Lord Dunsany - Carcasona Y Otros Cuentos
Lord Dunsany - Carcasona Y Otros Cuentos
Lord Dunsany - Carcasona Y Otros Cuentos
, escribió Gaston
Bachekard, con palabras que parecen hablar del mundo de Dunsany. ¿Quién no
ayudará a encontrar, a reconocer, a conocer nuestro ser doble que, de una noche a
otra, nos guarda en la existencia? Ese sonámbulo que no anda por los caminos de la
vida, pero que desciende, desciende siempre en busca de moradas inmemoriales».
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Titivillus 07.07.18
Título original: The Trustees of the Lord Dunsany Will Trust
¿dónde irán,
del naranjal?
Entre los grandes escritores que ha dado la literatura irlandesa del siglo XX,
la obra de Lord Dunsany (1878-1957) es una de las que menor y más tardía difusión
ha tenido en España. Y, sin embargo, nada hacía presagiar en un principio que fuera
a ser así. La temprana publicación, en 1924, de uno de sus principales libros, Cuentos
de un soñador, en las ediciones de la Revista de Occidente, permitió conocer su obra
muy pronto en nuestro país, e incluso propició, como más adelante veremos, que
tuviera entre los escritores españoles de la época algunos lectores de excepción.
Córdoba.
Lejana y sola.
y aceitunas en mi alforja.
[…]
En cuanto al segundo poema, «Camino», sus primeros versos —que nos han
servido como epígrafe inicial de este prólogo— parecen evocar, ciertamente, la
marcha sonámbula e incansable de los jinetes de Camorak, de los «cien jinetes
enlutados» que, como en el poema de Lorca, vagan intentando vencer la sentencia
del hado, pero que nunca llegarán a la ciudad anhelada, sino que acabarán perdidos
en el laberinto («el laberinto de las cruces») que les lleve finalmente no a la ciudad
sino a la muerte, tal como el hado les predijo:
los llevarán,
¿dónde irán,
del naranjal?
Victoria Pradilla y
En una carta de un amigo a quien nunca he visto, uno de los que leen mis libros,
aparecía citada esta línea: «En cuanto a él, nunca vino a Carcasona». Ignoro el origen de la
línea, pero he hecho este cuento sobre ella.
Cuando Camorak reinaba en Am, y el mundo era más hermoso, dio una fiesta
a todo el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud.
Dicen que su casa en Arn era inmensa y alta, y su techo estaba pintado de
azul; y cuando caía la tarde, los hombres se subían por las escalas y encendían los
centenares de velas que colgaban de sutiles cadenas. Y dicen también que a veces
venía una nube y se filtraba por lo alto de una de las ventanas circulares, y venía
sobre el ángulo del edificio, como la bruma del mar viene sobre el borde agudo de
un acantilado, donde un antiguo viento ha soplado siempre y siempre (ha arrastrado
miles de hojas y miles de centurias; unas y otras son lo mismo para él; no debe
vasallaje al Tiempo). Y la nube tomaba nueva forma en la alta bóveda de la sala, y
avanzaba lentamente por ella, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su
forma, los caballeros, en la sala de Camorak, profetizaban las batallas y los sitios y
la próxima campaña de guerra. Dicen de la sala de Camorak en Arn que no ha
habido otra como ella en tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.
Allí había venido el pueblo del Bosque desde majadas y selvas, cavilando
pensamientos de comida y albergue y amor, y se sentaban maravillados en aquella
famosa sala; en ella estaban también sentados los hombres de Arn, la ciudad que se
agrupaba en torno a la alta casa del rey, cuyos tejados estaban hechos de tierra roja,
maternal.
Muchos de los que allí estaban sentados habrían podido verla sólo desde lejos,
una forma clara en el paisaje, algo más baja que una montaña. Ahora contemplaban
a lo largo del muro las armas de los hombres de Camorak, sobre las cuales habían
compuesto cantos los tañedores de laúd y se contaban historias al caer la tarde. En
ellos describían el escudo de Camorak, que se había agitado en tantas batallas, y los
filos agudos, pero mellados, de su espada; allí estaban las armas de Gadriol el leal,
y Norn, y Athoric, el de la espada de granizo; Heriel el salvaje, Yarold y Thanga de
Esk; sus armas colgaban igualmente a lo largo de toda la sala, a una altura que un
hombre pudiera alcanzarlas; y en el sitio de honor en el medio, entre las armas de
Camorak y de Gadriol el leal, se veía el arpa de Arleón. Y de todas las armas que
colgaban en aquellos muros, ninguna fue más funesta a los enemigos de Camorak
que el arpa de Arleón. Porque para un hombre que marcha a pie contra una plaza
fuerte es agradable ciertamente el chirrido y el traqueteo de alguna temerosa
máquina de guerra que sus compañeros de armas están manejando detrás, de la cual
pasan suspirando sobre su cabeza pesadas rocas que van a caer entre los enemigos;
y agradables son para un guerrero en el agitado combate las rápidas órdenes de su
rey y una alegría para él los vítores distantes de sus compañeros, súbitamente
exaltados en uno de los giros de la guerra. Todo esto y más era el arpa para los
hombres de Camorak, porque no sólo excitaba a sus guerreros, sino que muchas
veces Arleón del arpa hubo de producir un espanto salvaje entre las huestes
contrarias cuando clamó súbitamente una profecía arrebatada, mientras sus manos
recorrían las sonoras cuerdas. Además, nunca fue declarada guerra alguna hasta que
Camorak y sus hombres hubiesen escuchado largamente el arpa y estuviesen
exaltados con la música y locos contra la paz. Una vez, Arleón, con motivo de unos
versos había hecho declarar la guerra a Estabonn; y un mal rey fue derribado, y se
ganó honor y gloria; por tan singulares motivos se acrecienta a veces el bien.
