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PREDICACIÓN Y LITERATURA.
LA ORATORIA SAGRADA EN
EL SIGLO DE ORO
Juan Cerezo Soler1

Fecha de recepción: diciembre de 2017


Fecha de aceptación y versión definitiva: mayo de 2018

Resumen: La oratoria sagrada del Siglo de Oro es, muy probablemente, uno de los
fenómenos más desatendidos por la crítica literaria actual. El motivo está en
su condición de vehículo para la catequesis religiosa, lo que ha dificultado en
el pasado el acercamiento de los estudiosos hacia su justa cualidad literaria.
En las presentes páginas se propone un análisis de los rasgos, tanto de forma
como de contenido, que vinculan al sermón áureo con el universo literario de
los siglos XVI y XVII.
Palabras clave: oratoria sagrada; literatura del Siglo de Oro; sermón.

Preaching and Literature.


Sacred Oratory in the Spanish Golden Age
abstract: The sacred oratory of the Golden Age has received very little attention from
current literary critics. The reason may well be its religious content, designed
for catechesis, which has made it difficult to study as a literary object. In these
pages, we propose an analysis of the features that connect sermons with the
literary universe of the sixteenth and seventeenth centuries.
Key words: Sacred oratory; Golden Century literature; preaching.

La oratoria sagrada es, con toda probabilidad, una de las parcelas más
desatendidas por los estudiosos de nuestra literatura. El motivo de este si-
lencio crítico —a pesar, claro está, de algunos esfuerzos puntuales llevados a
cabo durante las últimas décadas2— se puede encontrar en la falta de interés

1
Universidad Autónoma de Madrid. Correo electrónico: juan.cerezosoler@
gmail.com.
2
A este respecto es impagable la aportación de determinadas revistas que han
dedicado números monográficos a este tema; Edad de Oro el año 1989 o Criticón en
2002, por citar algunas.

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que despiertan —o han despertado— las artes predicandi del Barroco más
allá de su condición de objeto para la difusión doctrinal de la fe3.
Efectivamente, los sermones, las homilías y toda predicación escrita y
publicada durante la época áurea no ha sido abordada durante los siglos
posteriores más que por aquellos a quienes su contenido ha despertado un
interés concreto; y no han sido muchos. Su estudio siempre ha venido espo-
leado por inquietudes religiosas, nunca histórico-sociales y mucho menos
literarias. Han sido, de hecho, los propios predicadores los que han estu-
diado la historia del arte de predicar, casi siempre desde una perspectiva
de reconocimiento de errores y de búsqueda del «buen gusto». Así puede
verse en los casos de Gregorio Mayans y Siscar, el padre jesuita Juan An-
drés, Pedro Antonio Sánchez o Antonio Sánchez Valverde en el siglo XVIII;
o de Alejandro Pidal y Mon y Antonio Bravo Tudela en el XIX. Todos estos
acercamientos, lanzados siempre desde un interés mucho más evangeliza-
dor que historiográfico, presentan una postura común de condena total a la
oratoria del siglo XVII, teniéndola como modelo que se debe evitar (Cerdán,
1985, pp. 56-66) y marcada por la decadencia y la mediocridad.
Durante los primeros años del siglo XX comienza un tímido cambio de
rumbo en el estudio de la materia predicatoria que parte de lo publicado
por Miguel Mir (1906) —presbítero y académico— y más tarde por el padre
Félix G. Olmedo. Este último ocupa, en palabras de Francis Cerdán, «un
puesto preeminente en el estudio y la historia de la predicación española»
(Cerdán, 1985, p. 71). A pesar, de nuevo, de la finalidad práctica a la que se
dirigen sus estudios —perseguía toda una rehabilitación de la predicación
española— da noticia y publicación de muchos sermonarios y predicadores
que, hasta la fecha, permanecían desconocidos (1985, pp. 72-73). Pero no
es el objetivo de estas páginas esbozar una historia detallada de la oratoria
sagrada áurea4, sino evidenciar que no siempre se le ha dado la atención
crítica adecuada a su evidente factura literaria. Si se sacan a colación estos
nombres es, sobre todo, para señalar el momento histórico en que el estu-
dio de la predicación se empieza a vincular con el estudio de la literatura,
analizando aquella desde su justo enfoque histórico-literario. Este momento
es clave, y tiene como protagonista a Emilio Alarcos García tras la presenta-
ción de su tesis doctoral dedicada a los sermones de Paravicino. Este estudio

