El Familiar - Joseph Sheridan Le Fanu
El Familiar - Joseph Sheridan Le Fanu
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Joseph Sheridan Le Fanu
El Familiar
ePub r1.0
GONZALEZ 07.07.15
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Título original: The Familiar
Joseph Sheridan Le Fanu, 1851
Traducción: Antonio López Crespo
Diseño de cubierta: Ivonne Taleb
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Prólogo
Té Verde
Martin Hesselius
Médico alemán
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desde dos puntos de vista distintos. Informa, primero, de lo que ha visto y oído, como
podría hacerlo un profano; y, a continuación, una vez que ha tenido la suerte de
hacer que su enfermo se franquee, atrayéndolo al umbral de su gabinete, le conduce
hasta la luz del día o bien hasta el umbral de las tinieblas, abandonándole en la linde
de las cavernas de la muerte; una vez, digo, ha llegado a este punto, reemprende su
relato y, haciendo uso de la terminología de su arte, con toda la fuerza y originalidad
del genio, asume el deber de analizar, de diagnosticar y de explicar.
De entre todas sus notas, un caso me ha llamado la atención por su especial
naturaleza de divertir u horrorizar al lector profano, para quien puede representar
un interés diferente al particular interés que pudiera tener para un especialista. Con
unas ligeras modificaciones, sobre todo en lo que concierne al lenguaje, y, desde
luego, cambiando los nombres, transcribo el caso siguiente. El narrador es el propio
doctor Martin Hesselius. Este caso lo he encontrado entre las voluminosas notas que
él tomara en el curso de un viaje a Inglaterra, hace ya alrededor de sesenta y cuatro
años.
Este caso está relatado en una serie de cartas dirigidas por el doctor a su amigo
el profesor Van Loo de Leyde. El profesor, que no era médico sino químico, era un
hombre cuyas lecturas favoritas consistían en obras de Historia, de Metafísica o de
Medicina y que, en otro tiempo, había escrito una obra de teatro.
Estas cartas, según una ficha que llevan adjunta, parecen haber sido devueltas al
doctor Hesselius a la muerte del profesor, en 1819. Algunas están escritas en inglés,
otras, en francés, pero la mayor parte, en alemán. Soy un traductor fiel, aunque, de
ello, me doy cuenta, totalmente desprovisto de gracia; aparte de haber omitido
algunos pasajes y de haber abreviado algunos otros, no he añadido nada.
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Té Verde
Sheridan Le Fanu
El doctor Hesselius
narra como conoció al Reverendo Jennings
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muerte y sacudido por una vergüenza y un horror extraños, desciende del púlpito y,
lleno de temblores, se precipita a la sacristía abandonando a sus ovejas a la propia
suerte, sin explicación alguna. Esto se produjo una vez, cuando su vicario estaba
ausente.
Ahora, cuando el reverendo Jennings vuelve a Kenlis, toma siempre la precaución
de hacerse acompañar por un colega a fin de poder ser reemplazado inmediatamente
en caso de que le sobrevenga esa especie de incapacidad.
Cuando Mr. Jennings cae enfermo, batiéndose en retirada, abandona su
presbiterio y vuelve a Londres, donde habita en una casa muy exigua en sombría
callejuela próxima a Picadilly. Lady Mary siempre dice que él se encuentra bien. Yo
tengo respecto a esto mi opinión personal. En toda indisposición hay siempre unos
grados. Pero volveremos a hablar de esto más adelante.
Mr. Jennings es un hombre absolutamente bien educado. Y, sin embargo, en él,
hay algo insólito que le hace dar una impresión un poco ambigua. Un detalle en su
comportamiento contribuye ciertamente a crear esta impresión. A mí me parece que
la gente no repara en este detalle o, quizás, hasta se les escapa. Yo lo observé casi
inmediatamente: Mr. Jennings tiene una especial forma de mirar oblicuamente la
superficie de la alfombra, como si sus ojos siguieran los movimientos de alguna cosa.
Desde luego, no siempre mira así; esto sólo le sucede de vez en cuando. Pero lo
bastante frecuentemente para dar una impresión, como ya he dicho, un poco extraña a
su comportamiento; y en esa mirada furtiva que recorre el suelo, hay algo a la vez
tímido y ansioso.
Un filósofo de la Medicina, como usted tiene la bondad de llamarme, que ha
elaborado unas teorías basándose sobre unos casos que él mismo ha descubierto,
observado y escrutado, con más placer y, en consecuencia, con infinitamente más
minuciosidad que la que hubiera podido permitirse un practicante ordinario, adquiere
insensiblemente unos hábitos de observación que le acompañan por todas partes
donde vaya y que se ejercen, como sin duda dicen algunas personas, con
impertinencia sobre todos los temas que ofrezcan la menor apariencia de poder
recompensar su atención.
Una promesa de este género yo hallé en el caballero delgado, tímido, afable, pero
reservado, que encontré por primera vez en aquella pequeña y encantadora velada. He
hecho sobre él, por supuesto, un número mucho mayor de observaciones que no
reproduciré aquí; reservo todo lo que concierne a la práctica médica para una
combinación estrictamente científica.
Permítame señalar, de paso, que cuando hablo aquí de ciencia médica es en el
sentido que espero sea un día comprendida, en un sentido mucho más vasto que aquel
que se desprende de la concepción materialista que por lo general hoy se emplea.
Creo que el mundo natural, por entero, no es más que la última expresión de ese
mundo espiritual donde, y donde sólo, se encuentra la vida. Creo que el hombre, en
su esencia, es un espíritu, y que el espíritu es una sustancia organizada, pero también
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diferente, en cuanto a su materia, de eso que se entiende de ordinario por ahí, como la
luz y la electricidad; yo creo que el cuerpo material es, en el sentido más literal, un
vestido, y la muerte, en consecuencia, no en absoluto una interrupción de la
existencia del hombre vivo sino, simplemente, el sinceramiento de éste en su cuerpo
natural, operación que comienza en ese momento que llamamos muerte y cuyo
término, algunos días después a todo lo más, es la resurrección «en potencia».
La persona que considere las consecuencias de estos asertos, verá probablemente
el gran alcance práctico que pueden tener para la ciencia médica. No es éste, sin
embargo, el lugar donde exponer las pruebas y discutir las consecuencias de este
estado de cosas generalmente no reconocido.
Siguiendo mi costumbre, observaba pues a Mr. Jennings con disimulo y con la
mayor discreción —aunque creo que él lo advirtió— y me di cuenta de que él me
observaba tan discretamente como yo a él. Lady Mary, habiéndome por azar llamado
doctor, hizo que yo me fijara cómo el reverendo, tras haberme lanzado una mirada
más penetrante, permanecía pensativo durante unos minutos.
A continuación, y como quiera que yo conversara con alguien al otro extremo de
la habitación, advertí que me miraba con más seguridad y con un interés cuya
naturaleza creí comprender. Luego le vi cómo aprovechaba una ocasión para cambiar
algunas palabras con Lady Mary y tuve, como me ocurre siempre, la perfecta
seguridad de ser yo el objeto de su conversación.
El eclesiástico se acercó pronto a mí y, al cabo de un poco, ligamos la
conversación. Cuando dos personas que aman la lectura, que conocen la literatura y,
habiendo viajado, desean conversar, sería bien extraordinario que no pudieran
encontrar un tema de charla. No era azar lo que le llevaba a mi lado para hacerme
hablar. Jennings sabía alemán y había leído mis Ensayos sobre la Medicina
Metafísica, donde más cosas son sugeridas que dichas realmente.
Este hombre cortés, dulce y tímido, manifiestamente inclinado a la reflexión y
cultivado, aunque se moviera entre nosotros y nos hablara, no era uno de los nuestros;
en seguida sospeché que llevaba una vida cuyos acontecimientos y cuyas lágrimas
eran cuidadosamente mantenidos secretos, no solamente para la gente, sino también
para sus amigos más queridos; en seguida también, adiviné que consideraba
prudentemente, para sus adentros, la idea de hacer cierta gestión cerca de mí.
Penetré en sus pensamientos sin que él lo advirtiera y tuve el cuidado de no decir
nada que pudiera descubrir a su vigilancia cautelosa las sospechas que yo tenía sobre
su situación o mis suposiciones respecto a sus proyectos para conmigo.
—Doctor Hesselius —me dijo finalmente, después de que hubimos charlado un
rato sobre unas cosas y otras—, yo llegué a sentir un gran interés por algunos de sus
artículos sobre lo que usted llama la Medicina Metafísica… Yo los he leído en
alemán, hace diez o doce años. ¿Han sido traducidos?
—No, creo que no, pues de lo contrario lo hubiera sabido. Imagino que hubieran
pedido mi autorización.
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—Hace unos meses le rogué a mi librero que me procurase la obra en el texto
alemán original, pero parece ser que está agotada.
—Así es, en efecto, y ya desde hace algunos años; pero yo me siento halagado,
como autor, de ver que usted no ha olvidado mi librito. Y aunque sea un plazo
considerable —añadí riendo—, estos diez años, imagino que el tema de mi libro debe
rondar en el espíritu de usted por algún acontecimiento que le haya sucedido
últimamente y haya reavivado su interés por mi obra.
Al oír esta observación, que yo acompañé de una mirada inquisitiva, Mr. Jennings
se turbó repentinamente, quedándose tan embarazado como pudiera estarlo un joven
que acaba de decir una tontería que le hace enrojecer y tartamudear. Bajó los ojos y
cruzó las manos, con aire apenado, y su rostro adquirió, durante un momento, una
expresión extraña, hasta culpable, podría decir.
Le ayudé a dominar su turbación de la mejor forma, es decir, afectando no haber
reparado en ella, y casi sin transición, añadí:
—A mí también me sucede a veces encontrar interés en un tema cualquiera; un
libro llama a otro y esto me lleva en ocasiones a quiméricas búsquedas al cabo de un
intervalo de veinte años. Pero si usted desea aún un ejemplar de mi libro, yo seré muy
feliz proporcionándoselo. Tengo dos o tres en mi casa y, si usted me permite ofrecerle
uno, me sentiré muy honrado.
—Es usted verdaderamente muy bueno —dijo al cabo de un instante, de nuevo a
sus anchas—. Yo desesperaba casi… No sé cómo darle las gracias.
—No hablemos más de ello, se lo suplico; ese opúsculo es de tan poco valor que
verdaderamente estoy confundido por haberme atrevido a ofrecérselo y, si usted sigue
agradeciéndomelo, creo que no tendré más remedio que arrojarlo al fuego en un
acceso de modestia.
Mr. Jennings se echó a reír. Me preguntó dónde vivía en Londres y, tras haber
conversado un poco más sobre diversos temas, se marchó.
II
El doctor Hesselius
interroga a Lady Mary y ella responde
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Tiene tan buen carácter como buen sentido.
—Qué placer oír halagar sus cualidades y su sociabilidad. En cuanto a mí, no
puedo más que atestiguar que es un compañero agradable y encantador. Y creo —
añadí— que podría agregar además dos o tres cosas a lo que usted acaba de decirme.
—¿De veras?
—Sí. En primer lugar, él no está casado.
—Es cierto… ¿Y después?
—Escribe o, más bien, ha escrito; empero, desde hace dos o tres años, quizás, ha
interrumpido su trabajo. Y su libro trata de un tema más bien abstracto, tal vez de
teología.
—Sí, es como usted dice: escribía un libro. No estoy muy segura del tema, pero
tengo la certeza de que debe tratarse de algo que me puede interesar. Y
verdaderamente tiene usted razón, porque, desde luego, no ha continuado su trabajo.
—Y otra cosa más, Lady Mary. Al reverendo Jennings, si bien esta noche no ha
bebido más que un poco de café, le gusta el té o, al menos, le ha gustado hasta la
locura.
—Sí, todo eso es exacto.
—¿Verdad? —proseguí—. ¿Bebía mucho té verde?
—¡Vaya! Esto es muy curioso. El té verde era una cosa sobre la que casi
disputábamos.
—Y sin embargo ha renunciado completamente a él —dije.
—Exacto.
—Y ahora, otra cosa. ¿Ha conocido usted a su padre o a su madre?
—Los conocí a los dos —dijo Lady Mary—. Hace unos diez años que su padre
murió en su casa, cerca de Dawlbridge. Sí, los conocía bien.
—Y —dije—, uno de sus mayores, sea el padre, sea la madre, aunque me inclino
a creer que fuera el padre, vio un fantasma.
—¡Pero doctor Hesselius! Es usted un verdadero brujo.
—Brujo o no, respóndame alegremente. ¿No he adivinado?
—Desde luego, sí. Y se trataba efectivamente de su padre. Era un hombre
silencioso y fantástico que tenía la costumbre de dar la lata a mi padre con el relato de
sus sueños. Un día le contó una historia respecto a un fantasma que había visto y con
el cual había hablado; era una historia muy extraña. Esto ocurría mucho antes de su
muerte, cuando yo era una niña. Pero, repito, era un hombre de aire silencioso y
melancólico. A veces, aparecía, al crepúsculo, cuando yo estaba sola en el salón y me
daba en imaginar que había unos fantasmas a su alrededor.
Hice una seña afirmativa con la cabeza, sonriendo.
—Y ahora que ya he establecido mi reputación de brujo —dije—, creo que será
menester que me marche.
—¿Pero cómo ha podido usted saber todo esto?
—Por los astros, desde luego —le dije—, como los gitanos.
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Y nos separamos alegremente.
Al día siguiente, de mañana, envié a Mr. Jennings, con unas líneas, el librito del
cual me había hablado y, ya avanzada la tarde, al volver a mi casa, supe que había
pasado a verme y dejado una tarjeta. Había preguntado si yo estaba allí y a qué hora
le sería más fácil encontrarme.
¿Tenía la intención de exponerme su caso y consultarme, según la expresión al
uso, «profesionalmente»? Yo lo deseaba. Tenía elaborada una teoría a este respecto.
La había establecido por las respuestas de Lady Mary a mis últimas preguntas. Me
gustaría mucho recibir la confirmación de sus propios labios. ¿Pero en qué medida las
reglas del saber vivir me autorizan a comprometerle a confesarse? Evidentemente,
tales reglas no me autorizan en absoluto. Pero estoy inclinado a pensar que el
reverendo piensa abrirme su corazón. De todas formas, mi querido Van Loo, yo no
me haré inabordable; me propongo, mañana, devolverle su visita. Esto no será más
que la estricta cortesía de responder a su delicadeza yéndole a ver yo mismo. ¿Saldrá
algo de esta entrevista? Salga mucho o poco, nada o todo, tenga la seguridad, mi
querido Van Loo, de que se lo haré saber.
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III
El doctor Hesselius
descubre algo en unos gruesos libros latinos
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cosas de la otra vida que son imposibles de percibir a la vista física…».
«Gracias a la vista interior me ha sido permitido ver las cosas que hay en la otra
vida más claramente que las que veo en este mundo. Resulta evidente de estas
consideraciones que la visión exterior procede de la visión interior, y ésta de una
visión más interior todavía, y así sucesivamente…».
«Cada hombre está acompañado al menos de dos espíritus malignos…».
«Los malvados genios tienen también la palabra fluida, pero dura y discordante.
Pero los hay igualmente que no tienen la palabra fluida y en éstos la herejía de los
pensamientos es percibida bajo la forma de algo que repta hipócritamente».
«Los espíritus malignos que acosan al hombre vienen ciertamente, del infierno,
pero cuando están con el hombre no están en el infierno. El lugar donde ellos se
encuentran entonces está justo entre el cielo y el infierno y se conoce por el mundo de
los espíritus; cuando los espíritus malignos que están con el hombre se encuentran en
este mundo, ellos no están en los tormentos del infierno, pero están en todos los
pensamientos y en todas las pasiones del hombre al que acosan, y, en consecuencia,
en todo aquello que aquél experimenta. Pero cuando ellos son enviados de vuelta al
infierno, vuelven a su estado primitivo…».
«Si los espíritus malignos pueden percibir que están asociados al hombre y que,
sin embargo, ellos tienen unos espíritus distintos a él, como pueden insinuarse en las
cosas de su cuerpo, intentarán de mil formas destruirlo puesto que odian al hombre
con odio mortal…».
«Sabiendo, pues, que yo era hombre por el cuerpo, ellos se esforzaban sin cesar
en destruirme no solamente en tanto que cuerpo, sino sobre todo en tanto que alma;
porque destruir un hombre o un espíritu es el placer más vivo de todos aquellos que
están en el infierno; pero yo siempre he estado protegido por el Señor. De donde
resulta lo peligroso que es para el hombre el estar en relaciones con los espíritus a
menos que tenga la protección de la fe…».
«Nada es más cuidadosamente ocultado al conocimiento de los espíritus
asociados que su unión de esta especie con el hombre, porque, si ellos se dan cuenta,
hablarán al hombre con la intención de destruirle…».
«La delectación del infierno es hacer mal al hombre y apresurar su ruina
eterna…».
En el bajo de la página, una larga nota redactada con un lápiz muy puntiagudo y
fino, con la escritura elegante y precisa de Mr. Jennings, atrajo mi mirada. Esperaba
encontrar una crítica del texto y leí unas palabras. Pero me detuve en seco como si se
tratara de una cosa bien diferente y que comenzaba por las palabras Deus misereatur
mei, que «Dios tenga piedad de mí». Prevenido de la suerte del carácter íntimo de
estas líneas, volví los ojos y, cerrando el libro, dejé otra vez los volúmenes en el lugar
de donde los había tomado, todos a excepción de uno que me interesaba y en el cual,
como tienen por costumbre hacer los hombres estudiosos y solitarios, me sumergí
hasta el punto de olvidar el mundo exterior e, incluso, el lugar donde me encontraba.
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Estaba en trance de leer algunas páginas referidas a los «representantes» y a los
«correspondientes», según la terminología swendenborgiana, y había llegado al
pasaje cuya esencia era que los espíritus malignos, cuando son vistos por otros ojos
que los de sus congéneres infernales, se presentan por «correspondencia» con la
forma de la bestia salvaje (la fera) que simboliza sus apetitos y su particular modo de
vida, con un aspecto horrible y atroz. En un extenso pasaje en el cual se describen un
gran número de formas bestiales.
IV
Leía, siguiendo las líneas con el extremo de mi portalápiz, cuando algo me hizo
levantar los ojos.
Justo delante de mí se encontraba uno de los espejos de los cuales ya he hablado y
vi reflejada en él la alta estatura de mi amigo Mr. Jennings. Inclinado detrás de mí,
estaba leyendo por encima de mi hombro la página que había retenido mi atención,
pero con una cara tan sombría y espantada que apenas pude reconocerle.
Me volví y me levanté. Él se irguió, también, y me dijo con una risita forzada:
—Al entrar le he preguntado cómo estaba usted pero no he conseguido arrancarle
de su lectura; también, incapaz de refrenar mi curiosidad, yo soy, me temo, culpable
de una gran impertinencia al haber mirado por encima de su hombro. No es la
primera vez sin duda que usted hojea esas páginas. ¿No hace mucho tiempo que usted
conoce a Swedenborg?
—Oh, ciertamente. Yo le debo mucho a Swedenborg; usted encontrará su huella
en el librito sobre la Medicina Metafísica, del cual tuvo usted la bondad de
acordarse… ¿Pero qué piensa usted de Swedenborg?
Pese a que yo afectaba un aire alegre, él estaba ligeramente ruborizado y yo
notaba que en su interior estaba realmente turbado.
