Abrams - Notas Sobre La Dificultad de Estudiar El Estado

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Notas sobre la dificultad de estudiar el Estado1

Philips Abrams

El Estado no es la realidad que está detrás de la máscara de la


práctica política. Es la máscara que no nos deja ver la práctica política tal
como es. Hay un sistema estatal: en toda sociedad existe una estructura
institucional y práctica de conexiones empíricas centrada en el gobierno, más
o menos extensa, unificada y dominante. Hay también una idea de Estado,
proyectada e implementada y en la que se cree de diversas maneras en
diferentes sociedades en diferentes momentos. Sólo nos estamos creando
dificultades al suponer que tenemos que estudiar al Estado como entidad,
agente, función o relación sobre y por encima del sistema estatal y de la idea
del Estado. El Estado surge como una estructuración dentro de la práctica
política: comienza su existencia como una construcción implícita; luego, se
cosifica como res publica, y gracias a esta reificación pública, y adquiere
progresivamente una identidad simbólica separada de la práctica como un
relato ilusorio de la misma. La función ideológica se extiende al punto de que
tanto los conservadores como los radicales creen que su práctica no está
dirigida unos a otros sino al Estado, con lo que la ilusión prevalece. La tarea
del sociólogo es, pues, desmitificar y, en este contexto, eso significa observar
los sentidos en los que el Estado no existe más que para aquellos que afirman
su existencia.

* * * * *

“Ayer en su sentencia, Lord Denning dijo que cuando el propio Estado está en
peligro, nuestras preciadas libertades pueden tener que pasar a un segundo
plano e incluso la propia justicia natural puede que tenga que sufrir un revés.
El error del argumento de Lord Denning es que es el gobierno quien decide
cuáles deben ser los intereses del Estado y que invoca la "seguridad nacional"
tal como el Estado decide definirla”, dijo ayer la Sra. Pat Hewitt, directora del
Consejo Nacional de Libertades Civiles.
The Guardian, 18.2.77

Cuando Jeremy Bentham se propuso expurgar al discurso político de los


“artificios alegóricos” por medio de los cuales los intereses personales y los
sectores de poder se enmascaran como entidades morales independientes, la

1Texto original escrito en 1977 y publicado, póstumamente, en Journal of Historical Sociology,


Vol. 1, No. 1, Marzo de 1988. Traducción para la cátedra “Etnografía del Estado”, Escuela de
Arqueología, Universidad Nacional de Catamarca.

1
noción de Estado no gozaba todavía de gran aceptación en la política o vida
intelectual inglesas. Si lo hubiera hecho así, seguramente lo habría incluido
junto a “gobierno”, “orden” y “la Constitución” como uno de esos términos
particularmente adecuados para crear una falacia, “una atmósfera de ilusión”.
Sin embargo, hacia 1919, los esfuerzos combinados de hegelianos, marxistas y
políticos habían producido un cambio: “Casi todas las disputas políticas y
diferencias de opinión –observaba Lenin–, giran ahora giran en torno al
concepto de Estado” y, más particularmente, en torno a la cuestión de qué es el
estado. Observación que pareciera ser todavía correcta entre los sociólogos:
cincuenta años de formular la pregunta no han producido ninguna respuesta
satisfactoria o siquiera ampliamente consensuada. Al mismo tiempo, esta forma
de invocar al Estado como último punto de referencia para la práctica política
(como lo expresado por Lord Denning), y la forma de objetar tales invocaciones
(como la expresada por la señora Hewitt), se han vuelto cada vez más comunes.
Hemos llegado a dar por sentado el Estado como objeto de la práctica política y
del análisis político y, al mismo tiempo, permanecemos espectacularmente
confusos en lo que respecta a qué es el Estado. Se nos insta de distintas formas a
respetar al Estado, a abolirlo o a estudiarlo, pero por falta de claridad sobre la
naturaleza del mismo, tales proyectos siguen siendo infructuosos. ¿Es que
quizás sea oportuna una nueva expurgación benthamiana?

1. El problema en general
2.

La sociología política, de acuerdo con W. G. Runciman, nace de la


separación de lo político –más específicamente el Estado– de lo social. Se
construye como un intento de explicar socialmente el Estado, concibiéndolo
como una agencia o estructura política concreta, diferente de las agencias y
estructuras sociales de la sociedad en la que opera, actuando sobre ellas y siendo
actuado por ellas. Es, se nos dice, esta “distinción...la que hace posible una
sociología de la política”.

El marxismo, el único que compite científicamente con la sociología en la


búsqueda de una teoría contemporánea del Estado, se basa –al menos
superficialmente–, en una distinción muy similar. La mayoría de los marxistas
suponen que un análisis político adecuado tiene que tener como punto de
partida, como dijera Marx, “…la relación real entre el Estado y la sociedad civil,
es decir, su separación”. En ese marco, la cuestión central en el análisis político
marxista es el grado de independencia real que tiene el Estado en sus relaciones
con las principales formaciones de la sociedad civil: las clases sociales. Incluso
cuando escritores marxistas, como Poulantzas, rechazan abiertamente este
enfoque, lo hacen sólo para sustituir la separación del Estado y la sociedad civil
por una problemática formulada en términos de “la autonomía específica de lo
político y lo económico” dentro del modo de producción capitalista. Y el

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problema resultante sobre la naturaleza y función del Estado tiene que ser
resuelto por medio del análisis de las relaciones del Estado con el campo de la
lucha de clases, desenmascarando la autonomía del primero y el aislamiento del
segundo. Con lo que se piensa al Estado, efectivamente, como una entidad
distinta, y la tarea es la de determinar las formas y modos reales de dependencia
o independencia que lo relacionan con el sistema socioeconómico.

Sin embargo, esta forma de pensar al Estado, que tiene ya más de un


siglo, no ha resultado muy fructífera, a pesar de que la sociología política haya
problematizado su propio pensamiento: “el mayor problema empírico de la
sociología política hoy parecería... ser la descripción, el análisis y la explicación
sociológica de esa estructura social peculiar llamada Estado”, “la sociología
política comienza con la sociedad y examina cómo ésta afecta al Estado”. Pero
sus resultados han sido muy pobres. El hecho de que Dowse y Hughes
encuentran que casi nada que pueda incluirse en su libro de texto sobre la
implementación de tales abordajes refleja con precisión el estado del campo. La
sociología del Estado sigue estando mejor representada por las observaciones
fragmentarias de Max Weber. Y la característica sorprendente de la sociología
política de Weber es que es, como Bentham lo ha demostrado tan claramente, se
trata un análisis ad hoc, históricamente específico, de sistemas complejos de
política de clases con poca o ninguna provisión para el Estado como algo
separado de la política de clase. Por lo demás, en la sociología, la separación
teórica entre sociedad y Estado parece haberse traducido en la práctica como la
exclusión del Estado de la esfera política. Nociones tales como la de “sistema
político” hacen colapsar la identidad del Estado en lugar de aclararla.

Los escritores marxistas se han ocupado del análisis del Estado de


manera más completa y explícita pero –con la posible excepción del análisis del
bonapartismo–, en general, de manera no mucho más concluyente. El gran
debate sobre la relativa autonomía del Estado, que parecía tan prometedor
cuando se inició, terminó con la sensación de que sus problemas se habían
agotado en vez de resolverse. Los principales protagonistas centraron su
atención en otros temas. En 1974, Ralph Miliband instaba a los sociólogos
políticos “desde un punto de vista marxista” a no derrochar sus energías en
nuevos estudios especulativos sobre el Estado sino a buscar otra problemática,
expresada en términos de procesos y relaciones de dominación más amplios y
concebidos de manera diferente. Mientras tanto, Nicos Poulantzas pasó de las
opacas conclusiones de su lucha a aclarar una teoría marxista del Estado (“el
Estado tiene la función particular de constituir el factor de cohesión entre los
niveles de una formación social”), no para intentar una formulación más exacta,
clara y empíricamente específica de tales ideas, sino más bien para estudiar de
regímenes particulares y al problema más amplio de la estructura de clases en
el capitalismo. Los únicos acuerdos del debate parecían ser un reconocimiento
mutuo de una serie de características importantes de la supuesta relación entre
el Estado y la sociedad que, de todos modos, todavía no podían demostrarse

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correctamente. De este modo se salva la credibilidad de la noción de
dominación de clase que, desde luego, está presente en todas las variedades de
marxismo, pero la demostración de tal dominación en el contexto de los estados
particulares, sigue sin lograrse. Con lo que, en este nivel, el Estado sigue sin
poder ser pensado.

