La Guardiana de Los Finales Felices - Barbara Davis

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En el periodo más oscuro de la historia, ¿todavía hay esperanza para los

finales felices?
Durante generaciones, la familia de Soline Roussel ha regentado un exclusivo
salón de novias en París. De hecho, se dice que la novia que se casa con un
vestido Roussel tiene garantizada la felicidad para siempre. Pero la invasión
nazi en la Segunda Guerra Mundial lo cambia todo. Soline se convierte en
voluntaria en un hospital y allí conoce al hombre de su vida. Sin embargo, su
fe en el amor se quiebra cuando debe emigrar sola a Estados Unidos y dejarlo
todo atrás.
Cuatro décadas más tarde, en 1985, Rory Grant es una joven de Boston que
quiere abrir una galería para artistas emergentes. Para ello, alquila una antigua
propiedad de Soline y allí, bajo el hueco de una escalera, descubre una caja
que contiene un vestido de novia por estrenar junto con unas misteriosas
cartas. Cuando Rory contacta con Soline para devolverle la caja, entre ellas
surge una improbable amistad, y es que ambas saben lo que es amar y haber
perdido al hombre de su vida. ¿Y si Rory y Soline estaban destinadas a
encontrarse? ¿Puede haber un final feliz cuando parece imposible? Al fin y al
cabo, tal vez, la magia existe.

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Barbara Davis

La guardiana de los finales


felices
ePub r1.0
Titivillus 24-11-2022

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Título original: The Keeper of Happy Endings
Barbara Davis, 2021
Traducción: Luz Achával

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Este libro está dedicado a los millones de trabajadores de la salud de
todo el mundo que han arriesgado su seguridad personal para cuidar de
nuestros seres queridos en 2020 y en adelante: todos y cada uno de
vosotros sois héroes.

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Hay héroes de todo tipo, a casi ninguno le colgarán algo brillante en el
pecho.

Soline Roussel, la guardiana de los finales felices.

Somos las elegidas, siervas de La Mère Divine, descendientes de un


antiguo linaje, llamadas a promover la causa del amor y la verdadera
felicidad. Somos las tisseuses de sorts… las tejedoras de hechizos.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos.

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Nota de la autora

Aunque este relato presenta hechos históricos, es una obra de ficción. Los
nombres, personajes, organizaciones, acontecimientos, fechas e incidentes son
producto de mi imaginación o se utilizan de forma ficticia.

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Prólogo

Soline
La fe es un ingrediente esencial. Si perdemos la fe en la magie, lo perdemos todo.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos.

13 de septiembre de 1976, Boston

Los finales siempre me han hecho llorar. Las últimas notas de una canción
que se desvanecen en el silencio; la caída del telón al final de una obra de
teatro; el último copo de nieve; las despedidas.
Tantas despedidas.
Todas parecen ya tan lejanas y, sin embargo, tomadas en conjunto, son de
una crueldad desazonadora. Creo que he bebido demasiado vino esta noche.
Me ha puesto de mal humor. O, quizá, simplemente he tenido demasiada vida,
demasiada tristeza, demasiadas cicatrices. Aun así, esas cicatrices me
seducen; un mapa de heridas que no me lleva ni hacia delante ni hacia atrás.
He vuelto a bajar la caja del armario y la he dejado sobre la cama. No es
pesada en un sentido físico, pero los recuerdos que alberga tienen otro tipo de
peso, uno que se siente en el corazón.
Está hecha de un material robusto, un cartón gris y grueso con las
esquinas reforzadas con metal y un pesado cordón enhebrado a modo de asa.
Contengo la respiración mientras levanto la tapa y doblo las capas de papel de
seda arrugado para contemplar el vestido que hay dentro. Ha envejecido con
los años, como yo. El paquete de cartas también está ahí, la mayoría en
francés, algunas en inglés, atado con una cinta. Las leeré más tarde, como
suelo hacer en noches como esta, cuando los lugares vacíos de mi vida se
extienden como sombras a mi alrededor. Este ritual mío tiene un orden, una
secuencia que nunca altero. Cuando es tanto lo que se ha desarraigado, lo que

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se ha perdido, hay que buscar consuelo en los rituales. Incluso en los más
tristes.
Levanto el vestido y lo sostengo en mis brazos, como se sostiene a un
bebé o una promesa: cerca, quizá con demasiada fuerza. Me aproximo al
espejo y, por un instante, ella me devuelve la mirada, la chica que era antes de
que Hitler llegara a París, llena de esperanza y sueños ingenuos. Pero, un
instante después, desaparece. En su lugar está la mujer en la que me he
convertido. Desgastada y sola. Sin sueños. Mi mirada se desliza de nuevo
hacia la caja, hacia el estuche de cuero marrón que yace en el fondo, y siento
que se me encoge el corazón al recordar la primera vez que lo vi. «Guárdalo»,
dijo cuando me lo puso en las manos aquella última mañana.
Abro el estuche por enésima vez y paso los dedos por el peine de carey y
el calzador a juego, la brocha de afeitar y la navaja. Cosas tan personales… Y
él me las dio. Saco el frasco de cristal tallado de su banda elástica marrón,
vacío desde hace tiempo, y desenrosco el tapón en un intento de percibir el
aroma brillante y limpio que he grabado en mi memoria. Una mezcla de agua
de mar y cáscara de lima fresca.
«Anson».
Solo que hoy, por primera vez, no hay rastro de él. Durante treinta años he
estado acercando esta botella vacía a mi nariz y consolándome con lo único
que me quedaba de él: su olor. Y, ahora, incluso eso ha desaparecido.
Espero las lágrimas, pero no llegan. Supongo que pertenecen al pasado;
estoy vacía, y quizá sea mejor así. Devuelvo el frasco y cierro el estuche. Mis
ojos se desvían hacia el paquete de cartas, el último paso de mi quejumbroso
ritual. No las leeré esta noche. Creo que nunca más.
Es hora de dejarlo ir. Es hora de dejarlo ir todo.
Devuelvo el estuche de afeitado a la caja, luego doblo el vestido y lo meto
dentro, colocando con ternura las mangas sobre el cuerpo, como he visto que
disponen a los difuntos en los funerales. Es lo que toca, supongo. Acaricio la
tela una última ocasión, luego lo cubro todo con el papel de seda y bajo la
tapa.
«Adieu, Anson, mon amour. C’est la fin».

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Uno

Rory

26 de mayo de 1985, Boston

Era imposible que ya fuera domingo.


Rory pulsó el botón de posponer la alarma y se dejó caer sobre la
almohada, deseando que el día desapareciera; cinco minutos más tarde, la
alarma volvía a sonar. Solo podía significar una cosa: de alguna forma, se
había consumido otra semana, difuminada en una confusión de películas
viejas y comida para llevar, en noches interminables consagradas a los finales
felices de otros.
Un librito barato cayó al suelo cuando apartó las mantas y volvió a la
realidad. Una rosa en invierno, de Kathleen Woodiwiss, que había terminado
de leer anoche sobre las cuatro de la madrugada. Nunca le habían gustado las
novelas románticas, pero ahora las devoraba tan rápido como podía. Un placer
culpable que la avergonzaba ligeramente, como el juego o la adicción al
porno.
Cogió la novela y la arrojó a una cesta de mimbre llena de una docena de
libros similares a la espera de que los llevasen a una tienda de caridad. Había
otra caja junto a la puerta de entrada y una tercera en el maletero del coche.
«Comida basura para el cerebro», los llamaba su madre. Pero los ojos ya se le
iban hacia la pila de títulos nuevos en la mesilla. Esa noche le esperaba el
último de Johana Lindsey.
Rebuscó entre el revoltijo de cartas sin abrir que había junto a la cama,
incluido el catálogo de clases del máster que había tratado de evitar por todos
los medios, y por fin localizó el Rolex de oro y acero que su madre le había
regalado cuando había terminado la carrera. Como era de esperar, había
dejado de funcionar, y la fecha en la pequeña burbuja de aumento tenía un
retraso de tres días. Volvió a ajustar la hora y se lo puso en la muñeca, y luego

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se marcó como objetivo una taza de café fuerte. Imposible afrontar el día de
hoy sin cafeína.
En la cocina, observó lo que la rodeaba con una creciente sensación de
agobio: el fregadero lleno de platos, el cubo de la basura rebosante, los restos
de la comida que había pedido al Eastern Paradise aún en la encimera. Había
pensado recoger después de la cena, pero entonces empezó Niebla en el
pasado y no había podido dejarlo hasta que Greer Garson y Ronald Colman
se reunieron al fin. Para cuando dejó de gimotear, se había olvidado de la
cocina. Y ahora no había tiempo si quería llegar a la otra punta de la ciudad a
las once.
Mientras se echaba un poco de leche en la taza, acarició la idea de llamar
y cancelar la cita —un dolor de garganta, una migraña, una intoxicación
alimentaria—, pero ya se había escaqueado dos veces ese mes, así que tenía
que ir.
En la ducha, se preparó para el interrogatorio que sabía que le esperaba:
preguntas sobre sus estudios, sus aficiones, sus planes de futuro. Las
preguntas siempre eran las mismas, y cada vez le resultaba más difícil fingir
que le importaban lo más mínimo. La verdad era que no tenía aficiones de las
que hablar, le horrorizaba la idea de volver a clase y sus planes de futuro
estaban muy en duda. Pero pondría buena cara y daría las respuestas
correctas, porque eso era lo que se esperaba de ella. Y porque la alternativa,
un análisis profundo del agujero negro en que se había convertido su vida, era
sencillamente demasiado agotadora como para planteársela.
Fue hacia el dormitorio mientras se secaba el pelo y hacía todo lo posible
por resistir la atracción de su mesita de noche, algo que conocía muy bien.
Era un ritual que había comenzado hacía poco, el de empezar el día con una o
dos cartas de Hux, pero esta mañana no tenía tiempo. Sin embargo, acabó por
abrir el cajón inferior y sacar la caja que guardaba allí. Cuarenta y tres sobres
con la dirección escrita en su letra fina y desgarbada, un salvavidas que la
ataba a él e impedía que tocase fondo.
La primera le había llegado al buzón solo cinco horas después de que su
vuelo despegara de Logan. La había enviado por la noche para asegurarse de
que llegaba el día correcto. Había escrito otra sentado en la puerta y otra más
mientras estaba en el avión. Al principio habían llegado casi cada día, antes
de pasar a una o dos por semana. Y luego, simplemente, habían dejado de
llegar.
Miró la foto junto a la cama, tomada en un restaurante del cabo un fin de
semana, después de que le hubiera propuesto matrimonio. El doctor Matthew

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Edward Huxley, Hux para los conocidos. Echaba de menos su cara, su risa,
sus bromas estúpidas y su forma de cantar desafinando, su pasión por los
juegos de preguntas y sus huevos revueltos perfectos.
Se habían conocido en un evento benéfico para la nueva ala de cuidados
intensivos neonatales de Tufts. La sonrisa de Hux le había hecho temblar las
rodillas, pero lo que la había ganado del todo era la persona bajo esa sonrisa.
Hijo de dos profesores de educación especial, había aprendido pronto el
valor de ayudar a los demás. Pero durante su primer año en la Universidad de
Carolina del Norte, un camión maderero se saltó la mediana de la I-40 y
chocó de frente con el coche de sus padres. Dejó los estudios después del
funeral, amargado y sin rumbo, y pasó un verano en los Outer Banks, jugando
a ser vagabundo en la playa con un grupo de surfistas y adormeciendo el
dolor con ron.
Con el tiempo, se sobrepuso, volvió a la universidad y entró en la facultad
de Medicina. Su plan era especializarse en medicina interna, pero tras una
semana de rondas pediátricas, el plan cambió. Al terminar la residencia, en
enroló en Médicos Sin Fronteras para ofrecer atención médica a los niños de
Sudán del Sur, una forma de honrar la memoria de sus padres.
Era una de las cosas que más amaba de él. Su historia era de todo menos
perfecta; Matthew Huxley no nació en una cuna de oro ni pasó su infancia en
el club de campo. Había pasado por algunas cosas que habían hecho
tambalearse los cimientos de su vida, pero había vuelto a levantarse y
encontrado la manera de aportar a la sociedad. Fue duro decirle adiós cuando
llegó el momento, pero estaba orgullosa del trabajo que se había
comprometido a hacer, aunque le resultara difícil leer sus cartas.
En una le confesaba que había empezado a fumar. «Aquí todo el mundo
fuma como un carretero, tal vez para evitar que les tiemblen las manos.
Estamos todos muy cansados». En otra había escrito sobre una periodista
llamada Teresa, que estaba haciendo un reportaje para la BBC, y sobre cómo
lo mantenía conectado con el mundo exterior. También escribía del trabajo,
de los días interminables en quirófanos improvisados; de los niños mutilados,
huérfanos, aterrorizados. Era peor de lo que nunca se habría imaginado, pero
lo convertía en un mejor médico; más duro, pero más compasivo.
El ritmo era extenuante; el trauma emocional, mayor de lo que podía
expresar en papel. «En Estados Unidos estamos muy mimados. No podemos
comprender el alcance de la anarquía y la barbarie, la miseria desgarradora
que existe en otros lugares, la falta de la más mínima humanidad. Lo que

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hacemos, yo, todos nosotros, es una gota en el océano cuando ves lo que está
sucediendo aquí».
Esa fue la última que recibió.
Pasó una semana, dos, tres sin que sus cartas tuvieran respuesta. Y
entonces, un día, cuando escuchaba la radio, supo la razón: Estados Unidos
confirmaba que una banda de rebeldes armados había secuestrado a tres
trabajadores en un asalto a primera hora en Sudán del Sur, incluido un médico
estadounidense, una enfermera de Nueva Zelanda y una periodista británica
en misión para la BBC y la revista World.
Le había llevado varios días confirmar lo que ya sabía, que Hux era el
estadounidense capturado, pero no había pistas. Nada sobre el camión que los
testigos habían visto alejarse. Ninguna descripción de los hombres que los
habían obligado a salir de la clínica a punta de pistola, y ni una palabra de
nadie que se adjudicase la autoría, cosa que, por lo general, pasaba en las
primeras cuarenta y ocho horas. Sencillamente, se habían esfumado.
Cinco meses más tarde, seguía a la espera. Según el Departamento de
Estado, empleaban todos los recursos y seguían todas las pistas, aunque no
había muchas. Ocho semanas antes, se había llevado a cabo una redada
nocturna en una cabaña abandonada en Libia después de que alguien
informase de que había visto a una mujer que se ajustaba a la descripción de
la periodista desaparecida, pero, para cuando entraron, la cabaña ya estaba
vacía.
La versión oficial del Departamento de Estado era que «seguían
trabajando con varias organizaciones humanitarias para localizar a todo el
personal y asegurar que volvieran sanos y salvos», pero la verdad era que no
había información nueva, por lo que las posibilidades de que todo acabara
bien eran cada vez más remotas.
Rory miró fijamente la caja con el deseo de coger una o dos cartas y
volver a meterse en la cama, pero tenía un lugar al que ir. En realidad, dos
lugares, si contaba su promesa de encontrarse con Lisette aquella tarde en el
Besos de Azúcar.
Veinte minutos después, cogió el bolso y las llaves y se miró en el espejo
una última vez. Pantalones blancos y una camisa de seda sin mangas, color
melocotón claro. El pelo húmedo recogido en una coleta. Una sola capa de
rímel, otra de brillo de labios y unos sencillos pendientes de diamantes. Sabía
que no estaba a la altura, pero cuando se trataba de su madre, nada lo estaba.

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Dos

Rory

El aroma a scones de arándanos y café recién molido recibió a Rory cuando


entró. Escuchó el zumbido del exprimidor de su madre, que llegaba de la
cocina, mientras se quitaba los zapatos planos y los acomodaba junto a la
puerta, apuntando hacia fuera, en caso de que tuviese que hacer una huida
apresurada. Dios sabía que no sería la primera vez.
Como de costumbre, la casa estaba inmaculada, un estudio decorado con
dinero y buen gusto, con sus alfombras beige acolchadas y sus muebles
cuidadosamente combinados. Por supuesto, en las paredes estaban los cuadros
de rigor: cuencos de fruta y jarras de amapolas desmayadas dentro de pesados
marcos de oro. Ni un solo objeto torcido ni una mota de polvo a la vista.
Incluso cuando era niña había tenido ese aspecto, gracias a las rigurosas
reglas de limpieza que imponía su madre. Prohibidos los zapatos más allá del
recibidor; apoyar las manos en las paredes; la comida y bebida fuera del
comedor, a menos que hubiera una fiesta. Y había montones de fiestas.
Meriendas, cócteles, cenas y, por supuesto, los eventos de recaudación de
fondos para las organizaciones benéficas de su madre, cada uno de ellos con
un catering perfecto y que luego recogía minuciosamente un equipo de
profesionales cuyo número estaba guardado en marcación rápida.
Encontró a su madre en la cocina, llenando con zumo de naranja recién
exprimido una jarra de cristal tallado. Su pulsera de oro con dijes resplandecía
mientras trabajaba. Tenía un aspecto pulcro y cuidado con sus pantalones
caqui, su blusa blanca almidonada y sus pesados bucles color oro recogidos
en una coleta baja al estilo de la revista Town & Country. Como de
costumbre, su maquillaje era impecable: ojos sutiles, un toque de colorete en
las mejillas y una pizca de brillo escarchado color melocotón en los labios. A
sus cuarenta y dos años, todavía era capaz de robar miradas.
Levantó la vista cuando Rory entró.

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—Al fin llegas —dijo mientras hacía un veloz pero completo inventario
del aspecto de su hija—. Empezaba a pensar que no vendrías, para variar.
¿Tienes el pelo mojado?
—No he tenido tiempo de secármelo. ¿En qué te ayudo?
—Ya está todo hecho, y espero que no se haya enfriado. —Le pasó a Rory
un plato con melón perfectamente cortado y un cuenco rebosante de fresas—.
Lleva esto a la mesa, yo traeré el resto.
Rory cogió la fruta y salió a la terraza. Era una mañana perfecta, con el
cielo tan azul que producía vértigo y una brisa cargada con la promesa de un
verano temprano. A sus pies, Boston se extendía hacia todas las direcciones
en un revoltijo de calles tortuosas y tejados desordenados. Storrow Drive, con
su fila de coches interminable; el Esplanade, amplio, frondoso y verde; el
tramo brillante del río Charles, salpicado de pequeños veleros relucientes.
Adoraba la ciudad con todas sus contradicciones, su rica historia colonial
y su vibrante crisol de culturas. Arte, comida, música y ciencia codeándose y
compitiendo por llamar la atención. Pero verla así, lejos del trajín y el ruido,
tenía algo que de niña siempre le había resultado un poco mágico, como si de
pronto fueran a crecerle alas con las que marcharse volando.
Cuando era pequeña solía soñar con ello, con ser otra persona y vivir otra
vida. Una que fuera suya. Una carrera que no tuviera nada que ver con su
madre, un marido que no se pareciese en nada a su padre. Y casi lo había
conseguido.
Casi.
El mundo era como una piedra sobre su pecho, su peso la acompañaba
siempre haciendo que tareas sencillas como ir al mercado o encontrarse con
una amiga resultaran casi abrumadoras. Esa necesidad de aislarse del exterior
no era normal, pero tampoco era nueva. Siempre había tendido hacia el
extremo introvertido del espectro y había hecho todo lo posible para evitar las
cenas y otros eventos sociales, por no mencionar toda la atención que traía
aparejada ser la hija de uno de los miembros más prominentes de las élites
sociales y filantrópicas de Boston.
Nunca un cabello despeinado, nunca un paso en falso: así era Camilla
Lowell Grant. La ropa correcta, la casa correcta, el arte correcto. Todo
correcto, si no se contaban al marido impenitentemente infiel y la hija
intratable. Aun así, Camilla soportaba sus cargas con una entereza admirable.
Casi siempre.
Rory contempló la mesa mientras dejaba los platos con la fruta. Parecía
algo sacado de la revista Victoria: un mantel de un blanco impecable con la

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vajilla Royal Albert de su abuela, servilletas de lino pulcramente dobladas
junto a cada cubierto y, en el centro, un cuenco de gardenias de un blanco
ceroso, la flor predilecta de su madre. Perfecto, como siempre.
La tradición del brunch había comenzado en su decimosegundo
cumpleaños y rápidamente se había convertido en un evento semanal. El
menú era distinto cada vez: fruta fresca y algo de repostería casera, tostas
triangulares con salmón ahumado y cremoso queso Boursin, tortillas
impecables con lo que estuviera de temporada, y la única constante: mimosas
hechas con zumo de naranja recién exprimido y Veuve Clicquot en el punto
perfecto de frío.
Se suponía que era una ocasión para ponerse al día, pero, últimamente, sus
reuniones eran cada vez más tensas, a medida que su madre encontraba
formas nuevas y poco sutiles de sugerir que tal vez era momento de seguir
adelante con su vida.
Rory se toqueteó el anillo de rubíes que llevaba en la mano izquierda, un
óvalo pequeño con una muesca diminuta en la base. Era el anillo con el que el
padre de Hux había pedido matrimonio a su madre; todo lo que había podido
permitirse un soldado que regresaba de la guerra de Corea. Hux le había
prometido ir a comprar un anillo decente, pero había querido utilizar el anillo
de su madre para pedirle que se casara con él. Conmovida por su
sentimentalismo, Rory había optado por quedarse con el original,
entusiasmada de que le confiase algo tan valioso. Ahora, el anillo de su madre
era todo cuanto tenía.
Apartó estos pensamientos cuando Camilla apareció con dos platos.
—Frittata de setas y espárragos —anunció mientras los dejaba en la mesa
con una floritura.
—Tiene una pinta deliciosa —dijo Rory, que se sentó en su silla de
siempre. Su madre nunca había sido muy de estar en casa, pero, sin duda,
sabía cocinar.
Camilla cogió varios catálogos que llevaba bajo el brazo y se los tendió a
Rory antes de sentarse frente a ella.
—Llegaron la semana pasada, pero no viniste al brunch. Estuve tentada de
decirle a la cartera que no conocía a ninguna Rory y preguntarle si tenía algo
para mi hija, Aurora.
Rory esbozó una sonrisa forzada.
—Necesitas material nuevo, madre. Esa broma ya está muy gastada.
—Rory es nombre de chico. Tú te llamas Aurora, y es un nombre
precioso. Un nombre de señorita.

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—Un nombre de señora —objetó Rory—. Y fue papá quien empezó a
llamarme Rory. Está claro que a él nunca le molestó.
Camilla respondió con un resoplido.
—Para que le molestase tendría que haber estado en casa.
Rory cogió el tenedor y comenzó a pinchar su frittata sin energía. Era
cierto. Los intereses de su padre siempre habían estado en otra parte. No sabía
cuántas aventuras había habido, aunque sospechaba que su madre podría darle
un cómputo exacto. Tenía bien controladas a las mujeres que habían entrado y
salido de la vida de Geoffrey Grant a lo largo de los años, y añadía cada
nombre a la colección con minuciosidad, como monedas a una hucha.
Rory no podía comprender por qué su madre nunca se había divorciado,
aunque sospechaba que el fin de semana en Doral con su secretaria de
veintiocho años habría sido el golpe de gracia si él no hubiera acabado
muriéndose en la cama con ella antes. Era el tipo de escándalo del que la
mayoría de esposas de la alta sociedad nunca acababan de recuperarse, un
cliché del tipo más delicioso y desastroso, pero para Camilla se había
convertido en la joya de la corona de su colección de traiciones, una medalla
de honor que había comprado con su orgullo.
—¿No comes?
Rory cogió una fresa y comenzó a mordisquearla obedientemente.
Camilla había sacado la botella de Veuve del hielo y se estaba peleando con
el corcho. Después de unos minutos, Rory alargó la mano y le cogió la
botella.
—Déjame a mí, antes de que le saques un ojo a alguien.
El corcho se liberó con un pop hueco. Rory sirvió el champán en las copas
y añadió un chorrito de zumo de naranja.
Chocaron las copas sin decir nada, por costumbre, y centraron su atención
en la comida. Camilla llevó la voz cantante en la conversación, sin que Rory
tuviese que participar demasiado. Chismes sobre cirugía plástica y rumores de
divorcios, el próximo viaje de una amiga a Irlanda, el programa de la Boston
Opera House de la próxima temporada, el tema para la gala benéfica de
Navidad que estaba organizando de nuevo este año. Al fin, la charla
insustancial se acabó y la conversación pasó a un terreno familiar, aunque
incómodo.
—Me encontré con Dinah Marshall el otro día, cuando llevé a arreglar el
reloj. Denise, su hija pequeña, irá a la Boston College en otoño. Va a estudiar
música; arpa, creo. Le dije que volvías a Tufts, en agosto, a terminar el

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máster. Y luego, tal vez, a París el verano que viene para las prácticas de las
que hablamos. Me dijo que te felicitara de su parte.
—Denise toca el piano —respondió Rory con monotonía—. La que toca
el arpa es Patricia.
—Sí, por supuesto, el piano. —Camilla cogió su servilleta y se limpió la
boca delicadamente a toquecitos—. ¿Y qué hay de ti? ¿Tienes ganas de
volver?
Rory cogió la botella de champán y se rellenó la copa, prescindiendo esta
vez del zumo de naranja. Bebió unos sorbos con lentitud y luego levantó la
vista para mirar a su madre.
—No tengo ganas de nada.
Camilla suspiró mientras se servía un scone.
—¿Ya estás haciendo pucheros, Aurora?
—Tengo veintitrés años, madre. No hago pucheros.
—¿De verdad? ¿Y cómo llamas a lo de ahora?
Rory dejó la mimosa y se sentó muy erguida.
—Hace tres semanas que no nos vemos. ¿Ni siquiera pensabas
preguntarme por Hux?
Camilla la miró parpadeando.
—Por supuesto que sí.
—¿Cuándo? Hemos terminado el desayuno. Hemos hablado del lifting de
Vicky Foster, de lo mala que es la comida en Reino Unido, de tus planes para
la gala navideña y de que la hija de Dinah Marshall vuelve a la universidad.
Pero no has encontrado el momento de mencionar el nombre de mi
prometido.
—Por favor, no esperarías que soltase algo así en el desayuno.
—¿Qué tiene que ver el desayuno?
Las comisuras de los labios de Camilla se curvaron hacia abajo en un
mohín casi perfecto.
—Estaba teniendo tacto.
—¿Tacto? —La palabra puso a Rory de los nervios, como si los buenos
modales en la mesa fueran una excusa para pasar de todo—. No necesito que
tengas tacto, madre, necesito que te importe. Pero no te importa; nunca te ha
importado.
Camilla abrió mucho los ojos.
—Vaya cosas me dices.
—Nunca te gustó Hux. Desde el primer día te comportaste como si fuera
una especie de fase que se me fuera a pasar, igual que cuando esperabas que

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me dejase de gustar el fútbol.
—Eso no es verdad.
—Claro que lo es. No te gustaba su aspecto, ni que hiciera surf, ni el
hecho de que se fuera de voluntario. Pero el verdadero problema es que no te
gusta que sea de una pequeña ciudad costera de Carolina del Norte de la que
nadie ha oído hablar. Que sus padres fueran profesores de instituto en vez de
encargarse de organizar partidas de cartas y cenas de gala.
Ahí estaba, esa cara de indignación inconfundible de su madre: los
hombros cuadrados y la barbilla levantada, la mirada gélida desde lo alto de
su perfecta nariz aristocrática.
—Lo que insinúas es horrible.
—No lo he insinuado, lo he dicho directamente. La mayoría de madres
considerarían a alguien como Hux un gran partido, pero tú, no. Tú quieres a
alguien con el apellido adecuado y una pegatina del Mayflower en su cofre de
antigüedades, y ahora que Hux ha desaparecido, crees que tienes otra
oportunidad. Aunque no estoy segura de por qué crees que tu historial
conyugal te cualifica para escoger el marido de nadie.
Camilla se quedó inmóvil, con el rostro petrificado, como si hubiera
recibido una bofetada que no se esperaba.
—Lo siento —se apresuró a decir Rory—. No pretendía…
—Por supuesto que sí.
Rory dejó escapar un suspiro, enfadada consigo misma por asestar un
golpe tan bajo.
—Lo siento. Me estaba desahogando y te ha pillado en medio.
La expresión de Camilla se transformó en una de preocupación.
—¿Ha habido… noticias?
—No, ninguna. Da igual, no quiero hablar del tema.
—Entonces, ¿de qué quieres hablar? No tengo la menor idea de qué es de
tu vida últimamente. No me devuelves las llamadas, rechazas mis invitaciones
a cenar, te has saltado el brunch dos semanas seguidas. ¿Qué has estado
haciendo?
Rory clavó la mirada en su copa, con la garganta repentinamente seca.
—Más que nada, esperar.
—Cariño… —Camilla estiró los dedos y le apartó el flequillo de los ojos.
—Para —saltó Rory, mientras apartaba su mano—. No quiero darte pena.
—¿Qué quieres, entonces? Estoy preocupada por ti. Te pasas los días con
la nariz enterrada en uno de esos libros espantosos o pegada a la televisión

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viendo dramas en blanco y negro hasta la madrugada. Ya hemos hablado de
esto. No es sano.
—Estoy bien. Solo… —Rory apartó la vista, deseando desesperadamente
no volver a tener esta discusión—. Solo necesito tiempo.
—Cariño, han pasado cinco meses.
Rory le lanzó una mirada.
—No sabía que hubiera un límite.
—No lo decía en ese sentido. Solo me refería a que, sea lo que sea lo que
le ha pasado a Matthew, tanto si está vivo en algún lugar como si… —
Camilla se interrumpió, como si sopesara con cuidado sus próximas palabras
—. Tú sigues aquí, Aurora. Sigues viva. Tienes que seguir adelante, pase lo
que pase.
Rory se tragó la quemazón de las lágrimas. Quería creer que Hux estaba
vivo en alguna parte, que volvería a casa, a su lado, algún día, pero el temor
siempre estaba ahí, como una mano invisible flotando sobre su hombro.
¿Sería mañana el día en que recibiría la noticia? ¿Cómo sucedería? ¿Una
carta, una llamada? ¿Alguien se presentaría en su puerta, tal vez? Nunca había
reunido el valor suficiente para preguntárselo. Preguntárselo lo habría vuelto
demasiado real, y ya era bastante duro.
—¿Y si no puedo seguir adelante?
—No digas tonterías. Por supuesto que puedes; es lo que hacen los Grant.
Rory reprimió un suspiro deseando poder hacer que su madre lo
entendiera.
—Es que todo me da igual. Todo. —Miró a su madre, tan fría y bien
arreglada, impávida—. No tienes ni idea de cómo es, ¿verdad? Levantarte por
la mañana y no tener ganas de apoyar los pies en el suelo, de ducharte y
vestirte y salir al mundo donde, mires donde mires, la vida se aleja al galope
sin ti. Nunca has perdido a alguien que te importase. Y no digas que papá, las
dos sabemos que no es lo mismo.
Camilla abrió la boca y volvió a cerrarla, como si hubiera repensado su
respuesta inicial.
—No tienes ni idea de lo que he perdido, Aurora —dijo al fin.
Rory entornó los ojos, sorprendida por el tono críptico de Camilla. Había
tanto que no sabía sobre la vida de su madre, tanto que había enclaustrado o
de lo que se negaba a hablar.
—¿Hubo alguien? —preguntó con suavidad—. ¿Alguien antes de papá?
—Tenía dieciocho años cuando me casé con tu padre, no hubo tiempo de
que hubiera nadie más.

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—Bueno, vale, no antes. Pero, después… ¿durante?
Camilla la miró con espanto.
—¡Por supuesto que no!
—Entonces, ¿qué es lo que no sé?
Camilla agitó la mano. Era evidente que quería cambiar de tema.
—Nada, ahora ya no importa. Pero que conste que las madres también
somos humanas. Hemos tenido vidas y sufrido decepciones. Sangramos como
todo el mundo. Pero tenemos responsabilidades, deberes que cumplir y
apariencias que mantener, y así podemos seguir adelante.
—Pero yo miro adelante y no veo nada. Es como si el futuro hubiera…
desaparecido.
—Tienes que salir, Aurora, estar con gente. Hay un cóctel la semana que
viene, en Marcos. Uno de los eventos privados que Cassandra Maitland
celebra para una chelista nueva que ha descubierto. ¿Por qué no vienes
conmigo? Podríamos ir a Rosella a arreglarnos el pelo y las uñas por la
mañana, que te corten un poco ese flequillo, y luego buscar algo divertido que
ponernos. No hay nada como un buen despilfarro antes de una fiesta para
animarse. Y te hará bien ver a algunos de tus viejos amigos para volver a
sentirte normal.
Rory la miró fríamente.
—¿Normal?
—Por favor, no me mires así. No puedes seguir escondiéndote, estoy
preocupada por ti. Tal vez sea hora de… hablar con alguien.
Rory se puso tensa.
—¿Crees que estoy loca?
Camilla dobló la servilleta con cuidado antes de apartarla.
—Creo que te está costando sobrellevar lo que ha pasado y que hablar con
alguien sobre el tema podría ayudarte. —Hizo una pausa y añadió con tacto
—: Alguien en quien confíes.
Rory se quedó sentada en silencio asimilando el aguijonazo de las
palabras de su madre.
—Lo siento —dijo al fin—. Por lo de antes y por lo que he dicho. Es solo
que… Hux. —La garganta se le encogió al pronunciar su nombre—. El
viernes me pasé de nuevo dos horas al teléfono, casi todo el tiempo en espera.
Siempre es la misma historia: «Hacemos todo lo que está en nuestras manos».
Pero no es cierto. ¿Cómo podría serlo, cuando ni siquiera saben dónde está?
Camilla respondió con otro de sus resoplidos de costumbre.

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—¿Que cómo es posible? Sin duda, tenemos gente que se especializa en
este tipo de cosas. Embajadores, diplomáticos. El presidente, por el amor de
Dios.
Un peso que ya le era conocido se alojó en el pecho de Rory, el mismo
peso que siempre se alojaba allí cuando se permitía pensar lo impensable.
—Empiezo a creer que no volverá.
—Calla, niña —dijo Camilla, mientras le tomaba la mano—. No hables
así. Tienes que mantener la cabeza alta y ser valiente.
Rory reprimió un torrente de lágrimas mientras recordaba su primer año
de instituto, cuando juró no volver a aparecer por la escuela después de no
conseguir entrar en el equipo de natación. Camilla la había abrazado fuerte y
le había susurrado las mismas palabras al oído. «Tienes que mantener la
cabeza alta y ser valiente». Pero no se sentía valiente, sino anestesiada.
Perdida y exhausta.
—Leí en alguna parte que, cuanto más tiempo pase desaparecido, menores
son las posibilidades de encontrarlo con vida. —Se secó las lágrimas con la
mano—. Empiezo a perder la esperanza.
—Para, ahora mismo. Te lo digo de verdad. No debes mortificarte con
esos pensamientos; te sentirás mejor cuando vuelvas a la universidad en otoño
y regreses a tu vieja rutina, las clases y las actividades con tus amigas. Te
ayudará a ocupar las horas.
Rory pensó en el catálogo de clases en su mesita de noche y asintió,
porque era lo que se esperaba de ella. Mantener el tipo y volver a la
universidad a terminar su máster en Bellas Artes; luego las prácticas, si su
madre se salía con la suya, y, tal vez algún día, un puesto de conservadora.
Tan diferente del futuro que Hux y ella habían planeado para después de su
paso por Médicos sin Fronteras.
—¿Sabes? —dijo Camilla, con indecisión—, estaba pensando que, tal vez,
sería buena idea que volvieras a casa hasta que las cosas se hayan… calmado.
Ahora solo estoy yo dando vueltas por aquí, y tu habitación está tal y como la
dejaste.
—¿Volver a casa?
—Podría cuidar de ti, hacerte la comida. No tendrías que preocuparte de
nada más que de tus estudios.
«Sus estudios. La universidad. ¡Había quedado con Lisette!».
—Oh, no. ¿Qué hora es? —Rory se miró el reloj—. Tengo que irme.
—¿Qué? ¿Ahora?

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—La hermana pequeña de Janelle Turner se ha apuntado al curso de
verano y le prometí que nos encontraríamos para darle un par de mis antiguos
libros de texto.
—¿Hoy? ¿Sabiendo que teníamos brunch?
—Lo sé, lo siento. Pero tiene que estar en Braintree a las tres para la fiesta
de aniversario de sus padres, y las clases empiezan mañana. Era el único
momento que nos iba bien.
—Pero si casi no has comido nada. Al menos déjame que te prepare algo.
—Gracias —dijo Rory mientras se ponía en pie—. Estoy bien, pero odio
dejarte con todo esto.
—Tampoco es que tenga nada más que hacer. ¿Te veré la semana que
viene?
Algo, la arruga entre las cejas finamente perfiladas de Camilla o la curva
descendente de su boca, remordió la consciencia de Rory.
—Sí. El domingo que viene, lo prometo. —Estaba a punto de marcharse
cuando se inclinó para darle un beso a su madre en la mejilla—. De verdad
que siento lo de antes. Lo del matrimonio. No debería haberlo dicho.
Camilla se encogió de hombros.
—No, no deberías haberlo dicho, pero no te equivocabas. Ahora ve a ver a
tu amiga.

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Tres

Rory

Rory miró su reloj al salir de la confitería Besos de Azúcar y mezclarse con


la multitud de peatones que avanzaban por la acera de la calle Newbury. Su
encuentro con Lisette le había llevado más de lo esperado, y tendría que
acelerar el paso si quería llegar al coche a tiempo para evitar encontrarse con
una multa.
En la esquina, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde, sus
pensamientos volaron hacia la conversación con su madre de aquella mañana.
Había dicho cosas que se había prometido a sí misma que nunca diría (aunque
fueran ciertas) y había metido el dedo en la llaga.
Pero la indignación de su madre no había sido lo único que había
despertado su curiosidad. Cuando estaba hablando sobre Hux, sobre cómo era
perder a alguien, había habido un momento en que su madre había cerrado los
ojos y se había quedado completamente inmóvil, como si mantuviera a raya
un recuerdo desagradable. Un excepcional momento de vulnerabilidad de una
mujer que nunca parecía vulnerable.
«Sangramos como todo el mundo».
Excepto que, en el caso de Camilla Grant, no era del todo cierto. Al
menos, Rory nunca lo había visto. Cuando era niña, su madre parecía
esculpida en mármol, pura, fina y fría al tacto, La esclava griega de Hiram
Power, pero con la solidez broncínea de la Eva de Rodin. Imperturbable, o
eso había creído. Pero, aquel momento, esa mañana, esa expresión en su
rostro… «No tienes ni idea de lo que he perdido, Aurora». ¿A qué se refería?
Al parecer, no a un amante. No es que hubiera culpado a su madre de haber
buscado consuelo fuera de su matrimonio: no recordaba a sus padres
compartiendo habitación, menos aún cama. Qué sola debió de sentirse.
Al fin, el semáforo se puso en verde y la multitud que aguardaba en el
bordillo empezó a avanzar. Estaba a punto de cruzar el paso de cebra cuando

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una vieja casa adosada en la esquina de enfrente captó su atención y se
detuvo.
Como casa, no tenía nada de especial: tres plantas de ladrillo rojo gastado
con una torre sobre la esquina redondeada y una torrecilla que daba al
exterior. Había docenas como esa a lo largo de la calle Newbury, pero esta
tenía algo lo bastante diferente como para detenerla en seco.
Las ventanas sin cortinas estaban cubiertas de una capa de mugre; delante
había una banda de césped demasiado crecido y algo de basura esparcida en
torno a los agrietados escalones de la entrada. Estaba vacía, no había duda. Y,
sin embargo, tenía la extraña sensación de que la observaban desde una de las
ventanas superiores.
Estaba pensando en echar un vistazo más de cerca cuando pasó un coche
de policía; eso le recordó que, a seis manzanas, el parquímetro seguía
corriendo. No era el momento de satisfacer su curiosidad. Pero mientras
seguía bajando por la calle Newbury, volvió la vista atrás con una punzada de
arrepentimiento. Era una sensación extraña, similar a la de marcharse de una
fiesta justo cuando las cosas comienzan a ponerse interesantes. Algo le decía
que la casa adosada todavía no había terminado con ella.

Eran casi las cuatro cuando Rory regresó, por fin, a casa. Había evitado la
multa por los pelos, cosa que había decidido interpretar como un buen
augurio. Esos días no podía desperdiciar ninguna victoria. Se limpió el
maquillaje y se quitó la ropa del brunch para cambiarla por un pantalón de
chándal y una camiseta. La televisión del dormitorio estaba encendida, como
siempre, pero con el volumen muy bajo. Cary Grant y Katharine Hepburn en
La fiera de mi niña. Era otra de las peculiares costumbres que había
desarrollado, dejar la televisión encendida día y noche. Era como estar
acompañada y le ayudaba a amortiguar el silencio, que se llenaba con
demasiada facilidad de pensamientos oscuros.
«Creo que te está costando sobrellevar lo que ha pasado».
Las palabras de su madre resonaban como un eco molesto. Por supuesto
que le costaba sobrellevarlo, su prometido había desaparecido sin dejar rastro.
Y contarle sus problemas a un extraño que se limitase a mascullar «Sí,
comprendo» no iba a cambiar nada.
En la cocina, se abrió paso entre envases vacíos de comida para llevar y
un fregadero lleno de platos sucios mientras metía en el microondas un

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cuenco de minestrón en lata. ¿Esta era ahora su vida? ¿Vivir a base de sopa
enlatada y comida para llevar mientras los platos se amontonaban? ¿Pilas de
novelas románticas y reñir todas las semanas con su madre?
Si no tenía cuidado, acabaría como una de esas mujeres cuya vida entera
giraba en torno al cuidado y la alimentación de sus dieciocho gatos.
¿Exageraba? Tal vez. Pero, en cualquier caso, no era algo imposible. Aunque
tendría que hacerse con algunos gatos y unas cuantas batas con estampado
floral. Y puede que un par de pantuflas peludas.
Cerró los ojos para apartar las imágenes deprimentes. Había crecido
rodeada de privilegios, era la quintaesencia de una niña rico: coches, ropa,
todo de diseño; campamentos de verano de élite y los mejores colegios.
Nunca le había faltado de nada, excepto una vida propia. De pequeña había
soñado con escapar de la atracción gravitacional de su madre para trazar su
propio camino, y más adelante había estado a punto de hacerlo realidad.
Entonces, Hux desapareció, y todo se vino abajo.
¿Dónde estaría hoy, en ese preciso instante, si hubiera seguido el consejo
de Hux de perseguir su sueño? En una galería propia para artistas emergentes.
La llamaría Desconocidos. El nombre era cosa de Hux. De hecho, toda la idea
había sido suya.
Habían ido a escuchar una banda nueva en uno de los pubs locales y
acabaron quedándose hasta el cierre. Las calles estaban tranquilas y
escogieron caminar en vez de pedir un taxi. Hux le había pasado un brazo por
el hombro y ella había recibido agradecida su calor en la fresca noche de
otoño. Rory había reducido el paso al ver una pequeña galería, y se detuvieron
a admirar una de las piezas en el escaparate.
—Te gusta el arte —había observado Hux con inusitada seriedad para él
—, estudias arte, tienes una carrera en arte. ¿Por qué no haces arte?
Rory le sonrió con picardía.
—¿Quién dice que no hago arte?
—Espera. ¿Pintas?
—¿Pintar? No. He experimentado un poco con textiles, pero solo como
hobby. Menos mal. El arte puede ser algo muy caótico, y mi madre nunca
permitiría que hubiera caos en casa. Si se sale con la suya, seguiré sus pasos y
seré historiadora o conservadora. Algo respetable y pulcro.
—¿Y si te sales con la tuya?
Rory lo miró parpadeando, consternada al darse cuenta de que esperaba
una respuesta, y con aún más consternación al comprender que no la tenía.
Nunca nadie le había preguntado qué quería. Le habían dado opciones, sobre

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todo su madre, como un menú de un restaurante chino. Escoge una de la
columna A y otra de la columna B. La columna A sería casarse con el hombre
adecuado, hijos y una casa de buen gusto, y la columna B, lo relacionado con
su carrera. Lo cierto es que ningún Grant necesitaba trabajar, pero en las
familias de rancio abolengo y dinero aún más rancio, no dedicarse a alguna
ocupación llamativa se consideraba vulgar. Después de todo, no eran de Palm
Beach.
—La verdad es que no lo sé —contestó al fin—. Supongo que tendría un
pequeño estudio en alguna parte, uno de verdad, con vistas al mar, y haría
paisajes marinos preciosos con todo tipo de telas.
—¿Eso existe?
—Se llama arte textil. Piensa en una combinación de escultura y pintura
hecha con trozos de tela. Comencé a jugar con ello cuando era una niña. Me
encantaba el mar, pero mis padres nunca tenían tiempo de llevarme, así que
hacía mis propias playas con retazos de telas. Todavía juego con ello de vez
en cuando, pero con los estudios es difícil encontrar el tiempo.
—¿Cómo es que no sabía nada de esto?
Ella se encogió de hombros y se sintió tímida de repente.
—Solo es un hobby.
Hux la acercó y le dio un beso en la frente.
—Rory Grant, estás llena de sorpresas. —Se pusieron en marcha otra vez,
Rory con la mano en el bolsillo de la chaqueta de él—. Entonces, ¿por qué
nunca he visto ninguna de tus obras? No recuerdo haber visto nada como lo
que has descrito colgado en tu apartamento.
—Hay uno en el cuarto de invitados. Y algunos más en el armario.
—¿El cuarto de invitados al que no me dejas entrar?
—Porque está hecho un desastre. Lo utilizaba como estudio cuando los
vendía.
Hux dejó de caminar y se volvió para mirarla.
—Creía que habías dicho que solo era un hobby.
Rory se encogió de hombros.
—Lo es…, o lo era. Como he dicho, no tengo tiempo. Pero una amiga
sacó unas cuantas fotos una vez y se las enseñó a un diseñador de interiores
que conoce. Se llevó siete piezas en consignación y las vendió en dos
semanas.
—¡Ajá! Otra parte de la historia sale a la luz. Bueno, ¿cuándo puedo echar
un vistazo? ¿O no estoy a la altura?

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Su entusiasmo había levantado pequeños remolinos de placer en el pecho
de Rory. Normalmente le producía aprensión mencionar su arte, pero le
gustaba que alguien la tomara en serio.
—Si de verdad te interesa, puedo organizar un pase privado… a menos
que tengas prisa por irte a casa.
—¿Cómo? ¿Ahora?
Le tomó la mano.
—Ven conmigo.
Quince minutos más tarde, estaban delante de Finn’s, uno de los
restaurantes de marisco más exclusivos de Boston, contemplando un paisaje
marino bellamente iluminado en el escaparate.
Rory se quedó en silencio tratando de ver la obra como la vería Hux: por
primera vez. Un mar tortuoso y una orilla llena de rocas, un cielo bajo y
plomizo. Había escogido las telas a conciencia. Muaré de seda y trozos de
tafetán arrugado, tela vaquera, sarga, crepé de China, tul y trozos de encaje
espumosos, todo cuidadosamente superpuesto para crear una sensación de
movimiento y profundidad.
Había tardado casi seis meses en acabarlo y se había vendido por la
friolera de setecientos dólares. No es que le importara el dinero. A diferencia
de la mayoría de los artistas, podía permitirse ese lujo. Para ella, lo importante
era que estuviera colgado en el escaparate de un restaurante famoso, con sus
iniciales en la esquina inferior derecha, donde todo Boston podía verlo.
—¿De verdad lo has hecho tú? —le preguntó Hux con los ojos todavía
clavados en la vidriera—. Es increíble. Es como si pudiera sumergirme en
esas olas. Y el cielo… —La mitad de su rostro quedó en las sombras cuando
al fin se volvió a mirarla, pero la mitad que veía sonreía—. Rory, esto es más
que un hobby. Es un don. ¿Eran todos como este?
—Similares, pero este es mi favorito. Se llama Norte de noviembre.
—Aún no me lo creo. Deberías tener obras en galerías de toda la ciudad.
Rory rio.
—Ojalá.
—¿Qué?
—No pones tu trabajo en una galería sin más, Hux. Sobre todo si eres un
don nadie. Un artista nuevo tiene más posibilidades de ganar la lotería que de
entrar en una exposición decente. De hecho, estoy bastante segura de que la
única razón por la que esta terminó aquí es porque mi apellido es Grant. El
dueño pensó que lo congraciaría con mi madre. Ciertamente, se equivocó.
—¿Tu madre no apoya tu arte?

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—Ese es el problema. No lo considera arte; al menos, no arte de verdad.
—¿Qué es arte de verdad?
—Los maestros. Rembrandt, Rafael, Caravaggio.
—Todos llevan siglos muertos.
—Exacto.
Hux frunció el ceño sacudiendo la cabeza.
—¿Entonces tienes que estar muerta para que tu arte valga algo? No
parece muy justo.
—No, pero es lo que hay. A menos que vendas bien en una subasta, nadie
quiere darle una oportunidad a tu obra. Si por mí fuera, me encargaría de que
hubiera galerías dedicadas por completo a artistas de los que nadie ha oído
hablar.
—¿Lo harías?
—Sí.
—Entonces abre una. Aquí, en Boston.
Rory lo miró fijamente mientras la idea comenzaba a tomar forma. Un
escaparate para artistas de los que nadie había oído hablar. No tenía ni idea de
cómo empezar, y su madre odiaría el proyecto. Aun así, era difícil ignorar el
repentino aleteo de emoción que sentía al pensarlo.
—¿De verdad crees que podría?
—¿Por qué no? Tienes los recursos, los contactos, el sueño.
—¿Y si no es más que eso, un sueño?
Hux le pasó un brazo por el hombro y la acercó lo suficiente para
plantarle un beso en la coronilla.
—Los sueños son como las olas, nena. Tienes que esperar a que venga la
adecuada, la que tiene tu nombre. Y cuando llega, tienes que levantarte y
subirte a ella. Este sueño lleva tu nombre.
En ese momento, lo había creído. Pero ¿seguía creyéndolo?
En realidad, su sueño de ser artista textil había comenzado como un
fetiche por la ropa antigua. No porque le encantase la ropa; la moda nunca le
había interesado. Era la tela lo que la cautivaba, la manera en que se movía,
su tacto y cómo se comportaba. Muarés y tejidos con textura, organdí
almidonado, encajes diáfanos, tweeds mullidos y lanas suaves como un
corderito, cada una con su propia textura y personalidad.
Su primer intento había sido tosco y poco sofisticado, pero la pasión
creativa ya se le había metido en la sangre y la impulsó a perfeccionar su
oficio con práctica y nuevas técnicas. Lo que empezó como un fetiche se

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convirtió en una callada obsesión que dio lugar a una serie de piezas
bautizadas como «Colección Vigilando la tormenta».
Su madre se había referido a ellos como sus proyectos de manualidades,
pero el propietario de la tienda de diseño de interiores había quedado lo
bastante cautivado como para poner varias piezas en su escaparate. Al final
del verano, había vendido toda la colección, incluida la que colgaba en el
escaparate del Finn’s.
Cuando llegó la noticia de que Norte de noviembre se había vendido y que
colgaría en un lugar público, se había emocionado tanto que había irrumpido
en el estudio de su madre sin llamar. Camilla había sonreído con indulgencia
ante la noticia y había declarado que no le sorprendía en absoluto. Era una
pieza bonita, y a los turistas les gustaban ese tipo de cosas. No había querido
ser condescendiente, pero el comentario le había dolido más de lo que Rory
había dejado entrever. Después de eso, había trabajado cada vez menos en su
arte. Hasta que Hux reavivó su llama creadora al hablar de una galería. Pero,
al desaparecer, la llama se había apagado.
Para cuando sonó el timbre del microondas, Rory había perdido el interés
en su sopa. En vez de comer, fue a la habitación libre que había habilitado
como estudio improvisado. No había puesto un pie dentro desde la
desaparición de Hux, al principio estaba demasiado fuera de sí para trabajar y,
después, era incapaz de mirar nada que le recordase a él.
La habitación le pareció más pequeña de lo que recordaba, desordenada y
un poco agobiante, con el tenue aroma del pegamento para telas todavía
flotando en el aire. Un escritorio repleto de catálogos de material artístico
ocupaba una esquina, y el caballete que usaba para los bocetos ocupaba otra.
Una pared estaba llena de estantes con muestrarios de telas y, bajo la ventana,
estaba la máquina de coser, una Bernina de segunda mano con la que se había
hecho al principio, pero que apenas usaba desde que había descubierto que
prefería coser a mano. Ahora todo estaba acumulando polvo.
Sus ojos se desplazaron hacia la obra sin enmarcar que había detrás del
escritorio: una enorme ola de punto vuelto que se enroscaba alrededor de la
pared oriental de un estoico faro de granito. Era su favorita, inspirada en una
foto que había visto una vez y que se le había grabado en la memoria. La
había titulado Sin miedo, porque así se sentía. Estoica e indomable.
Había cuatro más en el armario, parte de una nueva colección en la que
había estado trabajando cuando Hux desapareció. No hacía mucho —¿de
verdad habían pasado solo cinco meses?— los había imaginado colgando en

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la pared de una galería… de su galería. Ahora, le resultaba imposible
imaginar nada.
Se adentró en la habitación y se detuvo ante dos grandes bastidores para
bordar, donde un par de piezas inacabadas habían languidecido durante
meses. Pasó los dedos por una de ellas, recordando las horas de fieltrado
necesarias para crear cada torbellino y remolino. Ya no las terminaría: las
clases empezarían en otoño y no habría tiempo. Y, realmente, no tenía mucho
sentido.
De la nada, la casa adosada de la calle Newbury se abrió paso en su
mente. Había sido un momento muy peculiar, como si hubiera sentido que le
tocaban el hombro y, al darse la vuelta, se hubiera encontrado con un viejo
amigo. No se parecía en nada a los lugares fríos y angulares que había visto el
año pasado, pero, de repente, supo que sería perfecta para la galería, rebosante
de historia y del encanto del viejo Boston y, una vez llena de las obras que
imaginaba, la combinación perfecta de viejo y nuevo.
«Desconocidos».
El nombre, como un susurro, parecía cobrar vida, como algo que
despertara después de un profundo sueño. ¿De verdad se estaba planteando
seguir adelante con los planes que había aparcado meses atrás? ¿Y qué pasaba
con Hux? ¿Era egoísta plantearse algo así mientras su vida, su vida juntos,
seguía pendiendo de un hilo? Pero lo sentía. Los planes que creía enterrados
para siempre resurgían poco a poco.
«Este sueño lleva tu nombre».
Antes de que pudiera frenar el impulso, abrió el cajón del escritorio y
rebuscó entre el contenido hasta encontrar la tarjeta de Brett Gleason, el
agente inmobiliario al que había contratado el año anterior para buscar
propiedades. La miró fijamente, luchando contra el deseo de levantar el
teléfono. ¿Qué daño podía hacer comprobarlo? No es que fuera a servir de
nada; ni siquiera había un cartel. Se trataba tan solo de satisfacer su
curiosidad, se dijo a sí misma mientras cogía el teléfono y marcaba el número.

Dos días después, Brett le devolvió la llamada. Rory llevaba un plato de


huevos revueltos al salón cuando sonó el teléfono. Se quedó helada, como
cada vez que oía ese sonido. ¿Había llegado el momento? ¿Recibiría noticias?
Dejó el plato y recorrió la habitación con la mirada, en busca del terminal
inalámbrico. El corazón le latía con fuerza cuando lo encontró.

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—¿Hola?
—Hola, soy Brett.
Exhaló al oír el sonido de su voz.
—No esperaba tener noticias tuyas tan pronto. ¿Has conseguido averiguar
algo?
—Pues sí. Según los registros de la ciudad, la casa es propiedad de una tal
Soline Roussel. Al parecer, tenía una tienda de novias en la finca hasta que se
incendió hace algunos años. Tras el incendio, la vaciaron hasta dejar solo las
paredes y empezaron a renovarla, pero nunca la terminaron. Lleva vacía desde
entonces. Sin embargo, no hay entradas recientes en el servicio de listado
múltiple, así que no creo que esté buscando venderla. Es extraño que la dejase
vacía en vez de alquilarla. Con unos arreglos, el lugar podría ser una
verdadera gallina de los huevos de oro.
Rory se hundió en el sofá mientras barajaba posibles respuestas. ¿Hasta
dónde quería llevar aquello?
—¿Rory? ¿Sigues ahí?
—Sí, aquí estoy.
—¿De verdad estás pensando en hacer esto?
—No lo sé. Es posible.
—Pues, vaya, es una noticia estupenda. Siempre pensé que era una gran
idea. Pero después de todos los lugares que vimos el verano pasado, ¿por qué
este?
—No lo sé. Simplemente lo vi y lo supe. Es como si hubiera estado allí
esperándome.
—¿Intuición femenina?
—Sí, supongo. ¿Estarías dispuesto a contactar con la propietaria para ver
si la quiere alquilar?
Hubo un breve silencio, interrumpido solo por el timbre de un teléfono
sonando de fondo.
—Sin duda, puedo hacerlo —respondió Brett al fin—. Pero tengo que ser
claro contigo: vimos más de veinte propiedades, y las rechazaste todas. Si voy
a investigar por ahí y presionar a esta mujer, necesito saber que de verdad
estás lista para dar el paso.
Lo que decía era justo, y del todo cierto. Había rechazado cada una de las
propiedades que le había enseñado. No porque no pudiera hacerlas funcionar
o porque tuviera miedo a comprometerse, sino porque ninguna le había
parecido la adecuada. Pero aquella, un edificio en el que nunca se había fijado
hasta ayer y donde nunca había puesto un pie, lo era.

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—¿Rory?
—Estoy lista para dar el paso.

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Cuatro

Soline
Podemos abandonar la Obra, pero la Obra nunca nos abandonará. Luchará por no soltarnos y se
meterá en nuestro camino, una y otra vez, hasta que, por fin, le prestemos atención. Esto es lo que
significa ser elegida.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

29 de mayo de 1985, Boston

Me asusto cuando el teléfono suena exactamente a las ocho en punto de la


mañana. Ya no recibo llamadas, o, al menos, no muchas, y cuando llegan, rara
vez lo hacen antes de que me haya terminado el café. Lo dejo sonar mientras
lleno la jarra y aprieto el émbolo de la cafetera francesa, esperando que quien
sea cuelgue. No hay nadie con quien desee hablar.
El teléfono sigue sonando. Levanto el tubo y cuelgo de inmediato.
Segundos más tarde, vuelve a sonar. Cuelgo otra vez, sin decir nada, con la
esperanza de que quienquiera que sea capte el mensaje y me deje en paz.
Cuando empieza a sonar una tercera vez, arranco el teléfono de la horquilla.
—¡No quiero comprar nada!
Estoy a punto de volver a colgar cuando capto una carcajada nítida. Es un
sonido familiar y sorprendentemente agradable, incluso antes de la primera
dosis de cafeína del día. Mi abogado, y supongo que también amigo, con
quien no he hablado desde hace meses.
—Daniel Ballantine… ¿eres tú?
—Sí, soy yo. Y no te llamo para venderte nada, sino para preguntarte si
estás interesada en vender algo. O, para ser más exacto, en alquilar algo.
—¿De qué hablas?
—Anoche recibí una llamada. Hemos recibido una consulta sobre la
propiedad de Fairfield.
Siento como si una ráfaga de aire helado me golpease la nuca.

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—¿Alguien quiere mi tienda?
Hay una pausa, educada pero incómoda.
—Bueno, ya hace años que no es una tienda, pero alguien está interesado
en tu edificio, sí.
—¿Quién?
—El agente no mencionó el nombre de su cliente, pero si el tío ha podido
encontrarme, está claro que ha hecho los deberes. Se llama Brett Gleason, del
Grupo Back Bay Land. Han pedido que nos sentemos a negociar.
—No está en venta, ni en alquiler.
Daniel hace el ruido que se le escapa cuando se siente frustrado conmigo,
mitad protesta, mitad suspiro.
—Soline, han pasado tres años; más de tres, en realidad, y ambos sabemos
que volver a abrir no es una posibilidad. El fuego causó muchos daños, y con
todo lo que…
«Todo».
Levanto la mano que tengo libre, con la palma hacia arriba, y la miro. La
piel de un rosa brillante, salpicada de trocitos de un blanco ceroso; la curva de
los dedos que recuerda ligeramente a una garra. La otra mano, la que sostiene
el teléfono, está un poco mejor, pero no mucho, a consecuencia de las
quemaduras de segundo grado que sufrí cuando un cigarrillo que dejé
encendido prendió fuego a mi tienda de vestidos de novia. Hubo férulas,
rehabilitación, una serie de operaciones extenuantes y más férulas seguidas de
más rehabilitación. Hasta que los médicos estuvieron de acuerdo en que no
podían hacer más.
—¿Te refieres a mis manos? —digo en voz baja.
—Me refiero a todo, Soline. Viniste aquí sola, te dejaste la piel y te hiciste
un nombre empezando de cero. La gente nunca olvidará el apellido Roussel ni
lo que simbolizaba. Pero ahora te has jubilado. ¿Por qué dejar que el lugar
siga vacío? Al precio que están los alquileres, podrías ganar mucho dinero.
—No necesito el dinero.
—No, desde luego que no, pero tampoco necesitas los recuerdos. Tal vez
es hora de dejarlos ir y pasar página.
Sus palabras encienden una chispa en mí.
—¿Crees que con eso bastará? ¿Firmo un contrato, se instala otra persona
y todo desaparece?
Daniel suspira.
—No lo decía en ese sentido. Sé por lo que has pasado y que tienes
motivos para no querer dejarlo ir. Pero no lo estarías haciendo, no del todo.

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Aunque, a decir verdad, no estoy seguro de que seguir aferrándote te haga
ningún bien.
Frunzo el ceño en dirección a la cafetera francesa y lo maldigo en voz
baja. ¿Por qué ha tenido que llamar justo cuando llevaba tan bien lo de
fingirme insensible?
—No quiero hablar de esto ahora.
—Solo prométeme que lo pensarás.
Suelto un suspiro, cansada de que me hostigue.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo con alquilar?
—De acuerdo, me lo pensaré.
—Te llamará mañana.
—Mañana no —le espeto—. Pasado mañana.
—De acuerdo, pasado mañana.
Cuelgo el teléfono y regreso a mi café frío. Ahora tengo que volver a
empezar. Retiro el émbolo y arrojo la bazofia tibia en el fregadero. Sé que, en
el fondo, Daniel quiere lo mejor para mí, y no solo porque le pago por ello.
Pero hay partes de mi historia que ni siquiera él conoce, partes que he
guardado para siempre. Y, después de tantos años, ¿qué importa? La gente
como yo, como los Roussel, somos una especie en extinción; nuestros talentos
tienen poco valor para un mundo que ya no cree en la magie.
Durante generaciones, mi familia ha sido parte de una especie de conte de
fée, un cuento de hadas. Aunque, tal vez, «cuento de hadas» no sea el término
adecuado. Los cuentos de hadas tienen finales felices. Las fábulas, por otro
lado, son cuentos con moraleja, lecciones que pretenden enseñarnos sobre la
vida y sus consecuencias. Y, a lo largo de los años, las Roussel han aprendido
mucho sobre las consecuencias.
Nos pueden dar muchos nombres. Gitanas, brujas, brujas blancas,
chamanes. En Inglaterra nos llaman «curanderas», aunque siempre he odiado
esa palabra. Tal vez porque conjura pensamientos de embusteros
aprovechados esperando para arrebatar a los transeúntes confiados las pocas
monedas que llevan en el bolsillo; evoca a charlatanes con su falsa magia y
teatralidad barata, haciendo una fortuna y repartiendo clichés. Nosotras no
somos eso. Para nosotras, la Obra es sagrada, una vocación.
En Francia, el lugar de donde vengo, somos les tisseuses de sort, las
tejedoras de hechizos, lo que, al menos, se acerca más a la verdad. Poseemos
ciertas habilidades, talentos con cosas como sortilegios y hierbas, cartas y
piedras, o, en nuestro caso, aguja e hilo. Ya no quedamos muchas, o, al

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menos, no muchas que dependan del «oficio» para ganarse la vida. Pero
todavía hay unas cuantas, si uno sabe dónde buscar. Y, durante un tiempo, yo
fui una de ellas, como mi madre y su madre antes que ella, viviendo en las
estrechas y retorcidas callejuelas que en París se conocen discretamente como
el barrio de los artesanos.
Somos las Roussel, una familia de modistas —diseñadoras de vestidos de
novia, para ser precisos— pero con una especialidad particular. La novia que
lleva un vestido de Roussel el día de su boda tiene asegurada la felicidad.
Somos las elegidas, o eso cuenta la historia. Las siervas de La Mère Divine: la
Divina Madre. Y, como todas las siervas, estamos destinadas a contentarnos
con nuestra suerte solitaria, a sacrificar nuestra felicidad al servicio de la de
los demás. Al igual que las santas hermanas católicas, las blancas y negras,
como las llamaba tante Lilou, se nos enseña desde la más tierna infancia que
los finales felices son para los demás.
Un don, decía Maman, aunque, mirando atrás, no estoy convencida de que
el precio valiese la pena. Porque sí, había un precio. Con la magie, siempre
hay algo que dar a cambio. Y las Roussel han aprendido demasiado bien el
precio de la desobediencia.
Un maléfice, una maldición que se transmite de generación en generación,
porque una de nosotras, una Roussel estúpida cuyo nombre hace tiempo que
ha caído en el olvido, utilizó una vez la magie para robarle el marido a otra
mujer, rompiendo el primer principio de nuestro credo: no hacer daño.
Un mito, probablemente, aunque sospecho que, como todos, tiene un poso
de verdad. Y algo que se repite lo suficiente adquiere una verdad propia, igual
que el goteo incesante del agua se abre paso a través de la piedra. Y así, la
maldición nos ha sido inculcada, a mi madre y a su madre, y a la suya antes,
advirtiéndonos del desgraciado destino de quienes se han desviado de su
vocación. Nuestros corazones deben permanecer bien cerrados, a prueba de
tentaciones que puedan hacernos olvidar nuestro verdadero propósito:
garantizar la felicidad ajena. Así reza el catecismo de las Roussel. Pero el
corazón, a menudo, exige su propio camino, y las Roussel han sido presas
tanto del amor como de sus consecuencias.
Superstición, dirán algunos. Pero yo misma he visto las pruebas, o, como
mínimo, he oído hablar de ellas. A Giselle, mi abuela, la abandonó su marido,
un artista fracasado, tras dar a luz a su segunda hija. Tante Lilou quedó viuda
cuando su apuesto marido británico estrelló el coche en una cuneta el día que
volvían de su luna de miel en Grecia. A Maman la abandonó su misterioso y

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joven amante cuando se quedó embarazada. Y luego estoy yo, por supuesto.
Pero esa es una historia para otra ocasión.
Por ahora, volvamos a la Obra. Maman la consideraba sagrada, una
vocación esculpida en nuestros corazones desde mucho antes de que
naciéramos. En eso también nos parecemos a las hermanas católicas,
supongo, aunque no hacemos votos formales. Nuestro nombre es nuestro
voto. Nuestra sangre es nuestro voto. Nuestro trabajo, los hechizos bordados
con esmero en la costura de un vestido de seda blanca, son nuestro voto. Y
nos pagan bien por nuestro trabajo.
En París, donde la moda y los nombres importantes van de la mano,
éramos unas don nadie. El apellido Roussel no se oía en los salones en boga,
donde el bon ton bebía champán y comía tarte tropézienne. Tales distinciones
estaban reservadas para gente como Chanel, Lanvin y Patou. Pero en los
rincones más discretos de la ciudad, donde se pagaba a las mujeres con ciertas
habilidades por guardar los secretos de otras mujeres, Maman, cuyo nombre
era Esmée Roussel, hija de Giselle Roussel, era conocida como la sorcière de
la robe.
«La hechicera de los vestidos».
El apodo pasó a ella cuando murió mi abuela y sería mío cuando Maman
dejase finalmente la aguja. Pero no era un apodo que quisiera para mí. Había
heredado el don de mi madre para la costura y superaba con creces sus
habilidades en el diseño, pero nunca pude igualarla en lo referente a los
hechizos. No tenía paciencia para esas cosas porque mis pensamientos, mis
sueños, estaban en otra parte.
Maman hizo todo lo posible por quitármelos de la cabeza. Era una maestra
dura, rápida para regañar y lenta en el elogio. Para ella, yo era egoísta e
ingrata, un ser salvaje que acabaría haciéndome daño si no dejaba de soñar y
me entregaba a mi vocación. Une rêveuse, me ladraba cuando mi mente
divagaba y la distracción aparecía en mis manos. «Soñadora». Me lo merecía,
por supuesto. Era una soñadora, tan idealista y fantasiosa como cualquier
niña.
Y como cualquier otra niña, guardaba mis sueños en un cuaderno. No el
que utilizaba para anotar las enseñanzas de Maman, sino un cuaderno muy
distinto. Uno con páginas blancas vacías que esperaban a que las llenase con
mis propios diseños. Páginas y páginas de ropa que un día crearía y a la que
pondría mi nombre. Vestidos y trajes, e impresionantes atuendos de noche en
todos los colores del arcoíris. Ocre, azul y berenjena.

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Esos eran los colores de mis sueños de infancia. Por desgracia, las
mujeres rara vez tenemos la vida que quisiéramos. En lugar de ello, los que
dicen saber más eligen nuestra suerte y, antes de que nos demos cuenta, nos
han convertido en alguien que no reconocemos, modelado a imagen y
semejanza de otra persona. Para las Roussel, esto es particularmente cierto.
Durante setenta años tuvimos una tiendecita en la calle Legendre con un
pequeño apartamento arriba, donde vivíamos. Era una tienda modesta,
pequeña pero elegante, con ventanas enrejadas y una puerta púrpura para
distinguirla de sus vecinas. El morado es el color de las nuestras, el color de la
magie. Podríamos habernos permitido montar un espectáculo mejor, un
letrero elegante o toldos de lona, pero nuestras clientas valoraban la
discreción casi tanto como el don de la aguja de Maman. ¿Y quién podría
culparlas? Ninguna mujer, y menos una francesa, quiere que se sepa que
necesita ayuda con les choses du coeur. Pero muchas la necesitaban. Aun así,
rechazábamos a algunas si considerábamos que no hacían buena pareja con el
novio elegido y, por lo tanto, no eran adecuadas para un enlace.
Una no entraba en la tienda sin más y le encargaba un vestido a Maman.
Para ser una novia Roussel, se necesitaban tres cosas: la recomendación de
una clienta anterior, un voto de discreción y honestidad absoluta. Y, aun así,
no había garantía de que la futura novia fuese digna. Había un proceso,
pruebas que debía pasar, preguntas que había que responder y, por supuesto,
las «lecturas», que tenían lugar en la pequeña sala de estar de Maman, en la
trastienda.
La posible clienta llegaría a la hora acordada. Sola, nunca con su madre.
Siempre la esperaba una bandeja con un tentempié: un plato de galletas y
chocolate negro dulce servido en finas tazas de porcelana. La novia se
acomodaba en su silla con su refrigerio, Maman desplegaba su encantadora
sonrisa por encima del borde de la taza, y comenzaban las preguntas.
«¿Cuánto hace que conoce al joven? ¿Cómo se conocieron? ¿Su madre la
aprueba? ¿La suya lo aprueba a él? ¿Han hablado de tener hijos? ¿Han tenido
relaciones íntimas? ¿La satisface físicamente? ¿Le ha sido infiel alguna vez?
¿Y usted a él?».
De vez en cuando, trataban de mentir, pero no les servía de nada. Maman
podía oler una mentira antes de que saliera de la boca de alguien. Y el precio
de una mentira era ser rechazada.
Después de las preguntas, pasaba a la verdadera prueba. A las mujeres se
les pedía que trajeran un artículo personal a la entrevista y también uno de sus
prometidos: un cepillo, o un anillo; algo que cada uno usara y tocase todos los

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días. Maman sostenía los objetos en las manos, de uno en uno, dejando que
los ojos se le relajaran y que su respiración se volviera profunda, hasta que
comenzaban a llegar las imágenes. Ecos, las llamaba. De lo que ha sido y de
lo que vendría.
Te sonará extraño, como una fantasía. Más extraño todavía era verlo a
través del ojo de la cerradura cuando era una niña y espiaba cosas que aún no
entendía. Un día, Maman me lo explicó: cada alma crea un eco, como una
huella dactilar o una firma que se impregna en las cosas que nos rodean.
Quiénes somos, a dónde pertenecemos, lo que estamos destinados a aportar al
mundo. No hay dos ecos iguales, son nuestros y solo nuestros. Pero están
incompletos, porque son la mitad de un todo perfecto. Como un espejo sin
reflejo. Y por eso cada eco busca constantemente su otra mitad, para
completarse. Eso es lo que buscamos en una lectura, una señal de que los ecos
de los amantes son compatibles.
Se rechazaba a casi dos tercios de las novias que buscaban la ayuda de
Maman, y ninguna cantidad de dinero podría hacerla cambiar de opinión.
Después de todo, eran cuestiones cruciales. Era su reputación la que estaba en
juego, y debía cuidarla. Un fracaso podría arruinarla, arruinar a todas las
Roussel.
Tenía doce años cuando empezó a instruirme en serio, un año antes de lo
que su madre empezó con ella. Cuando le pregunté por qué, me dijo que no
había tiempo que perder, que tendría que estar preparada cuando llegase el
momento. Entonces no lo entendí. No lo entendería durante varios años. Pero
hice lo que me decía, y así comenzaron mis lecciones en las rodillas de la
hechicera de los vestidos.
Mi formación constaba de tres partes. La primera era la adivinación, que,
según Maman, era en lo que cualquier sorcière que se precie debía centrarse
primero. Se conoce con otros nombres: sortilegio, vaticinio, invocación.
Llamarla de una forma u otra no supone ninguna diferencia. La magia es una
cosa flexible, poderosa, pero moldeable, adaptable a muchas formas y usos.
Olfato, sonido, vista, tacto. Incluso el gusto puede utilizarse si el practicante
está lo bastante instruido. Para las Roussel, se trata del tacto y la capacidad de
canalizar la historia de una persona, sus ecos, a través de las yemas de los
dedos.
En lo referente a hechizos y a la felicidad, no existe una talla única. La
buena magia, la efectiva, consiste en conocer la historia de tu cliente, quién
es, cómo vive su vida y qué lo mueve. Para que sea efectiva, hay que
encontrar la verdad.

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Trabajábamos todos los días, después de cerrar la tienda, con objetos que
Maman encontraba o compraba baratos en un puesto de segunda mano. Me
enseñó a hacer silencio en mi interior, a suavizar la mirada y a respirar
despacio, muy muy despacio, hasta que todo se desvanecía y las imágenes
afloraban a la superficie. Amores, pérdidas, bebés, bodas, accidentes y
enfermedades pasaban frente a mis ojos como las páginas de un álbum de
recortes. Después, Maman me hacía preguntas para ver si mis lecturas
coincidían con las suyas.
Al principio se me daba fatal; me sentía abrumada por el tipo de cosas que
surgían. Era joven y me resultaba incómodo conocer los detalles íntimos de la
vida de un desconocido, como si hubiera estado espiando a través de sus
persianas o leyendo sus diarios. Maman tan solo ponía los ojos en blanco.
«Los ecos no mienten», me recordaba, «son los recuerdos de una persona,
despojados de fantasía y autoengaño, la verdad cruda y sin ambages, y esas
verdades son la base de todo lo demás».
Con «todo lo demás» se refería a la creación de hechizos.
Había que crear un hechizo para cada novia Roussel. Las palabras se
elegían cuidadosamente y se les daba forma en una especie de verso destinado
a disolver impedimentos específicos y asegurar un feliz resultado. La escritura
de un hechizo de enlace se considera una labor sagrada y debe realizarse con
reverencia. Nunca con prisas ni con intención de doblegar la voluntad del
otro. Ambos amantes deben acudir de buen grado a la unión y deben tener fe
plena en el poder vinculante del hechizo. La fe es la piedra angular de toda la
magia. Sin ella, incluso el hechizo más poderoso resulta inútil.
Una vez completado el hechizo, se borda en el vestido, incorporado
discretamente en la costura más cercana al corazón de la novia. Las palabras
deben estar forjadas en hilo de seda blanco, con las puntadas casi invisibles a
simple vista, para protegerlo de la copia y la apropiación indebida. Los
hechizos de enlace requieren una magia poderosa, y en manos que tengan
poco cuidado pueden causar un daño que es difícil, si no imposible, de
revertir. Pero en manos expertas, un hechizo minuciosamente confeccionado
asegura tanto la protección como la felicidad. El día de la boda, cuando los
amantes intercambian sus votos, se dice que su unión está envoûtée, es decir,
encantada.
Esta parte del entrenamiento me resultaba difícil. Me impacientaba, lo que
me hacía torpe, quizá porque el trabajo me resultaba soporífero. Ansiaba
hacer vestidos, bellos y brillantes como los que aparecían en La Joie des

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Modes. Pero Maman se negaba a dejarme hacer nada más que un dobladillo o
trazar un patrón hasta que no dominara la creación de hechizos.
La consideraba terriblemente injusta. A los quince años, ya era tan buena
con la aguja como ella, quizá mejor, y tenía un cuaderno de bocetos lleno de
ideas que ansiaba hacer realidad. Voluminosas faldas de princesa, cinturas
ceñidas, corpiños con incrustaciones de pedrería y amplios lazos de raso con
fajas tan largas que rozaban el suelo. Eran vestidos pensados para celebrar la
forma femenina, que dejaban entrever los hombros, la espalda y los pechos.
Maman los detestaba todos; decía que eran fantasiosos y vulgares, aptos
solo para la escena. Su opinión me dolía más de lo que dejaba ver, pero un
día, después de otra dura crítica, le informé de que sus confecciones sin forma
eran très demodées: monótonas y anticuadas. «Ninguna mujer», dije con
hosquedad, «ni siquiera las que necesitan nuestra ayuda, quiere ir al altar con
un vestido que parece haber sido tejido con el mejor mantel de su madre, y
menos a los precios a los que los vendemos».
Respondió como yo sabía que lo haría, señalando que nuestras clientas no
pagaban por la moda, sino por la tranquilidad. Sin embargo, desprecié la idea
de que una novia Roussel tuviera que elegir entre la moda y la magie. No veía
ninguna razón por la que no pudieran tener ambas. Si me dejase confeccionar
algunos de mis vestidos y exponerlos en la tienda, vería que tenía razón. Pero
Maman no daba su brazo a torcer, así que empecé a coser en secreto,
trabajando todas las noches después de que se apagara su luz, soñando con el
día en que las mujeres llegasen al altar con vestidos que llevaran mi nombre
en la etiqueta.
Ahora, años más tarde y a un océano de distancia de donde empecé, los
recuerdos todavía duelen, pero fue el trabajo lo que me ayudó a
recomponerme después de París y todo lo que vino más tarde. Daniel tiene
razón: a pesar de todo, conseguí hacerme un nombre y continuar con el
legado de las Roussel de una forma que creía que hubiera hecho sentir
orgullosa a Maman. Con mi tienda, encontré mi sitio y me encontré a mí
misma. Venderla, por mucho tiempo que lleve vacía, sería como desprenderse
de todo aquello, de mí misma, y no sé si estoy preparada para ello.

Página 42
Cinco

Soline
Siempre debe haber libre albedrío. No nos corresponde a nosotras imponer nuestras creencias a los
demás ni tratar de inclinarlos a las prácticas de nuestra fe. No buscamos a los que necesitan nuestra
ayuda, sino que son ellos quienes deben buscarnos y solicitarla.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

31 de mayo de 1985, Boston

Esta vez, Daniel espera hasta después del desayuno para llamar. Me planteo
dejar que el teléfono suene, pero sé que es inútil. Solo conseguiré que
aparezca en mi puerta con una caja de mis trufas favoritas. Después de tantos
años, conoce mis puntos débiles. Me tomo mi tiempo para rellenar la taza de
café mientras el teléfono sigue sonando. Siete veces. Ocho. Nueve. Todavía
no sé qué voy a decir. No me he permitido pensar en ello desde su primera
llamada. Pero ahora tengo que pensarlo, porque él sabe que estoy aquí —
¿dónde iba a estar, si no?— y no se da por vencido.
—Empiezas a ser una molestia —le gruño cuando al fin cojo el teléfono.
—¿Y si no hubiera sido yo? —Su voz es risueña y tiene un deje de
fastidio por haberlo hecho esperar.
—¿Quién más iba a llamarme?
—Cierto. ¿Has pensado en lo que querrías hacer?
Bebo un trago de mi café y hago una mueca cuando baja, caliente y fuerte.
Lo que quiero es hacer retroceder el reloj, regresar a la época en que aún tenía
sueños, antes de que se me helase el corazón.
—No —digo inexpresiva—. No he tenido tiempo.
—Dispongo de algo más de información que la última vez que hablamos.
El agente volvió a llamar ayer. Su cliente está buscando un lugar para abrir
una galería. Están seguros de que prefieren alquilar que comprar, lo que

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significa que realmente no estarías desprendiéndote del lugar. Solo estarías…
compartiéndolo. Por una buena causa.
Dejo escapar un suspiro.
—Hay edificios por toda la ciudad. ¿Por qué ese tipo quiere justo el mío?
—En realidad, es una mujer, aunque el agente no me ha querido decir
todavía su nombre. Me ha contado que la galería expondría a artistas
emergentes. Incluso tiene un nombre. Quiere llamarla Desconocidos.
Le di vueltas al nombre en la cabeza. Inteligente. Intrigante. Por supuesto
que es una mujer.
—Deberías haberle dicho que no estaba disponible la primera vez que
llamó —le espeto, molesta por que la vida parezca decidida a arrojarme de
nuevo al pasado cuando lo único que quiero es que me dejen en paz.
—No soy tu perro guardián —dice Daniel en el tono que reserva para
cuando estoy siendo exasperante—. Soy tu abogado. Mi trabajo es aconsejarte
cuando aparece una oportunidad seria. Y esta lo es. Saben lo del incendio, que
las reparaciones quedaron a medias. Gleason dice que a la mujer no le
importa. Al parecer, llevan casi un año buscando un sitio, pero ninguno de los
que le ha enseñado estaba a la altura. Con el tiempo, le dio carpetazo a la idea.
Entonces vio la casa adosada y supo que era esa; esas son sus palabras
exactas. Dijo que era como si el edificio hubiese estado esperándola.
«Esperándola…».
Las palabras parecen vibrar en mi pecho, como un diapasón cuando se lo
golpea.
—¿Piensa que el edificio, mi edificio, ha estado esperándola?
—Eso es lo que ha dicho. Quién sabe con estos artistuchos.
—Yo soy una artistucha —le recuerdo con sequedad.
—Desde luego. Así que tal vez esta aspirante a galerista y tú seáis
espíritus afines. ¿Quieres que concierte una reunión?
—Yo no he dicho eso.
—Lo sé, pero quizá tenga razón. Quizá el edificio haya estado
esperándola. Y quizá tú también. Solo están hablando de alquilar. Y sabrías
que se está utilizando para algo importante. Para el arte.
—Déjate de zalamerías, Daniel. No soy una niña.
Permanece callado, lo que habla muy bien de él. Lo cierto es que a veces
puedo ser bastante infantil. Huraña e inflexible. Y sí, difícil. Supongo que es
el resultado de una vida que me ha negado todos mis deseos. Pero ahora son
los deseos de otra persona. Alguien con un sueño, que cree en el arte y en los
artistas. ¿Realmente quiero aguarle la fiesta?

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—¿Soline? —me pincha Daniel al fin.
—Organiza una reunión.
Por un instante, se hace un silencio lleno de asombro.
—¿Para qué día?
—Elige tú el día. Yo no iré.
—¿No quieres conocer a esta misteriosa mujer?
—No. —La respuesta llega tan rápido que incluso me sorprende. Los
negocios nunca me han interesado. Por eso tengo un abogado. Daniel puede
supervisar las negociaciones, cerrar el trato si se llega a un acuerdo y mandar
luego los documentos necesarios por mensajería. Eso puedo soportarlo,
siempre y cuando no tenga que aguantarlo todo sentada con una sonrisa en la
cara y fingir que no recuerdo cómo mi vida se deshizo punto a punto. Porque
lo recuerdo.
Recuerdo el día que me enteré de que vendrían los nazis. Recuerdo dónde
estaba y qué llevaba puesto. Recuerdo lo que llevaba puesto Maman y lo que
dijo. Y recuerdo no querer creer nada de aquello. Era imposible. Pero Maman
sabía lo que se avecinaba y discretamente había comenzado a acumular lo que
necesitaríamos, lo que yo necesitaría, y, el día de mi decimosexto
cumpleaños, decidió que era el momento de prepararme para lo que venía.

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Seis

Soline
Un crucifijo colgado del cuello y un charme magique en el bolsillo mantendrán alejados a los
cazadores de brujas, pero no sirven de nada contra los nazis.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

17 de septiembre de 1939, París

Es casi la hora de cerrar y estoy ordenando el taller, quejándome de los


rollos de tela que comienzan a acumularse en las esquinas, cuando la máquina
de coser de Maman enmudece.
—Llegará un momento —dice con solemnidad— en que necesitaremos
más que harina y azúcar para sobrevivir.
Mi madre nunca ha sido propensa al dramatismo. Es una mujer que vive
su vida en el frío y cuidadoso punto medio, sin tiempo para teatros, así que
esa predicción funesta, salida de la nada, me coge por sorpresa.
La miro parpadeando.
—¿Quién ha dicho nada de harina?
Extiende la mano y apaga la radio, después recoge las manos sobre el
regazo.
—Es hora de que te diga algunas cosas, Soline, y quiero que escuches.
Solo con esto ya me pongo en guardia. Maman no es muy habladora, a
menos que sea para señalar un dobladillo desigual o un patrón mal cortado.
Pero la guerra lo cambia todo. Mi vientre se tensa cuando me encuentro con
sus ojos, oscuros como los míos, con una franja de pestañas negras que, súbita
e inexplicablemente, se han llenado de lágrimas.
Señala la silla vacía junto a su mesa de trabajo.
—Siéntate a mi lado y escucha.
Sus lágrimas, tan poco habituales, me aterrorizan.
—¿Qué pasa?

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—Se avecinan cambios —empieza—. Tiempos oscuros que nos pondrán a
prueba. Incluso ahora, los vientos soplan. —Está toqueteando el crucifijo de
oro que ha comenzado a llevar cada día, un hábito nuevo, como el rosario de
cuentas granate que guarda en el bolsillo del delantal y que se pasa
distraídamente por las manos cuando las tiene libres.
Sí, Maman lleva un rosario. Y un crucifijo. No es extraño entre los
nuestros practicar una mezcla de catolicismo y magie des esprits. No va a
misa ni se confiesa, pero acude a la iglesia de vez en cuando para encender
una vela, como una especie de protección contra la malchance.
Tal vez tenga que ver con los primeros tiempos de la Iglesia, cuando
nuestras fiestas se incorporaron al calendario cristiano en un esfuerzo por
atraer a mujeres como nosotras a la única y verdadera fe. O un vestigio de
tiempos más oscuros, en los que no ser católico podía suponer que te atasen a
una estaca y prendieran fuego. Sea cual sea la razón, en Francia muchos de
los que tienen el don siguen estando a caballo entre los santos y los espíritus.
Sobre todo las mujeres.
El sexo femenino siempre ha sido problemático para los que están en el
poder, porque vemos cosas, sabemos cosas. Y ahora Maman sabe algo. Así
que me siento en silencio y espero.
—Los alemanes otra vez —dice con brusquedad, retomando el hilo de la
conversación—. Liderados por un fou, un loco con una sombra que abruma su
alma. Se apoderará de todo. Y de lo que no pueda apoderarse, lo destruirá. —
Hace una pausa y pone su mano en mi brazo—. Tienes que estar preparada,
So-So.
Casi nunca me toca. Y nunca me llama So-So. Era uno de los motes
cariñosos que me puso tante Lilou y siempre había puesto de los nervios a
mamá. Esta muestra repentina de afecto hace que me recorra un escalofrío.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he vivido antes. Y no hace mucho. Ahora está viniendo otra vez. —
Cierra los ojos con fuerza como si tratara de librarse de las imágenes—. Esta
guerra no será poca cosa. Una barbarie que el mundo no ha conocido, y que
por tanto no verá venir. —Levanta la cabeza con la mirada fija en mi rostro
—. Tendrás que ser fuerte, ma fille. Y tener cuidado.
De pronto palidece, sus ojos negros se vuelven duros como cuentas
cuando me obliga a mirarlos. ¿Cómo no había visto la nueva angulosidad en
su rostro? ¿Sus labios, que antes eran carnosos, ahora delgados? Está
asustada, y nunca la había visto así.

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Hay algo que no dice, algo que la asusta más que la guerra en el horizonte.
De pronto, yo también siento miedo.
—¿Cuándo, Maman?
—Un año, tal vez más. Pero he estado haciendo preparativos, haciendo
acopio de provisiones para lo que se avecina. Cada vez será más difícil
conseguir cosas. Comida, ropa e incluso zapatos. El dinero no importará
porque no habrá nada que comprar y nadie a quien comprárselo. Por eso el
taller está lleno. Y la despensa de abajo. Para que tengas lo que necesites
cuando llegue el momento. Cosas con las que puedes hacer un trueque. —Sus
manos bajan de nuevo hasta el crucifijo—. Tengo miedo por ti.
Las palabras flotan en el aire entre nosotras, pesadas y solitarias.
—¿Solo por mí?
Sus ojos permanecen firmes; es la primera vez que recuerdo percibir sus
emociones desnudas. Miedo, dolor y una disculpa callada. De repente,
comprendo lo que no dice y lo que yo misma no me había permitido ver hasta
ahora. Las mejillas hundidas y los ojos ensombrecidos, la tos que a veces oigo
por la noche. Maman está enferma y pronto se marchará.

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Siete

Soline
Desde hace más de doscientos años, ha existido una hechicera de los vestidos, guardiana de nuestro
secreto y maestra de nuestro oficio. Nuestro don, aunque se enseña, es en sus raíces hereditario, el
título pasa de generación en generación. Cuando la madre deja la aguja, la hija la retoma. Y así sigue
la Obra.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

17 de enero de 1940, París

Al menos por ahora, no parece ocurrir nada. En las aceras, las mesas de los
cafés siguen llenas; los cafés están rebosantes de artistas y filósofos que
sorben interminables tazas de café solo, royendo la vida como un hueso. Los
chefs aún cocinan y el vino continúa fluyendo, los cines atraen a su público
como de costumbre y la moda sigue siendo el principal pasatiempo de las
mujeres parisinas. Y, lo que es más importante, al menos para las Roussel, los
jóvenes amantes siguen casándose.
Maman dice que tiene que ver con las tropas de Hitler que barren Europa
como una plaga de langostas. Imaginar a esos soldados en nuestras calles
pone nervioso a todo el mundo, y las novias están desesperadas por llegar al
altar antes de que ocurra lo peor.
Ahora, todos los días nos despertamos con noticias de nuevas atrocidades.
Una mujer que había huido de Berlín con sus padres, ya mayores, le contó a
Maman la noche en que vio cómo detenían a decenas de judíos de su barrio
para llevarlos a los campos, sus sinagogas quemadas, sus negocios destruidos,
las calles donde vivían y trabajaban llenas de fragmentos de vidrios rotos. La
llamaron la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos. Ciertamente,
habíamos oído hablar de ello en la radio, pero no como ella lo contaba.
Y esta mañana hay noticias de madres que suben a sus hijos en trenes y
los entregan a extraños para salvarlos de lo que se avecina. Maman ha estado

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sollozando durante horas. Su estado de salud empeora rápidamente, está tan
delgada que los huesos de la cara se le empiezan a marcar a través de la piel,
y su tos empeora cada día. Se niega a que la vea un médico, asegurando con
inquietante tranquilidad que eso no cambiará nada. Ya no fingimos. Se está
muriendo y lo único que puedo hacer es mirar.
—¿Falta mucho? —pregunto cuando apaga la radio y se acomoda de
nuevo sobre las almohadas—. Para que lleguen a París, quiero decir.
Maman vuelve la cabeza y tose sobre un pañuelo, un repiqueteo roto que
la deja pálida y sin aliento.
—Cada día están más cerca. No pararán hasta que lo tengan todo.
Su respuesta no me sorprende. Es lo que dicen también en Radio Londres.
—Ya se han hecho con media Europa. ¿Para qué necesitan París?
—Quieren «purgar» toda Europa, para «purificarla». Muchos morirán. Y
los que no, lo perderán todo.
Asiento, porque ya no hay duda de que tiene razón. Cada día trae nuevos
horrores. Asaltos y redadas. Trenes que atraviesan Europa cargados de
prisioneros con destino a los campos. Comunistas. Judíos. Romaníes.
—Entonces, ¿nadie estará a salvo?
—Aquellos dispuestos a hacer la vista gorda y seguirles el juego, pero
solo ellos. Algunos incluso se aprovecharán. Para los otros, vendrán con sus
guadañas y liquidarán a cualquiera que se interponga en su camino. Y yo no
estaré aquí. No habrá nadie para protegerte.
Quiero decirle que se equivoca, que se recuperará y que todo irá bien,
pero las dos sabemos que no es así. Así que no digo nada.
—He recibido una carta de Lilou —dice de repente.
La noticia me deja muda. Maman nunca perdonó a su hermana por
enamorarse de un inglés y huir para casarse. Era rico y elegante, con un piso
en Londres y una casa en el campo, donde tenía caballos y ovejas. Todo
aquello me parecía terriblemente romántico. Maman pensaba de forma muy
diferente y no mostró mucha emoción cuando llegó una carta en la que se nos
comunicaba la muerte del marido de Lilou. Rompió la carta en pedazos y la
arrojó al fuego, murmurando que todo había sido inevitable y que se lo tenía
merecido por habernos abandonado. Ahora, más de una década después,
parece que ha llegado otra carta.
—No sabía que Lilou y tú os estuvierais escribiendo.
—La guerra cambia las cosas —contesta Maman fríamente—. Y había…
cosas que era necesario decir.
—¿Le has contado que estás enferma?

