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PREDICACIÓN Y LITERATURA.
LA ORATORIA SAGRADA EN
EL SIGLO DE ORO
Juan Cerezo Soler1
Resumen: La oratoria sagrada del Siglo de Oro es, muy probablemente, uno de los
fenómenos más desatendidos por la crítica literaria actual. El motivo está en
su condición de vehículo para la catequesis religiosa, lo que ha dificultado en
el pasado el acercamiento de los estudiosos hacia su justa cualidad literaria.
En las presentes páginas se propone un análisis de los rasgos, tanto de forma
como de contenido, que vinculan al sermón áureo con el universo literario de
los siglos XVI y XVII.
Palabras clave: oratoria sagrada; literatura del Siglo de Oro; sermón.
La oratoria sagrada es, con toda probabilidad, una de las parcelas más
desatendidas por los estudiosos de nuestra literatura. El motivo de este si-
lencio crítico —a pesar, claro está, de algunos esfuerzos puntuales llevados a
cabo durante las últimas décadas2— se puede encontrar en la falta de interés
1
Universidad Autónoma de Madrid. Correo electrónico: juan.cerezosoler@
gmail.com.
2
A este respecto es impagable la aportación de determinadas revistas que han
dedicado números monográficos a este tema; Edad de Oro el año 1989 o Criticón en
2002, por citar algunas.
que despiertan —o han despertado— las artes predicandi del Barroco más
allá de su condición de objeto para la difusión doctrinal de la fe3.
Efectivamente, los sermones, las homilías y toda predicación escrita y
publicada durante la época áurea no ha sido abordada durante los siglos
posteriores más que por aquellos a quienes su contenido ha despertado un
interés concreto; y no han sido muchos. Su estudio siempre ha venido espo-
leado por inquietudes religiosas, nunca histórico-sociales y mucho menos
literarias. Han sido, de hecho, los propios predicadores los que han estu-
diado la historia del arte de predicar, casi siempre desde una perspectiva
de reconocimiento de errores y de búsqueda del «buen gusto». Así puede
verse en los casos de Gregorio Mayans y Siscar, el padre jesuita Juan An-
drés, Pedro Antonio Sánchez o Antonio Sánchez Valverde en el siglo XVIII;
o de Alejandro Pidal y Mon y Antonio Bravo Tudela en el XIX. Todos estos
acercamientos, lanzados siempre desde un interés mucho más evangeliza-
dor que historiográfico, presentan una postura común de condena total a la
oratoria del siglo XVII, teniéndola como modelo que se debe evitar (Cerdán,
1985, pp. 56-66) y marcada por la decadencia y la mediocridad.
Durante los primeros años del siglo XX comienza un tímido cambio de
rumbo en el estudio de la materia predicatoria que parte de lo publicado
por Miguel Mir (1906) —presbítero y académico— y más tarde por el padre
Félix G. Olmedo. Este último ocupa, en palabras de Francis Cerdán, «un
puesto preeminente en el estudio y la historia de la predicación española»
(Cerdán, 1985, p. 71). A pesar, de nuevo, de la finalidad práctica a la que se
dirigen sus estudios —perseguía toda una rehabilitación de la predicación
española— da noticia y publicación de muchos sermonarios y predicadores
que, hasta la fecha, permanecían desconocidos (1985, pp. 72-73). Pero no
es el objetivo de estas páginas esbozar una historia detallada de la oratoria
sagrada áurea4, sino evidenciar que no siempre se le ha dado la atención
crítica adecuada a su evidente factura literaria. Si se sacan a colación estos
nombres es, sobre todo, para señalar el momento histórico en que el estu-
dio de la predicación se empieza a vincular con el estudio de la literatura,
analizando aquella desde su justo enfoque histórico-literario. Este momento
es clave, y tiene como protagonista a Emilio Alarcos García tras la presenta-
ción de su tesis doctoral dedicada a los sermones de Paravicino. Este estudio
3
Felix Herrero Salgado comenta tres causas, ya señaladas anteriormente por M.
