LA DUENDA - Evelio Rosero

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 24

La Duenda es una figura fantástica y a la vez de espanto que ejerce su encanto

en los hombres de una comunidad hasta perderlos en su belleza, desnuda y


provocadora. La Duenda visita a tres hermanos y queda especialmente
prendada de uno de ellos que se lastima un brazo pero gracias al favor de la
duenda, llega a tocar la flauta con su brazo ‘enduendado’ de manera
encantadora y asombrosa. El tiempo pasa y pese a la advertencia a los
hermanos de no dejar a su hermano ‘enduendado’ solo, este se queda nadando
en el bosque y es atrapado nuevamente por la Duenda quien le deja marcada
sus manos en uno de sus tobillos. El niño enduendado se convierte en la
novedad del pueblo y recibe mil y un visitas hasta que la marca se borra de su
pie y se cura de su estado ‘enduendado’ al enamorarse de una niña que
encarna la figura misteriosa y mágica de la Duenda.

Página 2
Título original: La duenda
Evelio Rosero, 2001
Ilustraciones: Rubén Darío Monsalbe Valencia

Editor digital: oronet


ePub base r2.1

Evelio Rosero

La duenda
Novela para jóvenes y niños

ePub r1.0
oronet 26.11.2019

Página 3 Página 4
Índice de contenido

Cubierta

La duenda

Portadilla

Primer Paisaje

Paisaje final

Sobre el autor

Página 5 Página 6
la casa —roja y ancha en mitad de un campo de trigo, donde vivíamos con
nuestro abuelo, donde crecíamos— todavía en la sombra protectora de sus
tejados la sentimos, sus labios seguían mojándonos, “Como el anís” diría uno
de nosotros, recordándola, “Igual que agua de anís”, pues la extrañábamos:
Tenía una aureola temblorosa alrededor de cada una de sus manos, y
quemaba.

Existía sola, inalcanzable, en la niebla de una colina, y descendía sobre los


campos como una luz que nosotros padecíamos. La descubríamos de
improviso, a cualquier vuelta de camino, en un bosque, en el abismo, en
cualquier principio o llegada. Era la Duenda. Desnuda, nos sonreía un instante
y desaparecía. Queríamos seguirla y no la encontrábamos, podía volar sobre
las olas y atravesar el mar de orilla a orilla, podía olvidarnos, y, sin embargo,
algo dentro de nosotros todavía la percibía, era su trasparencia azul, que nos
colmaba, y oíamos su corazón, nos endulzaba su aliento, nos fascinaba al
tiempo que nos aterraba, sentíamos que seguíamos con ella, y tan cerca que
podíamos tocarla, y era cuando también por dentro desaparecía (como una
burla de agua sonora, un pálpito, una caricia), de modo que la soñábamos,
para intentar asirla por una vez en la vida, volar como ella y entenderla, pero
tan pronto la soñábamos despertábamos, era imposible verla cuando
queríamos.
La primera vez que la vimos éramos niños, aún. Íbamos al pueblo. Nos
maravilló su vuelo inesperado en torno a los ojos, su abrazo candente. De
inmediato caímos dormidos; era verano, los trigales fulgían amarillos como
largas lagunas rizadas, los pájaros se detenían en la mitad del cielo, como
pintados, y el sol giraba. Dormíamos sobre la hierba cálida, debajo de un
sauce encumbrado y solitario, todavía lejos de la carretera, y desde que
cerramos los ojos la conocimos, era una mujer, la mujer que desde entonces
soñaríamos; nos rozó los labios con sus labios y nos dio a beber una especie
de licor salado, como una lágrima. ¿Era posible que dentro de un mismo
Existía sola, inalcanzable, en la niebla de una colina…
sueño y al mismo tiempo la misma mujer nos besara a todos? Eramos tres,
tres hermanos. Al despertar uno de nosotros contó el sueño, y resultó idéntico:
—Es la Duenda —nos dijo el abuelo—, en esta tierra hay duendes, pero
todos lo habíamos soñado. Estábamos pálidos, temblábamos. Echamos a
correr a la casa. Yo era el menor, diez años; iba detrás, espantado, la primera también Duendas, ay, como si yo no lo supiera, ¿estaba desnuda?, es la
víctima si ella nos perseguía y nos envolvía; huimos hasta la casa y todavía en Duenda, ¿quemaba?, la Duenda, la mismísima, no hagan caso de ella, déjenla

Página 7 Página 8
que aparezca y desaparezca, que se vaya cuando quiera, ustedes no la sigan,
gócenla mientras la vean, pero tan pronto se esfume olvídenla como se olvida
uno de la lluvia hasta que regresa, no la sigan, no la llamen, la Duenda tiene
todos los nombres, escucha todos los llamados, y quién sabe qué genio lleva
cuando la interrumpen, no la llamen, vive en su silencio de siglos y nuestras
voces para ella son duras como piedras sobre flores, quién sabe si se enfada o
le da por ayudarnos en las vueltas y revueltas de la vida, quién sabe si le da
por encontrarnos cuando nos perdemos o perdernos para siempre, hechizarnos
de un beso, o abrazarnos y pasmarnos para toda la eternidad, desaparecernos,
volvernos como de aire, fantasmas, gente ya muerta y vencida, no la sigan, no
la sigan, es Duenda, y a las Duendas les gusta mucho que las sigan, huyen,
pero dejan el rastro, se las arreglan para mortificarnos, lo que sucede por
milagro es que ustedes son niños, no ven el rastro de la Duenda, no huelen su
huella, todavía no aprenden a olería, y es mejor así, no la sigan, fíjense, una
Duenda ya hace tiempos se burló de Eustasio, mi compadre, ustedes lo
conocen, ese viejo de pelos blancos y casi sin pelos, todo callado, ese viejo
que les trajo a cada uno una flauta de regalo la navidad pasada, ese triste viejo
feo fue un día joven y bello, un hombre sabio, pero un mal lunes madrugó a
pescar a la laguna, dijo que sentía ganas de trucha, y cuando regresó tenía el
pelo blanco de miedo, nos contó que una Duenda le salió al paso y lo
convirtió en anzuelo y se lo tragó entero y que él dentro de la Duenda se
sentía como en el cielo, flotando, se veía de color azul, flotaba, iba por los
cielos sin nubes, volaba como en el cielo, era el cielo, hasta que oyó la voz de
la Duenda que le dijo: “Ahora vete de mí, serás viejo y serás feo, tendrás el
pelo blanco y morirás”, así le dijo y lo escupió del cielo, lo arrojó sin
misericordia, le mostró el cielo para después quitárselo, el buen Eustasio
regresó maldecido, su pelo blanco de miedo, su cuello arrugado, su corazón Dormíamos sobre la hierba, debajo de un sauce encumbrado…
chupado, más muerto que vivo, tiene sólo cincuenta años y ustedes lo ven,
parece de noventa, es como si ya se fuera a morir, no la oigan, no la llamen,
Pero éramos niños, aún. Pronto quisimos encontrarla y corrimos por los
no la sigan.
valles a gritos, subimos a los árboles, hundimos nuestras voces en el agua, no
nos oía, la invocamos en las cuevas, nos perdimos, nos desesperamos,
gritamos los nombres de mujer que se nos ocurrieron, no acudía, inventamos
todos los nombres, no respondía, callamos, tampoco aparecía, ni soñándola,
pues también en los sueños estaba desaparecida. Entonces fingimos que nos
olvidamos de ella, hasta que la olvidamos, y la recordamos la tarde que el
viejo Eustasio se apareció a visitar al abuelo: Solían jugar ajedrez en el
pasillo, bebían chicha y fumaban, se despedían sin comentario.