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—Dice que deberías ir.
La miro fijamente.
—¿A Londres?
—Aún es posible. Pero no queda mucho tiempo. —Me sorprende al
cogerme de la mano, con los nudillos blancos cuando sus dedos se cierran
sobre los míos—. Quiero que vayas, Soline. Quiero que estés a salvo. Y en
París no lo estarás. Ni tú ni nadie. Tienes que marcharte. Mañana.
—¿Sin ti?
Sus ojos se cierran.
—Oui, ma fille. Sin mí.
—Pero ¿cómo…?
Sacude la cabeza, interrumpiéndome.
—No puedes quedarte, Soline. Fui una estúpida al creer que una despensa
llena de café y azúcar te mantendría a salvo. No lo hará. Nada podrá
mantenerte a salvo si deciden venir a por ti.
El pánico en sus ojos es tan nítido que siento cómo se me erizan los pelos
de la nuca. Entorno la mirada, convencida de que sabe algo que yo no sé.
—¿Qué motivo tendrían para venir a por mí, Maman?
Sus ojos relucen, en una mezcla de fiebre y miedo.
—¿No lo ves? ¡No necesitan ningún motivo! Pero lo encontrarán. La
gente siempre da con una forma de justificar su odio, y proporcionan a otros
la excusa para obedecer. Ponen palabras en la boca de la gente, como si
fueran virus, y luego ven cómo se propagan. La gente aquí, en París, la gente
que conocemos, se infectará. Y cuando la fiebre se extienda, señalarán con el
dedo a quien crean que puede salvarlos. Por favor, te lo ruego: ve con Lilou.
—¿Cómo puedo marcharme? —Las palabras salen más bruscas de lo que
pretendo, pero me está pidiendo lo imposible. Nunca hemos estado muy
unidas, no como lo están las madres y las hijas, pero es mi madre. No puedo
abandonarla sin más—. Estás tan débil que no puedes bajar las escaleras, y
apenas puedes alimentarte sola. Si me voy, no quedará nadie que te cuide.
—Debes hacerlo, Soline. Debes marcharte. Ahora.
—¿Qué pasa con la Obra? Alguien tiene que estar aquí para realizar la
Obra.
Maman suspira, claramente cansada de discutir.
—No habrá trabajo, Soline. No habrá novias porque no habrá novios. Los
hombres se irán. Todos.
Siento que se me escapa el aire de los pulmones. He oído historias sobre
la última guerra, la escasez de hombres casaderos de después, porque se

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fueron a luchar y nunca volvieron a casa. Nunca imaginé que ocurría de
nuevo. Pero, por supuesto, tiene razón. Las recomendaciones ya han
disminuido muchísimo, y no harán más que empeorar. ¿Y luego qué? Aun así,
no puedo hacer lo que me pide.
—No te dejaré aquí sola.
—¡Niña estúpida! —Sus ojos relucen cuando me coge de la muñeca—.
¿Crees que importará que estés aquí cuando llegue mi hora? ¿Que de alguna
manera puedes detener lo que me está ocurriendo? No puedes. Para esto no
hay magia. Ni para lo que se avecina. Aquí no queda nada para ti.
Me alejo de ella, herida por su rigor. La nuestra siempre ha sido una
relación incómoda, llena de treguas frías y silencios espinosos, su
desaprobación siempre algo presente, como una corriente entre nosotras,
porque le recuerdo los errores del pasado.
Hace mucho, mucho tiempo, tuve un padre, un hombre que consiguió
llevar a Esmée Roussel a su cama al menos una vez. No conozco su nombre.
Solo sé que era un músico que iba al conservatorio de París y que se marchó
sin casarse con ella. Maman nunca ha hablado de él, y Lilou siempre guardó
un extraño silencio sobre el tema, a pesar de mi curiosidad. Y así ha
permanecido como una sombra, un error de juicio innominado cuya
penitencia fue una niña.
Recuerdo que Lilou me dijo una vez que Maman había sido una de las
chicas más hermosas de París y que eso tenía que ver con la sangre romaní
que corría por nuestras venas. Decía que era lo que daba a las Roussel el
aspecto de gitanas (y lo que nos confería nuestra magia) y que Maman había
recibido una porción más que generosa de ambas cosas. Tal vez sea cierto.
Tal vez Maman fue hermosa alguna vez, pero la amargura la ha endurecido,
algo que juré que nunca me pasaría a mí. Y, sin embargo, a veces, cuando me
pongo frente al espejo, la veo, la yo en la que podría convertirme si no tengo
cuidado, tan fría, frágil y solitaria. Pero Lilou también está ahí a veces,
mirando hacia atrás, preguntándome qué haré de mi vida.
Lilou, que se cortó el pelo y se pintaba los labios y me llamaba ma pêche.
Que hizo caso a su corazón y se casó con su británico y dejó París muy en el
pasado. Era tan diferente de Maman como podía serlo, y yo la adoraba. No le
gustaban las reglas y no creía en los arrepentimientos, ni en el pecado, que
según ella era una treta para que las mujeres tuvieran que pedir perdón por sus
deseos. Cuánto anhelaba ser como ella de niña, mirar al mundo directamente
a los ojos y desafiar su opinión, seguir mis propios sueños y perseguir mis

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propios deseos. Y quizá lo haga algún día, pero no mientras Maman me
necesite.

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Ocho

Rory

16 de junio de 1985, Boston

Rory contuvo la respiración al entrar en el lóbrego interior de la casa


adosada. No tendría electricidad hasta el día siguiente, pero desde las seis de
la tarde del día anterior el lugar era suyo, con el alquiler pagado y todas las de
la ley.
No podía quedarse mucho tiempo. Tenía que ir a casa de su madre a las
once para el brunch. Pero el juego de llaves recién cortado que Daniel
Ballantine le había entregado el día anterior le quemaba en el bolsillo. Ahora
que había luz, estaba aquí para empaparse del ambiente y saborear el
momento.
Una tenue luz apagada se filtraba a través del mugriento escaparate,
creando una turbia atmósfera submarina. Rory entrecerró los ojos para
adaptarlos a la escasa iluminación mientras recorría la habitación principal.
En su estado presente, el espacio no podía considerarse glamuroso, aunque en
su día había albergado una de las tiendas de vestidos de novia más exclusivas
de Boston, propiedad de una modista parisina conocida por su exquisito gusto
y sus diseños vanguardistas.
Si hubiera tenido alguna duda, lo que no había ocurrido, la historia del
edificio habría bastado para que diera el salto, al imaginar que, en otra época,
la casa adosada había sido un lugar donde el tafetán, la organza y los satenes
color crema se habían utilizado para crear algo duradero y hermoso. Sentía
que era una señal, como si el destino le hubiese enviado una ola con su
nombre. Quizá por eso Soline Roussel no había vendido el edificio después
del incendio, porque estaba destinado a ella, a la galería.
Una vez tomada la decisión, las cosas habían avanzado con relativa
rapidez. Tras varias rondas de intentos de comunicación fallidos y una breve

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presentación, hizo una oferta que requirió otra ronda de intentos de
comunicación fallidos antes de que fuera aceptada. Había estado muy
nerviosa esperando a que se redactaran los documentos, con el temor de que
su misteriosa propietaria cambiase de opinión y se echara atrás. Por suerte,
todo había salido como estaba previsto, o casi. Esperaba conocer por fin a la
escurridiza señora Roussel en la firma del contrato, pero, como de costumbre,
su abogado había actuado en su nombre.
Después de cerrar el trato, le había pedido a Daniel el número de teléfono
de la señora Roussel o una dirección a la que pudiera enviar una nota de
agradecimiento, pero este había rechazado enseguida la idea alegando que su
clienta era una persona particularmente celosa de su intimidad y prefería
dejarle a él los asuntos de negocios. Todas las futuras consultas se harían a
través de su oficina.
Rory dudaba que fuera a necesitar futuras consultas. Estaba preparada
para empezar las reformas. Los daños causados por el fuego afectaron sobre
todo al apartamento del segundo piso, donde se había iniciado el incendio,
pero el humo y el agua también habían dejado sus huellas abajo. El tejado y
las buhardillas, junto con las ventanas de los pisos superiores, se habían
reemplazado poco después del incendio, pero, tras el vaciado inicial, se
habían abandonado las obras del interior, lo que había convertido el lugar en
poco más que un cascarón, despojado hasta el tuétano y lleno de telas,
herramientas abandonadas y cubos de pintura desbordados de basura.
El contratista al que había llamado para las reformas, un amigo de Brett,
calculaba que las obras del primer piso podrían estar terminadas en unos
noventa días. Después, necesitaría varias semanas para amueblar el local e
instalar las obras de arte. Si todo iba bien, podría ser factible inaugurar en
octubre. A más tardar, en noviembre.
Sintió un cosquilleo al imaginarse aquello acabado. Suelos negros
brillantes y una iluminación discreta, paredes de un gris suave revestidas de
arte bellamente enmarcado. Zócalos de laca negra. Vitrinas acrílicas. Bancos
bien dispuestos para la conversación y el descanso. Y más tarde, en el piso
superior, salas para lecturas, conferencias, quizá incluso un taller de vez en
cuando.
Observó la escalera, con sus escalones de mármol negro y sus herrajes art
déco. Como todo lo demás, necesitaría algunos arreglos, pero menos mal que
no la habían arrancado. Pasó la palma de la mano por el frío mármol negro, la
curva casi sensual de la barandilla de hierro, y se imaginó todo ello iluminado

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de forma espectacular desde arriba, reflejado en la sombra de la pared de
atrás, muy de cine negro.
Por un momento, pensó en subir a echar un vistazo rápido, pero no había
tiempo. No es que tuviera prisa por decirle a su madre que no volvería a clase
en otoño. Llevaba varias semanas esquivando el tema, decidida a mantener su
decisión en secreto hasta que firmara el contrato de alquiler. Pero había
llegado el momento de afrontar la situación.
Quizá volviera después del brunch para limpiar las ventanas y recoger la
basura antes de que los obreros llegasen mañana. Así tendría un objetivo que
cumplir. Se estaba dando la vuelta, con la mano todavía en la barandilla de la
escalera, cuando lo sintió, o creyó sentirlo. Una sutil vibración que le hacía
cosquillas en los dedos y le subía por el brazo, como si el zumbido de un
diapasón recorriera sus huesos. Más extraños incluso fueron los destellos
plateados que visualizó al cerrar los ojos, como un relámpago que imprimió
en el interior de sus párpados un extraño revoltijo de imágenes.
Apartó la mano de golpe y se frotó el brazo desnudo. ¿Una descarga? Pero
¿cómo? Hacía años que no había electricidad. En contra de su buen juicio,
volvió a tocar la barandilla con las yemas de los dedos, brevemente, como si
probase una plancha o el quemador de una estufa. Nada.
¿Se lo había imaginado? Estaba segura de que el contratista había
examinado los cables al revisar el edificio, y no recordaba que hubiera
encontrado ningún problema. De todos modos, le pediría que echase un
segundo vistazo. Lo último que necesitaba era un incendio provocado por un
problema eléctrico o, peor todavía, que alguien se electrocutara la noche de la
inauguración.
La noche de la inauguración.
El mero hecho de pensar en ello le hizo sentir mariposas en el estómago
mientras recogía el bolso y se dirigía a la puerta. Porque le hizo pensar en
Hux y la fe que tenía en su sueño. Había tenido su voz en la cabeza durante
toda la mañana, mientras se cepillaba los dientes, mientras movía el café para
incorporar la nata, mientras conducía. Y la oyó de nuevo mientras cerraba la
puerta tras de sí.
«Los sueños son como olas, nena. Tienes que esperar a que venga la
adecuada, la que tiene tu nombre. Y cuando llega, tienes que levantarte y
subirte a ella».

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Su madre ya estaba en la terraza cuando llegó. Alzó la vista de su ejemplar de
Town & Country cuando Rory se acercó, elevando unos milímetros sus
delineadas cejas.
—Aurora. Llegas casi puntual.
Rory la saludó asintiendo secamente.
—Buenos días a ti también.
—Solo quería decir que no he sacado la comida porque no te esperaba
todavía. Tengo una strata de espinacas y tomates calentándose en el horno. Y
esas magdalenas de calabacín pequeñitas que tanto te gustan. —Dejó la
revista y se levantó—. Ve abriendo el Veuve, yo traeré la comida.
Rory se dispuso a descorchar el champán. Esperaba que las novedades
sentasen mejor después de una copa. Se había pasado el camino repasando lo
que iba a decir y había llegado a la conclusión de que daba igual.
Sencillamente, no había una buena manera de dar la noticia.
Unos minutos más tarde, Camilla regresó con una jarra de zumo de
naranja.
—Creo que ya podemos sentarnos.
La culpa hizo que Rory se sobresaltara y casi tirase una de las copas de
champán. Camilla la miró con curiosidad.
—¿Estás bien? Pareces distraída.
—Estoy bien. Comamos.
Se hizo el silencio mientras se servían. Al fin, Camilla levantó su copa.
—¡Por las mañanas de domingo soleadas!
Rory alzó su copa obediente, haciendo el paripé. Sentía los ojos de su
madre clavados en ella, inquisitivos, evaluándola. Al fin, Camilla bajó el
cuchillo.
—¿Estás segura de que estás bien, Aurora? No pareces tú misma.
—Estoy bien. —Rory cogió la copa y bebió otro sorbo—. ¿Cómo va lo de
la gala navideña? ¿Alguna novedad?
Camilla la miró parpadeando, claramente sorprendida.
—Pues la verdad es que sí. He pensado que el tema podría ser El gran
Gatsby. Ya sabes, disfraces de los felices años veinte, una buena banda de
jazz. Muchas plumas y lentejuelas para decorar. Negro y dorado y crema.
Muy elegante, claro.
—Claro. ¿Irás de flapper?
La risa de Camilla resonó por la terraza, liviana y casi infantil.
—Por supuesto que no. Nadie quiere ver eso. Estaba pensando en un traje
a rayas y unas polainas, tal vez un sombrero de fieltro ancho. ¿Qué te parece?

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Yo podría ir de mafioso, y tú podrías ser mi chica. Muchos flecos y una boa.
Y labios de Cupido de un rojo brillante.
—Suena divertido. Pero, de todas formas, creo que te quedaría bien ir de
flapper. Las piernas para ello las tienes, eso sin duda.
Camilla puso los ojos en blanco.
—No seas ridícula. Ya hace mucho que no tengo edad para andar
enseñando las rodillas. —Hizo una pausa mientras se servía varios frutos
rojos—. ¿Y qué hay de ti? ¿Has conseguido organizar las clases para otoño?
Y allí estaba, el momento de la verdad. Rory cogió su copa y la apuró de
un trago.
—No exactamente.
—Pero cariño, me prometiste…
—No voy a volver a clase en otoño —escupió Rory. Adiós a iniciar la
conversación con tacto—. He decidido seguir adelante con mi plan de la
galería.
Camilla bajó la cuchara haciendo que varios frutos salieran rodando por el
mantel.
—¿La galería? Creía que…
—Lo sé. Yo también. Entonces vi un edificio, una vieja casa adosada en
la esquina de Newbury y Fairfield, y supe que era lo que debía hacer.
Camilla suspiró.
—Aurora, ya hemos hablado de esto. No tienes experiencia en los
negocios. Ni experiencia real en el mundo del arte todavía. Tienes que acabar
tus estudios antes de meterte en algo así, mejorar tus credenciales para tener
algo en lo que apoyarte.
—Si fracaso, quieres decir.
—Bueno, sí. Y no me mires de esa forma. ¿Tienes idea de cuántas
galerías cierran en su primer año?
—No, pero estoy segura de que estás a punto de decírmelo.
—No quiero que te conviertas en una estadística, Aurora. Y eso es lo que
pasará si sigues adelante con esto. —Sacudió la cabeza, como si no lo creyese
—. No dijiste nada del tema la última vez que viniste. ¿Y ahora, de repente,
piensas en dejar los estudios?
Rory irguió la cabeza.
—No necesito que me des permiso.
Era evidente que la había cogido por sorpresa, pero Camilla mantuvo la
voz tranquila.

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—No. Eres mayor de edad, y tienes tu propio dinero. Tu padre se aseguró
de que así fuera. Pero te estoy pidiendo que frenes un poco y hagas los
deberes y termines tu educación mientras lo haces. Un máster es un verdadero
logro, algo de lo que puedes sentirte orgullosa sea cual sea el camino que
elijas. Y París. Siempre has querido ir, y es el tipo de cosas que quedan bien
en un currículum. ¿Quién sabe qué te depara el futuro? Tal vez sea la galería.
O tal vez no. Lo único que digo es que esperes un poco.
Rory se humedeció los labios, una vez, dos.
—Anoche firmé el contrato de alquiler.
El rostro de Camilla perdió su expresión.
—Oh, Aurora. Dime que no es verdad.
—Lo siento. No quiero seguir estudiando. Ni ir a París. Quiero hacer esto,
perseguir mi sueño.
—Tu sueño. —Camilla sacudió la cabeza con desdén—. Hasta hace un
año nunca te había oído mencionar la palabra «galería». Y entonces sí, pero
solo porque Matthew te metió la idea en la cabeza. Cree que, como tu familia
tiene dinero, no importa si fracasas. No sabe nada del mundo del arte, pero te
ha llenado la cabeza con esa tontería: una galería para artistas que nadie
conoce. Ya la habías abandonado una vez. Ahora has vuelto a ella porque no
sabes qué hacer con tu vida.
—Eso no es cierto. Pero incluso si lo fuera, ¿qué importa? ¿Por qué no
puedo querer lo que quiero y ya está? ¿Por qué todo lo que hago tiene que
pasar algún tipo de examen contigo?
—Esto no va de mí, Aurora. Ni siquiera va de ti. Va de Matthew. Tratas
de demostrar algo a alguien que ni siquiera está aquí, porque estás triste y
asustada. No tienes la menor idea de qué hay que hacer para dirigir una
galería, o lo que pasa cuando te arriesgas y fracasas. Pero yo sí. No estás en
absoluto preparada para afrontar algo así, y, si frenases un minuto, lo verías.
Esas palabras le dolieron más de lo que Rory quería admitir. Todo había
ido con mucha rapidez y sin el debido cuidado. ¿Y si su madre tenía razón?
¿Y si se había tirado a la piscina por algo que Hux había dicho una vez
porque no soportaba la idea de no volver a verlo?
—No te lo has pensado bien, Aurora. Déjame que contacte con Steven
Mercer y que haga una o dos llamadas. Puede que pierdas algo de dinero, así
suele ser con las decisiones precipitadas, pero el hombre sabe cómo manejar
un contrato. No me importa lo que hayas firmado. Él te sacará de esta.
Rory se puso tensa, furiosa ante la afirmación de su madre.
—No quiero salir de esta.

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Camilla se inclinó hacia adelante, aferrándose al borde de la mesa con las
dos manos.
—¿Qué pasa si no puedes salir adelante? ¿Has pensado en ello? ¿O
pretendes seguir tirando el dinero hasta que te hayas gastado todo lo que
tienes?
Rory se hundió hacia atrás en la silla.
—Tu fe en mí es abrumadora.
El rostro de Camilla se suavizó.
—No tiene nada que ver con mi fe en ti. Es solo que no quiero que te
lleves un chasco, y temo que así será. Abrir una galería es algo muy grande. Y
más aún si no estás preparada. Estadísticamente…
—Sí, sí. Eso ya lo has dicho. Te prometo que si la cosa se va al garete me
mudaré y me cambiaré el nombre. No voy a avergonzarte. Y, quién sabe, tal
vez al fin haga que estés orgullosa de mí.
Por un momento, Camilla pareció realmente asustada.
—Siempre he estado orgullosa de ti, Aurora. Siempre.
Rory le sostuvo la mirada.
—¿De verdad?
—Por supuesto que sí.
—Entonces alégrate por mí. Después de todos estos meses horribles, al fin
está pasando algo bueno. Celébralo conmigo. Por favor.
Camilla asintió fríamente, con un gesto reticente de derrota. Cogió la
botella de Veuve y rellenó ambas copas, luego, después de añadir un chorrito
de zumo de naranja, levantó su mimosa.
—Por mi hija, la galerista.
—Gracias —dijo Rory por encima del borde de su copa. No era un apoyo
rotundo, pero tampoco lo esperaba. Sin embargo, habían llegado a una
especie de armisticio, y por ahora eso bastaba. Es lo que su relación siempre
había sido, un ciclo sin fin de treguas y hostilidades—. Sé que no es lo que
querías para mí. Pero es lo que yo quiero para mí.
La sonrisa de Camilla se desvaneció.
—Siempre has sido mucho más valiente que yo.
Fue una declaración extraña. No una confesión, su madre no creía en las
confesiones, pero sí un cumplido inesperado.
—Te lo prometo, no tiene nada que ver con ser valiente. De hecho, me
aterroriza que todo lo que has dicho sea verdad. Que no esté lista, que lo haga
por motivos equivocados. Pero esta galería es lo que más me importa desde
hace meses. Sí, ha ido rápido. Y sí, es un riesgo enorme, pero es una razón

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para salir de la cama por la mañana. Y salir de la cama se me estaba haciendo
mucho más difícil de lo que debería. —Hizo una pausa al darse cuenta, por
primera vez, de lo ciertas que eran esas palabras—. No es solo que quiera
hacer esto. Lo necesito.
—Entonces supongo que será mejor que me hables sobre esa casa adosada
tuya. Me temo que la strata está helada. ¿Quieres que la recaliente?
—No, está bien así. Comamos.
Camilla se sirvió una porción y puso la mano para que Rory le diera el
plato.
—Creo que sigue tibia. El queso todavía está derretido. Bien, háblame de
ese lugar que has encontrado. ¿Dónde está? ¿Cómo es?
—Está justo al lado de Newbury, junto a DeLuca’s. De ladrillo rojo, con
una hermosa torreta y un gran ventanal en la fachada. Pero necesita algunas
reformas. Hubo un incendio hace unos años, y las reparaciones no se
acabaron.
—Entonces, ¿lleva vacío todo este tiempo?
—Sí. La propietaria decidió no volver a abrir después del incendio, pero
se quedó con el edificio. El contratista dice que es posible abrir en otoño.
Primero nos ocuparemos de la planta baja y, una vez que estemos abiertos,
empezaremos con los pisos superiores. Ah, y hay una escalera increíble, de
mármol negro y hierro forjado. Muy teatral. Pienso en gris pálido y nácar,
iluminación baja, suelos negros brillantes.
Camilla alzó la vista del plato.
—Parece que lo has pensado mucho.
—Siempre supe lo que andaba buscando. Algo limpio. Monocromo. En
cuanto vi la casa adosada, supe que sería perfecta. Tuve esa sensación,
¿sabes?
Camilla arqueó una ceja mientras se servía unas cuantas fresas más.
—¿Y qué sensación es esa?
—No lo sé. Como que era cosa del destino, supongo. Probablemente he
pasado por delante cientos de veces y nunca me había fijado en ella.
Entonces, hace unas semanas, cuando volvía a casa después de ver a Lisette,
me saltó a la vista sin más. Juro que parecía magia.
—¿Qué era antes?
—Una tienda de vestidos de novia. La propietaria se llama Soline
Roussel. Esperaba conocerla en la firma del contrato, pero no se presentó. El
abogado dice que ya no sale mucho.
Camilla frunció el ceño, como si buscara entre sus recuerdos.

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—Creo que la conozco.
—¿Conoces a Soline Roussel?
—Perdona, quería decir que sé quién es. En mi época todo el mundo la
conocía. Venía de París, o eso decía. No recuerdo el nombre de la tienda, algo
en francés, pero recuerdo que tenía un montón de clientas. Era famosa por sus
lazos.
—¿Sus lazos?
—La marca de la casa, podría decirse. El Lazo Roussel. Todos sus
vestidos tenían lazos, de una u otra manera. En la cintura, en los hombros, en
el polisón. En aquella época estaba bastante à la mode, con su acento y su
tiendecita elegante, y la promesa de que sus vestidos traerían buena suerte.
Rory levantó la vista, intrigada.
—¿Buena suerte?
—Eso se decía, no sé qué de que sus vestidos garantizaban un matrimonio
feliz. Los hacía a mano, con un hechizo de buena suerte hecho a medida para
cada novia. Un truco publicitario estupendo, supongo, si consigues que la
gente se lo crea. Por otro lado, la mayoría de las novias se creen lo que sea.
Añádele el toque francés y las tendrás comiendo de tu mano. Y así era. Mis
amigas se volvían locas con sus vestidos.
—¿Y tú no?
Camilla se encogió de hombros.
—Lo que yo quería era inmaterial. Una tienda de vestidos de novia de
aquí nunca habría bastado.
—¿Por qué?
—Yo era una Lowell, cariño. Para una Lowell solo un auténtico vestido
de novia parisino es suficiente. Así que fuimos a París, a visitar la Maison
Dior. Nos marchamos de Boston con dos baúles y regresamos con siete.
—Dior —jadeó Rory. La moda nunca le había interesado, pero incluso
ella sabía que un vestido de novia de la casa Dior era digno de ser admirado
—. Ojalá no se hubieran estropeado todas las fotos de la boda. Seguro que
estabas preciosa.
Camilla resopló con desdén.
—Era blanco, y francés, y tan ajustado que pensaba que me desmayaría
antes de llegar al altar, pero cumplió su función.
«Cumplió su función».
Esa frase expresaba todo lo que hacía falta saber sobre lo que sentía
Camilla respecto a la sacralidad del matrimonio. También indicaba que era
momento de llevar la conversación hacia un terreno más seguro.

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—¿Qué más sabes sobre Soline Roussel?
—No gran cosa. ¿Por qué?
—Bueno, es una buena historia, ¿no crees? Vestidos de novia hechizados
y finales felices. Y luego un incendio destruyó su negocio. Me pregunto por
qué no volvió a abrir. Por lo que dijo su abogado, me dio la impresión de que
vive en una especie de reclusión. Es triste.
—Recuerdo el incendio…, o al menos las noticias sobre él. Fue justo por
la época en que murió tu padre. No recuerdo cómo empezó, pero sí oír que la
propietaria había terminado en el hospital con quemaduras bastante graves.
Quemaduras. Eso explicaría su deseo de privacidad.
—¿Sabes qué le ocurrió? Más tarde, quiero decir.
—No. Ya sabes cómo son las noticias. Solo les interesa la tragedia. Lo
que viene después nunca es tan interesante. En fin, va a alquilarte su edificio,
y eso es lo único que importa.
Rory asintió sin mucha convicción. Era cierto. La historia de Soline
Roussel no debería importarle, pero de algún modo sí lo hacía. Tal vez porque
Rory había comprendido cómo la pérdida de algo valioso podía hacer que una
vida entera se viniese abajo.

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Nueve

Rory

19 de junio de 1985, Boston

Rory se dejó caer en el último escalón con su bloc de notas, cansada pero
feliz de poder tachar otro punto de su lista de tareas. Los hombres del
contratista habían traído todos los andamios para empezar a trabajar en el
techo; ella había limpiado todas las ventanas, sacado el resto de la basura,
revisado el edificio con el electricista y contactado con alguien para que
acudiese a ver la caldera. No estaba mal para ser solo las dos de la tarde.
Había mucho que hacer si quería estar lista para el otoño. Tendría que
empezar a contratar artistas, crear un plan de marketing y un calendario de
eventos, averiguar qué implicaba redactar un comunicado de prensa y hacer
una lluvia de ideas para la gran inauguración. Tenía muchísimo que aprender
en poco tiempo, y casi seguro que cometería errores, pero, contra viento y
marea, pensaba salir adelante. Nadie podría decir que Desconocidos era solo
un ejercicio de vanidad alimentado por el dinero de sus padres.
El estómago de Rory gruñó, lo que le recordó que se había saltado el
almuerzo. Repasó el bloc de notas una vez más y concluyó que había hecho lo
que podía por el momento. Se iría a casa, se comería un sándwich y se daría
una ducha, y luego se pondría a trabajar en el texto del folleto.
Acababa de cerrar y estaba buscando el bolso cuando vio lo que parecía
ser una pequeña puerta cortada en el revestimiento de madera oscura de la
pared exterior de la escalera. No la había visto hasta ese momento, pero allí
estaba, con un pequeño agujero donde, presumiblemente, habría habido un
pomo. Después de unos cuantos tirones, la puerta cedió y reveló un espacio
bajo y oscuro. Rory no encontró ningún interruptor ni luz. Se arrodilló y miró
hacia la abertura, tratando de no pensar en lo que podría haberse instalado
bajo las escaleras de un edificio que llevaba casi cuatro años abandonado.

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El suelo era de madera desnuda y estaba lleno de polvo, pero al menos
nada parecía moverse. Contuvo la respiración, sin saber qué esperaba
encontrar mientras tanteaba a ciegas. No dio con nada en su primer intento,
pero, en el segundo, sus nudillos rozaron lo que parecía una caja grande y
plana.
Le costó un poco, pero al fin consiguió sacar la caja y colocársela sobre el
regazo. Era una vieja caja de ropa, similar a las elaboradas sombrereras que
las mujeres solían llevar cuando viajaban. Esta era de cartón gris grueso, con
las esquinas reforzadas con metal para evitar que se aplastasen y un trozo de
cuerda muy deshilachada enhebrada como asa, para poder llevarla como una
maleta.
Parecía haber algo escrito en una esquina. Limpió la suciedad con la mano
hasta que por fin apareció una única línea en cursiva: Madame Roussel, París.
Al parecer, Soline Roussel había tenido una tienda en París y había llevado
esa caja hasta Boston. Pero ¿qué hacía bajo las escaleras?
Se obligó a ir despacio mientras soltaba el cordón y luego levantó la tapa
con suavidad. Había varias hojas de papel de seda, arrugadas y amarillas por
el paso del tiempo. Las retiró una a una, mientras contenía la respiración,
hasta que apareció una extensión de encaje blanco color crema.
Parecía algo sacado de un cuento de hadas: escote de corazón con
incrustaciones de cristales iridiscentes y perlas minúsculas, mangas de
organza rasgadas, tan vaporosas como alas de libélula, dobladas una sobre
otra casi con ternura. Claramente antiguo y, a juzgar por la calidad de la
pedrería, seguramente cosido a mano.
Rory lo miró con anhelo, deseando explorar su paisaje, el encaje
espumoso y la seda fina, la textura fría y nudosa de la pedrería. Sin embargo,
dudó. Tocarlo ahora, después de que llevase tanto tiempo languideciendo en
la oscuridad, le parecía que estaba mal, igual que manipular como si nada el
contenido de la tumba de Tutankamón. Pero eso era una tontería. Si el vestido
significase algo para alguien, no estaría allí encerrado en una caja cubierta de
polvo.
El vestido dejó escapar un pequeño suspiro cuando lo sacó de su caja,
como si al fin se sintiera aliviado de ser libre. La falda de organza con paneles
se desplegó como los pétalos de una flor cuando Rory la agitó suavemente,
luminosa y espumosa. Incluso la espalda era impresionante, cerrada con
cordones como un corsé y un amplio lazo de satén con fajas que llegaban
hasta el suelo.
El lazo Roussel.

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Empezaba a ver por qué Soline Roussel se había hecho un nombre. Era la
cosa más hermosa que jamás había visto o imaginado. Un vestido digno de
una princesa, aunque una princesa muy pequeña. Las mangas, que claramente
eran largas, le quedaban a, por lo menos, quince centímetros de la muñeca, y
la cintura era ridículamente pequeña. Debía de ser un vestido hecho a medida,
y estaba inmaculado, así que lo más probable era que nunca lo hubieran
usado. ¿Qué había pasado con la novia que debía llevarlo?
La pregunta la inquietaba más de lo que quería admitir. Quizá porque cada
hipótesis que imaginaba era más desgarradora que la anterior. Enfermedad.
Traición. Muerte. Y todos acababan de la misma manera: con una boda que
no llegaba a celebrarse.
Rory cerró los ojos para alejar aquellos pensamientos. Fuera cual fuese la
historia (y casi seguro que el vestido tenía una), era la historia de otra
persona. No era una señal ni un presagio. No tenía nada que ver con ella. Lo
más inteligente sería devolverlo junto con la caja al lugar donde lo había
encontrado.
Pero, al colocar de nuevo las hojas de papel de seda, descubrió un paquete
de cartas en el fondo de la caja y un estuche de cuero con cremallera con un
monograma dorado. Al cogerlo se dio cuenta de que era un estuche de
afeitado, como el que los hombres utilizan cuando salen de viaje. El becerrillo
estaba arañado y el monograma había empezado a desgastarse, pero era
evidente que había sido caro.
Bajó la cremallera y dejó que se abriera como un libro. En un lado había
una brocha y una maquinilla de afeitar con mango de plata; en el otro, un
peine de carey, un calzador a juego y un frasco de colonia vacío. Pasó un
dedo sobre lo que quedaba del monograma: A.W.P. ¿Andrew? ¿Allen?
Probablemente nunca lo sabría. A no ser que el paquete de cartas le ofreciera
alguna pista.
Las liberó de su cinta y las contó mientras abría los sobres en abanico.
Dieciocho en total. Ninguna tenía sello ni dirección, aunque varias llevaban
escritas las palabras Mademoiselle Roussel. Así que se habían entregado en
mano, en lugar de enviarse por correo, y se habían guardado juntas,
presumiblemente por razones sentimentales. ¿Cartas de amor de A.W.P.?
Seleccionó una al azar y sacó una hoja de vitela azul de su sobre. Estaba
escrito en francés. Una decepción, ya que hacía tiempo que había olvidado el
idioma que había aprendido en su primer año en Tufts. Pero entendió la fecha:
17 décembre 1942. Diciembre, cuarenta y dos años atrás. Probó con otra y
luego con otra. Ambas tenían fechas similares y también estaban en francés.

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Por fin, hacia el fondo del paquete, descubrió unas cuantas en su idioma. La
primera estaba fechada el 4 de agosto de 1964.

Querida mademoiselle Roussel:

Ha pasado casi un año desde que David y yo intercambiamos nuestros votos, y


aunque me pidió que esperase a nuestro primer aniversario, me parece que no puedo
aguardar ni un solo día para expresarle mi gratitud por su amabilidad cuando acudí a
usted con mis problemas. Su generosidad todavía me asombra. Caminar hacia el altar
con uno de sus vestidos fue más de lo que una pobre chica del sur de Boston podría
haber esperado. Pero lo más importante es que David se ha recuperado
milagrosamente de su accidente. Es tan sorprendente que sus médicos apenas dan
crédito, y mucho menos alcanzan a explicarlo. Me costó mucho no decirles que tenía
que ver con su vestido. Pensarían que estoy loca, y hace un año habría estado de
acuerdo. Pero ahora sé que tengo que darle las gracias a usted y a su hechizo por mi
final feliz. Y por nuestro bebé, que llegará en el nuevo año. Si alguna vez hay alguna
forma de devolverle su amabilidad, solo tiene que pedírmelo.

Con mi más profunda gratitud,


Kathleen P. Shore

Rory releyó la carta varias veces y en cada ocasión captaba algo nuevo. Una
pobre chica del sur de Boston. Una recuperación milagrosa después de un
accidente. Un vestido de novia con un final feliz. Algún tipo de hechizo. Era
inconcebible. Pero ¿no era exactamente eso lo que su madre había dicho en el
almuerzo de la semana anterior? Vestidos con sortilegio. La garantía de un
final feliz. ¿De verdad era eso posible?
Sin duda, Kathleen Shore parecía pensarlo.
Otra carta elegida al azar decía prácticamente lo mismo, aunque estaba
fechada dos años después. Una joven novia escribía con motivo de su primer
aniversario, agradeciendo a la señora Roussel la resolución de un complicado
problema financiero tan solo un mes después de llegar al altar con uno de sus
vestidos de la suerte. Una tercera novia escribía que había podido perdonar a
su novio por una imprudente infidelidad en la víspera de su boda. Una cuarta
se había recuperado de una enfermedad crónica que, según los médicos, la
habría dejado en silla de ruedas en dos o tres años.
Cada carta parecía más fantástica que la anterior. Y cada una de ellas
atribuía su asombrosa fortuna a las «habilidades» especiales de Soline
Roussel como modista. Era razonable suponer que las escritas en francés
contenían historias similares. Dieciocho novias. Dieciocho cartas. Dieciocho
finales felices custodiados en una vieja caja de vestidos.
Rory reunió las cartas y las ató de nuevo antes de devolverlas a la caja.
Una pila de cartas que abarcaban décadas, un vestido de novia digno de una

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princesa y un estuche de afeitado. El conjunto olía a historia inacabada. Una
historia inacabada y triste.

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Diez

Rory

20 de junio de 1985, Boston

Rory estaba acostumbrada a despertarse con un libro al lado, pero aquella


mañana fue una carta lo que encontró abierto entre las sábanas arrugadas. La
dobló con cuidado y la colocó en la mesita junto con las demás. La noche
anterior las había leído todas de nuevo. O al menos las que podía entender.
Todas eran variaciones de la misma historia: salud recobrada, fortunas
reconducidas, carreras salvadas, enemistades arregladas, cosas perdidas
encontradas. Y todo como resultado de un vestido Roussel. O eso afirmaban
las novias en sus cartas de agradecimiento.
Sus ojos se posaron en la caja del vestido que estaba en el arcón debajo de
la ventana. Lo más fácil habría sido volver a ponerla bajo la escalera, donde
no la hiciera pensar en bodas que se habían celebrado tiempo atrás. En vez de
eso, se la había llevado a casa, incómoda ante la idea de volver a relegarla a la
oscuridad. Era una tontería, lo sabía, pero no podía superar algo que su madre
había dicho.
«Un hechizo de buena suerte hecho a medida para cada novia».
Se acercó a la caja, levantó la tapa y recorrió con la mano una de las
mangas transparentes. Era un vestido precioso, y sin duda hecho a medida, ya
que mademoiselle Roussel solo los hacía a medida. Se había creado para
alguien, pertenecía a alguien. Pero ¿a quién? ¿Y qué tenía que ver el estuche
de afeitado? Siempre existía la posibilidad de que no estuviera relacionado,
pero no parecía probable.
¿Y dónde encajan las cartas? Evidentemente, en algún momento habían
sido importantes y, sin embargo, las habían encerrado bajo la escalera junto
con las demás cosas, abandonadas cuando la tienda cerró. A menos que…

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¿Era posible que Soline Roussel no supiera que habían sobrevivido al
incendio?
Rory preparó una cafetera y marcó el número de Daniel Ballantine. Se
sorprendió cuando la secretaria se lo pasó directamente.
—Señorita Grant, no esperaba tener noticias suyas tan pronto. Espero que
no haya ningún problema.
—No. No exactamente. Pero necesito ponerme en contacto con la señora
Roussel. Sé que dijo que no le gustaba que la molestaran, pero es bastante
importante. Esperaba poder convencerlo de que me diera su número.
—Me temo que no es posible. Como le dije, soy yo quien se encarga de
todos sus asuntos de negocios.
—Llámeme Rory, por favor. Y esto no tiene que ver con negocios. Es un
asunto personal. Le prometo que no la molestaré. Solo necesito hablar con
ella una única vez.
—¿Sobre qué, si me permite preguntar?
Rory no estaba segura de cuánto revelar y cuánto guardarse para sí misma.
—Preferiría no compartirlo con nadie que no fuera la señora Roussel, si
no le importa. Es un asunto… bastante delicado.
—Lo máximo que puedo hacer es darle su número a la señora Roussel —
dijo el hombre al fin—. Aunque dudo que consiga nada. A la señora Roussel
no le gusta el teléfono. Apenas habla conmigo.
—Bien, de acuerdo. Dígale que he encontrado algo que puede que le
pertenezca… una caja.
—¿Qué clase de caja?
Una vez más, Rory se sintió reticente a revelar demasiado.
—Solo dígale que he encontrado una caja. Si es importante, sabrá de qué
hablo.
—De acuerdo, le pasaré el mensaje. Pero no se sorprenda si no recibe
respuesta.
Dos horas más tarde, el teléfono sonó. Rory dejó la lista de cosas que
hacer en la que había estado trabajando y cogió el aparato.
—¿Hola?
Hubo un momento de silencio, y al fin una voz de mujer:
—Quería hablar con la señorita Grant.
El pulso de Rory se aceleró.
—Soy Aurora.
—Me llamo Soline Roussel. He recibido una llamada de mi abogado,
Daniel Ballantine. Dice que usted… ha encontrado algo. Una caja.

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—En el espacio bajo las escaleras, sí. No sé cómo ha terminado allí, pero
pensé que le gustaría recuperarla.
Otra pausa, esta vez más breve, y entonces las palabras salieron
atropelladas.
—No sabía… Pensaba… Sí. Sí, me gustaría recuperarla.
—Estaré encantada de llevársela si me da su dirección.
—No. No podría… no recibo invitados.
Rory se tragó la decepción. Esperaba poder conocer al fin a la escurridiza
mademoiselle. Al parecer, eso no iba a pasar.
—Podría llevarla a la oficina del señor Ballantine, si lo prefiere, y él
podría entregársela.
—Gracias, pero no. Daniel es encantador, pero puede resultar un fastidio
y prefiero no tener que responder muchas preguntas. El contenido de la caja
es… bueno, bastante personal, como seguramente habrá imaginado.
—¿Hay algún otro lugar, entonces? La galería… disculpe, la casa
adosada.
—Hay una confitería en la calle de al lado, llamada Bisous Sucrés. ¿La
conoce? Podría encontrarme con usted allí a la una y media.
—Besos de Azúcar —tradujo Rory—. Sí, por supuesto. Allí estaré.
Sintió una oleada de emoción al colgar el teléfono. Al fin iba a conocer a
Soline Roussel.

Rory consiguió aparcar su Audi en una estrecha plaza de la calle Boylston,


metió varias monedas en el parquímetro y salió por el paseo lateral con la caja
del vestido en los brazos.
Al cabo de unos minutos, el familiar toldo blanco y negro de la confitería
se hizo visible. Su verdadero nombre, Bisous Sucrés, surcaba la lona con una
caligrafía dorada, con la traducción debajo en minúsculas, entre corchetes de
color rosa intenso. Como de costumbre, el negocio iba viento en popa.
Rory navegó entre las abarrotadas mesas del patio, escudriñando los
rostros hasta que se dio cuenta de que no tenía ni idea de a quién buscaba. En
su excitación, había olvidado preguntar a la señora Roussel cómo reconocerla.
Entonces recordó que su madre habló de las quemaduras. Era de suponer que
tendría cicatrices.
Los embriagadores aromas del chocolate, las cerezas y el café negro
intenso le dieron la bienvenida cuando cruzó la puerta principal. La cola del

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mostrador llegaba casi hasta la puerta. Rory pasó de largo mientras miraba
por encima de la caja del vestido. Familias, turistas, estudiantes inclinados
sobre libros de texto. Pero nadie que encajara con la imagen que había
inventado para Soline Roussel, a la que ahora imaginaba como una frágil
octogenaria con cicatrices de quemaduras y una mirada de incomodidad.
Sus ojos se encontraron de repente con los de una mujer sentada sola casi
al fondo de la tienda. Llevaba el pelo oscuro recogido en un brillante moño y
vestía un elegante traje de punto carmesí, con puños de terciopelo negro y
relucientes botones dorados en la parte delantera. En la garganta llevaba un
pañuelo de cuadros rojos, blancos y negros que se ajustaba con un pasador de
perlas. Pareció sobresaltarse cuando sus miradas se cruzaron, como si por un
instante la hubiera golpeado una oleada de miedo. Al cabo de unos segundos,
pareció serenarse e inclinó ligeramente la cabeza.
Rory se colocó la caja en la cadera y se dirigió a la mesa, sin darse cuenta
hasta el último momento de que había una taza y un plato frente a la silla
vacía.
—Disculpe —balbuceó—. Creí que…
—¿Señorita Grant?
Rory reconoció la voz del teléfono, oscura y grave. Francesa. Pero era
muy joven, cerca de los sesenta, tal vez un poco más, pero no mucho. Y
hermosísima, con piel pálida de porcelana y unos labios como un lazo rojo
perfecto. No se veía ninguna cicatriz.
—¿Es usted… la señora Roussel?
—Así es. —Señaló con la barbilla la silla vacía.
Rory apoyó la caja en la esquina de la mesa y se sentó. No podía dejar de
mirarla.
—Me he tomado la libertad de pedirle una cosita… como agradecimiento.
Rory miró la mesa, donde la esperaban un mille feuille y un café au lait.
—Gracias, me encantan los dulces de aquí. Pero de verdad que no hacía
falta, señora Roussel. He venido con mucho gusto.
—Soline, por favor. Estoy segura de que tendrá preguntas.
Rory la miró parpadeando. La prosaica invitación la había tomado
desprevenida y no sabía por dónde empezar.
Soline pareció percibir su incomodidad.
—Se llama Aurora. Un nombre precioso. En Francia decimos Aurore.
Significa diosa del amanecer. —Rory no pudo evitar sonreír. Sonaba
encantador cuando lo decía ella, nada que ver con un nombre de señora.
—Me llaman Rory —dijo ella con timidez—. Mi madre lo odia.

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Los labios de Soline se crisparon levemente en un atisbo de sonrisa.
—A las madres les gustan los nombres que nos ponen. —La sonrisa se
desvaneció cuando posó la mirada sobre la caja del vestido—. Ha abierto la
caja, ¿verdad?
Rory bajó la cabeza.
—Sí, lo siento. Es que me sorprendió mucho encontrarla. No podía
imaginarme por qué…
—Pregunte lo que quiera preguntar —la incitó Soline cuando se quedó
callada.
A Rory le sorprendió el tono abrupto y el hecho de que ni siquiera había
tocado la caja. En vez de eso, permanecía sentada rígida, con las manos
dócilmente recogidas bajo la mesa, como si se estuviera preparando para un
interrogatorio.
—El vestido —comenzó Rory vacilante—. ¿Es uno de los suyos?
—Sí.
—¿Y las otras… cosas?
—También son mías.
—El vestido es precioso, como sacado de un cuento de hadas. —Hizo una
pausa sin saber muy bien cómo continuar—. Parece… nuevo.
—Es nuevo. Y muy viejo.
—Quiere decir que nunca se usó.
Soline bajó la mirada.
—Oui.
Esa sola palabra planteaba más preguntas de las que respondía. ¿Por qué
nunca se había usado el vestido? ¿Infidelidad? ¿O algún tipo de tragedia?
Pensó en las cartas, todas escritas de la mano de novias agradecidas que
habían recibido el legendario final feliz. Pero parecía que la propietaria del
vestido de cuento de hadas no había tenido la misma suerte. ¿Por qué?
—He leído algunas de las cartas.
—¿Ah, sí?
Rory asintió.
—Las más recientes. Las que estaban en francés no las entiendo.
—Las más recientes me las escribieron a mí. Las otras son de mujeres a
las que mi madre les cosió el vestido hace mucho tiempo, en París. —Hizo
una pausa y tragó saliva mientras apartaba la mirada—. Murió poco después
de que vinieran los nazis. Cuando la gente se enteró, comenzaron a llegar las
cartas.
—Y usted las guardó todos estos años.

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—Sí, para recordarla. Y para recordarme a mí misma que hubo un tiempo
en que hubo finales felices en París y que mi madre jugó un papel en unos
cuantos.
Rory apoyó la mano sobre la caja.
—¿Con vestidos como este?
Soline consiguió componer una tenue sonrisa, casi amarga.
—Ningún cuento de hadas está completo sin el vestido adecuado, chérie.
—Pero no cualquier vestido —insistió Rory, que había percibido la
evasiva de su respuesta—. Un vestido Roussel. Tienen algo especial, ¿no es
cierto? ¿Algo que hace que traigan suerte?
—Bébase el café, Aurore. Antes de que se enfríe.
Rory levantó la taza, obediente.
—Discúlpeme por fisgonear. Solo estoy tratando de entender lo que leí.
Todas esas novias agradecidas por unos golpes de suerte tan increíbles. Y
todas parecían darle las gracias a usted, como si de algún modo fueran obra
suya. Sé lo que la gente solía decir, mi madre me lo contó, y las cartas
parecen decir lo mismo, que sus vestidos son… mágicos.
Las comisuras de los labios de Soline se enroscaron dándole un aire
ligeramente felino.
—Cualquier empresaria que se precie conoce el valor de un buen truco
publicitario. Pasta de dientes que hace que todos quieran besarte. Suelos
relucientes que te convierten en la envidia de tus vecinas. Las novias quieren
cuentos de hadas, así que eso es lo que les di.
Rory la miró escéptica.
—¿Está diciendo que sus vestidos no tuvieron nada que ver con lo que se
dice en esas cartas?
—Lo que digo es que la gente tiene maneras de aferrarse a ideas que
hacen que el mundo parezca más bonito de lo que es. Y tal vez es algo
inevitable. Cuando la vida es dura, aferrarse a una ilusión ayuda. Supongo que
en una época las cartas fueron eso para mí. Pero la vida me ha enseñado que,
incluso en los cuentos de hadas, la heroína tiene que hacer su propia magia…
o no, según sea el caso.
—Pero las guardó. Podría haberse deshecho de ellas, pero no lo hizo.
Soline inspiró profundamente y espiró con mucha lentitud.
—Había tanta fealdad en aquel entonces, tanto dolor y pérdida allá donde
miraras… Las cartas eran una forma de recordar lo bueno.
—Y, no obstante, acabaron en una caja bajo las escaleras.
Hubo unos segundos de silencio incómodo, pero al final Soline respondió:

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—Antes de morir, mi madre me dijo que hay momentos en los que hay
que aferrarse y otros en los que hay que soltar amarras, y que tenía que
aprender a distinguirlos. No lo entendí entonces, pero llegó un punto, un
momento, en el que supe que tenía que soltar esos pedazos rotos de mi vida.
Al final, no pude soportar separarme de ellos. Pensé que, si los escondía de mí
misma, si los ponía donde no los viera todos los días, sería suficiente.
Rory la estudió por encima del borde de su taza. Bajo el estilo impecable
y los cosméticos aplicados con esmero, había un aire de tragedia que le
recordó a Camilla.
—¿Lo fue?
—Puede que le parezca una tontería aferrarse a recuerdos tan dolorosos,
pero eran lo único que me quedaba de esa parte de mi vida. De París y de la
vida que creí que llevaría.
«La vida que creí que llevaría». Rory le dio vueltas a esas palabras.
Podrían haber salido perfectamente de su boca.
—No —dijo al fin—. No me parece ninguna tontería. Todos tenemos
nuestras maneras de seguir adelante.
—¿Y usted, chérie? —le preguntó Soline con una mirada repentinamente
sagaz—. ¿Está… siguiendo adelante?
Rory se removió en su silla, inquieta tanto por la pregunta como por la
mirada fija de Soline.
—Creo que todos lo intentamos, de una forma u otra. —Había buscado
sonar despreocupada, pero había fracasado estrepitosamente. Hora de cambiar
de tema—. Lamenté mucho oír lo de su tienda. Lo del incendio, quiero decir.
¿Nunca pensó en volver a abrir?
Soline se miró el regazo, como sopesando la respuesta.
—La vida tiene sus maneras de hacernos saber cuándo algo se ha acabado.
No siempre es agradable, pero siempre es evidente si prestamos atención. Me
pasé la mitad de mi vida intentando conseguir cosas que no eran para mí… y
pagándolo muy caro. Llega un momento en que una debe leer las señales.
Rory bebió unos sorbos de su café y se preguntó sobre el tipo de cosas que
Soline había intentado conseguir y por qué no eran para ella.
—Tiene más preguntas —dijo Soline, bruscamente—. Venga, adelante.
Hágalas. Supongo que se lo debo.
A Rory, la brusquedad le resultaba inquietante y refrescante a la vez, un
cambio agradable después de tantas conversaciones cautelosas con su madre.
—El estuche de afeitado. Tiene que ver con el vestido, ¿verdad?
¿Pertenecía al novio?

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—A un conductor de ambulancias que murió en la guerra.
—Y el vestido es suyo.
Las lágrimas llenaron de repente los ojos de Soline.
—Iba a ser mío, sí.
—Lo siento. No debería haber insistido.
Soline sacudió brevemente la cabeza, como si estuviera molesta consigo
misma.
—Perdone que me ponga sentimental. Es solo que… después del
incendio… Dijeron que todo se había perdido. No esperaba volver a verlo.
—Por favor, no se disculpe. Soy yo la que debería pedirle perdón por
presionarla. Por favor, perdóneme.
—C’est oublié —murmuró mientras cogía una servilleta y se secaba los
ojos con cuidado—. Está olvidado.
Rory trató de no quedarse mirando. Hasta ese momento, Soline había
tenido las manos en el regazo, pero ahora veía los guantes: de cabritilla negra,
con pequeños botones azabache en las muñecas, y notablemente fuera de
lugar en mitad de junio.
Cicatrices. No en su rostro. Sino en sus manos.
Apartó la mirada, fingiendo no darse cuenta.
—Antes de que me olvide, quería darle las gracias por alquilarme la casa
adosada. La verdad es que había renunciado a la idea de abrir la galería. Y,
entonces, un día, estaba cruzando la calle y allí estaba. Me quedé destrozada
cuando Daniel dijo que no estaba disponible. Me alegro mucho de que
cambiase de opinión.
Soline puso los ojos en blanco.
—El señor Ballantine sabe cómo convencerme. Me habló de su galería
para artistas noveles. Sabía que me ablandaría. ¿Cuándo abrirá?
Rory soltó un suspiro de alivio después de que la conversación hubiera
pasado a un territorio más seguro.
—En octubre, si todo va bien. Me encantaría que la viera cuando esté
acabada. Tal vez podría venir a la inauguración. Sería un honor tenerla allí.
Los hombros de Soline se tensaron.
—Gracias, pero no. No salgo mucho estos días, y no he vuelto a la tienda
desde la noche del incendio.
—¿Ni una sola vez en cuatro años?
Soline se encogió de hombros.
—Ya sabe, los recuerdos. Es… duro.
—Lo siento mucho. Por… todo.

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—Olvídelo. La compasión es veneno para mí. —Entonces se puso en pie,
sorprendentemente menuda pese a sus elegantes tacones negros—. Gracias de
nuevo, Aurore. Ha sido muy amable por su parte tomarse las molestias. Le
deseo bonne chance con su galería.
Cogió el bolso. Rory observó cómo forcejeaba con la tira, con sus dedos
rígidos y torpes bajo los guantes. Después de varios intentos, consiguió
colocársela sobre el hombro, pero la caja del vestido era casi tan grande como
ella. Sería una suerte si conseguía salir de la confitería, más aún caminar por
la acera atestada.
—Si quiere, puedo acompañarla al coche.
—Gracias. No será necesario. Ya no conduzco, pero mi casa está cerca.
—Entonces déjeme que la acerque. La caja…
—Ya le he causado bastantes molestias, y soy perfectamente capaz de
caminar.
Rory miró los zapatos de Soline casi incrédula. El pavimento levantado de
las aceras de Boston, resultado de décadas de heladas durante los duros
inviernos de Nueva Inglaterra, podía resultar un reto en zapatillas. Unos
tacones de aguja más una caja que apenas la dejaba ver por dónde pisaba eran
la receta perfecta para el desastre.
—No es ninguna molestia —le aseguró a Soline mientras se ponía en pie
y cogía la caja de la mesa—. Tengo el coche aparcado al final de la calle.
Soline asintió, pero su incomodidad era patente.
—Sí, muy bien.
Rory mantuvo la puerta abierta mientras salían a la acera. No podía
explicar su repentino cuidado. Soline Roussel no era ni remotamente débil.
Sin embargo, tenía un aire de fragilidad, como un trozo de porcelana rota
cuyas piezas no se han sido reparado adecuadamente. Si se la empujaba con
demasiada brusquedad, podía romperse en mil pedazos. Y Rory conocía muy
bien esa sensación.

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Once

Rory

Soline iba sentada rígida en el asiento del copiloto, oculta tras un par de
gafas oscuras al estilo de Audrey Hepburn, agarrando con fuerza el bolso
sobre las rodillas. No había hablado desde que le había dado su dirección en
Beacon Hill. Rory la miró al girar en Cedar Street y soltar el acelerador.
—¿Cuál es la casa?
—Esa —dijo la mujer, señalándola—. La de la puerta roja. Déjeme aquí,
estaré bien.
Rory se detuvo en la acera y apagó el motor.
—Le llevaré la caja dentro.
Antes de que Soline pudiera protestar, Rory había salido del coche y
sacaba la caja del asiento trasero. Soline forcejeó un instante con el cinturón
de seguridad, pero al fin salió del coche y fue hacia la puerta con las llaves
preparadas.
Rory se colocó detrás de ella, observando la fachada georgiana de la casa
mientras avanzaban por el camino. Ladrillo rojo desgastado, contraventanas
negras brillantes, un par de chimeneas en cada extremo. Y en uno de los
barrios más codiciados de Boston. Al parecer, a Soline le había ido bastante
bien.
Después de pelearse un poco con la cerradura, Soline abrió la puerta,
entró y dejó que Rory la siguiera a un espacioso vestíbulo dominado por una
ornamentada mesa de pedestal y una lámpara de araña de estilo imperio. Se
despojó de sus gafas de sol, las depositó sobre la mesa junto con el bolso, e
inmediatamente procedió a quitarse los guantes.
Rory observó incómoda hasta que se hizo evidente que Soline no podía
sacárselos.
—Esos botones parecen difíciles. ¿Quiere que la ayude?

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Los hombros de Soline se hundieron como una flor que se marchita de
golpe. No dijo nada mientras extendía las manos. Rory dejó la caja y
desabrochó los dos guantes, luego miró a Soline.
—¿Quiere que…?
Soline asintió.
—Pero no tire de los dedos. Quítelos desde abajo, lentamente.
Rory hizo lo que le indicaba y contuvo la respiración mientras retiraba el
cuero. Se oyó un suspiro cuando la primera mano quedó libre, aunque no
podía estar segura de si fue suyo o de Soline. Cuando le ofreció la segunda
mano, se encargó de nuevo, consciente de que ahora Soline se mordía el labio
inferior. Desde luego, no solo sufría por la vergüenza.
Una vez acabada la tarea, Rory dejó los guantes sobre la mesa, ahora
flácidos y vueltos del revés, como las pieles mudadas de algún insecto
enorme. La idea le produjo un escalofrío y desvió la mirada hacia Soline, que
había empezado a masajearse las manos con movimientos largos y repetitivos.
Estaban blancas como la cera en algunas partes, fruncidas y rosadas en otras,
con los dedos curvados que recordaban ligeramente a una garra. Como no
quería parecer grosera, Rory desvió la mirada.
—Adelante —dijo Soline con serenidad—. Mírelas.
A Rory se le formó un nudo en la garganta al observar el daño. Las
palmas contraídas y el tejido cicatricial engrosado, la apariencia ligeramente
palmeada de los dedos. Inútiles para una mujer que se ganaba la vida con una
aguja e hilo.
—Ocurrió en el incendio —explicó Soline—. Pero, como es obvio, ya se
lo habrá imaginado.
Rory asintió.
—Me pregunté por qué llevaba guantes en junio.
—Las cicatrices incomodan a la gente, así que las cubro cuando estoy en
público, lo que ya no suele pasar. Es más fácil mantenerse lejos de la gente
que soportar su compasión. No es su culpa. La verdad es que tienen un
aspecto bastante horrible.
Rory tenía un «Lo lamento» en la punta de la lengua, pero se contuvo.
Nada de compasión.
—Por eso no volvió a abrir la tienda —dijo en su lugar—. Por sus manos.
—Durante un tiempo, creí que podría volver. Quería creer que los
médicos obrarían una especie de milagro. Pienso que ellos también lo creían,
al principio. Pero el daño era demasiado grande.
—¿Le… duele?

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—No de la manera que seguramente esté pensando. Más que nada están
insensibles. El tejido cicatricial no tiene terminaciones nerviosas. Pero hay
algo llamado contractura que sucede con las quemaduras profundas, en
especial en las manos. A medida que el tejido cicatricial se forma, encoge los
dedos hacia dentro o los tuerce hacia los costados. —Sostuvo las manos en
alto otra vez, invitando a Rory a mirar más de cerca. Casi todas las uñas de la
mano derecha habían desaparecido, dejando las puntas de los dedos brillantes
y chatas.
—Tal vez le cueste creerlo, pero soy una de las afortunadas. No siento
mucho dolor, pero cuando llevo los guantes demasiado tiempo, se me estiran
los dedos y eso hace que me duelan las articulaciones. Como la artritis,
supongo.
—¿No hay nada…? ¿No pueden operarla o algo?
Soline comenzó de nuevo a masajearse las manos, aplicando presión en
cada palma con los pulgares alternativamente, haciendo muecas de dolor
mientras trabajaba la carne cubierta de cicatrices.
—Me han operado seis veces. Desbridamiento, reconstrucción del tendón,
injertos de piel. Y todas las férulas que existen. Luego vino la terapia. Terapia
de presión, terapia de estiramientos. —Se encogió de hombros—. Llega un
punto en que ya no hay nada más que se pueda hacer. Me dieron ejercicios
para ayudar con la flexibilidad y el rango de movimientos. Los hice durante
un tiempo, cuando creía que había esperanza, pero con el tiempo lo dejé. No
le veía el sentido cuando supe que no volvería a coger una aguja.
Rory odió la rotundidad en su voz.
—¿No podría contratar a alguien para que se encargara de coser?
Los ojos de Soline se posaron en la caja a los pies de Rory.
—No con mis vestidos. El trabajo es delicado, muy… especializado.
—Pero ¿no podría formar a alguien? ¿Una aprendiz o algo así?
—El trabajo que hago no puede enseñarse y debe ser hecho a mano… por
mí.
—Mi madre recuerda su tienda. Dijo que era la tienda de vestidos de
novia más elegante de la ciudad. Ojalá hubiera podido verla antes de… —
Rory se contuvo—. Lo lamento. Solo quería decir que debía de ser
encantadora.
Soline se alejó y se detuvo para volverse.
—Sígame y traiga la caja.
Atravesaron un gran salón con paredes de color gris pizarra y un largo
sofá tapizado en cuero color caramelo, y luego unas puertas francesas que

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llevaban a un pequeño estudio.
Era una habitación cálida y acogedora, aunque con muy pocos muebles.
Un escritorio antiguo, un sillón de lectura y una mesita frente a la chimenea,
estantes que rebosaban libros antiguos encuadernados en cuero de tonos de
piedras preciosas. Pero fue la pared opuesta la que captó la atención de Rory:
un montaje de fotografías colocadas en marcos negros idénticos. Fotos,
recortes de periódicos, portadas de revistas y varios bocetos a lápiz de los
diseños de Soline. Dejó la caja del vestido en el suelo y se acercó
escudriñando los pies de foto, muchos de los cuales se remontaban a treinta
años atrás.

¡Oh là là! El sabor de París llega a Back Bay.

La alta costura nupcial llega a Boston.

El lazo Roussel: imprescindible para la novia de este año.

Las fotos eran maravillosas: Soline inclinada sobre una creación espumosa
con la boca llena de alfileres; subida a una escalera, sacando un rollo de tela
de un estante; ajustando un gran lazo de tafetán en la cintura de una
delgadísima rubia. Rory se detuvo frente a esa un instante para estudiar las
manos de Soline. Dedos largos y afilados, y uñas bien cuidadas. Hermosos y
tan hábiles, pero ahora ya no.
La foto más reciente era la de la propia tienda, tomada cuatro años atrás
para una publicación en Boston Bride, unos meses antes del incendio. Era
extraño verla tal y como estaba entonces, elegantemente amueblada en tonos
de peltre y crema. Todo cuidadosamente elegido, y muy francés. O, al menos,
como ella siempre había imaginado que era la decoración francesa.
También había una imagen del gran ventanal tomada desde la calle. El
nombre de la tienda estaba escrito en el cristal con elegante letra dorada, pero
no conseguía descifrarlo. Se volvió hacia Soline.
—¿Qué pone?
—L’Aiguille Enchantée —respondió Soline en voz baja—. Significa la
aguja encantada.
—La aguja encantada —repitió Rory con aire soñador. Incluso el nombre
olía a magia—. Un nombre perfecto para una tienda que vende vestidos de
cuentos de hadas y finales felices.
—Fantasías —replicó Soline—. Tonterías transmitidas por las Roussel
generación tras generación.
—¿No cree en los cuentos de hadas?

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—Ya hace mucho que no.
Rory espió el reflejo de Soline, capturado en el cristal del marco de fotos.
—¿Pero en algún momento creyó en ellos?
—Los cuentos de hadas pueden ser peligrosos, Aurore. Es fácil olvidar
que no son reales. Y entonces, antes de que nos demos cuenta, nos hemos
perdido en ellos. Por eso debemos aprender a dejar ir lo que ya no existe y
vivir con lo que sí.
Rory sintió un escalofrío bajándole por la nuca. Soline se refería a su
propia pérdida, claro, la de A.W.P., pero sus palabras podían haber sido
perfectamente para ella. Las similitudes entre sus historias eran innegables.
Su pasión por la creación, sus amores perdidos, su inclinación a apartarse del
mundo… y ahora la casa adosada.
¿Una coincidencia? ¿O tal vez una mano invisible la había empujado al
camino de esa mujer trágica y su vestido abandonado? ¿Una advertencia, tal
vez, sobre lo que ocurría cuando una se aferraba con demasiada desesperación
a la esperanza de un final feliz?
—A. W. P. —dijo Rory en voz baja.
—Se llamaba Anson.
—Bien, Anson. ¿Todavía recuerda… ha olvidado su rostro?
—Creía que así sería. Pero no, no lo he olvidado. —Inhaló y dejó salir el
aire despacio—. Al principio lo veía por todas partes. En la calle, pidiendo un
taxi. En la barra de un restaurante abarrotado. Detrás del escaparate de una
barbería. Estaba en todas partes… y en ninguna.
—¿Todavía le sucede?
—A veces.
La respuesta llenó a Rory de un vago temor.
—¿Cómo lo soporta?
Soline bajó las pestañas.
—Todos tenemos nuestros fantasmas, chérie. Rostros que pertenecen a
nuestro pasado. Excepto que no siempre se quedan en el pasado. A veces
reaparecen cuando menos los esperamos. Por eso metí la caja bajo la escalera.
Porque no lo soportaba.
Rory comprendía ese tipo de dolor, el aguijón que la esperaba cada noche
al cerrar los ojos y que seguía allí cuando despertaba por la mañana. El
espacio vacío donde debería estar el corazón. Antes de que pudiera
controlarse, las lágrimas le habían llenado los ojos.
Soline entornó la mirada, claramente preocupada.
—Chérie, ¿qué le ocurre? ¿Se encuentra mal?

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—No, estoy bien. Pero debería irme.
—Le pasa algo.
—No, de verdad. No debería haberla molestado. —Casi se tropieza con la
caja del vestido al pasar junto a Soline en dirección a la puerta—. No hace
falta que me acompañe. Conozco el camino.
—Aurore…
Rory siguió avanzando, desesperada por llegar a la puerta antes de quedar
reducida a un charco patético. Había conseguido lo que quería. Estaba
decidida a descubrir la historia de Soline Roussel, y lo había hecho. Ahora,
mientras se retiraba con prisa, no pudo evitar preguntarse si, de regalo, habría
conseguido un atisbo de la suya.

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Doce

Soline
Traficamos con la promesa del «felices para siempre», pero no todos están destinados a ese final de
cuento de hadas. Algunos son incapaces, otros no quieren, y a otros se les ha enseñado que no se lo
merecen. Es la tejedora de hechizos quien debe discernir quién es quién.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

20 de junio de 1985, Boston

Cierro los ojos mientras el primer sorbo de vino me baja por la garganta.
Louis Jadot Gevrey-Chambertin. Uno de mis placeres culpables. Chocolate y
cereza madura, calcáreo en boca, aterciopelado al bajar. Lujoso y caro. Es
curioso, tuve que venir hasta América para aprender a apreciar los vinos
franceses (Maman nunca tuvo vino en casa), pero he aprendido a hacerlo. Tal
vez un poco más de lo que me conviene. Pero me ayuda con las manos. Con
el dolor. Y con… otras cosas. O al menos, finjo que es así.
Los acontecimientos de hoy me han emocionado. Por razones que
comprendo demasiado bien y por otras que no entiendo en absoluto. No suelo
tener invitados en casa. De hecho, nunca tengo invitados en casa. Ni cenas, ni
cócteles, ni comidas con amigos. No tengo amigos. Oui, sé lo horrible que
suena. Qué triste y patético. Pero no quiero compasión. Es algo que elegí hace
años, después del incendio. Parece que toda mi vida está marcada como
«antes del incendio» o «después del incendio». No es que haya habido mucha
vida desde esa terrible noche. Eso también fue mi elección.
No recuerdo la última vez que tuve compañía. ¿Hace un año? No, más. Y
entonces solo fueron Daniel y su esposa, la antepenúltima Navidad. Me siento
a gusto sola, o al menos estoy acostumbrada a estarlo. Aun así, me sorprendió
la punzada de arrepentimiento que sentí cuando oí que la puerta principal se
cerraba tras la chica. Por otro lado, son muchas las cosas de hoy que me han
sorprendido. La llamada telefónica de una desconocida. Un fajo de cartas

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antiguas. El vestido. Mon dieu, el vestido. Recuerdos de los que me he
escondido más años de los que querría admitir. Y ahora me han encontrado.
Porque Aurora Grant me ha encontrado.
Rory, la chica que ha hecho resucitar mi pasado.
Cuando entró en la pastelería, por un momento pensé que la conocía. Una
de mis clientas, quizá. O una novia que había rechazado. Había algo familiar
en ella, una conexión que percibí en el instante en que nuestras miradas se
cruzaron. Y, sin embargo, a medida que se acercaba, vi que me equivocaba.
No la conocía.
Excepto que sí la reconocí. Ella era yo. O una sombra de mí cuando tenía
su edad. Perdida, afligida, desesperada por encontrar un destello de luz al
final de un túnel muy oscuro. Era encantadora. Un rostro afilado y bonito, y
una tez rosa y crema. Ojos del color del cielo cuando se acerca una tormenta,
ni azules ni grises, y una melena de ondas color miel que caía siempre sobre
su rostro, una manera inteligente de esconderse del mundo.
Entiendo esa parte, no querer que el mundo vea tu tristeza. Crees que eres
la única, que el destino te ha escogido para sufrir. No es así, por supuesto,
pero es lo que sientes. El resto del mundo sigue adelante, viviendo sus vidas y
soñando sus sueños, mientras tú estás congelada, suspendida para siempre en
ese terrible momento en que tu mundo dejó de girar y el suelo se hundió de
repente. Existes en una nada donde todo está vacío e infinitamente oscuro,
hasta que poco a poco la luz se vuelve insoportable.
Quería conocer mi historia, quería que abriera la caja en ese momento y se
decepcionó cuando vio que no lo haría. Sin embargo, se había desvivido por
hacerme un favor. Me sentí obligada a satisfacer al menos parte de su
curiosidad.
Fue delicada con sus preguntas, cuidadosa con mis sentimientos. Hay una
clase concreta de compasión que acompaña al dolor compartido. Un hilo
invisible que nos conecta, herida a herida. ¿Por qué si no habría dejado que
me llevara a casa? Y luego ese horrible asunto de los guantes, cuando la invité
a que me mirase las manos.
Todavía veo la expresión de su cara cuando se las mostré. Ternura más
que lástima. Casi le doy un beso por ello. Y más tarde, cuando sus ojos se
llenaron de lágrimas y salió corriendo de casa, quise ir tras ella, rodearla con
mis brazos y dejar que llorara hasta hartarse. Ahí hay una historia. Una triste,
diría. Tan triste que no pudo ocultarla, aunque lo intentó.
No sé qué le ha pasado a Aurora Grant para que esté triste. Solo sé que le
ha pasado algo. Pero es joven y tiene tiempo para escapar del vacío. Su

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galería será su salvavidas, como la tienda fue el mío.
Me gusta la idea, una galería para artistas noveles. Y el nombre:
Desconocidos. También me gusta la chica, y lo que dijo sobre el edificio: que
sentía que la estaba esperando. Tal vez sea justo que encuentre su salvavidas
donde yo perdí el mío. El destino ha tomado nuestros hilos y los ha enlazado.
Tal vez no sin costuras, pero sí ya de manera inextricable.
Lleno hasta arriba la copa de vino y vuelvo al estudio, pero me detengo
frente a la pared llena de fotografías enmarcadas. Hoy en día rara vez las
miro; incluso ahora, la pérdida es dura, pero esta tarde, cuando Rory estuvo
aquí, me encontré escudriñándola, intentando verlas como lo hacía ella, por
primera vez. Estaba mirando una foto del escaparate, preguntándome si
todavía recordaba la cara de Anson, cuando de repente capté nuestros reflejos
en el cristal del marco. Ella me devolvía la mirada y, durante una fracción de
segundo, parecía que Anson también estaba allí, con su cara superpuesta a la
de ella. Luego parpadeé y ya no estaba, solo quedaron nuestros rostros en el
cristal. Fue solo una coincidencia, un truco de la luz y la memoria, pero en ese
momento me pareció muy real, sorprendente y dolorosamente real.
La caja del vestido sigue en el suelo, donde la dejó. La llevo a la silla y
me siento con ella en el regazo durante un rato. No necesito abrirla. Sé lo que
hay dentro: trozos de mi pasado que amenazan con clavarse en mi corazón
como esquirlas. Recuerdos de mis finales felices perdidos. Los creí
desaparecidos, relegados al espacio oscuro bajo la escalera y luego reducidos
a cenizas. Pero ahora han sido exhumados, y no tengo más remedio que
recordar.
Siento que se me corta la respiración al abrir la tapa y retirar el papel de
seda. El vestido es tal y como lo recuerdo, de un blanco brillante y espumoso.
Paso las manos por la pedrería, recordando las largas noches que pasé
cosiendo en secreto. De haberlo sabido, Maman no lo habría aprobado. Le
habría parecido un terrible derroche, ya que cuando lo terminé quedaban muy
pocos novios en Francia. Aun así, lo llevé conmigo cuando me fui. Porque
soñaba con mi propio final feliz. Un día me pondría mi precioso vestido con
su sagaz hechizo, y demostraría que Maman estaba equivocada. Demostraría
que todas las Roussel estaban equivocadas. Y casi lo conseguí. En su lugar, lo
perdí todo.
Las lágrimas me abrasan la garganta mientras dejo la caja a un lado y
apago la luz. Creía que estaba preparada, pero no lo estoy.
La copa de vino cuelga entre mis dedos mientras avanzo por el pasillo
hacia mi dormitorio. Estoy cansada y me duele la cabeza. Me olvido de lo

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ruidosos que son los lugares públicos y cuánto me agotan. Mis pensamientos
se dirigen al frasquito de plástico que hay en la mesilla de noche, una receta
que me hizo uno de mis médicos el día que salí del hospital para ayudarme a
controlar el dolor. Dejé de tomar las pastillas una semana después. Me hacían
sentir muy pesada. Pero el frasquito sigue ahí, una póliza de seguro en caso de
que las noches se alarguen demasiado o los días se queden demasiado vacíos.
Pienso en ellas de vez en cuando. A veces incluso las saco, las vierto en la
palma de la mano y me imagino tragándolas todas de una vez. No lo haré, por
supuesto. Esta noche tengo otras cosas en la cabeza.
Me desvisto en la oscuridad y me meto en la cama mientras mis
pensamientos vuelven a Rory. Si la leyera como me enseñó Maman, ¿qué
vería? Sería fácil, creo. También en ese sentido es como yo, o como solía ser.
Muy abierta al mundo. Maman me regañaba por eso. Decía que nunca podría
ocultar nada, que mi cara siempre me delataría.
En una época fue cierto, pero con los años he aprendido a ocultar muchas
cosas al mundo. Supongo que también a mí misma. El dolor tiene su manera
de endurecernos, cada nuevo desengaño añade una nueva capa de protección,
como el nácar de una perla, hasta que nos creemos impenetrables, inmunes
tanto a nuestro presente como a nuestro pasado.
Qué estúpidos somos por creerlo.

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Trece

Soline
Puede surgir la tentación de utilizar la magia con fines egoístas. Pero tales transgresiones siempre
traerán malos vientos, que luego se cebarán con las generaciones futuras.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

11 de diciembre de 1942, París

Dos años y medio de ocupación nazi han diezmado París.


Nunca olvidaré la mañana en que llegaron. Oí a los soldados antes de
verlos, como el lejano retumbar de un trueno, mientras me apresuraba por la
rue Legendre y me dirigía a la place de la Concorde. No sé qué esperaba al
girar hacia los Champs-Élysées. La guerra, supongo. Los parisinos, presos del
pánico, se lanzaban a las calles en un último intento de alejar a los invasores.
Soldados blandiendo armas y tomando prisioneros. Pistolas, bombas, fuego,
sangre: el caos de la guerra.
Pero no había caos. De hecho, había un orden extraño y siniestro en todo
ello, una precisión de acero que era casi sobrecogedora. Motocicletas,
caballos, columnas de tanques y carros blindados, y miles y miles de soldados
moviéndose al unísono, inmaculados con sus cascos y uniformes gris verdoso.
En cuanto a que los parisinos tomasen las calles, tampoco había ocurrido nada
de eso. En su lugar, los espectadores se alineaban en las aceras, silenciosos y
boquiabiertos, asombrados por la máquina que devoraba su ciudad. O lo que
quedaba de ella entonces.
Los ricos y las personas bien conectadas llevaban semanas saliendo de
París: coches, trenes y carros de caballos que atascaban las carreteras, con
destino a la costa, mientras l’exode ahora ya había empezado en serio. Las
tiendas habían cerrado, los hoteles se habían vaciado y los teatros se quedaron
a oscuras. Incluso los puestos del mercado se habían callado al prever la
invasión. Y, finalmente, en junio de 1940, sucedió. La Wehrmacht de Hitler

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entró en París sin disparar un solo tiro, y al final de la tarde las esvásticas
volaron sobre el Arc de Triomphe y la Tour Eiffel.
La vida ha sido un borrón desde ese día aciago. Se han establecido toques
de queda y se aplican con severidad. Los carteles de las calles en francés se
han sustituido por otros en alemán, y ahora los relojes están ajustados a la
hora alemana, un dedo en la llaga de una ciudad ya desmoralizada. Ya ni
siquiera nuestro tiempo es nuestro.
Han cerrado los periódicos franceses y todas las radios deben sintonizar
las emisoras de propaganda alemana. También hay carteles pegados por todas
partes, animándonos a ver a nuestros ocupantes como amigos. Como si no
sintiéramos su mano en nuestras gargantas apretando cada vez más.
Se han repartido cartillas de racionamiento para la comida y la ropa, lo
que ha provocado colas interminables para cubrir las necesidades más básicas.
París se ha convertido en una ciudad obsesionada con la comida. Encontrarla,
pagarla, hacer que dure. Las mujeres pasan la mayor parte de sus días en
busca de un huevo o un hueso para la sopa, mientras que las revistas nos
enseñan a hacer durar más la mantequilla con gelatina y a preparar un bollo
sin huevos. El meticuloso acaparamiento de Maman hace que suframos
menos que la mayoría, pero nuestras reservas disminuyen a un ritmo
alarmante.
Desplazarse también es difícil. No hay gasolina, por lo que solo quedan
las bicicletas y el metro. O caminar, que es lo que suelo hacer. Por todas
partes hay soldados nazis, en los cafés y en las tiendas, bebiéndose nuestro
vino y vaciando nuestras estanterías, merodeando por las esquinas y
charlando con nuestras mujeres, como si todo en Francia fuera suyo, cosa que
supongo que es cierta. Pero nadie sufre más que los judíos.
No solo les han confiscado sus propiedades y posesiones, el Statut des
Juifs les prohíbe trabajar en ciertas profesiones, ir al teatro, comprar en la
mayoría de las tiendas e incluso tener radios. Todos los judíos mayores de
seis años deben llevar una estrella amarilla impresa con la palabra Juif sobre
el corazón, para que resulte más fácil perseguirlos. Para esta distinción, se les
obliga a utilizar la ración de ropa de todo un mes. Algunos desafían la nueva
ley, aunque lo hacen corriendo un gran riesgo. A los que sorprenden o
denuncian simpatizantes nazis, los golpean o algo peor.
Y han comenzado las redadas. Miles de judíos, en su mayoría mujeres y
niños, detenidos durante días, sin comida ni agua, son enviados primero al
campo de retención de Drancy antes de que los metan en vagones de ganado y

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se los lleven. Una de las redadas se llamó la redada del Velódromo de
Invierno, organizada y llevada a cabo por la policía francesa.
Por nuestra policía.
Pero era solo el principio. Los detalles de los campos de exterminio han
comenzado a filtrarse. Rumores de cámaras de gas y hornos, trincheras poco
profundas llenas de cuerpos. En toda Europa, están exterminando a los judíos.
Y el gobierno francés está ayudando a hacerlo.
Nos enteramos de las noticias, las verdaderas noticias, como lo hacen la
mayoría de los parisinos, a través de las emisiones prohibidas de la BBC en
Radio Londres o de cualquier periódico clandestino que circula discretamente
de mano en mano. Como todo en estos días, ser descubierto supone un castigo
severo.
Maman está particularmente afectada por las noticias, lo que me
sorprende un poco. Nunca ha sido llorona, pero después de dos años de
boches, el ánimo de todos pende de un hilo. Ahora su enfermedad se ha
afianzado, los ataques de tos son tan severos que se ve obligada a tomar
pócimas para dormir cada noche para poder descansar. Y están los pañuelos
manchados de sangre que fingí no ver hasta que ya no me los pudo ocultar.
Ahora, con la llegada de otro invierno sin combustible para calentarnos, su
estado se ha vuelto terrible.
El poco trabajo que hay ahora es responsabilidad mía. La mayoría de las
veces se trata de pequeños arreglos, pero agradezco cualquier cosa que llene
los días. Y por las noches, cuando las cortinas se cierran y Maman duerme,
sigo trabajando en mi vestido, aunque dudo que viva lo suficiente para
mostrárselo concluido.
Una noche, me llama a su habitación y me dice que acerque una silla. Es
doloroso ver los cambios que se han producido en ella. Todos estamos más
delgados hoy en día, pero la delgadez de Maman es más cruel, un lento
estrago que ha dejado la piel tensa sobre los huesos de su cara. Y, sin
embargo, sus ojos brillan y están agitados cuando se posan sobre mí.
—Siéntate —dice y me aparta la mano de un manotazo cuando la alargo
para tocarle la frente—. Tengo algo que decirte. Algo que debería haberte
dicho hace años.
—Deberías estar descansando —contesto, con la esperanza de que cambie
de tema. No tengo ganas de hablar de la muerte. O de los nazis. O de lo
difíciles que se van a poner las cosas. Últimamente casi no hablamos de nada
más—. Podemos hablar luego, cuando hayas dormido un poco.
—Lo que tengo que decirte no puede esperar a mañana.

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Asiento y aguardo.
—Ve a mi cómoda. En el cajón de arriba, casi al fondo, encontrarás una
caja. Tráemela.
La caja está ahí, un joyero de terciopelo verde del tamaño de mi mano. La
llevo hasta la cama y regreso a mi silla, esperando con una suerte de
fascinación mientras Maman abraza la caja contra el pecho con una ternura
inexplicable. Cuando su mirada al fin se alza para encontrarse con la mía, es
como si hubiera olvidado que estaba allí.
Sus manos tiemblan mientras pugna con la tapa. Al final, se rinde y me la
tiende.
—Ábrela, por favor.
Hago lo que me dice, sin darme cuenta de que contengo el aliento hasta
que escapa de golpe. Dentro hay un guardapelo en forma de cojín con un par
de lirios grabados. Miro a Maman a los ojos. Ella parpadea despacio, con un
asentimiento casi imperceptible.
Tardo unos segundos en encontrar el cierre, pero por fin veo el rostro de
un extraño. Tiene una belleza elegante y melancólica, con pómulos altos, ojos
profundos y la cabeza cubierta de rizos oscuros y espesos. Los labios son
gruesos, casi femeninos, y se inclinan hacia arriba en las comisuras, como si
tratara de contener una sonrisa.
—Se llamaba Erich Freede —dice Maman en voz baja—. Estudiaba en el
Conservatoire de París el verano antes de que nacieras.
Entonces se queda callada, aunque siento su mirada en mí mientras sigo
observando la fotografía. Al fin comprendo lo que quiere decirme. «El verano
antes de que nacieras». Levanto la vista, con una pregunta atascada en la
garganta como un hueso.
—Era tu padre.
Padre. La palabra suena extraña en sus labios, pero su mirada no vacila.
—¿Por qué me lo cuentas ahora?
—Porque nunca hemos hablado de él. Tenemos que hacerlo ahora.
Siempre sentí curiosidad por el hombre que se las arregló para encontrar
una rendija en la armadura de mi madre, pero de repente no quiero hablar
sobre él o sobre por qué ha decidido tener esta conversación ahora.
—Iba de camino a un ensayo cuando nos conocimos. Yo estaba
entregando un vestido en la rue de Madrid, cerca del conservatorio. Había
llovido toda la mañana y las calles estaban llenas de charcos. Yo esperaba
para cruzar en la esquina cuando un coche pasó a toda velocidad y me
manchó de agua y barro. Me horroricé cuando bajé la vista a la caja del

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vestido. Estaba empapada y sucia, y lo único que podía pensar era «Si se ha
estropeado el vestido, Maman me va a matar». Y de repente ahí estaba él,
ofreciéndome un pañuelo.
—Erich —pronuncio el nombre con lentitud, acostumbrándome a él.
—Sí, Erich. —Una sonrisa poco común suaviza las arrugas que la
enfermedad ha grabado en su rostro—. Llevaba un traje blanco de verano que
parecía hecho a medida y zapatos calados blancos y negros, tan brillantes que
los podría haber usado para empolvarme la nariz. Tan elegante, con su
canotier y su corbata con un nudo inmaculado. Y ahí estaba yo, goteando
como un gato mojado.
—Y se enamoró de ti en ese preciso instante —digo leyendo el resto en
sus ojos.
Su expresión se vuelve suave y soñadora.
—Los dos nos enamoramos. Era tan guapo que cuando me preguntó cómo
me llamaba, no lo recordaba. Fue como si de repente me hubieran dejado la
mente en blanco, como si no me hubiera sucedido nada antes de ese
momento. Me ayudó a limpiar la caja, y luego se agachó para quitarme el
barro de los zapatos. Yo estaba tan aturullada que le tiré el sombrero a la calle
y, antes de que nos diéramos cuenta, ninguno de los dos podía parar de reír.
Me dio su abrigo para que me cubriese la ropa mojada y me acompañó el
resto del camino.
Me encontré sonriendo. Es un lado de Maman que nunca habría
imaginado: una mujer joven a punto de vivir una gran pasión.
—¿Qué pasó después de que entregaras el vestido?
—Pasamos cada momento libre juntos, casi siempre en algún parque. No
era mucho, pero bastaba. Él traía una manta y comida, y yo salía de casa
inventándome alguna excusa. Comíamos, y luego me tocaba el violín. Su
música era tan hermosa, como si me estuviera contando una historia cada vez
que cogía el arco. Fui a algunos de sus conciertos en el conservatorio. Todos
esos músicos tocando juntos en un escenario, y yo solo podía escucharlo a él.
O al menos, eso era lo que me parecía.
—¿Cuánto duró?
—Siete meses y trece días.
La rapidez y la precisión de su respuesta me sorprenden.
—¿Qué pasó?
—Había terminado sus estudios. Era hora de volver a casa.
—¿A casa?
Maman cierra los ojos con una mueca de dolor.

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—A Berlín.
Su angustia es palpable y muy impropia de ella. Tal vez porque no creía
que fuera capaz de sentir emociones como estas.
—Siento que te dejase, Maman.
Sus ojos se abren despacio, oscuros y sin fondo.
—Fui yo —susurra—. Yo lo dejé.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Quería que volviera con él a Alemania, que me casara con él. Pero tu
abuela lo prohibió. Incluso cuando le dije que iba a tener un bebé.
—¿Por la tienda?
—Por la guerra —contesta en voz baja—. Erich era alemán. Un boche,
como se les llamaba entonces… y supongo que también ahora. Mi madre
nunca los perdonó por la batalla del Somme. Muchos de nuestros muchachos
murieron allí, asesinados a miles en las trincheras. No podía perdonarlo.
Muchos no podían. Dijo que casarme con un alemán sería una vergüenza
mucho mayor que tener un hijo bastardo.
—¿Así que eso fue todo? ¿Simplemente dejaste que se marchara?
Maman asiente e inhala con un estertor.
—Sus padres estaban muertos y sus hermanas habían ido a vivir con una
tía mientras él estudiaba. Era hora de regresar a sus responsabilidades. Podría
haber hecho que se quedara —susurra con voz ronca—. Si le hubiera hablado
de ti, se habría quedado.
La miro fijamente, estupefacta.
—¿No le dijiste que estabas embarazada?
Maman vuelve el rostro.
—Solo habría hecho las cosas más difíciles para ambos. Teníamos…
responsabilidades.
La miro parpadeando, tratando de entender. No es que haya echado de
menos tener un padre, no se puede echar de menos lo que nunca se ha tenido,
pero su argumento no tiene lógica.
—¿Qué podría ser más responsable que casarte con el padre de tu hijo?
—No era tan sencillo. Tenía que pensar en la tienda. No podía dejar a
Maman sin más ayuda que Lilou, sobre todo porque yo sabía que no se iba a
quedar. Incluso de niñas, mi hermana siempre estuvo lista para marcharse. Y
luego estaban las historias… todos los corazones rotos de las Roussel,
aquellas que desafiaron las reglas de nuestra vocación y sufrieron por ello.
Maman dijo que el mío sería el siguiente, y que no regresara cuando
sucediera. —Un par de lágrimas se escapan de entre sus párpados cerrados y

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dejan estelas plateadas a su paso—. Estaría sola, igual que mi madre después
de que naciese Lilou.
—Así que, en vez de eso, te guardaste el secreto y le rompiste el corazón a
Erich.
—Tenía miedo.
Sus palabras me dejan con un nudo en la garganta.
—¿Y nunca volviste a verlo?
Maman sacude la cabeza, lenta y dolorosamente.
—Recibí una carta una vez, rogándome que lo reconsiderara. Tenía miedo
de flaquear, así que la tiré al fuego. Lilou estaba furiosa conmigo. Ella nunca
entendió el deber. Y yo… —Sus ojos se apartan de los míos—. Yo nunca
entendí nada más.
—Lo siento mucho —digo en voz baja, porque es cierto. Pero también
estoy enfadada. Por no haber tenido la oportunidad de conocer a ese hombre
que contaba historias con su violín, o a la mujer que era mi madre en aquella
época, la que se había enamorado de un extraño en una esquina. Me habría
caído bien esa mujer. Pero los años la habían transformado en otra persona:
un eco infeliz de la misma madre que la había obligado a negar su corazón.
Parece una terrible ironía mientras estoy sentada escuchando su historia, y me
pregunto si ella también se da cuenta, y si es por eso por lo que ha decidido
contarme la suya.
—Dejarlo marchar debió de romperte el corazón —digo con delicadeza. Y
entonces, de repente, me asalta un pensamiento—. ¿Por eso me lo cuentas
ahora, porque quieres que te ayude a encontrarlo?
Las lágrimas llegan ruidosas y repentinas, como una presa que se rompe,
y no se me ocurre qué más decir. No tengo experiencia en consolarla y, al
parecer, no lo estoy haciendo bien.
—Lo siento mucho, Maman. No sé qué he dicho, pero lo siento.
—Era judío —solloza con la voz rota—. Erich Freede era judío.
La miro y hago un esfuerzo por conectar las palabras con la angustia en
sus ojos. Tardo unos segundos, pero al fin lo comprendo. Un judío. En
Alemania.
—Los nazis —digo en voz baja—. Mon dieu.
Maman cierra los ojos y ahoga otro sollozo.
—Las historias… Los campos… No soporto pensarlo.
Miro el guardapelo en mi mano y recuerdo el día en que una de las
clientes de Maman nos contó su relato de la Kristallnacht, cómo cerró la
tienda y se fue a su cuarto y no salió hasta la mañana. Y cómo, al escuchar lo

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de la redada del Velódromo de Invierno por la radio, se echó a llorar
desconsoladamente y se negó a comer durante días. No había llorado por la
humanidad, había llorado por Erich Freede, porque nunca había dejado de
amarlo.
Por eso había estado pendiente de cada palabra de los informes diarios de
la BBC, escudriñando cada renglón de los periódicos de contrabando que a
veces llegaban a nuestro buzón. Y, tal vez, por lo que últimamente sus dedos
habían acariciado el rosario con tanto fervor, una barrera contra el mal.
—¿Has tenido… noticias suyas?
—No. —Se cubre la boca, tiene los ojos cerrados con fuerza mientras dos
lágrimas ruedan por sus mejillas—. Durante años lo imaginé tocando en los
mayores auditorios de Europa, con el público en la palma de la mano. Era una
manera de aferrarme a él, imaginarlo feliz después de todo lo que había
pasado, y ahora… no sé dónde está. No sé si está vivo o muerto.
Me duele el corazón mientras la veo hablar, pero también tengo miedo. Su
respiración suena pastosa y áspera, y el color ha abandonado sus labios
mientras lucha por respirar.
—Por favor, Maman. No debes agitarte.
—Si no hubiera escuchado a mi madre… Si le hubiera hablado de ti y le
hubiese pedido que se quedara, ahora tal vez estaría a salvo.
—Eso no lo sabes, Maman. Aquí también persiguen a los judíos. Nosotros
lo estamos haciendo. Los franceses.
Se levanta con dificultad de las almohadas y me agarra la mano con
fuerza.
—Pero podría haber sido distinto. ¿No lo ves? Si se hubiera quedado en
París, podría haberlo advertido. En vez de eso, le rompí el corazón… y ahora
lo he matado.
La acuesto de nuevo sobre las almohadas y la hago callar como a una niña
atrapada en una pesadilla. Le digo que cierre los ojos y le acaricio el pelo,
tratando de recordar alguna vez en que los papeles se hubieran invertido y
fuese ella la que me consolaba. No puedo, nunca ha sido ese tipo de madre.
Aun así, no puedo negarle este poquito de ternura. No cuando se le está
rompiendo el corazón.
Me siento en el borde de la cama, esperando a que se calme, y pienso en
el maléfice, la maldición. La madre de Maman la había advertido de que amar
a Erich Freede la llevaría al desamor. Pero ¿en qué se diferenciaba eso de su
angustia actual, preguntándose si el hombre al que amaba estaba escondido en
alguna parte, como un animal acorralado, o preso a merced de los monstruos

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en uno de los campos? Si esto es lo que consigues al proteger tu corazón,
prefiero no hacerlo.
Maman aparta su mano de la mía y se seca las lágrimas con impaciencia.
—Quería que tuvieras el guardapelo porque quiero que tengas algo de tu
padre. Y porque hay algo que necesito que hagas.
Asiento sin decir nada.
—Un día te irás de París. Llévate el guardapelo allá donde vayas. Aléjalo
de este lugar y de todos sus nefastos recuerdos. Prométeme que lo harás.
—¿Irme de París? —La miro, perpleja—. Pero ¿a dónde? París es mi
hogar.
—Ya no. Y te irás. Debes hacerlo.
—Pero la tienda, la obra. Siempre has dicho…
—He dicho muchas cosas. Te enseñé a vivir para la obra, porque eso es lo
que me habían enseñado, pero me equivoqué. Me he equivocado en muchas
cosas.
—Maman…
—¡Déjame hablar!
Abro la boca y vuelvo a cerrarla. No me servirá de nada discutir.
—Siempre te he mantenido alejada de mí. No, no niegues con la cabeza.
Ambas sabemos que es la verdad. Pero lo que no sabes es por qué. —Toma
aliento con un estertor húmedo—. Te parecías mucho a él, Soline. Tanto que
me dolía mirarte. Tienes mis ojos, mi pelo, mi boca, pero siempre has tenido
su corazón. Él era un soñador, un rêveur. Tenía tantos planes para nosotros.
—Hace una pausa para inspirar agónicamente—. Yo le arrebaté eso, y cada
vez que te miraba, me lo recordaba.
Algo en mi pecho se afloja al procesar sus palabras. Durante años, me he
preguntado qué había hecho para merecer su gélida maternidad, esperando
encontrar algo, cualquier cosa que pudiera hacer que me tratase con algo de
calidez. Ahora entiendo que no había nada. Saberlo me produce un extraño
alivio.
Apoyo mi mano sobre la suya.
—Creo que deberías descansar. Tu medicina…
Sus ojos relucen febriles.
—Calla y escucha. Está a punto de llegarte una oportunidad, Soline. Una
que te sacará de aquí. Tienes que aprovecharla.
—Ya es demasiado tarde para ir con Lilou. Londres también está en el
punto de mira.
—No con Lilou. Más lejos. Y para siempre.