—Me temo no estar cualificado para dar una opinión —respondió—. Conozco
muy poco a Swedenborg. Sólo hace una quincena que tengo esos volúmenes y creo
que son de una naturaleza tal capaz de poner, nervioso a un hombre solitario. No es
que diga que hayan producido ese efecto sobre mí —añadió riendo—, pero lo que
quiero manifestarle es lo agradecido que le estoy por haberme dado su libro.
Le di las respuestas y las protestas de costumbre.
—Jamás he leído un libro con el cual esté más de acuerdo que con el suyo —
continuó—. He visto que contiene más cosas de las que expresa. ¿Conoce usted al
doctor Harvey? —me preguntó de pronto, casi de una forma brusca.
Yo conocía al doctor Harvey y, teniendo cartas de presentación para él, había
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recibido de su parte durante mi estancia en Inglaterra la acogida más cortés y la ayuda
más considerable[1].
—Estimo —dijo Mr. Jennings—, que ese hombre es uno de los más grandes
asnos que me haya sido dado encontrar.
Era la primera vez que le oía expresar un juicio severo sobre alguien, y un
término como el que acababa de aplicar a un hombre tan grande, me hizo sobresaltar.
—¿De veras? ¿En qué sentido? —pregunté.
—En su profesión.
Yo sonreí.
—He aquí lo que quiero decirle —siguió Mr. Jennings—. Ese hombre me parece
medio ciego. Quiero decir que la mitad de todo lo que él mira está en la oscuridad y
que el resto es sobrenaturalmente brillante y luminoso. Y lo peor es que eso parece
voluntario. Yo no puedo llegar a persuadirle o, mejor dicho, quiero decir que él
rehúsa dejarse persuadir. He tenido un poco de trato con él como paciente suyo, pero
considero que, en el ejercicio de su profesión, no vale más que un cerebro paralizado,
que un intelecto medio muerto. Uno de estos días —añadió con cierta agitación— yo
le diré a usted, tenga la seguridad, todo a este respecto. Usted va a permanecer en
Inglaterra algunos meses todavía. Si yo tuviera que alejarme de Londres por algún
tiempo durante su estancia, ¿me permitirá que le importune con alguna carta?
—Usted no me importunará; al contrario.
—Es usted demasiado amable. Pero yo estoy verdaderamente descontento de
Harvey.
—Tiene inclinación por la escuela materialista —dije.
—Es únicamente un materialista —rectificó Mr. Jennings—. Usted no puede
creer hasta qué punto esas cosas pueden atormentar a alguien más clarividente. Usted
no dirá a nadie, a ninguno de nuestros amigos comunes, que yo soy hipocondríaco;
vea usted, por ejemplo, que nadie sabe (ni siquiera Lady Mary) que he consultado al
doctor Harvey y a otros doctores. Se lo ruego, no diga usted nada. Y si alguna vez
llegara a estar amenazado de un… ataque, permítame que le escriba, o, si yo estoy en
la ciudad, tener un breve cambio de impresiones con usted.
Yo me entregué a toda suerte de suposiciones y me percaté de que
involuntariamente había fijado sobre él una grave mirada, pues, tras haber bajado los
ojos durante un instante, me dijo:
—Usted piensa, me doy cuenta, de que yo podría decirle ahora todo lo que tengo
que decirle. A menos, claro, que no esté usted en trance de establecer una hipótesis.
Pero, en tal caso, usted podría pasar el resto de su existencia en hacer conjeturas y
jamás adivinaría la verdad.
Y Mr. Jennings abatió la cabeza, sonriendo. Luego, sobre el sol de invierno se
puso una nube negra y, respiró, con los dientes apretados, como los hombres que
sufren.
—Lamento, evidentemente —le dije—, saber que usted teme consultar a algún
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médico; pero disponga de mí cuándo y cómo quiera, en la seguridad de que todas sus
confidencias, para mí, serán sagradas.
Mr. Jennings se puso entonces a hablarme de otra cosa, con relativa jovialidad, y,
poco rato después, me separé de él.
El doctor Hesselius
es llamado a Richmond
Querido señor:
He vuelto vencido. Me siento incapaz de ir a verle, pero le escribo para
pedirle que tenga la bondad de venir a mi casa. Por el momento, estoy demasiado
abatido y, de verdad, absolutamente incapaz de decir todo lo que yo quisiera
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decirle. Se lo suplico, no hable de mí a mis amigos. No puedo ver a nadie.
Pronto, si Dios quiere, usted tendrá noticias mías. Tengo intención de hacer una
excursión por el Shropshire, donde residen unos parientes míos. ¡Que Dios le
bendiga! Deseo que a mi vuelta podamos encontrarnos en unas circunstancias
más felices que éstas en las cuales le escribo ahora.
Alrededor de una semana más tarde, vi a Lady Mary en su casa. Era, justo es
creerlo, la última persona que quedaba en Londres y se disponía a partir para
Brighton, pues la temporada londinense estaba completamente terminada. Me dijo
haber recibido una carta de Shropshire, de la sobrina de Mr. Jennings. No había nada
de particular en que la jovencita le contara, aparte de que su tío estaba deprimido y
nervioso. En esas dos palabras, «deprimido y nervioso», que las gentes elegantes
toman tan a la ligera, ¡qué mundo de sufrimientos a veces disimulados!
Cerca de cinco semanas transcurrieron sin nuevas noticias de Mr. Jennings. Al
cabo de este tiempo, recibí una nueva carta suya.
Después de haber hablado con el criado, decidí partir aquella misma tarde.
Mr. Jennings hubiese estado mucho mejor en una pensión o en un hotel, me dije
cuando después de haber rodado entre una doble y fúnebre hilera de olmos, el coche
se paró delante de una casa de ladrillo, de un estilo muy anticuado, y que
ensombrecía las pesadas frondosidades de los árboles que casi la cercaban. Había una
suerte de perversidad en el hecho de haber elegido una casa así para vivir, pues no
podía imaginarme nada más triste ni más silencioso. Supe que la casa pertenecía a
Mr. Jennings. Había pasado dos o tres días en Londres y, encontrando, por una razón
cualquiera, la permanencia en la ciudad insoportable, había venido allí sin duda
porque la casa, estando amueblada y siendo suya, le habría ahorrado la inquietud y
las demoras que le hubieran supuesto alquilar otra.
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El sol se había puesto ya y los reflejos rojos del cielo, a occidente, iluminaban la
escena produciendo ese efecto particular que a todos nos es familiar. El vestíbulo
parecía muy sombrío, pero cuando llegué al salón del fondo, cuyas ventanas daban al
oeste, me encontré en la misma penumbra.
Sentándome, contemplé el paisaje boscoso y rojizo cuya espléndida y melancólica
luz se iba debilitando segundo a segundo. Los rincones de la habitación ya estaban a
oscuras. Todo se hacía impreciso y las tinieblas impregnaban insensiblemente mi
espíritu ya preparado a las cosas más siniestras. Estaba solo esperando la llegada de
Mr. Jennings, que no tardó. La puerta que comunicaba con la pieza de delante se
abrió y la alta silueta del eclesiástico, apenas visible al relumbre rojizo del
crepúsculo, avanzó en la habitación con pasos lentos y furtivos.
Después de que nos hubimos estrechado la mano, acercó una silla a la ventana,
junto a la que todavía un poco de luz podía permitirnos vernos las caras, y se sentó a
mi lado. Puso entonces una mano sobre mi brazo, sin apenas unas palabras de
preámbulo, y comenzó su relato.
VI
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—¡Ah! —dije—. Su ensayo se refiere pues a la religión real del paganismo
cultivado y pensado, enteramente distinto del culto simbólico. Una materia vasta y
muy interesante.
—Sí, pero perniciosa para el espíritu, para un espíritu cristiano, quiero decir. El
paganismo entero es un todo coherente cuya unidad es esencial y, consecuencia de su
simpatía por el infierno, su arte transciende de su religión, y sus costumbres del uno y
de la otra. También, el tema ejerce una fascinación degradante sobre quien lo estudia
y la Némesis es inevitable. ¡Que Dios me perdone!
»Escribía mucho. Escribía hasta prolongada la noche. Pensaba sin cesar en el
tema, paseando, estuviera donde estuviera, en todas partes. Estaba completamente
poseído. Es menester recordarle que todas las ideas materiales que relacionaba tenían
cierta belleza y que el propio tema era tan apasionante que no me había causado
ninguna inquietud.
El reverendo Jennings lanzó un profundo suspiro.
—Creo —siguió—, que toda persona que emprende seriamente la tarea de
escribir, que trabaja verdaderamente, alimenta su cerebro, según la expresión de uno
de mis amigos, con alguna cosa: té, café o tabaco. Supongo que tal actividad apareja
una suerte de consumo de materia que debe ser regularmente compensada sin que nos
tengamos que sentir demasiado absorbidos por ello para que el espíritu, de alguna
forma, abandonando el cuerpo, no tenga que estar recordando constantemente que
está unido a éste. En todo caso, yo experimentaba esta necesidad y claudiqué. El té
fue mi compañero. Primero el té negro ordinario, preparado de manera habitual, no
demasiado fuerte. Pero yo bebía una gran cantidad, aumentando así la fuerza de la
infusión. No experimentaba ningún malestar. Después comencé a tomar un poco de té
verde y le encontré un efecto más agradable: el té verde iluminaba mi pensamiento y
aumentaba considerablemente su potencia. Había terminado por tomarlo
frecuentemente, pero no lo tomaba más fuerte de lo que se puede tomar para mi
gusto. Escribía mucho, en este mismo lugar, donde la calma es tan grande. Tenía la
costumbre de velar hasta muy tarde, en esta habitación donde precisamente estamos
ahora, y esto se convirtió en un hábito para mí, el beborrotear mi té (el té verde) de
vez en vez, mientras trabajaba. Tenía una pequeña tetera sobre mi mesa, colgada
encima de una lámpara y me hacía té dos o tres veces, entre las once de la noche y las
dos o las tres de la mañana, hora a la que me acostaba. Iba todos los días a la ciudad.
No llevaba una vida monacal y, bien que me paseaba una hora o dos en busca de
referencias e informaciones relativas al tema que me ocupaba, no estaba, en mi
opinión, en un estado mórbido. Veía a mis amigos exactamente como siempre y me
complacía en su trato; en suma, que creo que la existencia jamás había sido para mí
tan agradable.
»Había conocido a un hombre que poseía algunos libros viejos y curiosos, unas
obras alemanas, en latín medieval, y yo me sentía muy feliz pudiéndolas consultar
libremente. Los volúmenes de esta persona tan cortés se encontraban en una casa de
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la City, en un rincón muy apartado de ese barrio. Una tarde, habiéndoseme pasado la
hora que me había fijado para salir, al llegar a la calle no vi ningún fiacre en los
alrededores y entonces tuve la idea de tomar un ómnibus que entonces, en su
trayecto, llegaba hasta esta casa donde estamos ahora. Era más oscuro que en estos
instantes cuando el ómnibus alcanzaba la vieja construcción que tal vez usted haya
visto al venir aquí, una casa que tiene cuatro chopos a cada lado de su puerta. Fue allí
donde descendió el último viajero y yo me quedé solo en el coche. Volvimos a partir
al instante, un poco aprisa. Era el crepúsculo y yo me recosté en mi rincón, cerca de
la puerta, meditando agradablemente.
»Dentro del ómnibus casi era la oscuridad completa, Yo había reparado, en el
rincón frente a mí, en el otro extremo del coche, al lado de los caballos, dos pequeños
reflejos circulares de lo que, me pareció ser, una luz rojiza. Estaban distantes el uno
del otro, con una separación de unas dos pulgadas y eran algo así como del tamaño de
esas pequeños botones de metal que los yatchmen llevan en sus chaquetas. Me puse a
reflexionar, como lo hace uno cuando está distraído, en lo que me pareció una
fruslería. ¿De dónde provenía aquella lucecita débil, pero de rojo intenso y qué la
reflejaba? ¿Perlas de cristal, botones? Avanzábamos ahora suavemente, y faltaba aún
casi una milla de recorrido. No había resuelto todavía este problema cuando, un
instante más tarde, se hizo todavía más singular. Los dos puntos luminosos se
acercaron bruscamente, como a efectos de una sacudida, y conservando siempre su
distancia relativa y posición horizontal, cambiaron de altura en relación al suelo, y se
elevaron hasta el nivel del asiento sobre el cual yo, estaba sentado y ya no los vi más.
»Ahora, mi curiosidad estaba verdaderamente excitada, pero antes de haber
tenido tiempo de reflexionar, vi de nuevo las dos tibias luces, otra vez juntas cerca del
suelo, después desaparecieron de nuevo y, otra vez, luego, las vi sobre el rincón
primitivo.
»Sin apartar los ojos, me deslicé suavemente del asiento donde me encontraba,
me fui despacio hacia el extremo del coche donde seguía viendo brillar los dos
minúsculos discos rojos.
»Había muy poca luz en el ómnibus. Reinaba casi una oscuridad total. Me incliné
hacia adelante para descubrir mejor qué eran en realidad aquellos dos pequeños
círculos. A mi movimiento, ellos cambiaron ligeramente de posición. Comencé
entonces a entrever el contorno de alguna cosa negra y, pronto, vi bastante
distintamente la silueta de un pequeño mono negro que, imitando mi movimiento,
avanzó su cara hacia mi rostro; eran sus ojos lo que yo había visto y, entonces, me di
cuenta vagamente de que me mostraba sus dientes.
»Tuve un gesto de retroceso, ignorando que él no se disponía a saltar sobre mí.
Diciéndome que sin duda algún viajero había olvidado al espantoso bicho, y
deseando saber cuál era su humor, aunque sin ganas de confiarle mis dedos, le
acerqué suavemente el paraguas. Permaneció inmóvil. Empujé el paraguas hacia él,
como si fuera un estoque. La punta le tocó y pasó a través de él. Sí, mi paraguas
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pasaba a través de él, en todos los sentidos, sin la menor resistencia.
»Soy incapaz de expresarle a usted la especie de horror que experimenté. Cuando
me di cuenta de que la cosa era una ilusión, como entonces supuse, dudé de mí
mismo y el terror se apoderó de mí, fascinándome hasta el punto de dejarme incapaz
durante algunos instantes de quitar los ojos del animal. Como quiera que yo le
mirase, dio un pequeño salto hacia atrás, ganando su rincón. Presa del pánico, yo me
encontré al lado de la portezuela y, sacando la cabeza por fuera, aspiré a largas
bocanadas el aire fresco, mirando fijamente las luces y los árboles que íbamos
adelantando, feliz de poderme reconfortar con el contacto de la realidad.
»Hice detener el ómnibus y descendí. Me di cuenta de que el conductor me
miraba de una forma extraña, mientras le pagaba el viaje. Debía de haber algo
insólito en mi expresión y en mi actitud, pues nunca antes me había sentido tan
observado.
VII
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muro, exactamente al mismo paso que yo.
»Al final de la tapia, cerca de la curva de la carretera, descendió y, con dos saltos
nerviosos, se vino cerca de mis pies y siguió andando a mi lado, apreté el paso, pero
fue inútil. Me siguió, pegado a mi pierna izquierda, tan cerca que a cada instante
temía pisarle.
»La carretera estaba completamente desierta y silenciosa y cada vez estaba más
oscura. Desconcertado, lleno de terror, me detuve y, dando media vuelta, eché a andar
en la otra dirección, quiero decir en la dirección a esta casa, de la que antes me
alejaba. Cuando me paré, el mono se detuvo a una distancia aproximada, supongo, de
cinco o seis yardas y se quedó quieto, observándome.
»Todo esto me había trastornado hasta lo indecible. Al igual que todo el mundo,
desde luego, yo había leído textos sobre los “fantasmas”, como llaman ustedes los
médicos a tales fenómenos. Considerando la situación en que me encontraba decidí
afrontar de cara mi desdicha.
»Las afecciones de este género, había yo leído, son a veces pasajeras y a veces
son permanentes. Había leído igualmente que, en ciertos casos, la aparición, primero
inofensiva, había degenerado poco a poco en algo horrible e insoportable que acababa
por dominar a su víctima. Sin embargo, de pie allí, solo con mi monstruoso
compañero, traté de reconfortarme repitiendo incansablemente para mis adentros:
“Esto es puramente enfermizo; es una afección física bien conocida, tan claramente
descrita como la viruela o las neuralgias. Todos los médicos están de acuerdo en ello
y la filosofía lo demuestra. No seamos estúpidos. He velado hasta muy tarde y sin
duda tengo el estómago un poco fastidiado, pero, con la ayuda de Dios, voy a
restablecerme de esto, que no es más que un síntoma de dispepsia nerviosa”. ¿Me
creía todo esto? No me creía ni una palabra, lo mismo que no las creería ninguna de
las miserables criaturas que se encuentran un día víctimas de ese satánico cautiverio.
Contra mis convicciones, incluso podría decir contra mis conocimientos, yo trataba
simplemente de forzarme a un simulado coraje.
»Me dirigía entonces hacia mi casa. No tenía más que recorrer algunos centenares
de yardas. Me sentía inclinado a una especie de resignación, pero no me había
recuperado del choque aplastante ni del trastorno que había producido en mí la
certeza de que, fuera donde fuese, aquel infortunio seguiría conmigo.
»Decidí pasar la noche en mi casa. El bruto marchaba muy cerca de mí y me
pareció adivinar en sus pasos ansiosos la prisa de entrar en la casa, esa prisa que se
observa a veces en los caballos o en los perros fatigados, cuando vuelven al establo.
»Temí ir a la ciudad y ser visto y reconocido por alguien. Mi comportamiento, yo
tenía conciencia de ello, testimoniaba una terrible agitación. Temía al igual todo
cambio violento de mis costumbres, como ir a algún lugar de distracción o alejarme
de casa a pie para fatigarme. En la puerta del vestíbulo, el animal esperó a que yo
hubiese subido los peldaños y, una vez la puerta abierta, entró conmigo.
»Aquella noche, no bebí té. Fumé unos cigarros y tomé brandy con agua.
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Estimaba que yo debía actuar sobre mi sistema físico y, viviendo durante algún
tiempo por los sentidos, hacerme, por decirlo así, entrar en las nuevas actuaciones de
mi vida.
»Después, vine aquí, a este salón, y me senté en este mismo lugar. El mono saltó
entonces sobre un velador que se encontraba justo allí. Tenía un aspecto embrutecido
y lánguido. Una irresistible inquietud en cuanto a sus movimientos detenía siempre
mi mirada sobre él. Él no me quitaba los ojos de encima. En todas las situaciones, a
todas horas, estaba despierto y me miraba. Siempre.
»No me extenderé más sobre el relato de esta primera noche. Voy a describirle,
mejor, los fenómenos del primer año, los cuales nunca variaron esencialmente. Voy a
describirle al mono tal como se me apareció a la luz del día. En la oscuridad, como he
dicho, tenía ciertas particularidades. Era un mono pequeño, enteramente negro. Un
solo rasgo lo definía: un carácter de malignidad, de insondable malignidad. Durante
el primer año, pareció moroso y enfermo. Pero ese carácter de malicia y de vigilancia
intensa estaba siempre subyacente en el odioso bicho. Durante todo ese tiempo
pareció tener por línea de conducta el darme tan poca inquietud como fuera posible
dentro de su constante vigilancia. Sus ojos no me quitaban nunca. Desde que entró
aquí, jamás lo he perdido de vista, salvo en mi sueño, que me obligaba a hacer de
noche o de día, y también, cuando inexplicablemente, el mono desaparecía durante
algunas semanas.