Parece necesario decir, entonces, que el Estado, concebido como una


entidad sustancial separada de la sociedad, ha demostrado ser un objeto de
análisis notablemente esquivo. Aridez y mistificación en lugar de la
comprensión y el conocimiento garantizado, parecen ser los resultados típicos
del trabajo en ambas tradiciones dentro de las cuales el análisis del Estado ha
sido considerado como un tema importante en el pasado reciente. Posiblemente
este desconcierto tenga que ver con la forma en que ambas tradiciones han
conceptualizado al Estado. De hecho, por supuesto, el problema marxista del
Estado es bastante diferente del problema sociológico del Estado y tienen que
ser explorados independientemente. Antes de ello, sin embargo, debemos
observar la forma en que el sentido común refuerza constantemente el saber que
se da por sentado en ambas tradiciones.

2. El problema en particular

La vida cotidiana de la política sugiere claramente que la concepción del


Estado ofrecida por el marxismo y la sociología política está –cualesquiera que
sean las dificultades para ponerla en práctica– bien fundada. El sentido común
nos impulsa a inferir que existe una realidad oculta en la vida política y que
esa realidad es el Estado. De cualquier manera, la búsqueda del Estado y la
presunción de su existencia real y oculta son formas muy plausibles de “leer” la
forma en que se conducen los aspectos públicos de la política. La ingenua
experiencia de investigación de los sociólogos que han intentado estudiar lo que
consideran el funcionamiento del Estado o cualquiera de sus supuestas agencias
es nuestra reserva más inmediata de sentido común a este respecto. Cualquiera
que haya intentado negociar un contrato de investigación con el Ministerio del
Interior o el Departamento de Salud será consciente del extremo celo con el que
dichas agencias protegen instintivamente la información sobre sí mismas. La
presunción y su implementación efectiva, de que el “sector público” es de hecho
un sector privado sobre el cual el conocimiento no debe hacerse público es,
naturalmente, el principal obstáculo inmediato para cualquier estudio científico
del Estado. La implementación de la reivindicación adopta una variedad de
formas ingeniosas. Uno de los más familiares es la combinación de insípidas
garantías públicas de que las agencias estatales acogerían con agrado una
“buena” investigación sobre sí mismas, junto con la mutilación o el veto,
apologético pero bastante efectivo, de casi todas las propuestas de investigación

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reales por motivos de una metodología defectuosa o inapropiada u otros
motivos de consideraciones técnicas. Es una técnica muy obtusa de control del
conocimiento el afirmar que son los defectos de procedimiento de la
investigación propuesta, más que su objeto, los que justifican la denegación de
acceso. Tampoco puede haber muchos que hayan pasado por este tipo de
experiencia que duden de que “bueno” en tales contextos significa apoyo: una
sociología de la decisión, no una sociología de la crítica. Una vez más, está el
bloqueo o la distorsión de la investigación basándose en la necesidad de
proteger un interés público indefinido o, más descaradamente, los intereses de
los sujetos. Los intentos de estudiar temas tan diversos como el
comportamiento de los oficiales de la Comisión de Beneficios Suplementarios y
de sus esposas han fracasado, según mi propia experiencia, en tales puntos. Y si
uno se acerca a los niveles más serios del funcionamiento de las instituciones
políticas, judiciales y administrativas, el control o la negación del conocimiento
se vuelve al mismo tiempo más simple y, por supuesto, más absoluto: uno se
encuentra con el mundo de los secretos oficiales.

Cualquier intento de examinar de cerca el poder políticamente


institucionalizado es, en resumen, susceptible de sacar a la luz el hecho de que
un elemento integral de tal poder es la capacidad de retener información, negar
la observación y dictar los términos del conocimiento. Sería un servicio
sustancial a la sociología del Estado simplemente recopilar, documentar e
intentar dar sentido a las experiencias de los sociólogos a este respecto. Hasta
que no se haga eso, frente a esfuerzos tan elaborados de ocultamiento, parece
razonable suponer que se está ocultando algo realmente importante: que el
secreto oficial debe asumir la culpa de muchas de las deficiencias actuales de los
análisis sociológicos y marxistas del Estado. Pero, ¿puede ser así? Quizás aquí
sólo tengamos una dificultad falsa. Muy a menudo, cuando se comete un error,
los secretos oficiales resultan ser triviales y teóricamente predecibles. Más a
menudo aún, cuando se abren los documentos estatales y se realiza el trabajo
académico definitivo, sólo sirve para afirmar o añadir detalles a las
interpretaciones a las que ya habían llegado observadores perspicaces y
teóricamente informados treinta años antes. Dudo, pues, de la importancia del
secreto oficial, pero el sentido común embota este escepticismo. Así, por
ejemplo, Private Eye ve su existencia en peligro incluso por flirteos triviales con
la tarea de la investigación política. El Sunday Times provoca una crisis pública
por sus intentos de publicar los secretos chismosos y no reveladores de los
Diarios de Richard Crossman. Y Philip Agee y Mark Hosenball se ven
deportados porque, según dicen a ellos y a nosotros, su conocimiento podría
poner en peligro las vidas de los empleados del “Estado”: personas reales
desconocidas e incognoscibles cuya existencia como “individuos del Estado”
está realmente en peligro por lo que está pasando, presumiblemente la verdad
sobre sus actividades. Al mismo tiempo, Joe Haines informa sobre la gestión
persistente, encubierta y tortuosa del conocimiento por parte de los
funcionarios del Tesoro en su batalla por imponer una política de ingresos

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estatutaria a los políticos electos comprometidos a luchar contra dicha política.
Y Tony Bunyan se encuentra en la extraña situación de poder demostrar la
existencia de una policía política altamente eficaz y represiva en este país en los
años 1930, mientras que su sugerencia de que dichas agencias todavía existen
en los años 1970 es descartada como “poco convincente” porque, en efecto, no
había logrado romper la densa y peligrosa barrera del secreto policial
contemporáneo. El hecho de que alguien pueda imponer el secreto es
seguramente una prueba tanto de que esa persona tiene poder como de que
tiene algo que ocultar, como infiere el sentido común.

En resumen, la experiencia y los hallazgos de la investigación política


tanto académica como práctica, tienden a la conclusión de que existe una
realidad oculta de la política, una institucionalización detrás de escena
[backstage institutionalisation] del poder político que está detrás de las
agencias de gobierno en escena. Poder que se resiste efectivamente a su
conocimiento científico y que podría identificarse con “el Estado”. En otras
palabras, que sigue siendo razonable pensar al Estado como una entidad
específica separada y autónoma que existe realmente y que es poderosa, y que
una característica de su poder es su capacidad para impedir su estudio. Con lo
que el Estado mismo parecería ser lo que nos impide desenmascararlo.

3. Una alternativa

Ahora quiero sugerir que esta lectura sobre el problema del Estado es en
buena medida una fantasía. Y es que hemos quedado atrapados tanto en la
sociología política como en el marxismo por una cosificación que en sí misma
obstruye seriamente el estudio efectivo de una serie de problemas sobre el poder
político que deberían preocuparnos, y las ideas de la doctrina post-hegeliana
recibida probablemente hicieron que la trampa fuera inevitable. La dificultad
que hemos experimentado al estudiar el Estado surge en parte de la fuerza
absoluta del poder político: la capacidad del Sr. Rees para deportar al Sr. Agee
sin dar ninguna razón para hacerlo que no sea el interés del Estado es un hecho
y no necesita explicación. Pero tal vez sea también una consecuencia de la forma
en que nos hemos planteado ese problema.

Al tratar de reconstituir la cuestión, comenzaré sugiriendo que la


dificultad de estudiar el Estado puede verse en parte como resultado de la
naturaleza del Estado, pero también como resultado de las predisposiciones de
los gobiernos a su estudio. En ambos casos, la tarea de “estudiar el Estado”
parece estar plagada de falacias benthamianas. Y sería mejor que
abandonáramos el proyecto en esos términos y estudiáramos en su lugar algo
que por el momento y a falta de un término mejor llamaré sujeción

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políticamente organizada. En otras palabras, estoy sugiriendo que el Estado,
como la ciudad y la familia, es un falso objeto de preocupación sociológica y que
ahora deberíamos ir más allá de Hegel, Marx, Stein, Gumpowicz y Weber, y
pasar del análisis del Estado a una preocupación por las realidades de la
subordinación social. Si realmente existe una realidad oculta del poder político,
un primer paso hacia su descubrimiento podría ser una negativa resuelta a
aceptar la explicación legitimadora que los teóricos políticos y los actores
políticos nos ofrecen de manera tan tentadora y ubicua: es decir, la idea de que
es “el Estado”. Mi argumento, en resumen, es que debemos tomar en serio la
observación de Engels (dicho de paso, Poder político y clases sociales, es una de
las pocas fuentes clásicas de la teoría marxista en las que el Estado no se
menciona), en el sentido de que “el Estado se nos presenta como el primer
poder ideológico sobre el ser humano”. O la noción presentada con tanta fuerza
en La ideología alemana de que la característica más importante del Estado es
que constituye el “interés común ilusorio” de una sociedad: la palabra
fundamental sigue siendo “ilusorio”. Pero antes de desarrollar este argumento,
pienso que será útil observar un poco más de cerca las dificultades del marxismo
y la sociología política en sus relaciones intelectuales contemporáneas con el
Estado.