3
Felix Herrero Salgado comenta tres causas, ya señaladas anteriormente por M.
Herrero, y que se resumen en la escasa aparición de los sermones en los manuales
de historia literaria, la dificultosa lectura de los textos y su dispersión por todas las
bibliotecas de la geografía española (Herrero Salgado, 1996: 24-29).
4
Eso ya lo ha hecho, insistimos, Francis Cerdán con el artículo ya citado y su
revisión posterior (2002: 9-42).

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marca el inicio del acercamiento a la oratoria sagrada desde el «mero terre-


no de la crítica literaria» y constituye todo un «modelo de honradez intelec-
tual y de fina atención al fenómeno literario» (Cerdán, 1985, p. 78) pues fue:

[…] el primer trabajo universitario importante que versaba sobre un predicador


del Siglo de Oro y que abordaba con las armas y las normas científicas de la críti-
ca literaria el problema de la oratoria sagrada del seiscientos. Trabajo precursor
sin el cual otros no hubieran sido posibles…
Cerdán (1985, p. 78)

Tras él, vendrían estudios como el de Andrés Soria Ortega o el padre Pío
Sagüés Azcona con los que, al fin, la investigación sobre la oratoria sagrada
del Siglo de Oro quedaría fuera de las inquietudes meramente eclesiásticas
y catequéticas para ir, poco a poco, asimilando su condición de herramienta
para el conocimiento del entorno social, humano y cultural en la España de
la Contrarreforma.
Señalado esto, conviene mencionar que, una vez percibida la inciden-
cia de los sermones en el clima cultural de su época, pueden estos llegar
a convertirse en una de las principales fuentes para el estudio de la Edad
Dorada, tal es «el impacto colectivo que cobró esta [la oratoria eclesiástica],
como indiscutible hecho social y cultural, junto con el teatro, las cartillas y
los catecismos» (Sáez, 2002, p. 45). Resulta innegable que la predicación, el
ejercicio retórico desde el púlpito, se constituyó durante nuestros Siglos de
Oro como una de las actividades que más preocupación despertó, no solo
en el ámbito eclesiástico, decimos, sino también en el intelectual. Luis Vives
acusará a los predicadores de su tiempo de:

[…] incompetentes, sin experiencia de la vida, y peor aún, carentes de sentido


común; […] tienen sentencias de plomo, frías, desmayadas, indolentes, que más
aplanan los ánimos que los excitan; recogen argumentacioncillas, resabios de
aquellos sus ejércitos escolásticos de infausta recordación.
Herrero Salgado (1996, p. 111)

La lamentable situación de la predicación en el puente de la Edad Media


al Renacimiento, unida al descubrimiento por parte de algunos misioneros
de la escasa —y aun nula— formación teológica común a la mayoría de la
población, sobre todo en los entornos rurales, es lo que empuja al dominico
fray Luis de Granada a definir y sistematizar el sermón como principal he-
rramienta de evangelización (Sáez, 2002, p. 53). La total falta de formación
del cuerpo social español es un lastre del que la Iglesia católica intentará
librarse por medio, sobre todo, de la predicación. Así, el Concilio de Trento
establecerá las bases para la misión evangelizadora, que será llevada a cabo

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tanto por las órdenes religiosas —con los padres dominicos a la cabeza—
como por el clero diocesano (2002, p. 56).
La repentina preocupación de Roma por formar a una masa que solo
habría sido cristianizada de una forma superficial tiene una importante
explicación en las realidades protestantes que surgen en Europa. Ahora, al
no ser el católico el único discurso existente, se torna necesario blindarse
frente a las reformas luteranas y calvinistas. En definitiva, si la revisión y la
potenciación de la oratoria sagrada del XVI es, como parece, un vector de
formación y adoctrinamiento en una sociedad vertebralmente cristiana, la
relevancia histórica que cobra el sermón es absoluta, pues deja de ser posi-
ble comprender el comportamiento social español del siglo XVI sin prestar
atención a lo que dicen y publican sus predicadores más famosos.

