La Duenda (Evelio Rosero)
La Duenda (Evelio Rosero)
La Duenda (Evelio Rosero)
La duenda
Novela para jóvenes y niños
ePub r1.0
oronet 26.11.2019
Título original: La duenda
Evelio Rosero, 2001
Ilustraciones: Rubén Darío Monsalbe Valencia
Cubierta
La duenda
Portadilla
Primer Paisaje
Paisaje final
Sobre el autor
Existía sola, inalcanzable, en la niebla de una colina, y descendía sobre
los campos como una luz que nosotros padecíamos. La descubríamos de
improviso, a cualquier vuelta de camino, en un bosque, en el abismo, en
cualquier principio o llegada. Era la Duenda. Desnuda, nos sonreía un
instante y desaparecía. Queríamos seguirla y no la encontrábamos, podía
volar sobre las olas y atravesar el mar de orilla a orilla, podía olvidarnos, y,
sin embargo, algo dentro de nosotros todavía la percibía, era su trasparencia
azul, que nos colmaba, y oíamos su corazón, nos endulzaba su aliento, nos
fascinaba al tiempo que nos aterraba, sentíamos que seguíamos con ella, y
tan cerca que podíamos tocarla, y era cuando también por dentro
desaparecía (como una burla de agua sonora, un pálpito, una caricia), de
modo que la soñábamos, para intentar asirla por una vez en la vida, volar
como ella y entenderla, pero tan pronto la soñábamos despertábamos, era
imposible verla cuando queríamos.
La primera vez que la vimos éramos niños, aún. Íbamos al pueblo. Nos
maravilló su vuelo inesperado en torno a los ojos, su abrazo candente. De
inmediato caímos dormidos; era verano, los trigales fulgían amarillos como
largas lagunas rizadas, los pájaros se detenían en la mitad del cielo, como
pintados, y el sol giraba. Dormíamos sobre la hierba cálida, debajo de un
sauce encumbrado y solitario, todavía lejos de la carretera, y desde que
cerramos los ojos la conocimos, era una mujer, la mujer que desde entonces
soñaríamos; nos rozó los labios con sus labios y nos dio a beber una especie
de licor salado, como una lágrima. ¿Era posible que dentro de un mismo
sueño y al mismo tiempo la misma mujer nos besara a todos? Eramos tres,
tres hermanos. Al despertar uno de nosotros contó el sueño, y resultó
idéntico: todos lo habíamos soñado. Estábamos pálidos, temblábamos.
Echamos a correr a la casa. Yo era el menor, diez años; iba detrás,
espantado, la primera víctima si ella nos perseguía y nos envolvía; huimos
hasta la casa y todavía en la casa —roja y ancha en mitad de un campo de
trigo, donde vivíamos con nuestro abuelo, donde crecíamos— todavía en la
sombra protectora de sus tejados la sentimos, sus labios seguían
mojándonos, “Como el anís” diría uno de nosotros, recordándola, “Igual
que agua de anís”, pues la extrañábamos: Tenía una aureola temblorosa
alrededor de cada una de sus manos, y quemaba.
Existía sola, inalcanzable, en la niebla de una colina…
—Es la Duenda —nos dijo el abuelo—, en esta tierra hay duendes, pero
también Duendas, ay, como si yo no lo supiera, ¿estaba desnuda?, es la
Duenda, ¿quemaba?, la Duenda, la mismísima, no hagan caso de ella,
déjenla que aparezca y desaparezca, que se vaya cuando quiera, ustedes no
la sigan, gócenla mientras la vean, pero tan pronto se esfume olvídenla
como se olvida uno de la lluvia hasta que regresa, no la sigan, no la llamen,
la Duenda tiene todos los nombres, escucha todos los llamados, y quién
sabe qué genio lleva cuando la interrumpen, no la llamen, vive en su
silencio de siglos y nuestras voces para ella son duras como piedras sobre
flores, quién sabe si se enfada o le da por ayudarnos en las vueltas y
revueltas de la vida, quién sabe si le da por encontrarnos cuando nos
perdemos o perdernos para siempre, hechizarnos de un beso, o abrazarnos y
pasmarnos para toda la eternidad, desaparecernos, volvernos como de aire,
fantasmas, gente ya muerta y vencida, no la sigan, no la sigan, es Duenda, y
