Principios de Filosofía - Adolfo Pérez Carpio

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Principio de Filosofía – Adolfo Pérez Carpio

Capítulo IV – EL DESCUBRIMIENTO DEL CONCEPTO. SÓCRATES

1. El momento histórico

Para comprender mejor la función de "crítica universal" propia de la filosofía,


conviene detenerse en un filósofo que la ejerció de modo ejemplar, y con celo tal, que
lo llevó a la muerte: Sócrates. Mas para ello es oportuno comenzar apuntando algunas
características de la época en que vivió, el siglo V a.C.
Sócrates nació en Atenas en 470/69, y allí murió en 399. Vivió, por tanto, los dos
últimos tercios del siglo V, la época más espléndida en la historia de su ciudad natal, y
de toda la antigua Grecia: el llamado siglo de Pericles, en honor al célebre político (495-
429) que convirtió a Atenas en centro de un gran imperio e impulsó su extraordinaria
cultura. Ese siglo había presenciado la derrota del inmenso poderío persa por obra de
los minúsculos estados griegos (Maratón, 490; Termopilas, 480; Platea, 479); el triunfo
helénico se sella en 449/8. Sócrates tenía poco más de veinte años, y pudo entonces
ser testigo presencial del proceso de expansión política y cultural de Atenas al término
de las guerras médicas. "Todas las edificaciones y obras de arte que embellecieron
Atenas en la época de Pericles, las Largas Murallas que unían la ciudad con el puerto
del Pireo, el Partenón, las estatuas de Fidias, los frescos de Polignoto, fueron
comenzadas y terminadas ante sus ojos.[1] Intervino en el sitio de Potidea (432-430),
sublevada contra Atenas, y en las batallas de Delio (424) y Anfípolis (421), ocasiones
en las que dio muestras de gran valentía y fortaleza. Pero Sócrates no sólo fue testigo
del esplendor de Atenas, sino también de su decadencia y del paso de la supremacía
griega a manos de los espartanos. En efecto, en 431 se había iniciado la guerra del
Peloponeso, que habría de acabar con la derrota de Atenas en 404 y el establecimiento
en ella de un gobierno oligárquico filoespartano, el régimen de los Treinta Tiranos. Su
pronto derrocamiento, por obra de Trasíbulo, en 403, permitió la restauración de la
democracia, que sin embargo asumiría frecuentemente las formas de la demagogia.
Las diversas contingencias sociales y políticas de la época pueden sintetizarse
diciendo que, en primer lugar, y gracias a Pericles, se produce el ascenso de todos los
ciudadanos al poder, es decir, el desarrollo de todas las posibilidades del régimen
democrático (inclusive con el establecimiento del sorteo para la provisión de
magistraturas). Debe recordarse que se trataba -a diferencia de las democracias
modernas, de carácter representativo- de una democracia directa, donde eran los
propios ciudadanos (no sus representantes o diputados) quienes intervenían en el
manejo de la cosa pública (Asamblea del pueblo). En segundo lugar, esa democracia
deriva hacia la demagogia en algunos casos, o hacia la tiranía, en otros. Tales
circunstancias corren paralelas con el cambio que entonces se registra en los intereses
filosóficos.

2. Los sofistas

Al hablar de los primeros filósofos griegos -Tales, Heráclito, Parménides, Zenón-


pudo observarse que estos pensadores se ocupaban en lo fundamental con el problema
de determinar cuál es la realidad de las cosas, que se ocupaban sobre todo por los
problemas relativos a la "naturaleza" o al "mundo", y no propiamente por el hombre como
tal; por ello suele denominarse cosmológico ese primer período de la filosofía griega
durante el cual predominan los problemas relativos al "cosmos" () -siglo VI y
primera mitad del V. Pero con el avance del siglo V toman mayor relieve las cuestiones
referentes al hombre, a su conducta y al Estado: así se habla de un
período antropológico, que abarca la segunda mitad del siglo V, y cuyas figuras
principales son los sofistas y Sócrates.
Según se dijo, la participación de los ciudadanos en el gobierno llega en esta época
a su máximo desarrollo; cada vez interviene mayor número de gente en las asambleas
y en los tribunales, tareas que hasta entonces habían estado reservadas, de hecho si
no de derecho, a la aristocracia. Pero ahora el número de intervinientes crece cada vez
más, y estos recién llegados a la política, por así decirlo, sienten la necesidad de
prepararse, por lo menos en alguna medida, para la nueva tarea que se les ofrece,
desean adquirir los instrumentos necesarios para que su actuación en público sea
eficaz. Por tanto, buscan, por una parte, información, una especie de barniz de cultura
general que los capacite para enfrentarse con los problemas de que ahora tendrán que
ocuparse, una especie de "educación superior". Por otra parte, necesitan también un
instrumento con el que persuadir a quienes los escuchen, un arte que les permita
expresarse con elegancia, y discutir, convencer y ganar en las controversias", el arte de
la retórica u oratoria. Pues bien, los encargados de satisfacer estos requerimientos de
la época son unos personajes que se conocen con el nombre de sofistas.
Hoy día el término "sofista" tiene exclusivamente sentido peyorativo: se llama sofista a
un discutidor que trata de hacer valer malas razones y no buenas, y que intenta
convencer mediante argumentaciones falaces, engañosas. Pero en la época a que
estamos refiriéndonos, la palabra no tenía este sentido negativo, sino sólo
ocasionalmente. Si queremos traducir "sofista" por un término que exprese la función
social correspondiente a nuestros días, quizá lómenos alejado sería traducirlo por
"profesor", "disertante", "conferencista". En efecto, los sofistas eran maestros
ambulantes que iban de ciudad en ciudad enseñando, y que -cosa entonces insólita y
que a muchos (entre ellos Platón) pareció escandalosa- cobraban por sus lecciones, y
en algunos casos sumas elevadas.[2] En general no fueron más que meros
profesionales de la educación; no se ocuparon de la investigación, fuese ésta científica
o filosófica. En tal sentido, su finalidad era bien limitada: responder a las "necesidades"
educativas de la época. Hoy en día se anuncian conferencias o se publican libros sobre
"qué es el arte", o "qué es la filosofía", o "qué es la política", cómo aprender inglés en
15 días, cómo mejorar la memoria o hacerse simpático, tener éxito en los negocios o
aumentar el número de amigos. Los sofistas respondían a exigencias parecidas o
equivalentes en su tiempo: Hipias (nac. por el 480, contemporáneo, un poco más joven,
de Protagoras), por ejemplo, se hizo famoso por enseñar la mnemotecnia, el arte de la
memoria. En general, los sofistas se consideraban a sí mismos maestros de "virtud"
([arete]), es decir, lo que hoy llamaríamos el desarrollo de las capacidades de
cada cual, de su "cultura"; y se proponían enseñar "cómo manejar los asuntos privados
lo mismo que los de la ciudad".[3]
La mayor parte de los sofistas no fueron más que simples preceptores o profesores;
hubo algunos, sin embargo, que alcanzaron verdadera jerarquía de filósofos: sobre todo
dos, Protagoras y Gorgias.
De los escritos de Protagoras (480-410 a.C.) sólo quedan fragmentos, entre ellos
el pasaje que cita Platón: "el hombre es la medida de todas las cosas".[4] Con este
principio (llamado homo mensura, "el hombre como medida"), quedaba eliminada toda
validez objetiva, sea en la esfera del conocimiento, sea en la de la conducta; todo es
relativo al sujeto: una cosa será verdadera, justa, buena o bella para quien le parezca
serlo, y será falsa, injusta, mala o fea para quien no le parezca (subjetivismo, o
relativismo subjetivista; cf. Cap. I, § 2).

