Adrien - Virginia v. B
Adrien - Virginia v. B
Adrien - Virginia v. B
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de
cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por
cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los
personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la
imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
1ra Edición, Diciembre 2018.
Título Original:
Adrien
Diseño y Portada: EDICIONES K.
Fotografía: Shutterstock.
Maquetación: EDICIONES K.
VIRGINIA V. B.
ÍNDICE
CITA
SINOPSIS
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPITULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPITULO 21
CAPÍTULO 22
CAPITULO 23
CAPÍTULO 24
CAPITULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPITULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPITULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
Oveja negra…
Oveja descarriada…
Libertino…
Irresponsable…
Y un sinfín de calificativos más, son con los que mi familia me deleita a
la menor ocasión. No los culpo porque tienen razón. No entienden que el
segundo de sus hijos haya, desde hace aproximadamente tres años, decidido
dar un cambio radical a su vida, pasándose por el forro de los cojones todo lo
que hasta el momento había aceptado en su estricta educación: las normas, las
buenas formas, el paripé y todo aquello que el llevar un apellido con título
nobiliario implica.
Vamos, una gilipollez en toda regla si uno se para a pensar que estamos
en el siglo XXI y que muchas de ellas, hoy en día, no tienen sentido porque
se han quedado arcaicas y ancladas en un pasado que, gracias a Dios, no me
ha tocado vivir de cerca; aunque hasta no hace mucho tiempo mis padres
hayan pretendido todo lo contrario.
Nunca es tarde si la dicha es buena, dicen algunos.
No tengo muy claro si mi dicha es precisamente eso, buena, pero a
veces, pasan cosas en la vida, a tu alrededor, que te golpean como un maldito
puño, fuerte y duro, y te hacen tanto daño y te dejan tan hecho polvo que, una
de dos, o te hundes, o remas contra la corriente intentando salir a flote y no
ahogarte en el intento.
Yo he decidido remar, de hecho, me he vuelto un experto en coleccionar
remos contra esa corriente, y nadar no se me da nada mal; no obstante, no
niego que, más de una vez, me hayan dado ganas de dejar la cabeza debajo
del agua y rendirme. Sigo aquí. Luchando. Intentando olvidar un pasado con
nombre de mujer que llevo adherido a la piel y que me gustaría dejar atrás,
más que nada en el mundo. No puedo. O no quiero.
No lo sé. Verla cada dos por tres no me ayuda a tenerlo claro y dificulta
bastante mi determinación de olvidarla. La quiero desde hace tantísimo
tiempo que, tengo miedo de que, al dejar de hacerlo, si eso es posible, me
ahogue del todo. Por eso remo sin cesar en estas aguas turbulentas llamadas
amor. A veces a un lado, a veces al otro, pero siempre manteniéndome a
flote. Con eso me conformo.
No, no me avergüenza reconocer lo que siento, ni me siento patético por
admitir que, estar enamorado, me hace sufrir como un perro. Sí, soy un
hombre, pero eso no significa que mi corazón sea de piedra y que todo me dé
igual. Eso de que los hombres no tenemos sentimientos, no lloramos y somos
inmunes al dolor cuando nos rechazan, nos engañan o se ríen de nosotros, es
un bulo.
Un bulo que nosotros mismos nos hemos encargado de propagar para
que no se nos tache de blandos y aparentar así que no somos el sexo débil,
que las débiles son ellas, las mujeres. Eso sí que es patético, ¿verdad?
A todos esos hombres les diría que: sufrir, llorar, sentirte destrozado por
dentro y creer que tu vida no tiene sentido cuando el amor que sientes no es
correspondido, no te hace menos hombre, sino más persona y mucho más
humano. Por mucho que trates de ocultarlo y de hacerte el fuerte, no significa
que no estés pasando por ello; así que admítelo, pasa tu duelo y sigue
adelante, o al menos inténtalo, como hago yo. ¿Por qué engañarte a ti mismo?
No tiene sentido y es ridículo.
Por el momento yo sigo mi camino y, sintiendo que Londres
últimamente me asfixia, he decidido aceptar la propuesta que hace varios
meses me hizo mi hermano Theo cuando estuvo aquí para comunicarnos a la
familia su próximo enlace con la mujer que parece haberle robado el corazón
y todo lo demás, Rebeca Hamilton. Una mujer de rompe y rasga, con
carácter, que no se amilana ante nadie, ni siquiera ante el zoquete de mi
hermano, que ha caído rendido a sus pies con un chasquido de dedos. ¿Quién
iba a decir que existiría una mujer capaz de soportar toda esa arrogancia y
petulancia del futuro duque de Kent? Joder, es la horma de su puto zapato de
firma italiana, y eso me encanta porque, haberlo visto contra las cuerdas y
totalmente hundido cuando la trajo al aniversario de nuestros padres, me hizo
comprender que no es tan duro como se muestra y que, realmente, en su
pecho, late un corazón; aunque a veces parezca que ese corazón está hecho de
frío metal. Y no, congraciarme con él en un momento de tormento como el
que yo llevo experimentando desde hace tiempo, no borra lo que por su
primogenitura me ha hecho pasar. Y tampoco olvido que mi dolor, en parte,
es por su culpa, por aceptar las normas impuestas por nuestros padres, sin
pararse a pensarlo siquiera. ¿Hubiera cambiado algo confesarle, por aquel
entonces, mis sentimientos? Ya es tarde para indagarlo, ¿no?
El caso es que, aquella fría tarde de invierno, cuando más cómodo
estaba yo en mi lugar favorito de Clover House, la casa familiar que mis
padres poseen en Dover, contemplando cómo caía la nieve y se derretía
contra los cristales del invernadero, mi hermano entró con ese aire de
suficiencia que lo caracteriza, se situó a mi lado en el sillón y dijo:
—No entiendo qué tiene este lugar para que te apasione tanto esconderte
en él.
—No me escondo.
—Entonces, ¿Qué es lo que haces aquí? ¿Contemplar las flores? —
preguntó socarrón.
—Estoy aquí porque prefiero estar solo que mal acompañado.
—¿Quieres decir que tu familia somos mala compañía?
—Mi familia precisamente, no.
—¿Te refieres a los Smith?
Su mirada incrédula casi me hizo sonreír. Casi.
—Tú no sueles venir por aquí, de hecho, la última vez que lo hiciste, tu
chica se largó de la fiesta, de la casa y casi de tu vida. ¿Qué quieres,
Theodore?
—No me lo recuerdes…
—Ve al grano, por favor.
Se metió las manos en los bolsillos, algo muy típico en él, y se acercó un
poco más al gran ventanal. Mientras él parecía la mar de sereno, yo me iba
inquietando con cada minuto que pasaba, no me gustaba tenerlo allí. Me
incomodaba. Era mi hermano y le quería, pero hacía demasiado tiempo que él
y yo no compartíamos más que unas pocas palabras, la mayoría de ellas
reproches, y obligados encuentros familiares. Mi relación con Theo había
hecho un alto en el camino y, personalmente, un servidor no estaba por la
labor de solucionarlo; y eso que hubo un tiempo en el que era mi mejor
amigo y lo admiraba, más incluso que a mi padre.
—Quiero que te hagas cargo del Libertine cuando Rebeca y yo nos
casemos y nos vayamos de luna de miel—habló por fin, girándose para
mirarme de frente.
—Ya tienes a tu perrito faldero para eso.
—Preston no es ningún perro faldero, es uno de mis mejores amigos y
trabaja conmigo, pero no es un James.
—Pues adóptalo y dale tu apellido.
—No seas impertinente, Adrien. Ya va siendo hora de que empieces a
comportarte y asumas tus obligaciones y responsabilidades en los negocios
de la familia.
—La respuesta es no—dije tajante.
—¿Por qué?
—Porque te equivocas, no es mi obligación, es la tuya. Tú eres el
primogénito, no yo.
—No digas gilipolleces, ¿quieres? Sabes perfectamente que, de un modo
u otro, todos formamos parte en los negocios familiares. Alison es mi mano
derecha aquí en Londres, Amber se encarga de los temas burocráticos, de
gestionar los temas internos y tú…
—Yo paso—lo interrumpí con chulería.
—Pasas… qué respuesta tan adulta. Tienes treinta y tres años…
—La edad de Cristo.
—No me interrumpas, joder. Tienes treinta y tres años—repitió—, y
vives de la asignación mensual que tus padres te dan, dinero que se gana
gracias a que tus hermanos nos deslomamos trabajando, codo con codo, cada
día—nos miramos a los ojos, ambos apretando la mandíbula, un gesto muy
nuestro.
Cada vez que me echaban eso en cara, lo de que no daba palo al agua y
vivía del apellido James, me apetecía gritarles y decirles lo equivocados que
estaban, que tenía un trabajo del que ellos no tenían ni puta idea y que me
generaba grandes beneficios; pero mantenía la boca cerrada, ¿total para qué?
Mis padres pondrían el grito en el cielo si supieran que un James tenía una
página web, una muy importante, donde se llevaban a cabo las mayores
subastas de piedras preciosas, joyas y alguna obra de arte. En cambio, tener
un club para caballeros y un museo con objetos sexuales, era todo un orgullo.
Claro, como era una herencia familiar, antigua y con renombre, ¿qué más
daba que las fulanas más solicitadas del país se pasearan a sus anchas por él,
y que hombres importantes con familia, se pasaran las noches allí metidos?
Menuda hipocresía.
—Tienes razón—dije—, no tengo vergüenza, estar toda la noche
rodeado de putas y de un puñado de caballeros aburridos, debe de ser un
trabajo agotador…
—Tu cinismo no tiene límites… Si te hubieras dignado alguna vez a
pasar tiempo en nuestros negocios, sabrías que nuestro trabajo implica mucho
más que eso, Adrien, no nos insultes. Eres un irresponsable y…
—Me da igual lo que penséis de mí, mi respuesta sigue siendo la misma.
No.
—¿Ni siquiera si te digo que a Rebeca también le harías un favor si
decidieras aceptar ir a Ibiza mientras nosotros estamos fuera?
—Mmmm… Hacerle un favor a mi futura cuñada no me importaría—
respondí casi relamiéndome para sacarlo un poco más de sus casillas.
—Si no fueras mi hermano te partiría la cara por lo que acabas de
insinuar.
—Y si tú no fueras el mío—me erguí en el asiento—, ya haría mucho
tiempo que hubieras perdido la tuya.
Retarnos con la mirada, como estábamos haciendo en aquel momento,
era nuestro juego favorito. A ninguno nos gustaba ser el primero en desviar
los ojos o agachar la cabeza. Esa vez, Theodore fue el primero en rendirse.
—Míranos, ¿qué nos ha pasado? Antes nos pasábamos horas
tomándonos unas cervezas y hablando de todo. Nos divertíamos. Nos gustaba
estar juntos.
—Tú lo has dicho, antes…
—¿Algún día vas a decirme qué fue lo que te hice para que, incluso a
mí, que aparte de tu hermano me considerabas tu mejor amigo, me dejes
fuera de tu vida?
Ese hubiera sido un buen momento para ser sincero y confesarle cuánto
daño me había hecho que, precisamente él, hubiera aceptado sin rechistar el
protocolo de las familias adineradas que se empeñaban en seguir unas reglas
caducadas. Pero no lo hice, claro. Me constaba que mi hermano era lo
suficientemente inteligente para saber qué era aquello tan grave que nos había
distanciado.
—¿Por qué a tu futura mujer le viene bien que vaya a Ibiza? —pregunté
tratando de desviar la conversación.
—¿Fue por lo que pasó con Caitlin? Porque puedo llegar a entender
que…
—Theodore—dije poniéndome en pie—, has venido a mi santuario a
proponerme algo, lo has hecho y ya te he dado una respuesta. Ya sabes dónde
está la salida.
—Ésta sigue siendo también mi casa.
—Tienes razón—lo miré e incliné la cabeza a modo de despedida
educada—. Buenas noches.
