Los Hijos Del Atomo - Indiana James
Los Hijos Del Atomo - Indiana James
Los Hijos Del Atomo - Indiana James
Las industrias Corfort Line podían haberse enterado de quién era yo, podían
haberse quedado entre la espada y la pared, hincado la rodilla, agachado su
testuz e implorado misericordia, bañadas en un mar de lágrimas. Todo
perfecto. Un final feliz de ensueño… si Zenna Davis me hubiera echado una
mano.
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Indiana James
ePub r1.0
Titivillus 13.10.2024
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Título original: Los hijos del átomo
Indiana James, 1986
Cubierta: Almazán
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CAPÍTULO PRIMERO
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Más tarde, se ofreció muy amablemente a pedir él las cervezas. Cuando
volvió de la barra, dejó un recipiente vacío frente a mí y se tragó el contenido
del otro en un abrir y cerrar de ojos.
Sus trucos parecían infinitos. Mi paciencia y mi dinero, no lo eran.
Como Gronk volvía a levantarse en busca de más combustible, decidí
cortar por lo sano y le agarré por el brazo.
Se dio cuenta que iba colgado de él, cuando choqué de cabeza contra el
mostrador, después de haber limpiado medio bar al ser arrastrado. Me miró
muy sorprendido, soltó otra de sus risotadas y clavó las jarras ante el barman,
guiñándole un ojo.
—¡No, Gronk! —advertí, seriamente—. ¡Basta!
—¿Basta? —repitió, entrecerrando los ojos, para poder captar en toda su
profundidad mi complicado mensaje. Decidió que estaba de acuerdo y sonrió
—. Sí, sí, basta… ¡basta!
Pero le señalaba las jarras al camarero.
—¿En qué quedamos? —me preguntó aquél un poco mosca.
—Por mí, haga lo que quiera amigo —respondí muy contento. Gronk me
observaba ceñudo—. Pero yo no pienso pagarlas —y me dediqué a señalar
también las jarras.
El camarero empezó a darse la vuelta, cuando el puñetazo de Gronk astilló
el mostrador.
—¡¡¡Basta!!! —atronó con toda la fuerza de sus pulmones.
En el «pub» se hizo un silencio impresionante y todas las cabezas se
giraron hacia nosotros. El camarero, tras recoger su peluquín del suelo y
plancharlo con la mano —hubiera jurado que los pelos sintéticos estaban de
punta— me miró suplicante.
—¿Es que no entiende el inglés?
—¿A usted qué le parece? —contraataqué, sin dejar de señalar los vasos,
ni esconder mi arrebatadora sonrisa.
—¿No hablará gaélico?
—Ni una palabra.
—¿Basta? —preguntó Gronk amablemente, cansado de andar fuera de
juego.
—Bueno —cedió por fin el camarero—. Al fin y al cabo, podré vivir toda
una semana con lo que se ha bebido este mamut…
Llenó de nuevo las jarras y las colocó delante de Gronk, agitando el dedo
frente a sus narices.
—¡Pero es la última! —advirtió de un tirón, antes que le flaquease la voz.
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—Sí, sí, la última… —accedió Gronk, satisfecho—. ¡Basta! ¡Basta! —Y
golpeó suavemente con sus nudillos la calva del pobre tipo. Seguramente,
quería hacer una gracia. Pero el camarero se derrumbó inconsciente.
Un segundo después, el barullo del bar volvió a su nivel habitual mientras
se dejaban oír comentarios de frustración. Habían esperado una buena pelea,
sobre la que se hubieran abalanzado gozosos.
Una vez en nuestra mesa, taladré a Gronk con la mirada:
—Muchacho, esto no puede seguir así. Tenemos que hacer algo. Lo que
sea. Conseguir un poco de dinero y largarnos de aquí. ¿Me has entendido?
—Entendido, claro. Entendido —respondió, devolviéndome la mirada.
Sentí que la jarra se escurría de entre mis dedos—. ¡Y basta!
La vació antes de mi segundo insulto.
—¡Se acabó! ¡Vámonos! —ordené, reprimiéndome las ganas de
romperme el puño contra su nariz.
Se levantó como impulsado por un resorte.
Aquello me animó:
—¡Si es necesario, nadaremos hasta América! —exclamé, entusiasmado.
Gronk se volvió a sentar desganadamente, sacudiendo la cabeza.
—¡Basta, Indiana, basta! —protestó, quejoso.
—Pero, bueno… ¿es que no tienes ganas de largarte de aquí? —insistí,
intentando llegar hasta su corazón de granito—. ¿Es que no te apetece volver
a tu Canadá natal?
No sé si me entendió, o fue el tono nostálgico de mi voz, pero creí advertir
una chispa de tristeza en sus ojos.
—¿Te acuerdas de las estepas nevadas, de los bosques maravillosos, de
los «grizzly» salvajes…? —había descubierto una grieta en aquel armazón de
acero y estaba aplicando la llama del soplete a máxima potencia para
entreabrirla. Lo que a mí me parecía la descripción de un infierno helado, a él
le debía sonar como el paraíso.
Sorbiéndose una catarata de lágrimas y mocos, metió la mano entre sus
ropas y, el diablo sabrá de qué abismos increíbles, sacó un pedazo de papel
doblado, arrugado, manchado y agrietado. Creí que iba a limpiarse con él —
visto su estado, no debía servir para otra cosa— pero, en lugar de pringarlo
todavía más, lo tiró encima de la mesa.
Por un instante, pensé que se trataba de un pergamino del siglo Nosesabe
antes de Cristo. ¿Habría descubierto algún plano de un tesoro, similar al que
nos había conducido al de Gardenfly?[1] ¿Cómo lo habría conseguido?
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Manipulé el papel con cuidado para que no se desmenuzase en las manos
y, gracias a dos palillos, pude desplegar el mensaje sin perder más que
algunos fragmentos sin importancia. Tapándome la nariz para resistir la
hediondez que emanaba de él y quemándome las pestañas para descifrar sus
borrosas letras, empecé a leer la carta. Porque era una carta. Y oficial.
El membrete era lo más legible y pertenecía al gobierno canadiense.
Comunicaba a un tal Derringer Winchester Colt «Wiseguy» que, como jefe
hereditario de la tribu sarcee y, por tanto, su representante legal ante las
autoridades gubernamentales, se desplazase a Calgary, en la provincia de
Alberta, Canadá, para tomar posesión del territorio que había pertenecido a
dicha tribu. Al parecer, tras un montón de años de complicadísimos trámites
legales, los altos tribunales canadienses habían fallado en favor de los sarcee.
Por si todo aquello no fuese suficientemente asombroso, la fecha de la
carta me dejó boqueando como un pez en la estratosfera… ¡databa de dos
años atrás!
—¿Tú… tú eres Derringer Smith & Wesson no sequé…? —pregunté a
aquella bestia semisalvaje que estaba frente a mí, con la mirada perdida en las
jarras de cerveza de las mesas vecinas.
Su respuesta fue tan esclarecedora como concluyente:
—¡Gronk!
De momento, lo tomaría como un «sí». Eso quería decir que era el jefe de
una tribu india. Y que había recibido aquella carta, incluso antes de
conocernos. ¿Cómo se la habían entregado, si vivía como un eremita en los
bosques canadienses? ¿Y por qué no la había mencionado hasta entonces?
Mas ¿qué hacía enrolándose en busca de tesoros perdidos o haciendo de
monstruo inconmovible en un circo, si tenía todo un pueblo que gobernar?
Estas preocupadas y amistosas sugerencias, me vinieron a la cabeza varias
horas más tarde. En aquellos momentos, lo único que pude ver en la carta, fue
una puerta abierta hacia el «hogar, dulce hogar», si sabía jugar bien las cartas.
Yo tenía un as en la manga, pero el único contrincante contra el que
jugarlo era un hueso muy duro de roer y que, para colmo, me había «dejado
limpio» poco antes: Zenna Davis.
Me abalancé hacia el mostrador del bar:
—¿Se puede llamar a Nueva York?
—Si tiene dinero… —contestó el camarero con un humor de mil
demonios y el bisoñé danzando sobre el chichón que le había hecho Gronk.
Agité mi último billete de 10 libras.
—Al fondo, a la derecha —escupió el barman.
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—¡Basta! —rugió un trueno a mi lado, mientras una jarra de cerveza se
hacía añicos al depositarla «suavemente» una montaña ambulante.
—¡Al fondo, a la derecha, vale! —grité, desapareciendo de allí para no
asistir a la previsible escena subsiguiente.
Eran las seis de la tarde en Irlanda, así qué en Nueva York todavía sería
demasiado pronto para ir a almorzar. Con suerte, Zenna estaría en su
despacho. Sin suerte, Zenna estaría en su despacho… de muy mal humor.
Estaba en su despacho.
—¿Todavía no te has muerto, Indy?
Y de muy mal humor.
—Eso puede esperar, no tengo prisa…
—Yo, sí.
Me lo estaba poniendo ligerísimamente difícil. Pero dicen que Indiana
James es inasequible al desaliento. A veces, me da la impresión que existe
otra persona con mi mismo nombre. Volví al ataque.
—Muy bonito. Te llamo para hacerte un favor y…
—¿Hacerme un favor? ¿Tú a mí?… ¿Es que las ranas crían pelo?
—Tengo una historia para ti. Una maravillosa historia que hará derramar
ríos de lágrimas hasta a las personas más inconmovibles.
—Mi editor y yo no lloramos fácilmente, Indiana. Ya deberías saberlo.
—Escucha y verás. Estaba yo en la hermosa Raven’s Taverns de la
preciosa ciudad de Killarney, disfrutando del encantador ambiente, cuando…
—¿No habrás llamado a cobro revertido, ver dad? —me interrumpió una
vez más.
—No, ¿por qué?
—No, por nada. Sigue, sigue… Sólo tengo que atender a dos revoluciones
africanas, una nueva represalia israelí, el asesinato de Olof Palme y un
estúpido referéndum sobre la OTAN en Sudamérica.
—Querrás decir en España, ¿no?
—Pues eso. ¿Qué he dicho yo?
—Olvídalo.
Hay ciertos lapsos mentales en la mayoría de mis compatriotas que nunca
entenderé. Debí quedarme en blanco unas décimas de segundo, porque la
irritada voz de la periodista me apremió inclemente:
—Al grano, Indiana. Como habrás comprendido si en las últimas horas
has adquirido un miserable gramo de inteligencia, estoy levemente ocupada…
—Pues toma nota: ¿Qué te parece la epopeya de un pueblo indio que, tras
largos y durísimos años de lucha, ha conseguido recuperar las tierras de sus
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antepasados de las garras de los descendientes de sus feroces invasores
europeos?
—Me parece que te has equivocado de década. No estamos en los 70,
Indiana. Primero, todos sabemos que los picapleitos del Gobierno son unos
chapuzas. Segundo, ¿dónde está la noticia? Oigo tonterías similares cada
medio minuto.
—¡Ejem! Era sólo la introducción… para calentar motores —cambié de
táctica—. ¿Y la odisea humana de un aguerrido jefe de tribu, que ha luchado
hasta la extenuación por recuperar su honor, dignidad, fama y posición?
—Me parece muy emocionante. Si ha conseguido todo eso, cásate con él.
Así no me darás más sablazos, ni me molestarás con tonterías como la que me
estás soltando ahora.
—¡No es un sablazo! ¡Ni una tontería! —estallé—. Es un reportaje. De
interés humano y social: Canadá, tierra virgen, los sarcee…
—¿Los qué?
—Los sarcee. La tribu de la que te estoy hablando hace media hora…
—Salúdales de mi parte. Adiós, Indy.
—Zenna, estoy desesperado.
—Suicídate. Quizá te dedique una necrológica.
Y colgó.
Volví a la sala completamente desmoralizado, hundido en la miseria más
total y absoluta. Busqué con la mirada a Gronk y no me fue difícil localizarle.
Alrededor de nuestra mesa se había hecho el vacío. Los parroquianos más
próximos, a una decena de metros de él, le miraban suspicaces aferrando sus
jarras de bebida como si fuesen tesoros sin nombre. Debía haber hecho de las
suyas mientras yo telefoneaba.
Me acerqué a la barra y dejé mi billete sobre el mostrador:
—Cóbrese la llamada.
—Son nueve libras —exclamó resplandeciente, dándome una miserable
monedita de cambio. La miré desconsolado.
—¿Basta? —suplicó una voz de mastodonte detrás de mí.
¡Qué diablos! ¡Al infierno con todo! Nos emborracharíamos hasta caer
redondos al suelo. Ya tendríamos tiempo de lamentarlo en los siglos
venideros.
—¡Sí, basta! —exclamé, lanzando la moneda al camarero—. Quiero decir,
dos cervezas. ¡Y qué reviente el mundo!