Yo [Protagoras] digo, efectivamente, que la verdad es tal como he escrito sobre


ella, que cada uno de nosotros es medida de lo que es [verdadero, bueno, etc.] y de lo
que no es; y que hay una inmensa diferencia entre un individuo y otro, precisamente
porque para uno son y parecen ciertas cosas, para el otro, otras. Y estoy muy lejos de
negar que existan la sabiduría y el hombre sabio, pero llamo precisamente hombre sabio
a quien nos haga parecer y ser cosas buenas, a alguno de nosotros, por vía de
transformación, las que nos parecían y eran cosas malas.[5]
Protagoras enseñaba el arte mediante el cual podían volverse buenas las malas
razones, y malos los buenos argumentos, es decir, el arte de discutir con habilidad tanto
a favor como en contra de cualquier tesis, pues respecto de todas las cuestiones hay
siempre dos discursos, uno a favor y otro en contra, y él enseñaba cómo podía lograrse
que el más débil resultase el más fuerte, es decir, que lo venciese independientemente
de su verdad o falsedad, bondad o maldad.
En este sentido es ilustrativa la siguiente anécdota. Protagoras había convenido
con un discípulo que, una vez que éste ganase su primer pleito (a los que los griegos, y
en particular los atenienses, eran muy afectos), debía pagarle los correspondientes
honorarios. Pues bien, Protagoras concluyó de impartirle sus enseñanzas, pero el
discípulo no iniciaba ningún pleito, y por tanto no le pagaba. Finalmente Protágoras se
cansó, y amenazó con llevarlo a los tribunales, diciéndole: "Debes pagarme, porque si
vamos a los jueces, pueden ocurrir dos cosas: o tú ganas el pleito, y entonces deberás
pagarme según lo convenido, al ganar tu primer pleito; o bien gano yo, y en tal caso
deberás pagarme por haberlo dictaminado así los jueces". Pero el discípulo, que al
parecer había aprendido muy bien el arte de discutir, le contestó: "Te equivocas. En
ninguno de los dos casos te pagaré. Porque si tú ganas el pleito, no te pagaré de
acuerdo al convenio, consistente en pagarte cuando ganase el primer pleito; y si lo gano
yo, no te pagaré porque la sentencia judicial me dará la razón a mí".
Gorgias (483-375 a.C.) fue otro sofista de auténtico nivel filosófico. Su
pensamiento lo resumió en tres principios concatenados entre sí: "1. Nada existe; 2. Si
algo existiese, el hombre no lo podría conocer; 3. Si se lo pudiese conocer, ese
conocimiento sería inexplicable e incomunicable a los demás."[6] Era, por tanto, un
filósofo nihilista, según la primera afirmación (nihil, en latín, significa "nada"); escéptico,
según la segunda; relativista, según la tercera. A pesar de su nihilismo y escepticismo,
sin embargo, era uno de los sofista: más cotizados y cobraba muy caras sus lecciones.
De modo que los sofistas con ideas originales fueron de tendencia escéptica o
relativista. Más todavía, en cierto sentido podría afirmarse que el relativismo fue el
supuesto común, consciente o no, de la mayor parte de los sofistas, puesto que, en la
medida en que eran profesionales en la enseñanza de la retórica, no les interesaba tanto
la verdad de lo demostrado o afirmado, cuanto más bien la manera de embellecer los
discursos y hacer triunfar una tesis cualquiera, independientemente de su valor
intrínseco. Y el principio del homo mensura y el nihilismo de Gorgias revelan la crisis
que caracteriza la segunda mitad del siglo V, crisis que no es tan sólo, ni siquiera
primordialmente, de carácter político, social y económico, sino, por debajo de todo ello,
en un plano más hondo, una crisis de las convicciones básicas sobre las que el griego
había vivido hasta entonces: se trata de la conmoción de todo su sistema de creencias,
de los fundamentos mismos de su existencia histórica, o, como también puede decirse,
de la "moralidad" hasta entonces vigente. "Crisis" (término griego que significa
"litigio", "desenlace", "momento decisivo", y emparentado con "crítica", cf. Cap. III, § 2)
significa que una determinada tabla de valores (cf. Cap. I, § 2) deja de tener vigencia, y
que una sociedad o época histórica permanecen indecisas o fluctuantes sin prestar
adhesión a la vieja tabla y sin encontrar tampoco otra que la reemplace. Las costumbres
tradicionales griegas, la religión, la moral, los tipos de vida vigentes hasta ese momento,
así como la forma e ideales de educación que hasta entonces habían sido su modelo,
en esta época dejan de valer. En efecto:

Durante generaciones, la moralidad griega, lo mismo que la táctica militar, había


continuado siendo severamente tradicional, cimentada en las virtudes cardinales de
Justicia, Fortaleza, Templanza y Prudencia. Un poeta tras otro habían predicado
una doctrina casi idéntica: la belleza de la Justicia, los peligros de la Ambición, la locura
de la Violencia.[7]

Hasta entonces, nadie en Grecia había pensado que en materia moral o jurídica
pudiese haber ningún tipo de relativismos; había dominado una moral y un derecho
considerados enteramente objetivos y que nadie discutía (otra cosa es que se cumpliera
o no con esas normas). Pero la circunstancia de que se discutiesen tales temas, es
índice de que en esta época tiene lugar una profunda crisis. En el siglo V todo cambia
radicalmente, y hacia fines del mismo ya nadie sabía orientarse mentalmente; el
inteligente subvertía las concepciones y creencias conocidas, y el simple sentía que
todo eso estaba ya pasado de moda. Si alguien hablaba de la Virtud, la respuesta era:
"Todo depende de lo que entiendas por Virtud" [es decir, se trata de algo relativo a cada
uno]; y nadie lo comprendía, razón por la cual los poetas dejaron de interesarse en el
problema.[8]
Y no son sólo el relativismo de Protágoras o el nihilismo de Gorgias síntomas
alarmantes del estado de cosas entonces reinante, sino también doctrinas -en el fondo
emparentables con la protagórica- como la del energuménico Trasímaco, para el cual
la justicia no es más que el interés del más fuerte, el provecho o conveniencia del que
está en el poder;[9] una doctrina, pues, desenfadadamente inmoralista. No es difícil
hacerse cargo del daño moral, y, en general, social, y de todo orden, que pueden causar
teorías semejantes cuando intentan llevarlas a la práctica gentes inescrupulosas, y
cuando no existen otras más serias para oponérseles y ser "razonablemente"
defendidas; no hay más que pensar en ciertos hechos de la historia contemporánea
(explotación, agresión, conquista o sometimiento de unos pueblos por otros,
intervención del Estado en la vida privada o en el pensamiento de los individuos, etc.)
Los que hemos visto el mezquino uso que se ha hecho de la doctrina científica de
la supervivencia del más apto [o de ciertos pasajes de Nietzsche por parte del nazismo],
podemos imaginarnos sin demasiada dificultad el empleo que harían de esta frase [de
Trasímaco] los hombres violentos y ambiciosos. Cualquier iniquidad podía así revestirse
de estimación científica o filosófica. Todos podían cometer maldades sin ser enseñados
por los sofistas, pero era útil aprender argumentos que las presentasen como bellas
ante los simples."[10]