El púlpito se muestra la cátedra más influyente en medio de una masa inculta.


Los sermones «constituían un excelente medio de propaganda y comunicación en
una época en que la letra escrita era solo privilegio de unos pocos». Se orienta,
a través de ellos, la conducta humana en la dirección que marca la mentalidad
predominante y en la asunción de valores tradicionales y oficiales, en crisis según
la conciencia del hombre del seiscientos.
Núñez Beltran (2000, p. 34)

La oratoria sagrada, a través de sus sermones, se configura así con una


múltiple faceta: la primera es la de instrumento para la dirección espiritual,
ligado a una finalidad moralizante en base a la transmisión y divulgación de
los valores del catolicismo frente al resto de expresiones —tanto cristianas
como paganas—; la segunda, quizá consecuencia de la primera, como herra-
mienta de culturización de un pueblo que sufre lo que fray Luis de Granada
dio en llamar «pestilencial ignorancia».
No menos interesante que el acercamiento al sermón como un factor de
relevancia histórica es su análisis como fenómeno de signo literario5. La lite-
ratura, puesta al servicio de ese mismo afán catequético que mencionábamos
más arriba, llegará a constituirse como rasgo vertebral en la elaboración de
sermones. Las semejanzas entre el acto predicativo y, sin ir muy lejos, el tea-
tral, resultan evidentes con un simple vistazo. Son dos actos que comparten
una realidad escrita, destinada a la publicación o difusión en copias manus-
critas y otra de tipo espectacular, destinada a la representación, sea en tablas

5
En este sentido resultan imprescindibles las investigaciones de Francisco Ja-
vier Sánchez Martínez en su tesis de licenciatura Predicación y teatro en la España del
Siglo de Oro. Ensayo de sociología literaria. En ella se aborda la «sermonización» de
la vida cotidiana, puesta de relieve con el fenómeno de su «teatralización». (Francis
Cerdán 2002: 10; Sánchez Martínez, 1998: 1455-1462).

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o púlpitos. Ambos fenómenos, el oratorio y el teatral, beben de un acervo


cultural común y cifran su éxito en la presentación de elementos y tipos que,
por fuerza, tuvieron que ser reconocibles por el auditorio. Teniendo esta in-
tención en mente, pueden traerse aquí algunos de los elementos que salpican
de espíritu literario cada uno de los sermones recitados, casi a diario, en los
púlpitos españoles del XVII. El apólogo, por ejemplo, es un utilísimo recur-
so para captar la atención del oyente. Tiene, además, una marcada función
estructural, pues sirve de cimiento para el tema que ocupará el grueso de la
prédica. Son breves episodios ficcionales que, además, forman parte, casi
siempre, del acervo folklórico de una sociedad. Si prestásemos atención, por
otro lado, al ritmo y a la musicalidad del sermón, encontraríamos en todos
los predicadores áureos una querencia muy marcada por el uso de adagios y
apotegmas, sentencias breves de gran uso popular que vienen a resumir, con
elocuencia, las ideas a veces complejas que el orador pretende transmitir.
Gran relevancia retórica cobra, en este sentido, la presencia de compa-
raciones y paralelismos, a la orden del día en los sermonarios de la época,
pero también en cualquier tipo de peroración pública —discursos, arengas
militares, etc.— tal es su efectividad como herramienta de argumentación.
No en vano, en todo discurso concebido para la persuasión:

La retórica tiene un papel fundamental […] y dentro de los recursos de estilo,


el paralelismo contribuirá a destacar rítmicamente diversos fragmentos y a fijar
con más fuerza su contenido.
Azaustre Galiana (1996, pp. 142-143)