—Sólo tiene dinero para una —respondió, dejando la pinta en el
mostrador.
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—¡Perfecto! —Sonreí, alargando la mano para cogerla—. Nos la
repartiré…
Llegué una décima de segundo tarde. Gronk se la estaba bebiendo de un
sorbo.
Siempre podíamos apuntarnos al IRA, o al ejército inglés, o formar una
nueva facción contra católicos y protestantes al mismo tiempo. Así
equilibraríamos la balanza: dos países contra dos personas. Seguirían estando
en ligera desventaja, pero…
El camarero reclamó mi atención:
—¿Se llama Indiana James, amigo?
—¿Cómo?… ¡Oh, sí!
—Le llaman por teléfono.
Parpadeé unas seis mil veces, antes de dar crédito a mis oídos. ¿Qué me
llamaban? ¿A mí?
—¿Está seguro que preguntan por mí? —insistí, aún perplejo.
—Razonablemente. Ha dicho que se llama Indiana James y es el único
con pinta de pordiosero de toda la clientela.
Flotando en un mar de duda y confusión, troté hasta la cabina telefónica,
esperando escuchar una voz cavernosa y celestial, anunciando que sé me
perdonaban todos mis pecados. Todo el mundo se pone al día y estábamos
lejos de Lourdes.
No era Dios, pero casi. Era Zenna Davis.
—¡Indy, querido!
—Se equivoca, señorita. No soy Indy querido, soy Indy el sableador, Indy
el pesado, Indy el gorrón, Indy el…
—¡Vamos, vamos! ¿Es que no sabes aguantar una broma? Ja, ja —la
carcajada sonó tan falsa y hueca como la que le diriges a tu cobrador de
impuestos.
—¿Cuál era la broma?… ¿Qué me case con el gran jefe indio o que me
suicide?
—No seas niño, Indy. Te envío algo de dinero para los primeros gastos.
En cuanto llegues a Londres, ponte en contacto con nuestra corresponsalía. Te
estarán esperando dos pasajes para Quebec. Mientras viajas hacia Canadá,
investigaré la forma más rápida de trasladarse hasta Calgary y reservaré un
coche a tu nombre en esa ciudad. ¿Qué te parece?…
!!!
—Una historia interesantísima, Indy. De verdad. Apasionante.
!!!
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—¿Indy?… ¿Sigues ahí?
—Euh… yo… mmm… esto…
—Ya puedes ir preparando el equipaje para ponerte en marcha. Piensa que
esperaré impaciente tu primera crónica.
—¡Ah!… ¡Oh!… ¡hum!
—Sabía que te encantaría, cielo.
Ni siquiera escuché el «click» que indicaba que había colgado el teléfono.
Estaba absolutamente alucinado.
¿Qué diablos le había pasado? ¿Por qué había cambiado de idea en cinco
minutos? No sólo se había molestado en averiguar el teléfono de la taberna,
sino que había hablado de Calgary, en Canadá. ¡Y yo no había mencionado
esa ciudad en nuestra conversación previa! Algo había hecho que se disparase
un relé de su perverso cerebro, algo que se había encargado muy mucho de
silenciar.
Pero, en aquellos momentos, los ocultos motivos de un periodista de
pacotilla me importaban un pimiento. Gronk y yo teníamos, en nuestras
manos, la oportunidad y el dinero para volver a casa. Y no pensaba
desaprovechar ninguna de las dos cosas. Ya me preocuparía más tarde de los
detalles.
Regresé exultante a la barra.
—¡Una ronda para todos! —grité, henchido de felicidad—. ¡Invito yo!
—¡Ya! —apuntó el camarero—. Usted invita y yo pago.
—¡Tengo dinero, amigo! Bueno, lo tendré mañana, pero…
—¡Entonces, invite mañana! —cortó el tipejo.
—Y si se lo dejo en prenda… —apunté, señalando a Gronk. Debía haber
captado mi cambio de humor, porque ya se acercaba a la barra con su jarra
vacía en la mano, despejando su camino de clientes con total inconsciencia.
El camarero adquirió un tono cerúleo al ver aproximarse al indio como si
fuese un tanque Sherman.
Nos sirvió una ronda más, sin rechistar.
Y gratis.
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CAPÍTULO II
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documento. La actitud de Gronk les obligó a fingir un interés y una devoción
que se hallaban muy lejos de sentir.
Un vuelo interior nos dejó en Calgary y, tras una noche de descanso, nos
dirigimos hacia la reserva en un flamante Ford que nos estaba esperando
desde hacía un par de días.
Yo andaba lleno de ideas románticas, lo reconozco. Y mi decepción fue
mayúscula al encontrarme con un pueblo moderno, de calles asfaltadas y
llenas de coches. En vano me harté de buscar tipis, caballos y penachos de
plumas de águila en las cabezas de los habitantes de Sarceetown, que así se
llamaba la pequeña y creciente ciudad.
Nos detuvimos un par de veces para preguntar dónde se encontraba el
ayuntamiento, la alcaldía, o el edificio que diablos fuese, en el que localizar
las fuerzas vivas de la comunidad. Yo ya estaba acostumbrado a sembrar el
asombro y el desconcierto por dondequiera que fuese con aquel oso humano
que era Gronk, así que no hice el menor caso a las bocas abiertas, los ojos
desorbitados o los balbuceos inconexos de nuestros interlocutores. Los cargué
en la cuenta del aspecto de mi excéntrico amigo y me despreocupé.
Mal hecho. Pronto iba a comprobarlo.
Finalmente, conseguimos llegar hasta el despacho del máximo
responsable de la reserva. Cuando nos recibió en su despacho, Michael
Cloudbear nos contempló unos instantes con el ceño fruncido, antes de
exhibir una sonrisa en su rostro aquilino.
Sus rasgos eran indios sin lugar a dudas, pero sus ropas no eran de piel de
ciervo o de oso. Llevaba el típico traje gris de cualquier funcionario que se
precie y la chaqueta estaba colgada impecablemente del perchero. El chaleco
sin mangas, a juego con el traje, dejaba ver una camisa blanca con las mangas
ligeramente remangadas.
Extendió una mano hacia mí, visiblemente aliviado:
—Cuando me anunciaron su visita —dijo con un impecable acento inglés
— creí que se trataba de un gracioso que pretendía tomarme el pelo. ¿De
verdad se llama usted así?
—El apellido es James… —apunté, imaginándome lo ocurrido.
—¡Ah, ya decía yo! ¡Encantado, señor James!
E, inmediatamente, perdió todo el interés en mí. Se volvió hacia Gronk y
soltó una larga parrafada en lo que supuse sería su lengua original. Quizá fue
imaginación mía, pero me pareció que la actitud del tal Cloudbear era de
respeto extremo, casi firmes. Gronk le respondió en el mismo idioma —
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supongo— y el representante indio hizo una ligera reverencia, antes de
señalarle la única silla vacía que se hallaba frente a su mesa.
—Así que de verdad eres un jefe indio, ¿eh, Gronk? —exclamé risueño,
haciéndome polvo la mano al darle un golpecito amistoso en sus anchísimas
espaldas.
—¡Sí, jefe, sí! ¡Ja, ja, ja!
Cloudbear se había quedado lívido.
—¿Có… cómo le ha llamado usted?
—No haga caso, son cosas nuestras —le tranquilicé. Por un momento
había tenido la impresión que iba a sacar un tomahawk de uno de los cajones
de su mesa de despacho y abalanzarse sobre mí pidiendo sangre—. Hace
bastante que nos conocemos. Espero no haber cometido ninguna ofensa.
El sarcee no estaba tan seguro como a mí me hubiera gustado. Antes de
que pudiera pensársele demasiado, tomé la iniciativa:
—Sé que Gr… bueno, el jefe, llega con dos años de retraso. Pero hasta
hace unos días, no sabía quién era él realmente, ni la posición que ocupaba en
esta tribu.
—¿Espera alguna recompensa por haberlo traído, señor James? —soltó
con toda la desconfianza y mala uva que pueden acumularse en varios siglos
de trato con aprovechados, que se creen superiores por tener más pálido el
color de la piel.
—No le parto los dientes para darle una oportunidad de pedir perdón,
amigo —escupí—. Con la boca llena de sangre es difícil hablar…
Gronk debió deducir por el tono de ambos, que las cosas no marchaban
viento en popa, porque se levantó, hundió la mesa de un puñetazo y empezó a
vociferar como un energúmeno. Cuando acabó, Cloudbear surgió de las
profundidades del sillón donde se había refugiado, musitando lo que tenía
todas las trazas de ser una disculpa temerosa. Luego, se dirigió a mí, lanzando
amedrentadas miradas de reojo hacia Gronk.
—Perdone, señor James, pero es que…
—Por mí, es suficiente con eso. Aunque me muera de ganas, no le
obligaré a que se lave la boca con ácido clorhídrico.
—Permítame que le explique. Es lo menos que le debo. Nuestra tribu vive
unos momentos de extrema tensión y su imprevista aparición me pareció
demasiado… oportuna, para ser casual. No han llegado con dos años de
retraso, señor James, sino en el proverbial justo a tiempo, como dirían
ustedes.
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—¿Por qué? —pregunté, lleno de sospechas—. Está claro que han
recuperado sus tierras y se han instalado en ellas.
—Sí, pero… no todas. Existen ciertos problemas…
No pudo continuar. Oímos gritos fuera del despacho, golpes, arrastrar de
muebles y, un segundo después, se abrió la puerta para dejar paso a dos
hombres de las cavernas. O eso me pareció al primer vistazo. Para empezar,
tuvieron que ladearse para poder entrar Dudo que, extendiendo mis brazos,
hubiera podido alcanzar la anchura de sus espaldas. Y, de querer mantener
una conversación con ellos, haría bien en subirme a una silla, si no quería
terminar con una tortícolis crónica.
Gronk se levantó de su silla y dio un paso adelante para quedar frente a
ellos. Durante unos segundos se estudiaron mutuamente con cara de pocos
amigos, como midiendo sus fuerzas. Y, antes de que ninguno parpadease
siquiera, yo ya sabía cómo iba a acabar aquello. Cloudbear debía estar
sincronizado en mi misma onda, porque extendió ambos brazos, gritando:
—¡No, por favor! ¡Aquí, no!
Demasiado tarde. Uno de aquellos gigantes lanzó su puño contra la
mandíbula de Gronk, que no hizo el más mínimo movimiento por apartarse.
Encajó el golpe sin moverse un solo milímetro, mientras se escuchaba un
crujido de huesos fracturados. ¿Nudillos o mandíbula? No pude averiguarlo,
bastante tenía con mantener el equilibrio. Me dio la sensación de que nos
sacudía un pequeño temblor de tierra, cuyo epicentro se hallaba en aquella
habitación.
Gronk sonrió leve, pero ferozmente, y un hilo de sangre empezó a resbalar
por su mentón. Escupió un diente sanguinolento y respondió al ataque. No vi
su mano, pero el tipo que le había golpeado, desapareció como por arte de
magia, dejando un agujero en la maciza madera de la puerta como único
rastro de su anterior presencia. Durante casi un minuto, escuchamos el crujido
de muebles y el desplome de ladrillos. ¡Cristo, debía haber arrasado medio
edificio!
La segunda bestia se lo pensó mejor. Levantó las manos y se arrodilló
frente a Gronk, agachando la cabeza. El jefe lanzó una de sus estentóreas
risotadas y lo cogió por los hombros, levantándole como si fuera una pluma.
Yo me aparté de la ventana… Sólo por si acaso elegía aquella trayectoria.
Pero Gronk se limitó a romperle unas cuantas costillas, abrazándole
cariñosa y entusiásticamente. Todo había pasado tan deprisa, que no me había
dado tiempo a reaccionar. Pero, aunque lo hubiera hecho, este último gesto
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me hubiera dejado clavado en el suelo. ¿Se amaban o se odiaban? ¿En qué
quedábamos?
Gronk soltó una larga parrafada en sarcee. El otro le contestó con otra
larga parrafada en sarcee. Y yo juré en hebreo por no enterarme de nada. Me
volví hacia Cloudbear buscando una explicación, pero el hombre se estaba
dejando caer en el sillón con expresión de absoluta desesperación.
—¡Lo sabía! ¡Sabia que esto pasaría! —Y me miró—. ¡¿No podían haber
solucionado sus pequeños asuntillos familiares antes de venir aquí?!
Yo debía tener una expresión de pasmo total, porque se apresuró a añadir:
—Son sus hijos, ¿no lo sabía?
Agité la cabeza de un lado a otro, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Eran sus hijos, hubiera sido una expresión más correcta.
—Si ése es su saludo tradicional, me alegro de no pertenecer a su tribu —
conseguí articular por fin.
