ETC II (2022) - Uriel de Simoni

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ETC II

Etcétera Dos: otra antología

De Simoni, Uriel
Etcétera dos : otra antología / Uriel De Simoni ; prólogo de Valentin Muro. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Uriel Maximiliano De Simoni, 2022.
Libro digital, Amazon Kindle

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-88-3195-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos de Ciencia Ficción. 3. Microficción. I. Muro, Valentin, prolog. II. Título.
CDD A863
A todas esas personas que no existen.

A Tony, que, sin su existencia, la vida no tendría sentido.

A Victorina, que no existía y menos mal que existe en mi vida


Nota del autor

Uno.

La idea de escribir Etcétera Dos fue el pensamiento después del pensamiento de


seguir con algo que ya había empezado hace muchos años. Al momento de terminar
estas líneas, estoy por cumplir dos años fuera de casa, de mi país, de mi gente; por
lo que el ejercicio solitario de sentarme a ver qué historias puedo recolectar es natural
y hasta casi una obligación moral. En estos dos años tuve más entrevistas de trabajo
que las que pude haber imaginado jamás y, con cada una de ellas, este texto fue
tomando forma. “Antes que cualquier otra cosa escribo y, si estoy acá, es porque todo
empezó con un lápiz o un papel”. Sí, les diría que digan eso en todas las entrevistas
de trabajo. En mi caso particular, es cuestión de rastrear. En la casa de mi abuela
escribía sobre el papel que envolvía los 150 de queso y 150 de paleta con un lápiz
HB-Algo. En la casa de papá debe haber alguna caja dentro de otra caja llena de
pedazos de pedazos de historias. En ese momento el que escribía era otro tipo, pero
la mano era la misma. Cuando me mudé con mamá, escribía en cuadernos Gloria de
tapa blanda. Me acuerdo de que la tinta de un lado de la hoja se corría y pasaba hacia
el otro lado. Es una gran forma de perder textos, palabras, conceptos. El tiempo me
ayudó a entender que no eran grandes formulaciones filosóficas y merecían ser
borradas de la faz de la Tierra. También tuve hojas más gruesas y después menos
gruesas. Discos rígidos quemados. Una mochila con memorias SD que perdí en un
colectivo por haberme quedado dormido. Historias ganadas. Historias perdidas. Uno
rastrea hasta dejar de rastrear. Intenté con cursos de escritura, pero ninguno quería
a un tipo que escribe sobre personas que empiezan mal y terminan peor. Anoten:
decir que escriben sobre personas que empiezan mal y terminan peor, no es atractivo.
Repítanlo antes de anotarse en un curso.

¿Una historia al respecto?

Era la primera vez que iba a leer en público. Había cerrado un contrato pagado
enteramente por mí para publicar un cuento en una antología con otros 15 cuentos
más. Los autores de esos 14 cuentos están todos muertos. Todos y cada uno de ellos.

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No lo quiero relacionar con lo que pasó esa tarde, pero sepan que por la noche lloré.
Lloré sin lágrimas.

Vamos a cuando entré en la Sociedad Argentina de Escritores y me miraron. Muchos


pares de ojos. Ojos con pelos canosos. Largos, cortos. Anteojos de ver de doble
aumento. Aumento para lejos, aumento para cerca. Otros pares de anteojos sobre los
pares de anteojos. Hombres, mujeres. Viejas. Viejos. Yo era demasiado joven. Era
demasiado joven para pertenecer. A las personas como yo, no nos invitan a las fiestas
y por eso escribimos. Pero nos invitan a círculos octogenarios. A espacios llenos de
personas que se cansaron de trabajar. A espacios repletos de personas que no son
visitadas por sus familiares. Espacios donde las personas prometen morirse en el
transcurso del año entrante. Sí, promesas de fin de año.

Para mí todo esto era nuevo. Era un año nuevo porque iba a ser publicado y exhibido
en la Feria Internacional del Libro. Iba a firmar mi propia obra. ¡Qué ingenuo! Igual no
sé, había un valor en eso de leer en público para gente consagrada. Consagrada es
una palabra de mierda. Nadie está consagrado a menos que otro lo consagre y eso
solo tiene que ver con valores. El humor es la degradación de un valor. No lo digo yo,
lo dijo Platón, pero no dijo humor, dijo comedia. La cuestión es que acá algo se iba a
degradar y no iba a ser gracioso. La consagración significa mucho para unos y nada
para otros. ¿Qué decirles? Yo siempre quise ser escritor y entrar en la Sociedad
Argentina de Escritores, subir los tres o cuatro pisos, sentarme en el semicírculo de
toda esa gente muerta que todavía no había muerto y esperar mi turno para leer,
significaba un montón. Entonces me senté entre dos viejas que olían a humedad y a
lavanda. La tierra mojada y el sarcófago. Mezclas que no deberían ir juntas jamás.
Me senté entre las viejas y escuché. Escuché historias de nietos jugando a la pelota.
De nietas con sus primeras muñecas. De amoríos adolescentes. Escuché una prosa
aburrida, empastada. Una prosa que olía a formaldehído y lavandina y algodones con
alcohol. Era demasiado practicada. No había alma. Naftalina y parches en los codos.
Pana. Mocasines y medias de nylon. Alma. Hoy digo alma como si en ese momento
supiera lo que realmente era tener alma. No sé, pero estar ahí me hacía sentir
importante. Era una especie de validación. Juntarse con escritores. Escribir para
escritores. Pertenecer. Meterse en cosas, meterse cosas.

Mi turno llegó después del de un tipo de bigotes a medio camino de volverse


completamente canosos. No había rastro de negros puros. Nada de blancos
perfectos. Gris. Los puntos medios no son para la literatura. El bigote como una
babosa sobre otras dos babosas que eran los labios. Contó la historia de una noche
en Tropitango. Simpático.

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“Hoy vamos a darle la bienvenida a un escritor joven”, dijo Marta o María o María
Marta. Al momento de escribir estas líneas tengo la duda de si, en algún momento,
alguna persona de 23 años pisó el suelo del 3ro o 4to piso de la Sociedad Argentina
de Escritores.

“Él es Uriel De Simoni y va a leernos uno de sus cuentos cortos. No es el que va a la


antología, pero les prometo que…”, etcétera.

Desde que empecé a escribir, mis temas fueron siempre los mismos. Uno escribe
sobre uno incluso cuando uno no habla sobre uno. Gente que empieza mal y termina
peor. Al momento de subir al estrado, que no era más que una silla de madera que
podría haber sido la de un cafetín del centro, me repetí la historia que estaba a punto
de leer en la cabeza. Pensaba en el rechazo. Pensé en las bienvenidas. En lo que
significa pertenecer. Me aclaré la garganta y levanté la hoja A4 a la altura de la cara.
Arrugas en la hoja. Los bordes y las puntas enarcadas hacia adentro. Humedad.
Formaldehído. Suelas de goma contra la madera hinchada por el mal tiempo. Me volví
a aclarar la garganta y empecé.

El cuento que había elegido hablaba de la muerte de un fumador, pero desde el punto
de vista del humo. No recuerdo mis palabras exactas, pero sí las caras. Las caras y
el calor sobre mis cachetes rechonchos y transpirados y colorados y avergonzados.

Los viejos y sus lentes. Los viejos y sus risitas adolescentes. Los únicos rastros de
juventud. La única muestra de que todavía seguían vivos sobre mi vitalidad
embarazosa. Las risitas se volvieron murmullos. Los murmullos, un parloteo general.

No es fácil avergonzar a un escritor. Yo estaba avergonzado, por lo que aún no era


un escritor. Las voces de ellos. Las voces de ellas. Las voces. Una sobre otra sobre
otra sobre otra por sobre mi texto, por sobre la voz que venía desde más atrás de
donde se forman las palabras. Miedo. Era miedo y vergüenza. Era alcohol y aserrín.
Un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. Me estaban rechazando y yo sabía lo
que era el rechazo. Lo sé desde que era demasiado gordo, demasiado bajo. Desde
que tenía las manos demasiado grandes, el pelo sin demasiada forma. Lo sé desde
que Leo me tiró de cara en el patio delantero de la casa en donde hacíamos el asalto,
me agarró por atrás. Me puso el pito, los calzones y el pantalón sobre mi pantalón, mi
calzón y mi culo y me agarró las tetas de gordo. “Ay, esas tetas”, gritaba. “Ay, esas
tetas”, repetía. Conocía el rechazo. Lo conocí cuando Micaela se movió hacia un
costado cuando el pico de la botella dijo que tenía que besarme. Lo conocí cuando
yo no fui el preferido de mi abuela. Lo conocía. Lo conocí por el trabajo. Lo conocí
porque el rechazo fue lo que me llevó a escribir.

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Me levanté de la silla de cafetín, me borré las lágrimas de la cara con el antebrazo y
salí del piso tres o cuatro. Bajé las escaleras y salí de la Sociedad Argentina de
Escritores. Me acuerdo que me prendí un cigarro. Me acuerdo estar releyendo mi
propio cuento mentalmente. Me acuerdo de la hoja A4 todavía en las manos, en un
puño. Me acuerdo de que no fumé por dos días por miedo. Me acuerdo de que tenía
una historia. La historia de cómo había sido rechazado. Me acuerdo de que la enterré
en subconsciente y escribí dos historias de amor que fueron una mierda. Me acuerdo
de que me olvidé de mí. Me olvidé de quién era. Me olvidé por qué escribía.

Historias ganadas. Historias perdidas. Anoten: decir que escriben sobre personas que
empiezan mal y terminan peor, no es atractivo. No es atractivo, pero es lo que
hacemos.

Paremos acá. Bueno, sigamos.

Quiero seguir con algunas otras palabras previas que pretenden ser inteligentes (eso
ya lo dije en Etcétera Uno), pero solo son un descargo que no pudo ser cuento y al
mismo tiempo validan mi intención de seguir escribiendo. Sí, el rechazo es literatura.
Quiero citar a un tipo que, por lo que tengo entendido, me odia, pero yo lo amo. Gran
premisa, lo sé. Probablemente él jamás lea estas palabras, pero quiero que sepan
que yo sí lo leí a él. Digo él porque lo imagino hombre, pero no lo sé. Voy a usar la
imaginación. Lo cito:

Hay un momento en este libro en que el autor detiene la narrativa para congratularse por
una frase que escribió él mismo, y creo que este es el perfecto resumen de "Etcétera".

Es un libro de autor, sobre el autor, que escribió para sí mismo, y está bien, pero como
lector quisiera que antes que nada, la narrativa dé un paso adelante. Quisiera recordar
alguno de los textos por un rasgo que no fuera escatológico, que el ritmo surja orgánico
de las oraciones y no en base a la repetición forzada de palabras, no sentirme manipulado
a base de golpes de efectos para lograr un intento de arco argumentativo.

Este es un libro sobre/acerca de Uriel, y lo que cuenta, es el etcétera

Sí, hermano o hermana. Hermano. Te imagino hombre, ya lo dije.

¿Qué decirte? Este libro no iba a ser un libro, pero textos como el que acabo de citar
me dicen que tengo que seguir adelante. No puedo gustarles a todos, pero pretender
que esto no es para mí, es peor que no escribir. De alguna forma, lamento que estos
relatos se hayan convertido en libro porque lo que estás a punto de leer es más una
exploración personal que otra cosa. Al mismo tiempo, me alegro de que todo eso sea
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un libro. Sin contradicciones, la literatura no llega a expresarse. Los humanos
tampoco. Digo, ¿qué es un hombre, una mujer; sin una historia? Sin historias, nada
puede expresarse. No me pregunten por qué, digamos que lo sabemos de forma
intuitiva.

Tres.

La razón por la que estas líneas son una continuación de un primer Etcétera es
porque no hay forma de que la narrativa se termine en algún momento. Es más, creo
que la palabra Etcétera me ayuda a seguir escribiendo. Etcétera Uno, llamémosle,
fue personal, personalísimo. Etcétera Dos es aún más personal, pero sin querer
queriendo, ya que los cuentos, relatos y biografías escondidas que estás a punto de
leer, son el extracto de todo eso que fluyó y no quedó estancado en lo planeado, en
lo milimétricamente diseñado. Es bueno que sepas que, si una historia sobrevivió al
segundo acto, se ganó su lugar en las páginas que siguen. Podría disertar al respecto,
pero no viene al caso. Que una historia pase el segundo acto quiere decir que me
tocó un algo adentro. No hay analítica posible, solo seguir narrando.

Es curioso lo que pasa entre un libro y otro. No cambia el libro, sino uno. Calculo que
hoy soy un poco más libre, hasta diría que tengo menos miedo y eso es lo que me
hace más libre. Lo lamento para mi amigo de más arriba, este libro es sobre mí y
sobre cosas que me pasaron a mí y sobre cosas que les pasaron a otros, pero que
me encargué de hacer mías. Hay historias horrendas, hermano, hermana. Hay cosas
fuertes. Fuertes, con mayúscula. Cosas fuertes y en primera persona. Cosas fuertes
no porque vayan a romperte algo adentro, sino porque fueron difíciles de escribir.
Muchas idas y vueltas. Mucho ser uno y ser otro y ser el de más allá. Y para escribir
uno necesita estar solo. Ser ese otro cuesta trabajo, cuesta vida, si queremos ser más
poéticos. No estoy seguro de haber llorado, pero sí puedo asegurarte de que tomé
más que de más y probablemente me haya olvidado de haber llorado. Tal vez me
olvidé de llorar. Así que los vicios son un punto de equilibrio en este Etcétera. Este
libro me enseñó sobre estereotipos. Antes escribía exclusivamente de noche, con
whisky y cigarrillos. Ahora escribo por la mañana y con mates, por la tarde con más
mates y por la noche con whisky. 66% más de productividad no es poco, pero creo
que tiene más que ver con la clase de escritor que uno quiere ser. No hay fórmulas
mágicas y los estereotipos no funcionan para todos. Durante el proceso de escritura
de Etcétera Dos recibí muchas más críticas que con Etcétera Uno y creo que eso es
bueno. Me han dicho vendido, careta, garca, falso. Es importante. Es lo que a uno lo
vuelve escritor, así que gracias a ellos. Gracias a ustedes.

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Ahora, si estás leyendo estas líneas, quiere decir hubo una intención y unas monedas
o unos billetes de por medio. Varios clics. Algunos más. Esto es un gracias. Te cuento,
querido lector, querida lectora: mis historias están ahí afuera, libres, gratuitas y para
quien quiera leerlas. Vuelvo al principio de este párrafo: si estás acá, GRACIAS, de
nuevo, enaltezco las mayúsculas, porque significa que no te importó lo gratuito de la
obra y decidiste apoyar un algo más, una causa, una semántica, una forma de ver las
cosas. Es necesario que sepas que es un montón. Lo que pasa entre el momento que
das clic a comprar y leés la primera página es enorme. Tal vez no lo veas, no. Es
más, no creo que lo veas, pero sabé que existe. Comprar cuando es gratis es gigante
y creeme que es un compromiso personal poder tomar un trago con vos, aunque este
libro te llegue prestado. Prestado y leído vale más que comprado y no leído. No sé,
así veo yo las cosas. Te debo un trago y una charla, ya veremos cómo, cuándo y
dónde. Es lo menos que puedo hacer.

Cuatro.

Un deseo. Te guste o no, si compraste este libro y llegás al final, prestalo o regalalo.

Cinco.

Etcétera. Etcétera Dos

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Algunas palabras previas
Por Valentín Muro.

Etcétera II es un libro que da ganas de escribir.

Alcanza con llegar a la segunda o tercera historia, sin importar en qué orden lo
hagamos, para empezar a sentir unas ganas irrefrenables de hacer algo, lo que sea.
Quizá sea que a las personas que escribimos nos sale querer escribir, pero quizá a
alguien más le den ganas de gritar, de correr, de bailar, de hacer algo.

No sé si habrá mérito alguno en un texto cuya lectura nos da ganas de escribir. Será
una infantil necesidad de imitar, o de superar, sea lo que sea que eso signifique. O
quizá sea como un tributo a la escritura que antecede a la propia.

Yo creo que más bien alguna clave se esconde en esa necesidad de las personas
que escriben y su maldito sesgo de asumir que es escribiendo que se puede hacer
justicia. Leyendo a Uriel brotan esas ganas de escribir acerca de personas que
empiezan mal pero quizá, en una de esas, puedan terminar mejor.

Pero suponiendo que lográramos amontonar esas palabras, el resultado nunca sería
este libro. Aunque al principio podamos dudar un poco de una afirmación tan osada,
casi ridícula, en cada página Uriel le hace honor. Estas son, en efecto, historias de
personas que empiezan mal y terminan peor.

Y se nos hace insoportable. Y no podemos parar.

Quizá se trate de aquel peculiar fenómeno del masoquismo benigno, que no es mucho
más que la forma en que se llama a esa compleja afición humana de no solo
exponernos, sino de mantener el interés por cosas que en principio nos generan
aversión. Típicamente se agrupa bajo esos comportamientos el subirse a una
montaña rusa, comer comida picante, hacer ejercicio hasta el desmayo, o mirar una
película para llorar o cagarse de miedo.

Esto es, somos la única especie que parece obtener placer a partir de experiencias
cuyo riesgo es controlado. En otras palabras, nadie puede imaginar a un perro
queriendo subirse por segunda vez a una montaña rusa.

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Y como la comida picante en la que por un momento podemos respirar, y tragar, o la
montaña rusa que con sus valles nos devuelve el aliento, Uriel con algo de piedad
cada tanto nos deja respirar con historias que terminan un poco mejor, solo para
volver a traicionarnos dos páginas más adelante.

Es tal vez por esto que Etcétera II es también un libro que te da ganas de leer. O de
seguir leyendo, a ver si las cosas mejoran. Da ganas de seguir leyendo a ver si se
nos quita ese sabor de lo que acabamos de leer. Como cuando comemos caramelos
ácidos y encontramos un extraño placer en la incomodidad inicial. A los cinco minutos
lo olvidamos y metemos la mano para sacar otro.

Uriel confiesa que lo que sigue no iba a ser un libro. Y aunque no lo dice un poco se
siente como una catártica manera de desquitarse. Nadie quisiera saber cómo hubiera
terminado esta persona que escribe si todo le hubiera salido siempre bien.

A su manera, Etcétera II puede leerse también como un retorcido glosario, una suerte
de colección de todos esos conceptos que en algún momento salieron al auxilio de
esta galería de personajes. Auxilio porque este no es un sesudo intento de hacer
filosofía, sino una serie de retratos, un catálogo de la humanidad, en los aspectos que
nos incomodan, y nos devuelven algo de certeza en un mundo que se nos hace
imposible de comprender. Acá nadie pretende ser inteligente, incluso si inteligencia
desborda entre las palabras.

Tal vez nos damos cuenta tarde de la advertencia, porque las personas que escriben
muchas veces hablan de más. Pero allí está, y un libro que nos requiere una pizca de
valentía no es uno como cualquier otro en la biblioteca. Algunos nos obligan a
mantener la calma mientras tratamos de atravesar sus aguas a veces densas como
el caramelo. Otros nos llevan flotando y cuando nos dimos cuenta dimos con la
contratapa, y pasamos a otra cosa. Este libro no promete tranquilidad, pero los viajes
en los que no hubo turbulencias u olas de diez metros no suelen ser los que dejan sin
aliento a una mesa durante una cena.

Incluso cuando cueste, el alivio que encontramos al dejar por un rato de leer Etcétera
II nos hace querer volver por más, y regocijarnos en la estafa a las que con sagacidad
nos sometió Uriel. Porque sus historias de gente que empieza mal y termina peor, a
pesar de sus esfuerzos, no pueden contra un equilibrio que se les impone. En todos
estos relatos meticulosamente arreglados a Uriel se le filtran, no inocentemente, todas
esas aristas desde las que se puede documentar la naturaleza humana.

Esto lo insinúa él también: las personas podemos estar hechas de carne y hueso,
pero es nuestra necesaria constitución narrativa la que nos define. En otras palabras:

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las personas estamos hechas de historias, que a veces terminan bien, a veces no
terminan, y a veces terminan peor.

De estos ejercicios de escritura se destila, entre las definiciones y aclaraciones, una


necesidad de entender al mundo alrededor, incluso si esa tarea queda del lado de las
personas que leemos.

Porque lo que Etcétera II no nos permite, y no conviene el desafío, es evitar el final.

Etcétera II es un libro que da ganas de leer. Y tal vez también, si juntamos coraje, de
escribir.

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ETC II
Etcétera Dos: Otra Antología

Nota del autor _________________________________________________ 2

Algunas palabras previas ________________________________________ 8

Alas _________________________________________________________ 12

Círculo cerrado _______________________________________________ 22

Cosas que son ________________________________________________ 28

Hombres del Rabat ____________________________________________ 31

Más vale historia en mano ______________________________________ 38

Gracias al cielo _______________________________________________ 41

Raúl_________________________________________________________ 45

La Señora ____________________________________________________ 48

Feng Shui ____________________________________________________ 55

Amo a Betty __________________________________________________ 60

Odio el Supermercado _________________________________________ 63

Fuego _______________________________________________________ 67

Estamos bien _________________________________________________ 79

Lo único que no se puede reemplazar ____________________________ 83

Animales ____________________________________________________ 89

Porro ________________________________________________________ 94

Una historia corta sobre Spider-Man _____________________________ 96

Cantar Victorina_______________________________________________ 97

Algunas palabras finales. Solo algunas.__________________________ 110

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Alas

Primero quiero pedirte perdón, perdón por contarte todo esto, pero creo que tenés
que saber. Si la televisión no existiese, no estaría contando esta historia. Estaría
contando otra, seguramente más feliz.

No es que no fuese feliz, el problema es que lo era demasiado. Demasiado feliz. A


ver, digamos que era lo que podemos llamar rutinariamente-feliz. Rutinariamente-
feliz. Sí, suena a algo que hoy diría. Quedémonos con ese nombre. Digamos que para
hacerle honor al nombre, íbamos todos los años a la playa. Familia completa, varios
autos, un trailer enganchado al Renault 12 y porta equipajes. Todos los años, segunda
quincena de enero, Santa Teresita. Era genial. Digamos que para ser rutinariamente-
feliz, comíamos los lunes milanesas de pollo, los martes milanesas de carne y los
miércoles milanesas de soja. Jueves, ravioles de ricota o de verdura. Los viernes eran
viernes de pizza y los sábados y domingos teníamos un pase libre que solo valía para
los sábados, pero los sábados se comía empanadas. Los domingos, asado. Viernes
a la tarde, sábados y domingos, la famila completa. Rutinariamente-felices. Claro, sin
las sombrillas ni la crema para el sol, ni el tejo. Pero juntos. Y era genial.

Ser rutinariamente-feliz no está mal, no estaba mal. Digo, los viernes comía pizza y
nada puede estar mal si se come pizza los viernes. Al día de hoy los viernes son
Viernes de Pizza. Lo digo con minúscula, pero si lo escribo lo hago con mayúsculas.
Sí, sí, también había otras ventajas: mis primos, mis primas. Era perfecto. Yo era el
segundo más grande. Mi abuela estaba orgullosa. Lo decía siempre. “Mi primer nieto
varón”. Eso valía algo para ella y en ese momento, si para ella valía algo, para mí
valía mucho más. Con los primos se jugaba a lo que fuese, desde bien chicos hasta
bien grandes. Con los primos se hablaba de lo que fuese. Y era genial. Dependiendo
del clima hacíamos pociones para matar ratas o jugábamos a los guardavidas en la
pileta del fondo de la casa de la tía Lili. Aclaro con esto que jamás matamos ni una
rata ni nos ahogamos en la pelopincho. Los juegos están en la mente, la diversión
calculo que también, pero hoy no estoy tan seguro. Pero no quiero dejar a nadie
afuera. Creo que necesito presentarte a toda la familia para que entiendas mejor. Al
menos a una gran parte de la familia.

Algo de lo rutinariamente-feliz de la vida es el micro-cambio que no afecta la felicidad-


rutinaria. Si existiese un estudio de posgrado con ese nombre, probablemente me

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recibiría con honores. Un micro-cambio que no afecta la felicidad-rutinaria es una
modificación en la ecuación que no desencadena una serie de situaciones que
rompen con lo que, como familia, establecimos como lo que debía ser. Si te suena
complicado, dejame contarte que esos mínimos cambios eran por ejemplo que, si
todo salía bien, los viernes podía quedarme a dormir en la casa de mis abuelos. Nada
gigante ni metafísico. Nada de quebrar grandes rutinas, nada de romper el espacio-
tiempo: al otro día comeríamos empanadas en familia y el círculo se cerraría una vez
más. Y era genial.

Esos viernes, si tenía suerte, mi primo Rama se quedaba también y salíamos de


expedición al terreno baldío de la esquina. Y el terreno de la esquina era genial por la
escasez-suficiente. Una escasez-suficiente es un conjunto de elementos que se
destacan por su mínima cantidad y su altísima calidad. Si te suena complicado,
dejame contarte que el baldío de la esquina estaba cercado por un alambrado, de
esos a los que se le levantan los extremos. Lo de arriba hacia abajo. Lo de abajo
hacia arriba. El baldío de la esquina tambien tenía dos árboles separados: uno para
trepar y otro para hacer tiro al blanco. Es gracioso, al día de hoy, cuando vuelvo al
pueblo y paso por el baldío que sigue baldío, todavía puedo ver la huella de los pies
arruinando el pasto frente al arbol del tiro al blanco. Ah, pero lo mejor era el árbol de
trepar. El árbol de trepar siempre escondía una sorpresa y las sorpresas se vuelven
grandes sorpresas cuando uno tiene con quien sorprenderse. Rama y yo. Yo y Rama.
Una vez encontramos un cienpiés con sesenta piés. Otra, un corazón dibujado con
un cuchillo sobre el tronco con los nombres “Ramón” y “Rodolfo” dentro. Eso y una
flecha atravezando el corazón de lado a lado. ¡Creo que nunca nos reímos tanto en
la vida! Pero si tengo que decir qué era lo mejor de lo mejor, diría que los pajaritos en
el nido esperando a su mamá. No tenían ni una pluma en el cuerpo y solo movían el
cogote arriba y abajo pidiendo comida. Era genial. Era ver la vida en marcha, pero en
un árbol de la esquina de casa que solo nosotros conocíamos.

Pero estaba en los micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria de algunos


viernes. Estaba en el baldío. Cuando volvíamos del baldío, íbamos a la casa de los
abuelos y lo mejor era ver la tele. Yo me quedaba más veces que Rama, pero la rutina
era la misma, ya saben cómo funciona eso. Mamá decía que el abuelo cobraba una
jubilación así de grande, y hacía el gesto con los brazos extendidos, porque había
trabajado en una fábrica y estuvo a punto de morir de un ataque al corazón. Y como
el abuelo cobraba una jubilación así de grande, el abuelo tenía una tele de 29
pulgadas y cable con más canales que los números que sabíamos contar. Así que, si
volvías del baldío, lo mejor era la tele. Escasez-suficiente. “Quichicientos canales”,
decíamos con Rama, pero siempre elegíamos el mismo. Cartoon Network, donde
pasaban a “los mechudos”, como mi abuela le decía a los personajes de Dragon Ball.
Era genial. El abuelo se sentaba con nosotros en el sillón grande, el que estaba
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enfrente de la tele. Si Rama se quedaba a dormir, el abuelo se sentaba en el medio y
nosotros uno a cada lado y nos abrazaba con un brazo a cada uno. Era genial. Nos
reíamos de los mismos chistes y tomábamos Coca-Cola y comíamos pochoclos y
chocolates y caramelos. Cuando Rama no se quedaba a dormir, el abuelo me sentaba
sobre las rodillas y tarareaba la canción de Bonanza y yo hacía que andaba a caballo.
Después poníamos a los mechudos ¡y hasta el abuelo hacía el Kame Hame Ha!
Cuando Dragon Ball terminaba, el abuelo cambiaba los canales hasta llegar a los de
películas en blanco y negro: películas de vaqueros y a veces Bonanza. Entonces me
volvía a subir a las rodillas cada vez que aparecía un caballo. Trararán, tararán,
tararán tan tan taaaaaan Tarareábamos juntos. Era genial. Cuando uno de los
vaqueros se caía del caballo o le disparaban, el abuelo agitaba las piernas con fuerza
y yo me caía hacia atrás. Él me sostenía para que no me golpease. Siempre igual.
Cosa de rutina. Agitaba las piernas, yo volaba y él me sostenía de los hombros y abría
las piernas. Entonces, “pam!”, yo caía de culo sobre el sillón en el espacio que
quedaba abierto entre los muslos. Nos moríamos de risa. Era genial. Eran las cosas
pequeñas. Escasez-suficiente.

El abuelo después me decía que era hora de comer y mi abuela me esperaba en la


cocina con la pizza del mediodía recalentada. Si no era para ir al baño, la abuela vivía
en la cocina o en el patio de atrás. Siempre me gustó más la pizza de la noche que la
del mediodía. Sí, era la misma, pero sabía mejor. Deben ser los micro-cambios que
no afectan la felicidad-rutinaria. Escasez-suficiente. Después de comer, la abuela me
mandaba a dormir y se iba a mirar tele con el abuelo. Si Rama se quedaba,
dormíamos juntos en la que había sido la habitación de mi mamá y mi tía, la mamá
de Rama. Si Rama no se quedaba a dormir, también dormía ahí, pero la habitacíon
parecía más grande, más oscura y más aburrida.

No es que no fuese feliz, el problema es que lo era demasiado. Rutinariamente-feliz.


Siempre igual excepto por los micro-cambios que no afectan la felicidad-rutinaria.
Siempre igual y era genial. Con el tiempo descubrí que cada cierta cantidad de meses,
los pichones del árbol de trepar del baldío de la esquina de la casa de mis abuelo, se
renovaban. Nunca eran los mismos pichones y yo no era el mismo chico. Yo iba
cambiando, pero los pájaros cambian más rápido que las personas. Un día no tienen
plumas y brillan de rosados. Al otro, dejan de ser ruidosos y salen volando para tener
sus propios pichones. Es genial. Era genial. Los humanos tardamos mucho más y
necesitamos de hábitos para volvernos rutinariamente-felices: primero esto, después
esto, más tarde esto. Repetir. Los pichones son mejor que las personas.

Los pájaros eran mi excusa para empezar a quedarme más viernes en la casa de los
abuelos. Siempre igual. Escasez-suficiente, y era genial. El tiempo no corría,
caminaba. Los pájaros son más rápidos que los humanos y tienen la ventaja de volar.
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A veces me arrepiento de no haber aprendido a volar. Sobre todo ese viernes que no
supe volar, pero todavía no sabía que debía saber volar. Te deseo poder volar, sobre
todo cuando es necesario. No te preocupes, la vida te va a decir cuándo necesites
alas.

Era la época en la que me había crecido un pelo blanco, largo en el medio de la


espalda. Mamá se reía y yo me negaba a que me lo quitasen. Parecía los cordones
de esos juguetes que hablan. Algunos humanos no necesitan la cuerda. Escasez-
suficiente. Ese pelo significaba algo, pero todavía no lo sabía. A ver, digamos que lo
sospechaba. Uno siempre sospecha que algo va a pasar. Es un poco la condición
humana, necesitamos que pasen cosas. Hoy ese pelo significa mucho más que en
ese momento. Uno carga de sentido cosas sin sentido. Y como era viernes, un día
cualquiera era un día con sentido. Escasez-suficiente. Día de micro-cambios que no
afectan la felicidad-rutinaria.

En la casa de la abuela pregunté por Rama y la abuela me dijo que Rama no se iba
a quedar a dormir por un tiempo por el coso del brazo. La abuela no le decía yeso, le
decía el coso del brazo. Rama se había roto el brazo en dos partes trepando nuestro
árbol de trepar. Siempre voy a odiar a Rama por eso. Al principio lo odié porque caerse
del árbol de trepar y romperse el brazo en dos quería decir que alguien más había
descubierto nuestro secreto y los pichones corrían peligro. Yo sabía que los pichones
nuevos iban a reemplazar a los pichones viejos, pero lo que peligraba era el corazón
con los nombres de hombres enamorados y la flecha tallada. Peligraba el nido.
Peligraban las expediciones. Peligraba todo. Si alguien se enteraba no íbamos a
poder volver al baldío. Pero resulta que Rama nunca dijo nada de los árboles del
baldío. Rama se levantó del piso con el brazo apuntando a una dirección que los
brazos no deberían apuntar y caminó y pasó por debajo de donde el alambrado se
curvaba hacia arriba. Se arrastró y se llenó los huesos y las astillas de los huesos con
tierra y barro y lágrimas. Se levantó y cruzó la calle. Cruzó la calle y se desmayó en
la puerta de la casa de Doña Norma. Rama había protegido los pájaros y el corazón
y los nombres a costa de su propio brazo. Era genial. Y amé a Rama por eso.

Al otro día, cuando nos sentamos a la mesa y le firmamos el yeso, mi tía contó que,
cuando Rama se desmayó, el cuerpo le aterrizó sobre el brazo roto y la cabeza le
rebotó sobre el suelo de grava y tuvieron que darle diez puntos. La tía dijo que además
los pedacitos de hueso del brazo se le habían incrustado en uno de los costados del
cuerpo cuando cayó y tuvieron que cortarlo para sacárselos de la carne. No habría
Rama ni aventuras por un tiempo, pero era viernes, así que faltaba un día para que
lo supiera. Faltaba que pase mucho más para que llegara el sábado. Esperé que la
abuela se pusiese a cocinar o a hornear o a limpiar, ya saben cómo son las abuelas,
y salí corriendo a tener una expedición honorífica al baldío, un tributo. “Por Rama”,
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dije y empecé a trepar. Pasé los corazones, las ramas como manos de viejas y llegué
a los pichones. Eran cuatro. Me acuerdo de los ruidos. De los cuerpos rosados y las
primeras plumas asomando como pelusas. Me acuerdo de los penachitos sobre las
cabezas y los picos abiertos esperando comida. Con él índice les toqué las cabezas.
Una, después otra, después otra, después otra y la otra. Sé que no sintieron mi piel
sobre la suya, pero los toqué y pensé en lo frágiles que eran. Micro-cambios. Pensé
qué se sentiría tenerlos sobre una mano, en cómo podría cerrar esa mano en un puño
e ir rompiendo cada uno de los huesitos, destrozando cada una de las plumas recién
nacidas. La vida a los gritos. La vida en un puño. Dejé a los pichones ahí y les dije
“gracias”. No sé por qué dije “gracias”, pero lo dije y bajé del árbol. Escasez-suficiente.