a las Duendas les gusta mucho que las sigan, huyen, pero dejan el rastro, se
las arreglan para mortificarnos, lo que sucede por milagro es que ustedes
son niños, no ven el rastro de la Duenda, no huelen su huella, todavía no
aprenden a olería, y es mejor así, no la sigan, fíjense, una Duenda ya hace
tiempos se burló de Eustasio, mi compadre, ustedes lo conocen, ese viejo de
pelos blancos y casi sin pelos, todo callado, ese viejo que les trajo a cada
uno una flauta de regalo la navidad pasada, ese triste viejo feo fue un día
joven y bello, un hombre sabio, pero un mal lunes madrugó a pescar a la
laguna, dijo que sentía ganas de trucha, y cuando regresó tenía el pelo
blanco de miedo, nos contó que una Duenda le salió al paso y lo convirtió
en anzuelo y se lo tragó entero y que él dentro de la Duenda se sentía como
en el cielo, flotando, se veía de color azul, flotaba, iba por los cielos sin
nubes, volaba como en el cielo, era el cielo, hasta que oyó la voz de la
Duenda que le dijo: “Ahora vete de mí, serás viejo y serás feo, tendrás el
pelo blanco y morirás”, así le dijo y lo escupió del cielo, lo arrojó sin
misericordia, le mostró el cielo para después quitárselo, el buen Eustasio
regresó maldecido, su pelo blanco de miedo, su cuello arrugado, su corazón
chupado, más muerto que vivo, tiene sólo cincuenta años y ustedes lo ven,
parece de noventa, es como si ya se fuera a morir, no la oigan, no la llamen,
no la sigan.
Dormíamos sobre la hierba, debajo de un sauce encumbrado…
Pero éramos niños, aún. Pronto quisimos encontrarla y corrimos por los
valles a gritos, subimos a los árboles, hundimos nuestras voces en el agua,
no nos oía, la invocamos en las cuevas, nos perdimos, nos desesperamos,
gritamos los nombres de mujer que se nos ocurrieron, no acudía,
inventamos todos los nombres, no respondía, callamos, tampoco aparecía,
ni soñándola, pues también en los sueños estaba desaparecida. Entonces
fingimos que nos olvidamos de ella, hasta que la olvidamos, y la
recordamos la tarde que el viejo Eustasio se apareció a visitar al abuelo:
Solían jugar ajedrez en el pasillo, bebían chicha y fumaban, se despedían
sin comentario.
Verlo al viejo Eustasio fue constatar que la Duenda se lo había tragado.
¿Cómo nunca nos dimos cuenta? Era en realidad una extraña sombra sin
sombra, un aparecido. Nadie supo cuándo llegó. Saludó sin saludarnos y se
miró con el abuelo como dos amigos demasiado viejos que lo han hablado
todo. Dispusieron las fichas sobre el tablero, en el corredor sombreado de la
casa, y a duras penas cambiaron una que otra palabra sobre el clima y un
caballo que llegó sin dueño al pueblo. Nosotros merodeábamos igual que
gatos a su rededor, los contemplábamos hasta que ellos nos olvidaron. El
viejo Eustasio, sentado, tan grande como inmóvil, miraba los campos como
ensoñado y parecía trasparente. Se diría que era un hombre triste si de vez
en cuando no arrojara unas carcajadas inmensas que retemblaban en las
paredes, que hacían palidecer las porcelanas, que convocaban un eco hondo
en el corazón de todo. Nadie sabía por qué reía, y ya estábamos
acostumbrados. Cuando la risa ocurría el abuelo indiferente miraba a otra
parte y esperaba. Ahora era distinto. Sabíamos lo que sabíamos, pendíamos
impacientes de la ya próxima risotada, hasta que la oímos venir, igual que la
creciente del río: El viejo Eustasio trepidaba. Descubrimos que era como si
se acordara de algo, pero también detrás de cada risotada creímos adivinar
una suerte de melancolía. Era más triste entre más se reía.
—Don Eustasio —le dijimos por fin, aprovechando un receso,
justamente cuando el abuelo servía más chicha en los vasos—. ¿Es cierto
que usted conoce a la Duenda?
Se bebió dos tragos sin dudarlo, en seguidilla. Prendió un cigarro, y sólo
después de filmárselo nos respondió:
—No hay que jugar con fuego.