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—Pero la tienda…
Maman niega con la cabeza para hacerme callar.
—Eso ha terminado. Los nazis se han encargado de que así sea. Harán
arder la tierra antes de ser derrotados. Pero tú volverás a empezar. En un lugar
nuevo.
Siento un remolino de inquietud bajo mis costillas.
—¿Cómo lo sabes?
Sus ojos vuelven a centellear.
—¿Tú qué crees? Cogí el cepillo de tu tocador cuando fuiste a la
carnicería.
—¿Me has… hecho una lectura?
—No pude completarla. Regresaste demasiado pronto. Pero vi suficiente.
Sus palabras me dejan atónita. Siempre ha sido inflexible respecto a los
peligros de usar la magie con nuestros propios asuntos.
—Pero siempre has dicho…
—Sí, sí. —Suspira y agita su mano esquelética—. Sé lo que dije, pero he
hecho una excepción. Hay veces en que es necesario saber en qué dirección
soplará el viento, y a ti te llevará muy lejos, ma fille. Lejos de París y de toda
esta locura. Pero no escaparás ilesa. Habrá adversidades y dolor en el camino.
Debes aferrarte con fuerza a tu fe, Soline, pase lo que pase.
La miro, perpleja. Las Roussel no tenemos fe como tal. Tenemos nuestras
agujas y nuestro hilo. Esa es nuestra fe: la obra.
—Por favor, Maman, habla claro.
—Mi fe se puso a prueba una vez, cuando era un poco mayor que tú.
Fracasé. —Calla y estira el cuello para coger aire—. No tenía fe en lo que
podría haber sido: una vida propia y amor. Porque yo no era una soñadora.
Así que seguí el camino que se me había marcado. Pero tú, So-So… tú tienes
sueños. Y talento, mucho más talento del que yo he tenido jamás.
Por un instante no puedo ni parpadear. He esperado tanto tiempo la más
diminuta migaja de reconocimiento, una prueba de que me veía, y ahora, de
repente… elogios. Quiero llorar, pero sé que no le gustará. En vez de eso,
digo:
—He tenido una buena maestra.
Agita la mano, como apartando las palabras, impaciente por terminar con
lo que tiene que decir.
—Esta oportunidad de la que te he hablado… pondrá a prueba tu corazón.
Puede que incluso lo rompa. Pero los regalos más valiosos siempre tienen el

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precio más alto. Yo lo aprendí demasiado tarde… por eso te lo digo ahora.
Debes…
Se interrumpe llevándose un pañuelo a la boca para ahogar un súbito
ataque de tos. Para cuando los espasmos por fin se acaban, tiene el rostro
ceniciento y tiembla, los labios muestran un tinte azul. Le tomo la mano y
siento los huesos, como de pájaro, frágiles bajo mis dedos, y de repente caigo
en la cuenta de las pocas veces que he visto quietas estas manos a lo largo del
tiempo. Siempre con una aguja, una cinta, un par de tijeras. Hilvanando,
poniendo alfileres, haciendo dobladillos. Pero pronto su enfermedad las
inmovilizará para siempre.
Los ojos se me humedecen antes de que pueda apartar la mirada. Me coge
de la manga y, por un instante, veo suavizarse su rostro.
—Nada de lágrimas, ma tendre. No por mí. Las necesitarás más adelante.
Se avecinan muchos cambios y debes estar lista.
Hago lo que me dice y me seco los ojos con la manga, pero sus graves
predicciones me han puesto nerviosa.
—Me estás asustando con toda esta charla funesta, Maman. ¿No puedes
decirme lo que sabes y ya está? —Pero en el momento en que las palabras
salen de mi boca, me arrepiento de haberlas pronunciado—. Olvídalo —digo
enseguida—. Estás cansada. No debes hablar más esta noche.
Vuelve la cabeza y, por un momento, creo que está llorando, pero cuando
me mira otra vez tiene los ojos secos. Cuando al fin habla, su voz suena ronca
y cargada de emoción.
—Esto es lo que sé, ma fille. Hay un dolor peor que la muerte. Es el dolor
de una vida vivida a medias. No por no saber lo que podría haber sido, sino
precisamente por saberlo. Te das cuenta demasiado tarde de que estaba allí
para que lo cogieras, justo allí, en tus manos, y lo dejaste escapar. Porque
permitiste que algo, o alguien, os separase. Pero cuando te toque a ti, puedes
hacerlo de otra manera, ma fille. Y te tocará. Pero debes mantenerlo vivo, So-
So. —Hace una pausa y se aprieta el puño contra el pecho—. Aquí, en tu
corazón. Y nunca renuncies a tu verdad. Mientras guardes su hermoso rostro
en tu corazón, nunca lo perderás realmente. Siempre habrá un camino de
vuelta.
Ahora está divagando, al borde del sueño, confundiendo su pasado con mi
futuro. Su pócima para dormir está surtiendo efecto.
—Ahora descansa, Maman. Cierra los ojos y descansa.
Sus ojos permanecen clavados en mi rostro, repentinamente abiertos y
relucientes por la fiebre.

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—En esta vida hay momentos en los que hay que aferrarse, So-So, y
momentos en los que hay que soltar amarras. Tienes que aprender a
diferenciarlos, y confiar lo bastante en tu corazón para dejar que se rompa.
Aferrarse es algo difícil. Pero es allí donde entra en juego la fe. ¿Lo
entiendes?
Asiento, porque al fin me parece comprender. Miro el guardapelo, que
sigue abierto en mi regazo. Los ojos oscuros de Erich Freede me devuelven la
mirada. «Guarda su rostro… su hermoso rostro… siempre en tu corazón». Sí,
lo haré. Por Maman.
—Ahora duerme —digo con suavidad.
Me suelta la mano y cierra los ojos, acomodándose sobre las almohadas
con un suspiro largo y mullido. Me quedo unos segundos, digiriendo todo lo
que ha pasado entre nosotras, deseando que hubiera sucedido antes, atónita
por que haya ocurrido. El silencio se alarga. Me levanto y me vuelvo para
marcharme.
—Déjalo aquí junto a mí —pide suavemente con una voz fina e infantil—.
Solo un ratito.
Cierro la tapa del guardapelo, se lo pongo en la mano y le cierro los
dedos. Después me inclino y le doy un beso en la frente. Es un gesto que no
he hecho nunca antes, y que nunca volveré a hacer.
La mañana siguiente, entro en su dormitorio y encuentro que se ha
apagado. Yace inmóvil sobre las almohadas, con el rostro pálido por la
muerte. Pero también hermoso, como si abandonar su cuerpo la hubiese
liberado para ser finalmente feliz. Su mano yace abierta sobre las sábanas,
con el guardapelo y el rosario sueltos sobre la palma. Dejo el rosario en la
cómoda y me cuelgo el guardapelo al cuello. Su peso sobre mis pechos me
resulta extraño. Mi padre. Un desconocido. Pero he hecho una promesa, y la
cumpliré.
No me sorprende descubrir que se ha marchado, solo noto una ola opaca
de tristeza cuando cierro la puerta del dormitorio al salir. Mis huesos se
dieron cuenta de que nuestra charla de anoche era una especie de despedida.
Como de costumbre, Maman tuvo la última palabra.

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Catorce

Soline
No creamos el amor de la nada, usando filtros o encantos ni ninguna otra clase de manipulación.
No creamos amor en absoluto. Simplemente guiamos su expresión y aseguramos su supervivencia.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

3 de marzo de 1943, París

He cerrado la tienda para siempre, aunque nadie se ha dado cuenta.


Enterramos a Maman discretamente en un ataúd de cartón cubierto con
una tela, porque no había madera para uno como Dios manda. Aparecieron
flores en la escalera de la entrada, pequeños ramilletes atados con trozos de
cinta o cordel. Y, por supuesto, cartas: docenas de sobres metidos en el buzón
de la tienda, remembranzas sinceras de novias a las que Maman había
ayudado a encontrar la felicidad a lo largo de los años. Tantos milagros, en
apariencia, conseguidos con un montón de puntadas y un poquito de magia.
He guardado algunas de las cartas y las he atado con un trozo de cinta.
Son el legado que me deja Maman: una colección de sus finales felices. Me
ayuda leerlas de vez en cuando, saber que será recordada. Pero la vida debe
continuar. La muerte está en todas partes estos días. En la radio y en los
periódicos, en los campos de concentración y en los campos donde se
combate, en las prisiones y en los hospitales de campaña. Para la mayoría,
Esmée Roussel no es más que otro rostro desaparecido de las colas, pero yo
siento su ausencia con mucha intensidad.
Desde que tengo memoria, Maman ha sido la voz en mi oído, dirigiendo
mi trabajo y dando forma a mis pensamientos, dándome forma a mí. Y ahora
que no está, de repente me siento vacía. Nunca he sido mucho más que la hija
de Esmée Roussel. De repente, ni siquiera soy eso.
Después de años de trabajo clandestino, al fin he terminado mi vestido, un
Soline Roussel original, pero no parece tener mucho sentido comenzar otro.

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Como Maman predijo, no hay novias en París porque no hay novios. A menos
que se cuente a los boches, y yo no los cuento.
Simplemente, mi vida ha perdido su ritmo. Ya no tengo nadie para quien
cocinar, para quien coser, a quien cuidar, y no sé qué viene a continuación.
Mi mundo, que nunca tuvo más de unos cuantos kilómetros, ha quedado
reducido a un puñado de habitaciones, y pasan semanas enteras en las que no
me atrevo a salir. Pero mis provisiones han mermado de manera alarmante. Es
hora de reunirme de nuevo con los vivos en las colas de la comida.
Es la mañana de un miércoles lluvioso. Cojo el paraguas y mis cartillas de
racionamiento y me dirijo a las tiendas. Es día de carne, y la cola en el
carnicero ya llega hasta la calle, una hilera de rostros delgados, afilados por el
hambre y la desconfianza. Ocupo mi lugar entre ellos y comparto el paraguas
con la mujer que tengo detrás.
Es imposible ignorar la charla que recorre la cola. Rumores de difteria y
de la tuberculosis que mató a Maman. Niños con raquitismo, bebés que nacen
demasiado débiles como para sobrevivir, gente que muere de hambre en
Polonia. Y la pregunta que nadie pronuncia en voz alta: ¿cuánto falta para que
nos toque a nosotros?
Pero peor que la amenaza del hambre, al menos para mí, es el peso
asfixiante del aburrimiento. Necesito algo para llenar mis días, un modo de
ser útil de nuevo, o me volveré loca. Algunas de las casas de alta costura
siguen abiertas: Lelong, Grès, Schiaparelli. Pero ahora visten a las esposas de
los nazis, y Maman no aprobaría que me involucrara en eso. Aunque yo
tampoco pondría un pie en ninguna de esas casas. Por desgracia, no tengo la
más remota idea de para qué otra cosa podría servir.
Y entonces, una mañana, voy con la vieja bicicleta de Maman a Neuilly-
sur-Seine, en las afueras de la ciudad, a intercambiar dos madejas de encaje
(el doble de caro que la carne de vaca en el mercado negro y el doble de
difícil de encontrar) por un poco de mantequilla y algunos huevos. Estoy
cerca del Hospital Americano cuando tres ambulancias que suben por la calle
a toda prisa hacen que me recorra un escalofrío. Las sirenas no son algo
extraño en las calles de París, al contrario, pero no creo que ninguno de
nosotros se haya acostumbrado a ese gemido estremecedor y lastimero. Todos
sabemos lo que significa: más hombres mutilados, más viudas.
Observo, absorta, cómo atraviesan la entrada del hospital y paran en el
enorme patio delantero. Hay un clamor cuando las sirenas mueren, un ajetreo
de puertas que se cierran y un enjambre de uniformes cuando los conductores
salen para bajar su carga.

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En toda Francia los hospitales están colapsados. Todos hemos oído las
historias de terror: médicos realizando amputaciones desde el amanecer hasta
la puesta de sol, enfermeras tan exhaustas que a menudo se desploman por la
falta de sueño, voluntarios cambiando sábanas y vaciando orinales; cualquier
cosa que alivie la carga. Antes de darme cuenta de lo que hago, he dejado la
bicicleta a la sombra de un castaño y camino hacia el patio. Después de dos
años ocupándome de Maman, cambiando sus sábanas y ayudándola a bañarse,
lavando sus pañuelos ensangrentados y dándole sus pócimas para dormir,
conozco las tareas más básicas de la enfermería. De repente, veo una manera
de llenar mis días y ser útil.
Nadie repara en mí. Hay tanta actividad, hombres corriendo en todas
direcciones, órdenes pronunciadas a gritos mientras los conductores
americanos se apresuran a bajar a las víctimas. Ojos vendados. Una
mandíbula destrozada. Una pierna retorcida de manera grotesca. Un trozo de
metralla del tamaño de un puño que sobresale de una herida en el pecho
vendada a toda prisa. Un muchacho, no mayor que yo, con un muñón
empapado de sangre donde debería estar su brazo derecho.
Me inunda una ola de náusea mientras lo asimilo todo, el patio se inclina
vertiginosamente mientras lucho por no devolver el desayuno. Me cubro la
boca, deseando que se me pase el desfallecimiento mientras busco el camino
más corto para volver a mi bicicleta. Pero no consigo mover los pies. Me
quedo ahí sin más, paralizada y llena de sudor, atrapada entre el impulso
imperioso de huir y la necesidad de ayudar como pueda.
Al final, es otro quien toma la decisión por mí. Uno de los conductores, el
que parece estar al mando, de repente me ve de pie, muy quieta, en medio del
caos.
—Dile a Alice que tenemos siete en total —me grita—. Tres en estado
crítico.
¿Alice?
Parpadeo y me vuelvo para mirar por encima del hombro. Al no encontrar
a nadie, me giro de nuevo y vuelvo a parpadear.
—Vous comprenez ce que je dis? —me espeta en un francés casi perfecto.
—Oui, quiero decir, sí. Sí, lo entiendo.
Entorna los ojos, examinándome de arriba abajo. No hay mucho que ver.
No me he preocupado por mi aspecto desde que cerré la tienda, y hoy menos
aún. Llevo un par de culottes viejos, prácticos para ir en bicicleta, y una blusa
blanca sencilla con una de las chaquetas de punto de Maman encima.
—¿Eres voluntaria aquí? —me pregunta.

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Miro a mi alrededor con torpeza y suelto la primera palabra que me viene
a la cabeza:
—Oui.
—Entonces muévete. Siete y tres.
Se da la vuelta antes de que pueda preguntarle nada más y sigue gritando
órdenes. Con la mirada perdida, me abro paso entre varias camillas y me
dirijo a la entrada. Me doy cuenta de que no hay ningún guardia, ni rastro de
un alemán en ninguna parte, lo que me resulta extraño. Hoy en día no puedes
andar una manzana sin tropezarte con un nazi.
En el interior, el caos es más controlado, sombrío y aséptico, como una
colmena en la que cada recluso conoce su propósito y lo lleva a cabo con
lúgubre determinación. Las enfermeras, con los ojos apagados por el
cansancio, van de un lado a otro con su ropa blanca y sus zapatos cómodos.
Los voluntarios cruzan la zona de recepción con carros y palanganas y los
brazos cargados de ropa blanca. Soldados en sillas de ruedas, agrupados en
los rincones y a lo largo de las paredes, recuerdan las glorias de la batalla o
fuman cigarrillos con la mirada perdida.
Resulta abrumador, pero también estimulante, estar en medio de tanta
actividad. Desde la llegada de los nazis, París ha caído en una suerte de
hechizo, como si la propia ciudad hubiese entrado en hibernación, esperando
dormir hasta que la pesadilla haya terminado. Pero los médicos y las
enfermeras, e incluso los voluntarios, no pueden permitirse el lujo de
hibernar. Tienen una misión, y de repente me muero por formar parte de ella.
Llamo la atención de una enfermera con la cabeza llena de bucles
cobrizos bajo su gorra almidonada.
—Tengo que hablar con Alice —digo con timidez.
—Allí —responde, señalando con el pulgar—. La que lleva el
portapapeles. Si corres, puede que la cojas.
Alcanzo a Alice cuando está a punto de atravesar una puerta doble.
—Excusez-moi.
Se vuelve, tiene los ojos grises bajo unas cejas color de hierro. Por un
instante, se la ve genuinamente divertida.
—Debes de ser nueva. Aquí nadie dice «Disculpa». ¿Qué necesitas?
—Un hombre fuera, el responsable de las ambulancias, me ha enviado
para decir «siete en total, tres críticos».
Las cejas aceradas se elevan; cualquier rastro de diversión ha
desaparecido.
—De acuerdo.

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Y con eso se marcha, profiriendo órdenes en una voz que puede
escucharse mucho después de que las puertas se cierren balanceándose detrás
de ella. Momentos más tarde, aparecen las primeras camillas, acompañadas de
un frenesí de susurros y pies que se arrastran. Observo con inquietud cómo
desaparecen a través de otras puertas con un cartel que reza TRIAJE, y me
pregunto cuántos volverán a casa con sus familias, si es que alguno lo
consigue.
El ajetreo se calma después de que los heridos hayan sido despachados, y
de repente me siento expuesta y fuera de lugar. Antes de que pueda preguntar
con quién tengo que hablar para presentarme como voluntaria, una mujer que
reconozco como la madre de una de las novias de Maman me ve y se acerca.
No lleva maquillaje, y su peinado, por lo general impecable, ha quedado
reducido a unas cuantas horquillas puestas a toda prisa.
—Eres la hija de madame Roussel, Soline. —Su rostro se suaviza cuando
asiento—. He oído lo de tu maman. Je suis désolée.
—Merci, madame Laval.
—Por favor. Estos días soy simplemente Adeline. Entonces, ¿has venido a
ayudar a los chicos?
—Así es. Pero no sé dónde ir.
Me da unos golpecitos en el brazo y me guiña el ojo.
—Ven conmigo.
Asumo que me lleva a un despacho en alguna parte, donde hablaré con la
persona a cargo y rellenaré algunos documentos. En vez de eso, me conduce a
una esquina llena de cajas de cartón apiladas. Levanta tres de uno de los
montones y me las pone en los brazos.
—Lleva estas al almacén, por ahí y a la derecha, y vuelve a buscar más.
—¿Está usted… al mando?
—¿Al mando? —Echa hacia atrás la cabeza canosa y suelta una carcajada
—. Bonté divine! No te equivoques, aquí el que manda es el doctor Jack. Yo
solo hago mi parte, igual que todos. Ahora ponte en marcha. Y ten cuidado
dónde te metes. No sería bueno colarte en el quirófano el primer día.
Hago lo que me dice y me encuentro en un estrecho pasillo iluminado con
bombillas que se han pintado de azul para mantener los niveles de luz acordes
a las restricciones. Los olores combinados de alcohol y yodo se agudizan a
medida que avanzo por el pasillo, en busca de un cartel que diga ALMACÉN.
Hay muchas puertas, la mayoría de ellas sin marcar, y me imagino
entrando por la que no es o, peor aún, siendo regañada por entrar en un lugar
que no me corresponde. Pero nadie parece prestarme la menor atención,

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demasiado ocupados en sus propias tareas como para fijarse en una cara
nueva y confusa entre la multitud.
—¿Estás perdida?
Me sobresalto, sintiéndome culpable, y casi se me caen las cajas cuando
me vuelvo. Es el conductor de la ambulancia que me ha gritado en el patio.
Ahora parece más alto que antes, con los hombros anchos y delgado vestido
con sus pantalones de uniforme, rubio y bronceado como solo un
estadounidense puede estarlo.
—Me temo que sí —admito, avergonzada de que me pesque nerviosa por
segunda vez ese hombre que parece tener dominio de sí mismo y de todo lo
que le rodea—. Es mi primer día, y estoy…
Mis palabras se agotan. Tiene una mancha de sangre en el hombro, oscura
pero no del todo seca, y otra en el costado del cuello, justo debajo de la oreja,
y lo único que puedo pensar es: «¿Será la sangre del chico con medio brazo o
la del hombre con el metal que le sale del pecho?».
De repente, se me llena la boca de saliva y la habitación empieza a rodar.
Sobre mi cabeza, la luz de las bombillas pintadas de azul parece atenuarse.
Sin embargo, no puedo apartar la mirada de la sangre, como si representara a
todos los chicos muertos en Francia. Todo el dolor, la pérdida y el horror.
El americano parece percibir mi malestar y enseguida me coge las cajas.
—¿Vas a vomitar?
Las palabras parecen llegar de muy lejos, como si las pronunciara bajo el
agua, pero al fin las comprendo. Vomitar. ¿Voy a vomitar? Vuelvo la cabeza
y cojo aire, avergonzada por mi debilidad frente a este hombre estoico.
—No… lo sé —consigo decir con dificultad—. Creo…
Antes de que pueda terminar la frase, me ha cogido del codo y
retrocedemos por el pasillo. Nos detenemos frente a una puerta estrecha con
un cartel que reza BAÑOS. La abre y me empuja dentro.
—Adelante. No trates de impedirlo, solo prolongará la situación.
Lo miro durante un instante y me doblo inclinándome sobre el inodoro,
devolviendo los restos del desayuno. Pronto termina, pero me tiemblan las
piernas miserablemente y tengo el rostro húmedo de sudor. Para mi horror,
comienzo a llorar.
Lo oigo abrir el grifo, y de repente noto que me aprieta algo frío y
húmedo contra la mano. Un pañuelo. Me limpio la boca y me seco los ojos.
Coge el pañuelo y lo enjuaga, luego lo dobla con cuidado y me lo vuelve a
ofrecer.
—Póntelo en la nuca. Te ayudará.

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—Lo siento mucho.
—¿Por qué?
Sacudo la cabeza y parpadeo para contener una nueva tanda de lágrimas.
—Normalmente no soy aprensiva, pero he visto la sangre en tu uniforme y
me he acordado del chico que trajiste, al que le faltaba medio brazo, y lo
único que podía pensar era: «Cuántos hay como él ahora». Y cuántos más que
se sentirían afortunados de haber perdido solo un brazo.
—Eres nueva —dice con voz tranquila.
Asiento y me seco los ojos otra vez.
—Ni siquiera sé cómo he acabado aquí. Salí de casa en bicicleta esta
mañana para intercambiar algo por unos huevos.
Me sorprendo cuando suelta una carcajada. Es lo opuesto a lo que me
esperaba, pero supongo que mi respuesta tampoco es lo que él debía de
esperar, y de repente yo también estoy riendo.
—Te acostumbrarás —dice cuando nos hemos hartado de reír—. Bueno,
acostumbrarte no, pero lo llevarás mejor. Mientras tanto, recuerda que todos
los que estamos aquí hemos pasado por nuestro primer día.
Aparto la mirada.
—No como este.
Se inclina hacia mí con una sonrisa pícara.
—¿Puedo contarte un secreto?
—¿Qué?
—Hace casi un año que hago esto, y todavía hecho la papilla al menos una
vez por semana.
No sé si creerlo o no, pero agradezco su amabilidad y estoy a punto de
decirlo cuando me interrumpe una tos ostentosa.
—Venga, Romeo —dice con brusquedad una voz desde el pasillo—. Hora
de moverse.
Romeo.
Siento que me ruborizo. La voz incorpórea, sea quien sea, cree que ha
interrumpido una cita romántica, que es lo que pensaría cualquiera que se
encontrara con una jovencita francesa y un atractivo estadounidense
acurrucados en un baño.
Romeo suelta un suspiro.
—Sí, sí. —Por primera vez, me doy cuenta de lo cansado que se lo ve—.
Dile a Patrick que ahora voy. —Espera hasta asegurarse de que volvemos a
estar solos y sonríe con timidez—. Perdona. El deber me llama.
—Por supuesto. —Le tiendo el pañuelo húmedo, incómoda de nuevo.

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Lo mira y sonríe.
—Quédatelo. Volveré.
Lo observo marcharse, luego abro el grifo y enjuago el pañuelo. Es de
algodón fino, caro, con una tira delgada de satén entretejida en el borde. Mis
manos se quedan quietas cuando veo una pizca de rojo en una esquina. Por un
momento creo que es sangre y entonces me doy cuenta de que es un bordado.
Resulta extraño, como encontrar un juego de té de plata en medio de un
campo de batalla. ¿Qué clase de soldado lleva pañuelos con iniciales
bordadas? Lo levanto a la luz y miro detenidamente las letras dibujadas en
una tipografía elegante: A.W.P.
Me paso el resto del día buscando su cara en los pasillos y preguntándome
qué significan esas letras.

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Quince

Soline
Antes de proceder, hay que estar seguro de que los amantes están destinados a la felicidad. No es
una cuestión de atracción. Es más bien una cuestión de capacidad. El potencial para ser feliz debe
estar presente en ambas partes. Si no es así, ningún hechizo, por muy hábil que sea, puede garantizar
un resultado feliz.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

10 de marzo de 1943, París

Ha pasado una semana y no hay ni rastro de mi Romeo americano. Llevo el


pañuelo al trabajo todos los días con la esperanza de tener la ocasión de
devolvérselo. No porque me preocupe que pueda necesitarlo, un hombre que
lleva un pañuelo con las iniciales bordadas en una zona de guerra tendrá
muchos más, sino porque quiero que sepa que sigo aquí, que no me he dado
por vencida.
De hecho, me estoy acostumbrando al lugar, a los olores y a las vistas, a
las largas horas y a los rostros destrozados por la guerra. Doy baños de
esponja y lleno jarras de agua, reparto comida y vacío orinales. Incluso ayudo
a escribir cartas a los enamorados. Lo más difícil ha sido familiarizarme con
el lugar, saber qué puertas están prohibidas y cuáles están permitidas, qué
pabellón alberga cada tipo de baja y el camino más rápido para llegar a la
cantina cuando después de todo tengo un respiro. Y ahí es donde estoy
cuando por fin lo vuelvo a ver: Romeo.
Acabo de terminar una carta para un aviador canadiense con dos brazos
rotos cuando levanto la vista de mi taza de café y lo veo en la puerta. Por su
expresión, me doy cuenta de que lleva un rato observándome, y siento que
mis mejillas se ponen coloradas.
El pulso se me acelera cuando nuestros ojos se encuentran. Sonríe, con
esa sonrisa grande y americana suya, apoyado contra el marco de la puerta

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con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando le devuelvo la sonrisa, baja
los brazos y viene hacia mi mesa. Lleva una venda en la frente y tiene un
cardenal en la sien.
—Sigues aquí —dice sonriendo—. No estaba seguro de que fuera así.
—Estás herido.
Se encoge de hombros y se pasa la mano por la mandíbula.
—Atacaron por sorpresa uno de los hospitales de campaña y me quedé
atrapado unos días. Las cosas se pusieron algo peliagudas una noche, pero nos
las arreglamos. En fin, parece que has decidido quedarte.
—No tenía elección. Te debo un pañuelo.
Sus ojos azul verdosos relucen con picardía.
—Así que mi plan funcionó. Me alegro.
De repente, me siento tímida y sin aliento y mareada, y me encuentro
preguntándome si fue así como Maman se sintió el día que conoció a Erich
Freede.
—El bordado —digo con timidez—. A.W.P. ¿Qué significa?
—Anson. Me llamo Anson William Purcell. Ahora tú.
—Soy Soline Roussel.
—Encantado de conocerte, Soline Roussel. —Me tiende la mano. La
acepto y por un instante me sobresalta el calor de sus dedos—. Bueno, ¿cómo
va todo? ¿Más fácil ahora que estás más asentada?
—Un poco, sí. Una de las voluntarias me ha acogido bajo su protección.
Conocía a mi madre antes de que falleciera y ha sido muy amable.
La sonrisa se esfuma y su rostro pierde tensión.
—Lamento lo de tu madre. ¿Cuándo murió?
—Hace ya tres meses, creo. Estoy perdiendo la cuenta de los días.
Teníamos una pequeña tienda de vestidos de novia en la rue Legendre, pero
enfermó y llegaron los boches. Pensé que como había cuidado de ella, estaría
preparada. Pero el primer día, al ver a esos pobres muchachos…, no lo estaba.
—Por supuesto que no, pero igualmente te quedaste. Eso fue valiente.
Miro el parche rojo y verde del American Field Service que lleva en la
manga. He oído historias sobre los conductores estadounidenses, sobre cómo
muchos de ellos se habían alistado antes de que Estados Unidos entrase en la
guerra y habían venido por su cuenta, lo que les valió el apodo de «caballeros
voluntarios».
—Se dicen muchas cosas sobre los conductores. Dicen que os ofrecéis
voluntarios para venir y que os pagáis vosotros el viaje. ¿Es cierto?
Anson hace una mueca.

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—No es tan espectacular como suena. La mayoría de nosotros somos
niños ricos de Princeton y Yale en busca de aventuras.
—¿De cuál eres tú?
—De Yale. Igual que mi padre y el padre de mi padre. O era.
—¿Dejaste la universidad para hacer esto? ¿Por qué?
Se encoge de hombros, pero hay algo de evasiva en el gesto, como si el
tema le resultara incómodo.
—Quería aportar mi granito de arena. Y me gustó el lema de la AFS, la
American Field Service: que la libertad y la misericordia no desaparezcan de
la tierra. —Se encoge de hombros de nuevo—. En fin, aquí estoy.
—Tu familia debe de estar orgullosa.
—Mi madre murió hace casi tres años, así que solo me quedan mi
hermana y mi padre. Y «orgullosos» no es exactamente la palabra que usaría.
Los Purcell siempre han sido hombres de la Marina, y se esperaba que yo
hiciera lo mismo. Mi padre estaba dispuesto a mover los hilos necesarios para
que entrase en la Escuela de Aspirantes a Oficial cuando me graduara, pero
yo no quería eso. Tampoco quería que me introdujeran en el negocio familiar.
Huelga decir que se enfadó mucho cuando le dije que había dejado las clases
para alistarme.
Observo las heridas de su cara. Todos hemos oído historias de
conductores de la AFS muertos en acto de servicio o detenidos e interrogados
por la Gestapo por ayudar a prisioneros fugados.
—Tal vez solo esté preocupado por tu seguridad y crea que estarías más
seguro como oficial de la Marina estadounidense.
Las comisuras de sus labios se tuercen en algo parecido a una mueca.
—No, solo he estropeado sus planes.
—¿Estás… teniendo cuidado?
Ladea la cabeza y ahora es él quien me estudia.
—¿Te preocupa si estoy teniendo cuidado?
Se me encienden las mejillas. Él no es nada mío y no es probable que lo
sea, pero me digo a mí misma que es una pregunta perfectamente válida.
—Creo que debe de preocuparles a tu padre y a tu hermana.
Su sonrisa se desvanece y la reemplaza algo duro e indescifrable.
—No hay tiempo para tener cuidado. Haces lo que te han enviado a hacer.
Si tienes suerte, vuelves de una pieza y puedes hacerlo de nuevo al día
siguiente.
—¿Cómo lo haces? ¿No tienes miedo?
—Cada día.

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—Pero de todos modos lo haces.
—Igual que tú.
Sacudo la cabeza, negándome a admitir que haya alguna similitud entre su
trabajo y el mío.
—Tú salvas vidas. Yo cambio sábanas y escribo cartas.
—No creas ni por un instante que escribir una carta a la madre o a la
novia de un soldado no le está salvando la vida. Es un salvavidas, un motivo
para seguir adelante. —Hace una pausa y se pasa la mano por la mata de pelo
rubio. Su expresión es de seriedad absoluta—. Todos estamos haciendo lo que
podemos, Soline, y todos estamos aterrorizados. Pero seguimos cada día,
porque es importante. Todo esto, todos nosotros, somos importantes.
Estoy tratando de pensar en algo que decir cuando escucho mi nombre.
Me vuelvo y encuentro a Adeline de pie en la puerta, señalándose el reloj.
Asiento y me pongo en pie.
—Tengo que irme.
Anson se levanta también y me coge de la mano.
—Te echaré de menos, Soline Roussel.
Su voz, grave y cálida, hace que se me acelere el pulso.
—No digas tonterías. No puedes echar de menos a alguien que no
conoces.
Me dedica una sonrisa traviesa.
—Eres Soline Roussel, de París, Francia. Eres amable y hermosa, y en
otra época tu madre y tú teníais una tienda de vestidos de novia. Ahora
dedicas tu tiempo a cuidar soldados. Yo soy Anson Purcell, exestudiante de
Yale. Mi familia es de Newport, Rhode Island. Mi padre se llama Owen, y
construye yates de regatas. Mi madre se llamaba Lydia. Mi hermana se llama
Cynthia, Thia para abreviar, y quiere ser una impresionista francesa cuando
sea mayor. Ya está. Ahora nos conocemos, lo que significa que puedo echarte
de menos como Dios manda.
Algo cálido y desconocido se agita en mi estómago. Mi mundo ha sido el
de las mujeres, las novias y sus madres, Maman. Nadie ha coqueteado
conmigo, pero lo reconozco cuando lo oigo, y no puedo culparlo. Es más fácil
que hablar de la guerra y la muerte. Pero me han advertido sobre los
estadounidenses, todo sonrisas encantadoras y tarta de manzana. Doy un paso
atrás y libero mi mano.
—Debo irme. Los pacientes tienen que almorzar. —Me vuelvo hacia la
puerta y le echo un último vistazo—. Intenta tener cuidado.

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Me siento extrañamente separada de mi cuerpo mientras me voy, como si
mis pies no tocaran el suelo. Adeline me espera con una ceja arqueada y una
sonrisa de gato astuto.
—¿Y eso?
—Nada —respondo con rapidez. Mentira. Porque incluso en ese momento
de confusión sonrojada sé que ha sido todo lo contrario de nada—. Me dejó
un pañuelo mi primer día y solo le estaba dando las gracias.
—¿Mientras os tomabais un café?
Busco una explicación, pero me rindo enseguida. Nada de lo que diga le
borrará la sonrisa de la cara.
—No ha sido nada, Adeline. Fue amable conmigo.
Suelta una risita pícara.
—Sí, suelen serlo. Pero ten cuidado, chérie. Esto no es una película. El
héroe, por muy guapo que sea, no siempre es una apuesta segura.
—¿Crees que es un héroe? —le pregunto, y el embeleso que siento se
refleja en mi voz.
—Bueno, si no lo es, sin duda lo parece. Y los de la AFS deben de
creerlo. Son increíblemente meticulosos a la hora de aceptar a alguien. Por
otra parte, supongo que tienen que serlo. No cualquiera es capaz de hacer lo
que hacen. Y es por eso por lo que deberías tener cuidado con tu corazón,
niña. Los vínculos son algo peligroso en tiempo de guerra.
Asiento obediente, pero en el fondo sé que ya es demasiado tarde. Ya ha
surgido un vínculo, al menos para mí.
Adeline da palmadas con sus manos enrojecidas por el trabajo cuando nos
acercamos al pabellón de ortopedia, donde nos espera un carro cargado de
bandejas metálicas de la cantina.
—Voilà! C’est très bien. Daremos de comer a los hombres y luego
comeremos algo tú y yo, y puedes hablarme de ese pañuelo.

No sé dónde estaría sin Adeline. Me ha ayudado a encontrar mi sitio


presentándome a los otros voluntarios e interviniendo para mitigar mis
errores.
Recuerdo un día en particular. Llegó una avalancha de bajas y todo el
mundo se apresuraba a preparar camas nuevas. Acababa de salir de la
lavandería con un montón de ropa de cama y yo daba la vuelta a la esquina

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cuando me tropecé con el médico residente a cargo del hospital, el doctor
Jack, y por mi culpa se echó encima una taza de café hirviendo.
El temperamento de Sumner Jackson es un tema de conversación
frecuente entre las enfermeras. Pero cuando aquel día lo miré, con su bata
blanca y su cara de malas pulgas, me di cuenta de que los rumores no le
habían hecho justicia. Era alto y ancho, de hombros gruesos, cejas pesadas y
bajas y una nariz que me recordaba más a un boxeador que a un cirujano.
Me disculpé en un idioma y en otro, mientras intentaba evitar que el
montón de sábanas cayera al suelo. Como de costumbre, Adeline apareció
para rescatarme, explicando que era nueva y todavía un poco torpe. Contuve
la respiración mientras el doctor me miraba con sus ojos oscuros e
inexpresivos.
Al fin un atisbo de sonrisa ocupó el lugar de su ceño fruncido.
—Mademoiselle, mi opinión médica es que el café, aunque muy eficaz
cuando se toma internamente, tiene poco valor cuando se aplica a la piel. En
el futuro, le recomiendo andar con algo más de calma por las esquinas.
Y con eso, me rodeó y se alejó por el pasillo, dejándome con las rodillas
temblando y un montón de sábanas salpicadas de café.
En las semanas transcurridas desde entonces, he aprendido mucho sobre
Sumner Jackson, sobre su misión personal y los extraordinarios esfuerzos que
ha realizado para asegurarse de que ningún soldado alemán ocupe nunca una
de nuestras camas. Los pacientes que atendemos son franceses, canadienses,
ingleses o estadounidenses. En su mayor parte, hemos dejado de prestar
atención a sus nacionalidades. Lo único que sabemos es que las camas están
llenas y los orinales también.
Algunos de los hombres (muchachos, en realidad, no mucho mayores que
yo) proceden de campos de prisioneros y son enviados de vuelta cuando se
encuentran lo bastante repuestos. A otros, que están peor, los envían a casa,
demasiado mutilados para volver al campo de batalla. Y algunos mueren. A
veces, después de parecer que se han recuperado por completo. Siempre es un
shock llegar por la mañana y encontrar una cama vacía o ya ocupada por una
cara desconocida. Las historias son siempre las mismas. «Empeoró de
repente. Sepsis. Hemorragia. Los médicos hicieron todo lo que pudieron».
Siempre tan repentino, tan horrible y trágicamente inesperado.
Al principio hacía preguntas, pero nadie parecía querer hablar de esas
camas vacías. Los médicos y las enfermeras se ocupan de los vivos. Y, como
he aprendido rápidamente, es de lo que tengo que ocuparme yo también si

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quiero seguir en el hospital. Tengo que hacer lo que me dicen sin preguntar ni
comentar nada y no meter las narices en los asuntos que no me competen.
Así que hago lo que me dicen. No llamo la atención y soy útil, me ocupo
de las comidas, almaceno provisiones, traigo y llevo lo que sea necesario.
Pero mi tarea favorita es escribir cartas para los soldados que no pueden
hacerlo por sí mismos. Quizá tenga que ver con lo que dijo Anson en el
comedor aquel día: que escribir cartas también salva vidas.
A menudo las palabras que escribo son tristes, pero siempre están
cargadas de valor. A veces es difícil no llorar mientras escribo, sabiendo que
en algún lugar hay una madre o una esposa o una prometida que pronto las
leerá y llorará con una mezcla de gratitud y angustia. Mutilado, pero a salvo.
Ciego, pero con vida. Vivo, pero cambiado para siempre.
No había forma de saber cuándo llegarían las cartas, ni siquiera si lo
harían. La correspondencia personal se amontonaba durante días, incluso
semanas, a la espera de ser inspeccionada por los censores. Finalmente, una
vez autorizada, se colocaba en un barco o en un avión y, con un poco de
suerte, llegaba a su destino en cuatro o seis semanas. Si es que llegaban.
Sin embargo, los hombres escriben, algunos de ellos todos los días,
disimulando la fangosa y sangrienta rutina de la guerra con falsas garantías y
noticias sobre esto y aquello. Es la esperanza que envían a casa, un delgado
hilo que los une a alguien al otro lado del mar. A las madres, esposas y novias
que soportan su propio infierno. Semanas sin noticias. Oraciones sin
respuesta. Cartas que nunca llegan.
Y telegramas que sí lo hacen.

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Dieciséis

Rory

23 de junio de 1985, Boston

Rory hizo una mueca mientras luchaba por recogerse los rizos en una coleta.
Tenía el mismo aspecto que durante la semana de exámenes, ojerosa y pálida
después de demasiadas noches en vela estudiando.
Habían pasado tres días desde su encuentro con Soline y no podía quitarse
de encima la sensación de que su encuentro fortuito era una especie de toque
de atención, un recordatorio de que la vida pocas veces se desarrollaba como
en las novelas. El amor no lo conquistaba todo, los héroes no eran
invencibles, y los amantes rara vez eran felices y comían perdices. Los
corazones rotos se quedaban rotos.
Se miró el reloj y luego nuevamente la cara. Deseó haberse despertado lo
bastante pronto para por lo menos secarse el pelo. O, mejor aún, llamar a su
madre para decirle que le había surgido algo y no podría ir al brunch; pero ya
era demasiado tarde para eso. El Veuve ya se estaba enfriando, y ella iba a
llegar tarde otra vez.
Estaba a gatas, hurgando bajo la cama en busca de su zapato izquierdo,
cuando sonó el timbre. Fue hacia la puerta imaginando que sería una niña con
trenzas vendiendo galletas de Girl Scout o un par de hombres jóvenes bien
vestidos repartiendo panfletos religiosos. En vez de eso, se encontró a Soline
Roussel de pie en el recibidor, con una caja blanca de bollos con el logotipo
blanco y negro del Besos de Azúcar, que ella tan bien conocía.
—Bonjour —dijo Soline alegremente—. Espero que tenga hambre.
Rory abrió la boca, pero no salió nada. No habría estado más nerviosa si
se hubiera encontrado a la princesa Diana en el pasillo.
—¿Qué hace aquí? —consiguió decir a la vez que se hacía a un lado para
dejar entrar a Soline.

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—Es su turno.
—¿Mi turno de qué?
—De contarme su historia. Yo le conté la mía, ahora es su turno de
contarme la suya.
—Yo no tengo ninguna historia.
Soline arqueó una ceja casi negra.
—¿No?
Rory sintió que se le encendían las mejillas bajo la mirada incisiva. Había
algo inquietante en esos ojos oscuros color chocolate, una combinación de
calidez y dureza que la hacía sentir horriblemente transparente.
—¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?
—Monsieur Ballantine ha sido muy amable y me ha dado su dirección. —
Entonces sonrió, creando un abanico de arrugas diminutas en las comisuras de
los ojos—. ¿Ve? Yo también sé cómo convencerlo.
—Pero… ¿por qué?
La expresión de Soline se suavizó.
—La última vez que nos vimos, se marchó de mi casa llorando, chérie.
No sé por qué, pero me gustaría saberlo.
Rory ahogó un gemido. Decir que el recuerdo era embarazoso era
quedarse más que corto.
—Le pido disculpas. Ahora mismo, mi vida está un poco desordenada, y
de repente se me vino todo encima. Le pido perdón por marcharme de esa
manera, sin darle las gracias ni decirle adiós como es debido. Fui una
maleducada.
—En absoluto. Pero no he venido buscando una disculpa. He venido para
asegurarme de que estaba bien. He estado preocupada por usted estos últimos
días, y se me ocurrió que tal vez no hacía falta. Podía venir y ver por mí
misma que estaba bien.
Rory bajó la mirada, avergonzada de que esa mujer solitaria hubiera
sentido la necesidad de cruzarse la ciudad para ver cómo estaba.
—No hacía falta que viniera. De verdad, estoy bien.
—No hace falta que finja conmigo, Rory. No tiene nada de malo estar
triste.
Rory levantó la cabeza despacio. Las palabras, tan diferentes del
estoicismo bienintencionado de su madre, parecieron desbloquear algo en su
pecho, como una puerta que se abría de repente.
—¿Tiene café? —preguntó Soline cuando el silencio se volvió incómodo.
—¿Café?

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—He traído el desayuno. Pain au chocolat y chausson aux pommes.
Rory la miró parpadeando y asintió lentamente.
—Sí, tengo café.
Rory condujo a Soline a la cocina, esperando que no reparara en la cesta
de ropa limpia sin doblar sobre el sofá o el revoltijo de botas de nieve apiladas
frente al armario. No había nevado desde marzo.
En la cocina, recogió los envases de la comida que había pedido la noche
anterior y los tiró a la basura, luego se centró en amontonar los platos sucios
en el fregadero. Después de unos minutos, lo dejó estar. Un fregadero lleno de
platos sucios era un fregadero lleno de platos sucios, por muy bien apilados
que estuvieran.
—Disculpe el desorden —dijo mientras terminaba de medir el café—.
Últimamente no paso mucho tiempo en la cocina. Cocinar para uno no es muy
divertido, así que suelo pedir comida para llevar y las cosas tienden a
acumularse.
—Yo creo que ya nos conocemos lo suficiente para tutearnos, ¿no te
parece? —dijo Soline mientras cogía un cuchillo para cortar el cordel de la
caja de pasteles. Rory asintió, un poco cohibida—. Es cierto, cocinar para uno
no es divertido. Pero hay que comer, y no siempre de un envase. ¿Tienes
platos para los dulces?
—En el armario a tu izquierda. Las servilletas también deberían estar ahí.
Observó a Soline quitarse los guantes y poner los bollos en un plato. No
tenía la menor idea de qué hacía su casera en su cocina, pero de repente se dio
cuenta de que se alegraba. Aunque se preguntaba cómo se las había arreglado
Soline para llegar hasta South End sin coche.
—Por favor, dime que no has venido en metro cargando con esa caja y has
caminado hasta aquí desde la estación.
—Por supuesto que no. He tomado un taxi. Ven a sentarte. —Esperó a
que Rory se uniese a ella en la mesa y deslizó el plato con los bollos en su
dirección—. Que désirez-vous?
Rory se encontró deseando haber prestado más atención en clase de
francés.
—Lo siento. No hablo mucho francés… Bueno, la verdad es que no lo
hablo.
—Te he preguntado qué te apetece.
—Claro. El de manzana, creo.
—Y yo me tomaré el de chocolat. —Soline le sirvió un croissant, luego
sacudió su servilleta y se la colocó en el regazo—. Bien —dijo al fin mientras

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se lamía el azúcar glas de los dedos—. ¿Qué pasó?
—¿A qué te refieres?
Soline ladeó la cabeza con una ceja levantada.
—¿Vamos a andarnos con jueguecitos, tú y yo?
—Todavía no entiendo qué haces aquí. ¿Por qué te preocupa?
—¿Qué te parece?
—¿Porque es mi turno?
—En parte sí, pero es más que eso. Me recuerdas a alguien que conocí.
—¿A quién?
—A mí —dijo Soline, e hizo una pausa para beber un sorbo de café—. La
vida te ha hecho algo, te ha quitado algo. No sé qué ni cuánto hace, pero no
consigues volver a encontrar tu sitio. Esta galería tuya, quieres fingir que
ocupará el vacío que la vida ha dejado en tu interior. Pero en el fondo sabes
que no es posible. Y tienes miedo de que nada lo llene nunca.
Rory tragó y sintió la garganta seca de repente. Era cierto. Cada palabra.
Pero ¿cómo era posible?
—¿Brett le contó algo a Daniel? ¿Por eso sabes todo esto?
—No, por supuesto que no.
—Entonces, ¿cómo?
La sonrisa de Soline fue breve y melancólica cuando bajó la taza.
—Tú y yo somos espíritus afines. Extrañas que comparten un pasado
común.
Rory no estaba segura de qué esperaba, pero no era aquello.
—No entiendo.
—Todos somos una colección de nuestras historias, chérie. Nuestras
alegrías y penas, nuestros amores y pérdidas. Eso es lo que somos, un
cómputo de todas nuestras agonías y gozos. A veces las agonías dejan una
marca, como un cardenal en el alma. Hacemos todo lo que podemos por
esconderlos del mundo, y también de nosotras mismas. Porque nos da miedo
ser frágiles. Que nos hagan daño. Eso es lo que nos hace espíritus afines,
Rory: nuestros cardenales.
Un escalofrío recorrió la nuca de Rory. Si vinieran de otra persona, las
palabras le podrían haber resultado ridículas, la clase de tonterías esotéricas
que se esperan de un quiromántico en una feria. Pero ella también lo había
sentido, ¿no era cierto? La inquietante coincidencia entre la historia de Soline
y la suya.
—Es solo que me resulta muy difícil de entender. La forma en que nos
conocimos, la manera en que nuestra historia me resulta tan… familiar. —Un

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torrente inesperado de lágrimas le bloqueó la garganta de repente. Volvió la
cabeza y se secó los ojos—. Lo siento. Solo nos hemos visto dos veces y me
las he arreglado para echarme a llorar en ambas. —Sorbió ruidosamente y
sacudió la cabeza con disgusto—. Debes de pensar que soy una auténtica
idiota.
—¿Qué pasó, Rory?
—Mi prometido —susurró al fin—. Se llama Hux. Bueno, en realidad
Matthew, pero todo el mundo lo llama Hux. Hace nueve meses se marchó a
Sudán del Sur, a trabajar con Médicos Sin Fronteras. Me escribía todo el
tiempo, dos o tres veces por semana, como un reloj. Y entonces, de repente,
las cartas dejaron de llegar. Tardaron unas semanas, hubo no sé qué confusión
respecto a quién era su familiar más cercano, pero finalmente confirmaron
que él y varios compañeros habían sido secuestrados.
Soline se llevó la mano a la garganta.
—Mon pauvre enfant. ¿Está…?
Rory miró la servilleta que apretaba en el puño.
—No lo sé, nadie lo sabe. No pidieron rescate, y hace meses que no
tenemos noticias. —Calló cuando empezó a fallarle la voz y se aclaró la
garganta—. No saben dónde se encuentra ni quién está con él. Ni siquiera si
está vivo.
—¿Cuánto hace de esto?
—Seis meses. Cada noche me quedo despierta en la cama, imaginando
miles de escenarios diferentes, cosas horribles. Pero no consigo convencerme
de que se ha ido. Sé que es una locura, pero noto que si lo hubieran matado lo
sabría, que de algún modo lo habría percibido. ¿Te parece una tontería?
—En absoluto.
La empatía en la voz de Soline era como un bálsamo en una herida.
Espíritus afines. Tal vez lo eran.
—He estado leyendo muchos libros —balbuceó—. De esos en los que el
héroe siempre gana y el amor siempre triunfa. Es como una adicción, pero no
son reales. En la vida real, las cosas salen mal.
—Por eso querías conocer mi historia —dijo Soline con delicadeza—.
Esperabas que tuviera un final feliz. Esta vez, uno de verdad.
—Como he dicho, es una tontería.
—No. Yo sé lo que es esperar, no saber. Te aferras a cualquier cosa para
sobrevivir un día más.
Rory se quitó la goma del pelo y suspiró mientras se pasaba la mano por
las pesadas ondas.

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—Es insoportable. A veces pienso que preferiría…
—¿Saber lo peor? —acabó Soline en voz baja.
Rory se cubrió la boca con la mano, avergonzada del pensamiento.
—Es terrible, ¿no es cierto? Pensar siquiera algo así. Es solo que este
limbo es una tortura. Cuando recibiste la noticia, ¿qué…? —Calló al darse
cuenta de que no habían hablado del tema—. ¿Cómo recibiste la noticia?
Soline se quedó muy quieta en su silla, con los ojos empañados de
repente.
—Llegó un telegrama diciendo que había desaparecido. Encontraron su
ambulancia abandonada… y un montón de sangre. Alguien dijo haber visto
unos soldados alemanes llevándolo al interior del bosque a punta de pistola.
Rory sintió que palidecía.
—Lo siento. No debería haber preguntado. Es solo que la gente habla de
pasar página, de que es más sencillo cuando lo sabes, y me preguntaba…
—No —dijo Soline antes de que Rory pudiera terminar—. No fue más
fácil; al menos, no para mí. Nos decimos a nosotros mismos que queremos
saber. Pero cuando al fin llega la verdad y no es la que esperábamos,
daríamos cualquier cosa por volver al lugar de la espera, donde todavía existe
una chispa de esperanza.
—El otro día dijiste que llega un momento en que hay que soltar lo que ya
no existe. Pero ¿cómo saber cuándo es ese momento?
El rostro de Soline se suavizó.
—Hablaba de mí misma, chérie. Solo de mí misma.
—Pero ¿cómo lo supiste?
Bajó los ojos una fracción de segundo antes de mirar de nuevo a los de
Rory.
—Al principio no podía creerlo. Estaba segura de que había sido un error.
E incluso después… Durante años, sacaba el estuche de afeitado de Anson y
abría el frasco vacío de colonia, porque juraba que todavía podía olerlo, como
una brisa fresca que llega del mar. Y entonces una noche ya no pude olerlo
más. Simplemente… se había ido. Fue entonces cuando guardé la caja,
cuando me di cuenta de que no quedaba nada a lo que aferrarme. Pero tu caso
es distinto. Tú todavía tienes tiempo, Rory.
—¿Tiempo para qué?
—Tiempo para tener fe.
Rory se aclaró la garganta, decidida a mantener a raya otro torrente de
lágrimas.

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—Lo que dijiste antes, sobre llenar el vacío de mi vida con la galería… Es
cierto. Fue idea de Hux que abriera la galería, y yo estaba muy emocionada.
Luego, cuando me dijeron que había desaparecido, todo dejó de
importarme… hasta que vi tu edificio. Fue como si el destino me estuviera
enviando un mensaje. Pero a veces me pregunto si no es más que una manera
de aferrarme a él haciendo lo que él quería que hiciera.
—¿Tienes una foto suya?
—Tengo una en la mesita de noche.
—¿Puedo verla?
—Sí, por supuesto. Iré a buscarla.
Al cabo de unos segundos, Rory regresó con la fotografía. Era una foto de
los dos cogidos del brazo, radiantes como los amantes recién prometidos que
habían sido cuando se tomó la imagen.
—Me pidió que me casara con él el día antes de que nos la hicieran.
Fuimos hasta el cabo a celebrarlo.
—Hacéis una pareja preciosa —dijo Soline estudiando la foto—. Y mira
esa sonrisa. Lo haces feliz.
Rory se encontró sonriendo también.
—Es mutuo. Nunca sentí que encajara en ninguna parte hasta que nos
conocimos. Todo el mundo tenía un montón de ideas sobre quién tenía que
ser. Lo único que Hux quería era que fuese yo misma. Me hizo sentir cómoda
con querer lo que quiero. —Hizo una pausa para mirar la foto cuando Soline
se la devolvió, apretando los dedos contra el cristal—. Ahora que ya no está,
tengo miedo de…
—¿De volver a perderte?
Rory alzó la cabeza con lentitud.
—Sí.
—Entonces no permitas que se marche.
—¿Que no… lo permita?
—La noche en que mi madre murió, me dio un guardapelo con la foto de
mi padre. Nunca lo conocí, pero me pidió que lo mantuviera vivo por ella,
aquí. —Calló un momento y se apretó una mano contra el corazón—. Dijo
que guardar a alguien en tu corazón es mantenerlo vivo para siempre. Puedes
hacer eso por Hux, Rory.
—¿Es eso lo que hiciste con Anson, mantenerlo vivo en tu corazón?
—Lo intenté.
—¿Hubo alguien más? Después de él, quiero decir.
Soline sonrió con tristeza.

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—El corazón de una mujer tiene un espacio limitado, chérie. Anson llenó
el mío por completo.
Rory asintió. La idea de que alguien ocupara el lugar de Hux era
sencillamente inconcebible.
—A veces lo único que puedo hacer es mirar su foto. ¿Fue así para ti?
—Yo no tengo ninguna foto.
—¿Ninguna?
—Nos conocimos durante la guerra, en el hospital donde trabajaba como
voluntaria. No había tiempo para fotos.
Rory estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono del salón. Sus
ojos se clavaron en el reloj sobre el fregadero y de repente recordó que tenía
que estar en casa de su madre hacía una hora.
—Debe de ser mi madre —dijo, levantándose de la mesa—. Habíamos
quedado esta mañana para un brunch.
Después de una breve búsqueda, Rory localizó el teléfono inalámbrico y
se preparó para lo inevitable.
—¿Qué haces todavía en casa? —preguntó Camilla, saltándose el saludo
—. El brunch se ha echado a perder.
—Lo siento. Me he enredado con una cosa y he perdido la noción del
tiempo.
—¿Qué era tan importante que no podías coger el teléfono y avisarme?
Rory se mordió la lengua. La manera más segura de acabar con su tregua
provisional sería admitir que se había olvidado del brunch porque Soline se
había presentado en su casa con pasteles.
—Cosas de la galería, nada más.
—Faltan meses para que abras. Sea lo que sea, ¿tenías que hacerlo hoy?
—He dicho que lo siento. Estaba a punto de salir por la puerta y me he
distraído.
—Tienes la voz rara —dijo Camilla de repente—. Congestionada, como si
estuvieras incubando algo.
—¿De verdad? —Admitir que había estado lloriqueando no parecía la
mejor opción, así que aprovechó la excusa—. ¿Sabes?, creo que es posible.
Me duele un poco la garganta. Estaba pensando en hacerme un té y meterme
de nuevo en la cama.
—Eso es una buena idea. ¿Tienes sopa?
—Eh… sí, creo que sí.
—¿Y té?
—Sí, tengo té.

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—Ponle un poco de miel al té. Te irá bien para calmar la garganta.
—Vale, lo haré; gracias. Y siento lo del brunch.
—No te preocupes, solo descansa un poco. Luego te llamo a ver cómo
estás.
Soline apareció cuando Rory colgó el teléfono con los guantes y el bolso
en la mano.
—He guardado los bollos que quedaban y dejado las tazas y los platos en
el fregadero.
—¿Te marchas?
—Tenías planes. Deberías habérmelo dicho.
—¡No! Solo era un brunch con mi madre. Lo hacemos todos los
domingos.
—Y has dejado que yo lo estropeara.
—No, de verdad. De hecho, no tenía ganas de ir. Mi madre y yo… Bueno,
digamos que últimamente estamos un poco distanciadas. No le gusta mucho
la idea de la galería. Ni mi arte ni nada de lo que me importa.
Soline alzó las cejas.
—No me habías dicho que fueras artista.
—Oh, no lo soy. Solo es algo con lo que solía coquetear. Cuando Hux
desapareció, lo dejé. No he puesto un pie en el cuarto de invitados desde hace
meses.
—¿Tienes un estudio aquí?
—¿Un estudio? No, solo es una habitación extra donde guardo mis
materiales.
—¿Podría ver ese no-estudio tuyo?
Rory titubeó, incómoda con la idea de mostrarle su trabajo a alguien tan
experto como Soline. Pero ¿cómo decirle que no a una mujer que se había
cruzado la ciudad en taxi para asegurarse de que estaba bien?
—Supongo que sí. Si te apetece.
Al final del pasillo, Rory abrió la puerta y con un gesto invitó a Soline a
entrar.
—Como he dicho, hace tiempo que no entro, así que está un poco
desordenado.
Soline accedió a la habitación, esquivando cestas llenas de herramientas y
trozos de tela. Parecía estar a punto de decir algo cuando sus ojos se
iluminaron al ver el paisaje marino detrás del escritorio.
—Oh, Rory… —Volvió la cabeza para mirarla con expresión de asombro
—. ¿Tú has hecho esto?

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Rory asintió con timidez.
—Es exquisito. Como un cuadro, pero hecho de tela. ¿Y hay más?
—Cuatro en el armario y dos más en los marcos que tienes detrás.
Soline puso los ojos en blanco.
—El armario. Mon dieu. —Se acercó a la pieza inacabada en el marco
más cercano, una pequeña goleta que se tambaleaba precariamente en un mar
oscuro y furioso—. La puntada es muy fina, casi invisible. A mano, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quién te enseñó a coser así?
—Nadie. Aprendí sola.
—Extraordinario. ¿E irán a la galería cuando estén terminados?
—Oh, no. Solo es un hobby.
Soline frunció el ceño.
—¿No quieres que la gente vea tu trabajo, que conozcan tu nombre?
La pregunta incomodó a Rory. En vez de contestar, respondió con otra
pregunta:
—¿Es eso lo que tú querías? ¿Que la gente conociera tu nombre?
Soline dio unos pasos atrás mientras estudiaba las muestras de tela
desparramadas sobre la mesa de trabajo.
—Hubo un tiempo en que sí —dijo finalmente—. Cuando era niña,
soñaba con tener mi propia marca. Iba a robar miradas por todo París. Pero
luego llegó la guerra, y Anson…
—Pero lo conseguiste. Tienes una pared entera de artículos de revista y
recortes de periódico que lo demuestran. Tienes un don, y lo usaste para hacer
feliz a la gente. Siempre podrás sentirte orgullosa de eso.
—Y tú tienes esto, Rory. Ni se te ocurra decir que no es nada. Es todo lo
contrario de nada. Añadir belleza al mundo no es vanidad, chérie. Es una
vocación.
Una vocación.
La palabra resonó en la cabeza de Rory mientras cerraba la puerta y
conducía a Soline de regreso al comedor. Soline se miró el reloj y cogió los
guantes y el bolso de la mesita de café.
—Gracias por compartir tu trabajo conmigo, y, por favor, piensa en lo que
te he dicho. Tienes un don, Rory, y los dones están hechos para compartirlos.
—No hace falta que te marches. Prepararé otra cafetera y podemos charlar
un rato más.
Soline sonrió con benevolencia.

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—No digas tonterías. No quieres pasarte la tarde escuchando el parloteo
de una anciana. Además, le pedí al taxista que volviera a recogerme.
Probablemente esté fuera esperando. Quería ver si estabas bien, y he visto que
sí. —Su sonrisa se volvió más profunda cuando apoyó un dedo bajo la
barbilla de Rory—. Une gentille fille. Qué muchacha tan dulce. Recuerda lo
que he dicho sobre guardar a Matthew en tu corazón. Hasta que no lo sepas
con seguridad, sigue habiendo esperanza. Y la esperanza no nos cuesta nada.

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Diecisiete

Rory

Rory recorrió el apartamento con la mirada admirando su obra. Después de


que Soline se marchara, había decidido poner música, arremangarse y ordenar
un poco. Además, había hecho un buen trabajo, incluso había conseguido
llevar al coche varias cajas de libros para donar. Nada mal para alguien
supuestamente resfriado.
En la cocina, hurgó en la despensa. Pasta, pero ninguna salsa. Cereales
Cheerios, pero faltaba la leche. Mantequilla de cacahuete, pero no tenía pan.
Así que tendría que pedir comida, otra vez. Soline tenía razón: era hora de
dejar de comer de envases. Mañana haría una lista e iría al mercado, pero, por
el momento, Gerardo’s tendría que bastar. Pidió unas berenjenas a la
parmesana y un antipasto, y luego decidió que tenía tiempo de poner una
lavadora de ropa blanca y darse una ducha rápida antes de que llegase la cena.
Se sorprendió al oír el timbre de la puerta quince minutos después. Al
parecer, era una noche tranquila en Gerardo’s. Cogió un billete de veinte del
bolso y apagó el equipo de música, silenciando bruscamente el ritmo primario
de «The Wild Boys» de Duran Duran.
—Qué rapidez —dijo al abrir la puerta—. Los domingos deben de ser…
Las palabras murieron en su garganta. En vez del repartidor de Gerardo’s,
Camilla estaba allí con una bolsa de la farmacia colgando de la muñeca y una
fiambrera naranja enorme en el brazo. Miró a Rory con los ojos entrecerrados,
deteniéndose en el billete de veinte dólares que tenía en la mano.
—¿Das una fiesta?
Rory se metió el billete en el bolsillo con un suspiro.
—No, no doy ninguna fiesta. Solo estaba escuchando algo de música
mientras limpiaba un poco.
—Te he hecho sopa con estrellitas, como cuando eras pequeña. «La sopa
de enfermita», solías llamarla. Pero veo que has tenido una recuperación

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milagrosa.
Rory suspiró. Camilla entró esquivándola, con la pulsera de dijes
tintineando a su paso. A Rory no le quedó más opción que seguirla hasta la
cocina.
—Te dije que tenía sopa.
—Me dijiste que creías que tenías sopa —contestó Camilla con
hosquedad—. Y no quería que tuvieras que hacer esfuerzos si no te
encontrabas bien. —Echó una mirada a su hija mientras comenzaba a vaciar
la bolsa de la farmacia. Pastillas para la tos, Vicks, NyQuil, un termómetro—.
Supongo que en realidad no necesitas nada de esto.
Rory bajó la mirada.
—Lo siento.
—¿Por qué, Aurora? ¿Por qué me has dicho que estabas enferma si no era
verdad? ¿Tan horrible es pasar tiempo conmigo?
Rory se tragó otro suspiro. ¿Qué se suponía que tenía que decir? Admitir
que había faltado al brunch porque su casera se había presentado con una caja
del Besos de Azúcar no iba a sentarle bien. Era mejor dejar a Soline al
margen.
—Me sentí mal por haberme distraído, así que cuando mencionaste que
sonaba enferma… te seguí la corriente.
—Me seguiste la corriente —repitió Camilla secamente—. ¿Tienes
hambre, al menos?
—La verdad es que acabo de pedir comida.
—Ya.
—No tienes comida.
—Lo sé. Por eso había pedido algo. Quería ir a comprar mañana.
—¿Ya no cocinas? —Abrió la puerta de la despensa y observó los
estantes pobremente abastecidos—. Mira esto: cereales y sopa en lata. Me
extraña que no estés enferma comiendo así. —Su mirada se posó sobre la caja
de los pasteles. Levantó la tapa y echó un vistazo—. Pain au chocolat. Qué
bonito. Veo que no estabas tan distraída como para no ir a la panadería esta
mañana.
—No he ido a la panadería —replicó Rory, cansada de las regañinas—.
Lo trajo Soline.
Camilla la miró con rostro inexpresivo.
—Mi casera —agregó Rory—. Se pasó esta mañana cuando estaba a
punto de salir.
—Tu casera se presentó de repente. Con pasteles.

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—Sí.
—¿Y eso es lo que te distrajo?
—Nos pusimos a charlar.
—¿De qué? Apenas la conoces.
—De Hux, la galería, mi arte.
—Ya veo.
Allí estaba, la mirada fría y ofendida que le echaba su madre cuando se
sentía menospreciada. Rory contó hasta diez, negándose a morder el anzuelo.
—¿Ahora hablas de tu vida con extraños en vez de con tu propia madre?
—Tenemos cosas en común.
Camilla cerró la puerta de la despensa y se quedó allí con las manos en las
caderas.
—¿Qué diantres podríais tener en común? Esa mujer debe de tener como
ochenta años.
—No tiene ochenta años. Y tenemos cosas en común. Perdió a alguien
que amaba en la guerra, un conductor de ambulancias que desapareció.
—Aurora…
—Sabe lo que es oír sonar el teléfono y preguntarse si hoy es el día en que
descubres que tus oraciones no han sido atendidas, sentir que el corazón se te
desgarra cuando ves que otras personas son felices, sepultarte en el trabajo
porque no soportas estar sola con tu dolor. Ella entiende mi necesidad de abrir
la galería. Incluso le gusta mi arte.
Camilla dio un paso adelante y apoyó la mano sobre el brazo de Rory.
—¿Qué pasa, Aurora? De verdad que empiezo a preocuparme.
—Por favor, otra vez lo mismo no.
—Sí, otra vez lo mismo. Suenas… no sé cómo suenas. Te saltas el brunch
de nuevo, luego me mientes sobre estar enferma. ¿Y ahora hablas de tu
«arte»? ¿Qué se supone que tengo que pensar? Has dejado los estudios. Vives
como una ermitaña. Nadie sabe nada de ti. Lo único que parece importarte es
esa galería tuya. Y esta mujer de la que de repente has decidido hacerte
amiga. Siento que ya no te conozco.
—Tal vez nunca me conociste.
Camilla abrió mucho los ojos.
—¿Que nunca te he conocido? Yo te crie.
—No, madre. Tú me moldeaste, o al menos lo intentaste. Y ahora que
estoy haciendo lo que quiero, de repente no me conoces. De esto va la cosa.
No de mis estudios o de lo que tengo en la nevera, sino de que no soy la
persona que tú quieres que sea. De que no me gustan las cosas que te gustan a

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ti o que no vivo como vives tú. Pero a mí nada de eso me importa, porque yo
no soy como tú.
Camilla se puso tensa.
—A veces creo que te pareces demasiado a tu padre.
Por supuesto, tenía que mencionar a su padre. Porque de una forma u otra,
todo tenía que ver con su padre.
—Por favor, ¿podemos dejar a papá al margen? No sé a quién me parezco.
O por qué tengo que parecerme a nadie. ¿No puedo ser yo y ya está?
—Claro que puedes. Nunca te he impedido hacer lo que querías.
—¿Impedírmelo? —saltó Rory—. No, nunca me lo has impedido. Pero
nunca te has cortado a la hora de expresar tu opinión cada vez que me
desviaba de lo que tenías planeado para mí. La ropa que llevaba, los deportes
que practicaba, incluso la gente con la que me juntaba. Cuando te dije que
Hux me había propuesto matrimonio, me preguntaste si había dicho que sí
solo para molestarte.
—Soy tu madre, Aurora. Es mi trabajo moldearte, para impedir que
cometas los mismos errores que yo.
—¿Estamos hablando de papá otra vez?
Camilla se miró los anillos cuidadosamente apilados en la mano
izquierda: la alianza, el anillo de compromiso y el anillo de diamantes de tres
quilates que la secretaria de su marido había elegido para su vigésimo
aniversario. Tres años después de la muerte de Geoffrey Grant, aún los
llevaba.
—El otro día dijiste algo sobre mi historial matrimonial. Me hizo pensar.
Tal vez no estoy hecha para el amor o para la felicidad. Algunas personas son
así, ¿sabes?
Rory se encontró frunciendo el ceño. No estaba segura de lo que esperaba
que dijera, pero ciertamente no era eso.
—¿Que no estás hecha para el amor? ¿No te parece raro decir algo así?
Camilla sonrió con tristeza.
—No cuando miras la historia. Los Lowell no son precisamente conocidos
por sus matrimonios estelares. —Volvió a mirarse los anillos y los hizo girar
distraídamente. Cuando miró de nuevo a Rory, la sonrisa se había vuelto
frágil—. Pero quedamos bien en la página de sociedad, que es lo que
realmente importa. O eso decía siempre mi madre.
Ahora le tocaba a Rory preguntarse qué estaba pasando. Camilla rara vez
hablaba de su familia y nunca de su madre, ni siquiera cuando le preguntaba.
Ahora, inesperadamente, la había introducido en la conversación.

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—Nunca hablas de tus padres, de tu infancia o de cómo eran las cosas
cuando eras pequeña.
Camilla se volvió y comenzó a alinear sobre la encimera las medicinas
que acababa de comprar.
—Tu madre —insistió Rory—. ¿Estaba… hecha para el amor?
—No —dijo Camilla con simpleza y sin vacilar—. Diría que no.
—¿Os peleabais?
—¿Como nosotras, quieres decir? No, no nos peleábamos. Nadie peleaba
con Gwendolyn Lowell.
Gwendolyn. Rory le dio vueltas al nombre y se dio cuenta de las pocas
veces que lo había escuchado de niña.
—¿Por qué nadie se peleaba con ella?
—Porque siempre tenía razón. En todo. Y pobre del que la hiciera
enfadar. En especial mi padre. Tenía cuarenta y siete años cuando murió, un
ataque al corazón. Solía preguntarme si murió para escapar de ella. Estaba
furiosa con él por dejarme sola con mi madre.
—Tal vez sea genético —dijo Rory en voz baja—. No estar hecha para el
amor, quiero decir. Quizá se pasa de madre a hija, como los ojos azules o el
pelo rizado.
—No funciona así, Aurora.
—Tú misma lo has dicho: los Lowell no son conocidos por sus
matrimonios estelares. ¿Y si Hux…?
—Por el amor de Dios, Aurora. ¡Tú no eres una Lowell!
Rory la miró parpadeando.
—¿Cómo?
Camilla cerró los ojos cuando un par de manchas rojas aparecieron en sus
mejillas.
—Eres una Grant, Aurora. Aurora Millicent Grant. Mi madre y sus…
características… no tienen nada que ver contigo.
—No pretendía molestarte.
Camilla se pasó una mano por el pelo ya perfecto y luego se alisó la blusa.
—Perdona que haya saltado. Es que la relación con mi madre era…
complicada.
—¿Por eso nunca hablas de ella?
—No hablo de ella porque no hay nada de qué hablar. Me pagó la
educación, se encargó de que conociese el arte y la música, y de que recibiera
lecciones de danza, clases de elocución, lecciones sobre qué tenedor usar.
Todo lo que tenía que hacer… y nada más.

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—No has mencionado el amor —señaló Rory—. ¿Te quería?
—Me preparó —contestó Camilla con cautela—. Me adiestró para estar a
la altura de la posición que implicaba ser una Lowell, para hacer exactamente
lo que se esperaba de mí.
Algo en la manera en que había utilizado la palabra «posición» hizo que
Rory se crispase. Comenzaba a ver por qué su madre había evitado el tema de
la familia.
—¿Y lo conseguiste? Estar a la altura, quiero decir.
—Casi nunca.
Las palabras quedaron suspendidas entre ellas mientras Rory estudiaba a
Camilla. Era sorprendente descubrir esta grieta inesperada en la armadura de
su madre, una herida abierta en su infancia que nunca había llegado a sanar.
Tal vez, después de todo, podrían encontrar un terreno común.
—Lo siento —dijo en voz baja.
Camilla sacudió la cabeza con los ojos empañados por la emoción. Estaba
sufriendo y haciendo lo imposible por disimularlo.
—Ha sonado peor de lo que pretendía. Fue hace años, cuando solo era una
niña. Todo es un drama cuando eres una niña. Por favor, olvida que lo he
dicho.
Rory se debatía entre presionarla para que siguiese hablando o dejar estar
el tema. La discusión de hoy había empezado como todas las demás, pero
algo nuevo se había colado en la conversación. Algo que podría explicar por
fin la tensión que siempre bullía bajo la superficie de su relación.
—No hace falta que finjas conmigo —le dijo a Camilla, consciente de que
estaba repitiendo casi textualmente las palabras de Soline—. No pasa nada
por estar triste. O enfadada. O ambas cosas.
Camilla forzó una sonrisa.
—No es nada, de verdad. Como se dice, lo pasado, pasado está.
Rory le cogió la mano.
—No hace falta que lo hablemos ahora. Ni siquiera hace falta que lo
hablemos si no quieres. Pero estoy aquí si en algún momento quieres
simplemente que alguien te escuche.
El timbre sonó antes de que Camilla pudiera contestar, pero su alivio
resultó evidente.
—Tienes compañía —dijo, y retiró la mano—. Me marcho.
—Solo es la cena. Berenjenas a la parmesana y antipasto de Gerardo’s.
Quédate, podemos compartirlo.

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Camilla sacudió la cabeza, con el rostro ya cerrado mientras se ponía en
movimiento.
—Estoy segura de que tienes trabajo que hacer. Disfruta de tus
berenjenas.
—No me molestas. Quédate y déjame que te compense por lo de esta
mañana.
—Estoy bien —dijo, y se dio la vuelta mientras abría la puerta y
esquivaba al repartidor espantado—. Bien. De verdad.
Rory pagó la comida y llevó la bolsa a la cocina, convencida de que su
madre no estaba bien en absoluto.

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Dieciocho

Soline
Cada corazón tiene su firma, un eco único que se extiende por el mundo. Y cada eco tiene una
correspondencia. Cuando esos ecos se conectan, se sintonizan tanto que, aunque se separen, nunca
dejan de buscarse.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

23 de junio de 1985, Boston

Miro por la ventana mientras le quito las semillas a un tomate. Quizá coma
en la terraza y mire la puesta de sol. Pero en el momento en que la idea se me
pasa por la cabeza, sé que no lo haré. Esta noche estoy de un humor extraño,
el tipo de humor que requiere una botella de vino especialmente bueno. Cojo
la copa y bebo un buen trago, mientras sigo pensando en la conversación de
esta mañana con Aurora.
Quería ir a verla para asegurarme de que estaba bien, y me alegro de
haberlo hecho. Necesita que la cuiden, y también un poco de cariño. Más,
creo, de lo que ella misma piensa.
Se sorprendió cuando le dije que me recordaba a mí misma, y también se
avergonzó un poco al verse tan nítidamente. Pero le estaba diciendo la verdad.
La niña —para mí sigue siendo una niña— está sumida en la oscuridad, en un
limbo de incertidumbre y tinieblas donde no puede entrar la luz. Está muy
enamorada de su chico, Hux. ¿Qué clase de nombre es ese para un hombre?
Pero así lo llama ella, por lo que así intentaré referirme a él. Desde luego, es
muy guapo. Americano en todos los sentidos. Y con buen corazón. Tiene
suerte de haberlo encontrado.
Es verdad, me digo. Tiene suerte. Pero me pregunto: ¿realmente se le
puede llamar suerte a encontrar a alguien cuyo latido coincide con el tuyo,
para luego perderlo?

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Su historia es tan parecida a la mía que se me hizo difícil sentarme frente
a ella y escuchar. Al igual que Anson, su Hux intentaba hacer el bien, se había
ofrecido para realizar un trabajo que la mayoría no es lo bastante valiente para
emprender. Y, como Anson, parece haber pagado un precio por su coraje. Tal
vez el precio más alto de todos.
Cojo mi copa de vino y me bebo el resto, esperando que la lenta calidez se
abra paso en mi estómago, en mi pecho, pero no es suficiente. Vuelvo a llenar
el vaso y abandono la ensalada, ya sin hambre. En lugar de eso, me llevo el
vaso y la botella a mi estudio y me siento en el escritorio. Busco en el cajón
del medio la pitillera y el encendedor grabados que guardo allí, regalos de un
viejo amigo.
Necesito varios intentos para encenderlo, esta noche las manos me
tiemblan un poco, pero por fin el cigarrillo se prende. Doy una buena calada y
la retengo hasta que me mareo. Hacía tiempo que no sentía la necesidad de
fumar. Hace tiempo que no siento muchas cosas.
Erich Freede me mira fijamente desde un marco esmaltado en el
escritorio. Mi padre, un extraño, amante de Esmée Roussel. Paradero
desconocido. He hecho ampliar la foto del relicario de Maman y la miro a
menudo, porque le prometí que lo haría. Y hoy le he dicho a Aurore (no, ella
prefiere Rory) que haga lo mismo con Hux, que lo guarde en su corazón;
espero que eso ayude. No tengo ninguna fotografía de Anson. Ninguna
imagen que atesorar. Pero sí tengo algo.
Mis ojos se deslizan hacia la caja del vestido, que sigue donde la dejé
aquella primera noche. Siento la atracción que ejerce sobre mí, el susurro de
su contenido, que me incita a volver a visitar las viejas penas. Me he resistido
hasta ahora, como una herida que no soporto despertar otra vez. Pero el vino y
los cigarrillos son como viejos amigos que me recuerdan las muchas noches
que pasé llorando sobre lo que queda de mis sueños. Con su estuche de
afeitado en las manos, saboreando su olor, desatando el fajo de cartas y
leyéndolas una a una. Me consideraba una especie de historiadora, le gardien
des fins heureuses, la guardiana de los finales felices. Excepto del mío, por
supuesto. Pero fui feliz durante un tiempo, ambos lo fuimos, en una época en
la que la felicidad era un bien muy escaso.
La guerra se prolongó hasta que todo París se sintió gris y muerto. Mis
días en el hospital eran largos y agotadores, una mezcla de rostros
atormentados y vidas rotas que parecían no tener fin. Pero en medio de todo
aquello estaba Anson.

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Siempre andaba inventando excusas para pasarse por la cantina, con la
esperanza de pillarme en un descanso o durante el almuerzo. Confieso que yo
también hice algunos viajes innecesarios, sobre todo cuando llegaban nuevas
bajas y era probable que él estuviera por allí. Tomábamos un café malísimo y
hablábamos de música y cine, hasta que la cantina por fin se vaciaba y su
mano cruzaba la mesa y encontraba la mía.
Nos creíamos discretos, convencidos de que nadie más sabía de nuestro
floreciente afecto. Había reglas sobre la confraternización, pero, en aquellos
días, cuando la vida era tan preciosa y precaria, nadie tenía el valor para
interponerse entre los jóvenes amantes.
Con el tiempo, nos volvimos más descarados y nos escabullíamos siempre
que podíamos para tomar un bocado rápido o dar un paseo. Nos turnábamos
para contarnos nuestras historias. Yo no podía contarle todo, por supuesto,
Maman me había educado para ser discreta sobre nuestros dones, pero le
conté lo que podía, cómo las novias viajaban kilómetros por un vestido de
Roussel, las cartas que la gente envió cuando murió Maman. Y le hablé de
tener mi propia tienda cuando terminase la guerra y de los hermosos vestidos
que haría.
Anson hablaba de su infancia como miembro de la «realeza» de Newport,
de las fiestas en el club náutico, del internado en Boston y de los
interminables veranos que pasó navegando con sus amigos. Y hablaba de su
familia, de su padre, que volvió a casa como un héroe tras ser herido en la
Primera Guerra Mundial y enseguida le quitó a su hermano mayor el mando
del negocio familiar; de su madre, Lydia, que murió tras una angustiosa
batalla contra la neumonía; de su hermana pequeña, que pintaba y escribía
canciones y quería ser famosa algún día y vivir en una buhardilla de París; de
los barcos que su familia había construido durante generaciones, veleros
famosos por ganar algo llamado la Copa América.
Pero mi tema favorito ese verano fue el propio Anson, escuchar cómo
había crecido, cómo con ocho años lo mandaron a un internado, cómo
aprendió a navegar él solo y se convirtió en el capitán de su propio equipo, y
luego dejó para siempre los barcos después de una fuerte pelea con su padre,
y la discusión que él y su padre tuvieron el día en que anunció que iba a dejar
la universidad para unirse a la AFS.
Podía escucharlo durante horas, pero nunca teníamos horas. Nuestras
obligaciones nos forzaban a conformarnos con momentos robados cuando
nuestros turnos lo permitían, y parecía mezquino quejarse cuando tanta gente
estaba sacrificando tanto.

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Entonces, un día, me dijo que lo había arreglado para que los dos
tuviéramos la noche libre. No pregunté cómo ni con quién había hablado. No
me importaba. Me llevó a un café. No era uno de los lugares ruidosos
frecuentados por los boches, sino una pintoresca brasserie en la rue Saint-
Benoît con música y velas en la mesa. Nos indicaron una mesa en uno de los
rincones del fondo. Anson pidió una botella de buen vino tinto, que se le
subió a la cabeza después de una sola copa. La comida era tan buena que, sin
duda, había salido del mercado negro. Había una sopa rosa aterciopelada con
trozos de langosta, cerdo asado con manzanas y cebollas y, de postre, una
tarta de almendras y merengue. Fue la comida más grandiosa que jamás había
comido y debió de costarle una fortuna a Anson, pero durante esas breves
horas pudimos olvidar la guerra y simplemente estar juntos.
Después me acompañó a casa y caminamos con los dedos cálidamente
entrelazados. Creo que mis pies no tocaron el suelo en todo el camino.
Cuando llegamos a la puerta, estuve un rato peleándome con la llave, con las
manos húmedas de repente. Finalmente, la llave se deslizó en su sitio, pero,
cuando cogí el pomo, él me agarró la mano y sus ojos encontraron los míos en
la oscuridad. Susurró mi nombre, me tocó la cara y luego apretó sus labios
contra los míos con una lentitud enloquecedora.
La noche se desvaneció mientras me hundía en él, hasta que no hubo nada
más que su pulso y el mío, su eco y el mío. Fue como un déjà vu, como
encontrar algo que no sabía que había perdido. Y no quería que acabase
nunca. Por supuesto, tenía que acabar. Las chicas buenas tenían reglas que
cumplir. Pero la mecha había prendido sin remedio.
Para cuando el verano llegó a su fin, estaba enamorada de Anson Purcell.
Y él estaba enamorado de mí.

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Diecinueve

Soline
Para garantizar un final feliz, la novia debe estar dispuesta a entregar su corazón entero al hombre
con el que se case. Sin embargo, su coraje ha de ser siempre solo suyo.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

14 de agosto de 1943, París

Las cosas se han ido poniendo cada vez más difíciles en el hospital. Los
alimentos han empezado a escasear, a pesar de los suministros que siguen
enviando los estadounidenses. Las cifras han aumentado de forma terrible al
entrar en los meses de verano. Casi quinientas personas, contando a los
heridos y al personal, que necesitan alimentarse tres veces al día.
La atmósfera también es distinta. Crece la preocupación de que nos
cierren y envíen a nuestros pacientes a los campos, o algo peor. Los alemanes
se impacientan y sospechan que, de alguna manera, el hospital, y el doctor
Jack en particular, está ayudando a la Resistencia para que los soldados y los
judíos franceses eviten ser capturados.
Las cosas empeoraron el último mes después de que toda una unidad de
aviadores estadounidenses lograse evitar ser capturada cuando derribaron sus
aviones. Los alemanes intensificaron sus esfuerzos y organizaron una
búsqueda exhaustiva en la zona, pero los hombres parecen haber
desaparecido. Ahora se ofrecen recompensas para cualquiera que sepa de
grupos o personas sospechosas de ayudarlos. Los vecinos han comenzado a
enfrentarse entre sí, ofreciendo información, algunas veces verdadera, otras,
falsa, a cambio de uno o dos francos.
Incluso el hospital está bajo sospecha. Los rumores se extienden por los
pasillos como la pólvora y, de repente, el tema del que nadie quería hablar, el
sospechoso número de muertes repentinas y camas vacías, es lo único de lo
que se habla, aunque solo en voz baja. Todos estamos en vilo. Los

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colaboracionistas están ahora por todas partes, husmeando en busca de
información que pueda hacerles ganar una buena recompensa. Se habla de
que hay un espía entre nosotros, alguien que finge luchar por la causa y que
en realidad está aliado con los nazis. Así que todos estamos en guardia, por
temor a que una palabra equivocada haga que la Gestapo llame a nuestra
puerta.
Se rumorea que cualquier día arrestarán al doctor Jack y que tiene una
maleta preparada para cuando llegue el momento. Mientras tanto, hacemos lo
posible por seguir con nuestros asuntos, porque ¿qué otra cosa se puede
hacer? Los soldados siguen llegando, cada día, un flujo constante. Heridos,
destrozados, vaciados.
Todos estamos espantosamente cansados, y el tiempo pasa despacio a
pesar del bullicio. Tal vez sea la poca frecuencia con que veo a Anson estos
días lo que me hace sentir tan inquieta. Después de semanas de momentos
deliciosamente clandestinos, besos robados en el almacén o en la última fila
del cine, cenas tranquilas y charlas interminables sobre lo que haremos
cuando termine la guerra, de repente se ha distanciado.
Entiendo que su trabajo es crucial. La guerra nunca se detiene, ni siquiera
por los jóvenes enamorados, pero últimamente el trabajo de Anson lo
mantiene lejos del hospital durante períodos cada vez más largos. Y luego,
cuando lo veo, es imposible no notar el cambio en él. Parece tenso y
desanimado, siempre mirando a sus espaldas, como si esperara encontrar a
alguien pisándole los talones. Se ha vuelto evasivo conmigo, vago e incluso
distante. Ahora desaparece durante días. Cuando por fin reaparece, ofrece
alguna mala excusa, y yo hago lo posible por creerle.
Pero esta mañana lo vi hablando con una de las enfermeras. Se llama
Élise. Es mayor que yo y mucho más sofisticada, con labios carnosos y una
risa profunda y gutural. Estaban acurrucados en las escaleras, con las cabezas
tan juntas que la boca de ella casi rozaba el cuello de Anson cuando metió lo
que parecía una nota en el bolsillo de su chaqueta. Debí de hacer algún ruido,
porque Anson se giró de repente y me vio mirando.
Se apartó, pero era demasiado tarde. No podía borrar lo que había visto. O
esconder mis lágrimas de Adeline cuando llegué a la esquina y me choqué
con ella. No pareció sorprendida cuando le conté lo que había visto. Dijo que
Anson siempre le había parecido demasiado guapo como para confiar en él y
que era mejor que supiera la verdad antes de que las cosas llegasen demasiado
lejos. Pero para mí, las cosas ya habían ido demasiado lejos.

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Hace unas horas, lo vi escabullirse por la puerta. Dudó al verme, con un
ruego incómodo e insondable en los ojos. Me di la vuelta. Si quería a Élise,
que se quedara con ella. Al menos eso me dije a mí misma.
Ahora ha vuelto de dondequiera que haya estado, otra vez con esa
expresión furtiva mientras baja discretamente por el turbio tramo de escaleras
que lleva al sótano. Sé a dónde va y por qué. Es el lugar perfecto para una
cita, oscuro y aislado con su laberinto de cajas y cajones. La idea de que se
encuentre allí con Élise, de pillarlos juntos, hace que me tiemblen las
extremidades. Sin embargo, no puedo evitarlo. Espero unos segundos y lo
sigo.
Contengo la respiración mientras observo cómo se mueve hacia el fondo
de la escalera, y luego desaparece en la turbia madriguera que hay debajo.
Después de unos segundos, enciende una linterna de bolsillo. El haz de luz
hace que sea más fácil seguirlo, y me mantengo en las sombras, serpenteando
a través del laberinto de cajas y cartones. Coles, nabos, patatas, sucedáneo de
café. Incluso cajas de vino tinto barato. Finalmente, sus pasos enmudecen y
oigo el tenue tintineo de las llaves, luego el gemido de las bisagras secas.
Avanzo de nuevo con sigilo, lo bastante cerca como para ver aparecer una
sucia franja de luz entre la puerta abierta y el marco. No consigo ver gran
cosa a través de la abertura, una bombilla desnuda en el techo y un pequeño
catre con una manta doblada a los pies.
La sombra de Anson se cierne sobre la pared de piedra desnuda. En el
silencio, oigo la cremallera de su chaqueta y luego un crujido, como si se
estuviera quitando la ropa. Bruscamente, doy un paso atrás, luego otro. Creía
que quería saber la verdad, verla con mis propios ojos, pero de repente
descubro que no puedo soportarla.
Siento náuseas y vergüenza. He sido tan tonta, una estúpida, una idiota
enamorada. Me doy la vuelta para volver por donde he venido, pero en la
oscuridad tropiezo con una pila de cajas. El sonido resuena como un disparo
en el silencio.
Veo la sombra de Anson quedarse inmóvil y luego erguirse. Un segundo
después, su silueta aparece recortada en la puerta.
—¿Quién está ahí?
Espera, con la cabeza ladeada. Me tapo la boca con las dos manos
obligándome a permanecer en silencio. Una parte de mí quiere enfrentarse a
él, decirle que sé lo que está haciendo, pero no soporto la idea de que me pille
merodeando en la oscuridad.

