03 Tema 12 Ortega, Unamuno y Maria Zambrano
03 Tema 12 Ortega, Unamuno y Maria Zambrano
03 Tema 12 Ortega, Unamuno y Maria Zambrano
Miguel de Unamuno es parte de la llamada generación del 98. Esta generación estuvo marcada por un
agudo sentimiento de fracaso colectivo y de conciencia de la decadencia -en todos los órdenes, desde la
ciencia hasta el arte y la política- de España. España, así, se presenta con claridad como una
desafortunada anomalía dentro de la modernidad europea (una modernidad marcada por los
acontecimientos históricos de la revolución industrial del capitalismo y la revolución política
democrática).
Esta generación comparte el anhelo de una regeneración que mejore esta situación calamitosa, aunque,
después, no coincide en cuál sea la vía más acertada para lograrla (algo palpable, por ejemplo, en la
discrepancia al respecto entre Unamuno y Ortega, etc.).
Unamuno comenzó adhiriéndose al regeneracionismo propugnado por Joaquín Costa, pero, más
adelante, le pareció que ese camino -una España modernizada a partir de una renuncia a su tradición y
una mimética asimilación a Europa- era contraproducente. ¿Qué rechaza, en el fondo, Unamuno, de la
modernidad europea? Por concentrarlo todo en una única palabra: le repugna su frío y aséptico
“racionalismo” (sea “cartesiano” -es decir, Francés-, sea “idealista” -es decir, Alemán). ¿Dónde está la
raíz dela posición filosófica y cultural de Unamuno? En que parte del supuesto -discutido
posteriormente por Ortega- de que la “razón” es, en última instancia, enemiga de la vida (cuando se
entiende a la vida entiende en su más genuino, pleno y elevado sentido). Es lo que consideraremos con
más detalle en el siguiente apartado.
Sostiene Unamuno con vehemencia que la vida humana concreta -la del ser humano de carne y hueso-
es más sentimiento que raciocinio: es más pasión que pura y abstracta razón.
La filosofía -y con ella el conjunto de la cultura- está llamada a situar en su centro la vida humana con
sus anhelos, sus aspiraciones y esperanzas, sus sentimientos y pasiones, etc. Cuando esto no sucede -
como en la modernidad europea articulada en torno al Estado burocrático, a la ciencia tecnificada, etc.-
la cultura pierde el norte al confundir lo principal con lo secundario. Con el imperio de la fría y pura
razón, por ejemplo, lo cuantitativo se impone a lo cualitativo, lo universal predomina sobre lo particular,
lo necesario sobre lo contingente, lo abstracto sobre lo concreto, etc. Cuando la vida, concluye
Unamuno, se pone al servicio de la Razón, se subordina a ella, se falsifica, pierde su cálido palpitar, se
marchita y merma su energía creativa.
En la tradición cultural española, insiste Unamuno, hay elementos valiosos en los que la vida ha
triunfado sobre la acartonada y rígida razón del moderno racionalismo europeo. Por eso Unamuno
entiende que sería erróneo desterrar esos elementos, olvidarlos y tirarlos por la borda, con el propósito
de que España sea colonizada por una Europa que conduce a un callejón sin salida -a un nihilismo
autodestructivo- a pesar de la apariencia de que es la cima del Progreso. Cuando la cultura -sostiene
Unamuno- pierde su arraigo en la vida –“irracional” en su entraña misma- se desorienta y, al final, se
desintegra por falta de aliento y fuerza.
¿Dónde encuentra Unamuno, a la postre, lo que considera una alternativa a la insuficiencia de la razón?
En la fe, y con ella, en los profundos sentimientos que, brotando del centro de la vida, la elevan hacia
sus experiencias más ricas, plenas y auténticas. La fuerza creativa de la vida -en todas las áreas de la
cultura- surge de la fe, concebida como un manantial, una fuente de energía tensada hacia lo excelso y
lo extraordinario, hacia lo maravilloso.
En el corazón de la vida, en su centro palpitante, en su núcleo irradiante, habita un sentimiento de
carácter trágico. Y la fe -ese poder que mueve montañas con su impulso prodigioso- está incardinada en
él.
