Locke Attica - Texas Blues
Locke Attica - Texas Blues
Locke Attica - Texas Blues
Texas, 2016
Iba cargada con una bolsa de papel del supermercado Brookshire Brothers
de Timpson y una radio pequeña, por cuyos altavoces sonaba un disco de Muddy
Waters, uno de los favoritos de Joe, que silbaba: «Have you ever been walking,
walking down that ol’ lonesome road». Cuando llegó al lugar de descanso eterno
de Joe Sweet, apodado Petey Pie, «marido y padre y, perdónale, Señor, un diablo
con la guitarra», puso la radio con mucho cuidado encima del pulido bloque de
granito y escondió el cable eléctrico detrás de la lápida. La que estaba al lado era
idéntica en forma y tamaño. Pertenecía a otro Joe Sweet cuarenta años más joven,
pero igual de muerto. Geneva abrió la bolsa que llevaba y sacó una bandeja de
cartón cubierta de papel de aluminio, ofrenda para su único hijo. Dos empanadillas
fritas, medias lunas perfectas de masa casera, rellenas de azúcar moreno y fruta y
bautizadas con grasa: la especialidad de Geneva, las favoritas de Lil’ Joe. Notaba
todavía su calor a través del fondo de la bandeja, y su perfume mantecoso
suavizaba el punzante aroma a pino que flotaba en el aire. Puso la bandeja en
equilibrio encima de la lápida y luego se agachó a quitar unas cuantas agujas
caídas en las tumbas, agarrada todo el tiempo con una mano a la losa de granito,
teniendo siempre en mente sus rodillas artríticas. Abajo, un camión de dieciocho
ruedas pasaba por la carretera 59, lanzando una ráfaga de humo caliente y gaseoso
entre los árboles. Hacía calor para ser uno de octubre, pero ahora siempre era así.
Casi veintiséis grados, había oído, y ella pensando que ya era hora de sacar los
adornos de Navidad de la caravana que tenía detrás de casa. «Dicen que es el
cambio climático. Si sigue así, y si vivo lo suficiente, veré el infierno en la tierra,
supongo». Se lo contó todo a los dos hombres de su vida. Les habló de la nueva
tienda de tejidos en Timpson. De que Faith le estaba dando la lata para que le
comprara un coche. Del tono tan feo de amarillo con el que Wally había pintado la
cervecería. «Parece que alguien ha tosido y ha expulsado una enorme mucosidad,
y la ha lanzado contra las paredes».
Se besó las yemas de los dedos y tocó la primera lápida, luego la segunda. El
contacto se prolongó un poco más en la tumba de su hijo, y dejó escapar un suspiro
cansado. Parecía que la muerte se proponía perseguirla durante toda la vida. Era
como una sombra taimada a su espalda, tan obcecada como un perro de caza, e
igual de fiel.
Oyó el crujido de las agujas de pino detrás de ella, un roce entre las hojas
traídas por el viento desde los álamos de Virginia cercanos, y al volverse vio a
Mitty, el encargado no oficial del cementerio de la gente de color.
—La gente les pone pilas a esos aparatos —dijo, señalando la pequeña
radio, al tiempo que enderezaba el cuerpo y se apoyaba en una lápida de cemento
dedicada a Beth Anne Solomon, «hija y hermana, desaparecida demasiado
pronto».
Mitty era más viejo que Geneva, quizá tuviera ya ochenta años. Era un
hombre menudo, con la piel muy oscura, las piernas delgadas como palillos y el
pelo canoso como la tiza. Pasaba las tardes en el pequeño cobertizo que había en el
terreno, ahuyentando a los perros callejeros y los bichos. Cinco días a la semana
estaba allí con una revista de carreras de caballos y un puro, supervisando la
reunión entre las almas y observando su futuro hogar. Toleraba la forma especial
que tenía Geneva de rendir culto a los muertos: los edredones en invierno, las luces
de Navidad, las empanadillas y el zumbido constante de los blues. Miró los dulces
y levantó con un dedo el papel de aluminio para verlos mejor.
Bajar la colina era siempre más dificultoso para sus rodillas que subir, y
aquel día no fue distinto. Hizo una mueca al empezar a dirigirse hacia el coche y se
quitó la chaqueta de punto de su marido, una de las últimas que quedaban todavía
en buen estado y se podían llevar a diario. Su Grand Am del 98 estaba aparcado en
un terreno llano, con matojos de hierba y tierra roja, contiguo a la carretera de
cuatro carriles. Ni siquiera había sacado todavía las llaves del monedero cuando
vio que Mitty se comía una de las empanadillas. Geneva puso una expresión de
fastidio. El hombre ni siquiera era capaz de tener la cortesía mínima de esperar
hasta que se hubiese ido.
»Apareció una media hora después de que te fueras —dijo, y tanto Tim
como él estiraron el cuello para ver cómo reaccionaba Geneva.
—Ha debido de venir todo el camino a casi ciento cincuenta por hora —dijo
Tim.
—Para lo del otro pasó aquí un día entero…, ¿no fue eso lo que me dijiste?
—El sheriff Van Horn está ahí detrás —dijo Huxley, señalando la pared
trasera de la cafetería, empapelada con antiguos calendarios ondulados que
anunciaban de todo, desde licor de malta o una funeraria local hasta la tentativa
fallida de Jimmie Clark de presentarse a comisario del condado, que se remontaba
a quince años atrás. Detrás de aquella pared trasera estaba la cocina, donde Dennis
estaba preparando un guiso de rabo de buey. Geneva olía las hojas de laurel
empapadas en grasa de buey y ajo, cebolla y salsa con sabor ahumado. Y más allá
de la puerta mosquitera de la cocina se encontraba un amplio solar, con el suelo de
tierra roja salpicada de ranúnculos y digitaria, que se extendía unos cien metros
hacia las orillas de un bayou color óxido que era la frontera más occidental del
condado de Shelby.
Geneva suspiró.
—¿Otro?
—Una blanca.
—Ay, mierda…
Geneva notó que algo le oprimía el pecho, notó que el miedo que había
intentado sofocar iba en aumento, hasta que parecía que la iba a asfixiar desde
dentro.
—Ya lo veréis —dijo Huxley, mirando con gravedad a cada una de las caras
negras que se reunían en la cafetería—. Alguien se la va a cargar por esto.
Primera parte
1.
—¿Perdón?
Por eso la noche que Mack sacó una pistola y apuntó a Ronnie Malvo,
Darren fue desde Houston hasta casa de Mack, en el condado de San Jacinto, en
menos de una hora. Lisa le rogó que no fuera. Que no estaba de servicio, decía.
Pero ambos sabían que no era por eso. Acababa de pasar un mes fuera, en la
carretera, y le ponía furiosa que la volviera a dejar con tanta facilidad. «Darren, no
vayas». Pero él fue, de todos modos, corrió a ayudar a Mack, y ahora era testigo en
una investigación de homicidio. Desde entonces tenía que soportar que Lisa le
repitiese: «Te lo dije». Al parecer, ella siempre había creído que aquello acabaría
mal… Todos los días, desde que prestó juramento para aquel cargo.
Protesto: no pertinente.
Pero allí no había juez. Y Darren, antiguo estudiante de derecho, sabía que
podía usar aquello también a su favor. Quería que los jurados lo conocieran, que
estuvieran más inclinados a creer que decía la verdad que a no creerlo. No confiaba
en que bastara con la placa, no tal y como estaba ahora mismo. Las axilas de su
camisa estaban húmedas, y un hedor apestoso surgía de sus poros. Notó la
primera agitación de una resaca que había permanecido oculta detrás del dolor
que sentía en la mano. El estómago le dio un vuelco, y eructó algo húmedo y agrio.
Aun así, para él sus tíos eran gigantes, hombres de gran estatura y
determinación, que creían haber encontrado en sus profesiones respectivas una
forma de hacer el país más hospitalario para la comunidad negra. Para William, el
ranger, la ley nos salvaría «protegiéndonos», enjuiciando a los que cometieran
crímenes contra nosotros con el mismo celo que enjuiciaba a los que cometían
crímenes contra los blancos. No, decía Clayton, el abogado defensor: la ley es una
mentira de la cual los negros necesitan protegerse, un conjunto de normas escritas
contra nosotros desde los primeros tiempos en que la tinta manchó los
pergaminos. Era un debate respetuoso que consideraba la vida de los negros algo
sagrado, merecedor de continuación, y que necesitaba salvaguarda, un debate que
Darren había seguido desde que gateaba entre sus largas piernas, bajo la mesa de
la cocina, cuando los hermanos todavía vivían juntos, antes de que se pelearan por
una mujer. Habían criado a Darren desde que tenía solo unos días, y él había
pasado toda la vida intentando salvar la división ideológica de su familia.
—De modo que cuando el señor McMillan lo llamó aquella noche, ¿era
como amigo o como miembro de los Rangers de Texas?
—¿Y sabe usted por qué el señor McMillan lo llamó a usted en lugar de
llamar al 911?
—Supongo que se sentía mucho más cómodo hablando con alguien a quien
conocía —dijo.
Vaughn frunció las cejas rubias. Era un hombre blanco de cuarenta y tantos
años, un poco más viejo que Darren, con el pelo castaño, dos tonos más oscuro que
las cejas. Darren suponía que se lo teñía, y de repente vio una imagen terrible de
Vaughn recorriendo los pasillos del supermercado Brookshire Brothers, en el
pueblo, buscando tinte para el pelo. Vaughn era un hombre del gobierno hasta la
médula, vestido con un sencillo traje azul y unas botas marrones muy bien
lustradas. Le habían dicho que Darren no quería aquella acusación, que pensaba
que los Rangers y el estado de Texas estaban cometiendo un error. Y se olía un
truco por parte de Darren desde que empezaron a preparar su testimonio.
Esa palabra, así tal cual ante el tribunal, provocó un sobresalto de alarma en
la sala. Varios de los jurados blancos se pusieron visiblemente tensos, como si
creyeran que el simple hecho de pronunciar aquella palabra en voz alta, en
compañía de personas de otra raza, pudiera incitar a la violencia o convocar al Al
Sharpton de turno.
Pero Darren quería que quedase bien claro: Ronnie Malvo, más conocido
como Redrum, era un patán blanco tatuado, con vínculos con la Hermandad Aria
de Texas, una organización criminal que obtenía dinero gracias a la producción de
metanfetamina y la venta de armas ilegales, una banda cuyo único rito iniciático
era matar a un negro. Ronnie llevaba semanas acosando a la nieta de Mack,
Breanna, que era estudiante a tiempo parcial en el Angelina College. La seguía en
el coche cuando iba andando desde el pueblo, le decía cosas que ella no se atrevía a
repetir, pasaba en coche una y otra vez por delante de su casa cuando sabía que
ella estaba dentro, metiéndose con su color, su cuerpo, cómo peinaba su pelo
«lanudo». La chica estaba aterrorizada, cosa comprensible. Ronnie era conocido
por haberle pegado un tiro a un perro por cagar en su jardín, y por amenazar con
eso y más a cualquier negro que se acercara a menos de cinco metros de la choza
destartalada que llamaba casa. Solía pegar a otros chicos en el instituto, destrozar
las granjas que eran de propietarios negros, arrancar cosechas y tirar las vallas, y
una vez incluso lo arrestaron por prender fuego a una iglesia africana metodista
episcopal en la cercana Camilla, el pueblo natal de Darren. Ronnie tenía la figura
de un tapón, bajo y fornido, con la cabeza puntiaguda y el pelo ralo, que escondía
bajo alguna bandana. Mack era un hombre negro de setenta años que tenía vivos
recuerdos del Klan, que recordaba haberse acurrucado detrás de su papá y una
escopeta, haber pasado mucho miedo las noches que había incursiones y las
historias que se contaban de los hombres del Klan que venían a caballo desde
localidades como Goodrich y Shepherd. Pero estábamos en 2016, y Rutherford
McMillan no iba a consentir aquella mierda.
Mack gritó a Breanna que cogiera la pistola que había en casa. Ella salió
unos segundos más tarde con un revólver del 38 de boca respingona en la mano.
Mack no sabía si Ronnie iba armado, pero apuntar a un hombre con un arma era
ciertamente la manera más rápida de averiguarlo.
—Pero no voy a quedarme aquí y dejar que este negro de mierda me pegue
un tiro.
Tenía un 357 con el que apuntaba a Mack al pecho, un arma con una
potencia de disparo muy superior a la del Colt 45 que Darren sacó de su pistolera.
Ronnie parecía exasperado por la estupidez de todo aquello. Necesitaba que el
«maldito negro con el pelo de algodón» quitara su maldito camión si quería que se
fuera de su maldito y puñetero terreno. Mack le decía a Ronnie que era un «paleto
de mierda» y que primero tenía que salir del Dodge. Volaba la saliva, las frentes
estaban sudorosas por la rabia.
—Mack, deja el arma —dijo Darren. De los dos, pensó que Mack era el único
al que se le podía pedir algo de sentido común. Pero no lo había calculado bien, ni
por asomo.
—Sí, claro, pero cada minuto que sigas empuñando ese revólver nos
acercamos más a una situación de la que no te podré sacar. Escúchame, Mack. No
dejes que ese tío te meta en prisión. Lo detendré por allanamiento si bajas el arma.
—No me importa nada —dijo Mack, con los ojos legañosos brillantes—.
Quiero matarlo o que se vaya, nada más.
Por entonces Mack estaba casi llorando, farfullando de tal modo que la
saliva se le acumulaba en las comisuras de los labios.
Vaughn se irritó.
Vaughn sabía que había ido demasiado lejos en cuanto lo dijo. Dos de las
mujeres que estaban en la fila delantera del estrado del jurado menearon la cabeza
al ver cómo se dirigía a un miembro del cuerpo de seguridad más reverenciado de
todo el estado. Uno de los dos hombres negros que estaban en la segunda fila se
cruzó de brazos, muy serio, pasándose un palillo de un lado de la boca al otro,
como una pequeña daga que apuntase directamente al fiscal.
—El señor Malvo se fue por voluntad propia esa noche, ¿verdad?
Dos días más tarde encontraron muerto a Ronnie en una zanja que estaba
junto a su propiedad, con dos balas del calibre 38 en el pecho, y fue el informe del
incidente que redactó Darren lo que puso a Mack en la lista de sospechosos. Se
sentía responsable de aquel suplicio. Cien veces al día Darren deseaba no haber ido
aquella noche, no haber escrito aquel informe. En realidad, se quedó un momento
en suspenso después de escribirlo, mirando las páginas con precaución al sacarlas
de la impresora, sabiendo que el simple hecho de poner el nombre de Mack en el
informe de un incidente, ya fuera víctima o no, abría una puerta a través de la cual
quizá Mack no volviese nunca. En cuanto toca la vida de un negro, la criminalidad
es una mancha difícil de quitar. Pero Darren era policía, de modo que cumplió con
su trabajo. Siguió las normas, y aquello había conducido a esto: un jurado
decidiendo si acusar o no al anciano de asesinato. Si lo acusaban iría a juicio un
hombre de setenta y tantos años que jamás había hecho otra cosa que trabajar y
querer a su familia, toda la vida. Si lo acusaban, acabaría en el corredor de la
muerte.
Pero lo cierto es que Ronnie Malvo formaba parte de una de las bandas más
violentas de toda la historia estadounidense, hombres que se vengaban de los
suyos, especialmente de los que sospechaban que los habían traicionado. Darren
sabía de un capitán de la Hermandad Aria de Texas que una vez había ordenado
dar un golpe especialmente despiadado a un subordinado del que sospechaba que
informaba a la policía. Encontraron al supuesto chivato, de diecinueve años,
colgado de una valla de la poca carne que todavía le quedaba pegada a los huesos,
en una granja donde se cultivaba trigo, en el condado de Liberty. Cualquiera podía
haber matado a Ronnie Malvo, que sí era un criminal que informaba al gobierno
federal. Darren era la única persona de aquella sala, incluyendo al fiscal, que lo
sabía. Su base estaba fuera de la oficina de los Rangers en Houston, y pocos meses
antes del homicidio de Malvo se apuntó a un grupo especial interagencial que
estaba investigando la HAT con los federales. Por supuesto, no se le permitía decir
una sola palabra al respecto, pero sabía que la Hermandad tenía motivos para
meter a Ronnie en un saco… si alguien averiguaba que se estaba chivando.
—El señor McMillan estaba bastante enfadado aquella noche, ¿no le parece?
—Lo único que le puedo contar es lo que vi, y no vi que Mack disparase a
nadie.
—El teniente Fred Wilson decía que estaba usted demasiado implicado,
¿no?
Dos días más tarde encontraron a Ronnie Malvo muerto detrás de su propia
casa.
—Lo cual nos lleva a mi última pregunta —dijo Vaughn, con las manos
cogidas a la espalda. Darren vio que levantaba la comisura de los labios en un
gesto casi imperceptible.
—No estuvo con el acusado durante las cuarenta y ocho horas siguientes,
¿verdad?
Y con Lisa, que le decía que volviera a la Facultad de Derecho. «Piensa en ti,
Darren».
—¿Eso es un no?
—¿Tú crees que a la buena gente del condado de San Jacinto le importan un
bledo los límites de un caso circunstancial? —preguntó Darren, sirviéndose el resto
de gaseosa Big Red que había pedido en Kay’s Kountry Kitchen, justo enfrente del
juzgado, ignorando por una vez ese indiscriminado uso de la letra K, un flagrante
acto de microagresión al estilo de Texas, porque la cafetería estaba cerca y abierta,
y necesitaba algo que le aliviara la mano. Al servir el líquido quitó el hielo,
poniendo los cubitos rosados y medio deshechos en un pañuelo que había
encontrado en su guantera. Unió los picos del pañuelo y luego se apretó la
compresa de hielo improvisada contra los nudillos doloridos de la mano izquierda.
—No puede salir nada bueno si la gente de aquí piensa que Mack es un
asesino —dijo Darren, con la espalda apoyada contra la portezuela del conductor
de su camioneta Chevy—. Las normas no son las mismas para él, y lo sabes muy
bien, Greg —acabó, mirando hacia la diminuta plaza del pueblo de Coldspring.
Había un semáforo en un solo cruce, rodeado por todas partes por tiendas de
antigüedades y particulares que vendían de todo, desde armas viejas hasta cunas
usadas y estrellas solitarias de hierro oxidado, todo ello expuesto en porches de
madera. No entraba ni salía nada nuevo del condado de San Jacinto. Era una
economía que reciclaba su propia basura.