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—Déjate ver —gruñe. Su voz suena rara, recelosa y amenazante—.
Ahora.
Nunca lo he visto enfadado, y me asusta pensar en su reacción si me
descubre aquí. Cierro los ojos, deseando ser invisible mientras el sonido de
sus botas se acerca. Estoy atrapada entre dos cajas, como un conejo en una
trampa. Suelto un suspiro de alivio cuando lo oigo pasar. Pero unos segundos
más tarde, retrocede y siento la dentellada de sus dedos en mi brazo.
Me saca de mi escondite, con una botella de vino en el puño levantado y
listo para atacar. Me sorprende la expresión de su rostro, una mezcla de miedo
y rabia. Está casi irreconocible.
Me tapa la boca con una mano y me empuja hacia atrás contra él, todavía
empuñando la botella de vino. Siento su energía, tensa, letal. Un sollozo me
sube a la garganta.
Los músculos de sus brazos se aflojan, pero su mano se mantiene firme
mientras me da la vuelta hasta quedar frente a él. Los segundos pasan
mientras nos miramos en la oscuridad. Al final, siento que su tensión
comienza a aflojarse. Baja la botella y se lleva un dedo a los labios,
ordenándome que guarde silencio.
Me lleva, medio a rastras, a la pequeña habitación de la que acaba de salir.
Apenas es más grande que un armario y está amueblada como una especie de
sala de estar rudimentaria. Además del catre, hay un pequeño lavabo y un
espejo agrietado, una estrecha cómoda y un maltrecho maletín de cuero con lo
que parece una radio casera. Pero es la bolsa de cuero vacía y los documentos
de aspecto oficial desperdigados sobre la mesa lo que capta mi atención.
Cartes d’identité: documentos de identidad franceses, certificados de
nacimiento, cartillas de racionamiento para alimentos y ropa.
Una docena de preguntas se agolpan en mi cabeza, pero antes de que
pueda abrir la boca, los dedos de Anson se hunden más en mi brazo y me
empujan hacia él.
—¿Qué haces aquí abajo?
Lo miro fijamente, pasmada de que se atreva a preguntarme algo así
cuando es él quien anda escabulléndose en la oscuridad. Pero el destello en
sus ojos me fulmina y me encuentro explicando:
—Te vi con Élise, susurrando en el pasillo. Vi cómo te metía una nota en
el bolsillo, y pensé… —Me trago el resto y bajo los ojos—. Necesitaba saber
si era verdad.
Me mira con asombro.

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—¿Por eso me has seguido hasta aquí? ¿Porque creías que tenía una cita
con Élise?
Aparto la mirada, sorprendida al darme cuenta de que puede haber algo
peor que pillar a Anson con otra mujer. Vuelvo a posar los ojos sobre los
papeles que hay en la mesa. La mayoría están amarilleados por el paso del
tiempo y muy arrugados. Unos cuantos están maltrechos, con manchas,
borrones y alguna esquina doblada. ¿A quién pertenecen, y qué hacen aquí
abajo?
Alargo el brazo para coger uno de los documentos, un certificado de
nacimiento, pero Anson me agarra de la muñeca.
—No toques —sisea. Sus ojos, vacíos de color bajo la fría luz de la
bombilla que cuelga sobre nosotros, hacen que me recorra un escalofrío.
Mis pensamientos saltan a las camas repentinamente vacías, a los hombres
aparentemente recuperados que mueren sin previo aviso en medio de la noche
y últimamente con una frecuencia cada vez mayor. A los rumores de que hay
un traidor entre nosotros, un espía que informa a la Gestapo. Todos hemos
fingido ignorarlo, porque es más seguro que admitir lo que todos
sospechamos, que esos hombres no habían muerto en absoluto, que, de alguna
manera, los habían sacado del hospital delante de nuestras narices. Que, de
alguna manera, el doctor Jack está detrás de todo esto, y que los alemanes lo
saben y solo están esperando pruebas antes de arrestarlo.
¿Es eso lo que Anson hace en el sótano? ¿Ayudar a Sumner Jackson a
sacar de contrabando a americanos y británicos de Francia, utilizando
documentos falsos para ello? Si es así, ¿por qué no contármelo? Seguro que
sabe que soy de fiar. Una ola de temor me invade cuando se me ocurre otro
pensamiento, un pensamiento terrible. ¿Y si Anson es el espía que ha tenido
preocupado a todo el mundo y en realidad ha estado ayudando a la Gestapo a
reunir pruebas? La posibilidad hace que me sude la nuca. ¿Ha estado
trabajando para los nazis todo el tiempo, fingiendo ser un héroe?
¿Fingiendo… todo?
—Esos papeles —digo, señalando la mesa con la cabeza—. Por favor,
dime que no estás haciendo nada malo con ellos, que no estás… —Dejo que
las palabras se apaguen, incapaz de terminar la frase.
Anson me estudia con expresión insondable. El momento se alarga y nos
miramos cara a cara mientras espero su respuesta, como si estuviéramos
suspendidos al borde de algún precipicio terrible esperando a ver quién salta
primero.

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—Solo dime que no estás trabajando para… ellos —digo con voz ronca
—. Por favor.
Un músculo comienza a contraerse en su mandíbula.
—¿Eso es lo que piensas?
—No sé qué pensar, Anson. Te escabulles aquí abajo con una linterna
para rebuscar en un montón de documentos que claramente no son tuyos. —
Ahora hablo rápido y odio las palabras a medida que salen de mi boca. Lo que
más quiero es estar equivocada, pero ¿y si no lo estoy?
Cuando intenta cogerme de la mano, la aparto. Me mira fijamente, atónito.
—¿Me tienes miedo?
—Ha habido muchos rumores. Y últimamente te has comportado de
manera muy extraña…
Da un paso atrás mientras se pasa una mano por el pelo.
—¿Crees que soy el espía? Y que ahora que has descubierto mi pequeño
secreto me veré obligado a… ¿qué? ¿Estrangularte? ¿Cortarte el cuello? —
Sus ojos son duros como el pedernal cuando se clavan en los míos, pero
también hay dolor en ellos, como si hubiera echado la mano hacia atrás y lo
hubiese golpeado—. Después de todo este tiempo —dice al fin—. Después de
todo lo que hemos compartido, ¿ese es quien crees que soy?
—Anson…
—Creo que me gustaba más cuando sospechabas que te estaba engañando
con Élise. Creo que ella también lo preferiría a que la llamaran nazi.
—No os he llamado nazis a ninguno de los dos. Pero ¿qué se supone que
tengo que pensar?
—Se supone que tienes que confiar en mí.
Levanto la barbilla.
—¿Igual que has confiado tú en mí?
Deja escapar un largo suspiro y de repente veo lo cansado que está.
—No tiene nada que ver con la confianza —dice sin energía—. Tiene que
ver con ser cuidadoso. Si me pillan… no puedo exponerte a semejante
peligro. Nunca pretendí que te enterases de nada de esto.
—Pero ahora lo sé. O al menos eso creo. Así que, ya puestos, puedes
contarme lo demás.
Anson niega con la cabeza.
—No.
—Los hombres —insisto, decidida a confirmar lo que ahora parece obvio
—. Los que murieron tan de repente. Todas esas camas vacías. No murieron,
¿verdad?

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—Déjalo estar, Soline, por favor. Vuelve arriba y olvídate de lo que has
visto.
Sacudo la cabeza, no pienso dejarme disuadir. Necesito saberlo todo,
sobre el trabajo que está haciendo y los riesgos que está corriendo.
—Fuiste tú —insisto de nuevo—. Tú los ayudaste a escapar. Usando
documentos como estos. Fuiste tú.
Suspira, molesto por mi perseverancia.
—Fuimos un montón de gente. Toda una célula que arriesga sus vidas
para salvar a un puñado de hombres. Pilotos, sobre todo, junto con algunos
amigos de la Resistencia que consiguieron ponerse en el punto de mira de la
Gestapo. Hay un hombre que hace los documentos, un artista convertido en
falsificador, por loco que parezca. —Hace una pausa y señala los documentos
sobre la mesa—. Esto es obra suya. Les damos nombres nuevos y hacemos
que crucen la frontera con España, luego los enviamos a Inglaterra, incluso a
Estados Unidos de vez en cuando. A veces necesitamos la cama de alguno
antes de poder dar el siguiente paso, así que lo escondemos, aquí abajo.
Miró de nuevo la diminuta habitación, los escasos muebles y la radio de
contrabando, las rudimentarias instalaciones. Todo este tiempo, Anson ha
estado arriesgando su vida para ayudar a otros a escapar de los nazis: soldados
que luchan para rescatar a Francia de las garras de Hitler, activistas y otros
miembros de la Resistencia en peligro de ser arrestados.
Pienso en Erich Freede, el hombre al que mi madre había amado pero que
dejó marchar, a la familia que posiblemente tuvo después de volver a
Alemania. Una esposa, niños con los que comparto sangre e historia, y me
encuentro rezando para que alguien como Anson los haya ayudado a escapar
a tiempo.
—Podrías habérmelo dicho —digo en voz baja—. Te habría guardado el
secreto.
—Excepto que no es mi secreto. Pertenece a todos nosotros, Soline. A
cada una de las personas que trabajamos para la Resistencia. Y es tarea de
todos guardarlo.
—Bueno, pues ahora también me pertenece —digo con rotundidad—.
Pero quiero hacer más que guardar el secreto: déjame ser parte de lo que estás
haciendo, Anson. Déjame ayudar.
—No puedo permitirlo.
—Por favor. No sé qué puedo hacer, pero tiene que haber algo.
—No.

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—Entonces hablaré con el doctor Jack —le digo—. Le pediré que me deje
ayudar. Y no hace falta que finjas que no sabe nada de todo esto. Aquí no se
da un paso sin su autorización.
El rostro de Anson se mantiene imperturbable.
—Soline, no…
Apoyo mis dedos sobre sus labios haciéndolo callar.
—No me digas que no, Anson. Dime qué puedo hacer.

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Veinte

Soline
Sin fe, incluso nuestra obra está destinada a fracasar. La fe lo es todo.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

27 de agosto de 1943, París

Me he quedado atónita al enterarme de lo que un puñado de hombres y


mujeres valientes han sido capaces de lograr ante la atenta mirada de los
boches. Mientras París está tomada por la Gestapo de Göring, el doctor Jack y
su personal han estado librando su propia guerra silenciosa contra Herr Hitler.
Y yo me he convertido en parte de ella.
Si alguien hubiera insinuado alguna vez que iba a participar en algo así, lo
habría acusado de beber demasiado vino. Pero siento que me infunde un
nuevo propósito, una forma de sentirme menos víctima mientras los nazis
invaden nuestra ciudad. Y me imagino a Maman observando desde el cielo
mis actividades clandestinas con aprobación, aunque solo sea por Erich
Freede.
También me ayuda a sentirme más cerca de Anson, saber que su causa es
mi causa, que nos apasiona lo mismo. Estos días hablamos cada vez más del
futuro; no del para siempre, la guerra hace que esa conversación resulte
imprudente, pero sí de nuestros mañanas. De los lugares a los que queremos ir
y de las cosas que queremos hacer. Y en estas reflexiones dulces y tontas
siempre estamos juntos. Por ahora, es suficiente. Como decía Maman, la obra
debe ser lo primero.
Desde aquel día en el sótano he recibido mucha formación sobre las
distintas especialidades de la Resistencia: operaciones de radio encubiertas,
sabotaje de transportes de suministros, impresión y distribución de periódicos
clandestinos, incluso el traslado de armas y explosivos. Cada célula opera con

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independencia de las demás. Nuestro trabajo es menos audaz que el de los que
vuelan puentes y ferrocarriles, pero no menos peligroso. Sacar de Francia a
los aviadores aliados derribados requiere una planificación intrincada y
muchas manos.
El proceso comienza con certificados de defunción falsos y documentos
de identidad cuidadosamente falsificados para cada uno de los fugitivos, y
emplea una amplia red de mensajeros, muchos de ellos mujeres como yo, así
como una serie de refugios a lo largo de una ruta celosamente vigilada que
pasa por los Pirineos, se adentra en el norte de España, y luego llega al puerto
de Lisboa.
Ese es el trabajo de Anson, transportar a los hombres cuando por fin llega
el día del traslado. Temo esas noches en las que se despide con un beso y
promete volver sano y salvo, porque ambos sabemos que no puede darme
garantías de ello. Parece que todos vivimos de prestado estos días, desafiando
a que el destino nos sorprenda, preguntándonos no si llegará nuestra hora,
sino cómo y dónde. No ayuda el hecho de que las puertas del hospital estén
justo enfrente del cuartel general alemán y que haya guardias apostados día y
noche.
Pero ahora yo también tengo trabajo como mensajera. Por fin, después de
casi dos semanas de formación, me asignan tareas reales. Nunca me consideré
especialmente valiente, pero siento que hago lo correcto. No solo por París,
sino por Anson. Ayudar a la causa, aunque sea un poco, significa ayudarlo a
él.
Se empeñó en no ser mi superior, así que me han asignado a Élise, cuyo
prometido, según he sabido, ha sido enviado a trabajar a una fábrica de
municiones alemana como parte del edicto de trabajo forzoso. Es brusca y
muy seria, pero no es antipática, y me ha adiestrado bien.
Hago de enlace, paso información a otros miembros de nuestra célula: un
horario de encuentro escondido en una lata de café, un punto de entrega
garabateado en un trozo de papel utilizado para envolver una cuña de queso.
A veces el intercambio es verbal, una pregunta en apariencia inocente sobre la
gripe reciente de una tía o una pregunta sobre el horario del Métro. Tengo que
recitar la frase exactamente como me la dicen, memorizar la respuesta e
informar a Élise. Nunca sé lo que significa, y eso es intencionado. En caso de
que me detengan y me interroguen, no puedo revelar nada, porque no sé nada.
Pero hoy me han confiado algo distinto. Tengo que recoger una bolsa de
papeles de un hombre al que Élise se refiere solo como el pintor. Me ha dicho

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que llene una cesta con vino, pan y queso, y que luego vaya en la bicicleta de
Maman hasta una buhardilla de la rue des Saints-Pères.
Estoy nerviosa cuando me detengo frente al sucio edificio de
apartamentos. Tengo instrucciones de fingir que he quedado con un amante
para una cita. Saco una polvera y un pintalabios, como me han enseñado, y
me acicalo, mientras uso el espejo para asegurarme de que no me han
seguido.
Es lo primero que te enseñan: cómo asegurarte de que no te siguen y qué
hacer si te están siguiendo. Qué buscar en la calle, cómo fundirse en la
multitud y deshacerse de cualquier cosa que pueda relacionarte con la célula.
Pero no veo nada fuera de lo normal.
Ato la bicicleta, me pongo la cesta en el brazo y subo el estrecho tramo de
escaleras hasta el tercer piso. Tres fuertes golpes en la puerta. Ni uno más, ni
uno menos. Se oye el chasquido de las cerraduras, y la puerta se abre de golpe
dejando ver un ojo y una ceja seria.
—J’espère que tu as faim —digo, exactamente como me han indicado.
«Espero que tengas hambre».
La puerta se abre un poco más. Ahora veo tres cuartos de una cara. El ojo
se entorna mientras me estudia. Al fin, la puerta se abre lo bastante como para
dejarme entrar. Es un apartamento diminuto, dos habitaciones abarrotadas de
mesas y lámparas, aún más claustrofóbico por las pesadas cortinas opacas,
cerradas aunque es mediodía. El lugar tiene un tufo particular: vapores
químicos mezclados con cuerpos sucios de hombre, café de bellota
chamuscado y humo de cigarrillo.
Recuerdo mis instrucciones mientras espero. No decir nada a menos que
me hablen, no hacer ningún comentario ni cuestionar nada de lo que vea.
Cuanto menos sepa, mejor. Pero es difícil frenar mi curiosidad por lo que
parece ser una suerte de cadena de montaje. Hay pequeñas mesas colocadas a
lo largo de la pared más alejada, repletas de un surtido de tintas, utensilios de
escritura, sellos y pegamentos.
Cuento cuatro hombres en total: el que ha abierto la puerta y otros tres
inclinados sobre varias mesas. Nadie habla, pero es obvio quién está al
mando. Está sentado en la mesa más alejada, rodeado de las herramientas de
su oficio: el pintor. Hay algo casi desesperado en la forma en que se inclina
sobre su trabajo, los dedos manchados haciendo trazos pequeños y frenéticos,
inventando seres humanos con papel y tinta.
Levanta la cabeza y estira el cuello para aliviar un calambre. Nuestros
ojos se cruzan un segundo. Es sorprendentemente joven, no mucho mayor que

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yo, con la cara larga, gafas redondas de alambre y la barbilla cubierta de una
barba corta y oscura. El segundo pasa enseguida. Vuelve a su trabajo, y el
hombre que me ha abierto la puerta regresa y me entrega una bolsita de hule.
No miro dentro ni digo nada. Me limito a meterme la bolsita en la parte de
atrás de la falda y a cubrirla con la rebeca. No hay ningún intercambio de
dinero. El pintor no cobra nada por su trabajo. Como al resto de nosotros, lo
único que le importa es la causa.
Cuando ha pasado el tiempo suficiente, vacío mi cesta y dejo el vino y la
comida, y me despeino y corro un poco el pintalabios, por si alguien me ve
marcharme. Y luego vuelvo a estar bajo el sol, pedaleando con un paquete de
documentos falsos metido en la cintura.
Es un alivio volver al hospital y entregar por fin la bolsita a Élise. Sus
elogios son sucintos, lo cual no es inusual. No es una persona efusiva, pero
hay algo inquietante en la forma en que evita mirarme a los ojos. Y entonces
me lo dice. Anson no ha regresado de la misión de anoche.
La noticia hace que casi me caiga al suelo. Élise me ayuda a sentarme y
me trae una taza de café. No finge que Anson y yo somos simples
compañeros de trabajo. Es solo una mujer consolando a otra mujer, y se lo
agradezco. Me dice que no es extraño, podrían haber pasado cientos de cosas,
y está segura de que volverá en cualquier momento. Pero noto en su voz que
está preocupada y, cuando vuelvo a mis tareas, por mi mente pasan los peores
escenarios posibles, Anson asesinado a tiros u obligado a subir a un tren que
se dirige a uno de los campos.
Trabajar con la Resistencia significa esperar lo peor, aceptar que la
captura, la tortura e incluso la muerte son inevitables. Pero no puedo y no
pienso aceptar esas fatalidades para Anson. Tiene que estar a salvo. Tiene que
estarlo. Pero el día se alarga hasta la noche, y aún no hay ninguna noticia,
ninguna señal de él en ninguna parte. Pienso en Maman, en sus manos
pasando el rosario mientras hablaba de Erich Freede, y entonces comprendo.
En esos instantes confiamos en lo que sea, creemos en cualquier cosa que nos
permita mantener la esperanza.
Adeline intuye que algo va mal. Digo que solo es un dolor de cabeza y
que no necesito irme a casa, pero ella insiste hasta que acepto al menos ir a la
cantina y comer algo.
No siento el sabor de la sopa mientras intento tragar un poco. Adeline está
junto a mí, insistiendo en que me vaya a casa y descanse algo, cuando de
repente él aparece por la puerta. Casi se me cae la cuchara mientras me trago
las lágrimas que no debo permitirme derramar. Se lo ve agotado, con los ojos

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pesados y ensombrecidos, pero nuestras miradas se encuentran a través del
ajetreado pasillo y la sostiene de una manera que dice todo lo que necesito oír.
«Estoy bien. Lo siento. Te quiero».
Me pongo de pie con las piernas temblorosas y me meto en el lavabo más
próximo para dejar salir mi alivio en forma de llanto. Cuando lo encuentro de
nuevo, alguien le ha traído una taza de café solo; no es liviano y dulce, como
a él le gusta, pero no parece darse cuenta. Veo que Élise le llama la atención
desde el otro lado de la habitación, con las cejas levantadas. Anson mueve la
cabeza casi imperceptiblemente. Me pregunto qué significa, pero sé que es
mejor no preguntarle nada con tanta gente alrededor.
Más tarde, cuando la cantina está vacía y Anson ha terminado su segundo
bocadillo, le pregunto qué ha pasado. Sé que estoy rompiendo las reglas, pero
me da igual.
—¿Dónde has estado?
Niega con la cabeza.
—No puedo.
—Pensé que estabas muerto —susurro con voz desgarrada—. O que te
habían llevado a uno de los campos. No me digas que no puedes.
—Tengo que hablar con Sumner —dice con voz inexpresiva, como si no
me hubiera oído—. ¿Dónde está?
Su mirada está vacía, sin rastro de calidez y cariño. Está en modo
Resistencia, clandestinité, en ese estoico rincón de su corazón donde no hay
espacio para mí. Ni para nada que no tenga que ver con la causa.
—Hace unas horas llegaron cuatro heridos nuevos —le digo, tratando de
mantener la voz tranquila—. Oí a alguien mencionar una doble amputación,
pero puede que ya haya salido.
Anson asiente, termina la taza de café y se pone en pie.
—Tenemos que hablar. Pero primero tengo que hacer esto. Ve a casa y
duerme. Vendré luego.
Frunzo el ceño ante esa violación de las reglas. Era una precaución que
habíamos decidido cuando me uní a la célula: nunca, bajo ninguna
circunstancia, vendría al piso de rue Legendre. Por lo que al mundo exterior
respectaba, éramos compañeros de trabajo y nada más. Por mi seguridad,
había explicado, para que los problemas no pudiesen llamar a mi puerta. Pero
algo ha cambiado en su mente, y tengo miedo.
—Creía que debíamos tener cuidado para que no descubrieran mi
dirección.
Sus ojos se oscurecen.

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—Eso ya da igual.
—¿Por qué?
—Porque ya la tienen.
Un escalofrío me recorre como un dedo helado que me baja por la
columna.
—¿La Gestapo sabe dónde vivo?
—Lo saben todo, Soline.

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Veintiuno

Soline
Muchas cosas pueden salir mal entre el momento de pedir y el de hacer, porque es cuando la unión
corre más riesgo, antes de que se haya tejido el hechizo y se hayan intercambiado los votos. La
tejedora de hechizos debe estar en guardia contra todas y cada una de las tempestades, y casi seguro
que las habrá.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

27 de agosto de 1943, París

Me siento como un personaje de una novela de espías cuando miro a mi


espalda y deslizo en la cerradura la pesada llave de latón de la tienda. No hay
rastro de un Mercedes-Benz negro, el vehículo preferido de la Gestapo,
aparcado en ninguna parte de la calle. Ningún hombre con traje gris y
sombrero negro merodea en un portal cercano.
Nos dicen qué buscar. También nos dicen qué esperar si nos arrestan.
Palizas, que nos encadenen y cuelguen boca abajo, o que nos introduzcan a la
fuerza en una bañera de agua helada, que nos sumerjan hasta casi ahogarnos,
y vuelta a empezar una y otra vez. La baignoire, lo llaman: la bañera.
También es habitual llevarse a las mujeres cercanas a un sospechoso —
madres, hermanas, amantes— e interrogarlas durante horas. Una técnica que
dicen que es muy eficaz consiste en amenazarlas con enviarlas a uno de los
burdeles especiales, los preferidos de los soldados alemanes. La perspectiva
me hace estremecer mientras entro y cierro la puerta tras de mí.
Ya solo vengo a casa para asearme y dormir. El apartamento ha dejado de
ser un hogar desde que murió Maman, y con las cortinas opacas cerradas las
habitaciones resultan claustrofóbicas e inquietantemente vacías.
Subo a bañarme y luego intento dormir, pero no dejo de darle vueltas a las
palabras de Anson. «Lo saben todo». Finalmente, me rindo y me visto.

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Intento preparar algo para comer, pero casi siempre como en el hospital y no
hay mucho en la despensa.
Acabo de desenterrar una lata de galletas saladas rancias y un tarro de
mermelada cuando oigo el timbre del piso de abajo, tres timbrazos agudos y
estridentes. Es Anson, por supuesto, pero el sonido me sobresalta. Parece que
hace una eternidad que nadie toca ese timbre.
Está comprobando sus espaldas cuando abro la puerta, escudriñando la
calle en busca de peligro. Por un momento, me olvido de mí misma y le cojo
la mano. Se encoge y me lanza una advertencia silenciosa mientras me
esquiva para entrar en casa. Cierro la puerta tras él y veo que comprueba el
pomo, no una, sino dos veces.
Suelta un gemido al dejarse caer en la silla más cercana, aferrado a la
pequeña mochila de lona que suele llevar cuando sale del hospital: su
pasaporte, como él lo llama, porque el emblema de la AFS de la solapa
mantiene a los nazis a raya.
Si cabe, parece más cansado que cuando lo dejé en el hospital. Pero hay
algo más que agotamiento en él. Un pánico apenas contenido en sus ojos, algo
que nunca he visto.
—Anson, ¿qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
Se pasa la mano por el pelo, como si no supiera qué hacer.
—No debería estar aquí. Dijimos…
—No me importa lo que dijimos. Me importa dónde has estado. Y ahora
estás aquí. Si te han seguido, el daño está hecho. Dime qué ha pasado.
Asiente y hunde la cabeza en las manos con un gemido.
—Anoche tuve problemas.
Mi corazón se acelera.
—¿Qué clase de problemas?
—La clase de problemas que he temido desde el día que me seguiste al
sótano.
—Cuéntamelo, por favor.
Se muestra inquietantemente estoico mientras relata su historia, como si la
recitase de memoria. Había salido al anochecer para llevar a un hombre
buscado por las SS al siguiente refugio. La carte d’identité del hombre lo
identificaba como Marcel Landray, trabajador agrícola, nacido en 1919 en
Chauvigny, Francia. Pero nada de eso era cierto. En realidad, se trataba de
Raimond Lavoie, un fugitivo buscado por imprimir propaganda antinazi y
comportamiento degenerado, que es como los boches llamaban a la
homosexualidad.

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Ya había pasado un mes en un refugio, empujado a la clandestinidad tras
ser denunciado por un vecino a cambio de unos pocos francos y una
palmadita de las SS. Ser capturado habría significado el traslado a uno de los
campos, Dachau probablemente, o Buchenwald, donde le habrían hecho
llevar un triángulo rosa en la camisa, hasta que finalmente fuera gaseado,
apalizado o muriera de hambre. Quedarse en Francia era imposible.
La entrega fue como estaba previsto, pero en el camino de vuelta el motor
se sobrecalentó, lo que obligó a Anson a detenerse y esperar a que se enfriara
el radiador. La policía francesa lo encontró a las dos de la madrugada, cinco
horas después del toque de queda, en una carretera en la que una ambulancia
de la AFS no pintaba nada. Se lo llevaron para interrogarlo. Su historia,
preparada de antemano, era que se había escapado del hospital para reunirse
con su novia y había perdido la noción del tiempo. Les dio un nombre,
Micheline Paget, y una dirección que no engañaron a la policía. Poco después,
llegaron a la cárcel dos hombres con uniforme gris verdoso, la Gestapo, con
órdenes del general de división Carl Oberg, conocido por muchos como el
carnicero de París, de librar a la ciudad de la Resistencia por cualquier medio.
No querían hablar de Micheline Paget. Querían hablar de Sumner Jackson.
Anson se calla. Apoyo mi mano sobre la suya.
—¿Por qué no duermes un poco? Solo una hora, y luego puedes contarme
el resto.
Niega con la cabeza, pero deja que se le cierren los ojos.
—No les he dicho nada.
—Por supuesto que no.
Alargo el brazo para suavizar la arruga en su frente, pero me aparta la
mano.
—No tuve que decirles nada, Soline. Ya lo sabían todo, o casi todo. Los
documentos falsificados, los refugios, los pilotos a los que habíamos ayudado
a huir. Saben que Sumner está involucrado.
—Pero ¿cómo?
Se encoge de hombros sin fuerzas.
—Alguien está dentro, probablemente uno de los chivatos de Oberg,
observándonos desde hace meses y esperando a que uno de nosotros metiera
la pata. Y he sido yo. Ahora solo es cuestión de tiempo.
—No es culpa tuya, Anson. Acabas de decir que no les has dicho nada.
¿Cómo puedes…?
La preocupación en sus ojos es tan cruda que resulta casi un alivio cuando
aparta la mirada.

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—Prácticamente lo han dicho, Soline. Vienen a por el doctor Jack. A por
todos nosotros, supongo. Oberg no parará hasta que tenga lo que necesita, y le
da igual cómo lo haga. Así que he de tomar una decisión.
De todo lo que ha dicho, eso es lo que más me asusta.
—¿Qué clase de decisión?
—Una que no sé cómo tomar… o cómo vivir con ella.
De repente, no puedo respirar. Entrelazo mis dedos con los suyos,
tratando de no pensar en látigos y cadenas y bañeras de agua helada. Pero
tengo que hacer la pregunta.
—¿Te han… hecho daño? He oído historias de lo que hacen para
conseguir que la gente hable.
—No. —Tiene los ojos apagados y desenfocados, la voz extrañamente
inexpresiva—. No fue así. —Hace una pausa y mira nuestras manos, la mía
pequeña y pálida, la suya bronceada y áspera por el trabajo—. Los alemanes
tienen un acuerdo con los superiores de los hospitales, nos dejan en paz
siempre que no demos problemas y les ahorremos el gasto de tratar a los
británicos y americanos heridos. Es la única razón por la que no se han
llevado a Sumner todavía. Si me hubieran sacado la información a golpes,
habría quedado mal… Así que en vez de eso, me han amenazado.
—¿Con qué?
—Contigo.
Mi boca trabaja muda tratando de digerir la palabra.
—¿Conmigo? No lo entiendo. ¿Cómo saben siquiera quién soy?
—Ya te lo he dicho, lo saben todo. Lo de anoche no era para descubrir
qué sé, era para decirme lo que ellos saben. Saben que estamos consiguiendo
documentos falsificados, pero no dónde. También saben que estamos
utilizando una red de mensajeros.
—Y saben que soy una de ellos —añado en voz baja.
—No. Al menos, creo que no. Pero saben lo nuestro, que somos…
Amantes. La palabra flota muda entre nosotros. No es estrictamente
cierto, al menos no en el sentido físico de la palabra, pero sí en todos los
demás.
—¿Ahora el amor también es un crimen?
—No —dice, y se pone en pie de golpe—. Pero es… útil.
Lo miro fijamente, dándole vueltas a la palabra en mi cabeza: útil. Y de
repente todo encaja. No ha hecho falta que lo amenazaran a él. Lo único que
tenían que hacer era amenazarme a mí.
—Tienes que marcharte, Soline. No hay otra opción.

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Me pongo en pie despacio, en silencio. Nos dicen lo que puede pasar, y
decimos que lo entendemos. Pero, de alguna manera, todos hemos conseguido
convencernos de que no nos pasará a nosotros. Que mientras tengamos
cuidado, nadie llamará a nuestra puerta de madrugada, ni habrá botas que nos
sigan al meternos en un callejón vacío, ni ninguna lista pulcramente
tipografiada con nuestro nombre en ella. Lo creemos hasta que no podemos
creerlo más.
—¿Comprendes, Soline?
Asiento, estupefacta.
—Estás diciendo que tengo que marcharme del hospital.
—Estoy diciendo que tienes que irte de Francia.
Las palabras tardan unos segundos en llegar a mí, e incluso entonces no
consigo comprenderlas.
—¿Irme… de Francia?
—Aquí no estás a salvo.
Me humedezco los labios, de repente tengo la boca seca.
—Pero ¿a dónde iremos?
Me mira sin parpadear.
—Iremos no, Soline. Solo irás tú.
El instante pasa demasiado lento, se alarga entre nosotros. He oído a gente
describir el momento en que recibieron malas noticias, cómo sintieron la
sangre abandonar su rostro o el aire desaparecer de sus pulmones, y, para mí,
entonces, todo eso es cierto.
¿Irme de Francia sin él? No puede insinuar siquiera algo así. Pero cuando
lo miro de nuevo me doy cuenta de que lo ha hecho, y que lo dice de verdad.
—No me iré —digo con rotundidad—. No sin ti.
—No puedo marcharme ahora, Soline. Eso ya lo sabes. Queda demasiado
por hacer, hay demasiadas personas que dependen de mí.
—Eres una sola persona, Anson. Pueden apañárselas sin una persona. ¿Y
qué hay de la Gestapo? ¿Crees que cuando me vaya te dejarán en paz? No lo
harán, sabes que no.
—Por supuesto que no. Pero si tú estás a salvo, no importa lo que me
hagan a mí.
—¡A mí me importa!
Suspira, muy cansado.
—Necesito que lo hagas. Por favor.
—No puedo irme, Anson. No puedo irme sin ti.
—Ya lo he organizado.

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Lo miro parpadeando, estupefacta.
—¿Sin hablar conmigo?
—No había tiempo. He hablado con Sumner, te marchas mañana. Primero
a un refugio, luego a través de España, como los demás.
—No.
—Soline, ya hemos hablado de esto.
—¡No, así no! Hablamos de marcharnos juntos cuando terminara la
guerra. Nunca hablamos de que fuera a irme sola. ¿Intentas librarte de mí?
¿Es eso lo que pasa, es una forma de quitarme del medio?
Lo que he dicho es injusto, algo horrible. Pero acaba de poner mi vida
patas arriba, y quiero hacerle tanto daño como el que me ha hecho a mí. Me
doy la vuelta y me seco las lágrimas con la manga.
—Soline.
Me tenso cuando me toca, pero no me resisto cuando me da la vuelta para
que lo mire. Me sujeta la barbilla con los dedos y me obliga a levantar la
mirada.
—Necesito que hagas esto. Yo lo necesito. ¿Lo entiendes?
Baja las manos hasta mis hombros cuando intento apartarme para impedir
que me aleje.
—No puedo dejarlo, Soline. Lo que hago, lo que todos hacemos, es
demasiado importante. Mientras Sumner siga, yo también seguiré. Esto es así.
Pero no podré mantenerme a salvo si estoy preocupado por que te cojan. Y si
te quedas, pasará. Porque saben que lo único que tienen que decirme es que te
tienen, y les contaré todo.
—No lo harías.
—Sí lo haría —dice en voz baja—. Sin pensármelo dos veces.
De repente, lo entiendo. No solo tiene miedo por mí. Es por la causa, las
vidas que penderían de un hilo si me arrestaran, porque si lo obligasen a
escoger, me escogería a mí. Pero yo no querría eso.
—Prométeme que, pase lo que pase, no cederás ante ellos. No por mí.
—Necesito saber que estás a salvo, Soline. Para poder trabajar.
Vuelvo la cabeza y parpadeo para contener las lágrimas. La decisión está
tomada. Los planes que hicimos, el futuro que pensábamos que tendríamos
juntos, ya no existe; lo nuestro ya no existe.
—Puedes hacerlo —dice con dulzura—. Estarás con los nuestros. Tus
papeles estarán listos en unas horas, te irás al amanecer.
«Al amanecer. Dentro de diez horas».
Lo miro con ojos suplicantes.

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—Deja que me quede. Dejaré el hospital, me iré al campo, a algún lugar
donde no me encuentren. Por favor.
—No puedo, necesito saber que estás a salvo y cuidan de ti. Está hecho.
Pero todavía tenemos esta noche.
Sus palabras son como un cuchillo que se clava en mi carne.
—No quiero esta noche, quiero toda la vida. Sé que nunca lo dijimos, pero
pensaba que tú querías lo mismo. Ahora, después de todo, ¿tengo que
marcharme sin más, sin saber dónde acabaré o si volveré a verte?
Me mira fijamente, con el rostro inexpresivo por el asombro.
—¿Eso es lo que crees? ¿Que pienso entregarte y ya está? ¿Que hemos
terminado?
—Estas cosas pasan —susurro pensando en Maman y Erich Freede—. La
gente… se separa.
—A nosotros no nos pasará.
—No puedes saberlo.
—Pero lo sé. He organizado todo para que vayas a Estados Unidos,
aunque no te será fácil. He escrito una carta para que la envíes cuando llegues
a Lisboa, a mi padre. Le he dicho que nos casaremos tan pronto como vuelva
a casa… si es que te parece bien.
—Casarnos… —La palabra es como unas alas abriéndose en mi pecho y
amenazando con levantarme del suelo. Nunca lo he dicho en voz alta, pero lo
he soñado cientos de veces—. Sí —susurro con voz ronca—. Sí, me parece
bien. Pero ¿estás seguro de que eso es lo que quieres? Cuando he dicho toda
la vida, no te estaba pidiendo… ¿Estás seguro de que quieres casarte
conmigo?
—Estuve seguro a los diez minutos de conocerte, Soline. Te quiero.
«Amor».
He tenido mucho cuidado de no usar esa palabra. Hasta esta noche. No
porque no lo sintiera, sino por la intensidad con que lo siento. Tal vez Maman
me ha vuelto supersticiosa de tanto hablar de maldiciones. No puedo evitar
pensar en Lilou, viuda a las dos semanas de pronunciar sus votos porque se
atrevió a amar. Pero lo dicho no puede borrarse, aunque lo deseara. Ni puede
quedar flotando entre nosotros sin respuesta.
—Yo también te quiero —digo con voz ronca—. Más de lo que nunca
pensé que me permitiría amar a nadie. Y quiero casarme contigo. Pero ¿estás
seguro de que esto es lo adecuado? ¿Qué dirá tu padre cuando me presente en
su puerta, una extraña, esperando mudarme a su casa?

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—Se lo he explicado todo en la carta. O tanto como puedo explicar. Él no
sabe lo que estoy haciendo aquí, ni puede saberlo. Nadie puede saberlo. Lo
digo de verdad, Soline. Oigas lo que oigas, o por muy mal que parezcan estar
las cosas, no puedes decir ni una palabra sobre lo que hemos hecho.
Pondríamos en riesgo a demasiadas personas y nunca podemos permitir que la
seguridad de una sola persona ponga en peligro a toda la célula. ¿Lo
entiendes?
—Sí.
—Por ahora, lo único que mi padre necesita saber es que conduzco una
ambulancia, que estoy loco por ti, y que planeo convertirte en una Purcell en
cuanto ponga un pie en Estados Unidos.
Sonríe y me coge las manos.
—Me muero por enseñarte el lugar donde me crie y presentarte a todo el
mundo. A mi hermana le vas a encantar en cuanto abras la boca. Le pirra todo
lo francés.
Consigo esbozar una sonrisa, pero hay algo que me ronda por la cabeza,
una charla que tuvimos una vez sobre su padre, sobre que a veces podía ser un
hombre duro, con fuertes ideas sobre la respetabilidad y el deber, y no puedo
evitar preguntarme si esas ideas se extienden a la elección de esposa de su
hijo.
Anson frunce el ceño mientras trata de leer mi expresión.
—Por favor, no estés triste. Volveré a casa antes de que te des cuenta, y
entonces podremos empezar juntos una vida de verdad. Pero, hasta entonces,
sabré que estás a salvo.
—¿Y qué hay de ti? Tú seguirás aquí… con ellos.
Toma mi rostro entre sus manos y me besa con ternura.
—Nada me impedirá volver a casa si sé que me estás esperando.
—Pero ¿cómo lo has podido organizar? A duras penas conseguimos que
los hombres crucen la frontera, llevarlos a Estados Unidos es casi imposible.
—Los Purcell han sido hombres de la Marina desde la época de John Paul
Jones… menos yo, claro. En fin, he mencionado el nombre de mi querido
padre y pedido algunos favores. Dudo que le haga mucha gracia, ya que
prefiere ser él quien ejerce el poder en la familia, pero eso es una pelea para
otra ocasión.
—Tengo miedo —digo en voz baja.
—Lo sé. Pero también eres valiente. —Me besa de nuevo y noto el sabor
de mis lágrimas en sus labios, amargas y saladas, y, de repente, cada instante,

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cada caricia, resulta preciosa. Porque es lo único que podré llevarme cuando
vuelva a salir el sol.
Se aparta y me sostiene con los brazos extendidos.
—Debería marcharme. Tienes que prepararte para el viaje, lo
imprescindible: una maleta pequeña. Y luego deberías intentar dormir,
volveré antes de que amanezca.
—¿Qué hay de ti? Estás agotado.
—Volveré al hospital, trataré de dormir algunas horas.
Alargo el brazo y le cojo la mano.
—Quédate conmigo. Por favor.
—Sabes que no puedo. —Tiene la voz ronca y sus ojos se agitan como un
mar embravecido—. No podemos… —Traga con fuerza e intenta apartarse—.
Hay reglas, Soline.
Sacudo la cabeza porque de repente todo me resulta absurdo. Los hombres
mueren acribillados en las calles y mutilados en los campos de batalla, las
mujeres y los niños llenan trenes como si fueran ganado y los envían a los
campos de la muerte. Pero esto, dos personas que se aman y pasan juntos la
que puede ser su última noche, va contra las reglas. No consigo encontrarle el
sentido. Y entonces recuerdo algo que oí a Lilou decirle a mi madre la noche
que se fugó para casarse con su inglés: «Me niego a dejar que las reglas de
otros me roben mi felicidad».
Yo también me niego.
—Me dan igual las reglas —murmuro acercándolo a mí—. Es nuestra
última noche. Por favor, no me hagas pasarla sola.
No dice nada cuando lo llevo al piso de arriba. Hay un momento de
vacilación al llegar al final de las escaleras. No sé si la decisión es suya o mía,
pero se toma enseguida y es imposible ir contra ella.
De repente, me siento tímida y dejo la luz apagada. Hasta este momento,
nuestros encuentros han consistido en breves momentos robados, abrazos
apresurados y besos febriles. Pero esta noche no hay motivos para
apresurarse. No sé si seré la primera para él, no quiero saberlo, pero él será el
primero para mí.
Le desabrocho los botones de la camisa y la deslizo hacia atrás sobre sus
hombros, dejando que caiga al suelo. A continuación, llevo las manos a su
cinturón y me aplico con los dedos temblorosos. Él se queda muy quieto, sus
ojos fijos en mi rostro, y me pregunto si percibe mi nerviosismo. He visto
hombres desnudos, he bañado a cientos en el hospital, pero no estaba
enamorada de ninguno de ellos.

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Al fin es el turno de que Anson me desnude. Me estremezco cuando me
quita la blusa, las puntas de sus dedos son como un susurro sobre mi piel. Hay
una especie de reverencia en su voz cuando musita mi nombre, con los ojos
llenos de una ternura tal que un inesperado torrente de lágrimas forma un
nudo en mi garganta.
Segundos más tarde, mi ropa yace en el suelo y yo estoy ahí, desnuda,
helada y temblando entera. Veo mi reflejo en el espejo del tocador y deseo
haberme acordado de apagar también la luz del pasillo. He perdido peso desde
que empezó la guerra y mi cuerpo se refleja anguloso sobre el cristal, enjuto y
pálido, y temo ser una decepción. Y entonces Anson está detrás de mí, me
rodea la cintura con el brazo, posa su boca sobre la curva de mi hombro.
Cierro los ojos y me abandono al momento. No quiero nada más que a él. Su
aliento, su piel, sus manos.
Me lleva a la cama y nos tumbamos juntos sobre las sábanas. Huele a
sudor y al fuerte jabón carbólico que utilizan en el hospital, cáustico y terroso.
Masculino. Nuestros alientos se entremezclan, cálidos y húmedos, cuando nos
encontramos en la oscuridad. Sus manos me recorren entera con apremio,
como si quisiera dibujar un mapa de mi cuerpo con sus caricias. Pero, sin
embargo, no tiene ninguna prisa, feliz de saborear el momento, de saborearme
a mí, y yo dejo que lo haga, perdida en la magia agridulce de estas breves
horas antes de que debamos decirnos adiós.

Espero hasta que la respiración de Anson se vuelve tranquila y me levanto de


la cama. Pronto amanecerá, y tengo que preparar la maleta. Sé el viaje que me
espera. No necesitaré mucho: ropa sencilla y cómoda, zapatos resistentes de
tacón bajo, algunos objetos personales. Pero también hay otras cosas, cosas
que no puedo dejar atrás.
Me muevo en la oscuridad con cuidado para no despertar a Anson y cojo
el rosario de Maman, el guardapelo con el retrato de Erich Freede y el fajo de
cartas que conservé después de la muerte de Maman. Son el legado que me
deja, un recordatorio de que una vez hubo finales felices y de que, tal vez,
pueda volver a haberlos.
Abajo, en el taller, enciendo la luz y me quedo mirando el vestido que
empecé a coser hace una eternidad, o eso me parece. Lleva meses terminado y
languideciendo en el taller a oscuras, privado de su momento de triunfo. Pero
los sueños que tenía cuando lo comencé son muy diferentes de los que tengo

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ahora. Me marcho de París, al parecer para siempre, y hay algo que debo
hacer antes de que salga el sol.
Reúno lo que necesito: una vela blanca, un lápiz y un papel, un cuenco
con agua, otro con sal, una aguja, un carrete de hilo blanco y el vestido.
Enciendo la vela y cierro los ojos, luego comienzo a respirar poco a poco,
esperando a que llegue algo. Anoto unas cuantas palabras, las tacho,
comienzo de nuevo, deseando haber prestado más atención a las instrucciones
de Maman sobre la creación de hechizos. Tengo muy poco tiempo, y aún
debo coserlo. Lo intento otra vez.
Por fin estoy lista para empezar. Pero tengo las manos húmedas, y me
cuesta coger la aguja. La voz de Maman resuena en mi cabeza, regañándome:
«No te has preparado como debías antes de empezar. Tu hechizo es torpe y
demasiado vago, las puntadas son espantosas». Cada palabra es cierta, pero al
fin dejo la aguja e inspecciono el resultado.

Más allá de la distancia y el tiempo


y de cuantas pruebas puedan llegar,
que los ecos de estos dos jóvenes corazones
sean uno por siempre jamás.

No solo el bordado ha quedado descuidado, sino que además me las he


ingeniado para pincharme varias veces y he dejado pequeñas manchas de
sangre en el forro del corpiño. Parece un presagio. Quemo el hilo restante en
la vela y apago la llama. El trabajo no está a la altura de Maman, pero he
hecho lo que he podido. El resto está en manos de la fortuna.

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Veintidós

Soline
Para ser eficaz, una debe conocer sus tratamientos y saber cuándo utilizarlos. Un hechizo es un
conjuro utilizado para crear oportunidades… una sucesión de serendipias destinadas a ayudar al
destino, mientras que una fascinación o encanto es un instrumento de engaño destinado a distorsionar
los acontecimientos naturales.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

28 de agosto de 1943, París

Ya estoy vestida y sentada en una silla junto a la ventana cuando Anson se


mueve. Abre los ojos pesadamente, las comisuras de sus labios se alzan
esbozando esa perezosa sonrisa estadounidense que he llegado a amar. Trato
de devolvérsela, pero no lo consigo. Lo único en lo que puedo pensar es en
los minutos que se escurren.
Se viste en la oscuridad y me sigue a la cocina. Junto los últimos restos
del café que Maman acumuló antes de la guerra y consigo preparar dos tazas
casi llenas. Está rancio, pero es mejor que nada, y nos ayuda a bajar las
galletas saladas y la mermelada que sirvo a modo de desayuno.
Anson se termina el café de un trago y lleva la taza al fregadero.
—Es la hora —dice sombríamente—. El sol saldrá pronto.
Asiento muda, sin atreverme a hablar. Temo que si abro la boca le rogaré
que me deje quedarme, y ya hemos pasado por eso.
Él también asiente.
—Te esperaré abajo.
Recorro el apartamento una última vez comprobando las ventanas y
apagando las luces. Una ridiculez, ya que lo dejo todo atrás. ¿Qué importa si
alguien entra? Ya no es mío. Cierro la puerta de mi dormitorio y bajo las
escaleras.

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Anson está cerca de la puerta, espiando a través de la rendija en las
cortinas opacas. Se gira y viene hasta las escaleras. Frunce el ceño al ver mis
manos vacías.
—¿Dónde está tu maleta?
Señalo la caja del vestido cerca de sus pies.
Mira la caja y de nuevo a mí.
—¿Una caja de cartón?
—Es una caja para vestidos —lo corrijo, como si eso lo explicara todo.
—Soline, no puedes llevar eso. Necesitas una maleta de verdad.
—No tengo una maleta de verdad.
—Bueno, pues eso no va a servir. Necesitas algo resistente, algo que
puedas llevar con facilidad. —Se pasa la mano por el pelo—. ¿No tienes nada
más?
—Voy a llevarme esto.
Se mira el reloj y asiente a regañadientes.
—De acuerdo, vamos. No hables, mantén la cabeza baja y sigue
caminando. Pase lo que pase, sigue caminando y no pares hasta llegar al
hospital. Un coche te esperará.
Se me cae el alma a los pies.
—¿No vas a llevarme tú?
Aparta la mirada.
—No.
—¿Por qué? Es lo que haces. Tú eres el conductor.
—Esta vez no.
Lo miro sin poder creerlo.
—Deberías habérmelo dicho. Si lo hubiera sabido…
Me hace callar con una mirada.
—Ya sabes cómo funciona esto, Soline. Hay reglas para proteger a la
célula. Yo estoy demasiado vinculado a esta misión, demasiado vinculado a
ti. He utilizado mis contactos para ponerlo todo en marcha, pero tengo que
apartarme cuando lleguemos al hospital. Por la seguridad de todos. ¿Lo
entiendes?
Tiene esa expresión que pone a veces, como si hubiera pulsado un
interruptor y apagado sus emociones. La he visto antes, pero nunca dirigida a
mí. Inclino la cabeza con rigidez, imitando su actitud pétrea.
—El conductor tendrá tus documentos. Tienes que memorizar toda la
información: fechas, lugares, todo. A partir de ahora, o al menos hasta que
llegues a Estados Unidos, eres Yvonne Dufort, de Chartres. Dilo.

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—Yvonne Dufort —repito sin emoción—. De Chartres.
—Buena chica. Estarás bien. Ahora bésame, luego no habrá tiempo.
Dejo que me rodee con sus brazos, pero me mantengo rígida, con la caja
del vestido entre nosotros. No quiero besarlo, quiero recriminarle, no por
enviarme lejos —entiendo por qué tengo que ir—, sino por hacerlo con tanta
frialdad. Y por el peligro que sé que correrá cuando me haya ido. La Gestapo
ya lo ha interrogado una vez. No lo dejarán en paz hasta que consigan lo que
quieren, y cuando no lo consigan, lo arrestarán.
La idea me produce un escalofrío y me recuerda lo mucho que está en
juego. Debo ser valiente y hacer mi parte por la Resistencia, aunque mi parte
sea irme. Pero cuando me aprieta contra su pecho, no me siento valiente. Me
aferro a él y me agarro a su camisa mientras las lágrimas corren por mi cara.
El dolor de su ausencia ya es demasiado real.
Finalmente, se aparta.
—Tenemos que irnos, pero primero quiero entregarte algo. —Da un
pequeño paso atrás y coge su bolsa de tela de una silla cercana. Hurga un
momento, pero al fin saca un estuche con cremallera de cuero marrón y liso, y
me lo pone en las manos.
—Quiero que tengas esto.
Lo miro, veo las iniciales A.W.P. grabadas en oro en la esquina inferior
derecha, y pienso en el pañuelo que me prestó el día que nos conocimos.
—Es mi estuche de afeitado. Mi madre me lo dio las Navidades antes de
morir. Quiero que te lo lleves.
—Pero lo necesitas.
—Estoy bastante seguro de que puedo conseguir una navaja en el hospital.
Llévatelo, por favor. Y guárdalo hasta que vuelva a casa.
Nos miramos a los ojos sin decir nada. Me está haciendo una promesa.
Una que ambos sabemos que no está en su poder cumplir, pero acepto el
estuche. Luego meto la mano en el bolsillo de mi falda y saco el rosario de
Maman. Cojo su mano, le doy la vuelta y dejo que las cuentas caigan
despacio sobre su palma.
—Era de mi madre —digo en voz baja.
Anson se queda mirando el bucle de cuentas granate, el crucifijo de plata
con su salvador deslucido.
—No sabía que erais católicas. Nunca se me ocurrió preguntar.
—No lo somos. No somos nada.
—Entonces, ¿por qué el rosario?
Me encojo de hombros.

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—Por protección.
—No puedo quedármelo, Soline. ¿Y si…?
Aprieto un dedo contra sus labios, no quiero que acabe la frase.
—Quiero que te lo quedes… y me lo traigas de vuelta.
Fuerza una sonrisa.
—Haremos el intercambio cuando vuelva a casa.
Se me encoge el corazón al pensar cuánto tiempo podría pasar antes de
que vuelva a ver su rostro, y la posibilidad inconcebible de que esta podría ser
la última vez. Este hombre al que conozco desde hace unos pocos meses se ha
convertido en lo más importante de mi vida, tan necesario como el aire que
respiro o la sangre de mis venas. Y aun así hay cosas que no he compartido
con él, verdades que no le he contado. De repente, me parece insoportable que
nos separemos con un secreto entre nosotros.
—Anson, hay algo que necesito decirte antes de irme, algo sobre mí.
Con una sonrisa dulce, me acaricia la mandíbula con los nudillos.
—¿Vas a decirme que eres una nazi? ¿Una de los espías de Himmler?
La pregunta casi me hace sonreír.
—Por supuesto que no.
—¿Una comunista?
—Anson, por favor, no digas tonterías. Tengo que contarte algo sobre mi
familia. Somos…
Entonces me besa y me hace callar con su boca.
—Guárdatelo hasta que vuelva a casa.
—Pero…
Sacude la cabeza y me interrumpe de nuevo.
—Sé que te quiero. Y que tú me quieres. Nada más importa. —Abre la
palma y me muestra el rosario de Maman—. Te lo devolveré cuando llegue a
casa. Y entonces puedes contarme tu secreto. ¿Hecho?
—Bien, de acuerdo. Cuando llegues a casa.
Se mete el rosario en el bolsillo para sellar el pacto que acabamos de
hacer. Yo meto el estuche de afeitado en la caja del vestido y vuelvo a atar el
cordón. Hemos dicho lo que teníamos que decir, prometido lo que podemos.
Y ahora es el momento de partir.

Mi contacto me está esperando como estaba prometido. La ambulancia está


aparcada detrás de la cantina del hospital, el conductor es un polaco con un

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fino bigote y ojos oscuros y penetrantes que dice llamarse Henryk. Lleva el
mismo uniforme que Anson, con el familiar parche de la AFS en el hombro,
pero estoy segura de que no lo he visto nunca.
No dice nada cuando abre la puerta y me ayuda a subir. Anson se
mantiene apartado en las sombras, observando. Siento sus ojos en el patio a
oscuras y deseo que venga a mí, que me ofrezca un último adiós, pero sé que
no lo hará. Ya hemos acabado con esa parte. Me clavo los dientes en el labio
inferior porque me niego a llorar.
Henryk cierra la puerta de golpe y me encuentro encerrada en el vehículo.
En ese abrupto momento de oscuridad siento un escalofrío de pánico al darme
cuenta de que ahora estoy a la merced de extraños. Todo lo que conozco,
Anson, incluso mi nombre, me ha sido arrebatado.
Y entonces comenzamos a movernos, oigo los engranajes rechinar
ruidosamente a medida que la ambulancia coge velocidad. Clavo los ojos en
la ventanilla trasera justo a tiempo de ver a Anson salir de las sombras, con
las piernas separadas y los hombros cuadrados, y, con las palabras de Maman
resonando en mi cabeza, me obligo a grabarme a fuego en mi cerebro esa
imagen mientras retrocede y se pierde de vista.
«Mientras guardes su hermoso rostro en tu corazón, nunca lo perderás
realmente».

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Veintitrés

Rory

12 de julio de 1985, Boston

Rory ya se estaba arrepintiendo de haber decidido cruzar la ciudad con tanto


tráfico a la hora del almuerzo. Miró el recipiente naranja con restos de comida
en el asiento del pasajero y consideró brevemente la posibilidad de dar la
vuelta. Su madre hacía colección de fiambreras, no era probable que echase
de menos aquella en un futuro próximo. Entonces, ¿por qué había sentido la
repentina necesidad de devolverlo un viernes a mediodía?
Habían pasado casi tres semanas desde aquella peliaguda tarde en su
apartamento, pero las cosas entre ellas seguían tensas. Ninguna de las dos
había mencionado el incidente, pero las pocas conversaciones telefónicas que
habían mantenido desde entonces habían sido distantes y frías. Porque así
funcionaba su relación: pasaban por alto el episodio como si nunca hubiera
ocurrido, una de ellas daba el primer paso, algún pequeño gesto de
conciliación, y la otra la seguía. Avanzar, retroceder, avanzar de nuevo.
Y esta vez ella haría el gesto. Porque ese día en su cocina había
vislumbrado algo que le hizo preguntarse si sería posible romper el ciclo. Y
porque había pasado la mayor parte de la mañana haciendo sus llamadas
habituales de los viernes sobre Hux, recorriendo su lista de contactos con la
esperanza de que hubiera alguna noticia, alguien que lo hubiera visto o un
rumor, algún nuevo rastro que se estuviera siguiendo. Como siempre, no
había encontrado nada.
«Nada nuevo de lo que informar. Hacemos todo lo posible. Lo sentimos
mucho».
No sabía muy bien cómo, pero se había convertido en un hábito de los
viernes. Solo sabía que con cada semana que pasaba, el desenlace empezaba a
parecer más y más inevitable. No sería la primera en perder a su prometido.

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Las mujeres llevaban siglos pasando por eso, esperando noticias que nunca
llegaban, llorando por las que sí lo hacían. ¿Qué le tocaría a ella? ¿Cuánto
tiempo podría seguir esperando, cuando no había ni una sola noticia a la que
aferrarse? ¿Cuándo pasaría página? ¿Y cómo se hacía eso? ¿Ya lo estaba
haciendo? ¿Eso era la galería? ¿Un sustituto de Hux? Camilla lo había
sugerido en una ocasión. Ahora necesitaba con todo su ser escuchar que no
era cierto, que estaba haciendo lo correcto por las razones correctas y no
debía sentirse culpable.
No se quedaría mucho. Solo el tiempo necesario para devolver el táper y
tal vez tomarse una taza de café.
La puerta principal estaba sin llave. Se quitó los zapatos en el vestíbulo y
fue a la cocina. Cuando oyó las voces, ya era demasiado tarde. La risa aguda
y tintineante de su madre, el zumbido nasal de Vicky Foster y otra más que no
conseguía reconocer. Debería haber llamado primero. No estaba de humor
para charlar con las amigas de su madre.
Estaba a punto de darse la vuelta y marcharse cuando Camilla apareció en
la puerta.
—Aurora. Me había parecido oír la puerta, ¿va todo bien?
—Sí, todo bien. Solo he venido a devolverte esto. —Rory sostuvo la
fiambrera—. No sabía que tenías compañía, si no, no habría venido.
—No seas tonta. Son Vicky y Hilly. Justo acabamos de terminar de
comer. ¿Tú ya has comido? Queda un poco de crema de marisco y hay un
montón de ensalada.
—No tengo hambre. Y no voy vestida para la ocasión.
—Oh, eso no tiene importancia. Sé que les encantará verte.
Antes de que Rory pudiera protestar, se vio arrastrada al comedor.
—Mirad a quién he encontrado, queridas —anunció Camilla cuando
entraron en la sala—. Se ha pasado a devolverme una fiambrera, pero cuando
ha oído que estabais aquí ha querido entrar a saludar.
Rory se las arregló para esbozar una sonrisa. Vicky Foster y Hilly
Standridge eran miembros del Consejo Femenino de las Artes y ocupaban
lugares importantes en el séquito de Camilla.
Hilly le sonrió con ojos tristes.
—Es fantástico verte, querida. No sabes cuánto sentimos oír lo de tu
muchacho, pero no perdemos la esperanza. ¿Nos acompañarás para el postre?
Creo que tu madre estaba a punto de traerlo.
Como si hubiera estado esperando su entrada, Camilla reapareció con la
bandeja del postre.

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—Has llegado en el momento perfecto, Aurora. He hecho tu postre
favorito, bizcocho de manzana con especias y glaseado de mantequilla
marrón.
—Gracias, pero de verdad que no puedo. Solo me he pasado a devolverte
la fiambrera de la sopa. Tengo un montón de cosas que hacer, y el tráfico…
—Oh, cariño, quédate al menos a comer un trozo de pastel. Estoy segura
de que tienes unos minutos, y así le das a tu madre una oportunidad para
presumir un poco delante de sus amigas.
Rory se removió incómoda, consciente de que Hilly y Vicky la miraban
con sonrisas de indulgencia. Por un segundo insoportable, volvía a ser una
niña de ocho años, enfundada en un vestido de fiesta de gasa amarilla, sentada
en una banqueta de piano en una de las cenas de su madre, rodeada de rostros
expectantes clavados en ella. Las manos pequeñas, calientes y pegajosas,
petrificadas sobre las teclas. La voz de su madre, aguda y tensa desde detrás
de la cámara. «Vamos, Aurora, no querrás avergonzar a mamá delante de sus
amigos».
La foto colgaba ahora de un marco de plata en la vitrina del salón,
humillada para la posteridad. Y una vez más ahí estaba ella, obligada a hacer
su número.
Se le comenzaron a empañar los ojos mientras miraba a Camilla. «Solo es
el perfume», se dijo a sí misma, Shalimar y White Shoulders, mezclado con el
Chanel N.º 5 de su madre. Parpadeó para secarse las lágrimas y bajó la vista
al pastel. Perfecto, como de costumbre.
—Ven, siéntate a mi lado —dijo Camilla, apartando una silla—. Y te
cortaré un buen trozo.
Rory se dejó caer en la silla, obediente, y observó a Camilla empuñar el
cuchillo con una habilidad digna de un cirujano. Vicky llenó cuatro de las
preciosas tazas de porcelana de su madre. Cuatro tazas, no tres. Su madre
sabía desde el principio que se saldría con la suya.
—Tu madre mencionó unas prácticas en París para cuando termines los
estudios —dijo Hilly mientras se echaba azúcar en el café—. Debes de tener
muchas ganas. Todas nuestras chicas fueron allí después de la graduación,
aunque no a algo tan emocionante como unas prácticas en el Museo de Orsay.
—Me temo que de momento eso tendrá que esperar —contestó Camilla
por Rory—. Aurora tiene otros intereses más cerca de casa.
Vicky asintió.
—Oh, sí, por supuesto. Pero es una lástima dejar pasar una experiencia tan
maravillosa después de que te hayas tomado tantas molestias en

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organizárselo. —Hizo una pausa para suspirar—. Pero supongo que los
estudios pueden esperar, y París no se irá a ninguna parte.
Rory había estado jugueteando con su pastel, contenta con dejar que la
conversación avanzase sin ella, pero escuchar cómo pintaban a su madre de
auténtica víctima era ir demasiado lejos. Dejó el tenedor y se volvió hacia
Vicky.
—La verdad es que he decidido no terminar mis estudios, señora Foster.
En vez de eso, planeo abrir una galería. Con un poco de suerte, este otoño.
—¿Una galería? —Las cejas castaño claro de Hilly se alzaron de golpe—.
Pero eso es fantástico, Camilla, ¿por qué no nos lo habías dicho?
Camilla elevó su taza y bebió unos sorbos de café antes de esbozar una
tensa sonrisa.
—Aún está en fase de planificación. No quería gafarlo.
—Vaya, qué emocionante. Tu propia galería. Habrás encontrado una
buena ubicación, espero. Ya sabes lo que dicen: ubicación, ubicación y
ubicación.
—Pues la verdad es que sí. Encontré una casa adosada maravillosa justo al
lado de DeLuca’s.
—¿En Newbury? Qué ideal…
—Espera —interrumpió Vicky, agitando su tenedor—. ¿No es allí donde
estaba la tienda de vestidos de novia? La mujer francesa con sus vestidos
mágicos. Garantizaba un final feliz para todas sus novias. Hilly, tu hija se
compró allí el vestido, ¿no es cierto? Antes de que se quemara. ¿Cómo se
llamaba? Era un nombre pegadizo.
—La Aguja Encantada —contestó Hilly—. Esa mujer hizo un trabajo
espléndido, y todo a mano. Aunque te aseguro que pagamos por cada una de
las puntadas.
Rory se inclinó hacia delante en su asiento, olvidándose del pastel.
—¿Funcionó? La magia, quiero decir.
Hilly sonrió serenamente.
—Después de tres nietos, supongo que debió de funcionar. Los médicos
dijeron que no podría tener hijos después de caerse de aquel condenado
caballo, pero ya he sido abuela tres veces.
Vicky puso los ojos en blanco.
—No me digas que de verdad te crees esas tontas habladurías.
—Solo digo que nunca está de más asegurar la apuesta, querida. Si tuviera
que volver a hacerlo, pagando el doble, lo pagaría.
Vicky resopló.

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—Para gustos, los colores, como se suele decir. Pero es verdad que era
una tienda encantadora. Me parece que recuerdo a la dueña: francesa y
realmente preciosa. Creo recordar que le pidieron que hiciera un vestido para
una de las chicas Kennedy. Una prima o sobrina o algo así. No recuerdo cuál,
pero sí que fue un asunto muy sonado. Dios sabe que los Kennedy necesitan
toda la suerte que puedan conseguir. Y ella, desde luego, tenía la reputación
de traer buena fortuna. ¿Qué fue de ella?
—Diría que murió cuando se incendió la tienda —contestó Hilly,
toqueteándose la hilera de perlas que llevaba en la garganta—. Mi hija se
quedó muy afectada cuando lo vio en los periódicos. Dijeron que estaba
dormida cuando se desató el fuego. Estoy tratando de recordar su nombre.
—Soline —dijo Rory—. Se llama Soline Roussel. Y no murió. De hecho,
es mi casera.
—¡Tu casera! Vaya, ¿qué puedes contarnos?
—La verdad es que el edificio no estaba en alquiler, llevaba años vacío.
Pero cuando oyó que quería abrir una galería para artistas noveles, estuvo de
acuerdo en alquilármelo.
Vicky se volvió hacia Camilla, que había permanecido callada durante la
conversación.
—Nos has estado ocultando información, querida. No nos habías dicho
nada sobre la señorita Roussel. Y parece que le interesa el arte. Tal vez
deberíamos invitarla a formar parte del consejo.
Camilla siguió removiendo su café con gesto cuidadosamente inexpresivo.
—Me temo que es Aurora quien lo ha estado ocultando. No conozco a la
señorita Roussel, aunque tengo entendido que es una especie de ermitaña. Tal
vez sería mejor invitarla a hacer una aportación.
Hilly se volvió hacia Rory.
—¿Podrías hablarle de unirse a nuestro pequeño grupo? Ya sabes, tantear
el terreno.
Camilla dejó la cucharita con un repiqueteo.
—¿No nos estamos adelantando un poco? Hace cinco minutos, no
recordabais el nombre de la mujer, y ahora estáis listas para invitarla a unirse
al consejo. ¿No os parece que primero deberíamos averiguar si es nuestra
clase de gente?
Hilly puso los ojos en blanco.
—Por el amor de Dios, Camilla. Estamos en 1980, no en 1880. Ya nadie
piensa así.
Vicky suspiró y dejó su servilleta.

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—En lo personal, me tiene espantosamente aburrida «nuestra clase de
gente». Y en caso de que no te hayas dado cuenta, Camilla, las cifras de
miembros están por los suelos, cosa que significa que no podemos
permitirnos ser altaneras. Tal vez es hora de darle un poco de alegría. Debe de
conocer a un montón de gente. Piensa en el revuelo que causaría.
Camilla parecía completamente atónita. No estaba acostumbrada a que la
replicasen, y menos aún en su propia mesa.
—Solo quería decir que tal vez sería mejor quedarnos con la gente que ya
conocemos.
Vicky continuó impávida.
—¿Por qué no se lo dejas caer la próxima vez que hables con ella, Aurora,
y ves si estaría interesada en unir fuerzas?
Rory cogió su taza, incómoda de que la pusieran en un compromiso.
—La verdad es que no sé cuándo volveré a hablar con ella. Normalmente
trato con su abogado para todo lo que tiene que ver con el edificio. Lo que me
recuerda… —dijo, vaciando la taza y echando la silla hacia atrás—. Tengo
que reunirme con el contratista a las cuatro. Ha sido un placer.
Camilla puso cara larga.
—¿Ya te vas?
—Te he dicho que no podía quedarme.
—Pero esperaba que nos ayudaras con la lluvia de ideas para la
recaudación de fondos. Parece que no hacemos más que repetir los mismos
temas, y tú siempre tienes ideas muy creativas.
—Seguro que os las apañaréis —dijo Rory mientras se volvía para
marcharse—. Como siempre.
Ya casi estaba en la puerta cuando Camilla la atrapó.
—Aurora, no pensarás hablar con esa mujer para que se una al consejo,
¿verdad?
—Se llama Soline, pero ya lo sabes, porque hemos hablado de ella. ¿Y
por qué sería tan terrible que se uniera a tu precioso consejo?
—Para empezar, no sabemos nada de ella.
—Corrección: tú no sabes nada sobre ella. Yo sé bastante, y me cae bien.
—Eso es evidente. Sinceramente, la forma en que te has puesto a hablar
de ella… Como si fuera la santa patrona de los artistas desconocidos o algo
así.
—No me he puesto a hablar de ella. Tus amigas me han preguntado por
ella. Yo no he venido a hablar de ella ni a comer pastel. He venido a…
Déjalo, no importa.

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—¿Qué es lo que no importa? ¿Qué ibas a decir?
—Nada, no iba a decir nada. Tengo un mal día, solo eso. No esperaba que
tuvieras visitas, pensaba que podríamos… hablar.
—Podemos. Me libraré de ellas, y hablaremos todo lo que quieras. Puedes
quedarte a cenar. Cocinaremos como hacíamos antes. O podemos ir a un
restaurante, donde tú quieras.
Pero ya era demasiado tarde para hablar. En algún momento entre que se
había quitado los zapatos y se había sentado a comer pastel, la necesidad de
contarle sus preocupaciones a su madre se había evaporado.
—Ya estoy bien.
—Pero algo va mal, lo noto.
—Algo iba mal cuando he llegado. Te lo he dicho, pero he tenido que
comer pastel con tus amigas y sonreír y ser educada para que tú pudieras
jugar a la anfitriona.
—No se trata de Matthew, ¿verdad? ¿Has tenido noticias?
Rory sacudió la cabeza con cansancio.
—No, ninguna noticia.
—¿Entonces qué?
—Vuelve con tus invitadas, madre. Con un poco de suerte, se olvidarán de
Soline.
—No pretendía…
—Sí, sí lo pretendías. Te he visto la cara. No has soportado que se
mencionara su nombre. No sé por qué, pero así ha sido. O tal vez ha sido que
hablara de la galería lo que te ha sacado de quicio. Me has obligado a
quedarme y después, cuando cometo el imperdonable pecado de salirme del
guion, te enfurruñas. Esperas que todo el mundo dance a tu son, incluida yo.
—Eso no es cierto.
—Sí lo es. Era cierto cuando tenía ocho años, y lo es ahora.
—¿Cuando tenías…? Aurora, ¿de qué hablas?
—Olvídalo. Y no te preocupes, no diré nada de tu precioso consejo a
Soline. No veo que encaje, aunque no por los motivos que crees.
Camilla la miró parpadeando.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que no la veo queriendo ser parte de tu corte. —Rory hizo
una pausa y señaló con la barbilla hacia el comedor—. Soline no es como
ellas. Y, sin duda, no es como tú. Ella me ve, no de la forma que cree que
debería ser, sino de la forma que soy. Tal vez por eso me cae tan bien.

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Y con eso, se dio la vuelta y fue al vestíbulo, esforzándose por no pensar
en una niña de ocho años con un vestido de fiesta, sentada en una banqueta de
piano y paralizada de miedo.

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Veinticuatro

Rory

Una hora más tarde, Rory se encontró de pie ante la puerta de Soline, con
una bolsa de comida para llevar de Gerardo’s en los brazos. Había llamado
cuatro veces y estaba a punto de volver a llamar cuando la puerta se abrió un
poco.
—Vendas lo que vendas, no me interesa.
—Soy yo —balbuceó Rory—. Perdona, debería haber llamado.
El aroma a café flotó hasta los escalones de la entrada cuando la puerta se
abrió desde dentro.
—¿Rory?
Soline iba descalza y vestía con sencillez: una camiseta blanca lisa y unos
vaqueros remangados hasta los tobillos. Llevaba el pelo recogido en un moño
desordenado e iba sin maquillar. ¿Qué tenían las mujeres francesas, incluso
las de edad madura, que les permitía salir de la cama, ponerse lo primero que
sacaban del armario y estar listas para una sesión de fotos?
Sus ojos se entornaron con gesto perspicaz y escudriñaron el rostro de
Rory.
—¿Qué ocurre?
—Nada. O tal vez todo. ¿Tienes hambre?
Soline miró la bolsa y se hizo a un lado.
—Entra.
La cocina estaba en la parte trasera de la casa y era mucho más grande de
lo que Rory esperaba, con el techo alto y grandes ventanas que dejaban entrar
el sol de la tarde. Esta también era una habitación destinada a ser utilizada,
con ristras de cebollas y ajos colgadas en la pared, botellas de vinagre
alineadas en un estante sobre la estufa y tomates madurando en el alféizar.
—No sé qué es, pero huele delicioso —dijo Soline al comenzar a sacar la
comida de la bolsa. Había un envase de pasta salteada con setas, calabacín y

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berenjena, otro de ensalada y una bolsa llena de olorosos panecillos de ajo—.
¿Dónde la has comprado?
—En un lugar cerca de mi piso, Gerardo’s. Suelo pedir algo un par de
veces por semana. Todo está buenísimo, y reparten a domicilio. ¿Me dejas
que ponga la mesa?
—Hace un día bonito. ¿Por qué no comemos en el patio? Coge platos y
vasos del armario al lado del fogón. Los cubiertos están en el cajón que hay
debajo. Pondré la comida en una bandeja y estaré contigo en un momento.
Rory localizó todo lo necesario y lo sacó a un patio soleado salpicado de
macetas de hierbas y tomateras. En un rincón había una pequeña mesa de
hierro forjado, metida bajo una pérgola cargada de rosas. Era un lugar
encantador, fresco y a la sombra, y la mezcla de aromas a rosas y albahaca
flotaba en la brisa de la tarde.
Soline apareció con la bandeja justo cuando Rory terminaba de poner la
mesa.
—Aquí está. Ayúdame, por favor. Pesa más de lo que esperaba, y las
manos se me están acalambrando.
Rory se apresuró a cogerle la bandeja.
—Lo siento, no lo he pensado. Debería haberla traído yo.
—No soy una inválida, chérie. Me las apaño bastante bien, la mayor parte
del tiempo.
—Claro. Perdón, no pretendía… —Rory dispuso la comida y se dejó caer
en una de las sillas—. Gracias por esto, por dejar que me presente así. Espero
no haber estropeado tus planes para la cena.
—¿Planes? —Soline soltó una carcajada—. Hace años que no tengo
planes. Y menos aún planes para cenar. —Extendió ambas manos, desnudas,
ya que no esperaba compañía—. Es más que nada por los guantes. Me
vuelven torpe, sobre todo cuando como, y hoy en día es un poco un
espectáculo, una anciana extravagante anclada en el pasado.
Rory le lanzó una mirada escéptica. Nadie en su sano juicio podría
confundir a Soline Roussel con una vieja extravagante. Incluso ahora, sin
maquillar y sin esperar visitas, su aspecto era bellamente elegante. Como la
belleza natural de la mujer en Condé Nast Traveler, su rostro hablaba de
glamour y aventuras exóticas, de vidas vividas en lugares lejanos.
—Siempre me han encantado los guantes —dijo Rory—. Creo que dan un
aspecto muy elegante.
Soline sonrió sin estar convencida mientras se inclinaba sobre la mesa
para servirle agua a Rory.

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—Eres muy dulce. Bueno, ahora dime por qué has venido, y no digas que
era tu turno. Tienes una cara que parece un nubarrón. ¿Qué ha pasado?
—Nada, de verdad. Es solo que… —Sacudió la cabeza, de repente se
sentía avergonzada—. No es nada.
Soline arqueó una ceja.
—¿Has llamado a mi puerta porque no ha pasado nada? ¿Qué clase de
respuesta es esa?
Rory se sirvió un trozo de berenjena y la pinchó sin interés.
—Lo siento. No ha sido un buen día, y necesitaba hablar con alguien.
El rostro de Soline se suavizó.
—Pues habla.
Rory se encogió de hombros.
—Es viernes, el día en que llamo para ver si hay novedades sobre Hux.
No había noticias. No es que pensara que fuese a haberlas, pero…
—¿Pero?
—No veo cómo va a terminar esto, y me asusta. Me da miedo que nunca
vuelva, y que la galería sea lo único que tenga. ¿Y si…?
—¿Acabas como yo? —dijo Soline en voz baja—. Puedes decirlo.
—No, no es eso. —«Al menos, no es solo eso»—. Es algo que dijo mi
madre. Cree que abro la galería por las razones equivocadas.
—¿Por qué iba a decir eso?
—Porque fue Hux quien me metió la idea en la cabeza. Era algo en lo que
solía pensar cuando me aburría de mis estudios, de esas cosas que piensas
«¿Y si…?». Pero Hux hizo que pareciera posible. Dijo que era un sueño que
valía la pena perseguir. Así que lo perseguí.
—¿Y crees que eso hace que esté mal? ¿Porque alguien te inspiró?
—Se suponía que tenía que acabar los estudios y luego hacer unas
prácticas en el Museo de Orsay. Cuando le conté a mi madre que dejaba la
universidad para abrir una galería, dijo que estaba tratando de demostrarle
algo a alguien que ni siquiera estaba aquí. Porque estaba asustada.
—No es cierto, ¿verdad?
—No lo sé. En ese momento creía que no, pero ahora… Dudo de todo.
Comienzo a sentir que Hux no va a volver nunca, y tal vez ya hace un tiempo
que lo sé. ¿Por qué si no iba a decidir abrir una galería justo ahora, a menos
que una parte de mí piense que es hora de pasar página?
—¿Tu madre te dijo todo eso?
—No. No directamente, pero sabe cómo sacarme de quicio. No le gusta
que haga mis propios planes, así que, cuando los hago, tiene que socavarlos.

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En veintitrés años nunca se le ha ocurrido que tal vez sé lo que quiero.
—¿Qué quieres?
Rory cerró los ojos, luchando contra el nudo que se le formaba en la
garganta.
—Quiero que Hux vuelva a casa, sano y de una pieza. Quiero saber qué
nos espera ahora. A mí, a los dos.
La sonrisa de Soline tenía un dejo de tristeza.
—Por supuesto. Pero no puedes, chérie, nadie puede. Solo podemos vivir
la vida que tenemos ahora, hoy.
—Ese es el problema. En realidad, no tengo vida, y una parte de mí teme
estar cometiendo un gran error. Mi madre no deja de recordarme que no tengo
ninguna experiencia en esto y que el ochenta por ciento de las galerías no
sobreviven a su segundo año. Si fracaso, ¿qué pasará entonces? Si Hux… —
Hizo una pausa y tragó con fuerza cuando se le quebró la voz de repente—.
No creo que pueda soportar perder nada más.
Soline dejó el tenedor y miró a Rory a los ojos.
—Rory, tienes que aprender a separar a Hux de la galería. Ahora mismo
piensas en ello como si fueran lo mismo, como si una no pudiera existir sin el
otro. Pero no es cierto. Yo misma tuve que aprenderlo… después de que
Anson muriera.
Rory soltó un suspiro.
—Por favor, no me digas que quieres que siga adelante con mi vida. Mi
madre me lo dice, y me vuelve loca.
—De acuerdo, no lo diré, pero no se equivoca. Eras una persona antes de
que Hux llegase a tu vida. Y lo seguirás siendo, aunque él ya no esté en ella.
No es una opción: así es como son las cosas. La pregunta es qué clase de
persona serás. ¿Qué quieres hacer con tu vida, tus sueños, tu arte?
Rory la miró parpadeando desde el otro extremo de la mesa.
—¿Con mi arte?
—Sí, tontita: tu arte. Tienes un don. ¿Crees que es algo que se te concede
sin motivo?
—Pero yo no…
—Si dudas, podemos romper el contrato. No tienes que seguir adelante.
Rory la miró fijamente. No estaba segura de qué había esperado, pero
desde luego no un ofrecimiento a romper el contrato. La idea hizo que se le
encogiera el estómago.
—No, eso no es lo que quiero.
Soline sonrió con complicidad.

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—Ya me parecía. Te están entrando las dudas del último momento. Pero
si de verdad quieres la galería, la harás funcionar.
—¿Como tú con la tienda de vestidos de novia?
—Cuando vine aquí no tenía nada. Era una extranjera sin dinero y estaba
sola. Fue una época difícil, incluso más que la guerra, por todo lo que había
perdido. Pero no podía dejarme morir sin más, aunque no me faltaran ganas.
Rory miró a Soline dar un pequeño bocado de un panecillo de ajo y
masticar lentamente. Su pérdida seguía siendo visible a pesar de la pátina de
los años. Había compartido su historia sin muchas reservas, pero Rory no
podía evitar sentir que había algo más, un dolor que todavía ocultaba.
—Me dijiste que Anson y tú os separasteis por la guerra y te enteraste de
que había desaparecido. ¿Seguías en París cuando pasó?
—No. Tuve que marcharme. No quería, pero Anson me obligó. Trabajaba
con la Resistencia ayudando a escapar a gente, gente a la que los nazis
andaban buscando. Yo también comencé a ayudar, hasta que se volvió…
problemático.
Rory la miró fijamente.
—¿Eras parte de la Resistencia?
—En aquella época, si vivías en París, o eras un colaboracionista o eras
parte de la Resistencia. Había unos cuantos que intentaban mantenerse
neutrales, pero tarde o temprano todos teníamos que escoger. Hacíamos lo
que podíamos. Yo era mensajera. Con las mujeres tenían más manga ancha,
en especial con las guapas. —Hizo una pausa y sonrió con amargura—. A los
alemanes les gustaban las francesas. Estaban tan ocupados flirteando que se
les olvidaba sospechar de nosotras. Pero se enteraron de lo de Anson y yo… y
me utilizaron en su contra.
Rory dejó el vaso y contuvo el aliento mientras esperaba.
—Una noche, al volver de una misión, la ambulancia de Anson se averió
y lo cogió la Gestapo. Lo interrogaron durante horas y cuando vieron que no
cooperaba, le contaron que sabían quién era yo. Le dijeron que, si no les daba
los nombres que querían, vendrían a por mí. Era algo que solían hacer, coger
a las mujeres y novias y enviarlas a lugares terribles. Campos de prisioneros y
burdeles. Anson se negó a hablar. Finalmente, lo dejaron marchar, pero al día
siguiente hizo que me fuera.
—¿Sola?
Soline cogió su vaso, pero estaba vacío. Se sirvió agua con manos
temblorosas y bebió un largo trago.

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—El trabajo que hacía era fundamental —contestó al fin—. Nada de
aquello importaba si los hombres no conseguían escapar. No podía permitirse
distracciones, así que lo arregló para que escapase con algunos de los otros.
Odiaba que me hiciera marcharme, pero lo comprendí.
—¿Dónde te envió?
—Crucé la frontera con España, luego fui a Inglaterra y finalmente vine
aquí, a Estados Unidos. Era la ruta habitual, así que sabía qué esperar, pero no
cuánto tardaría ni lo difícil que iba a ser. Era extraño estar en ese extremo de
la cadena. Hasta entonces, solo podía imaginar lo que pasaba después de que
entregáramos a los hombres. Y entonces, de repente, ahí estaba, siendo
entregada yo misma.
Rory reprimió un escalofrío al imaginarse en la situación de Soline, tener
que dejar su hogar y al hombre al que amaba a la merced de extraños.
—¿No era peligroso viajar así mientras la guerra seguía?
—Lo era. Pero para muchos, quedarse en París equivalía a una sentencia
de muerte. Perdíamos a algunos, pero teníamos más éxitos que fracasos, y eso
hacía que el riesgo valiera la pena.
—No puedo imaginármelo. Dejar París y acabar aquí en Boston. Debió de
ser como aterrizar en otro planeta.
Soline se quedó callada, con las manos quietas y blancas a ambos lados de
su plato.
—No vine directamente a Boston. Primero fui a Newport… a casa del
padre de Anson. Anson le escribió para avisarle de que venía.
Rory se sorprendió. Soline nunca había mencionado a la familia de
Anson.
—Debió de ser un consuelo estar con su gente en vez de sola en un lugar
nuevo.
Soline sacudió la cabeza muy despacio, con los ojos oscurecidos por un
recuerdo.
—No, no fue un… consuelo.

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Veinticinco

Soline
Quien haga mal uso de la magia para fines egoístas, traerá la infelicidad a toda la familia. Cuídate,
pues, de mantener tu aguja honesta, y no utilices tus hechizos para perseguir cosas que no son para ti.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

22 de septiembre de 1943, Newport

Llego a la estación de Newport una fría mañana de miércoles, desaliñada y


arrugada tras viajar durante horas en tren. Estoy tan delgada como un palo
con mi ropa prestada, agotada tras semanas de mareos e incertidumbre.
Durante días, lo único en lo que he podido pensar es en un baño caliente y una
cama de verdad con sábanas limpias, pero ahora, mientras busco en el
atestado andén una cara que se parezca a Anson, mis pensamientos toman una
nueva dirección.
He hecho lo que he podido con mi pelo, pero no tenía suficientes
horquillas para peinarme bien. Las horquillas son difíciles de conseguir hoy
en día, pero son especialmente difíciles de encontrar en los barcos, trenes y
convoyes llenos de hombres. No soporto pensar en el aspecto que debo de
tener. Sin sombrero, sin guantes, sin los zapatos adecuados. No es
exactamente el aspecto que una chica espera tener al conocer a su futuro
suegro.
La multitud en el andén empieza a disminuir. Me pongo de puntillas,
buscando entre las caras que quedan, pero ninguna encaja. Un hombre joven
con una manga de la camisa recogida con un imperdible, un anciano con un
saco de papel arrugado, un par de soldados vestidos de verde militar cargando
con un baúl, pero nadie que pueda ser Owen Purcell.
Se me revuelve el estómago cuando me pregunto si ha habido algún tipo
de error de comunicación, una llamada no recibida o una carta extraviada. Y

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entonces veo a un hombre en el andén que se acerca a mí. Lleva un traje
negro sencillo y una gorra.
Alza las cejas mientras me estudia de pies a cabeza.
—¿Es usted la señorita Roussel?
El alivio me inunda.
—Oui, je… —Me callo al recordar que ya no estoy en Francia—. Sí, soy
la señorita Roussel.
—Me llamo Stanton. Soy el chófer del señor Purcell. Si me indica dónde
están sus maletas, las llevaré al coche.
—No tengo maletas —le digo y sostengo mi caja maltrecha—. Solo esto.
Lanza una mirada incrédula a la caja, pero consigue asentir.
—Muy bien, señorita.
Pero cuando alarga la mano para cogerla, doy un paso atrás. La caja
contiene todo lo que me importa en el mundo, y no la he perdido de vista
desde hace semanas.
—Yo la llevaré, gracias.
—Como desee. —Mantiene el rostro cuidadosamente inexpresivo, como
Maman cuando lidiaba con una novia problemática—. Si tiene la amabilidad
de seguirme.
Me conduce hasta un coche inmenso, de color negro reluciente con una
parrilla brillante y neumáticos con unas bandas blancas anchas. Al verlo, se
me hace un nudo en la garganta. Me recuerda a los coches de la Gestapo,
largos y siniestros, que merodean por las calles de París. Miro por la
ventanilla, esperando ver por primera vez al padre de Anson, pero el coche
está vacío.
Si Stanton se da cuenta de mi decepción, no muestra ninguna señal
mientras abre la puerta trasera. Lo rodeo y subo; el interior es cálido y
cómodo, y de repente me siento muy cansada. Dejo caer la cabeza contra el
asiento de cuero y cierro los ojos, intentando no pensar en por qué el padre de
Anson no ha venido a la estación a recibirme.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, el coche está subiendo por un largo camino
enladrillado. La primera imagen de la casa de Anson me coge completamente
desprevenida. Es un edificio que parece extenderse, tres plantas de piedra gris
y crema, con ventanas con cristales a rombos estilo Tudor en los pisos
superiores y más gabletes y chimeneas de los que puedo contar desde el coche

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en marcha. Recorro las ventanas más altas con la vista, los pequeños cristales
convertidos en espejos a la fría luz de la mañana, preguntándome si Owen
Purcell estará detrás de una de ellas esperando mi llegada.
Todavía estoy toqueteando mi caja cuando Stanton abre la puerta del
coche. Bajo del vehículo, muy consciente de mi desaliño. Todo es tan grande
e inmaculado: el coche, la casa, incluso Stanton, que se eleva sobre mí con su
sombría sarga negra. Me indica que me dirija a unas puertas dobles de cristal
decoradas con volutas de hierro, estoico mientras pasa junto a mí.
La puerta se abre antes de que pueda llamar al timbre. De repente, ahí está
Owen Purcell, impecable, con un traje de tres piezas gris marengo que casi
con toda probabilidad está hecho a medida. Es alto como Anson, con los
hombros gruesos, el pecho ancho y una cintura que empieza a redondearse.
Tiene una mata de ondas doradas y plateadas, y sus ojos son del mismo verde
azulado que los de Anson. No se les escapa nada cuando me recorren y se
detienen un instante en mis zapatos negros arañados.
—Al fin llega, señorita Roussel.
Consigo esbozar una sonrisa vacilante.
—Buenos días, monsieur Purcell.
Sus ojos se encuentran con los míos sin un atisbo de sonrisa.
—Mi hijo me dijo que era francesa. —Entonces aparta su mirada de mí y
la posa sobre el camino—. Stanton, por favor, trae las cosas de la señorita
Roussel.
—No tiene nada, señor, solo la caja.
El señor Purcell me mira de nuevo con las cejas bajas mientras examina la
caja del vestido que se balancea en mi mano.
—Muy bien, de acuerdo. Entre.
Me limpio los pies una, dos, tres veces antes de cruzar el umbral y entrar
en un vestíbulo inmenso. El suelo de parqué pulido hace que el espacio
parezca más un salón de baile que un vestíbulo. Las paredes son de un
amarillo suave y cremoso, y los techos son altos y están decorados con
molduras. Una araña de cristal proyecta pequeñas gotas de luz sobre las
paredes y el suelo, y la cabeza me da vueltas cuando las luces bailan a mi
alrededor. Por un segundo, temo derrumbarme a los pies de mi futuro suegro.
—¿Se encuentra mal?
Trago, sintiendo la boca espesa, y trato de negar con la cabeza.
—Es solo que… llevo bastante tiempo de viaje.
—Sí, por supuesto. Tal vez debería descansar antes del almuerzo. Le
mostraré su dormitorio.

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No hay tiempo para protestar. Ya se dirige a las escaleras sin molestarse
en comprobar si lo sigo. Tiene una ligera cojera, un andar recto que lo hace
avanzar con lentitud, probablemente consecuencia de la herida de guerra de la
que me habló Anson.
Al final de la escalera, una amplia galería con grabados de caza ingleses
se extiende en ambas direcciones. Cuando vacilo, me echa una nueva mirada.
—Por aquí, por favor. La última puerta a la derecha. —Abre la puerta al
final del pasillo y se hace a un lado—. He hecho que ventilen la habitación y
preparen la cama. Tiene su propio baño, justo ahí, en caso de que quiera
refrescarse antes del almuerzo.
Las cortinas están corridas y el interior se oscurece cuando entro. Es una
habitación pequeña con una cama doble, una mesita de noche y una lámpara,
un escritorio desnudo y un largo espejo ovalado. Las paredes están
empapeladas con enormes rosas repollo sobre un fondo verde apagado. El
estampado es demasiado llamativo para una habitación tan pequeña, por lo
que resulta ligeramente opresivo.
—Gracias —digo, con toda la educación que puedo reunir—. Es
encantadora.
Inclina la cabeza, claramente toda la respuesta que voy a recibir, y me
encuentro tratando de descifrarlo. Es guapo para un hombre de cincuenta
años, pómulos marcados, la frente ancha y un pequeño bulto en el puente de
la nariz, como si se la hubiera roto. Pero es la boca, llena y al mismo tiempo
dura, la que atrae mi atención, una boca que no está acostumbrada a sonreír.
—El almuerzo se sirve a las doce y media. Alguien vendrá a buscarla.
Entonces cierra la puerta y me deja sola. Como si fuera una inquilina, me
ha enseñado mi habitación y me ha dejado a mi aire. Pongo la caja sobre el
escritorio y me quito los zapatos, luego me acuesto, completamente vestida, y
cierro los ojos. Owen Purcell no ha mencionado ni una sola vez el nombre de
su hijo.
Acabo de quedarme dormida cuando vuelvo a estar despierta. La puerta
está a medio cerrar, y un ojo se asoma muy abierto, observando. Me
incorporo rápidamente, con la cabeza todavía confusa.
—Vous pouvez entrer —digo con voz pastosa, y luego recuerdo que no
estoy en Francia—. Adelante.
La puerta se abre unos centímetros. Aparece una cara con mejillas anchas,
ojos azul verdoso y una mata espesa de pelo color trigo. Una versión más
joven de Anson, y femenina.

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—Eres Thia —digo con una sonrisa—. La hermana de Anson. Tu
hermano me lo ha contado todo sobre ti, que te gusta pintar y tocar la guitarra.
La niña avanza, tímida pero curiosa. Tiene unos once o doce años, pero es
alta para su edad y un poco desgarbada, con los incisivos grandes y un buen
puñado de pecas. El jersey tosco y una falda que no acaba de ser de su talla la
hacen parecer informe y sosa, pero bajo las capas sin gracia hay una belleza
esperando a florecer.
—¿De verdad eres francesa? —susurra con una especie de asombro—.
Me lo ha dicho papá. Te llama la costurerita francesa de Anson. ¿Qué es una
costurera?
Capto el desprecio, pero opto por ignorarlo. En vez de eso, me centro en
Thia, en cómo ladea la cabeza mientras me estudia. Es idéntica a Anson, y de
repente siento ganas de abrazarla.
—Una costurera es una mujer que hace vestidos —explico—. Y sí, soy de
París.
Las comisuras de su boca se tuercen hacia abajo.
—Allí está la guerra.
Parece una manera extraña de decirlo, aunque tal vez no para una niña.
Estados Unidos está enviando a sus hombres a luchar, pero les han ahorrado
los horrores de la ocupación y las bombas.
—Sí —respondo en voz baja—. Así es.
Se sienta a mi lado con las manos apretadas entre las rodillas.
—Anson está allí. Lleva a gente enferma en su ambulancia.
Sonrío, cautivada por su inocencia.
—Sí, así es. Y se le da muy bien.
—¿Te llevó a ti? ¿Fue así como os conocisteis?
—No, nos conocimos en el hospital donde trabajábamos. Me encontré mal
en mi primer día, y él me ayudó.
La pequeña sonríe arrugando la nariz.
—Anson siempre anda ayudando a la gente. Es amable.
—Yo también lo pienso.
—Por favor, no le digas a mi padre que te he espiado. No le gustará, se
suponía que solo tenía que llamar a la puerta y llevarte a almorzar, pero
esperaba que pudiéramos ser amigas.
Siento cómo se me derrite el corazón mientras le miro la cara, tímida pero
esperanzada.
—Por supuesto que podemos ser amigas. Y puedes venir a verme siempre
que quieras. ¿Tu habitación está al lado de la mía?