Por encima de los escudos y las arpas, alrededor de toda la sala, estaban
pintadas las figuras de fabulosos héroes de cantos célebres. Demasiado triviales,
debido a la facilidad con la que las lograban los hombres de Camorak, parecían todas
las victorias que la tierra había conocido; ni siquiera se había desplegado algún
trofeo de las setenta batallas de Camorak, porque estas batallas nada eran para sus
guerreros o para él en comparación con aquellas cosas que en su juventud habían
soñado y que vigorosamente se proponían aún hacer.
Por encima de las figuras pintadas estaba la oscuridad, porque la tarde se iba
cerrando y las velas que colgaban de las ligeras cadenas aún no estaban encendidas
en el techo; era como si un pedazo de la noche hubiese sido incrustado en el edificio
como una enorme roca que asoma en una casa. Y allí estaban sentados todos los
guerreros de Arn y el pueblo del Bosque admirándolos; y ninguno tenía más de
treinta años, y todos fueron muertos en la guerra. Y Camorak estaba sentado a la
cabeza de todos, exultante de juventud.
Se encontraba presente en esta fiesta un adivino, uno que conocía las figuras
del Hado y que se sentaba entre el pueblo del Bosque; y no tenía sitio de honor,
porque Camorak y sus hombres no tenían miedo al Hado. Y cuando hubieron
comido la carne y los huesos fueron echados a un lado, el rey se levantó de su asiento
y, después de beber vino, en la gloria de su juventud y con todos sus caballeros en
torno suyo, llamó al adivino, y le dijo: «Profetiza».
Viajeros la habían visto algunas veces como un claro sueño, con el sol
brillando sobre su ciudadela en la cima de una lejana montaña, y enseguida habían
venido las nubes o una súbita niebla; ninguno la había visto largo rato ni se había
aproximado a ella, aunque una vez hubo ciertos hombres que llegaron muy cerca, y
el humo de las casas sopló sobre sus rostros, sólo una ráfaga repentina, y éstos
declararon que alguien estaba quemando madera de cedro allí.
Otros hombres habían soñado que allí había una hechicera que andaba
solitaria por los fríos patios y corredores de palacios de mármol, terriblemente bella
a pesar de sus ochenta centurias, cantando el segundo canto más antiguo que le fue
enseñado por el mar, vertiendo lágrimas de soledad por ojos que enloquecerían a
ejércitos, y que, sin embargo, no llamaría junto a sí a sus dragones; Carcasona está
terriblemente guardada. Algunas veces nada en un baño de mármol, por cuyas
profundidades discurre un río, o permanece toda la mañana al borde secándose
lentamente al sol, y contempla cómo el agitado río turba las profundidades del baño.
Este río brota de las cavernas de la tierra más lejos de lo que ella conoce, sale a la luz
en el baño de la hechicera y vuelve a penetrar por la tierra para encaminarse a su
propio mar particular.
Cuando encuentra sangre en el baño, sabe que hay guerra en las montañas; y
aún no sabe dónde están esas montañas.
Cuando ella canta, las fuentes se alzan danzando de la oscura tierra; cuando
se peina sus cabellos, dicen que hay tempestades en el mar; cuando está enojada, los
lobos se enfurecen y todos descienden a sus cubiles; cuando está triste, el mar está
triste, y ambos están tristes eternamente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!
Pero el adivino se levantó y salió de la sala, se sacudió las migajas con las
manos y se alisó el traje según marchaba.
Entonces, Camorak dijo: «Hay muchas cosas que planear, y consejos que
tomar, y provisiones que reunir. ¿Qué día partiremos?». Y todos los guerreros
respondieron gritando: «Ahora». Y Camorak sonrió, porque sólo había querido
probarlos. De los muros tomaron entonces sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole,
el del hacha; Huhenoth, el quebrantador de la paz; Wolwuf, padre de la guerra;
Tarión, Lurth, el del grito de guerra, y otros muchos. Poco se imaginaban las arañas
que holgaban en aquella ruidosa sala el solaz ininterrumpido del que pronto iban a
disfrutar.
