AAVV, Contra El Trabajo
AAVV, Contra El Trabajo
AAVV, Contra El Trabajo
VERSUSf HOUND 12
* * 1t{ , SEIS ENSAYOS EN HUELGA ***
SENECA / SAMUH JOHNSON
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IHIODOHW.ADOllNO / l.M.CIOUN
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-CDNYRA-
nTRABAJO
I
nllf MPO llBR( vs IAJORNADA lABOHAl nPlAClR vs lA PHOOUCIIVIOAD
UN LLAMADO A RENUNCIAR AL YUGO DEL TRABAJO Y A ,LA MORAL QUE LO GLORIFICA, A
SENTIRNOS CULPABLES POR ENTREGARNOS A LA LABORIOSIDAD Y NO AL OCIO ECUNDO
1
CONTRA EL TRABAJO
El ensayo de Russell fue tomado de In Praise ofldleness, Bertrand
Russell, ©1990, The Bertrand Russell Peace Foundation Ltd., Routledge.
Reproducido con autorización de Taylor & Francis Books UK
ISBN: 978-607-7534-04-4
Impreso en México.
Printed in Mexico.
This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, with-
out written permissionfrom the publishers.
E l o c io s o 25
Samuel Johnson
E lo g io d e l a h o l g a z a n e r ía 49
Bertrand Russell
V iv ir a c o n t r a r r e l o j 77
Theodor W. Adorno
La m a l d i c i ó n d e l tra b a jo 87
E. M. Cioran
Tf
*i
LOS DEMASIADO OCUPADOS
n
1
12
garon sin haberse dado cuenta de que se acercaban al
final del viaje, así este constante y velocísimo camino de
la vida, que hacemos al mismo paso los dormidos y los
despiertos, no se revela a los atareados más que al último.
13
1
14
corre y se precipita; antes de que llegue ya ha dejado de
ser, y no permite que se le detenga, como el universo y
las estrellas, cuyo movimiento siempre inquieto no per
manece nunca en el mismo lugar. Así, los ocupados no
tienen más que el tiempo presente, que es tan breve que
es imposible atraparlo, e incluso éste se les escapa, pues
siempre andan distraídos con muchas cosas.
15
1
16
de desidia. ¿Llamas tú ocioso al que con solicitud angus
tiosa colecciona bronces de Corinto, a los que la manía
de algunos convirtió en preciosos, y pasa la mayor parte
del día en pulir metales oxidados? ¿Al que se sienta en el
gimnasio a contemplar las luchas de los muchachos,
porque para nuestra vergüenza ni siquiera nuestros
vicios son romanos? ¿O al que está clasificando por colo
res y edades a su rebaño de luchadores? ¿Al que brinda
banquetes a los atletas de moda? ¿Llamas ociosos a los
que se pasan muchas horas en la peluquería y se hacen
recortar lo que les ha crecido durante la noche —mien
tras deliberan por cada uno de sus pelos—y recompo
nen su cabellera desarreglada o, cuando es escasa, traen
de aquí y de allá pelos a su frente? ¡Cómo se encolerizan
si el peluquero ha sido un poco descuidado, si los afeitó
con esa falta de delicadeza viril! ¡Cómo se encienden si
un pelo queda fuera de su sitio, si se les recortó de más
su melena, si cada rizo no queda en el lugar adecuado!
¿Quién de ellos no prefiere que se alborote el Estado
antes que se alborote su cabellera? ¿Quién no está más
preocupado por la compostura de su cabeza que por su
salud mental? ¿Quién no prefiere estar bien acicalado a
ser honrado? ¿Llamas tú ociosos a los que andan siem
pre ocupados entre el peine y el espejo?
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No tienen ellos ocio, sino negocio baldío. Decidida
mente no situaría sus banquetes entre el tiempo dedica
do al ocio, pues veo con qué ansiedad disponen los cu
biertos de plata, con qué diligencia ciñen las túnicas de
sus esclavos favoritos, qué pendientes están de la forma
en que saldrá el jabalí de manos del cocinero, con qué
presteza, a una señal dada, los esclavos depilados corre
rán a servir, la habilidad con que serán trinchadas las
aves en trozos del mismo tamaño, la meticulosidad con
que los infelices esclavos limpiarán los esputos de los
borrachos. Con detalles como estos adquieren fama de
esplendidez y refinamiento, y hasta tal punto la desgracia
acompaña cualquier incidente de sus vidas, que ni beben
ni comen despreocupados.
Tampoco han de contarse entre los verdaderos ocio
sos a quienes se hacen llevar en silla o en litera de aquí
para allá, y acuden puntuales a todas sus gestiones,
como si no les estuviera permitido dejarlas; tampoco a
quienes se les avisa cuándo han de lavarse, cuándo han
de nadar y cuándo toca la cena; a tal grado se dejan lle
var por la languidez de su ánimo delicado que no pue
den saber por sí mismos si acaso tienen apetito.
He oído decir que uno de estos refinados —si puede
llamarse refinamiento al hecho de apartarse de la vida y
18
de las costumbres de los hombres—al ser sacado en bra
zos del baño y depositado en su silla, preguntó: “¿Ya
estoy sentado?” ¿Piensas tú que ese individuo que igno
ra si está sentado puede saber si vive, si ve o si está ocio
so? No me es fácil decidir qué me produce más pena, si
el que no lo supiera o el que fingiera ignorarlo. No cabe
duda de que olvidan muchas cosas, pero otras muchas
simulan haberlas olvidado. Ciertos vicios los deleitan
como si fuesen pruebas de su felicidad; les parece pro
pio de hombres de poca monta y despreciables saber lo
que hacen. ¡Pensar que existe gente tan incapacitada
para los deleites que tiene que confiar en otro para saber
si está sentado! A mi modo de ver, no se le debe conside
rar un ocioso, sino un enfermo, o mejor, un muerto. Es
ocioso aquel que tiene conciencia de su propio ocio.
Pero aquel que vive a medias y necesita un indicio para
saber la posición de su cuerpo, ¿cómo puede ser dueño
de tiempo alguno?
19
cualquier época; todos los años que les anteceden los
hacen suyos. Si no somos muy ingratos, es preciso reco
nocer que aquellos clarísimos fundadores de las doctri
nas sagradas nacieron para nuestro beneficio y nos pre
pararon para la vida. Gracias al esfuerzo ajeno nos vemos
conducidos a las cosas más bellas, arrancadas de las ti
nieblas a la luz; ninguna época nos ha sido vedada y se
nos admite en todas, y si con grandeza de espíritu pro
curamos superar la estrechez de la debilidad humana,
tenemos mucho tiempo a nuestra disposición. Podemos
discutir con Sócrates, dudar con Carnéades, descansar
con Epicuro, vencer con los estoicos la naturaleza hu
mana, con los cínicos sobrepasarla. Puesto que la natura
leza nos permite la compañía de cualquier época, ¿por
qué no, desde este breve y caduco tránsito del tiempo,
nos entregamos en cuerpo y alma a todo lo que es inmen
so, eterno, a lo que nos emparienta con los mejores?
Aquellos que van y vienen a cumplir sus obligacio
nes, los que se inquietan a sí mismos y a los demás, cuan
do al fin han enloquecido del todo, cuando día con día
han ido de una dirección a otra sin pasar de largo por
ninguna puerta abierta, después de que han repartido
sus interesados saludos por las casas más diversas, ¿a
cuánta gente habrán podido ver en una ciudad tan
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inmensa y tan dividida entre los distintos placeres?
¡Cuántos serán los que por el sueño o la lujuria o la des
cortesía no los habrán recibido! ¡Cuántos los que tras
haberlos torturado con una larga espera, se les escabu
lleron con prisa fingida! ¡Cuántos los que habrán eludido
salir por el atrio, atestado de clientes, y habrán huido por
secretas puertas falsas, como si no fuera más desalmado
engañar que no recibir! ¡Cuántos medio dormidos y ale
targados por la disipación del día previo, cuántos infeli
ces que pospusieron su sueño por guardar el ajeno,
cuántos, al susurrar mil veces su nombre abriendo ape
nas los labios, responderán con un bostezo de lo más
insolente!
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curre sin fruto, sin gusto, sin ningún provecho para el
espíritu.
