La Pata de Mono y Otros Cuentos - W. W. Jacobs

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William Wymark Jacobs nació en Londres el 8 de septiembre de 1863, y

aunque hoy es recordado sobre todo por ser el autor de The Monkey’s Paw (La
pata de mono) —una pieza perfecta e irrepetible de la literatura de terror, donde
la premonición y la fatalidad interpretan una desenfrenada danza macabra—,
fue considerado en su tiempo como el mejor escritor de humor en lengua
inglesa. Sus primeros trabajos aparecieron publicados en la modesta revista
Blackfriars Magazine, sufragada por el departamento de Correos donde
trabajaba. En 1896 aparece su primera colección de historias cortas, Many
Cargoes, y se convierte en un éxito inmediato. La crítica coincidía en que el
nuevo autor sabía administrar a la perfección la dosis justa de emoción en sus
cuentos. Los relatos de terror aquí reunidos hacen gala de un lenguaje tan
directo como efectivo: la minuciosa descripción queda relegada en favor de la
fluidez de la trama, y el autor parece disfrutar desconcertando al lector siempre
con un final inesperado. Los cuentos de Jacobs van más allá del terror, como
dijo Chesterton, para ser, sencillamente sobrecogedores. El terror adopta en
estos relatos una forma cotidiana, y surge en la vida de sus personajes
convertido en obsesión, remordimiento o en oscura premonición de un destino
trágico, lo cual los hace más verosímiles y cercanos.

Feliz Aniversario 3 L M L
Jacobs William Wymark

La pata de mono y otros cuentos macabros

Valdemar - Gótica - 36

ePub r1.2

Titivillus 09.12.2018

Feliz Aniversario 3 L M L
Jacobs William Wymark, 2000
Traducción: Manuel Ortuño
Ilustración de cubierta: Esqueleto envuelto en un velo (Xabier Mellery,
1899)

Editor digital: Titivillus


Corrección de erratas: Stonian y bent
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Feliz Aniversario 3 L M L
NOTICIA SOBRE EL AUTOR

William Wymark Jacobs nació el 8 de septiembre de 1863 en Londres y


pasó buena parte de su infancia en Wapping, ciudad en la que había sido
destinado su padre como administrador del puerto, y donde vivió de cerca el
ambiente marinero, ambiente que tan espléndidamente recrearía en muchos de
sus relatos futuros.
Jacobs estudia en diversas escuelas privadas antes de ganar una oposición a
funcionario de la Dirección General de Correos inglesa cuando sólo tenía
dieciséis años. Asumió este cautiverio como precio de su seguridad y trató de
hacerlo más llevadero escribiendo artículos y relatos humorísticos, más acordes
con su vocación de escritor, que se iban publicando, sin ninguna repercusión, en
el Blackfriars Magazine, revista que editaba un grupo de aficionados
subvencionada por el departamento de Correos donde trabajaba. Desde los
veintitrés a los treinta y un años publicó con escaso beneficio cientos de
artículos y relatos breves para revistas poco conocidas y para prensa de gran
tirada, pero siempre con seudónimo o con iniciales, lo que no contribuyó a darlo
a conocer. Finalmente, el olfato literario del escritor Jerome K. Jerome detectó
el talento de Jacobs y publicó algunos de sus cuentos en To-Day, la revista que
editaba, consiguiendo que su descubrimiento fuera aplaudido por un gran
número de lectores.
Su primera colección de relatos, Many Cargoes, aparece en 1896 y
enseguida se convierte en un gran éxito que merece los elogios de la prensa
especializada. Pero Jacobs no abandona su trabajo en Correos y sigue
escribiendo relatos. Al año siguiente, animado por el impacto de su primer
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libro, publica The Skippers’ Wooing, y un año después, Sea Urchins, dos
colecciones de relatos, como Many Cargoes, en los que abunda el humor y las
gentes del mar. La prestigiosa revista The Strand Magazine, que por aquel
entonces daba a conocer a autores como Conan Doyle con su serie de aventuras
del excéntrico detective Sherlock Holmes, le abre las puertas y comienza a
publicar muchos de sus relatos. Sólo entonces, a la vista del prometedor cariz
que adoptaba su carrera literaria, decide abandonar el empleo en Correos y
dedicarse por entero al periodismo y la literatura. Poco a poco se va
convirtiendo en un escritor celebrado que frecuenta las animadas tertulias
literarias de Londres, en las que, a pesar de la descripción de Evelyn Waugh,
que lo encuentra algo demacrado y con mirada melancólica, llega a ser
coronado como el rey del relato humorístico y un maestro de la narración breve
en general. Jacobs escribió diecisiete obras dramáticas en colaboración,
aportando numerosos gags y situaciones, y se casó con una muchacha galesa,
comprometida sufragista y mucho más joven que él, con la que no fue muy
feliz.
En 1931 aparece el volumen Snug Harbor, que reúne todos sus relatos,
publicados en libros o en revistas, y entre ellos La pata de mono (The monkey’s
paw), publicado originalmente en 1902, relato que a la postre le reservaría un
hueco propio en la frágil memoria de la posteridad, olvidando, paradojas del
destino, su gran talento como humorista. En efecto, pues La pata de mono no
sólo es una obra maestra de «terror cotidiano», conocida por todo aficionado al
género, sino que difícilmente encontraremos una buena antología de relatos de
terror que no lo incluya desde entonces.
Jacobs murió el 1 de septiembre de 1943 en un asilo de ancianos de
Londres.

La presente antología reúne, junto con el mencionado La pata de mono que


da título al volumen, una selección de los mejores relatos macabros y de terror
(más que de terror, sobrecogedores, como diría su contemporáneo y admirador
G. K. Chesterton) de W. W. Jacobs, en los que un lenguaje directo y eficaz, y
una magistral agilidad y economía narrativa contribuyen a capturar la atención
del lector, para acabar sorprendiéndole a menudo con un final inesperado. El
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Mal, como en toda antología de terror que se precie, está presente en estos
relatos —así como algunas pinceladas de un humor muy personal que recuerda
por momentos al genial Ambrose Bierce—, pero no espere encontrar el lector
de este volumen tan sólo sus habituales manifestaciones sobrenaturales:
fantasmas, diablos, etc. El Mal adopta a menudo en estos cuentos la forma más
cotidiana de la obsesión, del remordimiento, de la oscura premonición de un
destino trágico, y este nuevo disfraz lo convierte en algo mucho más familiar y
cercano que logra estremecernos.

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LA PATA DE MONO

(The Monkey’s Paw, 1902)

Mientras afuera la noche era fría y húmeda, en el interior de la pequeña sala


de estar de Laburnam Villa las ventanas se hallaban bien cerradas, las persianas
echadas, y el fuego resplandecía vivamente en la chimenea. Sentados a una
mesa, el dueño de la casa y su hijo disputaban con aire solemne una partida de
ajedrez. De los dos, el primero, convencido de que la clave de aquel juego
consistía en cambiar continuamente de estrategia para desconcertar al rival,
llevaba ya rato poniendo a su rey en una serie de situaciones tan comprometidas
e innecesarias que en más de una ocasión había provocado algún que otro
comentario en la anciana de cabellos blancos que, cómodamente instalada junto
al fuego, fingía estar enfrascada en su labor de punto.
—¡Shhh! ¡Escucha! ¿Te has dado cuenta de cómo sopla el viento esta
noche? —dijo de repente Mr. White, quien, habiendo descubierto demasiado
tarde el tremendo error que acababa de cometer con su último movimiento,
pretendía distraer a su hijo.
—Hace rato que lo escucho, papá —respondió el otro examinando el tablero
con rostro ceñudo y alargando el brazo para mover una pieza—. Jaque…
—No creo que nuestro invitado venga esta noche —se apresuró a decir su
padre con una indecisa mano suspendida sobre el tablero.
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—… mate —concluyó el hijo.
—¡Eso es lo peor de vivir tan lejos de la ciudad! —exclamó entonces Mr.
White perdiendo súbita e inesperadamente los estribos—. De todos los lugares
que hay en este mundo para vivir apartado de los demás, éste es el peor de
todos. Cuando la carretera no está inundada, se encuentra hecha un barrizal. No
sé en qué demonios estarán pensando las autoridades para no ponerle remedio
de una vez por todas a esta situación. Supongo que lo que ocurre es que, como
en esta zona no vivimos más que unas pocas familias, a nadie le importamos un
comino.
—No te sulfures, querido —le dijo suavemente su esposa—. Ya ganarás en
otra ocasión.
Mr. White levantó la vista bruscamente justo a tiempo de sorprender una
mirada de complicidad que en aquel momento cruzaban madre e hijo. Sus
palabras de protesta no llegaron a salir de sus labios, pero al menos logró
ocultar una delatora sonrisa entre la enmarañada espesura de su barba.
—Ahí lo tenemos —le dijo Herbert White a su padre cuando la verja del
jardín, impulsada por el viento, se cerró de un portazo y unos pesados pasos se
acercaron a la casa.
El anciano se levantó y se dirigió hacia la puerta para recibir al recién
llegado. Unos segundos más tarde, tras pronunciar unas cuantas frases de
bienvenida, Mr. White regresó a la sala de estar en compañía de un corpulento
caballero de ojos brillantes y rostro rubicundo.
—Os presento al brigadier Morris —dijo escuetamente Mr. White a manera
de presentación.
Tras estrecharle la mano a Mrs. White y a Herbert, el recién llegado tomó
asiento en la silla que le fue ofrecida junto a la chimenea y observó complacido
la acogedora habitación mientras su anfitrión sacaba de una alacena una botella
de whisky y unos cuantos vasos y ponía sobre el fuego una pequeña tetera de
cobre.
Hubo de llegarse al tercer vaso de whisky para que, una vez superada la
primera timidez, el brigadier, con los ojos cada vez más brillantes, comenzase a
hablar con mayor libertad. La familia White, mientras tanto, dispuesta frente a

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él formando un pequeño semicírculo, contemplaba con creciente interés a aquel
visitante llegado de lejanas tierras conforme éste, sentado muy tieso en su silla,
iba relatando todo tipo de historias y anécdotas curiosas acerca de guerras,
plagas y gentes extrañas.
—Veintiún años lleva el brigadier en esas tierras —dijo al cabo de un rato
Mr. White mirando afablemente a su mujer y a su hijo—. Cuando se marchó no
era más que un chiquillo. Ahora, en cambio, mirad en lo que se ha convertido.
—Pues el cambio no parece haberle sentado nada mal —dijo cortésmente
Mrs. White.
—Cuánto me gustaría ir a la India —musitó el anciano—. Sólo para ver
cómo es aquello, ya me entendéis.
—Si yo fuese usted, preferiría quedarme donde está —repuso el brigadier
soltando un suspiro y dejando su vaso vacío sobre la mesa.
—Pero a mí me gustaría tanto poder ver con mis propios ojos todos esos
templos antiguos… Y también a los faquires y a los encantadores de
serpientes… —replicó el anciano—. Por cierto, Morris, ¿cómo era aquello que
comenzó usted a contarme el otro día acerca de una pata de mono o algo
parecido?
—Nada —se apresuró a responder el brigadier—. Al menos, nada que valga
la pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó Mrs. White, llena de curiosidad.
—Bueno, en realidad no se trata más que de un pequeño ejemplo de lo que
ustedes, aquí en Occidente, llamarían simplemente «magia» —respondió el
brigadier con cierta brusquedad.
Los tres oyentes, visiblemente interesados, se inclinaron hacia adelante para
poder oír mejor. Su invitado, mientras tanto, se llevó distraídamente el vaso a
los labios sin darse cuenta de que se hallaba vacío. En cuanto descubrió su
error, volvió a dejarlo sobre la mesa con un gesto de contrariedad y Mr. White,
solícito, se apresuró a llenárselo.
—A simple vista —explicó el brigadier hurgando en uno de sus bolsillos—
no es más que una simple pata de mono momificada.

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Dicho lo cual, se sacó del bolsillo el objeto en cuestión y lo sostuvo en su
palma abierta para que los demás pudieran contemplarlo. Al posar sus ojos
sobre él, Mrs. White se echó hacia atrás con una mueca de disgusto, pero su
hijo, en cambio, lo cogió y comenzó a examinarlo con atención.
—¿Y qué es lo que tiene de especial? —preguntó Mr. White tras tomar la
pata de manos de su hijo, observarla durante unos segundos y dejarla a
continuación sobre la mesa.
—Hubo una vez en la India un viejo faquir que le lanzó un conjuro a esa
pata —explicó el brigadier—. Se trataba de un santo muy respetado en aquellas
tierras que pretendía demostrar, por un lado, que el destino determina
irremediablemente la vida de las personas y, por otro, que aquellos que intentan
luchar contra su destino acaban siempre malparados. El conjuro en cuestión
permite que tres hombres distintos tengan la posibilidad, cada uno de ellos, de
pedirle a esa pata hasta tres deseos.
Su forma de hablar resultaba tan cautivante y turbadora que a sus tres
oyentes se les congeló la sonrisa en el rostro.
—En ese caso, ¿por qué no pide usted tres deseos? —propuso Herbert
White con tono ligeramente burlón.
El militar se volvió hacia él y le dirigió una de esas explícitas miradas que
un hombre de mediana edad acostumbra dirigir a todo joven presuntuoso.
—Porque ya lo he hecho —se limitó a decir mientras su rostro de piel
curtida empalidecía de repente.
—Esa historia parece sacada de Las mil y una noches —dijo Mrs. White
levantándose para poner la mesa—. Por cierto, ¿por qué no pedís cuatro pares
de manos para mí? No me vendrían nada mal a la hora de hacer las tareas de la
casa.
Dispuesto a continuar con la broma de su mujer, Mr. White se apresuró a
coger la pata de mono de la mesa y abrió la boca para pedir el deseo. Pero, al
ver la expresión alarmada que acababa de aflorar al rostro del brigadier, se echó
a reír súbitamente.
—Si va usted a pedir algún deseo —dijo entonces con brusquedad el militar
cogiendo del brazo a su anfitrión—, asegúrese primero de que lo que desea sea

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algo razonable.
Sin darle importancia a la aspereza con la que el brigadier le acababa de
hablar, y sin pensar en lo que hacía, Mr. White se metió sin más la pata de
mono en el bolsillo y, tras disponer unas sillas alrededor de la mesa, invitó a su
amigo a tomar asiento en una de ellas. Durante la cena apenas se habló de aquel
extraño talismán, y una vez acabada la misma, los White permanecieron
sentados largo rato escuchando embelesados muchas otras de las aventuras que
aquel singular personaje había protagonizado durante su estancia en la India.
—Si esa historia de la pata de mono tiene tanto de verdad como todas las
demás historias que ese hombre nos ha contado esta noche —dijo Herbert una
vez que la puerta de la casa se hubo cerrado tras el brigadier, quien se había
marchado con el tiempo justo para tomar el último tren—, me da la impresión
de que esa reliquia disecada no nos va a ser de mucha utilidad.
—¿Le diste algo por ella, querido? —preguntó Mrs. White mirando
atentamente a su marido.
—Apenas unas pocas monedas, mujer —contestó éste ruborizándose
ligeramente—. Al principio se negaba a cogerlas, pero yo le obligué a
aceptarlas. Y, ¿a que no sabéis una cosa? Mientras se guardaba el dinero no
dejó de repetirme que procurase deshacerme de ella.
—¿Deshacerte de ella? —intervino Herbert fingiendo escandalizarse—.
Pero ¿cómo se le ocurre decir algo así justo ahora, que, gracias a esa pata,
vamos a ser ricos, famosos y felices para siempre? Yo, para empezar, deseo
convertirme en emperador. De esa manera tú, papá, como padre del emperador,
podrás poner a mamá en su sitio de una vez y evitar así que ella siga teniéndote
completamente dominado.
Envuelto en sus propias carcajadas, Herbert echó a correr alrededor de la
mesa seguido de cerca por su madre, quien, escandalizada, blandía en alto una
sartén capaz de atemorizar a cualquiera.
Mr. White se sacó entonces del bolsillo la pata de mono y la examinó con
curiosidad.
—Lo cierto es que, si tuviese que pedir un deseo, no sabría qué pedir —dijo
lentamente—. Creo que ya tengo todo cuanto puedo desear.

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—Podrías pedir dinero, papá. Así podrías liquidar de una vez todas tus
deudas. Y eso no te vendría nada mal, ¿verdad? —dijo Herbert rodeando a su
padre con un brazo—. ¿Por qué no pides doscientas libras? Creo que con eso
será más que suficiente.
Ligeramente avergonzado de su credulidad, Mr. White sonrió con timidez y
levantó en alto la pata de mono mientras su hijo, tras guiñarle un ojo a su
madre, se sentaba al piano con expresión solemne y comenzaba a tocar unos
majestuosos acordes.
—Deseo doscientas libras —dijo en voz alta el anciano.
Una soberbia melodía de piano envolvió aquellas palabras. Sin embargo,
justo en aquel momento Mr. White profirió un estremecedor alarido que hizo
que su esposa y su hijo se precipitasen a su lado.
—¡Se ha movido! —exclamó asustado el anciano mirando con repugnancia
la pata de mono, la cual, tras caer de su mano, yacía ahora sobre el suelo—. ¡Os
aseguro que se ha movido! ¡Mientras pedía el deseo, se retorció en mi mano
como si estuviese viva! ¡Os juro que lo que digo es cierto!
—Lo que sí es cierto es que yo no veo el dinero por ninguna parte —repuso
su hijo recogiendo del suelo el talismán y dejándolo sobre la mesa—. Y os
apuesto cualquier cosa a que nunca lo veré.
—Debe de haber sido tu imaginación, querido —dijo Mrs. White mirando a
su esposo con preocupación.
El anciano, todavía sobresaltado, sacudió la cabeza.
—Bueno, no pensemos más en ello. No quiero que empecéis a creer que me
estoy haciendo viejo —dijo—. Seguro que ha sido una falsa impresión.
Aunque, por muy falsa que haya sido, eso no quita que me haya llevado un
susto de muerte.
Los tres volvieron a tomar asiento frente al fuego y allí permanecieron un
buen rato mientras los dos hombres apuraban sus pipas. Fuera, mientras tanto,
el viento, que en aquellos momentos soplaba con mayor fuerza que nunca,
comenzó a azotar en algún lugar de la casa una puerta mal cerrada cuyos
súbitos golpes hicieron que Mr. White diese un respingo. Un silencio tan

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opresivo como inquietante se apoderó entonces de los tres habitantes de la casa
hasta que, finalmente, los dos ancianos decidieron retirarse a descansar.
—Espero que cuando lleguéis a vuestro cuarto os encontréis sobre la cama
una gran bolsa llena de dinero —dijo Herbert riendo y agitando una mano en
señal de buenas noches—. Y tened mucho cuidado —añadió en tono burlón—,
quién sabe si mientras estáis ocupados llenándoos los bolsillos un horrible
monstruo os acecha desde lo alto del armario…
Una vez a solas en la sala de estar, el muchacho permaneció sentado en
medio de la oscuridad con la mirada fija en las últimas llamas que danzaban
todavía en la chimenea. Mientras sus ojos se hallaban allí clavados, tuvo la
impresión de estar viendo en el fuego extrañas formas semejantes a horribles
rostros simiescos que parecían salidos de una espantosa pesadilla. En
determinado momento la impresión llegó a ser tan real que, riendo
nerviosamente, buscó a tientas sobre la mesa un poco de agua que poder arrojar
sobre las llamas. Pero, al hacerlo, tocó sin querer la pata de mono y, con un
escalofrío, retrocedió bruscamente. Luego, sin dejar de limpiarse la mano una y
otra vez en los faldones de su batín, se puso en pie y comenzó a subir
lentamente las escaleras que conducían a su habitación.

II

A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la sala de estar, Herbert no


pudo evitar echarse a reír de los temores que le habían acosado la noche
anterior. En la estancia, inundada ahora por la hermosa claridad del sol invernal,
se respiraba un aire fresco y saludable que unas horas antes había brillado por
su ausencia. En cuanto a la pata de mono, ésta, momentáneamente olvidada, se
encontraba tirada de cualquier manera sobre el aparador. A la rotunda luz del
día, su aspecto sucio y arrugado no impulsaba precisamente a creer en las
propiedades mágicas que se le atribuían.
—No sé por qué será, pero a mí me da la impresión de que todos los
soldados son iguales. A todos les gusta creer en paparruchas —dijo Mrs. White

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—. ¡Y pensar que anoche estuvimos a punto de tragarnos semejante sarta de
tonterías! ¿Cómo puede uno llegar a creer que los deseos se conceden así como
así? Y aunque así fuese, ¿qué daño podrían hacernos doscientas libras?
—¿Quién sabe? A lo mejor, si cayesen del cielo y nos diesen de lleno en la
cabeza… —dijo Herbert echándose a reír.
—Morris me dijo que cuando un deseo resulta concedido todo ocurre de la
forma más natural —intervino Mr. White—, de tal manera que uno no puede
evitar pensar que se trata de una simple coincidencia.
—Bueno, si así fuese, prométeme una cosa, papá: que no tocarás las
doscientas libras hasta que yo vuelva del trabajo —dijo Herbert poniéndose en
pie—. Mucho me temo que, de no hacerlo así, te convertirías en un avaro y no
querrías separarte nunca del dinero. Y mamá y yo nos veríamos obligados a
quitártelo por la fuerza.
Mrs. White se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. Luego,
poniéndose también en pie, acompañó a Herbert hasta la puerta, se despidió de
él y permaneció unos segundos en el umbral contemplando cómo su hijo se
alejaba por el camino. Seguidamente, riéndose todavía de la credulidad de su
marido, regresó a la mesa. No obstante, a pesar de todas sus risas y burlas, no
pudo evitar salir corriendo hacia la puerta cuando el cartero llamó aquella
mañana a la puerta, ni hacer un despectivo comentario sobre lo que ella llamó
«esos dichosos soldados aficionados a la bebida» cuando vio que el correo de
aquel día consistía en una factura del sastre en vez de en un cheque por valor de
doscientas libras.
—Estoy deseando oír lo que dirá Herbert cuando vuelva a casa y vea esa
factura —dijo mientras ella y su marido se sentaban a comer—. Sólo de
imaginármelo ya me estoy riendo.
—Y yo —convino Mr. White sirviéndose un buen vaso de cerveza—.
Aunque, de todas formas, digáis lo que digáis, anoche esa cosa se movió en mi
mano. Te juro que lo hizo.
—Simplemente te daría esa impresión, querido —dijo su esposa con tacto.
—Si yo digo que se movió es que se movió —repuso el otro—. No estoy
hablando de impresiones, sino de hechos. Yo acababa de pedir aquel deseo

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cuando, de repente… Pero bueno, ¿qué es lo que pasa?
Mrs. White no respondió. Se hallaba demasiado ocupada siguiendo con la
mirada los misteriosos movimientos de un hombre que, de pie frente a la
entrada del jardín, no dejaba de mirar con aspecto indeciso hacia la casa como
si estuviese pensando si debía o no llamar a la puerta. Sin poder evitarlo, asoció
mentalmente a aquel extraño con las doscientas libras y reparó entonces en que
el sujeto en cuestión no sólo iba muy bien vestido, sino que además llevaba
puesto un magnífico y reluciente sombrero que debía de haberle costado una
fortuna. Mientras deambulaba frente a la casa, aquel personaje se paró hasta tres
veces ante la verja, como dispuesto a entrar, pero otras tantas veces se echó
atrás y continuó paseando. Finalmente, al cuarto intento, asió con fuerza la
puerta del jardín, la abrió resueltamente de un empujón y echó a andar con paso
firme y decidido por el sendero que conducía a la puerta de la casa. Mrs. White,
poniéndose en pie al ver cómo el hombre se acercaba, se quitó apresuradamente
el delantal, lo escondió bajo el cojín de una silla y acudió a recibir al extraño.
Tras abrir la puerta de un tirón, Mrs. White hizo pasar al recién llegado
hasta la sala de estar. Éste, visiblemente incómodo, la miró de soslayo y la
escuchó con expresión preocupada mientras la anciana le pedía disculpas por el
desorden que reinaba en la casa y por las ropas tan sucias que llevaba puestas su
marido, pues, según explicó, eran las que Mr. White solía ponerse cuando se
disponía a trabajar en el jardín. A continuación guardó silencio y, con toda la
paciencia de la que una mujer es capaz, esperó a que aquel hombre explicase el
motivo que le había llevado hasta allí.
—Yo… Verán ustedes, yo… Me han pedido que viniera a verles —dijo por
fin, tras un extraño silencio, bajando la vista y dejándola clavada en algún lugar
del suelo—. Vengo de parte de la firma Maw & Meggins.
La anciana dio un respingo.
—¿Hay algún problema? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a
Herbert? ¡Conteste, por lo que más quiera! ¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?
Su marido intervino.
—Tranquilízate, querida. No te alteres —se apresuró a decir con voz suave
—. Siéntate aquí y no saques conclusiones precipitadas. Y ahora, caballero —

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añadió volviéndose hacia el recién llegado con una mirada cargada de ansiedad
—, díganos lo que ha venido a decirnos. Estoy seguro de que no se trata de
malas noticias, ¿verdad?
—Lo siento mucho, caballero, pero… —comenzó a decir el hombre.
—¿Le ha pasado algo a mi hijo? —preguntó la anciana sin poder contenerse
por más tiempo.
El visitante asintió con la cabeza.
—Así es, señora. Su hijo se encuentra gravemente herido —dijo en voz baja
—. Pero al menos ya no sufre.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la anciana retorciéndose las manos con
fuerza—. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a…!
La mujer guardó silencio de repente cuando cayó en la cuenta del verdadero
significado que encerraban las últimas palabras pronunciadas por aquel hombre.
Luego, cuando al ver el rostro sombrío y crispado de éste sus más horribles
temores se vieron definitivamente confirmados, se quedó sin aliento y, mirando
con desesperación a su marido, que todavía no parecía haber comprendido del
todo lo que sucedía, puso su mano temblorosa en la de él y se la apretó con
fuerza. Se produjo entonces un silencio sepulcral.
—Al parecer, su hijo quedó atrapado entre los engranajes de una de las
máquinas —añadió finalmente el visitante con voz apenas audible.
—Atrapado entre los engranajes —repitió Mr. White, aturdido—. Dios
mío…
El anciano se dejó caer pesadamente en una silla y se puso a mirar por la
ventana sin ver nada en particular. Luego, con una dulzura infinita, tomó la
mano de su esposa entre las suyas y la apretó tal y como había hecho por
primera vez cuarenta años atrás, cuando los dos no eran más que una joven
pareja de novios.
—Herbert era lo único que teníamos en este mundo —dijo volviéndose
ligeramente hacia el visitante—. No tiene usted idea de lo duro que resulta
perderle.
El hombre, incómodo, carraspeó y, poniéndose en pie, se acercó lentamente
a la ventana.

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—La empresa me ha pedido que les comunique su más sincero pésame ante
tan dolorosa pérdida —dijo sin apenas levantar la mirada—. Espero que
comprendan que yo no soy más que un simple empleado y que me limito a
obedecer las órdenes que me han transmitido.
No hubo respuesta. A la anciana, mortalmente pálida y con la mirada
completamente perdida, apenas se la oía respirar. Su marido, mientras tanto,
seguía mirando en silencio por la ventana.
—También me han encargado decirles que Maw & Meggins niegan
cualquier tipo de responsabilidad en lo ocurrido —continuó diciendo el hombre
—. No obstante, en consideración a los servicios prestados por su hijo a lo largo
de los últimos años, la empresa desea hacerles entrega de cierta cantidad de
dinero a manera de compensación.
Al oír aquello, Mr. White soltó la mano de su esposa y, poniéndose en pie
cuán alto era, miró a aquel hombre con expresión horrorizada. Lentamente, sus
labios resecos se abrieron para preguntar:
—¿A cuánto… a cuánto asciende esa cantidad?
—A doscientas libras, caballero —fue la respuesta.
Ajeno totalmente al grito de su esposa, el anciano, tras esbozar una amarga
sonrisa, extendió las manos ante sí como un ciego que intentase caminar sin
ayuda de su bastón y a continuación se desplomó sin sentido sobre el suelo.

III

Al día siguiente los dos ancianos enterraron a su difunto hijo en el


cementerio nuevo del pueblo y a continuación, una vez concluida la ceremonia,
recorrieron a pie las dos millas que les separaban de su casa, aquella casa que
ahora se había quedado sumida en las sombras y el silencio. Todo había
ocurrido tan deprisa que al principio les costó asimilar lo que realmente había
sucedido, y durante algunos días permanecieron en vilo, como a la espera de
alguna otra cosa que aún estuviese por ocurrir. Algo que, sin lugar a dudas, les

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ayudaría a llevar mejor aquella carga que tan pesada resultaba para sus
fatigados corazones.
Pero conforme los días fueron pasando la esperanza fue convirtiéndose poco
a poco en esa incurable resignación que, cuando se apodera de los ancianos,
suele recibir erróneamente el nombre de apatía. Incluso había días en los que
marido y mujer apenas intercambiaban una sola palabra pues, ahora que su hijo
ya no estaba con ellos, no tenían nada de que hablar. Poco a poco, un profundo
hastío comenzó a consumirles por dentro.
Cierta noche, aproximadamente una semana después del funeral, Mr. White,
tras despertarse de manera brusca, descubrió que se encontraba solo en la cama.
A su alrededor, la habitación se hallaba sumida en la más completa oscuridad.
No obstante, al cabo de unos segundos pudo oír con claridad, procedente de la
ventana, el llanto contenido de su mujer. Tras tomar una profunda bocanada de
aire, el anciano se incorporó y se quedó sentado sobre el lecho.
—Vuelve a la cama, querida —dijo con toda la ternura de que fue capaz—.
Hace mucho frío.
—Más frío hace donde está mi hijo ahora —respondió la anciana dando
rienda suelta a sus lágrimas.
Los sollozos de su esposa fueron apagándose poco a poco en sus oídos
mientras él, echándose de nuevo sobre el cálido lecho, cerraba los ojos y se
hundía lentamente en el sueño. Así permaneció durante un buen rato hasta que,
de repente, los gritos de su mujer lo despertaron bruscamente.
—¡La pata de mono! —gritaba la anciana, fuera de sí—. ¡Claro que sí, Dios
mío, claro que sí! ¡La pata de mono!
El marido se incorporó en la cama con un respingo.
—¿Qué ocurre, querida? ¿Qué le pasa a la pata de mono?
La anciana se acercó a él corriendo.
—¿Dónde está? —le dijo, algo más calmada, a su marido—. No te habrás
deshecho de ella, ¿verdad?
—No. Está abajo, en la sala de estar, sobre la repisa de la chimenea —
respondió Mr. White, todavía aturdido—. Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Qué es
lo que ocurre, querida?

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Ella se echó a llorar y a reír al mismo tiempo e, inclinándose hacia adelante,
besó a su marido en la mejilla.
—Se me acaba de ocurrir una idea —respondió, histérica—. ¿Cómo no
habré pensado antes en ello? ¿Y cómo es que no se te ha ocurrido a ti tampoco?
—¿Ocurrírseme? ¿El qué? —preguntó él.
—Los dos deseos que aún faltan por pedir —se apresuró a contestar su
mujer—. Sólo hemos pedido uno.
—¿Y qué? ¿Es que acaso no has tenido suficiente? —repuso él con
aspereza.
—¡No! —exclamó triunfalmente su mujer—. Pediremos otro deseo. Ve a
por la pata de mono, cógela y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
Como impulsado por un resorte, el anciano se sentó en la cama y, tras
arrojar a un lado las mantas, se llevó las manos a la cabeza.
—¡Dios mío! ¿Pero, qué estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loca? —
exclamó horrorizado.
—Ve ahora mismo a por esa pata —dijo la anciana, casi sin aliento—. Ve a
por ella, cógela y pide ese deseo… ¡Oh, Dios mío! Mi niño, mi pequeño…
El anciano cogió una cerilla, la prendió y encendió con ella una vela.
—Vuelve a la cama —dijo con voz insegura—. No sabes lo que estás
diciendo.
—Si el primer deseo nos fue concedido, ¿por qué no va a suceder lo mismo
con el segundo? —replicó su esposa con mirada febril.
—Nadie nos ha concedido ningún deseo —balbuceó el anciano—. Aquello
no fue más que una desafortunada coincidencia.
—¡Ve abajo, coge esa pata y pide el deseo! —gritó su mujer temblando de
excitación.
El anciano se volvió hacia ella y la miró fijamente. Cuando habló, lo hizo
con voz temblorosa.
—Herbert lleva muerto diez días, querida. Además… no debería decirte
esto, pero… cuando sacaron su cuerpo de la máquina en que quedó atrapado,
sólo fui capaz de reconocerlo gracias a sus ropas. Si en aquel momento verlo
hubiera sido una experiencia demasiado terrible para ti, imagínate ahora.

Feliz Aniversario 3 L M L
—¿Y qué importancia tiene eso? Lo único que quiero es que mi hijo vuelva
a casa —gritó la mujer empujando a su marido hacia la puerta—. ¿Es que acaso
crees que le tengo miedo al hijo que yo misma he criado?
Incapaz de seguir oponiendo resistencia por más tiempo, el anciano salió de
la habitación, bajó a oscuras las escaleras, entró a tientas en la sala de estar y,
una vez allí, llegó junto a la repisa de la chimenea, donde la pata de mono
parecía estar esperándole. Nada más cogerla, le asaltó la terrible idea de que
quizás aquel deseo demencial acabase realmente trayendo a casa el cuerpo
destrozado de su hijo antes de que él tuviese tiempo de escapar. Aquel
pensamiento le impactó tanto que durante unos segundos se quedó
completamente paralizado de terror y, respirando con dificultad, perdió el
sentido de la orientación y se sintió súbitamente desamparado en la oscuridad.
Con la frente bañada en sudor, y con aquella inmunda pata momificada
fuertemente cogida en una mano, se abrió camino a trompicones hasta la mesa
y, desde allí, fue avanzando a tientas a lo largo de la pared hasta que se
encontró nuevamente en el pasillo que desembocaba en las escaleras.
Cuando por fin llegó a su habitación, incluso el rostro de su esposa le
pareció diferente. No sólo se hallaba mortalmente pálido debido a la excitación
y el insomnio, sino que además parecía dominado por una extraña y enigmática
expresión. Con un repentino e inmenso dolor, el anciano se dio cuenta de que
tenía miedo de su mujer.
—Muy bien. ¡Ahora pide ese deseo! —le esperó la anciana en voz alta.
—Todo esto no tiene ningún sentido, querida —balbuceó él.
—¡Te he dicho que pidas ese deseo! —repitió ella.
Lentamente, el anciano levantó en alto la pata de mono y dijo:
—Quiero que mi hijo vuelva a la vida.
El talismán cayó entonces al suelo con un suave golpe. El anciano, incapaz
de articular una sola palabra más, clavó en él una mirada cargada de terror y a
continuación, temblando de pies a cabeza, se desplomó pesadamente en una
silla. Su esposa, mientras tanto, se acercó a la ventana con la mirada encendida
y levantó la persiana de un enérgico tirón.

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Dirigiendo alguna que otra ocasional mirada a aquella arrebatada figura que
esperaba ansiosa junto a la ventana, Mr. White permaneció sentado hasta que su
cuerpo comenzó a entumecerse de frío. La vela, reducida a una pequeña lengua
de fuego que asomaba tímidamente por el borde del candelabro, comenzó a
proyectar temblorosas sombras sobre las paredes y el techo de la estancia hasta
que, finalmente, con un último estremecimiento más pronunciado que los
anteriores, se extinguió. Entonces el anciano, sintiendo un alivio indescriptible
al ver que el talismán no parecía surtir efecto alguno, se levantó y se introdujo
silenciosamente en la cama. Uno o dos minutos más tarde, su esposa, dándose
definitivamente por vencida, se separó de la ventana, cruzó la habitación, y se
tumbó junto a él sin hacer ruido.
Ninguno de los dos dijo una sola palabra. En vez de eso, se limitaron a
permanecer tumbados, en silencio, escuchando atentamente el tic-tac del reloj,
el crujir de las escaleras y el ocasional correteo de algún que otro ratón en algún
oculto rincón de la casa. La oscuridad resultaba tan asfixiante que, al cabo de un
buen rato, el anciano, incapaz de seguir soportándola por más tiempo, reunió
todo el valor que fue capaz de encontrar y, tras coger de la mesilla de noche una
caja de cerillas, encendió una de éstas y salió de la habitación para ir en busca
de una vela.
Cuando llegó al pie de las escaleras, la cerilla se apagó de repente y tuvo
que detenerse para encender otra. Pero, justo en aquel preciso instante, un
golpe, tan leve y suave que al principio el anciano tuvo dudas de haberlo oído,
sonó en la puerta de la casa.
Mr. White sintió cómo la caja de cerillas, aún abierta, se le escapaba de la
mano y cómo los fósforos se desparramaban a sus pies sobre el suelo del
pasillo. Permaneció inmóvil, conteniendo la respiración hasta que el golpe
volvió a dejarse oír. Entonces, reaccionando súbitamente, dio media vuelta,
regresó corriendo a su habitación y, con manos temblorosas, cerró la puerta a
sus espaldas. Un tercer golpe resonó entonces por toda la casa.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó su esposa despertándose de repente.
—Una rata, querida —respondió el anciano con voz temblorosa—. Me pasó
por entre las piernas mientras bajaba las escaleras.

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Su esposa se sentó en la cama escuchando atentamente. Un nuevo golpe,
esta vez más poderoso que los anteriores, retumbó por todas partes.
—¡Es Herbert! —gritó—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es Herbert!
Como impulsada por un resorte, la anciana se levantó de la cama y echó a
correr hacia la puerta. Pero entonces su marido, reaccionando con rapidez, se
plantó frente a ella y la agarró fuertemente del brazo.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —le dijo en un ronco susurro.
—Dejar a mi hijo entrar en casa. ¿Es que no te das cuenta de que es Herbert
quien llama? —gritó la mujer forcejeando por soltarse—. Con los nervios, me
olvidé de que el cementerio se encuentra a dos millas de aquí y de que
recorrerlas lleva algún tiempo. Y ahora, suéltame. ¿Por qué me retienes?
¡Suéltame, te digo! Tengo que abrir esa puerta.
—Por el amor de Dios, no le dejes entrar —suplicó el anciano temblando de
pies a cabeza.
—¿Qué te ocurre? ¿Es que acaso tienes miedo de tu propio hijo? —replicó
su esposa sin dejar de forcejear—. Suéltame de una vez. ¡Ya voy Herbert! ¡Ya
voy, hijo mío!
Marido y mujer forcejearon todavía durante unos instantes mientras los
golpes, cada vez más insistentes, seguían resonando sobre la puerta de la casa.
Finalmente, la anciana, liberándose de un tirón, dio media vuelta y salió
corriendo de la estancia. Su marido, echando a correr tras ella, la siguió hasta el
rellano de las escaleras, pero una vez allí, incapaz de alcanzarla, se detuvo y la
llamó a gritos mientras ella bajaba apresuradamente al piso inferior. Poco
después se oyó el ruido de la cadena de la puerta al ser quitada y el de uno de
los cerrojos al ser descorrido. Y, justo a continuación, la voz forzada y jadeante
de la anciana que gritaba:
—¡El cerrojo de arriba! ¡No puedo alcanzarlo! ¡Está demasiado alto para
mí! ¡Ven a ayudarme!
Pero su marido, en vez de acudir en su ayuda, dio media vuelta, entró de
nuevo en el dormitorio y, poniéndose a gatas, comenzó a rastrear el suelo como
un loco en busca de la pata de mono. Si tan sólo pudiese encontrarla antes de
que su mujer le abriese la puerta a aquella cosa…

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Mientras una verdadera andanada de golpes hacía temblar toda la casa, oyó
cómo su esposa arrastraba una silla hasta el vestíbulo y la ponía contra la
puerta. Un par de segundos más tarde, justo en el momento en que oía cómo
aquel último cerrojo era descorrido con un leve chirrido, encontró lo que
buscaba. Sin perder un solo instante, levantó ante sí la pata de mono y
pronunció horrorizado su tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de repente y de ellos sólo quedó un eco que recorrió
toda la casa hasta extinguirse. Con el corazón en un puño, el anciano oyó cómo
su esposa apartaba a un lado la silla y abría acto seguido la puerta.
Una fría ráfaga de viento atravesó el umbral y se deslizó velozmente
escaleras arriba. A continuación, un largo y desesperado lamento de la anciana
recorrió la casa de un extremo a otro. Nada más oírlo, su esposo, haciendo
acopio de valor, bajó corriendo las escaleras, pasó junto a ella y salió al
exterior. Allí, a la frágil luz de una farola situada al otro lado de la calle, el
camino se hallaba desierto y tranquilo.

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EL POZO

(The Well, 1902)

Dos hombres conversaban tranquilamente en la sala de billar de una antigua


casa de campo. Tras jugar con poco entusiasmo una última partida, los dos
habían tomado asiento junto a la ventana abierta y habían comenzado a charlar
de cualquier cosa mientras contemplaban los vastos jardines que se extendían
ante ellos.
—Tu tiempo se está acabando, Jem —dijo uno de ellos al cabo de un rato
—. De aquí a seis semanas estarás más que harto de la luna de miel y
comenzarás a maldecir a quien la inventó.
Reclinándose ligeramente en su silla, Jem Benson estiró sus largas y
entumecidas piernas y soltó un gruñido de disconformidad.
—¿Sabes, querido primo? Nunca he llegado a comprender del todo ese
invento tan deplorable que es el matrimonio —continuó diciendo Wilfred Carr
tras reprimir un bostezo—. Lo cierto es que él y yo seguimos caminos
completamente diferentes. ¡Imagínate! Nunca he tenido el dinero suficiente
para cubrir mis propias necesidades, así que menos aún para cubrir las de otra
persona. Claro que si yo fuese un hombre tan rico como tú quizá lo viese todo
desde otro punto de vista.

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Aquellas últimas palabras de su primo resultaron por sí mismas tan
elocuentes que Jem, absteniéndose de contestar, se limitó a darle una profunda
calada a su cigarrillo y a seguir mirando por la ventana.
—No obstante, aun sin ser tan rico como tú —continuó Carr observándole
por entre sus párpados entrecerrados—, sigo avanzando a golpe de remo por el
inmenso mar de la vida. Y, siempre que puedo, dejo mi barca atracada frente a
la puerta de un amigo y entro en su casa para autoinvitarme a cenar.
—Muy propio de ti, Wilfred —dijo Jem Benson sin dejar de mirar por la
ventana—. Me imagino que, mientras te quede algún amigo que sea lo bastante
necio como para seguir dirigiéndote la palabra, seguirás por el mismo camino.
Esta vez fue Carr quien soltó un gruñido.
—Bueno, dejémonos ya de bromas y hablemos en serio —repuso
pronunciando muy despacio las palabras—. Eres un tipo con suerte, Jem. Un
tipo con mucha, mucha suerte. Si alguien me dijese que hay en este mundo una
mujer mejor que Olive, sería incapaz de creerle.
—Confieso que yo también —convino Jem sin inmutarse.
—Se trata de una mujer verdaderamente excepcional —prosiguió Carr sin
apartar los ojos de la ventana—. Es tan buena e inocente… Está completamente
convencida de que eres todo un dechado de virtudes.
Súbitamente, se echó a reír a carcajadas, pero el otro, muy serio,
permaneció impasible.
—Esa mujer posee un criterio verdaderamente curioso para diferenciar lo
bueno de lo malo, ¿no crees? —añadió Carr con aspecto pensativo una vez
hubo dejado de reír—. ¿Sabes una cosa, querido primo? Estoy seguro de que si
ella llegase alguna vez a enterarse de que antes tú no eras…
—De que antes yo no era ¿qué? —estalló Benson volviéndose hacia él con
ferocidad—. ¡Vamos, dilo! De que antes yo no era ¿qué?
—… todo lo que eres ahora —concluyó su primo con una maliciosa sonrisa
—, creo sinceramente que no dudaría en romper su compromiso contigo.
—Procura hablar de otra cosa —dijo lentamente Benson—. Tus gracias no
siempre resultan de buen gusto.

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Wilfred Carr se levantó y, tras coger de un estante un taco de billar, se
inclinó sobre la mesa y se puso a practicar algunas de sus jugadas favoritas.
—La otra única cuestión de la que puedo hablar en este momento es mi
situación financiera —dijo lentamente mientras rodeaba la mesa.
—Pues si de verdad tienes intención de hablar conmigo ya puedes ir
pensando en otro tema de conversación —dijo Benson secamente.
—Lo haría con mucho gusto, pero es que… verás… lo más curioso del caso
es que ambas cuestiones se encuentran íntimamente relacionadas —continuó
diciendo Carr mientras, dejando a un lado el taco de billar, se sentaba sobre el
borde de la mesa y clavaba la mirada en su primo.
Se produjo entonces un largo silencio, al cabo del cual Benson, tras arrojar
por la ventana la colilla de su puro, se recostó en su silla y cerró los ojos.
—¿Me sigues, querido primo? —preguntó finalmente Carr.
Benson abrió entonces los ojos y señaló con la cabeza hacia la ventana.
—¿Y tú? ¿Quieres seguir el mismo camino que esa pobre colilla? —
preguntó.
—Por tu propio bien, preferiría salir de aquí por donde lo hace todo el
mundo —repuso el otro sin inmutarse—. Si saliese de esta casa por la ventana
la gente comenzaría a hacerme preguntas. Y tú ya sabes lo mucho que a mí me
gusta hablar con la gente.
—Mientras no hables de mis asuntos, por mí puedes hablar hasta quedarte
afónico —replicó Benson haciendo un gran esfuerzo por contenerse.
—Querido primo, déjame confesarte una cosa: estoy metido en un buen lío
—dijo Carr tranquilamente—. Y esta vez se trata de algo serio de verdad. Si en
quince días no consigo reunir mil quinientas libras, tendré comida y alojamiento
gratis durante el resto de mi vida.
—Eso no supondría ningún cambio para ti, ¿no crees? —preguntó Benson
con malicia—. Al fin y al cabo, tú siempre te estás autoinvitando a casa de tus
amigos.
—Sí supondría un cambio muy notable tanto en la calidad de la comida
como en la del alojamiento —se apresuró a responder el otro—. Además, mi

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nueva dirección no hablaría muy bien de mí. Bueno, Jem, ya hablando en serio:
¿vas a darme las mil quinientas libras que necesito?
—No —contestó sin más el aludido.
Carr empalideció de repente.
—¿Es que acaso te niegas a salvar de la ruina a tu propio primo? —
preguntó.
—Te recuerdo que te he prestado mi ayuda en más ocasiones de las que
nunca llegarás a merecerte —repuso Benson volviéndose hacia él y
fulminándolo con una penetrante mirada—. Y te recuerdo también que toda esa
ayuda no ha servido absolutamente para nada. Si te has metido en un lío, sal de
él por tus propios medios. No deberías ser tan aficionado a ir por ahí
regalándole autógrafos a todo el mundo. Y menos aún si ese autógrafo aparece
en un cheque emitido contra tu cuenta corriente.
—Admito que actuar así es una soberana estupidez —dijo Carr con cierta
parsimonia—. Pero si me ayudas esta vez te aseguro que no volveré a meterme
en líos nunca más.
Durante unos segundos guardó silencio, pero luego, esbozando una
enigmática sonrisa, añadió:
—A propósito, y hablando de autógrafos, ¿sabes que tengo algunos a la
venta? Sí, sí, no te rías. Los autógrafos a los que me refiero no son míos.
—¿Ah, no? ¿Y de quién son, si puede saberse? —preguntó el otro.
—Tuyos.
Benson se puso en pie de un salto y, plantándose frente a su primo, lo
atravesó con la mirada.
—¿Qué demonios significa esto? —preguntó con voz sepulcral—.
¿Chantaje?
—Llámalo como quieras —respondió Carr—. Lo cierto es que tengo unas
cuantas cartas de amor firmadas por ti que desde este mismo instante están a la
venta por el módico precio de mil quinientas libras. Y te advierto que sé de un
hombre que estaría dispuesto a comprarlas por dicha cantidad con el único
objetivo de arrebatarte a Olive. Pero no temas. Como buen caballero que soy,
creo que lo más correcto es que te haga a ti la primera oferta.

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—Si es cierto que tienes en tu poder ciertas cartas firmadas por mí, espero
que seas lo bastante honrado como para entregármelas ahora mismo —dijo
Benson lentamente.
—Querido primo: esas cartas me pertenecen —repuso Carr con frivolidad
—. La mujer a la que se las escribiste me las entregó a mí personalmente. Por
cierto —añadió sonriendo maliciosamente—, déjame decirte que algunos de los
fragmentos que contienen no son precisamente de muy buen gusto.
Súbitamente, Benson se abalanzó sobre él y, agarrándolo por el cuello de la
chaqueta, lo tumbó sobre la mesa de billar.
—Dame esas cartas ahora mismo —dijo en un susurro acercando su rostro
al de Carr.
—No las tengo aquí —repuso Carr forcejeando—. ¿Acaso te crees que soy
tan estúpido como para llevarlas encima? ¡Suéltame! Suéltame o subiré el
precio.
Con un fuerte tirón, Benson levantó a su primo y lo sostuvo un segundo
entre sus poderosas manos con evidente intención de estrellarle la cabeza contra
la mesa. Pero, justo en aquel momento, una sirvienta entró en la habitación y, al
verles entregados a tan violenta actitud, se quedó petrificada junto a la puerta
con expresión asustada. Benson, desconcertado, aflojó entonces su presa y Carr,
zafándose, se enderezó y volvió a sentarse sobre el borde de la mesa. La criada,
todavía alarmada, se acercó lentamente a Benson con unas cuantas cartas en la
mano.
—Y así fue como se cometió el crimen —dijo entonces Benson intentando
disimular un poco mientras cogía las cartas que la sirvienta le ofrecía.
—Pues si en verdad fue así, no me extraña que luego le dieran su merecido
al asesino —comentó Carr de manera insulsa siguiéndole la corriente a su
primo.
—Y ahora, dime: ¿vas a entregarme esas cartas? —preguntó Benson sin
más una vez que la sirvienta hubo salido de la habitación.
—Siempre que pagues por ellas el precio que he mencionado antes, ten por
seguro que sí —respondió Carr—. No obstante, si vuelves a ponerme tus sucias
manos encima, te juro por lo que más quieras que doblaré el precio. Y ahora,

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adiós. Creo que será mejor que te deje a solas durante un tiempo para que
puedas pensar tranquilamente en tu respuesta.
Tras coger un puro de una caja y encenderlo cuidadosamente, Carr
abandonó la habitación. En cuanto la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, su
primo se acercó a la ventana, tomó asiento junto a ésta y se quedó allí,
observando el exterior y sintiendo cómo un silencioso pero no por ello menos
terrible ataque de furia iba apoderándose poco a poco de él.
En el aire limpio y fresco que llegaba desde el jardín flotaba un fuerte olor a
hierba recién cortada. Cuando, unos momentos más tarde, a dicho olor se unió
de repente el inconfundible aroma de un puro, Benson se inclinó ligeramente
hacia adelante para ver mejor. Pudo entonces divisar con claridad a su primo,
que se alejaba de allí con paso lento y despreocupado. Al verlo, se levantó con
expresión de disgusto y se encaminó hacia la puerta. Pero al llegar junto a ésta
se detuvo y, cambiando de opinión, regresó a la ventana, volvió a sentarse, y
permaneció unos instantes observando cómo la figura de su primo se iba
alejando lentamente a la luz de la luna. Luego, levantándose una vez más,
abandonó con aire resuelto la habitación y permaneció ausente durante largo
rato.

La habitación continuaba vacía cuando Mrs. Benson entró en ella un rato


más tarde para darle las buenas noches a su hijo. Ligeramente extrañada por la
ausencia de éste, la mujer cruzó la estancia y se acercó a la ventana para echar
un vistazo al exterior. Llevaba allí unos minutos observando distraídamente los
jardines cuando, de repente, vio aparecer a su hijo, que caminaba hacia la casa
dando grandes zancadas. Poco antes de alcanzar el porche, Benson levantó la
mirada y vio a su madre asomada a la ventana.
—Buenas noches, querido —le dijo la mujer.
—Buenas noches, mamá —respondió él gravemente.
—¿Dónde está Wilfred?
—Se marchó —respondió Benson.
—¿Que se marchó? ¿Y por qué?
—Pues verás… Los dos cruzamos unas palabras. Él me pidió dinero otra
vez y yo, por mi parte, le dije claramente lo que pensaba de él. Si quieres que te
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sea sincero, después de lo que los dos nos hemos dicho esta noche no creo que
volvamos a verle por aquí.
—¡Pobre Wilfred! —suspiró Mrs. Benson—. Siempre anda metido en líos.
Espero que no hayas sido demasiado duro con él, querido.
—No más de lo que se merecía, mamá. De eso puedes estar segura —
respondió su hijo con severidad—. Buenas noches.

II

En uno de los rincones más remotos de aquel vasto jardín, prácticamente


oculto a la vista de los curiosos tras una espesa maraña de vegetación, se
levantaba un viejo pozo que había caído en desuso mucho tiempo atrás. Su boca
se encontraba parcialmente cubierta por una vieja tapa rota y descascarillada
sobre la que se erigía un torno oxidado que no cesaba de crujir cuando el viento
soplaba con fuerza por entre las ramas de los pinos. Debido al denso follaje, la
luz del sol nunca llegaba con fuerza hasta allí, razón por la cual la tierra de los
alrededores se encontraba siempre húmeda y cubierta de musgo mientras en
otros rincones del jardín no hacía más que resquebrajarse por efecto del calor.
Cierta tarde de verano, dos personas que llevaban ya un buen rato paseando
tranquilamente por los jardines en medio de una quietud embriagadora
avanzaban por entre la espesura en dirección a aquel pozo.
—¿Para qué hemos venido hasta aquí? ¿Qué sentido tiene internarse en esta
especie de jungla? —se quejó Benson deteniéndose al borde del enmarañado
pinar y observando con expresión contrariada la penumbra reinante al otro lado
del mismo.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Pero si es el mejor paraje de todo el jardín! —
repuso bruscamente la chica—. Ya sabes que éste es mi rincón favorito.
—Lo único que sé es que te gusta demasiado subirte al pretil de ese viejo
pozo —repuso él hablando con lentitud—. Y no te das cuenta de lo peligroso
que es eso. El día menos pensado te inclinarás más de lo aconsejable y acabarás
cayéndote dentro.

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—Si eso llegase a ocurrir alguna vez, ten por seguro que aprovecharía la
ocasión para hacer que el pozo me contase todos sus secretos[1] —repuso Olive
riendo—. Venga, vamos. No te quedes ahí.
Dicho lo cual, la chica, acompañada por el suave crujir de las ramas de los
helechos al quebrarse bajo sus pies, echó a correr hasta que se perdió entre las
sombras de los pinos. Lentamente, su compañero la siguió hasta que, por fin,
tras emerger de las espesas sombras arrojadas por los árboles, pudo verla
sentada sobre el pretil del pozo con los pies ocultos por la desordenada maleza
que invadía los alrededores. Ella, al verle, le indicó con una señal que se
acercara y tomase asiento a su lado. Así, unos segundos más tarde la muchacha
sonreía tímidamente mientras dos fuertes brazos se enroscaban alrededor de su
cintura.
—Me encanta este lugar —dijo al cabo de un largo silencio—. Tiene un aire
tan extraño y misterioso… ¿Sabes que sería incapaz de venir sola a un sitio
como éste, Jem? No podría evitar imaginar que tras todos esos árboles y
arbustos que nos rodean se esconden toda clase de seres horribles ansiosos por
saltar encima de mí para… Sólo de pensarlo me dan escalofríos.
—Será mejor que volvamos a casa —dijo él con suavidad—. Un pozo
abandonado no es el sitio más aconsejable para pasar un rato. Sobre todo
cuando el calor aprieta y el agua estancada empieza a oler mal. Venga, vámonos
de aquí.
Pero la chica, tras apartar las manos de Benson con una pequeña sacudida,
se afianzó obstinadamente en su asiento.
—¿Por qué no te relajas un poco y te fumas tranquilamente uno de esos
puros que tanto te gustan? —repuso sin inmutarse—. Si me he empeñado en
venir hasta aquí ha sido con la intención de sentarme un rato y, de paso, charlar
un poco. Dime: ¿se sabe algo de Wilfred?
—No —respondió Benson escuetamente al tiempo que se sacaba un puro
del bolsillo de la chaqueta.
—Qué desaparición más espectacular, ¿no crees? —continuó diciendo la
muchacha—. Me imagino que se metería en algún nuevo lío y que te escribiría

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una más de esas desesperadas cartas suyas en las que, sin duda, diría algo así
como «Querido Jem, por lo que más quieras, ayúdame a salir de ésta».
Jem Benson expulsó una gran bocanada de humo por la boca y, sujetando el
puro entre los dientes, se sacudió de un manotazo un poco de ceniza que había
caído sobre una de las mangas de su chaqueta.
—¿Sabes? Me pregunto qué hubiera sido de él si no llega a ser por ti —dijo
la muchacha apretándole el brazo con cariño—. Supongo que se habría hundido
en la miseria hace ya mucho tiempo. ¿Sabes lo que haré cuando tú y yo estemos
casados, Jem? Me aprovecharé de que él y yo seremos parientes para soltarle un
buen sermón. Es cierto que es un joven alocado e insensato que no piensa lo
que hace, pero el pobre también tiene sus virtudes.
—¿Ah, sí? Pues si las tiene, yo, desde luego, nunca he llegado a saber
cuáles son —repuso Benson con súbita aspereza—. Dios sabe que lo que digo
es cierto.
—Wilfred no es tan mal chico, Jem. Sería incapaz de hacerle daño a nadie.
En realidad, su único enemigo es él mismo —dijo la chica, algo sorprendida por
aquel inesperado arranque de mal genio.
—Cómo se nota que no le conoces —repuso él con brusquedad—. De ese
mequetrefe puede uno esperarse lo peor. Sería capaz de chantajear a cualquiera.
Sería capaz incluso de arruinar la vida de su mejor amigo con tal de obtener un
beneficio. Te aseguro que no es más que un holgazán, un canalla y un
embustero.
La chica se volvió hacia Benson, clavó en él una mirada seria pero cargada
de timidez, y se cogió tiernamente de su brazo sin decir una sola palabra. Los
dos permanecieron así, sentados y en silencio, mientras la tarde iba poco a poco
convirtiéndose en noche y la luz de la luna, filtrándose débilmente por entre las
ramas cercanas, los iba envolviendo en una especie de halo plateado. En un
momento dado, la muchacha apoyó la cabeza sobre el hombro de él y, con los
ojos levemente entrecerrados, la dejó reposar allí. Hasta que, de pronto, soltó un
grito y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, casi sin aliento.

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—¿Qué ha sido el qué? —preguntó a su vez Benson bajándose del pretil y
agarrando a Olive fuertemente por el brazo.
La muchacha contuvo la respiración y soltó un quejido.
—Suéltame, Jem —dijo por fin—. Me estás haciendo daño.
Él aflojó su presa.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó con suavidad—. ¿Qué es lo que te ha
asustado?
—No lo sé, Jem —respondió lentamente la chica poniéndole las manos
sobre los hombros—. Supongo que aquellas palabras que dije antes, cuando
estaba hablando de Wilfred, todavía resuenan en mis oídos y mi imaginación
me ha jugado una mala pasada. Pero ha sido tan real… Me pareció oír
claramente cómo alguien que se encontraba justo detrás de nosotros susurraba:
«Ayúdame a salir de aquí, Jem».
—Tienes razón, querida. Habrá sido tu imaginación —convino Benson—.
A veces la imaginación nos gasta ese tipo de bromas. Sin duda alguna, lo que
realmente te asustó no fue más que el efecto causado por la oscuridad, que va
creciendo por momentos, y estos árboles de aspecto tan siniestro. Si quieres que
te dé mi opinión, creo que lo mejor será que vayamos pensando en regresar a
casa.
—No, no. Quiero quedarme aquí todavía un poco más —repuso la
muchacha sentándose nuevamente sobre el pretil del pozo—. No debería
haberme asustado con tanta facilidad. En realidad, no debería asustarme de nada
cuando tú estás conmigo, Jem. Yo soy la primera sorprendida por haberme
portado como una tonta.
Benson no respondió. Se limitó a permanecer de pie donde estaba, a un par
de metros del pozo, como esperando a que la muchacha cambiase de opinión.
—¿Por qué no te sientas aquí conmigo? —preguntó finalmente Olive dando
unas suaves palmadas sobre el enladrillado con una de sus pequeñas y pálidas
manos—. Cualquiera diría que mi compañía no te hace mucha gracia.
Lentamente, Benson obedeció y se sentó a su lado propinándole a su puro
unas caladas tan potentes que la luz de éste le iluminó todo el rostro. Luego, al
notar cómo a ella la recorría un leve estremecimiento, se echó ligeramente hacia

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atrás y rodeó los hombros de la muchacha con uno de sus fuertes y musculosos
brazos.
—¿Qué te ocurre, querida? ¿Acaso tienes frío? —le preguntó con ternura.
—No, no, al contrario. Se está muy bien aquí —respondió ella temblando
ligeramente—. Uno no suele tener frío en esta época del año, pero lo cierto es
que desde el fondo de este pozo sube un aire fresco y húmedo capaz de hacer
tiritar a cualquiera.
Mientras hablaba, un débil y lejano chapoteo resonó en las profundidades
del pozo. Por segunda vez aquella tarde, Olive soltó un grito y se levantó de un
salto.
—Pero, bueno, ¿qué te ocurre ahora? —preguntó Benson con voz
preocupada.
Poniéndose a su vez en pie, se acercó a la muchacha, la abrazó y, con ella
entre sus brazos, se volvió para mirar hacia el pozo como si esperase ver
emerger de él aquello que tanto la había asustado.
—¡Oh, Dios mío! ¡Mi pulsera! —exclamó entonces Olive, alarmada—. ¡La
pulsera que me regaló mi pobre madre! La tenía hace un momento, estoy
segura, y ahora no la llevo puesta. Debe de habérseme caído al pozo.
—¡Tu pulsera! —repitió Benson, incrédulo—. ¿Te refieres a tu pulsera de
diamantes?
—Esa misma. La que perteneció a mi madre —respondió Olive—. ¡Oh,
Dios mío! Debe de haber algún modo de recuperarla, estoy segura. Siempre
podríamos drenar el pozo, ¿verdad, Jem?
—¡Tu pulsera! —repetía mientras tanto Benson con expresión estúpida y
aturdida.
—¡Jem! —exclamó entonces la muchacha con voz temblorosa—. ¡Jem!
¡Por lo que más quieras, háblame! ¿Qué es lo que te pasa?
Había una nota de profundo terror en su voz, pues su amado se había
quedado de pie ante ella, completamente inmóvil, mirándola con expresión
horrorizada. Aunque la luz de la luna incidía de lleno sobre su rostro crispado,
la extrema palidez que lo cubría se debía sin duda a algún otro motivo
desconocido, por lo que la muchacha, atemorizada, retrocedió temblando hasta

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el borde del pozo. Él, al verla de aquella manera, reunió todas sus fuerzas y,
recobrando el control de sí mismo, se acercó a ella y le cogió la mano con
ternura.
—Pobre chiquilla mía —murmuró—. Me has dado un susto de muerte,
¿sabes? Cuando gritaste, yo estaba distraído mirando para otro lado, así que al
oír tu grito no pude evitar pensar por un fugaz momento que te habías caído al
interior de este pozo tan horrible…
La voz se le quebró de repente. La muchacha, al verlo tan afectado, se lanzó
en sus brazos y se aferró a él con fuerza.
—Oh, vamos, vamos —dijo Benson cariñosamente—. No llores, pequeña.
No llores.
—Mañana —dijo Olive entre sollozos y risas— vendremos todos bien
provistos de anzuelos y sedal y pasaremos el día aquí hasta que consigamos
recuperar mi pulsera. Será como practicar un nuevo tipo de pesca.
—No, querida. Debemos intentar recuperar tu pulsera de otra manera —dijo
Benson—. Muy pronto volverás a tenerla en tus manos.
—¿Cómo? —preguntó la muchacha, entusiasmada.
—Ya lo verás —dijo Benson—. Mañana por la mañana, como mucho, la
tendrás nuevamente contigo. Hasta entonces, prométeme que no le dirás a nadie
que la has perdido.
—Te lo prometo, Jem —dijo Olive, sorprendida—. Pero dime una cosa:
¿por qué no puedo decírselo a nadie?
—Pues, sin ir más lejos, porque esa pulsera es muy valiosa. Y, además,
porque… En fin, Olive, ¿qué quieres que te diga? Hay muchas razones. Pero,
por ejemplo, baste decir que, como prometido tuyo que soy, es mi obligación
recuperarla para ti.
—¿Me estás diciendo en serio que estarías dispuesto a bajar por ahí para ir
en busca de mi pulsera? —preguntó la muchacha con cierta malicia—. Tú verás
lo que haces, pero antes escucha esto.
Olive se agachó, cogió una piedra y, acercándose a la boca del pozo, la dejó
caer por él.

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—¿De verdad te apetece ir ahí abajo a reunirte con esa piedra? —dijo la
muchacha asomándose al oscuro sumidero—. ¿De veras quieres acabar
chapoteando inútilmente como un ratón en el fondo de un cubo, buscando en
vano asidero en paredes húmedas y resbaladizas y mirando con desesperación el
pequeño círculo de cielo que asoma allá arriba, a lo lejos, sobre tu cabeza,
mientras el agua empieza a inundar poco a poco tu boca?
—Será mejor que volvamos a casa cuanto antes —repuso Benson sin
inmutarse—. Este lugar tan horrible parece estar despertando en ti un extraño
gusto por lo morboso.
La muchacha se volvió y, tomando el brazo que Benson le ofrecía, echó a
andar en compañía de su prometido. Cuando ambos llegaron por fin a la casa,
Mrs. Benson, quien se encontraba sentada en el porche esperándoles, se levantó
para recibirles.
—No deberías haber permitido que Olive estuviese fuera hasta tan tarde —
reprendió la mujer a su hijo—. ¿Puede saberse dónde habéis estado durante
todo este tiempo?
—Hemos ido a sentarnos junto al viejo pozo —respondió Olive con una
sonrisa—. Allí hemos estado hablando largo y tendido sobre nuestro futuro.
—No creo que sea ése precisamente el lugar más saludable para ir a sentarse
un rato —dijo enérgicamente Mrs. Benson—. Las aguas estancadas suelen ser
un foco de enfermedades. ¿Sabes una cosa, Jem? Deberíamos cubrir con
cemento la boca de ese viejo pozo. Creo que con eso sería más que suficiente.
—Es una idea estupenda, mamá —dijo lentamente su hijo—. Lástima que
no se te haya ocurrido antes.
Unos segundos más tarde, una vez que su madre y Olive hubieron
desaparecido en el interior de la casa, Benson se sentó en la silla que la primera
había dejado vacía y, dejando caer las manos a ambos lados con aire abatido,
echó la cabeza hacia atrás y se puso a pensar. Al cabo de un rato se levantó con
expresión decidida, subió al primer piso, abrió un pequeño trastero en el que la
familia solía guardar todo tipo de artículos deportivos y, tras coger de allí un
carrete de sedal y unos cuantos anzuelos, bajó sigilosamente las escaleras, salió
al porche a hurtadillas y echó a correr por el jardín en dirección al pozo.

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Cuando llegó a las espesas sombras que separaban aquel rincón del resto del
jardín, se detuvo a echar una furtiva mirada a las ventanas iluminadas de la
casa. Nadie parecía haber advertido sus movimientos, así que, más decidido que
nunca, continuó avanzando hasta que el pozo apareció por fin ante sus ojos.
Una vez junto a él, se sentó sobre el pretil, sacó el carrete de sedal, lo desenrolló
con sumo cuidado y comenzó a hacerlo descender hacia el fondo.
Al principio, mientras permanecía allí sentado con los labios fuertemente
apretados a causa de la tensión que le embargaba, no dejó de mirar una y otra
vez a su alrededor con expresión asustada, como si esperase descubrir algo o
alguien espiándole desde algún lugar oculto entre los árboles. Luego, al cabo de
un rato bajando, subiendo y volviendo a bajar el sedal, llegó un momento en
que, al tirar de él una de tantas veces, se escuchó un ligero tintineo metálico que
parecía producido por algo que acababa de chocar contra la pared del pozo.
Conteniendo fuertemente la respiración y dejando a un lado todos sus
temores, procedió a recoger el sedal muy poco a poco, procurando evitar dar
tirones bruscos que pudieran hacerle perder su preciosa pesca. Su pulso empezó
entonces a latir cada vez con mayor velocidad y sus ojos relampaguearon de
pura excitación. Poco después, conforme el sedal continuaba ascendiendo,
comenzó a vislumbrar algo de lo que subía con él. Hasta que, finalmente, tras
recuperar los últimos metros, descubrió que, en vez de una pulsera, lo que había
capturado no era más que un herrumbroso manojo de llaves.
Con un débil grito de desesperación, cogió de un tirón aquellas llaves y,
resoplando pesadamente, las arrojó con rabia al fondo del pozo. Durante unos
instantes ni el más leve sonido se atrevió a quebrantar el silencio sepulcral de la
noche. Luego, reaccionando, Benson comenzó a caminar a grandes zancadas
arriba y abajo hasta que, una vez desentumecidas sus largas piernas, regresó
junto al pozo para reanudar su tarea.
Durante más de una hora estuvo sondando el fondo sin obtener el menor
resultado. Eclipsados todos sus miedos gracias a sus ansias por encontrar lo que
buscaba, se enfrascó tanto en aquella inusual modalidad de pesca que durante
todo aquel tiempo apenas levantó la vista del oscuro agujero.

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Aunque el anzuelo llegó a enredársele en un par de ocasiones, se las apañó,
no sin grandes dificultades, para soltarlo. Sin embargo, cuando se le enredó por
tercera vez, todos sus desesperados esfuerzos por liberarlo resultaron inútiles.
Así que, al cabo de un rato, dándose definitivamente por vencido, arrojó el
sedal con rabia al interior del pozo y, con la cabeza gacha, emprendió el camino
de regreso.
Antes de entrar en la casa, no obstante, decidió pasarse un momento por los
establos. Luego, una vez hubo solucionado allí un par de cuestiones, se retiró
por fin a su habitación, en cuyo interior se demoró todavía unos minutos
paseando angustiado de uno a otro rincón. Finalmente, exhausto, sin molestarse
siquiera en quitarse las ropas que había llevado puestas durante todo el día, se
arrojó sobre la cama y se hundió en un agitado y turbulento sueño.

III

Unas horas más tarde, mucho antes de que el resto de los habitantes de la
casa se despertasen, Benson se levantó y se deslizó sigilosamente escaleras
abajo mientras la luz del sol, que comenzaba ya a asomar por cada resquicio de
la casa, trazaba largas franjas de luz que atravesaban de un extremo a otro las
habitaciones todavía en penumbra. Cuando se asomó al comedor, se sorprendió
al ver el ambiente tan sombrío y triste que reinaba en aquel momento en el
interior a pesar de que las primeras luces de la mañana comenzaban ya a
filtrarse por las rendijas de las persianas. Súbitamente, aquello le recordó a la
noche en que murió su padre. Ahora, al igual que entonces, todo cuanto allí
había parecía cubierto por una especie de halo espectral que resultaba de lo más
inquietante. Incluso las sillas, que seguían tal y como sus ocupantes las habían
dejado la noche anterior, parecían compartir en silencio aquella extraña
sensación.
Lentamente, procurando hacer el menor ruido posible, Benson abrió la
puerta principal y salió de la casa. Fuera, el sol de la mañana relucía sobre la
vegetación cubierta de rocío mientras una ligera neblina flotaba sobre los

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jardines describiendo lentos y perezosos círculos. Durante unos instantes,
Benson permaneció allí de pie, aspirando profundamente el aire frío de la
mañana. Luego, como despertando de un breve ensueño, echó a caminar
lentamente en dirección a los establos.
El chirriante e intermitente sonido que hacía la bomba del abrevadero al ser
accionada y el ligero chapoteo del agua al caer sobre los adoquines rojos del
patio le indicaron que alguien más se hallaba ya levantado. Al cabo de unos
segundos, tras doblar una esquina, se encontró con un robusto hombre de
cabellos rubios que, jadeante, bombeaba agua a un ritmo frenético.
—¿Todo listo, George? —se limitó a preguntar.
—Todo listo, señor —respondió el hombre enderezándose de golpe y
enjugándose la frente con una mano—. Bob está dentro ultimando los
preparativos. Menuda mañana que hace para ir a darse un chapuzón, ¿no cree,
señor? Ahora mismo el agua de ese pozo debe de estar lo que se dice helada.
—Venga, daos prisa. No tenemos tiempo que perder —dijo Benson,
impaciente.
—Como usted diga, señor —contestó George cogiendo de lo alto de la
bomba una pequeña toalla y restregándose la cara fuertemente con ella—. ¡Date
prisa, Bob! —exclamó luego volviéndose hacia la puerta de uno de los establos.
Como en respuesta a sus palabras, un hombre apareció por aquella puerta
cargado con un grueso rollo de cuerda y llevando en la mano un enorme
candelabro de metal.
—Es sólo para comprobar si hay aire dentro del pozo —se apresuró a decir
George, que había advertido la mirada extrañada de su señor al ver el
candelabro—. Un pozo puede llegar a ser un lugar muy peligroso, pero si una
vela puede resistir dentro de él, un hombre también puede.
Benson asintió con la cabeza y, dando media vuelta, echó a caminar en
dirección al pozo. El otro, tras levantarse el cuello de la camisa y meterse las
manos en los bolsillos del pantalón, lo siguió de cerca.
—Disculpe mi impertinencia, señor —dijo George poniéndose al lado de su
amo—, pero es que, verá… me da la impresión de que no se encuentra usted
muy bien esta mañana. Si me lo permite, seré yo quien baje al fondo del pozo.

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—No, no, de ninguna manera —dijo Benson con tono autoritario.
—No parece estar usted en condiciones de bajar a ningún sitio, señor —
insistió el otro—. La verdad es que nunca antes le había visto con tan mal
aspecto. Así que, si me lo permite, yo mismo puedo encargarme de…
—George, cállate de una vez y no te metas en lo que no te importa —repuso
Benson, cortante.
George, obediente, guardó silencio y los tres hombres continuaron
avanzando a grandes Zancadas por entre la húmeda y cada vez más espesa
vegetación hasta que, por fin, llegaron junto al pozo. Una vez allí, Bob dejó el
rollo de cuerda en el suelo y, a una señal de su señor, le entregó a éste el
candelabro.
—He traído también otra cuerda para el candelabro, señor —dijo Bob
sacando un pequeño rollo de cordel de uno de sus bolsillos.
Benson cogió el cordel y ató cuidadosamente un extremo al candelabro.
Luego colocó éste sobre el pretil, encendió una cerilla, prendió con ella la vela
y comenzó a bajarlo lentamente por el pozo.
—Tenga mucho cuidado, señor —dijo George poniendo su mano sobre el
brazo de su amo—. Tiene usted que procurar que el candelabro esté siempre
ligeramente inclinado. Si no, la llama de la vela acabará quemando la cuerda.
Apenas había acabado George de decir aquellas palabras cuando, de
repente, el cordel se rompió y el candelabro, tras caer durante unos segundos, se
estrelló contra las aguas del fondo. Benson soltó un juramento en voz baja.
—No se preocupe, señor —dijo George dando media vuelta y echando a
caminar hacia la casa—. En seguida le traigo otro.
—Déjalo, George. Quédate donde estás —repuso Benson—. En realidad, no
creo que haga falta ningún candelabro para bajar por este maldito pozo.
—No tardaré más que un momento, señor —insistió el otro sin dejar de
caminar.
—Dime una cosa, George: ¿quién manda aquí? ¿Tú o yo? —dijo Benson
con la voz reducida a un ronco susurro.
Sin atreverse a rechistar ante la severa mirada que le dirigía su señor,
George regresó lentamente al pozo, se sentó sobre el pretil y comenzó a quitarse

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los zapatos con expresión enfurruñada. Los otros dos lo observaron con
curiosidad cuando, una vez descalzo, se puso de pie delante de ellos y miró a su
señor con el ceño fruncido y los brazos en jarras.
—Espero que al menos consienta usted en que sea yo quien baje por ahí,
señor —dijo reuniendo todo su valor para dirigirse a su amo—. Usted no está
en condiciones de hacerlo. Se nota a la legua que se encuentra enfermo. Quizá
no sea más que un simple enfriamiento o alguna otra cosa sin importancia. Pero,
quién sabe, quizá se trate de tifus. Últimamente está causando verdaderos
estragos en el pueblo.
Durante un momento Benson lo miró con furia, pero luego su mirada se
suavizó de repente.
—Quizás en otra ocasión te deje bajar a ti, George, pero esta vez no. Esta
vez seré yo quien baje —dijo sin inmutarse.
Uniendo la acción a la palabra, cogió el rollo de cuerda, hizo un lazo en uno
de sus extremos, se lo pasó por debajo de los brazos y, sentándose sobre el
pretil, pasó una pierna por encima del mismo y la dejó colgando sobre la boca
del pozo.
—¿Algunas instrucciones al respecto, señor? —preguntó George asiendo la
cuerda con fuerza y haciéndole una seña a Bob para que le imitara.
—Sí. Empezaréis a descolgarme lentamente —explicó Benson—. Yo os
avisaré cuando llegue al agua. Cuando eso ocurra, soltad de golpe dos o tres
metros más de cuerda para que pueda llegar al fondo.
—Muy bien, señor —respondieron a una los otros dos.
Benson pasó la otra pierna por encima del pretil y, una vez frente a frente
con la boca del pozo, se quedó allí sentado sin atreverse a mover un solo
músculo, con la espalda vuelta hacia sus dos lacayos, la cabeza inclinada hacia
adelante y la mirada clavada en aquel oscuro sumidero. Estuvo tanto tiempo allí
sentado, completamente inmóvil, que George comenzó a preocuparse.
—¿Todo bien, señor? —preguntó.
—¿Eh? Sí, sí, todo bien —respondió Benson lentamente—. Sólo una cosa
más, George. Si de repente notáis un tirón en la cuerda, empezad a tirar
inmediatamente de ella con todas vuestras fuerzas. Y ahora, ¡abajo de una vez!

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Lentamente, pero sin parar, George y Bob comenzaron a soltar cuerda hasta
que un cavernoso grito y un débil y lejano chapoteo que subieron hasta ellos
desde lo más profundo de la oscuridad les indicaron que su señor acababa de
alcanzar el nivel del agua. Soltaron entonces tres metros más de cuerda y
permanecieron a la espera con las manos prestas a tirar y el oído bien atento.
—El señor debe de estar ahora mismo bajo el agua, ¿verdad, George? —
dijo Bob en voz baja.
George asintió levemente con la cabeza y, tras escupir en las palmas de sus
enormes manazas, asió la cuerda con fuerza.
Al cabo de un minuto de intensa espera los dos hombres comenzaron a
intercambiar profundas miradas de preocupación. Hasta que, de repente, un
violento tirón, seguido de cerca por otros más débiles, estuvo a punto de
arrancarles la cuerda de las manos.
—¡Tira, Bob! ¡Tira con fuerza! —gritó entonces George apoyando un pie
contra el pozo, agarrando la cuerda con todas sus fuerzas y echando
desesperadamente todo su peso hacia atrás—. ¡Tira! ¡Tira, te digo! ¡Está como
atascado y no sube! ¡TIRA, MALDITA SEA!
Como en respuesta a sus desesperados esfuerzos, la cuerda comenzó a subir
lentamente, centímetro a centímetro, hasta que, al cabo de unos segundos, se
oyó un fuerte chapoteo. Un indescriptible alarido de terror emergió entonces de
las entrañas del pozo.
—¡Uf! ¡Cuánto pesa! —jadeó Bob—. Debe de haberse enganchado en
alguna parte. ¡Estese quieto, señor, por lo que más quiera! ¡Estese quieto! —
añadió a voz en grito al notar unas violentas sacudidas al otro extremo de la
cuerda.
Gruñendo y resoplando a causa del esfuerzo, los dos hombres continuaron
tirando y recuperando cuerda poco a poco.
—Muy bien, señor. Siga así, que en seguida le sacamos —dijo George al
notar cómo las sacudidas cesaban de golpe.
Con el pie firmemente apoyado contra el pretil, siguió tirando y tirando con
todas sus fuerzas. Poco a poco, aquella pesada carga fue acercándose cada vez
más al borde del pozo hasta que, finalmente, tras un largo y fuerte tirón, una

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cabeza asomó por allí: la de un cadáver que rezumaba barro por las fosas
nasales y las cuencas vacías.
Pero aquello no era todo. Junto a aquella cabeza, pálido y demacrado hasta
parecer un espectro, se había asomado también el rostro crispado de Jem
Benson. Aquella horripilante visión apenas duró un segundo en las retinas de
George, pues el pobre hombre, profiriendo un terrible alarido, soltó de golpe la
cuerda y cayó pesadamente hacia atrás. Aquello cogió a Bob completamente
desprevenido, por lo que éste, que había permanecido todo el tiempo detrás de
su compañero y no había alcanzado a ver nada, no pudo hacer más que
contemplar cómo la cuerda se le escapaba bruscamente de las manos y
desaparecía a continuación dentro del pozo.
Un tremendo chapuzón taladró entonces el frío de la mañana.
—¡Pero ¿qué has hecho, George?! —exclamó Bob corriendo
desesperadamente hacia la boca del pozo—. ¡¿Qué has hecho?!
—¡Ve a por otra cuerda! —gritó George, reaccionando de repente—.
¡Vamos! ¡Deprisa! ¡No hay tiempo que perder!
Dicho lo cual, Bob echó a correr hacia la casa gritando a pleno pulmón.
George, mientras tanto, se inclinó sobre el pretil y comenzó a llamar
desesperadamente a su señor. Pero, aparte del eco que ascendía de las entrañas
del pozo, la única respuesta que obtuvo fue el silencio.

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LAS TRES HERMANAS

(The Three Sisters, 1914)

Una lluviosa tarde de otoño, hará ahora alrededor de unos treinta años, toda
la casa de Mallett’s Lodge se hallaba reunida alrededor del lecho de muerte de
Ursula Mallow, la mayor de tres hermanas que habían vivido juntas durante
toda su vida.
Las deslucidas y apolilladas cortinas que solían rodear la vieja cama de
madera se hallaban descorridas, por lo que, cuando la moribunda posó sobre sus
hermanas una mirada desvaída y sin brillo, la luz de una humeante lámpara de
aceite se derramó sobre su rostro enfermo y resignado haciéndolo parecer aún
más pálido de lo que ya estaba. A su alrededor, la habitación se hallaba sumida
en un profundo silencio, roto tan sólo de vez en cuando por los sollozos de
Eunice, la hermana menor. Fuera, mientras tanto, la lluvia caía sin cesar sobre
las desoladas marismas.
—Es mi deseo que todo cuanto hay aquí dentro permanezca intacto, Tabitha
—le dijo Ursula, respirando con dificultad, a su otra hermana, quien guardaba
un asombroso parecido con ella a pesar de que sus facciones resultaban algo
más duras y distantes—. Esta habitación ha de ser cerrada con llave para no ser
abierta nunca más.
—Como tú digas —respondió Tabitha con cierta brusquedad—, aunque no
consigo entender qué importancia puede tener para ti un detalle como ése.

