La Duenda - Evelio Rosero
La Duenda - Evelio Rosero
La Duenda - Evelio Rosero
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Evelio Rosero
La duenda
Novela para jóvenes y niños
ePub r1.0
oronet 26.11.2019
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Título original: La duenda
Evelio Rosero, 2001
Ilustraciones: Rubén Darío Monsalbe Valencia
Editor digital: oronet
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
La duenda
Portadilla
Primer Paisaje
Paisaje final
Sobre el autor
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Existía sola, inalcanzable, en la niebla de una colina, y descendía sobre los
campos como una luz que nosotros padecíamos. La descubríamos de
improviso, a cualquier vuelta de camino, en un bosque, en el abismo, en
cualquier principio o llegada. Era la Duenda. Desnuda, nos sonreía un instante
y desaparecía. Queríamos seguirla y no la encontrábamos, podía volar sobre
las olas y atravesar el mar de orilla a orilla, podía olvidarnos, y, sin embargo,
algo dentro de nosotros todavía la percibía, era su trasparencia azul, que nos
colmaba, y oíamos su corazón, nos endulzaba su aliento, nos fascinaba al
tiempo que nos aterraba, sentíamos que seguíamos con ella, y tan cerca que
podíamos tocarla, y era cuando también por dentro desaparecía (como una
burla de agua sonora, un pálpito, una caricia), de modo que la soñábamos,
para intentar asirla por una vez en la vida, volar como ella y entenderla, pero
tan pronto la soñábamos despertábamos, era imposible verla cuando
queríamos.
La primera vez que la vimos éramos niños, aún. Íbamos al pueblo. Nos
maravilló su vuelo inesperado en torno a los ojos, su abrazo candente. De
inmediato caímos dormidos; era verano, los trigales fulgían amarillos como
largas lagunas rizadas, los pájaros se detenían en la mitad del cielo, como
pintados, y el sol giraba. Dormíamos sobre la hierba cálida, debajo de un
sauce encumbrado y solitario, todavía lejos de la carretera, y desde que
cerramos los ojos la conocimos, era una mujer, la mujer que desde entonces
soñaríamos; nos rozó los labios con sus labios y nos dio a beber una especie
de licor salado, como una lágrima. ¿Era posible que dentro de un mismo
sueño y al mismo tiempo la misma mujer nos besara a todos? Eramos tres,
tres hermanos. Al despertar uno de nosotros contó el sueño, y resultó idéntico:
todos lo habíamos soñado. Estábamos pálidos, temblábamos. Echamos a
correr a la casa. Yo era el menor, diez años; iba detrás, espantado, la primera
víctima si ella nos perseguía y nos envolvía; huimos hasta la casa y todavía en
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la casa —roja y ancha en mitad de un campo de trigo, donde vivíamos con
nuestro abuelo, donde crecíamos— todavía en la sombra protectora de sus
tejados la sentimos, sus labios seguían mojándonos, “Como el anís” diría uno
de nosotros, recordándola, “Igual que agua de anís”, pues la extrañábamos:
Tenía una aureola temblorosa alrededor de cada una de sus manos, y
quemaba.
—Es la Duenda —nos dijo el abuelo—, en esta tierra hay duendes, pero
también Duendas, ay, como si yo no lo supiera, ¿estaba desnuda?, es la
Duenda, ¿quemaba?, la Duenda, la mismísima, no hagan caso de ella, déjenla
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que aparezca y desaparezca, que se vaya cuando quiera, ustedes no la sigan,
gócenla mientras la vean, pero tan pronto se esfume olvídenla como se olvida
uno de la lluvia hasta que regresa, no la sigan, no la llamen, la Duenda tiene
todos los nombres, escucha todos los llamados, y quién sabe qué genio lleva
cuando la interrumpen, no la llamen, vive en su silencio de siglos y nuestras
voces para ella son duras como piedras sobre flores, quién sabe si se enfada o
le da por ayudarnos en las vueltas y revueltas de la vida, quién sabe si le da
por encontrarnos cuando nos perdemos o perdernos para siempre, hechizarnos
de un beso, o abrazarnos y pasmarnos para toda la eternidad, desaparecernos,
volvernos como de aire, fantasmas, gente ya muerta y vencida, no la sigan, no
la sigan, es Duenda, y a las Duendas les gusta mucho que las sigan, huyen,
pero dejan el rastro, se las arreglan para mortificarnos, lo que sucede por
milagro es que ustedes son niños, no ven el rastro de la Duenda, no huelen su
huella, todavía no aprenden a olería, y es mejor así, no la sigan, fíjense, una
Duenda ya hace tiempos se burló de Eustasio, mi compadre, ustedes lo
conocen, ese viejo de pelos blancos y casi sin pelos, todo callado, ese viejo
que les trajo a cada uno una flauta de regalo la navidad pasada, ese triste viejo
feo fue un día joven y bello, un hombre sabio, pero un mal lunes madrugó a
pescar a la laguna, dijo que sentía ganas de trucha, y cuando regresó tenía el
pelo blanco de miedo, nos contó que una Duenda le salió al paso y lo
convirtió en anzuelo y se lo tragó entero y que él dentro de la Duenda se
sentía como en el cielo, flotando, se veía de color azul, flotaba, iba por los
cielos sin nubes, volaba como en el cielo, era el cielo, hasta que oyó la voz de
la Duenda que le dijo: “Ahora vete de mí, serás viejo y serás feo, tendrás el
pelo blanco y morirás”, así le dijo y lo escupió del cielo, lo arrojó sin
misericordia, le mostró el cielo para después quitárselo, el buen Eustasio
regresó maldecido, su pelo blanco de miedo, su cuello arrugado, su corazón
chupado, más muerto que vivo, tiene sólo cincuenta años y ustedes lo ven,
parece de noventa, es como si ya se fuera a morir, no la oigan, no la llamen,
no la sigan.
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Dormíamos sobre la hierba, debajo de un sauce encumbrado…
Pero éramos niños, aún. Pronto quisimos encontrarla y corrimos por los
valles a gritos, subimos a los árboles, hundimos nuestras voces en el agua, no
nos oía, la invocamos en las cuevas, nos perdimos, nos desesperamos,
gritamos los nombres de mujer que se nos ocurrieron, no acudía, inventamos
todos los nombres, no respondía, callamos, tampoco aparecía, ni soñándola,
pues también en los sueños estaba desaparecida. Entonces fingimos que nos
olvidamos de ella, hasta que la olvidamos, y la recordamos la tarde que el
viejo Eustasio se apareció a visitar al abuelo: Solían jugar ajedrez en el
pasillo, bebían chicha y fumaban, se despedían sin comentario.
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Verlo al viejo Eustasio fue constatar que la Duenda se lo había tragado.
¿Cómo nunca nos dimos cuenta? Era en realidad una extraña sombra sin
sombra, un aparecido. Nadie supo cuándo llegó. Saludó sin saludarnos y se
miró con el abuelo como dos amigos demasiado viejos que lo han hablado
todo. Dispusieron las fichas sobre el tablero, en el corredor sombreado de la
casa, y a duras penas cambiaron una que otra palabra sobre el clima y un
caballo que llegó sin dueño al pueblo. Nosotros merodeábamos igual que
gatos a su rededor, los contemplábamos hasta que ellos nos olvidaron. El
viejo Eustasio, sentado, tan grande como inmóvil, miraba los campos como
ensoñado y parecía trasparente. Se diría que era un hombre triste si de vez en
cuando no arrojara unas carcajadas inmensas que retemblaban en las paredes,
que hacían palidecer las porcelanas, que convocaban un eco hondo en el
corazón de todo. Nadie sabía por qué reía, y ya estábamos acostumbrados.
Cuando la risa ocurría el abuelo indiferente miraba a otra parte y esperaba.
Ahora era distinto. Sabíamos lo que sabíamos, pendíamos impacientes de la
ya próxima risotada, hasta que la oímos venir, igual que la creciente del río:
El viejo Eustasio trepidaba. Descubrimos que era como si se acordara de algo,
pero también detrás de cada risotada creímos adivinar una suerte de
melancolía. Era más triste entre más se reía.
—Don Eustasio —le dijimos por fin, aprovechando un receso, justamente
cuando el abuelo servía más chicha en los vasos—. ¿Es cierto que usted
conoce a la Duenda?
Se bebió dos tragos sin dudarlo, en seguidilla. Prendió un cigarro, y sólo
después de filmárselo nos respondió:
—No hay que jugar con fuego.
