No Provoqueis A Satan

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 114

En el espacio de unos cuarenta años, muy pocos desde luego, el satanismo

se ha convertido en una especie de pájaro infernal cuyas alas se extienden a


todo lo largo y ancho de Gran Bretaña.
De núcleo dedicado en exclusiva a un pequeño número de individuos
excéntricos y pervertidos sexuales, ha pasado a constituir una amplia red
nacional con miembros procedentes de cualquier y de todos los estatus
sociales, una peligrosa organización que se desarrolla con alarmante
celeridad.

ebookelo.com - Página 2
Frank Caudett

No provoquéis a Satán
Bolsilibros: Selección Terror extra - 19

ePub r1.0
xico_weno 10.12.17

ebookelo.com - Página 3
Título original: No provoquéis a Satán
Frank Caudett, 1983
Ilustraciones: Antonio Bernal

Editor digital: xico_weno


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
ebookelo.com - Página 5
En el espacio de unos cuarenta años, muy pocos desde luego, el satanismo se ha
convertido en una especie de pájaro infernal cuyas alas se extienden a todo lo largo y
ancho de Gran Bretaña.
De núcleo dedicado en exclusiva a un pequeño número de individuos excéntricos
y pervertidos sexuales, ha pasado a constituir una amplia red nacional —con
miembros procedentes de cualquier y de todos los estatus sociales—, una peligrosa
organización que se desarrolla con alarmante celeridad.
Como el reguero de pólvora, ¿recuerdan?
En las filas de los simpatizantes de esta magia negra militan ya, tanto la persona
corriente —entendamos por persona corriente el «ciudadano de a pie»— que busca
nuevas o nefastas emociones, como el funcionario que se considera inútil, el
oficinista aburrido, el operario industrial o el obrero que perdió tiempo atrás la mayor
parte de sus ilusiones…
No se trata de una actividad esporádica, no: la práctica de ritos con sacrificios y
cultos nefandos se celebra con tanta frecuencia como los servicios eclesiásticos. Los
fieles de Satán son, en el siglo XX, disciplinados, metódicos y regulares, en sus
excéntricas ceremonias.
La existencia de estos cultos, sin embargo, es algo que ignora aún la inmensa
mayoría de la gente. Son innumerables las personas que se sienten inclinadas a
ridiculizar la mera idea del satanismo. Otras aceptan de mala gana su oculta, pero
evidente presencia, aunque alegan que cuantos la practican son pervertidos sexuales;
de ese modo, pasan por alto la insidia que tales creencias representan. Son escasos los
que toman en serio el asunto, los que consideran ominosa la propaganda de esta logia
aberrante, que han visto surgir de las profundidades en los últimos años y
manifestarse mediante cada vez más frecuentes descubrimientos de altares
abandonados, con cirios negros y corazones de animales, mientras aumentaba el
número de sacrilegios que se cometían en templos y cementerios.
¿Quiénes, pues, son los satánicos…? ¿Cuáles son sus creencias?
De todas las sectas del país, la suya es la más excitante, la más bestial y, no
obstante, la más secreta. Sobre magia negra se han escrito, probablemente, muchas
más palabras que sobre cualquier otro tema, con la excepción del Vietnam, la política
y la familia real. Para los periódicos es un peligro que anda suelto, pese a que no
suelen colocarlo en la perspectiva adecuada y lo confunden a menudo con una
variedad de otras prácticas.
De lo que no cabe duda es de que se trata de la organización infernal que con
mayor pujanza florece actualmente en la Gran Bretaña.
Los Satánicos: Peter Haining.

ebookelo.com - Página 6
PRÓLOGO

Piezas

ebookelo.com - Página 7
Una noticia en el Daily Express
UNA noticia que ocupe prácticamente casi tres cuartas partes de una página del Daily
Express es, sin lugar a la menor duda, mucha noticia. Tanto por su extensión como
por su importancia. Y su título, en honor a la más elemental de las lógicas, debe ser
sensacionalista.
Como lo era, desde luego, el publicado por el rotativo en cuestión, el día 5 de
febrero de 1983, y que, como se ha dicho, a excepción hecha de una columna y parte
de otra en la que se insertaban anuncios publicitarios, ocupaba el resto de la página
15.
Así encabezaba la noticia el articulista:

WHITECHAPEL ¿DE JACK EL DESTRIPADOR… A SATANÁS?


La alucinante odisea de Magali Brown

No le ha resultado fácil a quien rubrica este artículo reconstruir los pasos de


Magali Brown, una jovencita de catorce años que el día 17 del pasado mes de
diciembre salió de la pensión de señoritas que se ubica en los aledaños de Holland
Park, para dirigirse al domicilio de sus padres en Hackney Road, donde debía pasar
junto a éstos las vacaciones navideñas… Lugar, al que nunca llegó.

¿RAPTO? ¿ACCIDENTE? ¿FUGA?

A requerimiento del padre de la desaparecida —el industrial Edwin Brown— se


iniciaron las correspondientes pesquisas policiales que, como de costumbre (y para
no variar), a nada positivo condujeron. Algunas compañeras de Magali informaron a
miembros de Scotland Yard con respecto al trato íntimo que aquélla mantenía con el
hijo del jardinero de la pensión, un muchachito de su misma edad, el cual,
interrogado, confesó la existencia de las mencionadas relaciones que, según el chico,
no habían pasado de encendidos «te quiero», besos furtivos, y algún que otro roce en
los pechos y muslos de la jovencita. Se intentó, de otra parte, reconstruir el trayecto
que Magali debía de haber realizado desde la escuela a su domicilio, lo cual resultó
tan infructuoso como imposible ya que, mientras unas compañeras aseguraban que se
había despedido de ellas diciendo que iba a coger un taxi, otras estaban dispuestas a
jurar sobre una montaña de biblias que había hablado de tomar el autobús. Se indagó
acerca de la última que había mantenido contacto con Magali en el momento de
abandonar la pensión (más de un estúpido habló acerca de la… «última que la había
visto con vida») y ahí se fueron diluyendo todas las pistas y estancando las pesquisas
policiales ya que, desde la misma puerta del colegio, Magali había partido sola, sin
otra alumna que la acompañase por coincidencia en el recorrido, como en ocasiones
solía suceder.

ebookelo.com - Página 8
MISTERIO… un puro y absoluto misterio se cernía sobre lo que pudiera haberle
ocurrido a Magali Brown desde el mismo instante en que saliera de la pensión para
dirigirse a su domicilio a disfrutar las vacaciones navideñas.
Se dijo que su padre, Edwin Brown, de quien ya hemos recordado al principio su
condición de reconocido industrial británico, había intentado valerse de su amistad
con un miembro del Privy Council[1] para a través de éste presionar a los altos
mandos de Scotland Yard con el fin de que dedicaran interés del calificado como
nacional y el mayor número de efectivos posibles en la búsqueda de su hija Magali.
Pero fueron transcurriendo los días sin que los hipotéticos esfuerzos de la policía
londinense cristalizaran en nada positivo.
Así, hasta que el día 28 del pasado enero, Sentada en el bordillo de la acera de
Durwan Street, casi esquina Wodeham St., fue encontrada Magali Brown en estado
ausente, como sumida en un extraño letargo, cautiva de un maquiavélico poder
hipnótico, como prendida en un incomprensible trance cataléptico. Llamó
poderosamente la atención de los viandantes el brillo de sus ojos de fragante y
límpido verdor… ojos que por otra parte parecían perdidos en un punto tan lejano
como misterioso y desconocido, el movimiento del índice de su mano derecha que,
incansablemente y monótonamente, dibujaba sobre el polvo de la acera dos líneas
paralelas distanciadas entre sí un par o tres de centímetros por uno de los extremos
con una especie de semicírculo, en mitad del cual, siempre con el dedo, efectuaba un
corte o hendidura… y el tenue movimiento de sus labios susurrando con voz casi
imperceptible, lejana, con matices siniestros, el vocablo: SATÁN…
Requerida la presencia de una pareja de policeman y viendo que las preguntas y
ruegos de los bobbies acerca de si se encontraba bien, si necesitaba ayuda, etc., no
propiciaban ninguna respuesta por parte de la muchacha, si exceptuamos la consabida
y machacona repetición de: «SATÁN, SATÁN…» pronto se percataron de que ésta se
hallaba en estado psíquico anormal por lo que de inmediato llamaron una ambulancia
con la que se procedió a trasladarla a la unidad psiquiátrica de Scotland Yard sin que
opusiera la menor resistencia. Cotejados los datos físicos de la muchacha con los de
las denuncias interpuestas por desaparición se supo al instante que se trataba de
Magali Brown. Personado su padre en el lugar la identificó de inmediato, si bien sólo
se le permitió que la viera a través de un cristal y sin que ella lo advirtiese… Eso hizo
montar en cólera a míster Brown que esta vez sí, esta vez se valió de su amigo en el
Privy Council para conseguir que el Magistrado Juez de guardia autorizase el traslado
de la chica a una entidad psiquiátrica privada, concretamente: la Mental Hygiene
Ward-Bungalow’s Center, que depende y está patrocinada por la Saluzasbel
Fundation. Pero allí, también los facultativos prohibieron terminantemente cualquier
clase de visitas, incluidas las paternas, por considerar que cualquier emoción que
alterase el estado hipnótico o de trance en que parecía encontrarse podía causar un
trauma de fatales consecuencias. Y entretanto, ya en el mismo aire o sobre cualquier
superficie, el índice diestro de Maga trazaba aquel extraño dibujo al tiempo que sus

ebookelo.com - Página 9
labios no paraban de repetir, monótona y siniestramente, la palabra: SATÁN,
SATÁN…
¿UN SUCESO CORRIENTE, SEÑORES…?
A este cronista le llamó poderosamente la atención el hecho de que la muchacha
fuese encontrada casi en el lugar exacto donde el 31 de agosto de 1888 apareciera…
la primera víctima de Jack el Destripador. Con la diferencia de que a Magali Brown,
al menos en apariencia, no se le había causado ningún daño o violencia física.
Pero… ¿por qué en Durwan Street?
Forzosamente debía de existir alguna analogía, entre un hecho y el otro. Entre el
asesinato de una prostituta hace casi un siglo y la aparición de una muchacha que se
había diluido en el aire, el 17 de diciembre, en el trayecto comprendido entre Holland
Park y Hackney Road. La policía, lógicamente, no podía desestimar tan sorprendente
y extraña coincidencia.
¿Qué le había sucedido a Magali Brown en el transcurso de esos largos
CUARENTA Y DOS días que permaneció en paradero desconocido? ¿Cuál era la
explicación a su estado de aparente ausencia? ¿Quién y qué le habían hecho a la
muchacha para sumirla en aquel extraño letargo psíquico?
NADA… nadie quiso dar explicaciones al respecto.
Una breve nota, escueta al máximo, comunicando que a Magali Brown se la
estaba tratando psíquicamente.
Edwin Brown, desesperado, se negó también a hacer declaraciones a la prensa. El
más absoluto de los misterios rodeaba los hechos sucedidos a Magali desde el
instante de su desaparición hasta que fuera encontrada en Durward Street…
precisamente en Durward Street.
No han sido facilidades lo que se le han dado a este periodista que sólo pretende
el afán lógico de informar y servir a sus lectores y a la opinión pública en general, en
contra de la supuesta morbosidad profesional que algunos le atribuyen… no han sido
facilidades desde luego, y sí se le ha obstaculizado y presionado al máximo para que
olvidase esta cuestión o le dedicara el mínimo espacio en sus crónicas. Pero la
incuestionable independencia a cuyo servicio he estado siempre, para disgusto de
muchos, la curiosidad profesional y la personal incluso, me motivaron para llegar
hasta el fin, hasta el fondo del asunto, en el supuesto de que existiese ese fondo ya
que, por otra parte, era lógico esperar y suponer que quienes trataban de recobrar
psíquicamente a Magali Brown tropezasen también con enormes dificultades.
Los buenos servicios de un fiel amigo —¡ay del periodista que no tenga amigos!
— me pusieron al corriente de que había sido reclamada con toda urgencia la vuelta a
Londres del profesor Percival Ward, presidente del Consejo Médico que rige la
Mental Hygiene Ward-Bungalow’s Center, institución modelo en el tratado de las
enfermedades del psique, que se encontraba en París asistiendo a unas jornadas
internacionales de psiquiatría, el cual, regresó de inmediato acompañado del
psicoanalista francés y número uno mundial en la materia, Lino Meurisse.

ebookelo.com - Página 10
¿POR QUE…?
Muy sencillo: Raymond Brooks, director de la Mental Hygiene y su equipo
psiquiátrico habían llegado a la conclusión de que la muchacha había sido utilizada
como ofrenda en repetidas ocasiones, a Satanás, en el transcurso de misas negras ya
que, el previo examen forense ponía de manifiesto, sin lugar a dudas, que había sido
violada repetidamente y también sodomizada y que la circunstancia de que no
hubiera ofrecido resistencia tenía su origen en el hecho de que previamente la habían,
o bien sumido en un estado de hipnosis por magnetismo, o tratado con fuertes dosis
de potentes drogas, o en el peor de los casos, ambos hechos a un tiempo. Con uno u
otro sistema, con ambos quizá, la habían convencido —autogestionado, hipnotizado,
¡o vaya a saberse el qué!— de que debía entregar su virginidad a Satanás. Punto de
partida de estas conclusiones lo constituían las circunstancias de que el dibujo que la
joven trazaba en el suelo o sobre las sábanas o en cualquier lugar con repetida
insistencia no era otra cosa que el órgano reproductor masculino, acompañado de la
palabra: «SATÁN…». Posteriormente y a través de un adecuado procedimiento de
psicoterapia que, de otra parte, no había resultado suficiente para devolverla a la
realidad, se había conseguido que repitiera frases y palabras inconexas pero tan
siniestramente significativas, cómo éstas: Poséeme Príncipe de las Tinieblas… Échate
sobre mí… Desgarra mi virginidad… Ámame Satanás… Así, hasta acabar
prorrumpiendo gritos y alaridos de histeria.
La presencia de Lino Meurisse, el famoso psicoanalista galo a que antes me he
referido, así como el regreso del erudito en psiquiatría profesor Percival Ward, no
parecen haber acelerado en principio el proceso cada vez más difícil y complejo de
recuperar la psiquis de Magali Brown, devolviéndole la lucidez para obtener
explicaciones concretas acerca de las monstruosidades sexuales obradas en su cuerpo
y en su alma, durante esos cuarenta y dos días en los que había sido víctima de los
diabólicos manejos de esa secta suyos militantes proliferan día a día con mayor
peligro hacia los que detestamos el mal y las prácticas satánicas, de los cuales, cabe
esperar las máximas y más bestiales atrocidades.
¿Ha sido Magali Brown poseída por Satán? Mejor dicho: ¿Ha sido sádicamente
violada por los aberrantes discípulos del Príncipe de las Tinieblas? Posiblemente
nunca llegue a saberse, muy probable que ni ella lo pueda explicar jamás ya que, las
esperanzas de rescatarla del profundo abismo de oscuridades en que la han sumido
esos crueles maestros de la ignominia y la vesania, son cada vez más remotas.
Se abren, a partir de aquí, muchos interrogantes. Demasiados creo yo…
Cabe preguntarse también si después de casi cien años, el territorio que fuera
escenario de los horripilantes crímenes de Jack el Destripador ha sido ocupado por
Satán y sus acólitos para sembrar el terror y el paroxismo entre los ciudadanos
londinenses.
¿Quién puede estar seguro a partir de ese instante de que la virginidad de su hija
no será brutalmente sacrificada en el transcurso de la orgía sexual que rodea a las

ebookelo.com - Página 11
misas negras?
Satanás puede que no exista en la tierra… ¿O sí? Pero lo que sí es cierto es que
existen seres aberrantes que dicen encarnarse de él y servirle, adorarle y glorificarle,
sin que importe el sacrificio de víctimas inocentes cuya sangre se va a convertir desde
ahora en un manto más tupido y escalofriante que el formado por la niebla que
desciende casi a diario sobre nuestra ciudad.
¿QUIÉN PUEDE EXPLICAR LO SUCEDIDO A MAGALI BROWN?
¿Los médicos…? ¿La policía…?
NADIE…
Pero bueno será que alguien trate de averiguarlo si no queremos que cada día
aparezca una Magali en cualquier esquina de Whitechapel… dibujando en el suelo el
símbolo sexual con que ha sido violada.
Éste era, en su texto íntegro, la noticia publicada en la crónica de sucesos de
Daily Express en la edición del 5 de febrero de 1983 y que firmaba el prestigioso
periodista Douglas Halliday.

ebookelo.com - Página 12
Fragmentos de un dialogo
LO sé, Farrah, lo sé. Es muy duro todo eso. Demasiado.
—¡Horrible, Noel, horrible! ¿Sabes qué son catorce años de esfuerzo y entrega…,
catorce años en los que día tras día te afanas y superas para que tu hija tenga lo mejor,
lo máximo que tú puedes ofrecerle? Y de pronto… sin esperarlo, como si de una
maldición o de una horrible pesadilla se tratara, te dicen que tu hija, tu Magali, esa
criatura por la que te has desvivido… ¡Oh, Dios mío! ¡No…! ¡No puedo creerlo! ¡Me
voy a volver loca!
Noel Bannister, miembro de la plantilla de juristas de The Daily Telegraph y
redactor jefe del mismo rotativo londinense, salió de la mesa de su despacho para
pasar su brazo sobre los hombros de la atribulada, deshecha, derrotada Farrah Stack,
con todo el cariño y ternura de que era capaz. Le dolía en el fondo de su corazón ver
a su hermanastra —con la que siempre se habían llevado como verdaderos hermanos
— hundida y destrozada a causa de aquel giro siniestro del destino.
Noel, infatigable luchador, hombre inteligente que a sus veintisiete años había
alcanzado cotas profesionales que otros no lograban ni a los cincuenta, era muy
consciente de la tragedia que volteaba a Farrah. Y de la parte proporcional de
sufrimiento que a él le correspondía, tanto por tratarse del dolor de su hermana como
del cautiverio psíquico de su sobrina, derrumbada, defenestrada a través de una de las
primeras ventanas del edificio de la vida cuando apenas se había asomado a ella. Él
quería de verdad a Magali con la que había compartido minutos y horas de alegría
pese a que, en los últimos tiempos, las diferencias ideológicas y de criterio
acentuadas quizá por las crisis y reveses, entre él y su cuñado, le habían distanciado
bastante de la residencia de Hackney Road.
Pero ahora, en aquel momento y dadas las circunstancias, el distanciamiento y las
diferencias quedaban relegadas al total olvido. Y Noel sentíase solitario con los
Brown como si fuera uno más de ellos.
—¿La has visto? —preguntó, al fin, con suavidad.
—No… No me han dejado.
—¿A Edwin tampoco?
—Tampoco —sollozó Farrah Stack de Brown. Repitiendo—: Tampoco…
Noel acarició los largos y sedosos cabellos de su hermana, más hermana y menos
hermanastra que nunca, tratando de infundirle el ánimo que transpiraba su naturaleza
joven, atlética y viril, con amagos de tigre feroz y elástico. De contagiarle la
vigorosidad recia de sus convicciones que estaban presentes en la mirada altiva y
limpia de sus pupilas grises, en la majestuosidad de sus cabellos anárquicos, negros,
de ancho y largo ondulado, y la tranquila serenidad cuya impronta se deslizaba por
sus facciones excitantemente hermosas pero fríamente varoniles.
Era un tipo muy personal Noel Bannister.
—¿Qué dicen los médicos?

ebookelo.com - Página 13
—Nada… Que es pronto. Pero lo cierto es que no saben por dónde navegan. Ni el
francés ese que dicen averigua todos los enigmas de la mente ha conseguido arrancar
uno solo de los secretos que encierra el estado psíquico de Magali. Un misterio, Noel.
Un terrible misterio. Pienso que ella no se recuperará nunca y al pensar en eso…
pienso en la venganza —se irguió Farrah lo mismo que una serpiente herida dispuesta
a asestar su definitiva y mortal picadura. Gritó—: ¡Tienes que ayudarme a conseguir
esa venganza!
El abogado pasó a sentarse de nuevo tras la mesa. Preguntando:
—¿Qué quieres que haga, Farrah?
—¡Que los encuentres, Noel!
—Si la policía que dispone de mejores medios y conocimientos de los que pueda
servirme yo, no…
La mujer, muy hermosa todavía, muy deseable, pues a sus treinta y siete años su
cuerpo era aún culto de belleza y sexualidad, clavó las encendidas pupilas
almendradas en el rostro del hombre.
—¡Por favor…! Tú eres periodista por encima de todo, ¿no?
—Desde luego, Farrah. Pero…
—Sabes de los condicionamientos en que se ve envuelta siempre la actuación
policial. Ellos están obligados a respetar la ley que defienden… Ellos no pueden
asesinar a un asesino ni extorsionar a esos crueles discípulos de Satán porque sus
métodos han de ser legales. En esas logias diabólicas andan metidos personajes de
alcurnia, gente que presiona al máximo para que todo quede oculto mientras que
víctimas inocentes como mi hija pagan las horribles consecuencias de las
aberraciones que cometen. ¡Quiero justicia o venganza, igual me da! Y tienes que
ayudarme, Noel. Sólo tú puedes hacerlo.
—Confieso que me importaría un pimiento saltarme las leyes a la torera, porque
absurda es la ley y estúpida la legislación que protege más al criminal que al
inocente… Pero ¿de dónde debo partir?
—Tienes amistades, conexiones, gentes que saben muchas cosas que a ti si te
dirán pero no a la policía. Noel… ¡es mi hija! ¡La han destrozado! ¿Vas a quedarte
ahí, sentado, cruzado de brazos? Dejando mi egoísmo de madre a un lado, como bien
dice tu colega del Daily Express Douglas Halliday, si esto queda impune… ¡habrá
otras Magali!
—Halliday, aun siendo excesivamente espectacular, como siempre, reconozco que
tiene mucha razón.
—¿Entonces…? —Farrah le miraba con los ojos anegados en lágrimas, suplicante
—. ¿Es qué tienes miedo?
Noel enarcó, sorprendido, las cejas.
—¿Miedo? —repitió—. ¿De quién?
—Satán… —articuló ella con evidente temblor de sus labios sensuales, con más
repugnancia que temor.

ebookelo.com - Página 14
—¡Farrah…! ¿Es que no me conoces? ¡Por favor!
—¿Crees que existe?
—Farrah, Farrah… Estás sugestionada. ¡Claro que no!
—Dicen que sí. Dicen que si admitimos la existencia de Dios forzosamente
tenemos que aceptar la del diablo. Que está ahí, que tiene sus adictos… ¡Sí, lo sé,
debo estar loca! Pero…
—Entiendo que son muchas emociones y todas negativas. Pero tienes que
serenarte, pequeña. Oye…
Le miró rectamente y con un atisbo de esperanza en sus ojos confusos, estrábicos
quizá.
—¿Sí…?
—Al yo prometerte que haré lo imposible por averiguar quiénes han dañado a
Magali, ¿me prometes que harás lo posible por tranquilizarte?
—¡Claro…! ¡Noel…! ¿De veras…? ¿Es cierto que vas a investigar…?
La mirada y el rictus de las facciones agradables y firmes del abogado y
periodista, hablaban con resolución.
—Sí, Farrah. Voy a hacerlo. Pero una cosa no debes olvidar en ningún momento
pase lo que pase, ¿estamos?
—¿El qué…?
—Que este diálogo debe quedar entre tú y yo. Que nadie, ni tu marido tan
siquiera, debe saber que yo voy a investigar este asunto hasta el final… o hasta donde
pueda llegar o hasta donde me dejen llegar. ¿Comprendes?
—¡No quiero pensar que te pueda…! ¡No, no, olvídalo! Estoy loca, sí. He perdido
a mi hija y no se me ocurre otra cosa que enviar a mi propio hermano… ¡Déjalo,
Noel, déjalo! Te juro que no estoy en mi sano juicio.
—Lo haré, Farrah. Por Magali, por ti, por Edwin, por mí mismo… por hacerle un
servicio a la ciudad y a sus gentes, y desde una óptica de vanidad, por apuntarme un
tanto como periodista. ¿Quieres que te diga la verdad?
—Sí…
—Acabas de resucitar mi frustrada vocación de detective privado.
Farrah, al fin, estalló en carcajadas.
—¡Noel, Noel…, has conseguido que me ría!
—Así es como quiero verte pese a que las circunstancias no invitan a reír.
¿Estamos?
Hizo un gesto resuelto.
—Estamos, Noel.
—¡Ah…! Y no olvides que este diálogo y el acuerdo a que hemos llegado es…
nuestro secreto. El tuyo y el mío, ¿eh?
Una mirada de agradecimiento y cariño trasladaron los ojos de Farrah al rostro de
su hermano.
—El tuyo y el mío, Noel. Sí… Nunca olvidaré esto, ¡nunca!

ebookelo.com - Página 15
Fragmentos de otro dialogo
—ESTO es absurdo —anunció uno de los dos dialogantes.
—¿De veras…? —inquirió, mordaz, sádico incluso, el otro. Añadiendo un nuevo
interrogante—: ¿Por qué, entonces, ha acudido a la cita?
—Supongo que por curiosidad morbosa.
—Todo usted es muy morboso, lord Leigth. ¿No se lo habían dicho nunca?
—No estoy dispuesto a tolerar impertinencias. ¿Y quiere quitarse de la cara ese
estúpido mascarón?
Una carcajada tenue, siniestra, diabólica, pareció irse filtrando por la tela oscura,
negra, que cubría el rostro de uno de los contertulios, hasta cobrar vibración en el
ámbito. Y al mismo tiempo, los misteriosos puntitos que se movían al otro lado de los
agujeros que permitían asomar los ojos, cobraron un extraño y refulgente brillo.
—Usted, Leigth —quedó suprimido ahora al tratamiento—, tolerará lo que a mí
me dé la gana. Y cuando al mascarón que dice… piense que ignorar mi identidad es
condición sine qua non para que usted, lord Leigth, siga viviendo.
Lawrence Leigth, se estremeció. Muy a pesar suyo posiblemente, pero no pudo
evitar el estremecimiento que hizo vibrar toda su naturaleza. Y una pincelada pálida
se abatió sobre su rostro, de lo que fueron testigos los siniestros rayos de luz que
procedentes de dos largos y estirados cirios negros alumbraban, espectralmente, la
planta baja de aquel diabólico caserón, viejo, abandonado, en lo alto de un cerro
alejado y cercano al mismo tiempo a la capital de Inglaterra.
EL de la capucha pareció obtener cierto regocijo del estremecimiento y de la
palidez que había cubierto, de súbito, la belleza masculina de lord Lawrence Leigth.
Porque era un hombre joven y bello, sí.
Extraordinaria la belleza física de sus facciones que, sin duda, no hubiera
desdeñado el controvertido Oscar Wilde para su mefistofélico Dorian Gray. Pero en la
singular perfección de aquella faz masculina vivía un algo tan inexplicable como
sobrenatural y estremecedor; un algo difícil de definir y que quizá podía tener su
origen en el extraño brillo fosforescente que emanaba de sus grandes pupilas
negras… de un negro tan intenso que a veces, como por diabólico alarde de magia,
daba la sensación de adquirir una tonalidad rojiza.
—¿Me… me está amenazando?
—Advirtiendo, diría yo —repuso el otro, en tono pausado ahora. Para insistir—:
Sólo advirtiendo, lord Leigth. ¡Ah…! ¿Le parece bien que a partir de este momento
suprima el engorroso tratamiento de «lord»…? Pienso que la franqueza es lo mejor y
lo que más acerca a dos futuros socios…
—¿Socios…? —Enarcó las cejas el joven de rostro agradable.
Su interlocutor, del cajón central de la desvencijada mesa a que estaban sentados,
por toda respuesta, extrajo un dosier de cubiertas plásticas que empujó hacia el otro,
murmurando con significativo matiz:

ebookelo.com - Página 16
—Para volatilizar rodeos y circunloquios que a nada nos conducirían, salvo a una
estúpida pérdida de tiempo, le diré que este portafolios contiene una extensa,
detallada y minuciosa documentación… que haría las delicias de los miembros del
Yard y que se refiere a un extraño caso sucedido recientemente: el caso de Magali
Brown. ¿Le dice algo eso, Leigth? Pienso que sí… ¿verdad? Debo confesarle que esta
documentación tan prolífera y exhaustiva equivale para usted a una condena de por
vida. Cadena perpetua… sin que la influencia de su padre, por muy miembro de la
Cámara de los Lores que sea, pudiera hacer nada por evitarlo. ¡Ah, y eso sin suponer
que Edwin Brown, en un arrebato de ira, no contratase a uno de esos profesionales
del crimen que corren por ahí, para que abatiese a usted con un par de certeros
disparos! ¿Verdad que vamos a ser socios, Lawrence Leigth?
Ahora se había quedado pálido del todo. Pálido como un muerto. El dossier que
en un principio habían atenazado los dedos de su diestra, temblaba entre ellos…,
temblaba perceptiblemente. Tintineaba encima de la carcomida mesa.
—Pero ¡por favor!, no se impaciente. Olvide sus… ¿preocupaciones? —hablaba
el satánico encapuchado con burlón énfasis. Satisfecho también aunque su
expresividad quedara oculta por la capucha, por la evidente turbación y nerviosismo
del otro—. De haber querido denunciarle lo hubiera hecho ya… sin dar cabida a este
diálogo. ¿Comprende?
—¡Podría matarle!
—¿Cómo…? ¿Qué ha dicho, Leigth? Creo que el mascarón que usted dice no me
permite oír bien.
El joven estaba asustado de su absurda temeridad.
—Perdone… Creo que estoy muy excitado.
—Eso quiero creer, Lawrence. Eso… Este expediente, mi querido lord, es una
fotocopia del original. Supongo que usted ya lo sabía, ¿verdad? Y el original está,
lógicamente, a buen recaudo. Creo que lo comprende, ¿no? Le voy a regalar esta
copia para que usted pueda dar el mérito que pertenece a quienes lo han
confeccionado. Dos excelentes detectives privados y un letrado de mi absoluta y total
confianza. Tres hombres incondicionales que están a mi servicio. Leyendo podrá
darse cuenta de hasta dónde alcanzan las habilidades y eficiencia de esos
caballeros…
—¿Qué quiere de mí?
—No le voy a engañar, Leigth —dijo el otro, como si no hubiera oído o
interpretado la pregunta—. Es usted un ser degenerado y nauseabundo, un auténtico
depravado, que vive por y para el vicio. Mujeriego, homosexual incluso, ávido
siempre de fuertes y nuevas emociones en el terreno erótico… Emociones que ahora
parece haber encontrado en el satanismo, ¿verdad? Misas negras con altares formado
por mujeres jóvenes, vírgenes a poder ser… como Magali Brown, ¿no? Si esa criatura
fuese mi hija el pedazo más grande que iba a quedar de usted no rebasaría en
superficie la de la uña del dedo meñique. Pero no es mi hija por suerte para usted,

ebookelo.com - Página 17
Leigth. Aunque en el fondo, no tengo nada que reprocharle…, no.
—¿Puede hablar claro? —se atrevió a preguntar Lawrence.
Pero el otro siguió con el hilo de sus palabras y pensamientos:
—Tras las aberraciones cometidas en su mente y en su cuerpo, debía haberle
matado… las obras, Lawrence Leigth, no se deben dejar incompletas. Eso se queda
para los grandes genios de la música, los virtuosos. Pero tiene remedio, lo tiene…
Nosotros nos ocuparemos de ello.
—¿La… asesinarán?
—Satán lo hará. Satán… que se está hartando de tanta provocación. ¡Ah, por lo
que sí le felicito es por el lugar elegido para devolver a la chica! Muy logrado, sí.
Durward Street confluencia con Wodeham Street. Ese chispazo de ingenio volverá
loco a los del Yard. Piensan en Jack el Destripador, buscan la posible conexión entre
The Ripper y Satán… se preguntan por qué Magali ha aparecido en el mismo punto
donde Jack, el asesino de Whitechapel, obsequió a Londres con su primera víctima, el
31 de Agosto de 1.888.
—Por favor… Explíquese.
—Lo estoy haciendo, ¿no? Satán completará la obra alejando de manera
definitiva cualquier conexión que pueda existir entre esa chica y usted… Ella morirá,
y carpetazo.
—Se encuentra en una clínica psiquiátrica…
—Y Satán se halla en todos los lugares, amigo. No sea ridículo, por favor. ¿No le
estoy probando que para mí y para él no existen fronteras? Tranquilo… Usted,
Lawrence, tiene problemas económicos, ¿cierto?
Asintió, en silencio, el aludido.
—Sí… Su padre es hombre inteligente y puritano. Como debe ser, desde luego.
Usted… El clásico enfrentamiento generacional que suele producirse en todas las
familias. Aunque no todos los padres poseen la desgracia de tener por hijo a un
degenerado como usted… —El encapuchado vio cómo su interlocutor tragaba saliva
acentuándose la nuez, y pugnaba por dominar su excitación nerviosa, su rabia.
Agregó, burlón—: ¡Oh, perdóneme! ¡Perdóneme…! A veces cometo el grave pecado
de la irreflexión que lleva mi sinceridad a cotas insospechadas. ¿Decíamos…? ¡Ah,
sí, su padre! Sospecha la clase de vida que usted lleva, sólo en parte desde luego, y le
ha restringido al máximo su asignación monetaria lo cual, obvio, limita
considerablemente sus propósitos de orgías y bacanales, su actual inclinación hacia el
satanismo y las misas negras que tanto le apasionan, esos aquelarres en los que
sacrifican preciosas vírgenes de cuyo cuerpo pueda usted gozar hasta la saciedad…
Todo eso comporta muchos gastos, lo sé; hace falta dinero, mucho dinero. Me consta
que con Magali Brown se valió usted, primero, de que la muchacha, como otras
inglesitas de la buena sociedad, estaba loquita, perdidamente enamorada como una
colegiala que es… era, del guapísimo lord Leigth. Luego, posteriormente, para
someterla a sus turbulentos manejos diabólico-sexuales se sirvió de procedimientos