4. El Estado según la sociología política

A pesar de la constante afirmación de los sociólogos políticos de que su


disciplina se constituye como un intento de dar una explicación social del
Estado, en la práctica el Estado apenas si se considera en los estudios de
sociología política. Lo que ha sucedido, en cambio, es que la noción de entidad
política, o en el escrito más reciente de Daniel Bell, “el hogar público” ha
absorbido la noción de Estado. La explicación sociológica del Estado es
reemplazada por una reducción sociológica del Estado, una observación que
Sartori hiciera ya, suspicazmente, en 1968. Sin embargo, esta transformación
no es del todo fútil. Al defender su argumento a favor de hacer de la entidad
política el concepto central de la sociología política, Parsons, Almond y Easton,
los principales defensores de ese proyecto, tenían al menos una carta fuerte en
su mano. Esta fue, por supuesto, la afirmación de que lo importante a estudiar
no eran las estructuras sino las funciones. En efecto, estaban retrocediendo en
la agenda establecida de la sociología política hasta el punto de argumentar que
el carácter distintivo del Estado, o lo político, era una cuestión de procesos, no
de instituciones: que el Estado era una práctica, no un aparato. Afirmación
que todavía resulta totalmente válida. Pero si volvemos a los modelos de
gobierno que nos ofrecieron los escritores funcionalistas en la década de 1960 y
luego los comparamos con el trabajo empírico que han realizado los sociólogos
políticos en los últimos veinte años, aparece una extraña discrepancia. Muchas

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de las explicaciones formales de la política propuestas en los primeros días de la
sociología política tomaron la forma de modelos de entrada-salida (input-
output) y, en estos modelos, las funciones del Estado según el sentido común
(la determinación e implementación de objetivos, la aplicación de la ley, la
legitimación del orden, la expropiación y asignación de recursos, la integración
del conflicto, etc.), fueron todos característicamente asignados al output del
proceso político. Por supuesto, estos modelos eran absurdamente mecanicistas.
Sin embargo, lo que llama la atención sobre el conjunto de trabajos que los
sociólogos políticos han producido desde que su campo fue definido de esta
manera, es que casi todos se han ocupado de las funciones de entrada (input) y
no de las funciones de salida (output). Incluso después de su reconstitución
funcional, el Estado no ha sido realmente estudiado. Una vez más, Dowse y
Hughes representan de forma fiable a sus colegas. Lo que se ha estudiado es la
socialización política, la cultura política, los grupos de presión (articulación de
intereses), la clase y el partido (la agregación de intereses), los movimientos
sociales (incluida la tesis de Michel sobre la degeneración oligárquica de los
movimientos sociales), los disturbios, la revuelta y la revolución. De manera
abrumadora, se ha prestado atención a los procesos de base del sistema político
y no a las funciones centrales de coordinación y despliegue del poder. ¿A qué se
debería ello?

Una respuesta simple sería que los sociólogos políticos, como lo hacen
sus colegas en otros campos, al organizar sus intereses de investigación de esta
manera –focalizándose en los sujetos en lugar del Estado– simplemente
responden al oportunismo tímido y servil que con razón fuera objeto de crítica
por Andreski, Nicolaus, Gouldner, Schmid y Horowitz, pero que todavía parece
rampante en la determinación y selección normal de proyectos de investigación
en ciencias sociales. Las tentaciones del modo de organización de la
investigación de “ojos hacia abajo, manos hacia arriba” son convincentes y
reduccionistas, sobre todo para los individuos que se encuentran en posiciones
privilegiadas, aunque no resistan la crítica desde abajo. Sin embargo, mi
sensación es que la corrupción no es todo el argumento, ni siquiera en este país.
Creo que tampoco podemos responsabilizar a los tipos de cumplimiento de
servicios de tiempo ocupacional y la identificación semiconsciente con el poder
como Nicolaus y Horowitzen en los Estados Unidos. La sociología británica y
sus asociaciones profesionales están mucho menos implicadas,
afortunadamente, con las instituciones de poder que sus homólogos
estadounidenses. Una ventaja de no ser percibido como útil es que uno, como
académico, queda relativamente libre para hacer el trabajo que quiere hacer. En
esa medida, el fracaso de los sociólogos políticos a la hora de prestar atención al
Estado, incluso dentro de su propia problemática, debe explicarse en términos
de sus inclinaciones intelectuales más que materiales. Quizás exista una
patología estrictamente profesional de la sociología política que define los
problemas importantes e investigables de la disciplina alejada del Estado. El
aspecto más evidente de esta patología es metodológico. Los métodos distintivos

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de la sociología política, desde las encuestas de opinión pública en adelante, se
adaptan al estudio de las actitudes y comportamientos de poblaciones grandes,
accesibles y dóciles y no están adaptados para estudiar las relaciones dentro de
redes pequeñas, inaccesibles y poderosas. ¿Qué pasó con los esfuerzos de los
sociólogos políticos estadounidenses por estudiar las modestas estructuras de
poder de las comunidades locales? Todo el campo se transformó de inmediato
en un pantano de virulentas acusaciones de ineptitud metodológica. De manera
más general, desde la publicación de The Power Elite en adelante, todos los
intentos de los sociólogos políticos de examinar las funciones autoritarias o
represivas de la entidad política han sufrido esta reducción metodológica. De
Dahl a Bachrach y Baratz, a Lukes y a Abell se observa un retroceso progresivo
de hablar de práctica política a hablar de cómo se podría hablar de práctica
política; es decir, una obsesión por el buen método: mejor no decir nada a
correr el riesgo de ser acusado de revolver la mierda. La noción de que una
acumulación suficientemente grande de incursiones metodológicamente
impuras en la descripción del poder a la manera de Mills podría resultar
convincente, no parece estar siendo considerado.

Más allá de la prohibición metodológica, sin embargo, hay un obstáculo


teórico más sustancial dentro de la sociología política que sirve para desalentar
la atención a lo que los propios sociólogos políticos afirman que es el problema
central de su campo. Aquí se pueden identificar dos dificultades principales. En
primer lugar, la traducción funcional de la noción de Estado efectuada por
Easton, Almond, Mitchell y otros y generalmente aceptada como una estrategia
definitoria fundamental de la sociología política ha dejado a los sociólogos
políticos con una noción curiosamente nebulosa e imprecisa de exactamente
cuál o dónde se encuentran sus supuestos principales de explicación. Una
concepción vaga de las funciones que se desempeñan («logro de objetivos»,
«adjudicación de reglas», etc.) necesariamente abre la puerta a una concepción
vaga de las estructuras y procesos involucrados en su desempeño. Es claro, por
ejemplo, tomando el caso de Almond y Coleman, que incluso bajo las
condiciones de alta especificidad de la estructura atribuida a las entidades
políticas “modernas” no existe una relación uno a uno entre las estructuras
“gubernamentales” y las funciones “autoritarias” que van a surgir. Así, aunque
estos autores siguen insistiendo en “la distinción analítica entre sociedad y
sistema de gobierno”, la identificación estructural de las fases claves del sistema
de gobierno, y mucho menos su relación con la sociedad, los supera. Suzanne
Keller está bastante de acuerdo con sus colegas cuando abandona el concepto de
Estado en favor de las nociones más inclusivas y menos comprometidas de “un
centro social, un núcleo, un punto de apoyo”, conformándose al final con la idea
de “unificación en torno a un centro simbólico”. La idea del centro preserva la
concepción de las funciones estatales en principio, pero deja todas las
cuestiones relacionadas con la ejecución de las funciones abiertas. Además,
inhibe el análisis tanto empírico como conceptual de los procesos relevantes al
reducir drásticamente la especificidad de las funciones mismas. Con lo que la

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tendencia real de la sociología política tal vez no sea explicar el Estado sino
descartarlo.