3. La figura de Sócrates

Como suele suceder en momentos de crisis, apareció el hombre capaz de


desenmascarar la debilidad esencial del punto de vista sofístico, una personalidad
destinada, si no a restaurar la moral tradicional, sí en todo caso a fundar una moral
rigurosamente objetiva, un personaje llamado a mostrar que el relativismo de los sofistas
no era ni con mucho tan coherente ni sostenible como a primera vista podía parecer.
Este personaje fue Sócrates.[11]
Sócrates es una de las figuras más extraordinarias y decisivas de toda la historia.
Sea positivo o negativo el juicio que sobre él recaiga,[12] de cualquier manera es
imposible desconocer su importancia. Tan así es que se lo ha comparado con Jesús,
porque así como a partir de Cristo la historia experimenta un profundo cambio, de
manera semejante Sócrates significa un decisivo codo de su curso. Y es curioso
observar que así como Jesús, históricamente considerado, es un enigma, porque
apenas se sabe algo más que su existencia, de modo parejo es muy poco lo que se
sabe con seguridad acerca de Sócrates; no dejó nada escrito y los testimonios que sobre
él se poseen -principalmente Platón, Jenofonte y Aristófanes- no son coincidentes, y
aun son contradictorios en cuestiones capitales.[13]
Sócrates representa la reacción contra el relativismo y subjetivismo sofísticos.
Singular ejemplo de unidad entre teoría y conducta, entre pensamiento y acción, fue a
la vez capaz de llevar tal unidad al plano del conocimiento, al sostener que la virtud es
conocimiento y el vicio ignorancia. Y, principalmente, en una época en que todos creen
saberlo todo, o poder enseñarlo todo y discutirlo todo, en pro o en contra indistintamente,
sin importárseles la verdad o justicia de lo que dicen -sugestiva coincidencia con nuestro
propio tiempo-, Sócrates proclama su propia ignorancia.
Un amigo de Sócrates, Querefonte, fue una vez al oráculo del dios Apolo, en Delfos
-el más venerado entre todos los oráculos de Grecia-, y al que habían consultado
siempre y seguirían consultando los griegos en los momentos difíciles de su historia. Y
al preguntar Querefonte al dios quién era el más sabio, el oráculo respondió que el más
sabio de los hombres era Sócrates.[14] Pero cuando éste se entera, queda perplejo,
porque no reconoce en sí mismo ninguna sabiduría en el sentido corriente de la palabra.
Sócrates se siente confundido, porque tiene conciencia de estar lleno de dudas, no de
conocimientos. ¿Será que el dios ha mentido? Sin embargo, esto es imposible, porque
un verdadero dios no puede mentir, como tampoco puede haberse equivocado. Por lo
tanto sospecha Sócrates que las palabras del oráculo deben tener un sentido oculto, y
que su vida, la de Sócrates, debe estar consagrada a poner de manifiesto y mostrar en
los hechos el sentido encubierto del pronunciamiento del dios.
Para aclarar las palabras del oráculo, Sócrates no encuentra mejor camino que el
de emprender una especie de pesquisa entre sus conciudadanos; se propone interrogar
a todos aquellos que pasan por sabios y confrontar así con los hechos la afirmación del
dios y comprobar entonces si los demás saben más que él o no, y en qué sentido.
¿Por quiénes empezar? Por nadie mejor que por aquellos que -como ocurre
también en nuestros días- suelen sostener que lo saben todo o el mayor número de
cosas, y se ofrecen para resolver todos los problemas; es decir, los políticos. Sócrates,
entonces, empieza por interrogar a los políticos, y los interroga ante todo sobre algo que
debieran saber muy bien: ¿qué es la justicia?; ya que el propósito fundamental de todo
gobierno debiera ser primordialmente lograr un Estado justo. Pero sometidos al
interrogatorio, pronto resulta que le responden mal, o que no saben en absoluto la
respuesta.
Sócrates interroga luego a los poetas, y observa que en sus poemas suelen decir cosas
maravillosas, muy profundas y hermosas; pero que, sin embargo, son incapaces de dar
razón de lo que dicen, de explicarlo convenientemente, ni pueden tampoco aclarar por
qué lo dicen. Y es que el poeta habla, pero a través de él hablan -según decían los
antiguos- las musas, las divinidades, y no él mismo; el poeta es un inspirado
( [enthousiázon] significa literalmente en-diosado) y por ello ocurre
frecuentemente que el sentido más profundo de lo que dice se le escapa, en tanto que
lo descubren los múltiples lectores e intérpretes que vuelven una vez y otra sobre sus
obras. Tampoco los poetas, entonces, merecen ser llamados sabios.
Sócrates interroga por último a los artesanos: zapateros, herreros, constructores
de navíos, etc., y descubre que éstos sí tienen un saber positivo: saben fabricar cosas
útiles, y además saben dar razón de cada una de las operaciones que realizan. Lo malo,
sin embargo, reside en que, por conocer todo lo referente a su oficio, creen saber
también de las cosas que no son su especialidad -como, por ejemplo, se creen
capacitados para la política, cuando en realidad no lo están.
Al final de esta larga pesquisa comprende por fin Sócrates la verdad profunda de
la declaración del dios: los demás creen saber, cuando en realidad no saben ni tienen
conciencia de esa ignorancia, mientras que él, Sócrates, posee esta conciencia de su
ignorada que a los demás les falta. De manera que la sabiduría de Sócrates no consiste
en la posesión de determinada doctrina, no es sabio porque sepa mayor número de
cosas; muchos, como los artesanos, poseen múltiples conocimientos de que Sócrates
está desposeído; pero en cambio él puede afirmar con plena conciencia: "Sólo sé que
no sé nada", y en esto consiste toda su sabiduría y su única superioridad sobre los
demás. Platón le hace decir en la Apología:

Me parece, atenienses, que sólo el dios es el verdadero sabio, y que esto ha


querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es
gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates,
sin duda se ha valido de mi nombre como de un ejemplo, y como si dijese a todos los
hombres: "El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su
sabiduría no es nada".[15]
Frente a la infinitud e inabarcable complejidad de la realidad, frente al misterio que
late en todas las cosas y en especial en la vida humana y en su destino, todo lo que el
hombre pueda saber es siempre, por su finitud irremediable, casi nada; el nombre es
profundamente ignorante de los más grandes problemas que lo conmueven, las grandes
cuestiones de su destino y del sentido del mundo. Y, sin embargo, los hombres
presumen saberlo, sin quizás haberse siquiera planteado el problema, ni menos haberlo
pensado detenidamente. Cada hombre, por ejemplo, cree saber cuál debe ser el sentido
de la vida humana, puesto que en cada caso ha elegido (o, en el peor de los casos,
desea) una determinada manera de vivirla -como comerciante, o como poeta, o como
médico, etc.-, afirmando con ello implícitamente el valor del tipo escogido, así como el
de las actitudes que asume en cada caso concreto -trabajar, o robar, o mentir, o rezar.
Y sin embargo pocos, muy pocos, se plantean el problema de la "verdad" o "bondad" de
tal vida o tales actitudes, ni menos todavía son capaces de "dar razón" de todo ello. Por
lo común, más que realizar personalmente sus existencias, los hombres se dejan vivir,
se dejan arrastrar por la marea de la vida, por las opiniones hechas, por lo que "la gente"
dice o hace (cf. Cap. XIV, § 10).
De esta forma Sócrates descubre los límites de todo conocimiento humano, piensa
a fondo esta radical situación de finitud que caracteriza al hombre (cf. Cap. I, § 7); éste
sólo llega a la conciencia adecuada de su humanidad, de aquello en que reside su
esencia, cuando toma conciencia de lo poco que sabe. En este sentido Sócrates es
sabio: porque no pretende, ingenuamente, como los demás, saber lo que no sabe.