Todo apoyado en el uso de jeroglíficos, que en retórica consiste en la re-


creación, mediante la palabra, de una escena visual ya asimilada de ante-
mano por el oyente. Muy habitual fue su uso en sermones señalados, tales
como los pronunciados, por ejemplo, en el día de Natividad —recreando
mediante la palabra la escena del nacimiento, perfectamente cotidiana y asi-
milada por la masa social receptora— o en la vigilia de Pentecostés. En este
sentido, el carácter persuasivo y conmocional de los sermones encuentra
una sólida piedra de apoyo en la difusión icónica religiosa. Los iconos, claro
está, servían de catequesis allí donde ni la palabra escrita ni la predicación
podían llegar. Por medio de ellos se introducía en el imaginario colectivo
una escena, evangélica o no, relacionada con cualquier punto de la llama-
da, en términos puramente religiosos, «historia de salvación». Esto, en una
época de gran gusto por lo visual y más guiada por la emoción que por el
raciocinio, al menos dentro del marco religioso, excita:

La imaginación y persuade con eficacia, y nunca faltaba en los sermones o


discursos epidícticos, remitiendo la mayor parte de las veces a imágenes bien

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conocidas por un público acostumbrado a códigos iconográficos adquiridos en la


fiesta pública (profana y religiosa), en el teatro o en las artes plásticas.
López Poza (1999, p. 185)

La oratoria sagrada condicionará, y se verá condicionada, por los ele-


mentos estéticos que rigen en su tiempo. Así, el sermón barroco se concibe y
estructura en base a una sensorialidad, no a una racionalidad. El predicador
perseguirá la conmoción de las almas de sus oyentes a través de la trans-
misión de sensaciones, nunca con argumentos racionales (Núñez Beltrán,
2000, p. 42). Esto suscitará, ya lo anticipábamos, una teatralidad en la ac-
ción de predicar, una dramatización y una elaboración artificiosa del discur-
so que afecta tanto a la modulación de la voz como a los gestos y expresiones
utilizadas (Rico Verdú, 1973, pp. 260-261), todo en aras de alcanzar un ca-
lado cada vez más hondo en el oyente. Siguiendo, no es aislado el hecho de
que, para el aprendizaje de la acción oratoria y la práctica de la elocuencia,
los estudiosos recurriesen al quehacer de los comediantes; tal y tan sólido
es el vínculo que hay entre estas dos disciplinas (Sánchez Martínez, 1998,
p. 1456). Y aquí es donde se da un significativo choque entre la receta teóri-
ca y la práctica de la predicación: mientras que la teorización sobre la pro-
nunciación de sermones aconsejaba mesura y gravedad, de acuerdo con la
importancia de la materia que se trata en ellos, la realidad era que, de facto,
había mímica, gesticulación, grito y exageración; de esta forma se conseguía
«el éxito ante un auditorio generalmente iletrado, en una época además tan
propensa a la hipérbole como es el Barroco» (Núñez Beltrán, 2000, p. 43).
Esto desembocaría, inevitablemente, en la ya conocida crisis de la oratoria
del Barroco, pues la ampulosidad y el artificio —que, por otro lado, siempre
estuvieron presentes en los púlpitos— alcanzaron niveles de verdadera ca-
ricatura. Esta decadencia es criticada en no pocas expresiones literarias del
siglo XVI6, pero también del XVII, donde se llegará a popularizar —siempre
con socarronería— la expresión «lanzar conceptos», como ataque hacia los
predicadores que caían en el exceso y la pedantería.
Esta teatralidad es rasgo que liga irremediablemente la oratoria sagrada
con el estudio literario. En los sermones del siglo XVII se dan casos de rees-
critura, es más, tales sermones son, en esencia, claros casos de reescritura.
Reescritura de un texto evangélico, reescritura de otros textos y fuentes de
muy diversa índole e, incluso, reescrituras de unas homilías a otras (Cer-
dán, 2000, pp. 102-103); desarrollando entre sí un entramado importante de
fuentes e influencias que el estudioso no debe desatender, pues constituyen

6
Sobre todo, en las de clara filiación erasmista, como el Viaje de Turquía, entre
otras.

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de por sí uno de los axiomas genéricos sobre los que descansa su definición
literaria.
En la misma línea está la relación de intertextualidad que hay entre la
predicación y las fuentes literarias sobre las que se sostiene, así como el
empleo constante de la cita. No son aislados los casos en los que un deter-
minado sermón aparece mencionado en una obra literaria; ora enaltecido,
ora ridiculizado; de la misma forma que tampoco es difícil dar con fuentes y
citas puramente literarias en el contenido de los sermonarios, desde versos
poéticos —como la constante aparición del Cantar de los cantares— hasta
extensos fragmentos narrativos —habituales son el uso de hagiografías y
biografías espirituales con tono ejemplar—. Quede declarada, pues, la for-
ma en que los predicadores:

