Las Penas Del Joven Werther Johann Wolfgang Von Goethe

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LAS PENAS DEL

JOVEN WERTHER
Johann Wolfgang von Goethe

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SINOPSIS DE LAS PENAS DEL JOVEN WERTHER

Las penas del joven Werther es una novela epistolar donde el


protagonista va contando, a través de cartas a su amigo
Wilhem, todo lo que ocurre en su vida durante un buen período
de tiempo.

La visita al pueblo donde vive su tía no parecía darle a Werther


mayores satisfacciones, ni tampoco le brindaba experiencias
demasiado interesantes. Hasta que en un baile conoce a la
hermosa joven Lotte. Rápidamente se enamora de ella con toda
la pasión que le era posible.

Sin embargo, Lotte no era una mujer libre, estaba


comprometida con un hombre maduro y esto era algo
irreversible. Lo que ocurre después es el inicio del calvario
amoroso de Werther, quien cada día que pasa se involucra más
sentimentalmente. La vida le muestra que no siempre la
felicidad está del lado del amor.

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4 de mayo de 1771

¡Cuánto me alegro de haber marchado! ¿Qué es, amigo mío, el


corazón del hombre? ¡Dejarte, cuando tanto te amaba, cuando
era tu inseparable, y hallarme bien! Sé que me perdonas. ¿No
estaban preparadas por el destino esas otras amistades para
atormentar mi corazón? ¡Pobre Leonor! Pero no fue mi culpa.
¿Podía pensar que mientras las graciosas travesuras de su
hermana me divertían, se encendía en su pecho tan terrible
pasión? Sin embargo, ¿soy inocente del todo? ¿No fomenté y
entretuve sus sentimientos? ¿No me complacía en sus
naturalísimos arranques que nos hacían reír a menudo por poco
dignos de risa que fueran? ¿No he sido…?

¿Pero qué es el hombre para quejarse de sí? Quiero y te lo


prometo, amigo mío, enmendar mi falta; no volveré, como
hasta ahora, a exprimir las heces de las amarguras del destino;
voy a gozar de lo actual y lo pasado como si no existiera. En
verdad tienes mucha razón, querido amigo; los hombres
sentirían menos sus trastornos (Dios sabrá por qué lo hizo así)
de no ocupar su imaginación con tanta frecuencia y con tal
esmero en recordar los males pasados, en vez de en hacer
soportable lo presente.

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Te ruego digas a mi madre que no olvido sus encargos y que en
breve te hablaré de ellos. He visto a mi tía, esa mujer que goza
de tan mala reputación en casa, y está muy lejos de merecerme
mal concepto: es vivaracha y apasionada, tal vez, pero de
estupendo corazón. Le expliqué todo lo relacionado con la
retención de la parte de herencia de mi madre y ella me externó
las razones que tenía para actuar así, me dijo las condiciones
por las que estaba dispuesta a entregarme no sólo lo que se le
pide, sino más. En fin, por hoy no me extenderé en este tema;
dile a mi madre que todo estará bien. Estoy convencido de que
la negligencia y las discusiones producen en este mundo más
daños y trastornos que la malicia y la maldad. Por lo menos,
éstas no abundan tanto.

Estoy aquí en la gloria. La soledad en este país encantador es el


bálsamo perfecto para mi corazón, tan dado a las emociones
fuertes; y la estación del momento, en la que todo se renueva y
rejuvenece, derrama sobre él un suave calor. Cada árbol, cada
seto, es un ramillete de flores; le dan a uno ganas de volverse
abejorro o mariposa para sumergirse en el mar de perfume y
respirar el aromático alimento.

La ciudad en sí es desagradable, pero en sus cercanías, en


cambio, la naturaleza hace gala y ostentación de bellezas
inefables. Esto fue lo que movió al difunto conde de M*** a

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plantar un jardín en uno de estos oteros que con gran variedad
forman los valles más deliciosos. El jardín es muy sencillo y en
cuanto se entra en él, se nota que no se trazó por

una mano de hábil jardinero, sino por un corazón sensible que


quería deleitarse. Mucho he llorado al recordarle en las ruinas
de un pabellón que era su retiro predilecto y que también se ha
hecho el mío. Pronto será el dueño del jardín; estoy aquí desde
hace pocos días y el jardinero siempre se muestra muy atento y
afectuoso conmigo. No lo perderá.

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10 de mayo

Semejante a una de esas suaves mañanas de primavera que


dilatan mi corazón, priva en mi espíritu una gran serenidad.
Estoy solo y gozo y me regocijo de vivir en estos sitios, creados
para almas como yo.

Me siento tan feliz, amigo mío, estoy tan absorto en el


sentimiento de una plácida vida, que hasta mi talento resiente
su efecto. Mi pincel y mi lápiz no podrían trazar hoy la menor
línea, dibujar el menor rasgo, y no obstante, jamás me he
sentido tan gran pintor como hoy.

Cuando los vapores de mi querido valle suben hasta mí y me


rodean, y el sol en la cima lanza sus abrasadores rayos sobre
las puntas del bosque oscuro e impenetrable, y tan sólo algún
dardo de fuego puede penetrar en el santuario, tendido cerca
de la cascada del arroyo, sobre el menudo y espeso césped,
descubro otras mil hierbas desconocidas; cuando mi corazón
siente más cerca ese numeroso y diminuto mundo que vive y se
desliza entre las plantas, ese hormigueo de seres, de gusanos e
insectos de especies tan diversas de formas y colores, siento la
presencia del todopoderoso que nos creó a su imagen, y el
hálito del amor divino que nos sostiene, flotando en un océano
de eternas delicias.

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¡Oh, amigo! Cuando ante mis ojos aparece lo infinito sintiendo
el mundo reposar a mi alrededor, y tengo en mi corazón el cielo,
como la imagen de una mujer querida, dando un gran suspiro,
exclamo: “¡Ah, si pudieras expresar, estampar con un soplo
sobre el papel lo que vive en ti con vida tan poderosa y tan
ardiente; si tu obra pudiera reflejar tu alma, como ésta es el
espejo de un Dios infinito…”Pero, ¡ay, querido amigo! Me pierdo,
me extravío y sucumbo bajo la imponente majestuosidad de
esta visión.

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12 de mayo

No sé si por estos lugares se pasean hechiceros espíritus o si un


delirio del cielo llena mi pecho, porque todo lo que me rodea me
parece un paraíso. A la entrada de la ciudad hay una fuente…
una fuente a la que me encuentro adherido, como por encanto,
igual que Melusina y sus hermanas. A la falda de una pequeña
colina, se puede ver una bóveda; se bajan 20 escalones y se ve
saltar el agua más pura y transparente de los peñascos de
mármol. La pequeña pared que forma su recinto, los

árboles, que techan con su sombra la frescura del lugar, todo


esto tiene un no sé qué atractivo y desconsolador al mismo
tiempo; y no pasa un día que deje de descansar ahí una hora.
Las mozas vienen a buscar agua; ocupación inocente y
pacífica, que no desdeñaban en otros tiempos las hijas de los
reyes. Cuando ahí estoy sentado recuerdo una vida patriarcal;
rememoro que nuestros antepasados a la vera de la fuente
creaban sus relaciones; que ahí era adonde iban a hablarles de
amor; que alrededor de las claras fuentes revoloteaban y
jugueteaban incesantes mil genios bienhechores.

¡Oh! Si hay alguien incapaz de sentir aquí lo que yo siento, es


que no ha probado el placer de la suave frescura de una fuente,

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después de una larga jornada por un camino árido y vacío, bajo
los ardientes rayos de un sol que quema.

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13 de mayo

Preguntas si debes mandarme los libros. ¡En nombre del cielo,


mi buen amigo, te suplico que no permitas que se acerquen a
mí! No quiero ya ser guiado, animado, inflamado; este corazón
arde ya bastante por sí mismo; lo que más necesito son cantos
que me adormezcan, que me arrullen y en mi Homero rebosan.

¡Cuántas veces he tenido que calmar mi sangre, lista a


enardecerse e inflamarse! No es posible que hayas visto algo
tan desigual, tan inquieto como este corazón; ¿pero tengo
necesidad de decírtelo, a ti, mi amigo, que has sufrido tantas
veces al verme pasar, a menudo, de una negra preocupación a
una loca extravagancia; de una dulce melancolía al ardor de
una pasión? Así gobierno a mi pobre corazón como trataría un
niño; le dejo pasar todos sus caprichos. No vayas a repetirlo,
que hay quienes harían un crimen de esto.

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15 de mayo

Las buenas gentes de la localidad me van conociendo y me


quieren, sobre todo los niños. Al principio, cuando me acercaba
a ellos y les hacía algunas preguntas con cariño, imaginaban
que quería burlarme y me contestaban con brusquedad, casi
brutalmente.

No me enojaba por eso, pero no dejé de sentir vivamente la


verdad de una observación que antes había hecho: que ciertas
personas de alta sociedad se apartaban de sus inferiores, como
si el acercarse a ellos o dejar que se les acercaran debiera
robarles la dignidad; y algunos casquivanos o majaderos se
divierten y complacen en fingir familiaridad

con el vulgo para hacerle sentir después su desprecio de


manera asertiva.

Sé que no todos somos iguales ni podemos serlo; pero sostengo


que quien se crea obligado a alejarse de lo que se llama el
pueblo para mantenerlo respetado, no vale más que el cobarde
que se oculta del enemigo, por miedo a que se le venza. Al venir
uno de estos días a la fuente, encontré ahí a una jovencita que,
luego de haber llenado su cántaro, lo había puesto en la

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escalera y veía hacia todos lados para ver si encontraba a
alguna compañera que le ayudara a subirlo a su cabeza. Bajé
las escaleras y le dije a los ojos.

-¿Quiere ayuda, señorita?

Se puso más encarnada que la grana y sólo atinó a decir:

-¡Oh, señor…!

-¡Vamos, vamos dejémonos de cumplidos! -repliqué.

La chica arregló su rodete sobre la cabeza, le puse el recipiente


y muy agradecida subió las escaleras de la fuente.

13
17 de mayo

Conozco mucha gente, pero no tengo compañeros. No sé qué


atractivo pueda haber en mi trato con los hombres; muchos me
muestran afecto y hasta se complacen con mi amistad, pero
veo siempre con pena que nuestros caminos difieren y no tardo
en alejarme.

Si me preguntas cómo son las personas de este país, diré que


iguales a todas. ¡El género humano es una cosa tan monótona!
Casi todos trabajan la mayor parte del tiempo para vivir y su
poco tiempo libre les pesa de tal modo, que buscan con ahínco
el medio de usarlo en algo.

¡Oh, destino del hombre!

Sin embargo, estas personas son bienintencionadas. A veces,


me olvido de mí y acudo a gozar con ellos los extraños placeres
que a los mortales se conceden. Ya me siente en una mesa bien
provista, en la que reinan cordialidad y alegría; ya demos un
paseo en coche o improvisemos algún baile, cuando se
presenta la ocasión propicia, sin preparativos de ningún tipo,
esto me produce los mejores efectos; sólo que entonces es
necesario olvidar y no recordar que hay en mí una gran
cantidad de facultades latentes, que me veo obligado a ocultar

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con el mayor cuidado. ¡Ah, esto me oprime el corazón en alto
grado! ¡Y sin embargo… no tener comprensión es nuestro
destino!

¡Ah! ¿Por qué no existe ya la amiga de mis años mozos o por


qué llegué a conocerla? Debería decirme “estás loco; buscas lo
que no hallarás nunca”. Pero la verdad es que he tenido esta
amiga, que ha sentido latir ese corazón; que he conocido esa
alma grande en cuya presencia me parecía ser más de lo que
era, porque era todo lo que podía ser. ¡Santo Dios!

¿Había entonces una sola facultad de mi alma que estuviera


ociosa?

¿No podía desentrañar con ella esa grande sensibilidad con que
mi corazón abraza la naturaleza entera? ¿No era nuestro trato
un cambio continuo de las sensaciones más delicadas, de los
rasgos más expresivos, del espíritu más refinado, cuyas
modificaciones todas, hasta en la impertinencia, llevaban
marcado el sello del genio? Y ahora… ¡Ah!

¡Era mayor que yo y se me anticipó al sepulcro! Jamás la


olvidaré; jamás olvidaré su juicio recto y firme, y menos aún su
divina indulgencia.

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Hace algunos días encontré al joven V***. Sus facciones son
francas y simpáticas. Precisamente recién salió de la
universidad y si no se cree un sabio, está convencido, al menos,
de que destaca su conocimiento del de los demás. Le he
probado en diferentes materias y contesta bien; en una
palabra, no carece de instrucción. Cuando supo que dibujaba
mucho y que conocía el griego (fenómeno en este lugar), no me
dejó un momento; me dio a conocer toda su erudición, desde
Batteux hasta Wood, desde Piles hasta Winkelman. Me aseguró
que había leído toda la primera parte de la teoría de Sulzer y
que tenía un manuscrito de Heyne sobre el estudio del arte
antiguo. Lo felicité por ello y seguí adelante.

Otro buen hombre que conozco es el mayordomo del príncipe,


sujeto franco y honesto. Se dice que es una gloria verle en
medio de sus nueve hijos. Parece que su hija mayor llama la
atención más particularmente. Me ha dicho que vaya a verlo y
pienso ir un día de estos. Vive en un pabellón o lugar de caza
del príncipe a legua y media de aquí. Tras la muerte de su mujer
obtuvo permiso para ir a vivir allá, pues el bullicio y la vida
citadina, y sobre todo la vista de su hogar, sólo aumentaban su
dolor. En cambio, en mis excursiones he hallado algunas
caricaturas, entes muy empalagosos, cuyo trato y sus agasajos
no soporto. Adiós. Ésta es una carta escrita exclusivamente
para ti; no es más que una historia.

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22 de mayo

La vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos


han creído, y tal idea no deja de perseguirme. Cuando me
detengo a pensar en los estrechos límites en que están
circunscritas las facultades

activas e intelectuales del hombre; cuando veo acabarse todos


sus esfuerzos por satisfacer algunas necesidades que no tienen
más intención que prolongar la desgraciada vida; que toda
nuestra confianza o tranquilidad sobre ciertos puntos de la
ciencia, es sólo una resignación fundada sobre quimeras y
ensueños, y producida por esta ilusión que cubre las paredes de
nuestra prisión con pinturas diversas y perspectivas de luz; todo
esto me deja mudo, amigo Guillermo. Me reconcentro y
encuentro en mi ser todo un mundo; pero un mundo fantástico,
creado por presentimientos, por deseos sombríos, en el que no
se halla ninguna acción viva. Todo nada, todo flota ante mí,
cubierto de una espesa nube y yo me adentro en ese caos de
ensueños con una sonrisa en la cara. Pedagogos, maestros,
todos acuerdan que los niños no saben lo que quieren; pero que
también nosotros, niños grandes, damos traspiés por este
mundo sin saber de dónde procedemos o adónde nos dirigimos;
lo mismo que los pequeños, obramos sin intención; igual que los
niños nos dejamos llevar por golosinas de diferentes tipos o por

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el castigo; esto es lo que nadie quiere creer, ni convenir en ello;
y según yo es, sin embargo, una cosa evidente.

En fin, concedo gustoso (porque sé lo que vas a contestar) que


los venturosos sean aquellos que, como niños, viven al día,
llevan su muñeca de un lugar a otro, la visten, le quitan la ropa,
pasan y repasan respetuosos delante del cajón donde mamá
tiene las golosinas y que cuando saborean alguna lo hacen
ansiosos y a gritos piden más.

Pues bien, sí, ¡he ahí criaturas afortunadas! ¡Venturosos también


los que bautizan con un nombre pomposo o un título imponente
sus fútiles ocupaciones e incluso sus mismas pasiones, para
presentarlas al género humano como obras gigantescas,
emprendidas para traerle mayor prosperidad o para salvarle!

Por mi parte, repito: buen provecho tengan, tanto ellos como los
que quieran o puedan creer como ellos. Pero el que en su
humildad reconoce lo inútil de todas esas vanidades; el que ve
al hombre acomodado arreglar su jardín como un paraíso, y al
mismo tiempo ve pasar a un desgraciado jornalero encorvado
bajo el peso de una carga abrumadora, sin desanimarse, y que
ambos en fin muestran el mismo interés en contemplar siquiera
un minuto más la luz del sol; ése está tranquilo, crea su universo
en sí mismo y se considera feliz sólo por ser hombre. Por

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limitado que sea su poder, abriga siempre en su corazón el
sentimiento y sabe que puede dejar esta cárcel cuando así lo
disponga.

19
26 de mayo

Tú conoces, hace mucho tiempo, mi modo de arreglarme; sabes


cómo me gusta alistar una cabaña en un sitio aislado donde
pueda vivir con

gran simplicidad. ¡Pues bien! Sabrás que he encontrado en este


lugar un rinconcito seductor. Como a una legua de la ciudad, se
tiende una campiña llamada Wahlheim. Situado en la cima de
una colina, la vista del pueblo es muy pintoresca. Al subir el
camino que lleva a él, se ve todo el valle con una sola mirada.
Una mujer buena y servicial, ágil para su edad, tiene ahí una
taberna o expendio de bebidas y se sirve café, vino y cerveza.
Lo que llama la atención son dos tilos soberbios de ramas
abundantes, que dan sombra a la plazuela de la igual, cuyo
recinto lo cierran casas, pajares y corrales. Con dificultad se
encontraría en otra parte un sitio más propicio para mis gustos:
me hago traer una mesita y una silla; tomo mi café y leo mi
Homero. La primera vez que la casualidad me llevó a este sitio
era una tarde magnífica; encontré el lugar solo porque todo el
vecindario estaba en el campo y sólo vi a un niño, como de
cuatro años, que sentado en el suelo sostenía en sus piernas a
otro niño de meses, sentado también, al que pegaba a su pecho
con los brazos. A pesar de la vivacidad que brillaba en sus ojos
negros, estaba muy quieto. Esta vista me encantó; me senté

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sobre un arado frente a ellos, tomé mis lápices y empecé a
dibujar este cuadro fraternal con indescriptible placer; agregué
un seto, la puerta de una granja, una rueda rota de carro y
algunos otros aperos de labranza mezclados entre sí con poca
claridad.

Después de una hora encontré que había hecho un dibujo bien


entendido, un cuadro muy interesante, sin haberlo pensado ni
haber puesto nada de mi parte. Esto me confirmó en mi
propósito de no atenerme más que a la naturaleza misma,
porque ella sola es la que tiene riquezas inagotables y la que
forma los verdaderos y grandes artistas. Mucho puede decirse
a favor de las reglas y preceptos del arte, y más o menos lo
mismo que puede decirse para alabar las leyes sociales. Un
hombre que se conforma y atiene a ellas con rigor no produce
nunca nada carente de sentido o positivamente malo, lo mismo
que aquel que se conduce con arreglo a las leyes y a lo que
exigen las conveniencias sociales no será nunca un mal vecino
ni un insigne malvado; pero tampoco producirá nada notable,
porque sin importar lo que se diga, toda regla, todo precepto,
es una especie de traba que sofocará el sentimiento real de la
naturaleza, hará estéril el verdadero genio y le quitará su
verdadera expresión. Me dirás que tiene esto mucha fuerza.
Pues bien, yo te diré que lo que hace la regla es podar las
ramas chuponas, impedir que crezcan y se expandan. Escucha
una comparación; sucede con esto como con el amor: un joven

21
con el corazón virgen y sensible se apasiona por una joven
amable y bonita; pasa todo el tiempo junto a ella; prodiga su
fortuna; hace uso de todas sus capacidades para probarle en
todo momento que es suyo del todo sin la menor reserva, y he
aquí que se cruza un inoportuno revestido con el carácter de un
ministerio público con su traje oficial y le dice “caballerito, amar
es de hombres; ama, pues, pero ama como un hombre; arregla
tus horas del día; consagra unas al estudio, al trabajo, y otras a
tu ídolo; haz un cálculo preciso de tus rentas, de cuánto será lo
superfluo que te quede después de haber cubierto todo lo
necesario.

No te prohibo le hagas algunos regalos, pero raras veces y en


épocas mismas, como el día de su santo”.

Si nuestro joven se conforma con seguir las indicaciones del


entrometido, llegará a ser personaje muy útil y yo sería el
primero en aconsejar a todo príncipe que lo colocara en algún
ministerio; pero en lo que respecta a su amor, pronto habría
huido, ¡y no digo menos de su talento si era artista! ¡Oh, amigos
míos! ¿Por qué desbordan tan rara vez sus olas impetuosas sus
almas deslumbradas? Esto se debe a que en las dos orillas
habita gente grave y reflexiva, cuyas quintas y casas de
descanso, sus cuadros de tulipanes y sus huertos, se veían
inundados, arruinados, destruidos; y éstos producen personajes

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con un gran cuidado de construir diques y presas, de hacer
sangrías al torrente, para que el peligro constante desaparezca.

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27 de mayo

Como acabas de ver, me he dejado llevar por el entusiasmo,


por la declamación, por las comparaciones y he olvidado
completamente el concluir lo que había empezado a decir de los
niños. Absorto en esta meditación sentimental sobre la pintura,
de la que en mi carta de ayer no he dado sino algunas partes,
sin orden ni ilación, te diré que estuve más de dos horas
sentado sobre el arado. Al atardecer llegó una mujer joven con
una cesta en el brazo; se dirige presurosa a los dos niños, que
no se habían movido de aquel lugar, y grita desde lejos.

-Felipe, eres buen muchacho.

Al pasar me saluda y yo correspondo. Me levanto, me acerco y


le pregunto si es la madre de los niños: me responde que sí y da
al grande la mitad de un bollo; levanta al pequeño en brazos y
lo acaricia y besa como sólo una madre puede hacerlo.

-Confié a Felipe esta criatura -me dice-, y he ido a la ciudad con


el mayor a comprar pan, azúcar y una tartera de barro.

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Vi en efecto todas esas cosas en la cesta, cuya tapa se había
caído.

-Quiero hacer esta noche una papilla para mi Juanito, el


pequeño; mi hijo mayor, que es muy travieso, rompió ayer la
tartera mientras peleaba con Felipe por rebanar lo que había
quedado pegado a ella.

Le dije que tendría gusto de ver al mayor y apenas terminó de


responder que se había quedado atrás y andaba corriendo por
el valle juntando los gansos, cuando el chicuelo se presentó
brincando y con una ramita de avellano en la mano que dio a
su hermano. Yo seguí hablando con la

mujer y me enteré que era hija del maestro de escuela y que su


esposo estaba en Suiza, lugar al que había ido a recoger la
herencia de un primo.

-Han querido engañarle -me dijo-, y no contestaban a sus


cartas; de modo que ha ido allá a ver por sí mismo qué sucede.
¡Con tal que no haya sucedido una desgracia! Porque ya hace
tiempo que no sé de él.

25
Tuve pena en separarme de esta mujer, le di unos céntimos a
cada uno de sus hijos y algunos más a ella para que comprara
un bollo al más pequeño cuando fuera a la ciudad, y nos
separamos.

Te lo repito, amigo, cuando siento agitarse mi espíritu con


violencia, la vista de una criatura basta para calmar su
malestar: recorre el círculo estrecho de su pacífica vida en un
feliz abandono; vive sin ocuparse más que en allegar lo
necesario para vivir en el día; ve caer las hojas y no deduce
nada más que el invierno se acerca.

Desde ese día voy a menudo a casa de esta buena mujer; los
niños se han acostumbrado a verme y nunca tomo el café sin
que deje de darles su terrón de azúcar, y al anochecer parto con
ellos mis tostadas y mi leche cuajada. El domingo les doy unas
monedas y si no estoy a la hora del oficio divino, la tabernera
tiene la orden de dárselas.

Son muy confiados, me cuentan mil historias y nada me gusta


más que ver sus pequeñas pasiones y la simplicidad de sus
celos y envidias, cuando se reúnen alrededor de mí otros niños
del pueblo.

26
Me ha costado trabajo tranquilizar a la madre, que temía
mucho “incomodaran al señor”, según sus palabras.

27
30 de mayo

Lo que te contaba sobre la pintura puede decirse también de la


poesía. Sólo se trata de reconocer primero lo que es bello en
verdad y después atreverse a expresarlo con franqueza. Esto en
efecto es decir mucho en pocas palabras. Yo he sido hoy
testigo de una escena que bien contada daría materia para
romper el idilio más hermoso del mundo; ¿pero qué hacen aquí
poesía, escena e idilio? ¿Es necesario trabajar siempre según
las reglas del arte, sin violarlas ni romper sus trabas para
participar de un efecto natural?

Si detrás de esta introducción esperas algo grandioso y


sublime, te equivocas un poco; el que ha producido en mí una
emoción tan viva es tan sólo un mozo de la aldea. Según mi
costumbre, lo diré con torpeza y

según la tuya, creerás que exagero. Es todavía Wahlheim y


siempre Wahlheim que produce estas maravillas.

Bajo los tilos se habían congregado muchas personas para


tomar café: y como la concurrencia no era de mi completo
agrado, me alejé con un pretexto.

28
Salió un joven aldeano de una casa contigua y se puso a
componer el arado que yo había dibujado por aquellos días; me
acerqué a él y le hice algunas preguntas sobre su situación; nos
conocimos y como me pasa a veces con los de su clase, pronto
llegamos a las confidencias. Me contó que servía en casa de
una viuda que se portaba muy bien con él. Me habló tanto de
ella, tantos elogios tuvo para ella, que pronto descubrí que
sentía una gran pasión.

-Ya no es joven -me dijo-; su primer marido le dio muy mala


vida y no quiere volver a casarse.

Todo lo que me decía descubría el atractivo y belleza que


conserva para él y con qué ardor deseaba se dignara a elegirlo,
para reparar con su cariño los atropellos padecidos con su
primer marido. Sería necesario repetirte su conversación para
dar idea de la inclinación pura, de amor y la alegría de este
hombre. Sí, sería preciso tener el talento de los mayores poetas
para representar lo vivo, lo expresivo de sus ademanes, lo
armonioso de su voz, el fuego concentrado y la ternura que se
veía en sus ojos. No, no hay palabras capaces de transmitir el
tierno y delicado cariño que embargaba todo su ser y que
daban a conocer cada una de sus expresiones; y si tratara de
hacerlo, no produciría más que cosas torpes y frías.

29
Me llamó la atención sobre todo y me conmovió al extremo su
temor de que interpretara mal las relaciones con su ama y que
sospechara de su buena conducta. Sentí un delicioso encanto al
oírle hablar de ella, de su gracia, que a pesar de haber perdido
ya los hechizos de la juventud, le atraía y le apasionaba de tal
modo. Este placer, no obstante, no lo siento sino en lo hondo del
corazón. Nunca había visto deseos más ardientes, más
apasionados y vehementes, acompañados al mismo tiempo de
tanta pureza; y podría incluso decir que ni siquiera había
imaginado, ni en sueño, que pudiera existir tal pureza. No vayas
a regañarme si te confieso que al acordarme de esta simple
inocencia, se exalta mi alma; que me persigue por todas partes
la imagen de esta ternura tan real, tan delicada y vehemente, y
que como si estuviera poseído de los mismos fuegos, me
abraso, languidezco y me siento morir devorado.

Trataré de ver lo más pronto posible a esa mujer. Pero no; si


estoy en mi juicio, no he de hacerlo. La veo por los ojos de su
amante y esto vale más, porque tal vez no se presentará a los
míos tal como a él se apetece.

¿Y con qué fin desfigurar su imagen?

30
16 de junio

¿Por qué no te escribo? ¡Y puedes preguntarlo, tú, uno de los


mayores sabios de la tierra! Debías adivinar que me encuentro
bien, muy bien; en un palabra, que he hecho un conocimiento
que toca a mi corazón muy de cerca. Tengo… tengo… No sé qué.
Contarte por orden y detalladamente cómo he llegado a
conocer a una de las criaturas más amables del universo sería
tarea apoteósica. Estoy contento y soy dichoso; por ende, soy
mal historiógrafo.

¡Un ángel ¡Ay! Todos dicen otro tanto del dueño de su alma. ¿No
es verdad? ¡Y sin embargo, como decirte lo perfecta que es,
porque lo es. Basta; ella abarca todos mis sentidos, los domina.
¡Tanta ingenuidad unida a tanto ingenio!, ¡tanta bondad con
tanta fuerza de carácter! ¡Y la tranquilidad del alma en medio
de la vida más agitada!

Todo lo que digo de ella no es más que una plática incoherente,


lastimosas abstracciones que no dan a conocer ni un ángulo de
su personalidad. Otro día… no, ahora mismo, te lo voy a decir. Si
no lo hago ahora, no lo haré nunca; porque debo decir que
desde que empecé a escribir, he estado a punto tres veces de
tirar la pluma, hacer alistar mi caballo e irme a recorrer el país,
aunque me hubiera propuesto esta mañana quedarme aquí. Me

31
asomo a la ventana todo el tiempo para ver si el sol sigue muy
alto.

No he podido resistir. He tenido que ir a su casa y ya he


regresado, mi querido Guillermo. Cenaré mi manteca mientras
te escribo. ¡Qué delicia para mí contemplarla rodeada de sus
ocho alegres y traviesos hermanitos!