Es en verdad miserable la condición de toda la gente
ocupada, pero todavía más la de aquellos que no trabajan
en sus propias ocupaciones, adaptan su sueño al de otros,
andan al paso ajeno, reciben órdenes para amar y odiar,
que son las cosas más libres de todas. Si ellos quieren
saber cuán breve es su vida, no tienen más que pensar en
qué medida ha sido realmente suya.
22
Nacido en Córdoba (Hispania), no se sabe si en
el año 4 ó 1 a.C., L u cio A n n eo S én eca fue, jun
to al emperador Marco Aurelio, uno de los ma
yores filósofos estoicos del imperio romano. Es
tuvo a cargo de la educación de Nerón, contra el
que presuntamente organizaría más tarde una
conspiración fallida, que lo llevó a retirarse de
la vida pública y luego al suicidio en el año 65
d.C. En sus obras, en particular en los llamados
Diálogos morales y las Cartas morales a Lucilo
—que inspiraron a Montaigne—, Séneca plantea
una serie de críticas, aún poderosas y vigentes, a
las costumbres y prejuicios que rigen a los hom
bres, y que tienen como cometido enseñar la
manera de construirse un mundo autónomo y
libre a espaldas de las convenciones, en que el
individuo sea el único dueño de su tiempo y,
más importante, de la conducción de su vida.
Ya que por desgracia su tratado “Del ocio”
llegó a nosotros muy mutilado, aquí se incluyen
algunos extractos de Sobre la brevedad de la
vida, en la versión de Mario de la Sibila.
23
1
EL OCIOSO
Sa m u elJ o h n so n
I
E l carácter del ocioso1
27
sión alguna de herencia legítima; en algún momento se
hizo el esfuerzo por revivir a El chismoso3, y los extraños
apelativos que otros han usado en otros diarios mues
tran que los autores estaban preocupados, como los nati
vos de América, quienes se acercaban a los europeos
rogándoles porque les dieran un nombre.
Le creerán sin dificultad a El ocioso que si su nombre
hubiera requerido algún tipo de búsqueda, no lo habría
encontrado jamás. Cada modo de vida tiene sus conve
niencias. El ocioso, quien se habitúa a satisfacerse con
aquello que puede obtener sin mayor esfuerzo, no sólo se
aleja de los empeños que parecen no tener recompensa,
sino que muchas veces es más exitoso que quienes re
chazan todo lo que está a la mano y suponen más valio
sas las cosas en cuanto más difícil es adquirirlas.
Si la similitud de las costumbres es motivo para la
bondad, el ocioso puede congratularse por tener el bene
plácito universal. No es solamente en un personaje donde
estos rasgos se acumulan; todo ser humano es, o aspira a
ser, un ocioso. Incluso aquellos que parecen tan diferen
tes de nosotros apresuran el crecimiento de nuestra her-
28
mandad; así como la paz es el fin de la guerra, la condi
ción ociosa es el fin último de estar ocupado.
Quizá no haya un mejor apelativo a través del cual
un escritor denote su afinidad con la especie humana.
Siempre ha sido difícil describir al hombre con una defi
nición adecuada. Algunos filósofos lo han llamado un
animal racional, pero otros han considerado que la razón
es una cualidad asequible a muchas criaturas. Se le ha lla
mado también un animal que ríe, pero se dice que hay
hombres que nunca ríen. Quizá el hombre sea descrito
con mayor pertinencia como un animal ocioso, ya que no
hay hombre que no permanezca, en algún momento,
ocioso. Es por lo menos una definición de la que nadie que
lea esta columna puede sentirse exento, porque ¿quién es
más ocioso sino un lector de El ocioso?
Para que la definición esté completa, el ocio no
puede ser sólo algo general, sino una característica pecu-
¡ liar al hombre, y quizá éste sea el único ser que puede lla
marse justamente ocioso, que hace a través de los otros
i lo que podría hacer por sí mismo o que sacrifica el deber
1 o el placer ante el amor a lo fácil.
Apenas se puede imaginar algún otro nombre del
que se tenga que temer menos por envidias o competen
cias; El ocioso no tiene rivales ni enemigos. El hombre
29
de negocios lo olvida; el hombre de empresas lo despre
cia, y aunque los que andan por el mismo camino de
vida comúnmente caen en los celos o la discordia, a los
ociosos se les halla siempre asociados en paz. Y aquel
que es conocido por no hacer nada, siempre se contenta
al encontrar a otro tan ocioso como él.
Lo que se pueda esperar de esta columna, sea cosa
uniforme o variada, erudita o familiar, seria o jocosa, po
lítica o moral, sostenida o interrumpida, es algo que es
pero ningún lector pregunte. Que El ocioso tiene algún
tipo de plan no puede dudarse, ya que elaborar planes es
el privilegio del ocioso. Pero aunque tiene muchos pla
nes en su cabeza, ahora se muestra reacio a comunicar
los, porque ha observado que sus escuchas son hábiles
para recordar justo eso que él olvida; porque ha observa
do que sus demoras al ejecutarlos lo expone a las de
mandas de aquellos que se dan cuenta y se rinden ante el
trabajo, y porque ha observado que planes harto enga
ñosos, después de largas conjeturas y despliegues pom
posos, decaen en pleno tedio sin haber sido puestos a
prueba, y son descartados con sorna sin haber fallado.
Algo en el carácter de El ocioso puede suponer una
promesa. Aquellos curiosos, interesados por la historia
diminutiva, aquellos que reparan en las revoluciones al
30
interior de las familias y el auge y la caída de personajes,
hombres o mujeres, esperarán obtener gratificación de
esta columna, porque el ocioso es siempre inquisitivo y
apenas retentivo. Aquel que se deleita con la condena
pública y la sátira, y desea ver nubarrones agolpándose
en torno a cualquier reputación que lo maraville con su
brillo, empuñará los ensayos de El ocioso con el corazón
palpitante. El ocioso es por naturaleza un censor; aque
llos que nunca hacen nada por sí mismos piensan que
todas las cosas son fáciles de hacer y consideran siempre
a quienes fallan como unos criminales.
Creo necesario anunciar que no estoy celebrando
ningún contrato o incurriendo en obligación alguna. Si
resulta que aquellos que dependen de El ocioso para su
dosis de sabiduría y entretenimiento sufren la decepción
que con frecuencia sucede a las expectativas mal funda
das, sólo podrán culparse a sí mismos.
No toda la esperanza, sin embargo, debe perderse. El
ocioso, aunque desaseado, aún está vivo y puede, algunas
veces, llegar al vigor y a la actividad. Puede descender a
lo hondo o escalar lo sublime, porque la diligencia de un
ocioso es veloz e impetuosa, como los cuerpos torpes
que, obligados a acelerarse, se mueven con una violencia
proporcional a su peso.
31
Pero estos vehementes esfuerzos del intelecto no
pueden ser frecuentes, y por eso él con todo gusto acep
tará la ayuda de cualquier corresponsal, que le permita
complacer sin realizar ningún trabajo. No excluye nin
gún estilo, no prohíbe ningún tema, solamente quien le
escriba a El ocioso recuerde que sus cartas no deben de
ser largas. No se deben desperdiciar palabras en decla
raciones de estima o confesiones de inhabilidad; el
tedio autoconsciente tiene poco derecho a ser prolijo y
el elogio no es tan bienvenido para El ocioso como el
silencio.
El p r o g r e s o d e l o c io 4
“A El ocioso
Señor,
32
complacido y me ha enfurecido. Ningún escritor me pa
reció grato como usted al haber adoptado el nombre de
El ocioso. Pero, ¡qué decepción cuando su primera en
trega vio la luz! Un irresistible y natural apego a esa
pasión benéfica —el ocio— me llevó a esperar ciertas
concesiones de El ocioso, pero me parece un desconoci
do ante ese nombre.
"¿Qué reglas ha propuesto para desatar el nervio hol
gazán, para sombrear el ojo pesado de la desatención,
para dar a la faz suave y al músculo flácido o para procu
rar insensibilidad a toda la composición animal?