Página 9 Página 10
Verlo al viejo Eustasio fue constatar que la Duenda se lo había tragado. distancia, como si ella durmiera a su lado, como si ella comiera con él, como
¿Cómo nunca nos dimos cuenta? Era en realidad una extraña sombra sin si ella viviera.
sombra, un aparecido. Nadie supo cuándo llegó. Saludó sin saludarnos y se Tampoco nosotros acudimos al entierro. El abuelo no permitió que lo
miró con el abuelo como dos amigos demasiado viejos que lo han hablado acompañáramos. Quedamos solos al cuidado de la casa, del caballo, de la
todo. Dispusieron las fichas sobre el tablero, en el corredor sombreado de la vaca, del gato, de los chivos, de Negro y Ruido, nuestros perros, y del
casa, y a duras penas cambiaron una que otra palabra sobre el clima y un sembrado. Entonces pensar en la muerte era como acordarse de alguien que se
caballo que llegó sin dueño al pueblo. Nosotros merodeábamos igual que fue de viaje y que en un país tiene que estar, ojalá en paz y recordándonos.
gatos a su rededor, los contemplábamos hasta que ellos nos olvidaron. El Sabíamos que a esa hora de la tarde debían encontrarse enterrando al viejo
viejo Eustasio, sentado, tan grande como inmóvil, miraba los campos como Eustasio, y eso quería decir que se iba de viaje, como si en lugar de enterrarlo
ensoñado y parecía trasparente. Se diría que era un hombre triste si de vez en lo subieran a un caballo con alas, pronto a volar, en la mitad de otra risotada.
cuando no arrojara unas carcajadas inmensas que retemblaban en las paredes, “Ya estará volando” pensábamos, “Muerto de risa”, y lo olvidamos.
que hacían palidecer las porcelanas, que convocaban un eco hondo en el Tostábamos el café en el solar, removíamos los granos con las palas,
corazón de todo. Nadie sabía por qué reía, y ya estábamos acostumbrados. esperábamos así el regreso del abuelo cuando en eso, sin anuncio, el mundo
Cuando la risa ocurría el abuelo indiferente miraba a otra parte y esperaba. entero quedó en silencio y un viento frío nos bajó por los rostros hasta el
Ahora era distinto. Sabíamos lo que sabíamos, pendíamos impacientes de la alma. El cielo pareció de cristal: de un momento a otro se rompería y caería
ya próxima risotada, hasta que la oímos venir, igual que la creciente del río: sobre nosotros. Las cosas seguían quietas, pero parecían palpitar, o
El viejo Eustasio trepidaba. Descubrimos que era como si se acordara de algo, palpitaban, nos oían, y también sonaban, pero sin sonar. Eran ruidos por
pero también detrás de cada risotada creímos adivinar una suerte de dentro. Flautas y cuerdas que se escuchaban, pero no sonaban, alaridos de las
melancolía. Era más triste entre más se reía. flores, gritos de las piedras, del aire mismo, voces del agua de la alberca,
—Don Eustasio —le dijimos por fin, aprovechando un receso, justamente palabras de los leños y carbones de la cocina, músicas, músicas hondas, y en
cuando el abuelo servía más chicha en los vasos—. ¿Es cierto que usted medio de las músicas, imponiéndose por encima de las voces de la tierra, la
conoce a la Duenda? oímos a ella. Era un canto delgado que al principio confundimos con un
Se bebió dos tragos sin dudarlo, en seguidilla. Prendió un cigarro, y sólo pájaro. No era un pájaro. Era ella, en el techo rojo de la casa, sentada al tilo de
después de filmárselo nos respondió: la chimenea, los brazos desplegados como alas, las piernas cruzadas,
—No hay que jugar con fuego. contemplándonos mientras cantaba, desnuda, el largo cabello a su alrededor
Y se despidió de nosotros, de lejos, abanicando su sombrero, como si ya flotaba como algo vivo, la luz rodeaba sus manos, y se desprendía de sus
nunca más pensara en volver a vernos, como si ya para siempre se despidiera, manos, y la recorría por las piernas, por la cintura, era redonda por todas
y sólo nos recomendó, de lejos, a grandes voces, voces de lejos que sonaban partes, parecía palpitar con la tierra, los ojos verdes fosforesceaban, dos
igual que largos lamentos de despedida: “Muchachos, nunca toquen la flauta a llamas, dos llamas.
solas”, y se marchó por el camino empedrado, y no regresó jamás. Pues el —No hay que jugar con fuego —se oyó en el aire desde la más remota
compadre Eustasio del Hierro murió un domingo en el pueblo; se le acabó el distancia la voz del viejo Eustasio como la última despedida. Luego oímos su
corazón durante una pelea de gallos. El abuelo, como tantos, lo acompañó al última risotada. Luego nada. Sólo un silencio que ardía. Mis dos hermanos
cementerio. La abuela no fue: también había muerto, y estaba, como el corrieron veloces al interior de la casa, veloces, igual que un alarido. Y detrás
compadre Eustasio, de viaje, quién sabe dónde, lejos, pero cerca —de suyo iban Negro y Ruido, el rabo entre las patas, como si los apedrearan. No
cualquier manera— porque el abuelo la recordaba: Siempre que miraba una los acompañé, no podía, estaba petrificado, como enclavado, una raíz en mí
flor decía “Ay Otilia” como si se partiera, porque la abuela en vida fue una mismo. Pues no eran frecuentes las mujeres desnudas en los techos de la casa.
sembradora de flores; interrogaba a la abuela y la escuchaba —aunque No eran frecuentes las mujeres desnudas. No eran frecuentes las mujeres. De
nosotros no la oyéramos— como si ella se encontrara a sólo un paso de vez en cuando sólo llegaba la vieja Brígida a vendernos la panela. O nos

Página 11 Página 12
ayudaba con las cosas. Pequeña y oscura, envuelta en chales oscuros, el velo
negro cubriendo su pelo de ceniza, no era justamente una mujer para nosotros.
Y ahora, en el techo, una mujer, una Duenda o una muchacha, dueña de
nosotros por su desnudez, por su mirada, por sus palabras: Dejó de cantar y
me dijo que subiera con ella; tres veces me llamó, suavemente, abanicando un
dedo, tres veces me dijo:
—Sube conmigo.
No respondí. De pronto descubrí que no sabía hablar. ¿Cómo eran las
palabras? ¿Cómo las pronunciamos?
—Sube conmigo —dijo—. Sube a mi lado. Te juro que nunca serás viejo
si me tocas.
Su voz era un largo y delgado viento en la cara, regándose hacia adentro y
más adentro de los ojos, ensoñándome.
Fui hasta la tapia y empecé a trepar, sobrecogido. En poco tiempo gané el
techo, y, a medida que me aproximaba a ella, más me iluminaba de azul, más
de su luz azul, más yo mismo me veía azules las manos, más sentía deseos de
tocarla, más que me besara de nuevo, más que me matara.
Mis hermanos me llamaron a gritos. Dudé, al escucharlos; sentí que ella
me tomaba de un brazo con urgencia, para acercarme. Pero cuando busqué de
nuevo sus ojos que llameaban no vi a nadie, sólo percibí sus labios invisibles
en mis labios y entonces resbalé por el tejado, caí sobre unos bultos de tamo,
reboté contra la dura tierra, me partí el brazo y lloré, apretando los dientes.
Tenía diez años y estaba enduendado.

La invocamos en las cuevas, nos perdimos, nos desesperamos…

Eso fue lo que dijo el curandero, don Fito Vaca, en su casa, donde me
llevó el abuelo para que me sobara.
—Enduendadito —dijo con un suspiro—: Este niño está enduendadito.
—Bah —replicó el abuelo— Yo sólo veo un brazo partido.
—Por lo menos el brazo —terció el curandero—: Es un brazo
enduendado. La Duenda tuvo que pisárselo.
El asunto de mi brazo resultó delicado. No estaba exactamente partido,
sino dislocado: El codo se me había subido; la piel por donde el codo emergía
era pálida y delgada, como si se fuera a romper. El curandero, don Fito Vaca,

Página 13 Página 14
comenzó a sobarme, a empujar el codo a su sitio. “Enduendadito —decía que en lugar de alumbrar oscurecía. Al entrar en esa casa uno entraba en otro
mientras tanto—, sólo hay que mirarle los ojos, parece como si durmiera”. tiempo, otro lugar en otro lugar, otra casa en la montaña, pero una casa
Mi abuelo decía que los hombres no lloran, pero yo era un niño y lloraba; aparecida, emergida intempestivamente entre los árboles. En las paredes había
entonces el abuelo miraba a otro lado; a lo mejor lloraba igual que yo, era cuadros vacíos, o marcos de cuadros vacíos.
posible, porque lo oía decir que los hombres no lloran como si llorara, lo oía No. No eran marcos de cuadros vacíos: colgaban alrededor de las
alentarme afligido mientras don Vaca insistía: “Enduendadito”, y el abuelo: manchas y figuras que formaban las grietas de las paredes. Cualquier azar de
“Los hombres no lloran”, y el curandero: ceniza en la pared, cualquier nube o tiznón, quemón o fisura, tenía su marco
—Déjenlo llorar, que está enduendado. alrededor, igual que una ventana. Mientras don Vaca y el abuelo susurraban
Con una pomada como greda verdusca, que olía a leño quemado, que bebiendo chicha, después de otra larga sesión con mi codo, y todavía aturdido
ardía y se metía por los poros, había embadurnado mi brazo, y me sobaba. A por el dolor, todavía mojado por el olor de las aguas negras que paralizaban,
veces hacía buches con el agua turbia de una botella y me escupía en la frente yo solía asomarme a las paredes como espejos negros que atraían, y
y decía: contemplaba sus pinturas, las adivinaba, siempre distintas, siempre vivas. A la
—Salgan de ahí, duendes, ¿por qué molestan a este niño? luz de las velas y leños que crepitaban veía rostros que me miraban, dedos
Y luego pegaba un grito: “Desconsiderados, ¿no ven que sigue enfermito? que me señalaban, y oía voces que me llamaban con otro nombre desconocido
Sufre, sufre como diez hombres. Más bien ayúdenme a sobarlo, que su brazo que sin embargo era mi nombre —otro nombre mío— porque yo lo reconocía,
vuelva a la vida, que se anime, que se haga brazo de hombre y trabaje y sabía que ese nombre desconocido era mío, y distinguía una cantidad de seres
defienda la mujer y los hijos, ayúdenme a ayudarlo, duendecitos, eso, eso”. bulliciosos que saltaban por las paredes, de un cuadro a otro, gentes vivas que
Y volvía a sobarme. también se asomaban a examinarme, que se burlaban o no se burlaban porque
Yo hubiera querido recordarle que no eran los duendes sino la Duenda la de todas maneras también yo era otra figura enmarcada en el aire, otra
que tenía dentro, y no podía, el dolor no me daba tiempo. Dos veces me sombra, otro gesto, otro camino. La cercanía de los seres de las paredes era
desmayé en los brazos del curandero, y dos veces me resucitó, soplándome tan intensa que dolía, un envolvente fragor de gritos que parecía música pero
más agua negra en la cara, rociándome las pestañas, ahogándome en su olor desesperaba porque al final no la entendía, y era que la música subía por mi
profundo de tierra y humo, de ceniza. El agua negra paralizaba. A veces yo cuello como agua hasta la asfixia, o se hacía soplo y alarido, un vértigo, un
mismo miraba mi propio brazo como si no fuera mío, sin sentirlo, como si cuchillo, un juego veloz en el que yo era el único aterrado, y entonces me
mirara el brazo de otro niño, pero de nuevo el dolor se imponía, volvía volvía en busca del abuelo, de su ayuda, para que dijera algo, que bostezara,
centuplicado, renacía recordándome que estaba vivo, que yo era de carne y que recordara las cosas de siempre —un azadón roto, el gato no tuvo comida
hueso. Yo amarraba los gritos, yo quería que el brazo siguiera siendo mío. —, que reviviera la vida y entonces los gritos minúsculos desaparecieran, su
Tres veces me llevó el abuelo donde el señor Vaca, tres tardes largas que música de bosques, sus pueblos y ciudades, sus países que imantaban, porque
se convirtieron en noches dolorosísimas, hasta que sané —o creí sanar— si el abuelo me hablaba del mundo el mundo entero me resucitaría y sólo así
cuando el codo como un crujido regresó a su sitio de golpe —como un golpe era posible que yo no gritara igual que las paredes. De modo que me volvía al
— y pude mover el brazo. Sólo que ese brazo, el derecho, me quedaría desde abuelo y a don Vaca, pidiéndoles ayuda, y sin embargo descubría que también
entonces bastante más corto que el izquierdo y más delgado, como un brazo don Vaca y el abuelo eran idénticos a los seres que habitaban las paredes;
ajeno, desconocido, de otro, que a veces hacía cosas que yo no quería, que volaban sentados, inclinados uno contra el otro, las dos cabezas unidas, las
arrojaba una taza, por ejemplo, contra la pared, pero sin que yo quisiera. dos frentes prolongándose, los gestos en un ritmo concertado, las manos
—Qué le vamos a hacer —me dijo el abuelo—. Ahora tienes un brazo saludándose, las sombras confundidas y grandes como la sombra de un solo
nuevo. Domestícalo. gigante, susurraban rodeados por rostros curiosos y meditabundos y alegres y
La casa del curandero quedaba cerca del río. Era una casa oscura, de dulces y exasperantes, siempre interrogantes, todos a la expectativa de mis
paredes de barro cocido, de techo de palma, con una sola y minúscula ventana palabras y decisiones, de mis asombros de niño —un brazo enduendado, la