Si siguiera escribiéndote de este modo, quedarías tan enterado


al principio que al final. Pon atención, que voy a violentarme
para entrar en detalles.

Ya te escribí en fechas recientes cómo había conocido al


mayordomo S*** y cómo me había invitado a ir a verle en su
retiro o más bien en su pequeño reino. Hice poco caso de esta
invitación y quizá no habría vuelto a recordarlo. Si la casualidad
no me muestra el tesoro oculto en su retiro.

Los mozos del pueblo daban un baile campestre y asistí. Ofrecí


la mano a una agraciada señorita, amable pero insulsa. Se
acordó que yo conduciría a mi pareja y a su prima, en coche, al
lugar de la fiesta y que recogeríamos a Carlota S***.

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-Va usted a conocer a una mujer muy hermosa -dijo mi pareja
al llegar a la soberbia calle o más bien paseo bordado de
árboles generosos que conduce a la quinta. Cuidado con
enamorarse.

-¿Y por qué? -le pregunté.

-Porque está comprometida con un hombre honrado -contestó-


, ausente en este momento arreglando negocios por el deceso
de su padre y al mismo tiempo para conseguir un empleo
ventajoso. Estos datos, te diré, los oí con total indiferencia.

El sol iba a esconderse detrás de las montañas cuando


llegamos a la puerta de entrada. El aire era pesado y difícil era
respirar, se veían arremolinarse en el horizonte ingentes y
numerosos nubarrones de un color oscuro. Las jóvenes
manifestaban sus temores de una tormenta próxima y aun
cuando yo mismo estaba convencido de ello y adelantaba que
la fiesta fracasaría, traté de calmarlas con mis fingidos
conocimientos meteorológicos.

Me bajé del coche y al mismo tiempo se presentó una criada y


nos pidió esperar un momento a la señorita Carlota, que iba a
bajar enseguida. Atravesé el patio, subí la escalinata que

33
llevaba a la entrada de la linda casa y cuando pasé por el
vestíbulo, presencié el espectáculo más encantador que hubiera
visto. Seis niños, entre dos y 11 años, estaban agrupados en
torno a una joven de estatura media, pero bien formada, cuyo
traje era un simple vestido blanco adornado con lazos de color
de rosa en marchas y pechera. Tenía un pan casero en la mano
y a cada niño le daba un pedazo según su edad y apetito. Los
niños levantaban sus manitas y luego de recibir la merienda, los
más vivos se fueron con ella muy alegres y los más calmados se
dirigieron con prudencia a la puerta para ver a los forasteros y
el coche donde debía subir su querida Carlota.

-Pido a usted mil perdones -me dijo-, por haberle dado la


molestia de llegar hasta este lugar y por hacer esperar a esas
señoras; pero ocupada primero en vestirme y después en
arreglar lo que ha de hacerse en casa en mi ausencia, me olvidé
de dar de comer a mis pequeños, y no hay quien les haga
tomar el pan si yo no lo parto.

Respondí con un trivial cumplido, porque mi alma entera estaba


fija en sus labios, absorta de oír el timbre de su voz y de
contemplar su gallardía. Corrió a su habitación por los guantes
y el abanico, y mientras pude reponerme de mi trastorno. Los
niños no se atrevían a acercárseme y me miraban de reojo; fui

34
hacia el más pequeño, que era una criatura preciosa. El
chiquillo huyó, pero en ese momento Carlota entró y dijo:

-Luis, ven a dar la mano a tu primo. El muchacho dejó la timidez


y obedeció; yo no pude menos que besarle efusivo, a pesar de
que su cara estaba llena del dulce de la merienda.

-¡Primo!, repetí yo, mientras estiré la mano a Carlota-. ¿Me


considera en verdad digno de la dicha de ser familiar suyo?

-¡Oh! -contestó ella con maliciosa sonrisa-. ¡Tenemos tantos


primos! Lo que sentiría es que fuera usted el peor de todos.

Al marchar recomendó a Sofía, la mayor de las hermanitas, de


unos 11 años, que tuviera mucho cuidado de los pequeños y que
no olvidara dar las buenas noches a su papá cuando volviera a
casa; a los niños dijo:

-Ustedes obedezcan a su hermana Sofía como si fuera yo


misma.

Algunos prometieron hacerlo, pero una rubita muy viva, de a lo


mucho seis años, le dijo con aire de importancia:

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-Sofía no es lo mismo que tú, a ti todos te queremos más.

Los dos chicos mayores se habían encaramado al coche y ante


mis ruegos, Carlota les permitió que fueran con nosotros hasta
el bosque, con tal que prometieran no hacer ninguna travesura.

Poco después de instalarnos en el coche y luego de saludarse


las señoras e intercambiar algunas observaciones sobre los
trajes, y sobre todo de los sombreros, con su poco de
murmuración, inevitable en estos casos, dirigida contra las
personas que habríamos de ver, Carlota hizo detener el carro y
pidió a los niños que se bajaran; éstos obedecieron en el acto,
rogando a Carlota que les diera a besar su mano; el mayor lo
hizo con la tierna efusividad de los 15 años y el menor con
mucha viveza. Carlota les encargó que dieran mil caricias de su
parte a los otros hermanitos. Seguimos nuestro camino.

La primera le preguntó si había acabado de leer el libro que ella


le había enviado.

-No -dijo Carlota-, no me gusta y puedes llevártelo; el anterior


no era mucho mejor.

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Yo quise saber de qué libros se trataba y quedé admirado al
conocer que eran las obras de X. Encontraba tan buen juicio en
sus apreciaciones, tanto sentido en todo lo que decía; descubría
encantos nuevos en todas sus palabras y veía brillar rayos de
inteligencia en su cara, que la iluminaban, que poco a poco se
llegaba a distinguir en su semblante la alegría que sentía de que
la comprendiera.

Cuando era más joven, dijo, nada me gustaba como leer


novelas. Dios sabe qué placer me causaba pasar el domingo
entero en un rincón solitario, participando de la dicha o de las
desgracias de una miss Jenny. No niego que este género no
tenga todavía para mí algunos atractivos; pero como en el día
son muy escasos los momentos libres que me quedan para
coger un libro, es preciso por lo menos que sea de mi agrado. El
autor que prefiero es aquel que me pone en contacto con los de
mi clase y sabe animar todo lo que me rodea; aquel cuyas
historias son tan caras a mi corazón como a mi vida interior,
que sin ser un paraíso, es para mí un manantial de inexpresable
felicidad.

Hice esfuerzos para ocultar la emoción que me producían sus


palabras; pero no mucho tiempo, porque al oírla hablar del
Vicario de Wakefield y de X, con precisión y verdad

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conmovedoras, no me pude contener y me empecé a disertar
entusiasta, como transportado y fuera de mí.

Hasta que Carlota se dirigió a sus dos compañeras, me percaté


de que estaban ahí, con los ojos abiertos al extremo, pero como
si no estuvieran. La prima me miró con aire malicioso y
socarrón, pero fingí no verla. Enseguida se habló del placer del
baile.

-¿Será un defecto esa pasión? -dijo Carlota-. He de decir que no


conozco nada superior al baile. Cuando alguna pena me
embarga y quiero mitigarla, me siento al clave, toco una
contradanza y de inmediato todo se me pasa.

¡Con avidez miraba sus bellos ojos negros! ¡Con qué ardor
contemplaba sus labios rosados, sus frescas mejillas tan
animadas, sintiéndome como encantado mientras hablaba!
Sumido como en un éxtasis de admiración por lo sublime y
exquisito que ella decía, me sucedía con frecuencia no oír las
palabras que pronunciaba, ni concentrarme en los términos que
utilizaba. ¡Ah! Tú que me conoces entenderás lo que me pasaba.
En una palabra, bajé del carruaje como sonámbulo y seguí
caminando como un hombre perdido, inmerso en un mar de
ensueños, y cuando llegamos a la puerta de la casa donde era
la reunión, no sabía dónde me encontraba.

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Tan absorta estaba mi imaginación, que no sentí el ruido de la
música que oía en la sala de baile, con iluminación brillante. Los
dos caballeros, Audrán y un tal N. N. (¿cómo es posible retener
en la memoria todos esos nombres?), que eran las parejas de
baile de la prima y de Carlota, nos recibieron al bajarnos del
coche y se apoderaron de sus damas, yo conduje a la mía a la
sala de baile. Se empezó a bailar un minué, en el que
entrelazábamos unos con otros; yo saqué a bailar a una
señorita, luego a otra y me impacientaba ver que eran justo las
más feas las que no podían decidirse a darme la mano para
terminar. Carlota y su acompañante empezaron a bailar una
contradanza. ¡Qué grande fue mi gozo, como debes imaginar,
cuando le tocó venir a hacer figura delante de mí! ¡Verla bailar
es admirarla! Su

corazón, su alma completa, todo su cuerpo tienen perfecta


armonía; son tan libres, tan sueltos sus movimientos, que
parece que en esos momentos no ve, ni siente, ni piensa en otra
cosa; y se diría que por instantes todo se desvanece y
desaparece ante sus ojos.

Yo la comprometí para la segunda contradanza, pero ella me


prometió la tercera, al decirme con total confianza que le
encantaba bailar las alemanadas.

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-Aquí se acostumbra y es moda -me dijo-, que para las
alemanadas, cada uno conserve su pareja; pero mi caballero
valsea mal y me dispensará, con gusto, si yo le dejo y le excuso
de ello. Su pareja está poco al corriente de ese baile y tampoco
procura aprenderlo. En cambio, he notado en la contradanza
que usted lo hacía muy bien; propongo a mi caballero que le
ceda su turno de vals y yo haré la misma solicitud a su pareja.

Yo le di la mano en señal de aceptación del convenio y de


inmediato quedó arreglado que su caballero entretendría
durante la pieza a mi pareja.

El baile dio inicio; al principio nos entretuvimos en hacer varias


figuras con los brazos. ¡Qué gracia, qué soltura en todos sus
pasos! Cuando llegó el vals y empezamos a dar vueltas unos
alrededor de otros, aunque en un inicio nos explayamos con
desahogo, como había pocos bailarines que estuvieran al
corriente, se dio una confusión extraordinaria. Nosotros tuvimos
la prudencia de dejarlos desenredarse poco a poco y los más
torpes abandonaron el lugar; entonces nos adueñamos
nosotros del salón y empezamos a bailar con nuevo ardor.

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Audrán y su pareja fueron los únicos que siguieron con
nosotros. Jamás me había sentido tan ágil, ya no era un
hombre. ¡Tener entre sus brazos a la más amable de las
criaturas! ¡Volar con ella como torbellino que anuncia la
tempestad! ¡Ver pasar todo, eclipsarse todo ante mis ojos y a
mi alrededor! ¡Sentir! ¡Oh, amigo mío! Si he de ser franco, diré
que entonces hice el juramento de no permitir nunca que una
joven que yo amara y sobre la cual tuviera algún derecho,
bailare con ningún otro hombre, aunque para impedirlo,
corriera el riesgo de perecer. Creo que me comprendes.

Para recuperar el aliento y descansar un poco, dimos algunas


vueltas por la sala, paseando, y ella se sentó enseguida. Yo le
ofrecí dos naranjas que había reservado, porque ya no había
ninguna en el aparador, y fueron recibidas a la perfección en
aquel calor; yo estaba enajenado, pero una indiscreta vecina
que se encontraba al lado de Carlota, me daba una puñalada al
corazón cada vez que aceptaba un gajo de naranja que se le
ofrecía.

En la tercera contradanza inglesa formábamos la segunda


pareja. Al recorrer toda la columna, Dios sabe con qué delirio
seguía yo sus pasos, cómo me embriagaba con sus ojos negros,
en los que veía brillar el placer en su pureza completa. Nos tocó
hacer figura delante de una mujer que sin ser muy joven, me

41
había llamado la atención por su grata fisonomía; esta mujer
miró a Carlota, sonriendo y amenazándola con un dedo
pronunció dos veces, al pasar, el nombre de Alberto con un tono
significativo.

-¿Quién es Alberto -le dije a Carlota-, si no es indiscreción


preguntar?

Iba a contestar, pero nos tuvimos que separar para formar la


gran cadena de ocho y me pareció ver ensombrecida su frente
cuando volví a pasar frente a ella.

-¿Por qué se lo iba a ocultar? -me dijo al darme la mano para el


paseo-. Alberto es un hombre honrado con quien estoy
comprometida.

Ésta no era noticia para mí, pues sus amigas me lo habían


advertido durante el camino: pero ahora, después de que
habían bastado algunos instantes para tomarle tanto cariño y
aprecio, estas palabras me perturbaron como si hubiera
recibido un golpe inesperado. Esta noticia me trastornó por
completo y su recuerdo me dejo atontado y en términos que ni
sabía lo que hacía, ni dónde estaba, y este olvido de mí mismo
fue tan grande que no supe ni puede hacer a tiempo la figura

42
que seguía, y de tal modo confundí el baile, por lo que fue
necesario que con toda su presencia de espíritu, Carlota me
tomara de la mano, como a un niño, y me sacara de aquel caos,
para poder restablecer el orden.

Los relámpagos que brillaban en el horizonte y que yo


calificaba de simples exhalaciones de calor, empezaron a ser
cada vez más frecuentes y el estampido del trueno llegó a
esconder los acordes de la orquesta. Tres señoritas dejaron en
el acto de bailar y sus parejas las siguieron. Se generalizó la
desbandada y enmudeció la música. Cuando una desgracia nos
sorprende en medio del placer, parece natural que suframos
una impresión más viva que cuando se produce en otras
condiciones, bien porque el contraste se deje de sentir con
mayor viveza o porque nuestra impresionabilidad sea mayor. A
una de estas razones debo atribuir las singulares actitudes que
noté en algunas señoras. Una de ellas se metió en un rincón, de
espalda a la ventana, y cubrió sus oídos. Otra se arrodilló
delante de la primera y oculta la cabeza entre las piernas de
ella. Una tercera se acercó y las estrechó en sus brazos
derramando un copioso torrente de lágrimas.

Algunas querían volver a casa; otras, todavía más fuera de


control, ni siquiera conservaban la entereza para rechazar las
travesuras de nuestros perillanes, muy solícitos y presurosos en

43
robar de los labios de las bellas atemorizadas, los fervientes
ruegos que dirigían al cielo.

Parte de los hombres habían salido de la sala de baile y bajado


al patio para fumar sus pipas con tranquilidad. El resto de la
concurrencia siguió a la dueña de la casa que tuvo la gran idea
de hacernos pasar a otra sala cerrada con contraventanas y
cortinas. Apenas llegamos ahí, Carlota hizo un círculo con las
sillas, tocó a todos sentarse y propuso un juego de prendas. Al
oír esta proposición vi a muchos fruncir alegremente los labios
con esperanza, sin duda, de conseguir un beso para
desempeñar la prenda.

Cuando todos se sentaron:

-Vamos a jugar -dijo-, el juego de la Cuenta. Escuchen y pongan


atención. Yo daré vueltas en el círculo de derecha a izquierda y
mientras ustedes contarán; cada uno tiene que decir el número
correspondiente y todas estas cifras deben sucederse como un
fuego graneado: el que se pare o se equivoque recibirá una
cachetada; y así debemos contar hasta mil.

¡Oh, qué hermosa lucía en aquellos momentos! Empezó a dar


vueltas con los brazos estirados, contando el primero uno; dos,

44
el siguiente; tres, el tercero, y así sucesivamente. Poco a poco la
joven aceleró el paso. Uno se equivocó y ¡pum!, recibió una
cachetada; el siguiente se rió y perdió la cuenta, y para este
momento Carlota iba más aprisa. A mí me tocaron dos
bofetones y creí notar con honda satisfacción que fueron más
fuertes que las de mis compañeros. La risa y algarabía general
terminaron el juego, antes de que alcanzáramos el mil. Algunas
parejas formaron grupos separados; había pasado ya la
tormenta y acompañé a Carlota a la sala donde habíamos
bailado.

En el camino me dijo:

-Los golpes les han hecho olvidar la tormenta y todo lo demás.


No atiné a responder.

-Yo era una de las más medrosas, pero haciéndome la valiente


para animar a las demás, he logrado en verdad no tener miedo.

Enseguida nos asomamos a la ventana. Aún se oía a lo lejos el


rugido del trueno; la lluvia refrescante caía con un murmullo y
los más deliciosos aromas llegaban a nosotros; un aire puro y
fresco nos traía los balsámicos perfumes que se desprendían de
todas la plantas. Recargada en su codo, con aspecto pensativo,
sus miradas recorrían toda la campiña; fijó sus ojos en el cielo,

45
luego en mí y noté en ese momento anegados sus ojos de
lágrimas; puso su mano en la mía y dijo:

-¡Klopstock!

Recordé la magnífica oda a que se refería (aquélla en la que el


poeta celebra la belleza de la naturaleza después de una
tempestad) y el nombre de Klopstock me produjo gran cantidad
de impetuosas sensaciones, a las que me abandoné con toda
mi alma. No pude resistir los impulsos de mi corazón; estaba
conmovido en lo más hondo; lloraba de felicidad e
inclinándome hacia Carlota, besé sus manos y luego levanté la
mirada en busca de los suyos.

¡Klopstock, noble poeta! ¡Genio sublime! ¿Por qué no has podido


ver tu apoteosis en estas miradas? Ojalá no oyera a nadie
profanar ya tu augusto nombre!

¿Adónde llegaba con mi relación? Te aseguro que yo lo ignoro;


todo lo que sé y lo que recuerdo es que cuando me fui a dormir
eran las dos de la mañana. ¡Ah! Si hubiera estado junto a ella,
en lugar de escribir, te habría hablado quizá hasta la mañana.

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No te he contado aún lo que me sucedió cuando regresamos
del baile y hoy no tengo tiempo para hacerte una relación
detallada. El sol salía con toda su majestad e iluminaba el
bosque. Se veían brillar en las extremidades de la ramas y en
las hojas de los árboles las gotas de la lluvia o del rocío, y el
verdor de los campos era más fresco y vivo. Nuestras dos
acompañantes dormían y ella me preguntó si no haría lo mismo.

-Si tiene sueño -me dijo-, no gaste cumplidos.

-¿Dormir, dormir yo mientras vea esos ojos abiertos? -le


respondí con mi mirada fija en la suya. Me sería imposible
cerrarlos.

Y en efecto ambos seguimos despiertos hasta llegar a su


puerta. Una criada la abrió sin ruido y después de interrogarla,
le respondió que sus padres y los niños dormían
profundamente. Yo me separé de ella tras haberle pedido
permiso para visitarla aquel mismo día; ella aceptó y estoy de
regreso.

Desde entonces el sol, la luna y las estrellas pueden salir y


ocultarse cuando y como quieran, yo no sé ya cuándo es de día

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ni cuándo es de noche, cuándo hace sol o cuándo hace luna;
para mí ha desaparecido el universo en su totalidad.

48
21 de junio

Mis días son tan felices como los que Dios reserva y hace gozar
a los elegidos; pase lo que pase, en adelante no podré decir que
no he conocido el gozo y la alegría; el gozo y la alegría más
puros de esta vida.

Tú conoces mi Wahlheim; en él me he instalado en definitiva.


Desde aquí sólo tengo que caminar media legua para ir a casa
de Carlota, en la cual gozo de mí mismo; disfruto de toda la
felicidad que puede gozar el hombre. ¿Cómo hubiera podido
imaginar, cuando escogí Wahlheim para mis paseos, que se
hallaba tan cerca del paraíso? ¡Cuántas veces al vagar sin
objeto por esos lugares, bien fuera por la cumbre de la
montaña o por la llanura, o más bien, más allá del río, he
dirigido la mirada a ese pabellón que encierra hoy el objeto de
todos mis deseos.

Mil veces he reflexionado, querido Guillermo, sobre ese deseo


natural que tiene el hombre de ampliarse, de hacer
descubrimientos, de abarcar y dominar todo lo que le rodea; y
después, por otro lado, sobre ese segundo pensamiento interior
que le asalta, de enterrarse a voluntad en ciertos límites, de no
salir del surco trazado por la costumbre, sin ocuparse de lo que
sucede y pasa a diestra y siniestra.

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¡Qué extraña sensación! Cuando yo vine aquí y recorriendo por
vez primera estas colinas descubrí un valle muy risueño, sentí de
inmediato atracción por estos sitios, como por un efecto
mágico. ¡Allá, a lo lejos, el bosque! “Ah, pensaba yo de mí, si
pudieras pasearte por sus sombras”. Más alto, la cima de los
montes. ¡Ah, si pudieras pasear la mirada desde ahí por este
extenso y exquisito paisaje… sobre esta cadena de colinas…
sobre esos pacíficos valles… “¡Oh, qué placer de perderme… de
extraviarme en esos lugares…!” Yo iba, venía, lo recorría todo sin
encontrar lo buscado. Hay cosas distantes que vemos como un
confuso futuro y nuestra alma llega a entrever, como por un
velo, un extenso universo; todos nuestros sentidos aspiran a
encontrarse en él y a él se dirigen; y en esos momentos nos
gustaría despojarnos de todo nuestro ser, para penetrar en él y
gozar por completo de la sensación deliciosa y única, y
entonces corremos… volamos… Pero, ¡ah!, cuando hemos
llegado al término del recorrido, estamos en el mismo punto;
nos encontramos con nuestra pobreza en estrecho límites y
agobiada el alma por el peso de ese fantasma que la oprime,
suspira sin consuelo y ansía probar el bálsamo refrigerante que
ha desaparecido frente a ella.

Así suspira el hombre errante, en medio de su existencia


accidentada e inquieta, por su patria. En su cabaña, en los
brazos de su mujer, rodeado de sus hijos, y en los deberes que

50
le imponen y en las preocupaciones que le traen los deberes
que exige su conservación, encuentra el verdadero gozo, la
satisfacción real que buscaba de manera vana e inútil en todos
los rincones de este enorme mundo.

Con mucha frecuencia, al despuntar el alba, salgo corriendo y


voy a mi querido Wahlheim; voy a buscar yo mismo mis
guisantes al huerto de mi huéspeda y me distraigo en
mondarlos mientras leo a Homero; después me voy a la cocina
a elegir una vasija, a cortar mi mantequilla y poner los
guisantes en la lumbre; me siento al pie del hogar y los meneo
de vez en vez. En esos momentos me represento a los fieros
amantes de Penélope, degollando, despedazando y haciendo
asar los

bueyes y los cerdos. No hay nada en el mundo que me dé más


placer que el considerar estos rasgos característicos de la vida,
patriarcal, con los que gracias al cielo puedo sin daño
entrelazar el tejido de mi vida.

¡Qué dichoso me siento de poder sentir la inocente y sencilla


felicidad del moral que me ve sobre su mesa figurar la berza
que él ha plantado! No disfruta sólo el placer de saborearla,
sino del recuerdo de la hermosa mañana en que la plantó, de
las apacibles tardes en que la regó y del gusto que le traía verla

51
crecer y redondearse cada día. Todos estos placeres y
fruiciones las saborea él en aquel solo momento.

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29 de junio

Anteayer vino el médico de la ciudad a visitar al mayordomo y


me halló sentado en el suelo, en medio de los niños de Carlota.
Unos saltaban alrededor de mí o se subían en mis rodillas; otros
me hacían gestos; yo les hacía cosquillas y la algazara era
grande y la alegría, muy ruidosa. El doctor es un arlequín
pedante que al hablar, cuida más de estirarse los puños de la
camisa, de arreglarse las chorreras, que de lo que dice. Al
verme en esta posición, jugando con los niños, le pareció que yo
me rebajaba en mi dignidad de hombre sensato y juicioso; pero
a pesar de que yo me di cuenta de ello, por sus modos, no
cambié de postura por eso y seguí divirtiéndome. Le dejé decir
todas las cosas razonables y justas que se le ocurrieron y me
ocupé de volver a levantar el castillo de naipes que los niños
habían derribado.

En cuanto volvió a la ciudad, lo primero que hizo fue contar a


las personas que encontraba y querían oírle: “Los niños del
magistrado estaban ya muy mal educados, pero ese Werther
los acaba de echar a perder por completo”. Sí, querido
Guillermo, los niños son lo que conmueve más mi corazón en la
tierra. Cuando me detengo a mirarlos y veo en esos pequeños el
germen de todas las facultades que necesitarán practicar algún
día; cuando descubro en sus caprichos o terquedades la futura

53
constancia y firmeza de carácter, o en sus travesuras y en su
malicia el humor fácil y alegre que hace olvidar las penas y los
contratiempos de la vida, y todo esto de una manera franca y
total, no dejo de repetirme siempre estas palabras divinas del
maestro. Mientras no llegues a ser como éstos… Pues bien, mi
amigo, a estos niños, estas amables criaturas que deberíamos
considerar modelos, los tratamos como esclavos. ¿Por qué no
han de tener ellos también una voluntad personal? ¿No
tenemos nosotros la nuestra? ¿En qué se basa o está fundada
esta prerrogativa? ¿Es porque nosotros tenemos más edad y
somos más serios? ¡Dios piadoso! Desde la inmensidad de tu
gloria, ves a los niños grandes y a los pequeños, y nada más, y
hace mucho tiempo que has declarado por boca de tu hijo,
quiénes son con los que más te complaces. Los hombres creen
en él, pero no lo escuchan, y nunca han

obrado de otra manera. Forman a sus hijos semejantes a ellos


y… Adiós; prefiero callar que seguir con este desvarío.

54
1 de julio

¿Quién puede saber mejor lo que debe ser Carlota para un


enfermo sino mi propio corazón, más adolorido que el
desgraciado paciente acostado en su lecho? Algunos días va a
visitar a una señora respetable de la ciudad que, según
dictamen de los facultativos, le queda poco tiempo de vida y
desea tener a Carlota a su lado en los últimos instantes. Le
acompañé la semana pasada a hacer una visita al pastor de
San***, a una legua de aquí, en la montaña; llegamos cerca de
las cuatro de la tarde, acompañados de la segunda hermanita
de Carlota. Al entrar en el patio de la casa, sombreado por dos
grandes nogales, vimos al buen anciano sentado en un escaño
en la puerta de su casa. Tan pronto vio a Carlota, se sintió
reanimado con vigor juvenil y sin recoger su báculo nudoso, se
aventuró a levantarse para acudir a su encuentro.

Carlota corrió hacia él y lo hizo volver a su lugar, se sentó a su


lado; le dio los afectuosos recuerdos de su padre y acarició y
besó a un pequeño que era el niño mimado del anciano, a pesar
de lo feo que era y de lo sucio que estaba. Necesario fuera que
hubieras visto las atenciones delicadas que tenía con el anciano
pastor; cómo elevaba la voz para alcanzar a los débiles y medio
cerrados oídos, cómo le hablaba de las personas jóvenes y
robustas que habían muerto de manera súbita, de la excelencia

55
de las aguas de Carlsbad y de su acertada decisión de tomarlas
el verano próximo, sin omitir al mismo tiempo que le hallaba
muy mejorado con relación a la última vez que le había visitado.
Mientras, yo saludé y presenté mis cumplidos a la esposa. El
buen anciano se mostraba alegre al extremo y no pude menos
que expresar la admiración que me provocaban la hermosura y
abundancia de los dos nogales en cuya sombra nos cubríamos.
De inmediato, aunque de una manera un poco pesada, empezó
a contarnos la historia de estos árboles.

-El más viejo -dijo-, no se sabe quién lo plantó: tal pastor, dicen
éstos; tal otro, dicen aquéllos; sobre el más joven (precisamente
es de la edad de mi mujer, que cumplirá 50 años en octubre), su
padre lo plantó en la madrugada del día en que nació por la
tarde. Su padre fue mi antecesor y no puede decirse con justicia
hasta qué punto quería él este árbol, aunque seguro no mucho
más que yo. La primera vez que vine aquí, siendo entonces un
pobre estudiante, mi mujer estaba sentada en un madero,
haciendo media, al pie de este árbol, en este mismo patio. Hará
de esto como… como… unos 37 años… Sí… 37 años.

Carlota le dijo que tendría gusto de ver a su hija Federica, pero


ésta había bajado a la pradera con Schmidt para ver a los
trabajadores, y el buen hombre prosiguió con su historia. Nos
dijo que su predecesor le había tomado afecto, así como

56
también su hija; cómo llegó a ser su vicario y por último su
sucesor. Apenas acababa de terminar la historia, cuando entró
la joven al patio acompañada de Schmidt y dio a Carlota una
bienvenida amistosa. Debo confesar que no me desagradó: es
una joven trigueña, vivaracha, bien formada y su trato haría
pasar algunas horas muy gratas en el campo a su lado. Su
pretendiente, pues por supuesto juzgué que lo era Schmidt, es
un hombre bien educado, pero frío, y no despegó los labios ni
participó en la conversación, por más que trató Carlota para
invitarle. Lo que más me desagradó fue observar en su
fisonomía que obraba así más bien por capricho y mal humor,
que por falta de ingenio o de instrucción. Esta suposición se
confirmó con lo que ocurrió después en el paseo, porque
hallándose Federica separada, por casualidad, de Carlota unos
cuantos pasos, y a mi lado, vi enfadarse el semblante de
nuestro enamorado, y su rostro, bastante encapotado ya sin
esto, tomó un aspecto sombrío de mal género. Felizmente,
Carlota después de notarlo, me jaló de la manga, dándome a
entender con señas que yo me mostraba demasiado amable
con Federica. Nada me desconsuela más que ver a los hombres
atormentarse unos a otros; y, sobre todo, me irrito cuando veo
a jóvenes en la flor de la juventud, cuyo corazón debería estar
más abierto y accesible a todos los goces, sembrar en él la
perturbación y la desconfianza, y arruinar de ese modo los
cortos instantes de dicha que se les concede, muy escasos,
dicho sea de paso; momentos que una vez idos no regresan
nunca y que no dejan en su lugar sino pesares estériles. Yo me

57
sentí picado, casi ofendido. Al ver caer la tarde volvimos al
patio a tomar leche y se orientó la conversación hacia las penas
y los goces de este mundo: aprovechando la ocasión, tomé la
palabra y me puse a atacar con viveza el mal humor.