[…] eruditos de primera o segunda mano, convertían sus sermones en un abi-


garrado mundo por el que desfilaban personajes de muy variada procedencia:
autores sagrados de las divinas letras, Santos Padres y doctores de la Iglesia,
estudiosos de los avatares de la humanidad, doctos en el conocimiento de la na-
turaleza, y todos los componentes del inmenso mundo de la cultura clásica gre-
corromana. Y cada uno llegaba a esos sermones portando bajo el brazo sus frases
o sus versos.
Herrero Salgado (2002, pp. 65-66)

Y es que tanto la razón de ser de las citas, como la forma en que aparecen
al hilo del sermón nos remiten, de nuevo, a la elaboración literaria. También
la función que desempeñan, pues se carga sobre ellas casi todo el peso orna-
mental del sermón (2002: 69-70).
No se puede negar, a la luz de lo hasta ahora comentado, que los sermo-
nes escritos y pronunciados durante las postrimerías del siglo XVI y durante
todo el XVII tengan una pasta literaria profundamente ensamblada en la
pasta teológica. Valga, a modo de sentencia, lo apuntado por una de las
máximas autoridades en el estudio de la oratoria sagrada del Siglo de Oro:

Y, de hecho, la sermonística puede y debe considerarse como una rama más


de la literatura. El acercamiento a la predicación y al texto mismo de los sermo-
nes se justifica porque la oratoria sagrada es inseparable de la cultura literaria del
Siglo de Oro en su conjunto.
Cerdán (2002, p. 23)

El sermón se estructura, según presupuestos de retórica tradicional, en


unos cuantos apartados bien delimitados, postulados con insistencia en las
numerosas obras de preceptiva que se publicaron durante los siglos que nos
ocupan (Cerdán, 2002, pp. 24-26). La inventio, entendida como el tema nu-
clear del ejercicio oratorio, del discurso o sermón. No concierne, en el caso

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de los sermones, a una invención plena, pero sí afecta a la elección del tema,
a los motivos y a los argumentos que precisa el predicador para cumplir con
el fin persuasivo de su intervención. La materia «inventada» ha de presen-
tarse de acuerdo a una sólida dispositio, ocupada en la organización de los
argumentos seleccionados para la prédica. En el caso concreto de los sermo-
nes, esta dispositio se abre con un exordio, en el que se «hará en primer lugar
atento al auditorio, habiendo expuesto la dignidad o necesidad del asunto
del que hemos de predicar»7. Le sigue una narración, una proposición, una
división, una confutación y una peroración final. Todo esto, como decimos,
según el esquema canónico de la retórica clásica. Otro foco de atención se
pone sobre la elocutio, que dentro de la enunciación oratoria se ocuparía de
los aspectos más formales del discurso. Cuestión, por lo tanto, de estilo. El
buen orador tendrá que desarrollar la capacidad de crear visualidad a través
de la palabra; lo que, puesto en relación con la capacidad de crear palabra a
través de la visualidad —caso de servirse de iconos e imágenes devocionales
para vertebrar su catequesis— constituirá otro de los rasgos fundamentales
en el manual del buen predicador.
Este índice —reducido aquí a lo esencial, pues realmente es más extenso
y complejo— es prácticamente común a todas las obras de preceptiva. Esca-
sa innovación es la que presentarán los predicadores respecto al mismo. Se
pueden reconocer en casi todos los sermones áureos la común disposición
del contenido; presente tanto en el exordio —que, recordemos, funciona
como una llamada de atención inicial sobre el asunto del sermón—, como
en la narración o tema, así como en los distintos recursos para la conclusión
(Rico Verdú, 1973, pp. 253-259).
Lo hasta aquí mencionado sirve como primera aproximación, reduci-
da y puede que incompleta, pero suficiente para familiarizar al lector con
determinados registros, nombres y términos propios de la literatura con-
cionatoria. Es evidente que una vez superada la cerrazón impuesta desde
el acercamiento a los sermones con la atención centrada, exclusivamente,
en el contenido teológico y la finalidad evangelizadora, podemos ver en el
corpus de sermones del siglo XVII un caudal inmenso de conocimiento y
recreación del mundo áureo, tanto desde una perspectiva histórica como,
efectivamente, literaria.
La calidad de estos textos concebidos para la predicación —teniendo,
eso sí, buen cuidado de no atender demasiado a su contenido, pues no han