—¿Eh? ¡Oh, no! ¡Claro que no! —contestó Cloudbear, sin poder evitar la
risa—. Es una apuesta privada. El jefe Wiseguy… o como quiera que le llame
usted, prometió ceder el puesto a cualquiera de sus hijos que pudiera
derribarle de un puñetazo, si éste, a su vez, resistía el suyo. Es sólo un juego,
naturalmente, pero…
—Conozco juegos mucho más inocentes. La ruleta rusa, por ejemplo.
—Estoy completamente de acuerdo —accedió el indio—. El jefe creyó
que se estaba ablandando demasiado, por eso decidió pasar una temporada en
las montañas. De eso hace más de dos años.
Por fin quedaba explicada su aparición en el escenario de caza de aquella
pandilla de millonarios, empeñados en colgar una cabeza de mamut encima
de la chimenea de su salón[2].
Gronk y su hijo superviviente, habían desaparecido unos segundos.
Ahora, regresaban llevando entre ambos al más atrevido. Parecía que le
habían maquillado para protagonizar «El hombre-Elefante», pero sonreía
feliz. Lo plantaron delante de mí y Gronk le señaló con orgullo:
—«Little Mountain» —siseó Gronk, con el aire escapándose por el
agujero de su reciente mella. Resplandecía de orgullo.
El aludido extendió una mano vacilante que estreché… mientras reprimía
un aullido. Si estando «groggy» me la había hecho picadillo, estando en
plenitud de facultades debía ser capaz de acuñar monedas con sólo colocarse
en la palma el sello apropiado. Le tocó el turno al segundo:
—«Toughrock» —anunció Gronk.
—«Jau» —saludé, levantando la mano junto a mi cabeza.
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Le sentó como un tiro.
—¿Se cree que eso es gracioso? —masculló, taladrándome con la mirada.
—No. Pero quedarse manco todavía lo es menos —expliqué con cara de
disculpa.
—¿Han comido? —preguntó Cloudbear, intentando desviar la
conversación hacia derroteros menos comprometidos.
—No, todavía no —respondí.
—Bien. Entonces, permítanme que les invite. Así podremos hablar con
más tranquilidad, en un ambiente más distendido…
«Muy diplomático», pensé. «La comida amansa a las fieras». ¿O no era
así?
Con Gronk y sus hijos precediéndonos, salimos del despacho.
—Mencionó ciertos problemas… —empecé para darle pie.
—¡Oh, sí! El principal escollo gubernamental para devolvernos nuestras
tierras, se fundamentaba en la existencia de una base militar. No les apetecía
lo más mínimo tener que trasladarla, pero no tuvieron más remedio que
rendirse, ante la evidencia de que estábamos ganando todas sus apelaciones
en los tribunales…
—¿Me equivoco al suponer que usted es el picapleitos en jefe? —
pregunté, sonriente.
—Algo así. Pocos sarcee han tenido la suerte de poder cursar una carrera
universitaria. Algunos, como el jefe Wiseguy, ni siquiera saben hablar inglés.
No creyeron que fuese necesario aprenderlo —y suspiró, como toda muestra
de desacuerdo. Empezaba a caerme bien—. Poco antes del veredicto final,
cuando ya estaban seguros de que iban a perder, nos la jugaron. Hicieron las
maletas, retiraron todo el material estratégico y vendieron las instalaciones a
una compañía privada norteamericana, una multinacional.
—Entiendo —le interrumpí—. El veredicto vinculaba al gobierno, pero no
a los nuevos propietarios.
—Exacto. Ahora, tenemos varios años más por delante de nuevos juicios
y nuevas apelaciones. Y la paciencia de la gente se está agotando. Sobre todo,
cuando no dejan de presionarla, de provocarla…
—¿Quiénes son los provocadores?
Estábamos descendiendo las escaleras del Ayuntamiento, cuando un
fuerte rugido de motores nos llamó la atención.
—¡Ellos! —contestó Cloudbear, al tiempo que señalaba el convoy que se
dirigía hacia nosotros.
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Estaba compuesto por tres «jeeps», abarrotados de hombres con uniforme
azul marino, gorras y botas militares. De sus hombros colgaban
resplandecientes «M-15» automáticos y en el pecho lucían una insignia: las
tres elipses cruzadas, emblema del átomo y el nombre de la compañía,
Survival Inc.
Tenían todo el aspecto de mercenarios o exboinas verdes. Duros,
preparados, competentes sanguinarios.
El primer «jeep» se cruzo en el camino de Gronk y sus hijos, frenando en
seco. Por lo visto, iban a darme una demostración gratuita de las palabras del
abogado sarcee. Pero me equivoqué. El hombre que iba en el asiento contiguo
al conductor, saltó ágilmente del vehículo y, haciendo caso omiso del trío de
indios que se habían que dado inmóviles, echando chispas por los ojos, se
dirigió hacia nosotros.
El tipo se quitó las «Rayban» y las guardó en el bolsillo superior de su
mano, mientras nos hablaba con una sonrisa deslumbrante:
—¿Indiana James?
Sé que es la reacción más estúpida y manida del mundo, pero no pude
evitar el mirar detrás de mí antes de comprender que había pronunciado mi
nombre, que se dirigía a mí.
Estudié su rostro unos segundos. Apenas unos milímetros de pelo, ojo
acerado, mandíbula de portaaviones y nariz de boxeador. Si tuvieran que
escoger el prototipo hollywoodiano para encarnar al perfecto mercenario, frío
y cruel, aquel fulano tendría todos los números de la rifa. Incluso el parche
del ojo izquierdo le favorecía. No le hacía parecer más guapo, pero si más
amenazador. Era una especie de Moshe Dayan cuarentón.
—¿Nos conocemos? —pregunté, todavía asombrado.
—No, pero será un placer… —contestó amablemente, extendiendo la
mano derecha.
Se la estaba estrechando, cuando me disparó la izquierda al plexo solar.
Apenas sentí el golpe, pero me cortó la respiración el tiempo suficiente para
machacarme la sien con la rodilla. No llegué a caer. No me había soltado la
mano. Me atrajo hacia él con un tirón y me incrustó el estómago contra la
columna vertebral con otro golpe de izquierda.
Gronk y sus hijos reaccionaron inmediatamente, pero no estaban
preparados y los hombres de la Survival Inc. sí. El chasquido del seguro de
una docena de fusiles-ametralladores vibró en el aire. Si parpadeaban eran
hombres muertos.
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El mercenario se libró de mí con un simple empujón. Caí hecho un ovillo
sobre las escaleras, luchando por conseguir que el aire entrase en mis
pulmones. Ni bajo el agua me había sido nunca tan difícil. Aquel hijo de puta
sabía muy bien dónde y cómo golpear. Entre la niebla que empañaba mis
ojos, le vi señalarme con el brazo extendido, apuntándome con el dedo.
—No le quiero aquí, James. Sabía que llegaba y ahora quiero asegurarme
que se va a largar de aquí. Nadie, ningún periodista va a molestar al señor
Rhodes, ni va a meter las narices en sus experimentos. ¿Entendido?
—Podemos demandarle por esto, Tusk —intervino Cloudbear.
—Inténtalo, piel roja. Por si no lo sabes, hoy no he salido del laboratorio.
Tengo un montón de hombres que pueden atestiguarlo —y señaló
burlonamente, con un amplio ademán del brazo, a los tipos de los vehículos
—. Ten cuidado, indio. El próximo «desaparecido» puedes ser tú.
¿Entendido?
Alguien debió contestar, porque el mercenario volvió a su «jeep» y yo me
encontré rodeado por media tribu sarcee. Al menos, en cuanto a volumen se
refiere.
—Supongo que es estúpido preguntarle cómo se encuentra, señor James…
—oí que decía el abogado.
Intenté contestar que sí, pero no encontré el suficiente aire en mis
pulmones para hacer vibrar las cuerdas vocales. Terminé asintiendo con la
cabeza.
La voz de Tusk se levantó por encima del rugido de los vehículos
militares:
—Como dije antes…; ha sido un placer, ¡señor James!
—¿Está seguro que no le conocía ya? —se extrañó uno de los hijos de
Gronk.
—S… Sí…
—No se mueva. Llamaré a una ambulancia.
—No. Puedo… puedo caminar…
No me dejaron ni intentarlo. Gronk apartó a los demás como si fuesen
colillas y me cogió en brazos. Yo luchaba por aguantar las lágrimas de rabia.
Había ido hasta allí para acompañar a Gronk e intentar vender un miserable
reportaje a un periódico neoyorquino. No sabía nada de ningún Rhodes. No
tenía ni idea de que existiesen problemas, no conocía a ningún mercenario
llamado Tusk, ni me importaban un pimiento los experimentos que pudieran
llevar a cabo en las cercanas instalaciones…
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… pero todo eso era pasado. Había recibido una paliza sin motivo. Y se
habían burlado de mí. Y me habían amenazado. Y, sobre todo, habían
cometido el más imperdonable de los pecados.
Habían despertado mi curiosidad.
Ahora, era mi turno.
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CAPÍTULO III
Cualquiera diría que aquello seguía siendo una base militar. Parecía
inexpugnable.
—¿Y no tenéis ni idea de lo que se cuece ahí dentro? —pregunté a la
figura que se parapetaba a mi lado.
—No —respondió Cloudbear, el abogado—. Hemos intentado varios
requerimientos, basándonos en que manejan material radiactivo, pero no están
obligados a contestar.
Habíamos dejado a Gronk y sus muchachos en el pueblo, encargados de
aplacar los ánimos de los más exaltados. La mención de Tusk hacia los
«desaparecidos» había corrido entre los indios como un reguero de pólvora y
más de cien estaban dispuestos a suicidarse intentando arrasar la base. Los
mercenarios les habrían barrido amparados en toda clase de legalismos sobre
las turbas y la propiedad privada. De momento, no teníamos que preocupamos
del problema. Si el jefe y sus hijos se ponían hombro con hombro en medio
de la calle. Se bastaban y sobraban para llegar de lado a lado, taponando el
paso hasta de las pulgas.
—Me parece muy extraño que desaparezcan una docena de personas y la
policía se limite a lavarse las manos —objeté.
—¿Por qué? —preguntó a su vez Cloudbear—. No somos un pueblo rico,
Indiana. Sin ir más lejos, en Calgary existen mil oportunidades más para los
jóvenes, por no mencionar Quebec, Montreal o Toronto. Sabemos
positivamente que al menos un par trabajan en los bosques. No eran los
primeros que hacían las maletas y se marchaban sin decir nada… ni serán los
últimos.
—Está bien —accedí de mala gana—. Concentrémonos en la base. ¿Qué
tal por la noche?
—La situación no mejora. Tienen focos que iluminan hasta 10 metros
delante y detrás de las alambradas como si fuese de día.
—Y, por supuesto, viven ahí.
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—Por supuesto. Las pocas veces que van al pueblo no suelen ser muy
amistosos. Llegan en manada y únicamente por alguna situación de
emergencia.
—¿Suministros? ¿Material? —empezaba a desesperarme.
—Llegan una vez por semana de Calgary en camiones de la propia
compañía y, habitualmente, de noche.
—¡Mmm…! Quizá podamos hacer algo con eso.
—Imposible —objetó el abogado—. Ya intentamos sobornar a algunos
conductores o empleados del convoy. Sólo conseguimos insultos.
—¿Y quién ha hablado de sobornos? Nos colaremos en el convoy. Y sin
que se den cuenta.
La extrañeza de Cloudbear me levantó el ánimo. El viejo Indy podía servir
de vez en cuando de punching-ball, pero seguía teniendo sus golpes secretos.
Dos días más tarde, después de pasar cinco horas en una cuneta con varios
palmos de nieve, mi idea ya no me parecía tan genial. Más bien tenía aspecto
de descabellada, suicida, y helada.
Habíamos tenido tiempo de preparar unas cuantas ventosas
electromagnéticas. De ínfima potencia, pero suficientes para sostener un peso
de noventa kilos —mi peso—, unos cuantos minutos. Medio pueblo sarcee se
encargaría de encender una hoguera en la carretera y armar el jaleo necesario
para que pudiera arrastrarme bajo uno de los camiones y hacer de lapa. Una
vez dentro de la base, improvisaría. Como siempre.
Gronk se había empeñado en acompañarme y necesité toda mi fuerza de
persuasión, más la muscular de 20 personas y un par de toneles de cerveza,
para convencerle que sería mejor que entrase solo. Si conseguía un uniforme,
no me sería muy difícil pasar desapercibido cierto tiempo. El necesario —
esperaba— para echar un vistazo a interior de las instalaciones. Ya me estaba
felicitando por la fuerza de mi dialéctica, cuando me dijeron que ahorrase
saliva. No había enmudecido ante mis razonables argumentos. Se había
quedado dormido a causa de la borrachera.