ebookelo.com - Página 18
hipnóticos que presumo que usted utiliza indebidamente y también de poderosos
alucinógenos que han hecho polvo la psiquis de la chica. Eso, en realidad y desde mi
perspectiva personal, me tiene sin cuidado… Yo, lo único que pretendo, es financiar
sus orgías, dotarle de mejores sistemas, instalar un suntuoso recinto mucho más
acorde que el utilizado por usted hasta ahora, en el subsuelo de un cementerio…, un
verdadero templo de culto a Satán y a las pasiones de la carne donde usted y sus
adláteres puedan entregarse al frenesí diabólico, a la vorágine sexual y a la demencia.
Eso es, en principio, lo que ofrezco.
Leigth, que en los últimos instantes había escuchado al de la capucha con suma
atención, reverente atención casi, muy preocupado por la gravedad de los hechos
cometidos en el dossier que seguía sosteniendo los temblorosos dedos de su mano
derecha, que podían significar una condena de por vida como el otro había insinuado,
preguntó, inseguro:
—Y usted… ¿qué gana con todo ello? Porque no irá a decirme que está dispuesto
a silenciar lo de Magali Brown y encima a invertir dinero en algo que no es
productivo y que tan siquiera le apasiona, por simpatía o simple capricho…, además,
a usted no le soy simpático porque está evidente que me desprecia.
—¡Por supuesto que le desprecio, amigo! Y con relación al dinero, yo, jamás
invierto un penique sin tener la absoluta certeza de que me reportará, como mínimo,
una libra de beneficios.
—¡Aún lo entiendo menos!
—Lo entenderá, lo entenderá, paciencia. Paciencia… ¿Ha oído hablar del viejo
cementerio de Highgate, Leigth?
—Sí. Algo. ¿Por qué?
—Highgate era en otro tiempo una pintoresca aldea que hoy, obvio, se encuentra
incorporada a Londres, pero que aún está llena de encanto, sabor, colorido y vida
propia. Hay en esa aldea dos cementerios, el nuevo y el viejo, cerrado en la
actualidad este último y que se abrió sus tenebrosas puertas allá por 1838. Incluso
están prohibidas las visitas turísticas si no se justifica un interés especial por el que se
considere lógico confirmar la regla con una excepción que se convierte en permiso
para que los encargados de su conservación abran la verja y consientan el acceso de
las personas, siempre muy importantes, debidamente autorizadas. ¿Le aburro, mi
despreciable lord Leigth?
—No, no…
—¿Sabe por qué se cerró ese cementerio?
—No…
—Entre 1969 y 1972 una serie de incidentes pusieron en estado de alerta a la
policía: tumbas violadas, cadáveres desaparecidos, extraños restos y señales que
hacían pensar en rituales mágicos, quejas de los vecinos a propósito de extraños
ruidos nocturnos y, finalmente, el hallazgo de un extraño individuo que se dedicaba,
según confesión propia, a recorrer el cementerio armado con una estaca, un martillo y

ebookelo.com - Página 19
un crucifijo, para cazar vampiros[2]. Las investigaciones pertinentes revelaron la
existencia de grupos que escogían el marco del cementerio para realizar actos de
brujería, exorcismos nocturnos y, según parece y se dijo… misas negras y actos
paganos de gran obscenidad. Eso y el hecho indiscutible del vandalismo sacrílego que
había dañado o destruido muchas sepulturas y tumbas hizo adoptar la decisión de
cerrar ese paraje de cuento fantástico… bajo cuyo suelo ha edificado su templo,
Lawrence Leigth. ¿Qué le parece?
—No lo entiendo, ¡de verdad! Sigo sin saber lo que usted pretende de mí. El
aquello que yo debo darle a cambio de esto. Del fabuloso templo…
—La parte más espectral del viejo cementerio… luego atenderé a sus dudas e
interrogantes, es, sin duda, la que se denomina Las Catacumbas donde en un
hundimiento del terreno están dispuestos los panteones familiares formando un
círculo. La entrada a Las Catacumbas se hace a través de un pórtico gigante con
columnas egipcias… y en una de esas columnas, Lawrence, está situado el resorte
que franquea una de las entradas al subsuelo donde yo he mandado erigir su templo
de culto a Satán.
—¿No me ha dicho que ese cementerio fue cerrado por la policía?
—Eso he dicho, si, y además es cierto. Pero por la parte trasera de la necrópolis y
desde una casa anexa a ella en la que vive un fiel servidor mío puede llegarse, a
través de un pasadizo secreto, hasta la columna referida de la entrada de Las
Catacumbas. Todo está previsto, Leigth, todo…
—¿Cuándo va a descubrir su juego? —El joven y pérfido lord ardía en ansias de
saber el cómo y por qué de todas aquellas concesiones del encapuchado.
—Ahora mismo, ahora… Entre los adoradores de Satán hay gente importantísima
en todas la esferas sociales, de poder y de presión, financieros, etcétera, a los que yo
puedo extorsionar o convencer cuando me es necesario. Con usted es diferente,
Lawrence Leigth, diferente. A usted le tengo atrapado como a ningún otro… Necesito
de su belleza, amigo.
Evidentemente, el joven lord malinterpretó las palabras del otro.
—¡Eh! ¿Qué está insinuando? ¡Usted tiene un concepto equivocado de mí y…!
—¡Cállese! —rugió, ominoso—. Es usted un perfecto imbécil, Leigth. Su belleza
me servirá para atraer a aquellas mujeres que necesite para mis fines particulares.
Usted se encargará de enamorarlas, de utilizarlas en sus experiencias diabólicas y
sexuales siempre y cuando yo no ordene lo contrario, y luego yo, Yo, me haré cargo
de ellas.
—¿Para qué…?
—Secreto de sumario. La primera de la lista es Pamela Corley.
—¡PAMELA CORLEY! Pero si Pamela es…
—Yo sé perfectamente quién es Pamela Corley, qué duda cabe… y usted sabe
perfectamente que le esperan muchos años de cárcel si Scotland Yard recibe otra
fotocopia de este dossier referente a Magali Brown, ¿no? Debe usted seducir a

ebookelo.com - Página 20
Pamela. Es una bella criatura de ojos maravillosos… ¡de ojos fantásticos! ¿De
acuerdo?
—Sí… —admitió, abatido—. ¿Y cuándo la haya… eh?
—Robert Brandeur, Bob para los amigos, será nuestro contacto. Él le dará
instrucciones a todos los niveles. Él le facilitará el personal para escenificar los
experimentos diabólicos, para gozar… A cambio, quiero en principio a Pamela
Corley. Entretanto nos ocuparemos de Magali. ¡Ah!, y de un estúpido periodista que
está haciendo demasiadas preguntas, que está provocando a Satán con escritos
insultantes…
—¿Douglas Halliday?
—Douglas Halliday, sí.
—¡Es amigo mío! —exclamó Lawrence Leigth.
—¿Cree que lo seguiría siendo si leyera esos folios?
—No…
—Pues hay que eliminarlo. Igual que los detectives llegaron, puede acabar
llegando él. Usted a lo suyo. A las orgías, al sexo, a la depravación… y a facilitarme
las mujeres que yo señale. ¿Está claro… si es que quiere seguir disfrutando de su
aberrante existencia?
—Sí…

1. ¡Satán representa la satisfacción de las pasiones en lugar de las abstinencias!


2. ¡Satán representa la existencia vital, en lugar de las quimeras espirituales!
3. ¡Satán representa la amabilidad para aquellos que la merecen, en lugar de un
amor malgastado con ingratos!
4. ¡Satán representa la sabiduría no mancillada, en lugar del hipócrita engaño!
5. ¡Satán representa la venganza, en lugar de la obligación de ofrecer la otra
mejilla!
6. ¡Satán representa la responsabilidad hacia el que lo aprecia, en lugar de la
preocupación por los vampiros psíquicos!
7. ¡Satán representa el hombre tan sólo como otro animal, algunas veces mejor,
con mucha frecuencia peor que aquellos que caminan a cuatro patas; animal que, a
causa de su «divino desarrollo espiritual e intelectual», se ha convertido en el peor de
todos los animales!
8. ¡Satán representa a todos los supuestos pecados, pues todos conducen a la
satisfacción física, mental o emocional!
9. ¡Satán ha sido el mejor amigo que la Iglesia ha tenido siempre, pues durante
siglos no ha cesado de sostener su negocio!

JAMÁS COMETÁIS EL IMPERDONABLE ERROR DE PROVOCAR A SATÁN.

Las nueve afirmaciones satánicas


La Biblia Satánica

ebookelo.com - Página 21
Satán… El provocado
REDONDOS.
Muy grandes.
Fijos.
Verdes…
Muy verdes y quizá misteriosos.
Complicados.
Vacíos… quizá.
Así eran ahora, así.
Los ojos de Magali Brown.
Daban la sensación de estarlo mirando todo, de querer captar al máximo el
aburrido entorno que la rodeaba… y de no ver, en definitiva, nada.
NADA.
ABSOLUTAMENTE NADA.
Porque mirando con atención la inmóvil movilidad, la apagada luz, el opaco brillo
y demás contrasentidos que representaban y ofrecían unos ojos a los que en principio
la naturaleza había brindado la titularidad de maravillosos, de fascinantes, de
cándidos y perversamente ingenuos, de misteriosos también y de complicados
quizá… mirando ahora aquellos ojos que habían recibido tantas y tan dispares
donaciones se obtenía la extraña, inquietante sensación, de que eran ojos de una
invidente.
CIEGA…
Unos ojos muy verdes si con aguas azuladas en el fondo lejano de los iris, pero
vacíos quizá, sí.
VACÍOS…
Ésta era la sensación que ofrecían en aquel instante los ojos maravillosos, verdes,
otrora sensacionales, de Magali Brown.
Unos ojos que poco la llevaran a ganar un concurso de fotografía.
Unos ojos que más recientemente la precipitaran a obtener un trofeo diabólico.
—Satán… —murmuraba—. Satán… —repetía, moviendo sus labios rojos,
carnales, sangrantes, como en un rezo.
Estaba sentada en el suelo sobre la alfombra que cubría la casi totalidad del piso
de la habitación.
Con las piernas recogidas hacia dentro de forma que las rodillas le sirviesen de
apoyo a las manos y éstas a la cabeza.
Pero aun así tenía la frente alzada de forma que sus ojos vacíos se perdieran hacia
algún lugar ignorado.
El camisón lo tenía recogido de tal manera que en una hembra con raciocinio
controlado se hubiese considerado obsceno y ofrecía una perspectiva casi brutal de su
sexo juvenil el no llevar otra prenda entre camisón y piel.

ebookelo.com - Página 22
Quizá aquella postura anárquica tenía mucho que ver con el vacío de sus ojos y lo
ajena que su mente estaba a ella misma.
Prácticamente, Magali Brown, no vivía.
NO…
¿Vegetaba, quizá?
¿La habían convertido en un hermoso vegetal cuya psiquis sólo pensaba en…?
¿SATÁN?
—Satán… —insistía.
Y su mano derecha cayó en tierra, encima de la alfombra, para que el dedo índice
comenzara a dibujar mecánicamente, con igual monotonía que su mirada vacía, los
trazos de un grafismo que parecían haber fijado en su mente torturada con hierro y
fuego.
El mismo dibujo que la encontraran trazando el día de su súbita aparición sobre el
polvo de las calles Durwan y Wodeham Street…
El falo diabólico.
—Poséeme Príncipe de las Tinieblas… —pedía ahora con voz quebrada, ronca,
casi patética—. ¡Ámame Satanás! ¡Ven…! ¡Ven a mí, SATÁN!
Silencio.
De pronto, silencio.
Un silencio espectral, de necrópolis, pareció azotar de súbito el interior de la
habitación 703 —bungalow en realidad—, de la Mental Hygiene Ward-Bungalow’s
Center.
Un silencio singular.
De aquellos que tomaban cuerpo… y casi forma.
Magali, en su propio vacío psíquico, notó algo extraño.
Anormal.
Estremecedor.
Y comenzó a temblar al instante como la hoja de un árbol, de un único árbol,
batida por avariento huracán.
Además de Magali, temblaron también, y perceptiblemente, las paredes del
bungalow. Porque en aquel lugar se había prescindido del entorno rígido, carcelario
incluso, que rodeaba a la casi totalidad de centros para la recuperación psiquiátrica,
por modernos y atrevidos que éstos fuesen en su diseño. Siempre permanecía una u
otra connotación que acababa identificándolos con lo que realmente eran.
Percival Ward, presidente del Consejo Médico que regía los destinos de aquel
centro, había puesto como condición cuando fuera llamado por el regente, la regente
en verdad, miss Mary Anne Olivier, de la Saluzasbel Fundation, que él sólo dirigiría
un centro realmente distinto, un lugar donde el enfermo adquiriese confianza en sí
mismo, confianza que sólo otorgaba libertad, y con ella, la seguridad de que iba a
recobrarse de su dolencia psíquica.
No se podía recuperar a un paciente mental si no le concedían de inmediato

ebookelo.com - Página 23
libertad, confianza, fe en sí mismo…
De ahí que hubiera nacido una mezcla de balneario residencia, de hotel de
muchas estrellas, de finca de recreo… de todo, menos el hospital psíquico.
Allí la mayor parte de enfermos alcanzarían su verdadera personalidad, volverían
a ser ellos, sin necesidad de excesivos alardes médicos o quirúrgicos.
Algunos, quizá, podrían morir… de terror.
Magali Brown, ajena a sí misma, ajena al porqué el doctor Percival Ward ordenó
que fuesen bungalows en lugar de frías habitaciones de paredes blancas, ajena a todo
lo que no fuese el pánico ancestral que la estaba dominando, succionando por
momentos, vio aumentar el temblor de sus carnes en especie de incomprensible
flagelación.
Las paredes temblaban…
El bungalow zozobraba sobre sus cimientos, sobre unos cimientos que parecían
resquebrajarse…
Daba vueltas…
Todo daba vueltas en torno a Magali…
Se puso en pie de un brinco apretando el camisón contra su cuerpo lo mismo que
si ahora desease fervientemente defenderse hasta la muerte, hasta el más allá, una
virginidad que al decir de los psiquiatras había ofrecido a Satán y que os discípulos
de éste habían gozado.
Las paredes giraban como una noria alucinante, sí.
A una velocidad de vértigo…
DE LOCURA.
Y hacía frío…
Un frío intensísimo, glacial, lo mismo que si allí dentro, de repente, hubiesen
estallado docenas y docenas de icebergs.
Magali, acurrucada en un ángulo de la estancia con ambas manos fuertemente
apretadas contra su sexo, más que temblar, castañeteaba.
Sus dientes producían un sonido macabro al dar sonoridad al tintineo que les
hacía chocar.
¿Frío… Terror…?
Unos copos de nieve, súbitamente, descendieron desde el techo en
incomprensible nevada.
Los ojos de Magali, aquellos preciosos ojazos verdes con aguas azules muy en el
fondo, cobraron, de pronto, expresividad.
Fuerza…
¿Lucidez?
—¡NO… NO PUEDE SER! ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?
LUCIDEZ, SI.
Su mente acababa de recobrar el dominio y por los labios de Magali Brown
surgió la lógica en forma de preguntas.

ebookelo.com - Página 24
Se escuchó entonces algo muy parecido al fragor de los cañones de dos naves
piratas enfrentándose una a otra encima de las crestas enfurecidas de un bravío
océano.
Algo ensordecedor.
Algo de locura.
Magali creyó en aquel instante que le estallaban los tímpanos, que su cerebro se
fragmentaba en ínfimas porciones que un chorro de fuego corría por dentro de su
mente y que un aceite inflamaba los abismos de su pensamiento condenándola a una
brutal oscuridad de locura y horror.
—¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!
Y entre el fragor de aquel singular combate alucinante de confusas y bestiales
imágenes, se alzó una voz metálica, personal, sobrecogedora, anunciando:
—Me habéis obligado a salir de las simas de mi poder infinito, ¡malditos
sacrílegos! Me habéis obligado a brindaros mi castigo… y digo brindar porque en él
hallaréis la satisfacción morbosa de lo perfecto en el dolor y lo sublime en la
tortura… ¡SOY SATÁN, MAGALI BROWN! ¡SATÁN… Y ESTAS TENIENDO EL
PRIVILEGIO DE MI CASTIGO A CAUSA DE TUS REITERADAS
PROVOCACIONES…! ¿No me llamabas? ¡Aquí me tienes! ¡Aquí estoy
enarbolando la antorcha del castigo, del flagelo excitante de mi poder! ¿Por qué me
provocabas? ¿Por qué me brindabas tu virginidad de doncella, tu carne de pasión?
¿Acaso porque en verdad dudabas de mi existencia? ¡HEME AQUÍ… SOY SATÁN!
¡EL MISMÍSIMO DIOS DE LOS INFIERNOS!
La chica fue hacinando el raudal de sus ojos sobre la figura que surgía de entre
aquellos copos de nieve que tenían un manto siniestro en lugar de blanco… figura
que pese a la súbita ola de blancos copos pasaba entre ellos sin recibir la caricia de
uno sólo, sin que su capa negra quedara en lo más mínimo mancillada por el blanco.
Magali disparaba más y más, al máximo, sus pupilas.
Las desorbitaba.
NO…
ERA IMPOSIBLE.
¿QUE ERA AQUELLO QUE LA RODEABA?
Pero…
¡Pero si ella acababa de salir de la pensión!
La psiquis de Magali Brown había vuelto a la realidad, el entorno lúcido de sus
percepciones, pero situada en el justo instante en que sus engramas cerebrales
comenzaran a ser dominados por vibraciones magnéticas de hipnosis… había vuelto a
la realidad pero en fecha 17 de diciembre, la fecha en que había desaparecido.
Su cerebro estaba, pues, siendo sacudido por un tumulto de extrañas y dispares
sensaciones que la precipitaban, de nuevo y muy rápidamente, hacia la locura.
¿Dónde estaba la pensión?
¿Qué era aquella nieve…?

ebookelo.com - Página 25
¿Y el lugar?
¿Y… Y EL SINIESTRO PERSONAJE?
—Soy Satán, querida… EL PROVOCADO. Y ahora tendrás ocasión de
entregarme aquello que me ofrecías.
Magali trató de retroceder conforme aquel diabólico ser envuelto en tinieblas
avanzaba hacia ella, avanzaba al encuentro de su persona, de su cuerpo, de su virtud.
Se llevó las manos al rostro comenzando a arañarse con fuerza hasta producir en
su delicada epidermis profundos surcos sangrantes.
—No…
Seguía nevando.
Seguía haciendo un frío terrible.
Magali seguía temblando.
De frío…
DE TERROR.
Porque él avanzaba sin que uno solo de los copos quedara prendido en su capa
negra, en su envoltura satánica, de la que solos surgían dos haces de luz, dos haces de
fuego que giraban alrededor de su propio eje expulsando esquirlas encendidas de
infierno. Fuego…
Un fuego que no suavizaba el frío que atería brutalmente la frágil naturaleza de
Magali.
—Te ofrezco el calor a cambio de tu pureza…
—¡NO… NO… NO… NUNCA! ¡JAMÁS!
Otro estallido y las paredes que la circundaban pareció que se venían encima de
ella.
Y él, detrás.
Despojándose ya de su capa.
Disponiéndose a poseerla.
—¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOO!
Vio sus garras…, porque eran garras espectrales, velludas, siniestras, horribles,
extendiéndose para alcanzarla.
El grito, ahora, conmovió los cimientos de la tierra, del universo, de todos los
confines, porque las cuerdas vocales de Magali Brown estallaron al unísono para
producirlo.
Y después se quedó sin voz.
Muda.
—Te ofrezco el calor a cambio de tu pureza…
Y vio enormes antorchas de fuego rodeando al monstruoso emperador del averno.
Antorchas que eran portadas por un sinnúmero de fétidos, retorcidos y contrahechos
gnomos que danzaban impúdicos haciendo ostentación de sus deformes manifiestos
viriles.
El estallido alucinante que inundó las pupilas de Magali Brown pese a que no

ebookelo.com - Página 26
pudo ser exteriorizado, se reflejó y evidenció en el patetismo de su crispación, en la
horrible tortura que nacía dentro de su mente y se expresaba en la angustia demencial
de su mirada.
—Sólo arrancándote los ojos te librarás del lienzo dantesco… sólo así. De lo
contrario te prolongaré la vida miles de años para que siempre estés contemplando
esta danza de locura y horror. Será mi castigo por haberme provocado. Luego, el día
que tú misma te ofrezcas a cambio de que borre tus ojos tanta infamia, te poseeré.
Elige, Magali… LOS OJOS O LA VIRTUD.
Las uñas de la muchacha volaron hacia arriba con velocidad bestial para hundirse
en aquellos discos verdes, ahora reflejo de horror, pugnando por…
POR ARRANCARLOS DE LAS ÓRBITAS.
Fue siniestro.
Un cúmulo tan grande horror y sangre que el propio diablo debió encogerse sobre
sí regresando a través de los copos de nieve hacia el interior de sus posesiones
diabólicas allá en los confines del infinito.
Dejando presente el eco de unas carcajadas sobrecogedoras, bestiales, excitantes,
que rezumaban sadismo, lubricidad y morbo.
Mientras los gnomos rodeaban a la mujer que seguía obsesionada arrancándose
los ojos para prender su blanco camisón con la llama de las antorchas.
Magali Brown pronto quedó convertida en una tea viviente.
Que no podía gritar, hacer público, el terror que la violentaba, el pánico que
consumía su alma y el dolor animal del fuego quemando sus carnes.
Se precipitó contra una de las paredes y logró cruzarla para surgir al otro lado
como una aparición llameante del averno.
Una voz, surgiendo de pronto desde algún lugar, gritó:
—¡Es… es una mujer! ¡Una de las enfermas! ¡Y se está quemando! ¡Está
ardiendo!
Era, ya, casi, un montón de cenizas caminantes.
Y las cenizas no hablaban, sólo eran polvo.
Por eso nunca se podría saber cuál había sido la verdadera, la terrible, la
alucinante odisea de Magali Brown desde el día 17 de diciembre de 1982 hasta aquel
instante en que, por medio de una escenografía diabólica, fuera reducida a cenizas.
¿CENIZAS…?
¿También sus ojos…, también aquellas magníficas pupilas verdes que con
desesperación había pretendido arrancarse…?
¿TAMBIÉN CENIZAS…?
Nunca se sabría la verdad.
NUNCA…

ebookelo.com - Página 27
Singulares anuncios en The Observer y The Times
EVIDENTEMENTE eran muchas, variopintas y espectaculares, las noticias que en
las últimas fechas se habían sucedido y que acaparaban por entero y de manera
equidistante la atención de los lectores británicos.
La crisis del gobierno de mistress Thatcher…
Las declaraciones inoportunas de su ministro Francis Pynn…
La complicidad de Menagen Begin y Ariel Sharon en las masacres brutales de
palestinos acaecidas en determinados barrios de Beirut…
La marcha arrolladora del Liverpool F. C. en la liga inglesa de fútbol…
El terrorismo en Italia y España…
Las posibles connivencias de ciertos miembros del Vaticano con fraudes y tráficos
de divisas…
Y volviendo al ámbito nacional —que es el que más preocupaba y preocupa en
realidad, a la opinión británica—, la reciente muerte apenas si hacía unas horas, en un
modernísimo recinto psiquiátrico, de una preciosa muchachita que estaba internada
allí a causa de los trastornos mentales que le habían producido ciertos aberrantes de
ignorada identidad al promover en su cuerpo diabólicos maquiavelismos de culto a
Satán que habían culminado con la fragmentación brutal de su virginidad.
Y ahora aquella pobre chica, Magali Brown, había muerto tras convertirse en una
horrible antorcha humana.
Con toda aquella claridad —¿calidad…?— de noticias, era obvio que otras de
menor envergadura pasaban prácticamente desapercibidas.
Y lo mismo ocurría con los anuncios comerciales por palabras.
A excepción de dos, posiblemente, que aquellos días y de forma consuetudinaria,
publicaban los rotativos The Observer y The Times.
Éstos eran los contenidos de tan singulares anuncios. El primero, decía lo
siguiente:

Usted no puede morir, así como así


BANCO DE LA VIDA
se lo garantiza
Apartado de Correos, 2.002. LONDON

Y el segundo:

Usted puede subsanar su defecto físico


o mejorar su belleza
o tener unos ojos más hermosos
BANCO ESTÉTICO
Le da garantías de ello

ebookelo.com - Página 28
Apartado de Correos, 2.002. LONDON

Eran dos anuncios con impacto, con garra y hasta con suspense, porque en ellos
se insinuaba la posibilidad de aplazar la muerte, de alejarla, y de mejorar
notablemente el aspecto físico… o tener unos ojos más hermosos… y eso siempre
llamaba la atención, de las mujeres sobre todo, por crueles y trágicas que fuesen las
otras noticias.

BANCO DE LA VIDA… BANCO ESTÉTICO…

ebookelo.com - Página 29
PRIMERA PARTE

Puzzle diabólico

ebookelo.com - Página 30
Capítulo primero
HABÍA cierto movimiento, una pequeña conmoción, en el sector católico del
cementerio de Saint John’s Wood.
La gente, severamente vestida de negro en su mayor parte, crispadas la mayoría
de las expresiones, tensos los semblantes, se agrupaban en torno a la abierta
sepultura.
El féretro, blanco, con las cuerdas pasadas por debajo, esperando el momento del
definitivo descenso, frente al rectángulo vacío a cuyos laterales se amontonaba la
tierra.
La tierra de la que eran creados los vivos y a la que eran devueltos los muertos.
El canónigo Stephan Whitleaw de la comunidad católica londinense, con el libro
ritual de exequias, abierto, entre la palma de ambas manos, susurraba más que decía:
—Dios todopoderoso ha llamado a nuestra hermana Magali y nosotros ahora
enterramos su cuerpo, para que vuelva a la tierra de donde fue sacado. Con la fe
puesta en la resurrección de Cristo, primogénito de los muertos, creemos que Él
transformará nuestro cuerpo humillado y lo hará semejante a su cuerpo glorioso. Por
eso encomendamos nuestra hermana al Señor, para que la resucite en el último día y
la admita en la paz de su Reino.
Hizo una breve, fugaz pausa el clérigo, diciendo a continuación:
—Y ahora, hermanos, pidamos todos juntos al Padre…
Como unos diez metros por detrás del grupo, casi chocando sus espaldas contra el
tronco ágil, altísimo y flexible de una pareja de Cipreses, se hallaban dos hombres.
Uno, de mediana estatura y delgado, vestía muy oscuro. Destacaba en su persona
la incipiente y brillante calva, los ojos grises de mirada escrutadora, inteligente, y al
mismo tiempo la modestia que se reflejaba en su expresión.
—¿Le afectan los entierros, profesor Ward?
El segundo, el que acababa de lanzar el interrogante, era de disposición y físico
joven, aunque quizá su expresividad arrolladora le daba un talante más juvenil que el
expresado cronológicamente por su edad; dicho de otra manera: parecía más joven de
lo que en realidad era.
Douglas Halliday, redactor de sucesos del Daily Express —que en los últimos
días había sensibilizado, conmocionado y preocupado la opinión pública londinense
con su relato meticuloso, y hasta morboso al decir de algunos, del enigma que
rodeaba la triste aventura de Magali Brown (cuyo sepelio se estaba efectuando en
aquel instante)—, frisaba la treintena aunque sus cabellos pelirrojos de niño mal
educado, las pecas y su carácter, se empeñasen en hacerlo más joven.
Percival Ward, presidente del Consejo Médico que regía los destinos del Mental
Hygiene Ward-Bungalow’s Fundation, dijo, ambiguo, mirando al periodista:
—¿Qué espera que le responda, señor Halliday?
—Exactamente lo que ha hecho, profesor. No responderme nada.

ebookelo.com - Página 31
—A ustedes los periodistas, decirles nada es decirles mucho… ¿no lo cree así?
—Cuestión de criterios. Posiblemente los que así opinan, opinan así, porque le
temen a la verdad.
—¿Qué insinúa, Halliday? ¿Que temo a la verdad?
—Sí y no… Quiero decir que usted no teme a la verdad, pero sí teme encontrarla.
Que no le importa decirla, que no le importa ser sincero, pero sí le preocupa
enormemente…
Los ojillos grises del profesor miraban con cierto afecto al niño mal criado y
grande que se creía con derecho a saberlo todo y decirlo todo simplemente porque era
periodista y tenía la obligación de hallar la verdad y contarla a sus lectores.
«La verdad… —pensó para sí el médico—. ¡Qué extraño término!».
—¿Qué es lo que me preocupa enormemente, señor Halliday?
—El cómo, profesor. El cómo se ha producido la muerte de Magali Brown. Le
preocupa mucho más eso que el mismo hecho en sí de la muerte… ¿Me equivoco?
Por eso se ha alejado usted del grupo, por eso pretende estudiar desde aquí, desde
lejos, el misterio que encierra ese ataúd. El misterio, profesor, se llama… asesinato.
—¡Por Dios, Halliday! ¿Hasta en el cementerio tiene usted que cabalgar como
abanderado de la morbosidad?
—De la verdad, de la… verdad, profesor Ward.
—No es el momento, Halliday. La gente nos mira de soslayo. Acerquémonos al
grupo si le parece. Luego seguiremos hablando, ¿de acuerdo?
—De acuerdo…
Y se integraron con los demás justo en el instante que el canónigo pronunciaba:
—Tú que alimentaste a nuestra hermana con Tu cuerpo y Tu sangre, dígnate
también admitirla en la mesa de tu Reino.
Y el grupo, a coro, con profunda misticidad, respondía:
—Te lo pedimos, Señor.
—Y a nosotros, que lloramos su muerte, dígnate confortarnos con la fe y la
esperanza en la vida eterna.
—Te lo pedimos, Señor.
Stephan Whitleaw cerró el libro ritual de exequias al tiempo que con la diestra
trazaba la señal de la cruz sobre el féretro, pronunciando:
—Señor, ten misericordia de tu sierva, para que no sufra castigo por sus faltas,
pues deseo cumplir Tu voluntad. La verdadera fe le unió aquí, en la tierra, el pueblo
fiel, que Tu bondad le una ahora en coro de los ángeles y elegidos. Por Jesucristo,
nuestro Señor…
—Amén.
Acto seguido, el sacerdote, se dirigió a los padres de la infortunada para
testimoniarles directamente su pésame.
Farrah Stack de Brown se abrazó con patente desesperación al sacerdote al
tiempo que estallaba en un llanto convulso, espasmódico y crispado:

ebookelo.com - Página 32
—¡Padre…, padre…! ¿Por qué? ¿Por qué mi hija? ¡Padreeee! ¿Por qué Dios me
hace sufrir de esta manera? ¿Por qué?
—Hija… Hija mía, lo que yo puedo decirte en este momento, sólo son palabras.
Y tú, es lógico y humano, esperas algo más que palabras. Sus designios, Farrah, están
llenos de misterio y de lógica también. Puede que el llevársela a su Reino no haya
hecho otra cosa que evitarle sufrimientos mucho mayores. En cuanto a ti, hija mía…
Es tu Cruz. Cógela y síguele.
Edwin Brown recibió la mano del religioso aceptándola con rigidez y frialdad.
Como si le estuviera diciendo que con él se evitara las frases y los sermones, la
palabrería hueca que a nadie podía conformar, y mucho menos a un padre que había
perdido a su hija en las crueles circunstancias en que él acababa de perder a Magali.
Noel Bannister también eludió la presencia del cura, aunque por el hecho de
llevarse lejos de allí a su hermanastra en el momento en que los empleados del
cementerio iban a iniciar el descenso del ataúd, y no tanto por la circunstancia de no
compartir la ideología religiosa del reverendo Stephan Whitleaw.
—¡No volveré a verla, Noel! ¡Nunca…! Me la quitan, me la devuelven
enloquecida y luego, luego… ¡LA MATAN! ¡LA MATAN! ¡CANALLAS!
¡ASESINOOOOOOS!
Noel la apretó con fuerza contra su torso para que los gritos de la mujer quedasen
enterrados en su tórax poderoso, al tiempo que inclinando la cabeza susurraba al oído
de ella:
—Así, Farrah, no la vas a resucitar. ¿Entiendes? Todo ha terminado…, pero
aquella justicia o venganza que viniste a pedirme a mi despacho está por empezar,
¿comprendes?
Ella, alzó hasta los de su hermano sus ojazos inmensos, límpidos pero empañados
por el vapor de las lágrimas, almendrados, y dijo con una expresión repentinamente
resuelta.
Casi tajante. Abortiva:
—¡No, no…, olvídalo! Quiero que lo olvides, Noel. Estoy confundida… El padre
Whitleaw tiene razón. Es mi Cruz. Como cristiana debo cogerla y seguir al que nos
dio el ejemplo. No es la venganza el camino, Noel.
—Sí el mío —cortó el periodista y abogado, más resuelto incluso que su hermana
—. Y ahora es cuando de verdad voy a luchar hasta el fin. No pararé ni nadie me
detendrá hasta que sepa exactamente lo que le ha sucedido a mi sobrina, qué le han
hecho, quién, por qué… Hay muchos interrogantes crueles a los que debo encontrar
respuesta. Desenmascaré a esos criminales en verso a mi personal justicia.
—¡La justicia es de Dios!
—Nadie dice lo contrario. Pero… ¡Allí está Douglas Halliday! Luego hablaré con
él.
—Noel, Noel… —insistió y suplicó la bella y llorosa Farrah Stack. Razonando—:
Me arrepiento de habértelo pedido porque en adelante me sentiré culpable de

