención por mi parte. ¡Le di sin querer y mirad lo que me ha

hecho!

El mono mostró las marcas largas y ensangrentadas que las garras habían dejado

sobre su piel.
– ¡No os podéis imaginar lo mucho que duele y escuece!… Sinceramente, creo que

esto no se puede quedar así. Lo mejor es que vayamos a ver a Yum Kaax. ¡Él sabrá

darnos el mejor de los consejos!

Yum Kaax, dios protector de las plantas y los animales, vivía en la montaña y era muy

querido por su bondad, sabiduría y amabilidad. Recibió a los tres monitos con un

sonrisa, los brazos abiertos y luciendo en la cabeza su característico tocado con forma

de mazorca de maíz.

– Bienvenidos a mi hogar. ¿En qué puedo ayudaros?

El mono que había tenido la idea de solicitar audiencia a la divinidad se disculpó.

– Señor, perdone que le molestemos a estas horas, pero hemos tenido un grave

encontronazo con un jaguar.

– Está bien, tranquilos, contadme lo sucedido.

El trío fue detallando la desagradable situación que había vivido minutos antes. Nada

más terminar, el joven dios, ya sin la sonrisa en la boca, resolvió:

– Tengo que deciros que vuestro comportamiento ha sido penoso. ¡No se puede

molestar a los demás mientras duermen, y por supuesto, tampoco es ético desperdiciar

los aguacates que nos regala la tierra!… ¿Acaso no os han enseñado que está muy

mal despilfarrar la comida?

Los monos agacharon la cabeza avergonzados. Yum Kaax continuó con la reprimenda.

– Para que aprendáis la lección, durante dos meses vais a trabajar para mí limpiando

los campos y recogiendo parte de la cosecha de cereal. ¡Este año estamos

desbordados y toda ayuda es poca!

Los tres amigos abrieron la boca para protestar, pero el dios no les dejó.
– ¡No admito quejas! Creo que será una buena forma de que vosotros también

maduréis… ¡como los aguacates! ¡Ja ja ja!

Los monos no pillaron la gracia y solo el dios se rio de su propio chiste.

– Madurar… Aguacates… ¡Bah, ya veo que no lo habéis entendido! En fin, sigamos

con el tema que nos ocupa.

Se quedó unos segundos pensativos y decidió el castigo para el felino.

– Dejaré que volváis a subir al árbol y le lancéis unos cuantos aguacates al lomo. Esta

vez, gracias a mis poderes mágicos, no le servirá de nada limpiarse y quedará

marcado para siempre. Pagará por lo que ha hecho y de paso aprenderá a ser menos

engreído.

El dios tomó aire e hizo una advertencia:

– Debo deciros que hay dos normas que deberéis respetar a toda costa: la primera,

lanzar los aguacates con cuidado para no hacerle daño.

Los tres monos dijeron que sí con la cabeza.

– Y la segunda, deben ser aguacates muy maduros, de los que ya no se pueden comer

porque están muy blandos y oscuros, a punto de pudrirse. No le causaréis dolor, pero

su pelo quedará manchado de por vida porque lo decido yo.

Los monos aceptaron las condiciones y tras dar las gracias a Yum Kaax se fueron

directos al árbol de aguacate. Al llegar comprobaron que el jaguar había ido a bañarse

al río, por lo que aprovecharon su ausencia para ocultarse entre las ramas. Desde allí

le vieron regresar, de nuevo con el pelo reluciente, dispuesto a continuar su plácida

siesta.
El mono de orejas puntiagudas, que era el que dirigía la operación, susurró a sus

colegas:

– Ahí viene… ¡Preparemos el arsenal!

El jaguar, totalmente ajeno a lo que le esperaba, se acostó sobre la hierba y se durmió.

En cuanto escucharon los resoplidos, los tres primates cogieron varios aguacates

blandengues, que por cierto ya olían bastante mal, y se los lanzaron sin

contemplaciones. El atacado se despertó al momento y horrorizado comprobó cómo un

montón de pulpa negra y viscosa llenaba de manchas su finísimo y precioso pelaje.