Con toda la tranquilidad del mundo, caminé hasta la salida con sus ojos
pegados a mi nuca. Antes de que llegara a abrir la puerta, hizo un último
intento:
—Rebeca confía en que, si tú estás allí cuando nosotros estemos fuera,
puedas de vez en cuando echarle un vistazo al Lust.
—¿No tiene ya a alguien que se encargue de eso?
—Sí, pero, en vista de que vuestra relación es tan buena, se quedaría
mucho más tranquila sabiéndote cerca—solté una carcajada.
—No cuela, Theodore. No cuela.
—Dime al menos que lo pensarás.
Salí del invernadero sin responder y sin dirigir ni una sola vez la vista
atrás.
No obstante, lo pensé. Mucho. Muchísimo, en realidad.
Y ahora que ellos llevan casados unas pocas horas, y que mañana a
primera hora saldrán de viaje para ser felices y comer perdices, y mientras el
resto de los invitados se divierte en la fiesta del banquete de su boda, yo me
encuentro preparando las maletas para cumplir, por primera vez, con la
obligación y responsabilidad de ser un James.
De haber sabido lo que el puto destino, ese que supuestamente está
escrito desde que nacemos, me tenía deparado, hubiera dejado que la
corriente, contra la que tanto me empeñaba en luchar, me arrastrara al más
allá.
Aunque, si mi destino era ella…
CAPÍTULO 1
Estoy paralizado.
Ni siquiera soy capaz de pronunciar palabra.
Ella, la persona que lo ha sido todo para mí desde que tengo uso de
razón; la que me hizo creer en cuentos de hadas y finales felices; la que
destrozó mi mundo de golpe y porrazo, sin importarle nada más que las putas
normas de las familias ilustres y adineradas, está sentada en uno de los
taburetes, tomándose una copa de vino. Tan tranquila. Sin apartar sus ojos de
los míos. Joder, ya han pasado tres años de toda esa mierda y sigue teniendo
el poder de hacerme sentir vulnerable. Débil. Hundido. Traicionado.
Enamorado…
—Tal parece que hayas visto un fantasma, Adrien.
Su voz, antaño dulce como una caricia, ahora suena fría, impersonal.
Vacía.
—¿Qué haces aquí, Caitlin? —consigo pronunciar al fin.
—Podría hacerte la misma pregunta.
Alza la copa y bebe, despacio. Desvío la mirada al movimiento que hace
su cuello al tragar, recordando al instante las veces que hundí la nariz en él y
me perdí en su olor.
—¿Qué haces aquí? —repito.
—Trabajo. ¿Y tú?
—Theodore está de luna de miel.
—¿La oveja descarriada ha vuelto al redil?
El roce de su lengua al limpiar una gota de vino de sus labios, tras
volver a beber, me deja sin aliento. Si cierro los ojos, soy capaz de sentir ese
roce por toda mi piel.
Me da un escalofrío.
—No hay ningún redil al que a la oveja le interese volver.
—¿Ninguno?
—No.
Chasquea la lengua.
—Lástima.
La miro fijamente.
No sé a qué mierda viene eso, la verdad.
—Es lo que hay.
Me encojo de hombros y me muevo con cuidado de no pisar ningún
cristal. Entonces me doy cuenta de que estoy prácticamente desnudo: en
bóxer, con la camisa abierta y los zapatos puestos. El agua de la jarra chorrea
por mis piernas… Dios, qué imagen tan nefasta para estar delante de ella,
joder.
Me siento patético. Aquí, de esta guisa, mientras ella está espectacular.
Con su pelo rojizo cayendo sobre sus hombros; el maquillaje inmaculado…
Sigue siendo ella y, a la vez, parece una persona completamente distinta. Es
por esa indiferencia que muestra cuando está cerca de mí. Con Theodore no
es así. Ahora él es su mejor amigo. Un lugar que ocupé yo la mayor parte de
mi vida. Ella eligió.
Inhalo con fuerza.
—Te ayudaré a recoger esto—se ofrece poniéndose en pie.
Camina hacia mí.
¡Mierda!
No me había fijado en que su cuerpo sólo está cubierto por una camiseta
y unos shorts minúsculos. ¿Está en pijama o esa es una nueva moda
londinense? Da igual, está para comérsela enterita. Paseo la vista por sus
esbeltas piernas, sus muslos torneados y sus hermosas caderas. Joder.
—¡No te acerques! —gruño.
—Adrien…
—Por favor—suplico.
Temo mi debilidad si la tengo demasiado cerca. Temo mi reacción al
sentir un mínimo contacto con su piel. Temo que escuche los desenfrenados
latidos de mi corazón. Y temo ceder a mis impulsos y que se aleje si intento
acariciarla.
Me temo a mí mismo, joder.
—No seas orgulloso y deja que te eche una mano—insiste.
—He dicho que no te acerques—mascullo con los dientes apretados.
Pone los ojos en blanco.
—Te estás comportando como un…
—No te quiero cerca de mí, ¿lo entiendes? Aún dueles demasiado.
—Ya ha pasado mucho tiempo, Adrien, deberías…
—Lo intento cada día, Caitlin. Cada puto día de mi vida.
Traga saliva y asiente.
—Mejor me voy a mi habitación.
Sí, eso, que se vaya a su habitación y me deje en paz de una…
Un momento… ¿Ha dicho su habitación? ¡¿Su habitación?! «No me
jodas, hombre», refunfuño mirando al techo.
—¿No había un hotel en el que alojarte?
—Me quedo aquí siempre que vengo a trabajar a la Isla. Es un acuerdo
al que he llegado con Theo hace tiempo.
—Genial.
—Sí, como en los viejos tiempos, ¿verdad?
La fulmino con la mirada.
—Vale, eso sobraba. Lo siento. Buenas noches.
—Lo eran… —murmuro para mí.
Hace nada me sentía pletórico.
Ahora me siento abatido.
Furioso.
Me concentro en respirar.
En esto momento pagaría por no sentir absolutamente nada.
Recojo el desastre que ha ocasionado su presencia, mis prendas de
encima de la encimera y me voy a mi cuarto.
No entiendo qué hace aquí ni a qué ha venido a Ibiza. Supuestamente
regenta uno de los hoteles de su padre en Londres y, que yo sepa, el señor
Smith no está pensando en ampliar sus horizontes empresariales. No recuerdo
haber escuchado nada al respecto en las reuniones familiares de Clover
House. De ser así, mi padre lo sabría. Tiene acciones en su empresa.
¿Qué me estoy perdiendo?
Tras darme una ducha, me tumbo en la cama y me enfrento a un duelo a
muerte con mi mente: ella se empeña en recordar, y yo, sólo en olvidar. Dura
batalla si uno de nosotros no tiene las suficientes fuerzas para luchar. Juro
que lo intento; pero son tantas cosas…
Es una vida entera, joder.
Al final gana la mente. Y me quedo dormido en los imaginarios brazos
de una mujer que en otro tiempo se desvivía por mí. Yo sigo desviviéndome
por ella.
Aunque no quiera.
Aunque duela.
A la mañana siguiente, a pesar de que me despierto pronto, no tengo
ninguna prisa por levantarme y remoloneo un buen rato en la cama. Sí, puede
que esté haciendo tiempo para no encontrarme a alguien que no quiero ver
por el pasillo. ¿Cobardía? No, yo prefiero llamarlo precaución. Luego,
cuando finalmente me levanto, me doy una ducha, me visto y voy al comedor
a desayunar. Ella está allí, tomando un café mientras ojea el periódico.
—Buenos días, Adrien—saluda en cuanto entro.
—Caitlin.
Me sirvo un zumo de naranja y me siento en el otro extremo de la mesa.
Al rato, María deja a mi lado unas tostadas untadas con tomate natural y un
café solo.
—Buenos días, muchacho—sonríe—, hoy tienes mejor aspecto que
ayer.
—Pues no será por lo que ha dormido… —masculla ella.
La ignoro totalmente.
—Gracias, María.
—Buen provecho. Si necesitan algo más, estoy en la cocina.
—Gracias—repito.
Ambos comemos en un silencio bastante incómodo, la verdad. Pero he
decidido actuar como si ella no estuviera. Sería una tontería entablar una
conversación que en realidad no quiero mantener. Ni siquiera por cortesía.
—¿Qué planes tienes para hoy, Adrien?
Por lo visto ella no piensa lo mismo.
—Evitarte a ti, principalmente.
Nuestras miradas se cruzan. La suya por encima del periódico. La mía
de frente.
—Qué pena.
—Sí, estoy a punto de echarme a llorar—rezongo.
Otra vez silencio.
Me como las tostadas, bebo el café, me limpio con la servilleta y me
pongo en pie. Cuando estoy llegando a la puerta, entra Preston.
Mira su reloj de muñeca y luego me mira a mí.
—¿Estás enfermo? —indaga.
—No que yo sepa.
—¿Seguro? Porque hoy no has salido a hacer ejercicio por la playa y
sigues aquí en el comedor a las nueve y media de la mañana—sonríe—.
Debes de tener fiebre, tío. O puede que Malena te diera ayer un buen meneo y
te dejara para el arrastre.
—Puede ser.
—¿Te tomas un café conmigo? Hay algo que te quiero comentar.
—No. Si quieres hablarme de algo, sube al despacho. ¿Me dejas pasar?
En cuanto me muevo para salir, ve a Caitlin.
—Hola, preciosa, ¿cuándo has llegado?
No me quedo a escuchar, ya sé la respuesta.
En el despacho intento concentrarme al máximo en mis quehaceres:
revisar el correo y contestar los más importantes; revisar algunos asuntos de
mi web, las subastas y solicitudes. También llamo a George para saber si ya
tiene lo que le pedí: el informe perital de las esmeraldas. Hablamos durante
unos minutos. Todo está en orden, las piedras son auténticas. Me despido,
hablo con el propietario de éstas y preparo la subasta. No tardará mucho en
empezar la puja. Bien.
Preston entra sin llamar. Como siempre. Esta manía suya empieza a
tocarme los cojones. Mucho. O puede que simplemente hoy no esté por la
labor de soportar ciertas cosas.
—Deja de hacer eso—le digo.
—¿El qué?
—Entrar en mi despacho como Pedro por tu casa.
—No es tu despacho, es el de Theodore, y cuando él está no es necesario
que llame a la puerta.
—¿Lo ves por alguna parte?
Hago un gesto con la mano señalando la estancia.
—No.
—Exacto. Él no está aquí. Yo ocupo su lugar. Y quiero que llames a la
puta puerta antes de entrar. ¿Te queda claro?
—Oye, tener sexo te sienta fatal, tío. Siempre estás más borde de lo
habitual después de practicarlo.
—¿Sabías que ella iba a venir?
—¿Malena? Por supuesto, viene todas las noches.
—Malena no. Caitlin.
—Ah, ella. Sí, claro que lo sabía.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Debería?
—¿Tú qué crees?
Sonríe.
—¿No te gustan las sorpresas, Adrien?
Su retintín me molesta.
—Odio las sorpresas.
—Tenía entendido que erais los mejores amigos.
—Lo éramos…
—¿Y qué ha cambiado?
—Que aceptó casarse con mi hermano.
—¿En serio?
Mierda, no me puedo creer que haya dicho eso en voz alta.
—No me jodas que estabas enamorado de ella por aquel entonces.
—Lárgate—lo interrumpo.
—Joder, ¡sigues enamorado! —grita—. Eso sí que no me lo esperaba…
—murmura sorprendido.
Se queda pensativo.
Y yo empiezo a perder la paciencia.
—Escucha, ella está aquí porque…
—No me interesa.
—Si sigues enamorado de ella y odias las sorpresas, tienes que saber
que…
—Punto uno—lo interrumpo—: no estoy enamorado de ella. Punto dos:
me importa una mierda qué hace aquí. Y punto tres: o sales ahora mismo del
despacho o te saco yo de una patada en los huevos, Preston. Tú decides.