Página 15 Página 16
Duenda aferrándome—, todos adivinantes, raras miradas sentadas junto al
abuelo y el curandero, muy cerca de ellos, bebiendo como ellos, y algunos,
los más pequeñísimos, columpiándose rabiosamente de las mismas barbas del
abuelo, de los pelos de don Vaca, y sin que a ellos les importara: por el
contrario, susurraban acariciándolos, moldeaban con sus manos infatigables
las cabezas de los aparecidos, sus orejas y sus pelos, sus atuendos, como si los
amaran, y sonreían bebiendo chicha a la luz de las velas, hasta que sus ojos
me encontraban dando vueltas desesperadas por la estancia y entonces
guardaban silencio observándome como a un intruso indefenso, acaso
compadeciéndome.
—Este niño sigue enduendado —dijo el curandero como una advertencia
grave, al despedirnos la última noche, cuando mi brazo por fin se movía, sin
ningún dolor, pero a veces por su propia cuenta, robándose, por ejemplo, y sin
que yo quisiera, una rana de barro que encontró por azar entre un manojo de
velas.
—No creo —replicó el abuelo—. Sólo un brazo partido.
Y pagó al curandero con dos botellas de chicha, dos libras de sal, y un
chivo.
—Tráigamelo de nuevo, que sigue enduendado —dijo don Vaca en la
puerta. Era noche de luna y la niebla se distinguía a pedazos, medio cubriendo
la casa, devorando la diminuta ventana, la puerta, la cara misma del curandero
que se alumbraba con una vela mientras hablaba.
—Un día volvemos —se despidió el abuelo.
La noche nos envolvía; creo que por primera vez descubrí las estrellas —
las conocí de pronto, por entre jirones de niebla que se abrían como ventanas
— El abuelo parecía pensarlo y decidirlo, y dijo, cuando debimos sentirnos
más solos: “No vuelvas por este lugar; don Vaca sabe curar brazos partidos, Dejó de cantar y me dijo que subiera con ella; tres veces me llamó, suavemente, abanicando un dedo…
pero de duendes no sabe nada”.
Las fuerzas del brazo volvieron. Parecía igual que el otro brazo, parecía
tranquilo, parecía mío. Con mis dos brazos intenté nadar en el río. Había un
remanso ancho y profundo, con grandes piedras como nubes a su alrededor.
Desde esas piedras blanquísimas mis dos hermanos se arrojaban. Nadie
enseñaba a nadie. Yo aprendía solo, en la orilla, aferrado a un tronco de árbol
caído. Estiraba las piernas y pateaba, mientras mis dos hermanos se
preocupaban por nadar cada vez más y mejor, de espaldas, de costado, debajo
del agua, o sin sacar los brazos y piernas —como Negro y Ruido—: sólo sus
cabezas, felices y sonoras, progresando contra la verde corriente del río —el
río se llamaba Verde—. Así las horas volaban, llenas de chubascos de

Página 17 Página 18
espuma, de sol y de agua, de gritos y risas mojadas. Me alentaban a veces: Duenda hubiese querido ser solamente el silencio, a mi lado, el silencio
“Suéltate de una vez, suelta ese tronco y nada”. Yo les hacía caso, pero me sentado conmigo.
hundía. De nuevo aferraba el tronco, casi asfixiado, la salvación, y me
derrotaba en la orilla como un náufrago. Mis dos hermanos reían. “Un día
nadarás, aunque sea muerto”. Y nos vestíamos y regresábamos. Ya había
pasado un tiempo desde la muerte del viejo Eustasio. En la casa los días
seguían igual, y nadie parecía acordarse de la Duenda en el techo, de las
músicas invisibles que nos acecharon. Mi abuelo vendía lo que trabajaba; de
vez en cuando tocaba la guitarra, y nosotros la flauta, las mismas flautas que
nos regaló don Eustasio el finado. Competíamos a ver quién tocaba mejor,
con más precisión, ésta o aquella melodía. Debajo del cielo estridentábamos
como truenos, ferozmente, hasta que la dulzura de la flauta se apoderó de
nuestra furia, nos enamoró, y entonces sonábamos igual que los pájaros,
supimos que la música era igual que las nubes. Tantas horas como flauta cada
día. El abuelo nos oía, soterrado. Había sido joven, había sido músico. Sabía.
Y decía desconfiado que con la flauta nadie me aventajaba. Yo veía sus ojos
alumbrar al escucharme. Sus orejas se ponían puntiagudas; se volvía otro, más
alto y feliz, inalcanzable. Yo alardeaba; incluso podía tocar la flauta con una
sola mano; inventaba melodías solamente concebidas para la mano derecha de
mi brazo curado. Mi abuelo recapacitaba. “¿No será el brazo enduendado? —
decía al escuchar las melodías inventadas—, si ese brazo te convierte en
músico te mueres”. Tocar flauta era una victoria: si mis hermanos sabían
nadar, yo, por lo menos, flauteaba, y mejor que mil manos. Cualquier
cancioncilla que escucháramos al azar en el pueblo o en el viento o entre los
árboles yo la soplaba idéntica, aunque sólo la hubiese escuchado una vez,
aunque sólo la hubiese escuchado en un sueño. Si mi flauta se oía nadie podía
hablar. Yo daba miedo. Un día me dijo mi hermano mayor:
—Tocas demasiado. Acuérdate de no tocar a solas, o se te aparece la
Duenda y ya sabes. Te pisa el otro brazo o todas tus piernas, y de paso te pisa
el alma, la vida, y ahí quedamos.
¿Que no me acordaba? Tardes enteras, en el bosque, en la laguna, en cada
piedra del valle, a solas en el monte o en cualquier orilla del río, me sentaba
con la flauta y la soplaba, siempre a solas, para que la Duenda apareciera. No
aparecía. Seguramente el viejo Eustasio se había burlado al advertimos que no
tocáramos la flauta a solas. Pues yo me iba con mi flauta a solas, inventando
canciones, solo, a la deriva, y pensaba en la Duenda hasta el delirio, decía:
“Duenda, Duenda, Duenda”, y nada, la Duenda no aparecía, tocaba la flauta
hasta que me dolía, nada. Sólo el silencio, al lado mío, como si en su burla la