4. La misión de Sócrates

Pero además Sócrates considera que, desde el momento en que la declaración de


su "sabiduría" proviene de un dios, de Apolo, tal declaración ha de tener algún otro
significado; el origen divino del oráculo lo convence a Sócrates de que tiene que cumplir
una misión. O dicho con otras palabras: el resultado del interrogatorio practicado sobre
aquellos atenienses que pasaban por sabios le revela a Sócrates cuál debe ser la tarea
de su propia vida, la de Sócrates. Si su "sabiduría" se ha revelado mediante el examen
practicado entre sus conciudadanos y en tanto los examinaba, ello significa que sólo es
sabio cumpliendo esta tarea. Por tanto, que el dios lo llame sabio equivale a señalarle
su misión, equivale a exhortarlo a que siga interrogando a sus conciudadanos. Sócrates
llega a la conclusión, entonces, de que el dios le ha encomendado precisamente esta
tarea, la de examinar a los hombres para mostrarles lo frágil de su supuesto saber, para
hacerles ver que en realidad no saben nada. Su misión será la de recordarles a los
hombres el carácter precario de todo saber humano y librarlos de la ilusión de ese falso
saber, la de llevarlos a tomar conciencia de los límites de la naturaleza humana.
En este sentido, no fue propiamente un maestro, si por maestro se entiende alguien
que tiene una doctrina establecida y simplemente la transmite a los demás; por el
contrario, Sócrates insiste una y mil veces en que él no sabe nada, y que lo único que
pretende es poner a prueba el saber que los demás dicen tener. Su función es la de
exhortar o excitar a sus conciudadanos atenienses, pues a su juicio el dios lo ha
destinado

a esta ciudad [...] como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su
misma grandeza y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me
figura que soy yo el que el dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para
exhortaros todos los días, sin abandonaros un solo instante.[16]

Sócrates compara aquí su ciudad, plena de grandeza, con un corcel, a quien su


grandeza misma, su fama y su gloria lo han entorpecido; en otras palabras, que se ha
dormido sobre sus laureles; y que necesita, por tanto, de alguien que lo aguijonee, que
lo espolee, vale decir, que lo despierte al sentido de la existencia, tanto más cuanto que
es responsable depositario de su anterior gloria, heredero de noble pasado que, sin su
esfuerzo de valoración, conservación, atesoramiento y cultivo, desaparecería,
hundiéndose entonces el pueblo ateniense en la indignidad.
Convencido de su misión, Sócrates persigue sin cesar a sus conciudadanos, por
las plazas y los gimnasios, por calles y casas; y los interroga constantemente -de un
modo que sin duda debió parecer molesto, cargoso y enfadoso a muchos de sus
contemporáneos- para saber si llevan una vida noble y justa, o no, y exigiéndoles
además en cada caso las razones en que se fundan para obrar tal como lo hacen, y
comprobar así si se trata de verdaderas razones, o sólo de razones aparentes. Tal
actitud, y la crítica constante a que sometía las ideas y las personas de su tiempo,
puede, por lo menos en buena medida, explicar el odio que sobre sí se atrajo y la
acusación de "corromper a la juventud e introducir nuevos dioses", acusación que lo
llevó a la muerte (muerte a la que no quiso substraerse, aunque lo hubiese logrado con
facilidad, por respeto a las leyes de su ciudad y a su propia convicción referente a la
unidad entre pensamiento y conducta).[17]
Sócrates, pues, no comunicaba ninguna doctrina a los que interrogaba. Su objeto
fue completamente diferente: consistió en el continuo examen que los demás y de sí
mismo, en la permanente incitación y requerimiento a problematizarlo todo,
considerando que lo más valioso del hombre, lo que lo define, está justo en su
capacidad de preguntar, de plantearse problemas, que es lo que mejor le recuerda la
condición humana, a diferencia del Dios -el único verdaderamente sabio y por ello libre
de problemas y de preguntas. Por todo esto puede hablarse del
carácter problematicista de su filosofar: su "enseñanza" no consistía en transmitir
conocimientos, sino en tratar de que sus interlocutores tomaran conciencia de los
problemas, que se percatasen de este hecho sorprendente y primordial de que hay
problemas, y sobre todo problemas éticos, problemas referidos a la conducta, o, si se
quiere, problemas existenciales, esto es, referentes a la existencia de cada uno de
nosotros. Estos problemas no son casuales, ni caprichosos, ni académicos; por el
contrario, se insertan en la realidad más concreta de cada individuo humano. Se trata,
en defintiva, de la forma cómo debemos vivir nuestra vida, del sentido que ha de
imprimírsele. La existencia humana, en efecto, es esencialmente abierta, a diferencia
de los animales, porque a éstos la especie respectiva les determina el desarrollo de toda
su vida. El hombre puede elaborar su existencia de maneras muy diversas, contrarias,
o aun absolutamente incomparables; mientras que el animal reacciona de manera
uniforme frente a un estímulo o situación dados, el hombre puede reaccionar de mil
modos diferentes. Por eso cada vida humana es tan diferente de las demás (cf.
Cap. XV, § 1).

5. Primer momento del método socrático: la refutación

Su filosofía, pues, la ejercita Sócrates con aquellos a quienes somete a examen;


su filosofar es co-filosofar ( [synfilosoféin]). El filosofar socrático no es la
faena de un hombre que, más o menos solitario o aislado del mundo, escriba en su
gabinete de trabajo páginas y más páginas conteniendo sus "doctrinas". Por el contrario,
Sócrates filosofa conversando con los demás, mediante el diálogo como especial
organización de preguntas y respuestas convenientemente orientadas, y en el que
consiste el método socrático. Por tanto, habrá que explicar ahora en qué consiste lo
propio de este método y qué fines persigue.
Ante todo hay que llamar la atención sobre una característica general del método,
o, mejor, sobre el tono general del mismo, que es al propio tiempo rasgo distintivo de la
personalidad de Sócrates: la ironía. En sentido corriente, el vocablo "ironía" se refiere a
la actitud de quien dice lo contrario de lo que en efecto piensa, pero de manera tal que
se echa de ver que en realidad piensa justamente lo opuesto de lo que dice (como si
alguien, viendo a un calvo, le preguntase por el peine que usa, o viendo a una persona
muy delgada, le preguntase si ha roto la balanza). En griego "ironía"
( [eironéia]) significaba "disimulo", o la acción de interrogar fingiendo
ignorancia. En Sócrates se trata de su especial actitud frente al interrogado: disimulando
hábilmente la propia superioridad, manifiesta Sócrates su falta de conocimiento acerca
de tal o cual tema, y finge estar convencido del saber del otro, con objeto de que le
comunique ese supuesto saber; para terminar, según se verá, obligándolo
intelectualmente a que reconozca su propia ignorancia. De manera que la ironía califica
la actitud de Sócrates frente a la presunción del falso saber, y resulta del contraste entre
el alto ideal que Sócrates tiene del conocimiento, y la orgullosa ignorancia o jactancia
del interrogado.
Ahora bien, el método propiamente dicho tiene dos momentos: el primero, que es
un momento negativo, se llama refutación; y el segundo, positivo, que es la mayéutica.
La refutación ( [élenjos]) consiste en mostrar al interrogado, mediante una
serie de hábiles preguntas, que las opiniones que cree verdaderas son, en realidad,
falsas, contradictorias, incapaces de resistir el examen de la razón. Sócrates se dirige,
por ejemplo, a un general, pidiéndole que le diga qué es la valentía; o se dirige a un
pedagogo preguntándole qué es la virtud, hacia la cual toda educación debiera
orientarse; o bien le pregunta a un político qué es la justicia, puesto que toda política
debiera empeñarse por realizarla. Sócrates mismo no responde a estas preguntas,
arguyendo que ignora las respuestas. Los interrogados, en cambio, creen ingenuamente
saber lo que se les pregunta -como, por los demás, todos creemos ingenuamente
saberlo-; pero el interrogatorio a que Sócrates los somete pone en evidencia que se
trata de un falso saber: en el momento en que ello se hace manifiesto, Sócrates los ha
refutado. Un magnífico ejemplo de refutación se encuentra en el Libro I de
la República, en el que se combaten las opiniones del sofista Trasímaco mencionado
más arriba (§ 2). Aquí nos limitaremos a citar y comentar algunos pasajes del Laques -
uno de los diálogos juveniles de Platón, en los cuales presumiblemente reproduce con
mayor fidelidad el método y los temas de su maestro.
En el Laques (190 e ss) Sócrates le pregunta al general de este nombre, a cuyas
órdenes había servido en Delio, qué es la valentía, cosa que un militar seguramente
habrá de saber; y, en efecto, responde muy ufano