7
Así lo detalla fray Luis de Granada en Los seis libros de Rhetorica Ecclesiastica
o método de Predicar.

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de ser radiografía social y costumbrista de nada8— como fuente de conoci-


miento de una época es asombrosa. En los varios sermonarios que pueblan
el siglo puede reconocerse, aunque al carboncillo, el perfil de toda una so-
ciedad. Ciertamente, el sermón defendido desde el púlpito no es crónica
histórica ni descriptiva de la masa social que lo escuchaba, y por mucha
elocuencia que el predicador invirtiera, es casi seguro que la mayor parte de
su feligresía no alcanzara el grado de santidad y perfección que perseguían
sus homilías. El sermón no nos presenta a la sociedad tal cual fue, pero ello
no menoscaba, en absoluto, su calidad documental, pues puede encontrarse
en ellos el ideal de comportamiento que la Iglesia, como entidad indiscuti-
blemente hegemónica en la época, pretendía en la población; así como el
modelo —o modelos— que se debía evitar. Se percibe, de este modo, en no
pocos sermones, la presencia de muchas de las realidades que preocupa-
ban a los hombres y mujeres de la Edad Dorada9. El permanente tono de
exhortación, la formulación retórica fijada por los directorios homiléticos y
orientada, incansable, a lograr una mayor efectividad en el receptor; y, sobre
todo, el barniz literario del discurso, preñado de cromatismo y sensoriali-
dad, configuran una serie de rasgos genéricos puestos, siempre, al servicio
del ímpetu evangelizador propio de la contrarreforma. Hay, por lo tanto,
una poética constante y un tono retórico permanente, con los que se confi-
gura —siempre atentos a los matices— la imagen de un particular género
literario. Narrativo, sí, pero dedicado a la declamación pública, al modo,
insistamos en ello, del acto teatral.
El conocimiento de las artes retóricas gozó de un gran reclamo durante
el siglo XVI, como demuestra la grandísima cantidad de volúmenes sobre
teoría y práctica del discurso que se publicaron en la época. Dentro del arte
de la retórica, la oratoria sagrada llega, en el período de puente con el XVII,
a ser estudiada con ahínco por las personalidades de mayor talla e influencia
intelectual. Sirva aquí la mención a los tratados de fray Diego de Estella,

8
Dice Miguel Ángel Núñez Beltrán que «pudiera parecer que las predicaciones
marcan profundamente a la gente del siglo XVII, y que el dirigismo de la predicación
encauza su comportamiento. Nada menos real», (2000: 49).
9
Como ejemplo, Francis Cerdán estudia doce sermones escritos para ser pro-
nunciados el tercer sábado del tiempo cuaresmal, en los que se discurre sobre el
evangelio de la mujer adúltera. Se lee en alguno de esos sermones que «lo que más
ilustra a una mujer y con lo que más burla a los cazadores deshonestos que la quie-
ren cazar, es con saberse recoger y cubrirse cuando siente la ocasión», como tam-
bién se puede ver que «veis ya, católicos, qué pocas almas se librarán de la nota de
adúlteras». En definitiva, no parece difícil ver en los sermones comportamientos y
prevenciones que, sin duda, ayudarán a los investigadores a dibujar los detalles de un
panorama social harto complejo (2000: 94 y 97).

