Lord Dunsany - Carcasona Y Otros Cuentos

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«¿Quién nos ayudará a descender en nuestras cavernas?

, escribió Gaston
Bachekard, con palabras que parecen hablar del mundo de Dunsany. ¿Quién no
ayudará a encontrar, a reconocer, a conocer nuestro ser doble que, de una noche a
otra, nos guarda en la existencia? Ese sonámbulo que no anda por los caminos de la
vida, pero que desciende, desciende siempre en busca de moradas inmemoriales».

Dunsany, al narrar, lo hace dándole a la narración la libertad del sueño, para


recuperar así una relación con el mundo, con la naturaleza, en la que el hombre se
siente partícipe de un hondo secreto. La geografía de los cuentos del autor irlandés
es una geografía sagrada y mítica en la que el mundo natural está presente con toda
su fuerza simbólica y su misterio; la naturaleza no permanece indiferente al drama
de los hombres, sino que participa activamente en él.
Lord Dunsany

Carcasona y otros cuentos

ePub r1.0

Titivillus 07.07.18
Título original: The Trustees of the Lord Dunsany Will Trust

Lord Dunsany, 1918

Diseño de cubierta: Ramón Cortés

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


Lord Dunsany: Los siglos del sueño

Cien jinetes enlutados,

¿dónde irán,

por el cielo yacente

del naranjal?

FEDERICO GARCÍA LORCA

Entre los grandes escritores que ha dado la literatura irlandesa del siglo XX,
la obra de Lord Dunsany (1878-1957) es una de las que menor y más tardía difusión
ha tenido en España. Y, sin embargo, nada hacía presagiar en un principio que fuera
a ser así. La temprana publicación, en 1924, de uno de sus principales libros, Cuentos
de un soñador, en las ediciones de la Revista de Occidente, permitió conocer su obra
muy pronto en nuestro país, e incluso propició, como más adelante veremos, que
tuviera entre los escritores españoles de la época algunos lectores de excepción.

Como en el caso de Yeats, o de Synge, hay un indudable influjo en la obra de


Dunsany de la tradición céltica irlandesa; sin embargo, en él esa influencia sigue
cauces más indirectos que en los autores citados. La mayor parte de la obra de
Dunsany se inscribe en la órbita de lo mítico, sí, pero su narrativa conforma un
universo imaginario personal y singularísimo que bebe de las múltiples fuentes del
mito y de culturas y tradiciones muy diversas. Dunsany entra en el mito no a través
de la referencia directa a una tradición determinada, sino en la intimidad
prolongada con ellas, muy especialmente, como es lógico, con la literatura celta y su
profundo sentimiento mágico de la naturaleza. Así, en su obra no importan tanto los
préstamos concretos que pueda tomar de la tradición, como la asunción profunda
de unas estructuras míticas desde las que la narración surge con toda la fuerza
arcana, el poder de sugestión y la verdad de una leyenda antigua.

W. B. Yeats, el gran poeta irlandés, que apoyó a Dunsany y que le invitó a


escribir para el Abbey Theatre, supo darse cuenta muy pronto del error que hubiera
sido que el autor de «Carcasona» circunscribiera en exceso su universo literario a la
tradición gaélica irlandesa. «Cuando conocí por primera vez la obra de Dunsany —
escribió Yeats— pensé que éste podría recrear en su imaginación el antiguo mundo
legendario irlandés, en lugar de aquellas tierras mágicas con vago aroma oriental
tan propias de él; pero aunque le insté a ello sabía que no podría hacerlo sin perder
la rica belleza de su descuidada sugestión y los personajes e imágenes que sus
narraciones evocan, y que de forma ancestral están en el fondo de nuestras mentes»,
y añade más adelante: «Un estudio prolongado del pasado podría haber modificado
la espontaneidad de su carácter hacia algo aprendido, premeditado y científico».

Estas tierras mágicas e imágenes ancestrales de Dunsany no nacen, en lo


esencial —como observa Yeats— del mundo legendario irlandés, sino de la poderosa
imaginación y del universo onírico del escritor. El propio Dunsany lo subrayó al
declarar en distintas ocasiones que él no escribía nunca sobre las cosas que había
visto sino sobre las que había soñado.

«¿Quién nos ayudará a descender en nuestras cavernas? —escribió Gaston


Bachelard, con palabras que parecen hablar del mundo de Dunsany—. ¿Quién nos
ayudará a encontrar, a reconocer, a conocer nuestro ser doble que, de una noche a
otra, nos guarda en la existencia? Ese sonámbulo que no anda por los caminos de la
vida, pero que desciende, desciende siempre en busca de moradas inmemoriales».
Dunsany, al narrar, lo hace dándole a la narración la libertad del sueño, para
recuperar así una relación con el mundo, con la naturaleza, en la que el hombre se
siente partícipe de un hondo secreto. La geografía de los cuentos del autor irlandés
es una geografía sagrada y mítica en la que el mundo natural está presente con toda
su fuerza simbólica y su misterio; la naturaleza no permanece indiferente al drama
de los hombres, sino que participa activamente en él. En el cuento titulado «El
campo», por ejemplo, un poeta oye el estremecedor secreto que la naturaleza le
confía, y éste no viene del pasado, de lo que allí hubiera podido suceder, sino —del
futuro, de los terribles sucesos que allí tendrán lugar; como si el tiempo todo del
hombre latiera en el presente, en la primavera de ese campo. En «Poltarnees, la que
mira al mar», los habitantes de las ciudades de las Tierras Interiores viven en el más
idílico de los reinos, «no hay en el mundo tierras más prósperas y felices que
Toldees, Mondath y Arizim»; y, sin embargo, una voz lejana llama a muchos de sus
jóvenes a abandonarla e iniciar un viaje sin retorno, la voz de una deidad legendaria
cuyo poder vence incluso al del amor, un dios a cuya belleza infinita nadie puede
sustraerse: el mar. Nuestra selección de Dunsany se cierra con este cuento. El libro
se abre, a su vez, con la narración de otro viaje, un viaje que nace del anhelo por un
nombre, el nombre de una ciudad soñada e imposible: Carcasona. El cuento nació
—según apunta su autor en una nota inicial— de una frase de la que Dunsany
desconoce el origen; la frase dice: «En cuanto a él, nunca vino a Carcasona». Esta
frase, luego, en el cuento, se convertirá en la sentencia del hado en boca de un
adivino, que se dirige, en la corte de Arn, al rey Camorak y a sus caballeros: «Nunca
llegaréis a Carcasona». Pero los hombres de Arn no temen al destino, y esa misma
noche parten hacia Carcasona llenos de júbilo, guiados por el arpa de Arleón. Nada
les puede detener, pero el camino poco a poco deviene laberinto y la marcha
continúa sin descanso, y la muerte acecha.

Al principio de este prólogo hemos hecho referencia a la pronta recepción en


los años veinte de la obra de Dunsany en España, y a que este hecho propició que
tuviera algunos lectores privilegiados entre los escritores de la época. Fue José Ángel
Valente quien, en un artículo publicado en Las palabras de la tribu y titulado «Lorca y
el caballero solo» apuntó la posibilidad de que el poeta andaluz hubiera leído a
Dunsany. En dicho ensayo, Valente demostraba la relación profunda que hay entre
la materia mítica del mundo lorquiano de Poema del cante jondo, Canciones o
Romancero gitano con algunos aspectos de la obra de Dunsany y singularmente con
«Carcasona». Valente veía esa cercanía especialmente en dos poemas: la segunda
«Canción de jinete» del libro Canciones, y el poema titulado «Camino» de Poema del
cante jondo. En el primero, un jinete cabalga hacia Córdoba, pero en su lucha agónica
por llegar a la ciudad anhelada sabe que el hado se lo impedirá, y esa certidumbre
resuena implacable en su espíritu: «yo nunca llegaré a Córdoba».

Córdoba.

Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,

y aceitunas en mi alforja.

Aunque sepa los caminos

yo nunca llegaré a Córdoba.

[…]

La ciudad —Córdoba, Carcasona— es el símbolo del centro primordial, del


viaje al centro, el centro del mundo que es, a la vez, el centro del ser, y siempre hay
que recorrer una vía muy larga, un «laberinto», para llegar a esa ciudad. Valente
relaciona, en ese sentido, la marcha del jinete lorquiano con el ciclo de leyendas
medievales sobre el Grial. «La cita —escribe el poeta gallego— es con un país remoto
al que no se llega, al que se va. Los cascos de la cabalgadura resuenan al otro lado
del límite vecino de la ultramuerte. Las torres de Córdoba son el poema otro de los
grandes símbolos del centro del mundo, del lugar axial —tantas veces representado
por una ciudadela o por un castillo— y la marcha del jinete es la marcha implacable
del ya encaminado al centro oculto, al que se llega o no se llega, pero al que se va».

En cuanto al segundo poema, «Camino», sus primeros versos —que nos han
servido como epígrafe inicial de este prólogo— parecen evocar, ciertamente, la
marcha sonámbula e incansable de los jinetes de Camorak, de los «cien jinetes
enlutados» que, como en el poema de Lorca, vagan intentando vencer la sentencia
del hado, pero que nunca llegarán a la ciudad anhelada, sino que acabarán perdidos
en el laberinto («el laberinto de las cruces») que les lleve finalmente no a la ciudad
sino a la muerte, tal como el hado les predijo:

Esos caballos soñolientos

los llevarán,

al laberinto de las cruces

donde tiembla el cantar.

Con siete ayes clavados,

¿dónde irán,

los cien jinetes andaluces

del naranjal?

Ya no importa, en realidad, si Lorca llegó a leer o no la obra de Lord Dunsany;


la materia mítica —el viaje al centro, el anhelo frustrado por la sentencia implacable
del destino— es la misma, incide en un solo fondo común, y sea cual sea su origen
en la obra de ambos escritores, habla en cada uno de ellos con el hondo misterio
arcano y la verdad del mito, del sueño y de la poesía inmemoriales: «Llegaron a
convertirse en un proverbio de la marcha errante, y nació una leyenda de hombres
extraños, desconsolados».

Victoria Pradilla y

Alfonso Alegre Heitzmann


Carcasona

En una carta de un amigo a quien nunca he visto, uno de los que leen mis libros,
aparecía citada esta línea: «En cuanto a él, nunca vino a Carcasona». Ignoro el origen de la
línea, pero he hecho este cuento sobre ella.

Cuando Camorak reinaba en Am, y el mundo era más hermoso, dio una fiesta
a todo el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud.

Dicen que su casa en Arn era inmensa y alta, y su techo estaba pintado de
azul; y cuando caía la tarde, los hombres se subían por las escalas y encendían los
centenares de velas que colgaban de sutiles cadenas. Y dicen también que a veces
venía una nube y se filtraba por lo alto de una de las ventanas circulares, y venía
sobre el ángulo del edificio, como la bruma del mar viene sobre el borde agudo de
un acantilado, donde un antiguo viento ha soplado siempre y siempre (ha arrastrado
miles de hojas y miles de centurias; unas y otras son lo mismo para él; no debe
vasallaje al Tiempo). Y la nube tomaba nueva forma en la alta bóveda de la sala, y
avanzaba lentamente por ella, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su
forma, los caballeros, en la sala de Camorak, profetizaban las batallas y los sitios y
la próxima campaña de guerra. Dicen de la sala de Camorak en Arn que no ha
habido otra como ella en tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.