Laques: Por Zeus, Sócrates, no es difícil decirlo: si alguien queda en su puesto, y


enfrenta al enemigo, y no huye, sabe que éste es valiente.[18]

Y, sin duda, el soldado a que se refiere Laques es valiente. Pero Sócrates observa
que no se trata más que de un ejemplo, y que hay otros mucho: casos de valentía
diferentes, como, v. gr., el caso de los guerreros escitas, que luchaban retrocediendo:
avanzaban a caballo, lanzaban sus flechas, y luego, rápidamente, volvían grupas y
desaparecían; y por su parte los espartanos, en la batalla de Platea, simularon
retroceder para atraer a los persas y así vencerlos. Y está claro que también estos casos
son ejemplos de valentía. De modo que ya hay aquí una contradicción: porque en un
caso se dice que la valentía consiste en resistir a pie firme, y en el otro que consiste en
retroceder. Laques tiene que admitirlo, y que por tanto lo que ha dicho es insuficiente.
Sócrates señala, además, que al preguntar por la valentía lo que se
busca no son ejemplos, sino lo común a todos los casos posibles:

Quería interrogarte, no sólo sobre la valentía de los hoplitas [los soldados de la


infantería pesada griega, que luchaban, en general, de la manera indicada por Laques],
sino también sobre la de la caballería y la de todos los combatientes en general. Y no
solamente sobre la valentía de los combatientes, sino asimismo sobre la de los hombres
expuestos a los peligros del mar; y sobre la que se manifiesta en la enfermedad, en la
pobreza, en la vida política; la que resiste no sólo los males y los temores, sino también
las pasiones y los placeres, sea luchando a pie firme o retirándose. Porque en todos
estos casos, Laques, hay hombres valientes, ¿no?
Laques. Por cierto que sí, Sócrates.[19]
Además de la valentía[20] militar, se encuentra también la valentía ante cualquier
clase de peligros -por ejemplo, los de una tormenta en medio del mar-; y asimismo se
puede ver valiente o cobarde ante las enfermedades o ante la pobreza, y aun frente a
las pasiones y placeres (v. gr. resistiéndolos, en lugar de dejarse arrastrar por ellos). De
modo que hay distintos tipos de valor -militar, moral, político, etc.-, y dentro de cada tipo,
además, cabe la posibilidad de asumir actitudes diferentes, que pueden llegar a ser
opuestas, según se vio, respecto de la virtud militar, con los hoplitas y los escitas.
No obstante, a pesar de todos esos diferentes tipos de valentía, y a pesar de la
variedad de diferentes actitudes posibles en cada tipo, se habla de hombres "valientes",
vale decir, de algo que todos éstos tienen en común; y es ese algo común, justamente,
lo que Sócrates busca:

Sócrates. Mi pregunta se refería a qué es la valentía [...]. Trata pues de decirme


[...] qué es lo que es lo mismo en todos estos casos.[21]

Sócrates, pues, pide que Laques le señale lo que es "lo mismo o idéntico en todos
los casos o instancias particulares" -así como si alguien preguntara qué es la belleza, la
respuesta adecuada no podría consistir en decir: "María es bella", porque lo que se
busca con la pregunta es lo que María tiene en común con todas las demás personas
hermosas, y con todas las obras de arte, y con todos los paisajes hermosos, etc. Ahora
bien, lo común a todos los casos particulares no es ya nada particular,
sino universal: Sócrates busca el "universal" (como se dirá en la Edad Media),
la esencia o naturaleza. Porque la esencia es lo que hace que una cosa sea lo que es y
no otra (la esencia de la valentía es lo que hace que un acto sea valiente, y no cobarde;
la esencia del triángulo es ser una figura de tres lados). La esencia, considerada (no
tanto en la cosa a la que determina, sino) en el pensamiento, o, en otros términos, la
esencia en tanto se la piensa, se llama concepto. Y la respuesta a la pregunta por la
esencia de algo se llama definición -por ejemplo, si se pregunta: "¿qué es el triángulo?",
la definición será: "el triángulo es una figura de tres lados". De manera que la definición
desarrolla o explica la esencia de algo. Resulta, por consiguiente, que Sócrates busca
la definición de los conceptos (o esencias): de la "valentía", en el diálogo que se está
examinando; de la "piedad' en el Eutifrón; de la "justicia" en la República, etc.
Habiéndose aclarado lo que Sócrates busca, el interrogado aventura una
definición. Pero Sócrates, mediante nuevas preguntas, mostrará que la definición
aducida es insuficiente; y los nuevos esfuerzos del interrogado para lograr otra u otras
definiciones hacen que Sócrates ponga de manifiesto que tampoco sirven, que son
incompatibles entre sí, contradictorias, o que conducen a consecuencias absurdas. En
el caso del Laques, el general ensaya la siguiente definición:

Laques. Me parece que consiste en cierta firmeza o persistencia del ánimo, si he


de decir cuál es la naturaleza [o esencia] de la valentía en todos los casos.[22]

Sócrates observa, sin embargo -y Laques coincide con él-, que si la valentía debe
ser algo perfecto, noble y bueno ("bello-y-bueno" - [kalokagathós]-, decían
los griegos), y no cualquier firmeza o persistencia lo es. Quien tiene un vicio y se
mantiene y persiste en él, tiene firmeza, pero se trata entonces de una firmeza innoble,
mala y despreciable. La firmeza será perfecta sólo en la medida en que esté
acompañada de sensatez, de inteligencia, a diferencia de la persistencia insensata o
tonta:

Sócrates. ¿No es acaso la firmeza acompañada de sensatez la que es noble y


buena?
Laques. Ciertamente.
Sócrates. ¿Y si la acompaña la insensatez? ¿No es entonces mala y perjudicial?
Laq. Sí.
Sócr. Y algo malo y perjudicial, ¿puedes llamarlo bello?
Laq. Estaría mal hacerlo, Sócrates.[23]

Resulta entonces que la valentía, que evidentemente ha de ser algo hermoso y


noble, no podría ir acompañada de insensatez o locura, sino de inteligencia, de buen
tino. Por tanto, parecería ahora posible alcanzar la definición buscada.