Cuando hubieron marchado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, y que
hasta el sonido de sus campanas se había apagado; cuando las velas que ardían allá
arriba en las torres no les enviaban ya su desconsolada despedida; en medio de la
plácida noche que arrulla los espacios rústicos, el cansancio vino sobre Arleón y su
inspiración decayó. Decayó lentamente. Poco a poco fue estando menos seguro del
camino a Carcasona. Unos momentos se detenía a pensar, y recordaba el camino de
nuevo; pero su clara certeza había desaparecido, y en su lugar ocupaban su mente
esfuerzos por recordar viejas profecías y cantos de pastores que hablaban de la
maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo cuidadosamente un canto
que un vagabundo había aprendido del muchacho de un cabrero, allá lejos, sobre
las laderas bajas de las últimas montañas meridionales, la fatiga cayó sobre su mente
trabajada como nieve sobre los caminos sinuosos de una ciudad ruidosa,
enmudeciéndolo todo.
Estaba en pie y los guerreros se agolpaban junto a él. Durante largo tiempo
habían pasado al lado de grandes encinas que se alzaban solitarias aquí y allí, como
gigantes que respiran en enormes bocanadas el aire de la noche antes de cometer
algún hecho terrible; habían llegado a los linderos de un bosque negro; los troncos
se erguían como grandes columnas en una sala egipcia, de la cual Dios recibía, según
manera antigua, las plegarias de los hombres; la cima de este bosque cortaba el
camino de un antiguo viento. Aquí se pararon todos y encendieron un fuego de
ramas sacando chispas del pedernal sobre un montón de helecho. Se despojaron de
sus armaduras y se sentaron en torno al fuego, y Camorak se levantó allí y se dirigió
a ellos, y dijo: «Vamos a guerrear contra el Hado, cuya sentencia es que yo no he de
llegar a Carcasona. Y si torcemos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo
el futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el
cauce seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, si tan resueltos
conquistadores no pueden impedir una sentencia que el Hado ha decidido, entonces
la raza de los hombres estará por siempre sujeta a hacer como esclava la mezquina
tarea que se le ha señalado».
Los hombres cansados no sueñan con la guerra. Cuando la mañana vino sobre
los campos centelleantes, unas gentes que habían salido de Arn descubrieron el
campamento de los guerreros y trajeron tiendas y provisiones. Y los guerreros
tuvieron un festín, y los pájaros cantaban en el bosque, y se despertó la inspiración
de Arleón.
Tan pronto como hubo luz, los hombres sin armas de Arn empezaron a huir
y se volvieron en grupos a través del bosque. Cuando llegó la oscuridad, no se
detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo sin detenerse hasta que
llegaron a Arn, y con las historias que allí contaron ayudaron a aumentar aún más
el terror que despertaba el bosque.
Pero los guerreros tuvieron un festín, y después Arleón se puso en pie y tocó
su arpa, y los condujo otra vez; y unos pocos fieles servidores permanecieron con
ellos aún. Y marcharon todo el día a través de una oscuridad que era tan vieja como
la noche. Pero la inspiración de Arleón ardía en su mente como una estrella. Y los
condujo hasta que los pájaros comenzaron a posarse en las copas de los árboles y
anochecía, y todos ellos acamparon. Sólo les quedaba una tienda y junto a ella
encendieron una hoguera, y Camorak puso un centinela con la espada desnuda,
justamente detrás del resplandor del fuego. Algunos guerreros dormían en el
pabellón, y otros alrededor de él.
Una vez vieron a un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él,
dejándolo correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.
Por fin llegaron a un claro en la selva a punto de anochecer. Un perfume de
flores ascendía de él como una niebla, y cada gota de rocío representaba el cielo en
sí misma.
Era la hora en que viene una significación a las cosas sin sentido, y los árboles
superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen a
hurtadillas en busca del alimento, y los animales de rapiña sueñan aún
inocentemente, y la Tierra exhala un suspiro, y es de noche.
Esa noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que los
molestasen las alimañas rapaces que pueblan la oscuridad del bosque.
Aquí continuaron los aventureros respirando el aire salvaje que las ciudades
no conocen; durante el día cazaban, y encendían hogueras por la noche, y cantaban
y tenían festines, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes de las
tinieblas nunca los molestaban; la carne de venado era abundante, y había toda clase
de aves acuáticas; gustaban de la caza por el día, y por la noche de sus cantos
favoritos. Así fueron pasando un día y otro, y así una y otra semana. El tiempo arrojó
sobre este campamento un puñado de mediodías, las lunas de oro y plata que van
consumiendo el año; el otoño y el invierno pasaron, y la primavera apareció; los
guerreros continuaban allí en sus cacerías y sus banquetes.