Todavía no sabía las reglas del tiempo por fuera de un día, de una noche, de las
pizzas y empanadas y asados. Lunes, martes, miércoles, y así. Volví corriendo
después de un rato, justo en el límite del día y la noche, cuando el cielo se ponía
anaranjado y rosado y violeta. El cielo es cielo y nada más. De alguna forma es lo que
todos aspiramos. Escasez-suficiente. Suficiente, pero no era feliz. Algo se había roto.
Y volví de los abuelos. Ella en la cocina. Él, en el sillón y en la tele y en Bonanza.
Cuando entré por la puerta de atrás, abracé a la abuela y me llevé una tostada que
esperaba sola, medio quemada y dura en un plato de plástico. Me la llevé directo a la
boca y la mordí. No me pregunten por qué, pero el ruido de los dientes contra el pan
tostado me hizo acordar a los pichones. Así deberían sonar los huesos en un puño.
Micro-cambios. La abuela me dijo que tuviese cuidado con los bordes. Sabía a qué
se refería.

Las abuelas y las comidas siempre vienen acompañadas de alguna historia. Hace
años entendí que la abuela hacía el repulgue de las empanadas más lento cuando yo
andaba cerca porque tenía algo que contarme. No era la primera vez que decía lo de
la tostada. Era común en la familia repetir en alguna reunión la historia de la tostada.
Le había pasado a mi tío Esteban cuando tenía la edad que yo tenía o un poco menos.
La abuela todavía no era abuela, pero ya hacía tostadas y una de las tostadas era
ESA tostada. Quemada sobre los bordes, dura como los huesos de Rama
saliéndosele del brazo. En ese momento mi abuela no contaba historias sobre
tostadas así que mi tío Esteban mordió sin pensar. No se preocupen, no solo pasa
con tostadas, también pasa con las pizzas de mamá. Mi tío Esteban mordió la tostada
y los bordes quemados se volvieron filosos adentro de la boca. Mi tío Esteban volvió
a morder y una de las navajas de pan tostado se le incrustó en el paladar blando. Eso
y sangre. Sangre y hospital. Hospital y puntos de sutura. Micro-cambios. Cualquiera
diría que somos propensos a los accidentes, pero de nuevo, solo queremos ser y
nada más. Mi tío Esteban mostraba el tajo de adentro de la boca cada vez que podía.
En Año Nuevo era casi una obligación mirarle adentro de la boca, pasando entre el
ajo, los pedazos de carne entre los dientes y el olor a alcohol. “Es una herida de
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guerra”, decía. Para mí las guerras siempre fueron otra cosa. Siempre me venía a la
cabeza el tío Esteban con una ametralladora disparando contra guarniciones de pan
de campo y un general hecho de ravioles de ricota. Las abuelas y las comidas. Las
abuelas y las comidas y las historias. Por suerte, yo no era como mi tío Esteban. Papá
siempre dijo que yo vine al mundo a tratar de prevenir daños. Felicidad-rutinaria.
Siempre lo mismo, pero era genial.

Tostada en la boca y con el sonido de huesos rotos en los oídos fui al living y me
sumé al abuelo. Tenía los huesos de pájaro en las orejas, las plumas en los ojos y la
vida en el espacio entre los huevos y el culo. Todo era pájaros. Pero el abuelo no era
parte de los Micro-cambios. El abuelo era felicidad-rutinaria y era exactamente lo que
necesitaba. Ningún nene debería cargar con la muerte, ni siquiera en la cabeza, ni
siquiera la muerte de un pájaro. Es desear la muerte para dejar de morir. Pero era un
momento. No lo sabía, pero lo sabía. Las cosas siempre habían sido iguales y no
había razón para que cambiasen. No en ese momento. No por los pájaros. No porque
Rama no se quedase a dormir en la casa de los abuelos por un tiempo.

El abuelo había empezado sin mí. En la tele estaban “los mechudos”. Estaban dando
el mismo capítulo que habían dado el día anterior, pero no importaba. Escasez-
suficiente. Era genial. Me senté no en mi lugar, sino en el de Rama porque necesitaba
un micro-cambio. El abuelo hizo lo que hacen los abuelos: me rodeó con el brazo y
me palmeó el hombro. Me preguntó cómo estaba y le dije que bien. No dije nada de
los pájaros ni lo molesto que estaba con Rama. “Por Rama”, me dije a mí mismo. No
sé por qué a veces hablo conmigo mismo. Todavía me pasa, hasta tengo una voz
distinta cuando lo hago. Le pregunté al abuelo si podíamos mirar “los vaqueros” y me
dijo que sí. Agarró el control remoto y empezó a cambiar los canales uno por uno. Los
dibujitos siempre están en los primeros canales y las películas en blanco y negro casi
al final. Un canal, otro. Noticias, deportes, cosas que no entendía. Películas en inglés
u otro idioma. Cine arte. Documentales. A veces cambiar los canales de a uno es un
camino larguísimo para ver un a par de tipos dispararse mientras andan a caballo. El
abuelo podría haber usado los números, pero decía que la paciencia era algo que
había que ejercitar y que las cosas se ponen mejores si uno sabe esperar. Hoy no
estoy tan de acuerdo y creo que lo mejor hubiese sido que me crecieran alas mientras
pasábamos los canales. Los pichones. Los huesos. Las plumas. A veces es mejor no
esperar porque cuando uno espera deja de ser y piensa.

Cuando llegamos al canal en blanco y negro fue automático. Fue lo de siempre. El


abuelo me sentó sobre las rodillas y tarareó la canción de Bonanza. De repente estaba
andando a caballo y ya no tenía pájaros en la cabeza. En la tele pasaba lo de siempre,
los salvajes perseguían al héroe y le tiraban flechas. El héroe las esquivaba sin mirar
y disparaba por sobre el hombro hacia atrás. La primera vez que vi La Guerra de las
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Galaxias me acordé de las películas de vaqueros. A los héroes nunca les disparaban
de lleno, como si no tiraran a matar. Y el cowboy giraba sobre sí mismo mientras el
caballo corría y los salvajes caían uno y después otro y después otro. Y yo era el
héroe. El abuelo siempre tarareaba la misma parte de la canción de Bonanza, incluso
cuando en la tele hubiese otra cosa. Y entonces el cowboy saltó. El abuelo agitó las
piernas con fuerza y me caí hacia atrás. Él me sostenía para que no me golpease.
Siempre igual. Cosa de rutina. Agitó las piernas, yo volé y él abríó las piernas.
Entonces, “¡pam!”, caí de culo sobre el sillón en el espacio que quedaba abierto entre
los muslos. Nos morimos de risa. Era genial. Era la Escasez-suficiente. Pero había
algo diferente. Sí, había algo diferente en mí, eso ya lo saben. No me refiero a eso.
Había algo diferente en el abuelo. Calculé que eran los pájaros, pero él no sabía de
los pájaros.

Estaba sentado entre las piernas del abuelo y ahí estaba lo diferente. Papá hubiese
dicho que el viejo tenía la carnicería abierta y Rama, a cuánto vendía el chorizo,
aunque ni él ni yo sabíamos qué significaba. El cierre del pantalón del abuelo. Por
más que quiera no voy a olvidarme jamás: los pantalones marrones sin planchar, el
cierre dorado hasta abajo y los calzoncillos “de viejo”, demasiado grandes, demasiado
parecidos a las sábanas de la abuela. El abuelo se acomodó en el asiento y volvió a
tararear Bonanza. Trararán, tararán, tararán tan tan taaaaaan. Me agarró de las axilas
y me hizo girar hasta quedar frente a él. Se recostó y se llevó la mano a la entrepierna,
se bajó el calzoncillo y me mostró el pito. Me acuerdo que me quedé mirando porque
era algo nuevo, algo que no había pasado antes. Me gustaría poder hablar de
escasez-suficiente, pero el cuerpo no me deja. Era demasiado grande, estaba
demasiado vivo. Pensé en los pájaros y en cómo eso que el abuelo había guardado
tanto tiempo entre las piernas se parecía a los pichones. Huesos rotos y plumas
aplastadas sobre el puño. Todo en mi cabeza. Las imágenes del nido a toda velocidad
en el cerebro.

El abuelo con una mano en el pito y la otra en el control remoto. Subió el volumen
para que no se escuche otra cosa que la tele y me dijo al oído, “agarralo”. Miré el pito
y los ojos del abuelo de forma alternada. Primero los ojos. El pito. Los ojos. Los ojos
hacían que todo lo demás funcionase y el pito me llamaba la atención como me
llamaban la atención los pichones. Yo sabía que había algo que no estaba bien, pero
no entendía por qué. Creo que el cuerpo ya viene preparado para detectar lo que no
va. El problema es que el cuerpo detecta y nada más. Y el cuerpo no hace crecer las
alas. Y el abuelo me agarró la mano con la suya, con la que antes había subido el
volumen de la tele. La mano de cambiar los canales. La mano de guiar otras manos.
Me agarró la mano y me hizo agarrarle el pito. Estaba caliente, caliente como cuando
uno se echa el aliento las manos en invierno. Estaba caliente y blando y lleno de
venas. De alguna forma tenía sentido, las manos del abuelo eran más o menos lo
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mismo. Entonces la mano del abuelo presionó mi mano y mi mano le presionó el pito.
Me gusta la gente que cuando saluda te aprieta la mano con fuerza y sin dudas, se
me disparó en la cabeza. Todo pasaba por la tele. Todo era por la tele. Si la televisión
no existiese, no estaría contándote esto. Estaría contando otra cosa, seguramente
más feliz. Macro-cambios.

Manos. El abuelo me dijo que tenía que presionar con fuerza, pero no demasiada. Me
dijo que moviera la mano hacía arriba y hacia abajo. Pensé en los pichones. Pensé
en qué se sentiría tenerlos sobre una mano, en cómo podría cerrar esa mano en un
puño e ir rompiendo cada uno de los huesitos, destrozando cada una de las plumas
recién nacidas. La vida a los gritos. La vida en un puño. Y el abuelo me soltó la mano
y me dijo que siguiera. Yo sabía que algo estaba mal, pero no podía entender qué.
Yo tenía pito y el abuelo tenía pito y nunca nos juntábamos a tocarnos los pitos. La
familia tenía ritos y este no era uno de ellos. Esto no era parte de la felicidad rutinaria.
El abuelo me miraba a mí y después hacia atrás, hacia la puerta de la cocina. Se
recostaba sobre el sillón y se doblaba sobre sí mismo. Hacia arriba y hacia abajo y el
pito ya no era blando, era una piedra. Era una piedra que hervía y se hinchaba como
si fuese a explotar. Me imaginé que dolía, pero el abuelo no parecía molesto. Si el
abuelo hubiese tenido un pájaro entre las piernas, la cabeza le estaría a punto de
reventar, de salir volando. Pero no era un pájaro, era distinto, era nuevo. Estaba
morado por la presión y la fricción de la piel contra la piel, de mi mano sobre ese
pedazo de carne que se hacía cada vez más grande. Entonces el abuelo se inclinó
hacia adelante como si se fuese a caer de trompa al piso, el pito se le contrajo y en
un segundo se volvió a relajar. Un suspiro. Un grito ahogado y mi mano húmeda y
caliente y pegajosa. El abuelo me sacó la remera y me limpió la mano. Él se guardó
el pito en el calzoncillo y el calzoncillo en el pantalón. Mi remera era un asco. Era todo
eso que le había salido de adentro a mi abuelo. Era eso y el olor a quemado y a puerto
y a playa. No tuve tiempo de pensar. Mi abuelo agarró el vaso de Coca-Cola de la
mesa ratona y me lo vació encima. Yo tenía la boca abierta, pero estaba mudo. El
abuelo se me acercó al oído y me dijo que todo eso iba a ser nuestro secreto y que si
hablaba la próxima vez me lo iba a poner en la boca para que no pudiese hablar más.
Le creí, claro que le creí. Entonces el abuelo gritó.

“¡Pero la reputísima madre que me parió! ¿No podés sostener un vaso sin hacer un
enchastre?”. Lo dijo alto, lo dijo bien alto para que se escuchara por sobre el volumen
de la tele y pasase la puerta de la cocina. Yo seguía sin poder decir una palabra, pero
tenía la boca cerrada por si el abuelo decidía cambiar los planes y acelerar el proceso.
El abuelo terminó de gritar y entró la abuela. Cuando me vio me mandó a bañar. Me
dijo que pusiera la remera directo en el lavarropas que ella la iba a lavar a la mañana.
Me dijo que había una muda de ropa de Rama en la habitación. Todavía no podía
articular palabras. Digo, tenía mucho, muchísimo para decir, pero no podía decirlo. Ni
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siquiera tenía alas. Pensé en los pájaros y me fui del living. Antes de salir me di la
vuelta y miré hacia el sillón. El abuelo me miraba el pelo largo y blanco que me salía
de la espalda como una cuerda. Me miraba el pelo y el rostro con una sonrisa mientras
tarareaba Bonanza. Trararán, tararán, tararán tan tan taaaaaan. Y ya no era genial.
Algo había cambiado. Algo se había roto.

Al otro día me levanté temprano y miré a la abuela hacer el menjunje para las
empanadas. La miré hacer los repulgues. Le pedí que me enseñase a hacerlo yo
mismo y cuando agarré una de las empanadas y la vi sobre la mano, la solté. La
empanada era el abuelo con la diferencia de la temperatura. La abuela me dijo que
no me preocupase, que ella iba a limpiar todo y me dijo que fuera a jugar al patio, que
en un ratito llegarían todos.

No volví a ver al abuelo hasta que nos sentamos todos a la mesa a comer. Me acuerdo
que dije que no tenía hambre y me dediqué a firmar el yeso de Rama que ya estaba
lleno de dibujos y nombres. La mamá de Rama nos contó lo del brazo roto y el golpe
en la cabeza y la operación. Mi tío Esteban hizo un chiste. Rama no podía mover la
mano y en ese momento lo odié, lo odié porque yo sí podía moverla. Podía moverla
hacia arriba y hacia abajo y presionar con fuerza, pero no con demasiada fuerza. Ese
sábado de empanadas Rama fue el protagonista y cuando terminamos de comer no
salimos de la casa. Ese sábado no hubo lugar para que yo contase la historia de mi
mano porque había un brazo roto que ocupaba toda la habitación.

Y pasaron los días. Pasaron meses sin que yo pudiese ver una empanada. Pasaron
meses sin que visitara el árbol del tiro al blanco y el árbol de trepar y el corazón con
los nombres de hombres enamorados tallado. Pasaron meses hasta que volví al
baldío y vi que los pichones viejos ahora eran pichones nuevos. Cuando miré los
pájaros pensé en el abuelo y pensé en qué se sentiría tener a un pichón en la mano.
Agarré a uno de los pájaros y cerré la mano. Sentí cómo se le rompían los huesos.
La vida en un puño. La vida a los gritos. Micro-cambios. Sentí cómo la vida se iba en
ese puño en un espasmo y cómo ese espasmo era igual al abuelo descargando toda
la furia de su pito. Dejé el pájaro muerto en el nido y volví a la casa de los abuelos.
Cuando entré, mi abuela lloraba con el teléfono en la mano y dos médicos subían al
abuelo a una camilla. El abuelo estaba muerto. El abuelo estaba muerto y yo no había
dicho nada. El abuelo estaba muerto y yo no lo había matado. El abuelo estaba
muerto, el pichón estaba muerto y yo todavía no tenía alas.

Y el tiempo corrió y el tiempo siguió corriendo. Ya no había abuelo ni baldío, ni


expediciones. El tiempo siguió corriendo y las palabras y las memorias se fueron
haciendo borrosas. El tiempo siguió corriendo y yo ya vivía solo, alejado de mis padres
y de mis primos y del lugar donde había crecido.

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Y dije “perdón”. La cerveza ya estaba caliente y los nachos gomosos debajo del queso
chédar. Ella no había tocado ni uno y me miraba sin pestañear y con la boca
entreabierta. No nos conocíamos, era la primera vez que nos veíamos porque, según
una aplicación, vivíamos cerca y los dos habíamos deslizado hacia la derecha. Y le
dije que me perdonara. Le dije, “perdón por contarte todo esto, pero creo que tenés
que saber por si llegamos a tener una segunda cita. Y si no, te deseo poder volar,
sobre todo cuando es necesario. No te preocupes, la vida te va a decir cuándo
necesites alas”.

Y nunca más la vi. Calculo que tengo que dejar de contar esa historia en las primeras
citas.

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Círculo cerrado

“Ma, ¿te acordás de la almohadilla eléctrica?”

El auditorio estaba explotado. Había gente sentada en los apoyabrazos de los


asientos de otras personas. Gente amontonada en los escalones. Nadie sabía quién
era el de al lado. Lo único que teníamos en común era que todos mirábamos en la
misma dirección. Habíamos ido por lo mismo, por un comentario en el diario que decía
que había quienes se desmayaban durante la lectura. Y uno va, uno va esperando no
ser el desmayado. Creo que así funciona la vergüenza, pero vamos igual. Siempre
puede que uno se lleve una sorpresa.

Por lo general no voy a esos eventos. Son demasiado grandes, hay demasiadas
personas y lo que es peor: existe la posibilidad de terminar boqueando en el suelo,
intentando respirar con un montón de ojos curiosos mirando desde lo alto. El exilio es
inminente. Pero lo que importa para empezar es que hubo eventos más chicos.
Autores sin mucho renombre y un puñado de curiosos, algunos como yo y otros bien
distintos. Lo interesante es que, en esos espacios, a veces en el sótano de una
librería, otras veces en un ex cine porno o un auditorio comido por las polillas; los que
buscan entretenerse lo buscan a la salida del evento. El show nunca es tan importante
como lo que viene después.

En mi caso, yo buscaba esa primera sensación. Todos somos adictos a algo y la


naturaleza de un adicto es emular esa primera vez. Nunca dejé de buscar porque creí
que esa era la forma de cerrar el círculo. Tiempo después entendí que no era el
camino y entender que no era el camino empieza en la lectura del tipo de los
desmayos.

El índice de éxito siempre fue alto. El índice de satisfacción, no tanto. El éxito, dicen
que es porque soy mujer, pero no creo que sea así. Pero vamos al método, en una
de esas a alguien le sirve, aunque a mí ya no. Uno abre el diario, o Facebook, o
Instagram y espera, mira, observa, lee. El truco es encontrar a los parias, a los
olvidados por la historia, a los poetas a la gorra y ver dónde van a hacer su
presentación. Entonces uno va, lo mejor vestido posible y analiza no el show, sino a
los que van a ver el show. Lo que uno busca cuando busca es dejar de buscar, así
que es el lugar ideal. Cuando el poeta frustrado, el actor rechazado, el cantante que

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erra el DO de pecho termina, el público se retira con el autoestima más alto porque
existe alguien peor que ellos. El truco es encontrar el peor espectáculo posible. Un
levantamiento de pesas emocional. Comida para el ego. Dos personas con el alma
sobre la línea de la marginalidad conectan, sobre todo si el espacio es reducido y la
capacidad de la sala es acotada.

Una amiga le dice “síndrome de grupo reducido”. Cuando una pasa cierta cantidad de
tiempo en un lugar con pocas personas, uno acentúa sus fortalezas en lugar de sus
debilidades, entonces el poco atractivo aumenta un nivel. El feo no es tan feo, el tuerto
tiene otro punto de vista, el rengo camina con gracia.

El paso que sigue es abrirse. Una invita el trago. Una pone el departamento. Y, con
un poco más de suerte, una termina con un orgasmo hecho y derecho. No es mi caso.
Nunca es mi caso, y es por eso por lo que mi búsqueda no tuvo fin. Cerrar el círculo
se trató siempre de emular ese primer momento, pero ese primer momento no me lo
dio un hombre. No entiendo por qué creí que un hombre era lo que necesitaba.

Volvamos al auditorio. La librería se llama Ateneo y debe haber unas dos mil
personas. El escenario es chico y el autor mucho más chico que el escenario. El autor
entra por uno de los lados vestido con una bata bordó, con un libro forrado en cuero
rojo abajo del brazo. Aplausos. Más aplausos. El autor se para sobre un estrado,
apoya el libro y lo abre en una página cerca de lo que todos creemos que debe ser la
mitad del libro. El autor dice “buenas noches” y lee. “Tomen aire…

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren
retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea
posible”.

El autor nos tiene a todos en sus manos. El autor lee y cuenta en primera persona
una historia sobre cómo masturbándose abajo del agua, en la pileta de su casa, la
bomba de desagüe le atrapó el culo y le chupó el intestino grueso y el intestino
delgado. El autor cuenta cómo las perlas de semen de su eyaculación le flotan
alrededor mientras intenta tomar la decisión de cortarse el intestino con los dientes
para poder volver a la superficie y no ahogarse. Es eso o patear el fondo de la pileta
para tomar impulso y desgarrarse el culo y morir desangrado. El autor cuenta cómo
sus padres lo encontraron desmayado a un lado de la pileta, envuelto en una toalla
blanca empapada en sangre. Cuenta cómo sus padres mintieron y dijeron que el perro
se había ahogado atrapado por la bomba de agua. Cuenta cómo su hermana tuvo
que hacerse un aborto después de haber nadado en esa pileta. Cuenta todo eso y no
tengo aire. Creo que nadie puede respirar.

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El autor termina y siguen los aplausos y a eso le siguen las preguntas y respuestas.
Nadie se desmaya, lo que es una decepción, pero terminan las preguntas y
respuestas y yo espero. Espero a que todos salgan, a que cada una de las dos mil
personas pase el umbral de la puerta, y me acerco. El autor está en el escenario,
escondido del lado por el que entró antes de la lectura, sentado en una banqueta de
madera, con la bata bordó colgándole a los lados. Por fuera de la bata, solo lleva ropa
interior y medias blancas a la altura de los gemelos. El autor me mira y sonríe. No hay
vergüenza. La vergüenza no funciona en él como en el resto del mundo. El autor es
todo él, todo bata, todo libro forrado en cuero, todo dientes, todo medias blancas. Sé
que no voy a ofrecer ni un trago ni mi departamento. Me sonríe y le confieso que si él
puede contar tan abiertamente la historia de cómo terminó viviendo con 15
centímetros de intestino, yo puedo contar mi historia. El autor no deja de sonreír y me
dice que es todo oídos. Todo dientes, todo oídos. Abre el libro forrado en cuero rojo,
arranca un pedazo de papel y escribe una dirección. Me dice que lo vea en ese lugar
en media hora.

Salí del Ateneo y en la puerta pedí un cigarrillo a un tipo que pasaba. En otra situación,
en otro evento, el cigarrillo hubiese sido la puerta de entrada a mi departamento.
Orgasmo sin orgasmo. Pero no. Sé que estoy a salvo. Sé que puedo contar mi
historia. Le sonrío y lo dejo ir.

Camino con el cigarrillo en la boca, con el filtro manchado de labial Rosado Afrodita,
con el tapado abierto al viento. Las cenizas del cigarrillo se me van a la cara y se me
pegan en los cristales de los anteojos. Camino. La dirección es la dirección de un bar
y cuando llego hay pocas mesas ocupadas. Elijo la que peor luz tiene. Si voy a contar
mi historia quiero que mi historia tenga más fuerza que mis ojos, que mi labial, que
mis pechos. Hoy no quiero llamar la atención. Pido un Gin & Tonic con pepino y
espero. Espero como esperé en el Ateneo. Espero lo que tarda un Gin & Tonic con
pepino en llegar a la mitad del vaso, porque en este bar lo sirven en vaso.

El autor entra vestido igual que en la presentación. La vergüenza no funciona. Entra


sonriendo, me ve y se sienta en la silla frente a mí. Pide una cerveza en porrón y me
dice “soy todo oídos”. Le devuelvo la sonrisa, pero sé que no le cree al gesto de mis
labios y creo que es porque son demasiado rosados. Demasiado Rosado Afrodita.

“Mamá dijo que debía tener una actividad además del colegio. Papá nunca se opuso
porque nunca tuve papá. Mamá dijo que tenía que ser algo que me diera herramientas
y me juntase con otras chicas de mi edad. Si dijo eso fue porque en el colegio no se
me daban bien las amistades, así que me anotó en el programa de Exploradoras de
la Parroquia Cristo Rey. Las Exploradoras son el equivalente femenino a los Boy
Scouts y sí, también teníamos que llevar uniformes, pañuelos y parches y medallas.

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La diferencia entre los Boy Scouts y las Exploradoras es que estar en las Exploradoras
es más aburrido. No hay navajas, ni travesías, ni animales, ni nada que pueda
ensuciarnos la ropa. Y como era aburrido ir tres veces por semana a la iglesia a hacer
nada, una tarde le dije a mamá que me dolía la panza y me salteé ir. Ya estaba vestida
como Exploradora, así que fue una decisión de último momento. Y así como estaba,
mamá me creyó, pero tuvo que tratarme. Así que me dijo que me desvistiera y me
sentara en la mecedora que había en mi cuarto, el único recuerdo que nos quedaba
de la abuela Irma. Me puse un camisón enorme que usaba cada vez que me sentía
mal. Tenía que cuidar las apariencias. Digo, tenía siete u ocho años, pero no era
estúpida. Si iba a mentir, tenía que hacerlo bien. Todo era mejor que ir a la iglesia.
Me senté en la mecedora y esperé que mamá volviese de su habitación. Sabía lo que
seguía. “Santo remedio”, mecedora más almohadilla térmica. No fallaba. Incluso si
me hubiesen diagnosticado cáncer en los huesos, mamá hubiese sacado la
almohadilla. No era solo una almohada pequeña, era el pináculo de la tecnología
hogareña. Tela a cuadros en colores gastados. La clase de colores que no elegirías
para vestirte, ni decorar nada, ni vestir a otro. La clase de estampado que solo le
recomendaríamos a alguien que queremos poner en vergüenza. La vergüenza
funciona de esa forma. Al menos en la mayoría de los mortales. Y ahí donde
terminaba el patrón a cuadros, un cable. Un cable no blanco, como deberían ser los
cables, sino uno color crema. O lo que todos dicen que es color crema. El color crema
en realidad es el color de lo blanco que estuvo demasiado tiempo al sol y demasiado
tiempo guardado. No importa el orden, pero sí las dos características. Tiempo y
elementos.

Mamá entró a mi habitación y me puso la almohadilla en el bajo vientre, la conectó a


la pared y empecé a sentir el calor y una vibración sobre la barriga. Mamá prendió el
velador y me dijo “buenas noches”, incluso cuando recién eran las cinco y media de
la tarde. Cerró la puerta y me dejó sola, en el círculo de luz blanca de la lámpara de
la mesa de luz, la mecedora yendo adelante y atrás y la almohadilla vibrando y
calentándome la parte donde dije que me dolía, pero no dolía.

No sé si fue el calor o el movimiento o las dos cosas, pero empecé a sentirme


cansada, a sentir eso que se siente cuando uno está a punto de dormirse. Casi que
podía sentir la almohadilla deslizándoseme cuerpo abajo hasta quedar en la
entrepierna. Pero estaba demasiado cansada o demasiado semidormida como para
moverme. Ahí, entre el sueño y la realidad cuando sentí una explosión. Una explosión
adentro, no afuera, como si la sangre de todo el cuerpo se me hubiese acumulado
entre las piernas y de golpe, ¡ahhh! Fuese en todas la direcciones para llenar los
espacios vacíos que la sangre se supone que debe llenar. En ese momento no
entendí bien qué pasaba, pero sí sabía que era la almohadilla y la almohadilla
moviéndose cuesta abajo, bien abajo. Eso y la vibración y el calor y… Dios mío, ¡se
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sentía tan bien! Y probé de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. No había fin, pero sí sabía
que, si mamá se enteraba, mi nuevo secreto correría peligro. Eso y vaya una a saber
qué más, que otra cosa terrible podía llegar a pasar.

Escondí la almohadilla abajo del colchón de mi cama y me fui a dormir. Al otro día
mentí que me sentía mejor, pero en realidad nada había mejorado. Mi salud seguía
igual, pero nada era igual. Mamá me dijo que tenía que recuperar el día perdido con
las Exploradoras y me mandó varios días seguidos. El primer día no dije nada a nadie,
solo fui, hice lo que había que hacer y conté los minutos para volver a mi cuarto a
dormir con la almohadilla entre las piernas. De nuevo. Una y otra y otra y otra vez la
explosión. Al segundo día no pude contenerme y le conté mi secreto a las otras
exploradoras en la pausa entre dos ventas de galletitas por el barrio. No puedo
precisar en cuánto tiempo, pero sí sé que no pasó demasiado hasta que me volví la
Exploradora más popular de la Parroquia Cristo Rey y seguido, de la escuela. Todas
querían ser mis amigas. Todas querían caminar conmigo y sentarse conmigo en
clase. Incluso durante la misa, las demás Exploradoras se peleaban para rezar los
avemarías y los padrenuestros al lado mío. Cuando todos cerraban los ojos, nosotras
los dejábamos abiertos y nos sonreíamos.

El paso siguiente fue empezar a recibir a mis nuevas amigas en casa. No importaba
la razón. Si no había una la inventábamos y hacíamos pasar la almohadilla eléctrica
a una y a otra y a otra y a otra en ronda y volvíamos a empezar. Explosión. Cada una
de nosotras ponía los ojos del revés y dejaba escapar un “ahhhh” involuntario, como
si un fantasma hubiese estado atrapado adentro nuestro y la almohadilla lo liberase.
Una, dos, tres, cuatro veces. Diez veces. Y un día mamá llegó temprano del trabajo.
Teníamos la música a todo volumen y no escuchamos ni la puerta de entrada, ni las
llaves sobre el bowl de cerámica de la cocina, ni la puerta de mi habitación abriéndose.
Mamá, parada con los puños descansando sobre las caderas, con los ojos como el
dos de oro, o más abiertos incluso; con la mandíbula caída y Rominita temblando en
un orgasmo incontrolable que disparó un chorro de algo como una sevillana
automática. Mamá se volvió loca. Jamás la había visto así. Avanzó pisando como
pisaría un elefante en una estampida y vino directamente a mí. Pisó el charco de eso
que había salido de Rominita y empezó a los gritos. Me dijo puta, desvergonzada,
puta de nuevo y que era un pedazo de mierda. Les gritó a las Exploradoras que se
fueran de la casa y se quedó conmigo en la habitación. Agarró la almohadilla por el
cable que salía del patrón a cuadros y lo arrancó de la pared. Creo que hasta vi un
chispazo saliendo del enchufe. Dobló el cable en dos y empezaron los latigazos. Uno
y otro y otro y una catarata de putas, desvergonzadas y pedazo de mierdas. Una y
otra y otra y otra vez. Puta. ¡Puta!

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Todavía tengo las marcas de aquella vez. Hoy tengo 47, así que pasaron 39 o 40
años. 39 o 40 años desde que tuve mi primer y último orgasmo. Ya sé, triste para una
mujer, triste para una nena, pero sos la única persona a la que me animé a contarlo.
Tu historia del intestino y la pileta y el aborto y el perro inocente fue lo que necesitaba.
No sé si estoy cometiendo un error. No sé, pero sé que un hombre no me va a dar lo
que necesito. Hoy tengo mi propia almohadilla eléctrica, pero no es lo mismo. Creo
que me da culpa o veo la cara de mamá. No sé. Perdón”.

El autor levanta la mano y esta vez pide dos whiskies. Le dice a la mesera que no
traiga hielo y se queda en silencio hasta que llega nuestro pedido. Da el primer sorbo
del trago y sonríe. Da otro sorbo y dice, “tomá, usá mi teléfono. Llamá a tu mamá y
preguntale si se acuerda de la almohadilla eléctrica. Despúes contame cómo te
sentís”.

Con el teléfono del autor en la mano marco el número de la casa de mamá. El número
de siempre. Me tiemblan los dedos y por el calor que siento en la cara, debo estar el
mismo color que el cuaderno forrado en cuero del autor. Suena una, dos, tres veces
y se escucha la voz de mamá. No digo hola. Solo digo, “Ma, ¿te acordás de la
almohadilla eléctrica?”.

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Cosas que son

Papá no llora, aunque lo vi llorar varias veces. Papá no llora y a mí no me gusta el


fútbol, aunque haya jugado varias veces. Así funcionó siempre la dinámica entre
nosotros y, por razones de fuerza mayor, así van a funcionar por el resto de nuestros
días. Hay cosas que son y tienen que ser así. Un vecino borracho, de cuando todavía
vivía en el barrio, decía que si a mí no me gustaba el fútbol estaba bien porque de
esa forma el universo se mantenía en equilibrio. Decía lo mismo de su adicción a la
botella y de los lagrimales secos de papá. Como uno ya sabe, a veces el universo
patea el tablero y hace que todo se vaya a la mierda, así que a veces lloramos. O
jugamos al fútbol. O empinamos el codo.

Mi viejo nunca dijo cosas como “los hombres no lloran”, o “dejá de llorar”. Otros tipos
más excéntricos que él escribieron sobre esto y sí, Robert Smith nos mintió, pero ya
voy a llegar a eso. Papá simplemente interpretaba. Un macho a la antigua, pero un
macho tácito, de esos que no necesitan decir ni “macho”, ni “trolo” porque no tienen
que demostrar ni juzgar nada de nadie. Una vez se le escapó un “maricón” y a todos
se nos cayeron los monóculos, pero después estuvo toda la tarde pidiendo perdón.
Así es papá, un macho tácito: mano pesada, voz de cantante de tango, bigotes de
nicotina, panza enorme y dura por sobre el elástico del short deportivo. El estereotipo
del que no tiene que llorar. Siempre fuimos dos polos opuestos. Él siempre “de
deporte”, yo siempre perfumado y con el jopo peinado. Los dos fumábamos y creo
que ese fue el medio, el punto común, lo que nos siempre nos unió e hizo que
tuviéramos conversaciones. Cuando pasó lo que pasó, los dos teníamos los puchos
en la boca. No esperen nada extraordinario, hablo de una epifanía chiquita, pero que
me hizo entender muchas cosas más.