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—Pues sí que la tiene —replicó su hermana con un sorprendente arrebato de
energía—. ¿Cómo puedes estar tan segura de que…? O, mejor dicho, ¿cómo
puedo yo misma estar tan segura de que nunca volveré a visitarla? He vivido en
esta casa durante tanto tiempo que estoy absolutamente convencida de que más
tarde o más temprano volveré a verla. Así que si hay algo de lo que debáis estar
completamente seguras las dos es de una cosa: volveré. Volveré para velar por
vosotras y asegurarme así de que nada malo os ocurre.
—Estás empezando a desvariar, querida —dijo Tabitha, apenas conmovida
por la preocupación que su hermana mostraba tener por su bienestar—. No
digas insensateces. Ya sabes que yo no creo lo más mínimo en esa clase de
cosas.
Soltando un suspiro, Ursula se volvió hacia Eunice, que llevaba ya un rato
llorando en silencio junto a la cabecera de la cama, y le indicó con un gesto que
se acercara. Cuando la menor de las tres hermanas obedeció, Ursula le rodeó el
cuello con sus débiles brazos y la besó en la mejilla con infinita ternura.
—Y tú no llores más, querida mía —dijo en un susurro—. Debes
comprender que quizá sea mejor así. Cuando una no es más que una pobre vieja
solitaria apenas merece la pena seguir viviendo, pues ya no le quedan
esperanzas ni aspiraciones por las que luchar. Mientras otras mujeres han
dedicado sus vidas a hacer felices a sus maridos y a sus hijos, nosotras no
hemos hecho sino envejecer juntas en este remoto lugar olvidado por todos. De
las tres, yo soy la primera en partir, pero no pasará mucho tiempo antes de que
vosotras dos me sigáis.
Tabitha, que se sentía muy segura de sí misma, no ya sólo por el hecho de
tener apenas cuarenta años, sino por el de poseer una salud de hierro, se encogió
de hombros y esbozó una forzada sonrisa.
—Soy yo, pues, la primera en partir —repitió Ursula con una voz que no
parecía la suya mientras sus ojos se iban cerrando lentamente—. Os dejo, pero
cuando a cada una de vosotras os llegue la hora, volveré para llevaros conmigo.
Yo seré la guía que os conducirá al lugar al que ahora me dirijo sola.
Mientras hablaba, la frágil luz de la lámpara se extinguió de repente como si
una mano extraña se hubiese posado sobre ella dejando la habitación sumida en

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la más absoluta oscuridad. Un débil sonido, semejante a un silbido ahogado, se
elevó entonces desde el lecho, y cuando las dos temblorosas mujeres lograron
encender nuevamente la lámpara, se encontraron con que el cuerpo de Ursula
Mallow descansaba por fin en paz.
Las dos hermanas de la difunta pasaron juntas toda aquella noche. Como en
vida Ursula había creído firmemente en la existencia de esa imprecisa zona de
tinieblas que, según dicen, sirve de nexo entre el mundo de los vivos y el de los
muertos, incluso la imperturbable Tabitha, algo nerviosa por lo que acababa de
suceder, fue incapaz de permanecer del todo impasible ante la idea de que su
difunta hermana pudiera haberse encontrado en lo cierto en cuanto había dicho
antes de morir.
No obstante, todos los temores de las dos mujeres se esfumaron con el
nuevo día. Cuando la luz del sol inundó por fin la habitación y se derramó sobre
aquel pálido pero plácido rostro que descansaba sobre la almohada, incidiendo
sobre él de tal forma que sólo podían apreciarse la bondad y la delicadeza de
sus rasgos, Eunice y Tabitha no pudieron evitar preguntarse cómo habían
podido llegar a tener miedo de unas pocas palabras dichas por alguien cuyo
rostro podía llegar a expresar tanta paz y tranquilidad.
Uno o dos días más tarde el cadáver fue introducido en un sólido e
imponente ataúd que durante mucho tiempo sería considerado la obra más
refinada y mejor acabada que jamás produjera el taller del carpintero del
pueblo. A continuación, un solemne y melancólico cortejo fúnebre encabezado
por cuatro porteadores inició un trabajoso y serpenteante recorrido que, tras
cruzar las marismas, acabó en el panteón propiedad de la familia que se erigía
junto a la vieja iglesia. Una vez allí, los restos mortales de Ursula fueron
colocados junto a los de sus padres, quienes ya habían recorrido aquel mismo
camino treinta años atrás.
Concluido el sepelio, el día pareció cobrar para Eunice un tinte
extrañamente dramático mientras emprendía lentamente el penoso regreso a
casa en compañía de su hermana. A su alrededor, el paisaje que formaban las
marismas, hasta entonces poco más que una simple planicie encharcada que se
extendía hasta el mar, se le antojó más agreste y desolado que nunca, e incluso

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el mismo ruido del mar, por lo común un bramar estruendoso y potente, no le
pareció sino un patético y deprimente gemido.
Tabitha, por su parte, no se veía asaltada por semejantes fantasías. Antes
bien, tenía la cabeza ocupada por pensamientos de índole completamente
diferente. La mayor parte de las propiedades de la difunta le habían sido dejadas
en herencia a Eunice, por lo que, en consecuencia, Tabitha, cuya alma
consumida por la avaricia no hallaba descanso, se dio cuenta de cómo los
buenos sentimientos que hasta el momento había albergado por su difunta
hermana comenzaban poco a poco a retroceder ante sus propios deseos.
—¿Qué vas a hacer con tanto dinero, Eunice? —le preguntó aquella tarde a
su hermana cuando las dos se sentaron tranquilamente a tomar el té.
—Voy a dejarlo donde está, es decir, en el banco —respondió lentamente
Eunice—. Nosotras dos tenemos lo suficiente para vivir. En cuanto a los
beneficios que se obtengan con él, los dedicaré por entero a comprar camas para
el hospital infantil.
—Si Ursula hubiese querido que el dinero fuese a parar a un hospital
infantil —repuso Tabitha con gravedad—, ella misma se hubiese encargado de
ello, ¿no te parece? Mucho me temo que, de actuar así, no estarás respetando
los deseos de nuestra hermana.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer con el dinero? —preguntó Eunice.
—Guardarlo en casa, querida hermana —se apresuró a responder la otra con
un extraño brillo en los ojos—. Aquí estará mejor que en cualquier otro sitio.
La más joven de las dos hermanas sacudió fuertemente la cabeza.
—No —dijo con determinación—. Me mantengo firme en lo que he dicho.
Los beneficios irán a parar al hospital infantil. No obstante, en lo que se refiere
al capital original, nunca osaré tocarlo, de tal manera que si yo muero antes que
tú dicho dinero pasará automáticamente a ser tuyo. A partir de ese momento
podrás hacer con él lo que quieras.
—Muy bien. Lo que tú digas —convino Tabitha reprimiendo su cólera
merced a un supremo esfuerzo—. No obstante, no creo que eso sea lo que la
pobre Ursula hubiera deseado que hicieses con el dinero. Y no creo tampoco
que nuestra difunta hermana llegue nunca a descansar en paz en su tumba

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mientras tú sigas empeñada en derrochar el dinero que ella consiguió ahorrar a
lo largo de tantos y tantos años de esfuerzo.
—¿Qué quieres decir con eso de que nunca llegará a descansar en paz en su
tumba? —preguntó Eunice empalideciendo de repente—. Estás intentando
asustarme, lo sé. Y yo que pensaba que tú no creías en esas cosas.
Tabitha permaneció en silencio. Luego, para evitar la ansiosa e inquisitiva
mirada de su hermana, acercó su silla al fuego y, cruzando sus descarnados
brazos para ponerse algo más cómoda, se dispuso a echar una cabezada.
Durante algún tiempo la vida prosiguió sin sobresaltos en aquella vieja casa.
La habitación de la difunta, según el postrer deseo de su dueña, permaneció
celosamente cerrada con llave. Tanto que, desde el exterior, sus sucias ventanas
formaban un brusco y extraño contraste con la esmerada pulcritud de las demás.
Tabitha, que nunca antes había sido una persona muy habladora, se fue
volviendo cada vez más huraña y taciturna hasta llegar a un punto en el que no
hacía otra cosa que deambular sin rumbo fijo por la casa y el abandonado jardín
como un alma en pena, con el ceño severamente fruncido y la frente surcada por
profundas arrugas que le daban aspecto de estar siempre sumida en lejanos
pensamientos.
Conforme el invierno se fue acercando y trayendo consigo noches cada vez
más largas y oscuras, la vieja casa fue volviéndose más y más solitaria, y un
aire de misterio y pavor pareció cernirse cada vez más estrechamente sobre ella
hasta acabar penetrando en su interior y asentándose de manera perenne en las
habitaciones vacías y en los oscuros corredores. Por las noches, el profundo
silencio que se apoderaba de toda la vivienda se veía a menudo interrumpido
por extraños y misteriosos ruidos que difícilmente podían ser achacados al
viento o a las ratas. Martha, la anciana criada, sentada como siempre en su
rincón de la cocina, solía oírlos en las escaleras. En cierta ocasión, al asomarse
al pasillo para ver cuál podía ser su origen, creyó ver una oscura figura en el
rellano del primer piso, pero cuando se acercó hasta allí para inspeccionar el
lugar con la inestimable ayuda de una vela y sus anteojos, no encontró a nadie.
Poco después, Eunice, que desde hacía años padecía del corazón, comenzó a
sentirse acosada por una serie de incidentes poco precisos y de difícil

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explicación que acabaron haciéndola caer tan gravemente enferma que hasta
Tabitha tuvo que admitir que algo extraño parecía efectivamente haberse
adueñado de la casa. Aunque, a decir verdad, a tal circunstancia ella, mujer muy
segura de su piedad y de su virtud y con los pies firmemente asentados en el
suelo, no le prestaba la menor atención, pues sus pensamientos iban
encaminados en dirección completamente distinta.
Desde la muerte de su hermana Ursula, todo aquello que Tabitha llegaba a
considerar un exceso no tardaba en desaparecer, de tal manera que llegó a un
punto en el que acabó abandonándose por completo a las estrictas y severas
reglas que la avaricia impone siempre a sus adeptos. Los gastos de la casa que
sólo le atañían a ella eran mantenidos celosamente aparte de los de su hermana
Eunice y su sustento diario se limitaba a los platos más simples. En cuanto a la
ropa, la vieja sirvienta de la casa era siempre, con mucho, la que mejor vestía de
las dos.
Por las noches, sentada a solas en su habitación, esta tosca criatura de
severas facciones se deleitaba con la simple contemplación de sus posesiones.
No obstante, aquellas solitarias veladas no se alargaban mucho, pues Tabitha
sufría enormemente al ver cómo el cabo de vela que le permitía contemplar
cuanto poseía se iba gastando poco a poco. Tanto llegó a trastornarla aquella
horrible pasión que Eunice y Martha comenzaron a tenerle miedo. Cada noche,
tanto la una como la otra, tumbadas en sus respectivas camas, incapaces de
conciliar el sueño, se echaban a temblar cada vez que oían aquel tintinear de
monedas en la habitación contigua.
Cierto día, Eunice se atrevió a quejarse de aquel ruido tan insoportable.
—Tabitha, ¿por qué no llevas tu dinero al banco? —le preguntó a su
hermana—. No resulta seguro guardar una suma tan grande en una casa tan
apartada y solitaria como la nuestra.
—¡¿Cómo?! ¿Una suma tan grande, dices? —repitió Tabitha, visiblemente
exasperada—. ¿Has dicho una suma tan grande? Pero ¿qué tonterías estás
diciendo? Tú sabes muy bien que apenas tengo lo suficiente para ir tirando.
—Está bien, como quieras. Pero debes reconocer que, aun no tratándose de
una suma muy elevada, supone una gran tentación para los ladrones —repuso

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su hermana, dispuesta a no insistir más sobre el tema del dinero—. Estoy segura
de que anoche oí a alguien rondar por la casa.
—¿Lo oíste? —inquirió de repente Tabitha, agarrando con fuerza el brazo
de su hermana—. Yo también lo oí. Quienquiera que fuese, me dio la impresión
de que entraba en la habitación de Ursula. Yo, profundamente intrigada, me
levanté de la cama, fui hasta las escaleras y me detuve allí a escuchar.
—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Eunice con un hilo de voz,
fascinada por la mirada que brillaba en los ojos de su hermana.
—Había alguien allí dentro —respondió Tabitha lentamente—. Podría
llegar a jurarlo, pues cuando llegué al rellano de la escalera acerqué la oreja a la
puerta y escuché con atención. Algo se deslizaba por la habitación una y otra
vez, sin parar. Al principio creí que se trataba del gato, pero esta mañana, al
pasar junto a la puerta de la habitación de Ursula, ésta continuaba cerrada con
llave, tal y como siempre ha estado, y el gato se encontraba en la cocina.
—Oh, Dios mío, ¿por qué no nos vamos de una vez de esta casa tan
horrible? —gimió Eunice.
—¡¿Cómo?! —exclamó su hermana, escandalizada—. ¿Es que acaso estás
asustada de nuestra pobre Ursula? ¿Por qué deberías tener miedo de tu propia
hermana, que cuidaba de ti cuando no eras más que un bebé y que quizás ahora
regrese para velar tu sueño mientras duermes?
—Oh, Dios mío —dijo Eunice retorciéndose las manos con nerviosismo—.
Sé que tienes razón, pero estoy segura de que si la viese me moriría de la
impresión. No podría evitar pensar que ella habría venido a buscarme, tal y
como dijo que haría justo antes de morir. ¡Oh, Dios mío, ten piedad de mí, te lo
suplico! Me siento desfallecer…
Mientras hablaba, Eunice comenzó a tambalearse y, antes de que Tabitha
tuviese tiempo de evitarlo, cayó al suelo sin sentido.
—¡Trae un poco de agua, rápido! —le gritó Tabitha a la vieja Martha
cuando oyó que ésta bajaba corriendo las escaleras—. Eunice se ha desmayado.
Tras lanzarle una tímida mirada a la mayor de las dos hermanas, la anciana
sirvienta echó a correr hacia la cocina para reaparecer poco después con un vaso
de agua que empleó sabiamente en hacerle recobrar el conocimiento a su

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bienamada señora. Tan pronto como ésta se encontró visiblemente recuperada,
Tabitha se escabulló a su habitación dejando a su hermana y a Martha sentadas
en la pequeña sala de estar conversando en susurros y contemplando el fuego
con rostro muy serio.
Para la anciana sirvienta, resultaba evidente que aquel estado de cosas no
podría prolongarse durante mucho más tiempo, por lo que poco después
comenzó a insistirle a su señora para que se marchase de aquella casa tan
solitaria y repleta de misterios. Finalmente, para gran alivio suyo, y a pesar de
las feroces protestas de su hermana mayor, Eunice accedió, y la sola idea de
abandonar aquel lugar pareció hacerle recobrar no sólo los ánimos sino también
la salud. Fue así cómo, tras alquilar una pequeña pero acogedora casita en
Morville, comenzaron a hacerse los preparativos para una rápida y definitiva
mudanza.
Y llegó por fin la última noche antes de la partida, una noche en la que el
viento, el mar y los espíritus que habitaban las marismas parecían haberse
confabulado en un último y desesperado esfuerzo por retener en la vieja casa a
las dos hermanas y a su sirvienta. Cuando el viento amainaba, lo cual sucedía
brevemente cada cierto tiempo, podía oírse a lo lejos el rugido del mar al chocar
contra la playa entremezclado con el solitario repicar de la campana de una
boya mecida sin piedad por las olas. A continuación el viento volvía a elevarse,
con lo que el sonido del mar se iba perdiendo hasta desvanecerse por completo
entre las feroces ráfagas que, al no hallar obstáculo alguno en las marismas,
descargaban toda su furia sobre la casa de las hermanas Mallow. El vendaval no
sólo le arrancaba largos y fantasmagóricos lamentos a las chimeneas, sino que,
a su paso, hacía que las ventanas se estremeciesen, que las puertas diesen
sonoros portazos e incluso que las mismas cortinas se moviesen como si
hubiesen cobrado vida propia.
Mientras tanto, Eunice se hallaba despierta en su cama. A su lado, la
pequeña lámpara de la mesilla de noche derramaba un tenue y enfermizo
resplandor sobre los viejos y carcomidos muebles, deformando las sombras de
los más insignificantes objetos hasta convertirlas en formas verdaderamente
espeluznantes. Cuando, en un momento dado, una ráfaga de viento más fuerte

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que las demás estuvo a punto de privarla de la protección que le ofrecía aquella
mortecina luz, la mujer permaneció echada escuchando con temor los crujidos
provenientes de la escalera y reprendiéndose por no haberle pedido a Martha
que se quedara a pasar la noche con ella. No obstante, como, tras pensarlo
mejor durante unos instantes, se dio cuenta de que para esto último todavía
estaba a tiempo, decidió, actuando no sin cierta precipitación, levantarse de la
cama, acercarse a su enorme armario y abrir la puerta de éste. Acababa de coger
su bata de una de las perchas cuando, súbitamente, oyó un inconfundible sonido
de pisadas en las escaleras. Tras sentir cómo la bata se le escapaba de entre sus
temblorosos dedos, dio media vuelta y, con el corazón latiéndole
desenfrenadamente, regresó corriendo a la cama.
Cuando el sonido de las pisadas cesó, se adueñó de la casa un pesado
silencio que, a pesar de todos los esfuerzos que hizo por gritar, la pobre mujer
fue incapaz de romper. Una nueva ráfaga de viento que azotó furiosamente las
ventanas estuvo a punto, una vez más, de apagar la única luz de la habitación,
pero, finalmente, la llama resistió y no tardó en recuperar su habitual serenidad.
Fue entonces, a la tenue luz de aquella llama, cuando Eunice vio cómo la
puerta de su habitación comenzaba a abrirse lentamente y cómo la enorme
sombra de una mano se iba deslizando amenazadoramente por la pared. No
obstante, a pesar de la impresión, o quizá debido a ella, la mujer continuó sin
poder articular palabra. Súbitamente, con un violento empujón, la puerta
terminó de abrirse y una tenebrosa figura envuelta por completo en un pesado
manto apareció en el umbral. Cuando dicha figura entró acto seguido en la
habitación y se despojó de aquel manto, Eunice, presa de un terror
indescriptible, se encontró contemplando el rostro pálido y demacrado de su
difunta hermana Ursula, que le sonreía de una manera verdaderamente
escalofriante.
Arrastrada hasta un extremo que su débil corazón difícilmente podía
soportar, la aterrorizada mujer levantó la mirada hasta el techo como en un vano
intento por escapar de aquella horrible pesadilla y a continuación, al tiempo que
aquella figura avanzaba en silencio hacia ella para posarle una gélida mano
sobre la frente, su alma se separó de su cuerpo con un estremecedor alarido.

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Arrancada súbitamente de su sueño por aquel grito, Martha se levantó
sobresaltada y, temblando de pies a cabeza, corrió hacia la habitación de la
pobre Eunice. Al llegar al umbral, se detuvo y se quedó mirando, aterrorizada, a
la siniestra figura que permanecía allí dentro, de pie, inclinada sobre la cama.
Mientras la contemplaba, la figura se despojó lentamente de un extraño hábito
que llevaba puesto y, al hacerlo, dejó al descubierto el cruel rostro de Tabitha.
No obstante, aquel rostro se hallaba contraído en una mueca tan extraña, a
medio camino entre el miedo y la alegría, que al principio Martha apenas fue
capaz de reconocerlo.
—¿Quién está ahí? —preguntó de repente Tabitha, con voz imperiosa, al
ver la sombra de Martha proyectada sobre la pared.
—Me pareció oír un grito —explicó la recién llegada entrando en la
habitación—. ¿No me ha llamado nadie?
—Sí. Fue Eunice —respondió la otra observándola atentamente—. Yo
también escuché el grito y decidí acercarme corriendo hasta aquí. ¿Qué es lo
que le ocurre a mi pobre hermana? No reacciona. Parece estar sumida en una
especie de trance.
—Dios mío —dijo Martha con la voz entrecortada cayendo de rodillas junto
a la cama y comenzando a sollozar amargamente—. Está muerta. Mi querida,
mi pobre y querida niña… Tener que acabar así… Ha muerto de miedo, no hay
duda —añadió señalando los ojos de la difunta, que se hallaban abiertos de par
en par como en un paroxismo de terror—. Ha debido de ver algo terrible que la
ha asustado lo suficiente como para causarle la muerte.
Tabitha bajó la vista.
—La pobre siempre padeció del corazón —dijo con la voz reducida a un
murmullo—. La noche debió de asustarla. No en vano, una noche como ésta es
capaz de asustar a cualquiera. Incluso a mí.
Tabitha guardó silencio y permaneció de pie junto a los pies de la cama
mientras Martha cubría con la sábana el cuerpo de la difunta Eunice.
—Primero Ursula y ahora Eunice —dijo Tabitha exhalando un profundo
suspiro—. No puedo permanecer por más tiempo en esta casa. Voy a mi cuarto
a vestirme. Luego me sentaré a esperar a que se haga de día.

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Mientras hablaba se acercó a la puerta, salió y, con la cabeza gacha, se
dirigió a su habitación. Martha, mientras tanto, cerró cuidadosamente los ojos
de la difunta y, todavía de rodillas junto a la cabecera de la cama, comenzó a
rezar por el alma de su ama. Así permaneció un buen rato, con los ojos cerrados
y la cabeza inclinada hacia adelante, debatiéndose entre el dolor y el miedo,
hasta que, de repente, un agudo grito procedente de la habitación de Tabitha la
hizo ponerse en pie de un salto.
—¿Qué ocurre? —preguntó la anciana echando a correr hacia la puerta.
—¡Martha! ¿Dónde estás? —llamó Tabitha con voz algo más firme al oír
hablar a la otra.
—En la habitación de la señorita Eunice. ¿Qué es lo que sucede?
—¡Ven aquí en seguida! ¡Rápido!
La voz creció repentinamente hasta convertirse en un alarido de
desesperación.
—¡Date prisa, Martha, por el amor de Dios! ¡Rápido, o voy a volverme
loca! ¡Hay alguien extraño en la casa!
La anciana bajó corriendo las escaleras y llegó dando traspiés al piso
inferior.
—¿Qué ocurre, señorita Tabitha? —preguntó al tiempo que entraba en la
habitación de ésta—. ¿A quién se refiere? ¿Qué quiere decir?
—La he visto —dijo Tabitha agarrando a Martha del brazo con
desesperación—. Me disponía a regresar a la habitación de Eunice para
reunirme contigo cuando, de repente, vi delante de mí la figura de una mujer
que subía las escaleras. ¿Crees que…? ¿No será Ursula, que viene a por el alma
de Eunice, tal y como dijo justo antes de morir?
—Quién sabe. Claro que, si realmente se trata de la señorita Ursula, quizá
no venga a por el alma de la señorita Eunice, sino a por la de usted, señorita
Tabitha —dijo Martha adoptando un tono de voz tan impropio de ella que
incluso a ella misma llegó a extrañarle.
Con una mirada de espanto, Tabitha cayó de rodillas junto a la anciana y,
temblando de miedo, se aferró desesperadamente a sus ropas.

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—¡Enciende las luces! —gritó, histérica—. ¡Enciende el fuego! ¡Haz lo que
sea, pero aparta de mí esta horrible oscuridad! ¡Oh, Dios mío! ¿Es que nunca va
a hacerse de día?
—Vamos, vamos, señorita Tabitha —dijo Martha haciendo un esfuerzo por
superar su repugnancia e intentar así apaciguar a su ama—. Ya verá cómo acaba
usted riéndose de todos sus temores cuando salga el sol.
—¡Yo la maté, lo confieso! —gritó de repente aquella miserable mujer—.
La maté de un susto. ¿Por qué tenía que quedarse ella con todo el dinero? A ella
no le servía para nada. ¡Oh, Dios mío! ¡Martha, Martha! ¡Mira allí! ¡¿Qué es
eso?!
Temblando de miedo, Martha siguió la mirada que su ama tenía clavada en
la puerta de la habitación, pero no vio nada allí.
—¡Es Ursula! —dijo Tabitha con los dientes firmemente apretados—. ¡No
la dejes entrar, Martha! ¡Por lo que más quieras, no la dejes entrar!
La anciana, que por alguna extraña razón pareció sentir de repente la
presencia de una tercera persona en la habitación, dio un paso al frente y se
colocó frente a su ama mientras ésta agitaba los brazos delante de sí como para
detener una mano invisible. Un segundo más tarde, tras ponerse bruscamente en
pie como impulsada por un resorte y sin poder pronunciar una sola palabra,
Tabitha se desplomó sin vida sobre el suelo.
Al ver aquello, la anciana sintió que todo su valor la abandonaba de repente.
Luego, ansiosa por escapar de aquella casa invadida por la muerte, salió a todo
correr de la habitación gritando como si el diablo se hubiese apoderado de ella.
Cuando alcanzó la puerta principal e intentó descorrer los cerrojos, éstos,
herrumbrosos y enmohecidos, se negaron a obedecer. Entonces, mientras
luchaba con todas sus fuerzas por descorrerlos, toda clase de voces extrañas
comenzaron a resonar de repente en sus oídos. Su cabeza, atormentada, empezó
a darle vueltas. Por un momento creyó que las voces de las hermanas muertas la
llamaban desde sus respectivas habitaciones y que algún diablo travieso y
burlón se hallaba en el exterior, apostado contra la puerta, sujetándola
fuertemente para evitar que ella lograse abrirla.

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Pero justo entonces, merced a un supremo esfuerzo, la anciana consiguió
abrir la puerta y, sin detenerse siquiera a pensar que no llevaba puesto más que
un ligero camisón, echó a correr en mitad de la fría noche. Aunque las
marismas que se extendían junto a la casa se hallaban sumidas en la más
absoluta oscuridad, se las arregló para encontrar el sendero que las cruzaba y, a
pesar de que los tablones dispuestos sobre muchos de los charcos y acequias
eran sumamente estrechos y resbaladizos, logró recorrerlo sana y salva hasta
que, finalmente, exhausta, con los pies ensangrentados y dando profundas
boqueadas, llegó al pueblo y, más muerta que viva, se desplomó ante el umbral
de una de las casas.

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LA CASA DESHABITADA

(The Toll-House, 1907)

—Todo eso no son más que tonterías —dijo Jack Barnes—. Desde luego, ha
habido gente que ha muerto en esa casa, pero ¿qué tiene eso de particular?
Mucha gente muere a diario en su casa. En cuanto a los ruidos, el soplido del
viento en la chimenea y el incesante corretear de las ratas dentro de las paredes
son capaces de hacer que la imaginación de un hombre se dispare si éste se
encuentra lo bastante nervioso. Por cierto, Meagle, ¿me pones otra taza de té?
—Lester y White están primero, Jack, así que ten paciencia y espera tu
turno. Tú ya te has tomado dos —repuso Meagle, que en aquel momento se
hallaba sentado a la cabecera de la mesa que los cuatro amigos compartían en la
taberna de Las Tres Plumas.
Lester y White tomaron sus respectivas tazas y, con una lentitud
verdaderamente exasperante, apuraron su contenido deteniéndose entre sorbo y
sorbo para deleitarse con el aroma de la infusión. Una vez hubieron acabado,
Meagle les llenó las tazas hasta el borde y, volviéndose hacia Barnes, que
esperaba su turno con expresión adusta, le dijo que pidiera más agua caliente.
—Volviendo a nuestro tema de conversación —añadió—, yo, por mi parte,
he de confesaros una cosa: que, en cierto modo, creo en lo sobrenatural.
—No es de extrañar. Toda la gente medianamente sensata cree en lo
sobrenatural —afirmó Lester—. Una vieja tía mía vio una vez un fantasma.
White sacudió la cabeza en señal de asentimiento.

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—Y yo tenía un tío que también vio uno —aseguró.
—Todo el mundo dice siempre lo mismo. Todo el mundo conoce a alguien
que ha visto alguna vez un fantasma. ¿Por qué nadie admite nunca haber visto
uno por sí mismo? —se quejó Barnes.
—Bueno, quizá nosotros tengamos una oportunidad —dijo Meagle—.
¿Sabéis qué? No muy lejos de aquí hay una casa, una gran mansión, que, aun
pudiendo ser alquilada a un precio irrisorio, nadie tiene el valor de habitar.
Dicen que esa casa se ha cobrado al menos una vida de cada una de las familias
que han ido a vivir allí independientemente de lo corta que haya sido su
estancia, y que, desde que se encuentra vacía, sus diferentes cuidadores han ido
muriendo uno tras otro entre sus paredes. El último de ellos murió hará unos
quince años.
—Ya empezamos otra vez con la misma historia de siempre —gruñó Barnes
—. Quince años es tiempo más que suficiente para que todo lo que se cuenta de
esa casa no sean más que leyendas.
—¿Ah, sí? Conque eso crees, ¿eh? Pues te apuesto un soberano de oro a que
no eres capaz de pasar allí una noche entera tú solo —propuso White de
repente.
—Yo apuesto lo mismo —intervino Lester.
—No, muchas gracias —repuso Barnes lentamente—. Yo no creo en
fantasmas ni en todas esas cosas que vosotros llamáis sobrenaturales, pero
reconozco que nada me apetecería menos que pasar una noche a solas allí.
—¿Y por qué no? —preguntó White.
—Recuerda que, pase lo que pase y oigas lo que oigas, no se tratará más
que del aullido del viento al soplar en la chimenea —dijo Meagle con una
maliciosa sonrisa.
—Y de ratas correteando en las paredes —añadió Lester con tono burlón.
—Sí, claro. Lo que vosotros digáis —repuso Barnes poniéndose colorado.
—¿Y por qué no hacemos una cosa? —intervino Meagle—. Suponed que
vamos todos juntos. Podríamos ponernos en marcha después de cenar, con lo
que llegaríamos allí más o menos sobre las once. Llevamos diez días de viaje y
todavía no nos ha ocurrido nada que se pueda calificar de emocionante si

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exceptuamos, claro está, el día en que Barnes descubrió que cuando uno se cae
de cabeza a una acequia luego le cuesta horrores quitarse de encima el hedor de
las aguas de riego. En todo caso, ir a esa casa supondría hacer algo diferente.
Además, seguro que si al día siguiente aparecemos vivos los cuatro, rompiendo
así el maleficio, el dueño de la casa, agradecido, nos recompensaría por haberle
hecho un favor.
—Veamos primero lo que tiene que decir a todo eso el dueño de la casa —
propuso Lester—. No hay nada de divertido en pasar la noche en una casa
normal y corriente por muy deshabitada que esté. Así que asegurémonos antes
de que realmente está encantada.
Dicho lo cual hizo sonar la campana y, tras preguntarle al tabernero por el
dueño de la mansión deshabitada y averiguar que éste vivía muy cerca de allí, lo
mandó buscar. Cuando el caballero en cuestión apareció, Lester se dirigió a él
y, apelando a su honestidad, le pidió que no les dejara pasar la noche ni a él ni a
sus tres amigos en una casa en la que los espectros y los fantasmas brillasen
precisamente por su ausencia. Ante tal ruego, el caballero respondió de manera
más que tranquilizadora asegurándoles categóricamente que la casa se hallaba
realmente encantada y describiendo con todo lujo de detalles el aspecto de una
cabeza que había sido vista colgando de una ventana a la luz de la luna, tras lo
cual concluyó pidiéndoles con amabilidad pero también con cierto apremio que
le pagasen el alquiler de aquella noche por adelantado.
—Me parece muy bien que cuatro jóvenes caballeros como ustedes
pretendan divertirse un rato —añadió con indulgencia—, pero supongan por un
momento que mañana por la mañana los cuatro aparecen muertos en la casa.
¿Qué pasaría conmigo entonces? ¿A quién acudiría para cobrar el alquiler?
—Dígame una cosa, caballero: ¿quién fue el último en morir allí? —
preguntó Barnes con cortesía pero con tono algo burlón.
—Un vagabundo —fue la respuesta—. Accedió a pasar la noche allí a
cambio de media corona y a la mañana siguiente lo encontraron muerto
colgando de la barandilla de la escalera.
—Suicidio —dijo Barnes—. Ese tipo no estaría muy bien de la cabeza.
El casero asintió con cierto pesar.

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—Esa misma fue la conclusión a la que llegó la policía —dijo lentamente
—. Pero lo cierto es que cuando entró en la casa aquel tipo estaba tan cuerdo
como cualquiera de nosotros. Lo sé porque lo conocía bastante bien desde hacía
años. Yo no soy precisamente rico, señores, pero no estaría dispuesto a pasar
una noche en esa casa ni por un millón de libras.
Algunas horas más tarde, cuando los cuatro amigos decidieron dar
comienzo a su expedición, el casero no pudo menos que repetirles aquel mismo
comentario. Para entonces, la noche se hallaba ya bien entrada y la taberna se
disponía a cerrar. Mientras los cerrojos chirriaban ruidosamente a sus espaldas
al ser echados y los clientes más asiduos emprendían lenta y penosamente el
camino de regreso a sus respectivos hogares, ellos echaron a andar a paso ligero
en dirección a la casa deshabitada. Casi todas las viviendas que fueron
encontrándose por el camino se hallaban para entonces a oscuras, y las pocas en
las que todavía brillaba alguna luz comenzaban ya a imitarlas.
—Todavía no consigo creerme que tengamos que perder toda una noche,
que podríamos pasar descansando tranquilamente en nuestras cómodas camas,
con el único objetivo de convencer a Barnes de que los fantasmas existen de
verdad —dijo White.
—Anímate pensando que es por una buena causa —repuso Meagle—. Yo,
por mi parte, creo que esta expedición merece realmente la pena. Además, algo
me dice que tendremos éxito. Por cierto, Lester, no te habrás olvidado de traer
velas, ¿verdad?
—Claro que no. He traído dos —respondió el interpelado—. No son
muchas, pero son todas las que el casero pudo prestarnos.
Apenas había luna y la noche era oscura y cerrada. El camino, que discurría
entre altos setos, se hallaba sumido en profundas tinieblas, sobre todo en un
tramo en el que, al atravesar un espeso bosque, la oscuridad se tornaba tan
absoluta que en un par de ocasiones, tras dar un súbito traspié en aquel terreno
tan desigual, los cuatro amigos fueron a parar al arcén en confuso montón.
—¡Y pensar que hemos renunciado a nuestros cómodos lechos por esto! —
refunfuñó nuevamente White al cabo de un rato—. Vamos a ver: por lo que
sabemos, esa especie de sepulcro residencial de aspecto tan apetecible al que en

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este momento nos dirigimos debe aparecer dentro de poco a nuestra derecha,
¿no es así?
—En efecto. Ya no debe de faltar mucho —respondió Meagle.
Continuaron caminando todavía durante un buen rato envueltos por un
silencio que, de vez en cuando, se veía interrumpido por las palabras que White
no dejaba de dedicarle a aquella cama cálida, cómoda y limpia que cada vez iba
quedando más y más lejos a sus espaldas. Algo más tarde, con Meagle siempre
a la cabeza guiándoles, doblaron un último recodo a la derecha y, tras recorrer
un trecho de aproximadamente un cuarto de milla, vieron delante de ellos la
verja que separaba la casa del camino.
La casa en cuestión se hallaba medio escondida detrás de unos enormes
setos de aspecto completamente descuidado por entre los cuales discurría un
sendero invadido de maleza por todas partes. Con Meagle todavía a la cabeza,
los cuatro amigos franquearon la verja de entrada y fueron abriéndose paso
hasta que la oscura mole de la mansión surgió imponente ante ellos.
—Hay una ventana en la parte trasera por la que podremos entrar. Al menos
eso es lo que me dijo el casero antes de despedirse de nosotros —dijo Lester
cuando los cuatro se encontraron por fin frente a la puerta principal.
—¿Ventana? —inquirió Meagle—. ¿Y a quién le hace falta una ventana?
Hagamos las cosas bien desde un principio. ¿Dónde está la aldaba?
Extendiendo la mano, comenzó a tantear a oscuras la superficie de la puerta
hasta que, tras aferrar un pequeño objeto, descargó unos fuertes golpes sobre la
hoja.
—No hagas tonterías. La casa está vacía, ¿recuerdas? —dijo Barnes
mirándole enojado.
—No contestan. Los fantasmas de los criados deben de estar durmiendo —
dijo Meagle, muy serio—, pero ya me encargaré yo de despertarlos a todos
cuando decida darles su merecido. Es vergonzoso que no nos dejen pasar y que
tengamos que quedarnos plantados aquí fuera, en medio de la oscuridad.
Echando mano nuevamente de la aldaba, hizo que el ruido de los golpes
volviese a retumbar por toda la casa. Luego, soltando una súbita exclamación,
extendió los brazos y se echó hacia adelante.

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—¡Vaya! Ahora resulta que la puerta estaba abierta desde el principio —
dijo con un extraño temblor en la voz—. Venga, vamos. ¿A que estamos
esperando?
—Yo no me creo que la puerta estuviese abierta —dijo Lester de repente,
retrocediendo un par de pasos—. Alguien debe de estar gastándonos una broma.
—Tonterías —se apresuró a decir Meagle—. Dame una vela, Lester.
Gracias. ¿Quién tiene una cerilla?
Barnes sacó una caja de fósforos, encendió uno y se lo entregó a Meagle,
quien lo aplicó a la mecha de la vela. Luego éste último, protegiendo con una
mano la mortecina llama, abrió la marcha hasta el pie de las escaleras.
—Que alguno de vosotros cierre la puerta —dijo mientras caminaba—. Hay
demasiada corriente y la vela se puede apagar.
—Está cerrada —dijo White echando una rápida mirada hacia atrás.
Meagle se rascó la barbilla con un dedo largo y delgado.
—¿Quién de vosotros la ha cerrado? —preguntó mirando de uno en uno a
los otros tres—. ¿Quién fue el último en entrar?
—Yo —respondió Lester—. Pero no recuerdo haberla cerrado. Claro que
quizá lo haya hecho sin darme cuenta…
Meagle fue a decir algo pero, tras pensárselo mejor, dio media vuelta y,
poniendo un gran cuidado en proteger la llama de la vela con la mano, comenzó
a explorar la casa con los otros tres pegados a sus talones. Las sombras que
arrojaba la vela danzaban alocadamente sobre las paredes y se acurrucaban en
los rincones conforme avanzaban los cuatro amigos. Cuando llegaron al final
del pasillo encontraron una segunda escalera. Tras subir lentamente por ésta,
alcanzaron el primer piso.
—¡Tened cuidado aquí arriba! —advirtió Meagle cuando todos se
encontraron finalmente en el rellano.
Levantando un poco la vela, mostró un tramo de la barandilla en el que esta
se interrumpía bruscamente como si alguien la hubiese arrancado de cuajo.
Luego, inclinándose ligeramente hacia adelante, atisbó con ojos llenos de
curiosidad el oscuro vacío que se abría a sus pies.

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—Éste debe de ser el lugar donde se ahorcó aquel vagabundo —dijo con
gravedad.
—Tu gusto por los detalles morbosos resulta ciertamente molesto, ¿sabes?
—dijo White mientras los cuatro reanudaban la marcha—. Este lugar resulta ya
de por sí lo bastante espeluznante como para que tú encima nos estés
recordando ese tipo de cosas. Lo que tenemos que hacer es encontrar cuanto
antes una habitación que sea lo más acogedora posible para poder sentarnos,
tomar un buen trago de whisky y fumar tranquilamente una pipa. ¿Qué os
parece, por ejemplo, esta de aquí?
Mientras decía aquello, abrió una puerta situada al final del pasillo y dejó al
descubierto una pequeña estancia cuadrada. Meagle entró el primero con la vela
por delante y, tras verter sobre la repisa de la chimenea un par de gotas de cera
derretida, plantó allí la vela, que poco después iluminaba lúgubremente la
habitación. A continuación, los otros se sentaron en el suelo y miraron
expectantes a White mientras éste sacaba de uno de sus bolsillos una botella de
whisky y un pequeño vaso de hojalata.
—¡Vaya! ¡Se me ha olvidado traer agua! —exclamó, contrariado.
—No te preocupes, hombre. Ahora mismo ordeno que traigan un poco —
repuso Meagle.
Uniendo la acción a la palabra, se acercó a un rincón y dio un violento tirón
de un cordón que colgaba del techo. Inmediatamente, el tintineo metálico de
una campanilla que, a juzgar por su sonido, debía de hallarse completamente
cubierta de herrumbre, se dejó oír repetidas veces en algún lejano rincón de la
casa.
—Deja ya de hacer payasadas —dijo Barnes con brusquedad.
Meagle se echó a reír.
—Cálmate, Barnes —dijo de buen humor—. Tan sólo pretendía averiguar si
todavía queda algún fantasma en las dependencias de la servidumbre.
Barnes levantó la mano en demanda de silencio.
—¿Qué ocurre, Barnes? —preguntó Meagle mirando a los otros dos con
una sonrisa burlona en los labios—. ¿Se acerca alguien?

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—¿Qué os parece si nos olvidamos de este estúpido juego y nos vamos por
donde hemos venido? —preguntó Barnes de repente—. No es que yo crea en
fantasmas, pero reconozco que en un lugar como éste es fácil que a uno le
traicionen los nervios. Podéis reíros si queréis, pero os aseguro que hace un
momento me ha parecido oír una puerta que se abría y ruido de pasos en las
escaleras.
Su voz resultó ahogada por las sonoras carcajadas de sus tres amigos.
—Ahí viene nuestro fantasma, muchachos —dijo Meagle con una sonrisa
—. Para cuando hayamos acabado con él, nuestro querido Barnes creerá
firmemente en su existencia. Y ahora, amigos, ¿quién va a ir a por agua?
¿Quieres ir tú, Barnes?
—No —fue la lacónica respuesta de éste.
—Si de verdad hay agua en esta casa, no creo que resulte muy sano beberla
después de tantos años —dijo Lester—. Tendremos que apañárnoslas sin ella.
Meagle asintió y, tomando asiento en el suelo junto a sus compañeros, le
echó mano al vaso y se sirvió en él un poco de whisky. Todos ellos encendieron
sus pipas y muy pronto un suave y agradable aroma a tabaco inundó la
habitación. White sacó entonces una baraja de cartas y, en cuestión de
segundos, la más animada conversación, entreverada de risas y buen humor, se
adueñó de la estancia y se alejó rebotando ahogadamente por los pasillos hasta
desvanecerse en un eco lejano.
—Las habitaciones vacías, como ésta en la que ahora nos encontramos,
siempre me hacen creer que tengo una voz gutural, justo como la de un
fantasma —dijo Meagle—. Mañana…
De repente, mientras hablaba, la vela se apagó y algo le golpeó en la cabeza.
Meagle dio un respingo y soltó una exclamación ahogada mientras los otros
tres, alarmados, se ponían en pie de un salto. Acto seguido, sin embargo,
Meagle se echó a reír súbitamente.
—Ha sido la vela, que se me ha caído encima —explicó—. Se ve que no la
puse con la fuerza suficiente.
Barnes encendió una cerilla, prendió con ella la vela y volvió a colocar ésta
sobre la repisa de la chimenea. Luego regresó a su sitio y tomó nuevamente sus

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cartas.
—¿Qué era lo que iba yo a decir? —se preguntó Meagle a continuación—.
¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Mañana…
—¡Silencio! —exclamó entonces White poniendo una mano sobre el brazo
de Meagle—. ¡Escuchad! Juraría que acabo de oír risas.
—¡Bueno, ya está bien! —dijo de repente Barnes—. ¿Por qué no nos vamos
de aquí de una vez? Yo ya he tenido bastante. Hace rato que no hago más que
oír cosas raras, y ya estoy empezando a obsesionarme con la idea de que hay
algo extraño ahí afuera, en el pasillo, que no deja de moverse de un lado para
otro. Sé que todo eso no es sino producto de mi imaginación, pero no por ello
esta situación deja de ser terriblemente desagradable.
—Vete tú si quieres —repuso Meagle—. Así podremos jugar al dummy[2]
nosotros tres. Claro que, si lo prefieres, puedes pedirle al vagabundo ahorcado
que ocupe tu sitio y se haga cargo de tus cartas.
Barnes se estremeció con un escalofrío y, visiblemente enojado, profirió una
maldición. A continuación se levantó, se acercó hasta la puerta entornada y, una
vez allí, permaneció inmóvil y en silencio, escuchando.
—¿Por qué no sales al pasillo y echas un vistazo por la casa en vez de
quedarte ahí de pie como un pasmarote? —dijo Meagle guiñándoles un ojo a
los otros dos—. ¿A que no te atreves a bajar las escaleras, ir hasta la puerta
principal y regresar aquí tú solito?
Barnes se separó de la puerta, se acercó a la repisa de la chimenea e,
inclinándose ligeramente hacia adelante, usó la vela para encender su pipa.
—Amigos míos, aunque tengo los nervios algo alterados, os aseguro que
todavía conservo el juicio —dijo expulsando una fina nubecilla de humo por la
boca—. Mis nervios insisten en que hay algo extraño merodeando ahí afuera, en
el pasillo, pero mi juicio sostiene que todo eso no son más que tonterías. En
fin… ¿Dónde están mis cartas?
Tras ocupar de nuevo su sitio, cogió sus cartas, las estudió detenidamente y,
tras un momento de vacilación, arrojó una de ellas sobre el entarimado.
—Tu turno, White —dijo tras una breve pausa.
White no hizo el menor movimiento.
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—¡Vaya! Pero si se ha quedado dormido —dijo Meagle—. Despierta,
hombre. Despierta, que te toca tirar a ti.
Lester, que era el que se hallaba situado más cerca de White, cogió a éste
por el brazo y lo sacudió. Lo hizo con suavidad al principio y luego con más
fuerza, pero White, que tenía la espalda apoyada contra la pared y la cabeza
inclinada pesadamente hacia adelante, siguió sin moverse. Entonces Meagle,
dejando a un lado sus cartas, se arrastró hasta él, acercó sus labios al oído del
durmiente y gritó con todas sus fuerzas. Pero al comprobar que el otro seguía
sin reaccionar, se volvió hacia Lester y Barnes con expresión de perplejidad.
—Duerme tan profundamente que parece como si estuviera muerto —dijo
haciendo una mueca—. En fin, todavía quedamos tres para hacernos compañía.
—Eso parece —dijo Lester asintiendo con la cabeza—. A menos que…
¡Oh, Dios mío! ¿Y si…?
Su voz se le quebró de repente y, tras abrir mucho los ojos, se quedó
mirando a los otros dos sin poder dejar de temblar.
—¿Y si qué? —preguntó Meagle, impaciente.
—Nada, nada —balbuceó Lester—. Rápido, despertémosle. ¡White! ¡White,
despierta!
—No sirve de nada —dijo Meagle con seriedad—. Hay algo raro en ese
sueño tan profundo.
—A eso me refiero —dijo Lester—. Si se ha puesto a dormir de esa manera,
y tan de repente, a lo mejor es que en realidad…
Meagle dio un respingo.
—Tonterías —dijo bruscamente—. Lo único que le ocurre es que está
agotado. Eso es todo. De todas formas, vamos a hacer una cosa: levantémosle
con cuidado y larguémonos de aquí cuanto antes. Tú, Lester, cógelo por las
piernas. Y tú, Barnes, ve abriendo camino con la vela. ¡Demonios! ¿Qué ha sido
eso?
Sobresaltado, levantó la vista y miró fijamente hacia la puerta.
—Me pareció oír como si alguien llamase a la puerta —dijo al cabo de un
instante soltando una nerviosa risotada—. Y ahora, Lester, arriba con él. Uno,
dos y… ¡Lester! ¡Lester!

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Pero cuando llegó junto a su amigo era ya demasiado tarde. Lester, con el
rostro oculto entre los brazos, se hallaba tumbado sobre el suelo, profundamente
dormido, y todos los esfuerzos que hizo Meagle por despertarle no obtuvieron
el menor resultado.
—Está… está dormido —balbuceó—. ¡Dormido como un tronco!
Barnes, que apenas un momento antes había cogido la vela de la repisa de la
chimenea, estaba de pie, incapaz de mover un solo músculo, mirando en
silencio a los dos durmientes. Gruesas gotas de cera ardiente se desprendían de
la vela para ir a estrellarse contra el entarimado.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Meagle—. ¡Y rápido!
Barnes dudó un instante.
—Pero no podemos dejar aquí a Lester y a White —comenzó a decir
lentamente.
—¡No tenemos más remedio! —gritó Meagle—. Si tú también te echas a
dormir, me iré y os dejaré aquí a los tres. Así que andando. Vámonos.
Extendiendo una mano hacia Barnes, lo agarró del brazo y tiró de él hacia la
puerta. Pero Barnes, resuelto, se sacudió de encima la mano del otro y, tras
colocar nuevamente la vela sobre la repisa de la chimenea, intentó poner en pie
a sus otros dos compañeros.
—Es inútil —dijo finalmente, con resignación. Luego, volviendo la cabeza,
clavó en Meagle una mirada cargada de ansiedad—. No vayas a echarte tú
también a dormir —añadió con un hilo de voz.
Meagle negó enérgicamente con la cabeza y, durante algún tiempo, los dos
permanecieron inmersos en un incómodo silencio.
—Mejor será que cerremos la puerta —dijo finalmente Barnes.
Cruzó la habitación y, con mucho cuidado, hizo lo anunciado. Justo
entonces oyó un ligero ruido a sus espaldas. Al volverse, descubrió que Meagle
se hallaba tumbado frente a la chimenea, hecho un ovillo.
Barnes se quedó paralizado junto a la puerta sin poder articular palabra y
respirando con dificultad. Durante unos segundos no pudo hacer otra cosa que
permanecer allí de pie observando el interior de aquella habitación en la que, a

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la temblorosa luz de la vela, sus tres amigos dormían profundamente en
posturas que muy bien podían ser calificadas de grotescas.
Su exaltada imaginación, mientras tanto, no dejaba de gritarle que algo
extraño y horrible se deslizaba a hurtadillas al otro lado de la puerta. Intentó
silbar para calmar los nervios pero sus labios, completamente resecos, fueron
incapaces de crear sonido alguno. Luego, deseoso de hallar una distracción para
su mente de cualquier manera, regresó al centro de la estancia, se agachó y
comenzó a recoger mecánicamente los naipes que se encontraban diseminados
por el suelo.
Mientras hacía aquello, no pudo evitar detenerse en una o dos ocasiones con
la cabeza ligeramente inclinada hacia la puerta para escuchar con atención. En
el pasillo, los ruidos parecían ir en aumento. De repente, se oyó un sonoro
crujido proveniente de las escaleras.
—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta.
Los ruidos cesaron súbitamente. Sin poder contenerse, Barnes cruzó una vez
más la estancia, abrió la puerta de un tirón, salió al pasillo y comenzó a
recorrerlo con paso firme y decidido. Mientras caminaba, notó que todos sus
miedos se esfumaban de repente.
—¡Vamos! —gritó al tiempo que profería unas estentóreas carcajadas—.
¡Venid aquí! ¡Venid aquí todos vosotros! ¡Venid aquí y dad la cara, malditos
fantasmas de pacotilla! ¡Vamos! ¿A qué estáis esperando? ¡No os escondáis de
mí!
Envalentonado y más dueño de sí mismo que nunca, Barnes continuó
caminando entre continuos gritos y risotadas.
Justo en aquel momento, Meagle, despertando súbitamente, levantó la
cabeza y escuchó horrorizado la voz y las pisadas de su amigo, que se iban
alejando por el corredor. Incapaz de mover un solo músculo, permaneció
tumbado, escuchando, y sólo cuando los ruidos se perdieron casi por completo
en la distancia fue por fin capaz de reaccionar.
—¡Oh, Dios mío! ¡Lester! ¡White! ¡Despertad los dos! Barnes se ha vuelto
loco —logró decir con un tembloroso susurro—. Tenemos que alcanzarle.
No hubo la menor respuesta. Asustado, Meagle se puso en pie de un salto.

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—Pero ¿es que no me oís? —gritó—. Dejaos ya de juegos, chicos. Esto es
algo muy serio. ¡White! ¡Lester! ¡Maldita sea! ¿Es que no me oís?
Desesperado, se inclinó sobre sus amigos dormidos y los observó
atentamente con una mezcla de enfado y asombro.
—Está bien, como queráis —dijo con voz temblorosa—. Pero que quede
bien claro que a mí no me asustan vuestras estúpidas bromas.
Se incorporó, dio media vuelta y, caminando con una despreocupación tan
exagerada que a todas luces resultaba falsa, fue hasta la puerta. Una vez allí,
sacó medio cuerpo por el vano y se asomó al exterior, pero, viendo que los otros
dos no reaccionaban, echó un último vistazo a la oscuridad que reinaba en el
corredor y volvió a introducirse apresuradamente en la habitación.
Durante unos segundos permaneció allí de pie contemplando una vez más a
sus amigos. A su alrededor, mientras tanto, una calma y un silencio
verdaderamente sobrecogedores parecieron adueñarse de la casa de una manera
tan absoluta que durante un rato ni siquiera le fue posible escuchar la
respiración de los durmientes. Entonces, con súbita determinación, se acercó a
la repisa de la chimenea, cogió la vela que todavía seguía iluminando la
estancia desde allí y, tras ponerse de cuclillas junto a White, acercó la llama a
uno de los dedos de éste. No obstante, al ver que White seguía sin reaccionar, se
echó hacia atrás y, mudo de asombro, se sentó sobre el suelo sin poder dejar de
mirar a su amigo. Justo en aquel instante comenzaron a oírse nuevas pisadas en
el pasillo.
Meagle se levantó de un salto y, asiendo todavía la vela con mano
temblorosa, se quedó de pie en medio de la habitación, escuchando. Las pisadas
subieron las escaleras situadas en el extremo opuesto del corredor y a
continuación, precisamente cuando Meagle se acercaba a la puerta para
asomarse al exterior, dejaron de oírse bruscamente. Lenta y cautelosamente,
Meagle salió de la habitación y avanzó unos cuantos pasos por el pasillo. Casi
instantáneamente, las pisadas volvieron a oírse, pero esta vez en una precipitada
huida que las llevó escaleras abajo hasta el piso inferior. Meagle se acercó
entonces a las escaleras y, una vez allí, se detuvo a escuchar. Las pisadas habían
cesado nuevamente.

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Durante algún tiempo permaneció junto a la barandilla, al acecho, atento al
menor ruido y escudriñando la oscuridad reinante más abajo. Luego, peldaño a
peldaño, comenzó a bajar las escaleras manteniendo la vela en alto frente a él y
sin dejar de mirar continuamente a su alrededor.
—¡Barnes! —llamó—. ¿Dónde estás?
Temblando de miedo, bajó el último escalón y se internó en el pasillo del
piso inferior. Una vez allí, tras armarse de valor, comenzó a abrir puertas y a
asomarse a cuantas habitaciones encontraba a su paso. Hasta que, de repente, en
un momento determinado, las pisadas resonaron justo delante de él.
Lenta, muy lentamente por miedo a que la vela pudiese apagarse, Meagle
continuó avanzando hasta que las pisadas le condujeron por fin hasta el interior
de una enorme estancia completamente desprovista de muebles que, a pesar de
tener las paredes cubiertas de manchas de humedad y el suelo levantado en
varios sitios, en tiempos debió de haber sido una hermosa y acogedora cocina.
Justo en el momento en que entraba en ella, Meagle vio cómo, en la pared que
quedaba frente a él, una puerta que parecía conducir a una habitación contigua
se cerraba lentamente. Al ver aquello, cruzó corriendo la estancia, asió el pomo
y abrió la puerta de un violento tirón. Una fría ráfaga de aire surgió entonces de
allí y apagó la vela de un golpe dejándole completamente paralizado de terror.
—¡Barnes! —gritó Meagle—. ¡No tengas miedo! Sólo… sólo soy yo…
Meagle.
No hubo respuesta, así que Meagle no pudo hacer otra cosa que permanecer
allí de pie, en medio de la oscuridad, sin poder apartar de su mente la
escalofriante idea de que algo extraño se hallaba a tan sólo unos pasos de él
vigilándole atentamente. Entonces, de repente, las pisadas se dejaron oír de
nuevo, pero esta vez sobre su cabeza.
Sin perder un solo instante, Meagle dio media vuelta, salió de la cocina y
recorrió a tientas el pasillo. Sus ojos, que comenzaban a acostumbrarse a la falta
de luz, pronto empezaron a vislumbrar difusos perfiles en la oscuridad. Cuando
la negra mole de las escaleras apareció por fin ante él, Meagle comenzó a
subirlas muy despacio y procurando hacer el menor ruido posible.

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Llegó al rellano del primer piso justo a tiempo de atisbar fugazmente una
figura que desapareció al doblar una esquina. Entonces, poniendo más empeño
que nunca en no hacer ruido, siguió el sonido de aquellas pisadas hasta que
éstas le condujeron hasta el último piso. Una vez allí, Meagle, envalentonado,
decidió abordar a su perseguido.
—¡Barnes! —susurró—. ¡Barnes!
Algo se movió en la oscuridad. De repente, un débil rayo de luna que entró
tímidamente por un pequeño ventanuco redondo situado al extremo del pasillo
dejó ver el borroso contorno de una figura que permanecía completamente
inmóvil. En aquel momento, Meagle, en lugar de seguir avanzando, se detuvo
en seco mientras una horrible y repentina duda se iba abriendo paso en su
cabeza. Luego, sin poder apartar los ojos de aquella forma que tenía delante,
comenzó a retroceder lentamente. Entonces, al ver que la figura echaba a
caminar a su vez hacia él, Meagle, incapaz de contenerse por más tiempo,
profirió un estremecedor alarido.
—¡Barnes! ¡Por el amor de Dios! ¡¿Eres tú?!
Aunque el eco de su voz se elevó poderosamente en el aire haciendo vibrar
toda la casa, la siniestra figura que se acercaba cada vez más hacia él apenas
pareció advertirlo. Viéndose abocado a un fatal encuentro, Meagle hizo acopio
de todo el valor que le quedaba para enfrentarse a ella. Pero, en el último
momento, tras reprimir un grito, optó por dar media vuelta y escapar corriendo.
Ante él, los pasillos parecieron transformarse de repente en un interminable
laberinto. A ciegas en la oscuridad, avanzó describiendo una curva tras otra en
un vano intento por alcanzar las escaleras. Si tan sólo tuviese tiempo de bajar
por ellas y llegar hasta la puerta principal…
Súbitamente, se quedó sin respiración al oír cómo las pisadas, que acababan
de reanudarse a sus espaldas, resonaban torpe y pesadamente por todo el
pasillo, buscándole. Tras detenerse en seco, permaneció de pie durante un
momento, aterrorizado y sin saber qué hacer, pero luego, reaccionando al oír
cómo las pisadas se iban acercando cada vez más, abrió una puerta, entró en
una pequeña habitación y permaneció allí, escondido, sin atreverse siquiera a
pestañear. Una vez que las pisadas pasaron de largo, salió de nuevo al pasillo y

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echó a correr en dirección opuesta lo más silenciosamente que pudo. Pero un
momento más tarde, para su desesperación, descubrió que las pisadas trotaban
nuevamente en pos de él.
Cuando por fin encontró el pasillo principal, echó a correr por él a todo lo
que daban sus piernas, convencido de que las escaleras por las que había subido
se hallaban en el extremo opuesto del mismo. Cuando, por fortuna, las alcanzó,
comenzó a bajar por ellas a toda velocidad con las pisadas resonando cada vez
más cerca de él. Al darse cuenta de que éstas, irremisiblemente, le iban ganando
terreno, Meagle, sin dejar en ningún momento de correr, decidió echarse a un
lado para esquivar a su perseguidor. Pero al hacerlo perdió pie de repente y, sin
poder evitarlo, cayó hacia adelante.

Cuando por fin se hizo de día, Lester abrió los ojos y vio que la luz del sol
inundaba de lleno la habitación. A su lado, White, sentado en silencio sobre el
suelo, observaba con expresión de perplejidad una enorme ampolla que le había
salido en un dedo.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Lester.
—No lo sé. Se habrán ido —respondió White—. Nosotros dos debimos de
quedarnos dormidos sin darnos cuenta.
Lester se puso en pie y, tras estirar sus agarrotados miembros y sacudirse el
polvo que cubría sus ropas, salió al pasillo con White pegado a sus talones. Con
el ruido de sus pasos, una figura que, a juzgar por su postura, parecía haber
pasado la noche entera tumbada sobre el suelo del extremo opuesto del
corredor, se incorporó de repente y se quedó mirándoles. Era Barnes.
—Vaya… Creo que me quedé dormido —dijo con expresión de sorpresa—.
Sólo que no recuerdo haber salido de la habitación. ¿Cómo demonios he venido
a parar aquí afuera?
—Tú sabrás… De todas formas, menudo lugar para echar un sueñecito —
repuso Lester, muy serio, señalando con la mano el lugar donde la barandilla se
encontraba rota—. Mira a tu derecha. Un metro más allá y esta mañana te
hubiéramos encontrado aplastado contra el piso de abajo.
Dicho lo cual, se acercó hasta el hueco abierto en la barandilla para
asomarse por el borde de aquel pequeño abismo. Pero cuando, tras el primer
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vistazo, soltó un grito desgarrador, los otros acudieron corriendo a su lado para
averiguar qué le había asustado tanto.
Allí abajo, sobre el sucio y polvoriento entarimado del piso inferior, yacía el
cuerpo sin vida de Meagle.

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JERRY BUNDLER

(Jerry Bundler, 1897)

Aunque todavía faltaban unos cuantos días para Navidad, el mercado de la


pequeña población de Torchester llevaba ya tiempo realizando grandes
preparativos. Aquella noche en concreto, las estrechas calles que hacía tan sólo
unas horas se habían visto convertidas en un auténtico hervidero de gente se
hallaban ya prácticamente desiertas. De pie junto a sus tenderetes, los
vendedores ambulantes que se habían acercado hasta allí desde Londres
apagaban sus lámparas con las escasas energías que aún les quedaban después
de una dura jornada de trabajo mientras, a su alrededor, las últimas tiendas que
aún permanecían abiertas se preparaban para cerrar.
En el interior de la acogedora sala de estar de La Cabeza de Jabalí, la vieja
posada del lugar, media docena de huéspedes, casi todos ellos comerciantes de
paso, se hallaban sentados frente a la chimenea charlando animadamente. La
conversación, que había comenzado versando sobre comercio, había ido
derivando poco a poco hacia cuestiones tales como política, religión, y así
sucesivamente a lo largo de muchos otros temas hasta acabar desembocando en
lo sobrenatural. Tres historias de fantasmas, de las cuales se había asegurado
que resultaban infalibles a la hora de ponerle los pelos de punta a cualquiera,
habían pasado sin pena ni gloria entre los presentes, lo cual quizá se debiese
tanto al exceso de ruido que llegaba desde la calle como a la desbordante luz
que reinaba en el interior. No obstante, cuando le llegó el turno a la cuarta

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historia, quedó más que demostrado que su narrador era un auténtico experto a
la hora de asustar a sus oyentes. Claro que en eso quizá llegase a influir, por un
lado, el hecho de que para entonces las calles se hallasen ya sumidas en un más
que absoluto silencio, y, por otro, el que el narrador se hubiese tomado la
molestia de apagar las luces.
A la temblorosa luz del fuego, cuyo resplandor se reflejaba sobre los
cristales de las ventanas y danzaba con las sombras que se proyectaban sobre
las paredes, la historia en cuestión demostró ser tan inquietante que George, el
camarero, cuya presencia había sido prácticamente olvidada, les dio un enorme
susto a todos los presentes cuando, en un momento dado, surgió súbitamente de
entre las sombras de un oscuro rincón y, aterrado, salió de la estancia sin
pronunciar palabra.
—Eso es lo que yo llamo una buena historia —dijo uno de los oyentes
tomando un sorbo de su whisky caliente—. Desde luego, ni que decir tiene que
esa idea de que a los espíritus les gusta entrar en contacto con los vivos es algo
que viene de antiguo. Un hombre que conocí hace tiempo me contó que en
cierta ocasión viajó en tren en compañía de un fantasma, y que en ningún
momento se le ocurrió sospechar lo más mínimo hasta que apareció el revisor
para pedirles a ambos que le enseñasen sus billetes. Según aquel tipo, la manera
en que aquel fantasma intentó mantener en todo momento las apariencias
registrándose uno a uno los bolsillos y mirando el suelo del compartimento en
busca de un billete que nunca había tenido resultó verdaderamente
conmovedora. Así estuvo un buen rato hasta que, finalmente, dándose por
vencido, el pobre fantasma pareció disolverse en el aire y, con un débil lamento,
desapareció por un respiradero.
—Ya está bien de tonterías, Hirst —dijo alguien.
—Les aseguro que las historias como esta que acabamos de escuchar no son
precisamente tonterías —intervino entonces un anciano caballero que hasta
aquel momento se había limitado a escuchar con atención cuanto allí se decía
—. Yo nunca he visto una aparición con mis propios ojos, pero conozco a gente
que sí ha tenido esa oportunidad, y considero que todo ese universo poblado por
fantasmas y aparecidos constituye un puente de unión entre nosotros y el otro

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mundo que conviene tener muy en cuenta. A propósito de todo esto, ¿sabían
ustedes que hay una historia de fantasmas relacionada precisamente con esta
casa?
—¿En serio? ¡Qué curioso! Nunca la he oído contar —dijo otro de los
presentes—. Y eso que hace años que vengo por aquí.
—La historia en cuestión se remonta a hace mucho, mucho tiempo —
continuó diciendo aquel anciano caballero—. George —añadió al ver entrar en
la estancia al camarero—, ¿has oído hablar alguna vez del fantasma de Jerry
Bundler?
—Bueno… Tan sólo en alguna que otra ocasión, señor, aunque reconozco
que nunca le he prestado demasiada atención a esas cosas —respondió George
—. No obstante, recuerdo que una vez estuvo trabajando aquí un tipo que decía
haberlo visto. Más le hubiera valido mantener la boca cerrada, porque cuando el
patrón se enteró de que se dedicaba a espantar a la clientela contándoles a todos
lo del fantasma de ese tal Bundler, no se lo pensó dos veces a la hora de ponerle
de patitas en la calle.
—Mi padre, que era oriundo de esta ciudad —prosiguió el anciano caballero
—, conocía la historia muy bien. Era un hombre profundamente religioso que
jamás faltó a la verdad. Pues bien: una vez le oí decir que había visto el
fantasma de Jerry Bundler en esta casa.
—¿Y quién era ese tal Bundler? —preguntó una voz.
—Un ladrón, un maleante, un atracador… y muchas otras cosas siempre que
éstas le permitiesen poner en práctica sus malas artes —contestó el anciano
caballero—. Estuvo algún tiempo residiendo aquí, en esta casa, hasta que, por
fin, precisamente durante las Navidades de hará ahora unos ochenta años, la
policía dio con él.
»Aquella noche, tras cenar por última vez en esta misma estancia, Jerry se
retiró tranquilamente a su habitación. Poco después, un par de policías que
venían siguiéndole la pista desde Londres pero que habían acabado perdiéndole
el rastro temporalmente, aparecieron por aquí, subieron al piso de arriba en
compañía del casero y probaron la puerta. Como ésta estaba hecha de madera
de roble maciza y además se encontraba firmemente cerrada, uno de los policías

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salió al patio y, con la ayuda de una escalera, subió hasta el alféizar de la
ventana mientras los otros permanecían en el interior de la casa. Quienes se
encontraban en aquel momento en el patio vieron cómo el agente se agazapaba
sobre el alféizar como un felino. Luego, de repente, oyeron un ruido de cristales
rotos y, justo a continuación, pudieron ver cómo el policía, con un espantoso
alarido, caía desde la ventana y se estrellaba contra el pavimento. Desde donde
estaban, los presentes vieron también cómo el criminal, mortalmente pálido a la
luz la luna, asomaba la cabeza por el vano para echar un vistazo. Nada más
verlo, algunos de ellos se precipitaron al interior de la casa para ayudar al otro
policía a echar la puerta abajo. Pero incluso entonces, contando con la ayuda de
refuerzos, la tarea no resultó nada fácil, pues la puerta se hallaba atrancada con
los muebles más pesados que había en la habitación. Finalmente, cuando tras
muchos esfuerzos pudieron acceder al interior, lo primero que vieron quienes
allí entraron fue el cuerpo de Jerry Bundler colgando del dosel de la cama. Se
había ahorcado con su propio pañuelo.
—¿En qué habitación ocurrió eso? —preguntaron al unísono dos o tres
voces.
El narrador sacudió la cabeza con fuerza.
—No podría decirles, caballeros. Pero lo que la historia sí dice es que Jerry
todavía ronda por esta casa. Mi padre solía aseverar de manera tajante que la
última vez que durmió aquí el fantasma de Jerry Bundler descendió sobre él
desde el dosel de su cama e intentó estrangularle.
—¡Ya basta, por favor! —dijo una voz cargada de inquietud—. Ojalá se le
hubiese ocurrido a usted preguntarle a su padre en qué habitación sucedió todo
eso.
—¿Y para qué? —preguntó el anciano caballero.
—Pues para cuidarme mucho de dormir en ella. ¿Le parece poco? —se
apresuró a responder aquella voz.
—Si quieren ustedes que les dé mi opinión, yo no creo que haya nada que
temer —repuso el anciano caballero—. A mí nunca se me ocurriría pensar que
los fantasmas pueden llegar realmente a hacerle daño a nadie. De hecho, mi
padre solía decir que lo único que le asustó en aquella ocasión fue lo

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desagradable de la experiencia, pues, a efectos prácticos, los dedos de Jerry,
para el daño que le hicieron, podían muy bien haber estado hechos de algodón.
—A mí todo eso me parece muy bien, caballeros. Pero ahora escúchenme
todos ustedes con atención —dijo el hombre que había hablado en último lugar
—. Una cosa es un cuento de fantasmas y otra muy distinta que alguien asegure
que hay un fantasma suelto en la misma casa en la que uno se dispone a pasar la
noche. Esto último, señores, yo lo considero impropio de un caballero.
—¡Bah! ¡Tonterías! —dijo el anciano poniéndose en pie—. Los fantasmas
no pueden hacerle daño a nadie. Por lo que a mí respecta, no saben cuánto me
gustaría ver uno con mis propios ojos. Y ahora, caballeros, les ruego que me
disculpen. Ya va siendo hora de que este pobre viejo se vaya a dormir. Buenas
noches.
—Buenas noches —respondieron los demás.
—Tan sólo espero que Jerry se digne a hacerle una visita esta misma noche
—añadió el nervioso interlocutor mientras la puerta se cerraba tras el anciano
caballero.
—Trae algo más de whisky, George —dijo un comerciante alto y
corpulento—. Cuando la conversación toma estos derroteros necesito mantener
los ánimos bien altos.
—¿Quiere usted que encienda las luces, señor Malcolm? —preguntó
George.
—No es necesario, gracias. El fuego resulta por sí solo de lo más acogedor
—respondió el viajero—. Muy bien, caballeros, y ahora díganme: ¿alguno de
ustedes conoce alguna otra historia?
—Por lo que a mí respecta, creo que por esta noche ya hemos tenido más
que suficiente —dijo alguien—. Si seguimos así vamos a acabar viendo
fantasmas por todas partes. Y creo que ninguno de nosotros está muy de
acuerdo con el caballero que se acaba de marchar en que los fantasmas sean
precisamente seres inofensivos.
—¡El muy farsante…! —dijo Hirst—. Ya me gustaría a mí ponerle a
prueba. Por cierto, ahora que caigo: ¿por qué no hacemos una cosa? ¿Por qué

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no me disfrazo de Jerry Bundler, me acerco hasta su habitación y le doy una
oportunidad para que nos demuestre a todos lo valiente que es?
—¡Bravo, Hirst! —exclamó Malcolm ahogando con su voz ronca y
profunda dos o tres débiles noes—. Hagámoslo aunque sólo sea para reírnos un
rato.
—¡No, no! ¡Ni hablar, Hirst! Olvidémonos del asunto —intervino alguien.
—Sólo sería para divertirnos un rato —insistió Hirst, que comenzaba a
entusiasmarse de veras con la idea—. Arriba, en mi cuarto, tengo unas cuantas
cosas que pienso ponerme para actuar en Los rivales, mi próxima
representación: calzones, hebillas y todo ese tipo de cosas. Pocas oportunidades
hay como ésta para gastar una buena broma. Si son ustedes tan amables de
esperarme aquí unos minutos les dedicaré una función completa de lo que
podríamos titular Jerry Bundler o El estrangulador nocturno.
—No será usted capaz de asustarnos —dijo el comerciante soltando una
brusca carcajada.
—¿Quién sabe? —repuso Hirst con severidad—. Eso es sólo cuestión de
saber actuar. Ni más ni menos. Aunque, si quieren que les hable con sinceridad,
les advierto que soy bastante bueno como actor. ¿No es cierto, Somers?
—Bueno… digamos que para no ser más que un simple aficionado no actúa
usted nada mal —respondió su amigo echándose a reír.
—Le apuesto un soberano de oro a que no es usted capaz de asustarme —
propuso el corpulento viajero.
—¡Trato hecho! —convino Hirst—. Primero le asustaré a usted y luego me
encargaré de ese anciano caballero. Estos señores aquí presentes serán jueces y
testigos.
—No será usted capaz de asustarnos, Hirst —dijo alguien—. Nosotros
estamos sobre aviso. En cuanto a ese anciano, mejor será que no le moleste.
Gastarle una broma como ésa a un hombre de su edad podría resultar peligroso.
—Muy bien. En ese caso lo intentaré primero con ustedes —dijo Hirst
poniéndose en pie de un salto—. Pero recuerden: nada de encender las luces.
Dicho lo cual echó a correr escaleras arriba en dirección a su habitación
dejando a los demás huéspedes, la mayoría de los cuales llevaban ya rato

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bebiendo de manera algo descontrolada, enzarzados en una ruidosa discusión
sobre cuáles serían las acciones que aquel audaz personaje se dispondría a
llevar a cabo para asustarles. Así permanecieron hasta que, finalmente, dos de
los contertulios decidieron marcharse a dormir.
—A Hirst le vuelve loco actuar —dijo Somers encendiendo su pipa una vez
que los ánimos se hubieron calmado un poco—. Se cree capaz de imitar a casi
todo ser viviente. Claro que eso a nosotros no debe preocuparnos, pero en lo
que se refiere a nuestro anciano caballero, no estoy dispuesto a consentir que se
acerque a él. De todas formas, mientras siga teniendo la oportunidad de actuar
en exclusiva para nosotros no creo que nos cueste mucho trabajo convencerle
de que deje a ese anciano en paz.
—Bueno, tan sólo espero que no tarde mucho en aparecer —dijo Malcolm
reprimiendo un bostezo—. Ya son más de las doce.
Transcurrió todavía media hora más. Malcolm, que unos momentos antes se
había sacado el reloj del bolsillo, se hallaba ocupado dándole cuerda cuando
George, el camarero, que se había acercado un momento al bar para recoger
algunas cosas, irrumpió inesperadamente en la habitación y se acercó a ellos
presa de una gran excitación.
—¡Ahí viene, señores! —logró decir, casi sin aliento.
—¡Vaya! ¿Te ocurre algo, George? No estarás asustado, ¿verdad? —
preguntó el corpulento comerciante soltando una risita.
—Oh, no, señor. Claro que no. Si estoy algo nervioso no es ni mucho menos
a causa del miedo, sino de la sorpresa —respondió George con timidez—. No
esperaba encontrármelo precisamente en el bar. Allí apenas hay luz y no se ve
prácticamente nada. Y como él se hallaba sentado en el suelo, justo detrás de la
barra, a punto he estado de pisarle.
—George, si sigues asustándote de cualquier cosa nunca lograrás hacerte un
hombre de verdad —dijo Malcolm riendo.
—Ya le he dicho que me cogió completamente desprevenido, señor —
repuso el camarero—. No quiero decir con eso que si hubiese sabido de
antemano que él estaba allí me hubiese atrevido a ir al bar yo solo. Nada más
lejos de mi intención. Pero, si me permiten que les diga lo que pienso, estoy

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convencido de que ninguno de ustedes se hubiera atrevido tampoco a acercarse
a solas por allí.
—¿Cómo que no? —dijo Malcolm—. Ahora mismo voy en busca de ese…
—No sabe usted lo que va a hacer, señor —se apresuró a decir George
cogiendo a Malcolm de un brazo—. Sólo mirarle pone los pelos de punta, se lo
aseguro. Tiene… ¡Dios mío! ¿Qué ha sido eso?
Todos los presentes dieron un respingo cuando un grito ahogado procedente
de las escaleras y un ruido de pasos apresurados que se acercaban corriendo por
el pasillo resonaron por toda la casa. Antes de que nadie tuviese tiempo de
pronunciar una sola palabra, la puerta se abrió de repente y una alocada figura
irrumpió en la habitación y se acercó a ellos jadeando.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Malcolm acercándose al
recién llegado—. ¡Vaya! ¡Pero si es el señor Hirst!
Cogiendo a éste por el cuello, Malcolm lo zarandeó con violencia y a
continuación le acercó su vaso a los labios. Tras beber con avidez, Hirst aspiró
una buena bocanada de aire y se aferró a Malcolm con fuerza.
—Enciende la luz, George —ordenó el comerciante.
El camarero obedeció de inmediato. Hirst, ataviado con un penoso y
ridículo disfraz compuesto por unos calzones, un abrigo raído y una enorme
peluca mal puesta, y con la cara convertida en una confusa mancha de
maquillaje, apareció tembloroso ante los ojos de todos los presentes.
—Muy bien —dijo entonces Malcolm—. Ahora díganos, Hirst: ¿qué es lo
que ocurre?
—¡Lo he visto! —dijo Hirst, histérico, incapaz de reprimir un sollozo—.
¡Oh, Dios mío! ¡Nunca más volveré a gastarle una broma a nadie! ¡Nunca! ¡Lo
juro!
—¿Qué es lo que ha visto? —preguntaron los otros.
—¡El fantasma! ¡El fantasma o lo que quiera que fuese aquella cosa! —
respondió Hirst, fuera de sí.
—¡Tonterías! —exclamó Malcolm, algo nervioso.
—Yo estaba bajando las escaleras —explicó Hirst—. Iba dando pequeños
saltitos, tal y como se supone que deben avanzar los fantasmas, cuando, de

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improviso, sentí cómo alguien me tocaba ligeramente en el hombro y…
De repente, dando un violento respingo, guardó silencio y se acercó a la
puerta entreabierta para escudriñar la impenetrable oscuridad que reinaba en el
pasillo.
—Por un momento me pareció haberlo visto otra vez —susurró al cabo de
unos segundos—. Miren allí, al pie de las escaleras. ¿No ven algo?
—No, allí no hay nada —respondió Malcolm, quien no pudo evitar que su
propia voz temblase ligeramente—. Continúe con lo que nos estaba contando.
Sintió usted cómo alguien le tocaba ligeramente en el hombro y…
—Me di la vuelta. Fue entonces cuando vi aquel rostro tan pálido y
espantoso en el que brillaba una expresión de maldad verdaderamente
indescriptible. ¡Brrr!
—Eso mismo fue lo que yo vi antes en el bar —dijo George—. Era horrible,
y tenía un aspecto realmente diabólico.
Hirst se estremeció y, sin soltar en ningún momento el brazo de Malcolm, se
dejó caer pesadamente en una silla.
—Esto es demasiado —dijo entonces Malcolm, atónito, volviéndose hacia
los demás—. Ésta es la última vez que piso esta casa.
—Yo pienso marcharme mañana mismo —dijo George—. No entraría otra
vez solo en ese bar ni por todo el oro del mundo.
—La culpa de todo esto la tiene la conversación que hemos mantenido antes
—dijo alguien—. Hemos estado tanto tiempo hablando sobre este tipo de cosas
que hemos acabado obsesionándonos con la idea. Casi podría decirse que
hemos participado sin saberlo en una sesión de espiritismo.
—¡Maldito sea ese viejo! ¡Y malditas sean todas sus historias de fantasmas!
—exclamó Malcolm, incapaz de contenerse—. ¡Demonios! Yo ya estoy
empezando a ponerme realmente nervioso. Incluso me asusta la idea de tener
que subir a mi cuarto para acostarme. ¿Están seguros los dos de que vieron la
misma cosa? —añadió mirando alternativamente a Hirst y a George.
—Le aseguro que lo vi tan claramente como le estoy viendo a usted en este
momento, señor —dijo George, muy serio—. Si se asoma usted al pasillo
quizás esté todavía a tiempo de verlo con sus propios ojos.

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Sin poder evitarlo, todos los presentes se giraron a un tiempo para mirar
nerviosamente por la puerta entreabierta. Aunque nadie llegó a ver nada en las
densas tinieblas que invadían el pasillo, uno de ellos creyó advertir el contorno
de una cabeza que atisbaba desde un oscuro recodo.
—¿Quién va a ir ahora al bar? —dijo Malcolm mirando a su alrededor.
—Si tan importante es para usted que alguien vaya al bar, ¿por qué no va
usted mismo? —dijo alguien soltando una ligera risita—. Nosotros le
esperaremos aquí.
Sin pensárselo dos veces, el robusto comerciante echó a andar hacia la
puerta, salió por ella, dio unas cuantas zancadas por el pasillo y, de repente, se
detuvo. Tras unos cuantos segundos de indecisión, reanudó la marcha y avanzó
lentamente en medio de un sobrecogedor silencio hasta que, al llegar al extremo
opuesto del corredor, contempló atemorizado la mampara de cristal que
separaba el bar del resto de la casa. Hasta en tres ocasiones hizo un amago de
entrar allí, pero, finalmente, optó por dar media vuelta y, sin dejar en ningún
momento de mirar por encima del hombro, regresó corriendo a la sala de estar.
—¿Ha llegado usted a verlo, señor? —le preguntó George con la voz
reducida a un susurro.
—No lo sé —respondió Malcolm—. Me ha parecido ver algo, pero quizá no
haya sido más que un efecto de mi imaginación. Tal y como me encuentro en
este preciso instante, sería capaz de ver cualquier cosa. ¿Y usted, Hirst? ¿Cómo
se encuentra?
—Algo mejor, gracias —respondió Hirst con brusquedad mientras todos los
presentes se volvían para clavar sus ojos en él—. Sin duda alguna estará usted
pensando que soy un tipo que se asusta con facilidad, ¿no es cierto? Si hubiese
visto usted lo mismo que yo…
—No diga eso, Hirst. Le aseguro que yo no… —repuso Malcolm dejando, a
pesar de sí mismo, que una leve sonrisa aflorase a sus labios.
—¡Me voy a la cama! —anunció Hirst, muy ofendido, al ver aquella sonrisa
—. Somers, ¿tendría usted inconveniente en compartir la habitación conmigo
por esta noche?

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—Será un placer, amigo mío —respondió el interpelado—. Siempre y
cuando no le importe dejar la luz encendida durante toda la noche.
Dicho lo cual, Somers se levantó de su asiento y, tras darle las buenas
noches a la concurrencia, salió de la estancia en compañía de su desquiciado
amigo. Los demás se quedaron junto a la puerta mirando cómo los dos
avanzaban por el pasillo hasta llegar al pie de las escaleras. Luego, cuando
oyeron la puerta de la habitación cerrarse en el piso de arriba, todos regresaron
al interior de la sala de estar.
—Bueno, supongo que con esto la apuesta queda anulada, ¿no es cierto? —
dijo el comerciante sentándose frente a la chimenea para atizar el fuego—. No
obstante, según yo veo las cosas, no hay duda de que fui yo quien la ganó.
Nunca antes había visto a un hombre tan asustado. Qué curioso, ¿no les parece,
señores? No deja de haber algo de irónica justicia en todo ello.
—Olvidémonos de justicias y de ironías —dijo uno de los presentes—.
¿Quién de ustedes quiere compartir mi habitación conmigo por esta noche?
—Yo mismo, si no le importa —se ofreció Malcolm afablemente.
—Eso nos deja solamente a usted y a mí, Mr. Leek. Los dos tendremos que
compartir habitación —dijo un tercero dirigiéndose al cuarto.
—No, muchas gracias. Prefiero dormir solo —respondió este último con
cierta brusquedad—. Yo no creo en fantasmas, pero si a pesar de todo alguno se
atreve a entrar en mi habitación, no dudaré ni un segundo en pegarle un tiro.
—Las balas resultan completamente inútiles contra los espíritus, Leek —
dijo Malcolm de manera tajante.
—Pero al menos el ruido del disparo me hará compañía —repuso Leek—.
Y también servirá para despertar a toda la casa. No obstante, caballero —añadió
con una burlona sonrisa mientras se volvía hacia el hombre que acababa de
sugerirle que compartiese con él su habitación—, si le preocupa a usted el
hecho de tener que dormir solo esta noche, estoy seguro de que George estará
encantado de dormir en su alcoba aunque para ello tenga que acostarse sobre la
alfombra.
—No tenga usted la menor duda, señor —aseguró George con entusiasmo
—. Y si todos ustedes, caballeros, no tienen inconveniente en acompañarme

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hasta el bar para que pueda apagar las luces, les estaré eternamente agradecido.
Todos ellos, a excepción de Leek, salieron juntos de la habitación sin dejar
en ningún momento de atisbar detenidamente a su alrededor conforme
avanzaban por el pasillo. Tan pronto como llegaron al bar, George apagó las
luces, hecho lo cual todos regresaron sin contratiempos a la sala de estar. Una
vez allí, tras unos minutos intentando hacer caso omiso de la sardónica sonrisa
que podía verse dibujada en los labios de Leek, todos los presentes decidieron
irse a dormir.
—Dame la vela, George. Yo la sostendré mientras tú apagas las luces —dijo
Malcolm.
El camarero, complaciente, obedeció. Pero no había hecho más que cortar el
gas cuando, de repente, todos pudieron oír con claridad unos pasos que, tras
avanzar pesadamente por el pasillo, parecieron detenerse justo al otro lado de la
puerta. Conteniendo la respiración, todos vieron cómo, con un suave crujido, la
puerta comenzaba a abrirse lentamente. Malcolm, con la boca abierta por el
asombro, retrocedió asustado cuando, un segundo más tarde, un rostro pálido y
demacrado en cuyos ojos hundidos brillaba una diabólica expresión de maldad
apareció súbitamente ante ellos.
Durante unos segundos la criatura se limitó a permanecer allí, junto al
marco de la puerta, contemplándolos a todos sin dejar de parpadear, como si la
luz de la vela le hiciese daño en los ojos. Luego, avanzando con sumo sigilo, se
adentró ligeramente en la habitación y se quedó allí de pie con expresión de
desconcierto.
Ninguno de los presentes habló o se movió, pero todos ellos observaron con
horrible fascinación cómo aquella criatura se quitaba lentamente el sucio
pañuelo que llevaba puesto alrededor del cuello y cómo a continuación su
cabeza se desplomaba sobre uno de sus hombros como si tuviese el cuello
partido en dos. Durante un largo minuto continuó todavía allí, mirándolos, pero
luego, reaccionando de repente, avanzó hacia Malcolm levantando ante sí su
andrajoso pañuelo.
La vela se apagó de repente. Una detonación y un fogonazo inundaron a un
tiempo la habitación. Un penetrante olor a pólvora se extendió en pocos

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segundos por todas partes y algo se retorció sobre el suelo en medio de la
oscuridad. Una tos débil y ahogada se dejó oír un par de veces y a continuación
un pesado silencio se apoderó de toda la estancia.
Malcolm fue el primero en hablar.
—¡Que alguien encienda una cerilla, rápido! —dijo con una voz que no
parecía la suya.
George, siempre servicial, encendió una, se acercó de un salto hasta la
lámpara de gas y aplicó a ésta la llama. A la cálida luz del gas, Malcolm se
acercó al bulto que se hallaba acurrucado sobre el suelo, lo tocó con el pie y
abogó una exclamación de sorpresa al encontrarlo perfectamente sólido y
tangible. Levantó entonces la vista y miró desconcertado a sus compañeros, los
cuales le devolvieron la mirada al tiempo que farfullaban todo tipo de
preguntas.
Tras negar con fuerza con la cabeza como para apartar de sí un mal
pensamiento, Malcolm encendió la vela, se puso de rodillas junto a aquel bulto
y lo examinó de cerca. Luego, visiblemente alarmado, se levantó bruscamente,
cogió una jarra, empapó su pañuelo en el agua que ésta contenía y, tras
agacharse de nuevo, comenzó a restregar con él el pálido rostro que tenía
delante. Unos segundos más tarde, con un espeluznante alarido de terror,
retrocedió de un salto sin dejar de señalar con el dedo el rostro que su pañuelo
mojado acababa de dejar al descubierto. Leek, sintiendo cómo la pistola se le
escapaba de entre los dedos, se cubrió la cara con las manos mientras los demás
se quedaban mirando como hechizados el rostro sin vida de Hirst.
Antes de que ninguno de los presentes acertase a pronunciar una sola
palabra, la puerta se abrió y Somers, quien había acudido hasta allí atraído por
el ruido del disparo, entró apresuradamente en la habitación. Cuando se detuvo
junto a los allí reunidos, sus ojos se posaron automáticamente sobre el cadáver
que yacía acurrucado sobre el suelo.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! No me digan que…
Nadie osó pronunciar una sola palabra.
—Le dije que no lo hiciera… —gimió Somers con la voz entrecortada—.
Le dije que no lo hiciera… Le dije que…

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Con el rostro cubierto de lágrimas, se apoyó contra la pared, extendió
débilmente los brazos hacia adelante y a continuación cayó desmayado en los
brazos de Malcolm.

