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Jorge Graciarena
••
Introducción
mo, afirmando que en todas las corrientes hay aportes valiosos, aunque su sentido
no sea necesariamente unívoco.1
Sin embargo, estas dudas no deberían conducir a conclusiones escépticas, ni
tampoco a actitudes paralizantes. Mal que pese a quienes destacan en exceso sus
dificultades y limitaciones heurísticas, el Estado ha retomado una posición central
en el campo de la investigación teórica y empírica de las más diversas ciencias so-
ciales, no habiendo sido ciertamente ajenos los propios cientistas sociales latinoa-
mericanos quienes han realizado algunas interesantes contribuciones al respecto.2
Enriquecimiento de la concepción
1. «El fenómeno del Estado es complejo. Mejor que entrar en el juego de las definiciones
siempre vagas o demasiado estrechas, y raras veces útiles, vamos a enumerar al azar algu-
nas cuestiones, entre otras muchas posibles, que ilustran dicha complejidad: ¿es el Estado
solamente una institución con su burocracia y sus funcionarios encargados de funciones
harto específicas, como la policía, la defensa, la justicia, etc., o es un concepto jurídicamen-
te definido, afín al de la soberanía o equivalente al del orden público, o, en una perspectiva
sociológica, un ámbito en el que se enfrentan diferentes fuerzas sociales? ¿Es consustancial
con la sociedad, con el conjunto de los procesos políticos, sociales y económicos, o consti-
tuye una entidad aparte, hija de la sociedad pero situada por encima de ella? ¿Es el Estado
necesariamente territorial? ¿En qué se diferencia del poder político? ¿Y del gobierno? ¿Y
del sistema político? ¿Pueden calificarse como Estado todas las formas de dominación po-
lítica, desde los cacicazgos de las sociedades primitivas hasta el Estado contemporáneo,
pasando por la polis de la Grecia antigua, la feudalidad europea, los imperios históricos y
las monarquías absolutistas? En la literatura filosófica y sociológica, el Estado ha recibi-
do una u otra de las acepciones contenidas en estas interrogaciones. En la International
Encyclopedia of the Social Sciences (1968), el artículo del Estado remite a otros 45 (artícu-
los), entre ellos, autoridad, gobierno, democracia, constituciones y constitucionalización,
proceso político, monarquía, comunismo, marxismo, anarquía, religión, Platón, Aristóte-
les, Maquiavelo, Bodin, Burke, Rousseau, Hegel, etc.» De la «Nota Editorial» del número
especial titulado: Acerca del Estado de la Revista Internacional de Ciencias Sociales de la
UNESCO, núm. 4; págs. 843/44, 1980.
2. Para una introducción al conjunto del debate sobre el Estado en América Latina, pue-
den consultarse A. E. Solari, R. Franco, J. Jutkowitz, Teoría, acción social y desarrollo en
América Latina, Siglo XXI, México, 1976; también J. Graciarena y R. Franco, Formaciones
sociales y estructuras de poder en América Latina, Centro de Investigaciones Sociológicas,
Madrid, 1981, segunda parte.
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Jorge Graciarena • El Estado latinoamericano en perspectiva. . .
no puede ser captada sino como una totalidad comprensiva; en otros términos, no
surge del examen pormenorizado y agregativo de sus diversos componentes.
Y esto nos lleva de la mano a la segunda observación: la constatación de que
esta naturaleza y sentido unitario del Estado solo se percibe claramente en una
dimensión histórica, ya que es a partir de sus orígenes y diversos procesos forma-
tivos como se puede llegar al descubrimiento de su condición de órgano supremo
del poder nacional, con los rasgos que lo caracterizan en el presente y también con
los problemas de arrastre que trae consigo de su pasado singular. Si se preten-
de avanzar hacia algún grado de entendimiento de lo que puede ser una crisis de
Estado; la dimensión histórica constituye una perspectiva insoslayable.
Un tercer punto que integraría este campo de ideas comunes es el de su es-
tructura jurídico-formal. El Estado moderno tiene su fundamento en algún tipo
de ley constitucional, que se entronca con la gran corriente del constitucionalismo
occidental que se remonta a las grandes revoluciones constitucionalistas: inglesa,
estadounidense, francesa.
El siglo XIX fortalecerá considerablemente la tradición constitucionalista,
alcanzando caracteres casi míticos en las nuevas naciones de América Latina, don-
de la rápida sanción de constituciones hizo abrigar la ilusión de que de ellas de-
pendía la formación y el arraigo del Estado que, en su momento, fueron poco más
que creaciones en el papel, pero no estructuraciones reales de un orden político
concreto basado en una estructura social compuesta por clases sociales, regiones,
etnias, y otras dimensiones relevantes de una formación histórica.3
Cuarto, en la medida que el Estado sea formalmente, y acaso también efec-
tivamente el órgano supremo de las diversas jerarquías institucionales de la so-
ciedad moderna, es también el punto de referencia donde convergen tanto sus
3. «Los políticos de las nuevas repúblicas padecían de una verdadera obsesión por la
redacción de textos constitucionales, malas adaptaciones de los Estados Unidos y Europa.