Estaba distraído midiendo la longitud de los carámbanos de mi nariz,
cuando varios pares de luces aparecieron en la lejanía. Pudimos contar hasta
ocho, antes que nos llegase el sonido de los motores.
A mi señal, los sarcee atravesaron varios troncos en la congelada carretera
y los rociaron de gasolina.
Esperamos. El primer camión apenas se encontraba a cincuenta metros,
cuando estalló rabiosamente la llamarada. El chirrido de los frenos llenó la
atmósfera y el convoy dio la impresión de ser un gigantesco gusano borracho.
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La nieve hacía que resbalasen las ruedas y se produjeron algunos pequeños
choques sin más importancia, antes de que los camiones se detuvieran.
Mientras los indios se alejaban aullando para atraer la atención de los
hombres de escolta, repté por el talud del arcén y me dejé caer, rodando, por
la pendiente de nieve. Cuando acabó mi impulso, me encontraba debajo de
uno de los vehículos.
Escuché gritos, maldiciones y unos cuantos tiros, seguramente más
rabiosos que efectivos. Esperé que no hubieran alcanzado a nadie, pero los
estampidos me sirvieron para cubrir el golpe de mis ventosas contra la chapa
inferior del camión.
—Ya nos advirtieron que a lo mejor intentaban alguna tontería… —decía
una voz.
—¡Bah! ¡Para lo que les va a servir! —contestaba otra.
—¡A ver, tú! —ordenó una tercera—. Embiste esos troncos y apártalos
del camino. Ya no viene de una abolladura más o menos…
Las puertas de los camiones se cerraron y los motores empezaron a
arrancar.
En ese instante, desde mi forzada posición, pude ver deslizarse una
sombra por la nieve, hasta desaparecer bajo el camión inmediatamente
posterior. Una sombra enorme, gigantesca, desmesurada… ¡Mierda, Gronk
había decidido unirse a la fiesta! ¡Podía estropearlo todo!
El convoy reanudó su avance para volver a detenerse, diez minutos
después, ante las puertas de la antigua base. Un breve lapso de tiempo y
entramos en las instalaciones. Una vez dentro, la caravana se dividió en dos
partes, dirigiéndose hacia edificios opuestos. Para mí, no podía resultar mejor.
Mi camión era el último de su grupo y nadie podría observarme cuando me
desprendiera de su parte inferior, pero Gronk…
Solté las ventosas de los pies y, aprovechando el paso por un terreno poco
iluminado, hice lo propio con las de las manos. El golpe fue más violento de
lo que me imaginaba. El suelo no estaba cubierto de nieve y reboté
ligeramente hacia un lado. Las ruedas traseras del camión mordieron la visera
de mi gorra, arrancándomela de la cabeza. Un poco más y mi poco seso le
hubiera hecho compañía.
Me incorporé y corrí al abrigo del edificio más cercano. No se oyó
ninguna voz de alarma, ni los focos convergieron hacia mí. Todo había salido
perfecto. Ahora, mi principal preocupación, ¡maldita sea!, era buscar a Gronk
y rezar por encontrarlo antes que Tusk o alguno de sus sicarios. Sus «M-15»
me habían parecido demasiado bien engrasados para confiar en el viejo truco
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del encasquillamiento oportuno. Y una vez empezasen a descargar los
camiones, aquello estaría demasiado transitado para poder pasar
desapercibido. A no ser que le tomasen por otro camión. Tampoco era tan
difícil.
Estaba quitándome las ventosas, cuando un brazo de oso pasó por mi
cintura y me sentí alzado por los aires. Hubiera gritado, instintivamente, si
una mano no me hubiera tapado la boca. O ésa suponía que era su intención.
Lo cierto es que me tapó hasta los ojos. Me tranquilicé de inmediato. No tuve
que escuchar su susurró: «¿gronk?», para saber de quién se trataba.
En cuanto mis pies volvieron a tocar suelo, me giré como una exhalación,
dispuesto a lanzarle la mayor bronca de su vida. Pero me contuve. Allí estaba,
con su desarmante sonrisa infantil, henchido de satisfacción y chorreando
sangre por la frente. Al parecer, su aterrizaje no había sido tan bueno como el
mío. De la rodilla hacia abajo, había envuelto sus piernas en ropa, que ahora
colgaba hecha jirones. Sus manos, por supuesto, no empuñaban ventosas
como las mías.
Prefería no imaginar cómo o por dónde había conseguido sujetarse al
camión, pero era evidente que las piernas habían arrastrado por la congelada
carretera todo el camino. ¡Cristo, ¿qué se le puede decir a alguien tan loco
que, además, no te entiende?!
—Escucha, Gronk —empecé, armándome de paciencia—. Tienes que
quedarte aquí, escondido. No puedes venir conmigo…
—¡Conmigo! ¡Sí, conmigo! ¡Ja, ja, ja! —repitió animosamente, pasando
su brazo por encima de mis hombros y empezando a caminar.
—¡No, Gronk! ¡Esta vez, no! ¡Quédate aquí! ¡Quédate!
—¿Quédate? ¿Aquí? —Y bizqueaba intensamente.
Me agaché y empecé a amontonar nieve alrededor de sus pies,
palmeándola para endurecerla. Al levantarme, señalé el bloque con energía.
—¡Aquí! ¡Sin moverte!
Di media vuelta y seguí la pared del edificio, pegándome lo más posible a
ella. Sólo me detuve un instante para echar la vista atrás. Gronk seguía
inmóvil, mirando alternativamente hacia sus pies y hacia mí. Cada vez que
contemplaba sus extremidades, un leve estremecimiento de frío recorría su
masiva forma. No pude reprimir una sonrisa.
Necesitaba un uniforme. Y deprisa. Pero no veía ningún mercenario por
allí.
No lo veía, pero eso no quería decir que no estuviera. Lo supe, cuando el
frío cañón de un «M-15» se apoyó en mi cabeza.
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—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Quién tenemos aquí? —era una voz, pero parecía
el chirrido de una sierra mecánica.
—¡Aquí!… ¡¡¡Aquí!!! —resonó a nuestras espaldas, estentóreamente.
La presión sobre mi cráneo desapareció, al tiempo que se escuchaban los
precipitados pasos de un elefante desbocado. Me giré, cuando Gronk se
abalanzaba sobre nosotros y el mercenario apuntaba su rifle contra él. No
llegaría a tiempo. Le partiría en dos.
Lancé una patada a la entrepierna del tipo y vi con satisfacción cómo se
levantaba un metro del suelo, lanzando un gemido agónico, en vez de soltar
un grito de aviso. No tuve que hacer nada más. Medio segundo después, la
embestida de Gronk se lo llevó por delante, hasta que ambos chocaron contra
el muro del edificio. El crujido de huesos fue espantoso. Y no se trataba de los
del indio.
Gronk dio un paso atrás, alzando el puño, pero no llegó a descargar el
golpe. El mercenario no se movió. Ni siquiera se deslizó lentamente al suelo
como suele ser normal. Permaneció allí, incrustado contra el cemento.
Tuvimos que rascarle de la pared como si fuera una vulgar mosca, antes de
quitarle el uniforme. Me estaba un poco grande, pero me pareció maravilloso.
Sobre todo por la gorra. En caso de apuro, podría calármela hasta la
mandíbula.
Señalé al mercenario, me señalé un ojo y volví a apilar nieve junto a los
pies de Gronk:
—Vigílale, ¿de acuerdo? Piensa en lo muy muy importante que es tu
misión. Si despierta… —Y pasé el dedo por mi garganta.
No esperé respuesta y me alejé con decisión de la pareja. Cuando lancé un
furtivo vistazo atrás, Gronk no se había movido. Contemplaba extrañado
aquel montón de huesos astillados, preguntándose cómo podría cortarle el
cuello a aquel pingajo humano. Incluso lo sacudió levemente cogiéndolo de la
pechera de su camisa. El mercenario parecía una marioneta sin hitos y Gronk
se encogió de hombros.
Bien, ¿por dónde empezar? La enorme base se extendía a mi alrededor
casi silente. Sólo se veía cierta agitación en los dos puntos de descarga hacia
los que se habían dirigido los camiones. Deseché el medio convoy de
suministros habituales y me decidí por el de maquinaria. Al fin y al cabo, si
quería averiguar qué clase de experimentos podían estar realizando allí, poca
información obtendría de latas de judías y cajas de cereales.
El mayor riesgo era que reparasen en mí y quisieran obligarme a que
echase una mano, pero debía asumirlo. Afortunadamente, excepto unas
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cuantas miradas asesinas, nadie me dirigió la palabra. Los adorables chicos de
Tusk debían escurrir el bulto a la menor oportunidad.
Permanecer en medio de aquel tráfico de hombres y mercancía era
demasiado peligroso, así que me dirigí hacia el ascensor más próximo y cerré
las puertas lo más rápidamente posible. Según los indicadores, tenía cuatro
pisos por debajo de mí. Mientras pudiera, actuaría metódicamente. Empezaría
por abajo, para ir ascendiendo poco a poco.
El último piso, el más profundo, parecía solitario. Cuando atisbé
disimuladamente desde el ascensor, sólo pude ver un largo y vacío pasillo
pintado de blanco, con las bocas de otros corredores que surgían de él. Me
metí por el primero.
Nada. Las puertas que encontraba se hallaban cerradas y no podía
arriesgarme a forzarlas. En el segundo pasillo conseguí acceso a lo que
parecían muy bien provistos quirófanos. Aquello debía ser la sección médica.
Iba a explorar el último corredor, cuando, de repente, aparecieron dos
tipos vestidos con batas de laboratorio, de una puerta que se hallaba al fondo.
Estaban muy concentrados en los papeles que llevaba uno de ellos en las
manos y tuve tiempo de retroceder hasta la esquina sin que notasen mi
presencia. Desaparecieron en el ascensor.
Mientras avanzaba por el pasillo, creí escuchar un leve rumor en el
ambiente. Parecían los sonidos amplificados de una variedad de insectos: el
frotar de élitros, el chasquido de mandíbulas, el sordo golpeteo de minúsculas
patitas.
Miré a mi alrededor, buscando en vano la fuente de ruidos. Se supone que
una inexpugnable base militar ha de estar resguardada de la invasión de
cualquier enjambre de abejas o escarabajos peloteros y aquélla parecía estarlo.
Pero, a medida que me acercaba a la puerta, el rumor iba aumentando de
volumen, acompañado de cierto olor a fetidez, a descomposición orgánica…
Empuñé el rifle y entreabrí la puerta unos milímetros. El interior estaba a
oscuras, no había nadie. Me deslicé en la habitación y, de inmediato, el sonido
aumentó de volumen. Una oleada de chasquidos, «clicketeos» y batir de alas
me ensordeció. El hedor se volvió casi insoportable. Fuera lo que fuese lo que
había allí, había detectado mi presencia, provocando una agitación inusitada.
No me atreví a dar un solo paso. Tanteé lentamente la pared junto a mí
buscando el conmutador de la luz.
Cuando lo encontré, apoyé el «M-15» en mi cadera y presioné
ligeramente el gatillo, dispuesto a barrer todo lo que se hallase frente a mí.
Una lúgubre luz roja inundó la sala.
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Era enorme y debía haber servido como almacén de misiles, bombas, no
sé. Ahora, contenía algo muy distinto.
Eran jaulas. Cientos de ellas. Y, en su interior, algo se movía.
Eran formas enormes, oscuras. Algunas, macizas, redondeadas; otras,
gráciles y furtivas. Eran… ¡eran insectos! Pero insectos enormes,
monstruosos, desproporcionados, de un tamaño imposible, casi humano.
Parecían los extras de una mala película de SF de los años 50.
Mientras intentaba acostumbrarme a la luz roja, la agitación que había
producido mi presencia se fue calmando lentamente, aunque la pestilencia
ambiental se mantuvo intacta.
Me acerqué lentamente a la jaula más próxima para observar con atención
a su ocupante. Sí, era un insecto… una especie de insecto. No correspondía
exactamente a ninguna de las que yo recordaba, pero supongo que es
imposible conocerlas todas. Permanecía estático, mirándome con ojos casi
humanos en un rostro triangular, quitinoso, rematado por un amasijo de
pequeños tentáculos en torno a su boca.
¿Cómo habrían conseguido dotarle de aquel tamaño? ¿Era éste el objetivo
que buscaban, una colección de insectos elefantíacos? ¿Por qué? ¿Para qué?
Me había ensimismado demasiado en mis pensamientos. De repente, con
una velocidad relampagueante, las pinzas delanteras de aquel monstruo se
dispararon hacia mi garganta, pasando entre los barrotes de la jaula.