Y se despidió de nosotros, de lejos, abanicando su sombrero, como si ya
nunca más pensara en volver a vernos, como si ya para siempre se despidiera,
y sólo nos recomendó, de lejos, a grandes voces, voces de lejos que sonaban
igual que largos lamentos de despedida: “Muchachos, nunca toquen la flauta a
solas”, y se marchó por el camino empedrado, y no regresó jamás. Pues el
compadre Eustasio del Hierro murió un domingo en el pueblo; se le acabó el
corazón durante una pelea de gallos. El abuelo, como tantos, lo acompañó al
cementerio. La abuela no fue: también había muerto, y estaba, como el
compadre Eustasio, de viaje, quién sabe dónde, lejos, pero cerca —de
cualquier manera— porque el abuelo la recordaba: Siempre que miraba una
flor decía “Ay Otilia” como si se partiera, porque la abuela en vida fue una
sembradora de flores; interrogaba a la abuela y la escuchaba —aunque
nosotros no la oyéramos— como si ella se encontrara a sólo un paso de
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distancia, como si ella durmiera a su lado, como si ella comiera con él, como
si ella viviera.
Tampoco nosotros acudimos al entierro. El abuelo no permitió que lo
acompañáramos. Quedamos solos al cuidado de la casa, del caballo, de la
vaca, del gato, de los chivos, de Negro y Ruido, nuestros perros, y del
sembrado. Entonces pensar en la muerte era como acordarse de alguien que se
fue de viaje y que en un país tiene que estar, ojalá en paz y recordándonos.
Sabíamos que a esa hora de la tarde debían encontrarse enterrando al viejo
Eustasio, y eso quería decir que se iba de viaje, como si en lugar de enterrarlo
lo subieran a un caballo con alas, pronto a volar, en la mitad de otra risotada.
“Ya estará volando” pensábamos, “Muerto de risa”, y lo olvidamos.
Tostábamos el café en el solar, removíamos los granos con las palas,
esperábamos así el regreso del abuelo cuando en eso, sin anuncio, el mundo
entero quedó en silencio y un viento frío nos bajó por los rostros hasta el
alma. El cielo pareció de cristal: de un momento a otro se rompería y caería
sobre nosotros. Las cosas seguían quietas, pero parecían palpitar, o
palpitaban, nos oían, y también sonaban, pero sin sonar. Eran ruidos por
dentro. Flautas y cuerdas que se escuchaban, pero no sonaban, alaridos de las
flores, gritos de las piedras, del aire mismo, voces del agua de la alberca,
palabras de los leños y carbones de la cocina, músicas, músicas hondas, y en
medio de las músicas, imponiéndose por encima de las voces de la tierra, la
oímos a ella. Era un canto delgado que al principio confundimos con un
pájaro. No era un pájaro. Era ella, en el techo rojo de la casa, sentada al tilo de
la chimenea, los brazos desplegados como alas, las piernas cruzadas,
contemplándonos mientras cantaba, desnuda, el largo cabello a su alrededor
flotaba como algo vivo, la luz rodeaba sus manos, y se desprendía de sus
manos, y la recorría por las piernas, por la cintura, era redonda por todas
partes, parecía palpitar con la tierra, los ojos verdes fosforesceaban, dos
llamas, dos llamas.
—No hay que jugar con fuego —se oyó en el aire desde la más remota
distancia la voz del viejo Eustasio como la última despedida. Luego oímos su
última risotada. Luego nada. Sólo un silencio que ardía. Mis dos hermanos
corrieron veloces al interior de la casa, veloces, igual que un alarido. Y detrás
suyo iban Negro y Ruido, el rabo entre las patas, como si los apedrearan. No
los acompañé, no podía, estaba petrificado, como enclavado, una raíz en mí
mismo. Pues no eran frecuentes las mujeres desnudas en los techos de la casa.
No eran frecuentes las mujeres desnudas. No eran frecuentes las mujeres. De
vez en cuando sólo llegaba la vieja Brígida a vendernos la panela. O nos
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ayudaba con las cosas. Pequeña y oscura, envuelta en chales oscuros, el velo
negro cubriendo su pelo de ceniza, no era justamente una mujer para nosotros.
Y ahora, en el techo, una mujer, una Duenda o una muchacha, dueña de
nosotros por su desnudez, por su mirada, por sus palabras: Dejó de cantar y
me dijo que subiera con ella; tres veces me llamó, suavemente, abanicando un
dedo, tres veces me dijo:
—Sube conmigo.
No respondí. De pronto descubrí que no sabía hablar. ¿Cómo eran las
palabras? ¿Cómo las pronunciamos?
—Sube conmigo —dijo—. Sube a mi lado. Te juro que nunca serás viejo
si me tocas.
Su voz era un largo y delgado viento en la cara, regándose hacia adentro y
más adentro de los ojos, ensoñándome.
Fui hasta la tapia y empecé a trepar, sobrecogido. En poco tiempo gané el
techo, y, a medida que me aproximaba a ella, más me iluminaba de azul, más
de su luz azul, más yo mismo me veía azules las manos, más sentía deseos de
tocarla, más que me besara de nuevo, más que me matara.
Mis hermanos me llamaron a gritos. Dudé, al escucharlos; sentí que ella
me tomaba de un brazo con urgencia, para acercarme. Pero cuando busqué de
nuevo sus ojos que llameaban no vi a nadie, sólo percibí sus labios invisibles
en mis labios y entonces resbalé por el tejado, caí sobre unos bultos de tamo,
reboté contra la dura tierra, me partí el brazo y lloré, apretando los dientes.
Tenía diez años y estaba enduendado.
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La invocamos en las cuevas, nos perdimos, nos desesperamos…
Eso fue lo que dijo el curandero, don Fito Vaca, en su casa, donde me
llevó el abuelo para que me sobara.
—Enduendadito —dijo con un suspiro—: Este niño está enduendadito.
—Bah —replicó el abuelo— Yo sólo veo un brazo partido.
—Por lo menos el brazo —terció el curandero—: Es un brazo
enduendado. La Duenda tuvo que pisárselo.
El asunto de mi brazo resultó delicado. No estaba exactamente partido,
sino dislocado: El codo se me había subido; la piel por donde el codo emergía
era pálida y delgada, como si se fuera a romper. El curandero, don Fito Vaca,
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comenzó a sobarme, a empujar el codo a su sitio. “Enduendadito —decía
mientras tanto—, sólo hay que mirarle los ojos, parece como si durmiera”.
Mi abuelo decía que los hombres no lloran, pero yo era un niño y lloraba;
entonces el abuelo miraba a otro lado; a lo mejor lloraba igual que yo, era
posible, porque lo oía decir que los hombres no lloran como si llorara, lo oía
alentarme afligido mientras don Vaca insistía: “Enduendadito”, y el abuelo:
“Los hombres no lloran”, y el curandero:
—Déjenlo llorar, que está enduendado.
Con una pomada como greda verdusca, que olía a leño quemado, que
ardía y se metía por los poros, había embadurnado mi brazo, y me sobaba. A
veces hacía buches con el agua turbia de una botella y me escupía en la frente
y decía:
—Salgan de ahí, duendes, ¿por qué molestan a este niño?
Y luego pegaba un grito: “Desconsiderados, ¿no ven que sigue enfermito?
Sufre, sufre como diez hombres. Más bien ayúdenme a sobarlo, que su brazo
vuelva a la vida, que se anime, que se haga brazo de hombre y trabaje y
defienda la mujer y los hijos, ayúdenme a ayudarlo, duendecitos, eso, eso”.
Y volvía a sobarme.
Yo hubiera querido recordarle que no eran los duendes sino la Duenda la
que tenía dentro, y no podía, el dolor no me daba tiempo. Dos veces me
desmayé en los brazos del curandero, y dos veces me resucitó, soplándome
más agua negra en la cara, rociándome las pestañas, ahogándome en su olor
profundo de tierra y humo, de ceniza. El agua negra paralizaba. A veces yo
mismo miraba mi propio brazo como si no fuera mío, sin sentirlo, como si
mirara el brazo de otro niño, pero de nuevo el dolor se imponía, volvía
centuplicado, renacía recordándome que estaba vivo, que yo era de carne y
hueso. Yo amarraba los gritos, yo quería que el brazo siguiera siendo mío.
Tres veces me llevó el abuelo donde el señor Vaca, tres tardes largas que
se convirtieron en noches dolorosísimas, hasta que sané —o creí sanar—
cuando el codo como un crujido regresó a su sitio de golpe —como un golpe
— y pude mover el brazo. Sólo que ese brazo, el derecho, me quedaría desde
entonces bastante más corto que el izquierdo y más delgado, como un brazo
ajeno, desconocido, de otro, que a veces hacía cosas que yo no quería, que
arrojaba una taza, por ejemplo, contra la pared, pero sin que yo quisiera.
—Qué le vamos a hacer —me dijo el abuelo—. Ahora tienes un brazo
nuevo. Domestícalo.