– ¡¿Pero qué está pasando?!… ¿Quién me ataca?… ¡¿Qué es esta porquería?!

El jefecillo, satisfecho con el resultado, se asomó entre las hojas y gritó:

– Cumplimos órdenes del dios Yum Kaax. A partir de ahora, tú y descendientes luciréis

motas oscuras hasta el fin de los tiempos. Para ti, se acabó el presumir.

El jaguar corrió a lavarse al rio, mas por mucho que se puso a remojo, las manchas no

se disolvieron. Cuando salió del agua empezó a llorar de pura tristeza y no tuvo más

remedio que aceptar el castigo impuesto por el dios.

Desde ese día, los monos tienen prohibido jugar a guerras de aguacates y todos los

jaguares tienen manchas.


La tortuga charlatana

Cuento La tortuga charlatana: adaptación del


cuento popular de la India.

Hace muchos años gobernó en la India un rey bueno, justo y generoso al que todo el

mundo amaba y respetaba.

Tan querido era que sus súbditos le consideraban el regente ideal, excepto en una

cosa que ahora mismo vas a conocer.

Resulta que el rey, a sus cincuenta y siete años, tenía un defectillo bastante molesto:

¡no se callaba ni debajo del agua! Ya fuera de día o de noche siempre tenía algo que

decir y enlazaba unos temas con otros con una facilidad pasmosa. Ese parloteo

incesante sacaba de quicio a todos los que le rodeaban, pero como era el hombre más

poderoso del reino nadie se atrevía a decirle a la cara que cerrara la boca al menos

durante un ratito.

Su consejero, un anciano inteligente y fiel que le ayudaba en los asuntos importantes,

estaba bastante preocupado por la situación. Se daba cuenta de que el rey hablaba
tanto que, además de resultar agotador, a menudo se iba de la lengua y decía cosas

de las que luego se arrepentía. Era cuestión de tiempo que acabara metiéndose en

problemas.

– ‘¡Esto no puede seguir así! Tengo que hacerle ver la realidad, intentar que cambie de

actitud sin faltarle al respeto ni herir sus sentimientos. Lo pensaré bien a ver qué se me

ocurre.’

Esa misma noche lo consultó con la almohada.

– Creo que lo más conveniente será aconsejarle a través de un pequeño cuento… Sí,

eso es, un cuento con moraleja. En cuanto me quede a solas con él, llevaré a cabo mi

idea.

Por fortuna, al día siguiente a media mañana encontró la ocasión perfecta cuando el

monarca le mandó llamar para ir a dar un paseo.

– La reunión de sabios no comienza hasta las doce, así que tenemos tiempo de sobra

para salir a caminar un rato y gozar de la brisa primaveral. ¿Te apetece, amigo mío?…

¡Nos sentará muy bien a los dos!

– ¡Por supuesto, Majestad! Será un honor ir con usted.

El consejero y el rey salieron de sus aposentos y recorrieron el largo pasillo hasta la

puerta principal; después, bajaron la escalinata exterior del palacio sintiendo en sus

ojos la cegadora luz del sol.

– Hace un día precioso y los jardines reales lucen esplendorosos, ¿verdad, Majestad?

El rey se aproximó al estanque y se paró junto a él, embelesado ante tanta hermosura.
– ¡Oh sí, somos realmente afortunados! Para mí no hay mayor placer que contemplar

las flores de loto meciéndose en el agua mientras disfruto del embriagador aroma a

jazmín que perfuma el aire… ¿Opinas tú lo mismo, querido amigo?

– Desde luego tiene usted toda la razón, mi señor. ¡Este lugar es un paraíso en la

Tierra!

El rey sonrío satisfecho y le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro.

– ¡Ay, viejo amigo, espero que nos queden muchos años para compartir más

momentos como este!

Aprovechando que el rey estaba contento y receptivo, el consejero puso en marcha su

pequeño plan.