Y un día llegaron a una región montañosa, con una leyenda acerca de ella que
decía que desde tres valles más allá podía verse, en días claros, Carcasona. Aunque
estaban cansados y eran pocos, y llevaban el peso de los años, todos años de guerras,
se lanzaron al instante, conducidos siempre por la inspiración de Arleón, ya decaído
por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.
Todo el día fueron descendiendo al primer valle, y durante dos días subieron,
y llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra, debajo de la cima de
la montaña, y les fueron cerradas las puertas, y no había camino alrededor. A
derecha e izquierda había precipicios escarpados en todo lo que alcanzaba la vista o
decía la leyenda, y el paso se hallaba a través de la ciudad. Por ello Camorak formó
a los guerreros que le quedaban en línea de batalla para sostener su última guerra,
y avanzaron sobre los huesos calcinados sin enterrar de antiguos ejércitos.
Ningún centinela los desafió en la puerta; ninguna flecha voló de torre alguna
de guerra. Un ciudadano trepó solo a la cumbre de la montaña, y los demás se
escondieron en lugares abrigados. Porque en la cumbre de la montaña, abierta en la
roca, había una profunda caverna en forma de taza y en esa caverna ardían leves
hogueras. Pero si alguien arrojaba un guijarro a las hogueras, como uno de estos
ciudadanos tenía costumbre de hacer cuando los enemigos se acercaban, la montaña
lanzaba rocas intermitentes durante tres días, y las rocas caían llameantes sobre toda
la ciudad y todos sus alrededores. Y precisamente cuando los hombres de Camorak
comenzaron a golpear la puerta para derribarla, oyeron un estallido en la montaña,
y una gran roca cayó detrás de ellos y se precipitó rodando al valle. Las dos
siguientes cayeron frente a ellos sobre los tejados de hierro de la ciudad. Justamente
cuando entraban en la ciudad, una roca los encontró apiñados en una calle estrecha
y aplastó a dos de ellos. La montaña humeaba y parecía palpitar; a cada palpitación,
una roca se hundía en las calles o rebotaba sobre los pesados tejados de hierro, y el
humo subía lentamente, lentamente.
Sus barbas eran blancas, y habían viajado muy lejos y con muchos trabajos;
les había llegado el tiempo en que un hombre descansa de sus trabajos y duerme
poco y sueña con los años que fueron y no con los que serán.
Largo tiempo miraron hacia el sur; y el sol se puso sobre los remotos bosques,
y las luciérnagas encendieron sus lámparas, y la inspiración de Arleón se alzó y huyó
para siempre, para alegrar, acaso, los sueños de hombres más jóvenes.
Yo imagino que no fueron muy lejos, porque había terribles pantanos en aquel
bosque, y tinieblas más tenaces que la noche, y bestias temibles acostumbradas a sus
caminos. No hay allí leyenda alguna, ni verso tampoco, ni canción entre los pueblos
de la campiña de que nadie nunca hubiese llegado a Carcasona.
El campo
El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, y las mil
asechanzas londinenses no podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha
oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de
cualquier arroyuelo rural, con sus guijarros de colores… Londres entero cae vencido
por aquél, como un goliat metropolitano atacado de improviso.
De muy lejos vienen esas voces, tanto en leguas como en años, porque esos
montes y colinas que nos solicitan son los montes que «fueron»; esa voz es la voz de
antaño, del tiempo en que el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.
Yo veo ahora aquellas colinas de mi infancia —porque ellas son las que me
llaman—, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las
frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la
tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni
regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido
por efímeros inquilinos.
Creo yo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las
bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las
tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por
desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las
crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos
parece que las casas urbanas aumentan en fealdad y las calles en abyección, que la
oscuridad es mayor y que los errores de la civilización resultan más claramente
expuestos al desprecio de los campos.
Entramos en el campo.
Una pradera hay allá, llena de margaritas. La atraviesa un arroyuelo que corre
bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel
arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las
laderas de las montañas.
Pero la segunda vez que fui pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas
praderas.
Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo
terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo sin salir de
Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan
deprisa como pude.
Estuve varios días respirando aquel aire campesino, y al volver, fui de nuevo
a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo
siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de que yo volviera por allí. Salía de la sombra de
Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la
claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que
avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las
anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún
espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del
arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el
pensar en lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz
de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, que cada
vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada
vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos
juncos.
Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que
corría el arroyuelo, pero me asaltó, la conjetura de si correría tan deprisa como la
sangre.
Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de
improviso se empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras
y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel
año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y que me dijera qué era
lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El pavimento, el aire,
las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente,
el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus
alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente
por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis: las flores brotaban
en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la
orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró
arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego
otra, muy detenidamente, negando con la cabeza.
Durante un largo rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas
inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.
Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están regando las
calles.
Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.
Yo tenía la esperanza de ver otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado,
me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde
ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban
en las viñas, y en todas partes sonaba el kalipak. Los arbustos florecidos de púrpura
se cuajaban de yemas, y la nieve refulgía en la montaña de Hap.
Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el syrabub.
Había sido una gran vendimia.
Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible gnousar, y que hasta las
mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por
el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.
Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de
toda la tierra por el sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que
conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhóspita sin tiendas por la
noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde
murmura el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.
Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus
hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en
arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y
quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él
murmura a sus puertas.
Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las
mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que habría vuelto a ver
Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más
la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que
habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o
padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el
tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que
los mensajeros no habían dicho, tal vez aún más espantoso.
En donde suben y bajan las mareas
Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó
sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.
Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis
amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones
encendidos, me sacaron.
Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló
reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas
con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango
insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas
casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.
En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del
mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas
y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó
creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado
entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí.
No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar
de nuevo.
Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero
siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, en
cuanto caía la noche, venían, me sacaban y me devolvían al fango.
Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieran un tiempo
la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.
Y esperé de nuevo.
Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes
centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de
esperanza y sin atreverme a esperar por miedo a la terrible envidia y a la cólera de
las cosas que ya no podían navegar.
Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del
mar del sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del este,
Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango
movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y se mezclaron con cosas
que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriales barcos que
se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no
volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar
cabalgó río abajo, y dobló hacia el sur, y tornó a su morada. Y repartió mis huesos
por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento,
mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.
Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas
olvidadas que no había removido la tempestad.
A veces los hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero nunca
moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al
fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río
abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles arrancados por el
viento, en su natural simplicidad.
Al cabo percibí que a mi lado se movía siempre una brizna de hierba, y el
musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre
pasó río abajo.
Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré
de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la
orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en
el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que
las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa
entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre
los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre.
Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había
desaparecido.
El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua
capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil
para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había
desaparecido a la par que Londres.
Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en
Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se
apartaron un poco y hablaron entre sí.
Estaba en él el rey, con todos sus nobles y con los reyes que le rendían
vasallaje, y también estaban todas las reinas que lucían todas sus joyas. ¡Quién
podría hablar del esplendor en medio del que residían, o de las miles de luces y de
las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o
el resplandor de sus cuellos abrumados!…
Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida por contraste, y áspera
y enteramente desnuda de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.
«Venid —dijo el rey—, dejad que nuestros profetas profeticen». Entonces, los
heraldos vestidos de seda, avanzaron entre las filas de los guerreros del rey, que,
ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave,
se levantaban los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas arrojadizas estaban
incrustadas de pedrería. A través de sus filas, los heraldos avanzaron dando pasos
menudos y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y
acompañaron a uno de ellos ante el rey. Y el rey le miró y dijo: «Profetiza ante nos».
Después que todos los profetas profetizaron ante ellos y cuando todos los
cantantes cantaron, la real compañía se levantó y se fue a otras cámaras, y dejó el
salón de la fiesta al pálido y solitario amanecer. En su soledad quedaron los dioses
de cabeza de león que estaban esculpidos en los muros; en silencio quedaron, y sus
pétreos brazos estaban cruzados. Y las sombras bailaban sobre sus rostros como
pensamientos curiosos conforme las antorchas vacilaban y el triste crepúsculo
matutino cruzaba los campos. Y los colores comenzaban a cambiar en los
candelabros.
Nunca se vio esplendor más grande ni más famoso castillo. Cuando las reinas
se retiraron pasando bajo los cortinajes de las puertas con todas sus diademas,
pareció como si las estrellas desertasen de sus puestos y marchasen en tropel hacia
occidente, al apuntar la madrugada.
Y ocurrió que un día encontré una piedra que, sin duda, había pertenecido a
Zaccarath. Tenía tres pulgadas de largo y una de ancho. Vi uno de sus bordes que
sobresalía entre la arena. Creo que solamente se han encontrado otras tres piedras
semejantes.
El bureau d’échange de Maux
Entré sin más y abordé al hombre indolente que ocupaba un taburete junto al
mostrador. Le pregunté el porqué de su casa prodigiosa, qué malignas mercancías
cambiaba, y muchas otras cosas que deseaba saber, llevado por la curiosidad. De no
haber sido por eso, desde luego, habría salido de allí inmediatamente, porque había
un aire tan diabólico en aquel hombre seboso, en la forma en que le colgaban las
fláccidas mejillas y en sus ojos perversos, que uno diría que había tenido tratos con
el demonio y había salido ganando por pura maldad.