Creían seguramente, como creyó en su tiempo la legislación española de indias, que la ley
por sí sola puede cambiar la realidad. De la ingenuidad de pensar que todo andaría bien al
adoptar un orden constitucional adecuado, de una clara idea el saber que, desde la inde-
pendencia, Venezuela ha tenido veintitrés constituciones, Santo Domingo veintidós, Ecua-
dor dieciséis, Bolivia trece, el Perú y Nicaragua doce cada uno, El Salvador diez. Adviértase
que el alto número de constituciones aprobadas coincide con los datos que tenemos de la
evolución política de estos países, por cierto nada civilista. Se ha contado en los países his-
panoamericanos, desde la independencia a la guerra de 1914, 115 revoluciones triunfantes
y varias veces esa cantidad de revoluciones fracasadas. La guerra civil permitió a la vez de-
cantar elementos e incorporar nuevos cuadros. México tuvo un promedio de un presidente
por año en los treinta seis que siguieron a la caída de lturbide (1822). En Venezuela se pro-
dujeron cincuenta y dos insurrecciones en menos de cien años. Bolivia presenció setenta.
Todo esto fue más agudo en los primeros tiempos, hasta que el crecimiento de la produc-
ción de las inversiones extranjeras empezó a exigir un poco más de estabilidad. Esta vendrá,
casi siempre, por la vía de un dictador que en la campaña elimine los bandoleros someta los
caudillos locales» G. Beyhaut, Raíces contemporáneas de América Latina, Buenos Aires,
EUDEBA, 1964, págs. 19-21.
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Acaso más que en otros países, en los de esta región del mundo el Estado es
nacional porque ambos, Nación y Estado, han emergido de cursos históricos con-
vergentes en el largo plazo, pero no siempre simétricos en períodos más breves.
Retornaremos sobre este punto más adelante para examinar someramente algu-
nos aspectos críticos de la constitución de la Nación del Estado en procesos que
ponen de relieve diferencias secuenciales veces orgánicas entre ambos, particu-
larmente cuando varias culturas etnias conviven conflictivamente bajo un mismo
Estado. Al respecto, cabe agregar que los mayores conflictos sociales se expresan
de algún modo en el seno del Estado porque en él están contenidas las grandes
contradicciones de la sociedad nacional.
Quinto, la constatación de que los límites entre el Estado y la sociedad son
cada vez menos nítidos, al tiempo que se registra un avance persistente del Estado
sobre lo que podría considerarse el espacio social de lo privado, lleva a destacar
enfáticamente la importancia del régimen político. Porque ya no se trata solo del
conjunto de reglas y procedimientos para la participación política y el acceso al
poder, sino que se impone incluir en este campo al conjunto de mediaciones que
convierten al Estado en una sociedad política que regula los flujos de poder entre
esta y la sociedad civil, también a la inversa.
Por último, parece estar fuera de duda la gravitación contemporánea sobre
el Estado nacional de la denominada «sociedad internacional», que establece múl-
tiples conexiones de cooperación, confrontación, subordinación, supraordinación,
dependencia, interdependencia, que son determinantes en variables sentidos, tan-
to sobre la configuración del Estado como sobre los grados de libertad de sus po-
líticas. El cada vez más alto grado de planetarización de las estrategias militares y
los bloques ideológicos, la transnacionalización de la producción y los mercados,
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Diferentes crisis
¿Y qué se puede entender por crisis de Estado? Recorriendo las fuentes que
tratan del tema no se encuentran líneas claras en cuanto a cómo concebirla, dife-
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De la colonia a la independencia
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El problema de la Nación
El Estado oligárquico
Como ya fue señalado, la consolidación del Estado como pivote del orden
social vigente ocurre tardíamente. Si se desciende hasta las situaciones nacionales,
no será difícil advertir que cada caso es único.
Haciendo un poco de abstracción, en medio de esta diversidad dominada
por lo singular, aparecen, sin embargo, algunos rasgos comunes muchos de estos
casos que identifican una forma de Estado que, desde la segunda mitad del siglo
XIX, tendió generalizarse, particularmente en los países sudamericanos. Se trata
del Estado oligárquico que se constituyó, en primer lugar, por la fuerza de un go-
bierno central que se impuso, ganando así el control del espacio social territorial.