ebookelo.com - Página 33
cualquier cosa que pueda sucederte. Noel, por favor… una expresión de pánico como
la que estamos viviendo, de dolor y pena, de terror, una muestra desgarradora de
muerte, ¿no crees que es suficiente?
—¿Recuerdas lo que tú dijiste, lo que yo dije, lo que dijo Halliday desde su
columna? Puede haber más Magali… El pelirrojo puso el dedo en la llaga… ¿Quién
puede estar seguro a partir de este instante de que la virginidad de su hija no será
brutalmente sacrificada en el transcurso de la orgía sexual que rodea a las…?
—¡No la pronuncies! ¡No digas la palabra o las palabras de ese rito monstruoso,
Noel!
—Como quieras. Pero llegaré al final. Por mi sobrina, por vosotros, por mí, por
las demás jóvenes que puedan sucederle en esa tortura…, por acabar definitivamente
con quienes ultrajaron física y psíquicamente a Magali y luego la han quemado viva.
—¡Ha sido un accidente!
—¿Lo crees de veras, Farrah?
—No…
—Nadie puede creerlo. Hablaré ahora mismo con Douglas Halliday porque
pienso que puede ayudarme.
—Está conversando con el profesor Ward.
—Lo veo. Haciéndole preguntas seguramente. Admiro el estilo agresivo de mi
colega. No pierde punto… como debe ser. En cuanto termine de hablar con el doctor
Percival Ward, me acercaré. ¿Prometes dominarte, Farrah?
—Lo intentaré…
Douglas Halliday, en efecto, se hallaba en compañía del profesor Ward. Ambos se
habían retirado de nuevo hacia la proximidad de los Cipreses. Decía el periodista en
aquel instante:
—Si la muerte de esa muchacha no se esclarece de una forma concreta que no
deje lugar a la menor de las dudas, que elimine cualquier mácula de reserva en el
pensamiento de la opinión pública… será esa muerte precisamente, profesor Ward, el
peor enemigo del centro de recuperación psíquica que usted preside. La
magnificencia de una obra que se anota en su haber, el logro de que se llame
balneario o Ward-Bungalow’s Center a lo que no hace muchos años era simple
manicomio o casa de locos… su esfuerzo por tratar al enfermo psíquico como
considera usted que es humano y profesionalmente beneficioso, todo ese cúmulo de
perfecciones que ha conseguido, se irán a tierra mientras persista la posibilidad de
que Magali Brown haya sido quemada viva. ASESINADA. ¿Lo entiende, profesor?
¡Claro que lo entiende! ¡De sobras lo entiende!
El otro, con perfecto dominio de sí, repuso:
—Usted se lo dice todo, señor Halliday…
—¡Pero es su reputación y no la mía la que está en juego! Sólo pretendo ayudarle,
profesor.
—No nos engañemos, Halliday. Usted no trata de ayudar a nadie que no sea usted

ebookelo.com - Página 34
mismo. Persigue simplemente la noticia y cuanto más espectacular sea, mejor.
—Admitámoslo, profesor. ¿Aunque sea en aras de mi profesionalidad bien o mal
entendida, no cree que buscando la verdad en mi propio favor también favorezco a
los demás? Si ha sido un accidente hay que demostrarlo y todos tranquilos. Si se trata
de un crimen hay que desenmascarar a los asesinos para bien de la sociedad, para que
se haga justicia y para que el centro que usted preside recobre la credibilidad del
ciudadano… y Su reputación, insisto, no quede maltrecha.
—Visto así, señor Halliday… ¿no le parece que es la policía quien tiene la última
palabra?
El periodista esbozó una burlona carcajada.
—¡Por favor, por favor…! No me haga reír que estamos en un cementerio. ¡La
policía!
—Para eso se llevan una parte importante de los presupuestos del estado, en
nóminas, adquisición de nuevos materiales, incorporación de modernas técnicas… Yo
soy un médico, un psiquiatra simplemente. ¿Qué quiere exactamente de mí, Halliday?
—Creo habérselo dicho, ¿no? —El periodista mostraba una expresión algo más
que agresiva: violenta. Estalló—: ¡LA VERDAD!
—¿Piensa estar acosándome de por vida?
—Eso pienso, profesor. Hasta que mine su contumaz resistencia.
—¡Por Dios que me asusta! —sonrió por vez primera el médico, sin abandonar su
entorno reposado y circunspecto. Y dijo, persuasivo—: Entiendo su postura, señor
Halliday, porque usted tiene muy poco a perder pero mucho a ganar. Y le pido, como
hombre inteligente que es, que considere y entienda que mi posición es muy distinta.
No puedo aventurar…
—¡Estamos hablando de una vida humana, profesor Ward! ¡De una infeliz
criatura de catorce años! Y dice usted que no puede aventurar… ¿Qué es lo que usted
no puede aventurar?
—Un juicio. No puedo hacerlo.
—Intuyo que existe una base para establecer ese juicio, profesor.
—La hay, sí.
—¿Cuál? —Le acosó el periodista.
—Por favor, por favor.
—¡CUAL, PROFESOR, CUAL! —Casi gritó Douglas Halliday.
—Repórtese, Halliday, se lo ruego.
—Okay —accedió de mala gana. Inquiriendo, machacón no obstante, en voz
queda—: ¿Cuál?
Percival Ward, ahora, se mostraba dubitativo.
Halliday, por enésima vez, insistía:
—¿Cuál, profesor, cuál…?
—Sólo puedo avanzarle esa teoría, la base que sirve para establecer ese juicio, si
tengo garantías de que usted no la hará pública hasta que llegue el momento. Hasta

ebookelo.com - Página 35
que yo, yo, Douglas Halliday, considere que ese momento ha llegado.
—¡Se lo juro por lo que usted quiera, profesor!
—Su palabra me basta, señor Halliday. Quiero su palabra.
—Le doy mi palabra… —Los ojos del periodista brillaban como ascuas—. Y
ahora…
—A mi entender, es un vulgar y cruel asesinato. Un crimen prefabricado.
Tan contundente había sido la afirmación, que no por menos intuida o esperada,
dejó de sorprender al otro. Le dejó boquiabierto.
—¡Profesor…! ¿Está seguro?
—Si estuviese seguro, la policía habría sido la primera en enterarse. Pese a la
poca confianza que usted le tiene, Halliday. No puedo probarlo. Es eso simplemente.
—¡Asesinato! ¡Lo sabía!
—Usted, sólo lo suponía. Su innata morbosidad le llevaba a esa suposición.
—Lo que significa que usted posee razonamientos más sólidos. ¿Cuáles?
—Antes de encenderla como una tea esa infeliz fue torturada física y
psíquicamente… pude comprobarlo anoche en los impactos que se observan en
determinadas partes de su cerebro, las pocas que gracias a la resistencia ósea de la
cavidad craneal se salvaron del fuego y que yo pude estudiar en análisis de autopsia.
No he dispuesto de tiempo para continuar ese estudio ya que hubiera necesitado para
ello una orden judicial y esa orden sólo podía obtenerla demostrando que el fuego fue
intencionado, que no lo provocó Magali Brown… y no disponía de esas evidencias
físicas aunque sí de la certeza médica y profesional de lo que acabo de decirle. La
quemaron viva después torturar su carne y su psique. ¿Por qué? No lo sé. Y existe
otro razonamiento que avala mi teoría, señor Halliday: los ojos de Magali no se los
arrancó ella misma sino que le fueron extraídos por un sistema genuinamente
quirúrgico, por un profesional de la cirugía óptica…
—¡Profesor Ward! ¿Está usted acusando a sus compañeros…?
—Me limito a dar mi versión de los hechos. La que usted estaba deseando
escuchar, señor Halliday. El Consejo Médico del centro no la comparte y de ahí que
se limite a una cuestión puramente subjetiva que no por ello, para mí, deja de ser más
real. Es un hecho. El que se acepte que ese hecho esté o no esté ahí, es una cuestión…
digamos de conciencia profesional.
—No se puede jugar a la ambigüedad cuando se discute algo tan concreto como
un asesinato. ¿Piensa que alguien ha tenido miedo de que Magali Brown recobrase la
lucidez y pudiera explicar lo que se hizo con ella?
—Cabe esa posibilidad y otras muchas. Pero volvamos a lo de antes: sólo son
posibilidades.
—¿Por qué no acude a la policía, profesor?
—Pienso que se lo he dicho antes, ¿no? Si en lugar de teorías pudiera ofrecer
realidades, Scotland Yard ya estaría al corriente de todo.
—¿Prefiere amparar la impunidad de un crimen?

ebookelo.com - Página 36
—No. Pero tampoco puedo correr el riesgo de cargar con un nuevo error ésa, mi
reputación, que usted pretende… ¿defender?
—No le hace el papel de mordaz, profesor. No es su rol y sí el mío. Asumamos
cada uno nuestro papel, nuestra responsabilidad. Se supone que usted es un
profesional de la medicina serio y honrado. Frente a la duda su obligación es la de…
—Sé cuál es mi obligación, Halliday. Estamos otra vez llamando la atención.
Permítame que presente mis condolencias a los padres de la víctima…
—¡Esta conversación no puede romperse así!
—Sus términos son barriobajeros, señor Halliday. ¿A qué trata de conminarme?
El pelirrojo se mordió el labio inferior.
—Bueno… Entiendo que podríamos seguir esta charla, ¿en privado?
Percival Ward sonrió, ahora, afectuoso y conciliador.
—Los medios de información siempre me han inspirado un profundo respeto. De
acuerdo, Halliday. ¿Le parece bien esta tarde, a las cinco, en mi despacho privado?
—Me parece perfecto, profesor. A las cinco. Soy un hombre puntual, no lo olvide.
—Y usted no olvide, señor Halliday, que me ha dado su palabra.
—Okay.
Vio alejarse al médico para reunirse con los familiares de Magali Brown. El
pelirrojo se recostó, indolente esta vez, contra el tronco del ciprés. Meditaba o trataba
de hacerlo con meticulosidad, en todo cuanto acababa de decirle el médico.
«Tengo en las manos el notición del siglo. ¡Voy a meter a la jerarquía médica en
un puño! Ya era hora de que encontrara un resquicio para horadar la impunidad que
protege a los profesionales de la medicina. Matan… queriendo o sin querer, y no te
puedes meter con ellos. Pero esta vez y contando con que Ward no se vuelva atrás de
sus…».
—¡Douglas!
Pegó un respingo al romper el hilo de sus meditaciones.
—¡Eh…! ¡Oh, Noel! Eres tú. Pensaba verte ahora mismo.
—Yo hacía días que tenía interés en hablar contigo.
—¿Por…?
—¿No lo imaginas?
—¿Dejamos de jugar con las palabras, Noel?
El jurista de The Daily Telegraph abandonó su momentánea expresividad jovial e
intrascendente.
—Dejamos —dijo. Añadiendo con rictus hosco—: Acabo de enterrar a mi
sobrina, ¿lo sabías?
—¡Por favor, Noel! Sarcasmos negros, no…
—Mi conciencia me exige hacer algo, Douglas Halliday.
—Te comprendo. Me lo exige también a mí y ella no me tocaba nada. ¿Qué
puedo hacer por ti, Noel?
—Por ella… di mejor, por Magali Brown.

ebookelo.com - Página 37
—¡Vaya! ¿Acaso no es poco lo que estoy haciendo? ¿Lees de veras mis artículos?
—Los leo. Y tu labor didáctica de concienciación general me parece una
maravilla. El Daily Express se vende como pan bendito. Felicidades. Pero no es por
ahí.
El pelirrojo se rascó una ceja.
—¿No…?
—No. Misas negras… por ejemplo. Tú fuiste el primero en apuntar esa
posibilidad. —Corazonada.
—Si es preciso te partiré la cara en el cementerio.
—No te veo en esa faceta, Noel.
—Sigue haciendo gracias y te fundiré con el tronco del ciprés.
—Somos compañeros.
—Mi sobrina está muerta. La quemaron viva.
—Tienes razón, Noel. ¿Podemos tomar café? Afuera, en Saint John’s High Street
hay uno de muy discreto.
—De acuerdo. Aguarda un minuto. Debo despedirme de mis parientes.
—Yo también me acercaré a darles el pésame.
Diez minutos después se acomodaban en un reservado de Ballantine’s Pub.
—Estás muy nervioso, Noel.
—Pretendo que la gente rompa el equivocado concepto que tiene sobre mí.
—¿Es justo que te muestres así conmigo?
—Tengo muchas dudas con respecto a la justicia, pelirrojo. No me van tus
métodos aunque reconozco que son espectaculares, y a veces, hasta efectivos.
Les sirvieron un par de tazas de humeante café.
—Nunca hemos sido amigos, Noel.
—Nunca… ¿Por qué misas negras?
—Una llamada anónima me habló de ello. Era una voz masculina que apuntaba
hacia el hecho de que tu sobrina había sido víctima de los adoradores de Satán. Que
tras someterla con artes hipnóticos la habían sacrificado en el transcurso de uno de
esos ritos aberrantes. También el anónimo comunicante me dio el nombre de una tal
Katty Rochefort. Una francesa. Vanguardista en Londres en todo lo referente a cultos
diabólicos. Me he vuelto loco buscándola y todo lo que he conseguido saber es que
está en París. Y París es muy grande…
Noel Bannister trató de suavizar la mirada inquisitoria de sus ojos gris-claro, casi
color perla, al tiempo que dulcificaba la expresividad hasta entonces violenta de sus
correctas facciones masculinas.
—Me temo que no he sabido estar a la altura, Douglas. Lo siento.
—En tus circunstancias te es permisible. Por eso que te he dicho hablé en mi
artículo del satanismo y las misas negras. Después lo sucedido a Magali, estoy seguro
de que esos aberrantes adoradores de Satán han sido los causantes de todo. Es algo
que por desgracia prospera, Noel. Gente sin escrúpulos ni conciencia, gente que se

ebookelo.com - Página 38
cree de vuelta de todo, gente convencida de que la muerte es el final y por lo tanto
hay que buscar mientras se esté aquí la emoción, la novedad, la satisfacción cruel de
los más penosos instintos. Son bestias ávidas de placer y sangre.
—Muy filosófico pero poco práctico, Douglas. También hablaste de la extraña
coincidencia de que Magali apareciera casi en el lugar exacto donde casi un siglo
atrás fuera hallada la primera víctima de Jack el Destripador. ¿Crees que eso encierra
algún significado, alguna pista?
—Todo lo contrario, Noel. He pensado desde el principio que se trata
simplemente de un burdo ardid destinado a confundir a la policía… obvio suponer
que a los miembros del Yard no habría de pasarles por alto esa coincidencia y de que
estudiarían la posibilidad de que fuera algo más que eso, que una coincidencia,
apartándose así del verdadero origen, del lógico sendero por el que encaminar sus
pesquisas. Sólo eso, seguro. ¿No se te antoja absurdo y estúpido suponer que los
canallas que aberraron y vejaron a tu sobrina anduvieran luego ofreciendo pistas
lógicas y lúcidas? Sería muy idiota de nuestra parte pensar que ellos lo son. Lo que
son en verdad, Noel, es pérfidamente inteligentes y crueles hasta la exacerbación.
Seres de ruin morbosidad…
Noel Bannister, aunque no lo quería, después sorber la humeante taza, se produjo
de nuevo como fiscal acusador e inflexible:
—Percival Ward. Estabas hablando con él infinitamente atento. ¿Por qué?
—No hace falta que te recuerde lo del secreto profesional o lo legítimo de callar
la fuente de información.
El rostro del jurista de The Daily Telegraph se convirtió en una especie de
máscara socarrona. Peligrosamente socarrona.
—¿Entre nosotros, Douglas? ¿También entre nosotros?
—Le he dado mi palabra, Noel. Entiéndelo.
Apurando la infusión, largó con monotonía que ocultaba violencia:
—No puedo entenderlo. Ni quiero.
—Abusas de tu situación, Noel.
—Y tú de tu buena estrella, Douglas. Empiezas a caerme muy gordo de nuevo.
¿Qué te ha dicho Ward?
El pelirrojo se rascó la ceja al tiempo que movía su testa rojiza con pesadumbre.
—No soy un cobarde, Noel. He andado por sitios difíciles… Me han partido la
boca y yo se la he partido a más de un chorizo que tiraba de navaja… Quiero que
entiendas, por encima de todo, que no se trata de miedo. Te comprendo y…
—Si te empeñas en recordarme que tengo principios y conciencia, te pediré
perdón por las inconveniencias que he dicho hasta ahora y por las que pueda decir de
ahora en adelante. Pero eso no cambia nada. Me siento… ¿cómo te lo diría, Douglas?
Como un protagonista de novela, ¡cómo un personaje del cine, sí! Uno de esos tipos
tranquilos, mesurados, hasta fríos y calculadores, que de pronto y por una jugada del
destino se convierten en huracanes de pasión, en volcanes de temperamento… Uno

ebookelo.com - Página 39
de esos tipos que juran que llegarán hasta el final aunque caiga en el empeño. Hay
melodramatismo, sí. Pero real, Douglas, real. Real como la vida misma.
¿Decíamos…? ¡Ah, sí, me estabas contando algo sobre el profesor Ward!
—Está convencido de que ha sido un asesinato. De que la quemaron viva.
—¿Por…?
—Por miedo a que en algún momento recobrase la lucidez y hablara.
—¿En que se basa?
Douglas Halliday le transmitió punto por punto el diálogo mantenido con el
presidente del Consejo Médico que regentaba el Mental Hygiene Ward-Bungalow’s
Center, en uno de cuyos bungalows, precisamente, Magali Brown fuera convertida en
una antorcha humana.
—Es creíble para nosotros porque sospechamos y hasta casi deseamos que haya
sucedido así… —murmuró, reflexivo, el vigoroso Noel—, pero me temo que
jurídicamente carece de base.
—Mejor que tú no creo que nadie lo sepa. Bueno… —Halliday esbozó una
mueca que trataba de ser sonrisa—, el propio profesor Ward piensa lo mismo. ¿Qué
harás, Noel?
—Hablar contigo después de que tú hayas acudido a tu cita con el profesor. ¿Será
buena hora las ocho?
—Creo que sí, Bannister —asintió el pelirrojo—. Estaré en casa. Podemos, si
quieres, preparar juntos el artículo.
—No. Sería una traición trabajar para la competencia —sonrió, abiertamente, por
primera vez—. Además, el contenido de lo que obtengas de Percival Ward no podrás
emplearlo. Si es que te queda un mínimo de dignidad…
—No sólo por eso, Noel. Algunos detalles, algunas consideraciones, ciertas
hipótesis… pienso que será mejor que únicamente las conozcamos nosotros.
—Piensas bien, Douglas. Te va la cosa de la investigación, lo reconozco. Y
hablando de investigación… me viene a la memoria que tengo un amigo detective en
París.
—¿París…? —El otro, genuinamente sorprendido, arqueó mucho las cejas.
—¿No has dicho que está en París una tal Katty Rochefort?
—Sí. Pero… ¡Ah, ya, entiendo! Piensas que…
—Sigues pensando bien, Douglas. Hemos quedado a las ocho, ¿verdad?
—Verdad, Noel. 786 de Vauxhall Bridge Road, 7-K.
—Que te vaya bien con el profesor… —Se alzó de la mesa dejando un billete
sobre la misma—. ¡Hasta luego, Douglas!
—Okay… Hasta luego, Noel.

ebookelo.com - Página 40
Capítulo II
EL vehículo, un Triumph Tr 7 amarillo, espectacular en su carrocería, chispeante,
rodaba muy despacio y paralelo a la acera.
Sonó el claxon, primero.
Por la ventanilla asomó la rubia cabecita de una preciosa hembra, después. Que
dijo.
Que preguntó, mejor dicho:
—¿Recuerdas que existo, amigo?
Noel Bannister ladeó la cabeza. Sonriendo:
—Luego… ¿piensas?
—¡Por favor, amigo, por favor! Me llamo Sabrina Young… ¿Te dice algo ese
nombre? Soy la secretaria de un tal Noel Bannister, redactor jefe del…
—¡De acuerdo, de acuerdo…! Tienes toda la razón del mundo. Me había olvidado
por completo de ti…
—Cuando tienes ganas de ir a la cama no te olvidas. ¿Por qué?
—¡Sabrina! Esa ironía está fuera de lugar. Te estás insultando tú misma y no…
El coche se había detenido en seco, cosa fácil dado el lento de la marcha y la
conductora, como una exhalación, dejó el vehículo y saltando sobre la acera se plantó
frente al hombre, brazos en jarra, chispeante, maravillosamente agresiva.
—¡Eh, para, para, gran hombre! ¿Desde cuándo te preocupas tanto por mi virtud?
¿A santo de qué…? ¡Si te olvidas de mí en cuanto…!
Noel no se molestó en continuar la discusión.
Ciñendo la breve cintura de Sabrina la estrechó con fuerza hacia él hasta que los
pechos dulces y pródigos se estrellaron contra su torso, la dominó, se hizo con su
boca de fresa y la saboreó hasta que ella se quedó sin respiración y con los ojos, muy
grandes y azules, ligeramente en blanco.
Después, la apartó con suavidad, inquiriendo:
—¿Decías…?
—¡Oh, Noel! Me siento un poco… ¡Eh, machista! ¿Qué te has creído tú? Que con
un…
El cuerpo frágil de Sabrina, lleno de precioso relieve, de acusados entrantes y
deliciosos salientes, fue de nuevo «capturado» por el rey de la jungla de asfalto y esta
vez, el beso, dejó boquiabiertos a los transeúntes, incluidos aquellos que estaban de
vuelta de todo y los que «pasaban» de todo.
Un vejete, al cruzar junto a la pareja, comentó:
—¡Animo, muchacho! Es tuya. Digan lo que quieran las feministas, la obligación
de todo hombre que se precie de serlo, es dominar a su hembra. Reducirla… ¡Ay,
aquellos tiempos!
—Sabrina… ¿me perdonas?
Ella, suspiró.

ebookelo.com - Página 41
—Qué mujer no te perdonaría, ¿eh? Con esa percha, con esos ojos, con esos
labios… ¡Pero tienes más cara que espalda! Menudo papelito me has hecho hacer en
el cementerio. Soy la secretaria del señor Bannister, soy la… ¡y el señor Bannister
enrollado con unos y otros! Tenemos que hablar en serio.
—En el caso de que concedas la palabra, sí. ¿Comemos juntos?
—Yes. ¿Dónde?
—Llévame donde quieras. Eso amarillo de ahí es tu coche, ¿no?
Eligieron un restaurante que no estaba demasiado lejos.
Sentados ya a la mesa, habló ella en estos términos:
—Has cambiado mucho últimamente, Noel.
—Entre nosotros todo sigue igual, muñeca.
—No me quejo por el hecho de que me dediques más o menos atención, cariño.
Ocurre que me preocupas… y es lógico, ¿no? Desde el día que vino Farrah a la
oficina no eres el mismo. ¿Qué sucede?
—¿Has oído hablar de una chica llamada Magali Brown?
Sabrina hizo un gesto de fastidio.
—¡No seas mordaz! Si he fingido que la ignoraba era para no aumentar tu
desasosiego. ¿Habría sido mejor que te la estuviera recordando cada minuto? Es eso,
¿verdad? Estás obsesionado…
—Indignado. Destrozado. Soliviantado.
—Por eso te has reunido con Douglas, para que te dé lecciones de Perry Mason y
Sherlock Holmes, ¿no? Las venganzas a la siciliana no se llevan en Londres. Aunque
a veces esté callada, Noel, me entero de lo que pasa a mi alrededor. Olvídalo. El Yard
hará todo lo que se tenga que hacer.
—Cuando hayan pasado mil años… puede. Es cosa mía. Del todo mía. ¿Te
enteras?
El camarero comenzó a preparar la mesa. Tras echar una ojeada a la carta, ambos
pidieron un menú frugal.
—¿Qué debo hacer, Noel? ¿Convencerte para que desistas o ayudarte?
—Estamos en un país libre, pequeña.
—O. K. Me paso a tu lado. Algo podré hacer, ¿no?
Noel le sonrió, tratando de dulcificar sus varoniles facciones.
—Algo, sí.
—Por qué no me explicas la verdad, Noel. Si es que tienes suficiente confianza
para ello, claro.
—Claro —volvió a sonreír. Y fue sincero con ella de «pé» a «pá». Después
preguntó—: ¿Satisfecha?
—Al menos veo que soy alguien de confianza para ti. ¿Sabes qué pienso?
—Dímelo…
—Percival Ward tiene miedo de decir todo lo que sabe. Por la razón que sea está
asustado.

ebookelo.com - Página 42
—A lo mejor esta tarde se sincera por completo con Halliday.
—No lo creo —insistió la dinámica Sabrina. Añadiendo—: Apunta el hecho de
que fue quemada viva, de que los ojos le fueron extraídos… digamos
Científicamente, pero no da nombres. No se atreve a darlos. ¿Por qué? ¿Presiones
quizá? ¿Miedo físico? Yo, si te parece, podría encargarme de ese aspecto de la
cuestión.
—¿Cómo…?
—Muy sencillo, jefe. Averiguando la vida y milagros del cuadro médico de la
Mental Hygiene Ward-Bungalow’s Center… —Se mordió el labio inferior al tiempo
que exclamaba con la alegría de quien acaba de hacer un gran descubrimiento—:
¡Oye! ¿No depende el centro de la Saluzasbel Fundation?
—Sí…
—Hace un año entrevisté a la secretaria general de esa fundación… Mary Anne
Olivier. Era algo sin importancia, algo sobre modas creo recordar. Pero ya tengo
tarjeta de acceso… Los médicos son elegidos por la fundación. Puedo intentar «una
de confidencias de mujer a mujer», ¿no?
—Muy logrado. ¿Podrás tener ese dossier completo cuando yo vuelva de París?
—Como al estar tú fuera tendré las noches libres, sí. Sí…
—Podrías, como el que no quiere y de soslayo, tocar con la tal Mary Anne el
tema del satanismo.
—Podría…
—Esto es serio, Sabrina. Muy serio para mí. Creo que es lo más importante que
me he planteado en mi vida.
Trajeron la comida.
—Lo entiendo, Noel.
—Pero no debe serlo para ti en el sentido de que nada tienes que arriesgar.
—Vaya, hombre, ya salió el machismo de nuevo. Mi parte en el asunto se resume
a los trámites burocráticos, ¿no? Noel… ¿te acuerdas de que te quiero, de que estoy
enamorada de ti? Si no fuera así, no te permitiría lo mucho que te permito ni te
toleraría… ¡En fin! Quiero decir que soy una mujercita que siente y piensa por sí
misma. Que sé lo que hago y lo hago con todas sus consecuencias. Que estoy
emancipada, liberada, que sé cuándo debo correr riesgos…
—¡Vale, vale, O. K.! ¿Comemos en paz? ¡Aunque para el hambre que tengo!
—Comamos en paz, míster. ¿Después de verte con Halliday te largas a París
directamente?
—Sí.
—Te reservaré plaza en un vuelo de Air France de los dos últimos de la noche. Te
vale para cualquiera. Pide por una jovencita muy agradable que está en las oficinas-
mostrador del aeropuerto y que se llama Coco. Ella tendrá tu pasaje.
—Vales mucho, nena.
—Tú sabrás, tú… que me tienes en la cama cuando te apetece.

ebookelo.com - Página 43
—Por favor… ¡me harás salir los colores!
—Comamos en paz, señor Bannister. Aunque sigo opinando que tiene usted más
cara que espaldas.

ebookelo.com - Página 44
Capítulo III
DOUGLAS HALLIDAY, desnudo el torso, se miró en el espejo del cuarto de baño.
—Voy a meter en cintura a buena parte del cuadro médico londinense. ¡Estoy
hasta las narices de sus aires de superioridad! Son más inteligentes, se creen ellos,
que el resto de los mortales. Matan impunemente… por error o por maldad. Adoran a
Satán… ¡Estoy frente al momento cumbre de mi carrera! Si fuera listo podría
aprovechar esta circunstancia para extorsionar a más de uno y forrarme. Pero anda de
por medio Noel Bannister. Demasiado íntegro por un lado y muy ofuscado por otro
en función de ese sentimiento de justicia y venganza… ¡Bah! Obraré según las
circunstancias. Primero, tengo que exprimir al máximo a Ward. Pienso que está
asustado y…
Frotándose la barbilla con la palma de la diestra rompió el hilo de sus reflexiones,
manteniendo en voz alta, para musitar:
—No está de más que me afeite, no.
Y alcanzando la máquina eléctrica del soporte que la sujetaba contra la pared, la
conectó a la red comenzando a rasurarse.
Pensaba de nuevo, pero ahora en silencio.
Sobre hasta qué punto valía la pena mantenerse fiel a sus principios cuando estaba
presente el hecho de incorporar fáciles dividendos a la cuenta corriente, sin apenas
esfuerzo. El dinero era poder… ¿Por qué, si no, mataban algunos? Por una cosa, por
la otra, por ambas… ¿Qué se ocultaba, realmente, en el fondo del caso Magali
Brown?
¿Se conseguiría algo práctico desenmascarando a los autores de aquella canallada
y poniendo en evidencia sus intereses frente a la opinión pública… no era más
práctico aprovechar la coyuntura, subirse a bordo y…?
—¡Vaya! —Exclamó, rompiendo de nuevo sus reflexiones—. ¿Qué pasa ahora?
La máquina de afeitar se había parado.
—Seguro que se ha ido la luz. Probaré en el enchufe de mi habitación…
Pasó al dormitorio y tras comprobar que tampoco en aquella conexión funcionaba
la máquina, fue a la cabecera del lecho para darle la vuelta al conmutador.
Sus dedos rozaban la pieza cuando una pequeña vibración se registró en la
estancia.
¡Craaaaaaask!
—¡Eh! ¡Madre mía! ¡Por poco se me cae en la cabeza!
Se trataba del crucifijo que se hallaba en la pared, encima de la cabecera, que se
había desprendido a causa de la conmoción.
Halliday, tragó saliva.
¿Uno de aquellos fugaces movimientos sísmicos que se producían en ocasiones
pasando desapercibidos para la mayoría y que sólo registraban en sus sismógrafos los
observatorios?