-Nos quejamos muchas veces -dije-, de lo raros que son los días
felices y lo muy abundantes y frecuentes que son los días
malos; y a mi parecer, nos quejamos sin motivo. Si tuviéramos
listo el corazón en todo momento para gozar del bien que Dios
nos envía, tendríamos de igual forma la fuerza de soportar el
mal cuando sobreviene.

-Pero nuestro humor no está en nuestro poder, no somos


dueños de él - expresó la mujer del pastor-; con mucha
frecuencia depende de nuestra condición física, la menor
indisposición nos hace mirarlo todo con colores sombríos. Ante
lo cual estuve de acuerdo.

-Vamos a considerarlo entonces una enfermedad, -continué- y


descubramos si tiene remedio o no.

-Admitido -dijo Carlota-; pero yo creo que depende de nosotros


en gran medida y esto lo sé por experiencia. Cuando me
molesta o me apena

58
algo, no tengo más que dar unas cuantas vueltas por el jardín,
tarareando alguna contradanza, y en el acto se me quita el mal
humor.

-Es eso lo que quería decir -agregué-. Sucede con el mal humor
lo mismo que con la pereza, a la que nuestra naturaleza es muy
propensa; y sin embargo, tenemos bastante fuerza para
sacudirla y alejarla, el trabajo sale sin esfuerzo de nuestras
manos y sentimos un verdadero goce con nuestra actividad.

Federica escuchaba atenta y el joven me presentó la objeción


de que algunas veces no se es dueño de sí mismo o que al
menos no se puede controlar los sentimientos.

-Aquí se trata -repuse-, de un sentimiento poco grato del que


todos se podrían deshacer con gusto y nadie sabe hasta dónde
puede llegar su fuerza mientras la haya probado. De seguro
que el que se siente enfermo recurrirá a los facultativos y no se
negará a respetar el régimen que le impongan, por rígido que
sea, ni a tomar las medicinas que se le prescriban por amargas
que resulten, con el interés de recobrar la salud, que nos es tan
preciada.

59
Advertí que el buen anciano oía con atención para tomar parte
en nuestra charla y alzando la voz y dirigiéndole la palabra,
agregué:

-Se predica contra muchos vicios, pero nunca he oído a alguien


decir que se predicara desde el púlpito contra el mal humor.

-Eso corresponde a los predicadores de la ciudad -respondió el


anciano-

, porque los aldeanos no conocen ni el mal humor ni el capricho.


No dañaría a nadie, sin embargo, tocar de vez en cuando ese
punto; sería una lección para la esposa del pastor, por lo
menos, y para el señor magistrado.

Todos soltamos la risa y él con nosotros, de muy buen ánimo,


hasta que le sobrevino la tos, que interrumpió por un momento
la plática.

El joven tomó la palabra de inmediato:

-Ustedes califican el mal humor de vicio y eso me parece


extremoso.

60
-¿Extremoso? Todo lo que perjudica al hombre y al prójimo
merece ese calificativo. ¿No basta no poder hacernos
mutuamente dichosos? ¿Es necesario también privarnos unos a
otros del placer que cada uno puede proporcionarse en el fondo
de su corazón? A ver, ¿quién es el mortal que de mal humor
tenga el valor de ocultarlo, de tolerarlo solo, para no trastornar
la alegría de los que le rodean? ¿No es esto en el fondo el
sentimiento interior de nuestra insuficiencia, un descontento de
nosotros mismos, mezclado siempre con la envidia, hija de una
loca

vanidad? Vemos hombres felices y alegres que no nos deben su


dicha y no podemos tolerar su presencia.

Carlota sonreía viendo el calor y la emoción con que yo hablaba


y una lágrima que vi brotar de los ojos de Federica me hizo
seguir.

-¡Desgraciados -exclamé-, quienes usan del control que tienen


sobre un corazón para negarle los placeres puros y simples que
surgen y brotan de él de manera espontánea! Todos los regalos,
todas las complacencias del mundo, no sustituyen ni
compensan un solo instante de verdadero placer contaminado
por las envidiosas vejaciones de un tirano.

61
En aquel momento, mi corazón se desbordaba. El recuerdo de
muchos sucesos del pasado oprimía mi alma y mis ojos se
humedecían.

-¡Ah! -dije-. Si cada uno se dijera a sí mismo todos los días: tu


primera obligación con tus amigos es respetar sus placeres,
aumentar su dicha al participar en ella; la más dulce de tus
obligaciones es la de derramar un gota de bálsamo en su alma
cuando está agitada por una pasión violenta o angustiada por
la tristeza. ¡Ah! ¡Cómo te acusará la conciencia cuando la
víctima que tus bárbaros caprichos han sacrificado en la flor de
la edad, devorada por la fatal enfermedad que va a cortar el
curso de su vida, se halle tendida ante ti, desfalleciente y
moribunda! Sus ojos, inertes y apagados, tratan de dirigir hacia
el cielo, en vano, una débil mirada por última vez; el sudor frío
de la muerte baña su rostro pálido y demacrado. Acércate, te
digo entonces, y que el infierno tome tu corazón. Sientes que ya
es muy tarde y que todos sus tesoros son inútiles; la angustia se
apodera de tu alma; quisieras desprenderte de todo lo que
tienes para dar a la pobre criatura moribunda un momento de
consuelo, un soplo de vida; ¡reanimarla, en fin!

Esta escena inspirada en un cuadro similar que había


presenciado llenó mis ojos de lágrimas; me sentí muy

62
conmovido y mientras cubría mi cara con el pañuelo para
ocultar la emoción, me alejé del grupo.

No me calmé ni me repuse hasta oír la voz de Carlota, que me


llamaba:

-¡Vamos, vamos, que es tiempo de irnos!

¡Qué cariñosos comentarios me hizo después, en el camino, por


la parte apasionada al extremo que tomaba en todo!

-De ese modo llegará a matarse -decía-; debe ser más


razonable y no dejase impresionar de ese modo.

¡Oh, sí, mujer angélical…! ¡Quiero vivir… vivir para ti!

63
6 de julio

Carlota está siempre al lado de su amiga moribunda y siempre


es la misma: siempre la criatura afable y benéfica, cuya mirada,
dondequiera que va, dulcifica el dolor y hace felices a las
personas. Ayer por la tarde fue a pasear con Mariana y la
pequeña Amelia. Yo lo sabía: me reuní con ellas y caminamos
juntos. Después de caminar como legua y media, regresamos a
la ciudad y llegamos a la fuente, que ya me gustaba mucho y
ahora me gusta mil veces más. Carlota se sentó sobre el
pequeño muro; los demás estábamos frente a ella. Miré al
alrededor y recordé el tiempo en que mi corazón estaba
solitario.

-¡Fuente querida! -me dije-. ¡Cuánto tiempo hace que no gozo


de tu frescura y al pasar de prisa junto a ti, ni siquiera te he
mirado!

Bajé los ojos y vi que subía la pequeña Amelia con su vaso;


Mariana trató de quitárselo.

-¡No! -dijo la niña-, con la más dulce expresión. ¡No!, tú has de


beber antes que todos.

64
La verdad, la bondad con que aquella niña pronunciaba estas
palabras me arrebataron hasta el punto de expresar mis
sentimientos, no supe hacer otra cosa que tomarla en brazos y
besarla con tal efusividad, que empezó a gritar y a llorar.

-Eso no está bien hecho -me dijo Carlota. Me quedé confundido.

-Ven, Amelia -continuó y la tomó de la mano para bajar los


escalones-. Lávate enseguida con agua fresca; eso no es nada.

Fijé mi atención en la niña, que con esmero se frotaba las


mejillas con las manos mojadas, convencida de que la fuente
milagrosa le quitaría toda mancha y retiraría la afrenta de que
una barba impura la hubiera tocado. Carlota decía “¡basta ya!”
y ella seguía frotándose con nuevo ánimo, como si mientras
más lo hiciera fuera mejor.

Guillermo, te aseguro que no he asistido a ninguna ceremonia


con más respeto; y cuando Carlota subió, con gusto me hubiera
postrado a sus pies, como ante los de un profeta redentor de
los pecados de un pueblo. No pude resistir al deseo de contar
por la noche lo sucedido, con toda la alegría de mi corazón, a
alguien que yo creía sensible, porque tiene agudeza. ¡Cómo me
equivocaba! Censuró la conducta de Carlota; dijo que no se
debía hacer creer nada a los niños; que estos abusos eran

65
origen de errores y supersticiones innumerables, que hay
necesidad de

evitar desde la infancia… Entonces recordé que ocho días antes


había hecho este charlatán bautizar a un niño; por lo cual,
oyéndole como el que oye la lluvia, prevalecí fiel con todo mi
corazón a esta verdad: “Es preciso actuar con los niños como
actúa con nosotros el Señor, que nunca nos hace más felices
que cuando nos deja embriagarnos con una agradable ilusión”.

66
8 de julio

¡Qué niños somos, verdaderamente, y qué valor tan elevado


damos a una mirada! ¡Qué niño es el hombre! Habíamos ido a
Wahlheim; las señoras iban en coche y durante el paseo, creí
ver en los ojos negros de Carlota… ¡Estoy loco… perdona! ¡Sería
preciso haber visto aquellos ojos! En fin, para terminar (porque
estoy cayéndome de sueño), te diré que las señoras iban en una
carroza y el joven W***, Selstadt, Audrán y yo seguíamos a pie.
Estos caballeros, siempre vivos, turbulentos y ligeros, no
dejaban de dar vueltas alrededor del carruaje, yendo de un lado
a otro y charlando. Las señoras seguían la plática y
contestaban. Yo buscaba los ojos de Carlota y vi, ¡ay!, que se
fijaban o más bien que erraban de un lugar a otro, pero que
nunca, ni una sola vez, se detenían en mí, yo que no veía más
que a ella! ¡Mi corazón la saludaba mil veces y ella no me
miraba! El carruaje nos adelantó y una lágrima humedeció mis
ojos. Yo la seguí con la vista y vi el tocado de su cabeza fuera
de la puerta, inclinándose para buscar, para ver… ¿A quién? ¿A
mí? ¡Oh, amigo! Estoy flotando en esta incertidumbre, misma
que es mi consuelo. Quizá era a mí a quien buscaba… a mí a
quien quería ver…

¡Tal vez! Buenas noches. ¡Qué niño soy!

67
10 de julio

Quisiera que vieras la estúpida cara que pongo cuando la gente


habla de Carlota y sobre todo cuando me preguntan si me
gusta… ¡Gustarme! Odio de muerte esta palabra. ¿A qué hombre
no le gustará, no le robará el pensamiento y todo el corazón?
¡Gustar! El otro día me preguntaron si Ossian me gustaba.

68
11 de julio

La señora M., está muy enferma. Ruego a Dios por su vida,


porque sufro viendo que Carlota sufre. No la veo sino a veces
en casa de una de sus amigas, donde hoy me ha contado una
historia singular. El señor

M. es un viejo avaro, perverso y repugnante, que ha tenido


atormentada y muy sujeta a su mujer toda la vida; ella, sin
embargo, ha sabido sacar fruto de la situación. Habiéndola
desahuciado el médico hace algunos

días, mandó llamar a su marido y en presencia de Carlota, le


habló en estos términos:

“Debo confesarte algo que después de mi muerte podría ser


motivo de inquietud y pesar. Hasta hoy he gobernado la casa
con todo el orden y la mejor economía posible; pero debo
pedirte perdón, porque te he engañado durante 30 años. Desde
nuestro matrimonio fijaste una cantidad muy pequeña para los
gastos de comida y demás de la casa. Cuando ésta ha
prosperado y nuestros negocios han mejorado no he podido
lograr que aumentes la suma destinada cada semana; tú sabes
que en el tiempo de nuestros mayores gastos me obligabas a
atender a todo con un florín diario. He obedecido sin reprochar

69
y cada semana he tomado del cofre del dinero lo indispensable
para cubrir mis atenciones, segura de que jamás se sospecharía
que una mujer robara a su marido. Nada he malgastado e
incluso sin hacer esta confesión hubiera entrado sin
preocupación en la eternidad; pero sé que la que me suceda en
el gobierno de la casa no podrá manejarse con lo poco que tú
das y no quiero que llegues a echarle en cara que tu primera
mujer se contentaba con ello”.

He hablado con Carlota sobre la increíble ceguera que hace que


un hombre no sospeche manejo alguno en una mujer que con
siete florines cubre, de domingo a domingo, todos los gastos,
cuando se ve que éstos pasan del doble. Sin embargo, conozco
gente que hubiera recibido en su casa, sin asombrarse, el
inagotable cántaro de aceite del profeta.

70
13 de julio

No, no me engaño; leo en sus ojos negros el verdadero interés


que le inspiran mi persona y mi suerte. Conozco y en esto debo
confiar en mi corazón, que ella... ¡Oh! ¿Podré y me atreveré a
manifestar con estas palabras la dicha celestial que me
embarga? Sé que me ama.

¡Soy amado! ¡Si vieras cómo me quiere ahora; si vieras… Te lo


diré, porque tú sabrás comprender: si vieras lo mucho más que
valgo a mis propio ojos desde que soy dueño de su amor! ¿Es
esto presunción o sentimiento de nuestra relación verdadera?
No conozco hombre alguno capaz de robarme el corazón de
Carlota y no obstante, cuando ella habla de su futuro esposo,
con todo el calor, con todo el amor posible, me encuentro como
el desgraciado a quien despojan de todos sus títulos y honores,
y le fuerzan a entregar su espada.

71
16 de julio

¡Ah! ¡Qué sensación tan agradable inunda todas mis venas,


cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos o nuestros
pies se encuentran debajo de la mesa! Los aparto como un rayo
y una fuerza secreta me acerca de nuevo en contra de mi
voluntad. El vértigo se apodera de todos mis sentidos y su
inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar
cuánto me hacen sufrir estas insignificancias. Si pone su mano
sobre la mía mientras hablamos y si en el calor de la
conversación se aproxima tanto a mí que su divino aliento se
confunde con el mío, creo morir, como herido por el rayo,
Guillermo, y este cielo, esta confianza, si llego a atreverme.. Tú
me entiendes. No, mi corazón no está tan corrompido, Es débil,
demasiado… ¿Pero en esto no hay corrupción?

Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos desaparecen en


su presencia. Nunca sé lo que siento cuando estoy con ella: creo
que mi alma se dilata por todos mis nervios.

Hay una sonata que ella ejecuta en el clave con la expresión de


un ángel: ¡tiene tal sencillez y tal encanto! Es su música favorita
y le basta tocar su primera nota para alejar de mí zozobras,
preocupaciones y aflicciones.

72
No me parece inverosímil nada de lo que se cuenta sobre la
antigua magia de la música. ¡Cómo me esclaviza este sencillo
canto! ¡Y cómo sabe ella ejecutarlo en aquellos momentos en
que yo colocaría contento una bala en mi cabeza! Entonces
disipándose la turbación y las tinieblas de mi alma, respiro más
libremente.

73
18 de julio

Guillermo, ¿qué es el mundo para nuestros corazones cuando


no hay amor? Una linterna mágica sin luz. Pero en cuanto
empieza a brillar en su interior la llama, se ven aparecer en sus
paredes todo tipo de figuras, formas y colores. Aun cuando
todo lo que se presenta a la vista no fuera más que eso, aun
cuando todas esas apariciones no fueran más que fantasmas
pasajeros, ¿no es una gran fortuna tomar parte en este
espectáculo de ilusiones, la alegría, el gozo de los niños y los
transportes de su entusiasmo inocente y simple?

No podía ir hoy a ver a Carlota, estaba como prisionero entre


mis amigos y conocidos, de cuya compañía no podía
deshacerme. ¿Qué hacer en esta situación? Mandé a mi
sirviente para verla, con el fin de tener a mi lado a alguien por
lo menos, que hubiera estado cerca de ella en el día, y esperaba
que volviera con gran impaciencia, sólo comparable a la alegría
que sentí viéndole regresar. Hubo un momento

en que me hubiera aventado hacia él, que lo hubiera abrazado.


¡Tal era mi felicidad! Pero me refrené.

74
Se dice de la piedra de Bolonia que al exponerse al sol atrae sus
rayos, los capta y alumbra y resplandece por la noche durante
algún tiempo; pues bien, otro tanto era para mí este sirviente.
La idea de que los ojos de Carlota se habían fijado en él, sobre
su cara, sobre sus botones, sobre el cuello de su camisa, hacía
para mí todos esos objetos de tanto interés, tan preciados. No,
en ese momento yo no hubiera cedido este mancebo aunque
me hubieran ofrecido 500 talegos. Su sola vista me producía un
placer infinito… Procura no reír de esto. Dime, Guillermo,

¿no es en realidad una ilusión lo que nos brinda tanta dicha?

75
19 de julio

¡La veré!, exclamo con júbilo por la mañana cuando, al


despertarme lleno de alegría, dirijo mi mirada hacia el sol que
sale; ¡la veré!, y no tengo otro deseo en todo el día. Lo demás
desaparece ante esta esperanza.

76
20 de julio

Tu idea de que me vaya con el embajador de… no es la mía


todavía. No me gusta depender de nadie y además, sabemos
que ese hombre es repulsivo. Dices que mi madre se alegrará
de verme ocupado. Deja que ría. ¿No tengo ya suficiente
quehacer? Y en el fondo, ¿no es lo mismo contar guisantes que
lentejas? Todas las cosas del mundo vienen a terminar en
bagatelas y el que por complacer a los demás contra su gusto y
sin necesidad, se fatiga persiguiendo la fortuna, los honores o
cualquier otra cosa, es siempre un loco.

77
24 de julio

Dado el interés que manifiestas en que no descuide el dibujo,


casi prefería callar a decirte que desde hace mucho apenas y lo
he atendido.

Jamás he sido tan feliz; nunca me ha impresionado la


naturaleza de manera tan honda: hasta un piedra, un tallo de
hierba… y, sin embargo, no puedo expresarme. ¡Mi imaginación
está tan débil! Todo vaga y oscila de forma que ni siquiera
puedo captar un contorno. A pesar de ello, me figuro que si
tuviera barro o cera, modelaría a la

perfección todo lo que concibo. Si esto dura, me entretendré


con barro común, aunque sólo haga bolitas.

Tres veces he comenzado el retrato de Carlota y las tres me ha


salido mal. Esto me es tanto más sensible, cuanto que hace
poco tenía gran facilidad para sacar el parecido. En fechas
recientes he hecho su retrato de perfil; tendré que contentarme
con él.

78
25 de julio

Sí, amada Carlota, todo se encargará y todo se ejecutará;


vengan encargos con más frecuencia, vengan en todo
momento. ¡Ah! Sólo pido un favor, que no haya arenilla en los
billetes que recibo. Mi primer movimiento fue llevar a mis labios
el de esta mañana y he sentido la arenilla hacer ruido en mis
dientes.

79
26 de julio

¡Cuántas veces me he prometido no verla tanto! ¡Ah! ¿Quién


puede resistir y cumplir este objetivo? Todos los días caigo en la
tentación y al regresar de verla, me digo, como por excusa o
consuelo: “¡Mañana no irás!” Llega ese mañana y con él, sin
explicación, un motivo inexcusable para visitarla; y antes de
que haya tenido tiempo para reflexionar sobre ello, me hallo en
su casa.

Una vez, porque me dice al despedirnos “¿vendrá usted


mañana?” ¿Es posible no aceptar semejante oferta? A veces me
da un encargo y yo pienso que sería una falta de atención no
llevarle yo mismo la contestación; y otras veces, en fin,
haciendo un tiempo tan magnífico, es imposible no salir del
cuarto y disfrutarlo. Entonces salgo y camino hasta Wahlheim, y
al llegar, como no es más que media legua hasta su casa… me
siento como atrapado en su misma atmósfera y sin saber
cómo, llego a su lado.

Mi abuela nos contaba la historia de la montaña Imán; todos


los barcos que pasaban cerca de ella perdían su herraje; los
clavos, como si tuvieran alas, volaban hacia la montaña, se
desunían de la madera y los pobres marineros quedaban

80
perdidos y sin más remedio que tomarse de los tablones
flotantes.

81
30 de julio

Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque él fuera el mejor y


más noble de los hombres, y yo reconociera mi inferioridad bajo
todo concepto, no soportaría que a mi vista tuviera tantas
perfecciones.

¡Tener! Basta, Guillermo; el novio está aquí. Es un joven bueno y


honrado que inspira cariño. Por suerte no he presenciado su
llegada; me hubiera desgarrado el corazón.

Es tan generoso que ni una vez se ha atrevido a abrazar a


Carlota delante de mí. ¡Dios se lo pague! La respeta tanto, que
debo apreciarle. Se muestra muy afectuoso conmigo y supongo
que esto es más obra de Carlota que efecto de su propia
inclinación; las mujeres son muy mañosas en este sentido y son
firmes: cuando pueden hacer que dos de sus adorados vivan en
buena inteligencia, lo que sucede pocas veces, lo logran, y el
beneficio es sin duda para ellas. Sin embargo, no puedo negar
mi estima a Alberto.

Su exterior tranquilo hace un contraste muy marcado con mi


carácter turbulento, que en vano me gustaría ocultar. Es
sensible y no desconoce el tesoro que tiene en Carlota. Parece

82
poco dado al mal humor que, como sabes, es el vicio que más
detesto.

Me considera un hombre talentoso y mi amistad con Carlota,


unida al vivo interés que tomo en todas sus cosas, da más valor
a su triunfo y la quiere cada vez más. No averiguaré si suele
atormentarla a solas con algún arranque de celos; pero
confieso que si yo estuviera en su lugar los sentiría.

Sea lo que sea, la alegría que sentía al lado de Carlota se ha


ido. ¿Diré que esto es locura o ceguera? ¿Pero qué importa el
nombre? El asunto no puede ser más claro. No sé hoy nada que
no supiera antes de que llegara Alberto; sabía que no debía
formar ninguna pretensión con Carlota y yo la había formado…
quiero decir: únicamente sentía lo que no se puede evitar al
contemplar tantos hechizos; y con todo, no sé qué me pasa al
ver que el otro llega y se queda con la dama.

Estoy que bramo y me burlo de mi miseria, y más aún, lanzaría


mis sarcasmos sobre quien diga que debo resignarme, y que
como esto no podía suceder de otro modo; ¡vayan al diablo los
razonadores! Vago por los bosques y cuando llego a casa de
Carlota y veo a Alberto sentado a su lado, entre el follaje del
jardín, y tengo que controlarme, me vuelvo loco y hago mil
necedades.

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-En nombre del cielo -me ha dicho ella hoy-, te ruego que no
repitas la escena de anoche; eres espantoso cuando te pones
tan contento.

Te diré, entre nosotros, que acecho todos los momentos en que


él tiene que hacer; de un salto, me meto en la casa y me vuelvo
loco de gozo siempre que está sola.

84
8 de agosto

Te suplico, querido amigo, que no vayas a creer que hablaba de


ti, al tratar de insoportables a los hombres que exigen
resignación total ante los inevitables golpes del destino. No me
imaginaba que pudiera tener semejantes opiniones. Sin
embargo, en el fondo tienes razón; pero permíteme hacer un
comentario. Sucede rara vez en este mundo que los eventos se
encuentran sometidos a la ley absoluta del sí o del no. Hay
tantos grados, tan diversos tonos en los sentimientos y en los
procedimientos, como líneas distintas en una nariz chata o
aguileña; y tú no extrañarás ni estarás incómodo si yo, sin dejar
de aceptar tu principio, trato de escurrirme entre el sí y el no.

Aquí está tu argumento: “o tienes esperanza de ver hechos


realidad tus deseos con Carlota o no la tienes. En el primer caso
trabaja sin cejar para lograr tu fin; en el segundo, trata de ser
hombre y refrena y doma una pasión condenable que debe
consumir toda tu fuerza”. Amigo mío, todo está bien dicho y es
fácil decirlo.

¿Ves a ese desgraciado que empeora, que se extingue,


devorado por una lenta pero continua enfermedad? ¿Puedes tú
acaso exigirle terminar sus tormentos con una puñalada? El mal
mismo que lo extermina, que lo mina, ¿no le quita la fuerza y el

85
valor para liberarse de él de manera violenta? Podrías, tienes
razón, responder con otra comparación semejante: ¡quién no se
dejaría cortar un brazo con gangrena antes arriesgar la vida! Yo
no, lo sé. Y además no nos gusta lastimarnos con
comparaciones. Sí, Guillermo, algunas veces tengo raptos del
valor más determinado y del más aventurado, y en esos
momentos… ¡Si supiera adónde ir, lo haría en el acto!

Por la noche

Mi diario, que estaba abandonado desde hace unos días, ha


llegado hoy a mis manos y me he confundido al ver señalados
en él todos mis pasos. ¿Es con entero detalle cómo he llegado
tan lejos? ¿No es sorprendente que haya visto con tal claridad
mi estado y me haya comportado como un muchacho? Hoy lo
veo todo muy claro; y, sin embargo, no hay indicios de que me
corrija.

86
10 de agosto

Si no fuera un loco, podría pasar la vida con más felicidad y


sosiego. Pocas veces se reúnen para alegrar un alma
circunstancias tan favorables como las que tengo hoy. Esto
afirma mi creencia de que nuestra felicidad depende del
corazón. Formar parte de esta amable familia, ser querido del
padre, como un hijo, de los niños como un padre, y de Carlota…
Y este excelente Alberto, que no turba mi dicha con celos ni mal
humor, que me profesa verdadera amistad y que ve en mí a la
persona que más estima en el mundo después de Carlota…
Guillermo, es un placer oírnos cuando vamos de paseo y
hablamos de ella; nunca se ha imaginado nada tan ridículo
como nuestra situación y, sin embargo, las lágrimas algunas
veces humedecen mis ojos.

Cuando me habla de la virtuosa madre de Carlota y me cuenta


que poco antes de morir dejó al cuidado de ella la casa y los
niños, y al de él a Carlota; que desde entonces la joven ha
revelado dotes inusitadas; que se ha vuelto una verdadera
madre con la dirección de los asuntos domésticos; que todos
los momentos de su vida están esmaltados por la ternura y el
trabajo, sin que jamás hayan sufrido alteración su buen humor
y su alegría. Yo camino junto a él, tomando las flores que
encuentro a mi paso, con las que hago un bonito ramillete y lo

87
arrojo al río, siguiéndole con la mirada mientras se aleja en las
ondas mansamente. No sé si te he dicho que Alberto estará en
esta ciudad permanentemente y que espera de la corte, donde
goza de aprecio, un buen empleo, con buen salario. Conozco
pocas personas que le igualen en el orden y el celo por los
negocios.

88
12 de agosto

Alberto es, sin duda, el mejor de los hombres que existen; ayer
me pasó con él un lance peregrino. Había ido a su casa a
despedirme, pues se me antojó dar un paseo a caballo por las
montañas, desde donde te escribo en este momento. Yendo y
viniendo por su cuarto, vi sus pistolas.

-Préstamelas para el viaje -le dije-.

-Con mucho gusto -respondió-, si quieres tomarte el tiempo de


cargarlas; aquí sólo están como un mueble de adorno.

Tomé una; él continuó:

-Desde el chasco que me he ocurrido por mi exceso de


precaución, no quiero tener que ver con esas armas.

Tuve curiosidad de saber esa historia y él dijo:

-Habiendo ido a pasar tres meses en el campo con un amigo,


llevé un par de pistolas; estaban descargadas y yo dormía

89
tranquilo. Una tarde lluviosa, en que no tenía nada que hacer,
tuve la idea, no sé por qué, de que podían sorprendernos, hacer
falta las pistolas y… tú sabes lo que son las apreciaciones. Di
mis armas para que las limpiara y las cargara. Jugando éste
con las criadas, quiso asustarlas y al tirar del gatillo, la
chimenea, Dios sabe cómo, se encendió y despidiendo la
baqueta que estaba en el cañón, hirió en un dedo a una pobre
muchacha. Para consolarla tuve que pagar la cura y desde
entonces dejo siempre las pistolas vacías. ¿De qué sirve la
previsión, mi buen amigo? El peligro no se deja ver por
completo. Sin embargo…

Ya sabes cuánto quiero a este hombre; pero me molestan sus


sin embargo. ¿Qué regla general no tiene excepción? Este
Alberto es tan meticuloso, que cuando cree haber dicho algo
atrevido, absoluto, casi un axioma, no deja de limitar,
modificar, quitar y agregar hasta que desaparece todo lo que
ha dicho. No fue esta vez infiel a su costumbre; yo acabé por no
escuchar y zambulléndome en un mar de sueños, con repentino
movimiento apoyé el cañón de una pistola sobre mi frente,
arriba del ojo derecho.