Allí había venido el pueblo del Bosque desde majadas y selvas, cavilando
pensamientos de comida y albergue y amor, y se sentaban maravillados en aquella
famosa sala; en ella estaban también sentados los hombres de Arn, la ciudad que se
agrupaba en torno a la alta casa del rey, cuyos tejados estaban hechos de tierra roja,
maternal.

Si puede prestarse fe a los viejos cantos, era una sala maravillosa.

Muchos de los que allí estaban sentados habrían podido verla sólo desde lejos,
una forma clara en el paisaje, algo más baja que una montaña. Ahora contemplaban
a lo largo del muro las armas de los hombres de Camorak, sobre las cuales habían
compuesto cantos los tañedores de laúd y se contaban historias al caer la tarde. En
ellos describían el escudo de Camorak, que se había agitado en tantas batallas, y los
filos agudos, pero mellados, de su espada; allí estaban las armas de Gadriol el leal,
y Norn, y Athoric, el de la espada de granizo; Heriel el salvaje, Yarold y Thanga de
Esk; sus armas colgaban igualmente a lo largo de toda la sala, a una altura que un
hombre pudiera alcanzarlas; y en el sitio de honor en el medio, entre las armas de
Camorak y de Gadriol el leal, se veía el arpa de Arleón. Y de todas las armas que
colgaban en aquellos muros, ninguna fue más funesta a los enemigos de Camorak
que el arpa de Arleón. Porque para un hombre que marcha a pie contra una plaza
fuerte es agradable ciertamente el chirrido y el traqueteo de alguna temerosa
máquina de guerra que sus compañeros de armas están manejando detrás, de la cual
pasan suspirando sobre su cabeza pesadas rocas que van a caer entre los enemigos;
y agradables son para un guerrero en el agitado combate las rápidas órdenes de su
rey y una alegría para él los vítores distantes de sus compañeros, súbitamente
exaltados en uno de los giros de la guerra. Todo esto y más era el arpa para los
hombres de Camorak, porque no sólo excitaba a sus guerreros, sino que muchas
veces Arleón del arpa hubo de producir un espanto salvaje entre las huestes
contrarias cuando clamó súbitamente una profecía arrebatada, mientras sus manos
recorrían las sonoras cuerdas. Además, nunca fue declarada guerra alguna hasta que
Camorak y sus hombres hubiesen escuchado largamente el arpa y estuviesen
exaltados con la música y locos contra la paz. Una vez, Arleón, con motivo de unos
versos había hecho declarar la guerra a Estabonn; y un mal rey fue derribado, y se
ganó honor y gloria; por tan singulares motivos se acrecienta a veces el bien.

Por encima de los escudos y las arpas, alrededor de toda la sala, estaban
pintadas las figuras de fabulosos héroes de cantos célebres. Demasiado triviales,
debido a la facilidad con la que las lograban los hombres de Camorak, parecían todas
las victorias que la tierra había conocido; ni siquiera se había desplegado algún
trofeo de las setenta batallas de Camorak, porque estas batallas nada eran para sus
guerreros o para él en comparación con aquellas cosas que en su juventud habían
soñado y que vigorosamente se proponían aún hacer.

Por encima de las figuras pintadas estaba la oscuridad, porque la tarde se iba
cerrando y las velas que colgaban de las ligeras cadenas aún no estaban encendidas
en el techo; era como si un pedazo de la noche hubiese sido incrustado en el edificio
como una enorme roca que asoma en una casa. Y allí estaban sentados todos los
guerreros de Arn y el pueblo del Bosque admirándolos; y ninguno tenía más de
treinta años, y todos fueron muertos en la guerra. Y Camorak estaba sentado a la
cabeza de todos, exultante de juventud.

Tenemos que luchar con el tiempo durante unas siete décadas, y es un


antagonista débil y flojo en las tres primeras partidas.

Se encontraba presente en esta fiesta un adivino, uno que conocía las figuras
del Hado y que se sentaba entre el pueblo del Bosque; y no tenía sitio de honor,
porque Camorak y sus hombres no tenían miedo al Hado. Y cuando hubieron
comido la carne y los huesos fueron echados a un lado, el rey se levantó de su asiento
y, después de beber vino, en la gloria de su juventud y con todos sus caballeros en
torno suyo, llamó al adivino, y le dijo: «Profetiza».

Y el adivino se levantó, acarició su barba gris, y habló cautelosamente: «Hay


ciertos acontecimientos —dijo— sobre los caminos del Hado, que están velados aun
a los ojos de un adivino, y otros muchos tan claros para nosotros, que estarían mejor
velados para todos; muchas cosas conozco yo que mejor es no predecirlas, y algunas
que no puedo predecir, so pena de centurias de castigo. Pero esto conozco y predigo:
que nunca llegaréis a Carcasona».

Enseguida hubo un susurro de conversaciones que hablaban de Carcasona;


algunos la habían oído mencionar en discursos o cantos; algunos habían leído cosas
de ella, y algunos habían soñado con ella. Y el rey ordenó a Arleón del arpa que
descendiese del sitio que ocupaba a su derecha y se mezclase con el pueblo del
Bosque y oyese lo que dijeran de Carcasona. Pero los guerreros hablaban de las
plazas que habían ganado, de las fortalezas bien defendidas, de las tierras lejanas, y
juraban que irían a Carcasona.

Y al cabo de un momento volvió Arleón a la derecha del rey, y levantó su arpa


y cantó y habló de Carcasona. Muy lejos estaba, enormemente lejos, una ciudad de
murallas brillantes que se elevaban las unas sobre las otras, y azoteas de mármol
detrás de las murallas, y fuentes centelleantes sobre las azoteas. A Carcasona se
habían retirado antes que los hombres los reyes de los elfos con sus hadas, y la
habían construido en una tarde a finales de mayo, soplando en sus cuernos de elfos.
¡Carcasona! ¡Carcasona!

Viajeros la habían visto algunas veces como un claro sueño, con el sol
brillando sobre su ciudadela en la cima de una lejana montaña, y enseguida habían
venido las nubes o una súbita niebla; ninguno la había visto largo rato ni se había
aproximado a ella, aunque una vez hubo ciertos hombres que llegaron muy cerca, y
el humo de las casas sopló sobre sus rostros, sólo una ráfaga repentina, y éstos
declararon que alguien estaba quemando madera de cedro allí.

Otros hombres habían soñado que allí había una hechicera que andaba
solitaria por los fríos patios y corredores de palacios de mármol, terriblemente bella
a pesar de sus ochenta centurias, cantando el segundo canto más antiguo que le fue
enseñado por el mar, vertiendo lágrimas de soledad por ojos que enloquecerían a
ejércitos, y que, sin embargo, no llamaría junto a sí a sus dragones; Carcasona está
terriblemente guardada. Algunas veces nada en un baño de mármol, por cuyas
profundidades discurre un río, o permanece toda la mañana al borde secándose
lentamente al sol, y contempla cómo el agitado río turba las profundidades del baño.
Este río brota de las cavernas de la tierra más lejos de lo que ella conoce, sale a la luz
en el baño de la hechicera y vuelve a penetrar por la tierra para encaminarse a su
propio mar particular.

En otoño desciende a veces crecido y ceñudo con la nieve que la primavera ha


derretido en montañas inimaginadas, o pasan bellamente flores marchitas de
arbustos de montaña.

Cuando encuentra sangre en el baño, sabe que hay guerra en las montañas; y
aún no sabe dónde están esas montañas.

Cuando ella canta, las fuentes se alzan danzando de la oscura tierra; cuando
se peina sus cabellos, dicen que hay tempestades en el mar; cuando está enojada, los
lobos se enfurecen y todos descienden a sus cubiles; cuando está triste, el mar está
triste, y ambos están tristes eternamente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!

Esta ciudad es la más bella de las maravillas de la mañana; el sol rompe en


gritos cuando la contempla; por Carcasona, la tarde llora cuando la tarde muere.

Y Arleón dijo cuántos peligros divinos había en derredor de la ciudad, y cómo


el camino era desconocido, y que era una aventura de caballería. Entonces, todos los
caballeros se levantaron y cantaron el esplendor de la aventura. Y Camorak juró por
los dioses que habían construido Arn y por el honor de sus guerreros que, vivo o
muerto, habría de llegar a Carcasona.

Pero el adivino se levantó y salió de la sala, se sacudió las migajas con las
manos y se alisó el traje según marchaba.

Entonces, Camorak dijo: «Hay muchas cosas que planear, y consejos que
tomar, y provisiones que reunir. ¿Qué día partiremos?». Y todos los guerreros
respondieron gritando: «Ahora». Y Camorak sonrió, porque sólo había querido
probarlos. De los muros tomaron entonces sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole,
el del hacha; Huhenoth, el quebrantador de la paz; Wolwuf, padre de la guerra;
Tarión, Lurth, el del grito de guerra, y otros muchos. Poco se imaginaban las arañas
que holgaban en aquella ruidosa sala el solaz ininterrumpido del que pronto iban a
disfrutar.

Cuando se hubieron armado, formaron todos y salieron de la sala, y Arleón


iba delante de ellos a caballo cantando a Carcasona.
Pero el pueblo del Bosque se levantó y volvió bien alimentado a sus establos.
Sus miembros no tenían necesidad de guerras ni de raros peligros, estaban siempre
en guerra con el hambre. Una larga sequía o un invierno duro eran para ellos batallas
campales; si los lobos entraban en un redil, era como la pérdida de una fortaleza;
una tormenta en la época de la siega era como una emboscada. Bien alimentados,
volvieron lentamente a sus establos, en tregua con el hambre; y la noche se llenó de
estrellas.

Y negros sobre el cielo estrellado se veían los redondos yelmos de los


guerreros según pasaban las cimas de los montes, pero en los valles centelleaban
aquí y allí, a medida que la luz estelar caía sobre el acero.

Seguían detrás de Arleón, que marchaba hacia el sur, de donde siempre


habían venido rumores de Carcasona; así marchaban a la luz de las estrellas, y él
delante de todos, cantando.

Cuando hubieron marchado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, y que
hasta el sonido de sus campanas se había apagado; cuando las velas que ardían allá
arriba en las torres no les enviaban ya su desconsolada despedida; en medio de la
plácida noche que arrulla los espacios rústicos, el cansancio vino sobre Arleón y su
inspiración decayó. Decayó lentamente. Poco a poco fue estando menos seguro del
camino a Carcasona. Unos momentos se detenía a pensar, y recordaba el camino de
nuevo; pero su clara certeza había desaparecido, y en su lugar ocupaban su mente
esfuerzos por recordar viejas profecías y cantos de pastores que hablaban de la
maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo cuidadosamente un canto
que un vagabundo había aprendido del muchacho de un cabrero, allá lejos, sobre
las laderas bajas de las últimas montañas meridionales, la fatiga cayó sobre su mente
trabajada como nieve sobre los caminos sinuosos de una ciudad ruidosa,
enmudeciéndolo todo.