Y se despidió de nosotros, de lejos, abanicando su sombrero, como si ya
nunca más pensara en volver a vernos, como si ya para siempre se
despidiera, y sólo nos recomendó, de lejos, a grandes voces, voces de lejos
que sonaban igual que largos lamentos de despedida: “Muchachos, nunca
toquen la flauta a solas”, y se marchó por el camino empedrado, y no
regresó jamás. Pues el compadre Eustasio del Hierro murió un domingo en
el pueblo; se le acabó el corazón durante una pelea de gallos. El abuelo,
como tantos, lo acompañó al cementerio. La abuela no fue: también había
muerto, y estaba, como el compadre Eustasio, de viaje, quién sabe dónde,
lejos, pero cerca —de cualquier manera— porque el abuelo la recordaba:
Siempre que miraba una flor decía “Ay Otilia” como si se partiera, porque
la abuela en vida fue una sembradora de flores; interrogaba a la abuela y la
escuchaba —aunque nosotros no la oyéramos— como si ella se encontrara
a sólo un paso de distancia, como si ella durmiera a su lado, como si ella
comiera con él, como si ella viviera.
Tampoco nosotros acudimos al entierro. El abuelo no permitió que lo
acompañáramos. Quedamos solos al cuidado de la casa, del caballo, de la
vaca, del gato, de los chivos, de Negro y Ruido, nuestros perros, y del
sembrado. Entonces pensar en la muerte era como acordarse de alguien que
se fue de viaje y que en un país tiene que estar, ojalá en paz y
recordándonos. Sabíamos que a esa hora de la tarde debían encontrarse
enterrando al viejo Eustasio, y eso quería decir que se iba de viaje, como si
en lugar de enterrarlo lo subieran a un caballo con alas, pronto a volar, en la
mitad de otra risotada. “Ya estará volando” pensábamos, “Muerto de risa”,
y lo olvidamos.
Tostábamos el café en el solar, removíamos los granos con las palas,
esperábamos así el regreso del abuelo cuando en eso, sin anuncio, el mundo
entero quedó en silencio y un viento frío nos bajó por los rostros hasta el
alma. El cielo pareció de cristal: de un momento a otro se rompería y caería
sobre nosotros. Las cosas seguían quietas, pero parecían palpitar, o
palpitaban, nos oían, y también sonaban, pero sin sonar. Eran ruidos por
dentro. Flautas y cuerdas que se escuchaban, pero no sonaban, alaridos de
las flores, gritos de las piedras, del aire mismo, voces del agua de la alberca,
palabras de los leños y carbones de la cocina, músicas, músicas hondas, y
en medio de las músicas, imponiéndose por encima de las voces de la tierra,
la oímos a ella. Era un canto delgado que al principio confundimos con un
pájaro. No era un pájaro. Era ella, en el techo rojo de la casa, sentada al tilo
de la chimenea, los brazos desplegados como alas, las piernas cruzadas,
contemplándonos mientras cantaba, desnuda, el largo cabello a su alrededor
flotaba como algo vivo, la luz rodeaba sus manos, y se desprendía de sus
manos, y la recorría por las piernas, por la cintura, era redonda por todas
partes, parecía palpitar con la tierra, los ojos verdes fosforesceaban, dos
llamas, dos llamas.
—No hay que jugar con fuego —se oyó en el aire desde la más remota
distancia la voz del viejo Eustasio como la última despedida. Luego oímos
su última risotada. Luego nada. Sólo un silencio que ardía. Mis dos
hermanos corrieron veloces al interior de la casa, veloces, igual que un
alarido. Y detrás suyo iban Negro y Ruido, el rabo entre las patas, como si
los apedrearan. No los acompañé, no podía, estaba petrificado, como
enclavado, una raíz en mí mismo. Pues no eran frecuentes las mujeres
desnudas en los techos de la casa. No eran frecuentes las mujeres desnudas.
No eran frecuentes las mujeres. De vez en cuando sólo llegaba la vieja
Brígida a vendernos la panela. O nos ayudaba con las cosas. Pequeña y
oscura, envuelta en chales oscuros, el velo negro cubriendo su pelo de
ceniza, no era justamente una mujer para nosotros. Y ahora, en el techo, una
mujer, una Duenda o una muchacha, dueña de nosotros por su desnudez,
por su mirada, por sus palabras: Dejó de cantar y me dijo que subiera con
ella; tres veces me llamó, suavemente, abanicando un dedo, tres veces me
dijo:
—Sube conmigo.
No respondí. De pronto descubrí que no sabía hablar. ¿Cómo eran las
palabras? ¿Cómo las pronunciamos?