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CUIDANDO DEL PRÓJIMO

(His Brother’s Keeper, 1922)

Pálido y aturdido, Anthony Keller salió tambaleándose al pequeño vestíbulo


y cerró la puerta del estudio tras de sí sin hacer ruido. Tan sólo media hora antes
había entrado allí en compañía de Henry Martle. Y ahora Martle nunca saldría
por aquella puerta a menos que alguien se encargase de sacarlo.
Sigilosamente, Keller sacó su reloj y se lo volvió a guardar sin tan siquiera
echarle una ojeada. Luego, dejándose caer pesadamente sobre una silla, esperó
a que sus piernas dejasen de temblar y se obligó a sí mismo a pensar. Al otro
lado de la puerta el reloj del estudio dio las nueve, lo cual quería decir que
disponía tan sólo de diez horas antes de que la mujer que se encargaba de
realizar las tareas domésticas en su pequeña casita llegase para comenzar su
trabajo de todos los días.
¡Sólo diez horas! Su cabeza, obsesionada con la idea, se negaba
terminantemente a obedecer. Había tanto que hacer y tanto en que pensar…
¡Santo Dios! Si tan siquiera pudiese retroceder diez minutos en el tiempo y
actuar de manera diferente a como lo había hecho… Si al menos a Martle no se
le hubiese ocurrido mencionar que aquella visita suya había sido algo
imprevisto, algo que había decidido hacer sobre la marcha, y que nadie tenía la
menor idea de que él se encontraba allí en ese momento…
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Poniéndose por fin en marcha, entró en la sala de estar, se acercó al
aparador y, de un solo trago, se bebió medio vaso de whisky. Luego, una vez
hubo bajado el vaso y echado un vistazo a su alrededor, le pareció
completamente inconcebible que aquella casa pudiese seguir siendo la misma
de siempre. Y no obstante, su pequeña pero acogedora sala de estar, con sus
paredes cubiertas de grabados y aguafuertes, y con el libro abierto sobre la mesa
tal y como él lo había dejado para acudir a abrir la puerta cuando Martle hizo
sonar la campana, así parecía atestiguarlo. Tan grande era su turbación que
incluso creyó oír cómo alguien llamaba nuevamente a su puerta, y que…
De repente, el vaso vacío que aún sostenía en la mano se hizo añicos entre
sus dedos. Conteniendo un gemido, Keller abrió mucho los ojos y se quedó
momentáneamente sin respiración. Alguien estaba efectivamente llamando a la
puerta. Durante unos instantes, Keller no pudo hacer otra cosa que permanecer
inmóvil donde estaba, temblando de pies a cabeza, pero luego, mientras se
limpiaba parte de la sangre que comenzaba a manar de su mano herida, se puso
a apartar los pedazos de cristal a un lado con el pie. Los golpes volvieron a
sonar entonces sobre la puerta, pero esta vez tan altos y apremiantes que por un
horrible momento a Keller le asaltó el temor de que aquellos golpes tan
violentos pudiesen llegar a reanimar el cuerpo sin vida que yacía sobre el suelo
de la habitación contigua. Finalmente, Keller fue hasta el vestíbulo y abrió la
puerta. Sin esperar a que le invitasen a pasar, un hombre bajo y grueso cruzó el
umbral con aire resuelto y le saludó dando muestras de una desbordante
energía.
—¡Ya iba siendo hora de que abrieses! ¿Dónde te habías metido? Estaba
empezando a pensar que te había ocurrido algo —dijo jovialmente el recién
llegado—. ¿Qué tal estás, muchacho?
—Discúlpame por haber tardado tanto en abrir —se excusó Keller con voz
temblorosa—. Es que me he cortado la mano con un vaso roto.
—Vaya por Dios —repuso su amigo echándole un rápido vistazo a la herida
—. Lo que le hace falta a esa mano es un buen vendaje. ¿Tienes por ahí un
pañuelo limpio?

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Sin esperar respuesta, el recién llegado se acercó ágilmente a la puerta del
estudio. Estaba a punto de empuñar el picaporte cuando Keller, reaccionando
tan deprisa como le fue posible, se abalanzó sobre él y lo apartó de allí de un
poderoso empujón.
—Ahí dentro no —dijo sin detenerse a dar explicaciones—. No abras esa
puerta.
—¿Por qué? ¿Qué demonios ocurre? —preguntó el otro observando a
Keller con atención.
—Esa habitación está ocupada —respondió Keller entre dientes
sorprendiéndose a sí mismo por la prontitud y el acierto de su respuesta—. Hay
una persona ahí dentro. Ven por aquí.
Cogiendo al recién llegado por el brazo, lo condujo a empujones hasta la
sala de estar y, una vez allí, dejando a un lado todo tipo de contemplaciones, lo
sentó literalmente en una silla.
—Gracias, pero prefiero estar de pie —repuso el otro con frialdad mientras
se levantaba—. Si he decidido acercarme hasta aquí no ha sido con la intención
de molestarte, sino para fumar tranquilamente una pipa contigo. No sabía que
ya tuvieras visita. De todas formas, no te preocupes. No voy a comerme a tu
visitante, así que puedes respirar tranquilo. Y ahora, buenas noches.
Keller se limitó a mirar a su amigo sin decir una sola palabra. Durante unos
segundos el otro le devolvió la mirada con expresión ceñuda y severa, pero
luego, de repente, sus ojos centellearon y una sonrisa llena de picardía se dibujó
en sus labios.
—¿Qué guardas en esa habitación, Keller? —preguntó con tono burlón
mientras señalaba con un dedo hacia la puerta del estudio. Keller retrocedió un
paso.
—Nada —balbuceó—. Nada en realidad.
—Claro, claro —repuso el otro riendo—. Está bien, como tú quieras. No te
preocupes, bribón. No le diré a nadie una palabra de esto. Vosotros, los que
parecéis más formalitos, sois siempre los peores. Procura portarte bien en lo
sucesivo, ¿de acuerdo?

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Con aire divertido y desenfadado, le propinó a Keller un fuerte codazo en
las costillas y salió de la estancia riendo entre dientes. Respirando con
dificultad, Keller lo siguió con la mirada hasta que lo vio salir por la puerta
principal. Una vez que su amigo se hubo marchado, él mismo fue hasta la
puerta, la cerró suavemente, echó los cerrojos y regresó a toda prisa a la sala de
estar.
Tras calmar sus alterados nervios tomando algo más de whisky, se esforzó
por reunir el valor suficiente para emprender la ardua tarea que todavía tenía
por delante. Tenía que vencer tanto el miedo como el enorme peso de los
remordimientos. Tenía que superar el pánico atroz que le inspiraba el cadáver
que yacía en la habitación de al lado. Y tenía que esconderlo en un lugar en el
que nadie, absolutamente nadie, pudiese encontrarlo nunca. Él, Anthony Keller,
un tipo tranquilo, un hombre normal y corriente que siempre había disfrutado
llevando una vida normal y corriente, tenía que hacer tal cosa.
El pequeño reloj del estudio dio las diez. Ya sólo quedaban nueve horas.
Con paso suave y cauteloso, Keller abandonó la sala de estar, salió de la casa
por la puerta trasera, fue hasta el cobertizo, abrió la puerta del mismo y se
asomó al interior. Allí dentro había espacio de sobra para sus propósitos.
Sin molestarse en cerrar la puerta del cobertizo, regresó a la casa y, al cabo
de unos segundos, se encontró nuevamente frente a la puerta del estudio. Por
dos veces asió el picaporte pero otras tantas veces lo soltó, indeciso. ¿Y si
cuando entrase allí, pensó, Martle se volvía hacia él, abría los ojos y le miraba?
Tras unos momentos de vacilación, aferró el picaporte con fuerza y abrió la
puerta de un empellón.
Martle ni siquiera se movió. Permaneció tumbado sobre el suelo, inmóvil,
callado e incluso con aspecto ligeramente complacido. Al verlo, Keller sintió
una repentina lástima por él, con lo que todos sus temores se esfumaron por
completo. No obstante, el miedo no tardó en verse reemplazado por un
profundo sentimiento de envidia. Después de todo, Martle había acabado
llevándose la mejor parte. Nunca más volvería a sentir sobre sus hombros el
horrible peso de la existencia, y nunca más volverían a atormentarle la
desesperación y el miedo a lo desconocido. Sin perder en ningún momento de

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vista el rostro pálido y sin vida y la cabeza aplastada a golpes que tenía a sus
pies, Keller pensó fugazmente en todos los años de vida que él mismo tenía aún
por delante. Claro que, por otra parte, ¿quién podía asegurar aquello? ¿Y si lo
que él daba por sentado que eran años acababan revelándose a la postre como
unas pocas semanas? Ahogando una exclamación de angustia, sintió cómo la
imperiosa necesidad de ponerse en marcha se apoderaba nuevamente de él. Así
que, tras agarrar el cadáver de Martle fuertemente por las axilas, lo llevó a
rastras hasta el cobertizo.
Una vez dentro el cadáver, cerró la puerta, echó la llave y se la guardó en el
bolsillo. Acto seguido fue a la cocina, llenó un cubo con agua y cogió varias
toallas de un armario. Su mano herida sangraba todavía, pero a pesar de ello (o
quizá precisamente por ello) la contempló durante unos segundos con una
especie de maliciosa satisfacción. Aquel corte que se había hecho y la sangre
que manaba de él servirían para explicar ciertas cosas.
Fue un trabajo duro, pero, cuando por fin lo hubo terminado, Keller tomó
asiento y se puso a pensar qué paso debía dar a continuación. Tras unos pocos
minutos de descanso, se levantó y comenzó a registrar concienzudamente la
habitación con la intención de no pasar por alto ningún detalle, por pequeño que
fuese, que pudiese llegar a delatar cuanto había sucedido allí dentro.
Era ya casi medianoche, por lo que, a menos que quisiese acabar atrayendo
la atención de cualquier policía que por casualidad pasase por allí, comprendió
que no tenía más opción que apagar o bajar hasta el mínimo las luces que tanta
compañía llevaban haciéndole hasta aquel momento. Tras considerar la cuestión
durante unos segundos, decidió que lo mejor era apagarlas sin perder más
tiempo, hecho lo cual, temblando a causa de la tensión acumulada a lo largo de
las últimas horas, subió las escaleras camino de su habitación.
El simple hecho de acostarse en la cama e intentar dormir se le antojó
completamente imposible, por lo que, tras bajar el gas hasta el mínimo, se dejó
caer en una silla y, allí sentado, esperó a que se hiciese de día. Erguido y muy
tieso en su asiento, y con las manos fuertemente aferradas a los brazos de éste,
escuchó con atención cuanto alcanzaba a oír a su alrededor. La casa, aun
silenciosa, se hallaba invadida por toda clase de sonidos apagados, crujidos

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misteriosos y susurros furtivos. ¿Y si, pensó, el fantasma de Martle, resuelto a
hacerle una visita, se encontraba en aquellos momentos vagando por la casa en
busca suya?
Incapaz de controlar sus desquiciados nervios, se levantó y se puso a
caminar de un extremo a otro de la habitación deteniéndose de vez en cuando
para escuchar. Más de una vez le asaltó la inquietante sensación de que algo se
movía a tientas en la oscuridad reinante al otro lado de la puerta, e incluso en
una ocasión, al echarle a ésta un rápido vistazo, le pareció advertir que el
picaporte se movía.
Lentamente, mientras Keller ocupaba el tiempo alternando tensas esperas en
la silla con desquiciados paseos por la habitación, las horas fueron pasando
hasta que, a lo lejos, el canto de un gallo taladró la oscuridad y, poco después,
el piar ocasional de algún que otro pájaro anunció la inminente llegada del día.

II

Con la luz de la mañana, Keller sintió cómo poco a poco iba recuperando
todo su valor, por lo que, tras desechar cualquier otro pensamiento de su
cabeza, se dedicó a pensar exclusivamente en cuál sería la mejor manera de
escapar de las consecuencias de su crimen. Primero rastreó concienzudamente
cada palmo del estudio y del vestíbulo. Luego salió al jardín y fue hasta el
cobertizo, donde procedió a examinar con detenimiento el exterior de las cuatro
paredes hasta que estuvo completamente seguro de que no había en éstas
ningún agujero o grieta que pudiese dejar su secreto a la vista de cualquier
extraño. Después recorrió el jardín a grandes zancadas y miró a su alrededor. La
casa más próxima quedaba a unos cien metros, y al fondo del jardín los árboles,
muy juntos los unos a los otros, formaban una espesa cortina vegetal que
protegía el lugar de la mirada de los curiosos.
De repente, una poderosa idea se abrió camino en su cabeza. Muy cerca de
la valla del jardín cavaría una zanja no muy profunda sobre la cual construiría
una especie de parterre a base de ladrillo, roca y tierra amontonada. Una vez

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hubiese empezado a levantarlo, él, que afortunadamente no tenía obligaciones
que atender, podría dedicarle todo su tiempo, con lo que, si la obra iba en efecto
tan rápida como él deseaba, cada día que pasase le haría sentirse más y más
seguro. En cierta manera, la idea de construir un parterre de tierra y roca dentro
del jardín hacía que todo el asunto adquiriese una solidez y una consistencia que
ninguna otra cosa hubiese sido capaz de conferirle.
Para cuando Mrs. Howe, su asistenta, llegó, él ya se encontraba de nuevo en
el interior de la casa. Nada más verla, le refirió en pocas palabras el accidente
que había sufrido la noche anterior al cortarse la mano.
—Yo mismo me encargué de limpiar la sangre. Lo hice lo mejor que pude
—concluyó.
Mrs. Howe asintió con la cabeza.
—No se preocupe, Mr. Keller, que ya me encargaré yo de dar una segunda
pasada mientras usted se toma tranquilamente su desayuno —dijo la mujer—.
Menos mal, señor, que no es usted de los que se desmayan en cuanto ven un
poco de sangre.
Poco después Mrs. Howe entraba en el pequeño comedor con una bandeja
cargada de café y beicon que dejó sobre la mesa mirando a Keller con aire
complaciente. Mientras se bebía el café e intentaba probar bocado, el dueño de
la casa se dedicó a escuchar atentamente cómo trabajaba la mujer en el estudio.
Finalmente, una vez saciado su escaso apetito, apartó la bandeja, llenó
generosamente su pipa, se recostó en su silla y, entre calada y calada, se puso a
reflexionar.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos unos minutos más tarde por Mrs.
Howe en persona, quien, inesperadamente, asomó la cabeza por la puerta del
pequeño comedor para hacerle una pregunta que pareció nublarle la mente y a
la que tardó algún tiempo en contestar.
—¿Cómo dice? —logró decir al fin.
—La llave del cobertizo —repitió la mujer mirándole con atención—. Me
hace falta. Hace un par de días, cuando me dijo usted que quería poner un poco
de orden allí dentro, me pidió prestados un par de guardapolvos. ¿No se
acuerda? Ahora necesito cogerlos.

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Keller se palpó los bolsillos una tras otro sin dejar de pensar ni un solo
instante.
—¡Vaya! —dijo al fin—. Me temo que no recuerdo dónde la dejé. Pero no
se preocupe, Mrs. Howe. En seguida me pongo a buscarla.
La mujer ladeó la cabeza y miró a Keller con atención.
—¿Le ocurre algo, Mr. Keller? No tiene usted muy buen aspecto esta
mañana —dijo con aire preocupado—. Quizá la herida que se hizo usted anoche
sea más grave de lo que parece.
Keller se obligó a sonreír mientras negaba suavemente con la cabeza.
Luego, una vez que la mujer se hubo ido, se arrellanó, trabajosamente en su
silla y se esforzó por controlar el súbito temblor que se había apoderado de todo
su cuerpo.
Durante largo rato se limitó a permanecer sentado, sin atreverse apenas a
mover un solo músculo, escuchando con apatía los movimientos de Mrs. Howe
mientras ésta iba y venía por la casa. Tras unos minutos oyendo cómo la mujer
barría y fregaba los peldaños de la puerta trasera, llegó a sus oídos un ruido
áspero y ligeramente chirriante al que al principio no prestó especial atención.
Pero justo a continuación oyó un apagado tintineo metálico similar al que
producen las llaves al entrechocar entre sí. ¡Llaves!, exclamó de repente para sí.
Como si hubiese enloquecido súbitamente, Keller se puso en pie de un salto
y salió disparado hacia la puerta. Cuando salió al jardín vio que Mrs. Howe,
armada con un enorme manojo de llaves unidas entre sí con un cordel, acababa
de introducir una de éstas en la cerradura del cobertizo y pugnaba con todas sus
fuerzas por girarla, sin éxito.
—¡Alto! —gritó Keller al verla con un tono de voz capaz de asustar a
cualquiera—. ¡ALTO AHÍ!
Acto seguido, echó a correr hacia Mrs. Howe. Cuando llegó junto a ella le
arrebató las llaves de un tirón y las lanzó violentamente al extremo opuesto del
jardín. Luego se quedó allí de pie, sin más, mirando a la mujer con expresión
aturdida y sin saber qué decir. Hasta que, de repente, el miedo que vio reflejado
en los desorbitados ojos de la asistenta le hizo recobrar el dominio de sí mismo.

Feliz Aniversario 3 L M L
—Si hace usted eso va a acabar estropeando la cerradura, Mrs. Howe —
logró farfullar a manera de explicación—. Discúlpeme si la he asustado. No era
mi intención gritarle. Es que he pasado muy mala noche y apenas he podido
pegar ojo. Mucho me temo que últimamente tengo los nervios algo alterados.
El rostro de la mujer, tenso y alerta hasta entonces, se relajó por fin y la
mirada que había en sus ojos se suavizó.
—Ya me di cuenta yo esta mañana, nada más verle, de que no era usted el
mismo de siempre, Mr. Keller —comentó.
Dicho lo cual la mujer dio media vuelta y regresó lentamente al interior de
la casa. No obstante, si bien parecía encontrarse algo más tranquila, Keller tuvo
la impresión de que, mientras cruzaba el umbral de la puerta trasera, volvía
fugazmente la cabeza para dirigirle una extraña mirada cargada de curiosidad.
Aunque Mrs. Howe continuó con sus quehaceres domésticos durante el
resto de la mañana, lo cierto es que se comportó todo el tiempo de manera muy
callada y retraída, e incluso en dos o tres ocasiones, al cruzarse su mirada con la
de Keller, se apresuró a desviarla nerviosamente, como presa de una extraña
turbación. Finalmente, Keller, que hasta entonces había estado demasiado
abstraído y preocupado como para razonar acertadamente sobre la actitud de la
mujer, cayó en la cuenta de que la única causa de aquella situación tan tensa no
estaba sino en él mismo, y comprendió por fin que a lo largo de toda la mañana
su propio comportamiento tanto dentro como fuera de la casa había sido harto
extraño e inusual, sobre todo en lo que se refería al viejo cobertizo, de cuya
puerta apenas se separaba cada vez que a Mrs. Howe se le ocurría salir al jardín.
Para cuando llegó la hora de comer Keller había recobrado ya el control de
sí mismo. Tanto fue así que incluso abrió una botella de cerveza y, tras felicitar
efusivamente a Mrs. Howe por lo bien que a ésta le habían salido las chuletas
de cerdo, se puso a conversar animadamente con ella preguntándole por su
marido e interesándose por cómo le iba a éste en su interminable búsqueda de
empleo, actividad ésta que parecía ser su única ocupación desde que los dos se
casaran diez años atrás. Gracias a aquella conversación, parte del miedo que
podía apreciarse en los ojos de la mujer acabó desapareciendo. No obstante,
cuando ésta pudo al fin abandonar la habitación, lo hizo dando evidentes

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muestras de alivio, con lo que Keller pudo darse cuenta de que aún persistía en
ella cierta intranquilidad y reticencia.
Después de comer, Keller permaneció todavía un rato en el comedor, lo cual
sí que era en sí mismo inusual. En dos o tres ocasiones se levantó y, aunque con
la única intención de mantener las apariencias, pareció decidido a salir a la calle
para dar un paseo. Pero cada vez que eso ocurría el simple hecho de pensar que
si se iba dejaría el cobertizo completamente desprotegido y sin vigilancia le
hacía cambiar de opinión en el último momento. Finalmente, merced a un
enorme esfuerzo, hizo acopio del coraje necesario para salir de la casa, ir hasta
el fondo del jardín y dar comienzo a su horripilante tarea.
Durante un buen rato cavó afanosamente pero evitando en todo momento
darle al agujero una forma determinada que pudiese levantar sospechas en
cualquiera que por casualidad pasase por allí y le viese trabajar. Como la tierra,
afortunadamente, era blanda, hizo grandes progresos a pesar de su mano herida
y de que cada cierto tiempo se detenía para escuchar o para dirigir una
escrutadora mirada hacia el cobertizo.
Tras hacer un breve descanso para tomar el té, reanudó su tarea hasta que, a
las siete de la tarde, Mrs. Howe le anunció que la cena estaba lista. El ejercicio
físico le había hecho mucho bien, por lo que podía llegar a decirse que su
aspecto era casi normal. En cuanto a Mrs. Howe, le habló brevemente del arduo
trabajo que le había mantenido ocupado toda la tarde en el jardín y le preguntó
dónde podría encontrar las mejores plantas rupestres.
Cuando, algo más tarde, tras recoger la mesa, Mrs. Howe se marchó a casa,
el miedo volvió a apoderarse nuevamente de él. La casa y el cobertizo se
convirtieron para él en lugares extraños e inhóspitos que albergaban horrores
que quedaban más allá de toda descripción. ¿Y si, en el último momento, pensó,
sus nervios le traicionaban y era incapaz de abrir la puerta del cobertizo para
enfrentarse a lo que le esperaba dentro? Durante toda una angustiosa hora,
consumido por la desesperación, recorrió varias veces la casa de arriba abajo
esperando con impaciencia a que la tarde diese paso a la oscuridad.
La noche llegó por fin, con lo que Keller, luchando por alejar de sí todos sus
miedos, salió al jardín, cogió una carretilla, recorrió con ella la distancia que le

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separaba del cobertizo y, una vez frente a la puerta de éste, se sacó la llave del
bolsillo. No obstante, antes de abrir decidió acercarse a la verja del jardín para
comprobar si la calle se hallaba desierta. Una vez hecho esto, regresó junto al
cobertizo, metió la llave cuidadosamente en la cerradura, abrió la puerta y, a la
débil y mortecina luz de un pequeño candil, contempló una vez más el cuerpo
sin vida que había llevado hasta allí la noche anterior.
Con el oído siempre atento al más ligero ruido, se acercó al cadáver, lo
cogió por los hombros, lo sacó a rastras del cobertizo y lo cargó
apresuradamente en la carretilla. Luego, con el cuerpo (que para entonces
estaba ya completamente rígido) colocado en precario equilibrio sobre ésta, y
con el rostro del muerto vuelto hacia arriba y mirándole directamente a los ojos,
Keller, haciendo de tripas corazón, agarró con fuerza la carretilla y, lenta y
sigilosamente, llevó a Martle hasta el lugar que había preparado expresamente
para él.
Hasta que no hubo enterrado el cadáver bajo un enorme montículo de tierra
y no hubo colocado sobre éste varias docenas de ladrillos y piedras que dejasen
bien claro que lo que se estaba construyendo allí era un parterre y no una
tumba, Keller no se atrevió a separarse del lugar. Luego, caminando a paso muy
lento, fue hasta el cobertizo, lo cerró con llave y entró acto seguido en la casa.
La manera en que había conseguido deshacerse del cadáver le dio motivos de
sobra para sentir cierto alivio. Sin duda alguna, viviría lo suficiente como para
arrepentirse de lo que había hecho, y, quizás, incluso para olvidarlo por
completo.
Tras lavarse a conciencia en la pila de la cocina, se dispuso a irse a dormir.
No obstante, sintiendo un repentino temor de las sombras en las que se hallaba
envuelto el piso superior, decidió que lo mejor sería quedarse donde estaba. Así
que, tras correr completamente las pesadas cortinas del comedor de tal manera
que desde el exterior no pudiese percibirse el menor atisbo de luz, se arrellanó
en un cómodo y mullido sillón y, echando mano de la botella de whisky, se
puso a beber. Al cabo de un rato, cuando los efectos del alcohol comenzaron a
dejarse notar, sus nervios se apaciguaron, su cuerpo se relajó y, finalmente, se
sumió en un profundo sueño.

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III

Cuando se despertó y vio que eran las seis, Keller se puso en pie
trabajosamente y, sin dejar de tambalearse, apagó las luces y se acercó a la
ventana para descorrer las cortinas. Luego subió al piso de arriba, deshizo su
cama y entró en el cuarto de aseo. Un buen baño de agua fría, un afeitado y una
muda de ropa limpia le sentaron de maravilla. A continuación abrió puertas y
ventanas y dejó que el aire limpio y fresco de la mañana inundase toda la casa,
aquella casa de la que a partir de aquel día estaba condenado a no separarse
jamás, ya que durante su ausencia a cualquiera se le podía ocurrir demostrarle
que no compartía aquella súbita afición suya por los parterres.
A los ojos de Mrs. Howe, Keller parecía haber vuelto a ser el mismo de
siempre. La llave del cobertizo había aparecido por fin y el dueño de la casa se
había acercado a ella con una amplia sonrisa en el rostro para hacerle entrega de
sus «preciosos guardapolvos», tras lo cual había montado en su bicicleta y había
salido en dirección al vivero más cercano en busca de plantas y losas de piedra
que poder añadir a su parterre.
Conforme los días fueron transcurriendo, Keller no sólo fue adquiriendo
más y más confianza en sí mismo, sino que además comenzó a trabajar con
menos prisas y dedicándole cada vez más tiempo a lo que hacía, con lo que el
parterre fue creciendo tanto en tamaño como en solidez. Cada piedra y cada
planta que se añadía a éste parecía hacerlo más seguro, más inexpugnable, más
capaz de guardar secretos. En cuanto a Keller, disfrutaba de un apetito
envidiable y, para su propia sorpresa, conciliaba el sueño sin ninguna dificultad.
Sin embargo, debe decirse, en honor a la verdad, que no todo era un camino de
rosas. Cada mañana, nada más levantarse, una turbia sombra de desesperación
parecía abatirse sobre él.
Con el tiempo, llegó un momento en que cada día resultaba menos
apetecible trabajar en el jardín. En cuanto a su adorada casa, ésta, que había
sido siempre su mayor disfrute, había acabado convirtiéndose en una especie de
prisión en cuyo interior estaba obligado a cumplir una sentencia de por vida. No
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podía ni venderla ni alquilarla, pues a los nuevos inquilinos podía muy bien
ocurrírseles hacer obras en el jardín… y empezar a cavar. Desde aquella fatídica
tarde en el estudio no se había atrevido a abrir un solo periódico por temor a
leer alguna noticia referente a la desaparición de Martle, y en todo aquel tiempo
no había hablado con ningún amigo o conocido que pudiera haberle informado
al respecto.
Por lo que se refería al propio Martle, éste parecía hallarse bastante
tranquilo. No había el menor rastro de sombras extrañas en la casa, ni ruidos
sospechosos a deshora, ni formas oscuras merodeando de noche por el jardín,
Los recuerdos eran lo único que le acosaban, y con ellos ya era más que
suficiente.
Pero entonces, una noche, llegó el sueño, un sueño tan confuso y grotesco
que, más que sueño, fue una auténtica pesadilla. En él, Keller se vio a sí mismo
en el jardín, de pie junto a su parterre, a la cálida luz del atardecer, cuando de
repente le pareció percibir que una de las piedras allí amontonadas se movía.
Poco después otras piedras igualmente dispuestas comenzaron también a
moverse. Una enorme losa que coronaba un pequeño montículo se desprendió
de su sitio y se derrumbó sobre un macizo de plantas. Resultaba evidente que la
enorme mole de piedra y tierra se estremecía a causa de alguna poderosa fuerza
interior. Algo estaba pugnando por salir de allí debajo. En aquel instante Keller
cayó en la cuenta de que quien se encontraba enterrado allí dentro no era otro
que él mismo, lo cual quería decir que era absolutamente imposible que él
pudiese hallarse de pie allí fuera observando tranquilamente cómo se
desmoronaba su parterre. Así que, pensó, si su lugar estaba realmente allí
dentro, era allí dentro adonde debía regresar. No en vano, había sido su propio
amigo Martle quien le había enterrado allí, y como por alguna oscura razón que
no acertaba a recordar él tenía miedo de Martle, en aquellos momentos su
propia tumba era el lugar más seguro del mundo a la hora de mantenerse oculto.
Por ello, tras procurarse una pala, decidió ponerse manos a la obra y comenzó a
cavar. Fue un trabajo largo y tedioso que desde el principio se vio complicado
por el hecho añadido de que, por algún motivo imposible de explicar, no le
estaba permitido hacer ruido. Así que cavó y cavó hasta que, de repente, llegó

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un momento en el que vio que la tumba había desaparecido por completo. Fue
entonces cuando algo lo agarró firmemente por el tobillo y empezó a tirar de él
hacia abajo de manera tan violenta e insistente que Keller, incapaz de oponer
resistencia, apenas tuvo tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo.
Se despertó de repente, gritando y con el corazón latiéndole desbocado en el
pecho, y durante unos minutos no pudo hacer otra cosa que permanecer echado
donde estaba, temblando y respirando agitadamente. Gracias a Dios, pensó, que
no ha sido más que una pesadilla. Luego, al mirar a su alrededor, descubrió que
la luz del sol inundaba por completo la habitación. Incluso podía oír a Mrs.
Howe yendo y viniendo de un lado para otro en el piso de abajo. A fin de
cuentas, la vida seguía siendo hermosa a pesar de todo. Quizá hasta le tuviese
guardada todavía alguna que otra buena noticia.
Tras permanecer tumbado sobre la cama todavía unos minutos, decidió que
ya iba siendo hora de ponerse en marcha. Pero no había hecho más que
incorporarse cuando oyó que Mrs. Howe subía precipitadamente las escaleras.
Antes incluso de que la buena mujer comenzase a aporrear insistentemente la
puerta de su cuarto, Keller comprendió que algo horrible había sucedido.
—¡Mr. Keller! ¡Mr. Keller!
—¿Sí? ¿Qué ocurre? —preguntó con pesar.
—¡Su parterre! —jadeó la mujer—. ¡Su precioso parterre! ¡Está
completamente destruido!
—¡¿Cómo?! —aulló Keller saltando de la cama y echando mano de una
bata que se hallaba colgada detrás de la puerta—. ¿Cómo que está
completamente destruido?
—Lo que le digo, señor —dijo Mrs. Howe mientras él abría la puerta—.
Está hecho pedazos. No creo que haya visto usted nunca nada igual. Es como si
alguien se hubiese ensañado a muerte con el lugar. Parece obra de un maníaco.
Sin detenerse siquiera a pensar en lo que hacía, Keller se calzó unas
zapatillas y echó a correr escaleras abajo. Cuando por fin llegó al jardín, se
volvió un momento para decirle a Mrs. Howe que se quedase en el interior de la
casa y a continuación se acercó a contemplar lo que quedaba de su parterre. La
tierra y las losas de piedra se encontraban, efectivamente, desperdigadas por

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todas partes, pero al menos la zona del parterre que a él más le preocupaba
parecía no haber sufrido daño alguno. Keller permaneció allí de pie todavía
durante unos minutos, temblando y observando el estropicio con ojos
incrédulos. ¿Quién podía haber hecho algo así?, pensó. Y lo que era tanto o más
importante: ¿por qué?
De repente, recordó la pesadilla que había tenido durante la noche y la
verdad cayó sobre él con un poder aplastante. Ahora comprendía por qué
aquella mañana le dolían tanto los brazos, las piernas y la espalda. Ahora
entendía por qué se encontraba tan cansado. No hacía falta que nadie le
recordase que cuando era joven había padecido sonambulismo. Y tampoco
hacía falta que se molestase en seguir buscando al culpable porque ahora ya
sabía a ciencia cierta quién era el responsable de todos aquellos destrozos.
—¿Quiere que vaya a buscar a la policía, Mr. Keller? —preguntó desde la
casa la voz de Mrs. Howe. Keller volvió hacia allí un rostro mortalmente
pálido.
—No —respondió con un hilo de voz—. No se moleste. Yo… yo mismo
me encargaré de ir a contarles lo sucedido.
Dicho lo cual empuñó una pala y comenzó las labores de reconstrucción.
Después de haber trabajado incansablemente durante más de una hora, decidió
entrar en la casa para vestirse algo más adecuadamente y desayunar en
abundancia. Luego, sin prisa pero sin pausa, continuó trabajando afanosamente
durante el resto del día, de tal manera que para cuando empezó a oscurecer casi
todos los daños se encontraban debidamente reparados. Sólo entonces, exhausto
al cabo de todo un día de trabajo, decidió que lo mejor era retirarse a su
habitación y prepararse para afrontar una noche que prometía ser muy larga.
El sueño, que por lo general no es sino el más grande benefactor del
hombre, había demostrado ser en este caso un enemigo implacable, por lo que
Keller, tras prepararse en la cocina ingentes cantidades de café, comenzó taza a
taza su personal cruzada contra el sopor. Con la cabeza despejada gracias a los
efectos de la cafeína, ocupó el tiempo leyendo, fumando y caminando de un
extremo a otro de la habitación mientras diferentes retazos de la pesadilla de la
noche anterior, que en un principio habían sido olvidados, parecieron regresar

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con la vigilia para instalarse definitivamente en su memoria con una nitidez
indeleble. No obstante, aquello no era lo peor. Lo peor era que en algún
recóndito lugar de su cabeza había empezado a convencerse de que no tenía
escapatoria; de que, de alguna u otra manera, todo el asunto acabaría
descubriéndose; de que, en resumidas cuentas, estaba perdido.
Sólo le quedaba una única esperanza: marcharse durante un tiempo,
marcharse lo bastante lejos como para que no le fuese posible visitar la casa
durante uno de sus accesos de sonambulismo. Además, seguramente un cambio
de aires podría acabar resultándole sumamente beneficioso y podría ayudarle a
controlar mejor sus desquiciados nervios. Más adelante quizá fuese posible
alquilar la casa durante un tiempo con la condición de que no se realizasen
obras o reformas de ningún tipo en el jardín. Era una posibilidad tan buena
como cualquier otra. Al fin y al cabo, se trataba de un riesgo contra otro.
Tan pronto como se hizo de día, Keller regresó al jardín y terminó su
trabajo. Luego entró en la casa, desayunó y le contó a Mrs. Howe los planes de
viaje que había estado fraguando durante la noche. Mientras hablaba, su rostro
pálido y demacrado le ayudó a convencer a la asombrada mujer de que eso era
precisamente lo que le hacía falta para calmar sus nervios y recuperar de una
vez por todas el control de sí mismo.
—Pierda usted cuidado, Mr. Keller, que a la casa no le ocurrirá nada
durante su ausencia —aseguró Mrs. Howe—. Iré a ver a la policía para decirles
que no la pierdan de vista durante la noche. Precisamente ayer, mientras iba
para mi casa, me detuve a conversar unos minutos con un agente muy simpático
al que le conté lo que le hicieron anteanoche a su parterre, señor. Si vuelven a
intentarlo seguramente acaben llevándose una sorpresa.
Aunque al oír aquello sintió cómo un escalofrío le recorría todo el cuerpo,
Keller se esforzó por que la mujer no advirtiese el desasosiego que le
embargaba. Luego subió a su habitación y comenzó a hacer las maletas. Dos
horas más tarde se encontraba en un tren con destino a Exeter, lugar en el que
tenía intención de pasar su primera noche fuera de casa.
Una vez en Exeter, lo primero que hizo fue tomar una habitación en un
hotel. Luego salió a dar un paseo para estirar un poco las piernas y hacer así

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algo de tiempo hasta que llegase la hora de la cena. Mientras caminaba, reparó
en lo feliz que parecía la gente que se cruzaba con él por la calle, incluso los
más pobres. No sólo parecían felices de ser libres, sino también conscientes de
que su propia libertad era algo que quedaba más allá de toda duda. Podían
comer y disfrutar de su comida, podían dormir y disfrutar de su sueño, y podían
saborear las innumerables trivialidades que formaban parte de la vida diaria y
recrearse en ellas. Por lo que se refería al miedo, a la muerte y a los
remordimientos, nadie parecía tener la menor idea de lo que dichas cosas
significaban.
La luz y el bullicio reinantes en el comedor del hotel resultaron ciertamente
reconfortantes. Tras tantas y tantas noches a solas, resultaba sumamente
agradable encontrarse rodeado de gente y saber que la casa no estaría
precisamente vacía cuando él estuviese durmiendo en su habitación. De repente,
le asaltó la emocionante sensación de estar empezando una nueva vida. En el
futuro, se dijo, procuraría vivir siempre rodeado de gente.
Aunque cuando se retiró a su habitación era ya tarde, permaneció despierto
todavía unos minutos, escuchando. Algunos sonidos amortiguados provenientes
del piso inferior y los ruidos que hacía el huésped de la habitación contigua al
moverse en la cama le proporcionaron una agradable sensación de seguridad.
Así que, soltando un suspiro de satisfacción, se deslizó por fin entre las sábanas
y se quedó profundamente dormido.
Al cabo de un rato le despertaron unos violentos golpes que parecieron
sonar justo sobre la cabecera de su cama pero que se extinguieron antes de que
le diese tiempo a restregarse los ojos con los puños. Cuando finalmente abrió
los ojos, miró con temor a su alrededor y luego, tras encender una vela,
permaneció tumbado escuchando. Los golpes no volvieron a oírse. Sin lugar a
dudas, debía de haberse tratado de un sueño que, por alguna razón, se veía
incapaz de recordar. Había sido un sueño desagradable, eso sí, más cercano a
una pesadilla que a un simple sueño, pero de todos modos demasiado vago e
impreciso como para poder recordarlo. Lo único de él que estaba algo claro era
que había alguien que no dejaba de gritar.

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Súbitamente, como impulsado por un resorte, Keller se incorporó en la
cama. ¡Dios mío! ¡Alguien que no dejaba de gritar!, pensó horrorizado.
Soltando un gemido, se dejó caer nuevamente sobre la cama. De golpe,
todas las esperanzas que durante la cena se habían suscitado en su interior se
vieron cruelmente fulminadas. ¡Él! Había sido él quien había estado gritando en
sueños. Y aquellos golpes que lo habían despertado habían sido producidos por
el huésped que ocupaba la habitación contigua. ¿Qué habría dicho a gritos? ¿Y
qué habría llegado a oír su vecino?
Ya no fue capaz de volver a conciliar el sueño. Cuando, al cabo de un buen
rato dando vueltas en la cama, llegaron a sus oídos las campanadas de un reloj
que, desde algún oculto rincón del piso inferior, daba las horas, se preguntó
cuánto tiempo más tendría que vivir todavía en aquellas condiciones tan
angustiosas.
Cuando por fin se hizo de día, Keller se levantó y bajó a desayunar. Como
aún era bastante temprano, en el comedor había tan sólo dos mesas ocupadas.
No obstante, desde una de ellas un anciano de aspecto amigable y campechano
le observó con curiosidad entre bocado y bocado. Finalmente, el hombre,
haciendo un gesto hacia Keller con el fin de atraer su atención, apartó a un lado
su plato y sonrió.
—¿Se encuentra mejor esta mañana, caballero? —preguntó.
Keller se esforzó por hacer que sus labios dejasen de temblar y esbozasen
una tímida sonrisa.
—Le aseguro que estuve aguantando todo el tiempo que me fue posible —
prosiguió el otro—. Pero lo cierto es que llegó un momento en que ya no pude
seguir soportándolo más y no tuve más remedio que ponerme a dar golpes en la
pared. Debía de estar usted delirando. No hacía más que repetir las mismas
palabras una y otra vez. Algo así como «parterre» y «muerte», «parterre» y
«muerte» constantemente. Debió de decirlas usted al menos cien veces anoche.
Sin molestarse en pronunciar una sola palabra de disculpa, Keller apuró su
café de un solo trago, encendió un cigarrillo, se levantó y fue hasta la sala de
estar, donde se sentó un rato para pensar qué era lo que debía hacer a
continuación. Había apostado por la libertad y había acabado perdiendo, lo cual

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parecía querer decir que, al fin y al cabo, quizás aquél no fuese el mejor camino
a seguir. Así que, tomando una súbita determinación, cogió la guía de
ferrocarriles, la consultó brevemente y a continuación se acercó a la recepción
para pedir la cuenta.

IV

Keller no tardó en encontrarse de regreso en su casa, aquella casa silenciosa


y vacía sobre la cual, a la mortecina luz de aquella tarde de verano, parecía
haber descendido un impenetrable manto de quietud. La atmósfera de terror que
anteriormente la había invadido había desaparecido por completo y en su lugar
no había más que una intensa sensación de paz y tranquilidad. Todos los
temores se habían esfumado por fin, y con ellos la desesperación y los
remordimientos. Así que, con una calma y una tranquilidad que algún tiempo
antes hubiesen resultado del todo impensables, Keller entró en el estudio y, tras
abrir la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, se sentó junto a ésta y
comenzó a repasar mentalmente los diferentes episodios que conformaban el
retablo de su vida. Algunos de ellos habían sido buenos y otros habían sido
malos, pero a decir verdad la mayoría no había sido ni lo uno ni lo otro. La suya
había sido una vida normal y corriente hasta aquel fatídico día en que el destino
había decidido unirla para siempre a la de Martle. Tanto era así que, a pesar de
estar vivo, se sentía ligado al cadáver de éste por vínculos completamente
imposibles de romper.
Cuando se hizo de noche encendió el gas, cogió un libro de poesía de una de
las estanterías del estudio y comenzó a leerlo. No tardó en darse cuenta de que
jamás había leído poesía con tanto detenimiento y comprensión. De alguna
extraña manera, su sensibilidad parecía haberse agudizado y depurado hasta
límites que él ni siquiera se había atrevido a sospechar.
Estuvo leyendo durante más de una hora hasta que por fin, tras devolver el
libro a su sitio, subió lentamente las escaleras en dirección a su cuarto. Una vez
allí, se tumbó en la cama y se puso a analizar detenidamente aquella paz y

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aquella indiferencia que de manera tan inesperada parecían haberse adueñado
de él. Así estuvo un largo rato hasta que, sin haber llegado a ninguna conclusión
medianamente satisfactoria, se quedó profundamente dormido.
Al principio soñó con cosas agradables y placenteras que, aun en sueños, no
tardaron en hacerle sonreír de pura felicidad. De hecho, una reconfortante
sensación de bienestar que nunca antes había llegado a experimentar pareció
invadir su alma, una sensación que llegó a ser tan intensa que todavía persistió
en él durante un rato cuando, algo más tarde, los sueños agradables se
desvanecieron y se encontró inmerso una vez más en su antigua pesadilla.
Esta vez, sin embargo, la pesadilla parecía tener un cariz diferente. En ella,
Keller cavaba, como siempre, pero ya no lo hacía atormentado por el miedo y la
desesperación. Cavaba porque algo no dejaba de decirle que ésa era su
obligación y que sólo así, cavando, lograría reparar el daño que una vez había
hecho. Y no se sorprendió lo más mínimo cuando descubrió que el propio
Martle en persona se hallaba allí, a su lado, viéndole trabajar. No obstante, no
se trataba ya del Martle que él había conocido, así como tampoco de un Martle
desfigurado y medio devorado por los gusanos, sino de un Martle de aspecto
grave y solemne en cuyo rostro podía apreciarse una expresión de resignación
tan profunda y conmovedora que Keller, al verla, a punto estuvo de echarse a
llorar.
Mientras nuestro hombre seguía cavando, le invadió un sentimiento de
compasión que nunca antes había conocido. Pero justo entonces, sin previo
aviso, un potente rayo de luz taladró la oscuridad y le dio de lleno en la cara.
Tan intensa era la luz, tan insoportable resultaba, que Keller, profiriendo un
alarido, soltó la pala y se cubrió el rostro con las manos. En ese preciso instante
la luz se apartó y Keller oyó una voz que pareció dirigirse a él desde la
oscuridad. Unos segundos más tarde, cuando pudo al fin abrir los ojos, vio de
pie a su lado la figura vaga e imprecisa de un hombre vestido de policía.
—Espero no haberle asustado, caballero —le pareció entender que éste le
decía—. Le llamé un par de veces pero usted no contestaba. Fue entonces, al
acercarme un poco más, cuando me di cuenta de que estaba usted dormido.
Actuaba usted en sueños, señor.

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—Sí, así es —acertó a decir Keller—. Soy sonámbulo. Es algo que me
ocurre a veces.
—Pues menuda la ha armado esta noche, caballero —dijo el policía
echándose a reír con jovialidad—. ¡Madre mía! Mire a su alrededor. Y pensar
que es usted capaz de pasarse el día entero aquí trabajando para luego, tan
pronto cae la noche, echarlo todo abajo. Le aseguro que le grité varias veces
que se estuviese quieto, señor, pero como usted no parecía oírme no tuve más
remedio que despertarle.
Mientras hablaba, el policía, que había vuelto hacia el parterre el haz de luz
de su linterna, se dedicaba a contemplar entre divertido y asombrado lo que
quedaba de aquél. Keller, mientras tanto, permaneció de pie donde estaba,
completamente inmóvil, esperando.
—Es como si hubiese tenido lugar un terremoto —continuó diciendo el
agente—. Cualquiera diría que esto es obra de un…
Sin tomarse la molestia de acabar la frase, el policía avanzó un paso y
mantuvo la luz enfocada sobre un punto determinado. A continuación se
agachó, apartó un poco de tierra con las manos y se puso a tirar de algo que
parecía asomar por allí. Luego, poniéndose en pie de un salto, volvió la luz
hacia Keller y, mientras con una mano sujetaba la linterna, con la otra hurgó
brevemente en sus bolsillos en busca de unas esposas. Cuando, acto seguido,
habló, lo hizo con la voz fría e impersonal del policía que se dirige a su
detenido.
—¿Accede usted a venir conmigo por su propia voluntad y sin oponer
resistencia? —preguntó.
Con las manos firmemente extendidas ante sí, Keller avanzó hacia él.
—Por supuesto que sí, agente —respondió en voz baja—. Gracias a Dios
que se le ha ocurrido a usted pasar por aquí esta noche.

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LA INTERRUPCIÓN

(The Interruption, 1925)

Cuando el último de los asistentes al funeral se hubo marchado, Spencer


Goddard, vestido todavía completamente de luto, fue a sentarse a solas en su
pequeño pero bien amueblado estudio. Una extraña pero gratificante sensación
de libertad parecía haber invadido la casa desde que el ataúd fuese sacado a
hombros por la puerta camino de la profunda fosa que para él se había abierto
en la tierra yerma del cementerio. La atmósfera viciada y enrarecida que
durante aquellos tres últimos días había reinado entre aquellas paredes se vio de
pronto sustituida por un chorro de aire fresco y limpio. Con el ánimo más
tranquilo ahora que por fin se encontraba a solas, Goddard se acercó a la
ventana abierta y, asomándose para contemplar la última luz del atardecer de
aquel día de otoño, aspiró complacido una amplia bocanada de aire.
Unos segundos más tarde cerró la ventana, fue hasta la chimenea, se agachó
momentáneamente para encender el fuego con ayuda de una cerilla y a
continuación se dejó caer en su sillón favorito para escuchar el alegre
chisporroteo de la leña en el hogar. A la edad de treinta y ocho años había
vuelto una página más del libro de su vida y se disponía a comenzar otra mucho
más apetecible. La vida, rebosante de libertad y desprovista por fin de todo tipo
de cargas y responsabilidades familiares, se ofrecía a sus pies. El dinero de su
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difunta esposa era suyo, suyo por fin, lo cual significaba que ahora podría
disponer de él para gastarlo en lo que le apeteciese y no para almacenarlo con la
tacañería que a ella la había caracterizado durante años.
Cuando, súbitamente, oyó pasos junto a la puerta y se volvió hacia allí para
ver de quién podía tratarse, su rostro adoptó automáticamente la misma
expresión de gravedad y tristeza que había lucido a lo largo de los últimos
cuatro días. La cocinera, con idéntica expresión de fingido abatimiento tatuada
en el rostro, entró despreocupadamente en la estancia, fue hasta la chimenea y
dejó sobre la repisa de ésta una fotografía enmarcada de la difunta.
—Pensé que quizá le gustaría tenerla, señor —dijo en voz baja a manera de
explicación—. Así no se olvidará nunca de ella.
Tras darle las gracias a la mujer, Goddard se puso en pie, tomó la fotografía
entre sus manos y se quedó contemplándola durante unos segundos. Al hacerlo
se dio cuenta, complacido, de que su mano no temblaba lo más mínimo.
—Es un retrato muy bueno de la señora —añadió la mujer—. O, al menos,
de cómo era ella antes de caer enferma. Nunca he visto a nadie cambiar tanto en
tan poco tiempo.
—Cosas de su enfermedad, Hannah —repuso Goddard.
La mujer asintió y, tras secarse con un pañuelo unas lágrimas que habían
aflorado a sus ojos, se quedó mirando atentamente a su señor.
—¿Desea usted alguna cosa más, Hannah? —le preguntó éste al cabo de
unos instantes.
La cocinera sacudió la cabeza con pesar.
—Todavía no puedo creer que se haya ido —dijo en voz baja—. Cada vez
con más fuerza, tengo la extraña sensación de que ella se encuentra todavía
aquí, con nosotros…
—Será cosa de sus nervios, que aún deben de estar algo alterados, Hannah
—dijo Goddard con cierta brusquedad en la voz.
—… y de que intenta decirme algo —concluyó la mujer sin haber oído las
palabras de su señor.
Merced a un gran esfuerzo, Goddard se abstuvo de mirarla.

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—Son sus nervios, Hannah —insistió—. Quizá deba usted tomarse algunos
días de vacaciones. Creo que todo esto ha acabado afectándola más de la
cuenta. Ha sufrido usted mucho.
—También usted, señor —dijo respetuosamente la cocinera—. No se ha
separado de ella ni un solo instante. La ha cuidado y servido en todo, noche y
día, como si fuese un esclavo. No sé cómo ha podido usted soportarlo. Debería
haber contratado a una enfermera.
—Preferí cuidar yo mismo de ella, Hannah —repuso Goddard—. Contratar
a una enfermera sólo hubiese servido para alarmarla. Créame: ha sido mejor así.
La mujer asintió lentamente.
—Tiene usted razón, señor —convino—. Además, las enfermeras siempre
están fisgoneando y metiéndose en lo que no les concierne —añadió—. Y se
creen muy listas. Siempre están alardeando de saber más que los médicos.
Goddard se volvió y miró a la mujer con atención. La figura alta y de rasgos
duros y angulosos de la cocinera se hallaba de pie ante él, muy erguida, en
actitud de respetuosa atención. Sus ojos oscuros y fríos miraban tímidamente
hacia el suelo y su rostro serio y huraño parecía completamente desprovisto de
emoción.
—Mi mujer no ha podido tener mejor médico que yo —dijo Goddard
volviendo la vista nuevamente hacia el fuego—. Ningún otro hombre hubiese
hecho tanto por su esposa.
—En eso sí que tiene usted toda la razón, señor —convino Hannah—. Muy
pocos maridos hubieran hecho lo que usted ha sido capaz de hacer.
Goddard se puso rígido en su silla.
—Ya basta, Hannah —dijo con brusquedad.
—O, al menos, ninguno lo hubiera hecho tan bien —añadió la mujer
pronunciando las palabras con premeditada lentitud.
Sintiendo un extraño y desagradable cosquilleo en el estómago, Goddard
contuvo la respiración durante unos segundos para recuperar el control de sí
mismo. A continuación se volvió hacia la cocinera y se quedó mirándola
fijamente.

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—Gracias por todo, Hannah —dijo con calculada frialdad—. Tiene usted
razón, pero por el momento prefiero no volver a hablar de ello.
Una vez que la mujer se hubo marchado cerrando la puerta tras de sí,
Goddard permaneció sentado todavía un buen rato sumido en profundos
pensamientos. La sensación de frescor y bienestar que le había invadido hacía
tan sólo unos pocos minutos había desaparecido por completo, dejando en su
lugar un sentimiento de aprensión y ansiedad que se negaba a admitir pero que,
al mismo tiempo, resultaba imposible ignorar. Tras reflexionar detenidamente
sobre cuanto había hecho a lo largo de las últimas semanas, fue incapaz de
descubrir ni una sola fisura, ni un solo error de cálculo en sus planes. La
enfermedad de su esposa, el diagnóstico del médico, su firme determinación de
cuidar personalmente de la enferma… Todo parecía estar dentro de lo normal.
Intentó recordar las palabras exactas de la cocinera, su actitud sugerente y
amenazadora. Algo en ella o en lo que ella había dicho le advertía que tenía
sobrados motivos para preocuparse. Algo que, por desgracia, ahora no lograba
recordar con claridad.
A la mañana siguiente sus temores le parecieron algo lejano, absurdo e
irrisorio, sobre todo cuando entró en el comedor y lo encontró rebosante de luz
y perfumado con el delicioso aroma del café y el beicon recién hechos. En
cuanto a Hannah, se alegró al ver que la cocinera volvía a ser la misma de
siempre. La encontró en la cocina, observando con expresión preocupada dos
huevos de aspecto algo dudoso y dedicándole todo tipo de improperios al
tendero que se los había vendido.
—Ese beicon tiene una pinta excelente —le dijo Goddard con una amplia
sonrisa—. Al igual que el café. Claro que, todo sea dicho, su café siempre es
excelente, Hannah.
Por toda respuesta la cocinera esbozó una sonrisa y, tomando un par de
huevos frescos de manos de una joven criada de mejillas sonrosadas, se los
enseñó brevemente, los abrió y vertió su contenido en una sartén.
Tras el desayuno, una buena pipa y un revigorizante paseo terminaron por
poner a Goddard de un inmejorable humor. Cuando decidió regresar a casa, lo
hizo con el rostro colorado a causa del ejercicio y con la misma sensación de

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libertad y euforia que, si bien tan sólo por unos escasos minutos, se había
apoderado de él la noche anterior. Mientras cruzaba el jardín (aquel que ahora
era por entero de su propiedad), comenzó a darle forma en su cabeza a ciertos
planes que tenía previsto realizar.
Después de comer se puso a inspeccionar la casa. Cuando entró en la
habitación de su difunta esposa, se encontró una alcoba pulcramente ordenada.
Por las ventanas abiertas penetraba un aire fresco y tonificante que confería a
toda la estancia un hermoso aspecto de lozanía y pureza. Al principio Goddard
se limitó a pasear la mirada por la cama hecha y los muebles limpios y
relucientes, pero luego, acercándose con expresión decidida al tocador,
comenzó a abrir los cajones y a rebuscar en el interior de cada uno de ellos. No
obstante, a excepción de unos pocos artículos completamente desprovistos de
valor, los cajones se encontraban vacíos. Al ver aquello, Goddard salió al
pasillo y llamó a Hannah.
—¿Sabe usted si la señora guardaba sus efectos personales bajo llave? —le
preguntó a la mujer en cuanto la vio llegar.
—¿A qué efectos personales se refiere, señor? —preguntó ella a su vez.
—Pues… principalmente a sus joyas.
—¡Ah, sus joyas! —exclamó Hannah con una sonrisa—. Ella me las regaló
—respondió luego con total y absoluta tranquilidad.
Goddard reprimió una exclamación de sorpresa y, aunque su corazón
comenzó a latir alocadamente, se las arregló para controlar su voz y hablar con
severidad.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó.
—Justo antes de que ella muriese… de una horrible y dolorosa
gastroenteritis —respondió la mujer.
Un largo silencio tuvo lugar. Finalmente, Goddard se volvió hacia el
tocador y, con sumo cuidado, comenzó a cerrar los cajones. Frente a él, el
espejo que tantas veces había reflejado el rostro de su esposa le mostró la
mortal palidez que acababa de adueñarse del suyo. Cuando por fin habló, lo
hizo lentamente y sin volverse.

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—Muy bien, Hannah —dijo con voz ligeramente ronca—. Tan sólo quería
saber qué había sido de ellas. Por un momento se me ocurrió pensar que quizá
Milly…
Hannah negó enérgicamente con la cabeza.
—Milly es de fiar —aseveró mientras una enigmática sonrisa afloraba a sus
labios—. Ella es tan honrada como usted o como yo. ¿Desea alguna otra cosa,
señor?
Al no obtener respuesta, la mujer dio media vuelta y salió de la habitación
cerrando la puerta tras de sí con la delicadeza propia de una criada bien
adiestrada. Cuando se quedó a solas, Goddard se agarró con fuerza a los hierros
de la cama para no caer y, de pie donde estaba, se puso a pensar en el futuro con
los ojos clavados en el vacío.

II

Los días fueron transcurriendo lentamente, empapados de una insufrible


monotonía, tal y como suelen hacerlo para todo aquel que se siente encerrado.
Y es que así era exactamente como Goddard se sentía. Aquella maravillosa
sensación de libertad y la idea de una vida desprovista de todo tipo de
preocupaciones se habían esfumado por completo. En vez de en una única
celda, su prisión particular consistía en una casa de diez habitaciones, cada una
de las cuales se hallaba celosamente custodiada por Hannah, su implacable
carcelera.
Aunque en realidad aquella modélica cocinera se mostraba respetuosa y
atenta en todo momento, Goddard percibía una amenaza constante no sólo
contra su libertad sino también contra su vida en cada palabra que ella decía. Su
expresión hosca y sus ojos fríos no eran para él más que una clara muestra de su
consabida superioridad. En la preocupación que la mujer demostraba tener por
la comodidad y el bienestar de su señor, éste no veía sino una continua y
sarcástica burla. Se trataba del viejo juego del amo que interpreta el papel de
criado. Todos los años de forzada servidumbre habían terminado

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definitivamente, pero aquella mujer, pareciendo regocijarse en su victoria,
tanteaba cuidadosamente el terreno y avanzaba con suma cautela, como
queriendo sacarle todo el jugo a aquel juego demencial. Implacable y llena de
resentimiento, y haciendo gala de una astucia que nunca antes había dejado
entrever, parecía obstinada en tomar completa posesión del que estaba llamado
a ser su reino. De hecho, aunque poco a poco, y saboreando con fruición cada
bocado que daba, eso era exactamente lo que estaba haciendo.
—Me he tomado la libertad de hacer algo que espero que a usted le parezca
bien, señor —le dijo a Goddard una mañana—. He despedido a Milly.
Goddard levantó la vista del periódico que estaba leyendo y miró a la
cocinera.
—Y ¿por qué?, si puede saberse —preguntó—. ¿Acaso no cumple con su
trabajo?
—No desde mi punto de vista, señor —respondió la mujer—. Me ha dicho
que piensa venir a verle para tratar el tema con usted personalmente, pero yo ya
me he tomado la molestia de decirle que eso no servirá de nada.
—¿Y no cree usted que lo más indicado sería que yo hablase con ella y
escuchase lo que tiene que decir al respecto? —preguntó su señor.
—Oh, naturalmente que sí, si es eso lo que usted desea, señor —dijo
Hannah—. Lo malo es que, ya que la he despedido, no puedo echarme atrás.
Así que si ella no se va, entonces seré yo la que se vaya. Y créame, señor,
sentiría mucho tener que irme. Se está tan bien aquí… Pero así son las cosas. O
ella o yo.
—Por nada del mundo desearía que usted se marchase, Hannah. Y menos
aún que lo hiciese a disgusto —se apresuró a decir Goddard con un ligero
temblor en la voz.
—Muchas gracias, señor —dijo Hannah—. Estoy segura de que valora
usted con justicia cada uno de mis pequeños esfuerzos. Llevo ya algún tiempo
dedicándome por entero a usted y cada día que pasa me voy familiarizando un
poco más con sus hábitos. Espero acabar comprendiéndole mejor que nadie.
Sepa usted que cada día doy lo mejor de mí misma para hacer que usted se
sienta cómodo y feliz en su propia casa.

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—Gracias, Hannah —dijo Goddard haciendo un esfuerzo por que su voz
sonase lo más enérgica y autoritaria posible—. En cuanto a Milly, tiene usted
mi permiso para despedirla si lo estima oportuno. Dejo todos los trámites en sus
manos.
—Hay otra cosa más de la que me gustaría hablarle, señor —dijo Hannah
—. Se trata de mi sueldo. Quisiera pedirle un aumento. Creo que, ya que a partir
de ahora voy a ser la única persona que esté a cargo de la casa, no estaría de
más que eso repercutiese en mi salario.
—Eso que usted dice me parece razonable —dijo Goddard tras considerar la
cuestión durante unos segundos—. Déjeme ver… ¿Cuánto gana usted
actualmente?
—Treinta y seis libras, señor.
Goddard reflexionó durante un momento y a continuación miró a Hannah
con una benévola sonrisa.
—Muy bien —dijo cordialmente—. Que sean cuarenta y dos. ¿Qué le
parece? No está mal, ¿verdad?
—Yo pensaba pedirle cien, señor —repuso Hannah secamente.
Goddard, atónito, miró a la mujer sin saber qué decir.
—Cien… Eso es bastante más que un simple aumento —dijo al fin—. Si
quiere que le sea sincero, Hannah, no sé si yo…
—Está bien, señor. No importa —le atajó ella—. Simplemente creí que
estaría usted de acuerdo conmigo en que me merezco al menos cien libras. Pero,
en fin, sin duda usted entiende de eso más que yo. Aun así, déjeme decirle una
cosa: hay gente en este mundo que cree firmemente que me merezco incluso
doscientas. Eso sí que es bastante más que un simple aumento. No obstante, yo
no pido tanto. Al fin y al cabo, soy una mujer modesta. Pero usted, que es un
hombre inteligente, comprenderá sin lugar a dudas que siempre será mejor
pagar cien libras que…
Guardó silencio en mitad de la frase y soltó una breve risita.
Goddard la miró fijamente.
—… que verse privado de mis servicios y perderlo absolutamente todo —
concluyó.

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Goddard sintió cómo el rostro se le contraía de repente. Sus labios, de tan
apretados como los tenía, parecieron desaparecer casi por completo de su boca.
Sus ojos relampaguearon con ira.
Sin apartar en ningún momento su vista de la mujer, se puso en pie de un
salto y se acercó a ella hecho una furia. Hannah, firme en su sitio, le sostuvo la
mirada sin tan siquiera pestañear.
—Se lo advierto, Hannah. Procure no pasarse de la raya conmigo —dijo
finalmente Goddard tras un breve duelo de miradas.
—Así es la vida, señor. Al menos la mía —repuso la mujer.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Que durante muchos años la vida ha sido muy dura conmigo y que ya va
siendo hora de que me dé alguna que otra alegría.
—Escúcheme, Hannah. Si yo… si yo accediese a pagarle esas cien libras
que pide —dijo Goddard humedeciéndose los labios con nerviosismo—, sin
duda eso haría que su vida fuese un poco mejor, ¿no es cierto?
Hannah asintió con la cabeza.
—Naturalmente, señor. Y quizás incluso más larga —respondió lentamente
—. Ya sabe usted que yo soy una persona que procura tener siempre mucho,
mucho cuidado con todo.
—De eso no me cabe la menor duda —repuso Goddard dejando que su
rostro se relajase un poco.
—Lo que quiero decir es que procuro ser muy cuidadosa con todo lo que
como y todo lo que bebo —aclaró la mujer mirando fijamente a su señor.
—Eso es lo que yo llamo proceder con inteligencia —repuso Goddard
lentamente—. Yo también soy una persona a la que le gusta conducirse con
cuidado. Por eso estoy dispuesto a pagar mucho dinero por una buena cocinera.
No obstante, procure no excederse, Hannah. No mate usted a la gallina de los
huevos de oro ahora que la ha encontrado.
—No tengo intención de hacer tal cosa, señor —replicó la mujer con
frialdad—. Vive y deja vivir. Ése es mi lema. Hay quien piensa de otra manera,
pero a mí me gusta andarme con pies de plomo. Y nadie va a cogerme
desprevenida porque yo nunca bajo la guardia. De todas formas, en el hipotético

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caso de que algo me sucediese, le advierto que le he dejado a mi hermana una
extensa carta en la que explico gran cantidad de cosas.
Goddard se volvió lentamente y, aparentando despreocupación, enderezó las
flores de un pequeño jarrón que había sobre la mesa. Luego se acercó a la
ventana y se quedó mirando al exterior sin decir una sola palabra. Su rostro se
hallaba mortalmente pálido y sus manos no dejaban de temblar.
—A pesar de todo, por el momento no tiene usted de qué preocuparse, señor
—continuó diciendo Hannah al cabo de unos minutos—. Esa carta sólo debe ser
abierta en caso de que yo muera. Yo no creo en los médicos (al menos no
después de lo que les he visto hacer en esta casa), y no creo que sepan ni la
mitad de las cosas de las que alardean. En realidad son todos unos ignorantes.
Sea como fuere, en esa carta he dejado dispuesto que, si muero, se realice una
meticulosa autopsia de mi cadáver. Y he explicado con pelos y señales las
razones por las que deseo que se proceda de tal manera.
—Suponga usted, Hannah —dijo Goddard separándose de la ventana y
acercándose a la mujer—, suponga usted por un momento que a su hermana le
vence la curiosidad. ¿Qué ocurriría si abriese la carta antes de que a usted le
pasase nada?
—Bueno, ése es un riesgo que no tendremos más remedio que asumir —
respondió Hannah encogiéndose de hombros—. No obstante, por lo que a mi
hermana respecta, creo que no hay de qué preocuparse. Usted no la conoce,
pero yo sí. Y le aseguro que es capaz de guardar un secreto.
—¿Y si, a pesar de todo, la abre y la lee aunque después no diga nada a
nadie sobre su contenido? —insistió Goddard.
Una inquietante y desagradable sonrisa afloró lentamente a los labios de
Hannah.
—Si a ella la venciese finalmente la curiosidad y leyese la carta, yo no
tardaría en saberlo —dijo riendo en voz alta—. Y usted tampoco, señor. A decir
verdad, mucha gente se enteraría en un abrir y cerrar de ojos. ¡Dios mío! Esa
carta causaría verdadera sensación en todo el pueblo. Por una vez en la vida
todo Chidham tendría algo de que hablar. Tanto usted como yo apareceríamos
en las portadas de los periódicos. ¿Se lo imagina, señor?

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Goddard esbozó una forzada sonrisa.
—Vaya, vaya —dijo con suavidad—. Su pluma parece ser un arma
extremadamente peligrosa, Hannah. Tan sólo espero que su hermana no tenga
necesidad de abrir esa carta hasta dentro de mucho tiempo. Parece usted gozar
de buena salud. Al menos por ahora.
La mujer asintió.
—No soy una mujer a la que le guste enfrentarse a los problemas antes de
que éstos aparezcan —dijo con cierto desdén—, pero no creo que haya nada de
malo en intentar prevenirlos. Al fin y al cabo, es mejor prevenir que curar.
—Así es —convino su amo—. A propósito, no creo que haya necesidad de
que este pequeño arreglo económico que hemos acordado entre usted y yo
acabe siendo conocido por nadie más. Debe usted comprender que los vecinos
podrían empezar a mirarme de manera extraña y a acusarme de dar mal
ejemplo. No obstante, ni que decir tiene que si estoy dispuesto a pagarle una
cantidad tan elevada es porque de verdad creo que usted la merece.
—Estoy segura de ello, señor —convino Hannah—. De lo que ya no estoy
tan segura es de que no merezca mucho más. Pero, en fin, no se preocupe usted.
Por el momento cien libras son suficientes. Por lo demás, yo misma me
encargaré de contratar a una muchacha por menos de lo que le hemos estado
pagando a Milly. Así yo podré quedarme con la diferencia, con lo que mi
economía personal se verá reforzada todavía un poco más.
—No es mala idea, Hannah —convino Goddard forzando una nueva
sonrisa.
—Claro que, ahora que lo pienso —añadió la mujer mientras se retiraba
deteniéndose bruscamente junto a la puerta—, si al final no logro encontrar a
nadie y me veo obligada a hacer yo misma el trabajo que hacía Milly, no veo
por qué no puedo quedarme también con el dinero que ella cobraba. De esa
manera ganaré más que nunca. A fin de cuentas, ya que hago el trabajo creo que
tengo derecho a que me paguen por él.
Goddard, resignado, asintió con la cabeza mientras ella salía de la estancia.
Una vez a solas, se acercó lentamente a un sillón, se dejó caer pesadamente en
él y se puso a pensar en la posición que él había acabado ocupando en toda

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aquella historia, una posición tan insoportable como peligrosa. Aun a costa de
un enorme riesgo, había escapado de las garras de una mujer para ir a caer,
atado de pies y manos, en las de otra. Aunque vagas e imprecisas, las sospechas
que Hannah albergaba contra él podían bastar para buscarle la ruina. La verdad
podía salir a la luz en cualquier momento. Así que, a ratos paralizado por el
miedo y a ratos rojo de ira, Goddard comenzó a devanarse los sesos una y otra
vez en busca de una manera de escapar de aquella horrible situación. No
obstante, por muchas alternativas que consideró, todas ellas le parecieron en
vano. De hecho, se trataba de él, un simple ciudadano condenado
irremisiblemente a mantener las apariencias, contra una malvada y astuta
demente, una perturbada cuya maliciosa locura la hacía aún más peligrosa de lo
que cualquiera podía llegar a imaginar, una loca que, para colmo de males,
bebía. Con aquel sueldo tan alto que él no iba a tener más remedio que pagarle,
aquella mujer acabaría bebiendo cada vez más, con lo que toda su vida, todo lo
que tenía, pasaría a depender por completo de una chiflada alcohólica y sin
escrúpulos. Obviamente, una vez alcanzado tal extremo aquella horrible mujer
sentiría unos irrefrenables deseos de disfrutar de las ventajas de su supremacía,
con lo que, presa de su propia vanidad, no tardaría en comenzar a alardear de
ella ante los demás. Antes o después, él se vería obligado a aceptar sus órdenes
en presencia de otros. Y entonces ya sí que no tendría ninguna posibilidad de
escapar.
Abrumado por la desesperación, Goddard se sentó con la cabeza hundida
entre las manos. Debía de haber alguna manera de salir de aquella situación. Y
él tenía que encontrarla. Y pronto, muy pronto, antes de que los inevitables
rumores y cotilleos comenzaran a brotar a su alrededor, antes de que los papeles
intercambiados de amo y criado aportasen credibilidad a la historia que aquella
mujer haría circular cuando la verdad acabase saliendo a la luz.
Estremeciéndose de pura rabia, pensó en la frágil y fea garganta de aquella
odiosa mujer y en lo maravilloso que sería poder cerrar sus manos sobre ella
para estrangularla.
De repente, como despertando de un mal sueño, dio un fuerte respingo y
aspiró una amplia bocanada de aire. No, con las manos no, se dijo. Eso podría

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dejar indicios de un crimen. Había que idear un plan mejor.

III

Aunque de cara al exterior Goddard siguió mostrándose alegre y jovial con


sus amistades, de puertas para adentro acabó convirtiéndose en un ser callado y
sumiso. Milly se había ido, y aunque la calidad del servicio doméstico había
empeorado notablemente y las habitaciones comenzaban a mostrar signos más
que evidentes de descuido y abandono, eso a él no parecía importarle
demasiado. Si nadie acudía cuando hacía sonar la campanilla, ni siquiera se
tomaba la molestia de protestar, y ante la premeditada insolencia de su supuesta
sirvienta se limitaba a poner educadamente la otra mejilla. Cuando, ante tal
muestra de sumisión, aquella mujer sonreía, él le devolvía la sonrisa. Y era
precisamente esta sonrisa, a pesar de toda su sencillez y dulzura, lo que a ella
solía dejarla siempre algo intranquila.
—A pesar de todas sus sonrisas usted a mí no me da ningún miedo, señor —
le dijo ella en cierta ocasión con aire amenazador.
—Eso espero —repuso Goddard con una ligera nota de sorpresa en la voz.
—Puede que usted le inspire respeto a mucha gente, pero le aseguro que, lo
que es a mí, no me impone usted lo más mínimo —dijo ella secamente—. Y ya
sabe usted que si algo malo me llegase a ocurrir…
—Nada malo podría sucederle a una mujer tan precavida como usted,
Hannah —atajó él, cortante, pero dedicándole otra de sus sonrisas—. Con un
poco de suerte llegará usted a cumplir los noventa.
A pesar de todo, Goddard se daba perfecta cuenta de que aquella situación
estaba afectando inevitablemente a sus propios nervios. Por la noche terribles
pesadillas comenzaban a acosarle. Pesadillas en las que alguna terrible
catástrofe, tan inminente como inevitable, se cernía continuamente sobre él, si
bien ni él mismo era capaz de descubrir de qué se trataba. Cada mañana se
despertaba angustiado y sin ánimos para enfrentarse a un nuevo día de
tormento. Ni siquiera se atrevía a mirar a la cara a la mujer que había hecho de

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su vida un infierno, pues, entre otros motivos, tenía miedo de que ella llegase a
advertir en sus ojos el plan que llevaba algún tiempo tramando.
Por fin llegó el día en que decidió poner manos a la obra, pues seguir
demorándose podía llegar a resultar un peligroso error. Había planeado hasta el
más mínimo detalle cada movimiento que le ayudaría a quitarse de encima la
sombra de perdición que tanto tiempo llevaba acosándole. Gracias a su plan las
tornas iban a cambiar. No obstante, aunque siempre cabía un pequeño factor de
riesgo, Goddard, consciente de cuánto se jugaba, estaba más que dispuesto a
asumirlo. Según su plan, lo único que tenía que hacer era precipitar ciertos
hechos. Luego, cuando otras personas entrasen en escena y se encargasen de
rematar la faena, él se limitaría a seguir el curso de los acontecimientos como
un espectador más.
Aquella tarde, cuando regresó de dar su habitual paseo de sobremesa, entró
en la casa respirando agitadamente y arrastrando mucho los pies. Cuando llegó
la hora del té, se sentó a la mesa pero no probó bocado. Por la noche, tras
apenas tocar su plato, se levantó, se acurrucó frente al fuego y le dijo a Hannah
que había cogido un ligero enfriamiento. La cocinera pareció ignorarle, pero él
se contentó pensando que seguramente hubiese demostrado mayor interés si
hubiese sabido cuál era el verdadero motivo de dicho enfriamiento.
Al día siguiente su salud no mejoró, por lo que, después de comer, decidió
acudir a la consulta del médico. Éste, tras asegurarle que no tenía de qué
preocuparse, pues lo único que tenía era un ligero trastorno digestivo, le recetó
un jarabe y se despidió de él con un fuerte apretón de manos. Durante los dos
días siguientes Goddard se tomó tres cucharadas diarias de aquel jarabe
disueltas en agua sin obtener mejoría alguna. Finalmente, sintiéndose cada vez
peor, decidió que lo más indicado era meterse en cama.
—Ha hecho usted bien, caballero. Un par de días en cama no le harán
ningún daño —convino el doctor cuando acudió a visitar al enfermo—. A ver,
enséñeme otra vez la lengua.
—Pero ¿qué es lo que tengo, doctor Roberts? —preguntó el paciente.
El médico reflexionó durante unos segundos.

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—Nada de lo que deba usted preocuparse. Los nervios algo alterados… La
digestión un poquito pesada… Ese tipo de cosas. En un par de días estará usted
como nuevo.
Goddard asintió con la cabeza. Hasta el momento el doctor Roberts estaba
encajando a la perfección en sus propósitos. Feliz por ello, Goddard sonrió
sombríamente cuando el médico abandonó la habitación. Pensaba en la sorpresa
que le tenía reservada, una sorpresa que quizás acabase siendo un duro golpe
para el doctor Roberts y su reputación profesional. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer? Había cosas en la vida que no se podían evitar.
Con los ojos entrecerrados, se recostó y repasó mentalmente los diferentes
pasos que todavía quedaban por llegar. Durante los dos días siguientes iría
empeorando gradualmente hasta que, por fin, terminase apareciendo una
verdadera enfermedad. A partir de ahí se convertiría en un enfermo nervioso y
asustado que empezaría a insinuar que su comida tenía un sabor extraño y que,
por absurdo que pudiese parecer, cuando peor se sentía era siempre después de
comer. Luego le enseñaría al doctor, por si a éste le pudiese llegar a interesar,
un poco de carne de su comida de ese mediodía que él se había tomado la
molestia de apartar. «¿No le gustaría examinarla?», le preguntaría al doctor.
«¿Y por qué no también una muestra de mis deposiciones?», añadiría. «¿Por
qué no las analiza?»
Recostado sobre un codo, Goddard se quedó mirando fijamente a la pared.
Habría un rastro, sólo un ligero rastro de arsénico en sus deposiciones. Pero
habría mucho más que un simple rastro en la comida. Un espantoso caso de
envenenamiento saldría a la luz. Entonces Goddard se encargaría de llamar la
atención sobre cuán similares eran sus síntomas a los que su esposa había
padecido antes de morir. Después de aquello, veríamos si Hannah lograba
escapar de la mortífera tela de araña que él estaba tejiendo a su alrededor. En
cuanto a la carta con la que ella tantas veces le había amenazado, que la hiciese
circular si se atrevía. Se convertiría en una prueba que se volvería contra ella
misma, una prueba de que sabía lo que le había ocurrido a la difunta Mrs.
Goddard, una prueba de que intentaba acusar a su amo de aquel primer
envenenamiento. Ni cincuenta cartas como aquélla podrían salvarla del castigo

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que Goddard le estaba preparando. Aquella era una lucha a muerte. Se trataba
de su vida o de la de ella, y a la hora de elegir entre ambas Goddard no tendría
piedad.
Durante tres días se medicó con sumo cuidado y sin dejar en ningún
momento de observar cómo su cuerpo respondía al tratamiento. Hasta que,
finalmente, comprendió que si no actuaba de una vez sus nervios acabarían
fallándole. No en vano, todavía tenía por delante las partes más arriesgadas de
su plan: el descubrimiento, el arresto, el juicio, la exhumación y posterior
autopsia del cadáver de su esposa… Sería un proceso largo, difícil y arriesgado,
pero Goddard estaba decidido a no seguir esperando ni un solo minuto más. La
dramática función daría comienzo súbitamente aquella misma noche.
Entre las nueve y las diez Goddard hizo sonar el timbre. No obstante, no fue
hasta después de la cuarta llamada cuando pudo por fin oír cómo Hannah subía
lenta y pesadamente, como con desgana, las escaleras.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó la mujer al cabo de unos segundos
asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—Estoy muy enfermo, Hannah —dijo Goddard respirando con dificultad—.
Ve corriendo en busca del médico. ¡Deprisa!
La mujer permaneció de pie donde estaba, mirándole con expresión
asombrada.
—¡¿Cómo?! ¡¿A estas horas de la noche?! —exclamó—. ¡Ni lo sueñe!
—¡Me estoy muriendo, Hannah! —la instó Goddard con la voz quebrada.
—¿Morirse usted? Vamos, no diga tonterías —repuso ella con brusquedad
—. Ya verá cómo se encuentra mejor mañana por la mañana.
—Te digo que me estoy muriendo, Hannah —repitió él con la voz reducida
a un ronco susurro—. Ve… en busca… del médico.
Por un momento, Hannah dudó. Luego, al oír la insistencia con la que la
lluvia golpeaba los cristales de la ventana, recordó que la casa del doctor
Roberts quedaba al menos a una milla de distancia carretera abajo.
—Pero si está diluviando. Cogeré una pulmonía si salgo a la calle con este
tiempo —refunfuñó.

