La Diosa Blanca

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Robert Graves

La Diosa Blanca
Una gramática histórica del mito poético

Editado por Grevel Lindop


Traducido del inglés por William Graves

Alianza Editorial
Título original: The White Goddess

Primera edición: 2014


Octava reimpresión: 2023

Reservados todos los derechos.


El contenido de esta obra está protegido por la Ley,
que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes
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distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier
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Copyright © by Trustees of the Robert Graves Copyright Trust


© de la introducción: Grevel Lindop, 1997
© de la traducción: William Graves, 2014
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2022, 2023
Calle Valentín Beato, 21; 28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-206-9178-7
Depósito legal: M. 20.947-2014
Printed in Spain

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Índice

Introducción del editor ............................................... 9

La Diosa Blanca
Dedicación .................................................................. 35
Prólogo ....................................................................... 37
Poetas y juglares .......................................................... 45
La Batalla de los Árboles ............................................. 58
Perro, Corzo y Avefría ................................................. 86
La Diosa Blanca .......................................................... 101
El acertijo de Gwion ................................................... 117
Una visita al Castillo Espiral ........................................ 145
La solución del acertijo de Gwion ............................... 164
Hércules en el loto ...................................................... 176
La herejía de Gwion .................................................... 197
El alfabeto de los árboles (primera parte) ..................... 229
El alfabeto de los árboles (segunda parte) .................... 260
La Canción de Amergin .............................................. 281
Palamedes y las grullas ................................................. 304
El Corzo en el soto ...................................................... 331
Los Siete Pilares .......................................................... 348
El sagrado e innombrable Nombre de Dios ................. 365
El León de mano firme ............................................... 402
El dios con la pata de toro ........................................... 416
El número de la bestia ................................................. 451
Una conversación en Pafos, 43 d. de C. ....................... 461
Las aguas del Estigia .................................................... 480
La Triple Musa ............................................................ 504
Bestias fabulosas .......................................................... 538
El Tema poético único ................................................ 555
La guerra en el Cielo ................................................... 581
El retorno de la Diosa ................................................. 622
Posdata de 1960 .......................................................... 640

Apéndice I. Dos cartas a la prensa ............................... 646


Apéndice II. Versiones originales de los poemas de
Robert Graves en el texto ........................................ 650
Apéndice III. Versiones originales de otros poemas en
el texto .................................................................... 665

Comentarios del traductor .......................................... 685

Índice onomástico/temático ........................................ 687


Introducción del editor

L a Diosa Blanca es uno de los libros más extraordinarios del siglo xx. Sub-
titulado Una gramática histórica del mito poético, también es (entre otras
cosas) una aventura de investigación histórica, una búsqueda a rienda suelta a
través de los bosques de las mitologías de medio mundo, una introducción a la
poesía para poetas, una crítica a la civilización occidental, una polémica sobre
las relaciones entre hombre y mujer, y (en algunos aspectos por lo menos) una
velada autobiografía.
Esto último puede parecer una pretensión inverosímil; pero desde su de-
claración de principios inicial («Desde que tenía quince años la poesía ha sido
mi pasión dominante») hasta la sonora afirmación final («¡Nadie es más
grande en el universo que la Triple Diosa!»), este es un libro intensamente
personal. El lector cuidadoso muchas veces vislumbrará brevemente a Ro-
bert Graves —como niño, cogiendo zarzamoras en Gales del Norte; como es-
tudiante, hablando con su preceptor de ética1 en Oxford; como catedrático,
dando clases de inglés en la Universidad de El Cairo; cortando muérdago en
Bretaña; siendo mordido por una víbora en los Pirineos; ejercitando esa habi-
lidad suya para viajar en el tiempo que le ayudó a escribir las novelas de Clau-
dio, y hasta (en varias páginas) escribiendo el primer borrador de La Diosa
Blanca. Incluso en el entorno de la vida poco corriente de Graves, la composi-
ción del libro fue en sí misma un episodio extraordinario —una irrupción de
inspiración creadora que generó una teoría que no solo descifró gran parte
de la prehistoria europea sino que además interpretó las experiencias más fuer-
tes de su propia vida anterior y que determinó el curso de su futuro. Ciertamen-
10 LA DIOSA BLANCA

te, nadie puede entender a Graves, o su poesía, sin leer La Diosa Blanca. Resulta
tentador aventurarse más y sugerir que nadie que por lo menos no haya consi-
derado sus argumentos puede comprender plenamente el mundo moderno.
La manera en que el propio Graves da cuenta de cómo escribió el libro (véase
el capítulo XXVII, «Posdata de 1960») es uno de los grandes relatos sobre la inspi-
ración literaria —una poderosa narración digna de codearse con las anotaciones
de Coleridge sobre su Kubla Khan y con el relato de Mary Shelley sobre el naci-
miento de Frankenstein. Pero deja muchas preguntas (entre ellas las que concier-
nen a la datación) sin contestar. Partes de este relato pueden resumirse aquí.
En 1940 Robert y Beryl Graves se habían instalado en el pueblo de Galmpton, en
el sur de Devon; su primer hijo, William, nacería allí más tarde aquel año. No
mucho después empezaron a ocurrir cosas que, en retrospectiva, parecen ser re-
levantes en la gestación de La Diosa Blanca. A finales de 1941 Graves comenzó
una correspondencia con el poeta galés Alun Lewis. Se escribían sobre la natu-
raleza de la poesía y de los poetas; pronto salió a relucir el nombre del poeta me-
dieval galés Taliesin*. Luego, en julio de 1942, cuando Graves estaba terminan-
do The Reader Over Your Shoulder, un manual para escritores de prosa inglesa,
él y su coautor Alan Hodge hablaron de escribir un «libro sobre poesía». Los te-
mas propuestos por Graves para ser tratados incluían la psicología de la inspi-
ración poética y las razones del «aura o halo, o como se llame, que se aferra al
nombre de “poeta” a pesar del lamentable historial de mal comportamiento de
los poetas»**. Acordaron «poner el libro a cocer muy, muy lentamente», pero ya
en julio de 1943 Graves estaba escribiendo a Hodge sobre los vínculos entre la
poesía y el «primitivo culto a la Luna» y sugiriendo que: «La historia de la poe-
sía inglesa viene a ser la modificación de la poesía lunar original, que es tónica,
por la poesía solar (intelectual, poesía de Apolo), que se mide con ritmos y me-
tros regulares»***. Evidentemente, la investigación sobre «poesía lunar» pronto
tomó un giro celta porque en septiembre Graves estaba diciendo a la poeta Ly-
nette Roberts que las influencias «gaélicas y britanas» serían importantes para
el libro, y ella se ofrecía a ayudar en su investigación.