Apenas tuve tiempo de echar la cabeza hacia atrás. La punta de las pinzas
trazó un sendero sangriento en la carne, aunque poco, profundo. La criatura se
lanzó una y otra vez contra los barrotes, frenética, abriendo y cerrando las
pinzas con un chasquido estremecedor. Eran muy capaces de haberme cortado
el cuello como una guillotina.
Me apoyé contra la pared, sudando por todos los poros de mi cuerpo. La
sangre resbalaba por mi piel, bajo la ropa, empezando a empaparla. Saqué un
pañuelo y lo anudé como un «foulard» para contener la pequeña hemorragia.
Me disponía a salir de nuevo al pasillo, cuando se me congeló la sangre en
las venas. Detrás de mí, con un extraño sonido aflautado, entrecortado, como
surgida de una garganta inhumana, se oyó una frase:
—¡Malditos seáis!
Me giré asustado, pero allí no había nadie. Sólo las bestias, aquellos
grotescos insectos. Mis ojos se cruzaron con los de la criatura que había
intentado matarme y no sé cómo, supe, sin lugar a dudas…
… ¡que había sido ella la que había hablado!
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CAPÍTULO IV
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Los mercenarios, envalentonados por su número, cargaron de nuevo
contra el intruso, utilizando porras y las culatas de sus rifles. Estaban
demasiado próximos para utilizar sus armas. Si alguien hubiera tenido la
genial idea de apretar el gatillo.
Gronk saltaría hecho pedazos… junto a una docena más de hombres.
Gronk lanzó su ariete humano contra el pelotón que avanzaba hacia él
frenándolos en seco, antes de saltar en medio del tumulto, moviendo sus
brazos como aspas de molino, machacando cráneos, reventando hígados y
recibiendo el castigo inmisericorde de aquellos asesinos.
Yo no sabía qué hacer. No podía dejarle en aquella situación, pero estaba
rodeado de enemigos. Si intervenía a su favor, no duraría un solo segundo en
pie. Y mi fortaleza no era la de mi compañero. Me masacrarían sin piedad.
Tusk decidió por mí. Debió llegar de los últimos y su voz se dejó oír
desde nuestra retaguardia:
—¡Basta! ¡Bastaaaaa!… ¿Os habéis vuelto locos?
Sus hombres retrocedieron al instante, alejándose del alcance de Gronk.
Éste, tambaleante, sangrando por una docena de heridas, al ver que sus
enemigos se escapaban, se dedicó a machacar a todo aquel que gemía o se
retorcía en el suelo. Un solo golpe bastaba.
Cuando terminó su macabra tarea, miró a derecha e izquierda. Estaba
acorralado y lo sabía. Una docena de armas apuntaban hacia él. En sus ojos
brilló el fuego de quien estaba dispuesto a morir matando. Junto a mí, Tusk
lanzó una carcajada:
—¡Lástima! Al señor Rhodes le hubiera encantado conocerte. —
Desenfundó lentamente su revólver y lo amartilló, extendiendo los brazos—.
Pero, como decían nuestros sabios abuelos: el único indio bueno, es el…
—¡Noooo! —grité, dando un salto hacia delante.
Gronk se preparó para hacerme frente, abriendo y cerrando las manos
hasta descubrir, en el último segundo, que era yo. Bajó ligeramente la guardia
y empezó a esbozar una sonrisa.
No le dejé terminarla. Levanté la culata de mi y le golpeé la barbilla de
abajo-arriba, sintiendo que se me revolvían las tripas. Con los ojos velados, al
borde de la inconsciencia, el indio me miró con una expresión de asombro
infinito y abrió la boca para decir algo. Volví a golpearle en la cabeza y se
derrumbó sin exhalar un solo gemido.
Tragué bilis, enfermo de rabia y vergüenza, pero no me había dejado otra
opción. Sentí que una mano se apoyaba en mi hombro y me daba unos
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amigables golpecitos, mientras la voz de Tusk repetía: «¡Bien, muy bien,
muchacho! ¡Muy bien!».
Estaba a punto de mandarlo a la mierda y empezar a disparar contra todo
lo que se pusiera por delante, cuando los mercenarios se movieron, abriendo
sus filas, para dejar paso a un individuo con bata blanca. Llevaba el pelo un
poco largo, revuelto, de un color marrón salpicado de varias hebras blancas.
La barba y el bigote, más canosos todavía, enmarcaban un rostro afilado, cuyo
rasgo más característico eran los ojos. Unos ojos enormes, enfebrecidos, con
un visible toque de ansiedad y locura. Rhodes, no había duda.
Sin hacer el menor caso de los hombres caídos en torno a Gronk, se
agachó junto a él interesado.
—¿Quién es éste? —preguntó con voz enronquecida.
—Un intruso —respondió Tusk, con el mayor de los desprecios—. El que
llegó hace unos días a Sarceetown con ese James del que nos hablaron…
Rhodes examinaba a Gronk como un científico a un interesante ejemplar
de una raza desconocida. Le palpaba aquí y allá, daba ligeros golpecitos en
sus huesos, ajeno a las explicaciones que él mismo había pedido:
—¡Excelente espécimen!… ¡Realmente excelente! —susurraba en voz
baja, de vez en cuando—. Creo que podremos hacer grandes cosas con él. Sí,
grandes cosas… Muy interesante.
Quizá fue mi imaginación, pero creí ver que Tusk, el duro mercenario, el
insensible soldado de fortuna, se agitaba levemente como recorrido por un
escalofrío irrefrenable.
—Parece que es el jefe legítimo de la tribu, señor Rhodes… —apuntó con
un repentino temblor en la voz.
El científico alzó los ojos, clavándolos en su empleado con una fiereza
retadora:
—¡¿Y qué?!… ¿Tiene algo que objetar, Tusk?
Sólo le respondió el silencio.
—¡Lleváoslo al laboratorio! —ordenó con un gesto seco, a los hombres
que se encontraban más cerca de él.
Había dicho «al laboratorio». ¿Qué se proponía hacer con Gronk? ¿Podía
ser cierto lo que había sospechado en aquel almacén? ¿Podían ser aquellos
seres de pesadilla, las víctimas de Rhodes? No, era demasiado horroroso para
ser verdad. El doctor Frankenstein, al fin y al cabo, sólo era un personaje
literario.
Intenté unirme a los hombres que se disponían a cargar con Gronk, pero
llegué demasiado tarde. No me necesitaban. El resto de mercenarios
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empezaba a desperdigarse, de vuelta a sus camas o sus puestos habituales y
hubiera llamado demasiado la atención de quedarme allí plantado como un
pino.
Empecé a pensar furiosa, desesperadamente. Tenía que encontrar la
manera de sacar de allí a mi amigo. Y sacarlo entero. Antes de que aquel
desquiciado pudiera ponerle las manos encima y hacer con él Cristo sabe qué.
El rugido de los camiones me encendió la bombilla. Estaban a punto de
reagruparse para abandonar la base. Si me daba prisa.
Corrí hacia el segundo punto de descarga, donde sólo quedaban un par de
mercenarios terminando de entrar las cajas en el edificio. Al verme,
levantaron las manos en un gesto de saludo:
—¡Eh! ¿Te has enterado a qué venía todo ese jaleo?
—Sí. Se había colado un intruso —respondí, sin aminorar la marcha.
—¡¿Un intruso?! —preguntaron al unísono, extrañados—. ¿Quién?
—¡Yo! —grité con salvaje alegría, antes de hundir mi subfusil en las
costillas del primero—. ¡Soy yo, cerdos! —Y le rompí el cuello al segundo.
Penetré en tromba dentro del edificio, buscando más hombres, pero no
había ninguno. Sí encontré, en cambio, lo que buscaba. En un rincón,
separadas del resto de la nave por una reja metálica, se apilaban varias
decenas de cajas con municiones. Hice saltar la cerradura a culatazos y abrí
una caja tras otra. Balas, más balas, pistolas… ¡y granadas!
No quise reprimir un aullido de júbilo. Cogí varios cargadores de
recambio para mi «M-15» y me llené los bolsillos de granadas. Ahora, todo
dependía de mi velocidad.
Los camiones de material científico se ponían en marcha en aquel instante
para unirse a los demás. Su carga, más delicada y menos manejable, les había
retrasado unos minutos. Sin contar la aparición de Gronk en aquel edificio.
Seguramente, habrían abandonado lo que tenían entre manos para saltar como
lobos sobre el jefe indio.
Quité el seguro de una granada, conté hasta tres y la lancé al interior de la
nave, entre las cajas de armamento. Por más que galopé, no pude esquivar la
onda expansiva. Primero se produjo una explosión corta y sorda. Medio
segundo después, el techo y las paredes del edificio se pulverizaron como si
fuesen la tapadera del mayor volcán de la Tierra, incapaz de resistir la furia de
las entrañas del planeta.
Me vi arrastrado hacia delante, en medio de un torrente de cascotes,
piezas metálicas, cristales y astillas. Apenas escuché un segundo la increíble
explosión. Después, me quedé sordo, luchando por no perder la consciencia.
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Intenté levantarme, pero no pude. Me fallaban las piernas. Los
mercenarios empezaron a surgir de sus madrigueras como hormigas de su
colonia y varios me divisaron. Corrieron hacia mí. Quise segarlos con una
ráfaga, pero me di cuenta que ya no tenía el subfusil entre las manos. Se
encontraba a varios metros de distancia. Demasiados. Nunca llegaría a
tiempo.
Apreté las mandíbulas y palpé torpemente mis bolsillos. Sí, seguía
teniendo las granadas. Podría morir, pero me llevaría un buen puñado de
aquellos tipos conmigo. Apenas se encontraban a unos cuantos metros. Tanteé
el seguro y ya me disponía a soltarlo, cuando el primero de los mercenarios se
arrodilló junto a mí:
—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha sido? —preguntó solícito.
Estuve a punto de soltar una carcajada demencial. ¡Por supuesto! Yo
llevaba su mismo uniforme y estaba tirado en medio de los restos del
almacén… ¡para ellos, no era el causante de la explosión, sino una de sus
víctimas!
—¡Esos piojosos indios! —escupí con rabia, que no captaron que se debía
a su presencia—. ¡Nos atacan! ¡Están por todas partes!
—¡Mierda! ¡Debimos suponer que aquél no venía solo!
Y se dispersaron en busca del enemigo fantasma.
—¡No te muevas! ¡Avisaremos a la enfermería!
¡Y un cuerno me iba a quedar allí! No tenía nada serio, aparte de algunas
contusiones y rasguños, aunque me daba la impresión de que todos mis
órganos internos habían cambiado de posición y bailaban una animada rumba.
Tenía que seguir creando confusión. Cuanta más, mejor.
Lancé en rápida sucesión, una, dos, tres granadas contra la puerta de
entrada a la base. Las explosiones la arrancaron de sus goznes, haciéndola
volar por los aires. A mis espaldas, empezaron a escucharse gritos y ráfagas
de ametralladora. Si ellos no sabían que se estaban disparando entre sí no
sería yo quien les sacaría de su error.
Una cosa más: los focos. Destrocé todos los que pude con el cargador de
mi arma. Aquello, más la voladura de la entrada, les haría creer que se
preparaba una entrada masiva de atacantes. Perfecto.
Mientras corría hacia el edificio donde se encontraba Gronk, coloqué un
nuevo cargador. Cada vez que alguien disparaba, yo contestaba con una
descarga hacia todo lo que se moviera. Todavía me faltaban una veintena de
metros para llegar a mi objetivo, cuando sentí que el suelo se movía bajo mis
pies. Perdí el equilibrio y caí de lado antes de darme cuenta de lo que ocurría.
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Me encontraba encima de un hangar subterráneo, cuyo techo estaba
abriéndose lentamente. Eché un vistazo hacia abajo y divisé un helicóptero
cuyas aspas empezaban a girar, cada vez a mayor velocidad. Las ratas
pretendían abandonar el barco. Bien, yo haría que se hundieran con él.
Preparé la última granada y, estaba a punto de lanzarla, cuando frené en seco.
Adosada a una de las patas, vi una especie de camilla y a un hombre en ella.
Un cuerpo demasiado grande para pertenecer a una persona normal.
¡Maldita sea, era Gronk! ¡Se lo estaban llevando!
El helicóptero empezó a ascender y tuve que apartarme para que las aspas
del motor no me hicieran pedazos. El torbellino me impulsó a varios metros
de distancia sin que pudiera anclarme en ningún sitio. Cuando conseguí
hincar una rodilla en tierra, el aparato ya se había elevado a varios metros de
altura. Podía dispararles o volarles, estaban demasiado cerca para fallar. Pero
eso supondría la muerte segura de Gronk.
Impotente, maldije con todas mis fuerzas a Rhodes, a Tusk, al helicóptero
y a las mismas estrellas, vaciando toda mi rabia en inútiles gritos.