-Quita eso -dijo Alberto-, mientras tomaba la pistola. ¿Qué


quieres hacer?

90
-No está cargada -repuse.

-¿Y qué importa? ¿Qué quieres hacer? -repitió impaciente-. No


comprendo que haya alguien que pueda volarse la tapa de los
sesos. Sólo pensarlo me da horror.

-¡Oh, hombres! -exclamé-; ¿no sabrás hablar de nada sin decir:


esto es una locura, esto es razonable, eso es bueno, eso otro es
malo? ¿Qué significan todos esos juicios? Para emitirlos,
¿habrás profundizado los resortes secretos de un acto? ¿Sabes
acaso distinguir con seguridad sus causas lógicas? Si tal cosa
sucediera, no juzgarías con tanta ligereza.

-Estarás de acuerdo -dijo Alberto-, que ciertas cosas siempre


serán crímenes, sin relevar el motivo.

-Concedido -respondí-, encogiéndome de hombros. Sin


embargo, considera mi amigo que ni eso es verdad absoluta.
Sin duda, el robo es un crimen; pero si un hombre está a punto
de morir de hambre y con él su familia, y ese hombre, por
salvarla y salvarse, se atreve a robar,

¿merece compasión o castigo? ¿Quién puede acusar a la


sensible

91
doncella que en un momento de gran éxtasis se deja llevar por
las irresistibles delicias del amor? Hasta nuestras leyes, que son
pedantes e insensibles, se dejan conmover y detienen la espada
de la justicia.

-Eso es distinto -dijo Alberto-; el que sigue los impulsos de una


pasión pierde la facultad de reflexionar y se le mira como a un
borracho o un loco.

-¡Oh, hombres juiciosos! -dije con una sonrisa-. ¡Pasión!


¡Embriaguez!

¡Demencia! ¡Todo esta es letra muerta para ustedes, impasibles


moralistas! Condenan al ebrio y detestan al demente con la
frialdad del sacerdote que sacrifica y dan gracias a Dios, como
el fariseo, porque son ni locos ni borrachos. Más de una vez me
he embriagado; más de una vez me han puesto mis pasiones al
borde de la locura, y no lo siento; porque he aprendido que
siempre se ha dado el nombre de beodo o insensato a todos los
hombres fuera de serie que han hecho algo grande, algo que
lucía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable ver
que de quien piensa lograr cualquier acción noble, generosa,
inesperada, se dice a menudo: “¡Está borracho! ¡Está loco!”

92
¡Vergüenza para ustedes, los sobrios; vergüenza para ustedes
los sabios!

-¡Siempre extravagante! -dijo Alberto-. Todo lo aumentas y esta


vez llevas el humor al extremo de comparar con las grandes
acciones el suicidio, que es de lo que se trata, y que sólo debe
mirarse como una debilidad humana; porque con toda certeza
es más fácil morir que soportar sin descanso una vida llena de
amargura.

Estuve a punto de cortar la charla; no hay nada que me


exaspere más que el razonar con quien sólo responde cosas sin
importancia, cuando hablo con todo el corazón. No obstante,
me contuve porque no era la primera vez que escuchaba tales
vulgaridades que me sacan de quicio. Le respondí con alguna
viveza:

-¿A eso llamas debilidad? Te ruego que no te dejes llevar por las
apariencias. ¿Te atreverías a llamar débil a un pueblo que gime
bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin estalla y rompe
sus cadenas? Un hombre que al ver con espanto arder su casa
siente que se multiplican sus fuerzas y carga fácilmente con un
peso que sin la excitación apenas podría levantar del piso; un
hombre que iracundo por sentirse insultado, acomete a sus
contrarios y los vence; a estos dos hombres, ¿se les puede

93
llamar débiles? Créeme, si los esfuerzos son la medida de la
fuerza, ¿por qué un esfuerzo magnífico debe ser algo más?

Alberto me miró y dijo:

-No te enojes, pero esos ejemplos no tienen verdadera


aplicación.

-Puede ser -le dije-; no es la primera vez que califican mi lógica


de palabrería. Veamos si podemos representar de otra forma lo
que debe sentir el hombre que se decide a deshacerse del peso,
tan ligero para otros, de la vida. Pues sólo esmerándome por
sentir lo que él siente podremos hablar del tema con
honestidad. La naturaleza del hombre - continué-, tiene sus
límites; puede tolerar hasta cierto grado la alegría, la pena, el
dolor; si sigue más allá, sucumbe. No se trata entonces de saber
si un hombre es débil o fuerte, sino de si puede soportar la
extensión de su desgracia, sea moral o física; y me parece tan
ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde, como
absurdo sería dar el mismo nombre al que muere de una fiebre.

-¡Paradoja! ¡Extraña paradoja! -exclamó Alberto.

94
-No tanto como piensas -repliqué-. Acordarás en que llamamos
enfermedad mortal a la que ataca a la naturaleza de tal modo
que su fuerza, mermada en forma parcial, paralizada, se
incapacita para reponerse y restaurar por una revolución
favorable el curso normal de la vida. Pues bien, amigo mío,
apliquemos esto al espíritu. Mira al hombre en su limitada
esfera y verás cómo le aturden ciertas impresiones, cómo le
esclavizan ciertas ideas, hasta que al arrebatarle una pasión
todo su juicio y toda su fuerza de voluntad, le arrastra a su
perdición. En vano un hombre razonable y de sangre fría verá
clara la situación del desdichado; en vano la exhortará: es
semejante al hombre sano que está junto a lecho de un
enfermo, sin poder darle la más pequeña parte de sus fuerzas.

Estas ideas parecieron poco concretas a Alberto. Le hice


recordar a una joven que habían hallado ahogada poco tiempo
atrás y le conté su historia.

Era una dama bondadosa, encerrada desde la infancia en el


estrecho círculo de las ocupaciones domésticas, de un trabajo
monótono; que no conocía otros placeres que los de ir algunas
veces a pasear los domingos por los límites de la ciudad con
sus compañeras, engalanada con la ropa que poco a poco
había podido conseguir, o bailar una sola vez en las grandes
celebraciones, y charlar algunas horas con una vecina, con toda

95
la entrega del más sincero interés, sobre tal chisme o cual
disputa.

El ardor de su edad le hace sentir deseos desconocidos que


aumentan con las lisonjas de los hombres; sus placeres del
pasado llegan poco a poco a carecer de sabor; al final
encuentra a un hombre hacia el cual le empuja con
incontrolable fuerza un sentimiento nuevo para ella, y pone en
él todas sus esperanzas; se olvida de todo el mundo; nada oye,
nada ve, nada ama, sólo a él.

No suspira más que por él, sólo por él. No está corrompida por
los frívolos placeres de una inconstante vanidad y su deseo se
dirige a su

objeto; quiere ser de él, quiere en una unión eterna encontrar


toda la felicidad que le falta, disfrutar de todas las alegrías
juntas al lado de su amado. Promesas continuas ponen el sello
a todas sus esperanzas; atrevidas caricias aumentan sus
deseos y sojuzgan su alma por completo; flota en un
sentimiento vago, en una idea anticipada de todas las alegrías;
ha llegado al colmo de la exaltación.

96
En fin, tiende los brazos para abarcar todos sus deseos… y su
amante la abandona. Se encuentra ante un abismo, inmóvil,
demente; una noche profunda la rodea; no hay horizonte, no
hay consuelo, no hay esperanza: la abandona quien era su vida.
No ve el inmenso mundo que tiene delante, ni los muchos
amigos que podrían hacerla olvidar lo que ha perdido; se siente
separada, abandonada de todo el universo y ciega, triste por el
horrible martirio de su corazón, para huir de sus angustias, se
entrega a la muerte, que todo lo devora. Alberto, ésta es la
historia de muchos. ¡Ah! ¿No es éste el mismo caso de una
enfermedad? La naturaleza no encuentra ningún medio para
salir del laberinto de fuerzas encontradas que la agitan y es
necesaria la muerte.

Infeliz del que lo sepa y diga “¡insensata! Si hubiera esperado, si


hubiera dejado actuar al tiempo, la desesperación trocada en
calma hubiera encontrado otro hombre que la consolara”. Esto
es lo mismo que decir: “¡Loca! ¡Morir de una fiebre! Si hubiera
esperado a recuperar las fuerzas, a que se purificaran los malos
humores, a que cediera el arrebato de su sangre, todo se
hubiera arreglado y aún estaría viva”.

Como Alberto no juzgó muy exacta esta comparación, hizo


nuevas objeciones; entre otros puntos, dijo que yo no había
hablado más que de una joven inocente y que no debe juzgarse

97
del mismo modo a un hombre de talento, cuya inteligencia
menos limitada le permite ver el reverso de las situaciones.

-Amigo mío -dije-, el hombre siempre es hombre y la chispa del


entendimiento que tengan éste o el otro, es de poca o nula
utilidad, cuando al fermentar una pasión la naturaleza se arroja
a los límites de sus fuerzas. Más aún... Ya volveremos a hablar
de esto, dije, al tomar mi sombrero.

Mi corazón estaba a punto de estallar y nos separamos sin


haber llegado a entendernos. Es verdad que en este mundo
pocas veces sucede de otro modo.

98
15 de agosto

Es muy cierto que sólo el amor hace que el hombre necesite de


sus semejantes. Sé que Carlota sentiría perderme y los niños
sólo piensan,

cada día más, en volver a verme el día siguiente. Hoy fui a


contemplar el monocordio de Carlota; estas angelicales
criaturas insistieron en que les contara algún cuento y la propia
Carlota me suplicó que los complaciera. Les corté su pan y lo
tomaron de mi mano, con el mismo gusto que si viniera de
mano de Carlota; luego les conté la famosa historia de la
princesa que era servida por manos encantadas. Te aseguro
que yo mismo saco algún provecho de contar estas historias y
me admiro de la impresión que crean en los niños. Viéndome a
veces obligado a inventar algún incidente, me pasa que a la
segunda vez lo olvido y de inmediato me gritan que la de antes
no era así; de modo que ahora tengo mucha cautela de repetir
siempre lo mismo, de contarlo con el mismo tono de voz y sin
cambiar nada. Esto me ha enseñado y hecho conocer que un
autor daña su obra al hacer una segunda versión, si introduce
en ella cambio alguno, cuando la obra es de pura imaginación,
aunque en verdad fuera mejor y más poética con dichos
cambios. La primera impresión nos encuentra dispuestos a
recibirla y el hombre está hecho de tal modo, que puede

99
hacérsele creer hasta lo imposible; pero una vez admitidas en
su imaginación estas ideas, se fijan de tal modo y con tal
profundidad que gran trabajo será borrarlas o quitarlas.

100
18 de agosto

¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea de


igual forma el origen de su miseria? Aquel sentimiento cálido y
pleno de mi corazón ante la vivaz naturaleza, que inundaba mi
alma con torrentes de delicias y convertía en un paraíso el
mundo que me rodea, ha llegado a ser un insoportable verdugo,
un espíritu que me atormenta y me persigue por todas partes.
Cuando miraba otras veces desde las crestas de las rocas, más
allá del río, hasta las lejanas colinas, el fértil valle y veía que
todo germinaba con lozanía a mi alrededor; cuando veía estas
montañas bordadas, desde la falda hasta la cima, de espesos y
corpulentos árboles; estos valles salpicados de risueña floresta
en todos sus contornos; el arroyo apacible que deslizaba,
adormecido por leve ruido de los cañaverales, reflejando las
matizadas nubes, que la brisa suave de la tarde se balanceaba
en el cielo; cuando oía a los pájaros, animando con su voz la
enramada, mientras copiosísimo enjambre de insectos
jugueteaba alegre en los últimos rayos del sol, a cuyo destello el
escarabajo, oculto antes debajo de la hierba, abandonaba,
zumbando, su prisión; cuando el ruido y la vida llamaban mi
atención hacia la tierra y el musgo que arranca su alimento a la
dura roca y las retamas que crecen en la pendiente de la seca
colina, me descubría la íntima, ardiente y santa existencia de la
naturaleza, ¡con qué júbilo tomaba todos estos objetos mi
corazón emocionado! Yo estaba como un dios en este mar de

101
riqueza, en este enorme universo, cuyas formas sublimes
parecían moverse, animando toda mi creación en lo más
profundo de

mí. Me rodeaban enormes montañas; tenía delante de mi


desfiladeros de gran hondura, donde se precipitaban torrentes
de tempestad; los ríos se deslizaban bajo mis pies; oía un rugido
en los bosques y los montes, agitándose y confundiéndose
todas estas fuerza enigmáticas en las profundidades terrestres,
mientras sobre ella, y bajo el cielo, revoloteaban las razas
infinitas de los seres que lo pueblan todo de mil maneras
diferentes. Y los hombres se consideran reyes de este vasto
universo, acurrucándose juntos en el nido de sus pequeñas
moradas.

¡Pobre loco, a quien todo debe parecer mezquino, porque eres


muy pequeño! Desde la inaccesible montaña y el desierto que
ningún pie ha pisado a la fecha, hasta la última orilla de los
océanos desconocidos, lo anima todo el espíritu del creador,
gozándose en estos átomos de polvo, que viven y lo entienden.
¡Ah!, cuántas veces deseaba entonces, con las alas de la garza
que pasaba sobre mi cabeza, trasladarme a las costas de ese
inmenso mar, para beber en la espumosa copa de lo infinito
esas dulces delicias y sentir, aunque sólo fuera por un instante,
en el corazón, una gota de felicidad del ser que todo lo
engendra en él y por él. Hermano mío, el recuerdo de tales
momentos es suficiente para darme fuerza. Más aún, los

102
esfuerzos que hago para recordar estos sentimientos
inexpresables, para alcanzar a entenderlos, elevan mi alma
sobre sí misma y me obligan a sentir la doble angustia de mi
estado actual.

Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma y el


escenario de la vida interminable no se convierte ante mis ojos
en el abismo de la tumba, siempre abierta. ¿Puedes decir “esto
existe” cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la
rapidez del rayo, sin conservar casi nunca sus fuerza, y se ve,
¡ay!, encadenado, tragado por el torrente y despedazado contra
las rocas? No hay momento que no te consuma, que no acabe
con los tuyos; no hay instante en que no seas, en que no debas
ser destructor; tu paseo más inocente cuesta la vida a millares
de pobres insectos; uno solo de tus pasos destruye los
dedicados edificios de las hormigas y sumerge todo un
pequeño mundo en una tumba.

¡Ah!, no son las enormes y escasas catástrofes del mundo, no


son las inundaciones, los temblores de tierra, que acaban con
nuestras ciudades, lo que me conmueve, no. Lo que me lastima
el corazón es la fuerza devoradora que se oculta en la
naturaleza, que no ha producido nada que no destruya a su
prójimo y a sí mismo.

103
De este modo, avanzo yo con angustia por mi camino de poca
seguridad, cubierto por el cielo, la tierra y sus fuerzas activas; y
sólo veo un monstruo dedicado noche y día a devorar y
destruir.

Al agitar por las mañanas el yugo de una pesadilla, es en vano


que extienda los brazos hacia ella; en vano que la busque por la
noche en mi lecho, cuando un sueño alegre y simple me hace
creer que estoy en el campo, sentado a su lado, tomado de su
mano y colmándole de besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado
por el sueño busco esa mano y

me despierto, un raudal de lágrimas brota de mi apretado


corazón y lloro sin remedio, pensando en las tinieblas del futuro.

104
22 de agosto

Es algo fatal, Guillermo. Mi actividad se consume en una


inquieta indolencia; no puedo estar sin hacer nada y sin
embargo nada hay que pueda hacer. Mi imaginación y mi
sensibilidad no se conmueven ante la naturaleza y los libros me
causan aburrición. Cuando el hombre no se encuentra a sí, no
halla nada. Te juro que muchas veces me encantaría ser un
jornalero para tener, por lo menos, al despertar, la perspectiva
de un día ocupado, un móvil, una ilusión. Envidio a menudo a
Alberto, cuando lo veo lleno de papeles hasta los ojos y creo
que sería feliz en esa posición. Más de una vez he estado
tentado a escribirte y de escribir al mismo tiempo solicitando
ese empleo en la embajada que, por lo que me dices, me
concederían en el acto. Así lo creo. Hace tiempo que me estima
el ministro y antes me ha insistido para que acepte un empleo.
Suele preocuparme esto durante una hora; pero cuando lo
pienso y recuerdo la fábula del caballo que harto de su libertad,
se deja poner la silla y la brida, para estar poco después
rendido de cansancio… no sé lo que debo hacer. Por otro lado,
querido Guillermo, este deseo de cambiar de estado que me
subyuga, ¿no será una oculta e intolerable impaciencia que me
seguiría a todo lugar?

105
28 de agosto

Sin duda si mi enfermedad tuviera cura, esta gente lo curaría.


Es mi cumpleaños hoy y muy temprano he recibido un paquete
de Alberto. Lo primero que ha herido mis ojos al abrirlo ha sido
un lazo color rosa que llevaba Carlota la primera vez que la vi,
mismo que más tarde, le pedí en repetida ocasiones; lo
segundo, dos tomitos del Homero, de Wetstein, edición que
tanto he deseado para no ir de paseo cargando la de Ernesti.
Ya ves cómo previenen mis deseos; cómo buscan formas para
darme estas pequeñas pruebas de amistad, mil veces más
preciosas que los presentes magníficos con que nos humilla la
vanidad del que nos obsequia. Beso el lazo muchas veces al día
y en cada respiro saboreo el recuerdo de las felicidades con
que me embriagaron esos pocos días de dicha, que se han ido
para no volver. Guillermo, así debe ser y no me quejo: las flores
de la vida no son sino vanas vivencias. ¡Cuántas se marchitan
sin dejar el más pequeño rastro! ¡Cuán pocas fructifican y qué
pocos de estos frutos llegan a madurar! Y sin embargo, hartos
quedan… ¡oh, mi hermano! ¿podemos no hacer caso de los
frutos maduros, despreciarlos y dejarlos podrir, sin disfrutarlos?

Adiós. El verano es magnífico. Trepo algunas veces a los árboles


del jardín de Carlota y con una percha larga tomo las peras de

106
las ramas más altas. Carlota está abajo y levanta los frutos que
yo dejo caer.

107
30 de agosto

Desgraciado, ¿no estás loco? ¿No te engañas a ti mismo?


¿Adónde te llevará esa pasión indómita y sin propósito? No
hago más oración que la que le dirijo a ella; ya no cabe en mi
imaginación otra figura que la suya y todo lo que me rodea no
lo veo sino con relación a ella.

Esto me da algunas horas de felicidad, que han de irse tan


pronto como tengamos que separarnos. ¡Ah, Guillermo, adónde
me lleva con frecuencia mi corazón! Siempre que paso dos o
tres horas con ella, en la contemplación de su figura, de sus
movimientos, de la maravillosa expresión que da a sus
palabras, todos mis sentidos se exaltan sin sensibilidad, una
sombra se extiende ante mí y mis oídos pierden la percepción;
siento que aprieta mi garganta una mano asesina; mi corazón,
en sus latidos precipitados, busca consuelo a mis sentidos
oprimidos y no hace más que aumentar el desorden.

Guillermo, muchas veces no sé si estoy en el mundo. Y cuando


me ataca la tristeza y Carlota me concede el consuelo de aliviar
mi martirio, dejándome bañar su mano con mis lágrimas,
necesito salir, necesito huir y corro a esconderme en la lejanía
de los campos. Entonces disfruto subiendo una montaña
escarpada, abriéndome paso entre un bosque espeso, por entre

108
las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan.
Entonces me hallo un poco mejor, ¡un poco!, y cuando muerto
de sed y cansancio, sucumbo y hago una pausa; cuando en la
noche profunda, con la Luna llena sobre mi cabeza, me siento
en el bosque sobre un tronco torcido, para descansar los pies
desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la
claridad del crepúsculo…

¡Oh, Guillermo! El silencioso albergue de una celda, un sayal y el


cilicio son los únicos consuelos que mi alma espera.

Adiós. No veo para esta miserable vida más fin que la muerte.

109
3 de septiembre

Tengo que partir, Guillermo; te agradezco que hayas fijado mi


decisión dudosa. Desde hace 15 días he pensado en la
posibilidad de dejarla.

Tengo que irme. Está de nuevo en la ciudad, en casa de una


amiga; y Alberto… y… Tengo que irme.

110
10 de septiembre

¡Qué noche; que noche tan horrible he tenido! Ahora tengo valor
para tolerar todo. No la veré más. ¡Oh! ¡Que no pueda ir volando
a arrojarme a sus brazos; que no pueda, mi hermano, decirte
con un torrente de lágrimas los sentimientos que oprimen mi
corazón! Estoy aquí delante de la mesa, casi sin aliento,
tratando de calmarme y esperando que amanezca, pues los
caballos estarán ensillados al despuntar el alba.

Carlota duerme tranquila sin sospechar que nunca me verá de


nuevo. He tenido el valor suficiente para separarme de ella sin
revelar mi secreto después de una conversación de dos horas.
¡Y qué conversación, Dios mío!

Alberto me había ofrecido que iría al jardín con ella, después de


cenar. Yo estaba en la explanada, bajo los corpulentos
castaños, viendo por última vez el sol que se oculta más allá del
valle y el río que se desliza con calma. ¡Había estado tantas
veces con ella en aquel sitio! ¡Había contemplado tantas veces
el mismo magnífico espectáculo! Y ahora… Comencé a ir y venir
por aquella alameda, tan querida, donde un secreto y simpático
atractivo me había retenido a menudo antes de conocer a
Carlota. ¡Con qué placer, al iniciar nuestra amistad, nos dimos
cuenta juntos de la preferencia que nos inspiraba este lugar,

111
que sin duda es uno de los más románticos que conozco de las
creaciones artísticas!

A través de los castaños se descubre una enorme vista… ¡Ah!


Recuerdo que te he hablado en mis cartas de estos altos muros
de hayas y de la alameda en que sin sensibilidad va
desapareciendo la luz cuanto más cerca está un pequeño
bosque donde termina y donde todo se confunde en un lugar
que parece impregnado con toda la melancolía de la soledad.
Aún me dura la inefable sensación que tuve cuando estuve ahí
la primera vez, en el momento en que el sol se hallaba en lo más
alto de su camino; ya entonces tuve un presentimiento ligero de
que el paraje sería para mí escenario de infinito dolor y grandes
alegrías.

Hacía media hora que estaba absorto en los dulces y crueles


pensamientos de la partida y del regreso, cuando la vi subir por
la explanada. Corrí hacia ella, tomé su mano con la mayor
emoción y se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando
apareció la Luna por detrás de las zarzales y cubrían la colina.
Hablábamos de cosas diferentes y nos acercamos a la sombría
plazoleta. Carlota entró y se sentó; Alberto se

puso a un lado de ella y yo al otro; pero mi inquietud no me


permitía estar sentado mucho tiempo.

112
Me levanté, me coloqué delante de ella; di algunos pasos y volví
a sentarme. Sentía algo parecido a la agonía. Carlota nos hizo
ver el bello efecto de la Luna, que desde la punta de las hayas
alumbraba toda la explanada. La escena era soberbia y tanto
más sublime para nosotros pues nos rodeaba una oscuridad
casi total. Después de un breve rato, en que todos estuvimos
callados, Carlota tomó la palabra.

-Nunca -dijo-, nunca me paseo a la claridad de la Luna sin


recordar a mis queridos difuntos, sin sentirme conmovida por la
idea de la muerte y del futuro.

-¡Subsistiremos! -añadió con un acento que revelaba la


sensación más viva-. Pero, Werther, ¿volveremos a
encontrarnos? ¿Nos reconoceremos?

¿Qué piensas? ¿Cuál es tu opinión?

-Carlota -exclamé-, dándole la mano y con los ojos llenos de


lágrimas;

¡sí, volveremos a vernos! ¡En esta vida y en la otra!

113
No atiné a decir más, Guillermo. ¿Era necesario que ella me
hiciera alguna pregunta, cuando todo mi ser estaba lleno con la
idea de esta cruel separación?

-Y nuestros queridos muertos -siguió ella-, ¿saben algo de


nosotros?

¿Tienen alguna idea de que los llevamos en la memoria, con


inefable cariño, en nuestros momentos de felicidad? ¡Oh! La
imagen de mi madre vaga siempre a mi alrededor, cuando
estoy sentada en la noche en medio de sus hijos, de mis hijos,
que se agrupan a mi alrededor como lo hacían al suyo. Si
entonces dirijo al cielo mis ojos, bañados por una lágrima de
deseo, anhelando que vea cómo cumplo la palabra que le
entregué en su lecho de muerte de ser la madre de sus hijos,
exclamo, llena de emoción: ¡Perdóname, madre amada, si no
soy para ellos lo que tú fuiste. ¡Ah! Hago todo lo que puedo;
están vestidos y alimentados, y sobre todo, los cuido y los amo;
si pudieras ver nuestra unión, ¡oh, alma queridísima!, elevarías
las más vivas acciones de gracias a ese Dios a quien pedías con
amargo llanto, el último que brotó de tus ojos, que hiciera
felices a tus hijos…

Esto decía Carlota. ¡Oh, Guillermo!, ¿quién puede repetir su


dicho?

114
¿Cómo la letra, fría e insensible, podría reproducir su palabra,
que era flor celestial de su alma?

Alberto, la interrumpió y le dijo dulcemente:

-Carlota, eso te afecta demasiado. Comprendo que esas ideas


te son queridísimas, pero te ruego…

-Alberto -dijo Carlota-, ya sé que no has olvidado aquellas


noches en que nos sentábamos alrededor del velador, cuando
papá no estaba y habíamos acostado a los niños. Tú tenías casi
siempre un buen libro y casi nunca nos leías en él. La
conversación de aquella criatura sublime,

¿no era preferible a todo? ¡Qué mujer! Amable, bella, siempre


alegre y siempre trabajadora… ¡Dios sabe las veces que
arrodillada sobre mi lecho y llorando, le había pedido que me
hiciera semejante a mi madre!

-Carlota -dije-, arrojándome a sus pies y estrechando su mano,


que bañaba con mis lágrimas-; Carlota, que siempre te
acompañen la bendición de Dios y el espíritu de tu madre.

115
-¡Si la hubieras conocido! -dijo-, apretándome la mano. Era
digna de que la conocieras.

Creía que me anonadaba: nunca se había pronunciado en mi


elogio palabra más grande, más gloriosa.

Carlota prosiguió:

-¡Y esta mujer ha muerto en la flor de la edad, cuando su último


hijo no tenía seis meses de vida! Su enfermedad no fue larga;
estaba resignada y tranquila; su única pena era abandonar a
sus hijos, sobre todo al más pequeño. Cuando entraba en la
agonía, me dijo: “Tráemelos!” Yo los llevé; los menores no
comprendían su desgracia; los más grandes estaban muy
afectados. Cuando rodearon su lecho, levantó las manos al
cielo y rogó por ellos; luego, uno tras otro, los besó; después les
dio el último adiós y me dijo: “Tú serás la madre”. Como
respuesta estreché su mano. “Mucho me prometes, hija mía, me
dijo. A menudo he visto en tus lágrimas de reconocimiento que
entiendes lo que hay en las miradas y el corazón de una madre.
Ten ambas cosas para tus hermanos y para tu padre, la
fidelidad y obediencia de una esposa. Serás su consuelo”.

116
Pidió que entrara mi padre, que había salido para esconder el
inmenso dolor que le abrumaba; tenía el corazón hecho
pedazos. Tú, Alberto, estabas en la alcoba. Oyó que alguien se
paseaba; preguntó quién era y dijo que te acercaras. Nos miró
fijamente y su mirada tranquila mostraba la idea de que juntos
seríamos felices.

Alberto se arrojó en sus brazos y dijo:

-¡Lo somos! ¡Lo seremos!

El flemático Alberto estaba fuera de sí; yo no me conocía a mí


mismo.

-Werther -siguió ella-, ¿y esta mujer debía morir? ¡Oh, Dios!


Cuando algunas veces pienso cómo nos dejamos robar lo que
más amamos en el mundo… Y nadie lo siente con tanta fuerza
como los niños; los míos,

mucho después, se quejaban de que los hombre negros se


habían llevado a mamá.

117
Carlota se levantó; yo, temblando, pero dejando el letargo que
me dominaba, seguí sentado y estrechando con mis manos una
de las suyas.

-Debemos volver a casa -dijo-; ya es hora. Quiso retirar su


mano y la retuve con brío. ¡Volveremos a vernos!, exclamé.
¡Volveremos a encontrarnos! Sea la que sea nuestra forma, nos
reconoceremos. Me voy, continué, me voy por voluntad propia;
pero si creyera que nuestra separación sería eterna, no podría
soportarlo. ¡Adiós, Carlota; adiós, Alberto! Nos volveremos a ver.

-Creo que mañana -dijo ella en tono de broma.