—Sube conmigo —dijo—. Sube a mi lado. Te juro que nunca serás
viejo si me tocas.
Su voz era un largo y delgado viento en la cara, regándose hacia adentro
y más adentro de los ojos, ensoñándome.
Fui hasta la tapia y empecé a trepar, sobrecogido. En poco tiempo gané
el techo, y, a medida que me aproximaba a ella, más me iluminaba de azul,
más de su luz azul, más yo mismo me veía azules las manos, más sentía
deseos de tocarla, más que me besara de nuevo, más que me matara.
Mis hermanos me llamaron a gritos. Dudé, al escucharlos; sentí que ella
me tomaba de un brazo con urgencia, para acercarme. Pero cuando busqué
de nuevo sus ojos que llameaban no vi a nadie, sólo percibí sus labios
invisibles en mis labios y entonces resbalé por el tejado, caí sobre unos
bultos de tamo, reboté contra la dura tierra, me partí el brazo y lloré,
apretando los dientes. Tenía diez años y estaba enduendado.
Las fuerzas del brazo volvieron. Parecía igual que el otro brazo, parecía
tranquilo, parecía mío. Con mis dos brazos intenté nadar en el río. Había un
remanso ancho y profundo, con grandes piedras como nubes a su alrededor.
Desde esas piedras blanquísimas mis dos hermanos se arrojaban. Nadie
enseñaba a nadie. Yo aprendía solo, en la orilla, aferrado a un tronco de
árbol caído. Estiraba las piernas y pateaba, mientras mis dos hermanos se
preocupaban por nadar cada vez más y mejor, de espaldas, de costado,
debajo del agua, o sin sacar los brazos y piernas —como Negro y Ruido—:
sólo sus cabezas, felices y sonoras, progresando contra la verde corriente
del río —el río se llamaba Verde—. Así las horas volaban, llenas de
chubascos de espuma, de sol y de agua, de gritos y risas mojadas. Me
alentaban a veces: “Suéltate de una vez, suelta ese tronco y nada”. Yo les
hacía caso, pero me hundía. De nuevo aferraba el tronco, casi asfixiado, la
salvación, y me derrotaba en la orilla como un náufrago. Mis dos hermanos
reían. “Un día nadarás, aunque sea muerto”. Y nos vestíamos y
regresábamos. Ya había pasado un tiempo desde la muerte del viejo
Eustasio. En la casa los días seguían igual, y nadie parecía acordarse de la
Duenda en el techo, de las músicas invisibles que nos acecharon. Mi abuelo
vendía lo que trabajaba; de vez en cuando tocaba la guitarra, y nosotros la
flauta, las mismas flautas que nos regaló don Eustasio el finado.
Competíamos a ver quién tocaba mejor, con más precisión, ésta o aquella
melodía. Debajo del cielo estridentábamos como truenos, ferozmente, hasta
que la dulzura de la flauta se apoderó de nuestra furia, nos enamoró, y
entonces sonábamos igual que los pájaros, supimos que la música era igual
que las nubes. Tantas horas como flauta cada día. El abuelo nos oía,
soterrado. Había sido joven, había sido músico. Sabía. Y decía desconfiado
que con la flauta nadie me aventajaba. Yo veía sus ojos alumbrar al
escucharme. Sus orejas se ponían puntiagudas; se volvía otro, más alto y
feliz, inalcanzable. Yo alardeaba; incluso podía tocar la flauta con una sola
mano; inventaba melodías solamente concebidas para la mano derecha de
mi brazo curado. Mi abuelo recapacitaba. “¿No será el brazo enduendado?
— decía al escuchar las melodías inventadas—, si ese brazo te convierte en
músico te mueres”. Tocar flauta era una victoria: si mis hermanos sabían
nadar, yo, por lo menos, flauteaba, y mejor que mil manos. Cualquier
cancioncilla que escucháramos al azar en el pueblo o en el viento o entre los
árboles yo la soplaba idéntica, aunque sólo la hubiese escuchado una vez,
aunque sólo la hubiese escuchado en un sueño. Si mi flauta se oía nadie
podía hablar. Yo daba miedo. Un día me dijo mi hermano mayor:
—Tocas demasiado. Acuérdate de no tocar a solas, o se te aparece la
Duenda y ya sabes. Te pisa el otro brazo o todas tus piernas, y de paso te
pisa el alma, la vida, y ahí quedamos.