El segundo problema tiene que ver con la persistencia dentro de la


sociología política de un interés inicial en un tipo particular de cuestión
sustantiva: la cuestión del ingreso en la arena política de las poblaciones
subordinadas. Dentro del amplio marco intelectual del campo, la separación del
Estado y la sociedad se convirtió en el problema práctico a resolver por estos
primeros estudios. Hubo muchas razones para este especial interés, tanto de los
radicales como de los conservadores, pero sus consecuencias generales son
claras. En la práctica, la sociología política se convirtió en un cuerpo de trabajo
centrado en temas tales como “la extensión de la ciudadanía a las clases bajas”,
la “incorporación de la clase trabajadora”, las “condiciones para una democracia
estable”, etc. En todos estos trabajos, el Estado, o algún nexo equivalentemente
real e institucionalizado del poder central, se daba virtualmente por sentado, ya
sea porque se lo consideraba históricamente dado o porque se suponía que era
una variable dependiente, vulnerable al impacto de las fuerzas sociales externas,
que fueron el objeto inmediato de preocupación. En consecuencia, aunque
existía un sentido del Estado, éste no fue tratado efectivamente como parte del
problema a investigar. Lo que hace que estudios como el análisis de Peter Nettl
sobre los socialdemócratas alemanes sean tan excepcionales como
contribuciones a la sociología política, es que tratan el problema del ingreso de
nuevos grupos como una cuestión genuinamente bilateral que involucra tanto al
Estado como a la sociedad en una interacción activa.

En conjunto, estas inclinaciones teóricas y sustantivas de la sociología


política explican en gran medida por qué su preocupación por el Estado ha
seguido siendo –pese a su importancia en principio– tan rudimentaria en la
práctica. Además, en la medida en que se ha desarrollado, ha sido en gran
medida como resultado inesperado de estudios de las supuestas funciones y
procesos de input de la entidad política, como la socialización política, y no
como consecuencia de un abordaje a la cuestión central. Es decir, los mejores
estudios sobre socialización han encontrado que el input está determinado por
poderosas acciones e influencias que bajan del “centro”.

El estudio de la socialización política, una de las ramas más florecientes


de la sociología política, tiene en sí mismo sentido dentro del patrón general de
interés por el problema de los “nuevos grupos”. La cuestión planteada por los
nuevos grupos simplemente se amplía para incluir la domesticación de lo que
Parsons ha llamado la “invasión bárbara”, así como el control de lo que Lipset
ha denominado los “excesos populistas”. Sin embargo, el trabajo en esta área ha
tenido un efecto extraño en la manera que tendía a “redescubrir” el Estado,
siendo una de las características más creativas y prometedoras de la sociología
política contemporánea (véase, por ejemplo, el análisis de Dawson y Prewitt
sobre la cuestión de “aprender a ser leal”, o el de David La demostración de

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Easton de la forma en que los niños son llevados a confundir a padres,
presidentes y policías en un solo paquete de autoridad benigna).

Por supuesto, es cierto que tales estudios descubren el Estado sólo en un


aspecto bastante especial, percibiéndolo como un poderoso agente de
legitimación. Aquellos sociólogos atraídos por una concepción weberiana de la
política –de quien Daniel Bell es quizás el representante contemporáneo más
interesante y para quien, en palabras de Bell, “el principio axial de la política es
la legitimidad”–, concluirán que se están logrando avances reales mediante la
investigación sobre la socialización política. El Estado, como organismo de
control y coordinación, encontrará tal conclusión insulsa e inadecuada, si no
vacía. Pero la pregunta es: ¿pueden los sociólogos de esta segunda corriente
demostrar que existe realmente un Estado del tipo en el que creen? Lo que han
hecho los estudios de socialización –junto con otros trabajos más explícitamente
centrados en los procesos de legitimación, como el de Mueller– es establecer la
existencia de una construcción gestionada de creencias sobre el Estado y dejar
claras las consecuencias e implicaciones de ese proceso para la sociedad. la
vinculación de los súbditos a su propia sujeción. Además, han demostrado que
el proceso vinculante, incluso si no es realizado por el Estado, procede en
términos de la creación de ciertos tipos de percepciones del Estado. Apenas hay
un paso de la afirmación de Stein de que “el soberano es la encarnación de la
idea del Estado puro” a la creencia del niño estadounidense de que “el
presidente es la mejor persona del mundo”. El descubrimiento de que la idea de
Estado tiene un significado significativo para la realidad política, incluso si el
Estado mismo permanece en gran medida sin descubrir, marca para la
sociología política un encuentro significativo y poco común entre el empirismo y
una posible teoría de lo político.

En otras palabras, el Estado surge de estos estudios como una cosa


ideológica. Puede entenderse como el dispositivo en términos del cual se
legitima la sujeción: y como algo ideológico, en realidad se puede demostrar
que funciona así. Nos presenta el poder políticamente institucionalizado en una
forma que está al mismo tiempo integrada y aislada y, al satisfacer ambas
condiciones, crea para nuestro tipo de sociedad una base aceptable para la
aquiescencia. Da cuenta de las instituciones políticas en términos de cohesión,
propósito, independencia, interés común y moralidad sin necesariamente
decirnos nada sobre la naturaleza, significado o funciones reales de las
instituciones políticas. Estamos en el mundo del mito. En este punto quizás
queden claras las implicaciones para la sociología política de mi enfoque
alternativo sugerido para el estudio del Estado. Una cosa que nosotros lo que
podemos saber del Estado, si lo deseamos, es que es un poder ideológico. ¿Es
algo más? Por supuesto, el mito es una interpretación de realidades no
observadas, pero no es necesariamente una interpretación correcta. No es sólo
que el mito convierta lo abstracto en concreto. Hay sentidos en los que también
hace que lo inexistente exista. Desde este punto de vista, quizás la contribución

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más importante al estudio del Estado realizada en los últimos años sea una
observación pasajera de Ralph Miliband al comienzo del capítulo 3 de El Estado
en la sociedad capitalista en el sentido de que hay un problema preliminar
acerca del Estado que rara vez se considera, pero que requiere atención si se
quiere enfocar adecuadamente la discusión sobre su naturaleza y papel. Este es
el hecho de que el “Estado” no es una cosa, que no existe como tal. En cuyo caso
nuestros esfuerzos por estudiarlo como una cosa sólo pueden contribuir a la
persistencia de una ilusión. Pero esto nos lleva al punto en el que es necesario
considerar las implicaciones de mi enfoque alternativo del estudio del Estado
por el marxismo.

5. El Estado según la teoría marxista

La característica más notable de las discusiones marxistas recientes sobre


el Estado es la forma en que los autores han percibido la no entidad del Estado
y, al mismo tiempo, no han logrado ser consecuentes con esa percepción. Parece
haber razones de peso dentro del marxismo para reconocer que el Estado no
existe como una entidad real, que es, en el mejor de los casos, un objeto “formal
abstracto”, como dice Poulantzas, y para, no obstante, discutir la política de las
sociedades capitalistas como si el Estado fuera de hecho una cosa y “existiese
como tal”. Por supuesto, Max, Engels y Lenin prestan su autoridad a esta
ambigüedad, asegurándonos que el Estado es de alguna manera al mismo
tiempo una ilusión y “un órgano superpuesto a la sociedad” de una manera nada
ilusoria: tanto un mera máscara del poder de clase y “una fuerza política
organizada” por derecho propio. En consecuencia, en lugar de dirigir su
atención a la manera y los medios por los cuales la idea de la existencia del
Estado ha sido constituida, comunicada e impuesta, se han inclinado más o
menos incómodamente a favor de la opinión de que la existencia de la idea de el
Estado también indica la existencia oculta de una estructura real sustancial de
naturaleza al menos similar a la de un Estado. Hay un deslizamiento
imperceptible pero de gran alcance desde el reconocimiento principista del
Estado sólo como un objeto abstracto-formal al tratamiento de él como un
sujeto “real-concreto” con voluntad, poder y actividad propias. Incluso
Miliband, notablemente el menos desconcertado de los analistas marxistas del
Estado, avanza por ese camino hasta un punto en el que encontramos que el
Estado, por ejemplo, “se interpone entre los dos lados de la industria -no, sin
embargo, como un “neutral sino partidista”, y tiene una “propensión conocida y
declarada a invocar sus poderes de coerción contra una de las partes en la
disputa en lugar de la otra”. Y Franz Oppenheimer, quien en 1908 hizo un
valiente intento de demostrar que el concepto de Estado no era más que “el
principio básico de la sociología burguesa” y de exponer las realidades de la
apropiación política forzosa, o como él lo llamaba, el “robo” detrás y

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apuntalando ese principio, se encontró hablando del Estado como “en sí mismo
el ladrón”; desenmascara al Estado como una especie de objeto concreto real
sólo para reconstituirlo como otro. Pero la versión más compleja y ambigua de
esta ambigüedad marxista distintiva es, por supuesto, la de Poulantzas.