»En una oscuridad total, era tan visible como a plena luz. No solamente hablo de
sus ojos. Todo él era visible con nitidez, en una suerte de halo, como el que forman
las brasas ardientes, y que le acompañaba en todos sus movimientos.
»Cuando me abandona por algún tiempo, lo hace siempre de noche, en la
oscuridad, y de la misma manera. Comienza primero por parecer incómodo, luego se
enfurece y avanza hacia mí, haciendo muecas y temblando, con las patas crispadas, y,
entonces, algo, una cosa que definiría como un simulacro de fuego, aparece en el
hogar. Yo nunca tengo fuego encendido. Y entonces el mono se acerca cada vez más
a la chimenea, temblando, parece, de rabia, y cuando su furor alcanza su punto más
alto, salta al hogar y desaparece por la chimenea y, durante algún tiempo, no lo veo
más.
»Cuando esto se produjo por primera vez yo me creí liberado. Me sentí otro
hombre. Pasó un día, luego una noche, sin que él volviera, luego una bienaventurada
semana, otra, y otra más. Doctor Hesselius, yo pasé todo el tiempo de rodillas,
dándole gracias a Dios y orando. Transcurrió un mes de libertad, pero, de repente, le
tenía de nuevo conmigo.
VIII
La segunda etapa
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—Había vuelto a mi lado y la malicia, que antes escondía bajo una boba
mansedumbre exterior, ahora era activa. Por todo lo demás, era el mismo. Esta nueva
energía se manifestó en su comportamiento y en sus miradas y, muy pronto, de varias
otras formas.
»Durante algún tiempo, compréndame bien, este cambio no se manifestó más que
por una vivacidad en aumento y un aire, amenazante, como si el animal siempre
hubiera estado en trance de meditar cualquier plan atroz. Sus ojos, como
anteriormente, no se apartaban de mí.
—¿Está aquí, ahora? —pregunté.
—No —respondió Mr. Jennings— ha desaparecido desde hace dos semanas y un
día, exactamente. A veces ha estado ausente cerca de dos meses. Su ausencia es
siempre superior a una quincena, aunque quizá pueda ser también de un solo día.
Quince días han pasado desde la última vez que le vi; por lo tanto, puede volver de un
momento a otro.
—¿Su regreso se acompaña de fenómenos particulares? —pregunté.
—No —dijo—, ninguno. Está, simplemente, de nuevo conmigo. Levanto los ojos
del libro que estoy leyendo, o vuelvo la cabeza, y le veo cómo me está mirando,
como de costumbre, y, en seguida, permanece igual que antes, durante el tiempo que
le ha sido asignado. Es la primera vez que yo hablo largamente de esto con alguien,
con tantos detalles.
La agitación del reverendo Jennings no se me escapaba. Tenía una palidez mortal
y llevó en varias ocasiones el pañuelo a su frente. Yo le dije que, suponiendo que
debía estar fatigado, sería preferible que volviera a verle por la mañana, pero él me
replicó:
—No, si no le importa a usted, yo preferiría terminar ahora mi relato. Le he dicho
ya tanto que preferiría no volver a hacer este esfuerzo otra vez. Cuando le hablé al
doctor Harvey no pude extenderme tanto. Usted, usted es un médico filosófico. Usted
da al espíritu el rango que merece justamente. Si esto es real…
Mr. Jennings se interrumpió para mirarme inquisitivo, con ansiedad.
—Podemos discutir todo esto ahora —le dije, tras una pausa—. Y a fondo. Yo le
haré conocer detalladamente mi opinión.
—Bien… Muy bien. Si hay en todo esto alguna cosa real, decía, noto que poco a
poco se ha apoderado de mí y me arrastra hacia el infierno. El doctor Harley habló de
nervios ópticos. ¡Vaya! Como si no hubiera otros nervios sensitivos. ¡Que el Dios
Todopoderoso me ayude! Va usted a saber el resto.
»Como ya le he dicho, el poder del monstruo había aumentado. De alguna forma,
su malicia se hizo agresiva. Hace alrededor de dos años, resueltas unas cuestiones que
surgieran entre mi obispo y yo, volví a mi parroquia de Warwickshire impaciente por
ocuparme de mi ministerio. Lo que sucedió entonces me pilló desprevenido y, sin
embargo, pienso que yo hubiese debido estar sobre aviso. Lo que me hace decir esto
es que…
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Él hablaba ahora con mucho más esfuerzo y repugnancia, suspirando
frecuentemente, y parecía en algún momento casi aplastado. Pero, en este último
caso, su agitación desaparecía y su aire era más el de un enfermo cuyo estado
empeora y que se abandona a su suerte.
—Pero primero es menester que le hable de mi parroquia de Kenlis.
»El monstruo —siguió— estaba conmigo cuando partí de aquí para Dawlbridge.
Fue mi silencioso compañero de viaje y se instaló conmigo en el presbiterio. Cuando
emprendí la tarea de asumir los deberes del ministerio, un nuevo cambio se produjo
en él. El animal manifestó una atroz determinación: contrariar mis intenciones.
Estaba conmigo en la iglesia: en el facistol, en el púlpito, en la mesa de la comunión.
Ocurrió finalmente, cuando yo me disponía a leer las Santas Escrituras a mis ovejas,
que saltó sobre el libro abierto y se sentó encima, de forma que yo no podía ver la
página. Esto ocurrió más de una vez.
»Abandoné Dalwlbridge por algún tiempo. Me puse en las manos del doctor
Harley. Hice todo cuanto él me prescribió. El doctor reflexionó mucho sobre mi caso.
Creo que le interesaba. El doctor Harley pareció acertar. Durante cerca de tres meses,
no sufrí ninguna recaída. Comenzaba a creerme salvado. Con su pleno acuerdo, volví
a Dawlbridge.
»Viajé en silla de postas. Estaba de buen humor. Es más, era feliz y me sentía
agradecido por todo. Libre, creía yo, de una horrible alucinación, iba a poder de
nuevo ejercer mi ministerio, del cual tenía ya nostalgia. La tarde era hermosa y
soleada, todo parecía sereno y alegre, y yo estaba contento. Me acuerdo que me
asomé por la portezuela para mirar el campanario de mi iglesia de Kenlis entre los
árboles, en el lugar donde se la puede advertir por primera vez. Este lugar se
encuentra exactamente allí donde un puentecillo cruza el arroyo que limita la
parroquia. Cuando hubimos rebasado ese lugar, volví a meter la cabeza y me senté.
Entonces, en un rincón del asiento, vi al mono.
»Durante un momento, me sentí desfallecer. Después, sentí que me volvía loco de
desesperanza y de horror. Habiendo ordenado al cochero que se detuviera, puse pie a
tierra y, yéndome a sentar en el borde de la carretera, imploré silenciosamente la
protección de Dios. Me vino una resignación llena de desesperanza. Mi compañero
estaba conmigo cuando volví al presbiterio. La persecución proseguía. Después de
una corta lucha, abandoné muy pronto y me fui de Dawlbridge…
»Ya le he dicho a usted —añadió Mr. Jennings—, que desde antes de esto, el
animal se había vuelto, en cierto sentido, agresivo. Quiero explicarme un poco. El
animal parecía estar animado por un furor intenso y creciente, sobre todo cuando yo
decía mis oraciones, incluso cuando sólo intentaba rogar. Esto culminó finalmente en
horribles interrupciones. Usted va a preguntarme cómo un fantasma mudo e
inmaterial puede lograr ese resultado. Sea como fuere, siempre ocurría lo mismo
cuando intentaba rezar: el animal se plantaba ante mí, cada vez más cerca.
»Saltaba sobre una mesa, sobre el respaldo de una silla o sobre la repisa de la
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chimenea y, balanceándose lentamente de derecha a izquierda, me miraba todo el
rato. Hay en su movimiento un indefinible poder, el de distraer el pensamiento y el de
atraer imperiosamente la atención sobre esa monotonía, justo hasta que las ideas se
reducen, en algún modo, a un punto, y finalmente a nada. Y, salvo cuando yo acertaba
a vencer esta especie de catalepsia, tenía la sensación de estar a punto de perder el
espíritu.
»El monstruo tiene, además, otras maneras de proceder —continuó Mr. Jennings
con un profundo suspiro—. Así, por ejemplo, cuando yo rezo, con los ojos cerrados,
él se acerca más y más y yo le veo. Sé que no puede haber explicación física a esto,
pero, verdaderamente, yo le veo, pese a que mis párpados estén cerrados, y, entonces,
él me acuna de no sé que manera el espíritu y me domina, obligándome a levantarme.
Si usted hubiera conocido esto, sabría qué es la desesperación.
IX
La tercera etapa
—Veo, doctor Hesselius, que usted no se pierde ni una sola palabra de mi relato.
Es inútil que le pida escuche más especialmente lo que voy a referirle ahora. Los
médicos hablan de nervios ópticos y de fantasmas, como si el órgano de la vista fuera
el único punto expuesto a las influencias que se han encarnizado conmigo. Pero yo sé
a qué atenerme. Durante dos años, en mi terrible situación, sólo la vista ha sido
afectada. Pero, igual que los alimentos son llevados delicadamente a los labios y
puestos entre los dientes, igual que el dedo pequeño pillado en un engranaje hace
seguir tras él a la mano, al brazo y a todo el cuerpo, igual que el desdichado mortal
que se ha dejado prender una sola vez por la extremidad más pequeña de sus fibras
nerviosas está más y más atraído cada vez por el enorme mecanismo del infierno, así
me encuentro yo. Sí, doctor. Así me encuentro yo. Allí me encuentro yo. Mientras le
hablo imploro su auxilio, siento que imploro lo imposible y que es lo inexorable lo
que yo trato de domeñar.
Intenté calmar la agitación visiblemente creciente de Mr. Jennings y le dije que no
había que desesperar.
Durante nuestra conversación, nos había sorprendido la noche. Un velado claro de
luna se extendía por el paisaje que se veía por la ventana.
—Quizá prefiera usted que encendamos unas bujías —le dije—. Esta luz lunar,
usted lo sabe, tiene algo de extraño y yo desearía, en la medida de lo posible, que
usted se encontrara en las condiciones que le son habituales mientras yo haga
(digámoslo así) mi diagnóstico. Aparte de esto, poco me importa permanecer en la
oscuridad.
—Para mí —respondió—, todas las iluminaciones son las mismas. Salvo cuando
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leo o escribo, me sería indiferente que la noche fuera eterna. Voy a decirle lo ocurrido
desde hace aproximadamente un año. El monstruo comenzó a hablarme.
—¿A hablarle? ¿Cómo le oía usted? ¿Quiere decir que hablaba como un humano?
—Sí, a hablar por palabras y por frases consecutivas, con una coherencia y una
articulación perfectas. Sólo hay una particularidad: el sonido de su voz no es el de
una voz humana. Y no es por el canal de mis orejas por donde me llega la voz: es
como un canto que me atraviesa la cabeza.
»Esta facultad que tiene la bestia de hablarme será mi perdición. El monstruo no
me deja responderle, me interrumpe con espantosas blasfemias. Yo no oso continuar,
soy incapaz. ¿Oh, doctor, es posible que la ciencia, el pensamiento, la plegaria
humana, sean impotentes para mí?
—Quiero que me prometa, mi querido señor —le dije—, que no va a
atormentarse con ideas inútilmente sobre excitantes. Limítese estrictamente a la
exposición de los hechos y, acuérdese usted, sobre todo, aun en el caso de que la cosa
que le tiene poseído sea, como usted parece suponer, algo real, que tenga una
existencia real independiente, ese algo, esa cosa, no tiene sin embargo el poder de
hacerle mal a usted salvo que haya recibido ese poder de lo Alto. El ascendiente que
ella tiene sobre sus sentidos depende principalmente del estado físico de usted. Está
allí, cerca de Dios, su confortación y su esperanza: todos estamos rodeados de lo
mismo. La única diferencia, en su caso, es que en usted, el velo de la carne, el
escenario, está un poco en mal estado y deja pasar imágenes y sonidos. Es menester,
mi querido señor, que emprendamos un nuevo tratamiento. Tenga valor. Voy a
consagrar esta noche a un examen bien completo de todo su caso.
—Es usted demasiado bueno, señor. Usted cree que vale la pena intentarlo, no
considera que mi caso es absolutamente desesperado. Pero usted ignora, doctor, que
el monstruo tiene sobre mí una influencia cada vez mayor. Me da órdenes, es un
verdadero tirano y yo cada vez puedo resistir menos. ¡Quiera Dios ayudarme!
—¿Él le da órdenes? Desde luego, quiere usted decir que se las da oralmente.
—Sí, sí. Me incita sin cesar a cometer crímenes contra el prójimo o contra mi
mismo. Vea usted, doctor. La situación es trágica, sí, verdaderamente trágica. Hace
algunas semanas, cuando estaba yo en el Shropshire —Mr. Jennings hablaba ahora
rápidamente y, temblando, me sujetaba el brazo con una mano y me miraba bien de
frente—, me fui, un día, a dar un paseo con algunos amigos. Mi persecutor estaba
conmigo. Me rezagué de los otros. La campiña, cerca del Dee, ya lo sabe usted, es
magnífica. Sucedía que el camino que seguíamos nosotros pasaba cerca de una mina
de carbón. En la linde del bosque donde yo me había detenido, hay un pozo
perpendicular, profundo, de unos ciento cincuenta pies. Mi sobrina se había quedado
atrás, conmigo. Ella no sabe nada, desde luego, de la naturaleza de mis sufrimientos.
Sabía, sin embargo, que yo acababa de estar enfermo y que no había terminado de
restablecerme. Ella se había rezagado conmigo para que no me quedara solo.
Entonces, mientras deambulábamos los dos, lentamente a lo largo del pozo de la
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mina, el monstruo que me acompañaba me incitaba a que me arrojara dentro del
pozo. Yo se lo confieso ahora, señor, la sola consideración que me salvó de esa
muerte odiosa, fue el miedo de que la visión de tal cosa fuera demasiado grande para
la pobre niña. Le pedí a ella que continuara adelante y alcanzara a mis amigos,
diciéndole que no podía ir más lejos. Pero ella encontró buenos pretextos para no
abandonarme. Cuanto más la apremiaba, más se resistía ella. La chica tenía a la vez
un aire inquieto y asustado. Supuse que había algo en mi mirada o en mi
comportamiento que la alarmó. En fin, que rehusó absolutamente marcharse y así me
salvó. No lo dude usted, doctor, que un hombre vivo pueda estar tan abyectamente
sometido a la dominación de Satán —terminó el reverendo Jennings, tembloroso, con
un horrible gemido.
—Sin embargo —dije después de un corto silencio—, aquella vez usted estuvo
preservado. Y ha de ver en ello la voluntad de Dios. Está usted entre Sus manos y
nadie más tiene poder sobre su persona: tenga, pues, fe en el porvenir.
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CAPÍTULO X
EL FIN DEL VIAJE
Le dije a Mr. Jennings que hiciera encender las bujías y, antes de dejarle, vi cómo
la habitación adquiría un aspecto alegre y habitado. Le manifesté que debía
considerar su enfermedad como si dependiera estrictamente de causas físicas, muy
sutiles, pero físicas. Le dije que la solicitud y el amor de Dios se manifestaban
incuestionablemente en el salvamento que él acababa de describirme las particulares
circunstancias de dicho salvamento le condenaban a la reprobación divina. Que nada,
insistí, podía ser menos seguro que tal conclusión. Y no solamente esto, sino que
nada era más contrario a los hechos, como lo demostraba su misteriosa liberación de
la asesina influencia durante su viaje por el Shropshire. Primero, su sobrina había
permanecido a su lado cuando él no la quería en su compañía; y, en segundo lugar, su
espíritu había sido penetrado de una invencible repugnancia que le impedía ejecutar
la espantosa sugestión en presencia de la jovencita.
Mientras le hacía estos razonamientos, Mr Jennings lloró. Tras las lágrimas,
parecía reconfortado. Le arranqué la promesa de mandarme a buscar inmediatamente
si el mono volvía en cualquier momento. Y después de haberle asegurado que iba a
consagrar todo mi tiempo y todos mis pensamientos al examen completo de su caso,
y que a la mañana conocería el resultado de mis reflexiones, me despedí de él.
Antes de subir al coche, le dije al doméstico que su amo estaba lejos de sentirse
bien y que debería ocuparse de irle a ver a menudo a su habitación.
En cuanto a mí, tomé las disposiciones necesarias para estar al abrigo de toda
molestia.
Me contenté con pasar simplemente por mi casa para proveerme de un pupitre de
viaje y de una bolsa; luego, en un coche de alquiler, me fui a un albergue llamado
«Los Venados», situado a unas dos millas de Londres: una casa muy tranquila y muy
confortable, con buenas y gruesas paredes. Y allí, a salvo de toda intrusión y
distracción, resolví consagrar algunas horas de la noche, en un confortable salón, al
caso de Mr. Jennings.
(Aquí se sitúa una minuciosa exposición de las opiniones del doctor Hesselius
sobre el caso del reverendo Jennings, sobre su género de vida y sobre el régimen y los
medicamentos que prescribe. La receta es curiosa. Algunos hasta dirían que está
impregnada de misticismo. Pero yo dudo de que, en su conjunto, pueda ella interesar
suficientemente a los eventuales lectores para justificar el ser reproducida aquí. La
carta que la precede fue manifiestamente escrita en el albergue donde el doctor
Hesselius se había refugiado en esta ocasión. En cuanto a la carta siguiente, está
fechada en su domicilio londinense.)
Abandoné el albergue donde pasé la noche entera y, aunque llegué a Londres a las
nueve y media, no volví a mi casa hasta la una, este mediodía. Encontré sobre mi
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mesa una carta con la escritura de Mr. Jennings. No había llegado por correo e,
informándome, supe que el criado de Mr. Jennings la había traído y que cuando le
dijeron que yo no estaba de vuelta hasta hoy y que nadie podía indicarle dónde me
encontraba yo, pareció muy fastidiado y dijo que su amo le había ordenado no volver
sin una respuesta.
Abrí la carta y leí:
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—Aquí está Jones, señor.
El criado se había detenido en mitad de la escalera, mudo y confundido al verme.
Se enjugaba las manos en un pañuelo embebido en sangre.
—Jones —pregunté, una espantosa sospecha se apodera de mí—, ¿qué ha
pasado?
Jones me rogó subiera al primero. En un instante, estaba a su lado. Con las cejas
fruncidas, pálido, fija la mirada me dio la horrible noticia que yo había adivinado a
medias.
Su amo se había dado muerte.
Fui con Jones al dormitorio. Lo que vi, no voy a describírselo. Mr. Jennings se
había cortado la garganta con su navaja de afeitar. Este instrumento produce un
espantoso tajo. Jones y su compañero habían extendido a su dueño sobre el lecho e
intentaron dar a sus miembros una postura natural. La cosa había ocurrido, como
testimoniaba el gran charco de sangre que había en el suelo, a alguna distancia entre
el lecho y la ventana. Había una alfombra alrededor de la cama y otra bajo la mesa
del lavabo, pero ninguna más en el resto de la habitación, porque, me dijo el criado, a
su amo no le gustaba ver alfombras en el dormitorio. Uno de los grandes olmos que
rodeaban la casa, hacía mover lentamente una de sus gruesas ramas sobre el suelo
sangriento de esta lúgubre y ahora siniestra mansión.