Estaba en pie y los guerreros se agolpaban junto a él. Durante largo tiempo
habían pasado al lado de grandes encinas que se alzaban solitarias aquí y allí, como
gigantes que respiran en enormes bocanadas el aire de la noche antes de cometer
algún hecho terrible; habían llegado a los linderos de un bosque negro; los troncos
se erguían como grandes columnas en una sala egipcia, de la cual Dios recibía, según
manera antigua, las plegarias de los hombres; la cima de este bosque cortaba el
camino de un antiguo viento. Aquí se pararon todos y encendieron un fuego de
ramas sacando chispas del pedernal sobre un montón de helecho. Se despojaron de
sus armaduras y se sentaron en torno al fuego, y Camorak se levantó allí y se dirigió
a ellos, y dijo: «Vamos a guerrear contra el Hado, cuya sentencia es que yo no he de
llegar a Carcasona. Y si torcemos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo
el futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el
cauce seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, si tan resueltos
conquistadores no pueden impedir una sentencia que el Hado ha decidido, entonces
la raza de los hombres estará por siempre sujeta a hacer como esclava la mezquina
tarea que se le ha señalado».

Entonces, todos ellos desenvainaron sus espadas y las blandieron en alto en


el resplandor de la hoguera, y declararon la guerra al Hado.

Nada en el bosque sombrío se movía y ningún ruido se oía.

Los hombres cansados no sueñan con la guerra. Cuando la mañana vino sobre
los campos centelleantes, unas gentes que habían salido de Arn descubrieron el
campamento de los guerreros y trajeron tiendas y provisiones. Y los guerreros
tuvieron un festín, y los pájaros cantaban en el bosque, y se despertó la inspiración
de Arleón.

Entonces se levantaron y, siguiendo a Arleón, entraron en el bosque y


marcharon hacia el sur. Y más de una mujer de Arn les envió sus pensamientos
cuando tocaban alguna vieja tonada monótona; pero sus propios pensamientos iban
muy lejos delante de ellos, flotando sobre el agua del baño a través de cuyas
profundidades corre el río en Carcasona, ciudad de mármol.

Cuando las mariposas danzaban en el aire y el sol se aproximaba al cenit,


fueron levantadas las tiendas, y todos los guerreros descansaron; y de nuevo
tuvieron festín, y ya avanzada la tarde, continuaron marchando una vez más,
cantando a Carcasona.

Y la noche descendió con su misterio sobre el bosque, y volvió a dar su aspecto


demoníaco a los árboles, y sacó de profundidades nebulosas una luna enorme y
amarilla.

Y los hombres de Arn encendieron hogueras, y súbitas sombras surgieron y


se alejaron saltando fantásticamente. Y sopló el viento de la noche, levantándose
como un aparecido; y pasaba entre los troncos, y se deslizaba por los claros de luz
cambiante, y despertaba a las fieras que aún soñaban con el día, y arrastraba pájaros
nocturnos al campo para amenazar a las gentes timoratas, y golpeaba las rosas
contra las ventanas de los aldeanos, y murmuraba noticias de la noche amiga, y
transportaba a los oídos de los hombres errantes el eco del cantar de una doncella, y
daba un encanto misterioso al sonido del laúd tocado en la soledad de unas distantes
colinas; y los ojos profundos de las polillas lucían como las lámparas de un galeón,
y extendían sus alas y navegaban por su mar familiar. Sobre este viento de la noche
también los sueños de los hombres de Camorak iban flotando hacia Carcasona.

Toda la mañana siguiente marcharon y toda la tarde, y conocieron que se iban


acercando a las profundidades del bosque. Y los ciudadanos de Arn se apretaron
entre sí y detrás de los guerreros. Porque las profundidades del bosque eran todas
desconocidas de los viajeros, pero no desconocidas para los cuentos de espanto que
los hombres dicen al anochecer a sus amigos en el bienestar seguro de sus hogares.
Entonces llegó la noche y una luna desmesurada. Y los hombres de Camorak
durmieron. Algunas veces se despertaban y se volvían a dormir; y aquellos que
permanecían despiertos largo tiempo y se ponían a escuchar, oían los pasos de
pesadas criaturas bípedas marchando lentamente a través de la noche sobre sus
patas.

Tan pronto como hubo luz, los hombres sin armas de Arn empezaron a huir
y se volvieron en grupos a través del bosque. Cuando llegó la oscuridad, no se
detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo sin detenerse hasta que
llegaron a Arn, y con las historias que allí contaron ayudaron a aumentar aún más
el terror que despertaba el bosque.

Pero los guerreros tuvieron un festín, y después Arleón se puso en pie y tocó
su arpa, y los condujo otra vez; y unos pocos fieles servidores permanecieron con
ellos aún. Y marcharon todo el día a través de una oscuridad que era tan vieja como
la noche. Pero la inspiración de Arleón ardía en su mente como una estrella. Y los
condujo hasta que los pájaros comenzaron a posarse en las copas de los árboles y
anochecía, y todos ellos acamparon. Sólo les quedaba una tienda y junto a ella
encendieron una hoguera, y Camorak puso un centinela con la espada desnuda,
justamente detrás del resplandor del fuego. Algunos guerreros dormían en el
pabellón, y otros alrededor de él.

Cuando vino la aurora, algo terrible había matado al centinela y se lo había


comido. Pero el esplendor de los rumores de Carcasona, y el decreto del Hado, de
que nunca llegarían a ella, y la inspiración de Arleón y su arpa, todo incitaba a los
guerreros; y marcharon todo el día más y más adentro en el bosque.

Una vez vieron a un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él,
dejándolo correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.
Por fin llegaron a un claro en la selva a punto de anochecer. Un perfume de
flores ascendía de él como una niebla, y cada gota de rocío representaba el cielo en
sí misma.

Era la hora en que el crepúsculo besa la Tierra.

Era la hora en que viene una significación a las cosas sin sentido, y los árboles
superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen a
hurtadillas en busca del alimento, y los animales de rapiña sueñan aún
inocentemente, y la Tierra exhala un suspiro, y es de noche.

En medio del gran claro, los guerreros de Camorak acamparon, y se alegraron


viendo aparecer de nuevo las estrellas, una tras otra.

Esa noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que los
molestasen las alimañas rapaces que pueblan la oscuridad del bosque.

Al día siguiente, algunos de los guerreros cazaron ciervos, y otros se


escondieron entre los juncos de un lago vecino y dispararon flechas contra las aves
acuáticas. Mataron un ciervo, y algunos gansos, y varias cercetas.

Aquí continuaron los aventureros respirando el aire salvaje que las ciudades
no conocen; durante el día cazaban, y encendían hogueras por la noche, y cantaban
y tenían festines, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes de las
tinieblas nunca los molestaban; la carne de venado era abundante, y había toda clase
de aves acuáticas; gustaban de la caza por el día, y por la noche de sus cantos
favoritos. Así fueron pasando un día y otro, y así una y otra semana. El tiempo arrojó
sobre este campamento un puñado de mediodías, las lunas de oro y plata que van
consumiendo el año; el otoño y el invierno pasaron, y la primavera apareció; los
guerreros continuaban allí en sus cacerías y sus banquetes.

Una noche de primavera se hallaban en un banquete alrededor del fuego, y


contaban cuentos de caza; y las leves polillas salían de la oscuridad y paseaban sus
colores por la luz del fuego, y volvían grises a la oscuridad otra vez; y el viento de
la noche era frío sobre los cuellos de los guerreros, y la hoguera del campamento era
cálida en sus rostros, y un silencio se había establecido entre ellos después de algún
canto; y Arleón se alzó repentinamente, acordándose de Carcasona. Y su mano se
deslizó sobre las cuerdas del arpa, despertando los acordes más profundos como el
ruido de gentes ágiles que danzan sobre el bronce; y la música se iba a perder entre
el propio silencio de la noche, y la voz de Arleón se levantó:
«Cuando encuentra sangre en el baño, ella sabe que hay guerra en las
montañas y anhela oír el grito de ataque que lanzan los hombres de sangre real».

Y súbitamente todos gritaron: «¡Carcasona!». Y con esta palabra su pereza


desapareció como desaparece un sueño de un soñador despertado por un grito. Y
pronto principió la gran marcha que ya no tuvo vacilaciones ni titubeos.

Llegaron a convertirse en un proverbio de la marcha errante, y nació una


leyenda de hombres extraños, desconsolados. Las gentes hablaban de ellos a la caída
de la noche, cuando el fuego ardía vivamente y la lluvia caía de los aleros. Y cuando
el viento era fuerte, los niños pequeños creían llenos de miedo que los Hombres que
Nunca Descansarían pasaban haciendo ruido. Se contaban cuentos extraños de
hombres de vieja armadura gris que avanzaban por las cimas de los collados y que
jamás pedían albergue; y las madres decían a sus hijos impacientes que
permaneciesen en casa, que los grises errabundos habían sentido en otro tiempo la
misma impaciencia, y ahora no tenían esperanza de descanso y eran arrastrados con
la lluvia cuando el viento se enfurecía.

Pero los errabundos se sentían excitados en sus marchas continuas por la


esperanza de llegar a Carcasona, y más tarde por la cólera contra el Hado, y
finalmente continuaban marchando porque parecía mejor continuar marchando que
pensar.

Y un día llegaron a una región montañosa, con una leyenda acerca de ella que
decía que desde tres valles más allá podía verse, en días claros, Carcasona. Aunque
estaban cansados y eran pocos, y llevaban el peso de los años, todos años de guerras,
se lanzaron al instante, conducidos siempre por la inspiración de Arleón, ya decaído
por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.

Todo el día fueron descendiendo al primer valle, y durante dos días subieron,
y llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra, debajo de la cima de
la montaña, y les fueron cerradas las puertas, y no había camino alrededor. A
derecha e izquierda había precipicios escarpados en todo lo que alcanzaba la vista o
decía la leyenda, y el paso se hallaba a través de la ciudad. Por ello Camorak formó
a los guerreros que le quedaban en línea de batalla para sostener su última guerra,
y avanzaron sobre los huesos calcinados sin enterrar de antiguos ejércitos.

Ningún centinela los desafió en la puerta; ninguna flecha voló de torre alguna
de guerra. Un ciudadano trepó solo a la cumbre de la montaña, y los demás se
escondieron en lugares abrigados. Porque en la cumbre de la montaña, abierta en la
roca, había una profunda caverna en forma de taza y en esa caverna ardían leves
hogueras. Pero si alguien arrojaba un guijarro a las hogueras, como uno de estos
ciudadanos tenía costumbre de hacer cuando los enemigos se acercaban, la montaña
lanzaba rocas intermitentes durante tres días, y las rocas caían llameantes sobre toda
la ciudad y todos sus alrededores. Y precisamente cuando los hombres de Camorak
comenzaron a golpear la puerta para derribarla, oyeron un estallido en la montaña,
y una gran roca cayó detrás de ellos y se precipitó rodando al valle. Las dos
siguientes cayeron frente a ellos sobre los tejados de hierro de la ciudad. Justamente
cuando entraban en la ciudad, una roca los encontró apiñados en una calle estrecha
y aplastó a dos de ellos. La montaña humeaba y parecía palpitar; a cada palpitación,
una roca se hundía en las calles o rebotaba sobre los pesados tejados de hierro, y el
humo subía lentamente, lentamente.

Cuando a través de las largas calles desiertas de la ciudad llegaron a la puerta


cerrada del fin, sólo cincuenta quedaban. Cuando hubieron conseguido derribar la
puerta, no había más que diez vivos. Otros tres fueron muertos cuando iban
subiendo la cuesta, y dos cuando pasaban cerca de la terrible caverna. El Hado
permitió que el resto avanzase algún trecho bajando la montaña por el otro lado, y
entonces tomó a tres de ellos. Sólo Camorak y Arleón habían quedado vivos. Y la
noche descendió sobre el valle al cual habían venido, y estaba iluminada por los
resplandores de la fatal montaña; y los dos hicieron duelo de sus camaradas durante
toda la noche.