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Durante unos segundos se quedó mirando con odio y resentimiento la
decrépita figura que yacía sobre la cama. Luego, comprendiendo al fin que la
muerte de su señor no podría reportarle ningún beneficio, decidió que éste
parecía encontrarse efectivamente muy enfermo.
—Está bien. Iré a buscarle —gruñó finalmente cerrando con violencia la
puerta de la habitación.
Con una triste y amarga sonrisa dibujada en los labios, Goddard la oyó ir de
un lado para otro por el piso inferior. Al cabo de un rato, cuando la puerta
principal se cerró de un portazo y no llegó hasta sus oídos más que un profundo
silencio que pareció apoderarse súbitamente de la casa, comprendió que al fin
se encontraba a solas.
Tras esperar tumbado en la cama durante unos minutos, se levantó, se puso
un batín y dio comienzo a los preparativos. Con mano firme y segura, cogió una
pizca de polvillo blanco de un paquete que guardaba bajo la almohada y lo
espolvoreó sobre los restos de su cena. Seguidamente, tras permanecer unos
segundos inmóvil y con el oído alerta ante cualquier posible ruido que pudiese
llegar desde abajo, encendió una vela, salió al pasillo llevando el paquete de
polvo blanco en la mano y se encaminó al cuarto de Hannah. Una vez en el
interior de éste, se quedó de pie unos instantes mirando a su alrededor con
aspecto indeciso. Luego, tomando una súbita determinación, abrió uno de los
cajones de la cómoda, colocó el paquete bajo un pequeño montón de ropa y
regresó corriendo a su cama.
Cuando se encontró nuevamente entre las sábanas se dio cuenta de que todo
su cuerpo se estremecía de excitación. Le asaltaron unas irrefrenables ansias de
fumar, pero en seguida comprendió que aquello era imposible. Así que, a falta
de otra cosa que pudiese aplacar sus ánimos e infundirle un poco de confianza,
se puso a ensayar mentalmente la conversación que mantendría con el doctor en
cuanto éste llegase tratando de sortear cualquier posible complicación u
obstáculo que pudiese surgir en la misma. Estaba convencido de que la escena
que dicha conversación acabaría desencadenando, sobre todo estando presente
aquella mujer, sería terrible. Y él no podría tomar parte en ella, pues debía
aparentar estar demasiado enfermo para intervenir. Así que cuanto menos

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hiciese, tanto mejor. Ya se encargarían los demás, empezando por el propio
doctor, de hacer cuanto fuese necesario.
Durante un buen rato permaneció tumbado en la cama escuchando tanto el
aullido del viento y el tamborileo de la lluvia en el exterior como el inusual
silencio que parecía haberse adueñado de las entrañas de la casa. Con una
extraña sensación, cayó de repente en la cuenta de que aquélla era la primera
vez que se encontraba solo allí dentro desde que tuviera lugar la muerte de su
esposa. Fue entonces cuando, con cierto pesar, recordó que durante el proceso
el cadáver de ella tendría que ser exhumado. Y aunque anteriormente la idea no
le había parecido sino un simple paso más en su plan, en aquel momento el solo
hecho de pensar en ello se le antojó sumamente desagradable. Lo cierto era que
no le apetecía lo más mínimo tener que turbar el sueño de su esposa. Prefería
dejar que los muertos descansasen en paz.
Empezando a impacientarse ligeramente, se sentó en la cama y sacó su reloj
de debajo de la almohada. Hannah debería haber regresado ya. No obstante,
quizás el mal tiempo hubiese retrasado su marcha. En cualquier caso, ya no
podría tardar mucho. De un momento a otro oiría girar la llave en la cerradura.
Así que, convencido de que debía seguir esperando, volvió a tumbarse e intentó
calmar sus nervios repitiéndose a sí mismo que hasta aquel momento las cosas
parecían marchar por buen camino. Al fin y al cabo, había sido él, un hombre
cuidadoso e inteligente, el artífice de aquel magnífico plan. No tardó en
embargarle algo parecido a la satisfacción que siente todo artista al contemplar
extasiado su obra maestra.
El silencio comenzó a hacerse cada vez más opresivo mientras, a su
alrededor, la casa parecía escuchar, siempre alerta, hasta el más mínimo de sus
movimientos. Sin poder evitarlo, volvió a consultar su reloj y, soltando una
maldición, se preguntó qué podía haberle sucedido a aquella endemoniada
mujer. Era obvio que el doctor debía estar ausente, pero, aun así, ello no era
razón para que Hannah tardase tanto. Ya era casi medianoche y la atmósfera
reinante en la casa parecía cada vez más inquietante y hostil.
En una de las escasas ocasiones en las que el viento dejó de aullar, Goddard
creyó oír pasos que se acercaban a la casa. Con las mandíbulas fuertemente

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apretadas, se incorporó como impulsado por un resorte y permaneció sentado a
la espera de oír el sonido de la llave al girar en la cerradura de la puerta
principal. Unos segundos más y Hannah entraría por fin en la casa, con lo que
todos los miedos que en aquel momento le acosaban desaparecerían. De
repente, las pisadas dejaron de oírse, pero lo que debía escucharse a
continuación, es decir, el ruido de la puerta al ser abierta, no llegó a producirse.
Con los nervios a flor de piel, Goddard continuó sentado, a la escucha, hasta
que las esperanzas que había albergado con respecto a la llegada de Hannah
comenzaron a desvanecerse. No obstante, estaba completamente seguro de
haber oído pisadas. Si aquello era efectivamente así, la pregunta ahora era: ¿a
quién pertenecían?
El tiempo pareció detenerse cuando, temblando de pies a cabeza, comenzó a
oír extrañas voces fantasmales que le susurraban al oído que su plan había
fracasado, que no tardaría en recibir el castigo que merecía y que, tras una
fuerte apuesta con la muerte, había acabado perdiendo la apuesta. Merced a un
gran esfuerzo, apartó de su mente tales fantasías y, cerrando los ojos, intentó
recobrar la calma y descansar un rato. Había pasado tanto tiempo desde que
Hannah se había marchado que parecía obvio que el doctor se encontraba
ausente y que la mujer, sin otra opción, se había quedado allí, esperándole, para
regresar con él en cuanto apareciese. Finalmente, decidió que en realidad no
tenía motivo alguno para asustarse. De un momento a otro la oiría llegar en
compañía del médico.
Fue justo entonces cuando oyó algo más. Sentándose nuevamente en la
cama, intentó concentrarse en el ruido que acababa de escuchar preguntándose
qué podría haberlo causado. Se había tratado de un ruido muy débil, casi
furtivo. Conteniendo con fuerza la respiración, aguardó a que el sonido se
repitiese. Entonces lo oyó otra vez. Nada más que el espectro de un sonido, el
eco de un susurro… Pero tan significativo como todo susurro que
inesperadamente se escucha en mitad de la noche.
Tras enjugarse el sudor de la frente con la manga del camisón, se dijo
repetidas veces que todo aquello no era más que el efecto de su imaginación
sobre sus desquiciados nervios. No obstante, a pesar de todo el empeño que

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puso en autoconvencerse, fue incapaz de dejar de escuchar. Esta vez le pareció
que el sonido llegaba desde la habitación de su difunta esposa, situada en el
extremo opuesto del pasillo. Aunque al principio no se trataba más que de un
leve ruido, éste fue volviéndose paulatinamente más audible e insistente
mientras Goddard, con los ojos clavados en la puerta de su habitación y, aunque
a duras penas, todavía dueño de sí mismo, se esforzaba por ignorarlo
concentrando toda su atención en el aullido del viento y el golpeteo de la lluvia.
No obstante, durante un rato no consiguió ser consciente de otra cosa. Hasta
que, de repente, un breve chirrido y, justo a continuación, un poderoso estrépito
resonaron en la habitación de la difunta.
Soltando un grito desgarrador y sintiendo cómo sus nervios se hacían
añicos, Goddard saltó de la cama, bajó apresuradamente las escaleras, abrió la
puerta principal de un tirón y echó a correr en mitad de la noche mientras la
puerta, impulsada por el viento, se cerraba violentamente a sus espaldas.
Cuando llegó junto a la verja del jardín se detuvo unos segundos para
recuperar el aliento. Luego echó nuevamente a correr hasta que, al cabo de unos
pocos metros, se detuvo una vez más y se quedó un rato allí de pie, escuchando.
Aunque tenía los pies magullados y la lluvia se abatía con furia sobre él,
Goddard pareció no prestarle la más mínima atención a tales detalles.
Transcurridos un par de minutos, comenzó a regresar lentamente hacia la
casa mientras el viento, que cortaba como un cuchillo, castigaba su cuerpo
empapado hasta los huesos. Al entrar en el jardín, que se hallaba sumido en una
impenetrable oscuridad, no pudo evitar pensar que algún horrible peligro le
aguardaba, al acecho, oculto entre los arbustos. Tiritando de frío, sintió unos
apremiantes deseos de dar media vuelta y reemprender su alocada huida por el
camino, pero luego, impulsado más por la desesperación que por el valor, cruzó
el jardín a todo correr y llegó hasta la casa… para encontrarse con que la puerta
se hallaba firmemente cerrada. El porche le ofrecía un refugio contra la gélida
lluvia que caía sobre la noche, pero resultaba completamente inútil contra el
viento, por lo que, estremeciéndose de pies a cabeza, se dejó caer con
desesperación contra la puerta. Luego, reuniendo las escasas energías que aún le
quedaban, se levantó y, avanzando a trompicones, se dirigió a la fachada trasera

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de la casa. No obstante, cuando por fin alcanzó la puerta de atrás, la encontró
también cerrada. Y la misma suerte corrió cuando probó las ventanas del piso
bajo. Ni una sola de ellas se hallaba abierta.
Desesperado, sin apenas fuerzas para seguir caminando, se arrastró
penosamente hasta el porche y, una vez allí, se acurrucó sobre el suelo, al pie de
la puerta. Así, hecho un tembloroso ovillo, cerró los ojos y esperó resignado a
que Hannah regresase.

IV

Cuando despertó, recordó vagamente que alguien se había inclinado sobre él


para preguntarle cómo estaba y que a continuación unos brazos lo habían
metido, medio a rastras medio en volandas, en el interior de la casa y lo habían
depositado poco después sobre su cama. Ahora, al recobrar la consciencia, notó
que tanto la cabeza como el pecho le dolían horriblemente, que no podía dejar
de tiritar y que un frío atroz le atenazaba todo el cuerpo. Como llegada de muy
lejos, oyó una voz que parecía dirigirse a él.
—Con todos mis respetos, señor, debe de haber perdido el juicio —le decía
Hannah—. Menudo susto me ha dado. Por un momento llegué a creer que
estaba muerto.
Goddard se obligó a abrir los ojos.
—Doctor… —murmuró—. Doctor Roberts…
—No estaba en casa —dijo Hannah—. Tuvo que salir para atender una
urgencia. Le estuve esperando durante un tiempo razonable hasta que, cansada
de esperar, decidí regresar a casa. Y menos mal que lo hice. Si no, a saber qué
hubiera sido de usted. He dejado aviso para que venga el doctor, y me han
asegurado que mañana por la mañana a primera hora estará aquí. Claro que,
viendo el estado tan penoso en que se encuentra usted ahora, quizá lo mejor
sería que viniese cuanto antes.
Mientras hablaba, la mujer se puso a deambular de un lado para otro
poniendo un poco de orden en la habitación. Goddard, impotente, la siguió con

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la mirada mientras ella cogía los platos que contenían los restos de su cena, los
colocaba en una bandeja y salía con ésta de la habitación.
—Por cierto, menuda la he armado sin querer en la antigua alcoba de la
señora —dijo Hannah cuando regresó, medio minuto más tarde—. Parece ser
que ayer, por descuido, me dejé la ventana abierta. Y cuando he entrado hace un
rato me he encontrado hecho añicos sobre el suelo ese enorme jarrón estilo
Chippidale que a ella tanto le gustaba. Ha debido de ser el viento. ¿No lo oyó
usted, señor? Tuvo que hacer un ruido tremendo al romperse.
Goddard no contestó. Aunque su mente se hallaba terriblemente confusa,
intentó reunir las escasas energías que aún le quedaban para ponerse a pensar.
Accidente o no, aquel jarrón había cumplido su destino al estrellarse contra el
suelo. No obstante, la pregunta ahora era: ¿existían de verdad los accidentes?
¿O acaso la vida no era más que una especie de gigantesco rompecabezas en el
que cada pieza estaba cuidadosamente diseñada para encajar en su sitio a la
perfección? El miedo y el viento… o mejor aún, su conciencia y el viento,
habían salvado finalmente a aquella mujer. Ahora él tendría que recuperar como
fuese el paquete de polvillo blanco que había puesto en aquel cajón antes de que
ella lo descubriese y acabase denunciándole. Si no lo hacía, podía considerarse
definitivamente perdido.
Claro que, visto desde otra perspectiva, ¿qué importancia podía tener
aquello? Él se encontraba gravemente enfermo. Mortalmente enfermo, ya en su
opinión. Debía de haber cogido una pulmonía cuando salió de la casa corriendo
como alma que lleva el diablo.
¿Por qué no venía de una vez el doctor? ¿Dónde se había metido? ¡Ah, por
fin! Ahí estaba… Estaba examinándole, auscultándole el pecho con un objeto
pequeño y frío… Al verlo inclinado sobre él, Goddard cayó en la cuenta de que
había algo que deseaba contarle, algo relativo a Hannah y cierto polvillo de
color blanco que ahora, por desgracia, no lograba recordar con claridad.
Al cabo de toda una eternidad acudió a su mente por fin, junto con muchas
otras cosas que hubiera preferido olvidar, lo que deseaba contarle al médico.
Intentó hablar pero no pudo, así que, impotente, se limitó a permanecer
tumbado viendo pasar con los ojos de la mente una interminable procesión de

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recuerdos que se vio interrumpida tan sólo por alguna que otra ocasional mirada
al doctor, a la enfermera y a Hannah, quienes, de pie junto a la cama, no
dejaban de observarle en silencio.
La última vez que miró a Hannah fue también la primera en mucho tiempo
que pudo posar sus ojos en ella sin sentir odio ni resentimiento. Fue entonces
cuando comprendió que estaba a punto de expirar.

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EN LA BIBLIOTECA

(In the Library, 1901)

Tras arder abundantemente durante todo el día, el fuego que aquella lluviosa
noche alumbraba la pequeña pero acogedora biblioteca había quedado reducido
a poco más que un puñado de brasas de aspecto desamparado. Sin apartar la
mirada de éstas, Trayton Burleigh, con el rostro congestionado de ira, se levantó
de su sillón, se acercó a una de las lámparas de gas, la apagó y, tras coger un
puro de una caja que descansaba sobre una mesilla, regresó nuevamente a su
asiento.
La estancia, cuyas ventanas daban a la fachada trasera de un viejo edificio,
era en realidad una mezcla de biblioteca, estudio y cuarto para fumar, además
de un continuo motivo de desesperación para la anciana ama de llaves que, con
la única ayuda de una criada, se esforzaba por llevar la casa. Tal desesperación,
dicho sea de paso, no era de extrañar, pues en realidad aquella mansión, y muy
en particular la mencionada biblioteca, no eran sino la guarida de un par de
solteros, Trayton Burleigh y James Fletcher, quienes, unos diez años antes,
habían recibido la vivienda de manos de un viejo conocido común.
Tras recostarse lentamente en su sillón, Trayton Burleigh se dedicó durante
un buen rato a fumar y a observar por entre sus párpados entrecerrados las
espirales que el humo de su puro trazaba en el aire. De vez en cuando abría un
poco más los ojos para pasear la vista por la acogedora y bien amueblada
estancia que se extendía a su alrededor o para dedicarle una mirada cargada de

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odio a Fletcher, quien, con expresión impasible, se hallaba sentado en el
extremo opuesto de la habitación dándole pequeñas caladas a su pipa de madera
de brezo. Aunque la mitad de aquella adorable y valiosa vivienda pertenecía
legítimamente a Trayton, a la mañana siguiente éste se vería obligado a
abandonarla y a vagar por el mundo en busca de un nuevo hogar. Así, al menos,
acababa de anunciárselo su viejo amigo James, quien, sin tan siquiera
molestarse en quitarse la pipa de entre los dientes, había hablado con la
autoridad propia de un juez que dicta sentencia.
—Conociéndote como te conozco, imagino que ni siquiera se te habrá
pasado por la cabeza la posibilidad de que yo pueda negarme a acatar una
decisión que, por otra parte, has tomado tú solo, ¿verdad? —preguntó Burleigh
de improviso.
—Así es —respondió Fletcher sin más.
Burleigh le dio una profunda calada a su puro y dejó que el humo saliese
lentamente por su nariz formando perezosas espirales en el aire.
—Entonces, ¿crees en serio que voy a acceder a marcharme de aquí y
dejarte a ti en posesión de todo? —preguntó a continuación—. ¿De veras crees
que voy a permitir que te conviertas no ya sólo en el único dueño de esta casa
sino también en el único propietario y representante de nuestra empresa, una
empresa que nos ha costado años levantar entre los dos? Déjame decirte una
cosa, James Fletcher, eres un sinvergüenza y un canalla.
—Solamente soy un hombre honrado —repuso Fletcher—. No creo que
empeñar parte de mis posesiones para hacerme cargo de todos los desfalcos que
tú has hecho a lo largo de estos últimos años sea propio ni de un sinvergüenza
ni de un canalla. Como tú comprenderás, yo no voy precisamente a salir
ganando con ello.
—Pero si no hay necesidad de empeñar nada, James —replicó Burleigh con
impaciencia—. Si le pedimos un préstamo al banco podremos pagar los
intereses sin dificultad. En poco tiempo la mayor parte de la deuda estará
saldada y nadie se habrá enterado absolutamente de nada.
—Eso ya lo sugeriste antes y mi respuesta sigue siendo la misma —dijo
Fletcher—. No estoy dispuesto, de ninguna de las maneras, a convertirme en el

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cómplice de un timador. Solo, me las apañaré como sea para reunir hasta el
último penique y salvar así el nombre de la empresa… y con él, también el
tuyo. Pero después de esta noche no permitiré que vuelvas a poner los pies ni en
la oficina ni en esta casa.
—¡No te atreverás a hacer eso! —exclamó Burleigh con furia, poniéndose
en pie de un salto.
—Ya lo creo que sí —repuso Fletcher sin inmutarse—. Dada tu situación,
sólo puedes escoger entre dos alternativas: la vergüenza de lo que te ofrezco o
una condena a trabajos forzados. No me obligues a lo segundo, Trayton, te lo
advierto. Y no te molestes en enfadarte ni en mirarme de esa manera. Te
aseguro que no me asustas lo más mínimo. Así que vuelve a sentarte y procura
calmarte un poco.
—Vaya, vaya —dijo Burleigh hablando lenta y suavemente mientras volvía
a ocupar su sillón—. De manera que te has tomado la molestia de arreglar todos
los detalles. Muy amable de tu parte. Por cierto, ¿te importaría decirme de qué
se supone que voy a vivir?
—Eso ya es cosa tuya. Gozas de buena salud y tienes dos brazos fuertes y
vigorosos —contestó Fletcher—. No obstante, lo que sí haré será darte las
doscientas libras que mencioné antes. Pero, por lo demás, tendrás que aprender
a cuidarte tú solito. En cuanto al dinero, si quieres puedo dártelo ahora mismo.
Echando mano del bolsillo de su chaqueta, Fletcher sacó una bolsa de cuero,
la abrió, extrajo de ella un apretado fajo de billetes y lo dejó encima de la mesa.
Burleigh, que había observado con calma los movimientos de su socio, alargó la
mano y lo cogió. A continuación, cediendo ante un repentino acceso de ira,
levantó en alto el dinero, apretó el puño con fuerza hasta hacer una arrugada
bola con los billetes y arrojó éstos con fuerza al extremo opuesto de la
habitación. Fletcher, sin tan siquiera mover una ceja, continuó fumando con
absoluta tranquilidad.
—¿Y Mrs. Marl? ¿Se ha marchado? —preguntó súbitamente Burleigh.
Fletcher asintió con la cabeza.
—Tanto ella como Jane estarán fuera toda la noche —respondió lentamente
—. Las dos se fueron juntas a alguna parte. Dijeron que regresarían sobre las

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ocho de la mañana.
—Entonces, ¿me dejarás desayunar por última vez en la que desde mañana
será ya mi antigua casa? —preguntó Burleigh—. A las ocho de la mañana, ¿no
es así? A las ocho… de la mañana… —añadió con la voz reducida a un susurro.
Con expresión firme y decidida, Burleigh se puso nuevamente en pie. Esta
vez Fletcher, al verlo, se quitó la pipa de la boca y se quedó mirándole
atentamente. Burleigh cruzó la habitación, se agachó, recogió del suelo los
billetes que él mismo había arrojado medio minuto antes y se los metió
lentamente en el bolsillo.
—Si de veras estás decidido a dejarme en la estacada, no creas que voy a
consentir que te quedes aquí como único dueño y señor de todo lo que los dos
hemos construido juntos —dijo con severidad.
Con ceremoniosa parsimonia, cruzó la habitación y cerró la puerta. Luego,
mientras se volvía, Fletcher se puso también en pie y apretó los puños con
fuerza. Burleigh se acercó entonces a la pared y, tras sacar de una hermosa
vaina de marfil que colgaba de ésta una afilada espada de estilo japonés, avanzó
lentamente hacia su socio.
—Voy a darte una oportunidad, Fletcher —dijo gravemente mientras se
acercaba—. Sé que eres un hombre de palabra. Si me prometes que correrás un
tupido velo sobre todo lo que ha pasado y que dejarás que las cosas vuelvan a
ser como antes, te aseguro que no te pasará nada.
—Suelta esa espada ahora mismo, estúpido —repuso Fletcher con
brusquedad.
—¡Maldita sea! ¡Ya has oído lo que te he dicho! —bramó Burleigh,
enfurecido.
—¡Y tú ya has oído lo que yo dije antes! —replicó Fletcher.
Mientras miraba a su alrededor en busca de un arma con que defenderse,
Fletcher sintió de repente un agudo y lacerante dolor. Cuando volvió la cabeza
hacia adelante vio que el puño cerrado de Burleigh se hallaba a escasos
centímetros de su pecho y que, justo a continuación, dicho puño retrocedía
llevando consigo algo reluciente y alargado. Ante sus ojos, que empezaban
rápidamente a nublarse, la figura de Trayton Burleigh pareció alejarse de súbito

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varias millas. La habitación entera se cubrió de sombras. Mientras la oscuridad
caía a su alrededor, Fletcher, tras intentar en vano asirse a algo que pudiese
ayudarle a mantenerse en pie, se desplomó pesadamente sobre el suelo.
Tras caer, el cuerpo de Fletcher se quedó completamente inmóvil. Burleigh,
incapaz de creer que todo hubiese terminado tan pronto, permaneció todavía
unos momentos allí de pie, alerta, esperando a que su víctima se levantase.
Comprendiendo finalmente que esto último no iba a ocurrir, se sacó un pañuelo
del bolsillo e hizo ademán de limpiar con él la hoja de la espada. No obstante,
tras pensárselo dos veces, se guardó el pañuelo, dejó el arma sobre el suelo y se
quedó contemplando a su socio, cuyo rostro, a la tenebrosa luz del gas, había
adquirido un matiz pálido y fantasmal. En vida, aquél había sido el rostro de un
hombre normal y corriente. Ahora, en cambio…
Reprimiendo una súbita sensación de náusea, Burleigh retrocedió hasta que
la mesa se interpuso entre él y el cadáver. Una vez que éste quedó oculto a su
vista, logró calmar un poco sus ánimos y ponerse a pensar con mayor claridad.
Lo primero que hizo fue bajar la mirada y examinar con atención sus ropas,
botas y manos. Luego, procurando no dirigir la mirada hacia donde se
encontraba el cadáver, cruzó nuevamente la estancia y apagó las luces. Al
hacerlo, algo pareció agitarse en la oscuridad. Burleigh, asustado, ahogó un
grito y echó a correr alocadamente hacia la puerta. Pero antes de alcanzarla
comprendió, sonriendo nerviosamente, que tan sólo se trataba del reloj de cuco,
que en aquellos momentos daba las doce.
Algo más tranquilo, salió de la habitación y fue hasta el rellano de las
escaleras, donde se detuvo unos instantes para poner un poco de orden en sus
pensamientos. A la cálida luz del gas, las escaleras y el piso inferior, con todos
y cada uno de los objetos que en él había, tenían un aspecto tan corriente, tan
parecido al de todos los días, que Burleigh apenas podía creer lo que acababa de
ocurrir. Lentamente, se acercó al extremo del pasillo y apagó las luces de éste.
La oscuridad que invadió entonces el piso superior fue tan absoluta que
Burleigh, sintiendo cómo el pánico se apoderaba súbitamente de él, echó a
correr escaleras abajo, cruzó el vestíbulo y, tras echar mano de un sombrero que

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colgaba de una percha, abrió la puerta, salió al jardín y no dejó de correr hasta
que alcanzó la verja que lindaba con la calle.
A excepción de una solitaria ventana iluminada, todas las casas vecinas
estaban a oscuras y en silencio. Al otro lado de la verja las farolas derramaban
su luz sobre la calle tranquila y desierta. Una fina llovizna caía sobre el camino
embarrado y cubierto de guijarros. Conteniendo la respiración, Burleigh
permaneció donde estaba, de pie junto a la verja del jardín, intentando reunir el
valor suficiente para volver a entrar en la casa. Justo entonces advirtió una
figura que se acercaba lentamente calle abajo procurando caminar lo más cerca
posible de las fachadas de los edificios para guarecerse de la lluvia. Era un
policía.
Nada más verlo, la verdadera gravedad de lo que había hecho cayó sobre él
como una pesada losa. Los siniestros destellos que la luz de las farolas producía
sobre la capa empapada del agente y los pasos lentos y pesados de éste le
hicieron echarse a temblar. ¿Y si Fletcher no se encontraba completamente
muerto y escogía aquel preciso instante para empezar a gritar pidiendo auxilio?
¿Y si aquel policía, extrañado al ver a Burleigh allí, en mitad de la noche,
decidiese acercarse a él y acompañarle al interior de la casa? Viéndose obligado
a actuar con rapidez, decidió que lo mejor sería asumir una actitud
despreocupada. Así que, cuando el policía pasó junto a él, lo saludó
afablemente e incluso se atrevió a intercambiar con él unas cuantas palabras
acerca del tiempo.
Cuando los pasos del agente dejaron de oírse en la noche, Burleigh dio
media vuelta y entró nuevamente en la casa. Al llegar al vestíbulo, vio que el
primer tramo de escaleras se encontraba iluminado por las luces de la planta
baja, así que, reuniendo todo el valor que fue capaz de encontrar, comenzó a
subirlo lentamente. Cuando alcanzó el último peldaño, encendió una cerilla y
continuó subiendo con paso firme hasta que, poco después, entró en su
habitación y encendió la luz. Algo más tranquilo gracias al efecto conciliador de
ésta, se acercó a la ventana y la abrió ligeramente. Luego fue hasta la cama, se
sentó en ella e intentó poner en orden sus ideas.

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Tenía ocho horas por delante. Ocho horas y doscientas libras. Con aquel
pensamiento firmemente asentado en la cabeza, se acercó a su caja fuerte, la
abrió, sacó el poco dinero que encontró en ella y, dándose una vuelta por la
habitación, recogió cuantas joyas y artículos de valor poseía.
Para entonces, y hasta cierto punto, el primer susto había ya pasado, pero no
tardó en verse reemplazado por el miedo a ser descubierto. Presa de este nuevo
temor, volvió a sentarse y se puso a pensar en cuáles debían ser los siguientes
pasos a dar en aquella especie de juego de habilidad en el que su propia vida era
la principal apuesta. Había leído muchas historias acerca de gente de
temperamento nervioso que, tras eludir a la policía durante algún tiempo, había
acabado cayendo en sus garras por actuar con demasiada precipitación y sin el
menor atisbo de sentido común. Por lo que sabía, dichas personas terminaban
siempre cometiendo alguna estupidez y dejando tras de sí alguna prueba
incriminatoria. Decidido a hacer lo que fuera, sacó su revólver de un cajón y
comprobó que, efectivamente, estaba cargado. Si las cosas se torcían y
acababan conduciéndole a un callejón sin salida, no dudaría en usar aquel arma
contra sí mismo. Una muerte rápida siempre era preferible a la insoportable
lentitud de la cárcel.
Disponía de ocho horas antes de que el juego diese comienzo y tenía algo
más de doscientas libras en el bolsillo. Para empezar, tomaría alojamiento en el
barrio más populoso de la capital. Luego se dejaría crecer la barba. Cuando el
revuelo causado por la tragedia se acallase, se marcharía al extranjero y
empezaría una nueva vida. Pero hasta que ese momento llegase sólo saldría a la
calle por la noche, y eso con el único fin de echar al buzón cartas que se
escribiría a sí mismo. O, mejor aún, postales. Postales que su ama de llaves,
como mujer entrometida que era, no resistiría la tentación de leer. Postales que
escribiría haciéndose pasar por un amigo o por alguno de sus hermanos.
Durante el día, mientras tanto, permanecería encerrado y se dedicaría a escribir,
tal y como correspondía al papel que tenía pensado representar: el de periodista.
Claro que, ¿y si, mejor aún, se enrolaba en un barco y se hacía a la mar? ¿A
quién se le ocurriría buscarle a bordo de un barco? Allí tendría oportunidad de

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pasar inadvertido, camuflado entre rudos y alegres marineros embutidos en sus
barbas y sus bastas ropas de franela.
Acosado por la incertidumbre, se esforzó por tomar una decisión. Una de las
alternativas podía significar la vida; la otra, la muerte. ¿Cuál de ellas tomar? Su
rostro llegó a ponerse encarnado de tanto pensar en la responsabilidad que
conllevaba tal elección. Eran tantos los hombres que se hacían a la mar en
aquella época del año que seguramente él podría pasar inadvertido. Pero una
vez en alta mar podía encontrarse con algún viejo conocido. Desesperado, se
puso en pie y comenzó a recorrer nerviosamente la habitación de un extremo a
otro. Ahora que había comprendido cuánto había en juego las cosas no parecían
ser tan sencillas como en un principio había llegado a suponer.
El pequeño reloj que descansaba sobre la repisa de la chimenea dio la una.
Su leve campanada fue seguida de manera casi instantánea por otra más sonora
proveniente del reloj de la biblioteca. De repente, sus pensamientos se volvieron
hacia aquel reloj, lo único que parecía tener vida dentro de aquella estancia, y se
echó a temblar. Se preguntó si el cuerpo que yacía tendido sobre el suelo, al
otro lado de la mesa, habría llegado a oírlo. Se preguntó si…
Súbitamente, lleno de terror, dio un respingo y contuvo la respiración. En
alguna parte del piso de abajo una de las tablas del entarimado acababa de crujir
ruidosamente. Luego llegó el crujido de otra, otra… y otra más. Temblando sin
parar, Burleigh fue hasta la puerta, la abrió ligeramente y, sin atreverse a mirar
hacia afuera, escuchó. La casa se hallaba ahora tan silenciosa que podía llegar a
oír el tic-tac del viejo reloj de la cocina. Al cabo de unos segundos, viendo que
los ruidos no se repetían, abrió la puerta un poco más y se asomó al exterior.
Justo en aquel momento un agudo chillido resonó en las escaleras. Sin
poder evitarlo, Burleigh cerró la puerta y retrocedió asustado, temblando de pies
a cabeza. Luego, transcurrido un instante, suspiró aliviado al comprender que lo
que acababa de oír no había sido más que el maullido de un gato, su gato. El
sonido, inconfundible para cualquiera que no tuviese los nervios tan alterados
como los suyos, todavía flotaba en sus oídos. No obstante, cuando el eco de
aquel maullido se disipó por fin, Burleigh no pudo menos que plantearse una
pregunta: ¿qué lo había causado?

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El silencio, al menos momentáneamente, había vuelto a invadirlo todo.
Después de tragar saliva con dificultad, Burleigh fue nuevamente hasta la
puerta. Ahora tenía la absoluta certeza de que algo o alguien avanzaba a
hurtadillas por las escaleras. Oyó cómo las tablas de madera que formaban los
peldaños volvían a crujir y hasta, en una ocasión, cómo algo se deslizaba con un
suave roce por el pasamanos de la barandilla. El suspense y el casi absoluto
silencio resultaban verdaderamente aterradores. ¿Y si resultaba que quien
estaba allí fuera no era otro que Fletcher, quien, vuelto repentinamente a la
vida, se dedicaba a buscarle incesantemente en la oscuridad?
Resuelto a salir de dudas y averiguar de una vez por todas quién podía estar
merodeando allí fuera, Burleigh dejó a un lado todos sus temores y abrió
nuevamente la puerta. La luz de su habitación se derramó sobre el suelo del
pasillo mientras él se asomaba por el vano. ¿Era imaginación suya o la puerta
de la habitación de Fletcher, situada justo frente a la suya, acababa de cerrarse
mientras él la miraba? ¿Era su imaginación o el picaporte de aquella puerta
acababa efectivamente de moverse?
Sin hacer el menor ruido, y sin perder de vista la puerta para estar seguro en
todo momento de que nada ni nadie salía de allí y le seguía, Burleigh echó a
andar lentamente hacia las oscuras escaleras. No obstante, apenas había
avanzado unos pocos pasos cuando, de repente, sintió cómo las fuerzas le
fallaban y las mandíbulas se le desencajaban con una mezcla de miedo y
consternación. La puerta de la biblioteca, que él recordaba perfectamente haber
cerrado antes y que, por otra parte, estaba seguro de haber visto cerrada cuando
subió por última vez a su habitación, se hallaba ahora ligeramente entreabierta.
Aunque le pareció percibir un suave susurro allí dentro, su razón le gritó que
aquello no podía ser sino un nuevo efecto de su imaginación. Durante unos
segundos se repitió mentalmente aquella idea hasta que, de repente, el ruido
claro e inconfundible de una silla al ser arrastrada llegó nítidamente a sus oídos.
Con enorme sigilo, Burleigh reanudó la marcha con la intención de pasar
frente a la puerta de la biblioteca sin que quienquiera que se hallase dentro de
ésta pudiese llegar a advertir su presencia. Cuando se encontró justo delante de
la puerta, oyó claramente cómo algo parecía arrastrarse de manera furtiva por el

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suelo de la habitación. En aquel momento, Burleigh, obedeciendo a un súbito
impulso, alargó la mano, agarró con fuerza el picaporte, cerró la puerta de un
enérgico tirón y, tras girar la llave en la cerradura, echó a correr hacia las
escaleras como alma que lleva el diablo.
Un espantoso alarido se elevó acto seguido en el interior de la biblioteca y
una verdadera lluvia de golpes comenzó a retumbar sobre la puerta. Toda la
casa se llenó automáticamente con el estruendo de aquellos golpes y con los
desgarradores alaridos de una voz absolutamente aterrorizada. Al oírlos,
Burleigh se detuvo en mitad de las escaleras y, aferrándose con fuerza al
pasamanos de la barandilla, escuchó. Al cabo de unos segundos los golpes
cesaron y aquellos terribles alaridos dieron paso a la voz asustada de un hombre
que comenzó a pedir auxilio a gritos y a suplicar que le dejasen salir de allí.
Burleigh comprendió al instante lo que en realidad había ocurrido y lo que
ello representaba para él. Tras su precipitada huida a la calle y su posterior
regreso al interior, se había dejado abierta la puerta principal, y a algún infeliz
que en aquellos momentos pasaba por allí, al verla abierta, no se le había
ocurrido otra cosa que entrar. Aquella inesperada circunstancia abría nuevos
horizontes en sus planes más inmediatos y le daba un brusco giro a todo el
asunto. Ahora ya no tendría necesidad de marcharse. Ya no tendría motivos
para esconderse ni para tener miedo de la justicia. Aquel estúpido que se
hallaba encerrado en la biblioteca sería su salvación. Alentado por esta idea, dio
media vuelta y echó a correr escaleras arriba en el preciso instante en que el
prisionero, en sus desesperados esfuerzos por escapar, arrancaba el picaporte de
la puerta.
—¿Quién está ahí? —preguntó Burleigh en voz alta.
—¡Déjeme salir de aquí! —grito una voz aterrorizada—. Por el amor de
Dios, abra esta maldita puerta. ¡Hay un cadáver aquí dentro!
—¡Quédese donde está! —advirtió Burleigh con severidad—. Voy armado,
así que no se mueva. Si intenta usted salir no dudaré en disparar.
Por toda respuesta se oyó un fuerte golpe en la cerradura. Sin pensárselo dos
veces, Burleigh levantó su revólver a la altura del pecho y disparó a través de la
madera.

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La detonación y el ruido de la puerta al ser atravesada por la bala resonaron
a un mismo tiempo. Luego, tras unos segundos de absoluto silencio, se oyó el
débil gemido de una ventana al ser abierta. Dando media vuelta, Burleigh echó
a correr escaleras abajo, abrió la puerta principal de un violento tirón y
comenzó a gritar pidiendo auxilio.
La casualidad quiso que un sargento de policía y un agente se encontrasen
en aquel momento de ronda no muy lejos de allí. Al oír los gritos, los dos
intercambiaron una breve mirada de sorpresa y, sin hacer el menor comentario,
echaron a correr hacia la casa. Al verlos llegar, Burleigh volvió a entrar y,
corriendo delante de ellos, los guió escaleras arriba al tiempo que daba
incoherentes explicaciones sobre lo que ocurría. Cuando los tres llegaron frente
a la puerta de la biblioteca, Burleigh detuvo a sus acompañantes y les indicó
con un gesto que guardasen silencio.
El intruso continuaba todavía allí dentro intentando forzar la cerradura de la
maciza puerta de roble. Acercándose con cuidado, Burleigh probó a girar la
llave, pero le fue completamente imposible conseguirlo. La cerradura había
sufrido tantos desperfectos que no permitía que la llave girase en su interior.
Viendo que no quedaba más alternativa, el sargento, tras hacerle una seña a los
otros dos para que se apartasen, retrocedió unos pasos y, con el hombro por
delante, arremetió violentamente contra la puerta, que se abrió con un sonoro
crujido.
Seguido de cerca por el agente, el sargento entró tambaleándose en la
habitación. Al instante, los haces de luz de un par de linternas taladraron la
oscuridad y comenzaron a recorrer toda la estancia. De repente, la figura fugaz
de un hombre que había permanecido escondido en un rincón intentó alcanzar
la puerta de un salto, pero Burleigh, atento, se plantó firmemente en el umbral
y, haciendo de puerta con su propio cuerpo, lo dejó literalmente encerrado en
compañía de los dos policías.
Desde donde estaba, Burleigh observó con frialdad la dramática escena que
a continuación se desarrolló en la penumbra reinante ante sus ojos. Los únicos
sonidos que llegaron a sus oídos fueron el forcejeo de los hombres y la agitada
respiración del intruso. Un casco de policía cayó al suelo con un golpe sordo y

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rodó hasta un rincón. Acto seguido fueron los tres hombres quienes, con un
salvaje estruendo, cayeron sobre el entarimado en un confuso montón. Se oyó
un gruñido apagado y un ligero chasquido. Unos segundos más tarde una figura
se ponía trabajosamente en pie mientras otra, de rodillas, se inclinaba
resoplando sobre una tercera que yacía tumbada sobre el suelo. La figura que
acababa de ponerse en pie hurgó brevemente en uno de sus bolsillos, sacó una
cerilla, la encendió, y se acercó a la pared para prender el gas.
La luz iluminó el rostro colorado y la barba rubia del sargento. Había
perdido su casco en la refriega y tenía el pelo alborotado. Desde el umbral,
Burleigh observó con atención al hombre que yacía aturdido sobre el suelo. Se
trataba de un tipo no muy alto pero fornido en cuyo rostro pálido y sucio
destacaba un enorme bigote negro. De su labio inferior, que comenzaba a
hincharse por una de sus comisuras, brotaba un fino reguero de sangre que le
corría por la barbilla y el cuello. Burleigh echó una rápida mirada hacia la mesa.
Durante la pelea, el mantel que solía cubrirla se había caído y se encontraba
ahora sobre el suelo, justo encima del cadáver de Fletcher.
—Un tipo de cuidado —le dijo el sargento mirándole con una sonrisa—.
Menos mal que estábamos cerca.
El prisionero irguió la cabeza con dificultad y dirigió a sus tres captores una
mirada impregnada de terror.
—Está bien, señores —jadeó, tembloroso, mientras el agente, todavía de
rodillas encima de él, le sujetaba con renovadas fuerzas—. Confieso que entré
furtivamente en esta casa, pero de eso no hace ni diez minutos. Les juro que yo
no lo hice.
El sargento le miró con curiosidad.
—¿Y qué importancia puede tener el que usted lleve aquí solamente diez
minutos? Si llevase tan sólo diez segundos, eso no cambiaría las cosas. El delito
sigue siendo el mismo.
El intruso se estremeció y comenzó a gimotear.
—Él ya estaba aquí cuando yo llegué —dijo entre sollozos—. Les juro que
es cierto. Tengan eso en cuenta, señores. Cuando yo entré aquí él ya se
encontraba desde hacía rato tal y como está ahora. Se lo juro, señores. Cuando

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lo descubrí intenté salir de aquí, pero entonces me di cuenta de que me habían
encerrado.
—Eh, oiga, amigo. ¿De quién demonios está usted hablando? ¿Quién estaba
aquí cuando usted llegó? —preguntó el sargento.
—Ése —contestó el hombre, casi fuera de sí.
Siguiendo la dirección en la que apuntaban los aterrorizados ojos de aquel
hombre, el sargento avanzó un par de pasos y se agachó junto a la mesa.
Entonces, soltando una exclamación, apartó a un lado el mantel y dejó al
descubierto el cadáver. Con un grito en los labios, Burleigh retrocedió hasta que
chocó de espaldas contra la pared.
—Tenga cuidado, caballero. ¿Se encuentra usted bien? —le preguntó el
sargento poniéndose en pie y cogiéndole por el brazo—. Procure mirar hacia
otro lado.
Con sumo cuidado, el sargento condujo a Burleigh hasta una silla. Luego se
acercó a un pequeño mueble bar, vertió un poco de whisky en un vaso y se lo
ofreció. Con manos temblorosas, Burleigh tomó el vaso y lo apuró de un solo
trago. A continuación echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido. El sargento
esperó pacientemente hasta que Burleigh se encontró mejor. Entonces,
acercando una silla, se sentó a su lado y lo miró con atención.
—¿Quién es ese hombre, caballero? —preguntó finalmente.
—James Fletcher, mi amigo y socio —respondió Burleigh hablando con
dificultad—. Los dos compartimos… quiero decir, compartíamos esta casa.
Luego, obedeciendo a un repentino impulso, se volvió hacia el intruso.
—¡Maldito asesino! ¡Espero que le cuelguen por esto! —le gritó.
—Les repito que ese hombre ya estaba muerto cuando yo entré aquí —
repuso el otro con voz temblorosa—. Estaba justamente donde está ahora
mismo, tirado en el suelo, y cuando lo vi mi único pensamiento fue intentar
salir de aquí. Usted mismo me oyó gritar pidiendo ayuda, señor —añadió
mirando a Burleigh—. ¿Cree usted que hubiera actuado así si hubiese matado a
ese hombre?
—Ya está bien —intervino el sargento con brusquedad—. Será mejor que se
calle si sabe lo que le conviene.

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—Y estese quieto de una vez —añadió el agente.
El sargento puso una rodilla en tierra y levantó ligeramente la cabeza del
muerto.
—Les juro que yo no tengo nada que ver con todo esto —repetía el intruso
desde el suelo—. Soy inocente. A mí nunca se me ocurriría hacer algo así. No
llevo en esta casa ni diez minutos, y ese hombre tiene pinta de llevar muerto un
buen rato.
El sargento tanteó el suelo con la mano y, al cabo de un par de segundos, se
puso en pie llevando en la mano la espada de estilo japonés. Lentamente, se
acercó al intruso blandiendo el arma ante sí.
—¿Qué… qué va usted a hacer con eso? —preguntó este último.
Cuando el sargento llegó junto a él le enseñó la espada y lo miró
atentamente.
—Eso no es mío, señor. Nunca antes lo había visto —dijo el prisionero,
forcejeando.
—Esa espada colgaba de esos dos ganchos que puede usted ver ahí,
sargento, en la pared —intervino Burleigh—. Este hombre debe de haberla
cogido para matar a mi amigo. Estoy seguro de que hace un rato, cuando dejé a
Fletcher solo en esta habitación, esa espada estaba todavía en su sitio.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó el sargento.
—No sabría decirle con seguridad. Quizá media hora. Quizás incluso una
hora —respondió Burleigh—. No me fijé en la hora que era cuando salí.
Desde el suelo, el intruso giró la cabeza hacia él y le miró con ojos muy
abiertos.
—¡Ahora lo entiendo todo! —gritó con ferocidad—. ¡Fue usted! ¡Usted lo
hizo y ahora pretende que me cuelguen a mí por ello!
—Eso no estaría nada mal, amigo —dijo el agente, visiblemente indignado.
Con mucho cuidado, el sargento dejó el arma sobre el suelo y se volvió
hacia su prisionero.
—Procure guardar silencio, asesino —le dijo en tono amenazante.
A continuación, yendo hasta la mesa, se sirvió un poco de whisky en un
vaso, se lo bebió de un trago y, tras dejar el vaso sobre la mesa, se acercó

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nuevamente a Burleigh.
—¿Qué tal está, caballero? ¿Se encuentra mejor? —le preguntó.
Burleigh asintió levemente con la cabeza.
—Ya no necesitará eso —añadió el sargento señalando el revólver que
Burleigh empuñaba todavía en la mano.
Con un rápido y preciso movimiento, estiró el brazo, cogió el arma y se la
metió limpiamente en el bolsillo. Luego, bajando la mirada, señaló con un gesto
las manos de Burleigh.
—Por cierto, tiene usted una herida en la muñeca —dijo.
Burleigh levantó bruscamente una mano y la miró. Pero, al no descubrir
herida alguna en ella, levantó también la otra para examinarla.
—En ésa es, si no me equivoco —le dijo el sargento—. Acabo de verla
fugazmente hace un momento.
Con un rápido ademan, cogió las manos de Burleigh entre las suyas, las
aferró con súbita e inesperada fuerza y, tras hurgar brevemente en uno de sus
bolsillos, sacó un pequeño objeto frío y metálico y lo colocó alrededor de las
muñecas del otro en un abrir y cerrar de ojos.
—Así está mejor —añadió soltando a Burleigh—. Ahora pórtese bien y
estese quietecito.
El agente giró en redondo, mudo de asombro. Burleigh, rojo de ira, dio un
salto en dirección al sargento.
—¡Quíteme estas esposas! —exclamó con voz ahogada—. ¿Es que se ha
vuelto loco? ¡Quítemelas!
—Todo a su debido tiempo, caballero —repuso el sargento.
—¡Quítemelas le digo! —insistió Burleigh.
Por toda respuesta el sargento lo agarró con fuerza por el cuello de la
camisa, lo levantó en peso y, sin apartar de aquel pálido rostro una mirada
cargada de furia, cruzó con él la habitación y lo arrojó sobre una silla.
—Collins —le dijo acto seguido a su subordinado con voz autoritaria.
—¿Señor? —balbuceó, atónito, el aludido.
—Vaya corriendo en busca de un médico —ordenó el sargento—. ¡Este
hombre no está muerto!

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Mientras el agente bajaba las escaleras corriendo a todo lo que daban sus
piernas, el sargento volvió a verter un poco de whisky en un vaso y,
arrodillándose nuevamente junto al cuerpo de Fletcher, le levantó la cabeza y le
deslizó un trago de licor por entre los labios resecos.
Sentado en su rincón, incapaz de moverse, Burleigh observó la escena
boquiabierto. Poco después, cuando el agente regresó en compañía de un
jadeante doctor, vio cómo éste y los dos policías se inclinaban sobre el cuerpo
de Fletcher. Un minuto más tarde, completamente paralizado de sorpresa y
terror, contempló cómo el moribundo abría los ojos y comenzaba a mover los
labios.
Demasiado aturdido todavía por aquel giro tan brusco que acababan de dar
los acontecimientos, Burleigh apenas fue consciente de que, mientras el
sargento realizaba unas cuantas anotaciones en una libreta, los otros tres
hombres no dejaban de observarle con atención. No obstante, comprendió
perfectamente lo que el sargento quiso darle a entender cuando, tras guardar su
libro de notas, se acercó a él lentamente y le puso una mano en el hombro.
Nada más sentir aquel contacto, Burleigh, resignado y obediente, se puso en
pie, salió de la casa y se internó en la noche seguido de cerca por el policía.

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EL CAPITÁN ROGERS

(Captain Rogers, 1901)

Cuando el hombre llegó por fin a lo alto del viejo puente de piedra, levantó
la cabeza y, apartando la mirada de las oscuras aguas del río y las pequeñas
embarcaciones que las surcaban en silencio, observó con aspecto satisfecho las
débiles luces de Riverstone, la pequeña población situada en la ribera opuesta.
Animado por aquella visión, y a pesar de avanzar lenta y trabajosamente, como
quien lleva ya recorridas muchas y fatigosas millas, apretó el paso. Sus
calcetines, donde no estaban bastamente zurcidos, se hallaban reducidos a
enormes agujeros, y en cuanto a su abrigo y sus pantalones, estaban raídos y
descoloridos por el uso. No obstante, a pesar de su desastrada indumentaria, el
hombre se sacudió el polvo que la cubría, se enderezó y, tras alcanzar el
extremo opuesto del puente, se dirigió, caminando no sin cierta altanería, hacia
la hilera de casas ubicada frente al muelle.
Pasó sin detenerse ante la puerta de una simple tienda de licores llamada La
Reina Ana y, tras dirigirle un rápido vistazo a El Rey Jorge y El Ancla Fiel, dos
de las tabernas de la calle, prosiguió su camino hasta que, finalmente, llegó
frente a una maciza puerta sobre la que colgaba un cartel que, en letras doradas,
decía: La Llave de Oro. Aunque saltaba a la vista que aquélla era la mejor
posada de todo Riverstone y que, sin lugar a dudas, debía de tratarse del lugar
habitual de reunión de la gente más adinerada y pudiente de la localidad,
nuestro hombre, sin achicarse lo más mínimo ante tal circunstancia, se enderezó

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el raído abrigo y, avanzando con aire decidido y arrogante, abrió la puerta y
cruzó el umbral.
El salón de la posada se hallaba vacío, pero el hermoso resplandor del fuego
que ardía en la chimenea suponía un grato contraste en comparación con el frío
aire otoñal que reinaba en el exterior. Decidido a calentarse un poco, el recién
llegado arrimó una silla a la chimenea, tomó asiento en ella y, tras colocar los
pies sobre el guardafuegos, expuso las destrozadas suelas de sus zapatos al calor
de las llamas. En aquel momento, un camarero que acababa de verle entrar en el
local apareció por la puerta que comunicaba con la trastienda y se le quedó
mirando desde el umbral con cara de pocos amigos.
—Coñac con agua, camarero —dijo el forastero al verle—. Y bien caliente.
—El salón es sólo para los huéspedes de la casa —repuso el aludido.
El forastero quitó los pies del guardafuegos, se levantó lentamente y echó a
caminar hacia el camarero con expresión de fastidio. Aunque se trataba de un
hombre más bien bajo y delgado, había algo tan amenazador en su actitud, algo
tan amedrentador en sus fríos ojos marrones, que el otro, a pesar de todo el
desprecio que solía inspirarle la gente desaliñada y mal vestida, retrocedió
inquieto.
—He dicho que quiero coñac con agua. Y que lo quiero bien caliente —
repitió el forastero—. Y procure que el vaso esté lleno hasta el borde. ¿Me ha
oído bien?
Lentamente, el camarero dio media vuelta para regresar a la trastienda.
—¡Un momento! —dijo el otro de repente con tono imperioso—. ¿Cómo se
llama el dueño de la casa?
—Mullet —respondió enfurruñado el camarero.
—Dígale que venga a verme —dijo el forastero volviendo a sentarse—. Y
en cuanto a usted, amigo mío, procure conducirse con más educación la
próxima vez que se dirija a mí. Si no lo hace, le aseguro que lo sentirá.
Dicho lo cual, se recostó en su silla y se puso a remover con el pie los leños
que ardían en el fuego, provocando con ello pequeñas lluvias de chispas que
ascendían dando vueltas por la chimenea. Unos segundos más tarde la puerta de
la trastienda volvió a abrirse y el dueño del local entró en el salón seguido de

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cerca por el camarero. No obstante, el forastero, demasiado abstraído en lo que
estaba haciendo, ni siquiera levantó la cabeza cuando los dos hombres entraron,
sino que continuó mirando las brasas plácidamente.
—¿Qué es lo que desea, caballero? —le preguntó el dueño con voz severa
en cuanto llegó a su lado.
El forastero volvió hacia él un rostro amarillento y fatigado y le dedicó una
sonrisa cargada de insolencia.
—Dígale a ese gordinflón lacayo suyo que se marche —repuso lentamente.
Al oír aquello el dueño de la taberna dio un respingo. Luego, tras dirigirle
una escrutadora mirada al forastero, le hizo una seña al camarero para que se
retirase y, una vez éste hubo obedecido, cerró la puerta de la trastienda. Acto
seguido se volvió y se quedó de pie observando en silencio a su visitante.
—Sin lugar a dudas, no esperabas volver a verme, ¿verdad, Rogers? —dijo
éste último.
—Me llamo Mullet —repuso el otro con brusquedad—. Y ahora, dígame,
caballero: ¿qué es lo que quiere?
—Conque Mullet, ¿eh? —dijo el forastero con una nota de sorpresa en la
voz—. Si de verdad es ése su nombre, discúlpeme. He debido de confundirme.
Por un momento le tomé por el capitán Rogers, un antiguo camarada mío. No sé
cómo he podido cometer un error tan absurdo, pues no me cabe la menor duda
de que a Rogers lo ahorcaron hace años. Aun así, el parecido es increíble… No
habrá tenido usted por casualidad un hermano al que en su tiempo llamasen
Rogers, ¿verdad?
—Se lo voy a preguntar por última vez, caballero: ¿qué es lo que quiere? —
repuso el dueño del local avanzando un paso hacia su interlocutor.
—Ya que se muestra usted tan solícito conmigo, caballero, se lo diré —
respondió el forastero—. Quiero ropas nuevas, comida abundante y la mejor
habitación que tenga. Y, naturalmente, los bolsillos llenos de dinero.
—En ese caso ya puede usted estar saliendo por donde ha entrado y
empezar a buscar todas esas cosas en otra parte, porque aquí dentro no va a
encontrar ninguna de ellas —repuso Mullet.

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—Vaya, vaya, vaya… —dijo el forastero poniéndose en pie—. Si la
memoria no me falla, hace unos quince años había cien guineas de recompensa
por la cabeza de mi viejo camarada Rogers. Ya que usted me echa de aquí,
quizá sea una buena idea dedicar el tiempo a averiguar si alguien ha reclamado
ya dicha suma.
—¡Maldito canalla! —exclamó el posadero haciendo un enorme esfuerzo
por reprimir la ira que en ese momento le embargaba—. Si yo mismo te diese
las cien guineas de esa recompensa, eso no bastaría para que te dieras por
satisfecho. No tardarías en volver pidiendo más.
—Cómo se nota que ya me conoces, Rogers —dijo el forastero con fingido
regocijo—. Siempre fuiste un tipo duro de pelar.
Mientras hablaba, el posadero, hombre alto y corpulento, se acercó a él con
aire amenazador. Pero el intruso, echándose hacia atrás en su silla, hurgó
brevemente en uno de sus bolsillos y sacó una pistola.
—Ni lo intentes, Rogers. Quédate quietecito donde estás —dijo con voz fría
y severa.
Sin dejar entrever el más mínimo atisbo de temor hacia el arma, el posadero
se volvió tranquilamente, se acercó al mostrador, tocó un timbre y, cuando unos
segundos más tarde reapareció el camarero, pidió bebida para dos.
Seguidamente cogió una silla, la acercó al fuego tal y como había hecho el
forastero al entrar allí, y tomó asiento en ella. Los dos hombres permanecieron
sentados, sumidos en un profundo silencio, hasta que el camarero hubo
abandonado la estancia. Cuando eso ocurrió, el forastero miró a su anfitrión y
levantó en alto su vaso.
—A la salud de mi viejo camarada, el capitán Rogers —dijo con
solemnidad—, para que nunca tenga que recibir su merecido.
—¿De qué cárcel acabas de salir? —preguntó bruscamente Mullet.
—¡Por todos los demonios! —exclamó el otro—. He estado en tantas (y en
todas ellas buscando al capitán Rogers) que soy incapaz de recordar el nombre
de la última. Sea como fuere, lo que sí puedo decir es que he venido caminando
desde Londres, lo cual significa que he recorrido a pie más de doscientas
ochenta millas por el simple placer de ver otra vez esa cara tan poco agraciada

Feliz Aniversario 3 L M L
que tienes, compañero. ¿Sabes una cosa, Rogers? Ahora que por fin te he
encontrado, creo que voy a quedarme a vivir aquí contigo. Así que ya puedes ir
dándome algo de dinero.
Sin pronunciar una sola palabra, el posadero se sacó de un bolsillo unas
cuantas monedas de oro y plata y, dejándolas encima de la mesa, las empujó
hacia su interlocutor.
—Con esto bastará por el momento —dijo éste último cogiéndolas y
metiéndoselas en el bolsillo—. Pero la próxima vez que te pida dinero procura
darme el doble. ¿Me oyes bien, camarada? El doble. De no ser así, te aseguro
que lo sentirás.
Dicho lo cual se recostó en su silla y, tras responder con una mueca de
desprecio a la mirada cargada de odio que le dirigió el posadero, se guardó
lentamente la pistola.
—Este lugar es verdaderamente encantador, Rogers. Después de tantos
viajes juntos no podías haber elegido un lugar mejor para establecer nuestro
retiro —continuó diciendo—. Y puesto que una vez los dos fuimos camaradas,
ten por seguro que volveremos a serlo. Así que mientras yo, Nick Gunn, siga
con vida, a ti nunca te hará falta compañía. ¡Santo Dios! ¿Te acuerdas de los
viejos tiempos? ¿Te acuerdas de aquel buque holandés y de cómo se echó a
temblar de miedo aquel oficial gordinflón cuando tú y yo lo abordamos en alta
mar?
—No, no me acuerdo. Lo he olvidado —respondió el otro sin apartar de él
una mirada llena de ferocidad—. A decir verdad, he olvidado muchas cosas.
Durante los últimos quince años he llevado una vida decente y honrada, pero
para ello tuve que enterrar primero la mayor parte de lo que una vez fui. Así que
si quieres hacer algo de provecho, puedes empezar por rezarle a Dios para que
salve tu pobre alma y para que permita que el demonio que llevo dentro
continúe dormido y no vuelva a despertar jamás.
—Quince años es mucho tiempo, Rogers —dijo Gunn con despreocupación
—. Qué suerte has tenido al encontrarme. Ahora podrás tener cerca a alguien
con quien poder recordar los viejos tiempos siempre que quieras. ¡Vaya! ¿Por
qué pones esa cara, compañero? Ya veo. Estás decidido a seguir siendo un

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honrado posadero de por vida, ¿no es así? Bueno, pues peor para ti. ¡Demonios!
¿Quién es ésa?
Súbitamente, Gunn se levantó y se inclinó hacia adelante en una torpe
reverencia cuando una muchacha de unos dieciocho años, tras dudar unos
segundos junto a la puerta, entró en el salón y lo cruzó resueltamente en
dirección al posadero.
—Ahora no, querida. Estoy ocupado —dijo este último con cierta
brusquedad.
—No se preocupe, señorita —intervino Gunn haciendo una nueva
reverencia—. En realidad nosotros ya hemos terminado de hablar. ¿Es tu hija
esta encantadora muchacha, Rog… ejem… Mullet?
—No. En realidad es mi hijastra —respondió el interpelado—. Se llama
Joan.
Llevándose al pecho una nervuda mano en la que faltaban dos dedos, Gunn
se inclinó por tercera vez en una reverencia.
—Permítame presentarme, señorita —añadió hablando con calculada
suavidad—. Mi nombre es Nick Gunn, y soy un viejo amigo de su padre,
aunque, por desgracia, he de añadir que no me encuentro precisamente en mi
mejor momento. No obstante, y precisamente por ello, estoy seguro de que se
alegrará usted de saber que su padre me ha pedido que me quede a vivir aquí
durante un tiempo.
—Todo amigo de mi padre es siempre bienvenido en esta casa, caballero —
respondió la muchacha con frialdad.
Dicho lo cual miró primero al posadero, después nuevamente al huésped de
éste, y luego, advirtiendo la extraña tirantez que parecía existir entre los dos
hombres, hizo una pequeña reverencia y abandonó la estancia.
—Así pues, ¿insistes en tu intención de quedarte? —preguntó Mullet tras un
breve silencio.
—Ahora más que nunca, camarada —contestó Gunn lanzando una lasciva
mirada hacia la puerta por la que acababa de salir la muchacha—. ¿Acaso te
sorprende mi decisión? Vaya, vaya… No pensarás que me dan miedo tus

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absurdas amenazas, ¿verdad, Rogers? Parece mentira que a estas alturas no me
conozcas.
—La vida que llevamos aquí es muy diferente a la que tú estás
acostumbrado a llevar —repuso el posadero—. Aquí la vida es tranquila y
apacible.
—Lo sé, Rogers —asintió Gunn—. Y si eres un tipo medianamente
inteligente comprenderás que para poder mantenerla no tendrás más remedio
que compartir conmigo todo cuanto posees.
—Hay muchos motivos por los que debo compartir contigo todo cuanto
poseo —repuso Mullet con tranquilidad—. Pero, por desgracia, tú nunca serás
capaz de entenderlos.
—Bueno, ya está bien. Basta de charla y de sermones —dijo Gunn con
brusquedad—. Y procura alegrar esa cara, viejo pirata. Que parezca realmente
lo que eres: un hombre que acaba de reencontrarse con un viejo amigo al que
creía perdido y al que nunca más volverá a perder —añadió con insolencia.
Tras mirar a Mullet con expectación durante unos instantes, se llevó la
mano nuevamente al bolsillo en que guardaba el arma, presto a usarla en caso
de que el otro hiciese el menor movimiento hacia él. No obstante, al ver que el
posadero permanecía inmóvil y que el rostro de éste se hallaba surcado por
profundas arrugas de preocupación, se relajó y clavó su mirada en el fuego.
—Quién te iba a decir a ti que, tras quince años esforzándote por llevar una
vida decente y honrada, ibas a acabar viéndote de esta manera, ¿eh, Rogers? —
dijo el intruso con una burlona sonrisa.
Por toda respuesta el posadero se puso en pie y echó a andar lentamente
hacia la puerta que comunicaba con la trastienda.
—¡Por cierto, señor posadero! —gritó Gunn dando golpes en la mesa con su
mano mutilada.
Mullet se detuvo, volvió la cabeza y miró fijamente al intruso.
—Haz que me traigan algo para cenar —dijo éste—. Lo mejor de la
despensa. Y que preparen una habitación para mí. La mejor de la casa.
La puerta se cerró silenciosamente para ser abierta un rato más tarde por
George, el camarero, quien entró recelosamente en el salón para dejar sobre la

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mesa una copiosa comida. Gunn, tras reprenderle con toda clase de insultos por
la lentitud y la torpeza que éste demostró a la hora de servirle, arrimó su silla a
la mesa y comenzó a devorar cuantos manjares fueron dispuestos sobre ésta.
Cuando por fin dio su cena por concluida, volvió a acercar su silla a la
chimenea y durante un buen rato se dedicó a fumar tranquilamente con los pies
cómodamente apoyados sobre el guardafuegos. Luego, una vez acabado el
último cigarro, pidió que le llevasen una vela y que le condujesen a su
habitación.
Cuando finalmente entró en ésta, murmuró unas breves palabras de
agradecimiento hacia su anfitrión y le dijo a su guía que se marchase. Una vez a
solas, se puso a registrar la habitación, y hasta que no hubo revisado cada
resquicio y comprobado cada rincón no cerró la puerta. A continuación, no
conforme con haber pasado la llave, apoyó una silla contra el picaporte de tal
manera que la puerta no pudiese ser abierta desde el exterior. Una vez
concluidos todos estos preparativos, puso la pistola debajo de la almohada y se
tendió en la cama. Al cabo de un par de minutos se hallaba profundamente
dormido.
A pesar del tremendo cansancio que había atenazado su cuerpo cuando se
acostó, Gunn se levantó muy temprano a la mañana siguiente. Cuando entró en
el comedor descubrió que un copioso desayuno había sido dispuesto allí para él,
pero, al mirar a su alrededor y ver que se hallaba solo en la estancia, frunció el
ceño y se preguntó dónde estaría el resto de los habitantes de la casa. Intrigado,
cruzó la puerta que conducía a la trastienda y llegó a un pequeño vestíbulo. Una
vez allí, probó varias puertas hasta que, finalmente, entró en una pequeña sala
de estar en la que su anfitrión y su hijastra se encontraban sentados a una
pequeña mesa, desayunando. Al verlos, Gunn, con premeditada insolencia,
acercó una silla a la mesa y se sentó junto a ellos. El posadero le puso un plato
delante sin inmutarse, pero la muchacha, al ver cómo aquel hombre la miraba,
no pudo evitar que su mano temblase ligeramente cuando le sirvió una taza de
café.
—Esta noche he dormido en la cama más cómoda que he probado en toda
mi vida —comentó Gunn.

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—Espero que eso quiera decir que ha dormido usted bien —dijo la
muchacha cortésmente.
—Como un bebé —dijo Gunn—. Tal y como corresponde a alguien que
tiene la conciencia tranquila, ¿eh, Mullet?
El posadero asintió levemente con la cabeza y siguió comiendo sin
pronunciar palabra. Gunn, por su parte, tras hacer algún que otro comentario,
decidió seguir su ejemplo alternando sorbos de café con ocasionales miradas de
ardiente admiración ante la incuestionable belleza de la muchacha sentada a la
cabecera de la mesa.
—Una hermosa muchacha —dijo una vez que, acabado el desayuno, ésta se
hubo retirado—. ¿Dónde está su madre?
—Murió —respondió Mullet, sin más.
Gunn soltó un suspiro y sacudió la cabeza.
—Un caso de lo más triste, sin duda —masculló—. Sin madre y con un tipo
como tú para cuidar de ella. Pobrecilla. Si alguna vez llegase a enterarse de que
tú… ¿Sabes, Rogers? Creo que lo que tenemos que hacer es encontrarle un
marido.
Mientras hablaba, bajó ligeramente la vista y, al ver sus ropas raídas y sus
zapatos destrozados, comenzó a tantearse los bolsillos en busca de las monedas
que su anfitrión le había entregado la noche anterior. Una vez hubo dado con
ellas, sonrió con malicia, se puso en pie y, tras dirigirle al posadero una última
mirada, salió apresuradamente de la casa con la intención de renovar su
vestuario. El posadero, por su parte, con el rostro muy rígido y en silencio, le
observó alejarse muelle abajo hasta que desapareció. Entonces, con la cabeza
gacha, se levantó y, decidido a ocupar sus pensamientos de alguna manera, se
puso a contar las ganancias de la jornada anterior.
Una hora más tarde, mientras el posadero continuaba enfrascado en esta
tarea, Gunn, vestido de pies a cabeza con ropas impecablemente nuevas, entró
en la casa y, al ver al otro contando monedas, se ofreció solícitamente a echarle
una mano. Mullet, tras dudar unos segundos, accedió sin poner la menor
objeción pero manteniendo las distancias y sin compartir el regocijo que el otro
demostró sentir en todo momento ante la vista del dinero. Una vez contadas

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todas las ganancias, Gunn, con pasmosa naturalidad, cogió un generoso puñado
de monedas de oro, se lo guardó como si tal cosa en el bolsillo de sus flamantes
pantalones nuevos y, recostándose cómodamente en su silla, llamó a George en
voz alta y le ordenó que le sirviese algo de beber.
En menos de un mes aquel intruso se convirtió en el verdadero amo y señor
de La Llave de Oro. La resistencia que el legítimo dueño del lugar llegó a
oponer en un principio fue haciéndose cada vez más y más débil debido a que,
ante la más mínima protesta u objeción que tuviese el valor de expresar, Gunn,
dando muestras de un despiadado aplomo, acababa siempre haciendo alusiones
a su oscuro pasado y a la seria amenaza que éste podía llegar a representar tanto
para su futuro como para el de su hija. Sometido a esta continua tortura, la salud
del pobre posadero comenzó a resentirse cada vez más mientras Joan, por su
parte, relegada a un segundo plano, no podía hacer otra cosa que contemplar,
entre confusa y perpleja, aquella inquietante situación que llevaba camino de
convertirse en algo completamente intolerable.
La arrogancia de Gunn parecía no conocer límites. Las criadas pronto
aprendieron a echarse a temblar ante su cortés pero falsa sonrisa y a temer las
confianzas que gustaba de tomarse con ellas. Por cuanto se refería a los
hombres, éstos retrocedían acobardados ante los terribles arrebatos de ira a los
que era tan propenso. Cierto día, George, después de diez años de servicio, fue
bruscamente despedido por él. Cuando el camarero, negándose a aceptar su
despido por otra persona que no fuese Mullet, apeló a su patrón de toda la vida,
el posadero, con la cabeza gacha y la mirada perdida y sin brillo, confirmó la
noticia. Y cuando Joan, indignada y sin achicarse ante la presencia de Gunn, fue
a ver a su padre para pedirle explicaciones, éste se limitó a desviar la mirada y a
contestar con evasivas.
—Compréndelo, querida. George se ha comportado de manera grosera con
mi amigo —dijo débilmente.
—Si eso es cierto, estoy segura de que fue porque Mr. Gunn se lo merecía
—repuso Joan con vehemencia.
Gunn soltó una sonora carcajada al oír aquello.

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—¡Dios mío! —exclamó a continuación dándose una fuerte palmada en el
muslo—. ¡Pero cómo me gusta esta chica! No hay duda de que es todo un
carácter. Ahora escúchame bien, jovencita, porque voy a hacerte una buena
oferta. Si me pides que George se quede, ten por seguro que se quedará. Puedes
aceptarlo como un favor especial hacia tu linda persona.
La chica se estremeció ligeramente.
—Pero, bueno… ¿Quién es el amo de esta casa? ¿Quién manda aquí? —
preguntó, escandalizada, mirando fijamente a su padre.
Mullet soltó una risita nerviosa.
—La respuesta a esa pregunta —dijo el posadero de manera despreocupada,
como procurando restarle importancia a sus palabras— es algo que tú, hija mía,
nunca entenderías. Gunn es alguien muy importante y valioso para mí. Por eso
George debe marcharse inmediatamente.
—A menos, claro está, que tú desees que se quede —intervino Gunn.
La muchacha volvió a mirar a su padre, pero éste desvió una vez más la
mirada y se puso a dar distraídamente pequeños golpes en el suelo con el pie.
Luego, perpleja y con los ojos inundados de lágrimas al ver el extremo al que
habían llegado las cosas en aquella casa, abandonó lentamente la habitación no
sin antes dirigirle una profunda mirada de desprecio a Gunn, que se había
acercado cortésmente para abrirle la puerta.
—Una muchacha verdaderamente extraordinaria —dijo Gunn una vez que
Joan hubo salido—. Y con un espíritu fuerte y tenaz. Un espíritu que sería un
auténtico placer domar. Lástima que no quiera darse cuenta de quién manda
aquí.
—Todavía es demasiado joven para ello —se apresuró a decir Mullet.
—Si vuelve a mirarme como lo ha hecho hace un momento, ten por seguro
que ese detalle carecerá completamente de importancia para mí, Rogers —dijo
Gunn—. ¡Por todos los diablos…! Sería capaz de echar a la calle a todo el
personal de esta casa si se me antojase. Y a ella con ellos. Así, todas las noches,
al meterme en mi cálido lecho, podría imaginármela por unos momentos antes
de dormirme: hecha un ovillo, tiritando de frío, tirada en la calle frente a
cualquier puerta.

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Conforme hablaba, su voz fue aumentando de volumen y sus manos se
fueron cerrando hasta convertirse en dos puños ferozmente apretados, pero, a
pesar de ello, permaneció inmóvil donde estaba mirando al posadero con recelo.
Éste, por su parte, tenía el rostro crispado y la frente perlada de pequeñas
gotitas de sudor. Durante un breve instante algún temible relámpago interior
pareció refulgir en sus ojos, pero un segundo más tarde se dejó caer
pesadamente en una silla y, presa de una gran agitación, se puso a mesarse la
barba con manos temblorosas.
—Recuerda, Rogers —dijo entonces Gunn dirigiéndole una mirada cargada
de prepotencia y satisfacción—, que no tengo más que hablar para que te
cuelguen. Y que si eso ocurre todo tu dinero irá a parar a la Corona, con lo que
Joan no obtendrá ni un mísero chelín. ¿Qué será de ella entonces, viejo pirata?
Mullet se echó a reír nerviosamente.
—Eso supondría para ti el fin de la gallina de los huevos de oro —musitó.
—No estés tan seguro de eso, Rogers —repuso Gunn con brusquedad—. Tú
ya sabes que yo soy de los que gustan de prever las dificultades.
—Vamos, vamos, Gunn —dijo Mullet con un hilo de voz al tiempo que le
dirigía a su interlocutor una mirada de súplica—. No te tomes las cosas de esa
manera. Seamos amigos. En cuanto a Joan, no se lo tengas en cuenta. Es joven
e impulsiva y, como has podido comprobar, tiene su genio.
Dirigiéndole una mirada de profundo desdén, Gunn se irguió cuán alto era
y, sin decir una sola palabra, dio media vuelta y abandonó la habitación.
La situación fue empeorando cada vez más en La Llave de Oro. Gunn,
siempre seguro de sí mismo, llegó a dominar el lugar hasta tal punto que su
maligna y vil personalidad parecía flotar como una sombra hasta en el más
remoto rincón. Los ruegos y peticiones que los habitantes de la casa hacían
llegar hasta Mullet en relación con los abusos e injusticias que aquel hombre
cometía con ellos resultaban completamente inútiles. No en vano, la salud del
posadero comenzaba a resquebrajarse a marchas forzadas, por lo que éste, cada
día más débil e irritable y argumentando cualquier pretexto, se negaba
rotundamente a intervenir.

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Poco después Gunn comenzó a contratar como sirvientes a muchachas
groseras y descaradas y a hombres rudos y malhablados que él mismo, haciendo
gala de un pésimo criterio, se encargaba de elegir. Debido a esto, la clientela
que llevaba años frecuentando el lugar dejó bruscamente de aparecer por allí y
las habitaciones comenzaron a ser alquiladas cada vez con menos frecuencia.
Las criadas apenas se molestaban ya en obedecer las órdenes que Joan les daba
y los hombres se acostumbraron a hablarle con una familiaridad que, cuando
menos, resultaba escandalosa. Fue entonces, en medio de todo aquel
desconcierto, cuando el posadero, quien en una o dos ocasiones ya se había
quejado de ciertos accesos de vértigo, cayó gravemente enfermo.
Joan, que procuraba mantenerse siempre lo más cerca posible de su padre
con la intención de protegerle de las continuas presiones y amenazas a las que
Gunn le tenía sometido, lo encontró aquel día tumbado y sin sentido sobre el
suelo de su pequeña oficina. Al verlo, la muchacha hizo un esfuerzo por
sobreponerse al miedo que la atenazó de repente y comenzó a gritar pidiendo
auxilio. Pronto se formó un pequeño grupo de criados alarmados que, una vez
superada la primera sorpresa, se limitaron a quedarse allí de pie, sin moverse,
mirando al posadero con expresión estúpida. Uno de ellos incluso se atrevió a
hacer un cruel comentario en son de burla. Cuando, por fin, Gunn apareció
abriéndose paso a empujones por entre los allí reunidos, le dio la vuelta al
cuerpo de Mullet de un ligero puntapié y, tras proferir todo tipo de maldiciones,
ordenó que lo llevasen al piso de arriba.
Mientras el médico se hallaba de camino, Joan, de rodillas junto a la cama,
se aferró con todas sus fuerzas a la mano de aquel cuerpo inconsciente como si
se tratase de su única protección en este mundo frente a las miradas llenas de
maldad de Gunn y de los sirvientes que éste había contratado. No obstante,
incluso el propio Gunn se hallaba hasta cierto punto preocupado, pues en aquel
momento la muerte del posadero no se ajustaba en lo más mínimo a los
objetivos que se había propuesto alcanzar.
Aunque el médico resultó ser un hombre de pocas palabras cuyos métodos
no inspiraban precisamente mucha confianza, lo cierto es que bajo sus cuidados
el enfermo, tras un largo rato de incertidumbre, comenzó a recuperarse poco a

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poco. Sus ojos entrecerrados consiguieron por fin abrirse del todo y, aunque un
poco aturdidos todavía, comenzaron a mirar nuevamente cuanto les rodeaba.
Gunn aprovechó aquel momento para expulsar a los criados de la habitación y
dirigirle al médico unas cuantas preguntas que fueron contestadas con
explicaciones vagas e imprecisas plagadas de incomprensibles términos en
latín. Lo que, en cualquier caso, sí quedó bien claro, fue que el paciente debía
permanecer aislado de todo tipo de ruidos y molestias. Además, se acordó que
Joan permanecería junto a su padre y que no se separaría de él bajo ningún
concepto hasta que llegase una verdadera enfermera que pudiese hacerse cargo
del paciente.
Dicha enfermera llegó algo más tarde aquel mismo día en la forma de una
anciana señora que había alcanzado cierta reputación en el lugar por lo severo y
estricto de sus tratamientos, los cuales habían demostrado ser tremendamente
eficaces con muchos otros enfermos del vecindario. Cuando llegó, lo primero
que hizo fue ponerse a golpear la almohada sobre la que descansaba la cabeza
del paciente con el fin de despertar a éste. Luego, una vez que Mullet hubo
recobrado la consciencia, le dio una buena dosis de jarabe, pero no sin antes
haberlo probado ella misma bebiendo un generoso trago tomado directamente
de la botella.
Tras aquella primera mejoría, el enfermo, si bien lentamente, volvió a
recaer. Llegó un momento en que rara vez entendía cuanto le decían, y durante
los breves instantes de lucidez que, aunque cada vez con menos frecuencia,
todavía tenía, resultaba verdaderamente conmovedor contemplar cómo se
esforzaba por ganarse el favor del todopoderoso Gunn. En este estado de cosas,
sus energías fueron mermando inevitablemente hasta llegar al extremo de
necesitar ayuda hasta para darse la vuelta en la cama. En cuanto a sus antaño
fuertes y vigorosas manos, éstas, extendidas sobre el cobertor, no dejaban de
temblar en un penoso y desesperado intento por aferrarse a algo que ni él
mismo hubiera sido capaz de precisar.
Joan, pálida y demacrada debido al efecto conjunto del dolor y el miedo, se
esmeró en procurarle a su padre todo tipo de atenciones y cuidados. Se sentía
terriblemente compungida cada vez que veía lo que quedaba de aquel hombre

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cuya fuerza física había gozado durante años de una fama proverbial en todo el
pueblo y que incluso en alguna memorable ocasión había llegado a demostrarle
el poder de su brazo a algún que otro imprudente vecino. Además, la creciente
anarquía reinante en la casa la llenaba de consternación y las groseras
atenciones que Gunn le prodigaba se hacían cada vez más insistentes e
insoportables. Tanto fue así que no resultó extraño que acabase adoptando la
costumbre de comer y cenar en la habitación del enfermo y que decidiese
ocupar todo su tiempo entre dicha habitación y la suya propia.
Por lo demás, el propio Gunn se hallaba inmerso en un profundo dilema.
Sabía que si Mullet moría todo el poder del que gozaba en aquella casa se vería
irremisiblemente acabado, y con él todos los proyectos de riqueza que tenía
previstos para el futuro. Así que, viéndose obligado a actuar con rapidez, lo
primero que hizo fue ir a ver al médico para pedirle que le dijese toda la verdad
acerca del estado de Mullet. No obstante, cuando vio que el doctor se mostraba
alarmantemente reacio a hablar del tema, no le quedó más remedio que
consultar a la anciana enfermera, quien recibió sus preguntas con una macabra
sonrisa.
—A juzgar por el estado en que lo he encontrado esta mañana, yo le doy
como mucho cuatro días —respondió la mujer con total tranquilidad—. Cuatro
benditos días. Y eso, claro está, siempre que no se muera antes, lo cual, si he de
serle sincera, podría ocurrir en cualquier momento.
Gunn dejó pasar uno de aquellos cuatro días y entonces, aprovechando la
primera ocasión en que Joan hubo de ausentarse, entró en la habitación del
enfermo para intercambiar con éste unas pocas palabras. El posadero se hallaba
despierto y, lo que era mejor aún, parecía hallarse plenamente consciente y
despejado.
—Vaya, vaya, camarada —dijo Gunn con un gruñido—. Al final resulta que
vas a salirte con la tuya: vas a conseguir burlar al verdugo. Como esto siga así
no voy a tener oportunidad de contar todo lo referente a tu pasado.
Merced a un gran esfuerzo, Mullet volvió lentamente la cabeza y clavó sus
ojos en él.

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—Ten piedad de mí, Gunn —susurró—. Hazlo por el bien de Joan. Dame
algo más de tiempo para que pueda…
—… para que puedas escurrir el bulto. ¿No es eso, maldito truhán? —
interrumpió Gunn—. Vamos, suéltalo de una vez: ¿dónde está tu dinero?
¿Dónde lo escondes, viejo avaro?
Bajo la mirada atenta de Gunn, Mullet cerró los ojos y volvió a abrirlos
lentamente mientras intentaba pensar. Cuando por fin habló, lo hizo en voz muy
baja y con extrema dificultad.
—Ven a verme esta noche —masculló—. Dame tiempo para… para poder
hacerte rico. Pero ahora… cuidado… la enfermera puede oírnos…
—No te preocupes por eso. De ella ya me encargo yo —dijo Gunn con una
inquietante sonrisa—. Y ahora habla. No esperes hasta esta noche. Podrías
morir esta misma tarde.
—Muy bien… Pero antes prométeme… que le darás a Joan una parte —dijo
Mullet entre jadeos.
—Sí, sí, claro que sí —se apresuró a decir Gunn, ansioso.
Mullet hizo un esfuerzo por incorporarse en la cama pero, agotado, cayó
pesadamente hacia atrás en el preciso instante en que los pasos de Joan
comenzaron a resonar subiendo las escaleras. Tras lanzarle al enfermo una feroz
mirada de advertencia, Gunn se incorporó, fue hasta la puerta y, antes de dejar
entrar a la muchacha, le dirigió a ésta unas breves palabras a manera de saludo.
Joan, zafándose, entró temblando en la habitación e, hincándose de rodillas
junto a la cama, cogió la mano de su padre entre las suyas y se echó a llorar
sobre ella. El posadero, al sentir las lágrimas, profirió un débil gemido al
tiempo que un profundo escalofrío recorría todo su cuerpo.
Casi una hora después de medianoche, Nick Gunn, tras haber tomado la
precaución de descalzarse previamente en su habitación, cruzó a hurtadillas las
sombras que se cernían sobre el descansillo del primer piso. Un tenue
resplandor que salía por la puerta entreabierta de la habitación del enfermo
iluminaba lúgubremente el pasillo dibujando una fina línea de luz sobre el
entarimado. Al verla, Gunn se dirigió hacia ella y, una vez junto a la puerta,
introdujo la cabeza por la rendija y se asomó al interior.

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La anciana enfermera, sentada junto al fuego en una silla de respaldo alto,
se encontraba tan profundamente dormida que había llegado a escurrirse
ligeramente en el asiento y la cabeza le colgaba inerte sobre el pecho. A su lado,
sobre una pequeña mesa de roble, descansaba un vaso vacío. Desde la repisa de
la chimenea una vela solitaria arrojaba una luz lechosa e imprecisa sobre la
estancia.
Sin hacer ruido, Gunn entró en la habitación, fue hasta la cama y, al ver que
el enfermo se hallaba también dormido, lo cogió por el hombro y comenzó a
zarandearlo con violencia. Mullet abrió ligeramente los ojos y miró a Gunn con
expresión confusa.
—Despierta de una vez, estúpido —le espetó éste sin dejar de zarandearle.
El posadero, despertando por fin, masculló algo completamente ininteligible
y se desperezó.
—La enfermera —susurró mientras se frotaba los ojos.
—Tranquilízate, camarada —repuso Gunn—. Ella no nos molestará. Ya me
he encargado yo de ello. Observa.
Caminando con sumo cuidado, se acercó a la mujer y, tras observarla
atentamente durante unos segundos, le cogió un brazo, lo levantó y volvió a
soltarlo. El brazo de la anciana cayó pesadamente sobre el regazo de ésta.
—¿Muerta? —preguntó Mullet con la voz reducida a un tembloroso
susurro.
—No, sólo drogada —respondió Gunn secamente regresando junto a la
cama—. Y ahora ocupémonos de lo nuestro. Habla. Y procura hacerlo con
claridad.
Los ojos del posadero volvieron a posarse sobre la enfermera.
—¿Y el resto de la casa? —preguntó—. ¿Y los criados?
—Casi todos borrachos y profundamente dormidos —respondió Gunn con
impaciencia—. Ni las trompetas del Juicio Final lograrían despertarlos. Y
ahora, una vez satisfechas todas tus malditas preguntas, ¿vas a hablar o no?
—Debo cuidar… de Joan —dijo Mullet.
En son de amenaza, Gunn agitó frente al rostro del enfermo un puño
fuertemente apretado.