"Estas fueron algunas de las plácidas bendiciones que
me prometí disfrutaría, cuando cometí violencia contra
mí mismo al amasar toda mi fuerza y leerlo a usted. Pero
todas ellas me desilusionaron y la campanada de las
once en punto de la mañana es todavía tan terrible para
mí como antes, y ponerme la ropa todavía me parece tan
punzante y laborioso. ¡Oh, qué nuestro clima permitiera
aquella desnudez original que los muy felices indios
disfrutan hasta hoy! ¡Cuántas horas indolentes dejaría
pasar, calentado en la cama por los gloriosos rayos del
sol, si pudiera, como ellos, desaparecer de ahí en el ins
tante en que la necesidad me obliga a soportar el tor
mento de ponerme de pie!
33
"Pero, ¿por qué razón le hablo a usted de asuntos de
tan delicada naturaleza? ¡Usted que parece tan ignoran
te de los deleites incomunicables del sillón individual,
acompañado de un suave banquillo para elevar los pies!
Así, vacío de pensamientos, me regodeo durante el día.
"Usted puede definir la felicidad como le plazca. Yo
suscribo la opinión que la define como la ausencia de
dolor. Reflexionar es dolor. Inquietarse es dolor. Por eso,
yo jamás reflexiono o me inquieto a menos de que no
pueda evitarlo. Quizá llamará a mi esquema de vida ‘in
dolencia’, y consecuentemente pensará que El ocioso
está exento de reparar en mí; pero yo siempre he visto a
la indolencia y al ocio como la misma cosa y deseo que de
vez en cuando, usted que se profesa parte de nuestra fra
ternidad, repare en mí y en otros en mi situación que
creen que tienen derecho a recibir su ayuda. O abandone
ese nombre.
"Puede publicar, quemar o destruir esto, según el
humor en el que esté; son diez para la una pero ya olvi
dé lo que escribí, aun antes de que le llegue a usted.
Creo que encontrará un epígrafe para esto en Horacio,
pero no puedo alcanzarlo sin levantarme de mi silla; esa
es razón suficiente para no ponerle ninguno. Y al saber
me obligado a sentarme derecho para poder tocar la
34
campanilla y llamar a mi sirviente que llevará esto al
correo, no dejo pasar la oportunidad ahora que está él
en el cuarto y aquí, abruptamente, termino.”5
Este corresponsal, quienquiera que sea, no debe ser
descartado sin alguna muestra de aprecio. No hay señal
más inequívoca de un ocioso genuino que la inquietud
sin molestia y la queja sin agravio.
Aún así, mi gratitud con el colaborador de media
columna no puede dominar completamente a mi since
ridad. Debo informarle que, con todo y sus pretensio
nes, él, que me pide instrucciones para ser ocioso, está
todavía en los rudimentos del ocio y no ha logrado ni la
práctica ni la teoría del dispendio de vida. La verdadera
naturaleza del ocio la conocerá con el tiempo, al persis
tir en él. Virgilio nos cuenta de un ser impetuoso y veloz
que adquiere fuerza a través del movimiento. El ocioso
adquiere peso al permanecer inmóvil.
La vis inertiae —la capacidad de resistir todos los
impulsos externos—crece con cada hora. Las incansa
bles y molestas facultades de atención y discriminación,
reflexión acerca del pasado y preocupación por el futu-
35
ro, gracias a la sostenida indulgencia del ocio, como
velas en el aire quieto, se consumirán gradualmente; y el
amante oficioso, el soldado vigilante, el ocupado comer
ciante, pueden, por medio de una cuidadosa contención
mental, alcanzar un estado similar al de la materia bruta
y retendrán la conciencia de su propia existencia sólo
gracias a una languidez sorda y un adormilado descon
tento.
Ésta es la más baja escala a la que pueden descen
der los proclives al ocio. Estas regiones de quietud des
encantada son accesibles sólo para unos cuantos. De
aquellos que están preparados para sumirse en su pro
pia sombra, algunos son movidos a la actividad por la
avaricia o la ambición, algunos son avivados por la voz
de la fama, otros tentados por la sonrisa de la belleza y
muchos impedidos por las importunaciones de la nece
sidad. De todos los enemigos del ocio, la necesidad es el
que más impresiona. La fama pronto se revela como una
charca, y el amor un sueño; de la avaricia y la ambición se
puede sospechar que están en colusión con el ocio, por
que después de proteger a sus devotos, los llevan a termi
nar sus vidas bajo el domino de éste último. La necesidad
siempre lucha contra el ocio, pero con frecuencia la
necesidad es vencida y cada hora muestra al observador
36
cuidadoso a aquellos que prefieren vivir con lasitud que
en la abundancia.
Tan vasta es la región del ocio y tan poderosa su in
fluencia. Pero no entrega todos sus dones de inmediato.
Mi corresponsal, quien parece, con todos sus errores,
digno de consejo, debe saber que está clamando con de
masiada premura por la última explosión de total insen
sibilidad.
A pesar de lo que le hayan enseñado a creer ciertos
ociosos incompetentes, se necesita esfuerzo para ini
ciarse en el ocio. Aquel que nunca se esfuerza puede
conocer los dolores del ocio, pero no su placer. El confort
está en que, si se avoca a la insensibilidad, diariamente
incrementará los intervalos de ocio y reducirá los del
esfuerzo hasta que por fin podrá tumbarse a descansar y
nunca más importunará al mundo o a sí mismo por el
frenesí o la competencia.
De este modo he intentado darle la información que,
quizá, después de todo, no estaba buscando. Porque un
verdadero ocioso algunas veces pide aquello que sabe
que jamás tendrá y hace preguntas que no desea que
sean respondidas.
37
S a m u e l J o h n s o n (Lichfield, Inglaterra, 1709-
Londres, 1784) fue el m oralista m ás escuchad o
de su tiem po; p o r consecuencia, el m ás c o n tro
vertido de los críticos. E nsayista n atu ra l y lexi
cógrafo p o r d esesperación —se im puso la ta re a
de crear en solitario el Diccionario de la lengua
inglesa p ara fijar u n inglés aú n dem asiado volá
til—, el tam bién llam ado Dr. Jo h n so n fue u n n o
torio perezoso a la h ora de escribir: su obra es
vasta pero su velocidad siem pre fue cuestiona
ble. Quizá po r p adecer el síndrom e de T ourette
—esa enferm edad llena de tics y m ovim ientos
involuntarios—, supo siem pre que el paraíso
está en perm anecer en reposo. E n tre sus escri
tos más recordados están sus colaboraciones
para The Ram bler y The Idler, en las que quiso
continuar la tradición ensayística com enzada
por Joseph A ddison y R ichard Steele en The
Spectator. El p ar de ensayos que aquí p rese n ta
m os fue traducido por Pablo D uarte.
38
CONTRA LOS APOLOGISTAS DEL TRABAJO
F r ie d r ic h N ie t z s c h e
I
En la glorificación del trabajo, en los discursos ineludi
bles sobre las bondades del trabajo, veo la misma secreta
intención que en los elogios de los actos impersonales y
de interés general: el miedo secreto a todo lo individual.
Se comprende ahora muy bien, al contemplar el espectá
culo del trabajo —es decir, de esa actividad ardua que se
extiende de la mañana a la noche—, que no hay mejor
policía, pues sirve de freno a cada uno de nosotros y con
tribuye a que se detenga el desenvolvimiento de la razón,
de los apetitos y de los deseos de independencia. El tra
bajo gasta la fuerza nerviosa en proporciones extra
ordinarias y priva de esa fuerza a la reflexión, a la medi
tación, a los ensueños, a los cuidados, al amor y al odio;
nos pone delante de los ojos un fin siempre vano, y re
compensa con satisfacciones fáciles y del todo comunes.
Una sociedad que trabaja rudo y sin descanso gozará de
41
la mayor seguridad, que es lo que el presente adora como
si se tratara de una divinidad suprema. Pero lo crucial
(¡oh terror!) es que el trabajador es precisamente quien
se ha vuelto peligroso. Los individuos peligrosos son
legión, y detrás de ellos está el peligro de peligros: el indi-
viduum.