Este mañana atravesó mi corazón. ¡Ah! Ella no sabía, cuando


separó su mano de la mía…

Se fueron alejando. Yo me quedé inmóvil, siguiéndolos con la


mirada, a la luz de la Luna. Me arrodillé, lloré sin reserva, me
levanté de repente, corrí a la explanada y todavía, a lo lejos,
bajo la sombra de los altos tilos, cerca de la puerta del jardín, vi
brillar su blanco vestido. Extendí los brazos hacia ella y
desapareció.

Libro Segundo

118
20 de octubre

Llegamos ayer. El embajador está indispuesto y estará en cama


algunos días. Si cuando menos fuera un hombre de buen trato,
todo marcharía bien. Lo veo, lo veo: la suerte me ha deparado
pruebas difíciles. Pero,

¡ánimo! Un carácter ligero lo soporta todo. ¡Un carácter ligero!


Risa me da ver que esta frase ha escapado de mi pluma. ¡Ah! Si
fuera más superficial, sería el hombre más feliz del mundo.
Otros, pobres de fuerza y de talento se pavonean delante de mí
con aire de suficiencia y yo me desespero de mis energías y de
mis dotes. Tú, Señor, que me has dado todos estos bienes, ¿por
qué no me negaste la mitad, para concederme la confianza y la
satisfacción de mí mismo?

¡Paciencia, paciencia! Todo mejorará. Sí, amigo mío, confieso


que tienes razón; desde que paso todos los días entre la
multitud y veo lo que son los demás y cómo se conducen, estoy
mucho más alegre de ser como

soy. Sin duda, pues nos han hecho de modo que todo lo que
comparamos con nosotros mismos y a nosotros mismos con
todo, el bien o el mal está en los objetos que nos sirven para el

119
paralelo y por lo tanto nada me parece más dañino que la
soledad.

Nuestra imaginación, tendiente por naturaleza a exaltarse,


alimentada por imágenes fantásticas de la poesía, se forja una
serie de seres, entre los que ocupamos el último lugar y todo
nos parece más grande fuera de nosotros y todas las personas
mejores que la nuestra. Sin duda, esto es natural; a cada paso
notamos que nos faltan muchas cosas y precisamente creemos
que otro posee lo que nos falta; le atribuimos todo cuanto
tenemos y le encontramos, además, cierto atractivo ideal.
Entonces este hombre feliz es perfecto; es la creación de
nuestra fantasía.

Al contrario, cuando con toda nuestra debilidad y nuestro


esmero continuamos nuestro trabajo sin distracción, vemos a
menudo que caminando lentamente y bordeando, avanzamos
más que otros a fuerza de velas y remos… Y, sin embargo,
siempre está contento de sí el que marcha al lado de los demás
o logra adelantarlos.

120
26 de noviembre

A decir verdad, empiezo a estar muy bien aquí. Lo mejor es que


no me falta trabajo y que esta gente y estas fisonomías de
todas clases, nuevas para mí, me divierten. He hecho
conocimiento con el conde de C., a quien estimo más día con
día. Persona de superior inteligencia, no es, sin embargo, un
corazón frío, aun cuando sus luces abarquen amplias
extensiones. Su trato muestra un alma formada para la
amistad y la ternura. Se ha encariñado conmigo por un negocio
cuyo arreglo se me encomendó. Desde las primeras frases vio
que nos entendíamos y que podía hablarme de modo distinto
que a los demás. No encuentro palabras para alabar la
franqueza con que me honra, ni hay nada en el mundo que
produzca alegría tan grande y real como hallar una alma
privilegiada que nos abre su corazón.

121
24 de diciembre

El embajador me hace pasar muy malos ratos, lo que yo ya


preveía. Es el tonto más puntilloso de la tierra; camina paso a
paso y es meticuloso co-mo una solterona; nunca está contento
consigo mismo, ni hay forma de contentarle. Me gusta trabajar
de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme
una minuta y decir: “Está bien, pero repásala;

siempre se encuentra una expresión mejor o un término más


adecuado”. Cuando así sucede, me daría a todos los demonios.
No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las
inversiones gramaticales que a veces se me van; no entiende
más periodo que el que se escribe con la cadencia tradicional.
Es un suplicio entenderse con hombre así.

Lo único que me consuela es la amistad del conde C. Hace unos


días me mostró con la mayor franqueza que le fastidian la
lentitud y la nimiedad características del embajador. “Esta
gente es una polilla para sí misma y para los demás”, decía;
“pero hay que padecerla, como cualquier viajero enfrenta el
estorbo de una montaña. Si ésta no estuviera, el camino sin
duda sería más sencillo y más corto; pero la montaña existe y
hay que superarla”.

122
El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me tiene el
conde; esto lo quema y usa las oportunidades que se le dan
para hablar mal de él en presencia mía. Desde luego lo
contradigo y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me tomó
por su cuenta y me sacó de mis casillas. Decía “el conde conoce
bien los negocios del mundo, tiene facilidad para el trabajo y
escribe bien; pero como casi todo literato, carece de
conocimientos profundos”. Después hizo una mueca que podría
entenderse como “¿te llega a ti ese dardo?” Pero no tuvo efecto
en mí. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo y le
respondí con viveza, que el conde merece mayor respeto, tanto
por su carácter como por su instrucción. Agregué: “No conozco
a nadie que haya desarrollado mejor su talento y haya podido
aplicarlo a gran cantidad de objetos, sin perder toda la
actividad necesaria para la vida cotidiana”. Hablar así a este
imbécil era hablarle en griego y me despedí de él para evitar
que me agitara más la bilis con sus majaderías. Y toda la culpa
es de los que me han amarrado a este yugo con todas las
maravillas sobre la actividad. ¡Actividad! Remaría por propia
voluntad 10 años más en la galera donde ahora estoy, si el que
no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y vender su
grano a la ciudad no hace más que yo. ¿Y la miseria brillante
que veo, el tedio que priva entre esta gente, esta manía de
clases que les hace acechar y buscar la oportunidad de
levantarse unos sobre otros, fútiles y mermadas pasiones que

123
se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que
no habla a nadie más que de su nobleza y sus fincas, de tal
modo que los forasteros dirán para sí: “Esta es una sandía, a
quien un poco de nobleza y cuatro terrones le han devuelto el
juicio”. Pero esto no es lo peor: la susodicha es tan sólo hija de
un escribano de estos lugares. No puedo comprender a la
especie humana, que tiene tan poco juicio, que se prostituye
con mezquindad. Guillermo, cada día me convenzo más de lo
estúpido que es querer juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que
hacer conmigo mismo y con mi corazón, tan turbulento! ¡Ah!
Dejaría gustoso seguir a todos su camino, si ellos también me
dejaran caminar el mío.

Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé


como cualquiera lo necesaria que es la diferencia de clases y
conozco sus puntos favorables, de los que yo mismo tomo
ventaja; pero no quisiera que vinieran a estorbarme el paso
justo cuando podría tener aún alguna leve alegría, algún indicio
de felicidad. He hecho conocimiento en el paseo con la señorita
B., criatura amable que en medio del mundo infatuado en que
vive, conserva naturalidad. Nuestra plática nos fue grata a los
dos y al separarnos le pedí permiso para visitarla. Me lo
concedió con tal franqueza que apenas pude esperar la hora de
acudir a su encuentro. No es de aquí y vive con una tía. La
fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostré atento con
ella, le dirigí casi siempre la palabra y en menos de 30 minutos

124
adiviné lo que la sobrina me confesaría más tarde; resulta que
su tía a su edad carece de todo: de fortuna y de talento. No
tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se
protege como detrás de un muro, ni más diversión que la de
mirar altanera a la gente que pasa bajo su balcón.

Debe haber sido hermosa cuando joven y ha pasado la vida en


cosas sin importancia; ha sido por capricho el tormento de
algunos jóvenes infelices y después, en la madurez aceptó con
humildad el yugo de un oficial, de edad avanzada, que por un
mediano pasar sufrió con ella su últimos días y murió; pero
ahora ella se ve sola y nadie la miraría si su sobrina no fuera
tan amable.

125
8 de enero de 1772

¡Qué pobres hombres son los que entregan su alma a los


cumplimientos y cuya única ambición es ocupar la silla más
visible de la mesa! Se entregan con tal vehemencia a estas
tonterías, que no tienen tiempo de pensar en los asuntos de
importancia verdadera. Una de tantas sandeces nos aguó toda
una fiesta la última semana.

¡Necios! No ven que el lugar no tiene importancia y que el que


ocupa el primer puesto juega muy pocas veces el primer papel.
¡Cuántos reyes están gobernados por sus ministros! ¡Cuántos
ministros, por sus secretarios! ¿Y quién es el primero? Yo creo
que aquél cuyo ingenio controla al de los demás y por su
carácter y destreza transforma las fuerzas y pasiones ajenas en
artífices de sus deseos.

126
20 de enero

Necesito escribirte, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una


posada de aldea, donde me refugié para escapar de una
tempestad.

Desde que estoy en este triste albergue de D., entre personas


raras, ajenas por completo a mi corazón, ni un instante siquiera
he sentido la necesidad imperiosa de escribirte. Pero en esta
cabaña, en la soledad, en esta cárcel, mientras que la nieve y el
granizo golpean mi ventana, ha sido tuyo mi primer
pensamiento. Desde que llegué, ¡oh, Carlota!, tu imagen y
recuerdo, recuerdo tan vivo y santo, se han apoderado de mí y
creo, ¡Dios mío!, sentir todas la alegrías de nuestro primer
encuentro.

¡Si pudieras verme, querida, en medio del torrente de


distracciones que me asedia! Todas mis sensaciones se enervan
y pierden sensibilidad. Ni un solo instante de gozo para mi
corazón, ni el más insignificante descanso para mi alma. Nada,
nada; estoy aquí como si asistiera a una función de sombras
chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí hombrecitos y
caballitos, y me pregunto muchas veces si no es una ilusión. Yo
formo parte de los personajes y desempeño también mi papel;
más bien, se me obliga a hacerlo, se me hace actuar como un

127
autómata. Si tomo la mano de quien está más cerca, retrocedo
con espanto, pensando que es de madera.

Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del día


siguiente: amanece y me quedo en la cama. De día juego con la
idea de ver después la Luna y cuando oscurece, me olvido del
tema en mi alcoba. Apenas me explico por qué me levanto y
por qué me acuesto.

El resorte que daba movilidad a mi existencia se ha roto; el


encanto que me tenía despierto en las tinieblas de la noche y
me desvelaba en la mañana se ha ido. Sólo una criatura he
visto acá digna del nombre de mujer: la señorita B. Se parece a
mi querida Carlota, si es que algo puede parecérsete. ¿Y qué?,
dirás, ¿ahora me vienes con galanterías? Si, no es esto de total
falsedad; desde hace algún tiempo soy muy adulador… porque
no puedo ser otra cosa. Me doy aires de ingenio y dicen las
damas que nadie puede hacer un elogio más delicado que yo.
Añade: ni mentir, porque lo uno va siempre con lo otro. Creo
que te decía de la señorita B. En el fuego de sus ojos azules se
adivina naturalmente la energía de su alma. Su posición la
mortifica, pues no alcanza a satisfacer ninguno de los deseos
de su corazón. Aspira a alejarse del torbellino social y soñamos
horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah!
¡Cuántas veces, Carlota, la he forzado a admirarte! ¿Forzado?

128
No: su admiración es auténtica. ¡Tiene tanto gusto en oír de
Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh, si yo estuviera sentado a tus pies,
en aquel gabinete seductor y apacible, con los niños corriendo
alrededor nuestro! Cuando te molestara el ruido, les reuniría y
los haría guardar silencio contándoles algún cuento pavoroso.
El sol desciende con majestuosidad detrás de las colinas llenas
de nieve; la tempestad ha terminado, y yo… debo regresar a mi
jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a tu lado? ¿Qué digo? Dios perdone
mi pregunta.

129
8 de febrero

Hace una semana que el tiempo no puede ser peor y me alegro,


pues desde que estoy acá no he logrado ver un buen día, sin
que algún inoportuno me lo arruine o me lo robe. Al menos,
cuando llueve con fuerza, cuando nieva, cuando hiela o
deshiela, me digo: “Mejor me quedo en casa”; pero si amanece
soleado, si todo augura un buen día, nunca dejo de decir: “Éste
es un favor del cielo que podemos usurpar unos a otros”. No
hay nada que el hombre no se quite sin escrúpulos: salud,
reputación, alegría, descanso.

Desde luego, casi siempre por necedad, estrechez y egoísmo; y


según ellos, con la mejor intención. Algunas veces quisiera
rogarles que no se desgarraran las entrañas de forma tan
encarnizada.

130
17 de febrero

Temo que el embajador y yo no tengamos muchos acuerdos. Es


completamente insoportable. Su manera de llevar los negocios
y de trabajar es tan ridícula, que no puedo dejar de oponerme a
él y hasta de actuar algunas veces según mi opinión, lo cual
desde luego le disgusta; hasta ha elevado una queja sobre mí a
la corte, por lo que he recibido una reconvención del ministro,
muy suave, pero al fin una reconvención.

Iba a solicitar una licencia temporal, cuando recibí de él una


carta personal, en vista de la cual he bajado la cabeza y alabo
el buen sentido, el juicio recto, noble y elevado que le ha
dictado. ¡Con qué delicadeza hace justicia a mis capacidades
(incluso exageradas) de actividad, de influencia sobre otros, de
penetración en los asuntos; aptitudes que tiene la amabilidad
de calificar de noble ardor juvenil!

¡Cómo modera y reprime el exceso de mi sensibilidad! No trata


de oprimir mis ideas, sino de moderarlas, suavizarlas y dirigirlas
hacia un objeto sobre el que puedan actuar con toda amplitud
y ventaja. Esto me ha reconfortado para ocho días y me ha
reencontrado conmigo mismo. Esta paz es un tesoro, es la
verdadera felicidad. ¡Ay, amigo mío! ¿Por qué una alhaja tal es
tan frágil, tan extraña y a la vez tan preciosa?

131
20 de febrero

¡Que Dios lleve su bendición a ustedes, amigos míos, y les dé


cada día la felicidad que a mí me niega! Gracias, Alberto, por
haberme engañado.

Esperaba recibir noticias de su boda y ese día me había


propuesto quitar de la pared el retrato de Carlota, guardándolo
con otros papeles.

¡Ya están unidos y su imagen se halla en el mismo sitio! Pues


bien, que se quede en su lugar. ¿Y por qué no habría de
quedarse? Sin dañarte en forma alguna, ¿no tengo también yo
un lugar en el corazón de Carlota? Sí, lo sé; sé que ocupo el
segundo lugar y quiero y debo conservarla por esa razón. Si
llegara a saber que podía olvidarme, me volvería loco de furia…
Esta sola idea, Alberto, es un infierno. ¡Adiós, Alberto! ¡Adiós,
Carlota, ángel del cielo, adiós!

132
15 de marzo

He sufrido una mortificación que me llevará de aquí. Estoy


furioso. Lo dicho, esto es hecho y ustedes son los únicos
culpables; ustedes, que me han excitado, atormentado, forzado
a tomar un destino que no deseaba. Nos hemos lucido. Y para
que no me digas que lo estropeo todo con mis ideas
exageradas, voy, querido amigo, a decirte lo sucedido, con la
sencillez y exactitud del cronista.

El conde de C. me aprecia y me distingue: ya lo sabes, porque lo


he dicho muchas veces. Ayer comí en su casa. Justo era uno de
los días en que por las tardes tiene tertulia, a la que asisten las
damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado en
semejante cosa y jamás pude imaginar que nosotros, los menos
encopetados, estábamos de más. Comí y después estuve
paseando y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el
coronel B., que se unió a la conversación, y por fin sonó la hora
de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entra la
nobilísima señora de S., con su marido y la pava de su hija, que
tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron
delante de mí con el aire de desdén común en ellos. Como no
me inspira la gente de esta clase más que una honda antipatía,
opté por retirarme, y esperaba sólo a que el conde estuviera
libre de la fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B.

133
Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón,
me quedé y me coloqué detrás de su asiento. Llegué a observar
que me hablaba con menos franqueza de la habitual y con
alguna tensión. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas
personas?”, me pregunté. Estaba picado y quería irme; sin
embargo, me quedaba, esperando que con alguna frase que
me dirigiera llegara a convencerme de que mi pregunta carecía
de justicia y… qué se yo. Mientras tanto, el salón se llenó. El
barón F., que llevaba todo un guardarropa del tiempo en que se
coronó Francisco I; el consejero áulico R., que se anuncia
haciéndose llamar su excelencia, con su mujer, que es sorda,
etcétera. No debo omitir a J., el desaliñado, que tapa los hoyos
de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas
entraron, mientras yo hablaba con otras conocidas mías, que
me parecieron muy lacónicas. Pensando y atendiendo
únicamente a B., no noté que las señoras

cuchicheaban en un rincón del salón y que algo extraordinario


sucedía entre los caballeros; no observé que la señora de S.
hablaba aparte con el conde. (Todo esto me lo dijo después la
señorita B.). Por último, el conde vino hacia mí y me llevo al
hueco de la ventana.

134
-Ya conoces -me dijo-, nuestras costumbres. He observado que
la gente en general está descontenta de verte aquí y aunque yo
no querría, por nada del mundo…

-Perdóneme, señor -dije interrumpiéndolo-. Debí darme cuenta,


lo sé, y se también que perdonará esta irreflexión.

Haciendo una cortesía y riendo, añadí:

-Ya había pensado retirarme y no sé qué maligno espíritu me


detuvo.

El conde apretó mi mano de un modo que expresaba cuánto


podía decir. Me escurrí despacio y fuera ya de la reunión, subí a
mi birlocho y fui a M. para ver desde la colina el atardecer,
leyendo el magnífico canto en que habla Homero de cómo
Ulises fue alojado por uno que guardaba puercos. Hasta ahí,
todo iba bien.

Por la noche regresé a mi posada a cenar. Sólo encontré a


algunas personas, que jugaban dados en el comedor, en un
ángulo de la mesa, para lo cual habían alzado un poco los

135
manteles. Entró el apreciable Adelín, dejó su sombrero, mientras
me dirigía la mirada, vino hacia mí y dijo en voz baja.

-¿Con que has tenido un disgusto?

-¿Yo?

-El conde te ha corrido de su tertulia.

-Cargue el diablo con ella. Salí para respirar un aire más puro.

-Me alegro de que no des importancia a lo que carece de ella;


sólo siento que el caso se haya hecho público.

Esto hizo que se despertara mi enojo. Conforme llegaba la


gente para sentarse a la mesa, me miraban y yo decía para mis
adentros: “Te miran por lo de la reunión”. Y esto me quemaba
la sangre.

Y como ahora, adondequiera que vaya, oigo decir que los que
me envidian baten palmas; que me citan como un ejemplo de lo
que sucede a los presuntuosos que creen tener la facultad de

136
prescindir de todas las consideraciones porque están dotados
de algún ingenio; y oigo además otras majaderías semejantes,
de buen grado me acuchillaría el corazón. Digan lo que digan
los caracteres despreocupados, yo querría

saber quién es el que puede soportar que tanto bellaco


murmure de él en esta forma. Sólo cuando la murmuración
carece de bases es fácil despreciar a los murmuradores.

137
16 de marzo

Todo conspira en mi contra. Hoy hallé en el paseo a la señorita


B. Me vi forzado a acercarme y apenas nos alejamos un poco
del resto, le di mil quejas por lo que anteayer sucedió con ella.

-¡Oh, Werther! -me dijo con la mayor ternura-, ¿cómo interpreta


tan mal aquel trastorno mío, usted que me conoce tan bien.
¡Cuánto he sufrido por usted desde que lo vi en el salón! Todo lo
adiviné; 100 veces estuve a punto de decírselo. Sabía que las
señoras de S. y de T. se marcharían con sus maridos si no se
iba; sabía que el conde no se atrevería a romper con ellos… ¡y
ahora me pide cuentas!

-¡Cómo, señorita! -dije-, cubriendo mi trastorno y sintiendo agua


hirviendo correr por mis venas, al tiempo que recordaba todo lo
que me había dicho Adelín.

-¡Cuánto me ha costado todo esto! -dijo aquella belleza, con los


ojos llenos de llanto.

Dejé de ser dueño de mí y poco faltó para que me lanzara a sus


pies.

138
-¡Explíquese! -le dije.

Sus lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el


llanto, sin tratar de ocultarlo.

-Mi tía -continuó-, a quien ya conoce, estaba presente. ¡Gusto le


dio verle conmigo! Werther, ayer por la noche y esta mañana he
tenido que sufrir un sermón por ser su amiga y me he visto
forzada a oír que lo insultaban, que lo humillaban, sin poder
defenderlo, sin atreverme a hacerlo más que a medias.

Cada palabra que decía era una espada que cruzaba mi


corazón. Sin entender el bien que me hubiera hecho al ocultar
todas estas cosas, siguió diciendo lo que de mí se había dicho y
quiénes se enorgullecieron del triunfo, celebrando que se había
castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que
hace tiempo me reprochan.

¡Y oírlo todo de ella, Guillermo; oírlo de ella, cuyo afecto para mí


es verdadero y hondo! Quedé anonadado y todavía crece la ira
en mi pecho. Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de
pronunciar una

139
palabra delante de mí, para atravesarle parte por parte con mi
espada. Me calmaría si viera correr la sangre. ¡Ah!, más de cien
veces he tomado un cuchillo para acabar con mi asfixia. Dicen
que hay una noble raza de caballos que enardecidos y
cansados al extremo, se muerden por instinto una vena para
respirar con más facilidad. Muchas veces estoy en este caso;
querría abrirme una vena que me diera la libertad infinita.

140
24 de marzo

He pedido mi cesantía con esperanza de conseguirla y de que


me perdonarás el que lo haya hecho sin consultarte. Necesito
salir de aquí y sé todo lo que pudieras decir para evitarlo; di a
mi madre lo que sucede, de modo que no se moleste. Es preciso
que lleve con paciencia el que no la satisfaga quien ni a sí
mismo puede satisfacerse. No dudo que esto le dará mucha
pena. ¡Ver que su hijo se detiene de pronto en la brillante
carrera que le llevaba a los puestos de consejero y embajador!

¡Ver que se desvía del camino! Haz todas las objeciones que se
te ocurran y cuantas combinaciones conduzcan a demostrar en
que casos podía y debía seguir aquí; he decidido irme y me voy.
Para que sepas adónde, te diré que mi compañía es muy grata
al príncipe de Z., y que cuando supo de mi decisión, me pidió
que le acompañe a sus estados para pasar la primavera. Me ha
prometido libertad absoluta y como estamos de acuerdo en
casi todo, voy a correr el riesgo y me iré con él. Post-Scriptum

141
19 de abril

Te agradezco tus dos cartas. No he contestado porque para


enviarte ésta, esperaba recibir el cese de la corte; temía que mi
madre influyera con el ministro y acabara con mis planes; pero
ya está todo arreglado, pues mi renuncia ha sido aceptada. No
te diré la repugnancia con que han accedido a mis deseos, no lo
que me escribe el ministro, porque aumentarían tus
lamentaciones. El príncipe heredero me ha dado una gran suma
de despedida; 25 ducados, escribiéndome palabras que me han
enternecido hasta las lágrimas. No necesito entonces el dinero
que últimamente había solicitado a mi madre.

142
5 de mayo

Salgo mañana y como sólo son seis millas de camino al lugar


donde nací, quiero volver a verle y recordar los días de mi
infancia, que fueron como un sueño.

Quiero entrar por la misma puerta por donde salí con mi madre
cuando, después de morir mi padre, abandonó esta querida y
tranquila aldea para encerrarse en esa espantosa ciudad.
Adiós, Guillermo; ya sabrás de mi viaje.

143
9 de mayo

He visitado el pueblo que me vio nacer, con la devoción de un


peregrino, impresionándome una parte de sentimientos que no
esperaba. Hice detener el coche cerca del gran tilo que hay a un
cuarto de legua de la población, al sur; me bajé y mandé al
cochero que fuera adelante, para seguir yo a pie y saborear
todos los recuerdos con la viveza y plenitud de la novedad. Me
detuve bajo el tilo que en mi infancia fue objeto y final de mis
paseos. ¡Qué diferencia! Entonces, con dichosa ignorancia, me
lanzaba con ímpetu hacia ese mundo desconocido en que
esperaba encontrar mi corazón todo el alimento, todas las
venturas que debían colmar y satisfacer la efervescencia de mis
deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto mundo y ¡oh, amigo!,
¡cuántas esperanzas perdidas!, ¡cuántos planes destruidos! Aquí
tengo frente a mí las montañas que mil veces contemplé como
el objeto de mi deseo.

En aquella época podía quedarme en estos sitios durante horas,


pensando escalar esas alturas, llevando mi pensamiento al
fondo de los valles y de las alamedas que veía entre las tintas
suaves del crepúsculo; y cuando llegaba el momento de
regresar a casa, abandonaba este paraje querido con inefable
pena. Al acercarme al pueblo he saludado todos los viejos
pabellones de los jardines, mis antiguos conocidos. Las nuevas

144
casas no me gustan, como todos los cambios que he visto. Pasé
la puerta de entrada a la población y sí que me hallé dentro de
mis recuerdos. Amigo mío, no quiero abundar en detalles; la
relación sería tan pesada como grande ha sido el placer que he
tenido. Pensaba quedarme en la plaza, justo al lado de nuestra
antigua morada. Vi al pasar que la escuela, donde una buena
vieja nos reunía cuando chicos, se había convertido en una
especiería. Recordé la inquietud, los temores, los apuros y las
aflicciones que había sufrido en aquella especie de agujero. No
daba un paso que no me produjera emoción. No encuentra un
peregrino en Tierra Santa tantos lugares consagrados por
recuerdos religiosos y dudo que su ser sienta emociones tan
puras. Ahí va una entre mil: bajé por la orilla del río adelante
hasta una alquería, adonde iba yo con mucha frecuencia: es un
paraje pequeño, donde los

muchachos nos divertíamos en lanzar piedras a la superficie del


agua para ver quién las hacía rebotar mejor.

Recordé vívidamente que me detenía a veces a ver correr el


agua, formándome las ideas más hermosas de su curso;
recordé las caprichosas pinturas que hacía de los paisajes
donde aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto
hallaba mi imaginación los límites de esos países y que, no
obstante, yo iba más lejos, siempre, y acaba perdido en la

145
contemplación de un paisaje lejano y vaporoso. Amigo: así, con
esta felicidad, vivieron los venerables padres del género
humano: tan infantiles fueron sus impresiones y su poesía.
Cuando Ulises habla del mar inmenso y de la tierra ilimitada, su
lenguaje es real, humano, íntimo, sorprendente y misterioso.
¿De qué me sirve repetir con todos los colegiales que la Tierra
es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre algunas
paletadas para su goce y aún menos para su descanso eterno.

Estoy ahora en la casa de campo del príncipe. Se vive muy bien


con él; es la verdad y la sencillez en persona; pero está rodeado
de gente singular que no acabo de entender. Sin tener el
aspecto de unos bribones, tampoco tienen el de los hombres de
bien. Algunas veces los considero respetables y, sin embargo,
no alcanzo a confiar en ellos.

Me molesta que el príncipe hable a menudo de cosas que ha


oído decir o que ha leído, copiando siempre servil lo que lee y lo
que oye. Añade a esto que tiene en más mi talento que mi
corazón, este corazón, única cosa que me enorgullece, única
fuente de fuerza, de felicidad y de infortunio. ¡Ah! Lo que yo sé
cualquiera lo puede saber; pero mi corazón sólo lo tengo yo.

146
25 de mayo

Me rondaba una idea en la cabeza de la que no quería hablar


sino después de llevarla a cabo; ahora que no sucederá puedo
hablar de ella. Quería ir a la guerra y este deseo ha ocupado mi
corazón mucho tiempo; motivo primordial que me llevó a
acompañar al príncipe, que es general al servicio de Prusia. Un
día que paseábamos, le revelé mi intención y el se esforzó en
disuadirme; si no hubiera escuchado sus razones, hubiera
habido en mí más pasión que capricho.

147
11 de junio

Di lo que quieras, no puedo permanecer más tiempo. ¿Qué


haría aquí? El príncipe me trata muy bien, como puede tratarse
a un hombre y, sin embargo, no estoy a gusto; el tiempo se me
hace eterno. En el fondo, no tenemos nada en común. Es
hombre de talento, pero adocenado. Su plática no tiene para mí
mayor atractivo que la lectura de un libro bien escrito. En ocho
días volveré a ir a vagar de un lado a otro. Lo mejor que he
hecho han sido mis dibujos. El príncipe es aficionado al arte y
hasta llegaría a ser inteligente si no estuviera tan atado al
principio pedantesco de las reglas y la terminología. Me molesta
a veces y me impacienta cuando enardecido por la inspiración,
le hago recorrer los campos de la naturaleza y del arte, y él cree
actuar de maravilla intercalando una palabra teórica o un
término de ciencia.

148
16 de julio

No soy más que un peregrino que vaga por el mundo. ¿Eres tú


diferente?

149
18 de julio

¿Adónde deseo ir? Te lo diré con confianza. Estaré aquí unos 15


días y luego haré creer que deseo visitar las ruinas de ***,
aunque en realidad no hay nada de ello; sólo quiero acercarme
a Carlota, ésa es la verdad. Me río de mi propio corazón y al fin
concluyo por hacer lo que él quiere.