Segundo, esta centralización del poder político no habría sido posible sin el con-
curso de una fuerza militar considerablemente mejor equipada, organizada con un
espíritu más profesional que sus adversarias. Tercero, este avance hacia el dominio
del territorio contribuyó decisivamente la formación de un mercado nacional, que
unificó el espacio económico interior para integrarlo en la economía internacional.
El ingreso masivo de capitales extranjeros fue decisivo en la aceleración profun-
dización de este proceso que se llevó cabo por medio, sea de un enclave minero,
un sistema de plantaciones algún otro esquema agroexportador. Por último, una
coalición laxa de clases y sectores se torna nacionalmente dominante cuando sus
intereses principales desbordan el medio local para vincularse al mercado nacio-
nal, que requiere de un Estado central, que sea garante de su funcionamiento. Esta
coalición es lo que se ha denominado la «oligarquía» siendo un conjunto limita-
do de personas que representaban y pertenecían a unas pocas familias extensas,
que controlaban los principales recursos económicos y fuentes de poder social, así
como monopolizaban las vías de acceso al Estado.6
Este Estado oligárquico por sus fundamentos sociales, pero liberal por defi-
nición constitucional, consistía en una estructura débil y fluctuante, que era poco
más que la prolongación política del poder familístico de la oligarquía dominante
a la que servía instrumentalmente nacionalizando sus intereses y protegiendo el
6. Cf. Oszlak O., La formación del Estado Argentino, Editorial Belgrano, Buenos Ai-
res, 1982, que hace una sistematización histórica de los rasgos constructivos del Estado
Argentino. También se puede consultar: De Riz L., Sociedad política en Chile, Universidad
Nacional de México, México, 1979, que aborda en una perspectiva histórica la formación
del Estado oligárquico chileno desde la época de Portales.
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Esta forma de Estado fue severamente sacudida por la gran crisis económi-
ca mundial de los años treinta, que castigó duramente a los países dependientes
a través de sus esquemas de inserción en el mercado internacional. Las tensiones
generadas por la crisis económica fueron, con frecuencia, el detonante de otras
crisis que estaban larvadas y que eran inherentes al Estado y a su régimen po-
lítico. Mientras todavía persistían las contradicciones entre Estado y Nación, la
11. En realidad esto ya había acontecido en vanos países del Cono Sur bien antes de la
crisis de los 30. El batllísmo uruguayo, el yrigoyerismo argentino y el alessandrismo chileno
fundaron movimientos y gobiernos populares antioligárquicos.
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do de relieve una vez más su gran capacidad de mimetización. De este modo pudo
adaptarse, aunque ahora bajo condiciones más desfavorables una serie de ensayos
de recomposición del Estado. Esta larga transición ocurrió en medio de una cri-
sis general que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial. Sus características
definitivas tardaron, por tanto, en manifestarse con nitidez.
Tiempo de transición
Los empeños para superar la crisis de los años treinta se guiaron más por el
principio del «ensayo y error» que por orientaciones racionales fundadas en ideo-
logías. Estas soluciones de tanteo fueron particularmente evidentes en la forma de
contrarrestar uno de sus mayores efectos adversos: el llamado «estrangulamiento
externo». El espacio económico abierto, sobre todo, por la caída de las importa-
ciones de manufacturas estimuló el desarrollo de una temprana e incipiente in-
dustrialización sustitutiva para dar respuesta a las demandas insatisfechas de esos
bienes. A estas nuevas actividades económicas estuvo asociada la aparición en el
escenario político de nuevos sectores burgueses urbanos y agrarios, que al tiempo
que se manifestaban opuestos a los intereses exportadores de la oligarquía tradi-
cional estaban más volcados hacia el mercado interno. Aunque deprimido por la
crisis, este constituía su principal fuente, quizá única, de oportunidades econó-
micas. Estos nuevos sectores de intereses sociales bien pronto hicieron sentir su
influencia sobre las políticas públicas con ideas en parte inéditas. Fue un momento
de renovación de concepciones y estrategias para responder a la escala y comple-
jidad de los desafíos planteados por la crisis y que no podían ser afrontados con
los recursos habituales de la lógica del mercado autorregulador de la economía y
la sociedad (Polanyi) y de la «apertura externa» que había gobernado el ciclo que
fenecía.
Las nuevas medidas requirieron por lo tanto ajustes fundamentales y nuevas
creaciones de órganos sociales, económicos y financieros del Estado, no menos que
transformaciones de sus regímenes políticos. Con estos ensayos, no siempre acer-
tados, se buscaba cerrar una crisis de Estado, que para algunos todavía persiste.
