Mentiras Peligrosas - Amelia Gates

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Índice

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Epílogo: Seis años después
Epílogo
Epílogo

Manten el contacto
Gracia
Capítulo

Uno

Arlena

No podía creer que estuviera saliendo a hurtadillas tan tarde, desafiando


directamente las órdenes de mis padres de retomar la rutina de mi horario
escolar antes de que terminaran las vacaciones de invierno. Pero maldita
sea, no se me presentaban muchas oportunidades de desahogarme, y no iba
a desperdiciar ninguna. Además, tenía dieciocho años. Legalmente, no tenía
más tutor legal que yo misma. En el plano social, mi tutor legal era Blayze.
Me estaba esperando en el callejón de detrás de la casa de mala muerte
a la que me habían obligado a mudarme. Su coche tosía y chisporroteaba al
ralentí. Quería llevarle a arreglar aquel trasto estúpido por él, pero
ofrecerme a pagarle siquiera un refresco delataría mi tapadera. Por lo que él
sabía, por lo que cualquiera sabía, yo estaba tan en números rojos como
cualquiera de ellos. Bueno, casi. Mi BMW ya me delataba, pero lo había
hecho pasar por un regalo de cumpleaños de un pariente rico pero
desinteresado.
Me gustaba pensar que a mi padre le habría hecho gracia que lo
describiera así, pero sabía que era mucho más probable que se le partiera el
corazón. Quizá incluso se enfadara. Había intentado convencerme de que su
nombre me protegería de los matones de mi nuevo colegio. Yo había
sonreído y asentido con la cabeza, y luego había mentido como una bellaca
en todas las clases. Ni siquiera Blayze sabía de dónde venía, pero en
realidad no importaba. Yo tampoco sabía mucho de su pasado. La norma
general en Burnaby High era que el pasado se quedaba en el pasado, y hacer
demasiadas preguntas te conduciría a recibir una paliza. Me gustaba ese
planteamiento porque significaba que podía guardarme mis secretos y no
preocuparme de que nadie indagara.
—Hola, princesa —dijo Blayze, mostrándome su hoyuelo.
Su pelo castaño ondulado caía en una melena desgreñada por su cuello
y, como siempre, sus profundos ojos marrones se arremolinaban con
sabiduría prohibida y misterios que no podía más que adivinar.
—Hola —le dije, dando un respingo y acercando la boca para darle un
beso.
El beso casto que esperaba se intensificó rápidamente, revolviéndome el
vientre. Mis dedos se cerraron en puños, envolviéndose en su brillante
camisa plateada abotonada, que se había dejado desabrochada sobre su
camiseta negra. Me encantaba cómo vestían los chicos por aquí. No se veía
ni una corbata ni ninguna chaqueta deportiva por ninguna parte. Las
zapatillas de deporte y los vaqueros... bueno, bien podrían haber sido
atuendos formales. Era mucho más terrenal de lo que estaba acostumbrada,
mucho más mundano. Mucho más cómodo y honesto y humano.
Cuando Blayze se apartó y separó mis labios de los suyos, lo miré de
pies a cabeza.
—Hoy llevas tu cadena buena —dije apreciativamente, apretándome el
labio inferior entre los dientes. Inclinándome hacia delante, pasé un dedo
por los fríos eslabones de metal y me pregunté cuánto valdría aquella cosa
de plata mate, tanto en dólares como en valor sentimental.
Blayze me cogió la mano y la apartó de la joya, dedicándome una
sonrisa coqueta que contenía una pizca de advertencia. No toques la cadena.
Entendido.
—¿Estás lista? —preguntó mientras sacaba el coche del callejón.
Asentí y le miré con el cejo fruncido.
—Nací lista. —Era mentira, por supuesto.
En lo referente a este lugar, a Blayze, a este nuevo mundo, no estaba
lista para nada. Como alguien que no sabía nadar en un océano sin fin. Un
pez fuera del agua. Un esqueleto sin huesos.
—Sí, lo que tú digas, chica de ciudad. ¿Cuál es la fiesta más salvaje en
la que has estado?
Sonreí, dispuesta a contarle mi historia de aquella locura de fiesta, pero
me contuve. El cantante del grupo se había colocado demasiado en el baño,
el batería se había emborrachado demasiado y el escenario estaba situado en
una isla flotante en medio de la piscina de tamaño olímpico de mi amiga.
Los ánimos se caldearon cuando el batería se puso pedo demasiado pronto.
Los dos se pelearon y se las apañaron para lanzar a toda la banda, con
instrumentos y todo, al agua.
También está aquella vez en mi otra amiga sufrió una sobredosis de
pastillas de diseño en el baño y tuvieron que llevarla al hospital, pero eso no
fue tan divertido. El ama de llaves la encontró y la sacó discretamente, y
solo llamó a sus padres cuando ya estaba fuera de peligro. Ni siquiera
pararon la fiesta, sólo hicieron que el mayordomo se encargara de todo
hasta que llegó la hora de irse a casa. Mi sonrisa se desvaneció rápidamente
mientras intentaba pensar en una historia, cualquier historia, que pudiera
contarle a Blayze y que no apestara a dinero a raudales.
—Eso pensaba —dijo Blayze riendo—. Mira, Arlena, esta noche vas a
ver cosas en casa de Eddie. Cosas que probablemente nunca has visto antes.
Yo he respondido por ti, pero como nunca has estado en una de sus fiestas,
te va a estar observando y analizando tus reacciones.
Un gusanillo nervioso empezó a retorcerse justo debajo de mi corazón.
—¿Y cómo debo reaccionar? ¿O no debo reaccionar en absoluto? ¿A
qué tipo de cosas no debo reaccionar?
Blayze me sonrió como siempre lo hacía y se me revolvió un poco más
el estómago. Había una parte de mí que sabía que esta fiesta era una idea
terrible, y no solo porque mi padre me encadenaría al radiador si alguna vez
se enteraba.
—Cálmate —dijo Blayze, tirando de mi mano hacia la suya y
llevándosela a los labios. La besó suavemente antes de colocarla de nuevo
en mi regazo—. Quédate a mi lado y sígueme la corriente, ¿de acuerdo?
Ni sus palabras ni sus actos ayudaron a calmarme en absoluto. Me
limpié las manos sudorosas en la faldita que llevaba y junté los talones. Las
preguntas revoloteaban por mi cabeza, interrumpiéndose unas a otras, y
antes de que pudiera decidir qué preguntar primero, ya estábamos allí.
Decenas de coches se agolpaban en una calle sin salida al final de un
callejón repleto de trastiendas de negocios, excepto el solar del fondo. Allí
estaba la casa de Eddie, una casa destartalada de dos pisos y medio con dos
terrazas que parecían a punto de venirse abajo. La mitad de las ventanas
estaban rotas y cubiertas de plástico transparente, y el solar estaba rodeado
por tres laterales de altos muros de bloques de hormigón con grafitis.
Una música con un bajo profundo y palpitante hizo vibrar las ventanas
mientras Blayze aparcaba contra el canalón. Observé las caras de las
personas que entraban en la casa y me estremecí a pesar de aire caliente de
la calefacción que me daba de lleno en la cara. Eran las mismas personas
que, hasta hacía poco, me habían rechazado y básicamente me habían hecho
bullying durante todo el año. Blayze me miró y se rió entre dientes,
rodeándome el hombro con un brazo.
—Cálmate, princesa. Estás conmigo, ¿recuerdas? Nadie va a molestarte.
Deja que vayan a lo suyo y tú quédate conmigo. ¿Vale?
—¿Qué es exactamente lo suyo? —repliqué.
Sonrió y yo no estaba segura de que me gustara.
—Lo que ellos quieran que sea —dijo—. Esta es una fiesta de Eddie. Es
un ligón. Vamos, ya verás.
No reacciones, no reacciones. Repetí las palabras en mi cabeza como un
mantra mientras me aferraba con fuerza al brazo de Blayze y dejaba que me
guiara hacia el interior de la casa. No era fácil. Sabía lo que era no caer bien
en este pueblo. Que te atormentaran, que se metieran contigo. Sin embargo,
una cosa era cierta: gracias a Blayze, la cosa nunca había sido tan mala
como podría haber sido. Pero sin su protección habría estado tan jodida
como un pájaro volando hacia un tirachinas.
Fuera, pasamos junto a una pareja que se estaba enrollando sobre el
capó de un coche como si no hubiera un mañana justo delante de la puerta
de Eddie. Sus amigos le animaban desde sus puestos en el césped, y una
chica estaba vomitando en la rejilla del canalón a pocos metros.
No reacciones, me recordé, intentando que el masaje llegara a mis ojos
y mi boca abiertos.
Si hubiera ido tan lejos como para imaginarme cómo era el interior de la
casa de Eddie, no puedo prometer que ésta fuera la imagen que se me
hubiera ocurrido. Cada centímetro estaba abarrotado, no de muebles, sino
de gente. Gente contra las paredes, en el sofá, bloqueando los pasillos,
riendo, bailando, hablando.
Blayze dejó caer un beso en mi mejilla para llamar mi atención y me
guiñó un ojo.
—Es una fiesta de Eddie —repitió.
Como si eso tuviera que significar algo para mí. Lo único que sabía de
Eddie era que, a sus 22 años, era el mayor del instituto y que todo el mundo
parecía conocerle. También era alto, rubio y tenía los huesos afilados y el
pelo rizado de un dios griego. Para mí, Blayze estaba obviamente más
bueno, pero Eddie no tenía ningún problema en ligarse a las chicas, y las
chicas no tenían ningún problema en reconocerlo. Incluso había visto a un
novio despechado perdonar a su novia por haberla engañado, sólo porque lo
había hecho con Eddie. Ese hombre era intocable.
También era el mejor amigo de Blayze, así que me esforcé por dejar a
un lado los nervios. Había estado antes en presencia de hombres poderosos
y había mantenido la dignidad, pero éstos habían tenido otro tipo de poder.
Del tipo que se mofaba de los estudiantes de instituto de 22 años y les
compraba una plaza en Harvard. Eddie había convertido sus aparentes
defectos en un negocio floreciente, y se había convertido en el pez gordo de
un estanque abarrotado.
La fiesta se volvió aún más salvaje cuando cruzamos el umbral. El
humo que flotaba en el aire era de al menos tres colores y consistencias
diferentes, y un círculo de gente se apiñaba en torno al extremo de una mesa
de café, pasándose un billete de un dólar de nariz a nariz. La música sacudía
la casa, y entre compás y compás llegaban los sonidos de gente vomitando
y follando.
Blayze me condujo a través de aquella sala hasta la de más allá, donde
las luces parpadeaban y la mayor parte del humo salía de una máquina y no
de labios fruncidos. La música estaba tan alta que ni siquiera podía oírme
pensar, y mucho menos controlar mis reacciones. La aplastante multitud
bailaba, bebía y se desnudaba al aire libre, orgullosa de sus cuerpos, de sus
sexualidades y con edad suficiente para hacer lo que les diera la gana, lo
que consolidaba el hecho de que yo no pertenecía a este lugar.
Blayze se abrió paso entre la multitud sin esfuerzo. Borrachos y
colocados como estaban, nadie quería enfrentarse a él. Le apreté la mano,
sintiéndome segura incluso en medio de todo aquel desfase. Si mi padre
supiera dónde estaba, me mataría. Y por muy protegida que Blayze me
hiciera sentir aquí, no había forma de que pudiera salvarme de la ira de mi
padre. Me tragué ese pensamiento y me concentré en no parecer un
cervatillo asustado ante los faros de un coche.
Blayze y yo llegamos a la parte trasera, que resultó ser la cocina. Eddie
estaba allí, mezclando bebidas y flirteando con las cuatro mujeres que le
rodeaban. Sólo reconocí a una de ellas como alguien de nuestro colegio.
Las otras eran mayores, más maduras y parecían de las que no tendrían
reparos en anunciar a los cuatro vientos que era un problemón. Al
percatarse de nuestra presencia, Eddie se giró de tal forma que su cuerpo
quedó frente a Blayze y su rostro se iluminó como el fuegos artificiales.
—¡Eh, al final has venido! Pensé que me ibas a dejar plantado otra vez.
¿Ya tienes de beber? Tomad, aquí tenéis, hasta el fondo. —Hablaba rápido,
pero sus manos lo iban aún más cuando deslizó un par de vasos altos por la
encimera hacia nosotros, cada uno lleno de un líquido espeso de color verde
guisante—. Arlena, nena, ¡bienvenida a mi casa! ¿Te gusta? La he
comprado yo mismo. Con dinero en efectivo, nena. —Se inclinó para que
su aliento me hiciera cosquillas en las partes externa e interna de la oreja—.
Si alguna vez te apetece dejar a este farsante, podrías liarte con alguien que
tenga dinero de verdad.
—Métete un tenedor por el culo y muérete —replicó Blayze, sonriendo
—. No le hagas caso, princesa. No se quedará contento hasta que haber
dejado embarazadas a todas las chicas de la zona triestatal. Pronto estará
gastando todo ese dinero en la manutención de sus hijos en vez de en
alcohol
—Cabrón. —Se rió Eddie, sacudiendo la cabeza ante Blayze. Siempre
estaban así, tirándose los trastos a la cabeza, lanzándose insultos que
parecían duros, pero no se sentían así en absoluto.
Blayze chocó su vaso con el mío y bebió hasta el fondo. Como no
quería levantar ninguna sospecha, hice lo mismo y casi me atraganto. Dulce
y fría, la bebida me abrasó la garganta y me calentó hasta el ombligo.
Probablemente debería haber dejado de beber en ese momento. No era la
primera vez que bebía un par de rondas, pero lo que Eddie estaba sirviendo,
bueno... digamos que no era lo servían allí de donde yo venía.
La segundo copa extendió el calor a mis muslos, excitándome de forma
casi incómoda. Blayze me rodeaba los hombros con los brazos y su aliento
me hacía cosquillas en el cuello mientras se agachaba de vez en cuando
para besarme la piel expuesta.
Para la tercer copa, me encontraba apoyando mi peso en él, incapaz de
confiar en mis propias piernas para mantenerme en pie. Blayze me rodeó
aún más con sus brazos y me apretó contra su pecho. Los efectos de la
bebida eran evidentes en el bulto de sus pantalones y mi corazón se agitó
salvajemente en mi pecho y aún más cuando me hizo girar y me besó
profundamente. Su lengua bailando contra la mía me hizo sentir un
auténtico éxtasis. Respirando humo y sexo hasta que la cabeza me dio
vueltas, le devolví el beso con un abandono que nunca antes había
conocido, restregándome contra él, dejando que mis caderas se movieran al
ritmo de la música. Saboreándolo. Provocándole. Suplicándole cosas sin
usar palabras para hacerlas realidad. Antes de que me diera cuenta, me tenía
presionada contra la encimera de la cocina y su mano subía por mi muslo.
—Oye, en la cocina no —dijo Eddie de buen humor. Con el calentón de
lo que estaba pasando y el alcohol dando vueltas en mi cabeza, no podía
recordar si Eddie se había ido o si había estado allí de pie todo el tiempo—.
Pasaos a la pista de baile como el resto de pervertidos.
Abrí los ojos y no pude evitar reírme. Una mujer estaba sentada en la
encimera, desnuda salvo por su ropa interior de encaje, y Eddie tenía la
cabeza hundida en sus pechos mientras nos reprendía por nuestra, en
comparación, inocente sesión de besos.
Blayze se rió conmigo.
—Tío, cierra el pico. ¿A quién tengo que follarle la pierna para que me
rellenen el vaso?
—Tienes dos manos —dijo Eddie, con la voz amortiguada por la suave
carne de su actual conquista.
Blayze se encogió de hombros y nos preparó dos más. Había botellas
por todas partes, todo tipo de alcohol, cosas de las que nunca había oído
hablar, pero ninguno de mis antiguos amigos compraba nunca licores
baratos y Dios les prohibía comprar nada que viniera en lata. Más choque
cultural. ¿Se acabaría alguna vez? Esperaba que no. Esto era nuevo,
diferente y peligroso. Nunca me había dado cuenta de lo aburrida que
estaba antes de mudarme aquí, y ahora sentía que tenía que ponerme al día
con un montón de cosas de la vida.
Como esto, pensé con los ojos muy abiertos mientras Blayze y yo
volvíamos a la pista de baile. Al menos la mitad de la gente que había allí
estaba desnuda ahora, algunos de ellos contorsionados en posturas con las
que yo ni siquiera había soñado. Blayze me miró, sonrió y me dio la vuelta.
—Bailaremos abajo —me dijo.
Nos cogió un par de latas del cubo con hielo de la cocina. Eddie no le
prestó atención, pues estaba profundamente ocupado con su amiga, que
ahora estaba completamente desnuda y retorciéndose contra él. El sexo
impregnaba el aire, la música, la bebida... era abrumador. Cada paso que
daba se me antojaba como unos preliminares, cada contacto con la piel de
Blayze me quemaba como un fuego irresistible. En el piso de abajo, había
gente vestida que jugaba al billar, lanzaba dardos y bebía, mientras que la
gente desnuda yacía adormilada en los sofás y en el suelo.
—Bueno, ¿bailamos o qué? —preguntó Blayze, con voz ronca.
Nadie más bailaba, pero eso no parecía preocuparle a Blayze. Nunca le
importaba lo que hacían los demás, y esa era la única razón por la que
estábamos juntos. Lo menos que podía hacer era confiar en que conocía las
reglas de este sitio. Que, honestamente, no parecían ser muchas. Así que
bailamos una canción tras otra, cada una acercándome más a una decisión
que llevaba mucho tiempo dejando en manos del destino.
Iba a perder mi virginidad, y lo iba a hacer aquella noche. Blayze me
besó la boca y el cuello, me pasó las manos por el cuerpo y apretó su
furiosa dureza contra mí mientras bailábamos, excitándome hasta
convertirme en un desastre tembloroso. El alcohol seguía fluyendo y yo
seguía bebiéndomelo todo. Habíamos llegado a un punto en el que, por muy
fuerte que fuera el ron o por muy fuerte que estuviera el whisky, ya no
podía ni saborearlo, pero quería más y más, y Blayze estaba más que
encantado de complacerme.
No sabría decir cuánto tiempo bailamos, ni cuántas miradas sucias
recibimos de parte de mujeres que lo deseaban, pero mi cuerpo estaba
dolorido de necesidad cuando mis piernas se rindieron. Me desplomé contra
él y me abrazó, besándome más fuerte de lo que me había besado antes.
—No puedo hacerlo aquí —murmuré en su oído, retorciéndome por la
intensidad de mi excitación—. Pero te deseo.
Me gruñó suavemente en el cuello y me mordisqueó lo justo para
hacerme daño antes de ponerme de pie.
—Vámonos de aquí. —Se despidió de Eddie gritando escaleras arriba.
Eddie gritó algo que no entendí y Blayze se rió—. ¿Tu madre nunca te dijo
que no hablaras con comida en la boca?.
—Tío, mi madre no me dijo una mierda —gritó Eddie, riendo—. Ahora
piérdete, tengo un aperitivo que comerme.
La amiguita de Eddie soltó una risita. La conversación no tenía mucho
sentido para mí, pero me distrajo el hecho de que el mundo entero parecía
inclinarse hacia la izquierda, haciendo que todos los colores se
confundieran. Cerré un ojo y el mundo entero se sacudió vertiginosamente
hacia la derecha. Necesitada de estabilidad, como un gato necesita una cola,
me agarré con fuerza al brazo de Blayze mientras la habitación giraba a mi
alrededor. Tardé demasiado en darme cuenta de que habíamos empezado a
movernos. Acababa de darme cuenta cuando la puerta de un coche se abrió
delante de mí.
—Sube, borrachina —me dijo al oído la voz de Blayze.
Solté una risita, pero la corté rápidamente porque la bilis me subió a la
garganta. Seguía desesperadamente excitada, pero mi cuerpo y mi cerebro
no conseguían ponerse de acuerdo. Blayze me metió en el coche y yo me
enrosqué hasta quedar sentada, o eso creía. Me sobresalté al verlo en el
asiento del conductor, a mi lado, y no recordaba cómo había llegado hasta
allí.
—Bésame —le dije.
Eso hizo, y yo me arrastré hasta su regazo, apretándome contra él
mientras sus manos recorrían mi cuerpo. Cada caricia estaba amplificada,
interrumpida de vez en cuando por las náuseas que se agolpaban en mis
entrañas. El callejón sin salida que nos rodeaba no hacía sino aumentar
dichas sensaciones. Mis dedos tantearon su cinturón durante unos segundos
de impotencia y hundí la nariz en su cuello, impregnándome de su olor:
sudor almizclado, humo y alcohol. Necesitaba más. Mucho más. Lo
necesitaba todo. Gemidos frustrados se deslizaron por mis labios cuando me
di por vencida con el cinturón.
Lo siguiente que supe fue que me soplaba aire frío en la cara y estaba
acurrucada contra algo duro y de plástico. Me limpié las babas de la cara e
intenté incorporarme. La cabeza me estalló de dolor y la barriga me dio un
respingo como si me estuviera cayendo de la cima del mundo. Había algo
incómodamente duro entre mis rodillas. Intenté moverlo, pero acabé
simplemente agarrándome a los lados. Era un cubo, me di cuenta al abrir los
ojos.
—Adelante —dijo Blayze con calma—. Para eso es.
Esa bebida verde resultaba mucho menos agradable al subir que al bajar.
Sustituyó el embriagador aroma de Blayze por el vil olor del vómito fresco.
Cuando terminé de vomitar, me recosté en el asiento del coche con los ojos
cerrados y gemí contra las fuertes explosiones de mi cabeza.
—Bebe esto —dijo Blayze, poniéndome algo frío en la mano.
—Ugh, no quiero beber. Nunca más.
—Es agua —dijo riendo—. Hicimos una parada en la gasolinera para
hidratarnos, ¿recuerdas?.
Parpadeé intentando recordar algo, pero no fui capaz. Me encogí de
hombros, me llevé la botella de agua a los labios y bebí a tragos lentos y
constantes hasta que ya no pude tragar ni una gota más. Volví a tapar la
botella y empecé a sacudir la cabeza, pero me lo pensé mejor. Después de
enjuagar un poco el fuego ácido de mi garganta, hablé:
—No recuerdo nada de eso. En plan... nada en absoluto.
Blayze se rió y me miró de reojo.
—No pensé que lo recordarías. Has estado inconsciente durante unos
minutos.
Volví a abrir la botella de agua y esta vez la vacié del todo. Siempre tan
servicial, Blayze me dio otra. La bebí más despacio, respirando hondo
mientras mi cerebro volvía a encenderse. Estábamos atravesando una
autopista prácticamente vacía, con las ventanillas bajadas y la calefacción
apagada, a pesar de ser pleno enero.
—¿Dónde estamos?
—Sólo dando vueltas por la ciudad —dijo—. No quería llevarte a casa
si no podías andar. Te habría llevado a la mía, pero no quería que pensaras
que hiciste más de lo que querías.
Mis ojos se abren de par en par.
—Espera, ¿qué ha pasado? Lo último que recuerdo es que estábamos...
bueno, que casi... —Me interrumpí, palpando mi ropa interior. Seguía en su
sitio. También estaba mojada.
Blayze resopló.
—¿Por qué clase de capullo me tomas? Estabas muy borracha, Arlena.
Ibas muy pedo. Yo también estaba bastante achispado, o no habría llegado
tan lejos. No te preocupes, princesa. Cuando no pudiste desabrocharme el
cinturón, te senté y te puse el cinturón. No te hizo mucha gracia, pero
tampoco estabas en condiciones de ponerte a pelear por ello.
Me invadió un profundo alivio, tan profundo como la decepción que
recordaba haber sentido antes. Extendí la mano y se la cogí, apretándosela.
—Gracias —dije, y cada palabra iba en serio.
Blayze se encogió de hombros, pero yo sabía lo importante que era.
Habría sido muy fácil para él aprovecharse de mí. Prácticamente se lo había
suplicado, y aun así no lo hizo. Le sonreí y le pasé un dedo por la
mandíbula.
—Mi caballero de brillante armadura —murmuré.
Sonrió.
—Tu caballero vestido con Gucci de imitación, más bien.
Me reí y él me apretó la mano, con suavidad, tranquilizadoramente.
Seguimos conduciendo un poco más, y sólo cuando Blayze estuvo seguro
de que podía irme a la cama por mis propios medios, me llevó a casa.
Aparcamos fuera, lo bastante lejos de la entrada de mi casa como para pasar
desapercibidos, me acercó a él y me giró ligeramente la cabeza para
besarme la mejilla. Yo no habría querido besarme de ninguna otra forma.
No con el olor a vómito aún permeando el aire y mi lengua.
Llegué a la cama sin despertar a nadie y me desplomé en ella sin ni
siquiera quitarme los zapatos. Me sonó el móvil mientras el sueño se
apoderaba de mí por el rabillo de los ojos. Luché contra la oscuridad con
todas mis fuerzas y entrecerré los ojos.
Buenas noches, dulce princesa. Sólo los sueños más preciosos para la
chica más preciosa.
Suspirando feliz, dejé que la ola de oscuridad me arrastrase.
Capítulo

Dos

Blayze

—Quítate las gafas —me dijo el guardia de la puerta—. Ponlas en la cesta y


vacía los bolsillos. Brazos hacia fuera y piernas separadas.
Hice lo que había indicado. No era la primera vez que iba al juzgado, y
seguro que no sería la última. Al menos, no teniendo a Damon de hermano.
No estaba demasiado preocupado; sólo le habían pillado con un par de
gramos que entraban dentro de la categoría de «para uso personal». Pero era
su segundo aviso, y el ambiente con la policía se había caldeado mucho
últimamente.
—Cuidado —grité cuando la porra del guardia se acercó demasiado a
aplastar ciertas partes muy importantes del cuerpo.
—Puedes irte —dijo el guardia con brusquedad—. Tus cosas estarán al
otro lado.
Pasé por el redundante detector de metales y esperé a que la máquina de
rayos X escupiera la bandeja de plástico con mi cartera y mis gafas. El
guardia de la máquina ni siquiera me miró. Qué amables. Subí en ascensor
hasta la tercera planta, busqué la sala correspondiente y entré. Damon
estaba sentado en primera fila, con un policía a cada lado. Me llamó la
atención un mechón de pelo rosa y rubio en la última fila. Frunciendo el
ceño, fui a sentarme junto a la mujer.
—¿Qué haces aquí? —susurré.
Sam, mi ex, me miró fijamente. Sus grandes ojos azules estaban
empañados y su boca estaba apretada en una fina línea.
—¿Qué, no se me permite apoyar a mi amigo?
La miré con desconfianza.
—¿De verdad? ¿Por eso estás aquí? ¿No has venido con la esperanza de
acorralarme con otro de tus juegos psicológicos de psicópata?.
Ella resopló y puso los ojos en blanco.
—No fue ningún juego psicológico, imbécil. Fue un aborto espontáneo.
Y, por cierto, el mundo no gira a tu alrededor. Me importa Damon. ¿Ves a
ese tío? ¿Con el traje de Gucci, pelo canoso y la nariz más larga que un día
sin pan?
—¿Sí?
—Le llaman el superfiscal. Tiene fama de encerrar ciudades enteras.
—Claro, como si eso fuera posible.
Me miró exasperada y levantó el teléfono para que viera la pantalla.
—Lo he buscado, idiota. Es brutal. Los camellos no son personas para
él, le importan un carajo sus circunstancias. Llevo horas viéndole trabajar.
¿El último juicio? Argumentó que si podría haber sucedido, entonces era
probable que hubiese sucedido, y si no sucedió, es sólo cuestión de tiempo
que suceda.
Resoplé.
—Apuesto a que eso le fue de perlas.
Me miró fijamente.
—Acusaron al tío de intento de distribución y de contribuir a la
delincuencia de un menor.
Parpadeé.
—¿Y?
—¿Y qué? ¡El acusado era el menor! Míster Gucci consiguió que un
quinceañero fuera acusado como adulto de intento de distribución con nada
más que una maldita pipa sucia como prueba. ¡Le han caído cinco años!
Se me encogió el corazón. Sacudí la cabeza.
—Tenía que haber algo más que eso.
Sam apretó los labios y suspiró con fuerza.
—Damon está jodido.
—¡Todos en pie! Se abre la sesión. Preside la juez Foreman.
La juez tenía aspecto cansado y cabreado, una combinación nada buena,
pero ya nos habíamos visto en peores. Miré al fiscal, que parecía
respetuosamente engreído. No tengo ni idea de cómo conseguía combinar
esas dos cosas, pero así era. La bilis se me revolvió en el estómago y una
ansiedad que me mordía las uñas me subió hasta la garganta. De repente,
notaba el aire más tenso que cuando entré por primera vez y algo en mis
entrañas me decía que aquello no era nada bueno. Todos tomaron asiento, la
juez suspiró y miró irritada a Damon.
—¿Cuáles son los cargos, Sr. Drake?
El apellido me pilló desprevenido, pero lo ignoré. Era una gran ciudad.
Mucha gente tenía que llamarse igual, aunque esa gente fueran mi novia y
el tío que estaba intentando enviar a mi hermano al trullo.
El fiscal Drake dio un paso al frente, con una expresión plantada en la
cara aún más petulante que la de antes.
—Posesión de sustancias ilegales con intención de distribuirlas —dijo.
Su voz era dura, directa. El tipo de voz que te deja claro que no puedes
vacilar a su dueño.
—Sorprendente —dijo la juez Foreman“—. Sr. Arrow, ¿cómo se
declara?
Damon se aclaró la garganta y se puso de pie.
—Inocente, su señoría.
—Aún más sorprendente —dijo la juez“—. Sr. Drake, tiene la palabra.
Y vaya si tomó la palabra.
Todos los argumentos del fiscal eran… especulativos, en el mejor de los
casos. Pero hizo que sonaran a hechos, como si todos los peligros del
mundo descansaran en la palma de la mano de mi hermano. Cuanto más
hablaba, más incómodo me revolvía en mi asiento. Y cuando el abogado de
oficio de Damon por fin se levantó, sentí como si el tambor de una batería
entrara en guerra dentro de mi cabeza.
El abogado de oficio de Damon usó la manga de su gastado traje gris
para frotarse la frente con nerviosismo. Cabizbajo, ni siquiera miró a
Damon a los ojos mientras hablaba. Mientras que el fiscal parecía una bola
enorme de puta confianza, el abogado de oficio de Damon destilaba fracaso.
No paraba de tartamudear ni de secarse las gotas de sudor de la frente. Para
cuando terminó, era como si no hubiera dicho nada.
La fiscalía presentó las pruebas y fue tal cual Sam dijo que sería.
—Damon, el Sr. Arrow, llevaba cuatro gramos de metanfetaminas de
venta callejera. En el momento de su detención, estaba reunido con un
conocido consumidor de drogas.
La juez le clavó una mirada penetrante y sentí esperanza por un
momento. La esperanza es una emoción de mierda. Sam se mordió el labio
con fuerza y clavó las uñas en el banco, a mi lado. Estaba montando un
espectáculo para mis ojos, sin duda.
—Cuatro gramos difícilmente indican intención de distribuir nada, Sr.
Drake. ¿Cómo justifica estos cargos?
—Si mira las pruebas que tiene delante, señoría, verá que esos cuatro
gramos estaban repartidos en dos bolsitas individuales de dos gramos cada
una. Como se ha dicho, estaba en proceso de reunirse con un conocido
consumidor de drogas, que casualmente llevaba dinero en efectivo con él,
sesenta dólares.
Don Gucci devolvió esa mirada de suficiencia al público y luego dirigió
una mirada de asco a Damon antes de continuar.
—Como ya sabrá, señoría, la metanfetamina se vende a unos treinta
dólares el gramo en esta zona.
La juez se frotó la barbilla y le miró con los ojos entrecerrados.
—¿Tiene testigos, Sr. Drake?
—Así es. El oficial que hizo el arresto, Morton, quien está presente, así
como la mujer que estaba con Damon en ese momento.
—Llámalos al estrado. Oficial Morton, por favor.
Un policía, que resultaba evidente que era un policía, aunque no llevara
el uniforme, se levantó y se dirigió al frente, con su corte de pelo plano y su
mandíbula cómicamente ancha, que le hacían parecer una caricatura de sí
mismo. Prestó juramento y subió al estrado.
—Su testigo, Sr. Drake.
—Oficial Morton, cuando descubrió al Sr. Arrow, ¿qué estaba
haciendo?
—Encontrarse con un personaje turbio y una mujer detrás de un
contenedor. Los escuché discutir por dinero. Llevaba una bolsa de
metanfetamina en la palma.
Drake extendió las manos.
—Atrapado in fraganti. No hay más preguntas, señoría.
La juez arrugo la nariz y miró al abogado de oficio, que sudaba tan
profusamente que las manchas de sus axilas eran lo más destacado de él.
Fantástico, joder.
—¿Tiene alguna pregunta para el testigo, Sr. Brown?
—Eh, sí. Sí. Oficial Morton, ¿qué estaba haciendo en ese callejón?
El agente se puso tenso y fulminó al sudoroso hombre con una mirada
brutalmente gélida.
—Mi trabajo —dijo en pocas palabras.
—Sí, ¿pero estaba allí para investigar algún delito? ¿Para investigar a
mi cliente?
—Estaba patrullando en mi zona habitual —dijo Morton. Su postura
estaba más rígida que antes—. Este hombre estaba en el lugar equivocado
en el momento adecuado.
—Ya veo, ya veo. —Brown se secó el sudor de la frente, sacudiendo la
cabeza—. Por casualidad, no se le habrá olvidado leerle sus derechos al
acusado, ¿verdad?.
Morton frunció el ceño. Por un momento, pensé que le arrancarían la
carne del cuerpo a Brown con la mirada.
—Por supuesto que se los leí. Y tenía puesta la cámara corporal, por si
querías agarrarte al clavo ardiendo de la brutalidad policial a continuación.
Brown se vino abajo. Volvió a limpiarse la frente y murmuró:
—No hay más preguntas.
Drake sonrió con suficiencia a la juez.
—¿Necesitamos siquiera llamar al siguiente testigo, su señoría?
A la juez no pareció gustarle su actitud más que a mí. Resopló con
fuerza, lanzó una mirada decepcionada a Brown y asintió.
—Escucharé su versión de los hechos antes de decidir cómo proceder,
gracias.
Drake vaciló y suspiró. No sé cómo consiguió suspirar respetuosamente,
pero lo hizo. Debería dedicarse a enseñar ese truco a los niños.
—Muy bien. Srta. Slider, ¿podría subir al estrado, por favor?
El corazón me dio un vuelco y giré la cabeza para mirar a Sam. No
quería mirarme. Temblaba de pies a cabeza, con los dedos tan apretados que
estaban blancos, mientras se levantaba y avanzaba rígida por el pasillo
hacia la tribuna. Tartamudeó durante su juramento, con el rostro
mortalmente pálido bajo su pelo rosa chillón. Pero ni de lejos tan pálida
como estoy seguro de que se me quedó a mí la mía mientras la veía allí
arriba.
—Sra. Slider, gracias por unirse a nosotros. —El tono de Drake era de
súbito suave y paternal, nada que ver con el tono que había estado usando
todo este tiempo. Me cabreó de cojones. Una manipulación emocional
descarada, eso es lo que era. Esperaba que Sam fuera lo bastante lista como
para darse cuenta, pero no era muy optimista al respecto. Si Sam tenía una
debilidad, era su necesidad de aprobación masculina. Su necesidad de una
puta figura paterna. Y Drake estaba tocando todos los botones correctos.
—Me citaron, así que pensé que tenía que venir —dijo temblorosa.
Drake sonrió con suavidad. No era una sonrisa zalamera ni sarcástica y,
sorprendentemente, esta vez no tenía ni una pizca de petulancia. Esa rata
bastarda sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Sam, ¿desde cuándo conoces a Damon? —le preguntó.
Tragó saliva varias veces, con los ojos muy abiertos.
—Desde 3º de la ESO. Desde que yo estaba en tercero, no él.
—¿O sea que unos tres años y medio, cuatro años?
—Creo que... sí... por ahí, sí.
—De acuerdo. ¿Y te importaría decirme cómo le conociste?
Se puso un poco tenso, sus ojos se dirigieron a los míos y volvieron a
los suyos en un instante.
—Conocí a su hermano primero. Estuvimos medio saliendo durante un
tiempo. Su hermano y yo, no Damon y yo.
—¿Tú y el hermano de Damon seguís manteniendo una relación?
¿Cómo es que eso es de su maldita incumbencia? Cíñete al tema, Don
Gucci. Pero Sam estaba sacudiendo la cabeza furiosamente.
—No —dijo—. Para nada. Él y yo rompimos hace meses.
—¿Por las drogas? —preguntó Drake en ese tono suave y paternal.
Sam estuvo a punto de darle la razón antes de detenerse, frunciendo el
ceño.
—¿Qué? No. ¿Quién rompe por eso? No, no éramos compatibles. A él
le gusta ser el centro de atención y a mí también.
Alcé las cejas. ¿De verdad creía que habíamos roto por eso? Pensaba
que estaba celoso de su protagonismo. Maldita sea, seguro que también
pensaba que le seguía la pista a sus seguidores. Mi ira vaciló, viéndose
desenfocada ahora por la confusión. Alejé esos pensamientos y la fulminé
con la mirada.
—Entonces, si ya no estás saliendo con su hermano, ¿qué estabas
haciendo con Damon en ese callejón? —preguntó Drake con amabilidad.
Sam dudó durante tanto tiempo que se me retorció la barriga. ¿Qué
demonios estaban tramando esos dos?
—Sólo estábamos pasando el rato —dijo. Su tono despreocupado no era
para nada convincente.
—Ah, ya veo. ¿Así que estabas pasando el rato con él cuando decidió
pasear por un callejón al azar contigo, una persona más joven y vulnerable,
y trapichear con drogas a plena luz del día?.
Sam parpadeó.
—¿Qué?
—Está bien, Sam, lo entiendo. Es un chico mayor, un chico malo, con
poder y dinero... resulta atractivo, ¿verdad? No querías armar un escándalo
y que te viera como un estorbo. Eso no es lo que hacen las novias guays,
después de todo.
—Señor Drake —dijo con sequedad la juez, pero su mirada admonitoria
se dirigió al señor Brown—. Deje de guiar a la testigo.
—Pido disculpas —dijo Drake. Nadie creyó su puñetera disculpa—.
Srta. Slider, ¿podría decirme, con sus propias palabras, qué pasó después de
que usted y Damon entraran en el callejón?
Sam se mordió el labio con el ceño fruncido y se encogió de hombros
como diciendo: que le den.
—Claro. Fuimos al callejón. Estábamos hablando. Justo cuando
pasábamos junto al contenedor, Joe el drogas apareció y empezó a pedirnos
cambio. Le dijimos que no teníamos y siguió insistiendo. Damon lo ignoró.
Joe dijo que nos recompensaría y le puso las bolsitas en la mano a Damon.
Los hombros de Drake se pusieron ligeramente tensos, pero enseguida
se relajó y sonrió.
—¿Y qué pasó después?
Se encogió de hombros.
—Entonces el policía cachas de ahí detuvo a Damon por posesión de
drogas. Supongo que escuchó la discusión, como dijo, sólo que no era lo
que él pensaba. Os habéis equivocado.
Maldita sea, Sam, ¿no sabes lo que es un juramento? Su oreja derecha
tenía un tic casi imperceptiblemente. Es una mentirosa bastante convincente
cuando quiere, pero nunca pudo deshacerse de esa señal delatora. Sabía tan
bien como yo, tan bien como Drake, que Damon llevaba esas drogas
encima antes de poner un pie en el callejón. A Joe el drogas no lo pillarían
ni muerto vendiendo metanfetaminas. Se la fumaría toda primero.
Drake volvía a tener esa sonrisa paternal y me moría de ganas de
borrársela con el puño.
—Sam, ¿estás segura de que así es cómo pasó?
Ella levantó la cabeza desafiante y con los ojos brillantes.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—Por supuesto que no —dijo Drake en tono tranquilizador—. Pero lo
entiendo. Es un hombre mayor, un chico malo. Tiene dinero y contactos.
¿Qué chica de tu edad no se encapricharía de alguien como él?.
Sam resopló.
—Perdone, señor abogado, pero ¿qué sabe usted de las mujeres de mi
edad?.
Se rio entre dientes. Por supuesto que se reía, el malvado hijo de puta.
Supongo que arruinar vidas es divertido cuando estás por encima de la ley.
—Créeme, tengo mucha experiencia con chicas, perdón, mujeres, y sus
encaprichamientos. Estoy seguro de que mi propia hija protegería a su
novio o crush tan ferozmente como tú proteges a Damon. Leales hasta la
muerte, ¿verdad?
Ja. Te ha salido el tiro por la culata, gilipollas. Sam entrecerró los ojos
en su dirección hasta que no eran más que un par de destellos negros entre
pestañas kilométricas.
—Ya, vale, he terminado. No más preguntas.
—Me temo que eso no es decisión tuya, Sam.
Soltó una carcajada aguda y cruzó los brazos sobre el pecho, frunciendo
los labios y enarcando una ceja, desafiándole en silencio.
—Sam, ¿tengo que recordarte que juraste decir la verdad, y nada más
que la verdad?.
Levantó una ceja. Dio un puntapié, balanceándolo hacia delante y hacia
atrás sobre la rodilla contraria, en una muestra de aburrimiento exagerado.
Drake suspiró.
—Muy bien. No hay más preguntas, señoría.
La juez se pasó una mano por el rostro exhausto.
—Sr. Brown, su testigo.
Brown se levantó y miró a Sam con inquietud. Barajó sus papeles,
carraspeó dos veces y volvió a sentarse.
—No hay preguntas, señoría.
—¿Puedo irme? —preguntó Sam a la juez con mala leche.
—Sí. Por favor.
Sam se apartó el pelo con agresividad al pasar cerca de Drake y volvió a
sentarse a mi lado. Esperé a que nuestras miradas se encontraran y me toqué
la oreja derecha. Ella se tapó la suya, cohibida, y la bajó de inmediato al
costado.
—A la mierda —dijo entre dientes.
La ignoré porque Drake estaba hablando de nuevo.
—Señoría, como puede ver, el señor Arrow tiene bastante influencia
sobre los adolescentes del barrio. Es carismático, seguro de sí mismo y
enrollado. Una combinación devastadora en un buen día. Pero que se
convierte en una combinación mortal cuando hay drogas de por medio. Sé
que le vendía drogas a Joe el drogas. El oficial Morton sabe que le vendía
drogas a Joe el drogas. Sam sabe que le vendía drogas a Joe el drogas. La
única razón por la que el Sr. Arrow está aquí hoy es porque lo atraparon con
las manos en la masa, por segunda vez.
La juez frunció el ceño y miró los papeles que tenía delante.
—¿Se refiere a un caso de menores, señor Drake? Se supone que esos
expedientes están sellados.
—Se corre la voz —dijo Drake despreocupadamente—. Es pertinente
para este caso porque muestra un patrón. Es arrestado por posesión a los
diecisiete años y es arrestado por distribución a los veintiuno. A este ritmo,
el Sr. Arrow podría ser personalmente responsable de la sobredosis y,
posteriormente, de la muerte de docenas de personas antes de cumplir los
treinta, y de la corrupción de cientos de niños inocentes. Tenemos el deber
para con la comunidad de detenerle antes de que llegue tan lejos.
La juez suspiró pesadamente y mi corazón se hundió en la planta de mis
pies. A la juez no le gustaba, pero no podía discutirlo. Brown sí podría
haberlo rebatido, no obstante. Eso si es que valía la mitad del traje barato
que llevaba. La juez miró al abogado de oficio y apretó los labios.
—Sr. Brown, ¿por qué no debería pasar esta vista a juicio? ¿Por qué no
debería acusar a su cliente y aprobar todos los cargos contra él?
Sí, Brown. ¿Por qué? Por favor. El argumento de Drake es todo
conjetura. La evidencia es circunstancial. No soy abogado, pero veo la tele
lo suficiente como para reconocer unos argumentos de mierda cuando los
oigo. Clavé la mirada en la nuca de Brown, deseando que escuchara mis
pensamientos.
Brown se levantó y deslizó una mirada herida en la dirección general de
Drake.
—Señoría, sólo eran cuatro gramos. No creo que merezca la pena.
Ella le miró con incredulidad.
—¿Ese es su argumento, Brown? ¿Que meter a un criminal entre rejas
sería demasiado trabajo, que es mejor dejarlo libre? ¿Estás siquiera
prestando atención?
—S-s-sí, señoría. Así es. Pero usted sabe bien cómo es esto. Hay gente
que pasa por aquí cargado con kilos de droga. Por no hablar de los
violadores y asesinos y gente simplemente horrible. Damon es un buen
chico. Y maldita sea, sólo eran unos gramos.
La juez se frotó el puente de la nariz con el dorso de la mano. Sentí su
frustración, y yo también me sentí frustrado. Sólo había una manera en que
esto podría acabar. Me cagaba en Drake, y me cagaba el doble en ese idiota
de Brown.
—Bueno, entonces, Sr. Arrow, parece que no tengo más remedio que
llevar esto a juicio. No pagó la fianza en su audiencia inicial. ¿Asumo que
su situación financiera no ha cambiado?
—Sí, señora. Quiero decir, su señoría.
La voz de Damon se las apañó para llegarme a pesar de la rabia que
sentía y tocó un nervio deprimente. Nunca le había oído tan derrotado.
—Muy bien. Mantendré la fianza igual, entonces. Se le informará de la
fecha del juicio al final del día. Se levanta la sesión.
Un gran peso cayó sobre mis hombros. Me quedé allí sentado hasta que
se llevaron a mi hermano antes de obligarme a procesar lo que acababa de
ocurrir. Debería haber salido libre. Era su primer delito como adulto.
Debería haber sido un delito menor. Debería haber tenido una vista en el
banquillo y haber salido en libertad condicional. Lo había visto suceder una
y otra vez. Oyes muchas historias como ésa cuando sales con Eddie y su
gente. Apreté los dientes y fulminé con la mirada al imbécil del fiscal.
—Déjalo —dijo Sam, tirando de mi camiseta—. Vamos, tengo que
hablar contigo.
La seguí entumecido hasta la salida del juzgado, sintiendo cómo la ira y
el asco se agitaban en mi interior como si lo observara desde fuera. En
cuanto el débil sol de invierno me dio en la cara, volví en mí y me
sorprendió el impulso irrefrenable de clavar el puño en un árbol.
—Mírame —dijo Sam bruscamente—. Ese callejón no forma parte de la
ronda habitual de Morton, es un mentiroso de mierda. Nadie vigila ese
callejón, nadie. Le habrán dado un soplo.
—¿Y quién? —Le arrancaría la maldita cabeza. Lo juro por Dios que lo
haría.
Sam me miró como si fuera estúpido y puso los ojos en blanco. Miró a
su alrededor dos veces antes de hablar por fin.
—No te has quedado con el apellido de ese abogado, ¿verdad?.
—Drake —dije automáticamente. Me dejó un mal sabor de boca.
—¿Y bien...?
—¿Y bien qué, Sam?
Soltó un suspiro de fastidio y puso los ojos en blanco.
—¿Y qué? ¿A quién más conocemos que se apellide Drake? ¿Alguien
que ha estado pegado a ti como siamese todos los días durante los últimos
puñeteros cuatro meses? ¿Alguien que podría haber averiguado fácil, muy
fácilmente, los patrones de tu hermano con sólo escucharte hablar con él?.
Negué con la cabeza.
—No lo haría. No es... Mira, ni siquiera sabemos si tiene una hija...
—¿Estabas escuchando siquiera una palabra de lo que decía? Dijo que
tiene una hija, Blayze. Justo en el estrado. Compruébalo. —Me puso el
teléfono en la cara.
Se lo quité de las manos con cautela, como si fuera a morderme. No es
que fuera por mal camino. En la pantalla aparecía Arlena, vestida con algo
que habría pagado mi alquiler durante seis meses, sonriéndome desde
debajo del brazo del fiscal Drake. El marco digital que rodeaba la foto
decía, en una letra rosa chispeante y garabateada, que era la princesa de
papá.
La sangre me corrió por los oídos y vi rojo.
—Esa puta zorra.
Capítulo

Tres

Arlena

No había tenido noticias de Blayze en todo el fin de semana, pero tampoco


esperaba tenerlas. Ya me había dicho que estaría ocupado el viernes y
supuse que, al igual que yo, estaba inmerso en el caos de los preparativos
para la vuelta al cole. Las vacaciones de invierno siempre habían sido las
más importantes en ese sentido: no sólo se me habían acabado todos los
materiales, sino que toda mi ropa del año anterior había pasado de moda.
Había estado tan distraída con él que ni siquiera había planeado cómo
manejar esa parte. De no ser por mi madre, estaría a punto de volver al
colegio sin el material necesario ni la tela necesaria para cubrirme el
cuerpo.
—¡Oh, mira este! —Mi madre sacó un jersey azul empolvado del
perchero y me lo tendió—. Es precioso, ¿verdad?
—Demasiado precioso —suspiré. Recorrí con la mirada los enormes
almacenes y ojeé las etiquetas de los precios. No pillarías ni muerto a nadie
de Burnaby High comprando aquí, a nadie excepto yo—. Vamos a Box
Mart.
Los ojos de mi madre se abrieron de par en par como si la hubiera
abofeteado con la palma abierta.
—¿Box Mart? ¿Estás loca? Todo lo que puedes conseguir allí son... —
Se estremeció delicadamente—-. Mezclas de poliéster.
—También hay algodón —argumenté débilmente.
—Pero no cachemira —resopló mamá—. Toca esto, cariño. Pápalo,
vamos. ¿No es la cosa más suave que has tocado en tu vida?
Pasé los dedos por la tela y sentí el tirón del deseo antes de apartarla a
regañadientes.
—No puedo llevar esto al colegio, mamá, ya lo sabes. A duras penas he
conseguido que me respeten. Si entro con esto puesto, será como pintarme
una diana en la espalda.
Me miró con el ceño fruncido y me tocó la mejilla.
—Esto es como lo del BMW otra vez, ¿no? —Suspiró—. Cariño, tienes
que dejar de vivir de acuerdo a las peores expectativas de la gente. Puedes
permitirte vestir bien, ¿por qué no lo haces?.
—Porque nadie más puede —exploté, frustrada.
La verdadera razón era que no quería eclipsar a Blayze. No es que fuera
a eclipsarlo tampoco. Él tenía un estilo punk de tienda de segunda mano
que me encantaba. No podía colgarme de su brazo forrado en cuero
vistiendo de cachemira a menos que estuviera dispuesta a terminar el curso
con un catsuit negro y una coral por toda la escuela. Sacudí la cabeza.
Había visto demasiados musicales durante las vacaciones de invierno.
Apuesto a que nadie más lo había hecho. Dios, estaba tan perdida.
—Olvídalo —le dije—. Tengo suficiente ropa para el resto del año.
Esta vez mamá palideció de verdad.
—Estás de broma.
Sacudí la cabeza y me volví hacia la puerta. Lloriqueó ante el jersey de
cachemira durante un segundo, lo volvió a dejar en el perchero y se echó a
correr detrás de mí.
—Vale, vale, tú ganas. Iremos a... —Hizo una mueca—. -Box Mart.
—Gracias —dije, aliviada—. Eres la mejor madre del mundo.
Sacudió la cabeza y me miró dubitativa. Al final, conseguí el vestuario
que necesitaba. Mono, pero discreto. Buenos colores en mezclas de algodón
y poliéster. Lo bastante elegante como para contrastar con la estética de
Blayze, pero no tan repipi como para que la gente se preguntara si había
perdido una apuesta.
Estuve despierta hasta muy tarde el domingo por la noche intentando
decidir qué ponerme al día siguiente. Me pusiera lo que me pusiera, quería
dejar a Blayze sin aliento, pero no quería destacar demasiado por los
pasillos entre clase y clase. Fue un enigma que consumió mis pensamientos
mucho más de lo debido, pero al final me decidí por algo un poco ajustado
y escotado en un bonito verde oscuro para resaltar mis ojos. Algo con lo
que no me costara mucho esfuerzo estar atractiva y que cumpliera el código
de vestimenta del instituto. No es que prestaran atención en serio a ese tipo
de cosas. Había chicas que llevaban faldas que apenas les cubrían sus partes
y nunca había visto que llamaran a ninguna de ellas al despacho del
director.
Satisfecha con mi atuendo, me metí en la cama, bostezando tan fuerte
que se me saltaron las lágrimas. Sin embargo, no me molestaba estar tan
cansada. Cuanto antes me durmiera, más rápido pasaría el tiempo y, antes
de que me diera cuenta, estaría de nuevo en brazos de Blayze. Dios, qué
pillada estaba. Pero a veces una chica no puede evitar sentir lo que siente y
querer lo que quiere. Y no había duda de que, cuando se trataba de Blayze,
mis sentimientos eran elevados y mis deseos eran él.
Justo antes de dormirme, cogí el móvil y abrí el último mensaje que me
había enviado.
Buenas noches, dulce princesa. Sólo los sueños más preciosos para la
chica más preciosa.
Quería decirle lo emocionada que estaba por verle otra vez, pero no
quería parecer necesitada ni pegajosa o lo que fuera. Blayze parecía ser de
los que valoran su independencia y su espacio personal. Maldita sea, ni
siquiera había estado en su casa. En lugar de exponerme como una
blandengue, apreté el teléfono contra el corazón y respiré hondo,
imaginándome su olor. Una noche más y volvería a estar en sus brazos.