—No seas tozudo y déjame hablar.
—¡Que te largues! —bramo.
Alza las manos.
—Está bien, como quieras. Lo he intentado, luego no me vengas
pidiendo explicaciones porque no te las voy a dar, cabezota.
—Me doy por advertido. ¡Fuera!
—No bajes al sótano, van a ensayar el pase de este fin de semana y
necesitan privacidad—dice antes de salir por la puerta.
«Como si tuviera algún interés en bajar al puto sótano», pienso
resoplando.
No puede ser que ayer por la noche estuviera pensando que las cosas
parecían cambiar y que hoy vuelva a encontrarme en la casilla de salida. No
puede ser que algo que pasó hace tres años siga haciéndome sentir de esta
manera; que siga sintiendo esta agonía cuando la tengo cerca. No, no puede
ser que su sola presencia siga gobernando mi mundo cuando, por decisión
propia, ya no pertenece a él.
Se acabó.
Estoy harto.
Merezco ser feliz.
CAPÍTULO 8
Caitlin
No quiero hacerlo y, aun así, aquí estoy, frente a esta tarima sin poder
apartar los ojos; como si algo, más fuerte que mi propia voluntad, me
impidiera dar un solo paso en la dirección contraria. Anclándome a este suelo
como una estatua. Una estatua que siente cómo se resquebraja viéndolo
disfrutar de cada orden, caricia o golpe que ella le prodiga. Siendo testigo de
su sometimiento, de su primera vez en este mundo que, según él, detestaba
con toda su alma. Por su forma de aceptar lo que ella le impone, no lo parece.
¡Mentiroso!
Contengo la respiración al ver la cera derretida caer sobre su cuerpo. Sé
lo que produce el contacto de ésta al rozar la piel. Esa sensación de que todo
te arde sin llegar a quemarte. De sentirse tan sensible que, hasta el aleteo de
una mosca, te hace gemir de placer. Igual que está haciendo él en este
momento. Igual que hizo cuando, Mistress, golpeó sus muslos con el látigo.
Sus jadeos retumbaron en mis oídos como el peor de los ruidos. Unos ruidos
quedos y sexis que a mí me parecieron ensordecedores. No debería de estar
aquí contemplando esto. Debería de estar ahí arriba, en el lugar de ella. Ser
testigo de cómo él le ha dado un poder que debería de ser mío, me mata. Y
sentirme así me desconcierta porque hace demasiado tiempo que he pasado
página. ¿Entonces? ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me siento así? ¿Qué es
esto que me recorre de pies a cabeza? ¿Rabia?
«Celos», me respondo a mí misma. Unos celos cegadores que no me
dejan respirar.
Descubrir que, a estas alturas, después de tanto tiempo, siento esto… me
deja perpleja. Sólo me había sentido así una sola vez en mi vida. Después de
romper mi compromiso con Theodore. Por aquel entonces, no tenía ningún
derecho a pedir explicaciones, no después de mi comportamiento. Ahora
mucho menos. No cuando esta misma mañana he sido fría y egoísta. Creí que
bastaría con dejarle entrever que para mí siempre sería él, para que aceptara
mis condiciones, y no que unas horas más tarde estaría presenciando lo que
tengo ante mis ojos. He vuelto a equivocarme, otra vez. Igual que hace tres
años. Igual que ocho meses después de aquello. Y ahora… esto.
Debí haber luchado en su momento. Haber insistido en hablar con él y
no darlo todo por perdido a la primera de cambio. No cuando yo era la única
culpable de nuestra situación y su dolor. Lo que hice no fue premeditado, ni
elección mía. Fue una imposición y, como tal, acaté las órdenes impuestas.
Me tocaba hacerlo por ser la única hija de Cooper Smith. De haber tenido
más hermanos, concretamente un varón, no hubiera recaído sobre mis
espaldas un peso tan grande. Fui desleal y traicioné al hombre que más me ha
importado en la vida. El único que me ha amado de verdad. El único al que
yo correspondí.
No lo hice. Soy una cobarde de manual.
«Está claro que cuando se trata de Adrien no haces nada al derecho,
Caitlin». «¿Qué esperabas esta mañana?». «¿Que cayera rendido a tus
pies?». «Si al menos te hubieras dignado a ser sincera con él de una maldita
vez, ahora no estarías aquí abajo, estúpida».
Hablar conmigo misma es algo que hago muy a menudo. Eso y
regañarme, continuamente. Y porque quedaría como una loca, que, si no,
hasta me daría de hostias. Merecer, me merezco unas cuantas. Aún no he
tenido el valor de dármelas. Aunque, bien mirado, de eso ya se está
encargando la vida. Dicen que no se sale de ella sin haber pagado antes las
deudas. A mí, al parecer, ya ha empezado a cobrármelas.
Cierro lo puños a mis costados y miro a mi alrededor. Por lo que veo,
todos los asistentes a la maldita reunión se han concentrado en el mismo
punto que yo. Parecen extasiados, incluso los hay que se están masturbando.
No es para menos, la escena que se desarrolla ante nuestros ojos es…
absolutamente caliente y erótica. Si no fuera porque estoy hirviendo de rabia,
estaría disfrutándola igual que el resto.
«Sal de aquí».
«Márchate».
«No tienes por qué seguir presenciando esto».
Ojalá pudiera despegar los pies del suelo, pero no puedo. Tampoco mis
ojos parecen muy dispuestos a mirar hacia otro lado demasiado tiempo. Juro
que lo intento, no obstante, vuelven al mismo punto una y otra vez. Adrien y
su cara de placer. Adrien y sus jadeos entrecortados. Adrien y su cuerpo
arqueándose, buscando más fricción. Adrien apretando los dientes a punto de
correrse en la boca de Mistress. Adrien gruñendo y convulsionándose,
mientras ella se traga toda su esencia. Apuesto a que hasta se está relamiendo
la muy… «No lo digas, Caitlin, ella no tiene la culpa. Está en todo su derecho
de ejercer su voluntad si así lo desea y él lo permite».
¡Maldita sea!
No me puedo creer que…
Joder, la intensa mirada que Adrien me dedica me deja en blanco. No
busca a su ama, como sería lo más lógico y normal. Su primera mirada
debería de ser para ella en señal de agradecimiento. En cambio, me ha
buscado a mí… Intento disimular el placer que eso me causa, sin apartar la
mirada.
Quizá no esté todo perdido, después de todo.
Giro sobre mis talones y me alejo, al fin, de la tarima. Nunca se me dio
bien disimular mis estados de ánimo y él me conoce demasiado bien. No
quiero parecer una mujer patética y celosa. Necesito salir unos minutos de
aquí para recuperar el dominio de emociones.
«¿Eso significa que es lo que has pensado de Adrien la otra noche
cuando te vio con Dimitri, justo en el mismo lugar? ¿Que era patético y
celoso?». «¡Por supuesto que no!», grito en mi cabeza. Dios, a veces odio la
voz de mi conciencia, qué inoportuna es la cabrona.
Salgo del sótano y me dirijo a los baños que hay aquí abajo. Entro,
inhalo con fuerza y me planto delante del espejo:
—Esto no te lo esperabas, ¿eh? —le digo a mi imagen reflejada en él—.
Pensaste que ya eras inmune a todo. Que te habías convertido en una mujer
tan dura y distante, que ni siquiera él te haría volver a sentirte así… El brillo
en tus ojos después de acostaros el otro día tenía que haber sido una pista. En
cambio, tú lo achacaste a que habías descansado bien esa noche e ignoraste
todo lo demás. ¡Boba!
Abro el grifo y dejo que el agua corra hasta salir bien fría. Mojo las
manos y luego las llevo a la nuca, donde las dejo unos segundos.
No sé el tiempo que paso aquí dentro, haciendo respiraciones profundas
e intentando volver a ser la misma que hace un par de horas bajó al sótano
dispuesta a comerse el mundo. Al parecer, ha sido el mundo el que me ha
dado un buen bocado, sin esperármelo. De hecho, pensé que Adrien no
bajaría a la reunión de hoy. Además, Preston me lo aseguró este mediodía
cuando le pregunté al respecto.
Sus palabras exactas fueron:
—Jamás volverá a poner un pie allí abajo, Caitlin. Detesta este
mundo y no se siente cómodo. Sobre todo, sabiendo que tú eres Lady
Rebel.
Por eso, cuando horas más tarde lo vi entrar en el sótano, me quedé
estupefacta. Lo primero que me pregunté, fue qué hacía él de nuevo en la
reunión.
En un principio, al encontrarse nuestras miradas y sentir en mi piel el
efecto de éstas, creí que yo era la respuesta. Que por fin había tirado por la
borda todos sus escrúpulos y quería probar conmigo la experiencia.
Luego, al ver acercarse a Mistress y a Madame Ornella, supe que no
podía estar más equivocada. No estaba allí por mí. Lo estaba por ella… o
ellas. Y si por si las moscas, no lo tenía claro, que lo tenía, Mistress se
encargó de sacarme de dudas cando más tarde me aproximé al grupo, que reía
a mandíbula batiente y parecía divertirse de lo lindo, a fisgonear:
—¿Has visto el regalito que me ha traído Preston de Londres, Lady
Rebel? —Mistress acarició su cara con parsimonia—. ¿Verdad que es todo
un bombón? Estoy deseando verlo derretirse en mis brazos…
Querer matar a Preston en ese mismo momento hizo saltar todas las
alarmas en mi cabeza. ¿Por qué reaccionaba así? Ahora lo sé. De lo que no
tengo ni idea es de lo que voy a hacer al respecto.
Salgo del baño con la cabeza llena de interrogantes y dudas. Recorro el
pasillo hasta la puerta del sótano y, de repente, me faltan las fuerzas para
poder cruzarla. ¿Y si entro ahí y ahora se la está follando en cualquiera de las
salas comunitarias? ¿Estoy preparada para lo que eso me haría sentir? Porque
visto lo visto… ¿Estoy dispuesta a comprobarlo? Me tiembla la mano al
acercarla al pomo de la puerta y la retiro inmediatamente, como si quemara.
«Vamos, Caitlin—me animo—, ¿qué hay de esa mujer en la que
presumes haberte convertido?». «¿Vas a tirar por la borda todos los esfuerzos
que has hecho estos últimos dos años y medio, cuando decidiste dar un giro
de ciento ochenta grados a tu vida?». «No seas cobarde, entra ahí y asume las
consecuencias de tus actos, joder».
Antes de que me dé tiempo a reaccionar, la puerta se abre, asustándome.
Pego un brinco hacia atrás y me llevo las manos al pecho.
—Lo siento, no pretendía asustarte.
Alzo la mirada y ahí está él. Adrien. Con sus preciosos ojos verdes
observándome con burla. Con su deliciosa boca curvada en una sonrisa
socarrona.
Con su perfecto cuerpo relajado…
¡Maldita sea su estampa!
—¿Te encuentras bien? —pregunta.
—Perfectamente, gracias.
—¿Vas a entrar?
—No.
Asiente y sale, cerrando la puerta a sus espaldas.
Su indiferencia al pasar a mi lado me duele.
—Parece que hoy sí has disfrutado de la reunión, James.
Se para de golpe y se gira lentamente.
¿Por qué hago esto? ¿Por qué meto el dedo en la llaga? ¿Es que no he
aprendido nada esta maldita noche?
—Puede que desde donde tú estabas sólo lo haya parecido. Te puedo
asegurar que lo he hecho. De principio a fin.
¡Zasca, en toda la boca!
—Debiste pedirme a mí que te iniciara en esto, Adrien.
Mierda, no me puedo creer que de verdad haya dicho eso en voz alta.
Sonríe con desdén y se cruza de brazos.
—¿Y por qué iba a hacer tal cosa?
«Te estás dejando en evidencia a ti misma, idiota. No contestes».