150
29 de julio

No, ¡todo está en orden! ¡Todo está de maravilla! ¡Yo, su marido!


¡Oh, Dios mío, si me hubieras destinado tanta dicha, mi vida
sólo habría sido una adoración continua! No quiero discutir.
Perdóname las lágrimas; perdóname los deseos ilusorios. ¡Ella
mi esposa! ¡Estrechar en mis brazos a la criatura más peregrina
que vive bajo el Sol! Un temblor mortal se apodera de mí,
Guillermo, cuando Alberto se permite ceñir con su brazo su
cintura pequeña.

¿Y me atreveré a decirlo? ¿Por qué no? Sí, amigo mío, ella había
sido más feliz conmigo de lo que es con él. ¡Oh! No es hombre
propicio para satisfacer todos los anhelos de un corazón como
el de ella. Carece de cierta sensibilidad, no tiene… ¡Tómalo como
quieras! Su corazón no simpatiza con los nuestros al leer el
pasaje de un libro querido, en que el mío y el de Carlota se unen
y laten al mismo tiempo juntos, ni en otros cien casos en que
llegamos a decir nuestros sentimientos sobre la acción de un
tercero. Pero, Guillermo, ¿es verdad que él la ama con

toda el alma y que no merece semejante amor? Un hombre


insoportable ha venido a interrumpir. Mi llanto se ha agotado.
Estoy trastornado. Adiós, amigo.

151
4 de agosto

No es sólo a mí a quien sucede esto. Todos los hombres se ven


frustrados en sus esperanzas, engañados en lo que esperan.
Visité a la buena campesina bajo los tilos; el mayor de sus hijos
corrió hacia mí; los alegres gritos que daba atrajeron a la
madre, que pasaba triste, abatida.

-Mi buen señor! -fue su primera frase al verme. ¡El pobre


Juanito se me murió!

Juan era el menor de sus hijos. Yo guardé silencio.

-Mi marido -siguió-, ha vuelto a Suiza y no ha traído nada; sin


las buenas almas, se habría visto reducido a mendigar para
volver y en el camino ha tenido fiebres.

No atiné a decir nada. Le di alguna cosa al niño y ella me rogó


que aceptara unas manzanas. Las tomé y me alejé de un lugar
con tan tristes recuerdos.

152
21 de agosto

En un abrir y cerrar de ojos, todo cambia para mí. A veces, un


agradable rayo de la vida arroja una vislumbre, una media
claridad en la oscuridad de mi alma y desaparece al momento.
Si me pierdo en mis sueños, no puedo sino detenerme en este
pensamiento: “Si se muriera Alberto… tú serías… ella sería… Y
yo…” Entonces me echo a correr, persigo a un fantasma, hasta
que me conduce al borde del abismo cuya vista me estremece.

Si salgo de la ciudad y me encuentro en ese camino que seguí


la primera vez para ir a buscar a Carlota y llevarla al baile,
¡cuán cambiado luce todo a la vista! ¡Todo se ha desvanecido!
Ya no queda ni un rasgo de ese mundo que ha pasado, ni una
emoción de los sentimientos que entonces me agitaron. Soy
semejante a la sombra de un príncipe con poder, que al salir de
la tumba para ver de nuevo el

lujoso palacio que para su amado hijo construyó y alhajó con


todo el esplendor y magnificencia, no encuentra más que
escombros, tristes ruinas llenas de polvo y sepultadas bajo
cenizas.

153
3 de septiembre

Muchas veces no alcanzo a comprender cómo puede amarla


otro, cómo se atreve a hacerlo, ¡siendo mi amor por ella tan
inmenso, profundo y único! ¡No conozco, no siento, no veo más
que a ella!

154
4 de septiembre

Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la


cercanía del otoño, siento el otoño dentro de mí y a mi
alrededor. Mi hojas amarillean y las de los árboles vecinos se
han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de aquel joven de la aldea
que conocí cuando vine por primera vez a este lugar? He
pedido en Wahlheim noticias tuyas y me han dicho que después
de echarle de la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de
él. Ayer le encontré casualmente, camino a otra aldea; le hablé
y me contó su historia, que me ha causado gran impresión,
como comprenderás fácilmente cuando te la transmita. ¿Pero a
qué llevan estos detalles? ¿No debía yo guardar para mí lo que
me aflige y angustia? ¿Por qué he de entristecerte también?
¿Por qué he de darte sin parar ocasión para que me
compadezcas y regañes? ¡Bah! Acaso no es mía la culpa, sino
de mi estrella.

Este hombre contestó a mis primeras preguntas con sombría


tristeza, en la que me pareció ver alguna confusión; pero en
breve, como si entendiera con quién hablaba y me reconociera,
me confesó con franqueza sus errores y deploró su infelicidad.
¡Que no pueda yo, amigo, recordar una a una sus palabras!
Confesaba (sintiendo al hacer memoria de ello un tipo de
alegría y placer) que su amor hacia su ama fue aumentando

155
cada vez más, al grado de no saber lo que hacía ni, hablándote
en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni
dormir; esto lo martirizaba y hacía lo que no debía hacer, y
olvidaba lo que le habían ordenado; parecía que tuviera un
demonio en el cuerpo y, por último, un día que ella estaba en
una habitación de un piso alto, la siguió o, más bien, se sintió
arrastrado en su busca. Rogó sin resultado y pretendió usar la
fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y ponía a Dios
como testigo de que siempre había pensado en ella con total
pureza y de que su más vehemente deseo había sido casarse
para pasar la vida entera con ella. Después de platicar un rato,
titubeó, como al que le falta algo que decir y no se atreve a
seguir. Al

final, me confesó tímido que ella le solía tolerar ciertas


confianzas y le había concedido algunos favores ligeros.
Interrumpió dos o tres veces el relato para repetirme que no
decía esto “por ponerla en mal”, que la quería tanto como
antes; que jamás había hablado con nadie de estas cosas y que
sólo me las decía para que me convenciera de que él no era un
malvado ni un insensato.

Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi eterna frase: ¡si pudiera


pintarte a este muchacho tal como estaba, tal como lo veían
mis ojos! ¡Si pudiera decirte todo a la perfección, para que

156
comprendieras cómo me interesa, cómo debo interesarme por
él! Basta; sabes lo que me pasa, sabes cómo soy y sabes
demasiado bien cuánto me atraen los desdichados y, sobre
todo, éste de quien te hablo.

Al releer lo escrito observo que se me olvidaba mencionar el fin


de la historia, que se adivina con facilidad. La viuda se
defendió; llegó su hermano, que hacía mucho odiaba al
sirviente y deseaba sacarle de la casa por temor de que un
nuevo matrimonio de la hermana dejara a sus hijos sin una
herencia que esperaban con vehemencia, pues aquélla no tenía
sucesión directa; este hermano puso al criado en la calle y armó
tal escándalo sobre lo sucedido, que aunque la viuda hubiera
deseado recibir de nuevo al joven, no se hubiera atrevido. Dicen
que también ahora está que trina el hermano con otro criado
que tiene la susodicha, respecto al cual aseguran que se casará
con ella, cosa que el antiguo está decidido a no sufrir mientras
viva.

No he exagerado ni retocado esta historia; hasta puedo decir


que la he contado tenue, muy tenuemente, y que ha perdido
mucho de su sencillez, porque la he encerrado en el modelo de
nuestro lenguaje usual y muy circunspecto.

157
Esta pasión, que encarna tanto amor y fidelidad, no es una
ficción de poeta; vive, centellea en toda su pureza en estos
hombre que apellidamos incultos y groseros; nosotros, gente
civilizada hasta el punto de no ser ya nada.

Lee esta historia con recogimiento; te lo ruego. Yo,


escribiéndote hoy estas cosas, estoy calmado, ya lo ves; ni me
precipito ni me confundo como suelo hacer. Lee, querido
Guillermo, y piensa bien que ésta es además la historia de tu
amigo. Si, esto es lo que ha pasado; esto es lo que me ocurrirá
a mí, que no tengo la mitad del valor y de la resolución de este
pobre diablo, con el que apenas me atrevo a compararme.

158
5 de septiembre

Carlota escribió una carta a su marido, que estaba en el campo,


donde lo detenían los negocios. La carta comenzaba así:
“Querido, queridísimo: vuelve lo más pronto que puedas; te
espero con impaciencia…” Uno que llegó trajo la noticia de que
algunas ocupaciones impedirían a Alberto volver pronto. La
carta quedó sin concluir sobre la mesa y por la noche vino a dar
a mis manos. La leí y sonreí. Carlota me preguntó qué me
causaba hilaridad. “La imaginación es una cosa divina”, dije;
“por un momento me he imaginado que este texto es para mí”.
No contestó; creo que le molestó mi ocurrencia. Yo permanecí
callado.

159
6 de septiembre

Mucho trabajo me ha costado decidirme a dejar el frac azul que


llevaba cuando bailé con Carlota por primera vez; pero ya
estaba inservible.

Me he encargado otro idéntico, con cuello y vuelos iguales, y


una chupa y unos calzones amarillos, como los que tenía. Bien
sé que no es lo mismo llevar uno que otro; sin embargo… ¿quién
sabe? Imagino que con el tiempo, le tocará al nuevo su turno y
será el favorito.

160
12 de septiembre

Como Carlota fue a ver a Alberto, ha estado ausente algunos


días. Hoy, al entrar en su habitación, salió a mi encuentro y le
besé la mano con gran júbilo.

Sobre un espejo había un canario que voló a sus hombros.


Tomándole entre los dedos, me dijo:

-Es un nuevo amigo que destino a mis niños. Es muy bonito,


míralo. Cuando le doy pan, entretiene ver cómo agita la alas y
picotea. También me besa; velo.

Acercó su boca al pajarito y éste se plegó con tanto amor


contra sus dulces labios, como si entendiera la felicidad que
gozaba.

-Quiero también que te dé un beso -dijo ella-, acercando el


pájaro a mi boca.

Éste trasladó su piquito desde los labios de Carlota hasta los


míos y sus picotazos eran como un soplo de felicidad inefable.

161
-Sus besos -dije-, no son del todo desinteresados; busca comida
y cuando no la encuentra en las caricias que le hacen, se retira
triste.

-También como en mi boca -exclamó Carlota-, dándole algunas


migajas de pan en sus labios entreabiertos, sobre los que
sonreía con voluptuosidad el placer de un inocente amor
correspondido.

Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hacía; ella no debía


inflamar mi imaginación con estos transportes candorosos de
alegría pura, ni despertar mi corazón del sueño en que lo arrulla
a veces la indiferencia de la vida. ¿Y por qué no? Es que confía
en mí, es que sabe de qué modo la amo.

162
15 de septiembre

En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se


ven personas tan desprovistas de razón y de sentimiento que
desconocen lo poco que de valioso tiene este mundo. Tú
recordarás aquellos nogales del presbiterio a cuya sombra me
sentaba con Carlota. ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de
estos magníficos árboles y cuánto embellecían el patio! ¡Cuánta
frescura había en su sombra y cuánta majestad en su follaje!
Eran recuerdos vivos de los respetables párrocos que en un
tiempo ya lejano, los habían plantado.

El maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre


de uno de ellos, nombre que había oído a su abuela, y parece
que era una persona dignísima. Por eso, cuando me sentaba
debajo de estos árboles, en este recuerdo había algo querido y
sagrado para mí.

Ayer deplorábamos que los hayan cortado; el maestro de


escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal indignación, que sería
capaz de matar al miserable que les dio el primer hachazo.

Si yo fuera dueño de dos árboles parecidos, sería suficiente ver


a uno secarse de viejo para desesperarme. Juzga por esto lo

163
que me afecta el sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la
conciencia a los hombres? Todo el pueblo murmura y la mujer
del cura actual comprenderá la herida que ha abierto en los
instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja la manteca, los
huevos y los demás tributos. Porque ella, esposa del nuevo
párroco (el que conocí también falleció), es la autora; ella,
criatura flacucha y enclenque, que hace muy bien en no
interesarse por nadie en el mundo, porque nadie comete la
sandez de preocuparse por ella; marisabidilla que se atreve a
disertar sobre los cánones de la iglesia y a trabajar para la
reforma crítico-moral del cristianismo, encogiéndose de
hombros antes las ideas de Lavater; mujer, en fin, cuya salud
débil no

resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así hubiera


podido cortar los nogales. ¿Entiendes?

Parece que las hojas que se caían, además de ensuciar el patio


de esta señora, lo llenaban de humedad. Además, las ramas
quitaban la luz y cuando maduraban las nueces, los niños se
entretenían en tirarlas a pedradas, lo cual alborotaba los
nervios de la pobre, robándole la tranquilidad en sus profundas
meditaciones, cuando examinaba y comparaba las opiniones
de Kennicot, Semler y Michaelis. Al avistar con la gente de la

164
aldea, después de tan lindo descubrimiento, le pregunté, sobre
todo a los ancianos, por qué lo habían permitido.

-¿Y qué quieres? -me respondieron-; cuando el alcalde manda


una cosa,

¿quién puede oponerse?

Hay, sin embargo, en este negocio un lado cómico. El alcalde y


el cura (porque éste pensaba sacar algún provecho del
disparate cometido por su mujer, que a menudo le quema la
sangre) pensaban repartirse el producto de los árboles
cortados; pero el administrador de rentas lo supo y tiro el plan,
haciendo valer antiguos derechos sobre el patio del presbiterio
donde estaban los nogales, que fueron vendidos en subasta
pública.

En resumen, ya no hay nogales… ¡Oh, si fuera príncipe! Diría a la


mujer del cura, al alcalde y al administrador… ¡Príncipe! ¡Bah! Si
yo fuera príncipe, ¿qué me importarían los árboles de mi país?

165
10 de octubre

Me es suficiente ver sus ojos negros para ser feliz. Lo que me


apena es que Alberto no parece tan feliz como él esperaba y
como él mismo creía.

¡Ah! Si yo… No me gusta emplear reticencias; pero aquí no


puedo expresarme en otra forma… y creo que me hago
entender con completa claridad.

166
12 de octubre

Ossian ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo


nos transportan los sublimes cantos de aquel poeta! ¡Vagar por
los matorrales, aspirar el viento de tormenta, que columpia en
las nubes las sombras de los antepasados a los pálidos rayos
de luna; oír quejarse en la montaña la voz del torrente de la
selva y el gemido sordo de los espíritus en sus cavernas y los
lamentos de la joven agonizante al pie de

cuatro piedras cubiertas de musgo, bajos la cuales descansa el


héroe glorioso que fue su amante! ¡Oh!, cuando en aquel
desierto contemplo el bardo encanecido por los años, que
busca las huellas de sus padres y sólo halla sus sepulcros y
sollozante voltea hacia la estrella de la tarde, medio escondida
entre el oleaje de una mar intranquila; cuando veo que renace el
pasado en el alma del héroe, como en los tiempos en que la
misma estrella brillaba sobre los bravos guerreros o la Luna
contribuía con su propia luz al regreso de sus naves victoriosas;
cuando leo en su frente su hondo pesar y le veo solo en el
mundo andando trémulo hacia la tumba, saboreando una
suprema y dolorosa alegría en la aparición de los fantasmas
inmóviles de sus padres; cuando le oigo gritar, absorto en la
tierra seca y la hierba doblada por el viento: “El viajero vendrá;
vendrá quien me ha conocido en mi esplendor y preguntará por

167
el hijo de Fingal. Y su pie hundirá en mi tumba mientras su voz
llamará en vano…” Entonces, amigo mío, quisiera, como un leal
escudero, sacar la espada y librar a mi príncipe de las penas de
una vida que es una muerte lenta, hiriéndome después a mí
mismo, para enviar mi ser en pos del alma del héroe liberado.

168
19 de octubre

¡Ay de mí! ¡Este vacío, horrible vacío que siente mi alma! Muchas
veces me digo: “Si pudiera tan sólo un momento estrecharla
contra mi pecho, todo este vacío quedaría cubierto”.

169
26 de octubre

Sí, mi amigo; cada día estoy más convencido de que la vida de


una criatura vale muy poco. Ayer fue Carlota a ver a una amiga
suya. Entré a una pieza inmediata y tomé un libro para
distraerme; pero no tenía la cabeza tan despejada como para
atender la lectura. Tomé la pluma para escribir. Oí que
hablaban en voz baja. Platicaron de cosas irrelevantes, de las
novedades que se daban en el pueblo, de que tal persona se
había casado y otra había caído muy enferma.

-Tiene una tos seca -dijo la amiga-; las mejillas hundidas, la


cara más larga. A veces, pierde el conocimiento. No daría yo
mucho por su vida.

-M. N. -dijo Carlota-, está también muy echado a perder.

-Es verdad -repuso la otra-, tiene el cuerpo hinchado de un


modo que preocupa.

Así hablaban con tranquilidad, mientras yo me transportaba


con la imaginación al lado de éstos y veía con qué ansiedad
sentían que se les iba la vida y cómo se aferraban a la

170
esperanza más tenue. Después de todo, estas jóvenes hablaban
del asunto como habla todo el mundo cuando se trata de la
muerte de una persona ajena. Yo, mirando alrededor de mí,
viendo colocados acá y allá los vestidos de Carlota y los
papeles de Alberto sobre los muebles, que han llegado a serme
conocidos, hasta el punto de notar el menor cambio; me decía a
mí mismo: “Puede asegurarse que en esta casa eres todo para
todos; tus amigos te honran, tú ayudas a su alegría, y parece
que no podrían vivir los unos sin los otros. Sin embargo, si tú te
alejaras de ellos, sentirían…

¿cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida daría a sus


vidas?

¡Ah!, el hombre es tan versátil por naturaleza, que aun donde


tenga seguridad de ser querido, aun ahí donde pueda dejar un
recuerdo hondo de su vida o de su paso en la memoria y en el
espíritu de los que quiere, aun ahí debe apagarse y
desaparecer; y esto, ¡ay!, demasiado rápido”.

171
27 de octubre

Es cosas de rasgarse el pecho y romperse la cabeza el


considerar lo poco que valemos unos para otros. ¡Ay de mí!
Nadie me dará el amor, la alegría, el placer de las felicidades
que no siento dentro de mí. Y aunque yo tuviera el alma llena de
las más dulces sensaciones, no sabría hacer feliz a quien en la
suya no tuviera nada.

172
27 de octubre, por la noche

¡Siento tantas cosas… y mi pasión por ella devora todo! ¡Tantas


cosas! Y sin ella, todo se reduce a nada.

173
30 de octubre

Más de cien veces he estado cerca de arrojarme a su cuello.


Sólo Dios sabe lo que me cuesta mirar y remirar tantos
encantos, sin atreverme a extender mis brazos hacia ella.
Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra mirada y nos
impresiona, ¿no es un instinto natural del hombre? ¿No echa
mano el niño a todo cuanto le agrada? ¡Y yo!

174
3 de noviembre

Sólo Dios sabe cuántas veces he dormido con el deseo y la


esperanza de no despertar. Y al siguiente día, abro los ojos,
vuelvo a ver la luz solar y siento de nuevo el peso de la miseria.

¡Ah! Si yo fuera un caprichoso, podría descargar en el mal


tiempo, en una tercera persona, en una empresa fracasada, la
culpa de mi disgusto y el insoportable fondo de mi desolación
sólo pasaría sobre mí a medias. Por desgracia, comprendo que
la culpa es sólo mía. ¡La culpa! No. Bastante es ya que lleve en
mí la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba el
manantial de todos los goces. ¿No soy siempre aquel que antes
se deleitaba con los más puros goces de una exquisita
sensibilidad, que a cada paso creía descubrir un paraíso, y cuyo
corazón, abierto a un amor ilimitado, era capaz de abrazar al
mundo entero? Este corazón está muerto ahora, cerrado a
todas las sensaciones; mis ojos están secos y mis acerbos
dolores, que no tienen salida, llenan de prematuras arrugas mi
frente. ¡Cuánto sufro! He perdido ese don del cielo que, por sí
solo, embellecía mi vida, esa fuerza vivificante que me hacía
crear mundos alrededor de mí. Cuando desde mi ventana
contemplo el horizonte y tras la cumbre de las colinas el sol
disipa las brumas matinales y desliza sus primero rayos hasta el
fondo de los valles, mientras el sosegado río corre mansamente

175
hacía mi, serpenteando entre los viejos troncos de los sauces
desnudos; este admirable cuadro, ahora inanimado y frío como
una estampa de color; este espléndido espectáculo, que otras
veces ha hecho desbordarse a mi corazón, no vierte ahora en él
una sola gota de entusiasmo o conformidad. Ahí esta el hombre
inmóvil; árido, frente a su Dios, siendo un pozo vacío, una
cisterna, cuyas piedras se han roto con la sequía. Muchas veces
me he arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como el
labrador implora la lluvia cuando ve sobre su cabeza un cielo
rojo y a sus pies, la tierra que muere de sed. Pero, ¡ay!, Dios no
concede la lluvia ni el sol a nuestros ruegos importunos. ¿Por
qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata, era para mí tan
feliz? Porque entonces yo esperaba confiado que el cielo no me
olvidaría y recogería las delicias con que me embriagaba, en un
corazón lleno de reconocimiento.

176
8 de noviembre

Carlota ha reprobado mis excesos… ¡Pero con qué tierno interés!


¡Mis excesos! Porque después de tomar un vaso de vino, sigo
algunas veces bebiendo hasta terminar con una botella…

-No vuelvas a hacerlo -me dijo-; piensa en Carlota.

-¡Pensar! -exclamé-. ¿Qué necesidad tienes de recordármelo,


pues piense o no, siempre estás presente en mi alma? Hoy me
senté en el mismo lugar donde en otro momento bajaste del
coche…

Cambió el tema para impedirme hablar del asunto. Amigo mío,


aquí me tienes en un estado en que esta mujer hace de mí lo
que quiere.

177
15 de noviembre

Te agradezco, Guillermo, por el interés que manifiestas y por los


buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes,
que me dejes encarar la crisis. A pesar de mi abatimiento, me
siento aún con fuerza para llegar al final. Respeto la religión, lo
sabes bien: para el que desmaya, es un apoyo; para quien se
siente devorado por la sed, es un bálsamo de vida. ¿Pero puede
serlo para nosotros? ¿Para cuántos no lo ha sido y para
cuántos no lo será nunca, la conozcan o no? Y a mí, ¿me
salvará? ¿No ha dicho el mismo hijo de Dios que sólo estarán
con él los que su padre decida? ¿Y si su padre quiere
reservarme para sí, como presiente mi corazón?

No malinterpretes mis palabras, ni veas en una idea sencilla la


menor intención de burla; te lo suplico. Te hablo con el corazón
en la mano. De no ser así, mejor callaría, porque no me gusta
perder el tiempo diciendo palabras vanas sobre materias que
los demás entienden tan poco como yo. ¿Qué otro destino le
cabe al hombre sino el de llenar todo el camino con sus dolores
y apurar su cáliz por completo? Y como éste fue amargo al
mismo Dios del cielo, cuando lo acercó a sus labios de hombre,
¿por qué he de fingir yo una fuerza sobrehumana, haciendo
creer que me parece dulce y grato?

178
¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento en
que mi ser tiembla y fluctúa entre ser y no ser; en que el pasado
se muestra como un relámpago en el sombrío abismo del
futuro; en que todo cuanto me rodea se desploma y el mundo
parece acabarse al mismo tiempo que yo? ¿No reconoces la
voz de la criatura extenuada, desfallecida, que se hunde sin
remedio, sin importar la inútil lucha, gritando amargamente:
“¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” ¿Y debe
avergonzarme esta exclamación y debo temer que llegue el
momento en que se escape de mi boca, como se escapó de la
de aquel que, hijo de los cielos, se envolvió en ellos como en un
sudario?

179
21 de noviembre

Carlota no ve ni sabe que prepara ella misma un veneno mortal


para los dos y yo apuro con fuerza la copa fatal que me ofrece.
¿Qué significa el aire de bondad con que a menudo me mira? A
menudo, ¡no!; algunas veces. ¿Por qué se muestra complacida al
notar el efecto que su vista me provoca a pesar mío? ¿Qué
causa reconoce la compasión que revela con los ojos?

Ayer, cuando me iba, me alargó la mano y dijo:

-Buenas noches, querido Werther.

¡Querido Werther! Es la primera vez que me llama así y hasta en


lo más profundo de mi ser he sentido una dicha indecible. Más
de cien veces he repetido estas palabras y por la noche, al ir a
la cama, hablando a mí mismo, exclamé sin percatarme de ello:
“¡Buenas noches, querido Werther!” No he podido sino reírme de
mí.

180
22 de noviembre

Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: “¡Consérvamela!” Y,


sin embargo, hay momentos en que creo que es de mi posesión.
Tampoco puedo decir: “¡Dámela!”, porque es de otro. Así es
como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolor. Si me dejara
llevar por el impulso, ensartaría una serie infinita de antítesis.

181
24 de noviembre

No desconoce Carlota cuánto sufro. Su mirada ha llegado hoy


hasta lo más hondo de mi corazón. La encontré sola; yo no
despegaba mis labios y ella me miraba fijamente. Absorto ante
aquella mirada sublime, llena de afectuoso interés y dulce
piedad, no veía su seductora hermosura ni la aureola de
inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no me tiré a sus pies
o la tomé entre mis brazos, cubriéndola de besos? Se sentó en
el piano; a sus armoniosos acordes unió su dulce y cantarina
voz. No he encontrado nunca más adorables sus labios; parecía
que se entreabrían lánguidos para aspirar los dulces sonidos del
instrumento y exhalarlos de nuevo, con la suavidad de su hálito.
¡ah! ¡Si yo pudiera hacer que compartieras conmigo lo que sentí
en ese momento! Incliné la cabeza desfallecido y me juré no
atreverme nunca a imprimir un beso en su boca, en aquella
boca donde revoloteaban los serafines del cielo. Y, sin embargo,
yo quiero… No. Hay una barrera imposible de cruzar que la

separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza! Y después el castigo


que sigue al pecado. ¿Pecado?

182
26 de noviembre

Suelo decirme a mí mismo: “Tu destino es único; comparados


contigo, los demás hombres son felices; porque jamás un
mortal se vio atormentado como tú”. Entonces, leo cualquier
poeta antiguo y me parece que es el libro mismo de mi alma.
¿Qué? ¿Aún me falta tanto por sufrir? ¿Y antes que yo ha
habido ya hombres tan desdichados?

183
30 de noviembre

Nunca podrá tranquilizarse mi espíritu. En todas partes


encuentro algo que me pone fuera de mí. Hoy mismo, ¡oh,
destino! ¡Oh, pobre humanidad! Me había ido a pasear a la orilla
del río, a la hora de comer, porque no tenía nada de hambre. No
había nadie. Un viento frío y húmedo soplaba de la montaña;
algunas nubes grises rodeaban el valle. A lo lejos distinguí a un
hombre mal vestido, que andaba agachado entre las rocas,
como buscando algo. Me acerqué y volteó por el ruido de mis
pasos. Tenía una interesante fisonomía, con cierta expresión de
tristeza, que mostraba un corazón honrado. Sus negros cabellos
estaban sujetos en dos rodetes por horquillas y los de atrás
bajaban por la espalda, con lo que formaban una trenza
ajustada. Ya que su traje mostraba que era un hombre del
pueblo, creí que no se molestaría porque me interesara en él y
le pregunté qué hacía.

-Busco flores y las hallo -contestó-, después de suspirar


profundamente.

-Ya lo creo -repliqué con una sonrisa-; ahora no es época de


flores.

184
-Hay muchas -agregó-, mientras se acercaba a mí. En mi jardín
tengo rosas y dos tipos de madreselvas. Una me la regaló mi
padre; ésta crece con la misma rapidez que los hierbajos y, no
obstante, hace dos días que busco una y no doy con ella.
También aquí hay flores durante todo el año; las hay amarillas,
azules, rojas… y hay centauras, que son una flores pequeñas
muy lindas. Pues en vano las busco; una sola no encuentro.

Yo notaba en sus palabras y en su tono un no se qué feroz y


con calma le pregunté para qué buscaba las flores. Una sonrisa
extraña y compulsiva contrajo su aspecto.

-Si me prometes no traicionarme -dijo mientras se ponía un


dedo en la boca-, te diré que he ofrecido un ramo a mi novia.

-¡Bien, muy bien! -le dije

-¡Oh! Ella tiene muchas cosas buenas… es rica.

-Y, sin embargo, pone atención a tu ramo.

-Tiene diamantes… y una corona.

185
-¿Pues quién es? ¿Cuál es su nombre? Sin responder, añadió:

-Si el gobierno quisiera pagarme, sería otro hombre. Sí, hubo un


tiempo en que estaba bien yo, pero hoy, hoy todo ha
terminado. No soy ya sino…

Sus ojos, llenos de lágrimas, se fijaron en el cielo con viveza.

-¿Estás feliz entonces? -pregunté.

-¡Ah! Ojalá lo fuera ahora igual. Sí, vivía contento, feliz, ligero
como pez en el agua.

-¡Enrique! -exclamó en aquel instante una anciana que se


acercaba-.

¿Dónde te metes? Te ando buscando por todas partes. Vamos,


ven a comer.

-¿Es su hijo? -pregunté mientras avancé hacia ella.