Hice una seña al criado y descendimos juntos a la planta baja. Pasé del vestíbulo a
una habitación artesanada a la moda antigua y, allí de pie, escuché todo lo que Jones
tenía que decirme. No era gran cosa.
—Señor —me dijo—, yo había concluido, de acuerdo con las palabras y con la
fisonomía de usted al marcharse ayer noche, que usted creía a mi señor gravemente
enfermo. Yo pensé que usted temía quizás un ataque o algo semejante. También,
siguiendo muy escrupulosamente sus instrucciones, fui a ver constantemente a mi
amo, que veló hasta muy tarde, pasadas las tres. No escribía ni leía. Hablaba a solas,
pero esto no era extraordinario. Poco después de las tres, le ayudé a desnudarse y le
dejé en pantuflas y en ropa de dormir. Volví discretamente al cabo de media hora.
Estaba en la cama, enteramente desnudo, y dos bujías ardían sobre la mesita de
noche. Cuando entré, estaba acostado de lado, mirando a la otra parte del lecho. Le
pregunté si tenía necesidad de alguna cosa y me respondió que no.
»Ignoro si fue esto lo que usted me había dicho, señor, o sí había en él algo
insólito, pero yo estaba inquieto, extraordinariamente inquieto por él a medida que
pasaba la noche.
»Al cabo de otra media hora, o quizá de un poco más, subí de nuevo. No le oí
hablar como antes. Las dos bujías estaban apagadas, lo que era anormal. Yo llevaba
una palmatoria y dejé entrar un poco, sólo un poquito de luz en la habitación, y eché
una mirada circular. Lo vi sentado en una silla, al lado de la mesita del tocador. Se
había vuelto a vestir. Se volvió y me miró. Encontré extraño que se hubiera lavado y
vestido y hubiese apagado las bujías para estar sentado en aquella oscuridad. Me
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contenté con preguntarle de nuevo si podía hacer algo por él. “No”, me dijo más bien
secamente. Le pregunté si podía volver a encender las bujías. “Haz lo que quieras,
Jones”, me dijo. Y las encendí y me entretuve en la habitación. “Jones —me dijo
entonces—, dime la, verdad. ¿Para qué has vuelto? ¿Acaso has oído blasfemar a
alguien?”. “No, señor”, le respondí preguntándome qué quería decir con aquello.
»“No —repitió después que yo—. No, desde luego”. Y como yo le dijese: “Señor,
¿no sería mejor que se acostara usted? Son las cinco”, él se contentó con
responderme: “Sí, Jones, sí. Buenas noches”. Yo me fui, pues, señor, pero, menos de
una hora después, volví. La puerta estaba cerrada con llave y él me preguntó gritando,
desde la cama, me pareció, qué quería yo y me rogó que le dejara en paz. Fui a
acostarme y dormir un poco. Debían ser entre las seis y las siete, cuando subí de
nuevo. La puerta seguía cerrada con llave y él ya no me respondió; yo, creyéndole
dormido y temiendo despertarle, le dejé tranquilo hasta las nueve. Tenía la costumbre
de llamar cuando me necesitaba y no había una hora fija para despertarlo. Llamé
suavemente y no recibiendo respuesta me alejé un buen rato suponiendo que
necesitaba reposar algo más. Fue a las once cuando comencé a inquietarme
verdaderamente pues, como podía acordarme, nunca se había levantado más tarde de
las diez y media. No obtuve respuesta. Llamé, golpeé la puerta: siempre sin respuesta.
Al fin, no pudiéndola forzar, llamé a Thomas que estaba en la cuadra y, juntos, la
hemos desfondado para encontrar a nuestro dueño en el espantoso estado de que
usted lo ha visto.
Jones no tenía nada más que informar. El pobre Mr. Jennings era muy fino y muy
bueno. Todas sus gentes le tenían afecto y yo pude comprobar hasta qué punto el
criado estaba conmovido.
Profundamente afligido y trastornado, abandoné aquella trágica casa y su sombría
bóveda de olmos. Espero no volver a verla. Al escribirle esto, mi querido Van Loo, yo
me siento como alguien que se hubiera despertado a medias de un sueño espantoso y
monótono. Mi memoria rechaza con horror e incredulidad este triste cuadro. Sin
embargo, yo sé que es verdadero. Y este es el epílogo de una historia que es la del
progreso de un veneno que excita la acción recíproca del espíritu y de los nervios y
que paraliza los tejidos que separan esas funciones gemelas en los sentidos, la
función externa y la función interna. Es así como nos encontramos a los extraños
compañeros de lecho y como lo mortal y lo inmortal entran prematuramente en
relaciones.
Conclusión
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Mi querido Van Loo, usted ha sufrido de una afección análoga a la que acabo de
describirle. Dos veces, se ha quejado usted de su recaída.
¿Quién, por la voluntad de Dios, le ha curado? Su humilde servidor Martin
Hesselius. Permítame incluso decirle, con la piedad más osada de cierto viejo
cirujano francés de hace trescientos años: «Yo os he cuidado y Dios os ha curado».
Vamos, amigo mío, usted no tiene nada que se parezca a la hipocondría. Déjeme
hablarle francamente.
Yo he descubierto y he tratado, como lo demuestra mi libro, cincuenta y siete
casos de este género de visión que llamo indistintamente «exaltado», «precoz», o
«interior».
Hay otra clase de ilusiones, aunque se las confunda frecuentemente con las que
yo describo, y que son las que justamente llamamos fantasmas. Considero que estas
últimas no son más difíciles de tratar que un constipado o una ligera dispepsia.
Pero son las ilusiones que se clasifican en la primera categoría las que ponen más
a prueba la vivacidad de nuestro pensamiento. Yo he descubierto cincuenta y siete
casos de estos, ni más ni menos. ¿Y en cuántos de estos casos he fracasado? Ni en
uno sólo.
No se trata de una afección mortal. Nada hay más cómodo y de más fácil
curación, con un poco de paciencia y de confianza razonable en el médico, que estas
afecciones. Satisfechas las simples condiciones que apunto, considero la curación
como absolutamente cierta.
Usted no debe olvidar que yo ni siquiera había comenzado a tratar el caso de Mr.
Jennings lo hubiera curado completamente, no me cabe la menor duda, en dieciocho
meses o, todo lo más, en dos años. Algunos casos son rápidamente curables, otros son
extremadamente rebeldes. Todo médico inteligente que aporte a su tarea reflexión y
diligencia, obtendrá la curación.
Usted conoce mi trabajo sobre las Funciones Cardinales del Cerebro. Yo pruebo,
me parece, con el testimonio de innumerables hechos, la gran probabilidad de una
circulación, arterial y venosa en cuanto a su mecanismo, en los nervios. Del sistema
así considerado, el cerebro es el corazón, El fluido que se propaga desde el cerebro a
través de una clase de nervios, vuelve a su punto de partida, en un cierto estado de
alteración, a través de otros nervios distintos; y la naturaleza de este fluido es
espiritual, aunque en absoluto inmaterial, como pueda serlo el sonido, como ya he
hecho observar, la luz o la electricidad.
Consecuencia de diversos abusos, entre los que figura el uso habitual de agentes
tales como el té verde, la calidad de ese fluido puede ser afectada, pero, lo más a
menudo, es su equilibrio el que se trastorna. Este fluido es justamente lo que tenemos
en común con los espíritus, y se localiza como una congestión en la región cervical o
en la masa del sistema nervioso, en unión con el sentido interno, forma una superficie
indebidamente expuesta, sobre la cual pueden actuar unos espíritus desencarnados
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con quienes la comunicación es así más o menos fuertemente establecida. Entre esta
circulación cerebral y la circulación cardíaca hay una estrecha simpatía. La sede, o
más bien el instrumento de la visión exterior, es el ojo. La sede de la visión interior,
son los tejidos nerviosos, y el cerebro, inmediatamente alrededor y encima de las
cejas. Usted debe de acordarse con qué éxito yo he disipado sus visiones mediante la
simple aplicación de agua de colonia helada. Pocos casos, sin embargo, pueden ser
tratados exactamente de la misma manera y obtener algo que se parezca a un éxito
rápido. El frío actúa poderosamente como revulsivo sobre el fluido nervioso.
Prolongándolo bastante tiempo, puede incluso producirse esa insensibilidad
permanente que nosotros llamamos embotamiento, y, prolongándolo más aún,
llegamos a la parálisis muscular y sensitiva.
Yo no tengo la menor duda, se lo repito, respecto a que hubiera podido primero
debilitar y, finalmente, «sellar» ese ojo interior que Mr. Jennings había
inconsideradamente abierto. Esos son los mismos sentidos que se abren en el delirium
tremens y que se cierran completamente cuando el exceso de actividad del corazón
cerebral y las prodigiosas congestiones nerviosas que acompañan a éste son
interrumpidas por un cambio decisivo en el estado del cuerpo. Actuando con firmeza
sobre el cuerpo y mediante un simple procedimiento, es como se obtiene el resultado,
inevitablemente. Yo nunca, nunca, he fracasado.
El pobre Mr. Jennings se dio la muerte. Pero esta catástrofe fue la consecuencia
de una enfermedad totalmente diferente y que, en alguna manera, influyó sobre
aquella de la cual ya estaba alcanzado. Su caso era visiblemente doble y la afección a
que sucumbió, verdaderamente, era una manía de suicidio hereditario. Yo no puedo
considerar al pobre Mr. Jennings como uno de mis enfermos, porque ni siquiera había
comenzado a tratar su caso y porque él todavía no me había otorgado, estoy seguro,
su plena y entera confianza. Si el paciente no se pone a sí mismo del lado de la
enfermedad, su curación es segura.
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El familiar
Sheridan Le Fanu
Prólogo
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falto de superficie protectora debido a la excesiva sensibilidad, y para la cual ya la
naturaleza había previsto la necesaria cubierta. La pérdida de esta capa envolvente
se acompaña de sensibilidad inhabitual a unas influencias contra las cuales estaba
decretado que estaríamos a salvo. Pero en el caso del cerebro y de los nervios
inmediatamente ligados a su funcionamiento y a sus impresiones sensitivas, la
circulación cerebral sufre periódicamente ese trastorno vibratorio que yo he
examinado (creo tener la seguridad) y demostrado de forma suficientemente clara en
mi ensayo manuscrito A. 17. Así como lo pruebo en el mencionado ensayo, ese
trastorno vibratorio difiere esencialmente del trastorno congestivo del cual ya he
analizado los fenómenos en mi ensayo A. 19. Este trastorno, cuando es excesivo, se
acompaña invariablemente de ilusiones.
»Si yo hubiese visto a Mr. Barton y le hubiera examinado respecto a las
cuestiones de su caso que reclamaban una explicación, habría descubierto sin
dificultad la enfermedad a la cual se refieren los anteriores fenómenos. Mi presente
diagnóstico es, pues, por necesidad conjetural».
Esto es lo que escribió el doctor Hesselius. A su manuscrito, añadió, además,
gran número de cosas que sólo pueden tener interés para el sabio o el médico.
Se encontrará, en los capítulos que siguen, el relato del reverendo Thomas
Herbert, que contiene todo lo que se sabe acerca de este caso.
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I
Unos pasos
Yo era un hombre joven en la época en que conocí muy bien a algunos de los
personajes de esta extraña historia, y la impresión que sobre mí hicieron los
incidentes de la misma, fue profunda y duradera. Voy a esforzarme en presentarlos y
relacionarlos todos con precisión, haciendo, desde luego, entrar en mi relato todo
aquello que pude saber por diversas fuentes y que puede contribuir, tan
imperfectamente como sea, a disipar la oscuridad que desde el principio al fin lo
envuelve.
Allá por el año 1790, el hermano más joven de un cierto baronet al que yo llamaré
Sir James Barton, volvió a Dublín. Había servido con alguna distinción en la Marina,
donde había mandado una de las fragatas de Su Majestad durante la mayor parte de la
guerra de América. El capitán Barton parecía tener unos cuarenta y dos o cuarenta y
cuatro años. Era, cuando él quería, un compañero inteligente y agradable, aunque por
lo general fuera reservado e incluso, llegada la ocasión, irritable.
En sociedad, sin embargo, se conducía como un hombre de mundo y un caballero.
No había en absoluto adquirido esa alborotadora brusquedad que a veces se adquiere
en el mar; todo lo contrario, sus maneras eran notablemente finas, calmas e, incluso,
elegantes. En cuanto a su persona, era más bien corpulento, algo más alto de la talla
media; su fisonomía estaba marcada por las arrugas de la reflexión y, en su conjunto,
tenía una expresión de gravedad y melancolía. Pero siendo, como acabo de decir, un
hombre de perfecta educación y de buena familia, disfrutaba de una buena renta y no
tenía necesidad de cartas de presentación para ser recibido en la mejor sociedad de
Dublín.
Personalmente, Mr. Barton tenía el hábito de la economía. Ocupaba un pequeño
piso en una de las calles entonces de moda, en la zona sur de la ciudad, y no tenía
más que un caballo y un único criado y, aunque librepensador confesado, llevaba una
vida ordenada y moral, no entregándose ni al juego ni a la bebida, ni a ninguna otra
actividad reprobable. Vivía siempre solo, sin relacionarse íntimamente con nadie o
sin tener preferencia por tal o por cual compañero. Y en cuanto a frecuentar los
salones de la buena sociedad, parecía más bien hacerlo a causa de la animación que
reinaba en ellos y para distraerse, que para intercambiar ideas o opiniones con sus
semejantes.
Se decretó, pues, que Barton era un muchacho ecónomo, prudente y poco
sociable, que era capaz de defender su celibato contra las estratagemas y los asaltos,
que viviría probablemente hasta una edad avanzada, y que moriría rico y dejaría su
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dinero a un hospital.
Pronto, sin embargo, algo iba a despreciar los planes que se suponía había hecho
Mr. Barton respecto a su vida. Una jovencita, a la cual llamaré Miss Montague, hizo
en esta época su entrada en sociedad bajo los auspicios de su tía, la viuda pensionada
Lady L… Miss Montague era a la vez bonita y bien cumplida y, teniendo
naturalmente un cierto espíritu y siendo alegre, se convirtió en un momento en la
mascota de la buena sociedad.
Por un tiempo, sin embargo, su popularidad no le aportó nada más que esa
admiración vacía que, perfumándola como el incienso de la vanidad, no precede
empero al matrimonio porque, desgraciadamente para la joven en cuestión, era cosa
admitida que, aparte de sus encantos personales, no tenía la menor fortuna ni la
menor esperanza de tenerla un día, Siendo esta su situación, se comprenderá sin
dificultad que la sorpresa general no fue pequeña cuando el capitán Barton se declaró,
suspirante, enamorado de la impecuniosa Miss Montague.
Como podía esperarse, la corte del capitán Barton fue aceptada y, al cabo dé poco
tiempo, la vieja Lady L… confió sucesivamente a cada uno de sus ciento cincuenta
amigos íntimos que el capitán Barton había, con su aprobación, hecho proposiciones
formales de matrimonio a Miss Montague, su sobrina, la cual, por lo demás, había
consentido en acordarle su mano, bajo la reserva del consentimiento de su padre que
a la sazón estaba a punto de regresar de las Indias y al que se esperaba en el plazo
máximo de dos o tres semanas.
En cuanto a este consentimiento paterno, no abrigaba ninguna duda; el plazo no
era más que una cuestión de formas y se consideraba a Miss Montague y al capitán
como oficialmente prometidos. Por su parte, Lady L…, con el rigor de un decoro del
que su sobrina hubiera, sin ninguna duda, prescindido alegremente, le impidió desde
entonces que siguiera participando en las diversiones de la ciudad.
El capitán Barton era un visitante asiduo e, incluso, huésped frecuente de Lady
L…, quien le acordó todos los privilegios que habitualmente se conceden a un
prometido. Tales eran, pues, las relaciones de las partes interesadas cuando las
misteriosas circunstancias que ensombrecen este relato comenzaron por primera vez a
manifestarse.
Lady L… residía en una hermosa casa al norte de Dublín, y el alojamiento del
capitán Barton estaba situado, como ya hemos dicho, al sur de la ciudad. La distancia
que separaba una casa de la otra era considerable y el capitán Barton tenía por
costumbre volver a su casa a pie y sin hacerse acompañar por un servidor, cada vez
que pasaba la velada con la vieja dama y sobrina.
El camino más corto para él, en aquellos paseos nocturnos, seguía durante una
distancia considerable el trazado de una calle que, por aquel entonces, no era más que
eso, el esbozo de una avenida en la que apenas sobresalían los cimientos de las casas
en construcción.
Una noche, poco tiempo después del inicio de sus relaciones con Miss Montague,
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ocurrió que se quedó más rato del acostumbrado en compañía de la joven y de Lady
L… La conversación había girado sobre las pruebas de la Revelación, que el capitán
había negado con el grosero escepticismo del infiel endurecido. Los que entonces se
llamaban los «principios franceses» se habían introducido ampliamente en la
sociedad elegante, sobre todo en aquella facción que profesaba la fidelidad a las ideas
Whig[2], y ni la vieja dama ni su pupila estaban lo bastante exentas de esta corrupción
para dejar de ver en las opiniones de Mr. Barton un serio obstáculo a la proyectada
unión.
La discusión primera había degenerado en una conversación sobre lo sobrenatural
y lo maravilloso, conversación en la cual el capitán Barton se había mantenido en la
misma línea de argumento y de ridículo menosprecio. En todo esto, la verdad me
obliga a decirlo, el capitán Barton no era culpable de la menor afectación: las
doctrinas sobre las que él insistía eran la base de sus propias creencias, si es que
puedo llamarlas así; y quizá no fuese ésta la menos extraña de las extrañas y
numerosas circunstancias que refiero en mi relato, ya que él fue, el sujeto de las
terribles influencias que voy a describir, él, sí, a quien los años de reflexión le habían
hecho un incrédulo convencido de todo eso que se llama ordinariamente los agentes
sobrenaturales.
Era pues algo más de medianoche cuando Mr. Barton salió de la casa para
emprender el solitario camino de regreso. Cuando ya hubo alcanzado la calle de la
que he hablado, esa calle donde los muros enanos e inacabados marcaban en cada
lado los fundamentos de las futuras filas de casas, la luna brillaba en la bruma y su
claridad imprecisa añadía todavía más desolación al lugar; y era el silencio total que
reinaba, ese silencio total que tiene en sí mismo algo de indefinible conmoción, en
ese silencio que sólo rompía los pasos del capitán resonando con una fuerza y una
nitidez extraordinarias, de pronto, cuando apenas había recorrido un a parte de la
distancia, él oyó tras de sí el rumor de unos pasos mesurados, a cosa de unas cuarenta
yardas a sus espaldas.
Sospechar que a uno le siguen, es siempre desagradable. Pero todavía resulta más
desagradable cuando se pasa por un lugar solitario. Y esta sospecha se hizo tan
vehemente en el espíritu del capitán Barton que se volvió bruscamente para hacer
frente a su perseguidor, pero, aunque la luna brillaba con bastante intensidad para
permitirle distinguir cualquier objeto en el camino que acababa de recorrer, no pudo
descubrir ninguna forma fuera del género que fuese.
Los pasos que acababa de oír no podían ser el eco de los suyos, pues golpeó
fuertemente con el pie y anduvo vivamente sin levantar el más pequeño eco; aunque
en absoluto era imaginativo, no tuvo más remedio que imputarle a su imaginación los
sonidos que habían percibido sus oídos y considerados como una ilusión. Satisfecho
con esta explicación, reemprendió su camino y, apenas había dado una docena de
zancadas, cuando el misterioso ruido de los pasos volvió a hacerse perceptible tras él
y, esta vez, como con la intención bien definida de demostrar que tales sonidos no
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eran fruto del eco, los misteriosos pasos tan pronto se hacían lentos o se apresuraban
hasta llegar a parecer que corrían, durante unos instantes, antes de reemprender de
nuevo el ritmo regular de la marcha.