ebookelo.com - Página 45
Seguro…
Douglas Halliday, sin saber exactamente el porqué, comenzó a experimentar un
nerviosismo extraño.
Anormal diríase.
Un nerviosismo que nada tenía que ver con el nerviosismo entendido bajo el
punto de vista lógico, humano.
Entonces… ¿qué clase de nerviosismo era el suyo?
—No se debe provocar a Satán, señor Halliday…
Pegó un respingo.
—¡Eh…! ¿Quién está ahí? ¿Cómo ha entrado?
—Satán está en cualquier parte, se filtra por cualquier lugar, cumple sus
sentencias en cualquier momento porque le irrita sentirse provocado.
La máquina de afeitar cayó en tierra cuando los dedos de a mano, temblorosos,
dejaron de sostenerla.
Halliday se dijo que no, que aquello no era posible. Que se trataba de la estúpida
y absurda broma de algún gracioso. ¡Seguro que era eso!
Algún compañero de redacción que había decidido jugarle aquella mala pasada,
sabedor de su interés en el tema a raíz de sus investigaciones en el caso de Magali
Brown.
Se sobrepuso y dijo:
—¿Ya está bien, no? Como broma es de muy mal gusto… ¿Eres tú, Charles?
—Soy Satán, señor Bannister. Salido de las profundidades del infierno, venido a
la tierra para ajusticiar a quienes mancillan mi nombre, a los que me provocan, a los
que blasfeman, a los que dudan de mi existencia y se burlan…
Halliday trató de hallar el punto de procedencia de la voz. Difícil, porque daba la
sensación de brotar desde varios ángulos de la sala como si en ella, de repente, por
arte de birlibirloque, alguien hubiese instalado un diabólico servicio de megafonía.
Tragando saliva, acentuando su inicial nerviosismo, trató de ser coherente:
—Sea quien sea dígame lo que pretende…, por favor, tarde…
—¡Por Dios santo!
—No lo nombres… NO LO NOMBRES.
La puerta del armario que estaba situado en la pared de la izquierda, pareció
estallar como si una terrible fuerza, partiendo desde su interior, lo convulsionara.
Y de su puerta destrozada surgió…
Douglas Halliday se tapó el rostro con ambas manos tratando de contener sus
desorbitados ojos.
Frotándolos con rabia en el intento desesperado de volver a una realidad que creía
haber perdido.
La realidad estaba allí.
Seguía estando allí.
En forma de aquel extraño, mortal artilugio, que había surgido del interior del

ebookelo.com - Página 46
armario. Apartando las manos lo miró como fascinado.
—¡No…, no es posible! ¡Es cosa de locos!
En efecto. Debía ser cosa de locos.
Aquel enorme alfiler, agudo, fino, que se ensanchaba hasta culminar en una
redonda y negra cabeza tenía que ser cosa de un demente.
ENORME…
Y se agrandaba frente a las pupilas de Douglas.
—No…
Trastabilló, caminando hacia atrás, hasta que súbitamente algo se ciñó a su
garganta, apretando, apretando…
—¡Aaaaaaag!
Era una soga, una soga empuñada por manos firmes, sentenciosas, diabólicas, que
apretaban y apretaban…
De súbito, Douglas Halliday se sintió vertiginosamente izado del suelo,
pataleando, gorgoteando, siendo consciente pese al terror que le invadía de que estaba
siendo alzado por la cuerda que se hallaba pasada en torno a la base de la lámpara que
se sujetaba contra el techo.
Y el siniestro alfiler que se mantenía en el vacío, incomprensiblemente inmóvil,
salió, de pronto, hacia adelante, proyectado por un control misterioso, ascendiendo en
diagonal hasta clavarse en el ojo derecho del periodista que danzaba trágicamente al
extremo del firme cordón de seda.
El aullido fue infrahumano.
Bestial.
La sangre comenzó a manar, tumultuosa, al tiempo que el siniestro alfiler salía
hacia atrás… llevándose el globo ocular derecho de Douglas Halliday.
El rojizo, viscoso, pegadizo líquido, caía a borbotones, salpicando macabramente
la lengua que debido a la presión ejercida por la seda en torno a su garganta, el
periodista se veía obligado a mantener fuera de sus labios.
Douglas, gorgoteaba… suplicaba piedad de una forma tan grotesca como
ininteligible.
Una expresividad de horror comprimía las facciones pecosas de su rostro al
tiempo que el único ojo que permanecía en su faz, dándole una apariencia horrenda,
se agrandaba buscando la causa de aquel clímax de terror, de aquella pincelada sádica
que le envolvía con brutal morbosidad.
Un chispazo cegador se registró justo en la puerta de la estancia y un vapor
anaranjado brotó de igual forma misteriosa que había estallado el armario para dejar
en libertad al asesino alfiler…
Las columnas de humo se fueron diluyendo y de entre ella emergió la figura, alta
y negra, satánica, envuelta en un largo lienzo negro, sin rostro… y que tenía, eso sí,
dos enormes ojos rojos, incandescentes, de fuego, bajo los cuales un registro metálico
emitía:

ebookelo.com - Página 47
—Soy Satán… el provocado. He venido a hacer justicia… a castigarte. Has
hablado mal de mí y tu lengua debe sufrir, siendo plenamente consciente del porqué
sufre.
El alfiler, de nuevo, danzó siniestro, horripilante, frente al único y desorbitado ojo
del periodista.
La saliva que surgía de su garganta mezclándose con la sangre que resbalaba de la
cuenca vacía, formaba un único hilo espeso, rojo y blancuzco, que colgaba
juntamente con la lengua y que al fin se perdía hacia abajo como una prolongación de
aquélla.
El alfiler se elevó para cruzar, certero, diabólicamente matemático, la pendulante
lengua del pelirrojo, alzándola hasta mantenerla en un siniestro equilibrio horizontal,
mientras la sangre fluía en tropel caudaloso formando ya un charco en el suelo.
Algo muy difícil de identificar, un sonido que sólo podía ser reflejo de los gritos
de las almas torturadas en el averno, escapó de la garganta de Douglas resbalando por
encima del órgano muscular demoníacamente enhiesto, rígido, que pareció servirle de
trampolín proyectándolo a estrellarse contra el infernal ámbito de la estancia.
Douglas seguía en poder de su consciencia, continuaba siendo dueño de sus
percepciones psíquicas, lo que le permitía no sólo vivir una prolongada agonía de
lacerante y bestial dolor, sino experimentar una atmósfera de horror inimaginable, un
caudal vandálico y casi lúdico de pánico que jamás se hubiese atrevido a calificar de
humano.
Su cuerpo, cual péndulo funesto de un reloj espectral, inició unos giros lentos y
trágicos… mientras el monstruoso alfiler continuaba atravesando su lengua,
manteniéndola erecta, HORRIBLEMENTE ERECTA.
El personaje venido de las tinieblas, de los abismos profundos del mal y la
vesania, alzó sus brazos como si tratase de abanicar el entorno con su manto negro de
sombras siniestras naciendo de su interior, del pozo de horrores que cobijaba, un
nuevo artilugio brillante, enorme, reluciente, vibrante, que con aullido gutural salió
despedido hacia adelante hasta ascender como una exhalación e hincarse en la nuca
de Halliday… en el punto exacto en que ésta se vertebraba con la columna dorsal.
El impacto fue tan horrendo, tan diabólicamente estremecedor, que el cuerpo
oscilante pareció encogerse hacia arriba, doblarse contra sí, empequeñecer…
estirándose después merced a un espasmo brutal.
Nació al unísono un nuevo gorgoteo mientras el bulto casi exánime proseguía sus
tétricas oscilaciones ofreciendo retazos del rostro convertido en una máscara
horrenda de un solo ojo, de la nuca encorvada ahora merced al aguijonazo del
alfiler…
—Quienes te vean, comprenderán que no se debe provocar a Satán. Y mucho
menos dudar de su existencia… Sé que aún puedes oírme, Halliday. SE QUE ME
ESTAS OYENDO. Sé también que me estás suplicando que te mate… que acabe
contigo. Pero yo me complazco tanto con la tortura eterna del alma humana como con

ebookelo.com - Página 48
el dolor efímero de su cuerpo despreciable. El cuerpo es despreciable cuando no es
útil para gozar, para eso que vosotros llamáis pecado. Por eso quiénes me adoran
conocen el placer y lo aprovechan al máximo… ¿QUIERES MORIR, VERDAD,
DOUGLAS HALLIDAY?
Justo en el instante que la voz de la diabólica encarnación formulaba la pregunta,
Douglas Halliday pareció escapar a las trágicas oscilaciones para quedar de frente,
quieto, tenso y encogido a la vez, para responder con un enloquecido…
—¡¡SIIIIIII!!
… que sólo fue un nuevo gorgoteo, epiléptico casi, producido por sus cuerdas
vocales al aunarse para intentar aquel graznido entre humano y bestial, que por ser
fusión de ambos, era todavía más horrendo, mayormente espectral y alucinante.
GROOOOOOOOGK…
Ésa podía ser la nueva onomatopeya de un ser mutilado que estaba conociendo la
más horrible de las torturas, el peor episodio de terror, que jamás hubiera vivido, al
mismo tiempo, un ser humano.
Las alas, los brazos… o lo que fuesen, del diabólico engendro, se agitaron de
nuevo para dar vida, morbosa realidad, a otra pareja de alfileres sádicos que surcaron
el aire para buscar, uno la garganta, atravesándola de parte a parte, y el otro…
EL OTRO…
Horadar el único, repulsivo ojo que restaba en la máscara que ahora era la
pelirroja faz de Douglas Halliday… tirando de él hacia afuera, llevándoselo inserto en
su extremo, arrancándolo…
El alfiler que cruzaba el cuello del periodista le impidió lanzar uno más de
aquellos aterradores gorgoteos, pero la intención de evidenciarlo estuvo en su
cerebro, nació dentro de él de la mano satánica del dolor que lo comprimía, en el
mismo momento que se iba perdiendo por el pozo de una corta y horrible agonía.
Mientras que la voz siniestra, tras escupir al ámbito una sucesión de
mefistofélicas carcajadas, exclamaba:
—¡No provoquéis a Satán! Satán es inexorable… ¡Satán es la muerte para
quienes dudan o lo profanan! ¡No provoquéis a Satán!
Y regresaron las carcajadas brutales, siniestras, diabólicas, estremecedoras…
Simples carcajadas de loco.
¿LOCO…?

Pulsó el zumbador.
Luego, en movimiento instintivo, mecánico, cruzó una pierna por detrás de la otra
al tiempo que dejaba ir el cuerpo hacia adelante, apoyando la palma de la diestra
entre dintel y la hoja de madera.
Un gesto que se suele hacer, que solía hacer Noel cuando llamaba a una puerta.
Cedió al instante.
Cedió hacia adentro y Bannister casi perdió el equilibrio precipitándose al interior

ebookelo.com - Página 49
del pasillo.
—¡Pero…! ¿Qué demonios…? ¿Cómo se le ha ocurrido dejar la puerta abierta?
Abierta.
La palabra repiqueteó en sus sienes encendiendo la luz de alarma.
El piloto de emergencia.
Abierta…
No era normal.
No… desde luego.
Noel se envaró al tiempo que trataba de escrutar en la penumbra que envolvía el
pasillo, auscultando asimismo su silencio.
Nada.
—¡Douglas…! ¿Estás ahí?
Silencio.
—¡Douglas…! Soy yo, Noel Bannister. ¿Me oyes?
Era obvio que en el piso no había nadie.
Entonces… ¿por qué estaba la puerta abierta?
Alguien tenía que haberla dejado, ¿…?
—¡Douglas…! Si estás de broma, ya vale. ¿Eh…? ¡Douglas…!
Siguió avanzando. Tenso como un cable de acero. Alerta los sentidos.
De la axila extrajo el revólver Colt del 38, para cuyo uso tenía la correspondiente
licencia.
Empuñándolo, como el cañón por delante, empujó una puerta… El cuarto
trastero, aquél donde se amontonaban en reducido espacio los enseres de la limpieza.
Nada.
La cocina… El living… El dormitorio que tenía la puerta entreabierta y que acabó
de abrir, empujando siempre con el cañón del 38.
Vio el armario. Hecho astillas.
—¡Vaya! Aquí ha pasado… —Mientras hablaba había levantado la cabeza. Y lo
vio. Colgando con giros siniestros. Diabólicos. Un nudo se le hizo en la garganta.
Sintió un mareo. Exclamó—: ¡Cristo del cielo! ¡Es… es horrible!
Horrible, sí.
Noel Bannister sintió náuseas. Unas ganas tremendas de vomitar. Algo así como
si le arrancaran las tripas a puñados.
Bestial. El espectáculo era bestial.
Dominando las sensaciones de vértigo, vómito, mareo, asco y horror, miró aquel
rostro sin pupilas, aquella masa informe, sanguinolenta, hecha un muñón repulsivo.
Y la garganta atravesada por aquel insólito alfiler. Y la lengua afuera con un
tremendo agujero en medio…
—¡Carniceros…, malditos carniceros! —Y se recostó contra el umbral de la
puerta devolviendo el revólver a la funda.
Era obvio que el asesino o asesinos no estarían allí esperando su llegada. Además,

ebookelo.com - Página 50
daba la sensación de que como habían transcurrido tres o cuatro horas desde que
quien fuera cometiese aquella horrenda aberración en el cuerpo del pelirrojo hasta la
llegada, actual llegada, de Noel Bannister.
—Lo siento, Douglas —murmuró—. Lo siento…
¿Y qué…? ¿Le iba a servir de algo que él lo sintiera?
Aquello era obra del mismo maníaco homicida, del ente satánico que hiciera arder
a Magali Brown.
¿Por qué? ¿Qué había logrado saber Halliday? ¿Algo que no le había dicho en el
transcurso de su reciente conversación?
No… No era factible. Douglas había sido sincero con él.
Rehuyó enfrentarse de nuevo con el trágico péndulo que colgaba del techo, al
unísono que la lámpara.
Horrible… ¡Vaya que lo era!
Noel Bannister, sumido no sólo en el impacto brutal, psíquico, que representaba
tropezarse con un ser humano convertido en aquello, sino también en la enorme
contrariedad que para él —pensaba ahora en el terreno llanamente profesional,
investigador—, significaba la muerte de Douglas Halliday, trató de ser coherente.
¿La policía…? ¡No, maldita fuese! Era absurdo inmiscuirse por voluntad propia
en las lógicas investigaciones que todo asesinato conlleva. Máxime un asesinato de
aquellas características. No, la policía, no. Ya la avisaría a la mañana siguiente la
mujer de la limpieza.
Era obvio que el pelirrojo no había acudido a la entrevista con Ward… ¡Eso,
Ward, iría a verle! Le diría… ¿Qué le diría? ¿Qué estaba al corriente de la entrevista
que tenía que mantener con Douglas Halliday? No… Además evidenciaría que
perseveraba en la misma línea investigadora que el redactor del Daily Express. No, de
momento, no. Con Ward tendría que hablar, ineludiblemente, pero más adelante.
Cuando fuese el momento.
¿Sabrina…? ¿Qué adelantaría con preocuparla? Nada. Era una chica estupenda.
Una chica que seguramente él no se merecía. Silencio. Cuando leyera los periódicos
de la tarde —una de sus tareas como secretaria del redactor jefe de The Daily
Telegraph era, precisamente, leerse mañana y tarde todas las publicaciones con
carácter diario de la competencia—, ya se enteraría de lo sucedido. Así, por la
mañana, tranquila, se integraría a la tarea de averiguar pelos y señales del cuadro
facultativo de la Mental Hygiene Ward-Bungalow’s Center, y a mantener, como ella
misma había dicho, «una de confidencias de mujer a mujer» con la secretaria general
o regente de la Saluzasbel Fundation, Mary Anne Olivier.
Sin querer las pupilas gris perla de Bannister se encontraron con el rostro
sanguinolento, tumefacto, contraído, sin ojos… con el muñón espectral que la habían
dejado por cara a Douglas Halliday.
Otra arcada contrajo sus vísceras gástricas.
Salió al instante del dormitorio. Y del departamento.

ebookelo.com - Página 51
Ya en la calle buscó aclarar ideas. Con el estómago contraído todavía.
No le entraba en la cabeza que pudieran existir seres… ¿seres?, entes mejor,
diabólicas criaturas, capaces de cometer semejantes atrocidades.
Sin marearse. Sin vomitar.
Satánicos… Posiblemente.
Divagaba. Y entre tanta divagación surgió una idea concreta, fija: París.
Si, París. Era preciso que intentara localizar a través de los buenos servicios de su
amigo Bisset, a la tal Katty Rochefort… a la francesita endemoniada que, según
expresiones del torturado y malogrado Halliday, era vanguardista en Londres,
abanderada, de los movimientos diabólicos. De los que rendían culto al diablo. Los
franceses, de siempre, habían sido aficionados a los vericuetos morbosos del
satanismo, las misas negras…
¿Qué relación podía tener Katty Rochefort con lo sucedido a su pobre e
infortunada sobrina? Si es que la tenía, claro.
La respuesta, posiblemente, estaba en París.
Era cuestión de comprobar si Cocó le guardaba un pasaje para uno de los vuelos a
la capital de la luz.

ebookelo.com - Página 52
Capítulo IV
HABLARON, en principio, o recordaron mejor dicho, aquellos tiempos aún cercanos
en que Jean Paul Bisset fuera corresponsal, en París, de The Daily Telegraph.
—¡La de noticias morbosas que nos largabas! —exclamó, sonriente, Noel.
Añadiendo—: ¡Menudo elemento morboso eras tú!
—Pero las publicabais, ¿eh?
—¡Toma! Para eso te pagábamos, ¿no?
—Pero mal, mal… —sonrió también Bisset, un tipo melenudo, agresivo,
dinámico, con pelos muy largos que le llegaban hasta los hombros y cara de niño
avispado. De aquellos niños que en la escuela eran los primeros en saber que los
niños venían de París… en París. Y de Londres en Londres. Y de la China en la
China. Argumentando—: Según estadísticas he sido el corresponsal peor pagado en
toda la historia del periodismo.
—¡Si tan siquiera eres periodista!
—Pero ejercía como tal, ¿no?
—Todos los abogados sois igual —anunció Bannister, con el mismo desenfado
que si la filosofía no fuese con él—, elemento. Estudiáis leyes por estudiar algo,
porque es una carrera fácil y porque pensáis que luego vestirá el decir que se es
abogado… y cuando llega ese luego os dedicáis a todo menos a servir esa ley.
—¡Quién habló…!
—¡Eh, elemento, alto! Tiens… que decís aquí. Yo, al menos, estoy vinculado a la
profesión. Pertenezco al gabinete jurídico de…
—¿Por qué le das tantas vueltas? —cortó, serio ahora, con el interrogante, las
exposiciones del británico su amigo el francés.
—¿Vueltas…? —repitió Bannister con las cejas enarcadas. Dijo acto seguido—:
Katty Rochefort.
—No soy adivino, Noel. Matiza.
Lo hizo. Añadiendo.
—Tengo que encontrarla… y pronto.
—Oui… —Bisset se manoseaba sus largas melenas, como acariciándolas, como
si ellas fueran su aparato pensante. Anunció—: Me suena ese nombre, pero no logro
asociarlo a algo o alguien debidamente. Katty Rochefort… Rochefort… un apellido
muy francés, desde luego. Satanismo, una afición muy francesa también. Parisina y
provenzal para ser más concretos. Rochefort… Katty Rochefort, ¡nada! No hay
manera. Pero… Bueno, como el leit motiv son los cultos diabólicos, sí creo poder
remitirte a alguien que puede sacarte de dudas: Francois Schneider.
—¿Quién es Schneider?
—Uno de los últimos mohicanos de la bohemia parisiense. Va de pintor abstracto,
de genio incomprendido, y anda metido en rollos diabólicos. Sabe mucho de Satán y
sus moradores. Si Katty está en el ajo, Schneider tiene que conocerla.

ebookelo.com - Página 53
—¿Dónde le hallo?
—Eso es más complejo, no obstante… Conoces Montmartre, ¿verdad? —Vio el
cabezazo de aquiescencia de Noel, añadiendo—: Bien… Te será fácil entonces.
Francois, por las noches, suele recalar en un cafetín teatro de los antiguos. Bueno,
¡ahora está algo modernizado! Dicen que en él pintó Toulouse-Lautrec sus primeros
lienzos… ¡Tonterías! Al grano, sí, te leo el pensamiento. Se llama L’Extravagance
Noveau y se ubica en el 106 de la Rué Etex.
—¿Y si no aparece hoy por ahí, qué hago?
—Buscarlo en casa de su patrocinada, aunque no siempre va allí a dormir.
Madame Juliete, que cuando se jubiló en el prostíbulo renunció a la idea de vender
cerillas y tabaco a la puerta de cualquier night-club y con las cuatro perras que tenía
montó una infecta pensión para gentuza como Francois. Creo que está por la parte
norte de la Bois de Boulogne. Rué Victor Noir. Aunque no sé el número no hay
problema porque se trata de una callecita muy corta y estrecha que corre frente a la
pared del cementerio. Ambiente inigualable como podrás comprobar. ¡Ah!, ¿si me
permites un consejo?
—Adelante…
—No sé cuán acostumbrado estás tú a las tareas investigadoras, al ambiente
detectivesco… Pero te aseguro que si vas de blanco por esos lugares que te acabo de
mencionar, lo tienes muy negro… ¿Captas, inglés?
—Oui, franchute. Capto. ¿Tienes una guía del ocio o algún folleto turístico? En
algo habré de entretenerme el día hasta que llegue la hora de visitar…
¿L’Extravagance Noveau has dicho que se llama?
—Vete al cine porno, elemento. Conoces París demasiado bien.
—Puede que tengas razón…, aunque mi ánimo no está para porquerías.
Jean Paul Bisset le acompañó hasta la puerta.
—Siento mucho lo de tu sobrina, Noel. De veras. Lo siento.
Se abrazaron fuertemente.
—Gracias, Jean Paul.
El detective parisino golpeó los hombros de su amigo, deseándole:
—Suerte, mon cheri. Mucha suerte…
—Merci, m’sieu —sonrió, en correcto francés, Bannister.
Se fundieron en un último abrazo y segundos después, Noel, se perdía escaleras
abajo.
Dio vueltas por la capital, comió en un restaurante self service de la Place de la
Bastille y siguiendo en su periplo parisino recorrió calles y más que calles hasta que
tras las primeras sombras de la tarde llegó el manto negro de la noche, una iglesia
cercana campanilleó las diez y Noel se montó en un taxi que le puso en la puerta
misma de L’Extravagance Noveau.
Al cruzar la puerta del lugar una palabras de Bisset asomaron a su memoria:
«Pero te aseguro que si vas de blanco por esos lugares que te acabo de mencionar, lo

ebookelo.com - Página 54
tienes muy negro». Sonrió, precisamente porque él lo tenía muy claro.
Aquello pese a la remodelación, conservaba su sabor añejo y arcaico. Tradicional.
Ochocentista. Romanticoide.
Mesas, veladores, sillas sueltas en torno al menudo escenario donde, en aquel
preciso instante, toda una veterana se ponía sentimental intentando cantar Les feuilles
mortes.
De vómito…
Vómito. Recordó al instante el cuerpo del Douglas Halliday, colgando paralelo a
la lámpara, fuera la lengua amoratada y agujereada, sin ojos… ¡Horrendo lienzo
aquél, que jamás conseguiría olvidar por completo!
Lienzo. Pintor. Francois Schneider. ¿Estaría por allí?
Tomó asiento en una mesa vacía.
La veterana se ponía cada vez más sentimental con la melodía y se inclinaba con
notable desvergüenza para que un calvo cincuentón que le comía las tetas con la
mirada se fuese haciendo a la idea de lo que podía ser el ágape… en directo, al
natural, sin que la imaginación tuviese que mediar para nada.
—Bon nuit, monsieur. Tenemos mejores atracciones. Ésa es…
—Ahórrese las explicaciones, amigo. Tiene derecho a ganarse la vida como todo
hijo de vecino, ¿no?
El camarero se quedó cortado. De una pieza.
—Bueno… Como el señor me ha parecido extranjero no quería que se llevase una
mala opinión del local porque…
—Por qué no se calla y me trae un whisky, ¿eh?
El del mandil blanco miró con cabreo a Bannister.
—¿Alguna marca en especial?
—Bourbon… y que sea bueno, me basta.
—Oui, m’sieu —se fue con evidente y manifestada mala leche.
La chica, como él suponía que iba a ocurrir, tomó asiento sin pedir permiso.
Llevaba un pitillo extralargo, con filtro, mentolado, entre sus labios carnosos y
pintados. Lúbricos de insinuación y pintura.
—¿Espero que me pidas fuego o te lo puedo dar directamente… sintiéndome,
digamos, aludido? —Y le acercó la brasa de una cerilla al extremo del cigarrillo.
Aspiró el fragante humo con aroma de menta hasta sentirlo en los talones de los
pies. Luego, expulsó suaves columnitas que acariciaron el rostro bien parecido y
varonil.
—Eres ese espécimen masculino por el que una cometería auténticas locuras,
cheri.
—¿Por ejemplo, muñeca?
—Ser honrada hasta el día del juicio final.
—¡Menudo impacto te he causado entonces! ¿Eh?
—Tienes sentido del humor, además. Algo inhabitual en los británicos.

ebookelo.com - Página 55
—¿Tanto se me nota?
—Tanto… ¿A qué me invitas?
Llegaba en aquel momento el camarero con el bourbon y Noel le dijo a la chica:
—Pídele por esa boquita de piñón…
—Con esa frase me recuerdas a un fogoso español que me decía: «boquita de
piñón de Gibraltar».
—¿Es una alusión política, poupée?
—No… —Abrió mucho sus golosos labios y mirando al camarero, le dijo con
cierta ironía—: Tráeme champán, garçon.
—Te vas por lo alto, ¿no?
—No. No si puedo decirte lo que deseas saber.
Noel Bannister la miró con atención. Aquellas tías estaban de vuelta y se las
sabían casi todas. Pero aquélla no era veterana ni mucho menos. Unos treinta y cinco
tacos sí debía tener y aún estaba aprovechable… con sus brillantes ojos llenos de
esquirlas lúbricas, con su boca sensual, sexual mejor llena de promesas eróticas, con
sus pechos apocalípticos flotando por causa del exigente sujetador por encima del
escote del rojísimo vestido sola pieza, ajustado, ceñido, que recrudecía la línea
escandalosa de sus muslos excitantes…
—Vas de lista por la vida, ¿no?
—De gilipollas no voy, desde luego.
Le trajeron la botella de champán. Ella misma, tras descorcharla con habilidad
profesional, se sirvió una copa alzándola en unilateral brindis.
—¡Santé! ¡A la votre santé!
—Merci, ma petite… ¿Cómo sabes que quiero saber algo?
Apuró la primera copa garganta adentro y sus pechos amenazaron con subir más
por encima del escote.
—Elemental, querido. Tú no encajas en el ambiente. No perteneces todavía,
afortunadamente, a la élite que viene a tomarse un café y corre a masturbarse al water
cuando ve un poco de nalga o se emboba contemplando unas tetas como las mías
yendo corto de pasta para permitirse un desahogue más completo. Tampoco vienes en
plan turista a conocer el animal hembra indígena… No tienes cara de bohemio, de
pasar hambre, de pintar cuadros malos o escribir novelas peores… Elemental, ¿no?
—O. K. Francois Schneider.
—¿Qué quieres de él? —La tía se estaba sirviendo la segunda copa.
—Es asunto mío. Y te diré una cosa, prenda… Una sola: estoy siendo altamente
tolerante contigo, pero si consigues que me canse, lo vas a pasar mal.
Sonrió. Fingiendo atragantarse, tosió.
—¿Me amenazas, inglés?
La atrapó por el escote, agrandándolo, haciéndolo jirones al crujir la tela entre sus
dedos y quedar los pechos a la intemperie.
—¡Maldito hijo de ram…!

ebookelo.com - Página 56
Sin apenas inmutarse la atrapó ahora por el escote incrustándole los labios
procaces en la copa de champán, apretando hacia abajo, apretando, hasta que el
cristal se fragmentó cortando la boca escandalosa de la tía que empezó a manar
hilillos de sangre.
Noel, le echó entonces champán directamente de la botella y con el mismo paño
de la mesa, enjuagó sus labios sangrantes.
—¿Comprendes quién soy yo, puta de mierda? ¿Lo comprendes? ¿Comprendes
que te voy a marcar tu sucia cara de prostituta barata si te atreves a insultarme o a
«vacilar» conmigo otra vez? ¿Lo comprendes, puerca?
Lloraba. Estaba asustada. Aquella clase de tías no había más remedio que
acojonarlas o de lo contrario se subían a las barbas de uno y acababan escupiéndole
en la cara.
Noel Bannister, pese a su temperamento flemático y británico, lo sabía. Sabía
cómo comportarse en cada circunstancia. Lo tenía muy claro antes de que Jean Paul
Bisset se lo dijera.
—Sí…
Más de uno y de dos se habían percatado del affaire, pero la gente en aquellas
latitudes renunciaba a meterse donde no le llamaban.
—Francois Schneider. Sé que viene por aquí.
—No…, no siempre.
—Quién le conoce mejor que tu aquí dentro, ¿eh?
—Pues…
Había uno al que sí le gustaba meterse en camisa de once o más varas.
El que les interrumpió su cordial diálogo, matón él, diciendo:
—Oiga… ¿Por qué no la deja? Hágalo y se evitará que yo le chine la jeta, ¿vale?
—¡No, Maurice, no! Tiens —exclamó la prostituta, tratando de alejar a su
macarra que, como estaba preceptuado, acudía en auxilio de ella si el cliente no
pagaba o trataba de violentarla—. Es inglés… ¡y me pagará bien!
—¡Como si es Churchill!
Noel, más que verlo, intuyó el ademán del otro. Que además, era verdad, tiraba de
navaja. La botella de champán trazó un velocísimo semicírculo al tiempo que
Bannister se aplastaba al máximo para eludir la caricia del acero. El cristal se
estampó en mitad de la cara del chulo y éste lanzó un alarido al tiempo que soslayaba
la navaja.
Bannister, en pie ahora, le catapultó el hígado a la espalda con derechazo
demoledor que hubiese echado al suelo la Tour Eiffel. Y cuando el tipo se encogía le
metió la rodilla en los representantes de su masculinidad, despatarrándolo por tierra,
hecho un ovillo, groggy.
—Espero… —jadeó—, que nadie me invite a seguir demostrando mis habilidades
violentas, ¿eh? Estaba charlando tranquilamente con esta golfa y quiero continuar el
diálogo a menos que alguien pueda hablarme, y rápido de Francois Schneider.

ebookelo.com - Página 57
El garçon, con evidentes precauciones, se acercó a Noel, diciendo con voz queda:
—¡M’sieu, m’sieu… por favor! Venga. Una dama quiere hablarle.
Bannister ensayó una sonrisa burlona muy made in England.
—¿Dama…? —Repitió, arqueando las cejas—. ¿Desde cuándo hay damas en este
estercolero?
—¡Por favor! —Insistió el camarero—. Ella… —Hizo un gesto elocuente con
ambas manos, silueteando en el aire el cuerpo perfecto de una hembra, y añadió—:
Ella es la toujours charmant de L’Extravagance Noveau, ¿comprende?
Le estaba diciendo que era lo mejorcito que ofrecían en la diminuta pista de
atracciones. La más joven. La que estaba más buena. La que se despelotaba para
deleite de los liberales masturbadores. El non plus ultra, ¡vamos!
—¿Dónde…? —inquirió Noel.
—Está en su camerino.
Estaba. Desnuda. Intencionadamente desnuda. Provocativamente desnuda.
Acariciándose los pechos. Abiertas las piernas. Vulgar. Procaz.
—No me apeteces, amiga. Puedes taparte y decirme lo que quieres.
—¿Buscas a Francois…?
—Busco a Francois, sí. ¿Puedes decirme dónde está?
—Aquí…
Aquí, no fue pronunciado por la espectacular rubia platino, desnuda u
procazmente exhibida, sino por una voz masculina, bronca, seca, a espaldas de Noel.
Iba a girarse.
Iba… Pero el leñazo que estrellaron contra sus costillas le hizo sentir mucho dolor
primero, y la seguridad de que le habían partido la columna en dos pedazos, después.
Bannister salió proyectado como si un huracán lo enviase adelante y la rubia
procaz y golfa saltó del taburete al vérselo venir encima. Noel aterrizó, profiriendo un
alarido de dolor, casi debajo de la cómoda baja a la que estaba sentada ella
golpeándose, de soslayo, el hombro izquierdo con el taburete.
Ella, furiosa, cruel, le pegó un punterazo con la única prenda de vestir que
llevaba: los zapatos. Le incrustó uno y otro, alternativamente, con sadismo, en el
canto del cuello.
Noel notó muchas sensaciones y ninguna de buena. Sabor de sangre en el paladar.
Aguijonazos brutales y lacerantes en todas las partes de su naturaleza. Y la seguridad
de que tenía el espinazo fracturado.
—¡Mátalo de una vez, Francois! ¡Pronto! Y al Sena con él…
La tía era expeditiva.
—Me gustaría saber lo que quiere, cherie.
—¡Deshazte de él! Seguro que es un policía inglés, o un espía… ¡vete a saber! Lo
que sí es seguro es que se trata de un tipo peligroso. ¡Mátalo ya, coño!
Noel pensó que era absurdo, muy absurdo, que aquello fuese el fin.
Acuchillado en el camerino de una strip-teaser de poca monta, prostituta además.

ebookelo.com - Página 58
Vio el rostro de Magali Brown.
La cara sin ojos de Douglas Halliday.
Y él… ¿él iba a morir en aquel chamizo lúgubre y prostibular, sin obtener
respuesta a tanto crimen y tanta crueldad diabólica?
—¡NO!
Su grito alarmó a Francois Schneider, canijo, con cara amarillenta y lúbrica, tan
demoniaca en las facciones y la expresión como los ocultos diabólicos a que era
aficionado.
Noel dominó mentalmente las cuchillas del dolor que lo asaetaban yéndose arriba
con tal estrépito, con tan singular violencia, que durante varios segundos, ella y
Francois asistieron a la caída de la cómoda y el resurgimiento de aquel sorprendente
«Hulk» con verdadero asombro y con temor.
Bannister, tras el bestial esfuerzo, comprendió que su espinazo seguía intacto y
que estaba en su mano, en la capacidad de su mente dominando el dolor, abatir aquel
canijo repugnante.
Francois lucía en la diestra un vulgar y enorme cuchillo de cocina.
—¡Si le hubieras rematado enseguida, estúpido! —barbotó la rubia.
El inglés se exhibió. Demostrando sus conocimientos marciales de taekwondo se
fue con los pies por delante impactando, sonora, brutalmente, las suelas de los
zapatos en la cara de tísico del pseudopintor y pseudobohemio, de aquel ser ruin y
despreciable que estaba en la vida, en el mundo, por la sencilla razón de que tenía que
haber de todo.
Lo estrelló contra la frágil puerta del camerino al tiempo que Noel recobraba la
vertical tras su circense exhibición.
Francois, después rebotar en la hoja de madera que a punto estuvo de astillarse, se
fue arriba, adelante, escupiendo sangre a borbotones que teñía su dentadura
amarillenta, dentadura que lucía en feroz sonrisa homicida mientras empuñaba el
cuchillo con violencia y se tiraba como un loco, hoja en ristre, buscando el estómago
de Bannister.
Y en el mismo instante, ella, la rubia, juzgando a Noel centrada su atención en el
canijo, atrapó el taburete y con él en lo alto de ambas manos, se dispuso a descargarlo
con toda la ruindad bestial que albergaba su cuerpo femenino pero sádico, en la
cabeza del inglés.
El inglés, únicamente saltó.
A la izquierda.
—¡NOOOOOOOOOO! —aulló Francois Schneider.
En el fondo, de no haber sangre, de no haber tanta sangre, la escena tenía sus
visos de comicidad.
Pero había demasiada sangre.
La que brotaba del enorme agujero, del gran tajo que la hoja del cuchillo había
abierto por debajo de la cintura de la rubia procaz, desnuda, provocativa, sangrante

ebookelo.com - Página 59
y…
Muerta.
—¡NOOOOOOOOO! —insistía él, contemplando atónito, aterrado, cómo la
hembra se venía abajo y al chocar en el suelo se clavaba todavía más, mucho más, el
monumental cuchillo de cocina que él le había dejado hincado en el vientre. Quedó
de bruces con la punta azulada sobresaliendo por encima de su desnuda, y ahora
también sangrante espalda. Gritó por tercera vez—: ¡¡NOOOOOOOOO!! ¡OH, NO,
NO, MA PETITE!. ¡DANIELLE, NO… NO, MON AMOUR!
Francois, abundando en la trágica y sangrienta comicidad de la escena, había
caído atrás, sentado en tierra, después trastabillar porque el banquetazo de la ya
muerta Danielle le alcanzó de lleno en el hombro.
El inglés, únicamente había saltado.
Se puso en cuclillas.
—Está muerta y eso no tiene arreglo. Tendré la boca cerrada y podrás deshacerte
de ella como quieras. Pero dime dónde puedo encontrar a Katty Rochefort.
Con los huidizos y ratoniles ojos perdidos por algún lugar, estrábicos incluso,
vacíos, inquirió:
—¿Para eso… para eso me buscabas?
—Sí… ¿Qué habías pensado realmente?
Nada dijo. Estalló, eso sí, en carcajadas nerviosas, histéricas, de verdadero
alienado. Carcajadas cuyo volumen alcanzó un eco hiriente, estremecedor, hasta que
Noel le sacudió en plena cara, duro, violento, para devolverle a la realidad.
La realidad para él era que Danielle estaba allí, en una pose grotesca, con el
cuchillo atravesando su cuerpo, soltando sangre en abundancia…
—¿Katty… —habló como un sonámbulo—, Katty Rochefort?
—Dispongo de poco tiempo y de menos paciencia por mucho que te hayan
hablado de la flema británica. Vamos, vamos, Francois…
El canijo, abatido, como si no le importase nada lo que sucedía a su alrededor,
pero consciente de que no deseaba recibir más golpes, habló monótono, de un tirón,
echando al mismo tiempo una indiferente mirada al reloj de su muñeca izquierda:
—A esta hora la encontrarás en L’Aiglon Rouge, 8 de la Rué Petit. Eso está muy
cerca del Cimetiére de la Villete donde hoy, a las doce, hay un ritual en la parte sur de
la necrópolis. En lo que se llama las Viejas Sepulturas.
—¿Me estás hablando de una misa negra?
—De eso, sí.
—¿Cómo es ella? No quiero correr más riesgos identificativos como los que
acabo de correr contigo. Francois… ¿Me oyes?
—Oui… Tiene clase y es muy elegante y sensual. Una tía de impacto. Con unos
ojos muy grandes y negros, brillantes, diabólicos… Dicen de ella que copula con
Satán. Además, te será fácil reconocerla por el medallón.
—El medallón… —repitió, a su vez, Bannister. Preguntando en busca de más

ebookelo.com - Página 60
exactos detalles—: ¿Qué medallón?
—Es como un pedrusco, pero de marfil, que cuelga de su cuello por medio de una
gruesa cadena de oro. En él está grabado a fuego, en rojo y gualda, el pentagrama
invertido.
—El pentagrama invertido[3]… entiendo. Adiós, Francois —se puso en pie. Dijo
—: Créeme que siento lo de Danielle. Pero no me habéis dado opción a evitarlo.
Desde que entré en este lugar todos os habéis mostrado muy agresivos. Adiós. Lo
siento…