T r a b a jo y a b u r r im ie n t o
42
los viajes, las conquistas amorosas y la aventura. Ellos
aceptan el trabajo y la penuria, con tal de que estén aso
ciados al placer; e incluso, de ser necesario, están dis
puestos a realizar el trabajo más pesado. En caso de que
esto no suceda, son de una decidida indolencia, aun
cuando esta indolencia se acompañe de penurias, desho
nor, riesgos para la salud y la vida. No temen tanto al abu
rrimiento como al trabajo sin placer; en realidad, requie
ren de mucho aburrimiento si es que aspiran a tener
algún éxito en su clase de trabajo. Para el pensador y para
todos los espíritus sensibles, el aburrimiento equivale a
ese desapacible “amainar del viento” que precede a los
viajes afortunados y las corrientes alegres; es preciso
que lo tolere, tiene que esperar que produzca en él su
efecto —¡eso es justamente lo que los seres más humil
des jamás pueden conseguir de sí mismos! Ahuyentar a
como dé lugar el aburrimiento es una vulgaridad, como
es una vulgaridad trabajar sin placer. Tal vez el oriental
se distingue del europeo en que es capaz de una tranqui
lidad más dilatada y profunda; incluso sus narcótica
actúan lentamente y requieren paciencia, en contraste
con la fastidiosa instantaneidad del veneno europeo: el
alcohol.
43
O cio y d e s o c u p a c ió n
44
hombre, en el trato con los amigos, mujeres parientes,
niños, maestros, alumnos, líderes y príncipes. Ya no se
tiene tiempo ni vigor para las ceremonias, para el pacto
contraído con los circunloquios, para el espíritu de la
conversación y, en general, para toda forma de otium.
Pues la existencia, convertida en una cacería del benefi
cio, obliga sin cesar a que el propio espíritu se gaste
hasta el agotamiento en disimularse, engañar o antici
parse: ahora la auténtica virtud es hacer las cosas en
menos tiempo que los demás. De esta manera es que se
han vuelto escasas las horas que se permite la honestidad;
pero como al llegar esas horas uno ya está cansado, no es
suficiente con sólo “dejarse ir”,'sino que uno procura
estirarse a todo lo largo y ancho, desparpajadamente. Las
cartas, cuyo estilo y espíritu serán siempre el genuino
“signo de los tiempos", se escriben de acuerdo a esta
tendencia. Si es que aún perdura un disfrute en la socia
bilidad y las artes, se parece al disfrute del que disponen
los esclavos que han trabajado hasta la extenuación.
¡Cuán sobria es la “felicidad” de nuestros hombres, ya
sean cultos o incultos! ¡Yesta creciente sospecha frente
a toda alegría! Cada vez más las buenas conciencias se
ponen del lado del trabajo; la inclinación a la alegría ha
cambiado de nombre y, confundida con “la necesidad de
45
reposo”, empieza a avergonzarse ante sí misma. Cuando
uno es sorprendido en un día de campo, no tarda en acla
rar que “uno es responsable de su salud”. Las cosas
podrían llegar tan lejos que pronto nadie se abandonará
al impulso hacia la vita contemplativa (es decir, hacia los
paseos reflexivos y con amigos) sin autodesprecio y mala
conciencia.
Ahorabien, ¡en la antigüedad sucedía todo lo contra
rio! Era el trabajo el que cargaba consigo la mala con
ciencia. Cuando la penuria orillaba a un hombre de buen
linaje a trabajar, se empeñaba en ocultarlo. El esclavo
trabajababajo el yugo de sentir que hacía algo desprecia
ble —el “hacer” mismo era algo despreciable. “La distin
ción y el honor están sólo en el otium y el bellum, en el
ocio y la guerra”: ¡así sonaba la voz de la opinión antigua!
46
F r ie d r ic h N ie t z s c h e (Rocken, Alemania,
1844-W eim ar, 1900) abandonó m uy p ronto la
cá te d ra de filología clásica en la U niversidad de
Basilea p ara d edicarse de lleno a la filosofía,
fu n d am e n talm en te bajo el influjo de S chopen
hauer. E sa ren u n c ia fue u n a m ás de las m uchas
que h izo en su vida. E n 1870 rechazó la naciona
lidad alem ana, d espués de h ab e r criticado fe
ro z m e n te la m oral d e su tiem po. A dm iró a
W agner y luego lo detestó. D e H egel tom ó la
idea de la dialéctica del am o y el esclavo, para
en to n ce s d efe n d er u n a m oral de espíritus libres.
C uestionó el recu rso de apelar a ideas trascen
d en tes —D ios, M ás Allá, P rogreso—, a las que
opu so u n a fo rm a d esca m ad a de nihilismo. Ab
ju ró de la argum entación y se refugió en el des
tello intem pestivo del aforism o. Al final de su
vida, q u izá enferm o de sífilis, term inó por re
n u n c ia r ta m b ié n a la razón.
L os aforism os que aquí se publican fueron
seleccionados de los libros Aurora y L a gaya
ciencia. L a trad u c ció n es de Luis Klein.
47
T
L
.
1
i
i
ELO G IO DE LA HOLGAZANERIA
B ertra n d R u ssell
Como a la mayoría de mis contemporáneos, me educaron
en el espíritu del reirán: “El diablo encuentra trabajo para
las manos que no hacen nada.” Como fui un niño muy vir
tuoso, creí todo cuanto me dijeron y adquirí una concien
cia que me ha hecho trabajar intensamente toda mi vida.
Aunque mi conciencia ha controlado mis actos, mis opi
niones se han sublevado. Me parece que se ha trabajado
demasiado en el mundo y que la fe en las virtudes del tra
bajo ha causado muchos estragos; lo que hay que predicar
en los países industrializados modernos es muy distinto
de lo que siempre se ha propagado. Todo el mundo cono
ce la historia del viajero que se encontró en Nápoles con
doce mendigos tumbados al sol —antes de Mussolini—y
ofreció una lira al más perezoso. Once de ellos se levanta
ron de un salto para reclamarla, así que se la dio al décimo
segundo. El viajero hizo lo correcto. Pero para los países
51
que no disfrutan del sol del Mediterráneo la ociosidad es
más difícil y, para promoverla, se requeriría desplegar
una gran propaganda. Espero que después de haber leído
las páginas que siguen los dirigentes de la Asociación
Cristiana de Jóvenes (YMCA) orquesten una campaña
para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no
habré vivido en vano.
Antes de exponer mis propios argumentos a favor de
la holgazanería, debo refutar uno que no puedo aceptar.
Cuando una persona que ya dispone de lo suficiente para
vivir se propone ocuparse en algún trabajo diario, como
la enseñanza o la mecanografía, se dice que tal conducta
quita el pan de la boca a otros y que es, por lo tanto, ini
cua. Si este argumento fuera válido, bastaría que todos
fuéramos ociosos para tener la boca llena de pan. Los
partidarios de este argumento olvidan que un hombre
suele gastar lo que gana y al hacerlo genera empleo.
Mientras un hombre gaste sus ingresos, pone tanto pan
en las bocas de los demás como se los quita al ganar.
Desde este punto de vista, el verdadero malvado es el
hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en
un calcetín, como el proverbial campesino francés, es
evidente que no genera empleo. Si invierte sus ahorros,
la cuestión es menos obvia y se suscitan diferentes casos.
52
Una de las cosas que con más frecuencia se hace con
los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista de
que el grueso del gasto público de la mayor parte de los
gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas por
guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras,
el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en
la misma situación que el malvado personaje de Shakes
peare que contrata asesinos. El resultado estricto de los
hábitos financieros del hombre es el incremento de las
fuerzas armadas del Estado al que presta sus ahorros.
Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero,
aun cuando lo gastara en bebida o enjuego.
Algunos argumentarán, sin embargo, que el caso es
absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten
en empresas industriales. Cuando tales empresas son
exitosas y producen algo útil, resulta admisible. Pero en
nuestros días nadie negará que la mayoría de las empre
sas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de tra
bajo humano, que bien hubiera podido emplearse en
algo susceptible de disfrute, se desperdició en la fabrica
ción de máquinas que, una vez construidas, permanecen
paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que
invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudi
ca a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero
53
—digamos—en organizar fiestas para sus amigos, éstos
—esperemos—se divertirán, al tiempo que se beneficia
rán todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el
carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol.
Pero si lo gasta, por ejemplo, en tender rieles para tran
vías en un lugar donde los tranvías resultan innecesa
rios, habrá desviado un considerable volumen de traba
jo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin
embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su
inversión, se le considerará víctima de una desgracia in-
merecida, mientras que al alegre derrochador, que gastó
su dinero filantrópicamente, se le despreciará por tonto
y frívolo.
Lo anterior es sólo preliminar. Quiero defender, con
toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está
causando mucho daño en el mundo moderno y que el
camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una
reducción organizada del trabajo.