– Cambiando de tema… Majestad, ayer me contaron una pequeña historia que me

gustaría compartir con usted.

– ¿Ah sí?… ¿Te refieres a un cuento?

– Sí, es una simple fabulilla, pero creo que podría gustarle.

– ¡Oh, muy bien! ¿A qué estás esperando para empezar?… ¡Soy todo oídos!

Sin perder más tiempo, el consejero comenzó su relato:

Érase una vez una tortuga que vivía en un lago muy bonito pero demasiado pequeño.

Mientras fue chiquitita el tamaño no tuvo demasiada importancia, pero cuando se hizo

mayor la falta de espacio empezó a resultarle tremendamente agobiante porque salvo

nadar o hablar con sus tres vecinos peces, ahí nunca había nada interesante que

hacer. Con el tiempo el aburrimiento hizo mella en su carácter y se convirtió en una

tortuga atormentada que se pasaba las horas bostezando y quejándose sin parar.
– ¡Qué harta estoy de este lago!… Ojalá algún día pueda escaparme y recorrer otros

lugares, conocer más especies, practicar algún deporte sobre tierra… ¡Yo no he nacido

para pasarme la vida dentro de este charco deprimente!

Tras varios meses en la misma situación, su suerte cambió gracias a la visita

sorprendente e inesperada de dos patos que, a diferencia de ella, estaban más que

acostumbrados a viajar por todas partes. Los forasteros, uno de plumas azuladas y

otro de plumas amarillas, llegaron volando a gran velocidad y se posaron en la orilla sin

dejar de mirarla. El de plumas azuladas la saludó alegremente.

– ¡Hola, amiga! Si no te importa queremos beber un poco de agua de este precioso

lago.

La tortuga exhibió su mejor sonrisa. ¡Hacía siglos que no veía una cara nueva y

cualquier visita era bien recibida!

– ¡Hola, bienvenidos a mi hogar! Podéis beber todo lo que queráis, amigos.

– ¡Gracias, eres muy amable tortuguita!

– ¡De nada, chicos! No os imagináis cuánto me alegra poder charlar con alguien. ¡Este

lugar es tan solitario que me temo que acabaré loca de remate!

El pato que lucía plumas amarillas miró a su alrededor y pensó que tenía razón: el lago

parecía una charca de lo enano que era y estaba envuelto en un silencio

sobrecogedor.

– Hay que reconocer que con la de sitios chulos que hay en este planeta, pasarte la

vida aquí metida es bastante lamentable.

Las palabras del pato fueron directas al corazoncito de la tortuga y la pobre no pudo

aguantar las ganas de llorar.


– ¡Buaaa! ¡Buaaa!

Los patos se miraron sorprendidos por su reacción y enseguida percibieron que estaba

profundamente abatida. El de plumas amarillas se sintió muy mal y se disculpó:

– ¡Oh, perdona, soy un bocazas, no era mi intención disgustarte!

El de plumas azuladas también se apresuró en consolarla.

– ¡Eh, tranquila amiga, quizá haya una solución!… Oye, ¿por qué no te vienes con

nosotros? Detrás de aquellas montañas que ves a lo lejos, las que tienen la cima

nevada, hay una laguna cien veces más grande que esta. En ella viven decenas de

animales y por lo general todos se llevan muy bien.

La tortuga dejó de llorar de golpe, como si alguien hubiera pulsado un botón de

apagado como el que tienen los muñecos.

– ¿Eso que dices es cierto?… ¡Espero que no te estés riendo de mí!

– ¡Es la verdad! La laguna es espectacular, aunque…

– ¿Aunque qué?

– Bueno, para ser sincero he de decirte que también es un poco ruidosa. A diario se

organizan allí juegos, carreras, bailes… Siempre hay mucho jolgorio, pero

precisamente por eso es tan divertida.

La tortuga empezó a girar y a aplaudir haciendo chocar las patas.

– ¡Diversión es justo lo que yo necesito!… ¡Oh, vivir en esa gran laguna sería para mí

un sueño hecho realidad!… ¡Por favor, quiero ir como sea!