Yo viajaba todos los fines de semana a zona sur para ver a papá y a mamá y a mi
hermana. Si el tiempo ayudaba, me pegaba una escapada a lo de mi primo para
cambiar un poco el tema de conversación. Ya saben cómo funciona, uno va a ver su
familia una vez por semana y siempre termina retomando la conversación que dejó la
última vez. El punto es conectar y ese fin de semana tenía todo más o menos
planeado: llevaba una botella de vino en la mochila, dos paquetes de Parliament, un
libro y un mapa de acción en la cabeza. Digamos que iba a llegar a eso de la una y,
a las tres o cuatro de la tarde, iba a jugar La Selección. Si mal no recuerdo era una
semifinal, así que papá decía que era importante. De ahí el vino. De ahí los puchos.
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Celebrar, pasara lo que pasara. El libro era mi carta de salida por si el partido se volvía
demasiado lento o demasiado rápido. Uno siempre puede leer. Llevaba la camiseta
de Argentina abajo del buzo porque calculaba que eso pondría contento a papá. La
pasión se lleva adentro, pero si no se externaliza pierde foco. Esto no lo digo yo, sino
que lo leí en un libro de psicología y decidí que era verdad. Papá se iba a poner la
casaca de River, ya lo sabía, así que bueno, al menos íbamos a estar los dos “de
deporte”.

Papá me fue a buscar a la estación con la camioneta y lo encontré fumando en el


banquito de la plaza de en frente. Me prendí un cigarrillo y, si bien él iba por la mitad,
lo alcancé con pitadas profundas para que pudiéramos terminar al mismo tiempo e
irnos a casa. Llegamos y la mesa estaba puesta. Papá dijo que íbamos a comer más
tarde así terminábamos cuando empezara el partido. Hicimos unos mates para pasar
el rato y me contó del fixture, de quiénes iba a jugar, hizo algunos chistes de fútbol
que no entendí y tiró las frases de siempre. Años después yo usaría esas frases
cuando hablase de fútbol con otros para no quedar como un idiota. “Dos cabezazos
en el área son gol”. “La columna vertebral de un equipo de fútbol es el dos, el cinco y
el nueve”. “A la selesión le falta un cinco como Redondo”. “¡Selección, hijo de puta,
SELECCIÓN!”, le decía, y papá pegaba una carcajada.

Cuando agotó el tema fútbol, pasó al tema trabajo. “Yo no entiendo cómo hacen
ustede’ con la computadora y los botoncitos y ¡pum! Tienen un sueldo”. Al día de hoy,
papá no sabe de qué trabajo ni qué hago. Sabe que escribo y creo que eso es lo que
importa. Pero en ese momento le intenté explicar que Social Media esto y que las
redes aquello y cuánto ganaba un influencer. Terminamos a las puteadas, pero no
podíamos dejar de hablar. Me dijo de prender la tele porque estaba por empezar el
partido. Le respondí que todavía faltaba una hora y me dijo que quería escuchar lo
que decían los periodistas. Para papá los periodistas deportivos son todos unos hijos
de puta, pero hay que escucharlos igual. Hay cosas que son y tienen que ser así.
Prendió la tele y yo preparé los platos y el vino. Comimos escuchando a la gente de
TyC. Papá puteaba cada tanto y se quejaba de las estadísticas. “El fútbol es así, no
hay dos partidos iguales. ¡Déjense de hinchar las pelotas con cuántos gole’ va a meter
la selesión y esperen al partido, viejo!”. Yo tenía el libro arriba de la mesa. La
inmortalidad, de Milan Kundera. No estaba particularmente aburrido, pero el libro en
la mesa es como vivir en pareja en un departamento sabiendo que siempre podés
volver a tu casa. Son los preservativos en el cajón de la mesa de luz. Los pantalones
cómodos y manchados de lavandina para andar de entre casa. Siempre se puede
volver a los libros y olvidarte de lo demás. Como hoy, en ese momento sabía que
tenía que escribir, pero sobre qué hacer con el resto de mi vida, nunca tuve idea, así
que cada tanto me deprimo. Ese día estaba cercano a la depresión, justo en la puerta,
casi depresión, pero no todavía. Andaba con esa nube oscura sobre la cabeza que
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me hacía preguntar qué iba a ser de mí. Hoy le digo “falta de motivación”, pero no hay
un término concreto que describa lo que sentía y siento.

Cuando empezó el partido, papá se sentó en la silla plegable y puso la copa de vino
en el suelo. Me dijo que el vino estaba bueno y que le pasara la soda. Ponerle soda
al Rutini debería ser un crimen, pero hay cosas que son y tienen que ser así. Papá
era así. Papá no llora y a mí no me gusta el fútbol.

Durante el partido mentí algunos insultos y dije que Di María era un pelotudo. Alabé
a Mascherano y acordamos que Messi no era igual con la selesión que con el
Barcelona. ¿Pero qué se yo después de todo? Estaba conspirando contra el universo
haciendo algo que yo no estaba destinado a hacer. Gol de la selesión. Más partido.
Empate. Más partido. Gol de la selesión en el minuto 93. Pitido final. Lo miré a papá
con una sonrisa. Quise decir “ganamo’ viejo”, pero no llegué a decir “viejo”. Papá
estaba llorando. Papá le estaba jugando un fulbito al universo. ¿Por qué será que
hacemos lo que no debemos hacer? Y digo, eran lágrimas de verdad. No era emoción
nada más, había algo más profundo. Me quedé mirándolo y me olvidé del libro. Me
olvidé de Kundera. Me olvidé de que tenía que volver a tomar el Roca y que los
auriculares funcionaban de un solo lado. Solo podía pensar en cómo Robert Smith
me había mentido. En ese momento entendí que lo que le pasaba venía más allá de
las palabras, incluso más atrás de donde se forman las palabras. En ese momento
tuve un solo pensamiento: “quiero sentir eso que siente papá”. Me lo dije
mentalmente. Me lo repetí y se me llenaron los ojos de lágrimas. Nos abrazamos.
Habíamos pasado a la final y estábamos llorando, mirando fútbol y empinando el
codo. El universo estaba en desequilibrio absoluto, pero hay cosas que son y tienen
que ser así.

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Hombres del Rabat

Del otro lado del receptor se escucha ruido blanco. Shhhhhhhh. Fritura. Lluvia. “Hace
frecuencia”, diría mi abuelo, que en paz descanse. Si estuviese vivo, estaría orgulloso.
Bueno, cerca, porque todo tiene un precio, ¿no?

Si digo que me daba lo mismo, estaría mintiendo. A nadie le daba lo mismo.


Personalmente, me moría por ser parte, así que cuando me llamaron, no dudé. Tomé
el primer vuelo que conseguí y me quedé un tiempo en el departamento que el club
me dio cerca del estadio de Rabat. Sabía que no iba a ser lo mismo que en casa, pero
era una oportunidad de una sola vez. Dejarla pasar habría sido un error. Si hubiese
sabido que hay errores y errores, no hubiese respondido que sí.

El micrófono tiene el tamaño de la yema de un dedo meñique y está pegado justo


debajo de mi pezón izquierdo. El trato es así, de conseguir la declaración, me esperan
cinco años completos del sueldo más un contrato en el segundo mejor equipo del
mundo y confidencialidad absoluta. Si todo sale como ellos esperan, en unas dos
semanas saldría un informe de dos horas en la televisión, un artículo en el diario de
mayor tirada. Me dijeron hasta el titular: “El secreto detrás del hombre del Rabat”. No
es que me importe el título, pero creo que dice bastante. Estoy esperando en una sala
de estar vacía, del tamaño de mi departamento del centro, sin un mueble excepto una
silla de jardín en el medio de la habitación y un reloj de pared sobre el marco de una
de las puertas. Se me dio la orden de esperar a que me dijesen que pasase a la otra
habitación. Del otro lado está la última prueba. Habían pasado seis meses desde que
había pisado Rabat por primera vez y creo que, si estoy en esta situación, es porque
me ganó la curiosidad.

Había algo en él que era magnético. No sé bien qué era, pero siempre se trató sobre
qué decían los demás. Y todos hablaban maravillas. No era normal, un hombre así
no debería existir. Era un mito. Ni siquiera hablaba el idioma, así que desde el día uno
había contratado a un intérprete. El intérprete solo abría la boca si él le hacía un gesto
con la cabeza. Los mitos jamás deben contarse en primera persona porque corren el
riesgo de personalizarse. Calculo que por eso llamaba tanto la atención. Su propia
historia la contaba alguien más y en tiempo presente. No daba entrevistas a la prensa
y solamente se lo veía durante los partidos. El resto del tiempo era una especie de

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recluso. Digo, sí, estaba en los entrenamientos porque era su trabajo, pero algo me
decía que, de poder evitarlo, ni siquiera se presentaría.

Me habían dicho que debía vestir el uniforme completo y que no llevara el teléfono
celular. Así que acá estoy. Se supone que es lo normal, el proceso que todos los
jugadores del Rabat tienen que pasar para entrar al campo de juego por primera vez.
Es mi turno, pero tengo más preguntas que respuestas. Calculo que por eso acepté
el trato del micrófono. En la cabeza tengo una idea de lo que me espera del otro lado,
pero sé que es una idea. Más preguntas que respuestas.

Era un mito gracioso. Todas las fotos iguales. En la tele se la pasaban diciendo que
lo hacía a propósito: se vestía todos los días igual para escaparle al presente y a los
paparazzis. La gorra de jean, los lentes de sol espejados, la remera del Hard Rock
Café y los pantalones negros llenos de bolsillos. Cargo pants. Las zapatillas blancas
sin cordones. Todo eso y la sonrisa. El hijo de puta sonreía. El problema de los mitos
y leyendas empieza cuando el héroe sabe de antemano que es el héroe. Sonreía.
Para las fotos sonreía siempre de la misma manera, como diciendo, “hoy tampoco”.
Y eso nos encantaba. Era estar en casa, en nuestros equipos, en plena concentración
y preguntarnos qué pasaría si recibíamos “ese” llamado. En momentos así, uno se
olvida de ser adulto y vuelve a soñar. Es dejar de ser quienes somos y volvernos
chicos otra vez. Creo que necesitamos que nos pase ese algo para darnos el gusto
de necesitar otra cosa. Pero ese llamado significaba no necesitar nada nunca más.
Era demasiado selecto, demasiado perfecto. Buscar para dejar de buscar.

El proceso era así. Se decía que había hecho instalar una pantalla del tamaño de una
pared y había armado un ranking con lo mejor de lo mejor. Al total, lo dividía por los
sectores del campo de juego y rearmaba la lista. La lista incluía nombres completos,
edades, alturas, peso, performance, redes sociales, escándalos y un índice de
popularidad. Data, data, data. Si alguien le llamaba la atención, él daba una orden. Si
él daba una orden, el intérprete daba otra orden. El club se encargaba de todo lo
demás. Solo había que decidir qué vuelo tomar. Y uno llegaba y el departamento era
perfecto, la ciudad era perfecta. Entonces uno cobraba en mano dos sueldos
completos juntos a modo de incentivo y silencio. A eso se le sumaba un asistente
personal de reconocimiento y un container para mudar todo lo que uno tuviese en su
país de origen. Había condiciones, claro. El elegido tenía que dejar a su familia, su
relación, hasta sus hijos. Un agente se encargaría de la imagen pública del
seleccionado y un coach lo asesoraría sobre qué decir y qué no decir. Cada proceso
de selección involucraba millones de dólares, pero si había algo de lo que todos
estábamos seguros, era que el técnico del Rabat no estaba ahí para cuidarle el bolsillo
a nadie. Entonces el elegido debía guardar silencio y esperar. Se debía tener un
historial impecable, ni una mancha en el prontuario, o la menor cantidad posible. Un
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error y al banco del banco del banco. Calculo que era por eso por lo que el fútbol
había vuelto a ser fútbol y no la-vida-de-los-jugadores-de-fútbol. Imaginate un partido
de Básquet sin piñas. En el fútbol no existe, o al menos no existía, la nobleza del
boxeo. Dos tipos o dos tipas y a los golpes. Hacer lo que hay que hacer, un abrazo y
a casa. Alguien había logrado patear el tablero y dejar la mesa del revés. No había
problemas, no existían los conflictos. No había fotos en boliches, ni orgías públicas,
ni masacres en las redes sociales. No. La vara estaba siempre en lo más alto de la
moral. ¿Era aburrido? Sí, pero la recompensa prometía ser enorme. Éramos
monaguillos jugando a la pelota en los mejores estadios, con los mejores sueldos y
autos, pero nada más. Era aburrido para nosotros y para el público, sí. Llegar a Rabat
era lo único que importaba. Era necesitar para dejar de necesitar. Al público le encanta
el final feliz.

Se supone que la puerta va a abrirse cuando den las 10:30hs. Estoy en la sala desde
las nueve. Cuando no se tiene nada que hacer, uno espera. Cuando uno espera, la
peor compañía es un reloj en la habitación. No sé si es peor la espera o la sala de
espera. Miro la aguja que marca los segundos. Nunca me importó tanto el tiempo
como en este momento. Las 10:31hs puede significar muchas cosas, probablemente
todo lo que no quiero que signifique. Si digo que me da lo mismo, estaría mintiendo.
Sé que no voy a jugar jamás para el Rabat, pero no puedo evitar preguntarme qué
pasaría si todos se equivocan. 10:16hs. 10:17hs. Tengo que dar la señal y me toco
debajo del pezón izquierdo tres veces.

Del otro lado del receptor se escucha tum, tum tum. Todo marcha bien. Señal recibida.
Sala de espera en orden y equipo en posición. Del otro lado del receptor necesitan
más señales.

Me acuerdo como si fuese hoy, aunque ya pasaron años: el Rabat empezó a ganar
un partido y otro y otro y otro. El técnico se ocultó desde el día uno y empezaron las
especulaciones. Los periodistas lo acechaban, pero jamás le pudieron sacar una
declaración. Las calles de todo el mundo se volvieron un caos de nenes y nenas
jugando fútbol 24 horas. Era una locura. Habían pasado dos semanas desde mi debut
en la liga profesional y el Rabat ya se había vuelto el norte de cualquiera que pudiera
patear una pelota. Todo por un solo hombre. Un hombre sin nacionalidad y su
intérprete. Pero lo que importaban eran las historias y las historias empiezan en los
rumores. Decían que no tenía familia y que se la pasaba día y noche mirando partidos.
Viejos, nuevos, clásicos, ligas más inferiores que las inferiores. Potreros. Esa es de
las simpáticas. Todo sea por el talento. Decían que se disfrazaba y viajaba por el
mundo a mirar partidos en baldíos. Un amateur es un amateur es un amateur. Y él
miraba. Miraba y se iba y el intérprete tomaba notas. Después de cada partido volvía
al ranking y apuntaba con el dedo. Después de cada análisis, un teléfono en alguna
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parte de mundo empezaba a sonar y alguien recibía la noticia. Decían que solo comía
una vez al día. Era excéntrico, pero se dejaba ver poco. El mejor excéntrico es el que
nos hace preguntar qué significa exactamente ser excéntrico. ¿Dinero? Enormidades.
Era historia conocida. Un rumor conocido. ¿Qué hacía con todo ese dinero? Bueno,
ahí estaba el misterio. Sí, rumores y más rumores, pero nada más. Cada dato, cada
detalle nos formaba una idea del tipo de entrenador que era, que sería. Y sí,
soñábamos. Mi padre dijo hasta el último día de su vida que uno tiene que luchar por
sus sueños. Es una gran frase porque papá era un gran hombre, pero hasta los
grandes hombres tienen huecos. Papá decía que uno tiene que luchar por sus
sueños, pero nunca dijo qué había que hacer después. Papá. Que en paz descanse.
Si estuviese vivo, estaría orgulloso. Bueno, cerca, porque todo tiene un precio, ¿no?

10:18hs. Doce minutos. No creo en Dios, pero empiezo a rezar, a hablar con Dios. Si
hay alguien ahí, necesito una señal. Necesito estar equivocado. Todos necesitan
estar equivocados. Lo peor es un traidor. Peor que eso, un traidor con micrófono. ¿Y
si estoy a punto de tirar la oportunidad de mi vida a la basura por un rumor?

La primera vez que lo vi personalmente fue para la entrevista. Otro mito que había
dejado la vara demasiado alta. Uno no sabía con qué se iba a encontrar, pero tenía
una idea según lo que decían en los canales de YouTube, en los podcasts y los foros
de redes sociales. Había demasiada información, pero al mismo tiempo eran todas
especulaciones. Según decían, no se levantaría de la silla. El intérprete estaría a uno
de los lados, de pie, esperando una reacción. Entonces me miraría de arriba abajo.
Los ojos, los lentes espejados y la sombra de la gorra sobre el rostro. Me miraría a
los ojos por sobre los armazones de los lentes y le diría algo al intérprete. El corazón
me latiría como el día de mi primer partido en la liga profesional. Transpiraría y el
cuerpo se me sacudiría en espasmos. Solo tendría una idea en la cabeza, irme
corriendo y encerrarme en el departamento hasta que todo estuviera listo para el
primer partido. Eso era lo que debería pasar, pero no fue así. Digo, sí, lo de las
miradas y el intérprete y los lentes, pasó tal cual. A lo que voy es que la reunión no
definía aún si iba a pisar la cancha porque no se trataba de firmar un contrato y meter
goles. Estaba la lealtad en juego.

Los meses que pasé en Rabat fueron meses de espera. Ya había tenido la primera
entrevista, la segunda y la tercera. Todas iguales, así que no me voy a parar a hablar
del tema. Digamos que una entrevista era una excusa para otro vistazo. Un dato más
en el ranking de lo mejor de lo mejor. Y uno ahí, de traje y corbata, con el mejor corte
de pelo que se pudiese conseguir en el centro Rabat, con pedazos de papel higiénico
en las axilas para que la transpiración no pasase de la camisa y llegara al saco. Ahí,
esperando dar una buena primera impresión y una segunda y una tercera. Esperando
que otro vistazo dé el pase libre para empezar a jugar. Digo, es para lo que estamos
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hechos. Pero Rabat era el sueño y ahí estaba, esperando, contando los minutos y los
segundos y los días para tener una chance. Cuando uno llega a cierto nivel en el
fútbol es casi imposible pensar que uno no va a pisar la cancha. Las cosas
funcionaban diferentes en Rabat, los procesos eran más largos. Me imaginaba que
era por eso por lo que el equipo no perdía jamás. Había un diseño detrás de cada
partido, había una fórmula secreta. Un mito con estadísticas. Ni las apuestas
funcionaban. El Rabat no podía perder. Una ley universal. Un Dios con remera del
Hard Rock Café.

10:23hs. Siete minutos. Estoy temblando. Vuelvo a tocar tres veces el micrófono para
dar la última señal antes de entrar. Del otro lado del receptor se escucha tum, tum
tum. Todo marcha bien. Señal recibida. Sala de espera en orden y equipo en posición.
Del otro lado del receptor necesitan más señales. Ya renuncié a Rabat sin renunciar.
Es oficial, soy hombre muerto, pero solo lo sé yo. Si papá estuviese vivo, estaría
decepcionado. Orgulloso y decepcionado, si es que se puede tener las dos
sensaciones al mismo tiempo. Luchar por los sueños. ¿Qué tipo de sueño te deja con
el corazón en la garganta? Soy una desgracia, un traidor, lo más bajo. Tendría que
haber elegido otra carrera o al menos haberla disfrutado. Del mediocampo a delator
y solo si hay algo que delatar. En otro contexto ya estaría muerto, con los órganos en
el piso de las duchas de una prisión. Perdón mamá, perdón papá, perdón abuelo.
Perdón Dios.

10:30hs. La puerta se abre con un ruido eléctrico. Desde donde estoy sentado no se
ve más que paneles acústicos en las paredes. Lógico, no se escucha nada y de
repente, la voz del intérprete. “Pasá”. El interprete es de Rabat, pero habla perfecto
español. Español y otros idiomas. Me levanto y cruzo el umbral y ahí están. La silla,
el hombre del Rabat. El intérprete. La luz blanca y la sala impecable. Todo blanco,
todo perfecto, todo diseñado. Eso y lo que espera más adelante, justo en frente, del
otro lado de una cortina de teatro y una tarima de madera. Se escucha la respiración
de algo que no sé qué es. Una mezcla de aire y ronquido y olor. No sé de olores. Solo
sé de partidos, de goles, de pases y de asistencias. Del otro lado del receptor esperan
una señal.

Cuando me contactaron, lo hicieron como en las películas. Había alguien atrás de


todo que entendía algo más, que podía ver a través de las camisetas, de las medias
y los botines. Los colores del Rabat solo tiñen un algo más y lo disfrazan de otra cosa.
Por contrato no tenía permitido tomar alcohol, así que pedí un ristretto. El mozo se
acercó con la tacita como de casa de muñecas, un plato a escala y la cuenta. Me miró
y me dijo, “la casa invita” y clavó los ojos en el papelito que decía $00.00. En tinta de
impresora había un mensaje privado. La casa invita, pero todo tiene un precio, ¿no?

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“Sabemos que hay algo que no cierra”. Eso y un número de teléfono y la indicación
de usar un teléfono público o un celular descartable. Asintió con la cabeza y salió de
escena. Películas. Hay demasiado de películas en las cosas de todos los días. En lo
que uno tarda en decir ristretto estaba con el tubo del teléfono público en el oído,
sosteniéndolo con el hombro y la oreja, y marcando el número que decía ticket. Del
otro lado, la voz del mozo.

“De conseguir una declaración, lo esperan cinco años completos de sueldo más un
contrato en el segundo mejor equipo del mundo. Confidencialidad absoluta. De
conseguir la declaración, dos semanas más tarde va a salir un informe de dos horas
en la televisión y un artículo en el diario de mayor tirada: “El secreto detrás del hombre
del Rabat””. Mencionó el micrófono, las señales y que dependía de mí. De no obtener
la declaración, el contrato se rompería y todo volvería a cero. “Tome esto como la
oportunidad de un futuro mejor para todos los que vienen atrás”. Se me dio una
dirección, el nombre de otra cafetería y lo que debía pedir en el menú. El código para
activar el operativo. Las palabras mágicas para tomar un licuado de naranja y recibir
un micrófono. Otro ticket. Instrucciones. La mención del código en el lugar asignado
es toda la prueba necesaria de que el operativo entra en vigencia. “Suerte”. De este
lado del receptor se escucha el tono del fin de la conversación.

“¿Listo para jugar?”. No, no lo esperaba. La prueba final. Del otro lado del receptor se
escucha lo que escucho. Se escuchan los latidos del corazón detrás del pezón
izquierdo. Se escucha el resoplar de lo que hay detrás de la cortina. Listo para jugar,
dice el intérprete. Lo miro, me mira. Sonríe. El hombre del Rabat dice algo en una
lengua que no debería existir. Habla el universo, no un hombre. El intérprete
interpreta, pero no habla. Hace una señal con la mano y la cortina de teatro sobre la
tarima frente a mí se abre en dos partes. Izquierda. Derecha. Los sonidos del otro
lado de la cortina tienen rostro. Un ronquido. Del otro lado del receptor nadie puede
ver lo que veo. Si había renunciado al Rabat antes de renunciar era porque estaba
cansado de esperar, pero esta es la prueba final. Del otro lado del receptor esperan
una señal. Una señal o más palabras. “De no obtener la declaración, el contrato se
rompe y todo vuelve a cero”. “Tome esto como la oportunidad de un futuro mejor para
todos los que vienen atrás”, me resuena en la cabeza, en el pecho y en los huevos.
Sé que tengo que hacer algo y tengo que hacerlo ya. Me llevo la mano derecha al
pezón izquierdo y espero.

“Es su elección”, dice el intérprete. En frente mío, sobre la tarima hay tres estructuras
de metal separadas por la misma distancia una de la otra. Sobre las estructuras hay
tres animales atados. Un pony, un chancho y una oveja. En ese orden. Tienen las
cabezas mirando hacia el frente, en la misma dirección que estoy mirando. Las cuatro
patas atadas a la estructura de metal, separadas lo suficiente para no lastimarlos y
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evitar patadas. El Rabat. Si digo que me da lo mismo, estaría mintiendo. Todo tiene
un precio, papá. Todo tiene un precio, abuelo. Perdón mamá. Perdón Dios. Con el
pulgar y el índice me pellizco el pezón hasta que duele, hasta que el micrófono deja
de funcionar. Un contrato se anula. El otro se cierra. Del otro lado del receptor se
escucha ruido blanco. Shhhhhhhh. Fritura. Lluvia. “Hace frecuencia”, diría mi abuelo,
que en paz descanse. Si estuviese vivo, estaría devastado. Sé que está mirando, pero
una de las reglas del Rabat es que uno tiene que dejar todo, incluso la integridad,
para llevarse todo lo demás. Y subo las escaleras de la tarima y me planto detrás de
la oveja. A un lado de la estructura de metal hay una especie banqueta que me llega
a la cintura y sobre la banqueta una caja con preservativos. Al lado de la caja de
preservativos un tubo lleno de lubricante. Perdón mamá, perdón papá, perdón abuelo.
Perdón Dios. A los que estuvieron delante, a los que vienen detrás, mi debut como
Hombre del Rabat es mañana.

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Más vale historia en mano

Ok, me pasó algo que… bueno, les cuento. Estoy en la caja de IKEA para pagar unas
cosas que no necesito, pero que compré igual. Ya saben, ahí, en la cinta magnética.
Detrás de la caja, la chica o el chico de turno con cara de culo. Eso y la fila. Siempre
la misma secuencia, con la diferencia de que es mi primera vez en IKEA.

Si no estás al tanto, dejame ponerte en contexto: IKEA es una megatienda sueca que
se instaló en todo Europa y se dedica a la venta de muebles y decoraciones para el
hogar. Bueno, en realidad, vende todo lo que se pueda meter en un hogar. Uno llega
y ve un galpón enorme, azul, de esos contra los que se estrellan los pájaros distraídos.
En lo alto, el nombre “IKEA”, todo en mayúsculas, en letras amarillas enormes, a lo
Hollywood. Bien, entonces uno entra.

Entrar a IKEA es entrar en la mente de un diseñador de interiores con asperger. Es


perfecto. Pero para que algo sea perfecto necesita de imperfecciones. Ahí es donde
entro yo, ustedes, la señora de más allá, el señor con shorts, medias de nylon y
mocasines y camisa manga corta adentro del pantalón. La perfección atrae la
imperfección y uno va y compra. Uno emula y uno termina en la fila, en la caja, donde
empieza esta historia. Donde debería terminar. Igual, no todo es una máquina de
consumo enorme y nada más. Hay un alma atrás de todo eso que hace que IKEA sea
IKEA. A ver, todos esos paisajes soñados de sábanas y respaldos de camas, de
banquetas y de 4500 tipos de relojes que adaptan los colores y la hora a la
personalidad de cada uno; todo, todo, tiene un código. Entonces uno anota el código,
va al depósito y se lleva lo suyo embalado, en cajas de cartón con las letras de la
megatienda sublimadas y un nombre impronunciable que da nombre al producto. Pero
antes, antes de todo eso, uno puede pasar por el restaurant y comerse unas
albóndigas. Sí. Otra de las cosas que hacen que IKEA sea IKEA, son las albóndigas.
Nada de otro mundo. Dos variedades: vegetarianas y normales. Varias salsas y extra-
económico.

“Marche un banco de plaza, unas albóndigas con salsa tártara, una silla de diseño de
Erika Pekkari, cuatro platos grandes, un vaso de vidrio con burbujas naturales
integradas, muestra de que fueron hechos especialmente por la tribu de los lo-que-
sea”.

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IKEA crea un nido y te llena la panza. Está diseñado, como todos los interiores que
uno desearía tener. Diseño. Una vez leí que, cuando algo se complica, uno tiene que
seguir a los suecos. Después de terminar de recorrer IKEA y comer albóndigas, digo
que sí, que tienen razón. Sigan a los suecos, hagan lo que hacen los suecos. Ahora
que conocés IKEA, vení. Vamos a la caja. Estábamos en la caja, ¿recordás? OK.

La cinta magnética. El cajero de turno y la cara de culo. Los separadores: allá tus
mierdas, acá las mías. Eso y las miradas. El juicio del otro, como diciendo, “Vaselina,
la pata de una mesa y medio kilo de tornillos. Se viene una noche salvaje, ¿no?”. Allá
tus mierdas, acá las mías. Los separadores y la fila. Los separadores y la fila y el tipo
que sigue después de mi turno. Yo y mis ojos. Sin querer, veo que el tipo que me
sigue tiene el pito del tamaño del Empire State Building, o de Suecia, si es que lo
queremos seguir poniendo en contexto. El pito. El problema no es el pito. El problema
soy yo, que me quedo mirando… me quedo mirando por demasiado tiempo.

No es que me sintiese atraído, ¡pero qué tamaño! Digo, ¡estoy seguro de que hasta
viene con rutina de alimentos propia, Número de Seguridad Social y estaba invitado
a un after después de comprar! En fin, cúlpenme, soy escritor y me gusta contar
historias. El tema es que cuando veo algo que me llama la atención, parece como si
el tiempo se me detuviese. Sí, ahí delante de la cara.

Pienso cosas, me imagino situaciones de pitos gigantes:

1. lo incómodo que debe ser subirse a una bicicleta.


2. La cantidad de comentarios que uno se puede comer en un baño público.
3. ¿Lo tapará o lo dejará libre, orgulloso, mientras habla de economía en el
vestuario del club?
4. ¿Qué pensarán otros de ese monstruo, de ese matafuegos?
5. Dios mío, ponerse shorts en verano.
6. Mis ojos, sus ojos, están acá, están ahí; señora. Señor.
7. Podría seguir. Lo sé.

Cuestión es que mientras pienso todo esto y le pongo cara a sus vecinos, me imagino
su casa, sus hobbies, al desgraciado o desgraciada de su pareja (porque no, gente,
no podemos mentirnos, no puede ser sano, ni legal, bailar un pax de deus con eso);
me llama la cajera para que pague.

-132.23, sir. 132.23, sir. Your total is 132.23, sir.

Aparentemente lo hizo varias veces porque están todos mirándome mirarle el pito a
un tipo que tengo a dos metros por puro distanciamiento social. Gracias al cielo, nadie

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dice nada, pero todos saben que sé que saben. Eso lo sabemos solo el hombre-pito
y yo, pero el hombre-pito no sabe que sé. Pago y me voy con una historia para contar,
una historia que estoy contando y con una situación incómoda. Vergonzosa. Pero me
gusta verle el lado positivo a las cosas. Ok, no tan positivo. Era demasiado grande, lo
sé. Pero el lado positivo del que hablo es que todas las personas de la fila se llevaron
una historia y deben estar riéndose en sus casas. Yo me llevé una historia y ahora
ustedes la tienen en sus manos (ja!)... porque más vale historia en mano que… bueno,
ya saben.

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Gracias al cielo

Todavía vivía en Villa Crespo y estaba aburrido. Estaba aburrido y el cielo se puso de
culo o se volvió demasiado buena onda, todavía no me decido. Y, como estaba
aburrido, decidí subir a la terraza a sacar una foto. Sí, la foto valió la pena. Esto podría
quedar ahí, pero si no, no lo estaría contando.

Gracias al Cielo. Villa Crespo. Av. Acoyte y Gandhi. 2019

No solamente estaba aburrido, también había fumado unas pitadas demasiado largas
de un porro que había quedado en casa la noche anterior. A veces creo que somos
como peces, nos llaman la atención las cosas brillantes. Y ahí estaba yo, cruzando el
hall y abriendo la puerta. ¡PUM! La puerta se cerró de golpe, pero yo estaba drogado
y aburrido y con el cielo esperando. En condiciones normales hubiese mandado la
foto al carajo y me hubiese preocupado por la puerta, por la llave puesta del otro lado

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y por el picaporte que cayó del lado de las llaves. Me acuerdo que insulté a la puerta.
Es lo que hacen los drogones, insultan a lo inanimado y se ríen de lo animado… y de
lo inanimado. Insulté a la puerta y subí la escalera oxidada y saqué la foto. Magia.
Pero la magia se termina y hay que bajar.

Estaba aburrido, drogado, con una foto espectacular en el celular y con una puerta
cerrada y yo del lado incorrecto. Me dije que podía abrir la puerta y rompí todos los
broches de la terraza intentando forzar la cerradura. Droga, aburrimiento, paranoia.
Empecé a mandar mensajes. Me acuerdo de que la lista empezaba por cercanía, así
que directamente le mandé uno a Aldana, que había sido mi alumna un tiempito antes.
Me contestó que no me podía ayudar porque se estaba tatuando, así que seguí con
la lista. Nadie podía, todos estaban o demasiado lejos o demasiado ocupados.

A la mañana había leído que se venía tormenta y el cielo se estaba poniendo


morochito. Todos los mensajes volvían con una carcajada y la batería del celular se
había puesto amarilla. Empecé a tuitear, a confiar en cualquiera, a pedir ayuda y a
pensar en la policía. Eran las drogas, era la tormenta, era el estar atrapado. Era un
poco de todo. Un alma caritativa ofreció ayuda y dijo que se venía para donde yo
estaba. El tema era cómo carajo explicar a los vecinos. Y ahí me dije: “¡los vecinos!”
y entré a los gritos. Alguien me iba a sacar.

Eran tres pisos y el pulmón daba a la mitad de los departamentos así que alguien me
iba a escuchar. Lo peor que podía pasar es que no hubiera nadie. Que no hubiera
nadie y que yo estuviera más drogado de lo que creía. Bueno, de todo el edificio
asoma una sola cabeza y no ayuda, cuestiona. A un drogón no se lo cuestiona porque
el cuestionamiento termina en filosofía o paranoia. Y se avecinaba una tormenta.
“¿Quién sos? ¿Qué hacés ahí arriba? ¿Podés parar de gritar que tengo a mi bebé
durmiendo?”.