Antes que nada, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de
trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia
que se encuentra en, o cerca de, la superficie de la Tierra,
a partir de otra materia dada; la segunda: ordenar a otros
que lo hagan. La primera es desagradable y está mal re
munerada; la segunda es agradable y muy bien pagada.
54
Esta segunda clase puede extenderse indefinidamente:
no sólo están los que dan órdenes, sino también los que
asesoran acerca de qué órdenes deben darse. En general,
dos grupos de hombres organizados dan al mismo tiem
po dos clases opuestas de indicaciones; esto se llama po
lítica. Para esta clase de trabajo no se requiere saber de
los temas acerca de los cuales se dará consejo, sino de las
artes retóricas para hablar y escribir de manera persuasi
va, es decir, del arte de la propaganda.
En Europa, aunque no en los Estados Unidos, hay
una tercera clase de hombres, más respetada que cual
quiera de las clases trabajadoras. Hombres que, gracias a
la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer
que otros les paguen por el privilegio de subsistir y traba
jar. Estos terratenientes son gente ociosa y, por ello, sería
de esperarse que aquí los elogiara. Por desgracia, su ocio
sidad sólo resulta posible gracias al trabajo de otros; y en
realidad, su deseo de cómoda holgazanería es la fuente
histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que
ellos podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la Re
volución Industrial, un hombre podía, por lo general,
producir, trabajando arduamente, poco más de lo im
prescindible para su propia subsistencia y la de su fami-
ss
lia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duro
como él, y sus hijos contribuyeran en cuanto cumplieran
la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre
lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de quie
nes lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros
y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había exce
dente; pero los guerreros y los sacerdotes guardaban de
cualquier modo reservas como en otros tiempos, sin im
portar que muchos de los trabajadores murieran de ham
bre. Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 (desde
entonces, los miembros del Partido Comunista han here
dado los privilegios de los guerreros y sacerdotes) y toda
vía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la Re
volución Industrial, se mantuvo en plenitud durante las
guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la
nueva clase industrial adquirió poder. En los Estados
Unidos, el sistema terminó con la Independencia, excep
to en el sur, donde sobrevivió hasta la Guerra Civil. Un
sistema que se prolongó tanto tiempo y que terminó hace
tan poco dejó, como es natural, una huella profunda en
los pensamientos y opiniones de los hombres. Buena par
te de lo que damos por sentado acerca de las bondades
del trabajo deriva de ese sistema, que, al ser preindus
trial, no se ajusta al mundo moderno. La técnica moder-
56
na ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites,
no sea la prerrogativa de las pequeñas clases privilegia
das, sino un derecho equitativo de toda la comunidad. La
moral del trabajo es la moral del esclavo, pero el mundo
moderno ya no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los
campesinos, si estuvieran en condiciones de elegir, no ha
brían entregado el escaso excedente de su trabajo a los
guerreros y sacerdotes, sino que habría producido menos
o consumido más. Al principio, producían y entregaban el
excedente por coacción. Gradualmente, sin embargo, re
sultó posible persuadir a muchos de ellos para que acep
taran una ética según la cual era su deber trabajar in
tensamente, aunque ello implicara mantener a otros que
permanecían ociosos. De este modo, el aparato de suje
ción se fue reduciendo y los gastos de gobierno dismi
nuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento
de los asalariados británicos se sorprenderían si se les
dijera que el rey no debería tener ingresos mayores que
los de un trabajador. En términos históricos, el concepto
de deber ha sido un medio empleado por los poderosos
para inducir a los demás a vivir para el interés de sus
amos más que para el suyo propio. Sobra decir que quie
nes detentan el poder ocultan este hecho aun ante sí mis-
57
mos, y se las arreglan para creer que sus intereses coinci
den con las más altos intereses de la humanidad. A veces
esto es cierto; los atenienses dueños de esclavos, por
ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer
una contribución permanente a la civilización, que hu
biera sido imposible bajo un sistema económico justo. El
tiempo libre es esencial para la civilización y, en épocas
pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo
libre de los menos. Pero el trabajo era valioso porque con
tribuía al ocio, no porque en sí fuera bueno. Y ahora la
técnica moderna ha hecho factible que el ocio se distribu
ya equitativamente, sin menoscabo para la civilización.
Gracias a la técnica moderna podría reducirse consi
derablemente la cantidad de trabajo necesaria para ase
gurar que todos tengan lo imprescindible. Esto se hizo
evidente durante la Segunda Guerra Mundial. En aquel
entonces, todos los miembros de las fuerzas armadas,
todos los hombres y mujeres ocupados en la fabricación
de municiones, todos los hombres y mujeres dedicados
al espionaje, a hacer propaganda bélica o que se desem
peñaban en las oficinas militares, quedaron al margen
de las labores productivas. A pesar de ello, el nivel gene
ral de bienestar material entre los asalariados no espe
cializados de las naciones aliadas fue más alto que antes
58
y que después. La importancia de este hecho quedó en
cubierto por las finanzas: los préstamos creaban el espe
jismo de que el futuro estaba alimentando el presente.
Pero esto, desde luego, era imposible; un hombre no
puede comerse una rebanada de pan que aún no existe.
La guerra demostró de modo concluyente que la organi
zación científica de la producción permite que la pobla
ción moderna goce de un bienestar considerable con sólo
una pequeña parte de la capacidad de trabajo mundial. Si
la organización científica (concebida para permitir que
algunos hombres lucharan y fabricaran municiones) se
hubiera mantenido después de la guerra, y se hubiera
reducido a cuatro horas la jornada laboral, todo habría
marchado perfectamente. En lugar de ello, se restauró el
viejo caos: aquellos cuyo trabajo era necesario se vieron
obligados a trabajar largas horas, y al resto se le condenó
a morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque
el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir suel
dos proporcionales a lo que ha producido, sino propor
cionales a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Esta es la moral del Estado esclavista, aplicada en cir
cunstancias completamente distintas de aquellas en las
que se gestó. No es extraño que el resultado sea desastro
so. Tomemos un ejemplo. Supongamos que cierto núme-
59
ro de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Di
gamos que en ocho horas diarias hacen tantos alfileres
como los que el mundo necesita. Alguien inventa un méto
do con el cual el mismo número de personas puede dupli
car el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo
no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres
son ya tan baratos que difícilmente podría venderse uno
más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los
implicados en la fabricación de alfileres trabaj arí an cuatro
horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como
antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoraliza
dor. Los hombres siguen trabajando ocho horas; hay de
masiados alfileres; algunos patronos quiebran y la mitad
de los hombres antes empleados en la fabricación de alfi
leres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay
tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de
los hombres están absolutamente inactivos, mientras la
otra mitad trabaja demasiado. De este modo queda asegu
rado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por
todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad uni
versal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo
libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En In
glaterra, a principios del siglo xix, la jornada laboral de
60
un adulto era de quince horas; a veces los niños hacian la
misma jornada, pero por lo general trabajaban doce
horas al día. Cuando algunos entrometidos señalaron
que quizá tal cantidad de horas fuera excesiva, se argu
mentó que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a
los niños del mal. Cuando era niño, poco después de que
la clase trabajadora urbana hubiera adquirido el voto, se
establecieron por ley algunos días festivos, con gran in
dignación de las clases altas. Recuerdo haber oído decir
a una anciana duquesa: “¿Para qué quieren vacaciones
los pobres? Deberían trabajar.” Hoy las personas no son
tan directas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente
de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento —francamente y sin
superstición—la ética del trabajo. Todo ser humano, por
necesidad, consume en el curso de su vida cierta cantidad
del producto del trabajo humano. Si aceptamos que el tra
bajo es, en general, desagradable, resulta injusto que un
hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto,
puede prestar algún servicio en vez de producir artículos
de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo;
pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y
alojamiento. Para este propósito, el deber de trabajar
tiene sentido; pero solamente para este propósito.