* Paul O’Prey, ed., In Broken Images: Selected Letters of Robert Graves, 1914-1946, Hutchin-
son, Londres, 1982, pp. 305 y 309. Cuando no se cita la fuente de las cartas, estas están en pose-
sión de los herederos.
** In Broken Images, p. 313.
*** In Broken Images, p. 316.
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 11

Llegado a este momento, el relato adquiere una segunda dimensión. En


noviembre, Graves (quien frecuentemente incubaba, o incluso escribía, varios
libros a la vez) comenzó a reunir material para una novela histórica, Rey Jesús,
basada en su opinión de que la evidencia documental mostraba que Jesús, en
un sentido estricto tanto por ley judía como por ley romana, había sido un
pretendiente al trono de Israel —título que descendía por línea materna*. Así
que los temas celtas, romanos y hebreos estaban muy en la mente de Graves
cuando, un mes más tarde, en diciembre de 1943, Lynette Roberts le mandó
una copia de los Celtic Researches de Edward Davies (publicado por primera
vez en 1804). El efecto fue dramático: como Graves dijo a Roberts:

Aquel libro de Edward Davies que me prestaste, aunque en algunas


partes es de locos, contiene la llave de la religión celta (las relaciones de
las letras bárdicas con los meses y las estaciones del año, de lo que él
mismo no se da cuenta; pero ofrece todos los elementos de la ecuación
de manera que puede ser fácilmente descifrada): una llave que también
abre una sucesión de puertas de la religión romana y griega, y (porque
la religión judía era semita injertada en un tronco celta) también abre la
puerta más difícil de todas —el relato de la Natividad y Crucifixión**.

Los ingredientes para esta poción mágica estaban ahora listos en la caldera;
pero todavía faltaba algo para producir su síntesis. Esto llegó en marzo o prin-
cipios de abril de 1944, cuando los proyectos poéticos y de documentación de
Graves fueron interrumpidos súbitamente***. Los editores que estaban a punto
de publicar su recién terminada novela histórica, El vellocino de oro, que trata-
ba de las aventuras de Jasón y los argonautas, le pidieron que volviera a trazar
la ruta que siguió el Argo en los mapas que acompañarían al texto. Fue duran-
te esta tarea (significantemente no verbal) cuando la mente de Graves empezó
a ocuparse irresistiblemente en la gran cantidad de material que había absor-
bido en las últimas fechas. He aquí su propio relato:

* Richard Perceval Graves, Robert Graves and the White Goddess, Weindenfeld, Londres,
1995, p. 74.
** In Broken Images, p. 320.
*** Robert Graves and the White Goddess, p. 79.
12 LA DIOSA BLANCA

una súbita y avasalladora obsesión me interrumpió... Dejé de trazar la


ruta que (según los mitógrafos) había tomado el Argo desde el Bósforo
hasta Bakú y la de vuelta sobre mi gran mapa del mar Negro del Almi-
rantazgo británico. En su lugar empecé a hacer conjeturas sobre una
misteriosa «Batalla de los Árboles», que supuestamente tuvo lugar en
la Britania prehistórica, y mi mente trabajó a un ritmo furioso toda la
noche, y también al día siguiente, de manera que a mi pluma le era di-
fícil seguir el flujo de mis pensamientos.

Hacia la mitad del mes de mayo ya había escrito una obra equivalente a todo
un libro que era, esencialmente, el primer borrador de La Diosa Blanca. Titu-
lado El corzo en el soto, fue enviado a Keidrych Rhys (el marido de Lynette Ro-
berts), que publicó una parte por entregas, en su revista Wales, mientras que
A. P. Watt, el agente literario de Graves, empezó a mostrarlo a las editoriales.
Graves continuó trabajando en el libro, consultando a expertos en disciplinas
muy variadas. A Margaret Murray (autora de El culto de la brujería en Europa
occidental) le consultó sobre nombres de brujas y el uso de las hierbas; Christo-
pher Hawkes le informó sobre New Grange y Stonehenge; Max Mallowan (que
vivía cerca de Galmpton con su esposa, Agatha Christie) estaba a mano para
hablar sobre arqueología de Oriente Medio.
El libro se amplió y adquirió profundidad hasta su publicación en 1948 con
el título de La Diosa Blanca y, de hecho, continuó desarrollándose hasta 1960:
uno de los propósitos de la presente edición es el de ofrecer el texto como Gra-
ves finalmente lo dejó aquel año. Pero ¿qué clase de libro es y cuál fue la «ilumi-
nación» que se apoderó de Graves durante aquellas semanas de 1943? Para re-
sumirlo de forma somera, el argumento del libro es que hacia el final de la
época prehistórica, y a través de toda Europa y Oriente Medio, existían culturas
matriarcales que adoraban a una Diosa Suprema y que reconocían a los dioses
masculinos solo como sus hijos, consortes o víctimas para el sacrificio. Estas
culturas fueron subordinadas por unos agresivos defensores del patriarcado
que destronaron a las mujeres de su posición de autoridad; luego elevaron a los
consortes de la Diosa a una posición de supremacía divina y reconstruyeron
mitos y rituales para ocultar lo que había ocurrido. Esta conquista patriarcal
ocurrió varias veces a partir del segundo milenio a. de C. y llegó a Britania al-
rededor del 400 a. de C. La verdadera poesía (inspirada por la Musa y su sím-
bolo principal, la Luna) aún sobrevive, o bien es una recreación intuitiva, de la
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 13