Sócr. ¿Entonces, según tú, la valentía sería la persistencia sensata?


Laq. Así parece.[24]

Sin embargo, con lo dicho todavía no se sabe bien en qué consiste la valentía,
porque es preciso aclarar en qué sentido, o respecto de qué, es sensata la persistencia
para que pueda llamársela valentía.

Sócr. Veamos, pues. ¿En qué es sensata? ¿Lo es en relación con todas las cosas,
tanto grandes cuanto pequeñas? Por ejemplo, si alguien persiste en gastar dinero con
sensatez, sabiendo que luego ganará más, ¿dirás que es valiente?
Laq. ¡Por Zeus, claro que no![25]

En efecto, nadie hablaría de valentía en el caso, v. gr., de un comerciante que se


empeña y persiste en invertir grandes cantidades de dinero, con toda constancia e
inteligencia, aunque no le den ganancia por algún tiempo, pero calculando que luego le
rendirán gran beneficio. O bien

Sócr. Suponte ahora un médico que, cuando su hijo, o cualquier otro paciente,
enfermo de neumonía, le pide de beber o de comer, no cede a ello y persiste [en no
darle ni bebida ni comida].
Laq. Tampoco en este caso [se hablará de valentía].[26]

Se ve entonces que hay quienes, con toda inteligencia y sensatez, se mantienen y


persisten en cierta actitud -como el comerciante y el médico-, sin que por ello se los
pueda llamar valientes en modo alguno. Por consiguiente, como la definición propuesta
puede aplicarse a casos en que, manifiestamente, no se trata de valentía, la definición
no sirve. La primera respuesta de Laques ("si un soldado queda en su puesto, y se
mantiene firme contra el enemigo, y no huye") era demasiado estrecha, porque se
refería a un caso particular (a la valentía de los hoplitas, y en ciertas circunstancias, no
siempre). La nueva definición, en cambio, sufre del defecto contrario: es demasiado
amplia, puesto que puede aplicarse a muchas actitudes que no tienen nada que ver con
la valentía, y por ello confunde la valentía con lo que no es valentía. Los manuales de
lógica enseñan que la definición no debe ser ni demasiado amplia (por ejemplo, "el
triángulo es una figura") ni demasiado estrecha ("el triángulo es una figura de tres lados
iguales"); "de-finir" viene a ser tanto como fijar los límites de algo, establecer sus con-
fines, de manera tal que lo definido quede perfectamente de-terminado, que no se le
quite terreno ni se le dé de más, sino sólo el que le corresponde ("el triángulo es una
figura de tres lados"). La función de la definición consiste en separar, en acotar con todo
rigor lo que se quiere definir. Ninguna de las respuestas de Laques, pues, es una
verdadera definición, desde el momento en que no cumplen con tal función.

Pero todavía hay más dificultades con la última "definición".

Sócr. En la guerra, un hombre resiste con firmeza y está dispuesto a combatir, por
un cálculo inteligente, sabiendo que otros vendrán en su ayuda, que el adversario es
menos numeroso y más débil que su propio bando, y que tiene además la ventaja de
una mejor posición. Este hombre, cuya persistencia se apoya en tanta prudencia y
preparativos, ¿te parece más valiente que quien, en las filas opuestas, sostiene
enérgicamente su ataque y persiste en él?
Laq. Es este otro el que me parece más valiente, Sócrates.
Sócr. Pero la persistencia o firmeza [de este último] es menos sensata que la del
primero.
Laq. Es verdad.[27]
………………………………………………………………………………………………
…..
Sócr. ¿No habíamos dicho que la audacia y la persistencia insensatas eran
innobles y perjudiciales?
Laq. Cierto.
Sócr. Y habíamos convenido en que la valentía era algo hermoso.
Laq. Efectivamente.
Sócr. Pues bien, ahora resulta que, por el contrario, llamamos valentía a algo feo:
a la persistencia insensata.
Laq. Es verdad.
Sócr. ¿Te parece, pues, que hemos dicho bien?
Laq. Por Zeus, Sócrates, ciertamente que no.[28]

Sócrates se refiere al caso de quienes defienden una posición muy segura, tienen
mayoría y esperan refuerzos, mientras que quienes atacan son pocos y no han
reflexionado suficientemente pero llevan el ataque con todo vigor. Laques, entonces, y
quizás casi todo aquel a quien se le preguntara, dirá que son más valientes los
segundos. Ahora bien, tal admisión tiene el inconveniente de que conduce a una
contradicción, puesto que antes se había establecido que la valentía debe estar
acompañada de sensatez, mientras que en este caso resulta que los menos sensatos
se muestran como los más valientes.
Estos pocos pasajes del Laques bastan para hacerse una idea relativamente
adecuada de la refutación.[29] Ésta se produce en cuanto el análisis muestra que las
consecuencias de la tesis o definición inicialmente aceptada son absurdas o contradicen
el punto de partida: la valentía, por un lado, que primeramente se había dicho que debía
ser algo hermoso, resulta fea, por no ser sensata; por otro, ocurre que, si bien se había
sentado que la valentía es un acto acompañado de sensatez o inteligencia, resulta
insensata, puesto que parece más valiente, en el ejemplo, el soldado que menos uso
hace de su inteligencia. El procedimiento de refutación, entonces (en que se reconoce,
por lo menos en parte, el método de reducción al absurdo corriente en las matemáticas),
consiste en llevar al absurdo la afirmación del interlocutor; mediante una serie de
conclusiones legítimas se pone de relieve el error o la contradicción que aquélla
encierra, aunque a primera vista no lo parezca. Sócrates no comienza negando la tesis
propuesta, sino admitiéndola provisionalmente, pero luego, mediante hábiles preguntas,
lleva a su interlocutor a desarrollarla, a sacar sus consecuencias, lo arrastra de
conclusión en conclusión hasta que se manifiesta la insostenibilidad del punto de
partida, puesto que se desemboca en el absurdo o en la contradicción.