Como antes, el capitán Barton dio otra media vuelta y, también esta vez obtuvo el
mismo resultado: sobre el nivel desierto de la calzada, ningún objeto era visible.
Retrocedió el trayecto que acababa de recorrer, decidido a que la causa, fuera cual
fuese, de los sonidos que tanto le habían desconcertado, no escapase a su búsqueda:
pero todas sus pesquisas se revelaron vanas.
A despecho de todo su escepticismo, se sintió rápidamente ganado por algo que se
parecía a un temor supersticioso y esto le hizo experimentar sensaciones tan
desacostumbradas como desagradables. Al fin, dio media vuelta y prosiguió su
camino. El obsesivo ruido de los pasos no volvió a repetirse hasta el momento en que
hubo alcanzado el punto donde antes se había detenido para volver atrás: allí, los
pasos se repitieron y, con tanta brusquedad, en algunos momentos, que parecían los
principios de una carrera pedestre que amenazase llevar al invisible perseguidor a la
altura del alarmado caminante.
De nuevo, el capitán Barton interrumpió su marcha, La naturaleza inexplicable
del incidente le llenaba de sentimientos vagos y penosos y, cediendo a la viva
emoción que estaba a punto de avasallarle, gritó severamente:
—¿Quién va ahí?
El sonido de su propia voz, resonando en aquella completa soledad y apagándose
en el silencio total que la siguió, tuvo, en sí misma, algo desagradablemente turbador.
Y el capitán Barton, alcanzado por un grado de nerviosismo tal, supo que jamás antes
le había sucedido nada igual.
Los pasos le siguieron hasta el final de la calle solitaria y, haciendo un gran
esfuerzo para resistir a la impulsión que a cada instante le asaltaba, el capitán Barton
pudo contener el deseo de escapar corriendo. Hasta después de haber alcanzado su
casa y de haberse sentado frente al rincón de su chimenea, no se sintió lo
suficientemente serenado para poner orden en sus ideas y repasar los acontecimientos
que tanto le habían turbado.
Después de todo, aquellos pasos eran demasiado poquita cosa para abatir el
orgullo del escepticismo y vengar, en nosotros, las viejas y simples leyes de la
naturaleza.
II
El espía
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que temor, pues las lúgubres impresiones que su imaginación recibiera desaparecían
prontamente bajo la reconfortadora influencia de la luz del día, cuando una misiva
que el cartero acababa de entregar, fue puesta frente a él, en la mesa.
No había nada notable en la carta, sino que su escritura le era desconocida y,
quizá también, que parecía una letra disimulada pues la escritura alta y estrecha se
inclinaba hacia la izquierda. Imponiéndose a sí mismo, como le ocurría en casos
parecidos, una larga y enervante espera, Mr. Barton permaneció un buen rato
examinando el sobre antes de rasgarlo. Hecho esto, leyó las palabras siguientes,
trazadas con la misma escritura:
El capitán Barton leyó y releyó la extraña misiva. Le dio vueltas en todos los
sentidos y la consideró bajo todas las luces; examinó el papel sobre el cual estaba
escrita y, una vez más, escrutó la escritura. No encontrando nada, miró largamente el
sello, que no era más que una pastilla de cera sobre la cual la huella accidental de un
pulgar era apenas visible.
No tenía la menor marca, el menor indicio, fuera de la clase que fuere, que le
pudiese hacer adivinar el posible origen de aquel mensaje. La intención de quien lo
había escrito parecía amistosa y a la vez se designaba a sí mismo como alguien de
quien el capitán «tenía mucho que temer». En conjunto, la carta, su autor y el
designio real de éste, era para Mr. Barton un insoluble problema y, lo que es más, un
problema molesto que despertaba en su memoria la aventura de la noche anterior.
Obedeciendo sin duda a un sentimiento de amor propio, Mr. Barton no hizo
partícipe a nadie, ni siquiera a su futura esposa, de los acontecimientos cuyos detalles
acabo de relatar. Tan insignificantes como pudieran parecer, habían empero afectado
desagradablemente a su imaginación y, no sentía las menores ganas de revelar, ni a la
joven, lo que ella consideraría quizá como una debilidad. Aquella carta, quizá, no
fuera más que una mixtificación y el misterioso ruido de los pasos una ilusión o una
superchería. Pero, aunque él efectuara tratar todo el asunto como indigno de uno sólo
de sus pensamientos, la cosa le obsesionaba con persistencia, le acosaba con
embarazosas dudas y le colmaba de vanos temores. Es cierto, de todos modos, que en
los días siguientes, Mr. Barton evitó cuidadosamente la calle mencionada en la carta
como lugar de peligro.
No fue más una semana después de la recepción de la carta que he transcrito,
cuando otro hecho vino a recordarle al capitán Barton el misterioso asunto, tal vez
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para impedirle que desaparecieran gradualmente de su espíritu las fastidiosas
impresiones que recibiera.
Una noche, después del interín que acabo de mencionar, a la salida del teatro
entonces situado en Crow Street, y habiendo acompañado a Miss Montague y a Lady
L… hasta su coche, se entretuvo en pasear un rato con dos o tres personas conocidas.
Se separó de sus acompañantes cerca de la Facultad y prosiguió su camino solo.
Era más de la una y las calles estaban completamente desiertas. Durante todo el rato
que anduvo con sus compañeros, tuvo la sensación de percibir el ruido de unos pasos
que parecían seguirle.
Una o dos veces había mirado atrás, con el penoso presentimiento de estar a punto
de experimentar los mismo; misteriosos temores que tanto le desconcertaran una
semana antes, pero con la esperanza de poder ver esta vez una forma cualquiera que
diese a aquellos extraños sonidos una explicación natural. Pero la calle estaba desierta
y no pudo ver a nadie.
Siguiendo ahora él solo el camino que le llevaba a su casa, Mr. Barton se puso
verdaderamente nervioso, incómodo, cuando sintió, con creciente nitidez, el ruido ya
bien conocido y, en aquellos momentos, redoblado.
Mr. Barton caminaba siguiendo la alta tapia que bordea el parque de la Facultad y
el ruido le seguía, volviendo a empezar casi en el mismo momento que él
reemprendía la marcha. El paso misterioso no era regular. Tan pronto era lento como,
oyéndose desde una veinte yardas, parecía acelerado como un paso de carreras. Una y
otra vez, Mr. Barton se volvía. Cada seis pasos, y aún menos, echaba rápidas y
furtivas miradas por encima de su hombro, sin ver a nadie nunca.
La irritación producida por esta persecución intangible e invisible se hizo
gradualmente casi intolerable. Y cuando al fin llegó a su casa, su tensión nerviosa
había alcanzado un grado tal que le impidió todo reposo; consecuente, Mr. Barton ni
siquiera pensó en acostarse hasta que se hizo de día.
Despertó cuando su criado llamó a la puerta de la habitación. Este entró y le
tendió varias cartas que acababan de llegar por el correo. Una de aquellas cartas
atrajo inmediatamente su atención. Reconociendo al instante la escritura, leyó lo que
sigue:
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observarse como el capitán Barton tenía un aire anormal de ausencia y abatimiento.
Pero nadie adivinó la causa de su humor.
Aunque él hubiera podido pensar que los pasos que le siguieron eran puramente
fantasmagóricos, no hubiera podido evadirse en cuanto a la realidad absoluta de las
cartas recibidas. Y la llegada de estas cartas, siguiendo siempre a los misteriosos
sonidos que le habían obsesionado, eran, por lo menos, una extraña coincidencia.
En su mente, el capitán Barton relacionaba vaga e instintivamente la situación a
ciertos momentos de su vida pasada, unos momentos de los cuales tenía verdadero
horror a acordarse.
Ocurrió, sin embargo, que, además de su próxima boda, el capitán tuvo que
ocuparse precisamente entonces, y sin duda felizmente para él, de un asunto muy
absorbente relacionado al arreglo de un importante e interminable proceso que
afectaba a ciertas de sus propiedades.
La existencia activa y llena de emociones que tuvo que llevar entonces obró sobre
él con un efecto muy natural: le disipó gradualmente la melancolía que durante algún
tiempo le había oprimido, y, pronto, su humor recobró sus habituales colores.
Sin embargo, en el transcurso de este período, la repetición del mismo fenómeno,
de vez en cuando y bajo forma indistinta y apenas perceptible, le asustó un poco. Esto
ocurría siempre en lugares solitarios, pero, ahora, tanto durante el día como por la
noche. El retorno de estas molestas impresiones que tanto le habían hecho sufrir,
fueron sin embargo, débiles e intermitentes hasta el punto de que a veces, y para su
gran satisfacción, se veía verdaderamente incapaz de establecer una distinción entre
aquellos pasos y las simples sugestiones de una imaginación sobreexcitada.
Una noche acompañó hasta la Cámara de los Comunes a un miembro de la
misma, un hombre que estaba en común relación con el capitán Barton y conmigo.
Esta fue una de las raras ocasiones en que me encontré en su compañía; mientras
caminábamos los tres, yo observé cómo el capitán se puso pálido y ausente, con una
impresión que parecía denotar la presión de una angustia tan viva como absorbente.
Supe, más tarde, que a todo lo largo de nuestro paseo había oído mezclarse al
rumor de nuestros pasos el de aquellos otros bien conocidos que le seguían.
Esta fue, sin embargo, la última vez que él debió sufrir esta fase de la persecución
de la cual era ya una angustiada víctima. Una nueva fase, y bien diferente, estaba a
punto de comenzar.
CAPÍTULO III
UN ANUNCIO
Yo fui, aquella noche, testigo de la primera nueva serie de impresiones que debían
conducir a su término el destino del capitán Barton. Si no hubiera sido por su relación
con los acontecimientos que siguieron, apenas si ahora yo me acordaría del incidente.
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Cuando alcanzábamos el pasaje que viene de College Creen, un hombre, del que
sólo recuerdo era de talla pequeña, que parecía extranjero y llevaba una especie de
gorro de viaje hecho de pieles, avanzó, muy aprisa y como bajo el imperio de una
violenta excitación, derecho hacia nosotros, gruñendo con volubilidad y vehemencia.
Este personaje de aspecto singular marchó derecho sobre Barton, que nos
precedía un poco, y se detuvo mirándole durante unos instantes con una expresión de
amenaza y de furor maníaco; después, dando media vuelta tan bruscamente como se
había detenido, se puso a andar delante de nosotros con el mismo paso precipitado y
desapareció por un pasaje lateral. Me acuerdo de haberme impresionado por la
expresión y el comportamiento de aquel hombre, detalles que produjeron en mí la
sensación de un vago peligro, una sensación como jamás antes había sentido ante la
presencia de una cosa humana; en lo que me concierne, esta sensación estaba lejos de
alcanzar en mi interior, pese a todo, el suficiente desconcierto para conmoverme o
agitarme: acababa, solamente, de ver una fisonomía singularmente maligna y
animada, quizá, por la sobreexcitación de la locura.
De cualquier modo, el efecto que produjo esta aparición sobre el capitán Barton
me sorprendió literalmente. Yo le suponía hombre de gran valor y lleno de sangre fría
en presencia de un peligro verdadero, lo que hizo que su comportamiento me parecía
tanto más extraño en esta ocasión. Cuando el extranjero avanzaba, él retrocedió uno o
dos pasos y me cogió silenciosamente del brazo, con un movimiento que me pareció
un espasmo de agonía o terror. En seguida, rechazándome rudamente cuando el
desconocido se alejó, comenzó a seguirle unos instantes y luego se detuvo, muy
turbado, y se sentó en un banco. Jamás he contemplado una cara más deshecha y
aturdida que la suya.
—En nombre del cielo, Barton, ¿qué tiene usted? —le preguntó nuestro
compañero sinceramente alarmado—. No está usted herido, ¿verdad? Ni enfermo,
¿qué tiene?
—¿Qué ha dicho él? —preguntó Barton sin hacer el menor caso a las preguntas
de nuestro compañero—. Yo no he oído nada. ¿Qué ha dicho?
—Es absurdo —dijo X…, muy sorprendido—. ¿Qué importa lo que haya dicho
ese individuo? Usted está enfermo, Barton. Déjeme llamarle un coche. Usted está
enfermo.
—¡Nada de enfermo! No lo estoy —exclamó Barton haciendo un visible esfuerzo
para volver a ser dueño de sí mismo—. Pero, a decir verdad, estoy fatigado, un poco
agitado y, quizás, exageradamente inquieto. Acabo de pasar, como ustedes saben, por
la Cancillería y la vista de un proceso es siempre una prueba para los nervios. Me he
sentido un poco mal toda la tarde, pero ahora ya estoy mejor. Bueno, bueno, ¿qué
esperamos para seguir nuestro paseo?
—No, no, nada de paseo —insistió X…—. Siga mi consejo, Barton, y vuélvase a
su casa. Usted tiene verdadera necesidad de reposo, Parece enfermo. Insisto
verdaderamente en que me permita acompañarle a su casa.
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Gustoso, yo añadí mi voz a la de X…, pues era evidente que el propio Barton
estaba dispuesto a dejarse persuadir. Nos abandonó, sin embargo, rehusando nuestro
ofrecimiento de acompañarle. Yo no era lo bastante íntimo de X… para discutir con
él la escena de la cual acabábamos de ser testigos. Tuve, sin embargo, la convicción,
al ver la cara que X… ponía cuando cambiábamos algunas trivialidades, que él estaba
tan poco satisfecho como yo de la brusca enfermedad que le había servido a Barton
de pretexto para explicar la extraña exhibición, y ambos estábamos de acuerdo en
sospechar que algún misterio se ocultaba tras todo el asunto.
Al día siguiente pasé por casa de Barton para interesarme por él y su criado me
dijo que, desde su regreso la noche antes, su dueño no había salido de su dormitorio,
pero que su indisposición no tenía gravedad y que esperaba salir dentro de pocos días.
Aquella tarde, Mr. Barton mandó a buscar al doctor R…, que a la sazón tenía una
numerosa y elegante clientela en Dublín, y su entrevista parece ser que fue muy
singular.
Barton expuso en detalle todo lo que sentía, pero lo hizo de una forma distraída y
distante que parecía denotar el poco interés que él tenía en su curación y que, en todo
caso, demostraba perentoriamente que algo más importante que su presente
indisposición ocupaba su espíritu. Se quejó de tener a veces palpitaciones y dolores
de cabeza.
El doctor R… le preguntó, entre otras cosas, si algo irritante, acontecimiento o
inquietud, le torturaba. Barton respondió negativamente a esta cuestión y lo hizo con
viveza, casi con humor; y a continuación el médico declaró que, en su opinión, el
capitán no tenía nada grave, solamente un poco de dispepsia, y estaba a punto de
retirarse tras haber redactado una receta adecuada, cuando Mr. Barton volvió a
llamarle, como si de pronto se hubiera acordado de algo.
—Le pido perdón, doctor, pero estaba a punto de olvidarme… ¿Me permite usted
que le haga dos a tres preguntas médicas, unas preguntas más bien extrañas, sin duda,
pero de cuyas respuestas depende una apuesta y me permitirá, espero, excusar mi
extravagancia?
El médico se declaró dispuesto a satisfacer a su interlocutor.
Barton pareció experimentar alguna dificultad en plantear las preguntas
anunciadas, pues permaneció silencioso un buen momento, y luego, después de haber
ido hasta su biblioteca y volver, se sentó al fin y dijo:
—Va a pensar usted que estas preguntas son pueriles, pero yo no podré ganar mi
apuesta si usted no me responde. Es, pues, necesario, que se las plantee. Helas aquí.
Yo quisiera, primero, una información sobre el tétanos. Si un hombre ha estado
verdaderamente enfermo de ese mal y parece muerto, ¿cómo un médico corriente
puede declarar sin vacilar que tal hombre está verdaderamente muerto y cómo ese
mismo hombre, seguidamente, puede restablecerse pese a todo?
El médico sonrió, sacudiendo la cabeza.
—Pero… Pero —siguió Barton—, un error puede haber sido cometido. Suponga
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usted a un ignorante que pretende saber Medicina. ¿Podría un ignorante así ser
engañado por una fase cualquiera de la enfermedad hasta el punto de confundir lo que
sólo es una etapa en la progresión del mal con la misma muerte?
—Ningún hombre, si ha visto la muerte, podría confundirla con un caso de
tétanos —respondió el doctor R…
Barton reflexionó durante algunos minutos.
—Voy a hacerle otra pregunta, quizá, más pueril todavía. Pero, antes, ¿puede
decirme usted si los reglamentos de los hospitales extranjeros, los de Nápoles, por
ejemplo, son muy elásticos o están mal redactados? ¿No pueden cometerse errores y
equivocaciones en lo que concierne a la inscripción de los ingresados, por ejemplo?
El doctor R… se confesó incompetente sobre tal materia.
—Veamos, doctor, he aquí la última de mis preguntas. Usted se reirá, sin duda,
pero debo hacérsela. ¿Existe, en todo el conjunto de las enfermedades humanas, una
afección cualquiera que tenga por efecto el reducir sensiblemente la estatura y el
esqueleto, una enfermedad que en alguna forma pueda empequeñecer a un hombre
pero sin alterar ni un sólo detalle de su fisonomía general, una enfermedad, en suma,
que no influya más que sobre la estatura y la corpulencia? ¿Una afección, no importa
cuál, fíjese bien, y tan rara que incluso su existencia pueda ser puesta en duda, pero
que pueda producir tal efecto?
El médico sonrió y respondió con firmeza que una enfermedad semejante no
existe.
—Entonces, pasemos a otra cosa —dijo Barton con brusquedad—. ¿Si alguien
tiene razones para temer ser atacado por un loco en libertad, ese alguien no puede
procurarse una orden de arresto contra ese loco y hacerlo encerrar?
—En verdad —respondió el doctor R…—, esta es más una pregunta para un
jurista que para mí; pero creo que si ese alguien que dice usted se dirige a un
magistrado, le será indicado lo que proceda.
El médico se despidió entonces del capitán Barton; pero, en el mismo momento
en que llegaba a la puerta del vestíbulo, se acordó de haber olvidado su bastón arriba
y volvió a buscarlo. Su vuelta a la casa del capitán puso al doctor en una situación
embarazosa, pues, al entrar, vio cómo se consumía lentamente en el hogar el pedazo
de papel sobre el cual había escrito su receta. Barton estaba sentado muy cerca de la
chimenea con una expresión de profunda tristeza y consternación pintada en su
rostro.
El doctor R… tenía demasiado tacto para prolongar la nueva visita; pero había
tenido tiempo de sobra para convencerse que la sede de los sufrimientos del capitán
Barton era el espíritu, y no el cuerpo.
Algunos días más tarde, en los periódicos de Dublín, apareció el siguiente
anuncio:
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“Dauphin”, o alguien de su familia, quiere presentarse en el bufete del letrado
Hubert Smith, abogado, en la calle Daine, a él, o a sus parientes, le será
comunicado algo muy interesante para él, o para ellos. En el caso de que los
interesados deseen pasar inadvertidos, podrán ser recibidos a cualquier hora, hasta
la medianoche. Se promete con honor guardar el secreto más estricto sobre toda
comunicación de carácter confidencial».