Página 19 Página 20
…distinguía una cantidad de seres bulliciosos que saltaban por las paredes, de un cuadro a otro… silencio me hablaban, y nadábamos a la orilla y trepábamos de nuevo a las
piedras. En una ocasión me empujaron desde la piedra más alta, sus manos
Todo así hasta que mi brazo enduendado decidió ponerse de acuerdo con aladas me empujaron, pero no caí: durante un instante eterno me suspendí en
mi otro brazo y empezar a nadar conmigo. Por fin aprendí a nadar, a flotar, el aire, a medio metro del río. Vi una rana amarilla que me miraba: podía ser
como si volara en el agua. Atardecía. El sol enrojecía las hojas de los árboles, la rana de barro que yo siempre llevaba en el bolsillo, rediviva. Entonces caí,
mientras caía. Olía a piña en el aire. La tierra era más húmeda, lloraban las al tiempo que la lluvia —yo era una parte de la lluvia, otra gota de lluvia—, y,
raíces, se veía un vapor de nubes disolviéndose en la ya cercana noche del como la lluvia, volví a caer millones de veces, con fuerza, entre jirones de
cielo. Y mis dos hermanos, extenuados, dejaban el río, los perros detrás. Me niebla, entre las aguas que humeaban, entre las aguas que ardían —sin
abandonaban, se olvidaban de mí como si no se percataran de mis llamados quemar, como un día de sol en el páramo, una lejana caricia de viento cuando
—yo quería que supieran que por fin sabía nadar y estaba vivo—, me dejaban pensamos que estamos solos y no estamos—, yo era lluvia en todos los
como si pensaran que yo los seguía. No me importó, no fui con ellos. El agua ámbitos, entre las selvas, entre las rocas sedientas, caía, y además de inundar
era mejor que volver a la casa. El río solo, el agua sola, todas las aguas se me me hundía y me esparcía y luego volaba desapareciéndome en las nubes y
ofrecieron enteras, me atraían, se me entregaban completas para que yo subía como un juego eterno, hasta que volví al río, me suspendí en el aire y
pudiera flotar como si volara. Llovía levemente, y era por eso que el agua me vi yo mismo, flotando en el río como el cadáver de un niño en un río
estaba tibia, casi cálida, igual que las sábanas de la cama cuando uno ya verde.
empieza a dormir después de pensar en el día. Y como llovió con más fuerza, Me arrojé sobre su cuerpo y lo invadí.
el agua se calentó más. Hervía, sin que quemara. Hervía Creí ver humo que Y seguí flotando bocarriba, mientras los serecillos me tiraban de los
merodeaba por las riberas, humo de agua. “Es niebla”, pensé, “No puede ser cabellos, me preguntaban. Me hicieron ir como un barco sobre las olas, en el
humo”. Un desasosiego como hielo en la nuca me recorrió. ¿Debía irme: No. verde rumor del río, sin que necesitara nadar: innumerables manos me
Todavía no. Sólo quería dar una última vuelta de agua, de orilla a orilla, y sostenían por los brazos, por la espalda. Flotaba como si volara. Los escuché
marchar después a la casa, nada más. La última vuelta, el último nado. por fin, les respondí sin pronunciar palabra, y me dejaron en la orilla, me
Después me soñaría nadando, pensaba. rodearon. No eran más altos que mis rodillas, pero parecían viejísimos. No
Los árboles crepitaban mecidos por la tormenta, fulgían en las orillas, porque fueran arrugados como el abuelo, sino porque eran o tenían que ser
asomados al mundo, sus grandes ramas temblaban como incendiadas, antiguos o más antiguos que todos los abuelos del pueblo reunidos, sumando
reverenciantes, y se reflejaban en el agua igual que manos ciclópeas, sus edades. Sus ojos llameaban; no se podía mirarlos demasiado porque
abrazándome. Y en eso oí los chapuzones, las zambullidas, las risas como quemaban; usaban sombrero; sombreros de alas grandísimas para ellos,
cristales reuniéndose y dispersándose, oí voces por todas partes, sombreros pálidos, altos y puntudos, y se bañaban con todo y sombrero:
impronunciables, desconocidas, y los vi sin asombrarme: se arrojaban de lo algunos navegaban en ellos, remaban con los brazos, y otros sencillamente
más alto de las piedras sobre el río y nadaban a mi lado y jugaban conmigo, flotaban a ras del agua, y vestían atuendos extraños, de otros tiempos, cuyas
me trasladaban de un lado a otro como burbuja de espuma. Eran los seres de telas, sin embargo, teniendo que ser viejísimas, no parecían gastadas ni
las paredes, los mismos que conocí en casa de don Vaca el curandero. No me mojadas. Otros nadaban desnudos, simplemente desnudos, como yo, pero
asombraron; de alguna forma los esperaba; todo ese tiempo aprendiendo a todos nadaban conmigo bajo la lluvia, quién sabe cuántos minutos o siglos,
nadar en el río, todo ese tiempo y el río me prepararon a reencontrarme con quién sabe. Entonces oí un grito, como una imprecación.
ellos. Nadaba con ellos y como ellos. Trepaba a lo alto de las piedras y me
arrojaba de cabeza, sin miedo. Debajo del agua también los encontraba. Me
hacían señas que yo no entendía, sus labios se movían sin sonido, o era
posible que yo no lograra escucharlos bajo el agua. De modo que volvíamos a
la superficie, pero tampoco los escuchaba, y sin embargo sus bocas en el

Página 21 Página 22
Era don Vaca, en lo alto de una piedra. Tenía la cara afanada por la
sorpresa; llevaba una mochila terciada al hombro, y en sus manos un fuete.
—Carajo —gritó—, dejen tranquilo a ese niño; por qué lo asedian, qué les
ha hecho, vuelvan conmigo, los necesito.
Y empezó a dar fuetazos al aire, y bajó a la orilla y siguió fueteando en las
aguas. Los que nadaban reían sin sonido y huían en todas direcciones. Pero no
temían al curandero. Se aparecían a sus espaldas, lo envolvían, tiraban de su
ruana, trepaban a sus hombros, se deslizaban dentro de su mochila, y la
mochila pesaba, yo veía que don Vaca no podía con la carga, se doblaba por
el esfuerzo, enrojecía, su mochila era un brazo de la tierra que lo jalaba.
—A otra parte —decía don Vaca—, no estoy para juegos. Déjenme
tranquilo y síganme obedientes, los necesito.
Y todo esto en la mitad del aguacero que hervía en las aguas, que se
quemaba en los árboles.
De un momento a otro los hombrecillos desaparecieron. Don Vaca
temblaba, empapado.
—¿Cómo es que sus hermanos lo dejaron solo? —me dijo—. Salga
prontico del agua y corra a su casa, que está enduendado. Ay, voy a contarle a
su abuelo, lo voy a poner bien bravo. Salga del agua que ahorita nomás
anochece, y no respondo.
Yo no quería salir nunca del agua.
—Sólo voy hasta la otra orilla —dije.
—Ahora —dijo con un grito—. Ahora mismito. Ésos eran los duendes, y
querían ahogarlo.
¿Ahogarme? pensé. Por el contrario, los duendes me desahogaban, iban a
mi lado, me alentaban:
—Ningún duende me ahogó —dije.
—Porque yo llegué, carajo.
Don Vaca parecía de verdad disgustado, y también sorprendido. Me
señaló con un dedo:
—¿No lo dije? —preguntó—. Enduendado.
Hablábamos a gritos en la borrasca. Don Vaca en la orilla, y yo en la
mitad del río, pues ya había empezado a nadar, hundido en el aguacero. Y oí
la voz, azul dentro de mí, y oí la luz, sonora y azul, asomarse por entre los
árboles:
“Quédate”.
Quise advertir a don Vaca. Era mejor que se fuera. Pero ya algo, o
Tocar flauta era una victoria: si mis hermanos sabían nadar, yo, por lo menos, flauteaba… alguien, se había apoderado del fuete del curandero.

Página 23 Página 24
—Duenda mía —lo oí decir.
Y el fuete solo, en el aire, como si se tratara de un fuete vivo, le daba de
fuetazos como pestañeos, lo ahuyentaba, lo obligaba a correr y desaparecer
bajo la lluvia.
“La Duenda” pensé escalofriado, “Es la Duenda otra vez, y estamos
solos”. Mis ojos alrededor sólo veían lluvia ruidosa en el río, gotas gordas y
azules que repicaban. Las dos orillas del río quedaban más lejos que el cielo.
En algún lugar del aguacero oí que mi flauta sonaba, sola. ¿Quién la soplaba?
Nadie. La flauta sonaba sola. “Duenda” grité, al tiempo que me hundía, pues
ella misma debajo del agua me aferraba por los tobillos y me arrastraba con
ella en un viaje veloz por las entrañas más hondas del agua, me abrazaba y me
volcaba en un remolino de vértigo y arena, de raíces acuáticas que nos Aquella noche, a la luz de las velas, al silencio del mundo, sentados en
enredaban, de piedras azules que nos sepultaban, de noches enteras y negras, torno a la estufa, incrédulos, el abuelo y mis hermanos dedicaban su vida a
de cielos negrísimos. Y ya iba a dormirme en el sueño del agua cuando examinarme los tobillos. Tenía, marcados en ellos, las huellas de sus manos,
apareció la luz, azul, como la lluvia, y vi su cara, sólo su cara a mi lado, las manos de la Duenda, sus dedos, su presagio. Una huella de mano en cada
radiante como una tea, la voz iluminada, quemándome en el agua, la vi tobillo.
acercar sus labios a mis labios y rozarme y entonces sentí que era yo quien la —Y son unas manos pequeñas —dijo el mayor de mis hermanos,
bebía, y que me iba a morir bebiéndola, pero luego de un prodigioso empellón comparando las huellas con sus manos. Mi otro hermano hizo lo mismo.
como una risotada ella misma me arrancó del agua y me abandonó en la —Pequeñísimas —dijo.
orilla, desvanecido. —¿Y dices que don Vaca se fue corriendo mientras el fuete lo fueteaba?
—preguntó por centésima vez el abuelo.
—Sí —repetí—. Era como un fuete vivo, como si alguien invisible lo
empuñara. Pero don Vaca tuvo la culpa: empezó fueteando primero.
—Ya sé —se asombró el abuelo— Para que don Vaca salga corriendo se
necesita un ejército de duendes, o una Duenda, por lo menos.
—Fue la Duenda —dijeron mis hermanos— Aquí se ven sus manos.
Quiso ahogarlo.
—¿Ahogarme? —dije— Sólo me hundió para besarme, y después me
arrojó a la orilla.
Mis dos hermanos cambiaron una mirada.
—Del beso de ella nos acordamos —dijeron conmocionados.
—Y se van a acordar de mí —terció el abuelo—. Por deja: solo en el río a
su hermano.
En un segundo como un látigo se sacó la correa.
“A mí también me dolerá” dijo. Y les dio tantos correazos como años
teman. Al uno trece y al otro dieciséis, contados. “A mí me dolió peor”
finalizó el abuelo, y sólo quedó satisfecho cuando los oyó jurar que nunca
volverían a abandonarme en el río. Lo sentí mucho por mis hermanos, y ellos