Greg era un hombre blanco que se había relacionado con negros la mayor
parte de su vida: practicaba deportes con ellos, salía con chicas negras, huía del
baile en línea y se dedicaba al step, todo eso. Pero aquello acabó, por supuesto, en
el momento en que se unió al Bureau y cambió las zapatillas deportivas por
zapatos de vestir. Aunque Darren no se lo echaba en cara. Prácticamente le había
enseñado a Greg el arte de cambiar de código lingüístico, aunque solo fuera por
ósmosis. Para Darren era una habilidad similar al ballet, en la cual todo hombre
negro se debía adiestrar. Además del baloncesto, era el único ascenso posible para
ellos. En los acontecimientos sociales de los Rangers, Darren había expresado un
par de veces un amor por Vince Gill o Kenny Chesney que en realidad no sentía, y
había hecho que Lisa diera vueltas en la pista de baile con él. Toleraba incluso a
Johnny Cash y Hank Williams, el country clásico con el que se había criado (y
sentía un afecto incontrolable por Charley Pride por una cuestión de principios),
pero el blues era el auténtico legado de los texanos negros. Hizo que Greg
escuchara a Clarence «Gatemouth» Brown y a Freddie King mucho antes de que
ninguno de ellos hubiera oído hablar de Jay Z o Sean Combs. El caso es que Darren
sabía que con Greg podía ser sincero, siempre. Su relación era así.
—Es tan circunstancial como la idea de que Mack lo hizo porque tiene un
38.
—Falta un 38.
—Lo dijo el día antes de que mataran a Malvo. Sabes que por estos pagos no
creemos en las coincidencias —dijo Greg, alargando juguetonamente todas las
vocales—. ¿Siguen pensando que tienes algo que ver con eso?
—No puedes ser el primer ranger de toda la historia que haya tenido un roce
con él.
Pocas semanas después de que hubiera hecho las entrevistas para integrarse
en el grupo especial, Mack lo llamó para decirle que la casa familiar en Camilla, la
granja donde se crio Darren, había sufrido un asalto. Alguien había arrojado heces
de perro (y Mack sospechaba que también humanas) a las paredes, por dentro y
por fuera, y habían robado dos armas, una de ellas un revólver de hacía treinta
años, con las cachas de madreperla, que había pertenecido a su tío William. Eso en
particular le sentó fatal a Darren. Su tío le había dejado muy pocas cosas. La mayor
parte de sus efectos personales, incluida su placa de los Rangers y el Stetson con el
que se había retirado, fueron a parar al hijo de William, Aaron, un policía estatal
que estaba muy resentido con Darren por haber aprovechado todo el nepotismo de
los Mathews en los Rangers de Texas antes de poder hacerlo él mismo. Darren
quería creer que su licenciatura en Princeton y dos años en la Facultad de Derecho
lo habían convertido en una estrella por derecho propio, pero sabía que Aaron
tenía algo de razón. Si él no hubiera sido el sobrino de William Mathews,
probablemente lo habrían despedido hacía semanas por el asunto de Mack. De
alguna manera, su tío seguía cuidando de él.
—Díselo a mi mujer.
A Lisa nunca le había gustado la carrera que había elegido, el hecho de que
se acostara la noche de bodas con un futuro abogado y se despertara años más
tarde con un policía. Su distinguida esposa, que llevaba ropa St. John todos los días
e introducía su sedán Lexus en un garaje privado del despacho de abogados donde
trabajaba, no comprendía esa obsesión por enfrentarse a la locura, ni el atractivo de
los Rangers de Texas y la estrella de cinco puntas que llevaba él. «¿Qué tiene esa
maldita placa?». No te protegerá, le decía, porque no estaba pensada para eso. «No
estaba destinada para ti». Ella nunca lo perdonaría, le dijo, si le acababan matando.
—¡Joder, tú también!
—Es que sé lo que sientes por Mack… y por los tíos como Malvo.
—Porque vendrán a por ti, Darren. Y no hablo solo del trabajo. Te van a
crucificar si creen que has ocultado pruebas.
Darren sacudió el pañuelo azul pálido, viendo cómo los fragmentos de hielo
caían al cemento con grava. En la acera frente a su camioneta, un niño, quizá de
unos cinco años, miraba con la boca abierta a Darren mientras su madre tiraba de
él y le decía:
—Venga.
Greg dijo:
—Pues han encontrado dos cadáveres en los últimos seis días. Uno era de
un hombre negro de Chicago, un poco más joven que nosotros, de unos treinta y
cinco, creo. Parece que pasaba por allí. Dos días más tarde, alguien sacó su cuerpo
del bayou Attoyac.
—Madre mía…
—Y esta misma mañana ha aparecido otro cuerpo —dijo Greg—. Una chica
blanca de la localidad, de veinte años. —A través del teléfono, Darren oyó que
Greg movía los papeles de su escritorio. Solo llevaba en el Bureau unos pocos años
y aún no se había ocupado de ningún caso importante, nada que sirviera para
hacer carrera—. Melissa Dale.
—¿Estaban relacionados?
—Digamos simplemente que recibí una llamada del despacho del médico
forense del condado de Dallas. El condado de Shelby les encargó que hicieran la
autopsia al hombre. —Más rebuscar entre papeles, y al final Greg dijo su nombre
—: Michael Wright. En cuanto abrieron la cremallera de la bolsa y echaron un
vistazo al cuerpo, empezaron a hacer preguntas al sheriff.
—¿Por qué?
—Tenía algo que ver con el estado del cuerpo. Es lo único que me han dicho
por teléfono.
—Ahogamiento —dijo Greg—. Pero eso solo significa que aún respiraba
cuando cayó en el agua. Sin duda el sheriff se aferrará a eso, a lo del ahogamiento,
cerrando cualquier otra posibilidad. Nadie quiere otro Jasper.
Pero también sintió una rabia ardiente hacia los estudiantes y profesores
que lo rodeaban, la mayoría de ellos blancos y del norte, que chasqueaban la
lengua y susurraban «Texas» de una manera que indicaba tanto compasión como
desdén por una tierra que Darren amaba, un estado que lo había convertido en
caballero y luchador a partes iguales. Era difícil expresar todo esto con palabras.
De modo que ni siquiera lo intentó. Sencillamente, se fue. Al final de aquel verano
presentó una solicitud en el Departamento de Seguridad Pública de Texas para
convertirse en policía estatal, el primer paso en el camino que había durado casi
una década para llegar a ser un miembro de la venerable agencia policial conocida
como Rangers de Texas, los únicos que acudían cuando las agencias locales no
podían o no querían resolver un crimen. Darren se había decidido por la
inmediatez de la única ley que le interesaba: las botas en el suelo, preferiblemente
cosidas a mano, de caimán o de cuero, una placa y un Colt 45. La balanza interna
que siempre lo pesaba todo en el interior de su corazón se inclinó a favor de su tío
William. Clayton, el abogado, cuando oyó que su sobrino había abandonado la
Facultad de Derecho, lo único que dijo fue: «Estoy profundamente desilusionado
contigo, hijo».
—Lo sacaron del bayou el viernes, hace tres días. Luego el río ha llevado a la
chica cuatrocientos metros corriente abajo esta misma mañana.
—Pues que vayas allí y husmees un poco, a ver si hay algo más de lo que
quiere admitir el sheriff. El Klan… o algo peor. ¿Cómo lo llamas tú, la típica
mierda racial de los viejos tiempos? Me parece que todo esto se merece un poco de
investigación. Sé que es de esos casos que te hicieron coger la placa.
—Estoy inhabilitado, Greg. No tengo placa. —Pero cuando miró hacia abajo,
vio que seguía llevando la estrella de cinco puntas después de salir del juzgado. De
hecho, llevaba el uniforme completo—. ¿Y qué sacas tú de todo esto?
Salvo que los cadáveres de los hombres negros no aparecen en los ríos como
si fueran hierbajos. Greg dijo:
Ya sabía que iba a ir, lo supo en el momento en que Greg le contó lo que
ocurría en Lark. Lo de Mack y el gran jurado le había afectado mucho, y sentía
resentimiento contra los Rangers por obstaculizarle.
Ella solo tenía dieciséis años más que él, y ambos compartían la misma
longitud de huesos de brazos y piernas: eran los dos larguiruchos, delgados como
un huso, salvo por los músculos de torso y piernas que había cultivado Darren y la
almohadilla de grasa en torno a las caderas que había conseguido mantener Bell,
aunque hasta el último centímetro de su cuerpo, aparte de eso, parecía haberse
encogido y batido en retirada, vencido por el tiempo. Darren no había conocido a
su padre. Pero los hermanos mayores de este, William y Clayton, medían solo un
poco más de metro setenta.
Físicamente, al menos, Darren era todo Callis.
—Claro, no puedes.
—Me estoy relajando —se limitó a decir ella, y se hundió en el delgado cojín
que cubría el sofá en forma de L y que ocupaba la mayor parte del salón y la cocina
americana. La mujer tenía cincuenta y siete años y había sido alcohólica la mayor
parte de su vida adulta, un hecho que confundía a Darren de adolescente y le
asustaba muchísimo de adulto. Bell cogió una botellita de Cutty Sark en forma de
bala y bebió de ella como si fuera un biberón. Vendían las pequeñas botellitas
tamaño avión en la tienda de aparejos de pesca por cincuenta centavos, y Bell las
tenía alineadas encima del alféizar de la ventana, como si fuera munición de rifle
—. Es mi día libre.
—¿Qué pasa, que eres demasiado bueno para tomar algo con tu madre? —
dijo ella, dando unas palmaditas en el asiento con un cojín de cachemir que estaba
a su lado. Llevaba el pelo sujeto en un moño, y en la mesa había un frasquito de
esmalte de uñas. Esta noche va a algún sitio, pensó él.
—Estoy de servicio.
—Yo te habría dicho que era muy difícil tener contenta a esa —dijo, y se
inclinó hacia delante y metió los dedos en un paquete abierto de Newport.
Encendió uno y exhaló una nube de humo—. Pero no me preguntaste…
—Mucho tiempo.
—¿Cuánto necesitas? —dijo, porque era la forma más fácil. No hacer nada
era conjurar su mal genio, el puchero de una mujer adulta que se sentía
perpetuamente minusvalorada y enfurecida por ello. Ella creía que los hombres de
su vida, especialmente su hijo, le debían más de lo que le habían dado. Y a pesar de
que su madre no lo había criado ni se había molestado durante años en mandarle
una tarjeta de Navidad, él también sentía que le debía algo por haberle dado la
vida. Pero no estaba seguro de lo que le debía. Aquel día eran cien dólares en
metálico, casi todo lo que llevaba encima.
Quizá le hiciera caso o quizá no, dijo ella, y cogió otra botella del alféizar.
4.
La carretera 59 es una línea que discurre por el corazón del este de Texas,
una raya en el mapa que une ciudades pequeñas como nudos en una cuerda, desde
Laredo hasta Texarkana, en la frontera norte. Para los negros nacidos y criados en
las comunidades rurales a lo largo de la ruta que sigue la carretera norte-sur, la 59
ha representado siempre un arco de posibilidades, una esperanza asfaltada que
apuntaba al norte.
Podías salir huyendo, nadie iba a juzgarte si lo hacías. Pero también podías
quedarte y luchar. Al anochecer, en el porche trasero de la antigua casa familiar de
Camilla, William, con el sombrero bocabajo en la barandilla del porche, solía mirar
la tierra de la familia y decirle a Darren: «La nobleza está en la lucha, hijo, en todas
las cosas».
Era la lucha lo que había hecho volver a casa a Darren hacía tantos años, y lo
que le impulsaba a circular ahora en su cuatro por cuatro por la carretera 59,
apuntando al norte, hacia el condado de Shelby.
Darren le contó la verdad, que no tenía muy buena pinta, lo del 38 robado y
todo eso, y que no estaba seguro de haber hecho lo suficiente después de que el
fiscal lo obligara a reproducir el intercambio de palabras que se produjo aquella
noche entre Ronnie Malvo y Mack.
—En realidad, ahora es una mujer —dijo Darren. Había llegado hasta la
web, que, cuando Darren hizo la solicitud para la Facultad de Derecho, era una
página tristona con una lista de números de teléfono a los que había que llamar
para obtener más información. Ahora se hacía en línea toda la solicitud, pero
Darren no había hecho clic en ningún vínculo más allá de la página de inicio, al
menos no estando sobrio.
Era una discusión que habían tenido docenas de veces, más contando los
años en que William, compañero ranger, podía intervenir. Clayton evitó
estratégicamente seguir por ese camino. Le dijo:
Esa era la nota final de Greg sobre Michael Wright, junto con el nombre de
la esposa, Randie Winston, y el hecho de que el paradero de esta en el momento
del crimen todavía no estaba claro. No había ninguna foto de la mujer. Pero Darren
pensó en Lisa, con su piel de un marrón mantecoso, las mejillas salpicadas de
pecas, los rizos suaves que costaba cien dólares a la semana mantener. Ella llevaba
años preocupada por recibir una llamada como la que acababa de recibir la esposa
de Michael Wright.
El resto del mensaje de Greg era un informe mucho más superficial sobre
Missy Dale. Graduada del instituto de Timpson, se había matriculado para un
semestre y medio en estudios de cosmética en la escuela profesional de Panola. Era
camarera en la Jeff’s Juice House, una cervecería que estaba a la salida de la 59, en
Lark. Los detalles de su vida cabían en una postal. Lo único que interesaba a
Darren casi se lo pierde a primera vista. Era la mención de su matrimonio con
Keith Avery Dale, de Lark, actualmente empleado en Timpson Timber Holdings y
recién salido de una estancia de dos años en the Walls, en Huntsville, por un asunto
de drogas, posesión e intento de venta.
La Hermandad Aria de Texas había nacido en una cárcel del estado, y más
de la mitad de sus miembros estuvieron en prisión en un momento dado, aunque
eso no les impedía dirigir su organización criminal. De hecho, la cárcel era su
criadero: en el interior se aleccionaba bien a los reclutas, que salían deseando
entrar en la banda matando a quien fuera necesario. La iniciación en la HAT
requería un cadáver negro; no importaba de quién mientras lo hicieras. Lo que
insinuaba Greg, que unos pocos meses después de cumplir dos años de condena en
una instalación penitenciaria de Texas Keith Dale volvió al pueblo, donde se
produjo la muerte de un hombre negro y de la mujer de Dale en menos de un mes,
no se le escapaba a Darren. Le irritó pensar que Greg probablemente ya conocía la
posible conexión con la Hermandad cuando hablaron por teléfono pero había
esperado hasta que Darren estuviera a mitad de camino del condado de Shelby
para añadir esa información. Darren todavía podía darse la vuelta, aunque solo
fuera por despecho. Pero la mención de la Hermandad lo espoleó un poco. Volvió
a la carretera a ciento treinta por hora, sin darse cuenta. Habría hecho bien en bajar
el ritmo, en pensar que su disgusto con los Rangers lo estaba impulsando a toda
velocidad hacia algo de lo que no sabía ni la mitad. Pero no lo hizo…, al menos, no
entonces.
5.
Darren había estado en sitios así de niño. Mary’s Market & Eats, en Camilla,
donde compraba helados de cucurucho, de crío, y llevaba a casa bandejas de siluro
frito cuando a sus tíos no les apetecía cocinar. Rochelle’s, en Coldspring, vendía
una limonada tan dulce que te dolían los dientes, y en verano la cola llegaba hasta
el juzgado. Durante generaciones, las mujeres negras de Texas levantaban cuatro
paredes, preparaban su receta favorita y hacían dinero con la gente de color que
venía de todas partes solo para tener un sitio donde sentirse a gusto. Lo de Geneva
era una vuelta al pasado, y Darren se preguntaba si dentro de veinte años existiría
ya algún local como ese. Quizá sí, pensó, si la comida era tan buena.
No había comido nada desde el piscolabis que tomó junto a la carretera.
Si el pueblo contaba con otras joyas, estaban muy ocultas en medio del
campo o bien a lo largo de las estrechas carreteras entre granjas que discurrían casi
como cauces hundidos de arroyos secos saliendo de la carretera principal, con sus
caminos de tierra roja que serpenteaban entre los pinos y conducían a casas o a
caravanas escondidas entre los pinares. Se podía recorrer todo Lark en lo que
duraba un estornudo. Darren se había acercado en coche hasta allí y se había dado
la vuelta dos veces antes de comprender que no había nada más. Vio dos coches
patrulla aparcados frente al edificio del Geneva’s cuando se internó en el pueblo,
de modo que pensó que la cafetería debía ser su primera parada. Sabía que el bayou
Attoyac, que formaba el borde más occidental del condado, corría entre los
bosques por detrás del restaurante de Geneva.
—Pero parece que le vendrá bien comer algo; venga, pase. No se preocupe,
le dejaremos sentarse en la barra.
—Ha aparecido una chica muerta ahí atrás —dijo, levantando la vista de su
móvil y echando un solo vistazo a Darren. Luego, decidiendo que Darren merecía
que le contaran toda la historia, añadió—: Una chica blanca.
El joven dijo:
De acuerdo.
—Dígale a Geneva que tendrá que mantener a su gente fuera de aquí —le
dijo un hombre con unos pantalones muy apretados y una placa de sheriff sujeta
en su camisa blanca.
Retrocedió ante una línea invisible en la tierra, justo a unos pocos metros de
la puerta trasera de la cafetería, y el sheriff asintió, aprobador. Alguien dijo:
Darren se volvió y vio a una anciana negra de pie junto a él. No era más alta
que un alumno de primaria, pero iba vestida como un hombre mayor que acaba de
descubrir el concepto de género fluido. Al llegar Darren, la mujer estaba viendo
trabajar a los ayudantes del sheriff. Entonces levantó la mano, señalando hacia el
cigarrillo que él llevaba. Ni siquiera lo había encendido, de modo que se lo tendió,
galante. Ella hizo una mueca y Darren buscó el paquete que llevaba en el bolsillo, y
sacó uno nuevo para ella.
—¿Quién es usted?
—¿Perdón?
La mujer escupió una hoja de tabaco descarriada al suelo y luego tiró de los
dos costados de su chaqueta, arreglándoselos con mucho cuidado, como si
estuviera a punto de dar las noticias de las diez.
—Un horror, eso es lo que ha pasado. Primero fue aquel que vino por aquí
la semana pasada, el miércoles, creo que dijo Geneva, y que acabó muerto el
viernes, dicen que ahogado. Y ahora esta chiquilla, alguien le ha hecho Dios sabe
qué barbaridad —dijo, señalando el cuerpo, un bulto de metro cincuenta tapado
con un plástico blanco. Mechones pegoteados de pelo rubio asomaban por un
extremo.
—¿Joe?
—Será mejor que no le diga a nadie de por aquí que no ha oído hablar
nunca de Joe Sweet.
Una sombra cayó sobre su rostro al tiempo que Darren sentía una presencia
a su espalda, un olor a loción para después del afeitado y a tónico para el pelo que
llegó flotando por encima de sus hombros. Al volverse vio a un hombre blanco
muy corpulento que se había acercado a ellos. Medía casi metro noventa con botas,
tenía la cabeza ancha y el pelo negro peinado con un tupé que clareaba un poco y
canas en las sienes. Llevaba un cigarrillo en la mano y una sonrisa vaga adornaba
su rostro, incapaz de ocultar su perversa excitación por los horribles hechos que
acababan de producirse en el pequeño pueblo.
—¿No es eso lo que piensa usted? —Dio una calada a su cigarrillo hasta
apurarlo del todo.