antigua veneración a la Diosa. Además, su culto y el matriarcado que llevaba


implícito representaban un modo de existencia más sana y más feliz que el pa-
triarcado del Dios masculino y su racionalidad inspirada por el Sol, que han
producido la mayor parte de las desgracias del mundo moderno.
La iluminación que impactó a Graves con tal fuerza en realidad fue un doble
descubrimiento. Una parte de este descubrimiento fue la percepción de que la
misteriosa «Batalla de los Árboles», recordada en un poema galés de la temprana
Edad Media, fue en realidad una batalla entre alfabetos. Los druidas celtas usa-
ban nombres de árboles para las letras de su alfabeto, y el alfabeto estaba estruc-
turado de manera que también funcionara como calendario y, en general, como
un sistema de correspondencias al que se podía incorporar toda clase de cono-
cimientos. Incluso había evidencia de que un antiguo alfabeto bárdico había
sido reemplazado por otro más nuevo de diferente estructura. De repente quedó
claro que la batalla de los dos alfabetos representaba un conflicto de sistemas de
conocimientos sustentados por los bardos cultos integrantes de ambos bandos
en el momento en que en la antigua Britania el culto a la Diosa fue desalojado
por el patriarcado. La otra parte del descubrimiento fue que la misteriosa Can-
ción de Taliesin, siempre vista por los académicos como un sinsentido, era en
realidad una serie de adivinanzas, y que las contestaciones a las adivinanzas eran
las letras de uno de los alfabetos involucrados en la Batalla de los Árboles.
Incluso simplificado con tan poco rigor, el argumento es difícil —un con-
junto de hipótesis dependientes entre sí, y cada una muy extraña en sí misma.
No resulta sorprendente que algunos lectores descubran rápidamente que La
Diosa Blanca es ilegible y abandonen. Pero intentar seguir cada ramificación
del argumento de Graves en una primera lectura no es necesario, y ni siquiera
es deseable. Es mejor pasearse por este fascinante laberinto de poesía, mito y
erudición, disfrutando de las extraordinarias delicias y puzles que ofrece, si-
guiendo la tendencia general y dejando que los nudos más recalcitrantes sean
desatados en una lectura posterior. Y es probable que las haya: es un libro que
puede ser disfrutado una y otra vez, aportando nuevos placeres y sorpresas en
cada ocasión. Porque La Diosa Blanca es el tipo de trabajo que Northop Frye2,
apropiadamente, ha llamado una «anatomía»: un libro (como la Anatomía de
la melancolía de Burton) que rebosa de conocimientos y catálogos de extraños
hechos, mezcla verso, prosa y diálogo para analizar su tema exhaustivamente
y al mismo tiempo satiriza a la sociedad contemporánea y la sabiduría acadé-
mica. Los libros de esta clase están escritos con la esencia de la vida del autor
14 LA DIOSA BLANCA

y se tarda toda una vida en comprenderlos, aunque se puedan leer por prime-
ra vez con una intensa emoción.
Es bien cierto que, además de todas sus cualidades literarias, La Diosa
Blanca es un trabajo de enorme erudición. Si se lo considera un estudio de an-
tropología, deriva directamente de La rama dorada de sir James Frazer (publi-
cada por primera vez en 1890), y los que hayan leído a Frazer seguramente en-
contrarán la lectura de La Diosa Blanca más accesible. En un cierto sentido, el
trabajo de Graves se apoya en una brillante y sencilla transformación de la teo-
ría de Frazer. La rama dorada había demostrado que un amplio espectro de
religiones primitivas se centraba en un rey divino, un hombre que representa-
ba a un dios mortal de la fertilidad y que o bien mataba a su predecesor, rei-
nando hasta que le mataran a él, o bien era sacrificado al cabo de su año de
reinado. La contribución de Graves fue aportar la parte femenina que faltaba
en este drama: sugerir que originalmente el dios rey no era importante por sí
mismo, sino porque se había casado con la diosa reina, y que, mientras que los
reyes podían aparecer y desaparecer, la reina o diosa permanecía.
Sin embargo, la noción más amplia de que la sociedad humana fue inicial-
mente matriarcal era algo en lo que Graves había tenido muchos predecesores,
notablemente el arqueólogo suizo J. J. Bachofen, en cuya Das Mutterrechtt (El
derecho materno, 1861) había propuesto que el matriarcado era un vestigio de
una época primitiva antes de la domesticación de los animales, cuando aún no
se sabía qué parte correspondía al macho en la procreación. La hembra era vis-
ta como única fuente de vida; el dominio de las diosas y las mujeres imperan-
tes era consecuencia natural. (Es muy posible que Graves se haya enterado por
primera vez de estas teorías por W. H. R. Rivers, el psiquiatra y especialista en
el shock postraumático de las trincheras y que se convirtió en buen amigo
suyo después de la Primera Guerra Mundial. Rivers, que había sido un antro-
pólogo muy interesado en el «derecho materno» como un fenómeno social,
tenía que haber conocido la obra de Bachofen y la de sus seguidores.) Estas
teorías, aunque controvertidas, todavía están muy vigentes. Una reciente vale-
dora ha sido la arqueóloga estadounidense Marija Gimbutas, cuyos libros Dio-
ses y diosas de la vieja Europa (1982) y El lenguaje de la diosa (1989) están en
completa armonía con las ideas de Graves.
Quizá sea más fácil encontrar a los precursores de la perspectiva de La Dio-
sa Blanca en los campos de la poesía y el esteticismo. Es evidente que la idea de
Graves de un poder divino femenino, que se manifiesta bajo muchos nombres
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 15