Sin embargo, antes de intentar explicar los tratos de Poulantzas con el


Estado, vale la pena considerar por qué el marxismo en general debería haber
resultado tan susceptible a este tipo de ambigüedad. Creo que es el resultado de
una tensión no resuelta entre la teoría y la práctica marxista. La teoría marxista
necesita al Estado como un objeto abstracto-formal para explicar la integración
de las sociedades de clases. En este sentido, puedo ver poca discontinuidad real
entre el joven Marx y el viejo o entre Marx y los marxistas: todos están
hipnotizados por el brillante efecto de colocar a Hegel en el camino correcto, de
descubrir el Estado como concentración política de las relaciones de clase. En
particular, las relaciones de clase de las sociedades capitalistas se coordinan a
través de una combinación distintiva de funciones coercitivas e ideológicas que
están convenientemente ubicadas como funciones del Estado. A la inversa, las
instituciones políticas pueden analizarse desde el punto de vista particular de su
desempeño de tales funciones dentro del contexto general de dominación de
clase. Al mismo tiempo, la práctica marxista necesita al Estado como un objeto
real y concreto, el objeto inmediato de la lucha política. La práctica política
marxista es ante todo una generación de lucha política de clases por encima de
la lucha económica. En esa medida, supone la separación de lo económico y lo
político: la dominación política separada debe enfrentarse a una lucha política
separada. Y uno puede ver fácilmente que proponer que el objeto de esa lucha es
meramente una entidad formal abstracta tendría poco atractivo para la
agitación. La seriedad y amplitud de la lucha por conquistar el poder político
exigen una visión seria de la realidad autónoma del poder político.
Paradójicamente, exigen que se suspenda la incredulidad sobre la existencia
concreta del Estado. En efecto, optar por la lucha política se convierte así en una
cuestión de participar en la construcción ideológica del Estado como entidad
real.

Mantener un equilibrio entre los requisitos teóricos y prácticos del


marxismo se convierte así en una cuestión bastante compleja. Se logra en La
ideología alemana, pero no a menudo en otros lugares: “toda clase lucha por el
dominio, incluso cuando su dominación... postula la abolición de la antigua
forma de sociedad en su totalidad y del dominio mismo, debe primero
conquistar para siempre”. Asumir el poder político para representar a su vez su
interés como interés general, paso al que en un primer momento se ve
obligado;...la lucha práctica... “hace necesaria la intervención práctica y el
control a través del ilusorio 'interés general' en la forma del Estado”. Más
comúnmente, el requisito de una unidad de teoría y práctica se resuelve
mediante la aceptación teórica del Estado como una “fuerza política organizada”
genuina, existente y que actúa por derecho propio; la teoría entonces se

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convierte en una cuestión de descifrar la relación entre las acciones de esa
fuerza y el campo de la lucha de clases. La ambigüedad de muchas explicaciones
marxistas del Estado puede entonces entenderse no tanto como una cuestión de
error doctrinal sino más bien como la expresión de una combinación y
confusión de teoría y práctica en lugar de una verdadera unidad.

Tanto Miliband como Poulantzas casi escapan a esta dificultad. Pero


ninguno de los dos lo consigue del todo. Miliband, habiendo reconocido la no
entidad del Estado, lo sustituye por una alternativa bastante familiar de los
politólogos a la que llama “sistema-Estado”, un conjunto de instituciones de
control político y ejecutivo y su personal clave, la “élite-Estado”: 'el gobierno, la
administración, el ejército y la policía, el poder judicial, el gobierno subcentral y
las asambleas parlamentarias' Claramente, estas agencias y actores existen en el
sentido empírico ingenuo como objetos concretos. y es perfectamente posible,
deseable y necesario preguntarse cómo se relacionan entre sí -qué forma de
sistema estatal comprenden- y cómo se relacionan, como conjunto, con otras
fuerzas y elementos de una sociedad -qué tipo de Estado es- constituido por su
existencia. Estas son, en efecto, sólo las preguntas que Miliband aborda. La
afirmación de que, en conjunto, estas agencias y actores “constituyen el Estado”
es una proposición analítica perfectamente sólida y sirve para diferenciar con
bastante claridad al Estado como objeto abstracto del sistema político en su
conjunto. Pero hay otras cuestiones cruciales sobre la naturaleza y funciones de
ese objeto en relación con las cuales el enfoque de Miliband es menos útil. La
dificultad sale a la superficie cuando, al final del Estado en la sociedad
capitatista, Miliband nos dice que “el Estado” ha sido el “agente principal” que
ha “ayudado a mitigar la forma y el contenido de la dominación de clases”. La
conclusión que podríamos haber esperado, que la práctica política o la lucha de
clases ha mitigado la dominación de clases al actuar sobre y a través del poder
políticamente institucionalizado o del sistema estatal, no llega; en cambio, el
Estado se reapropia de una unidad y una voluntad que al principio el autor se
había esforzado en negar.

Lejos de desenmascarar al Estado como potencia ideológica, la noción


más realista de sistema estatal sirve, en todo caso, para hacer más creíbles sus
pretensiones ideológicas. Y, por lo tanto, una tarea clave en el estudio del
Estado, la comprensión y exposición de la forma en que el Estado se construye
como un “interés general ilusorio”, sigue sin intentarse y, si acaso, es más difícil
de intentar sobre la base de este tipo de realismo. Una característica
sorprendente de los dos largos capítulos en los que Miliband analiza la
legitimación de la sociedad capitalista es la virtual ausencia del Estado en ellos.
No sólo considera que la legitimación ocurre principalmente fuera del sistema
estatal (“la ingeniería del consentimiento en la sociedad capitalista sigue siendo
en gran medida una empresa privada no oficial”), a través de partidos políticos,
iglesias, asociaciones voluntarias, medios de comunicación y “el capitalismo
mismo”, sino la propia legitimación del propio sistema estatal como Estado. Si

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la construcción del Estado ocurre efectivamente independientemente del Estado
hasta tal punto –la excepción principal es, naturalmente, la educación– y puede
atribuirse a agentes con una existencia bastante inmediata y concreta, tal vez
otros procesos políticos, como la mitigación de la dominación de clases,
también podría explicarse de esta manera más inmediata y concreta. En
cualquier caso, resulta extraño que en una obra escrita en la culminación de un
período en el que se había producido una reconstrucción ideológica del Estado –
como “Estado de bienestar”– tan exhaustiva como cualquier intento desde el
siglo XVII, ese tipo de vínculo entre dominación y legitimación debería haberse
ignorado. ¿Podría tener algo que ver con la incapacidad de resolver el dilema de
que el marxismo, sabiendo que el Estado es irreal “para los propósitos de la
teoría”, necesita que sea real “para los propósitos de la práctica”?

Como Miliband, Poulantzas comienza proclamando la irrealidad del


Estado. Para él no es un objeto “real, concreto y singular”, algo que existe “en el
sentido fuerte del término”. Más bien, es una abstracción cuya
conceptualización es una “condición del conocimiento de lo real-concreto”. Mi
propia opinión es más bien que la concepción del Estado es una condición de
ignorancia, pero hablaré de eso en breve. De manera consistente con esta visión
del problema, adopta inmediatamente una explicación más funcional que
estructural de lo que es el Estado: por Estado debemos entender el factor
cohesivo dentro de la unidad general de una formación social. Pero, en
realidad, factor es una palabra ambigua que implica tanto función como
agencia. Y las funciones, por supuesto, están institucionalizadas. Comienza la
diapositiva. Se dice que la función de cohesión está ubicada en lo que Poulantzas
llama “un lugar”: el lugar en el que se condensan las contradicciones de una
formación social. El objetivo particular de estudiar el Estado es, pues, dilucidar
las contradicciones de un sistema dado que en ninguna parte son tan
discernibles como en este sitio particular. Y en segundo lugar, comprender
cómo el sistema en cuestión se vuelve cohesivo a pesar de sus contradicciones.

La idea del Estado o de lo político como “el factor de mantenimiento de la


unidad de una formación” es en sí misma bastante banal y convencional en la
ciencia política no marxista y, por lo tanto, aparte de la forma en que la
definición dirige la atención al proceso más que a En primer lugar, poco valor
especial puede atribuirse a este aspecto del análisis de Poulantzas. El elemento
más específicamente prometedor tiene que ser la afirmación de que el
mantenimiento de la unidad implica la creación de “un lugar” dentro del cual se
condensan las contradicciones; en otras palabras, la sugerencia de que se crea
un objeto de estudio empíricamente accesible que, si se estudia correctamente
nos revelará las modalidades de dominación dentro de sistemas sociales dados.
La pregunta es: ¿qué clase de lugar es: abstracto-formal o real-concreto? Por
supuesto, un funcionalismo coherente propondría sólo lo primero. Poulantzas,
sin embargo, parece hablar de las estructuras político-jurídicas reales del
“Estado”, de “las estructuras políticas del Estado”, del “poder institucionalizado

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del Estado”, del “Estado como fuerza política organizada”, etc. Estamos
nuevamente en presencia del sector inmobiliario. Y en este caso la reaparición
está bastante explícitamente ligada a consideraciones de práctica política: “la
práctica política es la práctica de la dirección de la lucha de clases en y para el
Estado”. Así, la función se convierte en lugar y el lugar en agencia y estructura:
las estructuras específicas de lo político. El quid del análisis parece ser este:
estamos interesados en el desempeño de una función particular, la cohesión, y
postulamos que esa función se desempeña en un lugar particular, estructuras
políticas, que llamamos Estado: la pregunta empírica a responder se refiere a la
relación del Estado con las luchas de clases. ¿Qué se gana entonces con
introducir e insistir en que el Estado significa tanto el nombre del lugar como el
agente de la función? ¿No sirve la denominación para hacer cosas espuriamente
no problemáticas que son necesariamente profundamente problemáticas? No
pretendo menospreciar lo que en muchos sentidos es un análisis pionero e
importante de los procesos políticos de las sociedades de clases. Pero creo que sí
necesitamos preguntarnos si la centralidad otorgada al Estado en ese análisis
nos ayuda realmente a su comprensión.