Pero cuando vino la mañana se acordaron de su guerra contra el Hado y su


vieja resolución de llegar a Carcasona, y la voz de Arleón se alzó en un canto
vibrante, y arrancó música de su vieja arpa, y se puso en pie, y marchó hacia el sur
como había hecho años y años, y detrás de él iba Camorak. Y cuando al fin subieron
desde el último valle y se detuvieron sobre la cima del collado en la luz dorada de
la tarde, sus ojos envejecidos vieron sólo millas de vegetación y los pájaros que se
retiraban a sus nidos.

Sus barbas eran blancas, y habían viajado muy lejos y con muchos trabajos;
les había llegado el tiempo en que un hombre descansa de sus trabajos y duerme
poco y sueña con los años que fueron y no con los que serán.

Largo tiempo miraron hacia el sur; y el sol se puso sobre los remotos bosques,
y las luciérnagas encendieron sus lámparas, y la inspiración de Arleón se alzó y huyó
para siempre, para alegrar, acaso, los sueños de hombres más jóvenes.

Y Arleón dijo: «Mi rey, no conozco ya el camino de Carcasona».


Y Camorak sonrió como sonríen los ancianos, con poco motivo de alegría, y
dijo: «Los años van pasando por nosotros como grandes pájaros ahuyentados de
alguna antigua ciénaga gris por la fatalidad, el Destino y los designios de Dios. Y
puede muy bien ser que contra éstos no haya guerrero que sirva, y que el Hado nos
haya vencido, y que nuestro afán haya fracasado».

Y después de esto se quedaron callados.

Entonces desenvainaron sus espadas, y uno junto al otro, bajaron al bosque,


buscando aún Carcasona.

Yo imagino que no fueron muy lejos, porque había terribles pantanos en aquel
bosque, y tinieblas más tenaces que la noche, y bestias temibles acostumbradas a sus
caminos. No hay allí leyenda alguna, ni verso tampoco, ni canción entre los pueblos
de la campiña de que nadie nunca hubiese llegado a Carcasona.
El campo

Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha


aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez con la que transcurre en
las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, entonces, en un momento
imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e
imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial
las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas sumidas en el vicio,
arrancándolas de sus tugurios.

El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, y las mil
asechanzas londinenses no podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha
oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de
cualquier arroyuelo rural, con sus guijarros de colores… Londres entero cae vencido
por aquél, como un goliat metropolitano atacado de improviso.

De muy lejos vienen esas voces, tanto en leguas como en años, porque esos
montes y colinas que nos solicitan son los montes que «fueron»; esa voz es la voz de
antaño, del tiempo en que el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.

Yo veo ahora aquellas colinas de mi infancia —porque ellas son las que me
llaman—, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las
frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la
tarde. Sobre las cumbres pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni
regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido
por efímeros inquilinos.

Cuando las colinas me llamaban iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta,


carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a
poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de
un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, que
guardan alguno de los últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación
de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a
sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran, acogedores.
En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se
presentan todas, todas sentadas bajo el sol.

Creo yo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las
bestias salvajes decrecerían en número y en crueldad conforme nos alejásemos, las
tinieblas se irían disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por
desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las
crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos
parece que las casas urbanas aumentan en fealdad y las calles en abyección, que la
oscuridad es mayor y que los errores de la civilización resultan más claramente
expuestos al desprecio de los campos.

Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos


parece oír gritar al arquitecto: «¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito
sea Satanás!». En aquel instante, un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos
presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.

Entramos en el campo.

A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad


monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su vieja y eterna canción.

Una pradera hay allá, llena de margaritas. La atraviesa un arroyuelo que corre
bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel
arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las
laderas de las montañas.

Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces


cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.

Frecuentemente iba allí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino


su belleza y la sensación de paz que producía.

Pero la segunda vez que fui pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas
praderas.

Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo
terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.

No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo sin salir de
Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan
deprisa como pude.

Estuve varios días respirando aquel aire campesino, y al volver, fui de nuevo
a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo
siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.
Un año entero pasó antes de que yo volviera por allí. Salía de la sombra de
Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la
claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que
avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las
anteriores. Me parecía notar como si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún
espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.

Quise tranquilizarme haciéndome el razonamiento de que tal vez el ejercicio


de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma un descanso se despierta
ese sentimiento de inquietud.

Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del
arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el
pensar en lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz
de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.

Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la


localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel
lugar. Cuando me acosaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le
contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una
fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.

Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.

Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, que cada
vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada
vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos
juncos.

Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que
corría el arroyuelo, pero me asaltó, la conjetura de si correría tan deprisa como la
sangre.

Y comprendí que sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de
improviso se empezasen a oír voces.

Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras
y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel
año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y que me dijera qué era
lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. El pavimento, el aire,
las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente,
el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus
alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente
por los lugares campestres.

Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis: las flores brotaban
en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la
orilla del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró
arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego
otra, muy detenidamente, negando con la cabeza.

Durante un largo rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas
inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.

Entonces le dije: «¿Qué clase de campo es éste?».

Y él movió la cabeza con pesadumbre.

«Es un campo de batalla», dijo.


Bethmoora

Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa


descarriada se hubiera apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y hubiera
penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y brillante. En nuestros
oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo
de remotas pisadas. El taconeo crece cada vez más y llena la noche entera. Y pasa
una negra figura encapotada y se pierde de nuevo en la oscuridad. Uno que ha
estado bailando se retira a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y ha
cerrado sus puertas. Se han extinguido sus luces amarillas, callan sus músicos, los
bailarines han salido al aire de la noche, y ha dicho el Tiempo: «Que acabe y vaya a
colocarse entre las cosas que yo he apartado».

Las sombras comienzan a destacarse de sus amplios lugares de recogimiento.


No menos calladamente que las sombras, leves y muertas, caminan hacia sus casas
los clandestinos gatos; de esta manera, aun en Londres tenemos remotos
presentimientos de la llegada del alba, a la cual las aves y los animales y las estrellas
cantan sonoramente en los despejados campos.

No puedo decir en qué momento percibo que la misma noche ha sido


irremisiblemente abatida. Se me revela de súbito en la cansada palidez de los faroles,
en que están aún silenciosas y nocturnas las calles, no porque haya fuerza alguna en
la noche, sino porque los hombres no se han levantado todavía de su sueño para
desafiarla. Así he visto exhaustos y desaliñados guardias aún armados de antiguos
mosquetes a las puertas de los palacios, aunque los reinos del monarca que guardan
se hayan encogido en una provincia única que ningún enemigo se ha inquietado en
asolar.

Y ahora se manifiesta en el semblante de los faroles, estos humildes sirvientes


de la noche, que ya las cimas de los montes ingleses han visto la aurora, que las
crestas de Dover se ofrecen blancas a la mañana, que se ha levantado la niebla del
mar y va a derramarse tierra adentro.

Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están regando las
calles.

Ved ahora la noche muerta.

¡Qué recuerdos, qué fantasías se atropellan en nuestra mente! Una noche


acaba de ser arrebatada de Londres por la mano hostil del tiempo. Un millón de
cosas vulgares, envueltas por unas horas en el misterio, como mendigos vestidos de
púrpura y sentados en tronos imponentes. Cuatro millones de seres dormidos,
soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han visto? Pero mis
pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en
el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy
bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie
los engrasa. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de Bethmoora; ningún
enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles; está muerta y
sola más allá de los montes de Hap; y yo quisiera ver de nuevo Bethmoora, pero no
me atrevo.

Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.

De su desolación se habla en las tabernas donde se juntan los marineros, y


ciertos viajeros me lo han contado.

Yo tenía la esperanza de ver otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado,
me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde
ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban
en las viñas, y en todas partes sonaba el kalipak. Los arbustos florecidos de púrpura
se cuajaban de yemas, y la nieve refulgía en la montaña de Hap.

Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el syrabub.
Había sido una gran vendimia.

En los breves jardines de la linde del desierto sonaban el tambang y el tittibuck,


y el melodioso tañido del zootívar.

Todo era regocijo y canto y danza porque se había recogido la vendimia y


habría larga provisión de syrabub para la invernada, y aun sobraría para cambiar por
turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. Así se regocijaban
durante todo el día con su vendimia en la angosta franja de tierra cultivada que se
alarga entre Bethmoora y el desierto tendido bajo el cielo del sur. Y cuando
empezaba a desfallecer el calor del día, y se acercaba el sol a las nieves de las
montañas de Hap, las notas del zootívar todavía saltaban claras y alegres de los
jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines giraban entre las flores. Durante
todo aquel día se vio a tres hombres, jinetes en sendas mulas, que cruzaban la falda
de las montañas de Hap. En uno y otro sentido, según las curvas del camino, se veían
los tres puntitos negros que se movían sobre la nieve. Primero fueron divisados muy
de mañana en el collado de Peol Jagganot, y parecían venir de Utnar Véhi.
Caminaron todo el día. Y al atardecer, poco antes que se encendieran las luces y
palidecieran los colores, llegaron a las puertas de cobre de Bethmoora. Traían
báculos, como los mensajeros de aquellas tierras, y sus trajes parecieron
ensombrecerse cuando los rodearon los danzarines con sus ropajes color verde y
violeta. Los europeos que se hallaban presentes y oyeron el mensaje ignoraban la
lengua, y sólo pudieron entender el nombre de Utnar Véhi. Pero era conciso y cundió
rápidamente de boca en boca, y al punto la gente prendió fuego a las viñas y empezó
a huir de Bethmoora, dirigiéndose los más al norte y algunos hacia oriente. Salieron
precipitadamente de sus bellas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre;
cesaron de pronto los trémolos del tambang y del tittibuck y el tañido del zootívar, y
el tintineo del kalipak se extinguió un momento después. Los tres extraños emisarios
volvieron grupas al instante de dar su mensaje. Era la hora en que debía haber
aparecido una luz en alguna alta torre, y una después de otra las ventanas hubieran
vertido a la oscuridad la luz que espanta a los leones, y se hubieran cerrado las
puertas de cobre. Mas no se vieron aquella noche luces en las ventanas, ni volvieron
a verse ninguna otra noche, y las puertas de cobre quedaron abiertas para no cerrarse
más, y se levantó el rumor del rojo incendio que abrasaba los viñedos y las pisadas
del tropel que huía en silencio. No se oía gritar, ni otro ruido que el de la huida
resuelta y apresurada. Huían las gentes veloz y calladamente, como huye la manada
de animales salvajes cuando surge a su lado de pronto el hombre. Era como si
hubiese sobrevenido algo que se temiera desde hacía muchas generaciones, algo de
lo que sólo pudiera escaparse por la fuga instantánea, que no deja tiempo a la
indecisión.

El miedo sobrecogió a los europeos, que huyeron también. Lo que el mensaje


fuera, nunca lo he sabido.

Creen muchos que fue un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador


de aquellas tierras, que nunca fue visto por nadie, avisando que Bethmoora tenía
que ser abandonada. Otros dicen que el mensaje fue un aviso de los dioses, aunque
se ignora si de dioses amigos o adversos.