Página 25 Página 26
debieron sentirlo peor. No me hablaron durante una semana. Huraños y recordábamos en voz alta nuestro sueño compartido —el beso de la Duenda,
parcos, me hicieron saber que me aborrecían. debajo del sauce— y las preguntas iban y venían, como olas, pero las
—Enduendado —me dijeron, hasta que hicimos las paces, después de una comadres no nos escuchaban, sencillamente no me quitaban el ojo de encima.
semana. Enduendado, me gritaron desde los árboles. Y me despertaban: Una de ellas me pellizcó un día, en pleno brazo enduendado. “A ver a ver,
Enduendado. Cualquier corredor de la casa sonaba como cientos de voces duende”, me dijo, “A ver”. El abuelo no se encontraba conmigo. Yo se lo
repitiéndome: Enduendado. Cualquier fuga de pájaro —o de flauta— era yo, conté y se molestó muchísimo: “La próxima vez asústala”, dijo, “Dile que la
que sonaba enduendado. Fue un asedio de siglos durante una semana, una convertirás en mula si te toca, no te dejes”.
vida. Hasta que nos olvidamos del río. En una semana. Ahora pescábamos Conocimos gente que no imaginábamos. Hombres y mujeres formaban
truchas en la laguna, recogíamos guayabas, nos fatigábamos de vida. fila para escrutarme los tobillos, para rozarlos, para tocar en las huellas de las
Pero ya entonces en el pueblo y las veredas todos los hombres y mujeres manos a la mismísima Duenda, y sentirla. “Hiela”, decían algunos. Unos
como ecos hablaban del niño enduendado. susurraban: “Huele a nardos”, y otros: “Ilumina”, y se iban. Como sombras yo
Yo era ese niño. veía las siluetas alejarse de la casa, en un perfil desmesurado y silencioso.
Y llegaban las gentes a visitarnos, para que mostrara mis tobillos, mis dos “¿Por qué no se quedan?” preguntaban mis hermanos.
tobillos con dos manos de Duenda perfectamente grabadas. Hubo visitas de visitas. La viuda del compadre Eustasio del Hierro, por
—Enduendado —decían las comadres, persignándose. ejemplo —la señora Etelvina—, vestida de negro entero. Compadeció a mi
La palabra se repetía infatigable, en los labios de los niños, mis amigos, o abuelo con un sollozo: “Yo sé qué es vivir con un enduendado” le dijo,
de otros niños desconocidos que venían a mirarme y repetían: “Enduendado”, “Mejor olvídelo, no le haga caso, y nadie sufrirá”. El abuelo ignoró sus
hasta el delirio. Era natural que lo dijeran las comadres, pero ¿otros niños? palabras: “Hoy es un buen día” dijo. No sé por qué no le gustaba que se me
El abuelo me soslayaba, preocupado. Mis dos hermanos desconfiaban. creyera enduendado. Y añadió: “Yo sé qué es vivir”. Y nada más dijo, pero
¿Enduendado? observaba a la viuda con una atención plácida. A pesar de su luto perfecto, la
Hasta que una tarde llegó el abuelo de la montaña —había madrugado ese viuda Etelvina llevaba al cuello cadenas de oro, y en sus manos sortijas de
día— y, cuando escuchó a las comadres repetir que yo estaba enduendado, les oro, y pulseras que sonaban igual que monedas. Si el viejo Eustasio tenía
dijo, solemne como un árbol: cincuenta años al morir, ella tendría unos veinte años menos, y parecía feliz.
—Estuvo. Antes de regresar a su casa la viuda me dijo al oído que yo era un niño muy
—Está —repitieron las comadres. bello, demasiado, y me rozó el pelo con su mano larga, me llevó a un rincón
—Estuvo —dijo el abuelo—. La misma Duenda acaba de prometerme que oscuro y me pidió que la ayudara con Isabela, su hija, que era traviesa y no
nunca más volverá a molestar a este niño. Me pidió que la perdonara. Que dormía nunca, que hablaba sola, soñaba en voz alta, que casi no almorzaba y
este niño la había inspirado, me dijo, pero que nunca más volvería a tocarlo, se adelgazaba y parecía enamorada.
mientras siguiera niño. Yo sabía que la hija de la viuda tenía mi edad, o acaso dos años más. Me
—Volverá cuando deje de ser niño —dijeron las comadres—. Volverá sorprendí: “¿Doce años y enamorada?”
cuando sea hombre, y las cosas serán peores. —La próxima vez —me dijo el abuelo—, dile a la viuda de Eustasio que
—Entonces será un hombre —repuso el abuelo—. Y los hombres se ella es la enamorada. Que no nos venga con trampas.
defienden solos. Yo no entendí nada. Sólo entreví, a duras penas, que la viuda me habló
como a un duende —pidiendo favores—, y no como a un enduendado.

Tardes enteras los visitantes bebían café, y me miraban. Si yo caminaba, o


si estaba sentado, me miraban, aunque ya hubiese mostrado los tobillos. Mis
dos hermanos y yo hacíamos las cosas de todos los días. A veces

Página 27 Página 28
La visita más extraordinaria fue la del padre Toro. Llegó sentado en su
burro, rodeado por dos acólitos y un coro de mujeres que arrojaban agua
bendita por todas partes. Bañaron la casa en agua. Rezaron el rosario y nos
pusieron a todos de rodillas.
—Qué es esto —dijo después el padre, dirigiéndose a mi abuelo—. ¿Tan
desocupados estamos, don Teófilo, para inventarnos duendes y duendas y
atraer todos los diablos? Inventar fantasmas es un pecado mortal que se paga
con el infierno. Escrito está: “No hagáis dioses de plata y oro”. ¿Cuánto están
cobrando por las visitas?
—Nada —dijo el abuelo—. Sólo ofrecemos café a los que llegan, o agua,
si hay sed. Yo no comercio con mi nieto.
—Y cuál es ese nieto —preguntó el padre, aproximándose a mis
hermanos. La temerosa mirada que ellos me dirigieron bastó para responderle.
—El menorcito, me lo suponía —se enfadó el padre Toro—. Siempre son
los más niños los que pagan.
Se sentó en una butaca, resoplante, y me pidió con un gesto que le
mostrara mis tobillos.
Se estuvo un minuto largo examinándome.
—Unas manos muy bien pintadas —dijo por fin, y se volvió a sus acólitos
y les dijo:
—Pásenme el pañuelo mojado en agua bendita.
Las gentes nos rodearon de inmediato. Yo todavía no adivinaba qué
sucedería con el pañuelo. Pronto lo comprendí, y en carne propia. El padre
empezó a sobarme los tobillos — al igual que don Vaca con mi brazo— y
mientras fregaba con el pañuelo rezaba en voz alta. En mi piel, las manos de
la Duenda seguían intactas. El Padre Toro parecía llorar mientras rezaba, y
hablaba de las trampas del mundo y de los hombres. Se encolerizaba como un
trueno, y a veces sólo gemía. Algunas comadres cayeron de rodillas. Otras
sólo observaban. La piel empezó a arderme; como pude, retiré mis tobillos. Vi
la nuca rojiza del padre Toro inclinarse, sus ojillos penetrantes acercarse a
examinar más de cerca los resultados. Las huellas de la Duenda seguían,
idénticas.
—Muy bien pintadas —me dijo el padre— ¿Con qué te las pintaron?
No respondí. El padre insistió:
—Debe ser tintura de cebolla revuelta con achote molido.
—No me pintó nadie —dije.
—Puedes confesarlo, niño, que ninguno te hará daño. Yo soy el padre
…y los vi sin asombrarme: se arrojaron de lo más alto de las piedras sobre el río y nadaban a mi lado y Toro, yo te salvo.
jugaban conmigo…