61
No insistiré en el hecho de que, en todas las socieda
des modernas —aparte de la Unión Soviética—, mucha
gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; me
refiero a todos aquellos que heredan dinero y a todos
aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de
que se les consienta permanecer ociosos sea tan perjudi
cial como el que se espere que los asalariados trabajen en
exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado promedio trabajara cuatro horas al
día, el trabajo alcanzaría para todos y no habría desem
pleo —suponiendo que existiera una organización mo
derada. Esta idea escandaliza a los ricos porque están
convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear
tanto tiempo libre. En Estados Unidos, los hombres sue
len trabajar largas horas, aun cuando ya viven con co
modidad; estos hombres, obviamente, se indignan ante
la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo
la forma del inflexible castigo del desempleo; en reali
dad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es
bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen
tanto que no les quede tiempo para educarse, no les
importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún
trabajo en absoluto. La atracción esnob por la inutilidad,
que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos.
62
queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello,
sin embargo, no las pone en una situación más acorde
con el sentido común.
Debemos admitir que el empleo sabio del tiempo
libre es producto de la civilización y la educación. Un
hombre que ha trabajado largas horas durante toda su
vida se aburrirá si queda súbitamente inactivo. Pero si no
cuenta con una cantidad considerable de tiempo libre,
ese hombre se habrá privado de muchas de las mejores
cosas de la vida. Y ya no hay razón para que el grueso de
la gente tenga que sufrir tal privación; sólo un terco asce
tismo, generalmente vicario, nos lleva a la necedad de
trabajar en exceso, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno ruso,
así como hay muchas cosas diferentes de la tradicional
enseñanza de Occidente, hay algunas otras que no han
cambiado en absoluto. La actitud de las clases gober
nantes, y en especial de aquellas que dirigen la propa
ganda educativa respecto al tema de la dignidad del tra
bajo, es casi la misma que las clases gobernantes de todo
el mundo han predicado desde siempre a los llamados
“pobres honrados”. Laboriosidad, sobriedad, buena vo
luntad para trabajar largas horas a cambio de ventajas
intangibles, incluso sumisión a la autoridad... todo rea-
63
parece; por añadidura, la autoridad todavía representa
la voluntad del Soberano del Universo, quien ahora
recibe un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos
puntos en común con la victoria de las feministas en
otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la
santidad superior de las mujeres, y las han consolado por
su inferioridad afirmando que la santidad es más desea
ble que el poder. Finalmente, las feministas decidieron
tener las dos cosas, ya que entre sus precursoras había
las que creían todo lo que los hombres les habían dicho
acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les
habían dicho acerca de la inutilidad del poder político.
Una cosa semejante ha ocurrido en Rusia en lo que se
refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus
mercenarios han elogiado el trabajo honrado, han alaba
do la vida sencilla, han profesado una religión que ense
ña que es mucho más probable que vayan al cielo los
pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer
creer a los trabajadores manuales que hay cierta nobleza
particular en modificar la materia, tal y como los hom
bres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrí
an cierta nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas
estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo
64
manual se han tomado en serio, con el resultado de que
al trabajador se le honra más que a nadie. En esencia, se
hacen llamamientos a la resurrección de la fe, pero no
con los antiguos propósitos: esta vez para asegurar a los
“trabajadores de choque” en tareas especiales.1El traba
jo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la
base de toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente todo esto sea para
bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera
el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy
escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo
duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran
recompensa. Pero, ¿qué sucederá cuando se alcance el
punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente
sin trabajar muchas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este
problema. No aspiramos a la justicia económica; de modo
que una gran proporción del producto total va a parar a
manos de una pequeña minoría de la población, muchos
65
i-
de cuyos miembros no trabajan en absoluto. Por ausen
cia de todo control centralizado de la producción, fabri
camos multitud de cosas que no hacen falta. Mante
nemos inactivo a un alto porcentaje de la población
trabajadora, ya que podemos prescindir de su labor ha
ciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos
estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos
una guerra: mandamos a un cierto número de personas a
fabricar explosivos de alta potencia y a otro número
determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños
que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con
una combinación de todos estos artificios nos las arre
glamos, aunque con dificultad, para mantener viva la
noción de que el hombre medio debe realizar una gran
cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al
control centralizado de la producción, el problema tiene
que resolverse de forma distinta. La solución racional
sería, tan pronto como se pudieran asegurar las necesi
dades y las comodidades elementales para todos, reducir
gradualmente las horas de trabajo, dejando que se deci
diera por votación popular, en cada nivel, la preferencia
por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado
la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo
66
pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya
mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable
que sigan encontrando nuevos proyectos en nombre de
los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse ante
la productividad futura. Recientemente he leído acerca
de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para
hacer que el Mar Blanco y las costas septentrionales de
Siberia se calienten, construyendo un dique a lo laigo del
mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de pos
poner el bienestar proletario por toda una generación,
tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería procla
mada en los campos helados y entre las tormentas de
nieve del océano Artico. Esto, si sucede, será el resultado
de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en
sí mismo, más que como un medio para alcanzar un esta
do en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aun
que en cierta medida sea necesario para nuestra existen
cia, no es, bajo ninguna circunstancia, uno de los fines
de la humanidad. Si lo fuera, tendríamos que considerar
que cualquier jornalero es superior a Shakespeare. Esta
cuestión nos ha llevado a conclusiones erradas por dos
motivos: uno es la necesidad de tener contentos a los po
bres, que han impulsado a los ricos durante miles de años
67
a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen
cuidado de mantenerse indignos a este respecto; el otro es el
nuevo placer de la mecanización, que nos hace deleitarnos
con los cambios tan asombrosos que podemos producir en
la superficie de la Tierra. Pero ninguno de estas causas tiene
gran atractivo para el que trabaja en serio. Si se le pregunta
ra qué parte de su vida le gusta más, es poco probable que
responda: “Me agrada el trabajo físico porque me hace sen
tir que estoy cumpliendo la más noble de las tareas del hom
bre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre
puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige
periodos de descanso, que tengo que brindarle de la mejor
manera, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la
mañana y puedo volver a la faena de la que nace mi alboro
zo.” Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado: un medio
necesario para ganarse el sustento y, sea cual fuere la felici
dad a su alcance, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que mientras que un poco de ocio es
agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si
sólo trabajaran cuatro horas al día. En la medida en que
esto sea cierto en el mundo moderno, resulta una condena
de nuestra civilización; esto jamás habría ocurrido en nin
guna otra época. Antes había una capacidad para la alegría
68
y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por
el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que
todo debería hacerse por alguna razón determinada, y
nunca como un fin en sí mismo. Las personas solemnes,
por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al
cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero
todo el trabajo necesario para construir un cine es res
petable, porque es trabajo y porque produce beneficios
económicos.
La noción de que las actividades loables son las que
producen dinero lo ha puesto todo de cabeza. El carnice
ro que nos provee de carne y el panadero que nos provee
de pan son merecedores de elogio porque ganan dinero;
pero cuando disfrutamos del alimento que nos suminis
tran, no somos sino unos frívolos, a menos que comamos
tan sólo para reponer las energías necesarias para nues
tro trabajo. En sentido amplio, se sostiene que ganar
dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo
en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción,
es absurdo; de manera análoga podríamos sostener que
las llaves son buenas, pero los ojos de las cerraduras son
malos. Cualquiera que sea el mérito de la producción de
bienes, debe derivar enteramente de la ventaja que se
obtenga al consumirlos. El individuo, en nuestra socie-
69
dad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de
su trabajo radica en el consumo de lo que produce. Este
divorcio entre los propósitos individuales y los sociales
alrededor de la producción hace que nos resulte tan difí
cil pensar con claridad en un mundo en el que la obten
ción de beneficios, y no de ganancias, es el incentivo de
la industria. Pensamos demasiado en la producción y
muy poco en el consumo. Una consecuencia de ello es
que casi no concedemos importancia al goce y a la felici
dad sencilla; no juzgamos la producción por el placer
que da al consumidor.
Cuando propongo que la jornada de trabajo se re
duzca a la mitad, no quiero decir que todo el tiempo res
tante deba malgastarse en frivolidades. Pretendo afirmar
que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a
un hombre a los artículos de primera necesidad y a las
comodidades elementales en la vida, y que el resto de su
tiempo debería ser suyo, a fin de que lo emplee como juz
gue conveniente Un aspecto básico de este tipo de siste
ma social es que la educación dé un paso más y se dirija,
al menos en parte, a despertar aficiones que capaciten al
hombre para usar su tiempo libre con inteligencia. No
tengo en mente esa clase de cosas que pudieran conside
rarse “pedantes”. Las danzas campesinas han muerto,
70
excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos
que las hicieron posibles deben de existir todavía en la
naturaleza humana. Los placeres urbanos han llevado a
la mayoría de la población a la pasividad: ver películas o
partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente.