Que existe una función política de cohesión efectuada de manera


represiva, económica e ideológica en las sociedades de clases es bastante claro y
no requiere aclaración. Identificarlo como “el papel global del Estado” me
parece, al introducir una concreción fuera de lugar, simplificar demasiado y
mistificar demasiado su naturaleza. La dificultad se ve agravada por el hecho de
que Poulantzas reconoce claramente que grandes partes del proceso de cohesión
y de condensación de contradicciones no se llevan a cabo en absoluto dentro de
estructuras “políticas” de sentido común, sino que se difunden ubicuamente a
través del sistema social de maneras que hacen que cualquier ecuación simple
entre el Estado y las estructuras políticas del tipo propuesto por Miliband es
insostenible si se quiere perseguir seriamente la concepción funcional del
Estado. El peligro ahora es que la noción de funcionalidad global del Estado nos
lleve a reconocer la existencia de una estructural global del Estado, tal vez un
sentido de su inmanencia en todas las estructuras. Ciertamente, el movimiento
hacia una comprensión abstracta del Estado es tan estructuralmente
inespecífica que parece hacer redundante la concepción de Estado o sustituirla
por la concepción de sociedad. Parece que las funciones políticas clave no
pueden asignarse definitivamente a ningún sujeto, aparato o institución en
particular, sino que “flotan” con las mareas del poder de clase. Y la misma
dificultad de localización persigue el intento de abordar el problema desde el
punto de vista estructural. Poulantzas adopta una distinción familiar entre
instituciones y estructuras, una distinción en la que las instituciones ya son
objetos formales abstractos, sistemas normativos más que agencias concretas.
El poder de clase se ejerce a través de instituciones específicas que, en
consecuencia, se identifican como centros de poder. Pero estas instituciones no
son sólo vehículos del poder de clase: también tienen funciones y una existencia
propia. Al mismo tiempo, a partir de su existencia se constituye una estructura,

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una organización ideológicamente oculta. Esta estructura oculta de centros de
poder parece ser lo que se entiende por Estado. Y la tarea de estudiar el Estado
parecería entonces ser principalmente una cuestión de levantar la máscara
ideológica para percibir la realidad del poder estatal -el poder de clase- en
términos del cual se logra la estructuración; y en segundo lugar, una cuestión
de identificar las aparatos - funciones y personal - en y a través de los cuales
se ubica y ejerce el poder estatal. Ninguna de las tareas es inmanejable en
principio, pero la gestión de ambas presupone una concepción bastante
determinada de las funciones estatales. Y esto, como he sugerido, es lo que
Poulantzas, por buenas razones, se niega a adoptar. De modo que las funciones
se niegan a adherirse a las estructuras, las estructuras no logran absorber las
funciones. Las funciones particulares del Estado, económicas, ideológicas y
políticas, deben entenderse en términos de la función global de cohesión y
unificación estatal. La función global elude la localización estructural. Quizás
sería más sencillo prescindir por completo de la concepción del Estado como
una realidad estructural oculta e interpuesta. Si se abandonara la hipótesis del
Estado, ¿estaríamos entonces en mejor o peor posición para comprender la
relación entre las instituciones políticas y la dominación (de clase)?

Antes de considerar esa posibilidad debemos señalar la existencia de una


alternativa menos drástica. Sería posible abandonar la noción de Estado como
estructura oculta, pero conservarla para que signifique simplemente el conjunto
del poder político institucionalizado, al estilo de Miliband. En la página 92 de
Poder político y clases sociales y en intervalos frecuentes a partir de entonces,
Poulantzas parece favorecer esta alternativa. Ahora se nos ofrece la idea del
poder político institucionalizado –es decir, el Estado– como “el factor cohesivo
en una determinada formación social y el punto nodal de su transformación”.
También aquí tenemos una base perfectamente manejable para el estudio y la
comprensión del Estado. Pero desafortunadamente, a la luz del sentido
correctamente integral de Poulantzas sobre cómo se logra la cohesión –que, por
supuesto, está respaldado por el análisis de la legitimación de Miliband–, la
atribución de esa función simplemente al poder político institucionalizado es
claramente inadecuada. O el Estado es más que un poder político
institucionalizado o no es por sí solo el factor de cohesión. Por lo tanto, tal vez
queramos considerar seriamente la primera posibilidad: la posibilidad de
abandonar el estudio del Estado.

6. La extinción del Estado

En su Prefacio a los Sistemas políticos africanos, A.R. Radcliffe-Brown


propuso que la idea de Estado debería eliminarse del análisis social. La encontró
una fuente de mistificación y argumentó que los conceptos de gobierno y

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política eran todo lo que se necesitaba para una comprensión conceptual
adecuada de lo político. Mi sugerencia no es tan radical. Sólo propongo que
abandonemos el Estado como objeto material de estudio, ya sea concreto o
abstracto, mientras se sigue tomando muy en serio la idea del Estado. Las
relaciones internas y externas de las instituciones políticas y gubernamentales
(el sistema estatal) pueden estudiarse eficazmente sin postular la realidad del
Estado. Lo mismo ocurre en particular con sus implicaciones con intereses
económicos en un complejo general de dominación y sujeción. Pero los estudios
que proceden de esa manera descubren invariablemente un tercer modo,
dimensión o región de dominación: el ideológico. Y la función particular de lo
ideológico es representar la dominación política y económica de manera que
legitime la sujeción. Aquí, al menos en el contexto de las sociedades capitalistas,
la idea de Estado se convierte en un objeto de estudio crucial. En este contexto
podríamos decir que el Estado es la tergiversación colectiva distintiva de las
sociedades capitalistas. Al igual que otras (malas) representaciones colectivas,
es un hecho social, pero no un hecho de la naturaleza. Los hechos sociales no
deben ser tratados como cosas.

Desde el siglo XVII, la idea de Estado ha sido una característica


fundamental del proceso de sujeción. Las instituciones políticas, el “sistema
estatal”, son las agencias reales a partir de las cuales se construye la idea del
Estado. Sin embargo, el problema para el análisis político es verlo como una
construcción esencialmente imaginativa. Engels (ciertamente sólo el joven
Engels) estuvo más cerca que nadie de comprender la cuestión de esta manera.
Ya en 1845 argumentaba que el Estado surgía como una idea para representar el
resultado de la lucha de clases como el resultado independiente de una voluntad
legítima sin clases. Las instituciones políticas se convierten en “el Estado” para
que un equilibrio de poder de clases –que es lo que Engels entiende por
“sociedad”– pueda hacerse pasar por no afectado por las clases. Pero, y aquí
volvemos a las formas contemporáneas de pensar al Estado, “la conciencia de la
interconexión” entre la construcción del Estado como entidad independiente y
las realidades del poder de clase “se embotan y pueden perderse por completo”.
Más específicamente, “una vez que el Estado se ha convertido en un poder
independiente vis-à-vis la sociedad, produce inmediatamente una nueva
ideología”: una ideología en la que la realidad del Estado se da por sentada y la
“conexión con los hechos económicos se pierde para siempre”. Mi sugerencia es
que al intentar desmantelar esa ideología no basta con tratar de redescubrir la
conexión con los hechos económicos en los términos generales de la ideología en
su conjunto, la aceptación de la realidad del Estado, sino que más bien tenemos
que cuestionar todo el conjunto de términos en los cuales el Estado es
propuesto.