Cuando recuperé la cordura, las cosas se habían puesto feas. El tiroteo
había terminado y los mercenarios se miraban unos a otros atónitos,
preguntándose mutuamente qué diablos estaban haciendo y dónde se
encontraba el famoso enemigo. Tenía que hacer algo, antes de que
descubriesen la tomadura de pelo.
Alcé el fusil por encima de mi cabeza para atraer la atención de los demás
y grité:
—¡Se escapan! ¡Todos tras ellos! ¡Démosles una lección a esos salvajes!
Y solté un aullido glorioso, mientras empezaba a correr hacia uno de los
«jeeps». Aquella banda de verdaderos «salvajes» coreó mi aullido
entusiásticamente y me siguió como un solo hombre. Enternecedor.
Puse el motor en marcha, intentando ser el primero para escurrir el bulto,
pero un par de mercenarios saltaron al vehículo, gritando como locos.
—¡Pisa a fondo, muchacho! ¡Vamos a aplastarles!
—¡Dios, que ganas tenía de cortarles sus asquerosas cabelleras grasientas!
Pisé a fondo como querían. Y de improviso… pero no conseguí
sacármelos de encima. Al contrario, la sacudida les exacerbó más todavía y
aullaron a la Luna. Enfilé hacia las destrozadas puertas, aumentando la
velocidad al máximo. El «jeep» pasó por encima de una de ellas y brincó
como un saltamontes. Esta vez sí, esta vez conseguí desprenderme de ellos.
De uno, al menos. El que estaba sentado junto a mí, resistió el embate.
Frené en seco y ambos miramos hacia atrás.
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—¡Joder, que golpe más bestia! —exclamó, divertido.
—Ve a ver si se ha hecho daño —sugerí, dándole unas palmaditas en la
espalda, mientras deslizaba mi última granada en su bolsillo. Como soy muy
sentimental, me quedé la anilla de seguridad en la mano—. Y dale recuerdos a
los angelitos.
Me miró extrañado un segundo y se reunió con su compañero. Yo ya
estaba a veinte metros de distancia, cuando saltaron gozosamente por los aires
para cumplir mi encargo.
Pasarían una noche divertida pateándose la nieve en busca de los «astutos
pieles rojas», los «maestros del camuflaje». Que les fuera bien. Ya tenía
bastante preocupándome por Gronk. No tenía ni idea de dónde podían
habérselo llevado, como prefería no tener ni idea de para qué, como tampoco
sabía el motivo de su «caluroso» recibimiento…
… no. Mentira. Sí lo sabía.
Tusk había recalcado que ni yo ni ningún «periodista», metería las
narices, etc., etc., etc. ¿Por qué sacar a la prensa? Porque habían recibido
información de un periodista, de la única persona que sabía cómo y cuándo
llegaríamos a Sarceetown. Y lo sabía, porque ella misma me había
proporcionado los medios para llegar…
… ¡Zenna Davis!
Iba a ser una conversación muy interesante.
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CAPÍTULO V
—¡¡¡Indy!!!
El grito le salió del alma. Seguro que, cuando abrió la puerta de su
apartamento, hubiera esperado ver al mismísimo diablo antes que a mí.
—¿Qué… qué haces aquí?
—¡Imagínatelo! —escupí, empujando la puerta para poder pasar. Nada
delicadamente, lo reconozco. Salió trastabillada hacia atrás y, no midió el
suelo cuan larga era, gracias a un figurín que se apresuró a cogerla.
—¡Espera, lndy, espera un momento! —gritó, intentando recomponer su
vestido—. ¡Te equivocas!
—¿Ah, sí?
La situación no era precisamente amable y el figurín se sintió en la
obligación de intervenir:
—¿Te molesta este tipo, Zenna?
La periodista se limitó a fulminarle con la mirada. Hasta él comprendió
que no había sido una pregunta demasiado inteligente. Volvió a la carga:
—¿Quieres que lo eche? —Y sonrió. Sí, aquello era mucho más brillante
y masculino.
—Todavía tienes que comer muchos kilos de hamburguesas para eso,
querido —replicó Zenna, mordaz.
«Figurín» titubeó. Intuía que aquello había sido un insulto, pero no estaba
demasiado seguro. Le eché una mano. No tenía tiempo.
—¿Por qué no le largas a hacer posturitas al gimnasio, nene? La señorita y
yo tenemos cosas importantes de qué hablar. Luego, ya te arroparemos y te
contaremos el cuento de «Blancanieves y las 7 Vitaminas», ¿vale?
Aquello le decidió. Cuadró los hombros y avanzo un paso hacia mí,
entornando los ojos a lo Charles Bronson o Clint Eastwood.
Le recibí con un par de rápidas bofetadas derecho-revés, derecho-revés.
Todavía se estaba preguntando con que mano le había pegado, cuando le
clavé la punta de mi bota en la entrepierna. Se dobló como si tuviera una
bisagra en los riñones. Nunca falla, todos se doblan. Hasta yo.
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Iba a hacerle puré su cuidado rostro, pero Zenna empezó un ademán de
súplica que no llegó a terminar Tenía razón Aquel pobre chico no era
responsable de toda la rabia y amargura que yo sentía en aquellos momentos.
Cogí su corbata y estiré de ella para que me siguiera. Aún doblado sobre sí
mismo, con las manos demasiado ocupadas en apretar cierta parte dolorida,
me siguió balanceándose como un chimpancé amaestrado hasta salir del
apartamento. Cerré la puerta.
En el entreacto, Zenna había recuperado parte de su aplomo. Encendió un
cigarrillo con parsimonia y soltó el humo lánguidamente antes de preguntar:
—¿Qué te pasa? ¿Vienes a dictarme tu reportaje en persona?
Extendí la palma de la mano y le aplasté el cigarrillo en la cara.
La periodista dio un salto atrás, quitándose histéricamente las brasas de la
cara y el vestido.
—¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco?
—Sí.
Ya la volvía a tener donde quería.
—¿Qué tienes que ver con Rhodes y su patrulla de sanguinarios?
—Nada, Indy. Absolutamente nada.
—¿Por qué les avisaste?
Zenna soltó un bufido y dejó caer los hombros, vencida.
—Te hicieron un recibimiento especial, ¿eh?
—Algo así.
—Está bien, está bien. Te contaré todo lo que sé. Pero te juro una cosa,
Indy, no pretendía jugar sucio…
El principio ya lo había deducido yo solito. El nombre de la tribu,
«sarcee», había hecho sonar campanas en la ordenada memoria de Zenna.
Una breve comprobación en el archivo le puso al tanto de lo que el abogado
Cloudbear me había contado a mí. Pero también averiguó una cosa, quién era
el propietario de la Survival Inc.
—Un científico brillante, Indy, muy brillante —prosiguió— hasta que la
muerte de su esposa le volvió medio loco. Ella trabajaba para el gobierno en
no sé qué investigación nuclear y se contaminó accidentalmente. De forma
masiva. Duró apenas unos meses, pero la agonía fue terrible, según dicen.
Para ambos.
—Lloraré después. Abrevia.
—Además de ser un genio, Rhodes era rico. A partir del entierro de su
mujer, anunció que iba a emprender por su cuenta ciertas investigaciones
relacionadas con el átomo. Fundó una compañía, la Survival Inc. y
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desapareció. De vez en cuando, aparece algún artículo sorprendente en
revistas especializadas, o patenta algún instrumento técnico, ya sea quirúrgico
o para la manipulación de elementos radiactivos. Por lo demás, nada.
—Y cuando te llamé…
Zenna bajó la cabeza, como avergonzada por lo que iba a decir. O era
muy buena actriz, o tenía que tragarme su historia. De pe a pa.
—Pensé que, si tú estabas juntos al estanque y yo lo removía un poco,
algo pasaría. Quizá te picase lo suficiente la curiosidad como para averiguar
qué había en el fondo. O, ¿quién sabe?, quizá conseguir una entrevista con el
rey de las ranas del charco. Te la hubiera pagado muy bien, Indy…
—De momento, puede que haya costado más de dos docenas de muertos.
Un poco cara, ¿no?
Todo aquello podía encajar, más o menos, en el panorama general, pero
había algo que me seguía bailando por la cabeza. ¿Qué tenía que ver una
esposa muerta por radiación, con jugar a Frankenstein insectoide? Desde
luego, era imposible que crease aquellos monstruos para recomponer la efigie
de su mujer muerta. No podía ser tan horrorosa. Y la segunda parte, ¿cómo lo
hacía?
Me tocaba a mí enseñar las cartas. Cuando terminé de contarle a la
periodista lo que había sucedido, se había tragado más de una botella de
whisky para soportar el relato y había punteado mi historia con millones de
increíbles, imposibles, absurdos, inverosímiles, inauditos y zarandajas
semejantes. Por mí, podía hasta inventarse todas las exclamaciones negativas
que quisiera. Yo sabía que era verdad. Y punto.
—Necesito saber dónde se ha llevado a Gronk. Zenna —apostillé—. Y
contrarreloj.
—¿Y cómo crees que puedo averiguarlo? Te repito que nadie le ha visto
hace una docena de años.
—¡No lo sé, maldita sea! No puede trabajar en el lavabo de un hotel.
Necesita unas instalaciones más que medianas. ¿Tiene alguna subsidiaria esa
Survival?
—Un momento.
Se marchó a su despacho y regresó con un dossier en las manos. Cuando
pretendía hincar el diente en un tema, sabía muy bien dónde dar el mordisco.
—Bastantes. Demasiadas, si tienes prisa. Hay una en Brasil, otra en la
India, otra en Sri Lanka, una cuarta en España… ¡se ve que le gusta el Tercer
Mundo!
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—Hacen menos preguntas y aceptan cualquier inversión extranjera, sea la
que sea.
No era mucho, pero algo era. Llamé por teléfono a Canadá, rogando
porque la maldita suerte no me fallase cuando más la necesitaba. Localicé a
Cloudbear en su despacho.
—¿Novedades?
—Muchas. Están empezando a desmantelar la base. Seguimos sin poder
acceder a ella, pero, después de lo que pasó, no quieren arriesgarse a ninguna
investigación oficial.
—Intenta averiguar dónde trasladan lodo el material. Quizá siguiéndoles
la pista.
—Imposible. De momento, lo están almacenando en Calgary ¡Mierda!
—El único que ha desaparecido de Canadá, es Tusk. Ya sabes, el que te…
—Lo recuerdo perfectamente —no necesitaba que me refrescasen ciertos
momentos particularmente «dolorosos» de mi vida.
—Nuestros contactos en la ciudad nos han informado que se dirige a
cierto país oriental, Sri Lanka.
… ¡a reunirse con su jefe!, especulé. Si me equivocaba, adiós Gronk Pero
ni siquiera yo puedo fallar diez veces sobre diez. Me despedí del abogado y
me encaré con Zenna.
—Necesito un pasaje para Sri Lanka. —Y tengo que pagarlo yo. ¿No?
—Sería un detalle —confirmé.
Con un suspiro de resignación. Zenna me arrancó el teléfono de las
manos:
—Ronda, resérvame dos pasajes para Sri Lanka. Necesito salir cuanto
antes y hacer las menores escalas posibles —ordenó, en cuanto se puso al
habla con su periódico.
—¡¿Dos?! —exclamé, sorprendido y Curioso—. Escucha…
—En parte, todo esto ha pasado por culpa mía, Indy, Ya que metí la pota
al principio, estoy dispuesta a meterla hasta el final.
—¿Y no puedes morirte de remordimientos aquí, en Nueva York? Puede
ser muy peligroso.
—Por supuesto. Si no, no iría —y levantó una mano para hacerme callar
—. ¿Esta tarde? Gracias, Ronda.
Tres horas más tarde, ya estábamos volando.
Conociendo el poco amor que Zenna siente por los aviones, podía deducir
dos cosas. O estaba realmente arrepentida, o el asunto era demasiado
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importante como para dejar sin vigilancia al pobre Indiana James. Preferí
pensar lo primero.
Tras agotar todas las bolsas del avión especialmente diseñadas para los
mareos, destrozar mis nervios, vaciar el estómago de Zenna hasta de su
primera papilla y recibir millones de airadas miradas, tuvimos un rato de
descanso. La periodista se durmió, agotada y yo me dediqué a leer el
periódico.
Sólo una cosa me llamó poderosísimamente la atención. Un anuncio a
media página. Y quien conozca las tarifas publicitarias del New York Times,
sabrá que no estoy hablando de ninguna bagatela Pero, lo más sorprendente,
era que el anuncio estaba dirigido a mí.
El mensaje era muy breve, en letras enormes:
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—Yo, sí. Pero ellos, no. Me presentaré allí y les desafiaré con airear a los
cuatro vientos todo lo que sé, a menos que me devuelvan a Gronk.
—Me parece suicida —apostilló lúgubremente Zenna.