—Porque nos conocemos—digo, sin embargo—. Porque me sé cada
palmo de tu cuerpo de memoria. Porque la confianza en este tipo de
encuentros es fundamental…
—¿Y quién te dice que confíe en ti? —me interrumpe con ironía.
—Siempre lo hiciste.
—Y así me fue.
—Adrien…
—Ya te lo dije esta mañana, Caitlin, no volveré a perder el tiempo
contigo. No mereces la pena.
—Hasta hace bien poco no pensabas eso.
—Tienes razón. No lo hacía porque seguía estando ciego. Y ya sabes lo
que dicen, que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Tú te has
encargado de abrirme los ojos a base de golpes. Gracias.
—De nada.
«¿Pero qué mierda te pasa, chica? —me reprendo—. ¿No puedes ser un
poco más humilde y aceptar que tiene toda la puta razón?».
Lo último que veo es su espalda al doblar el pasillo en dirección a la
escalera.
Me dan ganas de darme de cabezazos contra la pared. ¿Se puede ser más
gilipollas? Sí, me refiero a mí, ¿a quién si no?
«Te equivocaste una vez y creíste haber perdido aquello que más te
importaba. A él. Después de todo lo que has sentido esta noche… ¿de verdad
estás dispuesta a seguir por ese mismo camino?».
«¿En serio?».
Niego con la cabeza.
«Ya lo imaginaba…».
Puñetera conciencia, al final voy a tener que darle las gracias y todo.
CAPÍTULO 17
Adrien
Pasan dos semanas desde la reunión de BDSM. Dos semanas en las que
las aguas han vuelto a su cauce.
Caitlin ha regresado a Londres. A su vida.
Yo sigo aquí, en Ibiza.
Tranquilo.
A gusto.
Supongo que es porque me siento liberado de una piedra que ya pesaba
demasiado en mi mochila. Mentiría si dijera que todo es maravilloso. Que el
sol sale cada día y que los pájaros trinan de felicidad. No, no es mi caso. No
se olvida parte importante de tu vida en tan sólo quince días. Sería un
hipócrita si asegurara tal cosa. Pero sí puedo decir que ya no siento esa
angustia y que el dolor ha empezado a mitigar. Eliminar todo eso de mi
cuerpo y de mi mente, es cuestión de tiempo. Como cuando alguien se
desengancha de una adicción. De una droga. Cuesta lo suyo y lleva un
proceso importante. Consta de rabia. Negación. Aceptación… Pasar página
está ahí, a la vuelta de la esquina. Y conseguiré voltear esa hoja. De eso estoy
seguro.
Creo que siempre recordaré ese fin de semana por varios motivos.
Principalmente, porque ha sido un punto de inflexión en mi vida. Un punto y
aparte. No, aparte no, final.
Eso, un punto final de un capítulo demasiado largo. Tanto que era
aburrido y repetitivo. Sin contar con que no llevaba a ninguna parte, claro
está.
Por otro lado, si esa reunión no se hubiera hecho, Caitlin no hubiera
venido. No nos habríamos acostado. No habría descubierto que es Lady
Rebel.
No hubiera reaccionado como lo hice. Ni tenido una conversación con
ella que necesitaba como el comer. Aunque ésta no haya disipado parte de la
densa niebla que cubre mi mente desde hace tiempo. Aun así, gracias a esa
conversación, he llegado a la conclusión de que ya no merece la pena,
siquiera, llegar a recuperarla. Ella ya no es quien yo recordaba.
Ni yo estoy dispuesto a aceptar ciertas cosas.
Y, finalmente, lo recordaré por mi experiencia como sumiso con
Mistress. Una experiencia satisfactoria en el plano sexual y el personal.
En el sexual porque, jamás imaginé que fuera capaz de reaccionar como
lo hice. Que me dejaría llevar hasta el límite de dejar en blanco la mente y
disfrutar. Ni mucho menos imaginé que las sensaciones se magnificaran hasta
el punto de querer que el tiempo se detuviera. De anhelar cada golpe. De
desear acatar cada orden. De sentir ese placer inmenso recorrer cada parte de
mi cuerpo. Sí, una experiencia única que, aunque me gustó, no pienso repetir.
Con una vez me basta y me sobra. Ya lo dije en otras ocasiones. El BDSM no
es lo mío.
Y en lo personal porque, ver con mis propios ojos que a Caitlin no
pareció gustarle mi experiencia con Mistress, fue absolutamente… ¿Cómo
decirlo? ¿Gratificante? ¿Maravilloso? ¿Exultante? Ahora sé que no soy el
único que sigue teniendo sentimientos. Ella también. Por mucho que se haya
empeñado en olvidar. Por muy enterrados que los tuviera bajo capas y capas
de tierra. Por muy mujer de mundo que quiera aparentar ser… egoísta y fría,
están ahí. Yo los he visto. Ella los ha sentido. Puede que, incluso se haya
sorprendido de ello.
No digo que no. Pero eso no significa que no existan. De ella depende
ahora decidir qué hacer al respecto. Seguir echando más tierra encima para
que no vuelvan a salir a la superficie, o, por el contrario, desenterrarlos de
una puta vez.
Sé que puedo parecer un cabrón por lo que voy a decir a continuación.
Me da igual. Lo soy.
Ojalá cambien las tornas.
Ojalá ella sienta en su fuero interno lo que yo he llegado a sentir en todo
este tiempo.
Y ojalá yo pueda pagarle a ella con la misma moneda.
Sí, no sólo soy un cabrón. También soy vengativo. Y rencoroso. Ella me
ha hecho así.
Fin de la historia.
Por lo demás, todo sigue su curso. Mi negocio va viento en popa y a
toda vela. Cada día me siento más orgulloso de lo que he conseguido. Ser
visible en un mundo virtual, que está saturado de páginas como la mía, es un
logro personal muy grande. Uno que he logrado gracias a mis esfuerzos.
Levantado de la nada en los peores momentos de mi vida. Sin la ayuda
de nadie. Probando aquí y allá. Cometiendo errores y rectificándolos.
Desesperándome los primeros meses. Sintiendo por momentos que iba a ser
un fracaso. Que, había invertido una cantidad de dinero importante, para
nada.
Un dinero que no fue sacado de las arcas de los James, sino de un
préstamo bancario. Muchas noches en vela que han merecido la pena, aunque
en aquellos momentos no lo supiera. ¿Cómo no sentirme orgulloso de ello?
Imposible no hacerlo.
El Libertine también es un éxito. Me lo demuestra el lleno absoluto de
cada noche. Y que jóvenes de mi edad, la de Cristo, quieran ser miembros de
un club de caballeros del siglo XIX. Donde la música, a no ser que sea
clásica, brilla por su ausencia. Sin importarles las normas a cumplir.
Dispuestos a llevarlas a cabo al pie de la letra.
Dispuestos a vestirse con prendas de otra época que, la mayoría de las
veces, nos hacen parecer un pelín ridículos, la verdad. Donde las mujeres, si
no es pagando, no se acuestan contigo. Y, precisamente, lo que más me
asombra, es que la mayoría de esos jóvenes, ni siquiera se molestan en buscar
esa compañía femenina.
Simplemente vienen, se toman unas copas, departen con el resto… Igual
que yo. Si alguien me hubiera dicho que iba a sentirme tan cómodo entre
ellos, me hubiera reído. Y, en cambio, aquí estoy, como uno más. Confieso
que, el día que vuelva a Londres, a mi vida, echaré de menos todo esto.
¡Ver para creer!
El día, por primera vez desde que estoy aquí, amanece nublado y con
bruma. Tenía que ser precisamente hoy, el día escogido para salir a la
aventura por ahí. Igual tengo suerte y llueve. No me importa la caminata,
pero sí tener que dormir en una tienda de campaña. Debe de ser incómodo de
cojones acostarte en el suelo sobre una esterilla y cubrirte con un saco de
esos. Ya dije que yo no era muy dado a vivir experiencias de ese tipo en la
naturaleza. Soy más de asfalto. De no poder ver las estrellas por culpa de la
iluminación de la ciudad. Del ruido. Del caos… En fin, supongo que tampoco
va a pasarme nada porque pase una noche sabe Dios dónde.
Si decidiera ponerse a diluviar, no tendríamos más remedio que volver a
casa, digo yo. Aunque con estos nunca se sabe.
El encargado de elegir la ruta ha sido Luis. Por eso la hacemos hoy
lunes. Él descansa. Los demás nos amoldamos. Para cuando llega a
recogernos a mí y a Preston, yo ya he hecho mis deberes: al día mi página
web, realizados mis ejercicios por la playa y el estómago lleno.
Uno no se va a recorrer unos cuantos kilómetros a pie sin tomarse un
café y un trozo de bizcocho de los que prepara María. Antes de salir de mi
habitación, me miro al espejo. Pantalones y camiseta, cortos.
Gorra con visera, del Arsenal football club, que le he cogido a Theodore,
y zapatillas de deporte. Estoy de anuncio sí, yo también lo creo. Vale, ha
sonado un pelín sarcástico. Soy así. Qué le vamos a hacer.
Ya están todos en el vestíbulo, esperándome. Los observo desde lo alto
de la escalera. Parecen emocionados.
Dándose collejas y muertos de risa. Como niños pequeños que se van de
excursión sin sus padres.
Se supone que son hombres hechos y derechos, ¿no? Responsables y
con trabajos importantes.
Viéndolos de esa guisa, nadie lo diría. Creo que empiezo a entender por
qué me han pedido que los acompañe. Quieren una niñera. Pongo los ojos en
blanco. Pues ese papel Preston lo desempeña a la perfección. Por algo le ha
quitado el puesto a Mary Poppins.
—¿Qué pasa, James, no te atreves a bajar? —pregunta éste en cuanto me
ve.
—No sabría decirte…
Bajo los escalones y me acerco a ellos.
—… ¿Pensáis comportaros así todo el tiempo? —inquiero.
—No, sólo hasta que tú decidas sacarte el palo del culo, capullo.
Todos ríen las palabras de Preston, menos yo.
—Tienes la gracia precisamente ahí.
—Mira por donde, igual que tú el palo.
—Haya paz, hermanos—dice Luis con guasa.
—Tranquilo, la sangre nunca llega al río, ¿verdad, James?
—No me tientes…
—Gruñón—masculla entre dientes.
—Gilipollas.
Una vez que metemos las mochilas en el maletero del todoterreno de
Luis, éste nos explica por alto la ruta elegida. Tiene una duración de cuatro
horas y media, aproximadamente. Recorreremos, desde la iglesia de Sant
Joan, unos quince kilómetros, hasta llegar a Forn des Saig. Donde
acamparemos cerca de un acantilado.
—¿Lo tenemos claro? —pregunta.
Todos asentimos subiéndonos al coche.
Conduce hasta Sant Joan y aparca cerca de la iglesia. Volvemos a coger
nuestras cosas del maletero y nos ponemos en ruta.
Luis va a la cabeza del grupo, ensimismado en sus pensamientos. Pablo
y Javier van charlando distendidamente. Yo voy el último, con Preston a mi
lado, en silencio. Salimos del pueblo y cogemos el camino de la izquierda.
Según Luis, hasta un depósito de color verde, donde nos desviaremos a la
derecha. O eso le he entendido.
—No parece que te apetezca mucho el plan de hoy—murmura Preston.
—No es eso…
—Si no querías venir haber dicho que no y listo.
—No estaría aquí si no quisiera.
—Pues entonces relájate, joder, y disfruta de este momento. Olvídate de
todo lo demás.
Sé a qué se refiere con ese «todo lo demás», y juro que ni por asomo
estaba pensando en ello.
—Al menos inténtalo, ¿vale?
Resoplo.
—Dios, Arthur, eres muy cansino, macho.
Suelta una sonora carcajada.
—¿Sabes que es la primera vez que me llamas por mi nombre de pila,
James?
—¿En serio? ¿Apuntarás la fecha en el calendario?
—No, pero me gusta. Significa que tus barreras empiezan a ceder. Es
buena señal.