Herrero, y que se resumen en la escasa aparición de los sermones en los manuales
de historia literaria, la dificultosa lectura de los textos y su dispersión por todas las
bibliotecas de la geografía española (Herrero Salgado, 1996: 24-29).
4
Eso ya lo ha hecho, insistimos, Francis Cerdán con el artículo ya citado y su
revisión posterior (2002: 9-42).
Tras él, vendrían estudios como el de Andrés Soria Ortega o el padre Pío
Sagüés Azcona con los que, al fin, la investigación sobre la oratoria sagrada
del Siglo de Oro quedaría fuera de las inquietudes meramente eclesiásticas
y catequéticas para ir, poco a poco, asimilando su condición de herramienta
para el conocimiento del entorno social, humano y cultural en la España de
la Contrarreforma.
Señalado esto, conviene mencionar que, una vez percibida la inciden-
cia de los sermones en el clima cultural de su época, pueden estos llegar
a convertirse en una de las principales fuentes para el estudio de la Edad
Dorada, tal es «el impacto colectivo que cobró esta [la oratoria eclesiástica],
como indiscutible hecho social y cultural, junto con el teatro, las cartillas y
los catecismos» (Sáez, 2002, p. 45). Resulta innegable que la predicación, el
ejercicio retórico desde el púlpito, se constituyó durante nuestros Siglos de
Oro como una de las actividades que más preocupación despertó, no solo
en el ámbito eclesiástico, decimos, sino también en el intelectual. Luis Vives
acusará a los predicadores de su tiempo de:
tanto por las órdenes religiosas —con los padres dominicos a la cabeza—
como por el clero diocesano (2002, p. 56).
La repentina preocupación de Roma por formar a una masa que solo
habría sido cristianizada de una forma superficial tiene una importante
explicación en las realidades protestantes que surgen en Europa. Ahora, al
no ser el católico el único discurso existente, se torna necesario blindarse
frente a las reformas luteranas y calvinistas. En definitiva, si la revisión y la
potenciación de la oratoria sagrada del XVI es, como parece, un vector de
formación y adoctrinamiento en una sociedad vertebralmente cristiana, la
relevancia histórica que cobra el sermón es absoluta, pues deja de ser posi-
ble comprender el comportamiento social español del siglo XVI sin prestar
atención a lo que dicen y publican sus predicadores más famosos.
5
En este sentido resultan imprescindibles las investigaciones de Francisco Ja-
vier Sánchez Martínez en su tesis de licenciatura Predicación y teatro en la España del
Siglo de Oro. Ensayo de sociología literaria. En ella se aborda la «sermonización» de
la vida cotidiana, puesta de relieve con el fenómeno de su «teatralización». (Francis
Cerdán 2002: 10; Sánchez Martínez, 1998: 1455-1462).
6
Sobre todo, en las de clara filiación erasmista, como el Viaje de Turquía, entre
otras.
de por sí uno de los axiomas genéricos sobre los que descansa su definición
literaria.
En la misma línea está la relación de intertextualidad que hay entre la
predicación y las fuentes literarias sobre las que se sostiene, así como el
empleo constante de la cita. No son aislados los casos en los que un deter-
minado sermón aparece mencionado en una obra literaria; ora enaltecido,
ora ridiculizado; de la misma forma que tampoco es difícil dar con fuentes y
citas puramente literarias en el contenido de los sermonarios, desde versos
poéticos —como la constante aparición del Cantar de los cantares— hasta
extensos fragmentos narrativos —habituales son el uso de hagiografías y
biografías espirituales con tono ejemplar—. Quede declarada, pues, la for-
ma en que los predicadores:
Y es que tanto la razón de ser de las citas, como la forma en que aparecen
al hilo del sermón nos remiten, de nuevo, a la elaboración literaria. También
la función que desempeñan, pues se carga sobre ellas casi todo el peso orna-
mental del sermón (2002: 69-70).