Ella consistía, por un lado, en el ajuste funcional del esquema de dominación con
la constante renovación del aparato institucional del Estado y, por el otro, en la
implantación de este en una sociedad civil en proceso de rápida masificación y re-
misa a proporcionarle legitimación política. A esta crisis del aparato del Estado se
sumó una crisis de legitimidad, porque el sistema de representación política había
quedado en rezago respecto a las demandas de los nuevos sectores sociales movili-
zados y con vocación de participar en la escena política. Había en consecuencia una
crisis de régimen político, que comprendía además del sistema de partidos, a una
serie de organizaciones sociales de clase (sindicatos de trabajadores, agremiacio-
nes de profesionales, técnicos y otros sectores medios) y a movimientos políticos
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Productos híbridos
El nuevo tipo de Estado que fue surgiendo sobre la marcha de los aconteci-
mientos generados por la crisis, sin una preconcebida fórmula ideológica que lo
enmarcara y orientara, era en parte un producto híbrido que combinaba rasgos
diversos, algunos de los cuales constituían una novedad frente a sus congéneres
europeos. Sin recursos financieros suficientes y sin disponer tampoco de los me-
dios administrativos requeridos para ser un Estado benefactor, que buscase en la
progresiva ampliación del compromiso político los fundamentos de un efectivo ré-
gimen democrático, el nuevo Estado populista tuvo que hacer concesiones en mu-
chos sentidos, tantos que su regla de oro fue la ambigüedad y no la consistencia.
Sin embargo, la imperiosa necesidad política de atender, aunque fuese simbóli-
camente, las demandas acrecidas de los nuevos sectores sociales constituidos en
actores en la escena política, ya intensamente activados por los propios regímenes
populistas, fue la causa de una dinámica de transformaciones que se manifestaron
en todos los planos de la vida social. Si se apela a la historia de los mayores países,
de la región, particularmente del Cono Sur, se podrá constatar que el período que
va desde la crisis de los años treinta y que se completa con la Segunda Guerra Mun-
dial, fue uno de cambios estructurales tan profundos que los gobiernos y las élites
dominantes marcharon muchas veces a la zaga de los acontecimientos teniendo
que tomar medidas contra sus profesados principios y hasta a veces adversas a sus
reconocidos intereses.
12. «Sin embargo, es evidente que, por caminos diversos, el Estado que se redefine en
la década de los treinta es profundamente distinto en relación con el Estado que expresaba
la dominación puramente oligárquica de los grupos familiares de base agraria. Si en el Uru-
guay, desde Batlle, existía una mayor diferenciación funcional del sector público y mayor
conciencia de las necesidades sociales, si Yrigoyen antes de 1930 en la Argentina ya marca-
ba la presencia de las masas reflejada en el Estado, si en México está ya la Revolución, es
innegable que estas tendencias se acentuaron después de la crisis. Cárdenas incorporó sim-
bólicamente las masas al Estado y les reconoció un espacio propio en el partido dominante,
Vargas hizo lo mismo en el Brasil; los partidos chilenos van a desarrollar algo semejante
con Aguirre Cerda; incluso regímenes despóticos, como los de los generales argentinos de
la década infame, no hacen sino contener las aguas que inundarán la política social estatal
después de 1943 con Perón, y hasta regímenes de concesiones limitadas como los de Perú,
bajo el acicate del APRA, tendrán que dialogar con los nuevos tiempos. Con mayor o me-
nor ímpetu, según la presión generalizada de las masas y la capacidad técnica y política de
las clases medias, el nuevo Estado (que en sus formas más acabadas fue populista) acabó
por incorporar la cuestión social en las agendas de las acciones gubernamentales». F. H.
Cardoso, «Las políticas sociales en la década de los años ochenta, ¿nuevas opciones?», El
Trimestre Económico, núm. 197, enero/marzo de 1983, pág. 171.
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Sin poder ser un Estado social13 en toda la regla, que tenía que responder
a apremiantes necesidades de grupos y sectores sociales deprimidos con recursos
fiscales considerablemente menguados por la crisis, y debiendo apelar en conse-
cuencia a los nada propicios contribuyentes, el Estado populista tuvo que aumen-
tar la presión fiscal sobre el sector privado con efectos muchas veces negativos para
su estabilidad política y el crecimiento de la economía. Dadivosidad, despilfarro,
ineficiencia, también corrupción, son algunos de los caracteres atribuidos a la ma-
la imagen económica del populismo latinoamericano. Ella se remonta a aquellos
tiempos en que era insoslayable la necesidad política de hacer frente a la «cuestión
social», que había irrumpido traída por las masas a la escena política. Los gobier-
nos y la legitimación del orden político dependían de una adecuada respuesta que
para serlo requería considerables recursos. Por lo tanto, el nuevo reto consistía en
la presencia no ya esporádica como antes, sino cada vez mas permanente, de un
inédito contexto político y social de masas, que en la perspectiva del Estado sig-
nificaba acomodarse a él con apropiadas y nuevas combinaciones de alianzas y la
ampliación efectiva del régimen político para acoger sobre la base de una mayor
participación, a aquellos sectores que parecían más amenazantes y riesgosos. Este
tipo de Estado emergente ha sido también denominado «Estado de compromiso»
aludiendo así la ampliación de sus bases sociales que lo sustentaban y a los nue-
vos más inclusivos acuerdos políticos que veces eran fuente de ambigüedad en sus
políticas.