y muchas formas en las diosas del mundo antiguo, y que aparece en los tiempos
históricos tomando posesión de las mujeres que han inspirado a los poetas, tie-
ne mucho en común con la idea del «eterno femenino» que fascinó a tantos es-
critores al final del siglo xix. La «Gioconda» de Walter Pater en El renacimiento
(1873), que «ha muerto muchas veces y ha aprendido los secretos de la tum-
ba […] y que, como Leda, fue madre de Helena de Troya y, como santa Ana, fue
madre de María; y todo esto ha sido para ella tan solo como el sonido de liras y
flautas»; la «Proserpina» de Swinburne («diosa y doncella y reina…»); la «Rosa
del Mundo» de Yeats, e incluso la tres veces heroína de la última novela de Har-
dy, La bien amada, todas son la encarnación de la misma visión. Resulta signi-
ficativo que cuando Graves estaba preparando sus clases magistrales para la
Universidad de Oxford en 1964, se mostró algo inquieto al descubrir que su
concepto de la musa poética como una determinada mujer poseída por una
diosa no estaba atestiguado por ninguna cita en el Oxford English Dictionary.
«Me encontraría más tranquilo —admitió— si supiera que algún otro poeta
—Raleigh o Coleridge o Keats, por ejemplo— … se me hubiera anticipado en
este uso.»* Como sugiere este descubrimiento, mientras que las relaciones poé-
ticas que Graves describe son ciertamente antiguas, puede que su particular vi-
sión de ellas solo llegara a ser expresada al final del siglo xix.
Esto no sería sorprendente; porque, en muchos aspectos, La Diosa Blanca
tiene sus orígenes en los movimientos literarios «celtas» del fin de siècle. El
abuelo de Graves, Charles Graves, obispo anglicano de Limerick (1812-1899),
había sido un eminente estudioso de la antigüedad irlandesa y un pionero en
descifrar las inscripciones Ogham; y su padre, el poeta Alfred Perceval Graves
(1846-1931), había sido una importante figura del resurgir literario irlandés:
Robert había pasado su infancia en un hogar sumido en el ajetreo literario de
un comprometido poeta y educador «pancelta». Graves pronto rechazó la ma-
yor parte de los ideales de su padre; pero cuando en los años cuarenta Taliesin
y la Batalla de los Árboles se apoderan de su imaginación, inmediatamente
pudo recurrir a una «estantería repleta de libros especializados en literatura
celta que encontré en la biblioteca de mi padre (la mayor parte heredados de
mi abuelo…)»**. Graves estaba reanudando, aunque con tardanza, una tradi-

* Robert Graves, Mammon and the Black Goddess, Cassell, Londres, 1965, p. 151.
** «La Diosa Blanca: una charla», conferencia pronunciada por Graves en la Young Men’s
Hebrew Association (Y.M.H.A. Center, Nueva York) el 9 de febrero de 1957. El texto de la con-
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ción familiar, y en cierto sentido La Diosa Blanca puede reivindicarse como el


último producto del resurgir literario irlandés. Muchos de los libros que Gra-
ves utilizó siguen en las estanterías de su despacho en Deià3: P. W. Joyce, Social
History of Ancient Ireland d y Origin and History of Irish Names of Places; R. A. S.
Macalister, Secret Languages of Ireland; lady Charlotte Guest, Mabinogion; los
muchos volúmenes de las Transactions de la Irish Texts Society, de la Ossianic
Society y de la Honourable Society of Cymmrodorion.
En estas circunstancias, puede parecer extraño que La Diosa Blanca no con-
tenga ninguna mención a W. B. Yeats, o a su colaboradora en la colección de mi-
tos y folclore irlandés lady Augusta Gregory. Después de todo, la juvenil devoción
de Yeats por la carismática Maud Gonne aparentemente ofrecía un ejemplo ex-
cepcional de relación creativa entre musa y poeta; e historiadores literarios a me-
nudo han relacionado Una visión de Yeats con La Diosa Blanca y las han conside-
rado las obras maestras de la creación de mitos poéticos en el inglés del período
moderno. Además, Yeats había sido un buen amigo de Alfred Perceval Graves.
Sin embargo, Robert Graves atesoró toda su vida una aversión hacia Yeats
y toda su obra. La causa fue su temprano rechazo a todo lo «celta», intensifica-
do más tarde por el aborrecimiento que Laura Riding sentía ante la actitud de
Yeats hacia la poesía (resumida en una carta que este le escribe sugiriendo bur-
lonamente que los poetas debían ser «buenos mentirosos»). Aunque pueda
parecer que escribir La Diosa Blanca sin una sola referencia a Yeats tuvo que
requerir una heroica determinación, es más probable que la omisión fuera in-
tuitiva e irreflexiva, para eludir instintivamente una fuente viciada. Es revela-
dor que la librería de Graves solo contenga un volumen de lady Gregory, Cu-
chulain de Muirthemne (1902). Dentro, con una escritura a mano de los años
sesenta, Graves ha garabateado: «Philip Graves de Robert Graves de Philip
Graves», una indicación críptica de que el libro viene de su hermanastro Philip
y que había de heredarlo su nieto, otro Philip. La inscripción se lee como una
brusca despedida, un lacónico recordatorio de que el libro tan solo está de
paso y no tiene sitio permanente en su colección.
La comparación con Una visión de Yeats no deja de ser instructiva. Ambos
libros fueron escritos en un torbellino de inspiración por poetas que en ese mo-
mento tenían 52 años; los dos presentan sistemas de mito que subrayan los poe-

ferencia se encuentra en Robert Graves, Five Pens in Hand, Doubleday, Nueva York, 1958, y, en
parte, constituye el capítulo XXVII, «Posdata de 1960».
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 17