—Aparece una chica blanca a cien metros del lugar con más negros del
condado de Shelby. ¿Qué le parece?
—Creo que eso explica por qué el sheriff ha venido aquí a toda pastilla.
Geneva los miraba a todos desde la puerta de atrás, de pie detrás del
cocinero, que tenía los brazos cruzados ante el delantal manchado y los labios muy
apretados, formando una línea, lleno de irritación, mientras contemplaba al sheriff
y a sus hombres. Los ayudantes del sheriff tomaban notas: miraban de vez en
cuando al Geneva’s y apuntaban cosas. Darren había visto la expresión de la cara
del cocinero en otros hombres negros, ese cansancio y esa impaciencia por
terminar con todo aquello, con los cacheos, las amonestaciones, los interrogatorios,
el inevitable momento en primera plana. Lo que siempre supiste que iba a pasar.
—Wally, va a tener que dejar que hagamos nuestro trabajo aquí fuera.
—Geneva…
—Será mejor que me haga esa lista en cuanto pueda, mientras aún lo tenga
todo fresco en la memoria. Los que recuerde que estaban aquí anoche, y si a alguno
no lo conoce por su nombre, puede hacernos una descripción. Pero necesitamos
esa lista ya.
Wendy habló.
—Wendy, déjales que hagan lo que tienen que hacer ahí detrás —dijo
Geneva—. Cuanto antes terminen aquí, mejor será para todo el mundo. ¿Ha
llamado a sus padres, sheriff? —dijo, en voz baja—. Tiene un hijo, ¿sabe?
—Ya lo sé. —El sheriff Van Horn suspiró y se pasó la mano por el pelo
escaso. Tendría unos cincuenta y tantos años, era achaparrado y parecía un
jugador de béisbol envejecido, con el cuello grueso y la espalda ancha—. Su gente
está en Timpson, pero mis hombres están intentando contactar con ellos. Keith ha
salido de la fábrica en cuanto lo ha sabido. Necesitamos una identificación como es
debido del cuerpo, así que…
—Es ella.
—Claro —asintió Geneva, con la cabeza tan pesada como si cargara un haz
de leña en el cuello, y Darren supo de inmediato que había sido ella quien la había
encontrado. Van Horn volvió al trabajo que tenía entre manos, incluido atender la
camioneta del forense, que acababa de llegar dando una vuelta ante la cafetería y
que tocaba la bocina para avisar a los ayudantes del sheriff de que se apartaran del
camino, mientras avanzaba dando botes por el terreno desigual. Wally miró la
macabra escena que se desarrollaba ante él, y luego se volvió y se dirigió hacia la
cafetería.
—No, no vas a entrar por la puerta de atrás como si esto fuera tuyo. Da la
vuelta por delante, como todo el mundo. Me da igual quién fuera tu padre.
6.
Darren entró por la puerta delantera de la cafetería unos pasos por detrás de
Wally, que cogió el único asiento libre ante la barra. Pero no se sentó, solo se quedó
allí de pie, como un oso que hubiera encontrado comida en el bosque. Había algo
de terrateniente en su postura firme, sus botas de avestruz plantadas en el suelo de
linóleo y separadas medio metro, sus manos gruesas, con manchas de vejez,
agarrando el borde de la barra. Tim, el camionero joven, se alejó de él todo lo que
pudo, deslizando su taburete hacia un reservado abierto junto al ventanal, y dejó al
viejo Huxley mirando a Wally a través de los cristales de sus gafas de leer. Geneva,
sin hacer siquiera una seña a Wally, le puso una taza de café vacía delante y le
sirvió con una jarra con la tapa naranja que estaba junto al expositor de cristal, que
contenía pastelitos, madalenas y empanadillas fritas que a Darren le recordaron las
que compraba de niño, gorroneando cinco centavos. Wally le dio las gracias por el
café y Geneva le dirigió un gesto ligero pero amistoso. A Darren le sorprendió
mucho la peculiar sintonía que había entre los dos. Mientras Wally buscaba la
cartera para pagar, Geneva ya había contado el cambio para los veinte que sabía
perfectamente que se materializarían en la pinza de plata para billetes de Wally.
Todo respondía a una familiaridad a la vez muy gastada y reservada.
—Es una lástima todo esto —dijo Wally, con la voz envuelta en nicotina—.
Esta carretera está empezando a atraer todo tipo de desechos. Ya te digo que a Van
Horn y sus hombres no les gusta nada que esa chica haya aparecido en tu jardín.
Aquí viene gente de toda clase, camioneros que llegan de muy lejos, Chicago,
Detroit, y bajan a Laredo. Cualquiera puede haberlo hecho. Dicen que es posible
que hayan violado a Missy…
—Algún día se nos quedará el cerebro sin batería con todas esas cosas —dijo
Wendy, saliendo de la cocina. Había entrado con Geneva por la puerta trasera y
tomó asiento en una de las sillas de vinilo con respaldo que estaban en un rincón,
detrás del mostrador, con un suspiro. Geneva señaló con un pimentero un teléfono
público que estaba escondido en un rincón de la cafetería, detrás de una cortina de
poliéster con dibujos de patos. Darren le dio las gracias y atravesó la sala, y tuvo
que decir «perdón» dos veces antes de que Tim moviera sus botas de trabajo, que
sobresalían de su reservado, para dejarlo pasar. Tim había captado la frialdad que
mostraba Geneva hacia Darren, y quizá decidió respaldarla o algo por el estilo. Se
tomó su tiempo para despejar el paso y que Darren pudiera seguir.
Darren tenía doce años cuando William Mathews se convirtió en uno de los
primeros rangers negros de Texas en los casi doscientos años de historia del cuerpo.
Un día que estaba jugando con pistolas de agua con los chicos de los Gatney, los
vecinos de al lado, su tío apareció con su camioneta GMC azul y le hizo señas.
Tenía que recoger un par de archivos de documentación de la oficina del sheriff, en
el cercano Shepherd.
Los ayudantes blancos del sheriff del pueblo se quedaron pasmados cuando
William entró en la oficina. Y le mostraron una deferencia que Darren jamás había
visto en hombres blancos. No tenían elección: William los superaba en rango a
todos ellos, hasta el último. Darren seguía creyendo que su tío lo llevó a aquella
pequeña excursión para demostrarle el poder de la placa de los Rangers. William
suponía incluso que ganaría la batalla contra Clayton para que Darren asistiese a la
Facultad de Derecho, igual que había ganado la batalla de Naomi.
—No hemos tenido nada parecido por aquí desde que murió Joe —dijo
Huxley.
—Si hubiera querido venderte este local, lo habría hecho hace mucho
tiempo.
—Gracias, señora.
Geneva no respondió.
Wally dijo:
Dijo su nombre como un suspiro, pero era un sonido que estaba más cerca
del alivio que de la exasperación. Él oyó que algo resonaba contra el teléfono,
luego el beso del silencio, y supo que ella se había quitado el pendiente. Se estaba
preparando para hablar con él, un hecho que lo dejaba completamente desarmado.
—Te echo de menos —dijo, y las palabras salieron solas, como cuentas que
se hubieran deslizado entre sus dedos torpes, esparciéndose por todas partes. En el
silencio que siguió, ambos parecían contener el aliento.
Lo dijo con tanta facilidad que él no supo qué decir, ni si podía confiar en
ello.
—Fue un error pedirte que te implicaras menos con Mack de lo que habías
jurado hacerlo por cualquiera que te necesitara. Es el trabajo —dijo ella. Acabó
sonando más como una acusación que como una concesión—. Es que estaba
asustada. Sigo estando asustada. No quiero perderte.
Él sabía que no debía amarla más por eso, por ese nudo de mezquindad que
tenía su mujer en el corazón, por esos aspectos de su vida que quería solo para ella,
pero lo hacía.
En el fondo sabía que ella solo lo decía porque pensaba que había acabado
con los Rangers, pero no le importaba. Llevaba semanas esperando oír esas
palabras, incluso podía cambiar su placa por ellas.
—¿Dónde estás?
—Greg —dijo ella, una sola sílaba, dura como una piedra.
Estaba tan contento que casi pensó en renunciar a entrar en el bar y volver
en aquel mismo momento. La carretera 59 lo conducía directo hasta Houston.
Podía llegar a tiempo para ver uno de esos programas que le gustaban a Lisa,
Scandal o Real Housewives o lo que fuera. Pero no, tenía una copa esperándolo.
Había otra chica sirviendo, una camarera vestida con unos vaqueros
cortados y una estrecha camiseta de la Jeff’s Juice House, el mismo uniforme que
seguramente llevaba Missy cuando estuvo trabajando allí la noche anterior. Echó
un vistazo a los hombres congregados en el bar, con edades entre los diecinueve y
los cincuenta, y pensó en la energía que llenaba aquella sala, el olor a cigarrillos y a
sudor, la exhibición de tetas y culos. Tetas en bicicleta, en el capó de un Corvette.
Había fotos de chicas semidesnudas por todas partes. Quizá ninguna mujer
estuviera a salvo si se quedaba allí sola. Había que tener en cuenta, le diría a Greg,
que, si conseguía una copia de las autopsias, seguramente podría hacer mucho más
por Michael Wright y Missy Dale de lo que podía hacer Darren pateando el polvo
de aquel pueblo. Se arrellanó en el asiento y dejó que el bourbon fuera corriendo
por sus venas como mantequilla caliente; todo se suavizó. Detrás de él se abrió la
puerta del baño, y como no le gustaba tener expuesta la espalda, se volvió y, para
su gran sorpresa, vio, conmocionado, no solo que la cervecería tenía un baño de
mujeres, sino también que la mujer que salía de él era negra.
Se sentó sola en una mesa del otro lado de la sala y no habló con nadie, sino
que se limitó a mirar a su alrededor (las banderas confederadas, los hombres
blancos que se daban codazos unos a otros en su presencia, los platos llenos de
cerdo, judías y tostadas del tamaño de un libro de texto) como si estuviera
intentando leer los letreros de la calle en un país extranjero, como si no supiera
dónde estaba, o cómo había llegado hasta allí. Darren se levantó de inmediato, casi
sin pensar. Hasta que llegó a su mesa y ella levantó la vista hacia él no con alivio,
sino confusa, no recordó que no llevaba la placa, y que su papel allí era limitado.
—No tendría que haber venido —dijo ella, dirigiéndose hacia la puerta que
conducía al porche y al aparcamiento. Darren le cogió la mano y se puso de pie
para seguirla al exterior.
La camarera hizo una seña a un tipo con camisa negra y gorra de los Steelers
en el extremo de la barra. Este descruzó sus brazos enormes y tatuados y se dirigió
hacia ellos. La mujer de Michael Wright pasó junto a Darren y se dirigió a la puerta
delantera. Él la siguió unos pasos por detrás, persiguiéndola a través de una sala
llena de hombres que los miraban.
Darren estaba en el último escalón del porche cuando oyó el sonido de las
botas tras él. Se volvió y vio al tipo grandote con la gorra de los Steelers, que ahora
custodiaba la puerta principal.
El hombre dio un paso al frente, justo para que le alcanzara la luz del letrero
de neón, lo suficiente para que Darren viera los tatuajes que llevaba en los brazos.
Contó al menos tres marcas que auguraban problemas. Emblemas gemelos en
ambos bíceps, subrayados con negro, coronados con las letras H y A y atravesados
por una daga en forma de T de la que caía una gotita de sangre. Un par de
relámpagos de las SS en la muñeca.
La puerta que estaba detrás del tipo grandote se abrió y aparecieron cuatro
hombres más en el porche. Darren reconoció al menos a uno de ellos de la partida
de billar interrumpida. Dos de ellos eran robustos. También lo era Darren, claro,
pero le superaban mucho en número. Sabía que cualquier gesto hacia su pistolera
haría que lo mataran a él y quizá también a la mujer de Michael Wright en cuestión
de segundos. Entonces ella apareció detrás de él.
—Quiero saber qué pasó —dijo, con una voz más recia que antes. Hablaba a
los hombres que hacían guardia frente a la cervecería. En su frase había implícita
una acusación. Darren se dio cuenta y supo que la gente del porche también lo
había hecho. Levantó un brazo para evitar que ella se acercara más a los hombres,
que la cortarían en pedazos en cuanto le echaran la vista encima.
—Alguien tiene que haber visto algo —dijo ella. Ya habían aparecido las
lágrimas, dos ríos gemelos que bajaban a los lados de su rostro—. ¿Qué le hicisteis?
—¡Keith!
—Entre.
La cogió por el codo, guiándola a la Chevy.
—¿Dónde?
—He aparcado…
—Déjelo.
Le temblaban las manos mientras buscaba las llaves del coche alquilado.
Michael y ella llevaban separados más de un año, pero ella se portó como
una esposa leal hasta el final, lo dejó todo y acudió solo con lo puesto, lo que
llevaba en el trabajo. Era fotógrafa de moda, muy solicitada internacionalmente, y
el cachemir y la joyería buena que en su mundo eran adecuados allí la señalaban
como una forastera. Sus cámaras seguían en el coche de alquiler, y Darren le dijo
repetidamente que iría a buscarlo, que recorrería andando los diez kilómetros que
había hasta la cervecería si era necesario. Reservaría unas habitaciones para aquella
noche en un motel junto a la carretera, cerca de Lark. Ella temblaba cuando la
camioneta se incorporó a la carretera, dejando la cervecería en el retrovisor de
Darren. En el asiento delantero de la camioneta, se derrumbó debido al cansancio y
el dolor. Estaba completamente exhausta.
—De modo que el sheriff no habló con usted en ningún momento, ¿no?
Se había quitado el abrigo y estaba allí sentada, vestida con vaqueros y una
camiseta gris, y Darren vio lo delgada que estaba. Estaba encorvada y se había
echado el pelo hacia atrás, de modo que ahora le veía mejor la cara. Darren sabía
que Van Horn estaba en Lark aquella tarde, pero no dijo nada. No había
mencionado la otra muerte ni el nombre de Missy Dale, y no pensaba hacerlo…, al
menos, todavía no.
Oía pasar los camiones articulados cada pocos minutos por la 59, chillidos
nocturnos que recorrían la carretera, seguidos por momentos de paz en los que
nada se movía, allá fuera, y no se oía sonido alguno excepto el zumbido de las
ranas de San Antonio en los bosques circundantes. Ella dijo:
—Me reuní con uno de sus ayudantes. Sacó una bolsa de plástico que
contenía las cosas de mi marido mientras decía «lo siento» y «el cuerpo está en
Dallas», y muchas otras cosas de las que en realidad no me acuerdo. Y luego me
pidió que lo identificara en una foto.
—¿Qué cosas?
Ella se volvió y buscó su bolso encima de la colcha. Del interior sacó una
bolsa de plástico pequeña, empañada por la condensación, preparada con más
torpeza de la que usaría nadie para envolver su almuerzo, y no digamos una
posible prueba. «Ahogado», decía la autopsia oficial. Pero, según Greg, el forense
había errado en la «manera» de la muerte si lo que le había ocurrido a Michael
Wright era un homicidio. Darren notaba que la pregunta flotaba en el ambiente.
Estaba en el hedor que procedía de la bolsa de plástico, ese mal olor del bayou que
apestaba todo aquel caso. Llevaba guantes de látex en su camioneta, una caja
entera. Pero no pensaba dejarla sola en aquel momento. Así que inspeccionó lo que
pudo a través del plástico. Dentro había una cartera de piel negra, hinchada y
empapada de agua; una alianza de oro, no muy distinta de la que llevaba Darren
en la mano y que se había puesto como un guiño para el tribunal aquella misma
mañana, y un llavero de un BMW, con una hoja de árbol negra y desgarrada
metida en los surcos del aro plateado del que colgaban media docena de llaves.
Todo ello pesaba menos de medio kilo, y era lo único que quedaba de Michael
Wright.
Empezó a llorar otra vez, en voz baja y con una sensación de desánimo, y el
oxígeno fue saliendo lentamente mientras ella se hundía y derramaba lágrimas
saladas.
—¿Que lo atracaron?
—Que salía de la cervecería aquella noche. El ayudante del sheriff dice que a
lo mejor estaba borracho.
«¿Basándose en qué?», pensó Darren, y recordó que, según lo que le había
contado Greg, no habían dicho ni una palabra de un nivel de alcohol en sangre
inusual en el informe de la autopsia, al que Darren de repente quiso poder echarle
el guante.
—La abrí delante del ayudante. Las tarjetas de crédito y más de cien dólares
en efectivo. Quizá alguien le quitó el reloj, o a lo mejor se le cayó en el agua. Pero
¿cómo es posible que le robaran si no le habían tocado la cartera?
Ella asintió.
—Él me engañaba.
—Lo siento —dijo él con rapidez, dándose cuenta demasiado tarde de que
era la primera palabra de pésame que pronunciaba, y que se debía al hecho de que
su marido estuviese follando con otra mujer—. Lo siento —repitió, esta vez para
compensar la torpeza anterior. Pero ella hizo un gesto displicente con la mano y
luego se quedó quieta, mirándose el dedo anular desnudo—. ¿Así que lo dejó?
—No —dijo ella. Ya no lloraba, pero su voz estaba sofocada por la pena—.
Yo no hice «nada». No me divorcié de él, pero tampoco lo perdoné. No lo dejé,
pero tampoco me quedé. Trabajé muchísimo durante meses y meses, cogí todo el
trabajo que me cayó entre manos y me mantuve lo más alejada que pude.
—¿Lo amaba?
Era, ahora lo veía con mayor claridad, una mujer muy bella, y él no podía
comprender un universo en el cual un hombre que era amado por una mujer como
aquella se fuese por ahí a follar con otra. Pero tenía que hacer la pregunta. Todavía
no sabía por qué había venido Michael a Texas solo.
—Michael y yo llevábamos meses sin hablar —dijo ella, con una formalidad
que antes no existía, una pared de hielo ante Darren.
—¿Sabe por qué vino hasta aquí en coche? ¿A más de mil quinientos
kilómetros de Chicago?
Ella miró el borde de la cama, donde descansaba todavía la bolsa de plástico
con las posesiones de su marido. La respuesta no estaba allí. No estaba allí, en
absoluto.
—No tengo ni idea —dijo ella. En los siete años que habían pasado juntos,
dijo Randie, ni una sola vez la había llevado Michael a su ciudad natal, que ella
pensaba erróneamente que estaba unos cuantos pueblos más allá, ya que había
confundido Timpson con Tyler.
Darren le dio las gracias, le dijo que tenía un poco de cecina de ciervo y
galletitas saladas en su camioneta y que se las traería, si quería, ya que la
encargada de la recepción había dicho que las máquinas expendedoras estaban
cerradas después de medianoche. Randie dijo que se moría de hambre y que no se
iba a poner exquisita.
—Gracias.
Consiguió esbozar una sonrisa tenue, una expresión refleja de gratitud que
las mujeres suelen utilizar, aunque estén sufriendo mucho. Cuando Darren se
levantó de su silla y se dirigió hacia la puerta, ella saltó de la cama al momento y le
cogió el brazo, con una expresión de pánico terrible en el rostro, como si temiera
que él no fuera a volver. Le clavó los dedos en los músculos por encima del codo.