Tal era mi anfitrión. Su malignidad residía sobre todo en sus ojos, que
permanecían tan quietos, tan apáticos, que uno habría jurado que estaba drogado o
muerto. Igual que las lagartijas que permanecen inmóviles en un muro y salen
disparadas de repente, toda la astucia del viejo se inflamaba y se revelaba en lo que
un momento antes sólo parecía un corriente anciano soñoliento y no especialmente
malvado. Y éste era el objeto y comercio de tan singular establecimiento llamado
Bureau Universel d’Échange de Maux: pagabas veinte francos —que el viejo procedió
a sacarme— por entrar en la oficina, y a continuación tenías derecho a intercambiar
un mal o una desdicha con cualquiera que pudiese «permitirse cerrar el trato».
No había mal, me decía, que no fuera negociable allí; el viejo aseguraba que
nadie se había llevado de su tienda ningún mal sin estar convencido. A veces un
cliente podía haber esperado y podía haber vuelto al día siguiente y al otro y al otro,
y pagar veinte francos en cada visita, pero el viejo conocía las direcciones de todos
sus clientes y perspicazmente también sabía de sus necesidades y pronto los dos
hombres adecuados se encontraban y con entusiasmo intercambiaban sus
mercancías. «Mercancías» era la horrible palabra que utilizaba el viejo, pronunciada
con un desagradable chasquido de sus gruesos labios, porque estaba orgulloso de
su negocio y los males eran para él género para ser vendido.
Pero lo que más perplejo me dejó en todas mis charlas con aquel hombre
voluminoso, lo que aún me tiene perplejo, es que ninguno de los que hacía un trato
en aquella oficina volvía por allí. Un hombre podía ir día tras día durante semanas;
pero una vez cerrado el trato, no volvía a aparecer. Eso me contó el viejo, pero
cuando le pregunté por qué, se limitó a murmurar que no lo sabía.
Dos veces al día, durante una semana, estuve pagando mis veinte francos,
observando la vida con sus grandes necesidades y sus pequeñas necesidades,
mañana y tarde se desplegaban ante mí en toda su prodigiosa variedad. Y un día me
entrevisté con un hombre agradable con sólo una pequeña necesidad, que parecía
tener exactamente el mal que a mí me interesaba. Siempre le daba miedo que fuese
a romperse el ascensor. Yo tenía sobrados conocimientos de hidráulica para temer
que sucediera una cosa tan tonta como aquélla, pero no era asunto mío curarle de
tan ridículo temor. Bastaron muy pocas palabras para convencerle de que el mío era
el mal que le convenía, ya que jamás cruzaba el mar, y yo, por mi parte, siempre
podía subir las escaleras a pie; y me sentí convencido en ese momento, como debe
ocurrirles a muchos en dicha oficina, de que jamás llegaría a turbarme tan absurdo
miedo. Sin embargo, a veces es la maldición de mi vida. Después de que ambos
firmáramos el pergamino en el cuarto del fondo, y de que el viejo lo rubricara y lo
ratificara (para lo que tuvimos que pagarle cincuenta francos cada uno), regresé a
mi hotel; y allí, en la planta baja, vi el mortal artefacto. Me preguntaron si quería
subir en ascensor; llevado por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y contuve el
aliento durante todo el trayecto, fuertemente agarrado con ambas manos. Nada me
inducirá a intentar semejante viaje otra vez. Antes subiría a mi habitación en globo.
¿Y por qué? Pues porque si un globo se estropea tienes más posibilidades: si se
incendia puedes usar un paracaídas y saltar; pero si el ascensor se desprende, se
acabó. En cuanto al mareo, jamás volveré a marearme; no sé decir por qué, pero sé
que es así.
Media hora después me encontraba en el callejón que había visitado dos veces
al día durante la última semana. Encontré la tienda de las feas columnas y la joyería
que vendía broches; pero la casa verde de las tres vigas había desaparecido.
La derribaron, diréis, aunque en una sola noche. Ésa no puede ser la solución
del misterio, porque la casa de las columnas pintadas sobre yeso, y la humilde
joyería de los broches de plata (todos los cuales podría identificar, uno por uno),
eran colindantes.
Poltarnees, la que mira al mar
Toldees, Mondath, Arizim, éstas son las Tierras Interiores, las tierras cuyos
centinelas, puestos en los confines, no ven el mar. Más allá, por el este, hay un
desierto que jamás turbaron los hombres, y es amarillo, manchado está por la
sombra de las piedras, y la muerte yace en él como leopardo tendido al sol. Están
cerradas sus fronteras; al sur, por la magia; al oeste, por una montaña, y al norte, por
el grito y la cólera del viento polar. Semejante a una gran muralla es la montaña del
oeste. Viene desde muy lejos y se pierde muy lejos también, y es su nombre
Poltarnees, la que mira al mar. Hacia el norte, rojos peñascos, tersos y limpios de
tierra y sin mota de musgo o hierba, se escalonan hasta los labios mismos del viento
polar, y nada hay allí sino el rumor de su cólera. Muy apacibles son las Tierras
Interiores, y muy hermosas sus ciudades, y no mantienen guerra entre sí, sino
quietud y holgura. Y otro enemigo no tienen sino los años, pues la sed y la fiebre se
asolean tendidas en mitad del desierto, y no rondan jamás por las Tierras Interiores.