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—De acuerdo… de acuerdo… —dijo Mullet—. Mi dinero está… Pero antes
júrame… por lo que más quieras… que Joan…
—Sí, sí, lo prometo —gruñó Gunn—. ¿Cuántas veces voy a tener que
decírtelo? Me casaré con ella si eso es lo que quieres. De esa manera ella tendrá
todo lo que yo decida darle. Y ahora desembucha, condenado estúpido. No te
corresponde a ti precisamente poner condiciones. ¿Dónde está tu dinero?
Reconcomido por la impaciencia, se inclinó sobre el enfermo para oír mejor
sus palabras, pero Mullet, exhausto, había cerrado nuevamente los ojos y vuelto
la cabeza hacia un lado.
—Dime dónde lo escondes, maldita sea —insistió Gunn hablando entre
dientes.
Mullet volvió a abrir los ojos, miró con temor a su alrededor y susurró unas
cuantas palabras incoherentes. Reprimiendo un juramento, Gunn se inclinó aún
más sobre el enfermo hasta casi tocar con su oreja los labios resecos. Entonces,
de repente, en apenas medio segundo, su cuello se encontró atrapado entre las
manos del hombre más fuerte de Riverstone, y un poderoso brazo que más bien
parecía una sólida barra de acero empujó su cuerpo hacia abajo y lo mantuvo
firmemente sujeto sobre la cama impidiéndole el más mínimo movimiento.
—¡Perro! —resopló ferozmente en su oído una temible voz que él conocía
muy bien de otros tiempos—. ¡Ya te tengo! El capitán Rogers ha vuelto por fin
y le importa un comino que un patán como tú se dedique a ir pregonando por
ahí su verdadero nombre. Grítalo. Grita su nombre si así lo deseas, perro
maldito. ¡Grítalo bien fuerte!
Mientras hablaba, Rogers se incorporó hasta situarse por encima de Gunn y
luego, con un poderoso y brusco movimiento, levantó en peso el cuerpo de éste,
le dio la vuelta en el aire y volvió a tumbarlo sobre la cama, esta vez boca
arriba. Gunn, incapaz de reponerse de su propia sorpresa, no pudo hacer más
que retorcerse mientras sus ojos pugnaban por salírsele de las órbitas.
—Vaya, vaya, Gunn. ¿Qué te pasa? Y yo que te había tomado por un tipo
mucho más listo —prosiguió diciendo Rogers con ferocidad al tiempo que
aflojaba un poco su presa—. Tal y como me imaginaba, además de una rata
despreciable eres un pobre ingenuo. La primera vez que me amenazaste decidí

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matarte. Pero entonces te atreviste a amenazar a mi hija, y ése fue tu peor error.
Ojalá tuvieras las siete vidas de un gato para así poder darme el placer de
matarte siete veces. ¡Estate quieto de una vez!
Como para asegurarse de que de verdad no había testigos, Rogers lanzó un
vistazo por encima del hombro hacia la enfermera y, al verla profundamente
dormida, reafirmó todo su peso sobre aquel cuerpo que, apresado entre él y la
cama, no dejaba de retorcerse.
—Así que drogaste a esa vieja bruja, ¿eh? —continuó diciendo—. Muchas
gracias por tomarte la molestia. Al hacerlo me has ayudado sin querer a sortear
uno de mis principales obstáculos. Ahora escúchame bien, Gunn. Mañana por la
mañana te encontrarán muerto en tu habitación. Y si alguno de esos rufianes
con los que has llenado esta casa resulta acusado de tu muerte, tanto mejor.
Cuando me encuentre totalmente restablecido ya me encargaré yo
personalmente de echarlos a todos a la calle. Aunque, a decir verdad, ya me
siento bastante mejor. Claro que eso no hace falta que te lo diga porque tú
mismo lo estás comprobando en este preciso instante, ¿no es cierto?
Dicho aquello, Rogers levantó la cabeza y se mantuvo un rato mirando
hacia la puerta de la habitación con expresión alerta y vigilante. Luego, tras
ponerse lentamente en pie, cogió en brazos el cadáver de Gunn y, procurando
hacer el menor ruido posible, lo llevó a la habitación que éste había ocupado en
vida y lo dejó hecho un ovillo sobre el suelo. A continuación, actuando con
rapidez, le puso al cadáver los zapatos que encontró al pie de la cama, le dio la
vuelta a los bolsillos de sus pantalones, arrugó la alfombra de un puntapié y
dejó una moneda sobre el suelo. Una vez concluidos todos aquellos
preparativos, bajó sigilosamente las escaleras y abrió una pequeña puerta que
daba al patio trasero. Justo entonces los furiosos ladridos de un perro se dejaron
oír en la oscuridad, por lo que Rogers, alarmado ante la posibilidad de que
pudiesen despertar a alguien, decidió subir apresuradamente a su habitación.
Cuando entró en ella y miró hacia donde se hallaba sentada la anciana
enfermera, sonrió satisfecho al comprobar que ésta seguía profundamente
dormida. Cuando, a la mañana siguiente, la mujer se despertó tiritando de frío
en su silla, se dio cuenta con pesar de que era mucho más tarde de la hora a la

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que en un principio tenía previsto despertarse para darle a su paciente su dosis
de madrugada. Por ello, deseosa de mantener la impecable reputación que
tantos años le había costado labrarse, reavivó el fuego que aún ardía en la
chimenea y, tras verter en una cuchara la medida exacta de la dosis que hubiera
debido administrar, la miró con reprobación y la arrojó con rabia a las llamas.
Mientras tanto, en la cama, el capitán Rogers, quien a través de sus
párpados entreabiertos había visto lo que aquella mujer acababa de hacer,
volvió su pálido rostro hacia la pared y, reprimiendo una ligera sonrisa que
pugnaba por aflorar a sus labios, esperó pacientemente a que alguien diese la
voz de alarma.

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EL BARCO DESAPARECIDO

(The Lost Ship, 1898)

Una hermosa mañana de primavera de principios de siglo, Tetby, una


pequeña población situada en la costa este del país, se dispuso a celebrar uno de
los grandes acontecimientos de su historia. A una hora determinada, los
comerciantes cerraron sus tiendas, los trabajadores abandonaron sus puestos, y
todos juntos acudieron en masa al muelle para presenciar el gran espectáculo
marítimo que allí se había preparado.
Aunque en términos generales Tetby no era más que un pequeño y aburrido
grupo de viviendas formado, a un lado del río, por casitas estrechamente
apiñadas las unas contra las otras, y al otro por cabañas de ladrillo rojo algo más
dispersas que parecían colgar sobre los acantilados, aquel día, sin embargo,
todos sus habitantes se hallaban congregados en el muelle de piedra, junto a las
redes llenas de peces y los cabos recién enrollados, esperando con impaciencia
y nerviosismo, pues precisamente aquel día el barco más grande de cuantos se
habían construido nunca en Tetby iba a ser botado para emprender su primera
travesía.
Transcurrió todavía un buen rato, que los allí presentes ocuparon haciendo
numerosos comentarios acerca de los barcos que se habían construido hasta la
fecha en Tetby, de quienes los habían construido, de los viajes que habían
realizado y de la distinta suerte que cada uno de ellos había corrido, antes de
que una pequeña vela blanca se izase en una magnífica nave que, súbitamente,

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soltó amarras río arriba, en el extremo más alejado del embarcadero. La
muchedumbre congregada en el muelle vibró excitada conforme el resto de las
velas fueron siendo desplegadas y la recién botada nave fue aproximándose
lenta y majestuosamente hasta donde ellos se hallaban. Cuando una leve brisa
henchió las velas, el barco adquirió velocidad y se deslizó sobre las aguas como
si fuese un hermoso cisne, sus imponentes mástiles apuntando al cielo por entre
nubes de lona blanca. Al pasar frente al muelle, a menos de diez metros de la
multitud allí congregada, los hombres gritaron entusiasmados y las mujeres
alzaron a sus hijos para que éstos pudieran decirle adiós con la mano a una
tripulación compuesta, desde el capitán hasta el grumete, por hombres de Tetby
que navegaban rumbo a los lejanos mares del sur.
Una vez fuera de puerto, la nave alteró ligeramente su rumbo y avanzó
impulsada por el viento como si estuviese dotada de vida propia. La tripulación
al completo escogió aquel momento para subirse de un salto a las jarcias, agitar
sus gorras al aire y lanzar con manos llenas de mugre enormes besos de
despedida a la pequeña población de Tetby mientras ésta iba poco a poco
perdiéndose en la distancia. Gritos de entusiasmo procedentes de la ribera del
río se alzaron en el aire, a manera de respuesta, ahogando las voces temblorosas
de las mujeres.
En el puerto, mientras tanto, todo el mundo permaneció mirando hasta que
llegó un momento en que el barco recién botado no fue más que una simple
mancha blanca y triangular en el horizonte. Luego, cuando la nave desapareció
por completo como si fuese un copo de nieve que se deshiciese en el aire, los
habitantes de Tetby, algunos envidiando a aquellos valientes marineros y otros
agradecidos por el hecho de hallarse sanos y salvos en tierra firme, fueron
dispersándose poco a poco y emprendiendo lentamente el camino de regreso a
sus hogares.
Transcurrieron varios meses, durante los cuales la tranquila rutina de Tetby
prosiguió inalterable. Otras naves atracaron en el puerto y, tras descargar y
volver a cargar rápidamente, partieron de vuelta a las aguas. La quilla de otro
barco no tardó en comenzar a tomar forma en el astillero. Y así, poco a poco,
según fueron pasando los días, llegó por fin el tan ansiado momento en el que

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cabía esperar el regreso de El Orgullo de Tetby, pues tal era el nombre de tan
emblemática embarcación.
Muchos temían que la nave pudiese arribar a puerto durante la noche, una
de aquellas frías y tristes noches en las que lo único apetecible era permanecer
en cama, sobre todo sabiendo que aunque uno se levantase y se dejase caer por
el muelle no conseguiría ver más que unas pocas luces de posición relumbrando
en el agua y una forma oscura deslizándose con extrema cautela río arriba. En
realidad, todos deseaban ver llegar aquel barco a plena luz del día. Deseaban
avistarlo primero en aquel mismo horizonte en el que meses antes se había
internado hasta desaparecer. Deseaban verlo acercarse poco a poco, cada vez
más y más, hasta tener ante sus ojos a un imponente navío endurecido por el sol
y los mares del sur en cuya cubierta se agolparían todos los miembros de la
tripulación para dirigir sus miradas a Tetby y comprobar cuánto habían crecido
los niños durante su ausencia.
Pero la nave no llegaba. Día tras día, aquellos que oteaban las aguas del
horizonte no hacían otra cosa que esperar en vano. Al cabo de un tiempo,
comenzó a circular la idea de que el barco tardaría aún mucho tiempo en
regresar. Luego, si bien sólo entre aquellos que no tenían ni familiares ni
amigos entre los miembros de la tripulación, se extendió un nuevo rumor: que
El Orgullo de Tetby había desaparecido para siempre.
Durante mucho tiempo después de que toda esperanza se hubiese dado
definitivamente por perdida, muchas madres y esposas, haciendo honor a la fe y
las costumbres en las que habían sido educadas, continuaron vigilando
atentamente las aguas desde aquel sombrío muelle. Pero, a pesar de todo, una a
una fueron dejando de aparecer por allí y acabaron olvidando a los muertos para
poder atender mejor a los vivos. Así, mientras los bebés iban convirtiéndose en
muchachos y muchachas rollizos y fuertes, y éstos en hombres y mujeres, no
llegó a Tetby noticia alguna ni del barco desaparecido ni de su tripulación. Y
conforme los años iban sucediéndose lenta pero inexorablemente, aquella nave
desaparecida terminó convirtiéndose en una leyenda. Los hombres que la
habían construido eran ya ancianos, y el tiempo se encargó de mitigar el dolor
de los más afectados.

Feliz Aniversario 3 L M L
Una oscura y desapacible noche de principios de otoño, una anciana estaba
haciendo calceta frente a la chimenea de su casa. El fuego, más bien bajo, se
hallaba encendido más para proporcionar compañía que para dar calor, además
de que suponía un agradable contraste con el viento que aullaba desde hacía
rato alrededor de la casa y que traía consigo el sonido de las embravecidas olas
que rompían contra el embarcadero.
—Que Dios ayude a aquellos que se encuentren esta noche en alta mar —
dijo la anciana con fervor cuando una ráfaga de viento, de mayor intensidad que
las demás, hizo temblar de arriba abajo toda la vivienda.
La mujer dejó la labor sobre su regazo y se retorció las manos con fuerza,
nerviosa. En aquel preciso instante, la puerta de la casa se abrió de golpe. La
llama de la vela que iluminaba la habitación se estremeció y se apagó a causa
del viento. Luego, mientras la anciana se levantaba de su asiento, la puerta se
cerró.
—¿Quién… quién está ahí? —preguntó, nerviosa, con un agudo chillido.
Aunque la oscuridad era casi absoluta y sus ojos apenas le permitían ver
nada, le pareció percibir algo que permanecía de pie junto a la puerta. Deseosa
de averiguar qué podía ser aquello, se apresuró a coger una astilla de la repisa
de la chimenea, la prendió en el fuego que aún ardía en el hogar y encendió la
vela que acababa de apagarse.
Un hombre de mediana edad se hallaba de pie en el umbral. Tenía el rostro
demacrado y la barba enmarañada. Sus ropas se encontraban reducidas a
harapos, y tenía los cabellos completamente revueltos y los ojos grises hundidos
y vidriosos.
La anciana, tras observar al recién llegado con detenimiento, esperó a que
éste pronunciase la primera palabra. Luego, cuando el hombre abrió los labios,
lo hizo dando un paso hacia adelante y diciendo simplemente:
—¡Madre!
Soltando un grito, la anciana se abalanzó sobre aquel hombre, lo abrazó con
fuerza contra su pecho y comenzó a cubrirlo de besos. Aunque todavía no
acertaba a dar crédito a lo que estaba viendo, no por ello dejó de estrecharlo
entre sus brazos, de pedirle que le hablase, de llorar y reír al mismo tiempo y de

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dar gracias a Dios por aquella sorpresa tan maravillosa. Luego, una vez
recobrado el dominio de sí misma, condujo a trompicones al recién llegado
hasta un sillón y lo instaló en él. A continuación, temblando de pura excitación,
sacó comida y bebida de una pequeña alacena y se la sirvió. El hombre comió
con avidez mientras la anciana lo observaba con atención y permanecía de pie a
su lado para mantenerle el vaso de cerveza siempre lleno, y aunque en varias
ocasiones aquél intentó hablar, la anciana le hizo señas para que se callase y le
pidió con una sonrisa que siguiese comiendo mientras copiosas lágrimas
comenzaban a rodar por sus ajadas mejillas con cada mirada que dirigía al
rostro pálido y demacrado de su hijo.
Finalmente, dejando a un lado tenedor y cuchillo y tras apurar un último
vaso de cerveza, el recién llegado dio a entender que su apetito había sido
saciado.
—Hijo mío… —dijo entonces la anciana con la voz quebrada por la
emoción—. Y yo que creía que habías ido a parar al fondo del mar hace años
junto con El Orgullo de Tetby.
El recién llegado negó enérgicamente con la cabeza.
—¿Y qué fue del capitán, del resto de la tripulación y del propio barco? —
preguntó la madre—. ¿Dónde están todos ahora?
—El capitán… y… la tripulación… —balbuceó el hijo—. Es una historia…
demasiado larga. Lo siento, creo que la cerveza… me ha mareado un poco.
Todos ellos…
De repente, guardó silencio y cerró los ojos.
—¡Dime, hijo mío! ¿Dónde están los demás? —insistió la anciana—. ¿Qué
fue lo que ocurrió?
El hijo abrió los ojos lentamente.
—Estoy… terriblemente cansado, madre. Llevo muchos días… sin poder
dormir. Te lo contaré todo… mañana —dijo volviendo a dar una brusca
cabezada.
La anciana lo zarandeó entonces con suavidad.
—En ese caso vete a dormir, Jem, hijo mío. Ve a acostarte en tu vieja cama.
Está tal y como tú la dejaste: hecha y con las sábanas frescas y estiradas. Ha

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estado así, aguardándote, durante todos estos años.
El hombre se levantó y permaneció unos instantes de pie tambaleándose
ligeramente. Luego su madre abrió una puerta y, tras coger la vela con una
mano, le precedió para iluminar la empinada escalera de madera que conducía a
aquella habitación que a él le resultaba tan conocida. Una vez arriba, el hijo
abrazó débilmente a su madre, le dio un beso en la frente y acto seguido se
desplomó agotado sobre el lecho.
La anciana regresó entonces a la cocina y allí mismo, poniéndose de
rodillas, estuvo un buen rato dando fervorosas muestras de agradecimiento.
Cuando por fin se levantó, se acordó de repente de todas aquellas otras mujeres
de Tetby cuyos hijos y esposos habían partido en aquel barco y, tras coger
precipitadamente un mantón que colgaba de una percha situada junto a la
entrada, salió corriendo a la calle desierta para contar de puerta en puerta lo
ocurrido.
En poco tiempo toda la ciudad estuvo en pie. El rumor se extendió de casa
en casa como una brisa cargada de esperanzas, con lo que aquellas mismas
puertas que cada noche solían cerrarse a cal y canto se abrieron en aquella
ocasión de par en par al tiempo que decenas de intrigados niños preguntaban a
sus emocionadas madres qué era lo que ocurría. Los borrosos recuerdos de
tantos padres y maridos dados por desaparecidos hacía ya tanto tiempo se
volvieron de repente más nítidos que nunca. En ellos, aquellos que llevaban
tantos años ausentes sonreían radiantemente a sus familias.
Al cabo de un breve rato, varias personas se habían ya congregado frente a
la casa del recién llegado mientras muchas otras iban llegando calle arriba en
medio de un insólito ajetreo.
Al llegar allí, no obstante, todos ellos encontraron su camino franqueado por
una anciana de expresión decidida en cuyo rostro aún podía verse el
desbordante júbilo que había venido a alegrar sus años de vejez, pero que se
opuso terminantemente a dejar entrar a nadie en la casa hasta que su hijo
hubiese descansado y dormido lo suficiente. Al ver la irrefrenable ansia de
noticias de todas aquellas personas, la pobre mujer, con la voz quebrada a causa
de la emoción, cayó por fin en la cuenta de algo que todavía no había llegado

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del todo a comprender debido a la impresión recibida: que lo que El Orgullo de
Tetby le había arrebatado una vez, se hallaba por fin sano y salvo en el hogar.
Entre la multitud, decenas de mujeres que llevaban soportando
pacientemente años enteros de espera sintieron que eran incapaces de resistir
aquellas pocas horas que las separaban de la verdad. La desesperación podía
llegar a ser soportable, pero, por el contrario, aquel horrible suspense… «¡Por el
amor de Dios! ¿Estaban vivos sus esposos? ¿Cómo estaba aquel que había
regresado? ¿Había envejecido mucho?», no hacían más que preguntar.
—Estaba tan agotado que apenas podía hablar —les respondió la anciana—.
Le hice varias preguntas, pero él no fue capaz de contestar a ninguna de ellas.
Por favor, dadle hasta el amanecer para que descanse y entonces podréis hacerle
todas las preguntas que queráis.
Así que todos los allí reunidos se dispusieron a esperar, pues regresar a casa
y echarse a dormir eran cosas completamente impensables en circunstancias
como aquéllas. Lo más que algunos se atrevieron a hacer fue dar algún que otro
ocasional paseo calle arriba para estirar las piernas, pero siempre sin alejarse
mucho de la casa. No obstante, la mayoría prefirió reunirse en pequeños grupos
para comentar animadamente aquel insólito acontecimiento. Casi todos
estuvieron de acuerdo en que el barco debía de haber naufragado y en que el
resto de la tripulación debía de hallarse en aquel momento perdida en alguna
isla deshabitada. Eso era lo que debía de haber sucedido, pensaron todos, pero
si uno de ellos había logrado regresar a casa, indudablemente todos los demás
también podrían hacerlo. Todos, claro está, excepto quizás alguno que otro que
ya era viejo cuando el barco abandonó el puerto y que probablemente debía de
haber muerto durante los años transcurridos desde entonces. Quien dijo esto no
pudo evitar que lo oyese una anciana mujer cuyo marido, caso de hallarse vivo,
debía de ser ya extremadamente viejo. No obstante, aunque los labios de la
anciana temblaron ligeramente, ésta se limitó a sonreír con tranquilidad y a
decir que lo único que ella esperaba averiguar era simplemente qué había sido
de su marido.
La tensión fue haciéndose cada vez más insoportable. ¿Es que aquel hombre
no iba a despertarse nunca? ¿Es que nunca iba a hacerse de día? Aunque los

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niños se hallaban ateridos de frío a causa del cortante viento, los mayores no
hubieran llegado a percatarse ni de la más dura de las heladas. Tal era su
expectación. Así que, todos juntos, continuaron esperando con creciente
impaciencia mientras, de vez en cuando, dirigían miradas cargadas de
curiosidad a un par de mujeres que se mantenían un poco alejadas del resto.
Aquellas dos mujeres, que habían vuelto a casarse una vez se hubo dado al
barco por desaparecido, estaban allí en compañía de sus segundos maridos, los
cuales daban la impresión de hallarse visiblemente incómodos en medio de
aquella tensa espera.
Mientras duró aquella ventosa y agotadora noche en la que el tiempo
parecía haberse detenido, la anciana hizo oídos sordos a los ruegos de todos los
presentes y no cejó en su empeño de mantener bien cerrada la puerta de su casa.
Y aunque los relojes, tantas veces consultados a lo largo de aquellas horas,
anunciaban que el amanecer estaba cada vez más cerca, éste no terminaba de
llegar.
El día todavía no había comenzado a despuntar cuando la muchedumbre se
apretujó más que nunca contra la puerta. Aún no había amanecido, pero era
innegable que, en medio de la penumbra, todos podían comenzar a distinguir
algo mejor los rostros grises y llenos de ansiedad de sus vecinos.
Finalmente, una mano llamó a la puerta. Cuando la anciana acudió a abrir,
sus ojos se abrieron de par en par al ver todos aquellos rostros agolpados frente
a ella. Sin esperar a ser invitada, la muchedumbre comenzó a entrar en la casa
hasta que, en cuestión de segundos, el piso bajo se encontró completamente
abarrotado de gente.
—De acuerdo, de acuerdo. Voy arriba a buscar a mi hijo —dijo entonces la
anciana.
Si cada uno de los presentes hubiese sido capaz de oír el latido de los
corazones de los demás, el ruido resultante hubiese llegado a ser
verdaderamente ensordecedor. No obstante, lo que en realidad reinaba en
aquella casa no era sino un silencio sepulcral roto tan sólo por algún que otro
sollozo de mujer.

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La anciana abrió la puerta que conducía al piso superior y, con el paso lento
y trabajoso propio de una mujer de edad avanzada, comenzó a subir las
escaleras. Los otros, desde abajo, pudieron oírla un instante más tarde llamando
suavemente a su hijo.
Al cabo de dos o tres minutos, todos la oyeron bajar las escaleras. Iba sola.
La sonrisa, desgraciadamente, se había borrado por completo de su rostro y
había sido reemplazada por una expresión aturdida y extrañada.
—No consigo despertarle —dijo con un hilo de voz—. Está tan
profundamente dormido… Pero es que, claro, estaba tan cansado… Y eso que
le he zarandeado bien fuerte, pero aun así no he logrado despertarle.
De repente, dejó de hablar y dirigió una suplicante mirada a todos cuantos
tenía delante. Entonces otra anciana se acercó a ella y, tomándole una mano y
apretándosela con fuerza, la condujo hasta una silla. Acto seguido dos hombres
se precipitaron escaleras arriba. Estuvieron ausentes apenas un minuto, pero
cuando por fin regresaron a la planta baja sus rostros abatidos y consternados
hicieron que sobrase cualquier comentario. Un profundo lamento de
desesperación se elevó entonces de las bocas de las mujeres y fue repetido por
la mayor parte de la multitud, que aún permanecía fuera de la casa. Y como un
siniestro legado, aquel lamento resonó todavía durante un largo rato por todo
Tetby, pues el único hombre que podía haber llevado algo de paz a los espíritus
de sus habitantes tras haber escapado a los peligros de las profundidades
marinas acababa de fallecer tranquilamente en su propio lecho.

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TRES A LA MESA

(Three at Table, 1898)

En la sala de estar, la conversación llevaba ya un buen rato girando en torno a


fantasmas y apariciones y casi todos los presentes habían aportado su granito de
arena a todo lo que sobre tan intrincado y manido tema se había llegado a decir.
Las opiniones expresadas abarcaban desde la más absoluta incredulidad hasta la
fe más ingenua, llegando incluso uno de los creyentes más acérrimos a calificar
de impío el hecho de no creer en tales cuestiones y a basar tal afirmación en
ciertas referencias a la Hechicera de Endor, personaje bíblico cuya vida y
milagros seguían siendo, según él, dignos de todo respeto y credibilidad a pesar
de hallarse desprestigiados por haber sido en más de una ocasión injusta e
incomprensiblemente comparados con una historia tan fantástica e inverosímil
como la de Jonás y la ballena[3].
—Por cierto, hablando de Jonás, la ballena y demás personajes relacionados
con el mar —añadió aquel caballero con aire solemne y sin hacer el menor caso
a toda una serie de mordaces preguntas que le habían sido formuladas a tal
respecto—, ¿han reparado ustedes alguna vez en las extrañas historias que los
marineros acostumbran a contar adondequiera que van?
—Yo le aconsejaría a todos ustedes que no creyesen demasiado en ellas,
caballeros —dijo un hombre de aspecto campechano y rostro completamente
rasurado que había estado escuchando todo el tiempo sin intervenir apenas en la
conversación—. Como podrán ustedes comprender, cuando un marinero llega a
tierra siempre se espera de él que tenga algo que contar. Todos sus amigos se
sentirían profundamente decepcionados en caso contrario.
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—Es un hecho sobradamente conocido —interrumpió el otro de manera
tajante— que los marineros son gente especialmente propensa a presenciar todo
tipo de visiones y cosas extrañas.
—Desde luego que lo son —repuso el otro sarcásticamente—. Por lo
general suelen ver todas esas cosas que dicen que ven cuando están bebiendo en
compañía de otros. Y la conmoción recibida les provoca con frecuencia unas
terribles resacas al día siguiente.
—¿Y usted? ¿Nunca ha visto nada por sí mismo? —preguntó uno de los
más escépticos.
—Caballeros —respondió el otro—, lo único que puedo decirles es que he
surcado los mares durante treinta años y que en todo ese tiempo el único
incidente del tipo al que nos referimos que he presenciado no tuvo lugar
precisamente en el mar sino en una pequeña casa de la campiña inglesa.
—¿Ah, sí? No me diga. Cuente, cuente —dijo alguien.
—Yo era bastante joven por aquel entonces —comenzó aquel hombre tras
darle una profunda calada a su pipa y dirigir una mirada jovial a todos los
presentes—. Acababa de regresar de China y, al estar mi familia ausente cuando
llegué, decidí darme una vuelta por el campo para visitar a un tío mío. Cuando
llegué a la casa en cuestión, me encontré con que ésta estaba cerrada y con que
toda la familia de mi tío se hallaba de viaje por el sur de Francia. No obstante,
como estaba previsto que volviesen a casa al cabo de un par de días, decidí
alojarme mientras tanto en El Rey Jorge, una posada de lo más respetable, y
esperar allí su regreso.
»El primer día lo soporté más o menos bien, aunque cuando cayó la tarde el
tedio imperante en aquella vieja casona llena de recovecos en la que yo era el
único huésped comenzó a hacer mella sobre mi estado de ánimo. Así que,
precisamente por ello, a la mañana siguiente, después de desayunar bastante
tarde, decidí salir con la intención de pasar el día entero explorando los
alrededores.
»Comencé la jornada con un excelente estado de ánimo, pues el día, que era
frío y radiante, incitaba a pasear. Aún podían verse restos de nieve sobre los
setos helados y las vallas de madera que bordeaban carreteras y caminos, lo

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cual, a mis ojos, confería a todo aquel paraje un encanto especial. Todo el lugar
era demasiado tranquilo y monótono, pero había árboles por todas partes y los
pueblos por los que pasé tenían cierto sabor a añejo que resultaba de lo más
pintoresco.
»A mediodía hice una parada para tomar una ligera comida a base de pan,
queso y cerveza en el bar de una pequeña posada, tras lo cual resolví continuar
caminando un rato más antes de dar media vuelta. Cuando, finalmente,
comprendí que ya había llegado bastante lejos, tomé un sendero que se separaba
en ángulo recto del camino que llevaba rato recorriendo y decidí emprender el
regreso siguiendo una ruta distinta a la que había empleado para llegar hasta
allí. Aunque el camino de ida había discurrido siempre en línea recta y yo
apenas había observado bifurcaciones en él, aquel nuevo sendero estaba
plagado de ellas, cada una de las cuales tenía las suyas propias, pareciendo
desembocar todas, tal y como descubrí después de seguir unas cuantas, en unos
pantanos de aspecto poco tranquilizador. Al cabo de un rato, cansado ya de
recorrer tantos caminos y sendas diferentes, decidí echar a andar a campo
traviesa confiando en la inestimable ayuda de una pequeña brújula que llevo
siempre colgada de la cadena de mi reloj.
»Me había adentrado bastante en los pantanos cuando una espesa niebla que
llevaba ya un buen rato asomando por el borde de los pozos y las charcas que
me salían al paso comenzó a extenderse poco a poco por todas partes. Aunque
no había manera alguna de escapar de ella, fui capaz, gracias a mi brújula, de
mantener el rumbo que llevaba, evitando así caminar en círculos, caer en algún
charco helado o tropezar con las raíces que acechaban semiocultas entre la
hierba. Continué avanzando de aquella manera hasta que, aproximadamente a
las cuatro de la tarde, la noche, como si se hubiese puesto de acuerdo con la
niebla, comenzó a caer rápidamente sobre los pantanos. Fue entonces cuando,
resignado, hube de reconocer que me había perdido.
»A partir de aquel momento la brújula ya no me resultó de ninguna utilidad,
por lo que no tuve más remedio que seguir avanzando penosamente, como un
barco a la deriva, dando de vez en cuando una voz con la esperanza de que
algún pastor o algún granjero que casualmente pasase por allí pudiese llegar a

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oírme. Finalmente, gracias a alguna clase de milagro, mis pies se encontraron
caminando por una carretera cubierta de baches que parecía atravesar los
pantanos y en la que pude mantenerme avanzando a paso muy lento y tanteando
continuamente con mi bastón. Llevaba un buen rato siguiendo aquel camino
cuando, de repente, oí pasos que se aproximaban hacia mí.
»Los dos nos detuvimos el uno frente al otro cuando nos encontramos a la
misma altura. El recién llegado, un campesino de complexión robusta, se
ofreció de buena gana a ayudarme en cuanto le hube expuesto la situación tan
difícil en la que me encontraba. Muy amablemente, retrocedió conmigo durante
más o menos una milla hasta que los dos llegamos a una carretera más ancha y
en mejor estado. Una vez allí, me dio detalladas instrucciones de cómo llegar al
pueblo más cercano, el cual se encontraba a unas tres millas de distancia.
»Para entonces yo estaba tan cansado que tres millas me parecieron un
trayecto insalvable. Pero fue en aquel momento cuando, entre la niebla, me
pareció ver el débil resplandor de una ventana iluminada que no debía de
encontrarse muy lejos de la propia carretera. Cuando se la señalé a mi
compañero, éste se estremeció y echó una nerviosa mirada a su alrededor.
»—Nada bueno le podrá pasar si va usted allí —se apresuró a decirme,
visiblemente incómodo.
»—¿Por qué? —le pregunté.
»—Algo extraño vive en esa casa, señor —respondió—. No sé muy bien lo
que es, pero hace tiempo conocí a un guardabosques de por aquí que no contaba
nada precisamente bueno de ese lugar. Algunos dicen que quien vive ahí es un
loco; otros, que se trata de una especie de bestia. Pero sea lo que sea, una cosa
es segura: no es algo que apetezca ver.
»—En ese caso seguiré mi camino —dije—. Muchas gracias por su ayuda y
buenas noches.
»El campesino dio media vuelta y se alejó de allí silbando alegremente
hasta que sus pisadas se extinguieron por completo en la distancia. Yo, por mi
parte, seguí la carretera a la que él me había conducido hasta que ésta se dividió
en tres, cada una de las cuales, a juzgar por su apariencia, podía, al menos para
un extraño como yo, ser el camino correcto. Desesperado por aquel nuevo

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contratiempo, cansado y medio muerto de frío, decidí apostar por la única
alternativa segura que tenía y desanduve mis pasos hasta que llegué a la casa
que se levantaba junto al camino.
»En un primer momento todo cuanto de ella pude ver fue aquel pequeño
recuadro de luz en la ventana, así que me dirigí hacia él hasta que, de repente, la
luz desapareció y me di de bruces contra un alto seto. Continué entonces
avanzando a tientas a lo largo de éste hasta que llegué a una pequeña verja que
apareció súbitamente ante mí. Tras abrirla con extrema cautela, eché a andar, no
sin algo de nerviosismo, por un estrecho y largo sendero que conducía
directamente a la puerta principal de la casa. En aquel momento no llegaban
hasta mí ni el menor atisbo de luz ni el menor sonido provenientes del interior,
por lo que, cuando levanté mi bastón para llamar suavemente a la puerta, no
pude evitar sentir cierta vergüenza por aquel atrevimiento mío al hacer una
visita a aquella hora tan intempestiva.
»Nadie contestó, así que, al cabo de un par de minutos, me dispuse a llamar
de nuevo. Aquella vez mi bastón no había llegado aún a golpear la puerta
cuando ésta se abrió tan repentina como inesperadamente y una anciana alta y
huesuda que llevaba una vela en una mano apareció ante mí.
»—¿Qué desea? —me preguntó la mujer con brusquedad.
»—Me temo que me he perdido, señora —respondí cortésmente—, y me
preguntaba si alguien aquí podría indicarme cómo llegar a Ashville.
»—Lo siento, señor, pero no conozco ese lugar —repuso la anciana.
»Se disponía a cerrar la puerta cuando, de repente, un anciano de elevada
estatura y anchas espaldas salió de una habitación contigua a la entrada y se
acercó a nosotros.
»—Ashville queda a unas quince millas de aquí —dijo lentamente.
»—En ese caso, caballero, le estaría muy agradecido si fuese usted tan
amable de indicarme cómo llegar al pueblo más cercano —dije.
»El anciano no contestó. En vez de eso, dirigió a la mujer una mirada rápida
y furtiva a la que ella respondió con un ademán de desagrado.
»—Para llegar al pueblo más cercano aún le quedan a usted por recorrer tres
penosas millas —dijo volviéndose hacia mí y adecuando su áspera voz para que

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ésta sonase más suave—. No obstante, si acepta usted honrarme con el placer de
su compañía, procuraré que su estancia con nosotros sea lo más agradable
posible.
»Dudé un momento. Los dos formaban una pareja bastante extraña, y, por
lo demás, aquel lúgubre vestíbulo sobre cuyas paredes danzaban las sombras
que proyectaba la vela apenas resultaba más atractivo que la oscuridad reinante
en el exterior.
»—Es usted muy amable —murmuré, vacilante—, pero lo cierto es que…
»—Pase, por favor —se apresuró a decir el anciano haciendo caso omiso de
mis palabras—. Cierra la puerta, Anne.
»Y antes incluso de que pudiese darme cuenta, me hallaba ya en el interior y
la anciana, aunque a regañadientes, había cerrado la puerta detrás de mí. Con la
inquietante sensación de quien sabe que acaba de caer en alguna especie de
trampa, seguí a mi anfitrión hasta una pequeña sala de estar y, tras tomar
asiento en una silla que se me ofreció, me arrimé al fuego para llevar algo de
calor a mis entumecidas manos.
»—La cena no tardará en estar preparada —me dijo el anciano mirándome
muy fijamente—. Mientras tanto, si me disculpa…
»Asentí con la cabeza y el anciano abandonó la habitación. Unos instantes
más tarde pude oír su voz, la de la mujer y, según me pareció, la de una tercera
persona hasta entonces desconocida, conversando animadamente en algún
rincón de la casa. Al cabo de un rato, antes de que me diese tiempo a examinar
por completo la habitación en la que me encontraba, el anciano regresó y me
dirigió una más de aquellas extrañas y enigmáticas miradas con las que no había
dejado de obsequiarme desde que entré en la casa.
»—Esta noche seremos tres para cenar —dijo finalmente—. Nosotros dos y
mi hijo.
»Volví a asentir con la cabeza y pensé para mis adentros que ojalá aquella
forma de mirar no fuese algo hereditario.
»—Espero que no tenga usted inconveniente en cenar a oscuras —añadió
bruscamente el anciano.

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»—En absoluto —contesté ocultando mi sorpresa como buenamente pude
—. Pero, verá usted, por nada del mundo querría abusar de su hospitalidad, así
que, si me lo permite…
»El anciano agitó en el aire sus enormes y huesudas manos.
»—Ahora que le tenemos a usted aquí, con nosotros, no vamos a vernos
privados de su compañía, joven —dijo soltando una seca y estentórea carcajada
—. A esta casa casi nunca viene nadie de visita, así que, ya que se ha acercado
usted hasta aquí no vamos a permitir que nos abandone tan pronto. Pero no se
inquiete. Si hemos de cenar a oscuras es simplemente porque mi hijo tiene los
ojos enfermos y no puede soportar la luz. Por cierto, aquí está ya Anne.
»Nada más decir aquello, la anciana entró en la habitación y, echándome
por el rabillo del ojo toda clase de miradas extrañas, comenzó a preparar la
mesa mientras mi anfitrión, tras acercar una silla a la chimenea, se sentaba
trabajosamente frente al fuego y se quedaba observando las llamas en silencio y
con aspecto pensativo. Cuando la mesa estuvo lista, la anciana trajo una fuente
con un par de pollos recién trinchados, dispuso tres sillas alrededor de la mesa y
a continuación abandonó la habitación. Entonces el viejo, tras vacilar unos
segundos, se levantó de su silla, corrió una pesada cortina delante del fuego y,
una a una, fue apagando todas las velas que hasta el momento habían
permanecido encendidas en la estancia.
»—Hoy es el día de los ciegos —dijo en un torpe intento por conferir un
toque divertido a lo que estaba haciendo.
»Acto seguido se acercó a tientas a la puerta y la abrió. Alguien entró
entonces en la habitación y, con movimientos lentos y vacilantes, avanzó hasta
la mesa para tomar asiento. Unos segundos más tarde la voz más extraña que he
oído en toda mi vida rompió un silencio que ya empezaba a ser opresivo.
»—Qué frío hace esta noche —dijo lentamente aquella voz.
»Yo respondí que, en efecto, así era, hecho lo cual, tanto con luz como sin
ella, comencé a devorar mi plato con un feroz apetito que a lo largo de aquel día
me había visto obligado a aplacar con tan sólo aquel ligero aperitivo tomado a
mediodía. Me resultó bastante complicado comer en la oscuridad, pero, a juzgar
por los movimientos y el comportamiento en general de mis dos invisibles

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anfitriones, me pareció evidente que ellos estaban tan poco acostumbrados
como yo a cenar en aquellas incómodas circunstancias. No obstante, los tres
continuamos comiendo en silencio hasta que la anciana entró en la habitación y,
con algún que otro traspié en la oscuridad, se acercó a la mesa para dejar sobre
ella la bandeja de los postres.
»—¿Es usted forastero? —preguntó entonces aquella extraña y curiosa voz.
»Volví a responder que sí y añadí que había tenido una gran suerte al
haberme topado con una cena tan deliciosa como aquélla.
»—Es usted muy amable —dijo la voz con gravedad—. Por cierto, padre, se
ha olvidado usted de traer el oporto.
»—Pues es cierto —dijo el anciano levantándose—. Sacaré una de las
botellas que guardamos para las grandes ocasiones. Ahora mismo la traigo.
»El hombre se acercó a tientas hasta la puerta, salió y la cerró detrás de sí
dejándome a solas con mi invisible compañero de mesa. Había algo tan extraño
en torno a toda aquella situación que debo confesar que algo bastante más
intenso que una leve sensación de inquietud comenzó a adueñarse rápidamente
de mí.
»Mi anciano anfitrión estuvo ausente un buen rato, durante el cual todo
permaneció en silencio hasta que, en un momento dado, pude oír cómo aquel
hombre que se hallaba sentado frente a mí dejaba a un lado sus cubiertos. Fue
entonces cuando me pareció ver un extraño par de ojos que brillaban
salvajemente en la oscuridad como si fuesen los de un enorme gato.
»Instintivamente, con una creciente sensación de nerviosismo, empujé mi
silla hacia atrás. Al hacerlo, una pata se enredó en la alfombra extendida frente
a la chimenea y yo, en mi esfuerzo por separar la una de la otra, lo único que
conseguí fue darle un involuntario tirón a la cortina que cubría el fuego y hacer
que ésta cayera al suelo con un ruido sordo. Fue entonces cuando, a la
temblorosa luz del fuego, pude contemplar el rostro de aquel ser que continuaba
sentado frente a mí. Sintiendo cómo la sangre se me helaba en las venas, dejé a
un lado la silla y permanecí de pie con los puños fuertemente apretados. ¿Qué
demonios era aquello: un hombre o una bestia? Un momento más tarde, cuando
las llamas se agitaron y se apagaron bruscamente, pude comprobar que a la

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escasa luz de las brasas aquel rostro tenía un aspecto todavía más infernal que a
la rotunda luz del fuego.
»Durante unos segundos los dos permanecimos en silencio
contemplándonos mutuamente. Luego la puerta se abrió y el anciano entró en la
habitación. Al ver la cortina en el suelo y la habitación iluminada, aunque
tenuemente, por los rescoldos del fuego, el pobre hombre se quedó horrorizado.
No obstante, una vez superada la primera sorpresa, se acercó caminando
mecánicamente a la mesa y depositó sobre ella un par de botellas de vino.
»—Le ruego que me disculpe —dije yo entonces, algo más tranquilo gracias
a su presencia—. He tirado la cortina sin querer. Pero déjeme ver si puedo
volver a colgarla.
»—No se preocupe —intervino el hijo, hablando con suavidad—. Déjela
como está. Creo que por hoy ya hemos tenido bastante oscuridad.
»Encendió una cerilla y, una tras otra, fue prendiendo todas las velas que
había en la habitación. Pude así ver que el hombre que estaba sentado frente a
mí no tenía rostro, sino más bien lo que quedaba de él: una masa informe y
descarnada de aspecto salvaje en la que un reluciente ojo de mirada ardiente era
lo único que recordaba su origen humano. Nada más verlo, una horrible
sospecha que explicaba lo que debía de haberle ocurrido a aquella cara me
asaltó, y no pude evitar sentirme enormemente conmovido.
»—Mi hijo sufrió unas terribles quemaduras hace algunos años, cuando se
desató un incendio en una casa —explicó el anciano—. Desde entonces los dos
hemos llevado una vida muy apartada. Esta noche, cuando llegó usted a nuestra
casa, nosotros —su voz tembló de repente—, quiero decir, mi hijo…
»—Pensé —continuó éste— que sería mejor para todos que yo no
apareciese por el comedor. Pero como da la casualidad de que hoy es mi
cumpleaños, mi padre se negó rotundamente a que yo cenara a solas en otra
habitación. Así que se nos ocurrió poner en práctica esta estúpida idea de cenar
a oscuras. Lamento mucho haberle asustado.
»—No, por favor. Soy yo quien lo siente —dije mientras me acercaba a la
mesa y le estrechaba la mano con fuerza—. Siento haberme portado como un
necio. Si me asustó usted, fue tan sólo por el efecto añadido de la oscuridad.

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»Un sonrojo apenas perceptible asomó a las mejillas del anciano a la vez
que cierta expresión de alivio y gratitud dulcificó en gran medida aquel pobre
ojo solitario que me miraba de frente. A juzgar por los efectos que acababan de
producir en mis anfitriones aquellas últimas palabras mías, me alegré
enormemente de haberlas pronunciado.
»—Nunca recibimos visitas —continuó explicando el anciano a manera de
disculpa—. Por ello, la tentación de tener compañía, aunque tan sólo fuese por
una noche, fue demasiado para nosotros. Por otra parte, no sé qué otra cosa
podría haber hecho usted en una noche como ésta.
»—Estoy seguro de que cualquier otra cosa no hubiese sido ni la mitad de
buena que quedarme aquí —repuse.
»—Muy bien —dijo mi anciano anfitrión con renovados bríos—. En ese
caso, ahora que ya nos conocemos todos un poco mejor, acerquemos nuestras
sillas al fuego y convirtamos esta noche en una verdadera velada de
cumpleaños.
»Acto seguido acercó al fuego una mesilla sobre la que todos pudiéramos
dejar nuestros vasos, sacó de algún sitio una caja de puros y, tras añadir una
silla para la vieja criada, invitó a ésta a que se sentase a tomar un trago con
nosotros. Aunque al principio la conversación no fue demasiado fluida, si es
cierto al menos que no careció de cierta vivacidad, la cual fue poco a poco
aumentando hasta que, al cabo de unos cuantos minutos, formábamos el grupo
más alegre del mundo. La noche transcurrió tan rápidamente que apenas
pudimos dar crédito a nuestros oídos cuando, en medio de uno de los escasos
silencios que hubo en nuestra conversación, el reloj del salón dio las doce.
»—Un último brindis antes de que todos nos retiremos a descansar —dijo
entonces el anciano arrojando al fuego la colilla de su puro y volviéndose hacia
la mesilla.
»Aunque a lo largo de la velada habíamos brindado un buen número de
veces, aquella vez hubo algo verdaderamente admirable en la actitud de aquel
anciano cuando se puso en pie y levantó su vaso. Su imponente figura pareció
entonces más alta que nunca y su voz resonó poderosamente en mis oídos
cuando, mirando henchido de orgullo el rostro desfigurado de su hijo, exclamó:

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»—¡A la salud de aquellos niños a los que tú, querido hijo mío, les salvaste
la vida una vez!

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EL SIRVIENTE DEL HOMBRE MORENO

(The Brown’s Man Servant, 1896)

En un estrecho callejón que desembocaba en Commercial Road se levantaba


la tienda de Solomon Hyams. En sus escaparates, atestados de todo tipo de
objetos entregados una vez en prenda y nunca recuperados, podían verse desde
relojes antiguos hasta botas de marinero que se convertían a diario en la
respuesta a toda clase de caprichos y necesidades. Grandes montones de puros,
calificados con aparente franqueza de «simplemente maravillosos», se hallaban
marcados con precios tan bajos que resultaban absurdos, mientras varias
docenas de relojes de plata se esforzaban por disculpar lo toscamente que
parecían haber sido fabricados con cartelitos que decían «especialmente
diseñados para esos obreros que trabajan duro». La puerta de entrada, situada a
media altura del estrecho y sucio callejón, se encontraba coronada por esas
típicas bolas de latón que pueden verse todavía sobre las puertas de tantas y
tantas tiendas. Era allí donde quienes se acercaban a visitar a Mr. Hyams
acostumbraban a llamar. Y era por allí por donde, cada día, montones de
clientes de aspecto optimista entraban sonriendo confiados para luego comenzar
a discutir, quejarse enérgicamente y, al cabo de unos minutos, volver a salir
visiblemente enfurruñados y con cara de pocos amigos.

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No obstante, nada de esto parecía inquietar lo más mínimo al prestamista. El
borracho que intentaba recuperar su traje dominical ofreciendo a cambio un
billete de tranvía era cortésmente conducido hasta una silla, donde se le hacía
permanecer con la excusa de que descansase un poco mientras el dependiente
de Mr. Hyams, un joven llamado Bob, iba en busca de sus amigos para pedirles
que le ayudaran a sacar de la tienda, rápidamente y sin armar escándalo, al
sujeto en cuestión. La anciana que, con la esperanza de obtener algún dinero
más del habitual, se dedicaba a derramar lastimeras historias de aflicción y
penalidades en los endurecidos oídos de Mr. Hyams, acababa viéndose
asimismo en manos de tan inestimable empleado, con lo cual, admitiendo
resignadamente su fracaso, recuperaba de repente toda su alegría y aceptaba sin
rechistar la cantidad que se le había ofrecido en un primer momento. Aunque
los métodos que Mr. Hyams empleaba en sus negocios casi nunca trascendían al
exterior, no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que comenzase a correr el
rumor de que aquel avaro prestamista podría retirarse cuando así lo quisiese y
de que, al hacerlo, podría vivir el resto de sus días rodeado de todo tipo de lujos.
Una fría y triste tarde de noviembre, Mr. Hyams, quien sólo de vez en
cuando dedicaba algún que otro momento suelto a su higiene personal, se
hallaba tomando el fresco ante la puerta de su tienda. Era la de aquella tarde una
atmósfera cargada de hollín en la que se entremezclaban multitud de olores
diferentes, pero que, comparada con el opresivo olor a cerrado que imperaba en
el interior de la tienda, resultaba casi saludable. Al otro lado de la calle, en la
gran taberna que, vista desde fuera, no era más que una fachada mugrienta en la
que se alternaban ventanas sucias y carteles descoloridos, comenzaban a
encenderse las luces, lo cual indicaba que muy pronto su sombría apariencia
diurna acabaría viéndose reemplazada por la de un auténtico hervidero de luz y
de vida.
Mr. Hyams, quien nunca tenía prisa a la hora de encender las luces de su
propio establecimiento ya que, como su larga experiencia le había corroborado,
la mayoría de sus clientes prefería para sus visitas la romántica y escasa luz del
atardecer, se disponía a abandonar el frío aire de la calle en favor del calor de su
tienda cuando su atención se vio captada de repente por un marinero de

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complexión robusta que acababa de detenerse ante el escaparate para
contemplar los objetos que en él se exhibían. Nada más verlo, Mr. Hyams se
frotó suavemente las manos. Por un lado, había algo en aquel marinero que le
confería cierto aspecto de prosperidad y bienestar. Por otro, el prestamista tenía
en su escaparate una gran cantidad de artículos que, aunque a todas vistas
resultaban completamente inútiles para un hombre como aquél, estaría muy
gustoso de poder venderle.
Finalmente, el marinero se separó del escaparate, hizo como si fuese a
proseguir su camino, y se detuvo indeciso delante del prestamista.
—¿Desea algo, caballero? ¿Un reloj, quizá? —dijo este último con
cordialidad—. Si así es, pase, por favor.
Mr. Hyams entró, se colocó tras el mostrador y esperó a que el otro entrase.
—No vengo a comprar ni empeñar nada —respondió el marinero una vez
dentro—. ¿Qué me dice usted a eso?
Mr. Hyams, que no era precisamente muy aficionado a las bromas (en
especial cuando éstas podían llegar a entorpecer un negocio), observó con
desaprobación a aquel hombre por debajo de sus gruesas y enmarañadas cejas.
—Lo único que pretendo es hablar tranquilamente con usted un momento
—añadió el marinero—. Tengo un pequeño negocio que ofrecerle. ¿Podríamos
charlar en la trastienda mientras tomamos algo caliente?
Mr. Hyams vaciló por un instante. Aunque por lo general no era un hombre
reacio a los negocios por ilícitos que éstos fuesen, acudió de repente a su
memoria el nítido recuerdo de otro marinero que en cierta ocasión le había
propuesto lo mismo y que, tras cuatro vasos de ron, le había pedido, sin más,
que le prestase veinte libras. De ello hacía ya mucho tiempo, pero aquel
humillante recuerdo todavía perduraba dolorosamente en su interior.
—¿De qué tipo de negocio se trata? —preguntó.
—De uno que quizá le venga a usted demasiado grande —respondió el
marinero con arrogancia—. Olvídelo. Creo que lo mejor será que pruebe suerte
en otro lugar. Oiga, ¿por qué no le dice a ese tipo tan feo que se largue de aquí
de una vez? ¿Es que en este sitio no es posible hablar sin que a uno le esté
escuchando quien no debe?

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—¡Bob! Te tengo dicho que no te metas en lo que no te incumbe —le dijo
el prestamista a su dependiente, el cual, sin hacer ruido, se había acercado a
ellos para enterarse, como quien no quiere la cosa, de lo que los dos estaban
hablando—. Quédate aquí y hazte cargo de la tienda durante un rato. Este
caballero y yo tenemos asuntos privados que tratar en la trastienda. Y ahora —
añadió volviéndose al marinero—, venga conmigo por aquí, si es tan amable.
Con un ademán de bienvenida, Mr. Hyams levantó un extremo del
mostrador y abrió el camino hacia una pequeña y sucia habitación en la que una
mesa recién preparada parecía esperar a que se sirviese el té mientras, en un
rincón, una tetera de cobre descansaba sobre el fuego. El prestamista, tras
indicarle con un gesto a su visitante que tomase asiento en un sucio sillón de
cuero, se acercó a un armario y sacó de él una botella de ron casi llena y un par
de vasos.
—Para mí, té —dijo el marinero dedicándole a la botella una ardiente
mirada cargada de nostalgia.
El prestamista se detuvo en seco, incapaz de dar crédito a sus oídos.
—Tonterías —dijo al cabo de unos segundos intentando conferir a su voz
una nota de cordialidad—. Seguro que un hombre de mundo como usted nunca
toma té. Pruebe un trago de este ron.
—¡He dicho té, maldita sea! —replicó el otro—. Cuando yo digo que quiero
té es porque quiero té.
Reprimiendo un súbito acceso de cólera, el prestamista volvió a colocar la
botella en su sitio y, una vez se hubo sentado a la mesa, cogió la tetera y
comenzó a servir el té. Era aquélla una escena doméstica que resultaba
verdaderamente adorable y que hubiera encajado a la perfección en cualquier
conferencia de la liga antialcohólica: un delgado y adusto judío y un fornido y
musculoso marinero disfrutando de una agradable velada en compañía de una
intachable tetera. Al cabo de un rato, no obstante, Mr. Hyams comenzó a dar
evidentes muestras de impaciencia. Estaba deseoso de entrar en materia y
empezar a hablar de negocios, mientras que el otro, a juzgar por las sucesivas
tazas de té que se había tomado y la cantidad de galletas que llevaba ingeridas,
sólo parecía interesado en charlar animadamente. Una y otra vez, el recuerdo de

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aquel primer marinero que fue en cierta ocasión a visitarle acudió a la mente de
Mr. Hyams, por lo que, cuando su visitante se dispuso a servirse la cuarta taza,
el judío frunció el ceño con ferocidad.
—Y ahora algo para fumar —dijo entonces el marinero recostándose en su
silla—. Un buen puro, si no le importa. ¡Santo Dios, esto sí que es vida! ¿Sabe
una cosa? Éste es el primer rato agradable que paso desde que llegué a tierra
hace cinco días.
Soltando un gruñido, el prestamista sacó un par de puros de aspecto
grasiento y le entregó uno a su visitante. Acto seguido los dos se pusieron a
fumar, el uno reconcomiéndose por dentro de impaciencia y el otro con los pies
cómodamente instalados sobre una silla, como en un intento por sacarle el
mayor partido posible a aquel valioso momento de ocio y descanso.
—¿Es usted un hombre amigo de hacer preguntas? —preguntó por fin este
último al cabo de unos minutos.
—No —respondió escuetamente el prestamista apretando los labios con
fuerza como para corroborar con los hechos su respuesta.
—Supongamos… —dijo el marinero inclinándose hacia adelante y fijando
la mirada en su interlocutor—. Supongamos que un buen día alguien viene a
verle y le dice que… ¡Maldita sea! ¡Ese condenado empleado suyo está
espiándonos otra vez!
Dando evidentes muestras de estar casi tan enfadado como el propio
marinero, el prestamista se puso en pie de un salto y, tras echar a puntapiés a su
dependiente por la puerta entreabierta, cerró ésta de un portazo y corrió una
cortinilla sobre el cristal.
—Supongamos que un buen día alguien viene a verle —continuó el
marinero una vez que el prestamista se hubo sentado de nuevo a la mesa— y le
pide quinientas libras a cambio de algo. ¿Las tendría usted?
—Sí, pero no aquí —dijo con recelo el prestamista—. Apenas guardo
dinero en la tienda.
—Pero ¿podría usted conseguirlas? —preguntó el otro.
—Eso estaría por ver —respondió el prestamista—. Quinientas libras es una
fortuna. Quinientas libras… —añadió murmurando—. Ganar una cantidad

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como ésa lleva años enteros de trabajo. Quinientas libras…
—Baje de las nubes y vayamos al grano. No he venido aquí para escuchar
sermones —dijo bruscamente el marinero—. Suponga que yo le pido quinientas
libras a cambio de algo y que usted no acepta el trato. ¿Qué seguridad tengo yo
de que usted no iría a la policía para contar lo que sabe?
El prestamista levantó sus enormes y huesudas manos en señal de inocencia
como queriendo indicar que lo que el otro acababa de sugerir era algo
completamente impensable.
—Muy bien. Tenga presente que, de hacer algo así, podría usted
considerarse hombre muerto —amenazó el marinero hablando entre dientes—.
Sería el peor negocio que hubiera usted hecho en toda su vida. Ahora, cuando le
enseñe lo que tengo intención de ofrecerle, tendrá usted que decidir si va a
tomarlo o dejarlo sabiendo que el precio, que es inamovible, no es otro que el
que le acabo de decir. No obstante, caso de no aceptarlo, ¿me dejará usted
marchar tranquilamente por donde he venido?
—Tiene usted mi palabra —dijo solemnemente el prestamista.
El marinero dejó entonces su puro sobre la bandeja y, tras desabotonarse el
abrigo, se quitó cuidadosamente un grueso cinturón de lona que llevaba
colocado algo más arriba de la cintura. Con algún titubeo, hizo oscilar el
cinturón entre sus manos al tiempo que su mirada iba del judío a la puerta y de
ésta de nuevo al judío. Entonces, de un pequeño bolsillo semioculto en el
cinturón, extrajo un pequeño retal de franela enrollado. A continuación, tras
desenrollar la tela, depositó sobre la mesa un enorme diamante cuyas múltiples
caras estallaron en colores de todos los matices al ser atravesadas por la luz de
la lámpara.
Soltando una exclamación, el judío se inclinó hacia adelante para cogerlo,
pero el marinero, con un rápido movimiento, lo puso fuera de su alcance.
—Cuidado con esas manos —dijo éste secamente—. Ni se le ocurra intentar
darme el cambiazo. Le advierto que no soy un tipo fácil de engañar.
Dejando el diamante sobre la mesa, comenzó a darle vueltas con la punta
del dedo mientras el prestamista, con la cabeza agachada hasta casi tocar la
mesa, lo inspeccionaba con suma atención. Luego, como quien le hace un gran

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favor a otro, lo puso sobre la palma abierta y huesuda del judío y lo dejó allí
durante unos segundos.
—Quinientas libras —dijo acto seguido volviendo a coger el diamante.
El prestamista se echó a reír. Era aquélla una risa que solía reservar
especialmente para los negocios. Una risa que, con el paso de los años, le había
ayudado a conseguir unos inestimables beneficios para su tienda.
—Le daré cincuenta —dijo una vez recobrada la compostura.
Sin pronunciar una sola palabra, el marinero comenzó a envolver la gema en
el retal de franela.
—Está bien, está bien. Le daré setenta. Pero que quede bien claro que al
ofrecérselos me arriesgo a perder dinero —se apresuró a decir el prestamista.
—El precio sigue siendo quinientas libras —dijo el marinero sin alterarse
mientras se colocaba el cinturón alrededor de la cintura.
—Setenta y cinco —dijo el prestamista con tono persuasivo.
—Escúcheme bien —dijo entonces el marinero mirando al judío con
severidad—. Olvídese del asunto. No voy a rebajarme a regatear con usted. No
pienso rebajarme a regatear con nadie. Yo no soy un experto en diamantes, pero
tengo motivos para pensar que éste es especial. Eche un vistazo aquí.
Subiéndose la manga del abrigo, dejó al descubierto un musculoso brazo en
el que destacaba una larga y fea cicatriz que parecía muy reciente.
—He arriesgado mi vida por esta piedra —dijo lentamente—. Para mí, mi
vida vale quinientas libras. En cuanto al diamante, usted sabe muy bien que
probablemente valga muchos miles. Sin embargo, eso ya es agua pasada.
Buenas noches, compañero. ¿Cuánto le debo por el té?
Con un ademán lleno de desprecio, metió la mano en el bolsillo de su
pantalón y la volvió a sacar con algunas monedas.
—Hay que tener en cuenta que se corre un gran riesgo al querer deshacerse
de una piedra como ésa —dijo el prestamista sin hacerle caso a la calderilla que
el otro le ofrecía—. ¿De dónde procede? ¿Se halla ligada a alguna historia?
—No. Al menos, no en Europa —respondió el marinero—. Por lo que yo
sé, usted, yo y un tercer hombre somos los únicos que sabemos de su existencia.
Eso es todo lo que estoy dispuesto a contarle.

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—¿Le importaría esperar aquí mientras voy en busca de un amigo mío? Me
gustaría que él pudiese echarle un vistazo a ese diamante —dijo el prestamista
—. Pero no se asuste. No tiene usted nada que temer —se apresuró a añadir—.
Se trata de un ciudadano de lo más respetable. Y tan discreto como el que más.
—Yo no estoy asustado —repuso tranquilamente el marinero—. Pero se lo
advierto: nada de trucos. Así que ándese con mucho ojo. No soy una persona
que sepa encajar bien las bromas. Además, como ya se habrá dado cuenta, soy
bastante fuerte, aunque, si he de serle sincero, mi fuerza no es lo único que
llevo conmigo a todas partes.
Dicho lo cual, volvió a ponerse cómodo en su silla y, tras aceptar un nuevo
puro, se quedó mirando a su anfitrión mientras éste cogía su sombrero de un
aparador.
—Estaré de vuelta lo antes posible —dijo el prestamista con cierta nota de
ansiedad en su voz—. ¿Me promete usted que permanecerá aquí hasta que
regrese?
—Descuide —se limitó a decir el marinero—. Cuando yo me comprometo a
algo, procuro cumplir mi palabra. Prefiero eso a perder el tiempo jugando al
gato y al ratón.
Una vez a solas, el marinero continuó fumando con aire despreocupado y
procurando no prestarle la menor atención al dependiente, quien, cada cierto
tiempo, se acercaba a la puerta de la trastienda para echar un vistazo al interior
y comprobar así que todo iba bien. Como el hecho de que Mr. Hyams dejase a
un extraño solo en la trastienda de su negocio resultaba completamente
novedoso, el dependiente, que se había visto repentinamente abrumado por
aquella responsabilidad tan grande, sintió un enorme alivio cuando su jefe,
acompañado por otro hombre, regresó al local al cabo de unos minutos.
—Éste es Levi, el amigo al que me referí antes —dijo Mr. Hyams mientras
entraba en la trastienda y cerraba la puerta tras de sí—. Puede usted enseñarle la
piedra sin temor alguno.
El marinero volvió a quitarse el cinturón y, tras colocarse el diamante en la
palma de la mano, se lo mostró al recién llegado. Éste, sin hacer el menor

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intento por coger la gema, se dedicó a examinarlo gravemente durante un rato
dándole vueltas con el dedo.
—¿Volverá usted a embarcarse pronto? —preguntó con voz suave.
—El jueves por la noche —respondió el marinero—. Quinientas libras es lo
que vale, aunque me imagino que su amigo ya se lo habrá dicho. No pienso
regatear ni un solo chelín.
—Lo sé, lo sé —dijo el otro tranquilamente—. Conque quinientas libras,
¿eh? Bueno, yo diría que esta piedra podría perfectamente llegar a valer dicha
suma.
—Así me gusta —asintió el marinero con cordialidad—. Su amigo sí que
entiende de estas cosas, Mr. Hyams.
—Simplemente me gusta tratar con gente que sabe lo que se trae entre
manos —dijo el recién llegado—. Ahorra muchas complicaciones. No obstante,
si finalmente accedemos a comprarle la piedra por esa cantidad, deberá usted
hacer algo por nosotros. Mantenga la boca bien cerrada y no pruebe una sola
gota de alcohol hasta que su barco se haga a la mar. Pero sobre todo no le diga
ni una sola palabra a nadie.
—No tiene usted de qué preocuparse por lo que respecta al alcohol —dijo el
marinero con gravedad—. No pienso tocarlo.
—Es abstemio —explicó el prestamista.
—Eso no es verdad —se apresuró a decir el marinero, indignado.
—En ese caso, ¿por qué no bebe alcohol? —preguntó el otro.
—Adivínelo, amigo —contestó secamente el marinero con un gesto con el
que parecía querer dejar bien claro que no estaba dispuesto a añadir una sola
palabra más sobre el tema.
Sin hacer el menor comentario, el recién llegado se volvió hacia el
prestamista, el cual, tras sacar una cartera de un bolsillo de su abrigo, se puso a
contar billetes. Cuando éstos ascendieron a la cantidad acordada, se los tendió
al marinero. Éste, una vez los hubo contado y examinado varias veces, los
enrolló y se los metió en el bolsillo. Luego, sin pronunciar una sola palabra,
sacó una vez más el diamante y lo dejó sobre la mesa. Mr. Hyams, con manos

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temblorosas a causa de la excitación, lo cogió y comenzó a examinarlo con
expresión arrebatada.
—El trato está hecho —dijo entonces el marinero—. Buenas noches,
caballeros. Espero, por el bien de ustedes dos, que nadie se entere de que me he
deshecho de él. Mantengan los ojos bien abiertos y no se fíen de nadie. Y si
alguna vez ven por aquí a un hombre de piel oscura, pónganse en guardia
porque los problemas no tardarán en llegar. Si quieren que les diga una cosa, no
saben cuánto me alegro de haber podido quitarme esa piedra de encima.
Con la cabeza bien erguida y tomando aire profundamente como para
demostrar que ahora ya podía respirar mucho mejor, se despidió de los otros
dos con un rápido gesto y, tras atravesar la tienda, salió a la calle y desapareció.
Durante un buen rato, el prestamista y su amigo permanecieron encerrados
en la trastienda examinando entusiasmados el diamante que aquel extraño
marinero había dejado sobre la mesa.
—Estoy seguro de que poseer este diamante conlleva un gran riesgo —dijo
el prestamista—. Por lo general, una piedra como ésta nunca pasa inadvertida.
—Todo lo bueno conlleva siempre un riesgo —dijo el otro con cierto tono
de desdén—. No esperarás tener algo como esto sin que haya de por medio
algún que otro inconveniente, ¿verdad?
Tomando la gema una vez más, se puso a observarla con profundo fervor.
—Estoy seguro de que procede de algún lugar de Oriente —dijo, fascinado
—. No es que esté muy bien pulida que digamos, pero de lo que no cabe la
menor duda es de que se trata de una piedra de categoría. Un verdadero señor
diamante.
—No quiero tener problemas con la policía —dijo el prestamista tomando el
diamante de la mano de su amigo.
—Hablas como si hubieses pagado por un abrigo robado —dijo Levi con
impaciencia—. Un riesgo de ese tipo (y tú lo has corrido alguna que otra vez) sí
que es cosa de locos. Un viejo abrigo usado no merece la pena. Pero esto, en
cambio, es… ¡Demonios! A uno le empieza a hervir la sangre con tan sólo
mirarlo.

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—¿Sabes lo que voy a hacer? Te lo voy a dejar a ti, que sabes negociar con
este tipo de mercancía —dijo el prestamista—. Si te las arreglas para sacar una
buena cantidad por él, no tendré que volver a trabajar en toda mi vida.
Bajo la ansiosa y atenta mirada de su amigo, Levi tomó el diamante y se lo
guardó en un bolsillo interior.
—Y por favor, Levi, no te metas en líos ni dejes que te ocurra nada malo
esta noche —dijo el prestamista hecho un manojo de nervios.
—Gracias por tu interés —dijo Levi haciendo una mueca—. No te
preocupes. Tendré cuidado.
Dicho lo cual, se abotonó el abrigo hasta arriba y, tras apurar de un solo
trago un buen vaso de whisky, salió por la puerta silbando una alegre canción.
No obstante, todavía no había salido de la tienda cuando el prestamista le llamó.
—Si te apetece regresar a casa en coche —dijo en voz baja de manera que
su empleado no pudiese oírle—, yo mismo pagaré el viaje.
—No te preocupes, amigo mío. Tomaré un ómnibus —dijo Levi con una
sonrisa—. Querido Hyams, te estás convirtiendo en un bicho raro. Relájate y
piensa en el riesgo del que hablábamos antes. Imagínate lo emocionante que
puede llegar a resultar ir sentado al lado de un carterista llevando esto encima.
No querrás que me pierda la oportunidad de vivir una experiencia semejante,
¿verdad?
Riendo alegre y burlonamente, Levi se alejó callejón abajo agitando la
mano en señal de despedida. El prestamista, de pie ante la puerta de su tienda y
con el ceño severamente fruncido, observó cómo su amigo, una vez llegado a la
esquina, detenía un ómnibus, se subía a él y desaparecía. Luego, ensimismado
en sus propios pensamientos, regresó lentamente al interior de la tienda, donde
todos aquellos objetos de los que sus vecinos no habían tenido más remedio que
prescindir le esperaban ansiosamente.
Aquella noche decidió que cerraría a las diez en punto. Así que, llegada la
hora, el dependiente, tras asegurar puertas y ventanas y echar hasta abajo todas
las persianas, se marchó apresuradamente a su casa. Una vez a solas, el
prestamista se preparó una cena ligera, terminada la cual se instaló
cómodamente en un sillón para fumar otro de sus puros y pensar en todo lo que

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había sucedido aquel día. Así estuvo hasta que faltó muy poco para la
medianoche. Luego, muy satisfecho consigo mismo, subió las polvorientas
escaleras que conducían a su habitación y, una vez en ésta, se metió
rápidamente en la cama. A pesar de la excitación que le había deparado aquella
tarde, no tardó en encontrarse profundamente dormido. Y siguió durmiendo
hasta que unos lejanos pero insistentes golpes que comenzaron a sonar bajo su
ventana le despertaron de improviso.

II

Al principio aquel ruido se entremezcló con sus sueños e incluso los ayudó
a formarse en su mente. Se hallaba en una oscura mina en cuyas profundidades
montones de obreros cubiertos de mugre y armados con recios picos se
ocupaban en extraer de las paredes unos diamantes tan grandes que, al verlos,
Mr. Hyams se sintió profundamente descorazonado, pues al lado de ellos la
piedra que él había comprado no era más que un ridículo guijarro. Pero justo
entonces se despertó y se sentó en la cama restregándose los ojos con fuerza.
Aquel ruido resultaba del todo insoportable para un hombre como él, que
gustaba de hacer negocios de la manera más sencilla y discreta posible. Al
principio se sobresaltó un poco, pues aquellos golpes que parecían provenir de
la puerta de su tienda sonaban exactamente igual que los que él solía asociar
con la policía. No obstante, a pesar de que un mal presentimiento comenzaba a
apoderarse de él, el judío saltó con decisión de la cama y, tras descorrer un par
de pestillos, abrió la ventana y asomó la cabeza por el vano procurando hacer el
menor ruido posible. A la luz de un farol que iluminaba el estrecho callejón
desde la acera opuesta pudo ver una figura que se hallaba justo bajo su ventana.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el judío con aspereza.
Pero su voz resultó ahogada por los golpes.
—¡Eh, oiga! ¿Qué es lo que quiere a estas horas? —gritó—. ¿Qué es lo que
busca?

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Los golpes cesaron y la figura, tras retroceder unos cuantos pasos, miró
hacia arriba.
—Baje aquí y abra esta maldita puerta —dijo una voz que el prestamista
reconoció en seguida como la del marinero.
—Largo de aquí —respondió el judío en voz baja pero con severidad—. ¿Es
que acaso pretende despertar a todo el vecindario?
—Baje aquí y déjeme entrar de una vez —respondió el otro—. Es por su
propio bien. Si no lo hace y no deja que le diga lo que quiero decirle, puede
usted considerarse hombre muerto.
Alarmado por las palabras y las maneras de aquel hombre, el judío, tras
dejarle bien claro que sólo le dejaría entrar si dejaba de armar aquel escándalo
tan horrible, encendió una vela, cogió una pistola del interior de un cajón, se
vistió a toda prisa y, con la vela en una mano y la pistola en la otra, bajó
refunfuñando las escaleras que conducían a la tienda.
—Pero bueno, ¿qué es lo que quiere ahora? —preguntó desde el otro lado
de la puerta.
—Déjeme entrar y se lo diré —respondió el otro—. Aunque, si lo prefiere,
también puedo decírselo a gritos por la cerradura.
Tras dejar la vela sobre el mostrador, el judío descorrió los recios cerrojos
que franqueaban la puerta y abrió ésta con suma cautela. El marinero entró
entonces y, mientras el prestamista cerraba la puerta tras él, se encaramó de un
salto a lo alto del mostrador y se quedó allí sentado con las piernas colgando.
—Así me gusta —dijo señalando aprobadoramente con la cabeza la pistola
que el judío blandía en su mano derecha—. Tan sólo espero que sepa usted
cómo usarla.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó el otro de mal talante escondiendo la
mano tras el cuerpo—. ¿Cree usted que éstas son horas para sacar de la cama a
gente respetable?
—No he venido hasta aquí por el simple placer de contemplar otra vez su
linda carita, de eso puede usted estar más que seguro —dijo el marinero con
aire burlón y despreocupado—. Es la buena voluntad lo que me ha hecho venir
esta vez. Dígame: ¿qué ha hecho con el diamante que le vendí?

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—Eso es asunto mío —respondió el otro—. ¿Qué es lo que quiere?
—Si no recuerdo mal, creo que cuando estuve aquí antes mencioné que me
haría a la mar dentro de cinco días —dijo el marinero—. Pues bien, esta misma
tarde he conseguido enrolarme en otro barco, uno que parte a las seis de la
mañana, o lo que es lo mismo, dentro de unas pocas horas. Y es que, verá usted:
las cosas se están poniendo bastante feas para mí aquí. No obstante, y a pesar de
todo, pensé que antes de marcharme sería un bonito detalle dejarse caer por
aquí para advertirle.
—¿Advertirme de qué? ¿Y por qué no lo hizo usted la primera vez que vino
a verme? —inquirió el judío observando con recelo a su visitante.
—Bueno, digamos que no me apetecía echar a perder un trato tan bueno
como aquél —respondió el marinero con despreocupación—. Además,
probablemente usted no se hubiese atrevido a comprar la piedra si hubiese
sabido todo lo que hay que saber acerca de ella. Por cierto, tenga cuidado con
esa pistola, no se vaya a disparar. No tengo intención de robarle, así que apunte
con ella para otro lado.
»Éramos cuatro los que hicimos aquel trato —prosiguió una vez que el
prestamista hubo apartado el arma—. Además de mí, estaban Jack Ball, Nosey
Wheeler y un tipo muy extraño de origen birmano. Recuerdo muy bien la
última vez que vi a Jack Ball. Estaba muy quieto y callado y tenía un cuchillo
clavado en el pecho. Si yo no me hubiese andado con ojo desde aquel día, estoy
seguro de que hace ya tiempo que habría corrido su misma suerte. Así que si no
se conduce usted con cuidado, compañero, no pasará mucho tiempo antes de
que se encuentre también con un cuchillo ensartado entre las costillas.
—Hable con más claridad, hombre —dijo el prestamista—. Pero antes
venga conmigo a la trastienda. No quiero que la policía vea luces encendidas
aquí dentro a estas horas.
—Nosotros lo robamos —dijo el marinero mientras seguía al judío hasta la
trastienda—. Los cuatro, quiero decir. Lo cogimos de…
—No quiero saber nada a ese respecto —se apresuró a decir el otro.
El marinero sonrió, sacudió la cabeza y suspiró.

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—Después del robo —continuó diciendo—, Jack y yo, sabiéndonos los más
fuertes del grupo, decidimos quitarle la piedra a los otros dos. No obstante, ellos
actuaron deprisa y supieron ajustarle las cuentas al pobre Jack. Yo, por mi
parte, conseguí escapar enrolándome en una corbeta. Pero parece ser que ellos
tomaron un vapor y llegaron aquí antes que yo. Y desde entonces han
permanecido aquí, esperándome, ocultos y al acecho.
—Bueno, pero usted no les tiene miedo a esos dos, ¿verdad que no? —
preguntó el judío—. Además, bastaría con acudir a la policía y contarles…
—Y contarles todo lo referente al diamante, ¿verdad? ¿Es eso lo que quiere
decir? —atajó el marinero—. Oh, sí, claro. Si según usted eso es lo mejor que
se puede hacer, ¿por qué no va usted a verles ahora mismo? Mis antiguos
compinches saben muy bien que yo nunca recurriría a la policía. Además, si yo
informase a la policía y ellos fuesen detenidos, ninguno de los dos dudaría un
solo segundo en descubrir todo lo referente al diamante. Y eso a usted no le
gustaría, ¿verdad?
—¿Y dice usted que esos tipos han estado siguiéndole durante todo este
tiempo? —preguntó el prestamista.
—¡Siguiéndome! —exclamó el marinero—. Ésa no es precisamente la
palabra que yo emplearía. Adondequiera que voy, allí están ellos, como si
fuesen mi propia sombra. Están deseando arrojarse sobre mí, pero se cuidan
mucho de precipitarse o de dar cualquier paso en falso que pudiera delatarles.
Ésa es la única baza que todavía tengo a mi favor. Ellos quieren que les
devuelva la piedra primero. Luego ya habrá tiempo para venganzas. Así que por
eso he preferido ponerle a usted sobre aviso, pues estoy seguro de que a estas
horas ya deben saber sobradamente bien quién está en posesión de la piedra. A
Nosey Wheeler lo reconocerá usted por su nariz. La tiene rota por varios
sitios[4].
—No les tengo miedo a esos tipos —dijo el judío—, pero le agradezco
mucho que haya venido a contarme todo eso. ¿Sabe si le han seguido hasta
aquí?
—Están ahí fuera, de eso no me cabe la menor duda —respondió el
marinero—. Pero es difícil verles. Se mueven sigilosamente, sin hacer ruido,
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como los gatos. El birmano al menos sabe cómo hacerlo. Harían falta ojos en la
nuca para poder vigilarle. Es un viejo zorro ladino y sutil. Justo antes de morir,
Jack Ball intentó decirme algo acerca de él. No tengo ni idea de qué podría
haber sido, pero viniendo del pobre Jack seguro que se trataba de algo terrible.
Jack era valiente como un león, pero en lo tocante a ese viejo birmano arrugado
sentía verdadero pánico. En cuanto a mí, estoy seguro de que tanto él como
Wheeler me seguirán esta misma noche cuando me dirija al barco. Pero juro por
lo más sagrado que si llegan a acercarse a mí lo suficiente y no hay nadie cerca
que pueda presenciar lo que no debe, vengaré al pobre Jack.
—¿Y por qué no se queda aquí hasta que se haga de día? —se ofreció el
judío.
El marinero sacudió la cabeza.
—Se lo agradezco mucho, pero no quiero arriesgarme a perder el barco —
respondió—. No obstante, no olvide nada de cuanto le he dicho. Y tenga mucho
ojo con esos tipos. Tanto el uno como el otro son gente de cuidado. Si no
empieza a tomar desde ahora mismo todo tipo de precauciones, más tarde o más
temprano acabarán con usted. Buenas noches, compañero.
Tras ponerse en pie de un salto, se abotonó el abrigo hasta arriba y, seguido
de cerca por el judío, que le iluminó el camino con la vela en alto, se dirigió
hacia la puerta, la abrió sin hacer ruido y asomó la cabeza con sumo cuidado
para mirar a derecha e izquierda. El callejón estaba desierto.
—Tenga. Llévese esto —le dijo el judío al tiempo que le ofrecía la pistola.
—Gracias, pero no me hace falta. Ya tengo una —repuso el marinero—.
Buenas noches.
Dicho lo cual, y tras hacer acopio de valor, echó a andar a grandes zancadas
callejón arriba mientras sus pasos resonaban pesadamente en el silencio de la
noche. El judío permaneció en la entrada de su tienda, observándolo, hasta que
desapareció al doblar la esquina. Luego, tras cerrar de nuevo la puerta y
asegurarse de que todos los cerrojos quedaban bien echados, regresó a su
habitación y se acostó. Allí permaneció despierto todavía largo rato, meditando
profundamente sobre la advertencia que acababa de recibir, hasta que, por fin,
se quedó dormido.

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A la mañana siguiente, cuando se levantó, decidió meterse el revólver en el
bolsillo antes de bajar a la tienda, pero no necesariamente con la intención de
usarlo, sino más bien para demostrarse a sí mismo hasta qué punto se había
preparado para defenderse. Su forma de comportarse aquella mañana al ver a
dos o tres inofensivos ciudadanos de color resultó también de lo más inusual, en
especial en el caso de un respetable hindú que, como no hablaba inglés, se puso
a hacer amplios gestos delante de él con una larga daga que llevaba en la mano,
si bien con la única intención de hacerle comprender que tenía intención de
empeñarla.
La mañana fue transcurriendo sin que aconteciese nada anormal. No
obstante, era ya casi la hora de comer cuando sucedió algo que justificó la
advertencia hecha por el marinero la noche anterior. Porque fue entonces
cuando, mientras observaba la calle a través del escaparate, el prestamista vio
por casualidad, por entre los muchos y diferentes artículos que se encontraban
expuestos allí, un horrible rostro cuyo principal rasgo no era otro que una
enorme nariz que se hallaba curiosamente torcida. Mientras miraba hacia allí,
aquella cara desapareció de repente. Pero tan sólo un momento más tarde su
dueño, tras dirigir desde la puerta una furtiva mirada al interior del local, entró
sin hacer ruido.
—Buenos días, compañero —dijo.
El prestamista le saludó con un leve movimiento de cabeza y esperó a que el
recién llegado se decidiese a explicar el motivo de su visita.
—Me gustaría hablar un momento con usted —dijo aquel hombre tras darse
cuenta de que tendría que ser él quien iniciase la conversación.
—Muy bien. ¿Y de qué desea usted hablar? —repuso el prestamista.
—¿Qué hay de ése? —preguntó el recién llegado señalando con la cabeza al
dependiente.
—Es un empleado mío. ¿Qué pasa con él? —preguntó a su vez el judío.
—Lo que tengo que decirle es de carácter privado —dijo el hombre. El
judío arqueó las cejas.
—Ve a la trastienda y prepara algo de comer, Bob —le dijo al dependiente
—. Y ahora dígame, caballero: ¿qué es lo que quiere? —añadió dirigiéndose al

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recién llegado una vez que los dos se encontraron a solas—. Le ruego que se dé
prisa. Soy un hombre muy ocupado.
—Vengo a verle de parte de un amigo mío —explicó el hombre hablando
en voz baja—. Él estuvo aquí la pasada noche, pero hoy no ha podido venir y
por eso me ha enviado a mí. Quiere que usted le devuelva lo que le dio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es, según su amigo, lo que yo tengo que devolverle? —
preguntó el judío.
—El diamante —respondió el otro.
—¿El diamante? ¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó el
prestamista, escandalizado.
—Oiga, amigo, no intente pasarse de listo conmigo, ¿de acuerdo? —dijo el
otro con ferocidad—. Queremos que nos devuelva usted el diamante. Y le
aseguro que de una u otra manera nos vamos a salir con la nuestra.
—¡Lárguese de aquí! —exclamó el judío—. No tolero que nadie se atreva a
amenazarme en mi propia casa. Así que fuera de aquí ahora mismo.
—Si no se aviene a razones haremos algo más que amenazarle, amigo —
dijo el hombre mientras las venas de su frente, a causa de la rabia, se hinchaban
hasta parecer a punto de estallar—. Usted tiene ese diamante. Sabemos que lo
adquirió a cambio de quinientas libras. Pero vamos a ser honestos con usted a
pesar de todo. Nosotros le devolveremos el dinero y usted nos entregará el
diamante. Y considérese afortunado por tener la oportunidad de recuperar sus
quinientas libras.
—Una de dos: o ha bebido usted demasiado o alguien le ha estado tomando
el pelo —dijo el judío.
—Mire, amigo —dijo el hombre tras proferir un feroz gruñido—, le
aconsejo que se deje de una vez de monsergas. Estoy intentando ser justo y
honesto con usted. No tengo intención de hacerle daño. Soy un hombre
pacífico, pero quiero lo que me pertenece, pues, para serle sincero, tengo
medios de sobra para conseguirlo. Tengo la cuerda bien asida por un extremo, y
si me empeño puedo llegar a tirar muy fuerte de ella para alcanzar el extremo
opuesto. ¿Entiende lo que quiero decirle con eso? ¿Sabe a qué me refiero?
—Ni lo sé ni me importa —repuso el judío.