Si la teoría del sheriff tenía algún fundamento, era imposible que hubieran
robado el coche de Michael del aparcamiento de la cervecería. Michael era un
hombre inteligente, graduado en una Facultad de Derecho, por el amor de Dios. Lo
normal sería que hubiera vuelto andando hacia el Geneva’s, por el camino
relativamente bien iluminado. No, algo había forzado a Michael a recorrer aquella
pista rural, y allí fue donde lo obligaron a bajarse del coche. «Tenía que ser así». A
esa hora, si no pasaba ningún coche por la carretera con los faros indicando el
camino de salida de aquellos bosques, era posible perder la orientación en la
oscuridad, confundirse y empezar a dar vueltas, sobre todo después de haber
tomado unas copas. Darren calculaba que en ese momento debía de tener un 0,10
de alcohol en la sangre, y estaba lo bastante afectado para que un hombre de sus
costumbres fuera consciente de que debía parar pero no lo bastante borracho,
según sus normas, para no apreciar los fallos que tenía la teoría del sheriff. Si se
quedaba callado el rato suficiente, podía oír el agua.
El bayou estaba delante de él, se dio cuenta, quizá a unos cien metros de
donde se encontraba de pie. Si dejaron a Michael sin vehículo, allí solo y perdido,
¿por qué caminar hacia una corriente de agua que no veía? Nadie en su sano juicio
haría lo que Darren estaba haciendo ahora mismo: meterse en un bosque negro y
espeso que no conocía. Pero caminar hacia lo desconocido era precisamente lo que
se había comprometido a hacer, y todavía no había devuelto la placa.
Siguió avanzando, dejó atrás la pista rural cuando giraba al sur y continuó
adelante, hacia un bosque agreste; seguía el sonido cantarín del bayou. Se agachó
bajo las ramas de menor altura, empujando las más grandes para apartarlas de su
camino, con una mano ocupada todavía por la linterna, cuyo débil rayo no tenía
nada que hacer contra aquel bosque espeso. Pensó en volver por donde había
venido y encender los faros del Ford para tener alguna guía, lo que un hombre con
un porcentaje del 0,5 habría sabido que era muchísimo más sensato que andar a
ciegas por la oscuridad. Mientras volvía al coche, no tuvo cuidado al apoyar el pie
izquierdo y resbaló. La caída no fue grave, pero la sorpresa le hizo imposible
evitarla. Retorció el cuerpo al caer, y se volvió para agarrarse a la tierra y evitar
deslizarse en el agua, pero no pudo aferrarse y perdió la linterna. Cayó en el bayou
con las botas por delante, deslizándose horizontalmente, y notó que el agua
empapaba la parte delantera de su cuerpo.
Cerró los ojos justo a tiempo, pero aun así, el agua quemaba.
Cerró firmemente la boca y notó tal ansiedad por respirar que tuvo que
dominar el pánico haciendo un enorme esfuerzo de voluntad. «No voy a morir
aquí esta noche». Agitó los brazos imitando más o menos el movimiento de la
braza, y mantuvo su cuerpo a flote. Solo tuvo que dar una patada con el pie
derecho para tocar el fondo del bayou. Darren notó que el dedo gordo chocaba
contra la bota. Con el dolor, llegó la súbita comprensión. «Ponte de pie, hombre,
ponte de pie». Al cabo de unos segundos Darren estaba de pie, el agua del bayou no
le llegaba más que a la parte superior de los muslos, y supo de ese modo que
Michael Wright no había podido caerse en el bayou y ahogarse sin más.
Tercera parte
9.
—Señor…
Darren miró el reloj. Eran más de las siete. Tenía que haberse levantado
hacía horas. Pensó en la mujer que estaba en la otra habitación, dio vueltas a la
cabeza un minuto, intentando recordar su nombre, y se preguntó si estaría bien, si
se habría despertado asustada y sola. Randie. Casi lo dice en un susurro.
—Teníamos un trato, Mathews —dijo Wilson, con la voz tan tensa que casi
le faltaba el aliento. A Darren se le ocurrió que Wilson estaba intentando no
levantar la voz en el despacho, que la noticia todavía no se había hecho pública y
que Darren quizá pudiera salvarse—. Esperaba verlo entrar en mi despacho esta
mañana.
Tuvo la idea repentina, que le provocó mucho pánico, de que Greg hubiera
contado algo. Era una idea paranoica y desleal hacia él, algo propio de la resaca. Se
puso de pie y se dirigió al lavabo de la habitación, que se encontraba fuera del
baño. Cogió agua con la mano derecha y se la bebió, y las gotas le mojaron la parte
delantera de la camiseta.
—Eso es. Bueno, pues ha hablado con alguien del Chicago Tribune, y he
recibido una llamada esta mañana, hace menos de diez minutos, de un reportero
que me ha preguntado por una muerte sospechosa, y yo no sabía de qué demonios
me estaba hablando, excepto que ha mencionado su nombre y ha preguntado si los
Rangers estaban investigando un crimen de odio, algo que el sheriff local está
intentando encubrir. ¿Qué demonios ha hecho, Mathews?
—Entonces déjeme que hable con él —dijo Darren—. Déjeme que haga mi
trabajo. —Le estaba pidiendo algo más que una charla de diez minutos con Van
Horn, y ambos lo sabían. Era de esas cosas que no había discutido por teléfono con
su mujer el día anterior, el hecho de que quizá su conciencia no pudiera
abandonarlo, de que quizá la placa era aquello en lo que se había convertido, el
único estilo de vida que podía llevar su vida como texano—. No es solo ese —dijo
—, el hombre negro. Hay otro cadáver, una chica blanca de la localidad. Apareció
en el mismo bayou unos días después. La noche que desapareció, Michael Wright
estaba en la cervecería donde trabajaba la chica.
—¿A diario? —se quejó Wilson—. Pero ¿cuánto tiempo se propone quedarse
por ahí?
—Pídala a través del sheriff —ordenó Wilson—. Siga los protocolos y rebaje
el tono. No vaya por ahí agitando los puños y armando ruido con lo de los
crímenes de odio y cosas por el estilo hasta que sepamos con toda seguridad de
qué se trata. Hablo en serio, Darren —dijo, y luego añadió—: Y controle a la
esposa.
—¿Se ha ido ella, entonces? —preguntó, alarmado por la idea de que fuera
por el pueblo sola.
Darren se dio una ducha caliente y rápida para quitarse el hedor persistente
del bayou; luego se vistió y volvió a montar el Colt 45, se metió en su camioneta y
se fue a buscarla.
Darren aplastó unas ramas con el tacón de la bota, asegurándose de que ella
oyese que se acercaba. Le dijo:
Randie se volvió hacia él, con los ojos rojos y rabiosa. Llevaba el mismo
abrigo blanco y absurdo, ahora manchado por las hojas y la tierra tras haber
caminado a través de los matorrales. También llevaba los mismos vaqueros negros
y la camiseta gris, y los mismos botines de tacón, que ahora estaban cubiertos de
barro y húmedos. Ella le dijo:
—Me mintió.
—Escuche, Randie…
—Eso no es cierto.
—No, ya no es así —dijo él, sintiendo una gratitud culpable hacia esta mujer
cuya pérdida había vuelto a enderezar su propia vida—. He hablado esta mañana
con mi teniente, y ahora estoy asignado al caso. Investigo la muerte de su marido.
—Michael no se ahogó.
—Otro asesinato.
—¿Cómo?
Randie se quedó callada. Darren podía oír el suave murmullo del viento a
través del bayou, el beso de las hojas de los árboles al caer y rozar la superficie del
agua.
—¿Y cómo sé que está diciendo la verdad? —dijo ella—. ¿Que los Rangers le
dejan investigar?
—Voy —insistió.
«Controle a la mujer».
Pero Darren tenía una idea distinta. «Que la mujer esté protegida. Que la
mujer tenga algo de ayuda. Que la mujer tenga las respuestas que merece». Si
hubiera sido Michael Wright, a Darren le habría gustado que alguien hiciera lo
mismo por su esposa. Dijo:
—Yo conduzco.
10.
—Tiene que ser una broma… —exclamó, mirando la casa. Darren volvió a
mirar a través de su parabrisas lleno de mosquitos, estirando el cuello para ver en
su contexto todos los ladrillos rojos y las columnas blancas. La casa, ahora se daba
cuenta, era una réplica perfecta del Monticello de Thomas Jefferson. Randie abrió
la portezuela del pasajero, cogiendo su cámara por instinto. Sin inmutarse, Darren
bajó de la camioneta. Había visto cosas más raras aún en las carreteras rurales de
Texas: faros en medio de campos de maíz, casitas de chocolate de tamaño real, un
granero con la cara de Donald Trump: gente del campo que ofrecía un espectáculo
a los camiones que pasaban por algunos trechos de la carretera, algo que rompiera
la monotonía de kilómetros y kilómetros de bosques de pinos y cedros.
Le interesaba mucho menos la casa que las vistas. Desde la parte delantera
de la casa de Wally, que se encontraba a solo unos pocos metros de la verja, se veía
perfectamente el café de Geneva, hasta el punto de que se podía leer el menú a
través de sus ventanales. Le sorprendió y le pareció muy raro que con toda la tierra
que tenían a cada lado de sus respectivas propiedades, esos dos hubieran acabado
siendo el peor tipo de vecinos, esos que no te gustan pero que estás condenado a
ver todo el puñetero día. Quizá eso explicara los esfuerzos de Wally por comprarle
el local y echarla, aunque solo fuera por mejorar sus vistas. Darren se preguntó qué
habría sido lo primero, si el café de Geneva o la casa de Wally.
Darren se volvió y vio que ella miraba una parcela algo más pequeña
situada detrás de la casa. En la parte trasera de Monticello se encontraba una caseta
de perro de cinco o seis metros de altura, un modelo a escala perfecta de la Casa
Blanca. Un labrador negro estaba echado perezosamente en la puerta, pero cuando
vio a Randie y la cámara, saltó y se puso de pie, gruñendo. Darren se colocó
delante de ella, por si el perro atacaba. El labrador fue a por su pierna, y Darren
dio una pequeña patada en el suelo con la punta de la bota solo para asustarlo. El
labrador retrocedió unos pocos pasos, pero cuando se dio cuenta de que en
realidad no le habían pegado, volvió con más ganas. Acababa de morder la pernera
derecha del pantalón de Darren cuando se abrió la puerta de la casa.
—Llega tarde.
—Ah, sí, ya lo sé —dijo Wally, complacido por ir unos pasos por delante.
—Siento mucho lo de su marido, señora. Pero debe saber que nadie de por
aquí ha tenido nada que ver con eso.
—Laura, por favor, tráeles a estas personas un vaso de agua, una Coca-Cola
o algo.
Darren deseó que hubiese añadido «señora» o «gracias», deseó que ella
comprendiera que allí podía resultar útil conocer a gente blanca respaldada por un
sólido beneficio de la duda. Ya se enterarían de sus verdaderas intenciones
enseguida, así que no venía mal ser educado, como prevención para no cabrear a
aquellos que podían estar de tu parte.
Cuando Laura salió del salón, Darren oyó que los gritos del niño se iban
amortiguando.
Dijo a Wally:
—Michael estuvo allí —dijo Randie, y sus palabras sonaban como una
pregunta que escondía una acusación. Darren deseó que le dejara manejar las cosas
a él.
—Vamos a hacer bien las cosas. Voy a ser cordial y a aceptar su presencia en
mi condado. Pero quiero dejárselo muy claro: este es mi territorio. El teniente
Wilson prácticamente me dijo lo mismo. Usted está aquí para que cuando Chicago
o Nueva York o quienquiera que sea se rebaje a venir aquí para ver a estos paletos
fuera de sus jaulas, vean su cara y sepan que todo funciona a la perfección en la
investigación de la muerte de un afroamericano en este condado —dijo, trabándose
con las sílabas extra que le obligaban a ser políticamente correcto—. Usted no es
más que un elemento decorativo.
Darren sabía que Van Horn estaba intentando hacerles perder el tiempo,
que la autopsia ya estaba hecha cuando Greg lo llamó el día anterior, pero tenía la
orden de Wilson muy presente: «Juegue siguiendo las normas». De modo que dijo,
con toda la amabilidad que pudo:
—Me imagino que ya sabrá que los dos asesinatos están relacionados —dijo
Darren.
—Michael no era uno de los «suyos» —dijo Darren—. Ni siquiera era de por
aquí.
—Estoy repasando los registros del personal ahora mismo —dijo Van Horn,
como si comprobar quién trabajó en un bar en un pueblo de menos de doscientos
habitantes fuera una tarea que costara semanas. Darren notó que el calor le invadía
desde el interior, enrojeciendo su cuello donde le apretaba la camisa.
Miró a Darren dolida, o bien por Michael o bien por pensar que era otra
cosa que Darren le había ocultado.
—¿Darren?
Era extraño oírla llamarlo por su nombre de pila, cosa que nadie en Texas
haría jamás, no mientras llevase la placa. Era señal de una falta de respeto
tremenda. Pero procediendo de sus labios le hacía sentir más él mismo, lo
convertía todo en algo más personal.
—No importa si lo estaba o no —dijo Van Horn—. Todo nos indica que lo
atracaron. Tal y como usted dice, si alguien le dio al chico una paliza en los
bosques, entonces tendríamos que haber encontrado el coche junto a la FM 19.
Alguien lo habría visto cuando salió el sol. Pero probablemente a estas horas ya
habrán despiezado el coche en Dallas o por ahí. —Se había puesto algo rojo.
—Pienso hablar con él sobre Missy, pero es algo que a usted no le importa.
Una cosa y la otra no tienen nada que ver, hijo.
—¿HAT?
—Este condado está limpio de esa basura —intervino Wally. Van Horn se
puso algo blanco, pero no dijo nada. La mención de la HAT cambiaba las cosas y lo
silenciaba.
—Déjeme hablar con Geneva —le dijo Wally a Van Horn—. Sabe que ella
tiene una larga historia con mi familia. Me propongo ayudar todo lo que pueda, y
ella confía en mí.
—Aquí estamos hablando de cosas serias, Laura —le dijo Wally—. Vete.
—Déjeme ver si puedo sacar algo en limpio sobre algunos de los personajes
tan curiosos que estaban en su cafetería y que quizá salieran a buscar problemas el
domingo por la noche.
—No es normal esa forma que tienes de acosarla —le dijo Laura.
—El café de Geneva está corriente abajo desde su cervecería, Wally —dijo
Van Horn, haciéndoles saber a ambos que su investigación ya había empezado.
Recordaba las palabras de Wendy del día anterior: «Todo el mundo sabe que
Missy salió de la cervecería de Wally»—. Missy Dale pudo morir también allí,
pudieron haberla dejado en el bayou y que el cuerpo acabara arrastrado por la
corriente.
Wally miró a Van Horn, quizá esperando que escupiera alguna teoría
alternativa. Darren sacó una tarjeta de su cartera y se la tendió al sheriff. Dijo:
—Yo soy el agente de la ley local ahora mismo. —Echó un vistazo a Randie
en el asiento del pasajero. Se lo decía a ella tanto como a Greg. Le estaba haciendo
una promesa—. Este es mi caso ahora, lo sepa Van Horn o no.
Darren recordó cómo había comenzado todo: Greg buscaba una mejora
profesional. Quería abandonar aquel escritorio, y Darren lo sabía muy bien. Pero
no pensaba darle prioridad frente a la necesidad de manejar bien aquella situación,
y eso no incluía traer a un agente federal.
—No creo que sea buena idea que venga otro forastero más ahora mismo…,
y federal, además. Ya sabes cómo puede ser esta gente de campo. Pero necesito que
me averigües más cosas sobre la estancia de Keith Dale en Huntsville: en qué celda
estaba, los asociados más conocidos, cualquier comentario, y cualquier conexión
que hubiera con la Hermandad.
Greg murmuró algo, no sabía si un «sí» o un «no», que Darren no pudo oír
por el ruido del motor. Lo que sí estaba claro era la decepción de Greg. Su rabia
incluso, al verse expulsado de un caso que él mismo había abierto, un caso para el
cual Darren ahora mismo le estaba pidiendo que le hiciera recados, manteniéndolo
detrás del escritorio que odiaba. Irritado, pareció disfrutar de las palabras que
pronunció después:
—Mierda. —Ya le había dicho a ella que estaba haciendo un trabajo para
Greg.
—¿Y ha tenido acceso a la autopsia de Michael todo este tiempo? ¿Por qué
entonces no se molestó siquiera en hablar con este sheriff de pueblo? ¿Por qué ir
allí con el sombrero en la mano suplicando información?
—Porque las cosas se tienen que hacer de una manera determinada, es más
inteligente seguir un cierto protocolo cuando tratas con estos sheriffs del este de
Texas.
—No son excusas —dijo Darren—. Es saber que «yo también soy de aquí».
Yo también soy de Texas. No son ellos los que tienen que decidir qué lugar es este.
—Señaló con la cabeza hacia la mansión de Wally que estaban dejando atrás—.
También es mi hogar. —Hablaba por un hombre que ya no podía hablar, pero
también por sí mismo—. En cuanto a Van Horn, no es malo que piense que
estamos siguiendo las normas.
—Él no tendría que haber venido nunca aquí —dijo, con los puños
apretados y colocados encima de los muslos, como si estuviera sujetando bien
fuerte una boya invisible, como si creyera que su ira contra Michael podía evitar
que se hundiese en la marea de dolor que solo había empezado a lamerle los pies
—. ¿Qué demonios pensaba que iba a ocurrir en un sitio como este?
Pero sí, lo era, y Darren lo comprendía, aunque Randie no. No Lark, por
supuesto, sino ese trozo de estado que ambos habían construido, Darren y Michael.
La tierra roja del este de Texas corría por las venas de ambos. Darren sabía la
fuerza que podía tener el hogar, sabía lo que significa pisar un suelo donde tus
antepasados forjaron tu futuro a base de tierra, sabía el enorme poder que tenían
las cosas hechas a mano y con amor, que una cosecha podía cambiar un destino.
Sabía lo que era estar en el porche trasero de su hogar familiar en Camilla y notar
el aliento de sus antepasados en los árboles, la fuerza de la gratitud en cada ráfaga
de brisa. Quería decirle todo eso y mucho más a Randie. Pero para entonces esta se
había cerrado en banda; estaba muy rígida, con la barbilla alta y hacia delante,
ofendida y con una ira que parecía que no iba a ceder nunca. «Que Dios se apiade
de ella —pensó Darren— cuando caiga esa barrera y aparezca el dolor».