¿Por qué ese sentimiento profundo de la vida es declarado “trágico”? Porque el vivir está desgarrado -y,
a la vez, espoleado y paralizado- ante la constante presencia de alternativas que no se pueden armonizar,
conciliar, conjugar en una unidad fija y estable que aporte sosiego y reposo. ¿De qué “alternativas” se
trata? Por ejemplo, como ya se ha destacado, la alternativa entre la frialdad de la razón y la calidez de la
fe, o entre la desesperación y la esperanza, la certeza de la muerte y el anhelo de inmortalidad, etc.
¿Qué figura, a la vez universal y particular, simboliza este sentimiento trágico de la vida? Por ejemplo,
sostiene Unamuno, “don Quijote”, el señero personaje cuyas peripecias y avatares se narran en la
prodigiosa novela de don Miguel de Cervantes. Una existencia plena, una vida auténtica, es, en su
entraña misma, “quijotesca”: es racionalmente cuerda y, sobre todo, emocionalmente loca (animada por
una fe, por un ideal, por un anhelo inextinguible, por la persecución de una meta incierta afrontando
constantes adversidades y apechugando con continuos contratiempos). Es este hito de la herencia
española, subraya Unamuno, algo a lo que no se debe renunciar jamás en nombre de la modernización y
la europeización; ¿porqué, pregunta Unamuno, buscar motivos impulsores de una necesaria
regeneración “fuera” cuando ya están prefigurados “dentro”, en la intrahistoria de nuestra cultura
excepcional y singular?
En definitiva, afirma Unamuno, la vida -una vida que es, en su plenitud, acción, heroica aventura- tiene
que afirmarse a sí misma asumiendo su sentimiento trágico y resistirse, por ello, a ser subordinada a la
insulsa y acomodaticia “razón”. El sustento de esta vida, por otra parte, se encuentra en la fe, la cual
impulsa una y otra vez, hacia grandes metas y retos inalcanzables; pero esta fe, y el matiz es reseñable,
no es la pura certeza en algo que ofrece seguridad y amparo, es una fe atravesada por la incertidumbre y
la duda, una fe, pues, que sitúa la inquietud y la zozobra en el núcleo mismo de la vida.
Ortega comparte con la generación del 98 la honda preocupación por la lamentable situación, a todos los
niveles, de España. La principal vía de solución pasa, sostiene Ortega, por una europeización de España.
Ahora bien, esto no significa una mera imitación automática o mecánica de “lo europeo”. ¿Por qué?
Porque la propia Europa es, entiende este autor, un proyecto que está llamado a revisarse y renovarse (y
España, le parece, puede contribuir con algo positivo a esta compleja tarea precisamente porque la
cultura española -en sus mejores logros- es una cultura vital -no una cultura encorsetada y rígida como
la predominante en muchos países de la Europa del norte). Dicho así: Europa nos puede aportar un poco
de orden y disciplina, y España puede aportar una savia vital -dinámica, lúdica, etc.- que impida el
anquilosamiento y agarrotamiento, de tal manera que aunando unas dosis de orden y otras de un cierto
caos o una peculiar espontaneidad, Europa consiga desplegar su auténtico y mejor potencial.
Siguiendo rigurosamente el punto de partida que se acaba de mencionar expone Ortega la tesis central
de su propuesta filosófica: “la vida humana es la realidad radical”. ¿Qué significa esta fórmula?
Significa que todo lo que posee un sentido, todo lo que aparece siendo esto o siendo aquello (un
número, una galaxia, un árbol, un automóvil, etc.), lo hace dentro del ámbito propio de la vida humana.
Puesto que todo “radica” en ese ámbito -todos los fenómenos posibles están incardinados en él- la vida
humana -que siempre es algo concreto, es “mi vida”, la vida de cada uno- es la “realidad radical”.