Página 29 Página 30
—Nadie me ha pintado, padrecito —repetí—, y si me sigue frotando con durante siete días, solo dándome a beber agua tres veces por día. Pues
ese trapo me va a sacar sangre. únicamente así podría devolverme la oscuridad, la noche que se me había
Las comadres se persignaron: perdido, únicamente así me devolvería el adentro desaparecido, únicamente
—Un niño —dijeron—, un niño enduendado. así yo regresaría. Y que no nos preocupáramos —insistían las comadres—: Si
—Es cierto, y muy niño —repuso el padre—, un niño que no sabe que así no encontrábamos la oveja negra, bien podíamos usar la sangre de un zorrillo
no se habla a un sacerdote, que no comprende que un pañuelo no es un trapo, capturado en noche de luna. Lo importante era la sangre, y las dos pieles
y más si es un pañuelo bendecido. Debería castigarlo, por su soberbia; ya juntas: “Al contacto entre humor y humor —decían las comadres—, el niño se
mismo debería abofetearlo como a un Judas, pero lo perdono. Es Dios quien irá desenduendando”.
se hará cargo. El abuelo no estaba de acuerdo. Para espantar a las comadres empezó a
Me hizo la señal de la cruz. Me bañó la cara en agua bendita, la espalda, el bañarse desnudo en la alberca, cerca del sitio donde ellas solían tejer sus
pecho y los tobillos, nos dijo a todos que esperáramos rezando arrodillados y bufandas y fumar sus cigarros, alegrarse, entristecerse, barrer el piso con
se encerró con mi abuelo en la casa, durante un largo tiempo. Parece que ramos de ruda, o respirar simplemente, mientras vivían. Al ver biringo al
bebieron chicha. El padre Toro salió más rojo que nunca, y casi plácido. “Ya abuelo las comadres se persignaban, huyendo. “En esta casa los duendes
nos olvidaremos de esto” dijo. Hizo la señal de la cruz por encima de todas abundan” decían, y entonces el abuelo, desnudo, inmutable, les recordaba la
las cabezas, se subió en su burro y desapareció, seguido por sus acólitos y el promesa de la Duenda, y lo hacía con tanta gracia y seguridad que yo mismo
coro de mujeres que cantaba. y el mundo entero quedábamos perfectamente convencidos de que nadie más
Mucho después me enteraría que el abuelo había regalado al padre Toro, me invadiría mientras creciera, ni Duenda ni duendes, ni vivos ni muertos.
para los pobres de la iglesia, el rosario de perlas que fue de la abuela, y el Algunas de las comadres no volvieron. Las gentes, sin embargo, no paraban
cofrecito de morrocotas de oro. de visitarnos, y traían consejos, recomendaciones de otras tierras, extraños
medicamentos, ramas de alfalfa, yerbas de gallinazo, remedios que cocinaban
en agua, para que yo bebiera, y también regalos para mis hermanos: les daban
—Enduendado —dijeron las comadres, tan pronto el padre Toro se anzuelos, camisas, dulzainas, y hasta pájaros enjaulados.
esfumó del paisaje— Eso quedó comprobado. Para mí no había regalos; sólo asombradas miradas.
De modo que las visitas no disminuyeron. Por el contrario, iban y venían Yo era el niño enduendado. Tenía que andar con los pies descalzos, los
las comadres por nuestra casa — como en su casa—, y algunas traían incluso tobillos al aire, para no tener que quitarme los zapatos a cada minuto del día.
sus labores, sus tejidos, para hacer algo útil cuando se cansaban de mirarme, o Habían puesto en mi cabeza las flores amarillas de la ruda, con el fin de
mientras bebían café y comían almojábanas. apartar a la Duenda. Y me ataban ramitos de ruda al cuello, a los brazos,
Hasta que una tarde el abuelo, exasperado, contuvo con un ademán de distinguiéndome del mundo, distanciándome. Ni mis perros me reconocían.
manos la alharaca de las comadres y les dijo, con voz que no admitía réplica: Nos regalaban panela, de la más negra, y dulce de guayaba. Por un momento
—Yo me contento con la promesa de la Duenda: Mientras este niño sea de nuestras vidas la casa se atiborró de visitas; nos distraía, a fin de cuentas,
niño no volverá a molestarlo. Promesa de Duenda, me dijo. que el pueblo llegara a nosotros, y nunca nosotros al pueblo.
Las comadres insistieron. Decían que lo mejor era llamar al curandero,
para que me sanara de verdad; aconsejaban encerrarme en un cuarto oscuro,
pues sólo de ese modo me iría preparando a la oscuridad; llegaría el curandero
y me desenduendaría en un santiamén; era cosa de moler ajos y buscar una
oveja negra: Primero me empaparía la piel con el ajo machacado; después
sacrificaría la oveja y me pondría el cuero, humeante de sangre, de pies a
cabeza, lo cosería a mi cuerpo, y así me dejaría, encerrado en el cuarto oscuro

Página 31 Página 32
De otros pueblos también venían. A veces, con mis hermanos y con mi
abuelo éramos los únicos que se conocían, y los únicos que no conocían a
nadie. Rodeados de caras nuevas, de voces nunca oídas, esas visitas se me
antojaban rarísimas, porque pensaba —o constataba— que semejantes visitas
tenían que ser los mismos duendes burlándose, corriendo de un lado a otro
por toda la casa, con sus sombreros inmensos, sus rostros pequeños,
trasparentes. Brillaban como sombras y desaparecían. Veloces, fulgurantes,
yo sabía que eran los duendes. Pues nos decían algo que al instante
olvidábamos, o nos hacían dar vueltas por la casa como en un laberinto. Se
nos perdían las cosas y las temamos en la mano. Nos ensoñábamos en el agua,
o en el cielo. Y, sin embargo, la Duenda no nos visitaba. Dentro de mí, muy
adentro, yo sí quería verla de nuevo. Alguna tarde se me ocurrió buscarla
entre todas las muchachas visitantes, y fue inútil: por ninguna parte aparecía.
Otras tardes la invocaba en voz baja: “Duenda, Duenda mía”, y nada. Sólo
duendes desconocidos, extranjeros. ¿Cómo iban los mismos duendes a
desenduendarme? Se burlaban, sencillamente, se burlaban de las manos de la
Duenda en mis tobillos. Me murmuraban: “Estás marcado, como nosotros”, y
se iban, y demoraban otro tiempo en regresar, y entonces las buenas gentes
los reemplazaban: eran hombres y mujeres como otros duendes, eran
parecidos, con sombreros y con miradas, pero tristes, asombrados de las
huellas de la Duenda, tal vez asustados. Sobre todo los domingos, se
asustaban más, porque el padre Toro les terna prohibido visitarnos, y era sin
embargo cuando más llegaban a acompañarnos, y se hacían pequeñas fiestas,
se bebía chicha y el abuelo tocaba su guitarra y cantaba.
Nosotros nos acostumbramos a oír cosas nuevas y asombrosas, noticias de
otras tierras, distintas y lejanas. Por eso sentimos mucho que un día, sin aviso,
las manos de la Duenda desaparecieran. Una mañana me desperté sin sus
huellas. Como si me despertara sin la vida. Sus manos en mis tobillos no
aparecieron. Se esfumaron. Se desvanecieron como la cicatriz de una herida,
desaparecieron como ella misma en el río. Ya nadie quiso mirarme los
tobillos. En poco tiempo dejé ser el niño enduendado. La casa quedó vacía:
Solamente nosotros, mirándonos. Y parecíamos otros, hasta que nos
reconocimos: seguíamos siendo los mismos. Entonces los días ocuparon sus
sitios de siempre, y volvimos a ser idénticos. Pero algo ocurría conmigo: Me
olvidaron todos. Se olvidaron de todo. Y olvidarme yo no podía. Yo no
lograba olvidarme. No podía olvidarme de mí y de la Duenda en el río.

Se aparecían a sus espaldas, lo envolvían, tiraban de su ruana…

Página 33 Página 34
Sólo al tocar la flauta, un sábado en el pueblo, se acordaron. tengo, y yo soy un enamorado. Iba a venderlos a don Bravo, para poder
—Sopla como enduendado —dijeron. casarme, y ya no puedo. Son caballos tristes y viejos.
Y luego:
—¿No era éste el niño enduendado?
—Era —dijo el abuelo.
Estábamos en la tienda, después de una mañana de mercado. El abuelo se
encontró con los músicos — compadres Oscar Olarte y Armando Diago—,
dos amigos suyos que tocaban el requinto y la bandola. Se saludaron como si
nunca se hubiesen despedido, brindaron una copa y de inmediato el abuelo se
propuso acompañarlos con la guitarra. Al poco tiempo sucedió lo
extraordinario: me pidió a mí, su nieto de diez años, que soplara la flauta. El
señor Olarte y el señor Diago se incomodaron: ¿No sería mejor esperar otros
diez años? “Escúchenlo” pidió el abuelo, y, en la raíz del silencio, yo me
animé y soplé aquellos aires que siempre cantaron las gentes desde que
nacieron, desde antes de aprender a hablar. Muchos lloraron y se alegraron.
Algún borracho bailó al escucharme. Gritaba: “Que me maten”, y reía
mientras lloraba. Los públicos se apeñuscaron dentro de la tienda. En las
calles el mundo entero se preguntaba “¿Sí oyen?” Y, cuando toqué, yo solo,
mis propias melodías inventadas para una mano, cuando soplé los aires que
solamente soñamos, nadie dijo esta boca es mía. La flauta sonó en todos los
aires. Cuando acabé, después del silencio, sólo pudieron oírse los corazones.
Mi corazón también retumbaba, porque era como si yo mismo me hubiese
oído desde afuera, y me estremeciera de pánico: No. No podía ser yo el que
sopló esa flauta.
—Toca como enduendado —decían.
El abuelo bebía, feliz, y brindaba con el aire. Los corazones bullían, los
músicos se desquitaron con un fox, después arremetieron con un bolero, y, en
un receso de chicha, cuando los músicos bebían, uno de los que flotaban —
raptados por la música— se acercó a mí, se me quedó mirando de pies a
cabeza y me dijo:
—Niño, quiero contarle algo. Yo tengo tres buenos caballos en la Vega.
Tres buenos caballos que ahora están malos. Flacos y tristes, es como si ya se
desaparecieran. Y lo que sucede por desgracia es que todas las noches se
aparecen tres duendes y los persiguen y los atrapan y los cabalgan por toda la
tierra hasta casi reventarlos. Son duendes picaros. Mis caballos se mueren. No
sé qué hacer. Espero que usted sea bueno, y vaya y diga a los duendes que no
maten más mis caballos, que no sean pérfidos, mis caballos son lo único que