6. La refutación como catarsis

Cuando el interrogatorio de Sócrates llega al punto en que se hace evidente la


insostenibilidad de la "definición" de Laques, éste expresa de modo muy vivo el estado
de ánimo, la perplejidad y desazón en que se encuentra:

No estoy acostumbrado a esta clase de discursos; [...] en verdad que me irrita


verme tan incapaz de expresar lo que pienso. Pues creo que tengo el pensamiento de
lo que es la valentía, pero se me escapa no sé cómo, de manera que mis palabras no
pueden llegar a captarlo y formularlo.[30]

Este estado de ánimo, de perplejidad y decepción, lo expresa -y tras interrogatorio


relativamente breve- un hombre que, como él mismo dice, no está acostumbrado a tal
género de discusiones, que no está habituado a los discursos filosóficos, pero que, de
todos modos, siente una especial incomodidad en su espíritu, que él ve solamente como
incapacidad para expresarse: cree "saber" aquello que se le pregunta, pero no se
encuentra en condiciones de ponerlo adecuadamente en palabras. -Podría muy bien
preguntarse, sin embargo, si tiene derecho a decir que posee una idea exacta de una
cuestión quien no se encuentra en condiciones de expresarla, puesto que en tal caso lo
que ocurra es tal vez que no se tiene idea de ella o no se la piensa con precisión; porque
si en verdad se tiene la idea rigurosa de algo, se tendrá, al propio tiempo, la expresión,
puesto que pensamiento y lenguaje, concepto y palabra, probablemente marchen
siempre estrechamente unidos. Mas sea de ello lo que fuere, lo que ahora interesa es
más bien otra cuestión.
En otro diálogo platónico, en el Menón, el personaje que da nombre a la obra
expresa en cierto momento el mismo estado de ánimo en que se encontraba Laques.
Menón acaba de ser refutado, y entonces observa:
Menón. Sócrates, había oído decir, antes de encontrarte, que tú no haces otra cosa
sino plantearte dudas y dificultades y hacer que los demás se las planteen.[31]

Estas palabras reflejan bien lo que hemos llamado el carácter problematicista del
filosofar socrático, cuyo objeto era sembrar dudas, hacer que los demás pensasen, en
lugar de estar convencidos y contentos de saber lo que en realidad no sabían. Y agrega
Menón:

Si me permites una broma, te diré que, tanto por tu aspecto cuanto por otros
respectos, me pareces muy semejante a ese chato pez marino llamado torpedo.[32]
Pues entorpece súbitamente a quien se le acerca y lo toca; y tú me parece que
ahora has producido en mí algo semejante. Verdaderamente, se me han entorpecido el
alma y la boca, y no sé ya qué responderte.[33]

Tal como Menón lo dice de manera tan plástica, la refutación socrática termina por
turbar el ánimo del interrogado -que creía saber y estaba muy satisfecho de sí mismo y
de su pretendida ciencia-, hasta dejarlo en una situación en la cual ya no sabe qué
hacer, en que no puede siquiera opinar, pues se encuentra como paralizado
mentalmente.
Pero, ¿qué se proponía Sócrates al conducir a los interrogados a ese estado de
turbación?, ¿qué fin buscaba con la refutación? No debe creerse que quisiese poner en
ridículo las opiniones ajenas o burlarse de aquellos con quienes discutía -aunque sin
duda muchas de las víctimas del método hayan creído que, efectivamente, se estaba
mofando de ellas. Es indudable que en muchos casos el procedimiento envuelve buena
dosis de ironía; pero, de todas maneras, no se trata de un juego intelectual ni de una
burla. Por el contrario, y a pesar del "humor" con que la lleva a cabo Sócrates, hombre
que conoce todas las debilidades humanas y las comprende, la refutación es actividad
perfectamente seria. Más aun, se trata de una actividad, no sólo lógica o gnoseológica,
sino primordialmente moral. Pues la meta que la refutación persigue es la purificación o
purga que libra al alma de las ideas o nociones erróneas. Para Sócrates la ignorancia y
el error equivalen al vicio, a la maldad; sólo se puede ser malo por ignorancia, porque
quien conoce el bien no puede sino obrar bien. Por tanto, quitarle a alguien las ideas
erróneas equivale a una especie de purificación moral.
Se han empleado los términos "liberación", "purificación" y "purga", que el propio
Sócrates utiliza. En el Sofista, otro diálogo platónico, se desarrolla este tema trazando
una especie de paralelo con la teoría médica contemporánea acerca de la purga. La
palabra griega es catarsis ( [kátharsis]), que significaba "limpieza",
"purificación" en sentido religioso, y "purga".
Quien tiene el alma llena de errores, vale decir, quien tiene su espíritu contaminado
por nociones falsas, no está en condiciones de admitir el verdadero conocimiento; para
poder asimilar adecuadamente la verdad, es preciso que previamente se le hayan
quitado los errores, que se haya liberado, purificado o purgado el alma, que se la haya
sometido pues a la "catarsis". En el diálogo mencionado dice Sócrates lo siguiente:
En efecto, los que purgan [a los interrogados, es decir, los filósofos] están de
acuerdo con los médicos del cuerpo en que éste no puede obtener provecho ninguno
del alimento que ingiere hasta que no haya eliminado todos los obstáculos
internos.[34] La teoría médica sostenía que el cuerpo no se halla en condiciones de
aprovechar los alimentos mientras se encuentren en él substancias o humores que lo
perturben en su natural equilibrio; sólo una vez que la purga haya eliminado los humores
malignos y haya limpiado el organismo, restableciendo el equilibrio perturbado, el
enfermo podrá asimilar los alimentos de manera conveniente.

Aquéllos [los filósofos] han pensado del mismo modo respecto del alma: que ésta
no podrá beneficiarse de la enseñanza que recibe hasta tanto no la hayan refutado, y
hasta que no hayan llevado así al refutado a avergonzarse de sí mismo y lo hayan
desembarazado de las opiniones que le impedían aprender, y así lo hayan purgado y
convencido de saber sólo lo que sabe, y nada más.[35]

De manera semejante a lo que ocurre con el cuerpo sucede con el espíritu, según
Sócrates: mientras esté infectado de errores, mal podrá aprovechar las enseñanzas, por
mejores que éstas sean; se hace preciso, pues, purgarlo, purificarlo de las falsas
opiniones, que no son sino obstáculos para el verdadero saber. La refutación hace,
pues, que el refutado se llene de vergüenza por su falso saber y reconozca los límites
de sí mismo. Sólo merced a este proceso catártico -de resonancia no sólo médica, sino
también religiosa- puede colocarse al hombre en el camino que lo conduzca al
verdadero conocimiento: tan sólo el reconocimiento de la propia ignorancia puede
constituir el principio o punto de partida del saber realmente válido.
Se comprende entonces mejor lo que Sócrates busca: la eliminación de todo saber
que no esté fundamentado. Por este lado, su método se orienta, pues, hacia
la eliminación de los supuestos (cf. Cap. III, § 10). A su juicio nada puede tener valor si
resulta incapaz de sostener la crítica, si no puede salir airoso del examen a que lo
someta el tribunal de la razón. Un conocimiento sólo merecerá el nombre de tal en la
medida en que sea capaz de superar cualquier crítica que sobre él se ejerza; de otro
modo, no puede pasar de ser una mera opinión -provisoria, teóricamente insostenible,
útil quizá para la vida más corriente del hombre, pero no para una vida plenamente
humana, consciente de sí misma.