—¿E stás lista? —preguntó Blayze, con el pelo castaño ondulado


cayéndole sobre la frente y los ojos oscuros de deseo. Sus hombros
desnudos flotaban borrosamente ante mi vista, y el sudor de su cuerpo
brillaba como diamantes. Tenía las manos apretadas contra mi cintura. Los
caballos del carrusel giraban a nuestro alrededor y de fondo sonaba una
canción vertiginosa y estridente.
No se me ocurrió preguntarme por qué estábamos haciendo esto en una
feria. Me eché hacia él cuando me apartó el pelo de la cara y bajó la cabeza,
con su boca roja y ardiente a escasos centímetros de la mía. Necesitaba
estar lo más cerca posible de él, me abalancé sobre él y lo besé mientras una
lujuria burbujeante y etérea recorría mi cuerpo.
—Sí, Blayze —murmuré—. Por favor. Esta vez no estoy borracha.
—Sí que lo estás —murmuró contra mi garganta—. ¿No te acuerdas,
Arlena? ¿Arlena? ¿Arlena?
—¿Por qué dices tanto mi nombre?
—¡Arlena! —Su voz subió de tono—. ¡Apaga ya el despertador y
levántate para ir al instituto!
Blayze con carrusel y todo estalló como una burbuja, sustituido por la
sucia inclinación gris del techo de mi habitación.
—¡Maldita sea!
—¡Arlena! —Mamá gritó desde abajo—. ¿Tengo que subir con agua
helada?
—No —grité—. Ya me levanto, ya me levanto.
—¡Llegas tarde!
Gimiendo, comprobé la hora en mi teléfono.
—Todavía no es tarde —le dije—. Tengo tiempo para una ducha.
—¡Que sea rápida!
¿Rápida? Sentía todo el cuerpo como mantequilla derretida. Lo único
que quería era volver a ese sueño y quedarme a vivir allí para siempre.
Suspirando, cogí mi ropa y fui como en una nube hasta el baño. Blayze. Su
nombre me producía escalofríos y me calentaba las entrañas. ¿Dice alguien
«entrañas» hoy en día? Porque deberían. Es una buena palabra. Entrañas,
entrañas... Aj, qué pesada soy.
Pensé en Blayze en la ducha, intentando satisfacer la implacable
necesidad que había avivado en mi interior. Era inútil. Claro que podría
aliviarme yo misma, pero no sería lo mismo. Al menos supuse que no lo
sería. Imaginaba cómo sería si fueran sus manos en vez de las mías, su
cuerpo apretado contra mí, dentro de mí...
—¡Arlena! ¡Vas a llegar tarde!
¡Maldita sea! Vale, vuelve a fundir ese pensamiento. Me enjuagué
rápidamente y me sequé aún más rápido. No había tiempo para ponerme
mona: me daría con el secador rápido y me pondría ese atuendo tan mono, y
lista para salir.
—¡Ya voy! —exclamé, dando los pasos de dos en dos.
El desayuno huele a quemado, pero desde hace poco, así era siempre.
No solía ser así. El último lugar en el que vivimos tenía buenos
electrodomésticos. Maldita sea, tenía todo bueno. Esta casa, sin embargo,
era vieja y se caía a pedazos y todavía no entendía muy bien por qué
teníamos que quedarnos aquí, pero mamá seguía diciéndome que lo
aprovechara al máximo. No estaba segura de cómo. Unos cuantos pósteres
y unas lucecitas no podían hacer mucho por un dormitorio diminuto,
destartalado y torcido.
—El desayuno —dijo mamá cuando pasé a su lado. Me paso una bolsita
de esas marrones y la cogí.
—Gracias, te quiero, eres maravillosa —dije mientras le besaba la
mejilla.
Me miró con el ceño fruncido, con la sospecha grabada en cada rincón
de su cara.
—Alguien está de buen humor hoy.
Sin duda, era sospechoso. ¿O no lo era? No sabría decirlo. Parecía
desconcertada, pero, por otra parte, ahora siempre tenía ese aspecto desde
que nos mudamos aquí. Creo que ella también estaba tratando de averiguar
todavía qué demonios hacemos aquí.
Le sonrío y me encojo de hombros.
—Parece un buen día para estar viva, eso es todo.
Se rio y me empujó hacia la puerta, recordándome una vez más que
llegaba demasiado tarde para ir a paso de tortuga y haciéndome la graciosa.
Para cuando puse un pie fuera, estaba en las nubes, respirando el aire fresco
y fresco y deleitándome con la expectativa de volver a ver a Blayze. Sin
embargo, un destello carmesí en mi entrada me detuvo en seco. Recorrí con
la mirada la rosa roja y perfecta que se encontraba a pocos centímetros de
mí antes de agacharme a recogerla. Me la acerqué a la nariz y respiré su
aroma profundamente, dejándome que me recorriese el corazón como una
chispeante felicidad, haciéndolo palpitar. Blayze. Mi tosco caballero. No
sólo era increíblemente guapo, sino también romántico.
Dando saltitos bajo la luz del sol, me dirigí a la puerta del garaje. Era
una de esas antiguas que había que abrir manualmente. La tecnología por
estos lares iba como con unos cincuenta años de retraso. Lo único de alta
tecnología que había en todo el barrio era la cámara del semáforo. Todo lo
demás estaba igual que hace diez años o más. Nunca había entendido cómo
el dinero afectaba a este tipo de cosas hasta que me mudé aquí. Nunca me
había dado cuenta de que no todos los colegios tenían los mismos libros, ni
de que no todos los niños de una misma generación tenían el mismo acceso
a la tecnología. Venir aquí había sido un choque cultural de los gordos, y
sólo el contar con las atenciones de Blayze lo había hecho soportable.
Cuando abrí la puerta del garaje, el BMW me guiñó un ojo. Estaba
sucio y me moría de ganas de llevarlo al túnel de lavado, pero dejar que
siguiera así me parecía lo más apropiado. Incluso con Blayze a mi lado, no
me haría ningún bien presumir del dinero de mi familia en el instituto. No
es que ninguno de los chicos fuera a hacerle nada a mi coche, pero era todo
lo que conllevaría: si iba al insti en un coche reluciente y cuidado cuando
los demás tenían suerte si tenían algo que conducir en absoluto, no le caería
muy bien a nadie. Así que por eso dejaba el coche sucio, no quería revivir
los sentimientos con los que tuve que lidiar cuando empecé a ir a Burnaby.
No es que la gente fuera abiertamente hostil, pero se empeñaban en
marginarme de sus círculos sociales. Pensé que tendría que pasar todo mi
último año más sola que la una hasta que conocí a Blayze. La gente lo
respetaba, y Blayze me había reclamado públicamente como suya. El acoso
cesó inmediatamente después de eso. Incluso empecé a hacer más amigos
aparte de Blayze.
Enganché la rosa en el retrovisor y lancé la mochila al asiento del
copiloto. Después de sacar el coche del garaje, tuve que aparcarlo y volver
para cerrar la estúpida puerta del garaje; de lo contrario, el Firebird de papá
y el Mercedes de mamá quedarían a merced de los niños del vecindario.
Miré la hora. Quedaban dieciocho minutos para que sonará el primer
timbre y sólo tardaba diez minutos en coche en llegar hasta el instituto.
Teniendo tiempo de sobra, me emocionó la perspectiva de que podría
robarle un beso a Blayze antes de entrar en clase. Conduje un poco más
rápido de lo que debía, pero no pude evitarlo. Maldita sea, tenía muchas
ganas de verle.
Cuando entré en el aparcamiento del colegio, no podía pensar en nada
más que en ver a Blayze. Por eso tardé un minuto en darme cuenta de la
intensidad con la que todos me miraban. No había tenido tantos ojos
puestos en mí y en mi coche desde la primera vez que entré en el instituto
Burnaby. La sangre se me subió a las mejillas al pensar en el motivo de su
inquebrantable interés. Sin duda, los rumores sobre Blayze y yo en la fiesta
se habían corrido la voz. No me avergonzaba ni nada por el estilo. Por
supuesto que no. De hecho, en cuanto encontrara a Blayze, era probable que
tuvieran algo más de lo que hablar, porque Dios sabe que no había nada que
deseara más que apretujarlo entre mis brazos y besarlo hasta el olvido. Me
eché el pelo hacia atrás, quizá con demasiada arrogancia. Había un Kia
destartalado a un lado de mí y un Ford oxidado de dos tonos al otro, cada
uno de ellos más viejo que yo. Todavía me daba un poco de vergüenza
aparcar aquí, pero era mejor ignorarlo.
Cuando salí del coche, era difícil no darse cuenta de que la gente seguía
mirándome. Les sonreí y saludé ligeramente con la mano.
—¡Buenos días!
Sin respuesta. Vale, genial, no son buenos días, parece ser. Recogí mis
cosas y me enrosqué la rosa en la goma del pelo. Mientras cerraba el coche,
no dejé de buscar a Blayze con la mirada. Había una extraña sensación en el
ambiente que no podía identificar, pero intenté no prestarle mucha atención.
Todo el mundo tenía días malos. Tal vez toda el insti estaba sincronizando
los suyos. Además, era el primer día de vuelta al cole, la mitad de ellos
probablemente tenían resaca y la otra mitad echaba de menos sus camas.
Me encogí de hombros y eché a andar.
Una canción de amor resonaba en mi cabeza y me puse a tararearla por
lo bajo. Lo más seguro era que me estaba enamorando de él. Vale, no,
definitivamente me había enamorado de él, pero al menos tenía que intentar
mantener la cabeza fría. No podía imaginarme contándoles a mis futuros
nietos cómo conocí a su abuelo fumando un cigarrillo bajo las gradas y me
enamoré de él en el asiento trasero de su coche después de ponerme super
pedo en una fiesta ilegal. Aunque la nuestra no era precisamente una
historia de amor para contar a los niños, se me puso la piel de gallina. El
recuerdo me hizo sonreír mientras entraba en el instituto y atravesaba el
edificio. Sonreí aún más cuando me encontré con algunas de las caras de las
personas con las que me había hecho migas antes de las vacaciones. Pero al
igual que todos los cascarrabias de fuera, parecía que aquí tampoco nadie
estaba de buen humor.
Cuanto más me adentraba en el edificio, más extraño me parecía todo.
Mi sonrisa se desvanecía cada vez un poco más mientras intentaba
convencerme de que todos los cuchicheos que se oían no tenían
absolutamente nada que ver conmigo. La gente cuchicheaba todos los días,
¿no? No había razón para ponerse paranoica.
—Es ella, ¿verdad? ¡Esa zorra!
Se me aceleró el corazón. Tratando de calmarlo, me recordé que era
imposible que estuvieran hablando de mí. Blayze se había asegurado de que
yo estuviera protegida aquí. A salvo. Cómoda. Según sus propias palabras:
«si te metes con Arlena, te metes conmigo». Y nadie quería meterse con él.
Intenté aferrarme a ese pensamiento, pero cuanto más caminaba, más
trataba de escaparse. ¿Sabes esa sensación de quietud que notas a veces
cuando algo malo está a punto de suceder? Como si hubiese un amplio
espacio abierto en el interior, despejado, tranquilo y a la espera. Esa misma
sensación me embargaba ahora mismo porque los susurros seguían
propagándose y ya no había duda de que cuchicheaban sobre mí. Y aunque
fuera a fingir que no era así, no había forma de engañarme a mí misma para
creer que no me estaban señalando con el dedo. Que no me sonreían como
tiburones y me atravesaban con el veneno de sus ojos. Me estremecí,
sintiendo el escalofrío de algo malo cubriéndome la piel.
Blayze, ¿dónde diablos estás?
Llegué hasta mi taquilla. No sabía por qué me sentía como si acabara de
correr desnuda por un safari lleno de leones hambrientos, pero estaba
sudando y tenía los pelos de la nuca de punta. Estaban justo detrás de mí, no
sólo un grupo de estudiantes, sino toda una multitud. Jugueteé con la
cerradura y me equivoqué dos veces de combinación antes de poder abrirla
de una puta vez de un tirón. O al menos lo intenté, pero me detuve cuando
algo se me pegó a los dedos. Lo mismo que estaba atascando el pestillo.
—¡Qué asco! —Eché la mano hacia atrás, observando el chicle recién
masticado que me cubría los dedos. Intentando no ponerme gagá, arranqué
un trozo de papel de mi carpeta y raspé el chicle con él.
Las risas resonaron por el pasillo, un grupo de hienas cacareando como
si hubieran descubierto la broma del siglo. Lo habían estado esperando,
pero ¿desde cuándo? ¿Desde el principio del recreo? ¿Desde la mitad?
¿Desde esta mañana? ¿Y qué demonios había cambiado? Empezaba a sentir
que ya no era bienvenida aquí, lo mismo que sentí cuando puse un pie por
primera vez en esta maldito instituto.
—Y la chica de los marrones se mete en otro marrón. —La voz de
Remie era fría y dura, nada que ver con la tímida amabilidad con la que me
había hablado la última vez que la vi.
—Alguien ha pegado chicle en mi taquilla.
Había acabado con el chicle de los dedos, pero seguía sin poder abrir la
taquilla. Volví a usar el papel, haciendo muecas todo el rato, y por la gracia
de Dios, conseguí abrir la puerta. Pero me arrepentí de inmediato. Una
espesa sustancia viscosa se deslizó por la parte delantera y cayó sobre mis
zapatos.
—Bueno, por lo menos también te enjabonaron la taquilla —se burló
Remie—. Para que te limpies ese culo sucio.
Vale, eso ha dolido. La miré y vi que su cara era una máscara de desdén.
Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera pensarlas mejor.
—¿A ti qué coño te pasa, Remie?
Cerró de golpe su taquilla y me miró con desprecio mientras yo cogía
mi libro, sacudía el jabón líquido del borde inferior y cerraba la puerta de
una patada. Cuando volví a mirar a Remie, pude ver la tensión en su cuello
y el destello de algo maligno en sus ojos. No hizo falta que cerrara la mano
en un puño para darme cuenta de que estaba a punto de pegarme. Tan
rápido como pude, levanté el libro entre nosotras a modo de escudo y di un
paso atrás. La mirada asesina de Remie se transformó en una mueca.
—Sí, será mejor que corras, zorra —siseó, echándose el pelo por
encima del hombro mientras se alejaba de mí con pasos llenos de orgullo y
moviendo el culo como si acabara de ganar algo. No sabía exactamente qué
demonios creía que había ganado. Y lo que es más importante, no sabía qué
estaba perdiendo yo, excepto la cabeza.
Cuando sonó el timbre, aún no había encontrado a Blayze. Me convencí
de que eso estaba bien. Que agacharía la cabeza, me haría lo más pequeñita
posible y ya lo localizaría durante el cambio de clase. Por más inteligente
que fuera, Blayze no era precisamente el estudiante del año. Y con amigos
como Eddie, era muy probable que la noche anterior se hubiera ahogado en
una botella de ron y ahora tuviese una resaca de mil demonios. Seguro que
se había quedado dormido. Y también había altas probabilidades de que se
saltara las clases. Eso sería una mierda. Una mierda de las grandes. Prueba
de ello no sólo fueron los cuchicheos y el incidente de la taquilla, sino
también la forma en que salieron volando mis libros y esa alfombra
asquerosa se topó con mi cara. El polvo viejo me llenó los pulmones al
chocar contra el suelo. Me pitaron los oídos durante un solo segundo, pero
deseé que me pitaran durante más tiempo porque, en cuanto pude volver a
oír, no escuchaba más que risas burlonas a mi alrededor.
No quería mirarlos, pero no podía evitarlo. A un metro de distancia
estaba Charlie, que había empezado a ser más majo conmigo en cuanto
Blayze me había reclamado como suya. Ya no era majo. Su risa era tan
malvada como sus ojos. Tan malvada como la de todos los ojos que me
rodeaban. Intenté no pensar ni pestañear mientras rebuscaba a mi alrededor,
cogiendo mis libros entre las manos y desempolvando mi atuendo.
Palpándome la cabeza, busqué la rosa, como si importara más que la mierda
en la que se estaba convirtiendo mi vida. Un pequeño suspiro resonó en mi
pecho cuando vi que la rosa seguía en su sitio. Le faltaban uno o dos
pétalos, claro, pero seguía ahí. Céntrate en las cosas buenas. En lo positivo.
Sé positiva. Puta positividad.
Y entonces sonó el último timbre. Fantástico. Con mis cosas pegadas al
pecho y las lágrimas punzándome los ojos, me apresuré por el pasillo,
todavía buscando a Blayze. Él tenía que saber por qué todo el colegio se
había puesto de repente en mi contra, y si no lo sabía, les haría la vida
imposible a todos encima por meterse conmigo.
Pero, ¿dónde demonios estaba?
Puede que estuviera mal acostumbrada por haberme criado en un
distrito escolar de clase alta, pero me dejó estupefacta que ni siquiera
pudiera estar a salvo de esa gente en clase. Me quité la tercera bola de
saliva del pelo y miré fijamente a quien la había escupido. ¿Corey? Colby.
No, no estaba segura. Pero, ¿qué demonios importaba? No tenía por qué
conocerle, porque estaba claro que él me conocía a mí. Como todos los
demás hoy, parecía saber más de mí que yo.
—Supongo que todos lo habéis leído. Si no, buena suerte con las notas.
—El señor Johnson parecía cansado, como siempre. Se apoyó en el
escritorio y escudriñó la clase sin entusiasmo, como si ya se hubiera dado
por vencido con todos nosotros.
—Bueno, aquí va una simple pregunta para todos vosotros. ¿Edipo
estaba maldito?
Danny levantó la mano.
—Eh, ¿claro? La tía esa dijo que se iba a tirar a su madre y matar a su
padre, y Edipo lo hizo. No puede haber un ejemplo más claro de estar
maldito.
Puse los ojos en blanco. Era cuánto podía hacer para no agitar el barco
mientras navegaba en aguas turbias.
Una chica a mi izquierda, Lavender, se rio entre dientes. Conociéndola,
no permitiría que el análisis de Danny se quedará así.
—No, imbécil. La vidente sólo les dijo lo que pasaría porque lo vio
pasar. No hizo que pasara.
—Sí que lo hizo —dijo el chico de detrás de mí—. Si no les hubiera
dicho todo eso, no les habría entrado el pánico y hecho todo esas cosas que
llevaron a que el resto de cosas pasaran en primer lugar.
—Colega, ¿te gustaría comprar un sustantivo? —Corey puso los ojos en
blanco.
No importaba que tuviera razón, no importaba que supiera lo que estaba
tratando de decir, y no importaba que sintiera que yo podía aportar algo a
esta conversación. Cabeza gacha y boca cerrada. Igual que la primera
semana de clases en este lugar. Estaban al acecho para comerme viva si les
daba la oportunidad. Así que no iba a darles la oportunidad. Ni siquiera
cuando el debate empezó a calentarse y todos los que me tenían en su radar
decidieron que era la oportunidad perfecta para que poner el asunto en
marcha. El profesor centrado en quien tomaba la palabra, pasando por alto
las piedrecitas de chicle endurecido que me picaban las mejillas. Pasando
por alto las patadas que sacudían mi silla hacia delante o la nota que
deslizaron en mi mesa y que rezaba: «zorra chivata». Le di la vuelta al
papel y vi que el reverso no era más que un espejo del anverso. Yo era
muchas cosas, pero no una chivata.
Claro, hubo aquella vez en quinto curso, pero Sadie Walker se lo buscó.
Echó pintura por toda la espalda de mi vestido favorito y le dijo a todo el
mundo que me había cagado encima, porque está claro que la caca es azul.
La delaté en ese entonces. Pero eso fue hace mucho tiempo. Antes de saber
que Burnaby High existía. Y lo que es más importante, no era más que una
tontería de niños. Esto, sin embargo, era una tontería de adultos. Quiero
decir, todos éramos técnicamente adultos y que te empujaran al suelo era
mucho más provocador que sentarse en un charco de pintura.
Decidí que, si Blayze no aparecía para el almuerzo, me iría. Tenía un
buen récord de asistencia y odiaba echarlo a perder, pero quién demonios
sabía lo que me harían para el final del día. No iba a sentarme aquí y
esperar a que esta mierda fuese a más.
Sufrí durante tres clases más y tres cambios de clase, esperando aún que
Blayze apareciera de la nada. Cuando no sucedió, se me presentaron dos
opciones. Dirigirme al mugriento comedor naranja lleno de asquerosas
armas que esta gente podía usar contra mí o dirigirme al aparcamiento. Me
decidí por lo segundo. Y como no tener ni un puto respiro, tropecé con un
grupo de chicas con el ceño fruncido que me esperaban a pocos metros de
mi coche. Me detuve en seco, sin saber qué hacer ni hacia dónde dirigirme.
Decir que estaba aterrorizada, absolutamente petrificada, sería decir poco.
—¡Eh, Arlena! ¿Vas a huir? He oído que se te da bien —dijo una de
ellas. Tenía unas cejas sorprendidas dibujadas en la cara y unos aros en las
orejas más grandes que mi muñeca. Su labios de un morado oscuro
compusieron una mueca de desprecio antes de separarse lentamente—.
Chivata.
Sacudí la cabeza y, otra vez, mi boca decidió actuar más rápido que mi
cerebro.
—Si tienes un problema conmigo, ¿qué tal si me lo dices directamente?
La chica se encogió de hombros y de forma coordinada todo el grupo
dio un paso amenazador hacia delante.
—Piérdete, princesita. Nadie te quiere aquí.
La forma en que tergiversó el nombre cariñoso que Blayze tenía para mí
me dolió. Por supuesto, ahora no quería irme porque ella me lo dijera. No
estaba de humor para obedecer, pero ahora que lo pienso, tampoco estaba
de humor para ir en plan kamikaze. Me recordé a mí misma que había sido
idea mía marcharme. Ella se había subido al carro. Me las arreglé para pasar
entre la multitud sin que me tiraran al suelo, abrí el coche y prácticamente
salté dentro antes de arrancar el motor y salir a toda velocidad como si
tuviera fuego bajo el guardabarros.
Estaba a mitad de camino antes de que los problemas del futuro
inmediato se abalanzaran sobre mí. Mamá trabajaba desde casa hoy, lo que
significaba que, si entraba por la puerta tan temprano, iba a saber que algo
iba mal. Mi madre no era de las que hacían la vista gorda en los asuntos que
me involucraban. Como hija única, yo era la niña de sus ojos, el centro de
sus preocupaciones. Si faltaba al insti, necesitaba saber por qué. Si me veía
lágrimas en los ojos, no paraba hasta descubrir el motivo. Y si esas lágrimas
se convertían en llanto, no iba a dejar a papá fuera de la ecuación. Iba a
hacer lo que fuera para arreglar las partes de mí que estaban rotas. No podía
lidiar con eso ahora, no hasta que descubriera qué demonios estaba
pasando.
Llamé a Blayze. Una vez. Y luego dos veces. Y luego una tercera vez
que no fue la vencida en absoluto. Mi medidor de pánico estaba al máximo.
Blayze dormía como un tronco, lo sabía. Pero su teléfono era el hacha que
podía romper ese tronco en un milisegundo. Además, ya había pasado el
mediodía. Con resaca o sin ella, no seguiría durmiendo. Mi mente se dirigió
a todo tipo de lugares oscuros. Blayze postrado en una cama de hospital.
Blayze tirado en una zanja. Blayze en la cárcel. Dios mío, tanto pensar no
ayudaba. Detuve el coche y me senté con la cabeza entre las manos,
intentando contener los quejidos y las lágrimas. Después de respirar más
hondo de lo habitual, cogí el móvil y le envié un mensaje a Blayze.
¿Podemos hablar? Creo que he cabreado a alguien pero nadie me dice
nada.
El barrio en el que estaba aparcada se encontraba tranquilo ahora, pero
no lo estaría más tarde. En cuanto terminaran las clases y la gente empezara
a volver a casa del trabajo, las peleas y los juegos callejeros llenarían este
lugar de sonidos. Tardé mucho en acostumbrarme al caos, pero estaba ahí
sentada, deseaba que ese momento llegara. Tal vez el ruido ahogaría los
pensamientos que me martilleaban la cabeza y me proporcionaría una
especie de paz caótica. En casa, en el lugar que solía ser mi hogar, todo era
tranquilo, casi sereno. Claro que había alguien cortando el césped y alguna
que otra fiesta de cumpleaños, pero nueve de cada diez veces que salía a la
calle sólo oía a los pájaros.
La verdad es que, por mucho que me costara acostumbrarme, me
gustaba la vitalidad de este lugar la mayor parte del tiempo. Me gustaba lo
animado y lo mucho que la gente vivía en el momento por aquí. Incluso me
gustaba la suciedad, y había mucha. Las tiendas de la esquina con la pintura
desconchada y los rascacielos a los que les habría venido bien un buen
lavado de cara hace años estaban repletos de gente, y esa gente estaba
repleta de historias.
Volví a mirar mi móvil. Y luego otra vez. Y otra vez. Todavía no había
ningún mensaje de Blayze.
Blayze, que entró en mi vida como un guerrero, decidido a protegerme
de todo lo que la escuela quisiera lanzarme. Era tan diferente de los chicos
pijos con los que solía salir. Sus ojos estaban cargados de experiencia y su
cuerpo de una fuerza ganada con el esfuerzo. Una fuerza que me vendría
muy bien ahora mismo.
Dios, llevaba siglos sentada sin pensar en nada y aún así, ningún
mensaje. Volví a llamarle. Y, una vez más, me recibió nada más que el
discurso monótono de su buzón de voz diciendo que no está disponible y
que puedo dejar un mensaje y... corté la llamada y le envié un mensaje de
texto en su lugar.
¿Blayze? ¿Va todo bien?
Sonaba del todo necesitada, pero lo envié de todos modos. Sentir la
necesidad de sentirte segura y tranquila en una relación no era lo peor del
mundo y no iba a quedarme aquí sentada esperando una respuesta. Tenía el
depósito lleno y un par de horas libres, y sentí que darme un paseo en coche
era exactamente lo que necesitaba para despejarme. Y eso es lo que hice.
Conduje y conduje, y recé para que Blayze llamara o me enviara un
mensaje o apareciera de la nada. No fue de mucha ayuda. Ni el conducir ni
el rezar.
Capítulo

Cuatro

Blayze

—Venga, tío, que nos estás ahogando la fiesta con tus penas. ¿Qué vas a
hacer con ella? —Eddie se dejó caer en el sofá a mi lado, derramando la
bebida sobre su bata abierta. Parpadeó ante la mancha húmeda, se la frotó
inútilmente y se encogió de hombros—. Además, tío, no puedo seguir
faltando a clase para hacerte de niñera. Si no me gradúo este año, no me
gradúo.
Me encogí de hombros con desgana.
—No ibas a graduarte de todas todas.
—Y una mierda —dijo Eddie, sonriendo—. Los profesores están hasta
el culo de mí, y ya he hecho todo el trabajo. Tengo un 10 de media y un
récord de asistencia prácticamente perfecto. Bueno, era perfecto antes de las
vacaciones. Tengo que agradecerte a ti por eso, gilipollas.
—Tío, cierra el pico. ¿Cómo te sentirías si descubrieras que tu novia
mandó a tu hermano al trullo?
Eddie se encogió de hombros.
—Ni lo sé ni me importa. Nunca he tenido un hermano y nunca estoy
con la misma chica más de un fin de semana. Demasiados problemas —dijo
esto último en un falsete burlón—. ¿Qué somos, Eddie? ¿Adónde va esto,
Eddie? ¿Me quieres, Eddie? —Se estremeció convincentemente—. No, no,
a vosotros os puede ir esa mierda, pero yo soy libre como el viento, tío.
Gemí y me tapé los ojos doloridos con el brazo.
—Eres de mucha ayuda.
—Pues sí —dijo Eddie con arrogancia—. Te he suministrado bien de
alcohol y te he mantenido alejado de la cárcel todo el fin de semana. Ahora
es el momento de empujarte fuera del nido como una mamá pájaro. Vuela,
pajarito, vuela.
Levanté la cabeza lo suficiente para mirarle. En respuesta, suspiró y
sacudió la cabeza.
—Tío, necesitas un plan o algo. Empezaremos por algo pequeño. ¿Vas a
romper con ella?
Dejé caer la cabeza contra el sofá y gemí mientras algo se retorcía
enfermizamente en mi corazón. La odiaba, de verdad. Me repetía a mí
mismo que la odiaba. Había jodido a mi hermano. Había estado ahí tan
guapa, atractiva y vulnerable mientras escuchaba todas mis conversaciones
como una maldita espía y le enviaba toda esa información a su puñetero
padre. No era más que un precioso topillo.
—Tío, ¿en serio? Te has vuelto un blando. Un puto blandengue. ¿Qué
demonios te pasa? Calzonazos. Es vergonzoso. Creía que eras mejor que
eso, B. Debe de hacerlo de muerte para tenerte enganchado de esta manera .
—No sabría decirte —dije rotundamente.
Resopló y me miró con ojos de insecto.
—¿Cómo que no lo sabrías? Te las has tirado, ¿verdad? Tronco, han
pasado meses. ¿De verdad vas a quedarte ahí sentado y decirme que no...?
—Movió las caderas exageradamente, haciendo una imitación obscena.
Me levanté del sofá, haciendo una mueca cuando mi propio olor
corporal me llegó a la cara. Aquellos sudores a ginebra podrían hacer huir a
una mofeta.
—Voy a usar tu ducha.
—Coge algo de ropa también, colega, estás hecho polvo.
Los ecos de un posible futuro sonaban en mi cabeza. Yo, durmiendo en
el sofá de Eddie hasta la graduación, sufriendo fiestas interminables cada
fin de semana. Me gustaban las fiestas tanto como a cualquiera, pero un
hombre debe dormir en algún momento. Eddie estaba siempre a tope,
llevándolo todo al límite. No podía evitarlo. Juraría que fue vendedor de
coches usados en una vida pasada y nunca lo superó. No sólo iba a por
cosas ilícitas, iba a por todas en en la vida.
Me metí en la ducha y dejé que el agua caliente me limpiará la
porquería de los poros y me lo pensé de verdad. Quedaban cinco meses de
instituto. Si quedarme con Eddie era mi única opción, ¿a qué me empujaría
al final? No me malinterpretes, era mi mejor amigo... pero ese era el
problema. Éramos amigos porque yo le dejaba hacer sus cosas y él me
dejaba hacer las mías, y nos dábamos suficiente espacio para poder
movernos sin pisarnos.
Cuanto más pensaba en ello, más me cabreaba. Arlena no sólo había
arruinado la vida de Damon, también había arruinado la mía. Ya estaba
batallando con mi media de bachillerato. Si me quedase a vivir aquí, mis
notas caerían en picado. Tendría suerte si conseguía graduarme, y entonces
estaría en el mismo barco que Eddie. Bien podría empezar a trapichear ya
mismo y abrazar ese estilo de vida.
Ese pensamiento me sacó de mis casillas y me lanzó directo a un pozo
de furia. Maldita sea, le juré a Damon y a mí mismo que nunca tomaría ese
camino. Jamás. Tenía planes más grandes. Tardarían mucho más en dar sus
frutos, pero sería alguien. Ahora todo eso estaba en peligro, todo porque
una niña rica decidió jugar conmigo como quien toca un puto violín.
Me sequé y me puse algunas de las prendas más conservadoras de
Eddie; apenas se podía decir que las manchitas rosas eran flamencos a
menos que miraras muy de cerca. Decidí exponerle el problema
directamente a él.
—Damon está completamente jodido —le dije.
—Me lo has dicho un millón de veces este fin de semana —respondión
con sequedad.
—Sí, pero el asunto es este: el piso es de Damon. El momento de pagar
el alquiler se acerca y no tengo un duro. No estaba precisamente preparado
para esto. En un par de semanas, me quedaré sin un sitio donde vivir.
Eddie me miró pensativo y casi pude oír el eco de mis propias reservas
vertiéndose sobre su cabeza.
—Eso es un problema —,convino lentamente.
—Sí. Estoy bastante jodido ahora mismo, Eddie. Ni siquiera puedo
pensar, estoy muy cabreado. ¿Ves alguna solución que yo no vea?
Se rascó la barbilla.
—¿Sí? Pero habrá condiciones. Como que no puedes ser un aguafiestas
todo el puto tiempo. Tienes que pensar qué vas a hacer con la chica. Y no
puedes quejarte de las fiestas.
Dejé caer la frente sobre las manos entrelazadas y suspiré.
—Me lo temía.
—Es eso o traficar drogas para mí, colega. Puedo enchufarte, pero todo
ese asunto con tu hermano como que atrae demasiada atención sobre ti, y ni
siquiera sería una opción hasta que pudieras garantizar que vas a romper
con tu chivata. O sea, novia.
—Muy bonito. —Mi voz estaba cargada de sarcasmo—. Pues claro que
voy a romper con ella. A partir de ya mismo.
—¿Vas a romper por mensaje? Qué frío, tío.
Negué con la cabeza.
—Y una mierda. Ha jodido a Damon, me ha jodido a mí y me mintió.
Durante meses. Tuvo meses para confesar y no lo hizo. Me contó todas esas
mentiras sobre que su padre es programador informático y su madre es
intérprete o algo así, y que los dos trabajan desde casa, así que nunca podría
pasarme. —Un dolor de cabeza rojo como el fuego se me apareció detrás de
los ojos y me apreté los pulgares contra la nariz—. Ni de puta coña. Puede
averiguarlo ella solita. Seguro que ya se ha dado cuenta, no he hablado con
ella en todo el puto fin de semana.
Eddie ladeó la cabeza y me miró pensativo.
—Normalmente llamaría a eso ser un cobarde, pero te sienta bien. Una
venganza de lo más fría. Sí, me gusta.
Entonces sonó el timbre y frunció el ceño.
—¿Quién cojones…? Tío, son como las tres, ni siquiera me he vestido
aún.
—Me suena a que eso es problema tuyo.
—No la tomes conmigo, te advertí que no te enrollaras con tías raras —
dijo mientras se dirigía a la puerta—. Eh, hablando del rey de Roma.
Mi corazón dio un salto y entró en combustión. ¿Arlena? ¿Estaba aquí?
¿Por qué? Pero cuando Eddie abrió la puerta, fue Sam quien entró. Le hizo
una reverencia como un maldito payaso y ella puso los ojos en blanco. Me
clavó una mirada fulminante y se acercó.
—Sabía que estarías aquí. Eres tan predecible.
—¿Qué quieres, Sam?
Su boca se torció en una sonrisita arrogante.
—Felicitarte por tu nueva libertad, por supuesto.
Entorné los ojos hacia ella y luego miré a Eddie con desconfianza. Se
encogió de hombros y negó con la cabeza, palmeándose los bolsillos de la
bata para mostrarme que ni siquiera llevaba el teléfono encima.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
Resopló.
—Cariño, por favor. Vi la expresión en tu cara cuando descubriste quién
era en realidad esa zorrita. Puede que me haya tomado la libertad de
explicarle la situación a algunos de nuestros conocidos mutuos.
El corazón me latía con fuerza en el pecho. Todo el colegio lo sabía y
ahora pasaría el resto del curso, el resto de mi vida, si no conseguía salir del
barrio, como Blayze, el pringado. A ella se la comerían viva, por supuesto.
La gente quería a Damon casi tanto como a Eddie. Éramos el trío
indomable, los dioses del patio del colegio. ¿Y qué?, se lo merecía.
—Dios, no soporto ver esa expresión en tu cara —dijo Sam, sonando
disgustada.
Joder, ni siquiera me di cuenta de lo cerca que estaba de mí hasta que
sus labios se presionaron contra los míos. Sam me besó antes de que
pudiera siquiera analizar que iba a hacerlo. Su boca y aroma familiares me
reconfortaron, incluso cuando la parte cuerda de mi cerebro me gritó que
era la peor idea de la historia de las malas ideas. Le ordené que se callara y
le devolví el beso, abrazándola lo bastante fuerte como para presionar la
herida abierta en mi corazón.
Se apartó con un grito ahogado y una risita, y me revolvió el pelo.
—Cariño, ¿me has echado de menos?.
—Ni siquiera por un segundo —dije. Estaba siendo totalmente sincero,
pero ella no se lo tomó así. Sonrió y volvió a besarme. Un letrero de
«peligro, peligro» pasó por mi cabeza y las campanas de alarma recorrieron
mi espina dorsal. No conseguí que me importara. El resto del mundo
parecía decidido a destruirme. Si no puedes con ellos, únete a ellos, ¿no?
Al inclinar la balanza de mi propia destrucción, Eddie chilló. Con
amigos como estos... el resto de ese pensamiento se perdió bajo una
avalancha de besos pegajosos con aroma a fresa.
Capítulo

Cinco

Arlena

—Vale, respira —le hablé a mi propio reflejo con más energía de la que
sentía—. Fuera lo que fuera, ya se les habrá pasado. Blayze estará hoy en en
el insti. Todo irá bien. ¡Vamos!
Mi reflejo parpadeó dubitativo. Sí, esto no iba a funcionar. No había
discurso en el mundo que me animara lo bastante como para entrar en la
boca del lobo con la cabeza bien alta. Me vestí y me refugié en la sudadera
con la capucha más grandeque tenía, como si eso me fuera a ayudar a pasar
desapercibida. Pero merecía la pena el esfuerzo. Y, dado que no estaba
precisamente de humor para arreglarme, el estar cómoda tendría que bastar.
Salí de casa antes de que mamá tuviera la oportunidad de atosigarme
con sonrisas y el desayuno recién hecho. Los nervios que sentía en el
estómago me decían que hoy la comida no sería mi mejor amiga. Y las
sonrisas y las conversaciones triviales... no me apetecían ninguna de las dos
cosas.
Evitar a mamá resultó ser fácil. Intenté contarlo como una victoria, salí
por la puerta principal hacia la cegadora luz del sol. Si antes tenía el
corazón en la garganta, ahora lo tenía en la boca. En el último escalón había
otra rosa. Estaba muerta, era marrón y se enroscaba grotescamente sobre sí
misma. Se me retorció el estómago y toda la comida que no había ingerido
intentaba empujarme la bilis a la garganta. En lugar de agacharme a
recogerla como había hecho con la rosa anterior, la arrojé de una patada a
los arbustos y salí corriendo hacia el garaje, con lágrimas calientes
punzándome en las comisuras de los ojos.
¿El amor ha muerto? ¿Ese es el mensaje, Blayze? ¿Qué cojones te he
hecho?
Me mantuve con la capucha levantada y la cabeza hacia atrás todo el
camino hasta el colegio. Mi coche sobresalía como una linterna en la
oscuridad, pero al menos no tendría que ver sus caras burlonas antes de
llegar al edificio. Me detuve en el aparcamiento más alejado de la escuela.
Quería entrar en cuanto se abrieran las puertas, sentarme al fondo de clase y
ser lo más invisible posible durante todo el día.
Pero no me veía capaz de abandonar la seguridad del coche. Los
autobuses se detuvieron y desataron un mar de rostros feroces sobre el
asfalto. El aparcamiento se llenó, despacio al principioy luego más deprisa,
a medida que el reloj se acercaba a la primera campanada. En la radio
sonaba una canción tras otra y yo seguía sin moverme. No podía
enfrentarme a ellos, todavía no. Sabía que en algún momento tendría que
entrar. Pero no ahora mismo.
—Siempre puedo abandonar los estudios —murmuré—. A la mierda,
¿quién necesita tener estudios de todos modos, ¿verdad?
Cada hueso de mi cuerpo se estremeció y rechiné los dientes. El
aparcamiento se vació segundos antes del timbre. Me había escondido
bastante bien. Nadie había mirado en mi dirección. Bien, pensé. Sigamos
así. Dejé el motor en marcha para calentarme y canté distraídamente con la
radio. Puede que hoy no vaya a primera hora. Quizá tampoco vaya a la
segunda. A la mierda, quizá me tome todo el día libre. Está claro que no me
echarán de menos.
Discutí conmigo misma durante toda la primera hora, pero mi no
corazón no se dejaba convencer. Sabía que no entraría en ese edificio a
menos que fuera absolutamente necesario. Estaba a punto de ceder ante el
miedo y alejarme cuando lo vi.
Blayze.
El corazón me dio un vuelco y se me hizo un nudo en la garganta. Los
dedos sudorosos se me resbalaron al introducir la llave en el contacto y
tropecé un momento antes de apagar por fin el coche.
—¡Blayze! —grité su nombre a través del aparcamiento mientras
cerraba la a mis espaldas, corriendo tras él. Todos los pensamientos de
permanecer oculta desaparecieron, reemplazados por el único objetivo de
conseguir que hablara conmigo—. ¡Blayze!
Le vi dudar mientras se le tensaba la columna, pero siguió poniendo un
pie delante del otro. Maldije en voz baja y corrí más rápido. Se alejaba de
mí lo más deprisa que podía, en dirección al instituto, con sus largas piernas
avanzando casi tan rápido como yo a toda velocidad. Finalmente lo alcancé
justo delante de la puerta principal y lo agarré de la chaqueta. Se giró
bruscamente, con los ojos llenos de un fuego furioso, y me agarró la
muñeca con fuerza.
—Blayze. —Las lágrimas me brotando de los ojos—. Blayze, me estás
haciendo daño—.
Soltó una carcajada fría y peligrosa y apretó más fuerte. Dos segundos y
medio después, me había hecho girar y me había inmovilizado contra la
áspera pared de ladrillo mientras me hincaba los dientes en la cara.
Parpadeé y apenas reconocí al hombre que tenía delante. Todo en mí gritaba
que estaba en peligro, pero no tenía ningún sentido. Éste era Blayze, mi
héroe, mi protector.
—¿Que te hago daño? Te hago daño, eh. Dime, ¿qué se siente? ¿Como
si te arrancaran el corazón y lo hicieran pedazos delante de ti, tal vez? —Se
rio sin una pizca de humor—. No, sólo un pequeño pellizco. —Volvió a
apretar, sus ojos verdes brillaban peligrosamente. Dejé de respirar. Por un
segundo pensé que me iba a romper el brazo.
—Blayze, para.
—¿Parar? Claro que pararé. —Su voz bajó hasta convertirse en un
gruñido amenazador—. Pero será mejor que te vayas a tomar por culo y que
mi nombre no vuelva a salir de tu puta boca. Y el de Eddie tampoco. De
hecho, mejor no vuelvas a hablar. Creo que ya has dicho bastante.
Me soltó el brazo, pero no se movió, clavándome contra la pared con su
mirada despiadada. La puerta se abrió a nuestro lado y de repente me di
cuenta de que había un mar de caras presionadas contra la ventana del ala
de enfrente.
Caras conocidas.
Se me encogió el corazón.
Capítulo

Seis

Arlena

—¡Ahí estás, Arlena! Pasé lista hace cinco minutos. Entra dentro, venga. —
La señora March, mi profesora de historia, hizo ademán de sonar severa y
me miró de frente, pero tenía la atención puesta en Blayze.
Me pregunté cuántas veces había tenido que interrumpir peleas antes de
que empezaran en este instituto. Dio un golpecito con el pie, aparentando
impaciencia.
Por más que no tuviera ninguna gana de venir a clase hoy, sabía que
Blayze no me iba a dejar volver al coche. La Sra. March era mi mejor
opción para escapar de su ira. E incluso tenía mis dudas. Todavía no se
había movido. Era como una piedra, una furiosa bola de fuego, y la
presencia de la profesora no le perturbaba en absoluto.
—Sí, señora. Lo siento —susurré, con los labios temblorosos.
Los temblores me sacudieron de pies a cabeza, pero me abrí paso para
alejarme de Blayze y seguí a la señora March de todos modos. Los ojos de
Blayze se clavaron en mi nuca hasta que me perdió de vista. Cuando nos
acercábamos a la puerta del aula, la señora March me frotó el punto entre
los hombros y emitió unos canturreos de consolación.
—Eres una chica lista —,dijo—. Usa ese cerebro también cuando estés
fuera del aula, ¿vale?.
Asentí como ida, como si el mundo se hubiera partido por la mitad.
Blayze había sido la elección inteligente, maldita sea. No entraba y salía de
la cárcel como algunos de los tíos de por aquí, no tenía un millón de novias
y se le respetaba. Se le temía, me corregí, frotándome la muñeca dolorida.
Ahora entendía por qué. Cualquiera que pudiera pasar del amor a la
violencia como quien pulsa un maldito interruptor podía infundir miedo en
el corazón más duro. Ojalá mi corazón fuera un poco más duro.
Todos los alumnos volvieron a sus asientos cuando la Sra. March abrió
la puerta. Ninguno me miraba. Esperaba que aquello durara, pero no tenía
muchas esperanzas puestas en ello. Me había rechazado y humillado
públicamente la única persona que los había mantenido alejados de mí todo
este tiempo. Bien podría haber sido un cebo en el agua.
—Muy bien, chicos, concentraos —dijo tranquilamente la Sra. March,
apartándose el pelo de la cara—. Hablemos de Napoleón.
Ni siquiera fingí prestar atención. Seguía temblando. Sentía cómo los
próximos cinco meses se extendían interminablemente frente a mí, llenos de
mezquina violencia y abucheos, y eso me drenaba la vida. A los pocos
minutos de empezar la clase, ya no podía mantener la vista fija en el frente.
Apoyé la cabeza en el pupitre y me rodeé con los brazos a modo de refugio
mientras dejaba caer lágrimas silenciosas.
No habían pasado ni diez minutos cuando algo se me clavó en la
cabeza. Eché la mano hacia atrás por reflejo y me arrepentí al instante
cuando mis uñas se hundieron en el chicle mascado de alguien. Las risitas
se extendieron por el aula. Me miraron demasiados ojos como para adivinar
de dónde procedía el chicle. Tampoco es que importara. Todos eran
animales, esperando hambrientos por su parte, y yo era la comida. Me
destrozarían poco a poco y yo no podría hacer nada para evitarlo.
La clase de Historia fue sólo el principio del reinado del terror, como
era de esperar. Para cuando hice mi primer recorrido completo por el
pasillo, ya no estaba segura de que hoy pudiera sobrevivir. Los supuestos
choques accidentales en el pasillo, los proyectiles en el aula, los susurros de
los pequeños grupos que me seguían a una distancia incómodamente
cercana. La tensión crecía como una burbuja a mi alrededor. Todos los que
se acercaban a mí me miraban, hacían muecas o miraban a través de mí.
Esto era mucho más de a lo que me había enfrentado cuando cometí el
pecado de ser nueva en el instituto, pero el ambiente era el mismo. Como si
le hubieran dado la razón para haber tenido recelos sobre mí, de alguna
manera.
Llegó la hora de comer y el infierno continuó. Sólo llevaba cinco
minutos en el comedor cuando me lanzaron todo lo que había en el menú y
me retiré a la enfermería. La enfermera era una mujer severa de unos
sesenta años con el pelo gris y enjuto sujeto con docenas de alfileres.
Frunció los labios y me miró enarcando una ceja.
—Me duele la cabeza —dije débilmente—. ¿Puedo acostarme?
—Con que dolor de cabeza, eh. —Sus ojos recorrieron las manchas de
comida de mi frente. Cuando su expresión se suavizó, no había duda de que
había adivinado mi obvia mentira—. Claro, cariño, puedes esconderte aquí.
¿Has comido?
Sacudí la cabeza con cansancio.
—No creo que pudiera comer nada aunque lo intentara. Sólo quiero
descansar un poco, por favor.
Se encogió de hombros y me hizo señas para que entrara en uno de los
pequeños espacios divididos, corriendo la cortina para ayudarme a
ocultarme mejor del mundo. El ligar estaba oscuro, fresco y vacío. Puede
que sólo tuviera dos metros de paz, pero era más de lo que iba a conseguir
en cualquier otro sitio, así que lo acepté, me deleité con ello y lo aprecié.
Suspirando, me acerqué la fina manta al pecho y aspiré profundamente.
Mi respiración presionó dolorosamente contra la bola de estrés de mi
interior, disipando cualquier consuelo que hubiera querido encontrarme. Me
pasé todo el almuerzo sin pensar en nada más que en respirar. No sirvió de
nada. Cuando sonó el timbre, todo aquel estrés y tensión me atravesaron de
nuevo, haciéndome crujir los huesos.
—Muy bien, niña. Vuelve a clase.
Sonreí débilmente a la enfermera y le di las gracias antes de salir al
pasillo. En cuanto mis ojos se adaptaron a la diferencia de luz, se me
encogió tanto el estómago que creí que iba a vomitar. En el tablón de
anuncios del otro lado del pasillo había una foto ampliada de mi cara con la
palabra «CHIVATA» garabateada en grandes letras rojas. La gente se reía al
verla y se daban codazos. Me subí la capucha antes de que me vieran los
buitres y me apresuré a ir a clase con la cabeza gacha. Ya estaba aquí y, en
vista de que había muchos días en el futuro esperando a que me los saltara,
supuse que aguantaría este hasta el final. Y, a pesar de que me pareció que
el día duraba una eternidad y media, conseguí sobrevivir a él.
Por fin en casa, arrastré mi cuerpo exhausto fuera del coche y entré en la
seguridad de mi propio garaje. Mis padres estaban trabajando. Si me
apresuraba, algo que me parecía imposible en aquel momento, podría lavar
la ropa y quitarme el chicle del pelo antes de que volvieran. Suspirando,
cerré la puerta del garaje y me dirigí a la puerta principal, decidida a
hacerlo. Me aseguraría de estar duchada y lista para fingir antes de que
llegaran a casa. Mi padre no era de los que se quedaban tranquilos con este
tipo de noticias. Si alguna vez se enteraba de lo que me estaba pasando en
el colegio, se enfadaría hasta el punto de echar abajo todo el edificio. Que
no era lo que yo quería. Los chicos de este pueblo no eran de los que se
doblegaban sólo porque el padre de alguien pusiera mala cara. En todo
caso, si mi padre intentaba tener una «charla» con el director o decirle a un
crío que se callara, me metería aún más en la boca del lobo.
Sacudí la cabeza y puse los ojos en blanco al imaginar lo mal que
acabaría algo así. Con la mochila colgada al hombro, me dirigí a la puerta
principal con mi paso habitual, pero me detuve en cuanto pisé el último
escalón.
—Maldita sea, ¿y ahora qué? —Miré a la puerta, donde había un sobre
blanco sujeto por una piedra del tamaño de un puño. De una patada aparté
la piedra, cogí el sobre y lo abrí con salvajismo. Dentro había un trozo de
papel, era una esquina arrancada de una hoja rayada, con una sola palabra.
—Preciosa. —Leí en voz alta, parpadeando mientras intentaba dar
sentido al mensaje en conjunción con todo lo demás. Un manantial de
esperanza quiso brotar dentro de mí. Quizá Blayze había dejado la nota y
las flores. Tal vez la rosa muerta fue un accidente. Tal vez quería
disculparse. Tan pronto como esos pensamientos me golpearon, fueron
atenuados por la abrumadora realidad de las últimas horas. Que le jodan a
Blayze. Que le jodan. ¡QUE LE JODAN!
Llevé la nota arriba y la metí en el cajón de mi escritorio, cerrándolo de
golpe como si fuera ella quien me hubiera humillado. Y supongo que, en
cierto modo, así era. Durante toda la noche, durante la cena y mientras
dormía, esa maldita nota en ese puñetero cajón me rondó por la cabeza.
Capítulo

Siete

Arlena

Al día siguiente, cuando me fui al colegio, la nota aún me quemaba en la


mente. Haciendo acopio de toda la fuerza mental que pude reunir, decidí no
sacarla del cajón y me esforcé por prepararme y bajar las escaleras a tiempo
para cogerle el desayuno a mi madre. Anoche se había quejado de que
jugara con la comida en el plato. Yo le había echado la culpa a que me había
atiborrado de comida basura antes de cenar. Mi falta de apetito, por
supuesto, tenía causas muy distintas. Sin embargo, sabía que, si no quería
que mi madre se preocupara, no podía dejar el desayuno sin tocar.
Como de costumbre, el olor a beicon flotaba en el aire.
—Ya te lo he guardado —dijo mamá—, o tienes tiempo de sobra para...
—Me lo comeré de camino. —Alargué una mano para coger la bolsa de
papel llena de comida antes de besarle la mejilla—. Gracias, mamá.
Salí por la puerta antes de que pudiera terminar de decirme que igual no
estaba en casa cuando yo volviera. Recados, recados y más recados. Podría
haberme dado la vuelta para entablar al menos un poco de conversación si
no hubieran recorrido automáticamente la entrada con la vista. Había otra
rosa, pero ésta estaba más que muerta. Estaba aplastada, con los pétalos
esparcidos por todas partes. Me quedé mirando el desastre, con la
frustración y la confusión acumulándose en mi pecho hasta que me entraron
ganas de gritar. ¿Qué demonios significaba aquello? Lo de la rosa muerta,
lo pillaba. Al menos eso creía. El amor estaba muerto, claro, lo pillaba,
también lo sentía. Pero esto... me parecía demasiado esfuerzo para una
situación que ya había explotado.
—Me alegro de que lo hayas aclarado —gemí, con la voz cargada de
sarcasmo.
Seguía pensando que era Blayze, claro que sí. Pero no sabía qué
demonios estaba tratando de decirme. Hice una foto de la rosa y tenía toda
la intención de enviársela junto a un mensaje acusador, pero decidí no
hacerlo en el último segundo. Si la había dejado él, no lo admitiría. Si no lo
había hecho, se enfadaría porque lo acusara. ¿Pero había la más mínima
posibilidad en este maldito universo de que no fuera él el responsable? Lo
dudaba.
Déjalo, me dije con firmeza. Déjalo estar de una puta vez.
Y eso hice. Fui al insti, tratando de no pensar en ello. Hice de tripas
corazón para soportar el tormento en que se había convertido mi vida en
este lugar. En cuanto a Blayze, ni siquiera me molesté en intentar
acorralarlo para que hablara conmigo. Cada vez que lo veía estaba rodeado
de una avalancha de chicas, todas revoloteando a su alrededor y riéndose.
No quería saber quiénes eran. No quería caer en la tentación de hacer
apuestas sobre cuál de ellas me sustituiría en la vida de Blayze. No
necesitaba más tortura. Blayze, sin embargo, estaba decidido a restregarme
por la cara a cada una de ellas. Diría que no podría culparlo si supiera cuál
era su maldito problema. Tal como estaban las cosas, estaba más
confundida y perdida que un pulpo en un garaje.
La clase avanzaba y tenía que admitir que estaba mejorando un poco a
la hora de esquivar el acoso. Aparte de unos cuantos escupitajos en la cara y
unas cuantas patadas a la moral, conseguí sobrevivir al día, escabulléndome
en la enfermería para comer y metiéndome en el armario del conserje
cuando los pasillos se llenaban demasiado rápido.
Cuando llegué a casa, había otro sobre en mi porche. Después del
mensaje de esta mañana, estuve a punto de dejarlo allí. Pero algo, el miedo
a que lo encontrara alguno de mis padres o mi estúpida curiosidad, me hizo
cogerlo con las manos. Conteniendo la respiración, lo abrí.
—Princesa. —Leí.
El corazón me dio un salto aunque no debería haberlo hecho. Pero era
Blayze, tenía que serlo. Preciosa princesa. Una nota de amor, palabra por
palabra. Tal vez fuera una ilusión, provocada por la parte de mí que deseaba
desesperadamente que esto no fuera más que una puta pesadilla. O una
estúpida broma que acabaría en el gesto más grande y bonito conocido por
el hombre. Algo parecido a esas propuestas de matrimonio en las que la
chica se queda en shock antes de que su novio le de un reluciente anillo de
diamantes. No es que quisiera que me propusieran matrimonio. Dieciocho
años no era edad para casarse. Pero esperar lo mejor, incluso en una
pesadilla, era mejor que tratar de encontrar lo malo en algo que en realidad
no me lo parecía tanto en ese momento. Maldita sea, había tenido un día y
una semana de mierda, ¿quién podía culparme por albergar un poco de
optimismo estúpido? En algún lugar de las profundidades de mi necesidad
por algo de felicidad, sentí que Blayze me estaba instando a ser paciente y
esperar la recompensa. Puedo hacerlo, pensé. Tal vez haya una luz
resplandeciente al final de este túnel, sólo tengo que conseguir atravesarlo.
Apretando el sobre contra mi pecho, subí las escaleras hasta llegar a mi
cama. Esta vez, me permití sacar la otra pieza de su escondite en el cajón.
Preciosa princesa. Estaba claro que no me sentía como tal. No con el pelo
despeinado y esas ojeras de estrés, rabia y agotamiento. Con los dos papeles
pegados al pecho, apoyé la cabeza en la almohada, cerré los ojos e intenté
soñar con tiempos mejores.
Capítulo

Ocho

Arlena

En los días siguientes, me dediqué a vivir para esos sobres. Era lo único que
me mantenía en pie. Empecé a fijar las palabras sueltas en el tablón de
corcho de mi habitación, esperando sin aliento al mensaje completo. Cada
día leía y releía la frase, intentando terminarla en mi cabeza.
Preciosa princesa, ¿cómo puedo...?
¿Cómo puedo decirte lo que siento? ¿Cómo puedo hacer que me
perdones? ¿Cómo puedo ir acudir a tu rescate cuando estés cubierta de
espaguetis? ¿Cómo puedo ser tan gilipollas? ¿Quién sabía adónde me
llevarían estos mensajes?
Me colgué de la cama boca abajo, haciendo estallar el chicle que tenía
en la boca mientras leía las palabras. Una parte de mí se alegraba del
misterio, ya que evitaba que mi mente se obsesionara con un misterio aún
mayor: el de por qué Blayze iba de repente a todas partes con su ex novia la
golfilla de plástico pegajoso y teñido de rosa. No les había visto besarse ni
nada parecido, pero la avalancha de chicas se había reducido, dejando solo
a Sam y a un par de sus amigas. Había una parte de mi cerebro, quizá la
lógica, que gritaba: «que le den a Blayze». Tenía razón, por supuesto.
Cualquier chico que me tratara así, que viera cómo sus amigos se burlaban
de mí, no merecía que le dedicara mi tiempo. El problema era que la parte
lógica era sólo una parte. Una muy pequeña. Todos los sentimientos que
había invocado en mí, todas las veces que me había abrazado y prometido
cosas que los chicos de su edad no deberían ser capaces de prometer; todas
las veces que me sentí segura, querida y preparada para enfrentarme a la
vida, sólo porque él estaba a mi lado; y todas las conversaciones profundas
que mantuvimos y los besos que hacían que me entraran cosquillas de la
cabeza a los pies estaban apretándome el corazón como una mordaza... Ese
tipo de cosas hacían que fuera imposible olvidar o hacer a un lado la idea de
que lo que teníamos era especial.
¿Cómo puedo deshacerme de estas chicas y volver contigo sin quedar
mal? Sí, sin duda, por ahí van los tiros con la nota, decidí con la cabeza
ligera. Me incorporé lo bastante rápido como para que la habitación diera
vueltas y me caí sobre la cama. La sensación me trajo de vuelta a la fiesta
de Eddie, a ese momento de alta tensión en el coche. Habíamos estado tan
cerca. Si hubiéramos llegado hasta el final, ¿habría pasado esto?
Me asaltó un pensamiento horrible y me levanté de la cama de un salto.
—Todo esto empezó el lunes después de la fiesta. —Recordé en voz alta
—. El lunes después de que le dejara con las ganas delante de sus amigos.
—Me mordí el labio, analizando una y otra vez todo lo que sabía sobre los
hombres en general y sobre Blayze en particular.
En mi último instituto, los chicos podían ser muy crueles si pensaban
que les estabas dejando a medias o que eras una calientabraguetas. Incluso
si la chica afirmaba rotundamente que no estaba interesada y nunca daba
ninguna indicación de lo contrario, esos capullos que se creían con derecho
a todo le hacían la vida imposible si creían que podían salirse con la suya.
Blayze siempre había sido paciente conmigo. Nos besábamos y las
cosas subían tanto de temperatura que estaba a segundos de arrancarnos la
ropa, pero Blayze... Blayze siempre me preguntaba si estaba segura. Si
estaba lista. Y aunque en el calor del momento siempre pensaba que lo
estaba, Blayze me recordaba que perder la virginidad bajo las gradas, en los
asientos traseros del coche o en lo más hondo de un callejón de mala muerte
no estaba bien. No para mí. No para su princesita.
Me pasé las manos por el pelo, sintiéndome frustrada conmigo misma.
No sólo por enamorarme de Blayze tan fuerte y tan rápido como lo había
hecho, sino por tratar de defenderlo incluso ahora. Que alguien hiciera algo
bueno en el pasado no significa que debas excusar su estupidez presente y
futura. ¿Y qué si me había visto encandilada por su heroísmo, su atractivo
sexual y la forma en que podía hacer que la gente saltara de cabeza a su
voluntad con nada más que una palabra y una mirada? La novedad de él me
había nublado la cabeza, me había hecho creer que era todo lo que quería en
un hombre.
—Pero, ¿y si no lo es? ¿Y si no es mejor que los imbéciles de mi
anterior insti? —susurré las palabras, sintiendo el peso de todas y cada una
de ellas—. ¿Y si esto es la venganza de Blayze por no haber conseguido
meterla en caliente? ¿Y si está destrozando mi reputación porque le
avergoncé y le dejé con las ganas?.
Me volví loca imaginándome preguntas y escenarios durante toda la
noche. Cuando por la mañana no me encontré ninguna flor, lo tomé como
una confirmación. Me estaba castigando por no haberme acostado con él en
la fiesta.
El tiempo pasó volando y pronto me encontraba al volante del coche y
me dirigí hacia el instituto. No tenía intención de hacer ostentación con el
BMW y me atreví a aparcar un poco más cerca del extremo más alejado del
aparcamiento. Tuve la sensatez de esperar a que todos los alumnos entraran
en el edificio, al menos hasta que sonara el timbre durante unos segundos,
antes de salir del coche.
A decir verdad, se me estaba dando bien eso de evitar a la gente. Era
una vida solitaria, pero aun así, era mucho mejor que la tortura a la que
había estado sometida.
La Sra. March me regañó con una mirada penetrante cuando entré en su
clase por un pelo. Todos los demás alumnos tenían la cabeza gacha y el
mismo montón de papeles grapados en sus pupitres. Si hubiera prestado
atención, habría recordado que hoy era día de exámenes. Pero no
importaba. Hacía los deberes y, en general, me concentraba en clase.
Aunque no iba a aprobar con un sobresaliente, tampoco estaba abocada al
suspenso.
Le pedí disculpas en silencio a la Sra. March y ocupé el único asiento
libre que quedaba justo delante de la clase. El examen resultó ser mi
salvación. Como todos querían graduarse este año, mantuvieron los ojos
pegados a los papeles y el chicle alejado de mi pelo. Al menos por eso me
sentía agradecida.
Tenía la mente despejada mientras repasaba las preguntas. Sólo una de
las ocho hojas era tipo test. Escudriñé las preguntas, pasando de una página
a otra, y el corazón se me calmó un poco cuando mi confianza tomó las
riendas. Era pan comido. Igual hasta sacaba un sobresaliente. Supongo que
a veces el universo nos concede una victoria cuando más la necesitamos.
Ese fue el pensamiento que me rondaba la cabeza después de entregarle
mi examen a la Sra. March y conseguir salir de la clase antes de que nadie
hubiera terminado. En cuanto la puerta se cerró tras de mí, el universo
prácticamente se rio en mi cara. Al parecer, la única razón por la que
necesitaba esta victoria era para poder soportar otra derrota más dura e
intolerable.
Justo enfrente del aula había una pequeña zona con dos sillones
desgastados, una mesita y una estantería de libros sin tocar. Era como si lo
hubieran planeado todo, queriendo asegurarse de que no me perdía ni un
instante. Apretada contra los pliegues del sillón, Sam se encontraba sentada
en el regazo de Blayze, contoneándose como una stripper en celo. Sentí de
inmedianto que algo vil se estrellaba contra mi pecho y giré la cabeza en la
dirección opuesta. Puede que me echara andar dando pisotones como una
maldita cría mientras me aguantaba las lágrimas para ir a encerrarme en el
baño de chicas.
Tenía quince minutos para matar el tiempo antes de que empezara mi
siguiente clase. Cada uno de esos minutos los pasé luchando contra la ira y
mandando a la mierda las lágrimas. No iba a llorar por Blayze. Nunca más.
Jamás de los jamases. De hecho, él y Sam se merecían el uno al otro.
La puerta del baño crujió al abrirse y subí los pies al asiento, intentando
permanecer lo más quieta e invisible posible. Sus voces llenaban el
ambiente y, sorprendentemente, no hablaban de mí. Al menos no al
principio. No hasta que la palabra «chivata» salió a la palestra. Como todas
las otras veces, nadie se explayó, como si aclarar lo que demonios creían
que yo había hecho fuera algún tipo de tabú. Me concentré mucho,
intentando identificar las voces, pero no lo conseguí. Al echarme un poco
hacia delante, vislumbré un cabello castaño normal y corriente que no me
ayudó a estrechar la lista.
—De todas todas, Sam y Blayze han vuelto. Así que supongo que al
final las cosas se arreglaron —dijo la chica más alejada de la puerta. No se
equivocaba. Habían arreglado tanto las cosas que, incluso después de que
sonara el timbre, Blayze y Sam seguían recostados en aquel maldito sillón,
pegados el uno al otro.
Cuando acabaron las clases y volví a casa, estaba tan enfadada que
tropecé con el sobre al subir las escaleras. Sintiéndome desesperada por
recibir aprobación, aunque fuera anónima, lo abrí. Una vez más, el corazón
se me hundió como una piedra en un pozo.
Daño.
—Daño. Preciosa princesa, ¿cómo es que me haces daño?
Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo en las tripas. Esto no
era romántico. Era un castigo más. Una carta pasivo-agresiva para decirme
cuánto daño le había hecho. Sacudí la cabeza, con lágrimas calientes
punzándome los ojos. No tenía ningún puñetero sentido. Aún conservaba el
último mensaje que me había enviado. Dulce princesa. Preciosa chica. No
parecían las palabras de un hombre despechado con ganas de vengarse.
Tenía que haber algo más, algo que se me estaba escapando. Maldita sea,
¿por qué no podía simplemente decírmelo a la cara?
Entré furiosa dentro, tiré el sobre y su contenido en un cajón de mi
habitación y me aseé. Estaba a punto, muy a punto, de mandarlo todo a la
mierda y abandonar. Podía terminar el curso telemáticamente, que le dieran
a la ceremonia de graduación. Incluso podía transferirme a otro insti. No era
como si dependiera del sistema de autobuses. Pero la idea de tener que
aprender quien manejaba los hilos en otra escuela distinta me llenaba de un
temor estremecedor, y la idea de marcharme sin respuestas me dejaba
helada. Me rodeé con los brazos y apreté hasta que el temblor cesó.
—No, maldita sea —me dije—. No es justo, joder. Me gusta ese
instituto. Me gustan los profesores. Incluso me caen bien algunas de las
personas, y joder, Blayze no puede salirse con la suya. Si tan decidido está a
arruinarme la vida, que me diga por qué.
Durante los días siguientes, me aferré a esa actitud desafiante como si
mi vida dependiera de ello. Sinceramente, probablemente era sí. Las
miradas y las burlas perdieron parte de su poder cuando me enfrenté a los
rostros ofensivos con la mirada impertérrita. Decidí, de una vez por todas,
que esos gilipollas no me destruirían, por mucho que lo intentaran.
Funcionó durante uno o dos días.
Al día siguiente de eso me encontré con Blayze besando a Sam de una
manera que parecía que le iba a chupar el pintalabios de la cara. Él no me
vio, pero ella sí. Me guiñó un ojo por encima de su hombro e hizo un
espectáculo de ello, gimiendo en su boca y apretando contra él sus curvas
envueltas en plástico como una serpiente retorciéndose. Giré sobre mis
talones y me alejé, aunque mi clase estaba al final del pasillo.
Sam había conseguido sacudirme hasta la médula, deshaciendo todas las
defensas que había levantado en las dos últimas semanas.
Sabía que tenían un pasado, pero a Blayze no le gustaba hablar de ello.
Lo único que me decía era que habían salido de vez en cuando y que no
volvería a cometer ese error. Por supuesto, también me dijo que nunca más
tendría que preocuparme de que me acosaran en el insti. Supongo que eso
demuestra cuánto vale su palabra.
No voy a mentir, me dolía muchísimo. Sobre todo desde que la
enfermera se hartó de que pasara el rato en su despacho cada hora de comer
y me dijo que me ocupara de mis dolores de cabeza «como una niña
grande», lo que significaba que tenía que sentarme en el comedor y ver
cómo Sam se reía y flirteaba con Blayze, presumiendo de él como de una
especie de trofeo. Él actuaba como si lo disfrutara, pero la sonrisa nunca le
llegaba a los ojos. ¿Qué demonios podía haber hecho yo para que él eligiera
una desdicha sutil antes que estar conmigo?
CHIVATA. Estaba escrito por cada rincón de mi cara, y mi cara estaba
en rincón de la escuela. Rompí una de las fotos tamaño póster y la tiré a la
basura. No tenía ningún puto sentido. Había visto muchas cosas, pero no
tenía exactamente una plétora de nombres que acompañaran a las caras.
Incluso si la hubiera tenido, no se lo habría dicho a nadie. Puede que fuera
nueva en el barrio, pero había aprendido lo suficiente como para
comprender cómo funcionaba la dinámica. Los soplones acaban con puntos
a montones. Yo había estado muy cerca de necesitarlos, pero nadie me decía
por qué. Maldita sea, ya nadie me hablaba, aunque no parecían tener
problema en tirarme mierda.
Todos los días arrancaba mis fotos de la pared y, para el día siguiente,
tres más ocupaban su lugar. Cada día, cuando volvía a casa, había otra nota
de una sola palabra en la puerta. Lo que antes era lo mejor del día se había
convertido poco a poco en otro tipo de tortura.
Preciosa princesa, ¿cómo puedo hacerte daño? Déjame contar las
maneras. Accidente de aviación. BMW con salpicaduras de sangre
cerebral. Catastrófico accidente de coche. Arrastrarla por el río, ¡se ha
ahogado! De cualquier manera, habrá…
Me senté en la cama y miré la nota con rabia.
—¿De verdad? ¿De verdad es esto necesario, joder? No podías dejarme
una sola nota amenazadora, ¿tenías que volverme loca poco a poco?
Menudo teatrero estás hecho.
Fruncí el ceño, preguntándome si eso era una pista en sí misma.
Quienquiera que estuviese detrás de todo esto tenía un don para el drama. Si
era la misma persona que estaba imprimiendo mi foto por todas partes,
también tenía acceso a una impresora artística. Había una en el
departamento de arte dramático y otra en el del periódico escolar. Eso
ampliaba la búsqueda, pero no mucho. El departamento de arte dramático
no era precisamente enorme. Podía hacer una lista e ir persona por persona,
arrinconar a cada una de ellas y ver a quién cabreaba.
—Y no llegaría a ninguna parte, porque ese instituto está como
gobernado por la mafia, y cualquiera con suficiente influencia podría haber
conseguido acceso a esas impresoras. —Me volví a tumbar en la cama,
abrumada por la impotencia de todo aquello.
No hablarían conmigo. Incluso si lo hicieran, las posibilidades de que
mi corazonada fuera correcta eran escasas. Podía ser literalmente cualquiera
del insti. Me incorporé de golpe cuando un pensamiento me golpeó como
un rayo en el pecho. No. No podía ser literalmente cualquiera. Tenía que ser
alguien estrechamente relacionado con Blayze. ¿Por qué si no habría
cortado por lo sano conmigo de esa manera? A alguien cercano a él se le
metió en la cabeza que me chivé de algo. Blayze era una de las personas
más protectoras que había conocido: si alguien que le importaba salía
herido por mí, o pensaba que así era, reaccionaría con fuerza.
Sólo había una cosa que podía hacer, y era lo que debería haber hecho
desde el principio. Tenía que hablar con Blayze, fuera de la escuela, lejos de
sus amigos y de la zorra de su ex novia. Seguía sin saber dónde vivía, pero
no importaba. De todas formas, siempre me decía que pasaba más tiempo
en casa de Eddie que en la suya.
Con un nuevo plan en mente, le enseñé el dedo corazón a mi tablero de
corcho y todos los trozos de papel clavados en él y me fui a dormir. Iba a
resolver esta mierda de una forma u otra. Pero era fin de semana y no era
tan estúpida como para colarme en una de las fiestas de Eddie, y menos
ahora, así que me quedé marinándolo todo hasta el lunes.
Capítulo