Y otros sostienen que la plaga asolaba entonces una línea de ciudades en


Utnar Véhi, siguiendo el viento suroeste, que durante muchas semanas había
soplado sobre ellas en dirección a Bethmoora.

Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible gnousar, y que hasta las
mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por
el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.
Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de
toda la tierra por el sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que
conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhóspita sin tiendas por la
noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde
murmura el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.

Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus
hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en
arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y
quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él
murmura a sus puertas.

Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las
mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que habría vuelto a ver
Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más
la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que
habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o
padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el
tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que
los mensajeros no habían dicho, tal vez aún más espantoso.
En donde suben y bajan las mareas

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó
sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.

Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis
amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones
encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me


llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el
flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de
los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron
mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi
alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me
había negado sepultura cristiana.

Me bajaron por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y


así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas
abandonadas, excavaron una fosa poco profunda. Después me depositaron en la
tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió su
fulgor, se vieron, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se
desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme
aurora; mis amigos se cubrieron los rostros con sus capas, y la solemne procesión se
dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron en silencio.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí


yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no
llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles
que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la
percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y
vi las desoladas viviendas que se apiñaban en la margen del río, y en mis ojos
muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de
ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas que quise
llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido:
que durante muchos años aquella multitud de casas desoladas había querido llorar
también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas
olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar,
pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos
cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía
corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló
reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas
con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango
insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas
casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del
mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas
y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó
creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado
entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí.
No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar
de nuevo.

Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las


desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento
en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea.

Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el


Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que
dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mí, y me exhumaron, y
me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero
siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, en
cuanto caía la noche, venían, me sacaban y me devolvían al fango.

Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieran un tiempo
la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.

Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de


aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en suelo
sagrado, donde mi alma esperaba descanso.

Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos


para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de
rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones
cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango.
Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes
centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de
esperanza y sin atreverme a esperar por miedo a la terrible envidia y a la cólera de
las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del
mar del sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del este,
Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango
movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y se mezclaron con cosas
que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriales barcos que
se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no
volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar
cabalgó río abajo, y dobló hacia el sur, y tornó a su morada. Y repartió mis huesos
por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento,
mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo


en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de
sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el norte hasta que
llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él
dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque
el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas
olvidadas que no había removido la tempestad.

Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la


soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango
jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la
tierra o el dulce regazo del mar.

A veces los hombres encontraban mis huesos y los enterraban, pero nunca
moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al
fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río
abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles arrancados por el
viento, en su natural simplicidad.
Al cabo percibí que a mi lado se movía siempre una brizna de hierba, y el
musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre
pasó río abajo.

Por algunos años espié atentamente aquellas señales, hasta que me cercioré
de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la
orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en
el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que
las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa
entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre
los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre.
Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había
desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua
capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil
para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había
desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en
Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se
apartaron un poco y hablaron entre sí.

«Sólo pecó contra el Hombre —dijeron—. No es cuestión nuestra».

«Seamos buenas con él» —dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y


en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles,
cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su
canto los pájaros; sus bandadas se espesaban en el aire, sobre mi cabeza, hasta que
se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver
sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de
cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del
canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y
comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas
de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha
puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de
recibirme más, porque de repente descubrí que podía llorar.
En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, en la
luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había
lágrimas en mi rostro, pues el control sobre uno mismo se debilita en el sueño. Me
levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo,
bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y
espantosos siglos de mi sueño.
En Zaccarath

«Venid —dijo el rey en la sagrada Zaccarath—, y que nuestros profetas


profeticen en presencia nuestra».

Como joya de luz brillaba en la distancia aquel sagrado palacio, maravilla de


los nómadas de la llanura.

Estaba en él el rey, con todos sus nobles y con los reyes que le rendían
vasallaje, y también estaban todas las reinas que lucían todas sus joyas. ¡Quién
podría hablar del esplendor en medio del que residían, o de las miles de luces y de
las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o
el resplandor de sus cuellos abrumados!…

Había un collar allí de perlas rosadas imposible siquiera de soñar. ¿Quién


podría hablar de aquellos candelabros de amatista, en los que las antorchas,
embebidas en raros aceites de Bhitinia, ardían y desprendían un aroma de
bletanías[1]?

Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida por contraste, y áspera
y enteramente desnuda de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.

«Venid —dijo el rey—, dejad que nuestros profetas profeticen». Entonces, los
heraldos vestidos de seda, avanzaron entre las filas de los guerreros del rey, que,
ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave,
se levantaban los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas arrojadizas estaban
incrustadas de pedrería. A través de sus filas, los heraldos avanzaron dando pasos
menudos y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y
acompañaron a uno de ellos ante el rey. Y el rey le miró y dijo: «Profetiza ante nos».

Y el profeta irguió la cabeza de tal modo, que sus barbas se destacaron de su


sayo pardo y los abanicos de los esclavos que abanicaban a los guerreros las hicieron
volar ligeramente por los extremos. Y el profeta habló al rey, y le habló así:

«¡Ay de ti, rey, y ay de Zaccarath! ¡Ay de ti y ay de tus mujeres, porque tu


ruina será cruel y pronta! Ya en el cielo los dioses evitan a tu dios, porque conocen
su sentencia y lo que está escrito sobre él, y ve cómo el olvido se levanta ante él como
una neblina. Has provocado el odio de tus montañeses. La maldad de tus días echará
sobre ti a los zeedianos, como los soles de la primavera empujan la avalancha. Y se
arrojarán sobre Zaccarath como la avalancha cae sobre las chozas del valle». Y como
las reinas cuchicheaban y reían quedamente entre sí, él simplemente elevó la voz y
habló todavía: «¡Ay de estos muros y de las cosas cinceladas que hay sobre ellos! El
cazador conocerá las acampadas de los nómadas por las huellas de las fogatas en el
llano, pero no conocerá dónde estuvo Zaccarath».

Algunos guerreros que se hallaban reclinados volvieron la cabeza para mirar


al profeta cuando hubo callado. Lejos, a lo alto, los ecos de su voz resonaron
suavemente aún algún tiempo entre las vigas de cedro.

«¿No es espléndido?», dijo el rey. Y mucha gente de entre los reunidos


batieron con sus palmas el pulido pavimento en testimonio de aplauso. Entonces, el
profeta fue conducido otra vez a su sitio en un rincón lejano de aquel grandioso
palacio, y durante un rato los músicos tocaron trompetas maravillosamente
curvadas, mientras los tambores latían detrás de ellos, ocultos en un nicho. Los
músicos fueron sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, soplando todos sus
inmensas trompetas bajo la brillante luz de las antorchas; pero como los tambores
sonaban cada vez con más fuerza en la oscuridad, los músicos se levantaron y,
suavemente, se acercaron al rey. Más y más fuertemente tamborileaban los tambores
en lo oscuro, y más y más se acercaban los hombres con sus trompetas, a fin de que
su música no fuese ahogada por los tambores antes de que hubiera podido llegar
hasta el rey.

Una escena maravillosa ocurrió cuando las atronadoras trompetas se


detuvieron ante el rey, y los tambores, en la oscuridad, fueron como el trueno de
Dios. Y las reinas movían la cabeza al compás de la música, mientras sus diademas
chispeaban como cuando caen en los cielos las estrellas. Y los guerreros levantaban
sus cabezas y sacudían al levantarlas los penachos hechos de plumas de aquellos
pájaros dorados que los cazadores acechan junto a los lagos de Lidia y de los que
apenas pueden matar a seis de ellos a lo largo de su vida, para adornar los cascos
que los guerreros llevaban cuando era fiesta en Zaccarath. Entonces, el rey profirió
una exclamación y los guerreros cantaron, casi todos ellos recordando entonces
viejas canciones de batalla. Y conforme cantaban el son de los tambores decaía y los
músicos marchaban hacia atrás, y el tamborileo se hacía cada vez más débil cuanto
más retrocedían, y cesó completamente y ya no soplaron más en sus trompetas
fantásticas. Entonces la asamblea golpeó el suelo con las palmas de las manos. Y
enseguida las reinas pidieron al rey que enviase a buscar otro profeta. Y los heraldos
trajeron a un cantor y lo colocaron ante el rey; y el cantor era un joven con un arpa.
Y acaricio las cuerdas del arpa, y cuando hubo silencio, cantó la iniquidad del rey. Y
predijo la irrupción de los zeedianos, y la caída y el olvido de Zaccarath, y la vuelta
del desierto a lo que fue suyo, y los jugueteos de los cachorros del león en el sitio
mismo donde se alzaron las estancias del palacio.
«¿A quién canta?», preguntó una reina a otra.

«Canta a la imperecedera Zaccarath», —respondió otra.

Cuando el cantor calló, la asamblea golpeó el suelo con indiferencia, y el rey


le hizo una seña con la cabeza y él se marchó.

Después que todos los profetas profetizaron ante ellos y cuando todos los
cantantes cantaron, la real compañía se levantó y se fue a otras cámaras, y dejó el
salón de la fiesta al pálido y solitario amanecer. En su soledad quedaron los dioses
de cabeza de león que estaban esculpidos en los muros; en silencio quedaron, y sus
pétreos brazos estaban cruzados. Y las sombras bailaban sobre sus rostros como
pensamientos curiosos conforme las antorchas vacilaban y el triste crepúsculo
matutino cruzaba los campos. Y los colores comenzaban a cambiar en los
candelabros.

Cuando el último tañedor de laúd se quedó dormido, los pájaros comenzaron


a cantar.

Nunca se vio esplendor más grande ni más famoso castillo. Cuando las reinas
se retiraron pasando bajo los cortinajes de las puertas con todas sus diademas,
pareció como si las estrellas desertasen de sus puestos y marchasen en tropel hacia
occidente, al apuntar la madrugada.

Y ocurrió que un día encontré una piedra que, sin duda, había pertenecido a
Zaccarath. Tenía tres pulgadas de largo y una de ancho. Vi uno de sus bordes que
sobresalía entre la arena. Creo que solamente se han encontrado otras tres piedras
semejantes.
El bureau d’échange de Maux

A menudo pienso en el bureau d’échange de Maux y en el malvado viejo que


estaba sentado en su interior. Se encontraba situado en un callejón que hay en París.
Tenía un portal formado por tres vigas de madera oscura, la de arriba apoyada sobre
las otras formando la letra griega pi; el resto pintado de verde. Era una casa
muchísimo más baja y angosta que sus vecinas, e infinitamente más extraña, lo que
le daba su capacidad de atracción. Sobre el dintel, pintada con descoloridas letras
amarillas en la viga vieja y oscura, se leía la leyenda: Bureau Universel dÉchange de
Maux.

Entré sin más y abordé al hombre indolente que ocupaba un taburete junto al
mostrador. Le pregunté el porqué de su casa prodigiosa, qué malignas mercancías
cambiaba, y muchas otras cosas que deseaba saber, llevado por la curiosidad. De no
haber sido por eso, desde luego, habría salido de allí inmediatamente, porque había
un aire tan diabólico en aquel hombre seboso, en la forma en que le colgaban las
fláccidas mejillas y en sus ojos perversos, que uno diría que había tenido tratos con
el demonio y había salido ganando por pura maldad.