El Estado, entonces, no es un objeto semejante al oído humano. Ni


siquiera es un objeto parecido al matrimonio. Es un objeto de tercer orden, un

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proyecto ideológico. Es, ante todo, un ejercicio de legitimación, y podemos
suponer que lo que se legitima es algo que, visto directamente y en sí mismo,
sería ilegítimo, una dominación inaceptable. ¿Por qué si no todo el trabajo de
legitimación? El Estado, en resumen, es un intento de obtener apoyo o
tolerancia hacia lo insoportable y lo intolerable presentándolos como algo
distinto de ellos mismos, es decir, una dominación legítima y desinteresada. El
estudio del Estado, visto así, comenzaría con la actividad principal del Estado: la
legitimación de lo ilegítimo. Las instituciones inmediatamente presentes del
“sistema estatal” –y en particular sus funciones coercitivas– son el objeto
principal de esa tarea. El quid de la tarea es sobreacreditarlos como una
expresión integrada de interés común claramente disociada de todos los
intereses seccionales y de las estructuras (clase, iglesia, raza, etc.) asociadas con
ellos. Las agencias en cuestión, especialmente las administrativas, judiciales y
educativas, se convierten en agencias estatales como parte de algún proceso de
sujeción históricamente específico; y hecho precisamente como lectura
alternativa y cobertura de ese proceso. Considere la relación entre la aceptación
y difusión de la explicación de John Locke sobre la obligación política y la
reconstitución del gobierno sobre la base de la acumulación privada en la
Inglaterra del siglo XVIII. O considérese la relación entre la apertura de la
función pública como parte integral elemento del Estado y la escala de
operaciones alcanzadas por la producción y comercialización capitalistas en el
último cuarto del siglo XIX. No ver al Estado en primer lugar, como un ejercicio
de legitimación, de regulación moral, significa, a la luz de estas conexiones,
participar necesariamente en la mistificación, que es el punto fundamental de la
construcción del Estado.

Y, al menos en nuestro tipo de sociedad, la mistificación es la forma


principal de sujeción. Los ejércitos y las prisiones son los instrumentos que
refuerzan la legitimidad. Por supuesto, lo que está legitimado es, en la medida
en que está legitimado, el poder real. Los ejércitos y las prisiones, la Patrulla
Especial y las órdenes de deportación, así como todo el proceso de exacción
fiscal –que Bell astutamente ve como “el esqueleto del Estado despojado de toda
ideología engañosa”– son bastante contundentes. Pero es su asociación con la
idea del Estado y la invocación de esa idea lo que silencia la protesta, excusa la
fuerza y nos convence a casi todos de que el destino de las víctimas es justo y
necesario. Sólo cuando se rompe esa asociación emergen los verdaderos poderes
ocultos. Y cuando no son poderes del Estado, son ejércitos de liberación o de
represión, gobiernos extranjeros, movimientos guerrilleros, soviets, juntas,
partidos, clases. El Estado, por su parte, nunca surge excepto como una
pretensión de dominación, una pretensión que se ha vuelto tan plausible que
casi nunca es cuestionada. Con lo que el verdadero desafío a la idea de Estado,
no le llega de la teoría marxista o la sociología política, sino la exigencia
específica que se produce cuando los individuos revolucionarios se encuentran
siendo juzgados por subversión, sedición o traición. Es en documentos como el

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discurso de Fidel Castro ante el tribunal –y casi exclusivamente en ese tipo de
documentos– donde son desenmascaradas las pretensiones de los regímenes de
ser Estados.

El Estado es, entonces, en todos los sentidos del término, un triunfo del
ocultamiento. Oculta la historia real y las relaciones de sujeción detrás de una
máscara ahistórica de ilusión legitimadora: se las ingenia para negar la
existencia de conexiones y conflictos que, si se conocieran, serían incompatibles
con la pretendida autonomía e integración del Estado. El verdadero secreto
oficial, sin embargo, es el secreto de la inexistencia del Estado.

7. Descifrando la legitimidad

Poulantzas intuye de manera incisiva y exhaustiva la falsa representación


[mis-representation] lograda por la idea de Estado en las sociedades
capitalistas, aunque no logra captar hasta qué punto es una tergiversación. Me
parece que esta combinación de perspicacia y falta de visión es directamente
atribuible a su objeción de principios al análisis histórico, y aquí llegamos a una
cuestión práctica seria sobre el estudio del Estado. Ve perfectamente claro lo
que la idea del Estado se produce socialmente, pero como la historia no es
permisible en su esquema de análisis, sólo puede explicar cómo se produce
suponiendo que la produce el Estado. El Estado tiene que existir para explicar
sus propias observaciones. Sólo una investigación muy cuidadosa de la
construcción del Estado como poder ideológico podría permitir reconocer los
efectos que observa en combinación con una negación de la noción de que son
efectos del Estado. En las sociedades capitalistas la representación del Estado es
absoluta, opaca y desconcertante. Fundamentalmente implica la segregación de
las relaciones económicas de las relaciones políticas, la eliminación dentro del
campo de las relaciones políticas de la relevancia o propiedad de la clase y la
proclamación de lo político como una esfera autónoma de unificación social.
Poulantzas percibe todo esto admirablemente y con una claridad no lograda en
ningún otro texto anterior: “mediante todo un complejo funcionamiento de lo
ideológico, el Estado capitalista oculta sistemáticamente su carácter político de
clase al nivel de sus instituciones políticas”. Su análisis del “efecto de
aislamiento”, que es el espejismo especial y fundamental de la idea de Estado en
las sociedades capitalistas, es totalmente convincente. Y, sin embargo, habiendo
llegado hasta aquí, no puede aceptar que la idea de Estado sea parte del
espejismo. Más bien, insiste en que las estructuras del Estado no deben
reducirse a lo ideológico: “el Estado representa la unidad de un aislamiento que,
debido al papel desempeñado por lo ideológico, es en gran medida su propio
efecto”. Su argumento parece involucrar tanto la afirmación de que el Estado es
un fraude ideológico producido para imponer sujeción como la creencia de que
el Estado tiene una existencia no fraudulenta como estructura fundamental del

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modo de producción capitalista. Se puede demostrar claramente que lo primero
es así, pero lo segundo es una afirmación indemostrable, que sólo tiene sentido
en un sistema teórico cerrado pero no una validez independiente. Una vez más,
lo sorprendente es lo poco por lo que se falla: una y otra vez está a punto de
desenmascarar por completo al Estado pero, una y otra vez, sus presuposiciones
teóricas le impiden seguir su propio argumento hasta llegar a la conclusión
correcta. Así, “el papel de la ideología... no es simplemente el de ocultar el nivel
económico que siempre es determinante, sino el de ocultar el nivel que tiene el
papel dominante y el hecho mismo de su dominio”. En otras palabras, la
ideología desplaza el poder de su centro real a un centro aparente. Pero ni
siquiera esto lleva a la conclusión de que en el modo de producción capitalista,
donde “lo económico... juega el papel dominante” y donde, en consecuencia,
“vemos el predominio de la región jurídico-política en lo ideológico”, el Estado
podría ser principalmente un poder ideológico, una falsa representación
realizada de manera convincente. Lo que realmente necesita son dos objetos
distintos de estudio: el sistema-Estado y la idea-Estado. Llegamos entonces a
una cuestión fundamental. Podemos inferir razonablemente que el Estado,
como objeto especial de análisis social, no existe como entidad real. ¿Podemos
acordar con Radcliffe-Brown de que también es innecesario como entidad
formal abstracta, que es una forma inútil para el análisis de la dominación y la
sujeción? Yo creo que sí. De hecho, es lo que tenemos que hacer: en mi opinión,
el postulado del Estado sirve no sólo para no dejarnos percibir nuestro propio
encierro ideológico sino, más inmediatamente, para oscurecer el poder político
institucionalizado (el sistema estatal) en las sociedades capitalistas, que, de otro
modo, nos permitiría percibir y conocer la clase de poder que es el poder
políticamente institucionalizado. Me refiero a la falta de integración del poder
político. Esto es, sobre todo, lo que oculta la idea de Estado. El Estado es el
símbolo unificado de una falta de integración existente. No se trata sólo de una
desintegración entre lo político y lo económico, sino también de una profunda
falta de integración dentro del campo de lo político. Las instituciones políticas,
–particularmente en el sentido amplio del sistema estatal de Miliband–, no
logran mostrar una unidad de práctica, del mismo modo que descubren
constantemente su incapacidad para funcionar como un factor de cohesión más
general. Es evidente que están divididas, enfrentadas unas contra otras, y
muchas veces son efímeras y confusas. Lo que se constituye, pues, a partir de su
práctica colectiva es una serie de posiciones momentáneamente unificadas en
relación con cuestiones transitorias sin un fin y una coherencia estructurales. La
unidad de práctica duradera que logra un conjunto de instituciones políticas les
es impuesta desde “afuera” por organizaciones e intereses económicos, fiscales y
militares. En el Reino Unido, por ejemplo, la única unidad que realmente puede
discernirse detrás de la espuria unidad de la idea de Estado es la unidad del
compromiso con el mantenimiento, a cualquier precio, de una economía
esencialmente capitalista. Esta falta de integración y desequilibrio es, por
supuesto, justo lo que uno esperaría encontrar en un campo institucional que es

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principalmente un campo de lucha. Pero es precisamente la centralidad de la
lucha lo que la idea de Estado –incluso para los marxistas– logra enmascarar.
Mi sugerencia, entonces, es que deberíamos reconocer la importancia de la idea
del Estado como un poder ideológico y tratarlo como un objeto de análisis
específico. Pero las mismas razones que nos exigen hacerlo también exigen que
no creamos en la idea del Estado, que no concedamos, ni siquiera como un
objeto formal abstracto, la existencia del Estado. Intente sustituir la palabra
«Estado» por la palabra «Dios» en Poder político y clases sociales y léalo como
un análisis de la dominación religiosa y creo que verá lo que quiero decir. La
tarea del sociólogo de la religión es explicar la práctica religiosa (iglesias) y las
creencias religiosas (teología): no está llamado a debatir, y mucho menos a
creer, en la existencia de Dios.