Salió del camerino y acto seguido de L’Extravagance Noveau, bajo la mirada atenta y
temerosa al mismo tiempo de la mayor parte de tarados sexuales, prostitutas, y
fracasados de todos los estilos que allí acudían a cobijarse.
Justo en la primera esquina halló un taxi.
Y en menos de diez minutos le dejaba a la puerta del 8 de la Rué Petit.
L'Aiglon Rouge.
Era otra cosa.
El personal parecía más coherente y mucho más sofisticado, por supuesto.
«Tiene clase y es muy elegante y sensual. Una tía de impacto. Con unos ojos,
muy grandes y negros, brillantes, diabólicos…».
Había varias que encajaban en aquella descripción.
«Es como un pedrusco, pero de marfil, que cuelga de su cuello por medio de una
gruesa cadena de oro. En él está grabado…».
Era cuestión de encontrar a la fulana del medallón con el pentagrama invertido
grabado. Ella sería Katty Rochefort. ¡La maldita y endemoniada Katty Rochefort! ¿Y
si luego resultaba que ella no tenía nada que…?
—¿Busca a alguien, m’sieu?
Era un tipo muy elegante, con pajarita. Muy maître él.
—¿Eh…? ¡Oh, no, no! Curioseaba tan sólo. Soy forastero, ¿sabe?
—Entiendo, señor. ¿Quiere una mesa?
Noel, con la mirada, seguía escrutando aceleradamente los rostros femeninos que
lo rodeaban.
¡El medallón!
Estaba a su espalda.
Ignorando por completo al educado y ceremonioso maître se fue recto a la mesa
que ocupaba la mujer.
—Bon nuit, mademoiselle —saludó, en un francés bastante aceptable—. ¿Está
sola?
—¿Usted qué cree?
—¿Puedo sentarme?
—Si le apetece…
Tomó asiento frente a ella.

ebookelo.com - Página 61
—No me recibes de muy buen talante, Katty Rochefort.
—Sería absurdo que me asombrara o que te preguntase cómo sabes mi nombre.
Francois acaba de telefonearme. ¿Qué quieres de mí, inglés?
La miró.
Más que eso, la estudió en profundidad.
Llegando de inmediato a la conclusión que ella, Katty Rochefort, era de aquellas
mujeres que debían producirle asombro a la propia madre naturaleza después de
haberla creado. Era un motivo para seguir creyendo en la belleza y la perfección
armoniosa, en la conjunción de lo sublime y lo violento. Porque su hermosura tenía
rasgos virginales, puros, y rasgos que rompían el encanto con su salvajismo sensual
que producía, al instante, una tremenda capacidad de deseo, un ansia brutal de
posesión hacia ella. Puede que ese chispazo estuviera en la sangrante y agrietada
carnosidad de sus labios vitales, rojísimos… o en el brillo abrasador de unos grandes
ojazos negros, luminosos, llenos de ansia y misterio, de fuego y fuerza.
Puede que el ansia de poseer su volcánica naturaleza estuviese en la invisible lava
que transpiraban las formas suaves y contundentes a la vez de su tórrida anatomía en
el relieve obsesivo de sus pechos bajo el corpiño… Magistral sí lo era. Inenarrable
también.
Y muy elegante, como le anticipara Francois, También. Vestía un chaquetón de
lana roja con diseños geométricos en negro y ribeteado verdoso, que se
complementaba con un pantalón castaño que amagaba estilo bombacho y un corpiño
de seda negra con sobrehilado en oro.
Y el medallón, por supuesto.
—¿Satisfecho? —volvió a preguntar Katty, con evidente desdén.
—Mucho… —sonrió él. Superlativamente—: Muchísimo. Lástima de tus
aficiones, lástima.
—¿Sermones moralistas a estas horas?
—No, prenda. En el fondo me importas un bledo que te revuelques con el
príncipe de las tinieblas o quién sea esa deidad diabólica…
—¿De veras admites esas estupideces?
—A mi sobrina la quemaron viva después de ultrajarla y enloquecerla. Debo creer
en eso. A Douglas Halliday, un periodista de escándalo e impacto, lo han torturado
bestialmente. Ambos hechos injustificables están vinculados con protagonistas del
satanismo. Debo creer en lo que he visto. Debo creer en todo. ¿Qué papel juegas tú en
esta comedia?
—Creo en Satán.
—Peor para ti. ¿Es cierto que te pasas media vida en Londres para incorporar los
últimos avances de la moda en los cultos diabólicos?
—Suena muy pragmático, inglés. Las ideologías suelen ser más filosóficas y
profundas…
—¿Cuando se vuelve loca a una joven, se la quema viva, se la ultraja o cuando se

ebookelo.com - Página 62
convierte a un hombre en una amasijo de sangre y carne retorcida… también?
¿Puedes decirme en ambos casos dónde se esconde la filosofía?
—¿Quién te ha dicho que Satán tuvo que ver en lo de Magali Brown? ¡Eso fueron
estupideces de Halliday!
—¿Has dicho… Magali Brown? Yo no había pronunciado su nombre… ¿Cómo
sabes…?
—Has hablado de tu sobrina. Magali era tu sobrina. ¿Por qué te empeñas en ser
tan retorcidamente detective? Me imagino que te falta profesionalidad.
—No me importa abrirte en canal en público y estrangularte con ese medallón
diabólico que cuelga de tu cuello, Katty Rochefort. Sigue en esa línea y mañana
saldrás en la primera página de todos los periódicos de París.
—Ya me ha dicho Francois que eres muy violento. Demasiado para ser un hijo
de… de la Gran Bretaña.
La alcanzó por la cadena de oro tirando de ella adelante hasta que sus rostros
quedaron muy juntos. Noel percibió entonces el tibio aliento que escapaba entre los
rojos, carnosos, agrietados labios de la hembra, y aquel calor dulce hizo vacilar todas
sus convicciones.
También se encontró con los ojos cálidos, muy negros de ella, clavados en los
suyos.
Y la escuchó susurrar:
—Vivo muy cerca de aquí… Boulevard Serurier… Quiero hacer el amor
contigo… Necesito hacer el amor contigo, inglés… Te deseo… Por favor.
Noel Bannister, en aquel instante, se olvidó de todo. De Magali, de Halliday, de
su hermana Farrah, del mundo, de Sabrina Young incluso. Porque jamás había
recibido una invitación como aquélla procediendo de la boca ardiente de una mujer
como aquélla.
—De acuerdo, Katty.
Por el camino y mientras paseaban, el aire de la noche aclaró sus ideas y el
dominio sobre los sentidos, apareció, significando un profundo respiro para Noel.
Pero su horizonte se tiñó de rojo escarlata, de rojo pasión, de rojo deseo, cuando
Katty, negligente, tiró el chaquetón encima del sofá que había en el living de su
apartamento y con un arte sin igual, singular, pérfido, excitante, se despojó del
corpiño…
—Bésame, inglés. Por favor…
Tomó la cintura y su boca selló los labios más diabólicos que jamás conociera y
saboreó aquella lengua húmeda, dulce, que caracoleaba en la suya produciéndole un
cosquilleo tan electrizante en la columna vertebral, dentro y fuera de ella, que nada
hizo por hurtar su mente al torbellino succionante, sexual, primitivo, que Katty
desarrollaba alrededor de aquel estupendo y apetecible atleta al cual, dejando al
margen ocultos intereses, también deseaba poseer.
Noel halló cerca de sus ojos el impacto bronceado y tibio de sus pechos agrestes,

ebookelo.com - Página 63
vibrantes, que emitían radiaciones de auténtica locura erótica… sus labios capturaron
uno de aquellos erectos y desafiantes granitos que coronaban la impactante bola de
carne y en la succión vino la quintaesencia del placer, el abandono total, la caída por
las cimas del éxtasis, la desnudez total, la penetración…
Jadeaban, excitados, ciegos, retorciéndose en bestial abrazo por encima de la
alfombra. Noel, en cuya mente estallaban mil millones de luces y billones de
exquisitas sensaciones, no pudo ni pensar que aquella mujer era, en verdad, diabólica
para el amor.
Distinta sí, maravillosamente brutal también, para morir entre su carne sin
pensarlo, sin oponerse…
Bannister había caído en el precipicio del placer y no parecía existir ninguna
fuerza capaz de sacarle de allí.
Katty había puesto un pitillo entre sus labios. Él aspiró el humo. Un humo
extraño, penetrante, que comenzó a producirle un dulce mareo.
Débil, pero brilló una reacción.
Lanzando el cigarrillo hacia un extremo del living, susurró:
—¿Qué era eso, pequeña?
—Droga, amor. Una droga casi tan fuerte como yo… Tienes que morir a causa de
una sobredosis. Ya que no has querido fumar, te inyectaremos.
INYECTAREMOS… ¿Hablaba en plural?
Parpadeó. Buscando con sus ojos débiles, cansados, la verdad. Lo cierto y real. El
entorno trágico que se aplastaba sobre él.
—Ya no puedes hacer nada, inglés. Nada…
NADA… ¿Por qué?
¡Era cierto, sí! No tenía fuerzas. Sus músculos no respondían a la orden de alzar
la espalda del suelo y de incorporarse. ¿Cómo había… cómo era tan estúpido? ¡Una
mujer sola le había reducido a la nada!
—… te inyectaremos.
Volvió a parpadear y como entre unas vagas columnas de humo, las vio. Vio las
dos siluetas gigantescas, amarillentas y mastodónticas, de aquel par de eunucos que le
mostraban, en feroz sonrisa, unas dentaduras muy blancas, extraordinariamente
blancas.
—Sujetadle —le oyó decir a la hembra de excitante voltaje sexual.
Trató, a la desesperada quizá, de ser consecuente consigo mismo.
Lógico…
Si admitía que estaba siendo víctima de un manejo diabólico, por inverosímil que
le pareciese… Si aceptaba que ella se había convertido de un extraño y diabólico
fluido para reducirle… sólo Él podía ayudarle.
Sólo en Él podía confiar.
Instintivamente alzó, con dificultad, ambos brazos. Las yemas de los dedos
palparon alrededor de su cuello buscando algo… ALGO.

ebookelo.com - Página 64
Katty le brindó, con vibraciones sádicas, la respuesta:
—Pierdes el tiempo, volcánico inglés. Ya no la llevas… la crucecita la tengo yo.
¿Por qué no lo invocas con rezos? Dile que desprecias a Satán, que lo aborreces, que
escupes su rostro… ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!
Reía y reía, como una auténtica posesa.
Como absorta en los vapores de una borrachera mefistofélica. Se retorcía incluso.
Sus carcajadas eran violentas y burlonas… insultantes. Ofensivas en grado sumo. Y
las acompañaba de gestos obscenos, aberrantes. Había sadismo, desprecio, seguridad
en el poder del mal, dentro del siniestro acento de aquellas carcajadas que golpeaban
oídos y tímpanos de Noel Bannister.
Mentalmente, como respondiendo al desafío de Katty Rochefort de una manera
casi infantil, absurda incluso, susurró con la boca cerrada poniendo en todas y cada
una de las palabras la fuerza de su corazón, de un corazón alocado que acababa de ser
empujado a las negras simas del oscurantismo infernal:
«DESPRECIO A SATÁN, LO ABORREZCO… ¡ESCUPO SU ROSTRO ROJO
LLENO DE MALDAD! SEÑOR… ¡SEÑOR, TE NECESITO! ¡NO ME DEJES
AHORA!».
Los tipos de enormes dientes muy blancos ya se inclinaban buscando sujetarle
mientras la diabólica Katty, en el clímax de su propia excitación infernal y
acentuando las carcajadas estremecedoras y ancestrales, exhibía frente a los ojos gris
perla de Noel Bannister una jeringuilla llena de un líquido ocre, como unos cinco
centímetros de él, coronada por la agudísima y puntiaguda hipodérmica.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja…! Todo se acaba, Noel Bannister, TODO. Y tu fin… ha
llegado. ¡Atrapadle con firmeza! ¡Que no se mueva!
Acabaron de inclinarse persiguiendo ambos brazos del inglés para obligarlo a
ladearse y que ella lo pinchara con tranquilidad.
Algo… Una fuerza tan repentina y súbita, como misteriosa, pareció vivificar la
anatomía del londinense. Algo que hizo crisparse la musculatura de Bannister.
Pareció, incluso que sus bíceps crujían.
El primero que con su mano trató de llegar a uno de los brazos de Noel se vio
desagradablemente sorprendido por la fulgurante y dolorosa presa que Noel, en teoría
extenuado, abatido, aplicaba en una de sus muñecas volteándolo por los aires para
llevarlo a incrustar su rapada cabeza en el mueble bar cercano.
Se produjo un estrépito más que notable. El tipo quedó de bruces medio
inconsciente, graznando algo ininteligible.
—¡Maldición…! —rugió Katty, congestionada. Gritando, desaforada—:
¡Golpéalo, Yusuf, golpéalo! ¡En la cabeza! ¡Mátalo si es preciso! ¡MÁTALO!
Mátalo…
Un puño que más parecía una maza bajó velozmente buscando el cráneo de
Bannister para masacrarlo.
Dio media vuelta con el cuello. Sólo tuvo opción a ensayar aquel giro de

ebookelo.com - Página 65
emergencia y evitar, por milésimas de milímetro, que la manaza cerrada, brutal,
hiciera estallar su cabeza salpicando las paredes con la masa encefálica que saldría
despedida.
Vio el puño clavado en la alfombra, crujiente, frente a sus ojos y sólo pudo
reaccionar, dado lo incómodo de su posición y lo fácil que en ella sería para su
enemigo el intentar rematarle… de una forma. De una única forma.
Clavó, bestial, canibalesco y desesperado, sus dientes agudos, en el antebrazo del
eunuco.
Aflojando al segundo instante la dentellada de sus incisivos y caninos, para
repetir el espeluznante mordisco con mayor dosis de violencia.
—¡¡AAAAAAAAAAAAAAG!!
Fue un alarido infrahumano en cuyo eco vibraban, exacerbados al infinito, dolor,
rabia, odio, impotencia y desesperación.
Bannister envió un punterazo (al tiempo que se ladeaba para imprimirle mayor
potencia) a los genitales del mastodonte quien, al acusar el nuevo y tremebundo
impacto sin tiempo de haber asimilado tan siquiera el anterior, emitió una nueva
distorsión acústica, llevándose las manos a la zona brutalmente castigada, salpicando
sus muslos con la sangre que brotaba del antebrazo cada vez con mayor caudal.
Noel brincó, haciendo un ensayo, más a ciegas que otra cosa, de lo que
futbolísticamente se conocía como «tijeras». Sus piernas trazaron el «corte» en el aire
y mientras la derecha se estrelló en el vientre del enorme, la zurda, lo cazó por debajo
de la barbilla haciéndole crujir estridentemente el maxilar inferior.
Dio vueltas como una peonza alocada barbotando insultos y berridos en lengua
vernácula… retorciéndose, tropezando de mueble en mueble, crispado, bailando sus
ojillos ratoniles y redondos al borde de las órbitas con patética expresión de dolor y
angustia.
Desbordado física y mentalmente.
Katty sacaba espuma entre las grietas rojas de sus labios carnosos, sensuales,
ofreciendo una visión espectral y tortuosa acerca de la metamorfosis que podía
producirse en un rostro bello y excitante.
Excitada, paroxística, sí lo estaba.
Y poseída posiblemente.
Mostraba, ahora, los dientes. Como si esperase que le crecieran los colmillos para
saltar sobre Noel y clavárselos en la yugular.
Se miraron fijamente, con intensidad, durante fracciones de segundo.
Hasta que se escuchó el graznido:
—¡Aaaah!
Bannister entendió lo que sucedía atrás, a su espalda, y se recriminó en silencio
por haberse olvidado del otro gigantón.
Que con graznido en la garganta volaba, plano y recto por los aires pese a su
envergadura, literalmente plano, al encuentro del inglés. En la acometida y el impacto

ebookelo.com - Página 66
subsiguiente, Bannister era el perdedor.
Salvo que…
Salvo que fintara con la cintura que inclinaba el tórax eludiendo el aterrizaje
brutal contra su cuerpo que pretendía el enorme.
Lo hizo.
Y su antagonista graznó por segunda vez.
De rabia y frustración ahora al comprobar que el otro no estaba donde esperaba
hallarlo y él se perdía en vuelo rasante en busca de la alfombra que si bien amortiguó
el topetazo, no pudo amainar en demasía las consecuencias del mismo.
Pero aquella clase de bestias estaban preparadas para la lucha.
Despidió arriba una pierna, al estilo coz, suponiendo que Bannister aprovecharía
la caída para atacarlo.
Sí, desde luego. Para atacarlo. Pero no como él suponía.
No así, desde luego.
Bannister se había dejado ir de rodillas detrás del tipo pero manteniendo la misma
distancia prudencial que marcaban sus brazos, extendidos, a la vez que los cantos de
sus manos flagelaban por los laterales el diafragma de su oponente.
Con dolor y berrido logró revolverse pensando tirarse de cabeza arriba y
estrellarla en el tórax del inglés produciéndole una conmoción suficiente como para
dejarle sin sentido.
Noel, flexionando el talle, dobló el brazo derecho para golpear con la palma de la
zurda el puño opuesto, cerrado, de forma que el codo saliera hacia atrás, como
impulsado a compresión, estallando en pleno rostro del tipo haciéndole la nariz
astillas con un crujido que erizó los cabellos de la nuca del propio inglés.
Se elevó al segundo siguiente para estrellar la planta del pie en el ya castigado,
machacado mejor, rostro, abatiendo al gigantesco entre su propia sangre, saliva,
escupitajos, graznidos y expresiones de dolor.
Katty, corría.
Pasillo arriba. Rugiendo un sinfín de maldiciones y dirigiéndose con
maquiavélicas preces a alguien que no estaba allí.
¡Zas!
Se tiró como una bala atrapando ambos tobillos de la que estaba en plena carrera.
La Rochefort se fue de bruces en tierra estampando su hermoso rostro ahora
máscara diabólica de maldad y odio, encima del mosaico.
No tuvo piedad.
No podía tenerla.
Ella no lo merecía.
No había demostrado estar dispuesta a tenerla con él.
La pateó.
La machacó a golpes pero procurando lacerarla y conservar su consciencia.
Rugía, gritaba, lloraba, insultaba…

ebookelo.com - Página 67
—¡Bastaaaaaa!
Frenó el aluvión violento que había ejercido sobre aquel cuerpo que no ha mucho
había poseído con una pasión que no recordaba haber alimentado al poseer a ningún
otro.
—Empieza… —Parecía masticar cada una de las letras.
Katty escupía sangre.
—¡Lawrence Leigth! —gritó.
—Es hijo de un miembro de la Cámara de los Lores de…
—¡Y un satánico también! ¡Él ultrajó a tu sobrina… ÉL LA VOLVIÓ LOCA!
—¿Por qué…?
—Es un sádico.
—Ya… Me suena ilógico que tú digas eso.
—Tenía miedo de que Magali hablara y la llenó de drogas alucinógenas.
—¿Cómo consiguió someterla?
—Hipnosis… Aprovechando que ella estaba enamorada de él, la hipnotizó. Tras
abusar de la chica la ofreció como virgen en una ceremonia y después anuló su
consciente con las drogas. ¡Es la verdad… LA MALDITA VERDAD!
—Si te has equivocado, repugnante súbdita de Satán… ¡juro que volveré para
destrozarte!
—No… ¡no me pegues más!
Noel Bannister la escupió yendo después en busca de su ropa.

Ven hacia aquí, oh, gran morador del abismo, y haz que tu presencia se manifieste.
Yo he colocado mis pensamientos sobre el llameante pináculo que resplandece con
selecta lujuria en los momentos de intensidad y se hace ferviente en el turgente
oleaje.
Envía a ese mensajero de las delicias voluptuosas y haz que esas obscenas
imágenes de mis oscuros deseos tomen forma en futuros actos y hechos.
De la sexta torre de Satán descenderá un signo que se unirá a las sales que hay en
mi interior, y eso hará que venga a mí el cuerpo carnal que estoy invocando.
He congregado todos mis símbolos y he preparado los atavíos del que ha de venir.
Con todo ello, la imagen de mi creación acecha como un agitado basilisco que
aguarda a que le liberen.
La visión se convertirá en realidad, y a través del alimento que mi sacrificio dé,
los ángeles de la primera dimensión se convertirán en la sustancia de la tercera.
Sal al vacío de la noche y taladra esa mente para que responda con pensamientos
que conduzcan a senderos de abandono lujurioso.
Conjuración de la Lujuria (La Biblia Satánica).

ebookelo.com - Página 68
Capítulo V
PAMELA CORLEY era esa clase de muñeca viva, de carne y hueso, que todo
hombre ha soñado poseer alguna vez.
La mujer, por regla general, responde a unas características físicas que la hacen
más o menos deseable a los ojos del varón. Las hay que por su largo cabello sedoso
despiertan la pasión; otras, encienden el brasero de la lujuria con la mirada de sus
ojos exóticos o la rojez de sus labios húmedos; las más, estimulan la libido del
hombre con la línea mórbida de sus pechos turgentes, bien formados o con la
esplendidez y rotundidad de sus caderas al balancearse, insinuantes, haciendo resaltar
unos glúteos apetitosos que también el animal macho se enciende por gozar.
Que una mujer sola reúna todas esas cualidades y las adorne con la lozanía y
frescura de la juventud, con diecisiete años vírgenes en los que el hombre no haya
penetrado en su selva de amor, lujuria y pasión… es todo un sueño.
Es —era— Pamela Corley.
Que ahora, con sus ojos cándidos en apariencia pero con un trasfondo de pícara
morbosidad, miraba con apetito sexual la figura masculina, arrogante, atlética, que
tenía de pie frente a ella muy cerca del sofá donde estaba desmadejada con
estimulante abandono.
—Nunca pensé que estuvieras enamorado de mí. Aún lo dudo, Lawrence.
—¿Por qué no podía estarlo? ¿Por qué dudas, preciosa?
Se encogió como una gatita ronroneante.
—Por tus ambigüedades, amor. Y sigues siendo ambiguo, porque respondes con
preguntas a los velados, o directos interrogantes que te formulo.
—El amor más inflamado es el que permanece oculto, cariño.
—No sé… Frases que suenan bien, sí. Recuerdo que habíamos coincidido en
muchas fiestas y recepciones sin que nunca me hubieses demostrado el menor interés.
Una mirada quizá… Y yo, como la mayoría de las mujeres jóvenes, y las no tan
jóvenes, deshechas por ti. Pirrándome por una palabra de tus labios, por una caricia
de tus dedos, por un beso, por un roce apasionado… ¡Qué bobas somos las mujeres!
Pero es que tú, Lawrence, tienes algo… No sabría cómo describirlo con palabras.
Emanas un hálito irreal y fuertemente atractivo. Algo que impresiona… Como si no
fueses humano. Mirándote se piensa de inmediato en…
Se calló, de repente. Más por incitante coquetería que por pudor.
—¿No te atreves a decirlo, Pamela?
—Hacer el amor. Apeteces…
Lawrence Leigth, aquel hombre de extraordinaria belleza física, de singular
apostura varonil que no ha mucho pactara con el terrestre sucedáneo de Satán,
envolvió a la hermosa hembra con el fuego abrasador de sus grandes pupilas negras
en el interior de las cuales, de una forma tan irracional como misteriosa, brillaban dos
haces encendidos de rojiza tonalidad.

ebookelo.com - Página 69
—No te imaginaba tan actual, tan… liberada.
—Mi tío es un reaccionario que ha tratado de encasillarme en el rol tradicional de
la mujer… buenas costumbres, dominio, piano y solfeo, hombre honrado de posición
social desahogada, matrimonio, hijos, familia que es la célula fundamental de la
sociedad… que me ha repetido una y otra vez esos principios trasnochados desde el
día en que a causa de la muerte de mis padres, ¡qué trágico e infortunado accidente,
Dios mío!, tuve la desgracia de caer en sus garras. Él no entiende que yo pueda
palpitar, arder, anhelar… ¡querer vivir en una palabra! La vida hay que paladearla a
tragos y no a sorbos. Las pasiones hay que apurarlas al máximo. Y lo mío por ti,
Lawrence es una pasión llena de fuego. Te deseo, te deseo mucho…
Pamela, apasionada y vehemente… Pamela Corley, temperamental y exuberante,
lanzada ahora, no se percató tan siquiera de la súbita crispación que acababa de
contraer las hermosas facciones del hombre cuando ella había pronunciado: «Dios
mío». Lawrence, tras dominarse, aprovechando el flash de pasión y sensualidad que
iluminaba y encendía rostro y sentimientos de Pamela comenzó a efectuar unos
extraños movimientos frente a los ojos color avellana de la chica, con aquel enorme
ópalo del llamado girasol que, como si de una medalla se tratara, colgaba por medio
de una gruesa cadena de plata desde su cuello hasta la mitad del pecho, encima de la
extraña túnica de hippie que cubría su naturaleza vital y atlética.
Aquel ópalo translúcido, zigzagueante, tenía la virtud de reverberar y destellar,
con hirientes chispazos, algunos de los colores del arco iris.
Chispazos que estallaban contra las pupilas de Pamela produciendo, en su mente,
una extraña sensación al principio que se iba convirtiendo, paulatinamente, en una
especie de bálsamo… un bálsamo que ni era real ni era humano, pero que deleitaba y
absorbía, que extasiaba.
—El amor, pequeña, tiene horizontes que tú desconoces. Yo te descubriré esos
horizontes, caminarás de mi mano hacia el otro lado de ellos y hallarás mil deliciosas
experiencias de amor que te harán enloquecer de pasión. Yo… Yo. Pamela, te
enseñaré cómo se vive el auténtico placer, te mostraré cómo se halla el definitivo
éxtasis después de haber renunciado a todo, a ti misma.
Se fue inclinando de forma que el ópalo danzara como un péndulo de un reloj
ante la mirada perdida, lejana, de Pamela Corley.
Repitiendo, con voz ronca ahora, con voz que no parecía la suya y que cobraba
unos estremecedores matices persuasorios:
—… Te mostraré cómo se halla el definitivo éxtasis después de haber renunciado
a todo. A todo, Pamela. A ti misma incluso.
Un suspiro sonoro, casi con cuerpo, brotó de los sensuales y entreabiertos labios
de Pamela, conforme los vapores de la confusión se adueñaban, mecían su cerebro,
trasladándola de la realidad a los umbrales del trance, a las tinieblas del abandono.
—Llévame, amor, llévame… ¡Aaaah! ¡Tiene que ser maravilloso!
—Lo es, lo es…

ebookelo.com - Página 70
¡Riiiiiiiiiiing! ¡Riiiiiiiiiiing!
Sonó el teléfono.
Rompiendo el hechizo.
—Eh… —Brincó casi del sofá Pamela, arrancada del paraíso de los sueños y las
visiones pasionales por los intermitentes y vibrantes campanillazos—, Lawrence
¡Lawrence! ¿Qué ocurre?
Él, en pie, acudía hacia el teléfono.
Mascullando entre dientes:
—¡Maldito inoportuno de mierda!

La mujer se desentendió momentáneamente de los papeles que estaba estudiando bajo


el haz de luz cónica que brotaba de la única lámpara que iluminaba la estancia, el
pequeño despacho, atrapando el auricular para incrustarlo en su oído izquierdo.
—¿Si…?
—¿Mary Anne Olivier? —inquirió otra voz, también femenina, en la distancia.
—¿Quién la llama? —inquirió.
—Katty Rochefort…
—¡Katty! Pero… ¿no estabas en París?
—Estoy en París, Mary Anne.
—¡Maldita sea tu estampa, pequeña estúpida! ¿Es que no recuerdas las
instrucciones? Te dije que no llamases a este número salvo en caso de gravedad
extrema.
Un fugaz, breve silencio, y quien hablaba desde la capital de Francia, afirmó,
categóricamente:
—Lo es, Mary Anne.
—Te escucho.
—Noel Bannister ha estado aquí. Ha hablado conmigo y… —Se detuvo,
nerviosa.
—¿Y… qué? —acució, nerviosa también, la que estaba en Londres.
—He tenido que hablarle de… Lawrence Leigth.
Mary Anne, en tensión, pareció vibrar toda ella introduciéndose a través del carril
telefónico.
—¡QUEEEEE! —aulló—. ¿Cómo has dicho?
—Me hubiera matado, Mary Anne. ¡Te lo juro!
—Perra lasciva… ¡perra! ¿Cómo ha sucedido? ¡Cuéntamelo desde el principio!
Lo hizo. Sin sobresaltos ni nerviosismo ahora. Coherentemente.
Mary Anne Olivier dulcificó un tanto, a raíz de oír las explicaciones, el tono antes
empleado, al decir:
—Entiendo, entiendo… ¿Hace falta que te diga que debes estar una larga
temporada sin aparecer por Londres, pequeña?
Asintió la francesa, matizando:

ebookelo.com - Página 71
—Sí, claro. Créeme que lo siento, Mary Anne. Si hubiera sabido que
sacrificándome al máximo evitaba que ese periodista… ¡pero está ciego de rabia y
odio! Decidido a triturar a quienes tuvieron que ver en lo de su sobrina. Deberéis
andar con muchísimo cuidado… —De acuerdo, Katty, de acuerdo. Ahora, procura
olvidarlo, ¿eh? Y sobre todo, no aparezcas por aquí hasta que seas avisada. ¿Está
claro?
—Sí, sí… Adiós, Mary Anne.
—Adiós, Katty.
Colgó, despacio, apretando fuertemente el auricular entre los dedos crispados de
su mano.
La expresión de su rostro, desencajadas las facciones por la noticia, denotaba
indignación, rabia, furia y otros mil sentimientos parejos a aquéllos.
Mary Anne Olivier, secretaria general y regente al mismo tiempo de la Saluzabel
Fundation, relajando su crispación, descolgó de nuevo el teléfono discando presurosa
un número en el dial.
Varios segundos de espera, casi un minuto, y:
—Habla Robert Brandeur. ¿Quién…?
—Soy Mary Anne, Bob.
—¡Mary…! ¿Cómo me llamas a estas horas? ¿Qué sucede?
—Acaba de telefonearme Katty Rochefort desde París, Bob… Malas noticias.
—Adelante.
Mary Anne Olivier le trasmitió lo que ella acababa de escuchar apenas hacía
cuatro minutos.
—¡Maldita sea! —exclamó Brandeur, al que Mary Anne intuyó apretando con
fuerza el auricular. Añadiendo con rapidez—: Puede solucionarse, puede…
—¿Cómo, Bob?
—Liquidando de inmediato a Lawrence Leith. Muerto el perro se acabó la rabia.
Su cadáver cierra las puertas de la investigación emprendida por Noel Bannister. No
existe el menor dato que conecte al vicioso lord con nosotros. Puedo hacerlo esta
misma noche si quieres, Mary.
—¡NO… NO! —gritó, tensa, ella.
—¿Por qué?
—Porque necesitamos a la chica… a Pamela Corley.
—Hay otras, ¿no?
—¡Tú qué sabes, estúpido! Es preciso que Lawrence nos entregue a la chica en
bandeja de plata. Vale mucho… vale millones, Bob. Tiene un tipo de sangre poco
corriente, del grupo «AB negativo». Imprescindible para atender el contrato que
tenemos con un millonario sueco, hemofílico[4], que está dispuesto a pagar cada litro,
en transfusión, a medio millón de francos suizos. Es un caso de vida o muerte pan
él… y de dos millones de francos suizos para nosotros. ¿Entiendes ahora, Bob…
ENTIENDES?

ebookelo.com - Página 72
—¡Por supuesto! —exclamó el tipo que se hallaba en la otra punta. Interrogando
—: Entonces ¿qué quieres que haga?
—Ponte en contacto con Lawrence y dile que la misa en que quiere ofrecer a
Pamela como altar, debe celebrarse esta noche. A las… —consultó su reloj de pulsera
—, a las tres de la madrugada. Luego tiene que pasarnos a la chica en perfecto estado
de trance para que podamos… desangrarla sin problemas. ¿Está claro, Bob?
—Le obligo a que hipnotice a la muchacha y nos la entregue, ahorrándonos todo
el solfeo ese de la misa… ¿te parece?
—¡No, maldita sea! ¡No! No aciertas una, Bob. ¿Quieres olvidarte de pensar por
tu cuenta? Deja que lo hagamos quienes tenemos lo que se necesita para pensar
debidamente. Es necesario que Lawrence Leigth acuda al viejo cementerio de
Highgate… y la única razón lógica de que disponemos para llevarlo hasta allí, Robert
Brandeur, es la celebración de un culto satánico, ¿entiendes?
El hombre no quiso ser aquiescente por la simple regla del acatamiento y objetó:
—No. No demasiado. ¿Para qué leches hay que llevar a Leigth al cementerio?
—Para… matarlo. MATARLO, Bob, MATARLO. Lawrence Leigth el libertino, el
aberrante, tiene que morir esta noche en el escenario donde la policía comprenderá de
inmediato llevaba a la práctica sus infames advocaciones satánicas. Cuando haya
concluido el ceremonial diabólico te llevas a Pamela a la ambulancia que tendrás
preparada en el lugar establecido, diciéndole antes a Lawrence que te aguarde a la
entrada de las Catacumbas porque tienes que hacerle entrega de una preciosa
jovencita que… que desea ser iniciada en las artes diabólicas. ¿Me sigues, Bob
Brandeur?
—Sí, si… Y te entiendo ahora. Luego pongo en marcha la escenografía que se
dispuso para estos casos y liquidamos a Lawrence Leigth, ¿no?
—Exacto, Robert Brandeur, exacto. Y sin fallos, ¿eh? Procura que no los haya,
porque si los hay… recuerda que él no perdona. No quisiera yo estar en tu piel si se
produce el más leve error. Si eso sucede, de ser yo Robert Brandeur… preferiría no
haber nacido. ¿O. K.?
—O. K. No habrá fallos, Mary Anne.
Robert Brandeur, Bob para los amigos como le dijera a Lawrence Leigth el
siniestro personaje que había pactado diabólicamente con él, se quedó mirando al
teléfono después escuchar el «clic» que le anunciaba que, en el otro lado, habían
cortado la comunicación.
Miró el reloj primero y golpeó después la horquilla hasta obtener línea, marcando
un número.
La señal de llamada estuvo presente al instante.
El destinatario de la misma tenía que estar escuchando ya el:
¡Riiiiiiiiiiing! ¡Riiiiiiiiiiing!