Página 35 Página 36
Tenía la mirada como de gato, era más alta que yo, su pelo muy negro y muy largo, y era blanquísima, menos.
pero no más blanca que la Duenda… —Qué le vamos a hacer —dijo el abuelo cuando quedamos solos.
Caminábamos de regreso por las empedradas calles del pueblo. Horas de
El hombre me dijo eso y, no sé por qué, sin pensarlo demasiado, le niebla, anochecía. Llenas de sombras las casas nos atisbaban; brotaba la luna
respondí: y los perros de las veredas asomaban los negros hocicos y aullaban.
—Veré qué hago. —Parece que los duendes te persiguen —dijo el mayor de mis hermanos.
Pues no me habló como a un niño enduendado. Me habló como a un Y el otro:
duende, y había que responderle como tal. —Te persiguen por cualquier lugar donde camines.
Las gentes así lo entendieron. Y el abuelo, después de un largo silencio:
—Toca como un duende —dijeron ahora, y volvieron a repetirlo más —Y te perseguirán peor cuando soples tu flauta. De modo que tendremos
tarde, hasta el fastidio, cuando soplé la flauta y el abuelo me acompañó con la que ir a esa fiesta, con duendes y todo; pero no te preocupes, nadie pensará en
guitarra. Una mujer me sonrió desde la penumbra; sus ojos parecían rogar ti: la flauta será más importante que nosotros. La música es la música y el
algo. Inventé para ella un soplo de música, y cuando quise volver a mirarla músico no es nada.
me dijeron que después de escucharme se había ido a nadar en el río. Otra
melodía asomó a la flauta: las cosas se clarificaron —las mesas movieron sus
patas, las sillas se desperezaron, los vasos de chicha entrechocaron por sí Fue un sábado distinto, el de la fiesta. No sólo por la fiesta, sino por el
solos—; parecía que las ventanas sonreían de una velada manera, o abuelo: Amaneció radiante, se vistió de fiesta y ordenó que embetunáramos
palpitaban, o nos comprendían: nadie las abrió y se abrieron por sí solas; nuestros zapatos y usáramos sombrero. Él se puso su sombrero blanco, de
asomaron los rostros de los que ya no cabían dentro de la tienda: los ojos paja toquilla, cruzado por una cinta oscura: su orgullo, después de la guitarra.
buscaban la flauta; los oídos la sorbían. Nadie quería que nos marcháramos. A El sol pintaba los contornos de la tierra; eran amarillos los trigales que
cada instante invocaban más música, como aire, no les era posible respirar sin temblaban, las colinas, las piedras y los pájaros, los cielos; los árboles como
la música. Y ya nos íbamos a ir, sin que nadie lo quisiera, cuando una voz llamas congeladas bordeaban los caminos. El río se oía, a lo lejos, igual que
rogó que esperáramos. Era don Bravo, apareciendo de entre las nubes de un sonido reverdecido: cuando pasamos por el puente de madera lo
tabaco: contemplamos: fulgía. Nos detuvimos en mitad del puente, para seguir
—Por lo que más amen —dijo—, quédense hasta el atardecer. admirando sus aguas; divisamos su honda y rumorosa curva, en donde
Y alzó los brazos y añadió: pusieron lajas por todas las orillas y sembraron nardos y otras flores
—Por los caballos no se preocupen. Yo se los compro al enamorado, por perfumadas; en su fondo trasparente podían verse otras lajas como pétalos
más enduendados que estén. Así podrá casarse cuando quiera. inmensos, como espejos, como rostros inmóviles, a la expectativa; un bosque
La gente soltó una risotada: Parecía el río. Después aplaudieron, y el de eucaliptos aromaba las riberas. Allí otros invitados conversaban, mientras
hombre que quería casarse nos dijo “gracias” con un grito de alegría, y pidió avanzaban a casa de don Bravo protegiéndose del sol, en grupos que
más chicha para todos. Don Bravo impuso silencio: ondeaban como llamas. Entre ellos pude distinguir al enamorado con su
—Los invito el próximo sábado a una fiesta —dijo. Y se quitó el novia, ambos de azul, y al padre Toro con ellos, seguido muy de cerca por los
sombrero ante el abuelo, ante nosotros—: Hago esa fiesta al mediodía por acólitos y el coro de mujeres que cantaba. Los dos músicos —señor Olarte y
ustedes, para todos. Comeremos la fritanga de un año, beberemos, ¿qué más señor Diago— bebían mientras caminaban, satisfechos, llevando debajo del
podemos hacer en la vida? No voy a exigir nada. Sólo suplicarles que lleven brazo sus instrumentos: El requinto y la bandola parecían palpitar, luminosos,
la flauta enduendada. impacientes. Vi pasar también a don Vaca el curandero: aunque solo y en
“La flauta enduendada” me repetí por dentro. Según eso, pensé, ya no era silencio, disfrutaba de la creciente reunión; fumaba sus tabacos uno detrás de
yo un duende, y menos un enduendado. Era la flauta, sólo mi flauta, ni más ni otro; llevaba un vistoso pájaro al hombro, un pájaro amarillo, un turpial que

Página 37 Página 38
de tanto en tanto desplegaba las alas como si se dispusiera a volar. Mi abuelo Isabela llegaba a su cintura, el pelo de la Duenda volaba. Correteábamos por
se encontró a la vieja Brígida en mitad del puente, acompañada por la viuda las orillas, por entre los eucaliptos, y siempre Isabela persiguiéndome, hasta
Etelvina y su hija, Isabela. que en uno de esos recovecos me aferró por el brazo enduendado y me dijo
“Isabela” me grité. como un reto:
Charlaban del día; decían que todavía era muy temprano para entrar en —Yo sé nadar mejor que los duendes, yo me hundo durante noches
casa de don Bravo, de modo que nos convidaron a descansar bajo la sombra enteras.
de los eucaliptos; nosotros seguimos con el abuelo detrás de ellas; Isabela me —No creo —pude decir.
observaba a hurtadillas; su filosa curiosidad me hería. La oí decir: —Créeme —insistió.
—¿Ese niño tan pequeño es el enduendado? Oyéndola, pensé que iba a llorar, o a reír. No pude adivinarlo. Me miraba
Y luego, su voz asombradísima: los zapatos, sin dejar de llorar o reír. Era posible que sólo buscara una excusa
—No puede ser. para que yo desnudara mis tobillos; quería mirarme los tobillos a cualquier
Su madre no respondió, no la atendía. Se sonreía con el río. La vieja precio. Me acorralaba.
Brígida recogía tréboles. Isabela entonces retrocedió y pidió a mis hermanos —¿Quieres verme los tobillos? —pregunté por fin.
que nos acercáramos a la orilla, donde los demás niños correteaban, debajo —Sí —dijo, y añadió, veloz, amarga—: Pero ya el padre Toro nos advirtió
del sol. Algunos jugaban con el agua, otros únicamente la contemplaban. que tus huellas eran pintadas.
Isabela nos dijo por el camino que ella sabía nadar, que podía nadar mejor que —No eran huellas pintadas —repliqué—. Sólo que ya desaparecieron.
los duendes. Y, al decirlo, me tomó de la mano y soltó una risotada. Mis dos —Desaparecieron —gritó—. No puede ser.
hermanos le hicieron coro, sin dudarlo. Yo era el menor, diez años, el Me despojé de los zapatos, y mostré mis tobillos. Me estremeció descubrir
enduendado. la curiosidad en el rostro de Isabela: sus labios temblaban resecos y se los
—Mejor que los duendes —repitió Isabela. mojaba con la lengua.
—No creo —dije, y me desasí de su mano. De nada sirvió: Durante un —Me acercaré —dijo. Se arrodilló ante mí (la negra rama de su pelo
buen tiempo se estuvo diciendo que sabía nadar mejor que los duendes. Ya rozando mis rodillas) y contempló la desaparición de las huellas como si las
mis hermanos paseaban lejos de ella, acaso aburridos, de manera que ella se mismas huellas existieran. Después puso sus manos encima y creí que sus
dedicó a mí por entero, se me vino encima como una tromba y me preguntó manos quedaban perfectas, a la medida de la ausencia de las manos de la
que si yo sabía nadar. Fui sincero: Duenda. Retiró las manos como si se quemara.
—Los duendes me enseñaron —dije. —Queman —dijo.
Se echó a reír. Me puse de inmediato los zapatos. Ardía en mis tobillos el fuego de las
—Papá sí estaba enduendado —dijo. manos de Isabela. Me sorprendí: De modo que además de las manos de la
—También él —le respondí. Duenda tenía las dos manos de Isabela conmigo, en mis tobillos, para
Dejó de reír. Acercó su rostro como una mueca blanca a mis ojos y me siempre.
dijo: —Yo soy la Duenda —dijo entonces Isabela como un secreto. Y lo
—Tú no sabes quién soy yo. repitió, tuvo el valor de repetírmelo, sin pánico.
Y volvió a reír. —Yo soy la Duenda —dijo.
Y desde ese instante solamente la escuché reír, igual que su padre muerto: Me lo dijo como si ella misma acabara de descubrirlo:
con un rescoldo de tristeza grande en el eco; Isabela riendo me rodeaba por —Yo soy la Duenda.
todas partes, infatigable, exasperándome. Tema una mirada como de gato, era Y sonrió, además, a su triste manera.
más alta que yo, su pelo muy negro y muy largo, y era blanquísima, pero no “No es posible” pensé, “Eso jamás”.
más blanca que la Duenda, y tampoco tenía el pelo más largo: El pelo de