Darren siguió esa pista, y fue en coche directamente desde la casa de Wally
hasta el aparcamiento de la cafetería, al otro lado de la carretera. Acababa de
aparcar en un espacio en el otro extremo del surtidor de gasolina cuando le sonó el
móvil. La foto de Lisa apareció en la pantalla, una instantánea de un viaje que
hicieron a México cuando ella se licenció en la Facultad de Derecho. Sus ojos,
maquillados con kohl, lo miraban desde debajo del ala ancha de un sombrero de
paja. Randie también vio la imagen. La miró demasiado rato, y luego asintió
cuando él le pidió que le diera un minuto. Salió del coche para atender la llamada,
apoyándose en la caja de la camioneta y con el tacón de la bota derecha apoyado en
uno de los neumáticos traseros de la Chevy.
—¿Qué estás haciendo, Darren? —le dijo Lisa. Parecía cansada, de una
forma que no presagiaba nada bueno para él; se le estaba acabando la paciencia. Él
había agotado todas las reservas de buena voluntad de que disponía al no haber
ido a Houston la noche anterior.
—Ni yo tampoco —replicó él, pensando que se refería a tener otra vez la
misma pelea—. Tengo dos cadáveres, Lisa. La gente espera que haga algo aquí.
—Lisa…
—¿Es de verdad? —le dijo—. Si no, le pago treinta dólares por ella.
Se volvió y vio a Randie mirando una latita redonda y plana, con la etiqueta
verde oxidada en algunos puntos. Wendy la señaló y le dijo:
—Perteneció a mi madre.
—¿Para qué demonios voy a querer una lata de brillantina para el pelo de
1949? —dijo Wendy, metiéndose la carne de la nuez pecana en la boca. Iba vestida
de rojo de pies a cabeza, y su pintalabios color carmesí le había manchado los
incisivos—. Una señora que vino la semana pasada me pagó diez dólares por una
lata igual que esa. Joder, creo que a mamá le costó diez centavos. —Empezó con
otra nuez pecana y abrió la cáscara con un cascanueces plateado—. Si ve algo que
le gusta, dígamelo.
—¿Quién?
—Era mi…
—¿Lo vio cuando estuvo aquí, alguien habló con él? —preguntó a Wendy.
—Mira lo que tenemos aquí… —dijo. Era una camioneta Dodge azul que
recorría la 59 a paso de tortuga, apenas a sesenta kilómetros por hora, y pasaba por
delante del café. El conductor era blanco, pero como lo veía de perfil, Darren no
podía distinguir bien su cara.
—¿La camioneta?
Wendy asintió.
—Keith Dale.
—Vamos adentro.
Él le abrió la puerta y luego se volvió hacia Wendy. También quería que ella
entrase, pero la respuesta de la anciana a su preocupación estaba oculta tras un
pliegue de la falda, que se levantó para revelar el 22 que tenía en el regazo. No
parecía que pudiera matar ni a un mosquito, pero era lo único que necesitaba para
decir: «No conseguirán echarme de mi lugar de trabajo». No pensaba abandonar
su rincón del aparcamiento del Geneva’s sin luchar. Darren esperaba poder
resolver aquel caso antes de que hubiese otro asesinato en Lark.
Geneva estaba detrás del mostrador, envolviendo una bandeja con papel de
aluminio. La metió en una caja de cartón que tenía en la encimera, con las palabras
«Heinz kétchup» impresas. Se secó las manos en el delantal, que tenía un dibujo
estrellado amarillo y naranja, y luego levantó la tapa de la caja de los dulces. El
café se llenó de calidez con el olor de la mantequilla, el azúcar y la fruta en
conserva, melocotones y peras. Huxley estaba en su asiento habitual, con su
periódico. Junto a él se encontraba una chica negra joven, de veintipocos años. Su
tono de piel era lechoso, de un moreno muy claro, y estaba enfrascado en una
revista de novias. Mientras Geneva envolvía unas cuantas empanadillas en papel
de aluminio, la chica señaló un traje de alta costura de la revista y dijo:
—¿Qué desea?
Randie le dedicó una breve señal de asentimiento, pero Darren no estaba del
todo seguro de que hubiese oído a la chica. Estaba mirando el interior de la
cafetería. Los calendarios de Navidad y las placas de matrícula oxidadas. La
gramola iluminada de color azul. Lightnin’ Hopkins hacía llorar a su guitarra, y al
otro lado de la cafetería, con su suelo de linóleo, el barbero, un hombre negro de
mediana edad y piel bastante clara, pasaba una maquinilla por el nacimiento del
pelo de un adolescente. El olor a brillantina se mezclaba con el olor a grasa de
beicon procedente de la cocina, y Darren sintió que se le espesaba la lengua y casi
podía notar cómo le llenaba la boca la grasa de cerdo. Por motivos que él no
comprendía, Randie todavía llevaba la cámara colgada del hombro, la mantenía
muy cerca. Darren notó que la mano de ella se movía hacia la cámara, que sentía el
instinto de poner un filtro entre ella y las cosas que tenía justo delante, creando
distancia entre su persona y la gente de aquel pequeño pueblo del este de Texas.
Parecía una turista, pero Geneva sabía muy bien que no era así.
—Señora.
—No sé a qué están jugando ustedes, pero no me caen nada bien las
personas que me mienten en mi propia cara, joven, en mi lugar de trabajo.
—Podía haber dicho usted algo cuando estuvo aquí ayer, pero no, entró sin
placa y no dijo una sola palabra de que era un ranger, sabiendo que yo lo tomaría
por un cliente. Dejó que lo enviaran aquí para mezclarse con nosotros, pensando
que diríamos algo delante de usted que no diríamos delante de Van Horn.
—Missy Dale no estuvo por aquí el domingo por la noche, y Van Horn lo
sabe muy bien. Esa es mi declaración, y punto.
—¡Esa es mía!
La exclamación había salido de la boca de Randie, y tanto Darren como
Geneva se volvieron, Darren sin comprender lo que acababa de ocurrir, por qué
parecía que Randie hubiese visto un fantasma, por qué tenía la respiración
alterada.
—Es mía —dijo de nuevo. Miraba el reservado que se encontraba más lejos
de la puerta, que tenía su propia decoración. La pared de encima estaba
empapelada con carteles de conciertos de blues de cincuenta años de antigüedad.
Lightnin’ Hopkins en el Eldorado Ballroom, en Houston. Albert Collins
encabezando una revista en Third Ward. Bobby «Blue» Bland, en escena con una
nueva banda en Dallas. Una actuación en el Club Pow Pow en la que aparecía Joe
«Petey Pie» Sweet. Y justo encima del reservado, en un estante bajo, se encontraba
una guitarra Gibson Les Paul de 1955, con la madera clara rayada y desteñida por
un lado. Era eso lo que había alterado a Randie, lo que hacía que le temblaran las
manos, como Darren pudo observar.
—¡Ni se le ocurra!
—¿Vienes o no?
—Pero ¿adónde va? —preguntó Darren. Huxley levantó una ceja, pero no
dijo nada. Faith suspiró y cerró su revista de novias.
—Gatesville —dijo.
—¿Gatesville?
Darren no conocía a nadie que fuese a Gatesville por otro motivo que para
visitar a alguien que estuviese en custodia del Departamento de Justicia Criminal
de Texas. En esa localidad había ocho prisiones, cinco de las cuales albergaban solo
a mujeres.
Darren le preguntó:
Pero claro, Darren había hecho lo mismo el día anterior porque quería
tomar algo más fuerte.
—No lo sé —dijo Huxley—. Pero Lil’ Joe iba mucho por ese bar y mira lo
que le pasó.
—Mi padre.
Antes de que Darren pudiera preguntar qué le pasó al padre de Faith y qué
tenía que ver su madre con todo ello, el móvil le vibró en el bolsillo de los
pantalones. Era un mensaje de Greg: «Te mando autopsia».
12.
Le dijo a Randie que tenía que hacer una llamada, murmurando algo sobre
su teniente, algo que le permitiera estar unos pocos minutos a solas para leer el
informe del forense. No podía recibir la información y al mismo tiempo proteger a
Randie de ella. Le contaría lo que fuera necesario, no más. Salió cuando el disco de
John Lee Hooker cayó en la máquina y Randie se hundió en el reservado debajo de
la guitarra, mirando la Les Paul. «Bluebird, bluebird, take this letter down South
for me», cantaba el Boogie Man mientras Darren abría la puerta delantera de la
cafetería y la campanilla resonaba tras él. El aire en el exterior hizo arder el sudor
que le caía por la frente. Entró en la cabina de su camioneta, caliente por el sol del
mediodía. El archivo iba adjunto a un mensaje de correo que informaba de que el
examen final de Missy Dale todavía estaba en progreso en la oficina del forense del
condado, en Dallas.
Le explicó todo esto a Randie tan delicadamente como pudo. No le dejó ver
las fotos ni la mayor parte del informe escrito. Le sorprendió que ella confiara en él
lo suficiente para no presionar más. Se quedó muy callada, como nunca la había
visto. Escuchó sus palabras, el resultado de la autopsia que él le recitó de memoria.
Asentía, pero hizo muy pocas preguntas. Apoyó la cabeza en la ventanilla del
asiento del pasajero, en un momento dado, y lloró. No dijo nada, excepto que creía
que iba a vomitar, pero cuando abrió la portezuela e inclinó la cabeza hacia la acera
gris, no expulsó nada. No hubo alivio alguno, y se retiró de nuevo al interior de la
cabina, secándose un fino hilo de baba del labio inferior. La turbación emocional
que llevaba encerrada en su interior siguió agitándola. Puso los botines negros que
llevaba en el asiento, levantó las rodillas para poder abrazárselas estrechamente y
convirtió su cuerpo en un ancla contra un dolor que la estaba sacudiendo,
literalmente. Darren pronunció su nombre bajito:
—Randie.
—Déjeme que la saque de aquí, ¿de acuerdo? No hay necesidad de que pase
usted por todo esto. Llévese a su marido a casa y que descanse en paz. Le prometo
que encontraré a la persona que le hizo eso a Michael.
—Bien. Pero tengo que hacer unas cuantas cosas yo solo. —Randie le dirigió
una mirada, con una pregunta implícita en su ceja arqueada—. Voy a volver a esa
cervecería —dijo—. Y usted no puede entrar allí.
Para pasar el tiempo sacó el teléfono y buscó a Joe Sweet, cuyo nombre se
había mencionado tres veces desde que Darren había llegado al pueblo. Joe «Petey
Pie» Sweet, según la página de la Wikipedia, había nacido como Joseph Sweet en
una granja a las afueras de Fayette, Misisipi, en 1939, en una familia con once hijos.
Su hermano mayor, Nathan, le enseñó a tocar la guitarra, y a los doce años Joe ya
tocaba en los garitos donde no tenía edad para beber. Dejó Misisipi con dos de sus
hermanos a finales de los cincuenta y se estableció primero en Gary, Indiana, y
después en Chicago, la meca del blues del Delta, chicos del sur profundo que
llevaban su música al norte. Joe pronto dio con Muddy Waters y un joven Buddy
Guy, tocó en una banda con Little Walter y trabajaba habitualmente como músico
de sesión con los hermanos Chess. Hizo algunas giras, se unió al grupo de Bobby
«Blue» Bland, pero nunca consiguió fama propia. Dejó de hacer giras y de grabar a
finales de los sesenta, y lo mataron en un atraco en Lark, Texas, en 2010, a la edad
de setenta y un años. Estuvo casado desde 1968 hasta su muerte con Geneva Sweet.
Solo tuvieron un hijo, Joe Sweet Jr., que murió en 2013.
Por pura curiosidad, Darren entró en otras páginas y encontró unas fotos de
un hombre de piel muy oscura que al parecer tenía predilección por las corbatas
estrechas y el pelo afro muy corto. A Darren le seguía rondando algo por la cabeza.
«No hemos tenido nada como esto por aquí desde que murió Joe». Y Tim a
continuación preguntó, provocativamente: «¿Cuál de ellos?». Los dos estaban
muertos, el marido y el hijo de Geneva, el padre de Faith.
—¿Es su jefe?
—¿Y Wally lo sabe? —la pregunta sonó ingenua en sus propios oídos.
—Si quiere preguntarme algo, será mejor que lo haga y terminemos ya antes
de que se me acabe el descanso.
Miró dos veces más hacia la puerta, cambiando el peso de un pie a otro cada
dos segundos, tocándose el pelo con una mano o la otra, o la boca, o mordiéndose
el pulgar. Llevaba unas zapatillas Keds sin cordones, que estaban tan sucias que
tenían un tono marrón grisáceo, y la piel que asomaba por encima de ellas estaba
pálida y reseca.
—¿Brady trafica con cristal aquí? Puede que Van Horn haga la vista gorda,
pero yo, como ranger, no puedo hacerlo. Porque además los federales nos
presionan para que les demos información todo el tiempo. Podría llevar algo
encima, ahora mismo.
Y examinó con detenimiento las líneas de su cuerpo, por si veía algún bulto
en sus ajustados tejanos. Ella se puso blanca de inmediato, negó con la cabeza y
levantó las manos, a la defensiva, con el Camel de Darren entre los dedos. Él se
acercó para encenderlo, mirándole los ojos avellana mientras el humo que exhalaba
se enroscaba en torno a ambos. Ahora ya la tenía amedrentada. Vio que ella
sopesaba cuáles eran sus opciones. Al otro lado del bayou alguien estaba
ahumando venado, dos semanas antes de la temporada de caza. Darren aspiró el
dulce aroma de la madera de pecán quemada.
—No sé nada de eso —respondió ella, cansada. Se pasó una mano por el
pelo fino y grasiento y suspiró, rindiéndose—. Mire, Keith normalmente viene de
la serrería con tiempo suficiente para tomarse una cerveza y llevar a casa a Missy
cuando ella acaba su turno. Pero si algo lo retiene en Timpson, ella tiene que ir
andando a casa. Viven justo al salir de la FM 19, la pista rural que pasa por el otro
lado de los árboles. —Y señaló los bosques a través de los cuales acababa de pasar
Darren—. Se lo juro por lo más sagrado, por mis niños, que no vi a Keith Dale
aquella noche.
—Lynn.
—Missy.
—Él no me hizo ninguna pregunta sobre el tipo negro hasta después de que
muriera Missy —dijo ella, apagando el segundo cigarrillo—. Estuvo aquí esta
mañana.
De modo que por eso había llegado tarde a casa de Wally, pensó Darren;
había intentado igualar su juego, fingiendo que trabajaba en el caso de Michael
Wright desde el principio.
—¿Al hombre negro? ¿A Michael? —dijo él, para dejarlo bien claro.
Ella asintió.
—Una hora por lo menos. Missy se llegó a sentar un rato en su mesa y todo.
Yo le tuve que decir que se fuera. Habían pasado veinte minutos desde que se
acabó su turno y todavía no había fichado para salir.
—¿Está segura?
Ella asintió.
Darren meneó la cabeza para sí. No quería que aquello fuera verdad, le
costaba imaginar un mundo en el que un hombre que había estado con Randie
pudiera ir tonteando por ahí con una chica de un pequeño pueblucho de Texas que
ha dejado los estudios. Y ciertamente, no quería tener que contarle a Randie
aquella parte del caso.
—¿Y qué hay de Keith? —dijo él—. ¿Dice que no llegó a entrar en el bar?
No mencionó que ella tenía que entregarle también una declaración jurada
testimoniando todo lo que acababa de decirle, por si contaba como prueba. Pero
ella asentía mientras volvía al interior, de modo que no la presionó más. Envió un
mensaje a Randie para que viniera a buscarlo. Si había aparcado donde Geneva,
como él le había dicho, estaría allí en unos minutos.
—El paquete es para ti, si lo quieres, Keith —dijo Brady, con una sonrisa
torcida y extrañamente confiada en la cara—. Después de esto puedo dejar que te
unas.
Le dio una patada al 357, que voló de la mano de Brady y aterrizó al menos
a un metro a su izquierda. Brady hizo un movimiento hacia él, pero Darren le
estaba apuntando con el Colt a la cabeza en cuestión de segundos. La placa le daba
derecho a disparar. Pero si lo habían inhabilitado por ayudar a Mack, disparar a un
hombre desarmado acabaría con su carrera. Básicamente, estaba en tablas consigo
mismo. Empatado. Su duda lo violentó y lo puso furioso.
Pero ahora quien dominaba la situación era Darren, que tenía a ambos
hombres al alcance de su Colt. Miró a Keith de arriba abajo, desde el sombrero
hasta las botas de trabajo. Tenía los nudillos arañados, y una magulladura en la
parte superior de la mano derecha, así como otra en la mejilla, justo por debajo del
ojo izquierdo. Esta había ido adquiriendo un tono amarillo intenso con algunos
rastros de morado en el centro. «De hace unos cuantos días».
—Que te jodan.
—No digas ni una palabra —dijo Brady—. Van Horn se ocupará de esto.
Entonces fue cuando Darren oyó las sirenas.
Su pánico hizo saltar a Brady. Miraba la pistola que tenía a los pies. Aquello
se podía poner muy feo, pensó Darren a toda velocidad, y no quería que Randie
quedara atrapada en un tiroteo. Tenía que salir de allí inmediatamente. Darren
siguió apuntando con su 45 a Brady y Keith mientras cogía su teléfono y corría
hacia la camioneta, y las sirenas se acercaban cada vez más al subir al coche junto a
Randie. Brady fue a coger el arma y Darren le chilló a Randie:
—¡Arranque! —Ella estaba tan nerviosa que aceleró, y el coche dio un salto
hacia adelante. Unos pocos metros más y lo habría hundido en el bayou. Para dar la
vuelta a la Chevy tuvo que retroceder hacia la cervecería. Durante un breve y
terrorífico instante se vieron cara a cara con Brady de pie ante la Chevy, con el
cañón del arma apuntando directamente hacia ellos. Randie lo vio a través del
parabrisas y se quedó completamente helada, en medio de su maniobra, con los
dedos agarrados al volante—. Quite el pie del freno, Randie —dijo Darren,
intentando persuadirla para que superara su miedo mientras tiraba del volante
para apuntar las ruedas delanteras hacia la carretera—. Vamos, ahora —insistió—.
¡Dele!
Al salir a toda velocidad del aparcamiento pasaron junto a Van Horn, que
venía de la carretera. Cuando su coche patrulla pasó por encima de la grava, clavó
sus ojos en los de Darren. Al ver a un policía, Randie dudó, pero Darren le dijo que
siguiera avanzando antes de que Brady les acertara con un disparo, antes de que
los matara a los dos.
13.
—Eso no lo sabe.
—Cuidado, Darren.
—¿Por qué le resulta tan difícil admitir lo que tiene delante de sus
mismísimas narices? Estoy en un pueblo repleto de miembros de la Hermandad
Aria, y dos de ellos casi se han llevado mi culo como trofeo esta misma noche.
—¿Cómo?
Darren intentó recordar qué día era y el tiempo que había pasado desde que
Greg lo llamó para contarle lo de los dos asesinatos en Lark. En su fuero interno
sabía que estaba cometiendo un error al entrar en aquel bar, que el acaloramiento
de la refriega con Brady y Keith Dale le nublaba el juicio. No eran ni las seis
todavía: el sol aún se estaba poniendo cuando salieron del aparcamiento. Si Randie
no tomaba nada, creía que podría aguantar solo con una copa. Pero ella pidió un
martini con vodka cuando él pidió el bourbon y, sin saber cómo, acabaron
sirviéndoles dos vodkas mezclados con Sprite y una cereza al marrasquino dentro.