La casa del curandero quedaba cerca del río. Era una casa oscura, de
paredes de barro cocido, de techo de palma, con una sola y minúscula ventana
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que en lugar de alumbrar oscurecía. Al entrar en esa casa uno entraba en otro
tiempo, otro lugar en otro lugar, otra casa en la montaña, pero una casa
aparecida, emergida intempestivamente entre los árboles. En las paredes había
cuadros vacíos, o marcos de cuadros vacíos.
No. No eran marcos de cuadros vacíos: colgaban alrededor de las
manchas y figuras que formaban las grietas de las paredes. Cualquier azar de
ceniza en la pared, cualquier nube o tiznón, quemón o fisura, tenía su marco
alrededor, igual que una ventana. Mientras don Vaca y el abuelo susurraban
bebiendo chicha, después de otra larga sesión con mi codo, y todavía aturdido
por el dolor, todavía mojado por el olor de las aguas negras que paralizaban,
yo solía asomarme a las paredes como espejos negros que atraían, y
contemplaba sus pinturas, las adivinaba, siempre distintas, siempre vivas. A la
luz de las velas y leños que crepitaban veía rostros que me miraban, dedos
que me señalaban, y oía voces que me llamaban con otro nombre desconocido
que sin embargo era mi nombre —otro nombre mío— porque yo lo reconocía,
sabía que ese nombre desconocido era mío, y distinguía una cantidad de seres
bulliciosos que saltaban por las paredes, de un cuadro a otro, gentes vivas que
también se asomaban a examinarme, que se burlaban o no se burlaban porque
de todas maneras también yo era otra figura enmarcada en el aire, otra
sombra, otro gesto, otro camino. La cercanía de los seres de las paredes era
tan intensa que dolía, un envolvente fragor de gritos que parecía música pero
desesperaba porque al final no la entendía, y era que la música subía por mi
cuello como agua hasta la asfixia, o se hacía soplo y alarido, un vértigo, un
cuchillo, un juego veloz en el que yo era el único aterrado, y entonces me
volvía en busca del abuelo, de su ayuda, para que dijera algo, que bostezara,
que recordara las cosas de siempre —un azadón roto, el gato no tuvo comida
—, que reviviera la vida y entonces los gritos minúsculos desaparecieran, su
música de bosques, sus pueblos y ciudades, sus países que imantaban, porque
si el abuelo me hablaba del mundo el mundo entero me resucitaría y sólo así
era posible que yo no gritara igual que las paredes. De modo que me volvía al
abuelo y a don Vaca, pidiéndoles ayuda, y sin embargo descubría que también
don Vaca y el abuelo eran idénticos a los seres que habitaban las paredes;
volaban sentados, inclinados uno contra el otro, las dos cabezas unidas, las
dos frentes prolongándose, los gestos en un ritmo concertado, las manos
saludándose, las sombras confundidas y grandes como la sombra de un solo
gigante, susurraban rodeados por rostros curiosos y meditabundos y alegres y
dulces y exasperantes, siempre interrogantes, todos a la expectativa de mis
palabras y decisiones, de mis asombros de niño —un brazo enduendado, la
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Duenda aferrándome—, todos adivinantes, raras miradas sentadas junto al
abuelo y el curandero, muy cerca de ellos, bebiendo como ellos, y algunos,
los más pequeñísimos, columpiándose rabiosamente de las mismas barbas del
abuelo, de los pelos de don Vaca, y sin que a ellos les importara: por el
contrario, susurraban acariciándolos, moldeaban con sus manos infatigables
las cabezas de los aparecidos, sus orejas y sus pelos, sus atuendos, como si los
amaran, y sonreían bebiendo chicha a la luz de las velas, hasta que sus ojos
me encontraban dando vueltas desesperadas por la estancia y entonces
guardaban silencio observándome como a un intruso indefenso, acaso
compadeciéndome.
—Este niño sigue enduendado —dijo el curandero como una advertencia
grave, al despedirnos la última noche, cuando mi brazo por fin se movía, sin
ningún dolor, pero a veces por su propia cuenta, robándose, por ejemplo, y sin
que yo quisiera, una rana de barro que encontró por azar entre un manojo de
velas.
—No creo —replicó el abuelo—. Sólo un brazo partido.
Y pagó al curandero con dos botellas de chicha, dos libras de sal, y un
chivo.
—Tráigamelo de nuevo, que sigue enduendado —dijo don Vaca en la
puerta. Era noche de luna y la niebla se distinguía a pedazos, medio cubriendo
la casa, devorando la diminuta ventana, la puerta, la cara misma del curandero
que se alumbraba con una vela mientras hablaba.
—Un día volvemos —se despidió el abuelo.
La noche nos envolvía; creo que por primera vez descubrí las estrellas —
las conocí de pronto, por entre jirones de niebla que se abrían como ventanas
— El abuelo parecía pensarlo y decidirlo, y dijo, cuando debimos sentirnos
más solos: “No vuelvas por este lugar; don Vaca sabe curar brazos partidos,
pero de duendes no sabe nada”.
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Dejó de cantar y me dijo que subiera con ella; tres veces me llamó, suavemente, abanicando un dedo…
Las fuerzas del brazo volvieron. Parecía igual que el otro brazo, parecía
tranquilo, parecía mío. Con mis dos brazos intenté nadar en el río. Había un
remanso ancho y profundo, con grandes piedras como nubes a su alrededor.
Desde esas piedras blanquísimas mis dos hermanos se arrojaban. Nadie
enseñaba a nadie. Yo aprendía solo, en la orilla, aferrado a un tronco de árbol
caído. Estiraba las piernas y pateaba, mientras mis dos hermanos se
preocupaban por nadar cada vez más y mejor, de espaldas, de costado, debajo
del agua, o sin sacar los brazos y piernas —como Negro y Ruido—: sólo sus
cabezas, felices y sonoras, progresando contra la verde corriente del río —el
río se llamaba Verde—. Así las horas volaban, llenas de chubascos de
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espuma, de sol y de agua, de gritos y risas mojadas. Me alentaban a veces:
“Suéltate de una vez, suelta ese tronco y nada”. Yo les hacía caso, pero me
hundía. De nuevo aferraba el tronco, casi asfixiado, la salvación, y me
derrotaba en la orilla como un náufrago. Mis dos hermanos reían. “Un día
nadarás, aunque sea muerto”. Y nos vestíamos y regresábamos. Ya había
pasado un tiempo desde la muerte del viejo Eustasio. En la casa los días
seguían igual, y nadie parecía acordarse de la Duenda en el techo, de las
músicas invisibles que nos acecharon. Mi abuelo vendía lo que trabajaba; de
vez en cuando tocaba la guitarra, y nosotros la flauta, las mismas flautas que
nos regaló don Eustasio el finado. Competíamos a ver quién tocaba mejor,
con más precisión, ésta o aquella melodía. Debajo del cielo estridentábamos
como truenos, ferozmente, hasta que la dulzura de la flauta se apoderó de
nuestra furia, nos enamoró, y entonces sonábamos igual que los pájaros,
supimos que la música era igual que las nubes. Tantas horas como flauta cada
día. El abuelo nos oía, soterrado. Había sido joven, había sido músico. Sabía.
Y decía desconfiado que con la flauta nadie me aventajaba. Yo veía sus ojos
alumbrar al escucharme. Sus orejas se ponían puntiagudas; se volvía otro, más
alto y feliz, inalcanzable. Yo alardeaba; incluso podía tocar la flauta con una
sola mano; inventaba melodías solamente concebidas para la mano derecha de
mi brazo curado. Mi abuelo recapacitaba. “¿No será el brazo enduendado? —
decía al escuchar las melodías inventadas—, si ese brazo te convierte en
músico te mueres”. Tocar flauta era una victoria: si mis hermanos sabían
nadar, yo, por lo menos, flauteaba, y mejor que mil manos. Cualquier
cancioncilla que escucháramos al azar en el pueblo o en el viento o entre los
árboles yo la soplaba idéntica, aunque sólo la hubiese escuchado una vez,
aunque sólo la hubiese escuchado en un sueño. Si mi flauta se oía nadie podía
hablar. Yo daba miedo. Un día me dijo mi hermano mayor:
—Tocas demasiado. Acuérdate de no tocar a solas, o se te aparece la
Duenda y ya sabes. Te pisa el otro brazo o todas tus piernas, y de paso te pisa
el alma, la vida, y ahí quedamos.