Nueve

Arlena

Papá estuvo fuera casi todo el fin de semana. Mamá estaba ocupada
mientras intentaba no estarlo. De niña, valoraba el tiempo que pasábamos
juntos. Por supuesto, no recuerdo nada de ello. Pero las fotos, como se suele
decir, cuentan millones de historias. Y las sonrisas plasmadas en mi cara en
aquellos años de mi infancia no podían mentir.
Hay que elogiar a las mujeres que ponen sus carreras en pausa para
atender a sus hijos mientras crecen, del mismo modo que hay que elogiar a
las madres que salen ahí fuera y ganan pasta para poder comprarles pañales
a sus hijos y que tengan las barrigas llenas. Mientras mi padre subía en el
escalafón social, mi madre entraba dentro de la primera categoría. Estuvo
ahí mientras daba mis primeros pasos y tenía mis primeras caídas. Estuvo
presente cuando probé mi primera comida y cuando tuve fiebre por primera
vez. Durante un tiempo me pareció que cuanto más crecía, menos la
necesitaba. Sin embargo, este fin de semana me di cuenta de que, por muy
adulta que me sintiera a veces, aún no había superado del todo lo de
necesitar a mi madre. Traté de ser el centro de su atención cada vez que
podía, dejándome caer en el sofá para ver repeticiones de Anatomía de Grey
mientras intentaba olvidar que el mundo seguía girando en mi contra. Pero
cada vez que el móvil de mi madre vibraba, no sólo retiraba su cuerpo, sino
también mi sensación de seguridad y comodidad.
Había una parte de mí que deseaba desesperadamente contarle todo lo
que estaba pasando. Pero esa parte de mí estaba aterrorizada. Aterrorizada
de que se preocupara. Aterrorizada de que quisiera ir al instituto y exigir
respuestas, señalar con el dedo a los chicos que me despreciaban e insistir
en que le dieran un correctivo a los responsables. Aterrorizada de que
intentara involucrar a papá. Y puede que incluso estuviese aterrorizada de
que admitir todos mis sentimientos en voz alta me destrozara aún más de lo
que ya estaba.
Así que, el fin de semana transcurrió intentando fingir que las cuatro
paredes de mi casa eran las únicas que existían. Absorbí todo lo que pude
de mamá. Me aferré a toda la normalidad que pude. Cuando llegó el lunes,
me resultó más difícil que nunca levantarme de la cama y prepararme para
otro día en el infierno. Toda esta mierda llevaba sucediendo casi un mes y
no había mejorado nada, pero seguía viva.
Seguí mi rutina habitual, me di una pequeña charla para levantarme el
ánimo, recogí mi bolsa con el desayuno, besé a mamá en la mejilla y seguí
mi camino. Cuando llegué al insti, unos volantes con mi cara volaban por el
aparcamiento. Estaban pegados en todos los coches y tablones de anuncios,
metidos en las puertas, apilados en las escaleras y en los baños. Cogí uno
para tirarlo y me detuve.
CHIVATA seguía garabateado en él, pero alguien había añadido una
diana en mi frente. En el reverso de la pancarta se leía: «LOS SOPLONES
ACABAN CON PUNTOS A MONTONES… SI TIENEN SUERTE». Me
estremecí, tiré el folleto a la papelera y seguí con mi día con la cabeza
gacha. Los ataques se redoblaron, junto con las burlas y los empujones.
Quienquiera que imprimiera todas estas cosas sabía muy bien cómo
provocar el frenesí entre la multitud. Quise preguntarle a alguien quién era
el lobista aficionado, pero nadie se rebajaría tanto como para hablar
conmigo.
Lo peor fue lo de la administración. Incluso con un caso de acoso tan
obvio, con pruebas en papel, ninguno de ellos abordó el problema. No hubo
anuncios, ni asambleas y ninguno de los profesores mencionó siquiera los
folletos. Habían colocado volantes en cada pupitre y escritorio, incluyendo
los de ellos. La Sra. March ni siquiera me miró a los ojos.
Nunca me había sentido más odiada ni vulnerable. En casa, siempre
había podido confiar en que las figuras de autoridad de mi vida harían
cumplir las normas, aunque esas normas incluyeran resquicios para el
soborno. No creía que eso fuera lo que estaba ocurriendo en esta escuela.
Mis profesores parecían más asustados que avergonzados, como si los
hubieran amenazado con violencia en lugar de sobornarlos. Saber que
estaba completa y absolutamente sola en un mundo hostil no hacia nada por
mejorar mi estado de ánimo.
Estaba a punto de precipitarme y acorralar a Blayze en el aparcamiento,
que le dieran a su novia. Pero cuando bajaba las escaleras hacia él, alguien
me adelantó la pierna y me dio en la espinilla. Rodé lo suficiente como para
no romperme ningún hueso, pero me dolió muchísimo. Las risas burlonas
tampoco me sentaron muy bien. Para cuando recogí mis cosas, Blayze ya se
había ido.
—Bien —gemí, tratando de no cojear—. A casa de Eddie, pues.
Apenas recordaba cómo llegar a su casa. Sinceramente, toda aquella
noche seguía siendo un borrón para mí, pero con algunos giros en falso y un
par de vueltas atrás, di con el sitio. Parecía diferente a la luz del día. Si no
fuera por la basura y las botellas rotas que había por todas partes, habría
parecido la casa de una anciana. Había flores de plástico y flamencos en el
patio que no recordaba haber visto antes, pero para ser justos había estado
muy distraída por el desenfreno que se desarrollaba a mi alrededor.
El coche de Blayze estaba aparcado fuera, tal y como había sospechado.
Me asaltó el temor de que hubiera traído a su novia, pero lo hice a un lado.
Ya no podía permitirme preocuparme. Si no llegaba al fondo del asunto, y
rápido, acabaría siendo una mancha pegajosa en el asfalto de la escuela.
Un tintineo obsceno resonó por toda la casa cuando pulsé el timbre y
puse los ojos en blanco. Nadie contestó, así que llamé a la puerta. Con
fuerza. La puerta se abrió de golpe y, antes de que pudiera hacer nada más,
alguien tiró de mí hacia dentro por la muñeca y me estrellé contra la pared.
—¿Qué coño haces aquí? —Blayze estaba a milímetros de mis ojos,
gruñéndome en la cara—. Tienes una puta suerte increíble de que Eddie no
esté aquí ahora. Si supiera que has estado aquí, te... —Blayze se
interrumpió, rechinando los dientes.
—¿Qué? ¿Qué me haría? —lo presioné acaloradamente.
Blayze suspiró y su aliento se deslizó por mis labios. El olor de esta
casa, la forma en que me tenía inmovilizada con el brazo sobre el pecho y
las caderas contra las mías me debilitaban. Qué débil me dejaban, joder.
Porque todas las otras veces que me había tenido tan cerca... habían sido
buenos momentos. Momentos en los que me sentí la chica más afortunada
del mundo.
Sacudió la cabeza con lentitud mientras sus ojos recorrían mi cara de
arriba abajo.
—A Eddie no le gustan los lastres. ¿Por qué demonios estás aquí?
—Porque necesito respuestas —dije un poco demasiado alto—. ¿Qué
demonios ha pasado, Blayze?
Blayze rechinó los dientes en mi dirección y sus hombros se cargaron de
tensión.
—Lárgate a tomar por culo —dijo, pero no esperó a que encontrara la
salida. Cerró la mano alrededor de mi brazo y se aseguró de que ya no
tuviera ni un solo pie dentro de la casa de Eddie.
Liberé mi brazo de él y giré de espaldas al coche, mirándolo a la cara.
—¡No entiendo cuál es tu puto problema, Blayze!
Me lanzó una mirada de sorpresa y se rio con frialdad.
—Seguro que no, princesa. —La forma en que mi apodo salió de su
boca me hizo estremecer. Lo había convertido en algo ácido en un suspiro.
Me metí dentro el coche y casi me da un infarto cuando se deslizó en el
asiento de al lado. Bastó que levantara un dedo para que me quedara en
silencio. Seguí su mirada y vi cómo los últimos centímetros de la puerta del
garaje de Eddie bajaban hasta besar el suelo. Finalmente me miró con hielo
en los ojos.
—No me dijiste que tu padre era una puta rata —dijo.
Parpadeé y le miré con los ojos entrecerrados.
—¿Qué?
Alzó la voz hasta un falsete burlón.
—Oh, nos mudamos aquí porque mi madre necesitaba un cambio de
aires. Mis padres trabajan desde casa, así que no vas a poder pasarte nunca.
No, no sé nada sobre drogas.
Se me revolvió al estómago y el corazón me latió tan fuerte que estaba
segura de que él podía oírlo. Pero no sabía cuánto sabía realmente, así que
fruncí el ceño y ladeé la cabeza.
—¿Sí, y?
La furia le recorrió la cara y el cuerpo. Se me aceleró el pulso mientras
luchaba por controlarse.
—No dijiste ni una puta palabra de que tu padre es abogado. Fiscal.
Para el Estado. No me dijiste que trabajaba con la policía para 'limpiar' esta
ciudad. Ni una sola palabra.
Tragué saliva y me encogí de hombros, pero no pude mirarle a los ojos.
—¿Qué te hace pensar que es todo eso?
Golpeó el salpicadero con tanta fuerza que grité sin querer.
—¡Deja de mentirme, joder! Sé que tu padre es el superfiscal. Sé que
trasladó a tu familia aquí por una gran comisión del alcalde, ¡y sé que es un
puto gilipollas!.
Se me tensó la columna y me chasquearon los ojos.
—¿Cómo te atreves?—
—¿Cómo me atrevo? ¿Cómo te atreves tú? Trajiste a ese puto
depredador a mi círculo, te chivaste de mi hermano, ¡me has jodida la vida
del todo, Arlena! ¿Sabes lo que has hecho? ¿Acaso te importa? Mi
reputación está por los suelos, y ese es el menor de mis problemas—.
La furia me encendió los nervios.
—Aunque tuviera algún control sobre los trabajos que acepta mi padre,
que no lo tengo, por cierto, ¿es tu reputación la que está por los suelos? ¿En
serio? ¿Le has echado un vistazo al instituto últimamente, o estás
demasiado ocupado chupándole la cara a esa idiota que ya te la ha jugado
un montón de veces? La misma que juraste que nunca volverías a tocar.
Un músculo se le tensó en la mandíbula.
—He visto los carteles.
—¿Y los volantes?
—Y los volantes. Deberías habértelo esperado.
Me quedé boquiabierta.
—¿Perdón?—
Se encogió de hombros exageradamente.
—Si juegas con fuego, te quemas. Mi hermano es muy importante por
aquí. Él, yo y Eddie, somos los tres mosqueteros. Todo el mundo nos
conoce. Todo el mundo nos es leal, un concepto que supongo que no
entiendes. No me sorprende, teniendo en cuenta que naciste con una puta
bandeja de oro metida en el culo.
Eso había dolido. Mucho. No por la emoción que había detrás de cada
palabra que pronunciaba, sino porque, aunque no estaba cien por cien en lo
cierto, tampoco estaba cien por cien equivocado.
—Entiendo lo que es la lealtad —dije temblando.
—Sí, claro que sí. Lo entiendes tan bien que estás dispuesta a mandar a
mi hermano al trullo por recibir un poco más de atención de papaíto,
¿verdad?.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Vale, ahí es donde se equivocaba.
Nunca había hecho tal cosa. Sabía que si abría la boca me echaría a llorar,
así que me mordí el labio con fuerza, intentando contener el dolor que
sentía en el corazón.
Blayze resopló.
—Eso pensaba —dijo con acidez—. Vete de aquí, Arlena. Y no vuelvas
nunca más, joder.
Cerró la puerta de un portazo y regresó dentro la casa. Se me saltaron
las lágrimas al verle salir de mi vida. No quería saber nada más de mí.
Aunque yo no tuviera la culpa de que encerraran a su hermano, no
importaba. No dije las palabras correctas ni hice las cosas correctas. Pensé
que, de entre todas las personas, Blayze habría sido el único que habría
entendido por qué no anuncié quien era mi padre a los cuatro vientos. Vio lo
difícil que fue todo para mí al principio, podría haber sumado dos más dos.
Supongo que eso había, a su manera, pero de algún modo las cuentas le
habían dado cinco.
Capítulo

Diez

Arlena

No fue hasta que volví a casa con lágrimas en los ojos y un gran vacío gris
en el corazón que me di cuenta de que se había acabado. Se había acabado
de verdad.
Los pocos meses dorados que había pasado de su brazo, los besos, las
caricias, la sensación de estar en la cima del mundo... todo había
desaparecido para siempre. Una parte de mí se había aferrado a la estúpida
y tonta esperanza de que aún pudiéramos estar juntos. Había imaginado que
hablaríamos, nos daríamos cuenta de que todo había sido un malentendido y
volveríamos a estar juntos. Yo le perdonaría por lo de Sam, él me
perdonaría por hacer lo que fuera que él pensara que había hecho, y nos
estaríamos riendo de ello para cuando llegase la graduación.
Nunca esperé que tuviera una queja legítima. Sinceramente, no pensaba
que hubiera hecho nada malo, pero a medida que pasaban los fríos y vacíos
minutos, empecé a ver las cosas desde su perspectiva. Era el mejor amigo
del rey delictivo del instituto Burnaby. Su hermano también estaba metido
en alguna mierda, parecía ser, aunque nunca me había dado cuenta de eso
antes. Sabía que no me creería si se lo dijera; ahora que lo recordaba, todos
los indicios estaban ahí. Sólo que no había conectado los puntos.
—Estúpida niña rica —me gruñí a mí misma mientras me limpiaba las
lágrimas de la cara—. No puedes ver lo que tienes delante de la puta cara.
Si lo pensara un poco más, se daría cuenta de que yo sería un espía
terrible. Los espías son camaleones carismáticos. Yo era la rara marginada
que sólo había ido a una fiesta y se había emborrachado a más no poder. Por
un instante tuve la esperanza de que también pensara así en ello, pero
aplasté esa esperanza vengativamente. Lo último que necesitaba era
enfrentarme a más penas y decepciones. El resto del mundo lo estaba
haciendo muy bien sin mi ayuda.
Me quedó todo aun más claro cuando llegué a la entrada de casa y vi
otro maldito sobre en la entrada. Quería sentirme harta de los sobres, pero a
estas alturas eran casi reconfortantes. Un tipo de tortura consistente, un
goteo constante contra mi frente, en lugar de la caótica sesión de
ahogamiento en la que se había convertido el instituto.
Entré en el garaje y se me encogió el corazón. El coche de mamá estaba
aparcado dentro. Había tardado demasiado con Blayze.
—Justo lo que necesito —dije mientras bajaba el espejo con más fuerza
de la necesaria—. Un interrogatorio. ¿Por qué tienes la nariz tan roja,
Arlena? ¿Qué te pasa en los ojos, Arlena? Dios mío, Arlena, ¿has estado
llorando? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué pasa?
Una punzada de culpabilidad trató de oprimirme el pecho, pero la aparté
salvajemente. No se merecía el sarcasmo burlón de mi tono, pero no era
como si me hubiera oído. Necesitaba superar esto yo sola, sin que ella me
atosigara. Dios, si las cosas estaban mal ahora, no harían más que empeorar
después de una intervención paterna. Unas cuantas pasadas de maquillaje y
varias respiraciones profundas después, supuse que podría subir las
escaleras sin armar un escándalo.
Me acerqué al sobre y lo miré fijamente.
—¿Cuál es la palabra del día, acosador silencioso? —pregunté
sarcásticamente.
El tiempo pareció ralentizarse mientras lo abría. Esta vez no había
ninguna palabra. Sólo un trozo de papel doblado cubierto de pequeñas gotas
de color marrón rojizo. ¿Sangre? No seas estúpida, es sólo tinta. Lo olí y el
corazón se me heló en el pecho. No, no era tinta. Era sangre, sangre fresca,
todavía estaba húmeda en algunas partes y ondulaba el papel. Alguien había
dejado sangre de verdad en una carta en la puerta de mi casa. ¿No era eso
un delito? La cabeza me daba vueltas vertiginosamente. ¿Guerra corporal?
No, guerra biológica. Terrorismo biológico. Debería llevarle esto a papá
ahora mismo, en este mismo instante. Él se lo llevaría a la policía y
obtendrían huellas dactilares o al menos averiguarían de dónde procedía la
sangre... Dios, ¿y si procedía de la víctima de un delito? ¿Estaba
sosteniendo una prueba de asesinato en mis manos?
Dejé caer el sobre como si se hubiera prendido fuego de repente y me
tragué varios gritos en respiraciones profundas y descontroladas.
No, no puedo llevárselo a papá. Haría que le dijera nombres. Usaría esa
voz suya de interrogatorio conmigo y lentamente juntaría todos los nombres
y eventos de los últimos meses. Blayze sería su sospechoso número uno.
Incluso si el sobre no procedía de él, cosa que dudaba mucho que pudiera
haber hecho, ya que había estado con él hacía un momento, papá lo
detendría para interrogarlo. Ahora tenía poder para hacerlo. Todo el sistema
judicial, desde policías y jueces hasta el propio alcalde, se había doblegado
ante mi padre. Si decidía que Blayze era el culpable, la vida de Blayze se
iría al garete en un santiamén.
Pero no podía ser Blayze, argumenté en mi cabeza. No porque no fuera
capaz, ya no tenía ni idea de lo que era capaz, sino porque yo había estado
con él. Mamá debía de haber llegado a casa a las cuatro. Si el sobre hubiera
estado aquí cuando ella llegó, lo habría cogido y lo habría mirado. No era
Blayze. No cabía duda de que no era Blayze. La frase sonaba una y otra vez
en mi cabeza como si buscara una reacción emocional.
La única reacción que encontró fue la desesperación. Mi Blayze ya no
quería saber nada de mí, así que su inocencia en esto era irrelevante. Mi
único sospechoso real había sido descartado y mi misterioso acosador se
estaba volviendo más audaz... y aterrador.
Finalmente, mi respiración se ralentizó y fui dolorosamente consciente
de dónde estaba: de pie en mi propio porche a plena luz del día, mirando
fijamente un sobre abierto como si fuera a morderme. Si me hubiera visto a
mí misma desde fuera, sin duda habría juzgado que estaba colocada o loca.
—Contrólate —me susurré con firmeza—. No puedes dejarlo ahí tirado.
Recogí el sobre, me lo metí en el bolsillo y entré por la puerta. Mamá
estaba ahí, claro que estaba. Esta estúpida casa era tan pequeña que se podía
ver la puerta principal desde todas las habitaciones. Me miró a la cara e
intentó interceptarme.
—¡Arlena, estás pálida! ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? ¿Te has hecho
daño?
La esquivé y subí las escaleras de dos en dos hasta mi habitación. Si
hubiera abierto la boca me habría puesto a llorar y nada habría tenido
sentido y ella se habría asustado y habría llamado a papá, que me habría
sacado toda la historia a la fuerza como si fuera una testigo en uno de sus
juicios, y entonces él habría llamado a la policía, y habría arrestado Blayze
en un abrir y cerrar de ojos.
Di un portazo y me apoyé en la puerta, deslizándome temblorosamente
hacia el suelo. Se me saltaron las lágrimas, pero apenas me habían besado
las mejillas cuando me quedé helada. La furia y la indignación estallaron en
mi pecho. Allí, sobre las sábanas de mi cama, había otro sobre. El cabrón
había estado en mi puta habitación.
Aterrorizada, pero demasiada cabreado para dejar que me dominara por
completo, empecé a registrar mi habitación. Miré en el armario, debajo de
la cama y en el techo de mi buhardilla.
Nada.
No había nadie.
No toqué el sobre. No podía soportarlo.
Temblando y llorando, cogí el teléfono.
Capítulo

Once

Blayze

—Tronco, ¿en serio?


Yo seguía mirando por la ventanilla, con la vista fija en el lugar donde
había estado aparcado el coche de Arlena. Algo no encajaba. Se había
quedado allí llorando durante bastante rato, pero no era el tipo de llanto que
esperaba. Esperaba negación, culpa, tal vez incluso rabia. Esperaba
lágrimas de cocodrilo manipuladoras o histeria total. Arlena no había hecho
nada de eso. Había llorado desconsolada. Había llorado como si se le
estuviera partiendo el corazón, como llora un niño cuando no entiende por
qué le duele algo.
—Blayze, ¿te has quedado sordo de repente?—
Me aparté de la ventana, alejé esos pensamientos y le lancé una mirada
aburrida a Eddie.
—¿Qué te pica ahora?
Se quedó mirándome, con los brazos cruzados sobre su sudadera con
capucha adornada con hojas de marihuana.
—¿Eh, tu ex?
Puse los ojos en blanco y suspiré. Siempre lo mismo.
—¿Qué ha hecho Sam ahora?
Parpadeó y sacudió la cabeza.
—Sam es tu novia actual, tonto del culo, ¿o es que ya no eres capaz de
mantenerte al día? Te estoy hablando de la zorra ricachona que se acaba de
ir. Tú mismo me dijiste que era una chivata y que la has traído aquí.
Sacudí la cabeza.
—No exactamente.
Levantó las manos.
—«No exactamente», dice. No exactamente. Mira, tío, me importa una
mierda a quien te folles. Ya lo sabes. Código de colegas y todo eso,
¿verdad? Pero maldita sea, tío, mis nenes acaban de echar flor, si nos hacen
una redada son como diez mil dólares sólo... —Chasqueó los dedos e hizo
una mueca de dolor, luego se miró el pulgar vendado. Sacudió la cabeza—.
Recuérdame que nunca me ponga a cortar maría borracho.
—Nunca cortes maría borrachos. —,Esbocé una sonrisa de oreja a oreja.
Entrecerró los ojos y levanté las manos—. Lo sé, lo sé. No me la traje aquí.
Joder, ni la dejé pasar más allá de la puerta.
Eddie asintió apreciativamente.
—Joder, es así de buena, ¿eh? Mierda, tío, no tengo por costumbre
meterme en cómo pasa un hombre un buen rato, pero llévatela al coche la
próxima vez. No puede venir aquí. Mi nombre se verá manchado por
asociación.
—Claro, no podemos dejar que eso pase —dije irónicamente.
—Nah. Pero en serio, de hermano a hermano... ¿qué pasa entre tú y
ella? ¿Aún te gusta o qué? Quiero decir, lo entiendo. Si una tía buena con
dinero te rateara, no puedo prometerte que no me liara con ella después de
que te fueras, ¿me entiendes? Las mujeres lanzan algún tipo de hechizo de
feromonas o alguna mierda así, no se les puede decir que no, ¿verdad? Así
que no te juzgo, sólo quiero saber de qué palo va contigo.
Me encogí de hombros.
—Me mintió, se metió en lugares que no le correspondían, se chivó de
mi hermano, y ahora la están machacando por ello. En lo que a mí respecta,
se merece todo esto. No esperaba que durara tanto, la verdad. Supongo que
Damon es más importante de lo que pensaba.
—Pero sigues tirándotela —dijo Eddie. No era una pregunta.
—Venga, tío.
—Venga, tío, tú. —Su tono era juguetón, pero había seriedad en sus
ojos.
—¿De verdad importa? —pregunté.
Asintió, parpadeando como si nunca hubiera visto a nadie tan estúpido.
—Sí, pues claro que importa, joder. Porque si te la estás follando y ella
se está chivando, más te vale estar protegido de cojones. Y no hablo de
condones. Será mejor que tengas todos tus asuntos en orden. Sobre todo,
desde que vives aquí. Personalmente, no tengo nada en contra de la chica ,
parece maja, está muy buena, buenísima, es una pena que sea una rata, pero
no puedo tenerla por aquí y yendo corriendo a papaíto a contarle lo del
invernadero que tengo en el sótano. ¿Capisci?
Me empezó a sonar el móvil. Salvado por la campana. No sabía por qué
estaba dudando, por qué intentaba protegerla; una hora antes estaba medio
dispuesto a matarla yo mismo. Supongo que era por la expresión de su cara
que no podía quitármela de la cabeza. Miré el teléfono y se me desplomó el
corazón. Era ella.
—Sí, lo pillo, Eddie. Mira, tengo que atender una llamada de negocios...
—No digas más —dijo Eddie, levantando las manos en una tregua
temporal—. Ni siquiera estoy aquí.
Sonreí con fuerza a su espalda mientras se daba la vuelta para bajar las
escaleras. Me dirigí hacia la puerta principal mientras contestaba a la
llamada. Fuera lo que fuera lo que tenía que decir, no necesitaba tenerlo a él
pegado al oído insinuando mierdas mientras intentaba escuchar.
—¿Hola?
Hubo un momento de silencio y ella aspiró con fuerza.
—No esperaba que respondieras.
Sonaba pequeña y asustada. Me preparé contra la oleada de protección
que amenazaba con ahogarme.
—Pues he respondido. ¿Qué quieres?
Se sorbió la nariz, maldita sea.
—Blayze, sé que estás cabreado conmigo. Pero si eres tú quien está
haciendo esto, tienes que parar, ¿vale? Capto el mensaje. Joder, lo he
captado a la perfección, ¿vale? Pero no puedes seguir haciendo esto.
—¿Y qué crees que estoy haciendo? —Me paseé por la acera frente a la
casa de Eddie, lanzado trozos de basura a la cuneta con patadas.
—Mandarme amenazas de muerte —dijo, bajando la voz—. Se qué
intentas asustarme. Pero allanar mi habitación ya es sobrepasar el límite.
Tienes que parar.
Todo mi cuerpo se tensó. Unas amenazas de muerte iban mucho más
allá del machaque que me había estado esperando. Maldita sea, todo esto lo
era. La sensación de que había más en todo este asunto de lo que yo creía
me martilleaba en la cabeza como una resaca.
—No he sido yo —dije y colgué antes de que pudiera desbordar mi mal
genio sobre ella. Me metí el móvil en el bolsillo. Las cosas seguían sin
cuadrar, pero ahora empezaba a ver la ecuación completa, y era mucho más
grande de lo que pensaba.
Capítulo

Doce

Arlena

Me había colgado.
¿No he sido yo? Qué convincente.
Me abracé las rodillas contra el pecho y me quedé mirando la pared, con
los acontecimientos de las últimas semanas vadeando en mi cabeza como
un barco en una botella. Saber por qué la gente me odiaba debería
habérmelo hecho más llevadero, pero no era así. No podía controlar quiénes
eran mis padres. No era justo que me castigaran por eso. Por no hablar de
amenazarme de muerte por ello o allanar mi puñetera habitación.
Deberías habértelo esperado. Tú te lo buscaste. Le mentiste a todo el
instituto, te mereces todo lo que te está pasando. Las palabras de Blayze se
retorcían y amplificaban en mi cabeza, llenando el vacío donde deberían
haber estado mis emociones. Yo me había hecho esto a mí misma. Guardé
el secreto equivocado y me llevé con las personas equivocadas. Mi mirada
se desvió hacia el sobre de la cama. ¿Y ahora voy a morir por ello?
No me molesté en intentar devolverle la llamada. Me sorprendió que
hubiera contestado siquiera. Por lo menos, le había transmitido mi mensaje.
Mantente alejado de mi puta habitación. Deja tus estúpidas notas en la
entrada si es necesario, pero no mantente alejado de mi puta habitación.
Sacudiendo la cabeza, resoplé con amargura. Si alguien me hubiera
dicho hace un mes que le diría a Blayze que se mantuviera alejado de mi
puta habitación, no le habría creído. Todo lo que quería entonces era estar
en la cama con él. Sentía como si hubiera envejecido diez años desde
entonces. Ojalá hubiera sido así. Entonces todo esto sería un estúpido
recuerdo de instituto que recordaría y... ¿me reiría? No. No creía que
pudiera reírme nunca de esto.
No sé cuánto tiempo estuve ahí sentada mirando la pared. Unos
minutos, quizá una hora. Con las tardes de invierno era difícil saber la hora,
sobre todo en plena la ciudad. Dios, echaba de menos las estrellas. No se
veía ninguna aquí en la ciudad. En los suburbios, lejos de todo, donde cada
casa estaba separada por hectáreas de césped, las estrellas eran las
protagonistas de todas las noches. Nunca había pensado en ellas como un
lujo, sino como una realidad. Poco a poco empezaba a darme cuenta de las
muchas cosas que había dado por sentado.
—¡Arlena! —La voz de mamá sonó en las escaleras. No estaba de
humor para responderle. Seguramente se había cansado de esperar a que
bajara y le diera explicaciones, y yo aún no estaba preparada para hacerlo.
Tal vez si me hacía la dormida... —. ¡Arlena! Tu amigo está aquí.
Una descarga de terror me recorrió la espina dorsal. No tenía amigos,
sólo un acosador y un ex novio resentido. No tenía muchas ganas de
averiguar cuál de los dos era. Oí a mamá dedicar palabras tranquilizadoras a
quienquiera que estuviera abajo esperándome, y luego su voz se hizo más
fuerte.
—Arlena, ¿estás durmiendo? ¡Tu amigo está aquí! Ven abajo.
Maldita sea.
—¡Ya voy!
No me molesté en mirarme en el espejo. Sabía que tenía un aspecto
horrible. De todos modos, no importaba. Ya nada importaba. Eché una
última mirada a mi cama mancillada y me dirigí a las escaleras. Fuera lo
que fuera lo que iba a pasar, más me valía acabar con ello de una vez.
—¡Ahí estás! Pensé que iba a tener que subir a buscarte. ¿Este chico es
Blayze? Te ha mencionado varias veces, pero no me ha dicho mucho de ti.
Arlena, ¿por qué no me dijiste que tu amigo Blayze era tan guapo? —
Parloteaba como una cariñosa cabeza hueca, pero sus ojos eran agudos y
absorbentes, captando cada postura y expresión.
Me abracé con fuerza y mantuve el rostro tan inexpresivo como pude.
—Hola. —Fue todo lo que pude decir.
El rostro impasible de Blayze se transformó en preocupación cuando me
miró. No dijo nada, sólo me rodeó con los brazos y me estrechó contra su
pecho. Su ternura hizo un agujero en el dique que había construido entre
mis emociones y yo. Cada respiración era entrecortada y dolorosa y me
llegaba impregnada de su olor. Por primera vez en semanas, me sentía a
salvo, y me era demasiado para soportarlo. Las respiraciones se
convirtieron en sollozos y pronto me derrumbé sobre él delante de mamá.
No se había movido. Se quedó de pie, observándonos en silencio. Casi
podía sentirla atar cabos y me di cuenta de cuántas pistas había ido dejando
por ahí. Mi actitud, mis ausencias, mis malas notas... Debía de saber que
algo pasaba hacía tiempo y no había insistido.
Ahora que Blayze estaba aquí envolviéndome con sus brazos, estaba
sacando conclusiones a las que no tenía ningún interés que llegara. Si
decidía contarle a papá que estaba saliendo con uno de los rufianes del
centro de la ciudad, se pondría como loco. Pero no pude controlarme lo
suficiente como para salvar la situación. Lloré sobre Blayze hasta que le
empapé la camiseta y me quedaron los ojos secos, y aun me quedé así un
rato, aferrándome con fuerza a su chaqueta de cuero y respirándolo a él. Me
frotaba la espalda y me mecía lentamente de un lado a otro, calmándome
como a un niño. No me importaba. Estaba funcionando.
—¿Podemos hablar? —murmuró contra mi pelo.
Asentí con la cabeza, aun luchando por controlar la respiración. Cuando
por fin recuperé la compostura, mamá me puso un vaso de agua en la mano.
—Ve a hablar —me dijo—. Papá trabaja hasta tarde esta noche, pero
que no te pille yo desnuda.
—Claro que no, mamá —dije irritada. Tener sexo era lo último en lo
que estaba pensando.
Pero nunca había permitido que ningún chico entrara en mi habitación,
nunca, y agradecí la muestra de confianza. Le apreté la mano y ladeé la
cabeza hacia Blayze, que me siguió escaleras arriba. Se detuvo justo delante
de mi puerta, mirando el sobre que había sobre mi cama.
—¿No lo has abierto? —preguntó.
Sacudí la cabeza.
—Abrí el resto, pero la última era sangre. Sólo sangre. No he me he
atrevido a abrir ese.
Me miró con los ojos brillantes. Parecía enorme en mi pequeño
dormitorio, su masculinidad llenaba mi espacio femenino y lo abrumaba.
Resultaba más reconfortante que cualquier otra cosa en ese momento. En
algún rincón de mi mente seguía archivado como «mi protector», y no había
conseguido volver a archivarlo en otro sitio ni siquiera después de todo.
Por el momento, no estaba sola.
Por el momento, estaba a salvo.
—¿El resto? —repitió con voz dura.
Señalé mi tablón de corcho.
—Llevan semanas llegando. Y flores también, pero sólo fueron tres.
Se puso rígido y se me encogió el corazón.
—¿Qué tipo de flores? —preguntó.
—Rosas. Una fresca, una muerta y una aplastada.
Frunció el ceño, asintió y se volvió para leer el mensaje.
—Déjame ver los dos últimos —dijo.
Le di la nota ensangrentada, sujetándola por la esquina, y luego le di la
que estaba sin abrir sobre la cama. Los colocó uno tras otro y leyó el
mensaje en voz alta. De alguna manera, oírlo con su voz hacía que toda la
situación fuera aún más aterradora.
—Preciosa princesa, ¿cómo puedo hacerte daño? Déjame contar las
maneras. Accidente de aviación. BMW con salpicaduras de sangre cerebral.
Catastrófico accidente de coche. Arrastrarla por el río, ¡se ha ahogado! De
cualquier manera, habrá... ¿sangre, supongo? Voy a por ti. —Hizo una
pausa y me atravesó con una mirada que me llegó hasta el alma—. Por
Dios, Arlena. ¿No se lo has contado a nadie?
Negué con la cabeza miserablemente.
—Al principio no parecía tan malo. Quienquiera que lo hiciera lo
enviaba palabra por palabra, así que al principio pensé que era una poema
de amor o algo así. —Sonó estúpido cuando lo dije en voz alta, pero Blayze
no se inmutó“—. Luego, para cuando me quedó claro que era una amenaza,
sentí que la cosa había llegado demasiado lejos como para pedir ayuda,
supongo. Además...
Me mordí el labio contra las lágrimas que amenazaban con
derramárseme de los ojos. La vergüenza recorrió mi ser al recordar todo lo
que me había dicho antes en el coche.
—Además, la gente ya te llamaba chivata y no querías darles la razón
—dijo despacio.
Asentí con la cabeza.
—Estaba eso, pero también pensé que existía la posibilidad de que
fueras tú quien me enviaba las cartas. No le he dicho a nadie más dónde
vivo, nadie ha venido nunca por aquí. Bueno, menos Sam. —Hice una
mueca al decir su nombre, luego enderecé mi expresión con culpabilidad.
Era su novia, al fin y al cabo.
—¿Sam? —preguntó, sobresaltado—. ¿Por qué ha estado Sam aquí?
Me encogí de hombros a la defensiva.
—Ella fue la que me enseñó todo cuando llegué. Vino a verme antes de
ir a clase el primer día para enseñarme cuál era la mejor manera de llegar
por la mañana y me ayudó a localizar mis clases y demás. Por un tiempo
pensé que le caía bien.
—Es crédito extra —dijo, casi disculpándose.
Asentí con amargura.
—Lo descubrí más tarde cuando le pregunté si quería ir a comer algo un
sábado.
Hizo una mueca de dolor y yo sonreí.
—Veo que la conoces bien. Se rio en mi cara y me dijo que me pusiera
las bragas de niña grande y fuera sola. Después me dijo que había hecho
todo por unos créditos extra para poder aprobar no sé qué clase.
—Humanidades —dijo.
—Qué irónico. —Me vibró el móvil, interrumpiéndome. Miré el
mensaje y me puse en pie—. Es mi madre. Papá está de camino a casa. Si te
encuentra aquí, perderá los papeles.
Le miré con impotencia. No quería que me dejara sola con mis
pensamientos y la inquietante nota. No quería que me dejara en absoluto.
Odiaba a Sam más de lo que jamás había odiado a nadie en todo el mundo,
y ni siquiera era culpa suya. La odiaba por existir, por tocarlo cuando yo
ansiaba desesperadamente sentir su tacto, por ser un factor de mi dolor.
Blayze suspiró como si intentara expulsar el mundo entero de sus
pulmones. Sus ojos, ahora que podía verlos de cerca, parecían cansados.
Como si hubieran pasado meses desde que descansó bien por la noche. Y
toda esa vida, esa luz y esa alegría que eran una constante presente en su
rostro se había visto sustituida por tristes líneas de dolor. A mí me dolía, sí.
Pero no podía pasar por alto la evidencia de que Blayze también estaba
sufriendo. Una gran parte de mí quería consolar a una gran parte de él.
Como si dos cosas rotas pudieran tener la oportunidad de repararse
mutuamente.
También estaba el hecho de que, aunque estaba aquí y aunque no era él
quien me enviaba notas amenazadoras, aún parecía verme como el
enemigo, como la razón por la que su hermano estaba ahora entre rejas.
Se pasó las palmas de las manos abiertas por la cara antes de
encontrarse con mis ojos con una mirada profunda y pensativa.
—¿Quieres ir a dar una vuelta en coche?
Capítulo

Trece

Blayze

Sam. Maldita sea, por supuesto que era Sam. Nunca le había gustado
Arlena, ni por un diminuto e insignificante segundo. Estaba bastante seguro
de que también sabía el por qué. Con su largo pelo castaño y sus grandes
ojos azules, su cómoda estatura y sus acogedoras curvas, Arlena era justo el
tipo de chica que despertaba las inseguridades de Sam. Por el contrario,
Sam era bajita y atlética, tenía la constitución de un luchador de la MMA
con las habilidades que lo respaldaban y, en secreto, aspiraba a ser Marilyn
Monroe.
Además, la habían puesto en un aprieto en el juicio de Damon. Odiaba
que la pusieran en un aprieto, especialmente cuando tenía las de perder. Y
odiaba tener una audiencia cuando no estaba completamente segura al cien
por cien de su posición, y claramente no había estado segura de nada en su
testimonio.
—¿Adónde vamos? —preguntó Arlena, interrumpiendo mis
pensamientos. Me di cuenta de que inconscientemente me dirigía a casa de
Eddie y cambié de dirección en el siguiente semáforo.
—Pensé que podríamos pasearnos un rato —dije—. Pienso mejor
cuando conduzco. Las rosas, ¿de qué color eran?
—La fresca era roja —dijo—. Era difícil de saber con las otras dos, pero
creo que también eran rojas antes de marchitarse.
La abuela de Sam cultivaba rosas rojas en la azotea de su edificio, en un
pequeño invernadero. Siempre me había dicho que, si alguna vez iba a
regalarle flores, que no fueran esas, porque sería como robarle algo vivo,
matarlo y devolvérselo.
Me dolía la mandíbula mientras rechinaba los dientes.
—¿Alguien en particular te ha dado problemas? Sé que toda el insti se
te ha echado encima, pero ¿ha destacado alguien en particular?
Arlena miró por la ventana en silencio. Tenía los hombros tensos y
jugueteaba con los dedos. No sabía poner cara de póquer en absoluto.
—¿Quién? —pregunté. Supuse que ya sabía la respuesta.
Me miró casi con mala cara.
—Tú —dijo con un suspiro—. Y Sam.
No me esperaba su respuesta y me golpeó como un puñetazo en las
tripas. Sinceramente, debería habérmelo imaginado, por la forma en que me
había comportado, pero no me gustaba sentirme como un villano. Siempre
había sido el protector, la persona a la que la gente vulnerable acudía en
busca de protección siempre que podían. Se me pusieron los pelos de punta.
—Espera un segundo, seamos justos. Acababa de ver a como envían a
mi hermano cinco años a la cárcel por básicamente nada, y fue tu padre
quien se ocupado de mandarlo ahí, y no tenía ni idea antes de que ocurriera
de que eras parte de ello.
—Es que no era parte —soltó.
Me detuve, frunciendo el ceño, sin apenas mirar la carretera. Había ido
hasta allí porque estaba preocupado por ella, porque me preocupaba que
todo esto se estuviera yendo de las manos. Pero seguía pensando que ella
era la responsable. Su familia, su padre, su culpa.
—¿Joder, dejar de mentir porque sí, Arlena? —Mi voz sonaba agresiva,
y no hice nada por rebajar el tono.
Cerró las manos en puños como si luchara consigo misma.
—Todo lo que dijiste sobre que yo era una chivata, una rata o lo que
sea... todo eso es falso. No le he dicho nada a mi padre. ¿Crees que Eddie
seguiría libre si la intención fuera chivarme?.
—Tendría sentido —respondí de inmediato—. Tiene muchos contactos
con mucha gente. Tendría mucho puto sentido dejarle seguir haciendo de las
suyas un poco más. Que revele todos los secretos que pueda. Que se quede
lo suficiente como para darte nombres... direcciones...
—Claro —espetó—. Si estuviera cerca de él. Si ese fuera mi objetivo,
¿no crees que me habría arrimado a él? No es precisamente la persona más
complicada del mundo. Tengo tetas, podría haberme metido en los asuntos
de Eddie como en dos minutos.
Oírla decir esas palabras en voz alta me picó como un millón de putos
avispones en la nuca al imaginármela en brazos de Eddie. Intenté que no se
notara y me sacudí el pensamiento de encima. Cuando abrí la boca para
discutir, todos los argumentos que había preparado me sonaron de repente
inverosímiles. Fingí que me concentraba en cambiar de carril.
—Además —continuó—, si yo fuera un topo o un espía o algo así, ¿no
crees que mi padre me habría sacado del instituto en cuanto me hubieran
descubierto? ¿De qué sirve un espía con el que nadie habla? De hecho,
¿para qué usarme a mí para empezar? Se me da de pena hacer nuevos
amigos, ya lo has visto. Hasta que me rescataste, me sentía como un pollo
sin cabeza en ese instituto. ¿Crees que de alguna manera predije que un
caballero de brillante cuero se habría abalanzado para salvarme y llevarme a
todos los lugares más recónditos y turbios de Burnaby High?.
Me encogí de hombros.
—Vale, esa parte puede que no fue premeditada. Pero podrías haber sido
oportunista. Cuando no recibías ningún tipo de validación en el insti,
tendría sentido que intentaras conseguirla en casa demostrándole a tu padre
que podías serle útil.
Ella resopló y puso los ojos en blanco.
—¿En serio? Te recuerdo que el único rollo ilegal del que tenía
constancia era lo que pasaba en casa de Eddie, ¡y yo estaba metida en
medio! ¿De verdad crees que soy tan tonta como para delatarme a mí
misma? ¿Sabes lo que se suponía que debía estar haciendo esa noche?
Dormir. Mi madre me había estado atosigando para que recuperase la rutina
de ir a clases. Eso era lo que mis padres querían que hiciera, y eso es lo que
les dije que iba a hacer. Esa era su única preocupación en mi vida: que
durmiera lo suficiente para restablecer mis ritmos.
Me reí. No pude evitarlo.
—¿Reestablecer tus ritmos?—
Se movió incómoda y se revolvió el pelo.
—Sí. Como no tenía que levantarme temprano en todas las vacaciones
de navidad, me dijeron que reestableciera mi rutina y horario escolar para
que el primer día de vuelta no fuera un shock para mi sistema.
No podía parar de reír. Estaba hiriendo sus sentimientos, cosa que no
quería hacer, pero no podía parar. Me reí tanto que tuve que limpiarme las
puñeteras lágrimas de los ojos para poder seguir conduciendo.
—¿Qué demonios tiene tanta gracia? —estalló.
Aparqué a un lado de la carretera. No veía nada de lo mucho que me
estaba riendo. Luché por controlarme, pero cada vez que veía su carita
enfadada volvía a darme un ataque de risa.
—Bien, como quieras. Me iré andando a casa.
Eso fue todo lo necesitaba para parar.
—¡No! —grité. Sus dedos se quedaron congelados en el mango de la
puerta—. Este no es un barrio seguro para que andes por ahí de noche. —Ni
de coña iba a permitirme a ser la razón por la que terminase viéndose
arrastrada a un callejón oscuro.
Se cruzó de brazos y me fulminó con la mirada.
—¡Entonces deja de reírte de mí! O al menos dime qué tiene tanta puta
gracia.
—No la tiene —dije—, de verdad que no. Nunca, jamás, en toda mi
vida he oído hablar de unos padres que les dijeran a sus hijos nada parecido
a, bueno, restablecer sus ritmos. Maldita sea, la mayoría de la gente que
conozco dejó de tener horas de acostarse cuando cumplieron doce años. A
partir de entonces tienen que apañárselas solos. Si perdían el autobús, les
daban una paliza. Si se quedaban dormidos en clase y a los padres les daban
un toque de atención por ello, les daban una paliza. Nadie tiene tiempo para
esa chorradas hippies por aquí. Todo el mundo trabaja o se las ingenia para
llevar comida a la mesa.
La cara de asombro que puso estuvo a punto de provocarme otra
carcajada, pero, por la gracia de algo sagrado, me la tragué.
—¿No querrás decir que pegan de verdad a sus hijos? —preguntó con
los ojos muy abiertos y preocupados.
Dios, si está tan alterada por esto, no hay forma de que pueda soportar
la mierda que pasa por aquí. Rodeé su mano con la mía e intenté componer
una expresión reconfortante. No lo conseguí. Las palizas son tan cotidianas
y normales que se hacen hasta aburridas. Pero ella se encontraba del todo
conmocionada, y eso me obligó a ver las cosas desde su punto de vista.
—Claro que sí —dije con suavidad. ¿Cómo demonios puedo explicar
esto? — ¿Cómo te impartían disciplina a ti tus padres, Arlena?.
—¡Pues, d-de la forma normal! —Apretó los ojos y respiró hondo—.
Supongo que lo normal es relativo. Pues vale, pensemos en tus ejemplos.
Nunca he perdido el autobús porque nunca lo he cogido. Mi madre siempre
me llevaba al colegio. Nunca me dormía en clase porque mi madre siempre
fue muy estricta con mi hora de acostarme.
—Vale, ¿y si rompes algo?
—¿Cómo qué?—
Me encogí de hombros.
—Cualquier cosa. No, algo caro. Digamos que estás haciendo el tonto
en casa y rompes algo que cuesta mucho dinero.
Frunció el ceño, pensativa.
—No sé si eso pasço alguna vez, la verdad. En casa no hacía mucho el
tonto. Sobre todo jugaba fuera o en el sótano, si hacía mal tiempo. Además,
no me quedaban muchas energías después ir a clases, a natación, a clase de
equitación y gimnasia. O sea, no hacía todo eso el mismo día, pero siempre
había alguna forma de quemar energía después del colegio.
Me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos y completamente
incrédulo. Era como si la viera por primera vez. Su piel perfecta, su nariz y
boca perfectas, sus uñas perfectas, su ropa de marca. Había supuesto que
era ropa de segunda mano, pero ahora estaba seguro de que la había
comprado en una tienda con el nombre a juego. Clases de equitación, ¿en
serio? Dios, qué diferencia abismal.
—¿Alguna vez te rebelaste? —pregunté, ahora con verdadera
curiosidad.
Sonrió con picardía y se encogió de hombros.
—No les conté a mis padres lo que pasó de verdad en las fiestas de
April y May. Son gemelas y están loquísimas. Sus padres conocen a los
míos, pero sólo porque son socios del mismo club. La cosa es que sus
padres siempre están ausentes por algún asunto de negocios o vacaciones o
algo así, así que ellas dos son las dueñas de casa. Las criadas están hasta el
coño de los padres, así que no les importa lo que hagan las chicas. Coca,
heroína, orgías, lo que sea.
—Ah. Me has dejado impresionado. ¿Así que fuiste a esas fiestas?
Se sonrojó y apartó la mirada.
—Sólo dos veces. La primera vez no entendí muy bien lo que estaba
pasando: lo único que hice fue beberme unos refrescos, comer pizza, bailar,
nadar y esas cosas. Vi muchas cosas, pero no las entendí hasta más tarde.
Luego vino la segunda vez.
Suspiró pesadamente.
—Era el cumpleaños de las gemelas. Por una vez, sus padres estaban
allí, más o menos. Lo pusieron todo en marcha y luego se fueron a otra
parte de la casa con demás padres. May tuvo una sobredosis en el baño y la
asistenta la llevó a urgencias. Como esa noche había muchos padres, supuse
que la historia acabaría por llegar a oídos de los míos y no me atreví a
volver. Pero oía las historias de lo que pasaba en ellas.
Fruncí el ceño, pensando.
—¿Eran cotilleos o fanfarronadas?
Se encogió de hombros.
—Un poco de ambas, supongo.
—¿Y cómo lidiaban con los cotilleos?
Lo meditó un segundo y luego asintió con la cabeza hacia un grupo de
gente que se acercaba.
—¿Los conoces?
Arranqué el coche y salí a la calle.
—No voy a quedarme a averiguarlo, no estando tú en el coche.
Me lanzó una mirada dolida. Quise ignorarla, pero ahora me daba
cuenta de que no entendía cómo funcionaban las cosas por aquí. Con su
historial, se lo tomaría como algo personal. No debería importarme. De
verdad que no debería. Aun así, ese sentimiento de protección me subió por
la espalda y suspiré.
—Tu nombre es como veneno ahora mismo. Cuando llegaste, eras un
elemento desconocido. Un peligro en potencia. Que yo me asocie con un
peligro en potencia anula dicho peligro. Pero ahora que te han descubierto
eres una amenaza muy real. Si la gente me ve contigo ahora van a pensar
que mi lealtad ha cambiado.
Siseó entre dientes.
—¿Tu lealtad a Sam?
—¿Qué? No. Mi lealtad general.
Sacudió la cabeza, confusa. Pensaba que su padre le habría dado un
curso intensivo o algo antes de arrastrarla a esto, joder.
—Vale, mira. La lealtad lo es todo aquí. Eres lo que conoces. Están las
pandillas y el camello que te pasa hierba, las madres del barrio y los padres
proxenetas, y los colores de tu instituto. Algunas personas, como Eddie,
Damon y yo, existimos fuera de esos límites estrictos. Somos leales entre
nosotros, y todas esas pequeñas facciones fragmentadas nos son leales a
nosotros. Pero hay una línea que nadie cruza, y son los policías. Si eres leal
a la policía, estás muerto para todos nosotros.
—Vale, ¿y?
¿Iba en serio? La molestia que sentía debió de reflejarse en mi cara
porque se mordió el labio. Algo que me distrajo muy mucho de mis
pensamientos.
—¿Y? Pues que tu padre es el superfiscal. Trabaja con la policía, con la
fiscalía, con todo el mundo. Está en el centro mismo de todo lo relacionado
con la policía. Teniendo en cuanta la lealtad familiar, tú eres culpable por
asociación. Y esa asociación no es algo que ni lo bueno que estoy ni mi
encanto puedan compensar. Si me ven contigo, no te sacará de apuros; sólo
me arrastrará contigo.
Volvía a tener esa mirada dolida en los ojos, que me atravesaba el alma
de dolor. Maldita sea, ¿por qué no podía hacerla entender? Ya había dado
con algo antes... oh, claro.
—April y May, dijiste que había cotilleos sobre sus fiestas.
Se sintió a la vez aliviada y molesta por el repentino cambio, pero no se
resistió.
—Bueno, algunas cosas las aceptaron y las convirtieron en algo de lo
que presumir. Otras cosas, como ciertas personas que decían haberse
acostado con ellas, sí las combatían. Amenazaban con demandar a
quienquiera que dijera esas gilipolleces, y la persona en cuestión siempre se
echaba atrás porque tenían dinero suficiente para llevarlo a cabo. Sus padres
tenían contratados a abogados de renombre.
Este breve vistazo a la vida y el drama de la gente rica me estaba
volviendo loco poco a poco. Mis ideas sobre cómo hacerla entender la
situación se desvanecían rápidamente.
—Vale, probemos con esto. Pensemos en Sam, por ejemplo.
Arlena puso mala cara. La ignoré.
—Si Sam hubiera ido alguna vez al insti y se hubiera encontrado su foto
por todas partes como tú, le habría dado una buena a una docena de
personas antes del descanso para comer. Para el final del día, habría sabido
el nombre de la persona que lo hizo y le habría dado su merecido también,
de la forma más pública y humillante posible. Habría retado a cualquiera a
volver a llamarla así. Si alguien aceptaba el reto...
—Déjame adivinar, ¿les pegaría una paliza?
—Exacto. Pero Sam no es la persona más sutil del mundo. Hay otras
formas de obtener los mismos resultados. Nadie cuenta con los profesores
porque los profesores están tan quemados que no pueden permitirse que
nada les importe una mierda. Nadie cuenta con abogados porque nadie
puede permitírselos. Todo lo que tienes aquí son tus contactos y tus
habilidades, eso es todo..
Suspiró pesadamente.
—Mi única contacto eres tú.
—Sí —dije. Me miró sorprendida y yo asentí—. Te ayudaré a llegar al
fondo de esto. Te ayudaré a encontrar al responsable y a hacer que pare.
Pero con una condición.
Se arrellanó en el asiento, recordándome todas las cosas que me estaba
perdiendo. Todas las cosas que nunca supe que quería antes de que ella se
paseara por la ciudad como un jarrón de cristal con patas y fuera de lugar.
Tan frágil. Tan limpia, nueva, fresca e inocente.
—¿Cuál? —dijo, devolviéndome a la realidad.
Asentí con la cabeza y reconduje mis pensamientos.
—Nunca jamás me pueden ver contigo. No puedes hablar conmigo en
el instituto. No puedes enviarme mensajes a menos que sea una puñetera
emergencia. Joder, si es una emergencia, llámame. Es más fácil de encubrir.
Frunció el ceño.
—Entonces qué, ¿ahora tengo que actuar como una especie de amante
turbia?—
Le sonreí, impresionado.
—¡Mírate, qué rápido aprendes! Sí, básicamente. A menos que quieras
que nos maten a los dos.
Se le abrieron los ojos de par en par y una mueca de auténtico horror le
marcó sus perfectas facciones.
—¿De verdad crees que nos matarían?
Sacudí la cabeza y me encogí de hombros. Sólo sirvió para confundirla
aún más.
—No puedo decírtelo con seguridad. Tengo una corazonada o dos sobre
con quién estamos tratando. Si estoy en lo cierto, no corres peligro de morir.
De recibir una paliza, sin duda, pero no de morir. Si me equivoco, entonces
sabes tanto como yo.
—Ah. —Recostó la cabeza contra el asiento y suspiró—. ¿De verdad la
gente mata a otros por quienes son sus padres?
—¿Estás de broma? Las rencillas pueden durar generaciones, y no sólo
aquí. Has leído Romeo y Julieta. Esto no es exactamente nada nuevo. Sí, si
alguien estuviera lo suficientemente cabreado por algo que hizo tu padre y
no le importaras una mierda, no dudaría en acabar contigo sólo para joderlo.
Se giró y me miró con dureza.
—¿Y a ti te parece bien todo esto?
—¿Todo el qué?
Señaló a su alrededor, hacia los mugrientos apartamentos que se alzaban
a ambos lados de nosotros, con sus ventanas rotas y su fachada estropeada.
—Esto. La pobreza. Los padres que pegan a sus hijos. Los profesores
que están quemados. La gente que muere por tonterías. Drogas y bandas y
enemistades y lealtades. ¿Todo esto te parece bien?
Entrecerré los ojos y la miré con dureza.
—¿He dicho eso?
—No hace falta que lo digas. Nunca te he visto más feliz que cuando
me describes tu mundo.
Resoplé.
—¿Mi mundo? Este es nuestro mundo, princesa. Sólo tenemos uno,
¿sabes? Que hayas estado aislada de él toda tu vida no significa que no
exista. ¿Esta disparidad que estás viendo? Afecta a todos los aspectos de
nuestras vidas. La diferencia entre tú y yo es que tus padres te protegieron
de ella, mientras que los míos me arrojaron de lleno a esta vida.
Estábamos entrando en su calle y sentí que se avecinaba una pelea. No
quería tal cosa y sabía que ella no lo necesitaba. Ya había tenido suficiente
estrés por un día. Así que le apreté la mano, un error por mi parte porque
me dieron ganas de besarla, y me detuve frente a su casa.
—Voy a repasar mis corazonadas —dije—. Mantén un perfil bajo,
¿vale? Cambia tu rutina, no vuelvas a casa a la misma hora todos los días.
Si no estás segura de algo, confía en tu instinto. Si crees que estás en
peligro, llámame. Si sabes que estás en peligro, llama a la policía.
—Creía que los polis eran los malos —dijo burlonamente.
Sonreí.
—Eres rica y tienes contactos. La policía trabaja para ti, cariño.
Además, estoy seguro de que ni siquiera ellos quieren probar la furia de tu
padre—.
Arlena permaneció casi un minuto sentada, como si le costara todo lo
que tenía dentro salir de mi coche. Conocía esa sensación. Había una parte
de mí que no quería que se fuera. Las cosas eran diferentes entre nosotros
ahora, pero los sentimientos en mi pecho todavía parecían querer aferrarse a
ese tiempo cuando las cosas no eran diferentes. Cuando por fin me dedicó
aquella sonrisa nerviosa y agarró el asa del coche, sentí una sensación de
alivio y pérdida a la vez. Casi se echa hacia delante para darme un beso
antes de irse y una parte de mí, una parte pequeña pero importante, odiaba
que no lo hiciera. Maldita sea, Blayze, contrólate. Es persona non grata y
lo sabes. Aun así, vi cómo se alejaba y esperé a que sonriera por encima del
hombro mientras entraba en casa. Pensar que era la villana en la vida de mi
hermano había bloqueado mis sentimientos hacia ella. Ahora que estaba
más o menos convencido de su inocencia, ese bloqueo se disolvía
rápidamente.
Pero había vuelto con Sam, y Sam tenía un historial de reclamar su
propiedad violentamente y sin previo aviso. Arlena ya estaba en peligro. No
podía añadir nada más al asunto, y menos por mis propias razones egoístas.
Además, independientemente de los impulsos que sintiera Arlena cuando se
sentía vulnerable, era medianamente inteligente. Cualquier mujer con dos
neuronas de sobra no querría tener nada que ver conmigo, no después de lo
que le había hecho pasar. Sólo me quedaba una cosa por hacer.
Encontrar al capullo responsable de que estuviera aterrorizada y acabar
con él.
Capítulo

Catorce

Arlena

—Muy bien, cambia la rutina, nunca estés en el mismo sitio a la misma


hora dos veces. —Por fin era sábado, lo que supuso un ligero alivio. Los
fines de semana no habían disuadido antes al responsable de las notas. Por
supuesto, por lo que podía ver, la nota estaba completa, lo que sólo dejaba
dos opciones. O empezaba con una nueva ronda de terror o pasaban a la
acción. En qué consistiría tal acción, no podía ni siquiera empezar a
imaginármelo. Tampoco quería averiguarlo por las malas, así que hice lo
que ma había sugerido Blayze.
Bajé las escaleras de dos en dos, vestida con unos leggins y una
camiseta de tirantes sobre un sujetador deportivo. Mamá me miró con una
sonrisa.
—¿Adónde vas hoy?
—Voy a buscar un gimnasio —dije—. El que está calle abajo parece ser
un refugio para los sin techo. No es que quiera echarlos de su refugio ni
nada así, pero se me ve muy fuera de lugar.
Sus ojos brillaron con complicidad y me di cuenta de que debía de
pensar que iba a salir con Blayze. Papá estaba sentado a la mesa bebiendo
su café. Necesitaba que no dijera nada de Blayze delante de él. La miré muy
seria.
—En serio. Tiene que haber un gimnasio decente en esta ciudad,
¿verdad?.
—Seguro que lo hay —dijo con una sonrisa—. Y estoy segura de que lo
encontrarás. Siempre acabas encontrando lo que buscas.
La abracé con la fuerza suficiente como para susurrarle al oído.
—Por favor, no se lo digas.
—Claro que no —susurró ella—. Pero deberías hacerlo tú.
—¿Eh? ¿Qué pasa?
Mamá se volvió hacia papá con los ojos encendidos.
—Le estaba diciendo que no he probado el gimnasio para mujeres que
hay al otro lado de la ciudad, pero debería ir a echarle un vistazo.
—Mm. Buena suerte, conduce con cuidado. No aparques encima de
ninguna acera—.
Puse los ojos en blanco.
—Papi...
—No quiero tener que procesar a mi propia hija. Te quiero.
—Yo también te quiero, aunque seas un paranoico —dije con una risita.
Sonaba nerviosa y me aclaré la garganta—. ¡Hasta luego!
Miré por la ventana de la puerta principal antes de abrirla. Eres una
paranoica, me dije. Pero, ¿es realmente paranoia si alguien va a por ti de
verdad? Sacudí la cabeza y salí por la puerta, conteniendo la respiración sin
querer. No había nada en el porche, pero aún era temprano. No había nadie
merodeando entre los arbustos de enfrente ni detrás de los cubos de basura.
Se me aceleró el corazón al abrir el garaje, como si alguien estuviera
esperando para saltarme encima desde el otro lado.
—Quizá hablar con Blayze me ha hecho más mal que bien —refunfuñé
mientras comprobaba el maletero y el asiento trasero antes de deslizarme
tras el volante—. Ahora no solo me acosan, también estoy paranoica.
Burlarme de mí misma no me ayudó tanto como esperaba. Así que,
todavía temblando como una hoja, cerré las puertas y busqué en el teléfono
todos los gimnasios en un radio de 16 kilómetros, tracé una ruta y me puse
en camino. En realidad, no tenía intención de ir a todos, puede que ni
siquiera fuera a ninguno, pero al menos quería sentir que tenía un propósito
más allá de evitar a un acosador. O una paliza. O algo peor.
Subí el volumen de la radio al máximo y salí a la calle. Estaba agotada,
tanto emocional como físicamente; no había dormido bien desde que
empezó todo aquello y por fin empezaba a pasarme factura.
Puse la radio a todo volumen y canté a gritos con cada canción,
intentando purgar la mugre de mi alma. Tenía que haber una forma mejor de
afrontar esto, pero no se me ocurría cómo. El mundo del que procedía, en el
que me crié, era muy diferente a éste. Las cosas con las que había estado
lidiando habrían sido impensables en casa. Este problema que tenía no era
de los que se arreglan con un psicólogo. En cuanto a la policía, estaba
segura de que llamarlos solo empeoraría el problema. No es que pudieran
encerrar a todo un vecindario y, a decir verdad, si los llamaba, sería todo el
puto vecindario el que me perseguiría por meterme con uno de los suyos.
Pasé despacio por delante del primer gimnasio de mi lista, observando
el edificio e intentando imaginármelo cuando sus días eran mejores.
Evidentemente, antaño todo era nuevo. De algún modo, parecía imposible
imaginar el gimnasio con pintura fresca y sin pintadas. Había un muro bajo
en el exterior, rodeando unos arbustos decorativos que en su mayoría
estaban muertos. En el espacio reservado a los arbustos había media docena
de personas: durmiendo, leyendo, bebiendo y garabateando en carteles de
cartón. El semáforo se puso en rojo, así que me detuve. Me quedé parada el
tiempo suficiente para ver salir al encargado del gimnasio y espantarlos a
todos como si fueran palomas o perros callejeros. Para cuando el semáforo
se puso en verde, todos habían vuelto a su sitio. No tenía ni idea de cómo
era posible que tanta gente llegara a estos extremos. Me dolía pensar que
existiera una vida así. También me dolía pensar que había tantos de
nosotros que vivían mucho mejor, simplemente... protegidos de esta
realidad. Sin preocuparnos. Siguiendo adelante con nuestras vidas, nuestra
riqueza y nuestra fortuna.
El segundo gimnasio de mi lista no era mucho mejor. Claro, no había
tantos indigentes agolpados en la entrada, pero había varias mujeres que
parecían cansadas y se acercaban a los hombres que salían del gimnasio. Vi
cómo rechazaban a dos de ellas con un movimiento de muñeca. Una de
ellas, claramente ofendida, le arrojó basura al hombre que la había
rechazado. Una tercera mujer, más joven, pero no lo suficiente como para
ser menor de edad, se acercó a otro hombre, que estaba muy interesado en
lo que ella le ofrecía. Se alejaron juntos hacia la camioneta del hombre. No
podía imaginarme llegar a un punto en mi vida en el que la prostitución
fuera aceptable; pero tampoco podía imaginarme una vida sin dinero, así
que no estaba exactamente en condiciones de juzgar nada. La gente hacía lo
que tenía que hacer para sobrevivir. Si observaba el modo en que los
profesores impartían sus clases, cómo fingían no ver ni enterarse tantas
cosas, no era difícil entender por qué el recibir una educación no iba a ser el
billete de salida de nadie. Hacía falta mucho más que eso.
Después de conducir durante unas horas, pasando gimnasio tras
gimnasio sin entrar en ninguno, decidí parar en algún sitio a comer. Había
un pequeño restaurante mexicano al que Blayze solía llevarme cuando aún
estábamos juntos. No había ido desde que rompió conmigo porque me dolía
el corazón sólo de pensarlo, pero ahora que al menos volvíamos a
hablarnos, no me parecía tan mal. Además, estaba cerca y tenía hambre.
Pasé junto a tres hombres de aspecto bruto con carteles de cartón, a uno
mugriento que ponía el grito en el cielo y una mujer que tocaba una guitarra
destartalada con el texto «Dios te bendiga» garabateado sobre la suoerficie
con rotulador. Ahora que había empezado a fijarme en esa gente, los veía
por todas partes. No sé si era porque de repente me sentía vulnerable o
porque últimamente había estado analizando mi vida con detenimiento,
pero no podía dejar de pensar en lo que me tendría que pasar para acabar
como ellos. O qué les haría falta a ellos para acabar como yo. No podía ver
el camino que me llevaría a frecuentar la esquina de una calle, pero una
parte salvajemente ansiosa de mi cerebro insistía en que no sólo era posible,
sino probable. Sin dinero ni suerte y unos años luchando para llegar a fin de
mes. La gente hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir e incluso el
orgullo acababa pasando a un segundo plano.
Estaba tan ensimismada que ni siquiera miré al grupo de gente que
comía en las mesas de fuera hasta que ya había aparcado el coche. Cogí el
bolso, respiré hondo, agarré la manilla, levanté la vista y me quedé helada.
Allí, en mi mesa favorita bajo el arbusto de lilas, estaba Blayze. Frente a él,
haciendo un bonito mohín y jugando con los dedos de él, estaba Sam. Un
dolor ardiente y violento me invadió por dentro, se hizo bola y se me quedó
atrapado en la garganta. Lancé el bolso al asiento de al lado y volví a
arrancar el coche. Di marcha atrás y me alejé antes de que ninguno de los
dos pudiera verme.
—Maldita sea, Blayze —jadeé a través del dolor que sentía—. ¡Ese es
nuestro sitio! ¡Nuestro! ¿Por qué tenías que llevarla ahí?
Se me derramaron unas lágrimas gordas y calientes por la cara. Con
todo lo que había pasado, no me había detenido a procesar que había pasado
página. Que ya no era yo quien se aferraba a sus risas y compartía sus
sonrisas. No pude asimilarlo hace unas semanas porque con todo lo que
pasaba no tenía espacio para ello. Todo el miedo, el dolor y el aislamiento
me habían bloqueado la vista, habían hecho que algo tan serio como una
ruptura pareciera, en comparación, una picadura de abeja. Pero su repentina
amabilidad y los pasos hacia la sanación que habíamos dado, la forma en
que me había abrazado mientras me derrumbaba- las suposiciones de mi
madre, que no quería corregir, todo había construido una ilusión a mi
alrededor, una ilusión de que, de alguna manera, Blayze y yo aún podíamos
estar bien.
Sollozando, ahogándome en dichos sollozos, dejé que mi corazón se
rompiera en pedazos y vertí esos pedazos como galletas desmenuzadas en el
amasijo de duras palabras y acusaciones que él había dejado en mi
memoria. Se me había quitado el apetito, pero mi necesidad de hacer
ejercicio era de repente muy, muy real.
Conduje lo más lejos que pude del restaurante, me hice socia de un
gimnasio cuyo nombre ni siquiera recuerdo y me machaqué el cuerpo de la
única forma que siempre me habían enseñado que era aceptable. Hice
ejercicio hasta que no pude distinguir el sudor de las lágrimas, hasta que el
dolor de mi cuerpo abrumó el dolor de mi corazón.
Capítulo

Quince

Blayze

—Es que no entiendo por qué quieres hablar de ella. —Sam hizo un mohín,
poniendo los ojos en blanco y levantando las puntas de mis dedos de la
mesa. Odiaba que hiciera eso y ella lo sabía. Era su forma de imponer su
dominio—. Ya me aburre. Es de lo único que se habla desde hace semanas.
—Bueno, ya sabes por qué —dije razonablemente.
Suspiró pesadamente y su voz salió cargada de sarcasmo.
—Sí, ya. Todo es culpa mía porque fui yo quien le dijo a todo el mundo
quién era su padre. Lo he dicho, ¿contento ya?
Negué lentamente con la cabeza, observando su rostro.
—Sabes tan bien como yo que se habría olvidado en una semana, puede
que menos, si esa fuera la única razón.
Me miró con ojos grandes. Los llamaría ojos de cachorro si contuvieran
algo remotamente parecido a la inocencia. Bajando la barbilla, movió la
cabeza en un gesto de «rubia descerebrada». No era ninguna estúpida y los
dos lo sabíamos, pero estaba a la defensiva y eso nunca le sentaba bien.
—Bueno, obviamente no ha sido así... —son salió nada más de su boca,
pero el silencio de sus ojos decía otra cosa.
—Así que —dije con paciencia—, no lo dejan pasar porque alguien no
deja de animarlos. No deja de echar carne en el asador para mantener el
interés de los lobos.
Hizo una mueca y puso los ojos en blanco.
—Qué asco. ¿De qué hablas? En plan, de los carteles y esa mierda?
Asentí con la cabeza.
—Y los volantes, pero ni siquiera eso bastarían para mantener esto tanto
tiempo.
Ella entrecerró los ojos, confundida.
—¿Por qué no? Todo el mundo los tiene delante de los ojos todo el
tiempo.
—También lo están los carteles contra el acoso —señalé.
Sus cejas casi desaparecen bajo su flequillo.
—¿Tenemos carteles contra el acoso escolar?.
Sonreí.
—Exacto. La gente ignora las cosas que tiene delante de los ojos todos
los días. Los carteles y los panfletos siguen estando ahí, pero no han
cambiado. La gente ya debería haberse acostumbrado. Ese impulso debería
haber desaparecido. Lo normal habría sido pasar a hacerle el vacío, pero
muchísima gente sigue centrándose en ella a conciencia. Para eso hace falta
energía e intención. Tiene que venir de algún sitio.
Intentaba hacer que se diera cuenta o hacerle una encerrona para que
confesara, pero ninguna de las dos cosas parecía funcionar. Actuaba como
si todo esto fuera información novedosa para ella, hasta se le oscurecían de
sus ojos y se le suavizaba la postura descarada. Estaba pensando, y se
estaba esforzando en hacerlo. Pero no sabía si estaba tratando de resolver el
rompecabezas o de averiguar cómo librarse de las sospechas. Dio un largo
trago con la pajita, con la mirada fija en una esquina sucia del alféizar de la
ventana. A continuación, sacó su teléfono.
Me eché hacia atrás, molesto.
—¿De verdad? ¿Vas a ponerte con el móvil ahora?
—Cállate —dijo distraídamente.
Levanté las manos y las dejé caer de nuevo, soltando un suspiro.
—Mira, sé que no te gusta. ¿Crees que a mí sí? Su padre ha encerrado a
mi hermano. Pero una cosa es la justicia y otra la venganza, y esto hace rato
que sobrepasó el hacer justicia.
Sus pulgares volaban furiosamente sobre la pantalla, alternándose de
vez en cuando con los dedos índices. Estaba dejando atrás el fastidio y
entrando de lleno en sentir ira.
—¿Ves?, este es el tipo de puta mierda que me hace preguntarme por
qué alguna vez estuve contigo para empezar. Y porqué he vuelto contigo.
Estábamos justo en medio de una conversación semi-importante. Me
interesaba el tema. Joder, me interesaba saber tu opinión. Y tú te vas y te
pones con el maldito...
—¿Alguna vez vas a cerrar la boca? —preguntó tranquilamente, con los
ojos fijos en la pantalla.
Fruncí el ceño ante mi plato. Si no tuviera que llevarla a casa, me habría
marchado en ese momento. Joder, todavía me lo estaba pensando. Era una
mujer adulta, podía encontrar su propio forma de llegar a casa. No sería la
primera vez que tenía que coger un autobús.
—Toma —dijo de repente, y me pasó su teléfono—. Mira esto.
—Lo juro por Dios Sam, si me vas a enseñar un meme...
—Por lo que más quieras, gilipollas, ¿quieres mirar?
Le arrebaté el móvil y miré la pantalla. Tenía abierto Fugwidem, una red
social anónima que agrupaba automáticamente a los usuarios por código
postal y borraba todas las publicaciones nuevas en 48 horas. Cuando leí el
post que tenía delante, el calor me subió por el cuello hasta hacerme ver
rojo por el rabillo de los ojos.
La culpable debe morir. Arlena Drake es culpable de asesinato por
poderes, robando la vida de un hombre para sus propios fines egoístas. irá
a por ti también. Protege tus secretos. Protege tu vidas. Protege a tu
familia. Ella no merece vuestra libertad; debería morir por su propia mano.
Es nuestra responsabilidad hacer que desee estar muerta, cada día, hasta
que se suicide. --Anonimonstruo

—¿Q uién demonios es este gilipollas? —gruñí entre dientes.