“Señora, vivo en el 3A, se me cerró la puerta de la terraza y me quedó la llave del otro
lado”. Me dijo que no me conocía y que la estaba asustando. Sí, estaba más drogado
de lo que quería admitir. ¡Y se fue! ¡La hija de puta se fue! Me dije, “de esta no salgo”,
como si estuviera en el medio de la Primera Guerra Mundial o fuese un Robinson
capitalino. Llamé a la policía. Después de hacerme mil preguntas y que contestó mi
paranoía, el señor del otro lado del teléfono se me cagó de risa en el oído. Me reí para
no desentonar. No podía admitir que estaba drogado. No a la policía. Paranoía,
tormenta, drogas y policías. No, ese cocktail sale siempre mal. Le pregunté cuándo
podían mandar un auto y me dijo que no sabía. “Gracias, bigote”. No le dije bigote.
Drogado sí, boludo no.

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Volví a Aldana y me dio la respuesta que necesitaba o me había olvidado de necesitar:
TELEXPRORER o algo así. Resulta que, poniendo la dirección en esa guía, te saltan
los teléfonos registrados en la dirección y bueh, antes de que se muriese la batería
tenía que intentar. Apareció una lista.

Empecé a marcar los teléfonos uno por uno. Algún vecino tenía que estar registrado.

Uno. El cliente al que intenta llamar se…

Dos. Llamaba, llamaba. Nada.

Tres. Nada.

Cuatro. “¿Hola?” “Hola, soy del 3A, se me cerró la puerta y…”

“¿Vos sos el que me gritó desde la terraza?”. Me preguntó nerviosa cómo había
conseguido su número y cuando intenté explicar me mandó al carajo y me dijo que la
dejara de molestar o llamaría a la policía. Me reí cuando dijo policía y creo, en
perspectiva, que eso fue un error. Igual, que viniesen dos patrulleros por mí y por dos
causas diferentes, una para sacarme y la otra por acoso-a-vieja-paranoica, es cuanto
menos, maravilloso. Me cortó el teléfono. El cielo estaba oscurísimo y caían algunas
gotas. “La puta madre, la puta madre”. Me dije, “yo llamo a todos de nuevo, pero no
a la loca de mierda esa”, pero estaba drogado y marqué el número de nuevo porque
me equivoqué de orden de la lista. La vieja paranoica me gritó no sé qué y me volvió
a cortar. Seguí con el número que seguía y ¡voila! ¡Atendieron!

¡Una vecina que sí me conocía! “¡Vamos carajo!”, me dije, y le expliqué todo, pero
seguía drogado, así que a todo le puse el dramatismo que se le da a la noticia del
derrocamiento de un cartel mexicano que trafica mandanga. Me dijo que le estaban
tocando el timbre y que la esperase. Esperé. El teléfono se cortó y dio el tono de
ocupado. De repente escucho pasos y voces en el pasillo que daba a la puerta de la
terraza, del lado de adentro. La voz de la vecina y más personas, al menos dos más.
La puerta se abre y se mete la luz del pasillo y ahí lo vi. Estaba drogado, paranoico y
con amenaza de lluvia. Estaba drogado y aparentemente ciego porque cuando se
iluminó de mi lado vi la llave tirada al lado de la puerta y el picaporte a un lado… ¡DE
MI LADO! Me acerqué a la puerta y los pateé hacia un costado. Ni bien moví el cuerpo
del delito o de la estupidez-de-no-mirar-bien-por-estar-re-loco, cada uno sabe; entró
la cana. Dos policías que no sonreían, sino que me miraban con todos los dientes. Se
estaban cagando de risa. Me acuerdo que los abracé, sí, ya sé; y los acompañé
afuera. Los acompañé afuera y me quedé con el recuerdo de una historia que no
debería haber pasado, pero que, gracias al cielo, pasó.

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Gracias al Cielo. Agente Uno y Agente Dos. Villa Crespo. Av. Acoyte y Gandhi. 2019

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Raúl

Hoy es día duro, duro porque voy a contarles un secreto que pocas personas saben
a menos que hayan tomado mis clases. Un secreto que me guardé 20 años. Un
secreto en el que mamá, papá y Harry Potter tienen que ver, pero no son
protagonistas.

Creo que para este tipo de cosas hay que ser valiente. Probablemente no haya sido
yo el que tiró la primera piedra, pero estas cosas me hacen pensar, me hacen
reflexionar. Mi motivación es inspirar a otros a que hagan lo que les inspira. Esto no
se trata de inspiración. Esto es la vida. Cada texto que escribo es una forma de
resolver un algo que quedó adentro.

En febrero de 2019 empecé el esbozo de una novela y de repente me vi escribiendo


sobre mí mismo en el capítulo tres y me dije, “¿qué estás haciendo?”.

Hay cosas que no deben salir. Hay cosas que no pueden salir. Y acá estoy, tiempo
después, sacándomelo de encima. Escribiendo. De eso se tratan mis historias. De
contar un algo. De reencontrarme como escritor, de hacer que duela y hoy duele, pero
no tanto como antes de escribir.

Año 2000. Yo contaba los días en la cantidad de libros que podía leer. Mi meta era
leer un libro por día. Algo que hoy no puedo mantener. Cuando digo un libro, digo un
libro. Harry Potter y la Piedra Filosofal. Harry Potter y la Cámara Secreta.

En casa no había plata para costear tanta cultura. Los libros siempre fueron caros y
siempre fue menos costoso comprar una figura de acción que un libro de 400 páginas.
Un nene y un libro de 400 páginas por día es un gasto enorme. Perdón mamá. Perdón
papá. Corre el año 2000 y hay un primo de papá que no veo nunca. Hay un primo de
papá que cada vez que viene, sin seguir un patrón particular, viene. Viene y se come
todas las empanadas. Viene y conoce a la familia de mamá. Viene y se come la
comida de la abuela, de la tía, del tío y de mamá. En casa no había plata para Harry
Potter, pero un primo de papá, soltero y gordo y con un buen sueldo, sí tenía. Harry
Potter y el Prisionero de Azkaban. Harry Potter y el Cáliz de Fuego. Tapa dura, edición
deluxe cundo no sé lo que es una edición deluxe. El sueño del pibe. Y un día tocan

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timbre. Tocan el timbre y me deja de atemorizar su nombre. Un nombre que al día de
hoy está muerto. Un nombre que nunca va a leer estas líneas.

Tocan el timbre. Me acuerdo perfectamente. No llegaba el primo de papá. Llegaba


Harry y la Orden de qué-carajo-me-importa. Y abro la puerta de rejas pintadas con
antioxidante y pintura negra. Abro la puerta y estamos yo y Raúl. Raúl y yo. Yo con
las llaves en la mano. Raúl con un libro metido en la axila.

Abro la puerta de rejas. Dos vueltas de llave. Diez años. Un libro. Más de 500 páginas.
Un abrazo. Dos manos. Yo no lo abrazo. Él me abraza demasiado. Las manos en la
espalda, en la cintura, al nivel de donde hoy llevo cinturón, y sigue bajando. Raúl. No
le importa lo que está bien. Raúl. No le importa lo que está mal. Tengo diez años y
dos manos me aprietan los cachetes del culo con fuerza. Dedos como morcillas.
Como chorizos, como salchichas parrilleras. La carne sobre la carne hincando la
sangre. Me soltó y me dio un beso en la comisura de los labios. No dije nada. No dije
nada por 19 años. Siempre supe que la escritura, que los libros, que las páginas, que
los espacios entre dos palabras me iban a salvar. Nunca supe cómo. Y nunca dije
nada. Nada. Ni una palabra.

Algunas noches soñaba y veía los dedos. Veía la cara redonda y la nariz aguileña
acercándose y posándose sobre el hombro derecho. Siempre el hombro derecho. Y
las manos. Las manos siempre eran lo peor. Manos que le ganan a manos. No podía
gritar. Si gritaba era un juego. Si lloraba era un maricón. Si decía algo me
avergonzaría. Si me callaba demasiado era un pelotudo. Así funcionaba el mundo.
Mundos y manos. Mundos llenos de manos y abrazos y besos y garras y culos de
nenes de diez años.

A los 29 años le conté a mamá lo que pasó ese día. Y el mundo siguió girando. A los
29 le conté a papá lo que pasó ese día y las flores siguieron creciendo. No es justo,
yo sé que no. No es de mis mejores historias. Yo sé que no. Probablemente la estés
pasando mal. Pero una vieja comida por un castor ficticio nunca se va a parecer a los
dedos y a los ojos y a la nariz y al libro en la axila y la presión de la carne sobre la
carne. No es mi idea capitalizar nada. Mis historias son historias, con la diferencia que
esta fue real y el protagonista fui yo. Sé que es incalculable el número de personas
que pueden haber pasado por lo mismo. No solo por lo mismo, sino por algo peor, por
algo indecible.

Colorín colorado. Este cuento no ha terminado, porque mientras haya una persona
en silencio, esto jamás se va a acabar. Perdón. Gracias. Hoy solo puedo ver las
manos. El único poder que tengo es que todos pueden reconocer esas manos. Raúl.

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Recuerden. Por favor, recuerden, porque es lo más fuerte que tenemos. Yo sé que él
no olvida. No olvida aunque ya no esté entre nosotros.

¿FIN? Espero que no.

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La Señora

Lamento decepcionarlos, pero no recuerdo su nombre, solo una historia que me contó
sentada en mi cama, semidesnuda, con la ropa interior del revés, cigarrillo en mano
y con la mirada perdida en la luna que se asomaba por la ventana. Lloraba. No como
llora una persona, sino como lloraría una cabeza cortada.

Si les digo el año, les mentiría. Si les digo su nombre, también les mentiría. Lo que
importa fue lo que pasó después. Bien. Respiren. Inhalen. Exhalen. Una vez más.
¿Listo?

Nos habíamos conocido en un bar y pasamos una, dos o tres noches juntos. Eso fue
a la segunda o tercera noche. Las personas que se abren tanto después de dos citas
me conmueven hasta las lágrimas. Claro, ellas no se enteran, pero logran algo que
pocas logran.

No puedo precisar ni un año ni un nombre, así que voy a empezar por contar lo que
sí sé. No estábamos sobrios, ni libres de drogas. Eso ayudó un poco las cosas. No
soy de los que se prestan demasiada atención, pero nunca escuché nada igual. A ver,
no solo fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. ¿Cómo puedo ignorar a una persona que
me ignora completamente y dice lo suyo? Parecía planeado. Ensayado. Tal vez
estuvo ensayado. No lo sé, pero lo que importa es que decidí creer.

No podía tomarla en serio hasta que vi las lágrimas. Lágrimas sin llanto, silenciosas,
recorriéndole el rostro completo y reflejando la luz de la luna que se colaba por la
ventana. ¿Por qué llora uno cuando llora? ¿Qué significaba que llorase así? Tengo
que citarla, tengo que hablar como ella, como ella semidesnuda, con la ropa interior
del revés, con el cigarrillo en la mano y la mirada perdida en la luna.

Estaba en la oficina cuando Nacho llegó corriendo, diciendo que su papá había tenido
un accidente. Había chocado de frente contra un camión de basura y tenía que ir
corriendo al hospital. Dijo al aire, no a mi, no a mi compañera, ni a la de más allá, sino
al aire, a todos, al que pudiera morder el anzuelo. No dijo, preguntó. Preguntó si
podíamos cubrirlo. No sé por qué levanté la mano y le dije que vaya tranquilo.
Levantar la mano significaba trabajar doble turno atendiendo viejos y viejas y no tan
viejos ni tan viejas que se quejaban porque no les funcionaba tal o cual canal en la

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tele. Pero levanté la mano. Levantar la mano también significaba pedirle a Luli que
me dejase dormir en su casa porque levantar la mano significaba salir a las doce de
la noche.

Luli dijo que sí. Así que trabajamos y terminamos de trabajar y nos fuimos a su casa.
Luli vivía en Coghlan. Luli vivía en una casa, a diferencia de la mayoría de la gente
que vive en Coghlan. Luli vivía sola, a diferencia de la mayoría de la gente que vive
en Coghlan. Yo no conocía la casa, pero necesitaba dormir, aunque sabía que no iba
a dormir. Cuando uno llega de prestado lo menos que puede hacer es hablar toda la
noche.

Llegamos y Luli me pidió perdón por el desorden. Si había desorden, que de hecho
no lo había, lo iba a entender: la casa era enorme. Planta baja y dos pisos más.
Madera. Demasiada madera. Una casa vieja que seguro había sido reciclada varias
veces y así y todo seguía pareciendo vieja. Entramos. No había desorden. Estaba
todo impecable, pero había demasiadas habitaciones, así que de alguna forma Luli
podría haber tenido razón. Caminamos y subimos las escaleras. Luli me mostró la
habitación donde dormiríamos juntas. Juntas. Porque si uno tiene que hablar toda la
noche lo mejor es no tener ni paredes, ni pisos, ni madera de por medio. Segundo
piso, a la izquierda, al lado de uno de los dos baños. Madera. Madera que cruje abajo
de los pies mientras entramos a la habitación. Madera húmeda. Madera que huele.
Madera que olería si se quemara.

Luli se sacó la ropa y se quedó en bombacha como si me conociese de toda la vida.


Me acuerdo de las tetas de Luli. Tetas más chicas que las mías, bastante más chicas,
pero perfectas, con pezones apuntando como sonrientes a quien los mirase. A mí.
Pezones mirando. Y una remera sobre ellos, por encima. Pero los pezones seguían
mirando. No eran solo las tetas de Luli. Algo en la casa me hacía sentir observada.

Luli dijo que la esperase y antes de salir de la habitación dejó sobre la cama de dos
plazas una remera y un short. Salió. Dijo que iba a buscar papitas y cerveza. Para
charlar toda la noche es necesario tener papitas y cerveza. Es una ley natural. Me
cambié rápido. No quería que me vea desnuda. No nos conocíamos de toda la vida.
Mientras me cambiaba pensé en todos los hombres que no conocía de toda la vida y
me habían visto desnuda. Para cuando tenía el short puesto, ya había dejado de
pensar. Luli volvió con un tubo de cartón y dos latas de cerveza. Dijo que tenía más.
Era la una y media de la mañana. No iba a tomar otra cerveza, no si íbamos a hablar
toda la noche.

Tomamos tres latas cada una y dos tubos de papitas entre las dos. Tres y dos. Dos
personas. En el medio hablamos de trabajo, de los chicos que nos llamaban la

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atención, de los jefes, de los supervisores, de renunciar y abrir una fábrica de
mermeladas. Hablamos de nuestros pechos, de pezones y de penes. Hablamos
mucho de penes. Y Luli dijo que iba al baño y se llevó las latas y dejó las papas
quebradas que quedaban en el fondo del tubo de cartón para que yo las terminase.
Claro que las terminé.

Luli se había ido haría dos o tres minutos. Cinco minutos máximo. Y la puerta se abrió.
Luli no podría haber tardado dos o tres minutos en tirar la basura, ir al baño y volver.
La cocina estaba en la planta baja y de seguro usaría el baño de al lado de la
habitación donde dormiríamos juntas en el segundo piso. Los números no daban. No
cerraban. Tres cervezas por dos personas más dos tubos de papas dividido dos o
tres minutos por un baño en el segundo piso. No, la cuenta no daba. Pero la puerta
se abrió y desde la oscuridad de las luces muertas del otro lado entró eso.

Si tengo que ser sincera, no me lo esperaba. Creo que nadie espera que, de una casa
habitada por una sola persona, aparezca otra que no es la que estamos esperando.
La puerta se abrió y entró una señora. Una señora desnuda. Una señora de unos 80
o 90 años, no sabría precisar. La puerta se cerró detrás de ella sin siquiera tocarla.
Ella solo podía mirar. Yo solo podía mirar. La puerta cerrada y entre la puerta y la
cama una señora desnuda y cinco pasos. Una nunca está preparada para una vieja
desnuda entre la puerta y la cama. Y no habló. Me miró con los ojos sin pestañear.
Con los ojos vidriosos, casi del color de la leche cortada. La piel igual de blanca. Mi
piel igual de blanca. Dame incertidumbre, dame un momento de cambio inesperado.
Y la señora mirándome sin mirarme, entre la puerta y la cama. Dio un paso. Otro. Otro
y sin darme cuenta la tenía pegada al borde de la cama, con la mirada clavada en
algo que era yo, pero que no lo era.

Tendría que haber gritado, pero no quedaban sonidos dentro mío. Fue uno de esos
momentos en los que queremos gritar con toda nuestra fuerza, pero no hay fuerza
que gritar. Y antes de poder abrir la boca, la señora abrió la suya. Podía ver el todo
en ese hueco muerto y oscuro: dientes, puros dientes viejos, gastados y muertos. Y
la voz. Esa voz. Esa voz no debería pertenecer a este mundo. Antes de decir lo que
dijo me miró con los ojos vacíos. Me miró y acercó la cabeza hacia mí, moviendo nada
más que el cuello. El cuerpo anclado al suelo del segundo piso. El cuerpo como un
bloque de mármol y el cuello extendiéndose más de lo que un cuello debería
extenderse.

—Yo tengo que protegerte —dijo.

Yo seguía muda, pero mi cabeza hablaba sin parar. Un posible diálogo atrás de otro.
Y de repente el vacío. Sabía que una vieja no podía protegerme de nada. Una vieja

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desnuda, mucho menos. Pero la misma vieja no dejaba que las palabras se formasen
en mi garganta y saliesen por mi boca. No había sonido, no había emoción, no había
razón. Solo el blanco muerto de las palabras que no nacen, de los cuerpos desnudos
entre una cama y la puerta de salida. Dame una salida. Dame libertad eterna. Dame
la no aceptación de un turno que no me corresponde.

—Yo tengo que protegerte —insistió.

—Señora, ¿está bien? Luli ya viene. Venga, tápese con esto —le ofrecí la sábana de
la cama de dos plazas. Al menos eso le daría dos o tres vueltas al cuerpo arrugado y
con la grasa y los pechos y panza y ojeras colgando, así como Dios es grande. Las
arrugas. Los ojos. El pelo. Una cartografía del infierno mismo. Y yo ahí, sin saber qué
hacer, sin poder hablar y al mismo tiempo temiendo el movimiento que seguía.
Rogaba por mi amiga, pero cuatro minutos no serían suficientes. Al menos faltaban
seis más par estar a salvo y la vieja que seguía asomándose. Cerca. Podía sentir el
aliento de algo que nunca había sentido.

La boca, una vez más, abierta más de lo que una boca debería abrirse y el sonido
viniendo desde un lugar del que no deberían existir las palabras ni los sonidos.

—Yo tengo que protegerte. Dame los aros.

Sentí cada poro del cuerpo saliéndoseme, como queriendo escapar. Cada poro, cada
uno intentando salvarse. Cada célula temblando, gritando y pidiendo por su vida como
solo una célula podría hacerlo.

Le pregunté si podía ayudarla en algo, pero realmente no estoy segura de que todo
eso haya salido de mi boca. Palabras donde no existen las palabras. Yo era el centro
cálido en donde la vida se reúne y no podía hablar. Me pregunté qué podía llegar a
hacerme una persona desnuda de unos 80 o 90 años, pero no tuve respuesta.
Tampoco podía tirarme de un segundo piso. Si me tiraba debía morir, de otra forma,
tendría que enfrentarme a una abuela desnuda. Ya lo había hecho con abuelas
vestidas. Esto no debería ser demasiado diferente. Dame seguridad, dame fuerza
para romper con lo desconocido.

—Dame los aros. Dame… los … aros.

—Me… me los regaló mi mamá. No se lo, lo… los puedo dar.

—Dame los aros…

—Mi mamá…

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—LOS AROS!

Mamá me había dado esos aros cuando cumplí los veinte. Nunca me los había
quitado. Ni para bañarme, ni para acostarme con mi primer novio. Nunca. Pero las
manos se me movieron solas. Una a cada lóbulo y un poco más arriba y a la derecha
y abajo. Aros. Uno. Dos. Mil. Y la señora con las manos extendidas como esperando
las joyas de imitación. Las joyas de imitación siempre brillan más que las reales. Le
puse los aros sobre las palmas abiertas, cuidándome de no tocarlas. Cerró los puños
con aros dentro. Alargó el cuello desde el borde de la cama y me besó la mejilla. Un
beso húmedo. Y toda puños y aros, caminó sin caminar hasta la puerta. Creo que, si
tengo que hablar de lo que pasó esa noche, hablaría del olor. El olor del agua
estancada. De las verduras que pasan demasiado tiempo en una bolsa de nylon. El
olor de papá cuando se fue. El olor de la tía Irma cuando se fue. Olor. Ese olor sobre
la mejilla. Dame consuelo. Dame una vía de escape. Dame razón absoluta y
capacidad de negociación.

La señora, con mis aros en los puños dio media vuelta y se acercó a la puerta. La
puerta. Otra vez se abrió sola y a mitad de camino, el cuello. Su cuello. Su cuello
girando 180 grados. Se detuvo y me miró una vez más. Me miró como se mira a quien
debe un favor.

—Ahora estás protegida —y salió de la habitación. Volví a sentir la humedad del beso.
Un cuello. 180 grados. Una voz en donde las voces no tienen poder. Una señora
desnuda en un mundo vestido. Algo no funcionaba, pero no me atrevía a preguntar
por qué. No pude no estirar el cuerpo hasta ver todo el trayecto de la señora. Debajo
de cada uno de los pasos descansaba una mancha blanca, como restos de talco para
pies. Fui siguiendo las huellas hasta la puerta, hasta el culo gordo de la señora que
se perdía en la oscuridad. Y la puerta se cerró con delicadeza. Ni un ruido, ni un clic.

No hacía falta que me mirase las manos o a mí misma en el espejo. Sabía que las
manos me temblaban. Sabía que en mi cara había un algo blanco en el lugar que la
señora me había besado. Y la puerta. Una vez más la puerta. Luli.

Así como la vi, Luli me vio a mí. Yo vi la misma Luli. Ella no me vio con los mismos
ojos. No llegó a cerrar la puerta, dejó dos latas más de cerveza en el piso a un lado
de la puerta y corrió los cinco pasos que nos separaban. Me abrazó. Me abrazó fuerte
y al oído me preguntó qué me pasaba. Ella sí podía ver mis manos. Ella sí podía ver
mi rostro teñido de una vieja ladrona de joyas.

Le recriminé no haberme contado que vivía con su abuela. Eso fue lo primero. Cuando
Luli levantó una ceja, arrugó el entrecejo y la comisura de los labios empujó la sonrisa

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hacia el lado contrario, entendí que no sabía de qué hablaba. Por pura educación me
preguntó, “¿Qué abuela?”. Dame una creencia. Dame fortaleza. Dame el aliento para
no desmayarme.

Le conté todo. La señora, los pechos no perfectos y caídos. El cuello. Los ojos. Los
pasos. Los aros. Mi garganta seca. El grito que no pude gritar. Luli llevó la mirada a
mis orejas y vio que no mentía. Me sentía despojada de todo, hasta del recuerdo de
mi mamá, del olor de papá. Desnuda. Desnuda como Luli cuando me mostró los
pezones. Desnuda como la señora desnuda.

Luli se sostuvo el rostro con las manos como si se le fuera a caer. Como tenía las
manos sobre los ojos, la nariz y la boca, no puedo decir con certeza qué fue lo que
dijo, pero lo que creo que dijo fue “otra vez”. Movió la cabeza a un lado y al otro y me
observó. Me sentía desnuda. Observada de nuevo. Los pezones observaban. La casa
observaba. La señora me había estudiado. Luli. Luli me dijo que me quedara tranquila,
y creo que es lo peor que alguien puede decirte cuando no estás tranquila. Luli siguió.
Siguió y no paró hasta contarme todo:

—Mi abuela murió hará cosa de diez años. Vivía acá con un hombre al que yo le decía
abuelo y ese hombre desapareció después de un tiempo. La abuela decía que se
había ido a Brasil por un tema de salud y ella decidió quedarse sola. Conocíamos bien
a la abuela. Conocía bien a la abuela y ella hacía lo que tenía que hacer con
rigurosidad. Jamás se salteaba una ronda de oración, un canto, un salmo, un incienso.
La abuela jamás dudaba cuando hacíamos el círculo de sal sobre el parquet del living
y degollábamos una gallina virgen. O cuando dedicábamos una oración y dejábamos
desangrar a un murciélago que ella elegía de entre todos los que dormían en el
sótano. La abuela era fundamentalista. Ortodoxa.

Dame órganos nuevos. Dame confianza nueva, renovada. Dame algo más que
sentimiento de abandono y vacío.

—Siempre había animales en la casa. Después de los rituales de la abuela, de mamá,


de papá y de algún vecino, los animales desaparecían y la casa se llenaba de olor a
metal, al olor que tenía la heladera vieja en donde se le había salido la pintura. Yo
miraba todo. Mamá decía que algún día, yo iba a ser como ella y ella como la abuela.
Mamá decía que un tiempo más adelante, yo sería la abuela y mis hijas serían como
ella. La abuela nunca descansó. Incluso después de haberla enterrado. Ella y sus
alhajas. Ella y dos botellas de ron casero. Ella completamente desnuda y un gallo de
riña enterrado vivo a un lado de su cuerpo. Los gritos. La abuela estaba muerta, pero
el animal graznaba como si se lo estuviesen comiendo vivo. La abuela nunca
descansó. Incluso después de haberla enterrado. Esto no pasaba desde hacía rato.

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Debe haberte visto débil. En los rituales, la forma de pedir protección es
intercambiando una promesa de los espíritus por joyas. Los aros. Una cadenita, un
anillo brillante. Cualquier cosa que llame la atención.

Dame mi sentido de la seguridad. Dame calma. Dame piernas para salir corriendo.
Se ponía peor. Cada cosa que Luli decía sonaba verdadera. Sonaba demasiado real
y empecé a revivir lo que me había pasado. La señora. Los pechos. Los ojos. Los
pasos. El grito que no grité. El cuello. Los aros. Frío. Frío por la espalda, por dentro
de la columna, de arriba abajo. Se me llenaron los ojos de lágrimas y le pedí que me
abriera la puerta. Me desnudé como lo había hecho ella ni bien entramos. Me desnudé
y no me importó que no me conociese, no me importó mi desnudez, ni mis pechos
enormes colgando, de nuevo, como Dios es grande. Un Dios que no pide sacrificios.
Un Dios de verdad. Me volví a poner mis prendas y Luli me dijo que la puerta estaba
abierta. Eran las dos y diez de la mañana y Luli estaba ofendida. Eran las dos y diez
de la mañana y yo estaba aterrada, decepcionada y aterrada de nuevo. La sangre
concentrada en los puños apretados, en las mandíbulas presionando unas contra las
otras, en los dedos de los pies presionados como garras dentro de las zapatillas.
Dame mi vida de nuevo. Dame una parada de taxis. Dame mi hogar.

Seguía con la mirada en la luna. La habitación estaba idéntica a cuando había


empezado a contarme la historia. No había dado ni una pitada al cigarrillo y la ceniza
se había acumulado sobre la punta y colgaba a punto de caerse. Tiró el cigarrillo por
la ventana y la ceniza cayó sobre la cama. Se levantó y pude verle los ojos. Pude
verle los ojos blancos y un reflejo negro que no era negro. Los ojos, los pechos, la
ropa interior al revés. Se empezó a vestir y me pidió perdón. Abrí la boca para pedirle
que esperara, que me dijese qué le pasaba, pero sabía bien qué le pasaba. Era una
pregunta estúpida a una reacción estúpida a una historia estúpida. Eran las dos y diez
de la mañana y se fue pegando un portazo. Le abrí la puerta cuando sonó el timbre y
por el portero eléctrico escuché los pasos eléctricos alejándose de mi edificio, de mi
departamento, de mi vida. Las personas que se abren tanto después de dos citas y
se marchan, me conmueven hasta las lágrimas.

No recuerdo su nombre, pero recuerdo que me costó dormir. Recuerdo que saqué la
ceniza de la cama con la palma y teñí el cubrecama de negro. Una franja negra sobre
una franja blanca sobre una franja anaranjada y otra celeste. No la volví a ver. Ni un
llamado, nada. Tampoco volví a ver mis aros, mis piercings, mi cadenita de oro, ni los
anillos de bodas de mis abuelos, que dormían en mi cómoda del living. Las cosas
brillantes ya no brillaban. La luna tenía un color distinto. Los ojos sin reflejo. No volví
a ver nada que llamase la atención, pero sabía que vería algo más cuando escuché
que desde detrás de la cortina de la ducha venía una voz, una voz sin cuerpo. Una
voz que decía que debía protegerme.
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Feng Shui

La primera vez, Sonya corrió a la cocina y le dijo a su madre que el abuelo estaba por
llamar. Ahí nomás sonó el teléfono. La segunda, fue cuando le pidió a su padre que
mirase a la derecha cuando llegase a la avenida y eso lo salvó del camión de basura
sin frenos que iba calle abajo. La tercera vez… Bueno, la tercera vez terminó de
convencer a todos.

Era la mañana del 24 de diciembre. Que las sillas acá, que la mesa plegable allá, que
el arbolito del lado de las luces y detalles, detalles, detalles. La televisión siempre
prendida en los canales de aire y Sonya siempre frente a la pantalla. Su padre a un
lado, en el sillón de un cuerpo con el control remoto sobre las piernas. Todas las
vísperas de navidad eran iguales: su mamá en los detalles, detalles; su papá en el
sillón de un cuerpo y ella frente al televisor. 24 de diciembre. Podría haber sido como
todos los 24 de diciembre, pero no. Sonya tuvo que abrir la boca. “4, 8, 15, 16, 23 y
42”. Cinco minutos más tarde, el hombre bajito, pelado y de traje de la tele, sacó seis
pelotitas numeradas de un tubo de plástico transparente. 4, 8, 15, 16, 23 y 42. Años
más tarde, Sonya desearía no haber abierto la boca.

Empezaron por los estudios, los médicos y los pinchazos. Siguieron los tarotistas, los
videntes y los que leían la borra del café. Más adelante, los curanderos, los gurús y
meditadores. Rabinos, pastores, hindúes y taoístas. No había explicación, Sonya
podía “ver más allá”, podía “entender” la energía. Y lo que fue una casualidad, años
después se transformó en un trabajo. Claro, le dieron a elegir la forma y cuando le
preguntaron, Sonya dijo “Feng Shui”, pero solo porque le sonaba gracioso y extraño
y no porque supiese realmente de qué hablaba.

Su madre organizaba las citas. Su padre, las finanzas. Sonya solo tenía que ir a la
casa de los clientes y leer la energía. Cuando se sentía segura, reacomodaba los
muebles y los objetos para que todo fluyese mejor, con más armonía. Después
juntaba las palmas y hacía una postración. Sonya no podía explicarlo al principio, pero
funcionaba. Y de un puñado de vecinos, la voz llegó a hombres de negocios,
empresarios y directores de multinacionales.

Un día llamaba un abogado con una esposa crédula y le contaba todo por teléfono:
Buscaba su primer hijo y las pastillas y la radiación no habían funcionado. Entonces

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Sonya les movía la cama en dirección al este, les invertía las mesitas de luz, cambiaba
las lamparitas por otras más tenues y reemplazaba los jabones del baño por unos de
acidez neutra. Juntaba las palmas, hacía una postración y, nueve meses después,
nacía un bebé gordo y rosado y una caja fuerte en el banco. A veces bastaba con
cambiar un sillón de sitio. Otras, con una reestructuración completa de un comedor,
de un salón de juegos, de una habitación. Lo importante era que la energía y los
dueños de casa estuviesen alineados. “Consciencia y sugestión”, decía Sonya. “La
verdad y un poquito de esperanza”.

Si el dinero no hubiese empezado a circular de la forma en que lo hizo, probablemente


Sonya hubiese estudiado para veterinaria, como había querido siempre, pero no tuvo
ni voz ni voto. Era la cara del negocio familiar. Entonces llegaron los libros: “Sonya:
Consciencia y Sugestión”, “Sonya y el Espacio Consciente”, “Sonya y el Living de los
Milagros”, “El Feng Shui y tu: compañeros de la libertad”. Y después de los libros, los
representantes y las entrevistas y la televisión y las obras de teatro y los carteles en
la vía pública.

Con el tiempo, Sonya conoció la ciencia detrás del milagro. La sentía en lo más
profundo: ella tenía talento, pero había una cuota de sugestión que operaba en sus
clientes. A la ecuación se le sumaba la fama, la frivolidad y la posibilidad de tener un
autógrafo de primera mano. Que Sonya juntase las palmas y se postrara en tu propia
casa era todo un acontecimiento, algo que los padres le contarían a sus hijos y nietos.
Entonces, si Doña Estela creía que su sobrino obtendría las mejores calificaciones en
el colegio de abogados rediseñando su cocina, Sonya se ocupaba de que así lo fuera.
Consciencia y sugestión. Más sugestión que consciencia.

Era imparable. Así, diez años ininterrumpidos. Y de golpe, el vacío.

La demanda bajó, los números cayeron en picada. Los canales de televisión ya no


hablaban de ella. Sus padres tomaron todo lo que pudieron y desaparecieron. Claro,
siempre quedaban algunos clientes, pero no tantos como para pagar las cuentas. Si
al principio el negocio había sido divertido, diez años lo habían vuelto todo lo contrario.
Diez años. Diez años son mucho tiempo.

El dinero se acababa y Sonya empezó a vivir cada día como si fuese el último. De
alguna forma esperaba el final cada vez que se acercaba noche, pero el final no
llegaba. Se decía que allá afuera había un algo más para ella, pero no sabía bien qué
era y tampoco llegaba. Las que sí llegaban eran las deudas, los avisos de incautación
de bienes y los ultimátums del banco.