-Sí, señor, es mi pobre hijo. Dios me ha dado una cruz muy


pesada.

186
-¿Hace mucho tiempo que está así?

-A Dios gracias, hace ya seis meses que recobró la tranquilidad.


Pero antes, todo un año, estuvo furioso y hubo que encerrarlo
en una casa de locos. Ahora no hace mal a nadie; pero siempre
sueña con reyes y emperadores. ¡Era tan bueno y cariñoso! Me
ayudaba a vivir con el fruto de su trabajo, porque tenía una
letra preciosa… De repente perdió la cordura; cayó enfermo de
una fiebre tremenda y ahora… ya ve el estado en que está. Si el
señor quiere que le cuente…

Interrumpí su comunicación para preguntarle a qué época se


refería su hijo, cuando decía que había sido muy feliz.

-¡Ah, señor! El pobre alude al tiempo en que estaba


completamente loco; al que paso en el hospital, cuando no
tenía conciencia de sí. No deja de recordar esos días…

Estas palabras me hirieron como un rayo. Puse una moneda de


plata en la mano de la anciana y me alejé a pasos apresurados.

187
¡Entonces eras feliz!, pensaba mientras caminaba rápido hacia
el pueblo. ¡Entonces vivías ligero como el pez en el agua! Pero,
Señor,

¿estará escrito en el destino del hombre que sólo pueda ser feliz
antes de tener razón o después de perderla? ¡Pobre insensato!
Envidio tu locura; envidio el laberinto mental en que te
extravías. Sales lleno de esperanza a recolectar flores para tu
amada, en medio del invierno y desesperas porque no las
encuentras, sin comprender la causa de que no se hallen a tu
paso… Pero yo… salgo sin esperanza, sin propósito, y vuelvo a
entrar a casa igual. Tú sueñas con lo que serías si el gobierno te
pagara; ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo material hallas
tu desgracia, que no sabes que en el extravío de tu mente, en el
desorden de tu alma estriba tu daño, del que todos los reyes de
la Tierra no podrían liberarte! ¡Muera sin sosiego el que ríe de los
enfermos, que en su opinión agravan sus enfermedades y
aceleran su final al ir lejos en busca de la salud en aguas
maravillosas! ¡Muera sin sosiego el que insulta a la pobre
criatura, cuya alma oprimida hace voto de visitar el santo
sepulcro para librarse de sus remordimientos y calmar sus
escrúpulos y desventuras! Cada paso que el peregrino da sobre
la tierra, dura e inculta, por ásperos senderos que desgarran
sus pies, es una gota de bálsamo echado sobre la herida de su
alma y, después de la jornada diaria, se acuesta con el corazón
aliviado de una parte del peso que le embarga. ¿Y se atreven a
llamar a esto necia preocupación, ustedes, charlatanes

188
infelices? ¡Preocupación! Dios mío, ni ves mis lágrimas. ¿Cómo,
al crear al hombre tan pequeño, le das hermanos que hasta lo
privan en sus amarguras, robándole la confianza que ha
puesto en ti, en ti que nos profesas amor sin fronteras? Porque
la fe en la virtud de una planta medicinal o en el agua que
destila la vida después de cortada, ¿qué es sino fe en ti, que al
lado del mal has puesto el remedio y el consuelo que tanto
necesitamos?

¡Oh, padre, que desconozco! Padre, que otras veces has llenado
todo mi corazón y que ahora te apartas de mí; llámame pronto
a tu compañía. No guardes silencio más tiempo, porque éste no
detendrá la impaciencia de mi alma. Y si entre los hombres no
podría enojarse un padre porque su hijo volviera a su lado antes
de la hora marcada y se arrojara a sus brazos diciendo: “Aquí
estoy de regreso, padre mío; no te incomodes porque haya
interrumpido el viaje que me has encomendado terminar; el
mundo es igual por todas partes; tras el dolor y el trabajo, la
recompensa y el placer…

Pero a mí, ¿qué me importa? Yo no estaré bien más que en tu


presencia; en dónde tú estés quiero gozar y padecer…” Tú,
padre celestial y piadoso, ¿podrás rechazarme?

189
1 de diciembre

¡Oh, Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese


desdichado feliz, tenía un empleo en casa del padre de Carlota
y una desgraciada pasión que concibió por ella, ¡por ella!,
pasión que ocultó mucho tiempo y que al fin descubrió, lo hizo
perder el juicio. Éste ha sido el origen de su locura. Estas pocas
palabras, llenas de sequedad, pueden hacer que entiendas lo
que esta historia me habrá trastornado, cuando Alberto me la
contó con la frialdad con que quizá tú la leerás.

190
4 de diciembre

Te imploro piedad de mí, porque esto es hecho; ya no podré


soportar más tiempo la situación. Hoy estaba sentado cerca de
ella, que tocaba diferentes melodías en su clave, con un
semblante… ¡Con un semblante! ¿Cómo podría describirla para
ti? La más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas
sobre mis rodillas. De pronto, se me salieron las lágrimas y bajé
la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo de boda y mi llanto
fue más abundante. En aquel mismo instante comenzó a tocar
la antigua melodía que tanta impresión me provocaba y mi
corazón sintió una especie de consuelo, recordando el tiempo
en que aquella música había herido mis oídos con placer;
tiempo de felicidad en que las penas no abundaban; horas de
esperanza que pronto huyeron. Me levanté y comencé a
pasearme por la habitación sin orden. Me ahogaba.

-¡Basta -dije-; basta por Dios!

Carlota se detuvo y me miró interrogante.

-Werther -dijo con una sonrisa que me traspasó el corazón-,


muy malo debes estar cuando tu música predilecta te desgarra
así. Retírate, te lo suplico, y trata de recuperar la calma.

191
Me separé de ella y… ¡Dios mío! Tú que ves mi sufrimiento, tú
debes terminarlo.

192
6 de diciembre

Su imagen me persigue: que duerma o que vele, ella sola llena


toda mi alma. Cuando cierro los ojos, en el cerebro, donde se
halla la potencia de la vista, distingo con claridad sus ojos
negros. No puedo explicarme esto. Me duermo y los veo
también: siempre están ahí, fascinantes como el abismo. Todo
mi ser, todo, no puede separarse de ellos.

¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado? ¿No le falta la


fuerza cuando más la necesita? Y cuando abre las alas en el
cielo de los placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la
desesperación, ¿no se ve siempre detenido y condenado a
convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba
perderse en el infinito?

Del editor al lector

¡Cuánto hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de


nuestro desdichado amigo, bastantes detalles escritos por su
propia mano, para no tener la necesidad de intercalar
relaciones en la continuación de las cartas que él nos dejó!

Me he esmerado en recopilar los más exactos pormenores con


las personas que debían estar mejor informadas, los cuales

193
todos resultan uniformes. Las narraciones coinciden hasta en
las menores situaciones. Sólo en la manera de juzgar los
sentimientos de los personajes difieren un poco los puntos de
vista.

Sólo nos resta entonces hablar con fidelidad de lo que nuestras


investigaciones nos han hecho conocer, sin omitir en ello las
cartas o fragmentos de carta que dejó aquel que ya no está
más con nosotros.

No se debe despreciar al menor documento auténtico, en


consideración de lo difícil que resulta profundizar y conocer los
verdaderos motivos, los móviles ocultos de una acción, por
intrascendente que ésta sea, cuando proviene de un individuo
que sale de la esfera común.

El desaliento y pesar habían echado raíces sólidas en Werther y


poco a poco se habían apoderado de todo su ser. La armonía
de sus facultades se había destruido en su totalidad. El ciego y
febril arrebato que las trastornaba tuvo en él los más fuertes
estragos y acabó por sumirle en un triste abatimiento, más
difícil de tolerar que los males con que se había enfrentado
hasta entonces.

194
Las angustias de su corazón agotaron las pocas fuerzas que le
quedaban. Su viveza y sagacidad se apagaron. Cada vez se
mostraba

más sombrío e insociable, y conforme iba siendo más


desgraciado se volvía más injusto. Así, al menos, lo constatan
los amigos de Alberto, quienes dicen que Werther no había
valorado a aquel hombre de corazón recto que, gozando de
una dicha deseada por mucho tiempo, sólo pensaba en
afianzar su felicidad futura. ¿Cómo había de comprender
semejante anhelo quien disipaba y entregaba al azar los
tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que
privación y sufrimiento?

Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan


poco tiempo y que era siempre el mismo hombre, tan
ponderado y apreciado por Werther cuando se conocieron.
Amaba a Carlota sobre todas las cosas; estaba orgulloso de
ella y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban
como la más perfecta criatura. ¿Podía reprobársele por tratar
de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara
ceder, ni aun en el más inocente trato, la posesión de tan
preciado objeto? Confiesan, es cierto, que Alberto abandonaba
a menudo la habitación de su mujer cuando Werther se
presentaba ahí; pero no era, según su dicho, ni por odio ni por

195
indiferencia hacia su amigo, sino tan sólo porque había
observado el pesar secreto que su presencia creaba en Werther.

Un día, en que estaba enfermo el padre de Carlota y por su


necesidad de guardar cama, mandó el coche en busca de su
hija. Era una hermosa mañana de invierno. Las primeras nieves
habían caído abundantes y el campo estaba cubierto de una
alfombra blanca.

Werther emprendió el camino al día siguiente, para ir a reunirse


con Carlota y acompañarla a su casa, si Alberto no iba por ella.

El aire fresco y puro de la mañana no cambió su ánimo. Un


peso enorme oprimía su pecho; su espíritu estaba atormentado
por las más tristes imágenes y el movimiento de sus ideas le
hacía vagar por crueles reflexiones. Como vivía en un eterno
hartazgo de sí mismo, la situación de los demás la creía tan
violenta y agitada como la suya. Imaginaba haber dañado la
armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los
más ocultos reproches, mezclados de sorda indignación contra
el marido. Durante el camino sus pensamientos tomaron este
sentido: “¡Ah!”, se decía, apretando los dientes; “he ahí rota esa
unión, tan íntima, tan cordial, tan auténtica. ¿Qué ha pasado
con aquel tierno interés, con aquella confianza tranquila que se
antojaba inalterable? Hoy es sólo hastío e indiferencia. El más

196
pequeño asunto interesa a ese hombre más que su mujer. ¡Una
mujer tan adorable! ¿Pero sabe él apreciarla? ¿Sospecha
remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es de su
propiedad! ¡Oh!, lo sé de sobra. Debía haberme acostumbrado
ya a esta idea y, no obstante, me desespera y acabará por
darme muerte. Y la amistad que Alberto me había prometido,
¿qué ha sido de ella? ¿No ve en mi apego a Carlota un ataque a
sus derechos, y en mis atenciones y cuidados, una censura de
su falta de cuidado? Lo sé y lo siento: me ve

con disgusto; quisiera me fuera muy lejos de aquí. Mi presencia


es un peso para él”.

Hablando así, tan pronto aceleraba su paso como lo detenía.


Algunas veces parecía querer volverse atrás, pero continuaba,
sumido siempre en sombrías reflexiones que sólo se adivinaban
por algunas palabras entrecortadas que salían de su boca. Así
llegó a la casa sin notarlo. Entró preguntando por el anciano y
por Carlota y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor
de los hermanos de Carlota le informó que había sido una
desgracia en Wahlheim: que un aldeano había sido asesinado.
Esta noticia no hizo mella en él y se dirigió a la sala contigua,
donde encontró a Carlota esforzándose por retener a su padre
que, enfermo y todo, quería marchar de inmediato al lugar del
crimen, para instruir las primeras diligencias sobre aquel

197
suceso, cuyo autor era una interrogante. Se había encontrado el
cadáver muy temprano por la mañana, frente a la puerta de un
cortijo y ya se sospechaba de alguien. La víctima había estado
al servicio de una viuda, que poco antes había despedido a otro
criado por un fuerte disgusto.

Cuando Werther supo esta información, se levantó de repente y


exclamó:

-¿Es posible? Debo ir sin perder un instante.

Se dirigió a Wahlheim, convencido, luego que reunió todos sus


recuerdos, de que el autor del asesinato era aquel joven a quien
había hablado tantas veces y que le había producido gran
simpatía. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar
al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo menos
que experimentar cierta turbación al ver aquellos lugares que
en otra época había querido tanto. El umbral de la puerta
donde los chicos iban con frecuencia estaba ensangrentado. Así
el amor y la fidelidad, los más hermosos sentimientos humanos,
habían degenerado en violencia y crimen. Los corpulentos
árboles, sin follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo
que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su
hermoso verde y dejaba ver, por los anchos agujeros, las
piedras de los sepulcros llenas de nieve.

198
Al aparecer Werther en el lugar al que había acudido todo el
pueblo, se dejó oír un grave murmullo.

A lo lejos se divisaba un pelotón de hombres armados y todos


comprendieron que traían al asesino.

No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon


las dudas.

Sí, era él; aquel criado tan enamorado de su ama, a quien


pocos días antes había visto víctima de una melancolía y
luchando contra una secreta desesperación.

-¿Qué has hecho, desdichado? -le preguntó al acercarse. El


preso lo miró sin abrir la boca; luego dijo con frialdad.

-Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.

Llevaron al asesino ante la presencia de su víctima y Werther se


alejó precipitado. La extraña y violenta emoción que acababa
de experimentar había confundido su mente: se sintió
arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés
que le despertaba aquel joven y por un deseo de salvarlo.

199
Comprendía tan bien la desesperación que le había orillado al
crimen; le encontraba tantas excusas y comprendía con tal
profundidad la situación de aquel desafortunado, que se creía
capaz de participar sus sentimientos a todo el mundo.

Ardía ya en deseos de defender a gritos al acusado; el discurso


más elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a
casa del padre de Carlota, ordenando mentalmente los
apasionados argumentos con que había de inclinar su ánimo a
favor del prisionero.

Al entrar en el salón halló a Alberto, cuya presencia lo


desconcertó por un momento, pero pronto se recuperó y
manifestó al anciano su opinión sobre el trágico evento, con la
convicción y calor que lo animaban.

El administrador movió varias veces la cabeza mientras


hablaba; y aunque Werther empleó toda la energía, todo el arte
de persuasión que se puede usar en defensa de un semejante,
el magistrado, como era de esperarse, no dio signos de
sensibilidad ni vacilación. Sin dejar terminar a nuestro amigo,
rechazó brioso sus argumentos y le censuró por defender a un
criminal con tanta decisión. Le demostró que con tal sistema,
todas las leyes quedaban anuladas y la seguridad pública se
vería comprometida en forma consistente. Añadió que en un

200
asunto tan grave, no podía interceder sin incurrir en una
responsabilidad enorme, y que era necesario que el proceso
siguiera conforme a lo habitual.

Werther, sin embargo, no perdió el ánimo y suplicó al


administrador que aceptara no poner atención a la evasión del
prisionero; pero también en esto el magistrado no mostró
flexibilidad alguna.

Alberto, que hasta entonces no había emitido juicio alguno, se


incorporó a la discusión para apoyar al anciano. Werther, en
vista de ellos, guardó silencio y se alejó con el corazón
traspasado de amargura, mientras el administrador repetía:

-No, no; nada puede salvarlo.

No es difícil calcular la impresión que estas palabras tuvieron


en el ánimo de Werther, conociendo alguna frases que escritas
sin duda ese mismo día, hemos encontrado entre sus
pertenencias.

-¡No es posible salvarte, desgraciado! Yo bien veo que nada


puede salvarnos.

201
Lo que Alberto había dicho sobre el criminal ante el
administrador causó a Werther una extrañeza mayor. Creyó
descubrir en sus palabras una alusión a él y a sus sentimientos,
y por más que algunas serias reflexiones le hicieron entender
que aquellos tres hombres podían estar en lo correcto, se
resistía a abandonar su intención y sus ideas, como si
abandonarlas fuera renunciar a su propia y más íntima vida.

Entre sus papeles hemos hallado otra nota que habla de esta
situación y que expresa quizá sus verdaderos sentimientos
hacia Alberto.

-¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah!


Cuando así me desgarra el corazón, ¿puedo ser justo?

La tarde era apacible y el tiempo ayudaba al deshielo. Carlota y


Alberto regresaron a pie. De vez en cuando volteaba ella la
cabeza, como extrañando la compañía de Werther. Alberto
dirigió la conversación a su amigo y le reprobó, haciéndole
justicia. Habló de su desgraciada pasión y dijo que deseaba, si
se pudiera, alejarlo por su propio bien.

202
-Lo deseo también por nosotros -agregó-; y te ruego, Carlota,
que procures dar otra dirección a sus ideas y a sus relaciones
contigo, decidiéndole a que limite sus visitas. La gente empieza
ya a ocuparse de esto y yo sé que se ha hablado del tema
varias veces.

Carlota guardó silencio y Alberto creyó entender el motivo de


esta reserva. Desde ese momento no habló más de Werther: si
ella, por casualidad o con intención, pronunciaba su nombre, él
cambiaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa de
Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último
resplandor de una flama agonizante.

Cayó en un abatimiento más y más profundo y una


desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que tal vez
lo llamarían para testificar en contra del asesino, que intentaba
defenderse al negar su participación en el asesinato. Todo lo
que había sufrido hasta entonces durante su vida activa, sus
disgustos en la embajada, sus proyectos fallidos, todo lo que le
había herido o contrariado, acudía a su memoria y le agitaba
en forma terrible.

Creyéndose condenado a la inacción por tan consistentes


contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y sentía
incapacidad de

203
soportar la vida. Así es que, encerrado para siempre en sí
mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en
un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer
adorada cuyo descanso trastornaba, agotando inútilmente sus
fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba acercando cada
vez a su triste final.

Colocaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan una idea
precisa de su confusión, de su delirio, de sus crueles angustias,
de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la vida.

204
12 de diciembre

Querido Guillermo: me encuentro en un estado que debe


asemejarse al de los desgraciados que en la antigüedad se
creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar; no es
tampoco un deseo vehemente, sino una rabia sorda y sin
nombre que me desgarra el pecho, me hace un nudo en la
garganta y me sofoca. Sufro, me gustaría escapar de mí y paso
las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en que
abunda esta estación enemiga.

Anoche salí. Sobrevino de repente el deshielo y supe que el río


había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim
corrían desbordados y que la inundación era completa en mi
valle. Me dirigí a él cuando llegaba la medianoche y presencié
un espectáculo aterrador. Desde la cima de una roca, con la
claridad de la Luna, vi revolverse los torrentes por los campos,
por las praderas y entre los vallados, devorando y sumergiendo
todo; vi desvanecerse el valle; vi en su lugar un mar rugiente y
espumoso, azotado por el soplo de los huracanes. Después,
profundas tinieblas; más tarde, la Luna, que aparecía de nuevo
para arrojar una siniestra claridad sobre aquel imponente
cuadro. Las olas rodaban estrepitosas… se estrellaban a mis
pies con gran fuerza. Un extraño temblor y una tentación
inexplicable se apoderaron de mí. Me hallaba con los brazos

205
estirados hacia el abismo, acariciando la idea de lanzarme a él.
Sí, lanzarme y sepultar conmigo los dolores y sufrimientos. ¡Pero
ay!, ¡qué desgraciado! No tuve fuerza para terminar de una vez
por todas con mi pesar; mi hora no ha llegado aún, lo sé. ¡Ah,
Guillermo! ¡Con qué gozo hubiera dado esta pobre vida para
confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar
sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos
consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí
cuando mis ojos pasaron por el sitio donde había descansado
con Carlota, bajo un sauce, después de un largo paseo!
También había llegado ahí la inundación y a duras penas pude
distinguir la copa del sauce.

Pensé entonces en la casa de Carlota, en sus jardines… El


torrente debía haber arrancado también nuestros pabellones y
destruido todos

nuestros lechos de pasto. Un luminoso rayo del pasado brilló


frente a mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una
ola de luz que le crea praderas, ganados o grandezas de la
vida. Yo estaba ahí, parado…

¡ah!, ¿es que no tengo valor para morir? Yo debía… Y sin


embargo, aquí estoy como una pobre vieja que recoge del suelo
sus andrajos y va, de puerta en puerta, pidiendo pan para
sostener y prolongar un instante más su vida de miseria.

206
14 de diciembre

¿Qué es esto, mi amigo? Estoy asustado de mí. El amor que ella


me inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal
de los amores? ¿He cobijado en lo más hondo de mi alma un
deseo culpable?

¡Ah! No me atrevería a asegurarlo. ¡Cuánta razón tienen quienes


dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas y contrarias!

Anoche, temo decirlo, la tenía entre mis brazos, fuertemente


estrechada contra mi corazón; sus labios expresaban palabras
de cariño, interrumpidas por un millón de besos, y mis ojos se
embriagaban con la dicha que brotaba de los suyos. ¿Soy
culpable, Dios mío, por recordar tan dichoso y por desear soñar
lo mismo? ¡Carlota! ¡Carlota! Hace una semana que mis sentidos
se han trastornado; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis
ojos se llenan de lágrimas. No estoy bien en ningún lugar y, no
obstante, estoy en todas partes. No espero nada, nada deseo.
¿No sería mejor que partiera?

La decisión de abandonar este mundo había ido tomando


fuerza en la mente de Werther. Desde su regreso al lado de
Carlota, había contemplado la muerte como el fin de sus males
y como una opción extrema a la cual recurrir. Se había

207
propuesto, sin embargo, no acudir a ella con brusquedad y
violencia. No quería dar este último paso más que con toda
calma y animado por un total convencimiento. Sus
incertidumbres, sus luchas se reflejan en algunas líneas que
aparentan ser el principio de una carta a su amigo. El papel no
está fechado.

“Su presencia…, su situación…, el interés que mi suerte le


despierta, arrancan las últimas lágrimas de mi cerebro
petrificado.

“Levantar el velo y seguir adelante; es todo… ¿Por qué tener


miedo?,

¿por qué dudar? ¿Tal vez porque no se conozca lo que hay más
allá, porque no se regresa o más bien porque es propio de
nuestra naturaleza suponer que todo es confusión y oscuridad
en lo desconocido?”

Cada vez se habituaba más a estos funestos pensamientos, que


llegaron a ser familiares al extremo. Su proyecto fue al fin
determinado de forma

irrevocable. La prueba se halla en la siguiente carta, de doble


sentido, que dirigió a su amigo.

208
20 de diciembre

Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya entendido


tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que
puedo hacer es irme. Pero la invitación que me haces para que
regrese a tu lado no corresponde mucho a mi pensamiento.
Antes haré una breve excursión a la que convidan el frío
continuado que es de esperar y los caminos que estarán en
buen estado. Tu deseo de venir a verme me agrada mucho;
pero te ruego que me concedas un plazo de 15 días y que
esperes a recibir otra carta en la que te participe mis últimas
noticias. Di a mi madre que pida a Dios por su hijo; dile también
que le ofrezco disculpas por todos las angustias a las que la he
sometido. Sin duda era mi destino apesadumbrar a las
personas a quienes hubiera querido hacer felices. Adiós, mi
queridísimo amigo; el cielo ponga en ti sus bendiciones. Adiós.

No intentamos revelar ahora lo que pasaba en el corazón de


Carlota y los sentimientos que en él producían su esposo y su
desdichado amigo, por más que el conocimiento que tenemos
de su carácter nos permita formar una idea cercana.

Es seguro por lo menos que estaba decidida a hacer todo lo


posible por alejar a Werther y si algo la hacía dudar, era sólo
cierta consideración compasiva dictada por la amistad,

209
sabiendo lo caro que le sería al desgraciado joven esta
separación, pues un esfuerzo semejante era superior a su
fuerza. No obstante, las circunstancias se hacían cada vez más
críticas y aquella necesidad, más urgente. Su marido guardaba
el más hondo silencio sobre el asunto, así como lo había
guardado siempre ella misma, que sólo deseaba probar
sinceramente con sus actos cuán dignos de los suyos eran sus
sentimientos.

El mismo día que Werther escribió a su amigo la carta que


recién copiamos, el domingo antes de Navidad, fue por la tarde
a casa de Carlota y la encontró sola, arreglando los juguetes
para sus hermanos y hermanas. Habló de la alegría que
tendrían los niños y de los tiempos en que la aparición de una
mesa cargada de manzanas y turrones eran también para ella
las delicias del paraíso.

-Pues bien -le dijo Carlota-, ocultando su ofuscación con una


cordial sonrisa, también tendrías regalos de Navidad si tuvieras
juicio: una barra de turrón y algún otro detalle.

-¿Y qué entiende por tener juicio? -exclamó Werther-. ¿Cómo


debo ser juicioso? ¿Cómo puedo serlo, querida Carlota?

210
-El jueves por la noche -repuso ella-, es Nochebuena; vendrán
los niños, mi padre los acompañará y todos recibirán su
regalito. Ven tú también, pero no antes.

Werther se sentía cohibido.

-Te lo ruego -agregó-; es necesario… porque esto no puede


continuar así.

Al oír estas palabras, Werther apartó su vista de Carlota, se


puso a caminar a grandes pasos por el cuarto, repitiendo entre
dientes: “Esto no puede seguir”.

Percibiendo Carlota el estado de agitación que le habían


causado sus palabras, trató de calmarlo y distraerle con
algunas preguntas y diferentes temas de charla; nada dio
resultado.

-No, Carlota; ya no volveré a verte.

-¿Y por qué no, Werther? Puedes y debes visitarnos si te


moderas. ¿Por qué tienes ese carácter tan ardiente, esa pasión

211
indomable que fuego devorador abrasa todo a su paso? Por
Dios te suplico que te controles.

¡Qué de distracciones y de goces ofrecen tu talento,


conocimientos e imaginación! ¡Sé un hombre! Aléjate de ese
cariño fatal, de esa pasión por una criatura que no puede más
que compadecerte.

Werther rechinó los dientes y la miró con un aire sombrío.


Carlota sostenía en las manos la de su amigo.

-Ten calma -le dijo-. ¿No ves que corres por voluntad a tu
perdición?

¿Por qué he de ser yo, justo yo, que soy de otro? ¡Ah! Temo que
la imposibilidad de obtener mi amor sea lo que exalte tu pasión.

Werther quitó la mano y miró a Carlota disgustado.

-Está bien -dijo-; esa sabia observación la ha originado Alberto,


sin duda. Es política, ¡muy política!

-Cualquiera puede hacerla -dijo ella-. ¿No habrá en todo el


mundo una joven capaz de llenar los deseos de tu corazón?
Búscala; te garantizo que la encontrarás. Hace mucho tiempo

212
que deploro, por ti y por nosotros, el aislamiento al que te has
condenado. Vamos, haz un esfuerzo; un viaje puede distraerte;
si buscas bien, encontrarás una mujer digno de tu cariño y
entonces podrás regresar para que disfrutemos todos esa
tranquila felicidad que da la amistad sincera.

-Podrían imprimirse tus palabras -repuso Werther con una


sonrisa amarga-, y recomendarlas a todos los que se dedican a
la enseñanza.

¡Ah, querida Carlota!, dame un plazo corto y todo estará bien.

-Concedido; pero no vuelvas hasta la víspera de Navidad.

Werther iba contestar cuando llegó Alberto. Se saludaron con


tono seco y ambos se pusieron a caminar, uno al lado del otro,
con una carga evidente. Werther habló de cosas sin
importancia que dejaba a medias; Alberto, después de hacer lo
propio, preguntó a su mujer por algunos encargos que le había
dado.

Al saber que no los había terminado, le dijo algunas cosas que


parecieron a Werther no sólo frías, sino duras. Éste quiso
marcharse y le faltaron fuerzas. Permaneció ahí hasta las ocho,
su mal humor creció; cuando vio que alistaban la mesa, tomó

213
su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero
consideró él la invitación como una acto de cortesía forzada y
se retiró, no sin antes agradecer con frialdad. Cuando llegó a su
casa, tomó la luz de manos de su sirviente, que quería
alumbrarle y subió solo a su cuarto. Una vez ahí, se puso a
recorrerla con pasos grandes, sollozando y hablando solo pero
en voz alta y con ardor; acabó por arrojarse vestido sobre la
cama, donde el criado le encontró tendido a las 11, cuando fue
a preguntar si quería que le quitara las botas. Werther aceptó y
le prohibió que entrara a su habitación al día siguientes antes
de que le llamará.

El lunes por la mañana, 21 de diciembre, escribió a Carlota la


siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa y fue
entregada a su amada.

La incluimos aquí por fragmentos, como parece que la escribió:

“Está decidido, Carlota: quiero morir y te lo informo sin ninguna


intención romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en
que te veré por última vez.

“Cuando leas estas líneas, amada Carlota, yacerán en la tumba


los despojos del desdichado que en los últimos momentos de su

214
vida, no encuentra placer más dulce que el de hablar contigo en
la mente. He pasado una noche terrible; con todo, ha sido
benéfica, porque me ha ayudado a resolverme. ¡Quiero morir!

“Al separarnos ayer, un frío inexplicable se apoderó de todo mi


ser; volvía la sangre a mi corazón y respirando con angustiosa
dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin
alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de miedo. Apenas
pude llegar a mi alcoba, donde caí arrodillado, loco por
completo. ¡Oh, Dios mío! Tú me concediste por última vez el
consuelo del llanto. ¡Pero qué lágrimas tan amargas! Mil ideas,
mil proyectos agitaron mi espíritu, fundiéndose, al

fin, todos en uno solo; pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con


esta decisión me acosté; con esta resolución, firme y terminante
como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación,
es convicción, mi carrera está terminada y me sacrifico por ti.
Sí, Carlota, ¿por qué te lo debería ocultar? Es necesario que uno
de los tres muera y deseo ser yo.