—No lo sé. Nadie lo sabe, ese es el objetivo de la aplicación, ¿no? Que
es completamente anónima.
—¿Qué puto sentido tiene eso? —Estaba demasiado cabreado para
pensar con claridad.
Frunció los labios y ladeó la cabeza.
—¿Ahora quién se hace el tonto? De eso se trata, Blayze. La cuestión es
organizar entregas de droga, llamar a la gente por su nombre y vigilar el
territorio sin que te pillen. Hay un codificador de localización integrado en
la aplicación. La policía ni siquiera puede descifrarlo, y nadie sabe quién la
ha diseñado, así que ni siquiera pueden sustraerle información. Además,
aunque pudieran, la forma en que funciona hace que sea imposible obtener
datos antiguos. Los policías tendrían que hablar con un juez, conseguir una
orden judicial, encontrar a alguien a quien entregársela y abrirse camino a
través de un sistema hermético, todo ello en cuarenta y ocho horas. No hay
manera. Créeme, aquí puedes salirte con la tuya.
Como para demostrar su punto de vista, la página se actualizó para
mostrar una lista de precios de diversos actos sexuales, junto con una
descripción de la persona que supuestamente realizaría esos actos. También
había alguien que vendía una pistola y otro que preguntaba dónde podía
conseguir un montón de lejía a corto plazo.
Rechiné los dientes.
—¿Por qué demonios tienes esta aplicación instalada, Sam?
Me miró con frialdad.
—¿Sabes cuántos enemigos he hecho? ¿Cuántas entregas se hacen en
mi calle, a veces justo bajo mi ventana? Tienes que estar enterado para
sobrevivir por aquí, Blayze. Creía que lo sabías.
—Lo sé —espeté, lanzándole una mirada peligrosa—. Sabes que sí.
Pero este rollo de espía anarquista es sobrepasar un límite. ¿Qué te pasaría
si la policía te confiscara el teléfono por alguna razón y encontraran eso
ahí?
Se encogió de hombros con facilidad.
—No podrían probar nada. No queda registro de lo que publicas.
Además, tiene una función de autodestrucción. Borra toda la memoria del
teléfono, ni siquiera deja un rastro detrás. —. Se revolvió el pelo con
indiferencia, lo que me puso nervioso cuando los mechones cayeron
suavemente sobre sus hombros—. Y tampoco hay ninguna ley que prohíba
tener una aplicación de chat en el teléfono, así que no pueden hacer nada al
respecto.
Sacudí la cabeza.
—Sigue siendo arriesgado. ¿Así que no hay forma de encontrar a este
tío? ¿Tía? ¿O lo que sea? —Seguía teniendo su móvil en la mano,
observando cómo los rincones más oscuros del barrio aireaban sus asuntos
con descaro en la pantalla. Todavía no estaba seguro de la involucración de
Sam en todo esto, si es que estaba involucrada.
Ella negó con la cabeza.
—No.
—¿Puedes responder a los mensajes?
Ladeó la cabeza.
—¿Más o menos? La verdad es que no. Puedes hacer un pantallazo y
publicar la imagen para poder responder a lo que pone de esa manera, pero
siempre cabe la posibilidad de que el autor de la entrada original ni siquiera
lo verá. No hay una red de interacciones como en otros sitios. Así sería
demasiado fácil rastrear las relaciones.
Fruncí el ceño al ver de qué estaba hablando. Alguien había publicado
una captura de pantalla del post de la prostituta. El pie de foto intentaba
regatear el precio del tercer punto de la lista, un fetiche que me revolvía
hasta el estómago, y eso que el lado más raro del porno no me era ajeno.
Seguí mirando, esperando. Por fin, cuando la paciencia de Sam empezaba a
agotarse y mi comida ya estaba fría, vi lo que buscaba.
Objetivo: Arlena Blayke. Lugar: Burnaby High. Hora: hora de comer
del lunes. Arma: comida. Cárgate el armario de la princesa. Los culpables
merecen morir por su propia mano.
—Ahí está —dije en tono sombrío, devolviéndole el teléfono—. No es
al azar, y no es cosa de un colgado obsesionado. Alguien está organizando
esto. —Y no eres tú, añadí para mis adentros.
Esas publicaciones se suben al instante. Yo había tenido su móvil en la
mano, así que no podía haber sido ella. Si eso no era prueba suficiente, la
expresión de su cara cuando lo leyó sin duda lo era.
—¿A qué viene ese eslogan? «Los culpables merecen morir por su
propia mano». Creo que es la cosa más cobarde que he visto en mi vida. Lo
juro por Dios, los críos son un putos blandengues hoy en día. No puedes
darle una buena a la zorra esa y seguir con tu vida, no, tienes que esconderte
detrás de una pantallita y follarle la mente. —Sus ojos brillaban de furia.
Estaba temblando, temblando de verdad. Puse mi mano sobre la suya y ella
la apartó de un tirón.
—No me consueles, estoy cabreada. Estoy a favor de impartir un poco
de justicia callejera. Estoy dispuesto a tirarle de los pelos a cualquier zorra
que se lo merezca. Pero esta mierda de la guerra psicológica me da puto
asco. —Apretó los dientes, mirando el teléfono, y luego dirigió su intensa
mirada hacia mí—. Vale, Blayze. Escúchame, y presta atención. No me
gusta Arlena. No confío en ella. Creo que es una zorra miserable que no
duraría ni un día en mis zapatos….
Asentí y le hice un gesto para que continuara. Sacudió la cabeza, apretó
los labios y soltó un suspiro acalorado.
—Pero lo único que odio más que a una zorra mentirosa y ricachona es
a un depredadir cobarde con complejo de Dios. No voy a ser su puta amiga,
de eso puedes olvidarte. Pero tampoco voy a formar parte de esta mierda.
Sé que tienes su número. Dile que se salte el almuerzo el lunes.
Alcé las cejas.
—Guau, Sam. ¿Es que te estás ablandando?.
—Cierra la puta boca —gruñó, agitando amenazadoramente su cuchillo
de mantequilla—. Lo negaré todo.
Sonreí y le di un mordisco a mi hamburguesa fría. Me alegré de que no
fuera ella, pero una parte de mí también se sintió decepcionado. No sabía
por qué, y estaba de demasiado buen humor para darle vueltas, así que
guardé el sentimiento en un rincón aparte de mi cerebro con una nota
grande encima para examinarlo más tarde. Los sentimientos tienen la
costumbre de ir tras mi culo si los dejo solos demasiado tiempo.
Capítulo

Dieciséis

Arlena

Me temblaban las manos mientras untaba mantequilla de cacahuete en un


trozo de pan. El texto críptico de Blayze me perseguía, sonando una y otra
vez en mi cabeza. No entres a la cafetería. Come en el coche. Se viene una
gorda. No sabía si se refería a para siempre o sólo a ese día y no me atrevía
a contestarle. Había sido muy claro al respecto. No sabía qué haría Sam si
se enteraba de que Blayze y yo estábamos hablando, y la verdad es que no
quería averiguarlo. Sam me daba un miedo de cojones.
Intentaba comer en silencio, pero mis nervios crispados y mis manos
temblorosas me traicionaron. Se me cayó el cuchillo al suelo con un
estruendo ridículo que hizo que se me subiera el corazón a la garganta. Me
quedé inmóvil en la oscuridad, con la cocina iluminada únicamente por la
enfermiza luz amarilla de los fogones, y esperé. Los latidos de mi corazón
me ensordecían. Cuando se encendió la luz de la cocina, tuve que reprimir
un grito.
—¿Qué haces? —preguntó mamá, con la voz todavía pastosa por el
sueño—. No es hora de ir a clase, ¿verdad?
—No podía dormir —dije sinceramente—. Así que me estoy
preparando el almuerzo.
Me miró con el ceño fruncido.
—¿Te has quedado sin dinero? Deberías habérmelo dicho. Espera, te
transferiré u poco a tu cuenta...
—No —dije rápidamente—. Tengo dinero. Es sólo que estoy harta de la
comida de la cafetería.
Entrecerró los ojos y una parte de mí temió que leyera mis miedos como
si estuvieran subrayados con rotulador.
—Ni siquiera te gusta la mantequilla de cacahuete —dijo.
Tenía razón. Claro que la tenía. Pero era el único bocadillo que se me
ocurría que no se estropearía si lo dejaba en la guantera todo el día. Me
encogí de hombros. No podía mirarla a los ojos, así que me volví para coger
un cuchillo nuevo del cajón.
—Los gustos cambian —dije.
Mi madre cruzó los brazos sobre el pecho.
—Ajá. ¿Igual que de repente te dejan de gustar las corbatas para
gustarte el cuero desgastado?
Le lancé una mirada aguda y luego me obligué a componer una
expresión de despreocupación neutral.
—Nunca me gustó tanto Lenny —dije—. Y a Blayze no le gusto tanto
yo. Así que, centrémonos en los bocadillos, ¿vale?
Torció la boca y carraspeó.
—Ya veo. Bueno, eso explica muchas cosas. Has estado muy triste
últimamente. También has estado perdiendo peso. Vamos, cariño. Habla
conmigo. Háblame de ese chico tan, tan estúpido que no pudo ver lo
maravillosa que eres.
Fulminé el bocadillo con la mirada mientras extendía la mermelada,
como si quisiera matarlo.
—Estoy bien —mentí—. No soy su tipo. Aquí no soy el tipo de nadie.
Todo este maldito vecindario me odia y a mí tampoco me caen muy bien.
¿Papá habrá terminado de salvar el mundo para cuando me gradúe?
Exhaló un largo suspiro y se pasó una mano por el pelo castaño, dejando
entrever algunas raíces plateadas.
—No lo creo —dijo—. Han tenido que llamar a la unidad de
ciberdelincuencia para consultar el problema.
—¿Y qué problema es ese, exactamente? ¿La pobreza? ¿Los sintecho?
¿El dejarte arrastrar sin rumbo por una taza de váter que se mueve a paso de
tortuga? —Metí de mala leche el bocadillo en una bolsa de plástico, medio
aplastándolo en el proceso.
Mamá parpadeó y dudó un largo rato.
—Bueno, esos también son problemas, sí, pero no son en los que está
centrado tu padre, ni el alcalde. El consumo de drogas se está disparando
por aquí, sobre todo en menores. A él no le gusta contarte estas cosas
porque todavía te considera su niña, pero yo me hago una major idea más
clara de lo que puedes soportar.
Lo dudo, pensé con amargura. Mamá dio un paso adelante, abrazándose
los codos.
—Las salas de urgencias de por aquí están siempre a tope. Sobre todo
por sobredosis. Es tan grave que la ciudad ha empezado a instalar puestos
por toda la ciudad con equipos de respuesta rápida equipados para tratar las
sobredosis. Ya se ha intentado antes, pero siempre lo tiran abajo antes de
que pueda echar raíces.
—¿Lo tiran abajo? —pregunté lentamente.
Asintió con la cabeza.
—Sí. Las bandas, los chulos y los camellos se toman sus territorios muy
en serio por aquí. También está el hecho de que nadie quiere aceptar la
ayuda que se les intenta dar. Por eso tu padre trabaja tanto para sacar a esa
gente de la calle y limpiar este lugar. Los médicos no pueden ocuparse de la
gente que los necesita si quien los está enfermando se niega a ceder terreno.
Pero eso no es lo peor, Arlena.
Tragué saliva. Todo lo que sabía sobre Eddie y sus fiestas me bailaba en
la cabeza, amenazando con derramarse por mi boca. Me lo guardé para mí.
Quizá si hubiera sido un poco más heroica y me sintiese un poco más
segura de mí misma no me habría mordido la lengua con tanta fuerza, pero
estaba aterrorizada. No quería morir luchando en una guerra que ni siquiera
entendía.
Mamá se acercó y habló tan bajo que casi me costaba oír sus palabras.
—El 85% de las sobredosis se dan en menores —,dijo e hizo una pausa,
pero sólo un segundo—. En niños. El sesenta por ciento de esos críos tienen
quince años o menos. Alguien está yendo a propósito a por niños pequeños,
muy pequeños, y está haciendo que se enganchen a lo que vende. Todos
estos niños vienen de familias rotas y pobres. Convertirlos en adictos
significa que harán todo lo posible para alimentar su adicción. Igual tienen
un poco de calderilla o igual se les da bien robar unos dólares de las
billeteras de sus padres. Pero al final, Arlena... al final llega un momento en
el que ya no pueden pagar las drogas. Ahí es donde pasan a la acción los
proxenetas.
Apreté los ojos y sacudí la cabeza. ¿Cómo es posible que esto sea
mundo? ¿Y cómo he existido yo dentro de un cascarón durante tanto
tiempo, sin imaginar siquiera que algo así pudiera ser posible? Que la gente
pudiera ser tan malvada.
—No quiero oír más —dije, obligándome a pronunciar las palabras allá
pesar del dolor que sentía en el corazón.
Ella asintió con la mirada baja.
—Quizá no debería habértelo dicho —dijo—. Es por culpa de la falta de
sueño. Sólo quería darte un poco de perspectiva, Arlena. Sentirse fuera de
lugar no es lo peor que podrías sentir, y estar soltera tampoco es lo peor que
te puede pasar. Sé que todo esteproceso no ha sido muy divertido para ti,
pero es importante. Es de vital importancia. ¿Esos niños? Están tan llenos
de vida y potencial como tú. La diferencia entre tú y ellos es que no tienen a
nadie que los proteja.
Unas lágrimas de tristeza me salpicaron la cara mientras luchaba por
reprimir el impulso irrefrenable de contárselo todo. En ese momento me
odié a mí misma porque sabía que tenía razón. La gente sufría y moría por
el poder que ostentaba el gueto, el mismo poder del que mis supuestos
amigos decían estar cerca. Lo suficientemente cerca como para estar a salvo
en cualquier barrio. La ciudad se estaba pudriendo, y era muy probable que
Blayze estuviera igual de podrido. ¿Pero acaso era culpa suya? Ese era el
problema, ¿no? Lo único que todos hacían aquí era intentar sobrevivir y, a
veces, lo que más odias, aquello de lo que más quieres alejarte, es también
el único salvavidas que tienes.
Mamá me estrechó en un abrazo y yo rodeé su cintura con los brazos y
dejé que mi impotencia fluyera hasta formar un charco en su hombro. Me
meció, susurrándome cosas tranquilizadoras contra el pelo. Cuando por fin
me separé para lavarme la cara, el cielo se estaba poniendo de un gris
amarillento con la temprana luz del amanecer. Miré la hora. Tenía dieciséis
minutos para llegar al instituto. Mamá también se fijó en la hora y me
sonrió.
—Todo va a salir bien —prometió—. Mientras la gente buena siga
intentándolo, al final todo saldrá bien.
¿Pero para quién? pensé, pero no me atreví a formular la pregunta en
voz alta. Sonreí a mi madre como pude, recogí mis cosas y me fui. Había un
sobre en el escalón. Porque... Pues claro que lo había. El instinto me hizo
agacharme a recogerlo, pero sólo tardé un instante en sacudírmelo de
encima. Con venganza, le di una patada a la carta, la lancé hacia los
arbustos y seguí caminando. Hoy no, Satanás. Hoy no.
Intenté olvidarme del sermón de mamá mientras conducía. Era una
pesada carga más sobre otro montón de cosas pesadas, pero no podía
soportarlo. Era como si me hubieran quitado un filtro de la vista, dejándome
una visión clara y dura del mundo que me rodeaba. Las chicas de primer
año que esperaban en la parada del autobús, todas ellas demasiado delgadas,
no iban vestidas para el tiempo que hacía. Nunca iban vestidas para el
tiempo que hace, me recordé. Las de primer año son unas estúpidas quee
intentan impresionar, pero al mirar un poco más de cerca, vi detalles que
antes se me habían pasado siempre desapercibidos.
Una chica se rascaba el brazo con obsesión ausente, arrancándose viejas
costras y esparciendo pequeños regueros de sangre por su piel. Otra no
podía tener más de catorce años, pero miraba el mundo pasar a través de los
ojos tristes y marchitos de alguien ocho veces mayor que ella. Una niña no
dejaba de mirar por encima del hombro a un hombre de mediana edad que
estaba a la sombra de un edificio alto. Él la saludó furtivamente y ella le
lanzó un beso. Un beso ensayado, practicado, muerto.
Volví los ojos hacia delante y los mantuve así durante el resto del
trayecto. El estómago se me revolvía y se me retorcía con asco y tenía la
piel húmeda y fría, aunque de algún modo sudaba a través de la camisa. Me
di cuenta de que papá veía todo esto. Lo vio y lo interpretó de formas que
yo no podría haber visto. Siguió el hedor de la corrupción hasta donde
pudo, y decidió que las drogas y sus traficantes eran el núcleo del problema.
Para cuando llegué al campus aún no había decidido si estaba de
acuerdo o no con su valoración. No es que importara. Mi opinión no
significaba mucho para él cuando se trataba de asuntos del «mundo real».
Él creía saber exactamente lo sobreprotegida que yo estaba. Si de verdad
hubiera estado tan protegida como él pensaba, yo no habría tenido nada que
aportar. Todas mis opiniones no habrían sido más que dar palos de ciego.
—Ya no estoy tan sobreprotegida —susurré mientras conducía el coche
con cuidado entre la multitud.
Me entraron picores por la nuca cada vez que los estudiantes se
apretujaban más alrededor de mi coche, haciéndome imposible moverme
sin darle a nadie. Sonó un claxon con fuerza detrás de mí. Mi coche
bloqueaba la carretera y se estaba formando una carabana detrás de mí, pero
a los estudiantes no parecía importarles. Las duras miradas se clavaron en
mi parabrisas, congelándome en el sitio.
—Ya veo —suspiré—. Gracias por avisarme, Blayze. —Bajé un poco la
ventanilla y hablé con la persona que tenía más cerca, tanto que su mochila
golpeaba mi coche a cada paso.
—Perdonad —dije—. Nadie puede entrar en el aparcamiento hasta que
me mueva. ¿Podríais moveros, por favor?
No había expresión alguna en sus fríos ojos. Sentí escalofríos.
—Oblíganos —respondió.
Sonó otra bocina, seguida de otra y otra. Giré con fuerza la cabeza por
encima del hombro y grité:
—Ya lo estoy intentando, ¿vale?
Por supuesto, no me oyeron. Las bocinas seguían sonando y los
estudiantes avanzaban a trompicones. Sentí que algo se rompía dentro de mí
y pisé a fondo el freno con el pie izquierdo y a continuación pisé con la
misma fuerza el acelerador con el derecho. El potente motor rugió como un
tigre, haciendo que los estudiantes que tenía delante se pusieran a cubierto.
Solté el freno y salí disparada hacia delante un par de metros. Eso fue todo
lo que conseguí avanzar antes de que se abalanzaran de nuevo sobre el
coche, con cara de muertos y decididos a arruinarme la mañana.
Sonó el primer timbre. La multitud no disminuyó en absoluto y el ruido
detrás de mí se hizo más fuerte a medida que la gente empezaba a entrar en
pánico. Los gritos de maldición sonaban entre las bocinas, incrementando
esa energía impregnada de furia. Era contagioso. Los fuertes golpes cayeron
sobre el vehículo cuando la masa empezó a transformarse en un motín que
tenía a mi coche como blanco de su descontento. Aceleré de nuevo el motor
y alguien saltó sobre el capó de mi coche. Levantó el puño, apuntando a mi
parabrisas. Metí la marcha atrás sin pensar, pero antes de pisar el acelerador
y matar a un montón de gente, un silbido estridente se coló en medio del
caos.
—¡Sois unos novilleros! —bramó una voz amplificada artificialmente
—. ¡Cerraré las puertas en exactamente cinco minutos! Cualquiera que se
quede fuera será arrestado y acusado de allanamiento, absentismo escolar,
destrucción de la propiedad, ¡y será expulsado permanentemente!
Eso hizo que se movieran. Por fin, joder. Temblando y sudando, aparqué
en el lugar disponible más cercano. Cinco minutos no me parecían
suficientes. Esperé tres minutos, recuperando el aliento y controlando los
nervios. Para entonces, el aparcamiento casi se había vaciado de
estudiantes. Cogí mi mochila y corrí hacia la puerta, siendo una de las
últimas que aún estaba fuera. Llegué con más de un minuto de sobra.
Llegaba tardísimo para la primera hora, pero no me importaba. En ese
momento, pensé que el solo hecho de sobrevivir al curso sería una gran
victoria para mí.
Abrí la puerta de mi clase y me encontré con un mar de caras hoscas,
cada una de ellas con un resguardo rosa brillante de castigo en el pupitre.
Me miraron y gruñeron como si yo tuviera la culpa de que todos decidieran
comportarse como unos imbéciles al mismo tiempo. No pude evitar
preguntarme si lo habían planeado de antemano. O si todos se habían
despertado teniendo la misma pesadilla en la que yo era su enemigo. En
cualquier caso, había una parte de mí que no estaba precisamente enfadada
porque los castigaran. Lo más probable era que no todos se saltaran el
castigo, cosa que disminuía los blancos en mi espalda. No me atreví a dejar
que vieran la sonrisa que casi me estiraba los labios.
Agaché la cabeza y me tomé asiento en la esquina, donde tenía una
pared a mi espalda y otra a mi derecha. El Sr. Morris me observó en silencio
mientras me acomodaba en mi asiento y luego recorrió la sala mientras
todos los ojos se volvían hacia mí.
—Arlena, me alegro de que hayas podido unirte a nosotros. ¿Tienes una
excusa para llegar tarde?
Las expresiones a mi alrededor cambiaron casi al instante. Las miradas
furiosas se endurecían en amenazas abiertas o se suavizaban en súplicas
silenciosas. ¿De qué demonios tenían miedo? Toda la escuela había visto su
maniobra, no era ningún secreto. Lo único que la administración podría
ignorar es quién conducía el coche, aunque debería haber sido obvio. Pero
eso no impidió que intentaran hacerme callar. Algunos me miraban tan
fijamente que empezaron a sudar.
No estoy segura de qué es lo se me pasó por la cabeza en ese entonces.
Era todo tan, pero tan exageradamente ridículo, y ahora la gente me hacía
señas y vocalizaba: cállate, cállate, por favor, cállate. Pillé a un chico
rezando. Fue el colmo. Abrí la boca para hablar, pero una oleada de risa
impotente se apoderó de mí. Era salvaje, incontrolable. No podía respirar,
pero tampoco podía parar. Reí hasta llorar, hasta que me dio un punto en el
costado. La expresión del Sr. Morris pasó de la paciencia estudiada al
enfado y a la preocupación real, y cada cambio sólo me hacía reír más.
Finalmente, después de cien paradas en falso, pude hablar por fin.
—Había mucho tráfico peatonal esta mañana —chillé.
Alguien soltó una risita y eso provocó que me diese otro ataque. El
señor Morris se tapó los ojos con la mano y agachó la cabeza. Por alguna
razón, aquello me hizo muchísima gracia. Aullé como un lobo y me partí de
risa como una bruja hasta que resollé. Ya está, así es mi vida ahora, pensé.
Por fin lo han conseguido. Por fin me han vuelto completamente majareta.
—¡Tía, cierra la puta boca! —El grito vino acompañado de dos manos
enormes y carnosas que golpearon mi pupitre. Ahogándome de risa y con
las lágrimas corriéndome por la cara, levanté la vista hacia un rostro lleno
de pánico y furia.
—E-eso quiero... —jadeé—. ¡Pero no puedo!
El chico no sabía si darme un puñetazo o salir corriendo. Eché la cabeza
hacia atrás y me reí. Volvió a su asiento, se desplomó y señaló al señor
Morris.
—Usted es el profesor, ocúpese de ella.
El señor Morris se irguió y borró toda expresión de su rostro. Cruzó las
manos delante de él y me miró con paciencia. Respiraba profundamente,
impertubable. Fijé mis ojos en los suyos e imité su respiración, soltando
risitas de pánico cada pocos segundos. Al final se calmaron, pero seguía
sintiéndolas justo debajo del esternón, a punto de estallar de nuevo. Seguí
respirando, anclada en la absoluta falta de expresión de Morris. Cuando por
fin cesaron los espasmos, apoyé la cabeza en el escritorio y respiré hondo.
Morris esperó doce segundos y luego siguió con la lección como si nada
hubiera pasado.
—Como recordarán, quizá, si tengo suerte, la semana pasada hablamos
de la química cerebral y las hormonas en su relación con los procesos
cotidianos normales de la vida y el vivir. Esta semana vamos a tocar el tema
de las irregularidades en la química cerebral y las hormonas, y los factores
estresantes que las causan, tanto los factores estresantes internos como los
externos.
Me permití esbozar una pequeña y suave sonrisa en el oscuro abrazo de
mis propios brazos. Había leído el plan de estudios y esa lección no se
impartiría hasta finales de año. Bendito seas, Morris. Tal vez esos imbéciles
aprendan por qué no deben esforzarse por volver loca a una persona.
No sé si aprendieron algo o no. Yo creo que sí, pero todo lo que aprendí
se me fue de la cabeza en cuanto salí del aula. De todas las clases salían
estudiantes con cara de pocos amigos y la mayoría me miraban como si
quisieran arrancarme la cabeza de los hombros. Veía papelitos rosas de
castigo allá donde miraba y me di cuenta tarde de que el señor Morris no
me había castigado a pesar de haber sido la última en entrar. Eso no me
haría ningún favor más tarde.
La sensación general de furia se había reducido a una espesa nube hosca
para la segunda hora. Nadie me miraba, lo cual era preferible a la
alternativa. Estaba bastante segura de que me partiría una costilla si me
daba otro ataque de risa. A la media hora de clase, llegó alguien de
dirección a darme el mensaje de que fuera al despacho del director. Una
lluvia de chicles masticados y escupitajos cayó a mi alrededor mientras
avanzaba por el aula, pero me había acostumbrado tanto a todo aquello que
no me afectó más de lo que lo habría hecho una ligera lluvia.
—Dejadlo ya u os suspendo a todos —dijo rotundamente la Sra.
Holmes—. Hoy estáis todos en la cuerda floja, ¿de verdad queréis tentar a
la suerte?.
No me atreví a dedicarle una sonrisa de agradecimiento. Seguí
ignorando esa pegajosa agresión y me negué a quitarme los trozos que se
me pegaban hasta que salí al pasillo.
—Vaya, parece que has cabreado a la persona equivocada —dijo el
mensajero con simpatía.
—Sí, ¿verdad? —Sacudí la cabeza para quitarme las bolas de saliva del
pelo. El mensajero puso cierta distancia entre nosotros para evitar que le
cayese algo de saliva de segunda mano, dándome la oportunidad de mirar el
móvil. Me había vibrado en clase, pero no quise llamar la atención
innecesariamente. Era Blayze. Ya me lo medio esperaba.
Biblioteca en la 12 t después de clase. Aparca en la parte de atrás.
La parte cuerda de mi cerebro me decía que no fuera y me aseguraba sin
remilgos que se trataba casi con toda seguridad de algún tipo de trampa.
Pero tampoco es que estuviera ya muy cuerda. Aquella muestra de total
abandono me había ganado el rechazo de la gente de aquella clase. Tan
pronto como empezaran a contárselo a los demás, se empezaría correr más
y más la voz. Sintiéndome mareada por esta nueva sensación de poder y
temeridad, entré en la oficina.
Capítulo

Diecisiete

Blayze

Tamborilear sobre el volante no ayudaba a calmar mi agitación. Había


salido de clase demasiado pronto. Notaba esa sensación persistente en la
nuca que me decía que debería haberme quedado para asegurarme de que
Arlena salía del aparcamiento de una pieza. Había estado muy seguro de
que la dejarían en paz a la salida, teniendo en cuenta los problemas a los
que se enfrentaban por impedirle la entrada. Pero últimamente nadie se
comportaba como yo esperaba. Miré el reloj por enésima vez y después
volví a mirarlo. Sólo llevaba cinco minutos aquí sentado, así que,
sinceramente, no debería haberme asustado tanto por ella. Ya llegará, me
dije.
Me vibró el móvil. Casi rompo la pantalla en mi prisa por
desbloquearlo.
Tuve que hablar con el director y su gente. Voy de camino.
No debería haberme mandado un mensaje. Se lo había advertido. En ese
momento, sin embargo, sentía ese mensaje como un soplo de puñetero aire
fresco después de toda una vida en las cloacas.
Eché por tierra mi propio suspiro de alivio frunciendo el ceño. ¿Su
gente? ¿Qué gente? Maldita sea ella y su ambigüedad. Estuve a punto de
preguntarme de qué necesitaba hablar con ellos, pero luego me recordé a mí
mismo que, sin duda, era un idiota. Las octavillas y los carteles eran fáciles
de ignorar. Haz que el conserje los tire y es como si nunca hubiera ocurrido,
aunque volvieran a aparecer al día siguiente. Negación plausible. Ese
suceso en el aparcamiento, sin embargo, tenía testigos. Muchos. Padres,
conductores de autobús y extraños paseando a sus perros. El instituto ahora
se vería obligado a tomar medidas.
Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, apareció el coche
de Arlena. Los nervios me impulsaron a salir del coche y ponerme en pie.
Encendí un cigarrillo y me apoyé en la puerta con todo el desparpajo del
que fui capaz, que no era mucho. Estaba preocupado por ella. Había oído
muchas historias a lo largo del día y ninguna me hizo sentir mejor. Salió
dando un brinco de su coche y casi dio una pirueta a su alrededor, antes de
apoyarse en el capó mirando hacia mí.
—Pareces… ¿feliz? —dije inseguro.
Ladeó la cabeza.
—¿Es una pregunta o una afirmación?
—Una afirmación —dije—. La pregunta es 'por qué' y/o 'cómo'.
—Ah —,dijo, echándose el pelo hacia atrás sin cuidado. Se le cayó una
bola de saliva. Decidí que no la había visto—. El porqué tiene múltiples
motivos y es bastante complicado, así que presta atención. ¿Estás listo?
—Sí.
—Puedo verme contigo —dijo, con los ojos brillantes—. ¿Y el cómo?
No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Creo que toda la serotonina a la que no he
podido acceder en los últimos... no sé ni cuánto puto tiempo... ha terminado
por dar un golpe de estado e irrumpir en mi lóbulo frontal—.
Sonreí.
—¿Te ha tocado ciencias cerebrales hoy?
—Sí —dijo sonriendo.
Asentí lentamente con la cabeza y observé su rostro más de cerca. Tenía
los ojos anormalmente brillantes, las mejillas enrojecidas de un rosa
caliente y malsano, y respiraba entre jadeos rápidos a través de unos labios
carmesí que se estaban secando. Estaba colocadísima. Tal vez se debía a lo
que acaba de decir, pero mejor ir con cuidado.
—¿De qué quería hablarte el director? —pregunté, sin dejar de mirarla
desde una distancia razonable.
—¿Viste todo lo que pasó en el aparcamiento esta mañana?
—Así es.
—Vale, bueno, quería hacerme preguntas acerca de eso. Y los carteles.
Y los volantes.
—¿Qué le dijiste?
Se encogió de hombros de una forma exagerada que hizo que las manos
se le colgando desde las muñecas.
—Le dije que alguna zorra había descubierto quién era mi padre y que
la mayoría de la gente de ese instituto tiene amigos o familiares cumpliendo
condena por su culpa. Pareció entenderlo.
—Esa conversación da para un minuto —dije en voz baja—. Se dice en
los pasillos que estuviste en el despacho todo el día.
—Ah. Sí, bueno, querían que la enfermera me echara un vistazo porque
tuve un ataque de risa de los grandes durante primera hora y pensaron que
podría haber sufrido una convulsión. No sabía que se podía tener una
convulsión por un ataque de risa, pero supongo que se aprende algo nuevo
todos los días, ¿no? En fin, la enfermera se tomó su tiempo mientras el
director cuchicheaba con un montón de gente de aspecto importante en otra
habitación.
—Y después, ¿qué pasó? —la incité con suavudad a que contara toda la
historia.
Se removió inquieta y empezó a jugar con el dobladillo de su minifalda
de lana, arrancando trozos de papel y chicle.
—Primero querían saber si yo sabía quién había accedido a la
megafonía esta mañana. Supongo que quien nos gritó a todos lo hizo sin
permiso, y las amenazas de expulsión no sancionadas no son nada bueno.
Tiene miedo de que le demanden—.
—Le está bien merecido. —,Rechiné los dientes—. Debería haberlo
anunciado él mismo.
Parpadeó mirándome.
—¿Sabes quién lo hizo?
—Sí —dije con naturalidad—. Fui yo.
Se quedó boquiabierta y me miró con los ojos entrecerrados.
—Creí que habías dicho que no te podían pillarte ayudándome.
Sacudí la cabeza.
—Dije que no podían verme contigo. Y joder, si tú no reconociste mi
voz por megafonía, tampoco la habrá reconocido nadie más. Pero sabía que
no pasaría. La gente sólo ve lo que espera ver.
—Vaya si tienes razón —dijo, desplomándose contra su coche.
Quería cogerla en brazos y abrazarla fuerte, así que me metí las manos
en los bolsillos.
—La cosa solo va a peor —dijo en voz baja—. No sé si voy a sobrevivir
si sube aún más de nivel. No entiendo por qué no se aburren
—Yo tampoco lo entendía —le dije—. Después me di cuenta. Bueno,
fue Sam quien se dio cuenta.
Arlena levantó las cejas, incrédula.
—¿Sam averiguó algo para ayudarme a mí?
Negué con la cabeza.
—No. Lo averiguó por mí, porque no dejaba de incordiarla con el tema.
Se ha metido en la red social de por aquí de una forma que ni siquiera
puedo empezar a entender. En resumen, alguien está librando una especie
de guerra santa contra ti, reuniendo a sus tropas de forma anónima. No sé
qué ha pasado esta mañana. Lo último que oí es que se suponía que irían a
por ti en la cafetería. Iban a empezar una pelea con comida con un solo
objetivo. Por eso te dije que comieras en el coche.
Arlena frunció el ceño.
—¿Cómo? —Quiso saber.
Se lo expliqué y su ceño se frunció cada vez tras cada palabra que
pronunciaba.
—¿Sabe la policía lo de la aplicación?.
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí, pero tu padre estará más informado que yo.
Levantó los brazos y los volvió a dejar caer, resoplando exasperada.
—¡Pues eso no me es de ninguna ayuda! Se niega a hablarme del
trabajo que está haciendo o por qué. Mi madre me contó algo esta mañana,
y déjame decirte que hay cosas que sencillamente no puedes fingir no haber
oído.
Se me tensó la mandíbula . No tenía ningunas ganas de hablar de esto
con ella. Se dio cuenta del cambio en mí y dio un paso adelante, lanzando
un patético grito de consternación.
—No me mires así —dijo ella, a medio camino entre la amonestación y
la súplica—. Las cosas que me dijo, Blayze...
—No importa —dije lo más suavemente que pude—. Nada de eso
importa ahora mismo. Lo que importa ahora es que no estás a salvo.
Sus ojos brillaban empañados cuando apoyó la frente en mi brazo. Por
instinto, la rodeé con los brazos para acercarme a ella, pero me detuve con
un brazo echado torpemente por encima de sus hombros. Dio un respingo y
me miró con culpabilidad.
—Me había olvidado de Sam —dijo casi susurrando—. No dejo de
hacerlo. Sigo pensando en ti como si fueras mío, sólo que distante, como si
te hubieras ido a la guerra o algo así. No es mi intención, lo juro. Sé que no
le hago ningún bien a tu reputación, y estoy bastante segura de que tú no
eres bueno para mí, en circunstancias normales, quiero decir.
Eso dolió. No debería dolerme. Yo mismo había llegado a la misma
conclusión hacía meses. Pero oír esas palabras salir de su dulce boca fue
como una bofetada directa en la cara. El mundo pareció sacudirse y
estremecerse a cámara lenta cuando estiré la mano hacia ella y la atraje
hacia mí, acercándola para que su cabeza se acurrucara en mi hombro, para
que las curvas de su cuerpo se amoldaran a mí. Suspiré, liberando la tensión
que me recorría la columna vertebral. No me había dado cuenta hasta ese
momento de la tensión que estaba acumulando. Abrazarla así hizo que se
arremolinara en mi interior un sentimiento que no podía definir. Lo único
que sabía era que no quería que desapareciera nunca.
—Eres mi amiga —dije, luchando con las palabras—. No hay razón
para que no consuele a una amiga.
Respiró entrecortadamente, se estremeció y se apretó más contra mí.
Podía sentir su pulso en el bajo vientre incluso a través de la ropa, el calor
que se extendía por sus muslos bajo las gruesas mallas, la pesadez de su
aliento caliente contra mi pecho. La abracé por la cintura y los hombros,
pero las manos no me paraban quietas. Quería recorrerla entera, acariciarla
y provocarla hasta que todos sus malos pensamientos desaparecieran de su
mente, hasta que gritara de placer y me suplicara adentrarme en su interior.
La idea me hizo estremecerme violentamente contra su cadera con tanta
intensidad que dejó de respirar durante un segundo. Se me aceleró el
corazón y la mente se me quedó en blanco, no podía pensar en
absolutamente nada. No tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella, así que
no tenía ningún plan.
Soltó un pequeño suspiro y se movió contra mí, deslizándose por el tiro
de mis vaqueros. Pensé que lo había hecho de manera intencionada, pero no
podía estar seguro. La abracé un poco más fuerte, sobrepasando los límites,
dejando que mis manos recorrieran cerca de su trasero y su cuello. La sentía
como algo maravilloso contra mí, segura, real y familiar de una forma que
Sam nunca podría ser.
Tal vez fuera su pureza sobreprotegida o su sorprendente fuerza o la
forma en que siempre me miraba como si yo fuera una especie de héroe,
incluso cuando estaba siendo un gilipollas con ella. La había tratado de
forma horrible, pero ahí estaba ella, depositando toda su confianza en mí.
Quería decirle lo estúpido que era eso. Quería señalarle los errores que
había cometido conmigo, unos errores que podrían haberla matado si yo
hubiera sido cualquier otra persona.
Pero yo no era cualquier otra persona, y por el momento ella no corría
peligro. Sam estaba a kilómetros de distancia, haciendo lo que fuera que
hacía cuando yo no estaba cerca. Solía importarme. Solía obsesionarme con
ello, porque siempre parecía estar tramando algo malo. Pero ya no. No
podía importarme menos lo que Sam estuviera haciendo. Se me ocurrió que
nunca me había preguntado qué tramaba Arlena cuando estábamos juntos,
porque no se comportaba de forma sospechosa. Nunca tramaba nada malo
y, si lo hacía, quería contármelo todo.
Se apartó suavemente de mí y la dejé marchar a regañadientes.
—Lo siento. —Sonaba y parecía mucho más tranquila de lo que había
estado desde que llegó—. Te he echado de menos. He echado de menos que
me abrazaras así. Me hace sentir segura. Eh, tú... —Se mordió el labio y
sacudió la cabeza.
—¿Qué? —le pregunté. Esperaba que ella pudiera poner nombre a ese
sentimiento que no podía definir, pero se limitó a sonreírme con tristeza.
—¿Qué vamos a hacer con lo del acosador? —preguntó, dándose la
vuelta para colocarse a mi lado en lugar de delante de mí.
Se apoyó en el coche, dejando un espejo retrovisor entre nosotros. Chica
lista. Insoportablemente lista. Habría renunciado a mi dedo gordo del pie
derecho por tenerla pegada a mí tal y como estaba pegada a mi coche, con
sus caderas curvilíneas y su culo bien pegados a mis caderas.
—Bueno. —Obligué a mi cabeza a volver al tema que nos ocupaba—.
Todo lo que sabemos de esta persona es que es decidida, influyente y
espeluznante. Sabemos que o bien va al insti o trabaja en él, pero también
que se las arregla para escaparse a tiempo y dejarte notas en el porche antes
de que llegues a casa. Lo que significa que conducen o que tienen un rato
libre al final del día, o ambas cosas.
—Sabemos que pueden colarse en mi casa sin romper nada ni hacer
saltar las alarmas —añadió.
Dios, era mona e ingenua y... ¿era posible que alguien fuera tan
inocente? Le aparté el pelo de la cara y le sonreí.
—Eso no reduce mucho las posibilidades —dije con suavidad—. Es una
habilidad imprescindible por aquí.
Una expresión de infinita tristeza inundó su rostro. Ojalá pudiera
entender ese nivel de sensibilidad, pero este era mi entorno natal y me
sentía curado de espanto para todo menos lo peor de lo peor.
—Entonces, ¿cómo las reducimos? —Ya no estaba contentilla. Esa
mirada atormentada volvió a apoderarse de sus ojos mientras se abrazaba a
sí misma con fuerza—. O si no podemos reducirlas, ¿cómo lo
contrarrestamos? Tengo miedo, Blayze. Hoy he visto muchas caras en las
que solo he visto ganas de sangre. No quiero morir. —Una lágrima le
resbaló por la mejilla y se estremeció antes de mover una mano para
secársela.
La culpa me golpeó el pecho como un mazo. Era culpa mía que
estuviera tan asustada. Si me hubiera quedado a su lado cuando todo esto
empezó, si hubiera hablado con ella antes de dejar que Sam se fuera de boca
en el instituto, si les hubiera demostrado a todos que seguía confiando en
ella a pesar de todo, habría estado a salvo. Pero no lo había hecho y ahora
todo había ido demasiado lejos. Si ahora me interponía entre ella y el
mundo, pública y descaradamente, me destrozarían. En el mejor de los
casos, me obligarían a desaparecer. En el peor, no tendría la oportunidad de
hacerlo.
La rodeé con el brazo y la abracé, transmitiéndole algo de calor a su
cuerpo frotándola con las manos. La confianza estaba rota, eso era lo más
importante. Aquí, todo lo que tenía una persona era su reputación y su
palabra. Su reputación había estado en la cuerda floja desde el principio, y
ahora su palabra no valía nada. Si eso cambiara, reduciría
significativamente el poder de la persona de Fugwidem.
—Tengo una idea —dije lentamente—. Pero no quiero hacerte
ilusiones. Déjame trabajar en ello un rato, ¿vale? Va a llevar algo de tiempo.
Me dedicó una sonrisa acuosa y, por difícil que fuera, conseguí
devolvérsela.
—¿Crees que tengo tiempo? —preguntó.
—Lo tendrás —dije con ferocidad—. Me aseguraré de ello.
La abracé un rato más, rezando por no estar haciendo una promesa que
no pudiera cumplir.
Capítulo

Dieciocho

Arlena

Estaba cansadísima, pero de algún modo conseguí llegar a casa. Lo único


que quería era irme directamente a la cama y quedarme allí un mes, y no se
me ocurría ninguna buena razón para no hacerlo. Las clases ya no me
parecían tan importantes como antes, y los encuentros furtivos con Blayze
eran siempre como una maldita montaña rusa.
Después de meter el coche en el garaje, me acerqué a la puerta y gemí.
Alguien había sacado el sobre del arbusto, lo había vuelto a dejar en el
porche, y había añadido dos más. ¿Otro mensaje palabra por palabra? ¿Más
sangre? Sólo podía hacer conjeturas, pero ni siquiera eso quería hacer.
Fuera lo que fuese, sospechaba que la persona que lo había dejado me
estaba vigilando de algún modo para asegurarse de que lo cogía. Si no, ¿por
qué habrían rebuscado entre los arbustos?
Sin saber muy bien qué hacer, cogí los tres sobres y subí a mi
habitación. Los abrí uno a uno, pero me sentía demasiado agotada
emocionalmente como para reaccionar ante ninguno de ellos. El primero era
una foto mía de mala calidad con los ojos recortados y la boca cosida. La
segunda simplemente decía: «cuélgate, zorra». La tercera me informaba de
que ignorar las cartas sólo conduciría a la violencia, aunque de manera
mucho más gráfica.
Tiré las cartas sobre el escritorio y las miré con rabia. Dicha rabia brotó
en lo más profundo de mi ser, calcinando la impotencia que sentía desde
hacía semanas, tensando mis músculos desesperados. Agarré el borde de la
cama con dos puños, temblando por la intensidad de mi furia. Me sentía
como un animal enjaulado, acosado y hostigado por algún guardián
invisible.
—Que le den por culo a todo esto —dije en voz alta—. ¡Que le den por
culo!
Cogí las cartas del escritorio, arranqué el viejo mensaje clavado en el
corcho y lo llevé todo abajo. Mamá tenía un cubo de basura metálico debajo
del fregadero. Lo tiré, cogí un mechero del pequeño armario que había
sobre la cocina y salí afuera, furiosa. Aplasté el cubo con tanta fuerza que el
ruido resonó por toda la calle.
—¿Estás ahí fuera, cobarde de mierda? —grité—. ¿Me estás mirando?
¡Mira esto, hijo de puta!
Tiré los papeles al suelo delante de mí y elegí uno al azar. Le prendí
fuego a la esquina y lo tiré a la papelera.
—Que le den a tus amenazas —dije. Prendí el siguiente—. Que le den
tu intimidación. —El siguiente estaba en llamas—. Que le den a toda tu
existencia. —Agarré el resto, los hice una bola con el puño y los prendí
todos—. Pero, sobre todo, ¡que le den a la puta de tu madre por haberte
traído a este mundo!
Tiré la bola humeante a la papelera. Las llamas saltaron y danzaron, era
el único punto brillante en toda la calle sucia y nublada. Recé para que el
acosador estuviera mirando. Recé para que estuviera lo bastante cerca como
para ver el instinto asesino en mi cara.
—No te molestes en escribir más. No los leeré. Ni siquiera los voy a
mirar. A partir de este momento, quemaré todo lo que dejes en mi puerta.
Ponme a prueba, puto cagón. A ver si voy de farol.
La tensión flotaba en el aire a mi alrededor mientras las llamas se
extinguían lentamente. Sentí que me miraban desde todas partes y sonreí
con satisfacción. Bien. Aunque el acosador no me estuviera observando
personalmente, mucha gente sí. La bastante para correr la voz. Recibiría el
mensaje de un modo u otro.
No me hice ilusiones pensando que esto sería el final. Sabía que había
muchas posibilidades de que mi desafío no hiciera más que agravar la
situación, pero ya no me importaba. Estaba cansada de esconderme,
cansada de huir, cansada de soportar esta tormenta interminable. La única
manera de que esto terminara era si yo hacía que terminara.
Cuando el fuego se apagó por completo y el cubo de basura estaba lo
bastante frío como para tocarlo, lo llevé de vuelta al pequeño patio y lo
limpié con una manguera. No miré por encima del hombro, no me asomé
por las esquinas ni dejé que la ansiedad traspasara el muro de furia que
tenía en la cabeza. Cuando terminé, volví a entrar, cerré todas las puertas y
ventanas y me fui a dormir.
Sé que debería habérselo dicho a mis padres. Si alguna vez hubo un
momento para hacerlo, era ese. Pero me había convencido a mí misma de
que contárselo sólo agravaría las cosas hasta llevarlas más allá de mi
capacidad de controlarlo o gestionarlo, y no había vuelto a plantearme la
idea. Además, en aquel momento, acudir a mi padre era como admitir la
derrota, y yo acababa de encontrar a mi luchadora interior. El impulso de
manejar la situación yo misma era fuerte y no estaba en condiciones de
llevarme la contraria.
Cuando mamá me despertó para cenar, tenía la preocupación grabada en
la cara.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Dímelo tú, Arlena —dijo, haciendo rodar ligeramente las erres. Su
acento sólo se le notaba cuando estaba muy enfadada. Era un rasgo que
nunca admitiría, pero aquí estaba, en primer plano—. ¿Qué te pasa?
Me encogí de hombros.
—Sólo tonterías del insti. No les caigo muy bien ninguno. ¿Por qué?
¿Qué ha pasdo?
Se le llenaron los ojos de lágrimas y apartó la mirada.
—Había un gato en el porche cuando llegué a casa. Estaba… No estaba
vivo. Llevaba un collar. Alguien escribió «Arlena» en él con rotulador
permanente.
Mi estómago se contrajo con violencia.
—Oh, Dios.
Cogió mis manos entre las suyas y me miró a los ojos; tenía una mirada
dura incluso a través de las lágrimas.
—Tienes que hablar conmigo, Arlena. Soy tu madre. Si pasa algo, si
hay algo o alguien a quien temes, tienes que decírmelo. Déjame protegerte.
Quería hacerlo. Dios, cuánto lo deseaba. La idea de pasarle a ella todos
mis problemas y dejar que averiguara cómo resolverlos me llenaba de un
alivio tan fuerte que podía saborearlo. Pero no podía hacerlo, ahora no. Se
lo diría a mi padre. Él entraría en cólera y haría el instituto pedazos, persona
por persona, hasta que los tres acabáramos muertos. Necesitaba una pista
sobre la que guiarle antes de poder decirle nada a ninguno de los dos.
Pero al mismo tiempo, no podía decirle que no pasaba nada. Mamá no
era estúpida. Supondría que me habían amenazado o chantajeado para que
mantuviera la boca cerrada. Su primer sospechoso sería Blayze, y lo
perseguiría con toda la furia condensada y ardiente de una madre oso.
—Vale —dije en voz baja—. Es algo estúpido. Es muy, muy estúpido.
Un chico que se graduó en Burnaby ha ido a la cárcel por traficar con
drogas. Papá era el fiscal. Alguien sumó dos más dos, y ahora me tienen en
el punto de mira. Nadie quiere tener nada que ver conmigo. Supongo que
alguien se lo está tomando muy a pecho. —No era demasiada información,
me dije. Ella misma podría haber averiguado todo eso, la verdad. Era
bastante obvio.
Apretó los ojos y me estrujó las manos con fuerza y emoción, luego
puso los ojos en blanco mirando al techo y se le cayó una lágrima de cada
ojo.
—Tenía miedo de que pasara esto —dijo con tensión—. Le dije a tu
padre que pasaría, pero nunca escucha. No sabe cómo funciona la vida en
lugares como éste, cree que sus reglas son las únicas reglas. Es un buen
hombre, Arlena, pero es un cabezota.
Suspiró y frunció los labios, pensativa.
—Bueno —dijo, con toda la emoción ausente de su voz, habiendo
dejado a su naturaleza pragmática tomar el relevo—, ¿qué quieres hacer al
respecto? No quiero tener que encargarme de limpiar más animales y no
quiero que sigas perdiendo más peso. Tienes que graduarte. Si me pongo
firme, puedo llevarte a otro sitio, quizá cerca de donde vivíamos antes.
Algún lugar donde el ambiente sea similar. Conozco algunos sitios donde tú
y yo podemos recuperar nuestras vidas, y tu padre puede seguir haciendo un
trabajo tan importante. ¿Qué te parece?
Quería aprovechar la oportunidad, pero algo me contuvo. Cuando me
planteé abandonar este lugar y volver a los palacios inmaculados y los
verdes jardines en los que había crecido, lo único que sentía eran los brazos
de Blayze a mi alrededor. Decirme a mí misma que era una fantasía y que
tenía una novia que no era yo, no me servía de nada. Aunque no pudiera
estar con él, por alguna razón la idea de no estar cerca de él me dolía. Lo
cual no tenía sentido, por supuesto. Antes de la maldita carta, me había
dicho que le había arruinado la vida, pero no me había dicho cómo. No
podía irme con la conciencia tranquila a menos que hubiera hecho todo lo
posible para reparar el daño que le había causado. Sin embargo, en esta
guerra que mi padre estaba librando, ¿estaba dispuesta a quedarme quieta y
verle ganar, sabiendo que la única persona de este lugar que se jugaba el
cuello por mí bien podría acabar perdiendo? ¿De verdad era huir y hacer la
vista gorda lo mejor que podía hacer? No lo tenía claro.
Sacudí la cabeza.
—No puedo volver a cambiar de instituto —dije—. Ya me está costando
aprobar, y las vacaciones de invierno ya han terminado. Cambiarme ahora
sólo me retrasaría aun más. No me preocupa demasiado, la verdad. Todavía
tengo algunos amigos, uno, que me apoyará si realmente lo necesito. Puedo
salir adelante.
Mi madre me miró a la cara un momento y luego asintió con la cabeza.
—No voy a sacarte a rastras de aquí si no quieres irte —dijo—. Pero lo
del gato en la puerta... Ahí es donde debo poner el límite. Cualquier otra
cosa por el estilo, cariño, y no puedo prometerte que no haga unas llamadas
para sacarte de aquí.
Me atrajo hacia ella y me abrazó con fuerza. Conociendo a mi madre,
estaría toda la semana dándole vueltas al asunto, llorando en la ducha,
rezando a todos los dioses que se le ocurrieran, haciendo las maletas y
luego deshaciéndolas.
—Gracias, mamá.
Me besó en la frente.
—Ahora baja a cenar. Tu padre está de buen humor esta noche.
Asentí con la cabeza y me pregunté brevemente de quién sería esta vez
la vida que había arruinado y que le había hecho sonreír.
Capítulo

Diecinueve

Blayze

Eddie hizo girar un vaso sobre la encimera con perfecta precisión. Se


detuvo con suavidad a milímetros de mis dedos.
—Bebe —dijo—. Luego habla.
Entrecerré los ojos.
—No me hace falta esto, ¿sabes?.
—Ya —dijo, estirándose con indiferencia—. Y yo no necesito hierba
para dormir, pero la fumo igual. Ahora bebe.
Su mentira le dio la razón. Le di un sorbo a la bebida e hice una mueca.
—¿Qué demonios lleva esto?
Sonrió.
—Whisky, vodka, ginebra y zumo de manzana. Lo llamo «las heces».
—Le pega —dije, frunciendo el ceño ante el líquido ofensivo antes de
dejarlo a un lado—. Esto es lo que pasa, Eddie. Necesito tu ayuda.
Se le iluminaron los ojos. La desesperación de los demás era una
oportunidad para Eddie, y yo sabía que estaría pagando este favor durante
años. Se apoyó en los codos con la barbilla sobre los puños y me sonrió.
—Escúpelo —dijo—. ¿Qué necesitas? ¿Dinero? ¿Trabajo? ¿Consejos
sobre relaciones? Tengo de sobra.
—Y nada de eso vale nada. —Me rasqué la cabeza, intentando pensar
en cómo decirle a Eddie lo que tenía que decirle—. De acuerdo —empecé e
hice una pausa. Volví a rascarme la cabeza—. El tema es el siguiente:
Arlena está en verdadero peligro. Alguien está usando Fugwidem para que
la guerra no se detenga. Sea quien sea, está intentando que Arlena se
suicide. No lo va a hacer. Nunca se le ocurriría hacer tal cosa. Tan pronto
como esta persona se dé cuenta, va a cambiar el juego. La gente ya está
cabreada y al límite. No haría falta mucho para empujar a alguien a hacer
que parezca que tuvo un accidente.
Se acarició la barbilla, pensativo.
—Parece una forma muy indirecta de vengarse —dijo—. ¿Por qué no ir
directamente a por ella?
Sacudí la cabeza.
—Eso mismo es lo que dijo Sam. Lo único que se me ocurre es que
quienquiera que sea quiere atormentarla por alguna razón. Creo que le pone
cachondo. Lo cual es una mierda, porque lo único que hizo fue ocultar
quiénes eran sus padres. Nunca delató a nadie. Trincan a la peña como ha
paso siempre, eso es todo.
Torció la boca con incredulidad, dejando caer de forma cómica hacia un
lado una parte de su mata de pelo rizado.
—¿De verdad crees eso? ¿En serio? ¿Aparece ella y de repente los
policías cambian sus rutas habituales de ronda?.
—No fue la única que apareció —le recordé—. Su padre ha estado
trabajando con la policía desde que llegó. Lo más seguro es que viera los
puntos débiles e hiciera unas sugerencias. Es por lo que es famoso.
Eddie hizo una mueca.
—Sí, pero no deja de ser una coincidencia que tu hermano y Sam fueran
dos de las personas que pilló este tío. Sigue el hilo, tío. Ellos contigo, tú con
ella y ella con su padre. Es una línea bien recta, no podría estar más recta.
Suspiré.
—¿Confías en mí?
—¡Tío, sabes que sí! Eres lo más parecido que tengo a un hermano.
—Bueno, pues confía en mí en esto. Nunca le dije a Arlena dónde hacía
sus tratos mi hermano. Ni una sola una vez. Lo cierto es que no le conté
mucho de nada, la verdad. Era bastante obvio que la habían sobreprotegido
y no quería que saliera por patas de la impresión. He estado hablando con
ella.
—Obviamente —dijo, y no hacía falta ser un genio para darse cuenta de
que no le hacía gracia. Era normal. No es que pudiera culparlo. Eddie tenía
muchas más razones para que lo enchironaran que mi hermano.
Le di otro sorbo a la bebida de Eddie, encogiéndome por dentro cuando
el líquido me golpeó la lengua y me quemó la parte posterior de la garganta.
—Arlena ha estado recibiendo amenazas de muerte en su propia casa.
Alguien se coló en su puñetera habitación, Eddie. Y alguien en Fugwidem
se dedica a convertirla en un blanco, difundiendo mentiras sobre ella.
—¿Qué mentiras? —preguntó.
—Mentiras como que... quiere arruinar vidas, no siente remordimientos
y que todo lo que haces delante de ella va directo al oído de su papi. Ese
tipo de cosas. Ya sabes cómo suena eso. Es una amenaza directa a por lo
menos la mitad de Burnaby High. Algunos tienen secretos de los que se
sienten lo bastante inseguros como para cometer alguna locura. Joder, ya
hay alguien que ha hecho una locura.
—¿Eh? —Alzó una ceja.
Asentí con la cabeza.
—Una de las amenazas de muerte era sangre. Nada más que sangre.
Supongo que de quien envía las amenazas. ¿Quién hace algo así? ¿Quién
sangra en un papel de carta sólo para demostrar algo?.
—Vale, eso es pasarse bastante —admitió—. Pero suena más a drama
que a locura. A mí me suena más a que alguien quiere que se marche de la
ciudad, no que se suicide.
Negué con la cabeza.
—Ojalá sólo fuera eso. Le diría que se marchara de la ciudad. Joder, aun
me estoy pensando en decirle que lo haga, sólo para alejarla del peligro por
un tiempo. Pero no creo que se vaya. No es que pueda hacer las maletas y
marcharse sin tener que explicárselo todo a sus padres. Así no funcionan las
cosas en su familia. Además, incluso si sus padres no fueran un problema,
aunque no tuviera que darles explicaciones, no creo que se marchase.
Eddie ladeó la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque es una cabezota —dije—. Y porque no está acostumbrada a
perder ni a echarse atrás. Es una niña rica, Eddie. Está acostumbrada a que
las reglas funcionen a su favor. Está acostumbrada a figuras de autoridad
que hacen su puto trabajo. Está acostumbrada a que todo se resuelva por sí
mismo, fácil y predeciblemente. Todo esto es nuevo para ella. No sabe
cómo reaccionar, por eso es que aún no lo ha hecho.
Eddie frunció el ceño.
—Eso no es inteligente de su parte. No puedes quedarte quieto cuando
pasa algo, así es como acabas muerto.
—Sí, así funcionan las cosas por aquí. El pensar rápido es una habilidad
aprendida, pero ella nunca tuvo necesidad de aprender tal cosa. Todavía
tiene a quien la arropa por la noche, y no, no lo digo en ese sentido,
pervertido. Siempre ha tenido tiempo para procesar las cosas y a gente que
le diga qué hacer. Estar en situaciones de vida o muerte es algo nuevo. No
va a hacer lo que ese tío espera que haga, por mucho que la presione.
—¿Crees que es un tío? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Joder, no lo sé. Al principio pensé que era Sam, pero no.
—¿Cómo estás seguro?
—Lo estoy y punto, ¿de acuerdo? ¿Puedes dejar de darle vueltas a mis
conclusiones por un segundo y llegar a la parte en la que me ayudas?
—Vale, vale —dijo—. ¿Qué quieres que haga? En Fugwidem soy un
donnadie, como todo el mundo. Puedes meterte ahí y rebatir cada post
violento sobre ella, pero buena suerte consiguiendo que alguien lo vea. A la
gente le gusta más la venganza que el heroísmo, ¿sabes? Se paga mejor. —
Sonrió maliciosamente, y cambió la expresión cuando le fulminé con la
mirada.
—Lo siento. He olvidado con quién estaba hablando. Mira, tío, no hay
nada que puedas hacer a menos que quieras ponerte tú mismo en el punto
de mira. Quienquiera que esté tras ella no va a parar sólo porque tú quieras.
Era mi turno de hacer preguntas.
—¿Cómo lo sabes? Igual si dijera algo...
Sonrió con satisfacción.
—Si así fuera, ya habrían parado. No eres tan disimulado como crees.
La gente ya está empezando a murmurar sobre cómo haces malabares con
las chicas.
Casi se me cae la mandíbula al suelo.
—Tienes que estar de puta coña.
—No. Eso es lo que pasa cuando te enrollas con tu ex en un parking
público, colega. La gente habla.
—No nos estábamos enrollando —dije demasiado rápido—. Estaba
alterada y le di un abrazo. Eso fue todo.
Eddie silbó por lo bajo y rio, dándome una palmada en el brazo.
—Por lo que he oído, un abrazo así haría que un chulo se corriera en los
pantalones.
Entrecerré los ojos, pero el corazón se me aceleraba.
—¿Quién demonios te ha contado semejante mierda? Será mejor que
Sam no oiga estas gilipolleces.
Eddie dio un paso atrás y extendió las manos.
—¡Nah, tío! Los colegas antes que las pibas, ya lo sabes. Sería la última
persona en irle con el chismorreo a Sam. Además, ya era hora de que
aprendas que estar con dos chicas es mucho más divertido que estar con
una. Cuantas más, mejor. Pero fue Rarito quien me lo contó. Ni siquiera
habla con chicas, así que no tienes de qué preocuparte.
Asentí bruscamente y acepté su respuesta. Si Rarito era el que iba por
ahí esparciendo mierda, Eddie estaba en lo cierto. Si se lo contaba a alguien
más que a Eddie, como mucho se limitaría a pasarle el chisme a algunos
tíos, pero dudaba que alguno de ellos fueran tan cotorras como para ponerse
a rajar con sus chicas. Al menos eso esperaba.
—Bien —dije—. Además, no es verdad. No es que eso vaya a hacer que
Sam se cabree menos. La reputación lo es todo para ella.
—La reputación lo es todo para todos —dijo Eddie. Sus ojos se abrieron
de par en par y chasqueó los dedos—. Eso me ha dado una idea. Quieres
sacar a Arlena del punto de mira, ¿verdad? Necesita un gran gesto. La
opinión que se tiene de ella tiene que cambiar. Todo el mundo la ve como
una amenaza, eso es lo que tenemos que cambiar . Pero te diré algo, Blayze,
va a tener que ser una chica muy, muy mala si no quiere tener siquiera una
mínima oportunidad de redimirse.
Sacudí la cabeza.
—Aún no sé lo ni que está pensando, y ya no me gusta. A ella no le van
estas mierdas.
—Sí que bebe —dijo Eddie sin rodeos—. La he visto hacerlo. ¿Crees
que podrías convencerla para que se metiera una raya?
¿Me estaba tomando el pelo?
—Ni de coña.
Asintió pensativo y se encogió de hombros.
—Beber será suficiente. Voy a dar una fiesta este fin de semana. La
invitaré yo mismo en el insti delante de la gente. Con eso bastará para que
la peña capte la indirecta de dejarla en paz. La gente vendrá porque saben
que tengo mierda de la buena. Y si pensara que es una amenaza jamás la
invitaría. Esperemos que la dejen en paz cuando no le pase nada malo a
nadie más.
—Vale —hablé lentamente—. Pero, ¿y si pasa algo malo? Ahora mismo
no sabemos detrás de quién va la policía.
—Tú no lo sabes —dijo con arrogancia—. Pero yo sí. No dejaré venir a
nadie que tenga a un puto madero pegado al culo. Son las reglas, todo el
mundo lo sabe. No van a pillar a nadie. En cuanto a Arlena, tú respondes
por ella, ¿verdad? —Asentí—. Entonces se lo pasará bien, y después todo
volverá a la normalidad.
Me froté la barbilla.
—No me gusta —dije—. La gente está dispuesta a echársele encima a
cada oportunidad que tienen. Y una fiesta en casa es una gran oportunidad.
—Además, también estaba el asunto de Sam.
—Mi casa es terreno neutral —dijo Eddie rotundamente—. Todos lo
saben. Ni peleas ni dramas. Nada de tonterías. Como te he dicho, así son las
reglas. Y si eso no es basta, yo mismo vigilaré a Arlena. Si alguien la putea,
me aseguraré de que le puteen. Si dices que es buena gente, te tomaré la
palabra. Porque si la gente la está putean y tú te estás liando con ella, pronto
empezarán a putearte a ti también. Eres mi mejor amigo. Este pueblo
respeta a tu hermano. Pero...
—No es una chivata —le prometí.
Levantó una mano en señal de juramento, con una promesa grabada en
los ojos.
—Entonces cuenta con mi protección.
Capítulo