Randie dio un sorbo, hizo una mueca y se bebió la mitad de golpe. Se quedaron un
rato sentados en silencio. Sonaba la música mientras dos hombres de unos sesenta
años, que llevaban unas camisas de cuadros idénticas, jugaban al dominó en la
mesa de al lado, y las piezas resonaban musicalmente sobre el tablero de madera al
compás de las notas del blues que salía de los altavoces. Darren intentaba pensar en
otra forma de volver a entrar en la cervecería, en otra forma de descubrir el
paradero de Missy el miércoles por la noche, de verificar la historia de Lynn,
cuando Randie apartó su bebida unos centímetros y cruzó los brazos. Hablaba tan
bajo que Darren tuvo que echarse hacia delante, apoyando los codos en la mesa
pegajosa. Esta se inclinó mucho, sobresaltando a Darren y casi tirando al suelo la
bebida de Randie. Pero ella ni siquiera parpadeó.
—No lo entiendo…
—Me la debió de contar una docena de veces por lo menos —dijo ella, con
una sonrisa agridulce en los labios—. La historia que había detrás de aquella
guitarra. La sabía desde siempre. Por eso quería creer en nosotros. Un amor que
trastoca tu vida en un solo día, un amor que lo cambia todo. —Ella buscó su copa
en la mesa y se bebió lo que quedaba—. Su tío, Booker, le contaba la historia todo
el tiempo.
Tocaba el bajo en una banda con Joe Sweet. Así es como empieza siempre la
historia, dijo ella. En algún momento de 1967, Booker y Joe estaban dando una
serie de conciertos con Bobby Bland. Empezaron en Detroit, Gary y Columbus,
después fueron hacia el norte, luego bajaron a Misuri, Kansas City y Joplin, y por
último a Little Rock. Se dirigían a Houston aquel verano, habían fijado unas
cuantas fechas para el Eldorado Room y el Pin-Up Club. Se habían conocido en
Chicago a finales de los cincuenta, Joe y Booker, y tocaron juntos la mayor parte de
su carrera, o bien haciendo sesiones para sellos locales que producían rhythm and
blues, o bien haciendo el circuito Chitlin’ de música negra como refuerzo para Etta
James y Wilson Pickett, Johnnie Taylor y O. V. Wright; incluso una vez aparecieron
en una serie de espectáculos con Otis Redding en Atlanta y las dos Carolinas. Eran
nómadas, siempre de carretera en carretera, siempre viajando hacia la siguiente
ciudad, el próximo concierto, durmiendo en moteles que alquilaban habitaciones a
la gente de color o si no en el coche, un Impala del 59 que compartían. Ninguno de
los dos estaba casado, aunque Booker tenía chicas en varias ciudades, y ninguno de
los dos deseaba estarlo. La música era lo primero, y dónde podían sacar un dólar,
lo segundo. Entraron en la carretera 59 justo a la salida de Texarkana y se
dirigieron al sur hacia Houston, atravesando los bosques del este de Texas, donde
se había criado Booker. Joe y él iban en el primer coche, y otros músicos más de la
banda de Bobby los seguían detrás, persiguiendo también un sueño. Habían
enviado múltiples telegramas a Don Robey, y decían que podía conseguirles un
hueco en un espectáculo de variedades que estaba preparando, algo regular en la
zona de Houston. Creían que Robey realmente lograría que grabaran algún disco y
que lo publicaran con el nombre de su propia banda, los Joe Sweet Midnight
Revelers.
Y ahí es donde la historia daba un giro, tal y como la contaba Booker. «Joe
nunca llegaría a Houston», le dijo a Michael, que se lo contó a Randie, que a su vez
se lo estaba contando ahora a Darren, sentado frente a él en un pequeño garito, no
lejos de aquel donde Joe y Booker fueron a parar una noche de julio, cuarenta años
antes.
Se llamaba Geneva’s, y parecía una cabaña muy bien construida, con
listones de madera muy bien lijada y rematada por unas tejas festoneadas,
adornada con guirnaldas de bombillitas de colores. La habían construido a mano, y
era uno de esos sitios hogareños que al parecer suministraban comida a todos los
negros que viajaban por la línea principal del norte al sur, y saliendo y entrando
del este de Texas. No había surtidor de gasolina entonces, solo algo que apenas se
podía llamar una cocina, una barbacoa fuera y cuatro quemadores en una cocina
de porcelana verde menta. Y nada de personal, claro. Solo una chica que se
llamaba Geneva y que les abrió la puerta a las once y cuarto de la noche, aunque ya
había cerrado. Eran seis en el grupo y estaban hambrientos, y no estaban
dispuestos a hacer el resto del camino a través del territorio del Klan, donde la ley
de la ciudad deja paso a su prima racista y fea con rostro de policías de los
pueblecitos y sheriffs rurales…, o al menos no con el estómago vacío. Geneva frio
unas cuantas chuletas de cerdo con cebolla y patatas cortadas muy finas y les dejó
que disfrutaran un poco en la parte delantera mientras ella seguía detrás. Por tres
monedas de veinticinco centavos podían tomar cada uno un par de cervezas y un
buchito de la ginebra que ella no tenía licencia para servir.
Joe rondaba la treintena. Era un hombre de piel muy oscura, que llevaba
una camisa de algodón azul claro con las mangas enrolladas hasta los codos, y los
músculos potentes de sus antebrazos bailoteaban con cada nota que tocaba. Estaba
interpretando una pieza del número de Lightnin’ Hopkins: «Better make it up in
your mind, baby… Little girl, do you know you traveling a little too slow», y
mantenía los ojos clavados en Geneva mientras ella colocaba un plato humeante
delante de él; sus ojos casi completamente negros examinaban los de ella, enormes
y ovalados, dorados por la luz de las lámparas de gas que colgaban del techo.
Mientras Joe le cantaba aquellas cosas, Booker vio lo que estaba pasando y notó
que una corriente alteraba el aire en torno a ellos, que la sala de aquel café se volvía
cálida, húmeda, por la respiración de siete personas apretadas en una choza
diminuta una noche de verano… Cinco personas de más, por lo que se reflejaba en
las caras de Joe y Geneva. Nunca en toda su vida había visto Booker a dos
personas volcarse la una en la otra de aquella manera. En cuanto Joe entró, Geneva
no apartó los ojos de él, y él la veía moverse mientras cocinaba, cómo inclinaba la
cabeza al compás mientras daba la vuelta a la carne y removía las cebollas en la
grasa de cerdo. Cuando cogió aquella guitarra, vio que las caderas de ella se
balanceaban en el húmedo vestido de algodón que llevaba. Tommy y Bones,
fugitivos de la banda de Bobby, tocaban juntos al lado, mientras Booker se
emborrachaba a base de bien, bebiéndose sus cervezas, y las intactas de Joe, y el
frasco que llevaba en la guantera del Impala, y Houston, poco a poco, se iba
perdiendo de vista.
—No eres muy romántica, ¿no? —dijo él, hurgando por debajo de la
superficie de sus dudas y preguntándose cómo podía una mujer escuchar una
historia como aquella y darle la espalda.
—¿Por qué?
Darren adoptó el punto de vista de Michael sin darse cuenta, hasta que
salieron de su boca, de que las palabras que decía se parecían mucho a las de Lisa.
—¿Y tú?
Ella estaba abriendo una puerta, él lo sabía; era una invitación a hablar, si
quería hacerlo. La mano de Randie se aventuró solo un poquito encima de la mesa
y él sintió pánico al pensar que pudiera tocar la suya, que un sencillo acto de
amabilidad lo rompiera y le hiciera decir cosas en voz alta que no quería creer
todavía. Él y Lisa… No estaba seguro de que consiguieran salir adelante. Se echó
atrás en su silla y construyó un dique para contener la emoción creciente que
procedía de las piedras sueltas del matrimonio de otro hombre, y volvió al caso
que los ocupaba.
—Tengo que contarte una cosa…
—¿Acaso importa?
—Aquí, sí.
—No intento hacerte daño. —Pero sí, había estado intentando desviar su
propio dolor. Dijo, bajito—: Simplemente, quería que supieras que puede haber
alguna conexión entre tu marido y otra mujer.
—Ya sabía que existía esa posibilidad cuando me subí al avión —dijo ella—.
Y aquí sigo.
Ella pidió otra copa de todos modos, y él también, mientras le contaba sus
sospechas de que Michael había salido del bar con Missy, y que Keith los había
encontrado en la pista rural, y ahí es donde debió de producirse el enfrentamiento
inicial.
En un momento dado, Randie dijo algo que no pudo oír por encima de la
música del bajo, y tuvo que inclinarse hacia ella y acercarse tanto que los mechones
de su pelo le acariciaron la mejilla. Ella se volvió y con los labios pegajosos por su
bebida dulce le susurró al oído:
Darren le puso una mano en la espalda. Ella se inclinó para que él pudiera
susurrarle también al oído.
Aquella noche había un buen reguero de sangre que salía del asiento del
conductor de la camioneta. Darren le dijo a Randie que retrocediera. Había
perdido su linterna en el bayou. Tenía otra dentro de la camioneta, claro, pero no
pensaba tocar nada hasta saber de qué se trataba. Usó la linterna de su móvil para
iluminar la escena. Unos goterones de sangre secos y casi negros manchaban los
guijarros y la grava del lado izquierdo de la camioneta, pero en la puerta en sí no
había nada.
—No toques nada —le dijo. Su mente corría a toda velocidad al volverse y
mirar a un lado y otro de la carretera 59, examinando cada centímetro del
aparcamiento del bar. No vio a nadie, solo se oía la música del interior del bar, el
bajo y la batería resonando contra sus costillas. Estaba menos afectado por el
simbolismo del sacrificio animal, el taimado zorro castigado por su astucia, por
meterse en unos bosques que no eran suyos, que por el hecho de que los hubieran
seguido a Randie y a él, por la posibilidad de que hubieran encontrado su pista.
Soltó el cierre de su pistolera, asegurándose de que el Colt estaba preparado, y
luego sacó el cuerpo de la camioneta con las manos desnudas, estropeando así la
última camisa buena que le quedaba. Se la quitó, se quedó respirando
pesadamente, vestido solo con la camiseta interior, y dejó al animal entre la hierba
al borde del aparcamiento. Con unos trapos que tenía en un cofre cerrado con llave
en la caja de la camioneta, se limpió toda la sangre que pudo. Se confirmaba su
sospecha de que habían degollado al zorro en otro sitio y luego lo habían metido
cuidadosamente en su camioneta, que abrieron sin dejar señal alguna de su
irrupción. Pero alguien del otro lado de la frontera del condado tenía las manos
ensangrentadas aquella noche.
—¿Está tu abuela?
Faith miró a Randie, que había entrado tras él, con sus rizos enmarañados
como un copo de algodón negro después del viaje; había tenido que viajar con las
dos ventanillas completamente abiertas para evitar vomitar el Sprite, el vodka y las
cerezas. Ella y Darren respiraban pesadamente, como si hubieran venido corriendo
los ocho kilómetros que había desde Garrison hasta el condado.
Ya estaba casi detrás del mostrador cuando Faith dijo que su abuela estaba
en la cocina.
Darren abrió la puerta batiente que daba a la otra habitación, donde Dennis,
el cocinero de Geneva, estaba atando una bolsa negra de basura con un líquido
oscuro chorreando por el fondo, y Geneva envolvía unas chuletas de cerdo en
papel de aluminio y las colocaba dentro de unos recipientes de plástico. Un
frigorífico de tamaño industrial ocupaba la mayor parte de la pequeña cocina, casi
chocando con el fogón de ocho fuegos. Cuando cerró la puerta del refrigerador, vio
a Darren y la sangre.
—Ya sabía que pasaría algo así —dijo. Darren se volvió finalmente a Randie.
Enfundó el arma y, sin pensar, le puso las manos en los hombros. La examinó para
ver si estaba herida. Buscaba heridas, ya fuera por un perdigón de escopeta
perdido o por algún fragmento de cristal. Cualquiera de las dos cosas podían sacar
un ojo o seccionar una arteria o vena. Pero parecía que no había sufrido ningún
daño.
Wally abrió unos segundos más tarde, y Darren pasó junto a él y atravesó el
umbral. Wally miró hacia su salón y dijo:
Van Horn se puso de pie, detrás de la mesa del comedor, donde había
documentos y archivos y una taza de café, al lado de un ordenador portátil que
estaba claro que había sido colocado allí para que lo utilizara el sheriff. Los cables
se desplegaban hacia ambos lados, y acababan en una enmarañada pila a los pies
de Van Horn. El sheriff vio la sangre en la ropa de Darren, y también notó que no
llevaba camisa ni placa. Wally lanzó un silbido.
Wally dijo:
—Qué pena.
Pero Van Horn era menos displicente. Se subió los pantalones y fue a coger
las llaves de su coche de la esquina de la mesa del comedor.
—Echaré un vistazo.
Darren dijo que el perpetrador se había ido hacía rato, y dio una descripción
de la parte trasera de una camioneta abierta y del tamaño y la forma de las luces
traseras. Estaba demasiado oscuro para ver la matrícula, pero le pareció haber
visto el número 2, o quizás el 5.
—Han sido dos de ellos los que han intentado darme una paliza hoy y
pegarme un tiro.
—¿Y se identificó usted como tal? ¿Llevaba una placa visible? Porque todo
esto puede ser un simple malentendido. Podría parecer que usted intentaba…
—Bueno, con eso no puedo hacer nada. Estaba fuera de la frontera del
condado.
—El tiroteo en el Geneva’s no tiene nada que ver con usted —dijo Wally—.
Una chica de la localidad fue asesinada detrás del local, y esto ha levantado unos
sentimientos reprimidos durante mucho tiempo sobre el tipo de gente que entra y
sale de allí. La gente utilizará este asunto para intentar echarla. Si me lo vendiera a
mí, me aseguraría de que viviera bien el resto de su vida, y no tendría que estar de
pie doce horas al día. Pero Geneva no sabe limitar las pérdidas.
—¿Le preocupa la gente que entra en su local cuando usted tiene miembros
de la banda más violenta del estado en su cervecería? Dos de ellos me han
apuntado esta noche con un arma y han mencionado asuntos de la Hermandad
Aria con los Rangers.
—¿Quiénes?
—He oído decir a Brady que la discusión ha sido un poco acalorada, pero
esa es una acusación muy grave.
—Quiero que nos sentemos un rato, eso es todo —explicó Darren—. Quiero
una entrevista.
Van Horn fingió que consideraba la petición, pero sabía que no podía
negarle aquello a un ranger de Texas que estaba investigando el caso. Darren ni
siquiera tenía que hacer la petición, pero quería un entorno que solo le podía
proporcionar el sheriff.
—No deberías estar aquí fuera —replicó él—. ¿Está bien Randie?
Se inclinó y cogió dos de los trapos. No era remilgada, así que fue hasta el
extremo del aparcamiento y los escurrió, echando el agua rosada entre las hierbas.
Cuando volvió con los trapos listos para volverlos a usar, le miró y le preguntó:
—¿Le gusta?
—No había conocido nunca a una viuda tan joven como ella.
—Para quitar las manchas de sangre de la ropa hay que usar sal y
bicarbonato. Le puedo lavar la suya, si quiere.
Era una chica amable, pero tenía los típicos problemas de los pueblos
pequeños que no le interesaba nada escuchar mientras limpiaba la sangre de su
camioneta en mitad de la noche. No quería que le contara su historia. Pidió algo de
comer. Habían pasado ocho horas desde que se echó algo al estómago, aparte de
bourbon. Faith fue a la cocina y Darren la siguió; le preguntó dónde podía dejar el
cubo y los trapos y dónde encontrar algo de contrachapado para arreglar la puerta
delantera. Faith le dijo que mirara detrás, y eso hizo él, hurgando entre cajas de
verduras y una colección de antiguas botellas de refresco (Nehi de uva y Coca-
Cola) y periódicos amontonados en una caja de cartón húmeda. Había más cajas de
cartón, rotas y apoyadas contra el cubo de la basura.
Unos años antes, dijo Faith, su madre, Mary Sweet, se acercó sigilosamente
a su marido, Joe, que estaba metido en la bañera. Solo había un cuarto de baño en
la casa donde se crio Faith, de solo dos habitaciones, una casita prefabricada de
madera que estaba a unos trescientos metros de la cafetería de Geneva. El baño
estaba en la parte trasera de la casa, y Mary pudo ir a ver a Lil’ Joe sin que la oyera
porque este tenía la radio puesta, colocada en una silla junto a la bañera. Ella
llevaba una pistola y mucho rencor, y estaba dispuesta a obligarle a confesar. Lil’
Joe estaba completamente desnudo, y Mary llevaba una de las camisetas de los
Houston Rockets de Lil’ Joe como si fuera un vestido. Lo que siguió solo se podía
saber si estás dispuesto a creer a una delincuente confesa.
Lil’ Joe, que era de piel bastante clara, como Faith, y tenía un pequeño hueco
entre los dientes delanteros y unos rizos muy oscuros que estaban húmedos y se le
pegaban al cuello por encima del agua, sonrió a la que era su mujer desde hacía
veinte años, malinterpretando aquel momento y creyendo que no era más que una
escenita. Llevaba más de un año acostándose con otra mujer y Mary no había
hecho nada al respecto, ni nunca hizo nada más que chasquear la lengua a sus
espaldas. Joe llevaba un cigarrillo entre los dientes que no se molestó en quitarse
cuando le dijo a Mary a quemarropa:
—Bueno, supongo que será mejor que lo hagas, que me pegues un tiro,
entonces.
Hablaba muy gallito, pero cuando Mary dejó caer la radio en la alfombrilla
rosa del baño y amartilló el 22, Lil’ Joe salió el agua de un salto, tiró al suelo a Mary
y echó a correr hacia la parte delantera de la casa. Había llegado casi a la puerta
cuando ella le disparó tres veces en la espalda.
Darren recordaba las sabias palabras de Huxley: «Lil’ Joe iba mucho por ese
bar, y mira lo que le pasó», dijo. Y a continuación recordó la ronca condena de
Missy que hizo Lynn, hablando de Michael: «Algunos tipos no aprenden nunca».
—Missy Dale.
—Mi padre se creía un tipo listo —dijo Faith—. A veces los hombres se
portan como si no supieran quién les lava la ropa. —Dejó el plato y el tenedor en
un escurreplatos para que se secaran y dijo—: Por cierto, si se quita esos pantalones
y esa camiseta, se los lavaré.
Darren se dio cuenta de que no había visto nunca una foto de Missy Dale,
solo un mechón de pelo rubio que sobresalía de la sábana blanca que cubría su
cuerpo, la mañana que llegó al pueblo. Preguntó:
—¿Era guapa?
—¿Fue real? —Tenía dos sombras en forma de media luna bajo los ojos—.
¿Ocurrió de verdad algo de lo de anoche?