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con su Modus condicionandi; Francisco Terrones del Caño, autor del Arte o
instrucción de predicadores; fray Agustín Salucio, Avisos para los predicado-
res del Santo Evangelio y el conocido y ya citado fray Luis de Granada, con
sus seis generosos volúmenes de Rhetorica Ecclesiastica. De manera paralela
proliferaron las publicaciones de sermonarios, antologías de homilías y has-
ta epístolas en tono homilético con consideraciones y comentarios al Evan-
gelio. Volúmenes que no podían faltar en la biblioteca de cualquiera con la
intención de iniciar un contacto con las prácticas predicatorias.
Siguiendo con la relación entre la monserga y el universo literario del
que se nutre, resultan interesantes los casos de escritores que, por una u otra
vía, enfocaron su quehacer hacia la oratoria sagrada. No son ni pocos ni ais-
lados: Baltasar Gracián escribió Agudeza y el Comulgatorio, cuyas relaciones
con las obras oratorias y con los sermones han sido señaladas ya por hispa-
nistas de renombre (Cerdán, 2002, p. 25). Calderón de la Barca y Francisco
de Quevedo, por ejemplo, son claros ejemplos de personalidades literarias
de primer orden que se preocuparon por alcanzar una formación teológica
y filosófica de altura, incluyendo en su bagaje un vasto conocimiento del
precepto retórico de la época. Para el caso concreto de Francisco de Queve-
do, además, se puede reconocer el momento exacto de su biografía en que
le asalta la preocupación por el arte de la oratoria sagrada, pues compuso
no pocos textos incluidos en el apartado genérico que aquí se ha intentado
esbozar10. A estos nombres habría que incluir otros tantos que, pese a no
haber recibido la atención de la crítica actual, en su momento sí gozaron de
fama tanto por su actividad literaria como sermonística: Jerónimo Gracián
de la Madre de Dios, autor de diálogos y tratados, confesor de santa Teresa
de Jesús y, según se le conocía, elocuente y enérgico predicador; san Juan
de Ávila, afamado orador cuyos sermones, por su marcado estilo literario,
recibieron el favor de un público amplísimo, sobre todo en Andalucía; o fray
Pedro Malón de Echaide, agustino español con querencia por la descripción
pintoresca y, en ocasiones, realista, que se nos revela como un elocuente
predicador tras la lectura de In civitate peccatrix, un sermoncillo incluido en
su obra La conversión de Magdalena.

10
Francisco de Quevedo cuenta, entre sus escritos de contenido religioso, o me-
jor, doctrinal, con el sermón titulado Homilía a la Santísima Trinidad. Al mismo tiem-
po, aunque no se trate de textos homiléticos stricto sensu, compuso numerosas obras
de asunto evangélico en los que la argumentación retórica y buena parte de los recur-
sos literarios mencionados más arriba están presentes: Declamación de Jesucristo en
el huerto de Getsemaní y De lo que dijo Cristo a su madre en las bodas de Caná (Cerezo
Soler, 2018).

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Estos nombres tendrán que bastar como muestra de una nómina que en
realidad es muchísimo más amplia. Tales menciones son suficientes para
dar cuenta del objetivo primero: evidenciar las relaciones entre la esfera
literaria y la concionatoria como una realidad constante y sólida durante
todo el siglo barroco. Como conclusión, declárese que a pesar de los even-
tuales silencios críticos sobre los sermones y la timidez en el acercamiento
hacia su condición literaria, parece innegable que la realidad de la oratoria
sagrada en la temprana edad moderna estuvo muy vinculada a la actividad
de los escritores. Así queda asentado, no solo por las coincidencias internas
en el proceso de elaboración de un sermón, o por la presencia de recursos
de creación comunes, como se ha visto, sino porque, creemos, es palmaria
la existencia de una relación constante entre predicadores y escritores; re-
lación recíproca, pues si bien es verdad que los sermoneadores bebían de
fuentes literarias para la composición de sus homilías, también los mismos
literatos recibían el influjo de aquellos vibrantes discursos lanzados desde
el púlpito, encontrando en la oratoria sagrada un importante manantial de
recursos para sus propias creaciones. Y llegando, si se terciaba, a poner su
pluma y genio literario al servicio de la retórica evangelizadora median-
te la composición de textos homiléticos para que fueran declamados por
oradores profesionales. Son estos escritores metidos a predicadores los que
constituyen, en definitiva, el mejor argumento a favor del vínculo entre pre-
dicación y literatura.

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