Veinte

Arlena

El corazón me palpitaba con tanta fuerza que hacía que me sonaran los
pendientes colgantes que llevaba. Había aparcado el coche lo más lejos
posible de la casa de Eddie, oculto en la penumbra junto a un contenedor.
La fiesta apenas había empezado; desde donde estaba aún parecía
medianamente civilizada y, aunque la música estaba alta, no era
ensordecedora. Todavía no. Observé las caras de la gente que se había
desvivido por atormentarme conforme pasaban, estaban risueñas y
sonrientes, dispuestas a divertirse como nunca.
—Esta es una idea terrible —me dije.
Pero no podía dejar pasar esta oportunidad. Después de que Eddie me
invitara en la cafetería y delante de todo el mundo, la gente empezó a
preparar la retirada. Había podido concentrarme en las dos últimas clases
del día, y el alivio había sido tal que me había dejado atolondrada.
Todavía no había estado segura de si ir o no, podría haber sido una
trampa o una encerrona, pero entonces Blayze me envió un mensaje
informándome de que Eddie y él lo habían ideado juntos y que él estaría en
la fiesta. Con él y Eddie, dijo, yo estaría a salvo. Eso casi me había
convencido, pero no significaba que fuera una buena idea. No fue hasta que
llegué a casa y vi que no había cartas nuevas en el porche que decidí venir.
Si algo tan simple como una invitación a una fiesta podía detener a mi
acosador, sería una idiota si no aceptaba.
Pero ahora me sentía como un idiota de todos modos mientras una
persona tras otra entraba en la casa de Eddie; todas ellas habían sido
partícipes de mi castigo diario. No vi ni una sola cara neutral entre ellos,
tampoco es que quedaran muchas de estas. Acosarme se había puesto de
moda. Me sonó el móvil, haciéndome dar un respingo.
Te veo, me escribió Blayze. Entra. Estoy aquí mismo. Te cubro las
espaldas.
Respiré hondo y abrí la puerta. Para alivio mío, nadie me miró. Me
había vestido con sencillez, para no llamar innecesariamente la atención:
llevaba un crop top oscuro y vaporoso sobre una camiseta negra de tirantes
ajustada y unos leggings tupidos de cintura alta. Sin adornos ni brillos, sólo
sombras cubriéndome el cuerpo. Respiré hondo en la oscuridad y me atreví
a atravesar el charco de luz amarilla.
La tensión chisporroteaba en el aire y aumentaba cuanto más me
acercaba a la casa. El ambiente estaba cargado de expectación. Unos ojos
brillantes se centraban en la puerta principal, atentos a la guarida de delicias
que había al otro lado. A mi alrededor flotaba una conversación nerviosa y
agitada, pero no oí mi nombre. No les importaba que yo estuviera allí.
Todos iban buscando pasárselo bien. Me relajé un poco.
Eddie estaba justo en la puerta cuando entré y me saludó con un abrazo
exuberante.
—¡Bienvenida! Me alegro de que hayas venido. Pensé que te cagarías
por la pata, no voy a mentir. Entra. Vamos a ponerte pedo.
Miré a mi alrededor y me topé con los ojos de Blayze. Estaba al otro
lado de la habitación, con los brazos echados con descuido sobre los
hombros de Sam. Ella hablaba animadamente de algo, gesticulando y
riéndose. Él respondía en consecuencia, pero sus ojos permanecían fijos en
los míos. Sam debió de darse cuenta, porque se interrumpió a media frase y
miró por encima del hombro. Cuando sus mirada se encontró con la mía, los
ojos brillaron con intensidad y, rápida como un látigo, se volvió hacia
Blayze, tiró de su cabeza hacia abajo y lo besó profunda y agresivamente.
No necesité ver mucho más que eso. Sabiendo que el auto tortura es el peor
de los tormentos, no dejé de apartar la mirada.
La sala central, donde había estado la pista de baile la última vez, se
econtraba muy iluminada. El equipo de sonido estaba apoyado contra una
pared, mirando hacia el espacio vacío. Unas cuantas personas hojeaban el
catálogo de música de Eddie, discutiendo sobre qué poner. Eddie sonrió,
sacó su teléfono del bolsillo de la bata que llevaba y pulsó unos cuantos
botones. Al instante, un fuerte ritmo tecno sacudió el suelo y las luces se
tiñeron de púrpura. La gente se miró entre sí durante un segundo y luego
uno de ellos asintió hacia Eddie. Todos se encogieron de hombros y
empezaron a bailar.
Lo miré, ligeramente asombrada por la influencia que ejercía sobre
aquella gente. Él mee guiñó un ojo, sonriendo.
—Así van las cosas, nena. Yo tengo el poder aquí. Tú también podrías
hacer lo mismo, ¿sabes?.
Enarqué una ceja y solté una pequeña carcajada.
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
Me pasó un brazo por los hombros y me acercó a él. Me puse tensa,
pero no me aparté. Estaba aquí bajo su protección. Cabrearlo sería una mala
idea, sin duda.
—Si te juntas con el rey, te conviertea en reina, ¿no? Debo decir que me
impresionó cómo te manejaste con Blayze. Él no es hombre de una sola
mujer, pero no lo vi ni mirar siquiera a otra chica cuando estaba contigo.
Me hizo sentir curiosidad.
—¿Curiosidad... en qué sentido? —pregunté, intentando que no se
notara mi nerviosismo.
Me dio la vuelta y me inmovilizó contra la encimera. Bajando más la
mano, me agarró ligeramente de las caderas, dejando un mínimo espacio
entre nosotros. Sin embargo, su mirada sí se clavó intensamente en la mía.
—Tengo curiosidad por ver qué es lo tienes que hace que se quede —
susurró—. Si a su hermano no lo hubieran metido en el trullo de esa forma,
creo que Blayze habría intentado casarse contigo. Nunca me pareció de los
que se casan. Ahora quiero saber por qué.
Negué con la cabeza, abriendo la boca para decirle que no lo sabía, pero
no tuve oportunidad. Ahogó mis palabras con su boca, besándome como si
yo tuviera la cura de su veneno. Me quedé paralizada y aturdida, lo que sólo
hizo que se apretara aún más contra mí. Tenía el pecho desnudo, salvo por
las cadenas de oro y plata que llevaba al cuello, y los pantalones le colgaban
de las caderas. El calor se extendió desde su garganta hasta su entrepierna
mientras me besaba y empujaba su pelvis contra la mía.
Moví las manos entre nosotros y le aparté con suavidad, pero con
firmeza. Pero yo era una mariposa y Eddie un muro de ladrillos, no cedía.
Se resistió, me abrazó con más fuerza y me besó con más dureza. Apreté los
dientes, impidiendo que su lengua invadiera mi boca, y luché por bajar la
barbilla. Viéndose bloqueado, se apartó ligeramente, respirando con
dificultad. Tenía los labios rojos y los ojos oscuros y lujuriosos. Las manos
que tenía en las caderas ahora me apretaban con tanta fuerza que me
aplastaban.
—Sabes a gloria —habló con voz ronca—. No me extraña que Blayze
no tuviera suficiente.
Sonreí con fuerza.
—¿Dijiste algo de beber?
Se golpeó la frente.
—¡Soy un idiota! Sí, nena, no te preocupes. Ahora vuelvo.
Cuando por fin se alejó, exhalé un gran suspiro y me llevé las manos al
estómago que sentía hecho un nudo. La tensión me recorría el cuerpo y me
hacía sentir nauseas. Eddie estaba bueno y era poderoso. Estar con él me
daría la misma protección que estar con Blayze, puede que incluso más. No
estaría traicionando a Blayze porque él había vuelto con Sam, y parecía
querer seguir así. Eddie era mi mejor opción para mantenerme a salvo hasta
la graduación.
Pero estábamos hablando de Eddie. Era un rey, bueno, un rey de
actividades delictivas y una vida sexual ajetreada. Su poderosa personalidad
y todo lo que conllevaba me convertirían en alguien que ni siquiera
reconocería. Podía sentirlo. No estaba acostumbrado a que le dijeran que
no. Ni siquiera parecía pensar que fuera una posibilidad, por la forma en
que se acercó a mí. La cabeza me iba a mil. Nadie me había dicho cómo
tratar con el líder de la manada cuando estaba rodeada de lobos
hambrientos. Cerré los ojos, deseando no haber venido aquí nunca.
—¿La habitación ya te da vueltas, peso pluma? —La voz de Sam me
hizo abrir los ojos. Había entrado en la cocina con una mano metida en el
bolsillo trasero de Blayze. Todo en su postura lo reclamaba como suyo, y
sus ojos me retaban a desafiarla.
—No —dije.
—Se ha mareado de tanta pasión —dijo Eddie con una sonrisa burlona.
Blayze apretó la boca y lanzó a Eddie una mirada furiosa. Eddie le
devolvió la sonrisa.
—¿Qué queréis de beber, tortolitos? —les preguntó.
—Ya sabes lo que me gusta —dijo Sam, sonriendo como un gato—.
Cogerme un buen pedo.
—Un lanzacohetes apocalíptico se acerca —dijo Eddie—. ¿O que sean
dos? Blayze, ¿tú qué quieres? —Había un doble sentido en su tono. Sam
también lo había oído. Entrecerró los ojos, inclinando la cabeza hacia arriba
para verle la cara a Blayze. Él no me miró. Hizo que algo se rompiese en mi
corazón.
—Sólo una cerveza —respondió Blayze.
Eddie sonrió como un tiburón, con los ojos brillantes.
—Eso pensaba. —Les pasó sus bebidas y volvió a rodear la encimera
para ponerme una copa en la mano—. Y un tequila sunrise para la señorita
—dijo en un gruñido bajo mientras apoyaba su frente contra la mía—.
Llámalo presagio.
Me puso las manos en los hombros y las deslizó lentamente por mi
cuerpo, acercándose a mí. Cuando enterró la cara en mi cuello y me puso
las manos en el culo, me bebí la copa de un solo trago. Miré de reojo a
Blayze y vi que sus orejas ardían de un rojo oscuro y furioso, pero su rostro
estaba inexpresivo. Sam apretó las caderas contra él y le recorrió la
columna con los dedos.
—Quiero bailar —gimoteó.
—Pues vete a bailar —dijo Blayze brevemente.
Ella jadeó, dándole una ligera bofetada.
—¿Yo sola? Blayze, capullo, ven a bailar conmigo.
Le vi irse y la impotencia me subió al pecho. Eddie se movía al ritmo de
la música, bailando sugerentemente contra mí y respirando con agitación
contra mi piel. Mi cuerpo reaccionó de forma confusa: tenso por la ansiedad
que sentía en el pecho y relajado por el alcohol y la reacción física entre mis
caderas. Me lo quité de encima y me aparté a un lado, dejando un espacio
entre nosotros que él intentó cerrar al instante.
—Espera —dije—. No estoy preparada para todo esto, Eddie. Apenas te
conozco.
Soltó un bufido.
—Todo el mundo me conoce —dijo—. Soy el rey. Este es mi reino.
¿Qué más necesitas saber?
Todo. Los detalles se agolpaban en mi cabeza, rebotando de la ansiedad
y perdiéndose en charcos de alcohol, y me hizo dudar un segundo de más.
Eddie asintió como si entendiera algo.
—Ya veo —dijo—. Aun estás colgada por Blayze. Está bien, lo
entiendo. Pero no vale la pena que te molestes con él, créeme. He visto a
ese tío hacer que Sam las pase putas durante años. Tú te mereces algo mejor
que eso. Eres una princesa de nacimiento, destinada a ser reina. Yo tengo un
imperio, Arlena. ¿No quieres formar parte de eso?
Parpadeé.
—¿Q-qué clase de imperio?
Sonrió como si hubiera ganado un premio. En realidad, sólo quería que
siguiera hablando el tiempo suficiente para encontrar una manera de salir de
esta.
—Eso es un secreto —dijo—. Uno que conoce sólo la gente más
cercana a mí. Ninguna chica ha sabido nunca lo que hago cuando no me las
estoy haciendo a ellas. Ni una sola. ¿Pero tú? Tú eres inteligente. Tienes
contactos. Haces preguntas y piensas las respuestas, y eres discreta. —
Volvió a acercarse a mí y me puso una mano en el hombro, pasándome el
pulgar por la garganta. Tragué con fuerza mientras el corazón me latía
dolorosamente deprisa.
—Sé que te perjudicaron los rumores sobre tu padre —habló en voz
baja—. Toda esta peña es corta de miras. No lo pillan. Castigarte por lo de
tus padres puede hacerles sentir mejor durante un tiempo, pero no ven lo
útiles que pueden ser esos contactos.
Me di cuenta de sus intenciones y la cabeza me dio vueltas como un
trompo.
—Quieres estar conmigo porque quieres una cortina de humo y un espía
—solté—. Quieres un walkie-talkie con patas.
Hizo una mueca, echó la cabeza hacia atrás y volvió a posar su frente
sobre la mía.
—No, nena, no. Quiero una reina. Alguien que pueda moverse conmigo
por círculos más grandes y mejores. Alguien culta e inteligente. Una socia
dentro del negocio. Valdrá mazo la pena, Arlena. No te haces una idea. Ya
tengo más dinero del que podría gastar en diez años. Contigo a mi lado,
seremos más ricos de lo que te puedas imaginar en tus sueños más salvajes
para siempre. Seremos intocables. Seremos... seremos dioses.
Ahora estaba temblando. Temblando de verdad.
—¿Por qué has esperado tanto para preguntarme esto? —pregunté.
—Porque sabía que no estabas preparada —dijo con suavidad—.
Todavía te asusta mi mundo. Puedo verlo en tu preciosa carita. Pero te da
más miedo estar sola en este lugar, rodeada de gente que sólo ve la amenaza
que representas. Créeme, nena, una vez que estés conmigo, todo eso
desaparecerá.
No habría más acoso. Ni más acosadores. Ni más ansiedad por ir al
instituto. ¿Pero a qué precio? Sabía que no estaba metido en nada ni
remotamente legal, y no sólo me estaba pidiendo que hiciera la vista gorda.
Quería que formara parte de ello.
Una chica risueña entró a trompicones en la cocina, cogió una botella y
volvió a salir. Era joven. Joder, era jovencísima. Si no estuviera tan nerviosa
como estaba, probablemente no me habría dado cuenta. Su cara se habría
convertido en un borrón junto con todas las demás caras, como me pasó la
última vez que estuve aquí y no habría prestado atención a los detalles. Pero
con la incomodidad que sentía en esta situación en particular y al no estar
cerca de la única persona en este sitio que de verdad me cubría las espaldas,
me fijé en los detalles. Las caras que iban y venían. Las voces que se
acercaban antes de desvanecerse bajo el ruido de la música. Quizá era mi
subconsciente buscando a Blayze, suplicándole que volviera y me salvara
de todo lo que estaba ocurriendo y de lo que aún no había ocurrido. Fuera lo
que fuese, me resultaba imposible no fijarme en la chica. No podía tener
más de... quince años.
Sacudí la cabeza.
—No puedo, Eddie.
—Claro que sí. —Su voz era prácticamente un ronroneo.
Metió los dedos entre mi pelo y me echó la cabeza hacia atrás. Volvió a
besarme con calculada ternura y luego profundizó el beso. Estaba contra la
espada y la pared. No quería que me besara, pero una parte de mí sentía que
debía permitirlo de todos modos. Mientras sus labios bailaban sobre los
míos, mantuve los ojos ligeramente abiertos. Ni un minuto después, Blayze
entró en la habitación con el vaso de Sam en la mano y nos miró con furia.
Había dolor tras la furia en sus ojos y me partió el corazón verlo.
Rellenó el vaso y se marchó enfadado. Eddie me soltó, respirando
hondo, y me acarició la cara.
—¿Lo ves? No estoy tan mal, nena. Blayze está bien, pero yo soy mejor.
Tanto como quiero a Blayze, apuesto a que hasta él te admitiría que yo soy
mejor en un montón de cosas. —Mientras decía eso, deslizó una mano por
mi costado y por encima de mis caderas, y luego la aplastó entre mis
muslos. Jadeé cuando rozó mi entrepierna.
—Para. —Me ahogué con las palabras—. No quiero hacer esto.
Se apartó y ladeó la cabeza.
—¿En plan nunca? ¿O sólo necesitas un par de copas más? —Hizo una
pausa, sus ojos se abrieron de par en par, y bajó la voz—. Joder, ¿de verdad
eres virgen? Pensé que Blayze me estaba vacilando.
Me ardía la cara de la humillación. Me ponía enferma que Blayze se lo
hubiera contado a la gente. En ese momento, creo que me alegré de no
haberme acostado nunca con él, segura de que también se lo habría contado
a todo el mundo.
—Bueno, joder. Me tomaré eso como un sí. —Deslizó una mano por la
mía y apretó mis dedos contra sus labios—. ¿Te estás reservando para el
matrimonio? Porque puedo conseguir un acuerdo prenupcial y traer a un
cura aquí como en unos diez minutos.
Sacudí la cabeza frenéticamente. Me sentía como si estuviera atada al
techo de un tren, precipitándome hacia el desastre sin escapatoria.
—No quiero casarme contigo —dije.
Se encogió de hombros.
—Por mí vale. Pero quieres ser mi novia, ¿no? Todo ese poder a tu
alcance. Toda esa protección. Todo esto. —Se señaló a sí mismo, haciendo
una pose de ídolo del rock—. Esta casa sería tuya. Toda la ropa, los coches
y el dinero que pudieras desear. Todo lo que necesitaría de ti es tu lealtad.
Mi cerebro había hecho sonar todas las alarmas en mi cabeza. No podía
decirle que no, no estando aquí, en su casa, en su fiesta y bajo su
protección. La gente ya pensaba que yo era desleal, y él los tenía a todos
comiendo de la palma de su puta mano. Si les decía que fueran a por mí en
su casa, lo harían. No le haría falta tener que ponerme una mano encima él
mismo. Me destrozarían hasta no dejar más que putos pedacitos.
—¿Puedo pensarlo? —pregunté tímidamente.
Esbozó una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—Claro —dijo—, pero no tardes mucho. Es una oferta por tiempo
limitado, nena, y aún queda mucho para que se termine el curso. —Agachó
la cabeza para susurrarme al oído, sentí su aliento caliente y húmedo contra
mi cuello—. Y no creas que dejarán de atormentarte después de la
graduación. Aquí la gente no olvida. Si vas a seguir viviendo aquí, será
mejor que arregles esa reputación tuya mientras puedas. Una vez acabado el
instituto, la gente va a por todas.
Me guiñó un ojo, me rellenó el vaso y desapareció en la parte delantera
de la casa para hacer de anfitrión. El corazón me galopaba en el pecho y me
temblaban las manos. El miedo me nublaba la mente y se colaba por todos
los recovecos. Me aterrorizaba tanto decir «sí» como decir «no». Tenía la
sensación de que lo más inteligente sería rechazar a Eddie. Pero a la vez
también la opción más estúpida. No a menos que le dijera a mi madre que
«sí» tenía que largarme por patas de este sitio. Necesitaba a Blayze. Dijo
que me cubriría la espalda esta noche y, más que nada, necesitaba
exactamente eso.
Sin dudarlo más, salí de la cocina y fui en su busca. Lo encontré en una
habitación pequeña y oscura junto a la entrada. Estaba sentado en el sofá
con Sam a horcajadas en su regazo, bailando al ritmo de la música y
chupándole la cara. Me quedé de pie, incómoda, preguntándome si habría
alguna posibilidad de que se separara pronto, al menos antes de que Eddie
volviera y me reclamara como tanto deseaba. Había otras personas en la
habitación con Blayze, la mayoría de ellas haciendo algo parecido.
—Únete o pírate —siseó un tío, y luego agitó el brazo como
invitándome a incorporarme al abrazo que compartía con otras dos mujeres.
Le tomé la palabra y me piré, huyendo hacia la cocina mientras intentaba
combatir el martilleo que me asaltaba la cabeza.
Aquí no encontraría ninguna ayuda. Esto tenía que resolverlo yo misma.
¿Por qué Blayze no me había advertido de que Eddie tenía los ojos puestos
en mí? Podría haber estado preparada y podría haber sopesado mis opciones
de antemano. Ni siquiera quería sopesar una sola de esas malditas
opciones, pensé con rabia. No quería a Eddie. Punto. A quien quería era a
Blayze. Quería sentir mariposas que me bailaran sin parar en la boca del
estómago. Quería besos que se asemejaran a la caricia de una pluma
alrededor de mi corazón. Y aunque hubiera algún universo ahí fuera en el
que me inclinara por decir que «sí» a Eddie, seguiría sin sentir ninguna de
esas cosas. Eddie no sería amable ni paciente conmigo como lo había sido
Blayze. No esperaría a que me pensara las cosas ni trataría de proteger mi
inocencia. Me tocaría siempre que quisiera, me pondría en situaciones
incómodas y me obligaría a tomar decisiones imposibles con una copa en la
mano.
Inspeccioné la puerta, preguntándome lo difícil de cojones que sería
salir corriendo. Había tanta gente allí que parecían guardias en vez de
fiesteros normales y corrientes. Entre ellos estaban las mismas personas que
estaban de acuerdo en hacerme bullying sin ningún reparo. Decidí que
incluso pasar por su lado era mejor que pasar un minuto más aquí. Poniendo
un pie delante del otro, intenté abrirme paso entre la multitud.
—¿Te vas tan pronto? —Oí decir a alguien.
Levanté la cabeza para ver una cara que no reconocía.
—Lo siento.
—La fiesta acaba de empezar. —Cruzó los brazos delante del pecho ,
pareciendo más alto y ancho de lo que ya era. Algo en su tono me sonaba a
amenaza y, sabiendo que no debía quedarme a averiguarlo, di un paso atrás.
—No, sólo estaba... ¿Has visto a Eddie? Se suponía que vendría a
buscarme hace un rato y... —Ya lo estaba usando como defensa. Me sentía
como una traidora. Me sentía como una tonta. Me sentía atrapada.
Furiosa conmigo misma, con Blayze, con Sam y, sobre todo, con Eddie,
me dirigí a la cocina y me preparé la copa más floja conocida por el
hombre. Me la bebí de un solo trago y me preparé otra.
En retrospectiva, fue una estupidez. Dividir una gran cantidad de
alcohol en diferentes copas te emborrachará tanto como beberlo todo de
una.
Capítulo

Veintiuno

Blayze

Hacía horas que no veía a Arlena, pero Eddie me había prometido que la
vigilaría. El problema era que tampoco había visto a Eddie desde hacía
horas. La idea de que se la llevara a la cama me revolvía el estómago.
Nunca le dije que acercarse a ella estuviera prohibido. Y, para ser honesto,
era mi culpa que fuera tras ella. Podría haber dicho algo en la cocina, pero
eso habría hecho que Sam sospechara más de lo que ya sospechaba.
No es Sam que estuviera pensando en nada en ese momento. Estaba
tumbada en mi regazo, durmiendo la mona y con la boca abierta y
babeando. Se había quedado rendida bailando sobre mí, utilizando todos los
trucos que conocía para conseguir que la follara. En otras circunstancias,
podría haber conseguido lo que quería. Pero esa noche no funcionó.
Había varias razones por las que no mojaba el churro. Primero, se había
emborrachado demasiado rápido. No me va liarme con borrachas. Segundo,
Arlena estaba allí. Las fiestas en casa no son exactamente privadas. No
dejaba de imaginarme enterrado hasta las pelotas dentro de Sam y que
Arlena nos pillara en pleno acto. El solo imaginarme la expresión de su cara
me partió el puñetero corazón. Y luego estaba la razón número tres: aunque
Sam y yo técnicamente estábamos juntos de nuevo, no me había acostado
con ella. No era capaz de hacerlo, por más que ella me presionara, porque lo
único que veía cuando me besaba era la cara de Arlena. No la había
superado. Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando estaba furioso con ella
por haberme mentido. Seguía siendo la primera persona en la que pensaba
cuando me despertaba por la mañana y la última en la que pensaba antes de
irme a dormir, y en cien mil momentos más entre medias. En aquel
momento, con Sam desmayada sobre mí, sólo podía pensar en cómo
despedazaría a Eddie si le hacía daño a Arlena. Cómo lo destriparía si se la
follaba. Cómo la odiaría si de verdad deseaba a Eddie.
La música paró y nadie volvió a ponerla en marcha. La nube de humo se
había disipado y todos los sonidos de fondo de gente bebiendo y bailando se
habían apagado. La fiesta había terminado. Me aparté de debajo Sam y la
tapé con una manta. Ella gimió y se dio la vuelta, apoyando la cara en el
respaldo del sofá, y se echó a roncar, lo que hizo evidente que estaba
totalmente cao.
Me arrastré por la casa, pasando por encima de alguna que otra persona
desmayada en el suelo, esquivando charcos de líquidos desconocidos e
intentando no pensar en por qué se me pegaban los zapatos al suelo. Arlena
no estaba en la parte delantera de la casa ni en la pista de baile. Tampoco
estaba en la cocina ni en la sala de juegos de la planta baja. El corazón me
palpitaba de forma enfermiza. Los cuartos de cultivo y los almacenes
seguían cerrados, así que tampoco estaba en ninguno de ellos. Saqué el
móvil y le envié un mensaje. No contestó.
La llamé y tampoco contestó, pero en el silencio de la fiesta oí que
sonaba su tono. Seguí el sonido hasta el gran cuarto de baño que había junto
a la sala de juegos y llamé a la puerta. No oí ni un solo ruido dentro.
Maldije en voz baja e intenté abrir la puerta. El pomo giró fácilmente en mi
mano y la abrí con cuidado. La rabia crepitaba en mi cabeza como fuegos
artificiales, luchando contra una abrumadora oleada de preocupación.
Arlena estaba tumbada en el frío suelo del cuarto de baño, con los
brazos y las piernas en unos ángulos de lo más incómodos. Tenía los
leggings torcidos, como si la hubiera vestido otra persona, ya camiseta de
tirantes estaba arrugada. Todo aquello podía tener su explicación en haber
intentado ir al baño estando borracha, pero las palabras garabateadas en su
piel con rotulador permanente rojo no.
Puta. Zorra. Zorra estúpida. Soplona. Besa maderos. Lamebotas. Las
pintarrajeadas no tenían fin, le cubrían la cara, las manos, el vientre, el
cuello... Algunas palabras desaparecían bajo su ropa. No quería saber hasta
dónde llegaban; en mi estado actual, saberlo habría bastado para
convertirme en un asesino sin ningún blanco.
¿Esto es a lo que llamas protección, Eddie?
Estaba enfadado. Lívido. Listo para partirle la cara a Eddie por no
cuidar de ella. Aunque la verdad era que yo era igual de culpable, joder. Se
suponía que debía cuidarla y ¿dónde diablos había estado?
La levanté del suelo y le tomé el pulso. Era rápido y ligero, como su
respiración. La arrastré hasta la bañera, encendí la ducha con agua fría y la
metí dentro. No hubo reacción alguna de su parte durante un par de largos
segundos, luego jadeó y abrió los ojos un instante antes de vomitar. Esperé
pacientemente, sin decir nada, mientras ella purgaba lo que parecía un litro
de alcohol puro por el desagüe de la bañera. Cuando terminó, cerré el grifo,
la saqué de la bañera y la envolví en una toalla grande de playa.
Se tambaleaba sobre sus pies y se apoyaba con pesadez en mí. Tenía que
hacer algo con ella. Pensé en llevarla a la habitación donde Eddie me dejaba
dormir, pero lo pensé mejor. Sam acabaría despertándose y vendría a
buscarme. Si veía a Arlena en mi cama, conmigo o sin mí, la mataría y yo
tendría que matar a Sam.
No quería llevar a Arlena a casa. No sería capaz de irse a la cama por
sus propios medios, así que tendría que despertar a sus padres. Le echarían
un solo vistazo a su hija y me denunciarían a la policía. Eso no sólo me
jodería la vida, sino que también la convertiría a lo grande en un objetivo
otra vez . No habría manera de hacer que ella no fuera la mala de la
película. La dejarían postrada en una cama de hospital antes de que yo
pudiera pagar la fianza.
Sólo había una cosa que podía hacer, y no me gustaba nada.
—Vamos, Arlena —murmuré—. Te voy a llevar a casa de mi madre.
Parpadeó, pero sus ojos no lograban enfocar nada. No sabía si había
oído o entendido lo que le había dicho, pero me siguió como pudo, dando
tumbos y tambaleándose. Mi intención era utilizar su coche para salir de la
zona antes de que alguien decidiera robarlo, pero cuando salimos a la fría
noche fue evidente que eso no iba a ser posible. Quienquiera que hubiera
garabateado palabras por todo su cuerpo no había estado satisfecho con
parar ahí.
Todas las ventanillas estaban destrozadas y los asientos hechos trizas.
Faltaban la radio y todos los altavoces, y tres de los neumáticos estaban
rajados. Las abolladuras cubrían el coche desde el morro hasta el maletero
como marcas de la viruela, y alguien había pintado con spray acusaciones
de color rojo brillante por todas partes. La mayor de ellas era un gran «zorra
estúpida» garabateado en el capó abollado. Incluso le habían destrozado los
faros.
La miré. Tenía los ojos casi cerrados y estaba apoyada contra mí, sin
mirar nada en particular.
—Vas a tener una resaca de mil demonios —le dije.
La llevé medio a rastras hasta mi coche y la metí dentro, abrochándole
el cinturón y dándole un cubo. Hizo de forma pasiva lo que le pedí y luego
dejó caer la cabeza sobre el brazo, acunando el cubo. Me puse tras el
volante y llamé a Eddie. Contestó, aunque los sonidos de placer femenino
que oí de fondo casi me hicieron desear que no lo hubiera hecho.
—¿Qué pasa? —preguntó sin aliento.
—Tengo que irme ahora mismo —dije, tratando de contener la ira—.
Volveré, pero necesito que cuides de Sam. Y necesito que lo hagas mejor
que con Arlena. Mantenla a salvo por mí hasta que regrese, ¿quieres?
—Sí —dijo brevemente.
Colgué. Necesitaba urgentemente encontrar a gente en quien confiar.
Necesitaba... Dios, necesitaba poner en orden mi puta vida. Enemistarme
con Eddie por esto no era exactamente una opción. No mientras no tuviera
más opción que quedarme en su casa. Además, no era como si él hubiera
causado todo esto. Él hizo su parte al tratar de ayudar a Arlena a deshacerse
de los abusones. Incluso si eso había terminado con sus labios en los de
ella, algo por lo que deseaba con ansia patearle el culo. Pero daba igual,
porque no era asunto mío. Arlena y yo ya no estábamos juntos. Al menos
no se lo había follado. Así que sí. No importa. No es culpa de Eddie en
realidad. Él pensó que todo iba bien, y supongo que cuando Arlena le dijo
que no estaba lista para llevar las cosas a la cama decidió ir a tirarse a
cualquier otra chica, cosa que ya debería haber sabido que pasaría. Ni de
coña iba Eddie a quedarse para cuidar de Arlena cuando había por ahí algún
coño esperando por él. Pero cuando descubriera quién le había hecho esto...
Miré a Arlena, preguntándome si debía volver a por Sam. No podía
imaginarme que aquello acabase bien, las dos borrachas y despertándose a
escasos centímetros la una de la otra. Pero Eddie había demostrado ser una
niñera terrible, y no quería dejar a Sam en una posición vulnerable.
Justo cuando estaba a punto de salir del coche e ir a buscarla, me sonó
el teléfono. Exhalé un suspiro de alivio. Era Sam.
¿A dónde demonios te has ido?
Tengo que ir a casa de mi madre muy rápido. ¿Estás bien?
Estoy bien. Vuelve pronto, tengo sueño y estoy aburrida.
Ve a dormir a mi cama. Nadie te molestará ahí arriba, pero cierra la
puerta de todos modos.
Oc.
El temido «oc». Me invadió un cansancio que no tenía nada que ver con
lo tarde que era. Sam era agotadora, y yo era agotador cuando estaba con
ella. Las constantes discusiones y competencia me estaban agotando. Estar
con ella sólo me era cómodo cuando había sido a lo que estaba
acostumbrado. Después de pasar tanto tiempo sin complicaciones con
Arlena, mi tolerancia a las tonterías dramáticas de Sam había tocado fondo.
Sin embargo, ella todavía me importaba. Así que crucé los dedos para que
ese «oc» significara que haría lo que le había dicho. No es que la casa de
Eddie fuera peligrosa, per se. Es sólo que los hombres que entraban y salían
de esa casa... a veces no buscaban nada bueno, yendo a por drogas y tetas
donde esnifarlas.
Arlena seguía en ese estado crepuscular de inconsciencia, pero ya no
vomitaba. Su respiración se había estabilizado y su piel estaba fría al tacto,
lo cual era un alivio. Llamé a mi madre por el manos libres mientras salía
del callejón de Eddie y me dirigía hacia la calle.
—Estoy trabajando —respondió ella con brusquedad.
—Bien —dije—. Entonces no tendrás problema en que mi amiga se
quede en tu casa esta noche.
—¡Chico, mantén a tus amigos los yonquis alejados de mi puñetera
casa!
—No es ninguna yonqui —dije con firmeza—. Ha bebido demasiado y
no quiero dejarla en casa de Eddie. Es buena gente.
Mi madre resopló.
—Claro que sí. Porque beber en casa de Eddie es lo que hace la buena
gente.
—Fue culpa mía —dije—. Yo la convencí.
—¡Entonces llévatela a tu casa! No quiero a ninguna guarrilla potando
sobre mis cosas.
Apreté los dientes.
—No tengo casa, ¿recuerdas? Damon está en la cárcel, no podía pagarla
yo solo.
—¿Y de quién es la culpa? Si te consiguierais un trabajo en vez de estar
todo el día haciendo el puto vago en la escuela, podrías pagar el puñetero
alquiler. No es mi culpa que estéis metidos en marrones.
—No he dicho que lo fuera —dije con impaciencia—. Mira, ¿puedo
llevarla o no? Me estoy quedando sin opciones.
No dijo nada durante un minuto.
—¿Por qué no te la llevas a su casa? Tiene casa, ¿no? ¿O es una
vagabunda como tú?
Respiré hondo por la nariz y expulsé el aire lentamente por la boca.
—No puedo llevarla a casa en este estado. Sus padres se volverían
locos.
—Bien, igual así le dan una paliza y le enseñan a no beber más de la
cuenta.
—¿Cuándo sales del trabajo? —pregunté, rápidamente harto de esta
conversación.
—¿Y a ti qué te importa?
No dije nada, me limité a esperar. Al cabo de un momento, suspiró.
—Salgo a las seis. Eso es dentro de cuatro horas, por si se te ha
olvidado cómo contar. Si llego a casa y tú o tu amiguita estáis en mi piso,
llamaré a la policía y haré que os arresten a los dos por allanamiento.
—Entendido. Adiós, mamá.
Colgó y yo seguí conduciendo con la mirada fija en la carretera. Arlena
se incorporó sin fuerzas, con los ojos muy abiertos y terriblemente triste.
—No pasa nada —habló con palabras entrecortadas—. Puedes llevarme
a casa. Les diré que... —Se interrumpió y se llevó una mano a la cabeza
como si le doliera pensar.
—Exacto —dije—. No hay nada que puedas decirles. No hay forma de
darle la vuelta a la tortilla a esto sin echarnos nosotros mismos a los leones.
Me miró con el ceño fruncido y aspiró profundamente.
—¿Por qué ibas a echarte a los leones?
Bajé la visera delante de ella y le señalé el espejo. Se miró la cara y
jadeó con dureza.
—¿Quién me ha hecho esto?
—La misma persona que te destrozó el coche, supongo. —Volví a
colocar la visera en su sitio.
Cerró las manos en puños.
—¿Alguien me ha destrozado el coche? ¿Está muy mal?
—Está hecho una mierda —dije.
—Ay, joder. —Enterró la cara entre las manos y se acurrucó contra el
asiento—. ¡Creía que se suponía que esta fiesta que iba a arreglar las cosas!
—Creí que las arreglaría. De verdad que sí. Nadie desafía a Eddie y
mucho menos en su propia casa. Si estás allí por invitación suya, estás bajo
su protección. Cuando Eddie averigüe quién ha hecho esto... —Me corté
con un movimiento de cabeza. Ella no necesitaba saber hasta dónde llegaría
la venganza de Eddie—. Bueno, no irán a más fiestas, eso te lo aseguro.
Una única lágrima salada le resbaló por la cara.
—No importa —dijo—. No podrá encontrar a quien lo hizo. Nosotros
no pudimos y llevamos semanas y semanas intentándolo. Creo que… ya es
hora.
Estudié su cara, esperando que no estuviera pensando lo que sospechaba
que estaba pensando.
—¿Hora de qué?
No se atrevía a mirarme.
—Es hora de hacer lo que todos piensan ya que hice. Igual de verdad
tengo que decirles a mis padres lo que ha estado pasando. No dejaré que te
culpen, Blayze. No has hecho nada malo.
Sacudí la cabeza.
—No estás pensando con claridad. Si se lo cuentas a tus padres,
llamarán a la policía. En cuanto eso pase, se acabó. Nadie va a dejar correr
esto.
—¿Y? —gritó la pregunta—. ¡Nadie lo deja correr ahora mismo
tampoco, Blayze! Esto va a seguir hasta que haga que pare o me muera.
¡Han aniquilado mi coche! Han asaltado mi cuerpo. ¡Había un maldito gato
muerto en mi porche el otro día con mi nombre escrito en él! Tú y yo no
hemos llegado a ninguna parte tratando de averiguar quién es. Eddie quiere
que sea su novia. Parece creer que es la única forma de que llegue viva
hasta la graduación. ¿Y si tiene razón? ¿Y si la única forma de que
sobreviva es vender mi moral y mi lealtad a Eddie? —Apretó los ojos y se
estremeció.
Parpadeé.
—Por un momento medio pensé que te gustaba Eddie.
Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos y expresando una total
incredulidad.
—¿Pensaste que me gustaba Eddie?
Le lancé una mirada.
—¡Estuviste enrollándote con él durante horas!
Volvió a estremecerse y traté de no ver las lágrimas que empañaban sus
ojos.
—Sí, bueno, tampoco es que me diera exactamente opción materia
negarme.
La rabia estalló en el fondo de mi cerebro junto con un maldito
pensamiento muy oscuro. Un pensamiento que no quería tener.
—¿Arlena, él no te…?
Ella negó con la cabeza.
—No. Le dije que no quería y se echó atrás. O sea, sí seguía intentando
convencerme de que fuera su reina, signifique lo que signifique eso, pero
prácticamente me dejó en paz. Estaba muy borracha la siguiente vez que lo
vi, y volvió a sacar el tema... —Hizo una pausa, como si intentara recordar
algo, y luego se estremeció. En voz más calmada, como si intentara
descifrar sus pensamientos en voz alta, dijo—: Creo que le dije que iba a
volver a ser tu novia en cuanto pudiera deshacerme de Sam. Me felicitó y
pasó a la siguiente chica.
Me miró con disculpa.
—No estoy planeando deshacerme de Sam de verdad —dijo—. Ni
siquiera sabría cómo hacerlo. Pensé que, si le decía que era tuya, me dejaría
en paz. No sé. Fue una estupidez, estaba asustada y...
Asentí lentamente con la cabeza a pesar de que el corazón se me
aceleraba.
—No fue ninguna estupidez. —Quería preguntarle si eso era lo que
quería, ser mía, pero aún estaba bastante achispada y no habría podido
fiarme de su respuesta.
—Supongo —dijo con un suspiro—. Pero no me sirvió de mucho. Igual
alguien me oyó y decidió que ya no estaba bajo la protección de Eddie.
Sacudí la cabeza.
—No deberías tener que follarte a Eddie para estar a salvo, eso es una
gilipollez.
Sonrió con tristeza.
—Y tú no deberías tener que quedarte en casa de Eddie para tener un
techo sobre tu cabeza. Eso también es una gilipollez. ¿Qué demonios le
pasa a tu madre?
Me encogí de hombros.
—Nunca le ha gustado mucho el tema de los estudios.
—Más bien parece que no le gusta mucho el tema de la maternidad.
Me reí entre dientes.
—Se podría decir que sí. Nuestro padre se esfumó cuando yo tenía tres
años y Damon cuatro. Tenía que tener dos trabajos para mantenernos y
darnos de comer, y odiaba cada segundo de ello. Cuando Damon cumplió
nueve años, le regaló una botella de limpiacristales y un montón de trapos.
Le dijo que saliera a la calle y se ganara la comida.
Arlena se quedó boquiabierta y abrió mucho los ojos. Me encogí de
hombros, incómodo.
—Necesitábamos el dinero. Hizo lo mismo cuando yo cumplí nueve
años, pero me daban miedo los coches, así que empecé a lavar las ventanas
de las casas de la gente. Ganaba más que Damon, había una pequeña
comunidad de jubilados y todas las señoras me adoraban, así que intenté
que Damon viniera conmigo, pero ya había empezado a dedicarse a otras
cosas.
—¿Qué otras cosas? —preguntó vacilante.
Solté un suspiro.
—No quiso decírmelo en ese momento, pero lo hizo más tarde.
Supongo que mientras estaba trabajando en una esquina, llamó la atención
de un tío que le ofreció veinte dólares al día por llevar y traer una mochila.
El tío le daba la mochila y dos direcciones. En la primera dirección, debía
entregar la mochila y esperar. Cuando se la devolvían, debía llevarla a la
segunda dirección, donde el tío le estaría esperando.
Frunció el ceño.
—¿Qué había en la mochila?
—Drogas —dije sin rodeos—. Esto fue cuando los policías estaban
empeñadísmos en detener a la gente para registrarlos. A nadie le interesaba
cachear a un niño pequeño. El tipo que lo contrató le dijo que no se
preocupara por lo que había en la mochila, pero Damon era un chico
curioso. Se dio cuenta de qué iba el tema en su segunda entrega. En cuanto
vio cuánto dinero movía, presionó al tío para que le subiera el sueldo.
Empezó a traer a casa un par de cientos cada semana.
—Madre mía —susurró Arlena—. ¿Lo sabía tu madre?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Nunca la oí preguntar. Simplemente contaba el dinero que
traía a casa y me decía a mí que era mejor que me pusiera al día con él.
Damon se ofreció a presentarme a su chico, pero no quise.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. Se me ocurren un millón de razones,
pero quiero saber por qué no lo hiciste.
Le sonreí.
—Porque me caían bien mis jubiladas —dije—. Me daban galletas y
abrazos y me dejaban ver dibujos animados cada vez que me tomaba un
descanso. Me daban buenas propinas y siempre me decían que me guardara
algo de dinero en el zapato para que mi madre no se lo llevara todo. Eran
amables conmigo. Lo necesitaba. —Suspiré mientras la tristeza me oprimía
el pecho—. Damon también lo necesitaba. Él creía que no, pensaba que era
demasiado duro para todo eso, pero lo necesitaba.
Arlena se abrazó las rodillas contra el pecho y miró con tristeza por el
parabrisas.
—Se supone que los padres tienen que quererte —dijo en voz baja—.
Protegerte. Mantenerte. No debería haberos tratado así.
—Lo sé —dije—. Pero lo he superado. Va en serio. Ella es cómo es, y
no va a cambiar. Antes intentaba llevarme con ella, averiguar qué podía
hacer para que se sintiera orgullosa de mí. Pensaba que podía hacer que se
interesara por mí.
—Eso es horrible —susurró Arlena—. Te han arrebatado la infancia.
—Eso pensé una vez —dije—. Pero luego eché cuentas y llegué a una
conclusión.
—¿Echaste cuentas?
Asentí con la cabeza.
—El año que Damon cumplió quince años, mi madre tuvo una crisis el
día de su cumpleaños. Le decía sollozando a su amiga que su vida se había
acabado, que ya era una vieja porque iba a cumplir treinta.
Arlena frunció el ceño un segundo y a continuación sus ojos se abrieron
de par en par.
—¿Os tuvo cuando tenía quince y dieciséis años?.
—Sí —dije—. Y nunca conocí a mis abuelos. Mi padre esperó hasta
que ella tuvo diecinueve años, apenas edad suficiente para firmar un
contrato de alquiler por su cuenta, antes de abandonarla. Sí, a Damon y a mí
nos arrebataron la infancia. Pero a ella también. Ella nunca lo ha superado.
No sé si alguna vez lo hará. Está resentida conmigo, con mi hermano y con
mi padre porque nunca llegó a tener una juventud.
Arlena se quedó callada mucho rato.
—Eso no quiere decir que lo que hizo esté bien —dijo.
—No —acepté—. Pero lo explica. Puedo perdonar muchas putadas si
entiendo de dónde viene.
—Ah —dijo ella—. ¿Es por eso que sigues aguantando a Sam?
Me eché a reír.
—Supongo que sí. Sé cómo hablar con ella. Se parece mucho a mi
madre... o a como habría sido mi madre si no se hubiera quedado
embarazada cuando lo hizo.
Arlena exhaló un suspiro.
—Bueno, pues no molestemos a tu madre, entonces —declaró—.
Llévame a casa.
—Arlena, venga ya. ¿Qué pasa con tus padres?
Se rió por lo bajo.
—No van a echarme a la calle, ni a pegarme, ni a hacer que me
detengan por allanamiento de morada. Tampoco te harán nada malo a ti en
cuanto les diga que tú eres la razón por la que estoy bien. Tienes que
entender una cosa, Blayze: mis padres me deseaban con desesperación.
Gastaron decenas de miles de dólares en tratamientos de fertilidad sólo para
tenerme. Puede que ir a una fiesta depravada en una casa y que me
destrocen el coche sea lo peor que he hecho nunca, pero sé con absoluta
certeza que estaré a salvo en casa con ellos.
Una envidia profunda y punzante luchaba en mi interior con una ligera
alegría. Habría matado por contar con ese tipo de seguridad mientras crecía.
Maldita sea, habría matado por contar con ese tipo de apoyo en ese mismo
momento. Arlena no era la única que estaba metida en un lío, y yo no sabía
cómo desenredar mi embrollo más de lo que sabía cómo sacarla a ella del
suyo.
—¿Quieres que entre contigo? —pregunté mientras daba la vuelta al
coche para dirigirme a su casa.
Respiró hondo y soltó el aire.
—No —aseguró—. Pero, por favor, acompáñame a la puerta. Y… una
cosa más.
—¿Sí?
—Voy a contarle a mis padres lo del coche. Querrán interponer una
denuncia. La compañía de seguros va a necesitar eso como prueba de que
no fui yo quien lo hizo. Si lo hago ahora, enviarán a la policía a casa de
Eddie. Lo más seguro es que vayan a investigar, llamar puerta por puerta,
ver si alguien ha visto algo. Te lo digo para que le avises, para que no
piense que intento meterle en problemas.
Fruncí el ceño, pensando en ello.
—Pero es un problema —le dije—. Un problema de los gordos. Si la
policía empieza a husmear en casa de Eddie, lo venderá todo y desaparecerá
durante unos meses. Ya lo ha hecho antes. Es parte de la razón por la que
aún no se ha graduado, porque tiene que hacer lo mismo una y otra vez.
—Y si se marcha, no tendrás donde quedarte —terminó ella por mí.
—Sí. Pero... —Dudé.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Bueno, si el coche no está en casa de Eddie, la policía no irá hasta
ahí, y no tendremos que avisar a Eddie de nada.
—¿En qué estás pensando? —preguntó.
—Bueno, supongo que el coche todavía arranca. Las llantas aguantarán
un par de manzanas si conduzco lo suficientemente despacio. ¿Por qué no
muevo el coche?
Se dio un golpecito en la barbilla con el ceño fruncido y luego se
encogió de hombros.
—No se me ocurre ninguna razón para que no lo hagas —dijo—.
Quiero decir, no es como si lo estuvieras robando.
—Exactamente —dije—. Muy bien, pues nos desviamos una vez más.
Deberías esperar dentro del coche.
—Vale.
No fue hasta que me senté al volante del coche destrozado de Arlena
que me di cuenta de la realidad de la situación. Quienquiera que hubiera
hecho esto estaba más que cabreado. No se trataba de un esfuerzo aleatorio
de acoso por parte de un peón de un dictador en línea sin nombre ni rostro.
Quienquiera que hubiera hecho esto sentía un rencor personal contra
Arlena.
Sam fue la primera persona en la que pensé, una vez más, pero había
estado pegada a mí toda la noche, excepto las pocas veces que fui a
rellenarle el vaso. Nunca me había alejado de su lado el tiempo suficiente
como para que hiciera todo esto. Tenía amigos, por supuesto, pero no creía
que fuese una rabia de segunda mano la que hubiera causado todo este
daño. De verdad que no quería llevar a Arlena a su casa. Era el primer lugar
donde alguien la buscaría, y no estaba convencido de que hubieran
satisfecho su necesidad de venganza.
Tuve mucho tiempo para pensar en ello mientras me alejaba lentamente
con el coche de la casa de Eddie. Lo dejé en un callejón detrás de un
mugriento centro comercial a unas manzanas de distancia y volví andando,
dándole vueltas al problema en mi cabeza. Ella confiaba en que estaba a
salvo con sus padres. Yo no. Quería insistirle en llevarla a casa de mi madre
y obligarla a quedarse ahí uno o dos días.
Pero cuando volví a mi coche, Arlena estaba ocupada mensajeando. Me
sonrió mientras me montaba dentro.
—Mi madre se ha despertado y no me ha visto, así que me ha escrito
para asegurarse de que estaba bien. Le he dicho que estoy bien y que voy de
camino a casa.
Asentí con la cabeza. Estaba decidido, entonces.
—Vale. Asegúrate de cerrar todas las puertas, ¿de acuerdo?
Me lanzó una mirada de escrutinio y asintió.
—Sí. Siempre lo hago.
La llevé a casa y la dejé allí, acompañándola hasta la puerta como me
había pedido. Esperé a oír el clic de la cerradura y volví a mi coche. Le
envié un mensaje a Sam.
Me quedo en casa de mi madre, le dije. Nos vemos por la mañana.
Luego me instalé para vigilar la casa de Arlena. Puede que ella se
sintiera segura, pero yo iba a asegurarme de que lo estuviera.
Capítulo

Veintidós

Arlena

Tenía la sensación de haberme frotado la cara y el cuerpo durante horas,


pero las palabras seguían ahí. Las marcas se habían borrado un poco, pero si
te fijabas bien, aún se podían leer los insultos. Había dormido hasta tarde y
me había ido directamente a la ducha, así que aún no había visto a ninguno
de mis padres. Esperaba deshacerme de algunas de las pruebas antes de
hablar con ellos, pero el rotulador permanente conspiraba en mi contra.
Al final me rendí. Era domingo unos olores deliciosos inundaban la
casa: a mamá le gustaba hacer de todo los domingos porque era el único día
de la semana en que sabía que estaríamos todos en casa. El desayuno
siempre era todo un acontecimiento, largo y lleno de conversaciones, y
donde móviles y periódicos estaban terminantemente prohibidos. Yo ya
sabía cómo iba a ir esta conversación.
Papá me observó con ojos de halcón mientras me sentaba a la mesa.
Mamá sonrió, pero sus ojos vagaban por las palabras descoloridas de mi
cara. Nos llenó los platos de comida, nos sirvió las bebidas y se sentó.
—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó papá. Usaba su voz de abogado
y mi madre le miró con el ceño fruncido. Él se encogió de hombros a la
defensiva.
—Fui a una fiesta —dije.
—Me dijo que iba a una fiesta —intervino mamá—. Sabía que iba a
estar fuera hasta tarde y me mandó un mensaje cuando me preocupé. No se
ha metido en ningún problema.
—Todavía no —dijo papá—. Háblame de todo eso que tienes en la cara.
¿Tú y tus amigos celebráis fiestas donde os poneis a parir con pintura de
cara?
Negué con la cabeza.
—No. No sé quién hizo esto.
Mamá se quedó paralizada con el tenedor a medio camino de la boca.
Lo posó en el plato y me miró con dureza.
—Tal vez sea mejor que nos cuentes la historia completa —dijo.
—Y no omitas la parte en la que tu coche no está en el garaje —añadió
papá.
El corazón me latía con fuerza en el pecho. Respiré hondo y volví a
soltar el aire.
—Estuve bebiendo. —Dejé que mi confesión flotara en el aire durante
largo rato, esperando una reacción. No me dieron ninguna. Tragué saliva y
seguí hablando—. Bebí demasiado. Me desmayé en el baño. Cuando me
desperté, tenía palabras escritas por todas partes. Blayze me trajo a casa. No
pudo traer mi coche a casa porque no queda mucho de él. Alguien lo
destrozó en algún momento durante la fiesta. Rompieron las ventanillas,
destrozaron el interior, rajaron los neumáticos y pintaron palabras
desagradables por todo el coche.
Me mordí el labio y bajé la mirada hacia mi plato. Podía sentir cómo
mis padres mantenían una conversación con la mirada.
—¿Por qué? —dijo papá finalmente.
Le miré, confusa.
—¿Qué parte?
—¿Por qué alguien te destrozó el coche?
—No lo sé —dije.
—¿Le destrozaron el coche a alguien más?
—No.
—¿Alguien más perdió el conocimiento?—
—Sí.
—¿Y tenían palabras garabateadas?
—No que yo sepa.
Papá me miró con los ojos entrecerrados.
—Así que tú eras un blanco concreto. ¿Por qué?
Me removí incómoda en mi asiento. ¿Cómo iba a decirle que era por su
culpa? Mamá estaba sentada pacientemente, pero podía ver que respiraba
con dificultad. Se moría de ganas de decirle «e lo dije», pero no diría nada
al respecto a menos que yo se lo pidiera. Quería hacerlo, de verdad. Habría
sido mucho más fácil quedarme allí sentada y observar como una
espectadora mientras ella argumentaba a mi favor. Pero ya no podía seguir
haciéndolo. Era hora de madurar.
Tomé aire profundamente.
—Mucha gente del instituto tiene amigos y familiares en la cárcel ahora
mismo que no estarían allí de no ser por ti —hablé—. A muchos les
preocupa que yo te esté pasando información a ti y tú a la policía. Tengo un
par de amigos a los que todo el mundo aprecia, y organizaron la fiesta para
demostrar a los demás que no me consideraban una amenaza. Pero les salió
el tiro por la culata.
Una chispa pensativa iluminó los ojos de papá.
—Esto sí que es interesante —dijo—. Me he dado cuenta de que
muchos de los acusados tienen más o menos tu edad. Quizá no sea tan mala
idea que te involucres ellos. Ni siquiera tendrías que recordar nada, sólo
llevar un micrófono y no volver a desmayarte.
Le miré fijamente. Mamá le miró fijamente. Esta vez no se contuvo.
—¿Te has vuelto loco? —exigió saber—. Nuestra niña se ha sentido
desgraciada todo el curso por culpa de unos abusones que están
convencidos de que los traiciona, la han atacado, dejaron un gato muerto en
el porche, le han destrozado el coche, ¿y tu respuesta es decirle que haga
exactamente lo que la acusan de hacer?.
—Dije que era una idea interesante —dijo con calma—. No le estaba
diciendo que lo hiciera. ¿Y qué es eso de un gato muerto?
Mamá me lanzó una mirada de disculpa y luego suspiró.
—No te lo dije porque sabía que te preocuparía. Alguien dejó un gato
muerto fuera, junto a la puerta, eso es todo.
—Mmm. —Entrecerró los ojos como si no la creyera—. Ya veo. —Dio
un par de bocados a la comida en su plato y volvió a mirarme—. ¿Dónde
está tu coche ahora?
—No estoy muy segura” —le dije—. Está en un callejón en algún lugar
cerca de la 5 ª con Oak. —Debería haber preguntado a Blayze, pensé, pero
papá no pareció inmutarse.
Asintió con la cabeza.
—Yo me encargo.
—Sé lo que te ayudará con las marcas —dijo mamá, dándome unas
palmaditas en la mano—. Te lo prepararé después del desayuno.
Y eso fue todo. La conversación pasó a girar en torno a los proyectos de
mamá y el trabajo de papá, el tiempo y cómo empezaba a hacer calor, y
dónde deberíamos ir de vacaciones ese año. No se habló de castigos,
aunque si alguna vez había hecho algo que lo mereciera, creía que era esto.
Pero no era así como hacían las cosas, no conmigo. Lo cual me resultaba
extraño, ya que el trabajo de papá consistía en asegurarse de que castigaran
a los demás.
No lo pensé demasiado. Ya tenía un fuerte dolor de cabeza y no
necesitaba empeorarlo. Más tarde ese mismo día, Blayze me envió un
mensaje para ofrecerse a llevarme al insti al día siguiente, con la condición
de que me dejaría a una manzana de distancia. Por supuesto que acepté; mi
única alternativa era subir al autobús escolar, y de ninguna manera iba a
ponerme a mí misma en semejante aprieto. No si podía evitarlo.
Capítulo