Página 39 Página 40
¿Por qué razón Isabela me aseguró que ella era la Duenda? Triunfal y si todos lo ignoraran o nunca hubiese ocurrido. Mis dos hermanos jamás lo
desdeñosa me dio la espalda y regresó a la orilla, lejos de mí. mencionaron, ni los demás testigos. Fuera lo que fuera, tampoco yo deseaba
Corrí tras ella. seguir ahí; quería regresar a la casa, o ir al río, y nadar. Que apareciera la
Y la empujé, la empujé al río, sin saber cómo ni cuándo, ni por qué. Debió Duenda, o Isabela, que me atraparan por los tobillos, que me hundieran, estar
ser mi brazo enduendado el que la empujó, yo no, mi brazo. solo con ellas, o simplemente solo, sin la Duenda, sin Isabela.
Mi brazo enduendado.
En el silencio rumoroso el agua de pronto se escalofrió. Un halo trágico
recorrió su superficie, como niebla. Y era que Isabela no sabía nadar. En Iba a volver a mi casa cuando oí que me llamaban. Todas las voces, desde
pocos segundos la corriente profunda la arropó, llevándosela. La vieja Brígida todos los sitios, me llamaban. El abuelo aguardaba con los músicos, todos
gritó, la viuda Etelvina se cubría la boca con las manos. El largo pelo negro sedientos por tocar. Querían que yo soplara la flauta, y acompañarme.
de Isabela aparecía y desaparecía, sus brazos como aspas inútiles alumbraban, Obedecí. Busqué mi flauta y el abuelo reveló, complacido, a todos los
su boca era un grito herido que el agua se tragaba. De inmediato el abuelo se públicos, el nombre de la canción que debíamos interpretar. Era una de mis
arrojó al río. Alcanzó a Isabela en un recodo, la remolcó a la orilla, la hizo melodías inventadas para una mano: Duenda mía. El abuelo me hizo una seña
recostarse en una de las lajas y le dijo: “Tranquila. Así se aprende a nadar”. con la cabeza, para que iniciara. Pero no toqué. No soplé la flauta, y el
Isabela lloraba, recién nacida. La viuda la acunó en sus brazos, el mundo silencio siguió.
entero pendía de ella, la mimaba. Después de toser agua, de sollozar, se —Qué pasa —dijo el abuelo—, por qué no empiezas.
incorporó como un rayo. Todos nos paralizamos, incluso la viuda y el abuelo. —No me acuerdo —respondí.
Abuelo, pobre abuelo: escurría agua, su negro vestido malogrado, y sin Músicos y abuelo intercambiaron una rápida mirada de extrañeza y
sombrero: su blanco sombrero de paja-toquilla se lo puso el río y se lo llevó, malestar.
para la eternidad. —Entonces “El Minanchurito” —se apresuró el abuelo.
Y se acercó a mí, Isabela. Era una canción muy conocida, la primera que aprendí.
Una llama. —No sé —dije— No puedo.
Yo hubiera querido huir, pero me sentía enraizado a las piedras, a su —“Chambú” —dijo el abuelo.
rostro como una luna, a sus ojos que fulguraban. Yo negué con la cabeza, en el silencio de hielo.
—Aquí estoy —me dijo plantándose frente a mí—. Aquí estoy otra vez. —“Cachiri” —dijo el abuelo.
Y me besó, fugaz. Seguí sin tocar.
Su beso acabó con la quietud: de nuevo los que jugaban jugaron, mi —“La Guaneña” —ordenó el abuelo, y los músicos se dispusieron de
abuelo sonrió, la viuda sonrió, el sol pareció centuplicarse en mi cabeza inmediato, como si sólo por pronunciar ese nombre —La Guaneña— yo no
acalorada. Y todavía, antes de escapar, Isabela asomó su boca a mi oído. pudiera hacer otra cosa que soplar.
—Yo soy la Duenda —me susurró entonces, igual que un secreto para —Perdonen —dije— No puedo.
siempre entre los dos. Todavía me pregunto qué sucedió. Lo cierto es que no pude (¿o no quise?)
Me dio la espalda y no la volví a ver ese sábado de fiesta en casa de don tocar. Sentía y veía la flauta de madera en mis manos como algo que ya nunca
Bravo, ni siquiera a la hora de los niños, cuando las comadres nos repartieron más volvería a ser mío. No toqué. Nunca jamás volvería a soplar la flauta. Y
postre de piña y rosas de maíz, mientras los hombres bebían chicha en el solar aquel sábado, por más que insistieron mis hermanos y el abuelo, afligidos de
y comían cuy, inventando chanzas y cuentos que hacían estremecer de mi determinación, por más que don Bravo y otros compadres lo rogaron, no
carcajadas toda la tierra. Seguramente Isabela se había devuelto sola a su toqué.
casa, porque la viuda Etelvina seguía ahí, en compañía de las demás mujeres, —No —dije— No quiero soplar la flauta, no puedo.
como si nada. Nadie, además, comentaba del empujón en el río. Parecía como —Capricho —dijeron mis hermanos— Puro capricho, y del más puro.

Página 41 Página 42
Los invitados sonreían, incrédulos. El rostro del abuelo se oscureció.
Había sido músico, había sido joven. Sabía.
Se fue aparte conmigo, me reconvino: “Qué pasa”, dijo, “Toda esta fiesta
es por tu flauta, todos los que se encuentran aquí vinieron a escucharte. Cuál
es tu egoísmo”.
—No vuelvo a soplar la flauta —dije— No quiero.
La viuda Etelvina se acercó al abuelo. Algunas comadres la seguían.
—Déjenlo tranquilo —dijeron—. No era él quien tocaba la flauta, era la
Duenda, y la Duenda lo ha abandonado, por fin. Es un niño como cualquier
otro, se ha salvado.
El abuelo no respondió. Regresó con el señor Olarte y el señor Diago,
pausado, indiferente, y siguió rasgando la guitarra. De vez en cuando volteaba
a mirarme, desde su lejanía. Recuerdo la gran desilusión de sus ojos, su
interrogación eterna, la esperanza rota que yo era para él. Acompañaba con su
guitarra a los dos músicos, y, sin embargo, no parecía tocar; mis dos
hermanos se les unieron con sus flautas, me reemplazaron, y el señor Olarte y
el señor Diago hicieron milagros de improvisación, pero el abuelo no los oía,
no se inspiraba, no se iluminó, aunque las mujeres cantaran, y cantaran de
improviso todos los públicos y hasta los pájaros hicieran coro.
No se inspiró.
Y yo seguí mi camino, solo, la flauta en el bolsillo.
Y creyéndome solo en el mundo, pasé por el río, me detuve en mitad del
puente, puse la flauta en mi boca y quise soplar. No quise, o no pude, nunca
podré saberlo con certeza. El silencio se volvió más grande alrededor. El día
se oscureció de pronto; creció el invierno, parecía que el río Verde se hacía
negro, realmente negro. Arrojé la flauta al agua, para siempre, y vi que una
mano pequeña y blanca emergía silenciosa desde lo profundo, recibía la flauta
y desaparecía.
En la otra orilla Isabela se asomaba al agua. Sonreía. Sus ojos atisbaban el
reflejo de mis ojos en la superficie. Nos mirábamos a través del agua. Era
como si todo ese tiempo la Duenda, el agua, Isabela, me esperaran.
Aguardaban por mí.
Pero yo elegí a Isabela, y corrí hacia ella, huí con ella, al fin.
Bogotá, 1997

Pero elegí a Isabela, y corrí hacia ella, huí con ella, al fin.

Página 43 Página 44
Cuentos suyos han participado en diversas antologías nacionales e
internacionales. Recientemente, su novela corta Cuchilla obtuvo el Premio
Latinoamericano NF 2000 de Literatura. En junio del mismo año,
Espasa​Calpe publicó su obra Plutón, novela urbana.

EVELIO ROSERO (Bogotá, 1958). Hizo estudios de comunicación social en


la Universidad Externado de Colombia. En 1979 se dio a conocer con su obra
Ausentes, que obtuvo el primer premio nacional del cuento “Gobernación del
Quindío”; en 1982 obtuvo el premio internacional de libro de cuentos
“Netzahualcóyotl”, organizado en México; y en 1983, el iberoamericano “La
Marcelina” de novela corta, en Valencia, España.
Es autor de la trilogía novelística Primera vez integrada, por las obras: Mateo
solo (Ed. Entreletras, Villavicencio, 1984), Juliana los mira (Ed. Anagrama,
Barcelona, 1987), traducida al sueco, noruego, danés, finlandés y alemán, y El
incendiado (Ed. Planeta, 1988), que obtuvo el 2.º premio “Pedro Gómez
Valderrama” a la mejor novela colombiana, publicada en el quinquenio
1988-1992. Seis novelas posteriores: Señor que no conoce la luna (1992), Las
muertes de fiesta (1995), así como su libro de cuentos Las esquinas más
largas (1998), han sido tema de estudio y tesis universitarias.
Ha publicado además cuentos y novelas para jóvenes y niños. En este género
destacan las novelas: Pelea en el parque (1990), Para subir al cielo (1993),
los libros de cuento: El aprendiz de mago y otros cuentos de miedo (Premio
Nacional Colcultura, 1992), El capitán de las tres cabezas (1995) y la obra de
teatro Ahí están pintados (1998).

Página 45 Página 46
Página 47

También podría gustarte