—Cierra el pico de una maldita vez, ¿quieres? Pareces una puta cotorra.
Sonrío.
Los gestos y las acciones empiezan a delatarme.
La primera parada, para descansar un poco, la hacemos en un cruce de
caminos. Desde donde se ve la isla de Tagomago. La panorámica, desde aquí,
es alucinante. Bebemos agua y nos comemos una barrita energética. Quince
minutos después, volvemos a la ruta.
Para cuando llegamos a nuestro destino, Forn des Saig, son casi las tres.
Lo primero que hago es acercarme al acantilado, justo al borde. Alzar la cara
hacia el cielo y cerrar los ojos. Inspiro con fuerza. La brisa golpeándome la
cara y el sonido del mar embravecido, rompiendo contra las rocas, me relaja.
Me acuerdo de Dover y de sus acantilados blancos. De la infinidad de veces
que paseé al borde de éstos. Los momentos compartidos… Las caricias…
Los besos…
Suspiro.
Fue muy bonito mientras duró.
—¿Quién va a ser el valiente que va a armar este trasto?
Javier está mirando las instrucciones de lo que supongo es la tienda de
campaña.
—¿Seguro que aquí dentro cabemos los cinco? Porque esta cosa parece
de juguete.
Nos mira a todos, buscando ayuda.
—Yo también he comprado una—Luis se acerca—. Déjame ver eso—
frunce el gesto, concentrado—. La dependienta nos dijo que eran fáciles de
armar…
—Estamos apañados—digo.
—¿Quieres probar tú, listillo? —Me reta Preston.
—¿Acaso crees que no soy capaz?
—Vamos, James, eres un niño pijo.
—¿Y?
—Pues que siempre te lo han dado todo hecho.
—Sabes que eso no es verdad.
—Entonces demuéstranos lo que sabes hacer, venga.
Sé lo que este idiota pretende. Que me implique y forme parte de esta
escapada. Le daré el gusto sólo por cerrarle la puta boca.
Lo primero que hago es mirar la bolsa redonda donde parece estar
metida la tienda. Luego, le quito el papel de las manos a Luis y, en cuanto le
echo una ojeada, lo tengo claro.
—¿De verdad esto os parece complicado?
—Tiene que serlo porque faltan piezas, ¿no lo ves? Sólo es una bolsa
redonda. Dentro no hay nada más.
Luis asiente a las palabras de Javier.
—¿Y qué más quieres que haya? —indago conteniendo la risa.
—Pues lo típico: unas barras, ganchos para clavar al suelo y cuerdas,
¿no?
—¿Tienes idea de la tienda de campaña que has comprado?
—Pues la que la dependienta me aconsejó, joder.
—Ya.
—Qué pasa, James, ¿te vas por las ramas porque no tienes ni idea?
—No, zoquete. Estoy perplejo porque sois unos tarugos. Montar esto es
una chorrada.
—No me digas…
—Es tan simple como abrir la bolsa. Sacar la tienda de su interior.
Quitar esta goma de aquí y… —la tienda se abre automáticamente—. ¿Dónde
la quiere el caballero?
Las carcajadas de Pablo nos contagian a todos.
—La madre que nos parió, somos unos puñeteros ineptos.
—Sois, Preston. Los niños pijos como yo estamos preparados para todo.
—Touché.
Tardamos menos de media hora en montar el resto del campamento: otra
tienda más, las esterillas y sacos de dormir.
Cada vez que pienso en sus caras al ver abrirse la tienda sola, me
descojono. Ni unas puñeteras instrucciones saben leer.
Vaya expedición montañera de pacotilla estamos hechos.
El resto de la tarde me pasa volando. Buscando piedras y ramas secas
para la hoguera de la noche. Tirados en el suelo, de cualquier manera,
jugando a las cartas. Escuchando los chistes verdes de Pablo. No tienen
mucha gracia, pero verlo a él gesticulando y demás, sí. Inspeccionando los
alrededores. Haciendo fotos de las vistas desde el acantilado…
Confieso que estoy muy relajado.
Y, para mi asombro, disfrutando de la compañía.
Al anochecer empieza a hacer frío. Encendemos la pequeña hoguera y,
con unos bocatas y unas cervezas, nos sentamos alrededor de ésta. A los
pocos minutos, y no sé por qué, Javier empieza la típica conversación en
estos casos. Sí, nosotros los hombres, también hablamos de mujeres. De
relaciones fallidas y de sexo. Como todo el puto mundo.
—¿Soy yo, o enamorarse es una mierda? —pregunta.
Nadie contesta. Nos limitamos a masticar y tragar.
—Veo que este tema os deja mudos—masculla—. ¿Ninguno tiene nada
que decir al respecto?
—Yo no puedo opinar porque nunca me he enamorado—responde
Preston.
—Venga ya, tío, eso no te lo crees ni tú—suelta Pablo—. ¿Cuántos años
tienes, cuarenta?
—Treinta y cinco, y lo digo en serio. Nunca he tenido una relación de
pareja. No me gusta sentirme atado. Prefiero disfrutar del amor libre, por
decirlo de alguna manera.
—No te creo…
—Me gustan demasiado el sexo y las mujeres, no podría prometerle
amor eterno a ninguna en concreto, Javier. Eso no va conmigo.
—¿Y ellas lo aceptan, así sin más?
—Pablo, las mujeres de hoy en día ya no son como las de antes. Ellas
son tan libres de elegir como nosotros. Yo siempre soy sincero con ellas, si lo
quieren, bien, y si no… ya saben donde está la puerta.
—Y por culpa de tíos como tú, pagamos las consecuencias los que sí
buscamos a la mujer de nuestras vidas, capullo—rezonga Javier.
Preston lo fulmina con la mirada.
—Yo no tengo la culpa de que tu ex haya resultado ser un tío. Ni de que
la mujer de Pablo lo haya abandonado por otro. Tampoco de que Mila
decidiera no tener una relación exclusiva con Luis. Y, mucho menos de
que… —se calla de golpe.
Nuestras miradas se encuentran y aprieto los dientes.
—Adelante—digo—, si resaltar nuestras miserias te hace sentirte menos
culpable de ser un cabrón con las mujeres, no te cortes.
—Lo siento, yo no…
—Crees que ser así te salva de sufrir por amor, ¿verdad? Cero
sentimientos. Cero emociones… Nos miras a nosotros y respiras aliviado
porque no estás en nuestra situación. Qué imbécil. Pues déjame decirte que te
equivocas.
No estás a salvo. Algún día conocerás a la mujer que ponga tu mundo
del revés. Que te haga sentir el hombre más especial del mundo. Y caerás
rendido a sus pies porque ellas tienen el poder de hacer eso. Así que no vayas
de gallito, amigo mío, porque ten por seguro que en el corral hay una gallina
destinada a ti que te cortará la cresta antes de que puedas parpadear.
—Así se habla, tío—Pablo me guiña un ojo.
—Secundo sus palabras—Luis me señala con una medio sonrisa
dedicada a Preston.
—¿Cuál es tu historia, macho? Me he quedado intrigado.
—Mejor cambiemos de tema, ¿vale, Javier? —propone Preston.
Le doy un trago a la cerveza. Y otro. Y otro más.
Suspiro.
—Estoy enamorado de una mujer desde que tengo uso de razón—relato
en voz baja y pausada—. Tuvimos una relación que duró algo más de un año.
Se comprometió con mi hermano de la noche a la mañana, sin decírmelo. Ese
compromiso duró ocho meses. Nunca me dio una explicación. Nunca pidió
perdón por el daño ocasionado. Sigo viéndola porque su familia y la mía son
íntimas y…
—Joder, macho, menudo dramón el tuyo—me interrumpe Pablo.
—Ya te digo, mi historia al lado de la tuya es una comedia—Javier me
mira apesadumbrado.
—Aún no sabéis lo mejor—murmuro—. Recientemente me he enterado
de que ella es Lady Rebel. La mejor dominatrix de Londres.
—¡Hostia puta! —exclama Luis—. ¿Lady Rebel es…? ¿Ella es…?
—Mi ex, sí.
—¿Y tú no sabías que ella…?
—No tenía ni puta idea, os lo aseguro.
—Lo siento, Adrien.
—Gracias, Luis. Yo también siento lo vuestro. Lo tuyo no, Preston. Lo
tuyo me da lástima. Uno nunca debe de presumir de no haberse enamorado
nunca. ¿Y sabes por qué? —niega con la cabeza—. Porque, corregidme si me
equivoco—digo mirando a los demás—, el amor, con todo lo que conlleva, es
el sentimiento más maravilloso del mundo. Es muy triste que nunca lo hayas
sentido y, mucho menos no haberlo recibido.
Y lo digo en serio.
Enamorarme de Caitlin es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Aunque duela.
Aunque ya no exista.
CAPÍTULO 19
—Al fin te dejas ver, James. Empezaba a temer que Lady Rebel te
hubiera secuestrado.
Sonrío.
Es el primer día, desde que firmara una tregua con ella, que bajo al
Libertine. La verdad que no me apetece gran cosa estar aquí. No tengo más
remedio. Hay que hacer acto de presencia de vez en cuando.
—Supongo que da esa impresión, sí.
—¿Supones? Sólo salís del sótano para dormir.
—La exhibición, o lo que sea, está a la vuelta de la esquina. El tiempo
corre y tengo que estar preparado. Las horas se convierten en minutos en las
sesiones.
Me mira suspicaz.
—¿Quién eres y qué has hecho con el mamón de James?
Suelto una carcajada.
Lo entiendo perfectamente. Debe de pensar que soy bipolar o algo así. O
que me he vuelto loco. No sé… Yo también noto ese cambio en mí. Estoy
más tranquilo. No me atormenta la sed de venganza. El odio no pulula a mi
alrededor. Duermo mejor… Debí imaginar que Preston también lo notaría.
Me ha calado en poco tiempo.
Parece conocerme bien.
—Joder, mírate, si hasta sonríes de verdad y todo.
—No seas idiota…
—Lo digo en serio, tío. ¿Cuánto llevas aquí? ¿Alrededor de mes y
medio? —asiento—. Pues esta es la primera vez que te veo sonreír de verdad
en todo este tiempo.
—No digas tonterías hombre, soy un tipo majo y agradable.
—¡Los cojones! Cuando se trata de ella eres insoportable. En realidad,
lo eres siempre. Además de déspota, frío y, a veces, un pelín maleducado.
—No te pases…
—Tengo que aprovechar tu buen humor.
—Capullo.
—¿Sabes? Sea lo que sea, me alegra verte así. Hasta pareces relajado.
—Lo estoy.
Le doy un trago a la copa de brandy.
Y es verdad. Aparte de tranquilo también me siento relajado. De repente
me han abandonado las tensiones y las frustraciones. Me siento bien.
Contento conmigo mismo y la decisión que tomé.
Sí, fue una buena decisión.
—Por tu cara deduzco que ahí abajo todo va sobre ruedas, ¿me
equivoco?
—No.
Oculto otra sonrisa con el borde de la copa.
—No me lo puedo creer… —exclama observándome con atención.
—¿Qué?
—En serio, si no lo veo no lo creo.
—Preston…
—Joder, ¡te gusta! ¡Lo estás disfrutando!
Pues sí, lo hago. No sé cómo. Ni cuándo. Tampoco por qué. Pero hace
días que me siento cómodo en el papel de sumiso. Hace días que disfruto de
cada segundo que paso encerrado en el sótano con ella. Hace días que me
despierto deseando que llegue la hora de ponerme en sus manos. Y no sólo
disfruto de las sesiones, sino también de las conversaciones.
Lo sé, estoy perdido.
—¿Si te digo que sí te vas a burlar de mí?
—¿Tú qué crees?
—Entonces te diré que es una mierda y una tortura.
Estalla en carcajadas.
—Ay, James, sé de uno que cuando regrese de su luna de miel se va a
quedar alucinado cuando te vea.