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—No. —Estira el brazo y señala el otro extremo del pasillo—. Los
dormitorios de la familia están en la otra punta de la galería. La mía es la
primera a la derecha, y la de Anson está enfrente. La de mamá y papá está al
fondo de todo, pero ahora es solo la de papá.
—¿Quién vive en este lado?
—Oh, aquí no vive nadie. Es donde ponemos a los invitados. La tía Diane
se quedó aquí cuando vino para el funeral de mamá. Es la hermana de mamá,
pero papá dice que no es realmente familia.
Asiento con la cabeza, comprendiendo. Para Owen Purcell, familia
significa sangre. Las cuñadas no cuentan. Tampoco las prometidas francesas.
—Será mejor que bajemos —dice Thia—. A papá no le gusta cuando la
gente llega tarde.
Thia espera mientras me lavo la cara e intento arreglarme un poco el pelo.
Mi reflejo me sobresalta. Estoy muy pálida, con los huesos de la cara afilados
tras semanas de comida escasa y poco sueño. Me paso una mano por la ropa.
Mi falda y mi blusa están raídas y terriblemente arrugadas después de
llevarlas demasiado, pero no tengo nada mejor con que vestirme ni dinero
para comprar ropa nueva.
Salgo del cuarto de baño y encuentro a Thia en la cómoda, acariciando la
tapa de mi caja con una mano vacilante. Por un momento, siento un escalofrío
de pánico, un instinto territorial.
Thia aparta la mano de golpe, pero un instante después su mirada vuelve a
la cómoda. Señala con timidez.
—¿Qué hay dentro?
Sonrío y le guiño el ojo con complicidad.
—Todos mis secretos. ¿Te parece si bajamos?
Abajo, en el salón, Owen ya está sentado en la larga mesa cubierta por un
mantel y puesta para tres. Levanta la vista cuando Thia y yo entramos y sus
labios se fruncen cuando me observa.
—Pensaba que se habría cambiado —dice con frialdad—. ¿Ha podido
descansar?
—Sí, gracias. Me encuentro mucho mejor. Thia ha llamado a mi puerta
para avisarme de que era hora de bajar.
Thia sonríe con gratitud mientras nos sentamos, pero el señor Purcell
sigue con el ceño fruncido.
—Se llama Cynthia —dice con rigidez—. Por mi madre. Preferimos usar
el nombre correcto.
—Lo siento. No sabía que… Así la llamaba siempre Anson.

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—Sí, bueno, mi hijo siempre la ha consentido. Sospecho que tiene que ver
con la diferencia de edades. Cynthia, la servilleta.
Thia reprime una mueca mientras se lleva la servilleta al regazo. Sigo su
ejemplo, preguntándome si el reproche iba en realidad dirigido a mí.
Los segundos pasan sin que haya conversación. Recorro el comedor con
los ojos evitando la mirada de Owen. Es una habitación preciosa, toda blanca
y dorada, tan limpia que reluce, y de repente me siento fuera de lugar, como
una mancha de polvo entre tanta belleza.
Una mujer con un uniforme gris pálido entra por una puerta y trae una
sopera y un gran cucharón de plata. Owen asiente con frialdad mientras la
mujer deja la sopa en el centro de la mesa.
—Gracias, Belinda —dice despectivamente mientras levanta la tapa de la
sopera—. Cynthia, tu cuenco, por favor.
Thia sujeta obediente su cuenco y observa a su padre servirle una crema
de un color rojo intenso. Se la queda mirando y arruga la nariz.
—Es de tomate, ¿verdad?
—Sí —contesta el hombre mientras se llena el cuenco y me pasa el
cucharón—. Y te la comerás. Todo el mundo tiene que hacer su parte por la
guerra, incluida tú. Eso significa apañarnos con lo que podemos cultivar aquí.
¿O acaso preferirías que tu hermano pasara hambre al otro lado del mundo?
Los ojos de Thia relucen cuando las lágrimas los inundan de repente, y
siento que me hierve la sangre, atónita ante el hecho de que su padre pueda
ser tan insensible.
—De hecho —digo con indiferencia mientras me lleno el cuenco—, la
Cruz Roja envía cargamentos de comida de manera regular al hospital donde
trabaja Anson, y han convertido todos los parterres en huertos para cultivar
sus propios tomates.
Owen me mira con dureza.
—Mi hijo escribió que la conoció en el hospital, pero no mucho más.
¿Trabajaba como enfermera?
—No, no era enfermera. Era voluntaria.
—Voluntaria. ¿Qué significa eso?
—Nos ocupábamos de los hombres.
Me lanza una mirada gélida por encima de la cuchara de la sopa.
—No lo dudo.
Ignoro su tono y la muda insinuación de que el trabajo que hacía tenía
algo de inapropiado. A él mismo lo hirieron en la guerra. Sabe muy bien lo
que hacen los voluntarios.

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—Dábamos de comer a los hombres que no pueden comer solos, los
bañábamos, les leíamos, les ayudábamos a escribir cartas a sus familias.
—Muy admirable, estoy seguro. Y qué suerte para nuestros muchachos.
Dígame, ¿cómo se hicieron… amigos, mi hijo y usted?
«Amigos».
La palabra me enfurece, claramente la ha escogido para menospreciar mi
relación con Anson. Pero antes de que pueda abrir la boca para contestar, Thia
interviene:
—Oh, ¡yo lo sé! Se encontró mal su primer día en el hospital y Anson la
ayudó.
Owen le lanza una mirada a su hija antes de volver su atención a mí.
—En su primer día. Vaya, menuda rapidez. Y parece que mi hija y usted
también se han hecho amigas muy rápido.
—Me preguntó por Anson mientras bajábamos —digo y me llevo una
cucharada de crema a la boca—. Estoy segura de que echa de menos a su
hermano.
El hombre deja la cuchara y clava en mí una mirada fría.
—Ambos lo echamos de menos, señorita Roussel. Y nos alegraremos de
tenerlo de nuevo en casa con su familia, este es su lugar.
Consigo sonreír, pero no digo nada, inquieta por su uso de la frase «de
nuevo en casa con su familia». No creo que piense que Anson y yo
seguiremos bajo su techo después de casarnos. Intento imaginarme cómo sería
vivir bajo esos ojos fríos y vigilantes, tratando una y otra vez de ganarme su
aprobación, fracasando una y otra vez. La idea me produce náuseas.
Belinda reaparece con su uniforme gris fantasma sosteniendo tres platos
que sirve sin decir nada. Miro la comida, una pequeña ensalada verde y un
filete de salmón cubierto con una salsa de eneldo y pepino. Después de pasar
semanas alimentándome con poco más que pan y sopa aguada, es un auténtico
festín, pero mientras miro mi plato, descubro que ya no tengo hambre.

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Veintiséis

Soline
Una novia debe recordar que al unirse a su amante también queda unida a la familia de este, y que
no podemos decir nada sobre el éxito de esas relaciones. Ese no es nuestro trabajo.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

5 de octubre de 1943, Newport

Dos semanas después de bajarme del tren, las cosas con el padre de Anson
no han mejorado. Es cortés cuando tiene que serlo, pero rara vez se molesta
en hablar, ni siquiera en las comidas, cuando estoy sentada justo enfrente de
él. Está ausente la mayor parte del tiempo, lo cual es un pequeño consuelo, ya
sea trabajando hasta tarde, asistiendo a reuniones o cenando con clientes en su
club. Y cuando está en casa, se queda en su estudio con la puerta cerrada.
Los días pasan vacíos, sin más compañía que la radio mientras Thia está
en la escuela. Escucho las noticias con el estómago encogido, preguntándome
dónde está Anson, rezando para que esté a salvo y vuelva pronto a casa. Le
escribí varias veces a lo largo del viaje y de nuevo desde Newport haciéndole
saber que había llegado bien. Semanas después, todavía no he recibido
ninguna carta, y la espera me inquieta.
No he salido de la casa desde que llegué, excepto para sentarme junto al
estanque o caminar por el pequeño tramo de playa que hay más allá de la
puerta del patio. El aire fresco del mar es bueno para mis dolores de cabeza y
me hace sentir menos claustrofóbica. Me incomoda pasearme por la casa,
como si estuviera en un lugar al que no pertenezco, como si fuera una intrusa.
Pero no estoy completamente sola. Está Belinda, que se ocupa de las comidas,
y una mujer de la limpieza llamada Clara que viene dos veces por semana,
pero cuando me ven me tratan como un mueble. Así que me quedo en mi
habitación, con su horrible papel pintado y su pesada penumbra.

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Thia es mi único placer. Es un encanto, tan hambrienta de atención y de
amor. Su padre no le ofrece ninguno de los dos. No es intencionalmente cruel,
eso requeriría más energía de la que está dispuesto a gastar. Simplemente no
la ve, lo que es una crueldad en sí misma. Quizá por eso me ha convertido en
su amiga especial, su «futura hermana», como me llama. Confieso que es un
título que me gusta mucho.
Me viene a buscar cada día cuando llega a casa del colegio, ansiosa por
comenzar sus lecciones. Me ha pedido que le enseñe francés para tenerlo
dominado cuando se mude a París y se convierta en una pintora famosa. Pero
hoy ha venido a mi habitación con uno de sus cuadernos de dibujo bajo el
brazo. Se deja caer en la cama y espera a que me una a ella, luego abre el
cuaderno y me lo deja en el regazo.
Se me hace un nudo en la garganta cuando miro y veo el rostro de Anson
capturado en un retrato de tres cuartos.
—Es genial —susurro mientras sigo con el dedo el contorno de su cara.
—Lo echo de menos.
—Yo también.
Levanta la barbilla, intentando sonreír.
—Es valiente, ¿verdad?
—Oui, chérie. Es muy valiente. El hombre más valiente que conozco.
Parpadea varias veces con las pestañas salpicadas de lágrimas.
—Espero que vuelva pronto a casa. Entonces os podréis casar y yo podré
ir a vivir con vosotros.
Se me parte el corazón al escuchar sus palabras. A su edad, yo estaba
desesperada por dejar a Maman y vivir con tante Lilou, por escapar de mi
jaula como había hecho Lilou y seguir mis propios sueños. Pero esto es
diferente, no es la inquietud de un espíritu que anhela extender sus alas, sino
la profunda tristeza de una niña que sabe que no la quieren.
Le doy un beso en su frente pálida y trato de cambiar de tema.
—Solía dibujar cuando tenía tu edad. Páginas y páginas de hermosos
vestidos que algún día iba a coser.
Thia abre mucho los ojos.
—¿De verdad?
—Algún día sería famosa. No por mis dibujos, sino por los vestidos que
iba a hacer. Vestidos con mi nombre en la etiqueta.
—¿Qué pasó con los dibujos?
—Tuve que dejarlos en París. No eran tan buenos como los tuyos, pero no
hacía falta que lo fueran, solo eran ideas.

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—¿Llegaste a hacer los vestidos?
Sonrío con tristeza.
—Hice uno, pero entonces empezó la guerra, y ya nadie compraba
vestidos como el mío.
Suspira con aire soñador.
—Ojalá pudiera haberlo visto. El vestido, quiero decir. Apuesto a que era
precioso.
Me llevo un dedo a los labios, luego voy al armario, saco la caja y la llevo
hasta la cama.
Thia pone los ojos como platos cuando levanto la tapa.
—¡Es un vestido de cuento de hadas!
—Sí —digo en voz baja—. Algo así, es el vestido de mi final feliz.
Me mira con atención.
—¿Tu qué?
—Es algo que mi madre y yo solíamos decir.
—¿De verdad lo has hecho tú?
—Sí.
—¿Todo entero?
La expresión me hace sonreír.
—Todo entero.
—Es la cosa más bonita que he visto nunca. —Suspira y acaricia las
cuentas casi con ternura—. ¿Lo hiciste para ponértelo cuando te cases con
Anson?
Pienso en cómo responder mientras vuelvo a doblar el vestido y lo meto
en la caja. La verdad es que comencé el vestido mucho antes de conocer a
Anson, cuando lo único que me importaba era demostrarle mi valía a Maman.
Pero, incluso entonces, había soñado con alguien como Anson. Un príncipe
para mí, bueno y valiente y guapo. Como el inglés de Lilou.
—Sí —digo al fin con voz queda—. Lo hice para casarme con Anson.
Thia levanta la vista y me mira con los ojos brillantes.
—Me muero de ganas de que te lo vea puesto. Serás la novia más guapa
del mundo entero.
Trago con dificultad el nudo que se forma en mi garganta, sorprendida por
el profundo vínculo que he llegado a formar con esta niña.
—Y tú serás una dama de honor preciosa. ¿De qué color te gustaría que
fuera tu vestido?
—Azul —contesta sin vacilación—. A mamá le gustaba cómo me
quedaba el azul. Decía que hacía resaltar mis ojos. Hace unos años tenía un

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vestido azul, con mangas abullonadas, pero ya no me entra. Ya no me entra
ninguno de los vestidos buenos. Pero papá dice que está mal querer ropa
nueva mientras nuestros muchachos pasan penurias. Tenemos que poner de
nuestra parte.
Reprimo una mueca de disgusto mientras devuelvo la caja del vestido al
armario. Ya he escuchado varias veces el mantra de Owen como para
reconocerlo por lo que es: una forma de mantener el control sobre su hija.
Pero una idea comienza a nacer mientras miro el suéter informe de Thia y la
falda demasiado ajustada, una manera de ayudarla sin privar a los soldados
estadounidenses, pero no diré nada hasta que hable con su padre.

Owen se muestra sorprendido y molesto al encontrarme esperándolo cuando


regresa a casa de donde sea que haya estado. Estoy sentada en el sofá color
crema, fingiendo leer un libro que he cogido de su biblioteca. Me resulta muy
incómodo estar allí, preocupada por el aspecto que debo de tener, por cómo
tengo cruzadas las piernas, por lo que hago con las manos, pero él finge no
verme mientras va a servirse una copa.
Observo sin decir nada cómo deja caer dos cubitos de hielo en un vaso y
luego añade un chorro de un líquido ámbar, y me sorprendo preguntándome
cómo habrá llegado el hielo al cubo. Belinda, supongo. Pero Owen no siente
la más mínima curiosidad por el hielo. Está acostumbrado a que todo sea
exactamente como espera que sea. Por eso no le gusto, porque no soy lo que
esperaba para su hijo.
Al fin se vuelve con un giro tenso sobre su pierna mala. Cierro el libro y
espero mientras bebe un trago de su copa. Por fin clava en mí una mirada fría.
—¿Qué la mantiene despierta tan tarde, señorita Roussel?
Han pasado dos semanas y todavía se niega a llamarme por mi nombre de
pila, como si nuestra relación fuese temporal.
—Esperaba poder hablar con usted sobre Cynthia, sobre su ropa.
—¿Su ropa?
—Las niñas son diferentes de los niños.
—No me diga.
No hay ni una pizca de humor en su tono, pero continúo, decidida a
presentar mi argumento.
—Las niñas llegan a una edad en que comienzan a compararse con sus
amigas. Su aspecto, la ropa que llevan. Les preocupa encajar. Cynthia ahora

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tiene esa edad.
—La ropa de mi hija no tiene nada de malo.
—No, malo no. Es solo que es un poco… sosa. Y no le sienta tan bien
como podría.
—Todos hemos tenido que renunciar a mucho desde que comenzó la
guerra. Gasolina, aceite para cocinar, incluso papel. Con los hombres
luchando lejos, no hay nadie que corte los árboles. Es fácil no valorar lo que
tenemos hasta que nos falta. Es una cuestión de sacrificarnos por nuestro país.
Lo miro fijamente, ofendida por sus tópicos. Por lo que he visto, los
Purcell han tenido que renunciar a muy poco comparado con la gente de
Francia e Inglaterra. Ninguna bomba ha caído en suelo estadounidense,
ningún negocio ha sido saqueado o tomado por la fuerza, no hay rudos
soldados desvalijando los estantes de sus tiendas. Es cierto que sus hombres
están al otro lado del océano luchando contra los nazis, y que sin duda es un
gran sacrificio, pero no es lo mismo.
—De donde yo vengo, conocemos muy bien el sacrificio, monsieur
Purcell. Lo aprendimos el día en que los alemanes entraron en París y
colgaron sus esvásticas por toda la ciudad.
Me mira con frialdad, pero también hay un destello de sorpresa en su
mirada. No está acostumbrado a que nadie le replique, y ciertamente no una
costurera de veinte años sin un centavo.
—Qué suerte que mi hijo llegase para rescatarla cuando lo hizo.
Sonrío sumisamente fingiendo no captar la pulla.
—Tuve suerte. No solo porque conocí a Anson y nos enamoramos, sino
también porque usted ha sido lo bastante amable como para abrirme su casa.
De hecho, he estado pensando en cómo podría corresponder a tanta
amabilidad. He pensado que tal vez podría hacerle algunos vestidos nuevos a
Cynthia. Es una niña muy guapa, y un vestido nuevo o dos significarían
mucho para ella.
El hombre entorna los ojos, como si percibiera algún tipo de trampa en la
oferta.
—Cynthia le ha dado la idea, ¿verdad?
—No, la idea ha sido mía. Ella ni siquiera sabe que pensaba proponérselo.
Quería asegurarme de que tenía su aprobación antes de decir nada.
Owen bebe otro trago de su copa y me mira por encima del borde del
vaso.
—Los vestidos de mi hija son perfectamente apropiados para la época,
señorita Roussel. Ropa buena y resistente.

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«Ropa fea», pienso para mí misma.
—Lo cierto es que la mayoría de los vestidos le quedan pequeños. No lo
ha mencionado porque no quiere ser egoísta. Comprende que hay escasez y
que el esfuerzo por la guerra es prioritario, pero he tenido una idea.
Hace repiquetear el hielo en el vaso mostrando su impaciencia.
—¿Ah, sí?
—En París, cuando llegaron los nazis, arrasaron nuestras tiendas como
una nube de langostas, llevándose comida, zapatos, incluso libros, hasta que
los estantes quedaron vacíos. Y entonces comenzó el racionamiento. No había
ropa ni nada con que hacerla. Así que aprendimos a apañarnos. Cuando me
fui, las mujeres estaban desmontando los trajes de sus maridos para hacerse
ropa nueva. Así que he pensado que, si tiene algunas cosas viejas por ahí,
quizá algunas cosas de su madre, podría arreglarlas para Cynthia.
—Eso no será necesario. Mi secretaria…
—Solo algunas prendas —insisto—. Por favor. Sería muy bonito que
Cynthia tuviera algunas cosas de su madre, para recordarla.
Owen baja el vaso. Por un momento, su rostro parece suavizarse.
—Todavía quedan algunas cosas de Lydia en el vestidor. Supongo que
podría coger algunas prendas, pero solo algunas. Y nada demasiado llamativo
o adulto, tiene once años.
—Sí, por supuesto. —Me trago la sonrisa, me niego a que vea mi triunfo.
Al menos he ganado este asalto. Pero hay algo de cierto en lo que le he
dicho a Owen. Quiero expresar mi gratitud y resultar útil hasta que regrese
Anson. Y estaría haciendo ropa otra vez. No vestidos de novia destinados a
garantizar un final feliz, sino vestidos que tal vez puedan traernos a todos un
nuevo comienzo.

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Veintisiete

Soline
Para la novicia, la magie puede ser agotadora. Hay que estar totalmente descansada antes de
empezar la obra y recordar que hay que hacer descansos frecuentes para reponer la energía, no sea
que su poder se agote y sea ineficaz.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

22 de octubre de 1943, Newport

Una vez más, vuelvo a coser en secreto. Solo que esta vez es para Thia en
lugar de para mí. Ma pauvre fille. ¿Cómo no voy a preocuparme por ella?
Tenía ocho años cuando su madre murió, su padre es poco más que un
fantasma en su vida, y su hermano está a medio océano de distancia. Eso me
deja solo a mí, su «futura hermana», para consolarla, y aunque he llegado a
adorarla, nunca podría sustituir a sus padres.
Las cosas con Owen no han mejorado. Esperaba que nuestra conversación
sobre Thia entibiara un poco su frialdad hacia mí, pero parece haber tenido el
efecto contrario. Ya no toma sus comidas con nosotras y rara vez está en casa
antes de medianoche. A veces me pregunto si hay una mujer en algún lugar
con la que pasa el tiempo, una amante que ayuda a llenar el espacio vacío
dejado por la muerte de su esposa, pero es difícil imaginar cualquier pasión o
tipo de calidez en él.
Pero esta mañana, mientras se ponía el sombrero y se preparaba para salir,
me ha preguntado si había recibido alguna carta de Anson desde que llegué.
La pregunta me ha tomado por sorpresa. Nunca menciona a Anson. Cuando le
he dicho que le había escrito, pero que no había recibido respuesta, su rostro
se ha ensombrecido y, por un momento, casi he sentido lástima.
He intentado tranquilizarlo explicándole que Anson es muy dedicado con
su trabajo y que lo había visto pasar días sin dormir cuando había un aluvión
de bajas. He terminado recordándole que el correo francés es desesperante

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con las cartas de ultramar. Ha respondido a todo asintiendo, pero el silencio
de Anson pesaba mucho entre nosotros, porque yo también he empezado a
sentirlo. También estoy preocupada por mi salud. Me siento muy cansada
todo el tiempo, débil y enferma e incapaz de dormir, y, sin noticias de Anson,
los días se vuelven eternos, vacíos y agotadores.
Al menos los vestidos de Thia me mantienen ocupada. Fue extraño
encontrarme rebuscando en el armario de Lydia Purcell, entre sus vestidos de
diario y sus trajes de domingo. Incluso los más sencillos estaban hechos a
medida, con buen gusto, pero obviamente caros. De entre estos hice mi
selección, pero también había ropa de noche. Satenes de colores de piedras
preciosas, terciopelos adornados con pedrería, gasa y encaje, y lamé plateado
brillante. Miré las etiquetas: Worth, Dior, Lanvin. Eran prendas
impresionantes, del tipo que soñaba con diseñar yo misma cuando era una
niña. Pero, comparadas con la ropa de día de Lydia, parecían asombrosamente
lujosas, como si pertenecieran a otra mujer, y me pregunté qué vestidos
pertenecían a la verdadera Lydia Purcell y cuáles habían sido elegidos para la
mujer que Owen Purcell esperaba que fuera su esposa. He hecho una nota
mental para averiguar más sobre ella cuando Anson regrese a casa. Hasta
entonces, me centraré en acabar los vestidos de Thia.
Ya he terminado dos y debería tener el tercero listo al final del día. Sonrío
mientras vuelvo a coger la aguja. Thia ha regresado de la escuela y la oigo dar
golpes en la cocina, haciéndome saber que está allí y que sigue enfadada
conmigo. No le he dicho nada sobre los vestidos, he permitido que piense que
he dejado a un lado nuestras lecciones diarias de francés para hacerme algo.
Pero esta noche, después de la cena, le enseñaré los vestidos y por fin
entenderá por qué he sido tan reservada.

La cena es un plato de ternera, patatas y zanahorias que nadan en un mar de


salsa de carne aceitosa. Belinda se esfuerza menos desde que Owen dejó de
comer en casa. El olor a grasa me revuelve el estómago, pero empujo la
comida por el plato para disimular. Al otro lado de la mesa, Thia se enfurruña
con un trozo de zanahoria y oculta el rostro tras una mata de pelo rubio.
Dejo la servilleta sobre la mesa y me vuelvo a mirarla.
—¿Te gustaría venir a mi habitación después de cenar? Quiero enseñarte
una cosa.
La niña levanta la cabeza despacio.

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—¿Qué?
Está tratando de parecer petulante, pero percibo su curiosidad.
—Es una sorpresa —digo casi en un susurro.
—¿Para mí?
Por un segundo, se parece tanto a Anson que me corta el aliento.
—Oui, ma fille. Para ti.
—¡Oh! ¡Sí, por favor!
Y así, sin más, volvemos a ser amigas.
Sube las escaleras detrás de mí y me sigue por la galería. Le pido que
cierre los ojos antes de abrir la puerta y acercarla a la cama.
—Voilà! —digo con una floritura—. Ya puedes mirar.
Ahoga un grito cuando ve los vestidos colocados en mi cama como
recortables de tamaño real.
—¿Son… para mí?
—Por supuesto que son para ti, tontita. A mí seguro que no me entran.
Da un paso tembloroso hacia delante y mira los vestidos con sorpresa.
Hay uno rosa de flores con el cuerpo fruncido y mangas abullonadas, uno
blanco de tela calada y falda acampanada con un cinto amarillo en la cintura,
y, por último, mi preferido, un vestido marinero azul oscuro con falda de
campana y cuello blanco. Estira el brazo, pero se echa atrás en el último
momento, como si tocarlos fuera a hacerlos desaparecer.
—¿De dónde los has sacado?
—Eran de tu madre —le digo con dulzura—. Tu padre dijo que podía
arreglarlos para ti. He usado uno de los vestidos que había en tu armario para
los patrones, así que puede que necesiten algunos ajustes aquí y allá, pero
quería que fueran una sorpresa.
—¿Por eso no hemos estado dando las clases?
—Oui, chérie, así es.
Antes de que pueda prepararme, se me echa encima.
—¡Gracias, gracias! Me encantan.
La sensación de sus brazos rodeándome dispara un anhelo inesperado y,
por un instante, imagino lo que debe de ser tener una hija propia, una con el
pelo rubio y los ojos azul verdosos de Anson.
—¿Cuál te pondrás primero?
Thia vuelve hacia la cama y mira el vestido marinero con ganas, pero al
final señala el rosa de flores.
—Ese.
—¿De verdad? Estaba segura de que ibas a escoger el azul.

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—Quería, pero voy a guardármelo para cuando Anson vuelva a casa.
¿Crees que está bien?
Sonrío y reprimo un torrente de lágrimas.
—Creo que será fantástico. Lo colgaremos…
—¡Papá! —La cabeza de Thia se vuelve hacia la puerta—. ¡Mira!
Owen está con el hombro apoyado contra el marco de la puerta, con un
vaso en la mano, mirándome con una mezcla de sorpresa y fastidio, como si
se hubiera olvidado de que vivo bajo su techo. Intento sonreír, pero su
aparición repentina me ha turbado.
—Solo le estaba enseñando a Cynthia sus vestidos nuevos.
—Di por sentado que me los enseñaría a mí primero.
Sus palabras suenan pastosas y enredadas, y parpadea con lentitud.
—Lo siento. No creí que quisiera que lo molestara con esto. Sé lo
ocupado que está.
—¡Mira, papá! —Thia señala con entusiasmo—. Son muy bonitos.
Owen se aparta de la puerta y me esquiva para ir junto a su hija. Thia pasa
la mano por la falda plisada azul marino y luego mira de reojo a su padre.
—Este es mi favorito. Soline dice que era de mamá. ¿Lo recuerdas?
Su rostro se afloja y, por un momento, pienso que no va a responder.
Finalmente, asiente.
—Sí, lo recuerdo.
Pero es el vestido blanco calado el que ha atraído su atención. Veo cómo
traga saliva mientras pasa un nudillo por el cuello. La caricia es tan íntima
que casi aparto la mirada. Thia también lo percibe y le coge la mano.
—Sé que la echas de menos, papá.
Owen levanta la vista como si acabase de recordar que su hija está ahí.
Retira la mano y me mira.
—Serán suficiente —masculla antes de apurar lo que queda en el vaso—.
Gracias, señorita Roussel.
Thia vuelve a cogerle la mano cuando el hombre se da la vuelta para
marcharse.
—Papá, ¿no hay algún vestido para Soline en el armario de mamá? No
tiene nada bonito, excepto lo que hay en la caja, y eso no se lo puede poner
hasta que Anson vuelva.
Owen se suelta de nuevo.
—¿Qué caja?
—La que trajo de Francia. —Se vuelve y me mira con una gran sonrisa—.
Es donde guarda todos sus secretos.

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Owen gira torpemente.
—¿Una caja de secretos?
Evito mirar a Owen y sonrío a Thia, que está detrás de él.
—Es una pequeña broma entre nosotras. Un secreto entre chicas.
—Somos futuras hermanas, papá.
Owen se tensa.
—Son más de las ocho, Cynthia. Hora de irse a la cama.
Thia se desanima un poco, pero no protesta mientras coge sus vestidos
nuevos y sale al pasillo. Owen cierra la puerta detrás de ella. De repente, la
habitación resulta claustrofóbica.
—A mi hija le cae bien.
—Es una niña encantadora. Y muy parecida a su hermano.
—Pero no es su hermano.
—No —digo en voz baja, sin saber qué vendrá a continuación.
—Cynthia se encariña muy rápido. Por desgracia, no siempre toma buenas
decisiones. En eso se parece a su hermano, se apresura y luego descubre que
ha confiado en quien no debía. Ninguno de los dos se plantea nunca la
posibilidad de que les hagan daño.
Lo miro parpadeando, dolida.
—¿Cree que quiero hacerle daño a su hijo?
—No la conozco, señorita Roussel. No tengo la menor idea de qué quiere.
—Amo a su hijo, señor Purcell. Quiero ser su esposa.
—De eso estoy bastante convencido —responde secamente—. O al menos
de la última parte. Es el porqué lo que no me queda claro.
De repente, me doy cuenta de que, de algún modo, siempre he sabido que
llegaría esto, que un día sus sospechas finalmente se desbordarían. Sin
embargo, las palabras me hielan.
—¿De qué me acusa?
—No la acuso de nada. Solo intento comprender. No es suficiente que mi
hijo decida escaparse y unirse a la Cruz Roja en vez de alistarse en la Marina
de los Estados Unidos, donde debería. Lo empeora enviándola a usted, una
costurera convertida en ayudante de enfermera, cuyo nombre nunca le he oído
mencionar y a duras penas puedo pronunciar, y me escribe para informarme
de que habrá una boda. Todo parece un poco apresurado, ¿no le parece?
Conveniente.
Siento la sangre subirme a las mejillas mientras se me acelera el pulso.
—¿Cree que escapar de París con los nazis pisándome los talones fue
conveniente? ¿Abandonar mi hogar? ¿Abandonar a Anson?

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—La ha traído a Estados Unidos, ¿no es cierto?
La habitación parece dar vueltas cuando me invade una náusea. Trago con
fuerza el vómito que amenaza con salir.
—Vine aquí porque este es el hogar de Anson. Porque su familia está
aquí, y, cuando nos casemos, quiero que también sean mi familia, Thia y
usted.
—¿Y sus padres? ¿Dónde están?
—Mi madre murió el año pasado.
—¿Y su padre?
Me toco el colgante que llevo en la garganta y pienso en Erich Freede,
preguntándome, como Maman, qué habrá sido de él.
—No lo sé —digo en voz baja—. Tal vez en uno de los campos. O
muerto.
Sus ojos se entrecierran, penetrantes.
—¿Es judía?
Veo que la idea le desagrada y descubro que eso me llena de alegría.
—Mi padre era judío. Pero no es solo a los judíos a quienes envían a los
campos. Cualquiera dispuesto a plantarles cara corre peligro de ser arrestado.
—Nada de eso me preocupa de momento, señorita Roussel.
—Sí, ya lo veo. Pero a Anson sí le preocupa. Por eso sigue allí, para
ponerle fin.
Me devuelve la mirada con una mezcla de desdén y fastidio.
—¿Dando vueltas en coche por París con un parche en el brazo mientras
otros pelean de verdad?
Su desprecio me deja pasmada. Abro la boca, lista para defender la labor
que realiza Anson, pero logro contenerme a tiempo. En vez de eso, mantengo
la cabeza alta y lo miro a los ojos.
—¿De verdad tiene tan mala opinión de su hijo? ¿Porque no está en un
barco no sé dónde, en peligro de que lo vuelen en pedazos? Le decepciona
que no vaya a regresar a casa con el pecho cargado de medallas, o metido en
un ataúd, pero a mí no. La guerra me ha enseñado que hay muchas clases de
héroes y que a casi ninguno le colgarán algo brillante en el pecho.
Se balancea mientras levanta el vaso imitando el saludo militar con ironía.
—Bonitas palabras. Bastante… apasionadas. Pero al final del día, lo que
cuenta es lo que hacemos, señorita Roussel. La marca que dejamos. Y los
Purcell siempre hemos tenido mucho cuidado con qué marcas dejamos.
Nuestro nombre es sinónimo de respetabilidad, de honor y servicio. Tengo el

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deber de preservar esto para la próxima generación, de preservar nuestras
tradiciones y eso incluye a mi hijo.
—¿Por qué nunca dice su nombre?
Entorna los ojos.
—¿Cómo?
—Cuando habla de él, siempre lo llama su hijo o el hermano de Thia, pero
nunca por su nombre. Nunca dice Anson.
—Lo llamaré como me dé la gana. Es mi hijo y no me he partido el lomo
educándolo para que arroje su vida por la borda por la primera mujer de la
que se encapriche. Tiene unos estudios que terminar, y luego tengo planes
para él.
—¿Y esos planes no incluyen una esposa?
Mira fijamente el vaso y remueve el hielo que comienza a fundirse.
—Supongo que sí, en algún momento. Pero cuando ese momento llegue,
mi hijo se casará con una mujer que sepa ayudarlo a ser alguien de éxito.
—¿Cómo sabe que yo no puedo ayudarlo?
—Nuestro modo de vida viene con unas instrucciones muy concretas,
señorita Roussel. Y no hay espacio para alguien que no las entienda. Es mi
tarea hacerle ver esto.
Una nueva oleada de sudor frío recorre mi cuerpo cuando sus palabras
entran en mí. Me está diciendo que no tiene intención de dejar que la boda
siga adelante. Las rosas del papel pintado comienzan a dar vueltas. Bajo la
vista al suelo y me agarro al borde de la cómoda para no perder el equilibrio.
—Le ha escrito, ¿verdad? Para decirle que no le da su aprobación. Por eso
me preguntó si había recibido una carta. No porque estuviera preocupado,
sino porque esperaba que me escribiese para romper el compromiso. —No
dice nada, pero veo que tengo razón—. Va a obligarlo a elegir —digo en voz
baja—. Entre usted y yo.
—La vida es una serie de elecciones, señorita Roussel. Y pretendo
asegurarme de que mi hijo haga las correctas.
—¿Qué pasa si me escoge a mí en vez de a usted?
El hombre sonríe, una expresión delgada y desagradable que me produce
un escalofrío.
—¿Cuánto hace que conoce a mi hijo? ¿Seis meses? ¿Siete? Yo lo
conozco desde que nació. Siempre ha tenido debilidad por los descarriados.
En eso se parece a su madre, siempre defendiendo una causa u otra. Pero ha
sido criado para saber lo que se espera de él. Puede que lo haya olvidado
estando en Francia, pero muy pronto lo recordará. —La sonrisa se desvanece

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cuando deja el vaso vacío sobre la cómoda y se vuelve para marcharse—. No
la escogerá a usted.
Me quedo allí de pie un momento y contengo el aliento hasta que se
marcha. Luego corro al baño y vomito la cena.

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Veintiocho

Soline
La obra es nuestro legado al mundo, los conjuros que tejemos, los corazones que atamos y todas las
generaciones que vienen después. Son nuestros dones manifestados.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

29 de octubre de 1943, Newport

Es viernes por la tarde, y un silencio inquietante reina en la casa cuando


regreso de mi paseo vespertino por la playa. Thia vuelve a estar en casa,
aunque hace varios días que no la veo. Belinda solo dice que no se encuentra
bien y que su padre no quiere que la molesten. Owen también ha estado
desaparecido, encerrado en su habitación o en su estudio, por lo que he
cenado sola.
Mi ánimo se ha oscurecido últimamente. Estoy tan aislada aquí,
desvinculada de mi propio mundo y siendo una extraña en el de Anson. Aquí
no tengo amigos, ni medios para llenar mi tiempo o salir adelante por mi
cuenta. Los días se extienden ante mí sin horizonte y sin noticias de Anson en
las que poner mis esperanzas. Thia es mi única dicha, y sospecho que yo soy
la suya. Owen también lo sospecha, aunque no le importa separarnos para
hacerme daño.
Mientras subo las escaleras, me pregunto qué clase de mujer podría amar
a un hombre como Owen Purcell, un hombre que trata a sus hijos como si
fueran piezas de un tablero de ajedrez, que solo se mueven cuándo y dónde le
conviene. Sin embargo, a pesar de su frío y dictatorial marido, Lydia Purcell
consiguió criar a un hijo y una hija cariñosos y maravillosos.
Ya casi he llegado al final de la galería cuando oigo un leve murmullo y
me doy cuenta de que la puerta de mi habitación está medio abierta. Me
anima la idea de encontrar a Thia sentada en mi cama con las piernas

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cruzadas y uno de sus cuadernos de dibujo. En cambio, encuentro a Owen de
pie junto a la cama, hurgando en la caja del vestido.
—¿Qué hace?
Me fulmina con la mirada. No hay remordimiento en su expresión, solo
fastidio por que lo hayan interrumpido. Tiene la mandíbula salpicada de una
barba de tres días y los ojos hinchados e inyectados en sangre. Parece haber
envejecido diez años y haberse encogido desde nuestra última conversación.
Y entonces me doy cuenta de qué ha cambiado. Es la primera vez que lo veo
con algo que no sea uno de sus impecables trajes a medida. En su lugar, lleva
una chaqueta de punto gris y unos pantalones, y, por el aspecto que tienen,
diría que ha dormido con ellos puestos. El cambio es impactante.
—¿Qué le parece? Estoy registrando su caja de los secretos. —Habla
arrastrando las palabras, las eses son pastosas y húmedas. Apenas son las tres,
y está claro que lleva horas bebiendo.
Me trago una maldición cuando veo mi vestido, el vestido con el que voy
a casarme con Anson, tirado a sus pies, una espuma de cuentas y seda blanca
enroscada en sus tobillos. Me agacho y lo cojo, acunándolo contra mí como a
un niño rescatado.
—No tiene ningún derecho a registrar mis cosas.
Sus ojos centellean fríamente.
—Está viviendo en mi casa, comiendo en mi mesa y durmiendo en mis
sábanas. Diría que eso me da todo el derecho.
—¿Qué espera encontrar?
—Se cree muy lista apareciendo en mi puerta como una especie de
huérfana de guerra, sin dos centavos a su nombre y todo lo que posee en una
caja de cartón, afirmando haber pescado al joven más codiciado de todo
Newport. Le diré una cosa, cuando andaba buscando un sustento no se
anduvo con rodeos. No tiene ni un par de zapatos decentes, pero se las apañó
para traer un vestido de novia desde París. A eso lo llamo yo planear con
antelación.
—No fue así.
Da un paso adelante y se balancea un poco en su intento de resultar
amenazador.
—¿Cómo fue?
Pienso en algo que decir, algo que lo lleve a creerme. Pero no hay nada,
porque no quiere creerme. Cuando me mira, ve lo que quiere ver: una
oportunista que ha aprovechado sus artimañas para engañar a su hijo y
conseguir que le pida matrimonio.

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Bajo la mirada y veo el fajo con las cartas, antes atadas, que ahora se
desparraman sueltas sobre la colcha. Ha abierto varios sobres y su contenido
se amontona aparte. La visión me revuelve el estómago.
—Ha leído mis cartas.
—Lo habría hecho, pero están todas en francés. Amantes, supongo. ¿Lo
sabía mi hijo?
No hay vergüenza en su respuesta, ni una palabra reconociendo que se ha
metido donde no le corresponde. Solo una gélida acusación. Me agacho para
recogerlas, una a una, odiando que las haya abierto, que las haya tocado.
—Estas cartas son mías —le contesto cortante—. No tienen nada que ver
con Anson.
Busco la cinta que las ataba cuando veo el estuche de afeitado de Anson
tirado boca abajo entre las cartas. Owen también lo ve. Me abalanzo sobre él
y lo alcanzo antes de que pueda cogerlo. Tampoco puedo soportar la idea de
que lo toque.
Sus ojos brillan débilmente, la furia empañada por el alcohol.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Anson me lo dio la mañana que me marché de París.
Me sorprendo al ver que sus hombros se desploman, como si todo el aire
hubiera desaparecido de su pecho. Por un instante, parece estar al borde de las
lágrimas.
—Su madre se lo dio las Navidades antes de morir.
—Me lo contó —digo en voz baja.
—Démelo.
Me asusta el cambio repentino en su voz. Miro su mano estirada y doy un
paso atrás.
—No, Anson me lo dio a mí. Es mío.
No veo venir la bofetada, pero de repente siento un crujido sordo en la
cabeza y un fogonazo de luz brillante cuando su palma choca contra mi
mejilla. Noto el sabor de la sangre cuando mi cabeza rebota. Antes de que
pueda recuperarme, me arranca el estuche de cuero de la mano.
—Nada de lo que hay aquí es de usted —espeta—. Nada de lo que hay
aquí será nunca suyo. Al menos ahora puedo estar seguro de eso.
Un frío glacial baja por mi columna como una cuchilla. Algo en la forma
en que dice las últimas palabras, con una gélida sensación de satisfacción, me
hiela la sangre. Miro cómo se mete la mano en el bolsillo de los pantalones y
saca un papel doblado. Sacudo la cabeza cuando intenta dármelo, negándome
a cogerlo. Me lo acerca bruscamente de nuevo. Esta vez lo cojo, pero aprieto

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los ojos con fuerza porque no quiero leer las palabras que ya sé que están
escritas, no quiero que se vuelvan reales.
Toda madre, hermana, esposa y amante ha imaginado cómo sería este
momento y se ha preparado mentalmente mientras rezaba para que nunca
llegase. Y ahora me ha llegado. Obligo a mis ojos a abrirse y siento que se me
encoge la garganta cuando veo las palabras en la parte superior del papel:
Western Union.

25 de octubre de 1943
Señor O. Purcell:

Lamento profundamente tener que comunicarle la noticia de que su hijo, Anson


William Purcell, ha sido dado por desaparecido el 19 de octubre tras no regresar de
una misión de transporte. Si se dispone de más detalles, se le notificará con prontitud.

Charles M. Petrie
Comandante del American Field Service

Mis pulmones dejan de funcionar de repente, como si hubiera recibido un


golpe que no hubiera visto venir. No está muerto, sino desaparecido. Clavo
los ojos en la palabra. Debería reconfortarme, un frágil hilo de esperanza,
pero he oído las historias. Sé lo raro que es que encuentren vivo a un hombre
desaparecido. De repente, algo que Anson dijo la noche antes de que me
marchase regresa a mí… «Si tú estás a salvo, no importa lo que me hagan a
mí».
Me digo a mí misma que si estuviera muerto lo sabría, que habría sentido
la pérdida al instante, como si me arrancaran una parte de mí. No ha sido así.
Pero al recordar las palabras que pronunció Maman la noche que murió, me
doy cuenta de que intentaba prepararme para esto. Este día. Esta ocasión.
«Mientras guardes su hermoso rostro en tu corazón, nunca lo perderás
realmente».
Pero lo he perdido. Tengo un papel en la mano que me lo dice.
Obligo a mis ojos a mirar de nuevo el telegrama, como si de alguna forma
las palabras pudieran haber cambiado. No lo han hecho, la última frase se
vuelve borrosa cuando la leo. «Si se dispone de más detalles…».
Detalles.
Intento no imaginarlo tirado en algún lugar, herido, sangrando. O algo
peor. Pero es lo único en lo que puedo pensar. ¿Cuántas mujeres han leído
estas mismas palabras? ¿Y cuántas han vuelto a ver a sus soldados, o han
sabido siquiera qué les pasó en realidad? Como miembro del AFS, Anson no
es realmente un soldado. Sus misiones de resistencia no se llevan a cabo en

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coordinación con los militares. Son secretas y a menudo improvisadas, lo que
significa que solo un puñado de personas podría saber dónde buscarlo.
Revelar esa información podría exponer a toda la célula, y la primera regla de
la Resistencia es que nunca se debe permitir que la seguridad de una persona
ponga en peligro a la célula.
Nadie diría nada.
Dejo que el telegrama caiga sobre la cama y frunzo el ceño al fijarme en
la fecha: 25 de octubre. Lo cojo de nuevo, para asegurarme, y miro al padre
de Anson a través de un velo de lágrimas.
—Es de hace cuatro días.
Me devuelve la mirada sin abrir la boca.
—¿Lo sabe desde hace cuatro días y no me ha dicho nada?
—Me lo enviaron a mí.
Su respuesta me deja pasmada.
—¿Cuándo iba a enseñármelo?
—Se lo estoy enseñando ahora.
Una vez más, no hay disculpa en su tono, nada que sugiera
arrepentimiento o empatía. Solo una gélida monotonía que no consigo
comprender.
«Thia».
El pecho se me encoge cuando su nombre aparece en mi cabeza. Anson es
su héroe, la única luz en esta casa fría e insensible. Necesitará consuelo, y no
puedo imaginar que vaya a recibirlo de su padre. Necesito ir con ella,
ayudarla a ser fuerte.
—¿Lo sabe Cynthia?
Los ojos de Owen se endurecen mientras me mira, una advertencia.
—No, no lo sabe. Y no lo sabrá hasta que yo esté listo para que lo sepa.
¿Queda claro?
Asiento, porque no tengo ni voz ni voto en el tema, aunque no estoy
convencida de que sea correcto ocultarle la verdad, o de que vaya a
agradecerle a su padre este silencio cuando finalmente se entere. Pero tal vez
no tenga que enterarse. Todavía hay una posibilidad de que encuentren a
Anson con vida y a salvo, y nunca tendría que saber lo del telegrama. Me
aferro a ese pensamiento como a un salvavidas.
—Tiene que haber alguien a quien podamos llamar, alguien en la Cruz
Roja que pueda saber algo.
Owen me mira sin emoción, pero todos los músculos de su cuerpo parecen
tensos, como si se obligara a mantener la compostura.

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—Soy un hombre bien relacionado, señorita Roussel. Tengo una extensa
red de contactos bien situados en las diversas ramas del gobierno, y le aseguro
que he hecho todas las llamadas que se podían hacer.
—¿Ha llamado al hospital en París y hablado con el doctor Jack? Es el
cirujano jefe.
—¿Un cirujano? —La pregunta parece dejarlo atónito—. Jovencita, mis
conexiones llegan hasta la Casa Blanca. Aunque no me han servido de nada.
Nadie ha podido decirme nada, excepto que mi hijo no regresó al hospital a la
hora esperada y que encontraron su ambulancia abandonada en una carretera
donde no tenía por qué estar. Nadie sabe el motivo. No aparece como
capturado ni muerto, lo cual es algo, supongo, aunque me han advertido de
que no me haga ilusiones. Había una cantidad importante de sangre dentro y
alrededor del vehículo, y dos testigos afirman haber visto a una pareja de
soldados alemanes llevando al interior del bosque a un hombre que se ajusta a
la descripción de mi hijo. Dijeron haber oído disparos unos minutos más
tarde. Desde entonces, no ha habido rastro de él.
La voz de Owen se vuelve ronca, su dolor al fin se torna palpable mientras
coge el telegrama y comienza a doblarlo lentamente.
—La versión oficial es «presuntamente capturado o muerto», aunque
creen que es probable que muriese y lo enterraran en secreto. Al parecer,
incluso Hitler sabe que queda mal asesinar a un trabajador de la Cruz Roja.
Sea como sea, lo más probable es que mi hijo esté muerto.
La cabeza me da vueltas cuando alargo el brazo para cogerle la mano.
—Lo siento muchísimo.
Es todo lo que se me ocurre decir. Sé que no es suficiente, que ninguna
palabra bastará nunca, pero me encuentro extrañamente anestesiada, como si
de algún modo hubiera escapado de mi cuerpo y observase la situación desde
la distancia. Soy consciente de ese otro yo, el que todavía se aferra al vestido
de novia que nunca llevará, el que tiene el corazón desgarrado, sangrando,
roto. Pero no lo siento.
Se suelta de mi mano como si lo hubiera quemado.
—Apártese de mí.
Me dejo caer sin fuerzas sobre la cama, de repente su odio es más de lo
que puedo soportar. Pensé que en este momento de dolor podríamos encontrar
una manera de reconfortarnos mutuamente, pero me equivocaba. No quiere
mi consuelo. Ni recibiré consuelo alguno por su parte. También en esto estaré
sola.

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Las náuseas llegan sin previo aviso, la espinosa oleada de sudor frío es tan
repentina que por un momento temo perder el conocimiento. Apenas consigo
esquivar a Owen y llegar al baño antes de vomitar. Esta vez los espasmos son
más violentos y amenazan con volverme del revés. Caigo de rodillas sobre el
frío suelo de baldosas, las arcadas son tan fuertes que se me oscurece la vista,
y luego me encojo allí, devolviendo hasta que finalmente no queda nada que
sacar.
Me tiemblan las piernas cuando me paro frente al lavabo y me enjuago la
boca. En el espejo, mi cara está blanca como la tiza y pegajosa por el sudor, y,
de repente, recuerdo el día en que Anson y yo nos conocimos en el hospital.
Cómo me acompañó al lavabo y se quedó conmigo mientras me limpiaba con
su pañuelo. Por una pequeña mancha de sangre. Pero hoy no hay sangre, hace
tiempo que no hay sangre. Ni este mes ni el anterior. De repente, me doy
cuenta de lo que llevo semanas ignorando.
Voy a tener un bebé.

Página 209
Veintinueve

Soline
La lectura es la base de la obra y debe ser siempre el primer compromiso de la tejedora de
hechizos. Se proporcionará algún elemento personal, sabiendo que nada de lo que se vea se utilizará
para manipular o hacer daño.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

No sé cuándo se marchó Owen. Solo sé que cuando salí del baño ya no


estaba, me había dejado sola con mi dolor y esta nueva y terrible realidad. No
habrá boda, pero habrá un bebé.
Enceinte. Embarazada.
La palabra me forma un nudo en la garganta, como una piedra atorada a
medio camino que no parece que pueda tragar. Se supone que los bebés traen
felicidad, pero no me siento feliz. De hecho, no siento nada. He vomitado
hasta quedarme vacía y llorado hasta quedarme seca. Estoy hueca, en carne
viva. Y a la vez extrañamente desconectada. Tal vez la cantidad de dolor que
un corazón puede soportar tenga un límite.
El cuarto está a oscuras, y he perdido la noción del tiempo. De alguna
manera he conseguido dormir un poco. Pero ahora estoy despierta en la
quietud soñolienta, con el sabor de la bilis todavía agarrado a la garganta.
Nunca imaginé que nuestra única noche juntos pudiera dar como fruto un
bebé. Maman nunca me habló de estas cosas, pero siempre di por sentado que
sería más difícil. Ahora veo que he sido ingenua. Los dolores de cabeza y las
náuseas, la fatiga permanente. Comenzó en el barco, casi un mes después de
dejar París. Creí que solo era mal de mer, los mareos consecuencia de navegar
en barco. Y luego, más tarde, pensé que solo eran los estragos del viaje en mi
cuerpo: días con poca o ninguna comida, siempre en movimiento, el miedo
constante a que me capturasen o arrestaran. He sido una imbécile.
Me protejo los ojos al encender la lámpara y miro a mi alrededor, las
cartas desperdigadas, la caja del vestido que se abre vacía a los pies de la

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cama, mi vestido de novia tirado a un lado, un fantasma de la novia que una
vez soñé que estaba destinada a ser. El estuche de afeitado de Anson, la única
cosa que poseía de él y que prometí conservar, ha desaparecido.
Por un instante pienso en el rosario de Maman, mi recuerdo de despedida,
y me pregunto dónde estará ahora. ¿En manos de algún oficial de las SS que
rebuscó en sus bolsillos después de dispararlo? ¿Tirado en una pila en alguna
parte, en alguno de los campos?
«Presuntamente capturado o muerto».
Aprieto los ojos, pero las imágenes siguen ahí, grabadas a fuego en la
parte posterior de mis párpados. El rostro de Anson, su dulce y hermoso
rostro, ensangrentado e inmóvil. Los ojos grandes, del color de un mar
tranquilo de verano, abiertos y ciegos.
No puede estar muerto. No es posible.
Si pudiera volver a ver su rostro, como la última vez que lo vi, podría
aferrarme a él igual que Maman se aferró a mi padre, en su corazón. Mi mano
sube al guardapelo, pequeño y cálido en el hueco de mi garganta. Si tuviera
una fotografía suya, podría llevarlo siempre conmigo, y un día compartirlo
con nuestro hijo.
Antes de que pueda contenerme, me he escapado de mi habitación y he
salido al pasillo. La casa está inmóvil, el silencio es tan absoluto como la
oscuridad. Contengo la respiración mientras avanzo por el pasillo con los pies
descalzos sobre la alfombra. Nunca he estado en este lado de la galería, el
lado de la familia, pero sé que la habitación de Thia es la primera puerta a la
derecha y que la de Anson está enfrente de la suya.
Me detengo frente a la puerta de Thia y escucho. Todo está en silencio. Y
en este momento, al menos, me alegro de que no sepa lo del telegrama, de que
cuando salga el sol y abra los ojos no sepa lo mismo que yo: que su querido
hermano no va a volver a casa.
Me doy la vuelta y miro la puerta de Anson, con el pulso retumbando en
mis oídos mientras intento no pensar en la posibilidad de que Owen salga al
pasillo y me encuentre merodeando frente a la habitación de su hijo. Entonces
recuerdo que lo peor ya ha ocurrido. Si Anson se ha ido de verdad, nada de lo
que diga o haga podrá hacerme daño.
Siento el pomo de cristal frío contra mi palma. Miro una vez más hacia el
final del pasillo. No hay luz ni se oye nada. Suelto el aliento despacio y
empujo la puerta. El olor de Anson me rodea de repente, cáustico, limpio y
masculino, y por un momento su presencia es tan palpable que parece que
pueda estirar el brazo y encontrarlo en la oscuridad.

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Con la espalda apoyada contra la puerta cerrada, espero a que el dolor
disminuya. La luz de la luna se filtra a través de las cortinas transparentes que
hay detrás de la cama y baña la habitación en sombras frías y angulosas. No
hay cortinas opacas, probablemente porque la habitación no se ha utilizado
desde que Anson se fue a París, mucho antes de que los estadounidenses se
involucraran en la guerra.
Me acerco a la ventana, bajo la persiana y enciendo la pequeña lámpara de
la mesilla. Es una habitación sencilla, no mucho mayor que la mía, decorada
en tonos de peltre y arena. Hay una cama doble cubierta con una manta de
brocado gris pálido, una pesada cómoda y un pequeño escritorio con una silla
en una esquina. Muy Anson: sencillo y ordenado, sin pretensiones.
Me siento como una intrusa mientras ando de puntillas por la habitación,
abriendo cajones y espiando en su armario, desvelando las capas de la vida
que llevaba Anson antes de que lo conociera. Estar aquí, tocando las cosas
que usaba cada día, es la peor tortura posible y, sin embargo, parece que no
puedo parar. Estoy hambrienta de él, desesperada por conectar con sus
recuerdos si son ya lo único que voy a tener de él.
Voy hasta el escritorio. La superficie está desnuda salvo por una pequeña
lámpara y un vade de cuero arañado. Paso la mano por el respaldo de la silla
mientras lo imagino sentado en ella, estudiando o escribiendo cartas, y luego
abro el cajón central. Una fotografía enmarcada, con el cristal rajado por la
mitad, me devuelve la mirada. Es de Anson y Thia, muy elegantes con jerséis
blancos a juego, posando con su madre delante de un gran velero. Los tres
entornan los ojos por el sol y sonríen a la cámara. A Thia le falta uno de los
incisivos.
Mi corazón se desgarra mientras intento adivinar la edad de Anson.
Quince años, quizá dieciséis. Está delgado, casi desgarbado, pero ya es más
alto que su madre. Una lágrima resbala por mi mejilla. La atrapo con el dorso
de la mano antes de que caiga. No es exactamente lo que esperaba encontrar,
la foto tiene años, pero es más de lo que tengo de él ahora. Podría cortarla
para que cupiera en el medallón. Pero mientras me quedo mirando las tres
caras sonrientes, no soporto la idea de recortar a Anson de una fotografía con
su madre y su hermana.
Abro el cajón un poco más, preparándome para devolver la fotografía, y
entonces veo un libro en el fondo. Lo arrastro hacia delante y lo saco. La
cubierta es de tela azul gruesa decorada con una especie de escudo dorado.
Las letras del lomo rezan: HISTORIA DE LA PROMOCIÓN DE 1941, UNIVERSIDAD DE
YALE.

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Llevo el libro a la cama y lo abro sobre mi regazo. Paso las páginas,
primero despacio, escudriñando rostro desconocido tras rostro desconocido,
hasta que todos empiezan a parecerse. Y, de repente, ahí está él, mirándome
con fijeza desde la pesada página blanca. Anson William Purcell, estudiante
de segundo año.
Casi sonrío al seguir la imagen con el dedo. Está tan guapo con su traje y
corbata, sus ondas rubias rebeldes cuidadosamente domadas para la ocasión.
La suavidad infantil de la foto con su madre y su hermana ha desaparecido y
ha sido sustituida por una resolución descarada y casi obstinada, una
determinación de abrirse camino en el mundo, de ser el hombre que él decida.
Una ola de rabia me sacude, un sollozo surge de un pozo que creía vacío.
Por las promesas que nunca se cumplirán y el bien que nunca se hará. Por una
criatura que nunca conocerá a su padre.
Los ojos ya me escuecen de tanto llorar. Los cierro y me recuesto sobre la
colcha, abrazando el anuario contra el pecho. De repente estoy muy cansada.
«El bebé», pienso con dificultad. El bebé me hace sentir cansada. El bebé de
Anson.
Me despierto de golpe, con una luz brillante que me atraviesa los párpados
cerrados. Cuando me incorporo, noto vagamente que algo golpea el suelo y
que no estoy en mi habitación. Mis ojos no enfocan bien, pero la forma de
Owen a los pies de la cama es inconfundible.
—¿Qué demonios hace aquí? —ruge.
Parpadeo pesadamente tratando de encontrar una respuesta. Ha encendido
la luz del techo y el resplandor hace que me duelan los ojos.
—Lo siento. —Tengo la garganta ronca de tanto llorar, mis palabras son
apenas un chirrido—. Solo quería ver su habitación, estar cerca de sus cosas.
Se aproxima al escritorio, donde el cajón sigue abierto. Coge el marco
roto y lo examina. Se ha afeitado desde la última vez que lo vi, pero lleva la
misma rebeca arrugada de ayer, con las mangas enrolladas hasta los codos.
Me pongo en pie y veo cómo se agacha y recoge el anuario de Anson del
suelo. Su mano se detiene en la portada un instante, como si fuera a abrirlo.
En vez de eso, se acerca a mí, con la cara tan cerca de la mía que huelo su
tónico capilar rancio y su ropa sin lavar.
—No tiene ningún derecho a tocar las cosas de mi hijo. Ni a dormir en su
cama. No tiene ningún derecho a estar aquí, esta no es su casa.
Doy un paso atrás. Su furia me aterroriza, y su aliento es agrio por el
alcohol.

Página 213
—Estaba buscando una foto de Anson, y encontré su anuario en el
escritorio. Me senté en la cama a mirarlo y he debido de quedarme dormida.
Sus ojos se entrecierran, como si se le acabara de ocurrir algo.
—¿Para qué quiere una foto de mi hijo?
—Quería ver su cara —digo en voz baja y suplicante—. Y tener algo para
recordarlo. Su estuche de afeitado era todo lo que tenía, pero usted me lo
quitó. Así que pensé…
—Salga de este cuarto —vocifera, señalando la puerta—. O yo mismo la
sacaré a rastras.
Mi visión se empaña, pero me niego a dejar salir las lágrimas.
—Voy a tener un bebé —digo en voz baja—. El bebé de Anson.
Sus ojos bajan a mi barriga y regresan a mi rostro cargados de
acusaciones.
—Supongo que debería haberlo visto venir. Ahora que sabe que no habrá
campanas de boda, ha decidido sacar el as de la manga. ¿Lo sabía mi hijo?
Niego con la cabeza.
—Yo misma me di cuenta ayer, después de que me mostrase el telegrama.
—Qué cosa tan oportuna.
Su insensibilidad me deja de piedra.
—Su hijo no volverá a casa y yo llevo a su bebé en mi vientre. ¿Es todo lo
que tiene que decirme?
Me mira con una mezcla de furia y desprecio.
—No pongo en duda el hecho de que tiene una criatura en el vientre. Solo
una estúpida mentiría sobre algo así cuando el tiempo acabará exponiéndola,
y aunque sospecho que es usted muchas cosas, no creo que sea una estúpida.
Pero no hay manera de afirmar quién es el padre. —Hace una pausa y me
mira de arriba a abajo—. Hasta donde yo sé, ni usted misma lo sabe.
Sus palabras me hieren de una manera que nunca creí posible.
—No puede creer eso. No es posible.
—¿No? —Su boca se tuerce en una mueca desagradable—. Hay nombres
para las mujeres como usted. Expertas en engañar a nuestros muchachos para
que se casen con ellas. Y casi dio resultado, ha conseguido atravesar el
inmenso océano azul e instalarse en mi casa. Incluso tiene a mi hija comiendo
de su mano. Pero el telegrama no entraba en sus planes, ¿verdad?
—¡No es cierto! ¡Nada de lo que dice lo es!
—Ahórreme su indignación. No le servirá de nada. —Avanza hasta el
escritorio y estudia unos segundos el marco de fotos rajado antes de meterlo
de nuevo en el cajón. Cuando se vuelve a mirarme otra vez, su rostro es duro

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e inexpresivo—. Se creyó muy lista presentándose en mi puerta con su caja
llena de ropa. Supuso que haría la vista gorda sin más mientras caminaba
hacia el altar con mi hijo. Pero eso no iba a pasar. Ahora cree que su barriga
la salvará, que un bebé le da algún tipo de derecho sobre los Purcell. Pero se
ha equivocado en sus cálculos, mademoiselle. Ese niño nunca será un Purcell,
ni por nombre ni por nada más. Aquí no hay lugar para ninguno de los dos.
Lo miro fijamente mientras tomo consciencia de la realidad de mi
situación. Soy una inconveniencia, un error que corregir, y cuanto antes
mejor.
—¿De verdad es usted tan duro, está tan lleno de odio que podría vivir
habiéndole dado la espalda a su propio nieto? ¿Podría Thia vivir con ello?
Se tensa y aprieta los puños mientras mantiene los brazos en los costados.
—Mi hija no sabrá ni una palabra sobre su barriga. Ni sobre su hermano.
¿Está claro? He hecho los preparativos para enviarla a una escuela en
Connecticut. Se marcha pasado mañana. Y hasta entonces, no se acercará a
ella. Para cuando regrese, usted ya no estará aquí.
La idea me sume en el terror. No conozco a nadie aquí, no tengo dinero,
ni trabajo. Pero lo que más me preocupa es la pobre Thia.
—¿Puedo al menos decirle adiós?
—No, no puede. No permitiré que siga manipulando a mi hija.
No tengo nada que decir al respecto. Ha tomado una decisión sobre mí y
sobre todo lo demás.
—¿Qué pasará ahora? —me limito a preguntar.
—Habrá que tomar medidas. Control de daños. Doy por sentado que no
tiene dinero.
—No mucho, y solo francés.
—Conozco a un hombre en Providence, un médico que trabaja con
mujeres como usted.
—Mujeres como yo —repito—. ¿Qué significa eso?
—Significa soltera, embarazada, sin familia ni sustento. Lo llamaré hoy y
pondré en marcha los preparativos.
Me siento palidecer. En París había mujeres que se especializaban en ese
tipo de cosas, en medicinas y… operaciones. Avorteuses. Me cubro la barriga
con las manos en un gesto instintivo de protección.
—¿Qué clase de… preparativos?
—Un lugar donde alojarse. Una familia decente que se ocupe del bebé.
Ayuda para arreglárselas cuando termine con todo esto. ¿A qué creía que me
refería?

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Sacudo la cabeza, incapaz de decir la palabra en voz alta.
Owen baja la vista al suelo, claramente incómodo.
—No soy un bárbaro, a pesar de lo que pueda pensar. Pero no permitiré
que su condición se haga pública y nos meta a mí y a mi hija en un escándalo.
Nadie sabe de su «conexión» con mi hijo, y pretendo que siga siendo así. Si
esto fuera una película, le extendería un cheque o le pondría un pequeño
negocio y ahí quedaría todo. Pero esto no es una película. En el mundo real,
ese tipo de asistencia podría confundirse por una confesión en vez de lo que
realmente es: un simple acto de caridad cristiana.
—¿Esta es su caridad? ¿Tratarme como una especie de pequeña
maquinadora cuando no le he pedido nada?
Va hacia la puerta como si no hubiera hablado.
—Esta conversación ha terminado. Huelga decir que, si decide darme
problemas, si intenta contactar conmigo o con mi hija, o mencionar siquiera el
nombre de mi hijo a alguien, me encargaré de destruirla. En otras palabras,
señorita Roussel, puedo ayudarla o hacerle daño. La elección es suya.
Me quedo allí con su ultimátum mientras estudio al hombre que pensé que
un día sería mi suegro. Qué frío está mientras hace sus planes para deshacerse
de mí, tan férreo y serio. Un trato que negociar, un desastre que arreglar.
Anson dijo una vez que era formidable, y tenía razón. Su padre ha pensado en
todo.
Pero Owen también tiene razón. No tengo muchas opciones. Ninguna, de
hecho. Necesitaré un lugar donde vivir, algún sitio limpio y seguro, hasta que
pueda encontrar trabajo y abrirme camino. Aceptaré lo que me ofrece, porque
no tengo otra opción. Pero mi bebé no necesitará una familia. Yo seré su
familia.

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Treinta

Rory

12 de julio de 1985, Boston

Soline estaba sentada con la mirada baja, claramente conmocionada por la


historia que me había contado a lo largo de la última hora. Rory la estudió
mientras trataba de imaginar cómo debió de ser. Una huida horrible, un
telegrama desgarrador, un bebé que no había planeado y un monstruo que la
había abandonado a su suerte. ¿Cómo había sobrevivido a todo eso?
¿Cómo le habría ido a ella en circunstancias similares?
La pregunta la hizo sentir ligeramente avergonzada. A veces olvidaba lo
cómoda que había sido su vida. Había nacido en una familia adinerada y con
un apellido que le abría cualquier puerta, y nunca había conocido dificultad
alguna. De hecho, antes de la desaparición de Hux, su mayor desafío había
sido la peliaguda relación con su madre.
—Me haces sentir vergüenza —dijo en voz baja—. La mayoría de la
gente se habría rendido después de las cosas que te pasaron, pero tú seguiste
luchando. Y aquí estoy yo, presentándome en tu puerta con mi bolsa de
comida para llevar y lloriqueando por lo difícil que es mi vida. ¿Por qué no
puedo ser fuerte como tú?
Soline cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.
—Ser fuerte demasiado tiempo te vuelve frágil, chérie. Y las cosas
frágiles se rompen con facilidad. —Apartó la vista mientras se secaba los ojos
y forzó una sonrisa—. Mira, ¿ves? No soy tan fuerte. Tal vez todavía haya
esperanza para mí.
—Siento haberte hecho recordar todo esto. ¿Estás bien?
Soline asintió, pero la sonrisa desapareció cuando se puso de pie.
—Estoy bien, solo un poco acalorada. ¿Por qué no entramos? Lavaré los
platos y luego podemos tomar el postre. Te enseñaré cómo hacer café de

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verdad, con una cafetera francesa. Te prometo que no querrás volver a usar
esa máquina tuya que gotea.
Rory fregó los platos mientras Soline le instruía sobre las virtudes de la
cafetera francesa y la declaraba la única forma civilizada de hacer café. Llenó
dos tazas, sirvió unas madeleines en un plato y llevó la bandeja al salón.
Se acomodaron en los extremos del sofá con sus tazas. Era una habitación
grande, pero cómoda, amueblada con piezas escogidas para ser disfrutadas
más que para impresionar. Era cien por cien Soline. De buen gusto, pero sin
los aspavientos de la casa perfecta de Camilla. También tenía razón sobre el
café. De hecho, allí todo resultaba agradable.
Cogió una madeleine y la mordisqueó pensativa mientras observaba a
Soline dar unos sorbos a su café. No podía explicar la conexión entre ellas.
Solo sabía que era real, ese destino que de algún modo había considerado
necesario entretejer sus historias. Pero ¿por qué?
—¿Alguna vez piensas en por qué nos hicimos amigas? —preguntó Rory
en voz baja—. El modo en que encontré la casa adosada y luego la caja.
Parecía que fuera… —Hizo una pausa para buscar la palabra adecuada—.
Inevitable, tal vez. ¿Crees en eso? ¿Que ciertas cosas están destinadas a
suceder?
Soline se quedó callada un momento, como si sopesara la pregunta
cuidadosamente.
—Tal vez en algún momento lo creí —dijo al fin—. Creía que Anson y yo
estábamos destinados a casarnos, que vendría a casa con el rosario de mi
madre y que yo le devolvería su estuche de afeitado y viviríamos felices para
siempre.
Rory asintió con tristeza y frunció el ceño al recordar algo que Soline
había dicho antes.
—Espera. Dijiste que el padre de Anson te quitó el estuche de afeitado,
pero recuerdo haberlo visto en la caja.
Soline se encogió de hombros.
—Me lo devolvió. No sé qué lo llevó a hacerlo, ni siquiera cuándo lo hizo.
Me marché esa misma semana. El chófer me llevó hasta la estación de tren, y
una mujer llamada Dorothy Sheridan vino a buscarme en Providence.
—¿Quién era Dorothy Sheridan?
—Dirigía la Asociación de Ayuda a las Familias, que es una manera
bonita de decir hogar para madres solteras. Había otras ocho chicas como yo
allí. Algunas apenas eran unas niñas, otras afirmaban ser viudas de guerra,
pero todas teníamos una cosa en común: nos habían pillado sin marido y no

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teníamos a dónde ir. Me pasé el primer día llorando, no podía creer que Owen
pudiera odiarme tanto. Pero cuando abrí la caja, en el fondo estaba el estuche
de afeitado de Anson. Cuesta imaginarlo sintiendo remordimiento, pero tal
vez lo hizo por Anson. Sin duda, no lo hizo por mí.
—¿Pudiste al menos despedirte de Thia?
Soline negó con la cabeza.
—Owen la envió a Connecticut al día siguiente.
Rory se quedó un rato callada mientras intentaba imaginar el horror de
todo aquello. Embarazada y llorando sola la muerte de su amado.
—Debes de ser la mujer más valiente que conozco. Pasar por todo eso y
seguir adelante.
Soline se miró las manos, apretándolas y flexionándolas alternativamente,
algo que hacía a menudo cuando parecía estar sumida en sus pensamientos.
—Seguí adelante porque no tenía alternativa.
—Lo sé, pero entregar a tu bebé…
—No la entregué —dijo Soline, apartando la mirada—. Murió.
Rory se quedó muda absorbiendo las palabras como un golpe en el plexo
solar.
—Lo siento mucho. Imaginé… ¿Qué pasó?
—Una mañana me levanté de la cama y sentí un chorro de agua. Sabía
que eso ocurría, pero era demasiado pronto. Les dije que debían pararlo, que
la niña no tenía que llegar hasta dentro de un mes, pero dijeron que ya estaba
en camino y había que rezar. Me llevaron a una habitación pequeña sin
ventanas con una cama estrecha con correas de cuero. También había una
cuna diminuta, una cama de hospital para bebés. Entonces me dieron algo, me
pincharon algo en el brazo y me pusieron una máscara en la cara. Después de
eso no recuerdo gran cosa.
Rory abrió mucho los ojos.
—¿Te durmieron para tener un bebé?
—Así lo hacían en aquella época. Lo llamaban sueño crepuscular. Así no
recordarías nada. Cuando desperté, me sentía como si me hubieran dado una
paliza. Tenía moratones en los tobillos y en las muñecas por culpa de las
correas. Pero me daba igual. Supliqué que me dejasen cogerla, darle de
mamar, pero me dijeron que era demasiado pronto, que no estaba lo bastante
fuerte como para mamar. Debí de quedarme dormida, estaba tan cansada…
Cuando desperté de nuevo, la cunita había desaparecido y comencé a gritar.
Al fin vino alguien, una de las matronas, pero no me miraba a los ojos. Supe
lo que venía, pero oírla decir las palabras casi me quiebra en dos. «Era

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demasiado pequeña para sobrevivir. Los pulmones no estaban desarrollados.
Está con los ángeles».
Rory cerró los ojos, incapaz de saber qué decir para consolarla.
Sencillamente, no existían palabras para expresar semejante tormento.
—Lo siento mucho —repitió débilmente.
—Sabía que sería una niña. Ya le había puesto nombre: Assia. Significa
«que trae consuelo». —Hizo una pausa y tragó con dificultad—. La oí llorar
—susurró—. Cuando nació, la oí llorar. A veces desearía no haberla oído. Si
hubiera nacido muerta, sin vida desde el momento que había abandonado mi
cuerpo, tal vez habría sido más fácil. Pero saber que había vivido ni que
fueran unas horas sin su mère, que murió sin conocer mis caricias, todavía me
rompe el corazón. Pedí que me dejasen verla, que me permitieran cogerla,
pero ya se la habían llevado.
—¿Llevado a dónde? —preguntó Rory, horrorizada.
—Llamaron al despacho del forense para que vinieran a buscarla. Es la
ley, así pueden verificar la causa de la muerte para el certificado. Dijeron que
como yo era una indigente, la enterrarían en el cementerio del condado. No
habría ceremonia ni marca en la tumba. Les rogué que lo detuvieran, que me
dieran tiempo a encontrar el dinero para enterrarla como Dios manda. Habría
llamado al padre de Anson y le habría suplicado, pero no me dejaron usar el
teléfono. Tres días más tarde, me dijeron que ya estaba hecho.
Rory contuvo las lágrimas.
—¿Te dijeron al menos dónde, para poder visitar su tumba?
—No —murmuró—. Pero tal vez fuera una suerte. Sé que suena extraño,
pero ver su tumba habría hecho su muerte demasiado real.
—Pero fue real.
—Sí, lo fue. Pero cuando quieres a alguien, cuando lo quieres de verdad,
es una conexión que no puede cortarse. Incluso cuando te la arrebatan, años
después, sigues sintiéndola, como un eco que te llama. Y a una parte de ti le
alegra un poco que existan esos momentos, incluso cuando casi hacen que te
dobles del dolor.
«Un eco que te llama».
La idea envolvió a Rory como una brisa fría. ¿Así sería con Hux? ¿Sin
adiós, sin respuestas, solo nebulosos recuerdos?
—A veces imagino que la veo —dijo Soline con voz lejana—. Como solía
hacer con Anson. Veo una carita en la multitud y, por un brevísimo instante,
se me para el corazón. Tiene los ojos de su padre y la sonrisa de su tía Thia.

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Pero entonces gira la cabeza y el rostro cambia, y recuerdo que Assia ya no
está.
Rory permaneció en silencio un rato, abrumada por la totalidad de las
pérdidas de Soline. Decía que no era valiente, pero se equivocaba. Sin más
materia prima que el dolor, se había forjado una vida. Una mujer, sola en una
ciudad extraña, mientras la guerra hacía estragos y básicamente no había en
qué trabajar, y que, sin embargo, había conseguido labrarse una lucrativa
carrera y, por lo que parecía, ganar mucho dinero con ello. ¿Qué más podría
haber logrado si una sucesión de penas no hubiese alterado el curso de su
vida?
—¿Cuánto tiempo te quedaste… después?
—No mucho. Una vez nacían los bebés, nos querían fuera. Una semana
más tarde, Dorothy Sheridan vino a verme y me dijo que me había encontrado
una habitación y trabajo. Tenía que empaquetar mis cosas y estar lista para
partir al día siguiente. Cuando se acabó el trabajo en Providence, me trasladé
a Boston, pero cuando los hombres empezaron a volver, fue imposible
encontrar nada. Trabajé un tiempo en un taller de reparación de calzado a
cambio de alojamiento y comida, y también hacía trabajos de costura. Tenía
que compartir mis comidas con los ratones, pero no me molestaban
demasiado. Ellos también tenían hambre.
—¿Y nunca volviste a hablar con el padre de Anson?
—No. Le creí cuando dijo que me destruiría si intentaba ponerme en
contacto. Además, no quería nada de él. No obstante, me hubiera gustado ver
de nuevo a Thia y explicarle por qué me fui de forma tan abrupta. —Hizo una
pausa y sonrió con melancolía—. Y para decirle que por fin pude hacer
vestidos con mi nombre en la etiqueta.
—Todavía estoy asombrada —exhaló Rory—. Comenzar sin nada y
conseguir tanto. ¿Cómo lo hiciste?
—Como las heroínas de las mejores historias, tuve un hada madrina.
Rory la miró sonriendo con picardía.
—¿Cómo encuentro una de esas?
—No las encuentras, chérie. Tan solo aparecen; a menudo, cuando más
las necesitas. Y el cómo es distinto para cada persona. La mía se llamaba
Maddy y era maravilloso.
—¿Tu hada madrina era un hombre?
Soline esbozó una sonrisa.
—Así es.
—Vale, ¿y cómo te encontró?

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La sonrisa de Soline se apagó un poco.
—Creo que esa es una historia para otro día.
—Lo siento, no quería presionarte.
—No lo has hecho, pero estoy cansada.
Rory se miró el reloj y se sorprendió al ver que eran más de las siete. Se
puso en pie, recogió las tazas y las dejó en la bandeja.
—No pretendía quedarme tanto tiempo. Se suponía que iba a escoger
lámparas. Te ayudaré a limpiar antes de irme.
Soline cogió la bandeja antes de que Rory pudiera hacerlo.
—Son cuatro cosas. Ve tranquila, lo prefiero así.
Rory se colgó el bolso del hombro a regañadientes y fue hacia el
vestíbulo.
—De verdad que siento haberme hecho tan pesada. Deberías haberme
echado hace horas.
—No digas tonterías. ¿Qué otra cosa tenía que hacer?
—Aun así, te prometo no caer de nuevo sin avisar. Pero gracias por la
charla. La verdad es que no tengo a nadie con quien pueda hablar de Hux.
Nadie que lo entienda, quiero decir.
—Lo de antes iba en serio, Rory. Si tienes dudas, rompemos el contrato y
nos olvidamos del tema. Pero creo que tu Hux tenía razón: este sueño lleva tu
nombre.
Rory parpadeó para contener las lágrimas que le quemaban y luchó contra
el impulso de abrazar a Soline.
—Gracias —dijo en su lugar, agradecida, mientras salía al escalón de la
entrada, de que esa mujer encantadora e inexplicable hubiera aparecido en su
vida. Al llegar al último escalón, se le ocurrió un pensamiento. Se detuvo y se
volvió a mirar a Soline, recortada en la puerta.
—Acabo de darme cuenta de una cosa.
—¿De qué?
—Tú eres mi hada madrina.

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Treinta y uno

Soline
Aunque es justo esperar una compensación por nuestro oficio, el beneficio económico no debe
considerarse nunca a la hora de sopesar si se acepta o no a una clienta concreta. Confía en que La
Mère proveerá de otras maneras y recuerda que lo primero y lo último en lo que debemos pensar
siempre es la obra.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

Las palabras de Rory me acompañan mientras cierro la puerta. Me temo que


no soy gran cosa como hada madrina, pero escucharla decir esas palabras me
ha producido una calidez que no he sentido en mucho tiempo. Y, sin
embargo, me encuentro extrañamente melancólica. De repente, siento la casa
vacía, y yo también me siento así.
Voy a la cocina y abro una botella de vino para que me haga compañía.
Cojo el plato de madeleines y me lo llevo al estudio. Es donde paso la
mayoría de las noches últimamente, acompañada de mis recuerdos y
emborrachándome lo suficiente como para dormir sin soñar.
Las madeleines llevan limón. Cojo una, le doy un bocado y dejo que se
derrita en mi lengua. De repente sonrío. La dulzura ácida me recuerda a
Maddy, y por eso las compro de vez en cuando. Eran sus favoritas y, de
manera indirecta, la razón de que nos hiciéramos amigos.
A veces parece que fue ayer, y otras, que fue hace toda una vida. Llevaba
apenas unas semanas en Boston y todavía estaba buscando trabajo. Mi acento
seguía siendo muy marcado, y las tiendas de ropa no querían una extranjera
que recordara la guerra a sus clientes. Comenzaba a quedarme sin dinero y no
podía permitirme ser exigente, así que empecé a ir de tienda en tienda,
ofreciéndome a hacer lo que fuera necesario.
Un día, entré en una pequeña pastelería llamada Bisous Sucrés. «Por fin»,
pensé, «mi acento será una ventaja». Pero era tarde y estaba tan cansada, y los
olores del café y el chocolate me recordaron tanto a mi casa que, cuando la

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mujer que estaba detrás del mostrador me preguntó qué quería, se me llenaron
los ojos de lágrimas y no pude articular palabra.
Se apiadó de mí, bendita sea, y me llevó a la parte trasera de la tienda. Me
trajo un plato con los bollos más bonitos que nunca había visto. Comí como
una cerda, aunque ella fingió no percatarse, y mientras tomaba varias tazas de
café, le conté mi historia, o al menos las partes que quería compartir.
Era diez años mayor que yo, pero teníamos mucho en común. Había
venido de Chartres con sus padres al comienzo de la Primera Guerra Mundial
y aprendido el oficio de su madre. Había perdido a un hermano en
Normandía, su marido había muerto ahogado, y luchaba por criar a una hija
sola. Comprendía las dificultades y las pérdidas, y la necesidad de una mujer
de abrirse camino. No podía permitirse el lujo de contratarme, pero conocía a
alguien que podría estar buscando a una chica que supiera usar una aguja, un
sastre que había perdido recientemente a sus dos ayudantes y estaba en una
situación bastante mala.
Escribió el nombre y la dirección en el reverso de un sobre y me dijo que
fuera a verlo por la mañana, que mencionara su nombre y no aceptase un no
por respuesta. Antes de irme, me dio una caja atada con un cordel y me dijo
que la llevara conmigo, para endulzar el momento.
Así que, un poco después de las nueve de la mañana del día siguiente, con
la caja de dulces en la mano, llamé a la puerta de una elegante casa adosada
de ladrillo en la esquina de Newbury Street con la palabra MADISON’S
estampada en limpias letras doradas en el escaparate.

4 de agosto de 1944, Boston

Después de llamar por segunda vez, abre un hombre alto de unos cincuenta
años que lleva una bata ajada de seda grisácea y unos pantalones muy
arrugados. Tiene el pelo ondulado y de color caramelo, con finas hebras de
plata, y lleva un fino bigote que sospecho que está teñido con lápiz de cejas o
cera, porque su color es varios tonos más oscuro que el pelo.
—No —masculla antes de que pueda hablar.
Lo miro parpadeando, sin comprender.
—¿Perdone?
—Venda lo que venda, no lo quiero.
—¿Es usted Myles Madison?

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—¿Quién lo pregunta?
Es tan brusco, tan completamente despectivo, que casi me doy la vuelta y
me voy, pero recuerdo mis instrucciones. «No aceptes un no por respuesta».
—Claire Bruneau me dijo que viniese a verlo. Dijo que tal vez necesitaba
a alguien que cosiera para usted.
Se pasa una mano por el pelo mientras frunce el ceño.
—¿Claire?
—De Bisous Sucrés. Me ha dicho que le trajera esto.
Sus ojos son de un gris pálido, con párpados gruesos y largas pestañas
doradas. Se iluminan un instante al posarse en la caja y me miran otra vez.
—¿Madeleines? —pregunta con recelo.
—No lo sé. Solo me dijo que las trajera, para endulzar el momento.
Gruñe, pero me coge la caja y se da la vuelta: una invitación a entrar,
supongo. La acepto y me encuentro en un salón tenuemente iluminado
amueblado con profundos sillones de cuero y mesas oscuras y pesadas. Tiene
el ambiente que siempre pensé que tendría un club de caballeros. Gruesas
cortinas de brocado, lámparas de latón con pantallas verde oscuro, una lujosa
alfombra turca en tonos burdeos y salvia. Todo bruñido y de buen gusto.
—¿Qué busca? —pregunta en el mismo tono arisco que ha usado al abrir
la puerta. Ha desatado el cordel de la caja y está mirando dentro, tratándome
como si fuera una distracción.
—Trabajo —respondo con serenidad—. Claire dijo que ha perdido a sus
dos asistentes. Mi madre tenía una tienda de vestidos de novia en París hasta
que comenzó la guerra. Trabajaba allí con ella.
—Esto no es una tienda de vestidos de novia, jovencita. Yo no hago
vestidos.
—A la aguja no le importa lo que cose.
Levanta la cabeza y me mira con atención.
—¿Cómo se llama?
—Soline Roussel —digo, negándome a encogerme bajo su intensa
evaluación—. Y usted es Myles Madison, el mejor sastre de todo Boston, o
eso afirma Claire. Soy buena, monsieur Madison, perfectamente capaz de
llevar a cabo cualquier tarea que me pida… y de verdad que necesito el
trabajo.
El rostro del hombre se suaviza un poco, pero sus ojos siguen fríos
mientras me estudia minuciosamente, centímetro a centímetro. Mi cabeza
descubierta y el vestido lleno de remiendos, los zapatos gastados, el bolso

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raído y la mano sin anillo. Como Maman al evaluar a una posible clienta, no
se le escapa nada.
—Sí —dice secamente—. No se me ocurriría dudarlo. ¿Qué más le ha
contado Claire de mí?
Frunzo el ceño sin entender muy bien la pregunta.
—Nada.
—¿Nada sobre por qué perdí a mis dos asistentes?
Niego con la cabeza, inquieta al pensar a dónde querrá llegar.
—Supongo que no está casada.
—No.
—No, ya me parecía. Y tiene, ¿qué? ¿Dieciocho años?
—Veintiuno.
—Y conoce bien el mundo, me imagino.
—Conozco muy bien el mundo, monsieur. Mucho más de lo que querría.
—De acuerdo, entonces —dice mientras se dirige hacia una pequeña barra
en una esquina y coge un vaso—. Ya somos dos. Tal vez debería contarle mi
historia antes de que sigamos. —Sirve unos centímetros de un líquido
transparente en el vaso, lo mira un momento y se vuelve hacia mí como si de
repente hubiera recordado sus modales—. Discúlpeme. ¿Puedo ofrecerle una
copa?
Mis ojos se posan en el reloj de la repisa de la chimenea. Todavía no son
las diez.
—No, gracias. En general a esta hora prefiero café.
—Como guste. —Levanta el vaso parodiando un brindis y bebe un largo
trago, haciendo una mueca cuando el líquido le baja por la garganta. Se da la
vuelta, rellena el vaso, y me pregunto si se ha vuelto a olvidar de mí.
—Estaba a punto de contarme su historia.
—Sí, sí, mi historia. Bien, de acuerdo. Atiendo a una clientela muy
acomodada, señorita Roussel, o solía hacerlo. Los brahmanes, como se llaman
a sí mismos. Hombres importantes con trabajos importantes. Hombres con
dinero y poder y apellidos que se remontan a la condenada nobleza. También
tienen secretos, pero no para mí. Veo a mis clientes en cualquier estado de
desnudez, como un doctor. Es una relación que tiende a ciertas…
confidencias. Sé quién tiene problemas de salud, quién tiene dificultades
económicas, quién ha tenido un poco de suerte en el mercado, quién deja a su
mujer por su amante y quién engaña a su amante con el nuevo y apuesto
instructor del club de tenis…

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Hace una pausa a la espera de que me sonroje o me aturulle. Al ver que no
lo hago, continúa:
—Como imaginará, rara vez estoy en entornos sociales con el tipo de
hombres a los que visto. Están muy por encima de mi nivel. Pero hace unas
semanas, estaba en el bar del hotel Statler con unos amigos y me topé con un
nuevo cliente mío, un tipo metido en política con una esposa de la alta
sociedad y planes de ascender.
Hace una pausa, adopta una pose melodramática y la voz a juego.
—Lawrence Tate, de los Tate del Mayflower, ahí es nada. Huelga decir
que me sorprendió verlo allí. Aunque no tanto como le sorprendió a él verme
a mí.
—¿Por qué?
Me mira visiblemente divertido, con una sonrisa descaradamente sexual y
me doy cuenta de que es guapo, o lo era hasta hace poco.
—Porque, preciosa niña, por norma, el club del que le estoy hablando no
suelen frecuentarlo tipos de cuentos de hadas en busca de jovencitas de buena
cuna. Les gustan los amantes más bien masculinos y rara vez se molestan en
averiguar sus apellidos.
No digo nada.
—¿Comprende lo que le estoy diciendo?
—Oui —digo serenamente—. Lo comprendo. —Vuelvo a mirar el reloj
cada vez más impaciente. He venido a buscar trabajo. Si la respuesta es no,
necesito continuar con mi búsqueda—. ¿Va a contratarme o no, monsieur?
Apura el vaso y se vuelve una vez más para llenarlo de nuevo. La mano le
tiembla mientras se sirve, y por primera vez veo la fragilidad que se esconde
bajo su fanfarronería. Está destrozado, y muy probablemente enfermo. Lo
último que necesita es más alcohol.
—No se beba eso —le digo y cojo el vaso antes de que pueda alzarlo—.
Déjeme que le prepare algo de comer, y puede hablarme del trabajo.
—Soy homosexual, señorita Roussel.
Lo miro parpadeando con rostro inexpresivo.
—¿Pretende espantarme para que me marche?
Se pasa una mano por el pelo, exasperado por mi respuesta.
—¿Conoce esa palabra? ¿Lo que significa? ¿Lo que soy?
—Sí.
—¿Y sabe lo que le hace la gente a los hombres como yo cuando lo
descubren? Nos destruyen con mentiras y acusaciones, hasta que lo hemos
perdido todo. Y yo lo he perdido todo, querida. Todo: mis clientes, mi

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reputación. Todo por lo que he trabajado ha desaparecido, por eso se
marcharon mis asistentes. Nadie va a trabajar para mí.
—Yo lo haré.
—¿Es que no me ha oído? No hay trabajo. Tal vez sea distinto de donde
viene usted, pero aquí, los hombres como yo son parias.
Levanto la barbilla y lo miro de frente.
—De donde yo vengo, monsieur, a los hombres como usted se los llevan y
los meten en campos, donde los golpean, matan de hambre y asesinan. Nadie
lo ha arrestado. Nadie lo ha matado. Si está vivo, puede volver a empezar.
—¿Cómo? —Sacude la cabeza despacio con los pálidos ojos vacíos—. No
queda nada.
Observo con mucho aspaviento la sala elegantemente amueblada y la
comparo mentalmente con la última imagen de la tienda de Maman la mañana
que dejé París, y de repente me siento furiosa.
—Usted no tiene ni idea de lo que es nada —contesto con frialdad—. Pero
yo sí. En dos semanas se me habrá acabado el dinero y estaré en la calle.
Tiene un trabajo para mí, ¿sí o no?
Me mira con furia, el rostro sonrojado por el fastidio.
—No hay trabajo, ni para usted ni para nadie, porque no hay clientes.
¿Quiere saber por qué?
La verdad es que no, pero veo que va a contármelo de todos modos.
—Al día siguiente de nuestro encuentro fortuito, el señor Tate vino a la
tienda diciendo que necesitaba que le arreglara un par de pantalones. No me
sorprendió. De hecho, me preguntaba cuánto tiempo tardaría en pasarse con
un pretexto u otro, para explicar su presencia en el Statler. «No tenía ni idea
de que fuera ese tipo de lugar cuando entré. Me siento tan tonto, estaba allí
para encontrarme con un amigo. ¿Cómo podía saberlo?». Lo llevé a la parte
de atrás, a uno de los probadores, y le pregunté qué quería que le hiciera. Me
respondió empujándome contra la pared y metiéndome la lengua en la
garganta.
Me quedo con la boca abierta. No hay ninguna mujer en el mundo que no
haya recibido una insinuación no deseada, pero nunca había pensado que un
hombre pudiera ser abordado de esa manera.
Suelta una carcajada.
—Así que, después de todo, sí puedo sorprenderla.
—No estoy sorprendida, solo que esperaba que la historia terminase de
otro modo.
Sacude las cejas con gesto voraz.

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—Él también, querida. Tenía un acuerdo en mente. Muy discreto, por
supuesto, y lucrativo si jugaba bien mis cartas. Cuando lo rechacé, se fue a
casa y le contó a su mujer que me había insinuado. ¡Yo! Como si pudiera
interesarme semejante parásito. El rumor corrió como un reguero de pólvora.
Esa mujer con la que se casó se puso a cotillear con cualquiera dispuesto a
escucharla. «Myles Madison es una reinona vieja y lasciva que se dedica a
acosar a sus clientes».
Hace una pausa y se pasa los dedos por el bigote.
—Recuerde mis palabras, algún día todos se reirán de esa vieja bocazas
estúpida. Los hombres como su marido siempre acaban poniéndose en
evidencia de alguna manera pública. Y entonces veremos quién será el paria.
Esta ciudad puritana se le echará encima como una manada de perros.
Se balancea ligeramente y ha empezado a arrastrar las palabras. Lo miro
con frialdad.
—Triste consuelo, diría, si está arruinado cuando suceda.
—Nunca estaré arruinado. Puede que dinero sea lo único que tenga, pero
tengo mucho.
—Qué afortunado es usted —le respondo fríamente y me encamino hacia
la puerta—. Que tenga un buen día, monsieur.
—¿A dónde va?
—Estoy buscando trabajo. Porque, a diferencia de usted, yo no tengo
mucho dinero.
—¿Es su costumbre llamar a la puerta de la gente de madrugada, empezar
una discusión, y luego marcharse sin más?
—No es de madrugada, cosa que sabría si no estuviera ya medio borracho.
Y no he venido a empezar una discusión. He venido porque necesito trabajar,
pero no aquí. —Lo fulmino con la mirada sin disimulo—. Claire me dijo que
no aceptara un no por respuesta, pero creo que lo haré. La autocompasión es
un lujo que no puedo permitirme, y temo que se me pegue la suya. Lamento
haberlo molestado.
—Es usted una niña —gruñe—. ¿Qué sabe?
—Soy joven, pero no soy una niña. He visto cosas que nadie debería ver.
Países infestados por el mal, familias enteras encarceladas y asesinadas,
hombres acribillados a balazos y mujeres que han perdido todo lo que les
importaba. Hay muchas tragedias en el mundo, monsieur. No considero el
chismorreo una de ellas. Presume de que nunca estará arruinado, pero
claramente su vida es una ruina, porque es lo que ha escogido.