Era Wilson.
Tenía ya una hora y un lugar para la entrevista con Dale, las dos en punto
en la comisaría del sheriff en Center, como había pedido Darren, junto con
instrucciones explícitas. Darren tenía la total libertad de hacer su trabajo,
mostrando a un tiempo y en todo momento la debida deferencia a los agentes de
policía locales, lo que significaba no hacer preguntas que desaprobase el sheriff
Van Horn. El crimen de Missy Dale seguía únicamente bajo la jurisdicción del
sheriff hasta que se probase convenientemnte que estaba conectado con la muerte
de Michael Wright.
—Nadie dice que no pueda hablar con ese hombre. Respeto a Van Horn por
no impedirlo, y usted le debe un poco a cambio. Simplemente, piense que vamos a
tener que seguir trabajando con esos departamentos locales mucho después de que
esto termine. Los Rangers no pueden permitirse ganarse la reputación de no
respetar su autoridad. Y si tengo que responder por usted ante los peces gordos del
cuartel general de Austin, necesito poder decirles que no se ha pasado de la raya,
que no es un elemento peligroso.
—¿Como qué?
Wilson se quedó callado, al otro lado. Darren oyó correr el agua en el baño y
el chirrido de un grifo al cerrarse cuando Randie acabó de ducharse.
—Existe una cierta preocupación por su relación con la mujer que regenta
esa cafetería. Ginny o Genevieve, ¿verdad? ¿Una mujer mayor, negra?
Darren colgó el teléfono mientras Randie salía del baño, cogía con rapidez la
toalla que descansaba en el borde del lavabo y se envolvía con ella. Darren volvió
la cabeza, murmurando: «Lo siento». Randie dijo que podía vestirse en el baño,
pero Darren respondió que no sería necesario. Salió fuera y se puso a contemplar la
lluvia, que caía ahora en grandes gotas grises, formando corrientes que se retorcían
como cuerdas al caer de los aleros y salpicar en el asfalto frente al lugar donde se
encontraba aparcado su coche, mojando las puntas de sus botas. Marcó el número
del despacho de Greg en la oficina y lo oyó sonar.
Buscó algo a su espalda, y Darren notó que toda la sangre de su cuerpo fluía
hacia el dedo del gatillo. Notó el subidón de los tiradores, un poder que lo aligeró,
que aguzó su sentido de la vista y del oído, y la razón se replegó hacia un lugar
gris y distante. Examinó la situación rápidamente: la bandolera, los pantalones
caqui anchos… Darren bajó el cañón en el momento exacto en que el hombre
sacaba una billetera de cuero de su bolsillo trasero. Darren dejó escapar el aliento
que no sabía que estaba reteniendo, notando que el corazón le explotaba de alivio.
El joven sacó su identificación antes de que Darren pudiera pedírsela. Cuando
Randie salió de la habitación, unos minutos más tarde, Darren le presentó a Chris
Wozniak, del Chicago Tribune. El mundo exterior acababa de llegar a Lark, y quería
hacer algunas preguntas.
16.
Si Chris Wozniak sentía curiosidad por saber por qué el ranger de Texas que
estaba investigando la muerte del marido de Randie salía del motel de esta a las
nueve de la mañana, no lo dijo. Miró a Randie fijamente y preguntó, como para
asegurarse:
—¿Es usted la viuda? —Le ofreció sus condolencias y dijo que le gustaría
tener la oportunidad de entrevistarla también a ella—. Conoce a Teresa Martin, me
ha dicho mi director. —Randie asintió, pero no lo miró a los ojos.
Darren asintió.
—Sí, sí… —dijo Wozniak—. Quiero que me cuenten todo eso. Los
antecedentes de la víctima…, y es interesante que ustedes dos tengan eso en
común —dijo a Darren, buscando en la bandolera que llevaba un bolígrafo y una
libreta. Garabateó una nota rápida y luego se volvió a Darren, que estaba
conmocionado al verlo tan insensible frente a la esposa del hombre muerto—. Mire
—dijo el periodista—, viene hacia aquí un equipo con una cámara. Hoy mismo,
espero. Y me gustaría tener alguna idea de los hechos básicos, y también conocer el
terreno, por decirlo así. Se ha hablado de un bar de paletos que está aquí en el
pueblo. —Miró a Randie. Quería hurgar en algo más, pero no delante de ella—.
Puedo llevarles si quieren.
No le gustaba la idea de dejar a Randie sola con aquel tipejo. Pero más que
nunca tuvo la sensación de que el disparo de rifle que entró en la cafetería de
Geneva la noche anterior iba dirigido a él. La Hermandad Aria de Texas tenía un
enemigo en el condado de Shelby, y podía estar poniendo a Randie en peligro
cuanto más tiempo pasaran los dos juntos. Al mirar hacia el otro lado del
aparcamiento (vacío, excepto su camioneta y los coches de alquiler de Randie y
Wozniak), examinó la brillante y resbaladiza carretera que pasaba frente al motel,
con el agua de lluvia corriendo a raudales por unas zanjas llenas de hierbajos, y se
le ocurrió un plan. No pensaba compartir ninguna pieza del rompecabezas con un
periodista hasta comprender cómo encajaba todo en el contexto. Y en aquel preciso
momento no lo tenía aún. Quería saber más de Missy, y de Lil’ Joe, el hijo de
Geneva. Desde la noche anterior una idea le rondaba la cabeza. Si Keith Dale sabía
lo de su mujer y Lil’ Joe, ¿quién dice que no descargara en Michael Wright la furia
que no había tenido oportunidad de dirigir al hijo de Geneva? En opinión de
Darren, explicaba perfectamente la secuencia de las muertes. Keith se encuentra
con su mujer y Michael saliendo de la cervecería, en la pista rural, y mata al
hombre negro que pensaba que andaba tonteando con ella. Dos días más tarde
mata a su mujer en un ataque de ira. Ambos cuerpos se encuentran en la misma
agua fangosa. Darren no podía explicar por qué Keith había esperado dos días
para matar a su mujer. Pero ya lo iría encajando en el esquema temporal cuando
tuviese a Keith en la oficina del sheriff, más tarde.
Tenía una lata de cerveza en el regazo, junto con el oxidado 22, y hacía
guardia ante los objetos a la venta aquel día: tarros de mermelada y ollas de hierro,
un soporte para peluca de madera, una caja de Coca-Cola amarilla y roja que debía
de tener unos treinta años. Estaba claro que eran cosas que había encontrado
tiradas alrededor de su casa, artículos que, colocados encima de un edredón
acolchado por una anciana señora de color, adoptaban el suficiente significado
histórico para ganarse un dinerillo. Darren admiraba la astucia del engaño.
—¿Y por qué demonios Van Horn está pidiendo listas de clientes del
Geneva’s, gente que ha pasado por el pueblo, cuando el marido de la mujer muerta
estaba criando al hijo de otro hombre? —preguntó Darren. Un hijo que Keith y su
familia parecían haber endosado a Wally y Laura Jefferson, ¿una renuncia
retroactiva a un niño que no era de su sangre? Wendy le indicó por señas que se
apartara hacia la derecha, para no tener que mirar al sol, que quedaba justo detrás
de él. Él se metió bajo el alero del tejado, y en el trocito de sombra que le
proporcionaba vio que los ojos de Wendy eran de un castaño mucho más claro de
lo que había pensado, de un color miel intenso. Ella dijo:
Wendy estaba segura de que había empujado al sheriff en una dirección que
le convenía a él.
Lark había empezado como plantación, más de ciento setenta años atrás.
Allí estaba la antigua casa, dijo ella, señalando hacia la casa de Wally, al otro lado
de la carretera, y la cúpula de Monticello. La gente de Wally presumía de una
relación distante con el tercer presidente de la nación, y se veían a sí mismos como
herederos directos de la historia estadounidense. Y como el viejo Thomas,
prosperaron como propietarios de esclavos, con la conciencia limpia y bien
provistos de dinero. La emancipación cambió las cosas para ellos, pero no
demasiado; siempre había nuevas formas de enriquecerse. La mayoría de la gente
negra que vivía en Lark venía de familias de aparceros, que cambiaron su
esclavitud física por las deudas apabullantes que suponía el arriendo de las tierras,
salir de la sartén para caer en el fuego, de la certeza del infierno a la lenta y
abrasadora tortura de la esperanza.
Geneva Marie Meeks solo fue al colegio hasta los dieciséis años, que fue
cuando su padre se puso enfermo y ya no pudo cultivar su pequeño terreno de
cuatro hectáreas de algodón. Su madre y hermanos lo recogían, pero aun así la
familia se fue quedando sin recursos, de modo que decidieron que hasta la más
pequeña, Geneva, tendría que trabajar. Ella sabía cocinar, porque alimentaba a las
seis personas que componían su familia desde que apenas era lo bastante mayor
para llegar al estante superior del aparador, de modo que se puso a trabajar en la
cocina de los Jefferson, preparando el desayuno, la comida y la cena, seis días a la
semana, así como bolsas con el almuerzo para el joven Wallace Jefferson III, que
acudía al instituto de Timpson y tenía un pequeño Ford Fairlane que le había
comprado su padre, así que podía ir tan campante arriba y abajo por la carretera, a
lo grande, dos veces al día. Wally siempre había estado un poco demasiado
mimado, y le habían hecho pensar que era más especial de lo que era en realidad.
Pero el chico idolatraba a su padre y todo lo que hacía referencia a él, desde la
manera que tenía de ponerse el cinturón bien apretado encima de los pantalones,
sujetándolo con una hebilla de plata, hasta la forma caballerosa con la que se
presentaba en todo el pueblo, abriendo las puertas a las damas y no diciendo jamás
la palabra negro cuando estaba en compañía mixta. Por aquel entonces, Wallace
Jefferson II, a quien sus amigos llamaban Jeff, iba por su segunda mujer. Después
de que su primera esposa, la madre de Wally, muriese de repente, le dio por
frecuentar los actos sociales de la iglesia hasta en Marshall y Dallas, buscando a
una chica decente con la que casarse para convertir su casa de nuevo en un hogar.
Pero la segunda señora de Wallace Jefferson II, Phyllis Slatterly de Longview, no
duró casi nada porque había sobrestimado las alegrías de vivir en una plantación
en el siglo veinte. Se aburrió enseguida en un pueblo en el que vivían solo un par
de cientos de personas, muchas de las cuales eran demasiado negras y demasiado
pobres para admirar su posición en la vida de la manera que a ella le parecía que
merecía su título de señora de Wallace Jefferson II. Además, tenía que recorrer casi
trescientos kilómetros e ir hasta Dallas para gastar el dinero de Jeff de una manera
que le resultara satisfactoria. No duró más que dieciocho meses, y luego huyó y
consiguió que los tribunales de su ciudad natal anularan el matrimonio. Jeff la dejó
ir y crio solo a sus hijos, Wally y su hermano menor, Trent, que murió en un
accidente de coche durante su primer año en la Universidad de Texas. Se resignó a
la vida de soltero y se retiró del amor. Y por eso no estaba preparado para tener a
Geneva en su casa.
La habría dejado en paz, pero maldita sea, es que era muy guapa.
Jeff llevaba a Geneva a casa en coche las noches que se quedaba hasta tarde.
Ella no vivía a más de un kilómetro y medio, pero a él le empezó a parecer raro
dejar que se fuera andando después de medianoche. Y otras cosas también le
empezaron a parecer raras. Un calor repentino que le bajaba por el cuello cuando
ella lo miraba. Un terrible dolor por debajo de la cintura si ella estaba de pie
demasiado cerca de él. Y un deseo de tocarla por todas partes, de saber cómo sería
hundir sus dedos en aquellos rizos.
Un día ella le dijo a su madre que los Jefferson querían que se quedara a
trabajar toda la noche, y cuando Jeff subió en su camioneta para llevarla a casa,
como de costumbre, ella le dijo que no lo hiciera y aparcara en algún sitio. En la
cabina, él la miró y notó que la sangre le corría por todo el cuerpo. Sabiendo lo que
estaba a punto de ocurrir, se mordía las uñas al llevarla hasta el mismísimo borde
de la tierra en la que se encontraba su mansión. Él nunca había estado con una
chica de color, de modo que cuando la besó por primera vez, un beso que duró casi
una hora, ignoraba si era la negritud o si era la propia Geneva la que tenía un
gusto tan dulce.
Fue la primera vez para Geneva, y él se dijo a sí mismo que debía tomárselo
con calma.
Cualquiera que los mirase habría dicho que eran felices, Geneva y Jeff.
La noche que ella le habló a Jeff del músico, Joe ya llevaba dos días alojado
en la parte de atrás de la cafetería. Se enamoraron locamente, y se juraron fidelidad
el uno al otro en cuanto se conocieron. Y Joe ya no se escondió más.
Y como ella dijo que sí, que así era, él se apartó de la mesa.
—Bien, entonces.
Joe compró el local con el dinero de la música, y Jeff, que Dios lo perdone,
murió antes de que pasara un año. Y ahí estaba Geneva, ganando todavía un buen
dinero en la tierra de Wally, o al menos así lo veía él. Ella le había robado el local, y
durante décadas le insistió en que se lo vendiera, aunque lo único que quería hacer
con él era derruirlo.
—¿Y cómo es que Lil’ Joe nació poco después de que llegase Joe?
—Hijo, no tengo ni idea de todo ese follón de las fechas —dijo Wendy—.
Pero si lo que pregunta es si Lil’ Joe era familia de Joe, la respuesta es no. Pero no
importaba demasiado. Joe adoraba a aquel niño como si fuera suyo. Ya no quedan
personas tan buenas como Joe.
Una mujer negra muy gruesa salió del Geneva’s, hurgándose los dientes con
un palillo rojo. Miró las mercancías que tenía expuestas Wendy al lado de la
puerta, se acercó para echarles un vistazo y luego se lo pensó mejor y se alejó
bamboleándose hacia su Honda Civic color granate. El coche se inclinó mucho
hacia la izquierda cuando ella se metió en el asiento del conductor, y Wendy dijo:
—¿Qué está pasando? —preguntó, al ver que dos ayudantes se bajaban del
segundo vehículo. ¿Qué podía pasar que requiriera tanto personal? Van Horn le
dijo a Darren que se echara a un lado y que todo aquello no tenía nada que ver con
él, y luego entró en Geneva’s seguido por los dos ayudantes, que se apoyaron
contra la pared, junto a la gramola. Cuando Darren entró, vio que los hombres del
sheriff se quedaban fuera, armados y alerta. Detrás del mostrador, Geneva levantó
la vista, vio a Darren y a los hombres del condado al mismo tiempo y se quedó
confusa, como si ambos hubiesen llegado juntos y siguiesen un plan coordinado.
—Geneva —dijo Van Horn—. Vamos a hacerlo fácil y sencillo, ¿de acuerdo?
Le pidió que saliera de detrás del mostrador con las manos por delante.
Entonces hizo señas a uno de sus hombres, un tipo más joven y más gordo que
Van Horn. Este se sacó las esposas del cinturón y esperó pacientemente a que
Geneva saliera. Esta miró la escena que tenía delante como si se hubiera
materializado para entretenerla, como si los hombres fuesen malos actores que
trabajaban con un guion poco brillante.
—¿Están todos locos? —dijo Tim—. ¿Qué les hace pensar que Geneva
pudiera matar a Missy?
—Las pruebas sugieren que la señora Sweet fue la última que la vio con
vida.
—Ya basta. —Van Horn reconvino a su ayudante por hablar sin permiso y
le ordenó que esposara a la mujer inmediatamente. Ambos, tanto Huxley como
Tim, intentaron bloquear el avance del ayudante hacia Geneva—. En los coches
caben tres —dijo el sheriff, y Huxley y Tim se apartaron. El ayudante fue por
detrás del mostrador y, con mucha delicadeza, a juicio de Darren, introdujo las
delgadas muñecas de Geneva en las esposas de metal. Se abrió la puerta de la
cocina y Faith salió, chillando:
—Huxley —dijo. Este salió con Tim y algunos clientes para ver lo que estaba
ocurriendo con aquella mujer de sesenta y tantos años—. Cierra el local y llama al
abogado de Timpson, el que vino cuando dispararon a Joe.
Entonces miró a Darren. Su labio inferior tembló, y esa fue la primera grieta
que él vio en su fachada de acero, lo primero que le indicó que estaba aterrorizada.
—No hable, le digan lo que le digan —le dijo, apelando a sus conocimientos
legales. Luego hizo una promesa que no estaba seguro de poder cumplir—: Voy a
sacarla de esta.
17.
Las imágenes eran menos morbosas que las de Michael Wright, o al menos
no tan sangrientas. A diferencia de la cara de Michael, la de Missy parecía tal y
como era en vida: redonda, con la barbilla marcada por el acné, pero una chica
guapa, en conjunto, o lo que se podía considerar guapa en un pueblecito de Texas.
Solo con ser rubia ya podía llegar muy lejos por aquellos pagos, y Missy tenía el
pelo espeso y dorado, sin raíces oscuras. No tenía marca alguna por encima del
cuello. Sus ojos estaban cerrados, como si estuviera durmiendo, o a punto de un
sueño que acababa de convertirse en pesadilla. La auténtica historia la contaba lo
que tenía por debajo de la mandíbula, unos arañazos a ambos lados del cuello,
producidos al intentar defenderse de su atacante. Darren veía la huella de los
dedos que la habían estrangulado. Los hematomas eran de color rojo vino y de un
azul oscuro, y la piel en torno a ellos estaba marcada con una constelación de
capilares rotos. Según el forense, Missy había pasado menos tiempo en el agua
ácida del bayou Attoyac que Michael Wright. No había ni rastro del Attoyac en sus
pulmones, ni agua ni limo del bayou, lo que significaba que ya estaba muerta
cuando cayó en él. La causa de la muerte era asfixia por estrangulamiento manual.
El hueso hioides estaba fracturado por dos sitios. La manera de la muerte se
consideró homicidio.
Ahora Darren tenía claro que el bayou había sido un decorado, un escenario
que sugería un vínculo entre el asesinato de Missy y el de Michael Wright, que
establecía una causalidad donde quizá no había ninguna. Era un ardid muy
ingenioso. ¿No había estado Van Horn trabajando con esa misma suposición, que
uno de los crímenes era una represalia por el otro? Pero Darren no entendía qué
tenía que ver todo ello con Geneva… hasta que llegó a la segunda página.
Relegado al final, debajo de una anotación que indicaba su nivel de alcohol en
sangre, cero por ciento, el contenido del estómago de Missy revelaba el secreto de
cómo había pasado las últimas horas de su vida.