Veintitrés

Blayze

Estaba agotado para cuando volví a casa de Eddie el domingo por la


mañana, pero merecía la pena. Nadie se había acercado a casa de Arlena y
su padre era madrugador, así que pude irme de allí a las seis, con la
seguridad de que se encontraba en buenas manos. Sam estaba acurrucada en
mi cama, muerta de sueño, pero Eddie creía en el tipo de lujo que incluía
poner sofás en los dormitorios, así que me acosté en el sofá.
Conseguí dormirme unas cuantas horas antes de que me despertara una
almohada que aterrizó a la velocidad de la luz contra mi cara.
—¿A dónde fuiste de verdad? —preguntó Sam.
—¿Qué? —Parpadeé ante su silueta oscura y furiosa, medio cegado por
la luz del sol que entraba por la ventana a sus espaldas.
—Hablé con tu madre —dijo Sam con sorna—. Dice que tú y tu amiga
no habéis aparecido. ¿Quién es esa amiga, Blayze?
Maldita sea. Había olvidado que Sam aún hablaba con mi madre de vez
en cuando. Más a menudo que yo, la verdad, aunque el listón no estaba muy
alto. Me froté la cara para deshacerme del sueño y me incorporé
rígidamente, luego la miré y suspiré.
—Vale, te lo diré, pero tienes que escucharlo todo antes de salir
corriendo. ¿Trato hecho?
Cruzó los brazos sobre el pecho y me fulminó con la mirada.
—No —dijo—. Me iré cuando me dé la puta gana. Será mejor que me
digas quién es tu amiga y dónde estuviste anoche, y será mejor que me lo
digas ya.
Allá vamos.
—Pasé la noche en mi coche.
Soltó un bufido.
—Ajá, claro que sí. ¿Por qué? ¿Por qué ibas a pasar la noche en el cohe
cuando podrías haberla pasado aquí, en la cama, conmigo? Hablando del
tema, ¿por qué te echaste en el sofá cuando volviste? ¡La cama está justo
ahí! No es como si nunca hubiéramos compartido una cama.
Hice un gesto de dolor.
—Oh, qué, ¿te da asco ese recuerdo? ¿Por qué estás conmigo entonces,
si tanto asco te doy? Estabas por ahí follándote a otra, ¿no? ¿A alguien que
sea un poco más de tu tipo?.
—Vamos, Sam, ya basta—.
—¿Qué ya basta? ¿Qué es lo que ya basta? ¿Basta de decir la verdad?
No quieres follar conmigo porque sigues colado por esa zorra estúpida de
Arlena. ¿Qué tal si lo admites de una vez y dejas de jugar conmigo?
—De acuerdo —dije.
Abrió la boca para decir algo más, pero se detuvo.
—¿Qué?
Me encogí de hombros.
—Tienes razón. Todavía siento algo por Arlena. Siempre lo he sentido.
No quería que fuese así, créeme. Quería odiarla, pero no podía. Sigo sin
poder. Y no me parece bien acostarme contigo cuando siento esto por otra
persona.
Ladeó la cabeza.
—¿Sigues con ella, Blayze?
Negué con la cabeza.
—No.
—He oído rumores.
Asentí con la cabeza.
—Sé lo que has oído. No te he engañado con ella. No os haría eso a
ninguna de las dos. Me pidió ayuda y yo se la di. Estaba muy asustada, así
que la abracé. La gente ve lo que quiere ver. Ya sabes cómo son las cosas
por aquí.
Se puso tensa como si fuera a ponerse a gritar otra vez, luego hizo un
sonido de disgusto y se dejó caer en el sofá a mi lado. Me miró con los
labios fruncidos y luego puso los ojos en blanco.
—Maldita sea, Blayze.
—¿Qué? ¿Crees que te estoy mintiendo?
—No —dijo a regañadientes—. Sé que no mientes, ése es el problema.
Fruncí el ceño, confuso.
—¿Por qué iba a ser eso un problema?
Suspiró al verme.
—Eres demasiado bueno, Blayze. Siempre lo has sido. Tienes todo ese
rollo de hacer lo que es moral y ese complejo de caballero andante.
Me lo pensé mejor.
—De verdad que estoy intentando de entender cuál es el problema,
Sam. Te juro que no me hago el tonto. No lo entiendo.
Ella sonrió con tristeza, sacudiendo la cabeza.
—Eres demasiado bueno para mí —dijo con suavidad—. Te enfadas.
Ese es tu defecto. Tienes un solo defecto, y ni siquiera dejas que pueda
contigo. Nunca me has pegado, y sé que a veces me lo merezco.
—Sam...
—No, cállate. No me digas que nunca me lo he merecido, porque lo sé
muy bien. Yo soy todo un caos y tú eres como ... un... no sé... un arroyo de
agua, con rápidos de vez en cuando. Si hubiera nacido en tus zapatos, no
habría salido como tú. Lo sé. Tienes algo dentro que te impide descarrilar
como el resto de nosotros.
—Eso no lo tengo muy claro...
—Pues así es —dijo ella—. Es la verdad. Es un hecho. Te las arreglaste
para crecer en este basurero y salir bien parado. No es justo, pero es lo que
es.
—¿Qué estás queriendo decirme, Sam?
Ella suspiró.
—Digo que estoy lista para que me cuentes lo que pasó anoche.
Se lo conté. No omití nada, pero observé su rostro mientras hablaba. No
reaccionó inmediatamente a nada, lo que me hizo preguntarme si ya sabía lo
que le había pasado a Arlena. Cuando terminé, me quedé a la espera.
Suspiró con fuerza y negó con la cabeza.
—¿Lo ves? —dijo—. Todo ese puto rollo de caballero andante.
Rescataste a la chica y vigilaste el castillo. Y yo estaba aquí, borracha,
esperando que vinieras y te aprovecharas de eso.
Fruncí el ceño.
—¿Esperabas que…? Sam, yo nunca...
—Sé que nunca lo harías —espetó—. Pero a lo mejor eso es lo que
quiero. A lo mejor quiero que me empujes y me folles cuando estoy
borracha perdida y que me grites en medio de una fiesta. A lo mejor quiero
que me destroces.
—¿Por qué? —pregunté, horrorizado.
Sus grandes ojos brillaban por las lágrimas.
—Porque me lo merezco —dijo—. Porque lo necesito. Porque hay
esta… cosa dentro de mí que necesita pelear, que siempre necesita pelear, y
a veces necesita perder. Porque siento que es inevitable. —Se le escapó una
lágrima y estiré la mano para secársela, pero me dio un manotazo—. No lo
hagas —me dijo.
Así que no lo hice. Nos quedamos un rato en silencio y luego ella soltó
un suspiro tembloroso.
—Voy a asaltar la nevera —dijo.
—Vale. Yo voy a hablar con Eddie. Se suponía que iba a vigilar a
Arlena anoche.
Asintió con la cabeza, parecía completamente derrotada. Quería
ayudarla, pero no sabía qué decir. Odiaba que se sintiera así consigo misma.
Odiaba que después de todos los años que ella y yo habíamos pasado
juntos, aunque de forma intermitente, su opinión sobre sí misma no hubiera
cambiado. O puede que sí. Puede yo la hubiese empeorado. Pensé en ello
mientras iba a buscar a Eddie.
Se encontraba abajo, en la sala de juegos, limpiando la basura, vestido
con la misma bata y los mismos vaqueros que la noche anterior.
—Buenos días, solecito —dijo alegremente.
—Ya, cierra el pico —dije—. Me dijiste que le echarías un ojo a Arlena
anoche.
Me sonrió.
—Sí, pero nunca dije que le echaría solo el ojo. Tiene una boquita para
morirse, no pensarías que iba a dejar pasar esa oportunidad, ¿verdad?.
Ignoré sus palabras, aunque me moría de ganas de darle un buen puño
en la boca por pronunciarlas.
—Ni siquiera te estoy hablando de eso. ¿Dónde está Arlena ahora
mismo, Eddie?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, seguramente volvío a casa en coche.
—¿Seguramente?
Eddie se movió inquieto.
—Está bien, mira, tío. Chrissy, ¿conoces a Chrissy? ¿La de las tetas?
Me froté la sien.
—Sí.
—Vale, Arlena no tenía ganas, y Chrissy sí, así que obviamente no voy
a dejar pasar la oportunidad, ¿entiendes? Tengo que vivir la vida al máximo
mientras aun se me tiran encima.
No dije nada, sólo le miré con la rabia congelada en el rostro. Se puso a
dar vueltas, recogiendo basura y lanzando miradas furtivas en mi dirección.
—Vale, vale, lo siento, ¿vale? Lo siento. Pero estaba en mi casa, nadie
iba a meterse con ella.
Alcé las cejas.
—¿De verdad lo crees? ¿De verdad?
—Pues sí. —Frunció el ceño—. ¿Por qué, qué pasa?
—La encontré en el suelo del cuarto de baño —dije, con la voz apagada
por la furia—. Tenía la ropa toda arrugada, y marcas de rotulador por toda
la cara.
Eddie se encogió de hombros y soltó una risita.
—Son típicas bromas de fiesta, tío. Nunca seas el primero en quedarte
dormido. Lección aprendida, ¿no? Vamos, tío, es un rito de iniciación,
¿dónde está tu sentido del humor?.
—Supongo que se me rompió. —La voz me temblaba a medida que se
hacía más fuerte—. ¡Cuando encontré su coche destrozado!
Eddie palideció.
—¿Que qué?
—Sí —dije enfadado—. Alguien salió ahí fuera y destrozó el coche de
Arlena, lo cubrió de pintura en espray y no dejó un puto hueco sin abollar.
¿Te parece eso una típica puta broma de fiesta?
Levantó las manos y retrocedió.
—Mira, tío. No sé nada de eso, y tú solo me pediste que vigilase a la
chica, no su coche. Si algún macarra cualquiera...
—¿Un macarra cualquiera que usó las mismas palabras que tenía
escritas en la cara?
Hizo una mueca, pero se contuve.
—Me empiezo a cansar de repetir lo mismo —dijo.
Entrecerré los ojos.
—Si fueras cualquier otra persona te partiría la cara ahora mismo.
—Sí, pero no lo soy —dijo Eddie con una sonrisa fácil—. Soy Eddie.
Soy el rey. Y tú sólo estás aquí porque yo te lo permito. Ahí tienes tu rito de
iniciación, Blayze. No dejes que nadie tenga tanto poder sobre tu vida. ¿Por
qué crees que siempre me hago cargo de mis propios marrones? No
dependas de nadie.
—Bueno —dije en voz baja—, desde luego no se me olvidará el no
confiar en ti.
La sonrisa se le borró de la cara y la ira brilló en sus ojos.
—Si quieres que haga de niñera de tus novias, búscate unas novias más
agradables.
Le pegué por eso.
Capítulo

Veinticuatro

Blayze

Como estaba claro que no era bienvenido en casa de Eddie después de


partirle la cara, había convencido a mi madre para que me dejara quedarme
con ella unos días hasta que pudiera encontrar algo. A ella no le hacía
gracia, pero a mí tampoco me hacía ninguna gracia dormir en un sofá de
terciopelo rosa, así que me pareció que estábamos a mano. El lunes por la
mañana salí temprano y me pasé por casa de Arlena, que ya me estaba
esperando fuera.
—Buenos días —dijo con alegría mientras se subía a mi coche.
Estudié su cara, esperando ver señales de lágrimas o agotamiento, pero
parecía estar bien.
—¿Supongo que tus padres se lo tomaron bien?.
Se encogió de hombros.
—A ver, sí estaban decepcionados, y mi padre dijo que mi próximo
coche iba a ser una chatarra de segunda mano, pero eso me viene bien de
todos modos. Están un poco preocupados por mí.
—¿Sólo un poco?
—Sí —respondió—. Es decir, no les conté todo, y mi madre confía
mucho en mi capacidad para enfrentarme a las cosas, creo que más de lo
que debería, y mi padre, como siempre, cree que todo saldrá bien sólo
porque él piensa que así debe ser. Así que, están bastante convencidos de
que voy a estar bien. Aunque, para ser justos, mi padre podría redoblar su
sobreprotección. A veces está tranquilo por fuera, pero está maquinando
algo en su cabeza.
Asentí con la cabeza.
—Pues esperemos que tengan razón y que todo vaya a estar bien.
La dejé a una manzana de distancia, como habíamos acordado, y
aparqué en el aparcamiento. La habría llevado hasta el edificio, pero no
quería que la gente supiera que contaba con mi respaldo hasta saber más
sobre quién estaba detrás del vandalismo y todo lo demás. No quería
cabrear a la persona equivocada y echar sin saber a Arlena a los lobos. Por
el momento era mejor que mantuviéramos las distancias.
Aunque era temprano, había una multitud de gente junto a la puerta.
Charlaban de forma agitada y entusiasmada, haciéndome fruncir el ceño.
¿Había cancelado las clases por hoy o algo así? Divisé a Sam entre la
multitud y me dirigí hacia ella.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
Su mirada era fría y estaba cargada de furia.
—Mira. —Me puso un papel en la mano. Era otro folleto, y todo el
mundo parecía tener uno en la mano. Le eché un vistazo y volví a echarle
otro más.
—¿Pero qué cojones…?.
Era una foto de Arlena, casi tal cual como estaba cuando la encontré.
Casi. En la foto, sus tetas y su ropa interior estaban completamente
expuestos, junto con un montón de palabras que no había visto el sábado
por la noche. Una rabia negra y espesa me invadió la mente, nublándola. No
podía pensar con claridad. Joder, no podía ni ver bien.
—¿Quién ha hecho esto, Blayze? —exigió saber Sam.
—No lo sé —le dije—. Pero en cuanto me entere...
Sam me cogió la cara con las manos y me miró fijamente a los ojos.
—Cuando te enteres, los haces pedazos. Lo digo en serio. Nadie se
merece esto, ni ella, ni nadie. Hazlos pedacitos y luego métele esos
pedacitos por el culo. Los cuelgas de las pelotas, ¿me oyes?
—Te escucho —dije—. Creía que no te caía bien.
Dejó caer las manos y me miró fijamente.
—Tampoco me gustan los gatos, pero no por ello voy a quedarme quieta
viendo cómo despellejan a uno. Esto se termina ya mismo.
Pero no había hecho más que empezar.
Capítulo

Veinticinco

Arlena

Sorprendentemente, estaba de buen humor. La mañana era fría, pero no


tanto que resultase insoportable, y el sol brillaba en el cielo. La primavera
se acercaba, aunque aún quedaban montones de nieve sucia en las sombras.
Tarareé un poco para mis adentros mientras me echaba andar a esa última
manzana, disfrutando del buen humor que siempre se quedaba conmigo
después de pasar un rato con Blayze.
Puede que me haya entretenido demasiado. Cuando crucé las puertas, la
mayoría de la gente ya estaba allí, formando una gran multitud junto a la
puerta. No le di importancia, aunque debería habérsela dado. Nadie parecía
estar entrando, pero supuse que era porque fuera se estaba muy bien. No
estaba tan en guardia como debería, pero estaba cansada de andar siempre
por ahí con la guardia alta. El acosador ya se había cargado mi coche. ¿Qué
más podía hacerme nadie?
Las conversaciones se apagaron cuando me acerqué. Todas las cabezas
se giraron para mirarme. Reduje la velocidad y me acerqué a tientas. Había
cientos de personas entre la puerta y yo, pero se separaron al acercarme yo
y me dejaron pasar. Los que estaban más cerca me miraban en silencio. Los
que estaban un poco más atrás susurraban, y dichos susurros se extendieron
como llamas sibilantes entre la multitud.
Llegué a la mitad del camino antes de que estallara la bomba. Alguien
gritó «¡puta!» y una botella de plástico medio llena me rebotó contra el
cráneo con fuerza suficiente para hacerme daño. Levanté las manos y me
cubrí la cabeza mientras me lanzaban más cosas.
—¡Zorra!
—¡Puta!
—¡Zorra borracha!
Au, ay, au, pero qué demonios, qué cojones... Ya no me dejaban pasar,
apretujándome cada vez más cerca y lanzando puñetazos al aire. Estaba
segura de que iba a morir. Grité y me hice un ovillo, intentando usar la
mochila como escudo hasta que alguien la agarró y me levantó de un tirón.
Abrí los ojos y me encontré cara a cara con Blayze.
—¡Atrás, joder! —bramó.
Nadie lanzó nada más, pero las masas enardecidas estaban a la espera de
un motivo para volver a empezar.
—¡Dejadlo ya, putos sacos de mierda! —gritó a la multitud—. Arlena
está bajo mi protección.
Me acercó a él y bajó la cabeza, vacilando a un pelo de mis labios. Yo
cerré la brecha con gratitud, dejando que me besara, y lo rodeé con mis
brazos. Mi cerebro zumbaba con campanas de peligro, pero no me detuve.
Él era mi salvación. Sus brazos eran mi lugar seguro. Mi refugio. Mi
puñetero escudo contra el mundo. Excepto que algo en el mundo se había
salido de su eje. Puede que incluso estuviera del revés.
—¡Blayze, traidor! —rugió una voz. Y luego otra siguió su ejemplo y
empezaron a corear.
—¡Besa maderos!
—¡Traidor!
—¡Puta!
—Soplón.
—¡Sácate el nombre de Blayze de la boca! —Esa voz que
aparentemente surgía de la nada llegó a los oídos de muchos y la multitud
se volvió contra sí misma. Algunos se abalanzaron sobre Blayze para ser
abatidos por otros que se empeñaban en protegerlo. Un tío intentó ponerme
las manos encima, pero Blayze interceptó su ataque cuando le propinó una
patada en la mandíbula. Blayze esquivó otro golpe destinado a él por los
pelos cuando otra persona derribó a su atacante. Todo era sangre, gritos y
caos mientras puños y patadas volaban por doquier. Me aferré con fuerza a
Blayze, como si fuera un salvavidas en todo aquel desmadre. Como si no
estuviera tan jodido como yo.
Los segundos se me hicieron eternos mientras resistíamos y
peleábamos. Tenía el corazón en un puño y mi mente era un torbellino de
emociones. Si alguien no me dejaba cao, estaba segura de que mi propio
cuerpo se derrumbaría por sí solo. El ruido de un motor cercano no mejoró
las cosas. El pánico me recorría las venas mientras los estudiantes
empezaban a dispersarse. Blayze cerró su mano alrededor de mi muñeca tan
fuerte como pudo. Me movía con cada paso que él daba. No estaba en mis
plenas facultades, pero era consciente de que no me estaba alejando del
ruido, si no que me arrastraba hacia él. En cuanto tuvo el vehículo a la vista,
abrió la puerta, me metió dentro y luego saltó dentro él mismo, cerrando la
puerta de un portazo. El motor volvió a rugir y nos pusimos en marcha.
—El día de hacer pellas en bachillerato se ha adelantado este año. —La
voz me era demasiado familiar, lo que planteaba más un problema que una
solución.
—¿Sam? —pregunté, luchando contra el terror que se apoderaba de mi
pecho.
—Sí —respondió ella—. Deja de temblar, no voy a matarte.
Blayze se movió lo suficiente para que yo pudiera incorporarme y Sam
me lanzó una sonrisa de pesar.
—Voy a devolvérsela a Blayze por meterse contigo —dijo en voz baja
como si me estuviera contando un secreto—. No sé, igual me enrollo con su
hermano.
—¿En serio? —Blayze soltó una carcajada y negó con la cabeza.
Sam me guiñó un ojo, pero luego su expresión se endureció. Dejando
escapar un suspiro, me entregó un papel. Lo cogí y sentí que la sangre me
abandonaba la cara al mirar la foto. Se me hizo un nudo en la garganta y la
cabeza me dio vueltas.
—Respira —dijo Blayze, arrancando suavemente la foto de entre mis
dedos—. No pasa nada.
Sacudí la cabeza.
—Pues claro que pasa —dije sin aliento—. Todo esto es una mierda,
joder. Yo no me hice esa foto.
Sam suspiró.
—Tendrían que tener un cerebro para darse cuenta —dijo—. Además,
no están cabreados porque te hayan visto desnuda. Te atacan porque hacerlo
es lo más seguro. Porque si alguien te odia lo suficiente como para sacar
esto a la luz, significa que cualquiera que no te odie se convierte en un
objetivo por defecto.
—¿Qué?
Sacudió la cabeza.
—No sé cómo explicarte esto, un momento. Eh, vale. Digamos que
estás en la selva, ¿sí? Digamos que hay un mono que está enfermo. Otro
mono va y comparte comida con el mono y ese mono enferma y muere.
Bueno, pues los otros monos no se van a acercar a ese mono. Pero digamos
que el mono enfermo se acerca a los otros monos e intenta compartir
comida.
—¿Soy yo el mono enfermo? —pregunté.
—Cállate y escucha, no se me dan bien las analogías y estoy perdiendo
el hilo de lo que digo. Vale, pues el mono enfermo intenta compartir comida
con los otros monos, pero los otros monos saben cómo acaba la cosa, así
que le tiran mierda al mono para ahuyentarlo. Ahora digamos que un mono
no le tira mierda. Los otros monos van a suponer que también está enfermo
y lo van a echar.
—¿Así que me odian porque otra persona me odia?
—Te odian porque alguien te odia tanto como para destrozar tu coche y
difundir fotos tuyas desnuda por todo el instituto. Hay alguien ahí fuera con
muchas ganas de hacértelas pasar putas y, si quieres mi opinión, diría que se
le da de puta madre. Tanto como para hacer que la gente no quiera acercarse
a ti. Así que sí, nadie quiere convertirse en el blanco de su furia, por lo que
se alían con el atacante para verse fuera de la línea de fuego. —Se encogió
de hombros como si esto fuera algo completamente normal.
—¿Y por qué me ayudas?
Me dedicó una sonrisa de labios apretados.
—Porque sé lo que es ser un mono enfermo —dijo—. Y porque no soy
una puta cobarde de mierda.
Me reí. No pude contenerme. El mundo se había descontrolado muy
deprisa y ahora estaba sentada en el asiento trasero de un coche entre mi ex
novio, que acababa de besarme, y su novia, que solía odiarme, y que, de
repente, eran los únicos amigos que me quedaban en todo el mundo.
—Bueno, ¿vamos a casa de Eddie? —preguntó Sam.
—¡No! —gritamos Blayze y yo al mismo tiempo. Le miré con
curiosidad.
Se encogió de hombros.
—Puede que ayer le diera un puñetazo en la cara. Le estoy dando
tiempo para que se calme y asuma que le estuvo bien empleado.
Abrí la boca para preguntar por qué, pero volví a cerrarla. En realidad
no quería saberlo.
—Por cierto, Blayze, por si no había quedado claro, hemos roto —le
comunicó Sam en un siseo que no cargaba con el veneno que la
caracterizaba.
Reprimí una sonrisa y vi cómo Blayze le sonreía.
—Siempre me dices unas cosas tan bonitas….
Seguimos conduciendo mientras yo intentaba digerir qué demonios
estaba pasando. No estaba segura de ser capaz de procesar siquiera una
fracción de todo ello. De alguna manera, a pesar del hecho de que me
encontraba en el medio de la tormenta, me daba la sensación de que esto era
la tormenta en sí misma. Las cartas, el gato muerto, la sangre, y ahora esto.
Una persona inteligente decidiría que este era el momento de retroceder, de
irme, de desaparecer, de hacer que Burnaby High formase parte de mi
pasado. La metáfora de Sam sobre los monos tenía sentido, supongo. Y para
ese mono enfermo, a menos que estuviera dispuesto a resistir hasta le
muerte, retirarse era la única opción que tenía.
Sam no dejaba de parlotear, pero todo me entraba por un oído y me salía
por el otro, hasta que ladeó la cabeza hacia la izquierda.
—Ahí va la caballería —dijo y no se equivocaba.
Un montón de coches de policía pasaron a toda velocidad con las
sirenas encendidas, generando aún más caos en este mundo ya de por sí
caótico.
—¿Creéis que se dirigen al instituto?
Sam asintió.
—Han montado una gorda, seguro que ya es un motín total.
Sacudí la cabeza.
—No sé cómo sobrevivís por aquí, sinceramente.
—No siempre sobrevivimos —dijo Sam—. Y los que sí lo hacemos,
ganamos unos malos hábitos de cojones en el proceso.
El ambiente en el coche se volvió aún más cargado en los minutos que
siguieron. Vi cómo viejas heridas y malos recuerdos se reflejaban en el
rostro de Sam. Blayze tenía la misma mirada pensativa, pero la suya estaba
llena de ira y la de ella de tristeza. Por un momento me pregunté hasta qué
punto era culpa mía. Si no hubiera aparecido aquí, ¿dónde estarían ahora?
¿Serían felices? ¿Estarían en paz? Y el hermano de Blayze, ¿estaría en la
cárcel? Por supuesto, no era justo tratar de cargar sobre mis hombros con
todo su dolor, pero había una parte de mí que no podía evitarlo. Papá tenía
su manera de poner patas arriba los municipios de allí por donde pasaba. La
mayoría de las veces yo no veía la peor parte. Ahora mismo, sin embargo,
me hallaba justo en el medio, una víctima de cada cambio y cada terremoto.
Su campaña para salvar el mundo estaba sacando a los malos de las calles,
sin duda. Pero tampoco cabía duda de que eso también tenía sus
consecuencias: la gente inocente salía herida.
Cuando ese hilo de pensamientos se me hizo demasiado, me volví hacia
Sam y luego hacia Blayze.
—¿Quién quiere desayunar? —pregunté—. Yo invito.
—Me encanta oír eso —dijo Sam con alegría y, por un breve instante,
me supo a victoria—. No sé si Blayze te lo ha dicho alguna vez, pero
¿comida gratis? Es lo que más me gusta.
Capítulo

Veintiséis

Blayze

Era raro salir con las dos a la vez. Sam parecía diferente ahora, como
siempre pasaba después de romper. Estaba más tranquila, más amable,
como si le circulara menos ansia de venganza por la sangre. Era la parte de
ella que siempre me atraía de nuevo, pero empezaba a darme cuenta de que
nunca sería yo quien compartiera eso con ella, excepto como amigo. Había
algo en mí, o en nosotros como pareja, que la hacía que se volviese
retorcida. Ahora estaba libre de nuevo, y relajada.
Arlena también estaba contenta. Invitarnos a comer parecía estar
haciendo algo bueno por ella, como si la devolviera a su zona de confort o
algo así. Se mostraba confiada y juguetona a la par, bromeando con Sam e
intercambiando historias. Me recosté en la silla, sonriendo, absorbiendo lo
que sin duda eran los mejores minutos que había pasado en mucho puto
tiempo. Volví a centrarme en la conversación al final de una de las historias
de Sam.
—Entonces el portero me dice: «¿ya estás aquí otra vez?», y yo le digo:
«¿de qué estás hablando? ¡Jamás he estado aquí!».
Arlena echó la cabeza hacia atrás y se rio. Sonó como música a mis
oídos, llegando hasta lo más profundo de mi alma.
—Dios mío, habría pagado por verle la cara —dijo.
—Fue epiquísimo. —Se desternilló Sam—. Ojalá hubiera sacado una
foto.
—Dios mío, eso me recuerda… —dijo Arlena, sentándose un poco más
recta—. Hablando de desear tener una cámara encima. Era la primera vez
que montaba a caballo. Se suponía que tenía que estar en la clase de
principiantes porque, buena, era una principiante, ¿no? Pero como ya tenía
doce años y todas las niñas llevaban montando a caballo desde siempre....
—Cállate, me muero de envidia —intervino Sam, poniendo pucheros
como sólo ella podía.
—¡¿En serio?! Te gusta montar a caballo. Tendré que llevarte alguna
vez. Todavía tenemos el carné de socio en los establos, y se me permite
llevar amigos.
Los ojos de Sam se abrieron de par en par y yo sonreí.
—Cállate —siseó Sam—. No, en serio, ¿me llevarías?
—Pues claro. Es muy divertido. Quiero decir, cuando te acostumbras.
Siempre y cuando no termines boca abajo debajo del caballo y con el pelo
metido en un charco.
Sam se rió.
—Vale, ¿cómo demonios acabaste así?—.
—¡Cierto! Me pusieron en la clase con las otras niñas de doce años en
vez de ponerme en la clase de principiantes como se suponía que debía ser.
No dije nada porque supuse que sabían lo que hacían.
Sam negó con la cabeza.
—Nunca se puede asumir tal cosa.
—¿Verdad? Bueno, me subieron a ese condenado caballo gigantesco.
Era enorme de verdad. Y yo pensaba, vale, es enorme, pero seguro que es
majo, ¿no? Entonces la instructora tira de su caballo hasta ponerse al frente
de la clase y dice: bueno, chicas, ¿quién está lista para saltar?
—¡No!
—Oh, sí. Casi me meo encima. Entonces mi cerebro entra en acción y
me pongo en plan: «,perdón, pero creo que estoy en la clase equivocada»,
pero la profesora no me hace caso. Nos pone en fila y dice: «los caballos
saben lo que tienen que hacer, seguidme y agarrad las riendas». Ten en
cuenta que esta era la primera vez en mi vida que me subía a un caballo. No
tenía ni idea. Yo estaba como: ¿que me agarre a qué?
Sam se reía tanto que pensé que se iba a ahogar.
—Así que me agarro a ese pobre caballo como si mi vida dependiera de
ello —continúa Arlena—. Los caballos se echan a correr, siguiendo a la
instructora. Entonces lo veo. Hay una valla. Y estoy como: por favor, para,
por favor para, pero no, la profesora la salta y después va el siguiente
caballo y el siguiente, y yo ya estoy llorando de verdad. No veo nada.
Antes de darme cuenta, yo también me estoy riendo, sintiéndome
totalmente absorbido por la forma en que está contando la historia, dejando
ver todas las emociones en su cara como si estuviera viviendo otra vez ese
momento.
—Así que voy hasta la valla. No sé lo que esperaba, pero desde luego
nada como eso. El caballo corre a toda velocidad hacia la maldita valla, los
pies se me resbalan de los estribos, me agarro al cuerno de la silla y salimos
volando. Y quiero decir volando. El caballo salta y yo empiezo a resbalar,
me agarro y entonces el caballo baja con un ruido sordo. Me resbalo, pero
ahora mi pie se ha quedado enredado en un estribo e intento agarrarme a lo
que sea, y de alguna manera acabo colgando del caballo desde abajo con el
pelo cayéndome en un charco.
—Eso es horrible. —Rio Sam, secándose las lágrimas de los ojos—.
Pero tomo nota, nada de saltar en la primera clase.
—Todavía no he saltado —confesó Arlena—. Después de aquello decidí
que los caballos estaban muy bien siempre que tuvieran las patas en el
suelo.
Sam la miró con ojos brillantes de complot.
—Mm. Ahora no tengo más remedio que ir contigo.
—¿Ah, sí? —preguntó Arlena, enarcando una ceja.
—Sí —dijo Sam—. Alguien tiene que romperte la cabeza hasta que
saltes esa valla.
Arlena se atragantó con su bebida y entrecerró los ojos juguetonamente
a Sam.
—Siempre puedes intentarlo.
—No solo voy a intentarlo, voy a conseguirlo —replicó Sam.
Nos quedamos charlando mientras desayunábamos durante horas, no
hicimos nada más que hablar. Buenos las chicas fueron las que más
hablaron, la verdad. No es que pudiera quejarme. Me lo estaba pasando
muy bien simplemente escuchando. Sentía como si un complicado nudo en
mi estómago se hubiera desatado de forma espontánea, enderezando todo a
su alrededor en el proceso. Pero pronto, incluso eso llegó a su fin cuando
Sam miró su teléfono.
—Mierda, voy a llegar tarde —dijo—. Pero aun puedo dejaros en algún
sitio antes. ¿Dónde queréis ir?
Arlena me miró y, despacio pero con seguridad, sus labios se separaron.
—¿Quieres venir a casa?—
No se podía decir que no a eso.
Capítulo

Veintisiete

Arlena

Comprobé el escalón mientras subíamos. Ya era un hábito que no sabía si


dejaría atrás algún día. No había nada, por suerte, pero no sentí tanto alivio
como debería. Intenté sacudirme cualquier sentimiento de negatividad que
intentara sobrecogerme y busqué mis llaves.
—Sam no es tan mala —dije, mirando a Blayze por encima del hombro
—. Ya veo por qué te gusta.
Blayze sacudió la cabeza y se rio.
—Es muy buena amiga —dijo—. Pero cuando estamos juntos, es como
si se activara algún interruptor psicótico dentro ella.
—¿Y es un rompecabezas que quieres resolver?
—Ya no. —Entró en casa detrás de mí, rodeándome la cintura con sus
brazos—. Estoy más interesado en descifrar el rompecabezas de por qué no
te estoy besando en este momento.
Giré en sus brazos y tiré de él para acercarlo, echando la cabeza hacia
arriba para tomar todo lo que él estaba dispuesto a dar en ese momento.
Nuestro beso fue largo, dulce y repleto de calor, amenazando con derretirme
de pies a cabeza.
—Venga —suspiré mientras me separaba de él—. Vamos arriba.
Una sonrisa pícara se dibujó en sus labios mientras me seguía escaleras
arriba.
—Tus padres no planean volver pronto a casa, ¿verdad?.
—No. Los dos trabajan hasta las cuatro por lo menos.
—Bien. Porque no estoy seguro de que tu padre aprobara esto. —No se
equivocaba, pero ahora mismo lo último en lo que quería pensar era en mi
padre.
Abrí de un tirón la puerta de mi habitación y me senté en la cama,
dando unas palmaditas al espacio que había a mi lado. La sonrisa de Blayze
se suavizó y en sus ojos había un brillo de ternura que hizo que me doliera
el corazón. Se arrodilló en el suelo delante de mí, me cogió las manos y me
las besó una a una.
Cuando me miró, sus ojos estaban llenos de serias intenciones.
—Te dije muchas cosas muy feas —me dijo—. Te traté fatal. No te
merecías nada de eso. Perdóname.
Nada más pronunciar la última palabra, se me nubló la vista. Las
lágrimas se filtraron por los lacrimales, expulsando la tristeza y llenándome
de algo totalmente distinto. No sabía que necesitaba oír eso hasta que lo
dijo. Pasé los dedos por el pelo de Blayze y le acaricié la cara, mirándole a
los ojos.
—Estás perdonado —dije en voz baja—. Yo no debería haberte
mentido. Debería haber confiado en ti. Supongo que yo también lo siento.
Se acercó aun más mis manos y me besó el dorso. Una y luego la otra.
—Te perdono, un millón de veces, sin pensarlo dos veces —dijo.
Tiré de él hacia arriba, lo acerqué a mí y lo besé con la fuerza suficiente
para que se le acelerara el pulso. Cerró los ojos, respirando con agitación
mientras me estrechaba contra él. Deslizándose sobre la cama, volvió a
besarme la boca y dejó que sus manos recorrieran mi cuerpo. Sus manos
tiernas y escrutadoras que me cartografiaban. Sin dudarlo, me entregué a él,
dejando mi cuerpo en sus manos, confiándole cada parte de mí y
explorando todo de él.
Se le cortó la respiración cuando coló una mano bajo mi camiseta y se
quedó inmóvil, apartándose para mirarme. Sus ojos brillaban cálidos por la
necesidad, pero su rostro mostraba contención. No quería hacerme daño. No
quería presionarme ni coaccionarme. Sonreí suavemente y dejé que mis
ojos pesados se cerraran mientras lo besaba, separándome sólo lo suficiente
para pasarme la camiseta por encima de la cabeza.
Nos movimos y caímos juntos mientras nos quitábamos la ropa, reacios
a separarnos ni un segundo. Sentía tal ansia por él que dolía. Cada roce de
su piel desnuda contra la mía me producía oleadas de placer desesperado, y
mi corazón galopaba como un caballo de carreras hacia una meta con la que
había soñado durante meses.
Gimiendo, Blayze atrapó suavemente el lóbulo de mi oreja entre los
dientes.
—Princesa —susurró, y sentí cómo la palabra me recorría la columna
vertebral, la piel y el corazón.
No sé lo que estoy haciendo. El pensamiento se convirtió en un
nubarrón de ansiedad, pero Blayze lo alejó con sus manos firmes y suaves.
Recorrieron mi cuerpo, moldeándome, explorándome, colocándome debajo
de él. Lo único que podía hacer era reaccionar cuando su boca se movía
sobre mí, mis pechos, mi vientre, vacilando entre mis piernas hasta que lo
miré. Cuando clavó mis ojos en los suyos, bajó la boca y me cubrió de un
calor húmedo y cálido, gimiendo mientras me pasaba la lengua por el
centro.
Mis dedos se enredaron en su pelo, con timidez al principio y con más
agresividad luego, cuando su boca hizo desaparecer mis aprensiones en una
oleada de placer. Se me estremecía la columna vertebral y me temblaban las
piernas, pero no permitía que su boca me abandonara; su lengua no dejaba
de sumergirse, de beber mis jugos, de lamer mi centro, de enloquecerme.
Intenté contener mis gemidos, pero por muy fuerte que apretara su nombre
se me escapaba.
—Blayze —grité mientras me invadía una oleada tras otra de placer.
Mi voz pareció echar más leña al fuego. Con una mano en la base de mi
muslo, Blayze levantó aún más mi pierna por encima de su cabeza y se
recostó sobre mí todo lo que pudo. Mis pliegues se abrieron, tuvo acceso
completo a mi clítoris y no dudó en chupar y lamer, en provocarme y
atormentarme, en tomar de mí y dar todo a cambio.
Mi cuerpo chillaba y mi cerebro giraba en espiral, tratando de grabar a
fuego en mi memoria todo lo relacionado con aquel momento, pero me
movía muy deprisa y escalaba muy alto. El calor se extendió desde mis
muslos hasta mi ombligo y mi cuerpo se tensó, acercando aún más mis
caderas a su boca como si no estuviera ya tan sobrepasada como me era
posible. Cuando llegué al orgasmo, todo mi cuerpo vibró. Clavé las uñas en
los hombros de Blayze mientras luchaba por estabilizarme. Pero él era
como un barco, balanceando la cabeza de lado a lado para beberse cada
pedacito de mí. No fue hasta que los temblores se calmaron y me sentía
demasiado sensible para que me tocara que se arrastró sobre mí,
depositando besos por mi cuerpo hasta llegar a mi boca. Lo besé con
deseperación, saboreando mi excitación en sus caderas y sintiendo que me
iría flotando a la deriva a menos que me aferrara a él.
Cuando bajó sobre mí, sentí la dureza de su polla contra mi vientre y
arqueé la espalda, muy, muy dispuesta a dejarle entrar. Pero me apartó con
los ojos oscuros de deseo.
—La seguridad es lo primero —dijo con voz ronca, pasándome un dedo
por los labios. Se apartó de mí y pude haber llorado de tanto que lo deseaba.
Sólo se ausentó unos segundos, pero podrían haber sido los segundos más
largos de mi vida.
—Ya está —me susurró al oído mientras me abrazaba de nuevo.
Mi corazón latió frenéticamente contra mi pecho hasta que apenas pude
respirar. Le necesitaba. Aferrada a él, le mordí el hombro, saboreando
nuestro sudor entremezclado mientras él se apretaba contra mí, dentro de
mí, muy lentamente. Estaba preparada. Creía que estaba preparada. No
estaba segura de estar preparada. Él era grande y lo notaba aún más grande,
y había resistencia. Se ajustó a ella y volvió a ajustarse, meciéndose
lentamente. Le temblaban los brazos temblaban y tenía el vientre tensó.
—No quiero hacerte daño —,susurró con voz frenética pero calmada.
Lo agarré por el cuello y tiré de él hacia abajo para que se encontrara
con mi boca, sujetando con fuerza su cadera con la otra mano. Lo sostuve
así mientras me retorcía debajo de él, presionándolo y meciéndolo cada vez
más cerca del calor fundido de mi interior. Por fin cedió la resistencia y
grité mientras me llenaba, fundiendo su calor con el mío. Se quedó inmóvil,
aterrorizado de estar haciéndome daño. Le sostuve la mirada y moví las
caderas para incitarle a moverse.
Fue todo el incentivo que necesitó. Al principio iba despacio, pero
pronto empezó a perder el control. Me moví con él, igualando su ritmo
mientras nos conducía a los dos a través de un torrente irresistible de placer.
Lo respiré, me ahogué en su aroma, me uní a su cuerpo. Cuando el pulso
volvió a surgir en mi interior, recibió la respuesta del suyo propio.
Gritando contra su hombro mientras él gruñía contra mi pelo, caí por el
precipicio del placer hacia un mar de éxtasis.
Cuando por fin se calmaron los temblores, él seguía allí, abrazándome.
Mi cabeza se despejó, capa a capa, centímetro a centímetro. Me besó en la
frente cuando tuvo que alejarse y deshacerse del condón, pero ahora no
había desesperación en mí por su ausencia, sólo una calma, una satisfacción
dorada. Cuando regresó, se acurrucó detrás de mí y me abrazó, besándome
la sien.
—¿Arlena?
—¿Mm?
—¿Estás bien?
Me di la vuelta y sonreí como hacía meses que no lo hacía.
—Nunca he estado mejor —le dije con total sinceridad.
Blayze suspiró feliz y me abrazó con fuerza. Permanecimos así durante
mucho, mucho tiempo. Nunca había estado tan vulnerable, pero nunca me
había sentido tan segura.
Capítulo

Veintiocho

Blayze

Estaba a mitad de camino de vuelta a casa de mi madre cuando Eddie me


llamó.
—Sí, ¿qué pasa? —respondí.
—Oye, tío, me he enterado de lo de la pelea. Por casualidad, no te
habrás enterado de qué iba todo eso, ¿verdad?
—Sí —dije—. Alguien repartió un montón de fotos de Arlena en
topless. No podía dejarlo pasar.
—Joder. ¿Hablas en serio, tío?
—Muy en serio —dije, intentando que la rabia de aquel momento no
volviera a acumularse.
—¿Sabes quién lo hizo?
—Todavía no —contesté—. Pero voy a averiguarlo.
—Escucha, tío —dijo, luego hizo una pausa, aspirando un aliento que le
estremeció todo el cuerpo—. Lo siento, ¿vale? La he cagado. No... no pensé
que fuera para tanto, pero tenías razón. —Suspiró, como si fuera el peso del
mundo el que intentaba quitarse de encima—. Puedes volver, trae tus cosas.
Te ofrecí un lugar donde quedarte y aunque peleándonos peleemos y esas
mierdas... aún tienes derecho a quedarte aquí, joder, ¿sabes? Hemos pasado
por mucho.
Me reí y negué con la cabeza. Eddie era un desastre, eso estaba claro,
pero era un buen amigo.
—No te preocupes, tío. Enseguida voy, aún tengo mis cosas en el coche.
Mi madre no las quería en casa, ya sabes cómo se pone.
—Sí, lo sé, lo sé. Pero sí, vuelve y haremos una lluvia de ideas o algo
así.
—Guay, gracias, tío.
—Y Blayze...
—¿Sí?—
—De verdad que lo siento, tío.
Capítulo

Veintinueve

Blayze

Parecía que todo iba bien. Eddie y yo estábamos en paz de nuevo, Sam y yo
estábamos bien, Arlena estaba de vuelta a mi lado, e incluso mi madre había
empezado a hablarme de nuevo. Si pudiera averiguar cómo sacar a Damon
de la cárcel, sería perfecto. Además, siempre se producían muchas
expulsiones después de una revuelta, lo que significaba que Arlena estaría a
salvo en el instituto durante un tiempo, incluso cuando yo no pudiera
vigilarla. Sí, ahora todo pintaba bien. Bueno, quizá no bien, pero mejor.
Eddie dio unos golpecitos con el bolígrafo en el papel que tenía delante.
Desde que llegué, habíamos estado elaborando una lista de ideas,
intentando averiguar quién coño le hizo las fotos a Arlena. Quién rayó su
coche. Quién escribió en su cuerpo. Quién es el puto enemigo número uno.
Eddie y yo no llegamos muy lejos, pero avanzamos más de lo que Arlena y
yo habíamos hecho. Él había invitado a una lista muy específica de
personas a aquella fiesta, y había llevado las personas de todas las personas
al azar que se habían acoplado. Eso redujo bastante la lista en la que
centrarme.
—Así que nos enfrentamos a veinticuatro personas —dije.
—Veinticinco —me corrigió Eddie—. No te olvides de Sam.
Sacudí la cabeza.
—A Sam ya la he descartado, podemos olvidarnos de ella. Así que, de
estas veinticuatro personas, ¿quién tiene acceso a las impresoras del insti y
además tiene una cuenta Fugwidem?.
Eddie frunció el ceño.
—No podemos saber lo segundo con seguridad, esa es la gracia de la
aplicación. Pero lo primero, veamos: Stacy, Marissa y Lea se ocupan del
anuario. Aiden, Elsa y Jean están en el periódico escolar. Tony, Josey y
Raúl hacen cosas de teatro. Pero seamos claros, cualquiera de ellos podría
haberse inventado una excusa para usar la imprenta. Mierda, ni siquiera
sabemos si las fotos se imprimieron en el instituto—.
—Cierto —dije pensativo—. Quienquiera que imprimiera esas fotos lo
hizo en algún momento entre el sábado por la noche y el lunes por la
mañana, antes incluso de que se abrieran las puertas del instituto. Podrían
haberlas impreso en cualquier sitio. —Suspiré, molesto porque la única
prueba contundente que teníamos no parecía ir a ninguna parte.
—Vale, nueva táctica. ¿Quién habría tenido tiempo durante la fiesta
para escabullirse sin que le vieran y destrozar su coche?.
Eddie exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.
—Tío, ni idea. ¿Todos?
—No —dije—. Estos cuatro estuvieron en la habitación de atrás
conmigo y Sam toda la noche. —Taché los nombres de la lista.
Eddie asintió.
—Vale, nos quedan veinte. ¿Ha mencionado ella a alguna de estas
personas en concreto?
—Sí y no —dije—. Aunque la mitad están en su clase de Historia. —
Dibuje unas estrellas junto a sus nombres y Eddie me lanzó una mirada
incrédula—. ¿Qué?
—Tío, ¿cómo sabes quién está en todas sus clases?
—No lo sé —dije—. Todas estas personas querían hablar conmigo
sobre algo que pasó durante esa clase, eso es todo.
—Vale, genial. Entonces, yo me encargo de estos cinco y tú del resto.
Hablaremos con ellos uno por uno y veremos quién se pone nervioso.
—Cómo no, has elegido a todas las chicas —mencioné.
Sonrió.
—¿De verdad te esperabas otra cosa?
—No. Ni un poquito.
Aquella conversación desencadenó en un asunto de casi una semana de
duración de intentar tachar los nombres de la lista. Durante ese tiempo, la
administración del instituto inició su propia investigación. Dos de los chicos
con los que hablé ni siquiera recordaban haber visto a Arlena en la fiesta.
Uno de ellos no recordaba la fiesta en absoluto, pero estaba bastante seguro
de que se había pasado todo el rato vomitando en el baño. Los dos últimos
recordaban haberla visto, pero afirmaban no tener ningún interés en sus idas
y venidas.
—Cuando no tienes nada que ocultar, no tienes a nadie a quien temer —
dijo Chris encogiéndose de hombros—. Jurado que todo el mundo se ha
estado delatando a sí mismo yendo a por ella de esa manera.
—No la conozco, no quiero conocerla y no me importa quién es su papi
—dijo Bart—. Llevo limpio un año y pienso seguir así. Y te aseguro que no
quiero problemas con la hija de un abogado.
—Muy sensato —dije.
Los del insti no parecían estar teniendo mucha más suerte, claro que
partía con mucha menos información de la que yo ya tenía. Un jueves, un
día en que Arlena me dijo que su madre la traería al instituto, estaba sentado
en clase cuando oí su nombre por megafonía. Fruncí el ceño, poniéndome
alerta al instante. Normalmente envían a alguien a las aulas para que se
lleve a la alumna. Saqué el teléfono del bolsillo y le envié un mensaje.
Hola, ¿estás en el insti?
No contestó. La volvieron a llamar a la siguiente hora, y a la siguiente.
Cuando por fin llegó la hora de comer, la llamé. No contestó. Sentí náuseas
en el estómago y volví a llamarla. Seguía sin contestar. Se me pasó por la
cabeza una imagen de ella muerta en una cuneta y me largué de allí,
saltándome las dos últimas clases. De todos modos, no habría podido
concentrarme.
Ya había entrado en cólera para cuando llegué a su casa, y ver el coche
de policía aparcado enfrente no ayudó en absoluto. Algunas viejas
sospechas surgieron durante una fracción de segundo: ¿y si estaba
contándolo todo? No había sido precisamente un angelito respetuoso con la
ley delante de ella, y que Dios pillara a Eddie confesado si empezaba a
hablar de él.
Lo más inteligente habría sido dar media vuelta e ir a casa de Eddie,
ayudarle a esconder su mierda antes de que la poli hiciera una redada, pero
no podía hacerlo. Si había tenido razón la primera vez y estaba herida o en
problemas, podría necesitarme. Incluso si le estaba contando todo a la
policía, necesitaba saber si estaba bien. Así que, sabiendo que estaba
arriesgando mi vida, mi libertad y mi felicidad, salí del coche.
Su padre abrió la puerta cuando llamé. Lo reconocí de inmediato,
incluso sin su traje caro y su sonrisa de comemierda. Me invadió un
arrebato de ira, pero lo hice a un lado.
—Me llamo Blayze —dije—. ¿Está Arlena en casa?
Me miró de arriba abajo, con una mirada dura y calculadora.
—¿Qué eres tú para ella? —me interrogó.
¿Qué puta clase de pregunta era ésa? Abrí la boca para responder, pero
me interrumpió la propia Arlena.
—¿Blayze? —Sonaba como si hubiera estado llorando. Cualquier otra
preocupación se esfumó de mi cabeza—. Papá, déjalo entrar, por favor.
Sorprendentemente, su padre dio un paso atrás para dejarme pasar, pero
mantuvo una postura intimidatoria mientras pasaba por su lado. No me
importó. Tampoco me importaron mucho los dos policías y el detective que
estaban sentados en el salón. A la única persona que vi con claridad fue a
Arlena, que estaba sentada sola en un gran sillón, con los ojos enrojecidos e
hinchados y la cara manchada de lágrimas. La estreché entre mis brazos y le
acaricié el pelo. Ella enterró la cara en mi pecho y se aferró a mí,
temblando.
Me arrodillé frente a ella.
—¿Qué está pasando? —le pregunté.
—Lo saben todo —dijo—. Las cartas, el gato, el coche, las fotos...
Cuando salieron las fotos, supongo que el instituto llamó a la policía. Mi
padre y los del seguro no encontraban mi coche, así que presentó una
denuncia para denunciar su robo. El detective juntó sumó dos más dós y se
dio cuenta de que pasaba algo más gordo, así que mamá me ha tenido hoy
en casa para repasarlo todo con ellos.
—Estamos hablando de un acoso delictivo bastante serio —habló el
detective—. Si sabes algo, hijo, te sugiero que nos lo digas.
—Si supiera algo, el acoso habría parado hace mucho tiempo —dije con
frialdad.
—Ahí lo tienen —dijo el padre de Arlena—. Esa actitud es la razón por
la que es tan difícil limpiar esta ciudad. Los tipos como tú no queréis ayuda,
sólo queréis romper cosas y matar gente. Sois neandertales con ropa de
más, armas y drogas.
—¡Papá! —Arlena sonaba horrorizada, lo que me demostró lo ajena que
había estado al trabajo de su padre. Cualquiera que hubiera mirado su
historial judicial podría haber supuesto que él se sentía así. Me puse en pie
y me giré lentamente para mirarle.
—Pues esa misma actitud, la que compartes con los policías y el juez y
el alcalde, es la razón por la que vivimos como vivimos. No queréis ayudar
a la gente. Sólo queréis encerrarnos para no tener que mirarnos.
El Sr. Drake se puso tenso y me miró literalmente por encima del
hombro.
—Le ruego que me disculpe, pero mi trabajo ha salvado a cientos de
miles de niños de ser presa de los traficantes de drogas.
Solté un bufido.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? ¿Crees que encerrar a un tío con una bolsita de
plático va a salvar a los niños de la pobreza? ¿De unos padres que trabajan
demasiado para prestarles atención? ¿De una sociedad negligente y de
policías justicieros?.
—Eso es un oxímoron —dijo Drake con suficiencia.
—Y una mierda. Los antidisturbios usan cualquier excusa, cualquiera,
para joderle la vida a alguien. ¿De verdad creéis que estáis ayudando a la
gente? Dejadme que os cuente la historia de un crío al que presionaron para
transportar drogas porque los policías detenían a todos los hombres adultos.
Ese niño no podía pedirle ayuda a un policía, ¿estás de broma? Le habrían
quitado la droga y lo habrían metido en un reformatorio. Le habrían
marcado como un chivato y le habrían matado a sangre fría nada más salir.
—¡Que es exactamente por lo que sacamos a los traficantes de la calle!
—¿De verdad? ¿De verdad es así? Dime, señor, si envías a un hombre a
prisión por un delito grave, ¿qué posibilidades tiene de conseguir un trabajo
decente cuando salga?.
Drake sonrió satisfecho.
—Eso no es en absoluto de mi incumbencia, ¿no es así?
—Debería serlo —dije—. Si tu preocupación es «limpiar esta ciudad»
como dices, entonces tienes que dejar de ser tan condenadamente cegato. Si
un hombre sale a la calle con un delito en su historial, tendrá suerte si
consigue un trabajo con el salario mínimo. Todavía tienen que comer,
¿verdad? Aún tienen que pagar el alquiler, ¿no es así? Pues bueno, joder,
sólo tienen las habilidades con las que entraron. Les es difícil conseguir un
trabajo. El que sea. ¿Sabes lo que sí es fácil? Volver a contactar con sus
viejos contactos y volver a hacer negocios. Así que sí, ese es exactamente el
camino que acaban recorriendo... otra vez. Es el pescado que se muerde la
cola.
Drake entrecerró los ojos.
—Si fueran buenas personas, no lo considerarían una opción.
—El ser bueno o malo no tiene nada que ver —dije fríamente—. La
gente buena tiene que comer tanto como la mala. La gente buena se cría en
esta vida igual que la gente mala. Una buena persona por estos lares no le
venderá drogas a los niños, pero las venderá igualmente si es lo que hace
falta para pagar las facturas.
—Si quieren pagar las facturas, deberían conseguirse mejores trabajos
—dijo Drake, como si no hubiera escuchado una maldita palabra de lo que
dije—. Y se mantendrían bien alejados de las drogas. ¿Tan difícil es?
—Dímelo tú —repliqué—. ¿A cuánta gente habéis encerrado este mes
por tráfico de drogas?.
—A ciento ocho —dijo Drake. El orgullo en su mirada me enfermó
hasta la médula—. Ciento ocho delincuentes que están fuera de la calle.
—Genial. Ahora dime cuántas ofertas de trabajo hay por aquí ahora
mismo que paguen quince dólares la hora o más. Eso es lo mínimo para
pagar una habitación. No te hablo de un piso, te hablo de una puñetera
habitación.
Drake negó con la cabeza.
—Ignoro la respuesta. — Pues claro que la ignoraba.
—Mm, vale, déjame ver. —Saqué el móvil e hice una búsqueda de
trabajo, introduje los datos y le pasé el aparato—. Doce —dije—. Hay doce
vacantes. ¿Cuántos de esos puestos crees que requieren una licenciatura?
¿Para cuántos se necesitan diez años de experiencia? ¿Cuántos de ellos
crees que están dispuestos a aceptar a un hombre que acaba de salir de la
cárcel?.
Drake frunció el ceño y me devolvió el teléfono.
—¿Qué me intentas decir?
—Lo que quiero decir es que sois parte del problema. Todos vosotros.
Estáis atacando los síntomas e ignorando la causa. Tú te irás de aquí en un
año, puede que dos, con otro éxito que añadir a tu currículo. Atraparás a
todos los malos, los encerrarás entre rejas y te irás. Y los niños seguirán
muriéndose de hambre. Y el alquiler seguirá siendo imposible de pagar. Y
en tres o cuatro años todos esos tipos que encerraste volverán a estar en la
calle, salvo que esta vez no podrán conseguir un trabajo honrado aunque lo
quieran.
Drake negó con la cabeza.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Quieres que deje marchar a estos tipos
para que puedan seguir aprovechándose de los niños sólo porque la
economía va mal? No. Esa es una excusa terrible. Siempre habrá alguien
que vaya justo de dinero. No pareces entender que son niños inocentes los
que salen perjudicados...
—Esos niños inocentes también dependen de ese dinero —lo interrumpí
—. Déjame que te cuente cómo va la cosa. Un camello de poca monta
vende algo de mierda los fines de semana para llegar a fin de mes y poder
mantener a sus hijos o a sus hermanos pequeños. Le detienen por un delito
menor de posesión de drogas. Es su primer delito. Vale, no pasa nada. Es
una putada, pero probablemente le den la condicional. Todavía puede
trabajar, seguir manteniendo a los niños y puede que conseguirse un trabajo
más en algún sitio para compensar la diferencia. Luego llega al tribunal y te
ve a ti.
La mirada de Drake se endurece, pero no dice nada. Sonrío.
—Ya ves adónde se dirige esto. Ahora se enfrenta al superfiscal que, de
alguna manera, coge ese pequeño detalle, ese primer delito, e inventa toda
una historia sobre cómo este chaval de veintipocos años es el próximo capo
en formación. Lo acusa de un delito grave de tráfico de drogas.
Hago un gesto amplio con las manos.
—Quizá tenga hijos, hermanos, gente que depende de él. ¿Qué van a
hacer ahora? Van a recurrir a sus amigos. O a los amigos de él. La gente que
tiene los medios para cuidar de ellos por un tiempo, el dinero extra, que es
escaso por aquí. Muy pocas clases de personas lo tienen. Ahora has enviado
a los que dependían de ese hombre al meollo del asunto. Niños jóvenes e
impresionables, cuya manutención depende de un camello de los grandes.
—¿Dónde está la madre en esta hipérbole tuya? —exigió saber Drake.
Sonrío.
—En la cárcel por posesión de drogas, tío. O puede que viviendo con
algún sugar daddy al que no le gustan los niños.
—Para eso está el sistema de acogida.
—De acuerdo, ignoremos el hecho de que los hogares de acogida
machacan a los niños y escupen adictos a la calle todos los malditos días.
Digamos que quien depende de este chico es un estudiante de instituto de
dieciocho años que tiene posibilidades reales de ir a la universidad y acabar
con ese círculo vicioso si puede terminar los estudios. El sistema de acogida
no lo acoge, su madre tampoco, y ahora su hermano tiene un delito grave en
su historial y va a ir a la cárcel cinco años. Ese chico tiene dos opciones.
Alcé una mano como una balanza.
—Puede dejar los estudios y ponerse a trabajar. —Levanté la otra mano
—. O puede vender drogas, seguir estudiando y jugarse su presente a
cambio de su futuro.
—¿Este chico no tiene más familia? —dice Drake, exasperado—.
¿Amigos?
Negué con la cabeza.
—Claro que no, tío. Una vez cumples los dieciocho años, o, joder, los
dieciséis, más vale que te ganes tu propio dinero o nadie querrá acogerte. Y
piensa que, si ese chico hubiera ido a la universidad, podría haber
conseguido uno de esos trabajos bien pagados de los que tanto hablas.
Podría haberle echado una mano a su hermano mayor, haberle ayudado a
salir del círculo vicioso. Todo ese potencial desperdiciado porque querías
darle un escarmiento en vez de darle la libertad condicional que se merecía.
Drake se quedó pensativo un momento y luego sonrió.
—Es divertido jugar con hipótesis, ¿verdad que sí?.
Negué con la cabeza, mirándole fijamente.
—No hay nada de hipotético en este caso, señor Drake. Permite que me
presente como es debido. Soy Blayze Arrow. Quizá recuerde a mi hermano
Damon. —Le tendí la mano. Drake la miró durante unos segundos de más y
luego la estrechó lentamente.
—Ya veo —dijo en voz baja—. Ya veo.
Nadie habló durante unos minutos, hasta que el detective se levantó.
—Por muy emocionante que haya sido todo esto —dijo—, creo que nos
estamos olvidando de por qué estamos aquí. Blayze, la Srta. Drake asegura
que la has estado ayudando con toda esta situación del acosador. ¿Te
importaría responder algunas preguntas?
Sonreí con satisfacción.
—Contestaré todo lo que pueda contestar sin implicarme. Estoy en una
habitación con un mago que puede convertir un sorbo del vino de la
comunión en un desmadre de borrachera con una sola palabra.
Drake y el detective compartieron una mirada. El detective ocultó una
sonrisa y asintió.
—Me parece justo. Lo primero es lo primero, ¿sabes dónde está el
coche de la señora Drake?.
—Claro —dije con facilidad—. Está entre dos contenedores detrás del
supermercado Joe's, en el callejón entre la tercera y la primera.
El detective asintió en dirección de uno de los policías, que se marchó a
toda prisa.
—Gracias —replicó el detective—. Ahora, si tomas asiento, te
agradecería que me contaras todo lo que sabes sobre el acosador de Arlena.
Capítulo

Treinta

Arlena

Intenté quedarme como apoyo moral, aunque sólo fuera eso, mientras
Blayze hablaba con el detective, pero incluso escuchar todo aquello una y
otra vez era agotador. Al cabo de una hora, más o menos, fui a la cocina a
por agua y me quedé allí unos minutos, mirando cómo corría el agua por el
fregadero. Todo estaba llegando a su fin. Sentía como la presión se me
echaba encima por todas partes y me estaba derrumbando bajo su peso.
—Tienes un amigo interesante —dijo papá al entrar—. No estoy seguro
de cómo me siento acerca de su sentido de la moral, pero es un personaje
interesante.
Resoplé.
—¿Su sentido de la moral? Papá, es la única persona que me ha
protegido todo el año, incluso después de que encerraras a su hermano. Ha
estado viviendo de prestado durante meses y faltando a clase para cuidar de
mí, y aun así se va a graduar entre los primeros de la clase.
—El listón sí que está bajo —resopló papá.
Parpadeé de incredulidad.
—Eres un esnob —hablé con voz suave por el descubrimiento—. Ni
siquiera has escuchando nada de lo que decía, ¿verdad? Tratas a estas
personas como si dispusieran de un año sabático para considerar sus
opciones y pensar en la vida y al final se dijeran: sí, está decidido, me
apetece ser un delincuente.
Papá ladeó la cabeza hacia mí.
—¿Estás de acuerdo con él?
Sacudí la cabeza.
—No sé. Estoy de acuerdo con los dos, y creo que ambos tenéis unos
enormes puntos ciegos que os impide ver a vuestro alrededor. Tú, con tu
inamovible idea de lo que es la moralidad y él con su pasiva aceptación de
la delicuencia como forma de vida. Es como si ambos vierais la mitad del
cuadro y siguierais discutiendo sobre vuestra propia mitad en lugar de
intentar juntar las piezas.
Me mojé las manos en el agua fría y me froté la cara con ella, después
me llené un vaso y cerré el grifo.
—Admito que me ha hecho pensar —reconoció papá—. Nunca me
había cuestionado mis métodos hasta ahora.
Sonreí ante eso.
—Es bastante inteligente, ¿sabes?.
—Ya lo veo. Pero, ¿qué uso le va a dar a esa inteligencia?.
—No lo sé. Sé que pensaba ir a la universidad antes de que arrestaran a
Damon, pero ahora no puede seguir viviendo donde vivía, va a tener que
mudarse más pronto que tarde, puede incluso antes de que termine el
instituto. El dinero va a ser su prioridad. Va a tener que serlo, no tiene otra
opción.
Papá asintió pensativo.
—Es una pena —dijo.
Le miré con brusquedad.
—¿Por qué?
Los labios de papá se torcieron en una pequeña sonrisa.
—Porque si Blayze hubiera sido el abogado de oficio de su hermano,
Damon habría salido en libertad condicional.
Me dirigió una mirada significativa y se alejó de vuelta al salón. Lo
miré marcharse, frunciendo el ceño. Tenía unas ganas inmensas de que la
gente dejara de hablar entre línea. Me bebí el agua y volví al salón, donde
Blayze estaba terminando de hablar con el detective.
—De verdad no vas a decirme dónde tuvo lugar esta fiesta —dijo el
detective.
Blayze negó con la cabeza.
—No. Eso es alto secreto. Si alguien ve mi coche y el tuyo aparcado
delante de esta casa, y se produce una redada de inmediato en la casa donde
fue la fiesta, ¿quién crees que va a pagar el plato?
El detective asintió.
—Me parece razonable. No hay de qué preocuparse, ya lo
averiguaremos.
Blayze apretó la mandíbula. Me senté a su lado y le cogí la mano. Sabía
lo difícil que debía ser para él guiar a la policía en dirección de Eddie, y no
sólo porque Eddie fuera su mejor amigo.
—De acuerdo —dijo el detective—. Creo que eso es todo. Pero si se te
ocurre algo que pueda ayudar, no dudes en llamarme. Puede que tenga más
preguntas para ti en el futuro. Si es así, te llamaré.
—Pero no me paréis por la calle y os comportéis como si me
conocierais —dijo Blayze—. Lo último que necesito es que la gente piense
que trabajo con vosotros.
El detective asintió con la cabeza y se marchó junto con el otro policía.
Solté un largo suspiro y me dejé caer contra el respaldo del sofá,
completamente agotada. Blayze me imitó.
—¿Blayze? —pregunté—. ¿De verdad estás en peligro?
—¿Después de hoy? Sí. Pero dependerá de lo que encuentren y de a
quién decidan culpar. Si es la persona equivocada... —Se detuvo y se
encogió de hombros, luego me miró con amor brillando en sus ojos—. Pero
no pasa nada, ¿sabes por qué?.
—¿Por qué?
—Porque tú lo vales. —Me besó la nariz y luego chocó mi frente con la
suya—. Vales totalmente la pena.
Podía sentir los ojos de mi padre clavados en mí. Le miré de reojo y me
encontré con que miraba pensativo a Blayze. Casi podía sentir su actitud de
interrogatorio a punto de salir a pasear.
—¿Quieres dar una vuelta? —le pregunté a Blayze.
—Pues claro.
Capítulo