mas de sus autores y que marcarían su trabajo futuro; ambos deben mucho a las
mujeres. Pero los contrastes son igualmente importantes. Yeats reivindicaba un
origen sobrenatural de su libro —sus contenidos eran dictados por los espíri-
tus— a pesar de lo cual se negaba a comprometerse sobre su validez final, citan-
do la propia confesión de los espíritus: «Nosotros vinimos para darte metáforas
para la poesía». Por el contrario, el libro de Graves muestra una curiosa disyun-
ción entre párrafos de inspirado fervor y una explicación que se desarrolla
«científicamente» recurriendo a la evidencia de la arqueología, la lingüística, la
antropología e incluso la química. Adopta un tono respecto a lo científico y lo
factual nunca contemplado por Yeats. Esto ha contribuido a hacer más acepta-
ble el argumento de Graves para aquellos lectores de finales del siglo xx que si-
guen encontrándose incómodos con ocultistas y confesos creadores de mitos.
Pero las palabras más explícitas expresadas en público por Graves sobre la na-
turaleza de la Diosa siguen siendo sorprendentemente cercanas a la terminolo-
gía utilizada por los espíritus de Yeats. «El que Dios sea una metáfora o un he-
cho no puede ser discutido con la razón —le dijo a su audiencia de Nueva York
en 1957—; seamos pues igualmente discretos en el tema de la Diosa.»4
El énfasis en la metáfora es un recordatorio útil sobre lo que es, entre otras
cosas, La Diosa Blanca, una obra de crítica literaria que propugna una teoría
específica sobre la poesía inglesa. Como tal, muestra que Graves no solamente
está basándose en la erudición y la antropología célticas, sino también en gran-
des obras de erudición literaria que habían aparecido durante los años veinte y
treinta. The Road to Xanadu (1927) de John Livingston Lowes había sentado
un precedente involucrando al lector en un proceso de deducción que guiaba a
través de los mundos de los mitos, sueños y leyendas en pos de la imaginación
poética; y es posible que A Song for David d (1939), el innovador libro de W. F.
Stead sobre el Jubilate Agno de Christopher Smart (un poema que tiene mucho
en común con la canción de Taliesin), haya sugerido a Graves la técnica para
desenredar el Hanes Taliesin. Cambiando de orden los versos, Stead había sido
capaz de demostrar que un largo poema, que antes se había considerado una
«locura» o «sinsentido», era de hecho una obra coherente cuyos acertijos y jue-
gos de palabras religiosos seguían un patrón comprensible. Si Graves no cono-
cía estos libros antes, es posible que los leyera en 1942, cuando estaba recopi-
lando material para el libro sobre el pensamiento poético que había planeado
escribir con Alan Hodge. También hay influencias de ficción. Por ejemplo, la
extraordinaria visión de los nidos de la Diosa vistos en sueños en el capítulo I,
18 LA DIOSA BLANCA

acompañada de la cita de Job —«De sangre se alimentan sus crías»5—, se deri-


va de la historia de fantasmas de M. R. James The Ash Tree, «El fresno» (siendo
este un estupendo retrato de la Diosa en su aspecto de «vieja»).
Aunque La Diosa Blanca trata insistentemente sobre la creación de la poe-
sía, igualmente tiene mucho que decir sobre la interpretación, muy particular-
mente en el capítulo XIX, «El número de la Bestia». En él Graves deja de lado
su búsqueda del corzo mágico para poner a prueba su intuición poética con
«un sencillo y bien conocido acertijo hasta ahora sin resolver», concretamente
el número de la Bestia mencionado en el libro bíblico del Apocalipsis. Una lec-
tura cuidadosa de este texto será recompensada por la lógica de la solución.
Primero Graves usa su «visión analéptica»6 —una especie de clarividencia his-
tórica— para leer el acertijo como una inscripción que se refiere al emperador
romano Domiciano; después lo «corrige» para referirse a Nerón; finalmente
argumenta que ambas versiones son correctas, aunque admite que de hecho la
segunda nunca pudo haberse escrito. La intuición, parece ser, no solo ha leído
el texto sino también la historia oculta en el texto, para lo cual se puede reco-
ger la prueba histórica después de haber terminado la lectura. En cuanto a las
intenciones originales del autor bíblico, «¿quién puede decir que fuese san
Juan el que puso el sentido allí como si dijéramos para mi beneficio, o si lo
puse yo mismo, como si fuera para beneficio de san Juan?». El capítulo mues-
tra cuán alejado está el método de Graves del científico. Mientras que el cien-
tífico debe elegir la interpretación más escueta, Graves escoge la interpreta-
ción más llena de significado: si la intuición poética está funcionando bien, la
evidencia histórica que confirme la lectura surgirá más adelante.
En ello el propio Graves tenía más en juego que simplemente leer y escribir.
La Diosa Blanca era un libro que daba un sentido a su pasado, tanto personal
como literario. Sydney Musgrove ha demostrado* que muchos de los temas y de
las preocupaciones de La Diosa Blanca ya se hallaban presentes, de forma frag-
mentaria o embrionaria, a lo largo de su obra anterior. Y aún más importante:
quizá La Diosa Blanca se le impusiera tan insistentemente porque escribirlo fue-
ra un proceso terapéutico necesario. La intensa relación personal y poética de
Graves con Laura Riding había terminado en 1939, cuando ella tomó la decisión
de quedarse en Florida con Schuyler Jackson. Graves se quedó aturdido y, de al-

* Sydney Musgrove, The Ancestry of «The White Goddess», University of Auckland (Eng-
lish Series n.º 11), 1962.
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 19

guna manera, desorientado: a pesar de la tirantez creciente en su relación, en los


últimos trece años se había acostumbrado a aceptar los juicios críticos (a menu-
do feroces) que hacía Riding sobre su trabajo, y sus puntos de vista (frecuente-
mente megalómanos) sobre la poesía y la política, casi como si estos llevaran im-
plícita una aprobación divina. Llegado 1940, él se había enamorado de Beryl
Hodge, la esposa de su amigo y coautor Alan Hodge. La nueva relación no causó
fricción: como hemos podido ver, Graves y Hodge continuaron colaborando
después de que Beryl y Robert hubieran empezado a vivir juntos en Galmpton.
Pero mientras que el amor y el apoyo de Beryl probablemente salvaran a Robert
de una seria crisis nerviosa, el profundo trauma causado por la súbita y dolorosa
conclusión de su alarmantemente intensa relación con Riding no puede haber
sido rápido ni fácil de manejar. Está claro que el mito de la terrible, hermosa, ins-
piradora y destructora Diosa facilitó que Robert Graves aceptara el papel que
Laura Riding había desempeñado en su vida, que empezara a considerarlo parte
de un drama más grande que trascendía lo personal; que asumiera lo que le ha-
bía pasado como lo que tiene que pasarle a todo poeta, como el desarrollo de la
representación de un mito. A pesar de todo, en muchos momentos uno siente
que lo personal está acechando bajo la superficie del libro. Resulta muy conmo-
vedor leer la historia de Llew Llaw Gyffes en el capítulo XVII, o la de Suibne
Geilt en el capítulo XXVI, con el rechazo de Riding en la mente. Pero a pesar de
todo, en el libro hay poco que sea meramente personal. En el análisis que hace
de la misma historia de Llew Llaw Gyffes, por ejemplo, Graves expone su bri-
llante demostración de que a los reyes sagrados se les dejaba cojos, a través de un
ritual, dislocándoles la cadera —una sugerencia que resuelve tantos enigmas mí-
ticos e históricos que el lector tiene la sensación, positivamente pavorosa, de
que, por un momento, puede mirar directamente a un mundo prehistórico. In-
telectualmente, reflexionamos que Graves puede o no estar en lo cierto; emocio-
nalmente, quedamos convencidos —y conmocionados.
Así era el libro cuyo primer borrador escribió Graves durante aquellas pocas
semanas de 1944. No es de extrañar que las editoriales tuvieran poca prisa en
morder el anzuelo. Cassell y Jonathan Cape en Londres, y Macmillan en Nueva
York, lo rechazaron. (En su conferencia de 1957 Graves llegó a sugerir que la ex-
traña muerte de Alexander Blanton, vicepresidente de Macmillan, fue una espe-
cie de maldición por haber rechazado el libro.) Durante un tiempo Graves depo-
sitó sus esperanzas en la Oxford University Press, donde el poeta Charles
Williams era uno de los editores. Williams admiraba la poesía de Graves, y ha-
20 LA DIOSA BLANCA