El pato de plumas amarillas la vio tan ilusionada que estuvo de acuerdo con la

propuesta de su compañero.
– ¡Pues no se hable más! El camino es largo, pero a nuestro lado no correrás ningún

peligro. ¡Venga, síguenos que nos vamos!

Al escuchar esto la tortuga más paralizada que si le hubieran echado un cubo de agua

helada sobre la cabeza.

– ¿Se…seguiros? Pero si no tengo alas… ¡Yo no puedo volar!

Las lágrimas asaltaron de nuevo su regordeta mejilla.

– ¡Buaaa! ¡Soy una tortuga y estoy condenada a quedarme en esta horrible poza

hasta el fin de mis días!… ¡Buaaa!

El pato de plumas amarillas, en vez de echarse las manos a la cabeza, le guiñó un ojo

con picardía y le dijo entre risas:

– ¡Bueno, mujer, no te pongas tan dramática que para eso estamos nosotros! Si te

hemos dicho que te sacaremos de aquí, cumpliremos nuestra palabra, ¿de acuerdo?

A continuación miró a su alrededor y tirado en el suelo vio un palo largo que debía

tener más o menos un metro de longitud. Lo cogió con las patas y le dijo a la

desconcertada tortuga:

– ¿Ves este palo? Solo tienes que morderlo bien fuerte por el centro mientras nosotros

lo sujetamos por los extremos. De esta manera podremos llevarte cómodamente por

el aire.

La tortuga abrió los ojos como platos y en un santiamén recuperó la esperanza.

– ¡Oh, es genial, es genial!

El ave no quería fastidiar el momento de suprema felicidad de la tortuga, pero no tuvo

más remedio fruncir el ceño para dejar bien clara una condición:
– Eso sí, hay algo muy importante que debes cumplir a rajatabla: una vez nos

elevemos no puedes abrir la boca porque caerás al vacío y será tu fin.

– ¡Oh, claro, lo entiendo!… ¡No lo haré, no os preocupéis! ¡Muchas gracias, amigos!

¡La tortuga no cabía en sí de gozo! Al fin se le presentaba la oportunidad de viajar, de

acabar con su antigua vida y aspirar a otra más emocionante.

– ¡Es increíble que esto me esté pasando a mí!… ¡Todavía no me lo puedo creer!

El pato de plumas azuladas empezó a ponerse nervioso.

– ¡Es la hora! No perdamos tiempo o nos pillará la noche en pleno trayecto. Amiga,

muerde el palo por la parte central y recuerda: ¡no lo sueltes bajo ninguna

circunstancia!

– Tranquilos, no sufráis por mí… ¡Me sujetaré bien y no diré ni mu!

Dicho esto miró hacia el lugar que había sido su hogar y dijo con desprecio:

– ¡Hasta nunca lago odioso y soporífero!

Los patos acercaron el palo al agua y ella lo prensó fuertemente con las mandíbulas.

Cuando estuvo lista, cada ave sujetó un extremo y despegaron. Los dos viajeros tenían

muchas horas de vuelo a sus espaldas, así que se elevaron con facilidad y empezaron

a surcar el cielo batiendo las alas a la par y demostrando una gran coordinación.

Mientras, la tortuga cumplía órdenes y se dejaba llevar con el cuerpo colgando y tan

quieta que no se atrevía ni a pestañear.

Todo discurría según lo previsto hasta que, a mitad de camino, un campesino que

recogía la cosecha divisó un extraño trío volando por encima de su cabeza. Cuando se

percató de quienes eran se quedó tan sorprendido que no pudo evitar soltar una

risotada y exclamar a voz en grito:


– ¡Ja ja ja! ¡¿Pero qué ven mis ojos?!… ¡Dos patos transportando una tortuga colgada

de un palo!… ¡Jamás había visto una escena tan ridícula! ¡Ja ja ja!