¿Que no me acordaba? Tardes enteras, en el bosque, en la laguna, en cada
piedra del valle, a solas en el monte o en cualquier orilla del río, me sentaba
con la flauta y la soplaba, siempre a solas, para que la Duenda apareciera. No
aparecía. Seguramente el viejo Eustasio se había burlado al advertimos que no
tocáramos la flauta a solas. Pues yo me iba con mi flauta a solas, inventando
canciones, solo, a la deriva, y pensaba en la Duenda hasta el delirio, decía:
“Duenda, Duenda, Duenda”, y nada, la Duenda no aparecía, tocaba la flauta
hasta que me dolía, nada. Sólo el silencio, al lado mío, como si en su burla la
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Duenda hubiese querido ser solamente el silencio, a mi lado, el silencio
sentado conmigo.
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…distinguía una cantidad de seres bulliciosos que saltaban por las paredes, de un cuadro a otro…
Todo así hasta que mi brazo enduendado decidió ponerse de acuerdo con
mi otro brazo y empezar a nadar conmigo. Por fin aprendí a nadar, a flotar,
como si volara en el agua. Atardecía. El sol enrojecía las hojas de los árboles,
mientras caía. Olía a piña en el aire. La tierra era más húmeda, lloraban las
raíces, se veía un vapor de nubes disolviéndose en la ya cercana noche del
cielo. Y mis dos hermanos, extenuados, dejaban el río, los perros detrás. Me
abandonaban, se olvidaban de mí como si no se percataran de mis llamados
—yo quería que supieran que por fin sabía nadar y estaba vivo—, me dejaban
como si pensaran que yo los seguía. No me importó, no fui con ellos. El agua
era mejor que volver a la casa. El río solo, el agua sola, todas las aguas se me
ofrecieron enteras, me atraían, se me entregaban completas para que yo
pudiera flotar como si volara. Llovía levemente, y era por eso que el agua
estaba tibia, casi cálida, igual que las sábanas de la cama cuando uno ya
empieza a dormir después de pensar en el día. Y como llovió con más fuerza,
el agua se calentó más. Hervía, sin que quemara. Hervía Creí ver humo que
merodeaba por las riberas, humo de agua. “Es niebla”, pensé, “No puede ser
humo”. Un desasosiego como hielo en la nuca me recorrió. ¿Debía irme: No.
Todavía no. Sólo quería dar una última vuelta de agua, de orilla a orilla, y
marchar después a la casa, nada más. La última vuelta, el último nado.
Después me soñaría nadando, pensaba.
Los árboles crepitaban mecidos por la tormenta, fulgían en las orillas,
asomados al mundo, sus grandes ramas temblaban como incendiadas,
reverenciantes, y se reflejaban en el agua igual que manos ciclópeas,
abrazándome. Y en eso oí los chapuzones, las zambullidas, las risas como
cristales reuniéndose y dispersándose, oí voces por todas partes,
impronunciables, desconocidas, y los vi sin asombrarme: se arrojaban de lo
más alto de las piedras sobre el río y nadaban a mi lado y jugaban conmigo,
me trasladaban de un lado a otro como burbuja de espuma. Eran los seres de
las paredes, los mismos que conocí en casa de don Vaca el curandero. No me
asombraron; de alguna forma los esperaba; todo ese tiempo aprendiendo a
nadar en el río, todo ese tiempo y el río me prepararon a reencontrarme con
ellos. Nadaba con ellos y como ellos. Trepaba a lo alto de las piedras y me
arrojaba de cabeza, sin miedo. Debajo del agua también los encontraba. Me
hacían señas que yo no entendía, sus labios se movían sin sonido, o era
posible que yo no lograra escucharlos bajo el agua. De modo que volvíamos a
la superficie, pero tampoco los escuchaba, y sin embargo sus bocas en el
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silencio me hablaban, y nadábamos a la orilla y trepábamos de nuevo a las
piedras. En una ocasión me empujaron desde la piedra más alta, sus manos
aladas me empujaron, pero no caí: durante un instante eterno me suspendí en
el aire, a medio metro del río. Vi una rana amarilla que me miraba: podía ser
la rana de barro que yo siempre llevaba en el bolsillo, rediviva. Entonces caí,
al tiempo que la lluvia —yo era una parte de la lluvia, otra gota de lluvia—, y,
como la lluvia, volví a caer millones de veces, con fuerza, entre jirones de
niebla, entre las aguas que humeaban, entre las aguas que ardían —sin
quemar, como un día de sol en el páramo, una lejana caricia de viento cuando
pensamos que estamos solos y no estamos—, yo era lluvia en todos los
ámbitos, entre las selvas, entre las rocas sedientas, caía, y además de inundar
me hundía y me esparcía y luego volaba desapareciéndome en las nubes y
subía como un juego eterno, hasta que volví al río, me suspendí en el aire y
me vi yo mismo, flotando en el río como el cadáver de un niño en un río
verde.
Me arrojé sobre su cuerpo y lo invadí.
Y seguí flotando bocarriba, mientras los serecillos me tiraban de los
cabellos, me preguntaban. Me hicieron ir como un barco sobre las olas, en el
verde rumor del río, sin que necesitara nadar: innumerables manos me
sostenían por los brazos, por la espalda. Flotaba como si volara. Los escuché
por fin, les respondí sin pronunciar palabra, y me dejaron en la orilla, me
rodearon. No eran más altos que mis rodillas, pero parecían viejísimos. No
porque fueran arrugados como el abuelo, sino porque eran o tenían que ser
antiguos o más antiguos que todos los abuelos del pueblo reunidos, sumando
sus edades. Sus ojos llameaban; no se podía mirarlos demasiado porque
quemaban; usaban sombrero; sombreros de alas grandísimas para ellos,
sombreros pálidos, altos y puntudos, y se bañaban con todo y sombrero:
algunos navegaban en ellos, remaban con los brazos, y otros sencillamente
flotaban a ras del agua, y vestían atuendos extraños, de otros tiempos, cuyas
telas, sin embargo, teniendo que ser viejísimas, no parecían gastadas ni
mojadas. Otros nadaban desnudos, simplemente desnudos, como yo, pero
todos nadaban conmigo bajo la lluvia, quién sabe cuántos minutos o siglos,
quién sabe. Entonces oí un grito, como una imprecación.
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Tocar flauta era una victoria: si mis hermanos sabían nadar, yo, por lo menos, flauteaba…
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Era don Vaca, en lo alto de una piedra. Tenía la cara afanada por la
sorpresa; llevaba una mochila terciada al hombro, y en sus manos un fuete.
—Carajo —gritó—, dejen tranquilo a ese niño; por qué lo asedian, qué les
ha hecho, vuelvan conmigo, los necesito.
Y empezó a dar fuetazos al aire, y bajó a la orilla y siguió fueteando en las
aguas. Los que nadaban reían sin sonido y huían en todas direcciones. Pero no
temían al curandero. Se aparecían a sus espaldas, lo envolvían, tiraban de su
ruana, trepaban a sus hombros, se deslizaban dentro de su mochila, y la
mochila pesaba, yo veía que don Vaca no podía con la carga, se doblaba por
el esfuerzo, enrojecía, su mochila era un brazo de la tierra que lo jalaba.
—A otra parte —decía don Vaca—, no estoy para juegos. Déjenme
tranquilo y síganme obedientes, los necesito.
Y todo esto en la mitad del aguacero que hervía en las aguas, que se
quemaba en los árboles.
De un momento a otro los hombrecillos desaparecieron. Don Vaca
temblaba, empapado.
—¿Cómo es que sus hermanos lo dejaron solo? —me dijo—. Salga
prontico del agua y corra a su casa, que está enduendado. Ay, voy a contarle a
su abuelo, lo voy a poner bien bravo. Salga del agua que ahorita nomás
anochece, y no respondo.
Yo no quería salir nunca del agua.
—Sólo voy hasta la otra orilla —dije.
—Ahora —dijo con un grito—. Ahora mismito. Ésos eran los duendes, y
querían ahogarlo.
¿Ahogarme? pensé. Por el contrario, los duendes me desahogaban, iban a
mi lado, me alentaban:
—Ningún duende me ahogó —dije.
—Porque yo llegué, carajo.
Don Vaca parecía de verdad disgustado, y también sorprendido. Me
señaló con un dedo:
—¿No lo dije? —preguntó—. Enduendado.
Hablábamos a gritos en la borrasca. Don Vaca en la orilla, y yo en la
mitad del río, pues ya había empezado a nadar, hundido en el aguacero. Y oí
la voz, azul dentro de mí, y oí la luz, sonora y azul, asomarse por entre los
árboles:
“Quédate”.
Quise advertir a don Vaca. Era mejor que se fuera. Pero ya algo, o
alguien, se había apoderado del fuete del curandero.
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—Duenda mía —lo oí decir.
Y el fuete solo, en el aire, como si se tratara de un fuete vivo, le daba de
fuetazos como pestañeos, lo ahuyentaba, lo obligaba a correr y desaparecer
bajo la lluvia.