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Cuando no pudo más, intentó quitarse la vida, pero sin éxito: mezcló blanqueador con
amoníaco y aspiró los vapores. Nada. Intentó con una sobredosis de Xanax. Nada.
No había forma. Se decidió por algo más extremo, pero para un gran final, el escenario
debía ser el correcto: le llevó algunos días, pero dejó su casa tal como decía el Feng
Shui, casi como un cuadro minimalista, perfecto. Apagó las luces de todas las las
habitaciones y las sustituyó por velas. Velas acá y allá. Llenó la bañera con agua a
40 grados y esparció sales traídas de la Isla de Pascua. Juntó las palmas e hizo una
postración. Arrastró la mesita de bambú de la cocina hasta el baño y dejó sobre ella
una navaja suiza y el teléfono celular. Se quitó la ropa y se sumergió en el agua hasta
cubrirse los hombros. Cerró los ojos y esperó que la invadiese el coraje. La luz de las
velas se reflejó sobre el agua en la bañera y tiñó el cuarto de baño de un transparente-
anaranjado. Transparente-anaranjado sobre las paredes, el techo y la piel de Sonya.
Si la calma tuviese un color, sería transparente-anaranjado. El escenario estaba listo,
ahora hacía falta el espectáculo principal.

Con los ojos cerrados sacó un brazo del agua y tanteó sobre la mesita de bambú. El
teléfono. La navaja suiza. Cerró la mano sobre la empuñadura y “¡bip-bip!”, el teléfono.
Fue automático: Sonya se deshizo de la navaja y atendió el teléfono. Puso el altavoz
y dijo, “hable”. Del otro lado, una voz calma. Una voz transparente-anaranjada.

A veces las cosas suceden porque tienen que suceder. A veces esas cosas nos dan
esperanzas, como saber los números de la lotería. Podría haberse rehusado y volver
al cuchillo, pero de alguna manera, después de meditar unos segundos, de su boca
solo salió un “sí”, un “sí” tan calmo como la habitación. Tan calmo como la voz al otro
lado del teléfono. Debía volver al Feng Shui, pero no al que estaba acostumbrada. La
voz cortó el teléfono.

Unos días después, la misma voz le daba la primera dirección y algunos datos: iría a
la casa de un empresario, un hombre rico, de familia, con perro y sirvienta con cama
adentro. Sonya sabía lo que hacía. Era cuestión de volver las cosas del revés. Lo
había leído. Sonya había hecho los deberes. Supo de otros como ella: Una reflexóloga
que provocaba orgasmos imposibles de aguantar. Un Reikika que bloqueaba
meridianos. Un plomero que creaba biodigestores caseros y volaba manzanas
enteras. Ahora era una maestra del Feng Shui que mataba con efecto retardado.
Asesinos sin huellas, sin señas particulares. Pero la técnica tenía un precio.
Equivalencia de intercambio. Si se quiere obtener algo, otra cosa de igual valor debe
ser sacrificada. Pero nunca nadie especificó los tiempos de ese intercambio.

Y todo comenzaba una vez más: Sonya pondría una mecedora allá, frente a la fuente
zen, el bonsai de vivero y la chimenea. Ordenaría los libros por tamaño y por color.
Correría una silla de un cuarto y la pondría en el otro. Cambiaría el contenido de los

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frascos y pondría inciensos acá y allá, como en su casa, pero al revés. Sonya juntaría
las palmas, se postraría en la habitación y el trabajo estaría terminado. Una semana
de normalidad y el empresario se tropezaría en el baño ensuite con un jabón de
tocador a medio usar. Se tropezaría y tiraría los frascos de perfume y las cremas y el
shampoo. Trataría de agarrarse del vanitory, pero este se soltaría de su eje y el
empresario seguiría su rumbo cuesta abajo para golpear con la sien el borde afilado
de la bañera. Uno menos. Un crimen sin perpetuador. El primer trabajo para la voz
transparente-anaranjada y una pila de billetes a la caja fuerte. Había vuelto. No era lo
mismo, pero había vuelto.

Ahora el secreto estaba en no aceptar demasiados trabajos seguidos. La paga era


suficiente como para vivir un año sin preocupaciones. Un caso al mes o cada dos
meses. Más que suficiente. En el medio, la pantalla. Los clientes de siempre, los que
salían vivos. Los que pagaban las joyas de imitación. A fin de cuentas, todo se trataba
de un truco tras otro, de una manipulación atrás de otra. Brillantes falsos mezclados
con brillantes originales para no levantar sospechas. Carteras Louis Vuitton y remeras
de Primark. Channel Número Cinco y medibachas del barrio de Once. Marmol italiano
y café de McDonnalds. Ni una cosa ni la otra. Ni la gran vida, ni la gran muerte.

Y el teléfono. Y la voz transparente-anaranjada y el nombre de un cirujano plástico


del conurbano. Y Sonya colgaba un llamador de ángeles dentro de la casa. Cambiaba
las pantallas de las lámparas de la sala de estar. Posavasos de cuero de vaca.
Aromantizante de pino y frascos con frutos secos. Sillas mirando al noroeste. Palmas
juntas y una postración. La técnica para provocar una mala praxis y ser apedreado en
la puerta de la clínica al terminar un implante de pechos.

El teléfono. Un contador público corrupto. Palmas, postración. Otro llamado. Palmas


juntas. Postración. Otra muerte sin dueño. Otro llamado y otro y otro. Sonya y sus
palmas juntas. Sonya y sus postraciones. Sonya y su cuenta bancaria. Y otra, y otra.

El teléfono. Un año tras otro. Años enteros. Muertes enteras. Hay quienes pueden ver
el futuro de otros, pero no el suyo. Pisos de madera lustrados con el limpiador
incorrecto. Dentífrico de eucalipto. Velas aromáticas. Arañas no de cristal sino de
vidrio soplado. Palmas juntas y una postración. Un juego de ajedrez tamaño casa de
dos pisos. Sonya había hecho los deberes y sabía que lo que sucede en pequeña
escala, también sucede a gran escala. Sonya sabía que los átomos se mueven como
las estrellas sobre el espacio. Y todo se va alineando o desalineando. Energía. Feng
Shui. “La verdad y un poquito de esperanza”, como en los viejos tiempos. Y las piezas
en el tablero.

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El teléfono. Otra vez la voz transparente-anaranjada dando coordenadas. Esas
coordenadas. Hay quienes pueden ver el futuro de otros, pero no el suyo. Sonya era
de esas personas. Toda una vida viendo la energía de otros. Cuando abrió la puerta
de su propio departamento en el barrio más lujoso de la ciudad, la mesa de la cocina
apuntaba hacia el norte. La lámpara de sal del Himalaya estaba apagada. La persiana
americana abierta hasta la mitad con el sol de la mañana trazando líneas horizontales
en todo el cuarto. La mesita ratona para tomar el té tenía cuatro libros encima, dos
lomos apuntando a la ventana, dos hacia la puerta de entrada. Equivalencia de
intercambio. No hacían falta más movimientos. Todo color transparente-anaranjado.
Sonya juntó las palmas juntas, pero no llegó a postrarse.

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Amo a Betty

Amo a Betty. Sí. Yo amo a Betty.

Probablemente te estés preguntando quién es. Si esto no te presenta curiosidad, te


invito cordialmente a retirarte, a hacer un bollo de papel prensado, confeti, una fogata
de dos hojas y media. Te ruego que tires estas líneas donde nadie pueda leerlas
jamás. Simplemente esto es un descargo, una confidencia, una vergüenza que trato
de elevar.

Ahora bien, si seguiste leyendo, quiere decir que puedo continuar narrando y
reafirmando que amo a Betty.

Betty. Alguien con ese nombre no puede ser demasiado especial, debe ser parte del
promedio, incluso alguien desagradable. Debe ser vieja, anciana y decrépita. Sé que
la estás imaginando machacada, con la piel reseca por los años, harapienta, incluso
con olor a sus propias y rancias podredumbres. Pero te equivocás.

Ahora estás pensando en una gorda de tez blanca y firme como la leche agria y
vencida. Un tegumento estampado de estrías. La pensás con ojos verdosos saltones
atrás de los armazones enormes de unos anteojos con cristales como culos de
botellas. El pelo recogido un poco más arriba de la nuca, como un tumor terminal y
purulento. El matorral rubio teñido a dos centímetros de las raíces entre canosas y
negras. Un espanto que se pliega sobre sí mismo como así lo hacen sus patas de
gallo y el exceso de grasa de los rollos de la panza flácida. Tu Betty diría que es
glandular. No es glandular, solo gula. Sé que la imaginás siempre vestida. No
quisieras ver a ese adefesio sin ropa de invierno, la querés disfrazada de oso polar
montado sobre el grasiento cuero de un elefante marino muerto. No te provocaría
ningún placer el hacer contacto visual con ese saco de óleo que cuelga de los brazos
desde los huecos peludos de las axilas sudadas. Axilas amarillentas y marrones.
Repito, estás equivocado.

La amo porque nadie más ama a Betty. Tal vez si alguien le prestase un mínimo de
atención, buscaría a un ser más desgraciado, más discriminado como depositario de
mi cariño. Más roto y joven supongo. El amor tácito y sin roce físico. Tranquilamente
podrías pensar que estoy enamorado, pero tampoco es así, no me es posible

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enamorarme de Betty. La sangre puja hacia el otro lado, revierte el flujo y crea
engendros. Tal vez amar a una persona que está en peores condiciones que uno sea
una salvación, un pase seguro al cielo o al infierno. Quizás esté buscando piedad y
misericordia. Tal vez su vida es más interesante que la mía pero es verdad que no
puedo dejar de mirarla escondido entre la basura del callejón de la 34.

Betty atiende las mesas y la caja en un negocio ilegal en los suburbios, sobre el final
de la calle numerada. Un puestito cucarachero que se fue tragando la galería de neón
y óxido que anuncia de forma epiléptica lo interesante que es beber jarabes y
gaseosas multinacionales. Un pasaje que grita resplandeciente el status de comer
hamburguesas hechas de lombrices o vaya a saber uno de qué mierda. Todo eso
pasado por agua, viento y granizo. Todo eso sin años de reparación. El cafetín no es
estancia familiar, ni siquiera está limpio. No es un bar ni es un café. La mayor parte
de los clientes son los insectos vectores que se bañan hasta la muerte en las botellas
de cerveza abiertas posadas en la barra. Betty atiende con una sonrisa falsa, con los
músculos de la cara tensados como si anzuelos invisibles le estiraran las muecas
hacia una máscara perfecta. Dice hola, chau y da la cuenta con la misma cara. Llora
con los músculos petrificados, sin arrugas, pero llenos de dolor. Una toxina botulínica
perpetua, una parálisis facial para el trabajo.

Sobre la barra, encerada a puro alcohol y vómito, vive un gordinflón tumbado que se
tapa los ojos con ambas manos para que el reflejo de neón no le ciegue los
membranosos párpados y los llene del rojo de su sangre. Los escarabajos le caminan
sobre las patillas y la coronilla. Buscan la humedad de su boca para poner huevos.
De a ratos el borracho con medio culo al aire se atraganta con alguna mosca, una
araña o su propio ácido clorhídrico. Huele a vinagre al sol.

Más allá, hacia el fondo de espejos rotos al lado de los dos baños inundados,
inhabilitados y sin luz, hay cuatro mesas con las patas desbalanceadas y
descascaradas por cuchillos y uñas. Tres tablas están desocupadas y una repleta.
Son cinco hombres vestidos de mamelucos de dos piezas completamente
engrasados. Negro y azul. A los cinco hombretones les sobresalen unos guantes de
albañil del elástico del pantalón roído y pintado de heces y semen. Cuando Betty les
lleva los porrones de levadura caliente a la mesa, el más cercano al mostrador le toca
el culo. Le toca el culo, le sonríe y vuelve a meterle mano bajo la pollera. Le palpa la
ropa interior. Te estás imaginando un bombachón hasta los muslos, blanco y duro de
mierda. Pero no. Los cuatro compañeros ebrios de sexo y ginebra, de vírgenes y
caña, de mujeres y vino, miran al más osado del equipo y aplauden y silban. Alguno
castañea los dientes y derrama un hilillo de baba blancuzca que llega hasta el suelo.
Se duchan las barbas de malta y lúpulo y la mezclan con la cálida espuma rabiosa
que segregan sus comisuras. Le arrancan a la fuerza la tanga azabache a Betty. Ella
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no se queja, sigue con la misma cara de hace años, como si una mala intervención
quirúrgica o un aire le hubiese perpetuado el gesto. Pero ella nunca se queja.

Yo amo a Betty. La amo y no soporto los abusos que vive cada noche. Amo a la gorda
sudada que hay en tu mente. Otra vez estás errado. Ahora te preguntarás por qué no
hago nada al respecto. No es una pregunta fácil de responder. No. Mi actitud pasiva
se une con su carácter. Betty necesita que me haga a un lado, lo implora. Betty pide
cada día sufrir un poco más para paliar su atentado, su vida y su martirio. Peor no
puedo estar, dice Betty entre los dientes llenos de mocos de tanto llorar en silencio.

Betty derrama lágrimas, de espalda a los trabajadores sexópatas, y ahoga los sollozos
vaciando un chopp, rajado en toda su área, sobre el suelo hecho enteramente de
colillas de cigarros de menos de veinte pesos el atado. Betty tiene 28 años, pero
parece de 26. Tal vez 23. El pelo negro, perfectamente lacio y sin un milímetro de
frizz, lo lleva por la cintura, suelto, libre. Resplandece aún bajo las luces violeta y
bordó que animalizan el cuchitril y suavizan los pinchazos y hematomas en los brazos
de la mesa dos. Ocultan los cortes y cicatrices en propia muñeca de Betty. Los ojos
negros e inyectados de sangre se despiertan y acuestan húmedos, ardientes. En los
párpados tiene grabadas las manos de los borrachos de cada noche. Siente durante
el desayuno los dedos fibrosos, calludos y las uñas llenas de roña en sus genitales.
La niña adulta se mea encima cada noche, se embadurna los muslos firmes y sin
celulitis con riachos de amonio y ácido úrico que tienen delta en sus tobillos de tero,
de un tero perfecto. Glomerulonefritis tardía.

¿Por qué no le arrebato a golpes la vida? ¿Matarla por amor tal vez? ¿Acaso puede
alguien sufrir más? Sí, puede. Puede caer más bajo en el pozo y Betty escoge día a
día ese martirio de tentáculos en sus esfínteres, ese océano escatológico y venéreo.
Ella dice que es el precio que tiene que pagar hasta el fin de los días por haber ido en
contra de la naturaleza. Por haber desafiado al Padresanto.

Volvé a imaginar a Betty. Ahora olvidala. Betty es mi hija. Mi única hija, pero no la
amo por ello. La amo y la idolatro como humano, como cambio, como la perfección
buscada y encontrada. Por jugar y juzgar a Dios, por mofarse de él y escupirle en el
omnipotente rostro. “Nadie puede ser el mismo humano toda la vida”. Ella que cambió
su rumbo, ella que trazó la cartografía de su propio sufrimiento. Solo sé amarla de
lejos porque apenas la reconozco de cerca, porque gracias si la tolero, si la resisto.
Ella sabe lo que la espera al día siguiente. Cuando tomó la decisión me ordenó
apartarme o mutar y elevarme con ella. Desde ese momento, el día que la dejé ir supe
ya no era más mi pequeño. Ya no era mi muchacho. No era Alberto. Era una mujer,
una Diosa que se elevaba por puro placer hacia los bajos instintos de este mundo
podrido.

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Odio el Supermercado

Lo primero que odio del supermercado es llegar y estacionar el auto donde no pueda
quedar rayado, vomitado, o desaparecido cuando regrese. Así que me aparco donde
puedo y sigo las reglas que me impuse tras una y otra visita de puro consumo: lejos
de los coches nuevos, lejos de los carritos para bebés, lejos de los changos de las
compras. Lejos. Existe la posibilidad de estacionar a diez cuadras porque nadie más
lo hace. Pero no, yo también soy ese nadie más.

Cuando salía de compras con mis padres, casi era feliz. Entrábamos en otro mundo.
Colores, más colores y carteles de oferta. Siempre salía con un tubo de papas fritas
entre las manos y el vestidito engrasado con gusto a ciboulette y queso crema. Luego
decía, “papá vamos a las hamburguesas del payaso”. Papá y mamá eran dos
cadáveres que, en lugar de volver a sus tumbas, pensaban en el camino a casa, en
los semáforos en rojo, en las excesivamente caras hamburguesas del payaso y en la
alacena llena. Sí, llenar la alacena. Pero eso lo descubrí cuando empecé a hacerlo
por mi cuenta. Cuando empecé a hacer las compras sola.

Pasillo uno. Artículos de limpieza. Se supone que, si una es mujer y se precia como
tal, ese es su pasillo. Esa es una de las razones por las que odio el supermercado.
Esa y lo de aparecerse las veinticuatro horas en los canales de televisión
promocionando alimento para canarios al 90 por ciento de descuento, todo con voz
irritada, engolada y adolescentona. Eso y que el pasillo siete no tenga toallitas de alas
anchas. Eso y un bebé llorando en brazos de un padre que se come un paquete de
galletitas y lo tira a un lado de la lavandina y el desinfectante para pisos.

“¿Necesita algo, señora?”. Sí. Es un supermercado. Claro que necesito algo. Comida,
por ejemplo. Las toallitas de alas anchas también las necesito para no necesitar
después ropa interior nueva. Un empleado repositor mudo, uno que no pregunte
obviedades, también es buena opción para meter en la canasta de necesidades.

Papá me llevaba dentro del automóvil enrejado al lado del papel higiénico y la cerveza
de litro y hacía el ruido del motor de un camión destartalado mientras avanzábamos.
No se daba cuenta, pero me bañaba en saliva y restos de argamasa de harina y agua
en cada acelere del mamotreto de rulemanes oxidados.

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Un gigante como aquel, pero más pesado me retuerce los tobillos y me arquea la
espalda hacia adelante, como la de un jorobado, para hacerlo avanzar. El carro está
casi lleno y siento que debo comprar más. Pienso que no tengo suficiente de aquello
y menos de desodorante de ambientes aroma a pachuli. Sé que mucho de lo que
compro quedará sepultado en el armario, en el depósito, pero debo comprar maíz
pisingallo.

Las últimas veces con papá y mamá no odiaba el supermercado, lo disfrutaba. Lo


disfrutaba y no entendía por qué tres tipos, uno picado de viruelas, otro fumando cerca
de las góndolas de licor y otro metiéndose en el bolsillo de la campera paquete tras
paquete de chocolates confitados, se volvían para mirarme. Lo hicieron hoy cuando
pasé por los lácteos. Recién. Y pienso en por qué le mirarían el culo a una nena de
doce años, pero vuelvo a pensar y veo mi cuerpo de doce años, y todo cobra lógica.
Es lógico, pero me repugna. Por eso odio el supermercado. Por eso y por el tipo del
altoparlante que llama incesante e infructuoso a un tal Mamerto Martínez. Eme Eme.
Un completo desconocido del cual jamás me olvidaré el nombre.

Pasillo Trece. Neumáticos para autos. Y tengo la sensación de necesitar cuatro


nuevas ruedas para mi chiquito desgarbado que ya deseo que no esté cuando salga.
Necesito algo emocionante en mi vida y el robo de un auto parece algo por lo que uno
se vuelve loco, pierde los cabales y grita y patalea y pide por Dios y la Virgen. Pero
me harían un favor dejando un espacio vacío en el Siete D.

Papá sacaba las baguettes calientes y humeantes de la panadería del supermercado


y comía mientras hacíamos el recorrido en orden. Pasillo uno, dos, tres. Mil. Lámparas
de bajo consumo, aromatizantes de vainilla para la ropa, crema con aleta de tortuga
de las Galápagos. Mamá se tapaba la cara roja cada vez que un empleado nos miraba
a papá y a mí tragar pedazo tras pedazo de masa horneada. Cada vez que otros
compradores negaban con la cabeza haciendo auge de su buena actitud. Comer en
el supermercado. Dónde si no.

Hoy no lo puedo hacer. Si saco una baguette, la como en el camino, entre las
gaseosas de cola y lima limón. Entre el queso rallado y los jugos light. Lo como en el
Pasillo once y me aumenta la talla de los muslos. Después no me entra un pantalón
y vuelvo al supermercado a comprar la yerba especial que hace bajar dos kilos en
quince horas. Si saco una baguette humeante y tierna, la como en el camino y no me
sincero como papá. Él comía, yo comía y mamá miraba. Y a la caja llegábamos con
el paquete vacío, pero lo hacíamos desfilar por el lector de código de barras para que
en la computadora miniatura aparezca en letra imprenta: PAN BAGUETTE. Diez
pesos con treinta y nueve centavos. Así, en letras cuando todo podría ser más fácil.

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Pagar por la comida después de la vergüenza de mamá. Después de no dar el
ejemplo.

Hoy no pagaría el pan que consumo adentro, por eso no compro pan. Por eso odio el
supermercado. Por eso y por los nueve centavos extra de cada compra. Por eso y por
los quince centavos que me obligan a donar a la fundación Amigos de la Gonorrea, al
Centro Compañeros de la Blenorragia, a la Sociedad Superior de la Legalización de
la Sífilis y no sé cuántas ONG más que se enorgullecen por las enfermedades
venéreas.

Y quiero alcanzar la colección de platos del catálogo de IKEA que solo por esa
semana estará en exhibición y una tipeja inmigrante e ilegal me dice “el pasillo está
cerrado”, “el pasillo está mojado”. Tira todo su peso sobre un lampazo roñoso. Se
rasca el culo y me lo repite hasta que me voy, haciendo mutis por el foro tapizado de
pañuelos de tela para la nariz del pasillo veintiuno. Se rasca el culo y pienso en los
pesos extra que debo gastar haciendo el pedido por internet.

Odio el supermercado porque sé que cuando pague y salga llena de bolsas hacia el
baúl del auto, este va a seguir allí. Ese móvil tan feo que nadie quiere robarlo. Ser feo
a veces es una bendición. Solo a veces, el resto del tiempo es una mierda, como que
te miren el culo un viejo baboso, un adolescente tirado frente al vino tinto,
atragantándose todo el whisky que puede y el repositor que cuando advierte que lo
descubriste manoseándose el pito desde el bolsillo del enterito de tela con la marca
registrada en el pecho, pregunta “¿necesita algo, señora?”. Por eso odio el
supermercado.

Pensar que de chica lo amaba, era mi mundo. Colores, más colores y carteles de
oferta. Lleve dos al precio de dos. Con su compra más cien pesos, se lleva una vela
aromática completamente gratis. Lo gratis vale cien pesos y, aunque aumenta con la
inflación, siempre vale algo. Pero mis padres lo odiaban. Hoy vuelven a amarlo. Les
llevan la mercadería a domicilio y yo no puedo dejar de venir. Podría llamar por
teléfono o hacer la compra por Internet, pero nunca es lo mismo. La leche viene
pinchada, el helado derretido, las milanesas de soja con olor a zorrino banquinero.
Por eso odio el supermercado. Por eso y por el tipo en la puerta que pide monedas
para darle de comer a su familia de diez personas, siete perros y un establo de quince
caballos. Pero después de escuchar y re escuchar la mentira, el tipo se va con los
diez pesos que sacaste del monedero. Se va y se ahoga con vino de cartón, se bebe
una cirrosis, una úlcera, pero es feliz porque está en el supermercado. Lo odio por
eso y porque la canasta para el inodoro vino sin pastilla, porque el papel de cocina ya
no tiene doble hoja. Por eso y porque siempre son 100 pesos más. Eso y una vela
aromática que no sirve ni de consolador. Por eso y porque estoy de vuelta, sentada

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en el auto que odio, en el estacionamiento del supermercado que odio y con un rayón
de llave en la puerta trasera. Odio el supermercado porque me sigo quejando con
media baguette en la boca. Por eso y porque me río de mi misma y de un tubo de
papas fritas de ciboulette y queso crema que me enchastra las comisuras con saliva
reseca y sal fina.

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Fuego

"Cuenta una leyenda navarra que, en el solsticio de primavera, se reunían alrededor


del fuego con la esperanza de que su luz les guiara en momentos en que el alma
zozobra".

Creo que los problemas empiezan cuando uno sabe demasiado. O no demasiado,
pero más que los que están alrededor. El colegio. Los chicos del colegio. Como te
imaginarás, no era de los populares. Nunca fui de los populares. Incluso hoy. Pero
hoy no importa porque yo dejé de importar. No voy a mentir. Nadie puede culparte
cuando estás a punto de morirte.

Cito a la abuela. “Donde hubo fuego, cenizas quedan”. Fuego. Pedro y el fuego. Pedro
salía de la escuela y nos esperaba en el cantero del jardín de infantes que quedaba
al lado. Nunca entendimos bien por qué, pero Pedro siempre salía antes. Al día de
hoy nunca lo había preguntado y calculo que la vida nos hace olvidar de las cosas
importantes porque necesita que olvidemos las cosas importantes.

Pedro hablaba poco, pero decía mucho. Casi que cito de nuevo a la abuela. Pedro
esa tarde dijo lo usual y algo más. Habló del fuego y condimentó con las palabras
“rifle de aire comprimido”.

¿Qué se hace cuando nunca hiciste algo que querés hacer? Sí. Se dice que sí.

Pedro había hecho los deberes. Pedro tenía puntería, balas de sobra y había elegido
los mejores objetos para hacer blanco.

Cito a papá: “Jamás pongas las manos en el fuego por nadie”. Fuego. Esa tarde, esa
tarde casi noche, caminamos Pedro, Manu y yo por calles de tierra, calles de
“mejorado”, como le decían los de la municipalidad, y por calles de adoquines hasta
que llegamos. Nunca habíamos ido, pero sabíamos todo sobre el lugar al que
estábamos yendo. Es como cuando uno mira mil veces la misma película y se
encuentra con los actores que la interpretaron. Es inevitable citar los diálogos
preferidos. Funciona igual. Sabíamos dónde estaba el lavarropas que no funcionaba.
Sabíamos del pájaro en la jaula del fondo. Sabíamos del funeral vikingo que Pedro le
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había dado a su tortuga, sabíamos que el padre de Pedro era sodero, y que no
debíamos apuntarle a los sifones. “El fuego es menos peligroso”, nos dijo cuando nos
vio las caras hechas toda dientes y ojos. Sabíamos. Sabíamos y creo que los
problemas empiezan cuando uno sabe demasiado.

A Pedro le gustaban los rituales. Tres, dos uno, ¡fuego! Y ahí estábamos nosotros,
como en una línea de fusilamiento tirándole con todo lo que teníamos al roble.
Corteza, salvia y un par de agujeros a lo que hubiese alrededor. Pedro no nos caía
bien, pero sabía de lo que hablaba cuando hablaba. Pero de nuevo, hablaba poco.
Calculo que sabía demasiado, o tal vez más que nosotros y eso que nosotros
sabíamos bastante.

Manu no paraba de hablar a espaldas de Pedro. Que la cresta de colores, que las
cadenas de los pantalones, que los borcegos en verano. Manu hablaba demasiado.
Criticaba demasiado. Manu era demasiado todo. Manu también era el primero en
probar lo nuevo que Pedro trajese. Manu también era el de las historias, pero cuando
las contaba se hacía llamar Manuel. Calculo que eso pasa cuando uno sabe
demasiado, se vuelve demasiado.

Antes. Antes del árbol, antes del rifle de aire comprimido, antes de los sifones. Antes
de todo eso, Manu se sentó con las piernas cruzadas sobre un tronco cortado, abrió
una cerveza con los dientes y me contó, una vez más, lo que pasó la vez del
transformador. Digo, ya la habíamos escuchado, pero uno no se cansa de las buenas
historias. Cuando me toca a mí contarla, digo que fue “la vez de la biblioteca”. Calculo
que pasa cuando uno sabe demasiado o escuchó demasiado.

Manu tenía un hermano y su hermano un amigo. Mi amigo todavía no entendía lo que


era el fuego, pero le fascinaba. El plan era simple: él iría con su hermano y el amigo
de su hermano como asistente, como campana y avisaría si venía alguien. Simple. Ya
lo había hecho antes, pero nunca con fuego. El hermano de Manu y el amigo del
hermano de Manu eran famosos por lo de los tubos fluorescentes que aparecían en
los jardines delanteros de las casas ricas del barrio. Eran famosos sin ser famosos.
Todos sabían lo de los tubos, pero nadie sabía que habían sido ellos. Y ahí estaba
Manu. Firme en la esquina, bicicleta en mano, pie en el pedal, listo para disparar si
aparecía la policía o un vecino curioso. La policía. Y pensar que creíamos que eran
nuestro peor enemigo. No conocíamos el fuego. Pero volvamos a Manu contando la
historia de cómo su hermano y el amigo de su hermano, etcétera.

“Vos te quedás en la esquina, yo lo levanto a él, el pone el alcohol, me levanta a mí,


lo prendemos y corremos”. Simple. La seguridad del que sabe demasiado. La
esquina, la bicicleta, el alcohol, el fuego, la palmera, el cable, el transformador. Claro,

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en ese momento creían que sabían. Manu decía, “creíamos que sabíamos, pero no
conocíamos ni el fuego, ni el viento, ni la ley del caos. Siempre hay más variantes,
por más que sepamos lo que sabemos”. Cito al hermano de Manu cantando The
Doors. “Come on, baby light my fire”. La esquina, la bicicleta… El transformador, la
otra palmera, la hoja gigante que se desprendió y no estaba lo suficientemente verde
como para extinguirse en el aire. “We didn’t start the fire, solo que lo hicimos”, cuenta
una y otra vez Manu. Correr siempre es una buena opción, sobre todo cuando se deja
de saber lo que se sabe. Manu en bicicleta. Los otros dos a pie y a pulmones. Una
explosión, otra. El transformador, la hoja que no estaba lo suficientemente verde.
“Cuando miramos atrás, la biblioteca estaba en llamas”. La biblioteca entera y las
palabras y el sereno en llamas. Ninguno supo nunca de la existencia de un sereno en
los edificios públicos hasta ese día, bueno, hasta el día siguiente, cuando todo el
pueblo marchó por la avenida Eva Perón detrás del cajón.

Manu contaba la historia cada vez que quería impresionar a alguien. La contaba, pero
la contaba en tercera persona. Siempre el amigo de un amigo de un amigo. La cámara
atrás de la cámara atrás de la cámara.

El rifle de aire comprimido estaba cargado y nosotros alejados de los sifones. De los
sifones y las botellas de vidrio y del bidón de kerosene. “La mira está desviada a la
izquierda”, dijo Pedro, y Manu disparó. Demasiado desviada hacia la izquierda. Entre
el click del gatillo, la pólvora saliendo escupida por el tubo de metal y el pájaro de la
jaula del fondo explotando de un balazo en el pecho, repasé la historia de Manu. La
del transformador. La de la vez de la biblioteca. Dos muertos. Un Manu. Pedro le sacó
el arma de las manos y le dijo que corra hasta el garaje y agarre todos los trapos que
encontrase. Salí corriendo atrás de Manu mientras Pedro se trepaba al árbol para
bajar la jaula y limpiar los restos de Rodrigo. Siempre dije que era una estupidez
ponerle nombre a un animal inútil. Rodrigo. Rodrigo y pedazos de Rodrigo sobre la
corteza del fresno del fondo. Pedro no dijo más nada hasta que terminamos. Me
faltaba el aire y no tenía nada que ver con Rodrigo. Calculo que sabía demasiado.
Sabía demasiado sobre lo que podía llegar a pasar cuando el sol se escondiese del
todo.

Alcohol como respuesta a todo. La jaula en su lugar y Rodrigo distribuido en pañuelos


y trapos y gasas y franelas. Cuando uno sabe demasiado puede terminar de formas
que no llega a predecir. Dicen que la ignorancia es bendición. Nosotros preferimos el
fuego.

Cito a papá en la ducha: “Dame fuego, dame, dame fuego”. Esperamos. Esperamos
demasiado hasta que la jaula del fondo ya no podía verse sin acercarse lo suficiente.
Pedro prendió un cigarrillo y nos lo ofreció. Dijimos que no, pero no pasaría mucho

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tiempo para que empezásemos a fumar nosotros también, después de todo, el que
por fuego vive, por fuego muere.

Pedro terminó un cigarrillo y prendió el segundo con las brasas del primero. Tenía el
paquete casi completo y nos volvió a ofrecer. Sé que dije que no pasaría mucho
tiempo para empezásemos a fumar nosotros también. Bueno, aceptamos. Manu y yo.
Yo y Manu. Pedro era un líder natural porque pensábamos que un líder era el que
más cosas tenía. Pedro tenía un rifle de aire comprimido, kerosene, aceite de motor,
cigarrillos y una jaula vacía. No podíamos competir contra eso. Antes de salir, Pedro
nos enseñó a fumar. Eso sí llevó más tiempo del que teníamos esa noche. Pedro nos
apuró. Nos dijo que no había tiempo. En ese momento no entendimos por qué. El
tiempo es como el fuego. Tal vez más peligroso que el fuego.

Prender el cigarrillo aspirando desde el otro extremo. Pedro nos dijo que no se traga
el humo de la primera pitada porque su padre le dijo que no se traga el humo de la
primera pitada. A su padre se lo enseñó el abuelo de Pedro y Pedro nos lo enseñó a
nosotros. Nos dijo algo del azúcar y de cómo se seca el tabaco, pero nosotros solo
pensábamos en el fuego, en el humo y en la primera vez que íbamos a toser por
fuego.

1. Prender el cigarrillo aspirando desde el otro extremo sin tragar el humo de la


primera pitada.
2. Inhalar.
3. Mantener el humo en la boca.
4. Inhalar nuevamente y llevar el humo a los pulmones.
5. Exhalar.

“I got a bad desire. Oh oh oh, I’m on fire. I can take you higher. Oh oh oh, I’m on fire”.