La tortuga, que tenía un oído finísimo, escuchó las palabras del hombre y se sintió

extremadamente ofendida. Sin pararse a pensar en las consecuencias, abrió la boca

para contestar:

– ¡¿Y a ti qué te importa, pedazo de ignorante?!

Lo que pasó, Majestad, se lo puede imaginar: al soltar el palo la tortuga cayó al vacío

como un saco de patatas y se dio un golpe que a punto estuvo de destrozarla.

Al rey le entró mucha angustia.

– ¡Oh, qué pena!… Este cuento es muy triste.

– Estoy de acuerdo en que lo es, Majestad.

– ¿Se sabe cómo acabó la tortuga?… ¿Logró salvarse?

El viejo consejero suspiró con cierta tristeza.

– Sí, sí se salvó, señor. Tuvo suerte de caer en un pantano, por lo que a pesar de que

se hizo muchísimo daño consiguió sobrevivir.

– ¡Pobrecilla, menos mal!

– Ya… La pena es que los patos, enfadados porque no había respetado la norma de

no abrir la boca, siguieron su camino.

– ¡¿Qué me dice?!… ¿No volvieron a por ella?

– No, Majestad, jamás regresaron. La tortuga se recuperó de las heridas, pero tuvo

que conformarse con vivir en un lugar peor que su antiguo lago el resto de su vida. ¡No

se imagina lo duro que fue para ella tener que renunciar a sus sueños!
El rey se quedó pensativo.

– Y todo por irse de la lengua y hablar cuando no debía…

– Así es, mi señor. Este relato nos muestra lo importante que es saber medir las

palabras y callar cuando corresponde. Quien habla de más suele acabar mal.

Ya era casi mediodía y el sol se había vuelto de color amarillo intenso. El rey dejó atrás

el estanque y continuó paseando en silencio, sumido en sus pensamientos, tratando de

asimilar la enseñanza de la pequeña historia que acababa de escuchar.

Te preguntarás si la táctica del consejero sirvió, si tuvo algún efecto sobre el monarca.

La respuesta es sí: a partir de ese día se esforzó por hablar menos y escuchar con

mayor atención a los demás. Gracias a ese cambio, se ganó la admiración de su

pueblo hasta el fin de su reinado.

MOMENTOS FELICES

LO QUE ME GUSTÓ DE TI FUE…

LA ACCIÓN QUE MÁS RESALTO FUE…

HICISTE BIEN …

ME DIO ALEGRÍA …

PARECIÓ ALGO INCREIBLE CUANDO…

TE ESFORZASTE MUCHO CUANDO…

FUE INTERESANTE EL MOMENTO QUE…

QUÉ SENTISTE CUANDO…

SONREÍ AL VER COMO…

MOMENTOS DIFÍCILES
NOTÉ QUE TE COSTÓ…

VI QUE TE ESFORZASTE CUANDO…

SE TE NOTABA INCÓMODO CUANDO…

ME DISGUSTÓ EL VER …

UNA ACCIÓN QUE NO FUE CONVENIENTE FUE CUANDO…

ALGO QUE QUIZÁ DEBAS CORREGIR ES…

DEBES MEJORAR EN…

QUÉ PASÓ CUANDO…

DEBES TENER CUIDADO AL…

CORRECCIÓN

HE VISTO … PERO DESEO QUE HAGAS …

HICISTE … SIN EMBARGO, LO QUE SE PUEDE HACER…

TE EQUIVOCASTE EN ... PERO TE PUEDES CORREGIR HACIENDO…

FALLASTE AL HACER … PUEDES MEJORAR HACIENDO …

DEBES MEJORAR … HAZLO HACIENDO …

FUE UNA RESPUESTA EQUIVOCADA EL … PODRÍAS HACER …

SÉ QUE TE COSTÓ … PODRÍAS MEJORAR DE ESTA MANERA …

ACTUASTE MAL AL … QUE TE PARECE SI ESO LO CAMBIAS POR…

NO FUE UNA BUENA OPCIÓN EL … ALGO MEJOR ES …

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