IV
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los límites que el bienestar impone a la celebración de la amistad: había bebido sólo
el vino suficiente para alegrarse, pero en absoluto para alterar su razón o para
modificar su comportamiento habitual.
A este buen humor desacostumbrado se añadía un olvido total, o, si se prefiere, un
desprecio completo de las vagas aprensiones que durante tanto tiempo habían pesado
sobre su espíritu hasta el punto de tenerle alejado de la sociedad; pero, la noche
avanzaba y esta alegría artificial comenzaba a disminuir y las penosas ideas se
apoderaban gradualmente de él y le volvían distraído y ansioso como antes.
En cuanto se marchó de casa de Lady L… y de Miss Montague, tuvo el
desagradable presentimiento de una desgracia inminente y se fue, el espíritu acosado
por mil misteriosas aprensiones contra las que luchaba interiormente y que, aún
afectando despreciarlas, sentía vivamente su peso.
Fue ese orgulloso desdén de lo que consideraba como una debilidad suya lo que
le dictó, en esta ocasión, la conducta que debía terminarse con la aventura que voy
ahora a relatar.
Le hubiera sido fácil a Mr. Barton llamar un coche, pero era consciente de que las
ganas que tenía de pedir el carnaje no obedecían a otra causa que al persistente y
desesperado temor de ser supersticioso.
Igualmente, hubiera podido volver a su casa por un camino distinto a aquel contra
el cual le había puesto en guardia su misterioso corresponsal; pero, por la misma
razón, apartó igualmente esta idea y, con la decisión obstinada y medio desesperada
de llevar las cosas a una crisis cualquiera y ver si la causa de sus sufrimientos
pasados tenía algo de realidad, para, en caso contrario, obtener de forma satisfactoria
la prueba de su carácter ilusorio, resolvió tomar precisamente el camino que había
recorrido aquella noche tan dolorosamente grabada en su memoria y en la cual la
extraña persecución había comenzado. La verdad me obliga a decir, sin embargo, que
el piloto que por primera vez dirige un barco bajo el fuego de las baterías enemigas,
no necesita asumir más valor que el que se impuso el capitán Barton cuando se metió,
temblando, en aquella calle solitaria, una calle que presentía, pese a todos los
esfuerzos de su escepticismo y de su razón, como el reino incuestionable de una
criatura maléfica que no quería más que a él.
Avanzaba resuelto y con rapidez, respirando apenas, tan grande era su inquietud;
el ruido de los pasos misteriosos no se hizo, sin embargo, sentir de nuevo, y el capitán
Barton sintió renacer su seguridad. Cuando había recorrido impunemente las tres
cuartas partes del camino, se acercó a la larga fila de faroles de aceite que,
guiñoteantes, anunciaban la proximidad de las calles frecuentadas.
Este sentimiento de satisfacción no fue, empero, más que momentáneo. La
detonación de un mosquete, a unas cien yardas detrás de él y el silbido de una bala
cerca de su cabeza, disiparon desagradable y bruscamente aquel sentimiento. El
primer movimiento de Barton fue volver sobre sus pasos para descubrir al asesino;
pero, como ya hemos dicho, la calzada estaba bordeada a ambos lados por los
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cimientos de la calle más allá de los cuales se extendían los descampados, llenos de
grava, de hornos de cal y de ladrillos abandonados y, todo ello, tan silencioso como sí
jamás ningún sonido hubiera turbado aquella sombría y espantosa soledad. La
futilidad, de emprender, solo y en tales circunstancias, la búsqueda del criminal, se le
manifestaron claramente, sobre todo; puesto que el capitán no oía ningún ruido que
pudiera orientar su búsqueda.
Agitado por los sentimientos desordenados de alguien cuya vida acaba de ser
objeto de un intento de asesinato y que ha escapado de muy cerca a la muerte, el
capitán Barton dio de nuevo media vuelta y, sin acelerar el paso hasta llegar a correr,
prosiguió su camino.
Así que, como acabo de decir, había dado media vuelta tras unos segundos de
pausa y comenzaba su precipitada retirada cuando de repente se encontró frente al
hombrecillo del gorro de piel. El encuentro fue de poca duración. El hombre
marchaba con el mismo paso exageradamente apresurado de Barton y tenía la misma
extraña expresión de amenaza que la otra vez; y cuando pasó cerca del capitán, éste
creyó entender que decía, en un murmullo furioso: «Todavía con vida, todavía con
vida».
A raíz de este incidente, el estado de espíritu de Mr. Barton comenzó a provocar
una alteración que se traducía en su salud y fisonomía hasta un punto tal que este
cambio no escapaba a nadie.
Por algunas razones conocidas por él solo, Mr. Barton no hizo la menor gestión
para poner en conocimiento de las autoridades competentes el atentado del cual había
estado a punto de ser víctima; bien al contrario, se guardó celosamente el secreto. Y
hasta varias semanas después del incidente no habló de él, y confidencialmente, de
algunos de los tormentos de su espíritu.
Pese a su negro humor, el pobre Barton, que no tenía una razón satisfactoria para
entibiar las atenciones que le imponía el lazo existente entre Miss Montague y él, se
vio obligado a hacer prodigios para ofrecer a la gente una cara confiada y contenta.
Callaba la verdadera fuente de sus sufrimientos y todo lo que se refería a sí
mismo con una reserva tan celosa que parecía dictada por la posibilidad de que el
origen de la extraña persecución de que era objeto le fuera conocida, y que el origen
fuera de una naturaleza tal que estimase no poder o no se atreviera divulgar.
Su espíritu, encerrado en sí mismo y sin cesar acosado por una angustia que no se
atrevía a confiar ni a revelar a un oído humano, se turbaba cada día más y se volvía
cada día más impresionable, estando su sistema nervioso, en cierta medida, afectado.
En este estado, pues, Mr. Barton sólo podía estar destinado a sufrir, cada vez más
frecuentemente, los furtivos regresos de aquella aparición que ya tan terrible imperio
ejercía sobre su mente.
Fue por esta época cuando visitó al pastor X…, predicador célebre a la sazón, y al
que conocía vagamente. Esta visita dio lugar a una extraordinaria conversación.
El eclesiástico estaba sentado en su gabinete de trabajo, rodeado de obras
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relacionadas con sus estudios favoritos, la teología, cuando Barton le fue introducido.
Había en la actitud del capitán Barton algo de embarazado y febril que, sumado a
su rostro pálido y hosco, impresionó desagradablemente al sabio y le hizo pensar que,
sin ninguna duda, su visitante habría sufrido últimamente de una forma tan terrible
que justificaba una alteración tan chocante y casi aterradora.
Después de haber intercambiado las salutaciones al uso y algunas observaciones
triviales, el capitán Barton, que se daba cuenta visiblemente de la sorpresa que había
provocado su visita en el pastor X…, incapaz de disimular, rompió un corto silencio y
dijo:
—La mía es una extraña visita, señor, y quizás una relaciones tan poco íntimas
como las nuestras no la autorizan. En circunstancias normales, no hubiera tenido la
audacia de venirle a molestar; pero mi visita no es la intrusión de un ocioso ni de un
impertinente. Estoy seguro de que usted no la juzgará así cuando le haya dicho cual
es mi aflicción.
El pastor X… le interrumpió con las protestas que le dictaba su caballerosidad, y
Barton siguió:
—He venido a poner a prueba su paciencia pidiéndole consejo. Y, cuando digo
paciencia, podría decir mejor: poner a prueba su humanidad…, su compasión, porque
yo sufro, sufro mucho.
—Mi querido señor —respondió el eclesiástico—, será para mí una alegría
infinita si puedo aportar alivio a la pena de su alma, pero…
—Ya sé, ya sé lo que usted va a decirme —replicó Barton vivamente—; soy un
incrédulo y, por lo tanto, incapaz de encontrar un refugio en la religión; pero no esté
usted demasiado seguro de esto. Tan débiles como puedan ser mis convicciones, no
es menester que usted suponga que yo no experimento un profundo, un interés muy
profundo, por esas cuestiones. Estos últimos tiempos, las circunstancias me han
obligado a llevar mi atención a considerar por entero todas estas cuestiones, con un
espíritu más abierto y más dócil, creo, que el que había puesto en el pasado.
—Las dificultades que usted encuentra, arrastran sin duda las pruebas de la
Revelación —sugirió el eclesiástico.
—Mi fe… No, creo que yo… En verdad, siento vergüenza por tener que decirle
que ni siquiera he examinado suficientemente mis objeciones para exponerlas de
forma coherente; pero, hay un tema por el cual experimento un interés particular.
Barton se calló de nuevo y el pastor X… le apremió a que continuara.
—El hecho es —dijo Barton— que cualquiera que pueda ser mi certidumbre en
cuanto a la autenticidad de eso que damos en llamar Revelación, es una cosa de la
que estoy profunda y horriblemente convencido, y es que existe verdaderamente, más
allá de este mundo en el cual nosotros estamos, un mundo de espíritus, un mundo
cuyo funcionamiento nos es, en general y por piedad hacia nosotros, ocultado, un
mundo que nos puede ser, y que nos es a veces, parcialmente y para nuestro terror,
revelado. Yo estoy seguro, yo sé —continuó Barton con una fiebre creciente—, que
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hay un Dios, un Dios temible, y que el castigo sigue a la falta, que nos alcanza por los
caminos más misteriosos y más extraordinarios, y que nos es infligido por los más
inexplicables y los más terribles de los agentes. Hay un mundo de espíritus (oh, Dios,
¡con qué fuerza estoy yo convencido!) un mundo maléfico, un mundo implacable, un
mundo omnipotente, del que sufro y del que he sufrido las persecuciones, ¡un mundo
del cual he conocido los tormentos de los condenados! ¡Sí, señor, sí…, yo conozco
las llamas y las furias, del infierno!
Mientras Barton hablaba, su agitación devino tan violenta que el predicador se
sintió conmovido e incluso alarmado por la impetuosidad y la fiebre con la cual el
capitán se expresaba y, sobre todo, por el indefinible horror marcado en sus rasgos,
que, ante su calma y sangre fría habituales, formaban un contraste todavía más
sobrecogedor y penoso.
—Mi querido señor —dijo el pastor X… tras una pausa—, temo, en verdad, que
haya sido usted muy desgraciado; pero me atrevo a predecir que se encontrará el
origen de la depresión que usted sufre en causas puramente físicas y que, con un
cambio de aires y la ayuda de algunos tónicos, recuperará su humor normal, lo mismo
que su serenidad acostumbrada. Había, sin duda alguna, más parte de verdad de la
que nosotros queremos admitir en las teorías clásicas que atribuyen la predominancia
anormal de cualquier enfermedad del espíritu en el funcionamiento de uno u otro de
nuestros órganos. Créame: haga un poco de régimen, haga ejercicio, y, en una
palabra, lleve, bajo la dirección de alguien competente, una vida sana, y usted volverá
a encontrarse igual que antes, tal como usted puede estar.
—Señor pastor —dijo Barton con una especie de estremecimiento—, me es
imposible acunarme en esa esperanza. No; la sola esperanza que me resta, la sola cosa
a que me puedo aferrar, es que el agente espiritual que me tortura pueda ser
combatido por otro agente espiritual más poderoso que él, y que así pueda librarme.
Si esto no es posible, estoy perdido, perdido desde ahora y para siempre.
—Pero, Mr. Barton —insistió el eclesiástico—, es menester que usted no olvide
que otros han sufrido como usted y que…
—No, no, no —le interrumpió el capitán con irritación—, no, le digo a usted, yo
no soy un hombre crédulo y, menos aún un hombre supersticioso. Quizás, he sido, y
en demasía, lo contrario, muy escéptico, demasiado resistente a la creencia; pero a
menos de que alguien pruebe, no puede convencer; a menos de despreciar el
testimonio repetido, continuado de mis propios sentidos, yo estoy ahora, en fin,
constreñido a creer… Yo no puedo escapar ahora a la convicción, a la aplastante
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certeza… de que soy acosado y torturado, vaya donde vaya, por… ¡por un demonio!
Mientras Mr. Barton se expresaba de esta manera, tenía en su rostro, en aquellos
rasgos húmedos y cadavéricos, una energía sobrenatural nacida de su horror.
—Dios vendrá en su ayuda, mi pobre amigo —dijo el pastor, muy conmovido—.
Dios le ayudará porque usted es, en verdad, alguien que sufre, sea cuál fuere la causa
de sus sufrimientos.
—Sí, sí, que Dios me ayude —repitió Barton con aire sombrío—, pero ¿querrá Él
ayudarme, querrá?
—Implórele, ruéguele humildemente —dijo el pastor.
—¡Rogar, rogar! —gritó el capitán con el mismo aire sombrío—. Yo no puedo
rogar: sería tanto como tratar de mover una montaña con la sola fuerza de mi
voluntad. Yo no tengo fe suficiente para rogar; hay algo dentro de mí que se niega a
orar. Lo que usted me prescribe es imposible, literalmente imposible.
—Ya verá como no, sólo debe usted probarlo y verá que tal cosa no es imposible.
—¡Probar! Ya he probado y esas tentativas no me han producido más que terror y
confusión: he probado y en vano, más que en vano. El espantoso, el inexplicable
pensamiento de la eternidad y del infinito aplastan mi cerebro y le empujan al camino
de la locura, cada vez que mi alma se vuelve hacia el Creador; y este esfuerzo me
deja tembloroso y espantado. Es menester que haya otros medios. La idea de un
Creador eterno es para mí intolerable, mi espíritu no puede soportarla.
—Entonces, mi querido señor —dijo el eclesiástico con un tono apremiante—,
entonces, ¿dígame qué socorro desea recibir de mí, dígame qué desea saber de mí,
qué puedo yo hacerle o decirle para aliviarle?
—Primero, que quiera usted escucharme —replicó el capitán con un tono más
suave y haciendo un esfuerzo para dominar su agitación—. Déjeme que le relate los
detalles y las circunstancias de la persecución que ha hecho mi vida intolerable…,
una persecución que me hace temible la muerte y el mundo que hay más allá de la
tumba, tan temible como esta existencia que ya odio.
Barton se puso entonces a relatar las circunstancias que yo ya he contado. Luego,
añadió:
—La cosa se ha hecho ahora corriente, habitual. No es en absoluto el hecho de
verle efectivamente en carne y hueso: gracias a Dios, esto no sucede aún todos los
días. A Dios gracias, me han sido misericordiosamente concedidos unos intervalos de
reposo y así no conozco constantemente los inefables horrores de esa presencia; si,
me han sido acordados unos intervalos, pero sin ninguna seguridad; pero, nunca,
siquiera durante un sólo instante, yo dejo de ser consciente de que, vaya por donde
vaya, por todas partes, un espíritu maléfico me persigue. Blasfemias, gritos de
desespero, espantosos gritos de odio me persiguen. Cuando vuelvo la esquina de una
calle, los oigo, esos horribles gritos, golpeando mis orejas; y a la noche, cuando estoy
solo, sentado en mi habitación, los gritos retumban también; en todo lugar, esos gritos
me acosan, me acusan de crímenes odiosos y, ¡oh, Dios!, me amenazan con un
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castigo próximo y unos sufrimientos eternos. ¡Chitsss! ¿Oye usted eso? —dijo Barton
de pronto, con una horrible sonrisa de triunfo—. ¿Oye usted? ¿Se convence ahora?
El eclesiástico se sintió sobrecogido por un repeluzno de horror cuando sintió, o
creyó sentir, al mismo tiempo que el gemido de una brusca ráfaga de viento, unos
indistintos sonidos de rabia y de escarnio que se mezclaban al silbido de la borrasca.
—¿Y bien? —exclamó finalmente Barton, respirando largamente entre sus
dientes apretados—. ¿Y bien, qué piensa usted de esto?
—He oído el viento —dijo el pastor X…—. ¿Qué puedo pensar? ¿Qué tiene eso
de notable?
—El príncipe de las potencias del aire —murmuró Barton con un temblor.
—Vamos, vamos, mi querido señor —dijo el sabio haciendo un esfuerzo para
serenarse, pues, aunque fuera bien de día, había, sin embargo, algo
desagradablemente contagioso en la sobreexcitación nerviosa de su interlocutor y de
la cual, él era la presa—. Es menester que abandone usted esas ideas extravagantes;
es menester que resista usted las impulsiones de su imaginación.
—¡Sí, sí! «Resiste al demonio y él huirá de ti». ¿Pero cómo resistirle? Es sí,
donde yace la dificultad. ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Mi querido señor, todo eso es, de hecho, de su imaginación. Es usted su propio
verdugo.
—No, no —respondió Barton con cierta rudeza—. La imaginación no tiene nada
que ver en ello. ¡La imaginación! ¿Es ella quien nos ha hecho oír hace un instante,
tanto a usted como a mí, esos acentos venidos del infierno? ¡La imaginación, desde
luego, no, no!
—Pero —dijo el eclesiástico—, si usted ha visto frecuentemente a esa persona,
¿por qué no la ha abordado o la ha puesto fuera de circulación para que no le enoje
más? Es concluir un poco rápidamente, por no decir más, que es usted mismo el que
invoca una intervención sobrenatural; y no le quepa la menor duda que si se emplease
usted en examinar atenta y convenientemente todo el fenómeno, le encontraría una
explicación.
—Hay unas circunstancias que se relacionan a esa aparición, pero son superfinas
de conocer para alguien más. Son las pruebas de su horrible naturaleza. Ya sé que el
ser que me persigue no es humano, yo le afirmo a usted que lo sé; incluso podría
convencerle. En cuanto a abordarle, no me atrevo a hacerlo, soy incapaz. Cuando le
veo, me siento reducido a la impotencia. Me encuentro frente a la muerte, en la
triunfante presencia del poder y de la malignidad del infierno. Mis fuerzas, mis
facultades, mi memoria, todo me abandona. Yo temo, ay, que usted ignore esto de que
le hablo. ¡Gracia, gracia! ¡El cielo tenga piedad de mí!
Apoyando su codo en la mesa, Barton pasó su mano por sus ojos, como para
borrar una visión de horror y murmuró varias veces las últimas palabras de su
parlamento.
—Señor pastor —dijo al fin, levantándose bruscamente y mirando de frente al
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eclesiástico, con mirada suplicante— yo sé que hará usted por mí todo cuanto pueda
hacer. Usted conoce ahora íntegramente las circunstancias y la naturaleza de mi
aflicción. Le repito que yo no puedo hacer nada por mí mismo. No tengo esperanza
de salvarme. Estoy absolutamente pasivo. También, le conjuro a examinar mi caso y,
si las súplicas de otros pueden hacer algo por mí, la intercesión de los justos, una
ayuda, una influencia cualquiera, yo le imploro, le clamo en nombre del Muy Alto,
que me beneficie de esa influencia, que me arranque de esta muerte lenta. Luche por
mí, tenga piedad de mí; yo sé que usted lo hará; usted no puede negármela; este es el
motivo y el objeto de mi visita. No me deje marchar sin darme una esperanza, por
flaca que sea, la esperanza de que pueda verme al fin liberado, y yo encontraré el
coraje de soportar, hora tras hora, la pesadilla odiosa en que mi existencia se ha
convertido.
El pastor X… aseguró al capitán Barton que todo lo que él podía hacer era rezar
ardientemente y que, esto, no dejaría de hacerlo. Se separaron cambiando unos
adioses someros y melancólicos. Barton se precipitó hacia el coche que le esperaba
en la puerta, bajó las cortinillas y se alejó, mientras el pastor X… volvía a su gabinete
para rumiar a sus anchas sobre la extraña entrevista que acababa de interrumpir sus
estudios.