Un desarrollo de esta tesis la encontramos en el momento en que Ortega establece el nexo entre la
“vida” y la “cultura”. Dice Ortega al respecto: el ser humano es un ser originariamente cultural desde su
misma base biológica (no hay, pues, una rígida y tajante separación entre lo natural y lo cultural). Lo
biológico, por lo tanto, es prolongado -afinado, refinado, pulido- por lo cultural (la técnica, el arte, la
moral, la ciencia, etc.). El fin de la cultura, su meta, ¿cuál es? Mejorar, elevar, perfeccionar, la base
biológica. Y esta meta brilla especialmente cuando la cultura está impregnada de e imbuida en la
“razón”. Pero, ¿en qué “razón”? No en una razón pura, abstracta, orientada hacia lo eterno, lo idéntico,
lo permanente, etc. (como sucede en la concepción de la razón predominante en la tradición occidental
desde Platón hasta Hegel). Entonces, ¿de qué “razón” habla Ortega? De una razón vital, la cual, por
cierto, es a la vez una razón histórica. Y, ¿qué es, entre otras cosas, lo que enseña la razón vital respecto
a la cultura en la que crece y se despliega siempre la vida humana? Por ejemplo, lo siguiente: la cultura
proporciona al ser humano, primariamente, seguridad, le provee de una imprescindible zona de confort;
ahora bien, esta seguridad -acomodación, asentamiento- puede terminar ahogando la espontaneidad de
la vida, arruinando su genuina inquietud, su íntimo afán de aventura, de asombro, de búsqueda, de
curiosidad, de estar espoleada y conmocionada por preguntas y enigmas. ¿Dónde está, por lo tanto,
según explica la razón vital, el punto culminante de la cultura en la que se desenvuelve la vida humana?
En los actos y los acontecimientos “creativos”: en todo aquello que introduce en el mundo algo insólito,
algo nuevo (y esto sucede en todas las áreas de la cultura, por ejemplo, en la ciencia, con la física de la
relatividad de Einstein, en el arte, con la pintura cubista de Picasso, etc.). Una cultura inmersa en una
razón vital, articulada desde ella, por lo tanto, equilibra la seguridad de lo logrado y la certeza de lo
familiar con el estímulo de las energías creativas que apuntan hacia lo imprevisible e insólito.
2.3. La razón vital y el conocimiento
Ortega, discutiendo con la tradición filosófica antigua y moderna, no acepta la idea de que el
conocimiento del mundo es algo abstracto, desarrollado desde una universal y eterna razón pura gracias
a la que se alcanza un universo ideal fijo y permanente de esencias captadas conceptualmente. El
conocimiento, apunta Ortega, arraiga en la vida -en la “realidad radical”-, es parte de la cultura en la que
la vida se prolonga y se perfecciona.
El conocimiento, acepta Ortega, siempre se articula y organiza según una serie de definiciones
conceptuales (como sucede en la física cuando se define qué es un átomo o qué un agujero negro, etc.).
Ahora bien, ¿los conceptos del conocimiento reflejan una universalidad abstracta o una esencia ideal
eterna? La mayor parte de la tradición filosófica desde Platón -con pocas excepciones- respondería
afirmativamente, pero Ortega -como Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, etc.- defiende otra cosa: los
conceptos, en efecto, muestran en la realidad conceptuada una unidad y una estabilidad, pero no la fijan
definitivamente, ni anulan por ello su enorme riqueza y su fluidez propia. En definitiva, y esta es la tesis
principal de Ortega sobre esta cuestión, un conocimiento arraigado en la vida está articulado por
conceptos dúctiles, flexibles, lábiles. Pero, de un modo más radical, el conocimiento está atravesado y
sostenido por el dinamismo de la vida, es decir, por su creatividad y su historicidad.
La nueva teoría del conocimiento propuesta por Ortega tiene uno de sus más destacables desarrollos en
el denominado “perspectivismo”. Cada uno de nosotros implica y define una perspectiva de la realidad,
de lo que le rodea, de su circunstancia; a su vez, y este giro es clave en este tema, la realidad -en su
complejidad, en su amplitud y riqueza, en su índole poliédrica y caleidoscópica- se ofrece en una
multiplicidad de perspectivas. Lo importante aquí, subraya Ortega, es mostrar que el perspectivismo
apuntado no suprime ni anula la verdad: al contrario, la dota de consistencia, concreción y fuerza
vinculante. ¿Qué es, desde una teoría perspectivista del conocimiento, la verdad? ¿Cómo se afianza y
cuaja? La verdad es una confluencia o convergencia de perspectivas en la que éstas no son
completamente eliminadas, sino que resultan articuladas, unidas, conjuntadas. Es cierto que una teoría
de la verdad elaborada desde unos parámetros perspectivistas no acepta que haya puras e inmutables
verdades eternas, abstractas y absolutas, pero esto no significa un rechazo de la verdad: hay verdad en
tanto una provisional y vinculante coincidencia de perspectivas respecto a una serie de fenómenos.