Tal era mi anfitrión. Su malignidad residía sobre todo en sus ojos, que
permanecían tan quietos, tan apáticos, que uno habría jurado que estaba drogado o
muerto. Igual que las lagartijas que permanecen inmóviles en un muro y salen
disparadas de repente, toda la astucia del viejo se inflamaba y se revelaba en lo que
un momento antes sólo parecía un corriente anciano soñoliento y no especialmente
malvado. Y éste era el objeto y comercio de tan singular establecimiento llamado
Bureau Universel d’Échange de Maux: pagabas veinte francos —que el viejo procedió
a sacarme— por entrar en la oficina, y a continuación tenías derecho a intercambiar
un mal o una desdicha con cualquiera que pudiese «permitirse cerrar el trato».

Había cuatro o cinco hombres en el fondo oscuro de aquella estancia de techo


bajo que gesticulaban y murmuraban quedamente en parejas, como hombres que
hicieran un trato, y a cada momento llegaban más, y los ojos del seboso propietario
daban un brinco cada vez que entraba alguien, y parecía que enseguida se daba
cuenta del motivo de su visita y de la necesidad que tenía, y volvía a caer en su
somnolencia después de recibir en su mano casi inerte los veinte francos y morderlos
distraído.

—Algunos de mis clientes —dijo dirigiéndose a mí. Tan asombroso me


parecía el comercio de aquella extraordinaria tienda que entablé conversación con el
viejo, a pesar de lo repulsivo que me resultaba, y de su garrulería saqué algunas
conclusiones. Hablaba en perfecto inglés a pesar de que su pronunciación era algo
cerrada; ninguna lengua parecía apropiada para él. Llevaba muchos años en el
negocio, aunque no podría precisar cuántos, y era bastante más viejo de lo que
aparentaba. Todo el mundo hacía negocios en su tienda. Lo que cada uno
intercambiaba con otro no parecía importarle siempre que fuera algún mal; no
estaba autorizado para llevar ningún otro negocio.

No había mal, me decía, que no fuera negociable allí; el viejo aseguraba que
nadie se había llevado de su tienda ningún mal sin estar convencido. A veces un
cliente podía haber esperado y podía haber vuelto al día siguiente y al otro y al otro,
y pagar veinte francos en cada visita, pero el viejo conocía las direcciones de todos
sus clientes y perspicazmente también sabía de sus necesidades y pronto los dos
hombres adecuados se encontraban y con entusiasmo intercambiaban sus
mercancías. «Mercancías» era la horrible palabra que utilizaba el viejo, pronunciada
con un desagradable chasquido de sus gruesos labios, porque estaba orgulloso de
su negocio y los males eran para él género para ser vendido.

En diez minutos aprendí de él muchas cosas sobre la naturaleza humana, más


de lo que nunca he aprendido de otro hombre. Aprendí de él que el propio mal es
para un hombre la peor cosa que existe o pueda existir jamás, y que ese mal
desequilibra la mente del que lo sufre, por ello en último extremo vienen a esta
pequeña y oscura tienda. Una mujer que no tenía hijos había hecho un intercambio
con una pobre y medio enloquecida criatura que tenía doce. Una vez un hombre
había intercambiado el juicio por la locura.

—¿Cómo es posible que hiciera tal cosa? —pregunté.

—Eso no es de mi incumbencia —respondió el hombre con su tono indolente.


Simplemente cogió los veinte francos de cada uno y ratificó el acuerdo en la pequeña
habitación en la parte trasera de la tienda donde los clientes cerraban sus tratos.

Al parecer, el hombre que había intercambiado su cordura abandonaba la


tienda de puntillas, con una expresión feliz y bobalicona en el semblante; en cambio
el otro se iba meditabundo, con la mirada turbada y enormemente inquieta. Casi
siempre parecía que trocaban males contrapuestos.

Pero lo que más perplejo me dejó en todas mis charlas con aquel hombre
voluminoso, lo que aún me tiene perplejo, es que ninguno de los que hacía un trato
en aquella oficina volvía por allí. Un hombre podía ir día tras día durante semanas;
pero una vez cerrado el trato, no volvía a aparecer. Eso me contó el viejo, pero
cuando le pregunté por qué, se limitó a murmurar que no lo sabía.

Fue descubrir el porqué de aquel extraño fenómeno, y no otra cosa, lo que en


definitiva me decidió a efectuar una transacción en el cuartucho del fondo de aquella
misteriosa oficina. Decidí cambiar un mal insignificante por otro similar, intentar
conseguir para mí una ventaja tan pequeña que apenas representase un desafío al
Destino; pues desconfiaba profundamente de estos negocios, consciente de que el
hombre jamás ha sacado provecho de lo maravilloso y de que cuanto más milagrosa
parece su ganancia, más segura y firmemente lo atrapan los dioses o las brujas. Unos
días más tarde tenía que regresar a Inglaterra, y empezaba a temer que me marearía
en la travesía; decidí cambiar ese temor al mareo —no el mal propiamente dicho,
sino sólo el miedo a sufrirlo— por un pequeño mal equivalente. No sabía con quién
haría el trato, quién era en realidad el jefe de la empresa (uno jamás se entera de eso
cuando compra), pero concluí que nadie sacaría demasiado de tan pequeña
transacción.

Le hablé al viejo de mi proyecto, y se burló de la insignificancia de mi


mercancía, tratando de animarme a efectuar alguna operación más tenebrosa; pero
no consiguió hacerme cambiar de idea. Y entonces me contó historias, con aire algo
jactancioso, sobre los grandes negocios, los tremendos tratos que habían pasado por
sus manos. Una vez había acudido allí un hombre para intentar cambiar su muerte:
se había tragado un veneno por accidente, y sólo le quedaban doce horas de vida.
Aquel viejo siniestro logró complacerle. Tenía un cliente que deseaba cambiar ese
género.

—Pero ¿qué dio a cambio de la muerte? —pregunté.

—La vida —dijo el viejo siniestro con una risita furtiva.

—Debió de ser una vida horrible —dije.

—Eso no era asunto mío —dijo el propietario, haciendo sonar perezosamente


en su bolsillo, mientras hablaba, un puñado de monedas de veinte francos.

Pude ver extraños negocios en aquella oficina en los subsiguientes días, el


intercambio de singulares mercancías, y oí extraños murmullos en los rincones entre
parejas que luego se levantaban y se dirigían al cuarto del fondo, seguidos por el
viejo para ratificar la transacción.

Dos veces al día, durante una semana, estuve pagando mis veinte francos,
observando la vida con sus grandes necesidades y sus pequeñas necesidades,
mañana y tarde se desplegaban ante mí en toda su prodigiosa variedad. Y un día me
entrevisté con un hombre agradable con sólo una pequeña necesidad, que parecía
tener exactamente el mal que a mí me interesaba. Siempre le daba miedo que fuese
a romperse el ascensor. Yo tenía sobrados conocimientos de hidráulica para temer
que sucediera una cosa tan tonta como aquélla, pero no era asunto mío curarle de
tan ridículo temor. Bastaron muy pocas palabras para convencerle de que el mío era
el mal que le convenía, ya que jamás cruzaba el mar, y yo, por mi parte, siempre
podía subir las escaleras a pie; y me sentí convencido en ese momento, como debe
ocurrirles a muchos en dicha oficina, de que jamás llegaría a turbarme tan absurdo
miedo. Sin embargo, a veces es la maldición de mi vida. Después de que ambos
firmáramos el pergamino en el cuarto del fondo, y de que el viejo lo rubricara y lo
ratificara (para lo que tuvimos que pagarle cincuenta francos cada uno), regresé a
mi hotel; y allí, en la planta baja, vi el mortal artefacto. Me preguntaron si quería
subir en ascensor; llevado por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y contuve el
aliento durante todo el trayecto, fuertemente agarrado con ambas manos. Nada me
inducirá a intentar semejante viaje otra vez. Antes subiría a mi habitación en globo.
¿Y por qué? Pues porque si un globo se estropea tienes más posibilidades: si se
incendia puedes usar un paracaídas y saltar; pero si el ascensor se desprende, se
acabó. En cuanto al mareo, jamás volveré a marearme; no sé decir por qué, pero sé
que es así.

Y en cuanto a la oficina en la que hice este extraordinario negocio, la oficina a


la que nadie vuelve después de efectuado un trato, pues bien, decidí visitarla al día
siguiente. Con los ojos vendados podía encontrar el camino hasta el decaído barrio
del que parte una calle sórdida, al final de la cual tomas la calleja de la que sale el
callejón sin salida donde se encontraba el extraño establecimiento. Pegada a él hay
una tienda con columnas estriadas pintadas de rojo; su otra vecina es una modesta
joyería que exhibe pequeños broches de plata en el escaparate. En tan incongruente
compañía se hallaba la oficina, con sus vigas, y sus paredes pintadas de verde.

Media hora después me encontraba en el callejón que había visitado dos veces
al día durante la última semana. Encontré la tienda de las feas columnas y la joyería
que vendía broches; pero la casa verde de las tres vigas había desaparecido.

La derribaron, diréis, aunque en una sola noche. Ésa no puede ser la solución
del misterio, porque la casa de las columnas pintadas sobre yeso, y la humilde
joyería de los broches de plata (todos los cuales podría identificar, uno por uno),
eran colindantes.
Poltarnees, la que mira al mar

Toldees, Mondath, Arizim, éstas son las Tierras Interiores, las tierras cuyos
centinelas, puestos en los confines, no ven el mar. Más allá, por el este, hay un
desierto que jamás turbaron los hombres, y es amarillo, manchado está por la
sombra de las piedras, y la muerte yace en él como leopardo tendido al sol. Están
cerradas sus fronteras; al sur, por la magia; al oeste, por una montaña, y al norte, por
el grito y la cólera del viento polar. Semejante a una gran muralla es la montaña del
oeste. Viene desde muy lejos y se pierde muy lejos también, y es su nombre
Poltarnees, la que mira al mar. Hacia el norte, rojos peñascos, tersos y limpios de
tierra y sin mota de musgo o hierba, se escalonan hasta los labios mismos del viento
polar, y nada hay allí sino el rumor de su cólera. Muy apacibles son las Tierras
Interiores, y muy hermosas sus ciudades, y no mantienen guerra entre sí, sino
quietud y holgura. Y otro enemigo no tienen sino los años, pues la sed y la fiebre se
asolean tendidas en mitad del desierto, y no rondan jamás por las Tierras Interiores.
Y a vampiros y fantasmas, cuyo camino real es la noche, las fronteras de la magia
los contienen al sur. Y muy chicas son todas sus gratas ciudades, y en ellas los
hombres todos tienen trato entre sí, y se bendicen unos a otros en las calles,
saludándose por sus nombres. Y existe en cada ciudad una vía amplia y verde; que
viene de un valle o bosque o loma, y entra en la ciudad y sale de ella por entre las
casas y cruzando las calles; y nunca pasean por ella las gentes; mas todos los años,
en el tiempo oportuno, entra por allí la primavera desde las tierras florecientes,
abriendo anémonas en la vía verde, y todos los goces de los bosques renovados o de
los valles apartados, profundos, o de las triunfantes lomas, cuyas cabezas se yerguen
tan altivas en la distancia, lejos de las ciudades.