bían intercambiado cartas amables sobre la novela de este Historia de Mary


Powell: la esposa de Mr. Milton; además en aquel momento Williams estaba es-
cribiendo una ambiciosa secuencia de poemas sobre Taliesin. Estaba realmente
entusiasmado con La Diosa Blanca; lo encontraba «emocionante… sorprenden-
te y conmovedor». El que más tarde Graves dijera que Williams «había lamenta-
do no poder recomendar este libro tan poco corriente a los otros directivos de la
editorial debido al coste», como el que atribuyera la temprana muerte de Wi-
lliams a la negligencia de su deber poético, era injusto. Williams sí luchó para
que se aceptara el libro, pero el director de la editorial, sir Humphrey Milford, no
se dejó convencer. Alegó que en aquel momento había escasez de papel; la edi-
torial tenía entre manos series tan ambiciosas como el Oxford History of English
Literature. «La Oxford University Press —dijo Milford al agente literario de Gra-
ves, quizá en un tono algo displicente— en este momento está comprometida en
estos trabajos académicos y no en su estudio sobre la mente poética.» Así que el
manuscrito acabó en la editorial Dent, que también lo rechazó.
Al cabo de un tiempo la suerte cambió. La Diosa Blanca fue aceptada por
T. S. Eliot, de la editorial Faber and Faber: un singular acto de generosidad y
de coraje intelectual por parte de un poeta que había sido tratado con dureza
por Graves y Riding y que sabía los riesgos que conllevaba comprometer a su
editorial en un trabajo tan profundamente controvertido como este. La mucho
menos conocida Creative Age Press de Nueva York pronto siguió el mismo ca-
mino. Para la sobrecubierta el amigo y secretario de Graves, Karl Gay, dibujó
(«conmigo vigilándole todo el tiempo», como dijo Graves) dos pequeños em-
blemas. Uno muestra al Corzo en el soto (basado en el dibujo de un antiguo
anillo con un camafeo que Graves perdió más tarde) y el otro, como Graves
dijo a Eliot, «a la diosa Carmenta dando a Palamedes el ojo que le permite en-
tender el vuelo de las grullas que originó el alfabeto»*, un icono descrito en el
capítulo XIII. Por las cartas queda claro que Graves consideraba que estos em-
blemas formaban parte integrante del libro, por lo que, por primera vez desde
1948, la presente edición incluye a ambos.
La Diosa Blanca suscitó reacciones diversas. Los críticos norteamericanos
estaban en gran parte entusiasmados pero perplejos, un resultado natural ha-
biendo tenido que enfrentarse a un libro de estas características en tan solo unas

* Paul O’Prey, ed., Between Moon and Moon: Selected Letters of Robert Graves, 1946-1972,
Hutchinson, Londres, 1984, p. 40 [Entre luna y luna, Alianza Editorial, Madrid, 1992].
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 21

semanas. En Gran Bretaña el libro llegó a manos de críticos con más conoci-
mientos que tendían a estar firmemente en pro o en contra. Quizás la reseña más
aguda fuera la del poeta John Heath-Stubbs, en The New English Weeklyy (el 8 de
julio de 1948). Heath-Stubbs señaló que el libro poseía «en realidad una impor-
tancia completamente independiente de las teorías poco probables sobre el alfa-
beto irlandés u otros alfabetos» y que era «un alegato a favor del retorno a lo
imaginativo, la creación de mitos o las formas poéticas del pensamiento». Vin-
culaba a Graves con Yeats y con Williams, por ser quizá los únicos poetas mo-
dernos que habían «hecho aquel uso intelectualmente consciente de los sím-
bolos mitológicos tradicionales que constituye… la poesía “bárdica”». Por otro
lado, los arqueólogos profesionales, como era de esperar, se mostraron morda-
ces. Glyn Daniel, por aquel entonces el arqueólogo más conocido en Gran Bre-
taña, tildó las teorías de Graves de «fantasías», y a su libro, de «escandaloso»
(The Listener, 4 de junio de 1948). Graves replicó en la prensa a esta y a otra re-
seña hostil aparecida en The Spectator. Sus réplicas se recogen en el Apéndice I.
Más sorprendente fue la reacción de los lectores. Evidentemente, La Diosa
Blanca había encontrado un manantial oculto en la mente del público y la de-
manda de este libro difícil y erudito se mantuvo fuerte y constante: la edición
británica se agotó y fue reimpresa al cabo de cinco meses, y en 1952 salió una
nueva edición. Las cartas de los lectores sobre el libro le llegaban a Graves en
cantidades que aumentaban continuamente, algunas confesando una venera-
ción a la Diosa en lugares inesperados. El biólogo y escritor de ciencia popular
Lancelot Hogben (autor de Mathematics for the Million y Science for the Citi-
zen), por ejemplo, escribió sobre su admiración por el libro, concluyendo: «No
puede haber muchos de nosotros. Así pues yo me inscribo en la asociación de
Ella, a quien veneramos en sus tres fases: creciente, llena y menguante…».
Por aquel entonces Graves había regresado con su familia al pueblo de
Deià, en Mallorca, para vivir en Ca n’Alluny, la casa que él y Laura Riding ha-
bían construido juntos en 1931 y habían ocupado hasta que la Guerra Civil es-
pañola les obligó a partir de la isla en 1936. Graves había regresado a Mallorca
en 1946, cuando La Diosa Blanca estaba en proceso de publicación, y en Deià
corrigió las galeradas. Allí fue donde tuvieron lugar los últimos actos de este
drama singular de La Diosa Blanca. Porque, habiendo sacado a relucir el pa-
trón mítico subyacente en su vida y su obra, Graves fue convirtiéndose paula-
tinamente en su prisionero, al mismo tiempo que en su beneficiario. Crecien-
temente, una inquietud sobre la idea de la Musa vino a dar forma a la visión
22 LA DIOSA BLANCA