“La Duenda” pensé escalofriado, “Es la Duenda otra vez, y estamos
solos”. Mis ojos alrededor sólo veían lluvia ruidosa en el río, gotas gordas y
azules que repicaban. Las dos orillas del río quedaban más lejos que el cielo.
En algún lugar del aguacero oí que mi flauta sonaba, sola. ¿Quién la soplaba?
Nadie. La flauta sonaba sola. “Duenda” grité, al tiempo que me hundía, pues
ella misma debajo del agua me aferraba por los tobillos y me arrastraba con
ella en un viaje veloz por las entrañas más hondas del agua, me abrazaba y me
volcaba en un remolino de vértigo y arena, de raíces acuáticas que nos
enredaban, de piedras azules que nos sepultaban, de noches enteras y negras,
de cielos negrísimos. Y ya iba a dormirme en el sueño del agua cuando
apareció la luz, azul, como la lluvia, y vi su cara, sólo su cara a mi lado,
radiante como una tea, la voz iluminada, quemándome en el agua, la vi
acercar sus labios a mis labios y rozarme y entonces sentí que era yo quien la
bebía, y que me iba a morir bebiéndola, pero luego de un prodigioso empellón
como una risotada ella misma me arrancó del agua y me abandonó en la
orilla, desvanecido.
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Aquella noche, a la luz de las velas, al silencio del mundo, sentados en
torno a la estufa, incrédulos, el abuelo y mis hermanos dedicaban su vida a
examinarme los tobillos. Tenía, marcados en ellos, las huellas de sus manos,
las manos de la Duenda, sus dedos, su presagio. Una huella de mano en cada
tobillo.
—Y son unas manos pequeñas —dijo el mayor de mis hermanos,
comparando las huellas con sus manos. Mi otro hermano hizo lo mismo.
—Pequeñísimas —dijo.
—¿Y dices que don Vaca se fue corriendo mientras el fuete lo fueteaba?
—preguntó por centésima vez el abuelo.
—Sí —repetí—. Era como un fuete vivo, como si alguien invisible lo
empuñara. Pero don Vaca tuvo la culpa: empezó fueteando primero.
—Ya sé —se asombró el abuelo— Para que don Vaca salga corriendo se
necesita un ejército de duendes, o una Duenda, por lo menos.
—Fue la Duenda —dijeron mis hermanos— Aquí se ven sus manos.
Quiso ahogarlo.
—¿Ahogarme? —dije— Sólo me hundió para besarme, y después me
arrojó a la orilla.
Mis dos hermanos cambiaron una mirada.
—Del beso de ella nos acordamos —dijeron conmocionados.
—Y se van a acordar de mí —terció el abuelo—. Por deja: solo en el río a
su hermano.
En un segundo como un látigo se sacó la correa.
“A mí también me dolerá” dijo. Y les dio tantos correazos como años
teman. Al uno trece y al otro dieciséis, contados. “A mí me dolió peor”
finalizó el abuelo, y sólo quedó satisfecho cuando los oyó jurar que nunca
volverían a abandonarme en el río. Lo sentí mucho por mis hermanos, y ellos
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debieron sentirlo peor. No me hablaron durante una semana. Huraños y
parcos, me hicieron saber que me aborrecían.
—Enduendado —me dijeron, hasta que hicimos las paces, después de una
semana. Enduendado, me gritaron desde los árboles. Y me despertaban:
Enduendado. Cualquier corredor de la casa sonaba como cientos de voces
repitiéndome: Enduendado. Cualquier fuga de pájaro —o de flauta— era yo,
que sonaba enduendado. Fue un asedio de siglos durante una semana, una
vida. Hasta que nos olvidamos del río. En una semana. Ahora pescábamos
truchas en la laguna, recogíamos guayabas, nos fatigábamos de vida.
Pero ya entonces en el pueblo y las veredas todos los hombres y mujeres
como ecos hablaban del niño enduendado.
Yo era ese niño.
Y llegaban las gentes a visitarnos, para que mostrara mis tobillos, mis dos
tobillos con dos manos de Duenda perfectamente grabadas.
—Enduendado —decían las comadres, persignándose.
La palabra se repetía infatigable, en los labios de los niños, mis amigos, o
de otros niños desconocidos que venían a mirarme y repetían: “Enduendado”,
hasta el delirio. Era natural que lo dijeran las comadres, pero ¿otros niños?
El abuelo me soslayaba, preocupado. Mis dos hermanos desconfiaban.
¿Enduendado?
Hasta que una tarde llegó el abuelo de la montaña —había madrugado ese
día— y, cuando escuchó a las comadres repetir que yo estaba enduendado, les
dijo, solemne como un árbol:
—Estuvo.
—Está —repitieron las comadres.
—Estuvo —dijo el abuelo—. La misma Duenda acaba de prometerme que
nunca más volverá a molestar a este niño. Me pidió que la perdonara. Que
este niño la había inspirado, me dijo, pero que nunca más volvería a tocarlo,
mientras siguiera niño.
—Volverá cuando deje de ser niño —dijeron las comadres—. Volverá
cuando sea hombre, y las cosas serán peores.
—Entonces será un hombre —repuso el abuelo—. Y los hombres se
defienden solos.
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recordábamos en voz alta nuestro sueño compartido —el beso de la Duenda,
debajo del sauce— y las preguntas iban y venían, como olas, pero las
comadres no nos escuchaban, sencillamente no me quitaban el ojo de encima.
Una de ellas me pellizcó un día, en pleno brazo enduendado. “A ver a ver,
duende”, me dijo, “A ver”. El abuelo no se encontraba conmigo. Yo se lo
conté y se molestó muchísimo: “La próxima vez asústala”, dijo, “Dile que la
convertirás en mula si te toca, no te dejes”.
Conocimos gente que no imaginábamos. Hombres y mujeres formaban
fila para escrutarme los tobillos, para rozarlos, para tocar en las huellas de las
manos a la mismísima Duenda, y sentirla. “Hiela”, decían algunos. Unos
susurraban: “Huele a nardos”, y otros: “Ilumina”, y se iban. Como sombras yo
veía las siluetas alejarse de la casa, en un perfil desmesurado y silencioso.
“¿Por qué no se quedan?” preguntaban mis hermanos.
Hubo visitas de visitas. La viuda del compadre Eustasio del Hierro, por
ejemplo —la señora Etelvina—, vestida de negro entero. Compadeció a mi
abuelo con un sollozo: “Yo sé qué es vivir con un enduendado” le dijo,
“Mejor olvídelo, no le haga caso, y nadie sufrirá”. El abuelo ignoró sus
palabras: “Hoy es un buen día” dijo. No sé por qué no le gustaba que se me
creyera enduendado. Y añadió: “Yo sé qué es vivir”. Y nada más dijo, pero
observaba a la viuda con una atención plácida. A pesar de su luto perfecto, la
viuda Etelvina llevaba al cuello cadenas de oro, y en sus manos sortijas de
oro, y pulseras que sonaban igual que monedas. Si el viejo Eustasio tenía
cincuenta años al morir, ella tendría unos veinte años menos, y parecía feliz.
Antes de regresar a su casa la viuda me dijo al oído que yo era un niño muy
bello, demasiado, y me rozó el pelo con su mano larga, me llevó a un rincón
oscuro y me pidió que la ayudara con Isabela, su hija, que era traviesa y no
dormía nunca, que hablaba sola, soñaba en voz alta, que casi no almorzaba y
se adelgazaba y parecía enamorada.
Yo sabía que la hija de la viuda tenía mi edad, o acaso dos años más. Me
sorprendí: “¿Doce años y enamorada?”
—La próxima vez —me dijo el abuelo—, dile a la viuda de Eustasio que
ella es la enamorada. Que no nos venga con trampas.
Yo no entendí nada. Sólo entreví, a duras penas, que la viuda me habló
como a un duende —pidiendo favores—, y no como a un enduendado.
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…y los vi sin asombrarme: se arrojaron de lo más alto de las piedras sobre el río y nadaban a mi lado y
jugaban conmigo…
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La visita más extraordinaria fue la del padre Toro. Llegó sentado en su
burro, rodeado por dos acólitos y un coro de mujeres que arrojaban agua
bendita por todas partes. Bañaron la casa en agua. Rezaron el rosario y nos
pusieron a todos de rodillas.
—Qué es esto —dijo después el padre, dirigiéndose a mi abuelo—. ¿Tan
desocupados estamos, don Teófilo, para inventarnos duendes y duendas y
atraer todos los diablos? Inventar fantasmas es un pecado mortal que se paga
con el infierno. Escrito está: “No hagáis dioses de plata y oro”. ¿Cuánto están
cobrando por las visitas?