Treinta Y Uno

Blayze

—Mi padre dice que podrías ser abogado de oficio —soltó Arlena después
de que condujéramos en silencio durante unos minutos.
Le eché una mirada de reojo y luego volví a fijar la vista en la carretera.
—Cualquiera podría, por lo visto. Los he visto trabajar y hasta un mono
con un conocimiento básicos del lenguaje de signos podría hacer ese
trabajo.
Ella negó con la cabeza.
—No se refería a eso. Dijo que, si hubieras defendido tú a tu hermano
ese día, habría salido libre con un cargo de delito menor.
Sus palabras fueron como una bofetada en la cara y me invadió la furia.
—¿En serio?
Ella asintió, ajena al cambio en mi estado de ánimo.
—Uy, sí. Cree que tus argumentos son muy convincentes. Me preguntó
qué vas a hacer después del insti; creo que ve potencial como abogado en ti.
Refunfuñé.
—¿Le dijiste que el potencial cuesta dinero?
—Más o menos —dijo encogiéndose de hombros—. Le dije lo difícil
que sería para ti ir a la universidad, sobre todo ahora que tu hermano está
encerrado.
Eso no me hizo sentir menos enfadado. Aunque yo mismo ya se lo
había dicho, no me gustaba saber que la gente hablaba de las partes más
vulnerables de mi vida, sobre todo gente como Tristan Drake.
—Tu padre me parece el tipo de persona que usaría eso contra mí —
dije.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, si no puedo permitirme acceder a todo mi potencial, es
evidente que soy un mal partido para ti. Siento que ahí es adonde habría ido
a parar esa conversación vuestra si no hubiéramos salido de allí cuando lo
hicimos.
Frunció el ceño, pero como yo conducía, no pude saber si estaba
pensando o dolida.
—Es muy protector —dijo a la defensiva—. Pero no creo que lo usara
contra ti. Mucha gente no puede permitirse ir a la universidad, él lo sabe.
—¿Ah, sí? Parece que para él no hay excusa que valga para la gente
como yo. —No me había dado cuenta hasta entonces de lo en carne y casi
vulnerable que me había dejado aquella discusión con su padre. Apoyé las
manos en el volante y tomé una nueva dirección. No había mucha vida
silvestre a poca distancia en coche, pero sabía que había un lugar que estaba
llamando mi nombre.
—Lo sabe, en apariencia —dijo—. Tiene que saberlo. Creo que por eso
es tan bueno en su trabajo. Su forma de pensar en blanco y negro. En su
cabeza hay una norma de lo que es lo mínimo en cuanto a un
comportamiento aceptable y cree que hay que pedir cuentas a cualquiera
que no la cumpla. Pero no juzga a la gente por no tener dinero o cosas
materiales, no es tan superficial.
Sacudí la cabeza.
—No es el dinero o las cosas materiales —dije—. Es el acceso al poder.
Él lo tiene, tú lo tienes; yo no. Creo que de eso va a depender su decisión,
independientemente de lo que piense de mi capacidad para argumentar. Lo
que me lleva a la siguiente pregunta: ¿cuánto valoras la opinión de tu
padre?.
—Mucho —respondió con una rapidez que fue casi automática—. Es
muy inteligente y sabio y me quiere. Su opinión es muy importante para mí.
Apreté los dientes. Eso era lo que me temía. Llegué al siguiente
semáforo y di media vuelta, volviendo por donde habíamos venido. Sabía
que no debía luchar en una batalla perdida, y ya sabía que Tristan Drake no
era el tipo de persona que pierde.
—¿Adónde vamos? —preguntó Arlena.
—Te llevo a casa —le contesté—. Tu padre nunca me va a verme con
buenos ojos y tú valoras su opinión. Es sólo cuestión de tiempo que veas lo
que él ve, y entonces terminaremos de todos modos.
Ella tenía los ojos muy abiertos y brillaban con una pátina de dolor. Me
estremecí. No quería hacerle daño. Sólo estaba diciendo lo que veía que iba
a pasar.
—Mira, ya te han pasado bastantes cosas duras últimamente, princesa.
No necesitas añadir el pelearte con tu padre a esa lista.
—Para el coche —dijo con voz dura y fría, como la de su padre en los
tribunales.
Aparqué el coche en un aparcamiento y la miré, expectante. Ya me
había resignado al resultado final y había hecho las paces con el hecho de
que ella misma tuviera que romper conmigo por sus propias razones
emocionales.
—Escúchame, Blayze. Tú eres la única razón por la que no me he tirado
de un puente o me he echado una siesta en las vías del tren en los últimos
meses. La opinión de mi padre significa mucho para mí porque es mi padre,
pero no quiere decir que piense que siempre tiene razón ni que siempre le
haga caso. Sólo significa que, si me dice que el cielo es verde, voy a mirar
hacia arriba para verlo por mí misma antes de discutir con él.
Asentí lentamente. No me estaba diciendo nada que no supiera ya.
—Exacto. Así que, si te dice que no soy más que un punk marginal que
no tiene donde caerse muerto y que inevitablemente te va a llevar a
arruinarte la vida, vas a hacerle caso.
Suspiró con fuerza.
—Le escucharía. Escucharía sus razones y luego decidiría por mí misma
si se equivoca o no. Y, espóiler, ya sé que ese hipotético padre malvado está
equivocado, porque te conozco. Te he visto hacer malabares con las fiestas
de Eddie y novias que te necesitan y todo el rollo del juicio de tu hermano y
vivir de prestado y, aun así, sacar unas notas excelentes. Sé lo duro que
trabajas cuando algo te importa.
Me puso la mano en el hombro tenso y el muy traidor se relajó en
cuanto ella lo tocó.
—Y sé que te importo —dijo en voz baja—.No espero que me compres
cosas caras o que amases la fortuna que tiene mi padre. No me importan
esas cosas, de verdad que no. Vivir aquí me ha enseñado lo que hay en la
otra cara de la moneda, y aunque ahora mismo todo es una mierda, no
siempre ha sido este circo del horro que todos en el círculo de mi padre
parecen creer que es.
Cientos de nuevas inseguridades pasaron por mi cabeza, pero ella se
encogió de hombros y se acomodó en su asiento, dedicándome una sonrisa.
—Además —me dijo—, mi intención es sacarme mi propia carrera.
Aún no he decidido cuál, pero será algo que me llene por dentro. No pienso
depender de ti ni de mi padre ni de nadie para tener la vida que quiero,
sobre todo porque aún no he decidido cómo será.
Le sonreí.
—Probablemente no se parezca a una habitación de ocho por diez sobre
la casa de fiestas llena de drogas de Eddie —dije.
—Claro que no —dijo riendo—. Pero eso es lo bueno de tener a Tristan
Drake como padre. Ya sé que me va a ayudar a ubicarme cuando esté lista
para irme a vivir sola. Tiene todo un fondo con mi nombre reservado para
lo que sea que quiera hacer, ya sea casarme de inmediato, ir a la
universidad, ponerme directamente a trabajar, viajar por el mundo... lo que
sea que quiera hacer. Todo lo que tengo que hacer es graduarme del instituto
y mis opciones son prácticamente ilimitadas.
—No puedo ni imaginarme contar con ese tipo de seguridad —dije, sin
mencionar el hecho de que estaba equivocada. De una forma u otra,
dependería de su padre—. Pero estoy contemplando esto desde la
perspectiva de tu padre, Arlena. Tiene una hija brillante, simpática y
guapísima con una infinidad futuros posibles sus pies, y tiene el dinero para
hacer realidad cualquiera de esas cosas. Me va a ver como un lastre. Un
agujero negro en el campo, que absorbe esas posibilidades con mis
conexiones turbias y mis antecedentes dudosos.
—Y me hará saber esas preocupaciones —dijo con firmeza,
cogiéndome la mano. Me besó el pulgar y levantó la barbilla, desafiante—.
Y yo le diré que eres maravilloso e inteligente y que si hubieras tenido un
solo golpe de suerte en toda tu vida estarías en un lugar mucho mejor.
—¿Eso crees? —pregunté. En el fondo, siempre había pensado lo
mismo, pero nunca me había dejado llevar por esos pensamientos. Es una
pendiente resbaladiza el pasar de esa forma de pensar a otra en la que nada
puede ser culpa mía y en la que el mundo va a por mí.
—Lo creo —dijo con firmeza—. De verdad. Ahora, ¿hacia dónde nos
dirigíamos antes de que decidieras que iba a renunciar a ti?.
Sonreí, sientiéndome medio avergonzado de mí mismo, y señalé hacia
la empinada ladera que sobresalía entre el amasijo de acero del distrito
industrial.
—Allí arriba —dije—. Hay un mirador o como quiera que lo llamen en
la cima. Nadie lo utiliza porque las fábricas no ofrecen una vista muy
bonita. A veces me gusta ir allí a pensar.
—Es un buen día para pensar —dijo—. Vamos.
Así que volví a dar la vuelta al coche y me puse en camino hacia la
colina.
—¿Había ocurrido algo así antes? —preguntó.
—¿Algo así?—
—Ya sabes, si tenías un amigo o una novia y sus padres decidieron que
no eras lo bastante bueno como para relacionarte con ellos.
Dudé por un momento.
—¿Qué te hace preguntar tal cosa? —pregunté con cuidado.
Se rio con suavidad.
—Venga, Blayze, has reaccionado de forma brusca. Y mi padre ni
siquiera dijo que te viera con malos ojos, tú llegaste a esa conclusión.
Exhalé un suspiro mientras los recuerdos inundaban mi mente,
oprimiéndome el pecho.
—Sí ha ocurrido antes —admití.
Posó la mano en mi muslo, de forma más reconfortante que erótica.
—Lo siento.
Me encogí de hombros.
—Eh, son cosas que pasan. Las madres de algunos de mis amigos
conocían a mi madre o a mi padre, o habían oído hablar de ellos, y no
querían que siguiéramos jugando juntos. Más tarde, se enteraron de lo de mi
hermano, o de que mi madre era stripper, o algo así. Hubo también una
chica que me gustaba, hasta que descubrí que su padre era policía. Aunque
eso decidí terminarlo yo. Damon se estaba metiendo en serios problemas y
tenía que protegerlo.
—¿Cuántos años tenías?Me encogí de hombros.
—No lo sé. Trece, puede que catorce. Fue justo antes de que Sam y yo
empezáramos a salir por primera vez.
—Eso explica muchas cosas —dijo Arlena pensativa.
—¿Cómo qué?
—Bueno... —Se mordió el labio un momento y yo me preparé para lo
que iba a decir. —A ver, Sam también parece sentirse así consigo misma.
Como si no se le permitiera tener nada bueno. Así que, si los dos os estabais
castigando inconscientemente por cosas que ni siquiera eran culpa vuestra,
eso explica por qué seguíais juntos a pesar de que os hacéis mal el uno al
otro.
Le lancé una mirada penetrante. Estábamos al pie de la colina y la
civilización empezaba a quedar atrás.
—No voy a volver con ella —prometí—. Estoy contigo.
—Sí —dijo con una pequeña sonrisa—. Y casi lo tiras todo por la borda
sin razón alguna.
Solté una carcajada.
—Vale, quizá tengas razón.
—Sabes que te mereces que te quieran, ¿verdad?
No sé por qué, pero sus palabras me abrasaron el alma como un cuchillo
al fuego. Me estremecí, encogiéndome de dolor.
—Claro. —Me atraganté. Ella soltó un ruidito, algo que sonaba
horrorizado o comprensivo, o una combinación de ambas cosas, y yo me
concentré más de lo necesario en la carretera que teníamos delante.
—¿Dónde conseguiste el título de psiquiatra, eh? —pregunté al cabo de
un momento. Sonó más duro de lo que pretendía, pero no me retracté.
No pareció importarle.
—De mi madre —dijo, y pude oír la sonrisa en su voz—. Es psicóloga.
Es su pasión, así que toma posesión de ella cada vez que se le olvida
contenerse, del mismo modo que mi padre interroga a cualquiera cuando se
le presenta la oportunidad. Ambos me han enseñado mucho sin
proponérselo, no eran las cosas que necesitaba saber para este año, pero aun
así….
—Ah —dije—. Así que, a tu padre le apasiona su trabajo y a tu madre
el suyo; no me extraña que no puedas decidir qué hacer después del
instituto.
—¿A qué te refieres? —Era su turno de sonar a la defensiva.
—Bueno —dije, suavizando el tono con una sonrisa—. ¿Qué es lo que
te apasiona a ti?
Abrió la boca y volvió a cerrarla, frunciendo el ceño.
—Nadie me lo había preguntado nunca —dijo al cabo de un momento.
—¿Qué? Creía que era lo primero que preguntaban en los despachos de
los orientadores de clase alta.
Sacudió la cabeza.
—Los orientadores de mi último instituto sólo están ahí para asegurarse
de que consigues todos los créditos y de que no le prendes fuego al instituto
tras una pataleta de caprichoso. Para cuando los alumnos llegan al instituto,
la mayoría ya ha elegido el rumbo que va a tomar su vida. Yo no lo hice.
—¿Por qué no?
—Porque mis padres pensaban que, si me exponían a suficientes cosas,
alguna de llas desencadenaría una obsesión o una pasión o algo así. Ambos
creen firmemente en la pasión como el motor para propulsar una carrera.
Así que me compraron los materiales y me llevaron a cuanta actividad pude
pedir, ahogaron cada interés pasajero en fondos interminables y un apoyo
abrumador... pero no hubo nada que terminara por cuajar.
—¿Nada?
Sacudió la cabeza.
—Me gusta hacer muchas cosas. Nunca me faltarán aficiones. Me lo
pasaré bomba cuando me jubile, eso te lo aseguro. Pero no sé qué quiero
hacer conmigo misma mientras tanto.
Me encogí de hombros.
—Quizá pasión sea una palabra demasiado fuerte. ¿Qué haces cuando te
apetece vaguear?
—Mandar mensajes. Perder el tiempo en internet. A veces también leo.
No es nada que clame a gritos «carrera profesional», si por ahí iban los
tiros.
—Supongo que no —dije. Fue mi turno de acariciarle el muslo, aunque
no sé si logré reconfortarla muy bien—. Ya lo averiguarás, sé que sí. Eres lo
bastante lista como para hacerlo.
—Y tú eres lo bastante listo como para estudiar Derecho —me
respondió con un deje de descaro en la voz.
Me detuve en el mirador, aparqué y la miré entrecerrando los ojos.
—¿Cómo hemos vuelto a hablar de mí? —pregunté.
Se encogió de hombros, sonriendo alegremente.
—A los hechos no les importa a quién le toque recibir una charla de
ánimo —dijo—. Y el hecho es que eres lo suficientemente inteligente como
para ser abogado.
Le rodeé la cintura con un brazo y la empujé hacia mí sobre la palanca
de cambios, haciéndola chillar.
—¿Y qué dicen los hechos sobre el dinero, sabelotodo?
Bajó la voz a un susurro ronco y se acercó a mi oído.
—Dicen que tu novia está forrada.
Cerré los ojos, deleitándome con la sensación de su aliento en mi cuello.
—El padre de mi novia, más bien.
—Ah, no, cariño. ¿No te lo he contado? Mi fondo fiduciario vence el
día en que me gradúo en el instituto. Puede que no sepa qué quiero hacer
con mi vida, pero tengo la impresión de que tú sí. ¿Qué sentido tiene que yo
viaje por el mundo o pruebe diferentes carreras, malgastando todo ese
dinero intentando encontrar una dirección, cuando tú ya tienes una?.
Mi corazón latió deprisa mientras un atisbo de posibilidad iluminaba mi
futuro como un faro. Gruñendo, cerré esa puerta de un portazo. La aparté de
mí con suavidad y la miré fijamente a los ojos.
—No —le dije—. Ese dinero es tuyo para empezar tu vida. Si no lo
usas, dependerás de alguien, de tu padre, de mí o de otro tío, y te mereces
algo mejor que eso.
Su suave mirada me quemó el alma.
—Y tú te mereces el mundo entero, Blayze. Déjame ayudarte a
conseguirlo.
Sonreí, la besé y me aparté.
—Te has olvidado de una cosa muy importante —le dije.
—¿Eh? ¿El qué?
—Tú eres mi mundo.
—Maldita sea, Blay...
La interrumpí con un beso. Se derritió en mis brazos y su cuerpo
respondió a mis caricias. Sus jadeos y gemidos eran tan auténticos y tan
poco escenificados que tocarla me hizo sentir desnudo incluso con toda la
ropa puesta. Golpeó el volante con el codo y maldijo contra mi boca,
haciéndome reír.
—No es el mejor lugar para esto. —Ya tenía la voz ronca, ella tenía ese
efecto en mí.
Hizo un mohín, provocando temblores de protección y lujuria en mi
cuerpo. Sonreí y le guiñé un ojo, abrí la puerta y salí a la fresca noche. Me
siguió vacilante mientras yo rodeaba la parte trasera de la camioneta y abría
la trampilla del cubrecama.
—Aquí hay mucho más espacio —le expliqué, acariciándole la cara.
Dios, esos ojos, era como si pudieran ver a través de mí y encontrar algo
que amar en cada rincón oscuro. La atraje hacia mí, la besé con fuerza hasta
que se estremeció en mis brazos, y luego la subí a la parte trasera del
vehículo. Lo había planeado con antelación, aunque no quería que pensara
que lo había hecho. No había planeado hacer esto esta noche en concreto,
pero había querido estar preparado para cualquier cosa.
Ella se detuvo, arrodillándose en el maletero de la camioneta.
—Este maletero está más frío que la tierra de fuera —dijo con una risita
nerviosa.
—No temas, Blayze está aquí. —, Adopté una pose de superhéroe
agazapado.
Le sonreí y desaté el saco de dormir que había fijado a la parte trasera
de la cabina. Salió disparado, con capas de espuma, lana y algodón,
ocupando la mayor parte del espacio con una mullida cama prefabricada.
Levantó las cejas y noté la tensión en sus hombros.
—¿Haces esto a menudo? —Empleó un tono de voz despreocupado que
sonaba forzado.
Me arrastré hasta ella y le toqué la mejilla, apartándole el pelo de la
cara.
—No —le dije suavemente—. A veces es bueno tener un lugar donde
dormir. —Me apresuré a continuar hablando al ver la vergüenza culpable
que se reflejaba en su rostro—. Pero estaba pensando en ti cuando preparé
todo esto. —Señalé la caja de herramientas permanente soldada al lado de
la cama.
Ladeó la cabeza con curiosidad y abrí la tapa. La luz del viejo
frigorífico que había instalado en el interior se encendió, iluminando mi
alijo. A la luz tenue, vi que su boca se torcía con diversión.
—La seguridad es lo primero —dijo ella, pasando los dedos por la caja
brillante que aún estaba precintada—. La higiene ocupa el segundo lugar.
Los preservativos estaban junto a un botiquín de primeros auxilios, un
kit de aseo sin agua y otro kit de emergencia para la carretera. Lo examinó
todo con interés, y me di cuenta de que se había percatado de que el kit de
aseo y el de primeros auxilios se habían utilizado más de una vez. Sacó la
linterna del botiquín y la encendió para ver: mi bolsa de lona, con ropa y
zapatos de repuesto y las almohadas y mantas de repuesto, atadas con
bramante.
—¿Con qué frecuencia duermes aquí? —preguntó en voz baja.
—Lo menos que pueda —dije suavemente—. Está bien para una noche
o dos si no hace demasiado frío fuera, pero no resulta cómodo para mucho
más tiempo.
Me miró muy seria.
—Nunca más —dijo, tocándome la cara—. Te mereces algo mejor.
Sonreí y la estreché entre mis brazos con una sacudida que hizo que la
linterna rodase a un lado.
—Ah, la vida no va de lo que te mereces, cariño, sino de lo que puedes
conseguir.
Me sacó la lengua y yo me la atrapé con mi boca, convirtiendo su gesto
descarado en un beso profundo y escrutador. Apretó su cuerpo contra mí,
dominándome juguetonamente, y se sentó a horcajadas sobre mí mientras
yo dejaba caer al suelo. Sentí su preocupación, su amor, su necesidad... y
una pizca de rabia cuando sus dedos ágiles me desabrocharon la ropa desde
el cuello hasta la cremallera.
Atrapé sus muñecas y detuve para poder mirarla a los ojos.
—Déjalo ir, amor.
Se mordió el labio.
—Deberían haber cuidado de ti. Deberías haber tenido a alguien que te
protegiera.
—Sí —acepté—. Pero ahora soy un hombre adulto. He sobrevivido, y
ahora puedo mejorar mi vida si quiero.
—¿Y quieres?
Debería haberme esperado la pregunta, pero me pilló por sorpresa.
Dudé un instante y luego dejé que mis manos recorrieran sus brazos hasta
su cintura.
—Ya ha mejorado —susurré—. Estoy contigo.
Con eso le bastaba. Su tacto se suavizó, perdiendo ese filo furioso,
aunque su necesidad había crecido. Nos desnudamos el uno al otro,
besándonos y rodando, probando diferentes posturas hasta que se sentó a
horcajadas sobre mis caderas con las manos en mi pecho. Pude sentir su
repentina oleada de ansiedad, la misma que había sentido en su habitación
la primera vez.
Le puse las manos sobre los hombros y recorrí sus curvas,
reconfortándola al mismo tiempo que me deleitaba con su piel suave, tersa
y cálida. Su respiración se calmó mientras sujetaba sus caderas. Cogí el
preservativo que había dejado a un lado y la rodeé mientras me lo ponía,
enterrando mi cara entre sus pechos. Sujetó mi cabeza contra ella, con los
latidos de su corazón retumbando contra mi mejilla. La besé, dejando que
mi lengua se detuviera en sus pezones erectos.
—Me gusta tanto sentirte, cariño —susurré mientras la guiaba sobre mí.
Arlena temblaba y sus movimientos eran rígidos e inseguros. Dejé que
encontrara su ritmo, sujetándola con firmeza, pero sin apretarla demasiado,
mientras exploraba y se acomodaba. Joder, qué placer me daba sentirla.
Todo lo que quería hacer era penetrarla, encontrarme con ella latido a latido,
pero me contuve. No estaba preparada para eso, todavía no.
Gemí cuando por fin encontró su ritmo. Se movía como una bailarina o
una vaquera, meciéndose sobre mí. El sonido la animó y se movió con más
confianza, alejando mi preocpuación por ella con cada aliento caliente. Su
calor me invadió y me atravesó, sus uñas se clavaron en mi espalda
mientras gritaba, palpitando a mi alrededor, poniendo a prueba mi
autocontrol.
Mientras ella temblaba por las réplicas, con los músculos flojos y
débiles por el placer, la hice rodar debajo de mí, con cuidado de no
magullarle la espalda ni las caderas contra el contorneado metal del somier.
Sin cargar mi peso sobre ella, eché sus piernas sobre mis hombros y me
deslicé dentro de su calor una vez más. Ella gimió, poniendo los ojos en
blanco mientras se aferraba a mis manos, que estaban ancladas en sus
caderas.
Era más de lo que podía soportar. Su piel suave, su cuerpo y su boca
receptivos, el leve resplandor cálido de la linterna barata que había rodado
hacia algún rincón. No sabía hasta qué punto podía ponerme en plan duro
con ella. No quería hacerle daño. Pero cada vez que la penetraba con más
fuerza y rudeza, aumentaba su placer, que me invadía en forma de calor y
gemidos, llenándome la cabeza con su aroma. Me dejé llevar, observando
su rostro mientras me hundía profunda y rápidamente en su núcleo fundido.
Se tensó y estuve a punto de retirarme, pero estaba gimiendo mi nombre.
Mi cerebro se rindió a la tormenta que llevaba dentro y me abandonó el
último resquicio de autocontrol. El coche chirrió en señal de protesta, pero
tendría que aguantarse. Se estaba corriendo otra vez, sobre mí, a mi
alrededor, y no iba a dejar que se corriera sola. Un placer vertiginoso y
poderoso me recorrió como un cohete, encontrándose e igualando el suyo.
Hecho polvo, apoyé mi húmeda frente en su pantorrilla y respiré hondo.
Mi coche olería a sexo durante semanas.
Pero no creía que me fuese a importar.
Capítulo

Treinta Y Dos

Arlena

Al día siguiente me encontraba en el baño entre clase y clase, con la mente


del todo enfocada en subir de notas antes de final de curso. Estaba
aprobando, pero no me acerba ni de lejos adonde quería llegar. Ensayé
mentalmente cómo pedir unos créditos adicionales, imaginando la cara de
mi profesor mientras me lavaba las manos. Puede que mis labios se
movieran un poco mientras tanteaba lo que quería decir.
—Eh, zorra psicópata —dijo una chica junto a la puerta.
Suspiré y me volví para coger una toalla de papel, tomándome mi
tiempo. Toda la conversación ensayada se me fue de la cabeza, sustituida
por una acrecentada sensación de peligro.
—Estoy hablando contigo, chivata.
Tiré la toalla de papel a la papelera y me giré lentamente. La chica se
encontraba flanqueada a ambos lados por sus amigas. Habían adoptado
poses intimidatorias, pareciendo una girl band de los noventa, con trajes a
juego y pulseras de pinchos. Las había visto en casa de Eddie. Las dos
veces que había estado allí, las tres habían bebido hasta perder la cabeza,
dándolo todo en la pista de baile con pulseras luminosas y casi suficiente
ropa para dar la señal en una carrera de coches ilegal.
—¿Puedo ayudaros en algo? —pregunté sin rodeos.
La chica de delante entrecerró los ojos al mirarme y se pavoneó
caminando hacia delante. Sus amigas se pegaron a ella como un par de
bultos.
—Sí —dijo—. Puedes aclararme algo. Se rumorea que Blayze y tú
habéis vuelto juntos a pesar de que eres la razón por la que su hermano está
en la cárcel.
Me invadió un sentimiento de culpa enfermizo que hizo que me sudaran
las manos. Enarqué una ceja mientras luchaba por controlar mis emociones.
No fue culpa mía, me dije. Blayze sabe que no fue culpa mía. Eso era lo que
importaba.
—¿De verdad crees que volvería conmigo si yo fuera la razón por la que
Damon está en la cárcel? —le pregunté.
—Eso es lo que queremos saber, zorra —dijo la rubia a su izquierda con
un feo gruñido.
Miré con calma de una chica a otra.
—¿Por qué os importa? —quise saber, con auténtica curiosidad.
Aquí la curiosidad no te llevaba lejos. La líder del grupo dio varios
pasos más hacia delante, tan rápido que retrocedí por instinto hasta que mis
hombros quedaron presionados contra los fríos azulejos de la pared del
baño.
—Porque es asunto nuestro —gruñó entre dientes—. Puede que hayas
engañado a Blayze con tus ojos de cachorro y tus aires de niña rica y sexy,
pero a mí no puedes engañarme. Regalar el coño por ahí no te libra de estar
en el punto de mirar, no por estos lares. Así que dímelo, y dímelo ahora
mismo. ¿Blayze y tú volvéis a estar juntos?
—Eso es entre él y yo —dije tercamente.
Resopló y sonrió por encima del hombro. Había visto esa postura
bastantes veces en los últimos meses. Me agaché cuando giró la cabeza
hacia mí de nuevo, acompañada de su puño. El sonido de sus nudillos
chocando contra la pared de azulejos fue suficiente para que me subiera el
desayuno a la garganta, pero me lo tragué. Soltó una retahíla de
improperios, se llevó la mano al pecho, y su cara estaba retorcida por la
furia cuando se puso en pie de nuevo.
—No se puede esquivar todo —gruñó, con la voz temblorosa—. ¿Eres
la razón por la que Damon está en la cárcek?
—No —dije rotundamente. Era la pura verdad, en todos los sentidos. En
ese momento tuve la certeza de que ni siquiera había provocado por
accidente su detención, y había tenido tiempo de sobra para pensarlo.
—Zorra mentirosa —siseó la chica de pelo azul a su derecha—. Todo el
mundo sabe quién es tu padre.
—¿Sabes tú quién es el tuyo? —pregunté, como un idiota.
Se lanzó más allá de su amiga con sus diez uñas negras artificialmente
largas apuntando directamente a mis ojos. Volví a agacharme, pero era más
rápida que su amiga y consiguió esquivar la pared. En lugar de eso, me
clavó las uñas en los hombros, provocándome un dolor intenso en la
espalda y el cuello. Me la quité de encima por reflejo, con la fuerza
suficiente provocada por la adrenalina para que hacerla perder el equilibrio
sobre sus plataformas.
La líder la atrapó antes de que pudiera estrellarse contra los lavabos. Me
puse en pie, temblando de adrenalina, dolor y más que un poco de furia.
—Escuchad, gilipollas —gruñí—. Todos os habéis empeñado en
convertir mi vida en un infierno desde que llegué aquí. No he tomado
represalias ni una sola vez. De hecho, he hecho todo lo posible por
protegeros, a todos vosotros, ocultándoles a mis padres lo que estabais
haciendo.
Me incliné hacia delante lo suficiente para poder mirarlas a los ojos a
cada una de ellas.
—Pero si seguís jodiéndome, voy a dejar que os deis de bruces contra el
muro que tengo a mi espalda una y otra vez. El nombre de ese muro es
Tristan Drake. ¿Igual habéis oído hablar de él? Tiene a la policía en el
bolsillo y al alcalde en marcación rápida. Seguid jugándoosla, zorras.
Me devolvieron la mirada durante un minuto y luego la líder escupió al
suelo a mis pies.
—Vámonos, chicas. Esta mierda no vale nuestro tiempo.
Se dieron la vuelta y salieron cuando sonó el timbre. Cuando la puerta
se cerró tras ellas, me apoyé en la pared. Me temblaban las rodillas y las
manos, pero había ganado. Maldita sea. En cuanto fui consciente, fruncí el
ceño al verme en el espejo. Había ganado exactamente como papá me dijo
que ganaría cuando había empezado en este instituto. Odiaba cuando tenía
razón.
Tenía manchas de sangre en mi camisa, pero no me importó. Sólo
costaba unos seis dólares sin descuento, lo que significaba que yo también
había tenido razón en algo. Supongo que una de dos no está mal, pensé.
Mientras me dirigía a mi siguiente clase, me di cuenta de que las miradas
que me dirigían estaban cargadas de un poco menos de veneno que antes.
Algunos parecían impresionados. Después de todo, quizá no necesitara que
Blayze me protegiera durante los últimos meses de clase.
Capítulo

Treinta Y Tres

Blayze

La mensajera vino a buscarme durante mi penúltima clase. Le hice una


pregunta con el ceño fruncido, pero me ignoró hasta que estuvimos en el
pasillo y a varios metros del aula.
—Esta vez debes de haber hecho algo muy malo —dijo, dedicándome
una mirada de curiosidad de reojo.
—¿Qué te hace decir eso? —pregunté con cuidado.
Me miró.
—Chico, nunca he visto un detective de verdad y literal en el instituto.
Han pasado inspectores de bomberos, sargentos, agentes de la libertad
condicional... pero nunca en mi vida he visto a un detective aquí. ¿Qué has
hecho?
Le sonreí.
—Si te lo dijera, tendría que matarte —respondí. La reputación lo es
todo.
—Oh, venga, Blayze —se quejó—. Me muero por una buena historia.
—Pues lee el periódico —bromeé—. Esa columnista de cotilleos de
primer año se inventa mierdas sobre la marcha.
Suspiró y puso los ojos en blanco, pero se dio cuenta de que no iba a
conseguir sacarme nada. Cuando llegamos a los despachos, hizo como que
revisaba el papeleo, sin dejar de poner la oreja.
—Sr. Arrow —dijo el detective.
—Detective.
Señaló con la cabeza uno de los despachos interiores y me condujo
hasta él. Estaba insonorizado, como todos los despachos de los
orientadores, y miré por encima del hombro justo a tiempo para ver a la
mensajera poner mala cara y cruzarse de brazos como una niña. Le sonreí y
cerré la puerta, luego puse cara seria.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Hemos encontrado el coche —dijo—. Está destrozado. Estamos
siguiendo algunas pistas, la pintura específica que se usó, ese tipo de cosas.
Pero hemos encontrado una cosa con la que creemos que podrías
ayudarnos. ¿Alguna vez condujiste su coche, Blayze?
Asentí con la cabeza.
—Sí, una o dos veces.
—¿Llevas anillos? —Sus ojos estaban afilados como cuchillos mientras
estudiaba mi cara.
—No —dije—. Es más seguro no llevarlos.
Levantó las cejas.
—¿Problemas de temperamento?
—Sí, señor. Del tipo con el que batallo en el calor del momento. Pero no
cuento con la paciencia suficiente para el tipo de acoso con el que ha estado
lidiandoArlena. —No era estúpido. Sabía que seguía en la lista de
sospechosos, por mucho que intentaran aplacarme para que sintiera que
estaba ayudando.
Asintió con la cabeza.
—Entiendo. No es un problema poco común.
—No, señor.
—Entonces, ¿¡no te importará enseñarme las manos? En concreto, los
dedos.
—En absoluto. —Apoyé las manos sobre la mesa con los dedos
extendidos y luego las levanté a la altura de los ojos para mostrarle el
anverso y el reverso. Las estudió detenidamente y luego asintió,
aparentemente satisfecho. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa
de plástico.
—Arlena me ha dicho que eres muy popular por aquí. Conoces a mucha
gente, tienes muchos contactos. Espero que puedas ayudarme a identificar
al dueño de este anillo.
Dejó la bolsa sobre la mesa, entre nosotros.
—Adelante, cógela. Míralo. Pero no lo saques de la bolsa.
No hacía falta, pero lo hice de todos modos. Necesitaba hacer algo con
las manos y los ojos, de lo contrario la fría furia que crecía en mi pecho
explotaría y acabaría haciendo o diciendo algo de lo que no podría
retractarme. Tenía que haber una explicación.
—¿Dónde encontraste esto? —pregunté mientras giraba entre mis
manos el anillo de serpiente favorito de Eddie.
—Estaba incrustado entre uno de los asientos del coche —dijo—.
Parece que se desprendió cuando quien quiera que estuviera haciendo ese
destrozo apuñaló el asiento. Es un anillo de hombre, pero eso no es una
gran pista hoy en día. Podría ser un anillo personalizado. ¿Lo reconoces?
Sabía que me observaba atentamente. Sacudí la cabeza con lentitud.
—Sé que lo he visto antes —dije—. Estoy intentando recordar dónde.
O cuando. Eddie daba sus anillos a las chicas con las que quería
acostarse de vez en cuando, pero sólo si se había aburrido del anillo. Se me
hundió el estómago. La chica detrás de la que había ido aquella noche era
Arlena. La imagen de él besándola en la cocina seguía grabada a fuego en
mi cerebro, en sus manos con el anillo incrustado en el culo de ella y la
serpiente justo en medio, un gran «que te jodan» dirigido a mí. Se me heló
la sangre.
Borré todo atisbo de expresión de mi rostro y devolví el anillo al
detective. No podía decirle lo que sabía, todavía no. No mientras existiera la
posibilidad de que estuviera equivocado. Igual Eddie le dio el anillo a la
chica con la que acabó aquella noche. Igual se le escapó que ella era su
segunda opción y ella perdió la cabeza. Necesitaba saber más antes de hacer
nada.
—No me acuerdo —mentí—. Pero pensaré en ello.
—Te lo agradezco —dijo mientras recuperaba la bolsa. Seguía
observándome atentamente—. Me llamarás si recuerdas algo, ¿verdad?
—En cuanto esté seguro, te llamo. —Al menos esa era la verdad.
Me dio las gracias, me estrechó la mano y se marchó. La mensajera
estaba justo al otro lado de la puerta, fingiendo ordenar viejas carpetas
repletas de expedientes antiguos. El detective la saludó con la cabeza y ella
se quedó boquiabierta. Cuando atravesé la puerta, se levantó de un salto y
se puso delante de mí.
—¿De qué iba todo eso? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no te ha detenido?
Le sonreí, pero fue una sonrisa forzada.
—No hay pruebas suficientes —dije—. ¿Quieres darme un pase de
pasillo?
—Maldito seas, Blayze.
Sí, maldito sea. Iba directo al infierno y me llevaría a Eddie conmigo.
Capítulo

Treinta Y Cuatro

Blayze

Mi primer instinto fue faltar a clase y conducir hasta casa de Eddie en ese
mismo momento, pero sabía que no debía hacerlo. Primero de todo, si el
detective sospechaba que no se lo estaba contando todo, estaría fuera
esperando a que hiciera algo por el estilo. Segundo, mis notas ya se estaban
resistiendo. Casi me había dado por vencido, contento con aprobar y nada
más; pero Arlena había vuelto a encender un fuego de esperanza. Me había
hecho pensar en cosas como ayudas y becas, pequeñas esperanzas que había
desechado hacía mucho tiempo.
Además, las horas extra me dieron la oportunidad de pensarlo con
calma. A primera vista, no tenía sentido. ¿Por qué iba a atacarla Eddie? No
era porque lo hubiese rechazado. Ya lo habían rechazado antes, de maneras
mucho más humillantes y coloridas. Y siempre se lo había tomado de buen
humor. Y si Arlena había estado tan borracha como ella decía que había
estado, él no habría seguido presionándola, de todos modos. Podía ser un
imbécil, pero no era un violador.
No pudo haber sido por Damon. Había estado a mi lado en todo
momento, desde el día en que descubrí quién era ella hasta el día en que me
di cuenta de que no había hecho todo aquello de lo que la había acusado.
Fue él quien intentó ayudarme a reparar su reputación cuando yo mismo era
demasiado cobarde para hacerlo por mí mismo. Joder, le había ofrecido un
puesto a su lado. No lo habría hecho si pensara que era una soplona.
Todavía no se me había ocurrido una razón convincente para que él
estuviera detrás del ataque cuando salí del instituto. Cambié de marcha de
camino a su casa, empecé a pensar en qué preguntas podría hacerle sobre el
anillo en concreto sin desvelar nada. Al final, opté por dejarlo en manos del
instinto. Eddie era tan predecible como quería serlo, por lo que preparar
cualquier encerrona era un esfuerzo inútil.
Los cristales rotos de las ventanillas del coche de Arlena brillaron en la
calle cuando pasé por ella. Esa vista me provocó una nueva oleada de ira
intensa, pero me la tragué. No podía permitirme perder la cabeza, no en ese
momento. Tenía que tranquilizarme. Estar tranquilo. Sereno. Aparqué en la
entrada y entré dentro. Abrí la boca para llamarle, pero me lo pensé mejor.
Eddie tenía una hora libre al final del día. Normalmente lo pasaba en las
salas de cultivo, preparándose para la afluencia de clientes que siempre
pasaban por allí después de clase. Bajé con sigilo las escaleras y encontré
las tres puertas abiertas, algo inusual, pero no inaudito. Hacía años que no
entraba en los cuartos de cultivo, ni siquiera había mirado dentro. Había
cosas que no quería saber. Un ruido metálico resonó por la silenciosa casa:
alguien estaba tecleando.
La primera sala que pasé albergaba un laboratorio. Estaba llena de
equipos caros y olía a algodón de azúcar y pis de gato. Arrugué la nariz y
seguí caminando, pasando por delante de la sala de hidroponías llena de
fragantes brotes verdes y amapolas de un naranja brillante.
La tercera habitación era de donde procedía el ruido de mecanografía.
Me detuve en seco antes de llegar a la puerta. Se entreveía un trozo de
pared cubierto de imágenes que me llenaron de una rabia negra y asesina.
Me mantuve firme, respirando hondo y en silencio, deseando que la furia
pasara, metiéndola en una caja en mis entrañas. Tiene una explicación, gritó
la diminuta parte racional de mi cerebro.
La niebla furiosa no escuchaba. Tres pasos silenciosos más y ya estaba
en la puerta, contemplando un museo de los momentos más oscuros de
Arlena. Eddie se encontraba encorvado en su asiento, tecleando rápidas
palabras blancas en un recuadro azul: Fugwidem. Contuve la lengua y la
respiración y avancé sigilosamente. Estaba tan concentrado en lo que hacía
que ni siquiera reparó en mí.
El tiempo se acaba, rezaba su manifiesto. ¡Fracasados! Le habéis
permitido envalentonarse. Ahora todos veréis cuánto daño puede hacer una
niña de papá desquiciada. Veréis a vuestros amigos y familiares caer bajo
este mandato de limpieza, ¡y Arlena Blake liderará la carga! Es vuestra
última oportunidad de forzar su mano.
Le sonó el teléfono y contestó. Tuve que hacer todo lo posible para no
arrancarle la cabeza de los hombros.
—Eh, ¿qué pasa? Sí, lo tengo. Será mejor que esta vez el dinero valga
mi tiempo, Dion, o no volveré a hacer negocios contigo. ¿Cuándo es la
entrega?
Observé atónito cómo cambiaba de pestaña y abría la línea de denuncias
anónimas de la Guerra contra las Drogas del condado. Introdujo la
información que le había dado Dion en el ordenador y la envió. No me lo
podía creer.
—Sí, no te ralles. Pásate por mi casa esta noche, te daré lo que
necesites. Tienes veinticuatro horas para traerme mi dinero, ¿me oyes?
Nada de excusas de mierda de mi madre se ha puesta enferma. Tendrás tu
parte cuando yo tenga la mía. De acuerdo, hasta luego. —Volvió a la otra
pestaña.
Le tiré de la silla agarrándolo por el cuello antes de que pudiera publicar
su llamada a las armas. Soltó un grito, se retorció y estuvo a punto de
estrangularse él solo antes de ser capaz de ponerse en pie.
—¿Qué cojones, tío?
Dejé que mi puño le respondiera. Sus dientes me abrieron los nudillos,
pero no me importó. La cabeza el rebotó hacia atrás con tanta fuerza que
parecía que se le había roto el cuello. Intentó echarse al suelo, pero volví a
levantarlo de un tirón hasta que su nariz estaba contra la mía.
—¿Por qué? —grité—. ¿Por qué Arlena? ¿Por qué Dion? ¿También
vendiste a Damon, puto cagón de mierda?
—¡Baja la voz, tío, y suelta la mercancía! Esto que estás manchando de
sangre es un Gucci.
—Y más que vas a sangrar —dije entre dientes—. ¿Qué coño, Eddie?
—Mira —habló arrastrando la voz a través de sus labios partidos—,
Arlena me importa una mierda. El problema es su padre. Tiene que pirarse,
tío, está haciendo demasiado. Pero no iba a marcharse a menos que le diera
una razón. Tu preciosa princesita también es la princesa de papá. Si aquí su
vida es un martirio, él tendrá que irse.
—¿Por qué le has tendido una trampa a Dion? —exigí saber.
Sonrió con satisfacción.
—Dion es una mula de mierda, tío. Apenas vale la pena el esfuerzo.
Pero tiene muchos amigos y muchos están cabreados. Igual que Jacob y
Marco y Jose y Bella. No podía conseguir que la gente siguiera cabreada
con ella, no paraba de redimirse. Cuando a la peña dejó de importarle una
mierda, tuve que darles algo por lo que preocuparse. Esos chicos estarán
bien, saldrán dentro de unos años y les devolveré sus rutas, nadie sale
herido.
—Nadie sale herido —repetí, aturdido, sintiendo cómo se me crispaba
un ojo—. ¿Qué pasa con Damon, Eddie?
Eddie resopló con asco y escupió sangre al suelo.
—Está bien, mira, eso fue sólo mala suerte, ¿de acuerdo? No pretendía
que pillaran a Damon. Se suponía que debía ser Sam la que llevase nada
encima, no Damon. Ni siquiera sé por qué estaba él allí. Pero iba a sacar a
la pequeña Sammie de las calles. Fue la primera persona con la que habló
Arlena, así que también debía ser la primera a por la que fuera Arlena. .—
Eddie sacudió la cabeza—. Pero entonces Damon tuve que entrometerse.
Como esa zorrita no hablaba con nadie más que contigo y con Sam, me
quedé sin hilos de los que tirar.
—Por eso me dijiste que la llevara a una fiesta para que se mezclara con
los demás. Así forzabas que hiciera contactos y tener hilos de los que tirar.
Sonrió.
—Forzar es una palabra muy fuerte...
—¿Y las fotos? ¿Los papeluchos? ¿El coche? ¡¿Quitarle la la puta
ropa?!
Eddie se puso tenso. Al principio pensé que estaba asustado por lo que
estaba a punto de hacerle, y con razón, pero no me miraba a mí. Estaba
mirando algo a mis espaldas.
—Buen trabajo, Blayze. —La voz del detective me dejó congelado en el
sitio—. No creas que pudiera haberle sonsacado todo eso a la vez yo
mismo. Eddie Franklin, queda arrestado por acoso, hostigamiento, acoso
sexual, cultivar drogas, cocinar y distribuir drogas, contribuir a la
delincuencia de un montón de menores y cualquier otra cosa que pueda
echarle encima. Tiene derecho a permanecer en silencio.
Eddie se puso pálido y se desplomó. Dos agentes entraron en la
habitación y pasaron a cada lado de mí, lo esposaron y se lo llevaron. Me di
la vuelta lentamente. El detective estaba apoyado en el marco de la puerta,
con las manos en los bolsillos, inspeccionando toda la habitación. Seguí su
mirada.
Todos los panfletos y carteles que se habían impreso contra Arlena
estaban allí, junto con copias de las notas amenazadoras, las fotos originales
de ella desmayada en el baño, capturas de pantalla impresas de sus
mensajes en Fugwidem e incluso algunas fotos de su coche antes y después
de destrozarlo. En un rincón de la habitación había un bate de béisbol
maltrecho, un par de cuchillos decorativos con relleno de asiento naranja
clavado en los mangos y un montón de pintura en spray de color rojo
anaranjado.
El detective me miró a los ojos.
—Es una mujer fuerte, Blayze. Después de todo esto sigue sonriendo—.
—¿Cómo llegaste hasta aquí? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Mandé a mis chicos investigar ese anillo. Es bastante particular, pero
encontramos una coincidencia en el sistema. Pertenecía a un pez gordo del
crimen organizado llamado Joseph Franklin. Lo mataron a tiros hace diez
años. Creemos que fue un trato que salió mal... Pero lo importante aquí es
que sólo tenía un hijo. Un chico que se matriculó en Burnaby High con sus
buenos veintiún años. Me informaron de ello cuando salías de clase. Te
seguí hasta aquí, comprobé la dirección y, voila, resulta que la propiedad es
de un tal Eddie Franklin.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de suficiencia.
—Todo fue cuestión de entrar y quedarme a escuchar después de eso.
Pensé que no corrías demasiado peligro. Después de todo, es tu mejor
amigo, ¿no? —Me guiñó un ojo y se dio la vuelta, dio un par de pasos y se
detuvo—. Blayze, quizá quieras sacar tus cosas de aquí. Vamos a tener este
lugar clausurado durante semanas.
Sentía que la cabeza me daba vueltas. Estaba segura de que iba a
detenerme por algo, por asociación o ser cómplice o incluso por una simple
agresión por lo que le había hecho a Eddie en la cara, pero no parecía estar
interesado. Un policía se quedó vigilando la habitación hasta que ella
abandoné, y luego se apostó en la puerta. Me hizo un pequeño gesto con la
cabeza y me dedicó una sonrisa aún más pequeña. Lo tomé como una señal
para irme.
Cuando me marché con mis pertenencias, una cantidad patéticamente
pequeña que parecía disminuir un poco más cada vez que me veía obligado
a mudarme, Eddie se encontraba desplomado en la parte trasera de un coche
de policía, mirando por la ventanilla. Un torrente constante de lágrimas
salía de sus ojos sin pestañear. Quería guardarle rencor. De verdad que sí.
Pero parecía un niño pequeño de luto; en cierto modo, lo más probable es
que lo fuera. Toda la rabia se desvaneció, dejándome cansado. Agotado
hasta el límite. Quería conducir hasta Arlena y acurrucarme en sus brazos y
simplemente existir junto a algo bueno durante un rato, pero no podía.
Todavía no. Tenía que hacer unas llamadas.
—Eh.
—Dion, soy Blayze. La policía ha hecho una redada en casa de Eddie.
Cancela el trato, no hay nada que vender.
Se producjo un silencio y luego:
—Sí. —Esa única sílaba estaba tan llena de alivio que tuve que
preguntarme si era un traficante de poca monta a propósito. Pero no
pregunté. Ya había colgado.
Iba a llamar a mi madre, pero fue ella quien me llamó primero.
—¿Hola?
—Blayze, ¿dónde estás? ¡Acabo de pasar por la casa de Eddie y hay
policías por todas partes! ¿Dónde estás? —Sonaba frenética, casi en estado
de pánico.
—Estoy a salvo, mamá. Me he quedado sin donde vivir otra vez, pero es
bastante normal estos días.
—Trae tu culo a mi casa ahora mismo —espetó. Le temblaba la voz—.
¡Maldita sea, Blayze, eres mi niño bueno! Siempre supe que Damon
acabaría en la cárcel, pero... —Empezó a resollar y a moquear. La escuché
conmocionado, sintiendo cómo pedazos de mi corazón se partía en lugares
que nunca antes se habían roto.
—Voy para allá —le dije—. Nos vemos allí. Y no me llames mientras
conduces, sé que no pones el manoslibres y que tampoco usas auriculares.
—Vale, vale —resopló—. Nos vemos en mi casa, ahora mismo.
—Sí, mamá.
Negué con la cabeza mientras colgaba el teléfono. Todo en este día se
había empeñado en echar por tierra mis ideas preconcebidas. Sólo esperaba
que cuando viera a Arlena más tarde fuera la misma persona con la que
había estado la noche anterior. Sin embargo, tal y como iba el día, había
bastantes posibilidades de que resultara ser una alienígena disfrazada o una
agente encubierta o algo así.
Capítulo

Treinta Y Cinco

Arlena

El día el instituto me resulta tan sencillo que casi no podía creer que fuera
real. Pedí créditos extra a todos mis profesores y la mayoría de ellos me
ayudaron. Si trabajaba duro durante los dos meses siguientes, sabía que
podría compensar el daño que todo el drama había causado a mis notas,
suponiendo que no surgiera algo nuevo en el reinado de terror.
Después de mi altercado en el cuarto de baño, estaba segura, no, de
hecho estaba tan convencida que rozaba lo engreído, de que si ocurría algo
más, sería capaz de afrontarlo de cara y hacerle frente. Se corrió la voz
sobre mis recién descubiertas agallas y nadie se metió conmigo en todo el
día, ni siquiera en el autobús de vuelta a casa. La libertad de sencillamente
existir en el mundo sin sentirme un objetivo me sacó del estado de
hipervigilancia en el que había vivido durante meses.
No fue hasta que llegué a la parada de autobús al final de mi manzana,
lista para volver a casa, cuando el miedo volvió a apoderarse de mí. Aunque
la policía y mis padres ya se habían ocupado del caso, en aquel momento
seguía estando sola y vulnerable ante quienquiera que me hubiera estado
acechando durante tanto tiempo. Las sombras parecían arrastrarse con el
peligro invisible, y cada ventana se me antojaba como ojos vigilantes y
maliciosos.
Una brisa fresca hizo que sintiera como si el sudor nervioso que me
recorría el cuello y la columna vertebral fueran unos dedos rozándome. El
corazón me latía con fuerza en el pecho, embargándome los oídos con mi
propio pulso atronador, dejándome medio sorda cuando cada parte de mi ser
se esforzaba por escuchar, observar y sentir el peligro. Recorrí los últimos
metros a la carrera.
Eché una mirada cautelosa a la entrada, esperando ver algo nuevo
esperándome. Como no había nada, subí las escaleras de un salto y metí la
llave en la puerta, con manos seguras y rápidas a pesar del temblor en las
piernas. Cerré la puerta con un portazo, me apoyé en ella y exhalé un
suspiro. Quería llorar y gritar y romper algo, pero lo único que podía hacer
era quedarme allí de pie y temblar.
Había estado tan contenta de depender de nadie más que de mí misma
durante todo el día, de confiar en mí y en mis contactos para manejarlo
todo. Me había sentido tan poderosa y tan en control de la situación. Ahora
que estaba sola, en una casa que sabía que ya había invadido mi acosador,
volvía a sentirme pequeña e indefensa. Los meses de terror habían dejado
su marca mi cerebro, como una estampa de pánico en mi mente. Cada
pequeño sonido del exterior me aceleraba el corazón.
Mi imaginación convertía hasta el más simple de los sonidos en un
ataque inminente. Todos los coches de la carretera pertenecían a mi
acosador. Las ramas no arañaban el destartalado tejado por cosa del viento,
sino porque el acosador estaba trepando por el árbol. Cualquier sonido
retumbante y estruendoso era un ejército de compañeros marchando hacia
mi casa dispuestos a despedazarme miembro a miembro, y no sólo mi
vecino sacando su cubo de basura para que lo recogiera el camión.
Atrapada en un bucle de paranoia que era incapaz de romper por mí
misma, le envié un mensaje a Blayze. ¿Puedes venir?
Esperé y esperé, pero no me contestó. Igual no podía. Igual el acosador
había descubierto que estaba trabajando con la policía y lo había matado o
secuestrado o... Apreté los ojos contra una oleada torrencial de horrores
cada vez más inverosímiles. Sabía que eran inverosímiles, pero no podía
convencer a mis emociones de que no habían ocurrido.
Del conflicto nació una especie de frustración tambaleante, junto con la
claridad suficiente para que mis dedos volvieran a moverse. Le envié un
mensaje a Sam.
Estoy perdiendo la cabeza. Estoy súper paranoica. No ha pasado nada,
pero no dejo de pensar que estoy en peligro. No sé qué hacer.
Ella respondió casi de inmediato. Enciende la tele. Ponla a TODO
volumen. Escoge alguna estupidez para ver. Los monstruos invisibles no
soportan las risas enlatadas.
No fue suficiente para hacerme sonreír, pero sí para que me despegara
de la puerta. Hice lo que me dijo y puse la televisión tan alta que estaba
segura de que los vecinos se quejarían. Estaban poniendo repeticiones de
una comedia de situación estúpida y familiar y me aferré a la banda sonora
como si mi vida dependiera de ello. Ella tenía razón. Con cada carcajada,
los monstruos de mi cabeza retrocedían un poco.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando me sonó el móvil
con una respuesta de Blayze, el sol estaba a punto de ponerse. No había
encendido ninguna de las lucesd e lo concentrada que había estado en la
televisión, y al darme cuenta de que estaba sentada en medio de una
penumbra púrpura me sobresalté y entré en acción. Llevé mi teléfono
conmigo mientras encendía todas las luces de la planta baja, y luego miré el
mensaje.
Lo siento, princesa, han pasado muchas cosas. Ahora voy para allá.
Han pasado muchas cosas. ¿Qué cosas? ¿Qué había pasado? Escribí una
serie de preguntas y luego las borré todas. Conociéndole, intentaría
responderme , y acabaría estrellando el coche. Tendría que ser paciente un
rato más. No era nada fácil, pero el maratón de capítulos seguía
reproduciéndose en la tele.
Me obligué a sentarme y contemplar los fondos familiares e inmutables.
El paisaje urbano con luces que nunca se apagan. El ascensor que nunca
repararían. Los libros en las estanterías que nunca leerían, los personajes
que nunca evolucionarían realmente. Estables. Seguros. Un drama libre de
peligro. Estaba a punto de volver a la calma cuando alguien llamó a la
puerta tan fuerte como para despertar a los muertos y casi me da un infarto.
Silencié el televisor y corrí hacia la puerta, con el corazón saltándome y
tartamudeando en el pecho. Me asomé por la ventana y vi a Blayze al otro
lado. Abrí la puerta de un tirón y hundí la cara en su camiseta, inhalando su
reconfortante aroma. No dijo nada, se limitó a rodearme con sus brazos y
me dejó respirar.
—Entra —dije finalmente, arrastrándole fuera de la escalinata para
cerrar la puerta tras de él.
—Estás nerviosa —dijo con tono amable—. ¿Ha pasado algo?
Me abracé con fuerza y negué con la cabeza.
—No, pero no puedo dejar de esperar que sí pase. Estoy nerviosa desde
que llegué a casa. Mi madre trabaja hasta tarde esta noche, igual que mi
padre todos los días, así que sólo estamos la tele y yo.
Me rodeó los hombros con el brazo y me llevó con delicadeza hasta el
sofá.
—Ya estoy aquí —dijo mientras se sentaba y me arrastraba a su lado—.
Y todo va bien.
—Pero en realidad nada va bien, ¿verdad? —pregunté con voz
temblorosa—. Quienquiera que sea sigue ahí fuera, en alguna parte,
planeando su próximo movimiento, su próximo golpe. Y no dejo de pensar
que igual está tan cansado de todo esto como yo, que igual está ya cansado
de jugar conmigo. Que igual su próximo movimiento sea el último y yo no
sobreviva.
Me besó la frente con firmeza y me acuno la cara entre las manos. Me
miró profundamente a los ojos hasta que acompasé mi respiración a la suya,
hasta que mi pulso se calmó a un ritmo constante.
—Ya no está ahí fuera —dijo Blayze en voz baja—. Por eso no te
contesté antes. Ese detective se presentó hoy en el instituto para pedirme
ayuda. Encontraron unas pruebas y yo sabía a quién pertenecían. Ahora
mismo está de camino a la cárcel. Tiene riesgo de fuga y mucho dinero; no
creo que le den fianza.
Tenía la boca abierta de par en par, así que la cerré de golpe.
—¿Quién era? —pregunté.
Suspiró. Había dolor en su mirada, un dolor profundo. Le toqué la cara,
se recostó contra mi palma y me besó la muñeca. No me miró cuando me lo
dijo.
—Eddie —dijocon voz pesada—. Era Eddie.
La confusión se apoderó de mí con la furia pisándole los talones,
haciendo que me pusiera en pie.
—¡¿Eddie?! ¿Qué? ¿Qué estaba...? ¡Me tiró los tejos! Espera, espera,
no, intentaba salir conmigo la misma noche que me destrozaron el coche.
¿Por qué? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Estás seguro?
Su boca se torció en una triste sonrisa ladeada.
—Así reaccioné yo también —dijo—. Pero sí, estoy seguro. Le pillé
con las manos en la masa intentando provocar más odio hacia ti. Su
objetivo siempre fue tu padre, desde el principio. Quería que estuvieras tan
asustada que hicieras que tu padre te sacara de aquí.
Solté un resoplido, pero se me quebró la voz y pareció más bien como
un chillido.
—¿Creía que era una niñata tan malcriada que apartaría a mi padre de
su trabajo, un trabajo que para él es superimportante, por cierto, sólo porque
me había convertido en el blanco de tonterías insignificantes? —Lo fulminé
con la mirada y empecé a pasearme por el salón—. Puto cabrón. Espera,
pero eso no explica por qué intentaba ligar conmigo.
—Desgraciadamente sí que lo explica. —Blayze tenía una mirada
preocupada y lejana—. Vio lo persistente que podías ser. Lo leal que eras.
Te quería de su lado para que, a la hora de la verdad, lo eligieras a él antes
que a tu padre y le ayudaras a salirse con la suya.
Se me revolvió el estómago.
—¿De verdad parezco el tipo de persona que haría eso?
Se levantó, se acercó a mí y me estrechó contra él.
—No —dijo con firmeza—. Pero él sí. No sabe mucho sobre la familia,
sinceramente. Ni de amistad. O del amor. Todo es una conquista para él, un
juego que quiere ganar. Todo. Incluso su generosidad es sólo un paso en una
larga estafa. Me mantuvo cerca y me dio una habitación porque estaba
ocultando una mierda que sabía que yo nunca apoyaría. Yo era una cortina
de humo para él. Y quería lo mismo de ti.
Me separé de él y le miré a la cara.
—No estás hablando sólo de mí. —Me di cuenta en voz alta. Su rostro
estaba tenso y había furia entremezclada con el dolor.
Me ofreció una sonrisita tensa.
—Fue quien jodió a mi hermano —dijo—. Y a mucha otra buena gente
que sólo intentaba llegar a fin de mes por sus familias. Eddie contrataba a
cualquiera que quisiera el trabajo, pero sólo le interesaba quedarse con los
delincuentes más duros. Todos los demás... —Se interrumpió y su mirada se
ensombreció.
—¿Qué es lo que hacía?
—Les tendía una trampa —dijo Blayze con rotundidad—. Los enviaba a
algún sitio y avisaba a la policía. La policía los arrestaba y tu padre hacía el
resto del trabajo por él, irónicamente. Los utilizaba como sacrificios en su
guerra contra ti. Cada vez que detenían a alguien, lo publicaba en la
aplicación Fugwidem y te nombraba a ti como la rata.
Yo estaba temblando de nuevo.
—¿Y los delincuentes duros?—
—Los protegía. Sabía que la policía iba a tomar medidas enérgicas.
Cuantos más traficantes de poca monta pudiera entregar, más ocupados
estarían y menos mano de obra tendrían para rastrear a los peces gordos.
La cabeza me daba vueltas y la apoyé en su pecho.
—Así que nunca se trató de mí siquiera. —Mi voz sonaba fría y distante
a mis propios oídos—. Sólo era un peón en su enfermizo jueguecito de
toma de poder.
—Tienes razón en todo menos en lo de llamarlo jueguecito —dijo con
un suspiro—. Deberías haber visto su despacho, Arlena. Tiene un mapa de
la ciudad cubierto de chinchetas y cuerdas como si fuera un asesino en
serie. Lo tenía todo pensado al milímetro. Si no hubiera perdido los estribos
y se hubiera descuidado con lo de tu coche, estaría mandando sobre toda la
ciudad en los próximos años.
Me estremecí.
—Lo siento —dije—. Sé que era tu amigo.
Blayze se encogió de hombros.
—No lo sientas. Los amigos así están a una idea brillante de hacer que
te maten.
Le abracé un poco más fuerte.
Capítulo

Treinta Y Seis

Blayze

Sus padres habían vuelto a casa, así que salimos al patio trasero para hablar.
Allí había un pequeño escalón de hormigón y un cubo de basura metálico
que parecía haber albergado una hoguera. Lo señalé interrogante con la
cabeza y Arlena sonrió.
—Fue mi primer intento de hacer frente a todo esto por mí misma —
dijo—. Me planté delante de casa y quemé cada nota una a una, desafiando
a gritos a una calle vacía. Segurísimo que ahora los vecinos creen que estoy
loca.
Estaba impresionado. Sonreí y golpeé su hombro con el mío.
—Para eso hizo falta cojones —dije.
Soltó una risita, se acurrucó contra mí y respiró hondo.
—Dios, qué bien se está fuera. Me encanta estar fuera. Eddie hizo que
estuviera tan nerviosa durante tanto tiempo que tenía miedo hasta de salir
de mi habitación la mitad del tiempo.
—Lo siento —dije, y la besé en la coronilla—. Todo ha terminado ya.
—No estoy segura de eso —dijo lentamente—. ¿Qué va a pasar cuando
la gente se entere de que han arrestado a Eddie? Era el camello de todos.
Todo el mundo se va a cabrear. ¿No me echaran a mí la culpa ahora que él
los ha adoctrinado para pensar en mí cada vez que arrestan a alguien?
Asentí pensativo.
—Probablemente tengas razón —dije—. Pero en cuanto sepan lo que ha
hecho, será otra historia.
Frunció el ceño.
—¿Tienes permiso para contárselo a la gente? ¿No hay una
investigación en curso y un juicio y esas cosas que tienen que pasar
primero?
Le sonreí.
—Piensas como lo haría un abogado. Yo sólo soy un ciudadano de a pie
que se topó por casualidad con un genio del crimen traidor en su guarida.
Nadie me ha dicho que no dijera nada. Así que sí, puedo soltar prenda de lo
que quiera. Pero, como nunca he sido de los que lo hacen, levantaría
sospechas si empezara ahora.
—Oh —dijo abatida.
—Por eso se lo he contado a Sam. —Terminé con indiferencia.
Ella se animó.
—¡Oh!
—Oh, sí —dije, riendo entre dientes—. Todo el mundo sabrá
exactamente qué clase de imbécil es Eddie para mañana a la hora de comer.
Suspiró, relajándose de pies a cabeza, y se dejó caer feliz sobre mi
regazo.
—Ay, Dios, sentir alivio sienta tan bien.
—Mucho. —Asentí.
Recorrí su cuerpo con la mano, deleitándome con sus curvas desde el
cuello hasta la cadera. Ella suspiró profundamente, apretándose contra mí.
Se volvió hacia mí con una sonrisa coqueta, pero la sonrisa se desvaneció
rápidamente en algo más contemplativo.
—¿Dónde vas a vivir ahora? —preguntó, sentándose recta.
Quería que volviera a mi regazo, pero la conocía lo suficiente como
para saber que no iba a estar de humor para caricias hasta que respondieran
a sus preguntas. Lo había heredado de su padre, supongo.
—Me iré a vivir con mi madre —le dije—. Al menos durante unos
meses, hasta que decida qué voy a hacer después del instituto. Vio a todos
los policías en casa de Eddie y se asustó. Me llamó y fui para allá.
Hablamos largo y tendido sobre un montón de mierdas, y ella ha decidido
que puede ser madre por un tiempo hasta que yo decida qué hacer.
Arlena frunció el ceño.
—No parece gran cosa.
Me reí entre dientes.
—Créeme, es un gran paso para ella. Me ha contado muchas cosas que
no sabía: tiene unos cuantos problemas. Unos cuantos diagnósticos bastante
duros. —Quería contárselo todo a Arlena, pero no me parecía que estuviera
bien. Ahora que sabía cuánto había luchado mi madre para que la
consideraran normal, no quería arrebatarle eso. Los trastornos disociativos y
bipolares ya son bastante difíciles de manejar sin que todo el mundo te
juzgue.
—Eres muy comprensivo —habló Arlena en voz baja.
—Estás preocupada —dije, leyendo su cara.
Me miró, con ojos profundos y cálidos.
—Así es —admitió—. Este año ya has tenido que andar de aquí para
allá demasiadas veces. Tengo miedo de que tu madre te obligue a irte, y
entonces tengas que buscar cómo arreglártelas de nuevo.
Le apreté la mano.
—Sinceramente, este año ha sido bastante poco movido para mí. Mamá
perdió nuestra custodia el verano entre quinto y sexto curso. Yo era un
mierdecilla cabreado y mi hermano ya estaba involucrado con un montón
de gente mala, así que no paraban de movernos de sitio. Fui a cuatro
escuelas diferentes y viví con siete familias distintas ese año. Fue entonces
cuando Damon decidió que nos conseguiría una casa propia para nosotros
en cuanto pudiera.
Recorrió mi mano con sus dedos siguiendo unos intrincados patrones.
—¿Cuándo pasó eso? —me preguntó.
—Cuando tenía dieciséis años —dije.
Levantó la cabeza con ojos desorbitados.
—¿Qué? ¿Cómo?
Me reí entre dientes y la abracé. Mi dulce y pura Arlena.
—Damon ganó dinero suficiente para que el casero hiciera la vista
gorda. Después de unos cuantos sobornos y de convencer a unos cuantos
trabajadores sociales de que seguíamos viviendo con mamá, nos libramos.
Cerraron su caso, nos aseguramos de tener siempre una asistencia perfecta
para que nadie tuviera que venir a buscarnos, y Damon siguió ingresando
dinero.
—Oh, Blayze —suspiró—. No puedo imaginarme enfrentarme al
instituto sin mi madre. Lo siento mucho—.
Sacudí la cabeza.
—Fue lo mejor; de verdad que sí. Ella necesitaba espacio para
mentalizarse, y Damon y yo cada vez nos parecíamos más a nuestro padre,
así que siempre oscilaba entre el llanto y las amenazas. No era capaz de
superarlo.
Arlena se quedó callada durante un minuto.
—¿Crees que le irá mejor ahora?
—Sí —dije—. Ha trabajado mucho en sí misma estos últimos tres años.
En serio. Está medicada y va a terapia, tiene muy buenos amigos y una
rutina que le funciona. Yo voy a intentar causar el menor impacto posible en
su vida, y me esforzaré por encauzar la mía lo más rápido que pueda. Todo
va a salir bien.
—Vale —exhaló un suspiro y volvió a tumbarse sobre mi regazo. Le
acaricié la clavícula, le rocé suavemente los pechos hasta deslizar la mano
por su vientre y volví a subir. Se le cortó la respiración.
—Oye —dijo con voz ronca—. ¿Quieres ir a dar una vuelta?
La cogí en brazos y la besé con fuerza.
—Sí —dije contra su boca—. Sí, quiero.
La ansiedad que la había atormentado las primeras veces no volvió a
aparecer. Estando allí por encima del nivel de la ciudad, rodeados por la
música de la radio y el calor del otro, sabía exactamente lo que quería e iba
a por ello. Me alegré de no poder resistirme ella, y me alegré aún más
cuando me instó a acoplarme a esa energía. suya
Su alivio y confianza eran embriagadores. Envalentonado por sus
sonrisas perversas y sus mordiscos afilados contra mi piel, la hice rodar de
una posición a otra, dándole a probar el mundo que tenía a su disposición.
Tomó el control, me provocó y jugó conmigo hasta que gruñí contra su
garganta y me hundí en ella, penetrándola hasta que le temblaron las
piernas.
No sé cuánto tiempo lo celebramos, cuántas veces nos llevamos el uno
al otro al borde de la locura, cuántas veces nos derrumbamos, pensando que
estábamos agotados, sólo para desatar otra tormenta de fuego con la más
breve de las atenciones. Un beso suave, un roce tierno o una mirada
profunda era todo lo que necesitaba para volver a estar listo, y no estoy
seguro de que ella dejara de estar lista para más en ningún momento.
Por último, cuando ya no nos quedaban condones y estábamos
demasiado agotados para hacer algo más que apoyarnos el uno en el otro y
disfrutar de nuestra cercanía, envolvimos nuestros cuerpos desnudos en una
manta y contemplamos la salida del sol sobre la ciudad. Por primera vez en
mucho tiempo, el despertar de la ciudad traía consigo un susurro de
esperanza.
Capítulo