El pasaje hacia un régimen político de participación ampliada representó
logros aún limitados de la extensión de la ciudadanía política, porque persistían
residuos clientelistas todavía vigorosos. Para sintetizar, se estaba produciendo el
tránsito de una política de incorporación restringida oligárquica en su sentido más
propio, a otra, incipientemente de masas, con nuevos actores colectivos que pug-
naban por ser incorporados, para lo cual se tomaba imperiosa la recomposición del
esquema de dominación. En este punto estaba planteada precisamente la crisis del
Estado oligárquico, sea en la incorporación de las masas a un régimen de partici-
pación democrática, pero con la formación de nuevas alianzas aptas para hacerlo
activamente. En su sentido más profundo y auténtico, esta crisis está aún pendien-
te a lo largo de la región, con muy pocas solo temporarias excepciones, porque cada
vez que se ha intentado una solución integral, la reacción militar arrasó con ellas.
Este es el punto muerto de la «gran política» relativa a la integración política y a
la transformación de un Estado de masas en América Latina.
La idea de un Estado social a secas resultó prematura e inviable no solo por
los motivos ya indicados, sino también por nuevas consideraciones ideológicas que
fueron surgiendo en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial que asig-
naron al Estado un papel protagónico en la promoción del crecimiento económico.
Para estas nuevas ideas privilegiar la distribución social habría sido como poner
13. La idea de Estado social tiene aquí el sentido atribuido por M. Garcia Peuyo, Las
transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, 1982, págs. 13 y ss.
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Jorge Graciarena • El Estado latinoamericano en perspectiva. . .
«el carro delante de los bueyes». El diagnóstico indicaba que el problema era más
que todo de producción. Luego, había que producir más para distribuir después.
La responsabilidad principal de la motorización de este esquema recaía en el Es-
tado conforme la entonces predominante doctrina keynesiana.
El Estado desarrollista
14. Cf. O. Rodriguez, La teoría del subdesarrollo de la CEPAL, Siglo XXI, México, 1980,
págs. 282-298. Se notará por cierto que no compartimos su tesis de la fusión de ambos
tipos de Estado, el populista y el desarrollista, en uno solo, dando por supuesto que ambos
compartiesen la vocación principal.
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del mismo modo en América Latina, porque al Estado liberal oligárquico siguió
el Estado populista. Este, como se ha visto, constituye una mezcla híbrida del Es-
tado social desarrollista, pero con sus ingredientes típicos de movilización social,
asistencialismo limitado paternalista, autoritarismo político y desarrollismo em-
brionario, basado además en una red de alianzas sociales políticas con intereses
imposibles de compatibilizar con políticas congruentes y, por tanto, difíciles de
preservar.
Según esta tesis, la transformación del Estado europeo habría ocurrido co-
mo un efecto de arrastre del desarrollo autónomo de la economía, que constituía
el factor más dinámico de su conexión con la sociedad civil. En la experiencia la-
tinoamericana, frente a la ausencia de suficiente dinamismo económico empresa-
rial, el Estado desarrollista tuvo que afrontar la responsabilidad de la promoción
del desarrollo capitalista, convirtiéndose en el animador de la industrialización. Se
podrá decir que algunos estados capitalistas europeos, el bismarckiano, por ejem-
plo, fueron benefactores desarrollistas al mismo tiempo, pero esto fue excepcional.
El Estado liberal predominó en la escena europea y solo fue sucedido por el Wel-
fare State, tímidamente en los años treinta, pero con resolución desde la última
posguerra. En América Latina, la participación del gasto económico del sector pú-
blico en la economía ha sido relativamente mayor, mientras que en la mayoría
de los países europeos se destaca comparativamente el mayor aporte público al
gasto social. En la conclusión preliminar se sostiene que en uno y otro caso las
formas concretas de Estado han estado aparentemente insertas en matrices his-
tóricas distintas, a las que no han sido ajenas las condiciones derivadas de una
industrialización original o temprana, en el caso europeo, y atrasada y tardía en el
latinoamericano.16
Crisis de representación
16. Estas tesis sobre la diversa sucesión de formas de Estado han sido sostenidas con
apoyo de material empírico por: Glaucio A. D Soares, ob. cit.