—Nada —dijo el abuelo—. Sólo ofrecemos café a los que llegan, o agua,
si hay sed. Yo no comercio con mi nieto.
—Y cuál es ese nieto —preguntó el padre, aproximándose a mis
hermanos. La temerosa mirada que ellos me dirigieron bastó para responderle.
—El menorcito, me lo suponía —se enfadó el padre Toro—. Siempre son
los más niños los que pagan.
Se sentó en una butaca, resoplante, y me pidió con un gesto que le
mostrara mis tobillos.
Se estuvo un minuto largo examinándome.
—Unas manos muy bien pintadas —dijo por fin, y se volvió a sus acólitos
y les dijo:
—Pásenme el pañuelo mojado en agua bendita.
Las gentes nos rodearon de inmediato. Yo todavía no adivinaba qué
sucedería con el pañuelo. Pronto lo comprendí, y en carne propia. El padre
empezó a sobarme los tobillos — al igual que don Vaca con mi brazo— y
mientras fregaba con el pañuelo rezaba en voz alta. En mi piel, las manos de
la Duenda seguían intactas. El Padre Toro parecía llorar mientras rezaba, y
hablaba de las trampas del mundo y de los hombres. Se encolerizaba como un
trueno, y a veces sólo gemía. Algunas comadres cayeron de rodillas. Otras
sólo observaban. La piel empezó a arderme; como pude, retiré mis tobillos. Vi
la nuca rojiza del padre Toro inclinarse, sus ojillos penetrantes acercarse a
examinar más de cerca los resultados. Las huellas de la Duenda seguían,
idénticas.
—Muy bien pintadas —me dijo el padre— ¿Con qué te las pintaron?
No respondí. El padre insistió:
—Debe ser tintura de cebolla revuelta con achote molido.
—No me pintó nadie —dije.
—Puedes confesarlo, niño, que ninguno te hará daño. Yo soy el padre
Toro, yo te salvo.
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—Nadie me ha pintado, padrecito —repetí—, y si me sigue frotando con
ese trapo me va a sacar sangre.
Las comadres se persignaron:
—Un niño —dijeron—, un niño enduendado.
—Es cierto, y muy niño —repuso el padre—, un niño que no sabe que así
no se habla a un sacerdote, que no comprende que un pañuelo no es un trapo,
y más si es un pañuelo bendecido. Debería castigarlo, por su soberbia; ya
mismo debería abofetearlo como a un Judas, pero lo perdono. Es Dios quien
se hará cargo.
Me hizo la señal de la cruz. Me bañó la cara en agua bendita, la espalda, el
pecho y los tobillos, nos dijo a todos que esperáramos rezando arrodillados y
se encerró con mi abuelo en la casa, durante un largo tiempo. Parece que
bebieron chicha. El padre Toro salió más rojo que nunca, y casi plácido. “Ya
nos olvidaremos de esto” dijo. Hizo la señal de la cruz por encima de todas
las cabezas, se subió en su burro y desapareció, seguido por sus acólitos y el
coro de mujeres que cantaba.
Mucho después me enteraría que el abuelo había regalado al padre Toro,
para los pobres de la iglesia, el rosario de perlas que fue de la abuela, y el
cofrecito de morrocotas de oro.
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durante siete días, solo dándome a beber agua tres veces por día. Pues
únicamente así podría devolverme la oscuridad, la noche que se me había
perdido, únicamente así me devolvería el adentro desaparecido, únicamente
así yo regresaría. Y que no nos preocupáramos —insistían las comadres—: Si
no encontrábamos la oveja negra, bien podíamos usar la sangre de un zorrillo
capturado en noche de luna. Lo importante era la sangre, y las dos pieles
juntas: “Al contacto entre humor y humor —decían las comadres—, el niño se
irá desenduendando”.
El abuelo no estaba de acuerdo. Para espantar a las comadres empezó a
bañarse desnudo en la alberca, cerca del sitio donde ellas solían tejer sus
bufandas y fumar sus cigarros, alegrarse, entristecerse, barrer el piso con
ramos de ruda, o respirar simplemente, mientras vivían. Al ver biringo al
abuelo las comadres se persignaban, huyendo. “En esta casa los duendes
abundan” decían, y entonces el abuelo, desnudo, inmutable, les recordaba la
promesa de la Duenda, y lo hacía con tanta gracia y seguridad que yo mismo
y el mundo entero quedábamos perfectamente convencidos de que nadie más
me invadiría mientras creciera, ni Duenda ni duendes, ni vivos ni muertos.
Algunas de las comadres no volvieron. Las gentes, sin embargo, no paraban
de visitarnos, y traían consejos, recomendaciones de otras tierras, extraños
medicamentos, ramas de alfalfa, yerbas de gallinazo, remedios que cocinaban
en agua, para que yo bebiera, y también regalos para mis hermanos: les daban
anzuelos, camisas, dulzainas, y hasta pájaros enjaulados.
Para mí no había regalos; sólo asombradas miradas.
Yo era el niño enduendado. Tenía que andar con los pies descalzos, los
tobillos al aire, para no tener que quitarme los zapatos a cada minuto del día.
Habían puesto en mi cabeza las flores amarillas de la ruda, con el fin de
apartar a la Duenda. Y me ataban ramitos de ruda al cuello, a los brazos,
distinguiéndome del mundo, distanciándome. Ni mis perros me reconocían.
Nos regalaban panela, de la más negra, y dulce de guayaba. Por un momento
de nuestras vidas la casa se atiborró de visitas; nos distraía, a fin de cuentas,
que el pueblo llegara a nosotros, y nunca nosotros al pueblo.
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Se aparecían a sus espaldas, lo envolvían, tiraban de su ruana…
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De otros pueblos también venían. A veces, con mis hermanos y con mi
abuelo éramos los únicos que se conocían, y los únicos que no conocían a
nadie. Rodeados de caras nuevas, de voces nunca oídas, esas visitas se me
antojaban rarísimas, porque pensaba —o constataba— que semejantes visitas
tenían que ser los mismos duendes burlándose, corriendo de un lado a otro
por toda la casa, con sus sombreros inmensos, sus rostros pequeños,
trasparentes. Brillaban como sombras y desaparecían. Veloces, fulgurantes,
yo sabía que eran los duendes. Pues nos decían algo que al instante
olvidábamos, o nos hacían dar vueltas por la casa como en un laberinto. Se
nos perdían las cosas y las temamos en la mano. Nos ensoñábamos en el agua,
o en el cielo. Y, sin embargo, la Duenda no nos visitaba. Dentro de mí, muy
adentro, yo sí quería verla de nuevo. Alguna tarde se me ocurrió buscarla
entre todas las muchachas visitantes, y fue inútil: por ninguna parte aparecía.
Otras tardes la invocaba en voz baja: “Duenda, Duenda mía”, y nada. Sólo
duendes desconocidos, extranjeros. ¿Cómo iban los mismos duendes a
desenduendarme? Se burlaban, sencillamente, se burlaban de las manos de la
Duenda en mis tobillos. Me murmuraban: “Estás marcado, como nosotros”, y
se iban, y demoraban otro tiempo en regresar, y entonces las buenas gentes
los reemplazaban: eran hombres y mujeres como otros duendes, eran
parecidos, con sombreros y con miradas, pero tristes, asombrados de las
huellas de la Duenda, tal vez asustados. Sobre todo los domingos, se
asustaban más, porque el padre Toro les terna prohibido visitarnos, y era sin
embargo cuando más llegaban a acompañarnos, y se hacían pequeñas fiestas,
se bebía chicha y el abuelo tocaba su guitarra y cantaba.
Nosotros nos acostumbramos a oír cosas nuevas y asombrosas, noticias de
otras tierras, distintas y lejanas. Por eso sentimos mucho que un día, sin aviso,
las manos de la Duenda desaparecieran. Una mañana me desperté sin sus
huellas. Como si me despertara sin la vida. Sus manos en mis tobillos no
aparecieron. Se esfumaron. Se desvanecieron como la cicatriz de una herida,
desaparecieron como ella misma en el río. Ya nadie quiso mirarme los
tobillos. En poco tiempo dejé ser el niño enduendado. La casa quedó vacía:
Solamente nosotros, mirándonos. Y parecíamos otros, hasta que nos
reconocimos: seguíamos siendo los mismos. Entonces los días ocuparon sus
sitios de siempre, y volvimos a ser idénticos. Pero algo ocurría conmigo: Me
olvidaron todos. Se olvidaron de todo. Y olvidarme yo no podía. Yo no
lograba olvidarme. No podía olvidarme de mí y de la Duenda en el río.
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Sólo al tocar la flauta, un sábado en el pueblo, se acordaron.
—Sopla como enduendado —dijeron.