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VI
Como podía esperarse, las nuevas y excéntricas costumbres del capitán Barton no
escaparon a las habladurías. Numerosas fueron las hipótesis que se forjaron para
explicar el cambio de su comportamiento. Los unos la atribuían a secretas
dificultades de dinero; otros, a la repugnancia que sentía para asumir el compromiso
tomado un poco a la ligera; otros, atribuían sus maneras a las primeras
manifestaciones de una enfermedad mental y esta última teoría era, en verdad, la más
plausible y la más generalmente admitida.
Miss Montague, desde luego, en seguida se había dado cuenta de ese cambio en
su prometido y cuyos progresos eran graduales. La intimidad resultante del particular
lazo que había entre ambos, junto al vivo interés que él le inspiraba, prevenían a la
joven de ocasiones para ejercer con éxito esa facultad de observación lúcida y
penetrante que es privativa de su sexo.
Las visitas de Mr. Barton se hicieron, al fin, tan raras y su actitud tan distraída,
durante sus visitas, tan extraña y tan agitada, que Lady L…, después de haber dejado
una vez entrever su inquietud y sus sospechas, dijo al fin claramente lo que pensaba y
exigió una explicación.
Esta explicación fue satisfecha y, aunque su naturaleza apaciguó en principio los
temores de la anciana dama y de su sobrina, las circunstancias que la acompañaban y
las consecuencias verdaderamente terribles que la cosa implicaba en cuanto a la
moral y a la razón del hombre, miserable ahora, que acababa de hacerles la extraña
declaración, eran suficientes, nada más que pensando un poco, para llenar sus
espíritus de agitación y de alarma.
El general Montague, padre de la jovencita, arribó al fin. Él había ya conocido a
Barton, diez o doce años antes, y conocía su fortuna y su familia y estaba dispuesto a
considerarlo como un partido excepcional, incluso, altamente deseable para su hija.
La historia de las «visitas» sobrenaturales de las que Barton se quejaba, le hicieron
reír mucho y no tardó en ir a ver a su futuro yerno.
—Mi querido Barton —dijo alegremente, después de haber cambiado algunas
palabras con él—, mi hermana me ha dicho que usted está en tratos con lo espíritus,
que se le manifiestan de una manera harto original.
Barton cambió de expresión y suspiró profundamente.
—Vamos, vamos —siguió el general—, créame usted, esto no puede continuar
así. Usted tiene más el aspecto de un hombre en camino hacia el patíbulo que el de un
novio en camino del altar. Sus demonios han hecho de usted un santo.
Barton intentó cambiar de conversación.
—No, no —protestó su interlocutor, riendo—, nada de eso. Yo estoy decidido a
decirle lo que tengo que decirle a usted sobre su famoso misterio. No lo tome a mal,
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pero es demasiado lastimoso ver a un hombre de su edad llevar una vida de anacoreta
porque tenga miedo, como si fuera un niño tonto que tiene miedo al coco, al más
despreciable de los cocos. Sinceramente, lo que me han contado me ha fastidiado
bastante. Pero, al mismo tiempo, he llegado a la conclusión de que no hay nada en su
historia que no pueda ser aclarado, todo lo más en una semana, si se pone un poco de
cuidado y atención.
—Ah, general, usted no sabe…
—No, pero yo sé bastante para justificar mi confianza —le interrumpió el soldado
—. Sé que todos sus enojos provienen de la aparición de un hombrecillo tocado con
un casquete y vestido con un abrigo, que tiene un chaleco rojo y mala cara, que te
sigue por todas partes, que se le aparece en los rincones de las calles y que le provoca
accesos febriles. Desde ahora, mi querido amigo, yo me encargo de atrapar a ese
malhechor, a ese enano saltimbanqui, y, sea para convertirlo con mis propias manos
en picadillo, sea para hacerle atravesar la ciudad a punta de látigo, atado a la trasera
de una carreta, le libro a usted de él antes de que pase un mes.
—Si usted supiera lo que yo sé —dijo Barton con una oscura agitación—, usted
hablaría de forma muy distinta. No me crea lo bastante débil para haber, sin las
pruebas más aplastantes, aceptado la conclusión que me ha sido impuesta… Estas
pruebas están aquí, están encerradas aquí.
Hablando, Barton se golpeaba el pecho y, exhalando un suspiro de angustia, se
puso a andar a lo largo y a lo ancho de la habitación.
—Vamos, vamos, Barton —dijo el general Montague—, yo le apuesto una cena a
que cogeré a su fantasma por el cuello antes de que pasen unos días y le convenceré a
usted.
El general continuaba hablando así cuando al ver a Barton acercarse a la ventana,
observó como un instante después, se le demudaba el semblante y retrocedía a
tropezones, como si un golpe inesperado le aturdiera. Con el brazo señalando a la
calle, el capitán tenía el rostro, y hasta los labios, de una palidez color ceniza.
Murmuraba: «¡Allí… por el cielo…, allí…, allí!».
El general Montague se levantó maquinalmente y vio, desde la ventana del salón,
una silueta gemela a la que le habían descrito como perteneciente al individuo cuya
aparición turbaba tan obstinadamente el reposo de su futuro yerno.
El misterioso personaje, cuando el general lo advirtió comenzaba a alejarse de la
verja que bordeaba la entrada de servicio de una casa vecina, verja en la que hasta
entonces había estado apoyado. Sin esperar a verlo ni un segundo más, el anciano
general agarró su bastón y su sombrero y salió disparado escaleras abajo con la loca
esperanza de atrapar al enigmático desconocido y aplicarle la corrección
correspondiente.
Miró a su alrededor, mas en vano: era incapaz de descubrir la menor traza del
individuo que, él mismo, acababa de ver perfectamente. Corrió hasta perder el aliento
para llegar a la esquina más próxima con la seguridad de que iba a ver la forma
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fugitiva del hombre de gorro de piel, pero su esperanza se frustró. Como un sabueso,
el general corrió en todos sentidos de esquina en esquina, y no paró hasta que las
miradas curiosas y la expresión divertida de los paseantes le dieron la medida de lo
absurdo de su persecución. Mesurando sus pasos, bajó su bastón, que maquinalmente
había subido hasta una altura amenazante, se caló bien el sombrero y volvió
reposadamente sobre sus pasos, profundamente agitado y vejado. Encontró a Barton
pálido como una sábana y temblando con todos sus miembros; los dos hombres
estuvieron mucho rato en silencio, hasta que ambos lo rompieron de vez, bajo el
imperio de bien diversas emociones.
—¿Ha visto usted la cosa? —murmuró Barton.
—¿La cosa?… Usted querrá decir él… ese hombre… Evidentemente, le he visto
—respondió Montague con humor—. ¿Pero de qué me ha valido? El animal corre
como un encendedor de faroles. Yo quería atraparlo, pero antes incluso de que
pudiera alcanzar la puerta del vestíbulo, me había esquivado. Pero no importa: la
próxima vez, puede usted estar seguro, lo haré mejor, y, a fe, que si me tropiezo con
él, le conoceré con mi bastón.
Pero pese a las promesas y a las exhortaciones del general Montague, Barton
continuó sufriendo por la misma misteriosa razón. Ya podía ir donde quisiese que, en
todo momento y en cualquier circunstancia, estaba siempre atormentado por el ser
que tan horrible influencia había adquirido sobre él.
Ni en ninguna parte ni en ningún momento estaba al abrigo de la odiosa aparición
que le acosaba con tan diabólica obstinación.
Su abatimiento, su deseperación y su estado nervioso devino cada día más claro y
más alarmante. Las torturas mentales que le roían continuamente comenzaron
finalmente a afectar su salud, cosa que tanto Lady L…, como el general advirtieron
sin dificultad. Ambos pusieron interés en persuadirle de que tratara de hacer un corto
viaje por el continente con la esperanza de que un cambio completo de decorado
tendría el efecto de disipar la influencia que podía tener sobre él la vista cotidiana de
los lugares de su persecución, influencia que los más escépticos de sus amigos
estimaban como una simple forma de alucinación nerviosa.
El general Montague, contrariamente, estaba convencido de que la forma que
acosaba a su futuro yerno no era en absoluto una creación de la imaginación de éste,
sino, bien al contrario, una forma material, hedía de carne y de sangre, y firmemente
decidida, quizá con un objeto homicida, a vigilar y a seguir al desdichado.
Pero siquiera esta hipótesis era agradable. Era evidente, sin embargo, que si
Barton lograba convencerse de que no había nada de sobrenatural en el fenómeno, el
asunto perdería a sus ojos todo lo que tenía de terrorífico y cesaría por entero de
ejercer sobre su salud y sobre su moral la funesta influencia que hasta el momento
ejercía. El capitán no podía dejar de darse cuenta, si advertía que podía escapar
verdaderamente a sus tormentos nada más que desplazándose y cambiando de lugar,
que aquellos no podían tener manifiestamente una causa sobrenatural.
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VII
Fuga
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Montague muy excitado y dispuesto a lanzarse entre la multitud y echar mano al
criminal.
—Él le ha tocado el brazo… le ha hablado a usted… Me ha señalado. Dios tenga
piedad de mí, no hay medio de escaparle —dijo Barton con el acento temeroso y
estrangulado de la desesperación.
Montague ya se había alejado a toda prisa, lleno de rabia y esperanza; pero, pese a
que el singular aspecto del desconocido que le había abordado se hubiese impreso
fuertemente en su memoria, fue incapaz de descubrir entre la gente a alguien que se
le pareciera un poco.
Después de infructuosas pesquisas, en que le ayudaron tres o cuatro personas con
tanto o más celo puesto que creían le habían robado, renunció finalmente,
desmoralizado y sin aliento, a dar con el individuo.
—Ah, amigo mío —le dijo Barton con voz débil y con el aire asustado y perdido
que puede tener alguien a quien un golpe mortal acaba de aturdir—. Ah, amigo mío,
no hay nada que hacer. Es inútil luchar. Quien quiera que sea ese hombre tan horrible,
sea cuál sea el lazo que nos une a los dos, ahora sé que jamás podré romperlo.
¡Nunca, nunca escaparé de él!
—Vamos, vamos, querido Barton, no diga tonterías —exclamó Montague con una
mezcla de irritación y bochorno—. Repóngase. Ese condenado todavía no ha dicho su
última palabra y nosotros tampoco. No se atormente, le digo, no se atormente.
Pero desde ahora eran esfuerzos perdidos el pretender dar a Barton la menor
esperanza: el desdichado cedía al más abyecto descorazonamiento.
Esta influencia intangible y, en apariencia, desproporcionada, estaba en vías de
destruir rápidamente todas las fuerzas de su intelecto, de su carácter y de su salud. Su
primer pensamiento era ahora regresar a Irlanda, para, tal como él creía, y esperaba
casi, morir prontamente.
Regresó, pues, a Irlanda, y uno de los primeros rostros que apercibió en la orilla
fue el de su implacable perseguidor. Barton parecía al fin no haber perdido solamente
toda alegría de vivir y toda esperanza, sino también toda independencia de voluntad.
Se sometía ahora, con pasividad, a los consejos de sus amigos más preocupados por
su bienestar.
Con la apatía de la desesperación total, consintió implícitamente plegarse a todas
las medidas que sugerían o aconsejaban sus amigos; y, como último recurso,
decidieron llevarlo a una casa que tenía Lady L… en los alrededores de Clontarf,
donde, de acuerdo con su médico, que persistía en la idea de que todos los trastornos
tenían por única causa un desarreglo nervioso, se convino en que Barton debía
confinarse rigurosamente en la casa y no ocupar más que las habitaciones que daban
sobre un patio cerrado y cuyas puertas deberían mantenerse celosamente cerradas.
Estas precauciones protegerían, sin ninguna duda, al capitán Barton contra la
aparición fortuita de toda forma viva que su imaginación sobreexcitada pudiera
confundir con el espectro que, se suponía, sus estragados sentidos imaginaban ver en
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todas las siluetas que presentaran una semejanza aunque lejana o vaga con las
particularidades que desde el principio caracterizaban al supuesto espectro.
Un mes o seis semanas de aislamiento absoluto en aquellas condiciones,
esperaban, interrumpiría la serie de aquellas terribles impresiones y haría disipar
gradualmente las percepciones engañosas y las asociaciones de ideas que habían
contribuido al desarrollo de aquella enfermedad que, por el momento, parecía sin
esperanza de curación.
El capitán debía estar constantemente rodeado de Sus amigos y de una alegre
compañía y así, entregándose a una firme esperanza, que gracias al tratamiento que
acaba de ser expuesto, se esperaba que la tenaz hipocondría del enfermo terminaría
por desaparecer.
En consecuencia, acompañado de Lady L…, del general Montague y de su
prometida, Miss Montague, el pobre Barton, que no se atrevía él mismo a acunarse en
la esperanza de verse finalmente librado del horror en el cual su vida se consumía,
tomó posesión de las habitaciones cuya situación le defendía contra las intrusiones
ante las cuales él retrocedía con tal indecible terror.
Al cabo de poco tiempo, la perseverancia con que fue aplicado el tratamiento
comenzó a dar sus frutos y a traducirse por un mejoramiento, apenas perceptible pero
progresivo, en la salud y en la moral del enfermo. No es que esto pudiera parecerse al
anuncio de una completa curación, en absoluto. Bien al contrario, pues aquellos que
no te habían visto desde el principio de sus extraños sufrimientos, hubieran
encontrado tal cambio en él que se habrían sentido profundamente impresionados.
Este mejoramiento, por débil que fuera, fue sin embargo acogido con alegría y
reconocimiento, sobre todo por la jovencita, pues con el apego que le tenía a Barton,
lo mismo que la penosa situación en que se encontraba ella a causa de la prolongada
indisposición de su novio, la hacían casi tan digna de conmiseración como a él.
Una semana, quince días, un mes transcurrió sin que reapareciese el odioso
personaje. Hasta entonces el tratamiento había sido coronado con un éxito completo.
La cadena de asociaciones de ideas se había roto. La presión constante ejercida sobre
el espíritu en franco surmenage del capitán Barton había sido suprimida y, en estas
circunstancias relativamente favorables, un sentimiento comunitario con el mundo
que le rodeaba y una suerte de interés humano, una verdadera alegría de vivir,
comenzaron de nuevo a animarle.
Fue por estos días cuando Lady L…, que como la mayoría de las señoras ancianas
de aquella época se las daba de conocer buenas recetas y gozar de excelentes
conocimientos médicos, mandó a su doncella a herborizar, con la misión de recoger
ciertas plantas que entregaría a la intendenta para que ésta compusiera una mirífica
tisana para el capitán Barton. Pero la criadita no tardó en regresar, presa de gran
alarma y agitación, sin que hubiese terminado su tarea. La manera como la chica
justificó su precipitado regreso y su evidente agitación, tan extraña, hicieron
sobresaltar a la vieja dama.
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VIII
Sosegamiento
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abierto, el rostro de su verdugo que le miraba fijamente a través de los barrotes de la
reja. Durante algunos segundos, el desdichado capitán permaneció clavado en el
suelo, sin aliento, el corazón cesándole de palpitar, fascinado por aquella espantosa
mirada; luego, se derrumbó en el patio, inanimado.
Allí le encontraron unos minutos más tarde. Lo llevaron a su dormitorio, aquel
dormitorio del cual ya no volvería a salir vivo. A partir de este instante, se observó en
su humor un claro e inexplicable cambio. Ahora, el capitán Barton ya no era el
hombre febril y desesperado de poco antes; una extraña alteración se había apoderado
de él: una tranquilidad sobrenatural reinaba en su alma, una tranquilidad que era el
anuncio de la calma de la tumba.
—Montague, mi querido amigo —dijo tranquilamente, pero con una expresión de
tenaz y espantoso terror—. Ahora el combate toca ya a su fin. Al menos, he recibido
algún consuelo de ese mundo de espíritus del que me viene el castigo. Sé que ahora
mis sufrimientos pronto tendrán fin.
Montague le apremió a que continuara hablando.
—Sí —siguió Barton con voz más dulce—, mi castigo está casi terminado. Los
dolores a los cuales he sido condenado tal vez durarán eternamente, pero mis torturas
tocan casi a su término. Mi pena ha sido aligerada y soportaré con sumisión, incluso
con esperanza, lo que me queda por penar.
—Me hace feliz oírle hablar tan serenamente, querido Barton. La paz y la
serenidad del alma son todo lo que usted necesita para volver a ser quien era antes.
—No, no —dijo Barton tristemente—, jamás seré como antes. Ya no tengo más
tiempo que vivir. Muy pronto moriré. Cuando le haya visto una vez más, todo habrá
acabado.
—¿Es él quien le ha dicho eso? —inquirió Montague.
—¿Él…? No, no: él es incapaz de traer buenas noticias; y éstas son buenas y
bienvenidas; me han llegado de una forma muy solemne y muy dulce acompañadas
de un amor y de una melancolía indecibles, un amor y una melancolía de las cuales
no podré hablarle más sin decirle antes lo que es útil y conveniente sobre unos
episodios y unas personas hace mucho tiempo olvidadas.
Y, pronunciando estas palabras, Barton arrojó unas lágrimas.
—Vamos, vamos —dijo Montague, que no imaginaba cual pudiera ser la causa de
esta emoción—, no se deje llevar. ¿De qué se trata, después de todo, sino de un
amasijo de sueños y tonterías? No exageremos la cosa, Barton. Esto que le sucede a
usted no es más que el mangoneo de un ingenioso crápula que aprovecha la facultad
que tiene para jugar con sus nervios y para ejercer, el maldito canalla, sobre usted la
influencia y el odio, vengándose así, sin atreverse a hacerlo de una forma más viril.
—¡Odio, sí, eso es lo que tienen contra mi, bien puede usted decirlo! —exclamó
Barton con un brusco estremecimiento—. ¡Odio, sí! ¡Oh, Dios mío! Cuando la
justicia del cielo permite al Maligno poner en ejercicio un plan de venganza y cuando
la ejecución de esta venganza es confiada al pecador irremediablemente perdido que
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debe su propia ruina al hombre, al hombre mismo que está encargado de perseguir,
entonces, sí, entonces, se puede conocer anticipadamente sobre la tierra los tormentos
y los terrores del infierno. Pero el cielo me ha sido clemente y al fin las puertas de la
esperanza se han abierto para mí; y si la muerte pudiera sobrevenir sin ser
acompañada de la visión terrible que estoy condenado a ver, gustoso cerraría en ese
instante los ojos a este mundo. Pero, aunque la muerte sea bienvenida, retrocedo con
un horror que usted no puede sospechar, un horror que me desgarra y me atenaza,
ante ese último encuentro con ese… con ese demonio que mi suerte ha atraído desde
el fondo de la sima infernal y que, él mismo, va a precipitarme en ella. Debo verle
una vez más todavía, pero en circunstancias indeciblemente más espantosas.
Mientras que Barton hablaba así, se puso a temblar tan violentamente que
Montague experimentó una real alarma ante el espectáculo de esta extrema y brusca
agitación. El general se apresuró a llevar a Barton al tema que, poco antes, había
parecido ejercer sobre su espíritu tan sosegadora influencia.
—No era un sueño —dijo Barton al cabo de un instante—. Yo estaba en un estado
diferente, mis sensaciones eran distintas y extrañas; y sin embargo, el conjunto de
todo, era real, tan claro y tan nítido como lo que ahora veo y oigo. Era algo real.