Estábamos sentados a media cuadra de la casa de Pedro, hacia donde se ponía más
oscuro. La oscuridad es clave cuando se juega con fuego. Pedro ya había pensado
en todo. Si había oscuridad era porque Pedro quería que hubiese oscuridad. Manu
tosía. Yo tosía. Estábamos sentados a media cuadra de la casa de Pedro y era la
primera vez que no sabíamos. Sabíamos, pero no sabíamos lo suficiente. No
estábamos acostumbrados. Estábamos sentados sobre un caño de agua que hacía
de puente hacia la entrada de un garage abandonado. Sobre el caño de agua, el
viento había movido tierra, polvo y piedras. La lluvia había hecho lo suyo y estábamos
sentados sobre el caño, sobre la tierra y sobre el pasto que había crecido. La vida
siempre encuentra el camino. El fuego también. Pedro nos dijo que practicásemos y
nos dejó el paquete de cigarrillos con dos encendedores. “No lo prendan del lado que
no va, van a gastar un cigarrillo y los necesitamos”. Manu se rió y le preguntó si creía

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que éramos idiotas. Pedro dijo que sí. Lo dijo sonriendo o eso adiviné a medias entre
la luz de las brasas de los tres cigarrillos encendidos. Pedro tiró el suyo y nos dijo que
esperásemos. Caminó con dirección a su casa, hacia donde había luz. Nosotros
esperamos. Nos quedamos mirándonos los pies y cruzando los ojos tratando de ver
cómo las brasas se consumían ahí, abajo de las narices. Manu volvió a toser. Al
mismo tiempo, me entró todo el humo del cigarrillo por los orificios de la nariz. No sé
si fumás, pero cuando fumás, eso pasa. Eso pasa y quema. Si no fumás, te cuento
que sí, que cuando el humo se te mete por el lugar incorrecto, quema. Y si no quema
no es porque no quema, es por falta de imaginación. Mientras esperábamos a Pedro,
Manu contó los grandes momentos de la noche de la palmera, del transformador, de
la hoja que estaba demasiado verde, de la biblioteca y del sereno. Esa noche estaba
cansado de esa historia. Era como si no hubiese otras historias que contar.
Habíamos… bueno Manu había. Había hecho reventar a un pájaro adentro de una
jaula. Si eso no es una historia, no sé qué es una historia.

Calculo que cuando uno se aburre, tiene que volver a los momentos en los que
pasaban cosas. El aburrimiento es la base de saber demasiado.

Debía ser viernes. Debía ser viernes porque estábamos excitados. Excitados y
aburridos. Excitados y aburridos y nos sentíamos todopoderosos. Mientras nosotros
hacíamos explotar cosas, mientras nosotros éramos los jueces entre la vida y la
muerte, mientras encubríamos la desaparición del cuerpo de un pájaro, en algún lugar
de la ciudad nuestros compañeros bailaban. “Mantenlo prendido fuego”. Sí, como si
los auriculares no existiesen. “Mantenlo prendido fuego, mami”. Aceptamos. Claro,
sin aceptar. Hay distintas formas de estar de fiesta. La nuestra era el fuego.

Cigarrillos.

Oscuridad.

La biblioteca.

Pedro prometió cambiar el escenario. Dijo que teníamos que tener algo más para
contar, pero nos pidió que no volvamos a hablar de Rodrigo. Aceptamos también.
Claro, sin aceptar. Esperábamos y Manu me contaba cómo hacer napalm. No sé por
qué, pero sonaba a que Pedro le había contado la receta. Era demasiado perfecto.
Sonaba demasiado bien. Sabía demasiado. Napalm y cigarrillos. Sabíamos que eso
no podía terminar bien. Dejamos el napalm de lado. Ninguno de los dos había sacado
el celular del bolsillo. ¿Por qué deberíamos estar en otro lugar? ¿Por qué deberíamos
querer estar bailando “mantenlo prendido fuego, mami”? No. Nosotros éramos otra
cosa. Nos gustaban cosas distintas. Nos molestaban cosas distintas. Más tarde esa

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noche, no tan tarde, pero sí más tarde, algunas fiestas se iban a acabar. “Manu”,
dirás. Sí, Manu. Manu, Pedro y yo. Tal vez no en ese orden.

No sabíamos fumar. Uno no aprende a fumar. Uno fuma. Uno se para distinto cuando
sabe fumar, pero no sabe que sabe. No sabe que se para distinto. Ni Manu ni yo nos
parábamos como se paraba Pedro, pero en ese momento no sabíamos que no
sabíamos. Pedro. Pedro no volvía y prendimos un cigarrillo más cada uno. Manu no
hablaba, pero en silencio se preguntaba lo mismo que yo. “Y ahora qué pasa, eh?”.

La película preferida de Pedro era La Naranja Mecánica.

La banda preferida de Pedro era A Fire Inside.

La canción preferida de Pedro era “The Days of The Phoenix”.

Su personaje preferido era Tyler Durden.

Su explosivo preferido era el cóctel molotov.

Era lógico que las cosas terminaran como terminaron.

Pedro no volvía y hubo una vez un sereno que murió en llamas. Siempre me pregunté
si cuando todo el centro marchó atrás del cajón por la avenida, el sereno estaba
adentro del cajón. Si yo hubiese sido el encargado de la logística, hubiese llenado el
cajón de libros. Foster Wallace. Bukowski. Chandler. Carver. Ballard. Libros que no
se consiguen en bibliotecas. Y Todos los Fuegos el Fuego, claro.

“Vamos”. Pedro. Pedro al contraluz ambar de las punteras de cigarrillos. Pedro a


contraluz, todo mochila, todo ruidos de cadenas, todo metal. Todo dientes. Todo
Pedro.

Manu sonrió con el cigarrillo en la boca y, en lo que se tarda en escupir el humo, se


paró como se paraba Pedro. “Vamos”. Uno. “Vamos”. El otro.

Las sombras iban unos metros adelante nuestro hasta que llegábamos al siguiente
poste de luz. Entonces nos comíamos las sombras y las lanzábamos por detrás. Un
poste, dos, tres, mil. El mismo patrón de sombras. Me retrasé un momento para
atarme los cordones. Pedro y Manu marcharon en silencio. Con una rodilla en el suelo
y la otra a la altura de la cara levanté la vista y sonreí. Sonreí y largué una carcajada.
Pedro parecía una tortuga gigante y Manu un paseador de animales exóticos. Me até
los cordones y me los volví a desatar para tardar un poco más y volver a ver a Pedro

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desde lejos. Me reí. Los alcancé trotando sin apuro, pero mostrando que sabía, que
podía usar las piernas.

Pedro repasó el plan hablando entre dientes. Repasó el plan para sí mismo. Se notaba
que había practicado. Era Pedro. Había practicado, claro que había practicado. Había
hecho los deberes. Repasó el plan y nos lo contó por primera vez. ¿Qué se hace
cuando nunca hiciste algo que querés hacer? Sí. Se dice que sí. En ese momento no
sabíamos lo suficiente. Aceptamos. Claro, sin aceptar. Hay distintas formas de estar
de fiesta.

El universo conspira y es sabio. Jamás encendería un fuego donde ya lo encendió


antes. No en el mismo lugar. No exactamente ahí. Pedro a veces funcionaba como la
voz del universo. Manu como la voz del científico que necesita entender el universo.
Mi voz siempre fue la voz de Watson para Holmes. No sé por qué. Será que la historia
de la biblioteca suena mejor contada de mi boca. Bueno, ya no tengo competidores,
si vamos al caso. La biblioteca. Las leyes del universo no encenderían otro fuego en
la biblioteca.

“Vamos a la biblioteca. Ahí ustedes se sientan en el cantero de la 31 y fuman. Hablen


de lo que quieran, no importa, lo importante es que fumen. Dos cigarrillos cada uno.
Tenemos que estar en la biblioteca lo que tardan dos cigarrillos en consumirse. Tu
papá fuma, Manu. Imitalo. Vos imitalo a Manu. Mientras ustedes fuman y hablan yo
voy a estar del otro lado del cantero llenando las botellas y poniendo los trapos. Dos
cigarrillos y nos vamos. Ahí les voy a dar una botella y una mochila con ropa a cada
uno. Van a poner la botella adentro, parada sobre uno de los lados para que no se
vuelque el aceite. Yo voy a tener dos botellas en mi mochila. De ahí vamos a
separarnos: yo voy a seguir derecho, vos vas a ir a la derecha y vos a la izquierda.
Nos vamos a encontrar en la esquina del colegio”.

No sé Manu, pero yo no necesité más instrucciones. De alguna forma ya sabía qué


iba a pasar.

La película preferida de Pedro era La Naranja Mecánica.

La banda preferida de Pedro era A Fire Inside.

La canción preferida de Pedro era “The Days of The Phoenix”.

Su personaje preferido era Tyler Durden.

Su explosivo preferido era el cóctel molotov.

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Era lógico que las cosas terminaran como terminaron.

La escuela estaba rodeada de un paredón hasta la altura de los hombros de un


hombre adulto y de ahí seguía hacia arriba en forma de rejas un metro y medio más.
Del lado interno del paredón no se veían más que plantas y arbustos y palmeras
traídas de… no importa. Todo demasiado verde como para ser peligroso. De entre
los arbustos y helechos y las palmeras y un manzano fuera de lugar, se abrían paso
hacia las estrellas los bloques uno, dos y tres. Humanidades. Economía y Economía
II. Todo de concreto, demasiado de concreto como para ser peligroso. Pero también
estaba la sala de profesores. Dios mío, la sala de profesores. Demasiado de madera
como para no ser peligrosa. El paso siguiente era generar un efecto dominó. Pedro lo
había aprendido de Manu que, por una vez, supo demasiado. El problema fue que
Pedro no contó todo lo que tenía en mente. De alguna forma yo lo sabía: Una llama
enciende otra llama y el colegio se vuelve una pira funeraria vikinga. Demasiadas
coincidencias con la vez de la biblioteca. La vez de la palmera. La vez del
transformador. Íbamos a prender fuego libros, palmeras, papel, un edificio público,
palabras. Íbamos a prender fuego a un hombre.

La película preferida de Pedro era La Naranja Mecánica.

La banda preferida de Pedro era A Fire Inside.

La canción preferida de Pedro era “The Days of The Phoenix”.

Su personaje preferido era Tyler Durden.

Su explosivo preferido era el cóctel molotov.

Era lógico que las cosas terminaran como terminaron.

Pedro siempre decía que la mejor forma de resetear el mundo era prendiéndolo fuego.
El fuego purifica, el fuego selecciona, pero al mismo tiempo es imparcial. Esto no era
diversión. Pedro tenía un objetivo y nosotros solo instrucciones. El que sabe menos
sigue al que sabe más y así. El que sabe más siempre va en línea recta. Los demás
por caminos alternativos.

Mientras caminaba pensaba en las botellas y en el aceite. Pensaba en cómo sería


una vida normal. “Dame más gasolina”, estaría sonando en la fiesta a la que
aceptamos ir, pero no fuimos. Repasé los pasos e hice una lista de lo que llevaba en
la mochila. No existe la paz mental cuando uno no decide. Inhalar, exhalar, repetir.
Era la técnica de la madre de Manu, que era instructora de yoga y meditación. Si
inhalaba, pensaba en los cigarrillos y si pensaba en los cigarrillos pensaba en el fuego.

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No estaba tranquilo, pero seguía caminando. Seguía caminando y la escuela se vio a
lo lejos.

"Cuenta una leyenda navarra que en el solsticio de primavera se reunían alrededor


del fuego con la esperanza de que su luz les guiara en momentos en que el alma
zozobra".

“¡Qué bien me vendría ser parte de esa leyenda!”, me dije. Pero no hay estúpido más
estúpido que el que habla solo cuando está a punto de hacer algo que no debe y no
quiere, pero va a hacerlo igual. Todo lo que sabía estaba en llamas, se volvía ceniza
y desaparecía. Estaba vacío y no hay nada más peligroso que el vacío. El vacío da
lugar al tiempo y el tiempo a todo lo demás. Los bloques Uno, Dos y Tres se hicieron
gigantes cuando doblé la esquina y me sentí como se debe sentir el que descubre a
Dios. Mi posición daba a la entrada principal de la escuela, por la que entrábamos y
salíamos todos los días. Debía seguir caminando y ponerme una capucha que me
cubriese el rostro. La escuela tenía cámaras por todos lados, pero Pedro las tenía
contadas y había calculado los puntos ciegos. Digo, él jamás lo había dicho, nada de
eso, pero tanto Manu como yo sabíamos que él sabía. Siempre es mejor dejar al
universo hablar y Pedro era la voz del universo. Destrucción, purificación,
reconstrucción. Tabula rasa. Seguí caminando y pasé el portón de entrada. Sin
siquiera echar un vistazo, sabía dónde estaban Manu y Pedro. Pedro estaba
escondido en la galería de la municipalidad que quedaba cruzando la calle en línea
recta a la sala de profesores. Manu estaba doblando la esquina, también
encapuchado. No lo veía, pero sabía de su ansiedad, de su transpiración, de sus
manos, de sus dedos presionando con fuerza el frasco de vidrio lleno de aceite. De
no ser por nosotros tres, la calle estaba desierta. No estoy seguro cuánto tiempo nos
mantuvimos cada uno en posición, pero debe haber sido un rato largo porque escuché
varios trenes llegar a la estación y seguir su marcha. No entiendo cómo nadie nos vio,
ni sospechó, ni cómo no vimos ni un patrullero dando vueltas. Calculo que el universo
dejó que las cosas pasaran, aunque estuviera mal que pasaran.

Llegó un punto en donde todo estuvo clarísimo. Había que actuar. Había un algo que
tenía que desaparecer. Tirar los frascos por encima de los paredones y por encima
de los barrotes de hierro hasta la sala de profesores era una vuelta al vacío. No estaba
escrito, pero había una furia invisible que hacía mover a Pedro y Pedro nos hacía
mover a Manu y a mí. Cito a Pedro. “Will the flood behind me put out the fire inside
me?”. Creo que se trataba de eso. Mezclar fuego con fuego para apagar el fuego. A
Fire Inside. Apagar el fuego interior de Pedro. Pedro. Estaba pensando lo que el
podría estar pensando cuando lo vi corriendo hacia la escuela.

75
Una luz que creció de golpe. Pedro salió de la sombra de la galería de la municipalidad
y pego un salto exageradísimo para pasar de la vereda a la calle. Cruzó y encaró
como si fuese a embestir el paredón de la escuela con la cabeza. Pausa. Manu
apareció corriendo con una llama en la mano y en diagonal hacia la municipalidad,
justo hacia el lugar desde el que había salido Pedro. Pausa. La lógica diría que debía
dar luz a mi rol en todo este juego y correr hacia donde Manu, pero me quedé anclado
al piso, como si no fuera parte del grupo. Un espectador pasivo. Manu y Pedro se
cruzaron. Dos llamas formando una Y enorme. Los dos con los frascos de vidrio en
las manos. Cócteles molotov. Lo sabía aún sin saber el nombre del explosivo. Pedro
en el aire. Manu en el aire detrás de Pedro. La noche suspendida en el tiempo. Ni una
nube. La luz de la luna y el fuego de los cócteles molotov esperando comerse todo a
su paso. Ni un sonido. La brisa detenida, como si el universo hubiera dejado de
respirar para darnos carta blanca. El escenario perfecto para que se desate un
desastre. En otro punto del pueblo estarían sonando cumbias o reggaetones.
“Mantenlo prendido fuego”. “Dame más gasolina”. “Fireboy you are the best”. Creo
que los problemas empiezan cuando uno sabe demasiado. O no demasiado, pero
más que los que están alrededor. El brazo de Pedro. El brazo de Manu. Un arco de
fuego sobre uno y sobre el otro. Se movieron al unísono, casi a la misma velocidad,
y los frascos salieron volando al mismo tiempo. El sonido del vidrio contra la madera
y el vidrio sobre el concreto del suelo. Pedro y Manu con los pies en el suelo y un
rugido.

Desde la esquina rogué que el ruido del vidrio y el fuego y la madera chamuscada y
el choque de palmas de Pedro y Manu, hubieran despertado al sereno. El estruendo
había sido lo suficientemente fuerte como para alertar a algún vecino, pero no podía
estar seguro de nada. Lo había visto dormir a mi papá y ni una guerra mundial lo
podría sacar del sueño.

El calor me llegó de golpe y me envolvió la cara. El destello anaranjado se tragaría la


sala de profesores en no más de diez minutos con todo lo que hubiese adentro. Pero
era Pedro el que estaba detrás de todo. Diez minutos eran demasiados minutos. Me
miró con odio mientras encendía una segunda llama. Manu encendió la suya
aprovechando el mismo fuego. Coordinación de ballet. Tomaron impulso y volvieron
a lanzar los frascos por encima de sus cabezas, esta vez con más fuerza para
alcanzar el otro extremo de la caseta de madera. Otro arco de luz. Si no hubiésemos
estado donde estábamos, les diría que hasta era disfrutable. Pero había un algo que
rompía las ilusiones y era saber que no se trataba solo de nosotros. Estoy seguro de
haber escuchado un grito, pero un segundo estruendo ahogó todo lo que fue y lo que
podía haber sido. La sala de profesores ardía. La vez de la biblioteca. Esta iba a ser
la vez de la escuela. Pedro lanzó su último frasco. Sé que contaba con los dos que
todavía estaban en mi mochila, pero se las arregló para completar el trabajo con cinco
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bombas. El Bloque Uno empezaba a arder. Las ventanas estallaban por el calor sobre
los cristales. De nuevo el grito. Otra vez. No me pude contener. Dejé la mochila en el
suelo y trepé el paredón. Pedro y Manu estaban a punto de salir corriendo cuando me
vieron. ¿Se acuerdan de que los problemas empiezan cuando uno sabe demasiado?
Manu y Pedro sabían lo que yo sabía. No había hecho mi parte y estaba por destruir
el plan. Destruir la destrucción. Un elemento fuera de lugar y el nivel cero se vuelve
el nivel cero-más-uno. Salté. Sé que Pedro no subió el paredón por mí, sino por su
plan. Manu lo hizo por lo que creía que Pedro creía. Una cadena es una cadena es
una cadena. El universo es imparcial y no deja de actuar. La voz del universo deja de
ser la voz del universo cuando uno deja de creer que el universo tiene voz.

Golpeé la sala de profesores con los puños. La puerta, un lado y el otro lado. Las
llamas me quemaban el rostro y los nudillos. Hervía. Hervía y olía a carne quemada.
Olía a una versión rancia de mí mismo. De cualquier manera, no podía dejar a un
hombre en ese infierno. Lo que nunca le dije a Manu fue que debería dejar de contar
lo de la vez de la biblioteca. No lo hice, como no hice nada mientras las bombas
cayeron sobre el colegio. El Bloque Dos empezó a arder y yo todo patadas, todo puños,
todo lágrimas y tos. “Burning down the house”. No podía parar. “Three hundred, sixty
five degrees. Burning down the house”. No sé si fue por el fuego, pero no podía
escuchar otro sonido que los que venían de mi cuerpo contra la sala de profesores. La
carne contra la madera contra el fuego. Sé que estaba sangrando. Sangre y llamas.
Olía a carbón. Un brazo me rodeó el cuello y vi el codo remendado del buzo de Pedro.
Saber. Los problemas empiezan cuando uno sabe demasiado. Debería haberlo dejado
hacer lo que tenía que hacer. No. Las cosas no funcionan así. Con los nudillos
estallados y la carne de las palmas expuesta a los elementos, tomé a Pedro del brazo
y me incliné sobre mi mismo. Un arco sin luz y pedro salió despedido hacia la sala de
profesores. No sé qué pensaba cuando decidió ponerse la ropa que se puso. Digo,
Pedro sabía. Si había alguien que sabía, era Pedro. Todo iba más rápido de lo que
podía procesar, pero no podía dejar de pensar en la ropa. Pedro combustionó y las
llamas lo envolvieron. Un grito. Otro. Era Pedro. Era Manu que llegó por detrás. Sé
que Manu no quiso salvar a Pedro sino a aquello en lo que Pedro creía. Era una
cuestión de ideales. “Mantenlo prendido fuego”. Y Manu se lanzó detrás de Pedro. En
ese momento no importaba quién era amigo de quién, quién sabía qué ni cómo.

¿Querés saber quiénes son tus amigos? Prendé fuego algo y asegurate de que ellos
lo vean.

Íbamos a matar a un hombre que yo no quería matar y me quedé de piedra. Íbamos a


matar a un hombre y fueron tres.

77
No voy a decir que no intenté. Puedo decir que no intenté lo suficiente. Ni siquiera
demasiado. Creo que dejé de intentar cuando los cuerpos se amontonaron, cuando se
dejó de tratar del sereno. De alguna forma esa era la única persona que no debía morir
y así y todo, él ocupó mi lugar. Si el universo fuese justo, yo hubiese caído en la pira
funeraria artificial, pero no. Me gustaría dejar de oler lo que olí esa noche. No era
humano, era algo más. No era madera, ni concreto ni papel, ni palabras. Creo que esa
noche lo que se quemó fue algo que no tiene cuerpo. Algo con substancia, pero sin
substancia. No pretendo que me entiendan. Solo deben saber que después de no
intentar lo suficiente, dejé de intentar y salí corriendo. Corrí y la escuela explotó. Cómo
y cuándo no es importante. Yo era el mejor amigo de uno y de otro, o al menos eso
dijeron sus familias. A veces me pregunto qué hubiese pasado si no tiraba mi mochila
dentro del Bloque Uno antes de correr. Una vez alguien me dijo que no debía hablar
de “qué hubiese pasado”, pero no puedo evitar pensar. Pensar en el pasado y en el
futuro. El pasado, porque las memorias, aunque pasadas por fuego, deben seguir
vivas. Futuro, porque el que por fuego vive... ya saben.

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Estamos bien

Esta historia termina con una foto. Esa es mi promesa y la base de esta historia.
Entonces el juego es así: si llegás al final, hay una foto, una foto nada ordinaria, nada
común; una foto que llegó de casualidad.

Hacía rato que no me tomaba vacaciones y la madre de mi hijo no conocía Bariloche.


Simple, ¿no? Una semana antes del vuelo, empezamos a planear con garabatos en
una libretita de cuero qué íbamos a hacer cada día. Yo, con más aspiraciones que
ella, había plagado mi lado de la hoja con dibujitos de montañas, botes de rafting y
kayaks. Pero de nuevo, eran aspiraciones, estaba claro desde el principio que no iba
a poder hacer mucho de lo que tenía planeado. Pero Bariloche es Bariloche. Incluso
con un bebé que apenas caminaba y que todavía no tenía un peso considerable como
para romperme la espalda, Bariloche da y da mucho a todos. Créanme que da más
de lo que uno espera.

Día 1: Cerro Campanario y Cerro Otto. Claro, no fuimos al Cerro Otto, pero el
campanario estuvo bien. Decidimos subirlo caminando porque teníamos demasiado
tiempo que matar. Mi hijo sobre mi espalda en una especie de mochila que se volvería
el elemento más importante del viaje. Ya saben el resto, subida, transpiración, paisaje,
parada, chocolate caliente, torta, un tweet que decía “la superioridad estética y moral
del aire montaña y etcétera”; selfie, foto familiar, más paisaje, descenso. A la noche,
cerveza en un bar del centro y a dormir al bebé. Todos los días terminarían igual, así
que no esperen mucha data de las noches barilochenses de este humilde servidor.

Día 2: Cerro Catedral. Lo encontramos vacío. Real, eh, entre base y pico, no nos
habremos cruzado con más de 20 personas. Y saben todo lo que pasó en el medio:
anteojos de sol porque la resolana bla bla bla, aerosilla, teleférico, que la campera
acá, que el bebé tiene frío, que “mirá ese chiquito cómo esquía”, que “mirá, acá hay
nieve”, que un tweet que decía “la superioridad estética y moral del aire montaña y
etcétera”. Cerveza, sanguchito montañés o picada, descenso y bar del centro.
Hermoso. Dormir al bebé.

Día 3: Colonia Suiza. No me voy a extender demasiado. Digamos que fui una y dos y
mil veces en mi vida para siempre corroborar que es el lugar más sobrevalorado de
la Tierra. Sigo. Día cuatro, día cinco, día seis, y así.

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Digamos que el día siete teníamos una excursión al Cerro Tronador. Si nunca fueron,
les digo que vayan. Si nunca fueron y quieren tomar la camionetita, preparen la
billetera y el culo, porque es un viaje largo. Otro dato, no vayan con bebés. Otro dato
que viene a colación con el dato anterior: no vayan con mi hijo cuando es bebé. No
viajen en el tiempo, no lo busquen, de verdad les digo. La cosa es que Tony no paró
de llorar. Era lógico, la madre y yo queríamos montaña. Él quería otra cosa, pero que
nunca llegamos a saber. La camionetita era una camionetita e iba llena. 50 y 50 de
parejas mayores y parejas entre los 20 y los 30. Bueno y nosotros, los únicos con un
bebé. Montaña, paisaje, llanto, repetir.

La madre de mi hijo no hablaba español en ese momento, por lo que hablábamos


entre nosotros en inglés. La gente de la camionetita parecía entender todo lo que
decíamos y deben haber escuchado mi nombre varias veces porque evidentemente
a alguien le hizo ruido. Corto a cuando frenamos para picar algo.

A mitad de camino había una casucha de montaña chica, rústica y con comida
carísima. No, no me estoy quejando. Lo que se ve desde ese punto del universo es
increíble, así que cualquier cosa que haya pagado era poco. Pero Tony no paraba de
llorar, así que decidimos comprar lo más simple que tuvieran en el buffet y comer algo
afuera, cerca de la tranquera, sentados en el pasto. Tony parecía querer eso, ver los
animales, la montaña, tocar el pasto con los pies y las manos, comer tierra. Ya saben
cómo son los bebés. Y era increíble, ovejas acá, gansos salvajes allá, el Cerro
Tronador con la cima coronada con una nube que le hacía de capucha pronosticando
que se venía una tormenta de la san puta. Hermoso. Selfie, paisaje, foto de Tony, un
tweet que decía etcétera, otra selfie. Todo hermoso.

Los que terminaban de comer, salían de la casucha y se prendían un cigarrillo o iban


al baño o estiraban las piernas y los brazos de forma exagerada. Nosotros, todavía
en el pasto, hacíamos jugar a Tony y acompañábamos el ritmo eterno de su “meterse
comida en el morro”. No sé porqué siempre que cuento esta parte de la historia, me
la imagino en cámara lenta: un pájaro negro volando bajo, una oveja desbocada que
chocó con la tranquera y una reacción en cadena: un caballo asustado, otro, otro. Una
nube de polvo que se levantó como reacción al galope y tres caballos salvajes
corriendo hacia mí. Hacia la madre de mi hijo. Hacia mi hijo de un año.

Si siempre cuento esto en cámara lenta es porque sucedió en cámara lenta a pesar
de que los caballos no respetan la cantidad de cuadros por segundo que uno quiera
agregarle a la acción. Dicen que el cerebro nos da lo que necesitamos para sobrevivir
el momento que estamos viviendo. Cuando percibimos peligro, el cerebro reacciona
y estimula las glándulas para emitir más de esto, más de aquello, más de eso de más
allá. El resultado es una percepción mayor que aumenta la posibilidad de

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supervivencia. Veía el mundo como en fotos espaciadas, pero no pude evitar alzar a
Tony y correr para donde me salió correr. Estaba seguro de que iba a morir, pero
tenía que salvar a mi hijo. Un grito y una especie de gaucho punk. Los caballos se
frenaron. El gaucho punk silbó y los pingos lo siguieron. Pin-pam-pum. Mi cerebro al
pedo, pero mi hijo a salvo. La madre de mi hijo también a salvo un poco más lejos.
Eso y una multitud reunida en un semicírculo mirando toda la secuencia. Un tipo
grandote aplaudía no sé qué y una pareja se nos acercó para ver cómo estábamos.
Mientras dejaba a Tony con la madre y me prendía un cigarrillo, contesté lo protocolar:
“qué susto”, “la puta madre”, “no entendí nada”, “estamos bien, estamos bien,
gracias”.

El semicírculo había vuelto a sus actividades normales, a sus cigarrillos y celulares y


bebidas. Nos llamaron a todos desde la camionetita y seguimos camino al Tronador.
Volvimos a hablar inglés, pero la camionetita comentaba en español. La comida ya
no les parecía importante, ni siquiera el paisaje. Los ojos estaban en la familia que
estuvo a punto de ser aplastada por tres caballos enloquecidos. Una risa, otra. Un “ya
pasó, pero menos mal que están bien”. El recorrido siguió y la visita al Cerro fue
hermosa. Todo perfecto. Tony siguió llorando, pero llorar significaba que estaba vivo
y después de lo de los caballos, lo único que quería era que Tony llorara. “La
superioridad estética y moral del Cerro Tronador”. Sí, fue un tweet. No estuve muy
creativo ese día, pero el paisaje jugaba a mi favor. Y volvimos, volvimos entre llanto
y la camionetita revoleándonos contra los lados y más español e inglés y bar del
centro y dormir a Tony.

La mañana del día ocho empezó con lluvia, como había pronosticado la montaña, y
decidimos que tendríamos un día tranquilo, haríamos un poquito de ciudad y
restaurantes. Nada de animales sueltos ni cosa rara. Queríamos que lo más extraño
que nos pasase ese día fuera recibir un mensaje de texto inesperado. Y “turururu”: mi
mamá.

“Uri, ¿están bien? Una exalumna mía estaba en la excursión al Tronador que hicieron
ayer y me contó lo que pasó. Mirá”. Y al mensaje le siguió una foto.

Mi cerebro a tope. Sustancias, dopamina, adrenalina, cortisol. Tony a salvo, pero en


peligro ante mis ojos. Dicen que la tragedia, o la casi tragedia, con el tiempo, se vuelve
comedia. Quiero contarles que es cierto, porque le respondí, “si vieja, estamos bien.
Jajajajaja, la puta madre”.

La foto era esta y así me veo en cámara lenta:

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Lo único que no se puede reemplazar

Esta no es mi historia, pero me hubiese gustado que lo fuera. Su protagonista no


quiere que su nombre aparezca en ningún lado, por lo que voy a apropiarme del relato.
Están avisados.

Esto pasa cuando el que cuenta la historia tomaba, cuando tomaba demasiado y tuvo
que dejar de hacerlo. Todo pasa antes de que dejase de tomar. Digamos que soy yo
porque así es más cómodo para todos. Tomaba demasiado y tuve que dejar de
hacerlo. También es importante que sepan que, cuando tomaba demasiado, también
era demasiado joven. A ver, pasaron años. Después de dejar de emborracharme,
volví a hacerlo y hoy puedo ir más de la cuenta y las consecuencias nunca, o casi
nunca, son graves. En ese momento, una mala noche era sinónimo de una mala vida.

Entonces era de noche. Los excesos siempre deben darse de noche, es una ley
natural. Era de noche y todas las personas que conocía estaban en ese lugar. Todos,
hasta el primo del primo del primo de… ya saben. El marido de Pampita seguro estaba
ahí también. Me acuerdo patente cuando llegué a la casa de Molina y todos tomaban
como si fuese el fin del mundo. Estaban tomando como se debe tomar cuando termina
una guerra civil y los paramédicos entran en escena a cortar los miembros
gangrenados. Todos tomaban y la casa era un caos. Como suele pasar en los
escenarios de descontrol, un vaso se me manifestó en la mano y, luego del vaso, una
botella de plástico cortada con los bordes quemados. Uno nunca sabía qué era
exactamente lo que estaba tomando. Ya saben, para más placer.

Vamos un poco más atrás. Molina era el director de la escuela. Era mi último año de
secundario y, como muchos otros, en lugar de tratar de llevarme el título y encuadrarlo
en el living, estaba en el medio de una cruzada contra el director. El que no pasó por
un viaje personal de autorrealización a partir de la destrucción de otra cosa, se está
perdiendo algo importante en la vida. Si necesitan saber más, Molina, además de ser
el director, era un hijo de puta. Ser director de un colegio de pueblo y ser un hijo de
puta nunca es buena combinación. Es una ley natural, pero las leyes naturales a
veces se rompen.

Estábamos en la casa de Molina por casualidad. Resulta que el director tenía un hijo,
Joaquín. Joaquín estaba en primer año cuando yo cursaba tercero y, por ser hijo de

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un hijo de putas, se vio en la obligación de organizar una Fiesta de Recuperación
Reputacional en su casa el fin de semana que Molina viajó al centro con su mujer
para ver todas las obras de teatro de la Calle Corrientes que cupiesen entre un viernes
y un sábado, y volver el domingo a que la vida siguiera su curso.

Joaquín organizó la fiesta porque tres cuartos del colegio lo odiaban. De eso se tratan
las Fiesta de Recuperación Reputacional. Joaquín sufría de algo extraoficialmente
conocido como Odio Heredado. Uno odia a uno y, si ese uno está ligado a un otro,
uno odia también a ese otro. Es una ley natural. Después de los 30, esa ley natural
ya no aplica, pero cuando uno es chico, uno odia y punto. La idea original, según
supe, era la de celebrar una reunión tranquila con los pocos amigos que Joaquín
había logrado juntar, a lo mejor por interés, seguramente para sumar algunos puntos
extra en los exámenes por andar con el hijo del director.

Pueblo chico infierno grande, dicen. Calculo que cierta razón hay en esa frase.
Joaquín invita a un amigo, ese amigo a dos, esos dos amigos al resto de Guernica.

Cuando la invitación de la invitación de la invitación llegó a mí, tuve un solo


pensamiento: “bien, vamos a la fiesta y hagámosle mierda la casa a Molina”. No a
Joaquín, yo no tenía nada contra Joaquín, sino al otro Molina.

Volvamos a cuando llegué y todas las personas que conocía tomaban como si fuese
el fin del mundo. Pato estaba ahí. Eze, el Bocha, Tincho y Ema estaban ahí. Es
increíble pensar que esta gente hoy tiene hijos a cargo. O sea, son padres. ¿Por qué
digo esto? Porque justo después del vaso materializado, en el momento que me
pasaron la botella cortada con los bordes quemados, vi a Ema tomando carrera y
saltando sobre la mesa del living de los Molina. Cayó con el codo sobre el medio de
la tabla de la mesa, como al estilo Titanes en el Ring, y la partió a la mitad, al estilo
Titanes en el Ring. Esto no era falso, esto estaba sucediendo y delante de mis ojos.
Vicente Viloni jamás rompió una mesa de verdad. Karadagián y La Masa siempre
fueron sacos de huesos y músculos y carne y látex más una coreografía. Esto era
real.