Y luego:
—¿No era éste el niño enduendado?
—Era —dijo el abuelo.
Estábamos en la tienda, después de una mañana de mercado. El abuelo se
encontró con los músicos — compadres Oscar Olarte y Armando Diago—,
dos amigos suyos que tocaban el requinto y la bandola. Se saludaron como si
nunca se hubiesen despedido, brindaron una copa y de inmediato el abuelo se
propuso acompañarlos con la guitarra. Al poco tiempo sucedió lo
extraordinario: me pidió a mí, su nieto de diez años, que soplara la flauta. El
señor Olarte y el señor Diago se incomodaron: ¿No sería mejor esperar otros
diez años? “Escúchenlo” pidió el abuelo, y, en la raíz del silencio, yo me
animé y soplé aquellos aires que siempre cantaron las gentes desde que
nacieron, desde antes de aprender a hablar. Muchos lloraron y se alegraron.
Algún borracho bailó al escucharme. Gritaba: “Que me maten”, y reía
mientras lloraba. Los públicos se apeñuscaron dentro de la tienda. En las
calles el mundo entero se preguntaba “¿Sí oyen?” Y, cuando toqué, yo solo,
mis propias melodías inventadas para una mano, cuando soplé los aires que
solamente soñamos, nadie dijo esta boca es mía. La flauta sonó en todos los
aires. Cuando acabé, después del silencio, sólo pudieron oírse los corazones.
Mi corazón también retumbaba, porque era como si yo mismo me hubiese
oído desde afuera, y me estremeciera de pánico: No. No podía ser yo el que
sopló esa flauta.
—Toca como enduendado —decían.
El abuelo bebía, feliz, y brindaba con el aire. Los corazones bullían, los
músicos se desquitaron con un fox, después arremetieron con un bolero, y, en
un receso de chicha, cuando los músicos bebían, uno de los que flotaban —
raptados por la música— se acercó a mí, se me quedó mirando de pies a
cabeza y me dijo:
—Niño, quiero contarle algo. Yo tengo tres buenos caballos en la Vega.
Tres buenos caballos que ahora están malos. Flacos y tristes, es como si ya se
desaparecieran. Y lo que sucede por desgracia es que todas las noches se
aparecen tres duendes y los persiguen y los atrapan y los cabalgan por toda la
tierra hasta casi reventarlos. Son duendes picaros. Mis caballos se mueren. No
sé qué hacer. Espero que usted sea bueno, y vaya y diga a los duendes que no
maten más mis caballos, que no sean pérfidos, mis caballos son lo único que
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tengo, y yo soy un enamorado. Iba a venderlos a don Bravo, para poder
casarme, y ya no puedo. Son caballos tristes y viejos.
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Tenía la mirada como de gato, era más alta que yo, su pelo muy negro y muy largo, y era blanquísima,
pero no más blanca que la Duenda…
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menos.
—Qué le vamos a hacer —dijo el abuelo cuando quedamos solos.
Caminábamos de regreso por las empedradas calles del pueblo. Horas de
niebla, anochecía. Llenas de sombras las casas nos atisbaban; brotaba la luna
y los perros de las veredas asomaban los negros hocicos y aullaban.
—Parece que los duendes te persiguen —dijo el mayor de mis hermanos.
Y el otro:
—Te persiguen por cualquier lugar donde camines.
Y el abuelo, después de un largo silencio:
—Y te perseguirán peor cuando soples tu flauta. De modo que tendremos
que ir a esa fiesta, con duendes y todo; pero no te preocupes, nadie pensará en
ti: la flauta será más importante que nosotros. La música es la música y el
músico no es nada.
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de tanto en tanto desplegaba las alas como si se dispusiera a volar. Mi abuelo
se encontró a la vieja Brígida en mitad del puente, acompañada por la viuda
Etelvina y su hija, Isabela.
“Isabela” me grité.
Charlaban del día; decían que todavía era muy temprano para entrar en
casa de don Bravo, de modo que nos convidaron a descansar bajo la sombra
de los eucaliptos; nosotros seguimos con el abuelo detrás de ellas; Isabela me
observaba a hurtadillas; su filosa curiosidad me hería. La oí decir:
—¿Ese niño tan pequeño es el enduendado?
Y luego, su voz asombradísima:
—No puede ser.
Su madre no respondió, no la atendía. Se sonreía con el río. La vieja
Brígida recogía tréboles. Isabela entonces retrocedió y pidió a mis hermanos
que nos acercáramos a la orilla, donde los demás niños correteaban, debajo
del sol. Algunos jugaban con el agua, otros únicamente la contemplaban.
Isabela nos dijo por el camino que ella sabía nadar, que podía nadar mejor que
los duendes. Y, al decirlo, me tomó de la mano y soltó una risotada. Mis dos
hermanos le hicieron coro, sin dudarlo. Yo era el menor, diez años, el
enduendado.
—Mejor que los duendes —repitió Isabela.
—No creo —dije, y me desasí de su mano. De nada sirvió: Durante un
buen tiempo se estuvo diciendo que sabía nadar mejor que los duendes. Ya
mis hermanos paseaban lejos de ella, acaso aburridos, de manera que ella se
dedicó a mí por entero, se me vino encima como una tromba y me preguntó
que si yo sabía nadar. Fui sincero:
—Los duendes me enseñaron —dije.
Se echó a reír.
—Papá sí estaba enduendado —dijo.
—También él —le respondí.
Dejó de reír. Acercó su rostro como una mueca blanca a mis ojos y me
dijo:
—Tú no sabes quién soy yo.
Y volvió a reír.
Y desde ese instante solamente la escuché reír, igual que su padre muerto:
con un rescoldo de tristeza grande en el eco; Isabela riendo me rodeaba por
todas partes, infatigable, exasperándome. Tema una mirada como de gato, era
más alta que yo, su pelo muy negro y muy largo, y era blanquísima, pero no
más blanca que la Duenda, y tampoco tenía el pelo más largo: El pelo de
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Isabela llegaba a su cintura, el pelo de la Duenda volaba. Correteábamos por
las orillas, por entre los eucaliptos, y siempre Isabela persiguiéndome, hasta
que en uno de esos recovecos me aferró por el brazo enduendado y me dijo
como un reto:
—Yo sé nadar mejor que los duendes, yo me hundo durante noches
enteras.
—No creo —pude decir.
—Créeme —insistió.
Oyéndola, pensé que iba a llorar, o a reír. No pude adivinarlo. Me miraba
los zapatos, sin dejar de llorar o reír. Era posible que sólo buscara una excusa
para que yo desnudara mis tobillos; quería mirarme los tobillos a cualquier
precio. Me acorralaba.
—¿Quieres verme los tobillos? —pregunté por fin.
—Sí —dijo, y añadió, veloz, amarga—: Pero ya el padre Toro nos advirtió
que tus huellas eran pintadas.
—No eran huellas pintadas —repliqué—. Sólo que ya desaparecieron.
—Desaparecieron —gritó—. No puede ser.
Me despojé de los zapatos, y mostré mis tobillos. Me estremeció descubrir
la curiosidad en el rostro de Isabela: sus labios temblaban resecos y se los
mojaba con la lengua.
—Me acercaré —dijo. Se arrodilló ante mí (la negra rama de su pelo
rozando mis rodillas) y contempló la desaparición de las huellas como si las
mismas huellas existieran. Después puso sus manos encima y creí que sus
manos quedaban perfectas, a la medida de la ausencia de las manos de la
Duenda. Retiró las manos como si se quemara.
—Queman —dijo.
Me puse de inmediato los zapatos. Ardía en mis tobillos el fuego de las
manos de Isabela. Me sorprendí: De modo que además de las manos de la
Duenda tenía las dos manos de Isabela conmigo, en mis tobillos, para
siempre.
—Yo soy la Duenda —dijo entonces Isabela como un secreto. Y lo
repitió, tuvo el valor de repetírmelo, sin pánico.
—Yo soy la Duenda —dijo.
Me lo dijo como si ella misma acabara de descubrirlo:
—Yo soy la Duenda.
Y sonrió, además, a su triste manera.
“No es posible” pensé, “Eso jamás”.
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¿Por qué razón Isabela me aseguró que ella era la Duenda? Triunfal y
desdeñosa me dio la espalda y regresó a la orilla, lejos de mí.
Corrí tras ella.
Y la empujé, la empujé al río, sin saber cómo ni cuándo, ni por qué. Debió
ser mi brazo enduendado el que la empujó, yo no, mi brazo.
Mi brazo enduendado.