¿Que no me acordaba? Tardes enteras, en el bosque, en la laguna, en
cada piedra del valle, a solas en el monte o en cualquier orilla del río, me
sentaba con la flauta y la soplaba, siempre a solas, para que la Duenda
apareciera. No aparecía. Seguramente el viejo Eustasio se había burlado al
advertimos que no tocáramos la flauta a solas. Pues yo me iba con mi flauta
a solas, inventando canciones, solo, a la deriva, y pensaba en la Duenda
hasta el delirio, decía: “Duenda, Duenda, Duenda”, y nada, la Duenda no
aparecía, tocaba la flauta hasta que me dolía, nada. Sólo el silencio, al lado
mío, como si en su burla la Duenda hubiese querido ser solamente el
silencio, a mi lado, el silencio sentado conmigo.
…distinguía una cantidad de seres bulliciosos que saltaban por las paredes, de un cuadro a otro…
Era don Vaca, en lo alto de una piedra. Tenía la cara afanada por la
sorpresa; llevaba una mochila terciada al hombro, y en sus manos un fuete.
—Carajo —gritó—, dejen tranquilo a ese niño; por qué lo asedian, qué
les ha hecho, vuelvan conmigo, los necesito.
Y empezó a dar fuetazos al aire, y bajó a la orilla y siguió fueteando en
las aguas. Los que nadaban reían sin sonido y huían en todas direcciones.
Pero no temían al curandero. Se aparecían a sus espaldas, lo envolvían,
tiraban de su ruana, trepaban a sus hombros, se deslizaban dentro de su
mochila, y la mochila pesaba, yo veía que don Vaca no podía con la carga,
se doblaba por el esfuerzo, enrojecía, su mochila era un brazo de la tierra
que lo jalaba.
—A otra parte —decía don Vaca—, no estoy para juegos. Déjenme
tranquilo y síganme obedientes, los necesito.
Y todo esto en la mitad del aguacero que hervía en las aguas, que se
quemaba en los árboles.
De un momento a otro los hombrecillos desaparecieron. Don Vaca
temblaba, empapado.
—¿Cómo es que sus hermanos lo dejaron solo? —me dijo—. Salga
prontico del agua y corra a su casa, que está enduendado. Ay, voy a contarle
a su abuelo, lo voy a poner bien bravo. Salga del agua que ahorita nomás
anochece, y no respondo.
Yo no quería salir nunca del agua.
—Sólo voy hasta la otra orilla —dije.
—Ahora —dijo con un grito—. Ahora mismito. Ésos eran los duendes,
y querían ahogarlo.
¿Ahogarme? pensé. Por el contrario, los duendes me desahogaban, iban
a mi lado, me alentaban:
—Ningún duende me ahogó —dije.
—Porque yo llegué, carajo.
Don Vaca parecía de verdad disgustado, y también sorprendido. Me
señaló con un dedo:
—¿No lo dije? —preguntó—. Enduendado.
Hablábamos a gritos en la borrasca. Don Vaca en la orilla, y yo en la
mitad del río, pues ya había empezado a nadar, hundido en el aguacero. Y oí
la voz, azul dentro de mí, y oí la luz, sonora y azul, asomarse por entre los
árboles:
“Quédate”.
Quise advertir a don Vaca. Era mejor que se fuera. Pero ya algo, o
alguien, se había apoderado del fuete del curandero.
—Duenda mía —lo oí decir.
Y el fuete solo, en el aire, como si se tratara de un fuete vivo, le daba de
fuetazos como pestañeos, lo ahuyentaba, lo obligaba a correr y desaparecer
bajo la lluvia.
“La Duenda” pensé escalofriado, “Es la Duenda otra vez, y estamos
solos”. Mis ojos alrededor sólo veían lluvia ruidosa en el río, gotas gordas y
azules que repicaban. Las dos orillas del río quedaban más lejos que el
cielo. En algún lugar del aguacero oí que mi flauta sonaba, sola. ¿Quién la
soplaba? Nadie. La flauta sonaba sola. “Duenda” grité, al tiempo que me
hundía, pues ella misma debajo del agua me aferraba por los tobillos y me
arrastraba con ella en un viaje veloz por las entrañas más hondas del agua,
me abrazaba y me volcaba en un remolino de vértigo y arena, de raíces
acuáticas que nos enredaban, de piedras azules que nos sepultaban, de
noches enteras y negras, de cielos negrísimos. Y ya iba a dormirme en el
sueño del agua cuando apareció la luz, azul, como la lluvia, y vi su cara,
sólo su cara a mi lado, radiante como una tea, la voz iluminada,
quemándome en el agua, la vi acercar sus labios a mis labios y rozarme y
entonces sentí que era yo quien la bebía, y que me iba a morir bebiéndola,
pero luego de un prodigioso empellón como una risotada ella misma me
arrancó del agua y me abandonó en la orilla, desvanecido.