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Y, dicho eso, me encajo el bolso en el codo y voy hacia la puerta, ansiosa
por marcharme. Tengo la mano en el picaporte cuando al fin habla:
—De acuerdo —suspira con aire afligido—. Pero si la contrato, tiene que
prometerme que dejará de llamarme monsieur. Detesto a los franceses.
El corazón me da un pequeño vuelco.
—¿Cómo debería llamarlo, entonces, en vez de monsieur?
—Mis amigos me llaman Maddy.
Preparo huevos y un café cargado, y comemos juntos en su pequeña y
soleada cocina. Mientras fuma, le cuento mi historia, sin omitir nada. Porque
de alguna manera sé que puedo confiarle mis secretos y que nada de lo que
diga lo escandalizará. Le hablo de Maman, de Anson y de la Resistencia. Me
habla de Richard, el amor de su vida. Cómo se enamoraron la noche que se
conocieron, cómo Richard murió en sus brazos después de un cáncer
devastador y cómo la familia de Richard le prohibió asistir al funeral. Le
hablo de Dorothy Sheridan y de Assia, de cómo se la llevaron para enterrarla
sin decírmelo. Lloramos, cogidos de la mano sobre nuestros platos vacíos, y
nos volvemos una familia, espíritus afines unidos por la pérdida y la soledad.

El reloj de la repisa de la chimenea suena con suavidad, alejándome de mis


recuerdos. Pero no estoy dispuesta a dejarlos ir. Bebo otro trago de vino y
busco la foto enmarcada que tengo a mi lado, tomada el día en que grabaron
mi nombre debajo del de Maddy en el escaparate. Sonríe para la cámara, más
elegante que nunca con su traje de raya diplomática azul marino, con los
hombros hacia atrás y sacando pecho, orgulloso de su pajarito, como me
llamaba.
Había sido un día feliz con tarta y champán, seguido de una cena en
Marliave, un restaurante francés con pluma que Maddy decía detestar, aunque
parecía conocer el nombre de todos los camareros del local. Bebimos
demasiado vino y bailamos hasta el amanecer para celebrar que Madison
había resurgido de sus cenizas.
El cambio radical había sido rápido, gracias en parte a la incorporación de
una línea de vestidos de noche para mujeres. Maddy había sido descarado y
me había promocionado como «una modista de París que había creado trajes
de novia para algunas de las mujeres más exigentes de Europa». No me
importaba que no fuera cierto, porque en mi corazón lo era. Por fin estaba
haciendo el tipo de vestidos que siempre había soñado.

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Decía que era mi hada madrina, y bromeábamos con eso, pero era verdad.
Aprendí mucho de él, sobre ropa, los negocios y la vida. Cómo vender y
decorar, cómo seducir a los proveedores y gestionar el flujo de caja, cómo
crear una ilusión de exclusividad que hiciera que los clientes suplicaran por
mis diseños. Absorbí sus lecciones como una esponja.
Y entonces llegó el día que lo cambió todo. La señora Laureen Appleton
vino a probarse un vestido y anunció que su nieta Catalina acababa de
comprometerse. Maddy, que nunca desaprovecha una oportunidad para
ampliar nuestro negocio, sugirió casualmente que un auténtico vestido de alta
costura convertiría a su nieta en la envidia de todo Boston. También susurró,
en voz lo bastante alta como para que lo escucharan, que en París se decía que
un vestido Roussel prácticamente garantizaba a la novia la felicidad.
Una vez se corrió la voz de que una de las bodas más importantes de la
temporada contaría con un vestido Roussel, empezaron a llegar los pedidos.
Al principio no hubo magie. Necesitábamos el trabajo con demasiada
urgencia como para rechazar a alguien. Diseñé vestidos para cualquiera que
pudiese pagar y tuve bastante fortuna con mis novias como para perpetuar los
rumores que Maddy seguía difundiendo con descaro. Pronto tuve una lista de
espera de novias dispuestas a someterse a una lectura si eso significaba ir al
altar con uno de mis vestidos. Al igual que Maman con su rosario, deseaban
protegerse contra la malchance. De alguna manera, sin quererlo, me había
convertido en la sorcière de la robe, la hechicera de los vestidos, y me sentía
extrañamente contenta. Tal vez porque había llegado a comprender lo escasos
que son los finales felices.
Con el tiempo, Maddy me instaló una pequeña tienda en el segundo piso,
junto con mi propio taller. Un año después, la tienda ocupaba toda la segunda
planta y tuve que contratar a dos chicas para que se encargasen de los
patrones y las pruebas. Al menos, en parte, estaba viviendo mi sueño y el de
Maman.
Entonces, unos años más tarde, Maddy desarrolló una tos, resultado de
fumar casi dos paquetes de cigarrillos al día. Para entonces, yo también había
adquirido el hábito. Me relajaba y me daba algo que hacer con las manos
cuando no estaba trabajando. La tos de Maddy fue a peor y pronto sus bonitos
trajes empezaron a colgarle por todos lados. Vi a Maman cuando lo miré, y
supe lo que se avecinaba. Aunque saberlo no hizo más fácil la verdad.
Hice lo que pude para que estuviera cómodo hacia el final. Le compré un
televisor, que él decía odiar, aunque lo veía sin cesar. Le leía el periódico
cada noche después de la cena. Incluso fumaba para él de vez en cuando,

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cuando me rogaba que «compartiera un cigarrillo». Me tumbaba a su lado en
la oscuridad, arrojando columnas de humo azul sobre su cabeza, para que
pudiera disfrutarlo indirectamente. A su médico le habrían dado diez ataques,
pero no me importaba. Se lo debía todo, y se merecía un poco de diversión en
sus últimos días.
Murió un domingo. Me legó la tienda y hasta el último centavo que tenía.
También dejó una nota con unas pocas palabras garabateadas. «Ahora es tu
nido, pajarito. Es hora de desplegar tus alas y volar, volar y volar». Dos meses
después, solo quedaba mi nombre en el escaparate, junto con las palabras
L’AIGUILLE ENCHANTÉE en bonitas letras doradas.
Todavía lo echo terriblemente de menos.
Fue mi paladín: padre, mentor, y un querido, queridísimo amigo. Conocía
sus secretos y él conocía los míos. Lo volvía loco y él me hacía reír. Le
devolví las ganas de luchar y él a cambio me dio un futuro.

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Treinta y dos

Rory

7 de septiembre de 1985, Boston

Rory dejó el bolso sobre la cómoda y se desplomó en la cama, consciente de


que los ojos de Hux la miraban mientras comenzaba a desatarse los cordones
de las botas. Alargó la mano para coger la foto enmarcada de la mesita de
noche y se la colocó sobre el regazo mientras le inundaba una punzada de
soledad tan fuerte que casi la dejó sin aliento. ¿Era eso todo lo que le quedaba
de él? ¿Una imagen atrapada tras un rectángulo de cristal?
Llevaba casi nueve meses desaparecido y sin noticias. ¿Cuánto tiempo
debía pasar para renunciar a un final feliz? ¿Un año? ¿Dos? ¿Y entonces qué?
¿Qué forma tomaba su vida cuando Hux ya no era parte de sus sueños y
esperanzas?
Tendría la galería y un grupo de artistas siempre nuevos a los que
promocionar. Pero ¿podría construirse una vida con eso? ¿O acabaría como
Soline, asilada del mundo por su dolor? Hux no querría eso. Querría que
pasara página, en todos los aspectos de su vida. Pero ¿qué quería ella? No
podía imaginar a nadie llenando el vacío que la desaparición de Hux había
dejado en su interior y no estaba segura de quererlo. Su corazón era de Hux y
lo sería durante mucho tiempo. Por ahora, un ahora muy largo, la galería
tendría que llenar sus días, como Soline con su tienda.
Y las cosas por fin comenzaban a tomar forma en esa dirección. Hoy los
pintores habían comenzado el trabajo, y ella se había quedado hasta tarde,
ansiosa por ver cómo quedaba el gris pizarra que había escogido para las
paredes después de la segunda capa. Había acabado cubierta de pintura al
chocar con una escalera de mano y tirar un rodillo de la cubeta, pero el color
era perfecto. Y para colmo, había concertado una reunión con Kendra
Paterson, una artista cuyas esculturas de vidrio marino le habían llamado la

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atención el año pasado en una feria de arte en Portsmouth. Si todo iba bien,
sus obras serían el foco de atención de la inauguración.
Por desgracia, tendría que llamar a su madre y explicarle por qué no
podría ir al brunch. Otra vez. Se quitó la ropa salpicada de pintura, abrió el
grifo de la ducha y cogió el teléfono inalámbrico de camino al lavadero.
—Hola, soy yo —dijo con una mueca cuando Camilla contestó. Tenía la
esperanza de que saltara el contestador.
—Déjame adivinar: no vas a venir mañana.
—No puedo, lo siento. Me voy a Freeport a primera hora para reunirme
con una artista.
—¿Es que faltan artistas hippies aquí en Boston?
—No es una hippie, madre. Estamos en 1985, ya nadie es hippie. —Hizo
una pausa para medir el detergente que ponía en la lavadora con la mano libre
y dejó caer la tapa con un sonido metálico hueco—. Trabaja a jornada
completa y, además, da clases. Es el único momento que tenía.
—¿Qué demonios es ese ruido?
—La lavadora. Hoy estaba patosa y me he llenado de pintura.
—Sabes que hay gente a la que puedes pagar para que hagan ese tipo de
cosas, ¿verdad, Aurora? No es como si te faltara presupuesto.
—Estoy pagando a alguien. A varios, de hecho; pero quería ver por mí
misma cómo quedaba el color. Me temo que he estado molestando, pero han
sido muy amables.
—Bueno, ¿cómo van las cosas?
—Como la seda, ahora comienza a parecer una galería de verdad. Podrías
pasarte alguna vez, ya sabes, y verlo por ti misma.
—Lo sé, y lo haré, pero he estado terriblemente ocupada. Me alegro de
que las cosas vayan según lo previsto.
—Mejor de lo previsto, de hecho. Espero fijar la fecha de la inauguración
para el mes que viene. Lo que me recuerda que prometí invitar a Vicky y a
Hilly. Necesitaré sus direcciones para las invitaciones. Y las de cualquiera a
quien consideres que debo invitar.
—Yo incluiría a Maureen Cordeiro y Laura Ladd. Oh, y a Kimberly
Covington Smith. Son más jóvenes y tienen un montón de contactos, serán
buenas aliadas.
—Gracias —dijo Rory, gratamente sorprendida—. ¿Y tú? ¿Quieres que te
invite?
—Pues claro, ¿qué pregunta es esa?

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—Te estaba ofreciendo una escapatoria. Sé que no te entusiasma la idea,
no quería ponerte en una situación de tener que aguantarte e ir o tener que
buscar una manera educada de decir que no.
—Vaya ideas. Soy tu madre, Aurora, por supuesto que quiero formar
parte de tu gran noche. Hablando del tema, ¿has pensado en quién se
encargará de la comida? Podría hacer algunas llamadas, tal vez pensar un
menú de picoteo. Así tendrías una cosa menos de la que preocuparte. Y
también hay que pensar en cómo entretener a la gente, eso puede marcar la
diferencia entre que el evento sea un éxito o un fracaso. Una vez Laurie
Lorenz cometió el error de contratar a un pianista sin haberlo visto: el hombre
estuvo canturreando temas de Barry Manilow toda la noche. Me ofrecí a
contactar con una arpista maravillosa, pero insistió en hacerlo todo sola. Fue
un desastre.
Rory se mordió la lengua. De ningún modo habría una arpista en su
inauguración. Era innegable que Camilla Grant lo sabía todo sobre eventos,
pero las únicas señas de identidad en esta inauguración serían las suyas.
—Gracias, pero he estado trabajando en algunas ideas, y la verdad es que
querría hacerlo sola.
Camilla suspiró despreocupadamente.
—Como quieras, pero estoy aquí si cambias de opinión. ¿Qué tal si en vez
de eso me dejas que te haga un cambio de look?
Oh, santo cielo.
—No necesito un cambio de look, madre.
—Cariño… ¿Cómo digo esto sin sonar grosera? Con tanto entre manos, te
has dejado ir y estás un poco… desaliñada.
—Lo dices como si fuera una vagabunda.
—Vale, lo siento. Pero tienes que admitir que estos últimos meses has
estado centrada en otras cosas. No te vendría mal… engalanarte un poco. Si
no me permites ayudarte con nada más, deja que esa sea mi aportación. Te
buscaremos un conjunto nuevo, algo despampanante, y tal vez puedas hacerte
algo en el pelo.
—No necesito algo despampanante. No va a ser esa clase de noche, ni esa
clase de galería.
—Bueno, te buscaremos algo que no sea despampanante. Podemos
hacerlo el sábado que viene. Pediré una cita con Lorna para el pelo, y creo
que también una manicura. Después podemos almorzar en el Seasons.
—Ya veremos, tengo que colgar. He dejado el grifo de la ducha abierto.
—Entonces… ¿el sábado?

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—Te llamo durante la semana.
Cuando volvió al baño, Rory todavía estaba dolida por cómo su madre
había usado la palabra «desaliñada». ¿Estaba… desaliñada? Limpió el vaho
del espejo y se miró la cara. Tenía las mejillas y la frente manchadas de
pintura, y motas grises le salpicaban las ondas color trigo que se habían salido
de la coleta. Se quitó la goma y sacudió la melena rebelde. Ahora le caía más
allá de los hombros y tenía el flequillo tan largo que casi le tapaba los ojos.
No recordaba la última vez que se había cortado el pelo, y las mechas le
habían crecido unos cinco centímetros, creando una línea de demarcación
sutil pero perceptible.
Tal vez su madre tenía razón. Se había dejado ir, nunca había sido una
chica muy femenina, con cajones llenos de maquillaje y una rutina de cuidado
facial dos veces al día, pero nunca se había despreocupado completamente de
su apariencia. Tal vez era hora de un cambio. Nada demasiado elaborado, solo
lo suficiente para marcar el inicio de su nuevo papel como propietaria de una
galería.
Cerró el grifo, volvió al dormitorio y abrió el armario; la ropa era algo que
también tendía a descuidar, en parte porque la idea de ir a comprarla le
producía urticaria. Nada parecía sentarle como debía, como si todas las
prendas del mundo se hubieran hecho para otra persona. No era pequeña
como su madre. Era alta, con los miembros largos, los hombros anchos y las
caderas estrechas: un cuerpo de nadadora.
Miró en la parte de atrás, donde colgaba su «ropa buena». Regalos de su
madre en su mayoría, con la intención de hacer más femenina a su hija
machorra. Color cáscara de huevo, beige, gris topo y marfil, con algún que
otro tono pastel entre medias, la mayoría aún con las etiquetas. Y si accedía a
ir de compras con su madre la semana que viene, tendría otro elefante beige
que añadir a su colección.
Sin pensarlo, localizó el número de Soline y llamó.
—¿Sí?
—¿Es esta la línea directa con el hada madrina?
—¿Rory? ¿Te pasa algo?
—No, pero quiero pedirte un favor. Necesito ayuda con qué ponerme para
la noche de la inauguración. Mi madre quiere llevarme de compras, está
planeando un cambio de look completo.
—¿Y eso es un problema?
—Odio ir de compras. Vamos, prefiero que me hagan una endodoncia.
Añádele que mi madre criticará cada cosa que elija, y no hay suficiente

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novocaína en todo el estado de Massachusetts. La cosa es que tiene algo de
razón, necesito cambiar de aspecto si voy a estar en la galería cada día.
Esperaba que pudieras darme algunos consejos.
—¿Quieres que vaya de compras contigo?
—No. No, no me refería a eso. Solo… dime qué ponerme y cómo
ponérmelo. Y dónde comprarlo. Mejor aún, ayúdame a averiguar qué de lo
que ya tengo podría funcionar, así no tengo que ir de compras.
—¿Cuándo quieres hacerlo?
—Lo antes posible. Si puedo decirle a mi madre que ya tengo la ropa y le
prometo cortarme el flequillo, tal vez me deje irme de rositas. No hablo de un
cambio de look a gran escala. Solo necesito ayuda para combinar un par de
cosas, y tú siempre vas muy elegante. Incluso me ofrezco a cocinar si así mi
petición resulta más apetecible.
—Tal vez deberías dejar que tu madre te lleve de compras, Rory. Puede
que alivie un poco la tensión entre vosotras; tal vez ella también lo quiere.
—Créeme, lo que quiere es asegurarse de que no la dejo en ridículo
delante de sus amigos.
—¿Estás segura de que estás siendo justa? Estoy convencida de que solo
quiere que sea una noche especial para ti.
—No pretendo ser injusta, solo que no quiero tanto lío. Dime que me
ayudarás.
—Vale, puedo venir mañana. Pero no hace falta que cocines.
—¡Oh, eres maravillosa! Tengo una reunión con una artista en Freeport
por la mañana, pero debería de estar en casa sobre las tres. Pediremos una
pizza.
—Bien, pizza. Pero nada de piña.

Soline llegó poco después de las cuatro, elegante y sencilla con unos
pantalones negros ajustados y una túnica gris claro. Como de costumbre, iba
impecable, complementada con unas bailarinas puntiagudas bajas y unos
guantes negros estilo guantelete.
Rory observó el conjunto con una punzada de envidia. Solo a Soline
Roussel podían sentarle bien unos guantes de niño en septiembre.
—Gracias por ayudarme con esto. Odio pedírtelo, pero no sé
absolutamente nada sobre moda. Y seamos sinceras, no soy precisamente
material de pasarela.

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—Deja que eso lo decida yo —contestó Soline, enérgica—. Enséñame tu
armario, así sabré de qué dispongo. Luego charlaremos un poco.
Rory la llevó hasta el armario del dormitorio y abrió las puertas.
—Aquí está. En este lado están las cosas de diario, y lo más elegante, al
fondo. La mayoría lo ha comprado mi madre.
Soline fue pasando las perchas con eficiencia militar, deteniéndose de vez
en cuando para estudiar un cuello o una manga con un chasquido de lengua o
un resoplido. Finalmente se volvió para mirar a Rory.
—Una pesadilla —anunció con voz monótona.
—¿No son espantosos?
—Al contrario, son unas prendas preciosas. Tu madre tiene un gusto
exquisito.
—Creía que habías dicho que eran una pesadilla.
—Oui. Para ti son una pesadilla, ya veo por qué no te has puesto casi
ninguna. Estas prendas están pensadas para une femme menue, una mujer
menuda. Tú no eres menuda.
—Ya —dijo Rory, bajando la cabeza—. Soy consciente.
—No lo digo como una crítica, chérie. Solo es la verdad. Y en lo que
respecta a la ropa, siempre debemos decirnos la verdad.
—Soy una de esas personas que no están hechas para llevar ropa bonita.
—Todo el mundo está hecho para llevar ropa bonita. Solo que la mayoría
se equivocan. Persiguen la moda en vez del estilo.
—¿Cuál es la diferencia?
Soline pareció abatirse.
—Oh, Rory.
—¿Qué?
—Mira —dijo Soline, sacando prendas del armario y arrojándolas sobre la
cama—. Esta falda: preciosa, pero demasiado corta para ti. Y ese volante al
final… parecerá que lleves puesta una pantalla de lámpara. Esta chaqueta con
cintura ceñida: muy mona, como dicen los adolescentes, pero no es para ti.
Esta blusa con las mangas abullonadas y los botones de perla: no, no, no. Esta
es la ropa de otra persona, el estilo de otra persona. Tienes que encontrar el
tuyo.
—¿Y si no tengo estilo?
—No digas tonterías, todo el mundo tiene su estilo. Solo que la mayoría
de mujeres nunca se molestan en encontrarlo. Es más fácil abrir una revista o
poner Dinastía en la tele y copiar el de otra persona. Por eso todo lo que
venden en las tiendas es igual, porque todo el mundo está intentando

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parecerse a todo el mundo. Están cómodos siendo alguien corriente, pero tú
no eres corriente, Rory. Tú eres encantadora y excepcional, con tu propio
sabor único. Pero llevas tanto tiempo escondiéndote en esa ropa de muchacho
que ya no te ves.
Rory sintió que se le encendían las mejillas. Era cierto. O tal vez nunca
había sido capaz de verse.
—Entonces ¿qué me pongo? No me gusta nada pensar en qué ponerme.
Aunque da lo mismo, me ponga lo que me ponga, me queda mal.
—Ah, pero cuando te compras la ropa adecuada, no tienes que pensarlo.
Todo encaja, como las obras que escogerás para tu galería. Quieres que le
digan algo a la gente que las ve. Estás buscando un tema, una declaración de
intenciones. Con la ropa es lo mismo.
Soline la cogió por los hombros y la giró para que se viera al espejo.
—Mírate los hombros, fuertes y cuadrados. Las piernas largas y las
caderas estrechas. Eres esbelta, pero no como esas modelos fibrosas y
tontitas. Rebosas poder, o lo harás cuando te vistamos como Dios manda.
Necesitas prendas que realcen tu forma en vez de esconderla. Camisas
entalladas y blazers. Pantalones de pierna ancha para equilibrar la parte de
abajo y la de arriba. Rayas finas, cuadros. Sí, y tweed, diría. Con tu tonalidad,
te irían muy bien colores como el esmeralda, el rubí… Basta de beige. Y,
desde luego, nada de encaje. —Sonrió con complicidad al mirar a Rory en el
espejo—. A menos que vaya debajo.
Rory se quedó contemplando su reflejo e intentando cambiar mentalmente
su camiseta de los Red Sox y el chándal abultado por algo remotamente
parecido a lo que Soline acababa de describir.
—¿Has sabido todo esto en veinte minutos?
Soline se encogió de hombros.
—Me he pasado cuarenta años vistiendo a mujeres. Iremos de compras la
semana que viene.
—Iremos… ¿tú y yo?
—A menos que no quieras.
—No, me encantaría, pero ¿estás segura?
—Sí, pero solo esta vez, como una especie de entrenamiento. La próxima
vez irás sola. O con tu Maman. No, no te estremezcas. Cuando sepas lo que te
sienta bien, tendrás la confianza para escoger por ti misma. Eso es lo que
consigue el estilo. —Hizo una pausa y miró el reflejo de Rory entornando los
ojos—. ¿Has pensado alguna vez en cortarte el pelo?
Rory frunció el ceño mirando al espejo.

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—Lo sé, tengo que cortarme las puntas. Está en la lista.
—No, me refería corto, como así. —Con la mano le recogió el pelo en la
coronilla—. Tienes unos pómulos preciosos y un cuello hermoso. Si lo
llevases corto también lucirías esos ojos tan bonitos. Y tienes un pelo
estupendo, a Paul le encantaría jugar con él.
Rory sonrió.
—A mi madre le darían siete ataques. Ya piensa que parezco un chico así
como estoy.
—No parecerías un chico, Aurore. Estarías preciosa, elegante.
—Elegante —repitió Rory despacio mirando los ojos de Soline en el
espejo—. ¿Yo?
—Oui, chérie, tú.
Rory se quedó mirando su reflejo tratando de imaginar cómo reaccionaría
su madre al corte de pelo que Soline le sugería. Había pedido cortarse el pelo
corto una vez, cuando comenzó a nadar, porque era mucho trabajo meterlo en
el gorro de natación, pero su madre había sido inflexible. «Las jovencitas no
se cortan el pelo por comodidad». No había pensado en cortárselo desde
entonces. Pero ahora sin duda se lo estaba planteando. Aunque tendría que ser
una sorpresa, si le decía media palabra a su madre acabaría por convencerla
de que no lo hiciera, y estaba bastante segura de que no quería eso.
Soline la miró en el espejo.
—¿Qué te parece?
—Creo que quiero cortármelo, pero no se lo diré a mi madre hasta que
esté hecho. No le gustará, pero para entonces ya será tarde.
Soline no dijo nada, pero las comisuras de su boca se curvaron hacia
abajo.
Rory le sonrió avergonzada.
—Lo sé. Últimamente te estoy haciendo perder un montón de tiempo.
¿Cuál es la tarifa por hora de las hadas madrinas hoy en día?
—No es eso —dijo Soline y le soltó el pelo, que volvió a caerle sobre los
hombros—. Me gusta ayudar.
—Entonces, ¿qué?
—No puedo evitar pensar que tu madre se molestará conmigo por tu
nuevo tú. Por lo que has dicho, no parece el tipo de mujer que apreciaría la
intromisión de otra mujer. Y si yo estuviera en su lugar, creo que me sentiría
igual.
Rory reflexionó un momento. Tenía bastante razón en lo que decía. Soline
era la última persona que su madre querría que le diera consejos de moda, o

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cualquier tipo de consejo, pero realmente los necesitaba. Sobre muchas cosas.
Y de alguien que supiera cómo era tener que reinventarse después de que la
vida la hubiera abatido. Camilla siempre había sido la persona que era ahora.
Imperturbable y con todas las facetas de su vida bajo control.
—Entonces tendremos que asegurarnos de que no lo descubre —dijo Rory
al fin—. Le diré que fue idea mía. Ahora, ¿cómo encuentro a ese… Paul, has
dicho?
—Si de verdad estás convencida, lo llamaré mañana y te conseguiré una
cita.
Rory se contuvo a duras penas para no abrazar a Soline.
—Estoy muy emocionada. Gracias.
Soline torció la boca, como si fuera a decir algo, pero en vez de eso se
mordió la lengua.
—¿Para qué están las hadas madrinas?

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Treinta y tres

Rory

14 de septiembre de 1985, Boston

Rory contuvo la respiración y repitió en silencio las palabras de Soline


mientras otra lluvia de pelo caía revoloteando en su regazo cubierto por la
capa de nailon negro. «En lo que se refiere al cabello, Paul Ramone y el
personal de Bella Mia son los mejores». Sin duda, era cierto. Pero allí
sentada, rodeada por un charco de mechones recién cortados, rezó para no
haber cometido un error del que fuera a arrepentirse durante meses.
Había dado luz verde a las sugerencias de Paul de unas mechas oscuras y
un corte pixie atrevido y había contenido la respiración mientras él se ponía a
trabajar. Una hora y media más tarde, le habían puesto el papel de aluminio,
el champú, la espuma y el secador, y ahora estaba en proceso de que se lo
vaciaran, fuera lo que fuera aquello, mientras Soline fingía no mirar desde
detrás de su revista.
El día ya había sido intenso, comenzando con una visita a Neiman
Marcus. La asistente de compras de Soline, Lila, ya había hecho los
preparativos con antelación, así que cuando habían llegado las esperaba un
perchero cargado de piezas cuidadosamente escogidas. Lo único que tuvo que
hacer fue probárselas y dar, o no, el visto bueno.
El monto final era más de lo que había gastado en conjunto en toda la ropa
que había tenido en su vida, pero las nuevas prendas la hacían sentir
estupenda. De hecho, estaba tan entusiasmada con su nuevo look que decidió
llevarse puesto uno de los conjuntos.
Acabó marchándose con solo un puñado de bolsas, ya que había dejado la
mayor parte de las compras en la tienda para que les hicieran unos arreglos.
Al principio se había resistido a la idea, hasta que Soline le explicó que las

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prendas bonitas, como las mujeres bonitas, merecían ser mostradas de la
mejor manera posible, lo que significaba que debían adaptarse bien al cuerpo.
Irónicamente, lo único que no habían encontrado era el conjunto para la
noche de la inauguración. Pero Lila les había pedido otra oportunidad y
prometido que encontraría uno perfecto a tiempo. Rory aceptó de buen grado.
Tenía que admitir que, para alguien a quien nunca le había importado la
moda, estaba disfrutando de sentirse como la Cenicienta.
Tardó un momento en darse cuenta de que las tijeras de Paul habían
enmudecido y de que se había echado atrás y estudiaba su cabeza con los ojos
entornados. Después de un momento, sacudió la cabeza.
—No. Todavía no.
Rory miró con ojos preocupados a Soline, que asentía.
—Diría que más corto sobre las orejas. Y suaviza el flequillo.
Rory no estaba segura de qué la sorprendía más, si las palabras «más corto
sobre las orejas» o el hecho de que Soline estuviera diciéndole a uno de los
peluqueros más codiciados de Boston cómo hacer su trabajo.
—¿Puedo mirar ya, por favor?
Los «¡No!» de Paul y de Soline surgieron a la vez. Paul además la regañó
para que se quedara quieta si no quería acabar como Van Gogh. Rory cerró la
boca mientras se encogía un poco al escuchar de nuevo el clic-clic de las
tijeras. «Volverá a crecer», se recordó a sí misma. «Con el tiempo».
Veinte minutos más tarde, Paul le quitó la capa de nailon negro e hizo
girar la silla de Rory hasta que quedó frente al espejo.
—Voilà!
Rory miró parpadeando a la mujer que le devolvía la mirada desde el
espejo, familiar pero a la vez una extraña. Sus ojos parecían más grandes y
sus pómulos, más esculpidos. Se pasó los dedos por las ondas cortas
admirando las sutiles mechas oscuras que Paul había añadido. Se tocó la piel
de la nuca, las orejas expuestas. Se sentía desnuda y extrañamente liberada.
Ya sabía lo que pensaría su madre, pero ¿qué pensaría Hux? No se parecía en
nada a la Rory que había dejado al marcharse.
—Estoy…
—Elegante —completó Soline, que apareció sobre su hombro izquierdo
—. Y refinada. Y hermosa.
Rory miró su reflejo parpadeando.
—¿De verdad?
—Como una auténtica galerista.
Rory se volvió y miró a Paul rebosante de felicidad.

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—Haces verdaderos milagros.
Él se encogió de hombros quitándole importancia.
—¿Quién habría pensado que bajo semejante mata de pelo había una
auténtica belleza? Pero prométeme que nunca nos harás pasar por esto de
nuevo, ni a ti ni a mí. Te veo en cinco semanas. Y luego cada cinco semanas.
El pelo corto requiere mantenimiento. Y espuma. —Le tendió un bote alto y
plateado—. Tienes que usar una cantidad como del tamaño de una pelota de
golf. No te pases o tendrá un aspecto quebradizo. Asiente para que sepa que
lo has entendido.
Rory asintió obediente.
—¿Cuánto te debo?
—¿Por hoy? Nada, estoy encantado de hacerle este favor a la señorita
Roussel. Dios sabe que le debo mil más. Y por favor, guárdate la propina. No
la quiero. —Hizo una pausa y le guiñó el ojo—. Esta vez.
Paul y Soline intercambiaron abrazos y unas pocas palabras rápidas
mientras Rory cogía su bolso y las bolsas de las compras. Soline le sonrió
cuando finalmente se encontraron en la puerta.
—Estás preciosa, ma petite.
—No sé cómo darte las gracias por lo de hoy.
—No tienes por qué dármelas. Es lo que hacemos las hadas madrinas.
—Igualmente, te invito a almorzar. Incluso las hadas madrinas necesitan
comer. Hay un lugar aquí al lado llamado Seasons. Pediremos algo
obscenamente delicioso y luego te llevaré a casa.
Eran casi las cuatro para cuando llegaron al Seasons, y la multitud de la
hora del almuerzo hacía tiempo que se había marchado. La camarera las
acompañó a una mesa en el patio mientras comentaba, al ver las bolsas de
Rory, que alguien se había pasado el día vaciando las tiendas.
Pidieron limonadas mientras ojeaban los platos especiales. Se decidieron
por la torta de gambas y una ensalada para compartir. Cuando la camarera
regresó con el pan y las bebidas, Rory levantó el vaso para proponer un
brindis.
—Por la mejor hada madrina que ninguna chica podría querer.
Soline sonrió mientras levantaba su vaso, pero el gesto parecía suponerle
un esfuerzo. Rory bajó el vaso, consciente de repente de que en su emoción
había sido poco considerada.
—Perdona. Estás cansada, le diremos que nos lo prepare para llevar y te
acompañaré a casa.

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—No digas tonterías, ya estamos aquí. Iré un momento al baño de señoras
y me arreglaré un poco.
Rory sintió una punzada de culpa mientras observaba a Soline desaparecer
en el interior del restaurante. Habían pasado un día tan maravilloso que no
había querido que terminara. Pero había olvidado que Soline tenía cuarenta
años más que ella, y llevaban seis horas a toda máquina.
—¿Aurora?
Rory se llevó por instinto la mano al pelo recién cortado cuando vio a
Camilla yendo directa hacia ella.
—Dios mío. ¿Qué te has hecho en el pelo?
—Me lo he cortado.
—Por favor, dime que Lorna no te ha hecho eso.
—No, ha sido Paul.
—¿Quién demonios es Paul?
—Es el propietario de Bella Mia, y me encanta, así que, por favor, no lo
critiques.
Camilla cerró la boca de golpe, confirmando que eso era precisamente lo
que estaba a punto de hacer. En su lugar, bajó los ojos al traje de lino de rayas
que Rory había elegido llevarse puesto de la tienda.
—¿Y la ropa?
Rory sonrió, decidida a no morder el anzuelo.
—Querías que me engalanara y eso es lo que he hecho. —Hizo una pausa
y señaló la colección de bolsas a sus pies—. Llevo todo el día de compras.
—Ya veo. ¿Desde cuándo vas de compras?
—Desde que me llamaste desaliñada. Pero tenías razón, era el momento
de un cambio de look.
—¿Y has elegido esta ropa tú sola?
Rory resistió el impulso de retorcerse en la silla.
—¿Qué haces aquí, madre?
—Acabo de pasar por Cartier a recoger mi reloj. Se me había roto la
corona hace unas semanas y llamaron para avisarme de que estaba listo. —Su
mirada se posó sobre la mesa y se detuvo por unos segundos sobre el segundo
cubierto—. Y estás almorzando. ¿Con quién?
Rory estaba a punto de contestar cuando vio a Soline que venía hacia la
mesa.
Camilla también la vio.
—¿Quién es esa?
—Es Soline.

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—¿Es ella quien te ha ayudado con las compras?
—Sí.
—¿Y el pelo? ¿Eso también ha sido idea suya?
—Yo quería algo nuevo. Algo… diferente.
—Bien, sin duda lo has encontrado.
Camilla se quedó callada cuando Soline se acercó. El silencio se alargó
mientras las dos mujeres se miraban. Finalmente, Rory se aclaró la garganta.
—Soline, esta es mi madre, Camilla Grant. Madre, esta es Soline Roussel.
—Ah, sí —dijo Camilla, alargando las palabras con una sonrisa
empalagosa—. La casera de la que tanto he oído hablar. Al fin nos
conocemos.
—Sí —contestó Soline, haciendo un educado gesto con la cabeza—. Al
fin.
—Tiene gracia, estaba haciendo unos recados y ha dado la casualidad de
que pasaba por aquí. Recuerdo que tenían una ensalada de langosta deliciosa.
De hecho, Rory y yo hablamos de ello el otro día, ¿verdad? Y ahora estáis
aquí las dos almorzando.
Soline señaló la silla vacía a su lado.
—Sería un placer que nos acompañara.
—Oh, no sé. No me gustaría ser pesada. —Pero mientras las palabras
salían de su boca, se sentaba en la silla vacía—. De todos modos, no puedo
dejar pasar la oportunidad de almorzar con alguien con semejante fama.
Soline alzó las cejas.
—Me pregunto qué fama será esa.
El brazalete de dijes de Camilla tintineó cuando sacudió la servilleta y se
la puso sobre el regazo.
—Solo lo decía porque mi hija me ha hablado mucho de usted y de su
tienda. Qué lástima lo del incendio.
Soline cogió su vaso de agua, obviamente afectada por la mención del
incendio.
—Rory también me ha hablado de usted —dijo después de un pequeño
sorbo—. De hecho, habla de usted muy a menudo.
Camilla sostuvo la mirada de Soline unos segundos más de lo necesario.
—¿Ah, sí?
A Rory se le encogió el estómago mientras las veía discutir,
dolorosamente consciente de lo que se decía… y de lo que no. Tenía que
cambiar el rumbo de la conversación antes de que el tono de su madre pasara
de pasivo agresivo a agresivo a secas.

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Estaba a punto de balbucear que ya había escogido las lámparas para la
galería cuando apareció la camarera con una bandeja en el brazo. Miró
sorprendida a Camilla y luego a Rory.
—Lo siento, no sabía que estuvieran esperando a una tercera persona.
Permítanme que deje esto y traeré la carta y unos cubiertos.
Camilla agitó una mano con una manicura impecable.
—No hace falta. Solo tráigame un buen Chardonnay y un plato de esa
deliciosa ensalada de langosta, si es que aún la tienen. Oh, y el aliño aparte, si
no le importa. —Cuando la camarera se hubo marchado, echó una ojeada a la
mesa estudiando la comida que acababan de traer—. Qué pinta tan deliciosa.
Y vais a compartir, qué encantador. Por favor, no me esperéis; estoy segura
de que mi ensalada no tardará.
Rory echó chispas en silencio cuando su madre cogió un trozo de pan de
la cesta y alargó la mano para cogerle el cuchillo y untarlo de mantequilla. Se
dio cuenta de que la estaba castigando por su deslealtad. Igual que Camilla
había castigado a su marido cada vez que una de sus aventuras salía a la luz y
la ponía en ridículo delante de sus amigos.
—Aurora me ha dicho que la ha estado ayudando con sus compras —dijo
Camilla entre mordisco y mordisco—. Cuánta generosidad la suya, aunque
debo decir que me ha sorprendido un poco. A mi hija nunca le ha interesado
la moda. No es que no lo haya intentado, pero de pequeña siempre fue
bastante masculina. Siempre andaba subida a un árbol o dándole patadas a
una pelota. No había forma de mantener a la niña limpia.
—La niña ya ha crecido —murmuró Rory—. Y está sentada a tu lado, por
si no te acuerdas.
Camilla ni siquiera parpadeó y se dirigió a Soline como si Rory no
hubiera hablado.
—El corte de pelo es… interesante. ¿Fue idea suya?
—Rory pensó que con la gran inauguración al caer era el momento para
una nueva imagen.
—Bien, pues sin duda lo ha conseguido. Yo la he criado y casi paso de
largo sin reconocerla. ¿Se lo puede creer? —En ese momento se volvió para
mirar a Rory y le sostuvo la mirada durante un segundo incómodo—. Es
bastante desconcertante no reconocer a tu propia hija.
Rory le devolvió la mirada y le asustó el breve destello de dolor en los
ojos de su madre. No enfado, ni celos. Dolor. Y era obra suya. Había estado
tan absorta en la magia de la tarde que no había pensado en cómo se sentiría
su madre al ser dejada de lado por Soline… otra vez. Soline la había advertido

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de que podía pasar. Y ahora allí estaban, cara a cara, con expresión petulante
e incómoda.
—El corte fue idea mía, madre. Pedí…
Camilla se volvió de nuevo a Soline interrumpiendo a Rory a media frase.
—No he podido evitar fijarme en que llama Rory a mi hija.
—Así es como se llama ella.
—Su padre y yo siempre preferimos Aurora.
—Sí, me lo dijo. ¿Es el nombre de alguien de la familia?
—No, simplemente nos gustó. Rory nunca nos dijo nada. Es muy
masculino, ¿no le parece?
—Oh, no sé… —Soline ladeó la cabeza mientras estudiaba a Rory con
una sonrisita—. Es joven y fresco, creo que le sienta bien.
Rory a duras penas pudo contener una carcajada. Al parecer, Soline era
muy capaz de defenderse sola.
—De hecho —dijo mientras se servía un trozo de torta en el plato—, fue
mi padre quien comenzó a llamarme Rory. Quería un chico, pero me tuvo a
mí. —Hizo una pausa y soltó un suspiro dramático—. Mis pobres padres. Al
parecer, nunca pude complacer a ninguno de los dos.
Camilla echó la cabeza atrás con una risita.
—De verdad, Aurora. Qué cosas dices.
Rory se tragó la respuesta cuando la camarera apareció con el plato de
Camilla y unos cubiertos, y durante unos minutos la mesa quedó en silencio.
Camilla cogió su tenedor y pinchó con recelo la carne de langosta en su plato.
Rory la miró con cautela mientras mordisqueaba su torta, agradecida por el
cese de las hostilidades, aunque fuera algo temporal.
Soline estaba ocupada sacando trozos de cebolla roja de su ensalada y
apartándolos en el borde del plato. Cuando el silencio comenzó a estancarse,
se volvió hacia Camilla.
—Rory me ha dicho que es la presidenta del Consejo Femenino de las
Artes, señora Grant. Debe de estar muy orgullosa de ver sus sueños para la
galería tomar forma.
—Bueno, sí —dijo Camilla, visiblemente molesta por la pregunta—. Por
supuesto que estoy orgullosa. Aurora se crio con el arte, igual que yo. Lo
lleva en la sangre. Esperaba que terminase sus estudios y luego fuera a París a
hacer unas prácticas, pero es joven y habrá tiempo más adelante.
—Se refiere a que habrá tiempo después de que fracase —espetó Rory,
mordaz. Porque a eso se refería siempre Camilla. Tarde o temprano metería la
pata y se daría cuenta de que estaba hasta el cuello, lo que la obligaría a

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volver a un camino más prudente. «Prudente» era la palabra preferida de su
madre. Nada de salirse de los caminos trazados, nada de desorden. Y, por
encima de todo, nada de ponerse en evidencia.
Camilla suspiró y le ofreció una de sus expresiones sufridas.
—No he dicho eso, pero ya hemos hablado del tema, Aurora. No hay
futuro en el tipo de cosas de las que hablas. Latas de sopa de tomate y conejos
hechos con globos. Son modas, hoy están y mañana ya no. —Hizo una pausa
mientras se limpiaba la boca con delicadeza—. El arte trata de la preservación
de la cultura, de la expresión de la belleza, no de impactar al público. Por eso
los maestros siguen siendo maestros. Y, por eso, dentro de cincuenta años
nadie recordará el nombre de Andy Warhol. Porque el verdadero arte perdura.
¿No está de acuerdo, señorita Roussel?
Rory ahogó un gemido.
—Por favor, no metas a Soline en nuestra pelea, madre.
—Nadie está peleando, cariño. Solo hablamos. Y los franceses saben un
par de cosas sobre el arte. Nos dieron a Monet, a Degas, a Renoir y a
Cézanne, por nombrar a unos pocos.
—Y ahí lo tienes —dijo Rory, dirigiendo su respuesta a Soline—. Si no es
un Renoir o un Monet o alguna otra cosa pintada por un viejo polvoriento, no
es arte de verdad.
—Adelante —contestó Camilla con brusquedad—. Búrlate, pero da la
casualidad de que sé algo sobre el tema, Aurora. El mundo del arte tiene la
costumbre de deshacerse de los que se alejan demasiado del buen gusto.
—¿Y quién decide qué es el buen gusto? ¿Tú?
—Lo deciden los expertos. Historiadores, coleccionistas, críticos. Sus
opiniones pueden llevar al éxito o al fracaso a un artista… o a una galerista.
Soline llevaba un rato callada moviendo la comida por el plato. Dejó el
tenedor con mucho cuidado y miró a Camilla.
—Durante la guerra, los nazis calificaron de degenerado el arte que no les
gustaba. Ellos lo decidieron, afirmaron que tenía que ver con temas
inapropiados, pero todos sabíamos la verdad. A los boches les daba igual la
decencia. Tenía que ver con los propios artistas: a quién amaban, en qué
creían… cuáles eran sus apellidos. —Hizo una pausa y cerró los ojos unos
instantes—. Arrestaron e interrogaron a muchos artistas. Algunos, judíos
sobre todo, incluso fueron asesinados. Una noche, hicieron una hoguera en los
jardines de la Galerie Nationale y quemaron colecciones enteras hasta
reducirlas a cenizas. Picasso, Dalí, Miró. Todo perdido. Las obras de su

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Renoir y su Monet sobrevivieron porque los oficiales nazis se las llevaron; las
robaron mientras el resto ardía. Porque ellos eran los que decidían.
Las mejillas de Camilla se habían cubierto de manchas rosadas, como si
acabara de recibir una bofetada.
—¿Me está comparando con los nazis, señorita Roussel?
—Simplemente señalo que permitir que un grupo decida qué es valioso y
qué no lo es puede tener consecuencias terribles. Como todo, el arte está en
los ojos de quien lo mira, n’est-ce pas?
Camilla cuadró los hombros, como un pájaro ahuecando las plumas para
parecer más amenazante.
—Es un sentimiento encantador, señorita Roussel, pero creo que es
sensato no meterse en campo ajeno, en especial aquí en Boston, donde el
terreno escasea. Puede que parezcamos una gran ciudad, pero bajo esa
apariencia somos terriblemente convencionales y tendemos a desconfiar de
cualquier cosa llamativa o que venga de fuera.
Rory miró a Camilla horrorizada. Ya había visto a su madre bajarle los
humos a gente, con frialdad, precisión quirúrgica y sin pestañear, pero en esas
ocasiones había sido merecido. Esto era algo totalmente distinto. El tono
despectivo y el antagonismo apenas velado, el lenguaje corporal rebuscado
que solo servía para amplificar su desprecio. Y la mirada de Soline, cenicienta
y aturdida, como si la hubieran emboscado. Tenía que intervenir, decir algo
para desviar la hostilidad de su madre, pero ¿qué? Defender a Soline solo
empeoraría las cosas.
Casi se sintió aliviada cuando Soline cogió su bolso y se levantó de la
mesa.
—Acabo de recordar que me he dejado el pintalabios en el baño de
señoras. Disculpadme, por favor.
Rory esperó hasta estar segura de que Soline no podía oírla antes de atacar
a Camilla.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Camilla la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Haciendo?
—No me mires así. Sabes perfectamente a lo que me refiero. Estabas
enfadada conmigo y lo has pagado con Soline. ¿No has visto su cara? Has
herido sus sentimientos.
Camilla la miró impasible.
—Yo he herido sus sentimientos.

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—Sí. Y tú… —Rory se quedó callada al ver que Soline no iba al baño,
sino a la salida del patio—. Maldita sea. —Se puso de pie de un salto y casi
tira la silla—. ¡Soline! ¡Espera!
Soline no dio señales de haberla oído. Rory salió corriendo tras ella
atravesando el laberinto de mesas hasta la acera. Llevaba recorrida media
manzana cuando al fin la vio agachando la cabeza para entrar en un taxi
amarillo.
Rory regresó furiosa al restaurante y encontró a Camilla bebiendo
tranquilamente su vino.
—Me imagino que estarás contenta.
Camilla se las arregló para componer una expresión de sorpresa.
—¿Qué he hecho? Estábamos charlando y de repente se levanta indignada
sin siquiera decir buenas tardes. Si quieres mi opinión, se ha comportado con
muy mala educación.
—Te diré qué es de mala educación. Entrometerte en un almuerzo al que
no te han invitado. Llamar a Soline, mi amiga, «la casera». Todas esas
tonterías de no meterse en campo ajeno y luego eso sobre lo que «viene de
fuera», como si no fuese a saber exactamente a qué te referías. ¿Por qué?
—Por el amor de Dios, Aurora, baja la voz. ¿Por qué tienes que ser
siempre tan dramática?
—Seré todo lo dramática que quiera, es mi mesa. Y tienes la cara muy
dura llamándome dramática después del espectáculo que has montado. Odias
mi corte de pelo. Lo entiendo, pero ha sido decisión mía, no de Soline.
Camilla apuró su copa y la volvió a dejar con mucho cuidado.
—¿Crees que estoy disgustada por eso? ¿Porque te has cortado el pelo?
Rory resopló, molesta y dolida por la petulancia de su madre. Sabía que
no era por el corte de pelo, pero estaba demasiado enfadada como para ceder
en eso.
Camilla se quitó la servilleta del regazo y la dobló con mucha atención
antes de dejarla a un lado.
—Te pedí que me dejaras hacer esto por ti, Aurora, llevarte de compras y
a la peluquería, pero dijiste que estabas demasiado ocupada. Siempre estás
demasiado ocupada.
—Porque lo estoy. La galería…
—No estabas demasiado ocupada para ella. Supongo que ya tenías
planeado este pequeño paseo cuando te llamé.
—No fue así.
—Ya veo. Te gustó la idea, simplemente no querías ir conmigo.

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—No es eso.
—¿Entonces qué es? Explícamelo.
—Mira, no quería un calvario, y lo habría sido, porque siempre lo es. Tú
abominarías de todo lo que elijo y yo acabaría por ceder porque estoy cansada
de discutir. Quería hacerlo yo misma, elegir algo y acabar con el asunto, pero
no tengo ni idea de ropa, así que le pedí algunos consejos a Soline. Echó un
vistazo a mi armario y decidió que era mejor que me acompañara.
—¿De verdad? —Camilla metió la mano en el bolso y hurgó a tientas
hasta pescar el pintalabios. Después de un retoque rápido, lo cerró y volvió a
meterlo en el bolso—. Cuánta amabilidad por su parte.
—Fue amable —replicó Rory—. Porque así es ella, una mujer amable que
quería ser de ayuda. ¿Por qué te hace perder tanto los estribos?
—No me hace perder los estribos. Sencillamente no entiendo la
fascinación que sientes por ella. Una vieja, y además una ermitaña. Y esos
guantes absurdos, como si acabara de venir de una boda o un desfile. Y ahora
aceptas que te dé consejos de moda porque hace años hacía vestidos de novia.
Es extraño, eso es todo.
Rory la miró fijamente.
—¿Cuándo te convertiste en esta persona?
—¿Qué persona?
—Da igual, ya hemos pasado por esto. Soline es mi amiga, y hoy la has
hecho sentir incómoda a propósito. Puede que no sea de la realeza de Boston,
pero no merece tu desprecio. Ha sufrido mucho.
—Todos hemos sufrido mucho, Aurora. Así es la vida. Pero seguimos
adelante si no queremos convertirnos en objeto de compasión.
—¿Objeto de compasión? —repitió Rory, furiosa—. Como Soline lo
perdió todo, eso la convierte en alguien patético. ¿Es eso lo que piensas de mí
también? ¿Porque Hux ha desaparecido y me niego a «seguir adelante» sin
más?
—Yo no he dicho…
—Sí, lo has dicho. Puede que no literalmente, pero es lo que siempre has
querido decir. Tienes una voluntad de hierro, madre, y estás terriblemente
orgullosa de ello. Pero una madre debería tener un corazón, y a veces me
pregunto si tú lo tienes.
Rory cogió las bolsas y su bolso, metió la mano en la cartera y contó
varios billetes. No había nada más que decir, nada que la hiciera comprender.
—Esto debería bastar para pagar la cuenta.
—Aurora, siéntate. No hemos terminado.

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—Sí, hemos terminado. De hecho, te ahorraré la llamada. No podré venir
al brunch mañana. Después de veintitrés años, creo que es hora de admitir que
no nos caemos demasiado bien.

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Treinta y cuatro

Soline
En esta vida hay momentos en los que hay que aferrarse y momentos en los que hay que soltar
amarras. Tienes que aprender a distinguirlos.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

Todavía me tiemblan las manos mientras me sirvo una buena copa de vino.
Debería haber venido directamente a casa después del Bella Mia en lugar de ir
a comer. No es que lo que ha pasado en Seasons fuera culpa de Rory. La
aparición de su madre ha sido una sorpresa desagradable para las dos.
En cuanto nuestras miradas se cruzaron, la oleada de… ¿qué era?
¿Inquietud? ¿Aversión? Sí, ambas cosas, pero también algo más. Para ella,
soy una rival, su hija es un premio que ganar o perder. He estado invadiendo
su territorio y quiere que sepa que no lo va a tolerar.
Y también mi propia reacción, la oleada instantánea de familiaridad que
sentí al ver el pelo dorado cuidadosamente peinado, las mejillas altas y la
boca ancha. El parecido con su hija era ineludible, un recordatorio de que soy
una extraña, de que Rory no es mía.
Y, sin embargo, me he encariñado tanto con ella en tan poco tiempo…
Yo, que prefiero mantener alejado al mundo entero. Pero ahora Rory se ha
convertido en una parte de mi vida. Una sustituta, supongo, de la hija que
perdí. Desde el primer día, cuando entró en Bisous Sucrés abrazando mi
maltrecha caja de vestidos contra el pecho, he sentido la conexión, como si el
destino nos guiñase el ojo a las dos.
Ese día me pareció una especie de ángel, el regalo que nunca supe que
quería o necesitaba. Y quizá yo también lo he sido para ella. Me llama su
hada madrina, y me alegro de haber contribuido a hacer realidad su sueño. Mi
contribución fue alquilarle la casa, y ya he hecho los arreglos necesarios con
Daniel para regalársela, igual que Maddy me la regaló a mí.

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Me ha pedido que vaya a la inauguración, y me gustaría mucho estar allí,
pero ahora veo que sería un error. Estaría encantada de ocupar el segundo
puesto después de Camilla si fuera bienvenida. Está claro que no es así, y no
me humillaré metiéndome donde no hay lugar para mí. Mi papel ha
terminado, como dicen. Cualquier tragédienne que se precie sabe cuándo es el
momento de salir del escenario. Al igual que cualquier hada madrina decente,
le haré este último regalo, la casa adosada para su galería, y eso será el final.
Habré hecho mi buena obra y me retiraré tranquilamente.
Me digo a mí misma que no me importa, pero es mentira. ¿En qué estaba
pensando? Dejar entrar a una extraña en mi vida, después de tantos años de
autoprotección, volver a sentir después del dichoso entumecimiento. Como
mis manos después del incendio, cuando los nervios comenzaron a
regenerarse. El dolor era tan insoportable que lo único que quería era dejar de
sentir otra vez.
Hoy ha sido así.
Lo he visto en el momento en que los ojos de Camilla se han clavado en
los míos. Me había medido y decidido que no daba la talla. Las fosas nasales
abiertas y la barbilla inclinada, la fina sonrisa que me ha dejado helada. Era
como solía mirarme el padre de Anson, como a una intrusa que se había
pasado de la raya. No había lugar para mí en la vida de su hijo, y tampoco en
la de Rory.
Me miro los dedos mientras se cierran alrededor del tallo de mi copa de
vino, enroscados y de color rosa brillante, y recuerdo a Camilla mencionando
el incendio de pasada, como si necesitara ayuda para recordarlo. Mientras esté
viva, nunca lo podré olvidar.

22 de julio de 1981

No he tenido un momento de paz desde que se filtró la noticia de que habían


elegido a L’Aiguille Enchantée para confeccionar un vestido a una de las
primas Kennedy. El teléfono suena todo el día: novias que leen las páginas de
Sociedad y que de repente se mueren por un vestido Roussel. Y luego están
los curiosos que entran de la calle o se quedan mirando desde la acera, como
si esperaran ver a la futura novia haciéndose el dobladillo en mi escaparate.
Entiendo por qué todo el mundo está très agité. Los Kennedy son lo más
parecido a la realeza que los estadounidenses pueden llegar a tener, lo que

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significa que incluso una prima lejana es tratada como una princesa de cuento
de hadas. Y si me salgo con la mía, su vestido será digno de un cuento de
hadas. Es una cosa impresionante, tal vez mi mejor trabajo. Shantung marfil
adornado en el dobladillo con bordados de plata y cristales de color rosa
pálido. Pero aún hay que colocar el lazo y terminar la pedrería del fajín, y el
tiempo apremia. He estado trabajando día y noche para terminar el vestido a
tiempo, pero no puedo trabajar sin dormir. Ni siquiera para la realeza de
Boston.
Son casi las dos de la madrugada cuando subo las escaleras hacia mis
habitaciones en el tercer piso. Solo necesito una o dos horas, y luego volveré
a bajar. Pero estoy demasiado excitada para dormir. Voy a la cocina y me
preparo una jarrita de chocolate, le añado un chorrito de bourbon, como solía
beberlo Maddy, y luego me la llevo de nuevo a la cama.
Pienso en fumarme un cigarrillo, pero me he dejado el paquete abajo, en
el taller, y estoy demasiado cansada para bajar a buscarlo. El chocolate tendrá
que bastar, y ya siento que se me empiezan a cerrar los párpados. Dos horas,
no necesito más.
No tengo ni idea de cuánto llevo durmiendo cuando me despierto con la
garganta ardiéndome. La habitación está oscura y llena de humo. Salgo de la
cama y me pongo de rodillas en busca de aire mientras me arrastro en
dirección a las escaleras. Me aferro a la barandilla mientras avanzo,
desorientada por el humo cada vez más denso y sin poder abrir los ojos. El
calor es brutal y me abrasa la garganta y el pecho. «No te pares», grita mi
cerebro. «¡No te pares!». Pero me quedo inmóvil cuando veo el resplandor
rojizo en la parte trasera de la casa y oigo el crepitar enloquecedor de las
llamas, devorando, consumiéndolo todo.
Mis talleres y mi trabajo en llamas.
Desesperada, me pongo de pie y me arrojo hacia el horrible resplandor en
lugar de alejarme de él. El calor es como un muro que me hace retroceder al
llegar al taller más grande. Las llamas han engullido por completo las
estanterías apiladas con rollos de tela, y también las cortinas y la superficie de
la mesa de trabajo donde unas horas antes había estado poniendo los alfileres
a un patrón. Es como siempre imaginé que sería el Infierno.
Y entonces los veo, tres vestidos casi acabados en diferentes estadios de
terminación, sus sombras se extienden grotescamente a lo largo de la pared
del fondo y parece que estén bailando. Veo, horrorizada, cómo las llamas
suben por un lado de la falda y luego saltan a la manga del vestido de al lado,
alimentándose de encajes, botones y cuentas.

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Oigo un lamento que llega de algún lugar, amortiguado por la voracidad
de las llamas. «Una sirena», pienso vagamente. Alguien debe de haber
llamado a los bomberos. Pero no, el sonido sale de mí, desgarrado y desolado:
una madre que llora por sus hijos en peligro.
Sin pensarlo, avanzo tambaleándome y rodeo con los brazos la cintura de
dos vestidos. Lloro y jadeo mientras los arrastro hasta la puerta, tropiezo con
faldas y colas mientras bajo a trompicones el último tramo de escaleras, me
dirijo a ciegas hacia la puerta y la seguridad de la calle.
Solo una vez fuera noto un dolor agudo en el brazo izquierdo. Uno de los
vestidos que he rescatado está envuelto en llamas y estas han alcanzado la
manga de mi rebeca. Los dejo caer mientras suelto un grito y golpeo las
llamas que se extienden mientras se abren paso por una muñeca y atrapan
también la otra. El dolor no se parece a nada que haya sentido antes, es
cegador y lo siento hasta en los huesos. Las llamas siguen extendiéndose a
pesar de mis intentos. Entonces se oyen sirenas, ensordecedoramente reales, y
de repente todo se vuelve negro cuando me empujan al suelo y me cubren con
una manta.
Horas más tarde, despierto en la unidad de quemados, con la boca seca y
acorchada por la morfina. Tengo las dos manos vendadas hasta el codo.
Quemaduras de tercer grado, me explica el médico; la mano izquierda está
peor que la derecha. Habla despacio, como lo haría con una niña, y yo me
siento como una niña, indefensa y confundida.
Lo último que recuerdo es la manta engulléndome. No recuerdo cuándo
me subieron a la ambulancia, dónde me pusieron vías en los brazos, ni cuándo
me llevaron a la sala de urgencias, donde tuvieron que cortar la rebeca
chamuscada pegada a mi carne. El médico tiene que contarme lo que ha
pasado, y yo sigo sin recordar. Se debe en parte al shock y en parte a los
fuertes opiáceos, me explica, y es normal dadas mis lesiones.
Le pregunto por mi tienda. No puede decirme nada, pero sí me cuenta lo
que pasará después. Desbridamiento, injertos de piel, ejercicios, cicatrices,
contracturas… y dolor, mucho dolor.
Sigue diciendo que tengo suerte de estar viva, de haber salido cuando lo
hice, de que las quemaduras no sean peores. Pero lo único que escucho es que
nunca volveré a coser, que la vida que me he labrado ha desaparecido. Una
nueva embestida de la maldición de las Roussel, diría Maman.

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La copa está vacía. La vuelvo a llenar y voy al estudio a por mi caja. De
repente, quiero estar rodeada de mis cosas. Es una tontería preocuparse ahora,
después de tanto tiempo sin ellas, pero cuando es tanto lo que le han
arrancado a una, tanto lo que se ha perdido, hay que buscar consuelo en lo
familiar.
Regreso por el pasillo con la caja, la sostengo en mis brazos como se
sostiene a un niño abandonado, pegado al cuerpo, con fuerza. Y, por un
instante, al pasar por delante del espejo, la veo mirándome: la niña que soñaba
con príncipes y creía en los finales felices. Pero un momento después, la niña
desaparece, sustituida por la mujer en la que me he convertido. Desgastada y
sola, vacía de sueños y llena de cicatrices.
Durante un tiempo, unos cuantos meses, pensé que podría hacer algo con
el tiempo que me queda, que incluso podría volver a ser feliz. Pero ahora veo
que solo era una ilusión, un brillante espejismo que se desvanece al mirarlo de
cerca. Otra pérdida para mi colección, otro final infeliz.
Me quito la ropa y abro el cajón de la mesita de noche. El frasco de
pastillas está dentro. Lo saco y lo sostengo en el puño. Necesito un largo
sueño. El olvido. Forcejeo con la tapa, pero al fin se abre y las pastillas se
derraman en mi palma, pequeñas y blancas. Las cuento: hay siete. No parecen
bastantes. Quiero dormir durante mucho, mucho tiempo.
Me trago dos píldoras con lo que me queda de vino y me vuelvo a tumbar
sobre la colcha. Un reloj hace tictac en algún sitio, distante y extrañamente
apagado. Me acerco la caja. Volvemos a estar solas, mi caja de recuerdos y
yo. Cierro los ojos y recibo agradecida la oscuridad, donde todo está en
silencio y los recuerdos no pueden encontrarme.
Siempre he llorado cuando algo llega a su fin.

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Treinta y cinco

Rory

18 de septiembre de 1985, Boston

Rory acercó el coche a la acera y apagó el motor. El nudo en su estómago se


tensó mientras miraba la puerta roja y brillante. No era la primera vez que se
plantaba en casa de Soline sin avisar, pero las circunstancias habían
cambiado. Habían pasado cuatro días desde el desastroso almuerzo y no había
tenido noticias de ella, a pesar de haberla llamado como mínimo una docena
de veces. No es que la culpara, pero tenía que disculparse, no solo por el
comportamiento de su madre, sino por haber dejado que sucediera, y si eso
significaba aporrear la puerta hasta que respondiese, que así fuera.
Las cortinas seguían echadas, y en los escalones de la entrada había tres
periódicos todavía en sus bolsas de plástico transparente. Tocó el timbre
varias veces y luego probó con la aldaba.
—Soline, soy Rory.
Una mujer que paseaba a un par de bagles rechonchos redujo la velocidad
al pasar y la miró con desconfianza. Cuando por fin se alejó, Rory sacó un
sobre y un bolígrafo del bolso y garabateó una nota rápida. «Por favor,
llámame. Necesito hablar contigo. R». Llamó por última vez y luego metió la
nota entre la puerta y la jamba, y cruzó los dedos para que se quedara allí
hasta que Soline la descubriera.
Pero en el camino de vuelta a la galería, sus pensamientos se volvieron
más oscuros. ¿Y si Soline no se había refugiado en su casa porque estaba
dolida? ¿Y si estaba enferma o se había hecho daño?
La llamó una vez más y dejó que sonara ocho veces antes de colgar y
marcar inmediatamente el número del despacho de Daniel Ballantine. Como
siempre, su secretaria la puso en contacto con él.
—Rory, qué alegría saber de ti. Espero que todo vaya bien con la galería.

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—Así es, gracias. Pero necesito un favor.
—Dispara.
—¿Podrías llamar a Soline y comprobar que esté bien?
—¿Por qué no iba a estarlo?
Rory se mordió la lengua preguntándose cuánto debía decir.
—Es una historia un poco larga. Estábamos almorzando el otro día, y la
conversación se volvió… desagradable. Cuando quise darme cuenta, se estaba
marchando. Ahora no responde al teléfono, y acabo de ir a su casa y llamar a
la puerta, pero no ha contestado. Estoy preocupada.
Daniel suspiró.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cuatro días —dijo Rory en voz baja—. Me preocupa que pueda
haberle pasado algo. Las cortinas siguen cerradas, y había periódicos apilados
frente a la puerta.
—Ya —dijo él—. A veces hace eso.
Su tono despreocupado sorprendió a Rory.
—¿El qué?
—Desaparecer. Se esconde. Algo la hace saltar y se recluye sin más.
—¿Crees que solo está enfadada?
—Probablemente enfadada no sea la palabra correcta. Ciertas cosas la
hacen saltar, cosas a las que prefiere no enfrentarse. Y lidia con ellas
escondiéndose. La he visto aguantar más de una semana.
—Entonces, ¿qué haces, esperas a que salga y ya está?
—En general, sí. No lo hace para llamar la atención, realmente quiere que
la dejen sola.
—Pero ¿y si no es eso? ¿Y si está enferma, o se ha hecho daño?
—Basándome en lo que acabas de decir, apostaría a que no es el caso. Ya
reaparecerá cuando esté lista.
—¿Podrías intentar llamarla? ¿O tal vez pasarte? Puede que si sabe que
eres tú abra la puerta.
—Yo no apostaría por ello.
—Por favor.
—De acuerdo.
—Y si lo hace, ¿podrías pedirle que me llame? Necesito hablar con ella.
—Le pasaré el mensaje si tengo la oportunidad, pero no esperes que
cambie de opinión si ya se ha decidido. Cuando quiere, es una vieja tozuda.
Veré qué puedo hacer y te diré algo.

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A la tarde siguiente, Rory regresó a casa desde la galería y encontró la luz del
contestador parpadeando. Esa visión siempre le hacía temblar el pulso, una
mezcla de esperanza y temor que se había vuelto demasiado familiar en los
últimos meses. Pero ninguno de los mensajes era sobre Hux. Había dos de su
madre, con la que no había hablado desde el encontronazo en el Seasons, y
uno de Daniel pidiéndole que lo llamara.
Marcó el número y la pusieron en espera, deleitándola con una versión
metálica de «Sailing», de Christopher Cross, mientras esperaba a que Daniel
terminase otra llamada. Finalmente se oyó un clic y Christopher Cross se
esfumó.
—¿Rory?
—¿Has podido hablar con ella?
—No. Lo intenté varias veces anoche, y hoy al mediodía he pasado por su
casa y he llamado al timbre. No ha contestado.
Rory apretó con más fuerza el teléfono.
—Tenemos que llamar a la policía para que vayan. Algo va mal.
—No creo, diría que solo se está refugiando. ¿Ayer el cubo de la basura
estaba fuera?
Rory cerró los ojos mientras intentaba recordar.
—No, diría que no.
—Bueno, pues hoy sí. Y los periódicos ya no están.
—¿Había una nota? Dejé una nota metida en la puerta. ¿Seguía ahí?
—No la he visto.
Los hombros de Rory se relajaron un poco.
—¿Hay alguien que haga ese tipo de cosas por ella? ¿Una señora de la
limpieza o algún tipo de asistente?
—No. Hay un chaval que corta el césped, pero nada más.
—¿Y entonces qué hacemos?
—Esperar.
—¿A qué?
—A que nos llame a alguno de los dos. Pero el ritmo lo marca ella, puede
que solo estemos a mitad de camino.
—¿Me prometes que me avisarás si llama?
—Cuando llame —la corrigió Daniel con delicadeza—. Y sí, te lo
prometo.

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Una hora más tarde, Rory estaba tumbada en la cama con un trozo de
pizza fría y un montón de menús de catering cuando sonó el teléfono. Cogió
el aparato inalámbrico tan deprisa que casi se le cae.
—¿Hola?
—He hablado con ella.
Rory cerró los ojos mientras la inundaba una oleada de alivio.
—¿Y está bien?
—De un humor de perros. Pero puede que tenga algo que ver con que
haya trepado por el seto trasero y aparecido en la ventana de la cocina. Se
estaba haciendo un café y de repente allí estaba yo. El grito que pegó fue
impresionante, te lo aseguro. Al final me dejó entrar, pero no quiso invitarme
a café.
—¿Pero se encuentra bien? ¿Estás seguro?
—Ha estado mejor, eso lo admito. Pero dice que está bien. Las manos la
han estado molestando de nuevo, y los analgésicos la hacen dormir.
—¿Le dijiste que he estado intentando contactar con ella?
—Lo sabe —dijo Daniel después de un breve titubeo—. Te oyó cuando
llamaste a la puerta.
—¿Y la nota?
—La ha leído.
—No va a llamarme, ¿verdad?
Otra pausa, esta vez más larga.
—Piensa que sería mejor si no lo hiciera.
—Entiendo.
—No creo que lo entiendas —dijo Daniel en voz baja—. Ni siquiera estoy
seguro de entenderlo yo. Es muy reservada con su pasado, pero conozco
algunas partes. No fue fácil, pero después del incendio hizo las paces con lo
que quedaba de su vida dejando de sentir. Entonces llegaste tú, y de repente
empezó a sentir de nuevo. Cambió. Ahora ha pasado algo. No sé el qué, no
me lo dijo. Pero ha vuelto a meterse en su caparazón.
—Ha sido culpa mía. Eso es lo que quería decirle, que lo siento.
—No está enfadada, Rory. Solo cree que sería mejor si no vuelve a verte.
Me pidió que te diese las gracias y que te deseara lo mejor con la
inauguración.
Rory cerró los ojos, asimilando la rotundidad de las palabras.
—¿Crees que cambiará de opinión?
—No si la presionas. Dale un poco de espacio, por ahora céntrate en la
galería, y tal vez puedas volver a intentarlo después de darle un tiempo.

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Mientras tanto, estoy aquí si necesitas cualquier cosa.
Rory se sentía fatal al colgar el teléfono. Daniel probablemente tenía
razón sobre lo de darle espacio, pero la idea de perder la amistad de Soline era
sorprendentemente dolorosa, dado que hacía relativamente poco que se
conocían. Al principio había sido un salvavidas, una especie de espejo en el
que mirarse, pero se había convertido en mucho más. Una amiga y confidente,
su hada madrina.
Espíritus afines.
Así es como Soline había descrito su relación. Extrañas que compartían
un pasado común. En su momento, esas palabras le habían provocado un
escalofrío. Ahora la entristecían. Al parecer, el beneficio de que sus caminos
se cruzaran había sido unilateral. Había recibido empatía y comprensión
cuando más lo necesitaba, pero, al ofrecérselas, Soline se había visto obligada
a revivir la pérdida del único hombre al que había amado. Y lo había hecho
sin ni siquiera una fotografía que la consolara.
De repente, la semilla de una idea comenzó a formarse, una manera de
agradecerle a Soline tanta amabilidad. Pero necesitaría algo de ayuda.

A las nueve de la mañana siguiente, Rory se sentó a beber su café mientras


esperaba a que Doug Glennon cogiera el teléfono. Era un periodista deportivo
del Globe y hacía unos años se había casado con una amiga suya de Tufts. Era
un tipo estupendo, un deportista con un corazón de oro, y estaba loquito por
Kelly. Ella no lo conocía bien, pero habían quedado unas cuantas veces, y
Kelly le había asegurado que estaría dispuesto a ayudar y le había prometido
comentárselo cuando llegara a casa anoche.
—Soy Doug, dígame.
—Doug —balbuceó Rory, asustada después de tanto rato en espera—.
Soy Aurora Grant, Rory. No sé si te acordarás de mí, pero fui una de las
damas de honor de Kelly. Hablé con ella ayer, y me dijo que te llamase.
—Rory. La nadadora, ¿verdad? Kelly me dijo que habías llamado. ¿Qué
puedo hacer por ti?
—Esperaba que pudieras hacerme un favor. Tengo una amiga que perdió
a alguien en la guerra, un conductor de ambulancias con el que estaba
prometida, y he descubierto que no tiene ninguna foto de él. Esperaba poder
encontrar una y enmarcarla para regalársela.
—¿Estamos hablando de Vietnam?

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—De la Segunda Guerra Mundial.
Doug silbó despacio.
—Cuarenta años. ¿Qué edad tiene esta amiga tuya?
—Lo sé, ha pasado mucho tiempo, pero pensé que quizá habría alguna
foto en algún archivo. Sé que no es a lo que sueles dedicarte, pero sé que los
periodistas tenéis acceso a un montón de archivos antiguos. El hombre era de
una familia prominente de Newport. Creo que construían barcos, barcos de
regatas. Así que esperaba que hubiera alguna foto de él en algún periódico
antiguo o algo.
—¿Por qué no contactas con la familia y les pides una?
Rory se mordió la lengua.
—Digamos que no están muy predispuestos a ayudar.
—Ya, entiendo.
—No quiero que hagas nada que pueda causarte problemas en el trabajo,
pero me encantaría poder hacer esto por ella. ¿Crees que podrías ayudarme?
—¿Cómo se llamaba?
—Purcell —balbuceó Rory antes de que Doug pudiera cambiar de opinión
—. Anson Purcell. La inicial del segundo nombre es la W. Era conductor de
la AFS, por si ayuda.
—Es posible. ¿Algo más que pudiera ayudarme a acotar la búsqueda?
¿Fecha de nacimiento, parientes?
—No sé la fecha de nacimiento, pero su padre se llamaba Owen, y tenía
una hermana llamada Cynthia.
—Owen y Cynthia Purcell de Newport, Rhode Island. Vale, veré qué
puedo hacer. A lo mejor hay una foto de un antiguo anuario en alguna parte, o
de la graduación. Dame unos días para investigar. Te llamaré cuando sepa
algo.
Rory le dejó su número y le dio las gracias efusivamente antes de colgar.
Haría lo que le había dicho Daniel. Le daría un poco de espacio a Soline
mientras se concentraba en la inauguración, y luego, en unas semanas,
escribiría una carta y se la enviaría con la foto de Anson. Como muestra de
amistad… o, si lo prefería, un regalo de despedida.

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Treinta y seis

Rory

23 de septiembre de 1985, Boston

Rory cruzó la puerta de su apartamento exhausta, pero feliz. Había cogido el


primer ferry a Provincetown para reunirse con Helen Blum, una artista
moderna que trabajaba en bronce y que le había recomendado Kendra
Paterson. Era una de las cosas que más le gustaban de los artistas emergentes,
su infalible generosidad hacia otros miembros de su comunidad. Sin ella,
todavía estaría intentando reunir a suficientes artistas para abrir las puertas el
mes que viene.
Se quitó los zapatos y fue directa hacia el teléfono. Habían pasado tres
días desde su conversación con Doug y empezaba a preocuparle que la
ausencia de noticias fuera un mal augurio, es decir, que no hubiera encontrado
la foto. La luz del contestador parpadeaba. Pulsó el play. El primer mensaje
era de su madre, otra invitación a cenar, y todavía ni una palabra sobre el
almuerzo. Al parecer, seguía intentando fingir que no había ocurrido.
El segundo mensaje era de Doug. «Llámame, creo que tengo lo que
estabas buscando».
Marcó el número del periódico y luego su extensión. Esperaba que no se
hubiera marchado todavía. No le gustaba nada la idea de molestarlo en casa,
pero no estaba segura de poder esperar hasta mañana.
—Doug Glennon.
—Hola, soy Rory. He recibido tu mensaje.
—Costó un poco, pero al final di con el premio gordo. Tengo dos fotos.
Una de un anuario de la universidad, la otra es él de uniforme, tomada por el
periódico local antes de que embarcara. Un tío guapo y muy americano.
¿Quieres también las actuales?

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—¿Las actuales? —repitió Rory, desazonada. Se había equivocado de
hombre—. El Anson Purcell del que hablo murió en la Segunda Guerra
Mundial, probablemente cerca de París. Era conductor de ambulancias para la
AFS.
—Sí, ese es el tipo. Pero no murió en Francia. Ni en ninguna parte, de
hecho. Está vivito y coleando, y al parecer es un filántropo importante.
—No, eso es imposible.
—Imposible o no, tengo delante un artículo que dice que hizo una
donación considerable a la ADL en marzo. Parece que está forrado, y además
es un héroe. Capturado, dice. Malherido. Las fechas encajan; puedo enviártelo
por fax, si quieres, pero te digo que es él.
Rory se dejó caer en la cama, la cabeza de repente llena de ruido blanco.
Había habido algún tipo de confusión. Quizá Thia tenía un hijo y le había
puesto el nombre de su hermano. Pero las fechas…
—No tengo fax —contestó al fin—. ¿Hasta cuándo estás en la oficina?
—Ya debería haber salido. Vamos a cenar con los padres de Kelly y no
puedo volver a llegar tarde. Pero podría meterlo en un sobre y dejártelo en el
mostrador cuando salga. ¿Te va bien?
—Pasaré a recogerlo en una hora.
Rory se quedó mirando el teléfono después de colgar. No podía ser cierto.
Pero ¿y si lo fuera? ¿Cómo se tomaría Soline la noticia? No muy bien,
basándose en su actual reclusión. La única cosa más angustiosa que un amor
perdido era uno desperdiciado a propósito.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, estaba sentada en el aparcamiento del


edificio del Globe en Dorchester, mirando fijamente un sobre de manila con
su nombre escrito con un grueso rotulador negro en la parte delantera. Había
necesitado toda su fuerza de voluntad para no abrirlo allí mismo, en el
vestíbulo, pero había conseguido llegar al coche.
Encendió la luz del techo, luego tanteó el cordel del cierre y sacó el
contenido sobre su regazo. Había varios artículos de prensa fotocopiados. El
primero era el artículo que Doug había mencionado, en el que se elogiaba a la
Fundación Purcell por su historial de esfuerzos filantrópicos, incluida una
donación reciente de siete cifras a la Liga Antidifamación. El siguiente
artículo tenía que ver con la concesión del Premio a la Trayectoria por parte

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del Consejo de Liderazgo de Nueva Inglaterra, y ofrecía un poco más de
información:

Desde el fin de su mandato como director de recursos financieros de la Federación


Internacional de la Cruz Roja (FICR), el señor Purcell continúa sirviendo a la
organización como consultor político y experto en negociación, está asociado a
numerosas organizaciones humanitarias y forma parte de los consejos administrativos
de varias ONG y fundaciones benéficas. También es miembro del consejo
administrativo de Purcell Industries Ltd., donde trabaja junto con su hermana en
calidad de asesor. En 1941, antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, el señor
Purcell dejó Yale para ir a Francia, donde se ofreció como voluntario en el American
Field Service (AFS) y condujo una ambulancia y trabajó en el Hospital Americano de
París, hasta que resultó gravemente herido durante la extracción con éxito de un
piloto derribado de la Real Fuerza Aérea. Fue capturado y retenido en un campo de
prisioneros alemán durante casi cinco meses, donde luchó por recuperarse de sus
heridas. Cuando terminó la guerra, Purcell pasó dos años en Suiza con especialistas
aprendiendo a caminar de nuevo. Como hijo único y heredero de una considerable
fortuna, difícilmente se le podría culpar de haber optado por ocupar el lugar de su
padre como director general de la empresa familiar, con todas las ventajas que el
cargo conllevaba. En cambio, eligió una vida de servicio y filantropía, ganándose la
gratitud del Consejo de Liderazgo de Nueva Inglaterra y de esta publicación.

Rory dejó el artículo y miró las fotos borrosas que había debajo. Nunca había
visto a Anson Purcell y, sin embargo, el joven que la miraba le resultaba
extrañamente familiar. No recordaba que Soline lo hubiera descrito con
detalle, pero de alguna manera su rostro le cuadraba. Ojos pálidos y un
cabello rubio ondulado, una boca sensual y seria a la vez. Llevaba un traje
oscuro con una corbata estrecha. Debajo de la fotografía, distinguió parte de
una leyenda borrosa: ANSON WILLIAM PURCELL, PROMOCIÓN DE 1941.
En la segunda foto iba vestido con el uniforme militar y una chaqueta de
cuero colgada de forma desenfadada sobre un hombro, como Van Johnson o
Tab Hunter, el héroe americano guapo y honesto. Ese era el aspecto que tenía
la primera vez que Soline lo vio. Y también la última.
Había una fotografía más, una en color, de trece por dieciocho, tomada
hacía poco. Rory la miró fijamente y se llevó una mano a la boca. Para ser un
hombre de más de sesenta años, seguía siendo sorprendentemente guapo, con
una complexión atlética y una melena de ondas doradas y plateadas que
podría ser la envidia de un hombre de treinta. Pero no era el joven Anson de
la foto del anuario ni el elegante Anson de uniforme. Unas arrugas profundas
le rodeaban los ojos y su mandíbula, antes cuadrada, se había suavizado con
el tiempo.
Y había algo diferente en la boca. La sensualidad de antaño había
desaparecido y dejado en su lugar una línea firme, casi sombría. No era una
boca acostumbrada a sonreír, concluyó Rory. Allí había dolor, un dolor

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antiguo que se había endurecido con los años. Pero, después de lo que había
soportado a manos de los nazis, probablemente estaba en su derecho. Y, sin
embargo, había dedicado su vida a las buenas obras.
Un aluvión de preguntas la asaltó mientras seguía mirando la foto del
Anson actual. Capturado y retenido cinco meses. Dos años en Suiza,
aprendiendo a caminar de nuevo. ¿Qué había pasado por su mente cuando
regresó y encontró que Soline había desaparecido? ¿Qué le había dicho su
padre sobre ella y el bebé? Y lo más importante, ¿por qué no había ido a
buscarla? O tal vez la había buscado y no la había encontrado. Aunque eso
parecía poco probable, dados sus evidentes recursos. ¿Era posible que el
tiempo y los acontecimientos simplemente hubieran templado sus
sentimientos por ella?
La última pregunta le provocó una punzada de temor. Tal vez porque la
tocaba demasiado de cerca. Durante meses, había estado obsesionada con que
Hux volviera a casa, sano y salvo y de una pieza. Ni una sola vez se había
permitido imaginar que retornase como un hombre cambiado, roto y
atormentado por lo que podría haber sufrido a manos de sus captores.
Rory reprimió ese pensamiento mientras recogía las fotos y los recortes, y
los metía de nuevo en el sobre; prefería centrarse en el asunto que tenía entre
manos. Le había pedido a Doug que desenterrara una foto de un hombre
muerto y, en cambio, había conseguido desenterrar al hombre en sí. Y ahora
tendría que averiguar cómo decirle a Soline que el hombre al que llevaba
llorando más de cuarenta años estaba vivito y coleando.
Una cosa era segura. No iba a decirle ni una palabra de todo esto hasta
que mirase a Anson Purcell a los ojos y obtuviera algunas respuestas. Era lo
mínimo que Soline merecía.

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Treinta y siete

Rory

24 de septiembre de 1985, Newport

Rory metió el coche en el aparcamiento y apagó el motor, luego miró una


vez más el pósit pegado al salpicadero. Purcell Industries Ltd., Commercial
Wharf n.º 6, Newport, Rhode Island. Era aquí. No era el lugar ideal para el
tipo de conversación que esperaba mantener, pero era la única dirección que
había conseguido del servicio de asistencia telefónica.
Cogió el bolso y avanzó por un camino rodeado de un jardín muy cuidado
hacia unas puertas de cristal ahumado. Era un edificio inmenso de ladrillo
rojo oscuro, con un empinado tejado a dos aguas y ventanas en arco que le
daban la apariencia de un viejo molino o un depósito de locomotoras.
Al llegar a la puerta, dudó mientras observaba la pareja de elaborados
logotipos grabados en el cristal. ¿Realmente iba a hacer aquello, emboscar a
un desconocido en su trabajo y pedirle explicaciones por no estar muerto? Y,
al fin y al cabo, ¿qué creía que iba a conseguir? Tal vez era mejor dejarlo
estar. Pero ya estaba allí, después de casi dos horas de viaje, con una larga
lista de preguntas sin respuesta. Si se negaba a hablar con ella, lo único que
habría perdido sería medio día y un depósito de gasolina.
Tiró de la puerta y se hizo a un lado para dejar salir a un hombre con
pantalones cortos azul marino y náuticos. El interior era limpio y diáfano, con
el techo alto y azul que pretendía imitar el cielo y suelos brillantes de teca de
color miel. Había un alto mostrador de recepción de cristal en el que volvía a
aparecer el logotipo de Industrias Purcell. Rory se aclaró la garganta al
acercarse, esperando transmitir el tipo de confianza que su madre mostraba al
entrar en una habitación.
La recepcionista alzó la cabeza con una sonrisa.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?

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—He venido a ver al señor Purcell.
La sonrisa de la mujer desapareció mientras miraba a Rory por encima de
sus gafas de media luna.
—¿Al señor Purcell?
—Anson Purcell —aclaró Rory al darse cuenta de que podía haber más de
uno.
La recepcionista sonrió con educación, pero negó ligeramente con la
cabeza.
—Lo siento, el señor Purcell no trabaja en esta oficina. Si me dice cuál es
el asunto del que quería hablar con él, tal vez pueda pasarle con el
departamento adecuado.
Rory se dio cuenta de que era la portera, posicionada estratégicamente
para impedir que cualquier mujer entrara a hacer preguntas impertinentes.
—No es un tema de negocios. Estoy aquí por una amiga del señor Purcell.
De hecho, una vieja amiga de la familia —añadió al pensar en Thia—. ¿Sabe
cómo podría ponerme en contacto con él?
—Lo siento. No puedo ofrecerle esa información, pero si quiere dejar un
número de contacto puedo dárselo a su asistente.
Rory hizo todo lo posible por mantener la sonrisa.
—¿Por casualidad se encuentra aquí Thia?
Las cejas de la recepcionista se alzaron en una mezcla de recelo y
sorpresa.
—¿Thia?
—La hermana de Anson, Cynthia. He venido desde Boston y es bastante
importante que hable con uno de los dos lo antes posible.
La mujer volvió a mirar a Rory… y asintió de manera casi imperceptible.
—¿Me da su nombre, por favor?
—Aurora Grant.
—Gracias. Será solo un momento.
La mujer cogió el teléfono y marcó un número. Hizo girar un bolígrafo
mientras esperaba a que alguien respondiera.
—Sí, soy Paulette —dijo, enderezándose un poco en la silla—. Disculpe
que la moleste, pero hay aquí una joven que pide ver al señor Purcell. Cuando
le he explicado que no trabaja aquí, ha pedido hablar con usted. Es de Boston.
Dice que tiene que ver con una vieja amiga de la familia. —Hizo una pausa,
tapando el micrófono, y levantó la vista hacia Rory—. Quiere saber quién es
la amiga.

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Rory titubeó sopesando cuánto decir. No se haría ningún favor siendo
indiscreta con los secretos de la familia.
—Dígale que es una muy buena amiga de su hermano… de la guerra.
Paulette repitió textualmente las palabras de Rory, escuchó un momento y
asintió coquetamente.
—Sí, gracias. —Colgó el teléfono, cogió una libreta y anotó una dirección
y dibujó apresuradamente un pequeño mapa—. La señorita Purcell dice que
puede ir a su casa. Esta es la dirección. Alguien la estará esperando en la
puerta.
Rory trató de no manifestar su asombro mientras cogía el trozo de papel y
se lo metía en el bolso, como si aquello fuera exactamente lo que esperaba
que ocurriese.
—Muchas gracias por su ayuda, Paulette.
Tardó menos de quince minutos en llegar a la dirección en Bellevue
Avenue. Giró para meterse en el camino que llevaba a la casa y se detuvo ante
una verja de hierro ornamentada. Una mujer vestida con un mono desteñido y
un sombrero de paja se puso en pie apresuradamente abandonando su jardín y
su montón de malas hierbas. Se bajó las gafas de sol y miró a Rory.
—Me llamo Aurora Grant —dijo Rory cuando la mujer se acercó—. He
venido a ver a Cynthia Purcell.
—Paulette dijo que venía de Boston.
Rory miró a la mujer de arriba abajo fijándose en el parecido. Los rizos de
oro y plata que sobresalían por debajo del sombrero de paja, los ojos claros y
la boca ancha.
—¿Es usted Thia?
La mujer se limpió las manos y se las llevó a la cadera.
—¿Para qué ha venido?
—Esperaba poder hablar con su hermano sobre su prometida.
La mujer se ajustó el sombrero para protegerse mejor los ojos.
—Mi hermano no tiene ninguna prometida.
—Pero tuvo una, durante la guerra. Me gustaría hablar con él sobre Soline
Roussel.
—Entiendo —contestó Thia con una claridad peculiar—. Será mejor que
entre.
Rory aparcó al final del camino mientras intentaba imaginarse a Soline,
recién bajada del barco después de llegar de un París destrozado por la guerra,
asimilando la majestuosidad de la casa de los Purcell. Era casi palaciega, tres

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plantas de piedra crema y gris con altas ventanas con parteluz y una mareante
cantidad de gabletes.
Si no hubiera sido por la intromisión de Owen Purcell, Soline podría
haber sido la señora de aquella casa. Habría estado allí cuando llegó la noticia
de que Anson seguía vivo. Y cuando él regresó a casa, habría estado allí para
ayudarlo a recuperarse de sus heridas. Habría habido una boda y niños.
Felicidad en vez de tristeza, alegría en vez de dolor.
Si no hubiera sido por Owen.
Thia no dijo nada mientras conducía a Rory al vestíbulo en la parte trasera
de la casa. Se quitó los zapatos, colgó el sombrero de un gancho que había en
la puerta y fue hacia el fregadero de la cocina.
—Deje que me limpie un poco y serviré algo de limonada.
Rory trató de ser discreta mientras estudiaba a la hermana de Anson.
Tenía unos cincuenta y tantos años, era alta y sencilla, con las mejillas
coloreadas por el sol y ondas pesadas color trigo que le caían por debajo de
los hombros. Resultaba innegable que era familia del hombre de las
fotografías, pero había algo más, una cualidad que no conseguía precisar que,
a pesar de la naturaleza inconveniente de su visita, hacía que Rory se sintiera
cómoda.
—Gracias por acceder a recibirme —dijo mientras Thia llenaba un par de
vasos altos con hielo y limonada—. Sé que esto debe de ser… incómodo.
Thia le ofreció uno de los vasos y luego bebió unos sorbos del suyo,
mientras sus ojos pálidos se encontraban con los de Rory por encima del
borde.
—Tal vez deberíamos ir a mi estudio, donde no nos interrumpirán. Hoy
Nadine está en casa limpiando las persianas y tiene el oído de un murciélago.
De repente a Rory se le ocurrió que Thia podía haber sacado conclusiones
erróneas sobre el motivo de su visita.
—No he venido a causarle problemas, señorita Purcell. No quiero nada de
usted, si eso es lo que piensa.
—Sé por qué ha venido. Lo sé desde que llamó Paulette. Venga conmigo.
El estudio de Thia estaba en la parte trasera de la casa. Era una habitación
espaciosa con cuadros interesantes en las paredes —¿eran suyos?— y un
escritorio antiguo ubicado justo en el medio. Detrás del escritorio, unas
puertas francesas conducían a un pequeño patio. Thia las cerró y señaló un
sofá color melocotón indicando que se sentara.
Se colocó frente a Rory; su mono manchado de hierba y sus pies
descalzos producían un contraste curioso con la decoración femenina de la

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habitación.
—¿Por dónde deberíamos empezar?
Su tono práctico era un poco inquietante. Rory dio un sorbo a su limonada
para recomponerse y miró a Thia.
—Por Soline.
Thia asintió.
—He pensado en ella a lo largo de los años, preguntándome si seguiría
viva y si alguna vez habría encontrado la felicidad. —Su voz sonaba ronca,
cargada del cariño que pervivía en la memoria—. ¿Cómo está?
—La vida la ha vuelto algo frágil, pero ha conseguido salir adelante. Me
dijo que en su momento vivió aquí.
—Cuando yo era niña, sí.
—Y se marchó de repente. ¿Sabe por qué?
—Mi padre la echó. —Hizo una pausa mirando fijamente el vaso—. No,
eso no es cierto. Se deshizo de ella. Ella y mi hermano iban a casarse cuando
él volviera a casa, y entonces…
—Llegó el telegrama.
—El que decía que había desaparecido, sí. Encontraron su ambulancia
acribillada. Había sangre por todas partes, pero faltaba el cuerpo. Solo estaba
su chaqueta en la carretera con un agujero de bala. Alguien, un granjero, creo,
vio a los nazis llevándolo al interior del bosque. Era habitual que dispararan a
alguien y llevaran el cuerpo al bosque para enterrarlo. A veces lo dejaban allí
para que los animales hicieran el trabajo. Mi padre no me dijo nada de esto
hasta que Anson estuvo a salvo en Suiza.
—Pero nadie le dijo nunca a Soline que su hermano estaba vivo.
—No, para entonces ya se había deshecho de ella. A mí me mandó a un
internado unos días después de que llegara el primer telegrama y seguía allí
cuando llegó el segundo. Me quitó del medio, así era más cómodo.
—Porque nunca había tenido intención de permitir que se casaran. Desde
el instante en que Soline puso un pie en esta casa.
Thia entornó los ojos.
—Parece poseer una gran cantidad de información, señorita Grant. ¿Puedo
preguntarle cuál es su relación con la señorita Roussel?
—Soy su amiga —contestó Rory, deseando que aún fuera cierto—. Y me
ha alquilado un edificio para una galería de arte que abriré el mes que viene.
Así nos conocimos. Encontré unas cosas suyas cuando entré en el edificio y
me ofrecí a reunirme con ella para devolvérselas. Uno de los objetos
pertenecía a su hermano, un estuche de afeitado con sus iniciales grabadas.