que tenían tanto Graves como sus lectores sobre su poesía. En La Diosa Blanca
se puede percibir que el mito original de la Diosa y sus efímeros consortes
masculinos empieza a sufrir una sutil inversión, de la que surge un patrón bas-
tante diferente —el del hombre poeta y la sucesión de mujeres que (como es-
cribió Graves sobre las amantes de Wyatt) «eran iluminadas a su vez para [él]
por el rayo lunar que regía su amor». Esta manera de ver las cosas tuvo conse-
cuencias para la vida personal de Graves y condujo a la serie de relaciones in-
tensamente emocionales con mujeres jóvenes —las llamadas Musas— que es-
timulaban a Graves para escribir los poemas de amor de sus últimos años,
pero que a veces también le causaban dolor y humillación. Las historias de las
cuatro «Musas» y su impacto en las vidas del ya envejecido poeta y su familia
no necesitan ser contadas de nuevo: se pueden encontrar en Robert Graves and
the White Goddess, 1940-85, libro de Richard Perceval Graves, y (una visión
desde dentro de un miembro de la familia) en Bajo la sombra del olivo: la Ma-
llorca de Robert Graves, de William Graves. Pero es difícil creer que estas rela-
ciones hubieran podido desarrollarse como lo hicieron si La Diosa Blanca
nunca se hubiera escrito. Para bien o para mal, fue el libro que fijó la imagen
popular de Graves, y con el paso del tiempo la que él tenía de sí mismo.
Una etapa decisiva en el proceso, y que convirtió a Graves en una suerte
de figura de culto en las últimas décadas de su vida, fue la aparición de la ter-
cera edición británica de La Diosa Blanca en 1961. Era la primera vez que el
libro se publicaba en Gran Bretaña en edición de bolsillo, y el momento era
propicio. Comenzaban los años sesenta, con todos los cambios culturales ra-
dicales que trajeron; nuevas religiones, nuevas psicoterapias, nuevas liberta-
des sexuales y nuevas drogas psicodélicas empezaban a difundirse en el mun-
do occidental. El ocultismo, el paganismo y un protofeminismo flotaban en
el ambiente. La Diosa Blanca estaba en armonía con muchos de estos nuevos
acontecimientos, y más aún con los cambios que Graves introdujo en el libro
en 1960. El libro ya se había ampliado para la segunda edición británica (1952),
a la que Graves había añadido el capítulo XXVI, «Retorno de la Diosa». Ahora,
entre el 24 de marzo y el 17 de junio de 1960*, Graves hizo una completa revi-
sión, reforzando sus argumentos, eliminando algunas referencias que se ha-
bían quedado desfasadas sobre el comunismo ruso y la Segunda Guerra Mun-
dial (su interés en la política había decrecido con el paso de los años), y añadió

* Fechas del diario de Graves en Ca n’Alluny.


INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 23

extractos de su conferencia de 1957 para componer la desafiante «Posdata de


1960». Dos cambios en particular requieren atención y muestran con qué des-
treza juzgaba el sentir del momento y las necesidades de su libro. Suprimió del
final del capítulo XV dos párrafos que trataban del tarot y que, por mucho que
le pudieran gustar al sector «hippy», que pronto iba a sumarse al grueso de sus
lectores, eran los que con más probabilidad podrían provocar rechazo entre
aquellos otros que querían tomarse el libro seriamente desde el punto de vista
de la antropología. Uno de los puntos fuertes del libro, como Graves sin duda
sabía, es que irradia magia, pero al mismo tiempo nunca se permite quedar re-
ducido a su vertiente ocultista. En esos párrafos advierte que, por un breve ins-
tante, había perdido el equilibrio y empezaba a escribir como un simple mago.
Hizo bien eliminándolos; no obstante, dado el interés que revisten, pueden ser
reproducidos aquí con toda tranquilidad, fuera de los límites del trabajo en sí:

Ahora que estamos tratando de los antiguos métodos de adivinación


que, como las joyas del mes, han sido degradados por los charlatanes,
me gustaría mencionar la baraja del tarot medieval. Consiste en cuatro
palos de 13 cartas y 22 triunfos, que claramente parecen derivar del al-
fabeto de los árboles. Los cuatro palos son las 13 semanas que separan las
estaciones-vocales, y los triunfos, las 22 letras del alfabeto completo. Los
triunfos se podrían usar para deletrear palabras, y las cartas corrientes,
para conseguir fechas, y como cada uno de los triunfos tenía una ima-
gen simbólica, que aparentemente derivaba de la tradición de la letra
que representaba —por ejemplo, el Ahorcado para la D mayúscula, la
Torre herida por el rayo para la R, la Rueda de la fortuna para la AA—,
la baraja de 78 cartas era un instrumento muy poderoso.
Tarott es un anagrama de ROTA, rueda, y la Rueda de la fortuna,
AA, era la primera carta y la principal. Los tarots que han sobrevivido
están atemperados por el cristianismo, pero no sería difícil restaurar
las imágenes originales de las cartas de los triunfos partiendo de lo que
aquí se ha escrito sobre el valor simbólico de las letras.