Treinta Y Siete

Blayze

Había pasado un mes desde que Eddie había entrado en la cárcel, y las
cosas se habían calmado un montón. Arlena seguía luchando contra la
ansiedad, pero ahora tenía más días buenos que malos. Parte de ello se
debía a que yo estaba siempre a una llamada de distancia, pero la mayor
parte era cosa suya. Empezaba a aceptarse a sí misma y a su apellido, y era
hermoso verlo.
Poco a poco, yo había empezado a pasar más tiempo en su casa cuando
sus padres estaban presentes. Tristan y yo seguíamos debatiendo y, de vez
en cuando, percibía un cambio en la forma en que Tristanabordaba un tema,
como si se estuviera poniendo en mis zapatos. Sin embargo, una noche que
me habían invitado a cenar, Tristan estaba de un humor poco hablador.
Algo que parecía poner nerviosas a Arlena y a su madre. Charlaban en
círculos a su alrededor, hablando de todo un poco y lanzando alguna que
otra mirada a su rostro ceñudo y pensativo. Aquello me inquietaba. Nunca
me han gustado los trasfondos ocultos.
—¿Un día duro, Sr. Drake?
Hice que el silencio se desplomara sobre la mesa con aquella pregunta.
Seguí comiendo y observándole expectante. Levantó la cabeza lentamente,
volviendo el ceño fruncido y los ojos afilados en mi dirección.
—Un día difícil —dijo y sus palabras fueron agudas y precisas—. Me
has provocado un lío de narices.
Alcé las cejas inocentemente.
—¿Yo?
Torció la boca. Podría haber sido una sonrisa si se hubiera esforzado un
poco más.
—Parece que se ha corrido la voz en las cárceles y prisiones de que
nuestro mutuo conocido era una trampa para moscas para los desesperados
e indigentes. Pareciera que sin darme cuenta he permitido e incluso
fomentado este comportamiento. Puede que sea un discípulo de la ley, pero
no me gusta mucho que mi disciplina se utilice como arma contra quienes
no la merecen, ni ser un peón involuntario en una toma de poder criminal.
Asentí con lentitud.
—Suena duro.
Su boca volvió a torcerse y resopló suavemente por la nariz.
—Siempre hago lo que creo correcto, Blayze. ¿Y tú?
Me lo pensé, masticando un bocado para mantener la boca ocupada.
—Sí —dije finalmente—. Lo que creo que es lo correcto. Aunque eso
no siempre coincide con la ley.
Volvió a resoplar.
—Hubo un tiempo en que habría tachado esa afirmación de tontería. Me
he dado cuenta de que el mundo no es tan blanco y negro como yo quisiera.
Al hacer el mejor trabajo que he sido capaz de hacer, he permitido que se
hiciera mucho daño. ¿Crees que las buenas intenciones excusan los malos
resultados?.
Sonreí ligeramente.
—Eso depende tanto de las intenciones como de los resultados.
Asintió con la cabeza.
—Una respuesta sabia. Este conocido tiene mucho poder, pero no tanto
como él cree. Unos cuantos traficantes convictos tienen demasiado miedo
como para testificar contra él, por muy indulgente que sea el trato que les
ofrezcamos; pero muchos más están prácticamente salivando ante la
oportunidad de mandarle a la mierda.
Suspiró, tensó los dedos y frunció el ceño.
—El problema es, Blayze, que los más deseosos de testificar también
resultan ser los que menos saben de él. Los que le conocen bien, le conocen
lo suficiente como para tener miedo. Necesitamos a sus contactos. A sus
contactos principales. Actualmente, sólo tenemos a una persona detenida
que no le tiene miedo y que potencialmente sabe lo suficiente como para
enchironarlo, por así decirlo.
—¿Quién es? —pregunté. No hacía falta que respondiera. Ya lo sabía.
—Damon Arrow —dijo—. Tu hermano. Tiene el historial más largo
conocido con el acusado. Probablemente sabe más de lo que seríamos
capaces de averiguar si nos dieran toda una vida para investigarlo. Sin
embargo, se niega a testificar. ¿Sabes por qué?
—Pues claro, es bien simple —dije encogiéndome de hombros—. Es
leal hasta la muerte. Eddie y él son amigos desde que eran niños. Su padre
metió a Damon en esto, hace mucho tiempo. Son prácticamente hermanos.
—Prácticamente —aceptó Tristan—. Pero sólo prácticamente. Tienes
razón, Damon es leal hasta la muerte. Pero no con el acusado. Me ha hecho
saber, y lo cierto es que le agradecí mucho su franqueza, que Eddie era tu
mejor amigo. Me dijo que ya has sufrido suficientes pérdidas en tu corta
vida, y que se niega a ser responsable de más.
No sabía que era posible sentir el corazón pesado y ligero a la vez hasta
ese momento. Se me hizo un nudo en la garganta y me ardieron los ojos.
Arlena me apretó la mano por debajo de la mesa y yo le devolví el apretón.
Inspiré profundamente por la nariz, deshaciendo la banda de tensión que me
rodeaba el pecho, y me aclaré la garganta.
—Bueno, entonces... —dije, con la voz ronca—. ¿El horario de visita
es...?
Tristan sonrió por fin.
Capítulo

Treinta Y Ocho

Blayze

No me gustaban las cárceles. Me hacían sentir cansado, como si estuviera


caminando cuesta arriba con una bola de cemento encadenada al tobillo
todo el tiempo que pasaba dentro de ellas. Esa era una de las razones por las
que siempre había tenido mucho cuidado de no ganarme una habitación en
una, y también era la razón por la que había tardado tanto en venir a ver a
Damon en persona. Habíamos hablado por teléfono al menos una vez a la
semana, pero no era lo mismo.
Dejé que la culpa me invadiera durante todo el camino a través de los
detectores de metales y las hojas de registro, pero la aparté a un lado antes
de sentarme en la silla de plástico y coger el teléfono. Damon tenía mal
aspecto. Estaba pálido, tenía unas manchas oscuras bajo los ojos y pesaba
por lo menos diez kilos menos que la última vez que lo vi. Tenía un corte
reciente en una mejilla y una cicatriz rosada en el dorso de una de sus
muñecas.
—Estás hecho una mierda —le dije cuando cogió el teléfono al otro
lado.
Sonrió.
—Eres lo que comes.
—Qué asco. Te invitaré a un plato en Martina's en cuanto termines de
dar por culo por aquí.
Resopló.
—¿Crees que ese restaurante mexicano de mierda va a seguir existiendo
dentro de cinco años? Qué optimista eres.
Sacudí la cabeza.
—Puede que no. Maldita sea. Ojalá hubiera una forma de sacarte antes.
Se retorció incómodo. Damon nunca había sido muy bueno
mintiéndome. Con cualquier otro, sí, pero conmigo no. No dijo nada
durante un rato, así que decidí darle un respiro.
—¿Qué trato te han ofrecido, Damon? —pregunté.
El alivio seguido del enfado se reflejaron en su expresión.
—Serás capullo. ¿Siempre tienes que joderme?
—Para eso estamos los hermanos pequeños —hablé con una sonrisa—.
¿Y?
Suspiró.
—No voy a aceptarlo —dijo.
—Es lo más estúpido que has dicho en todo el año. ¿Cuál es el trato?
Apretó la mandíbula, miró por encima del hombro y me fulminó con la
mirada.
—El trato es que consigo que le den a Eddie de veinte años a perpetua y
me voy a casa en cuanto lo sentencien. Podría salir del juzgado como un
hombre libre. También hablaron de «antecedentes eliminados»... parece que
tienen la idea de que las drogas que llevaba encima pertenecían a una chica.
—Lanzó una mirada furtiva al guardia apostado detrás de él, que
obviamente estaba escuchando.
Sonreí. Damon debía de sentir algo por Sam para esquivar su nombre de
aquella manera.
—Parece un buen trato. Acéptalo.
Damon negó con la cabeza.
—No. No puedo hacerlo.
—¿Por qué, eres un gallina?
Se enfadó durante un segundo y luego simplemente pareció cansado.
Entonces me di cuenta de cuánto tiempo llevaba arriesgando su vida por mí.
Cuánto tiempo me había estado protegiendo de lo peor del mundo, al
tiempo que metía la mano en él para asegurarse de que siempre tuviera lo
que necesitaba. Ningún adolescente debería tener que hacer de padre de su
hermano.
—Si les dijera todo lo que sé de él, estaría perdido. Se esfumaría junto
con la mayoría de sus distribuidores. Nunca lo volverías a ver. Joder, nunca
volverías a ver a muchos de tus amigos.
Resoplé y le dije lo mismo que a Arlena.
—Amigos como él están a una idea brillante de conseguir que te maten
—contesté. Me quedé callado un momento y luego suspiré“—. Tío, Eddie
no estaba intentando tenderte una trampa a ti. Le estaba tendiendo una
trampa a Sam.
A Damon le brillaron los ojos y apretó los dientes.
—Ese pedazo de... Vale, aun así. Lo necesitas.
Negué con la cabeza.
—Déjame contarte una historia sobre la chica más increíble del mundo.
Y sé que no crees en estas mierda, pero... Arlena es alguien muy especial
y...
Cuando terminé de contarle a Damon todo lo que había pasado desde
que lo arrestaron, tenía los nudillos blancos y los ojos oscuros. Nunca lo
había visto con esa expresión asesina. Era escalofriante, pero también muy
guay.
—Por eso tienes que aceptar ese trato. Sabes mucho más de su negocio
que yo, sino se lo contaría todo yo mismo. Bueno, no, todavía te pediría que
lo hicieras porque, maldita sea, Damon, te echo de menos. ¿Sabes que llevo
viviendo con mamá un mes entero?
Se rio, pero su rostro seguía sombrío.
—Aceptaré el trato —dijo—. Pero puede que tarde seis meses o más en
ir a juicio. Van a tener un montón de mierda que investigar. ¿Crees que
podrás aguantarla tanto tiempo?.
Hice ademán de pensarlo y luego sonreí.
—Sí. No es tan mala ahora que está medicada. Mientras no me deje una
perilla a lo Fu Manchú, ya no se asustará porque me parezca a él.
Damon se acarició el vello facial que se había dejado crecer desde que
estaba encerrado.
—Gracias por el consejo —dijo con una sonrisa burlona—. Me afeitaré
antes de que me dejen salir. Oye, ¿has estado sacando buenas notas con
todo esto? ¿Vas a graduarte?
—Claro que sí —dije—. Lanzaré mi birrete al aire con el resto. El
gilipollas de Eddie hizo que me bajara la media a 9 por un momento, pero
ya me he recuperado.
Sonrió.
—Así se hace, Blayze. Salvar a la princesa del dragón y aprobar
trigonometría a la vez. Será mejor que consigas una beca, tienes el cerebro
demasiado gordo para quedarte en el gueto.
—Eso haré —le dije—. Y cuando lo haga, ambos saldremos de aquí.
Su expresión vacilaba, insegura. Podía ver en sus ojos que no creía que
fuera capaz de marcharse nunca. Puede que sí de la ciudad, pero no de esta
vida. Era lo único que conocía. No insistí. Sabía que no podía convencerle
de que creyera en sí mismo, pero sí podía demostrarle que podía creer en
mí. Confiaba en que eso sería suficiente.
Así que, con el destino de Eddie sellado y la libertad de Damon en el
horizonte, dejé que la pesa de hormigón se hiciera añicos en el suelo de la
cárcel y salí de allí como flotando .
Capítulo

Treinta Y Nueve

Arlena

Cerré los ojos y respiré, disfrutando del momento. La brisa de principios de


verano jugaba con mi pelo mientras el sol me daba en los hombros,
calentando la bata barata y brillante que llevaba sobre un bonito vestidito.
El discurso de graduación se oía con demasiado eco. Había niños jugando
en el parque infantil al otro lado del pequeño arroyo y sus risas acentuaban
el ambiente de fiesta que se respiraba.
Abrí los ojos y miré hacia la fila, sonriendo al encontrarme con la
mirada de Blayze. Él me devolvió la sonrisa. Detrás de nosotros, los
estudiantes de último curso que no se graduarían ese año se empujaban
unos a otros y lanzaban bolas de papel a las gorras cuadradas de sus amigos.
Escudriñé la multitud de amigos y familiares, preguntándome cuál de las
caras en el mar de sillas plegables pertenecería a la madre de Blayze. Mi
madre me vio mirando, me saludó frenéticamente con la mano y luego se
secó los ojos. Madre mía, mamá, ¡aún ni ha empezado la presentación de
diapositivas!
—No me puedo creer que se haya acabado —dijo afligida la chica que
estaba a mi lado.
Eché un vistazo para ver con quién hablaba y me miró a los ojos. No la
reconocí, lo que automáticamente la puso en buena posición en mi mente.
—Yo sí —dije riendo un poco—. Para mí este año ha durado una
década entera.
Soltó un suspiro.
—Supongo. Aunque me habría gustado que durara un poco más. Era
muy buena en teatro. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Recitar a Shakespeare a
través de la ventanilla de autoservicio?
Normalmente habría hecho un ruido de simpatía y habría cambiado de
tema, pero me sentía eufórica y atrevida.
—No —dije con firmeza—. Vas a grabar una cinta de audición y
enviarla a todos los teatros en cien kilómetros a la redonda, después vas a
juntar con los demás chicos de teatro y haréis películas para colgarlas en
Internet.
Parpadeó sobresaltada, y enseguida se animó.
—¡La señorita James nos adora! Seguro que nos deja usar el material
audiovisual si no causamos problemas.
—Pues claro —dije con demasiada seguridad para alguien que ni
siquiera conocía a la señorita James—. La vida no termina al graduarse.
Solo acaba de empezar.
Sonrió y charló alegremente conmigo sobre los proyectos que tenía
entre manos. La escuché con entusiasmo. La verdad es que sonaban
bastante bien, pero la hice callar cuando empezaron a llamar a la gente por
sus nombres. No quería perder la oportunidad de corear el nombre de
Blayze. Cuando lo llamaron, mi voz quedó casi ahogada debajo de los
gritos y vítores del resto de la clase. A pesar del castigo que había recibido
por su reputación, seguía siendo muy querido.
Mis vista se desvió de nuevo hacia el público mientras intentaba
distinguir a su madre entre la multitud. Seguro que le estaba animando,
¿no? Pero sólo vi a mis padres de pie, gritando y silbando como si fuera su
propio hijo. Oh, bueno. A lo mejor estaba sentada en una sección que no
alcanzaba a ver.
—Todo el mundo quiere a Blayze —dijo la chica a mi lado con una
sonrisa—. Incluso cuando le odian.
—Forma parte de su encanto —acepté.
—Siento que te conozco de algún sitio —dijo de repente—. Pero no
consigo ubicarte. ¿Estabas en la clase del Sr. Burns?
Sacudí la cabeza e iba a decirle por qué reconocía mi cara, pero
entonces llamaron por mi nombre. Sus ojos se abrieron de par en par
cuando me levanté y se quedó con la boca abierta. Sonreí, le guiñé un ojo y
me dirigí al escenario. Puede que mi reputación no fuera la mejor, pero creo
que mi leyenda seguirá viva.
No esperaba gran cosa. Mis padres se entregaron en cuerpo y alma a
animarme, cosa que sabía que harían; pero mi clase también me ovacionó,
cosa que no esperaba en absoluto. Se me llenaron los ojos de lágrimas al
aceptar mi diploma, y sentía el corazón lleno para cuando terminé de
caminar. Los graduados del otro lado sonrieron y me aplaudieron mientras
caminaba en su dirección y directa a los brazos de Blayze. Lo abracé con
fuerza y luego me puse de puntillas.
—¿Qué está pasando? —le susurré al oído.
—Si hay algo que le gusta a todo el mundo por aquí, es una buena
historia de desamparados —susurró—. Todos saben la verdad ahora, y tú
has salido muy bien parada.
Sonreí entre sollozos y me aferré a él, dejando que la buena voluntad
me bañara por todas partes. Maldita sea. No puedo creer que se haya
acabado. Me reí con suavidad, me enjugué los ojos y lo miré con una
sonrisa.
—Ven a comer con nosotros después —le dije—. Tu madre también
está invitada. ¿Dónde está? La he estado buscando, pero no sé qué aspecto
tiene.
Sonrió, pero había tristeza en sus ojos.
—Hoy no ha podido venir —dijo con delicadeza—. Pero me encantaría
ir a comer contigo.
Fruncí el ceño, preocupada.
—¿Creía que estaba mejor?
Asintió con la cabeza.
—Y así es. Está mejor. Cada vez está mejor, pero no está bien. Aún no.
Puede que nunca esté completamente bien, pero ¿sabes qué?
—¿Qué? —pregunté, con el corazón roto.
Él sonrió.
—No necesito que sea lo que no es. Sólo necesito que siga intentándolo,
y lo está haciendo. Porque para mí, esto es una celebración. Pero para ella
es una multitud repleta de extraños mucho mayores que ella, docenas de
hombres que no conoce, un montón de reglas sociales y expectativas, y
gente que cree que son mejores padres que ella. Es demasiado para ella, y
no pasa nada. No necesito que se sacrifique más de lo que ya lo ha hecho
por mí.
No me gustaba. Seguía enfadada con ella por haber sido tan mala madre
con él en primer lugar, y perderse su graduación (a la que no se esperaba
que llegara en primer lugar, pero aun así lo había conseguido) me pareció el
rechazo definitivo. Sin embargo, más que eso, no me gustó que su análisis
de su comportamiento me hiciera sentir dura y sentenciosa en comparación.
Le cogí de la mano y me volví hacia el escenario para ver caminar al resto
de nuestra clase. Tenía mucho en lo que pensar.
Todavía estaba rumiando cuando llegamos al restaurante, pero el
ambiente festivo enseguida alejó todos mis pensamientos. No éramos la
única familia celebrándolo allí, y Blayze saludó al menos a media docena
de personas mientras la camarera nos acompañaba a nuestra mesa. Me
pregunté brevemente si alguna vez querría marcharse de este pueblo, y me
sorprendió la punzada de tristeza que acompañó a la pregunta. Era tan
bueno y puro que una parte de mí estaba segura de que esta ciudad acabaría
por exprimirlo y destrozarlo por completo, por muy bien que él supiera lo
que se hacía.
Tomamos asiento y pedimos; entonces, mi padre miró de mí a Blayze y
viceversa, radiante de orgullo.
—¡Bueno, los dos os habéis graduado! Y en circunstancias difíciles.
Estoy orgulloso de vosotros. De los dos. Por eso...
—Cariño —lo interrumpió mamá—. ¿No crees que deberías esperar
hasta después de la cena?
—¿Eh? No, no lo creo. Hay demasiadas respuestas posibles, mi amor.
Deberíamos dejar espacio para hablar de todas ellas, creo yo.
Suspiró, se removió inquieta en su asiento y bajó la voz. Era una mesa
pequeña y por mucho que bajara la voz no tendría la intimidad que deseaba.
—¿Pero y si la respuesta es una que no te gusta, Tristan? ¿No haría eso
que la cena pasara a ser incómoda?
Frunció el ceño, pensativo, y luego miró de reojo a Blayze. Este
carraspeó y yo le apreté la mano por debajo de la mesa. Intentaba
tranquilizarlo, pero no tenía ni idea de cuál era el motivo por el que lo
estaba haciendo, así que no sirvió de mucho.
—Eso sé como solucionarlo —dijo Tristan—. Blayze, ¿estás
circuncidado?
Yo jadeé. Mamá jadeó y se puso roja. Las dos miramos a papá con ojos
como platos y una mirada severa. Blayze se rio.
—Sí —dijo, sonriendo—. Nada puede ser más incómodo que esto, Sra.
Drake. Ahora puede preguntarme lo que de verdad quería preguntar.
—Dios mío —gemí, dejando caer la cabeza sobre la mano, tapándome
los ojos—. Blayze, no es por eso...
—Sí que lo es —interrumpió papá.
Erguí la cabeza y vi a papá sonriendo malvadamente. A mamá se le
encendieron los ojos y las mejillas al mirarlo, y él le lanzó un beso.
—Tristan Drake —le reprendió. Ella negó con la cabeza, pero se rio—.
Supongo que puedes hacer como quieras. Dios, qué tonto eres a veces.
Le sonrió, pero aún no nos enteramos de lo que iba a preguntar porque
en ese momento llegaron los entrantes. Nos pasamos las cosas y hablamos
en general sobre la comida en sí, lo probamos todo y, para cuando
terminamos, llegaron los platos principales.
—Oh, por el amor de Dios —exploté después de que las camareras se
fueran—. ¿Papá?
—¿Sí? —Parpadeó un momento y pareció recordar—: ¡Oh! Cierto.
Blayze, ¿cuáles son tus planes ahora?
Blayze golpeó su filete con el tenedor durante un minuto, frunciendo el
ceño. Una sutil ansiedad se apoderó de mi nuca. Una parte de mí tenía la
sensación de que su respuesta sería lo que establecería o rompería nuestra
relación, por mucho que odiara admitirlo. Ni siquiera estaba segura de cuál
sería una respuesta inaceptable, pero me aterrorizaba que la diera.
—Voy a ver cómo ir a la universidad —habló finalmente. Me dio un
vuelco el corazón.
—¿Para estudiar qué? —preguntó papá.
El corazón se me hundió de nuevo. ¿Por qué arruinar un buen sueño con
los detalles, papá?
—Quiero estudiar derecho —dijo Blayze en voz baja—. Tal vez me
especialice en trabajo social. Hay todo un sistema funcionando con un
punto ciego más grande que un estadio—.
Papá asintió con lentitud.
—Esperaba que dijeras eso. ¿Sabes por qué?
Blayze sonrió.
—Porque vives para nuestros debates —bromeó.
Papá se rio.
—Bueno, eso también. Pero es porque sabías exactamente por qué te
hice la pregunta que te hice al principio. Entiendes por qué la gente, incluso
la que se mueve en círculos ajenos a tu experiencia inmediata, hace lo que
hace. Sería un honor enfrentarme a ti en un juicio, aunque... —Se
interrumpió con una mueca, y luego retomó la idea—-. Los defensores
públicos no ganan un buen sueldo, y suelen ser a los que acabo
enfrentándome en los tribunales.
Blayze se rio entre dientes.
—No quiero faltarte al respeto, pero tu idea de un buen sueldo y la mía
son muy diferentes. Los defensores públicos se llevan a casa, ¿cuánto?
¿cinco de los grandes al mes?
Papá parpadeó y fue mi turno de reírme. Por supuesto, Blayze ya había
investigado al respecto.
—Sí, más o menos, dependiendo de dónde estés. Puedes ganar de ocho
a diez en algunos sitios. Pero para un abogado...
Blayze levantó una mano.
—No hace falta hablar de posibles, por favor. Porque mis opciones
ahora mismo son sacar mil cuatrocientos al mes trabajando en una tienda o
en alguna otra mierda que te consuma el alma... o ganar cinco mil haciendo
algo que importe.
Papá asintió pensativo durante un momento.
—Los préstamos estudiantiles reducirán mucho el sueldo de un abogado
de oficio.
Blayze se encogió de hombros.
—Sé vivir con un presupuesto limtado.
—Mm, sí. Supongo que sí. Pero no creo que debas hacerlo, no hasta ese
punto. Me gustaría ofrecerte una alternativa, pero eso dependerá de Arlena.
Me enderecé, sobresaltada.
—¿Que depende de mí? ¿El qué?
Papá me sonrió amablemente.
—Ya llegaremos a eso. Arlena, ¿cuáles son tus planes?
Todo mi cerebro se detuvo. Me quedé mirando como un ciervo bajo los
faros de un coche hasta que mamá me tocó la mano.
—No tienes que decidirlo ahora, cariño. Tu año para tomar una decisión
se vio interrumpido con todo ese asunto tan desagradable.
Papá le lanzó una mirada impaciente, pero no era más que calidez
cuando se volvió hacia mí. No dijo nada, esperando a que respondiera. La
pausa preñada era uno de sus métodos de interrogatorio favoritos porque al
final siempre funcionaba.
—Quiero ir a la universidad —dije lentamente—. Pero aún no tengo
una idea clara. T-tengo una idea.
—¿Y cuál es tu idea, Arlena? —preguntó papá con suavidad.
Me retorcí en el asiento. Me estaba costando mucho formular las
palabras porque la idea era muy fresca y nueva, muy muy frágil. Pero soy la
puñetera Arlena Drake, me dije. Tengo un muro a mis espaldas y un cerebro
en la cabeza, y yo tengo el control.
—Quiero ayudar a la gente a ver su propio potencial —dije—. Quiero
coger a un hacker huraño y llevarlo a estudiar una carrera de programación,
o mostrar a una reina del drama cómo canalizar ese impulso hacia el
periodismo o escribir historias o algo así. Todo lo que he visto en todo este
año es a gente llena de potencial estrellándose y echándose a perder porque
no saben cómo aprovecharlo—.
Respiré hondo y miré a mi alrededor. Mamá parecía orgullosa. Papá
parecía pensativo. Blayze... oh, Blayze. Sus ojos brillaban con un amor tan
fuerte que me soltó la lengua, concretando mis ideas a medida que me
salían las palabras.
—Nunca lo noté en casa, pero eso es porque todos crecimos rodeados
de oportunidades, rebañados en canales de talento y habilidades a los que
los chicos de aquí ni se acecan. Todo el mundo tiene una idea clara de sus
habilidades, si no de sus pasiones, antes de llegar al instituto. Bueno, no
todo el mundo. Yo no la tenía. Pero no había nadie que me necesitara ahí
fuera. Todos sabían ya que eran especiales. Pero por aquí el mundo es
mucho más pequeño. Mucho más cruel. Es más difícil ver lo que vales
cuando el mundo ya te ha descartado.
Pensaba en Sam mientras hablaba. Sam y esas chicas en las fiestas de
Eddie, Damon y los otros que Eddie había puesto entre rejas... Habían
estado muy desesperados, pero no tenían por qué estarlo.
—Quiero demostrarle a la gente que vale algo —dije en voz baja—.
Pero no sé qué título me ayudaría a hacerlo, no para ayudar a la gente que
de verdad lo necesita.
Mamá sonrió y me apretó la mano. Nunca la había visto tan orgullosa.
—Psicología. Eso te abrirá todas las puertas, mi amor. Orientadora de
instituto, asesora de vida, oradora motivacional, escritora, lo que quieras.
Puedes probar hasta que encuentres lo que te gusta. Haz una cosa, hazlo
todo. Nunca confundas un puesto de trabajo con una pasión. Ya conoces tu
pasión, ahora sólo tienes que construir un camino que te lleve hacia ella.
Me enjugué los ojos húmedos y le sonreí. Una respiración profunda
pareció rodear la mesa y se hizo un silencio pensativo.
—Bueno —dijo papá al final de un suspiro—. Arlena, tengo que
confesarte algo. ¿Recuerdas que te dije que había creado un fondo
fiduciario para tu universidad o tu casa o tu boda? —Acentuaba más la
palabra «o» cada vez que la decía.
Fruncí el ceño, confusa.
—Sí—
Asintió con la cabeza.
—De hecho, creé fondos fiduciarios. En plural. Supuse que, si querías ir
a la universidad, con el tiempo también querrías comprarte una casa o
casarte.
Ladeé la cabeza.
—Hay un «o» ahí.
Asintió con la cabeza.
—Sí. Ahora llegamos a la parte de tu decisión. Hay suficiente para
pagar tus estudios y los de Blayze, o para pagar tus estudios y una casa o
una boda. —Extendió las manos como si me pusiera las opciones sobre la
mesa.
Ni siquiera tuve que pensarlo.
—Págale a Blayze la carrera —dije. Miré a Blayze, preguntándome si
me había excedido—. Si eso es lo que quieres —añadí.
Se quedó sin habla. Mamá sonrió y cortó su cena con un contoneo de
satisfacción. Papá me miró un momento y luego se volvió hacia Blayze.
—Blayze, me gustaría ofrecerte una beca completa para la facultad que
elijas. Esta oferta incluye cuatro años de estudio más el colegio de abogados
y el examen de abogacía. ¿Aceptas?
Blayze parecía estar ahogándose con su propia lengua. Me acerqué a él
y le cogí la cara entre las manos, girándosela para poder mirarle a los ojos.
—Este es tu momento —le dije—. Esta es tu oportunidad. El futuro te
llama y está gritando tu nombre. ¿Qué vas a hacer, Blayze?
Se aclaró la garganta, sonrió y me besó.
—Podrían ser seis años —dijo con un tono voz dirigido sólo para a mí
—. Es mucho tiempo. Quizá no podamos ir a la mismo universidad. Si me
sigues, puede que acabes viviendo en un lugar extraño donde no conozcas a
nadie.
¿En serio? Le dirigí una mirada divertida y exasperada.
—Estoy bastante segura de que podré con ello —dije riendo un poco—.
He sobrevivido a este año, ¿no?.
Su sonrisa se ensanchó, le brillaron los ojos y me besó con fuerza. No
paró hasta que mi madre carraspeó, entonces se apartó y le dedicó una
sonrisa de disculpa.
—Acepto —dijo.
Se sacudieron la mano para cerrar el trato.
Capítulo

Cuarenta

Arlena

—¡Vamos, Sam! ¿Cómo vas a montarlo desde ahí? —Sujeté la correa del
caballo y acaricié su bonito hocico gris.
Blayze ya estaba sobre su caballo, aunque el animal había decidido girar
en círculos y resoplar, sacudiendo la cabeza como si fuera a tirarlo. No lo
haría, Castaño era un encanto, aunque le gustaba provocar, pero Blayze no
lo sabía y tenía la cara blanca como el papel.
Me reí.
—Relájate —le dije—. El caballo está atento de tu lenguaje corporal y
le estás diciendo que estás aterrorizado.
—¡Por que lo estoy! —La voz de Blayze chirrió en la última palabra,
haciéndome reír más fuerte.
—Ah, vamos —dijo Damon, tomando el brazo de Sam—. Si él puede
hacerlo, nosotros también.
—Eso decían de mear de pie, y la cosa no salió muy bien —refunfuñó
Sam.
Sin embargo, dejó que Damon la llevara al corral. Estaba seguro de que
le dejaría llevarla a cualquier parte. Les expliqué cómo montar a sus
caballos. A pesar de su ansiedad, Sam se subió a la silla como si llevara
toda la vida haciéndolo. A Damon le costó un poco más, pero al final lo
consiguió.
Monté en mi propio caballo y les sonreí a los tres. El cambio era
palpable. Podían sentir la libertad respirando bajo ellos y eso les llenaba de
esa magia propia de los caballos salvajes. Me había dado cuenta de que la
terapia con caballos era algo real: podría casar fácilmente mi pasión con mi
amor y construir una carrera en torno a ello. Almacené cuidadosamente esa
idea para más tarde.
—Vale, esta parte es fácil —les dije—. Apretad suavemente las rodillas
y dejad algo de holgura en las riendas. Los caballos harán el resto.
Hubo algunas salidas en falso y muchas risas, pero al final nos pusimos
en marcha todos juntos. Cambiamos de posición varias veces, pero pronto
Sam se colocó a mi lado y los dos hermanos se quedaron a la zaga.
—Esto es increíble —dijo Sam, feliz—. No puedo creer que nunca haya
hecho esto antes. Que le den a los coches, tío. Deberíamos volver a montar
a caballo.
—Te veo radiante —dije con una sonrisa—. No es sólo por el caballo,
¿verdad?
Sus ojos centellearon y se sonrojó.
—Creo que Damon va a pedirme que esté con él de verdad —dijo—.
Antes estábamos empezando algo, pero ninguno de los dos podía admitirlo
porque, ya sabes, yo había estado liada con su hermano durante tanto
tiempo que no me parecía correcto. Pero ahora que Blayze es tan feliz
contigo, y las vidas de todos siguen adelante, creo que quiere dar ese paso.
Miré por encima del hombro y vi a Blayze y Damon sumidos en una
conversación tranquila.
—Creo que tienes razón —dije—-. Parece una conversación muy
intensa.
Giró la cabeza tan rápido que se resbaló de la silla, asustó al caballo y
casi acaba en la misma posición que yo en mi primer paseo. La ayudé a
enderezarse y sonreí.
—Estás completamente enamorada de él, ¿verdad?.
Sonrió y se encogió de hombros en un patético intento de mostrarse
desdeñosa.
—Supongo —concedió—. Es que... él estaba ahí para todas las
tonterías, ¿sabes? Me apoyó en todo, como amigo, pero también apoyaba a
Blayze. Así que me conoce. Me conoce como nadie, porque no estaba en el
extremo receptor de mis arrebatos. Y yo lo conozco de la misma manera.
Es… agradable.
—Suena perfecto —dije, y lo decía en serio.
Sam no necesitaba fuegos artificiales ni romanticismo. Necesitaba saber
que era suficiente tal y como era, como quisiera ser. Hoy llevaba el pelo de
un verde azulado brillante, unos vaqueros morados con rayas de tigre y una
camiseta extragrande de un grupo de música con la que no la habrían
pillado ni muerta el mes pasado. Cambiaba como el tiempo y necesitaba a
alguien que pudiera atravesar sus tormentas y disfrutar de su rayos de sol
sin juzgarla en ningún momento.
Llegamos al merendero y les enseñé a atar los caballos. Una vez
desempaquetamos el picnic y nos sentamos todos sobre la hierba, Damon
buscó la confirmación de Blayze con la mirada. Blayze asintió a conciencia,
luego se volvió y me besó. Damon se volvió hacia Sam, que se retorcía con
impaciencia.
—Sam, quiero preguntarte algo —habló Damon con esa manera suya
lenta y deliberada—. Pero primero quiero decirte que te quiero, y que no
hay respuesta equivocada. Eres mi mejor amiga, junto con Blayze. E ir a la
cárcel me sirvió para aclararme la cabeza con algunas cosas. Voy a darle un
cambio a mi vida y me gustaría hacerlo contigo. ¿Quieres casarte conmigo?
Se me cayó la mandíbula al suelo. A Sam también. Blayze se limitó a
sonreír. Sam cerró la boca de golpe y se contoneó sobre la manta de picnic,
de rodillas, mirando con fiereza. Damon se quedó sentado, viendo cómo se
movía con ojos suaves. Ella se detuvo justo delante de él y lo besó con
fuerza, luego se apartó y le golpeó el hombro.
—¡No puedes simplemente pedirme que me case contigo! Tienes…
tienes que pedirme que sea tu novia y si vemos que eso sale bien, me pides
que me case contigo, después vemos si estar prometidos está bien, después
nos casamos y vemos si eso está bien, después…
—¿Por qué? —preguntó él, cortándola—. No es que tengamos que
conocernos el uno al otro. Sé lo que quiero, y quiero construir una vida
contigo lejos de toda esta mierda. O dentro de toda esta mierda, me da
igual. Sólo quiero construir una vida contigo. —Se puso de rodillas y la
rodeó con los brazos, hablando con voz suave y dulce—. Pero tú mandas,
Sam. Así que, ¿quieres ser mi novia?
Ella resopló, pero había lágrimas de felicidad en sus ojos.
—Sí.
La besó suavemente, acariciándole el pelo, y luego se apartó.
—¿Te parece bien?
Ella asintió, con lágrimas derramándose por su cara.
—Sí.
Le besó la frente.
—Sam, te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?
Se rió exasperada entre lágrimas.
—Sí, imbécil.
Volvió a besarla, en la boca y en la frente.
—¿Está bien ser tu prometido?
Ella enterró la cara en su pecho, temblando de la risa y las lágrimas.
—Sí. —Fue su respuesta amortiguada.
—Bien —dijo cariñosamente—. Me voy a dejar la piel para darte la
boda que deseas.
Levantó la cabeza con los ojos muy abiertos.
—Dios mío, ¿cómo voy a planear una boda, Damon? ¡Esas cosas hay
que planearlas con seis meses de antelación! Y todo lo que me gusta hoy lo
voy a odiar en un mes, ¡eso no se puede planear!
Damon sonrió.
—Claro que sí —dijo cómodamente—. Haremos lo que quieras, cuando
quieras. Así de fácil.
Se deshizo en risitas y se desplomó en sus brazos. Blayze me acercó y
me besó, luego susurró que debíamos darles un poco de intimidad. Nos
alejamos, cogidos de la mano, y nos echamos a andar por el prado
ondulado.
—La universidad empieza la semana que viene —dijo—. He estado
investigando y puedo reducir los años a la mitad si cojo una clase extra cada
semestre y trabajo durante los veranos.
Suspiré y miré a mi alrededor, contemplando la naturaleza.
—Este ha sido el mejor verano de mi vida —dije, apoyándome en él—.
No me importaría pasar seis veranos haciendo el vago contigo, pero sé que
te volvería loco.
—Cierto —dijo, rodeándome con sus brazos por detrás. Me besó el
pelo, la oreja, el cuello y me abrazó con fuerza—. Pero por ti lo haría.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Estaremos juntos de cualquier manera. Podemos ser compañeros de
estudio todo el año y sacarnos las carreras con honores. Este verano ha sido
maravilloso, pero yo también estoy impaciente. Tenemos una vida que
empezar, gente a la que ayudar. Hagámoslo.
—Como quieras, cariño.
Me besó bajo el sol estival mientras la brisa nos envolvía con aromas a
caballos y hierba cocida. Volveriamos aquí, decidí. Los cuatro, una y otra
vez.
Epílogo: Seis años después

Arlena

—¡Xena, deja de arrancarte flores del pelo! Mi niña tonta, ven con mamá.
—Sam subió a su hija de dos años a su regazo e intentó arreglarle la corona
de flores, pero Xena estaba empeñada en comerse hasta el último pétalo.
Sam suspiró, puso los ojos en blanco y me miró impotente.
—Adelante, sácasela —le dije—. No estoy segura de que los pétalos de
rosa sean buenos para los bebés.
Sam respiró aliviada y le quitó las flores del pelo a Xena.
—¿Cómo va a ser la niña de las flores si se come los pétalos?.
Xena la miró con firmeza, cogió un puñado de pétalos de la corona y los
dejó caer al suelo.
—No hay duda de que es hija tuya —dije.
—¡¿Verdad?!
Acurrucándose en el pecho de su madre, Xena se estiró y le besó la
mandíbula. Sam sonrió, puso los ojos en blanco y se acurrucó con el bebé.
—Con lo justo de Damon para salvarte —dijo con indulgencia—.
Bebecita tonta.
Me volví hacia el espejo que tenía delante y examiné mi propia corona
de flores. Deslicé las manos sudorosas sobre la bata de satén que llevaba
para proteger el vestido que había debajo.
—Y bueno, hasta ahora, ¿tu boda está siendo todo lo que querías que
fuera? —preguntó Sam mientras quitaba las últimas flores del pelo de
Xena.
—Todavía no me he casado —dije con una sonrisa.
—Lo sé, lo sé, me refiero a las flores, el vestido, el novio, todo eso.
Tenía la costumbre de planear bodas cuando era niña, pero sólo me ponía de
mal humor. Creía que tendrías una carpeta lista con planes de boda.
Me reí.
—Bueno, el novio es perfecto, pero la verdad es que nunca planeé mi
boda cuando era niña. Me alegro de no haberlo hecho.
Ladeó la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque crecí con mucho dinero —dije—. Habría construido una boda
de ensueño en mi cabeza sin presupuesto en mente. Intentar hacer algo así
con el sueldo de Blayze y el mío habría sido imposible. —Sonreí y le lancé
una mirada—. Pero lo cierto es que cualquier boda que acabe con Blayze y
conmigo en la cama es la boda perfecta.
Sin embargo, sí que había algo que me preocupaba y ella se dio cuenta.
Levantó las cejas y esperó. Suspiré.
—Es sólo que… sé que su madre tiene problemas. Dice que ha estado
trabajando en ellos, pero... —Me encogí de hombros y exhalé un fuerte
suspiro—. No fue a ninguna de sus graduaciones. Eran muy importantes
para él, y esto....
—Es mucho más importante —interrumpió.
—Sí. Y no ha confirmado su asistencia. La invitó en persona, le
enviamos una invitación... Yo quería llamarla por teléfono, pero Blayze me
dijo que lo dejara estar. Me doy cuenta de que le afecta. Puedo verlo claro
como el día en su cara cada vez que hablamos de los invitados o de los
asientos o de cualquier otra cosa. Me pidió que le hiciera un hueco por si
acaso, pero eso me parece mucho más triste, el tener su asiento vacío en
primera fila.
Me miró de reojo mientras sacaba a Xena de debajo de mi cama.
—¿Y has dejado el asiento libre?
Sonreí con tristeza.
—Sí —dije—. Siempre tiene tanta esperanza y optimismo.
—Tú también —señaló—. Por eso encajáis tan bien. Sois dos almas
puras, desesperadas por ver lo bueno en todo el mundo.
Me reí entre dientes.
—Sí, pero yo tengo ventaja. Todo fue a las mil maravillas en mi mundo
durante tanto tiempo que me dio una base en la que poder apoyarme cuando
las cosas se ponían difíciles. En él parece ser algo innato o algo así.
Sonrió, dejó a la niña en el suelo y se acercó para ayudarme con el pelo.
Su propia boda había sido una locura; a pesar de la paciente insistencia de
Damon, o puede que gracias a ella, habían estado prometidos un año antes
de casarse.
Acabó casándose en el campo, bajo los árboles, donde Damon le pidió
matrimonio por primera vez. Se lo había pedido al menos cuatro veces más
desde entonces, y ella había dicho «sí» todas las veces; más tarde me
explicó que tenía que estar seguro de que toda ella decía que sí, incluso su
parte más tormentosa y vengativa. Había sido un acierto y sabía que Sam le
quería por ello.
—Entonces estará bien tanto si ella aparece como si no —dijo
razonablemente. Se detuvo un momento, desenredando una flor que se
había resbalado—. No puedo creer que ahora sea un abogado de verdad —
dijo, cambiando sutilmente de tema—. ¿Qué se siente?
Sonreí.
—Es muy parecido a vivir con mi padre —dije. —Sólo que desde la
perspectiva opuesta. También se pone a despotricar después del trabajo,
sobre todo de los fiscales sobrepagados y las leyes inflexibles, pero también
de delicuentes idiotas y sus patéticos intentos de manipularle. Ya se está
labrando un nombre.
—¿Eso es bueno o malo? —preguntó sonriendo, pero veía la
preocupación en sus ojos.
—Es bueno —dije con firmeza—. Significa que su opinión tiene más
peso entre la gente adecuada. Y la gente a la que defiende sabe de dónde
viene y cuáles son sus motivaciones. Sólo los más estúpidos le harían
responsable de una sentencia inevitable, y los estúpidos no pueden llegar
hasta él. Tiene demasiados amigos.
—En lo alto y lo bajo del escalafón social —reflexionó. Hizo una pausa
y me preguntó—: ¿Vas a cambiar tu apellido en el trabajo? ¿Hará la gente la
conexión?
Asentí con la cabeza.
—Sí a ambas cosas, creo. Pero eso es bueno. Los chicos con los que
trabajo están íntimamente ligados con las personas a las que defiende,
trabajamos con las mismas familias más a menudo de lo que esperaba, y
muchos de ellos confían en él. Cuando se enteran de que puesto ocupa en
mi vida, tienden a abrirse un poco más rápido. —Blayze asegura que a
veces también funciona al revés.
Sam estaba a punto de decir algo, pero mi madre irrumpió en la
habitación con un ramo de flores, ya enfadada.
—¿Qué hacéis hablando de trabajo, tontitas? Hay una boda que
celebrar.
Epílogo

Blayze

Todo final es un nuevo comienzo, y viceversa. Iba a echar de menos


enfrentarme al padre de Arlena en el juzgado. Estaba mal visto ahora que
éramos familia, a menos que no hubiera otra alternativa. Entre los dos, y
con Eddie fuera de juego, habíamos devuelto la cordura al centro de la
ciudad.
El trabajo de Arlena también había ayudado, de una forma más sutil.
Prefirió detectar el problema antes de que llegara a nosotros y abrió una
fundación en pleno centro de la ciudad. Al principio me pareció una
frivolidad, sobre todo teniendo en cuenta que ya existían la YMCA y el
club de chicos y chicas, pero le apasionaba tanto el proyecto que la apoyé
sin reservas.
Ya empezaba a parecer que había dado en el clavo. La fundación no
dejaba de crecer y el índice de delincuencia en las inmediaciones, sobre
todo entre los menores, no dejaba de descender.
—No se trata sólo de tener un lugar seguro al que ir después de clases
—me dijo—. Se trata de tener la oportunidad de descubrir en qué eres
bueno y de que alguien te enseñe qué puedes hacer con esas habilidades.
También está la terapia, el aprendizaje basado en el trabajo y todo lo demás.
Es darles la oportunidad de experimentar en primera persona cómo podría
ser la vida. Lo necesitan.
Y así uera. Todavía no estaba completamente seguro de todo lo que
hacía allí,-algunos días llegaba a casa cubierta de pintura de dedos y
hablaba del trabajo como si fuera una guardería, otras veces me contaba
historias sobre músicos y actores en ciernes, y otras hablaba de lenguajes
informáticos que yo apenas entendía- pero fuera lo que fuese, estaba
funcionando. La ciudad volvía a cobrar vida, centímetro a centímetro.
—Piensas demasiado —dijo Damon, enderezando su pajarita—. ¿Te
están entrando los temores?
—Más le vale que no —gruñó Tristan desde detrás de mí. TristanSe
había convertido en un padre para mí, o al menos en un modelo a seguir
como nunca antes había tenido. Incluso Damon había llegado a quererle,
sobre todo porque sabía que Tristan me cubría las espaldas.
Me giré y le sonreí.
—Ni en un millón de años —dije—. Sólo pienso en lo que pasará
después.
Damon soltó un alarido y a Tristan se le pusieron las orejas de rojas en
las puntas. Gemí.
—No me refería a eso. ¿Qué hora es?
—Es hora de que salgas —dijo Tristan—. Estaba a punto de salir a
buscar a Arlena.
—Vale —susurré, tirando del dobladillo de mi esmoquin.
—Hagámoslo.
Salí del pequeño segundo dormitorio y entré en el estrecho pasillo.
Arlena y yo nos habíamos visto en la disyuntiva de pagar la entrada de una
casa bonita y limpia de dos plantas en una zona relativamente tranquila de
la ciudad o elegir un recinto imponente para nuestra boda. Me alegró saber
que los dos preferíamos tener un lugar al que volver después de la luna de
miel.
Salí por la puerta lateral y entré en el pequeño patio justo a tiempo para
oír un tímido golpecito en la desgastada verja encalada. Esperaba que uno
de nuestros nuevos vecinos hubiera venido a preguntar por la aglomeración
de coches aparcados en la calle, pero cuando abrí la verja el corazón me dio
un salto. Estaba preciosa. Sus ojos oscuros estaban agrandados y asustados,
pero su fuerte mandíbula mostraba un ángulo decidido. Al verme, se le
relajó la boca; no era una sonrisa, pero se le acercaba.
—Blayze —dijo sin aliento—. Tienes toda la pinta de novio. —Se
arrebujó un poco más en el fino chal que cubría el escotado vestido rosa que
llevaba. El vestido le llegaba casi a las rodillas, era más conservador que
cualquier otro vestido que le hubiera visto, y sus tacones de color naranja
brillante sólo medían cinco centímetros. Incluso con esos tacones, y una
coleta imposiblemente alta y todo, apenas me llegaba al hombro.
—Y tú tienes toda la pinta de ser la madre del novio —le dije
cariñosamente.
Un poco del temor se esfumó de sus ojos y me dedicó una tímida
sonrisa.
—¿De verdad?
—De verdad. —Le tendí el codo y ella lo cogió, con sus uñas de color
arco iris resaltando como fuegos artificiales sobre el negro intenso de mi
esmoquin.
Cuando doblamos la esquina que daba al patio trasero, donde se habían
colocado docenas de sillas plegables frente al arco de celosía donde tendría
lugar la ceremonia, aspiró con fuerza y dejó de caminar.
Intenté verlo todo a través de sus ojos. Como de costumbre, estaba justo
en medio de los grupos de edad de los asistentes. Mis amigos y los de
Arlena eran todos dieciséis años menores que ella, mientras que los padres
de Arlena, otros parientes y sus amigos eran todos al menos quince años
mayores. Todos iban bien vestidos: los más mayores, de tonos pastel y
neutros; los más jóvenes, de colores un poco más vivos. Nadie vestía de
rosa o naranja neón, un claro indicio de que ella era la única allí que había
pasado su adolescencia adorando a las Spice Girls.
Se tocó los pendientes de aro de plástico turquesa, cohibida, y se
sacudió el arco iris de brazaletes de plástico de la muñeca de aquella forma
nerviosa que yo recordaba de muchas reuniones de padres y profesores.
Puse mi mano sobre la suya y se la apreté para tranquilizarla.
—Mantén la cabeza bien alta —susurré.
Me sonrió, se echó el pelo hacia atrás, dejando que le cayera por la
espalda, y dio un paso adelante con confianza.
—Soy la pera —murmuró.
La acompañé hasta su asiento, justo al lado de la madre de Arlena, que
ya se estaba enjuagando los ojos. Las presenté brevemente. Al instante, la
madre de Arlena elogió el vestido y los zapatos de mi madre con un
entusiasmo tan auténtico que desapareció el último atisbo de tensión de mi
madre. Sonriéndoles a las dos, ocupé mi lugar bajo el arco. Damon tenía los
ojos empañados.
—Ha venido —dijo con calidez—. Bien.
Le miré un momento.
—¿Te habría gustado que fuera a la tuya?
Sacudió la cabeza.
—No, no estaba ni cerca de estar preparada. Le habría entrado el pánico
y asustado a los caballos. No, tío, aquí no hay más que felicidad. —Se
golpeó el pecho dos veces, luego sonrió y saludó a mamá, que le devolvió
la sonrisa, feliz.
Respiré hondo y dejé que la satisfacción se apoderara de mi alma. Todas
las piezas de mi vida estaban encajando. Quería tomarme un momento para
disfrutar de la sensación, pero entonces empezó a sonar la música.
El atuendo de Sam me hizo sonreír. Arlena le había permitido elegir su
propio traje, como dama de honor, y había vestido a sus demás damas de
honor con colores a juego. No debió de ser fácil. Conociendo a Sam, lo más
probable es que no hubiese elegido el minivestido morado y lima eléctrico
hasta la semana anterior. Incluso se había teñido algunos mechones de pelo
a juego. A mamá se le iluminó la cara como a un niño en Navidad cuando la
vio.
La hija de Sam echó a andar por el pasillo tras las damas de honor. Dejó
caer con mucho cuidado unos cuantos puñados de pétalos de sus regordetes
dedos antes de detenerse a masticar uno, haciendo que las risas se
extendieran por el público. Sam chasqueó los dedos y Xena soltó el pétalo
al instante, luego mostró a su madre una sonrisa traviesa y llegó hasta el
final.
Estaba tan absorto sonriéndole a la niña que casi me pierdo cuando
cambió la música. Levanté la vista cuando el público se puso en pie y pensé
que se me pararía el corazón. Arlena era como un sueño hecho realidad,
vestida de crema y lavanda, y le brillaba la piel como el oro bajo el sol de la
tarde. Su fino velo no podía ocultar su brillante sonrisa ni el resplandor del
sol en las lágrimas que le brillaban en las comisuras de los ojos.
Tristan me miró a los ojos y asintió con respeto mientras la pasaba de su
brazo al mío. Juraría que también tenía lágrimas en los ojos. Mientras
sostenía sus suaves manos entre las mías y miraba sus preciosos ojos, supe
que, viviéramos donde viviéramos, nunca estaría lejos de casa mientras
estuviera con ella.
Cuando ella pronunció sus votos, estos resonaron en mi pecho. Cuando
respondí con los míos, nunca había sentido unas palabras con más fervor. El
anillo era un peso maravilloso en mi mano, tan fuerte y eterno como mi
convicción cuando la besé. Yo era suyo, ahora y para siempre.
—¡Os presento por primera vez al Sr. y la Sra. Blayze y Arlena Arrow!
—El oficiante terminó con una floritura. Arlena se rio entre lágrimas y yo
sonreía tanto que pensé que se me partiría la cara en dos. Volvimos a
recorrer el pasillo mientras un millón de burbujas de arco iris flotaban en el
aire y todos nuestros amigos y familiares nos aclamaban. Nunca me había
sentido tan querido en la vida.
Epílogo

Arlena

Las olas turquesas rompían sobre la arena blanca, enviando reflejos


dispersos de la luz de primera hora de la mañana a nuestra pequeña cabaña
junto a la playa. Suspiré feliz, acurrucándome más en el sólido y cálido
abrazo de Blayze. Los últimos días habían sido de ensueño: una boda de
ensueño, un viaje de ensueño, un destino de ensueño. Papá había insistido
en pagarnos el viaje; creo que se sentía mal por no haber pagado la casa o la
boda, aunque habíamos llegado a un acuerdo hacía mucho tiempo.
El tratamiento de primera clase me había dejado más relajada que
nunca, por no hablar del trato que Blayze había dispensado a mi cuerpo.
Como si me hubiera leído la mente, sentí su excitación crecer contra mí,
llenando el espacio entre nosotros de un calor casi insoportable. Moví las
caderas contra él y solté una risita mientras él gemía en mi cuello.
—Dame un segundo, cariño —gruñó. Salió disparado de la cama en
dirección al baño, dejándome deleitarme con el tacto del satén sobre mi piel
desnuda. Volvió y dio un salto sobre la cama, haciéndome chillar de la risa
cuando la fuerza de su impacto me hizo rebotar.
—¿La seguridad lo primero? —le pregunté, lanzándole una mirada
socarrona.
Se quedó pensativo durante un largo momento, escrutando mi rostro.
—¿Mejor abandono temerario? —respondió.
El corazón me dio un vuelco al mirarle a los ojos. Me invadió una
profunda emoción, un deseo que ni siquiera sabía que existía. Era tan fuerte
que casi me hizo llorar, así que luché contra ella con despreocupación.
—A Xena le vendría bien una amiga —solté con una sonrisita—.
Aunque sólo sea para que deje de volver loca a Sam.
—Eso se le da muy bien —dijo pensativo—. Como nuestra amiga más
antigua, creo que le debemos a Sam salvarla del engendro de mi hermano.
—Estoy de acuerdo —dije, con el pecho encogido y desmintiendo mi
actitud arrogante.
Sus ojos se ablandaron y oscurecieron y se quedó muy, muy quieto.
—Pero primero, princesa, ¿estás segura? ¿Estás completamente segura
de que quieres tener un bebé?
Fingí pensármelo un segundo. Luego, antes de que la resignación
pudiera instalarse en sus facciones, tiré de él hacia mí y lo besé.
—Sí —susurré—. Sí, por favor, Blayze.

Una vez hayas recibido tu dosis de Arlena y Blayze, nos encantaría que nos
acompañases en otra aventura con River y Harlow en nuestra próxima
publicación: “Un último secreto, cariño”. Podrás leer un adelanto en la
siguiente página.
Harlow

H ace casi 7 años ...

F uera lo que fuera lo que esperaba, seguro que no era esto. Sabía que iba
a doler. Había visto películas, había escuchado historias en la cola del
café, incluso había conseguido ver durante 3 minutos un tutorial de partos
francamente aterrador que había encontrado en una página web
cualquiera.
Nota: nunca busques en Google las preguntas que deberías hacer a un
profesional médico. Por otra parte, Google es gratis, ir al médico seguro
que no. Y si me concentro demasiado en cómo demonios voy a pagar esta
factura del hospital con el seguro médico, que precisamente no tengo, voy a
empezar a hiperventilar más de lo que ya lo estoy haciendo.
La enfermera, que solo parece un par de años mayor que yo, sonríe
animada mientras me seca la frente sudorosa. Me pregunto si estaría tan
animada si estuviera en mi lugar.
Es la misma enfermera que me informó de que el parto estaba
demasiado avanzado para que la epidural surtiera efecto. Así que mi
petición de «fármacos, cualquier tipo de fármacos» fue denegada.
Sé que lo que siento no es culpa suya, pero eso no hace que me den
menos ganas de darle un puñetazo en sus perfectos dientes. No ayuda que
ella parezca que pertenece a Anatomía de Grey, mientras que estoy segura
de que me veo como...
—Puedo ver la cabeza. Está coronando —la voz del médico viene de
algún lugar entre mis piernas, donde ha estado apostado durante la última
media hora.
Históricamente, he sido bastante quisquillosa con quién puede pasar
tanto tiempo con esa parte de mi anatomía, pero estaba tan agotada por el
dolor y los empujones que no pude encontrar ni la más mínima pizca de
vergüenza. Podrían haber invitado a todo el equipo de fútbol del instituto a
ver el espectáculo y lo único que me habría importado era la única persona
que no había aparecido.
Se suponía que estaría aquí. Dijo que vendría. Incluso después de todo
lo que había pasado, todavía pensaba que vendría. Pensé que realmente le
importaría una mierda.
Aunque quizá eso diga más de mí que de él. Ya debería saber que uno
no depende de nadie más que de sí mismo. Es casi el mantra de la familia
Rodríguez, si fuéramos el tipo de familia que tiene mantras y no el tipo de
familia que se burla de la idea de tenerlos. Sin embargo, a pesar de toda mi
preparación, aunque poco entusiasta, nada podría haberme preparado
para el dolor de sentir que me están destrozando y no tener a nadie a quien
coger de la mano mientras ocurre.
Aprieto los dientes mientras otra contracción me aprieta el estómago,
dificultándome pensar o respirar.
—Solo un par de empujones más. Ya casi está. —El médico cuyo
nombre ya he olvidado me recuerda al entrenador de atletismo que tuve
hace dos mudanzas. También era demasiado entusiasta con todo.
—Parece que papá se va a perder el gran momento. ¿Quiere que se lo
grabe en vídeo? —La enfermera que está junto a mi cabeza es la que hace
la pregunta. Se lleva las manos al bolsillo de la bata, probablemente
buscando ya su teléfono.
El «no» que le ladro suena más como si saliera de un animal que de
una chica de 17 años que podría confundirse fácilmente con una de 15 si
no fuera por el melón gigante que tiene en el abdomen. De hecho, la
enfermera Smiley salta hacia atrás como si pensara que voy a morderla.
Para ser justos, no está totalmente fuera de lugar. Me siento bastante
salvaje en este momento, con el peor dolor de mi vida y sola, además.
—Enfermera, venga a ayudarme —la voz del médico la saca de la
mirada horrorizada que me dirige, probablemente preguntándose cuándo el
“Mogwai” se convirtió en “Gremlin”.
Tardo un momento en darme cuenta de que no me piden que empuje
cuando la siguiente contracción se abate sobre mí. De hecho, toda la sala,
que era un hervidero de actividad, se paraliza.
La enfermera Smiley ya no sonríe y, sea lo que sea lo que el médico le
está diciendo en voz baja, me mira a la cara, luego a las piernas abiertas y
luego a mí, y sale corriendo de la habitación.
No soy profesional médico, pero hasta yo sé que eso no es buena señal.
—¿Qué está pasando? —jadeo, con todo el cuerpo temblando por un
cóctel de adrenalina y fatiga.
—No hay nada de qué alarmarse, Harlow. —Parpadeo ante el uso de
mi nombre, antes de recordar que las enfermeras me lo habían preguntado
cuando me recogieron al caer en Urgencias. Holden me había dejado allí,
pero los hospitales le daban pánico, así que apenas había parado el coche
el tiempo suficiente para que yo saliera antes de alejarse de nuevo a toda
velocidad.
—¿Pasa algo? —Pregunto, deseando que mi voz sea más fuerte de lo
que siento. Siento que el médico duda. — Por favor. Dígamelo.
Veo que sus hombros caen un poco, sus ojos se desvían hacia la puerta
como si esperara que alguien más apareciera por arte de magia y
respondiera a mi pregunta.
—¿Seguro que no hay nadie aquí? ¿Alguien a quien podamos llamar?
—Su voz es amable, más suave de lo que ha sido hasta ahora, lo que hace
saltar la alarma en mi interior.
—No hay nadie —replico, porque la única persona a la que habría
querido tener aquí ha dejado muy claro que no quiere saber nada de mí. —
¿El bebé... está bien? —Nunca me habían hecho una ecografía porque, lo
habéis adivinado, no tenía seguro médico, pero estaba convencida de que
iba a tener una niña.
—El cordón está enrollado alrededor del cuello del bebé —dice en voz
baja, con calma, mientras yo siento que estoy a punto de sufrir un paro
cardíaco. — No es raro, pero el ritmo cardíaco del bebé está bajando, así
que tenemos que sacar al pequeño de ahí cuanto antes.
No, no, no. Tiene que estar bien. Tiene que estarlo. Puede que no
estuviera preparada para ella, pero ahora lo estoy. Es para todo lo demás
para lo que no estoy preparada.
La enfermera Smiley reaparece con otra enfermera y se ponen a
preparar unos utensilios de aspecto afilado a un lado de la habitación,
hablando en voz baja.
—Cuando digo que necesito que empujes tan fuerte como puedas, me
das todo. Puede que tengamos que hacerte una cesárea de emergencia,
pero...
Lo que voy a decir es interrumpido por mi grito cuando la peor
contracción se abate sobre mí como una ola. Mi espalda se despega de la
cama y respiro como si acabara de correr una maratón.
Mis ojos se clavan en los de los médicos.
—Hagan lo que tengan que hacer, pero asegúrense de que está bien. —
Se me escapan lágrimas por el rabillo del ojo y no tienen nada que ver con
los dolores del parto.
Reprimo las ganas de llorar, de esperar a que alguien me ayude. Ya
debería saberlo, nadie va a venir a salvarme, la única persona en la que
puedo confiar es en mí misma.
Me llevo la mano al vientre y cierro los ojos, susurrando a la criatura
que llevo en mi vientre y que nunca será mía, como he hecho en los últimos
meses.
—Vamos, Little Bean —le murmuro.
—Nosotros nos encargamos. —El médico me llama por mi nombre y
empujo como un demonio.

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Gracia

Querido lector:
Gracias por prestarnos unas horas de tu día para llegar a conocer a los
personajes que hemos creado. Esperamos que hayas disfrutado de esta
aventura en la que te hemos adentrado y estamos impacientes por tenerte de
vuelta con nuestras nuevas y emocionantes historias.

BESOS

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