—¡Maldito inoportuno de mierda! —masculló de nuevo, con los labios entrecerrados,

ebookelo.com - Página 73
Lawrence Leigth.
Y tiró del auricular con rabia, preguntando:
—¡Sí…! ¿Quién es?
—Robert Brandeur.
—¿Qué pasa, Bob? —preguntó, bajando la voz al máximo, para evitar que
Pamela pudiese seguir coherentemente el hilo de la conversación que iba a mantener
con el inoportuno de mierda.
—Hay cambios en el programa, Leigth.
—¿Qué cambios, Bob? —se interesó, nervioso, el libertino aficionado a las artes
diabólicas.
—La ofrenda a Pamela en el rito será hoy, esta madrugada… a las tres.
—¡Eso no es posible!
—Tiene que serlo, Lawrence Leigth. Ya me estoy encargando de avisar al
auditorio, al celebrante, etcétera. Todo estará preparado a las tres de la madrugada,
hora en que la virgen debe hallarse dispuesta como altar. ¿Entendido?
—Insisto… —Su voz se mostraba insegura—, es que no es posible. Todavía no…
¡Todavía no la tengo debidamente preparada, Bob!
—Pues espabila, amigo, a no ser que quieras que la gente del Yard reciba en
breve un amplio documentado dossier acerca de, como decía Douglas Halliday… la
alucinante odisea de Magali Brown.
—¡Yo no la quemé! —estalló, contrayéndose.
—Pero también te… comerás ese pequeño detalle si la ocasión llega. ¿A las tres,
Lawrence?
—A las tres… —respondió ronco, temeroso y excitado a la vez.
—Procura no… fallar, lord Leigth —dijo, ominoso y sarcástico Robert Brandeur,
colgando seguidamente.
Lawrence hizo lo propio y regresó, tratando de dominarse al máximo de parecer
natural como antes, junto al sofá donde Pamela seguía provocativamente recostada.
—¿Pasa algo malo, amor? Te veo pálido…
—¡Oh, no, no…! Un pequeño contratiempo de… ¡de negocios! Pero sin
importancia, preciosa mía.
Ella se ahuecó, indolente, excitante, deseando y queriendo ser deseada.
—Me estás diciendo cosas maravillosas, Lawrence —susurró.
Él se puso de forma que el ópalo comenzara a danzar nuevamente frente a las
hermosas pupilas avellana de la renuente hembra…, renuente pero ofreciéndose a la
vez intrépida, con afán lúbrico que brillaba en sus ojos.
Fácil…
Era muy fácil porque ella lo deseaba.
El ópalo iba y venía como un péndulo mágico que absorbía realidad y
consciencia, que dominaba, que poseía, que subyugaba…
—Debes renunciar a ti misma, mi dulce muñeca, para encontrarte con la

ebookelo.com - Página 74
quintaesencia del éxtasis. Si te abandonas en mí juro llevarte a los umbrales de un
paraíso cuya vegetación es el amor, el agua de sus fuentes la pasión, la atmósfera que
se respira el placer… Debes renunciar a tú misma, Pamela.
—Sí, sí…
—Renunciar y venir a mí, muy dentro de mí, para que yo te lleve hasta él…
Parecía dormitar pues sus párpados se habían corrido levemente ofreciendo los
ojos entrecerrados, dejando asomar un pequeño atisbo de sus discos avellanados.
—¿El…? —Era una curiosidad lejana, lánguida.
—Satán…
—Satán… —repitió Pamela, como abrazando el éxtasis, estirando sus brazos para
enroscarlos en la nuca del hombre.
El ópalo, ahora, danzaba frenéticamente. Oscilaba de un lado a otro, fulgurante,
haciéndose cómplice de un «tic tac» diabólico.
Los labios de Lawrence Leigth quedaron sepultados entre los de Pamela, que los
devoraba.
Respiraciones fatigadas, jadeantes… Roncos suspiros… Palpitar acelerado de
corazones… Pechos excitados que subían y bajaban… Yemas que acariciaban los
pezones color café que los coronaban… Más suspiros y más roncos todavía…
—Tienes que amarme a mí, Pamela, con la misma pasión que le amarás a él.
Porque esta noche, dentro de poco, serás mía y serás de… Él.
Perdida en los confines de un mundo lejano y sordo, sin vibraciones ni matices,
opaco, volvió a inquirir con aquella curiosidad lánguida, pusilánime:
—¿El…?
—Satán…
—¡Ah…! Satán, sí…

El silencio, en verdad, era impresionante.


Todos los allí reunidos, puestos en pie y alineados en los bancos, con sus túnicas
negras y las capuchas caladas, parecían hasta contener la respiración, clavados los
ojos en el altar fascinante, demencial, que evidentemente atraía y encendía los
sentidos con llamas de lujuria y deseo.
El cuerpo de impecables líneas, lleno de juventud y vital ardor, tostado y
cimbreño, de redondeces apetitosas, de caries palpitantes, de entre las que destacaban
los rígidos promontorios en que parecían haberse convertido sus pechos vibrantes,
reposaba sobre el paño negro que daba mayor realce a los juveniles encantos de
Pamela Corley…
De la Pamela Corley a quien su tío, el viejo reaccionario, el subsecretario del
Foreing Office, sir Keith Allen, había intentado, o intentaba, encasillar en el rol
tradicional femenino, que no feminista.
Pamela Corley…
Una almohada de terciopelo, negra también, sostenía la cabeza, recibiendo la

ebookelo.com - Página 75
magnífica onda azabachada de su abundante y sedoso cabello suelto. Las piernas,
separadas, colgaban a uno y otro extremo del diabólico altar, dejando al descubierto,
excitantemente, la ígnea herida de pasión sombreada de tenue vello.
Pamela Corley, la joven virgen, estaba totalmente inmóvil.
Las luces vacilantes de los blandones iluminaban con resplandores siniestros,
fantásticos, la tétrica capilla demoníaca instalada en las entrañas del viejo cementerio
de Highgate, produciendo suaves reflejos en los tibios contornos del cuerpo desnudo.
Las espirales de humo que se desprendían de los incensarios aromatizaban el
ambiente. No se percibía más rumor que el de los cirios negros, situados a cada lado
de los extendidos brazos de la muchacha —y que descansaban en el interior de
candelabros apoyados en el suelo y no sostenidos por aquélla—, chisporroteando
espectralmente. Unas columnas de extraño humo entre rojo y ocre formaban una
especie de compacta y densa nube alrededor del trono infernal, vacío ahora, situado al
fondo tras el altar.
Los senos túrgidos de la mujer se agitaban suave, despaciosamente, al compás de
su tenue respiración.
De súbito, truncando el sepulcral silencio, estalló el tañido del «gong», si bien sus
ecos quedaron ahogados por los tupidos cortinajes de terciopelo que cubrían las
paredes de la capilla en la que se había conseguido un ambiente entre medieval y
siniestro… Sonó el «gong», anunciando el principio, sí.
Precedido por el diácono y el subdiácono, el oficiante, investido con la casulla
sobre la que lucía los signos infernales, entre los que destacaban, bordados en hilo de
oro, el pentagrama invertido y el símbolo de Bafomet, avanzó hacia el altar al tiempo
que, arrodillándose reverentemente ante las preciosas piernas de la joven virgen,
exclamaba:
—In nomine Magni Dei Nostri Satanás jintroibo ad altare Domini Inferí!
A lo que sus ayudantes, tras hacer también una profunda genuflexión ante el altar,
respondieron:
—Ad eum qui laetificat meun.
Se acercó el turiferario agitando el turíbulo, de manera oscilante, frente a las
piernas de la hembra, mientras quiénes representaban aquella espectral comedia,
susurraban todos juntos:
—Adjutorium nostrum in nomine Domini Inferi.
Con la respuesta de la congregación, con voces de matiz poseído:
—Qui regit terram. Shemhamforash!
Y prosiguió la ceremonia con las irreverentes e infames letanías, con actos
similares a los practicados en la misa católica, pero invirtiendo su sentido en todo
momento y dándole un matiz naturalmente diabólico, brutal, y obsceno al mismo
tiempo.
Casi al final del aberrante rito y mientras pronunciaba otra de sus diabólicas y
ancestrales arengas, el pie derecho del celebrante había presionado una especie de

ebookelo.com - Página 76
botón recubierto de goma o caucho que sobresalía levemente en el suelo, debajo del
altar y, al instante, mientras él gritaba…
—¡VEN A NOSOTROS PRÍNCIPE DE LA OSCURIDAD, ABANDERADO DE
LA LUJURIA Y LAS CÁLIDAS PASIONES…!
… Las llamaradas que brotaban alrededor del espectral trono situado a su espalda
se hicieron mucho más densas y tupidas, impidiendo las visibilidad de aquél,
estallando al mismo tiempo, en distintos ángulos de la capilla, ruidos que semejaban
truenos y relámpagos, los mismos que pudieran haberse producido de estallar una
terrible y caótica tormenta, un fortísimo temporal auxiliado por impresionante aparato
eléctrico.
Se fueron aclarando las nubes rojas y amarillentas y ante la estupefacción primero
y el delirio después, apareció ante los congregados, sentada en el trono, la figura
demoníaca que tenía por cabeza la de un macho cabrío de ojos fosforescentes y
espeluznantes, satánicos de verdad, que fue recibida con el grito bestial y enajenado,
de:
—… SHEMHAMFORASH!!!
Entonces el oficiante, volviéndose hacia el trono, se inclinó profunda y
largamente en reverencia que se prolongó por espacio de dos tensos minutos, para
después, girando hacia el altar y señalando el desnudo cuerpo de la mujer, ofrecerle
su virginidad a Satán en prueba de obediencia, fidelidad y devoción.
Por último, encarándose con los reunidos, les instó a que se despojaran de las
túnicas y subiesen a postrarse ante el amo de los infiernos y luego, concluida la
excitante ceremonia de adoración al macho cabrío, les exhortó a la posesión brutal de
la carne, a la entrega, al placer… lo que fue secundado en medio de un caos
infamante, brutal, que culminaba en verdaderas agresiones físicas, las cuales, eran
obedientes, mansamente recibidas, por quienes sentían la bestialidad de su
partenaire.
Diabólico, sí. Propio de Satán.
Espeluznante también, sí. Espeluznante.
La satánica aparición salió de la inmovilidad y del trono para llevarse en brazos a
la doncella al tiempo que era aclamado por el griterío de los aberrantes alcanzando
cotas de locura, de alienación colectiva.
—¡¡AVE… SATÁN, AVE!!
Desapareció el misterioso ser con cabeza de macho cabrío entre los pliegues de
los cortinajes de negro terciopelo, y al otro lado de ellos, en la pequeña estancia de
demoníaca decoración, de motivaciones plásticas y físicas por completo infernales, se
halló con Robert Brandeur, que le decía:
—Tengo que llevarme inmediatamente a la chica.
Tras dejarla encima del lecho, despojándose de la monstruosa cabeza, lívido y al
mismo tiempo excitado, Lawrence Leigth, inquirió con rabia mal dominada:
—¿Por qué?

ebookelo.com - Página 77
—Ordenes de él, mi querido lord.
—Pero… ¡ahora es el mejor momento! ¡El del supremo éxtasis!
—Paciencia y contención, amigo —sonrió, despótico y despectivo, Brandeur.
Añadiendo, con talante más conciliador—: Pero no te preocupes, no te preocupes.
¿Recuerdas aquello de que… no hay mal que por bien no venga?
—Explícate, explícate… —Lawrence Leigth estaba congestionado, rojo, más
nervioso que nunca, casi trémulo.
Robert Brandeur, tipo delgado y alto, con facciones hoscas y desagradables que
trasmitían de continuo un mensaje de crueldad y violencia, hombre de acción y de
pésimos sentimientos que vivía de matar, del ejecutar órdenes como él lo calificaba,
miró con asco al que jugaba a Satanás, al deseado por las jóvenes —y no tan jóvenes
—, hembras de la élite social londinense, casi escupiéndole:
—¡Contén tus sucias pasiones, degenerado! ¿Tanto te cuesta?
Lawrence ensayó un ademán agresivo al que Brandeur respondió, de inmediato,
mostrando por delante el cañón de una pavonada Parabellum.
—Inténtalo, inténtalo… ¡y te acribillo! —sonrió al instante. Dijo—: Bueno…
parece que estamos todos un poco nerviosos, ¿eh? —Guardó la pistola—. ¿Verdad
que estamos excitados, lord?
—Sí… ¿Qué me decías, Bob?
—Que me esperes en la parte exterior de Las Catacumbas. Dentro de un cuarto de
hora voy a llevarte… a presentarte, una linda muchachita que arde en deseos de ser
iniciada en las artes satánicas. ¿Comprendes?
—Sí… ¿Y ella? —Extendía el índice sobre el cuerpo exánime de Pamela Corley.
—La necesitan.
Se encogió de hombros haciendo un gesto preliminar de contrariedad. Luego hizo
otro gesto: de conformidad. De obligada conformidad.
—Te esperaré en la entrada de Las Catacumbas.

Las Catacumbas.
La parte más espectral del viejo cementerio…
Así se la había definido a Lawrence Leigth, en el transcurso de un singular
diálogo, el siniestro personaje que cubría su rostro con un amplio capuchón negro.
… donde en un hundimiento del terreno están dispuestos los panteones familiares
formando círculo.
En efecto, así era.
Tras el pórtico gigante sostenido por las columnas de arquitectura egipcia estaban
los panteones y dentro de ellos, las tumbas.
Tumbas…
Antiguas y viejas.
Lejanas…, tan lejanas como si nunca hubieran existido. Conteniendo restos
calcinados, polvorientos, etéreos quizá, inmateriales, de cadáveres no menos lejanos

ebookelo.com - Página 78
de los que ya nadie se debía acordar.
Muertos…
Lejanos y antiguos… suponiendo que en el mundo de las tinieblas existiera
lejanía y orden cronológico.
Pero seguían siendo muertos contenidos por tumbas lejanas ocultas en el interior
de aquellos panteones cubiertos por tupidas telarañas… por telarañas crujientes, tan
reales, que casi tenían olor y sabor, vida…
¿Vida… muerte…?
Lawrence Leigth, erguido y severo, negro, vestido rigurosamente de negro, de un
negro tan intenso que lo incluía en las negras tinieblas de la necrópolis, que lo
integraba en su oscuridad indescriptible solidificándole como uno más en el tétrico
entorno que lo contenía… lord Leigth, aberrante, diabólico creyente, lúbrico snob,
deleznable su alma como deleznable era su credo ideológico, mientras daba pábulo en
su mente retorcida a aquella serie de extrañas meditaciones sobre muertos y tumbas,
zozobró, batido por el corrosivo gusano del pavor.
Pavor…
MUERTOS…
Muertos que, según le habían dicho los verdaderos eruditos en ocultismo y magia
negra, los reverentes al infinito poder de las tinieblas, si le invocaban, si
pronunciaban su nombre con fe demoníaca, dejaban de ser muertos al reencontrar la
carne en sus propias cenizas, al emerger de ellas como ave fénix de los infiernos y
eran devueltos cada noche al ámbito de la dimensión real para repartir entre las
mentes dormidas, salpicando sus sueños, el mensaje del mal… para susurrar el
nombre de Satán en los oídos escépticos que se negaban a escucharle, en los sentidos
atrofiados de quienes negaban su física existencia.
Sin desearlo, se estremeció.
Se estremeció… vivamente.
¿Sólo los vivos podían estremecerse? Sólo… claro. A causa del infinito terror que
les producían los… muertos.
No…
Eran sólo pensamientos propiciados por el código que le volteaba.
No…
Todo era fruto de la propia sugestión que fluctuaba en la oscuridad necrológica
que lo envolvía, de las extrañas, inquietantes percepciones sensoriales que nacían al
amparo y conjuro de aquellas tinieblas densas, siniestras, que cobijaban… ¿las
cenizas reencontradas de quiénes regresaban del más allá?
—¡Noooo…! —exclamó, con un respingo que obró en él cual descarga eléctrica,
haciéndole temblar perceptible y angustiosamente.
Se aflojó, al punto, el cuello de la camisa, desabotonándola.
Para respirar mejor…
Pero un collar cuyas cuentas eran granitos asfixiantes de terror, siguió volteando

ebookelo.com - Página 79
su garganta.
¿Terror…?
¿TERROR? ¿POR QUE…?
Él, él no podía sentir terror. Él, él estaba exento de aquella sensación llamada
terror.
Añadiendo en el silencio de sus propios pensamientos:
«Yo no puedo sugestionarme frente a los legados y convicciones de aquello con
lo que comulgo, del precepto en que me siento integrado. Yo soy ajeno al terror, a lo
real y a lo irreal. Si los muertos vuelven… ¡bienvenidos sean! Pero… ¿por qué han
de volver? ¿POR QUE?».
Y la pregunta se agigantó en las regiones tenebrosas de su mente…
¿VOLVÍAN… VOLVÍAN, REALMENTE, LOS MUERTOS?
Comenzó a experimentar una tremenda y asfixiante angustia.
Un vivísimo y lacerante terror, por la elemental razón de que Lawrence Leigth
estaba perdiendo la noción del tiempo y del espacio, fundiendo y confundiendo en lo
más profundo de su torturada psiquis imágenes de ficción, imágenes engendradas por
su propio morbo diabólico, con las que en realidad tampoco existían, porque él,
entonces, en aquel momento, se encontraba completamente solo en el viejo
cementerio de Highate… Era pues, lo que estaba viviendo su lacerado cerebro, una
superposición cruel de angustia deseada que no por ello dejaba de ser dolorosa,
asfixiante, mortal…
Deseaba sentir el vivificante flagelo del terror pero… ¡tenía tal pánico al terror al
mismo tiempo!
Una sadomanía brutal, una búsqueda enfermiza, agónica, del placer en el
horror… ¿O del horror en el placer?
Crujió…
Algo crujió en las inmediaciones truncando, cortando como si de un hacha de
agudo filo se tratara, los angustiosos pensamientos de Lawrence Leigth.
—¡Eh…! —Irguió el cráneo como lo haría una serpiente al ser pisada su cola—,
¡eh! ¿Quién hay ahí? ¿Eres tú, Bob?
Volvió a crujir…
Algo.
Lawrence Leigth, crispado, apretando los puños hasta que sus nudillos pusieron
una nota de blancura en la oscuridad, respiró con la boca abierta oxígeno con paladar
a terror…
—¡Bob…!
Vio las luces, oscilantes, débiles en la lejanía, pero que se iban acercando.
—Estoy… ¡estoy soñando! O en trance quizá… Yo mismo y el hálito del
cementerio hemos provocado este trance. Tengo que reaccionar… —Chasqueó
delante de sus pupilas exaltadas los dedos pulgar y corazón de la diestra.
Las luces… las luces seguían allí, acercándose a él, naciendo en las impenetrables

ebookelo.com - Página 80
negruras de la necrópolis, acuchillando con sus resplandores rojoanaranjados el
espeso manto de tinieblas que siniestramente amoroso cubría el camposanto.
Eran antorchas…
Portadas brazos en alto por deliciosas mujeres de pródigos encantos, de encantos
totalmente al desnudo que, formando un pasillo lúbrico, con la mirada, en silencio, le
invitaban a caminar entre ellas.
Lo envolvieron…
Se lo llevaron adelante, como centro de aquella procesión demoníaca, haciéndole
voltear los panteones familiares dispuestos en círculo en aquel hundimiento del
terreno.
Lawrence Leigth trató de identificar a la naturaleza del poder que lo estaba
sometiendo.
Sólo veía las antorchas y los rostros hermosos de las mujeres que barajaban en
sus excitantes facciones el candor y la lujuria, la sombra del bien aniquilada por la
presencia del mal.
Una tumba…
Al fondo había una tumba y ellas se iban deteniendo, a ambos lados,
permaneciendo muy quietas, instándole a que siguiera avanzando hasta inmovilizarse
en el borde frontal de la sepultura.
Vieja sepultura…
Las antorchas comenzaron a decrecer en sus expresiones lumínicas, a debilitar el
caudal oscilante de su fluido rojoanaranjado… y al tétrico amparo de la penumbra
que iba produciéndose, Lawrence Leigth, con un rictus de pavor en sus bellas
facciones masculinas, observó, aterrado, la metamorfosis que se producía tras un
fugaz resplandor en zigzag de una poderosa luz procedente de los abismos de la
tierra, que había surgido de la tumba… vieja y siniestra tumba, sin agrietar en lo más
mínimo la losa.
Zigzagueante resplandor que había brotado de la tumba, sí…
Para engendrar la mutación satánica, aquella que había convertido a las
exhaustivas hembras de la antorcha en… ¡en retorcidos gnomos, en fétidos y pútridos
enanos cuyas carnes apestaban ofensivamente a causa de la ebullición putrefacta de
sus tejidos!
Seres repulsivos, contrahechos, que danzaban como setas siniestras, como tallos
dañinos…
Lanzó un alarido bestial, un berrido enervante de terror, de angustia, que
fragmentó, que hizo pequeños pedazos, el intenso silencio que acunaba la ciudad de
los muertos.
—¡NOOOOOOOOOOOOO!
Se llevó, al unísono las manos a los ojos, frotándolos con frenesí homicida, como
queriendo arrancarlos… como pretendiendo arrancar al menos aquellas imágenes
mefistofélicas, de siniestro delirio.

ebookelo.com - Página 81
¡No podía ser que a él, precisamente a él, le sucediera algo semejante!
No…
¡No podía ser!
Y además… ¡nada de aquello era real!
NADA…
¿NADA?
Apartó las manos y…
¡Vio cómo los enanos maléficos, repulsivos, ruines, se abrasaban sus carnes
pútridas con el fuego de las antorchas!
¡Cómo ardían, siniestros, crepitantes, chisporroteantes como leños del infierno,
retorciendo los muñones pestilentes, los bucles nauseabundos que formaban sus
mismos tejidos!
Dio la vuelta a la vez que con ambos puños se acribillaba las sienes en acceso
demente. Volvió a girar. Esperando que lo irreal hubiese dejado de existir ya…
Los gnomos seguían ardiendo, consumiéndose, convertidos en repulsivas teas
negras y rojas cuyos resplandores caóticos, dantescos, salpicaban la losa de piedra
que cubría la tumba a cuyos lados, ELLAS, se habían detenido antes de la espectral
metamorfosis que el fuego, ahora, conducía hasta la extinción definitiva.
La losa de piedra, sí…
Y las esquirlas rojonegras chispeando sobre sus letras, encima de las letras en
aquella cinceladas.
Letras…
Los ojos de Lawrence Leigth fueron absorbidos, succionados, morbosamente
fascinados por el hechizo espeluznante que emanaba aquellos signos alfabéticos.

SATÁN
Vive aquí porque jamás ha muerto
Vela al otro lado de la losa
¡Y volverá para castigar a los que le provocan!

Leigth sintió que le faltaba la respiración.


Que el corazón corría dentro de su pecho con álgido desespero.
Que los pulmones le iban a estallar destrozando sus costillas y desgarrándole la
carne, quebrando los cartílagos, sumiéndole en una agonía densa y prolongada.
En un fin de locura.
Comenzó a vivir con intensidad bestial las olas encrespadas, que le acometían,
procedentes del océano del terror.
TERROR…
GENUINO Y BRUTAL TERROR…
Consiguió andar atrás, retroceder, pero no pudo hurtar sus pupilas al embrujo
diabólico de aquellas letras.

ebookelo.com - Página 82
SATÁN…
El resplandor otra vez. El zigzag surgiendo, espectral, cegador de la tumba.
Dañándola ahora.
Resquebrajando la losa…
PARTIÉNDOLA EN PEDAZOS…
¡Crassssssssck!
Al arrullo del crujido sonó, también, como el silbar de una serpiente.
Era… era una serpiente viscosa, larga, interminable, erguida y basculante, lo que
estaba emergiendo de la tumba.
Que brotaba, vibrante, la rojez excitada, agresiva, de su órgano muscular
viperino.
Su lengua venenosa…
Encima de la cual bailaban, agigantándose por segundos, dos ojillos de reluciente
pringue que respiraban una especie de fascinante ectoplasma en el que Lawrence
Leigth, como él obrara anteriormente en sus víctimas a través del ópalo girasol,
quedó prendido, prisionero…
El reptil onduló por la gravilla que cubría el piso del camposanto, irguiéndose a
intermitencias, con sus rutilantes cabezas de alfiler clavadas, incrustadas, en las
pupilas del hombre.
Lo rodeó…
Lawrence, por instinto, maquinalmente, trazó un círculo alrededor de sus propios
talones siguiendo el avance, acoso, del sigiloso animal, retrocediendo acto seguido,
muy despacio, con exasperante lentitud, conforme el ofidio avanzaba de nuevo hacia
él, disparando cada vez con mayor frecuencia, arriba y adelante, su cuchillo de
veneno.
Atrás…
Caminaba atrás hasta qué…
Sus talones chocaron contra el borde de la sepultura cuya losa se había
destrozado, perdiendo el equilibrio… haciéndole caer dentro de la abierta tumba.
Aquel cambio brusco en lo geográfico rompió de cuajo el hechizo mental en que
estaba sumido lanzándolo con rudeza a la realidad… al hecho cierto y concreto de
que se hallaba tendido dentro de la sepultura.
Gritó. Gritó. Gritó…
—¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
Y siguió gritando como un poseso, con la angustia cierta, la angustia verdadera, la
angustia real… LA ANGUSTIA QUE SOLO EL TERROR PODÍA
PROPORCIONAR.
Hizo un esfuerzo sobrehumano para intentar incorporarse, salir de aquel
asfixiante y rectangular encierro.
Y cuando creía ir hacia arriba captó su presencia en lo alto, encima de él,
mirándole, sonriendo, batiendo las mandíbulas siniestras en demoníacas carcajadas.

ebookelo.com - Página 83
Era él, sí…
Era… SATÁN.
—Soy yo, Lawrence Leigth… SATÁN. Satán el provocado. Y he venido para
castigarte por tus reiteradas provocaciones.
—¡No… —jadeó, sin apenas voz, asfixiado por la presión más intensa de terror
que jamás hubiera imaginado poder sufrir, soportar—, no! ¡Tú no existes!
Las carcajadas adquirieron una vibración estremecedora, alucinante. Algo así
como el delirio de una locura exacerbada.
—¿Por qué, entonces, has ultrajado en mi nombre… por qué, Lawrence, has
buscado al conjuro de mi nombre la satisfacción de tus bajas pasiones, la emoción
lúbrica de lo que considerabas más infamante y que te producía tanto placer? ¿Por
qué me has ofrecido culto y pleitesía si dices que no existo?
Lawrence Leigth, enclaustrado en aquel geométrico reducto postrero, supo lo que
pocos mortales lograban saber: lo que era vivir estando muerto, lo que era morir
estando vivo.
—¡TE ODIO, SATÁN… TE ODIO! ¡EXISTAS O NO EXISTAS, TE ODIO!
PERO SE QUE NO, AHORA ENTIENDO QUE TU ERES…
Era… algo. Algo repulsivo, tan repulsivo como la propia serpiente que le había
precedido. Algo etéreo que estaba allí, espectral, envuelto en una capa de terror que
producía terror, que excitaba los sentidos del terror, que angustiaba, que mataba… y
de cuya cabeza surgían dos chorros de fuego, dos ojos de muerte…
Muerte…
—¡NO, ESO NO…! —gritó, aterrado, enloquecido, saltando las pupilas de las
órbitas, cuando Lawrence vio ante sí la punta afilada de la enorme estaca que
amenazaba hincarse hasta el fondo de su corazón—. ¡NOOOOOOOOOOO!
Bajó, centelleante, la estaca.
¡CRAAAAAAAAAAASCK!
Y encima de ella, un martillo tosco, martillo de herrero, comenzó a golpearle,
clavándola brutalmente en el reloj de la vida que hasta entonces alimentaba la de
Lawrence Leigth. La sangre surgió, a chorro, a raudales, como petróleo rojo al final
de una acertada prospección.
Sólo que aquello… era una muerte terrorífica, diabólica, bañada en sangre.
En un mar de sangre.
Mientras la mano invisible, siniestra, seguía empuñando el martillo con placer
demoníaco.
Y el martillo continuaba golpeando la estaca.
Estaca que seguía hundiéndose más y más, hasta atravesarlo, sacarlo por la
espalda y estallarlo en el fondo de la sepultura, del corazón de Lawrence Leigth.
Del que la sangre no dejaba de manar.
De manar abundantemente.
Mientras las carcajadas iban en aumento, en loco in crescendo, en la agonía, en

ebookelo.com - Página 84
pentagrama estridente…
¡JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA, JA!
Y cesaban de pronto, súbitamente, para que una voz de ultratumba, pronunciase
con sádica inflexión:
—No… ¡No provoquéis a Satán!
Sangre después, sangre todavía. Mucha sangre.

ebookelo.com - Página 85
INTERMEDIO

… O tener unos ojos más hermosos


REDONDOS.
Muy grandes.
Móviles y alegres.
Verdes…
Muy verdes y quizá misteriosos.
Con unas azuladas en el trasfondo que les daban un maravilloso exotismo.
No eran unos ojos corrientes.
No lo eran, no.
Las ruedas de la unidad rápida eléctrica machacaban despiadadamente los raíles
del tendido férreo y aunque amortiguado, tamizado por grandes muelles suspensores,
el ruido llegaba arriba, al oído de los pasajeros.
«Takatak-takatak»… «takatak-takatak»…
Pero Farrah Stack no se acordaba, tan siquiera, de que iba en tren. De que se
dirigía a Suffolk a visitar a su madre política.
Porque estaba totalmente absorta en la contemplación de los ojos de la muchacha
que iba sentada, frente a ella, en el mismo departamento.
Unos ojos que no eran nada corrientes.
Unos ojos que Farrah Stack conocía muy bien.
Unos ojos que…
Que habían pertenecido a su hija, a Magali Brown.
¡Estaba completamente segura!
¡Ella no podría olvidar jamás unos ojos tan peculiares, tan poco corrientes, como
los de Magali!
Aquellos ojos que ahora lucía la muchacha en sus órbitas… ¡habían sido de
Magali Brown!
Dilató los suyos al entender la enorme capacidad de horror que aquello encerraba.
¡LOS OJOS DE SU HIJA… LOS QUE SE HABÍA ARRANCADO ANTES DE
INCENDIARSE COMO UNA ANTORCHA!
Las crispaciones y contracciones que se sucedían en el rostro de Farrah llamaron
la atención, evidentemente, de su compañera de viaje.