Esto es así porque sus energías activas se agotan casi por
completo en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, vol
verían a divertirse con juegos en los que habrían de to
mar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una
clase trabajadora más numerosa. La primera disfrutaba
de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la
hacía necesariamente opresiva, limitaba su compasión y
la obligaba a promover teorías que justificaran sus privile
gios. Todo esto disminuía su mérito, pero, a pesar de estos
inconvenientes, contribuyó al desarrollo de lo que llama
mos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias,
escribió libros, inventó máquinas y refinó las relaciones
sociales. Incluso la liberación de los oprimidos se ha ges
tado, generalmente, desde arriba. Sin la clase ociosa, la
humanidad no habría salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria y sin obli
gaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso.
No se había enseñado a ninguno de sus miembros a tra-
71
bajar, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente
inteligente. Aunque bien pudo producir un Darwin, en
contraste podrían señalarse decenas de millares de hi
dalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteli
gente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores
furtivos. En la actualidad, se supone que las universida
des proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la
clase ociosa proporcionaba al azar y como un subproduc
to. Esto supone un gran adelanto, pero tiene ciertos in
convenientes. La vida universitaria es, en definitiva, tan
diferente de la vida real que las personas que viven en un
ambiente académico tienden a desconocer las preocupa
ciones y los problemas de los hombres corrientes; ade
más, sus medios de expresión suelen ser un obstáculo
para que sus opiniones tengan la influencia que deberían
en el público en general. Otra desventaja es que en las
universidades los estudios están muy esquematizados, y
es probable que quien conciba una línea de investigación
original se sienta desanimado. Las instituciones acadé
micas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianas
propicias de los intereses de la civilización en un mundo
donde todos los que quedan fuera de sus muros están
demasiado ocupados para fomentar y atender propósi
tos no utilitarios.
72
En un sistema donde nadie esté obligado a trabajar
más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad
científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar
sin morirse de hambre, sin importar lo maravillosos que
sean sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán for
zados a llamar la atención con alharacas y chapucerías,
encaminadas a obtener la independencia económica que
precisan las obras monumentales, ya que en las condi
ciones actuales, cuando por fin llega la oportunidad de
dedicarse a ellas, han perdido el gusto y la capacidad.
Los hombres que en su trabajo profesional se interesen
por algún aspecto de la economía o la administración
serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distancia-
miento académico, que suele evidenciar como carentes
de realismo las obras universitarias. Los médicos ten
drán tiempo para estar al día en los avances de su disci
plina; los maestros no lucharán desesperadamente para
enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron
en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demos
trada desde entonces.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en
lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El tra
bajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso,
pero no para producir agotamiento. Puesto que los hom-
73
i
74
lo éramos antes de que hubiera máquinas; en esto he
mos sido unos necios, pero no hay razón para seguir
siendo necios por siempre.
75
A p esar de su v eh em en te oposición al trabajo,
B ertrand R ussell (Gales, 1872-1970) fue u n o
de los pensadores m ás prolíficos y trab a jad o re s
del siglo pasado. Russell —N obel de L ite ra tu ra
en 1950, filósofo, m atem ático y sociólogo— d es
calificó la m onogam ia y la hom ofobia; defendió
el voto fem enino, m antuvo u n a p o stu ra pacifis
ta y fue líder del m ovim iento en co n tra de las
arm as nucleares, p o stu ras que lo llevarían a
prisión en u n p a r de ocasiones.
La colección de ensayos Elogio de la holga
zanería, de la que se d esprende este texto, es
m ucho m ás que una m era instigación a no h a c e r
nada. Escritos en 1932 —con Stalin y M ussolini
en el poder, H itle r a p u n to de se r n o m b rad o
canciller de Alem ania, y en p le n a recesió n
m undial—, B ertrand R ussell co n d e n a la é tica
del trabajo al m ism o tiem po que p ro p o n e u n a
revolución social com pleta. A quí se p u b lic a la
traducción de Jerónim o Plá.
76
V iv ir a c o ntrarrelo j
T heodor W. A dorno
H orario
79
reglas básicas de la autodisciplina represiva. Los padres
para los que las buenas notas que su hijo traía a casa
eran una cuestión de prestigio, no podrían sufrir que
éste se quedara largas horas de la noche leyendo o llega
ra a lo que entendían por fatigarse mentalmente. Pero
por su necedad hablaba el ingenio de su clase. La —desde
Aristóteles—pulimentada doctrina del justo medio como
la virtud conforme a la razón, es, junto a otros, un inten
to de fundamentar la clasificación socialmente necesaria
del hombre por funciones independientes entre sí tan
firmemente que nadie logre pasar de unas a otras ni acor
darse del hombre. Pero es tan difícil imaginarse a Nietz-
sche sentado hasta las cinco a la mesa de una oficina en
cuya antesala la secretaria atiende el teléfono como ju
gando al golf cumplido el trabajo del día. Bajo la presión
de la sociedad, sólo la ingeniosa combinación de trabajo
y felicidad puede aún dejar abierto el camino a la autén
tica experiencia. Ésta cada vez se soporta menos. In
cluso las llamadas profesiones intelectuales aparecen
completamente desprovistas de placer por su similitud
con el comercio. La atomización se abre paso no sólo
entre los hombres, sino también dentro del individuo
mismo, entre sus esferas vitales. Ninguna satisfacción
puede proporcionar un trabajo que encima pierde su
80
\
modestia funcional en la totalidad de los fines, y ninguna
chispa de la reflexión puede producirse durante el tiem
po libre, porque de hacerlo podría saltar en el mundo del
trabajo y provocar su incendio. Cuando trabajo y espar
cimiento se asemejan cada vez más en su estructura, más
estrictamente se los separa mediante invisibles líneas de
demarcación. De ambos han sido por igual excluidos el
placer y el espíritu. En uno como en otro imperan la gra
vedad animal y la pseudoactividad.
VÁNDALOS
81
J
82
I
innervaciones inconscientes que, más allá de los pro
cesos del pensamiento, acompasan la existencia indivi
dual al ritmo histórico, se aperciben de la creciente colec
tivización del mundo. Pero como la sociedad integral
no tanto supera en sí de forma positiva a los individuos
como los comprime en una masa amorfa y maleable, cada
individuo siente horror a ese proceso de absorción expe
rimentado como inevitable. Doing things andgoingplaces
es una tentativa del censorium de crear una forma de pro
tección del estímulo contra la amenazadora colectiviza
ción y ensayarla justamente conduciéndose en las horas
aparentemente reservadas a la libertad como un miem
bro de la masa. La técnica consiste aquí en evitar en lo
posible el riesgo. En este sentido se vive peor —es decir,
con menos Yo—de lo que sería esperable vivir. Al mismo
tiempo, a través del caprichoso exceso de tareas se
aprende que realmente a uno no le resulta más difícil
vivir sin yo, sino más fácil. Y siempre anticipándose
pues en los terremotos no se avisa. Si no se está en esa
disposición, lo que quiere decir: si no se está material
mente nadando con la corriente humana, surge el temor
—como cuando se entra demasiado tarde en un partido
totalitario—a la desconexión y a atraerse la venganza de
lo colectivo. La pseudoactividad es como un reaseguro,
83
la expresión de la disposición a la autorrenuncia, sólo
mediante la cual se intuye la posibilidad de garantizar la
autoconservación. La seguridad se insinúa en la adapta
ción a la extrema inseguridad. Es como un salvoconduc
to que en la huida le lleva a uno de la manera más rápida
de un sitio a otro. En la fanática pasión por los automóvi
les resuena el sentimiento del desamparo físico. En la
base de todo esto está lo que los burgueses solían llamar
sin motivo “huida de sí mismo”, del vacío interior. El que
acompaña en la huida no puede distinguirse. El propio
vacío psicológico es sólo el resultado de la falsa absor
ción social. El tedio del que los hombres huyen simple
mente refleja ese proceso de fiiga al que desde hace
tiempo están sujetos. Sólo así se mantiene vivo, hinchán
dose cada vez más, el monstruoso aparato de la distrac
ción sin que haya uno solo que la encuentre. Tal aparato
canaliza el impulso a la participación, que de otro modo
se lanzaría de manera indiscriminada y anárquica, en
forma de promiscuidad o agresión salvaje sobre lo colec
tivo, que como tal no consta de nadie más que los que
están de paso. Estos, a quienes más se parecen son a los
drogadictos. Su impulso responde con exactitud a la dis
locación de la humanidad a que conducen desde la difu-
minación de la diferencia entre la ciudad y el campo a la
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desaparición de la casa, y desde las comitivas de millo
nes de desocupados a las deportaciones y las diásporas
en el devastado continente europeo. Lo huero e inane de
todos los rituales colectivos desde el Jugendbewegung1
acaba expresándose como confusa anticipación de po
derosas sacudidas históricas. Las innumerables perso
nas que repentinamente sucumben a su cantidad y mo
vilidad abstractas y caen en el delirio como bajo el efecto
de un estupefaciente, son los reclutas de la Vólkerwan-
derung2 en cuyos espacios asilvestrados la historia bur
guesa se prepara para morir.