—¿Pero qué ha visto usted y qué ha oído? —preguntó el general con un tono
apremiante.
—Cuando salí del desvanecimiento en que su vista me había sumido —dijo
Barton, que parecía no haber oído la pregunta de su compañero—, fue como un lento,
muy lento sueño. Había descendido al borde de un gran lago rodeado de brumosas
colinas. Una luz dulce, melancólica, una luz rosada bañaba todo el paisaje. El lugar
era extraordinariamente triste y solitario y, empero, más bello que ningún lugar
terrestre. Yo tenía la cabeza apoyada en las rodillas de una joven que cantaba una
canción que hablaba (no sé cómo, si con palabras o con su sola música) de mi vida
entera, de todo lo que ha pasado y de todo lo que ha de venir; y esta canción me trajo
viejos sentimientos que yo creía muertos para siempre y unas lágrimas empezaron a
resbalar de mis ojos, en parte a causa de la dulzura de la voz de la jovencita; y sin
embargo, yo conocía aquella voz (oh, sí, la conocía bien), y estaba como envuelto en
una bóveda y escuchaba y contemplaba aquel lugar solitario, sin moverme, casi sin
respirar y (ay, ay, sin volver los ojos hacia aquel rostro que sabía tan próximo al mío),
tal era el dulce y poderoso encantamiento del que estaba prisionero. Y así, la canción
y el paisaje se hicieron lentamente más y más indistintos para mis sentidos, hasta el
momento en que todo fue de nuevo sombrío y silencioso. Y entonces, me desperté a
este mundo, reconfortado, ya lo ha visto usted, porque sé que mucho me ha sido
perdonado.
Y Barton lloró de nuevo, larga y amargamente.
A partir de este instante, como ya hemos dicho antes, la nota predominante de su
humor fue la de una profunda y calma melancolía. Esta paz, sin embargo, sufría
algunas interrupciones. El capitán estaba absolutamente convencido de que iba a
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sufrir una nueva y última visita del desconocido, que sobrepasaría en horror a todo lo
que previamente había conocido. Caía a menudo en la idea de esta próxima y
excepcional tortura y le producía tales paroxismos de abyecto terror y de tan violento
espanto, que toda la casa se llenaba de un torvo malestar y de un supersticioso pánico.
Incluso aquellos que afectaban no creer en el carácter sobrenatural del fenómeno,
eran a menudo la presa, durante la noche, en lo más secreto de su alma, de angustias
y aprensiones que habrían tenido vergüenza de confesar. Y ninguno de entre ellos
intentó convencer a Barton de que olvidara su decisión, que había tomado ahora, de
enclaustrarse en su dormitorio y no volver a salir. Las cortinas de esta habitación
habían sido celosamente bajadas y, día y noche, el ayuda de cámara del capitán
permanecía al lado de su amo, no abandonándole más que raramente, y acostándose
incluso en un lecho que le habían dispuesto allí.
Este servidor era un hombre tan fiel como respetable y los deberes que él debía
cumplir, que son justamente los que incumben de ordinario a las personas de su oficio
pero al que las independientes costumbres de Barton le dispensaban generalmente,
eran los de velar atentamente que fueran bien tomadas las simples precauciones
gracias a las cuales su amo esperaba evitar la temible intrusión del «Acechador». Y,
demás de la responsabilidad de estas precauciones que consistían sobre todo en
prevenir la posibilidad de que su amo fuera expuesto, a causa de una ventana mal
tapada o de una puerta abierta, a la influencia temible, el criado no debía permitir
jamás que quedara a solas, siquiera un solo instante, pues tan intolerable era la
soledad para Barton como la idea de encontrarse en público. Todo esto era como una
premonición instintiva de lo que iba a pasar.
IX
Requiescat
Inútil decir que, en estas circunstancias, fuera tomada alguna disposición con
vistas a la celebración de las bodas que habían sido proyectadas entre Miss Montague
y el capitán Barton. Existía entre los dos novios una diferencia de edad e, incluso, de
costumbres, bastante grande para impedir que entre ambos se estableciera una
inclinación en verdad violenta o, simplemente, novelesca. Así que, apenada y
ansiosa, la joven estaba lejos, empero, de estar desesperada.
Ella consagraba, sin embargo, la mayor parte de su tiempo en intentar,
pacientemente pero, en vano, reconfortar al desdichado capitán. Ella le leía y
conversaba con él. Pero era visible que, por mucho que se esforzara en intentar sacar
al capitán del sufrimiento del cual era presa, sus trabajos se revelaban siempre total y
lamentablemente inoperantes.
Los jóvenes son muy dados a tener animales favoritos, y, entre el número de los
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que compartía el afecto de Miss Montague, se contaba un espléndido y viejo búho
que el jardinero había encontrado dormido entre la yedra de un establo en ruinas y le
había regalado graciosamente.
El capricho que preside tales preferencias se manifestó inmediatamente por el
extravagante favor que la nueva dueña de ese pajarraco, siniestro y difamado,
comenzó a dispensarle; y, aún lo insignificante que pueda parecer esta fantasía de la
jovencita, yo estoy tanto más obligado a mencionarla puesto que tan extrañamente
está ligada a la escena final de la historia.
Barton, lejos de compartir la afición de su prometida por aquel nuevo favorito,
desde el primer instante lo acogió con una antipatía tan violenta como injustificada.
Hasta la vecindad del pájaro le era insoportable al capitán. Parecía odiar y temer a
aquel animal con una fuerza verdaderamente risible para aquellos que nunca han sido
testigos de antipatías de este género: increíble incluso, podría parecerles.
Después de estas palabras de explicación preliminar, voy ahora a pasar a los
detalles de la última escena de esta extraña serie de incidentes. Era en invierno, casi a
las dos de la mañana, y Barton estaba acostado, como acostumbraba a tales horas, el
servidor del que ya hemos hablado, tenía un lecho más pequeño en la misma
habitación. La luz estaba encendida. El criado fue sacado bruscamente de su sueño
por la voz de su amo.
—No se me quita la idea —dijo— de que ese maldito pájaro ha encontrado la
forma de escaparse y está escondido en algún rincón de este dormitorio. Levántese
usted, Smith, y búsquelo por toda la habitación, búsquelo. ¡Qué espantoso sueño!
El servidor se levantó y registró la habitación. Ya estaba a punto de abandonar la
búsqueda cuando oyó el sonido bien conocido, más parecido a una brusca inspiración
que a un silbido, con el cual los pájaros ocultos en sus secretos retiros turban el
silencio de la noche.
Esta fantasmagórica indicación de la proximidad del pájaro —porque el sonido
provenía del corredor al cual daba la puerta de la habitación de Barton— guió las
pesquisas del servidor que, habiendo abierto la puerta, avanzó algunos pasos con la
intención de atrapar al búho. Pero, apenas acababa de entrar en el pasillo, que tras él,
la puerta se cerró, giró lentamente sobre sus goznes como empujada, le pareció, por
una ligera corriente de aire; pero, puesto que sobre la puerta, en el dintel, había un
tragaluz destinado a que durante el día llegara la luz al corredor, y a través del cual
pasaba el resplandor de la bujía, el criado podía ver lo suficiente para lo que le era
menester.
Cuando se internaba por el pasillo oyó a su dueño —el cual, tendido en un lecho
rodeado de cortinas, no se había dado cuenta, verdaderamente, de la ausencia del
criado— que le llamaba para que pusiera la bujía sobre la mesa cercana a su cama. El
servidor, que estaba un poco alejado, no quiso levantar la voz y responderle por temor
a despertar a los demás ocupantes de la casa y, volviendo a pasos furtivos y
apresurados hacia la habitación, oyó una voz que respondía calmosamente en el
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interior del dormitorio y pudo ver, gracias al tragaluz, cómo la luz se desplazaba
lentamente, como llevada a través del dormitorio para complacer a la demanda del
capitán Barton. Un rumor de cortinas llegó entonces junto a él y, luego, como la voz
de alguien que adormeciera a un niño con susurros, y de golpe, en medio de los
susurros, oyó a Barton que decía, con un acento de horror contenido: «¡Oh, Dios; oh,
Dios mío!». Oyó cómo repetía varias veces esta exclamación. Siguió un silencio que,
de nuevo, fue roto por aquel mismo sonido extrañamente sosegador. Y, al fin, estalló
un alucinante alarido de agonía, tan odioso y espantoso que, bajo el imperio de un
incontrolable horror, el criado se precipitó con todas sus fuerzas contra la puerta,
intentando abrir. Sea que en su agitación él no hubiera movido lo suficientemente el
pomo, sea que la puerta hubiera sido realmente cerrada por dentro, el caso es que el
criado no pudo entrar en la habitación; y mientras empujaba y empujaba la puerta, los
alaridos se sucedían adentro, cada vez más ensordecedores y frenéticos,
acompañados, todo el rato, por aquellos susurros ahogados.
Literalmente helado de terror y sabiendo apenas qué hacía, el doméstico
abandonó la puerta y se precipitó pasillo adelante retorciéndose las manos de horror e
indecisión. En lo alto de la escalera encontró al general Montague que venía a su
encuentro, inquieto y asustado, y, en aquel mismos instante, los espantosos sonidos
cesaron.
—¿Qué pasa ahí? ¿Qué…, dónde está vuestro amo? —preguntó Montague con la
incoherencia da la extrema agitación—. ¿En nombre del cielo, es que ha ocurrido una
desgracia?
—¡Dios tenga piedad de nosotros, toda ha terminado! —dijo el sirviente echando
unas espantadas miradas hacia el dormitorio de su amo—. Ha muerto, señor, estoy
seguro de que ha muerto.
Sin más preguntas, Montague se precipitó hacia la puerta de la habitación,
seguido de cerca por el criado, giró el pomo y abrió. En el momento en que la puerta
cedía a su presión, el pájaro de mal augurio, a la búsqueda del cual saliera el criado,
se elevó de repente de un rincón de la habitación, en el extremo más alejado del lecho
y, lanzando su chillido de pesadilla, voló por la puerta rozando sus cabezas y
apagando al pasar la bujía que sostenía Montague, para, un instante después,
desaparecer por la claraboya que daba a las tinieblas exteriores.
—Dios nos proteja, el pajarraco estaba en el dormitorio —balbució el doméstico
cuando pudo recuperar el aliento.
—¡Maldito sea ese pájaro! —murmuró el general, sorprendido por lo repentino de
su aparición e incapaz de disimular su emoción.
—La bujía ha sido movida —dijo el servidor tras un nuevo y pesado silencio,
señalando la palmatoria que seguía ardiendo en la habitación—. Véalo usted, la han
puesto cerca del lecho.
—Corra las cortinas en lugar de quedarse con la boca abierta —murmuró
Montague con dureza.
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El criado vaciló.
—Entonces, tenga esto —dijo Montague con impaciencia, poniéndole el
candelero en la mano; tras ello, acercándose a la cabecera del lecho, apartó las
cortinas.
La luz de la bujía, que seguía ardiendo cerca del lecho, cayó sobre una forma
medio incorporada y apretujada contra la cabecera de la cama. Parecía que Barton
había retrocedido tanto como le permitieron las maderas del respaldo del lecho. Sus
manos permanecían aún crispadas sobre las sábanas.
—¡Barton, Barton, Barton! —gritó el general con una extraña mezcla de temor y
de violencia.
Montague tomó la bujía y la tuvo en forma que iluminase bien la cara del capitán.
Los rasgos estaban convulsos, rígidos y espantosamente pálidos; la mandíbula le
colgaba y los ojos vagos, tremendamente abiertos, miraban sin ver un punto
cualquiera de la parte frontal del lecho.
—¡Dios Todopoderoso, está muerto! —murmuró el general al ver el espantoso
espectáculo.
Durante un minuto o más, los dos hombres siguieron mirando al desdichado, en
silencio.
—Y ya está frío —comprobó el general alejando su mano de la del muerto.
—Mire, mire —dijo temblando el criado, tras on nuevo silencio—. Mire, señor,
por mi vida, hay algo en la cama. ¡Mire aquí, mire! ¿Ve usted esto, señor?
El criado mostraba con la punta del dedo una oquedad que parecía haber sido
causada por una fuerte presión, al pie del lecho.
Montague guardó silencio.
—¡Venga, señor, vámonos, en nombre del cielo! —murmuró el criado echando a
su alrededor medrosas miradas y acercándose al general y cogiéndole del brazo—.
¿Para qué seguir aquí ahora? ¡Vámonos, por Dios!
En aquel instante, un ruido de pasos les dijo que varias personas se acercaban.
Montague, después de haber ordenado al criado que saliera para cortarles el paso, se
esforzó en separar los rígidos dedos del muerto, apretados en las sábanas, e intentó lo
mejor que pudo extender sobre el lecho al contraído cadáver; después, tras haber
cerrado cuidadosamente las cortinas, se precipitó, él también, al encuentro de los que
llegaban.
Es inútil relatar lo sucedido seguidamente a los personajes secundarios de esta
historia; será suficiente decir que jamás pudo descubrirse la clave de estos
misteriosos acontecimientos; y ahora, cuando tan largo intervalo ha transcurrido,
apenas puede esperarse que el tiempo nos aporte otras luces sobre el siniestro e
inexplicable desarrollo de los hechos. Será menester, pues, que estos hechos sigan
envueltos en su oscuridad primera hasta el día en que los secretos del mundo dejen de
estar ocultos.
El único acontecimiento de la vida anterior del capitán Barton, al cual él jamás
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hizo alusión, como si tuviera una relación posible con los sufrimientos que pusieron
fin a su existencia, y que él parecía ver como el castigo de una falta grave cometida
en el transcurso de su vida pasada, es, este acontecimiento, decimos, una
circunstancia que no fue conocida sino varios años después de su muerte. La
naturaleza de esta revelación fue penosa para los parientes del capitán Barton y
deshonrosa para su memoria.
Se supo que, seis años antes del definitivo regreso del capitán Barton a Dublín,
había contraído en Plymouth una relación culpable cuyo objeto era la hija de uno de
los tripulantes de su barco. El padre había acogido la falta de su desdichada hija con
una dureza extrema e, incluso, con brutalidad y se decía que ella había muerto de
pena. Cargando probablemente a Barton la culpa entera de la falta de su hija, el
hombre aquel se comportó respecto a Barton con una manifiesta insolencia y, el
capitán, como represalias contra su tripulante y con una manera más violenta todavía
por la forma en que el marinero había tratado a su hija; Barton se vengó, pues,
ejerciendo sistemáticamente contra él la terrible y arbitraria severidad que los
reglamentos de la Marina ponen a disposición de los responsables de la disciplina a
bordo de un buque. El hombre, finalmente, había desertado, un día en que el buque
fondeaba en el puerto de Nápoles, pero parece ser que había muerto en un hospital de
aquella ciudad como consecuencia de las heridas recibidas en el transcurso de uno de
sus últimos y sanguinarios castigos.
Resulta imposible, desde luego, decir si estas circunstancias tienen o no una
relación real con los acontecimientos siguientes de la vida de Barton. Parece, sin
embargo, más que probable que sí estuvieran, al menos en su espíritu, estrechamente
asociados. Pero cualquiera que pudiera ser la verdad en cuanto al origen y a los
motivos de la misteriosa persecución, no hay ninguna duda que, en cuanto concierne
a los instrumentos de su realización, el misterio prevalecerá hasta el día del Juicio
Final.
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Post-scriptum del editor
El relato precedente está recogido de los ipissima verba del viejo y buen
eclesiástico, en la misma forma, en que fue remitido al doctor Hesselius. A despecho
de la pesadez y las redundancias de sus frases, he juzgado preferible contentarme
con asegurarle al lector que el editor de este manuscrito, donde se relatan tan
extraños acontecimientos, no ha modificado una sola letra del texto original. (El
editor de los Papeles del Dr. Hesselius.)
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A P É N D I C E
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misterio cuya culminación está en el tío Silas mismo. Sus modales exquisitos, su
ironía, su conversación religiosa, su sonrisa simultánea con un semblante ceñudo, su
pasado ambiguo y sus extraños rasgos no son más que el comienzo del misterio.
Esta es la obra en que Le Fanu exhibe su mayor potencia para crear misterio
mediante detalles cuidadosamente observados. Tiene visión certera de le
arquitectura; tanto Knawl como Bartram-Haugh están claros en su mente. Las rejas
de Bartram-Haugh a la luz de la luna y su fachada sucia, el interior descuidado e
iluminado por velas, son perfectamente visibles. También tiene la visión de las
indumentarias y permite que Maud Ruthyn describa vestimentas femeninas y
masculinas por igual, con un cuidado que no está fuera de lugar en una joven
inquieta. Y conoce los libros y cuadros de las casas de campo. Pero donde es más
cuidadoso aún es en sus descripciones de terrores mentales y físicos. Ellos no son
exagerados ni eliminados con un lugar común sino que parecen estar recién
observados por la muchacha que está haciendo la relación. Sigue a éste a través de
sus dudas, aprensiones, pánicos, desesperaciones, histerias y estupores y, a veces,
vuelve con ella a las dudas con una fidelidad admirable. Su soledad, su natural
temor infantil a fantasmas y cementerios, y el ambiente extraño que rodea a su padre
y a su tío, aumentan si temor a lo sobrenatural. Pero ésta no es una historia de lo
sobrenatural, aunque haya una sospecha de que Silas Ruthyn es un ser «ajeno al
género humano».
M. James dijo que Le Fanu «está en primer lugar como escritor de historias
espeluznantes». Pero esta no es una historia de fantasmas, y hasta el mismo Le Fanu
protestó contra el calificativo de «novelas sensacionalistas» que se aplicó a su obra
al publicarse, la que, según él, sigue la tradición de los trágicos romances de Sir
Walter Scott. Sin embargo siempre será recordado por sus historias de terror y de
misterio. «El Misterioso Tío Silas» tiene junto con sus historias de fantasmas, sus
mejores hallazgos: la creación del ambiente, el desarrollo del misterio, el estilo y la
demostración de una excepcional cultura humanística. Él mismo frecuentó la intriga
utilizándola en una de las mejores historias sobrenaturales que se haya escrito
jamás, «Té Verde», como también utilizó sus conocimientos de ocultismo en
«Carmilla».
La vida de Le Fanu como anacoreta se adaptaba a la escritura de narraciones
terroríficas. Fue llamado «El Príncipe Invisible» y raras veces se le veía en público,
excepto en las librerías de viejo. Escribía en las noches, manteniéndose con té bien
cargado, e hizo que el vicioso de «Té Verde» dijera: «Creo que todo el que se dedica
a escribir en serio hace su trabajo sobre algo, ya sea té, café o tabaco». Se ha
insinuado que Austin Ruthyn en «El Misterioso Tío Silas» estaba inspirado en el
mismo autor: un viudo desconsolado y extraño. Puede que le haya dado su propio
rostro y figura a Mr. Ruthyn; pero el mismo viudo estudioso, con una hija joven e
inocente, aparece en «Carmilla» y sigue el modelo de «Misterios de Udolph» y de
«Tempestad». Tenía curiosas pesadillas que te dieron experiencias personales del
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horror, y una enfermedad cardíaca, a consecuencias de la cual, lo mismo que Austin
Ruthyn, falleció.
CHRISTINE LONGFORD
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N O T A S
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[1] El Dr. Harvey fue uno de los médicos más eminentes que hayan ejercido en
Inglaterra. <<
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[2] En Inglaterra, los partidarios de los derechos del Parlamento, que forman el partido
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