ebookelo.com - Página 86
—¿Le ocurre algo, señora?
Cayó de muy arriba.
—¿Eh…? ¿Cómo dice? ¡Oh, no, no! De veras que no. Gracias por su interés… —
Miró con atención, como si ya no lo hubiera hecho largamente, el rostro agradable,
sonriente, cordial y feliz, de la muchacha. Y dijo de sopetón—: Tiene usted unos ojos
muy bonitos, señorita. Muy personales… Maravillosos.
La otra, sonriendo y de forma espontánea, exclamó:
—¡Pues no son míos!
Farrah Stack experimentó idéntica sensación que si le hubieran punzado, a la vez,
la columna vertebral con miles de finísimos alfileres.
Se irguió, vibrante, para preguntar:
—¿Que no son suyos dice? ¿De quién son entonces…?
La chica pareció arrepentirse de su absurda espontaneidad.
—Bueno, señora… No me he explicado bien. Éstos… mis ojos ahora, proceden
de un trasplante. ¿Ha oído hablar del banco de ojos?
—¿Usted era ciega, entonces?
—¡No…! Bueno… —La muchacha estaba cada vez más nerviosa. Estalló al fin
—: ¡Basta ya, señora! ¡Ya está bien!, ¿no? Por qué diablos me hace usted tantas
preguntas, ¿eh?
Ahora sí, ahora Farrah oía el repiquetear en su tímpano, hasta en sus sienes y
pulsos, del… «takatak-takatak»… «takatak-takatak»…
Temblaba. Estaba excesivamente nerviosa. Agitada mejor.
Porque aquéllos…
¡Seguían siendo los ojos de su hija, los ojos de Magali Brown!
—Bueno, verá… —Logró auparse sobre su propia excitación, en lo alto del
terrible desconcierto que la abatía y retorciendo los dedos de una mano entre los de la
otra—. Perdóneme, señorita. Le ruego que me disculpe. ¡Pero es que me recuerda
usted tanto a otra persona! A mi hija, a mi pequeña Magali. Murió…
—¡Oh, sí que lo siento! —Exclamó la chica con una cariñosa sonrisa de
comprensión en los labios—. ¡No sabe cómo… de veras! Es usted, señora, la que
debe perdonarme. ¿Cómo podía yo imaginar…? ¡Qué cosas suceden a veces!
¿Verdad? —Tras la gama de excusas con matiz reconciliatoria, añadió, ampliando—:
No, no, yo no era ciega señora. Simplemente tenía unos ojos pequeños, opacos y muy
vulgares. La ilusión de toda mi vida había sido, siempre, poseer unas maravillosas
pupilas —lanzó un prolongado suspiro—: ¡Aaah! ¡Pero nunca creí que llegaría a
tener unas de tan hermosas como…! —Llevó el índice de la diestra hacia su
entrecejo.
—Y cómo fue que… ¿eh?
—¿Cómo me las pusieron quiere decir, señora?
—Sí, sí… —Farrah Stack estaba tan terriblemente excitada que sentía el cabalgar
de su corazón a lomos de una asfixiante taquicardia.

ebookelo.com - Página 87
—Bueno, pues fácil en realidad, ¿sabe? Mi madre tuvo la fortuna de leer un
anuncio en el que se hablaba de una entidad que garantizaba el corregir ciertos
defectos físicos y en el que casi se puntualizaba una frase que venía a decir… «O
tener unos ojos más hermosos»… ¡Le será fácil comprender lo que ella pensó al
momento!, ¿no? Era la oportunidad esperada para complacer mi ilusión de siempre…
Mi padre se puso en contacto con esos señores y me efectuaron el trasplante.
Farrah estaba convencida de que el corazón se le iba a salir por la boca, al
preguntar, trémula:
—¿Y eso fue aquí…? ¿En Londres?
La otra, primero, exclamó:
—¿Eh…? ¡Oh… —Pareció darse cuenta de que motivada por la compasión que
le inspiraba aquella mujer a quien le recordaba a su desgraciada hija, acababa de ir
excesivamente lejos en sus explicaciones—, no, no! —Añadiendo, difusa—: Fue en
una clínica de… ¡de Suiza!
—Entiendo… —Farrah sentía un poco de decepción. Preguntó, súbitamente,
tuteándola—: ¿Cómo te llamas, pequeña?
—Jane Lindsay-Hogg —repuso maquinalmente. Y reaccionó, inquiriendo—:
¿Otra vez con el interrogatorio, señora?
—Es que… —El tren se detuvo, ahora, con cierta brusquedad. Y Farrah,
ahogando su fraseología dubitativa en el seco frenazo, preguntó a la otra—: ¿Qué
estación es ésta?
La chica un tanto desconcertada, repuso:
—Northampton.
—¿Northampton?
—Sí…
—¡Uy, Northampton! —Inquirió, casi teatralmente, Farrah Stack—. ¡Pero si
tengo que bajarme aquí!
Y salió del compartimento sin decir adiós tan siquiera, echando a correr pasillo
arriba hasta que alcanzó la plataforma, la portezuela, y a través de ésta al andén, por
él la estación de Northampton, el vestíbulo, la zona de estacionamiento, un taxi en el
que se coló como una bala y a cuyo taxista le dijo:
—¡Lléveme a Londres!
—¿Pero… —El chófer mostró evidente extrañeza—, no ha venido usted en ese
tren?
—¡A Londres le he dicho! A la redacción del The Daily Telegraph.
Puso el vehículo en marcha.
—Bien, bien… ¡Vamos allá! ¡Pero no se excite, señora! A la redacción de The
Daily Telegraph.

ebookelo.com - Página 88
SEGUNDA PARTE

Satán no es Satán… Pero sí es diabólico

ebookelo.com - Página 89
Capítulo primero
NOEL BANNISTER estalló el puño derecho encima del cristal que cubría su mesa de
despacho en la redacción de The Daily Telegraph.
—¡He sido un imbécil! —Añadiendo, crispado—: ¡Maldita sea mi estampa!
Sabina Young le miró con cierto velo de sorpresa en las pupilas. Posiblemente
porque ignoraba aquella faceta irascible en la persona de su… «jefe».
—Tenía que suceder así, Noel. No te acuses de nada… De lo único que debes
censurarte es de haber volado a París sin avisarme de lo sucedido a Halliday.
—¿Te hubiera valido de algo saberlo antes, Sabina?
—No… Pero fue un shock brutal leer los periódicos al día siguiente…
—¡He perdido dos días estúpidamente! —exclamó de nuevo Noel, que estaba
ofuscado por lo suyo. Agregando, interrogante—: ¿Por qué se me ocurrió quedarme
en París para aclarar ideas y conceptos? ¡Cuarenta y ocho preciosas horas quemadas
en balde! Debí seguir mi primer impulso…
—¿Cuál? —inquirió la muchacha.
—Tomar el avión, plantarme en Londres y machacarle la cara a Lawrence Leigth
hasta hacerle vomitar toda la verdad.
Pero… —Lanzó un suspiro mezcla de frustración y tristeza—, pero después de lo
sucedido con Katty Rochefort… —Al nombrar la demoníaca hembra, Noel evitó
mirar a Sabrina consciente de su culpabilidad moral hacia ella y preocupado, además,
por no haber tenido la valentía de explicarle toda la verdad de lo ocurrido. Siguió—:
Pensé que me había deslizado ya por el tobogán de la violencia y que si no me
relajaba podría cometer muchas torpezas. Sabía que de volver nadie iba a evitar que
masacrara a Leigth y eso no era bueno, ni para mí ni para las investigaciones que
pretendía llevar a buen fin. Hablé de ello con mi amigo Jean Paul Bisset quien me
aconsejó que me relajara, que abriese un compás de espera, que estudiase lo sucedido
hasta entonces y pensara con calma y tranquilidad la línea de conducta a seguir.
Empleé en ello cuarenta y ocho horas. Entretanto, ya sabes… ¿no? Lawrence Leigth
metido en una sepultura con el corazón atravesado por una estaca…
—Y muy cerca de él, en otra sepultura, el cuerpo desangrado de Pamela Corley,
sobrina de Keith Allen, secretario del Foreing Office.
—Seguramente, ambos eran aficionados a los exhibicionismos satánicos. De
todas formas, hay algo extraño en las dos muertes. En los dos crímenes.
—Leí en alguna parte, Noel, que uno de los motivos por los que se clausuró ese
cementerio fue, precisamente, el constituido por el hecho de que un tipo andaba entre
las sepulturas por las noches, armado de un martillo y una estaca, pretendiendo
capturar vampiros y extraños entes satánicos que, según él, perturbaban la paz de su
espíritu. Siempre hay locos que…
—¿Y Halliday…? ¿Qué? ¿Vamos a creer que también lo asesinó un cazador de
vampiros?

ebookelo.com - Página 90
Sabrina hizo un gesto elocuente.
—No, no, desde luego. Y lo cierto es que reina una terrible confusión en la
capital, a todos los niveles. He oído comentarios de que lo sucedido recientemente ha
influido, incluso, en el normal desenvolvimiento de la bolsa. Cuando la opinión
pública trataba de asimilar o ser consciente del extraño suceso ocurrido en torno a
Magali, tu sobrina… aparece el cadáver horriblemente torturado, mutilado, de
Douglas Halliday, precisamente el que había tratado de echar alguna luz sobre el caso
de Magali Brown. Después, a renglón seguido, Lawrence y Pamela. ¡Es horrible!
Parece ser que Keith Allen ha conseguido presionar a la superintendencia del Yard y
la cosa está muy seria, muy tiesa. Se habla de que el ministro del Interior ha cursado
un ultimátum a la jefatura superior del Scotland Yard, concretamente a la Policía
Judicial y la del Támesis, pidiendo dimisiones y ceses si en el espacio de una semana
no empiezan a obtenerse resultados concretos.
—Absurdo… —murmuró Bannister. Razonando—: Absurdo porque todas esas
muertes, entre las que debemos suponer un nexo de unión, un algo vinculante y
tangencial, no son obra de profesionales del crimen ni han sido motivadas por las
causas normalmente lógicas, dentro de la ilógica que preside cualquier asesinato, que
motivan los crímenes por regla general. Aquí, los motivos, son siniestros, retorcidos,
sinuosos…
—¿Crees en Satán acaso, Noel?
Rechazó el interrogante con un manotazo.
—¡Por favor! Pero lo que sí creo es que aunque Satán no sea Satán… sí es
diabólico.
—No te entiendo…
—Quiero decir que no hay peor diablo que el hombre cuando juega a diablo,
¿entiendes ahora? —Sin esperar respuesta de ella, dijo—: Lo cierto, lo concreto es
que asesinado Lawrence Leigth cierra definitivamente la puerta que podía conducir al
pasillo final de mis investigaciones. Sólo… sólo me queda una opción y muy
aventurada, desde luego. ¡Oye, a propósito! Qué tal te fue tu téte-á-téte con Mary
Anne Oliver, ¿eh?
Se encogió de hombros, ambigua y al mismo tiempo elocuente. Habló:
—Es una gran conversadora y una mujer cordialísima, ¡pero nada! Bueno…
Tampoco había que esperar que Mary Anne Olivier se inventase todas las
truculencias que nosotros esperábamos sobre el personal médico de la Medical
Hygiene Ward-Bungalow’s Center. Me dijo que la fundación que ella regenta, la
Saluzasbel, tenía un exquisito y meticuloso cuidado a la hora de contratar al personal,
del que se exigía, incluso, el certificado de penales. De esta forma, nadie que hubiese
tenido el menor problema con la ley, el más insignificante, podía trabajar en ningún
centro que de una forma u otra dependiese de la Saluzasbel Fundation. Yo, un tanto a
vuela pluma, he constatado informaciones del director del Mental Hygiene
Ward-Bungalow’s Center, Raymond Brooks, y su equipo médico colaborador, sin que

ebookelo.com - Página 91
la menor mácula aparezca en el expediente de ninguno de ellos. Negativo, Noel.
¿Cuál es opción aventurada a la que te referías?
Hizo una mueca que podía ser todo un poema con respecto a la teoría de la
relatividad.
Anunciando:
—Percival Ward. Pedirle que me haga partícipe de las sospechas o suposiciones
que le manifestó a Halliday.
—¿Y si después de todo lo sucedido, los crímenes me refiero… por miedo o por
la propia duda, se niega?
—Puedo intentar presionarle. Decirle que al ocultar sus sospechas, con o sin
fundamento, se convierte en cómplice moral de aquéllos a quienes no quiere acusar
abiertamente. Es un argumento poco sólido, sin base, lo sé… ¡pero nada se pierde con
intentarlo!, ¿no?
Sabrina estuvo indecisa en la respuesta. Justo en aquel instante la puerta del
despacho del redactor jefe y miembro del gabinete jurídico de The Daily Telegraph se
abrió con estrépito.
De par en par.
Con violencia.
—¡Noel, Noel…! ¡Oh, Dios mío, gracias! ¡Gracias que estás aquí! ¡Gracias que te
encuentro! ¡Noel…!
Brincó el hombre de su asiento.
—¡Farrah! ¡Farrah! ¿Qué te sucede?
Sabrina tomó a la mujer por los hombros empujándola hacia el fondo de una silla.
—Siéntese, señora Brown. Y cálmese, por favor.
Los ojos giraban como norias de locura al borde de las órbitas de Farrah Stack.
—Por favor, cariño —susurró su hermanastro—. ¿Qué te ha ocurrido?
—¡Los he visto, Noel! ¡Los he visto!
Bannister y Sabrina Young estaban, de veras, confundidos. Extrañados ante la
sorprendente y excitada actitud de la otra.
—¿Qué es lo que has visto, Farrah? Explícate, por favor…
—Los… ¡los ojos de Magali!
Noel Bannister miró a su compañera como preguntándole si creía que su hermana
estaba en perfecto uso y dominio de sus facultades mentales. Sabrina, en silencio,
pareció responderle con la duda.
—Farrah… —empezó el abogado y periodista—, comprenderás que eso…
—¡Es la verdad! —exclamó la hermosa mujer, al borde del paroxismo.
—Sí, cariño, sí. Nadie lo duda. Pero… ¿por qué no te explicas con calma, con
lógica, eh?
Farrah Stack evidenció un notable esfuerzo por calmarse y establecer un diálogo
sereno.
Cuando al parecer lo conseguía, dijo:

ebookelo.com - Página 92
—Hace días que aplazaba la obligación de visitar a mi madre política que vive en
Suffolk, para consolarla con respecto a la monstruosidad ocurrida con mi hija. La
madre de Edwin es una mujer muy mayor, enferma, a la que los médicos le
prohibieron venir a Londres cuando… Decidí que hoy era el día y esta mañana he
tomado el tren con rumbo a Suffolk. En el mismo departamento que yo viajaba una
chica joven, una tal Jane Lindsay-Hogg, cuyos ojos magníficos y subyugantes me han
llamado la atención desde el primer momento porque me recordaban en principio…
Llegó hasta el final de su relato. Y fue entonces cuando pareció que Sabrina se
contagiaba, lo mismo que si de una epidemia se tratara, de la vehemencia y
excitación que Farrah había brindado al entrar, como un vendaval, en el despacho.
—¡EL ANUNCIO… EL ANUNCIO! —gritó.
Noel, boquiabierto, continuamente a lomos del corcel de la sorpresa, inquirió:
—¿Qué anuncio, Sabrina? ¿Qué tiene que…?
—¡Espera…! ¡Esperad un momento!
Salió de la estancia dejando estupefacto a Farrah y su hermanastro para regresar,
apenas un par de minutos después, con un ejemplar del rotativo The Times abierto
por una página determinada que puso bajo los ojos de Bannister para, señalándole un
amplio rectángulo enmarcado en negro, instarle:
—¡Lee… lee esto, Noel! Es un anuncio que hace tiempo se viene publicando a
diario en The Times y The Observer. El primer día que lo vi me llamó la atención
porque me pareció una oferta singular, incluso excéntrica, pero luego ya no volví a
concederle la menor importancia. Pero ahora, al escuchar el relato de Farrah, me ha
venido a la memoria como la lucecita esa famosa que dicen los escritores que se
enciende… ¡Léelo, Noel, léelo!
Leyó:

Usted puede subsanar su defecto físico o mejorar su belleza o tener unos ojos más
hermosos
BANCO ESTÉTICO le da garantías de ello
Apartado de Correos, 2.002. LONDON

Bannister miró a la rubita, interrogando:


—¿Quieres decir que piensas que esa chica, Jane… ha recibido sus ojos del tal
Banco Estético y que esos ojos podrían ser desde luego los de Magali, los que según
le dijo Percival Ward al infortunado Halliday… le fueron extraídos por un sistema
genuinamente quirúrgico? ¿Estás insinuando todo eso?
—Eres tú quien lo…
—¿Qué has querido decir con eso de que le fueron arrancados quirúrgicamente?
—cortó a Sabrina, mostrándose nuevamente muy excitada, Farrah Stack.
Noel, que parecía haberse olvidado de la presencia de su hermanastra, trató ahora
de reparar el error, diciendo:

ebookelo.com - Página 93
—Son hipótesis sin confirmar que se derivan de la investigaciones que he
realizado hasta ahora… ¡Sabrina!
—¿Sí…?
—Cuélgate la máquina de fotografiar el hombro, coge bloc y bolígrafo y échate a
la calle. Tienes que encontrar a una chica llamada Jane Lindsay-Hogg y averiguar
todo lo referente a sus nuevos ojos: ¿Quién cuidó de efectuar el trasplante?, ¿dónde?,
¿importe de la intervención?, ¿procedencia de las pupilas?, etcétera, etcétera.
Quedarás muy bien diciendo que eres redactora de The Daily Telegraph y que hasta
tu mesa de redacción ha llegado un informe sobre ese trasplante acerca del que te
propones realizar un espléndido reportaje. ¿Vale?
—Vale.
—¡Pues ponte en movimiento!
Era Farrah ahora quien observaba con asombro la movilidad y capacidad de
reacción de la pareja.
—¿Qué harás tú entretanto? —preguntó Sabrina.
—Tengo un buen amigo en correos que me ayudará a saber quién es el titular del
apartado 2.002. Después, montaré un servicio de vigilancia en las inmediaciones del
mismo. Es seguro que alguien acudirá a diario para recoger la correspondencia.
—¿Nos vemos aquí por la noche, Noel?
—Sí… Bueno, si no me encuentras en la redacción te estaré esperando en casa,
¿okey?
—O. K. —y salió, Sabrina, a escape.
—Farrah… Por qué no te vas a descansar, ¿eh? ¡Ah, y por favor! No le hables a
nadie, tan siquiera a Edwin, de lo que te ha sucedido en ese tren. ¿De acuerdo?
—Bueno… Si tú lo dices…
—Es nuestro secreto, ¿recuerdas el pacto?
Farrah esbozó una sonrisa.
—Sí…
Noel la besó en la frente.

ebookelo.com - Página 94
Capítulo II
EXISTE una creencia popular, o puede que sea un refrán, que dice que los amigos
son para las ocasiones.
Eso viene a significar que un amigo puede demostrar que lo es cuando lo
necesitamos verdaderamente. Lo demás, pura especulación, simple literatura. Noel se
preciaba de tener verdaderos amigos, auténticos amigos que no eran de palabra, de
ficción, como así se lo demostró Farley Quist cuando, después de mostrarse renuente
asegurando que semejante secreto no se podía traicionar, le ofreció su total anuencia,
diciendo:
—El apartado 2.002 de Londres está a nombre de John Borman.
Noel le dio las gracias al tiempo que pensaba que para él como si hubiese estado a
nombre de Perico de los Palotes. Porque, más o menos, John Borman y Perico de los
Palotes, le venía a decir lo mismo.
Se plantó en las oficinas centrales de correos y más concretamente en el ala del
edificio destinada a contener aquella especie de nichos metálicos que se llamaban
apartados de correos.
Ubicándose en los aledaños del 2.002 de forma que pudiera tenerlo perfectamente
controlado, que pudiese ver a la persona que se acercase a abrir la trampilla.
Pensó…
En que, a lo peor, estaba perdiendo el tiempo de la manera más lamentable del
mundo.
¿Qué hacer… si no? Quedarse dos días en París había sido una estupidez. De
todas formas él no podía imaginar que Lawrence Leigth iba a morir tan rápidamente
y de una manera tan horrible. Debió haber regresado inmediatamente para
machacarlo a golpes, como pensara al principio, hasta que el repulsivo y denigrante
hijo de Gerard Leigth, miembro de la Cámara de los Lores, soltase la verdad.
No valía la pena ni tampoco conducía a conclusión alguna el venirse ahora con
lamentaciones acerca de lo que debía o no debía haber hecho. Lo que pudo ser pero
no fue, además de una frase hecha y absurda, no adelantaba conclusiones. Como
tampoco avanzaría en ellas si continuaba perdiendo el tiempo… ¿Le aseguraba
alguien que lo estaba perdiendo? No. Además, ¿qué otra cosa podía…? Presionar al
profesor Ward como le había dicho a Sabrina antes de que Farrah llegase hecha un
vendaval de excitación y emociones. Presionar… ¡Bueno! ¿Y hasta qué punto era
lícito que lo hiciera?
¡Lícito, lícito, lícito…! Pretender hacerse con la realidad de lo legal o lo ilegal,
saber dónde terminaba lo uno y comenzaba lo otro, era como intentar un paseo entre
praxis y el eufemismo. Además, estaba clarísimo que quienes habían asesinado a
Magali, Douglas Halliday, Lawrence y Pamela Corley, ¡no se paraban en
consideraciones ni dilemas de lo lícito y lo ilícito!
Pero él no era igual que ellos. No podía equipararse. ¿O sí…? La moral, la

ebookelo.com - Página 95
conciencia, la exacta percepción del bien y el mal… ¡Bah! ¿A qué venía ahora tan
barato filosofar? Si tenía que apelar de nuevo a los procedimientos violentos,
ilícitos…
—¡Eh…! —Respingó.
Vio al tipo que se interponía en el enfoque visual establecido entre sus ojos y el
apartado 2.002.
Eran las cuatro y media de la tarde.
Escrutó con atención, sí.
¡Estaba abriendo el apartado!
¡EL 2.002!
Sí…
SI, LO ESTABA ABRIENDO.
John Borman (suponiendo que así se llamase y que fuera el que Noel veía ahora
abrir y cerrar la trampilla del apartado número 2.002) se dirigió con un par de cartas
en la mano hacia la mesa rectangular, larga, situada en el centro del pasillo que corría
entre la doble e interminable hilera de nichos establecida a uno y otro lado del sector
de apartados, inclinándose encima de aquélla, para escribir en un sobre en blanco
donde previamente había introducido los dos sobres, una dirección.
O había que suponer que era una dirección.
O no…
Porque Noel observó cómo se distanciaba de nuevo de la mesa para reencontrarse
con la hilera derecha de apartados, echando su sobre en él…
Bannister hubo de hacer un supremo esfuerzo (aguzar el máximo la vista porque
si se acercaba más acabaría despertando sospechas del fulano) en verso a captar el
número del nicho metálico donde iban a parar, ahora, las dos cartas que el supuesto
John Borman había extraído del 2.002.
UNO, OCHO, CUATRO… Y SEIS.
¡1.846!
Volvía a estar como al principio.
Durante unos segundos estuvo tentado de seguir al tipo y violentarle cuando lo
considerase oportuno. Pero… ¿qué sabría en realidad sobre el asunto? Probablemente
a él le pagaban por hacer lo que Noel le acababa de ver que hacía.
Se fue a la cabina telefónica abierta que junto a un par más estaba en el centro de
aquel sector, desde donde podía controlar, ahora el apartado 1.846, mientras
efectuaba una llamada.
La telefonista le puso con el departamento solicitado y la secretaria del mismo
con la persona interesada.
—¿Sí…?
—Soy Bannister, Farley.
—¡Vaya…! ¿Otra vez?
—Me encuentro en el ala del edificio donde se hallan los apartados de la central,

ebookelo.com - Página 96
y… —se lo explicó, más o menos.
—Y quieres que te diga ahora a nombre de quién está el 1.846, ¿no?
—Sí…
—Llevo casi diez años en correos —masculló Farley Quist al otro extremo—, ¡y
tú me vas a buscar la ruina! Espera, espera…
Como un par de minutos y el siguiente nombre:
—Robert Brandeur.
—Okay, Farley. ¡Y gracias!
—¡Adiós, policía improvisado!
Colgó Bannister.
Robert Brandeur… ¿y qué? Estaba como antes, como cuando el nombre que tenía
era el de John Borman. Sólo faltaba que ahora llegase el tal Brandeur, extrajera el
sobre para introducirlo en uno de más grande, y lo metiera en un nuevo apartado.
Brandeur… ¡Ni idea!
Hombre, pensando en los amigos, quizá no estaría de más molestar a otro y saber
si…
Fue de nuevo a la cabina abierta discando un número en el dial.
—Scotland Yard al habla, Criminal Investigation Department[5]… ¿Quién llama?
—Noel Bannister de The Daily Telegraph. Quisiera hablar con el inspector
Moore. Stuart Moore.
—Bien… ¿Cómo ha dicho que se llama usted?
—Bannister… —Se puso un tanto nervioso—, ¡Noel Bannister! Es urgente, por
favor.
—Enseguida le paso con él… —dijo el que había recibido la llamada. Y como un
minuto más tarde, oyó la exclamación—: ¡Stuart Moore al habla! ¿Sí, Noel, qué
ocurre? —Quisiera pedirte un favor, Stuart…
—Lo que sea, Bannister, lo que sea. ¡Adelante!
—Robert Brandeur —largó, así, a secas. Puntualizando—: Quiero el informe más
amplio que de él puedas obtener en pocos minutos. Incluso las posibles multas por
infracciones de tráfico que tenga pendientes.
Una duda al otro extremo y finalmente:
—Okay. Por una vez que me mareas… ¡y sin que siente precedente!, te
complaceré. Pero necesito tiempo, ¿eh? ¿Dónde puedo localizarte, Noel?
—Estoy en un teléfono público, Stuart. Yo te volveré a llamar… ¿dentro de media
hora? —Justo me lo pones, pero lo intentaré. Okay. ¡Hasta luego!
—Gracias.
Y colgó.
Para consumir la espera observando atentamente las proximidades del apartado
1.846 por si se producía alguna novedad. Por sí el tal Brandeur le daba por dejarse
caer por allí. No le dio.
Mientras transcurrían los treinta minutos al menos.

ebookelo.com - Página 97
Se fue al teléfono por tercera vez para comunicarse con Stuart Moore. Que dijo al
oírle:
—¡Vaya que eres puntual!, ¿eh?
—La impaciencia…
—Entiendo. ¿Vamos con lo de tu amigo Robert Brandeur?
—Tomo nota…
—Todo un personaje el caballero, ¡digo yo! —exclamó el que se hallaba en la
otra punta del hilo con su característico aire burlón, sarcástico ahora—. En 1974 se le
procesó por supuesto delito de distribución y tráfico de narcótico siendo absuelto por
falta de pruebas; dos años más tarde, en el 76, se le supuso implicado en dos crímenes
resultando también exculpado por falta de evidencias; seis meses de arresto mayor en
1979 por tenencia ilícita de armas; en 1981 se le «empapela» por supuesto delito de
evasión de divisas por cuenta de terceros, sin que durante la vista se llegara a probar
los cargos por una serie de razones tan extrañas como incompresibles. Por la misma
fecha el CID le siguió los pasos por creerle involucrado en una red de proxenetismo a
escala internacional que operaba por Europa, y tampoco se le pudo probar nada. Para
finalizar, en marzo del año pasado, un par de funcionarios del MI5 le sometieron a
discreta vigilancia porque el nombre de Brandeur figuraba en una extensa lista de
implicados en espionaje comercial. Pero la acusación no se hizo firme. ¿Qué te
parece, Noel?
—Todo un «caballero» como tú decías al principio. ¿Tienes el domicilio de ese
tipo, Stuart?
—Sí… Toma nota: Drayton Gardens, 19, 5-J. Edificio Pimpinela… por si eso te
sugiere algo. Se debe tratar de un inmueble de apartamentos.
—Es de suponer. Sí. ¡Gracias, Stuart!
—No se merecen, compañero.
Noel Bannister pensó en lo absurdo de seguir allí, esperando, ahora que disponía
de las señas del fulano. Cabía la posibilidad de que no asomase por los apartamentos
hasta la mañana siguiente, en cuyo caso, él habría perdido toda la tarde.
Eran ya más de las cinco, y…
Un taxi —desde su regreso no había acudido al garaje en busca del Aston Martini
Lagonda de su propiedad, recientemente estrenado por cierto—, le plantó en la
dirección indicada.
Se dijo que debería intentar introducirse subrepticiamente en el edificio, evitando
las engorrosas y estandarizadas preguntas del portero que no tenía más finalidad que
la de informar, por teléfono, al avisado. Y Noel precisaba del factor sorpresa. No le
hubiese favorecido que Robert Brandeur supiera antes de su aparición que un
desconocido se preocupaba por él.
La escalerilla de emergencia, claro. Tuvo suerte porque daba a Priory Walk, una
callejuela corta, estrecha y solitaria. Nadie transitaba por ella en el preciso instante en
que Noel estuvo haciendo alardes gimnastas para alcanzar el tramo basculante de la

ebookelo.com - Página 98
escalera y ascender después por ella hasta la ventana número seis que era,
precisamente, la que daba acceso al pasillo de la planta número cinco del edificio de
apartamentos.
Avanzó por el enmoquetado corredor sin producir el menor siseo.
Piso 5…
Letra J… ¡allí!
No podía forzar la cerradura entre otras razones porque no estaba práctico en ello
y aun estándolo, sin instrumental adecuado, nada se podía hacer.
Alzó el pulgar diestro decidido a pulsar el zumbador.
La puerta se abrió, entonces, de par en par, antes de que hubiera llegado a
culminar la acción.
Vio al tipo que le sonreía mostrando unos dientes grandes, mal hechos y
amarillentos. Delgado y alto de facciones hoscas. Cruel la expresión pese a la sonrisa.
—Te esperaba, amigo. ¡Adelante!
Pillado por sorpresa, Bannister, dio un par de pasos metiéndose en el
apartamento.
Sólo franquear el umbral captó de soslayo la visión del tipo, muy enorme, que
estaba oculto tras la puerta, haciendo ademán de agredirle.
Era negro.
—¡Te voy a chafar la cabeza, periodista de mierda! ¡Por meter las narices donde
no te llaman!
Noel se fue adelante al tiempo que encogía la pierna derecha para proyectar una
coz, violenta, demoledora, sobre la jeta del negro agresor. El tipo soltó un sonoro
bramido al tiempo que escupía sangre y un par de dientes.
Brandeur había cerrado la puerta sonoramente y casi a la vez, enlazando ambas
manos por los dedos para formar un solo puño, lo estrelló, con toda la violencia de
que fue capaz en mitad de la nuca de Bannister.
El periodista tuvo la sensación de que un huracán le empujaba con brutalidad
haciéndole volar pasillo arriba hasta trompicar con la mesa de centro que ocupaba la
mitad del living. Casi se metió la madera por el diafragma y entre el nuevo impacto y
la falta de aire llegando a sus pulmones, boqueó agónico.
—¡Aaaag! —rugió.
El negro se había recuperado, entretanto, y sin ocuparse de los dientes perdidos
corría pasillo arriba para rematarlo.
Como una locomotora, resoplando incluso, disparó el puño derecho emperrado en
castigar otra vez, de un modo definitivo ahora, la nuca de Bannister.
—¡Procura dejarlo en condiciones de hablar! —gritó Brandeur.
—¡Mierda…! —Escupió el negro, como diciendo que una «mierda» lo iba a dejar
en condiciones de nada.
Noel se aplastó sobre la pulida superficie de brillante polyester atrapando la
muñeca del moreno cuando el brazo, que parecía la biela de una máquina de vapor,

ebookelo.com - Página 99
pasaba por encima de su hombro perdiéndose en el vacío.
La torsión que le aplicó fue seca, brusca.
—¡¡Aaaaaaaaaaaaaah!! —bramó, desesperado, el negro.
Tras la crujiente vueltecilla pegó un brusco tirón y el tipo salió como un obús por
encima de él estrellando la sesera en los cristales del amplio ventanal y cayendo al
patio interior de la finca desde una altura de cinco pisos solamente.
El aullido volvió a ser estremecedor:
—¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaah!!
Bannister se sacudió la chaqueta y las manos.
Brandeur, el delgado y alto, el cruel, el que tenía pinta de enfermizo y crispación
repugnante en su rostro, exhibía ahora un revólver.
Noel vio el cañón redondo, negro, siniestro… Y sólo pudo brincar a la izquierda
cuando estalló el disparo.
¡BANG!
Aprovechando su inercia planeó arriba y adelante, con fuerza, con sentimientos
homicidas, consciente de que era su vida o la de aquel asesino, alcanzando con la
cabeza el tórax del otro, empotrándola casi en los pulmones y costillas, justo en el
instante que sonaba el segundo disparo.
¡BANG!
La bala se perdió por el aire, como la anterior, estrellándose en una pared y
produciendo un visible desconchón.
Brandeur tosió al recibir el cabezazo y rodó atrás, trastabillando, golpeándose
contra una y otra pared del pasillo, pero sin perder la posesión del revólver.
De una forma instintiva y desesperada envió un tercer proyectil hacia el lugar
donde suponía moviéndose a Noel.
¡BANG!
Tras la fulminante embestida cometió el infantil error de alzar la testa y la bala,
prácticamente, le rizó el pelo silbando mortíferamente por encima de él, rozándolo y
rizándolo, sí, también.
Viendo que su antagonista, el rebotar en una y otra pared había acabado por
perder el equilibrio, Bannister se zambulló en la definitiva acometida. Fue a caer
sobre Brandeur cuando éste, aun yéndose al suelo, trataba de corregir su ángulo de
tiro para balear de una vez por todas al periodista. Pero Bannister en su salto, cumplió
un primer objetivo de «cazar» la muñeca armada y quebrarla secamente obligando,
quizá sin querer, con la brusca torsión, a que el dedo índice de Robert Brandeur, por
cuarta vez, le diera al gatillo.
¡BANG!
Se dio cuenta al instante que de toda la resistencia inicial ofrecida por su
enemigo, se desvanecía, relajándose aquél en tierra, perniabierto y con los brazos en
cruz, bajo él.
Bannister brincó arriba con los ojos fijos en la mancha de sangre que cubría la

ebookelo.com - Página 100


sien derecha del individuo.
—¡Vaya…! Muerto… Eso complica las cosas. Los muertos no hablan. En fin, le
daré un vistazo al apartamento.
Pero con rapidez, añadió también, porque los disparos y su estruendo, sin duda,
habrían alarmado a la vecindad.
Fue al living y reparó entonces en la foto que se hallaba sobre la mesita ratona
junto al teléfono. Era una pose clásica de estudio; el busto de una mujer muy
aceptable físicamente que, con trazos en diagonal, había escrito la siguiente
dedicatoria: «A Bob, con cariño, de Mary Anne».
Todas las luces habidas y por haber brillaron en el cerebro de Noel Bannister.
¡MARY ANNE…!
¡MARY ANNE OLIVIER!
Claro. No podía ser otra… no. La secretaria y regente de la Saluzasbel Fundation.
Las cosas empezaban a encajar, los puntos oscuros a recibir luz y claridad. Y lógica…
¡La solución del puzzle diabólico estaba a su alcance! Y la identidad de Satán… Echó
a correr hacia la puerta, saliendo al punto.
Pensó, mientras volaba por encima de la escalera, devorando, tragándose
prácticamente los peldaños de cuatro en cuatro, que había vuelto a deslizar su ira, a
canalizar, a través del tobogán de la velocidad.
Lógico.
De todo punto inevitable.
Porque aquella cuestión —aquel terrible affaire que comenzaba con la
desaparición primero y posterior muerte de su sobrina Magali y que había obtenido
criminal prolongación con los asesinatos, a cual más horrendo, más repugnante y
espectral, de Douglas Halliday, Lawrence Leigth y Pamela Corley—, toda ella y
desde el principio, no era otra cosa que una vorágine espectral, caótica, de violencia y
sangre.
Violencia y sangre… sí.
Estaba en la calle.
Consultando su reloj obtuvo la casi certeza de que, a tal hora, Sabrina ya habría
estado en su apartamento después de pasar por la redacción, y vuelto a ésta al
comprobar que no se hallaba en aquél.
Paró un taxi y le dio las señas de la redacción-administración de The Daily
Telegraph.
Acertó. Porque la rubita había vuelto allí. Y estaba entre satisfecha y nerviosa.
Como preocupada y al mismo tiempo contenta.
Exclamó, al verle entrar:
—¡Menos mal que apareces, hombre! Me tenías ya un poco mosca… He estado
en tu apartamento hinchándome de llamar al timbre y no he podido evitar que viniera
a mi pensamiento la imagen de Douglas Halliday, en el suyo, colgado del techo junto
a la lámpara con enormes alfileres… ¡brrrrrr!