—A mí, también, pero no veo otra solución.
Zenna se acercó a mí y me rodeó la cintura con los brazos. Temblaba
visiblemente. Al menos, me gustaba pensarlo. Por nada del mundo estaba
dispuesto a admitir que el que temblaba era yo.
—De acuerdo, Indy. Si ésa es tu decisión…
La aparté bruscamente de mi pecho.
—No, nena —negué con toda la firmeza de que fui capaz—. Esta vez no
vendrás conmigo. Si alguien tiene que sacrificarse, seré yo.
Me miró con ojos desorbitados:
—¡¿Qué te hace pensar que quiero ir contigo?! —protestó, atónita—. Me
quedaré aquí. Si no has vuelto en un plazo de tiempo prudencial, removeré
cielo y tierra para intentar sacarte de allí… ¡pero no te prometo nada!
Era justamente lo que yo había pensado. Pero hubiera preferido decirlo
yo.
—¿Puedes alquilarme un helicóptero? —pedí, intentando mostrarme
demasiado desilusionado—. El tiempo es básico.
—Y mi cuenta de gastos, limitada —apostilló, enfurruñada—. En el
periódico me crucificarán si no saco una buena historia de este asunto.
—¿Sí o no? —insistí.
—¡Sí, sí, sí! ¡Cuenta con tu maldito helicóptero! —Y se volvió a abrazar a
mí—. Ten cuidado. Indy.
Sri Lanka es una isla preciosa, casi un auténtico paraíso tropical. Pero yo
no estaba en condiciones de apreciar el paisaje. A bordo de mi helicóptero,
deseaba que se acabasen las inmaculadas playas, las frondosas selvas, los
extensos arrozales y apareciesen las feas siluetas de las chimeneas fabriles.
La Survival Inc. se hallaba enclavada junto a la jungla, bastante apartada
de la ciudad y el resto de compañías. Destacaban un par de barracones
prefabricados, lo que parecía un enorme invernadero y un edificio más sólido,
aunque relativamente pequeño. No había que ser muy inteligente para
adivinar que también estaría plagado de subterráneos, como la base
canadiense.
Di un par de vueltas antes de aterrizar, buscando el lugar más apropiado.
Todavía no había apagado el contacto del rotor, cuando mi aparato estaba
completamente rodeado por los uniformes azules que conocía tan bien. Los
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dedos estaban en los gatillos, aunque sus armas apuntasen al suelo. No tenían
necesidad de nada más.
Tusk se hallaba dentro del círculo formado por sus hombres. Firmes,
marcial, con las manos en la espalda. Su boca sonreía burlona, su ojo sano,
también. Hubiera jurado que hasta el parche me tomaba el pelo. Salí abriendo
los brazos para demostrar que no venía armado.
—Bienvenido, señor James —saludó, acentuando todavía más su sonrisa
—. Siempre es un…
—… placer saludarme, ya lo sé —terminé la frase para no darle esa
satisfacción—. Cualquiera diría que me estaban esperando.
—Los placeres inesperados son los mejores. Sígame, el señor Rhodes
estará encantado de saludarle.
Seguí a Tusk y media docena de mercenarios nos siguieron a los dos. En
contra de lo que había supuesto, nos dirigimos hacia el invernadero. Tusk
abrió la puerta y me invitó a entrar, haciendo un ademán a sus hombres para
que se quedasen allí.
Con aquel clima, no sabía para qué demonios necesitaban un invernadero,
pero tampoco lo pregunté. Dentro, muy ocupado en la observación de un
macizo descomunal de flores, estaba Rhodes.
—Te he repetido mil veces que no me gusta ser interrumpido cuando
trabajo, Tusk.
—Tenemos visita, señor Rhodes.
El científico me dirigió una displicente mirada que se tiñó de súbito
interés:
—Le conozco —susurró, rebuscando en su memoria—. Sí, ¿no es usted el
hombre que acabó con aquel maldito indio?
Tusk se había colocado detrás de mí, alerta, y no podía verle, pero sentí
que se envaraba.
—¿Trae noticias de Canadá? —preguntó extrañado Rhodes.
—Temo que haya una… ¡ejem! Pequeña confusión, señor… —carraspeó
Tusk, molesto—. Éste es el señor James, el hombre de quien le hablé. Aquel
del que nos advirtieron…
El científico se encaró conmigo, visiblemente interesado.
—¿Así que no es uno de nuestros hombres? Entonces, ¿cómo consiguió
introducirse en nuestras instalaciones? —El calor del enrojecimiento de Tusk
me quemó la nuca—. ¿Me equivoco al suponer que… nuestro pequeño
contratiempo en Canadá es obra suya? —añadió, sonriente. Estaba
disfrutando.
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—No, no se equivoca —respondí—. Y si no quiere tener más dolores de
cabeza, devuélvame a Gronk. Nos iremos de aquí, sin causar más problemas.
—¿Se refiere al piel roja? Me temo que va a ser imposible. El señor…
euh. ¿Gronk?… ha sufrido una delicada intervención quirúrgica, el primer
paso de un interesante experimento…
Me estremecí. ¿Quería decir eso que había llegado demasiado tarde o ese
«primer paso» era reversible? Sea como fuere, era el momento oportuno para
jugar mis cartas. No eran ases, pero no tenía nada más.
—Devuélvame a Gronk o se verá metido en un buen lío. No pienso dejar
que siga asesinando gente…
—¿¡Asesinando!?… ¿Ha dicho asesinando? —La cólera en los ojos de
Rhodes era infinita—. ¡Escuche bien, muchacho! ¡Yo no estoy asesinando a
nadie!… ¡Al contrario, les estoy salvando la vida!
Nunca creí que un tipo de sus características, tuviera semejante sentido
del humor.
—¡Sí, señor James! —insistió—. Durante demasiado tiempo, se ha estado
jugando con el átomo sin saber sus consecuencias. El mundo está al borde de
la aniquilación: centrales atómicas, residuos radiactivos, arsenales capaces de
destruir nuestro planeta cien, mil veces… Demasiados errores humanos,
demasiadas imperfecciones, demasiados dedos capaces de apretar el famoso
botón fatídico…
—Y eso, ¿qué tiene que ver con los monstruos que descubrí en su base
canadiense? —pregunté exasperado, harto de tanta palabrería alarmista.
Rhodes y Tusk cruzaron una mirada furiosa, antes que el científico
contestase:
—Así que los vio, ¿eh? Bien, eso me ahorrará muchas explicaciones —
pero supe que no le había gustado nada—. Sólo ciertas formas de vida son
capaces de sobrevivir a una hecatombe nuclear, sea la que sea, señor James. Y
los insectos están entre ellas. Estoy dándole una nueva esperanza a la
humanidad… ¡aunque sea cambiando su estructura para adaptarla a unas
nuevas necesidades! ¡Mis criaturas son el nuevo paso de la evolución!… ¡Son
los Hijos del Átomo!
—Cuando le vi, sospeché que estaba loco. Acabo de cambiar de
opinión… —Una sombra de alegría aleteó en los ojos de Rhodes—. Ahora ya
no lo sospecho. Ahora, sé que lo está.
De su rostro quedó borrado todo rastro de emoción que no fuese el más
profundo odio.
—No soy yo el loco, James. Es la humanidad la que ha enloquecido.
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—Y todavía enloquecerá más, cuando se entere de lo que está haciendo.
Suelte a Gronk, déjenos marchar y procuraré olvidarme de todo esto. Si no,
veremos qué opina la humanidad de sus intentos por salvarla… ¡Mucho me
temo que pondrán algunas objeciones a su mesianismo!
Volvió a sonreír. Pero, esta vez, sin el menor rastro de alegría.
—¿Qué le hace pensar que voy a darle la oportunidad de publicitar mi
trabajo?
—No soy tan idiota como parezco —miré mi reloj—. No he venido solo a
Sri Lanka. Me acompaña una colega del New York Times. Si no he vuelto
dentro de dos horas, hará estallar la bomba —y mentí—. Conseguí suficientes
pruebas en Calgary como para que se pase esta vida y la post atómica en una
celda acolchada a prueba de radiaciones…
Tusk lanzó una carcajada. Y, de repente, me di cuenta de que todo iba
mal.
Tendría que haber advertido el revuelo en la base, tendría que haberme
dado cuenta que un helicóptero de la compañía había aterrizado junto al mío,
tendría que haber valorado más la capacidad del jefe de los mercenarios.
Ahora, lo único que podía hacer, era observar cómo Zenna Davis
descendía del aparato recién llegado, escoltada por varios hombres.
—Si usted pudo seguirme —apuntó Tusk— yo también puedo jugar el
mismo juego, señor James. Nadie contará nada a nadie. Nunca saldrán de
aquí… ¡en su forma actual, por lo menos!
—Escuchen, escuchen un momento… —intervine rápidamente, a punto
de perder los nervios—. Ella es una periodista importante. Mucha gente sabe
que ha venido aquí, ¡no pueden hatería desaparecer! ¡La prensa se les echará
encima!
—¡Oh! No va a desaparecer, señor James —explicó Tusk,
amabilísimamente, paladeando cada sílaba—. Sri Lanka también cuenta con
una de esas molestas guerrillas, tan de moda en este tipo de países… La
intrépida periodista será encontrada en la selva, acribillada a balazos y con
una nota donde se explique que es una demostración de lo que piensan de «la
prensa burguesa y los siervos del capitalismo explotador»…
Rhodes cabeceó afirmativamente.
—Bien pensado, Tusk. Procede cuando quieras con tu plan.
Me sentí cómo el mayor idiota del mundo. Las carcajadas de los dos
hombres resonaron en las paredes de cristal del invernadero como las risas de
espectros infernales. Hacía un calor de mil demonios, pero el sudor que
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manaba abundantemente de mis poros, era helado como recién salido del
congelador. Adiós, esperanza.
Hice lo único que podía hacer.
Clavé el codo en el estómago del mercenario y disfruté viendo que su
satisfacción quedaba convertida en un estertor agonizante. Levanté la rodilla
aplicando todas mis fuerzas en el golpe y su nariz se quebró, quedando
convertida en una alcachofa, manando sangre como una fuente.
No podría abrirme paso a sangre y fuego, lo sabía. Demasiados hombres y
demasiado bien armados. Pero, si era necesario, caería matando. Prefería caer
descuartizado por las balas, a… a cualquier cosa que me tuviera preparada
aquel maníaco.
Me abalancé sobre Rhodes. No sería ningún problema.
Levantó débilmente un puño, pero sólo consiguió golpearme en la pierna.
Sentí un minúsculo pinchazo de dolor, nada preocupante.
Consciente de su impotencia contra mí, retrocedió apresuradamente,
refugiándose tras un enorme arbusto tropical.
—Grite si quiere. —Rhodes…—, le provoqué exultante. —Llame a sus
hombres, vamos. No llegarán a tiempo. No podrán. Yo moriré, pero usted
morirá conmigo.
Y extendí las manos hacia su cuello, dispuesto a quebrarlo como si fuera
una ramita seca.
Se movió y fallé mi objetivo.
No, no se había movido. Era yo quien había fallado estúpidamente,
calculando mal las distancias.
Sonrió. O eso creo. No sé por qué, me costaba enfocar su rostro. Debía ser
el calor, la tensión, las emociones. Sacudí mi cabeza para despejarme, pero
Rhodes se tornaba más y más borroso.
Lo comprendí todo al mirarme la pierna. No me había intentado golpear.
Me había clavado una jeringuilla en la pierna.
Trastabillé por el invernadero, avanzando como un borracho, intentando
llegar hasta Tusk. Él tenía su arma. Antes de que el narcótico me durmiera, le
metería un cargador entero entre ceja y ceja.
Mis piernas se convirtieron en gelatina y me desplomé de bruces al suelo.
Oía a Rhodes moverse a mi espalda, pero toda mi atención estaba enfocada en
el caído Tusk, frente a mí.
Apenas nos separaba un metro. Engarfié mis dedos y los enterré en el
suelo para hacer palanca. El invernadero daba vueltas a mi alrededor como un
tiovivo y las náuseas eran a cada instante más profundas.
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Arañé la cartuchera del mercenario. Un esfuerzo más y…
Un pie me aplastó la mano contra el suelo. Luché —o creí luchar— por
liberarla, pero era inútil. Me faltaban las fuerzas.
De lejos, de muy lejos, me llegó la voz de Rhodes.
—Usted también será un ejemplar muy interesante para mis experimentos,
señor James… —Sus hombres debían haber entrado en el recinto porque
escuché que gritaba—. ¡Preparadlo! ¡Le intervendré inmediatamente!
Y caí por un pozo negro y oscuro, en cuyo fondo me esperaban millones
de insectos, aplaudiendo, vitoreando, dándome la bienvenida, acogiéndome
como un hermano.