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Optimismo y reacción
Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial fueron de sincero op-
timismo. El Estado desarrollista, inspirado por la doctrina keynesiana y siguiendo
las recetas cepalinas, tomó bajo su responsabilidad el comando del crecimiento
de la economía con el auxilio instrumental de novedosas técnicas planificadoras.
Su compromiso principal era con el desarrollo económico, del que se derivarían la
democracia política, el bienestar general y la modernización de la sociedad. Una
promesa, muchas veces reiterada, que se diluyo en poco más de una década. Ni
la gran performance económica prometida, cuyo impulso expansivo se agotó ha-
cia fines de los años cincuenta, ni tampoco la democratización política pudieron
arraigar y consolidarse.
Una serie de condicionamientos adversos pondrían rápidamente en cuestión
la viabilidad y vigencia del proyecto desarrollista. Hacia comienzos de los años
sesenta dos acontecimientos de sentidos tan contrapuestos, pero por eso mismo
estrechamente vinculados, como fueron la revolución cubana y la Alianza para el
Progreso, abrieron un ciclo de años turbulentos y amenazantes, de radicalización
ideológica y de grandes móvilizaciones populares.
Las reacciones defensivas del status quo rápidamente generaron los anti-
cuerpos de los regímenes militares establecidos a partir del golpe de 1964, en
Brasil, que derrocó al presidente Goulart, cabeza de un gobierno constitucional
de tinte marcadamente populista. A este golpe militar siguieron otros: Argentina
(1966 y 1976), Perú (1968) Chile y Uruguay (1973), todos los cuales en medio de
sus diversidades singulares tenían en común la paternidad de una forma inédita
de Estado militar, que no dependía ya primariamente de la figura de un exitoso
caudillo uniformado, sino que era el producto de operaciones planificadas por los
estados mayores de las fuerzas armadas. Ahora también los golpes militares se
planificaban. Fueron concebidos como una operación de guerra que comprometía
institucionalmente a las fuerzas armadas en la conducción del Estado. La acción
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Contradicciones no resueltas
17. Cf. A. Rouqué, L’Etat militaire en Amérique Latine, Editions du Seuil, París, 1982.
Si es apropiado y le cabe bien el calificativo de «militar» es algo que puede debatirse, pe-
ro lo que es menos cuestionable es el hecho de la militarización efectiva del Estado y su
sometimiento a las fuerzas armadas.
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El Estado autoritario-modernizante
las cosas, la revolución social en grande parecía inminente en una situación en que
prevalecía una dialéctica de confrontación, con un lenguaje radicalizado, una acti-
va participación de juventudes universitarias, profesionales, intelectuales cuadros
políticos en acciones violentas dirigidas contra el statu quo. La marcha hacia una
democracia de participación ampliada o total fue considerada por las fuerzas del
orden como una apuesta riesgosa que era imperativo evitar, aunque fuese aplican-
do las más severas medidas de represión política a una subversión contestataria
carente de apoyo de masas.
La cuestión de cuántos creían sinceramente en la efectividad de esta pre-
sunta amenaza, si ella fue utilizada como excusa justificatoria, puede plantearse,
aunque no sea del todo así. En cuanto la caracterización de la crisis que estaba
planteada, ella parece haber sido más una crisis de régimen político, que por res-
tringido bloqueaba la participación de las masas hasta entonces marginalizadas,
que una crisis genuinamente revolucionaria de masas que se movilizan y actúan
con organización y voluntad política para hacer realidad un modelo alternativo de
sociedad.
La conversión al neoliberalismo
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del comercio mundial, poniendo en cuestión el flanco más sensible de las preten-
siones legitimadoras de los regímenes militares. En efecto, la apertura externa y la
inserción amplia en la economía internacionalizada, fue esgrimida como el argu-
mento principal que fundamentaba su promesa de una eficiente cuestión econó-
mica y una rápida prosperidad social. Las experiencias negativas posteriores han
producido una vigorización de los ideales nacionalistas, que ahora se oponen a
los regímenes militares y a sus políticas neoliberales de elevado endeudamiento
externo e internacionalización dependiente de la economía.
En el plano interno, al agravarse las tensiones sociales por la concurrencia
de varios factores, debidos, en su mayoría, a los efectos concentradores del ingre-
so de los esquemas neoliberales y al grave impacto de la recesión económica (in-
fraconsumo, creciente desempleo y subempleo, contracción de los salarios reales,
reducción del gasto social para servicios públicos masivos, entre otros), la crisis de
legitimación que es consustancial a estos regímenes autoritarios, se extendió hasta
sus propias fuentes de apoyo. Fue entonces imperativo buscar alguna salida por la
vía del retorno a los gobiernos civiles de la constitución y la democracia.