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Thia cerró los ojos. Le temblaba el labio.
—Lo guardó todos estos años.
—Así que lo recuerda.
Thia asintió.
—Mi padre se lo quitó. No quería que tuviera nada de mi hermano cuando
se marchara, y sin duda nada con sus iniciales. Me pareció terriblemente
cruel, así que me colé en su habitación, lo encontré y lo metí en la caja de
Soline cuando bajó a desayunar.
—Fue usted —dijo Rory, sonriendo. No es de extrañar que Soline la
adorara—. Creyó que había sido su padre. Pensó que tal vez se había sentido
culpable por la manera en que la había tratado.
Thia apretó la boca.
—Mi padre no creía en la culpa, señorita Grant. Ni en el amor. Para él,
eran signo de debilidad.
—¿Sabe por qué se deshizo de Soline? —preguntó Rory en voz baja—.
¿La verdadera razón?
Thia se centró en su limonada.
—En ese momento no lo sabía, pero ahora lo sé. —Levantó la vista con
un suspiro—. Ahora sé muchas cosas. Sospecho que usted también.
—Se refiere al bebé.
—Sí, al bebé.
—Se llamaba Assia —dijo Rory en voz baja, recordando que la niña
habría sido la sobrina de Thia—. Significa «aquella que trae consuelo». Lo
que más deseaba Soline era tener algo de su hermano a lo que aferrarse,
mantener vivo su recuerdo a través de su hija. Cuando la niña murió…
Thia dejó el vaso y se cogió las manos con fuerza sobre el regazo.
—Hay partes de la historia que ignora, señorita Grant. Partes que nadie
conoce salvo yo. Y ni siquiera yo las conocía hasta hace poco. La niña de
Soline no murió.
Rory la miró fijamente, confundida primero y luego horrorizada.
—¿Qué ha dicho?
—Di por sentado que lo sabía y que por eso había venido.
Rory sacudió la cabeza tratando de digerir lo que acababa de escuchar.
—¿Cómo podría haberlo sabido? ¿Cómo es siquiera posible?
—Mi padre pagó a gente para que mintieran —respondió Thia con voz
monótona—. Para que dijesen que la niña había muerto, así Soline no podría
regresar y reclamarle nada a mi hermano. Le daba igual lo que les ocurriese a
ambas cuando pensaba que Anson había muerto. Solo quería quitárselas de

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encima. Pero cuando llegó el segundo telegrama, supo que Anson nunca
podría saber lo de la niña. Tenía que asegurarse de que no hubiera ninguna
posibilidad de que Soline apareciera con un bebé en los brazos. Así que firmó
un buen cheque para arreglar una discreta adopción. Luego le escribió a
Anson, que estaba en Suiza, diciéndole que Soline lo había abandonado, que
se había negado a atarse a un tullido. Necesitaba que mi hermano la odiase
tanto que ni siquiera pensara jamás en buscarla.
Una oleada de asco inundó a Rory mientras escuchaba a Thia exponer los
detalles de principio a fin.
—Su padre pensó en todo.
—Sí.
Rory se pasó una mano por el pelo. No tenía palabras para describir lo que
sentía. Rabia, repugnancia, puro dolor. Ninguna era adecuada. Robarle su
bebé a una mujer y vendérselo a unos extraños. Una niña con su propia
sangre. Era inconcebible. Y sería tarea suya darle la noticia a Soline.
—Ni siquiera le he dicho a Soline que Anson está vivo. ¿Cómo se supone
que voy a contarle todo esto?
Thia alzó las cejas.
—¿Ha venido aquí sin contárselo?
—No lo supe hasta ayer, y antes de decir nada, necesitaba entender qué
había pasado y por qué. Soline ha sufrido mucho a lo largo de los años, y eso
la ha vuelto frágil. Me preocupaba cómo se tomaría la noticia de que el
hombre al que amaba con todo su corazón había regresado a casa de la guerra
y no se había molestado en buscarla.
—No fue culpa de Anson —dijo Thia de golpe—. Cuando mi padre le
dijo que Soline se había marchado porque no lo quería si iba a ser un tullido,
algo se rompió dentro de él. Por eso decidió quedarse en Suiza para la
rehabilitación… y porque mi padre lo convenció de que era el mejor lugar
para él. Y volvió a aprender a caminar, pero regresó a casa tan roto y
amargado que casi no lo reconocí.
—Pero le dijo la verdad cuando al fin volvió a casa, ¿no? ¿Sobre el bebé y
sobre lo que había hecho su padre?
—¿Cómo podría habérselo dicho? Yo misma no lo supe hasta que mi
padre murió y tuve que revisar sus papeles. —Thia se puso de pie, fue hasta
un armario cercano y abrió la puerta para revelar una pila de cajas de cartón
—. Esto es poner en orden los asuntos de un padre. Anson estaba fuera del
país cuando murió, cómo no, así que me tocó hacerme cargo. No tenía ni idea

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de que el hombre guardase tantas cosas, tiré un montón. Y entonces un día me
encontré con esto.
Después de unos segundos rebuscando, Thia sacó un libro de contabilidad
rojo oscuro cerrado con un par de gruesas bandas elásticas.
—Iba a dejarlo en el montón de cosas para tirar hasta que miré mejor las
entradas… y las otras cosas que encontré dentro.
—¿Qué es?
—La verdad —contestó Thia mientras quitaba las bandas elásticas y se lo
pasaba a Rory—. Está todo ahí. Todos los pagos y el papeleo, todo lo que mi
padre necesitó para borrar a Soline y a la niña de nuestras vidas. Necesito que
le eche un vistazo antes de decir nada más.
Las palabras sonaron ligeramente siniestras y flotaron entre ellas como
una amenaza. Rory contuvo la respiración mientras abría el libro. Lo primero
que le llamó la atención fue el nombre «D. Sheridan». Recordaba que Soline
la había mencionado, pero verla aquí, con la que presumiblemente era la letra
de Owen, le revolvió el estómago. También había otros nombres: un tal
doctor Marcus Hartwell, un tal letrado Elliot Mason, un médico, un abogado,
y la Asociación de Ayuda a las Familias.
Thia esperaba impaciente mientras Rory comenzó a pasar las páginas
estudiando largas listas de entradas. Donación benéfica, gastos médicos,
donación benéfica, donación benéfica, tasas judiciales, documentos, donación
benéfica. La primera entrada se había hecho el 24 de octubre de 1943 y la
última, el 12 de agosto de 1972. Fechas. Cifras en dólares. Todo tan pulcro,
tan minucioso, como si las entradas fueran meros gastos empresariales.
—Veintiocho años —jadeó Rory con los ojos todavía clavados en el libro
—. Las entradas se vuelven más esporádicas con el tiempo, pero algunos de
estos pagos son de cinco cifras.
—Sobornos —dijo Thia escuetamente—. Al menos eso supongo. Si se
hubiera corrido la voz de que había pagado para librarse de su propia nieta,
eso lo habría destruido. Y había que pensar en Anson. Mi padre sabía que la
dinastía de los Purcell se vendría abajo si Anson llegaba siquiera a sospechar
lo que había pasado. Aunque daba igual, Anson nunca lo quiso. Estoy segura
de que mi padre se está revolviendo en su tumba mientras hablamos sabiendo
que soy la señora de su casa y dirijo el negocio familiar.
—¿Anson no lo quiso?
Thia negó con la cabeza con tristeza.
—Mi hermano no ha pasado un mes seguido bajo este techo desde que
regresó de Suiza. Aunque no lo culpo. Siempre hubo mucha infelicidad aquí

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después de que mi madre muriera. Mi padre nunca fue un hombre amable,
pero se volvió peor cuando la perdió. Una pensaría que la idea de un nieto lo
habría ablandado.
—¿Cuánto hace que sabe todo esto?
—Hace unos cuatro meses, más o menos.
—¿Y Anson todavía no lo sabe?
—No.
A Rory le costaba mantener la voz serena.
—¿No pensó que su hermano debería saber que Soline y él habían tenido
una hija?
—Por supuesto que sí. —Los ojos de Thia se llenaron de lágrimas—.
Apenas he pensado en otra cosa desde que encontré el libro. No sabía qué
hacer con lo que había descubierto. Traté de decírselo una vez, cuando llamó
desde Londres el día de mi cumpleaños, pero me amenazó con colgar y no
volver a llamar nunca más si mencionaba siquiera el nombre de Soline, y lo
creí. —Sacudió la cabeza con la barbilla temblorosa—. Ella no es la única a la
que todo esto ha dejado frágil. Lo que ocurrió durante la guerra cambió a mi
hermano. Regresar a casa acabó con él.
—Pero él la conocía, Thia. La amaba, no entiendo cómo pudo creerse las
mentiras de su padre sobre la mujer a la que amaba.
—Al principio no se las creyó. De hecho, tuvieron unas peleas terribles
por las cosas que mi padre dijo de ella, que siempre había ido detrás del
dinero de mi hermano, pero que al final ni siquiera eso había sido suficiente
como para hacer que se quedara si eso significaba tener que empujar a su
marido en una silla de ruedas. Fue como si estuviera castigando a Anson por
amarla. Hubo momentos en los que temí que llegaran a las manos por ella.
—Entonces, ¿qué cambió?
—No lo sé. Un día fue como si alguien hubiera pulsado un interruptor. De
repente, Anson se negó incluso a pronunciar su nombre. Y tampoco quería
que lo mencionara nadie más. Sigue siendo así. Cada vez que he intentado
hablar con él sobre el tema, ha puesto fin a la conversación. Es como si Soline
lo hubiera envenenado.
—Su padre debió de alegrarse.
—Sospecho que sí, consiguió lo que quería. Por otro lado, normalmente
conseguía lo que quería. Aunque eso significara destruir a la gente a la que se
suponía que debía amar. Desde luego, a Anson lo destruyó.
—Y la niña —contestó Rory—. La abandonó sin más. A su propia nieta, y
no tenía ni idea de dónde estaba o de qué le pasó.

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—Oh, sí lo sabía. —Thia apartó los ojos. Su voz había tomado otra vez
esa tonalidad siniestra—. La mujer que llevaba la Asociación de Ayuda a las
Familias le envió una copia del certificado de adopción, la prueba de que su
dinero había sido bien gastado. Esa es la clase de monstruo que era. La niña
no le preocupaba en absoluto, solo sus planes para Anson y el imperio
Purcell.
—Qué ordenado.
—Así era mi padre, decidido a conseguir lo que quería a cualquier precio.
Y Dorothy Sheridan también estuvo encantada de ayudar, por un precio,
claro. Hice algunas comprobaciones cuando encontré el libro de contabilidad.
Al parecer, la empresa de la señorita Sheridan llegó a oídos de la policía en
1972. Por eso no hay más entradas en el libro. La mujer desapareció, y mi
padre al fin quedó libre.
Rory tenía el cuerpo helado.
—Es inconcebible. Soline se ha pasado cuarenta años llorando a una hija
que creía muerta y enterrada, y todo este tiempo ha estado ahí fuera. ¿Cómo
pudo una mujer hacer algo tan despreciable a otra mujer?
Thia la estudió con los ojos entornados.
—Parece preocuparse mucho por ella. Ha venido hasta aquí, con todas
estas preguntas.
—Ayer un amigo mío, un periodista que me estaba ayudando a encontrar
una foto de su hermano muerto, descubrió una tomada hacía dos años. Creo
que las preguntas están justificadas.
—¿Para qué quería una foto de Anson?
Una vez más, Rory sintió que estaba siendo acusada de algo, y le fastidió.
—Quería enmarcarla y regalársela a Soline, porque es mi amiga. También
fue amiga suya, hace mucho.
—Sí, lo fue.
Ahora la voz de Thia se había suavizado. Rory sintió que ella también se
suavizaba.
—Me habló de sus dibujos y de los vestidos que le hizo, que usted quería
vivir en una buhardilla y pintar. Le rompió el corazón no poder decirle adiós,
pero su padre no se lo permitió.
Thia se abrazó el cuerpo como para protegerse.
—Me envió a un horrible internado para niñas. Cuando volví a casa,
Soline se había ido. Pensé que nos había abandonado, que me había
abandonado. Para cuando Anson regresó a casa, yo la odiaba. No solo por
abandonarme a mí, sino también por abandonarlo a él. Hubo un tiempo en que

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mi hermano y yo estuvimos muy unidos, pero cuando volvió a casa era muy
frío y retraído. Pensé que si yo también la odiaba, eso nos uniría de nuevo,
pero solo hizo que Anson se enfadara más.
—La utilizó —dijo Rory en voz baja—. Su padre, quiero decir. La hizo
odiar a Soline, y luego usó ese odio para alimentar el dolor de su hermano.
Thia volvió la mirada hacia ella.
—Le dije que era un monstruo.
—Lo siento, me doy cuenta de que esto también es duro para usted. Solo
quería una foto. Nunca tuve intención de que se convirtiera en todo esto.
Thia soltó un largo suspiro.
—Creo que es hora de que vea las fotos de la familia. —Se puso en pie,
fue hasta el armario y regresó unos segundos más tarde con un par de álbumes
encuadernados en cuero—. Mi madre se pirraba por las fotos de familia.
Tenía un álbum de cada uno de nosotros. Este es el de Anson.
Rory abrió el álbum sobre el regazo, las páginas amarilleadas crujían
mientras las volvía revelando los típicos recuerdos. Las primeras Navidades,
los primeros pasos, el primer corte de pelo. Finalmente, el bebé regordete se
convirtió en un niño. Anson a la edad de ocho o nueve años, pecoso, con el
uniforme de béisbol y una sonrisa de dientes separados. Había otra con el
uniforme de fútbol americano, con una rodilla en el suelo, y entrecerrando los
ojos por el sol. Unas páginas más adelante, estaba de pie vestido con un traje
oscuro y camisa blanca reluciente, con un clavel blanco en la solapa. El baile
de graduación. Y finalmente, en la penúltima página, vestido con el uniforme
militar, con el pelo rubio cortado corto y peinado hacia atrás: al fin un
hombre.
Resultaba extraño verlo crecer así, página a página. En su mente había
sido poco más que un fantasma, y ahora allí estaba, en blanco y negro, y en
alguna parte del mundo, vivito y coleando. Miró una vez más al joven de la
foto, con su mandíbula cuadrada y guapo como una estrella de cine.
—No me extraña que Soline se volviera loca por él. Su hermano era
guapísimo. Y se nota el parecido, tienen la misma nariz y los mismos
pómulos.
—Los dos nos parecemos a nuestro padre. El mismo pelo y los mismos
ojos. —Hizo una pausa y juntó las manos con cuidado sobre el regazo—. ¿A
quién se parece usted?
Rory la miró sorprendida.
—¿Yo?
—¿Diría que se parece a su madre?

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Era una pregunta extraña, aunque Rory supuso que Thia tenía derecho a
hacer unas cuantas.
—Tengo el color de piel de mi madre, y la misma nariz, ancha y recta,
pero ella no es tan alta como yo. Creo que eso debo de haberlo sacado de mi
padre.
Thia abrió el segundo álbum de fotos y lo dejó sobre el regazo de Rory.
—Tal vez debería echar un vistazo a esto.
Rory se encontró mirando a una niña de cinco o seis años vestida con un
pijama de una pieza. Tenía un par de hoyuelos perfectamente simétricos y la
cabeza cubierta de tirabuzones pálidos.
—Mira esos ricitos. Qué adorable.
El rostro de Thia permaneció cuidadosamente inexpresivo.
—Mire la siguiente foto y dígame qué ve.
Rory entornó la mirada para observar la imagen, tomada varios años
después. Un vestido de fiesta con volantes y calcetines de encaje, los rizos
más domados y recogidos en un moño descuidado sujeto con diminutas flores
blancas, como una princesa o un hada. Había algo extrañamente familiar.
—¿Es usted?
—Sí.
—Mi madre tiene una foto mía casi idéntica. Me puso elegante para que
tocase el piano para sus amigas, pero me quedé paralizada. No puedo creer lo
parecidas que son.
—¿Quién es su madre? ¿Es de Boston?
Rory todavía estaba mirando la foto. Levantó la vista.
—Perdone, ¿cómo?
—Su madre. ¿Cómo se llama?
—Camilla Grant.
—¿Y su apellido de soltera?
—Lowell. ¿Por qué?
Thia sacó una hoja de papel doblada de debajo de los álbumes que
quedaban y se la dio a Rory.
—Es hora de que vea esto.
Rory estudió el documento con cautela. El papel era pesado y estaba
amarillo por el paso del tiempo, escrito a máquina con esmero y tenía un sello
en la parte superior con la palabra COPIA en tinta roja. Estaba fechado el 17 de
enero de 1945, tenía las palabras CERTIFICADO DE ADOPCIÓN en la parte
superior, y en la parte inferior estaba firmado por el secretario del tribunal de

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circuito. Pero en ese momento, solo una palabra de la página tenía
importancia: Lowell.

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Treinta y ocho

Rory

Rory sintió que el corazón le golpeaba contra las costillas, como una piedra
chocando con las paredes de un pozo sin fondo. No había nada a lo que
agarrarse, nada que rompiera esa repentina sensación de estar cayendo. ¿Qué
hacía el nombre de su madre en ese papel? ¿Y qué hacía ese papel entre las
cosas de Owen Purcell? Apenas era consciente de la presencia de Thia a su
lado mientras volvía a revisar la hoja.

Estado de Rhode Island y Plantaciones de Providence


Departamento de Registros Civiles
Certificado de Adopción

Nombre de soltera de la madre biológica: Soline Louise Roussel


Nombre del padre biológico: Desconocido
Nombre de la criatura en el momento del nacimiento: n/d
Nombre de la madre adoptiva: Gwendolyn Lucille Lowell
Nombre del padre adoptivo: George Edward Lowell
Nombre de la criatura después de la adopción: Camilla Nicole Lowell

Rory apoyó el papel en su regazo y lo miró fijamente mientras la cabeza le


daba vueltas. El nombre de su madre… y el nombre de la madre de su madre.
¿Qué significaba aquello? Finalmente levantó la vista y miró a Thia.
—No lo entiendo.
—Sí, sí lo entiende.
—Ella… Está diciendo que… —Se calló de nuevo y se apretó los ojos
con las puntas de los dedos—. No lo entiendo.
Thia cogió aire, como si estuviera reuniendo las palabras.
—Tu madre es el bebé anotado en el registro de adopción, Rory. Lo que
convierte a Soline en tu abuela. Y a mi hermano en tu abuelo.
—Tiene que ser un error. Una de esas extrañas coincidencias que publican
en la prensa. Hay un montón de Lowell en Massachusetts.

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—Vuelve a mirar la foto. No es un error ni una coincidencia. Puedes pedir
un análisis de sangre si necesitas confirmarlo, pero lo he sabido en cuanto te
he visto la cara. Eres una Purcell… porque tu madre era una Purcell. O
debería haberlo sido.
—Mi madre —repitió Rory, y recordó algo que Camilla había dicho una
vez sobre cómo la habían educado para estar a la altura de la posición que le
había sido dada como Lowell. Dada. En su momento le había parecido una
palabra extraña, pero Camilla había puesto fin a la conversación antes de que
pudiera ahondar más. ¿Era posible que su madre conociera las verdaderas
circunstancias de su nacimiento y cómo se había convertido en una Lowell? Y
si era así, ¿por qué lo había mantenido en secreto todos estos años? Fuera
como fuese, todo llevaba a Soline.
Rory sintió como si el suelo se moviera bajo sus pies, de repente su
mundo se había puesto patas arriba. Nada tenía sentido. O tal vez, por fin,
todo tenía sentido. Quizá había una razón para que sintiera una afinidad tan
extraña con la casa adosada la primera vez que la vio, y con Soline cuando se
conocieron. De alguna forma, el destino las había unido. Pero ¿era siquiera
posible algo así?
Miró a Thia, que estaba sentada en silencio a su lado con las manos en el
regazo.
—¿Está diciendo que, después de todos estos años, Soline y yo nos las
arreglamos para encontrarnos… por casualidad?
Thia respondió con una sonrisa peculiar.
—Yo no he dicho que haya sido por casualidad. Quiero decir, no puede
haber sido casualidad, ¿no es cierto? La casualidad es una de esas cosas a las
que recurrimos cuando no tenemos otra explicación para lo que ha pasado.
Pero hay muchas cosas que no entendemos, fuerzas que no podemos ver. Eso
no significa que no influyan. Y Soline siempre ha tenido algo especial.
Algo… de otro mundo.
—¿Está diciendo que todo esto es el resultado de algún tipo de magia?
Thia se encogió de hombros.
—Magia, el destino, alguna especie de conexión psíquica fortuita. La
verdad es que no me importa qué es, solo me importa el hecho de que está
sucediendo. Cuando Paulette me ha dicho que estabas preguntando por una
vieja amiga de mi hermano, he dado por sentado que la amiga era Soline. Y
entonces te he visto, y he pensado en los papeles de la adopción y… lo he
sabido. Pensaba que quizá tú también lo sabías, o que te había enviado Soline
porque lo sospechaba. ¿Nunca mencionó que te pareces a mi hermano?

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—No —dijo Rory en voz baja—. Nunca.
Todo aquello era demasiado para asimilarlo de una vez, una avalancha de
preguntas y emociones se arremolinaban en su interior tan deprisa que no
había espacio para ordenarlas. Soline, su abuela. Anson, su abuelo. De
repente, tenía lágrimas en los ojos.
Las ignoró mientras trataba de hacerse a la idea de las implicaciones de lo
que acababa de oír. Su madre, la mujer más orgullosa del planeta, al parecer
había estado yendo por la vida con un pedigrí falso y pronto se vería obligada
a enfrentarse a la verdad: que en realidad era la hija bastarda de una mujer que
hacía poco la había comparado con los nazis. No sería una conversación fácil.
Pero la conversación con Soline sería peor. Descubrir que le habían robado a
su hija, que todos estos años había estado allí, en Boston, sería el golpe más
cruel de todos. Y después de aquel desastroso almuerzo…
—Dios mío, Thia. ¿Cómo se supone que tengo que contarle a mi madre y
a Soline todo esto?
—Lo he estado pensando y no creo que debas, al menos no por el
momento. Todavía es posible que mi hermano cambie de opinión cuando sepa
lo que pasó de verdad. De hecho, me aseguraré de que así sea. Soline ha
pasado cuarenta años sin saber la verdad. Si hay alguna posibilidad de que
salga algo bueno de todo esto, que ambos puedan sanar sus heridas, ¿no vale
la pena esperar unas cuantas semanas más?
Rory reflexionó sobre eso. A ella también le vendría bien un poco de
tiempo para procesarlo antes de intentar dar las noticias a nadie más. Soline
debía saberlo. Pero ella necesitaría a alguien que la ayudase a acompañarla
cuando llegara el momento, alguien que comprendiera la historia y pudiese
ayudar a recoger los pedazos. Por el momento, ni siquiera se hablaban.
Esperar podría darle la oportunidad de reparar la brecha entre ellas y
reconducir la espinosa relación entre su madre y Soline. Nada de aquello iba a
suceder de un día para otro.
—De acuerdo, esperaré. ¿Cuándo hablarás con Anson?
—Más bien estaba pensando en que hablaras tú con él.
Rory la miró boquiabierta.
—¿Yo?
—Ha dejado bastante claro que no quiere saber nada de mí. Cada vez que
lo he intentado, se ha cerrado en banda. Se le da bien cerrarle la puerta a las
cosas con las que no quiere lidiar. Y a la gente. Lleva tanto tiempo solo que
no recuerda lo que es dejar entrar a alguien en su vida.
—¿Anson nunca se casó?

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Thia sacudió la cabeza.
—En su vida no ha habido sitio para nadie después de Soline. Ni siquiera
para mí. Hablamos por Navidad y en mi cumpleaños, pero siempre es muy
forzado. Esperaba que las cosas mejoraran después de que mi padre muriera,
que incluso tal vez volvería a casa, pero… —Se calló encogiéndose de
hombros—. La mayor parte del tiempo ni siquiera sé dónde está,
normalmente se va del país. Es como si tratara de estar siempre un paso por
delante de los recuerdos.
—¿Y crees que de repente una completa desconocida va a ablandarle el
corazón?
—¿Una desconocida? No. ¿Su nieta? Tal vez. —Thia se dio unos
golpecitos en los labios con el dedo mientras entornaba los ojos
pensativamente. Se miró el reloj—. Creo que todavía la pillo.
Thia fue hasta el escritorio, cogió el teléfono y marcó un número con
serena eficiencia.
—Paulette, ¿puedes hablar con Cheryl y ver por dónde anda mi hermano
esta semana? Gracias.
Rory sintió que se le formaba una burbuja de pánico en la garganta. Fuera
lo que fuera lo que Thia Purcell tenía en mente, estaba yendo demasiado
rápido. Abrió la boca para protestar, pero Thia había cogido un boli y hablaba
de nuevo con Paulette.
—Sí, aquí estoy. No, no necesito un número de teléfono, solo el nombre
del hotel. —Su mirada se posó unos instantes en Rory—. Voy a enviarle algo.

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Treinta y nueve

Rory

25 de septiembre de 1985, San Francisco

Rory dejó la bolsa de tela y la maleta sobre la cama y fue hasta la ventana.
Contempló la silueta de San Francisco, la ciudad que se extendía, la bahía
resplandeciente y el icónico Golden Gate, apenas visible a través de la gasa de
la niebla. Era sobrecogedor, como una postal que había recibido una vez, pero
no había venido a disfrutar de las vistas. Tenía una misión: cambiar
drásticamente la vida de un hombre.
Hacía ocho horas estaba en Boston, todavía tratando de pensar en una
razón para no hacer lo que estaba a punto de hacer. Y entonces habían
anunciado el embarque y la decisión se había tomado sola. Había dudado de
si era sensato pasar la noche en el Fairmont. Saber que Anson estaba solo
cuatro plantas por encima de ella la hacía sentir como una acosadora. Pero no
tenía mucho tiempo. Parecía lógico quedarse donde el tiempo de trayecto
quedara limitado a un viaje en ascensor.
En el avión había tratado de prepararse para lo que estaba a punto de
hacer. Había practicado maneras de abrir la conversación, qué diría primero,
qué diría después, cómo expondría los hechos, igual que una abogada durante
las conclusiones de un juicio. Un prolijo alegato que defendiera por qué tenía
que arreglar las cosas con Soline. Para lo que no se había preparado era para
encontrarse cara a cara con el abuelo que, hasta hacía veinticuatro horas, no
sabía que existía.
¿Cómo se salvaba una brecha así? Veintitrés años sin abuelo y, de
repente, ahí estaba Anson Purcell. Asumir la noticia de que Soline era su
abuela había sido bastante duro, pero al menos habían creado un vínculo antes
de que supiera la verdad. Con Anson no había ningún vínculo, nada que los
conectara más que los recuerdos de Soline. Había escuchado historias, gente

Página 286
que sentía una afinidad instantánea al conocer por primera vez a un pariente
recién descubierto, otros que no sentían nada en absoluto. ¿Qué le pasaría a
ella? Sinceramente, no lo sabía, y por ahora tenía que concentrarse en la
misión que tenía entre manos.
Fue de nuevo hasta la bolsa de tela y sacó el libro de contabilidad que
Thia le había prestado, la prueba que necesitaría para convencer a Anson del
engaño de su padre. También tenía las fotografías: la de la pequeña Thia con
su vestido de fiesta y la suya, tomada el día de su recital improvisado. La
última la había cogido prestada de la vitrina de su madre la noche anterior,
mientras Camilla estaba en su partida semanal de bridge. Se había cuidado de
reacomodar el resto de los objetos del estante para no dejar un lugar vacío.
Con un poco de suerte, el marco volvería a estar en su sitio antes de que su
madre se percatase. Una vez que supiera cómo encajaba Anson en todo
aquello, les daría la noticia tanto a su madre como a Soline.
Se miró el reloj, que seguía marcando la hora de Boston, y restó tres
horas. Casi las seis de la tarde en San Francisco. Había reservado el billete de
vuelta para mañana por la tarde, con el fin de regresar a tiempo para revisar la
galería con Brian una última vez. Eso le daba veinticuatro horas para hacer lo
que había venido a hacer. Comprobó en la nota de Thia el número de la
habitación de Anson, luego cogió el teléfono y preguntó por la habitación
903. Una voz masculina respondió al tercer tono.
—¿Señor Purcell?
—Sí.
—Me llamo Rory Grant. Su hermana, Thia, me dijo que podría
encontrarlo aquí.
—¿En qué puedo ayudarla?
La voz de Anson era intimidante, seca y lacónica. De repente, todas las
palabras que había practicado durante el vuelo parecieron atascársele en la
garganta.
—Soy una amiga de Soline Roussel —farfulló al fin. Contuvo el aliento
esperando a oírlo colgar. No sucedió—. ¿Señor Purcell?
—¿Qué quiere?
—Soline no sabe que estoy aquí o que he hablado con su hermana. Me
gustaría hablar con usted sobre lo que pasó después de París. Hay cosas que
debería saber. Cosas que querría saber.
—No hay nada que pueda decir que yo quiera oír, señorita Grant. Buenas
noches.

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—¡No! ¡Espere! Por favor, déjeme que hable con usted en persona. Lo
que tengo que decirle no llevará mucho tiempo, pero no es la clase de cosa
que deba decirse por teléfono.
Otro silencio largo. Pero al menos no había colgado.
—Por favor, señor Purcell. Esto es importante. Estoy aquí en el hotel,
pero me reuniré con usted donde y cuando me diga. —Permaneció en silencio
y contuvo la respiración mientras esperaba.
—En el bar de abajo, dentro de treinta minutos.

Rory llegó temprano y se sentó en una mesa en el rincón. Era un bar pequeño
conectado al restaurante del hotel, discreto pero elegante, con una luz
cremosa, una moqueta cremosa y cremosas columnas de mármol enmarcando
las puertas. Un piano tintineaba por encima del murmullo bajo la
conversación, «Night and Day», de Cole Porter. Era reconfortante y
agradable, pero no conseguía relajarse. Tenía los ojos clavados en la puerta.
Se alegró de ver la mayoría de mesas llenas. Menos probabilidades de que
montara un espectáculo. Pidió una copa de Chardonnay. No porque le
apeteciera, sino porque necesitaba tener las manos ocupadas. Estaba a punto
de dar el primer sorbo cuando apareció Anson. Lo reconoció al instante. Alto
y con los hombros cuadrados, y una melena de bucles rubios y plateados,
atractivo pese a sus sesenta y tantos años.
Su abuelo.
Tomar consciencia de esto le provocó un inesperado nudo en la garganta.
«No, ahora no, Aurora. No empieces a lloriquear o no serás capaz de
hacerlo». Pero verlo ahí, a pocos metros, hacía que le resultara difícil respirar.
Bebió un trago de vino, con las manos húmedas de repente. No estaba segura
de qué esperaba, pero no era que se le encogiera el estómago.
Anson seguía rondando por la puerta y recorría las mesas con la mirada.
Rory contuvo la respiración, esperando a que sus ojos se encontraran con los
suyos, y luego levantó una mano. El hombre no hizo ningún intento de sonreír
mientras se acercaba, tenía la cara fija en lo que Rory sospechaba que era una
mueca perpetua. Tenía una notable cojera, pero caminaba como un hombre
que había vivido con ella muchos años y había aprendido a compensarla.
Le esquivó la mirada mientras cogía la silla que había frente a ella y se
sentaba. Antes de que dijeran una palabra, apareció una camarera con un vaso
alto que parecía un gin-tonic con dos rodajas de lima. Anson hizo un gesto de

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agradecimiento con la cabeza. La camarera miró a Rory con cierta curiosidad,
y luego se volvió hacia Anson.
—¿Querrán la carta, señor Purcell?
—No, gracias, Ellie. No estaremos tanto tiempo.
Así que era un cliente habitual del hotel, y siempre pedía la misma copa.
Y acababa de dejar claro como el agua que Rory solo tenía una oportunidad.
Cuando Ellie se marchó, Anson cogió su vaso y se recostó en la silla
mirándola fríamente. Si hubo siquiera una pizca de reconocimiento, no dio
señales de ello.
—Muy bien. ¿Por qué estoy aquí?
—Soy amiga de Soline.
—Eso ya lo ha dicho por teléfono.
Su tono gélido era intimidante, y estaba claro que lo sabía.
—Habla a menudo de usted.
—¿Ah, sí?
—De cómo se conocieron en el hospital y el trabajo que hicieron allí, el
que ambos hicieron, para la Resistencia. Y cómo usted hizo que se marchara
para mantenerla a salvo. Porque la amaba.
Anson la mira sin pestañear.
—¿Ah, sí? Ya no lo recuerdo muy bien.
Allí estaba. La amargura de la que había hablado Thia. Dolor que se había
endurecido hasta convertirse en hostilidad y sarcasmo. Y, no obstante, había
un deje en su indiferencia, una hosquedad que le decía que Anson Purcell no
era en absoluto tan indiferente a sus recuerdos como pretendía.
—Me habló de la última noche que pasaron juntos —dijo Rory,
observándolo con atención—. De cómo le pidió que se casara con usted, y
cómo ella lo miró a través de la ventanilla trasera de la ambulancia hasta que
dobló la esquina y usted desapareció.
—Se le da bien contar historias, señorita.
—¿No fue así?
Anson bajó la mirada a su copa.
—No lo recuerdo.
—Yo creo que sí. Y su hermana también lo cree.
—¿Qué quiere de mí, señorita Grant?
—Quiero que recuerde cuánto la amaba y cuánto lo amaba ella a usted.
Antes de que volviera a casa y su padre lo emponzoñara contra ella. Hay
cosas que no sabe.
Anson bebió de su copa y tragó con fuerza.

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—Le diré lo que sé. Sé que moví todos los hilos que había para traerla a
Estados Unidos. Movilicé a todas las personas necesarias, pedí todos los
pagarés, y cuando nada de eso funcionó, utilicé el nombre de mi padre para
mantenerla a salvo. También sé que, cuando descubrió que estaba postrado en
una cama de Suiza con un agujero en las tripas y un par de piernas que me
podrían haber amputado en cualquier momento, se largó a buscar mejor
fortuna. Aunque tengo que reconocerle que la mayoría de mujeres se habrían
quedado por el dinero. Supongo que al final me salió barato.
—No haga eso —dijo Rory, con mayor brusquedad de la que pretendía—.
No lo recuerde de esa forma. No es la verdad.
Anson dejó el vaso con un golpe.
—Resulta que lo es, señorita Grant. No me produce ningún placer
admitirlo, pero caí en el truco más viejo del mundo. Mi padre, por otro lado,
sintió una gran satisfacción al demostrarse que tenía razón.
Rory cogió su copa de vino y bebió despacio. Resultaba doloroso oírlo
decir cosas tan horribles sobre Soline, pero también darse cuenta de que en
verdad las creía.
—Su padre le mintió.
Anson se tensó, ahora estaba enfadado.
—Señorita Grant…
—Le mintió —dijo de nuevo—. Sobre por qué se marchó Soline y a
dónde fue. Fue todo una mentira. Ella no lo abandonó, su padre la echó de la
casa. Thia lo sabe. No lo sabía entonces, pero lo sabe ahora. Por eso estoy
aquí: para hablarle de lo que realmente pasó.
Anson se quedó inmóvil en su asiento con el rostro vacío de toda
emoción.
—¿Esto es de lo que tenía que hablar conmigo? ¿Esta patraña ridícula?
—¿No le resulto familiar? —preguntó Rory al darse cuenta de que era la
única forma de hacerle entender—. Mire mi cara, mis ojos, mi nariz. ¿Le
recuerdo a alguien?
Anson entornó los ojos con desconfianza.
—¿Qué es esto? —Todo el cuerpo de Anson estaba tenso y listo para
atacar, con la mandíbula rígida—. No sé a qué juega, pero puedo decirle que
no va a funcionar.
—No juego a nada. Y creo que debería empezar a llamarme Rory. O
Aurora, si lo prefiere.
—No tengo la menor intención de llamarla de ninguna manera. —Empujó
la silla hacia atrás y se puso de pie—. Esta conversación ha terminado.

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Punzadas de pánico se clavaron en las extremidades de Rory. Si se
marchaba ahora, nunca tendría otra oportunidad.
—Soline tuvo un bebé —balbuceó—. Su bebé.
Anson se quedó inmóvil.
—Assia —añadió en voz más baja—. Su hija se llamaba Assia.
Anson se volvió con rigidez y se dejó caer de nuevo en la silla, como si el
peso de lo que acababa de oír fuera demasiado para sus piernas. Rory se puso
la bolsa de tela en el regazo, sacó las fotos y las colocó una junto a otra sobre
la mesa.
—¿Sabe qué son?
Anson estudió las fotos un momento y volvió a mirar a Rory.
—Son fotos de mi hermana. En una fiesta de cumpleaños, diría.
Rory asintió.
—Una de ellas sí. —Señaló la foto de la derecha—. Esta. Pero esta… —
Hizo una pausa y señaló la foto de la izquierda—. Esta es una foto de su nieta,
la hija de su hija, cuando tenía ocho años. Cumplirá veinticuatro en enero.
Anson se quedó impasible con los brazos cruzados.
—Hasta hace quince minutos no la había visto en mi vida, ¿y pretende
que me crea esto porque usted lo dice?
—No solo lo digo yo. —Metió la mano en la bolsa para coger el libro de
contabilidad y lo dejó frente a ella sobre la mesa—. También su padre.
Anson miró el libro con desconfianza.
—¿Qué es eso?
—Thia lo encontró entre las cosas de su padre después de que muriera.
Por suerte para nosotros, llevaba un registro muy meticuloso. Y encaja
perfectamente con lo que me contó Soline. Su padre lo organizó todo para que
fuera a una casa para madres solteras. Y con organizar quiero decir que pagó.
Solo que, cuando la niña nació, le dijeron a Soline que había muerto. Luego
se la dieron a una familia adinerada de Boston. Su apellido era Lowell. Le
cambiaron el nombre a la niña por Camilla. Con el tiempo, Camilla se casó
con un hombre llamado Geoffrey Grant y también tuvieron una hija, una niña
llamada Aurora, o Rory, para los amigos.
Pasaron varios segundos, pero el hombre finalmente pareció asimilar sus
palabras.
—No es…
—Pero lo es. Por eso creyó que las dos fotos eran de Thia. Me parezco a
ella porque soy su sobrina nieta. También me parezco a usted… porque soy
su nieta.

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El rostro de Anson se oscureció.
—Si cree que va a conseguir un centavo…
Rory lo interrumpió empujando el libro de contabilidad hacia su lado de la
mesa.
—Está todo aquí. Hasta el último penique que gastó su padre, incluido lo
que parecen sobornos. También está el certificado de adopción que nombra a
Soline como la madre biológica. El nombre del padre aparece como
desconocido, pero la fecha del nacimiento concuerda perfectamente con su
última noche juntos en París.
Anson cerró los ojos, como si la mención de aquella noche le produjera un
dolor físico. Después de unos instantes, los abrió de nuevo y se aclaró la
garganta.
—Mi padre vivía según sus propias prioridades, señorita Grant, y nada se
interponía en su camino. Tenía planes para mí, y esos planes no incluían una
esposa a menos que tuviera el sello de aprobación de Owen Purcell. No dudo
que hizo todo de lo que lo acusa. De hecho, suena muy propio de él. Pero, en
este caso, tenía buenos motivos para dudar de la sinceridad de mi…
prometida.
La manera en que pronunció la palabra «prometida» hizo que a Rory le
hirviera la sangre.
—¿Cómo puede decir eso? Estaba embarazada de usted cuando se marchó
de París.
—Me imagino que no se le ha ocurrido que tal vez no fui el único hombre
en la vida de Soline. Y que puede haber una explicación muy simple para que
el nombre del padre aparezca como desconocido…, que ella misma no sabía
quién era.
Rory lo miró fijamente, perpleja por esa indiferencia fingida. Porque era
fingida, lo veía en la rigidez de la mandíbula y en la forma en que agarraba el
vaso con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. No podía permitirse creer
la verdad porque significaba que había desperdiciado demasiado.
—No lo cree de verdad —dijo Rory sin alterarse—. Sé que no lo cree.
Un músculo se contrajo en la mandíbula de Anson.
—Pienso que debería ser yo quien juzgue qué creo y qué no. Soline la ha
convencido de que es una especie de mártir, pero yo sé la verdad. No importa
cómo, simplemente la sé. Así que prescindamos del cuento de hadas de que se
ha pasado los últimos cuarenta años recomponiendo su corazón roto.
—Nunca se casó.
Anson levantó el vaso, ya casi vacío, y miró los restos de su bebida.

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—Eso no es asunto mío.
—¿No lo es?
—¿Hace falta señalar lo obvio? Ella tampoco me buscó.
—¿Por qué iba a hacerlo? Creía que estaba muerto.
Anson levantó la cabeza de golpe.
—¿Muerto?
Al fin parecía que tenía su atención.
—Su padre ya se había deshecho de ella cuando llegó la noticia de que
estaba vivo, y no tuvo ningún problema en dejar que siguiera creyendo que
estaba muerto. Y con dejar que usted creyera que lo había abandonado. No
solo la echó, se aseguró de que no tuviera ningún motivo para regresar jamás.
Anson la miró a los ojos con una calma forzada.
—Menuda historia.
—Su hermana puede confirmar lo que le estoy diciendo si no quiere fiarse
de mi palabra. Se quedó destrozada cuando Soline se marchó, pero solo supo
lo que su padre le había dicho: lo mismo que le contó a usted. Entonces
descubrió el libro de cuentas y empezó a atar cabos. Trató de contárselo, pero
usted no la dejó. Pensó que tal vez a mí me escucharía.
Por un instante, Rory creyó ver un destello en los ojos de Anson, una
grieta en su armadura gélida, pero desapareció casi de inmediato.
—Entiendo que mi hermana pueda dejarse engañar. En su momento
estuvieron muy unidas. Pero tengo curiosidad: ¿qué saca usted de todo esto?
Después de todos estos años, ¿por qué le importa? Ya es un poco mayorcita
para que la lleve a caballito y de acampada. ¿Qué cree que va a pasar aquí?
—¿Que por qué me importa? —repitió Rory, dolida hasta las lágrimas por
su desdeñosa respuesta—. Soline es mi abuela. Y aunque no lo fuera, sigue
siendo mi amiga. No quiero nada de usted, nada. Solo intento reparar un error
que ha durado cuarenta años. Porque sé por lo que pasó cuando usted
desapareció, el infierno de no saber si estaba vivo o muerto, de no saber qué
había ocurrido y ni siquiera haberle podido decir adiós. Sé lo que se siente. Lo
sé de primera mano. —Se volvió para limpiarse las lágrimas del rostro,
mortificada por haberse metido en un terreno tan personal.
—Señorita Grant…
Cuando levantó la vista, Anson sostenía un pañuelo pulcramente doblado.
Ahora el bordado era azul oscuro, pero allí estaba. A.W.P. Rory lo cogió y se
secó los ojos.
—Lo siento. No pretendía ponerme así, pero todo esto también es mucho
para mí, y de verdad que sé lo que es perder a alguien así. No saber…

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La actitud de Anson pareció cambiar por completo cuando se inclinó
hacia adelante, con los brazos cruzados sobre el borde de la mesa.
—¿Su marido?
Las líneas alrededor de su boca y de sus ojos se habían suavizado,
haciéndolo parecer más joven, y tan parecido a Camilla que Rory sintió que
se relajaba.
—Mi prometido, Hux. Perdón, en realidad se llama Matthew, pero su
apellido es Huxley, así que todo el mundo lo llama Hux.
—¿Qué pasó?
—Está con Médicos Sin Fronteras en Sudán del Sur. Es pediatra.
Asaltaron de madrugada la clínica en la que estaba trabajando. Apareció un
camión y lo secuestraron a él y a otros dos. Han pasado nueve meses y nadie
parece saber nada.
—Lo siento. Las cosas son muy duras en esa parte del mundo en estos
momentos, con tanta agitación y tantas facciones con sus propios intereses.
Pero no se rinda. Los secuestradores, sean quienes sean, saben que cualquier
posibilidad de conseguir lo que quieren empieza y termina con la vida de sus
rehenes. Puede parecer desesperante, pero tengo algo de experiencia en este
sentido. La IFRC trabaja con gobiernos de todo el mundo para traer a nuestros
chicos a casa. Que no haya noticias no significa que no se esté haciendo nada.
—Gracias —murmuró Rory, agradecida por las palabras de consuelo—.
Es difícil no tirar la toalla cuando no ha habido ninguna noticia, no saber
hasta cuándo tiene sentido mantener la esperanza. No puedo imaginarme vivir
así cuarenta años. Supongo que esperaba…
—¿Que después de cuarenta años separados Soline y yo caminaríamos
hacia el horizonte cogidos de la mano mientras pasan los créditos? —Anson
se echó hacia atrás en la silla, como si necesitara poner distancia entre ellos
—. ¿Que seríamos todos una gran familia con fiestas de cumpleaños y cenas
de domingo? Me temo que es un poco tarde para eso.
Rory sintió que se sonrojaba. En algún diminuto rincón de su corazón, eso
era justo lo que esperaba. Y, por un instante, había vislumbrado una parte de
él que podría haberlo hecho posible. El hombre que le había ofrecido su
pañuelo a una mujer afligida. Pero ese Anson se había esfumado en cuanto
habían vuelto a mencionar a Soline.
—¿Acaso no cree en los finales felices? —preguntó en voz baja.
—Hace mucho tiempo que no.
—¿Por eso no se ha casado?
Anson se puso tenso.

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—No veo qué relevancia tiene, ni que sea asunto suyo, la verdad. Pero,
por si ayuda, digamos que estoy al tanto de ciertos detalles que usted
desconoce.
Rory dobló el pañuelo y se lo devolvió.
—No sé a qué se refiere, pero si viniera a Boston…
—Aquí no hay ningún final feliz posible, señorita Grant. A veces las
cosas están demasiado deterioradas como para salvarlas. —Entonces se puso
de pie mientras la saludaba fríamente con la cabeza—. Si me disculpa,
mañana tengo que madrugar. —Arrojó un puñado de billetes sobre la mesa—.
Siento lo de Matthew, espero que la cosa termine bien.
A Rory se le encogió el corazón al verlo partir. No se había permitido
creer que los años lo hubieran endurecido lo suficiente como para dar la
espalda a la mujer que había amado tan profundamente todos esos años atrás,
o para darle con la puerta en las narices a una posible relación con su hija,
pero claramente ese era el caso.
Metió las fotos en la bolsa, luego recogió el libro de contabilidad y se
puso en pie. Anson ni siquiera se había molestado en echarle un vistazo. Si lo
hubiera hecho, tal vez…
«Sí… tal vez».
La gente se volvió a mirar cuando Rory se colgó la bolsa del hombro,
esquivando la copa por los pelos, y salió del bar a toda prisa. Se detuvo al
llegar al vestíbulo del hotel y miró frenéticamente en ambas direcciones. Al
fin lo vio desaparecer doblando la esquina en dirección a los ascensores.
Apretó el paso, ya casi corriendo, desesperada por alcanzarlo antes de que
entrase en el ascensor y desapareciera.
—¡Anson! —Su voz resonó espantosamente en el pasillo vacío—.
¡Espere! ¡Por favor!
Acababa de subir cuando la vio. Se puso tenso un instante y comenzó a
apretar los botones del panel para cerrar las puertas. Rory estiró el brazo
cuando las puertas, que empezaban a cerrarse, se sacudieron, confundidas, y
volvieron a abrirse.
Anson la miró fijamente, demasiado perplejo para reaccionar mientras ella
le ponía el libro de contabilidad contra el pecho y bajaba del ascensor.
Probablemente lo tiraría a la basura tan pronto como llegase a su habitación,
pero había hecho todo lo que podía hacer. El resto dependía de él.

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Cuarenta

Rory

26 de septiembre de 1985, Boston

Rory puso el limpiaparabrisas al máximo deseando haberse quedado en casa


y meterse en la bañera como había planeado. Pero al volver del aeropuerto,
encontró un mensaje de su madre en el contestador. Otra invitación para el
brunch del domingo que no tenía intención de aceptar, pero también
mencionaba que tenía entradas para el teatro esa noche, lo que significaba
que, si se daba prisa, podría ir y devolver la foto antes de que su madre se
percatara de que la había cogido.
Estaba agotada después de una noche sin dormir. Había sido lo bastante
ingenua como para esperar que Anson volvería a su habitación, echaría un
vistazo al libro de cuentas y cambiaría de opinión de repente. No había sido
así. Llamó a su habitación mientras esperaba a que llegase su desayuno para
rogarle una última vez, pero en la recepción le dijeron que el señor Purcell ya
se había marchado. Había llamado a Thia para contarle todo antes de salir
para el aeropuerto y había aceptado darle unas semanas más para convencer a
su hermano. Mientras tanto, no le diría nada a su madre y haría lo posible por
reparar la distancia entre ella y Soline.
La casa estaba a oscuras cuando llegó, salvo por la luz del vestíbulo que
se veía a través de las cortinas de los laterales de la puerta. Tampoco había
rastro del coche de su madre. Localizó su vieja llave de casa, cogió su bolsa
del asiento del copiloto y fue hacia la entrada.
Se sentía como una ladrona mientras entraba a tientas sin más luz que la
del vestíbulo, pero tardaría solo un minuto. Luego podría hundirse hasta el
cuello en una bañera llena de burbujas con algo para picar y el último estreno
de Heather Graham. O tal vez se saltaría el baño y se iría directamente a
dormir. Mañana sería un día intenso.

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En la sala de estar, esquivó el sofá, luego un par de sillones orejeros y
finalmente fue hacia la vitrina de la esquina. Acababa de girar la pequeña
llave y estaba abriendo la puerta cuando se encendió la lámpara del salón.
—Aurora, ¿qué diantres haces merodeando en la oscuridad?
La boca de Rory se movió muda mientras se estrujaba el cerebro por
encontrar una explicación.
Camilla la miró con el ceño fruncido.
—He visto tu coche en la entrada al llegar. ¿Va todo…? —Su voz se
apagó al ver el marco de fotos en la mano de Rory—. ¿Qué haces con eso?
—Solo estaba… —Rory recorrió la habitación con la mirada, como si
fuera a encontrar una excusa escondida en un rincón. No la encontró—. Creía
que ibas al teatro.
—He ido, pero mi alergia está haciendo de las suyas, así que me he
marchado en el entreacto. —Camilla dejó el bolso en el brazo del sofá y se
quitó el chal reluciente que llevaba sobre los hombros. Le dio una sacudida
haciendo volar un montón de gotas de lluvia y lo dejó a un lado—. Aurora,
¿qué está pasando? No me has devuelto ninguna de mis llamadas, y ahora te
encuentro escabulléndote en la oscuridad. ¿Hay algo que deba saber?
—¿Como qué?
—No lo sé, pero algo pasa. Si querías coger una foto solo tenías que
pedírmelo.
Por un instante, Rory contempló la posibilidad de mentir, pero no iba a
resultar creíble, no cuando su madre sabía cuánto había odiado siempre esa
foto en concreto.
—No la estaba cogiendo —dijo al fin—. La estaba devolviendo.
—¿Devolviendo de dónde?
—Pasé por aquí la otra noche cuando no estabas y digamos que… la cogí
prestada.
Camilla parecía realmente perpleja.
—¿Por qué?
—Acabo de volver de San Francisco. Y antes estuve en Newport.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene que ver San Francisco y Newport con una
foto tuya de niña?
Rory cerró los ojos y exhaló un largo suspiro. No estaba preparada para
tener esa conversación ahora. Para empezar, le había dado a Anson el libro de
cuentas y los documentos de la adopción. No tenía pruebas de lo que estaba a
punto de decir. Pero ya no había vuelta atrás. Su madre esperaba una
respuesta.

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—Lo que digo es que tenemos que hablar.
De repente, Camilla parecía recelosa.
—¿Sobre qué?
Rory inspiró profundamente y exhaló de golpe.
—Sobre tus padres.
Camilla se dejó caer en el sofá con los ojos clavados en la alfombra.
Cuando al fin levantó la cabeza, parecía cansada y extrañamente aliviada.
—¿Cómo lo has descubierto?
Rory la miró fijamente tratando de comprender su respuesta. No había
preguntado «¿qué pasa con mis padres?». Simplemente, lo había admitido.
—¿Sabías lo de la adopción?
Camilla asintió.
—¿Desde cuándo?
—Desde que tenía diez años. No debía saberlo, pero a mi madre se le
escapó algo un día cuando la hice enfadar. Dijo que tendría que haber sabido
que nunca sería una Lowell, que siempre sería basura y que debería haberme
devuelto cuando tuvo la oportunidad. No tenía ni idea de a qué se refería, pero
un año más tarde ella y mi padre discutían y la oí decirlo otra vez. Basura. No
sé de dónde saqué el coraje, pero abrí la puerta de golpe y entré decidida,
exigiendo saber por qué seguía diciendo aquello. Me dio una bofetada tan
fuerte que me zumbaron los oídos durante una hora. Estaba furiosa porque
hubiera estado escuchando, pero en el fondo creo que disfrutó al decirme que
no era su hija. Mi padre no le habló durante semanas.
A Rory se le encogió la garganta al imaginar la escena. Escuchar a la
mujer que creía que era su madre llamarla basura, decir categóricamente que
nunca sería lo bastante buena. No era de extrañar que Camilla nunca hablase
de su infancia.
—Todos estos años me lo has ocultado. ¿Por qué?
Los ojos de Camilla siguieron clavados en el suelo.
—Nunca se lo he contado a nadie. Ni siquiera a tu padre.
—¿Nunca se lo contaste a papá?
—Mi madre estaba decidida a que me casara con un buen partido. No le
importaba con quién mientras fuera un chico de buena familia. Me dijo que
escogiera a alguien y que acabase con el asunto. Escogí a tu padre, o, mejor
dicho, me lancé encima de él. Él se casó conmigo por mi apellido y por mi
herencia. Y a mí me dio igual. Me habría casado con él con cualquier
condición. Pero mi madre tenía sus propias condiciones. Me dejó muy claro
que, si alguna vez le contaba a tu padre lo de la adopción, si le decía una

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palabra a nadie, me dejaría sin un centavo y eso sería el fin de mi matrimonio.
Y no tengo la menor duda de que lo habría hecho si la hubiera hecho enfadar.
—Apartó la mirada mientras sacudía la cabeza—. El dinero nunca me
importó, pero no podía perder a tu padre.
Rory asimiló las palabras preguntándose si había oído bien. Siempre
imaginó el matrimonio de sus padres como una especie de pacto con el
diablo, donde ambas partes se veían compensadas de alguna manera nebulosa
a cambio de soportar una unión sin amor. ¿Se había equivocado? ¿Era posible
que en realidad su madre hubiera estado enamorada cuando se casó con
Geoffrey Grant?
—Pero eso fue hace años. ¿Estás diciendo que después de todo, todas las
peleas, todas las mujeres…? ¿Estás diciendo que alguna vez estuviste
enamorada de él?
Camilla forzó una sonrisa con los ojos repentinamente brillantes por las
lágrimas.
—Siempre estuve enamorada de él, Aurora. Siempre, siempre.
Rory sacudió la cabeza mientras digería esta información. ¿Cómo no
había visto ese amor manifiesto de repente en el rostro de su madre?
«No tienes ni idea de lo que he perdido».
Su madre había pronunciado esas palabras una vez en un momento
acalorado. Entonces no les había encontrado sentido, pero ahora lo tenían. De
niña, Camilla había sido rechazada por su madre, y luego, siendo una mujer,
había sido rechazada por el hombre al que amaba. Una y otra vez, mientras
sus amigos la miraban y le tenían lástima.
—Lamento que sintieras que tenías que cargar con todo eso tú sola tantos
años, que no pensaras que podías compartirlo conmigo.
Camilla se encogió de hombros.
—Supongo que me daba vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿El qué?
—Que no se me pueda querer —dijo Camilla parpadeando para contener
las lágrimas. Cogió el bolso, sacó un pañuelo y se secó los ojos—. Y soy la
madre. Se supone que yo debo darte apoyo, no al revés. Pero me alegro de
que por fin sepas lo de la adopción. Siempre me preocupó que saliera a la luz
de una manera terrible. Que tuviera algún problema de salud y necesitaran mi
historial médico familiar y no supiera qué decirles. —De repente entornó los
ojos—. ¿Cómo lo has averiguado?
—Por accidente. —Rory miró la foto enmarcada que tenía en la mano. Sin
pretenderlo, parecía que habían vuelto al inicio de la conversación—. ¿Cuánto

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sabes de tus padres biológicos?
Camilla sacudió la cabeza.
—Solo sé que nací durante la guerra y que mi madre me dio en adopción
porque no estaba casada. En aquel entonces, era habitual. Eran tantos los
chicos que morían dejando atrás novias y bebés. Mi padre finalmente me lo
contó poco antes de morir. Mi madre, Gwendolyn, había perdido tres bebés y
le daba vergüenza no tener hijos cuando todas sus amigas tenían la casa llena
de niños, así que organizó discretamente una adopción. Fui su premio de
consolación.
—¿Alguna vez mencionó el nombre de tu madre biológica?
—Oh, no. En aquella época las adopciones eran algo muy secreto. Ahora
las cosas son mucho más abiertas, pero por aquel entonces el asunto era tabú.
Mi madre fue inflexible en que nadie tenía que saber que no era suya. Se
fueron al extranjero durante un año, por consejo del médico, dijeron, y hete
aquí que volvieron rebosantes de salud y con una hija. Si alguien lo sospechó,
nunca lo dijo. Pero claro, no se habría atrevido si quería seguir teniendo el
favor de los Lowell. Y eso lo quería todo el mundo.
—¿Y tu padre? Tu padre biológico, quiero decir.
—Nadie lo mencionó nunca, pero siempre di por sentado que lo habían
matado en la guerra. —Se apretó los dedos contra los labios y sacudió la
cabeza, como disculpándose por mostrar sus emociones—. Quería a George
Lowell con todo mi corazón. Era un hombre bueno y cariñoso, pero no era
fuerte. Al menos no en lo que respectaba a mi madre. No fue capaz de…
protegerme de ella. Cuando murió, recuerdo pensar que al fin había
encontrado una forma de librarse de ella. No podía envidiárselo, pero me dejó
a su merced. Fue entonces cuando empecé a fantasear con mi verdadero
padre. Solía imaginar qué aspecto tendría. Alto y guapo, cono un caballero de
un cuento de hadas. Un héroe hasta su último aliento. Solía preguntarme si
sabía que había nacido y si alguna vez pensaba en mí. Necesitaba creer que
era así.
Las palabras parecieron resonar en el silencio que se extendía entre ellas.
Rory se dejó caer junto a Camilla con la foto en su marco de plata sobre las
rodillas. Sus rasgos, pero también los de Anson, y Thia, y los de Camilla.
Pero Soline también estaba allí, en la cara en forma de corazón y los pómulos
altos, en el cuello largo y la barbilla puntiaguda. La mezcla de sangres tan
evidente ahora que sabía la verdad.
Puso la foto en las manos de Camilla y clavó los ojos en su mirada
desconcertada.

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—Esto ha empezado con tu pregunta de qué hacía con esta foto vieja. Te
he dicho que acabo de volver de San Francisco. Y ahora te contaré el resto.
Camilla se tensó casi imperceptiblemente.
—¿El resto?
—He descubierto algo más. Algo que no esperaba descubrir. Le pedí a un
viejo amigo, un periodista que trabaja en el Globe, que me ayudara a
encontrar una vieja foto de Anson. Quería darle una sorpresa a Soline. Unos
días más tarde…
—¿Quién es Anson?
—El hombre con el que iba a casarse Soline.
—Ah, el conductor de ambulancias que murió en la guerra.
—Excepto que no fue así.
—¿El qué no fue así?
—No murió en la guerra. Lo hirieron, gravemente, y pasó tiempo en un
campo de prisioneros, pero no murió. Ha estado vivo todos estos años, y hace
dos días me reuní con su hermana en Newport.
Camilla fruncía el ceño, claramente confundida.
—¿Me he perdido algo? ¿Qué tiene que ver el prometido de Soline con
una foto tuya de cuando tenías ocho años?
—Ahora te lo explico —prometió Rory. Comprendía la impaciencia de su
madre, pero había mucho que contar y era necesario hacerlo con cuidado—.
Al principio fui a Newport para ver a Anson, pero en vez de eso acabé
hablando con su hermana, Thia. Me mostró una foto suya de niña. Una tan
parecida a esta que era como ver gemelas nacidas con treinta años de
diferencia. También me mostró algunas cosas que había encontrado entre los
papeles de su padre después de que muriera. Un viejo libro de cuentas y una
copia de un certificado de adopción. Por eso fui a San Francisco: para
encontrarme con Anson y explicarle todo esto. Lleva cuarenta años odiando a
Soline porque creía que lo había abandonado al enterarse de que estaba
herido. Pero era mentira. El padre de Anson se deshizo de ella porque iba a
tener un bebé. Tenía que verlo, demostrarle todo lo que yo ya sabía: que la
niña a la que Soline dio a luz hace tantos años eras tú.
Camilla palideció y su expresión se volvió rígida.
—Eso no es cierto.
—Lo es —dijo Rory con delicadeza—. He visto el certificado de
adopción y los nombres de George y Gwendolyn Lowell estaban allí escritos.
También el de Soline. Y el tuyo. El padre aparecía como desconocido, pero
no hay dudas de que el bebé era de Anson. Su padre pagó a una mujer

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llamada Dorothy Sheridan para que le dijera a Soline que habías muerto al
poco de nacer. Y entonces te dieron en adopción.
—No.
—Te llamó Assia —dijo Rory, ignorando la repetida negación—.
Significa «la que trae consuelo».
Camilla sacudió la cabeza, con los ojos muy abiertos y vidriosos.
—Lo que dices es imposible, Aurora. Después de todos estos años, las
posibilidades de que sea ella… precisamente ella.
—Sé que todo esto es mucho que digerir. Para mí también lo es, pero es la
verdad. La mujer que te dio a luz está viva y reside justo aquí, en Boston.
Almorzaste con ella la semana pasada.
Camilla se levantó de repente y el marco cayó al suelo.
—¿Por qué dices esto? ¿De verdad la necesitas tanto en tu vida que te has
tragado esta historia absurda? ¿O es mi castigo por comportarme mal el otro
día?
Rory la miró pasmada.
—¿Crees que me inventaría algo así por rencor?
—Solo digo que me parece que quieres creerlo sin importar lo estrafalario
que suene. Apenas conoces a esa mujer, pero en tu cabeza es una especie de
santa.
—Hablas como Anson. Él dijo lo mismo anoche.
Camilla casi pareció sentirse aliviada al oírlo.
—¿Anson tampoco se lo cree?
—No es cuestión de creer. Le mostré las pruebas. Incluso le di el libro de
cuentas, pero dejó muy claro que no le interesa una reunión familiar.
—¿Y Soline? —preguntó Camilla con frialdad—. ¿Qué dice ella sobre
este milagro?
—No sabe nada del asunto. Ahora mismo no me habla. No me coge las
llamadas ni me abre la puerta desde el almuerzo en el Seasons.
—Y supongo que es culpa mía.
—Yo no he dicho eso, pero tienes que entender a Soline. Desaparecer es
su manera de protegerse. Lo que pasó el otro día pareció un ataque, porque lo
fue. Tú no te oíste, pero yo sí. Y ella también. Y te oigo ahora. Por algún
extraño giro del destino, se te ha dado la oportunidad de conocer a tu
verdadera madre, y en vez de aprovecharlo, me acusas de querer castigarte.
No te entiendo.
Camilla asintió con rigidez.

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—Es mucho que procesar, Aurora. Perdona si no lo hago tan rápido como
tú querrías. Tal vez Soline lo hará mejor. —Se agachó para recoger el marco
caído y caminó hasta la vitrina, donde pasó unos minutos haciéndole espacio
entre las otras cosas. Cuando se volvió para mirar a Rory de nuevo, sus
facciones componían un gesto de anodina resignación—. ¿Cuándo se lo dirás?
—Todavía no. Thia aún tiene esperanzas de convencer a Anson, así que le
he prometido que esperaré. No es que vaya a servir de nada, pero yo también
necesito tiempo, para arreglar un poco las cosas con Soline.
—¿Cómo crees que se lo tomará?
—Me temo que no muy bien. Perder a Anson de nuevo, de esta manera,
puede que la destroce. Añádele el hecho de que la hija a la que ha llorado
durante cuarenta años también está viva, pero no quiere saber nada de ella, y
yo diría que tienes todos los ingredientes para la crisis nerviosa perfecta.
—Aurora…
—Estoy cansada, madre. Me voy a casa.
Camilla parecía acongojada.
—No puedes irte sin más, tenemos que hablar.
—Por hoy ya he hablado suficiente. Estoy exhausta, y necesito dormir un
poco.
—¿Vendrás al brunch el domingo? Por favor, no digas que estás ocupada.
Era precisamente lo que Rory había estado a punto de decir. En lugar de
eso, escudriñó el rostro de Camilla. Ella también parecía cansada, o tal vez
perturbada era una palabra más adecuada. Era mucho que procesar. De
repente, le había caído encima una familia entera, junto con un bagaje
bastante aparatoso. Y esa noche se había hecho una idea de lo mucho que
cargaba ya su madre. Tal vez, al igual que Anson, simplemente no quería, o
no podía, cargar con más.
—No lo sé —contestó Rory al fin—. Creo que ahora mismo las dos
necesitamos un poco de tiempo para digerir todo esto.
—Por favor, Aurora, no te marches enfadada.
—No estoy enfadada, madre. Estoy decepcionada. Soline ya no es solo mi
amiga. Es mi abuela. No debería tener que elegir entre vosotras, pero después
del almuerzo del otro día, me doy cuenta de que esperas que lo haga. Una
parte de mí quería creer que esta noticia podría cambiarlo, que tendríamos una
oportunidad de empezar de nuevo. No solo por mi bien, sino por el tuyo y el
de Soline. No tienes idea de cuánto le costó perderte, pero yo sí. Yo solo
podía pensar que por fin ella tendría a su hija, y tú tendrías por fin el tipo de
madre que te merecías, una madre que nunca dejó de amarte y quererte a su

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lado. Y yo os tendría a las dos, como una verdadera familia. Pero supongo
que Anson estaba en lo cierto, aquí no va a haber un final feliz.
Entonces se giró y fue hacia el vestíbulo antes de volver un momento la
vista a su madre.
—Si todavía sientes curiosidad por saber qué aspecto tiene tu padre, tengo
una foto bastante reciente.
Camilla cruzó los brazos pegándolos al cuerpo, como si de repente se
sintiera vulnerable.
—Tal vez podrías traerla el domingo.
—Tal vez.

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Cuarenta y uno

Soline
La Mère tiene un plan para cada una de sus elegidas, un camino único trazado especialmente para
nosotras. Por tanto, debemos desconfiar de los ecos de las generaciones pasadas y evitar hacer
nuestros sus ecos. No nos corresponde repetir el pasado, sino aprender de él.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

27 de septiembre de 1985, Boston

El teléfono comienza a tintinear a las ocho en punto de la mañana. Bebo


unos sorbos de mi café y lo dejo sonar mientras me maldigo por olvidarme de
dejarlo descolgado después de llamar al tendero. Lo cojo. A esta hora de la
mañana, ya sé quién es.
—Sí. ¿Qué?
—Buenos días. Servicio de recepción de llamadas de Daniel Ballantine:
¿es usted la señorita Roussel?
—Muy gracioso. ¿Qué quieres?
—Acabo de recibir una llamada de Camilla Grant… la madre de Rory.
El nombre me coge desprevenida.
—Sé quién es. ¿Para qué te llamaba?
—Al parecer, para ponerse en contacto contigo. Está claro que Rory le
mencionó mi nombre en algún momento, porque me ha rastreado. Quería tu
número. En vez de dárselo, me ofrecí a darte el suyo. No dijo de qué iba la
cosa, pero estaba bastante decidida, un poco inquieta.
—No pienso llamarla.
—¿Has hablado ya con Rory?
—No. ¿Por qué? ¿Ha dicho que algo iba mal?
—No, pero Camilla parecía algo afectada. Dijo que era importante que
hablara contigo. Tal vez deberías llamarla, solo por si acaso.

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¿Por si acaso… qué? ¿Qué podría querer de mí? Me he hecho a un lado,
como ella deseaba, refugiada en la soledad de mi guarida, y aquí me quedaré.
No volveré a exponerme a otra escena.
—No pienso hablar con esa mujer —lo informo gélidamente.
—¿Pero qué demonios pasó en aquel almuerzo?
—No importa.
—De acuerdo, solo anótate el número para que pueda volver al trabajo.
Pero a lo mejor te interesa llamarla. Como he dicho, se la oía un poco
alterada.
—Dame el número.
Cojo un boli y una libreta del cajón y anoto el número, aunque no tengo la
más mínima intención de utilizarlo. Pero después de colgar el teléfono me
quedo mirándolo, preguntándome qué podría querer de mí Camilla Grant.

En cuanto llego a casa de Camilla me arrepiento de mi decisión.


Probablemente, venir haya sido un error, pero cuando al fin me rendí y llamé
a la madre de Rory, no fui capaz de rechazar su invitación al brunch. Me
pidió hacer borrón y cuenta nueva. Cuando vacilé, me pidió que viniera por
Rory. No podía decir que no a eso. Ahora, dos días más tarde, una parte de mí
desearía haberlo hecho; la otra parte se pregunta de qué va todo esto.
Tengo un nudo en el estómago cuando toco el timbre, como el que tenía
cuando aprendía el oficio en las rodillas de Maman, un eco que no soy capaz
de interpretar. Quiero darme la vuelta y regresar por donde he venido. Pero
antes de que pueda alejarme de la puerta, esta se abre y allí está ella, blanca y
perfecta, vestida con lino vaporoso y largos hilos de cuentas de coral que le
llegan casi a la cintura. Intenta sonreír, pero flaquea enseguida.
—Señorita Roussel, muchas gracias por venir. Por favor, pase.
Se hace a un lado para dejarme entrar y por un momento mis ojos se
posan en su muñeca, sobre el brazalete cargado de dijes dorados. El sonido
que hace me recuerda a aquel día en el Seasons, a la forma en que tintinearon
cuando sacudió la servilleta.
—¿Vamos a la terraza?
Cierra la puerta con otro tintineo metálico y me guía a través de una serie
de habitaciones pálidas y meticulosas. Es exactamente como Rory lo
describía, inmaculado y falto de vida; estéril. Por un momento, soy esa otra

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Soline, la que acaba de bajarse del tren con los zapatos gastados y la ropa
desaliñada, penosamente fuera de lugar.
La cocina parece sacada de una revista, acero inoxidable y piedra con una
colección de preciosas jarras sobre el fogón que sospecho que están solo para
decorar. Me ofrece un café y se lo agradezco con un gesto de la cabeza,
incómoda y sin saber muy bien qué hago aquí.
Llena dos tazas y las pone en una bandeja, junto con la nata y el azúcar.
—Por aquí —dice, amagando otra sonrisa. Me doy cuenta de que ella
también se siente incómoda y me sorprendo de que esta mujer fría y elegante
pueda sentirse incómoda en mi presencia.
Señala con la cabeza las ventanas francesas abiertas. Salgo tras ella a un
patio con suelo de pizarra. No hay rastro de Rory, pero hay una preciosa
mesita preparada para tres. La vista desde el patio es sobrecogedora, con una
perspectiva encantadora del río y una amplia franja de vegetación.
Siento los ojos de Camilla en mi espalda y al volverme, la encuentro
detrás de mí, estudiándome. Aparta la vista cuando se da cuenta de que la
estoy mirando y señala una silla.
—Siéntese, por favor.
Trata de sonreír nuevamente mientras se acomoda en su silla. Escojo una
de las más alejadas y cojo mi taza de la bandeja, acomplejada por mis guantes
y sin saber todavía de qué va todo esto.
—Gracias por venir. —Es la segunda vez que lo dice, y me descubro
sintiendo lástima por ella. Casi parece asustada, vulnerable y ansiosa—. Le
pedí que viniera pronto porque quería hablar con usted antes de que llegue
Aurora. Me dijo que no habían vuelto a hablar desde aquel día en el almuerzo,
y me temo que es culpa mía. Empezamos con mal pie. —Hace una pausa y
sacude la cabeza—. No, eso no es cierto. Yo empecé con mal pie. Me porté
muy mal con usted, y quería explicarme, quería… pedirle perdón.
Veo, por la manera en que le cuesta pronunciar las últimas palabras, que
no está acostumbrada a pedir perdón. Esto es difícil para ella, y eso hace que
me ablande. Doy unos sorbos al café y espero.
—No sé qué me cogió. Oía las palabras saliendo de mi boca, pero no
parecía poder pararlas. Era como si la que hablara no fuera yo, sino mi madre.
Sus ojos se apartan de los míos, como si hubiera dicho más de lo que
pretendía.
—Siento haber dicho eso sobre mi madre. Es que a veces es como si me
convirtiera en ella en lo que respecta a Aurora. No siempre… Bueno, vemos
las cosas de manera distinta. Casi todo, la verdad. Y cuando Matthew… Hux

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—se corrige—. Cuando Hux entró en escena, lo manejé mal. No sabía nada
de él, y temía que fuera… —Suspira y vuelve a quedarse callada—. Juré que
nunca sería como ella. Que cuando tuviera una hija, sería diferente, y resulta
que soy igual que ella.
—Está hablando de su madre otra vez.
Asiente, con un puchero de niña.
—Nunca fui la hija que ella quería, y se aseguró de que lo supiera. —Se
lleva una mano a los labios—. Lo siento mucho. No ha venido aquí a
escuchar esto, pero la verdad es que no tengo a nadie con quien pueda
hablarlo y usted es… Rory y usted se han hecho muy amigas.
Veo cómo baja la cabeza para beber un poco de café, consciente de que
las palabras que estoy a punto de decir van a dolerle, y consciente también de
que las cosas que necesitamos oír a menudo duelen.
—Rory dijo eso mismo una vez —comenta en voz baja—. Que ella no era
la hija que usted quería.
Camilla levanta la cabeza despacio y veo que mis palabras la han alterado.
—¿Aurora cree…? —Se le llenan los ojos de lágrimas—. Pero no es
cierto, estoy muy orgullosa de ella. Muy muy orgullosa. Es valiente y
hermosa, y sabe exactamente lo que quiere hacer y quién desea ser. —Sus
palabras se vuelven roncas y parpadea para contener las lágrimas—. Es como
yo habría deseado tener el coraje de ser cuando tenía su edad.
—¿Por qué no lo sabe Rory?
La pregunta duele, pero había que hacerla. Deja la taza y se seca los ojos
con cuidado de no estropearse el maquillaje.
—He cometido muchos errores, muchos. Me he aferrado demasiado a
ella. Me dije que era para protegerla, pero no era cierto. Nunca fue ese el
motivo. Traté de cortarle las alas y mantenerla cerca de mí. Así tendría…
tendría a alguien. Cuando Hux desapareció, se apartó de mí, de todo, en
realidad. Traté de recuperarla, de llegar a ella, pero siguió alejándose cada vez
más. Y entonces la conoció a usted y fue como si volviera a la vida. Y la
galería…, de repente aquello volvía a estar en marcha, y empezó a hablar de
su arte. Sé lo mezquino que va a sonar esto, pero sentí como si tratara de
quitármela, y es todo lo que tengo. Por eso actué de esa manera, porque estaba
celosa. Y tenía miedo.
Sus ojos se apartan de los míos y se clavan en el horizonte. La estudio, su
perfil es tan familiar que siento como si la conociera de siempre. Se parece
mucho a Rory, y a la vez es diferente. Por fuera es fría y elegante, pero bajo

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toda esa perfección hay capas de sufrimiento. Noto que mi corazón da un
paso hacia ella.
—Nadie puede quitársela, Camilla. Es su hija, están unidas de por vida, y
por algo mucho más profundo que la sangre y los recuerdos. Están unidas por
sus ecos.
Camilla se vuelve con una pequeña arruga entre las cejas.
—¿Ecos?
Sonrío, porque tiene cara de necesitar una sonrisa.
—Es algo que solía decir mi madre. Creía que cada persona posee un eco,
una especie de huella dactilar del espíritu, y que esos ecos nos conectan con
las personas que amamos y nos unen a ellas para siempre.
Sus ojos se clavan en los míos, muy abiertos y aún relucientes por las
lágrimas. No puedo leerlos, pero siento una especie de anhelo en ella, una
necesidad de hablar, y sin embargo es reticente.
—¿Usted… lo cree? —pregunta al fin—. Me refiero a la parte de que los
ecos nos unen para siempre.
Tiene la voz ronca, ahogada por la emoción, y me doy cuenta sobresaltada
de que se ha expuesto ante mí, como una niña. Siento un dolor repentino en la
garganta, una tensión que hace que me cueste respirar. Me encuentro confusa,
casi mareada, pero todavía me mira, a la espera de una respuesta.
Antes de que pueda pensar cómo responder, Camilla deja su taza de golpe
y salta de la silla. Parece nerviosa, casi culpable.
—Es la puerta, ha llegado Aurora.
Se prepara para alejarse cuando de repente Rory aparece en la puerta. Se
la ve ligeramente afligida, contenta y asustada a la vez, y me doy cuenta de
que su madre no le ha dicho que estaría aquí. Lleva un gran sobre de manila
en la mano. Se lo mete bajo el brazo y lanza una mirada a Camilla.
—¿Qué está pasando?
—Oh, bien, ya estás aquí —dice Camilla aturullada y feliz a la vez—.
Soline y yo estábamos charlando un poco.
Rory mira hacia mí y luego a su madre entornando los ojos.
—Ya hablamos de esto.
—No, no. Solo estábamos conociéndonos un poco. Ya sabes, cosas de
chicas.
—Tu mensaje decía que viniera lo antes posible. Creía que había pasado
algo.
—Solo porque sabía que querrías ver a Soline. Pensé que sería bonito que
las tres nos juntáramos para un brunch.

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—Excepto que ya hemos hablado de esto. ¿Qué tramas?
Rory ha bajado la voz, pero percibo el tono de sus palabras. Está
enfadada. Camilla se vuelve en busca de mi mirada. Trata de sonreír y una
vez más no lo consigue. No puedo evitar sentir que se está desarrollando una
conversación que me concierne, una conversación que no se me permite
conocer.
—Por favor. —Camilla toma la mano de Rory y la sostiene entre las suyas
—. Trato de arreglar las cosas, Rory. Me acuerdo de lo que dijiste, recuerdo
cada palabra. Quiero que seamos… —Su voz se apaga cuando suelta la mano
de su hija—. Quiero que seamos… amigas. Buenas amigas, sí. Ahora ve a
hablar con Soline mientras yo sirvo la comida.
Rory todavía parece recelosa mientras se quita el sobre de debajo del
brazo y se lo da a su madre. Se queda allí un momento observando cómo
desaparece en el interior de la casa y luego se sienta conmigo a la mesa.
—No tenía ni idea de que estarías aquí. ¿A ti también te ha engañado?
—Llamó a Daniel, y Daniel me llamó a mí. Se sentía mal por lo del
almuerzo y me invitó a acompañaros hoy. Estaba muy decidida, no aceptó un
no por respuesta.
—Lo siento mucho. Siempre ha sido una fuerza de la naturaleza. ¿Cómo
estás?
—Bastante bien.
—Intenté llamarte. Luego fui hasta tu casa y llamé a tu puerta. Cuando no
contestaste, te dejé una nota.
—Y luego enviaste a Daniel a husmear por la ventana de mi cocina.
—Estaba preocupada. Parecías muy disgustada cuando te marchaste aquel
día. Quería disculparme, pero no contestabas al teléfono. Siento lo que dijo mi
madre y cómo se comportó.
—¿Por qué te disculpas por las acciones de tu madre? Son suyas, no
tuyas. Y tenía sus motivos para comportarse como lo hizo.
Rory abre mucho los ojos. Está sorprendida, y tal vez un poquito dolida de
que me haya puesto del lado de su madre, aunque sea un poco.
—¿Ahora la defiendes?
—Tenía miedo, chérie. La gente ataca cuando tiene miedo.
—¿Miedo de ti?
—La manera en que una persona se comporta hacia nosotros nunca tiene
que ver con nosotros, Rory. Tiene que ver con ella misma. Tu madre actuó
como actuó porque se sintió amenazada. Tú eres suya, y quería que yo lo
supiera. Porque tiene miedo de perderte y estar sola.

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Rory frunce el ceño mientras mira a las puertas francesas abiertas.
—Entonces debería dejar de hacer cosas para alejarme. Se comporta como
si no mereciera una vida propia, como si todo lo que hago tuviese que ver con
ella. Mi arte, la galería, incluso las amistades que elijo.
Siento su rabia en mis huesos, el tira y afloja entre madre e hija. Es un
enfrentamiento ancestral, pues siempre ha habido madres que lo sabían todo,
igual que siempre ha habido hijas que ya lo sabían. Es una contradicción que
forma parte del trayecto vital de toda mujer, la necesidad de moldear a su
propia imagen frente a la aversión a ser moldeada.
Sonrío con tristeza.
—Es difícil para una madre soltar a su bébé. Has sido parte de su vida
durante mucho tiempo, todo su mundo, y ahora de repente eres una adulta con
una vida propia. Se siente sola.
—¿Cómo puede sentirse sola? No tiene un hueco en la agenda. Siempre
está yendo a algún almuerzo o a jugar a las cartas o al teatro. Tiene un
auténtico séquito, especialmente desde que mi padre murió, aunque nunca fue
un gran compañero.
—No hace falta estar sola para sentirse sola, chérie. No es lo mismo.
Todos lidiamos con la pérdida a nuestra manera, inventando formas de llenar
el vacío. Por eso tiene toda la agenda ocupada. Y por eso ha sido tan posesiva.
Quiere ser parte de tu vida, pero no sabe cómo.
Rory cruza los brazos y suelta un suspiro. Se la ve tan joven y enfurruñada
ahí sentada con los brazos cruzados. Le fastidia oírme defender a su madre.
Pero la brecha entre estas dos debe repararse antes de que se convierta en algo
frío y permanente. Tal vez por eso el destino me ha arrojado a sus vidas. Para
negociar la paz.
—En Francia decimos tu me manques. Significa ‘me faltas’, no ‘te echo
de menos’. La parte de ti que es una parte de mí… no está. Así es para tu
madre. Hay un vacío en su vida donde antes estabas tú, y no sabe cómo
llenarlo.
Rory se hunde en la silla a mi lado, callada. Está decidida a seguir
enfadada.
—Sabe que ha cometido errores, Rory. Por eso me pidió que viniera hoy,
para hacer las paces. No solo conmigo, sino también contigo. Y creo que
deberías permitírselo.
—Tú no la conoces.
—No. Pero cree que las tres deberíamos ser amigas, y yo también lo creo.
De alguna forma, algo nos ha unido. No sé cómo, ni por qué, pero es

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innegable. Tal vez estamos destinadas a ayudarnos mutuamente de alguna
manera, a llenar mutuamente nuestros espacios vacíos.
Me mira de una manera muy extraña, como si hubiera dicho algo
trascendental y estuviera a punto de corregirme. Por una milésima de segundo
tengo miedo de lo que dirá, miedo a que este nuevo círculo nuestro esté a
punto de romperse, y de repente no quiero que se rompa.
Y entonces oigo el tintineo de la pulsera de Camilla que se acerca con una
bandeja llena de comida.
—Qué cosa tan encantadora —dice, radiante—. Las tres juntas al fin.

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Cuarenta y dos

Rory

18 de octubre de 1985, Boston

Rory mira fijamente la extensión de la pared vacía con una creciente


sensación de terror. Cuarenta y ocho horas antes, Dheera Petri la había
llamado para explicarle por qué, diez días antes de la inauguración, sus obras
todavía no habían llegado a la galería. Había recibido una llamada de una
interiorista que quería todos sus cuadros excepto dos para un nuevo edificio
de oficinas que le habían encargado decorar. Se sentía fatal por dejar a Rory
en la estacada tan cerca de la inauguración, pero ¿sería posible romper su
acuerdo para poder vender las obras?
Habían acordado organizar alguna cosa en el futuro, y Rory le había
deseado suerte. Su consciencia no le permitía interponerse en el camino de
una oferta como esa, pero no tenía la menor idea de cómo iba a sustituirla con
tan poca antelación. Y, para colmo, Camilla y Soline iban a llegar en
cualquier momento. Sería la primera vez que ambas veían la galería, y había
estado ansiosa por hacerles un tour completo. En vez de eso, ahora estaba
preocupada por la perspectiva de un espacio visiblemente vacío la noche de la
inauguración. No era lo que se dice un buen presagio.
Había estado muy satisfecha con cómo había salido todo. Brian había
hecho un trabajo estupendo: había acabado dos semanas antes de lo previsto y
por menos del presupuesto inicial. La paleta de colores por la que se había
decantado, suaves capas de carbón y pizarra, le daba a todo una atmósfera
ligeramente industrial, pero la cuidada iluminación y las lámparas art déco de
segunda mano daban la cantidad perfecta de glamour. Tampoco había habido
contratiempos en la instalación de las obras. Hasta que Dheera llamó con sus
terribles buenas noticias.
—¿Aurora? Cariño, ¿estás aquí?

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Rory se asustó al oír la voz de Camilla. No había oído la campanilla de la
entrada, pero al parecer comenzaba el espectáculo.
—Voy enseguida.
La imagen de Soline y su madre entrando por la puerta la animó al
instante. No se parecían en nada —Camilla había heredado los ojos claros y el
pelo rubio de Anson, mientras que el tono de Soline era oscuro— y sin
embargo había una similitud inexplicable al verlas allí una al lado de la otra,
una cuerda invisible que parecía unirlas.
Un mes atrás nunca las habría imaginado pasando tiempo juntas, pero,
sorprendentemente, en las semanas posteriores al brunch sorpresa de su
madre se habían hecho muy amigas.
Le alegraba ver a Soline saliendo de nuevo, y estaba entusiasmada a la par
que sorprendida por lo rápido que la personalidad beige de su madre se había
transformado en algo brillante y casi juguetón, gracias a una visita a Bella
Mia y una serie de consultas con Lila en Neiman Marcus. Al parecer, Soline
también se había convertido en el hada madrina de Camilla. Y Camilla había
estado encantada de devolverle el favor invitándola a almorzar, a ir de
compras, e incluso al ballet la semana anterior.
Soline había llenado un vacío en la vida de Camilla que ni ella misma
sabía que existía y había aplacado su afán de aferrarse y controlar, lo que le
había dado a Rory tiempo para centrarse en la galería. Y parecía que las tres
iban a ser fijas del brunch de los domingos.
Era más de lo que Rory había esperado jamás, pero ¿qué pasaría cuando
finalmente le dijeran la verdad a Soline? No todo serían malas noticias, se
reuniría con su hija y su nieta, pero, incluso entonces, sentiría amargura por
todos los años perdidos. Y, por supuesto, las noticias sobre Anson resultarían
devastadoras. ¿Sería suficiente su nueva relación para ayudarla a resistir el
golpe?
Camilla empezaba a refunfuñar diciendo que se sentía poco sincera, y a
Rory le preocupaba que un día su madre soltara la verdad sin más, una
metedura de pata que casi seguro acabaría en desastre.
Había accedido a dar tiempo a Thia, pero desde su última conversación no
había habido ningún avance por ese lado. Anson se había ido al extranjero
poco después de su encuentro en San Francisco y no devolvía las llamadas.
No le sorprendió, pero una pequeña parte de ella esperaba que Thia tuviera
éxito, que de repente a Anson se le caería la venda de los ojos y después de
todo habría un final feliz. Pero cada día que pasaba parecía menos probable.

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—Bueno —dijo Camilla con entusiasmo dando palmadas—. Aquí
estamos para nuestro tour. Habíamos dicho a las once, ¿verdad?
Rory forzó una sonrisa.
—Así es.
Su mirada pasó a Soline, que estudiaba el espacio con la boca abierta. Era
la primera vez que volvía a la casa desde la noche del incendio cuatro años
atrás, y a Rory le había preocupado cómo reaccionaría. Sus últimos recuerdos
del lugar difícilmente podían ser buenos.
—Esto es increíble —murmuró Soline finalmente—. Trabajé y viví aquí
treinta y cinco años, y apenas lo reconozco. Está todo tan bonito. Y has
dejado la escalera original. Qué maravilla.
Rory sintió que se relajaba.
—Me alegro mucho de que te guste. Quería dejar algunos de los detalles
para homenajear la historia del edificio. Todavía tenemos que ajustar un poco
la acústica por las zonas sin amueblar, que producen un poco de eco cuando el
lugar está vacío, pero, en general, estoy encantada con el resultado.
Camilla acababa de regresar de un rápido recorrido por la sala principal.
Miró el rostro de Rory, que fruncía el ceño.
—¿Qué pasa? Algo va mal, ¿verdad?
—No, es solo que he estado un poco tensa por la inauguración. Y cansada,
las últimas semanas han sido una locura, entre enviar invitaciones, organizar
la comida y la música, trabajar con todos los artistas para instalar las obras a
la perfección. Ha sido mucho.
—Pero ahora has terminado. Y míralo. No me puedo creer lo que has
hecho con el lugar. Los colores y la pureza de líneas. La manera en que has
usado la luz para crear un ambiente. Es… sobrecogedor y a la vez muy
tranquilo. Has conseguido la mezcla perfecta entre lo elegante y lo artístico.
Rory aguardó el inevitable «pero», seguido de una lista de cosas que ella
habría hecho diferente. «Pero es un poco…». «Quizá podrías…». «¿Has
pensado…?». No llegó. Su madre solo la miró con una sonrisa.
—Gracias. ¿Estáis listas para ver el resto?
—Tú eres la guía. Queremos verlo todo.
Rory las llevó por las siete colecciones mientras las remitía a los carteles
de plexiglás de las paredes con la biografía y foto de cada artista. Por el
camino fue señalándoles sus obras preferidas y explicando los materiales y
técnicas específicas utilizadas para crearlas. Era una buena práctica, y le
alegraba ver que recordaba sin dificultad lo que había memorizado.

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Acabó con su colección favorita, las obras de cristal marino de Kendra
Paterson, que también resultaron ser las preferidas de su madre, en especial la
descomunal ola titulada «Cresta». Sin duda, era sensacional: una ola marina
creada con miles de fragmentos de conchas moldeadas por el mar, que iban
del blanco escarcha y el verde mar pálido al marrón intenso, pasando por
todos los matices intermedios.
—Es sencillamente sobrecogedora —suspiró Camilla—. Y qué trabajo tan
inteligente. No puedo imaginarme la paciencia que requiere algo así, por no
mencionar la habilidad. Nunca había visto nada semejante.
Rory estaba más que complacida con la reacción de su madre a lo que ella
consideraba el plato fuerte de las siete colecciones.
—Lo mismo pensé yo. La encontré por casualidad, a través de otra de mis
artistas, y estoy encantada de tenerla en la inauguración.
Soline se movía despacio alrededor de la peana con los dedos enguantados
entrelazados frente al cuerpo, como para contenerse y no tocar.
—Cuanto más la miras, más parece que se mueva, como una ola de
verdad. ¿Sabe la artista cuántos trozos de cristal utiliza en cada escultura?
—Antes sí, pero dejó de contar a medida que las obras se volvieron más
grandes y complejas. Pero cada trozo de cristal lo recogen a mano ella y su
marido. Recorren las playas de todo el mundo. Su estudio es increíble. Está
lleno de…
—¿Aurora, cariño? —La voz de Camilla le llegó del otro lado de la
galería—. ¿Qué tendría que haber aquí?
Su madre se había alejado mientras Soline y ella hablaban, pero Rory
supo sin mirar que se refería a la pared vacía donde deberían haber estado los
cuadros en acrílico de Dheera Petri.
—Una artista se retiró de la exposición anteayer.
—Oh, no. Eso es terrible. Y un poco injusto tan cerca de la inauguración.
Rory se encogió de hombros intentando restarle importancia a su
decepción.
—Recibió una oferta de una decoradora para comprarle todas las obras
menos dos, y yo no podía interponerme en la venta. Así que ahora tengo una
pared que llenar en solo ocho días. Probablemente podría llenarla con piezas
sueltas. Tendría que quitar una de las paredes modulares, mover las
instalaciones y luego cambiar toda la iluminación, pero podría hacerse a
tiempo. Solo que no es lo que quería para la inauguración. Pero aún me
quedan algunos días, así que no me he rendido del todo.