* Movimiento déla juventud alemana que desde fines del siglo xix buscó
una nueva educación cultural con actividades al aire libre. (N. del e.)
2 “Migración de los pueblos”, término forjado por la historiografía ale
mana para referirse a la paulatina penetración de pueblos bárbaros en
las zonas civilizadas, y eminentemente al flujo de los pueblos germáni
cos hacia los territorios del imperio romano desde el siglo II d.C.
85
T heodor W . Adorno (F rancfort, 1903-S uiza,
1969) estudió psicología, m úsica, sociología y fi
losofía, aunque esta ú ltim a fue el eje a p a r tir del
cual enfocó todas las dem ás. D efensor d e la te o
ría crítica de inspiración m a rx ista y u n o d e los
principales p ensadores d e la E scu ela d e F ra n c
fort, A dorno fue m e n to r y am igo de W a lte r B en
jam in y colaborador de T hom as M ann, S am uel
B eckett y Jo h n Cage. F undó el influyente I n s
tituto p ara la Investigación Social de la m an o d e
M ax H orkheim er, con q u ie n publicó D ialéctica
del Ilum inism o. Perseguido p o r el n az ism o se
refugió en O xford y e n E stados U nidos. C u es
tionó la docilidad con que el h o m b re c o n te m
poráneo acepta recibir ó rd en e s an tes q u e to m a r
las riendas de su vida, y arrem e tió c o n tra la lla
m ada “in d u stria cu ltu ral”, esa m a q u in aria c o n
cebida p ara lim ar las salientes filosas del a rte
h asta volverlo u n m ero artículo d e consum o.
El p a r de escritos que aquí se publican h an
sido tom ados de M inim a Morália, trad u c ció n d e
Joaquín C ham orro Mielke, M adrid, Akal, 2004.
86
LA M ALDICIÓN DEL TRABAJO
E. M. ClORAN
Los hombres trabajan demasiado para ser ellos mismos.
El trabajo es una maldición que el hombre ha convertido
en un placer. Trabajar sólo por el trabajo mismo, disfru
tar una labor sin recompensa, imaginar que puede uno
sentirse pleno gracias al esfuerzo asiduo —todo eso es
asqueroso e incomprensible. El trabajo permanente e
ininterrumpido adormece, trivializa y despersonaliza.
El trabajo desplaza el centro de interés del hombre de lo
subjetivo a lo objetivo de las cosas. En consecuencia, el
hombre ya no se interesa por su propio destino, sino que
se enfoca en los hechos y las cosas. Lo que debería ser
una actividad de transfiguración permanente se convier
te en un medio para exteriorizarse, para abandonar el yo
interior.
En el mundo moderno, el trabajo se ha convertido en
una actividad puramente externa; el hombre no se hace a
sí mismo a través de ella, hace cosas. Que cada uno de
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nosotros debamos tener una carrera, debamos acceder a
un cierto tipo de vida que probablemente no nos acomo
da, ilustra la tendencia del trabajo a adormecer el espíri
tu. El hombre ve el trabajo como algo benéfico para su ser,
pero su fervor revela su inclinación por el mal. En el tra
bajo el hombre se olvida de sí mismo; aún así, su olvido no
es simple e inocente, sino más parecido a la estupidez. A
través del trabajo, el hombre ha mudado de sujeto a ser
objeto; en otras palabras, se ha convertido en un animal
deficiente que ha traicionado sus orígenes. En lugar de
vivir por sí mismo —no de manera egoísta sino crecien
do espiritualmente—el hombre se ha convertido en el
malogrado e impotente esclavo de la realidad exterior.
¿A dónde se han ido el éxtasis, la visión, la exaltación?
¿Dónde está la suprema locura o el genuino placer del
mal? El placer negativo que uno halla en el trabajo contri
buye a la pobreza y la banalidad de la vida diaria, a su
mezquindad. ¿Por qué no abandonar este trabajo fútil y
comenzar de nuevo sin repetir el mismo y oneroso error?
¿No es acaso suficiente con la conciencia subjetiva de la
eternidad? La percepción de la eternidad es lo que la ac
tividad frenética y el carácter trepidante del trabajo ha
destruido en nosotros. El trabajo es la negación de la eter
nidad. Entre más bienes adquirimos en el reino de lo tem-
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poral, y más intenso es nuestro trabajo externo, menos
accesible y más alejada estará la eternidad. Por eso la limi
tada perspectiva de la gente activa y energética, por eso la
banalidad de su pensamiento y sus actos. No estoy con
trastando el trabajo con la contemplación pasiva o con las
ensoñaciones vagas, sino con una transfiguración irreali
zable; de cualquier modo, prefiero una pereza inteligente
y observadora a una actividad intolerable y terrorífica.
Para despertar en este mundo moderno uno debe elo
giar la pereza. El perezoso tiene una percepción mucho
más aguda de la realidad metafísica que la que tiene el
activo. Me atraen las distancias lejanas, el inmenso vacío
que proyecto en el mundo. Una sensación de vacuidad
crece en mí; infiltra mi cuerpo como un ligero e impalpa
ble fluido. En su avanzar, como una dilación hacia el infi
nito, percibo la misteriosa presencia del más contradic
torio de los sentimientos que hayan habitado jamás el
alma humana. Estoy a un tiempo feliz y triste, exaltado y
deprimido, sobrecogido tanto por el placer como por la
desesperación en la más contradictoria de las armonías.
Estoy tan alegre y al mismo tiempo tan entristecido que
mis lágrimas reflejan al mismo tiempo el cielo y la tierra.
Si tan sólo fuera por la felicidad de mi tristeza, desearía
que no hubiera muerte en esta Tierra.
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E . M . CiORAN (R asinari, R um ania, 1911-Paris,
1995) fue u no d e los p en sad o res m ás rad icales y
escépticos del siglo XX. A cosado p o r u n insom
nio casi m etafísico, C ioran dedicó sus n o ch e s a
escribir e n fragm entos u n a ob ra que p ro cla m a
b a la destru cció n de las verd ad es absolutas y
criticaba sin piedad la to n te ría universal. F iló
sofo sin sistem a, a los v ein tiú n años ya se situ a
b a a sí m ism o E n las cim as de la desesperación
(1933), título de u n o de sus p rim e ro s libros co n
el que obtuvo, paradójicam ente, el P rem io de
los Jóvenes E scritores R um anos. A hí se e n
contraban las raíces d e su lucidez irónica, d e su
estilo rotu n d o y su afán p o r d e stru ir los falsos
valores de u n a civilización en ruinas, em p ez an
do p o r el valor del trabajo, cuya ú n ic a fu n ció n
parecía ser la de apagar el esp íritu y alejar al
hom bre de sí mismo.
El tex to que aquí se p ublica fo rm a p a rte d e
sus prosas tem pranas. T rad u cció n d e J u a n L.
Escoto.
92
¡
il
I
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Contra el trabajo de Séneca, Samuel Johnson,
Friedrich Nietzsche, Bertrand Russell,
T. W. Adorno y E. M. Cioran
se terminó de imprimir, mientras vagábamos
envueltos en banderas rojinegras,
en el mes de diciembre de 2008, en la ciudad de México.
El tiraje fue de mil ejemplares.
En la composición se utilizó la tipografía Mercury Text
publicada por Hoefler & Frere-Jones.