Y a vampiros y fantasmas, cuyo camino real es la noche, las fronteras de la magia
los contienen al sur. Y muy chicas son todas sus gratas ciudades, y en ellas los
hombres todos tienen trato entre sí, y se bendicen unos a otros en las calles,
saludándose por sus nombres. Y existe en cada ciudad una vía amplia y verde; que
viene de un valle o bosque o loma, y entra en la ciudad y sale de ella por entre las
casas y cruzando las calles; y nunca pasean por ella las gentes; mas todos los años,
en el tiempo oportuno, entra por allí la primavera desde las tierras florecientes,
abriendo anémonas en la vía verde, y todos los goces de los bosques renovados o de
los valles apartados, profundos, o de las triunfantes lomas, cuyas cabezas se yerguen
tan altivas en la distancia, lejos de las ciudades.
A veces entran carreros o pastores por aquella vía, de los que vienen a la
ciudad desde las serranías que cubre la niebla; y los ciudadanos no se lo impiden,
porque hay un paso que mancilla la hierba y un paso que no la mancilla, y todo
hombre sabe en los adentros del corazón cómo es su paso. Y en los claros soleados
del bosque y en sus umbrías, lejos de la música de las ciudades y de la danza de las
ciudades, conciertan la música de los lugares campestres y danzan las danzas
campestres. Amable, próximo y amistoso se les muestra a estos hombres el sol, y les
es propicio y cuida de sus tiernos viñedos; y ellos, por su parte se muestran
benévolos para con los menudos seres de los bosques y atentos a todo rumor de
hadas o leyendas antiguas. Y cuando la luz de alguna pequeña ciudad distante pone
un leve rubor en el confín del firmamento y las felices ventanas de oro de las
mansiones solariegas abren los ojos brillantes en la oscuridad, entonces la vieja y
sagrada figura de la Fábula, velada hasta el rostro, baja de las colinas boscosas y
manda alzarse y danzar a las sombras oscuras, y saca de ronda a las criaturas del
bosque, y enciende al instante la lámpara de la luciérnaga en su enramada de hierba,
e impone silencio a las tierras grises, y de ellas suscita desmayadamente en las
colinas lejanas la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras más prósperas y felices
que Toldees, Mondath y Arizim.
Tenía el rey de Arizim una hija que jugaba con las flores silvestres del bosque,
y con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos azules del cielo que en
invierno llegaban hasta su puerta buscando refugio de la nieve. Y era más hermosa
que las flores silvestres del bosque, y que todas las fuentes del palacio de su padre,
y que los pajaritos azules del cielo, cuando con todo su plumaje invernal buscan
refugio de la nieve. Los viejos y sabios reyes de Mondath y Toldees la vieron una
vez cuando andaba ligera por los estrechos caminos de su jardín, y volviendo los
ojos a las nieblas del pensamiento, reflexionaron sobre el destino de sus Tierras
Interiores. Y la miraron atentos junto a las flores majestuosas, y sola, en pie, a la luz
del sol; y vieron pasar y volver a pasar pavoneándose a las aves púrpura que los
recoveros del rey habían traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió los quince años,
el rey de Mondath convocó un consejo de reyes. Y con él se reunieron los reyes de
Toldees y Arizim. Y el rey de Mondath, en su consejo, habló de esta suerte:
«El grito del mar implacable y hambriento (y a la palabra mar los tres reyes
inclinaron la cabeza) atrae cada año, sacándolos de nuestros reinos felices, a más y
más súbditos nuestros, y aún ignoramos el misterio del mar, y ningún juramento se
ha inventado que nos devuelva a un hombre solo. Ahora bien, tu hija, Arizim, es
más bella que la luz del sol, y más bella que las majestuosas flores que tan altas
crecen en tu jardín, y tiene mayor gracia y hermosura que esas extrañas aves que los
afortunados recoveros traen en rechinantes carros de Asagéhon, y en cuyo plumaje
el púrpura alterna con el blanco. Pues el que se enamore de tu hija Hilnaric, sea quien
fuere, ése podrá subir a Poltarnees y regresar, como nadie hasta aquí lo hizo, y
contarnos lo que se divisa desde Poltarnees, porque acaso tu hija sea más hermosa
que el mar».