No se puede negar, a la luz de lo hasta ahora comentado, que los sermo-
nes escritos y pronunciados durante las postrimerías del siglo XVI y durante
todo el XVII tengan una pasta literaria profundamente ensamblada en la
pasta teológica. Valga, a modo de sentencia, lo apuntado por una de las
máximas autoridades en el estudio de la oratoria sagrada del Siglo de Oro:
de los sermones, a una invención plena, pero sí afecta a la elección del tema,
a los motivos y a los argumentos que precisa el predicador para cumplir con
el fin persuasivo de su intervención. La materia «inventada» ha de presen-
tarse de acuerdo a una sólida dispositio, ocupada en la organización de los
argumentos seleccionados para la prédica. En el caso concreto de los sermo-
nes, esta dispositio se abre con un exordio, en el que se «hará en primer lugar
atento al auditorio, habiendo expuesto la dignidad o necesidad del asunto
del que hemos de predicar»7. Le sigue una narración, una proposición, una
división, una confutación y una peroración final. Todo esto, como decimos,
según el esquema canónico de la retórica clásica. Otro foco de atención se
pone sobre la elocutio, que dentro de la enunciación oratoria se ocuparía de
los aspectos más formales del discurso. Cuestión, por lo tanto, de estilo. El
buen orador tendrá que desarrollar la capacidad de crear visualidad a través
de la palabra; lo que, puesto en relación con la capacidad de crear palabra a
través de la visualidad —caso de servirse de iconos e imágenes devocionales
para vertebrar su catequesis— constituirá otro de los rasgos fundamentales
en el manual del buen predicador.
Este índice —reducido aquí a lo esencial, pues realmente es más extenso
y complejo— es prácticamente común a todas las obras de preceptiva. Esca-
sa innovación es la que presentarán los predicadores respecto al mismo. Se
pueden reconocer en casi todos los sermones áureos la común disposición
del contenido; presente tanto en el exordio —que, recordemos, funciona
como una llamada de atención inicial sobre el asunto del sermón—, como
en la narración o tema, así como en los distintos recursos para la conclusión
(Rico Verdú, 1973, pp. 253-259).
Lo hasta aquí mencionado sirve como primera aproximación, reduci-
da y puede que incompleta, pero suficiente para familiarizar al lector con
determinados registros, nombres y términos propios de la literatura con-
cionatoria. Es evidente que una vez superada la cerrazón impuesta desde
el acercamiento a los sermones con la atención centrada, exclusivamente,
en el contenido teológico y la finalidad evangelizadora, podemos ver en el
corpus de sermones del siglo XVII un caudal inmenso de conocimiento y
recreación del mundo áureo, tanto desde una perspectiva histórica como,
efectivamente, literaria.
La calidad de estos textos concebidos para la predicación —teniendo,
eso sí, buen cuidado de no atender demasiado a su contenido, pues no han
7
Así lo detalla fray Luis de Granada en Los seis libros de Rhetorica Ecclesiastica
o método de Predicar.
8
Dice Miguel Ángel Núñez Beltrán que «pudiera parecer que las predicaciones
marcan profundamente a la gente del siglo XVII, y que el dirigismo de la predicación
encauza su comportamiento. Nada menos real», (2000: 49).
9
Como ejemplo, Francis Cerdán estudia doce sermones escritos para ser pro-
nunciados el tercer sábado del tiempo cuaresmal, en los que se discurre sobre el
evangelio de la mujer adúltera. Se lee en alguno de esos sermones que «lo que más
ilustra a una mujer y con lo que más burla a los cazadores deshonestos que la quie-
ren cazar, es con saberse recoger y cubrirse cuando siente la ocasión», como tam-
bién se puede ver que «veis ya, católicos, qué pocas almas se librarán de la nota de
adúlteras». En definitiva, no parece difícil ver en los sermones comportamientos y
prevenciones que, sin duda, ayudarán a los investigadores a dibujar los detalles de un
panorama social harto complejo (2000: 94 y 97).
con su Modus condicionandi; Francisco Terrones del Caño, autor del Arte o
instrucción de predicadores; fray Agustín Salucio, Avisos para los predicado-
res del Santo Evangelio y el conocido y ya citado fray Luis de Granada, con
sus seis generosos volúmenes de Rhetorica Ecclesiastica. De manera paralela
proliferaron las publicaciones de sermonarios, antologías de homilías y has-
ta epístolas en tono homilético con consideraciones y comentarios al Evan-
gelio. Volúmenes que no podían faltar en la biblioteca de cualquiera con la
intención de iniciar un contacto con las prácticas predicatorias.