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Como en un tímido intento por huir de su interlocutor, el prestamista se
apartó bruscamente de él y, tras coger de una caja unas cuantas cucharas sin
brillo, comenzó a frotarlas enérgicamente con una bayeta de cuero.
—Usted es inteligente, así que no creo que le resulte difícil captar una
indirecta —dijo el otro—. Dígame, amigo, ¿había visto alguna vez esto?
El hombre arrojó un objeto sobre el mostrador. Al verlo, el judío no pudo
evitar dar un respingo. Era el cinturón del marinero.
—Ahí tiene usted la indirecta de la que le hablaba —añadió el hombre
mirando al prestamista con expresión divertida—. ¿No le parece que, como tal,
resulta de un gusto verdaderamente exquisito?
El judío miró fijamente a aquel hombre y se dio cuenta de que aquel rostro
se había puesto pálido y tenso de repente. Su expresión era la del hombre que
ha decidido jugárselo todo a una sola carta.
—Supongo —dijo al fin hablando con gran lentitud— que lo que quiere
usted darme a entender es que ha matado al dueño de este cinturón.
—Puede usted entender lo que quiera —repuso el otro en un repentino
acceso de cólera—. ¿Va a devolvernos lo que nos pertenece, sí o no?
—¡Nunca! —estalló el judío—. No le tengo miedo a un perro miserable
como usted. Y si valiese la pena molestarse, ahora mismo llamaría a la policía
para que viniese corriendo hasta aquí y le arrestase en el acto.
—Adelante, entonces. Llame a la policía si se atreve. Le prometo que no me
moveré de aquí hasta que llegue —instó el otro—. Es inútil que se resista —
añadió tras guardar silencio durante unos segundos—. Si no accede a
devolvernos el diamante, puede usted considerarse hombre muerto. Porque,
¿sabe una cosa?, la mitad de esa piedra pertenece a un amigo mío, un oriental
con el que enemistarse no es precisamente lo más aconsejable. No tiene usted ni
idea de lo que él es capaz de hacer. Pero yo le conozco muy bien, y le aseguro
que no tiene más que desearlo para que caiga usted fulminado. Y para ello no
tendría que levantar ni un solo dedo. Quizá comprenda usted ahora que si he
venido hasta aquí ha sido en realidad para hacerle un favor. No obstante, si
sigue usted negándose a colaborar, antes o después él vendrá a verle. Y
entonces todo habrá acabado para usted.

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—Lárguese de aquí y vuelva con su amigo —se burló el judío—. Si de
verdad ese tipo es tan poderoso como usted dice seguro que puede hacerse con
el diamante sin necesidad de venir a inmiscuirse en mis asuntos. Por lo demás,
está usted perdiendo el tiempo aquí. Lo cual, créame, es una pena. Usted debe
de tener por ahí un montón de problemas que solucionar.
—Como quiera. Yo ya le he advertido —dijo el otro—. Sin embargo, aún
recibirá usted un aviso más. Y si aun así sigue empeñado en quedarse con el
diamante, tenga por seguro que su obstinación no le reportará ningún bien. Es
una piedra de incalculable valor, los dos lo sabemos, pero si yo fuese usted
preferiría no tenerlo y seguir vivo antes que tenerlo y estar muerto.
Dichas aquellas palabras, el hombre le dirigió al judío una significativa
mirada y se marchó. El prestamista, por su parte, permaneció de pie tras el
mostrador sumido en profundos pensamientos. Luego, cuando el dependiente
regresó de comer, entró lentamente en la trastienda y se sentó a la mesa sin
apetito y sin dejar de darle vueltas en la cabeza a la entrevista que acababa de
mantener.

III

El gato del prestamista, con las patas delanteras recogidas bajo el cuerpo,
dormitaba tranquilamente sobre el mostrador. Como a lo largo de aquella
mañana habían entrado muy pocos clientes en la tienda, no le habían echado de
allí más que en tres ocasiones. Llevaba ya cinco años cultivando la placentera
costumbre de dormitar allí encima, y si había algo en el mundo que había
acabado convenciéndole de lo valioso que era aquel puesto privilegiado, eso era
precisamente el hecho de que siempre estaban echándolo de allí. Para un gato
de temperamento firme y perseverante como él, aquel simple detalle le otorgaba
al mostrador un valor añadido difícil de ignorar. Además, de vez en cuando
algún que otro obsequioso cliente reparaba en él y le soltaba un piropo a su
hermoso pelaje, lo cual resultaba tan agradable que el animal no ponía el menor

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reparo cuando dichos clientes alargaban la mano para rascarle suavemente
detrás de las orejas.
En aquel momento el gato se hallaba solo en la tienda, pues el dependiente
había salido. El prestamista, por su parte, aunque vigilando el local a través de
la puerta entornada, estaba sentado en la trastienda leyendo tranquilamente el
periódico. Se había leído de cabo a rabo la sección financiera, le había echado
un vistazo a la información internacional, y se disponía ya a empezar el
editorial cuando un titular captó repentinamente su atención; «Asesinato en
Whitechapel».
Una vez superada la primera sorpresa, el judío plegó el periódico y,
mientras un sombrío presentimiento se iba apoderando de él, comenzó a leer
detenidamente la noticia. Con un estilo que era todo un ejemplo de
sensacionalismo, se informaba de que el cadáver de un hombre, evidentemente
un marinero, había sido encontrado tras la valla que rodeaba una serie de
tiendas en proceso de construcción. No había pista alguna que pudiese aclarar la
identidad de la víctima, la cual, al parecer, había sido apuñalada por la espalda y
trasladada posteriormente al lugar donde su cadáver había acabado siendo
descubierto. A pesar de que los bolsillos de la víctima se encontraban
completamente vacíos, lo cual dificultaba sobremanera las labores de
identificación, la policía, para quien aquel crimen no parecía ser sino un
asesinato más cuyo único móvil había sido el robo, albergaba las típicas
esperanzas de arrestar en breve al asesino.
El prestamista bajó el periódico y se puso a tamborilear con los dedos sobre
la mesa. La descripción del cadáver no dejaba lugar a dudas en cuanto a que la
víctima de aquella tragedia y el hombre que le había vendido el diamante eran
la misma persona. Comenzó entonces a darse cuenta del auténtico riesgo que
corría al haber adquirido aquella gema tan codiciada. Por otro lado, la osadía
demostrada por el hombre que le había visitado el día anterior al presentarse en
su tienda llevando las manos prácticamente manchadas de sangre le daba una
desagradable idea de hasta dónde eran capaces de llegar aquellos rufianes.
Aunque, a decir verdad, aquello parecía confirmar también una idea mucho más

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agradable: su amigo Levi había estado en lo cierto al decir que la piedra era en
extremo valiosa.
—En fin… Que vengan a por mí si se atreven —se dijo para sus adentros
levantando la vista del periódico—. Dejemos que lo intenten y ya veremos
entonces quién gana.
Tras arrojar a un lado el periódico, se puso algo más cómodo en la silla y al
poco tiempo se encontró sumido en un agradable ensueño, en el que pudo ver el
maravilloso momento en que se despojaría para siempre de aquel yugo tan
sórdido que era el trabajo diario. A partir de entonces, se dedicaría a viajar por
el mundo y a disfrutar de la vida. Lo único que sentía era que el diamante no
hubiese llegado a sus manos veinte años antes. Por lo que se refería a aquel
malogrado marinero, bueno, no le hubiera ocurrido lo que le ocurrió si hubiese
aceptado su ofrecimiento de quedarse allí a pasar la noche.
En la tienda, el gato, que continuaba dormitando en lo alto del mostrador,
comenzó de repente a percibir un fuerte y extraño olor. Con enorme pereza, el
animal abrió un ojo y vio que allí, justo frente a él, estaba un hombre: un viejo
arrugado y consumido de escasa estatura y piel muy morena. El gato entornó
entonces el ojo y, durante unos segundos, observó a aquel hombre con desgana
pero no sin cierta cautela por entre los párpados entreabiertos. Luego, tras
decidir que el recién llegado parecía ser inofensivo, volvió a cerrarlo y se
dedicó de nuevo a dormir.
Durante los minutos siguientes el intruso no mostró señal alguna de
impaciencia. Al principio se dedicó sin más a pasear la mirada a su alrededor.
Luego, actuando como si la idea le hubiese venido de repente a la cabeza, se
acercó al gato y comenzó a acariciarlo con las hábiles manos de quien está
acostumbrado a tratar con animales. El felino, complacido, se dio cuenta al cabo
de unos segundos de que en toda su vida nunca había sido acariciado por una
mano tan sabia y experta como aquélla. Cada vez que aquella mano se deslizaba
por su lomo, todo su cuerpo se estremecía. Muy pronto, a manera de respuesta,
comenzó a oírse en la tienda un suave ronroneo de placer.
Pero, de repente, algo cambió en la manera en que aquella mano le estaba
acariciando. Algo que le provocó una aguda punzada de dolor. Alarmado, el

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animal se puso en pie con un respingo y se escondió de un salto tras el
mostrador. El hombre moreno sonrió entonces con maldad y, tras dejar pasar
unos cuantos segundos, dio unos cuantos golpes sobre la madera del mostrador.
Al oír aquellos golpes, el prestamista, con el periódico todavía en la mano,
salió apresuradamente de la trastienda. No obstante, nada más ver a su cliente se
detuvo en seco y su rostro se ensombreció. A primera vista, aquel hombre de
aspecto tan extraño parecía tener un porte duro y dominante que le hizo pensar
que aún quedaban muchas amenazas desagradables por llegar.
—¿Qué desea? —preguntó con brusquedad.
—Buenos días, caballero —dijo el hombre moreno en un perfecto inglés—.
Bonito día, ¿no le parece?
—No está mal —se limitó a decir el judío.
—Quisiera poder conversar un momento con usted —dijo el otro hablando
con suavidad—. Sin prisas. Tranquila y razonablemente.
—Pues más le vale ser breve y conciso —repuso el judío—. Estoy muy
ocupado y mi tiempo es muy valioso.
El hombre moreno sonrió y levantó una mano en ademán de aprobación.
—En este mundo hay muchas cosas valiosas, caballero —dijo—. Pero, sin
duda alguna, el tiempo es la más valiosa de todas. En el caso que aquí nos
concierne el tiempo es sinónimo de vida.
El judío, sopesando la amenaza que parecían insinuar aquellas palabras, se
exasperó un poco más.
—Métase en sus propios asuntos —dijo con brusquedad.
El hombre moreno se inclinó sobre el mostrador y le dirigió una feroz
mirada con dos ojos castaños a los que la edad no había sido capaz de restar
dureza.
—Sé que es usted un hombre razonable —dijo lentamente—. Y también
que es un buen comerciante. Puedo verlo con claridad. Pero a veces hasta un
buen comerciante hace malos negocios. Y cuando eso ocurre, ¿qué hace el buen
comerciante?
—Márchese de aquí —dijo el judío, visiblemente enojado.

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—No tiene más remedio que fastidiarse —prosiguió el otro sin perder la
compostura—. Y puede considerarse afortunado si todavía está a tiempo de
enmendar su error. Usted aún está a tiempo, amigo mío.
El judío soltó una sonora carcajada.
—Hubo una vez un marinero que hizo un mal negocio y acabó mal por ello
—añadió el hombre moreno sin alterar el tono de su voz—. Murió… de pena.
Tras aquel comentario, el hombre sonrió cada vez más ampliamente hasta
que su rostro se vio convertido en una máscara surcada de arrugas.
—He leído en la prensa —dijo el judío levantando por un momento el
periódico ante el rostro de su visitante— que anoche asesinaron a un marinero.
¿Ha oído usted hablar alguna vez de la policía, de la cárcel o de la horca?
—De todos ellos —respondió el otro sin inmutarse.
—Yo podría poner a la policía tras el rastro del asesino de ese pobre
marinero —añadió el judío con severidad.
El hombre moreno sonrió y sacudió la cabeza.
—Es usted un comerciante demasiado bueno para mí —dijo.
—Y usted es demasiado amable conmigo al decirme eso —repuso el judío.
—Muy bien. Hablemos entonces de negocios de hombre a hombre y no de
tonterías como si fuésemos un par de chiquillos —añadió de repente el hombre
moreno—. Me habla usted de la horca. Yo le hablo, sin más, de la muerte. Así
que escúcheme con atención. Hace un par de noches usted le compró un
diamante a cierto marinero por valor de quinientas libras. Pues bien, si no me
devuelve usted ese diamante a cambio de la misma cantidad, le mataré.
—¿Cómo? —graznó el judío irguiéndose cuán alto era—. ¿Cómo se atreve,
carcamal miserable?
—Le mataré —repitió el hombre moreno con calma—. Enviaré la muerte
sobre usted. Y la enviaré bajo la más espantosa de las formas. Un demonio…
un demonio vendrá a verle, un astuto y escurridizo demonio que le acosará y le
atormentará hasta la muerte. Vendrá en mitad de la noche y se abalanzará sobre
usted. Y entonces deseará usted haber hecho lo que le acabo de decir. Más le
valdría devolverme ahora mismo el diamante y conservar así la vida. Si me lo
entrega, le doy mi palabra de que nada malo le ocurrirá.

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Hizo una pausa, durante la cual el judío se dio cuenta de que el rostro de
aquel hombre ya no era el mismo de antes. En lugar de la expresión risueña y
burlona que había estado allí todo el tiempo, ahora no había más que una
horrible mueca de diabólica maldad en la que dos ojos oscuros refulgían con
una luz fría y despiadada.
—¿Y bien? ¿Cuál es su respuesta? —preguntó el hombre moreno.
—¿Que cuál es mi respuesta? Ésta es mi respuesta —respondió el
prestamista.
Inclinándose por encima del mostrador, agarró a aquel hombre por el cuello
con una de sus enormes manos y, tras levantarlo en peso, lo arrojó brutalmente
contra la pared, la cual se estremeció de arriba abajo a causa del impacto.
Luego, al ver cómo aquel personaje que acababa de amenazarle con una
horrible y misteriosa muerte se convertía de repente en un pobre viejecillo que
había comenzado a toser y escupir cuando lo había agarrado por el cuello y que
ahora luchaba por recuperar el aliento tras el duro golpe recibido, soltó una
estentórea carcajada.
—¿Dónde está ahora ese sirviente suyo, ese demonio que se supone que iba
a enviar contra mí? —preguntó el judío con malicia.
—Él sólo me sirve cuando yo no estoy presente —contestó débilmente el
hombre moreno—. No obstante, incluso después de haberme tratado usted
como lo acaba de hacer, voy a darle una última oportunidad. Voy a hacer que
muera primero ese joven que tiene usted empleado en esta tienda. Cuando lo
vea morir, comprenderá que cuanto le digo es cierto. Aunque, pensándolo
mejor, él no ha hecho nada y no tiene ninguna culpa. No, creo que lo dejaré
vivir. Pero, en su lugar, mataré a…
Hizo una pausa mientras su mirada se posaba sobre el gato, el cual acababa
de subirse en aquel preciso instante a lo alto del mostrador para tumbarse una
vez más en su lugar habitual.
—Mataré a su gato —concluyó el hombre moreno—. Enviaré a mi demonio
para que lo atormente sin piedad. Así que mantenga los ojos bien abiertos y
vigile al gato. Porque tal y como sea su muerte, así será también la de usted. A
menos, claro está, que…

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—A menos que ¿qué? —instó el judío mirándole con sorna—. Vamos,
suéltelo.
—A menos que esta noche, antes de las diez en punto, dibuje usted con tiza
dos cruces sobre la puerta de su tienda —repuso el otro—. Haga eso y vivirá.
Mientras tanto, no pierda de vista a su gato.
Señaló con un dedo moreno y delgado al animal y, acariciándose el cuello
con una mano, se dirigió silenciosamente a la puerta y se marchó.
Con la sucesiva llegada de nuevos clientes el prestamista no tardó en olvidar
las molestias y el enfado provocados por aquella visita y pudo dedicarse durante
el resto del día a atender las peticiones de cuantos fueron a verle con una
desacostumbrada generosidad cuyo origen debía buscarse en la perspectiva cada
vez más inminente de alcanzar una considerable fortuna. A juzgar por los
hechos, la piedra tenía por fuerza que ser muy valiosa. Con el dinero que
consiguiese con su venta y con el que había ahorrado gracias a su negocio a lo
largo de todos aquellos años podría dejar de trabajar y dedicarse a llevar una
vida rodeada de todo tipo de lujos y comodidades. Tan generoso llegó a
mostrarse aquel día que, en cierta venta, una anciana señora de origen irlandés,
olvidando por un momento todas las diferencias religiosas que les separaban, lo
bendijo fervientemente y le dedicó palabras que posiblemente no se las hubiese
dirigido nunca ni a todos los santos del calendario juntos. Cuando el
dependiente estuvo de vuelta, el prestamista regresó a la pequeña trastienda y,
por enésima vez, se puso a leer el artículo en el que se recogía el asesinato del
marinero. A continuación se sentó a pensar en cuál sería la mejor manera de
resolver la situación que llevaba rato planteándose mentalmente: cómo entregar
a los asesinos a la policía sin que saliese a relucir todo lo referente al diamante
robado. Tras un buen rato considerando la cuestión desde todos los puntos de
vista posibles, acabó convenciéndose de que aquello era simplemente
imposible.
El ruido de una pequeña refriega proveniente de la tienda le distrajo
súbitamente de sus pensamientos. Un segundo más tarde, el gato entró como un
rayo en la trastienda y, tras dar a todo correr unas cuantas vueltas alrededor de
la mesa, salió por la puerta opuesta y huyó a toda velocidad escaleras arriba. El

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dependiente asomó entonces la cabeza por la puerta que comunicaba con la
tienda y miró extrañado a su jefe.
—¿Por qué no dejas de mortificar a ese pobre animal? —le preguntó el
judío.
—Pero si no le he hecho nada, Mr. Hyams —contestó el empleado con aire
ofendido—. Hace ya un buen rato que no deja de moverse, intranquilo, de un
lado para otro. Y ahora, de repente, se pone a correr como alma que lleva el
diablo. Debe de haberle dado un ataque.
Sin darle mayor importancia, el joven se encogió de hombros y regresó a la
tienda. El judío, mientras tanto, permaneció muy quieto en su silla y, sintiendo
cierta vergüenza a causa de la inquietante credulidad que por momentos se iba
apoderando de él, se dedicó a escuchar los ruidos que hacía el pobre animal
mientras corría de un lado para otro por todo el primer piso.
—Bob —le dijo a su empleado—, ve arriba a ver qué demonios le ocurre a
ese gato.
El dependiente obedeció. Al cabo de un par de minutos bajó a toda prisa las
escaleras, entró en la trastienda y cerró la puerta detrás de él.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que pasa? —le preguntó su jefe.
—Ese animal se ha vuelto loco —contestó el dependiente, mortalmente
pálido—. Ahora se ha puesto a correr escaleras arriba y escaleras abajo como
un verdadero poseso. Tenga cuidado, Mr. Hyams, no se vaya a colar aquí
dentro. En el estado en que se encuentra, ese gato es más peligroso que un perro
rabioso.
—No digas tonterías —replicó el judío—. ¿Es que acaso no sabes que los
gatos se ponen así con cierta frecuencia?
—Mire, patrón. Yo nunca he visto a un gato ponerse como se ha puesto ése
—dijo el otro—. Y le voy a decir una cosa: tenga usted por seguro que no
pienso volver a verlo.
El gato bajó corriendo las escaleras, chocó contra la puerta al llegar abajo y,
tras dar media vuelta, se lanzó nuevamente escaleras arriba.
—O se ha vuelto loco, sin más, o le han envenenado —dijo el dependiente
—. ¿Qué ha comido hoy ese animal, patrón?

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El prestamista no respondió. Estaba pensando en aquella idea del veneno, la
cual resultaba ciertamente tranquilizadora o, cuando menos, preferible a las
siniestras amenazas del hombre moreno. Pero incluso en el caso de que el
animal hubiese sido efectivamente envenenado, aquello no dejaba de ser una
coincidencia de lo más singular. A menos, claro está, que aquel hindú se
hubiese encargado él mismo de envenenar al animal. Así que, considerando
aquel nuevo aspecto de la cuestión, se puso a repasar mentalmente lo que había
ocurrido durante la visita de aquel hombre para ver si éste había tenido alguna
posibilidad de acercarse al gato y administrarle algún tipo de veneno sin que él
lo notara.
—Vaya, por fin se ha calmado —dijo el dependiente abriendo ligeramente
la puerta.
—Bueno, ¡ya está bien! —exclamó de repente el prestamista, avergonzado
de los temores que acababan de asaltarle—. Bob, vuelve a la tienda de una vez.
El dependiente obedeció y el judío, tras tomar asiento y permanecer un buen
rato intentando convencerse de que lo que acababa de ocurrirle a aquel animal
era algo que carecía completamente de interés, se levantó y comenzó a subir
lentamente al primer piso. No obstante, como las escaleras se hallaban
pobremente iluminadas, no fue capaz de ver el bulto blando y suave que, a
media subida, le hizo tropezar y tambalearse. Alarmado, el judío profirió un
grito y se agarró con todas sus fuerzas a la barandilla. Luego, cuando, una vez
recobrados tanto el equilibrio como el aplomo, se agachó para ver qué era
aquello con lo que sus pies habían tropezado, vio que no se trataba de otra cosa
que del cadáver del gato.

IV

Aquella noche, a las diez en punto, el prestamista se hallaba sentado en la


trastienda de su negocio compartiendo con su amigo Levi una botella de
champán que Bob, el dependiente, incapaz de ocultar su asombro ante tan

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inusual muestra de generosidad por parte de su jefe, acababa de traer por
encargo de éste de la taberna situada al otro lado de la calle.
—Eres un tipo con suerte, Hyams —dijo Levi llevándose el vaso a los
labios—. ¡Treinta mil libras! Una fortuna, una verdadera fortuna.
—Voy a dejar este lugar —anunció el prestamista—. Tengo pensado irme
de viaje durante un tiempo. Creo que corro peligro aquí.
—¿Qué quieres decir con que corres peligro? —preguntó Levi arqueando
las cejas.
El prestamista comenzó entonces a relatar los encuentros que había tenido
con sus diferentes visitantes.
—Por más vueltas que le doy no logro comprender ese asunto del gato —
dijo Levi cuando su amigo hubo terminado de hablar—. Ninguna explicación
de carácter sobrenatural tiene sentido. Estoy convencido de que ese hombre de
piel oscura del que me has hablado tiene que haberle envenenado.
—Pero si ni siquiera se acercó a él —insistió el prestamista—. Estuvo todo
el tiempo en el extremo opuesto del mostrador.
—¡Oh, demonios! Olvídalo ya, ¿quieres? —se quejó Levi, ligeramente
irritado porque no lograba encontrarle solución alguna a aquel misterio—. No
irás a creer ahora en poderes ocultos y toda esa sarta de tonterías, ¿verdad?
Estamos en Commercial Road, en pleno siglo XIX. Lo único que ocurre aquí es
que todo este asunto, empezando por un diamante que te ha reportado la friolera
de treinta mil libras, ha acabado atacándote los nervios. Mantén los ojos bien
abiertos y quédate en casa. Esos tipos no pueden hacerte daño aquí. Y si aun así
no te quedas tranquilo, siempre puedes recurrir a la policía.
—No quiero que me sometan a ningún interrogatorio —repuso el
prestamista.
—Lo único que quiero decir es que les digas que últimamente has visto a un
par de personajes sospechosos merodeando por aquí. Simplemente eso —dijo el
otro—. Si esos dos tipos se dan cuenta de que la policía les ha echado el ojo
encima, es muy probable que desaparezcan sin dejar rastro. No hay nada como
un uniforme para asustar a la gente de esa calaña.

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—No quiero tener nada que ver con la policía —dijo firmemente el
prestamista.
—Como quieras. Pero al menos dile a Bob que se quede a pasar la noche en
tu casa —sugirió su amigo.
—No es mala idea, ¿sabes? —asintió el judío al cabo de unos segundos—.
Creo que eso es lo que haré mañana. Tendré una cama preparada para él.
—¿Mañana? ¿Y por qué no esta misma noche? —preguntó Levi.
—Porque ya se ha marchado a casa —se limitó a decir el prestamista—. ¿Es
que no le has oído antes cerrar la tienda?
—Pero si estaba precisamente en la tienda hace tan sólo cinco minutos —
dijo Levi.
—No puede ser. Se fue a casa a las nueve y media —dijo el prestamista.
—Pues yo juraría haber oído a alguien allí hará solamente unos minutos —
repuso Levi volviéndose para mirar la puerta que comunicaba con la tienda.
—Será cosa de los nervios, tal y como tú mismo has dicho hace un
momento —apuntó el prestamista con una sonrisa burlona.
—Qué extraño. A mí me pareció haberle oído —insistió Levi—. Sea como
fuere, no estaría de más que atrancaras bien la puerta esta noche.
El prestamista fue hasta la puerta, echó los cerrojos y de una rápida ojeada
repasó el interior mal iluminado del local.
—Levi, ¿por qué no te quedas tú a dormir esta noche? —le preguntó a su
amigo mientras regresaba a la trastienda.
—Esta noche me es totalmente imposible —respondió el otro—. A
propósito, ¿te importaría prestarme una pistola? Con toda esa pandilla de
asesinos merodeando por aquí venir a verte supone un riesgo considerable.
Quizás esos tipos estén ahora mismo decidiendo si van o no a matarme para
comprobar si llevo la piedra encima.
—Aquí tienes. Elige una —dijo el prestamista tras acercarse un momento a
la tienda y regresar de allí con dos o tres revólveres de segunda mano y algunos
cartuchos.
—Nunca he disparado una pistola en mi vida —dijo Levi con cierto recelo
—. No obstante, creo que en un caso como éste lo más importante es hacer

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ruido. ¿Cuál de estos revólveres es el más ruidoso de todos?
Siguiendo la sugerencia de su amigo, Levi escogió un viejo revólver del
ejército. Luego, una vez hubo recibido unas breves instrucciones sobre cómo
usarlo, comentó que se sentía dispuesto a hacer fuego contra cualquier cosa que
se interpusiese en su camino.
—Cierra bien la puerta esta noche. Y mañana ten preparada una cama para
Bob —añadió muy serio mientras se levantaba para marcharse—. Por cierto,
¿por qué no haces esas marcas de tiza sobre la puerta aunque sea tan sólo por
esta noche? Ya tendrás tiempo para reírte de ellas mañana. Si alguien te
pregunta por ellas, siempre podrás decir, por ejemplo, que son una costumbre
de la pascua judía. Pero no estaría de más hacerlas, aunque fuese tan sólo por
precaución.
—No pienso hacer ninguna marca sobre mi puerta ni por todos los asesinos
del mundo —repuso el judío con ferocidad mientras se ponía en pie para
acompañar a su amigo hasta la entrada.
—Como quieras. De todas formas, creo que mientras permanezcas dentro
de la casa no correrás ningún peligro —dijo Levi—. Por cierto, qué aspecto más
siniestro tiene la tienda a estas horas, ¿verdad? Cualquiera que tenga un poco de
imaginación podría llegar a pensar que uno de los demonios de los que hablaba
ese hombre moreno amigo tuyo se encuentra agazapado debajo del mostrador
dispuesto a saltar sobre uno a la menor oportunidad.
El prestamista soltó un gruñido y abrió la puerta.
—¡Diablos! Hay niebla esta noche —dijo Levi mientras un jirón de color
lechoso se colaba lentamente por el vano—. Mala noche he elegido para
practicar el tiro. No sería capaz de acertarle ni a un elefante.
Durante un par de minutos los dos hombres permanecieron allí, atisbando
desde el umbral. De repente, unos pesados pasos resonaron en el callejón y una
imponente figura surgió de la niebla. Unos segundos más tarde, para alivio de
ambos, un agente de policía se detenía justo delante de ellos.
—Menuda niebla tenemos esta noche, ¿no les parece? —dijo el recién
llegado mirando a los dos amigos.

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—Y que lo diga —respondió el prestamista—. Por cierto, agente, no pierda
mi casa de vista esta noche. Uno o dos personajes sospechosos han estado
merodeando por aquí últimamente.
—Descuide, caballero. Así lo haré. Buenas noches —repuso el policía
echando a andar por el callejón en compañía de Levi, quien agitó brevemente la
mano en señal de despedida antes de desaparecer tragado por la niebla.
En cuanto se quedó solo, el prestamista cerró la puerta y corrió los cerrojos
asegurándose de que éstos quedaban bien echados. Aquel comentario que Levi
había hecho en son de broma acerca de un demonio escondido bajo el
mostrador le acudió de repente a la cabeza cuando sus ojos se posaron sobre
éste. Fue en aquel momento cuando, por primera vez en toda su vida, el
absoluto silencio que reinaba en la tienda se le hizo verdaderamente opresivo.
Súbitamente, una urgente necesidad de abrir de nuevo la puerta y llamar a gritos
a Levi y al policía le asaltó, pero al cabo de un segundo comprendió que ambos
debían de hallarse ya lo bastante lejos como para no oír su llamada. Entonces
una nueva idea se abrió paso en su cabeza: alguien podía estar fuera, acechando
en medio de la niebla, esperando pacientemente una oportunidad para entrar.
—¡Bah! —exclamó con desprecio—. ¿Y a quién le importa? Tengo treinta
mil libras.
Abrió el gas a tope (pues, al fin y al cabo, un hombre que acababa de ganar
una cantidad como aquélla podía permitirse consumir algo de gas) y, tras echar
un rápido vistazo debajo del mostrador y revisar a conciencia el interior del
local, regresó a la trastienda.
A pesar de todos sus esfuerzos, le resultó completamente imposible
deshacerse de aquella angustiosa sensación de desamparo y peligro que a lo
largo de los últimos minutos había comenzado a apoderarse de él. Tras quedarse
quieto y escuchar atentamente durante unos instantes, se dio cuenta de que el
único sonido que se oía en la habitación era el crepitar de las brasas en la
chimenea, pues el reloj de pared se había detenido. Se acercó entonces a éste y,
tras consultar la hora en un pequeño reloj de bolsillo, comenzó a darle cuerda.
Fue en aquel preciso instante cuando oyó algo más.

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Con sumo cuidado, procurando hacer el menor ruido posible, dejó la llave
sobre la repisa de la chimenea y escuchó con atención. El tic-tac del reloj
resultaba ahora ensordecedor, por lo que, ansioso por poder oír mejor, abrió
cuidadosamente la tapa e, interrumpiendo con un dedo el movimiento del
péndulo, hizo que el sonido cesase. Se sacó entonces el revólver del bolsillo, lo
levantó ante sí y, con el rostro rígido y los labios resecos y temblorosos, esperó.
Al principio no ocurrió nada. Luego, todos los ruidos que un hombre solo
suele escuchar por la noche en una casa comenzaron a oírse al mismo tiempo.
Los peldaños de la escalera crujieron, algo se deslizó junto a la pared… Con
enorme sigilo, el judío cruzó la habitación, llegó junto a la puerta que conducía
al interior de la vivienda y la abrió de un tirón. Cuando miró, tuvo la impresión
de que allí, en lo alto de las escaleras, la oscuridad se movía como si tuviese
vida propia.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
No obtuvo respuesta. Regresó entonces a la trastienda y encendió una
pequeña lámpara de aceite.
—Creo que estoy empezando a ponerme nervioso —se dijo con gravedad
—. Mejor será que me vaya cuanto antes a la cama. ¡Diablos! Tengo los pelos
de punta.
Dejando el gas encendido en el piso de abajo y llevando la lámpara bien
sujeta en una mano y la pistola presta a disparar en la otra, comenzó a subir
lentamente las escaleras. Cuando llegó al rellano del primer piso comprobó que
éste se encontraba vacío. Luego, una a una, fue abriendo las puertas de las
habitaciones para asomarse al interior de cada una de ellas con la lámpara en
alto. Cuando hubo concluido comenzó a sentirse algo mejor, pero, tras pensar
que un simple vistazo no era suficiente, decidió inspeccionar más a fondo
habitación por habitación. Repasó a conciencia todos los rincones desde el
suelo hasta el techo, incluyendo las lejas de las estanterías y los espacios que
quedaban debajo de los muebles. Cuando, al mirar en una de las habitaciones,
creyó ver algo agazapado en un rincón, se armó de valor y se dirigió hacia allí.
Pero al pasar junto a una hilera de estanterías le pareció oír unas sigilosas
pisadas a sus espaldas. Tras detenerse en seco y dar rápidamente media vuelta,

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se abalanzó hacia la puerta por la que acababa de entrar y se quedó allí, muy
quieto, escuchando atentamente junto a la barandilla de la escalera. Esperó un
rato pero no logró percibir el menor ruido, así que, convencido de que su
imaginación debía de haberle jugado una mala pasada, decidió abandonar
aquella absurda búsqueda y retirarse de una vez por todas a su habitación.
Una vez en su cuarto, no había hecho más que dejar la lámpara sobre una
mesa cuando oyó claramente un ruido proveniente de la tienda. Entonces, sin
pensárselo dos veces, agarró de nuevo la lámpara, salió de su habitación y bajó
corriendo las escaleras. Cuando llegó al piso inferior y entró por fin en la
tienda, se detuvo de golpe al ver la oscura figura de un hombre que, de pie junto
a la puerta, estaba intentando descorrer los cerrojos para salir a la calle.
Al oír los pasos apresurados del judío, aquella figura volvió la cabeza
durante apenas un segundo, el tiempo justo para que la luz de la lámpara
iluminase el rostro del hombre moreno. Un instante más tarde, al mismo tiempo
que las manos de aquel hombre conseguían descorrer el último cerrojo, el judío
levantó la pistola e hizo fuego dos veces.
Cuando la nubecilla de humo que prosiguió a los disparos se disipó por fin,
el judío se encontró con que la puerta de la tienda se hallaba abierta y con que el
hombre moreno había desaparecido. Entonces, con el arma todavía levantada,
se acercó al umbral y permaneció allí, escuchando atentamente e intentando
discernir el menor movimiento a través de la niebla.
Un silencio sobrecogedor siguió al ensordecedor estallido de los disparos.
La niebla comenzó entonces a penetrar por la puerta entreabierta mientras el
judío, apostado junto al marco, pensó que quizá las detonaciones hubiesen
llegado a oídos de algún que otro transeúnte que por casualidad pasase por allí.
Así que permaneció junto a la entrada todavía unos minutos hasta que por fin,
cansado de esperar, cerró nuevamente la puerta y regresó con aire resuelto al
piso superior. Lo primero que hizo nada más entrar en su habitación fue mirar
cuidadosamente debajo y detrás de los viejos muebles llenos de polvo que le
hacían compañía todas las noches. Luego, una vez convencido de que ningún
enemigo, ya fuese hombre o demonio, se hallaba oculto allí dentro, cerró la
puerta y echó la llave. A continuación abrió ligeramente la ventana y escuchó.

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La calle se hallaba sumida en un completo silencio. Bastante más tranquilo ya,
cerró la ventana y, tras quitarse la chaqueta, se dedicó a atrancar la puerta
apilando tras ella los muebles más pesados de que disponía en la habitación.
Cuando terminó, contempló orgulloso la barricada que acababa de construir y
se sintió invadido por una inefable sensación de seguridad. Sonriendo
satisfecho, se sentó entonces en el borde de la cama y comenzó a desvestirse.
Luego bajó un poco la luz de la lámpara, rellenó los espacios que habían
quedado vacíos en el tambor del revólver, dejó éste sobre una mesa y comenzó
a retirar el cobertor. Al hacerlo, notó que algo se movía bajo las sábanas. Algo
que, tras escabullirse velozmente, cayó al suelo por el lado opuesto de la cama
con un ligero golpe sordo.
En un primer momento, el judío se quedó completamente quieto, sin
atreverse siquiera a respirar. Luego, inclinándose sobre el lecho, entrecerró los
ojos en un intento por vislumbrar qué podía ser aquello. Aunque apenas había
alcanzado a verlo, de lo que al menos sí estuvo seguro fue de que, fuese lo que
fuese, se encontraba bien vivo. Claro que quizá no se tratase más que de una
rata. O quizá no.
Tras proferir un juramento, el judío se levantó de la cama y, tomando la
lámpara con una mano, se agachó y comenzó a escudriñar el suelo con sumo
cuidado. De esta manera, encorvado y con la luz extendida ante sí, recorrió un
par de veces la habitación sin obtener resultado. Luego, una vez revisado el
suelo de la estancia, se agachó un poco más hasta casi ponerse de rodillas, asió
con mano temblorosa las sábanas que colgaban del lecho y las levantó para
mirar debajo de éste.
Reprimiendo un grito de terror, se echó rápidamente hacia atrás al darse
cuenta de que su mano había estado a punto de tocar la cabeza del pequeño
demonio que el hombre moreno había enviado en su busca. Al hacerlo, perdió
el equilibrio y la lámpara chocó contra una esquina de la mesilla de noche,
haciéndose añicos y dejándolo todo sumido en la más absoluta oscuridad
mientras una lluvia de cristales y aceite caliente se derramaba sobre el suelo. No
obstante, a pesar del susto recibido, el judío logró reaccionar deprisa, pues, tras

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arrojar a un lado el fragmento de lámpara que todavía le quedaba en la mano, se
subió a la cama de un salto y se acurrucó en ella respirando con dificultad.
Tras repasar mentalmente los lugares en los que acostumbraba a poner
cerillas, recordó que siempre podría encontrar algunas sobre el alféizar de la
ventana. No obstante, si quería ir hasta allí tendría que hacerlo a tientas, pues en
la habitación había tanta oscuridad que le resultaba imposible distinguir siquiera
los pies de la cama. Para mayor desesperación, recordó entonces con un
profundo gemido que había atrancado la puerta con los muebles más grandes y
pesados, con lo cual lo único que había conseguido era encerrarse en la
habitación con aquel repugnante reptil que se encontraba allí para llevar a cabo
la terrible venganza del hombre moreno.
Durante algún tiempo, el judío permaneció acurrucado sobre la cama
escuchando atentamente cuanto ocurría a su alrededor. En una o dos ocasiones
en las que le pareció percibir el ligero roce que producía la serpiente al
arrastrarse sobre la sucia alfombra se preguntó si el animal intentaría trepar por
las patas de la cama. Aterrorizado ante aquella idea tan espantosa, se puso de
pie sobre el colchón y, a tientas, extendió el brazo para coger el revólver, que se
hallaba todavía sobre la mesa. No obstante, como el arma se encontraba fuera
de su alcance, y como, al crujir la cama bajo su peso, se oyó un débil pero
nítido siseo proveniente del suelo que le puso los pelos de punta, decidió
sentarse nuevamente en la cama, muy quieto, sin atreverse siquiera a respirar.
El frío y el terror que se apoderaron entonces de la habitación hicieron que
un profundo escalofrío le recorriese todo el cuerpo. Aun así, armándose de
valor, se atrevió por fin a moverse y comenzó a recoger lentamente las sábanas
y las mantas hasta envolverse completamente en ellas dejando tan sólo al
descubierto los brazos y la cabeza. Una vez en aquella posición comenzó a
sentirse más y más seguro hasta que, de repente, le asaltó la terrible idea de que
la serpiente podía muy bien encontrarse envuelta con él entre las sábanas.
Haciendo un gran esfuerzo por dominarse, luchó contra aquella nefasta
ocurrencia e intentó convencer a sus nervios para que se calmasen. Pero
entonces su imaginación volvió a atacarle: ¿y si, en vez de sólo una, hubiesen
sido colocadas dos serpientes en su cama? Justo en aquel preciso instante tuvo

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la impresión de que algo se movía entre las sábanas, con lo que sus temores
acabaron desbordándose. Procurando moverse tan despacio como le fue posible,
se escabulló del mortal abrazo de las mantas y, una vez se halló fuera de ellas,
las cogió entre sus brazos, formó con ellas un enorme ovillo y las lanzó con
violencia al otro lado de la habitación. Luego, a gatas sobre la cama desnuda, se
puso a palpar el colchón en todas direcciones hasta que, al cabo de un minuto,
logró convencerse de que allí encima no había nadie más que él.
Inmerso en aquel angustioso estado de terror, el tiempo pareció detenerse
para él. En varias ocasiones en las que creyó presentir que aquel odioso animal
había logrado subirse a la cama, el hecho de permanecer allí encima, inmóvil y
en tensión en medio de la oscuridad, se le hizo tan insoportable que, presa de
una terrible obsesión, se puso una y otra vez a recorrer a tientas el colchón. Por
fin, incapaz de soportar aquella situación por más tiempo, decidió que era
necesario hacerse con las cerillas. Entonces, con suma cautela, comenzó a
bajarse de la cama. Pero no había hecho más que poner el pie sobre el suelo
cuando todo su valor se esfumó de repente y, de un salto, regresó temblando a
su refugio.
Después de aquello, dominado por una intensa sensación de fatalidad, se
quedó sentado sobre la cama y esperó. Aunque en repetidas ocasiones le pareció
oír pasos que recorrían la casa de un extremo a otro, apenas les hizo caso, pues
lo cierto era que aquellas pisadas no le producían temor alguno. De hecho, en
las circunstancias en las que se encontraba, luchar cara a cara con un hombre
hubiese supuesto para él un placer indescriptible. Enfrentarse, en cambio, a
aquella forma de muerte tan escurridiza y sigilosa era algo mucho menos
deseable.
Conteniendo la respiración, el judío escuchó atentamente. Podía oír lejanas
voces burlonas que sonaban en las escaleras y algo que no podía ser otra cosa
que ratas arrastrándose detrás de las paredes. Poco a poco, la impenetrable
oscuridad reinante en la habitación, inevitablemente unida a aquella demoníaca
bestia que acechaba acurrucada sobre el suelo, fue adquiriendo en su pobre
mente trastornada un cariz cada vez más siniestro y sobrenatural. Hasta que, por
fin, vagamente al principio pero con más nitidez después, vio delante de él algo

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que parecía un tenue resplandor. Sin acertar a comprender todavía el rayo de
esperanza que dicha luz suponía para él, se dio cuenta de que aquello que
empezaba a vislumbrar no era otra cosa que la ventana de su dormitorio. Unos
minutos más tarde, cuando comenzó a ver con cierta claridad los contornos de
los muebles y demás objetos que había en la habitación, comprendió al fin que
aquello sólo podía significar una cosa: ¡la noche había pasado y él continuaba
vivo!
A pesar de tener el cuerpo completamente entumecido, consiguió ponerse
en pie sobre la cama. Lentamente, con una creciente sensación de triunfo, llenó
el pecho de aire y se desperezó. Apretando los puños con fuerza, echó una
rápida ojeada a su alrededor y sonrió al ver que la cama se hallaba ocupada
solamente por él. Entonces se agachó y, con los dientes fuertemente apretados,
comenzó a inspeccionar el suelo en busca de su mortal enemigo mientras
pensaba en cuál sería la mejor manera de atraparlo y acabar con él. No obstante,
no tardó en comprender que sin bajarse de la cama no conseguiría gran cosa.
Así que, tras esperar unos minutos a que la habitación se encontrase lo
suficientemente iluminada como para emprender una búsqueda en condiciones,
decidió ponerse las botas para poder así pisar el suelo sin peligro. Con enorme
cautela, se asomó por el borde de la cama, cogió rápidamente una bota y se la
puso. A continuación se agachó de nuevo y le echó mano a la segunda. Pero,
justo en aquel preciso instante, tan veloz como el rayo, algo salió de aquella
bota. Algo que, tras enroscarse en su muñeca, se introdujo en la manga de su
camisa y comenzó a deslizarse por su antebrazo.
Con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, el judío contuvo la
respiración y, completamente paralizado de puro terror, no pudo hacer otra cosa
que guardar silencio y esperar. La presión que en un primer momento había
sentido en su brazo se relajó ligeramente mientras la serpiente terminaba de
introducirse por la manga y comenzaba a trepar por su brazo. Ahora podía
sentir cómo se movía aquella pequeña cabeza infernal cuya lengua no dejaba de
acariciar obscenamente su piel. No obstante, cuando el animal hubo llegado
hasta su pecho, sintiéndose incapaz de soportar por más tiempo aquella horrible
situación, el judío, profiriendo un desgarrador alarido de desesperación, se

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agarró con ambas manos la pechera de la camisa y luchó por arrancársela de un
tirón. Mientras lo hacía, pudo sentir cómo el cuerpo de la serpiente pugnaba por
abrirse camino entre sus manos hasta que, un momento más tarde, el animal,
tras asomar la cabeza por entre sus dedos, saltó hacia adelante y le mordió en el
cuello con un rápido y certero movimiento.
El judío sintió cómo todo su cuerpo se relajaba de repente. El animal,
mientras tanto, una vez consumada la mordedura, cayó al suelo. El judío se
agachó entonces y, sin preocuparse lo más mínimo por las nuevas mordeduras
que la serpiente le propinaba en las manos, la agarró por un extremo, la levantó
y, con los ojos inyectados en sangre, comenzó a golpearla repetidamente contra
los hierros de la cama. Luego, tras arrojarla con fuerza contra el suelo, le
pisoteó la cabeza una y otra vez hasta dejarla reducida a una pulpa
sanguinolenta.
Cuando aquel ataque de furia hubo pasado, el judío se esforzó cuanto pudo
por pensar con claridad, pero, por desgracia, su cabeza se hallaba inmersa
todavía en un remolino de terror y desesperación. Aunque había oído en
multitud de ocasiones que ante una mordedura de serpiente lo más aconsejable
es succionar la herida para extraer el veneno, recordar aquel detalle no le sirvió
de nada, pues la herida más profunda se hallaba en un lugar completamente
inaccesible para él: su propio cuello.
Se echó entonces a reír como quien acaba de perder definitivamente el
juicio. Luego, recordando haber oído alguna vez que la muerte podía llegar a
evitarse bebiendo ingentes cantidades de alcohol, decidió que aquello era lo que
debía hacer. Después ya tendría tiempo de ir en busca de asistencia médica. Se
acercó entonces corriendo a la barricada que había levantado frente a la puerta y
comenzó a apartar los muebles a uno y otro lado. Con las prisas, golpeó sin
querer la mesa en la que se hallaba el revólver y éste cayó al suelo con un golpe
sordo. Durante un momento se quedó mirando el arma con ojos muy abiertos.
Luego, agachándose, lo recogió lentamente y comenzó a acariciarlo con ternura.
Aunque su cabeza, una vez superado el yugo del terror, parecía discurrir cada
vez con mayor claridad, una tentadora idea comenzó a cobrar forma
rápidamente dentro de ella.

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—¡Treinta mil libras! ¡Treinta mil libras! Y pensar que ya eran mías… —
murmuró lentamente mientras, con la mirada perdida, levantaba el revólver y
comenzaba a acariciarse con él la mejilla.
A continuación introdujo el cañón del arma en su boca, apretó el gatillo y se
desplomó pesadamente sobre el suelo.

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APARECIÓ POR LA BORDA

(Over the Side, 1897)

De todas las clases de hombres que hay sobre la faz de la tierra, quizá los
más supersticiosos sean aquellos que sienten la llamada del mar.
Indudablemente, cuando se navega a la deriva sobre las impenetrables aguas,
cuando se está a merced del viento y de las olas en medio del océano sabiendo
que debajo de uno no hay más que abismos insondables y todo tipo de criaturas
misteriosas, creer en lo sobrenatural resulta bastante más fácil que cuando uno
se halla en tierra firme a la cálida y reconfortante luz de una lámpara. Es por
ello que circulan tantas historias extrañas relacionadas con el mar. Precisamente
cierto incidente que yo mismo tuve la buena o mala fortuna de presenciar me
enseñó a no tachar de loco o cobarde a todo aquel que haya llegado a
encontrarse alguna vez con algo que le resulte imposible de explicar. Hay
historias de lo sobrenatural que han llegado a causar verdadera sensación,
mientras que, por el contrario, hay otras que ni siquiera han llegado a ser
publicadas.
Por aquel entonces yo tendría unos quince años. Como mi padre, que sentía
una profunda aversión hacia el mar, nunca accedió a enseñarme nada
relacionado con éste, yo tomé la determinación de enrolarme en un pequeño
pero admirablemente bien construido bergantín llamado Endeavour que se
disponía a zarpar rumbo a Riga. A pesar de tratarse de una nave de escaso
calado, el capitán que la gobernaba era el mejor lobo de mar que se podía

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encontrar por aquellos muelles y, siempre que el tiempo fuese favorable, un tipo
bajo cuyas órdenes daba gusto trabajar. La mayoría de los chicos lo pasan
bastante mal la primera vez que se embarcan, pero yo, demostrando saber muy
bien qué era lo que más me convenía, me hice muy amigo de un marinero
fortachón que además era muy buen tipo llamado Bill Smith. Muy pronto
conseguí dejar bien claro que quien se atreviera a molestarme estaba también
molestando a Bill. No quiero decir con esto que la tripulación fuese
particularmente cruel, pero lo que sí es cierto es que entre los hombres de mar
se cree que un buen bofetón de vez en cuando resulta altamente beneficioso
para la salud tanto física como moral de un muchacho. En realidad, de entre
todos los miembros de aquella tripulación el único que resultaba
verdaderamente perverso era un tipo llamado Jem Dadd, un hombre taciturno y
de rostro cetrino de alrededor de cuarenta años que tenía una gran afición a todo
lo que podía llamarse sobrenatural y que disfrutaba metiéndole miedo a sus
compañeros con dichas cosas. Yo he llegado a ver a un tipo tan imponente
como Bill asustado de tener que subir de noche a cubierta para hacerse cargo de
su puesto tras el timón después de estar un buen rato escuchando las historias
que aquel tipo contaba. Las ratas eran sus animales favoritos, y no permitía que
se le hiciese el menor daño a ninguna de ellas, pues, según él, eran la
reencarnación de los marineros ahogados, lo cual explicaba el amor de estos
animales por los barcos y su costumbre de abandonarlos en cuanto éstos
dejaban de ser aptos para la navegación. Creía firmemente en la transmigración
de las almas, idea ésta que, sin lugar a dudas, había recogido en alguno de
aquellos viajes suyos por los lejanos puertos de Oriente, y cuando hablaba de
dicho tema daba a entender a sus estremecidos oyentes que tenía planeado hasta
el más mínimo detalle de cuanto se refería a su vida en el más allá.
Pero a lo que iba. Llevábamos seis o siete días en alta mar cuando algo muy
extraño tuvo lugar. Ocurrió cierta noche en que Dadd tenía el segundo turno de
guardia en cubierta y Bill, que tenía el tercer turno, era la persona encargada de
relevarlo. Cuando el tiempo era favorable las normas nunca se cumplían a
rajatabla a bordo de aquel barco, así que, cuando el turno de un hombre
acababa, éste se limitaba a amarrar bien fuerte el timón, acercarse corriendo al

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castillo de proa y llamar a gritos a su relevo. Aquella noche en particular, yo me
desperté súbitamente, justo a tiempo de ver a Bill deslizarse fuera de su litera y
ponerse de pie a mi lado mientras se restregaba fuertemente con los nudillos sus
ojos enrojecidos.
—Dadd está tardando mucho en llamarme —me susurró al ver que yo
estaba despierto—. Ya hace una hora que terminó su turno.
Dicho lo cual, subió apresuradamente a cubierta. Yo acababa de darme la
vuelta en mi litera dando gracias al Cielo por ser demasiado joven para tener
que montar guardia, cuando vi por el rabillo del ojo que Bill regresaba a mi lado
procurando hacer el menor ruido posible. Cuando llegó junto a mí, me cogió
por los hombros y me sacudió bruscamente.
—Jack —susurró—. Jack.
Me incorporé en mi camastro y, a la luz de un candil, vi que mi amigo
estaba temblando de pies a cabeza.
—Ven. Sube conmigo —me dijo con un hilo de voz.
Me vestí apresuradamente y, sin hacer ruido, le seguí hasta cubierta, donde
un aire limpio y fresco me impregnó los sentidos. Aunque la noche era
espléndida, yo, al ver el estado de excitación en el que se encontraba mi
compañero, no pude evitar mirar con nerviosismo a mi alrededor, como
buscando cualquier causa que sirviese para justificar su alarma. Pero no acerté a
ver nada. La cubierta se hallaba desierta, excepción hecha de la solitaria figura
que se destacaba junto al timón.
—Mírale —me susurró Bill inclinando hacia mí su rostro crispado.
Avancé unos cuantos pasos hacia la popa con Bill pegado a mis talones.
Cuando estuve lo bastante cerca, vi que Jem Dadd se hallaba inclinado sobre el
timón con las manos fuertemente aferradas a los radios de éste.
—Está dormido —dije parándome en seco.
Bill respiró pesadamente.
—Si es así, tiene una manera muy rara de dormir —dijo—. Más bien parece
hallarse en una especie de trance. Acércate más.
Agarrando a Bill fuertemente del brazo, avancé con él unos cuantos pasos
más. La luz de las estrellas nos resultó más que suficiente para comprobar que

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el rostro de Dadd se hallaba muy pálido y que en sus negrísimos ojos, abiertos
de par en par, refulgía una extraña y escalofriante mirada que se hallaba clavada
en algún sitio situado justo enfrente de él.
—Dadd —llamé en voz baja—. ¡Dadd!
No hubo respuesta, así que, con la única intención de despertarlo, di un
golpecito en una de aquellas manos que tan vigorosamente tenían aferrado el
timón. Como seguía sin obtener respuesta, probé a utilizar la fuerza para
conseguir que aquella mano soltase su presa.
El cuerpo de Dadd no se movió un solo centímetro. Entonces, con un
alarido de puro terror, todo nuestro valor se esfumó de repente. Bill y yo dimos
media vuelta, echamos a correr a todo lo que daban nuestras piernas y nos
abalanzamos al interior del camarote principal para despertar al capitán.
Poco después comprobamos que Jem no estaba ni dormido ni en estado
alguno de trance. Tras muchos esfuerzos, dos fornidos marineros consiguieron
separar del timón aquellos rígidos miembros, y luego, tras tender el cadáver
sobre cubierta, lo envolvieron en una lona. Durante el resto de aquella noche
fueron dos los hombres que permanecieron junto al timón, los cuales, sin perder
de vista el bulto envuelto en lona que descansaba sobre cubierta, no dejaron de
desear ni un solo instante que llegase de una vez por todas el amanecer.
El nuevo día llegó por fin. Cuando toda la tripulación hubo desayunado, se
procedió a coser la lona que envolvía el cadáver. A continuación el capitán leyó
unas cuantas palabras que creyó oportunas y que extrajo de una Biblia que
pertenecía al segundo de a bordo, acabado lo cual el cadáver fue arrojado por la
borda. Durante unos minutos los miembros de la tripulación se quedaron
observando las aguas en medio de un incómodo silencio. Luego, lentamente,
comenzaron a retirarse para hacerse cargo de sus puestos.
Durante todo aquel día ninguno de nosotros apenas pronunció palabra.
Aunque a la mayoría de nosotros nos hubiese costado reconocerlo, a la pena
causada por la muerte de nuestro compañero se añadía de manera siniestra en
nuestros corazones un irreprimible miedo a tener que ponernos al timón cuando
cayese la noche.

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—El timón está embrujado —llegó a comentar seriamente el cocinero—. Ya
veréis cómo a más de uno de vosotros acaba ocurriéndole lo mismo que a Dadd.
El cocinero, al igual que yo, estaba exento de montar guardia.
Los hombres aguantaron bastante bien hasta que, por fin, cayó la noche.
Entonces todos ellos decidieron por unanimidad que los turnos de guardia
debían llevarse a cabo por parejas. El cocinero, muy a su pesar, terminó siendo
incluido en los turnos, y yo, deseoso de poder ayudar a mi amigo y protector,
me ofrecí para acompañar a Bill durante el suyo.
Aquella noche un siniestro halo de misterio pareció cernirse sobre todos
nosotros. Cuando, a altas horas de la madrugada, Bill se acercó a mí y me
despertó de una brusca sacudida para anunciarme que la hora de nuestro turno
había llegado, tuve la impresión de que no había hecho más que cerrar los ojos
un par de segundos antes. Cualquier esperanza que aún pudiese quedar en mí de
escapar a la terrible prueba que me esperaba escaleras arriba se vio
inmediatamente disipada por los apremios de mi amigo y por la solícita
urgencia con la que me ayudó a embutirme en mis bastas ropas de marinero.
Así que, todavía aturdido y entre enormes bostezos, no tuve más remedio que
seguirle hasta cubierta.
La noche no era tan clara como la anterior y soplaba un viento helado y
cargado de humedad que me obligó a abotonarme la marinera hasta arriba y a
enterrar las manos en lo más profundo de mis bolsillos.
—¿Todo en orden? —preguntó Bill al acercarse al timón.
—Todo en orden —respondió Roberts, uno de los dos marineros a los que
habíamos subido a relevar—. Todo está tan tranquilo como una tumba.
Dicho lo cual desapareció escaleras abajo seguido en silencio por su
compañero.
Una vez solos, opté por sentarme en el suelo de cubierta junto a Bill
mientras éste, con tan sólo una mano apoyada en el timón, mantenía sin
problemas el rumbo de la nave. Resultaba horriblemente tedioso permanecer
allí sentado, sin otra cosa que hacer que pensar en el cálido lecho del que
acabábamos de separarnos. Creo que, de no ser por la atenta vigilancia de Bill,

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que en cuanto me veía dando cabezadas me propinaba un soberbio puntapié, me
hubiese quedado dormido nada más sentarme.
Debíamos de llevar allí sentados, entre escalofríos y bostezos, alrededor de
una hora cuando, cansado y entumecido por la falta de actividad, decidí
levantarme y acercarme a la borda de estribor para echarle un vistazo al mar. El
sonido de las aguas chocando y lamiendo el casco de la nave resultaba tan
relajante que no tardé en quedarme dormido.
Un grito sofocado de Bill me devolvió bruscamente a la realidad. Sin
detenerme siquiera a pensarlo, me volví y eché a correr hacia mi amigo, el cual,
con una expresión en su rostro que no presagiaba nada bueno, tenía la mirada
clavada en la borda de babor. Cuando llegué junto a él, soltó una mano del
timón y me agarró el brazo con tanta fuerza que a punto estuve de gritar de
dolor.
—Jack —me dijo con voz temblorosa—, mientras tú estabas allí, de cara al
mar, algo asomó la cabeza por la borda y echó un vistazo por cubierta.
—Estarías soñando —repuse yo con una voz que temblaba tanto o más que
la de Bill.
—¿Soñando? —dijo Bill— ¿Soñando? ¡Mira allí! ¿A eso le llamas tú estar
soñando?
Extendió un brazo y señaló hacia babor. Cuando miré en la dirección
indicada, el corazón pareció dejar de latirme súbitamente dentro del pecho. El
rostro de un hombre acababa de asomarse por la borda y, durante unos
segundos, nos estuvo escudriñando en silencio. Luego, una figura oscura saltó a
cubierta con la agilidad propia de un gato y permaneció agazapada a unos
cuantos metros de nosotros.
Los ojos se me nublaron y fui incapaz de articular sonido alguno pero, por
fortuna, en aquel preciso instante Bill soltó el rugido más poderoso que he oído
en toda mi vida. La respuesta a aquel grito no se hizo esperar, y muy pronto,
tanto por las escaleras de proa como por las de popa, el resto de la tripulación,
tan súbitamente desvelada, fue apareciendo en cubierta en medio de un redoble
de carreras precipitadas.
—¿Qué ocurre? —gritó el capitán mirando en todas direcciones.

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Por toda respuesta, Bill señaló al intruso. Todos los miembros de la
tripulación, al advertir la presencia de éste, se aproximaron los unos a los otros
hasta formar un apretado grupo junto al timón.
—Apareció por la borda —acertó a jadear Bill—. Salió del mar, sin más,
como si fuese un fantasma surgido de las aguas.
El capitán cogió de la bitácora un pequeño candil y, con él en alto, se acercó
temerariamente a aquella figura que había hecho cundir la alarma en la nave. En
el pequeño círculo de luz que arrojaba la llama, todos nosotros pudimos
contemplar el rostro cadavérico de un hombre de espesa barba negra que,
empapado hasta los huesos, nos miraba sin pestañear con unos ojos que
parecían refulgir con un siniestro resplandor.
—¿De dónde ha salido usted? —le preguntó el capitán.
El hombre, por toda respuesta, se limitó a sacudir la cabeza.
—¿De dónde ha salido usted? —repitió el capitán acercándose un poco más
hasta poner su mano sobre el hombro del desconocido.
Sólo entonces el intruso habló, si bien lo hizo farfullando unas pocas
palabras que resultaron apenas inteligibles. Todos nosotros nos acercamos para
escuchar mejor, pero ni siquiera después de que aquel hombre hubiese repetido
varias veces sus palabras pudimos entender ni una sola sílaba de cuanto decía.
—Es extranjero —dijo Roberts.
—Que me cuelguen si alguna vez he oído un idioma como el que habla este
tipo —dijo Bill—. ¿Alguien sabe en qué idioma habla?
Nadie lo sabía, y el capitán, tras un nuevo intento fallido, decidió dejar de
comunicarse verbalmente con aquel hombre y optó por utilizar el lenguaje
universal de los gestos señalando primero al hombre y luego al mar. El otro,
comprendiendo por fin lo que le preguntaban, procedió a imitar con ademanes
torpes y desmañados a un hombre que navega a la deriva en un bote y que tras
muchos esfuerzos consigue acercarse lo suficiente a un barco que pasa a su lado
y trepar por el casco hasta alcanzar la cubierta. Cuando al fin caímos en la
cuenta de lo que aquel hombre estaba queriendo decirnos, varios de nosotros
corrimos hacia la popa y nos asomamos escudriñando la oscuridad. No

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obstante, la noche era demasiado cerrada y no fuimos capaces de ver ningún
bote.
—Bien —dijo por fin el capitán volviéndose hacia nosotros en medio de un
enorme bostezo—, llévenselo abajo y denle algo de comer. Y la próxima vez
que un caballero aparezca de pronto por la borda, procuren no armar tanto
escándalo por muy inesperada que sea la visita.
Dicho lo cual, desapareció escaleras abajo seguido por el segundo de a
bordo. Tras unos momentos de duda, Roberts se acercó al extranjero y le indicó
por señas que le siguiera. Impasible, el hombre obedeció dejando un reguero de
agua sobre el suelo de cubierta. Una vez abajo, después de cambiar sus ropas
empapadas por unas cuantas prendas secas que le dimos, se sentó a comer,
aunque dando la impresión de no tener demasiado apetito, algo de carne y
alguna que otra galleta. Mientras comía, se dedicó a contemplarnos entre
mordisco y mordisco con sus ojos negros y apagados.
—Parece un sonámbulo. Quiero decir que actúa como si estuviese
caminando en sueños —comentó el cocinero.
—No parece tener mucha hambre que digamos —dijo alguien—. Más que
comiendo parece que está hablando entre dientes con la comida.
—¿Hambre, decís? —dijo Bill, quien acababa de bajar tras ser relevado al
timón—. Pues claro que no tiene hambre. ¿Acaso no os habéis dado cuenta
todavía de que ese hombre cenó anoche, igual que todos nosotros?
Toda la tripulación se volvió a mirarle llena de perplejidad.
—¿Pero es que no os dais cuenta? —prosiguió Bill bajando la voz hasta
dejarla reducida a un ronco susurro—. ¿Es que acaso vais a decirme que no
habéis visto esos mismos ojos antes de ahora? ¿No os acordáis de lo que él solía
decir acerca de la muerte? Sí, compañeros. Es Jem Dadd, que ha regresado con
nosotros. Se ha introducido en el cuerpo de otro hombre, tal y como siempre
nos dijo que haría cuando muriese.
—¡Tonterías! —exclamó de repente Roberts intentando que su voz sonase
segura y sin el menor atisbo de temor.
No obstante, se levantó de su asiento y se apartó de allí. El resto de los
presentes lo imitó, y todos juntos fueron hasta el extremo más alejado del

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sollado y formaron allí un apretado corro, desde donde comenzaron a lanzar
severas miradas cargadas de desconcierto a nuestro maltrecho y empapado
visitante. Éste, por su parte, una vez hubo apurado su comida, apartó el plato y,
apoyando la espalda contra una de nuestras taquillas, dirigió una sugerente
mirada hacia las literas vacías.
Con un simple movimiento de cabeza, Roberts, que había detectado aquella
mirada, le señaló al hombre las literas. El extranjero, al ver aquel gesto tan
solícito, se incorporó y, en medio de un silencio sepulcral, se subió
precisamente a la que había pertenecido en vida a Jem Dadd.
Durante toda aquella noche aquel hombre durmió plácidamente en la cama
del malogrado marinero. Claro que, a decir verdad, él fue el único que pudo
dormir plácidamente. Cuando unas horas más tarde llegó la mañana, se levantó
torpe y pesadamente de su lecho para acudir a desayunar.
El capitán se reunió con él en cubierta después de la comida, pero le fue del
todo imposible sacarle una sola palabra coherente. A cada una de las preguntas
que se le dirigían, el hombre respondía siempre en la misma lengua extraña que
había utilizado la noche anterior, lengua ésta que ninguno de los miembros de la
tripulación pudo reconocer a pesar de que muchos de ellos, que habían visitado
gran cantidad de países a lo largo de sus viajes, eran capaces de chapurrear un
buen número de lenguas extrañas. Finalmente el capitán desistió y el extranjero,
tras comprender que acababan de dejarle a su aire, se dedicó a observar con
curiosidad cuanto tenía a su alrededor sin que pareciera importarle lo más
mínimo la atención que todos nosotros prestábamos a cada uno de sus
movimientos. Al cabo de un buen rato se acodó pesadamente en la borda del
barco y permaneció allí sin moverse durante tanto tiempo que no tardamos en
pensar que se había quedado dormido.
—Parece medio muerto —susurró Roberts.
—¡Silencio! —dijo Bill—. Es posible que haya estado navegando a la
deriva durante muchos días. Quizá hasta una semana o dos. Y quizá todavía no
termine de creerse que ha sobrevivido. Mirad, si no, de qué manera está
mirando el mar justo en este momento.

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El extranjero permaneció el día entero en cubierta tostándose al sol, si bien
cuando cayó la noche decidió regresar al reconfortante calor del interior de la
nave. No obstante, cuando llegó la hora de cenar no tocó la comida que le
sirvieron, y aunque a mí me dio la impresión de que él se daba perfecta cuenta
de que todos le teníamos un poco de miedo, pareció no reparar en nosotros ni
un solo instante.
Aquella noche volvió a acostarse en la litera de nuestro compañero muerto.
Unas horas después, el amanecer le sorprendió en la misma postura en la que se
había echado.
Durante toda la mañana siguiente nadie se atrevió a dirigirle una sola
palabra. Sin embargo, cuando llegó la hora de comer, Roberts, alentado por
todos nosotros, se acercó a él con algo de comida. El extranjero se limitó a
poner aquellos alimentos a un lado con una mano sucia y temblorosa y, tras
indicarnos por señas que tenía sed, apuró ávidamente una buena cantidad de
agua. Durante otros dos días permaneció allí tumbado, sin levantarse ni una sola
vez, con sus dos ojos negros constantemente abiertos. Al tercer día, Bill, que
había acabado venciendo su miedo lo suficiente como para acercarse a darle un
poco de agua de vez en cuando, nos llamó procurando hacer el menor ruido
posible.
—Venid a verle —nos dijo—. Algo le pasa y no sé muy bien lo que es.
—Se está muriendo —dijo el cocinero con un escalofrío.
—¡Imposible! ¡Él no puede morir! —exclamó Bill, aturdido.
Cuando llegamos junto a aquel hombre, vimos cómo sus ojos parecían
suavizarse y revivir para dirigirnos una profunda mirada cargada de
desesperación. Lentamente, contempló uno a uno nuestros rostros, como
haciéndonos una muda pregunta. Luego, dándose unos débiles golpes en el
pecho con el puño, el hombre pronunció lo que nos pareció un par de palabras.
Al principio todos nos miramos unos a otros sin acertar a comprender.
Luego el hombre repitió trabajosamente aquellas palabras y volvió a golpearse
el pecho.
—Es su nombre —dijo de pronto el cocinero—. Nos está diciendo su
nombre.

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Todos nosotros repetimos aquellas dos extrañas palabras que apenas
resultaban audibles.
Entonces el hombre sonrió no sin dificultad y, haciendo acopio de las
escasas fuerzas que aún le quedaban, levantó un dedo. Mientras todos nosotros
intentábamos adivinar lo que quería decirnos, el hombre bajó aquel dedo y
levantó en su lugar otros cuatro doblados por la mitad.
—¡Vámonos de aquí! —exclamó el cocinero con voz temblorosa—. ¿Es
que no os dais cuenta de que está echándonos un conjuro?
Al oír aquello, todos retrocedimos, e incluso algunos pensamos en salir
corriendo cuando vimos que el hombre no cesaba de repetir aquellos
movimientos con los dedos. Pero entonces Bill, con el rostro repentinamente
iluminado, se acercó a él.
—Está diciéndonos que tiene mujer e hijos —gritó lleno de júbilo—. El
dedo levantado representa a su mujer, y los cuatro dedos doblados a sus hijos.
Eso quiere decir que este tipo, después de todo, no es Jem Dadd.
Resultó hermoso ver cómo, en aquel momento, todos los miembros de la
tripulación allí presentes se acercaban a aquel marinero agonizante y se
esforzaban por transmitirle algo de alegría. Bill, con la intención de hacerle ver
que comprendía lo que estaba queriendo decirnos con los dedos, asintió
sonriendo y levantó sucesivamente la mano a cuatro distancias diferentes del
suelo, como indicando la altura de cuatro niños, la última de ellas tan cercana al
suelo que el hombre, visiblemente emocionado, apretó con fuerza los labios e
intentó trabajosamente volver la cabeza para impedir que fuésemos testigos de
su dolor.
—¡Pobre diablo! —dijo Bill—. Quiere que le contemos a su familia lo que
le ha ocurrido. El pobre desdichado ya debía de estar muriéndose cuando subió
a bordo. Por cierto, ¿cómo dijo que se llamaba?
Por desgracia, como aquel nombre no resultaba nada sencillo de pronunciar
y menos aún de recordar, todos nosotros ya lo habíamos olvidado.
—Pregúntaselo —dijo el cocinero—. Y cuando te lo diga, escríbelo. ¿No
hay nadie aquí que tenga un lápiz?

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Como nadie llevaba ninguno encima, él mismo fue en busca de algo con
que escribir mientras Bill se volvía hacia el marinero para pedirle que nos
repitiera su nombre. No obstante, unos segundos más tarde Bill se giró hacia
nosotros y nos miró profundamente desconcertado, pues para entonces hasta el
propio extranjero había olvidado el nombre que acababa de darnos apenas unos
minutos antes.

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EN VELA

(The Vigil, 1912)

—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo Mr. Farrer con voz soñadora.
Ms. Ward suspiró.
—Pues espera a que llegue mi padre y ya verás —dijo.
Oculto tras unas tupidas plantas que le servían de parapeto junto a la
ventana, Mr. Farrer escudriñó las inmediaciones de la casa y se mantuvo a la
escucha dando evidentes muestras de nerviosismo. Esperaba oír en cualquier
momento los pasos ágiles y firmes que anunciarían la llegada del brigadier
Ward. La tranquilizadora mano de Ms. Ward, firmemente sujeta entre las suyas,
le hizo recobrar súbitamente la presencia de ánimo que ya empezaba a
abandonarle.
—Quizá sea mejor que encendamos la luz —dijo finalmente la muchacha
tras una larga pausa—. Me pregunto dónde se habrá metido mamá.
—¿Y qué más da dónde esté? Ella, en todo caso, está de mi parte —dijo Mr.
Farrer.
—¡Pobre mamá! —dijo la muchacha—. Ella nunca se atrevería a decir nada
que pudiese llegar a contrariar a papá. Me imagino que en este momento estará
sentada en su cuarto con la puerta bien cerrada. No le gustan las situaciones
desagradables. Y estoy segura de que dentro de muy poco aquí va a haber una.
—Eso mismo creo yo —dijo el joven con un ligero escalofrío—. Y, no
obstante, ¿por que tendría que haberla? No creo que tu padre desee que

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permanezcas soltera toda tu vida, ¿verdad?
—Ésa no es la cuestión. Lo que ocurre es que a él le gustaría que yo me
casara con un militar —dijo Ms. Ward—. Cree que los jóvenes de hoy en día no
son lo bastante hombres. Para él las únicas cosas que de verdad importan son el
valor y la fuerza.
La muchacha se levantó, dejó la lámpara sobre la mesa y, tras remover
ligeramente los rescoldos que aún ardían en la chimenea, paseó la mirada por la
habitación en busca de cerillas. Mr. Farrer, a pesar de llevar unas cuantas en el
bolsillo, decidió ayudarla a buscar.
Finalmente, tras encontrar una caja que se hallaba sobre la repisa de la
chimenea, Mr. Farrer, con el pretexto de sujetar a la muchacha para que ésta no
perdiera el equilibrio mientras se agachaba a encender la cerilla en las brasas, le
rodeó la cintura con ambos brazos. Pero justo entonces una súbita exclamación
procedente del exterior les recordó a ambos que las persianas de la ventana
todavía se hallaban subidas. Sobresaltados, los dos jóvenes se separaron
apresuradamente, al tiempo que un viejo gigante de cabellos canosos que
caminaba muy erguido irrumpía en la habitación y se situaba frente a ellos.
—¡Bajad esas persianas ahora mismo! —rugió—. Eso no iba por usted, así
que estese quieto donde está —continuó diciendo cuando vio que Mr. Farrer se
dirigía a la ventana, dispuesto a ayudar—. ¿Qué demonios pretende usted
poniéndole las manos encima a mis persianas? ¿Y qué demonios pretende
poniéndole las manos encima a mi hija? ¡Vamos, hable! ¿A qué espera para
contestar?
—Nosotros… vamos a… vamos a casarnos, señor —logró decir Mr. Farrer
esforzándose por que su voz sonase lo más segura posible.
El brigadier tomó aire profundamente y se irguió cuán alto era mientras el
joven que tenía delante observaba asombrado cómo el pecho de aquel anciano
parecía no dejar nunca de dilatarse.
—¡¿Casaros?! —exclamó el brigadier soltando una siniestra carcajada—.
¿Casarse mi hija con un mequetrefe como usted? ¡Ni lo sueñe! ¿Dónde está tu
madre? —preguntó a continuación volviéndose hacia la muchacha.
—Arriba —fue la escueta respuesta de ésta.

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El padre de la chica dio una voz y una nerviosa respuesta se dejó oír en el
piso superior. Un minuto más tarde Mrs. Ward, con el rostro mortalmente
pálido, entraba en la habitación.
—¡Menudo panorama hay en esta casa! —exclamó el brigadier con
brusquedad—. Salgo un rato a dar un paseo y cuando regreso me encuentro con
que este… este sucio mequetrefe salido del infierno tiene sus malditas manos
puestas en la cintura de mi hija. ¿Por qué no te molestas en cuidar bien de ella,
mujer? ¿O es que acaso vas a decirme que no tenías ni idea de lo que estaba
sucediendo en esta habitación?
La esposa del militar negó con la cabeza.
—¿Ah, no? Pues deja que yo te lo explique. Este tipo, que no es más que un
pobre gusano que apenas levanta un par de palmos del suelo, dice que quiere
casarse con nuestra hija —exclamó el brigadier en son de burla.
Luego, volviéndose hacia el objeto de su desdén, que acababa de murmurar
levemente unas pocas palabras, añadió:
—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? ¿Qué es lo que ha dicho? ¡Vamos,
dígamelo!
—He dicho que un par de palmos no es un tamaño que esté tan mal para un
gusano, señor —dijo Mr. Farrer en voz baja y con actitud desafiante—.
Además, el tamaño no es lo más importante. Si lo fuese, usted debería ser por lo
menos general en vez de tan sólo un simple brigadier.
—¡Fuera de mi casa! —bramó el otro tan pronto como le fue posible
recobrar el aliento—. ¡Vamos! ¿A qué está esperando? ¡Largo de aquí ahora
mismo!
—Ya voy —dijo Mr. Farrer, visiblemente avergonzado—. Pero antes
déjeme decirle que siento haberle hablado de manera tan poco cortés, caballero.
Si he venido aquí esta noche ha sido con el firme propósito de verle. Bertha…,
quiero decir, Ms. Ward, me había hablado muchas veces de su manera de
pensar, pero yo nunca di crédito a lo que ella me contaba. Yo tenía la esperanza
de que tuviese usted el suficiente sentido común como para no oponerse al
hombre escogido por su hija por el simple hecho de no ser militar.

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—Yo nunca he dicho que mi futuro yerno tuviese por fuerza que ser militar
—repuso el otro—. Lo que yo siempre he dicho es que para mi hija deseo un
hombre de verdad.
—Eso mismo pienso yo, señor —dijo Mr. Farrer—. Pero déjeme añadir
algo más: usted, sin lugar a dudas, es todo un hombre. Pues bien, tenga muy
clara una cosa, caballero: yo soy capaz de hacer cualquier cosa que usted haga.
—¡Bah! —dijo el brigadier—. Yo ya he hecho bastante en esta vida. He
combatido en cuatro guerras y he sido herido en tres ocasiones. Con eso creo
que es más que suficiente.
—Un coronel dijo una vez que mi marido no sabe lo que es el miedo —dijo
tímidamente Mrs. Ward—. No le teme a nada.
—Excepto a los fantasmas —comentó la hija en voz baja.
—Tenga usted mucho cuidado con lo que dice, señorita —dijo el padre
retorciéndose las puntas de sus blancos bigotes—. Ningún hombre sensato
puede tener miedo de lo que no existe.
—Pues hay mucha gente que cree todo lo contrario: que los fantasmas sí
existen —intervino Mr. Farrer—. Precisamente la otra noche oí que el fantasma
del viejo Smith fue visto colgando del manzano en el que se ahorcó. Lo vieron
al menos tres personas.
—¡Tonterías! —dijo el brigadier.
—Puede ser —contestó el joven—. Pero permítame hacerle una apuesta,
Mr. Ward. A pesar de todo el valor que dice usted que tiene, estoy convencido
de que no sería capaz de ir hasta allí a solas a medianoche para echar un simple
vistazo.
—Creo haberle dicho hace un momento que se largue de aquí
inmediatamente —replicó el brigadier echando chispas por los ojos.
—Entrar en combate es una cosa —dijo Mr. Farrer deteniéndose junto a la
puerta un instante antes de salir—. Uno no tiene más remedio que obedecer
órdenes. Pero recorrer por propia voluntad el par de millas que le separan a uno
de una casa abandonada en la que sabe que se encontrará con el fantasma de un
hombre ahorcado es otra bien distinta, ¿eh?

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—¿Está usted insinuando que me asusta la idea? —inquirió el otro con tono
amenazador.
Mr. Farrer negó con la cabeza.
—Yo no estoy insinuando nada —dijo—. Pero a buen entendedor pocas
palabras le bastan.
—¿No le apetece marcharse de una vez? —inquirió el brigadier con tono
sarcástico.
—Sí, sí, ya voy —respondió el joven—. Pero téngalo bien presente, Mr.
Ward. Si yo logro hacer eso que a usted tanto le asusta…
Mrs. Ward y su hija se apresuraron a interponerse entre el brigadier y su
insolente interlocutor. Mr. Farrer, pálido pero con aire resuelto y decidido, se
mantuvo firme.
—Le reto a ir a ese lugar y pasar la noche allí completamente solo —dijo.
—Acepto el reto —respondió débilmente el indignado brigadier.
—De acuerdo entonces. El miércoles yo pasaré allí la noche a solas —dijo
Mr. Farrer—. Y el jueves me dejaré caer por aquí para decirle qué tal me fue.
—Me parece muy bien —dijo el otro—, pero ahora quiero que se marche de
aquí cuanto antes. En cuanto a mi hija, ya puede ir olvidándose de ella. Por lo
demás, puede usted ir, si así lo desea, a la casa del difunto Smith el miércoles a
las doce de la noche. Ya me cuidaré yo de pasarme por allí en cualquier
momento entre las doce y las tres para cerciorarme de que en efecto está usted
en la casa. Creo que va usted entendiéndome, ¿verdad? Ya le enseñaré yo si me
asusta o no aparecer por ese lugar.
—Le aseguro que no tendrá usted motivo alguno para estar asustado —dijo
Mr. Farrer—. Yo estaré allí para protegerle, lo cual es algo muy distinto a estar
allí solo, como será mi caso. Ahora bien, si lo prefiere, puede usted ir la noche
siguiente solo y esperar a que yo llegue. Si es que, claro está, de verdad desea
usted demostrar ese valor del que tanto alardea.
—No se atreva a darme órdenes —gruñó el brigadier—. Cuando yo quiera
que me las den, ya le avisaré. Y ahora váyase antes de que haga algo de lo que
me pueda arrepentir.

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Con expresión enfurruñada, Mr. Ward permaneció de pie en el umbral de su
casa, muy quieto y erguido, observando cómo aquel insolente joven se alejaba
por el camino. Aquella noche, durante la cena, el anciano se dedicó casi todo el
tiempo a hablar de perros guardianes y de cuál sería la mejor manera de
adiestrarlos para mantener bien alejadas a las visitas desagradables.
Durante los días siguientes el brigadier vigiló a su hija tan estrechamente
como le fue posible. No obstante, como toda naturaleza humana, por poderosa
que sea, tiene un límite de resistencia, cierta tarde en que fingía dormir en su
sillón favorito el impenetrable silencio en el que parecía sumida la muchacha
resultó demasiado para él. La falta de cualquier ruido o palabra acabó
envolviendo en un placentero manto al brigadier, con lo que éste, al cabo de un
rato, comenzó a proferir unos sonoros ronquidos. Cinco minutos más tarde Ms.
Ward corría a toda velocidad por el camino en busca de Mr. Farrer.
—Tenía que verte, Eddie —le dijo a éste, sin aliento, cuando llegó a su lado
—. Mañana es miércoles y hay algo que, aunque no sé si debo, necesito
contarte.
—Tú cuéntame lo que tengas que contarme y yo decidiré —dijo Mr. Farrer
mirándola con ternura.
—Yo… tengo tanto miedo de que puedas pasarlo mal —dijo la muchacha
—. No puedo decirte lo que quisiera contarte, pero sí te daré al menos una pista.
Si ves cualquier cosa, por espantosa que ésta sea, no temas. No tengas miedo
porque no te pasará nada.
Mr. Farrer cogió una mano de la muchacha entre las suyas y la acarició con
ternura.
—Lo único de lo que realmente tengo miedo en este mundo es de tu padre
—dijo.
—¡Oh! Entonces… —exclamó ella retorciéndose las manos con
nerviosismo—, entonces lo sabes.
—¿Saber? ¿Saber el qué? —preguntó Mr. Farrer, confuso.
Ms. Ward sacudió la cabeza en señal de asentimiento.
—Esta mañana, al pasar casualmente frente al dormitorio de mis padres —
dijo bajando la voz—, vi que la puerta se hallaba ligeramente entornada.