Ortega elaboró, en su teoría de la cultura desde la razón vital e histórica, una distinción entre lo que
denomina “ideas” y lo que llama “creencias”. Veamos en qué consiste esta distinción. Una “creencia” -
noción semejante a lo que Gadamer menciona con el término “prejuicio”- es lo que define y concreta un
profundo e implícito suelo común desde el que se despliega y organiza la experiencia del mundo; una
cultura, así, es un sistema de creencias con el que, mientras están en vigor, se cuenta constantemente de
un modo atemático y aproblemático. ¿Qué son, en este contexto, las “ideas”? Las ideas son
elaboraciones posteriores de unas creencias anteriores; por eso afirma Ortega que en las creencias “se
está” -porque delimitan el suelo y el horizonte de la experiencia cultural de la realidad-, en cambio, las
ideas “se tienen”, son algo que ocurre, que viene después de la creencia, que surge de ella. Un ejemplo
de esta distinción: en la definición actual de la literatura -por ejemplo, en la novela negra o en la novela
histórica- opera una creencia subterránea comúnmente aceptada y compartida de un modo inconsciente;
por otro lado, cada novela de un autor de esos géneros narrativos expone una “idea”, la cual, en
definitiva, es una concreción o una plasmación particular y específica de esa “creencia” previa (de, por
así decirlo, las “convenciones” de ese género narrativo). Por último, explica Ortega, la relación entre
creencias e ideas es “circular”: una idea nueva puede llegar a convertirse en una creencia, de la que, a su
vez, surgirán otras ideas, etc.; el curso de la historia, pues, está marcado por este juego circular -o, mejor
dicho, espiral- entre creencias e ideas.
Ortega expuso en varios libros una teoría filosófica de la vida humana entendida como realidad radical.
El hilo conductor de esta teoría dice que la vida nunca es una realidad ya terminada, ya hecha: no hay
una esencia humana única y previa que después se realice (por eso sostiene Ortega que el ser humano no
tiene naturaleza sino una historia). Por otro lado, la vida humana no flota en el aire ni se mueve en el
vacío: es una vida mundana y, también, concreta. Por eso, el núcleo de su propuesta se concentra en
afirmar que la vida está delimitada por dos vectores distintos e inseparables gracias a los cuales se
organiza y articula: la “fatalidad” y la “libertad”.
El término “fatalidad” se refiere a todo aquello que nos viene dado, por ejemplo, el nacimiento, un
carácter y unas aptitudes, una lengua en la que nos educamos, etc. Al conjunto de estos elementos los
llama también Ortega la “circunstancia” a la que está inexorablemente vinculado cada yo, cada uno de
nosotros. La “fatalidad” como factor de la vida, por un lado, limita, pero, por otro lado, permite y
favorece, lo cual conduce al segundo vector anteriormente mencionado.
La vida está integrada, también, por el componente de la “libertad”. Con este término alude Ortega a
que la vida incluye un optar, un elegir, un escoger, un seleccionar. Lo escogido es, en el fondo, un
proyecto vital o un plan de vida. ¿Cuándo esa libertad -en base a la fatalidad- desemboca en el logro de
una existencia “auténtica”? Cuando cada uno escucha, en el fondo de su ser, su íntima vocación y se
esfuerza tenazmente por realizarla peleando con la circunstancia (la cual contiene una serie de
facilidades y de dificultades que impulsan o detienen la consecución de la vocación de la que se parte).
Con el fin de ofrecer una definición de la filosofía Ortega comienza diferenciándola de la ciencia. En el
mundo moderno la ciencia tiene el mismo peso que en la Edad Media tuvo la teología y la religión. La
física-matemática desde Galileo conjugó el método deductivo de la lógica y la matemática con un
método experimental e inductivo que le permite encontrar verdades exactas y seguras. Por otro lado, la
ciencia así definida y desarrollada ha sido aplicada técnicamente -en las distintas “revoluciones
industriales”- permitiendo un exponencial aumento del confort hasta el punto de que se ha terminado
identificando la verdad de la ciencia con la utilidad técnica.