A veces entran carreros o pastores por aquella vía, de los que vienen a la
ciudad desde las serranías que cubre la niebla; y los ciudadanos no se lo impiden,
porque hay un paso que mancilla la hierba y un paso que no la mancilla, y todo
hombre sabe en los adentros del corazón cómo es su paso. Y en los claros soleados
del bosque y en sus umbrías, lejos de la música de las ciudades y de la danza de las
ciudades, conciertan la música de los lugares campestres y danzan las danzas
campestres. Amable, próximo y amistoso se les muestra a estos hombres el sol, y les
es propicio y cuida de sus tiernos viñedos; y ellos, por su parte se muestran
benévolos para con los menudos seres de los bosques y atentos a todo rumor de
hadas o leyendas antiguas. Y cuando la luz de alguna pequeña ciudad distante pone
un leve rubor en el confín del firmamento y las felices ventanas de oro de las
mansiones solariegas abren los ojos brillantes en la oscuridad, entonces la vieja y
sagrada figura de la Fábula, velada hasta el rostro, baja de las colinas boscosas y
manda alzarse y danzar a las sombras oscuras, y saca de ronda a las criaturas del
bosque, y enciende al instante la lámpara de la luciérnaga en su enramada de hierba,
e impone silencio a las tierras grises, y de ellas suscita desmayadamente en las
colinas lejanas la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras más prósperas y felices
que Toldees, Mondath y Arizim.

De estos tres pequeños reinos llamados las Tierras Interiores huían


constantemente los mozos. Se iban uno tras otro, sin que supiera nadie por qué, sino
tan sólo que tenían un anhelo de ver el mar. Poco hablaban de aquel anhelo; pero un
mozo guardaba silencio unos días, y luego, una mañana, muy temprano, se
escabullía trepando poco a poco por la dificultosa pendiente de Poltarnees, y,
llegado a la cumbre, seguía adelante y no volvía nunca. Algunos se quedaron atrás,
en las Tierras Interiores, y envejecieron; pero, desde los tiempos más primitivos,
ninguno de los que subieron a lo alto de Poltarnees regresó jamás. Muchos fueron a
Poltarnees jurando que volverían. Hubo un rey que envió a todos sus cortesanos,
uno por uno, para que le revelaran el misterio, y después él mismo se fue allá;
ninguno volvió.

Ahora bien, el pueblo de las Tierras Interiores guardaba el culto de los


rumores y las leyendas del mar, y todo cuanto del mar pudieron saber sus profetas
escrito estaba en un libro sagrado que los sacerdotes leían en los templos con
devoción profunda en las festividades o en los días de aflicción. Y todos los templos
se abrían hacia poniente, sostenidos por columnas, para que la brisa del mar entrara
en ellos; y hacia levante, sostenidos por columnas, para que la brisa del mar no se
detuviera, sino que entrara en ellos, dondequiera que estuviese el mar. Y ésta es la
leyenda que tenían del mar nunca visto por ser alguno de las Tierras Interiores.
Decían que el mar es un río que corre hacia Hércules, y decían que llega hasta el
confín del mundo y que Poltarnees lo domina. Decían que todos los mundos celestes
corren, entrechocándose, por aquel río, y la corriente los arrastra, y que aquella
infinitud es una intrincada espesura de selvas donde el río precipita su curso
arrebatando todos los mundos celestes. Por entre los colosales troncos de aquellos
árboles oscuros, en las más breves frondas, en cuyas ramas se concentran muchas
noches, andan los dioses. Y cuando su sed, resplandeciente en el espacio como un
magno sol, cae sobre los animales, el tigre de los dioses se desliza hasta el río para
beber. Y el tigre de los dioses bebe ruidosamente hasta hartarse, destruyendo
mundos; y el nivel del río se sume dentro de sus riberas, mientras la sed del animal
va saciándose y dejando de resplandecer como un sol. Y multitud de mundos se
amontonan entonces, secos, en la orilla, y ya no vuelven a andar por ahí los dioses,
porque les lastiman los pies. Son aquéllos los mundos sin destino, cuyas gentes
carecen de dioses, y el río fluye sin parar. Y el nombre del río es Oriathon, pero los
hombres le llaman Océano. Tal es la creencia inferior de las Tierras Interiores. Y hay
una creencia superior, de la que nunca se habla. Según la creencia superior de las
Tierras Interiores, el río Oriathon corre por las selvas de la infinitud y de pronto cae
rugiendo sobre un confín, desde donde el tiempo llamaba antiguamente a sus horas
para que pelearan en la guerra contra los dioses; y cae apagado por el resplandor de
las noches y los días, con millas de olas no medidas nunca, en las profundidades de
la nada.

Ahora bien, conforme iban transcurriendo siglos y el camino único accesible


a los hombres para subir a Poltarnees iba desgastándose de tantas huellas, más y
más hombres lo seguían para no volver. Y aún se ignoraba en las Tierras Interiores
el misterio que desde Poltarnees se descubría. Y un día tranquilo y sin viento,
mientras los hombres caminaban felices por sus hermosas calles o guardaban
rebaños en la campiña, saltó de pronto el viento del oeste y entró por ellas desde el
mar. Y llegó velado, gris, luctuoso, y llevó hasta alguno el grito hambriento del mar
que reclamaba huesos de hombres. Y el que lo oyó se revolvió sin descanso durante
horas, y al cabo se levantó de súbito, irresistiblemente, vuelto hacia Poltarnees, y
dijo, como se acostumbra en el país cuando alguien se despide por poco tiempo:
«Hasta que venga el recuerdo al corazón del hombre», lo cual significa: «Hasta
luego»; mas los que lo amaban, viéndole mirar a Poltarnees, le contestaron tristes:
«Hasta que los dioses olviden», que quiere decir: «Adiós».

Tenía el rey de Arizim una hija que jugaba con las flores silvestres del bosque,
y con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos azules del cielo que en
invierno llegaban hasta su puerta buscando refugio de la nieve. Y era más hermosa
que las flores silvestres del bosque, y que todas las fuentes del palacio de su padre,
y que los pajaritos azules del cielo, cuando con todo su plumaje invernal buscan
refugio de la nieve. Los viejos y sabios reyes de Mondath y Toldees la vieron una
vez cuando andaba ligera por los estrechos caminos de su jardín, y volviendo los
ojos a las nieblas del pensamiento, reflexionaron sobre el destino de sus Tierras
Interiores. Y la miraron atentos junto a las flores majestuosas, y sola, en pie, a la luz
del sol; y vieron pasar y volver a pasar pavoneándose a las aves púrpura que los
recoveros del rey habían traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió los quince años,
el rey de Mondath convocó un consejo de reyes. Y con él se reunieron los reyes de
Toldees y Arizim. Y el rey de Mondath, en su consejo, habló de esta suerte:

«El grito del mar implacable y hambriento (y a la palabra mar los tres reyes
inclinaron la cabeza) atrae cada año, sacándolos de nuestros reinos felices, a más y
más súbditos nuestros, y aún ignoramos el misterio del mar, y ningún juramento se
ha inventado que nos devuelva a un hombre solo. Ahora bien, tu hija, Arizim, es
más bella que la luz del sol, y más bella que las majestuosas flores que tan altas
crecen en tu jardín, y tiene mayor gracia y hermosura que esas extrañas aves que los
afortunados recoveros traen en rechinantes carros de Asagéhon, y en cuyo plumaje
el púrpura alterna con el blanco. Pues el que se enamore de tu hija Hilnaric, sea quien
fuere, ése podrá subir a Poltarnees y regresar, como nadie hasta aquí lo hizo, y
contarnos lo que se divisa desde Poltarnees, porque acaso tu hija sea más hermosa
que el mar».

Se levantó entonces el rey de Arizim de su sitial del consejo. Y dijo:

«Temo que hayas blasfemado del mar, y me asusta que tu blasfemia pueda
acarrearnos desgracia. No había reparado, a decir verdad, en su hermosura. ¡Hace
tan poco que era niña chica y llevaba el pelo suelto y no recogido aún al modo de las
princesas, y se iba sin que nadie la vigilara a los bosques silvestres, y volvía con las
vestiduras manchadas y desgarradas, y no escuchaba regaños con sumisión, sino
haciendo muecas aun en mi patio de mármol todo rodeado de fuentes!».

Luego habló el rey de Toldees:

«Vigilémosla más atentos y contemplemos a la princesa Hilnaric en la estación


de los huertos floridos, cuando las grandes aves se despiden del mar, que conocen,
y buscan descanso en nuestros palacios del interior; y si fuera más hermosa que el
amanecer sobre nuestros reinos unidos, cuando los huertos están en flor, acaso sea
más hermosa que el mar».

Y el rey de Arizim dijo:

«Temo que sea terrible blasfemia, mas lo haré según lo decidisteis en consejo».

Y llegó la estación de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó
a su hija para que saliese al balcón de mármol. Y la luna surgía, grande, redonda,
sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes cantaban a la noche. Y la luna
tocó los aleros del palacio de mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Y la luna
tocó las cimas de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de
magia. Y la luna dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo el blanco palacio
y sus fuentes, y brilló en la frente de la princesa, y el palacio de Arizim ganó en
resplandores, y las fuentes se trocaron en columnas de relucientes joyas y cantos. Y
de la luna, al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos mortales.
Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco, con el brillo de la luna en la
frente; y acechándola desde la sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath
y Toldees. Y éstos dijeron:
«Es más hermosa que el nacer de la luna».

Y otro día, el rey de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos
volvieron a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de huertos, y las
nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el mar; leves voces silvestres se
levantaron de todos los matorrales, las voces de las fuentes comenzaron a
desfallecer, y se alzó, en todos los templos de mármol, el cantar de las aves
consagradas al mar. Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño celestial.

«Es más hermosa —dijeron los reyes— que el alba».

Otra prueba impusieron aún a la hermosura de Hilnaric, porque la


observaron en las terrazas a la puesta del sol, cuando ya los pétalos de los huertos
estaban caídos y en toda la linde de los bosques vecinos florecían el rododendro y la
azalea. Y el sol se puso tras la escarpada Poltarnees, y la niebla del mar se vertió
sobre su cumbre interior. Y los templos de mármol se levantaban claros en el
atardecer, pero nubecillas de crepúsculo se extendían entre montaña y ciudad.
Entonces, de la cornisa de los templos y de los aleros de los palacios saltaron
atrevidamente los murciélagos, y desplegando las alas, flotaron arriba y abajo por
las vías ya oscuras; empezaron a encenderse las luces en las doradas ventanas, los
hombres se envolvieron en sus capas por temor a la niebla marina gris, se levantó el
son de algunas cancioncillas, y el rostro de Hilnaric se convirtió en lugar de reposo
de misterios y ensueños.

«Más que todo —dijeron los reyes— es hermosa; pero ¿quién puede saber si
es más hermosa que el mar?».

Tendido en un macizo de rododendros, en la linde de las praderas de palacio,


había esperado un cazador a que el sol se pusiera. Cerca de él había un estanque
profundo donde crecían los jacintos y en el que flotaban extrañas flores de anchas
hojas; a él iban a beber los toros salvajes, a la luz de las estrellas, y en su acecho vio
él la blanca forma de la princesa apoyada en el balcón. Antes de que brillaran las
estrellas y se llegaran los toros a beber dejó él su escondrijo y se acercó al palacio
para ver de cerca a la princesa. Cubiertas estaban las praderas de palacio de no
hollado rocío y todo yacía en calma cuando él las cruzó, empuñando su luengo
venablo. En el más escondido rincón de la terraza, los tres viejos reyes discutían
acerca de la hermosura de Hilnaric y del destino de las Tierras Interiores.
Caminando ligero, con paso de cazador, se acercó más el que acechaba junto al
estanque, en la quietud del anochecer, sin que aún la princesa le viese. Así que la
hubo visto de cerca, exclamó de súbito:
«Ha de ser más hermosa que el mar».