No fue por azar que el régimen militar peruano fuese el primero en ofrecerla.
Y esto porque, al contrario de sus congéneres, había desencadenado una intensa
y profunda movilización social cargada con una prédica nacionalista, que pocos
años más tarde revertiría contra las propias autoridades militares reconvertida en
acentuado activismo político.
Desde la doble vertiente de la crisis, la interna y la internacional, confluyeron
fuertes tensiones sobre los Estados y sus regímenes políticos autoritarios militari-
zados. Las reacciones de rechazo provienen del conjunto de la sociedad, se expre-
san espontáneamente de diversas maneras, aunque a veces con poca coordinación
política central. Sin embargo, las mayores y más inmediatas presiones se concen-
tran sobre el régimen político, poniendo en cuestión sus criterios y mecanismos de
acceso al poder, restringidos en gran parte a los cuadros militares, pugnando por
la organización política de la sociedad civil y la realización de elecciones democrá-
ticas.
Nuevas realidades
Pero hay algo más que está puesto en la balanza. Los años recientes no han
pasado en vano. Los Estados latinoamericanos tienen que operar ahora en un
medio social que ha experimentado profundas transformaciones en la estructu-
ra demográfica y social (presión poblacional, urbanización, ocupaciones, ingresos,
consumo, clases y movimientos sociales) y en la escala interdependencia de las
unidades económicas (grandes empresas nacionales, multinacionales) y sociales
(centrales sindicales, empresarias, profesionales y asociaciones diversas). Estos
procesos mayores de estructuración de la sociedad civil, han alcanzado niveles de
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El papel del Estado en una sociedad que se define como corporativa, ha fi-
gurado en la agenda del debate teórico de las ciencias sociales durante varias dé-
cadas, por lo menos desde que J. K. Galbraith lanzara su «teoría del poder contra
balanceador», a comienzos de los años cincuenta.20
En ella se concibe al Estado, no ya como lo hacía la teoría liberal clásica
de actor neutro, que solo garantiza el funcionamiento de las reglas de juego del
mercado competitivo, sino como arbitrando la competencia y confrontación en-
tre gigantes corporativos. Para simplificar, se suponía la existencia de dos centros
corporativos dominantes. Uno, formado por las grandes empresas y conglomera-
dos que controlan los mercados de bienes y servicios, y, el otro, por los grandes
sindicatos que regulan la oferta de trabajo. Ambos poseen un poder monopólico
sobre su mercado que ejercen en condiciones de relativo equilibrio de fuerzas con
21. Acaso sea justificada la reproducción del párrafo siguiente en que Mills conden-
sa su argumento sobre la interpenetración entre negocios y política, que es el fundamento
principal de su crítica a la teoría del poder compensador de Galbraith. «. . . el hecho es que
las grandes compañías estadounidenses producen más que simples negocios particulares.
Estados dentro del Estado. . . las grandes empresas dominan las materias primas y las pa-
tentes de inventos para convertirlas en productos acabados; disponen de las inteligencias
jurídicas más caras, y, por tanto, las mejores del mundo, para inventar y refinar sus defensas
y su estrategia; emplean al hombre como productor y hacen que compre como consumidor
lo mismo que produce». Sus decisiones privadas adoptadas responsablemente en interés
del mundo casi feudal de la propiedad y del ingreso privados, determinan la magnitud y
la forma de la economía nacional, el nivel de desempleo forzoso, el poder adquisitivo del
consumidor, los precios que se dan al público, «las inversiones que se canalizan». «. . . los
grandes propietarios y los altos directivos de compañías que se autofinancien, son los que
tienen la clave del poder económico. No los políticos del gobierno visible, sino los más al-
tos directivos que se sienta en el directorio político, son los que, por acción o por omisión,
tienen el poder y los medios para defender los privilegios de su mundo corporativo. Si no
reinan, gobiernan muchos de los puntos vitales de la vida cotidiana de los Estados Unidos,
y ningún poder los contrarresta de un modo efectivo y consecuente». C. Wright Mills, La
élite del poder, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pág. 123. Las ideas de Mills
fueron en gran parte coincidentes con el «proyecto cepalino», pero a sabiendas de que las
diferencias estructurales eran considerables. Cf. O. Rodríguez, op. cit, pág. 290.
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22. Esta posibilidad está lejos de ser antojadiza. El director general de la Unión de Ban-
cos Suizos declaró en una reunión en Madrid que «ninguno de los países latinoamericanos
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Si este fuera el caso y en esa dirección parecen apuntar las mayores posi-
bilidades, la relación que se establecerá con los países acreedores podría ser de
una dependencia mayor, aun cuando no se hayan hecho especiales concesiones
políticas para consolidar el statu quo de la deuda. Nada será ya más como antes.