Y hasta aquí el recorte más largo en la edición de 1961. Pero Graves también
añadió algunas cosas, y entre ellas toda una serie de inserciones sobre el tema
de los hongos alucinógenos —cada inserción es breve, pero el conjunto cam-
bia sutilmente el sabor del libro. La razón era que, desde 1949, Graves mante-
24 LA DIOSA BLANCA

nía una amistad creciente con R. Gordon Wasson y su esposa, la doctora Va-
lentina Wasson, ambos expertos micólogos. Gordon tenía un interés especial
en los hongos alucinógenos. Su interés era más que teórico y, a finales de ene-
ro de 1960, había iniciado a Graves, acompañado de un grupo de amigos, en
los misterios del Psilocybe heimsii mexicano, que juntos tomaron en el aparta-
mento de Wasson en Nueva York. Graves describió sus extraordinarias y her-
mosas visiones en una conferencia de 1961, «El paraíso del poeta». Cuatro me-
ses más tarde, en mayo (en pleno período en que Graves estaba revisando La
Diosa Blanca), repitieron el experimento; esta vez, a falta de la sustancia origi-
nal, tomaron «psilocibina sintética» (quizá el recientemente descubierto LSD).
Los resultados fueron decepcionantes, pero Wasson y el mundo de los hongos
continuaron siendo cuestiones importantes en el pensamiento de Graves hasta
pasados muchos años. Los Wasson (quienes merecen y sin duda algún día ten-
drán una biografía) están entre los inspiradores no reconocidos de la cultura de
los años sesenta, ya que su trabajo influyó no solo en Graves sino también en
Carlos Castañeda; además, Wasson era amigo del doctor Albert Hoffmann, el
descubridor del LSD. Entre sus legados menos obvios está el rosario de referen-
cias a un culto de los hongos dionisíaco que añadió un cierto atractivo a La Dio-
sa Blanca cuando entraba en la era de la «revolución psicodélica».
Y ahora no había duda de que este atractivo existía. Después de 1961, el con-
tinuo goteo de cartas que Graves recibía sobre el libro se convirtió en un torren-
te. Ya no necesitaba quejarse de la falta de ayuda para «refinar» su argumento.
Expertos —reales y autoproclamados— en arqueología y galés antiguo, en ru-
nas y estudios clásicos, en brujería y farmacología escribieron ofreciendo «co-
rrecciones» (algunas de ellas de dudosa veracidad) y extensiones a sus teorías.
Los lectores menos eruditos le escribían contándole sus sueños, sus experien-
cias con drogas, sus migrañas, sus faltas de inspiración como escritores o sus
experimentos con la magia. Cuando Graves dijo, en su conferencia de 1957,
que él «concienzudamente evitaba la brujería, el espiritismo, el yoga, la futuro-
logía… y cosas así», es posible que entonces fuera cierto. Cinco años más tarde
ciertamente no lo era. Sus escritos le habían llevado a entablar una amistad con
el ocultista sufí Idries Shah; y en su estela llegó Gerald Gardner, un importante
teórico del culto moderno a la brujería. A Graves no le gustó Gardner, pero, a
principios de los sesenta, magos y brujas de todo pelaje escribían a Graves, y la
correspondencia no siempre era unilateral: parecía que él estaba dispuesto a dar
consejos sobre temas de ritual, así como del uso de alucinógenos.
INTRODUCCIÓN DEL EDITOR 25

En las últimas décadas de Graves, cuando su poesía estaba llegando a su


fin y su mente fallaba, La Diosa Blanca continuaba extendiendo su influencia.
Las ideas del libro, simplificadas y algunas veces embrolladas, se convirtieron
en una parte del palabreo literario en general, de modo que los críticos y los
articulistas podían referirse a La Diosa Blanca de pasada sin mencionar a Gra-
ves, seguros de que los lectores captarían su sentido. Artistas de otros medios
estaban atraídos por sus posibilidades. Ya en 1960 había interés en una versión
cinematográfica y Alistair Reid había colaborado con Graves en un proyecto
de guión de La Diosa Blanca, el menos adecuado de todos los libros para fil-
mar. En 1983 un ballet basado en el libro se representó en el Covent Garden de
Londres. En 1986 el pintor Julian Cooper completó una gran lienzo titulado
Leyendo «La Diosa Blanca», Windermere, que se ha convertido en el «paisaje
de lagos» más serio y más conocido en el arte gráfico del siglo xx. Las reper-
cusiones literarias han sido igualmente abundantes. Descontando todo menos
las atribuciones más obvias, el libro ha tenido una influencia fundamental en
obras de teoría poética tan diferentes como The Black Goddess and the Sixth
Sense (1987) de Peter Redgrove, The Image of Woman as a Figure of the Spirit
(1991) de Peter Russell y Shakespeare and the Goddess of Complete Being (1992)
de Ted Hughes. Sería difícil encontrar a un poeta de importancia en Gran Bre-
taña que no haya leído por lo menos partes de este libro y que de alguna ma-
nera no se haya sentido vinculado con sus conceptos.
Sin embargo, el propio pensamiento de Graves nunca cesó de desarrollar-
se. En 1963 su visión de la Diosa estaba cambiando otra vez. En su conferencia
en Oxford de diciembre de aquel año —publicada bajo el título «Percepciones
de la Diosa Negra» («Intimations of the Black Goddess»)— Graves empezó a
hablar de la «misteriosa hermana de la Diosa Blanca, la Diosa de la Sabiduría».
Su nueva visión de una Diosa Negra, a la que el poeta puede acceder si ha po-
dido superar sin queja las pruebas impuestas por su hermana «Blanca», parece
que estaba inspirada por las numerosas Vírgenes negras que se encontraban en
las iglesias del sur de Europa, algunas cerca de Deià, además de por las con-
versaciones con Idries Shah sobre «la tradición sufí de la sabiduría como
negrura»*. La Diosa Negra ofrecía una visión fugaz de un futuro más armo-
nioso y tranquilo. Ella es la «más que Musa» del poeta:

* Between Moon and Moon, p. 232.

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