Feliz Aniversario 3 L M L
Cuando me asomé por allí pude ver a mi padre de pie en medio de la habitación
probándose uno de los camisones de mi madre. Al principio no fui capaz de
imaginarme con qué fin podía estar haciendo aquello, pero luego caí en la
cuenta de que quizá…
Mr. Farrer soltó un silbido y su rostro se endureció.
—Eso es jugar sucio —dijo al cabo de unos segundos—. Pero muy bien. Si
él así lo quiere, así será. Yo estaré allí esperándole.
—A mi padre no le gusta que le tomen por mentiroso —dijo Ms. Ward—.
Ahora está ansioso por demostrar que no tienes una pizca de valor. Y le dolería
mucho descubrir que en realidad no eres un cobarde.
—Muy bien —dijo Mr. Farrer—. Muchas gracias por venir a advertirme,
querida. Eres un verdadero encanto.
—Estoy segura de que mi padre me diría algo muy distinto —dijo Ms.
Ward con una sonrisa—. Y ahora, adiós. Quiero estar de vuelta en casa antes de
que él despierte de su siesta.
Afortunadamente, llegó a tiempo. Para cuando el brigadier se despertó, su
hija llevaba ya media hora sentada tranquilamente a su lado escuchando sus
ronquidos.
—Estoy cogiendo fuerzas para mañana por la noche —dijo el durmiente
abriendo súbitamente los ojos.
Su hija le miró sin contestar.
—¿No te parece que eso es lo que se dice tener fuerza de voluntad? —
prosiguió el brigadier afablemente—. Wellington era capaz de echarse a dormir
en cualquier momento con tan sólo desearlo. A mí me ocurre exactamente lo
mismo. Soy capaz de quedarme profundamente dormido en cuestión de
segundos.
—No hay duda de que es un don de lo más útil —comentó Ms. Ward con
un ligero tono de ironía.
A lo largo de todo el día siguiente, Mr. Ward logró echar un par de
cabezadas, de la segunda de las cuales acabó despertándose a las doce y media
de la noche. Un tanto malhumorado, se levantó y se desperezó mientras, a su
alrededor, la casa permanecía completamente en silencio. Luego, después de

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coger de detrás del sofá un pequeño paquete envuelto en papel de estraza que él
mismo había escondido allí previamente, apagó la luz, se puso la gorra y abrió
la puerta de la calle.
Si la casa estaba tranquila, la calle se encontraba verdaderamente desierta.
Sin hacer ruido, el brigadier cerró la puerta y se adentró en la oscuridad
profiriendo entre dientes toda clase de maldiciones contra los miembros, tanto
vivos como muertos, de la familia de Mr. Edward Farrer.
Mientras caminaba no vio una sola alma en las calles ni una sola luz en las
ventanas. Pronto salió del pueblo y dejó atrás la última casa que se levantaba
junto al camino para internarse por un sendero oscuro y siniestro que discurría
entre dos altas hileras de arbustos. Llevaba puestas unas zapatillas de lona con
suelas de goma con las que pretendía coger completamente desprevenido a Mr.
Farrer y gracias a las cuales sus silenciosos pasos parecían tener ellos mismos
cierta nota fantasmal. Durante aquella caminata, cada una de las historias de
fantasmas que había oído o leído a lo largo de su vida pareció acudir a su
cabeza con una insistencia tan feroz que llegó incluso a pensar que la compañía
de un gusano tan rastrero como Mr. Farrer hubiese resultado infinitamente más
deseable que encontrarse completamente solo en aquella impenetrable
oscuridad.
La noche era tan oscura que a punto estuvo de pasársele por alto el desvío
que buscaba. Durante unos cuantos metros casi se vio obligado a avanzar a
tientas. Luego, con unas ansias más grandes que nunca de encontrarse de una
vez por todas con Mr. Farrer, se enderezó y reemprendió el camino hacia la
casa tan rápida y silenciosamente como le fue posible.
La vivienda en cuestión era una pequeña construcción en ruinas medio
escondida en medio de un jardín invadido de maleza. Justo antes de alcanzar la
entrada a dicho jardín, el brigadier decidió hacer una parada y, oculto entre unos
tupidos matorrales, desató el paquete que llevaba consigo, sacó de él el mejor
camisón de su esposa y lo sacudió con fuerza.
Aunque no sin alguna que otra dificultad, logró meterse el camisón por la
cabeza y, con los brazos embutidos en las mangas, intentó en vano sacar sus
grandes manazas por los estrechos puños. A pesar de sus poderosos esfuerzos,

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no logró pasar por ellos más que dos o tres dedos de cada mano. Luego, tras
buscar infructuosamente la gorra, que se le había caído durante su forcejeo con
el camisón, se abrió camino hasta la entrada del jardín y se quedó allí, de pie,
esperando lo que pudiera ocurrir. Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que
Mr. Farrer muy bien podría faltar a su cita.
Sus rodillas temblaron ligeramente mientras, lleno de ansiedad, aguzaba el
oído en busca de cualquier sonido que pudiera provenir del interior de la casa.
Empujó un poco la puerta del jardín y permaneció allí, a la espera, de pie y con
los brazos extendidos hacia adelante. Nada ocurrió. Empujó la puerta un poco
más y luego, armándose de todo el valor que pudo reunir, la abrió del todo y se
introdujo por fin en el jardín. Al hacerlo, una enorme rama muerta que yacía
atravesada sobre el sendero se hizo cortésmente a un lado para dejarle pasar.
Mr. Ward se paró en seco y, sin apartar un solo instante los ojos de la rama,
vio cómo ésta se deslizaba lentamente sobre la hierba hasta desaparecer por
completo en la oscuridad. Las intenciones que llevaba de asustar a Mr. Farrer se
esfumaron en cuestión de segundos. Luego, con la voz estrangulada, llamó en
voz alta a aquel al que hasta el momento había supuesto su víctima.
Repitió la llamada varias veces sin obtener respuesta. Luego, en un estado
rayano con el pánico, comenzó a retroceder lentamente hacia la entrada del
jardín sin atreverse a perder la casa de vista. Justo en aquel preciso instante, un
ensordecedor estrépito estalló en el interior de la vivienda. A continuación, de
un violento empellón, la puerta se abrió y una horrible figura vestida
completamente de blanco apareció en el umbral, cruzó el vano de un salto y se
quedó allí, sentada en cuclillas sobre los escalones de la entrada.
Para Mr. Ward resultó de una evidencia prácticamente definitiva que Mr.
Farrer, cuyo supuesto valor debía haberse esfumado a las primeras de cambio,
no se encontraba allí, y que de nada iba a servir quedarse ni un solo instante
más en un lugar como aquél. Así que, con la canosa cabeza bien erguida, los
brazos balanceándose atrás y adelante como si fuesen aspas de molino y los
faldones del camisón de su mujer flotando en el aire detrás de él, el brigadier
dio media vuelta y echó a correr despavorido.

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Al cabo de un rato, una vez se le hubo pasado la primera impresión, redujo
el paso y se atrevió a mirar atrás con mucho cuidado. Por lo que pudo apreciar,
se encontraba completamente solo, pero el silencio y la soledad que le rodeaban
resultaban sofocantes. Con gran nerviosismo, volvió a echar una ojeada atrás y,
sin detenerse siquiera a pensar si sus ojos le habían engañado o no, echó
nuevamente a correr. Así, a ratos corriendo y a ratos andando, alcanzó
finalmente el pueblo y, tras recorrer a toda prisa unas cuantas calles, enfiló el
camino que llevaba a su casa.
El agente de policía Burgess, quien se hallaba realizando su ronda nocturna,
apareció por allí en aquel preciso momento y se cruzó con el brigadier justo
cuando éste se disponía a entrar en su jardín. Tras detenerse en seco, el policía
encendió su linterna y se quedó boquiabierto al ver a Mr. Ward.
—¿Le ocurre algo, señora? —acertó a preguntar.
—¿Cómo dice? —jadeó el brigadier intentando conferir a su voz un toque
de dignidad—. No, no me ocurre nada, gracias.
—Oh, es usted, Mr. Ward. Creí que era una mujer caminando en sueños —
dijo el policía.
Súbitamente, el brigadier reparó en que llevaba todavía puesto el camisón
de su esposa.
—Bueno, yo… he salido a dar un pequeño paseo —dijo, todavía sin aliento
—. Y como hacía un poco de frío, decidí… ponerme esto.
—Le favorece mucho —dijo el policía con frialdad—. Ustedes los militares
están acostumbrados a vestir todo tipo de uniformes y ropas extrañas. En
cambio, si alguien como yo se pusiese eso mismo que lleva usted puesto ahora,
estoy convencido de que tendría un aspecto verdaderamente ridículo.
Antes de que Mr. Ward tuviese tiempo para responder, la puerta de la casa
se abrió. Cálidamente iluminados por la luz de una vela, aparecieron los
asombrados rostros de la esposa y la hija del brigadier.
—¡George! —exclamó Mrs. Ward.
—¡Papá! —exclamó Ms. Ward.
Tambaleándose, el brigadier entró en su casa, se dirigió al salón y, sin
mediar palabra, se dejó caer en su sillón favorito. Cuando su hija le sirvió un

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buen vaso de whisky con agua, él lo apuró de un solo trago.
—¿Fuiste allí? —preguntó Mrs. Ward retorciéndose las manos con
nerviosismo.
El brigadier, dándose perfecta cuenta de las sospechas que suscitaba su
insólito aspecto, se vio obligado a recuperar de golpe toda su presencia de
ánimo.
—¡Qué va, mujer! No hizo falta —dijo tras soltar una breve risotada—. En
cuanto me encontré en plena calle, camino de aquella casa, me di cuenta de que
no tenía sentido ir en busca de ese mequetrefe. Estoy seguro de que él tenía
menos intención de aparecer por allí esta noche que de arrojarse a un pozo. Así
que, aprovechando que ya estaba despierto y en plena calle, decidí dar un
pequeño paseo por el simple placer de hacer un poco de ejercicio. Cuando me
cansé, regresé aquí tranquilamente.
—¿Y por qué llevas puesto mi mejor camisón? —preguntó Mrs. Ward.
—Me lo puse para darle un susto al policía que se encontrase haciendo la
ronda —respondió su marido.
Dicho lo cual se puso en pie y, con la inestimable ayuda de su mujer,
consiguió quitárselo. Aunque tenía la cara colorada y el cabello alborotado, la
intensidad y la dureza de su mirada permanecieron inalterables. Acto seguido,
cuando comenzó a subir las escaleras, su esposa le siguió hasta el dormitorio
inmersa en un sumiso silencio.
A la mañana siguiente Mr. Ward se levantó bastante tarde y desayunó muy
poco. Su siesta de sobremesa se vio por desgracia alterada y ya no fue hasta
pasada la hora del té cuando fue capaz de recuperar la tan deseada tranquilidad.
Una hora más tarde, la visita de Mr. Farrer, quien entró en la casa con rostro
circunspecto y dirigiéndole miradas cargadas de reproche, ahuyentó
definitivamente la esquiva paz de aquel día.
—He venido a verle en relación con lo de anoche —dijo Mr. Farrer antes de
que el otro acertase a pronunciar palabra alguna—. Antes que nada quiero que
sepa que entiendo perfectamente que una broma no es más que una broma. No
obstante, cuando el otro día me dijo usted que acudiría a nuestra cita yo, como
es natural, tenía la seguridad de que acabaría usted cumpliendo su palabra.

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—¡¿Cumpliendo mi palabra?! —exclamó el brigadier, rojo y sin aliento a
causa de la cólera.
—¡Claro! Estuve allí solo, esperándole, desde las doce de la noche hasta las
tres de la madrugada —explicó Mr. Farrer.
—¡Eso no es cierto! ¡Usted no estaba allí! —gritó, indignado, el brigadier.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó el otro.
Mr. Ward miró con impotencia a su esposa y a su hija.
—Demuéstremelo —dijo Mr. Farrer aprovechando el desconcierto del
brigadier—. Usted puso mi valor en entredicho. Y para probarle que yo no soy
un cobarde, anoche, tal y como acordamos, pasé tres horas enteras en aquella
casa. ¿Puede decirme dónde estaba usted mientras tanto?
—Usted no estaba allí —repitió el brigadier—. Yo lo sé y usted no puede
engañarme. Tenía usted miedo.
—Yo estuve allí, se lo puedo jurar —dijo Mr. Farrer—. Pero, de todos
modos, no se preocupe. Puedo volver allí esta misma noche. Y le desafío a que
venga de una vez por todas a buscarme.
—¿Me desafía, dice? —dijo el brigadier echando chispas por los ojos—.
¿Me desafía usted?
—Sí, señor. Le desafío —repitió el otro—. Y si esta vez no aparece usted
por allí, divulgaré la historia por todo el pueblo. Así que, si no quiere que eso
ocurra, ya puede usted estar yendo a esa casa esta misma noche. Y si por
casualidad llega a ver lo que yo vi anoche…
—¡Oh, Eddie! —dijo Ms. Ward al tiempo que un escalofrío le recorría todo
el cuerpo.
—¿Lo que vio usted? —dijo el brigadier dando un respingo—. ¿A qué se
refiere?
—Oh, a nada que pueda considerarse realmente peligroso —dijo Mr. Farrer
con tranquilidad—. Más bien todo lo contrario. Fue una experiencia
verdaderamente interesante.
—¿Y qué fue lo que vio? —preguntó el brigadier.
—Bueno, dicho así, sin más, puede parecer una tontería —dijo Mr. Farrer
lentamente—, pero vi una rama rota que se deslizaba sola por el suelo del

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jardín.
Mr. Ward lo miró con la boca abierta.
—¿Algo… algo más? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí. Una extraña figura vestida de blanco —respondió Mr. Farrer—. Tenía
unos brazos muy largos y daba saltos por todas partes como una rana.
Naturalmente, no espero que usted me crea, Mr. Ward, pero si se atreve usted a
ir por allí esta noche quizá logre verlo con sus propios ojos. Le aseguro que es
algo digno de verse.
—¿Y no… no se asustó usted al ver aquello? —preguntó Mrs. Ward sin
poder apartar la mirada de aquel intrépido joven.
Mr. Farrer negó con la cabeza.
—Para asustar a Edward Farrer hace falta mucho más que todo eso, señora
—se limitó a responder—. A decir verdad, me sentiría profundamente
avergonzado de mí mismo si ese tipo de cosas pudiese llegar alguna vez a
asustarme. Pero, por fortuna, lo cierto es que no me afectan lo más mínimo.
—¿Y le vio usted la cara? —preguntó nerviosamente Mrs. Ward.
Mr. Farrer volvió a negar con la cabeza.
—¿Y cómo era el resto de su cuerpo? —preguntó Ms. Ward.
—Pues, por lo que acerté a ver, no era precisamente desagradable —
respondió Mr. Farrer—. Poseía una atlética figura. No era muy alto, es cierto,
pero parecía estar bien proporcionado.
Una inaudita sospecha comenzó entonces a tomar forma en la cabeza del
brigadier.
—¿Y no llegó usted a ver nada más? —preguntó con aspereza.
—Sí, vi algo más —dijo Mr. Farrer volviéndose hacia él con una leve
sonrisa en los labios—. Algo que he decidido llamar «El Fantasma que Corre».
—«El Fantasma que Co… —comenzó a repetir el brigadier deteniéndose
bruscamente.
—Así es, caballero. Apareció de golpe junto a la puerta del jardín —
continuó Mr. Farrer—. Era una figura alta y corpulenta que parecía tener cierto
aire marcial. Tendría aproximadamente la misma estatura que usted, Mr. Ward,

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y llevaba puesto lo que parecía un bonito y delicado hábito o camisón que le
llegaba hasta las rodillas…
Calló de repente, ligeramente desconcertado al ver que Ms. Ward,
cubriéndose la boca con un pañuelo, se esforzaba por reprimir unas
incontrolables carcajadas que la hacían estremecerse de pies a cabeza en su
silla.
—… hasta las rodillas —repitió el joven sin perder la compostura—. Como
iba diciendo, la figura apareció caminando lentamente por el sendero que
conducía a la casa. Al llegar a la mitad del camino se detuvo y, con una voz
lastimera que parecía quebrada por el miedo, pronunció mi nombre en voz alta.
Aquello, como se podrán ustedes imaginar, me dejó completamente perplejo.
No obstante, antes de que tuviese tiempo para acercarme a él con la intención
de tranquilizarle, pues parecía en verdad muy asustado, él…
—¡Ya está bien! ¡Basta! ¡Ya he tenido bastante! —exclamó el brigadier
poniéndose súbitamente de pie e irguiéndose cuán alto era.
—No tiene usted por qué ponerse así, Mr. Ward. Usted me ha preguntado y
yo no he hecho más que responderle —dijo Mr. Farrer con aire ofendido.
—Ya lo sé —replicó el brigadier resoplando—. Ya sé que yo le he
preguntado. Pero si continúo aquí sentado escuchando toda esa sarta de
mentiras voy a acabar poniéndome enfermo. Por eso mismo creo que lo mejor
que puede usted hacer en este preciso momento es coger a esa estúpida
muchacha que no para de reírse y sacarla de aquí para que le dé un poco de aire
fresco. Yo ya he tenido que aguantarla bajo mi techo durante demasiado
tiempo.

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EL FANTASMA DE SAM

(Sam’s Ghost, 1915)

Sí, sí, ya lo sé: los fantasmas no existen. Ya estoy cansado de que me digan
siempre lo mismo. Estoy más que harto de oírle decir a todo el mundo que
nadie cree ya en ellos y que todas esas historias tan extrañas que circulan por
ahí no son más que tonterías. No obstante, cada vez que me dicen eso yo
respondo siempre de la misma manera: que acepten un empleo de vigilante
nocturno como el mío. Que se pasen las noches enteras aquí sentados,
completamente a solas, acosados por el rumor de las olas que lamen los postes
del muelle y por los gemidos del viento que azota las esquinas y veremos
entonces si siguen siendo de la misma opinión. Y muy en particular cuando un
viejo conocido suyo se ha caído hace poco al mar, ha sido dado por muerto, y
no se han ofrecido más que unas pocas y sucias libras como recompensa para
quien encuentre el cadáver. Tan sólo en dos ocasiones han caído hombres a las
negras y profundas aguas de este embarcadero, pero en ambas, por desgracia, he
tenido que aguantar el tipo aquí, completamente solo, la noche siguiente a la
tragedia. Después de vivir por dos veces una experiencia como ésa puedo
asegurarles una cosa: nunca habrá una tercera.
Uno de los fantasmas más horripilantes con los que alguna vez he tenido
algo que ver fue el de Sam Bullet. Además de un estibador que trabajaba en uno
de los muelles más cercanos a mi oficina, Sam era también el típico granuja que
siempre se las ingeniaba para convencerte de que le invitases a un trago. Sin

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embargo, no quedaba ahí la cosa. Para colmo, se bebía tu copa como por error
nada más apurar la suya. En pocas palabras, era el tipo de hombre que siempre
se dejaba olvidado en casa su pote de tabaco pero que siempre llevaba consigo
una buena pipa con la que asaltar el tabaco de los demás.
Sam se cayó al agua una tarde mientras descargaba mercancía de una
barcaza, y todo lo que sus compañeros lograron rescatar de él fue su gorra.
Como tan sólo dos noches antes le había propinado una paliza a un pobre viejo
y le había mordido una mano a un policía hasta casi arrancarle un dedo, todo el
mundo estuvo de acuerdo en consolar a su pobre viuda diciéndole que aquello
era lo mejor que le podía haber ocurrido. Todos estaban convencidos de que
Sam se encontraría mejor donde estaba ahora que cumpliendo una condena en
la cárcel.
—Sam sabía arreglárselas para salir adelante dondequiera que se encontrase
—dijo uno de ellos intentando reconfortar a la esposa del difunto.
—Sí, pero no sin mí —respondió Mrs. Bullet entre sollozos mientras se
secaba las lágrimas con un pañuelo—. Mi pobre Sam no podía soportar estar
lejos de mí. Díganme una cosa: ¿dijo algo en su último momento?
—Algo dijo —respondió uno de los compañeros del difunto, un tal Joe Peel.
—Así es, Mrs. Bullet, pero no pudimos entenderlo bien —añadió otro—. Lo
dijo mientras caía al agua. Quizá fuese tan sólo un juramento.
Mrs. Bullet comenzó a llorar otra vez y, entre lágrimas, le explicó a los
presentes lo buen marido que Sam había sido siempre para ella.
—Diecisiete años de casados íbamos a cumplir en otoño —dijo—, y a lo
largo de todo ese tiempo nunca me levantó la voz ni me puso la mano encima.
Se desvivía por mí y siempre procuraba darme todo lo mejor. Cuando algo me
hacía falta, yo no tenía más que pedirlo para que él me lo diese.
—Por desgracia, él ya no se encuentra aquí con nosotros —dijo Joe—.
Cuando ocurrió la tragedia pensamos que lo más apropiado era venir aquí en
persona para decírselo a usted antes que a nadie, Mrs. Bullet.
—Y ahora que usted sabe lo que ha sucedido, lo mejor será que vaya a dar
parte a la policía —dijo el otro.

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Así fue como yo mismo no tardé en enterarme de la historia. Aquella noche,
un policía que pasaba por el muelle me lo contó todo mientras yo me hallaba
junto a la puerta de mi oficina fumando tranquilamente una pipa. El policía me
dijo también que él, personalmente, no sentía lo ocurrido. Más bien lo que
pensaba era que Sam había logrado quitarse de en medio sin perder la
oportunidad de burlarse, aunque fuese por última vez, de todo el cuerpo de
policía.
—Bueno, bueno —le dije yo al agente intentando calmarle un poco los
ánimos—. Ahora al menos ya no podrá morderle la mano a ninguno de ustedes.
Si no me equivoco, no hay policías donde él está.
Tras soltar un gruñido y aconsejarme que me anduviera con cuidado, el
agente se alejó de allí, Mientras lo observaba marcharse, saqué nuevamente mi
pipa y eché también a andar por el embarcadero. Entonces comencé a
reflexionar. Tan sólo un mes antes de la tragedia yo le había prestado a Sam
quince chelines. Él, a cambio, me había dejado en prenda un reloj de oro con su
correspondiente cadena que, según me dijo, un tío suyo le había regalado.
Aquella noche yo no llevaba colgado del chaleco dicho reloj, pues Sam me
había comentado que si su tío llegaba a verlo en manos de otro nunca se lo
perdonaría, pero sí lo llevaba guardado en el bolsillo. En cuanto me encontré a
solas, decidí sacarlo para echarle un vistazo a la luz de una farola. Al hacerlo,
inmediatamente comencé a preguntarme qué era lo que debía hacer con él.
Mi primer impulso fue llevárselo a Mrs. Bullet, pero luego, súbitamente,
una horrible idea se abrió camino en mi cabeza. ¿Y si Sam hubiese llegado a
entrar en posesión de aquel reloj por medios que no fuesen del todo lícitos?
Lentamente, reanudé mi paseo por el muelle sumido en profundos
pensamientos. De ser así, si tal circunstancia llegaba a ser descubierta, dicho
descubrimiento mancharía su buen nombre y destrozaría por completo el
corazón de su pobre y desdichada viuda. Aquello fue lo que pensé, así que,
tanto por el bien de él como por el de ella, decidí que en lo sucesivo no habría
de separarme de aquel reloj.
Como una vez tomada aquella determinación me sentí mucho más
tranquilo, decidí dejarme caer por La Cabeza del Oso, la taberna más cercana,

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para tomar una cerveza. A aquella cerveza acabaron siguiéndole unas cuantas
más, tras lo cual regresé al muelle y, envalentonado por los efectos del alcohol
y por un repentino optimismo, decidí ponerme el reloj, con cadena y todo, antes
de reemprender mi trabajo.
A lo largo de toda aquella noche, cada vez que miraba hacia abajo y veía
aquella cadena de oro sobre mi chaleco, no podía evitar acordarme de Sam.
Cuando opté por fijar la mirada en el río, me asaltó una desagradable imagen en
la que él se hundía lentamente en las aguas. Luego, mientras permanecía allí a
solas en mitad de aquel muelle que tantas veces había recorrido, comenzó a
embargarme una sensación de desamparo tan intensa que fui incapaz de
resistirme a la idea de regresar a la taberna para tomar una nueva cerveza.
Los días fueron pasando y no se encontró cadáver alguno por ninguna parte.
Yo, por mi parte, ya casi me había olvidado por completo de Sam cuando, una
tarde, hallándome sentado sobre unas cajas mientras intentaba recuperar el
aliento después de barrerme de una sola pasada casi todo el muelle, Joe Peel, el
antiguo compañero de Sam, se dejó caer por allí para hablar conmigo.
En cuanto lo vi, advertí cierto aire misterioso en su manera de actuar que no
me gustó lo más mínimo. No hacía más que mirar continuamente hacia atrás
como si temiese que alguien pudiera seguirle, y, una vez llegó junto a mí, me
habló en un susurro, como si tuviese miedo de que alguien pudiese llegar a oír
lo que decía. Como no se trataba precisamente de un tipo que me agradase, me
alegré enormemente de que tanto el reloj como la cadena se hallasen a buen
recaudo en lo más profundo de uno de mis bolsillos.
—He tenido una experiencia terrible, compañero —me dijo.
—¿Ah, sí? —me limité a contestar yo.
—Pues sí. Una experiencia que me ha dejado completamente helado —
continuó diciéndome mientras un intenso escalofrío le recorría de pies a cabeza
—. He visto algo que nunca me imaginé que nadie pudiese llegar a ver y que
espero no volver a ver en toda mi vida. ¡He visto a Sam!
Yo, cautamente, esperé un poco antes de responder.
—¡Vaya! Y yo que creía que se había ahogado… —dije.

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—Y así es —repuso Joe—. Cuando digo que he visto a Sam quiero decir
que he visto a su fantasma.
Comenzó a temblar nuevamente.
—¿Y cómo era? —pregunté con calma.
—Exactamente igual que Sam —respondió él, sin más.
—¿Cuándo fue eso? —pregunté.
—Anoche, a las doce menos cuarto —contestó—. Estaba de pie, frente a la
puerta de mi casa, esperándome.
—¿Y desde entonces has estado todo el tiempo temblando igual que ahora?
—pregunté.
—Igual, no. Peor —respondió Joe mirándome con dureza—. En realidad
ahora ya se me está pasando. Pero no he venido aquí para hablar de eso, sino
para decirte que el fantasma me ha dado un mensaje para ti.
Me metí las manos en los bolsillos de los pantalones y le miré con atención.
Y Luego comencé a caminar muy lentamente hacia la puerta del embarcadero.
—Me dio un mensaje para ti —repitió Joe echando a andar a mi lado—.
«Tú y yo siempre fuimos buenos amigos, Joe», me dijo. «Por eso quiero que le
pagues de mi parte a Bill, el vigilante del muelle, quince chelines que un día
tuve que pedirle prestados. No podré descansar en paz hasta que la deuda esté
saldada». Eso fue lo que me dijo. Y aquí están los quince chelines, compañero.
Metió la mano en el bolsillo, sacó unas cuantas monedas por el valor citado
y me las ofreció.
—No —dije entonces—. No puedo aceptar tu dinero, Joe. No sería correcto.
El pobre Sam puede quedarse con los quince chelines. Yo ya no los quiero.
—Debes cogerlos —dijo Joe—. El fantasma me dijo que si no los aceptabas
volvería a visitarme noche tras noche hasta que por fin te decidieras a
quedártelos. Así que hazlo por mí. Yo no podría soportar volver a ver al
fantasma.
—Lo siento mucho. Temo no poder ayudarte —dije yo.
—Sí que puedes —repuso Joe—. El fantasma me dijo que te diera los
quince chelines que tú me entregarías a cambio un reloj y una cadena de oro
que él te dejó en vida como señal hasta que pudiera saldar la deuda.

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Fue entonces cuando me di cuenta del pequeño juego que Joe se traía entre
manos.
—¿Un reloj de oro y una cadena? —dije, echándome a reír—. Debes de
haber entendido mal a ese fantasma, Joe.
—Te aseguro que entendí perfectamente todo cuanto el fantasma de Sam
me dijo —dijo Joe avanzando hacia mí al tiempo que yo salía por la puerta del
embarcadero—. Aquí tienes tus quince chelines. ¿Vas a darme ahora el reloj y
la cadena?
—Me parece que no —le respondí—. No sé de qué reloj ni de qué cadena
me estás hablando. Pero, de todas formas, si yo en efecto los tuviese no se los
daría a nadie. Como mucho, se los entregaría a la viuda de Sam, pero nunca se
me ocurriría dártelos a ti.
—Ese reloj y esa cadena no tienen nada que ver con ella —se apresuró a
decir Joe—. Sam hizo mucho hincapié en ese detalle.
—Espero que todo lo que me has dicho esta noche acerca de esos objetos lo
hayas soñado —repuse yo—. De lo contrario voy a empezar a creer que te has
vuelto loco. Porque vamos a ver: ¿de dónde iba a sacar el pobre Sam un reloj y
una cadena de oro? ¿Y por qué iba él a recurrir a un tipo como tú para
recuperarlos? ¿Por qué no viene él directamente a verme a mí? Si de verdad
cree que yo los tengo en mi poder, que venga aquí y me los pida.
—Muy bien. Tú lo has querido. Ahora mismo voy a ir a ver a la policía para
contarles toda esta historia —dijo entonces Joe a modo de amenaza.
—Perfectamente. Yo te acompañaré —le respondí—. Aunque, ¡vaya!, al
final no va a hacer falta que nos movamos de aquí. Da la casualidad de que por
ahí viene un agente. Acerquémonos a hablar con él.
Yo di un par de pasos hacia el policía, pero Joe no se movió de donde
estaba. Luego, tras dirigirme con rabia unos cuantos juramentos capaces de
hacer que cualquier fantasma se sintiese avergonzado de frecuentar su
compañía, se alejó de allí. Yo, por mi parte, intercambié con el policía unas
pocas palabras acerca del tiempo y, en cuanto me encontré a solas, volví al
embarcadero y cerré con llave la puerta de entrada.

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La idea que en aquellos momentos rondaba mi cabeza era la de que, antes
de morir, Sam debía de haberle hablado a Joe del reloj y la cadena. Y como Joe
era una buena pieza, comprendí sin dificultad que más me valía andarme con
cuidado. Posiblemente algunos, de hallarse en mi lugar, hubiesen optado por
contárselo todo a la policía, pero yo debo confesar que los polizontes nunca me
han inspirado mucha confianza. En cierta manera son como niños entrometidos
que no paran de hacer preguntas. Y lo peor de todo es que uno no siempre es
capaz de contestar a todas ellas.
Pasar el resto de aquella noche allí, en aquel muelle tan siniestro y solitario,
resultó una experiencia verdaderamente espeluznante, lo confieso. En un par de
ocasiones creí oír algo que se me acercaba sigilosamente por la espalda. La
segunda vez me asusté tanto que no tuve más remedio que ponerme a cantar
para no perder los nervios. Y estuve cantando hasta que tres marineros del
Susan Emily, que aquella noche se encontraba allí atracado, se asomaron por la
borda y me amenazaron con propinarme una buena paliza si no me callaba de
una vez. Cuando, unas horas más tarde, llegó la mañana, me sentí
inmensamente agradecido.
Cinco noches más tarde recibí la impresión más fuerte de toda mi vida. Era
la primera noche en mucho tiempo que no había ningún barco atracado en el
muelle. Una densa oscuridad lo envolvía todo y el viento azotaba con sus
gemidos cuanto encontraba a su paso. Yo no había hecho más que encender la
lámpara que ocupaba un rincón de mi oficina, cuya llama se había apagado con
el viento, y acababa de sentarme para descansar un rato antes de ponerme a
trabajar, cuando, al mirar por casualidad hacia el embarcadero, vi cómo una
cabeza que parecía haber surgido directamente de las aguas se asomaba por el
borde del malecón y se volvía hacia mí para mirarme. A la luz de una farola
cercana pude distinguir el rostro de Sam Bullet, crispado por una palidez
espectral, haciéndome toda clase de muecas desagradables.
La respiración se me cortó de golpe, pero afortunadamente pude reaccionar
a tiempo dando media vuelta y echando a correr hacia la entrada del muelle
como un caballo de carreras que afronta la recta final en el hipódromo. Como
tengo la costumbre de dejar la llave metida en el candado de la puerta por si

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acaso ocurre algo, aquella vez no tuve más que darle una vuelta a dicha llave,
abrir el candado, salir, cerrar la puerta a mis espaldas y echar el candado por
fuera prácticamente ante las mismas narices del fantasma. Luego me volví y
eché a correr a trompicones por la calle.
Un segundo más tarde me topé de bruces con un agente de policía que
pasaba en aquel momento por allí. Aunque se trataba de un tipo huraño y
maleducado, debo confesar que nunca en toda mi vida me he alegrado tanto de
tropezarme con alguien como en aquella ocasión. Impulsivamente, lo abracé
con tanta fuerza que a punto estuve de dejarle sin aliento. Luego, cuando el
pobre pudo por fin zafarse de entre mis brazos, me obligó a sentarme sobre el
bordillo de la acera y me preguntó qué demonios me ocurría.
Debido a la carrera y al nerviosismo que me embargaba, permanecí aún
unos minutos sin poder pronunciar palabra, pero luego, en cuanto fui capaz de
contarle lo que acababa de sucederme, me miró como si estuviese intentando
burlarme de él.
—Los fantasmas no existen, amigo —me dijo—. Dígame una cosa: ¿qué ha
estado usted bebiendo?
—Le juro que cuanto le he dicho es completamente cierto. El fantasma de
Sam Bullet salió del río y echó a correr detrás de mí tan rápido como el viento
—dije yo.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero si así fue, entonces ¿por que no le alcanzó,
amigo? —me preguntó mirándome severamente de arriba abajo—. Vamos,
hable con claridad de una vez.
Como yo no respondí, él se acercó a la entrada y echó un vistazo al interior.
Luego, tras escudriñar la oscuridad durante unos segundos, giró la llave que aún
colgaba del candado, abrió la puerta, la franqueó y se acercó al muelle. Yo le
seguí, pero no sólo porque fuese mi obligación, sino también porque no me
agradaba nada la idea de quedarme solo en mitad de la noche.
Juntos, revisamos el embarcadero de arriba abajo dos veces. Él iluminó con
su linterna cada rincón oscuro, cada barril y cada caja sin encontrar
absolutamente nada. Luego, volviéndose hacia mí, me enfocó directamente a
los ojos y acercó su rostro al mío con aire amenazador.

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—Conque le apetecía burlarse un poco de un pobre policía como yo, ¿eh?
—me dijo—. Pues no se imagina usted las ganas que me están entrando de
llevármelo conmigo a la comisaría para que pase lo que queda de noche entre
rejas. No obstante, no se preocupe. Por esta vez lo dejaré pasar. Pero, aun así,
ándese con ojo. Y como me entere de que le cuenta algo de esto a alguien, tenga
por seguro que no dudaré en venir a por usted para encerrarle.
Dicho lo cual, dio media vuelta y se alejó de allí con la cabeza muy erguida
dejándome a solas a cargo de aquel muelle encantado.
Durante el resto de aquella noche permanecí fuera, en la calle. No obstante,
me pareció oír de tanto en tanto algo que se movía al otro lado de la puerta, algo
que en cierta ocasión se dejó oír tan claramente que, con los nervios a flor de
piel, no pude evitar echar a correr en dirección a La Cabeza del Oso.
Aunque la taberna se encontraba cerrada desde hacía ya varias horas, no
dudé en llamar insistentemente a la puerta pidiendo a gritos un trago para
recobrar algo de ánimo. Como era de esperar, no lo conseguí, pero al menos
pude entablar con el dueño, que se asomó por la ventana de su dormitorio para
ver qué ocurría, una breve conversación que acabó produciéndome un efecto
más beneficioso que un barril entero de cerveza. Tal era el ardor con el que
aquel hombre se dirigió a mí que en un par de ocasiones estuvo a punto de
perder el equilibrio y precipitarse violentamente a la calle. En realidad, más de
uno hubiera perdido los estribos por menos de la cuarta parte de los improperios
que aquel iracundo tabernero profirió contra mí aquella noche. Una vez que se
cansó de maldecirme y que se hubo dado media vuelta para regresar a la cama,
le advertí con sorna que se olvidaba de darme las buenas noches. Al oír aquello,
una nueva retahíla de insultos taladró la noche desde aquella ventana. Y si no
hubiese sido por su esposa, dos hijas ya crecidas y la criada, creo que aquel tipo
hubiera sido capaz de quedarse allí, diciéndome toda clase de cosas, hasta el
amanecer.
No sé cómo pude arreglármelas para pasar el resto de la noche, pero lo
cierto es que sobreviví a la prueba. Y aunque en vez de una sola noche
parecieron transcurrir veinte, una detrás de otra, el nuevo día llegó por fin, y
cuando los primeros trabajadores del muelle aparecieron, como siempre, a las

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seis en punto de la mañana, encontraron, como siempre, la puerta abierta para
ellos y al vigilante nocturno en su puesto.
Cuando llegué a casa caí rendido en la cama y dormí como un tronco. Más
tarde, una vez despierto, y después de devorar un buen plato de carne con
cebolla, me senté, encendí mi pipa y traté de pensar qué era lo mejor que podía
hacer. De una cosa al menos estaba completamente seguro: no iba a pasar ni
una noche más a solas en aquel maldito muelle.
Al cabo de un rato decidí salir a dar una vuelta para despejarme un poco la
cabeza. Cuando me cansé de pasear, me dirigí al Clarendon, un bar cercano,
con la intención de tomar un trago. Acababa de apurar una cerveza y empezaba
a preguntarme si debía tomarme otra cuando Ted Dennis entró en el local. Nada
más verle, supe que por fin había encontrado la solución que buscaba a mis
problemas. Ted había pasado toda su vida en el ejército, lo cual, en aquellos
tiempos, equivalía a decir que no había nada en este mundo capaz de asustarle.
Yo mismo le había llegado a ver enfrentándose a tipos que le doblaban en
tamaño simplemente por el placer de pelear y, después de dejarlos atontados de
un solo puñetazo, invitarlos de su propio bolsillo a una cerveza. Aquella noche,
cuando le pregunté si le daban miedo los fantasmas, se rió con tanta fuerza que
el tabernero, visiblemente alarmado, se acercó corriendo desde el extremo
opuesto del bar hasta donde nosotros estábamos para ver si ocurría algo.
Invité a Ted a una cerveza y, cuando se la hubo bebido, le conté la historia
que tanto me inquietaba. Lo único que no mencioné fue la parte referente al
reloj y la cadena, pues consideré que no había necesidad de hacerlo. Algo más
tarde, cuando salimos a la calle, yo ya tenía un ayudante por el precio de nueve
peniques la noche.
—Todo lo que tienes que hacer —le dije— es estar conmigo. Tu hora de
entrada será las ocho de la noche. En cuanto a la hora de salida, siempre podrás
marcharte por la mañana media hora antes que yo.
—De acuerdo —me dijo Ted—. Y si por casualidad acierto a ver a ese
fantasma por algún lado, le haré desear no haber nacido nunca.
Oír aquello me quitó un enorme peso de encima. Cuando regresé a casa, de
mucho mejor talante que cuando salí, tomé té en abundancia y comí con tanto

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apetito que mi esposa llegó incluso a escandalizarse. Luego dejé pasar el tiempo
hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Entré en el muelle justo cuando estaban dando las seis. A las siete menos
cuarto la puerta de mi cabina se abrió ligeramente y la fea cabeza de Joe Peel se
asomó al interior.
—Hola —le saludé—. ¿Qué quieres?
—Salvarte la vida —me contestó con gran solemnidad—. Sé que anoche
estuviste a punto de morir, compañero.
—¿Ah, sí? —musité con despreocupación—. ¿Y tú cómo lo sabes?
—El fantasma de Sam Bullet me lo dijo —respondió Joe—. Después de
hacerte correr por todo el muelle muerto de miedo y pidiendo socorro se fue
directamente a verme y me lo contó.
—Ese fantasma parece tenerte mucho cariño —dije yo—. Me pregunto por
que.
—Estaba furioso, furioso de veras —dijo Joe—. Daba miedo mirarle a la
cara. «Dile al vigilante —me dijo—, que si no te entrega el reloj y la cadena
volveré a visitarle. Y que esta vez le mataré».
—Me parece muy bien —dije yo señalando distraídamente hacia la cubierta
del Daisy, donde tres marineros se hallaban sentados fumando tranquilamente
un cigarrillo—. Como puedes ver, esta noche tengo mucha compañía.
—Eso no te salvará —dijo Joe—. Voy a preguntártelo por última vez: ¿vas
a entregarme el reloj y la cadena? Aquí están tus quince chelines.
—No —respondí—. Y no te los daría ni aunque los tuviera. En cuanto al
fantasma, no sé para qué demonios los quiere, porque si de verdad es un
fantasma, no sé cómo rayos va a ponerse un reloj y una cadena.
—Muy bien —dijo Joe dirigiéndome una mirada cargada de odio—. Que
quede bien claro que he hecho todo lo que he podido para salvarte la vida. Lo
he intentado más de una vez, pero como tú no quieres avenirte a razones, ya no
hay nada más que yo pueda hacer por ti. Volverás a encontrarte con Sam Bullet,
y cuando ese momento llegue no sólo perderás el reloj y la cadena, sino también
la vida.

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—Muy bien —le dije yo—. Te lo agradezco mucho, pero, verás, ahora
resulta que tengo un ayudante, ¿sabes? Se trata de alguien que está deseando
ver al fantasma.
—¿Un ayudante? —inquirió mirándome atentamente.
—Así es. Un antiguo soldado —continué—. Un tipo que ama el peligro y al
que le encanta verse involucrado en situaciones comprometidas. Dice que, si el
fantasma aparece, tiene pensado pegarle un tiro para ver qué ocurre.
—¡Un tiro! —exclamó Joe—. ¡Pegarle un tiro a un pobre fantasma
prácticamente inofensivo! ¿Es que queréis que os cuelguen? ¿Acaso no es
suficiente castigo para un pobre desdichado morir ahogado? ¿Es que, además,
queréis rematarlo de un tiro? Debería daros vergüenza. ¿Es que no tenéis
corazón?
—Si no aparece por aquí no le dispararemos —repliqué—. Aunque, la
verdad, si tengo a alguien a mi lado me da igual que venga o que no. No hay
cosa viva sobre la faz de la tierra de la que yo me pueda asustar. Y por lo que
respecta a los fantasmas, me ocurre exactamente lo mismo siempre que haya
alguien conmigo. Además, si ese fantasma viene por aquí y le disparamos, el
ruido despertará a medio pueblo, y no creo que a él le agrade mucho la idea. No
es lo mismo enfrentarse a un hombre solo que a varios centenares de personas
cuyo sueño se ha visto bruscamente interrumpido.
—Tú ten cuidado por si acaso mañana no puedes despertar —me dijo Joe
casi sin poder hablar a causa de la cólera que le embargaba.
Dicho lo cual, salió de allí soltando profundos resoplidos y con los dientes
rechinándole de pura rabia. Algo más tarde, a las ocho en punto, Ted Dennis
llegó provisto de una pistola y se dispuso a ayudarme a montar guardia en el
muelle. Ted estaba más animado y alegre de lo que yo le había visto nunca, y
verle escondido tras unos barriles con el arma a punto, esperando con ansiedad
a que apareciese el fantasma, casi me hizo olvidar por completo los gastos que
me iba a suponer su compañía.
Aquella noche el fantasma no apareció, por lo que Ted se mostró
ligeramente decepcionado cuando, a la mañana siguiente, cogió sus nueve
peniques y se marchó a casa. La noche siguiente fue una repetición de la

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anterior, y lo mismo ocurrió durante las noches posteriores, por lo que Ted,
contrariado, dejó de acechar a escondidas al fantasma y comenzó a pasar las
noches echando cabezadas en la oficina.
Así transcurrió una semana entera, y luego otra, durante las cuales seguimos
sin obtener el menor rastro ni del fantasma de Sam Bullet ni de Joe Peel. Cada
mañana, bien temprano, yo me veía obligado a forzar la mejor de mis sonrisas
mientras le ponía a Ted nueve peniques en la mano. Aquello casi llegó a
arruinarme. Sin embargo, lo peor no fue eso. Lo peor fue que me veía incapaz
de explicarle a mi esposa por qué andaba siempre tan escaso de dinero. Al
principio ella quería saber simplemente en qué me lo gastaba, pero luego
comenzó a preguntarme en quién me lo gastaba. Aquella situación tan
insoportable estuvo a punto de acabar con mi matrimonio, sobre todo cuando
mi esposa, enfurecida, me arrojó a la cabeza una de las sillas de la cocina y el
jarrón que había sobre la repisa de la chimenea. A pesar de todo ello, yo, por
desgracia, seguía sin poder contarle ni una sola palabra de la verdad. Para
colmo de males, fue por aquel entonces cuando, arrastrado por el ejemplo de
unos cuantos trabajadores del muelle de Smith que se habían declarado en
huelga, Ted me amenazó con ponerse también en huelga si yo no me
comprometía a pagarle un chelín por noche.
Si no recuerdo mal, aquello tuvo lugar cuando él llevaba ya tres semanas
conmigo. Cuando llegó el sábado de aquella tercera semana, yo, como era de
esperar, tenía menos dinero que nunca, y mi esposa se enfadó tanto conmigo
por ello cuando regresé a casa que los vecinos de mi calle, intrigados por el
ruido, salieron a la puerta de sus viviendas para escuchar atentamente las voces
que salían de mi ventana mientras ella me reprendía y me echaba en cara mi
falta de responsabilidad.
Soporté los gritos de mi mujer tanto tiempo como me fue posible hasta que,
en un momento dado, aprovechando que ella me daba la espalda, me escabullí.
Mientras ella me había estado gritando yo había estado ocupado pensando. Y
mientras pensaba, llegué a la conclusión de que no tenía por qué seguir
soportando todo aquello por culpa de un reloj y una cadena de oro cuyo dueño
ya estaba muerto.

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Yo ignoraba dónde vivía exactamente Joe Peel, pero conocía tanto al sujeto
en cuestión como sus costumbres. Así que, después de recorrer siete de los
bares que él solía frecuentar con su pandilla de amigos, lo encontré sentado y
bebiendo a solas en una pequeña taberna. Lentamente, procurando no llamar la
atención, me acerqué a su mesa y me senté frente a él.
—Buenas —dije. Joe Peel soltó un gruñido.
—¿Te apetece un trago? —le propuse.
Joe volvió a gruñir, pero aquella segunda vez con menos fuerza que la
anterior, así que me acerqué al mostrador en busca de un par de cervezas y, una
vez las tuve conmigo, regresé a la mesa y me senté a su lado.
—He estado buscándote —le dije.
—¿Ah, sí? —me dijo mirándome de arriba abajo mientras se llevaba la jarra
a los labios—. Pues aquí me tienes. Ya me has encontrado. ¿Qué quieres?
—Quiero hablar contigo acerca del fantasma de Sam —respondí.
Joe Peel bajó su jarra, la dejó a un lado y me dirigió una mirada fulminante.
—¡Escúchame bien! No intentes reírte de mí porque no te lo voy a consentir
—me advirtió, hecho una furia.
—No pretendo reírme de ti —le dije—. Lo único que quiero es saber una
cosa: ¿sigues pensando lo mismo que antes con respecto a aquel reloj y aquella
cadena que en vida pertenecieron a Sam?
Al principio pareció que Joe no iba a ser capaz de articular palabra. Sin
embargo, al cabo de unos segundos, reaccionó por fin profiriendo un feo
juramento.
—¡Oye, tú! —añadió—, ¿qué demonios te traes entre manos?
—Quiero saber lo siguiente: si te entrego el reloj y la cadena a cambio de
los quince chelines, ¿se mantendrá el fantasma alejado para siempre del muelle
en el que trabajo? —pregunté.
—Pues claro —respondió Joe mirándome fijamente—. ¿Es que acaso ha
vuelto a visitarte?
—No, no lo ha hecho —contesté—. Pero tampoco quiero incitarle a que lo
haga. En cuanto al reloj y la cadena, si él quiere que seas tú quien los tenga,
dame los quince chelines y tuyos serán.

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Joe me miró durante un instante como si no pudiese dar crédito a lo que
estaba oyendo. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó de éste un chelín,
cuatro peniques, un lápiz y lo que quedaba de una pipa de arcilla rota.
—Esto es todo lo que tengo —dijo—. Tendré que deberte el resto. Deberías
haber aceptado los quince chelines cuando aún los tenía en mi poder.
Aquello no parecía tener remedio, así que, tras hacerle jurar que me pagaría
el resto del dinero cuando lo tuviese y que si veía al fantasma le diría que no
volviese a visitarme nunca más, le entregué el reloj y la cadena y me apresuré a
salir de allí. Joe me siguió hasta la puerta para verme marchar, y si alguna vez
he visto a un hombre mirarme con una expresión en la que se entremezclaban
de manera sublime el desconcierto y la satisfacción, fue precisamente en
aquella ocasión.
Lo que acababa de hacer me quitó un enorme peso de encima. Mi
conciencia me decía que había actuado correctamente, así que, después de
encargarle a un muchacho que le entregara a Ted Dennis un mensaje en el que
le decía que ya no hacía falta que volviera más al muelle, me sentí
tremendamente feliz por primera vez en mucho tiempo. Tanto, que cuando
aquella tarde llegué al embarcadero para empezar mi turno el lugar me pareció
diferente y me puse manos a la obra con ánimos renovados. Llevaba un buen
rato inmerso en mi trabajo, disfrutando con él justo como solía hacer en los
viejos tiempos, cuando un policía, el mismo con el que me topé la noche de la
visita del fantasma, pasó por allí.
—Hola —me saludó—. ¿Qué tal va eso? ¿Ha vuelto a ver usted a su
fantasma?
—Pues no, no lo he vuelto a ver —respondí—. ¿Y usted, agente?
—Yo tampoco —me dijo—. Se nos escapó.
—¿Que se les escapó? ¿Cómo que se les escapó? —pregunté, mirándole
extrañado—. ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Pues verá usted —me dijo el policía sacudiendo la cabeza con pesar—. El
día siguiente a aquella noche en que usted salió gritando por esa misma puerta y
vino a esconderse detrás de mí como un niño asustado, Sam Bullet se enroló

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como marinero en el Ocean King, una corbeta que zarpó aquella misma mañana
con destino a Valparaíso. Se nos escapó por tan sólo unas pocas horas.
El agente hizo un amago de marcharse pero luego, volviéndose una vez más
hacia mí, me miró con cara de pocos amigos y añadió:
—La próxima vez que vea usted un fantasma, en vez de buscar a un policía
para que le ayude a atraparlo, primero atrape al fantasma usted mismo y luego
vaya a buscar a la policía.

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EN MEDIO DEL OCÉANO

(In Mid-Atlantic, 1898)

—No, señor —dijo el vigilante nocturno metiéndose en la boca un buen


puñado de tabaco para mascar y tomando asiento en uno de los postes que se
levantaban en el extremo más alejado del embarcadero—. De ninguna manera.
Antes de aceptar este trabajo me pasé cuarenta años navegando y durante todo
ese tiempo no me tropecé con nada que pudiese ser considerado un fantasma de
verdad.
Aquellas palabras me causaron una enorme decepción, sobre todo teniendo
en cuenta que, a juzgar por las historias que le había oído relatar a Bill en
multitud de ocasiones, yo esperaba oír precisamente todo lo contrario.
—No obstante, si pasamos revista a mis propias experiencias, debo confesar
que en este mundo ocurren con frecuencia cosas sumamente curiosas —añadió
Bill dejando que su mirada se perdiese durante unos instantes en el vacío como
si acabase de entrar en una especie de trance—. Sí, cosas muy, pero que muy
curiosas —murmuró.
Me armé de paciencia y esperé. La mirada de Bill, tras posarse durante
algunos minutos en la ribera opuesta del río, se detuvo momentáneamente en las
negras aguas de la corriente como esperando lo que parecía una inminente
colisión entre un remolcador y un vapor al que aquél se había acercado
demasiado. No obstante, una vez comprendió que finalmente ninguna catástrofe
iba a tener lugar, acabó posando de nuevo sus ojos en mí.

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—Me imagino —me dijo entonces— que habrás oído esa historia que el
viejo Harris anda contando por ahí acerca de un capitán que conoció en cierta
ocasión, el cual, habiéndole sido advertido una noche que debía cambiar el
rumbo que llevaba su barco, y habiendo decidido hacer caso de dicha
advertencia, recogió en pleno océano a cinco hombres vivos y tres muertos que
navegaban a la deriva en un pequeño bote.
Yo asentí ligeramente con la cabeza.
—Claro que sí. Aunque el viejo Harris se ha tomado la molestia de cambiar
algún que otro detalle, en realidad se trata de una historia muy antigua —dije.
—Pues esa historia está basada en otra que yo mismo le conté a él en cierta
ocasión —dijo Bill—. Al decir esto no estoy acusando al viejo Harris de
haberse apropiado indebidamente de una historia verídica que en realidad
pertenece a otro hombre, ni de haber estropeado la historia en cuestión con
elementos que no provienen sino de su propia invención. Lo único que intento
dejar claro es que el viejo Harris tiene una memoria demasiado mala como para
dedicarse a contar historias. En primer lugar, se olvida del hecho fundamental
de que ha oído la historia en algún sitio y acaba creyéndose que la ha
protagonizado él en persona. Y, por otro lado, a la hora de contarla la cambia de
arriba abajo y acaba destrozándola por completo.
Al oír aquello, no pude evitar esbozar una ligera sonrisa. El viejo Harris era
el tipo más sincero que yo he conocido en toda mi vida, y, por desgracia, tenía
el defecto de que dicha sinceridad acababa afectando inevitablemente a todas y
cada una de las historias que contaba. Por el contrario, las que Bill
acostumbraba referir no conocían otro límite que los de la fértil imaginación de
su narrador.
—Todo ocurrió hará ahora unos quince años —comenzó a relatar Bill tras
acomodar el tabaco que mascaba en uno de sus carrillos de tal manera que no le
molestase al hablar—. Por aquel entonces yo era marinero del Swallow, una
corbeta que se dedicaba al comercio dondequiera que hubiese mercancía con la
que comerciar. En aquel viaje en particular, zarpamos de Londres rumbo a
Jamaica con un cargamento de lo más variopinto.

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»El inicio del viaje fue verdaderamente prometedor. Fuimos remolcados
rumbo norte desde los muelles de St. Katherine y, una vez que el remolcador
nos dejó solos, un fuerte viento nos empujó limpiamente por el Canal de La
Mancha y nos lanzó desde allí hasta el Atlántico. Todo el mundo se mostró de
acuerdo en que el inicio de nuestro viaje no podía haber sido mejor y en que, de
seguir todo como hasta el momento, concluiríamos nuestro viaje en un tiempo
nunca visto. El primer oficial se hallaba de tan buen humor que a uno le
entraban ganas de obedecer sus órdenes antes incluso de que él terminara de
darlas.
»Llevaríamos unos diez días en alta mar, y seguíamos deslizándonos sobre
las olas con aquella misma alegría que nos había acompañado desde el inicio
del viaje, cuando, de golpe y porrazo, todo cambió radicalmente. Recuerdo que
era de noche, y que yo me hallaba al timón en compañía del segundo oficial,
cuando el capitán, cuyo nombre era Brown, subió precipitadamente a cubierta
con aspecto inquieto y preocupado y, sin mencionar una sola palabra, se quedó
mirándonos fijamente. Al cabo de un minuto, cuando por fin pareció decidirse a
hablar, acercó su rostro al del segundo oficial y le dijo a éste:
»—Mr. McMillan, acabo de tener una experiencia de lo más sorprendente y
no sé qué hacer al respecto.
»—Usted dirá, capitán —repuso Mr. McMillan.
»—Hasta tres veces me ha despertado esta noche algo o alguien que parecía
estar gritándome al oído: «¡Vira al noroeste! ¡Vira al noroeste!» —dijo el
capitán con gravedad—. Y eso es lo único que dice: «¡Vira al noroeste!». La
primera vez que oí la voz, creyendo que algún bromista se había metido en mi
camarote gritando a pleno pulmón, la emprendí a bastonazos en la oscuridad
con cuanto me rodeaba. Pero, en cambio, ahora que ya la he oído hasta en tres
ocasiones, empiezo a creer que realmente hay algo extraño en todo el asunto.
»—Sin duda alguna debe de tratarse de algún tipo de advertencia
sobrenatural —dijo el segundo oficial, cuyo tío abuelo tenía el don de la
clarividencia, lo cual lo había convertido en el miembro menos apreciado de la
familia, pues siempre sabía lo que iba a suceder y, por lo tanto, actuaba según le
dictaban sus propias predicciones.

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»—Eso es justo lo que yo creo —convino el capitán—. Estoy convencido
de que si seguimos el rumbo indicado por la voz no tardaremos en encontrar
algún náufrago en serio peligro.
»—De ser tal y como usted dice, nos hallaríamos ante una enorme
responsabilidad, capitán —dijo Mr. McMillan—. Creo que deberíamos llamar
al primer oficial y discutir con él la cuestión.
»—Bill —me dijo entonces el capitán—. Ve abajo y dile a Mr. Salmon que
deseo hablar con él.
»Aprestándome a obedecer la orden, abandoné la cubierta y fui a despertar
al primer oficial. En cuanto éste comprendió para qué quería verle el capitán, se
puso hecho una furia, comenzó a proferir toda clase de insultos y palabrotas y
me golpeó repetidas veces. A continuación, todavía en pleno ataque de ira,
subió corriendo a cubierta llevando puestos tan sólo unos calzoncillos y un par
de calcetines. Aquella era una manera de lo más irrespetuosa de presentarse
ante el capitán, pero el primer oficial se hallaba tan furioso y excitado que, en
aquel preciso instante, aquel detalle no pareció importarle lo más mínimo.
»—Mr. Salmon —le dijo gravemente el capitán—. Acabo de recibir una
advertencia de lo más solemne, y quisiera…
»—Sí, sí, ya lo sé —le interrumpió el oficial con brusquedad.
»—¿Cómo? ¿Lo sabe? ¿Es que acaso también ha llegado usted a oír la voz?
—preguntó, asombrado, el capitán—. ¿Y también por tres veces, igual que yo?
»—¡Qué va, capitán! Es que Bill me ha contado toda la historia justo antes
de subir —respondió el oficial señalándome a mí—. Hágame caso, señor: todo
eso no ha sido más que una simple pesadilla.
»—No ha sido una simple pesadilla, tal y como usted la llama, Mr. Salmon
—repuso el capitán, visiblemente indignado—. Eso puede usted darlo por
seguro. Y déjeme añadir una cosa al respecto: si vuelvo a oír esa voz aunque
sea tan sólo una vez más, cambiaré el rumbo de esta nave.
»El primer oficial permaneció inmóvil, en silencio, y sin saber qué hacer. Se
notaba a las claras que estaba deseando decirle al capitán algo que no resultaba
demasiado agradable de oír. Yo, que conocía bien a aquel hombre, pude
imaginarme lo que debía de sentir por dentro en aquel preciso instante, y me di

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cuenta de que si no hacía nada acabaría poniéndose enfermo. No en vano,
pertenecía a esa clase de hombres excesivamente impulsivos que, ante cualquier
situación, necesitan explotar de una u otra manera. En aquella ocasión en
concreto dio media vuelta, se alejó caminando y se asomó por la borda durante
unos segundos. Luego, cuando por fin, tras respirar profundamente varias
veces, se acercó de nuevo al capitán, se encontraba ya, aunque siempre
relativamente hablando, algo más calmado.
»—¿Puedo darle un consejo, señor? Ponga los medios para no volver a oír
esa voz —dijo—. No se eche a dormir durante lo que queda de noche.
Permanezca despierto conmigo y podremos echar juntos una buena partida de
cartas. Luego, por la mañana, cuando llegue la hora del desayuno, podremos
darnos un festín a base de filetes de ruibarbo. Pero, por lo que más quiera —
añadió en tono de súplica—, no se empeñe en estropear uno de los mejores
viajes que hemos tenido en mucho tiempo.
»—Mr. Salmon —replicó el capitán, muy enfadado—, de ninguna de las
maneras voy a irme de aquí dándole la espalda a una llamada que sin duda
alguna es obra de la Divina Providencia. Dormiré tal y como tengo por
costumbre, y por lo que respecta a ese festín a base de filetes de ruibarbo del
que usted me habla —añadió el capitán dejándose llevar por un repentino
acceso de ira—, ¡maldita sea!, se lo haré tragar a golpes, aunque sea crudo, a
toda la tripulación, desde el primer oficial (que es usted) hasta el último
grumete, si alguien vuelve a importunarme con este asunto.
»Tras oír aquellas palabras, Mr. Salmon, que estaba a punto de explotar,
optó por dar media vuelta y abandonar la cubierta maldiciendo entre dientes y
seguido de cerca por el capitán. Mr. McMillan, por su parte, se hallaba tan
alterado por la escena que acabábamos de presenciar que incluso se atrevió a
romper las distancias que suelen separar a oficial y marinero y estuvo un buen
rato hablando conmigo sin cortapisas de lo que le parecía todo aquel asunto. Así
permaneceríamos alrededor de una media hora, justo el tiempo que tardó el
capitán en regresar corriendo a cubierta.
»—Mr. McMillan —le dijo éste, presa de una enorme excitación, al
segundo oficial—. Vire el rumbo de la nave al noroeste y manténgalo así hasta

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nueva orden. Acabo de oír esa voz por cuarta vez esta noche, y con tanta fuerza
que a punto ha estado de reventarme los tímpanos.
»Y así fue como el rumbo de la nave se vio definitivamente alterado
mientras el capitán, una vez satisfecho, regresaba de nuevo a su camarote. Unos
pocos minutos más tarde, para gran alivio mío, mi turno llegó a su fin y pude
irme abajo a descansar. Yo ya no estaba de turno cuando Mr. Salmon, el primer
oficial, subió a cubierta, pero aquellos que sí lo estaban me contaron
posteriormente que pareció tomarse aquella situación con mucha calma.
Cuando apareció no dijo ni una sola palabra. Se limitó a sentarse, sin más, en la
popa y a soltar de vez en cuando profundos resoplidos.
»Tan pronto como se hizo de día, el capitán subió a cubierta y comenzó a
rastrear el horizonte con su catalejo. Incluso llegó a ordenarles a varios hombres
que se encaramasen a lo más alto del palo mayor para, desde allí, obtener una
mejor panorámica del mar circundante. Por lo demás, se pasó toda la mañana en
cubierta, recorriéndola incesantemente de un extremo a otro sin poder
permanecer quieto ni un solo instante. Al verle caminar, uno no podía evitar
pensar que el suelo parecía estar quemándole la planta de los pies.
»—¿Durante cuánto tiempo más tendremos que seguir navegando con este
rumbo, capitán? —le preguntó el primer oficial sobre las diez de la mañana.
»—Aún no he decidido nada al respecto, Mr. Salmon —contestó el
interpelado.
»Aunque al decir aquello el capitán estaba muy serio, yo pude percibir
claramente en sus ojos un ligero temblor de duda, como si fuese consciente de
que, merced a aquella improvisada maniobra, podía estar a punto de hacer el
más completo de los ridículos delante de toda su tripulación.
»Sobre las doce en punto del mediodía, el primer oficial, sentado todavía en
la popa, tosió ruidosamente un par de veces. A partir de aquel momento, cada
vez que éste tosía, su tos parecía tener un efecto inmediato sobre el capitán, el
cual parecía ponerse cada vez más y más nervioso. Ahora que el día se hallaba
bien avanzado, Mr. Salmon no parecía encontrarse tan exasperado como la
noche anterior, mientras que el capitán, por su parte, daba la impresión de estar

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a la espera de encontrar el menor pretexto para devolver la nave a su antiguo
rumbo.
»—Esa tos que le ha entrado a usted hoy no me gusta nada, Mr. Salmon —
dijo en cierta ocasión al tiempo que le dirigía una feroz mirada al primer oficial.
»—Debo confesar que a mí tampoco, capitán —replicó el otro—. Lo cierto
es que me tiene verdaderamente preocupado. Aunque, ¿sabe una cosa? Creo
que es precisamente este maldito rumbo noroeste lo que le está sentando tan
mal a mi garganta.
»Después de tragar saliva dos o tres veces, el capitán se alejó de allí
caminando pesadamente. No obstante, al cabo de un minuto regresó junto al
primer oficial y le dijo:
»—Mr. Salmon, quiero que sepa que sería para mí una verdadera lástima
perder a un oficial tan valioso como usted incluso en el caso de que su pérdida
sobreviniese en el intento de salvar las vidas de unos pobres náufragos, como es
el caso. Como ya le dije antes, hay algo en esa tos suya que no me gusta nada,
así que si de verdad cree usted que este rumbo noroeste que llevamos es
realmente lo que está perjudicando de manera tan seria a su salud… bueno, sepa
usted que por mi parte no hay inconveniente alguno en devolver este barco a su
rumbo original.
»Al oír aquello, el primer oficial se levantó y le dio las gracias amablemente
al capitán. Éste, por su parte, se disponía ya a dar las órdenes pertinentes para
enderezar la nave cuando uno de los hombres que se hallaban subidos al palo
mayor exclamó de repente:
»—¡Por allí! ¡Un bote por babor!
»Tras dar un respingo que hizo pensar a muchos que acababa de recibir un
disparo, el capitán se acercó corriendo a la borda de babor y escudriñó el
horizonte con su catalejo. Casi de inmediato, se volvió hacia el primer oficial
con el rostro encendido de pura excitación y nerviosismo.
»—Mr. Salmon —le dijo a éste—, ahí lo tiene usted: un pequeño bote de
vela perdido en medio del océano con un pobre hombre inconsciente en su
interior. ¿Qué le parece eso? ¿Qué opina usted ahora de la llamada que recibí de
parte de la Divina Providencia?

Feliz Aniversario 3 L M L
»Al principio el primer oficial no dijo nada, pero luego, una vez hubo
tomado el catalejo de manos de su superior y se hubo acercado a babor para
echar un vistazo, todos los allí presentes pudimos darnos cuenta de que la
opinión que del capitán tenía hasta el momento aquel hombre acababa de subir
muchos enteros.
»—Es verdaderamente increíble, capitán —dijo—. Le aseguro que
recordaré este día durante el resto de mi vida. Resulta evidente que ha sido
usted especialmente elegido por la Providencia para llevar a cabo una acción
tan loable.
»Excepto en cierta ocasión en que se cayó por la borda y quedó atrapado en
el barro del Támesis, lo cual impidió que la corriente le arrastrara fatalmente,
nunca antes había oído yo al primer oficial hablar de aquella manera. Aquella
vez dijo también que el hecho de que la corriente no se lo llevase consigo había
sido cosa de la Providencia, pero, si he de ser sincero, como en aquel momento
la marea estaba muy baja, yo no estoy muy seguro de que la Providencia tuviese
mucho que ver con lo que sucedió aquel día.
»Pero, en fin, lo cierto es que se hallaba tan excitado que él mismo, sin
esperar a que nadie le dijese nada, se colocó tras el timón y pilotó la nave
rumbo a la pequeña embarcación que acababa de aparecer en el horizonte.
Conforme nos aproximábamos, todos nos pusimos rápidamente en movimiento
y bajamos nuestro propio bote, a cuyo interior saltamos, además de otros tres
hombres, el segundo oficial y yo. Una vez sobre las olas, comenzamos a remar
con todas nuestras fuerzas hacia la nave recién aparecida.
»—No se preocupen por el bote. Dejen que se vaya a la deriva —nos gritó
desde el barco el capitán mientras nos alejábamos a golpe de remo—.
¡Preocúpense solamente de salvar a quien se encuentre a bordo!
»En honor de Mr. McMillan, debo decir que éste gobernó el bote de una
manera tan magistral que no tardamos en hallarnos a escasa distancia de la
embarcación que perseguíamos. Una vez que nuestro bote logró situarse
hábilmente junto al costado del otro, dos de nosotros, tras levantar nuestros
remos, lo agarramos fuertemente por la borda. Entonces pudimos ver que no se
trataba más que de un bote normal y corriente dotado de una pequeña cabina

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que ocupaba casi la mitad de la cubierta. Por la abertura que conducía al interior
de dicha cabina asomaban la cabeza y los hombros de un hombre que no sólo
dormía a pierna suelta, sino que además roncaba ruidosamente.
»—Pobre diablo —dijo Mr. McMillan poniéndose en pie—. Está hecho una
auténtica piltrafa.
»Tras decir aquello, agarró al desconocido con una mano por el cuello del
abrigo y con la otra por el cinturón y, haciendo alarde de una extraordinaria
fuerza física, lo levantó en peso y lo metió de un tirón en nuestro bote, el cual
no paraba de cabecear al ritmo incesante de las olas y de golpear contra el
costado del otro. Una vez concluida la operación, comenzamos a alejarnos de
allí.
»Justo en aquel momento, mientras Mr. McMillan se dejaba caer sobre uno
de los bancos, el hombre que acabábamos de rescatar abrió los ojos de repente
y, tras proferir un potente rugido, intentó ponerse en pie con claras intenciones
de regresar de un salto a su bote.
»—¡Rápido! ¡Agárrenlo! —gritó el segundo oficial—. ¡No lo suelten! Este
pobre infeliz se ha vuelto loco.
»Por la manera tan feroz en que aquel hombre se debatió y gritó, a todos nos
pareció que el segundo oficial debía de hallarse indudablemente en lo cierto.
Aquel tipo era pequeño pero correoso, y tan fuerte como una barra de hierro.
Durante un buen rato nos mordió, nos golpeó y hasta nos insultó como si
verdaderamente le fuese la vida en ello hasta que al final, tras ponerle la
zancadilla, pudimos derribarle sobre el fondo del bote. Una vez reducido, le
sujetamos fuertemente boca abajo contra uno de los bancos y con la cabeza
asomándole por la borda.
»—Se acabó, amigo —le dijo entonces el segundo oficial—. No tienes nada
que temer. Sólo intentamos ayudarte. Ahora ya estás a salvo.
»—¡Maldita sea! —respondió aquel tipo—. ¿A qué demonios se creen que
están jugando? ¿Dónde está mi bote? ¡Díganmelo! ¿Dónde está mi bote?
»De una violenta sacudida, el hombre logró enderezar momentáneamente la
cabeza para mirar al frente. Cuando vio cómo, a unos trescientos metros de
donde nos encontrábamos, su bote se alejaba rápidamente a la deriva, perdió

Feliz Aniversario 3 L M L
completamente los estribos y juró y perjuró que si Mr. McMillan no cambiaba
de rumbo y emprendía su persecución, le mataría a la menor oportunidad.
»—No podemos emprender el rescate de su bote —le contestó el segundo
oficial—. Bastantes molestias nos ha ocasionado hasta el momento rescatarle a
usted.
»—¿Y quién demonios les ha pedido a ustedes que me rescaten? —vociferó
el hombre—. Les haré pagar por lo que están haciendo, malditos piratas. Si hay
alguna ley en América que sea capaz de ampararme, haré que caiga sobre sus
cabezas con todo su peso.
»Para entonces ya habíamos alcanzado nuestro barco, el cual había reducido
velas hasta casi detenerse a nuestro lado. El capitán, de pie junto a la borda,
miraba al desconocido con una amplia sonrisa cargada de amabilidad que a
punto estuvo de hacer que éste estallase nuevamente en cólera.
»—Bienvenido a bordo, amigo mío —le dijo ofreciéndole la mano
conforme el otro trepaba por una escala.
»—¿Es usted el autor de este atropello? —preguntó el hombre con dureza
en cuanto se encontró frente al capitán.
»—Me temo que no le comprendo —repuso el capitán irguiendo el cuello
con dignidad.
»—¡Maldita sea! Creo que hablo bien claro, ¿no? —rugió el hombre—.
¿Ordenó usted a sus hombres que me sacasen por la fuerza de mi bote mientras
yo estaba indefenso echando una cabezada?
»—Pues claro —respondió el capitán—. Me imagino que no querría usted
seguir expuesto al peligro de ir a la deriva por el océano a bordo de aquel
pedazo de chatarra, ¿verdad? Anoche tuve una especie de visión sobrenatural en
la que se me avisaba de que debía tomar este rumbo con el único propósito de
rescatarle. Y después de todas las molestias que tanto mi tripulación como yo
nos hemos tomado, ¿es ésta la gratitud que usted nos ofrece?
»—De acuerdo. ¡Ahora escúcheme bien usted a mí! —exclamó el otro—.
Soy el capitán Naskett, y estoy realizando un viaje con el que pretendo batir una
marca: la de navegar desde Nueva York hasta Liverpool en el barco más
pequeño que ha cruzado jamás el Atlántico. ¿Y a que no adivina lo que me

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ocurre? Pues que me encuentro justo en mitad de mi travesía cuando aparece
usted y lo echa todo a perder por culpa de lo que cree que es su maldito deber.
Si piensa que voy a dejar que me secuestren simplemente para que vea usted
realizadas sus dichosas visiones de ultratumba, está usted muy, pero que muy
equivocado, caballero. Por el contrario, lo que sí haré será caer sobre usted con
todo el peso de la ley. Porque, como sin duda alguna sabrá, el secuestro es un
delito muy grave.
»—¿Y para qué ha venido hasta aquí entonces? —repuso el capitán.
»—¡¿Que para qué he venido hasta aquí?! —aulló el capitán Naskett—.
¿Que para qué he venido, dice usted? ¡Rayos! Un tipo que va al mando de un
bote lleno de rufianes disfrazados de marinero aparece de repente a mi lado y
me secuestra mientras duermo y usted tiene la desfachatez de preguntarme para
qué he venido hasta aquí. Escúcheme bien. Si despliega ahora mismo todas las
velas de que dispone esta nave, ponemos rumbo a mi bote, lo alcanzamos y yo
vuelvo a navegar en él sin más contratiempos, le prometo que olvidaré todo este
desafortunado incidente. Pero si no lo hace, tenga por seguro que le llevaré ante
los tribunales y, por si eso fuera poco, además le convertiré en el hazmerreír de
dos continentes.
»Ante amenazas como aquéllas, que conferían a todo el asunto un carácter
bastante más grave de lo que a simple vista hubiese podido llegar a parecer, el
capitán decidió poner rumbo al bote de marras. Mr. Salmon, quien opinaba que
ya se había perdido más tiempo del que estaba dispuesto a permitir, se enfrentó
por su cuenta al capitán Naskett. Como ambos hombres tenían lenguas
extremadamente afiladas, escuchar las amenazas e insultos que durante un buen
rato se dirigieron el uno al otro resultó de lo más instructivo incluso para
hombres tan rudos y acostumbrados a las malas palabras como los que
componíamos aquella tripulación. Cada uno de los allí presentes nos acercamos
a los contendientes tanto como nos lo permitió nuestro valor con el fin de no
perder ni un solo detalle de lo que éstos decían.
»En honor a la verdad, debo decir que el capitán Naskett acabó llevándose
la mejor parte de toda aquella guerra dialéctica. No en vano, era un hombre
tremendamente sarcástico. Dijo que, a su modo de ver, nuestro sucio barco

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parecía haber sido equipado con el único fin de recoger náufragos, y que todos
nosotros no parecíamos sino precisamente eso, pobres náufragos muertos de
hambre que no tenían ni idea de lo que era tripular una nave. Añadió que, por
descontado, hasta un idiota sería capaz de darse cuenta, con un simple vistazo,
de que ninguno de nosotros era un marinero de verdad, y que no le extrañaría lo
más mínimo descubrir que Mr. Salmon, ahí donde lo veía, no fuese sino un
carnicero obligado a hacerse a la mar por culpa de múltiples y deshonrosas
deudas. Prosiguió parloteando de aquella manera tan injuriosa durante todo el
tiempo que tardamos en alcanzar su odioso bote. Cuando finalmente lo
conseguimos, a mí se me ocurrió dirigir una mirada hacia Mr. Salmon, y pude
comprobar que ni tan siquiera nuestro propio capitán podía mostrarse tan
contento como él de verse por fin libre de aquel hombre.
»Como no podía ser menos, el capitán Naskett se comportó de manera
extremadamente grosera y desagradable hasta el último momento. Como
remate, justo antes de abandonar nuestra nave se acercó al capitán Brown y le
dijo con sorna, a modo de consejo, que cerrara los ojos y diese tres vueltas
sobre sí mismo para ver si así conseguía encontrar el rumbo con el que poder
gobernar nuestra nave como estaba mandado. Nunca he visto al capitán Brown
sentirse tan abochornado como en aquella ocasión. Aquella noche, casi por
casualidad, oí claramente cómo le comentaba a Mr. McMillan que si alguna vez
volvía a apartarse de su rumbo para ir en busca de alguna otra nave, sería con el
único propósito de enviarla al fondo del mar.
»La mayor parte de la gente que tiene experiencias de carácter sobrenatural
prefiere ser cauta y mantener la boca bien cerrada en lo que atañe a dichas
experiencias, pero, si he de decir la verdad, desde aquel día el capitán Brown
fue siempre el más cauto de cuantos me ha sido dado conocer. Y no sólo eso,
sino que, además, se empeñó firmemente en que todos nosotros guardásemos
también un celoso silencio al respecto. Incluso cuando, a lo largo de aquella
travesía, nuestra nave tuvo que poner rumbo al noroeste por motivos de estricta
necesidad, dejó bien claro que la idea no le complacía en absoluto. Y, a mis
ojos, acabó convirtiéndose en el hombre más cruelmente decepcionado de
cuantos he conocido en toda mi vida cuando, algún tiempo más tarde, nos

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enteramos de que el capitán Naskett había llegado sano y salvo a Liverpool a
bordo de su maldita cáscara de nuez.

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TAL PARA CUAL

(Twin Spirits, 1901)

Junto al mar, en cierta parte de la costa este del país, se levantaba


estoicamente La Terraza, una pequeña zona residencial compuesta por ocho
casas de aspecto tétrico y desolado. Sus fachadas delanteras, azotadas sin tregua
por la sal y la brisa marinas, se enfrentaban ceñudas a las aguas mientras las
ventanas de las habitaciones posteriores miraban en silencio hacia la vetusta
población que se encontraba aproximadamente media milla tierra adentro. De la
playa, una árida extensión de terreno cubierta de guijarros y única barrera entre
las casas y el mar, hubiera podido decirse que se hallaba desierta y olvidada de
no ser por la muda presencia de una bañera abandonada y cubierta de herrumbre
y unas cuantas prendas de ropa puestas a secar bajo el tibio sol del invierno. En
el horizonte, minúsculos barcos de vapor dibujaban en el cielo finas líneas de
humo mientras numerosas embarcaciones de vela, con el sol refulgiendo en sus
blanquísimas lonas, aparecían y desaparecían continuamente de la vista. Desde
la orilla, La Terraza contemplaba todo aquel panorama con aspecto impasible
mientras, una vez contadas las ganancias de la temporada anterior, no hacía más
que preguntarse si lograría sobrevivir hasta la siguiente. Al pensar en aquello,
La Terraza se ponía muy triste, e incluso llegaba a sentirse en extremo afligida
cuando recordaba aquel edicto municipal que recientemente había denegado la
construcción de un pequeño paseo marítimo, un quiosco para una banda de
música y unos jardines iluminados.

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Desde una de las ventanas del tercer piso del número 1, Mrs. Cox, entre
suaves suspiros, contemplaba fijamente el mar. La temporada había sido mala,
y Mr. Cox había causado más problemas de los que en un principio cabía
esperar debido sobre todo a las estrecheces vividas recientemente en el mercado
de valores y a la invariable preferencia, profesada por todos los hombres de
negocio locales, por aceptar pagos en metálico antes que pagos a cuenta. Nunca
antes, al menos que Mr. Cox recordase, se había producido en el pueblo una
situación como aquélla. Y, como en él era previsible, ante aquella severa sequía
monetaria su cosecha de paciencia no tardó en agotarse.
Aunque en su juventud Mr. Cox había sido un hombre consagrado al
trabajo, su salud había llegado a sufrir tanto a causa del mismo que no tuvo que
pasar mucho tiempo antes de que Mrs. Cox comenzase a preocuparse
seriamente por la vida de su marido. Invariablemente, el trabajo, fuese de la
índole que fuese, parecía provocarle a Mr. Cox una horrible tos. Esto, unido al
hecho de que el hombre en cuestión procedía de una familia cuyos frágiles
pulmones, transmitidos de generación en generación, habían sido el principal
tema de conversación de cuantos les rodeaban, le había puesto en la obligación
de abandonar cualquier actividad laboral. Finalmente, su esposa le dio a
entender que si se dedicaba sin más a entretenerse cultivando algún que otro
ligero pasatiempo y procurando no meterse nunca en líos, ella no le pediría que
hiciese nada más. Para un hombre tan activo y emprendedor como él, aquélla no
era precisamente una perspectiva muy alentadora, por lo que en ocasiones,
sobre todo cuando aquella situación se le hacía especialmente insoportable,
desaparecía durante días enteros en busca de algún trabajo que desempeñar para
acabar regresando al hogar lleno de frustración y con los nervios destrozados a
causa del escaso resultado obtenido.
Aquella tarde, sin embargo, los pensamientos de Mrs. Cox se vieron
súbitamente interrumpidos por unos golpes que resonaron con fuerza sobre la
puerta principal. Como los criados se habían marchado nada más acabar la
temporada, tal y como allí era habitual, se levantó y echó a correr escaleras
abajo con la esperanza de que se tratase de algún huésped tardío, como, por
ejemplo, un inválido que se hubiese acercado por allí en busca de los saludables

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aires del mar. No obstante, cuando abrió la puerta se encontró en el umbral con
una corpulenta mujer de mediana edad vestida completamente de luto.
—No sabes cómo me alegro de volver a verte, querida —dijo la recién
llegada dándole a Mrs. Cox un ruidoso beso en la mejilla.
Mrs. Cox respondió con un ligero abrazo completamente falto de emoción,
pero no porque sintiese una especial aversión hacia la visitante, sino porque
todo lo hacía de una manera completamente lánguida y anodina.
—¿Sabes, querida? Mi tío Joseph ha venido de Londres para pasar unos
días con nosotros —continuó la recién llegada entrando en el vestíbulo—, así
que, ya que tenía pensado tomar el tren para venir a verte, he decidido traerle
conmigo para que respire un poco de esta maravillosa brisa marina que tenéis
aquí.
Una pregunta se deshizo en los labios de Mrs. Cox cuando un hombrecillo
que había estado oculto todo el tiempo tras las amplias faldas de aquella mujer
apareció de repente.
—Éste es mi tío Joseph —explicó Mrs. Berry, pues tal era el nombre de la
recién llegada—. Mr. Joseph Piper —añadió.
Mr. Piper le estrechó la mano a Mrs. Cox y, tras unas breves palabras de
presentación pronunciadas desde el felpudo, los recién llegados siguieron a su
anfitriona hasta el interior de una sombría sala de estar.
—¿Y tu esposo, querida? ¿No se encuentra en casa? —preguntó Mrs. Berry
con frialdad.
Mrs. Cox negó con la cabeza.
—Lleva tres días fuera —respondió poniéndose colorada.
—¿Y qué es lo que hace? ¿Buscar trabajo? —preguntó la visitante.
Mrs. Cox asintió y, tras juntar las yemas de los dedos, se estremeció
ligeramente.
—Bueno, tan sólo espero que lo encuentre —dijo Mrs. Berry vertiendo en
sus palabras más veneno de lo que aquel simple comentario parecía requerir—.
Por cierto, ¿dónde está tu precioso reloj de mármol?
Mrs. Cox carraspeó.
—Lo están arreglando —dijo con cierta turbación.