7. Segundo momento del método socrático: la mayéutica

Del segundo momento del método socrático, el momento positivo, se hablará sólo
brevemente, porque su desarrollo corresponde más bien a la filosofía platónica.
Sócrates, que como todos los griegos era muy dado a las comparaciones
pintorescas, lo llama mayéutica ( [maieutiké]), que significa el arte de partear,
de ayudar a dar a luz. En efecto, en el Teétetos[36] Sócrates recuerda que su madre,
Fenareta, era partera, y advierte que él mismo también se ocupa del arte obstétrico; sólo
que su arte se aplica a los hombres y no a las mujeres, y se relaciona con sus almas y
no con sus cuerpos. Porque así como la comadrona ayuda a dar a luz, pero ella misma
no da a luz, del mismo modo el arte de Sócrates consiste, no en proporcionar él mismo
conocimientos, sino en ayudar al alma de los interrogados a dar a luz los conocimientos
de que están grávidas.
Insiste Sócrates de continuo en que toda su labor consiste sólo en ayudar o guiar
al discípulo, y no en transmitirle información. Por eso el procedimiento que utiliza no es
el de la disertación, el de la conferencia, el del manual, sino sencillamente el diálogo. La
verdad solamente puede hallarse de manera auténtica mediante el diálogo, en la
conversación, lo que supone que no hay verdades ya hechas, listas -en los libros o
donde sea-, sino que el espíritu del que aprende, para que su aprendizaje sea genuino,
tiene que comportarse activamente, pues tan sólo con su propia actividad llegará al
saber. Lo que se busca no es "informar", entonces, sino "formar", para emplear
expresiones más actuales.[37]

La verdadera "ciencia", entonces, el conocimiento en el sentido superior de la


palabra, es el saber que cada uno encuentra por sí mismo; de manera tal que al maestro
no le corresponde otra tarea sino la de servir de guía al discípulo. El verdadero saber no
se aprende en los libros ni se impone desde fuera, sino que representa un hallazgo
eminentemente personal. Por eso es por lo que, siguiendo las huellas de su maestro,
los diálogos de Platón -sobre todo los que suelen llamarse "socráticos" -
no terminan, propiamente, como ocurre por ejemplo con el Laques. Ahí se plantea el
problema acerca de qué sea la valentía, pero esa pregunta no se responde; se discuten
y critican distintas soluciones posibles, pero por último el diálogo concluye, los
interlocutores se despiden, y parece que no se ha llegado a nada, porque la definición
buscada no se ha hallado. Pero es que ésta no interesaba tanto como más bien lograr
que el lector pensase por su cuenta.

¿Qué se diría de un autor teatral que, después de la representación de su obra,


saliese al escenario para explicar a los espectadores lo que ha sucedido? Sin duda, se
diría que es mal dramaturgo, ya que considera que el público no ha podido darse cuenta
de lo ocurrido, del sentido de la trama. Los diálogos socráticos, y, en general, casi todas
las obras de Platón, hay que leerlas, podría decirse, como piezas teatrales,[38] las que,
en cierto modo, quedan inconclusas por lo que a su sentido se refiere, y donde el propio
espectador, por su cuenta, debe sacar las conclusiones. El diálogo hace patente el
problema, permite que el lector penetre en el sentido pleno de la cuestión, y finalmente
llega a su fin sin dar la respuesta, como diciéndole al lector que, si es persona
suficientemente madura e inteligente, continuando el camino señalado por el diálogo
habrá de encontrar la respuesta buscada. Porque ni en filosofía, ni en ninguna cuestión
esencial, es posible dar respuestas hechas (cf. Cap. XIV, § 20 y Cap. XV, § 3).

Así como la refutación, entonces, ha liberado el alma de todos los falsos


conocimientos, la mayéutica trata de que el propio interrogado, guiado por Sócrates,
encuentre la respuesta. En un célebre pasaje del Menón,[39] por ejemplo, Sócrates
interroga a un joven esclavo, inteligente, sin duda, pero totalmente ignorante de
geometría, y por medio de hábiles preguntas -que propiamente no "dicen" nada, sino
que tan sólo "orientan" al esclavo, o le llevan la atención hacia algo en que no había
reparado- lo conduce a extraer una serie de conclusiones relativamente complicadas,
de modo que el esclavo mismo es el primero en sorprenderse por haberlas descubierto.
Sobre la base de un dibujo, el esclavo debe calcular la superficie de un cuadrado
(ABCD). Sócrates le pregunta luego acerca del cuadrado cuya superficie sea doble de
la del primero: ¿cuánto medirá su lado? El esclavo no acierta en un primer momento;
dice que ese lado será doble del lado del primer cuadrado. Pero pronto comprende,
guiado por Sócrates, que de ese modo se obtiene un cuadrado cuya superficie (DEFG)
es cuatro veces mayor que la del primero. Por último descubre que el lado buscado se
encuentra en la diagonal (AC) del primer cuadrado, y que el cuadrado resultante se
construye sobre esta diagonal (HIJK). El esclavo mismo declara haber dicho mucho más
de lo que creía saber.
Es posible pensar que Sócrates no se comporte tan pasivamente como afirma
hacerlo. Pero, de todos modos, lo que interesa notar es que sus preguntas o incitaciones
ponen en marcha la actividad del pensamiento del discípulo, de tal manera que el
interrogado emprende efectivamente la tarea de conocer, de usar la razón; y esto es lo
primordial. Enseñar, en el sentido superior y último de la palabra, no puede consistir en
inculcar conocimientos ya listos en el espíritu de quien simplemente los recibiría, no
puede ser una enseñanza puramente exterior, sino preparar e incitar el espíritu para el
trabajo intelectual, y para que se esfuerce por su solución. El maestro no representa
más que un estímulo; el discípulo, en cambio, debe llegar a la conclusión correcta
mediante su propio esfuerzo y reflexión.

8. La anamnesis; pasaje a Platón

Ahora bien, ¿cómo se explica que el espíritu, simplemente guiado por el maestro,
pueda alcanzar por sí solo la verdad? Sócrates sostiene que el interrogado no hace sino
encontrar en sí mismo, en las profundidades de su espíritu, conocimientos
que ya poseía sin saberlo. De algún modo, el alma descubre en sí misma las verdades
que desde su origen posee de manera "cubierta", des-oculta el saber que tiene oculto;
la condición de posibilidad de la mayéutica reside justo en esto: en que el alma a que
se aplica esté grávida de conocimiento.
La explicación "mitológica" que Platón da de la cuestión se encuentra en la doctrina
de la pre-existencia del alma. Ésta ha contemplado en el más allá el saber que ha
olvidado al encarnar en un cuerpo, pero que justamente "recuerda" gracias a la
mayéutica: "conocer" y "aprender" son así "recuerdo", anamnesis ( o
"reminiscencia".

Así pues, siendo el alma inmortal y habiendo nacido muchas veces, y habiendo
visto todas las cosas, tanto las de este mundo cuanto las del mundo invisible, no hay
nada que no haya aprendido; de modo que no es nada asombroso que pueda recordar
todo lo que aprendió antes acerca de la virtud y acerca de otras cuestiones. Porque
como todos los entes están emparentados, y como el alma ha aprendido todas las
cosas, nada impide que, recordando una sola -lo que los hombres llaman aprender-,
descubra todas las otras cosas, si se trata de alguien valeroso y no desfallece en la
búsqueda. Porque el investigar y el aprender no son más que recuerdo.[40]

Con la frase "mundo invisible" traducimos "en el (mundo de) Hades", nombre del
dios que presidía la región adonde iban las almas de los muertos, el "otro" mundo, y
nombre que literalmente significaría "in-visible".[41] Esa expresión es un recurso
literario-mitológico utilizado aquí para contraponer a las cosas sensibles, otros entes
que no cambian, y al conocimiento sensible otro de especie totalmente diferente. De
hecho hay en el hombre, además del conocimiento empírico, a posteriori, es decir,
referido a las cosas sensibles, a las cosas de este mundo, otro conocimiento
radicalmente diferente, que no depende de la experiencia, es decir racional o a
priori (como, por ejemplo, 2 + 2 = 4; cf. Cap. X, § 4), y que por tanto se refiere a lo no-
sensible, a lo in-visible.- Pero con esta teoría de la anamnesis y del conocimiento a
priori nos encontramos ya, probablemente, con temas que pertenecen propiamente a
Platón, más que a su maestro.

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