Yo era uno de ellos.
O pronto iba a serlo.
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CAPÍTULO VI
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lo hundiera en el pecho, o me abriese la garganta. Todo, antes de soportar un
minuto más la angustiosa espera:
—De todas formas, estás muy favorecido. Antes, te parecías demasiado a
ellos —y moví la cabeza en dirección a los semiinsectos.
Tusk graznó, moviendo los hombros. Supuse que se reía.
—Muy astuto, James. Estuviste a punto de lograrlo, pero ya no, ¡ya no!
Ahora sé que te gustaría morir y no te proporcionaré ese placer. Sé que temes
ser uno de esos monstruos y dejaré que te conviertas en algo tan repugnante
que ni siquiera tu madre miraría sin sentir horror.
—Ya seremos dos —apunté.
—Pero necesitas una lección, James —continuó imperturbable, como si
no hubiera oído nada—. Rhodes te necesita vivo…, pero no necesariamente
intacto.
Y apoyó la fría hoja de su machete sobre mi piel.
La deslizó suavemente por mi vientre, girándola poco a poco, hasta que el
filo trazó un leve surco sangriento.
—Pronto tendrás una nueva piel, James. ¿Para qué quieres ésta? —Y el
cuchillo volvió a deslizarse, esta vez por mi pecho. La sangre volvió a fluir
incontenible.
¡Cristo, era capaz de despellejarme vivo!
Reuní toda la saliva que pude en mi boca y lancé un escupitajo con todas
mis tuerzas. Pero la maniobra debía haber sido demasiado obvia, porque
retrocedió para esquivarlo…
… pero retrocedió demasiado. Retrocedió hasta que su espalda chocó
contra una de las jaulas.
Antes de que pudiera reaccionar, dos brazos —¿o patas?— le rodearon el
tórax y unas mandíbulas se cerraron sobre su nuca. Mandíbulas móviles que,
más que morder, parecieron empezar a serrar el cuello del mercenario.
No podía apartar mis ojos de la dantesca visión. Tusk gritó, chilló, aulló
con toda la fuerza de sus pulmones, desgarradoramente, mientras pugnaba por
liberarse, mientras pataleaba desesperado, mientras intentaba abrir la presa
que se cernía sobre su pecho.
Poco a poco, manteniendo el grito, su cabeza empezó a descender sobre
su pecho. Cuando por fin las mandíbulas alcanzaron las cuerdas vocales, su
aullido cesó y el peso venció la débil resistencia de las fibras musculares que
quedaban intactas.
Su cabeza cayó al suelo y rodó hasta desaparecer bajo mi camilla. El
cuerpo quedó inerte y el monstruo empezó a devorarlo.
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De nuevo tuve que contener las arcadas. Pero, esta vez, no podía culpar al
cloroformo.
El mercenario no seguiría trazando mapas en mi piel, pero mi situación
era la misma. No, no lo era. Aquella sensación de frío en mi estómago
provenía del cuchillo de Tusk. Al apartarse de la camilla, lo había soltado
inconscientemente.
Me retorcí lentamente, intentando que cayera en la camilla, lo más cerca
posible de mi mano. El machete fue deslizándose poco a poco, hasta que giró
sobre sí mismo y rebotó en la tela. Ahogue un grito de desesperación cuando
se balanceó en el borde, pero no cavó. Se encontraba a unos cuantos
centímetros de mis dedos.
Intenté la misma operación que al principio, pero en sentido inverso. No
quería sacar mi mano de la correa, sino meter el brazo. Mis dedos parecían
gusanos, reptando espasmódicamente por la superficie de la camilla…
… hasta que se cerraron sobre la empuñadura del arma.
Le di la vuelta y coloqué la hoja sobre la correa de mi muñeca, antes de
empezar a moverla sobre ella. La posición era muy forzada y tardaría una
eternidad en cortar mis ligaduras. Mientras no se le ocurriera a Rhodes venir a
echar un vistazo a su próxima víctima…
Cuando por fin cedió la correa, estallaron mis nervios. Me incorporé de un
tirón y liberé mi otra mano. Las correas de los tobillos fueron un juego de
niños.
Lo peor venía ahora. Tenía que localizar a Zenna, a Gronk, enfrentarme a
un ejército de mercenarios y salir de allí.
Tenía que pensar algo, pero la algarabía de los hombres-insectos no me
dejaba. En cuanto me había puesto en pie, el concierto de chasquidos, rugidos
y chirridos se había convertido en un escándalo estrepitoso.
¿Acaso esperaban que les liberase también a ellos?… Bueno, ¿por qué
no? No podía saber cuántos de los hombres de Rhodes estaban al tanto de sus
experimentos y se hallaban familiarizados con los monstruos, pero daba igual.
Si no huían aterrados, se armaría el suficiente revuelo como para poder
moverme con cierta maniobrabilidad.
Me acerqué despacio a las jaulas. Una cosa era abrir las puertas de sus
celdas y otra muy distinta, colocarse inconscientemente al alcance de sus
mandíbulas. Pero, como si hubiera leído mis pensamientos, la criatura que
había estado devorando a Tusk, soltó el cadáver y retrocedió hasta el fondo de
su cárcel.
A pesar de eso, no me sentía muy tranquilo.
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Empecé a manipular la cerradura con toda clase de precauciones, alerta
por si aquel bicho se tiraba sobre mí, pero no movió ni un músculo… si esa
expresión seguía teniendo sentido.
Abrí la puerta de la jaula y me aparté lo más velozmente que pude. El
monstruo se movió y avanzó con parsimonia. Un segundo después, correteaba
por la sala, de una jaula a otra.
Cuando se dio cuenta que le estaba observando atentamente, aún
desconfiado, volvió a inmovilizarse. Esperé que todos fueran como él, que
conservasen un resto de inteligencia, instinto… no sabía cómo expresarlo.
Abrí jaulas y más jaulas, ya sin pensar en el posible peligro. Varios
minutos después, estaba rodeado por una masa de pinzas, tentáculos,
zarcillos, alas y antenas, que navegaban perdidos, como esperando que les
guiase a la salvación.
Avancé hacia la puerta y las criaturas me siguieron. No se molestaron
cuando me detuve a coger el cuchillo de Tusk.
Surgimos a un pasillo tan frío, blanco e inmaculado, como el de la base
canadiense. Rhodes no era muy imaginativo como diseñador. Intenté, avanzar
hacia la izquierda, pero las bestias me cerraron el paso, aglomerándose frente
a mí. ¿Por qué?
A la derecha, sólo había una puerta, marcada con el emblema de
radiación. Debía ser el depósito de materiales radiactivos. Ir allí era un
suicidio, a menos que…
Llegué hasta la puerta y la abrí. Dentro, se movían varias figuras con traje
blanco y cubiertos con capuchas del mismo color. Una pequeña ventana
frontal les permitía la visión. No pude darme cuenta de nada más. En cuanto
hubo el espacio suficiente, un enjambre de aquellos seres de pesadilla se
precipitó al interior.
Los hombres no pudieron hacer nada. Cuando se dieron cuenta de lo que
sucedía, estaban cubiertos de una masa de insectoides que mordía, arañaba,
desgarraba y sembraba el caos, la muer te y la destrucción. No sabía si
tendrían sentimientos, pero aquello se parecía demasiado a una venganza
como para dudarlo.
Pero no se detuvieron allí. Su próximo objetivo eran los materiales
radioactivos. A pesar de las palabras de Rhodes, no sabía hasta qué punto
podrían soportar un contacto tan directo con una fuente de radiaciones letales
como aquéllas, pero parecían haberle escogido como su arma preterida contra
la lucha que les esperaba.
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Un grito resonó a mis espaldas. Me volví para descubrir a uno de los
mercenarios que nos observaba sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Lanzando un aullido enloquecido, retrocedió sin dejar de observarnos durante
unos segundos, antes de dar media vuelta y escapar a toda velocidad,
perseguido por una horda de engendros.
Era mejor para mí no permanecer mucho tiempo junto a ellos. Podían ser
inmunes a la radiación, pero estaba seguro que yo no lo era. Me dediqué a
abrir cuantas puertas se cruzaban en mi camino, buscando a Zenna y a Gronk.
Localicé primero a la periodista. Pero no obtuve la reacción esperada.
Tampoco esperaba que se lanzase a mis brazos, pero el gritar como una
posesa ante su salvador, acurrucándose en el rincón más alejado de la
habitación, me pareció un poco excesivo…
… hasta que me di cuenta que estaba desnudo, cubierto de sangre y
flanqueado por un par de aquellos monstruos.
¡Zenna tendría pesadillas por el resto de su vida!
Perdí un tiempo precioso calmándola y sólo reaccionó cuando mis
«amigos» desaparecieron por el pasillo. Terminó de despertar al oír el eco de
las armas automáticas. Mercenarios e insectos debían haberse encontrado.
Prefería no pensar en el resultado de la batalla, aunque me era previsible.
Oímos a Gronk, antes de poder verle. Aquellos golpes tan potentes,
capaces de hacer temblar una puerta de acero macizo, sólo podían ser suyos
Empuñé la cerradura con el corazón desbocado como el de un caballo en
pleno Grand Prix. ¿Qué nos encontraríamos dentro? ¿El buen, viejo, feo y
brutal Gronk, o una criatura alada, grácil, segmentada y espantosa?
Abrí de un tirón para enfrentarme de una vez por todas con la realidad…
¡Gronk! ¡Era él!
Me miró perplejo unos segundos, antes de destrozarme las costillas entre
sus brazos.
Sólo más tarde reparé en las cicatrices de su pecho y espalda. Sólo más
tarde me di cuenta quien sus costados, tenía unas pequeñas protuberancias,
como muñones, como si le empezasen a nacer nuevos brazos o piernas ¿o
palas? ¿Habíamos llegado a tiempo o la mutación sería va irreversible?
Nos detuvimos un segundo en una especie de ropero para conseguir un
poco de ropa para mí.
Estábamos a punto de abandonar el edificio cuando escuché gritos
histéricos, proferidos por una voz que había aprendido a reconocer;
«Rhodes».
—Esperadme un momento —advertí a los otros dos.
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Cuando llegue frente a la puerta de la sala que buscaba, me quedé helado
de espanto.
Sí, era Rhodes. Y estaba acorralado por sus creaciones. Los miraba con
ojos desorbitados, pasando de uno a otro, sin creer que pudieran volverse
contra él. Entonces, me descubrió.
—¡James! ¡Dígaselo, James! —suplicó—. ¡Dígales que yo sólo quería
salvarles! ¡Que yo sólo buscaba su bien!
Unas pinzas se cerraron con un chasquido estremecedor a la altura de su
tobillo. El alarido del científico rebotó en las paredes.
—¡Dígales que les he saltado de la muerte! ¡Dígales que serán los únicos
supervivientes del holocausto atómico!
Una trompa córnea empezó a hurgar en su muslo.
—¡Dígales que yo les he creado, que soy su padre! ¡Dígaselo, James!
¡Dígales que ya no deben temer nada!
Una especie de saltamontes trepo sobre su pecho, horadando la carne,
cortando costillas.
—No es una forma de solucionar los problemas, Rhodes —exclamé.
Pero ya no me escuchaba Estaba sepultado por los monstruos.
Cuando salimos al exterior, apenas vimos nada, ni nadie.
Los helicópteros habían desaparecido y los hombres con ellos. Apenas
algunas formas inhumanas empezaban a adentrarse en la jungla, de donde no
creí que surgieran nunca más.
—Maravilloso —escupió Zenna—. La mayor historia del siglo y pronto
no quedará rastro de nada.
Se había recuperado, no había duda.
No le hice notar que quizá, tenía una prueba viviente a su lado.
Era mejor ahorrar fuerzas. Nos esperaba un largo camino por la selva
hasta alcanzar la fábrica o ciudad más próxima.
Si conseguíamos atravesarla.
Aunque supuse que no corríamos peligro Teníamos «amigos» que nos
protegerían.
FIN
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INDIANA JAMES, seudónimo que aglutinaba a los escritores Juan José
Sarto, Francisco Pérez Navarro, Jaime Ribera y Andreu Martín. Estos cuatro
escritores, venían del mundo de la historieta, se reunían, hacían una especie
de lluvia de ideas, y luego uno redactaba la novela y otro la corregía, y así se
iban turnando hasta llegar al número 34 o quizás el 35 de la serie.
Fernando «Fefe» Guijarro, tomó el relevo y escribió algunos números más de
Indiana James, aunque él lo hizo solo, debido a que estaba en Granada y los
otros escritores estaban todos en Barcelona.
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Notas
Página 54
[1] Véase «El tesoro de Gardenfly». <<
Página 55
[2] Véase «En busca de la Prehistoria». <<
Página 56
ÍNDICE
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Página 57