Siguiendo con la relación entre la monserga y el universo literario del
que se nutre, resultan interesantes los casos de escritores que, por una u otra
vía, enfocaron su quehacer hacia la oratoria sagrada. No son ni pocos ni ais-
lados: Baltasar Gracián escribió Agudeza y el Comulgatorio, cuyas relaciones
con las obras oratorias y con los sermones han sido señaladas ya por hispa-
nistas de renombre (Cerdán, 2002, p. 25). Calderón de la Barca y Francisco
de Quevedo, por ejemplo, son claros ejemplos de personalidades literarias
de primer orden que se preocuparon por alcanzar una formación teológica
y filosófica de altura, incluyendo en su bagaje un vasto conocimiento del
precepto retórico de la época. Para el caso concreto de Francisco de Queve-
do, además, se puede reconocer el momento exacto de su biografía en que
le asalta la preocupación por el arte de la oratoria sagrada, pues compuso
no pocos textos incluidos en el apartado genérico que aquí se ha intentado
esbozar10. A estos nombres habría que incluir otros tantos que, pese a no
haber recibido la atención de la crítica actual, en su momento sí gozaron de
fama tanto por su actividad literaria como sermonística: Jerónimo Gracián
de la Madre de Dios, autor de diálogos y tratados, confesor de santa Teresa
de Jesús y, según se le conocía, elocuente y enérgico predicador; san Juan
de Ávila, afamado orador cuyos sermones, por su marcado estilo literario,
recibieron el favor de un público amplísimo, sobre todo en Andalucía; o fray
Pedro Malón de Echaide, agustino español con querencia por la descripción
pintoresca y, en ocasiones, realista, que se nos revela como un elocuente
predicador tras la lectura de In civitate peccatrix, un sermoncillo incluido en
su obra La conversión de Magdalena.
10
Francisco de Quevedo cuenta, entre sus escritos de contenido religioso, o me-
jor, doctrinal, con el sermón titulado Homilía a la Santísima Trinidad. Al mismo tiem-
po, aunque no se trate de textos homiléticos stricto sensu, compuso numerosas obras
de asunto evangélico en los que la argumentación retórica y buena parte de los recur-
sos literarios mencionados más arriba están presentes: Declamación de Jesucristo en
el huerto de Getsemaní y De lo que dijo Cristo a su madre en las bodas de Caná (Cerezo
Soler, 2018).
Estos nombres tendrán que bastar como muestra de una nómina que en
realidad es muchísimo más amplia. Tales menciones son suficientes para
dar cuenta del objetivo primero: evidenciar las relaciones entre la esfera
literaria y la concionatoria como una realidad constante y sólida durante
todo el siglo barroco. Como conclusión, declárese que a pesar de los even-
tuales silencios críticos sobre los sermones y la timidez en el acercamiento
hacia su condición literaria, parece innegable que la realidad de la oratoria
sagrada en la temprana edad moderna estuvo muy vinculada a la actividad
de los escritores. Así queda asentado, no solo por las coincidencias internas
en el proceso de elaboración de un sermón, o por la presencia de recursos
de creación comunes, como se ha visto, sino porque, creemos, es palmaria
la existencia de una relación constante entre predicadores y escritores; re-
lación recíproca, pues si bien es verdad que los sermoneadores bebían de
fuentes literarias para la composición de sus homilías, también los mismos
literatos recibían el influjo de aquellos vibrantes discursos lanzados desde
el púlpito, encontrando en la oratoria sagrada un importante manantial de
recursos para sus propias creaciones. Y llegando, si se terciaba, a poner su
pluma y genio literario al servicio de la retórica evangelizadora median-
te la composición de textos homiléticos para que fueran declamados por
oradores profesionales. Son estos escritores metidos a predicadores los que
constituyen, en definitiva, el mejor argumento a favor del vínculo entre pre-
dicación y literatura.
REFERENCIAS