La princesa se dio la vuelta y en su porte y luengo venablo conoció que era un


cazador de toros salvajes.

Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del mozo, dijeron por lo bajo:

«Éste ha de ser el hombre».

Después se dejaron ver por él, y le dijeron, con propósito de probarle:

«Señor, habéis blasfemado del mar».

Y el mancebo murmuró:

«Es más hermosa que el mar».

Y dijeron los tres reyes:

«Más viejos somos y más sabios que vos, y sabemos que nada existe más
hermoso que el mar».

Y el mozo, destocado y postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó,
empero:

«Por este venablo; es más hermosa que el mar».

Y, entre tanto, la princesa le miraba, reconociéndole como un cazador de toros


salvajes.

Dijo el rey de Arizim al que acechaba en el estanque:

«Si subes a Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos refieres qué
atracción mágica tiene el mar, te perdonaremos tu blasfemia, y tendrás a la princesa
por esposa, y te sentarás en el consejo de los reyes».

Y el mozo al punto mostró su asentimiento con alegría. Y la princesa le habló


y le preguntó su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se llenó de gozo al
oír la voz de ella. Y prometió a los tres reyes salir al tercer día para escalar la
pendiente de Poltarnees y regresar, y éste fue el juramento con que le ligaron para
que volviera:
«Juro por el mar que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, a quien los
hombres llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el sino de los mundos, que
volveré a las Tierras Interiores después de haber contemplado el mar».

Y prestó con solemnidad el juramento aquella misma noche en uno de los


templos del mar; pero los tres reyes fiaron aún más en la hermosura de Hilnaric que
en el poder del juramento.

Al otro día de mañana fue Athelvok al palacio de Arizim, cruzando las


campiñas del este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se reunió con
él en las terrazas. Y le preguntó si había matado algún toro salvaje, y él le dijo que
tres, y luego le contó que había cazado al primero junto al estanque del bosque.
Había cogido el venablo de su padre, se fue a la orilla del estanque, se tendió bajo
las azaleas a esperar que las estrellas saliesen, porque a su primera luz van los toros
salvajes a beber de aquellas aguas. Y fue muy temprano, y tuvo que esperar mucho,
y el pasar de las horas se le hizo más largo de lo que era. Y todos los pájaros
acudieron a aquel lugar en la noche. Y ya había salido el murciélago, y ningún toro
se acercaba al estanque. Y Athelvok estaba persuadido de que ninguno se acercaría.
Y tan pronto como su mente adquirió esta certidumbre, se abrió sin rumor la maleza
y un enorme toro salvaje se presentó a sus ojos, a la orilla del agua, y sus largos
cuernos surgían a los lados de su cabeza, y se encorvaban por los extremos, y medían
cuatro pasos de punta a punta. Y no había visto a Athelvok, porque el enorme toro
estaba al otro extremo del reducido estanque, y Athelvok no podía ir arrastrándose
hasta él por miedo a cortar el viento (pues los toros salvajes, que apenas ven en las
selvas oscuras, dependen de su oído y de su olfato). Mas pronto se tramó el plan en
su mente, mientras el toro erguía la cabeza a veinte pasos justos de donde estaba él,
con el agua por medio. Y el toro olfateó con cautela el viento, se puso a escuchar, y
luego bajó la cabeza hasta el estanque y bebió. En aquel punto saltó Athelvok al agua
y atravesó rápidamente sus profundidades de algas, por entre los tallos de las
extrañas flores que flotaban con sus anchas hojas en la superficie. Y Athelvok llevaba
su venablo recto, y mantenía rígidos y cerrados los dedos de la mano izquierda, sin
salir a la superficie, de modo que la fuerza del salto le llevó adelante y le hizo pasar
sin que se enredara por entre los tallos de las flores. Cuando Athelvok saltó al agua,
el toro hubo de levantar la cabeza, se asustó al verse salpicado y luego debió de
escuchar y ventear, y como no oyera ni olfateara peligro ninguno, hubo de quedarse
rígido por unos instantes, porque en esta actitud le encontró Athelvok al surgir sin
aliento a sus pies. Hiriendo de pronto, Athelvok le clavó la lanza en el cuello, antes
de que pudiera bajar la cabeza y los cuernos terribles. Pero Athelvok se había
colgado de uno de los cuernos y se vio arrastrado a tremenda velocidad por entre
los matorrales de rododendros, hasta que el toro cayó, para levantarse de nuevo y
morir de pie, luchando sin cesar, ahogado en su propia sangre.

Hilnaric escuchaba el relato como si un héroe de la antigüedad surgiese de


nuevo ante sus ojos en toda la gloria de su legendaria juventud.

Mucho tiempo se pasearon por las terrazas, diciéndose lo que siempre se


había dicho y se dijo luego, lo que repetirán labios aún por formarse.

Y sobre ellos se erguía Poltarnees, mirando al mar. Y llegó el día en que


Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:

«¿Es cierto que volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de
Poltarnees?».

Athelvok repuso:

«Cierto que volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los
sacerdotes cuando cantan los loores del mar; y aunque muchos mares tributarios
fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su hermosura en un estanque a mis
pies, volvería jurando que tú eres más hermosa».

E Hilnaric le contestó:

«La sabiduría del corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, o un raro
saber, que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono».

Pero él, repitiendo el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás,
hasta que la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba la roca. Se puso en
camino por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño descanso, por los
hoyos que había pulimentado el roce de muchos pies. Antes de llegar a la cima el sol
se le ocultó y fueron oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Se apresuró
para ver, antes que fuese de noche, lo que había de mostrarle Poltarnees. Ya era
profunda la oscuridad sobre las Tierras Interiores, y las luces de las ciudades
chispeaban entre la niebla marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol,
de la otra parte, aún no se había retirado del firmamento.

Y a sus pies se fruncía el viejo mar, sonriendo y murmurando cantares. Y daba


el pecho a unos barcos chicos de velas deslumbradoras, y en las manos tenía los
vetustos restos de naufragios tan echados de menos, y los mástiles todos tachonados
de clavos de oro que desgajó en su cólera de los soberbios galeones. Y la gloria del
sol reinaba en las olas que arrastraban a la deriva maderos de islas de especias,
sacudiendo las cabezas doradas. Y las corrientes grises se arrastraban hacia el sur,
como solitarias serpientes enamoradas de algo lejano con amor inquieto, fatal. Y
toda la llanura de agua resplandeciente al sol postrero, y las olas y las corrientes, y
las velas blancas de los navíos, formaban, juntas, la faz de un extraño dios nuevo
que mira a un hombre por primera vez a los ojos en el instante de su muerte; y
Athelvok, mirando al maravilloso mar, supo por qué no vuelven nunca los muertos:
porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los vivos no entenderán nunca,
aunque los muertos vuelvan a contarles lo que han visto. Y el mar le sonreía, alegre
en la gloria del sol. Y había en él un puerto para las naves que regresaban, y junto a
él una soleada ciudad, y la gente andaba por sus calles ataviada con las inconcebibles
mercancías de las costas más lejanas.

Una fácil pendiente de roca suelta y menuda llevaba desde la cumbre de


Poltarnees hasta la orilla del mar.

Athelvok se detuvo un largo rato lleno del pesar de lo perdido, dándose


cuenta de que había entrado en su alma algo que no entenderían jamás los de las
Tierras Interiores, porque sus pensamientos no iban más allá de los tres breves
reinos. Luego, mirando los buques errantes, y las maravillosas mercancías de países
remotos, y el color ignorado que ceñía la frente del mar, volvió los ojos a las Tierras
Interiores.

En aquel punto entonó el mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que
causó en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos aventureros; y había
lágrimas en la voz del tiránico mar, porque amaba las galeras hundidas, y llamaba
a sí a todos los hombres y a todo lo viviente para disculparse, porque amaba los
huesos que había esparcido. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente
suelta, y otro después, y anduvo un poco para acercarse al mar, y luego le sobrevino
un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal del mar, tan digno de ser amado,
porque mostró alguna cólera, porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas,
porque el mar había amado las galeras fenecidas. Siguió andando, y las piedras
menudas rodaban con él, y en el momento en que se desvaneció el ocaso y apareció
una estrella, llegó él a la dorada costa, y siguió adelante hasta que las olas le tocaron
las rodillas, y oyó las bendiciones, semejantes a las plegarias, del mar. Mucho tiempo
estuvo así, mientras iban saliendo estrellas y copiando su brillo en las olas; más
estrellas salían, formando torbellinos en su carrera, del mar; parpadeaban las luces
en toda la ciudad del puerto, colgaban linternas de las naves y ardía la noche de
púrpura; y la Tierra, ante los ojos de los dioses que están sentados tan lejos de ella,
refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del puerto, en
donde encontró a muchos que habían dejado antes que él las Tierras Interiores;
ninguno deseaba volver al pueblo que no había visto el mar; muchos se habían
olvidado de los tres breves reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó
volver halló imposible la subida por la pendiente movediza, deleznable.

Hilnaric no se casó jamás. Pero su dote se destinó a edificar un templo en el


que los hombres maldicen el océano.

Una vez al año, con solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del mar;
y la luna se mira en él y los aborrece.
EDWARD JOHN MORETON DRAX PLUNKETT, XVIII BARÓN DE
DUNSANY (24 de julio de 1878 - 25 de octubre de 1957). Dramaturgo y novelista
anglo-irlandés, conocido sobre todo por sus cuentos fantásticos.

Nacido en Londres en el seno de una familia noble irlandesa, recibió una


educación esmerada en el Eton College y en la Real Academia Militar de Sandhurst.
En 1899 heredó el título de lord, al fallecer su padre. Como militar, participó en la
Guerra Bóer y en la I Guerra Mundial. Entre otras aficiones, fue un excelente cazador
y jugador de ajedrez. Mantuvo amistad con otros autores irlandeses, como W. B.
Yeats. En 1957, murió en Dublín a consecuencia de un ataque de apendicitis.

En los relatos de Dunsany, las tradiciones populares, la épica celta, el


exotismo oriental y los elementos oníricos se funden en un mundo intemporal de
sabor único. Sus historias de «Espada y brujería», recogidas en volúmenes como La
espada de Welleran (1908), Cuentos de un soñador (1910) y El libro de las maravillas (1912),
le convierten en pionero decisivo del género de la fantasía heroica, y tuvieron una
gran influencia en muchos de los grandes autores de la literatura fantástica, como
H. P. Lovecraft, J. R. R. Tolkien, Jack Vance, Arthur C. Clarke, Michael Moorcock,
Ursula K. Le Guin y Neil Gaiman.
Notas
[1]Esa planta maravillosa que crece junto a la cúspide del monte Zaumnos
aroma toda la extensión zaumniana y su perfume se percibe muy lejos, en las
llanuras kepuscranias, y cuando el viento sopla desde la montaña, llega hasta las
calles de la ciudad de Ognoth. Por la noche cierra sus pétalos y se la oye respirar, y
su respiración es un veneno rápido. También respira durante el día si se agitan las
nieves cerca de ella. Ninguna planta de este género ha sido arrancada en vida por
cazador alguno. <<

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