—No imagino por qué…
—¿No? —vuelve a reír—. Saliste de Londres renegando de todo y solo.
Dispuesto a que nada te afectara. A que nada te importara. A no socializar
con nadie. Tachándonos de pervertidos por practicar el BDSM. Y, ahora,
amigo mío, no sólo eres el sumiso de Lady Rebel, sino que vas a participar en
la exhibición con ella. Has hecho amigos, entre los que me incluyo. Sí, no
pongas esa cara, me considero tu amigo y tú me consideras el tuyo, aunque
trates de disimularlo. Incluso te gusta el Libertine. Y ni se te ocurra negar lo
evidente. Ya no eres el cabrón pasota de todo, James.
Tuerzo el gesto.
Visto así, vuelve a tener razón.
Si al final voy a ser un trozo de pan, joder.
Resoplo.
—¿Me equivoco?
—Supongo que no.
Me palmea la espalda con regocijo.
—Así me gusta, que lo reconozcas.
Diviso al fondo del salón a Carmen acompañada de Malena y alguna
más que sólo conozco de vista. Nuestras miradas se encuentran y me guiña
un ojo. Le devuelvo el gesto.
—¿Qué haces?
—¿Saludar?
—Ni se te ocurra acercarte a ella ni a ninguna otra, James. No cometas
el mismo error de la otra vez.
—Cierra el pico, ¿quieres?
Lo dejo rezongando por lo bajo mientras acorto la distancia que me
separa de la morena. Noto su mirada en la nuca. Está preocupado por lo que
pueda pasar si decidiera hacerle una proposición a la chica. No tiene ni idea
de que sólo hay una piedra con la que yo tropiece más de dos veces.
Y no es morena ni española.
—¿Puedo invitarte a una copa?
Le digo apartándola del resto.
—Por supuesto, milord, siempre es un placer beber en su compañía,
aparte de otras cosas.
Caminamos hacia la barra y le hago un gesto al camarero para que nos
sirva.
—Me gustaría…
—¿Terminar lo que empezamos el otro día? —me interrumpe, coqueta.
—… No. En realidad, quería pedirte disculpas por cómo me marché de
la habitación.
—Ya. ¿Hice algo que te disgustó?
—No fue por ti, Carmen, sino por mí.
—Parecías tan dispuesto a…
—Lo siento. No era mi intención dejarte a medias cuando te pedí que
me acompañaras arriba.
—¿Puedo saber qué ocurrió para que cambiaras de opinión?
—Dejémoslo en que no me encontraba bien.
—¿Seguro que no tuvo nada que ver con la mujer que nos miraba desde
la planta de arriba?
—¿Por qué crees eso?
Indago bebiendo un buen trago de la copa.
—Me di cuenta de cómo la mirabas antes de entrar en la habitación.
Parecías desafiarla… Quince minutos después te esfumaste.
Podría decirle que toda mi vida gira en torno a esa mujer, aunque no
quiera.
Demasiado patético.
—Lo siento, espero que puedas perdonarme.
—Te perdono.
—Gracias.
Nos bebemos la copa hablando de trivialidades y me despido de ella.
Antes de salir del club, veo que Preston respira aliviado.
Le guiño el ojo, divertido, y me marcho.
Me quedo dormido en cuanto apoyo la cabeza en la almohada. Es lo que
tiene pasar varias horas realizando proezas sexuales. Que estoy hecho polvo.
Bueno, yo no las realizo. Me limito a disfrutarlas, nada más. Hay quien pueda
pensar que soy un tipo con suerte. No lo soy. Sí, pierdo la cuenta de las veces
que llego a correrme al día. Cada orgasmo mejor que el anterior. No obstante,
mi cuerpo no está saciado del todo. No lo estará nunca mientras no la posea a
ella. Y a eso es algo a lo que no estoy dispuesto a sucumbir. Por muy tentado
que esté y lo mucho que la desee.
Salgo de casa temprano. Dispuesto a iniciar mi ritual diario en la playa.
La brisa del mar me golpea la cara con ganas. Es fría y salada. Me encanta.
Cargo los pulmones de ella. Ahogo un bostezo y me preparo para hacer unos
estiramientos antes de empezar con el entrenamiento. Cambio la lista de
reproducción de Spotify. Hoy me apetece algo más cañero. Por ejemplo,
Rock del bueno. Del que te llena de vitalidad.
—¿Te importa que me una a ti?
Me giro sobresaltado al oír su voz.
Caitlin está justo detrás de mí. Ataviada con unos mini pantalones de
deporte y camiseta. Ambas prendas de color fucsia fosforescente. Todo ello
adherido a su cuerpo como una segunda piel. El pelo recogido en una
perfecta cola de caballo. Su cara limpia de maquillaje. Sus ojos aún están
algo hinchados tras las horas de sueño. Y su boca dibujando una sonrisa
deslumbrante.
¡Preciosa!
Mi polla despierta de su letargo mañanero al contemplar la imagen.
¡Puta maldición la mía, joder!
—¿No tienes un gimnasio en tu santuario? —pregunto más borde de lo
que pretendo.
—Sí, pero últimamente pasamos demasiadas horas allí encerrados.
Necesitaba hacer algo al aire libre y, como, te veo desde mi ventana cada
mañana hacer ejercicio aquí en la playa, pues… Volveré dentro si…
—No me incomodas, Caitlin.
—¿Seguro?
«Hombre, no es agradable correr con la polla más dura que una roca,
pero…».
—Sí.
Quince minutos después empiezo a arrepentirme de haberle dicho que sí.
No entiendo cómo puede excitarme tanto verla trotar a mi lado. Ver
cómo el sudor se va formando en ciertas partes de su anatomía. Cómo resbala
por esa piel suave y aterciopelada hasta perderse en la separación de sus tetas.
Esa respiración que se va agitando poco a poco y que casi me hace jadear.
Casi. Consigo controlarme en el último momento.
«¡Por los pelos no me dejo en evidencia!».
«¡Esto sí que es una puta tortura, joder!».
Podría cerrar los ojos para no verla. Si lo hiciera correría el riesgo de
darme la hostia del siglo. No sé correr a ciegas. Por eso me obligo a mirar al
frente. «Respira hondo, Adrien, respira, tú puedes». Poder claro que puedo,
pero no sirve de nada. Apenas me entra aire en los pulmones… Empiezo a
pensar que mi sino es morir de un puñetero infarto por culpa de esta mujer.
Tiempo al tiempo.
Siguiendo mi ritual, llega el momento de zambullirme en el agua. Sólo
me quito la camiseta porque…
—¿Hoy no nadas desnudo?
Su retintín me molesta.
Me está provocando.
Trago saliva.
«¿Desnudo? ¿Teniendo la polla más tiesa que una momia? ¡Ni de
coña!».
—Sólo nado desnudo cuando estoy solo.
—Mentiroso. Siempre lo haces, incluso en la piscina de Clover House.
Sobre todo, por las noches. ¿Recuerdas lo bien que nos lo pasábamos?
Me gustaría decirle que no. Que no recuerdo absolutamente nada del
pasado. Que estoy amnésico perdido.
Estaría mintiendo, claro. Y ella lo sabría.
Mis ojos se convierten en una ranura muy pequeña cuando la veo
quitarse la ropa.
—¿Qué estás haciendo, Caitlin?
Creo que mi voz ha sonado demasiado ronca para mi gusto.
—¿Desnudarme?
—¿Por qué?
—Porque al igual que a ti me gusta nadar completamente desnuda.
—No lo hagas—ruego a media voz.
—¿A qué tienes miedo, James?
«A morir de ese puto infarto, joder».
—Podrían verte y…
—Tú lo haces cada día. ¿Por qué no puedo hacerlo yo? Claro que si me
dices que es porque tienes miedo a no poder contenerte…
—Déjalo, ¿quieres?
—Cobarde.
—Caitlin…
Desliza el pantaloncito de los cojones por las piernas y me lo tira a la
cara.
—Te propongo un juego. ¿Ves la roca allí que sobresale del agua? —
asiento—. Si la tocas antes que yo, seré tu sumisa durante toda la mañana.
Podrás hacerme lo que quieras.
El corazón me late desenfrenado.
Pum. Pum.
Pum. Pum.
Pum. Pum.
«No entres en su juego».
—¿Lo que quiera?
—Lo que quieras.
La sangre me burbujea en las venas sólo de pensar en ello.
—Eso te gustaría, ¿verdad? —murmuro acercándome a ella—. Estar
completamente a mi merced. Que te atara a la cama o a esa maldita cruz. Que
acariciara tu cuerpo hasta que saliera fuego de cada poro de tu piel—acaricio
uno de sus brazos con lentitud—. Que lamiera cada parte de ti. Que mi
lengua te saboreara…, y que luego me hundiera en ti hasta hacerte perder la
razón. Follándote como sólo yo puedo hacerlo…—le susurro al oído—. ¿Es
eso lo que quieres, Caitlin?
Nuestras miradas se enredan.
Sus ojos brillan de deseo.
Su respiración sale a trompicones entre sus labios semiabiertos.
—¿Es eso lo que quieres, Caitlin? —vuelvo a susurrar.
—Sí—jadea.
Sonrío de medio lado.
—Paso—exclamo sobre sus labios.
Me mira perpleja.
—¿Qué?
—Lo que oyes.
—No te creo, Adrien, me deseas tanto como yo a ti, joder.
—¿Estás segura?
Sin que me lo espere me estruja la polla que, evidentemente, sigue dura.
—¿Tú qué crees?
Suelto una carcajada.
—Tienes razón. Te deseo. Nunca he dejado de hacerlo.
—¿Entonces?
—Entonces nada.
—Eres un maldito cobarde.
Me encojo de hombros.
—Eso parece.
—Adrien James…
—Me marcho, tengo que prepararme para complacer a mi Ama. Es muy
exigente, ¿sabes?
Le guiño un ojo y me alejo silbando.
«Joder, ¡qué bien me siento!».
Cuando dije que no estaba dispuesto a sucumbir a ese deseo, iba en
serio.
Por mucho que me duelan las pelotas ahora, creo que he hecho lo
correcto.
Ceder a su provocación sería darle una victoria más sobre mí.
Ya tiene demasiadas.
CAPÍTULO 30
Hoy tengo por delante un día tranquilo. Relajado. No hay sesión con
Caitlin y el club está cerrado hasta que pase la exhibición. Mañana por la
noche será la recepción de bienvenida para todos los asistentes. Y también mi
último ensayo antes de subirme a una tarima y competir con los más
profesionales del gremio. Yo, que me harté de reírme de mi hermano por ser
un pervertido, resulta que soy el nuevo sumiso, nada más y nada menos, que
de Lady Rebel. La que fue la mujer de mi vida durante un tiempo. La persona
que más daño me hizo, y la que continúa teniéndome postrado a sus pies. La
de vueltas que ha dado la vida para volver a dejarme en la misma posición y
situación. Prendado de ella.
Ya ni me molesto en luchar contra lo que siento. ¿Para qué si no voy a
conseguir nada más que perder el tiempo? Si no fui capaz de olvidarla con
todo lo sucedido, no voy a hacerlo ahora cuando de nuevo estamos
compartiendo algo más que tiempo y espacio. Además, no quiero hacerlo. No
cuando el destino es tan cabrón que se ha empeñado en acercarla cada vez
que me pongo firme y me alejo. Paso. Como diría mi abuela, que en paz esté,
que sea lo que Dios quiera. En sus manos queda.
«¿Qué puede ser peor que lo ya vivido?».
Nada.
Me pongo las gafas de sol. Cojo el libro de encima de la cama y la
toalla. Mi plan para hoy es tumbarme al sol, leer y tratar de descansar lo
máximo posible la mente y el cuerpo. Lo necesito con urgencia. Hace
demasiado tiempo que me siento exhausto, en todos los sentidos. Menos mal
que aquí tengo los días contados. De hecho, he empezado a tacharlos en el
calendario.