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—¿Sabes? —dijo Soline mirando la pared desnuda con expresión
pensativa—. Conozco a una artista cuyas obras serían perfectas. Muy…
originales. Es un poco justo y está muy ocupada ahora mismo, pero creo que
podría convencerla. Me debe un favor.
Rory casi grita de alegría. No tenía ni idea de que Soline tuviera contactos
en el mundo del arte. Su hada madrina estaba a punto de obrar su magia otra
vez.
—¿Está cerca? Por favor, di que sí.
—Muy cerca.
—¿Podrías llamarla? Me reuniré con ella donde quiera.
Soline esbozó una de sus sonrisas socarronas.
—Estoy hablando de ti, Rory, de tu arte. Es exactamente lo que esta pared
necesita, una transición perfecta desde las piezas de cristal marino. Y no te
haría falta mover nada.
Rory soltó un suspiro, como aire que se escapa de una rueda.
—Creía que hablabas en serio.
—Hablo en serio. Y también hablaba en serio la última vez que lo dije. Te
acuerdas, ¿verdad?
Rory lo recordaba, pero había pensado que Soline solo estaba siendo
amable.
—Pero no son… No pintan nada aquí, al lado de todo esto.
—Oh, ma pêche. ¿No lo ves? Es precisamente aquí donde tienen que
estar. Que esa mujer se haya retirado no ha sido una casualidad. Era justo lo
que tenía que pasar.
—Pero solo son cinco piezas para toda una pared.
—Perfecto —dijo Camilla con firmeza—. Así tendrán espacio para
respirar.
Rory se volvió y la miró estupefacta.
—¿Crees que debería hacerlo?
—Sí. Soline tiene razón, cariño. Esto es lo que tiene que pasar.
—Pero siempre dijiste…
—Olvida lo que dije. Debería haberte apoyado hace mucho tiempo, y te
pido perdón por no haberlo hecho. Pero lo hago ahora. No porque no tengas
más remedio, sino porque tu obra es hermosa y original, y su sitio está en
estas paredes. Por favor, di que lo harás. O al menos que te lo pensarás.
Rory consiguió esbozar una sonrisa, conmovida por esa inesperada
declaración, pero no necesitaba pensarlo. Ya tenía bastante entre manos sin la

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presión de preguntarse cómo sería recibida su obra presentada junto a artistas
de verdad.
—Bueno, hasta aquí llega el tour, a menos que queráis ver el piso de
arriba.
—La verdad es que Soline y yo tenemos una sorpresa para ti.
Rory no estaba segura de que le gustase cómo sonaba aquello. Ya había
tenido suficientes sorpresas esa semana.
—¿Qué clase de sorpresa?
—De verdad, Aurora, deja de ser tan desconfiada. Es una buena sorpresa,
te lo prometemos.
En la entrada, Soline sacó una bolsa de Neiman Marcus de al lado de la
puerta y se la dio a Rory.
—Para ti —dijo con una sonrisa felina—. De parte de las dos.
Rory llevó la bolsa hasta el mostrador de la entrada y sacó una caja grande
y plana. Se le cortó el aliento al levantar la tapa y descubrir un traje de seda
color burdeos. Corte de esmoquin, con las solapas de terciopelo negro y se
cerraba con un solo botón. Miró la etiqueta: Valentino.
—Debe de haber costado una fortuna. —Acarició con la mano la solapa
de terciopelo—. Es precioso.
—Es para la inauguración —le dijo Soline—. A menos que ya hayas
comprado algo.
Rory negó con la cabeza mientras volvía a doblar el traje y lo metía en la
caja.
—La verdad es que no había vuelto a pensar en el tema.
Camilla echó la cabeza atrás con una de sus carcajadas tintineantes.
—¿Lo ves? Te lo dije, la ropa siempre le ha dado igual. Cuando era
pequeña, los disfraces de Halloween consistían en hombreras y un casco o
una gorra de chófer y un peto. Nunca iba de princesa o hada como las otras
niñas. Y ahora mírala… —Se quedó callada y parpadeó deprisa, como si las
emociones la hubieran cogido desprevenida—. Toda una mujer y una artista
con su propia galería. —Se llevó los dedos al collar de perlas y lo retorció con
torpeza—. Tenías un sueño y lo perseguiste. No muchos pueden decir lo
mismo, pero tú sí, y me alegro por ti. Te lo mereces, Rory.
Ahora le tocaba a Rory que la cogieran desprevenida. No Aurora… Rory.
Eso era nuevo.
—Gracias —dijo con voz ronca—. Gracias a las dos, no sé cómo deciros
lo feliz que me hace que ambas vengáis a la inauguración.

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—Intenta impedírnoslo. —Camilla se inclinó para darle un beso en la
mejilla—. Ahora nos vamos a almorzar y a comprar algunas cosas. Soline va
a ayudarme a escoger unas botas. Estoy pensando de gamuza.
Rory las acompañó a la salida y se quedó en la puerta hasta que se
fundieron en la multitud que caminaba por Newbury Street. A almorzar y a
comprar botas. Eso también era nuevo.

Rory estaba agotada cuando llegó a casa. Había pasado el resto de la tarde al
teléfono tratando de encontrar un artista para llenar la pared de Dheera Petri.
De los cinco con los que había conseguido contactar, cuatro dijeron que
podrían enviar una o dos obras a tiempo para la noche de la inauguración,
pero ninguno podría asistir con tan poca antelación. Parece que tendría que
conformarse con una selección de piezas únicas en lugar de una sola
colección. A menos que siguiera la sugerencia de Soline.
Caminó por el pasillo y encendió la luz del cuarto de invitados. Sus ojos
fueron enseguida a la pieza que colgaba detrás del escritorio, el imponente
faro de granito que se alzaba desafiante en medio de una tormenta. Era la
mayor de sus piezas y una de las mejores. Las cuatro que había en el armario
harían un total de cinco. Las sacó, alineándolas una al lado de la otra. Podría
funcionar hasta que encontrase otra colección para sustituirla. Solo necesitaba
una pieza más para equilibrar.
Se acercó a uno de los marcos que había cerca de la ventana y pasó la
mano por la pieza inacabada sujeta entre las barras del bastidor. Una escena
de puerto invernal con una capa de niebla blanca deslizándose sobre el agua.
Lo único que le faltaba era el cielo: el destello de un sol aguado que luchaba
por abrirse paso entre las nubes bajas que se deshacían. Seda peltre, muaré
bígaro, franjas de suave franela gris. La luz sería complicada. Tal vez un
tejido plateado plisado. Estaba bastante segura de que tenía algunos retazos en
una de las cestas, y todavía le quedaba una semana para trabajar. Si empezaba
esta noche, podría terminar una obra más a tiempo para montarla.
La idea le provocó un cosquilleo en el estómago. ¿De verdad se lo estaba
planteando? Las palabras de su madre esa mañana le habían tocado una fibra
inesperada. No solo que le dijera que estaba orgullosa, sino que se refiriese a
ambas, Soline y Camilla, unidas para apoyarla, como una familia. Eran tres
mujeres unidas por una serie de acontecimientos que ninguna de ellas podía
explicar, a través de los mares y los años y de tantas pérdidas. Tres hilos

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separados, entretejidos para formar un todo. Frágiles solas, pero más fuertes
ahora, porque estaban juntas.
Y tendrían que ser fuertes cuando llegase el momento, para ayudar a
Soline a superar lo que se avecinaba. Faltaban ocho días para la inauguración.
Una vez eso quedase atrás, tendría que hablar con Thia para ponerle fin a
aquello. Había esperado tanto como le permitía su conciencia. Alargarlo solo
hacía más grandes las mentiras de Owen, y ya había habido demasiadas
mentiras. Era hora de que la verdad saliera a la luz, de que pasara lo que tenía
que pasar. Solo esperaba que, cuando ocurriese, Soline se sintiera
reconfortada por su nueva familia y continuase reconstruyendo su vida.

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Cuarenta y tres

Rory

26 de octubre de 1985, Boston

Rory se miró el reloj y volvió a respirar profundamente tres veces más. La


apertura de puertas estaba programada para dentro de una hora, y se habían
preparado al máximo. Habían instalado una barra cerca de la entrada que
ofrecía una selección de vinos y cervezas de importación, habían colocado
bandejas de aperitivos fríos en un pequeño bufé hacia la parte de atrás, el
guitarrista clásico que había contratado se estaba instalando en un rincón
discreto y los siete artistas habían llegado a tiempo y estaban agrupados
delante, charlando y esperando a que se abrieran las puertas.
Su madre y Soline estaban arriba fingiendo que se empolvaban la nariz
mientras le daban un poco de espacio. Rory lo agradecía. La semana había
sido un torbellino de creatividad enfebrecida y detalles de última hora, lo que
le había dejado poco tiempo para dormir, y mucho menos para reflexionar.
Ahora, sin nada más que hacer que dar la vuelta al cartel de ABIERTO y abrir la
puerta, necesitaba unos segundos de tranquilidad para centrarse en el
momento.
Era casi irreal estar en este lugar que había creado de la nada, como si se
hubiera metido en el sueño de otra persona. Y, en cierto, modo así había sido.
Hacía unos meses, la casa adosada estaba abandonada, destruida pero no
vacía. Tiempo atrás, su abuela había soñado entre estas paredes y había
dejado un poco de su magia, como migas de pan para que las encontrara algún
día. Y las había encontrado. O quizá eran ellas las que habían encontrado a
Rory. Ahora, dijera lo que dijese el cartel expuesto sobre la puerta, los ecos de
Soline Roussel seguirían viviendo entre esas paredes. Y también lo harían los
suyos.

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Se quedó mirando el cartel de la nueva colección de la galería, OLA DE
SUEÑOS, de Aurora Grant, y parpadeó para contener el escozor de las lágrimas.
De repente, estaba con Hux mirando su obra a través de la ventana de Finn’s,
escuchando las palabras que habían puesto en marcha todo aquello.
«Los sueños son como olas… Tienes que esperar a que venga la
adecuada, la que tiene tu nombre… Este sueño lleva tu nombre».
—Mira lo que he hecho, Hux —susurró en voz baja—. Mira dónde estoy.
Sí que llevaba mi nombre. Y ahora es real, gracias a ti.
—Creo que es la hora, cariño.
Rory se secó las últimas lágrimas mientras se volvía a mirar a su madre.
Llevaba una falda larga hasta media pierna, un chaleco de crepé ciruela y
botas de gamuza gris con tacones de aguja. Ni rastro del beige.
—¿Te he dicho lo impresionante que estás esta noche?
Camilla bajó un poco la barbilla y sonrió con timidez.
—Gracias. Creo que tenemos la misma estilista. Y mírate, ese traje te
sienta como un guante. Estás preciosa, como toda la galería. Has hecho un
trabajo maravilloso con todo. Y estoy muy contenta de que decidieras colgar
tus obras. Merecen ser vistas y valoradas.
—Todo es tan extraño. Durante meses he intentado imaginarme qué
sentiría esta noche, y ahora…
Camilla le cogió la mano.
—Oh, cariño, ¿qué pasa?
—Nada. Solo estaba pensando en Hux, en cómo nada de esto estaría
sucediendo si él no hubiera creído en mí. Ojalá estuviera aquí para verlo.
—Lo verá, cariño. Volverá a casa, y estará muy orgulloso cuando vea lo
que has hecho. Pero ahora mismo toca salir al frente. Tu público espera.
Las palabras de su madre desataron una bandada de mariposas en su
interior.
—No tengo público. ¿Y si no viene nadie? Nos pasaremos una semana
comiendo tomates cherry rellenos y crostini de pimiento asado.
Camilla soltó una carcajada impropia de ella.
—Eso que dices son tonterías. Hemos enviado más de doscientas
invitaciones. Ambos periódicos han cubierto la inauguración en la sección de
fin de semana, y literalmente se lo he dicho a todas las personas que conozco,
dos veces. Yo diría que para cuando cierres las puertas no quedará ni un
tomate ni un crostini. Ahora en marcha. Hay una fiesta que espera para
empezar.
—¿Dónde está Soline?

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—Sigue arriba, pero ha dicho que bajará enseguida. Creo que está un poco
nerviosa por estar rodeada de tanta gente.
Rory sabía exactamente cómo se sentía, pero de todas formas se las
arregló para poner un pie delante del otro, vagamente consciente de la
presencia de su madre a su lado, y hacer un gesto con la cabeza a la morena
alta que había junto a la barra, otro a la pelirroja que se encargaba de la mesa
de la comida, y un tercero al guitarrista, que al instante cogió la guitarra. Los
suaves compases de «Blackbird» de los Beatles llenaron el aire, y los artistas
se movieron para colocarse en sus puestos frente a sus colecciones.
—Estás lista —le susurró Camilla al oído—. Yo me encargo de la puerta.
Tu trabajo, tu único trabajo, es sonreír, atender a la gente y parecer una
galerista. Y recuerda moderar el ritmo. Va a ser una noche larga.
Una corriente de fresco aire otoñal entró cuando Camilla abrió la puerta.
En pocos minutos, varios grupos de mujeres entraron e intercambiaron
abrazos y besos al aire. Amigas de su madre, pensó con una oleada de
gratitud.
Camilla era realmente fabulosa en acción. Controlaba a la perfección los
tiempos, manejándolo todo con un movimiento de cabeza o una mirada, y
hacía que todo pareciera espontáneo, y Rory se encontró preguntándose si ella
sería capaz de desarrollar unas habilidades como esas. Aún estaba dándole
vueltas a la cuestión cuando su madre y su grupo de amigas se acercaron.
—Oh, ahí está. Madre mía, ¿qué te has hecho? ¡Estás impresionante,
Aurora! ¡Espectacular! —Era Laurie Lorenz, la tesorera del Consejo de las
Artes, que la recorría de arriba abajo con los ojos muy maquillados—. Casi no
te he reconocido con este peinado. Estás muy elegante, como recién salida de
una pasarela de París.
Hilly asentía con entusiasmo.
—Está divina, ¿verdad? Y mira esos pómulos. Igual que los de su madre.
Todavía no me creo lo que has hecho con este lugar. Compramos aquí el
vestido de novia de mi hija hace cuatro años, y ahora míralo. Nadie se
imaginaría que casi se quema por completo.
—Gracias —dijo Rory, incómoda, esperando que Soline no estuviera
escuchando—. El daño no fue tan grave como se creyó al principio, y
encontré un contratista estupendo. Nos las arreglamos para salvar algunas de
las lámparas originales y la escalera, que me tiene enamorada.
Las mujeres siguieron la mirada de Rory hasta la escalera asintiendo al
unísono. Como si esa fuera su entrada, Soline apareció en lo alto de las
escaleras, magnífica con su pantalón palazzo de seda negra y una chaqueta

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plateada bordada. Hizo una pequeña pausa mientras recorría a la multitud con
la mirada y comenzó a bajar apoyada en el pasamanos con una mano cubierta
por un guante negro.
Nadie habló. Rory no podía culparlas. Estaba imponente, y andaba con
tanta gracilidad que parecía que sus pies no tocaran el suelo. Se detuvo de
nuevo en el último escalón y, por un instante, Rory temió que fuera a darse la
vuelta y subir corriendo las escaleras. En vez de eso, cuadró los hombros y
miró por encima de la multitud hasta que sus ojos se encontraron con los de
Rory.
Rory levantó una mano, consciente de las miradas curiosas de las amigas
de su madre. Camilla también era consciente de ellas, y parecía estar lista para
defender a Soline si era necesario. Pero Soline les dedicó a ambas una sonrisa
tranquilizadora mientras se acercaba. Estaba impresionante con los ojos
pintados de negro, los labios escarlata y el pelo recogido a un lado con una
peineta adornada de joyas. Camilla la cogió del brazo y la acercó al grupo.
—Señoras, me gustaría presentaros a mi querida amiga, Soline Roussel.
Hubo una breve pausa seguida de una oleada de murmullos educados. Fue
Hilly quien finalmente habló:
—¡Madame Roussel! Esta era su tienda, usted hizo el vestido de boda de
mi Caroline. Caroline Walden. Estoy segura de que no lo recuerda, pero ella y
su marido ya tienen tres niños encantadores, gracias a usted. Y la gente
todavía habla de ese vestido, de la manera en que el lazo…
Camilla la interrumpió con un gesto de la mano.
—Estoy segura de que Soline no quiere pasarse la noche hablando de
trabajo, Hilly. Pero tal vez Vicky y tú podáis hablarle del Consejo. Tengo que
seguir encargándome de la puerta, y Aurora tiene que saludar a sus invitados.
No os olvidéis de probar los entremeses y decidme qué os parecería contratar
para Año Nuevo a la cocinera que ha seleccionado Aurora para la
inauguración. Es fabulosa.
Rory recorrió la sala con la mirada, sorprendida por lo rápido que se
llenaba. Le había preocupado que no viniera nadie, ahora se preguntaba si
habría suficiente vino. Pero le alegraba ver tantas caras conocidas. Kelly y
Doug Glennon acababan de llegar, Daniel Ballantine y una hermosa rubia,
que supuso que sería su mujer, estaban mirando la mesa de la comida, y
Brian, que había cambiado su ropa de contratista por un pantalón caqui
pulcramente planchado y una chaqueta de tweed marrón, tomaba una cerveza
y charlaba con una pareja que eran amigos de su madre.

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Sintió que se relajaba mientras comenzaba a moverse entre la gente. Le
encantó ver a los invitados charlando con los artistas, discutiendo sobre los
materiales, la técnica y las fuentes de inspiración.
En algún momento, su madre le había puesto una copa de Chardonnay en
la mano y, más tarde, había cogido otra. Ahora se daba cuenta de que había
sido un error. La excitación de la noche, unida a una semana casi sin dormir,
pareció golpearla con brusquedad, y de repente sintió que estaba agotada.
Camilla también debió de darse cuenta, porque apareció con un plato de
aperitivos y sugirió que tal vez era hora de comer algo.
Se sintió mejor después de comer un poco. Y aún mejor después de
vender una de sus piezas a una cirujana de la ciudad y a su marido. Para
cuando el último invitado se marchó a las diez y media, habían vendido un
total de cuatro obras, reservado dos encargos y tenían un posible comprador
para la «Cresta» de Kendra Paterson. En definitiva, la noche había sido un
éxito. Y ahora que había terminado, iba a meterse en la cama y a dormir como
un tronco.
Levantó la vista y vio a su madre acercándose con dos copas de vino.
—Están recogiendo el bar, así que he pensado que mejor cogía unas copas
para las dos. Soline ha subido a tu oficina hará una hora. La noche ha sido
intensa, pero creo que lo ha llevado bien. Me ofrecí a acercarla a casa sobre
las nueve y volver, pero estaba decidida a quedarse. Toma. —Puso una de las
copas en la mano de Rory—. He pensado que podríamos rematar la noche con
un brindis.
Rory miró la copa con cautela.
—No sé si debería. Estoy muerta, y tengo que conducir hasta casa.
—Solo un brindis. Antes no hemos tenido oportunidad.
—Vale, pero solo un sorbito.
Camilla levantó la copa y esperó hasta que Rory hizo lo mismo.
—Por la joven a la que tengo el privilegio de llamar mi hija. No siempre
se me ha dado muy bien decirte lo orgullosa que estoy de ti o confiar en que
sabías lo que te convenía, y te pido perdón por ello. Estoy orgullosa de ti. No
solo esta noche, sino siempre, y te prometo hacerlo mejor en el futuro.
—Gracias —murmuró Rory, conmovida por la inesperada declaración de
su madre. Después de un sorbo, alzó la copa nuevamente—. Ahora me toca a
mí. Por la mujer que me enseñó cómo mantenerse elegante en cualquier
circunstancia. Esta noche has estado maravillosa, cuidando de todo, incluida
yo. No estoy segura de poder haberlo hecho sin ti. —Se aclaró la garganta,
consternada al sentir un nudo en ella—. No siempre te he dado crédito por lo

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mucho que haces, y por lo bien que lo haces, y también te prometo hacerlo
mejor.
Camilla bajó las pestañas mientras chocaban las copas.
—Vas a hacerme llorar.
—Has empezado tú —contestó Rory antes de beber el trago de rigor.
—Muy bien. Me voy a la cocina para ver si quedan algunos de esos
pequeños crostini, luego subiré a buscar a Soline para ir a casa y remojarme
los pies. —Hizo una pausa y señaló sus botas nuevas—. Me va a llevar un
tiempo acostumbrarme a estos tacones.
Rory no pudo evitar sonreír mientras veía a su madre yendo a la cocina.
Había sido una noche de sorpresas, empezando por un par de botas de tacón
alto y terminando con un momento de honestidad y respeto mutuo que apenas
unas semanas atrás no podría haber imaginado. Era el final perfecto para una
noche casi perfecta, pero tenía que admitir que se alegraba de que hubiera
terminado.
Dio una última vuelta por la sala en busca de platos o vasos que el
servicio de catering pudiera haber pasado por alto, y recogió servilletas de
cóctel olvidadas. Acababa de agacharse para recoger un folleto arrugado
cuando oyó la campanilla de la entrada. Al parecer, nadie había pensado en
cerrar la puerta principal.
Se enderezó y compuso una sonrisa educada.
—Lo siento. Me temo que… Oh, Dios mío.
«No. No ahora. No así».
—Anson… ¿Qué haces aquí?
Anson estaba junto a la puerta, tenso y sin sonreír, con los puños
apretados a los lados del cuerpo.
—Thia me dijo que esta noche era la inauguración. Necesito hablar
contigo.
—¡No puede estar aquí! —siseó Rory—. Soline está en el piso de arriba, y
no sabe que está… —Hizo una pausa y echó una mirada frenética a las
escaleras—. ¡Por favor, no puede estar aquí!
—Aurora, he guardado… —Las palabras de Camilla se desvanecieron
cuando vio que Rory no estaba sola—. Lo siento, no me había dado cuenta de
que quedaba alguien.
—Este es Anson —explicó Rory, tensa—. Ya se iba.
Por un momento, el rostro de Camilla se aflojó, la boca abierta en una o
muda. Al fin el hechizo se desvaneció y la inexpresividad fue reemplazada
por algo que Rory no supo nombrar.

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—Eres igual que tu foto —dijo con frialdad.
Anson dio un paso adelante antes de contenerse. Se quedó completamente
inmóvil con los ojos clavados en el rostro de Camilla.
—¿Eres…?
—Sí, lo soy. Y tienes que marcharte. Ahora.
—Tengo que hablar con tu… Tengo que hablar con Rory.
Camilla alzó una ceja gélida.
—No, ahora no. Sea lo que sea lo que tengas que decir, ha esperado
cuarenta años. Una noche más no va a cambiar nada.
—Por favor —rogó Rory—. Vete. Y danos la oportunidad de hablar con
Soline. No puede descubrirlo así.
Apenas acababa de pronunciar las palabras cuando escuchó un jadeo
ronco procedente de arriba, seguido del golpe sordo de un bolso de seda
bordado al caer por las escaleras.

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Cuarenta y cuatro

Soline
Hay un dolor peor que la muerte. Es el dolor de una vida vivida a medias. No por no saber lo que
podría haber sido, sino precisamente por saberlo.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

No puede ser, y sin embargo lo es.


Ha envejecido, los años han ablandado su cuerpo antes duro, y han
añadido arrugas a su cara e hilos plateados a su pelo, pero lo reconocería en
cualquier parte.
Durante cuarenta años he soñado con volver a verlo; sabía que era
imposible, pero lo he soñado de todos modos. Y ahora, de alguna manera,
aquí está. Vivo, y mirándome como si el fantasma fuera yo. Mi garganta se
llena repentinamente de lágrimas y oraciones respondidas, pero, cuando abro
la boca, no sale nada. Porque veo que algo va mal. Terrible, terriblemente
mal. Lo veo en la forma en que Rory me mira, como si se estuviera
disculpando por algún crimen imperdonable, en los brazos cruzados y la
postura rígida de Camilla, como si se estuviera preparando para la batalla. Y
en la frialdad que se ha apoderado del rostro de Anson. En el espacio de un
instante, me he convertido en una extraña para él. No, no una extraña, una
enemiga. Pero ¿cómo? ¿Por qué?
—¿Anson?
Sus ojos, duros y con los párpados gruesos, se encuentran con los míos.
No alcanzo a ver su color, pero siento su frialdad como una cuchilla de acero
entre mis costillas. Es la mirada que ponía cuando hablaba de los boche. Y
ahora me la dirige a mí.
De alguna forma, obligo a mis piernas a moverse y consigo dar un paso y
luego otro. Pero ahora retrocede hacia la puerta, con una mano levantada
como para mantenerme a raya. Y entonces desaparece en la calle dejando la

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puerta abierta tras él. Por un instante, vuelvo a estar en París, sentada en la
parte trasera de una ambulancia viéndolo desaparecer a través de una
ventanilla cuadrada.
Entonces las piernas me fallan y me pliego en el escalón como un pájaro
caído, demasiado aturdida como para pronunciar una palabra o llorar siquiera.
Rory está a mi lado, me coge las manos, murmura una y otra vez que lo
siente, que lo siente mucho, como si lo que acabara de pasar fuera culpa suya.
La miro, tratando de entender lo que veo en su cara. Tristeza, lástima y… ¿es
eso culpa?
—Iba a contártelo. Después de la inauguración íbamos a contártelo todo.
¿Íbamos?
Miro al pie de las escaleras, desde donde Camilla aprieta el pilar de la
barandilla con las dos manos mientras me mira, y allí también la veo. La
misma culpa, pero tampoco consigo entenderla.
—¿Qué ibais a decirme?
—Que Anson está vivo. Lo sé desde hace un tiempo, y…
—¿Cuánto tiempo?
—Unas semanas. Tal vez un poco más.
Llevo mis ojos hacia Camilla.
—¿Tú también lo sabías? ¿Y no dijiste nada?
—Queríamos contártelo —balbucea Rory antes de que Camilla pueda
abrir la boca—. Solo estábamos esperando el momento adecuado para darte la
noticia. Lo siento mucho, nunca pensé que pudiera aparecer aquí. Me
encontré con él en San Francisco y me dejó muy claro que no quería verte.
—¿Fuiste a San Francisco? ¿A ver a Anson?
Baja la cabeza y asiente.
—Pero primero fui a Newport. Thia me dijo cómo ponerme en contacto
con él.
Newport. La palabra hace que me recorra un escalofrío. Y Thia. El
nombre resulta extraño después de tanto tiempo. Pero hay demasiadas
preguntas en mi mente. Me tropiezo con ellas y me tambaleo al borde del
pánico. Mi mundo se ha puesto patas arriba y no entiendo nada.
—Lo descubrí por casualidad —dice Rory, como si eso cambiara algo—.
Le pedí a un amigo periodista que buscara una vieja foto de Anson para darte
una sorpresa. Pero al final fui yo la sorprendida. Una de las fotos que
encontró tenía solo dos años. Por eso fui a Newport, para averiguar si era tu
Anson. Luego fui a San Francisco para hablar con él. Necesitaba entender qué
había pasado después de la guerra, por qué nunca había venido a buscarte.

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Creí que podría convencerlo de venir a Boston a hablar contigo, pero se cerró
en banda. Cuando se lo conté a Thia, me pidió que esperara un poco antes de
decírtelo, y yo acepté. Creíamos que tal vez cambiaría de opinión. Nunca se
nos ocurrió que pudiera presentarse así sin más.
Cierro los ojos como si eso fuera a borrar lo ocurrido. Las lágrimas, que
hace un momento era incapaz de derramar, de repente manan cuando tomo
consciencia de la verdad. Anson, mi Anson, ha estado vivo estos cuarenta
años, pero no quería saber nada de mí… y sigue sin quererlo.
—Hay más —dice Camilla con delicadeza desde el pie de las escaleras—.
Tienes que saber el resto.
—No quiero saber el resto —digo y me pongo en pie—. Quiero irme a
casa. Por favor, pedidme un taxi.
—Yo te llevaré a casa —protesta Camilla—. Pero primero tenemos que
hablar. Hay cosas…
—No quiero hablar. —Mi voz suena extrañamente inexpresiva, vacía y
ajena—. Quiero estar sola. —Parpadeo para aclararme la vista, pero las
lágrimas siguen rodando por mi rostro—. Por favor, el taxi.
Por el rabillo del ojo veo a Camilla lanzarle una mirada implorante a
Rory. Está decidida a seguir hablando, a justificar el secreto que han
guardado, a arreglarlo un poco de alguna manera. Pero nada puede arreglarlo.
Rory también lo ve, y responde a su madre negando suavemente con la
cabeza. Sabe que nada de lo que diga ahora cambiará las cosas.
La escalera se inclina precariamente cuando empiezo a bajar los
escalones. Me agarro al pasamanos con fuerza temiendo que las piernas no
me sostengan. Esquivo a Camilla y luego a Rory, me agacho para recoger mi
bolso y voy hacia la puerta.
—Esperaré fuera.
Siento sus ojos clavados en mí mientras esperan a que me quiebre en un
millón de pedazos diminutos. Pero no puedo, todavía no. Porque cuando esta
vez me rompa, será para siempre.

Página 330
Cuarenta y cinco

Soline
Ten siempre presente la regla del tres. Lo que hagas, tres veces vuelve a ti. Haz el mal y tres malos
vientos la fortuna traerá. Haz el amor y tres veces el amor un hogar encontrará.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

30 de octubre de 1985, Boston

Cuatro días.
Llevo cuatro días hibernando, sobreviviendo a base de café y tostadas
porque no tengo energía para más, vagando de habitación en habitación con
los ojos nublados o acurrucada en posición fetal con el estuche de afeitado de
Anson pegado al pecho.
He vuelto a dejar descolgado el teléfono. No quiero oírlo sonar. No quiero
preguntarme quién es o qué quieren. Ya lo sé, y no deseo ser parte de sus
gestos conciliadores. No dudo que Rory tuviera buenas intenciones al
ocultarme la verdad. No está en su naturaleza ser cruel. Pero me ve como una
anciana frágil y quebradiza incapaz de soportar un golpe más. Y no se
equivoca, tal vez tenía una buena razón para preocuparse por si no iba a
recuperarme de esto. No estoy segura de que vaya a lograrlo.
Me digo una y otra vez que no importa, que el hecho de que Anson esté
vivo en algún lugar del mundo no cambia nada. Pero no es cierto, todo ha
cambiado. Porque lo he perdido de nuevo. Excepto que, esta vez, no me lo
han quitado los boches. Alejarse ha sido decisión suya.
Su propuesta de matrimonio había surgido de la nada, en un momento en
que nuestras emociones estaban a flor de piel. ¿Se había arrepentido, después
de que nos separáramos, y se sintió secretamente aliviado al volver a casa y
no encontrarme? ¿Sabía lo de nuestra hija? ¿Que dejó el mundo el mismo día
en que llegó a él? ¿Que nunca pude abrazarla?
Mi Assia.

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Todo este tiempo la he imaginado con él, que, de alguna manera, en algún
lugar, estaban juntos. Pero mi niña ha estado sola todo este tiempo.
Probablemente Anson tenga hijos, tal vez nietos, y una esposa. Incluso ahora,
tantos años después, el pensamiento hace que me retuerza de dolor, y sin
embargo mis ojos están secos. Parece que por fin se han agotado mis
lágrimas.
He perdido la noción del tiempo, y el reloj encima de la estufa hace dos
años que no está en hora. Levanto las persianas de la cocina y me asomo al
exterior. El cielo es de un tono plomizo y una lluvia constante salpica los
cristales. Decido olvidarme de todo y voy a la nevera; saco huevos,
mantequilla y champiñones. Las espinacas del cajón tienen los bordes
viscosos, pero hay un tomate en el alféizar que no está demasiado estropeado.
En realidad, no quiero comer, pero me duele la cabeza y siento que tengo las
entrañas vacías. Necesito alimentarme, y una tortilla no requiere mucha maña.
Acabo de poner la sartén en el fuego cuando suena el timbre de la puerta,
y por un violento instante me atraviesa un rayo de esperanza. ¿Habrá
cambiado de opinión? Apago la hornilla y paso junto a las cortinas del salón
hasta el vestíbulo, y espero.
«No es él. No puede ser él».
El timbre suena otra vez seguido por los fuertes golpes de la aldaba.
Contengo la respiración, deseando que quien sea se vaya. Es Rory, por
supuesto. O Camilla. Ya han venido tres veces, y tres veces las he ignorado.
O tal vez sea Daniel desafiando el clima lluvioso para venir a ver cómo estoy
otra vez. Tampoco quiero verlo, ya sabe demasiado de mi historia, y no tengo
ganas de que me interrogue para sonsacarme el resto.
—¿Soline? —Es la voz de una mujer amortiguada a través de la puerta—.
Soline, soy Thia.
Thia. Después de todos estos años. El corazón me martillea en los oídos y
de repente siento la boca pastosa. Me inclino para acercarme más a la puerta,
con una mano en el pomo. Es un error, lo sé, pero estoy débil.
—¿Estás sola?
—Puedo estarlo —es la respuesta—. Si tú quieres.
Giro el pomo y abro la puerta unos centímetros para observar una franja
de ese rostro desconocido. Una boca de labios gruesos, el puente de una nariz
demasiado ancha, una piel que muestra el desgaste de alguien que pasa
demasiado tiempo bajo el sol. Y un ojo azul verdoso pálido, con manchitas
doradas alrededor del iris. Igual que los de Anson.

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Abro la puerta y me quedo con las manos a los costados, aturdida al verla
frente a mi puerta, aturdida por toda esta situación. Incluso ahora, el parecido
entre ellos es imposible de ignorar. Pero también hay algo más que mantiene
mis ojos clavados en ella, algo que no consigo precisar.
—¿Qué haces aquí? —Tengo la garganta oxidada por no haber hablado en
mucho tiempo y el exceso de lágrimas.
—Quiero hablar contigo —dice con voz baja y tranquila, como si hablase
con un animal que puede salir corriendo—. Sobre lo que pasó después de que
te marcharas de casa de mi padre.
Mantengo la mano en el pomo, complacida al ver la fría llovizna
calándole la camiseta. De repente, estoy muy enfadada con ella.
—Ya sé lo que pasó. Tu hermano regresó a casa y nadie me lo dijo.
—Por favor, querríamos sentarnos a charlar.
¿Querríamos? El pecho se me encoge al escuchar la palabra.
—¿Está él…? ¿Quién ha venido contigo?
—Solo Rory y Camilla. Están en el coche. Sé que estás enfadada y dolida,
y tienes todo el derecho a estarlo, pero hay cosas que debes saber, Soline.
Otras cosas.
Ahora percibo un tono sombrío en su voz y siento que se me forma un
nudo en el estómago.
—¿Qué… otras cosas?
—Por favor. Estoy empapándome por la lluvia, y la puerta no es el lugar
indicado para tener esta conversación. Déjanos entrar.
Saco la mano del pomo y doy un paso atrás. Thia mira hacia la calle y
hace un gesto con la mano, la señal para que vengan. Me entreveo en el
espejo del vestíbulo al darme la vuelta. Soy un fantasma, pálida y despeinada,
con los ojos pesados y ensombrecidos por el dolor. Me paso una mano por el
pelo, tratando de domarlo, y me doy cuenta de que estoy desnuda salvo por la
bata que llevo puesta desde hace cuatro días.
—Necesitaré un momento para vestirme.
Cuando regreso, están en el salón. Rory y Camilla en el sofá, Thia sentada
en el borde de una silla, con el pelo húmedo pegado a la frente y al cuello. Me
mira, visiblemente aliviada de que me haya arreglado. Me he cepillado el pelo
y he cambiado la bata por una chaqueta de punto y unos pantalones. Los ojos
de Thia se detienen en mis guantes blancos de algodón antes de apartarse.
Pero hay algo más en la manera en que me mira, en la manera en que todas
me miran. La lástima se mezcla con la incomodidad, y ahora desearía no
haberlas dejado entrar.

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—Muy bien, ya estáis aquí. Decid lo que hayáis venido a decir y
marchaos.
—Creemos que deberías sentarte —dice Camilla, que da unas palmaditas
en el cojín del sofá contiguo al suyo—. Aquí, entre nosotras.
—No quiero sentarme. —Sueno hosca, como una niña enfurruñada.
Rory me mira con ojos suplicantes.
—Por favor, Soline. Hay algo que queremos mostrarte. Algo que tal vez
haga que todo esto sea… más fácil. Por favor, siéntate.
Me dejo caer a su lado, tensa, con las manos en el regazo. Sea lo que sea,
quiero que se acabe ya.
Rory mete la mano en una bolsa negra de nailon y saca lo que parece un
álbum de fotos. Me armo de valor para algo, pero no sé qué. Y entonces me
pone el álbum en las manos.
—Ábrelo.
Los guantes me vuelven torpe cuando intento levantar la tapa. Rory estira
el brazo para ayudarme y entonces veo una vieja foto en blanco y negro. Una
niñita con rizos pálidos y los ojos separados, vestida con botas y un mono de
nieve acolchado. Tiene tres años, tal vez cuatro, y me resulta familiar, aunque
nunca había visto la foto. Miro a Rory de reojo, sin estar segura de qué está
pasando ni qué esperan de mí.
—Es Thia —explica—. Cuando era pequeña.
Miro a Thia, que está extrañamente inmóvil. Sigo sin entenderlo.
—Pasa la página.
Es otra foto de la misma niña, pero ahora es mayor y lleva un vestido de
fiesta con volantes. Ahora veo claramente los rasgos de Thia, las mejillas
anchas y la barbilla puntiaguda, las pecas en el puente de la nariz. Miro las
tres caras cuidadosamente inexpresivas y siento que se me empieza a agotar la
paciencia.
Camilla me toca el brazo.
—Sigue, pasa la página.
La cubierta de plástico de la página cruje cuando paso a la siguiente
fotografía. Es Thia de nuevo, más o menos con la misma edad, pero con un
vestido diferente. Pero hay algo más que es diferente. Tiene el rostro más
delgado, los pómulos más altos y afilados. Y ahí está de nuevo, algo que me
hace cosquillas en la memoria, como un hilo suelto que no consigo agarrar.
Me siento molesta y confundida, y de repente tengo miedo.
Entorno los ojos mirando a Thia.

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—¿Por qué estoy viendo viejas fotos tuyas? ¿Qué tienen que ver
conmigo?
—Mírala mejor —dice en voz baja—. Esa no soy yo.
Vuelvo a estudiar la foto y retrocedo a la página anterior. Las fotografías
son casi idénticas, pero al inspeccionarlas más de cerca veo que la segunda es
más reciente. El hilo enredado comienza a desenmarañarse. Es imposible. Y
sin embargo…
—¿Quién es?
La pregunta cuelga en el aire, intacta, mientras pasan los segundos. Nadie
habla ni respira. Al fin, siento la mano de Rory posarse sobre la mía.
—Soy yo.
Mis ojos siguen clavados en la foto, absorbiendo cada curva y hueso de la
cara que me devuelve la mirada. Aurore. Sí, ahora lo veo. Miro un momento a
Thia, luego a Rory, y luego una vez más la foto.
—No lo entiendo. ¿Cómo…?
Rory todavía me coge de la mano. La aprieta con fuerza.
—Somos familia —dice con mucha cautela—. Thia y yo… somos
familia.
Mi cabeza se llena de interferencias, un ruido blanco chirriante que
desplaza mis pensamientos. No consigo entender lo que acaba de decir, no
encuentro las preguntas que debo hacer. ¿Por qué no me suelta Rory la mano?
¿Por qué Thia parece tener miedo de exhalar una bocanada? ¿Y por qué llora
Camilla?
—¿Familia… cómo? —consigo decir al fin.
—Soy su sobrina nieta. —Me mira parpadeando, esperando a que diga
algo. Cuando me quedo callada, insiste—. ¿Entiendes lo que eso significa?
—No. —Sacudo la cabeza sintiéndome extrañamente anestesiada. El hilo
está ahí, esperando a que tire de él, pero no puedo… o no quiero. Sacudo la
cabeza una vez más y continúo sacudiéndola—. No.
—Anson es mi abuelo, Soline. Lo que te convierte en… mi abuela.
Miro fijamente la foto, incapaz de respirar.
—No es posible.
—Lo es —dice Rory, y vuelve de nuevo la página—. Tu hija no murió. Se
la llevaron.
Miro la página nueva. Es una fotocopia, arrugada pero suficientemente
legible. CERTIFICADO DE ADOPCIÓN. En una de las casillas está escrito mi
nombre, Soline Roussel, en otra, el apellido Lowell. Y más abajo, Camilla.

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Doy vueltas a los nombres en mi cabeza como piezas de Scrabble. Tienen
un significado, deben de tenerlo, pero no consigo conectarlos.
—Lowell era mi apellido de soltera —dice Camilla a través de un nuevo
torrente de lágrimas—. Camilla Lowell es el nombre que me puso la pareja
que me adoptó. Antes de eso, tuve otro nombre.
La miro fijamente hasta que los ojos se me llenan de lágrimas y su rostro
empieza a difuminarse. No puede ser verdad. Y, sin embargo, su cara, las
caras de las tres, dicen que lo es.
—Eres…
—Soy Assia —susurra—. Soy tu hija.
Me cubro el rostro. La avalancha de sollozos es tan repentina que
amenaza con ahogarme. Siento que me rodean unos brazos, no sé de quién, y
luego me mezo y gimoteo, un agudo borbotón de dolor y alegría inexplicable.
Trato de parar, de calmarme, pero el sonido sigue brotando, derramándose de
mí como una tormenta. Estoy haciendo el ridículo y no me importa. De
hecho, no me importa nada. Que Anson no me haya querido lo suficiente
como para buscarme. Ni siquiera haber perdido cuarenta años con la hija que
debería haber sido mía. Ahora mi hija está aquí. Y también Rory.
Pienso en Maman, en lo que me enseñaba sentada en su regazo cuando era
una niña, y sé que, en algún lugar, ella también es feliz. Lo que pasó no puede
cambiarse, pero podemos avanzar: tres generaciones unidas por la sangre y
los ecos, recuperando todos los años perdidos.
Siento que alguien me pone un pañuelo en la mano, y poco a poco mis
sollozos se detienen. Me limpio la cara y trato de recuperar la compostura.
Cuando levanto la vista, todas tienen las mejillas húmedas, pero es el rostro
de Camilla lo que retiene mi mirada. Lo devoro, cada línea y precioso
contorno, como si la viera por primera vez.
—Todo este tiempo —susurro—. Has estado aquí todo este tiempo. Mi
Assia.
Rory desaparece unos segundos y vuelve con una caja de pañuelos, y en
las siguientes horas sostengo la mano de mi hija y escucho a Thia explicar
hasta dónde había llegado su padre para malquistar a su hijo contra mí.
Ahora está muerto, que le vaya bonito. Nunca le perdonaré lo que me
arrebató, ni perdonaré a su hijo por permitir que lo hiciera. Que Anson
pudiera creerme capaz de semejante traición es el trago más amargo de todos.
Porque ahora veo que nunca fue el hombre que yo creía. Perdí a ese hombre
la mañana que subí a una ambulancia y lo vi desaparecer. Que de repente

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haya aparecido vivo todos estos años después no cambia nada. Anson, mi
Anson, está muerto.

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Cuarenta y seis

Soline
Los amantes se hieren por muchas razones, pero, al final, la raíz siempre es el miedo. Es difícil,
quizá lo más difícil de todo, confiar cuando tenemos miedo, abrirnos al riesgo de perdonar. Pero el
perdón es la mayor magia de todas. El perdón hace que todo renazca.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

Se han ido, y yo he regresado a mi bata después de una larga ducha caliente,


a solas con esta nueva y extraña realidad. Estoy acurrucada en el sofá
revisando el álbum de fotos antiguas que me han dejado Rory y Camilla. Ya
lo he visto entero una docena de veces, pero no puedo dejar de pasar las
páginas, saboreando los detalles de todas y cada una de las fotos de infancia,
como si intentase grabar sus caritas en los rincones vacíos de mi memoria.
Assia, viva. Y Rory.
Por segunda vez en pocos días, alguien a quien amaba ha vuelto de entre
los muertos. Parece imposible, como el final de un cuento de hadas en que la
princesa recibe un beso y el hechizo se rompe de repente. El largo y oscuro
sueño ha terminado por fin. A las Roussel nos han enseñado que los cuentos
de hadas son para otras personas. Pero algo ha puesto en marcha esta extraña
cadena de acontecimientos. No puede ser una mera casualidad lo que ha
traído a Rory y Camilla a mi vida o lo que me ha llevado a mí a la suya.
Tendremos mucho que hablar en los próximos días, historias que debo
compartir, sobre la magie y el legado que siempre ha formado parte de ellas.
Será una conversación extraña, o quizá no. Desde el principio, he notado algo
especial en Rory, y por supuesto Camilla, mi Assia, también habrá heredado
el don. Lo que hagan con él dependerá de ellas, pero conocerán a las tejedoras
de hechizos que las precedieron: Esmée, Giselle, Lilou y todas las demás.
Pienso en Maman y en su creencia de que estamos irremediablemente
conectados a las personas que amamos. Que nuestros ecos siempre nos
unirán. A través de los años, de la distancia e incluso de la muerte. ¿Es eso lo

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que ha ocurrido? ¿Se han chocado los ecos? De repente, me doy cuenta de
que no importa.
Cierro los ojos, con los miembros deliciosamente pesados, y dejo que los
acontecimientos del día me invadan. Hay muchas cosas en las que pensar,
mucho tiempo perdido que recuperar, pero me conformo con dejarlo para
mañana. Afuera, la lluvia sigue cayendo, más fuerte ahora, y el viento ha
aumentado y golpea las ventanas en ráfagas intermitentes. Una de las
persianas parece haberse soltado. La oigo golpear contra la casa. No… no es
una persiana. La puerta. Alguien llama a la puerta.
Me levanto del sofá con la cabeza aturdida. Rory prometió venir más tarde
a ver cómo estaba, pero el teléfono sigue descolgado. Seguro que no ha vuelto
a salir en medio de esta lluvia.
Me apresuro hacia el vestíbulo, retiro torpemente la cadena y luego el
cerrojo. Una fuerte ráfaga de viento golpea la puerta cuando la abro y me
salpica un muro de lluvia fría. Entonces lo veo mientras me aparto el pelo de
los ojos. Anson.
Su silueta llena la puerta, inconfundible a pesar de los años, pero no puedo
ver su rostro. Su figura se recorta contra la luz de la farola, con los hombros
encorvados por la lluvia. Lo miro fijamente, con la respiración entrecortada y
superficial. Durante cuarenta años, he imaginado este momento, cómo sería
verlo una vez más, decir las cosas que me gustaría haberle dicho antes de
separarnos. Y ahora que está aquí, frente a la puerta de mi casa bajo la lluvia
torrencial, me doy cuenta de que no puedo decir una palabra.
Se pasa una mano por la cara para secarse la lluvia de los ojos.
—Necesito entrar. No te robaré mucho tiempo.
Me aparto y dejo que me siga al vestíbulo. Cuando oigo la puerta cerrarse,
me doy la vuelta rápidamente, temiendo que se haya marchado, pero sigue ahí
con los brazos tensos en los costados del cuerpo. Tiene la chaqueta y la
camisa empapadas y el pelo chorreando.
De repente caigo en la cuenta de que tengo las manos desnudas y me las
meto en los bolsillos, demasiado consciente de que estoy en bata y descalza.
Los segundos pasan mientras nos miramos y me pregunto qué ve él. Cuarenta
años es mucho tiempo, sobre todo para una mujer. ¿Sigue viendo a la chica
que conoció en los pasillos del Hospital Americano o los años me han
convertido en una extraña? No debería importar, pero importa.
—Te traeré una toalla —digo con voz ronca.
Cuando regreso, llevo guantes blancos de algodón. Sigue en el vestíbulo,
evitando pisar la alfombra. Le tiendo la toalla y doy un paso atrás.

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Hace un intento inútil de secarse la camisa y luego se la pasa por el pelo
antes de darse por vencido. Cuando trata de devolvérmela, mantengo las
manos en los bolsillos.
—Déjala en la silla.
—Has perdido algo el acento —dice con el rostro inexpresivo.
—He perdido muchas cosas. —Me duele ver el vacío en sus ojos, pero me
obligo a mirarlos. ¿Ha venido a disculparse? ¿A explicarse? No, me doy
cuenta de que no ha venido a ninguna de esas dos cosas. Sea lo que sea,
quiero que lo diga y se marche—. ¿Qué quieres?
—Acabar con esto.
—No entiendo. ¿Con qué hay que acabar?
—Conmigo no hagas teatro, ya no tienes veinte años. Esta farsa que has
estado sosteniendo, sea lo que sea, se termina ya.
Su voz es tal como la recuerdo, el mismo timbre ronco que me estremeció
la primera vez que nos vimos, pero ahora está cargado de desprecio. Hacia
mí.
—Lo que hubo entre nosotros terminó hace cuarenta años, Anson. En
París.
—¿De verdad?
No puedo contestar. Ni siquiera puedo respirar. Me concentro en la
pequeña cicatriz que tiene sobre el ojo derecho. Antes no la tenía. Hay otra
justo debajo de la mandíbula, en el lado izquierdo, nueva también. Y una más
cerca del nacimiento del pelo. Me doy cuenta de que estoy memorizando su
rostro. Guardando un nuevo recuerdo que superponer al que he estado
llevando conmigo, para cuando vuelva a marcharse. Solo que no quiero
recordar a este Anson.
—Rory dijo que fue hasta San Francisco a verte, y que te lo contó… todo.
—Así es. Debo decir que fue una buena sorpresa. No todos los días un
hombre se convierte en padre y abuelo de golpe.
—No te convertiste en padre, Anson. Has sido padre durante cuarenta
años. Y yo no tuve nada que ver con su visita. Ni siquiera sabía… —Me
detengo de golpe, enfadada por estar dándole explicaciones. Siento nacer un
sollozo y me lo trago. No pienso llorar delante de él—. Me fui de casa de tu
padre creyendo que estabas muerto, que los boches te habían matado y habían
enterrado tu cuerpo en el bosque. Y la otra noche voy y te veo allí, al final de
la escalera. ¿Te imaginas cómo me sentí? Y tú te quedaste ahí, sin más,
mirándome furioso. ¡A mí! Como si yo hubiera hecho algo malo. ¿Nunca se

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te ocurrió pensar que habría querido saber que estabas vivo? ¿Que incluso si
no querías estar conmigo, me debías eso al menos?
—Nunca se me ocurrió que te interesara.
Su respuesta me deja estupefacta.
—Íbamos a casarnos.
Me mira con ojos fríos y se encoge de hombros.
—¿Y qué habrías hecho? ¿Dejarlo todo, imagino, y volver corriendo a
Newport a hacer de enfermera de un hombre que se enfrentaba a la
posibilidad de tener que pasar el resto de su vida en una silla de ruedas?
«¡Sí!», quiero gritarle. «Sí, eso es exactamente lo que habría hecho.
Habría hecho cualquier cosa por recuperarte». Pero ya es demasiado tarde
para semejante melodrama. Me doy la vuelta y voy hacia el mueble bar que
hay en la esquina a servirme un coñac. «Coraje en botella», lo llamaba
Maddy. En este momento, necesito un poco de coraje.
Sigo dándole la espalda mientras manejo torpemente el decantador. Siento
sus ojos entre mis hombros mientras vacío el vaso en dos tragos rápidos. El
calor me lame la garganta mientras baja hasta el estómago. Cojo el decantador
y me sirvo otro.
—Pensaba que podía oírte llamándome —digo, todavía de espaldas—. Tu
voz en la brisa, en la lluvia. En mis sueños. Solo mi nombre, una y otra vez,
como si me llamaras desde donde estuvieras. Qué tontería, ¿verdad? —Espero
un instante hasta que el silencio se vuelve incómodo—. ¿Puedo ofrecerte
algo? ¿Un coñac, o tal vez algo más fuerte?
—Ya no bebo.
El énfasis en el «ya» es casi imperceptible, pero suficiente para hacer que
deje mi copa y me vuelva a mirarlo. Una vez más, el cambio en él me
impacta. No en su aspecto, sigue siendo un hombre guapo, sino en su actitud
y la manera en que se comporta. A la mayoría de nosotros el tiempo nos
suaviza, erosiona nuestros bordes afilados. Pero con Anson ha hecho lo
contrario. Lo ha vuelto cruel e inquietantemente insensible, y me recuerda de
nuevo que este no es el hombre al que amé.
Pienso en cuando se emborrachó un poco durante la cena con una sola
copa de vino. Fue una de las contadas veces que lo vi beber.
—No recuerdo que fueras un gran bebedor —digo para llenar el silencio,
y al instante me arrepiento. No quiero hablar de cómo era.
—Mejoré bastante —responde con voz inexpresiva—. Mucho, de hecho.
Fines medicinales, o eso me decía a mí mismo. Es bueno para el dolor. Y

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sorprendentemente efectivo si se empieza lo bastante temprano. Hasta que
empiezas a perder días enteros. Ahí la cosa se complica.
—El dolor… ¿Era por tus heridas?
Me mira largo y tendido. Tanto que creo que no va a contestar.
—Claro —dice al fin—. Vamos a decir que eran las heridas.
No hay dudas sobre lo que está diciendo. Me echa la culpa. No a su padre,
sino a mí. Por las mentiras que le contó su padre, mentiras que él eligió creer.
Aun así, la crudeza de su contestación descubre una falla en mis defensas.
—¿Vas a decirme qué te pasó?
Me mira con frialdad.
—¿Por qué?
Encojo los hombros con fingida indiferencia.
—Pensé que era parte de lo que se suponía que íbamos a hacer, como una
autopsia para determinar la causa de la muerte. —Sueno como él mientras le
espeto las palabras, monótona e indiferente, y no lo lamento—. Ambos
sabemos cómo empezó, estábamos allí. Luego nos separamos y las cosas se
vuelven un poco confusas. Después de cuarenta años, ¿no merezco el resto de
la historia?
Se deja caer en el brazo del sillón más cercano con la pierna derecha
extendida y rígida, y por un momento me recuerda a Owen.
—Una noche volvía de una entrega. Sucedió tan rápido que no lo vi venir.
Una bala me dio en el costado, la otra en el hombro. Me sacaron del camión a
rastras y me llevaron al bosque. Pensé que iban a matarme. En cambio, me
dispararon en ambas piernas y me dejaron allí. No sé cuánto tiempo tardé en
volver arrastrándome a la carretera, pero acabó conmigo. Cerré los ojos y
acepté mi destino. Cuando volví en mí, un nazi con guantes de goma me
hurgaba el hombro. Al parecer, los trabajadores de la Cruz Roja eran una
excelente moneda de cambio, aunque nunca llegué a saber por quién me
cambiaron.
En ese momento aparta la vista, tiene los ojos empañados.
—Es bastante desagradable escapar así cuando te das cuenta de cuántos
no lo consiguen. Te vas a casa y ellos siguen siendo solo un número en una
lista, parte del cómputo diario, porque sus padres no tienen el apellido
adecuado.
Reprimo un escalofrío al recordar las conversaciones sobre los calabozos:
hambre, trabajos forzados, interrogatorios agotadores y vallas electrificadas.
Nunca perdonaré a Owen Purcell por el daño que ha causado, a mí, a mi hija,

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a Anson, pero no puedo culparlo por haber hecho todo lo posible para traer a
su hijo a casa.
—¿Cuánto tiempo te retuvieron?
—Seis semanas en el hospital antes de que me transfirieran al campo de
Moosburg durante tres meses y medio. Era el kriegie número 7877.
—¿Que eras qué?
—Un kriegie. Es el diminutivo de la palabra alemana para prisionero de
guerra. Todos teníamos un número. El mío era el 7877.
Hay un dolor en el centro de mi pecho, una vieja herida que se abre. Llevo
mucho tiempo viviendo con su muerte, pero de alguna manera esto es peor,
saber lo que soportó, y que se siente culpable por haber sobrevivido a ello.
—Tu padre… —Me callo, respiro y vuelvo a empezar—. Llegó un
telegrama diciendo que habías desaparecido. Tu padre llamó a todas las
personas que se le ocurrieron, pero nadie sabía dónde estabas. Dijeron que te
habían tendido una emboscada y que probablemente estabas muerto. Y
entonces tu padre me echó, sabiendo que llevaba a tu hijo en el vientre. Nunca
me dijo que estabas… —Cierro los ojos luchando contra las lágrimas—. No
lo sabía, Anson. Si lo hubiera sabido, nada podría haberme mantenido alejada
de ti.
—¿Ni siquiera Myles Madison?
El nombre de Maddy me deja muda. Y hay un matiz nuevo en su voz, más
duro y frío, como si me hubiera cogido in fraganti.
—¿Qué tiene que ver Maddy con nosotros?
—Con nosotros no, contigo.
—No te entiendo.
—Yo creo que sí.
Me mira fijamente, reprochándome algo, pero no sé el qué.
—Por favor, dime de qué hablas.
Vuelve a cruzar los brazos con una sonrisa tan fría que se me eriza el vello
de los brazos.
—¿Y si te dijera que sí te busqué? Que cuando mi padre me aseguró que
no sabía dónde estabas, pagué a un detective, el señor Henry Vale, para que te
encontrase. Y lo hizo.
La habitación parece quedarse sin aire. No puede ser verdad, tiene que ser
mentira. Si ha sabido dónde encontrarme todo este tiempo… Doy un paso
atrás, luego otro, hasta que quedo contra el mueble bar.
—¿Has sabido que estaba aquí, todo este tiempo? ¿Y nunca viniste a
buscarme?

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Se encoge de hombros.
—Tres son multitud. Aunque las fotos eran bonitas. Me pareció que
hacíais una pareja estupenda. Un poco mayor para ti, pero tal vez los prefieras
distinguidos. A algunas mujeres les pasa. ¿Dónde está ahora?
Sacudo la cabeza, confusa.
—¿Estamos hablando de Maddy?
—¿Hubo más de uno?
Mis nervios están tensos, como una cuerda de violín demasiado afinada.
Lo que dice no tiene sentido.
—¿Más de un qué, Anson? ¿Qué fotos?
—Las que sacó el señor Vale.
Me quedo petrificada.
—¿A mí?
—A los dos, de hecho. Una donde estáis en la cocina, preparando juntos
el desayuno en bata. Muy hogareño. Otra donde sales poniéndole en la boca
no sé qué dulce en una cafetería. En esa estás prácticamente en su regazo.
Pero creo que mi favorita es en la que salís bailando. Sus brazos rodeando tu
cuerpo, tu mejilla contra la suya. Desde luego, fue dinero bien invertido. Me
imagino que el suyo también.
Estoy tan aturdida, y tan furiosa, que al principio no sé qué contestar.
—¿Pagaste a alguien para que me encontrara? ¿Para que me espiara?
¿Con una cámara?
—No resultó difícil encontrarte. Por lo que recuerdo, tardó menos de una
semana. Pero cuando me dijo que estabas en Boston, arrejuntada con un
hombre lo bastante mayor para ser tu padre, le dije que se había equivocado.
La mujer a la que buscaba estaba enamorada de mí. Así que me trajo pruebas.
Echo la cabeza hacia atrás y suelto una carcajada. Los sucesos del día me
han puesto un poco histérica, pienso, o tal vez es el coñac, pero de repente
todo el asunto me resulta de lo más gracioso.
—¿Crees que me había… arrejuntado con Maddy? ¿Que él y yo…? —
Otra carcajada—. ¡Pues vaya pruebas conseguiste!
Su rostro se oscurece. Le enfada que me divierta.
—No estoy ciego, Soline.
—Me temo que sí, Anson. Muy ciego. Madison era mi jefe y mi amigo.
También era gay. Me dio un trabajo cuando… después de que naciera Assia.
Y un lugar donde vivir. Estaba en las últimas, como se dice, y él me rescató.
Nos peleábamos como el perro y el gato, y nos queríamos con locura. Pero

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nunca fuimos amantes. E incluso si hubiera sido heterosexual, nunca podría
haber habido nada entre nosotros. Yo seguía enamorada de ti.
—Excepto que, hasta donde sabías, yo estaba muerto.
Lo miro fijamente, dolida por lo absurdo del comentario.
—¿Crees que con eso basta? ¿Con morir? Solo ha habido un hombre en
mi vida, Anson. El hecho de que no lo sepas me deja estupefacta. Pero el
hecho de que creyeras a tu padre antes que a mí, de que tardases tan poco en
pensar lo peor de mí, me deja incluso más estupefacta. Tu padre cogió a mi
hija, mi bebé, y dejó que creyera que estaba muerta. Cuando ya te había
perdido a ti, me la arrebató y pagó a alguien para que se la diera a unos
extraños. También te la arrebató a ti, Anson. Pero en vez de preguntar por
ella, has venido a echarme a Maddy en cara. Y cuando lo has hecho, ha sido
como escuchar a tu padre.
Me quedo callada, esperando a que diga algo, pero solo me mira con los
puños inmóviles a los costados. Su silencio hace que me duela la garganta.
—Entonces parecía imposible que fueras su hijo. Ahora comprendo que
hay más de él en ti de lo que había visto. —Me trago las lágrimas, decidida a
mantener la voz serena—. Tal vez el destino nos hizo un favor a ambos.
Veo que tensa los hombros y me doy cuenta de que he metido el dedo en
la llaga. Me alegro. Nos miramos sin decir nada, en un silencio frágil. Parece
que ninguno de los dos tiene nada más que decir.
Se pone en pie despacio, como si se le hubieran anquilosado las piernas.
—Me iré.
Me limito a asentir, no me atrevo a hablar. Quiero que se marche, es lo
único que quiero, y sin embargo la idea de que vuelva a desaparecer de mi
vida me llena de un dolor que no estoy segura de poder soportar.
Va hacia la puerta y se vuelve.
—Casi se me olvida —dice, y se mete la mano en el bolsillo—. La razón
por la que he venido.
Tras tantear un momento, extiende el puño y saca mi mano del bolsillo.
Me resisto un instante, luego miro el charco de cuentas de color granate que
me ha dejado en la palma del guante: el rosario de Maman.
Un sonido se me atasca en la garganta, el inicio de un sollozo, al recordar
el momento en que se lo di. Una promesa hecha la noche en que nuestra hija
fue concebida. Levanto la vista en busca de su rostro.
—¿Lo guardaste?
—Prometí devolvértelo. Ya lo he hecho. Fin.

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La rotundidad de sus palabras me golpea como un chorro de agua fría, y
de repente comprendo lo que quiso decir cuando anunció que había venido a
terminar con esto. Quiso decir que venía a cumplir su parte del trato. Antes de
que pueda contenerme, estoy llorando. Es como si hubiera pasado cuarenta
años planeando la mejor manera de arrancarme el corazón. Precisamente hoy,
cuando acabo de saber que nuestra hija vive, ha venido a reabrir otra herida.
Que así sea.
—Espera aquí —digo con voz ronca—. Yo también tengo algo para ti.
Está junto al sofá cuando vuelvo, hojeando el álbum de fotos que me ha
hecho Rory. Se lo quito de las manos.
—Preferiría que no lo tocaras.
—Las dos se parecen mucho a Thia.
Por un segundo, hay una ternura en su cara que pertenece al Anson que yo
conocía.
—Se parecen a ti —digo en voz baja—. Sobre todo Rory.
Sus labios se curvan brevemente, una sonrisa incómoda que se desvanece
casi de inmediato.
—Siempre pensé que nuestra hija se parecería a ti. Supongo que nada
salió como imaginaba.
—No —digo, sacudiendo la cabeza—. Nada. —Dejo el álbum y le tiendo
su estuche de afeitado—. Esto es tuyo.
Lo coge y le da vueltas, despacio. Finalmente, sus ojos se alzan para
encontrarse con los míos.
—¿Lo has guardado… durante cuarenta años?
—Sabes exactamente cuánto tiempo lo he tenido —le digo con voz
monótona—. Te lo habría devuelto antes, pero estabas muerto.
—Soline…
Le doy la espalda, cansada de discutir, pero me coge de la muñeca y me
obliga a mirarlo. Por primera vez, parece darse cuenta de que llevo las manos
cubiertas. Se queda quieto, con expresión inescrutable.
—¿Por qué llevas guantes? ¿Qué te pasa en las manos?
—Hubo un incendio —digo, obligándome a sostenerle la mirada—. Hace
cuatro años. Estaba tratando de salvar un vestido, y se me encendió el jersey.
—Te…
—Me quemé. Sí.
Las líneas alrededor de sus ojos se suavizan y siento que afloja la presión
de la mano.
—Lo siento. No lo sabía.

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El calor de sus dedos traspasa el guante y hace que me resulte difícil
pensar. Me suelto.
—Hay mucho que no sabes.
—Soline…
—Oh, por favor, ¿por qué no te marchas? —Las palabras salen en un
sollozo, desesperadas, rotas—. Ya has dicho lo que has venido a decir y
hecho lo que has venido a hacer. ¿Qué más quieres?
—Quiero saber por qué guardaste el estuche de afeitado.
—Teníamos un pacto. ¿Recuerdas? —Siento la garganta llena de cristales
rotos cuando me obligo a mirarle a los ojos—. Has venido aquí esta noche
para cumplir con tu parte, y ahora yo he cumplido con la mía. C’est fini. Se
acabó.
—¿De verdad? —pregunta en voz baja—. ¿Se ha acabado para ti? Porque
para mí no. Quería que se acabase. Cuando volví a casa y no estabas, cuando
vi tus fotos con otro hombre y pensé… Habría dado cualquier cosa para que
se hubiera acabado. —Su respiración es jadeante y hay una pequeña
palpitación en el hueco de su garganta—. Traté de ahogar tu recuerdo en el
alcohol, pero solo lo empeoró. Eras como un veneno, tu cara, tu voz,
corriendo por mis venas. Incluso ahora… —Se calla y se pasa una mano por
el pelo aún mojado—. No ha habido un solo día en los últimos cuarenta años
en que no haya pensado en ti, Soline. Que no me haya preguntado si no había
una manera de…
Entonces se le quiebra la voz y cierra los ojos, como si un dolor muy
agudo lo hubiera cogido desprevenido. Cuando vuelve a abrirlos están rojos y
apagados.
—Antes, cuando me preguntaste qué me había ocurrido, te conté que me
quedé tirado en la carretera queriendo morir. Dije que había aceptado mi
destino, pero no dije cómo.
Se me cierra la garganta. No quiero oír nada más, no quiero imaginarlo
sangrando y herido, asustado.
—Por favor, Anson…
—Saqué el rosario del bolsillo y dije tu nombre una y otra vez, en voz
alta, como una oración, hasta que vi tu rostro. Porque quería que fuese la
última cosa que viera. Si podía verte, todo estaría bien. Podría… dejarme ir.
Cuando recobré el conocimiento en el hospital, el rosario estaba a mi lado. Y
sentí como si tú también estuvieras allí. Por eso lo he conservado todos estos
años. Porque mientras lo tuviera, sentía que aún estaba conectado a ti, que lo
que tuvimos en París no había acabado. Cuando me has dado esto… —Baja la

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mirada al estuche de afeitado y se encoge de hombros—. Pensé que tal vez lo
habías guardado por la misma razón.
Mis ojos se secan a raíz de sus palabras. Quiero creerle, confiar en él, pero
el dolor de cuarenta años sigue clavado en mi pecho.
—¿Por qué nunca viniste a mí, Anson? Estaba aquí. Todo ese tiempo
estuve aquí, aprendiendo a vivir sin ti. Dices que querías ver mi cara, pero
nunca viste mi corazón si crees que podría traicionar tu memoria con otro
hombre. Nunca hubo nadie más que tú. Ni entonces, ni ahora, ni en ningún
momento. Podríamos haber estado juntos, pero dejaste que tu padre ganara. Él
quería que me odiases, y lo hiciste.
—No, nunca te odié. Quería odiarte, lo intenté. Pero sí me odio a mí
mismo. La persona en la que me convertí después de la guerra y los
hospitales. Alguien amargado, endurecido, desperdiciándome en una botella
la mayor parte del tiempo. Tenías razón al decir que era como él. Dejé que
pasara. Usé la guerra como excusa, y a ti. Hasta que un día me miré al espejo
y lo vi a él. Todo lo que odiaba de él devolviéndome la mirada. Esa noche fui
a mi primera reunión de alcohólicos anónimos. He estado trabajando para
volver desde entonces.
—¿Para volver a dónde?
—A esto —dice con voz ronca—. A ti.
Me resisto a las palabras. Las palabras son fáciles.
—Pero cuando Rory fue a San Francisco… Cuando te lo contó…
Aparta la mirada, como si el recuerdo lo incomodase.
—Veinte años sobrio y nunca he necesitado una copa como aquella
noche. Te aseguro que el agua con gas no sirve de mucho para noticias como
esa. Fue como si arrancara la costra que cubría todo. Mis errores y mi
amargura, mi maldito orgullo, todo lo que había desperdiciado, y no tenía
valor para afrontar. Me estaba pidiendo que lo reconociera, y no estaba listo.
—¿Y ahora?
—Ahora todo ha cambiado. Cuando vi tu cara, todo el veneno regresó de
golpe. Pensé que vendría aquí esta noche para ponerle fin, que te devolvería el
rosario y se acabaría. Ahora me doy cuenta de que nunca se va a acabar, y no
sé qué hacer con eso, excepto reconocerlo al fin, y pedirte perdón. Por los
años que perdimos, por nuestra hija, por haber creído las mentiras de mi
padre. —Me coge la mano y acaricia el reverso del guante con una ternura
que me corta la respiración—. Y por esto.
Cuando no me resisto, se lleva mi mano a los labios. Siento el calor de su
boca contra mis nudillos, y giro la mano y la amoldo a su cara como si fuera

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lo más natural del mundo, como si no hubiera pasado el tiempo. La memoria
puede jugar malas pasadas. El corazón también. Y me maravilla cómo el
simple roce de una mejilla, el paisaje de un rostro, puede borrar años de
pérdida y dolor, y dejarte vulnerable.
Me cubre la mano con las suyas, como si temiera que la retire.
—Dime qué quieres, Soline, y lo haré. Si quieres que me vaya, saldré por
la puerta y no volverás a verme. Pero si quieres que me quede, me pasaré el
resto de la vida tratando de devolverte los años que perdimos.
Los ojos se me llenan de lágrimas hasta que su cara se vuelve borrosa.
—Nunca vamos a recuperar esos años, Anson. Ya no están.
Asiente y baja las manos, alejándose de mi caricia.
—Supongo que tienes razón.
Se me encoge la garganta cuando lo veo avanzar hacia la puerta, y pienso
en la mañana en que me marché de París. Si hubiera sabido que pasarían
cuarenta años antes de que volviera a verlo, ¿habría permitido que nos
separásemos? ¿Puedo permitirlo ahora?
Como respuesta, las palabras de Maman regresan a mí: «En esta vida hay
momentos en los que hay que aferrarse y momentos en los que hay que soltar
amarras. Tienes que aprender a distinguirlos».
Y de repente lo veo.
Se está subiendo el cuello del abrigo, preparándose para salir bajo el
diluvio, cuando lo tomo del brazo. Porque no tengo otros cuarenta años que
desperdiciar, ni él tampoco.
—No podemos recuperar esos años, Anson, pero tal vez podamos hacer
algo con los que nos quedan.

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Cuarenta y siete

Soline

31 de octubre de 1985, Boston

Nos despertamos juntos con el sol entrando a raudales. Anson sonríe


tímidamente cuando nuestros ojos se encuentran, y por un momento es como
si no hubiera pasado el tiempo. Somos las mismas personas que se conocieron
en un ajetreado pasillo del Hospital Americano, un apuesto héroe y una
asustada voluntaria. Pero no somos esas personas. El tiempo ha dejado sus
cicatrices en ambos y nos ha convertido en personas diferentes. Personas que
tendrán que esforzarse por descubrirse de nuevo. Pero hemos decidido
intentarlo.
Hay huecos que llenar, años vacíos y sueños vaciados, y hemos empezado
a llenarlos. Le he hablado de las Roussel y de nuestra extraña vocación, y él
me ha hablado de los rostros que aún lo persiguen en sueños y a veces lo
despiertan por la noche: fantasmas de su época en Moosburg. Tenemos más
cosas que contar, por supuesto, tanto él como yo. Hemos acumulado nuestra
ración de sombras a lo largo de los años, pero también ha habido lugares
brillantes, y con el tiempo iremos conociéndolo todo.
Yacemos entre la maraña de sábanas, sonrojados y torpes, tropezando con
nuestras lenguas mientras nos esforzamos por recorrer esta nueva realidad.
Hacía mucho tiempo que ninguno de los dos se había despertado con las
caricias de un amante. Compartir la cama y nuestros cuerpos, y todo lo que
viene después, es un terreno desconocido.
De vez en cuando, uno de los dos se queda callado y se limita a mirar al
otro, o se atreve a dar una pequeña caricia, a asegurarse de que todo esto es
real, y de repente me doy cuenta de que así es como habría sido, debería haber
sido, después de aquella primera noche hace tantos años. Nos habríamos
levantado con el sol, jóvenes amantes extasiados con el mundo y con el otro.

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Nos robaron aquella mañana, pero nos han dado la oportunidad de hacer
borrón y cuenta nueva, como dice Rory, una oportunidad de hacerlo de otra
forma, de hacerlo mejor.
Por fin nos levantamos y preparo café mientras Anson hace algunas
llamadas con el teléfono de mi estudio. Más tarde lo llevo a Bisous Sucrés a
por croissants y caminamos las pocas manzanas que nos separan del
Common. Los árboles están casi desnudos, el suelo cubierto de hojas finas
como el papel, y la brisa de la mañana es casi fría. Paseamos alrededor del
Frog Pond y finalmente encontramos un banco al sol. Hemos estado hablando
sin parar, rellenando los huecos producto de cuarenta años separados, pero de
repente hay una pausa en la conversación. Observo a una niña de dos o tres
años que corre detrás de una pareja de patos, con su madre cerca.
—Me encanta este lugar —digo con un suspiro—. Me recuerda a París,
cuando nos escapábamos al parque para almorzar. Solía venir aquí cada
domingo con mi café y mi croissant. Porque me recordaba a nosotros. Por eso
quería venir hoy, para mostrártelo.
—He estado aquí antes —dice con tono repentinamente sombrío.
—¿En el Common? —Nunca había pensado que sus negocios podrían
haberlo traído a Boston, aunque supongo que así debe de haber sido—.
¿Cuándo?
Se le empañan los ojos y aparta la mirada.
—A veces —dice pesadamente—, cuando estaba en casa y te echaba tanto
de menos que temía acabar bebiendo, cogía el coche y venía aquí. Caminaba
durante horas, pensando que tal vez te vería pasar.
La confesión me deja pasmada.
—¿Me viste alguna vez?
—No.
—¿Y si me hubieras visto?
Se encoge de hombros.
—No lo sé. Me gustaría pensar que habríamos acabado en este banco, que
de algún modo siempre íbamos a acabar aquí, pero no lo sé, y me asusta un
poco pensarlo.
Entrelazo mis dedos con los suyos y lo miro a los ojos.
—Rory me preguntó una vez si creía que ciertas cosas estaban destinadas
a suceder. Entonces no estaba segura, pero ahora sí. De alguna manera, contra
todo pronóstico, nos hemos encontrado de nuevo, con la ayuda de una nieta
que ninguno de los dos sabía que existía. No puedo explicarlo. Solo sé que
estamos aquí en este banco. El resto no importa.

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Me responde con un beso y me siento de nuevo como una adolescente,
con las mejillas sonrojadas y el estómago lleno de mariposas.
Cuando al fin nos separamos, me sonríe con una de sus sonrisas de chico
americano.
—Tengo que acordarme de darle las gracias a nuestra nieta —dice con
voz ronca. Entonces, la sonrisa se desvanece y se mira el reloj. De repente se
lo ve muy taciturno—. Hablando de Rory, no te he dicho por qué me presenté
en la galería la otra noche. Vine a ver a Rory, pero entonces… te vi. —Se
calla para acariciarme la mejilla, pero su rostro está serio—. A riesgo de
estropear el momento, necesito volver al hotel. Espero una llamada, y luego
tendré que hablar con Rory. En persona.

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Cuarenta y ocho

Rory

Rory se sentó en su escritorio con una taza de café recién hecho y abrió su
agenda. Ahora que la inauguración ya había pasado, por fin había podido
acostumbrarse a las actividades cotidianas de la gestión de la galería. El
negocio iba lento y seguiría así durante una temporada, pero tenía la intención
de aprovecharlo para ampliar su plantel de artistas y planificar varios eventos
que quería celebrar de cara a la primavera. Además, le vendría bien un poco
de descanso después de la emoción de los últimos días.
Acababa de anotarse un recordatorio para comprar notas de
agradecimiento cuando oyó el suave repique de la campanilla de entrada.
Bebió un sorbo de café antes de bajar. No era necesario precipitarse. «Dales
tiempo a entrar, a que echen un vistazo». Pero cuando llegó al rellano, en
lugar de clientes, encontró a Soline… y a Anson.
Su reacción inicial fue de pánico, pero cuanto más los miraba, más se
daba cuenta de que todo estaba bien. Bastante bien, de hecho. Anson tenía
una mano en la parte baja de la espalda de Soline, como si ese fuera su sitio,
mientras Soline lo miraba con ojos suaves y abiertos. «¿Soline se está
sonrojando?».
Rory comenzó a bajar las escaleras hacia ellos, incapaz de reprimir una
sonrisa.
—O mucho me equivoco, o algo ha pasado desde la última vez que os vi a
los dos.
Soline cogió la mano de Anson.
—Muchas cosas, la verdad.
Era imposible pasar por alto el cambio que había experimentado Anson
desde su primer encuentro. Parecía casi un niño allí con la mano de Soline
entre las suyas, como si de repente se hubiera quitado cuarenta años de

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encima. Rory no tenía ni idea de lo que había ocurrido entre ellos. Solo sabía
que sentía que así debía ser, como si un círculo se cerrara finalmente.
—¿Cómo debería llamarte ahora? ¿Abuelo? ¿O mejor yayo?
Anson se aclaró la garganta, incómodo.
—Luego hablaremos de eso. Ahora mismo hay otras cosas de las que
tenemos que hablar.
Los ojos de Soline se posaron en Anson y luego de nuevo en ella.
—Ha habido noticias, Rory. Sobre Hux.
—Noticias… —La habitación pareció tambalearse cuando repitió la
palabra—. ¿Qué… clase de noticias?
Anson soltó la mano de Soline y se colocó delante de Rory.
—La noche que nos conocimos en San Francisco mencionaste que tu
prometido había desaparecido hacía unos meses. Recordaba su nombre, así
que al día siguiente decidí hacer algunas llamadas.
Rory se agarró al pasamanos de la escalera con las manos repentinamente
pegajosas.
—Después de la guerra —continuó Anson—, cuando los médicos al fin
terminaron de montarme de nuevo, comencé a trabajar para la Cruz Roja
Internacional como defensor de los prisioneros. Tienen gente por todo el
mundo especializada en negociación y extracción. Algunos de ellos eran
amigos. Así que cogí el teléfono para ver quién podría tener un contacto útil.
—¿Y alguien lo tenía?
Anson la miró entornando los ojos.
—Tal vez deberías sentarte mientras hablamos.
—No. Dímelo ya, por favor.
—Hace unos meses, el Departamento de Estado recibió un soplo. Alguien
afirmaba haber visto a dos hombres y una mujer en un pueblo a las afueras de
Atbara en compañía de dos hombres armados. Estaban lavando ropa en un
surtidor del centro del pueblo. Cuando terminaron, les hicieron señas para que
subieran a un camión verde sin matrícula. Los nuestros se mostraron
escépticos, y no sin razón. Dudo que haya un alma en Sudán que no sepa lo
del secuestro y la recompensa. Los mentirosos salen de debajo de las piedras
cuando hay dinero en juego. La fuente era poco de fiar, y la pista parecía otro
callejón sin salida. Pero hubo un tipo que siguió investigando, y dio sus
frutos. Lo han encontrado, Rory. Los han encontrado a los tres, vivos. Eso es
todo lo que sabía cuando llegué aquí la otra noche. Que estaba vivo. Pero,
desde entonces, uno de nuestros negociadores logró acordar los términos de la
liberación. Un amigo mío llamó hace unas horas: los liberaron anoche. Tienen

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que examinarlos, pero salvo que haya algún problema médico grave, Hux
debería estar de vuelta en Estados Unidos más o menos en una semana.
Rory se dejó caer en el último escalón y enterró la cara entre las manos.
Al principio las lágrimas llegaron en silencio y se le atascaron en la garganta
hasta que pensó que la partirían en dos.
«Vivo. A salvo. De vuelta en casa».
Por fin los sollozos se liberaron y brotaron del lugar oscuro que llevaba
tanto tiempo tratando de no mirar. Casa. La palabra parecía canturrear en sus
venas, una y otra vez. Hux volvía a casa, después de diez meses de Dios sabe
qué. Había oído historias, todo el mundo las había oído, hombres tan
afectados que sus vidas nunca volvieron a ser las mismas. Levantó la cabeza y
se pasó la manga por los ojos.
—¿Han dicho si…? ¿Sabes si está…?
—No lo sé. Pero si hubiera algo serio, lo habrían dicho. Eso no significa
que no vaya a tener dificultades. Siempre hay un periodo de adaptación,
algunos más complicados que otros. Pero hay personas que se especializan en
ese tipo de traumas. Y más importante aún, te tendrá a ti.
Asintió en silencio mientras las lágrimas volvían a brotar. La tendría a
ella… y ella lo tendría a él. Juntos superarían lo que viniera.
Al cabo de un rato, Rory se dio cuenta de que Soline estaba sentada a su
lado en el escalón. Volvió a limpiarse la cara con la manga y sonrió
débilmente.
—Va a volver a casa.
—Oui, ma petite. Va a volver a casa. Después de todo, tendrás tu final
feliz.
—Todavía no puedo creerlo. Una parte de mí empezaba a pensar que
nunca sucedería, y ahora ha pasado. Sé que tendrá que lidiar con algunas
cosas, pero me muero de ganas de que lo conozcas y de que él os conozca a ti
y a Anson. Y de mostrarle la galería. Ha ocurrido tanto… —Calló para coger
aire y sonrió tímidamente—. Lo siento, sé que divago, pero es que esto parece
milagroso. Y hablando de milagros… —Señaló con la barbilla a Anson, que
se había alejado hacia una de las exposiciones, presumiblemente para darles
espacio—. ¿Cómo ha pasado eso?
Soline sonrió con picardía.
—Eso, ma petite, es una historia demasiado larga para ahora. Y todavía no
sabemos adónde lleva. Lo que sabemos es que estamos dispuestos a
averiguarlo.

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Rory sintió que la inundaba una nueva oleada de felicidad. Después de
tantos años y tanto sufrimiento, una reconciliación.
—Me alegro mucho, Soline. Nunca ha dejado de amarte, lo lleva escrito
en la cara.
La sonrisa de Soline se hizo más ancha mientras miraba a Anson pasar de
un cuadro a otro con el ceño fruncido.
—Sin duda, vamos a tener mucho que contarle a tu madre.
Rory asintió y sorbió ruidosamente.
—Puedes llamarla desde mi despacho, si quieres, y ponerla al día. Me
gustaría hablar a solas con Anson un minuto, si no te importa.
Esperó a que Soline subiera las escaleras y fue en busca de Anson. Lo
encontró frente a una de sus piezas. Se volvió al oírla acercarse.
—Son increíbles.
Rory consiguió esbozar una sonrisa llorosa.
—Gracias.
El silencio se alargó mientras se miraban, el uno frente a la otra, y por un
momento Rory tuvo miedo de echarse a llorar otra vez.
—He enviado a Soline arriba a llamar a mi madre porque quería un
momento para hablar contigo, para darte las gracias por lo que has hecho por
Hux. Y por mí. No es que me hiciera querer la primera vez que nos vimos,
pero aun así… —Se calló para tragarse un nuevo torrente de lágrimas—. No
sé cómo darte las gracias. No creo que nunca lo sepa.
—Yo solo tuve un pequeño papel en el resultado, pero diría que estamos
en paz.
—¿Te refieres a Soline y a ti?
Anson se iluminó como un niño con su primer amor.
—Es posible que ser emboscado en el bar del hotel Fairmont fuera lo
mejor que me ha pasado en la vida.
Rory sintió que se sonrojaba. A ella las cosas también le habían salido
bastante bien. Y a Camilla también. Aquella noche en el bar, Anson le había
dicho sin tapujos que no había posibilidad de un final feliz. Se había
equivocado, y ella se alegraba.
—Todavía no estoy segura de cómo ha sucedido, pero parece que he
pasado de no tener abuelos a tener un juego completo. ¿Crees que tal vez
podría… darte un abrazo?
La petición pareció cogerlo desprevenido. Tragó con fuerza y luego
asintió.
—A mí también me gustaría.

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Se echó a sus brazos y lo respiró: jabón y cítricos con un toque de crema
de afeitar. Era sutil pero masculino, un aroma reconfortante y tranquilizador.
¿Cómo había vivido todos estos años sin respirar ese olor? Algo le decía que
tener abuelos le iba a gustar, aunque realmente debería pensar en otra forma
de llamarlos.
Unos instantes más tarde, escucharon el golpeteo de los tacones de Soline,
que se acercaba.
—Míralos, ya están recuperando el tiempo perdido.
Rory le lanzó un guiño a Anson.
—Creo que a todos nos espera algo de eso. ¿Has llamado a Camilla?
—La he llamado.
—¿Y se lo has contado todo? ¿No solo lo de Hux, sino todo?
—Bueno, casi todo.
—¿Y estaba contenta?
Soline respondió con una risa ronca.
—¿Tú qué crees? Iba a llamar a Thia y luego venía directa para acá. Dice
que tenemos que empezar a planear tu fiesta de compromiso. Y luego la boda.
Rory se tomó un momento para asimilar las palabras. La boda: su boda.
Solo de pensarlo, quiso pellizcarse. Hux volvía a casa, tal vez no indemne,
pero a casa… con ella. Sí, habría una boda, aunque no enseguida —Hux
necesitaría un tiempo para recuperarse—, pero esperaría tanto como él
necesitara que esperase. Y el resto lo resolverían juntos.
Ese pensamiento la llenó de una alegría serena, como ondas que se
expanden sobre la superficie de una charca, haciéndose cada vez mayores
hasta lamer finalmente la orilla. Esbozó una sonrisa traviesa.
—Supongo que en algún momento voy a necesitar un vestido —le dijo a
Soline, y luego se volvió para mirar a Anson—. Y alguien que me lleve al
altar.
Todavía parecía imposible. Una inexplicable confluencia de sucesos.
Vidas que se cruzaban, corazones reunidos, familias reparadas. Todo por una
caja que había encontrado bajo las escaleras de un edificio incendiado. Una
caja llena de finales felices… y tal vez un toque de magie.

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Epílogo

Soline
Para cada novia debe componerse un hechizo nuevo y específico, concebido para ella y solo para
ella. El hechizo será suyo a perpetuidad y nunca se podrá reutilizar.

Esmée Roussel, la hechicera de los vestidos

17 de mayo de 1986, Lyman, Massachusetts

Al fin, después de tanto tiempo, habrá una boda.


Me asomo a la ventana y contemplo la pendiente de césped y los setos
cuidados a la perfección, los jardines llenos de peonías rosas y un cielo tan
azul que me hace daño a los ojos. Parpadeo para aliviar el escozor temiendo
que se me estropee el maquillaje. Hay un bonito cenador junto al lago,
engalanado con metros de hiedra y espumoso tul blanco, y varias filas de
sillas plegables. Será un evento pequeño e íntimo, limitado a la familia y los
amigos más cercanos.
Camilla esperaba algo más grandioso, un salón de baile en el Park Plaza
con un cuarteto de cuerda y guirnaldas de fragantes lirios blancos, pero su
propuesta se rechazó y tuvo que contentarse con una ceremonia en el jardín de
una pequeña finca a las afueras de Boston.
Miro el reloj. Todavía tengo un poco de tiempo. Rory está con su madre,
vistiéndose; Hux se ha llevado a Anson a algún lugar para ocuparse de un
percance con la flor en la solapa; y yo estoy sola con mis pensamientos por
primera vez en semanas, o al menos eso me parece.
He aprendido de primera mano lo agotador que puede ser planificar una
boda. Y más aún si se trata de diseñar y supervisar la confección del vestido.
Me ponía nerviosa confiarle los bocetos a otra persona, pero me sentí
satisfecha con cómo quedaron, y estoy incluso más contenta con el resultado
final: falda acampanada de satén marfil, por encima de los tobillos; corpiño

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cruzado y enagua de tul. Quizá no sea un vestido para una princesa, pero sí
para un final feliz.
Pienso en el hechizo que logré bordar en la costura del lado izquierdo.
Dos semanas con mis manos agarrotadas y doloridas, y no tan bonito como
habría deseado, pero está listo. Dadas las circunstancias, creo que La Mère no
restará puntos por la pulcritud, aunque no puedo afirmar lo mismo de Maman.
Maman ha estado en mi mente estos últimos días, su voz en mi oído,
recordándome a todas las Roussel que se remontan en el tiempo. Malditas en
el amor, o eso decía la historia. Desde pequeñas nos decían lo que podíamos
tener y lo que no. Nos contaban que no debíamos anhelar lo que otros tenían,
porque en algún momento una de nosotras había roto las reglas de otros.
Pero he llegado a creer que creamos nuestras propias maldiciones y las
arrastramos por la vida porque nos han dicho que es nuestro destino. Nos han
enseñado a revivir los dolores de nuestras madres, a aceptar sus sufrimientos
como propios, y a transmitirlos a la siguiente generación, una y otra vez, hasta
que una de nosotras al fin dice «no» y la maldición se rompe. Porque hemos
descubierto un nuevo tipo de magia, la que se produce cuando elegimos por
nosotras mismas, cuando decimos «haré otra cosa», «seré otra cosa», «tendré
otra cosa». Esta era la lección que Maman intentaba enseñarme la noche en
que se marchó. No hay maldiciones, solo patrones que romper, sueños que
perseguir, corazones que abrazar. Magia por hacer.
Miro de nuevo el reloj: es la hora. Repito el hechizo una vez más para que
me traiga suerte, las palabras son muy similares a aquellas que compuse
tantos años atrás para otro vestido.

A través de la distancia y el tiempo


y cuantas pruebas puedan llegar
que los ecos de estos corazones una vez perdidos
sean uno por siempre jamás.

Siento el corazón rebosante mientras me pongo los guantes y recojo las flores
de la caja a los pies de la cama. Casi floto cuando salgo al jardín. Rory está
radiante y absolutamente hermosa. Parpadea para no llorar y se lleva una
mano al corazón. A su lado, Hux sonríe como un hombre consciente de la
enorme suerte que tiene. Y es que si el destino lo ha traído a salvo a casa con
la mujer que adora y va a abrir su nueva consulta el mes que viene.
Camilla se pone en pie y ya se está secando las lágrimas. Thia hace una
señal a los músicos y las primeros acordes del Canon de Pachelbel llenan el
aire. Doy un paso y luego otro. Y entonces veo a Anson sonriendo al final del
estrecho sendero de pizarra, con los ojos clavados en los míos mientras acorto

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la distancia entre nosotros. El hombre al que he amado durante cuarenta años
y el único novio que jamás he querido.
La música se desvanece cuando deslizo mi mano en la suya. La voz de
Maman sigue ahí, como un susurro en mi mejilla. «Mientras guardes su
hermoso rostro en tu corazón, nunca lo perderás realmente. Siempre habrá un
camino de vuelta». Y por fin lo hemos encontrado. Nos ha costado décadas
llegar hasta aquí, pero eso no importa. Porque ahora sabemos que, en
realidad, ninguno de los dos dejó ir jamás al otro. En algún lugar, en los
rincones más cuidadosamente guardados de nuestros corazones, nos
aferramos.
La fin.

Página 360
Agradecimientos

Y ahora llega la parte más difícil al escribir cualquier libro: dar las gracias.
En serio, después del año que hemos tenido, ¿por dónde empezar? Con cada
libro hay gente a la que dar las gracias, aquellos que apoyan nuestra visión y
nos cogen de la mano, secan nuestras lágrimas y nos alimentan, pero siempre
me horroriza pensar que en la pesada niebla que siempre desciende al final de
un proyecto, pueda olvidarme de alguien, y santo cielo, la lista es larga. Así
que aquí va…
A mi increíble agente, Nalini Akolekar, que me lanzó un salvavidas
cuando estaba a punto de abandonar el barco. Gracias por ayudarme a
mantenerme a flote y recordarme que respire. Y, por supuesto, un gran saludo
a todo el equipo de Spencerhill: sois los mejores.
A mi editora, la extraordinaria Jodi Warshaw, que entiende que a veces la
vida se interpone en el camino y le quita hierro al asunto, mi gratitud no tiene
límites. Por su paciencia, apoyo, entusiasmo y generosidad, muchas, muchas
gracias. Lo mismo va para Gabe Dumpit y Danielle Marshall y todos los
miembros del equipo de Lake Union/APub, que son sin duda los mejores del
sector.
A mi editora de mesa, Charlotte Herscher, que me empuja a ir más allá y
luego a superarme de nuevo. Gracias por tus ojos, tu experiencia, tu amor por
la historia, y por saber siempre lo que trato de decir, incluso cuando no estoy
segura de cómo hacerlo, y por ayudarme a conseguirlo.
A los blogueros que hablan de libros, cuyo amor por la palabra escrita ha
sido el viento bajo las alas de tantos escritores este año, incluido el mío, su
apoyo y dedicación a los autores lo son todo. Un agradecimiento especial a
Susan Queenie Peterson, Kathy Murphy —también conocida como the
Pulpwood Queen—, Kate Rock, Annie McDowell, Denise Birt, Linda Zagnon
y Susan Leopold.
A mi fabulosa tribu de Blue Sky Book Chat: Kerry Anne King, Jane
Healey, Patricia Sands, Alison Ragsdale, Marilyn Simon Rothstein, Bette Lee
Crosby, Peggy Lampman, Soraya Lane, Lisa Ann Braxton, Lainey Cameron y

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Loretta Nyhan, gracias por la diversión y la amistad y por vuestra maravillosa
generosidad.
A mis maravillosos hermanos y hermanas: Todd, Gina, David, Scott,
Nanette, Tom y Shelly, sin los cuales nunca habría llegado a 2020. Todo mi
amor siempre, y más gratitud de la que puedan imaginar. Estoy bastante
segura de que os ofrecí un riñón a varios de vosotros. La oferta sigue en pie.
A mi madre, Patricia Crawford, que siempre ha sido y será mi mayor y
más enérgico apoyo. Gracias por ser alguien a quien siempre pude admirar,
por enseñarme a trabajar duro cada día y a ser siempre amable. Te quiero.
Y finalmente a Tom: mi marido, mejor amigo, lector beta y alma gemela.
Simplemente no hay palabras, pero nunca las hemos necesitado.

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BARBARA DAVIS nació en Nueva Jersey y se crio en Florida. Antes de
dedicarse por completo a la escritura, su verdadera pasión, trabajó como
ejecutiva en una empresa de joyería durante quince años.
Actualmente reside en Dover, Nuevo Hampshire, donde vive junto a su
marido y alma gemela, Tom, y con Simon, su indolente gato.
Barbara cree que no hay nada imposible, y que los finales felices son puertas
que se abren hacia un comienzo mejor. Cuando no está escribiendo, a Barbara
le gusta leer, probar platos deliciosos, escuchar música, ver fútbol americano
(es una fiel seguidora de los Florida Gators) y viajar con su marido.

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