8. Recuperando la dimensión histórica

La salida de la reificación, rechazada por Poulantzas y descuidada por


Miliband, es la salida histórica: la única alternativa para admitir la existencia del
Estado es pensarlo como construido históricamente. Aun así, el
desenmascaramiento no es automático, como muestra el análisis sobre el
absolutismo de Anderson. El argumento de Linajes del Estado absolutista
muestra muy claramente cómo se construyó históricamente una representación
particular del Estado como una reconstitución de las modalidades políticas del
poder de clase. Sin embargo, ni siquiera este autor es capaz de deshacerse de la
noción de Estado –de hecho, de “el Estado”. Cada vez que usa esa palabra, otras
–régimen, gobierno, monarquía, absolutismo– podrían sustituirla y la única
diferencia sería reemplazar un término ambiguamente concreto por otros cuyas
implicaciones sean inequívocamente concretas o abstractas. Pero no se trata
sólo de una cuestión semántica. El estudio de Anderson revela dos procesos de
construcción política. El primero es la centralización y coordinación de la
dominación feudal –el “desplazamiento hacia arriba de la coerción”, como él lo
expresa de manera bastante extraña- frente a la decreciente eficacia del control
y la exacción locales. Se trataba de una reorganización del aparato de
administración feudal sobre una base que mejoraba la posibilidad de control
político de la población sometida en interés de la nobleza, pero lo hacía de una
manera que también creaba la posibilidad de una coerción política más efectiva
en el proceso político entre la nobleza. Sin embargo, la naturaleza de la
construcción en su conjunto queda claramente demostrada; un cambio de la
sujeción coercitiva individualizada a la concertada de las poblaciones rurales a
la dominación noble mediante la invención de nuevos aparatos de
administración y derecho. El derecho proporciona el substrato común en el que
el primer aspecto de la construcción del absolutismo se reúne con el segundo.
Ésta fue la construcción ideológica del “Estado absolutista” como armazón de
doctrina y legitimación bajo el cual se desarrolló la reorganización de la

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dominación feudal y en términos de la cuales se lo representó. Los elementos
fundamentales de esta construcción ideológica fueron, sostiene Anderson, la
adopción del derecho romano como contexto legitimador para la
administración centralizada y la formulación en el pensamiento político europeo
(desde Bodin hasta Montesquieu) de una teoría general de la soberanía que
proporcionaba una justificación general para la reconstrucción administrativa
que estaba teniendo lugar. La idea de Estado fue inventada y utilizada para
propósitos sociales específicos en un contexto histórico específico, y esa era la
realidad que tenía entonces. Se podría decir que Anderson no hace justicia a la
naturaleza turbulenta de estos procesos de construcción política. La historia
europea moderna temprana tal vez debería verse más como una lucha entre los
nobles europeos para establecer una nueva dominación –una lucha en la que los
reyes tendían a prevalecer porque las bases disponibles, tanto institucionales
como ideológicas, podían ser aseguradas por ellos como reyes de una manera
efectiva. Aparte de matar a sus rivales, los vencedores podían imponer y
legitimar la dominación noble mejor que la nobleza vencida. De manera similar,
al análisis de Anderson sobre el persistente sesgo feudal de estos regímenes en
sus relaciones con los grupos burgueses se le podría agregar un énfasis bastante
mayor en la forma en que la forma de reconstitución de la dominación feudal en
este período permitió que ciertos tipos de actividad burguesa floreciera: la crisis
de la aristocracia se resolvió mediante la creación de marcos jurídicos, políticos
e ideológicos que salvaron a la aristocracia y toleraron a la burguesía; entre los
desfavorecidos, fueron los más favorecidos. Sin embargo, tales modificaciones
no impedirían el reconocimiento de la naturaleza magistral de la obra de
Anderson en su conjunto. Para este contexto histórico particular, demuestra
cómo la idea del Estado como “velo de ilusión” se produce y reproduce en el
curso de una reconstrucción institucional enteramente concreta de dominación
y sujeción. Incluso su propio uso acrítico del término “el Estado” para indicar
relaciones y prácticas que persistentemente demuestra que son mucho más
precisamente identificables que eso, aunque debilita el impacto de su
argumento, no socava por completo la demostración histórica que logra. Ahora,
si ese tipo de desenmascaramiento radical del Estado es posible para el
absolutismo, ¿por qué no para acuerdos políticos más recientes? Por supuesto,
hay cierta franqueza y transparencia brutales en el absolutismo que las
construcciones posteriores no han reproducido. “L'etat, c'est moi” no es en
absoluto un intento de legitimación: significa claramente “Mis mercenarios y yo
gobernamos, ¿está claro?” Sin embargo, en conjunto, creo que no es la astucia
tortuosa de los empresarios políticos más recientes lo que nos ha engañado, sino
nuestra propia participación voluntaria o involuntaria en la idea de la
realidad del Estado. Si abandonamos el estudio del Estado como tal y, en su
lugar, nos concentramos en la investigación histórica más directa de la práctica
política de las relaciones de clase (y otras), podríamos desenmascarar el Estado
de Bienestar tan eficazmente como Anderson ha desenmascarado el Estado
absolutista. El Estado es, a lo sumo, un mensaje de dominación: un artefacto

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ideológico que atribuye unidad, moralidad e independencia al funcionamiento
desagregado, amoral y dependiente de la práctica del gobierno. En este
contexto, el mensaje no es decididamente el medio, y mucho menos la clave
para comprender las fuentes de su producción, o incluso su propio significado
real. El mensaje –la pretendida realidad del Estado– es el dispositivo
ideológico en términos del cual el político legitima la institucionalización del
poder. Es importante entender cómo se produce esa legitimación, pero es
mucho más importante aún captar la relación entre poder político y no político:
entre, por decirlo en términos weberianos, clase, estatus y partido. No hay razón
para suponer que el concepto, y mucho menos la creencia en la existencia, del
Estado nos ayudará en ese tipo de investigación.

En resumen, el Estado no es la realidad que se esconde detrás de la


máscara de la práctica política: es en sí misma la máscara que nos impide ver
la práctica política tal como es. Es, casi se podría decir, la mente de un mundo
sin sentido, el propósito de condiciones sin propósito, el opio de los ciudadanos.
Existe un sistema estatal en el sentido de Miliband: un nexo empírico entre
práctica y estructura institucional centrado en el gobierno, más o menos
extenso, unificado y dominante según la sociedad. Y sus fuentes, estructura y
variaciones pueden examinarse de manera empírica bastante sencilla. También
existe una idea de Estado, proyectada, implementada y en la que se cree de
diversas maneras en diferentes sociedades en diferentes momentos. Y sus
modos, efectos y variaciones también son susceptibles de investigación. La
relación del sistema de Estado y la idea de Estado con otras formas de poder
deberían y pueden ser preocupaciones centrales del análisis político. Sólo
estamos creando dificultades para nosotros mismos al suponer que también
tenemos que estudiar el Estado: una entidad, agente, función o relación más allá
del sistema de Estado y de la idea de Estado. El Estado surge como
estructuración dentro de la práctica política: comienza su existencia como una
construcción tácita; luego, es cosificada -como res publica, la cosificación
pública, nada menos- y adquiere una identidad simbólica explícita,
progresivamente divorciada de la práctica como una explicación ilusoria de la
misma. La función ideológica se extiende al punto de que tanto los
conservadores como los radicales creen que su práctica no está dirigida unos a
otros sino al Estado, con lo que la ilusión prevalece. La tarea del sociólogo es,
pues, desmitificar y, en este contexto, eso significa observar los sentidos en los
que el Estado no existe más que para aquellos que afirman su existencia.

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