Era fácil imaginar que todos los invitados y los invitados de invitados, y los invitados
de invitados de invitados tuvieran el mismo pensamiento que yo. “Bien, vamos a la
fiesta y hagámosle mierda la casa a Molina”. Hay gente que escribió, disertó y enseñó
todo esto de la consciencia colectiva. Teníamos una excusa: Molina era un hijo de
puta. No teníamos nada en contra de Joaquín, “el Molinita”, pero alguien tenía que
pagar. De alguna forma sabíamos que los hijos de puta terminaban pagando siempre.
Ya saben, una ley natural. Pero ayudar a las leyes naturales cuando nos tomábamos
todo lo que aparecía en nuestras manos, del pico, y pagado por los Molina sin siquiera

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saberlo, bueno, tenía que ser una forma de justicia. Había historia. Había historia de
años. Estar en el último año y Joaquín en primero nos daba ventaja, teníamos
información que él no. Habían pasado cosas. Había estado lo de la suspensión de
Rama. Estuvo la vez de la humillación pública en el salón de actos del colegio. El
Bocha, ahí, parado, delante de todo el colegio con los pantalones meados del miedo,
mojado desde la entrepierna hasta los zapatos y Molina con el micrófono en la mano
diciendo “tipo grande y haciéndose encima”, tentado, tentándonos a todos con la risa
descontrolada y aflautada. Alguien tenía que pagar. En nuestros libros de registros
mentales también estaba la vez de la abolición de los recreos. Un mes. Un mes sin
recreos. Alguien tenía que pagar. Teníamos más historias, pero creo que con esto
alcanza para que se den una idea.

La mesa partida en dos. Ema también partido en dos, pero de risa, con un tajo en el
brazo que le nacía en el codo y terminaba en la muñeca. Sangre. Sangre en el piso,
en la alfombra, en las paredes. En ningún momento vi a Joaquín, así que tampoco
pude verle la cara cuando descubrió el primero de los que iban a ser sus problemas
para siempre. Ni el primero, ni el segundo, ni todo el resto. Era justicia divina. En otra
parte de la casa, Tincho estaba escribiendo las paredes con fibrón indeleble y Pato
pasándose los cepillos de dientes de todo el linaje Molina por el culo. Eran mis amigos,
sí. Esta gente hoy tiene hijos, sí. Y también vota y paga los impuestos. Esta gente
estaba demente, pero creíamos en la Justicia Divina. Sí, con mayúscula. Ya saben,
el padre siempre es el padre, y, si el padre es un hijo de puta, adivinen qué puede ser
el hijo. Lamento haberme equivocado. Joaquín Molina es de las personas más buenas
que conozco. Hoy le digo Joaco y, decir buena persona, le queda corto.

Pero estábamos en la mesa y en las paredes y en los cepillos de dientes. Joaco


todavía no se llamaba Joaco sino “el hijo del hijo de puta de Molina”. No fue esa noche
sino el siguiente lunes, en la escuela, que supe que el Bocha había revisado todas
las habitaciones de la casa hasta dar con la de Molina. Todo pasaba en simultáneo.
Había gente desmayada en el suelo del living, vajilla rota, vidrios por todos lados y el
Bocha. El Bocha con los pantalones y los calzoncillos en los tobillos, de cuclillas arriba
del escritorio de Molina y con el culo casi rozando el teclado de la computadora del
director. Sí. No lo vi en vivo, pero pasó igual que pasó todo lo demás. Nadie supo
nunca qué había comido el Bocha, pero después de esa noche, se volvió una leyenda.
Vayan y pregunten, no me crean nada. Vayan y griten “¡el Bocha!” en Guernica.
Después me contarán ustedes. Sí, sus poderes de deducción no fallan, la fiesta iba
genial.

Vamos a cuando alguien que no conocía se subió a una silla del comedor y se colgó
de la araña que pendía del techo para venirse abajo con parte del cielo raso y cables
y todo lo demás. Gritos, risas. La fiesta iba genial. Siempre sean fieles a sus
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propósitos, aunque los propósitos cambien. Vamos a la parte en la que casi no se
podía respirar. Vamos a la parte en la que todo era demasiado. El caos y las personas
y la música y el humo y el olor a transpiración. Todo demasiado alto, todo demasiado
viciado. Demasiado calor, demasiada gente. Vamos a la parte en que Eze grita
“¡policía!” y estalla la botella de Budweiser contra el suelo. Alguien se une al grito y
dice “¡sepárense!”, y todas las personas que conocía en el mundo entran a correr en
todas las direcciones. No supe a ciencia cierta si había policías o no, pero viéndolo
en retrospectiva, me pregunto, ¿qué tanto podía haber hecho la policía? La fiesta iba
genial. La policía aparece porque la fiesta va genial y pide o que bajemos la música
o que suspendamos la celebración, cualquiera que sea. Punto. Taza-taza. No. Me
gustaría entender las motivaciones que nos hacen crear leyes universales, naturales.
La ley natural dice que si uno está borracho y tiene menos de 18 años y aparece la
policía, hay un problema. La policía se vuelve un problema. Todo se vuelve un
problema. Una palabra. Un gatillo. Gente corriendo. La policía agarrando al vuelo a
todo lo que se cruce en su campo de visión. Linternas de hierro, esposas tintineando
contra los revólveres. Botas con suela de goma. Zapatillas con suela de goma sobre
el piso de madera y la alfombra. El suelo pegoteado de alcohol. El ruido de los brazos
contra los brazos, del aliento a alcohol contra el aliento a alcohol. Esta es la historia
de otro, la historia de otro, pero de cuando yo tomaba tanto que tuve que dejar de
hacerlo. Vamos a cuando yo me sumo a la estampida. Vamos a cuando me escabullo
por la ventana que da al patio trasero de los Molina, a cuando salto la medianera, a
cuando me caigo de cara al piso y me despierto en mi cama.

Creo que después de esa noche, o la noche que siguió, dejé de tomar. Se acabaron
las excusas. Una persona que no toma no solo carga la cruz de no saber qué tomar
en reuniones o fiestas, sino que tiene que empezar por decir la verdad. “Lo siento,
estaba borracho”, no cuenta. El deber llama. “Perdón, soy mal tipo y hago ruido”. Y
uno cambia. Y uno mira hacia atrás y se ríe. Puede llegar a llorar, pero por lo general
ríe. A veces me pregunto por qué dicen que la tragedia más tiempo es comedia. Mi
vida nunca se acercó a una comedia contada de mi boca. Tal vez si otro cuenta la
historia, puede que esboce una sonrisa. Pero no. Es demasiado cercano. Las
rajaduras siempre están demasiado abiertas. Tomar de más es lo peor porque arruina
fiestas. Tomar de menos es lo peor, porque aburre al resto de la fiesta. Es una
cuestión de equilibrio. Equilibrio y amigos. Agradezco haber tenido los amigos que
tuve. Eze, el Bocha, Tincho y Ema. Hubo más. Joaco. Hubo más, seguro que hubo
más. Pero vamos a cuando Eze apagó la X-Box y me dijo, “tengo que hablar con vos”.

Para contar lo de cuando Eze apagó la X-Box y me dijo, “tengo que hablar con vos”,
hay que hacer algunos saltos temporales. Agárrese fuerte, señora. Vamos al lunes
después de la fiesta en la casa de los Molina. Vamos a cuando pasé el portón del
colegio haciendo jueguito con las ojeras de todo lo que había tomado el viernes. Dos
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días de resaca. Los ojos inyectados en sangre y los zapatos arrastrándose,
deslizándose sin despegarse del suelo todo el trayecto hasta el salón de clase. En el
camino, Joaco, bueno, Joaquín. Molinita. “¿estuviste en mi fiesta el viernes? Se me
fue todo de las manos y mi papá no está viniendo a trabajar porque está atacado”.
Dije que no. Ya saben, como un mentiroso más hijo de puta que el padre de Joaquín.
Dije que no, que no había estado en la fiesta y le puse la mano en el hombro a
Joaquín. “¿Qué pasó, negro?” le pregunté. Ya saben, peor que un mentiroso. Joaquín,
todo lágrimas en los ojos, me contó que alguien había roto la mesa del comedor, que
otro alguien se había cagado en la computadora del padre, que la araña esto, que las
paredes lo otro, pero lo que me llamó la atención fue lo que dijo después. “La
computadora es lo de menos, la araña estaba asegurada, el problema fue que alguien
se llevó las fotos de mis abuelos”. Las fotos de los abuelos eran reliquias. Tesoros
escondidos en el cajón de los calzoncillos y las medias del Molina Mayor. ¿Cómo lo
sé? Tenemos que volver a viajar en el tiempo. Pero antes de viajar, tengo que
confesar que pensé lo que cada borracho piensa el día después, “¿yo hice eso?”. Me
convencí de que no, pero nunca estuve seguro.

Vamos dos años en el futuro. Vamos a la casa de Eze. Vamos a cuando Eze apagó
la X-Box y me dijo, “tengo que hablar con vos”. La realidad es que Eze no tenía que
hablar conmigo. No soy yo el protagonista de esta historia, ni siquiera es mi historia.
Digamos que Eze hablaba conmigo como debería haber hablado con su verdadero
amigo, con el verdadero borracho que dejó de tomar, con el verdadero analista de
leyes naturales. Pero Eze necesitaba hablar. Ya había estado en su casa no una ni
dos ni tres, sino infinidad de veces. Eze necesitaba hablar y mostrar e indicar y
exponer. Me dijo que lo siguiese y abrió la puerta del placard. Desde adentro, movió
una placa de madera que daba a un hueco en la pared. Del hueco en la pared, se
abrió paso a una habitación de la mitad del tamaño de la anterior y cubierta de arriba
abajo, de piso a techo, de fotos. Fotos en color, en blanco y negro, veladas, no
veladas, polaroids. Fotos por todos lados. Fotos con un espacio mínimo entre una y
otra. Fotos de gente que ya no vive, que ya no respira, gente que era el reflejo del
reflejo del reflejo de la gente que caminaba entre nosotros. Le pregunté por qué, por
qué tenía esa colección. Sí, se lo pregunté después de buscar la mandíbula en el
suelo. Nadie debería tener una habitación oculta y menos llena de fotos de gente
muerta. Le pregunté por qué y le pregunté de dónde. Eze me dijo que era un proyecto
de años. Eze me dijo que era un proyecto que tenía inicio y fin en cada fiesta a la que
era invitado. Había un arte. Un timing perfecto en el que, en el momento cúlmine de
la fiesta, él desaparecía entre la multitud y se abría paso hasta la habitación más
importante de la casa. Ahí, buscaba. Buscaba y buscaba más hasta dar con el álbum
de fotos más antiguo que pudiera encontrar. Eze siempre dejó las formas de arte
menor a los simios del grupo. Si había que cagar sobre una computadora, él sabía

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que podía usar esa distracción para llevar a cabo su propio plan. Me mostró fotos de
los padres de los padres de Rominita. De los abuelos de Juana. De los tíos abuelos
de Carlos. Y ahí, en frente mío, los Viejos Molina. Inconfundibles. La nariz ganchuda
de Joaquín y la pelada hija de puta del director Molina. Sí, la justicia divina existía,
pero necesitaba saber más. Y volví a preguntar. Pregunté por qué y Eze me lo dijo
sin pensar. Me dijo “porque es la única cosa que jamás van a poder reemplazar”. No
eran fotos, eran pedazos de otros. Eze nunca fue un criminal, pero era algo peor, un
ladrón de historia, un corruptor de líneas temporales. Me quedé en silencio por un
rato. Yo ya no tomaba, pero sabía que mi interior pedía un trago. No mucho más, solo
un trago. No dije nada más y volví sobre nuestros pasos hasta la habitación de Eze
y, desde la habitación de Eze al living y así hasta la puerta de salida. No estaba
enojado, pero había algo que no estaba bien. Aquella vez fue la última vez que vi a
Eze. Arrastré los pies todo el camino hasta mi casa como la vez de mi última
borrachera escolar. Arrastré los pies hasta mi casa y metí la mano en los bolsillos de
la campera. Saqué la foto de los parientes de Joaquín y me juré devolverla. La
realidad es que ni bien terminé de jurar, saqué el encendedor del bolsillo porque ese
recuerdo no cabía en esta línea temporal. Es la única cosa que jamás irían a
remplazar. Ni los Molina. Ni Joaquín. Ni Joaco. Ni Eze. Sobre todo, Eze.

Ese fue el fin del museo del tiempo y de muchos tragos que moría por tomar. Ese fue
el fin de la historia que no es mi historia. Ese fue el fin de un tiempo que creí olvidado.
Pero volví de visita. El barrio seguía siendo el barrio. Mi casa, la casa que dejé. Mi
mamá es la mamá que dejé para tocar la ciudad. Mi habitación era la habitación que
dejé y ahí, sobre uno de los percheros de atrás de la puerta, la campera. La campera
verde militar tajeada y con parches de los Sex Pistols y The Ramones. La campera.
La historia. Los bolsillos gastados y en los bolsillos algo acartonado por el tiempo y el
polvo y el caos. No metí la mano en el bolsillo porque de alguna forma sabía, sabía
que aquellos días eran lo único que jamás íbamos a poder reemplazar. Salí de mi
habitación, la abracé a mamá y me serví un trago.

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Animales

A ver, tengo problemas con los animales. No es de ahora, pero para eso tengo que ir
hacia atrás.

Que se entienda, no es que hoy me corrió una oveja por un efecto mariposa. No es
que estaba haciendo un huevo duro y el vapor sobre el techo de la cocina generó un
microclima en… no. Solo voy a contarles mi relación con los animales, para que
entiendan que esto no es casualidad. De alguna forma creo que viene insertado en el
código genético de los De Simoni.

De chico, de muy chico, me quise escapar de la pista de atletismo porque nunca fui
del tipo “deportivo”. Me alejé hacia el centro de la pista, para perderme entre los
jubilados y los aficionados al salto en largo en cajón de arena. Me alejé de ellos, bien
hacia el centro, y me agaché. Me quedé mirando si el profesor se daba cuenta. Estaba
contento conmigo mismo. Era la primera vez que me iba a saltar una clase, por más
que fuera de Educación Física. Y ahí, agachado, con la cara casi pegada al pasto,
algo me pinchó la mejilla. La vida no quiso que me saltara Educación Física. La vida
me puso un nido de teros a los pies. A la cara, diría. Tengo cicatrices en las piernas
que vivieron para contarlo. Esa fue la primera vez. A los teros no se los olvida. Y
sépanlo, todos tenemos una primera vez con un tero. Ahora que lo pienso, sonó
horrible, así que pasemos a la vez de la gata peluda.

La vez de la gata peluda. Suena a que tengo sexo con bichos. No. Solo tengo
problemas con ellos. Además del tero y la gata peluda y el perro de los amigos de mis
viejos, también tengo caballos y ovejas. No es solo con animales, eh, también tuve
problemas con algunas sectas religiosas, con fanáticos políticos y representantes del
Partido Obrero. Es un poco la vida, ¿no?

La vez de la gata peluda, con papá estábamos haciendo algo ilegal. Una ilegalidad
menor. Resulta que, desde la línea de edificación pegada a la vereda, hacia adentro,
uno tiene potestad sobre lo que hace y deja de hacer. De esa línea hacia afuera, no.
Por lo que podar el árbol de la vereda no era ni nuestra responsabilidad, ni nuestro
deber, pero alguien tenía que hacerlo. Sí, hay un vacío legal. No voy a entrar ahí.
Digamos que a papá le molestaban las ramas que se metían en el patio delantero de
la casa de mi abuela, así que, todo tijeras, todo musculosa blanca, me llamó para que

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le sostuviera las herramientas. Cuando uno trabaja con su padre, uno nunca trabaja
con su padre. Uno se vuelve el que sostiene las cosas. Papá decía que era trabajo
en equipo, así que, cada vez que podía hacer algo más para tener un mínimo de
reconocimiento, me comprometía a fondo. Fue en uno de esos compromisos cuando,
con las manos desnudas, fui a agarrar la rama caída sin ver que había una gata
peluda posada, como si estuviese en casa, sobre ella. Si mi abuela viviese, se
acordaría del grito. Del grito y de mi mano izquierda. Gigante, con ronchas como las
de la picadura de una avispa, extendiéndose sobre la palma. Las gatas peludas no
se olvidan tampoco. Si quieren quedarse con algo de esta parte de la historia, les diría
que presten atención. Las gatas peludas no se olvidan como no se olvidan los teros,
como no se olvida el primer beso. Todo queda guardado en ese lugar que duele y no
se puede borrar.

Ovejas. Es en plural porque las incluye a todas. No, el que vio a una oveja no las vio
todas. Esta es solo una anécdota de la primera vez que viajé a Reino Unido. Me
acuerdo de que estaba aterrado. Mi cerebro argentino-miedoso (todos tenemos uno
de esos. Generalmente, solo cambia la nacionalidad), me decía que no me dejarían
pasar migraciones, así que le pedí a mi novia de ese momento que me acompañara
a la cola del Mercosur, a la cola del resto del mundo. Ella era local, así que podía
hacer lo que quería, por lo que decidió acompañarme. Yo era todo miedo, todo sudor
frío, todo tarjeta de visita y pasaporte en mano. Nos acercamos al agente de
migraciones, él leyó mis datos, mi tarjeta de visita, y sonrió. Le dijo a la que era mi
novia, “Wales! Are you guys going for a sheep-shaggin’ session?”, pero yo no entendí
una palabra. Ella se rio. Él se rio. Ya dentro de Reino Unido pregunté qué había sido
tan gracioso. Ella me contó que a los galeses se los conoce como “sheep-shaggers”,
o culiadores de ovejas, perdón por mi francés. Más adelante en el viaje entendí que
hay diez ovejas por persona y que razones sobran para asegurar que cada tanto algún
granjero se aventura a tejer un pullover.

Tuve problemas con caballos. A ver, hay un link para cada evento que estoy
nombrando. Tengo problemas con animales, ergo, los animales son parte de mi
literatura. Acá solo estoy comentando de forma breve lo que podrían ser libros de
zoofilia. Perdón, de zoología. Pero sí, los caballos. Fue una secuencia en cámara
lenta. Una secuencia en Bariloche después de seis días de excursión ininterrumpida
con pareja y mi pibe de un año. Fue de camino al Cerro Tronador. El cielo perfecto,
el paisaje perfecto, ya saben cómo es Bariloche y si no saben, espero que alguien se
los cuente. Fue en el momento que nos dispusimos a comer algo mientras Tony
jugaba en el pasto. El código genético en los De Simoni generó una reacción cósmica
en cadena y una oveja se estampó contra una tranquera y tres caballos se desbocaron
y avanzaron hacia nosotros. Un gaucho-punk apareció en el momento justo antes de
morirnos. Entonces viví y estoy acá para contarla. A eso hay que sumar una foto
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inesperada, una madre preocupada y una publicación en Facebook y ¡pum! Historia
con caballos, damas y caballeros.

Bien, para leer lo que sigue hay que entender qué es lo que hago cuando tengo miedo
o me siento amenazado. Acá entran los gansos, uno en realidad. Uno en particular.
Eduardo. Eso es lo que hago, les pongo nombre. Le pongo nombre a la amenaza,
como si un lazo emocional me fuese a salvar. Eduardo tomaba sol en Manchester a
un lado del canal que me llevaba a trabajar a una oficina de mierda en el centro. Sí,
estoy haciendo catarsis: Manchester y ese trabajo fueron una mierda. Eduardo sabe
de lo que hablo. Él me hizo odiar un poco más a esa ciudad. Eduardo tomaba sol y
todavía no tenía nombre. Yo no tenía aún el dato de que, en marzo, los gansos se
aparean, al menos de este lado del mundo. No sé qué harán los gansos en la India.
Poco importa. Eduardo, antes de ser Eduardo, fue el ganso que se me quedó mirando.
Me miraba con mirada de ganso, ustedes saben cómo es esa mirada. Graznó. Le
hablé. Otra de las cosas que hago cuando tengo miedo, le hablo a la amenaza. En mi
vida le hablé a todo tipo de cosas, a avispas, abejas, a la AFIP, a un ganso. Le dije,
“Eduardo, solo tengo que ir a trabajar, vos estás acá, tomando sol. Yo no te voy a
molestar, vos no me vas a molestar a mí”. Después entendí que estaba en Manchester
y, el miedo a caer al canal no venía con subtítulos. Volví a a decir lo mismo. Esta vez
en inglés. Otra cosa que hago, además de hablar y poner nombres, es repetir ese
nombre. Eduardo. Eduardo. Eduardo. Eduardo graznó. No respondió ni en castellano
ni en inglés. Habló el idioma universal de la violencia y corrí, corrí como si el diablo
fuese ganso. Debo decir que llegué a la oficina intacto, sin aire, pero intacto y sumé
un nombre a la lista de los nombres que jamás voy a olvidar.

Ahora, amigos, lamento decirles, con mucho dolor, que ahora viene la parte de las
ovejas. Sí, les conté de una situación con ovejas, pero no hablé de las ovejas como
se debe hablar de las ovejas. En corto: me corrió una. Hay cosas que agradezco y
una de ellas es haberme cruzado a Oscar más temprano que tarde. Ya les dije, si
tengo miedo, tiene nombre. A los únicos a los que no debemos llamar por su nombre
son al Diablo y a Voldemort. ¡Ups!

Oscar. Sí. Ese día me levanté temprano y miré por la ventana a algo que miro cada
vez que voy de visita a Gales. Varios años devolviéndome la mirada, quieta, tranquila
y una bandera flameando. Una montaña. Ese día me levanté temprano y decidí
subirla, hacer cima, sacarme una foto y declararme hombre-montaña, uno de los
tantos denominativos que una persona que se precie de serlo puede tener. Hay quien
me lee ahora que es abogado. Súper, yo soy hombre-montaña porque la facultad me
aburrió. Una cosa que uno no debe hacer antes de subir una montaña es fumar un
cigarrillo. Check. Me fumé el primer pucho del día en la base y empecé a subir. Para
llegar a la cima hay que atravesar campos, propiedades privadas, puertas oxidadas,
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tranqueras y saltar alambres de púa y muros de piedra. Hice todo eso, pero antes,
empecé a caminar. Crucé el arroyo y subí cincuenta metros en vertical hasta la
primera puerta oxidada. Ahí se abre un camino que lleva hasta una tranquera y, del
otro lado, a una granja que se extiende hasta donde alcanza la vista. Una casa de
piedra construida en el medio del terreno y un mar de ovejas, marcadas con un algo
azul, pintan el paisaje verde con motas de blanco y azul-celeste.

Miré a las ovejas con cariño, pero sin demasiado cariño. Ya saben lo que dicen de los
galeses. Hasta ahí llega mi amor y, mientras cruzaba ese océano lanoso, un
espécimen que percibí distinto. Ojos rojos. Ojos de oveja. Una marca colorada sobre
el lomo. El resto, azul. Los ojos. Los ojos deberían tener nombre y formar parte de
esa lista de nombres que jamás olvidaré. En esa lista hay personas importantes,
relaciones amorosas, músicos, escritores y Oscar. Le puse Oscar. Oscar no dejaba
de mirarme. Me dije que, si lo miraba directo a los ojos, caería en la trampa y me
volvería parte de la manada. Es lo que tiene el miedo, nos hace pensar y hacer cosas
estúpidas. Segunda cosa estúpida, pero inevitable: le hablé. No sé galés, así que
intenté inglés, español, le recité un mantra en sánscrito y, de saber guaraní, seguro
lo hubiese intentado. Oscar esto, Oscar el otro. Om-Namah-Shivaya. Oscar de acá,
Oscar de allá. La mirada fija. Los ojos rojos como la marca del lomo. Si nunca vieron
una oveja, les cuento que no tienen cejas. No tienen cejas, pero muestran el odio, el
enojo. Yo representaba a toda la raza humana. Oscar, a toda la ovejada. Era una
guerra por el control del mundo granjero. Me dije que no podía defraudar a Orson. Yo
no soy una comadreja después de todo. Soy el héroe de esta historia, el héroe que
todavía no empezó a escalar.

Bien, si estoy contando esto es porque Oscar no me alcanzó. Si estoy contando esto
es porque llegué a la cima y hay fotos. Algún día contaré otra experiencia del mismo
día, con animales y en la cima. Hoy no. Solo deben saber que, como toda buena
escena, esta fue en cámara lenta. Corrí, amigos. Corrí más de lo que creí posible, lo
que nunca es bueno después de un cigarro y antes de una montaña. Oscar era el
Diablo y jamás se le debe dar nombre al Diablo. Ya saben. Pero el Diablo no me
alcanzó y se ganó el título de Oscar. No me quiero imaginar lo que hubiese pasado si
me llegaba a embestir. Sí, vi películas. Cuando el ojo humano no mira, todos los
demás ojos aprenden a ver.

Cuando bajé de la montaña tuve que pasar por donde Oscar, pero no lo encontré.
Mentiría si dijese que no lo busqué. Yo, entre las ovejas, buscando a una oveja.
Ridículo, pero solo quise convencerme de que Oscar era real y no otra cosa. Ya
saben, donde hay ojos humanos, hay otros ojos que aprenden a mirar. A veces me
pregunto si mis altercados con animales fueron reales. Si las cicatrices no fueron
causadas por otra cosa o si las memorias fueron alteradas por ojos no humanos. Me
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gustaría saber si Oscar existe, pero quédense con que ese día me corrió una oveja y
no me alcanzó, que es bastante más alentador que saber que el diablo acecha
disfrazado.

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Porro

Siempre me llamó la atención la forma de hablar que tienen los chicos cuando
empiezan a pronunciar mejor las palabras. Que se entienda, empiezan a pronunciar.
Como padre de un nene de cuatro años, vivo este tipo de dinámicas a diario. Tony
me dice “I wanna walk” (quiero caminar), pero sé que en realidad me está diciendo “I
want a rock” (quiero una piedra). Uno se acostumbra. Pronunciación parecida,
significado completamente distinto. Lo que nunca cambia es que quiere algo. Siempre
algo más. Si yo pronuncio como él lo hace, se enoja. Claro, lógico, en su
mente rock es rock, salga como salga luego de su boca. De esto se trata esta historia,
de esas construcciones, pero de un tiempo, cuando todavía no me acostumbraba a
la forma de hablar que tienen los chicos cuando empiezan a pronunciar mejor las
palabras.

Antes de mudarme al lugar del que luego me mudé, a dos casas, vivía una familia con
un nene de unos tres, cuatro años, que siempre se me acercaba a charlar. Si venía a
mí es porque siempre me veía con un libro con portada colorida, un comic, alguna
revista con Spiderman o Iron Man en primera plana. Hice lo que hago siempre,
empecé una conversación y la conversación empezó con su nombre. Le pregunté
cómo se llamaba y me dijo “Weed”. Me pareció raro, sí. “Weed” significa hierba, y es
la palabra que se usa para designar a la marihuana, al porro. Sí, hay otras palabras,
las conocemos todos. Decime si no estás haciendo una lista mental de todos esos
sinónimos. ¿Ves? Hay miles, pero él se llamaba Weed. Así como me pareció un
nombre extraño para empezar una conversación, también tenía lógica que, estando
tan cerca de Gales, la gente tuviese nombres menos ordinarios. Así que lo dejé pasar.
Debió ser eso. Debió ser Gales.

Todos los días, justo antes de la hora del almuerzo, el nene se acercaba a la ventana
de casa. Me golpeaba el vidrio con el puño cerrado y me hacía señas para que saliese.
Todos los días. No importaba qué libro estuviese leyendo. Lo dejaba a un lado y me
llevaba una historieta para sacarle tema de conversación. En la puerta de casa yo me
sentaba para que tuviésemos la misma altura y charlábamos de poderes, de
personajes secundarios y de por qué varios superhéroes se debían llamar distinto.
Siempre igual. Él me decía señor. Yo le decía “Weed esto”, “Weed lo otro”, “Weed de
acá”, “Weed de allá”.

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Así pasaron días, semanas y meses. Misma rutina. Yo siempre me aseguraba de
tener un libro nuevo a mano. Iba hasta la biblioteca y agarraba todo lo que podía para
después devolverlo a la tarde, cuando Weed se volvía a su casa cuando la madre lo
llamaba.

El tiempo da una cuota de análisis y marco teórico a lo que uno vive. Después de un
tiempo, uno se siente más seguro con el idioma y percibe otras cosas al mismo
tiempo. Se vuelve natural, como una extensión del propio cuerpo. Y ahí fue cuando
sucedió. Estábamos charlando del traje ideal para el Capitán América y la voz de la
madre de Weed resonó en la calle vacía: “Reed, come back home! Hi Iurial” (Reed,
¡vení a casa! Hola Uriel). No hacía falta más nada.

Saludé, me puse el comic debajo del brazo y entré a casa pensando en la cantidad
de tiempo que pasé llamando Porro a un nene de tres o cuatro años.

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Una historia corta sobre Spider-Man

Hoy es mi última noche en casa. Estábamos mirando una película y, ni bien terminó,
salí al patio porque escuché gritos. Una voz de hombre que gritaba y gritaba. Otra
voz. Una chica que asentía y después negaba. Ella varios tonos más altos que él,
pero casi en mute. Me subí a la medianera y vi a los vecinos de al lado también
tratando de ver qué pasaba.

Los gritos venían de atrás, del jardín público que está en la parte del fondo de casa.
Me asomé un poco más desde arriba de la pared y vi a un chico de unos 20 años
insultando a la que calculé que era la novia. Ya se estaba pasando unos pueblos con
el volumen y las groserías y los insultos. Ya le había nombrado a varios ancestros y
me empezó a subir desde los huevos esa rabia que solo puede venir de los huevos.

La chica le decía, “Gordon, it’s not like that, it’s not like that, calm down!”. Miré a los
vecinos sonriendo. Me devolvieron el gesto. Me dije “sí”, y me decidí a gritar. Un grito:
“Gordon shut the fuck up, we have kids here” (Gordon, cerrá la puta boca. Tenemos
chicos acá). Silencio. Veo al chico que encara para la calle. La novia lloraba. Habrá
caminado unos diez, veinte metros y se dio media vuelta. Gordon volvió y le siguió
gritando. Le dije en voz baja a la madre de mi hijo que fuese hasta donde las cajas de
la mudanza. Al living, a la que está abajo de la de los libros y me alcanzase la máscara
de Spiderman. Me la puse y me asomé con toda la pose de Peter Parker. Yo, todo
cuclillas, todo nuevo Avenger, decidiéndome si iba a ser Peter o Miles Morales. Al
caso, no importa, pero personalmente siempre es clave saber quién voy a ser.

El chico, Gordon, me vio. Me miró sin entender demasiado qué seguía. Tenía que
hablar o el efecto se perdería. Le dije, “don’t make me go around, you fucker! You
don’t wanna know who I am” (No me hagas dar la vuelta, hijo de puta. No querés
saber quién soy). Le hice el gesto de tirarle una telaraña. Estaba convencido, yo era
Peter Parker. Gordon salió corriendo. Los vecinos entraron a las carcajadas y yo fui
feliz.

Firmado: Su buen vecino, Uriel.

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Cantar Victorina

Sí, mis historias son de gente rota. De gente que empieza mal y termina peor. Hoy
quiero contarles otra historia y hacerles una promesa: que todo, siempre, está bien.

En octubre de 2019 estaba solo, solo deprimido y con problemas de alcohol. Eu,
cuando digo “problemas”, no estoy hablando de verdaderos problemas. Hablo de que
tomaba, tomaba más de la cuenta y, cada cierta cantidad de noches, perdía la
conciencia. Sí, claro, hablaba con gente, de hecho, trabajaba. Muchos saben de qué
trabajaba y mi trabajo siempre se basó en escribir para otros. Así que estábamos en
contacto. Incluso con muchos de los que están leyendo hoy.

Poco más de dos años. Poco más de dos años y me avisaron en la oficina que
teníamos una videollamada con una empresa tercerizada que se encargaba de cosas
del blog, paid social y cosas que nunca consideré esenciales. Entré a la call y me
puse a dibujar. Creo que, al día de hoy, no hay reunión de trabajo en la que no me
ponga a dibujar o a pensar en otra cosa. Una frase divertida. Una publicidad para un
sitio porno danés. Lo que sea con tal de no estar. Es la forma en la que trabajo. Nunca
estoy en el momento en que tengo que estar, pero estoy en todos los demás. No me
pregunten cómo funciona mi cerebro. Anda bien, ahora con mucho menos alcohol
que antes, pero sigue teniendo combustible. Ella estaba en esa call. Levanté la vista
del block de notas y la miré. Siempre tiendo a mostrar que miro donde no miro. Visión
periférica. Ella no me vio de la forma que yo la vi a ella y eso es siempre una victoria.
Una Victorina.

Pausa, pausa.

¿De dónde es ella? ¿A qué dedica el tiempo libre? Sin respuestas.

Mis mañanas eran de trabajo. Mis tardes de alcohol y clases llenas de alcohol y
aspirantes a escritores. Muchos ya son escritores, pero todavía no lo saben. Yo, las
clases y mis noches de más alcohol. Si hay una noche que recuerdo es en la que la
vi a ella en un sueño. El rostro, nada más. Sé que piensan que fueron sueños de otra
índole, pero no. Fue un sueño. Un sueño no pornográfico. Un sueño lleno de palabras.
De los sueños que prefiero.