Aquella noche, a la luz de las velas, al silencio del mundo, sentados en
torno a la estufa, incrédulos, el abuelo y mis hermanos dedicaban su vida a
examinarme los tobillos. Tenía, marcados en ellos, las huellas de sus manos,
las manos de la Duenda, sus dedos, su presagio. Una huella de mano en
cada tobillo.
—Y son unas manos pequeñas —dijo el mayor de mis hermanos,
comparando las huellas con sus manos. Mi otro hermano hizo lo mismo.
—Pequeñísimas —dijo.
—¿Y dices que don Vaca se fue corriendo mientras el fuete lo fueteaba?
—preguntó por centésima vez el abuelo.
—Sí —repetí—. Era como un fuete vivo, como si alguien invisible lo
empuñara. Pero don Vaca tuvo la culpa: empezó fueteando primero.
—Ya sé —se asombró el abuelo— Para que don Vaca salga corriendo se
necesita un ejército de duendes, o una Duenda, por lo menos.
—Fue la Duenda —dijeron mis hermanos— Aquí se ven sus manos.
Quiso ahogarlo.
—¿Ahogarme? —dije— Sólo me hundió para besarme, y después me
arrojó a la orilla.
Mis dos hermanos cambiaron una mirada.
—Del beso de ella nos acordamos —dijeron conmocionados.
—Y se van a acordar de mí —terció el abuelo—. Por deja: solo en el río
a su hermano.
En un segundo como un látigo se sacó la correa.
“A mí también me dolerá” dijo. Y les dio tantos correazos como años
teman. Al uno trece y al otro dieciséis, contados. “A mí me dolió peor”
finalizó el abuelo, y sólo quedó satisfecho cuando los oyó jurar que nunca
volverían a abandonarme en el río. Lo sentí mucho por mis hermanos, y
ellos debieron sentirlo peor. No me hablaron durante una semana. Huraños
y parcos, me hicieron saber que me aborrecían.
—Enduendado —me dijeron, hasta que hicimos las paces, después de
una semana. Enduendado, me gritaron desde los árboles. Y me despertaban:
Enduendado. Cualquier corredor de la casa sonaba como cientos de voces
repitiéndome: Enduendado. Cualquier fuga de pájaro —o de flauta— era
yo, que sonaba enduendado. Fue un asedio de siglos durante una semana,
una vida. Hasta que nos olvidamos del río. En una semana. Ahora
pescábamos truchas en la laguna, recogíamos guayabas, nos fatigábamos de
vida.
Pero ya entonces en el pueblo y las veredas todos los hombres y mujeres
como ecos hablaban del niño enduendado.
Yo era ese niño.
Y llegaban las gentes a visitarnos, para que mostrara mis tobillos, mis
dos tobillos con dos manos de Duenda perfectamente grabadas.
—Enduendado —decían las comadres, persignándose.
La palabra se repetía infatigable, en los labios de los niños, mis amigos,
o de otros niños desconocidos que venían a mirarme y repetían:
“Enduendado”, hasta el delirio. Era natural que lo dijeran las comadres,
pero ¿otros niños?
El abuelo me soslayaba, preocupado. Mis dos hermanos desconfiaban.
¿Enduendado?
Hasta que una tarde llegó el abuelo de la montaña —había madrugado
ese día— y, cuando escuchó a las comadres repetir que yo estaba
enduendado, les dijo, solemne como un árbol:
—Estuvo.
—Está —repitieron las comadres.
—Estuvo —dijo el abuelo—. La misma Duenda acaba de prometerme
que nunca más volverá a molestar a este niño. Me pidió que la perdonara.
Que este niño la había inspirado, me dijo, pero que nunca más volvería a
tocarlo, mientras siguiera niño.
—Volverá cuando deje de ser niño —dijeron las comadres—. Volverá
cuando sea hombre, y las cosas serán peores.
—Entonces será un hombre —repuso el abuelo—. Y los hombres se
defienden solos.
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