Ortega no sólo sostiene que la filosofía es distinta a la ciencia, sino que no está obligada a subordinarse
y someterse a ella. Si lo hiciera, incurriría en un error semejante al que marcó la Edad Media cuando la
filosofía fue una sierva de la religión y la teología. Pero, además de insistir en esto, Ortega lleva a cabo
una crítica del cientificismo y del utilitarismo: no se trata de rechazar la ciencia o la técnica, pero sí de
no dar por bueno que se las considere lo único importante arrasando con todo lo demás; hay formas de
experiencia del mundo, modos de su comprensión, por ejemplo, el arte o la política, tan legítimas y
verdaderas como la ciencia y la técnica.
Hay, por otra parte, algo que diferencia a la filosofía respecto a la ciencia, pero, también, respecto al arte
o la moral y otras formas de experiencia de la realidad. El conocimiento científico, por ejemplo, supone
un campo temático ya abierto y acotado dentro del cual busca una respuesta a sus preguntas y una
solución a sus problemas. Pero la filosofía no puede dar nada por supuesto y, por ello, no se ocupa de un
campo temático ya abierto y acotado. Es decir, la filosofía no se ocupa de los entes o los fenómenos -
como hacen, a su distinta manera, la ciencia o el arte- sino que se ocupa del “ser”. ¿Qué significa esto?
Para empezar que la filosofía no se encarga de una parte de la realidad -de lo que “es”, del “ente”-
excluyendo otras partes o sectores. La filosofía, pues, se dirige a la totalidad de lo que es: a la unidad y
conexión entre las distintas áreas o campo parciales. Llegados a este punto ya se puede ofrecer una
primera definición de la filosofía, ya se puede responder a la pregunta “¿qué es (la) filosofía?”
Si todas las cosas -los entes, los fenómenos- aparecen siendo esto o aquello en la vida humana -en tanto
ella es la “realidad radical”- entonces la filosofía tiene que dedicar su esfuerzo a esclarecer en qué
consiste esta vida inseparable del mundo. El conjunto de la obra de Ortega contiene los resultados de
esta indagación. Uno de los puntos clave de una filosofía así definida pasa por la localización de unas
coordenadas que orienten el peregrinar de la vida humana en el mundo; esos puntos cardinales brindan
un sentido, un horizonte, una meta (algo que, precisamente en los periodos de crisis, se desvanece, se
esfuma, conduciendo a la vida a un vagar a la deriva, sin rumbo alguno). La filosofía, por lo tanto,
sostiene Ortega, acompaña al discurrir de la vida alentándola a que desbloquee y expanda, una y otra
vez, las energías creativas que convierten al saber o al comprender -sea en la ciencia, en el arte, en la
política, en todas las áreas de la cultura- en una extraordinaria e ilusionante aventura.
María Zambrano es una de las más destacadas discípulas de José Ortega y Gasset y Xavier Zubiri. Su
explícito apoyo a la República -colaboró, por ejemplo, con las Misiones Pedagógicas- la obligó, después
de la guerra civil, a padecer un largo exilio por países de Hispanoamérica y Europa. Cuando regresó a
España después del fin de la Dictadura recibió, en reconocimiento a su labor intelectual y su
compromiso político, el Premio Príncipe de Asturias y el Premio Cervantes. Actualmente se están
publicando, con el fin de que sus libros tengan la difusión que merecen, sus “obras completas”.
El problema de fondo que actúa como hilo conductor de la trayectoria de Zambrano es el de la crisis de
la modernidad que define al agitado y convulso siglo XX. Desde la filosofía esta autora realiza un
diagnóstico de la época presente y busca afanosamente una terapia que conduzca, tal vez, a abandonar
esta peligrosa y desalentadora situación crítica.