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Por las mañanas un ibuprofeno, un vaso de agua. Seis de la mañana para hablar con
mi hijo del otro lado del mundo. Otro vaso de agua. 100 flexiones de brazos. 200
abominables. Repetir. Oficina sin alcohol. Más de lo que hacía todos los días. Más
video llamadas. Más de mis visiones periféricas. Más de ella sin que ella sepa que
ella era ella. Y llaman a reunión presencial. Yo ahí. Ella ahí. Yo entro, salgo y entro
de nuevo. No, sé que piensan que fueron sueños de otra índole, pero no. En la
habitación. Fuera de la habitación. Alimento para mi déficit de atención auto
diagnosticado. Otro vaso de agua. Repetir. Entro una vez más. Hay una elipsis de
tiempo, si no esta historia sería larguísima y llena de monólogos. Termina la reunión.
El equipo tercerizado sale a fumar. Los que fuman y los que no. Los cigarrillos unen
a la gente, no me pregunten por qué. Pero la de las video llamadas ahí y yo, fumador,
no podía dejar pasar la oportunidad. Bajo. Ascensor. Siete pisos. Probablemente
cinco. No importa. Bajo. Cigarrillo entre los dientes en el hall de entrada. En lugar de
paredes, cristales, ventanas. Ella y el resto. El grupo y ella. Salgo. Dientes que se
vuelven labios y labios que se tensan y dejan que el fuego haga lo suyo. Pregunto en
qué andan. Hay una mezcla de respeto y odio. Me importa poco. Insisto. Dicen que
por Twitter no se “levanta”. Digo que es mentira solo para llevar la contra. Ella está
con ellos. Yo juego de local, pero estoy solo. La soledad es una parte importante de
mi vida. Es la razón por la que soy como soy. En una charla me preguntaron por qué
escribía y dije que porque nunca me invitaban a la fiesta. La fiesta. Plural. Una fiesta
son todas las fiestas. Un escritor puede no estar en una fiesta y describirla a la
perfección. Están los que aceptan las reglas y bailan lo que el DJ de a diez mangos
la hora diga. Los rebeldes. Los que empiezan a fumar. Los que se la pasan afuera.
Los extrovertidos. Los que sacan a bailar a la familia de la chica del quince y los que
le dicen suegro al padre de la agasajada. Ya saben todo esto. Es la dinámica de los
jardines de infantes, de los parques con juegos para niños. El microcosmos que
muestra el cosmos y el cosmos que muestra el macrocosmos. La tela de araña luego
del rocío de la mañana. Cada gota refleja a las demás y cada una de ellas al resto.
Fractales. Todos los discursos presentes están relacionados con los discursos
pasados y futuros. Todo tiene que ver con todo. Reconozcan a los pensadores, da lo
mismo. Ella dice que no. Yo que sí. Pasa un camión repleto de ladrillos por la autopista
y sé que en otro momento me hubiese dado una idea para escribir una línea en redes
sociales sobre cómo está constituida la relación de castas en la India, pero no, no me
llama la atención. Ella adelante mío. Ella sin aceptarme. Ella sin decir que sí a lo que
yo digo. No estoy acostumbrado a que me lleven la contra. Hago la cara del que me
importa poco. La cara del que hace la seña del dos de oro. Digo que sí. Por Twitter
se levanta. Tengo un nombre completo. No el mío, el de ella. Tener el nombre
completo es una victoria. Una Victorina. Tengo el nombre completo por las video
llamadas. Termino el cigarrillo. Me prendo otro. La conversación va para otro lado, yo
también. Subo y sigo trabajando.

98
Vamos al día siguiente. No, volvamos otra vez. Subo y necesito un trago. Debería
haber una barra en las oficinas. Bueno, no las hay. Vamos al día siguiente. Dos
ibuprofenos. Un vaso de agua. Abro Twitter. Un mensaje. “así se levanta por Twitter:
15.50.56… etcétera”. Ya saben. Mi teléfono. Y me limpió. Que esto, que el otro. Jamás
recibí un mensaje de ella a ese teléfono. Pero los De Simoni no se rinden. Nos sale
todo mal, pero no nos rendimos.Y ahí mi compañero. Mi compañero la conoce de un
viaje de intercambio de hacía unos años a… no importa. Le pregunto por ella. Me
cuenta. Pregunto más, pero me responde lo que estimo son verdades a medias. No
importa. De Simoni. Los De Simoni no se rinden. Tengo su teléfono. Sí, señores, me
limpia. Dos veces. Un verdadero insistente hubiese esperado a la tercera. Yo me rendí
antes. Sí, díganlo. Y ahí quedó. Alguna interacción en Twitter. Meses. Meses y mi
decisión de dejar el país, de correr atrás de mi hijo. Chau empresa-para-la-que-
trabajaba-en-ese-momento. Hasta pronto, amigos. Adiós, amigos. Gran disco. Pero
Adiós. Perdido por ahí hay un tweet con un QR y en ese QR los Ramones. Puta
madre. Me rendí a la segunda. Me fui. Dejé todo.

Acá viene la parte nebulosa. Pandemias y cosas que escribimos o nos escribieron a
todos entre todos. Si bien yo perseguí un sueño, el sueño era el sueño de otro. Los
casi dos años desde que me fui hasta que me siento a escribir esto, fueron dos años
extraños. Sonreí, sí, pero no era mi sonrisa. Era el primer beso en una ejecución en
plaza pública. Pero sin el beso, claro. Alicia en el hoyo del conejo. Un pozo. Alicia.
Yo. Es lo mismo. Alicia y los barbitúricos. Yo y el alcohol y el ibuprofeno y los cigarrillos
y el alcohol y el acento de Bolton. Hablen de emigrar. No me importa. Emigrar no es
lo que decían que era. Si aún creés que ser es parecer, probá el beso despechado
que hoy se ríe hasta llorar. Idiota. Escribí sobre viajes en el tiempo, sobre borrachos
que se emborrachaban cada vez peor, sobre amantes de tuberculosas. Escribí la
muerte de violadores y de abuelos que enseñaban a masturbar a sus nietos. Esta
historia es otra historia porque yo soy otra persona, o porque descubrí lo que no sabía
que era. Hoy no me salen los relatos sobre viejas comidas por castores. En la misma
charla donde me preguntaron por qué escribía, me preguntaron sobre qué escribía.
“Personas que empiezan mal y terminan peor”, dije, convencido. También dije que
tomaba porque un buen texto no se escribe tomando un yogurt. Frases hechas. Hoy
escribo tomando mate. A la mañana y sin fumar. Pasaba por otro lado. Pasa por otro
lado.

Dos años, hermano, dos. Dos años de rechazo, dos años de depresión, dos años de
alcohol, cuatro ibuprofenos al día y cigarrillos demasiado caros y asquerosos como
para valer la pena. Demasiado encerrado. Demasiado todo. Demasiadas veces
demasiado. Miento. Fueron casi dos años cuando avisaron que levantaban las
restricciones e iba poder visitar mi casa una vez más. No lo dudé. El mismo día saqué

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dos pasajes. Uno que me cancelaron. Otro que salió bien. Mi propia victoria. Sin
mayúscula. Sin sufijo que no es sufijo.

Vamos más atrás. Unos meses más atrás, tal vez menos que unos meses. Igual, si lo
pienso fue hace más de dos mil años atrás. Alguna interacción en redes sociales. Un
mensaje privado. Otro. Idas y vueltas. Ella, sí. Dos años, hermano. ¿Cuál es el secreto
de una victoria? ¿Y de una Victorina? Jamás lo voy a saber. Lo que sí sé es que
quedamos en vernos. Ofrecí un vino, ella retrucó y dijo que ella ponía el vino. Volé a
Buenos Aires y, en el medio del vuelo, en transiciones, me dijo que tenía que patear
el vernos unos días más. A los De Simoni todo nos sale mal. Claro que lo tomé de la
peor forma, pero sonreí por mensaje de voz. Para mí era una cancelación. Pero no.
Volvió a retrucar. Calma, ya voy a llegar.

Estaba en casa. Estaba en casa y estaban los pibes. Ellos saben, no los dejé respirar.
Los vi todos los días, salimos todos los días a tomar algo acá, allá, a comer acá o más
para el otro lado. Ellos. Y ella adelantándome ese vernos a dos días antes. Sí,
mantengamos el primer vernos y veámonos antes. Yo cenaba con mi mejor amigo y
un mensaje. “¿Venís?”. “Sí”.

Nada bueno pasa después de las dos de la mañana. Una y monedas. Demasiado
cerca de las dos. A los De Simoni nos sale todo mal. Necesitaría a Michael Bay para
que se entienda la velocidad de la secuencia que sigue. Si no saben quién es Michael
Bay, imagínense que están mirando una escena de acción de Transformers. Bien,
¿más o menos ubican la velocidad? Bien de nuevo. Vamos. Pido un Uber. No hay
Ubers disponibles. Pido un Beat. Viene el Beat a los tres minutos. Los tres minutos
más largos de mi vida. Dos años. Ella me había limpiado, ¿OK? Ahora el vino estaba
de su lado y jugaba de local. Yo estaba en casa, en mí país. Jugábamos los dos de
local. Yo estaba en casa. Ella me esperaba en suya. Yo demasiado tarde. Demasiado
cerca de las dos. De los dos. El conductor me pregunta si soy yo, pero con acento.
Le digo que sí y entro. Le pregunto si conoce a Korven Dallas. Me dice que no. Le
pregunto si vio El Quinto Elemento. Me dice que sí. Le digo que necesito que maneje
así. Estoy en Palermo y estoy demasiado lejos. “Es Korven Dallas, sí”, me digo. Por
momentos tengo miedo de morir antes de llegar. “Kill your darlings”. ¿Qué “darlings”?
Hay personas que tienen que morir mil veces antes de morirse de verdad. A los De
Simoni nos sale todo mal. No podemos cantar victoria. Los De Simoni deberíamos
tener otro término para celebrar. Me digo que voy a llegar antes de las dos. Es una
forma de correr contra mí mismo. Aliento a Korven. Por cada semáforo en rojo son
100 pesos más. Mentira. Jamás diría esa bestialidad, pero tuve ganas. Estamos a
mitad de camino y faltan 10 minutos. 1.53 AM. “Korven, hoy estás por hacer historia.
Dos años, Korven”. Y Korven es más Korven que Korven. Mi amigo me escribe. Le
digo que estoy corriendo. Él sabe. Él siempre supo todo, por eso es mi amigo. Antes
100
de ir a verla, mientras cenábamos me dijo “es una reina, amigo, es por ahí”. Hoy soy
de los que le dicen “amigo” a sus amigos. A ciertos amigos. Le digo “primo” a mi primo,
sí. Y él sabía todo. Me dijo, “Llegás. No mueras en el camino”. Me dijo algo más. Me
dijo, “es como dice Guille”. Es una frase que digo, que decimos todo el tiempo. Tengo
que develarla. Hay una banda y esa banda tiene un tema y ese tema tiene una frase.
No es ni siquiera parte de la canción, es solo un comentario dentro de otro comentario.
“Y es como dice Guille”. Y desde el fondo, una voz apagada, cansada, pero que grita,
dice “ciegos los que no quieren ver”. Quiero ver. Mi amigo sabe que quiero ver. Y ella
y un mensaje. “¿Estás lejos?”. Yo, “Seis minutos”. Calculo la 1.59 am. Si bajo del auto
a la 1.59, estoy llegando antes de las 2, ¿no? Es como dice Guille 2.0. “Incrédulos los
que no quieren creer”. Pasan dos minutos. Perdón, Michael Bay. Gracias Michael Bay.
Tengo que dejarte ir en unos minutos. “Korven, ¿puedo fumar?”. “Claro, parce”.
Korven no se llama Korven. Me prendo un cigarrillo. Le convido uno a mi parce. “Volá”,
le digo. “Antes de las dos, Korven”. El humo me sale espeso de la boca y se vuelve
fino en el aire y se pierde en el viento del otro lado de la ventanilla. Sé que no tengo
que preguntarme nada, pero soy curioso, me gustaría saber a dónde va a ese humo
cuando yo dejo de verlo. ¿Por qué el humo nunca vuelve al cigarrillo? “¿Acá, parce?”.
Chequeo la dirección. Sí, Korven. Lo digo en la cabeza, no en la boca. Moví la cabeza.
Chocamos puños y no nos vamos a volver a ver. “Estoy”, escribo. Enviar. “Bajo”.1.58
am. ¿Michael quién? Pausa. Necesito una pausa.

Es muy temprano para cantar Victorina. En dos minutos va a ser demasiado tarde
para cantar nada. Léase tirando sal por sobre el hombro, dando tres vueltas sobre mi
propio eje, golpeando tres veces la mesa. Léase a un supersticioso que espera lo
peor. La última vez que la tuve en frente fue hace más de dos años. ¿octubre, amor?
“Sí, octubre”, dirás vos.

Dirás. Esta charla se da en el futuro. Entre el relato y el futuro hay historia y de eso
se trata esto, de poner en palabras lo más real que me pasó en la vida para no
convencerme de que es un sueño.

—Amor, un día te vas a despertar y te vas a dar cuenta que yo no existo

—Yo te voy a hacer existir PARA cortarte las bolas.

Extracto de un diálogo en el auto, yendo o volviendo, pero estando juntos.

Sí. Si no lo escribo no es real y si no es real no sé qué estoy haciendo con mi vida.


Esto es sobre ella, pero tiene mucho que ver conmigo y es por eso por lo que está en
primera persona.

101
Si esto no es un sueño, es porque es real y, si esto es real, es que estoy en un estado
que creí que experimenté, pero del que no tengo idea… o no tenía. ¿Puedo poner en
pausa esto mientras ella baja a abrirme? Gracias. Vamos para atrás.

No sé en qué año empecé a meditar. Cuando lo hice fue porque necesitaba


respuestas y las respuestas fueron libros, como no podía ser de otra manera. Pero
los libros no eran suficientes. Había un algo más. Había un algo más que excedía mi
lugar de seguridad. Me metí, me metí cada vez más. Me cambié el nombre. Me
obsesioné. Era todo casi sectario. Cuando digo que me cambié el nombre, digo en
realidad que tenía dos nombres. El mío y otro más. Pasaba horas dedicado a mirar
hacia adentro ya hacia un adentro que no existe. Horas. Libros, meditación, hatha
yoga, ejercicios de respiración. Repetir. Una droga por otra. Había dejado de tomar
alcohol. Había dejado de fumar. Una droga por otra. Creí que era feliz. Me corté el
pelo casi hasta el nivel del cuero cabelludo y empecé a enseñar lo que había
aprendido. Había entrado en “la zona”. Estaba en ese estado que no es estado. Ni
nación. No había hogar porque simplemente no había nada. El problema es que
seguía ahí, en sociedad, en el medio de un todo que no compartía o que no entendía
el lugar que ocupaba o dejaba de ocupar.

Ella está bajando las escaleras. Yo me recuento la historia de mi cambio de nombre.


Los pantalones blancos. La remera blanca. El mantra. La maestra de India hablando
en sánscrito. Cantando en sánscrito. En mi cabeza los fonemas de un idioma que
produce otro idioma que produce otro idioma. Si no lo escribo no es real y si no es
real no sé qué estoy haciendo con mi vida. Si esto no es un sueño, es porque es real
y, si esto es real, es que estoy en un estado que creí que experimenté, pero del que
no tengo idea… o no tenía. Pienso en el estado. 1.59 am. Tiene que abrir en menos
de un minuto. El estado de las cosas. Yo no siendo yo sino la versión que creía que
un yo debería tener. La puerta. Ella. No como la recordaba. Distinta, pero ella. Ella sin
limpiarme, solo ella. Yo quiero ser como es el mar que solo es sin intentar ser más.
Desde donde estoy parado hasta la puerta, habrán unos cinco pasos. La distancia.
La distancia que separa un estado de otro. Mis planes en Buenos Aires no
contemplaban un plan con ella. Un plan con nadie. Eran los pibes, pero “es como dice
Guille”. Ciegos los que no quieren ver. La abrazo. Me abraza. Me dice que pase y
estoy en casa. Son las dos de la mañana y todo está bien.

Pausa. Pausa.

Para abrazarme se pone en puntas de pie. Me dice “bienvenido”. De vuelta en el hotel


de los sueños, todo es cinco estrellas, pero las habitaciones están vacías. No sé qué
hacer. Mi papá no jugaba póker, pero tenía la mejor cara de póker del mundo. Eso
aprendí de él. Cara de póker. Caminar detrás de ella y mirarla. Pero vayamos más

102
atrás. Vayamos a cuando la vi y todavía no había “bienvenido”, ni abrazos, ni nada.
Vayamos a cuando el tiempo se suspende más que en todos los párrafos anteriores.
Vayamos a cuando no hacen falta palabras porque las palabras deberían venir de un
lugar en donde las palabras no existen. Vamos a cuando la miro, a cuando sé que
ella es la persona que buscaba sin buscar.

Okay, volvamos a mi cara de póker. Hay algo que mi cara de póker no traduce en el
póker. Hablo. Hablo demasiado. Cuando estoy nervioso aumento la velocidad a lo
Michael Bay. Perdón. Gracias. No te vuelvo a usar de recurso. Ella dijo “bienvenido a
la cueva”. Entré a su departamento y le dije que era una cueva muy buena. Me había
prometido un vino así que, mientras yo hablaba sin parar y recordaba el cómo y el
cuándo, ella descorchaba una botella. Le dije que no me había abrazado. Solo para
que conste en el acta, después de idas y vueltas, de cancelaciones y adelantos, le
pedí que, por lo menos, cuando me viese, me abrazara. Lo hizo, sí, pero yo gano
plata poniendo en crisis las decisiones de otros.

—Eso no fue un abrazo.

—Te abracé, como te prometí.

—Abrazar es otra cosa.

Me besa. Me besa de verdad. De esos besos con los brazos alrededor del cuello. Me
besa y, tengo que aclarar, el que narra ahora es su cerebro, no mi pluma.

“Se está tensando, se está tensando y me está pasando los brazos por la cintura. Me
está apretando el cuerpo contra el de él. Puta madre, no. Me pasé unos pueblos. Puta
madre, lo estoy citando. No te enganches. Él se va. Él se va. No te enganches, pero
seguí”.

Yo no respondo. Son unos segundos. Esto pasa antes del abrazo. Espero, la siento.
Veo qué hace. Mi trabajo es poner en crisis lo que hacen los demás. Incluso en esta
situación, sobre todo en esta situación.

Vamos a cuando deberíamos estar trabajando juntos, pero yo no dejo que nadie
trabaje conmigo. Vamos a cuando le reboto todas las ideas para escribir sobre la
marca que yo represento, que represento dos años en el pasado. Vamos a la parte
donde caigo mal, donde me hago odiar. Vamos a la parte en la que no entiendo por
qué me está besando.

La abrazo. La beso yo también. Sé que su cerebro dice “cagamos”. Sé que el mío


dice, “tomá la casa, el auto que no tengo, el perro, mi vida”.

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Un beso. La medida de la civilización debería medirse en un beso. “How I Met Your
Mother”. Las leyes de Barney, las reglas, los impedimentos de Ted, la incapacidad de
Marshall, la insoportable de Lily y la que siempre fue sin ser. Robin. Los dos amamos
la serie. Yo públicamente, ella no tanto. La medida de la civilización, del destino y de
todo lo que mueve los hilos del universo está en ese beso. Ella pensando que se pasó
unos pueblos, citándome. Yo pensando que es todo lo que siempre quise. El beso
que siempre quise besar.

— Okaaaaaay —digo.

Ella tarda unos segundos. Sé que piensa que se pasó. La última “A” y la última “Y”
necesitan decirle lo contrario.

Los dos sabemos que sabemos, pero agarramos el vino y salimos al balcón. Estoy
bien vestido, ella está bien vestida, pero no nos importa. Lo importante es que
estamos ahí, juntos, y que nos gustamos, pero ninguno lo va a decir. Tomamos una
copa. Dos. Yo fumo, fumo como no fumé en mi vida. Uno, porque los cigarrillos están
demasiado baratos. Dos, porque estoy nervioso y los cigarrillos le hacen creer a mi
cerebro que estoy en control de mi sistema nervioso. No fumen, chicos. Nunca están
en control. Ella controlaba todo. Yo controlaba todo. No era nicotina. No era alcohol.
Era otra cosa.

Hablamos. Hablamos de cosas. Hablamos de más cosas. Yo mirándola a un ojo. Es


imposible mirar de frente a una persona a los dos ojos al mismo tiempo. Perdón por
romperles la fantasía, vayan y prueben, me tiene sin cuidado. Ella ahí, en su silla. Yo,
en la mía. Yo pareciendo más tranquilo de lo que estoy. Soy Alan Watts recorriendo
el templo de Ramakrishna sin creerle una puta palabra de lo que dice su salmo. Soy
un Aghori repitiendo om namah shivaya. Soy Kanti Devi dándome iniciación y
diciéndome al oído, diciéndole a Munindra, el mantra de Mahamrityunjaya. Ella
mirándome. Ella interesada en mí. Yo en ella. Nombro la música. Digo que la música
etcétera y si puedo cambiar o poner una canción. Ella dice que sí. Me dice la
contraseña de su computadora. Confianza. Escribo. Escribo y anoto en mi cerebro su
cumpleaños. Voy a una lista pre-preparada. Piccadely. Búsquenla, boludos, es la lista
definitiva. Después chequeo Google Trends. Mi lista, su reconocimiento. La beso. La
beso en su cama. Dormimos juntos. Nos despertamos al otro día y sí, sabemos lo dos
qué está pasando, pero nadie dice nada.

Pausa. Pausa. No están invitados. ¿Qué hacen mirando? Vamos a cuando me dice
que se va a Salta cinco días. Vamos a cuando la veo una vez más el domingo de las
elecciones en el lugar más lindo que consigo y ella me dice que no está en el mood.
Vamos a cuando llega y se ríe. Vamos a cuando nada puede salir mal. Vamos a

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cuando estoy seguro de todo. Vamos a cuando digo, “sí, hermano, es como dice
Guille”. Vamos a cuando me entrego completo. Vamos a cuando por adentro quiero
pasar cada segundo de mi vida con ella. Vamos a cuando le digo que está genial que
viaje a Salta y que quiero que la pase divino. Vamos a la parte donde nos escribimos
todo el día. TODO el día. Vamos a la parte en que la falta de señal del norte argentino
es lo único que me separa de ella. Vamos a cuando estamos los dos contando los
minutos de la vuelta.

Vamos a cuando, muchísimo tiempo después, leo esto que ella escribió durante los
días en Salta. Durante los días separados:

“Una semana. Solo tres días se habían conocido, tres noches, mejor dicho, y una
semana separados les alcanzó para darse cuenta de que nunca más querían estarlo.
Una semana de intensidad inconsciente que aumentaba cada vez que vibraba el
celular con un mensaje. Ella nunca usaba el celular con vibrador, pero quería
enterarse cada vez que él le escribiera para no colgarlo. Ella siempre dejaba los
mensajes sin contestar, pero con él quería que se entendiera que le interesaba de
verdad. Casi 25 años intentando que no se le notara cuando alguien le gustaba, pero
quería que a él no le quedaran dudas. Nada era igual”.

Lo escribió y no lo mostró. Lo escribió y ya lo sabía y ella sabía que yo sabía sin


decirnos que los dos sabíamos que sabíamos.

Claro que sospecho. Claro que me pasa lo mismo. Claro que no lo pienso decir. Nos
prometemos vernos antes de ver a nadie más. Antes de los amigos, antes de los
trámites. Antes que nada. Ella me dice que tiene que llegar y ordenar. Le digo que no
hay problema. Ella me dice que el vino lo pone ella, pero tiene que ver si llega a
desembalar todo. Le digo que el vino lo llevo yo. Me dice el nombre del vino. Ilógico.
Parece algo que yo diría. “Yo que vos me enamoro de otro”. No lo digo porque sería
lo lógico y acá no hay lugar para la lógica. El momento entre que sube al avión y
aterriza es el bache de mensajes. Se siente el silencio. Si quisiera, podría cortarlo con
un cuchillo. Llega y me escribe. Llega y me dice que esto y que el otro y que vaya y
que en cuánto estoy. Le digo un tiempo estimado. Es lejos de las dos de la mañana
así que nada puede salir mal. El auto, el cigarrillo, el otro cigarrillo. Los mensajes. La
cuenta atrás. El “avísame cuando estás”. El “obvio”. El “te quiero ver ya”. El “yo
también”.

Llego y la puerta de la calle se abre. Llego y ella es todo brazos en el cuello y todo
puntas de pie y todo besos. Yo todo eso. Yo soy manos en la cintura y un apretón
firme contra mi cuerpo. La extrañé. Todavía la extraño. Ella me extrañó. Todavía me
extraña. No nos soltamos en todo el trayecto de la puerta al ascensor. En el ascensor

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repetimos el beso que practicamos en la puerta. Toco los botones a ciegas. Puertas,
pasillo, puerta. Estamos adentro.

Pausa. Pausa. No miren. Esto no es para ustedes.

Vamos a cuando estamos tirados en la cama mirándonos, riéndonos y mirándonos.


Vamos a cuando ella me dice que estuvo pensando. A cuando le digo que yo también.
Pensando. No hay lugar para la lógica. “Vas a tener que hacerlo a la antigua”, me
dice. “Mirá que no pienso hacer todo yo”, respondo. Me dice que no tengo que hacer
nada que no quiera y le digo que va igual para ella. La cama, las sábanas, el
acolchado, la brisa fresca de la ventana entreabierta. Ella mirándome. Yo a ella.
Sonreímos. Me pregunta si quiero probar lo ilógico. Se refiere al vino, pero yo sé que
se refiere a todo lo demás. Camina a la cocina y yo la sigo. Ella no sabe que la sigo,
pero espera que la siga. Ella agarra el Ilógico y yo la agarro de la cintura. La doy
vuelta y le pregunto a la antigua. Ella me dice que sí. Novio. Novia. Es instantáneo.
Ella lo quería a la antigua, pero estaba todo dicho. Hay cosas que no hay que decir.
Hay cosas que son necesarias decir. Hay cosas que no son necesarias contar y acá
estamos. Ella diciéndome sí. A contar la historia y a lo otro. Nos besamos de nuevo,
sí. Salimos al balcón y nos reímos de estupideces. Ella me cuenta de su viaje, yo le
cuento de lo que pasó con el mío en los días que no nos vimos. Es historia conocida.
Siempre supimos lo que hacía el otro. Siempre estuvimos hablando con el otro. Hay
confianza. Hay algo más que confianza. Es ilógico. Perdón, Ilógico con mayúscula.
Ella se acerca, me agarra de la cara y me dice “te amo”.

Después de un “te amo” pueden pasar una serie de situaciones que vienen marcadas
por el destino. Que yo sepa, existe el susto, la negación, el ahogamiento. Escuché
casos de personas corriendo, despotricando y culpando al diablo. Dos palabras.
Infinidad de posibilidades. Pero si uno es lo suficientemente afortunado, recibe las
tres mejores palabras del español: “Yo también te amo”.

Pero vamos a cuando yo no tenía planeado enamorarme. Vamos a cuando el mundo


se me dio vuelta y empecé a planear en el aire. Vamos a cuando ella me mira y sonríe
y me abraza. Le devuelvo el abrazo. Estamos juntos. Es real. El contrato verbal lo
hace real. A los De Simoni todo nos sale mal, pero la vida me prueba equivocado.
Cambió la suerte, si es que uno cree en la suerte. Si uno cree que todo le sale mal,
indefectiblemente cree en la suerte. Hoy está de mi lado, está a mi lado. ¿Puedo
cantar victoria? ¿Puedo cantar Victorina? Me digo que sí.

Vamos a cuando nos vemos todos los días. Vamos a cuando nos escribimos todo el
tiempo. Vamos a cuando no hay culpas, cuando no hay conflicto. Vamos a cuando
nos entregamos el uno al otro en todos los sentidos posibles. Ella en mi casa. Yo en

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la suya. Hablamos, hablamos montones de horas. “Mis amigos te van a amar”. “Mis
amigas te quieren conocer”. ¿Por qué no? ¿Por qué no moverse cuando es natural,
cuando es lo que manda esa parte de la vida que no necesita análisis? Vamos a mí
conociendo a sus amigas. Ella conociendo a los míos. Vamos a yo yendo a verla jugar
al fútbol cuando odio el fútbol. Si eso no es amor, no sé lo que es. Vamos a una de
las experiencias más extrañas que jamás tuve.

Llego a Buenos Aires un viernes. El plan es trabajar de seis de la mañana a doce del
mediodía de lunes a viernes. Sigo empleado, sigo empleado y el empleador paga
demasiado bien como para tomarse vacaciones. Llego un viernes. El fin de semana
en el medio. Lunes. El lunes me ponen una medida disciplinaria. Miento, el lunes me
la comunican y me dicen que me quedo sin trabajo. Me conozco, era obvio que iba a
entrar en pánico. Era obvio, pero puedo ver el lado bueno. Estoy en casa y la voy a
conocer a ella en unos días. Conocerla a ella significa conocerla de verdad, por lo que
despertarme a las seis es un impedimento en la ecuación. Es la X que nadie sabe
descubrir. Pero me estoy adelantando. Me deprimo, pero no es de las depresiones
inglesas. Tiene solución, tiene una otra cara. Ramakrishna. Ramana Maharshi.
Papaji. Mooji. Rupert Spira. Soy un maestro zen en la cima de la montaña mientras el
mundo arde en llamas. Soy los Salmos contradiciéndose a sí mismo y buscando
tranquilidad en Linked In. Entrevistas, sí. Llueven entrevistas y las tengo que tomar
en diferido. Planeo con tiempo y acepto las que más me interesan. Cuando llega el
turno de una me estoy despertando. Me estoy despertando al lado de la persona que
amo. De mi novia. Ya conocen esa parte, solo quería volver a decirlo. Le digo que
tengo que ir a casa a hacer la entrevista. Me dice que me quede, que la haga en su
departamento, que ella no me va a interrumpir. No hablo en inglés delante de gente
que habla inglés como segunda lengua. Pero tengo que hacerlo. Un trabajo es un
trabajo es un trabajo. Ella ahí, todavía en la cama. Con la computadora apoyada en
los muslos y tapada con la manta hasta la cintura. Yo, con una camisa con los dos
primeros botones desabrochados y un bóxer. La altura es perfecta. Entrevistas a
medio vestir. Y hablo. Y ella está ahí. Y yo sigo hablando y del otro lado recibo flores.
Creo que se trata del humor. De cómo uno se siente cuando se siente bien. Ella y yo.
Estoy bien. Una entrevista se vuelve una segunda. La segunda, una tercera y ella ahí.
Dos de tres. Todas positivas. Me llaman para ofrecerme el puesto y darme la
propuesta económica. Pongo mis reglas. Ellos, las de ellos y ella ahí. Sonriendo.
Mirándome de reojo y haciéndome entender que le gusto. Que lo que me dijo hace
unas noches sigue firme ahí.

Las entrevistas pasan, los días pasan, conocemos a nuestros respectivos amigos y
seguimos planeando. ¿Nos vemos en Año Nuevo en Berlín? Sí. Llego a Reino Unido
y te saco el pasaje así te sale más barato. Planes. Como ese, un montón más. Pero
con los planes se acerca el día de mi vuelta. Me dice que me va a ir a despedir al
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aeropuerto. Le digo que amaría que lo haga. El día que me tengo que ir del AirBnB,
ella conoce a mi papá. El día del aeropuerto, a mi mamá. Unos días antes, salgo a
cenar con ella y su madre. El círculo está completo.Vamos a millones de kilómetros
por hora, pero lo que necesitamos. Se siente bien. Se siente normal. Se siente como
se debe sentir la felicidad.

En el aeropuerto hay lágrimas. Hay lágrimas y una fecha. Vamos a cuando me


despiden de Buenos Aires. Vamos a cuando conoce al resto de las personas que
faltaban conocer. Vamos a cuando es aprobada por todos. Vamos al aeropuerto de
nuevo. Días. Nos quedan días.

¿Estás lista para esto? ¿Estás listo para esto? Te lo pregunto a vos.

Y entonces pasan esos días. El COVID hace lo suyo. No puedo viajar a Alemania y
pasar Año Nuevo con ella. Me mudo de departamento. Hoy es 27 de diciembre y
tengo un pedazo de cartón que rescaté de la caja del modem que llegó hace dos días.
Tengo un pedazo de cartón y un fibrón listo. En ese cartón voy a escribir una historia.
En ese cartón estoy escribiendo una historia de una palabra.

Es 27 de diciembre y estoy en el Aeropuerto de Manchester. Estoy en Arribos. Estoy


nervioso y hace frío. Estoy nervioso, hace frío, pero en minutos voy a estar en casa
porque todo, TODO, al final está bien. Y ahí está ella. Ella y yo. Ella y yo una vez más.

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Cantar Victorina. Aeropuerto de Manchester. 27 de diciembre de 2021

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Algunas palabras finales. Solo algunas.

Debería ser inteligente porque estas son las palabras que cierran todo eso que
acabás de leer. No. No puedo ser inteligente, no puedo. No se trata de eso. Creo que
esta es la parte de hacer un favor a otros, no a mí. A otros.

Si alguna vez escribiste una línea, sabés de lo que hablo.

Si alguna vez escribiste una línea, sabés lo que se siente dejarla morir. Las palabras
no pueden morir, no deben morir. La literatura, el papel, lo digital; no debe morir.

¿Cómo hacer un favor?

Si lo que leíste te gustó, compartilo.

Si lo que leíste no te gustó, compartilo igual. Puede que le guste a otro. Puede que
toque a otro.

Escribir, en mi opinión, es romperse en pedazos con la esperanza de que algún otro


pueda reconocerse a sí mismo en esos pedazos.

No pierdo las esperanzas de que haya pedazos de pedazos de pedazos de personas


por ahí, esperando recomponerse. Creo que este es un pequeño gesto para ayudar
a armarnos a nosotros mismos. Es eso. No pretendo ser inteligente. No se trata de
vender. No se trata de las métricas que me manda Amazon todos los meses. Nada
me puede importar menos. Lo que sí me importa es que las palabras no mueran y
eso sí depende de nosotros.

Gracias.

Uriel De Simoni

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Sobre el autor

Uriel De Simoni, Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina. 1990.

“Me pagan por escribir lo que hacen personas que no existen”

Escribo desde que tengo memoria. Tengo un título universitario que no uso y una
carrera abandonada.

Soy profesor de Escritura Creativa y Consultor Creativo para marcas.

Todos los martes, trato de narrar historias inéditas en Twitter bajo el


hashtag #MartesDehistorias.

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