«Temo que hayas blasfemado del mar, y me asusta que tu blasfemia pueda
acarrearnos desgracia. No había reparado, a decir verdad, en su hermosura. ¡Hace
tan poco que era niña chica y llevaba el pelo suelto y no recogido aún al modo de las
princesas, y se iba sin que nadie la vigilara a los bosques silvestres, y volvía con las
vestiduras manchadas y desgarradas, y no escuchaba regaños con sumisión, sino
haciendo muecas aun en mi patio de mármol todo rodeado de fuentes!».
«Temo que sea terrible blasfemia, mas lo haré según lo decidisteis en consejo».
Y llegó la estación de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó
a su hija para que saliese al balcón de mármol. Y la luna surgía, grande, redonda,
sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes cantaban a la noche. Y la luna
tocó los aleros del palacio de mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Y la luna
tocó las cimas de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de
magia. Y la luna dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo el blanco palacio
y sus fuentes, y brilló en la frente de la princesa, y el palacio de Arizim ganó en
resplandores, y las fuentes se trocaron en columnas de relucientes joyas y cantos. Y
de la luna, al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos mortales.
Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco, con el brillo de la luna en la
frente; y acechándola desde la sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath
y Toldees. Y éstos dijeron:
«Es más hermosa que el nacer de la luna».
Y otro día, el rey de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos
volvieron a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de huertos, y las
nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el mar; leves voces silvestres se
levantaron de todos los matorrales, las voces de las fuentes comenzaron a
desfallecer, y se alzó, en todos los templos de mármol, el cantar de las aves
consagradas al mar. Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño celestial.
«Más que todo —dijeron los reyes— es hermosa; pero ¿quién puede saber si
es más hermosa que el mar?».
Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del mozo, dijeron por lo bajo:
Y el mancebo murmuró:
«Más viejos somos y más sabios que vos, y sabemos que nada existe más
hermoso que el mar».
Y el mozo, destocado y postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó,
empero:
«Si subes a Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos refieres qué
atracción mágica tiene el mar, te perdonaremos tu blasfemia, y tendrás a la princesa
por esposa, y te sentarás en el consejo de los reyes».
«¿Es cierto que volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de
Poltarnees?».
Athelvok repuso:
«Cierto que volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los
sacerdotes cuando cantan los loores del mar; y aunque muchos mares tributarios
fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su hermosura en un estanque a mis
pies, volvería jurando que tú eres más hermosa».
E Hilnaric le contestó:
«La sabiduría del corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, o un raro
saber, que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono».
Pero él, repitiendo el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás,
hasta que la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba la roca. Se puso en
camino por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño descanso, por los
hoyos que había pulimentado el roce de muchos pies. Antes de llegar a la cima el sol
se le ocultó y fueron oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Se apresuró
para ver, antes que fuese de noche, lo que había de mostrarle Poltarnees. Ya era
profunda la oscuridad sobre las Tierras Interiores, y las luces de las ciudades
chispeaban entre la niebla marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol,
de la otra parte, aún no se había retirado del firmamento.
En aquel punto entonó el mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que
causó en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos aventureros; y había
lágrimas en la voz del tiránico mar, porque amaba las galeras hundidas, y llamaba
a sí a todos los hombres y a todo lo viviente para disculparse, porque amaba los
huesos que había esparcido. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente
suelta, y otro después, y anduvo un poco para acercarse al mar, y luego le sobrevino
un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal del mar, tan digno de ser amado,
porque mostró alguna cólera, porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas,
porque el mar había amado las galeras fenecidas. Siguió andando, y las piedras
menudas rodaban con él, y en el momento en que se desvaneció el ocaso y apareció
una estrella, llegó él a la dorada costa, y siguió adelante hasta que las olas le tocaron
las rodillas, y oyó las bendiciones, semejantes a las plegarias, del mar. Mucho tiempo
estuvo así, mientras iban saliendo estrellas y copiando su brillo en las olas; más
estrellas salían, formando torbellinos en su carrera, del mar; parpadeaban las luces
en toda la ciudad del puerto, colgaban linternas de las naves y ardía la noche de
púrpura; y la Tierra, ante los ojos de los dioses que están sentados tan lejos de ella,
refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del puerto, en
donde encontró a muchos que habían dejado antes que él las Tierras Interiores;
ninguno deseaba volver al pueblo que no había visto el mar; muchos se habían
olvidado de los tres breves reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó
volver halló imposible la subida por la pendiente movediza, deleznable.
Una vez al año, con solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del mar;
y la luna se mira en él y los aborrece.
EDWARD JOHN MORETON DRAX PLUNKETT, XVIII BARÓN DE
DUNSANY (24 de julio de 1878 - 25 de octubre de 1957). Dramaturgo y novelista
anglo-irlandés, conocido sobre todo por sus cuentos fantásticos.