El diagnóstico de Zambrano, dicho con mucha brevedad y sin los oportunos matices, es el siguiente: en
la era moderna del mundo ha terminado imponiéndose por todas partes una ciencia y una técnica que
está aupada por una razón pura, abstracta, conceptual, lógico-matemática, metódica. Este proceso
histórico propio de la modernidad, desde luego, ha tenido efectos positivos, pero también, y esto es lo
que más resalta en los periodos de crisis, efectos negativos. Con el imperio de la tecnociencia, por
ejemplo, ha cuajado el triunfo de lo cuantitativo, lo instrumental y lo utilitario, y esto es algo que, más
allá de sus aspectos benéficos, aplana, nivela y homogeneiza el conjunto de la realidad.
Esbozado así el diagnóstico, ¿cuál puede ser la terapia oportuna? Recuperar, por difícil que sea, lo que
ha sido orillado, desechado, minusvalorado, despreciado y sepultado. La salida de la crisis moderna,
sostiene Zambrano, sólo ocurrirá cuando lo que ha sido drásticamente reprimido retorne en todo su
brillo y con todo su esplendor, corrigiendo y enmendando las unilateralidades que se han cometido
amparándose en la “razón” (en un determinado y específico concepto de “razón”, habría que añadir).
El punto de partida de la filosofía de Zambrano está en la tesis de que la realidad radical -el campo
completo en el que todo aparece y se muestra- es la vida humana. Así pues, todas las formas de saber o
los modos de comprensión arraigan en la experiencia de la vida (incluido, desde luego, el pensamiento
filosófico). Cuando se corta el cordón umbilical que une a las diferentes áreas de la cultura -la ciencia, el
arte, etc.- con la experiencia vital se desvinculan de lo que los nutre y terminan marchitándose,
perdiendo su aliento e impulso; una ciencia separada de la experiencia de la vida, por ejemplo, abandona
su arraigo en la actitud de asombro ante los enigmas del mundo y se convierte, por ello, en una mera
empresa burocrática al servicio de intereses económicos, etc.).
La terapia sugerida por Zambrano -un retorno de lo reprimido por el mundo moderno en base a un
estrecho y ciego “racionalismo”- exige precisar qué es lo que ha sido bruscamente sepultado y
ninguneado. Responde Zambrano: lo despreciado ha sido la radicalidad y la profundidad del sentir de la
vida, es decir, el universo de las emociones, los afectos, las pasiones, los deseos. El reto enorme, en
adelante, por lo tanto, que se dibuja en el seno de la crisis de la modernidad es este: sumergirse en ese
universo -complejo, denso, confuso, intenso, oscuro- con el propósito de recuperarlo en sus auténticas y
genuinas posibilidades. ¿Cómo conseguir algo así? ¿Qué hace falta para acometer con expectativas de
éxito esta ardua y fascinante tarea? Nada menos que dar con una nueva concepción de la razón más
versátil y sutil que la razón que ha imperado en la era moderna del mundo. ¿Qué propone, en este punto,
Zambrano? Una razón poética: una razón que explore y destaque la dimensión poética del mundo y de
la vida que se desenvuelve en él.
Desde la razón poética se destacan y acentúan dos formas de experiencia vital: la experiencia religiosa y
la experiencia artística. Ambas -cada una, eso sí, de un modo distinto, peculiar en cada caso- revelan y
expresan desde el sentir dimensiones profundas del mundo de la vida en la que ésta se conecta y vincula
con la fuente secreta de la creatividad.
Detengámonos brevemente en la experiencia religiosa, una forma de comprensión del mundo desdeñada
por la razón científica de la moderna ilustración por considerarla, exclusivamente, el fruto de la
ignorancia y la superstición de un ser humano inculto y bárbaro. Zambrano describe la experiencia
religiosa como un acceso a lo sagrado, es decir: al misterio insondable e inabarcable que rodea y
atraviesa la vida mundana. Las distintas religiones nacen cuando a través del símbolo de lo divino se
establece un vínculo con lo sagrado encauzado en los mitos y los ritos que congregan a una comunidad.