ebookelo.com - Página 101


—Ya vale, ¿no? ¿Cómo han ido las cosas?
—Aceptablemente.
—Explícate, Sabrina.
—¿Por qué siempre he de ser yo…?
—Las damas primero, pequeña. Y yo soy un caballero muy educado. Por favor,
bonita, por favor. Al grano… ¡El tiempo apremia!
—Apenas salir de aquí —anunció Sabrina—, me acordé de la razón por la que el
apellido Lindsay-Hogg me caía familiar al oído: Christian Louis Lindsay-Hogg, de
genealogía francesa, que en el anterior gabinete fuera precisamente embajador del
Reino Unido en Francia. Un conservador a ultranza… pero de esos conservadores
que de cintura para abajo se sienten muy liberales, ¿entiendes?
—Flojo de bragueta que se dice, ¿no?
—Más o menos —sonrió la preciosa y dinámica rubita. Agregando—:
Actualmente está en la oposición y no hace mucho le declaró a un redactor del Daily
Mail que estaba dispuesto a retirarse de la política. Cosa que me pareció del todo
lógica en un tipo cuya fortuna se estima por encima de los veinte millones de libras,
sin contar una posible cuenta cifrada en Suiza.
—También es liberal, entonces, en cuestiones de finanzas, ¿no?
—Sí… Bueno, he recordado su apellido y de ahí a establecer que Jane Lindsay-
Hogg era su hija, un paso. Me he plantado en la residencia de la acaudalada familia
que se alza, desafiante y más que señorial, augusta, regia, en Kilburn Park, al norte,
entre unos bosquecillos que le sirven de vereda a la Cambridge Road cuando ya toma
el nombre de National I Birmingham, siendo recibida de inmediato por Marjorie
Lindsay-Hogg hija mayor y portavoz del político. Cuando le he preguntado por Jane
me ha dicho que esta misma mañana había salido de viaje con dirección a Suiza
donde iba a pasar las próximas dos semanas. La he cosido a preguntas sobre los ojos
de su hermana y se ha ido poniendo nerviosísima, incurriendo en contradicciones de
todo tipo, argumentando embustes a cual mayor hasta que le he dicho, de manera
concreta, qué pretendía ocultar… y qué era lo que había de ilegal en el trasplante que
le habían hecho a su hermana Jane cambiándole las pupilas. Entonces, Noel, sin
mediar más explicaciones me ha puesto de patitas en la calle. Marjorie Lindsay-Hogg
me ha tachado de morbosa, espectacular, subversiva incluso, amenazándome con
avisar a la policía presentando graves cargos contra mí, incluido el de allanamiento
de morada, si no me largaba inmediatamente.
—¡Pero…! ¿Por qué?
—Elemental, mi querido jurista: la señorita Lindsay-Hogg no tenía respuestas
claras y coherentes, y ante mi mosqueo, ha preferido echarme que verse obligada a
entrar en ciertos detalles que posiblemente convertían a la familia Lindsay-Hogg en
cómplices y encubridores de un gravísimo delito.
—¿Y eso… es todo? —inquirió Noel Bannister con velada decepción.
Sabrina le dedicó una de sus mejores y más contagiosas sonrisas.

ebookelo.com - Página 102


—¡Qué va, amor!
—Hacía tiempo que no me llamabas amor…
—Porque hace tiempo que estoy en la duda de si lo mereces, «jefe».
—Al grano, subordinada. ¿Decías?
—Afuera, en la Nacional I Birmingham, unos cien metros a la izquierda de la
verja que da acceso al palacete de los Lindsay-Hogg, se yerguen prácticamente
anexas un par de cabinas telefónicas. Al pasar frente a ellas he tenido una
corazonada… —hizo una pausa, volviendo a sonreírle al hombre, prosiguió—: He
pensado que Marjorie estaba nerviosa, asustada incluso, y cabía la posibilidad de que
tratase de comunicarse con la persona o personas a quien con su silencio y torpes
explicaciones, con sus burdas mentiras, trataba de proteger con respecto al trasplante
de pupilas efectuado a su hermana. He pensado… ¿me sigues? —Vio el cabezazo
aquiescente de Noel—. Que de hacerlo utilizarla una de las cabinas para eludir la
posibilidad de una intervención en las líneas privadas de la residencia…
—¿Por qué había de pensar en que sus líneas estaban intervenidas, Sabrina?
—Porque mi repentina visita preguntando con exceso acerca del trasplante, así de
golpe, muy bien podía llevarla a la conclusión de que yo, en vez de ser periodista que
decía ser… podía ser un miembro del cuerpo femenino de Scotland Yard…
—¡Mira que eres rebuscada y morbosa!, ¿eh?
—¿De veras, señor Bannister? —inquirió burlona. Agregando con satisfecho
énfasis—: ¡Pues tenía más razón que un… una santa! Marjorie ha salido como diez
minutos después metiéndose como una bala en la cabina que estaba libre sin darse
cuenta tan siquiera que la persona que ocupaba la otra, dándole la espalda, era yo.
Esto… ¿te he hablado en alguna ocasión de Thomas Kennedy, Noel?
El jurista y redactor-jefe del periódico, burlón, cerró el puño derecho dejando el
pulgar en alto.
—¡Un tío estupendo, de veras! ¡Vaya chico el tal Kennedy! Hasta se enamoró de
ti… ¿eh? Thomas hizo los dos últimos cursos a tu lado en la Escuela Oficial de
Periodismo. Era alto, moreno y con los ojos verdes, inteligente, educado, atento,
galante… ¡en cierta ocasión, por tu cumpleaños, te regaló una docena de preciosas
rojas rosas! Y además de todas esas cosas era así mismo agente de la Special
Branch[6]. ¡Pero sólo a ti te confió el secreto! —Miró, con sarcasmo notorio a la bella
rubita, añadiendo—: Como habrás podido comprobar me acuerdo de todas las veces
que me has hablado de Thomas Kennedy y de todas las virtudes de él que has
ensalzado cuando querías ponerme celoso.
—¡Pues es cierto todo…! ¿Te enteras? Y yo fui la única que supo que Thomas
pertenecía a la Special Branch y que estaba allí para aprender la técnica del
periodismo porque le habían asignado una difícil misión en la que tenía que
representar el papel de periodista. ¿Estás celoso, Noel?
—¡Bah…! El tiempo apremia, por favor. Has empleado alguno de los trucos a lo
James Bond que te enseñó Thomas, ¿no?

ebookelo.com - Página 103


—Yes. Meterme en una cabina primero para asegurarme de que Marjorie, si
aparecía como yo sospechaba, tendría que utilizar la otra…, aquélla en que yo, bajo la
tabla cristalera, había fijado con dos cintas de esparadrapo ancho mi grabadora Mini-
Sanyo puesta en marcha. ¡Y provista de una cassette especial que al girar no produce
el menor siseo! Ésta, amor, es la conversación mantenida por Marjorie… —Como la
grabadora estaba encima de la mesa no tuvo más que pulsar la tecla que lucía el
vocablo play, advirtiendo a la vez—: Es obvio que al otro comunicante no se le
escuchaba porque habría sido peligroso instalar un captor de ventosa, pero es
suficiente. Escucha, escucha…
—¿Es Mary Anne Olivier?
—¡Soy Marjorie Lindsay-Hogg! Ha ocurrido algo que me parece…
—¡Si, sí, ya lo sé! Y es tan grave como urgente. Esta mañana, mi hermana Jane
me ha comunicado desde Norwich explicándome que durante el viaje desde Londres
hasta Northampton una mujer… —le explicaba lo que Noel y Sabrina habían sabido
de labios de la propia Farrah Stack. Después, la cinta seguía en estos términos—: Eso
en sí, como circunstancia aislada, no tendría mayor relieve de no haberse producido
el hecho, hace como media hora, de que una periodista, de la que empiezo a dudar
que lo sea, se haya plantado en nuestra residencia haciendo preguntas y más
preguntas acerca del trasplante…
—Sabrina Young ha dicho que se llama al The Daily Telegraph.
—¡No, no, estoy llamando desde una cabina telefónica! No hay peligro.
¿Cómo…? ¡Desde luego que no! Ningún dato concreto… Sí, la he puesto en la calle
con cajas destempladas.
—Un poco nerviosa sí estaba, pero no he cometido ningún error.
Justo entonces, Noel extendió el brazo pulsando la tecla que inmovilizaba la
grabadora, poniéndose en pie de un brinco.
—Ha sido un trabajo excelente, Sabrina —dijo con sinceridad. Añadiendo—: Y te
felicito por ello, de veras.
Ella, no pudo evitar ahuecarse aunque diera, verbalmente, testimonio de falsa
modestia.
—¡No será para tanto…!
—Esa cinta es, la única prueba de que disponemos… y aunque judicialmente
puede tener un valor relativo porque no se ha captado la voz de Mary Anne Olivier,
lo que sí es cierto es que enfrentando a Marjorie Lindsay-Hogg con esta evidencia
ante el juez, acabaría reconociendo toda la verdad. Yo… —No le dolían prendas al
reconocer la valía del testimonio obtenido por la rubita, así como la habilidad
desplegada para obtenerlo, aunque sí quiso dejar claro—: Ya sabía que Mary Anne
Olivier era una de las cabezas, o la cabeza rectora de todo este diabólico y sangriento
tinglado, y lo sabía por esta foto… —Le mostró la que había extraído del marco en el
apartamento de Brandeur. Matizando—: Aunque este retrato sólo consistía en una
prueba a ojos nuestros y no en un despacho policial y mucho menos en la mesa del

ebookelo.com - Página 104


fiscal del distrito. Tú, Sabrina, has conseguido que las cosas sean diferentes… ¡pronto
sabremos quiénes y por qué han jugado a ser Satán con mayor crueldad que lo
hubiera hecho el propio diablo!
—No me entra en la cabeza que pueda existir un razonamiento, medianamente
lógico, que justifique tanto horror y tanta sangre derramada.
—Lo hay, Sabrina, lo hay. La ambición y el dinero… Dos conceptos que mueven
a los hombres más importantes de la humanidad a cometer genuinas aberraciones.
Nuestro émulo de Satán había planeado una singular operación que había de generar
sustanciosos dividendos. Grandes sumas. Millones… ¡Pero vámonos ya, muñeca!
¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!
—¿A casa de Mary Anne Olivier?
—En busca de ella vamos, sí. Pero por la hora aún puede ser que se encuentre en
las oficinas de la Saluzasbel Fundation… empezaremos por ahí, y siempre estamos a
tiempo de rectificar. ¡Andando, Sabrina!
Salieron a escape de la redacción del periódico.

El guarda que controlaba el acceso a la finca donde se ubicaban las dependencias


administrativas de la fundación, muy amablemente, les dijo:
—La señorita Olivier ha salido hace media hora aproximadamente.
—¿Le ha dicho si se dirigía a su casa…? —inquirió, nervioso, Noel.
—Pues no. No me ha dicho… ¡Oiga, perdone!
Bannister respingó, arqueando las cejas.
—¿Si…? ¿Sucede algo?
—No, no —movió la testa negativamente el asalariado. Preguntando—: ¿Es usted
míster Noel Bannister, el periodista?
Sorpresa total en su interlocutor.
—¡Sí! ¿Por qué?
—Aclarado —sonrió el de uniforme. Agregando, a la vez que le tendía un sobre
—: La señorita Mary Anne ha dejado esta carta para usted.
Bannister, desconcertado, miró a la rubita mientras tomaba el sobre tamaño
banca, azulado, que despedía un tenue perfume.
—¡Qué me aspen si lo entiendo! Gracias, amigo.
—¡Vas a leerla…!, ¿o no? —Sabrina estaba más nerviosa que él, todavía.
Rasgó, Noel, el sobre.
Extrayendo la cuartilla, de aroma mucho más penetrante que el envoltorio, en la
que una caligrafía femenina, anárquica, pero legible, había escrito entre el penetrante
vapor violeta:

Ya que tanto interés tienes en verme… ¿por qué no vienes a arrancarme de los
brazos de Satán, Noel? Si lo consigues, podré decirte todo cuanto deseas. Pero no
olvides que Él es el poder, la fuerza, el mal… y tú, algo muy insignificante. Te estaré

ebookelo.com - Página 105


esperando, de todas maneras, en el viejo cementerio de Highgate… No vengas si
tienes miedo, si sufres terror… sabré comprenderlo. Y El también. Incluso puede que
te perdone por las veces que tanto le has provocado. Te espero, a pesar de todo…
Sin firma.

—¡Tenemos que avisar a la policía! —exclamó Sabrina.


—No…
—No estarás pensando en acudir a esa cita, ¿verdad?
—Verdad…
—¡Noel! ¡No estoy dispuesta a consentirlo!
—Hemos corrido ya demasiados riesgos para detenernos frente a uno más, frente
al último… Es la oportunidad de desenmascarar a Satán, a ese criminal engendro,
vengando toda la sangre inocente que ha sido vertida.
Sabrina estaba roja, excitada, trémula también.
—¡Pero…! ¿Es que no entiendes que es una trampa? Lawrence Leigth y Pamela
fueron asesinados en ese cementerio. ¡Satán o quién demonios sea…!
—Un demonio, aunque humano, sí es desde luego. Iré, Sabrina. Y solo.
—¡No…! ¡He dicho que…!
Le dio, pidiéndole perdón mentalmente, un puñetazo en la barbilla, para recogerla
entre sus brazos mientras corría hacia un taxi que les seguía aguardando:
—Sólo está inconsciente, amigo —le dijo al taxista—. Llévela al dispensario más
próximo. Cuando haya aspirado sales y bebido un terrón de azúcar nadando en agua
del Carmen, ella misma le dirá dónde quiere que la lleve.
—¿Y si decide presentar denuncia, qué pinto yo, qué digo…?
—No lo hará.
—¿Seguro? —insistió el taxista, mosqueado por lo anómalo de la situación.
—¡Seguro, hombre, seguro! —exclamó, nerviosamente, Noel. Le metió un billete
de 50 por la ventanilla, instándole—: ¡Y lárguese de una vez, hombre de Dios!
—Okay, okay… —rezongó, poniendo el vehículo en movimiento, no muy
convencido todavía de que lo que estaba haciendo fuese lo lógico—. Pero como pase
algo, yo… Noel ya no le escuchaba porque estaba corriendo en pos de otro taxi…
libre, claro.

ebookelo.com - Página 106


Capítulo III
PENSÓ que no.
Que era infantil.
Totalmente absurdo, buscar un medio sofisticado, espectacular inclusive, para
introducirse en la necrópolis.
Porque ella lo esperaba.
Era como un desafío en el que Mary Anne Olivier y Satán, por el momento,
jugaban con todas las ventajas de su parte.
Con cartas siniestras… y marcadas.
Y por esos mismos razonamientos no le extrañó que el viejo cementerio de
Highgate, teóricamente clausurado, en funerario desguace, mantuviese entreabierta la
verja central donde se rompía parte del pétreo muro que volteaba el camposanto.
Lógico que le dieran facilidades.
Y lógico que él acudiera, aún a sabiendas de que se trataba de una celada en la
que su vida iba a correr grave riesgo, auténtico peligro.
Pero aquél, precisamente, no era el momento más adecuado para olvidarlo todo,
hechos sucedidos y riesgos corridos, volviéndose atrás.
Aquél, no, porque era el momento final.
Definitivo.
Ese momento cumbre que siempre llega en la vida… y también en la muerte.
Se estaba sirviendo de una pequeña linterna muy parecida a las que usaban los
acomodadores en los cines.
Muerte… Era un buen momento, desde luego, para pensar en la muerte. Y saberla
cerca de uno. Y sentirla cerca de uno.
El viejo cementerio de Highgate. Con su cazador de vampiros y todo que recorría
sepulturas, panteones, tumbas y senderos, buscando los repulsivos quirópteros
sorbedores de sangre que, según se dijera, perturbaban la paz de su espíritu.
Noel, sonrió. Y la blancura de sus dientes al asomar entre los labios puso una nota
de claridad en el oscuro manto que, con recogimiento y reverencia, envolvía la ciudad
de los muertos.
Allí estaban también los Cipreses, largos, sombríos, sigilosos, fieles guardianes
del sueño eterno de quienes allí reposan. Cumplidores celosos de sus últimas
voluntades.
Bannister, aquel periodista que había cambiado el télex y la noticia, por la
incertidumbre detectivesca y la violencia, avanzaba con pasos seguros, medidos,
ajeno en apariencia a la turbación y el desasosiego que en la mayoría de los mortales
conculcaba el entorno siniestro y a la vez místico del reducto definitivo.
Pero en lo más profundo de su ser y pese a la apariencia y el caminar precautorio
pero decidido, vivían unas décimas de miedo. Décimas que registraba el termómetro
racional del hombre.

ebookelo.com - Página 107


Y Bannister ni era, ni se tenía por un superhombre.
Se detuvo unos instantes, aguzando la mirada, buscando escuchar algún tenue
susurro en el silencio impávido de la necrópolis.
Dio la vuelta a una placeta ocupada por varios panteones y se dio de frente con
ellas.
Las lucecitas…
Débiles.
Eran cuatro tibias y oscilantes llamitas que procedían de los respectivos cirios…
cirios negros, diabólicos, que daban marco al recargado féretro de caoba.
Ataúd sin tapa, que estaba en mitad del cementerio, al descubierto.
Con su cargamento lúgubre sin duda.
Tuvo un estremecimiento porque la escena era dantesca.
Impresionaba, sí.
Pero siguió avanzando unos pasos más hasta detenerse ante él e inclinar la
cabeza. Sonreía…
Mary Anne Olivier, le sonreía.
Rigurosamente muerta… rigurosamente burlona… rigurosamente vestida de
negro. Estaba metida dentro, con su sonrisa espectral, desafiante… y un hilillo de
sangre manando entre los labios sonrientes.
La reacción de Noel Bannister fue consecuente, puede que de la más lógica de las
lógicas y también de dominar el pánico con exteriorización violenta de los
sentimientos. Le pegó un punterazo al ataúd, volcándolo.
Mary Anne Olivier quedó de bruces con el féretro, al revés, cubriéndola ahora.
—Eres muy valiente, Noel.
Se revolvió, luciendo en la diestra el Colt calibre 38 para cuyo uso, y abuso si era
necesario, tenía la correspondiente licencia.
—¿A quién quieres matar, Noel? —Era la voz de la verdadera Mary Anne y no
del muñeco de cartón cuero, del mismo material que el ataúd que simulaba ser caoba,
conteniéndola, que burlona y demoníacamente le había preparado como recibimiento
para impresionarle.
Estaba claro que Bannister no se impresionaba y también estaba claro que seguía
siendo la víctima propiciatoria de aquel juego espectral.
Se orientó por la procedencia de la voz, y…
¡BANG! ¡BANG!
—¡Mala puntería, periodista!
Se encendió, entonces, la luz potentísima de un foco que impactó de lleno en la
faz de Noel, deslumbrándolo.
Renunció a la idea de disparar sobre el cristal del faro. Porque seguramente se
encendería un segundo. Y el tercero si era preciso.
Bajó la testa para evitar que la luz intensa siguiera hiriendo las retinas.
—Esto es infantil, Mary Anne —anunció. Añadiendo—: Todo ha terminado,

ebookelo.com - Página 108


diablesa. Todo. El millonario negocio pretendido por la Saluzasbel Fundation ha
llegado, prematuramente, a su fin. Se terminaron los beneficios…
—¿Qué sabes tú de la fundación, periodista? —inquirió ella desde la oscuridad
que reinaba a espaldas del intenso haz de luz.
—Supongo muchas cosas… —Bannister tenía que ganar tiempo por todos los
medios mientras pensaba en la forma concreta, segura, de abatir a su enemiga.
Inquirió por esa razón—: ¿Te ilustro, pequeña? —Silencio que le animó a seguir—:
La fundación controla una serie de gabinetes médicos, privados en su mayor parte, a
los que subvenciona para que mejoren su maquinaria y métodos, pero con una
preconcebida finalidad: los ficheros de esos gabinetes están a disposición de la
Saluzasbel de manera que la organización, tú concretamente, sabes en cualquier
momento si un hematólogo tiene determinados pacientes con tipos concretos de
sangre que pueden tener en el mercado de la transfusión un precio millonario por
litro. ¿No fue por eso que desangrasteis a Pamela Corley? Y lo mismo podía suceder
en radiología, cardiología, aparato circulatorio… El caso era saber qué pacientes
tenían órganos trasplantabas con los que atender los pedidos del Banco de la Vida y el
Banco Estético, creaciones infernales y auténtica finalidad de la Saluzasbel
Fundation. Incluso el imbécil de Lawrence Leigth, al que habíais pensado utilizar con
mayor período de longevidad y del que os deshicisteis perentoriamente a causa de mi
estrépito parisién, os facilitó en bandeja de plata la satánica utilización de los ojos de
mi sobrina Magali… que le fueron trasplantados a Jane Lindsay-Hogg… Ya dije
recientemente que no existe peor diablo que el hombre cuando trata de imitarle.
Imagino que las fortunas que cobráis por el cambio de órganos o transfusiones
sanguíneas eran ingresados en una cuenta bancaria en Suiza, ¿no?
Hizo un breve alto Noel Bannister en sus acertadas deducciones, más que eso
conclusiones definitivas del fiscal humano que acusaba a Satán, al en teoría
provocador, que había vuelto para intentar un negocio tan cruel y reprobable como
productivo…
Hizo un breve alto, sí, y como la respuesta a su interrogante fue el silencio, lanzó
otra pregunta hacia el cono de luz y contra el silencio tupido, visceral, de la
necrópolis:
—¿A nombre de quién está la cuenta, Mary Anne? ¿Al tuyo? ¿Al de… él?
Ahora, llegó, cortante, resquebrajada, a oídos de Noel, una voz netamente
masculina:
—Al de los dos, señor Bannister.
—¡Por fin, amigo, por fin! Pensaba que iba usted a seguir ocultándose de por vida
bajo las faldas de una mujer… profesor Percival Ward. Emulo siniestro y absurdo de
Satán. Porque la idea fue suya, ¿verdad?
—Verdad, señor Bannister. Y sigo admirándole, ¡de veras! Me ha sorprendido con
su agudeza y dotes deductivas, ¡palabra!
—Elemental, profesor, elemental. No hacía falta ser excesivamente listo, se lo

ebookelo.com - Página 109


garantizo. Creo, a decir verdad, que de una forma inconsciente sospeché de usted
desde el principio… Desde que trató de ganarse la confianza de Halliday, al que ya
había sentenciado demoníacamente, de confundirle en verdad, diciéndole que lo de
Magali había sido un crimen y que sus ojos le habían sido extirpados con quirúrgico
raciocinio. ¿Por qué no acudió a la policía con sus sospechas? Dijo que porque las
evidencias no eran suficientes… ¡Claro que lo eran, profesor! ¡Claro! Cualquier
tribunal médico las hubiese confirmado y Scotland Yard, posiblemente, hubiera
confirmado también que el verdadero autor de aquella diabólica parodia era usted
mismo, usted, profesor. Pero con sus declaraciones a Halliday le confiaba, ignorando
éste que aquella misma tarde iba a ser asesinado… Perfecto, profesor Ward, perfecto.
Y la Saluzasbel seguía adelante con sus propósitos millonarios sangrientos, con sus
escenificaciones sádicas, utilizando a través del coaccionado Lawrence Leigth a los
aficionados a las artes y cultos diabólicos sobre quiénes naturalmente, caería la
repulsa de la opinión pública y la atención policial, como consecuencia de los
crímenes y vesanias que se les imputaban y a los que, en verdad, eran ajenos. Una
estupenda pantalla valerse de Satán… ¿Pero no cree que le ha provocado en exceso,
profesor Ward? ¿No teme la venganza del genuino Satán, Percival?
—¡Mátalo ya, Percival! —le oyó rugir a Mary Anne. Que añadió—: ¡Te dije que
debíamos deshacernos de él desde el momento en que telefoneó Katty Rochefort! ¡Ha
sido nuestra ruina!
—No lo creas, pequeña. Todo seguirá igual… Pero tengo un especial interés en
clavar una estaca en su corazón desafiante. ¿Le agrada la idea de morir como un
vampiro, señor Bannister?
Aquellos minutos le habían servido a Noel para hacerse u una concreta
composición de lugar.
—¡Venga por mí, Ward!
Y al tiempo que gritaba la frase, Bannister se lanzó hacia la derecha, por encima
de un modesto panteón, cayendo al otro lado y disparando, quedando protegido por la
pequeña capilla que sobresalía en el funerario monumento.
El proyectil hizo añicos el faro.
—¡Mátalo, MÁTALO DE UNA VEZ! —se desesperó ella.
La intuición le hizo a Bannister poner el proyectil justo en el lugar, al lado de un
severo y sombrío ciprés, donde medio se protegía Mary Anne Olivier. El plomo le
hizo estallar la cabeza, fragmentándola, derramando su tortuosa masa encefálica por
la corteza del árbol simulándole así una tétrica y trágica resina.
—¡Maldito seas mil veces, Bannister! —aulló, ahora, Percival Ward, viendo
como la mujer se doblaba en tierra.
En aquel instante, como por arte de magia, de la magia siniestra que emanaba el
propio cementerio, brotaron de distintos ángulos varios y enormes haces lumínicos.
Y alguien que se servía de un megáfono, anunció:
—¡RÍNDASE! ¡ESTA RODEADO! ¡SOMOS LA POLICÍA!

ebookelo.com - Página 110


Percival Ward, vestido de negro y con una ridícula máscara cubriendo su rostro,
se sintió pequeño por primera vez en su vida… se sintió perdido por definitiva vez en
su vida.
Entonando su canto del cisne, su adiós a la vida, tiró del gatillo de la metralleta de
asalto, ligera, que sostenía entre sus manos, moviendo el cañón en abanico, buscando
el mayor ángulo de mortandad en quienes lo acosaban y olvidándose del verdadero
enemigo cuya presencia había reclamado en el cementerio.
NOEL BANNISTER…
Que aprovechando el raudal de claridad había corrido en zigzag, entre tumbas y
panteones, situándose a la izquierda del enloquecido y criminal médico, cuando éste
hacia entonar a la metralleta su mortífera salmodia.
El Colt calibre 38 para cuyo uso estaba autorizado el redactor-jefe de The Daily
Telegraph efectuó un único y solitario disparo.
En verdad, el cuarto desde que llegara al camposanto.
Y el último, sí.
Porque el plomo le entró a Percival Ward por una sien y le salió por la otra
arrastrando en su trayecto y llevándose afuera después, la tapa de los sesos del
profesor.
—¡No disparen! —gritó alguien.
No hacía falta, desde luego.
Ward había caído como fulminado. Como muy muerto. Yéndose al abismo
infernal que tratara de resucitar en la tierra.
—¿Es usted Bannister…, es Noel Bannister?
Tosió. Dijo con cierto aburrimiento:
—Sí, soy Bannister.
Apareció un tipo alto con rostro sanguíneo.
—Va usted de héroe por el mundo, ¿no? Menos mal que teníamos el cementerio
vigilado desde ayer… ¡y gracias a que Sabrina Younh nos ha telefoneado! Podría
estar usted muerto, ¿lo sabe?
—¿Vendría de uno más, amigo? Esto está lleno.
—Soy el inspector de detectives Leslie Patrick de Scotland Yard.
—¿Se ha fijado que Mary Anne Olivier y Percival Ward han muerto de un solo
disparo y que ambos proyectiles han salido de mi 38…, eficiente inspector de
detectives?
—¡Hum! Pues…
—Y dele las gracias, de mi parte, a Sabrina Young cuando la vea.
—Por qué no me las das tú mismo, ¿eh? —La preciosa rubita salía entre un grupo
nutrido de policías uniforma dos y armados hasta los dientes.
Le había sentado bien el turrón de azúcar nadando en agua del Carmen, sí.
Noel, de pronto, se abalanzó sobre ella pasando la palma de su diestra alrededor
de la nuca femenina tirando de la cabeza hacia él para devorarle los labios.

ebookelo.com - Página 111


Se quedaron de una pieza armamento incluido, los policeman’s.
Sabrina, jadeaba satisfecha.
—¡Aaaah!
—En lo que queda de noche… —Bannister le echó una ojeada al reloj—, voy a
hacerte un niño. Ése es el castigo que te impongo por meterte donde no te llaman.
Ella le cazó ahora a él besándolo en los labios un tanto violenta.
—¡Me pasaré la vida metiéndome donde no me llames! —exclamó, ahuecándose.
Los ingleses son así, familia.
¡De veras!
Tiene un muy particular sentido del humor.
Con muertos por doquier, rodeándolos, y ellos piensan en hacer niños.
Son así, ¡palabra!

FIN

ebookelo.com - Página 112


Notas

ebookelo.com - Página 113


[1] Consejo privado: Pertenecen a él unas trescientas personas; los militares,
exministros, el príncipe de Gales, los duques de sangre real, los arzobispos de
Canterbury, el obispo de Londres, el speaker de la Cámara de los Comunes, jueces,
embajadores, figuras relevantes en el mundo de las artes y de las letras y ciencias, y
otras personas a quienes la Corona quiera recompensar con la distinción. (N. del A.).
<<
[2] Los datos ofrecidos con respecto al viejo cementerio de Highgate, son
rigurosamente verídicos. (N. del E.). <<
[3]Símbolo que los ocultistas trazan en forma de una estrella. Se trata en realidad de
dos triángulos insertados el uno en el otro (entrelazados) y colocados de forma que
ofrezcan cinco puntas. Invierten lo que sería su posición normal de forma que dos de
las puntas queden hacia arriba representando los cuernos del macho cabrio, de
Satanás. Los laterales son, entonces, dos orejas, y la punta inferior, la de abajo, es una
barba. Esta clase de símbolo viene siendo manejado por los ocultistas desde hace
muchísimos años y, parece ser, tiene su origen en los ritos persas, donde se conoce al
Diablo con el nombre de Iblis. (N. del A.). <<
[4]Enfermedad hereditaria transmitida por las mujeres, pero que sólo afecta a los
hombres, que se debe a la ausencia en la sangre de determinados factores plasmáticos
y caracterizada por una tendencia a las hemorragias repetidas y abundantes. (N. del
A.). <<
[5]Más popularmente conocido con las siglas CID, que equivalen al mismo tiempo a
Escuadra de Homicidios y también a Patrulla Volante. Son distintas secciones de
Scotland Yard con misiones específicas, conectadas entre sí a efectos de cualquier
investigación de carácter policial. (N. del A.). <<
[6]Se trata de uno de los sectores más secretos de Scotland Yard por cuanto tiene
competencia sobre todo aquello que se refiere a la seguridad del Estado. Puede
decirse que completa y concluye las indagaciones del M I. 5, o sea, el Military
Intelligence Five. (N. del A.). <<

ebookelo.com - Página 114

También podría gustarte