¡Oh, vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada se


ha introducido un horrible pensamiento: matar a tu esposo… a
ti… a mí. Debo ser yo; así será.

215
“Cuando al anochecer de un día hermoso de verano, subas a la
montaña, piensa en mí y recuerda que he recorrido el valle
muchas veces; mira después hacia el cementerio y a los últimos
rayos del sol poniente, ve cómo el viento azota la hierba de mi
tumba. Estaba tranquilo al comenzar esta misiva y ahora lloro
como niño. ¡Tanto martirizan estas ideas a mi pobre corazón!

Werther llamó a su criado cerca de las 10; mientras lo vestía le


dijo que iba a hacer un viaje de algunos días y que debía por lo
tanto arreglar la ropa y alistar maletas; también le ordenó
arreglar las cuentas, recoger muchos libros prestados y dar a
algunos pobres, a quienes socorría una vez a la semana, la
donación de dos meses adelantados.

Pidió el almuerzo en su habitación y después de comer, se enfiló


a casa del administrador, a quien no halló. Paseó por el jardín
pensativo, lo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola
todas las ideas capaces de enardecer sus amarguras. Los niños
no lo dejaron solo mucho tiempo: salieron en su busca saltando
de gusto y le dijeron que los días siguientes Carlota les daría los
regalos de Navidad; al respecto le dijeron todas las maravillas
que la imaginación les ofrecía. “¡Mañana!”, dijo Werther, “¡y
pasado mañana…, y el día siguiente!”

216
Los abrazó con cariño y se disponía a alejarse cuando el más
pequeño mostró querer susurrarle algo. El secreto se redujo a
informarle que sus hermanos mayores habían escrito
felicitaciones para año nuevo: una para el papá, otra para
Alberto y Carlota, y otra para el señor Werther. Todas las
entregarían por la mañana temprano el 1 de enero. Estas
palabras lo llenaron de ternura; hizo algunos regalos a todos y
luego de encargarles que dieran memorias a su papá, montó su
caballo y se marcho con lágrimas en los ojos.

A las cinco regresó a casa; recomendó a la criada que cuidara


el fuego de la chimenea hasta la noche y pidió al sirviente que
empacara los libros y la ropa blanca, y metiera los trajes a la
maleta. Puede pensarse que después de esto fue cuando
escribió el siguiente fragmento de su última carta a Carlota:

“Tú no esperas; crees que voy a obedecerte y a no volver a tu


casa hasta nochebuena. ¡Oh, Carlota! Hoy o nunca. En la
víspera de Navidad tendrás este papel en tus temblorosas
manos y le humedecerás con tu

precioso llanto. Lo quiero, es necesario. ¡Oh, qué contento estoy


con mi decisión!”

217
Mientras tanto, Carlota estaba de un ánimo muy extraño. En su
última entrevista con Werther había entendido lo difícil que
sería instarlo a alejarse y había adivinado mejor que nunca los
tormentos que él sufriría lejos de ella.

Después de informar a su marido, incidentalmente, que Werther


no volvería hasta la nochebuena, Alberto se fue a ver a un
funcionario de un distrito colindante para tratar un asunto que
debía tomarle hasta el siguiente día.

Carlota estaba sola; ninguna de sus hermanas la acompañaba.


Tomando ventaja de esta circunstancia, se perdió en sus ideas
y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su pasado y su
presente.

Se miraba unida para siempre a un hombre cuyo amor y lealtad


conocía bien y por el que sentía un gran cariño; a un hombre
que por su carácter, tan íntegro como apacible, parecía
formado para garantizar la felicidad de una mujer honrada.
Entendía lo que este hombre era y debía ser siempre para ella y
para su familia.

Por otro lado, le había simpatizado tanto Werther desde el


momento de conocerlo y llegó a quererlo tanto; era tan

218
auténtico el afecto que los unía y había creado tal intimidad el
largo trato que hubo entre ellos, que el corazón de Carlota
conservaba de ello impresiones imborrables. Se había
habituado a contarle todo lo que sucedía, todo lo que sentía.

Su partida por lo tanto produciría en la vida de Carlota un vacío


que nada llenaría. ¡Ah! Si ella hubiera podido hacerle su
hermano, ¡qué feliz hubiera sido! ¡Si hubiera podido casarlo con
una de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena
inteligencia que antes hubo entre Alberto y él! Revisó en la
mente a todas sus amigas y en todas hallaba defectos…
ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después de
mucha reflexión, concluyó por sentir confusamente, sin
atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón
era reservárselo para ella, por más que se decía que ni podía ni
debía hacerlo. Su alma, tan pura y hermosa, y hasta ese
momento tan inaccesible a la tristeza, recibió en aquel
momento una herida cruel. Sintió su corazón saltar y una nube
negra dilatarse ante ella.

A las 6:30 oyó a Werther, que subía la escalera y preguntaba


por ella. En el acto reconoció sus pasos y su voz, y su corazón
latió con viveza por primera vez, podemos decir, al acercarse el
joven. De buena gana hubiera ordenado que le dijeran que no

219
estaba en casa, y cuando lo vio entrar no pudo menos que
exclamar, con visible carga y muy emocionada.

-¡Ah! Has faltado a tu palabra.

-Yo no hice promesa alguna -respondió.

-Pero debiste cuando menos escuchar mis ruegos, en


consideración a que fueron para bien de los dos.

No se daba cuenta de lo que hacía ni de lo que decía, y envió


por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther.
Éste dejo algunos libros que se había llevado y pidió otros.
Carlota esperaba con ansia la llegada de sus amigas; pero un
instante después deseaba lo contrario. Volvió la sirvienta y dijo
que ninguna de las dos podía acudir.

Entonces se le ocurrió ordenar a la criada que se quedará en el


cuarto contiguo, en su quehacer; pero de inmediato cambió de
idea.

Werther caminaba por la sala visiblemente agitado. Carlota se


sentó al clave y quiso tocar un minué; sus dedos se resistían a

220
cooperar. Abandonó el clave y fue a sentarse al lado de
Werther, que ocupaba en el sofá el sitio habitual.

-¿No traes nada que leer? -preguntó ella.

-Nada -le contestó Werther.

-Ahí, en mi cómoda, tengo la traducción que hiciste de unos


cuentos de Ossian. Aún no la he visto, pues esperaba que me la
leyeras; pero hasta ahora no se había dado la oportunidad.

Werther sonrió y fue por el manuscrito. Al tomarlo un


estremecimiento involuntario lo abordó; al hojearlo se le
llenaron los ojos de lágrimas. Luego, con esfuerzo, leyó lo
siguiente:

“¡Estrella del crepúsculo que brillas soberbia en occidente, que


asomas tu radiante faz entre las nubes y paseas majestuosa
sobre la colina!

¿Qué miras a través del follaje? Los indómitos vientos se han


apaciguado; se oye a lo lejos el ruido del torrente; las
espumosas olas se rompen al pie de las rocas y el confuso
rumor de los insectos nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué

221
miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se
elevan con gozo hasta ti, bañando tu brillante cabello. ¡Adiós,
rayo de luz, dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de
Ossian, brilla, aparece ante mis ojos!

“Vela; ahí asoma todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos


muertos; se reúnen en Lora como en mejores días… Fingal
avanza como una húmeda bruma; a su alrededor están sus
valientes. Ve los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabellos gris; el
majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor; y tú, quejumbrosa
minona. ‘Cuánto han cambiado, amigos, desde las fiestas de
Selma, donde nos peleábamos el honor de

cantar, como los céfiros de primavera columpia, unos tras


otros, las lozanas hierbas de la montaña!’

“Se adelantó Minona con toda su belleza, con la vista baja y los
ojos con lágrimas. Flotaba su cabellera con el viento de la
colina. El alma de los héroes entristeció al escuchar su dulce
canto, porque habían visto en múltiples veces la tumba de
Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca
Colma… de Colma, abandonada en la montaña sin más
compañía que el eco de su cantarina voz. Salgar había
prometido asistir; pero antes de llegar la noche envolvió en la

222
oscuridad a Colma. Escuchen su voz; oigan lo que cantaba al
vagar por la montaña:

COLMA

“Es de noche, estoy sola, pérdida en las tempestuosos cimas de


los montes. El viento sopla en la montaña. El torrente se
precipita con estruendo desde lo alto de las rocas. No tengo ni
una cabaña para defenderme de la lluvia y estoy a la merced
de estos peñascos bañados por la tormenta. Rompe, ¡oh, Luna!,
tu prisión de nubes. ¡Surjan, luceros nocturnos! Que un rayo de
luz me lleve al sitio donde el dueño de mi amor descansa de las
fatigas de la casa, con el arco a sus pies, con los perros
jadeando a su alrededor. ¿Es necesario que permanezca aquí,
sola y sentada sobre la roca, encima de la cóncava cascada?
Rugen el torrente y el huracán, pero, ¡ay!, no llega a mis oídos la
voz del amado.

“¿Por qué demora tanto mi Salgar? ¿Habrá olvidado su


palabra? Éstos son la roca y el árbol; éstas, las espumosas
hondas. Tú me ofreciste venir al anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás,
mi Salgar? Yo quería escapar contigo; quería abandonar por ti
a mi orgulloso padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho
tiempo que son enemigos nuestras familias; pero nosotros no
somos enemigos, Salgar.

223
“¡Cálmate por un momento, huracán! ¡Enmudece por un
momento, potente catarata! Deja que mi voz resuene por todo
el valle y que la escuche mi viajero. Salgar, yo soy quien llama.
Aquí está el árbol y la roca. Salgar, dueño de mí, aquí me tienes;
ven… ¿por qué tardas?

“La Luna sale; las olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas
se esclarecen, las cumbres se alumbran; pero no veo a mi
amado. Sus perros, que siempre se le adelantan, no me
anuncian su llegada. ¡Ah! Salgar, ¿por qué me dejas sola?

“¿Pero quiénes son aquellos que se divisan abajo entre los


arbustos?

¿Mi amado? ¿Mi hermano? Hablen, amigos míos… ¡Ah!, no


responden…

¡Qué ansiedad la de mi alma! ¡Están muertos! Sus cuchillas


están

enrojecidas con la sangre del combate. ¡Oh, hermano, hermano


mío!

¿Por qué has matado a mi Salgar? Y tú, mi querido Salgar, ¿por


qué has matado a mi hermano? ¡Los quería tanto a ambos!

224
¡Estabas tú tan bello entre mil guerreros de la montaña! ¡Y él era
tan bravo en la pelea! Escuchen mi voz y respondan, mis
amados. ¡Pero ay de mí!, están mudos, mudos para siempre.
Sus corazones están helados como la tierra.

“¡Oh! Desde las altas rocas, desde las cumbres en que se


forman las tempestades, háblenme, espíritus de los muertos. Yo
les atenderé sin miedo. ¿Adónde han ido a descansar? ¿En qué
gruta del monte podré hallarles? Ninguna voz suspira en el
viento; ningún gemido solloza entre la tempestad. Aquí,
abismada en mi dolor, anegada en llanto, espero el nuevo día.
Caven su sepulcro, amigos de los muertos; pero no lo cierren
hasta que yo baje.

“Mi vida se desvanece como un sueño. ¿Puedo vivir sin ustedes?


Aquí, cerca del torrente que salta entre peñascos, donde quiero
permanecer con ellos. Cuando la noche caiga sobre la montaña
y sople el viento en el páramo, mi espíritu se lanzará al espacio
y lamentará la muerte de mis amigos. El cazador oirá desde su
cabaña de follaje; mi voz le dará miedo y a pesar de ello, me
amará, porque será dulce mientras llore por ellos. ¡Los quería
tanto! Así cantabas, ¡oh, Minona, bella y pálida hija de Torman!
Nuestro llanto corre por Colma y nuestra alma se oscurece
como la noche.

225
“Ulino apareció con el arpa y nos hizo oír el cantar de Alpino.
Alpino fue un cantor melodioso y el alma de Ryno era un rayo
de lumbre. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de los
muertos y sus voces no llegaban a Selma.

“Un día, al volver Ulino de cazar, antes que los dos héroes
hubieran muerto, les oyó cantar en la colina. Su canto era dulce,
pero triste. Lamentaban la muerte de Morar, mayor de los
héroes. El alma de Morar era gemela de la de Fingal; su espada,
similar a la espada de Oscar. Murió, dijo su padre, y los ojos de
su hermana Minona dejaron escapar las lágrimas al oír el canto
de Ulino. Minona se retiró, como la Luna oculta la cabeza detrás
de las nubes cuando presiente la tempestad. Yo acompañaba
con el arpa el canto de las lamentaciones.

RYNO

“El viento y la lluvia pararon; el día es caluroso; las nubes de


apartan; el Sol, hacia el ocaso, dora con sus últimos rayos las
crestas de los montes. El torrente, con un color rojo, rueda por el
valle. Dulce es tu murmullo, ¡oh, río Pero más dulce la voz de
Alpino, cuyo canto escucho

226
para los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los
años y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, ¿por qué vas a
solas por la montaña silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento
en el bosque y como la ola que se rompe en la lejana playa?

ALPINO

“Mi llanto, Ryno, proviene de los muertos. Mi voz se eleva por los
habitantes del sepulcro. Tú eres ágil y delgado, Ryno; eres bello
entre los hijos de la montaña; pero caerás como Morar y la
aflicción irá también a sentarse sobre tu ataúd. La montaña se
olvidará de ti y tu arco abandonado colgará de la muralla. ¡Oh,
Morar!, tú eres ligero como el corzo en la colina, temible como el
fuego del cielo en la oscuridad de la noche; tu cólera era una
tempestad, tu espada, un rayo en el combate, tu voz era el rugir
del torrente después de la lluvia, el del trueno rodando sobre las
montañas. Muchos han sucumbido ante el golpe de tu brazo; la
llama de tu cólera los ha consumido…

Pero cuando volvías de la guerra, ¡tu frente era tan dulce y


apacible! Tu rostro parecía el Sol después de la tormenta;
parecía la Luna al alumbrar una noche serena. Tu pecho era
tranquilo como el mar cuando se calma y el viento que lo agita.
¡Qué estrecha y sombría es ahora tu morada! Con tres pasos se
mide la sepultura del que no hace mucho fue tan grande.

227
Cuatro piedras, cubiertas de musgo, son tu único monumento.
Un árbol sin hojas, altas hierbas que mece la brisa. Esto es todo
lo que muestra al experto cazador el lugar donde yace el
poderoso Morar. Tú no tienes madre ni amante que te lloren:
murió la que te engendró; murió también la hija de Morglan.
¿Quién es el hombre que se apoya en un bastón? ¿Quién es
aquel hombre cuya cabeza blanquea por la edad y cuyos ojos
se enrojecen por llorar? Es tu padre, ¡oh, Morar!, tu padre, que
no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu valor, de los
enemigos que cayeron ante tu espada; muchas veces oyó
hablar de la gloria de Morar. ¡Ay! ¿Por qué le contaron también
tu muerte?

“Llora, padre de Morar, llora, que tu hijo no oirá. El sueño de los


muertos es muy profundo; su almohada está muy honda. No se
levantará tu hijo al escuchar tu voz; no se despertará con tu
grito. ¡Ah!

¿Cuándo penetrará la luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá


decir al que duerme él: ‘despierta’? ¡Adiós, noble joven; adiós,
valiente guerrero! Ya no volverán a verte los campos de batalla;
ya el bosque oscuro no se iluminará con el centelleo de tu
espada. No has dejado hijos; pero el canto de los trovadores
conservará y transmitirá tu nombre a la posteridad. Las
generaciones futuras conocerán tus logros y sabrán de Morar.

228
“La aflicción de los guerreros era honda; pero el sollozo de
Armino la controlaba. Este canto le recordaba la pérdida de un
hijo, muerto en plena juventud. Carmor estaba junto al héroe:
Carmor, el príncipe de Galmal.

“¿Por qué suspiras así?, le dijo. ¿Es en este sitio donde se debe
llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para
reanimar el espíritu, lejos de abatirle? Son como el leve vapor
que escapa del lago, invade el bosque y humedece las flores; el
Sol luce fulguroso y los vapores se esparcen. ¿Por qué estás
triste, ¡oh, Armino!, tú que reinas en Gorma, ceñida de las olas?

ARMINO

“Estoy triste y tengo motivos para estarlo. Carmor, tú no has


perdido un hijo ni tienes que llorar la muerte de una hija de gran
hermosura. Colgar, el intrépido joven, vive aún, así como la bella
Annira. Los retoños de tu raza florecen, Carmor; pero Armino es
el último del linaje. Sombrío es tu lecho, Daura; como tu sueño
en el sepulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a surgir
tu voz? Levántense vientos del otoño…, embistan la oscura
maleza. Torrentes de la selva, desbórdense. Huracanes, rujan en
las encinas… Y tú, Luna, enseña y oculta tu pálido rostro entre
las rasgadas nubes. Recuérdame la terrible noche en que
murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida Daura.

229
“Daura, hija; eras hermosa como el astro de plata que blanquea
las colinas de Fura; eras blanca como la nieve y dulce como la
brisa embalsamada matutina.

“Arindal, tu arco era invencible, rápido tu dardo en el campo de


batalla, poderosa tu mirada, como la nube que va sobre las
olas; tu escudo parecía un meteoro dentro de una tempestad.

“Armar, célebre en los combates, solicitó el amor de Daura y


rápido lo consiguió. Hermosas eran las esperanzas de sus
amigos. Pero Erath, hijo de Odgall, temblaba de rabia porque su
hermano había sido asesinado por Armar. Vino disfrazado de
batelero; su barca se columpiaba gallardamente sobre las
ondas. Traía el pelo blanco; su aspecto era serio y tranquilo.
‘¡Oh, tú, la más bella de las jóvenes, amable hija de Armino, dijo;
allá abajo, en una roca, cerca de la orilla, espera Armar a su
amada Daura’. Ella le siguió y llamó a Armar; pero sólo el eco
respondió a su llamado. Armar, dueño de mi alma, mi bien,

¿por qué me apenas de este modo? Escucha, hijo de Arnath,


atiende mis súplicas… Es tu Daura quien te invoca.

“El traidor Erath la dejó sobre la roca y regresó a tierra con risa.
Daura se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su

230
hermano: ‘Arindal, Armino, ¿no vendrán ninguno a salvar a su
Daura?’ Su voz surcó los mares. Arindal, hijo, bajó de la
montaña cargado con el botín de la caza, con las flechas
suspendidas del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco
perros negros. Distinguió en la orilla al audaz Erath; se apoderó
de él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath
llenaba el espacio de gemidos, Arindal, tomando su barca, se
enfiló a la roca donde estaba Daura. En esto llega Armar,
prepara con furia una flecha, silba el dardo y tú, hijo mío,
mueres por el golpe destinado a Erath, el pérfido. En el
momento en que la barca llegó a la roca, Arindal dio el último
suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a tus pies.
¡Cuán grande habría sido tu desesperación! La barca, deshecha
contra la roca, se hundió en el abismo. Armar se lanzó al agua
para salvar a Daura o perecer. Una corriente de viento de la
montaña agita el oleaje y Armar desaparece para siempre. Mi
desgraciada hija quedaba desamparada, sola, sobre un
peñasco atacado por las olas. Yo, su padre, escuchaba sus
lamentos y nada podía hacer para socorrerla. Toda la noche
estuve en la orilla, contemplándola ante los tenues rayos de la
Luna. Toda la noche oí sus clamores. El viento soplaba, el agua
caía a torrentes, y la voz de Daura se debilitaba conforme se
acercaba el día. Pronto se apagó en su totalidad, como se va la
brisa de las tardes entre las hierbas de la montaña. Consumida
en desesperación, expiró, dejando a Armino solo en el mundo.
Mi valor, mi fuerza y mi orgullo murieron con ella.

231
“Cuando las tormentas bajan de la montaña; cuando el viento
alborota el oleaje, me postro en la ribera y miro la funesta roca.
Muchas veces, cuando la Luna aparece en el cielo, veo flotar en
la oscuridad iluminada las almas de mis hijos, que vagan por el
espacio, unidos fraternalmente en un abrazo”.

Un raudal de lágrimas, que brotó de los ojos de Carlota,


desahogando su corazón, interrumpió la lectura de Werther.
Éste hizo a un lado el manuscrito y tomando una de las manos
de la joven, soltó también el amargo llanto. Carlota, apoyando
la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con un pañuelo.
Víctimas ambos de una terrible agitación, veían su propia
desdicha en la suerte de los héroes de Ossian y juntos lloraban.
Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther
tocaron el brazo de Carlota; ella se estremeció y quiso retirarse;
pero el dolor y la compasión la tenían atada a su silla como si
un plomo pesara sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo
dominarse, suplicó con sollozos a Werther que siguiera la
lectura; su voz rogaba con un acento del cielo.

Werther, cuyo corazón latía con la violencia de querer salir del


pecho, temblaba como un azogado. Tomó el libro y leyó
inseguro:

232
“¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de primavera? Tú
me acaricias y me dices: ‘traigo conmigo el rocío del cielo; pero
pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad,
arrancará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que
me ha conocido en todo mi esplendor; su vista me buscará a su
alrededor y no me hallará”.

Estas palabras causaron a Werther un gran abatimiento. Se


arrojó a los pies de Carlota con una desesperación completa y
espantosa, y tomándole las manos las oprimió contra sus ojos,
contra la frente.

Carlota sintió el vago presentimiento de un siniestro propósito.


Trastornado su juicio, tomó también las manos de Werther y las
colocó sobre su corazón. Se inclinó con ternura hacia él y sus
mejillas se tocaron. El mundo desapareció para los dos; la
estrechó entre sus brazos, la apretó contra el pecho y cubrió
con besos los temblorosos labios de su amada, de los que
salían palabras entrecortadas.

-¡Werther! -murmuraba con voz ahogada y desviándose-.


¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse.

233
-¡Werther! -dijo por tercera vez-, ahora con acento digno e
imponente.

Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco.


Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el
amor y la ira, dijo:

-Es la última vez, Werther; no volverás a verme.

Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado,


corrió a la habitación contigua y ahí se encerró.

Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el


suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora
sin dar señales de vida.

Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que


venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el
cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta
por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:

-¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera…

234
Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por
último se alejó de la puerta gritando:

-¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!

Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que


acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos
de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora
antes de la medianoche.

Cuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su


sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a
desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron
el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la
montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe
cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto
sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado
entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró
escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la
sirvió.

Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había


iniciado para Carlota:

235
“Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya
no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla
densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo,
tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que
no se parece a nada y que sólo puede compararse con las
percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana
es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de
estas palabras: ‘¡La última!’ Yo, que ahora tengo la plenitud de
mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra.

¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre


que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero
somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio
ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía
soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados,
aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo
dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser!

¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido que mi corazón


no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un
rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una
amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud.
Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron
el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando
las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre
caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún
más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al
lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas

236
despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió,
de lo que me sucederá.

¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.

“¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último


momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una
alegría pura e infinita llenó mi ser.

“Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado


que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas
delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me
amabas; lo sabía

desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo


sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin
embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo,
me atacaban las dudas.

“¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa


reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra
alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque
eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se
borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente
el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de

237
símbolos visibles. Todo perece, todo: pero ni la misma eternidad
puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios
y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han
estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de
amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para
siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más
que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y
querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en
los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He
saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis
inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he
fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía,
Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que
también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta
que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en
mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un
abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del
sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar
juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi
corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”

A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había


regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su
caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía
estas palabras:

238
“¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que
he planeado? Que estés bien. Adiós”.

La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su


sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en
calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su
noble corazón.

¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de


Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que
le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con
sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse
ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma
no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué
avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no
hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para
hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía
que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto
motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo
ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y
las viera tal como se habían

presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo


de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre
para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal
y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor

239
pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en
una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a
Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía
abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah!

¡Qué vacío para ella!

Aunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con


claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre
ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a
Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que,
iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había
llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada
uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los
errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes,
llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin
violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los
primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran
abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera
podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia
particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como
leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el
mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a
menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por
una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado
a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter,
y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto,

240
haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en
Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser
aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le
impedía manifestar sus temores a su marido.

No tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una


solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No
había podido terminar sus negocios por algunos problemas,
relacionadas con el carácter intratable y minucioso del
funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de
ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su
ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había
estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que
en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían
llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre
por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva
revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su
amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto
deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a
buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas;
algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo
varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva
brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora
estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se
oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido
estuviera del mejor ánimo, iba a

241
verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en
un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba
por ocultar y devorar sus lágrimas.

La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación.


Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla,
se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole:

-Dale las pistolas.

Luego hacia el criado agregó:

-Di a tu amo que le deseo buen viaje.

Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas


pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas
y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado
mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada
inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer.

Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra.
Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a

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su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón
agitado por los presentimientos.

Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y


confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus
terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de
qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención
a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?

La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que


sin otra cosa que la intención de verla y con temor a
importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio
pie a una conversación que animó la comida y aunque
esforzándose, se habló y se dio todo al olvido.

El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a


su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que
venían de las manos de Carlota.

Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su


criado que fuera a comer, se puso a escribir:

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“Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado;
tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel
del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me
entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien
quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los
pormenores! Temblabas al darle estas

pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un


‘adiós’.

¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de


embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el
transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú,
estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha
idolatrado”.

Después de comer envió al criado que acabara de empacar


todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas
pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia,
salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del
pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su
casa al anochecer. Entonces escribió:

“Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los


bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre,

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perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de
bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos
volveremos a ver y entonces seremos más felices.

“Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas.


He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza
entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva
la felicidad.

¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios


descienda sobre ti”.

Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos,


que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a
Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves
disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no
conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más
leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después
mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de
todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.

El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues


su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes
de las seis de la mañana.

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Después de las 11

“Todo duerme a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy


las gracias, Dios, por haberme concedido en momento tan
supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la ventana,
amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos
luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no
desaparecerán, astros inmortales! El eterno los lleva, lo mismo
que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación
predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía
siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces!

¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla


por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota!
¿Qué hay en el mundo que no traiga tu recuerdo a mi mente?
¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con la
codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías
santificado con tu toque?

“Tu retrato, muy querido para mí, te lo doy con la súplica de que
lo conserves. He impreso en él mil millones de besos y lo he
saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella.
Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja mi
cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo,
hay dos tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede

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hacer tu padre por su amigo y tengo la seguridad de que lo
hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los
piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un
desgraciado cerca de los suyos. Quisiera que mi sepultura
estuviera a orillas de un camino o en un valle solitario, para que
cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, elevaran sus
brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano la
regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz
terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo
has entregado y no dudo. Así van a cumplirse todas las
esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.

“Sereno y tranquilo tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah!


¡Si hubiera tenido la suerte de morir como sacrificio por ti! Con
alegría y entusiasmo hubiera dejado este mundo, seguro de que
mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu vida.
Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida
por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los
goces de sus existencias amadas. Carlota: deseo que me
entierren con el vestido que tengo puesto, pues tu lo has
bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Mi
alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los
bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el
pecho el primer día que te vi, rodeada por tus niños… ¡Oh!,
abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su amigo.
¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay!

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¡Cuánto te he amado, desde el momento primero de verte!
Desde ese momento comprendí que llenarías vida… Haz que
entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños
y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché
que aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico,
no desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que
tenga que ser! Carlota… Carlota… ¡Adiós! ¡Adiós!

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo


permaneció en calma, no averiguó qué había sucedido.

A las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la


alcoba con una luz y vio a su amo tendido, bañado en sangre y
con una pistola. Le llamó y no consiguió respuesta. Quiso
levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico
y a Alberto. Cuando Carlota

oyó la puerta, un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo.


Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre llantos y
sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los
pies de su esposo.

Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró


en el suelo y sin salvación posible. El pulso latía, pero todas sus

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partes estaban paralizadas. La bala había entrado por arriba
del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un
brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de
sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que
consumó el acto sentado frente a la mesa en que escribía y que
en las convulsiones de la agonía había caído al suelo. Se
encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y con
zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.

La gente de la casa de la vecindad y poco después todo el


pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther
en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello
de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún
de un modo espantoso. Unas veces, casi de forma
imperceptible; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que en
cualquier momento exhalara el último suspiro.

No había bebido más que un vaso de vino de la botella sobre la


mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre.
La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran
inefables.

El anciano administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al


moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores
no tardaron en unírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando

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las manos y la boca del herido y demostrando estar poseídos
del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre
el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y
permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la
fuerza. A las 12 del día Werther falleció.

La presencia del administrador y las medidas que tomó


evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a
las 11, en el sitio que había pedido Werther. El anciano y sus
hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo
tanto valor.

Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota. Los


jornaleros condujeron a Werther al lugar de su sepultura; no le
acompañó sacerdote alguno.

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