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Mrs. Berry la miró con atención.
—No te preocupes por él, querida —dijo señalando con la cabeza a Mr.
Piper—. Es un don nadie, así que puedes hablar con total libertad en su
presencia. No obstante… Querido tío —añadió volviéndose hacia el
mencionado caballero—, ¿por qué no sales un rato y das un pequeño paseo por
la playa?
—No me apetece —respondió sin más Mr. Piper.
—Me imagino que Mr. Cox se llevaría consigo el reloj para que le hiciese
compañía, ¿verdad, querida? —observó Mrs. Berry tras dedicarle a su pariente
una dura mirada cargada de hostilidad.
Mrs. Cox soltó un suspiro y negó con la cabeza. Tratándose de Mrs. Berry,
fingir era completamente inútil.
—Ya veo —continuó Mrs. Berry con indignación—. Ese hombre será capaz
de empeñar no sólo el reloj sino también cualquier otra cosa que caiga en sus
manos. Y cuando se haya gastado todo el dinero en alcohol regresará a casa
pidiendo perdón como un miserable. ¡Así son los hombres! ¡Todos iguales!
Su mirada era tan ardiente y feroz que Mr. Piper fue incapaz de guardar
silencio ante aquel comentario tan ofensivo para los de su sexo.
—Yo nunca he empeñado un reloj en toda mi vida —dijo mesándose con
suavidad sus cabellos grises.
—¡Vaya! ¿Y te atreves a presumir de ello, querido tío? —le preguntó su
sobrina—. Si yo no tuviese nada mejor de que alardear, ni siquiera me
molestaría en abrir la boca.
Mr. Piper replicó que al decir aquello no pretendía presumir ni alardear de
nada.
—Las cosas continuarán por ese camino, querida, hasta que te encuentres
completamente arruinada —dijo en tono cordial Mrs. Berry volviéndose
nuevamente hacia su amiga—. Y cuando eso ocurra, dime: ¿qué harás
entonces?
—Sí, ya lo sé —repuso Mrs. Cox—. Para colmo de males, este año hemos
tenido una temporada muy mala. Pero, a pesar de todo, lo que más me preocupa
ahora mismo es él. Por las noches me resulta imposible conciliar el sueño

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porque no hago más que darle vueltas a la cabeza pensando que se puede haber
metido en algún lío. Anoche mismo, sin ir más lejos, me pasé casi todo el
tiempo llorando en mi habitación.
Mrs. Berry tomó aire por la nariz ruidosamente en un intento por contener
las lágrimas. Mr. Piper, por su parte, dijo algo en voz baja. No obstante, nada
más hacerlo, Mrs. Berry se volvió hacia él como impulsada por un resorte y le
dirigió una mirada llena de ferocidad.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó.
—He dicho que eso es algo que la honra —respondió Mr. Piper con
firmeza.
—Debí haberme imaginado que no se trataba más que de una de esas
tonterías que tanto te gusta decir —replicó acaloradamente su sobrina—. ¿Y no
puedes pedirle que jure ante ti que no volverá a probar el alcohol, Mary? —
inquirió volviéndose una vez más hacia su amiga.
—No sería capaz de pedirle algo así —respondió Mrs. Cox con un
escalofrío—. Eso sería para él lo más parecido a un insulto. Y no sabes lo
orgulloso que puede llegar a ser en lo tocante a ese tema. Es incapaz de
reconocer que bebe. Lo único que ha llegado a admitir es que de vez en cuando
toma un trago para aliviar su mala digestión. No; si yo le pidiese algo así, él
nunca me lo perdonaría. Cuando empeña algo, finge que alguien ha debido de
robarlo y me acusa a mí de ser una descuidada y de no tomar las debidas
precauciones con respecto a los ladrones. La frecuencia con la que últimamente
me acusa de ello comienza ya a alarmarme. Además, cuando lo hace se exalta
hasta tal punto que a veces no puedo evitar pensar que él cree realmente en esa
historia de los robos.
—Todo eso no son más que tonterías, querida —dijo Mrs. Berry, cortante
—. El único problema que hay aquí es que eres demasiado blanda con ese
hombre.
Mrs. Cox suspiró y abandonó la habitación para regresar unos momentos
más tarde con un imponente pastel y una botella de vino que por su color
parecía oporto pero que a juzgar por su sabor se acercaba más al jarabe de
grosella. En cuanto aquellos manjares fueron colocados frente a los visitantes,

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éstos les echaron una rápida ojeada y comenzaron a atacarlos sin demostrar
demasiado entusiasmo. Mr. Piper comenzó a beber con sorbos demasiado
pequeños y espaciados entre sí que su sobrina interpretó acertadamente como
una reflexión acerca de la supuesta hospitalidad de su amiga.
—Lo que a Mr. Cox le hace falta es una buena lección —dijo Mrs. Berry—.
Por cierto, tío Joseph, ten cuidado. Se te han caído algunas migas sobre la
alfombra.
Tras unas breves palabras de disculpa, Mr. Piper dijo que ya las había visto,
que las recogería en cuanto hubiese terminado y que, además, recogería también
las de su sobrina para que ella no tuviese que molestarse en hacerlo. Mrs. Berry,
acercándose un poco a Mrs. Cox, le susurró a ésta que aquella forma de hablar
tan venenosa que tenía su tío le había granjeado en más de una ocasión
profundas enemistades con distintos miembros de la familia.
—Así que, yo que tú, le daría una, querida —prosiguió Mrs. Berry
retomando el tema de Mr. Cox y las buenas lecciones—. Y ni que decir tiene
que sería por su propio bien. No en vano, él vive aquí como un rey, y quedaría
como un perfecto idiota ante todo el mundo si por su culpa tú te vieras obligada
a venderlo todo y él tuviera que ponerse a trabajar de verdad para ganarse la
vida.
—Lo peor es esa costumbre que ha cogido de llevarse todo lo que encuentra
para empeñarlo —repuso Mrs. Cox sacudiendo la cabeza—. Estoy segura de
que lo que haya sacado por ese reloj no le durará mucho. Luego, cuando se le
haya acabado el dinero, regresará aquí y se llevará consigo alguna otra cosa. Si
tú supieras… Cada cierto tiempo tengo que registrar los bolsillos de sus
pantalones en busca de los recibos con los que poder desempeñar todo lo que él
ha empeñado previamente. Y no me atrevo a decirle ni una sola palabra de ello
por miedo a herir sus sentimientos. Si lo hiciese, estoy segura de que lo único
que conseguiría es que se marchase otra vez.
—Yo que tú —dijo Mrs. Berry con determinación— me retrasaría a
propósito en el pago del alquiler o haría cualquier otra cosa que trajese por aquí
a un inspector de viviendas o a alguien por el estilo. Imagínate lo asombrado

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que se quedaría si un buen día, al llegar a casa, se encontrase a un inspector
sentado en una de las sillas de su propia sala de estar.
—Estoy seguro de que su asombro sería aún mayor si en vez de en una de
las sillas se lo encontrase sentado en una de las macetas —sugirió, mordaz, Mr.
Piper.
—Yo sería incapaz de hacer algo así —repuso Mrs. Cox—. No podría
soportar la vergüenza, ni siquiera en el caso de que pudiese pagar cualquier
deuda.
Mrs. Berry, tras fulminar a su tío con una penetrante y furibunda mirada,
sacudió la cabeza, se cruzó de brazos y repitió que lo que a Mr. Cox le hacía
falta era recibir una buena lección, añadiendo esta vez que ardía en deseos de
contribuir a dársela.
—Si no puedes conseguir que un inspector de viviendas venga a tu casa,
intenta al menos convencer a alguien para que acceda a hacerse pasar por uno
—dijo muy seria—. Eso, al menos, hará que tu marido se lo piense dos veces la
próxima vez que se le ocurra empeñar algo. En cuanto a la persona que podría
hacerse pasar por inspector, ¿qué te parece…? —añadió con una maliciosa
sonrisa mientras señalaba a su tío con la cabeza.
La enorme angustia que hasta ese momento había reflejado el rostro de Mrs.
Cox hubiese parecido una expresión rayana a la felicidad si se la hubiese
comparado con la profunda preocupación que había comenzado a aflorar en el
rostro de Mr. Piper nada más advertir la manera en que aquellas dos mujeres le
estaban mirando.
—Muy bien. Entonces está decidido. Que mi tío se haga pasar por un
inspector que viene a cobrar el alquiler —se apresuró a decir Mrs. Berry—. Así,
querida Mary, cuando tu marido, una vez se le hayan acabado tanto el dinero
como las ganas de juerga, se decida a aparecer por aquí, podrás hacerle ver
hasta qué extremo te has visto obligada a llegar por su culpa. Incluso podrías
amenazarle con que ahora no tendréis más remedio que ir a vivir a un asilo de
pobres.
—Así que, según tú, yo tengo aspecto de inspector, ¿no es eso? —intervino
Mr. Piper con sarcasmo.

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—Así es —respondió su sobrina—. Eso es precisamente lo que me ha
inspirado esta idea tan brillante.
—Es muy amable por tu parte ofrecerte, querida. Y lo mismo digo de usted,
Mr. Piper —intervino Mrs. Cox—. Pero no me atrevo ni a pensar en ello.
—Pero si mi tío estaría encantado —insistió Mrs. Berry con terquedad—.
Además, no tiene nada mejor que hacer. Aquí, en cambio, podrá disfrutar de
una bonita casa y de buena comida. Y eso sin mencionar el hecho de que podría
pasarse el día entero sentado junto a una ventana abierta disfrutando de la
maravillosa brisa marina, que tanta falta le hace.
Mr. Piper, muy quieto en su asiento, tragó saliva con gran dificultad.
—Yo pasaría a recogerle pasado mañana —añadió Mrs. Berry como
queriendo dar por zanjada la cuestión.
Al final, como era de esperar, la fuerza de voluntad de aquella mujer tan
testaruda acabó imponiéndose a la débil resistencia opuesta por Mrs. Cox, quien
no tuvo más remedio que ceder, y a las objeciones puestas por Mr. Piper, quien
vio cómo sus argumentos eran echados por tierra antes incluso de que hubiese
terminado de expresarlos.
Después de comer, Mrs. Berry, radiante y feliz por haber podido deshacerse
de su tío, quien el día anterior se había presentado en su casa con la intención de
permanecer en ella durante tiempo indefinido, salía sola del número 1 de La
Terraza. Mr. Piper, por su parte, ya metido de lleno en su nueva personalidad de
inspector de viviendas, ensayaba su papel con toda la ayuda que una humeante
pipa y una buena jarra de cerveza podían prestarle.
Nuestro hombre pasó todo aquel día y el siguiente en la sala de estar (cuyo
apagado esplendor había, sin lugar a dudas, conocido tiempos mejores)
observando con aire melancólico la ancha franja de playa y el mar encrespado
que se extendía hasta el horizonte. Durante todo ese tiempo, la casa estuvo
inmersa en el más absoluto de los silencios, interrumpido tan sólo de vez en
cuando por algún que otro ocasional sonido metálico o de porcelana rota que,
procedente del sótano, era el único indicio de la presencia de aquella laboriosa
mujer que era Mrs. Cox.

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No obstante, al tercer día toda la tranquilidad que reinaba entre aquellas
paredes se vio súbitamente interrumpida por el retorno del señor de la casa,
cuya irritación al descubrir que el reloj de la sala de estar había desaparecido y
enterarse de que había un extraño en la casa fue tan intensa que resultó incluso
alarmante. No sólo le reprochó severamente a su esposa su falta de cuidado y su
negligencia a la hora de llevar una casa, sino que además, tras unos momentos
de vacilación, anunció su intención de revisar sus libros de contabilidad. Una
vez que Mrs. Cox se los hubo entregado, el recién llegado cogió una pluma,
tinta y unas cuantas hojas de papel secante, y procedió a revisar las cuentas allí
anotadas como si fuese un experto en finanzas.
—Tendré que tomar cartas en el asunto —dijo muy serio al cabo de un rato
dejando a un lado la pluma.
—Claro, querido —convino su esposa.
Mr. Cox se recostó entonces en la silla y, tras limpiar con un pedazo de
papel secante los restos de tinta que aún quedaban en la pluma, paseó una
mirada cargada de curiosidad por toda la habitación.
—¿Tienes algo de dinero? —preguntó.
A manera de respuesta, su esposa se puso a hurgar en los bolsillos de su
delantal y, al cabo de un minuto, sacó un manojo de llaves, un dedal, un
pequeño costurero, un par de pañuelos y una moneda de medio penique.
Apartando la mencionada moneda, la dejó encima de la mesa, delante de su
marido, y éste, cuyo mal genio había ido creciendo cada vez más, lo cogió y lo
arrojó con fuerza al extremo opuesto de la habitación.
—Lo siento, querido —dijo Mrs. Cox enjugándose las lágrimas que
comenzaban a asomar a sus ojos—. Te aseguro que he hecho cuanto me ha sido
posible por sacar este hogar adelante, pero es imposible conseguir dinero
cuando no hay de donde sacarlo.
Mr. Cox, que no hacía más que recorrer la habitación con la mirada, miró a
su esposa sorprendido.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—El inspector —dijo Mrs. Cox, temblando—. Como este mes no hemos
podido pagar el alquiler, ha hecho un inventario de todo lo que hay en esta casa

Feliz Aniversario 3 L M L
y nos ha hecho responsables de ello.
Mr. Cox se recostó nuevamente en su silla.
—¡Vaya, vaya, vaya…! ¡Ésta sí que es buena! —exclamó con furia—. De
manera que yo me destrozo las piernas recorriendo la comarca en busca de un
trabajo con el que poder ganarme la vida honradamente y cuando llego a mi
casa me encuentro a un inspector de pacotilla sentado cómodamente en mi
sillón y bebiéndose mi cerveza como si tal cosa.
Sin poder contener su irritación, se levantó de un salto y comenzó a recorrer
la habitación de un extremo a otro. Mrs. Cox, presintiendo que sus nervios no
lograrían estar a la altura de las circunstancias si su marido acababa dando
rienda suelta a su ira, cogió su sombrero y, dirigiéndose hacia la puerta, anunció
su intención de acercarse al pueblo cercano para ver si algún comerciante
consentía en fiarle algunos artículos de primera necesidad. Al oírla, su marido,
sin pronunciar palabra, optó por tomar asiento y quedarse mirando la pared con
expresión indignada. No obstante, nada más oír cómo su esposa cerraba la
puerta tras de sí, se puso en pie y subió sigilosamente al piso de arriba para
echarle un vistazo a aquel maligno ser que, de un solo plumazo, había acabado
con la armonía reinante hasta aquel momento en su hogar.
Mr. Piper, que para entonces estaba ya más que harto de aquel fastidioso
enclaustramiento, levantó la vista intrigado cuando oyó cómo alguien abría la
puerta de su cuarto de un violento empujón y se quedó mirando extrañado al
caballero de mediana edad que, erguido cuán alto era y clavando en él una
penetrante mirada, acababa de aparecer en el umbral. Aunque aquel falso
inspector era en realidad lo que se suele llamar un cobarde redomado, el hecho
es que la innegable insolencia de aquella mirada se le antojó de lo más
indignante, por lo que, tras abrir de par en par sus lánguidos ojos azules, se
empeñó en devolverla. Como consecuencia de aquella reacción, Mr. Cox, tras
hurgar brevemente en el bolsillo de su chaleco, sacó unos anteojos, se los caló y
clavó en su oponente una nueva mirada, todavía más dura y penetrante que la
anterior, la cual produjo un efecto verdaderamente demoledor.
—¿Qué busca usted en esta casa? —preguntó por fin, tras un largo rato de
desafío visual—. ¿Acaso es usted el padre de alguno de los criados?

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—En cierta manera, podría decirse que soy el padre de todos ellos —
respondió suavemente Mr. Piper.
—No intente hacerse el gracioso conmigo, caballero —repuso Mr. Cox con
pomposidad—. Al lado de un hombre honrado como yo, no es usted más que un
buitre, una sanguijuela, una arpía.
Mr. Piper permaneció en silencio durante algunos segundos.
—La próxima vez que quiera atribuirse calificativos tales como «honrado»,
le sugiero que antes de hacerlo se asegure bien de que conoce su significado —
dijo finalmente.
Mr. Cox sonrió con desdén.
—¿Dónde está su orden de registro o como quiera que se llame eso que
usted necesita para venir aquí a meter las narices en lo que no le importa? —
exigió.
—Ya se la enseñé antes a Mrs. Cox —respondió Mr. Piper marcándose un
farol.
—¿Ah, sí? Muy bien. Pues ahora enséñemela a mí —repuso el otro.
—Yo ya he cumplido con la ley enseñándola una vez —repuso muy serio
Mr. Piper—. No estoy dispuesto a enseñarla ni una sola vez más.
Mr. Cox contempló a aquel hombre de arriba abajo con una mirada cargada
de desprecio, empezando por su pequeña cabeza de cabellos plateados y
acabando en el sucio par de botas en el que llevaba calzados los pies. Tras un
buen rato de meticuloso escrutinio, Mr. Piper, incapaz de soportar por más
tiempo aquellas miradas sin hacer nada, comenzó a observar al dueño de la casa
de la misma manera.
—¿Se puede saber qué demonios está usted mirando, condenado buitre? —
inquirió Mr. Cox con indignación.
—Pues, para empezar, tres manchas de grasa que luce usted en ese chaleco
tan sucio que lleva puesto —se apresuró a responder Mr. Piper—. También un
par de piernas arqueadas enfundadas en unos pantalones que vaya usted a saber
a quién pertenecen. Y, por si todo eso fuera poco, un abrigo raído y apolillado
que, enrollado bajo el brazo, sirve para llevar envueltos objetos tales como, por

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ejemplo… —hizo una pausa como para asegurarse de lo que iba a decir—… el
reloj de la sala de estar —concluyó.
Aunque Mr. Piper dijo las últimas palabras con aire triunfal, comprendió,
antes incluso de haber terminado de hablar, que nunca debía haberlas
pronunciado. Poniéndose en pie de un salto, profirió un débil grito de pánico
cuando vio que Mr. Cox, enrojeciendo súbitamente de ira, se acercaba a la
puerta, echaba la llave, se la guardaba en el bolsillo y abría de par en par la
ventana.
—¡Buitre! ¡Más que buitre! —exclamó con una voz que sacudió de arriba
abajo la habitación.
—¿Sí? —preguntó Mr. Piper echándose a temblar.
Mr. Cox señaló la ventana con la mano.
—Salga de aquí volando. Salga de aquí volando como el buitre que es —
dijo con severidad.
Mr. Piper intentó esbozar una sonrisa con sus pálidos labios. Sus rodillas,
que no dejaban de temblar, parecían incapaces de seguir sosteniéndole en pie.
—¿Acaso no ha oído lo que le acabo de decir? —le espetó Mr. Cox—.
¡Vamos! ¿A qué está esperando? Si no sale volando ahora mismo por la
ventana, yo me encargaré de arrojarlo por ella.
—No se atreva a ponerme las manos encima —gritó Mr. Piper
retrocediendo hasta ponerse momentáneamente a salvo al otro lado de una mesa
—. Todo esto no es más que un error, un terrible error. Yo no soy realmente
inspector. Se lo aseguro.
—¿Cómo? —preguntó el otro—. ¿Qué quiere decir con eso de que no es
inspector? ¿Quién demonios es usted entonces?
Con voz quebrada y temblorosa al principio pero adquiriendo mayor
confianza y seguridad en sí mismo conforme hablaba, Mr. Piper procedió a
relatar la conversación original que habían mantenido las dos mujeres y que
había acabado dando lugar a aquella especie de representación. Cuando terminó
su relato, Mr. Cox, que había estado escuchando cada palabra con aire aturdido
y sin poder dar crédito a sus oídos, se dejó caer pesadamente en una silla y
comenzó a lamentarse en voz alta.

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—Y pensar que he trabajado como una mula para esa mujer —dijo,
completamente destrozado—. Y pensar que, después de tantos esfuerzos y
penalidades, habíamos de llegar a esto… ¡Dios mío! ¿Cómo puede haberme
hecho esto a mí? ¿Cómo puede haber llegado a portarse de esta manera tan falsa
y malvada conmigo? Esa mujer me ha partido el corazón. Después de esto, ya
nunca volveré a ser el mismo. ¡Nunca!
Mr. Piper, visiblemente incómodo, carraspeó.
—No se imagina usted lo desagradable que todo esto ha resultado para mí
desde un principio —dijo por fin, intentando dotar a su voz de toda la
comprensión de que era capaz—. Pero es que mi sobrina es tan autoritaria… Si
llegase usted a conocerla se daría cuenta de que resulta imposible llevarle la
contraria.
—No se preocupe, hombre. Al fin y al cabo usted no tiene la culpa de nada
—convino amablemente Mr. Cox—. ¡Venga esa mano!
Los dos hombres se estrecharon la mano con solemnidad. A continuación,
Mr. Piper, mascullando algo acerca de tomar un trago juntos, se aproximó a la
ventana para cerrarla.
—Y pensar que podría usted haberse matado si hubiese saltado por esa
ventana —dijo Mr. Cox—. Me pregunto cómo se habrían sentido por dentro
esas dos horribles mujeres si tal cosa hubiese acabado ocurriendo de verdad.
—Pues imagínese cómo he llegado a sentirme yo —repuso Mr. Piper
mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo—. A una situación como ésta
es a lo que yo llamo jugar con fuego. Por cierto, ¿sabe lo que se me está
ocurriendo? —continuó diciendo tras guardar silencio durante un par de
segundos—. Mi sobrina va a venir aquí esta misma tarde. Podríamos
aprovechar la oportunidad para darle una buena lección. Es más, podríamos
darle un susto de muerte. Por ejemplo, podría usted decirle que me ha matado
de verdad. Quizás así aprenda de una vez por todas a no enredar a los demás en
asuntos que no son de su incumbencia.
—La idea no está nada mal, ¿sabe? Al fin y al cabo, esas dos mujeres se lo
merecen —asintió Mr. Cox—. El único problema que se me ocurre es que Mrs.
Berry decida ir a dar parte a la policía.

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—¡Vaya! Pues tiene usted razón. No había pensado en eso —dijo Mr. Piper
acariciándose la barbilla.
—Oiga: ¿y por qué no le damos el susto a mi esposa en vez de a su sobrina?
—propuso alegremente Mr. Cox—. Así le enseñaríamos a esa mujer a no
maquinar nada a espaldas de nadie. Y, de paso, podríamos intentar sacarle algo
de dinero alegando que lo necesito para escapar. Porque ésa es otra: estoy
convencido de que guarda dinero en alguna parte. De todas formas, si resulta
que es cierto que no tiene ni un mísero penique, no se preocupe, porque seguro
que puede conseguir algunas libras en uno o dos días. Por lo que se refiere a
nosotros, le diré lo que podemos hacer. Iremos a Newstead, un pueblo que
queda a unas ocho millas de aquí, donde hay una pequeña posada llamada El
Caballo Blanco en la que los dos podremos vivir como auténticos príncipes a
cambio de unas pocas libras al día. Así, mientras nosotros estemos allí
pasándolo en grande, mi esposa estará aquí volviéndose loca intentando
explicarle a su sobrina cómo es que ha llegado usted a desaparecer.
—Todo eso suena muy bien —dijo Mr. Piper con el ceño ligeramente
fruncido—, pero, si quiere que le sea sincero, me da la impresión de que su
esposa no le creerá. No tiene usted aspecto de haber matado a nadie.
—Pierda usted cuidado, amigo mío. Tendré el aspecto adecuado cuando
llegue el momento —repuso el otro con una sonrisa—. Usted limítese a ir a
Newstead, tomar alojamiento en El Caballo Blanco, y esperarme allí. Así que
venga conmigo y le dejaré salir por la puerta trasera. No tenemos tiempo que
perder.
—Un momento, un momento. Creo haberle oído decir que ese pueblo dista
unas ocho millas de aquí —protestó Mr. Piper.
—Y así es. Pero no irá usted a decirme ahora que le asusta la idea de tener
que recorrer una distancia como ésa, ¿verdad? Ocho millas no son nada, amigo
mío —replicó Mr. Cox—. Claro que, ahora que caigo —añadió tras un
momento de reflexión—, también es cierto que hay un tren que sale
precisamente para allá a las tres en punto. Al volver la esquina encontrará usted
un poste indicador en el que se explica cómo llegar a la estación de ferrocarril.
Si camina usted lo bastante deprisa quizá le dé tiempo a cogerlo. Y ahora, adiós.

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Tras darle a Mr. Piper unas cuantas palmadas en la espalda, lo condujo hasta
el jardín trasero y, una vez allí, le mostró la dirección que tenía que seguir para
encontrar el poste indicador. A continuación entró en la sala de estar y, tras
alborotarse premeditadamente el cabello, se desgarró el cuello de la camisa,
volcó una mesa y un par de sillas y se sentó pacientemente a esperar el regreso
de su mujer.
Al cabo de unos veinte minutos, oyó claramente el ruido de una llave al
girar en la cerradura de la puerta principal, ruido que fue seguido por el de los
pasos de su mujer conforme ésta subía lentamente las escaleras. Cuando Mrs.
Cox entró por fin en la sala de estar y vio la escena que se ofrecía ante sus ojos,
dio un respingo, soltó un agudo chillido y a punto estuvo de desmayarse.
—¡Silencio! —le dijo su marido llevándose un dedo a los labios.
—Pero… pero Henry, ¿qué es todo esto? —preguntó Mrs. Cox, alarmada
—. ¿Qué ha pasado?
—El inspector —respondió su marido en un inquietante susurro—. Cuando
él y yo nos encontramos tuvimos unas palabras y, en el calor de la discusión, él
me golpeó. Entonces yo, en un ataque de ira, le… le estrangulé.
—¿Qué… qué quieres decir con que le estrangulaste, querido? —preguntó,
atónita, la mujer.
—¿Que qué quiero decir? —gimió Mr. Cox con desesperación—. Pues que
le he matado. Eso es lo que quiero decir. Le he matado y he ocultado su
cadáver. Y ahora tengo que huir de aquí y, ¿quién sabe?, a lo mejor hasta
abandonar el país.
La ya de por sí enorme perplejidad que mostraba el rostro de Mrs. Cox se
acentuó de repente aún más. Mentalmente, intentaba hacer encajar lo que su
marido acababa de confesarle con algo que había visto en la calle hacía tan sólo
diez minutos: la figura pequeña y a todas luces viva de un hombre que, con la
cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, parecía estar examinando
detenidamente un poste indicador. Una figura que, ahora estaba completamente
segura, no era otra que la de Mr. Piper.
—¿Estás seguro de que ese hombre está muerto, querido? —le preguntó a
su esposo.

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—Claro que lo estoy, mujer —se apresuró a contestar Mr. Cox—. Nunca
imaginé que ese tipo fuese tan poca cosa. ¿Qué voy a hacer ahora? A cada
segundo que pasa el peligro que corro es mayor. Tengo que marcharme de aquí
cuanto antes. Querida, ¿cuánto dinero tienes?
Aquella pregunta tan sencilla lo explicó todo de repente. Mrs. Cox,
apretando los labios con fuerza, negó rotundamente con la cabeza.
—No es momento para bromas, querida —repuso su esposo con los ojos
desorbitados—. Mi vida está en peligro.
—No tengo nada que darte —replicó Mrs. Cox con severidad—. Y no te
pongas a dramatizar, Henry, porque de nada te va a servir. Es inútil que insistas.
No tengo dinero.
La respuesta de Mr. Cox se vio ahogada por unos apremiantes golpes que
resonaron en la puerta principal y que él, encantado de oírlos, viendo ante sí una
excelente oportunidad para dramatizar un poco, no dudó en asociar con la
policía. No obstante, su esposa, intuyendo una vez más la verdad al recordar
que Mrs. Berry, tal y como ella misma había prometido, estaba a punto de
llegar, se dirigió decididamente a la puerta para dejar entrar a su amiga.
Aunque, una vez abierta la puerta, la recién llegada no se entretuvo en el
recibidor más que un par de minutos, ese tiempo resultó ser más que suficiente
para que Mrs. Cox, hablando siempre en susurros para que su marido no llegase
a escucharla desde la sala de estar, la pusiese al corriente de cuanto había
sucedido.
—Esto es cosa de mi tío. No me cabe la menor duda —dijo secamente Mrs.
Berry—. Es justo la clase de truco chapucero que cabría esperarse de él. Pero
no te preocupes, querida. Déjamelos a mí, que yo me encargo de todo.
Tras seguir a su amiga y anfitriona hasta la sala de estar, Mrs. Berry le
estrechó la mano a Mr. Cox y, sacándose del bolso un pequeño pañuelo, se lo
llevó a los ojos.
—Mary me lo ha contado todo —dijo, señalando levemente a Mrs. Cox con
la cabeza—. ¡Dios mío, qué tragedia más horrible! Lo que ha sucedido hoy en
esta casa es peor de lo que puede usted llegar a imaginarse. Mucho peor. Y es

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que, ¿sabe usted?, ese hombre no era realmente un inspector, sino… ¡mi tío!
¡Mi pobre tío, Joseph Piper!
—¡Su tío! —exclamó Mr. Cox irguiéndose cuán alto era con fingida
sorpresa—. Ese inspector… ¡su tío!
Mrs. Berry, con el rostro anegado en lágrimas, se sonó ruidosamente la
nariz.
—No era más que una pequeña broma —admitió dejándose caer en una silla
y cubriéndose el rostro con el pañuelo—. ¡Pobre tío Joseph! El único consuelo
que me queda es que, a pesar de todo, seguro que se encuentra mejor donde está
ahora que aquí.
A todas luces apesadumbrado, Mr. Cox se pasó una mano por la frente y,
apoyando un codo sobre la repisa de la chimenea, miró a Mrs. Berry con una
expresión de perplejidad magistralmente fingida.
—Pues vea usted a qué extremo han conducido sus bromas, señora —dijo
—. Ahora me veré obligado a vagar por el mundo convertido en un fugitivo. Y
todo por culpa de sus bromitas.
—Fue un accidente —replicó en voz baja Mrs. Berry—. Nadie sabía que él
se encontraba aquí. Además, si quiere que le diga la verdad, estoy segura de que
el pobre no tenía realmente nada por lo que vivir.
—Es muy amable por tu parte que mires las cosas desde ese punto de vista,
Susan —dijo Mrs. Cox.
—Bueno, digamos que nunca he sido una persona muy amiga de gastar
bromas. Lástima que para una que gasto tenga que suceder esto —respondió
Mrs. Berry—. Además, de nada sirve llorar por la leche derramada. Si el tío
está muerto, pues muerto está y sanseacabó. No obstante, en lo que se refiere a
Mr. Cox, no creo que permanecer aquí sea lo más indicado.
—Eso mismo digo yo —convino el aludido con entusiasmo—. Lo malo es
que no tengo dinero.
—No se preocupe por eso. Usted márchese —repuso Mrs. Berry
dirigiéndole a su amiga una mirada de advertencia para que no interviniese—.
Denos tan sólo una dirección a la que podamos escribirle y tan pronto como
hayamos podido reunir veinte o treinta libras se las enviaremos.

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—Que sean treinta —repuso Mr. Cox sin poder dar crédito a lo que acababa
de oír.
Mrs. Berry asintió.
—De acuerdo. Pero tendrá que apañárselas como sea para que dicha
cantidad le dure el mayor tiempo posible —dijo tras unos instantes de reflexión
—. Y no olvide que, tan pronto como reciba el dinero, lo mejor será que se vaya
de aquí cuanto más lejos mejor. Mientras no aparezca el cadáver del pobre tío
Joseph, el tiempo corre a su favor, así que aprovéchelo bien. Y ahora dígame:
¿adónde quiere que le enviemos el dinero?
Mr. Cox fingió reflexionar profundamente durante unos segundos.
—Creo que la posada El Caballo Blanco, en Newstead, servirá —dijo por
fin, en un susurro—. Será mejor que lo anote, señora.
Mrs. Berry, tras coger un lápiz y un pedazo de papel, así lo hizo. Luego, Mr.
Cox, tras pedirle en vano a las dos mujeres que le prestasen un par de chelines
para el camino, se despidió de ambas con aspecto miserable, salió de la casa y,
por alguna extraña razón que sólo él parecía conocer, echó a andar en dirección
a Newstead caminando de puntillas.
Durante los tres días siguientes, mientras esperaban pacientemente la
llegada del dinero, Mr. Piper y Mr. Cox se vieron obligados a hacer frente a las
exigencias del posadero, un tipo tosco cuyos modales eran de lo más ordinario,
con los escasos recursos del primero. Como ambos eran hombres razonables,
sabían por experiencia lo difícil que resulta siempre conseguir dinero a muy
corto plazo. No obstante, cuando llegó el cuarto día, hallándose sus fondos a
punto de agotarse, decidieron enviarle un telegrama urgente a Mrs. Cox.
Mr. Cox se encontraba solo cuando la respuesta a dicho telegrama llegó.
Mr. Piper, quien se reunió con él algo más tarde, se quedó atónito nada más ver
el aspecto de su amigo y tuvo que llamarle varias veces antes de que el otro
reparase en su presencia. Entonces Mr. Cox, tras tomar una profunda bocanada
de aire y dirigirle una extraña mirada, le tendió el mensaje.
—¿Cómo? —exclamó lleno de asombro Mr. Piper mientras releía en voz
alta el telegrama—. «No-necesitamos-mandar-dinero-stop-Tío-Joseph-ha-

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vuelto-stop BERRY». Pero ¿qué significa esto? ¿Acaso se ha vuelto loca esa
mujer?
Tras sacudir fuertemente la cabeza, Mr. Cox le arrebató el papel a su amigo
y, sosteniéndolo en alto, lo miró con una mezcla de odio y extrañeza.
—¿Cómo puede ser que esté usted allí cuando se supone que está muerto?
—dijo finalmente.
—¿Y cómo puede ser que esté allí cuando estoy aquí? —replicó Mr. Piper
con lógica aún más aplastante.
Inmersos en un mar de dudas, los dos asombrados caballeros guardaron
silencio y, durante un buen rato, se dedicaron a reflexionar en pos de una
solución que pudiera poner fin a aquel enigma. Finalmente, Mr. Cox, alentado
por la idea de que el mensaje debía de haber sufrido alguna caprichosa
modificación al ser emitido, decidió acercarse a la oficina de telégrafos del
pueblo para enviar otro telegrama en el que, dejando a un lado los rodeos,
preguntaba sin más:
«No-comprendo-stop-¿Está-tío-Joseph-vivo?»
La respuesta llegó a la posada una hora más tarde. Mr. Cox la abrió, le echó
un rápido vistazo y, sofocando un grito, se la tendió a Mr. Piper. Éste, tras coger
con manos temblorosas tan temido papel, arqueó tanto las cejas cuando lo leyó
que éstas estuvieron a punto de salírsele del rostro.
«Sí-stop-Está-fumando-en-sala-estar» —decía el mensaje.
Lo primero que pensó Mr. Piper nada más leer aquellas palabras fue que
aquél era un caso hecho a medida de cualquier centro de investigación de
fenómenos paranormales. No obstante, una perspectiva tan romántica pronto se
vio desplazada por otra idea de carácter más sencillo que, a propuesta de Mr.
Cox, parecía explicarlo todo de manera satisfactoria: debido al golpe recibido,
Mrs. Berry estaba perdiendo contacto con la realidad y se hallaba inmersa cada
vez más en el mundo de sus propias fantasías. Ni que decir tiene que las
palabras empleadas por Mr. Cox fueron bastante más bruscas, pero lo que tanto
unas palabras como otras pretendían expresar estaba bien claro: Mrs. Berry
estaba perdiendo el juicio.

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—¿Sabe lo que voy a hacer? Volveré a casa sin previo aviso y diré que
deseo hablar con usted —propuso Mr. Cox con mirada decidida y desafiante—.
Creo que eso bastará para conseguir que toda esta situación se aclare de una vez
por todas.
—Sí, claro. Y mi sobrina, seguramente, le dirá que yo he regresado a
Londres —repuso Mr. Piper haciendo gala de una repentina clarividencia—. No
podrá usted descubrir su juego a menos que yo vaya con usted. Y eso
descubriría nuestro juego. Ahí puede ver usted cuán ingeniosa es esa mujer. No
sabe lo astuta que puede llegar a ser cuando se trata de conducir a los demás a
callejones sin salida como éste.
—¿Cómo puede alguien llegar a ser tan mezquino? —inquirió Mr. Cox con
asombro.
—A pesar de que es sobrina mía, Susan nunca me gustó —confesó Mr.
Piper con resignación—. Nunca.
Tras asegurarle a Mr. Piper que le comprendía perfectamente, Mr. Cox,
aferrándose a una última esperanza, se sentó y comenzó a escribirle a su esposa
una larga, larguísima carta en la que, después de tratar extensamente las
lamentables circunstancias que rodeaban la repentina pérdida de Mr. Piper, le
pedía que le agradeciese de su parte a Mrs. Berry todos sus bienintencionados
esfuerzos por quitarle hierro al asunto y, como no podía ser menos, le pedía que
le enviase lo antes posible el dinero que le había prometido.
La respuesta, escrita por la propia Mrs. Berry en vez de por Mrs. Cox, llegó
al día siguiente a la posada en forma de una carta aún más larga que no sólo se
hallaba muy mal escrita sino que, además, estaba llena de tachones. Comenzaba
haciendo referencia al tiempo, preguntaba luego por la salud de Mr. Cox y se
refería de pasada a la de la remitente. A continuación describía con todo lujo de
detalles unos extraños dolores de cabeza que habían atacado a Mrs. Cox, a lo
que seguía una larga lista de los remedios que le habían sido recetados, así
como de los distintos efectos que en la enferma estaba teniendo cada uno de
ellos. La carta, tras algunas frases de lo más extraño y disparatado, concluía con
un desbordante arranque de optimismo que dejó a los dos lectores al borde de la
locura. «Nuestro querido tío Joseph, quien se encuentra ya casi completamente

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restablecido, dice que está deseando volver a verle para hacer las paces con
usted. A pesar de que el hecho de reencontrarse con usted parece imponerle un
poco (no en vano, mi tío ha sido siempre un hombre muy tímido), ha accedido
encantado a acercarse hasta El Caballo Blanco para que así pueda usted
convencerse de que está perfectamente vivo. Es más, casi me atrevería a decir
que para cuando esta carta llegue a sus manos él ya se encontrará allí con usted.
¿Quién sabe? Quizás incluso sea él mismo quien se la lea a usted cuando la
reciba».
Con sumo cuidado, Mr. Cox dejó a un lado la carta y, tras carraspear
suavemente y tragar saliva con dificultad, miró con expresión desconcertada a
Mr. Piper, quien, a su vez, le observaba a él con los ojos abiertos como platos.
Durante un largo rato ninguno de los dos habló. Finalmente, Mr. Cox,
incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio, comenzó a proferir todo tipo
de maldiciones.
—¿Por qué no se calla de una vez? —le propuso Mr. Piper al cabo de unos
minutos—. El que usted diga todas esas cosas no nos va a ayudar.
—Pues a mí sí que me ayuda, ¿sabe? —replicó, desquiciado, Mr. Cox
reanudando su personal retahíla de improperios.
No obstante, apenas había tenido tiempo de decir unas pocas palabras más
cuando Mr. Piper, visiblemente sobresaltado, levantó una mano en demanda de
silencio. En el acto, las palabras cesaron de salir de los labios de su amigo. Fue
entonces cuando una voz familiar se dejó oír claramente en el pasillo. Unos
segundos más tarde Mrs. Berry entraba en la habitación y se quedaba de pie,
delante de los dos hombres, mirándoles con expresión divertida.
—Querido tío, he venido hasta aquí en el mismo tren que usted para
asegurarme de que efectivamente tenía usted intención de venir aquí —dijo—.
¿Cuánto hace que ha llegado?
Tras humedecerse los labios con nerviosismo, Mr. Piper, desesperado, miró
a Mr. Cox en busca de auxilio.
—Pues… ejem… hace unos cinco minutos, querida —balbuceó finalmente.
—Estamos todos tan contentos de que nuestro querido tío se haya
recuperado tan pronto… —continuó diciendo Mrs. Berry con una amplia

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sonrisa y señalando con la cabeza a Mr. Cox—. No obstante, menuda
ocurrencia tuvo usted al enterrarlo entre los macizos de geranios del jardín. El
pobre todavía tiene restos de tierra por todas partes.
Mr. Piper, resoplando y profiriendo toda clase de sonidos irreconocibles,
abandonó la habitación precipitadamente. Mr. Cox, por su parte, incapaz de
pronunciar ni una sola palabra, permaneció sentado mirando, sin más, a Mrs.
Berry.
—¿No se sorprendió usted al verle? —preguntó aquella mezquina mujer.
—No después de leer la carta que usted me escribió —logró decir
finalmente Mr. Cox intentando mantener la escasa dignidad que aún le quedaba
—. Nada hubiera sido capaz de sorprenderme gran cosa después de leer aquello.
Mrs. Berry volvió a mostrar su amplia sonrisa.
—Por cierto, tengo otra pequeña sorpresa para usted —añadió
inesperadamente—. A Mrs. Cox le afectó tanto la idea de quedarse sola
mientras usted se dedicaba a vagabundear por la faz de la tierra que ella y yo,
ante la adversidad, decidimos formar una sociedad. A partir de ahora las dos
trabajaremos juntas. Así, a la hora de sacar adelante los asuntos domésticos,
seremos dos en vez de una. Tenemos pensado empezar por retocar las escrituras
de todos los bienes que hay en la casa, los cuales pasarán a ser propiedad de…
¿Cómo? ¿Qué es lo que ha dicho, Mr. Cox?
—¿Eh? Oh… No, nada. Tan sólo estaba… pensando en voz alta —
respondió Mr. Cox.

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EL NÁUFRAGO

(The Castaway, 1903)

De pie ante la puerta de la pequeña tienda, Mrs. Boxer, sin dejar de retorcer
nerviosamente entre sus dedos el borde de su gastado delantal, soltó un
profundo suspiro y echó un vistazo a su alrededor. El día se acercaba
rápidamente a su fin, por lo que las farolas que cada noche alumbraban las
estrechas callejuelas de Shinglesea se encontraban ya encendidas. Durante un
buen rato, la mujer permaneció donde estaba, sin apenas moverse, escuchando
con atención el incesante batir de las olas del mar sobre la arena de la playa
cercana. Luego, como despertando de un sueño merced a un ligero escalofrío,
entró en la tienda y cerró la puerta tras de sí.
Aquella pequeña tienda, con sus rechonchos recipientes llenos hasta el
borde de deliciosos y suculentos caramelos, era uno de los primeros recuerdos
que conservaba de su infancia. Hasta el día en que se casó no había existido
para ella otro hogar, y cuando, hacía ahora tres años, su marido fue dado por
muerto al naufragar el North Star, barco en el que por aquel entonces navegaba,
decidió abandonar su hogar conyugal en Poplar para regresar a la casa que la
había visto nacer y ayudar así a su madre a llevar el negocio.
Presa de un notable nerviosismo, cogió de una mesa la labor de punto que
llevaba semanas realizando y tomó asiento con la intención de continuar
trabajando en ella, pero al cabo de uno o dos minutos, incapaz de concentrarse
en lo que hacía, la dejó a un lado. Levantó entonces la mirada y, a través del

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cristal de la puerta que comunicaba con una pequeña sala de estar que hacía las
veces de trastienda, vio, ataviada con un mantón rojo que llevaba echado sobre
los hombros, a su madre, Mrs. Gimpson, quien, cómodamente instalada en su
sillón favorito, estaba profundamente dormida.
Cuando la puerta de la tienda se abrió y la campanilla situada sobre el
marco resonó en el interior del local, Mrs. Boxer volvió la cabeza y, al ver al
hombre que acababa de aparecer súbitamente en el umbral, profirió un grito de
sorpresa y se echó a temblar. Se trataba de un hombre bajo y con barba cuyos
anchos hombros estaban notablemente encorvados y cuya pierna izquierda,
deformada y algo más corta que la derecha, se torcía al caminar haciéndole
cojear acusadamente. No obstante, a pesar de la extraña apariencia del recién
llegado, Mrs. Boxer, una vez superada la primera impresión, se levantó y echó a
correr hacia él. Un segundo más tarde se encontraba entre los brazos del extraño
llorando y riendo al mismo tiempo.
Mrs. Gimpson, temblando por la brusquedad con la que las voces de su hija
la habían despertado, se levantó y entró apresuradamente en la tienda. Al verla,
el hombre extendió un brazo hacia ella, se lo enroscó alrededor de la cintura y,
aunque no con demasiada efusividad, le plantó un beso en la mejilla.
—¡Es John, madre! ¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —exclamó su hija, histérica.
—Gracias al Cielo —repuso Mrs. Gimpson con escaso entusiasmo cuando
por fin logró sobreponerse a su asombro.
—¡Está vivo! —gritaba mientras tanto Mrs. Boxer, quien no cabía en sí de
alegría—. ¡Está vivo!
Medio a rastras, medio a empujones, la exultante esposa condujo a su
reaparecido marido hasta la pequeña sala de estar situada en la trastienda y, tras
acomodarlo cariñosamente en el mullido sillón que Mrs. Gimpson acababa de
dejar vacío apenas medio minuto antes, ella misma se sentó sobre las rodillas de
su esposo sin darse cuenta, en su nerviosismo, de que su madre se había
dirigido premeditadamente hacia la silla más desvencijada e incómoda de la
estancia con la intención de ofrecérsela a su yerno.
—¡Qué alegría volver a verte! ¡Quién iba a decir que volverías! —exclamó
Mrs. Boxer enjugándose las lágrimas—. ¿Cómo lograste sobrevivir, John?

Feliz Aniversario 3 L M L
¿Dónde has estado todo este tiempo? Vamos, cuéntanoslo todo.
Mr. Boxer exhaló un profundo suspiro.
—Si yo tuviese talento para contar historias te aseguro que la mía sería muy
muy larga —dijo lentamente—. No obstante, por el momento os la puedo
resumir en unas pocas palabras. Cuando el North Star se hundió en las aguas
del Pacífico Sur casi toda la tripulación consiguió salvarse saltando a los botes.
Yo, en cambio, llegué demasiado tarde a cubierta. Mientras subía un tramo de
escaleras, algo muy pesado cayó sobre mí y me dejó inconsciente sobre el
suelo, sangrando por una brecha abierta en la cabeza. Mirad la marca que aquel
golpe me dejó.
Uniendo la acción a la palabra, Mr. Boxer agachó la cabeza y, apartándose
con las manos unos mechones de pelo, dejó al descubierto una enorme y fea
cicatriz que le recorría parte del cuero cabelludo. Su mujer, al verla, soltó una
exclamación de alarma. Mrs. Gimpson, por su parte, tras echarle un breve
vistazo, se limitó a emitir un ligero sonido con el que no pretendió expresar
nada, ni tan siquiera lástima.
—Cuando recuperé el sentido —siguió contando Mr. Boxer— me di cuenta
de que el barco se estaba hundiendo a gran velocidad. No obstante, me sentía
tan débil que cuando el agua comenzó a inundar el compartimento en el que me
encontraba ni siquiera fui capaz de ponerme en pie. Me asaltó entonces la súbita
certeza de que el barco iba a arrastrarme consigo hasta el fondo del mar. Por
fortuna, tal y como podéis comprobar con vuestros propios ojos, no fue así, si
bien todavía no me explico cómo pude escapar de aquella situación tan
angustiosa. Durante siglos enteros me pareció que me estaba ahogando y que a
la vez luchaba por respirar, hasta que de repente me encontré flotando a la
deriva, aferrado a un madero con las escasas fuerzas que aún me quedaban.
»Así pasé un día y una noche hasta que, a la mañana siguiente, fui rescatado
por un nativo que pasó por allí a bordo de una canoa y que, apiadándose de mí,
me llevó consigo hasta una pequeña isla en la que me vi relegado a vivir
durante más de dos años debido a que se hallaba muy apartada de las rutas de
comercio más frecuentadas. Finalmente fui recogido por la Pearl, una goleta
que pasó por allí rumbo a Australia y cuyo capitán accedió amablemente a

Feliz Aniversario 3 L M L
llevarme hasta Sidney. Una vez en esta ciudad, conseguí enrolarme en el
Marston Towers, un vapor que zarpaba esa misma semana para Inglaterra. Por
fin, tras una larga travesía, esta mañana llegué a puerto. Y he pasado todo el día
caminando para poder llegar aquí antes de que anocheciese.
—Pobrecito mío —dijo su esposa cogiéndole cariñosamente del brazo—.
¡Cuánto debes de haber sufrido!
—Ya lo creo, querida —repuso Mr. Boxer—. ¡Vaya! —añadió al oír
carraspear bruscamente a su suegra—. Qué tos más fea tiene usted, querida
suegra. ¿Se encuentra bien? —le preguntó a la anciana.
—Me encuentro perfectamente, gracias —respondió secamente Mrs.
Gimpson—. ¿Por qué no nos escribiste cuando llegaste a Sydney, John? —
preguntó a continuación con cierta brusquedad.
—Porque no sabía a dónde hacerlo —contestó Mr. Boxer mirando a su
suegra con atención—. No sabía adónde podía haber ido Mary al cabo de tanto
tiempo.
—Podías haber escrito aquí —replicó Mrs. Gimpson.
—Pues… sí, tiene usted razón —dijo Mr. Boxer—. Pero, si quiere que le
sea sincero, no se me ocurrió pensar en eso. Lo cierto es que mientras estuve en
Sydney anduve demasiado ocupado buscando un barco en el que poder
enrolarme. No obstante, ahora que estoy aquí ya no hay nada de qué
preocuparse.
—Yo siempre tuve el presentimiento de que más tarde o más temprano
acabarías apareciendo por aquí —dijo Mrs. Gimpson—. En lo más profundo de
mi alma siempre estuve convencida de ello. Mary estaba segura de que habías
muerto, pero yo nunca fui de su misma opinión. Y ahora el tiempo, que nunca
miente, ha demostrado que mis presentimientos eran correctos.
Hubo algo en la manera en que Mrs. Gimpson dijo aquellas últimas frases
que causó en sus dos oyentes una impresión sumamente desagradable,
impresión que se vio acentuada cuando, tras una breve pausa, y sin motivo
aparente, la anciana se echó súbitamente a reír e hizo una profunda mueca de
desdén.

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—La felicito por lo acertado de sus presentimientos —dijo entonces Mr.
Boxer con cierta brusquedad—. Afortunadamente, estaba usted en lo cierto.
—Suelo estarlo casi siempre —repuso la anciana con una nueva mueca de
desdén—. No resulta fácil engañarme.
—Dime, querido, ¿se portaron bien contigo los nativos? —se apresuró a
preguntarle Mrs. Boxer a su marido en un intento por restarle algo de tirantez a
la conversación.
—Sí, Mary. Muy bien —respondió el interpelado—. Deberías haber visto
aquella isla. Una hermosa franja de arena tan fina como el oro en polvo la
rodeaba por completo. Y había palmeras por todas partes. Y cocos para comer
hasta hartarse. Pero lo mejor de todo era que no había nada que hacer en todo el
día más que estar tumbado al sol y nadar tranquilamente en el mar.
—¿Y no había ninguna taberna por allí? —preguntó Mrs. Gimpson.
—Pues la verdad es que no —respondió su yerno—. Aquello era
simplemente una pequeña isla, una más de las muchas que se encuentran
diseminadas por todo el Océano Pacífico.
—¿Y cómo has dicho antes que se llamaba la goleta que te recogió? —
preguntó Mrs. Gimpson.
—Pearl —respondió Mr. Boxer con el recelo propio de un testigo que está
siendo sometido a un interrogatorio.
—¿Y cómo se llamaba el capitán de dicha goleta? —inquirió Mrs.
Gimpson.
—Smith. Thomas Henry Walter Smith —contestó Mr. Boxer poniendo un
énfasis especial en cada una de aquellas palabras.
—¿Y el primer oficial?
—John Brown —fue la respuesta.
—¡Vaya! ¿No es curioso? Ambos son nombres de lo más corriente —
comentó Mrs. Gimpson, como dejándolo caer—. En fin… Como ya he dicho
antes, yo estaba segura de que antes o después regresarías a casa sano y salvo.
Por eso mismo nunca me preocupé. «No te aflijas, querida», no hacía más que
repetirle a Mary una y otra vez. «Seguro que John se encuentra perfectamente.
Regresará cuando mejor le parezca».

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—¿Qué quiere usted decir con eso de «cuando mejor le parezca»? —
preguntó Mr. Boxer, visiblemente indignado—. Tenga por seguro que he
regresado tan pronto como me ha sido posible.
—Vamos, mamá, no hables así —intervino la hija—. Has de reconocer que
tú también estabas preocupada por John. Si hasta insististe en que fuéramos a
ver al viejo Mr. Silver para preguntarle por su paradero.
—Sí, es cierto. Pero, como tú muy bien recordarás, después de hablar con
Mr. Silver yo ya no volví a estar preocupada por él nunca más —dijo Mrs.
Gimpson con los labios fuertemente apretados.
—¿Y se puede saber quién es ese Mr. Silver y qué podía él saber acerca de
mi paradero? —preguntó Mr. Boxer.
—Es un adivino que vive no muy lejos de aquí —respondió su esposa.
—Un hombre dotado de grandes poderes —añadió la suegra—. Sabe leer
las estrellas.
Sin poder evitarlo, Mr. Boxer estalló en sonoras carcajadas.
—¿En serio? ¿Y qué fue lo que os dijo de mí ese tipo, si puede saberse? —
preguntó a continuación, una vez recuperado el control de sí mismo.
—Nada en realidad —se apresuró a responder su esposa.
—Oh, ya veo —dijo Mr. Boxer en son de burla—. Una actitud de lo más
prudente por su parte. Aunque lo cierto es que, actuando así, cualquiera de
nosotros podría ser adivino.
—Eso no es cierto, Mary —intervino bruscamente Mrs. Gimpson mirando a
su hija—. No digas que Mr. Silver no nos dijo nada porque eso sería faltar a la
verdad. Tú sabes muy bien que nos dijo que lo sabía todo sobre John y sobre lo
que éste había estado haciendo desde que su barco naufragó, pero que no se
atrevía a decírnoslo porque no quería hacernos daño.
—Un momento, un momento —dijo Mr. Boxer dando un respingo al oír
aquello—. Ya está bien. ¿Queréis decirme las dos a qué viene todo esto? Si ese
farsante se ha dedicado a levantar calumnias sobre mí estoy dispuesto a darle su
merecido.
—No te pongas así, querido. Déjalo estar —dijo su esposa cogiéndole del
brazo—. Lo importante es que por fin estás aquí, sano y salvo. En cuanto a Mr.

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Silver, no te preocupes por él. La mayoría de la gente no cree en las cosas que
dice.
—Porque no le conviene creer en ellas —intervino Mrs. Gimpson con
terquedad—. ¿Acaso te has olvidado de que, en su momento, ese hombre
predijo la enfermedad que yo padecí el año pasado?
—Bueno, ya está bien —dijo de repente Mr. Boxer con una mueca de
desdén—. Yo ya os he contado mi historia. No os la creáis si no queréis. Pero lo
que sí os puedo asegurar es que tengo testigos capaces de confirmarla. Si lo
deseáis, podéis escribirle al capitán del Marston Towers y a todos los miembros
de su tripulación preguntándole por mí.
»Claro que, ahora que lo pienso, quizá prefiráis que vayamos a ver a ese
prodigioso adivino amigo vuestro. En ese caso, podríamos mantener en secreto
mi identidad diciendo simplemente que soy un viejo amigo de la familia.
Podríamos pedirle que nos contase cuanto dice saber sobre mí y sobre lo que he
estado haciendo durante todo este tiempo sin preocuparse por el daño que eso
pudiera acarrear. Estoy convencido de que eso os haría ver a las dos lo absurdas
y ridículas que resultan todas esas supersticiones.
—Podríamos ir después de cerrar la tienda, ¿no te parece, mamá? —propuso
Mrs. Boxer—. Pero antes de ponernos en marcha tomaremos algo de cenar.
Debes de estar hambriento, John.
Mrs. Gimpson vaciló durante unos segundos. Dejando aparte el hecho de
que nunca resulta del todo agradable someter las creencias supersticiosas que
uno alberga al examen de quienes no creen en ellas, lo cierto es que, tras la
actitud que había adoptado desde un principio, la anciana no podía permitirse
correr el riesgo de que su yerno la dejase en evidencia.
—Está bien. Puesto que así lo queréis los dos, olvidémoslo todo y no
digamos una sola palabra más sobre el asunto —dijo poniéndose muy seria—.
Pero eso no quiere decir que yo vaya a cambiar de opinión.
—A mí me parece, querida suegra —dijo entonces Mr. Boxer—, que tiene
usted miedo de que vayamos a ver a su adorado adivino. No estará usted
preocupada por que podamos desenmascarar a ese embaucador, ¿verdad?

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—Es inútil que intentes burlarte de mí, John Boxer. Tus palabras no
conseguirán hacer que me enfade —repuso Mrs. Gimpson temblando de ira.
—Claro, claro —dijo burlonamente Mr. Boxer—. Cuando alguien es feliz
creyendo en mentiras, los demás tenemos que respetar su felicidad antes que
hacerle comprender la verdad, ¿no es eso? Todos tenemos derecho a ser felices
y a vivir de nuestros sueños, pero si todos tuviésemos el mismo sentido común,
los adivinos no podrían vivir de los sueños de los demás. Dígame, querida
suegra: ¿cómo adivina ese hombre las cosas? ¿Leyendo las hojas de té u
observando sin más el color de los ojos[5]?
—Ya basta de burlas, John Boxer —advirtió Mrs. Gimpson con frialdad—.
Quizá te interese saber que de no ser por las advertencias de Mr. Silver yo no
estaría viva en este momento.
—Hace unos meses mamá se vio obligada a guardar cama durante diez días
para evitar que un perro rabioso la mordiera —le explicó Mrs. Boxer a su
marido.
—¿Cómo has dicho, querida? —preguntó, incrédulo, Mr. Boxer tapándose
la boca con la mano y haciendo enormes esfuerzos por contener las carcajadas.
—Sí, sí, ríete cuanto quieras. Supongo que te estarías riendo mucho más si
aquel perro hubiese acabado mordiéndome realmente, ¿no es cierto? —
preguntó Mrs. Gimpson mirando a su yerno con furia.
—¿Y se puede saber a quién acabó mordiendo finalmente aquel perro? —
preguntó Mr. Boxer tras recobrar el control de sí mismo.
—Ya veo, querido yerno, que no te enteras de nada —repuso Mrs. Gimpson
mirando a Mr. Boxer con desprecio—. No hubo ningún perro. Gracias a que yo
me quedé en cama y a que mantuve la puerta de mi habitación bien cerrada con
llave en todo momento, no apareció perro alguno por el pueblo. ¿Para qué iba a
hacerlo? Si se hubiese dejado ver no hubiese podido morderme, pues yo estaba
encerrada en casa.
—Bueno, ya está bien de tonterías. Si sigue usted contándome historias
como ésa va a acabar matándome de risa —dijo Mr. Boxer sonriendo—. Tanto
si decide usted venir como si no, Mary y yo iremos a ver a ese impostor después
de cenar. Ya que aquí nadie me conoce, Mary me presentará como un viejo
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amigo de la familia y a continuación le pedirá a ese tipo que le cuente todo lo
que sabe acerca de su marido. Durante la visita Mary y yo nos mostraremos
muy cariñosos el uno con el otro para dar a entender que tenemos intención de
casarnos. Así él podrá decir la verdad sobre mí (o, mejor dicho, lo que él dice
que es la verdad sobre mí) sin que le importe tanto el daño que sus palabras
puedan causar.
—Yo que tú no intentaría reírme de Mr. Silver —advirtió Mrs. Gimpson.
Mr. Boxer negó enérgicamente con la cabeza.
—Usted me conoce, querida suegra, y sabe que siempre estoy dispuesto a
disfrutar de un rato de diversión —repuso lentamente—. Estoy deseando ver la
cara que pone ese farsante cuando se entere de quién soy yo en realidad.
Por toda respuesta Mrs. Gimpson dio media vuelta y se puso a mirar a su
alrededor en busca de su cesta de la compra. Una vez la hubo encontrado, se
dirigió hacia la puerta y, tras anunciar que se disponía a comprar algo para
cenar que estuviese en consonancia con aquella ocasión tan especial, salió a la
calle dejando a la pareja a cargo de la casa.
Caminando a buen paso, pues era ya tarde y las tiendas se preparaban para
cerrar, la anciana fue hasta la Calle Mayor, hizo rápidamente sus compras y
emprendió el regreso a casa. No obstante, al pasar junto a la boca del estrecho
callejón en el que vivía Mr. Silver, sus pies, como guiados por un repentino
impulso, la internaron en éste y la llevaron hasta la mismísima puerta del
adivino.
En respuesta a su llamada se oyó un lento arrastrar de pies en el interior. Un
par de segundos más tarde el adivino en persona abrió la puerta y, tras
reconocer a una de sus más fieles y crédulas clientas, la invitó a pasar. Mrs.
Gimpson, obediente, entró, siguió a su anfitrión hasta una oscura pero bien
conocida habitación y, una vez allí, tomó asiento y se quedó mirando con
expresión aturdida la venerable barba blanca y los ojillos enrojecidos de aquel
hombre sin saber cómo empezar.
—Mi hija vendrá a verle dentro de un rato, Mr. Silver —dijo finalmente.
El adivino asintió con la cabeza.

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—Ella… desea preguntarle acerca de su marido —prosiguió la anciana,
balbuceando—. Traerá a un amigo con ella, un hombre… que no cree en sus
poderes, Mr. Silver. Él… lo sabe todo sobre mi yerno y quiere escuchar… lo
que usted tiene que decir acerca de él.
El adivino se caló unos enormes anteojos y observó detenidamente a su
visitante durante unos segundos.
—Mrs. Gimpson, a usted le ronda algo en la cabeza, algo que no me quiere
decir —dijo finalmente—. Más le valdría contármelo todo.
Mrs. Gimpson negó enérgicamente con la cabeza.
—Entonces déjeme advertirle que un gran peligro se cierne sobre usted —
continuó diciendo Mr. Silver con una voz ronca y grave que hizo que un
escalofrío recorriese la espina dorsal de la anciana—. Se trata de algo que tiene
que ver con su yerno.
Lentamente, mientras hablaba, aquel hombre comenzó a mover atrás y
adelante una de sus delgadas y arrugadas manos como si intentase abrir un
hueco entre la niebla para poder atisbar a través de ella.
—Un terrible peligro se está fraguando sobre usted —prosiguió diciendo
aquel hombre—. Y eso se debe a que usted, o alguna otra persona, me está
ocultando algo.
Ante tal revelación, Mrs. Gimpson, completamente aterrorizada, se hundió
en su silla.
—Hable —dijo suavemente Mr. Silver—. Hágalo al menos por usted
misma, Mrs. Gimpson. No tiene usted por qué sacrificar su vida guardando
silencio por los demás.
Tras sopesar aquellas palabras apenas medio segundo, Mrs. Gimpson,
decidiendo que era de la misma opinión que su anfitrión, procedió a relatarle de
un tirón cuanto había ocurrido aquella tarde. Como tenía buena memoria, no
olvidó ni el más mínimo detalle.
—Curioso. Muy, pero que muy curioso —dijo el venerable Mr. Silver
cuando la anciana hubo concluido su relato—. Tiene usted un yerno
verdaderamente ingenioso, Mrs. Gimpson.

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—¿Verdad que sí, Mr. Silver? —convino la anciana—. Asegura que puede
probar que su historia es cierta porque tiene testigos a los que recurrir.
—Si él se empeñase, podría demostrar como mucho una parte de ella —
repuso el adivino entornando los ojos con maldad—. Pero no toda, Mrs.
Gimpson. Se lo digo yo.
—Entonces, si al menos parte de su historia es cierta, ¿por qué se mostró
usted desde el principio tan reacio a decirnos lo que le había ocurrido a John?
—preguntó la anciana procurando que sus palabras sonasen lo menos posible a
un reproche—. Si es cierto que se vio obligado a vivir durante un tiempo en una
isla, no veo qué puede tener eso de malo. Al fin y al cabo, un hombre no
siempre puede evitar ir a parar a donde el destino se empeñe en llevarlo.
—Cierto, Mrs. Gimpson. Muy cierto —convino lentamente Mr. Silver—.
Pero no se preocupe usted ahora por eso. Deje que su hija y su yerno vengan a
verme y me hagan todas las preguntas que deseen. En cuanto a usted, se lo
advierto por su propio bien: procure no decirle a nadie que ha estado aquí. Si
por casualidad se va de la lengua, la tragedia que caerá sobre usted será tan
terrible que ni siquiera yo, a pesar de todos mis poderes, seré capaz de ayudarla.
Al oír aquellas palabras Mrs. Gimpson se echó automáticamente a temblar.
Poco después, más impresionada que nunca por los extraordinarios poderes de
Mr. Silver, emprendió lentamente el regreso a casa, donde, al llegar, encontró al
inconsciente de su yerno relatándole sus apasionantes correrías a los Thompson,
la pareja que vivía en la casa de al lado.
—Es un auténtico milagro que haya usted regresado a casa con vida —
estaba diciendo Mr. Thompson, entusiasmado, cuando Mrs. Gimpson entró en
la casa—. Todo eso que nos está contando suena exactamente igual que un libro
de aventuras. Enséñenos otra vez esa enorme cicatriz que tiene en la cabeza,
John.
Mr. Boxer, complaciente, accedió ante las muestras de admiración de los
vecinos.
—Si no tienen ustedes inconveniente, volveremos cuando hayan terminado
de cenar. Así podremos acompañarles a casa del adivino —continuó diciendo
Mr. Thompson mientras él y su esposa se ponían en pie para marcharse—. Será

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para mí un auténtico placer contemplar la cara que pone ese viejo farsante de
Mr. Silver cuando se entere de quién es usted en realidad.
Reprimiendo una mueca de desprecio, Mrs. Gimpson observó atentamente a
Mr. Thompson mientras éste abandonaba la casa. Cuando, finalmente, los tres
se encontraron solos, Mrs. Boxer se levantó y comenzó a poner la mesa.
La cena transcurrió con lentitud, debido principalmente a Mr. Boxer, que no
dejaba de hablar, en su empeño por agotar su amplio repertorio de anécdotas.
Luego, una vez recogida la mesa y cerrada la tienda, los tres se reunieron con
los Thompson, que estaban ya esperándoles en la calle, y todos juntos partieron
hacia la casa del adivino. Durante el camino, Mr. Boxer y Mr. Thompson se
encargaron de animar la conversación, el primero simulando estremecerse de
miedo cada diez pasos ante la sola idea de los prodigios sobrenaturales que se
disponía a presenciar, y el segundo, que no quería ser menos, quedándose
inmóvil cada cierto tiempo hasta que su esposa, riendo, se acercaba a él y le
aseguraba que nadie iba a echarle ningún conjuro ni a hacerle desaparecer en
una nube de humo.
Para cuando llegaron a la puerta de Mr. Silver, la comitiva ya había
recobrado toda su seriedad y decoro, y, excepto por el profundo escalofrío que
recorrió de pies a cabeza a Mr. Boxer cuando su mirada se posó sobre la pareja
de calaveras que adornaban la mesa del adivino, su comportamiento fue
absolutamente correcto. Mrs. Gimpson, tras adelantarse para saludar a su
anfitrión, explicó en pocas palabras el motivo de aquella visita y presentó a Mr.
Boxer como un viejo amigo de la familia recién llegado de Londres.
—Haré cuanto pueda por complacerles —respondió lentamente el adivino
mientras sus visitantes tomaban asiento alrededor de la mesa—. Pero antes
quiero que sepan que yo me limito estrictamente a contar lo que veo. Si no veo
nada, no podré decirles nada. Pero si lo veo todo, se lo diré todo. Siempre, claro
está, que estén ustedes seguros de que eso es lo que desean.
Mr. Boxer miró disimuladamente a Mr. Thompson y le guiñó un ojo en
señal de complicidad. Éste, por su parte, respondió propinándole un pellizco a
Mr. Boxer. Mrs. Thompson, advirtiendo los tejemanejes de los dos hombres, se

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acercó a ellos y les reprendió en voz baja diciéndoles que mantuviesen la
compostura.
Los misteriosos preparativos de rigor pronto estuvieron completos. En un
momento dado, una pequeña nube de humo a través de la cual los fieros ojillos
enrojecidos de Mr. Silver examinaron minuciosamente a Mr. Boxer se elevó de
la mesa. Entonces el adivino, tras verter varios líquidos en un pequeño cuenco
de porcelana, levantó la mano en demanda de silencio y clavó su mirada en el
contenido de dicho cuenco.
—Veo imágenes —dijo con voz cavernosa—. Veo… los muelles de una
gran ciudad. Londres, me atrevería a decir. Veo a un hombre de pie en la
cubierta de un barco. Está encorvado, como si por naturaleza fuese cargado de
espaldas, y cuando camina cojea de la pierna izquierda.
Con los ojos muy abiertos a causa del asombro, Mr. Thompson se arrimó a
Mr. Boxer y le dio un ligero codazo en las costillas, pero éste, que ya
comenzaba a cansarse de las bromas del vecino de su suegra, decidió ignorarle
y no se molestó en responder.
—El barco zarpa —continuó diciendo Mr. Silver sin dejar en ningún
momento de mirar el contenido del cuenco—. Al salir de puerto vira
ligeramente y su popa queda a la vista. El nombre del barco se encuentra escrito
en ella. Se trata del…
—Mire usted con atención, amigo, no vaya a equivocarse de barco —gruñó
Mr. Boxer en voz baja.
—Se trata del North Star —dijo por fin el adivino—. El hombre encorvado
está todavía en cubierta. No sé su nombre ni puedo ver bien su rostro, pero le
veo acercarse cojeando hasta la proa y asomarse por la borda para contemplar el
mar. Ahora saca de un bolsillo la fotografía de una joven muy hermosa y la
mira con profundo fervor.
Al oír aquello, Mrs. Boxer, quien no pasaba por ser precisamente una
belleza, dio un fuerte respingo, como si acabasen de clavarle un punzante
aguijón, y se quedó muy tiesa en su silla. Mr. Thompson, que estaba a punto de
propinarle a Mr. Boxer un nuevo codazo en las costillas, se detuvo en seco y,

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tras pensárselo dos veces, decidió adoptar un aire de perplejidad que no
comprometía a nada.
—La imagen se desvanece —continuó diciendo Mr. Silver—. ¡Ajá! Parece
que ya vuelve a cobrar fuerza. Veo… un barco en medio del océano. Se
encuentra envuelto en una terrible tempestad. Es el North Star. Se está
hundiendo. El hombre encorvado está llorando. Parece desesperado. Aunque la
imagen es ahora más intensa, sigo sin saber cómo se llama y sin poder ver bien
su rostro.
Mr. Boxer, que había estado a punto de interrumpir al adivino en varias
ocasiones, carraspeó ruidosamente y se esforzó por aparentar indiferencia.
—El barco se hunde rápidamente —prosiguió Mr. Silver dándole un toque
de emoción a su relato—. ¡Vaya! ¿Qué es eso que flota en medio del mar?
Parece un madero… Sin duda alguna, parte de los restos del naufragio. ¡Un
momento! Hay algo agarrado a él. Parece un mono, pero… ¡No! Es el hombre
encorvado otra vez. ¡Dios mío!
Con el alma en vilo, los cinco oyentes se inclinaron a un tiempo hacia
adelante y miraron embelesados al adivino. La respiración ahogada de Mr.
Boxer fue lo único que pudo oírse en el casi absoluto silencio que en aquel
momento se apoderó de la estancia.
—Se encuentra solo en medio del inmenso océano —continuó diciendo el
vidente—. Se hace de noche. Luego llega el nuevo día. Una esbelta y hermosa
muchacha de tez morena se acerca a él remando en una canoa. Se trata de una
nativa. La muchacha ayuda al náufrago a subir a la canoa y luego, con la cabeza
de éste cómodamente instalada en su regazo, rema con fuerza hacia una
pequeña isla poblada de altas palmeras.
—¡Eh, oiga! No se atreva a… —comenzó a protestar Mr. Boxer,
visiblemente alterado.
—¡Shhh! No interrumpa, hombre —intervino Mr. Thompson, que no estaba
dispuesto a perderse ni una sola de las palabras del adivino.
—La imagen se desvanece de nuevo —prosiguió Mr. Silver—. Pero otra
aparece en su lugar. Los nativos de la isla celebran una boda. No hay duda: se
trata de la muchacha de tez morena y el hombre encorvado. Pero… ¡Vaya! La

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boda se ve interrumpida de repente. Un joven, un nativo, se abre paso entre los
presentes blandiendo un enorme cuchillo. Sin pensárselo dos veces, salta sobre
el hombre encorvado y le hiere en la cabeza.
Sin poder evitarlo, Mr. Boxer se llevó una mano a la cicatriz que lucía en su
cuero cabelludo en el preciso instante en que las miradas de todos los presentes
se volvían automáticamente hacia él. La expresión que alcanzó a ver entonces
en el rostro de su esposa era sencillamente terrorífica. La que vio, en cambio, en
el de su suegra, se hallaba dominada por esa mirada triste pero triunfal propia
de la mujer que ha llegado a conocer tan bien a los hombres que ya no se
sorprende ante nada de lo que éstos puedan hacer.
—La imagen vuelve a perderse —continuó relatando la hechizante voz de
Mr. Silver tras unos segundos de pausa—. No obstante, otra ocupa rápidamente
su lugar. El hombre encorvado se halla esta vez a bordo de un pequeño barco
cuyo nombre puede leerse en la popa. Se llama Peer… No, Paris.… No, no,
tampoco… ¡Pearl, eso es! El Pearl. Dicho barco se aleja de la isla. En la playa,
la joven morena, con los brazos extendidos ante sí en actitud de súplica, observa
cómo se desvanece en la distancia. Mientras tanto, a bordo, el hombre
encorvado se saca nuevamente del bolsillo la fotografía de la hermosa joven y
la mira embelesado mientras en sus labios se va dibujando una sonrisa.
—¡Ya basta! —exclamó Mr. Boxer, enfurecido—. ¿Cuánto tiempo más
vamos a tener que seguir escuchando toda esta sarta de tonterías? Yo, por mi
parte, ya he tenido más que suficiente.
—Pues vete si quieres —le instó su esposa temblando de furia—. Yo estoy
dispuesta a quedarme aquí y oír todo lo que haya que oír.
—Siéntese y cállese de una vez —añadió Mr. Thompson, cada vez más
interesado en el relato—. Mr. Silver todavía no ha dicho que ese hombre sea
usted. Al fin y al cabo, no es usted el único hombre encorvado que hay en este
mundo, ¿sabe?
—Ahora veo… un barco de pasajeros —continuó diciendo el vidente, que
aparentemente se había sumido en un breve trance mientras sus visitantes
hablaban entre sí—. Zarpa de Australia con rumbo a Inglaterra. Puedo ver
claramente su nombre. Es el Marston Towers. El hombre encorvado va a bordo.

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El barco llega finalmente a Londres. La imagen se difumina, pero otra aparece
en su lugar. Ahora nuestro hombre está sentado junto a una hermosa mujer
que… curiosamente, no es la misma que aparece en el retrato que lleva siempre
consigo.
—¡Demonios! —murmuró para sí Mr. Thompson sin poder contener su
envidia—. ¿Cómo puede este hombre tener tanto éxito con las mujeres? Con
ese cuerpo que tiene, no me explico qué pueden ver en él. Nada más ponerle la
vista encima dan ganas de mirar para otro lado.
—Los dos están sentados cogidos de la mano —continuó el adivino
elevando ligeramente la voz—. Ella le mira, le sonríe y le acaricia la cabeza con
ternura allí donde él tiene una enorme cicatriz. Él acerca su rostro al de ella y…
Una soberbia bofetada resonó súbitamente en la habitación haciendo que
todos los presentes se sobresaltasen. Mrs. Boxer, incapaz de seguir
conteniéndose por más tiempo, se había puesto en pie y, haciendo uso de todas
sus fuerzas, había descargado sobre el rostro de su marido un tremendo
manotazo. Mr. Boxer, aullando tanto de sorpresa como de dolor, se levantó de
un salto y se llevó ambas manos a la mejilla. En el desconcierto que siguió, el
adivino, para el eterno pesar de Mr. Thompson, golpeó sin querer el cuenco
mágico con el brazo y derramó sobre la mesa su misterioso contenido.
—Vaya. Ahora me será completamente imposible seguir viendo nada más
—acertó a decir mientras se escondía bajo la mesa al ver cómo Mr. Boxer
avanzaba hacia él con aspecto amenazador.
En aquel momento, Mrs. Gimpson, interviniendo con decisión, apartó a su
yerno de un empujón y, tras dejar encima de la mesa una modesta cantidad de
dinero, cogió a su hija del brazo y la sacó apresuradamente de allí. Los
Thompson, asustados, no dudaron en seguir dócilmente a las dos mujeres. Mr.
Boxer, por su parte, tras lanzarle una feroz mirada a Mr. Silver, dio media
vuelta y salió corriendo tras ellos.
Ya en la calle, la apresurada comitiva caminó en silencio durante algún
tiempo hasta que Mrs. Thompson, visiblemente impresionada por la escena que
acababa de presenciar, comenzó a decir que si hubiese más adivinos en el
mundo los hombres serían, sin duda alguna, mucho mejores de lo que eran.

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Mr. Boxer, que no había dejado de correr hasta alcanzar a su esposa, logró
por fin llegar hasta ella y dirigirle una suplicante mirada.
—Mary, escúchame… —comenzó a decir.
—No te molestes en dirigirme la palabra porque no pienso contestarte, John
—le atajó ella acercándose más a su madre. Mr. Boxer se echó a reír con
amargura.
—Vaya. Esto es lo que se dice un feliz regreso a casa —dijo con ironía.
Abatido, dejó que las dos mujeres le adelantaran y continuó caminando
hecho una furia. Su mal humor no se vio precisamente apaciguado al ver que, al
pasar a su lado, Mrs. Thompson, quien sin duda alguna debía de creer
firmemente que el adulterio y la bigamia eran enfermedades altamente
contagiosas, agarraba fuertemente del brazo a su marido y tiraba de él para que
no se le acercase. Sintiéndose dolorosamente rechazado, Mr. Boxer clavó una
mirada cargada de odio en Mrs. Gimpson, que, unos cuantos metros por delante
de él, caminaba con la espalda muy erguida como en un tenaz intento por
sobrellevar mejor la humillación a la que su hija acababa de ser sometida.
Para cuando la comitiva llegó finalmente a casa, Mr. Boxer se hallaba
sumido en un estado tal de desesperación que hubiese sido capaz de cualquier
cosa. No obstante, en el preciso instante en que se disponía a cruzar el umbral,
su esposa le dirigió una mirada tan furibunda que él, amedrentado, se detuvo en
seco con un pie en el escalón y otro en el aire y la miró sin atreverse a decir una
sola palabra.
—¿Adónde crees que vas? ¿Acaso se te ha olvidado algo aquí dentro? —le
preguntó ella con frialdad.
Mr. Boxer negó lentamente con la cabeza.
—Sólo quiero entrar para confesar toda la verdad —respondió adoptando un
extraño tono de voz—. Después me marcharé.
Mrs. Gimpson y su hija se hicieron a un lado para dejarle pasar. Mr.
Thompson, deseoso de saber en qué acababa todo aquello, entró detrás de él a
pesar de las débiles protestas de su esposa, que seguía celosamente cogida de su
brazo. Una vez dentro, todos ellos se sentaron en fila contra la pared. Todos,
excepto Mr. Boxer, quien se sentó frente a los demás y, a pesar de su aspecto

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alicaído y avergonzado, les dirigió a todos ellos una profunda mirada de
desprecio.
—¿Y bien? —preguntó Mrs. Boxer al cabo de unos segundos.
—Todo lo que dijo ese viejo es absolutamente cierto —comenzó a decir su
marido con actitud desafiante—. O, mejor dicho, casi todo. En realidad, yo no
me casé con una nativa. Me casé con tres.
Todos sus oyentes, a excepción de Mr. Thompson, se estremecieron
escandalizados.
—Y también me casé con una mujer blanca cuando estuve en Australia —
continuó Mr. Boxer esforzándose por recordar—. Lo que me sorprende es que
Mr. Silver no llegase a averiguar nada de eso. Yo diría que ese tipo no es tan
buen adivino como pretende hacerle creer a todo el mundo.
—¡Que me aspen! ¿Qué diablos pudieron ver todas esas mujeres en este
hombre? —le susurró Mr. Thompson, atónito, a su esposa.
—¿Y te casaste también con la hermosa muchacha de la fotografía? —
preguntó Mrs. Boxer con voz temblorosa.
—Así es —respondió su marido.
—¡Canalla! —gritó indignada Mrs. Boxer.
—Me casé con ella, en efecto —continuó diciendo Mr. Boxer—. La boda
tuvo lugar en Camberwell en mil ochocientos noventa y tres.
—¿En mil ochocientos noventa y tres? —preguntó su esposa con la voz
embargada por la sorpresa y la emoción—. Eso no puede ser. Tú y yo no nos
casamos hasta mil ochocientos noventa y cuatro.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó aquel monstruo con pasmosa
naturalidad.
Más pálida que nunca, Mrs. Boxer se levantó lentamente de su silla y se
quedó allí de pie, mirando horrorizada al que siempre había creído su legítimo
esposo y esforzándose en vano por articular palabra.
—¡Sinvergüenza! —intervino Mrs. Gimpson, enfurecida—. Siempre
desconfié de ti.
—Ya lo sé, querida suegra —repuso tranquilamente Mr. Boxer.

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—¡No te atrevas a llamarme «querida suegra»! —gritó Mrs. Gimpson, fuera
de sí—. Ya estabas casado antes de conocer a mi hija. Llevas años cometiendo
bigamia.
—Poligamia, más bien. Y una y otra vez —afirmó alegremente Mr. Boxer
—. Le aseguro que para mí ha llegado a convertirse en una especie de
pasatiempo.
—¿Estaba viva tu primera esposa cuando te casaste con mi hija? —preguntó
Mrs. Gimpson.
—¿Que si estaba viva? —repuso Mr. Boxer—. ¡Demonios! ¡Pues claro que
lo estaba! Y sigue estándolo. Y espero que por muchos años.
Con una amplia sonrisa, Mr. Boxer se recostó en su silla y contempló con
satisfacción los cuatro rostros horrorizados que tenía ante sí.
—¡Irás a la cárcel por esto! —gritó Mrs. Gimpson casi sin aliento—.
¿Dónde vive tu primera esposa?
—Me niego tajantemente a responder a esa pregunta —respondió su yerno.
—¿Dónde vive tu primera esposa? —repitió Mrs. Gimpson.
—¿Por qué no va y se lo pregunta a su querido adivino? —repuso Mr.
Boxer sonriendo con desfachatez—. A lo mejor logra usted convencerle para
que vaya con cuenco y todo a declarar contra mí ante un juez. Seguro que él
sería capaz de decirle más que yo.
—¡Te exijo que me digas su nombre y dirección! —gritó Mrs. Gimpson
rodeando con un huesudo brazo a su hija, que no dejaba de sollozar.
—Me niego a dar tal información —repuso Mr. Boxer alegremente, como
disfrutando con aquella situación tan horrible—. No crea que soy tan estúpido
como para arrojar piedras contra mi propio tejado. Además, la ley no aceptaría
que un hombre se incriminase a sí mismo de una manera tan absurda. Así que
ya puede usted acercarse corriendo al juzgado y presentar una demanda por
bigamia contra mí. Y no olvide avisar a ese estúpido adivino amigo suyo para
que declare como testigo.
Durante unos segundos Mrs. Gimpson miró a su yerno con odio infinito
pero sin atreverse a decir ni una sola palabra. Luego, sentándose, comenzó a

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hablar atropelladamente con Mrs. Thompson. Mrs. Boxer, sollozando, se acercó
entonces a su marido.
—Oh, John —gimió—. Dime que nada de todo esto es cierto. Dime que no
lo es.
Mr. Boxer vaciló por unos instantes.
—¿Y de qué valdría cuanto yo pudiera decir? —preguntó con terquedad.
—No es cierto, ¿verdad? —insistió su esposa—. Por favor, dime que no lo
es.
—Todo lo que os conté esta tarde, cuando entré por primera vez en esta casa
después de tanto tiempo, es cierto —dijo lentamente su marido—. Pero lo que
os acabo de contar ahora es tan cierto como lo que ese viejo adivino embustero
nos contó a todos hace un rato. Que cada uno crea lo que más le guste.
—Yo te creo a ti, John —dijo su esposa con humildad.
Al oír aquello, el rostro de Mr. Boxer se iluminó de repente. Acto seguido,
con un ágil movimiento, el hombre encorvado cogió a su esposa de la mano y la
sentó sobre sus rodillas.
—Eso está mejor —dijo alegremente—. Mientras tú me creas, me importa
un comino lo que el resto del mundo pueda pensar de mí. Por lo demás, te
prometo que tarde o temprano acabaré descubriendo cómo pudo llegar a saber
ese viejo embaucador los nombres de los barcos en los que viajé. Claro que,
ahora que caigo… ¡Demonios! ¿Cómo no me habré dado cuenta antes? ¿Sabes
lo que creo, querida? Algo me dice que aquí alguien se ha ido de la lengua.

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WILLIAM WYMARK JACOBS (Londres, 1863 - 1943). Escritor británico. Su
primer hogar fue una casa situada en uno de los muelles sobre el río Támesis.
Escritor de raíces populares, aprovechó sus experiencias de infancia y
adolescencia para escribir cuentos y novelas cortas inspiradas en los marineros,
pescadores y trabajadores de los muelles, que formaron parte de su vida
cotidiana durante los primeros años de vida.

El primer libro que publicó, Many Cargoes (Muchos fletes, 1896), tuvo un éxito
inmediato, lo que le permitió publicar el año siguiente The Skipper’s Wooing
(El patrón galanteador) y, en 1898, Sea Urchins (Golfillos del mar). Es muy
poco probable que los marineros de sus historias puedan encontrarse a bordo de
algún barco; son personajes literarios cuyas aventuras y desventuras
proporcionan, sin embargo, momentos muy emocionantes en tierra.

Su relato más conocido es La pata de mono (The Monkey’s Paw, 1902), en el


que (alejándose de su vis cómica) sitúa una historia de terror y superstición en
el apacible marco propio de la burguesía media y baja de la época victoriana.

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Notas

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[1] Referencia a una ancestral creencia popular anglosajona según la cual los
pozos son lugares misteriosos dotados de todo tipo de facultades mágicas,
siendo por ello capaces de conceder deseos, revelar secretos, decir la verdad a
cuantas preguntas les son formuladas siguiendo determinado ritual, etc. Estas
propiedades adivinatorias atribuidas a los pozos han sido recogidas por la
literatura en numerosas ocasiones. (N. del T.) <<

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[2] El dummy es una variación de juegos de naipes tales como el bridge, el
whist y otros muchos, en la que, además de los jugadores reales hay un jugador
imaginario. Las cartas que se le reparten a este último en cada mano no se
mueven ni se descubren a lo largo de la misma, lo cual complica un poco más el
desarrollo del juego, sobre todo en aquellos juegos de cartas en los que el
número de naipes que se llevan repartidos en cada momento es un dato a tener
en cuenta. En los juegos de naipes de origen español equivale a lo que se ha
dado en llamar mano del muerto o jugador muerto. (N. del T.) <<

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[3] Efectivamente, la Hechicera de Endor no tiene nada que ver con la historia
de Jonás y la ballena si exceptuamos el hecho de que ambos son personajes
bíblicos.

La Hechicera de Endor era una pitonisa o adivina a la que, según cuenta la


Biblia, acudió a consultar Saúl, rey de Israel, antes de entrar en combate contra
los filisteos en los montes de Gelboé. Por mandato de Saúl, esta mujer invocó al
profeta Samuel, cuyo espíritu, por permiso divino, se apareció ante él y predijo
tanto su derrota como su muerte y la de sus hijos durante la batalla. (N. del T.)
<<

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[4] El apodo de Wheeler, es decir, «Nosey», es un juego de palabras en inglés.
Originalmente, el término significa «entrometido». Por otra parte, la palabra es
una derivación de «nose» (nariz), en clara alusión a la peculiaridad física del
personaje, que tiene la nariz desfigurada. (N. del T) <<

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[5] Tradicionalmente, en efecto, dos de los métodos atribuidos a los adivinos a
la hora de averiguar el porvenir eran, por un lado, el estudio del movimiento de
las hojas de té mientras éstas se cocían en un recipiente puesto a fuego lento, y,
por otro, la observación detenida del color del iris del ojo de la persona cuyo
futuro se deseaba conocer. (N. del T.) <<

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