Por ahora no hay ningún caso de país que haya negociado íntegramente su deuda
externa reconvirtiéndola en otra más manejable y proporcionada a sus recursos
regulares. De modo que el recurso de la experiencia no sirve para despejar la in-
cógnita del modus operandi ni tampoco sobre los costos económicos y sociales que
traerá aparejada.
Por lo tanto, no queda más alternativa que especular en la dirección de nues-
tro interés principal, que es el de la crisis de Estado, que ya existe que será posible-
mente agravada por la renegociación de la deuda. ¿Y en qué sentidos? Pues hay dos
posibles para poner el asunto en dimensiones sintéticas: uno es el de las cesiones
de patrimonio nacional (recursos naturales, concesiones de servicios públicos, ba-
ses militares, renuncias territoriales, etc.), y el otro. Complementario del anterior,
será el de la imposición de subordinaciones políticas, tales como: compromisos
ideológicos, pactos militares, apoyos en conferencias internacionales frente a de-
terminados asuntos, condicionamientos de las políticas internas en materia social,
privilegiamiento de determinados grupos e intereses, etc. En cualquier hipótesis
habría una incuestionable mutilación de la soberanía nacional y, en particular, de
la autonomía del Estado de los países deudores, que quedarían condicionados por
una situación de mucha mayor dependencia que en el pasado inmediato.
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Alcanzado este punto surge una cuestión básica: ¿en qué medida el avan-
ce hacia la democratización del Estado por acción de la sociedad no significará
al límite su negación como órgano de poder, principio de autoridad e instrumen-
to de dominación? En otros términos: si la democratización pone en tela de jui-
cio el principio mismo de autoridad en que se basa el Estado, ¿su logro pleno no
podrá significar su desaparición y eventual sustitución por una serie de órganos
celulares descentralizados, que cumplen democráticamente una serie de funcio-
nes desvinculadas entre sí? Con el riesgo de lo que, a la postre, pueden tender,
sea al aislamiento funcional, sea el endeudamiento burocrático, si se llegase a es-
te extremo, ¿cómo se resolvería la coordinación del conjunto, para no hablar de
la posible (¿segura?) persistencia de conflictos globales, cuyas soluciones deberán
ser arbitradas, transadas o (¿por qué no?) impuestas coercitivamente por uno o
más órganos centrales de poder?
En el plano externo, de un orden económico y político determinado por gran-
des corporaciones internacionalizadas, con poderes y controles oligopólicos que
se corresponden más con la lógica de un cálculo económico planetario que con los
intereses de un capitalismo nacionalmente enraizado, la cuestión de la democrati-
zación fundamental del Estado y la sociedad nacional, del derecho soberano de los
ciudadanos, puede llegar a parecer casi retórica.
En este mundo las tendencias de la mega economía favorecen más la concen-
tración internacional del poder, el despliegue de las empresas de grandes dimen-
siones, la transnacionalización forzada de los centros y poderes de decisión nacio-
nal, así surge el interrogante final: ¿Hacia qué clase de futuro marcha el mundo?
¿Hacia un «nuevo orden internacional democrático que preservará fortalecidos a
los estados nacionales en su forma actual? ¿O cabe la posibilidad de otro escenario
en que su destino será la dilución de los estados en un sistema mundial?».23
Sin embargo, estos problemas de más largo plazo parecen aún más lejanos
en países como los latinoamericanos del Cono Sur, que tienen que remontar largos
años de dominación política autoritaria afrontando cuestiones más acuciantes pa-
ra reconstituir el atado democrático. Convergencias diversas de partidos políticos,
23. En una perspectiva de largo alcance (un siglo) y en un momento anterior a la pre-
sente crisis de endeudamiento, estos problemas fueron tratados por Silvio Brucan, quien
concluía negando todo futuro al Estado-nación. «Aunque la Nación-Estado sigue siendo el
primer motor en la escena internacional el nacionalismo impregna la política mundial, la
fuerza organizadora integradora del sistema mundial gana terreno día a día. Realmente el
sistema internacional con la Nacion-Estado como unidad estructural básica, el capitalismo
como esencial principio organizador de lo económico, la acción de las grandes potencias
como gestoras y coordinadoras del orden mundial, no puede ya seguir funcionando sobre la
base de estas premisas y está por tanto sometida a fuertes tensiones. . . Andando el tiempo
las naciones-estado dejarán de tener la facultad de tomar decisiones independientes que
puedan estorbar temporalmente la marcha del sistema (mundial). De hecho, las relaciones
internacionales y las actividades transnacionales llegarán a ser tan sistémicas que el mundo
funcionará de una manera autorreguladora». S. Brucan, «El estado y el sistema mundial».
Revista Internacional de Ciencias Sociales, pág. 843.
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