La Muerta Enamorada
La Muerta Enamorada
La Muerta Enamorada
La muerta enamorada
Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues bien, sí.
La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora setenta años,
soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo.
Pero a usted no quiero rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de
este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan
extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente.
El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una
ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches
en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me
bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de
sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin,
con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno
que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una
vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día,
era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de
noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino
conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y
cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la
de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de
sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y
objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes
de mi presbiterio, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un
hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que
ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios
su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en
realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en
el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del
siglo.
Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso,
de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya
reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches!
La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna
infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi
vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos
los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me
consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y
más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante
la semana de Pascua.
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y
seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de
"mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia
perfecta.
No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el
compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de regocijo e
impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan
de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir,
excitado por la idea de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada
más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta.
Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que me
parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me
extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos
muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en
plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis.
El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de contemplar su
propia eternidad. A través de las bóvedas del templo entreveía el cielo.
Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición,
comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos,
para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo.
¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado
con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi
ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad,
estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara belleza, vestida como una
reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de
un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta
ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus
candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la
iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de
aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara
por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda
sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad, me sentía
siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer.
Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la
veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera mirando el sol.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el
retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza,
no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna
paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún
si la llama que la iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de
seguro, llegaba del uno ni del otro.
A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta
entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me aparecía
bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro
orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón, y cada minuto
que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea
como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo,
cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en
el momento fatal dije "sí". Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba
y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma:
una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo
igual debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme
resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de penosamente:
llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle
a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando
estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos.
No se osa hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni
decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y
concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los
presentes: sus miradas fijas oprimen como una capa de plomo. Y además cada
cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto
por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción
personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente.
"La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho
noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos
horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los convidados eran
servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que,
a mi entender, no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas
extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o
violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en
persona".
Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí
tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a
Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo
hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y
severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie sobre
un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de pacientes argucias,
y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra
tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es
la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre ti, Romualdo".
Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud.
Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones
habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad estaban
siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario
hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a
pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve
un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi
lecho.
Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí
en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que
se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus
dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía
sobre el vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero
su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la
albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo
de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los
contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una
antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer,
sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus
pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la
mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con
aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca sentí a
nadie:
"Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había
olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno
retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra,
ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi
amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros
mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a
la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi
cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían cubierto. Mira:
la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor
dilecto."
Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese
muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable
complacencia.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos
del abad Serapion, y mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna
resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la
tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la
mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A
pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo
menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto
mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una
actitud llena de espontánea coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre
los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi
rostro, de diversos aderezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable
complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.
"Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas
partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: Qes
élf. Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No
tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo
a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz."
Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al
punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle
que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se
reavivaron.
"Es verdad. Me amas tanto como a Dios", exclamó abrazándome. "Desde el momento
que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos
horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los
caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de
Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada
llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?"
"¡Mañana! ¡Mañana!", grité en mi delirio.
"Esta bien, mañana", prosiguió Clarimonda. "Tendré así tiempo para
cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo
viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta.
Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta
misma hora."
Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las
cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño
sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana
siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella
singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de
que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones
habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin
aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me
librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las
cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya diáfana en su blanco
sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con
recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro,
recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano una pequeña fusta con un
chiflo de oro en la punta. Me tocó suavemente y me dijo: "¿Entonces, bello
durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado.
Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos."
Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de un
paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso,
cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego
un espejo. "¿Te place? ¿Quieres tomarme como tu camarera personal?"
No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua
recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Era hermoso, y
mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas
vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un
personaje completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel.
Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta
soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha de su obra: "Bien,
basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de
ponerse en camino si queremos llegar". Me tomó de la mano, arrastrándome con
ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición.
En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la
primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de
nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas
por el céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se
levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el
cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en
árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella noche en adelante mi
naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los
cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches
pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un
sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde
comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y
libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones
disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás
tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala
que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo,
haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien
precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que
no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía
subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba
yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio de ***, o il signor
Romualdo, amante reconocido de Clarimonda.
Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia. Aun hoy
no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa
extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de mármol sobre el Canal
Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el
dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una góndola y un
batelero cada uno, nuestra cámara de música y nuestro poeta. Clarimonda
entendía la vida a lo grande, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En
cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe, y levantaba polvareda como si
perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro
evangelistas de la república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi
camino para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída
celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba
al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad, hijos
de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y espadachines.
Sin embargo, a pesar de las costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda.
La amaba perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la
inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes distintas;
como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un
verdadero camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría
realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo
de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía
su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del Concilio
de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari se hizo
llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía
suficiente oro y no deseaba más que el amor, un amor joven, puro, despertado
por ella y que debía ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido
perfectamente feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada
noche, que me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia
por sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre. Tranquilizado por la
costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo extraño
en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad Serapion
regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud.
Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su tez
cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de su
enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y
no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel
era siempre más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche
afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla languidecer así.
Conmovida por mi dolor, ella me sonreía dulcemente con la expresión
melancólica de quienes sabes que pronto deben morir.
Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no dejarla sola
ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por casualidad un tajo
bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y
algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su
fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le viera. Saltó
fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una mona, y se precipitó
sobre mi herida, poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la
sangre a cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un
Jerez o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se
había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano, luego
continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida, para tratar de
hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que ya no salía sangre, se
levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más rósea que aurora de mayo, el
rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en
perfecto estado de salud.
"No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de mi
cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas
gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han
devuelto a la vida."
Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños
pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de
nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más
preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: "No contento con
perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo. Joven infeliz, has
caído en una trampa". El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó
vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados
disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya
posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía un
polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término
de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre
un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas
la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui
después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para
darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en
camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el
lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó
un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar:
"¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tu me
amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan
brillante. Duerme, mi bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré
ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se
extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de
cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todos el resto me repugna.
Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a punzar esta bella pequeña
vena amor mío." Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme
sobre el brazo. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el
alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas
gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de
haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.
Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la
certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con gusto
toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por
otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo
que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas
copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a
regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas,
diciéndole: "Bebe, y que mi amor se inflitre en tu cuerpo con mi sangre".
Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se
mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome
como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y
mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y
yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos
tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o
producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas
alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los
dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis
fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los
ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con
desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas
pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me
reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de
costumbre, me dijo: "Para librarte de esta obsesión no hay más que un remedio,
y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada
Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado lastimoso se
encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te sentirás tentado de perder el
alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en
polvo. Volverás de seguro en ti, después de esta experiencia". Estaba tan
enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas
quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba
decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que
vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía
durar.
El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a
medianoche fuimos al cementerio de *** cuya disposición conocía al dedillo.
Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente
a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas
parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:
Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite
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