En el silencio rumoroso el agua de pronto se escalofrió. Un halo trágico
recorrió su superficie, como niebla. Y era que Isabela no sabía nadar. En
pocos segundos la corriente profunda la arropó, llevándosela. La vieja Brígida
gritó, la viuda Etelvina se cubría la boca con las manos. El largo pelo negro
de Isabela aparecía y desaparecía, sus brazos como aspas inútiles alumbraban,
su boca era un grito herido que el agua se tragaba. De inmediato el abuelo se
arrojó al río. Alcanzó a Isabela en un recodo, la remolcó a la orilla, la hizo
recostarse en una de las lajas y le dijo: “Tranquila. Así se aprende a nadar”.
Isabela lloraba, recién nacida. La viuda la acunó en sus brazos, el mundo
entero pendía de ella, la mimaba. Después de toser agua, de sollozar, se
incorporó como un rayo. Todos nos paralizamos, incluso la viuda y el abuelo.
Abuelo, pobre abuelo: escurría agua, su negro vestido malogrado, y sin
sombrero: su blanco sombrero de paja-toquilla se lo puso el río y se lo llevó,
para la eternidad.
Y se acercó a mí, Isabela.
Una llama.
Yo hubiera querido huir, pero me sentía enraizado a las piedras, a su
rostro como una luna, a sus ojos que fulguraban.
—Aquí estoy —me dijo plantándose frente a mí—. Aquí estoy otra vez.
Y me besó, fugaz.
Su beso acabó con la quietud: de nuevo los que jugaban jugaron, mi
abuelo sonrió, la viuda sonrió, el sol pareció centuplicarse en mi cabeza
acalorada. Y todavía, antes de escapar, Isabela asomó su boca a mi oído.
—Yo soy la Duenda —me susurró entonces, igual que un secreto para
siempre entre los dos.
Me dio la espalda y no la volví a ver ese sábado de fiesta en casa de don
Bravo, ni siquiera a la hora de los niños, cuando las comadres nos repartieron
postre de piña y rosas de maíz, mientras los hombres bebían chicha en el solar
y comían cuy, inventando chanzas y cuentos que hacían estremecer de
carcajadas toda la tierra. Seguramente Isabela se había devuelto sola a su
casa, porque la viuda Etelvina seguía ahí, en compañía de las demás mujeres,
como si nada. Nadie, además, comentaba del empujón en el río. Parecía como
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si todos lo ignoraran o nunca hubiese ocurrido. Mis dos hermanos jamás lo
mencionaron, ni los demás testigos. Fuera lo que fuera, tampoco yo deseaba
seguir ahí; quería regresar a la casa, o ir al río, y nadar. Que apareciera la
Duenda, o Isabela, que me atraparan por los tobillos, que me hundieran, estar
solo con ellas, o simplemente solo, sin la Duenda, sin Isabela.
Iba a volver a mi casa cuando oí que me llamaban. Todas las voces, desde
todos los sitios, me llamaban. El abuelo aguardaba con los músicos, todos
sedientos por tocar. Querían que yo soplara la flauta, y acompañarme.
Obedecí. Busqué mi flauta y el abuelo reveló, complacido, a todos los
públicos, el nombre de la canción que debíamos interpretar. Era una de mis
melodías inventadas para una mano: Duenda mía. El abuelo me hizo una seña
con la cabeza, para que iniciara. Pero no toqué. No soplé la flauta, y el
silencio siguió.
—Qué pasa —dijo el abuelo—, por qué no empiezas.
—No me acuerdo —respondí.
Músicos y abuelo intercambiaron una rápida mirada de extrañeza y
malestar.
—Entonces “El Minanchurito” —se apresuró el abuelo.
Era una canción muy conocida, la primera que aprendí.
—No sé —dije— No puedo.
—“Chambú” —dijo el abuelo.
Yo negué con la cabeza, en el silencio de hielo.
—“Cachiri” —dijo el abuelo.
Seguí sin tocar.
—“La Guaneña” —ordenó el abuelo, y los músicos se dispusieron de
inmediato, como si sólo por pronunciar ese nombre —La Guaneña— yo no
pudiera hacer otra cosa que soplar.
—Perdonen —dije— No puedo.
Todavía me pregunto qué sucedió. Lo cierto es que no pude (¿o no quise?)
tocar. Sentía y veía la flauta de madera en mis manos como algo que ya nunca
más volvería a ser mío. No toqué. Nunca jamás volvería a soplar la flauta. Y
aquel sábado, por más que insistieron mis hermanos y el abuelo, afligidos de
mi determinación, por más que don Bravo y otros compadres lo rogaron, no
toqué.
—No —dije— No quiero soplar la flauta, no puedo.
—Capricho —dijeron mis hermanos— Puro capricho, y del más puro.
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Los invitados sonreían, incrédulos. El rostro del abuelo se oscureció.
Había sido músico, había sido joven. Sabía.
Se fue aparte conmigo, me reconvino: “Qué pasa”, dijo, “Toda esta fiesta
es por tu flauta, todos los que se encuentran aquí vinieron a escucharte. Cuál
es tu egoísmo”.
—No vuelvo a soplar la flauta —dije— No quiero.
La viuda Etelvina se acercó al abuelo. Algunas comadres la seguían.
—Déjenlo tranquilo —dijeron—. No era él quien tocaba la flauta, era la
Duenda, y la Duenda lo ha abandonado, por fin. Es un niño como cualquier
otro, se ha salvado.
El abuelo no respondió. Regresó con el señor Olarte y el señor Diago,
pausado, indiferente, y siguió rasgando la guitarra. De vez en cuando volteaba
a mirarme, desde su lejanía. Recuerdo la gran desilusión de sus ojos, su
interrogación eterna, la esperanza rota que yo era para él. Acompañaba con su
guitarra a los dos músicos, y, sin embargo, no parecía tocar; mis dos
hermanos se les unieron con sus flautas, me reemplazaron, y el señor Olarte y
el señor Diago hicieron milagros de improvisación, pero el abuelo no los oía,
no se inspiraba, no se iluminó, aunque las mujeres cantaran, y cantaran de
improviso todos los públicos y hasta los pájaros hicieran coro.
No se inspiró.
Y yo seguí mi camino, solo, la flauta en el bolsillo.
Y creyéndome solo en el mundo, pasé por el río, me detuve en mitad del
puente, puse la flauta en mi boca y quise soplar. No quise, o no pude, nunca
podré saberlo con certeza. El silencio se volvió más grande alrededor. El día
se oscureció de pronto; creció el invierno, parecía que el río Verde se hacía
negro, realmente negro. Arrojé la flauta al agua, para siempre, y vi que una
mano pequeña y blanca emergía silenciosa desde lo profundo, recibía la flauta
y desaparecía.
En la otra orilla Isabela se asomaba al agua. Sonreía. Sus ojos atisbaban el
reflejo de mis ojos en la superficie. Nos mirábamos a través del agua. Era
como si todo ese tiempo la Duenda, el agua, Isabela, me esperaran.
Aguardaban por mí.
Pero yo elegí a Isabela, y corrí hacia ella, huí con ella, al fin.
Bogotá, 1997
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Pero elegí a Isabela, y corrí hacia ella, huí con ella, al fin.
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EVELIO ROSERO (Bogotá, 1958). Hizo estudios de comunicación social en
la Universidad Externado de Colombia. En 1979 se dio a conocer con su obra
Ausentes, que obtuvo el primer premio nacional del cuento “Gobernación del
Quindío”; en 1982 obtuvo el premio internacional de libro de cuentos
“Netzahualcóyotl”, organizado en México; y en 1983, el iberoamericano “La
Marcelina” de novela corta, en Valencia, España.
Es autor de la trilogía novelística Primera vez integrada, por las obras: Mateo
solo (Ed. Entreletras, Villavicencio, 1984), Juliana los mira (Ed. Anagrama,
Barcelona, 1987), traducida al sueco, noruego, danés, finlandés y alemán, y El
incendiado (Ed. Planeta, 1988), que obtuvo el 2.º premio “Pedro Gómez
Valderrama” a la mejor novela colombiana, publicada en el quinquenio
1988-1992. Seis novelas posteriores: Señor que no conoce la luna (1992), Las
muertes de fiesta (1995), así como su libro de cuentos Las esquinas más
largas (1998), han sido tema de estudio y tesis universitarias.
Ha publicado además cuentos y novelas para jóvenes y niños. En este género
destacan las novelas: Pelea en el parque (1990), Para subir al cielo (1993),
los libros de cuento: El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo (Premio
Nacional Colcultura, 1992), El capitán de las tres cabezas (1995) y la obra de
teatro Ahí están pintados (1998).
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Cuentos suyos han participado en diversas antologías nacionales e
internacionales. Recientemente, su novela corta Cuchilla obtuvo el Premio
Latinoamericano NF 2000 de Literatura. En junio del mismo año,
EspasaCalpe publicó su obra Plutón, novela urbana.
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