Debe de ser por eso que a veces me siento tan ansioso. Porque empiezo
a vislumbrar el final de mi aventura aquí en Ibiza. Si cuando me subí al avión
en Londres, hace dos meses, me hubieran dicho lo que me esperaba al cruzar
el charco, me hubiera reído con ganas. En fin…, si todo se volviera a ir al
traste, siempre puedo quedarme con las nuevas experiencias vividas y el sexo
compartido con ella.
«Es lo mejor que puedo hacer».
O eso creo.
Cruzo la portilla que da a la playa y extiendo la toalla en la arena. Antes
de llevar a cabo mi plan, me doy un buen chapuzón. El mar está en calma. El
agua templada. Y yo dispuesto a desconectar. Braceo con fuerza y me alejo
de la orilla. Cuando noto que me falta el aire, me dejo flotar varios minutos.
Cuando me recupero, regreso a la orilla sintiéndome algo más ligero.
«Parece que la cosa pinta bien».
Sonrío.
Me quedo de pie mientras dejo que los rayos del sol se encarguen de
secar mi cuerpo. Luego me tumbo, abro el libro y comienzo a leer. Apenas
llevo una hora enfrascado en la historia que tengo en las manos cuando mi
placentera lectura es interrumpida por una sombra que se posiciona frente a
mí. Sin quitarme las gafas de sol, recorro con los ojos los elegantes pies. Las
esbeltas piernas bronceadas. Los torneados muslos. Las caderas… Ahogo un
ronco quejido cuando sobrepaso el vientre y mis ojos se centran en los
apetitosos pezones.
—¿Te gusta lo que ves, grandullón?
Chasqueo la lengua.
—Ni una pizca.
—Mentiroso.
Su sonrisa ya me tiene cautivado.
—¿Qué lees?
—“La ira de los Ángeles” de John Connolly.
—¿De qué va?
—Del descubrimiento de los restos de un avión siniestrado en los
bosques de Maine.
—¿Te gusta?
—Lo he empezado hace nada. No me has dado tiempo a meterme en la
trama. ¿Querías algo?
—Sí, estar contigo—se encoge de hombros—. Te echo de menos
cuando no te tengo junto a mí. ¿Puedo sentarme?
—Claro.
—No te molestaré.
«Ya, como si al tenerte pegada a mí, con ese minúsculo bikini, pudiera
concentrarme en otra cosa que no seas tú».
—Puedes seguir leyendo, si quieres.
Asiento y lo intento.
Diez minutos después…
—¿Me ayudas con la crema protectora? Hay partes de la espalda a las
que no llego.
Asiento cogiendo el tarro que me ofrece.
Ronronea en cuanto comienzo a extender la crema sobre su piel.
Me empalmo como un puto quinceañero.
«Ay señor, esto no me ayuda a estar relajado. Todo lo contrario».
—Gracias—musita zalamera cuando termino.
Vuelvo a abrir el libro. Leo una página. Dos. Y en la tercera…
—Uff… ¿No hace demasiado calor?
Mirándome de soslayo, se abanica con la mano las zonas del cuello y
nuca.
Sonrío para mis adentros y me hago el loco.
—¿Nos metemos en el agua para refrescarnos? —propone.
—Yo estoy perfectamente.
—Ya. ¿Seguro?
—Sí.
—Entonces, ¿es interesante el libro?
—Mucho.
En realidad, no tengo ni pajolera idea porque con ella aquí es imposible
centrarme en la lectura.
—Uy, parece que se te están quemando los hombros, te echaré crema.
La dejo hacer.
Quiero comprobar hasta dónde es capaz de llegar con tal de tener toda
mi atención.
Lo que no sabe es que la tiene desde que llegó.
—¿Me estás soplando en la nuca? —pregunto divertido.
—Es para el calor…
—Ajá. Oye, pensé que se me quemaban los hombros, no las tetillas.
—Hay que ser precavidos.
—Ya veo.
Sus manos descienden hasta colocarse encima de la cinturilla del
bañador.
—¿También vas a echarme crema ahí?
—¿Quieres?
Suelto una carcajada y tiro de ella hasta tenerla tumbada en mi regazo.
—¿Y bien? Ya tienes toda mi atención—murmuro sobre sus labios.
—Dios, pensé que no lo conseguiría nunca.
Ríe complacida.
—Ahora qué…
—Ahora bésame.
Y lo hago.
Poso suavemente los labios sobre los de ella y me deleito en su sabor.
En su olor. En su textura…
«Joder, me vuelve loco».
Los minutos se convierten en segundos cuando la tengo así, en mis
brazos.
—¿Ya has hablado con Alison? —indaga poco después abrazada a mi
cintura.
—No. No me coge las llamadas.
—¿Quién crees que pude ser el padre del bebé?
—No tengo ni puñetera idea. Ni siquiera sabía que tenía una relación
seria con alguien.
—Que yo sepa no la tenía. Tonteaba con un par de chicos, nada de otro
mundo.
—Eso es lo peor. Que se haya quedado embarazada de un tipo al que
apenas conoce y con el que ha echado un polvo de una noche. ¡Menuda
estupidez!
Sus manos juguetean en mi vientre.
Las mías en su delicioso trasero.
—Rebeca quiere que esta noche nos juntemos todos en el Lust.
—¿Y eso?
—Dijo que como el Libertine está cerrado era un buen momento para
reunirnos y disfrutar un rato juntos. ¿Te apetece?
—¿A ti?
—Sí, siempre que también vayas tú.
—Por mí no hay problema.
—Entonces la llamaré y le diré que cuente con nosotros.
—Vale.
Sus ojos se clavan en los míos con picardía.
—¿Qué? —musito.
—¿Te acuerdas de aquella vez que nos bañamos desnudos en el lago de
Clover House?
—Sí.
—¿Recuerdas cómo terminó aquel baño?
Sonrío.
—Perfectamente. Hicimos el amor mecidos por el agua.
—Quiero repetirlo.
—¿Ahora? —asiente traviesa—. Caitlin, es de día y alguien podría
vernos. Y no estamos en Clover House.
—No me importa.
—Te has vuelto muy pervertida y morbosa.
—Y eso te disgusta porque…
—No me disgusta. Simplemente estoy sorprendido. Nada más.
—Vamos, Adrien, hagamos una locura.
—¿Acaso no la estamos haciendo ya?
La miro con intensidad esperando que entienda a qué me refiero.
Tuerce el gesto.
Parece haberlo entendido perfectamente.
—Estar juntos no es ninguna locura. Es lo correcto.
—Hay cosas demasiado importantes sin aclarar para que esto llegue a
ser lo correcto, Caitlin.
—¿Otra vez con eso? Creí que habías quedado de acuerdo en que
cuando pasara todo esto de la exhibición hablaríamos.
—Así es, pero no puedo evitar pensar en ello. Si fueras capaz de ponerte
en mi lugar por un segundo, me entenderías.
—Te entiendo mejor de lo que imaginas, y sé que tienes miedo, Adrien.
Lo último que quiero es volver a hacerte daño. Deseo hacer las cosas bien.
Deseo que me perdones. Y deseo con toda mi alma que me des una
oportunidad para demostrar lo que siento por ti. Lo que siempre he sentido
cuando estamos juntos. Yo también tengo miedo, ¿sabes?
—¿Tú?
—Sí, yo.
—¿Por qué?
—Porque no me dejas ver tu interior. Siempre que te digo que te quiero,
te quedas callado. Descifro a la perfección el deseo y la lujuria en tu mirada,
pero nada más. Bueno sí, sí hay algo más…, ese miedo que no te deja ser la
persona que eras cuando estábamos juntos.
—Puede que ya no sea esa persona de la que hablas…
—Sí que lo eres, Adrien. Lo fuiste hace un momento, y cada noche en tu
cama. Luego, cuando menos lo espero, vuelve esa mirada desconfiada y te
cierras en banda, bloqueándome la entrada a tus sentimientos. Justo como
estás haciendo ahora mismo. Yo también necesito saber…
—Ya.
—¿Lo ves? En estos momentos vuelves a ser hermético y opaco
mientras yo estoy siendo totalmente transparente—suspira—. Te quiero como
no he querido a nadie en mi vida, Adrien, lo juro.
Veo sinceridad en sus ojos, también en sus palabras.
Aun así…
—Sé valiente y dime qué sientes tú, grandullón. Déjame ver si voy por
buen camino o he vuelto a equivocarme.
Nuestras miradas se enredan durante minutos eternos.
—Seré valiente cuando tenga todas las piezas del puzle. Hasta entonces
no pienso arriesgarme, Caitlin. Lo siento.
—Pues no vuelvas a sacar el tema hasta que llegue ese momento, por
favor. Recuerda que no eres el único que está muerto de miedo.
Asiento.
Ambos nos quedamos mirando al mar. Ella con la cabeza apoyada en
mis muslos, acurrucada a mi lado. Yo con las manos entrelazadas en su
cintura. ¿Soy cobarde por no decirle, con palabras, que nunca he dejado de
quererla? ¿Acaso no es suficiente, con los hechos, para que lo tenga claro?
Me he sometido a su absoluta voluntad. He aceptado todo lo que me ha dado.
Me ha dolido, más que a ella, todas las veces que la he desobedecido y he
querido odiarla. Sigo aquí, a su lado, a pesar de todo… Dispuesto a ser
partícipe de algo que ni me va ni me viene. Esperando una respuesta que me
ayude a entender sus motivos y razones para hacer lo que hizo. Que me ayude
a ver si soy capaz de perdonar todo el daño y dar el paso que falta para
completar este camino tan embarrado.
¿Hermético y opaco?
¡Los cojones!
«¡Más cristalino no puedo ser, joder!».
—Deja de pensar en ello, Adrien—murmura.
—Es complicado…
Se pone en pie y medio sonríe.
—Vamos al agua y juguemos un rato. Como cuando éramos niños, no
adultos. Eso nos ayudará a dejar de pensar a los dos.
Tomo la mano que me extiende y, cuando casi estoy completamente en
pie, me empuja de nuevo hacia el suelo soltando una carcajada y echando a
correr.
—Cógeme si eres capaz, grandullón.
Gruño.
—¡Vamos carcamal!
Me río.
—¡Sólo te estoy dando ventaja! —grito.
A continuación, me lanzo a la carrera tras ella. Es escurridiza como una
anguila. Poco después, la tengo cogida cual saco de patatas, sobre mi
hombro. Grita, patalea y me da palmadas en el culo.
—¡Bájame, neandertal!
—¿No querías jugar?
—Me estoy mareando. Bájame.
—Tus deseos son órdenes para mí.
Entro en el agua. Cuando ésta me llega por la cintura, la balanceo y la
dejo caer. ¡Plof! No tarda en emerger, tosiendo y blasfemando como un
camionero.
—¡Eres un bruto, Adrien James!
Me río con ganas.
—Y tú estás preciosa cuando te enfadas.
—Me las vas a pagar…
—Para eso tendrás que pillarme, pequeña.
Corro por la arena con ella detrás. Tropezando cada dos por tres a causa
de la risa. Escabulléndome cada vez que intenta darme alcance. Sin darme
cuenta he vuelto a aquellos tiempos en los que éramos unos niños y nada era
complicado entre nosotros. Aquellos tiempos en los que lo único que
teníamos que hacer era disfrutar de nuestras bromas y juegos.
Ser felices… Me dejo atrapar cuando noto que le falta el aliento.
—Ahora qué… —susurro con ella encaramada a mi cuerpo.
Sus ojos resplandecen divertidos.
—Ya sabes qué.
—¿Lo sé?
—Por supuesto que lo sabes.
La beso.
Primero con ternura y luego con avidez, urgencia y necesidad.
¿Puedo estar más loco por ella?
No lo creo.
CAPÍTULO 35
Caitlin
Adrien
Podría gritar a los cuatro vientos que estas dos últimas semanas he sido
el hombre más feliz del universo junto a la mujer de mi vida.