Por otra parte, explica Zambrano, cuando lo divino se separa de lo sagrado -pretendiendo en vano haber
anulado y cancelado lo insoldable del misterio- la religión se vuelve un rígido dogma, una ideología,
una rutina, una herramienta del poder, o sea: se convierte en algo dañino y peligroso. Concluye así
Zambrano su meditación filosófica sobre este espinoso tema: es oportuno, aquí y ahora, intentar
recobrar la experiencia religiosa, es decir, la celebración narrativa y ritual de los misterios de la vida, el
amor, el sufrimiento, el gozo y la muerte, lo cual, nada tiene que ver con la ciega adhesión a un sistema
cerrado de creencias dogmáticas.
Frente a esta Razón pura busca Zambrano -como otros autores y autoras del siglo XX- un concepto de
razón distinto, alternativo al tradicional: versátil, polifacético, multidimensional, respetuoso con la
realidad, capaz de asombrarse ante la riqueza y la complejidad del mundo y de sobrecogerse ante sus
enigmas y misterios.
La “razón poética” -propuesta por Zambrano- integra y reúne tres vertientes que muestran y señalan una
alternativa a la tradición “racionalista” que ha guiado a Occidente desde Platón hasta Hegel: a)
desciende al corazón palpitante de la vida, al sentir originario, al universo de los afectos y las
emociones; b) se vuelca en el cuidado de lo efímero, lo fugaz, lo contingente, lo particular, lo
irrepetible, lo diferente; c) realiza un viaje a la fuente misma de la creatividad, a la sede de la energía
creadora, al insólito poder de engendrar lo nuevo (sea en el arte, en la ciencia, etc.).
En definitiva, la razón poética -lo poético que habita en el centro de la razón- se orienta hacia la acogida
de lo que se nos da y ofrece en la experiencia tratando de respetarlo en sus diferencias, en la riqueza de
sus múltiples aspectos, etc. Por otra parte, esta razón no desdeña la “inteligencia”, lo que afirma es que
en su raíz misma la inteligencia es una inteligencia sentiente, una inteligencia incardinada en la
sensibilidad (cuando esto se olvida o se desconsidera, la inteligencia se extravía, se vuelve fría y
abstracta, pierde el suelo del que se nutre, volviéndose estéril y rígida).
Zambrano afirma que, en el contexto de la crisis moderna, sería importante recuperar la experiencia
artística entendida como una genuina y auténtica experiencia vital. Esto implica rechazar que las obras
de arte -sean pictóricas, escultóricas, musicales, etc.- se conviertan en un pasatiempo destinado a
rellenar los momentos de ocio con algo cómodo, inocuo y superficial.
Dentro del amplio campo del arte Zambrano ha prestado atención, desde la filosofía, al arte de la poesía,
al arte del lenguaje, en definitiva. ¿Qué es lo peculiar y fascinante del lenguaje poético? Esta es la
pregunta a la que ha tratado de responder. El lenguaje poético, explica Zambrano, altera la sintaxis y la
semántica del lenguaje ordinario de la comunicación cotidiana. ¿Por qué? Porque el lenguaje,
inevitablemente, se acartona, se anquilosa, se desgasta, se debilita y decae. ¿Para qué, entonces, el
lenguaje poético, el lenguaje de la poesía? Gracias a este arte el lenguaje -en las obras poéticas logradas-
recupera su esplendor inicial, su fuerza propia; el lenguaje poético, así, es un lenguaje rico, polisémico,
evocador, sugerente. La mejor poesía, pues, consigue devolver al lenguaje su poder originario:
verbalizar lo que aún se desconoce, encontrar palabras con las que decir lo que no ha sido dicho, etc.
Con el lenguaje poético, en tanto vinculado al sentir originario, al corazón de la experiencia de la vida,
se destacan aspectos de las cosas y vertientes del mundo, habitualmente silenciadas, desatendidas,
ignoradas, ocultas y veladas.
¿Qué enseña, en definitiva, la poesía? Por un lado, que el lenguaje no es un mero instrumento neutral de
comunicación, por otro lado, que los conceptos tienen siempre un imprescindible sustrato metafórico del
que sería empobrecedor tratar de desprenderse.
Dicho para concluir: Zambrano ha sido una filósofa única y singular que con tenacidad ha explorado y
articulado el carácter radicalmente “poético” de la razón, enfrentando así, bajo esta clave, la crisis del
mundo en el que habitamos.