No obstante, como aún me queda algo por hacer, para que mi felicidad
sea completa, prefiero callármelo hasta entonces. Hoy se celebra el picnic
anual aquí en Clover House y vendrá todo el mundo a pasar el día en familia.
Con todo el mundo me refiero a mis padres, por supuesto; mi hermana
Amber y su marido Albert, Theodore con Rebeca, Alison y su imperceptible
tripita de embarazada; el señor y la señora Cooper con Caitlin; Preston, Luis,
que por cierto ya está trabajando en el Libertine con mi hermano, y unos
pocos amigos de la familia. Mila no ha querido venir, sigue enfadada por la
dimisión de Luis en el Lust. Total, que, dentro de nada, la casa estará llena de
gente y yo necesito hacer ese algo antes de que todos estén pululando por
aquí. Y como tengo poca paciencia y el tiempo vuela, he citado a mis padres
en el despacho de mi progenitor para hablar con ellos. Quiero hacer lo
correcto y pedirles su bendición.
Aunque en realidad no la necesito porque lo haré de todos modos. Aun
así, respetaré las normas y los malditos formalismos.
Me siento nervioso, ansioso.
No puedo quedarme quieto en el mismo lugar y me muevo por el
despacho con un nudo en el estómago. Mis ojos vuelan por las estanterías,
contemplando los recuerdos familiares que las adornan: fotografías, trofeos y
figuritas de porcelana.
Y de repente, me quedo clavado en el suelo al fijarme en algo en lo que
no había reparado hasta ahora: una perfecta colección de botones del ejército
americano que está meticulosamente colocada en una pequeña vitrina.
«¡Vaya!».
—¿Te gustan? Pujé por ellos en una página de internet.
Me giro y descubro a mi padre justo detrás de mí.
—Relics.com—digo—, pagaste por ellos dos mil libras, si no me
equivoco.
—¿Y tú cómo demonios lo sabes?
—Porque esa página es mía.
Sus ojos se agrandan por la sorpresa.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste?
—Porque sabía que te avergonzarías…
—Yo nunca me avergüenzo de mis hijos. Al contrario, estoy muy
orgulloso de todos vosotros, Adrien.
—Querías que formara parte del legado familiar. Te cabreaste cuando
me negué.
Resopla.
—Pero eso no significa que no esté orgulloso de ti. Te has labrado tu
camino y eso es digno de mi más absoluto respeto.
—Gracias. ¿Cómo la descubriste?
—Tu madre, ella me dijo que le echara un vistazo.
—No tenía ni idea de que a mamá le gustara navegar por la red.
—Te sorprenderías de la cantidad de cosas que le gustan a tu madre,
hijo.
—¿Hablando de mí, querido esposo?
Mi madre entra como un vendaval en el despacho y le da un beso en la
mejilla a mi padre.
—¿Sabías que la página esa de internet que tanto te gusta es de tu hijo?
Ella sonríe y me guiña un ojo.
—Una madre siempre lo sabe todo de sus hijos.
—¡Mujeres! —rezonga papá por lo bajo.
Me río.
—¿No vas a contarnos cómo lo supiste, mamá?
—No, se dice el pecado, pero nunca el pecador.
—Venga… —insisto.
Niega con la cabeza y se sienta en uno de los sofás, tiesa como un
mástil.
—Dímelo—insisto de nuevo.
Papá suspira.
—Si una mujer dice no, es no, hijo. Tenlo presente siempre.
Curtis, el mayordomo, entra portando una bandeja con una tetera, tres
tazas con sus respectos platillos y unas pastas. Lo coloca todo en la mesita
central y se dispone a servirlo.
—Ya lo hago yo, Curtis—lo interrumpe mamá—, gracias.
—Como guste, señora.
Hace una perfecta inclinación de cabeza y nos deja solos.
—¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante que tenías que hablar con
nosotros? —indaga mi padre vertiendo unas gotas de leche en su té.
Me aclaro la voz.
—Como ya sabéis, Caitlin y yo estamos enamorados…
—Era un secreto a voces—murmura mamá cortándome—. Adelante,
continúa.
Sonrío.
—Como iba diciendo, Caitlin y yo estamos enamorados y, bueno,
aprovechando que sus padres vienen al picnic anual, me gustaría
reunirme con ellos y pedirles la mano de su hija. Quiero casarme con
ella cuanto antes.
Se miran entre sí con caras de circunstancia.
Esas miradas no me gustan un pelo.
—¿Qué pasa?
—Verás hijo—papá carraspea—, creo que eso no va a ser posible.
Aprieto los dientes.
—¿Por qué no?
—Se te han adelantado—musita mamá sobre el borde de su taza de té.
El corazón se me paraliza.
Me mareo y lo veo todo borroso.
Creo que ahora sí me está dando un infarto.
—¿Cómo que…? —me falla la voz—. ¿Cómo que…?
—Anoche nos llamaron los Cooper, querían hablar con nosotros
urgentemente—explica mi padre—. Tu madre y yo nos asustamos y fuimos a
su casa de inmediato. Nos estaban esperando en el salón, los tres. Caitlin
parecía nerviosa, hijo. Y bueno…
—Por el amor de Dios, August, no des rodeos y díselo de una maldita
vez, ¿no ves que está a punto de darle un síncope?
—¡Habla! —rujo.
—Caitlin nos pidió tu mano, y aunque no estoy muy de acuerdo porque
eso le corresponde hacerlo al hombre, le hemos dicho que sí.
Me atraganto al coger una bocanada de aire.
Estallo en carcajadas.
—Ella… Ella…
—Sí, hijo, sí, ella se te ha adelantado.
—Joder, casi me matáis de un susto. Por un momento pensé que…
—La historia se repetía—concluye mi madre por mí.
—Lo sabes todo, ¿verdad, mamá?
Asiente y mira a mi padre.
—¿No tienes nada que decirle a tu hijo, August?
—Siento haberte hecho pasar por este calvario, hijo. Al contrario que tu
madre, yo nunca me entero de nada. Si hubiese sabido cuáles eran tus
sentimientos por Caitlin, jamás hubiera concertado un matrimonio entre ella y
tu hermano.
Espero que algún día puedas perdonarme.
En ese momento, me doy cuenta de que mi padre es un hombre mayor
que ha sido educado estrictamente. No puedo culparlo por actuar como le han
enseñado, ni por tener creencias que son obsoletas para mí.
Me acerco a él y apoyo una mano en su hombro.
—Ya lo he hecho, papá. Ya te he perdonado.
Su mano presiona la mía con cariño.
A mamá se le escapan las lágrimas.
—Tienes nuestra bendición para casarte con la pequeña Smith, hijo.
Abrazo a ambos y beso la mejilla de mamá.
—Gracias.
—Anda, ve a ponerte guapo, tu futura esposa está a punto de llegar y no
querrás que te vea con esas pintas.
—Como si eso fuera importante, mujer…
—Tú a callar, viejo gruñón.
Les dejo entretenidos con sus pequeñas pullas y subo a mi habitación.
Juro que hace un momento he estado a punto de morir pensando que el
señor Cooper la había vuelto a cagar, y había concedido la mano de su hija a
un puto mindungui. Ahora me da la risa, pero joder, las he pasado canutas ahí
abajo.
Me desvisto y me meto en la ducha.
Al hacerlo, me fijo en las marcas que han dejado las correas que Caitlin
utilizó anoche para someterme. Las tengo en los tobillos y las muñecas.
Hemos comenzado con las sesiones de sumisión esta semana, después de
regresar de Ibiza. No, no participamos en la exhibición, porque ella ya se
había retirado de ésta, aun así, no nos la perdimos. Mistress fue la ganadora.
El próximo año lo será mi futura esposa, y yo estaré a su lado. Mi
contrato de sumisión se ha roto. Ahora lo hago por voluntad propia.
Como también he dejado, por voluntad propia, que me marque. Me ha
regalado una pulsera que en el mundo del BDSM indica que soy de su
propiedad. Me importa una mierda que todo el mundo lo sepa, es la verdad.
Le pertenezco en cuerpo, mente, alma y corazón. Me gusta estar rendido
a sus pies. Para qué vamos a engañarnos, me gusta que me dé caña. Me
esperan muchos días de entrenamiento para estar a su altura, pero lo
conseguiré. No tengo ninguna duda de ello. Y más teniéndola a ella como
ama y señora.
Quiero con locura a esa mujer.
Cuando vuelvo a bajar, ya hay un montón de invitados pululando por el
jardín. Oteo el ambiente: mis padres hablan con un grupo de gente; Rebeca y
Luis ríen por algo que mi hermano les está diciendo; Alison y Preston, un
poco más apartados, parecen enfrascados en una conversación. No tenía ni
idea de que esos dos eran amigos. De hecho, creo que es la primera vez que
los veo juntos. Mi hermana Amber y su marido, cuchichean con una pareja
que no conozco de nada.
También distingo a los Smith entre el grupo de personas que rodean a
mis padres. Parecen contentos. A quien no veo, es a la única persona del
mundo que estoy deseando ver. Estoy ansioso porque me haga la pregunta del
millón para poder gritar a los cuatro vientos: ¡Sí quiero!
Cojo una copa de vino y bajo las escaleras para mezclarme con el
gentío.
El primero en acercarse a mí es Theodore:
—Bueno, bueno, bueno, creo que tengo que felicitarte, acabo de
enterarme de que han pedido tu mano.
Sonrío.
—Eso parece.
Chasquea la lengua.
—Supongo que esa petición deja claro quien llevará los pantalones en tu
casa.
Bebo un poco de vino y lo miro.
—¿Acaso en la tuya los llevas tú? Porque no lo parece.
—Touché.
Los dos reímos.
—Felicidades, hermano. Me alegro mucho por los dos. Os merecéis toda
la felicidad del mundo.
—Gracias.
—¿Has pensado en lo que te dije?
—Sí.
—¿Y?
—Te agradezco que quieras que forme parte de los clubes, tanto en Ibiza
como aquí en Londres, pero no es lo mío, Theo. Eso sí, podrás contar
conmigo siempre que lo necesites. Relics.com va muy bien y quiero
centrarme en ella. Últimamente he tenido la página muy olvidada.
—Te entiendo. De todos modos, siempre tendrás tu sitio en la empresa
familiar.
—Lo sé. Gracias.
—Por cierto, he visto a la persona que buscas entrar en el invernadero.
—Debí imaginarlo.
—Ve a por ella, Adrien, sé un hombre.
—Muy gracioso.
Me palmea la espalda y se aleja carcajeándose.
«Capullo».
Dejo la copa de vino sobre una de las mesas dispuestas en el jardín, y
voy en busca de mi chica.
Me cruzo con ella a medio camino.
Ambos sonreímos.
—Te estaba buscando—murmura.
—Y yo a ti.
Rodeo su cintura con un brazo y la acerco para besarla.
—Adrien, esta mañana hablé con tus padres y…
—Les has pedido mi mano y te la han dado.
—Sí—musita sobre mis labios.
—Has vuelto a adelantarte.
—Eso creo.
—¿Es ahora cuando vas a preguntarme si quiero casarme contigo? —
digo rozando el lóbulo de su oreja con la lengua.
Gime.
—Este parece un buen momento…
—¿Entonces a qué esperas?
Mi lengua desciende por su cuello hasta el hueco de su clavícula.
Jadea.
—Adrien James… Oh Dios…
—¿Sí? —le rozo el pezón con el pulgar.
—¿Quieres…? ¡Madre mía! ¿Quieres…?
Se arquea pegándose a mi pecho.
—Que, si quiero, ¿qué?
—Joder, ya sé que vas a casarte conmigo, ¿quieres follarme de una
maldita vez?
—¿Aquí? —pregunto introduciendo la mano en sus bragas.
—En el invernadero.
Presiono su clítoris y gruñe.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que nos casemos cuanto antes.
—Hecho.
FIN
AGRADECIMIENTOS