—Van Horn tiene la cara muy dura —dijo Geneva cuando Darren
finalmente pudo verla. Ya la habían fichado antes de entrar en la celda del tribunal
del condado, le habían quitado el delantal y el anillo de boda. Se había metido el
reloj de pulsera chapado en oro en el bolsillo para evitar que la harina y la grasa
pegotearan el oro, pero también se lo habían quitado. Su abogado era un hombre
blanco, corpulento, con una melena blanca con muchas entradas y dirigida hacia el
techo, al mismo tiempo. Tenía la misma pinta que cualquier otro abogado
defensor, con un guiño al antiautoritarismo en la indumentaria. En los alrededores
de Austin, el tío de Darren, Clayton, era conocido por su colección de calcetines
rebeldes, de cuadros, de lunares y de rayas, que mezclaba y combinaba
orgullosamente. Frederick Hodge, abogado de la señora Sweet, llevaba una camisa
al estilo del oeste, con botones de perla, debajo de la chaqueta del traje, y unas
botas de puntera cuadrada poco apropiadas en el ámbito profesional. Había hecho
lo posible para evitar que su cliente hablase con el personal de la policía, pero a
Van Horn le gustaba la idea de dejar libertad a Darren para que hablase con
Geneva, especialmente dado que la sala de visitas para cualquier hombre o mujer
sin acreditación como abogado estaba monitorizada.
Geneva entornó los ojos mirando a Darren por encima del hombro. Había
dos ayudantes vigilándolos, monitorizando la conversación desde detrás del cristal
emborronado de una ventana recortada en la pared de yeso. Darren tenía mucho
cuidado con lo que decía, pero también sentía que estaba llegando al límite de su
lealtad a una mujer a la que no conocía…, porque en realidad no la conocía. Se
había sentido allí como en su casa, como si estuviera rodeado de las mujeres con
las que se había criado en Camilla, mujeres que eran la encarnación de la figura
materna que a él le faltaba en la vida, y le preocupaba que eso le hubiese nublado
el juicio, haber confundido una predisposición maternal con un corazón pacífico.
—El abogado dice que no pueden tenerme aquí mucho tiempo. Que todo es
circunstancial. Simplemente les ha entrado el pánico porque han pasado tres días y
todavía no saben quién lo hizo ni qué fue lo que ocurrió. Dice que no pueden…
—Usted también tiene secretos. —Se cruzó de brazos, con los afilados codos
presionando sobre la mesa—. No me dijo que era un ranger, cuando vino por ahí
husmeando, y no me dijo que le habían inhabilitado.
Así que Wally y Geneva habían hablado. Darren no conseguía entender cuál
era su relación. Era claramente adversa, pero también extrañamente familiar,
aquella forma que tenían de tolerarse el uno al otro, incluso de aceptarse el uno al
otro. Les gustara o no a los dos, no había forma de eludir este hecho: eran familia.
—¿Keith?
—Ya lo sé.
—Cuénteme algo para que pueda enfrentarme a ellos. —Darren señaló a los
ayudantes por encima de su hombro, los hombres de Van Horn que los
contemplaban desde la habitación contigua—. ¿A qué hora se fue ella de su tráiler?
¿Dijo algo que pudiera darle una idea de adónde se dirigía cuando se fue?
—Ya sé adónde fue —dijo Geneva, con tanta sencillez que Darren no estuvo
seguro de haberla oído correctamente o de que ella supiera lo que estaba diciendo
—. La acompañé en coche a casa.
—¿A casa?
—A casa.
—Estaba su coche.
Había que respetar unas reglas de decoro que ella no había querido
incumplir tras la muerte de la joven; no pensaba que fuera asunto suyo desvelar el
secreto de Missy cuando la chica ya no podía defenderse. Prometió guardarle el
secreto cuando estaba viva y había intentado honrar la amabilidad que Missy le
había demostrado a Geneva al dejarle ver a su nieto no diciendo ni una palabra a
nadie. Era eso lo que, al final, había protegido a Keith, y el precio lo estaba
pagando ahora Geneva. Pero Darren no se había criado en Lark ni conocía a toda
esa gente. «Que le den por saco al decoro». Van Horn había arrestado a la persona
equivocada y Darren no pensaba dejarlo correr.
18.
Varios hombres se volvieron a mirar antes que él. De hecho, Keith fue uno
de los últimos en ver al ranger negro. Cuando lo vio, una lenta sonrisa apareció en
su rostro. Bajo el casco amarillo, su piel tenía un aspecto cetrino, mucho más
siniestro aún, y la sonrisa era una pura amenaza. A diferencia de sus compañeros
de trabajo, que contemplaban la llegada de Darren al almacén con extrañeza a
causa de las muchas cosas que no cuadraban a primera vista («¿Un ranger negro?
¿Aquí?»), a Keith Dale parecía que aquella situación absurda casi le hacía gracia.
Dos de los hombres que estaban junto a él se miraron entre sí, y uno de ellos
intentó dar una palmadita acongojada en la espalda de Keith, un gesto de solicitud
masculina que Keith rechazó.
—Me gustaría que saliera fuera conmigo —dijo Darren. Keith se mostraría
más reacio cuanto más numeroso y más blanco fuera su público. Un hombre negro
que estaba en un rincón decidió seguir trabajando a pesar de la escena que se
desarrollaba ante él.
—Pues yo creo que no —dijo Keith. Se apartó del palé que estaba
envolviendo y se quitó el guante derecho, luego el izquierdo. Se los metió en el
bolsillo trasero de sus vaqueros descoloridos y manchados de grasa. Había una
cierta amenaza en el gesto, como si se estuviera preparando para algo que requería
destreza física. Darren dio un paso hacia adelante, dejando claro que iba a
mantenerse firme.
Keith miró a unos pocos de sus colegas y su sonrisa se amplió. Darren vio
unos dientes afilados y blancos con manchas de tabaco en las encías. Keith estaba
disfrutando, y las palabras que dijo a continuación las pronunció muy alto, para
que el negro que estaba en el rincón también pudiese oírlas.
Darren lo dejó pasar, porque no valía la pena por un solo negro despectivo.
Firmemente, dijo:
—Sería mejor que viniera tranquilamente y sin hacer una escena delante de
su gente —dijo Darren—. De otro modo, tendré que hacerlo por las malas.
—Una mierda.
Por las malas significaba esposas, y llevaba un par sujeto a su cinturón. Pero
también había otra forma de hacerlo por las malas: si Keith quería montar un
espectáculo delante de sus colegas, Darren les daría espectáculo.
—Cállese.
—Sí, claro que lo vio, Keith. Los vio a él y a su mujer en la pista rural. Pilló a
su mujer ahí con otro negro, sin importarle de qué negro se trataba, y alguien tuvo
que pagar por hacer que usted quedara en ridículo.
—¡Keith!
El dolor lo hizo caer de rodillas. Keith levantó de nuevo la tabla, pero, antes
de que pudiera darle otro golpe, Darren sacó su arma y disparó por encima del
hombro de Keith, destrozando una lámpara. El cristal llovió en el suelo del
almacén. Keith se encogió y finalmente dejó caer la tabla. Miró a su alrededor,
intentando valorar si se había ganado el respaldo de los hombres que lo rodeaban.
La mayoría de ellos no lo miraban a los ojos, y Keith, avergonzado no tanto por su
conducta como por los secretos que se habían desvelado en el almacén, bajó la
cabeza.
—Siéntese.
Señaló a Keith, todavía esposado, una silla que estaba frente a la puerta de
la diminuta sala de interrogatorios de la comisaría, cuatro paredes enyesadas y una
mesa redonda, apenas suficiente para jugar a cartas. El techo era bajo, y Keith, que
medía un par de centímetros más que Darren, podía haberlo alcanzado tocando sin
las esposas. Van Horn entró detrás de ellos, buscando las llaves de las esposas en
su cinturón.
Keith levantó las muñecas esposadas hacia Van Horn, confiando en que el
sheriff pusiera fin a todo aquello. Contaba con la rabia de Van Horn hacia Darren
por arrestar a alguien en su condado sin su permiso. El hombre mayor venía
pisándole los talones a Darren desde que este entró en la oficina e hizo pasar a
Keith por el edificio sin una palabra de explicación. Van Horn casi explota. Ahora
buscaba las muñecas de Keith e intentaba meter la llave en las esposas de ranger de
Darren.
—La mía.
—Ha querido golpearme con una tabla de madera, una tabla que se parece
una barbaridad al arma con la que se abatió a Michael Wright, dejándolo al borde
de la muerte. Si le quita esas esposas, sheriff, lo arrestaré por interferir en una
investigación estatal.
Van Horn dejó escapar un suspiro obstinado, una débil protesta, pero
finalmente cedió.
—Yo no maté a ese negro —dijo Keith mirando a Van Horn—, y nada de lo
que diga podrá hacer que sea verdad.
—Siéntese.
—Es muy sencillo, Keith —dijo Darren—. Nadie sabe cuál fue el paradero
de Missy desde que salió del Geneva’s hasta que la encontraron a la mañana
siguiente. Así que ¿cómo es que no llamó a nadie? Su mujer desaparece durante
casi doce horas, con un niño pequeño en casa, y usted espera al día siguiente y se
va a trabajar como si no pasara nada, aunque Missy no había vuelto a casa la noche
anterior.
Van Horn estaba sentado muy erguido, como si alguien hubiese tirado de
una cuerda que impedía que su columna vertebral se doblase.
—Ya basta, ranger —dijo Van Horn—. Este sigue siendo mi departamento.
—Geneva Sweet jura que dejó a Missy junto a su cabaña la noche que murió
—aseguró Darren—. Dice que su coche estaba allí, en la entrada. Cosa que indica
que fue «usted» el último que vio a su esposa con vida.
—No hables, Keith —dijo Van Horn. Era la primera vez que Darren oía a un
policía decir esas palabras durante un interrogatorio. A Darren no dejaba de
sorprenderle el repetido impulso del sheriff de proteger a ese joven.
—Está mintiendo.
Sí, mentía.
—Ya sabía yo que era alguna mierda de esas de negros —replicó Keith—.
¿Ve cómo se defienden unos a otros?
—A ella le gustaba Missy, Keith —dijo Darren—. Y quería mucho a su hijo.
No creo que jamás le quitara su madre al niño.
Dejó que esta última frase quedara flotando en el aire, pegajosa por el sudor
que emanaba del cuerpo de Keith, que le empapaba las axilas de la camisa de
trabajo. Al mencionar a su hijo, apretó la mandíbula. Darren podía contar las venas
que corrían como ríos hinchados por la frente de Keith. El hombre sonrió para
demostrar que Darren no lo había impresionado.
—Mire, sabemos lo de la relación entre Missy y Joe hijo —dijo Van Horn—.
En lo que respecta a mi departamento, la relación de Missy con el hijo de Geneva y
el niño que resultó de ello… es un posible móvil para que la señora Sweet
cometiera el crimen. Ella sentía mucho rencor por la muerte de su hijo.
Lo dijo con un aire de fiscal que intenta tallar una historia en cualquier
bloque de madera disponible. Darren le recordó, con rapidez:
—No, pero si hubiera cerrado las piernas, él todavía seguiría vivo —dijo
Keith.
Keith no dijo nada durante mucho rato, de modo que el único sonido en la
habitación era el zumbido del tubo fluorescente del techo, y el aliento de Van Horn
entrando y saliendo, fatigoso por la presión de un vientre que había impuesto su
presencia en la mediana edad. En realidad, casi jadeaba. Darren le preguntó a
Keith directamente:
—¿Vio a su mujer y a Michael en la pista rural el miércoles por la noche?
—Keith.
—No lo maté.
Se cruzó de brazos, los músculos como sogas por la tensión. Darren buscó
sus tatuajes, las SS o la forma del estado de Texas marcada con las iniciales de la
Hermandad Aria, y se sorprendió al ver que la piel de Keith estaba limpia, y que
solo tenía algunas pecas y lunares.
—Si el fiscal del distrito te sienta en el banquillo, cuando esto vaya a juicio y
la otra parte pregunte dónde estuviste la noche que desapareció tu mujer, y por
qué no me llamaste a mí, o incluso a los padres de Missy, ¿qué vas a decir, hijo? —
le preguntó Van Horn.
—No dejará que esta puta cucaracha le vuelva contra mí, ¿no?
—Lo cierto —dijo Van Horn— es que tengo dos asesinatos, y tu nombre
aparece muy relacionado con los dos.
—Lo está entendiendo todo mal. Keith júnior es mi hijo; yo quiero a ese
niño, y punto.
—Todo esto no tiene nada que ver con Júnior —dijo, rudamente.
—¿El qué? —preguntó Darren—. ¿Qué es lo que no tiene nada que ver con
Júnior?
Keith lo ignoró. Pidió un cigarrillo y una Coca-Cola a Van Horn, como si
finalmente hubiese caído en la cuenta de que podía pasar allí un buen rato. Van
Horn no quería dejarlos solos, de modo que lo de la Coca-Cola no podía ser.
Darren le ofreció un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo. Tiró una caja
de cerillas a la mesa. Era de la cervecería. Keith se puso el cigarrillo entre los labios
resecos y lo encendió.
—Ya sé que llevó al niño a casa de Wallace Jefferson para que se quedara
allí.
—¿Y qué iba a hacer si no? —dijo Keith—. La familia de ella no lo quiere, y
la mía está toda en Montgomery. Laura, la señora Jefferson, se ofreció a cuidar del
niño un tiempo, y como Missy ya no estaba, yo no tenía ayuda de nadie. Así que…
—Eso era cosa de Missy. Yo no quería que el niño estuviera con esa gente.
—Quiero decir con negros —dijo. Entonces, dándose cuenta de que estaba
disfrutando de un poco de nicotina gracias a la generosidad de uno de esos negros,
murmuró—: Sin ánimo de ofender.
—No le pegué a esa chica ni una sola vez desde que la conocí, y llevábamos
juntos desde tercero, en el instituto. Es que ella no paraba, no paraba, una y otra
vez.
—¿Volver adónde?
—A the Walls —dijo él, refiriéndose a la institución correccional de
Huntsville.
—Entonces dinos algo con lo que podamos trabajar, Keith, algo para que no
cumplas tanto tiempo, para que no te pongan la inyección —dijo Van Horn—. Si
fue un accidente, hijo, los dos…, el negro y luego Missy, a lo mejor podemos…
Lo habían llevado hasta el borde del abismo, y ninguno de los dos agentes
hablaba ya. Darren temía hacer cualquier movimiento repentino por temor a
romper el hechizo.
Keith puso las manos en la mesa. Sin los guantes de trabajo parecían
callosas y secas. En el dorso de las manos tenía arañazos, finas rayas rojas que le
había hecho ella, supuso Darren. Esas eran las marcas de Missy luchando por su
vida. Keith se las frotó, ausente.
—Yo la quería —dijo—. Pero es que ella no paraba, no paraba, diciendo que
íbamos a ir los dos a la cárcel porque yo le había pegado al negro equivocado. Y
tiene razón —dijo, mirando a Van Horn—. Se me fue un poco de las manos, eso es
todo. Yo no quería matar a nadie, solo quería que ella se callara y no dijera nada
más.
—Pero juro que dejé a ese hombre vivo en la pista rural. Lo arrastré fuera
del coche, eso sí, le di unos cuantos palos, y reconozco que tuve malos
pensamientos. Cogí una tabla del camión, sí. Pero Missy llegó chillando como si se
estuviera volviendo loca, y entonces noté que me pasaba algo, una voz en la cabeza
que me decía: «Para». Y paré, justo entonces. Solté la madera, nos subimos en el
coche y nos fuimos.
Van Horn suspiró, un sonido que parecía el gemido de unos malos frenos;
su viaje había tomado un giro inesperado. Fulminó con la mirada a Keith como si
lo hubiera traicionado.
—El coche… —dijo. Era lo que más quebraderos de cabeza le había dado
todo el tiempo, la parte de todo aquello que no encajaba. Si no había sido un robo,
¿dónde estaba el coche?
Keith los alcanzó en la pista rural, al negro y a su mujer, justo a unos pocos
metros de la casa cuyo alquiler pagaba él personalmente cada mes. Más tarde
Missy insistiría, una y otra vez, en que el hombre simplemente la llevaba a casa,
que Keith se había confundido; que solo estaban hablando. Pero entonces a Keith
no le importó. Dio un frenazo, giró en la tierra roja y bajó de un salto del coche
negro. Michael Wright tuvo que pisar el freno de golpe para evitar empotrarse en
la parte delantera de la camioneta de Keith, que en aquel momento apuntaba en su
dirección. El negro levantó la mano, protegiéndose los ojos de la luz blanca y
resplandeciente que penetraba en el asiento delantero de su coche. Parecía
realmente confundido con lo que estaba ocurriendo, y eso no hizo más que
alimentar la rabia de Keith —que el hombre ni siquiera tuviera la sensatez de saber
que estaba haciendo algo mal, que fuera forastero y no supiera que por allí esas
cosas no se hacían—. Las luces del Ford de Keith alumbraron la matrícula de
Illinois, el ornamento del capó en un azul y blanco muy elegantes, y el negro era
demasiado estúpido para saber que estaba conduciendo el coche favorito del
Führer. «¿Te gustan las llantas?». El propio Keith nunca había estado al norte de
Oklahoma, y pensaba que el mundo fuera de Texas era un batiburrillo de mezclas
raciales donde todos tenían una idea equivocada de quién había construido este
país, que los hispanos y los negros siempre alargaban la mano pidiendo esto,
pidiendo lo otro, sin haber trabajado ni un solo día en toda su puñetera vida, pero
aun así nos quitaban nuestros trabajos, nos quitaban a nuestras mujeres y a
nuestras hijas. Y ahora estaba ocurriendo en el pequeño Lark de toda la vida, en
Texas. Le iba a ocurrir a él otra vez.
Missy fue la primera que salió del coche. Llevaba una camiseta blanca y una
falda con flores abierta por los lados, y él no pudo evitar pensar que se podía meter
una mano y subírsela por el muslo fácilmente. De repente vio la cara de su hijo y
tuvo que contenerse para no acelerar el motor y embestirlos a los dos y derribarlos
como bolos. Ya la había pillado por ahí un par de veces antes, una vez solo unos
pocos meses antes de que naciera Júnior. Él sabía que había muchas posibilidades
de que el niño no fuese suyo, ya antes de que saliera chillando al mundo, todo
morado y húmedo. Le habría pegado un tiro él mismo a Lil’ Joe Sweet si su mujer,
esa zorra negra menuda y delgaducha, no lo hubiera hecho antes. Negra o no, la
verdad es que era de admirar la eficacia con la que había solucionado el problema.
Desde el principio, Keith se había visto atrapado por el amor hacia aquella chica y
su hijo. Missy y él habían salido juntos cuando iban al instituto. Fue él quien la
llevó a su baile de graduación, y quien volvió desde el Angelina College, el primer
curso, para poder ir también al de ella. Les gustaba la misma música, cazar y
pescar. Ella era una chica de campo, dulce pero fuerte. La primera estación de caza
del venado a la que fueron juntos, ella abatió a un macho la primera hora que pasó
en su puesto. Y además, Dios mío, era guapísima, con los ojos verdes y el pelo
rubio, el culo gordito y una cintura alrededor de la cual se podía pasar muy bien el
brazo. Era la segunda chica con la que había estado. Un beso, y quedó cautivado.
Se casó con ella en cuanto pudo, encontró una pequeña cabañita que podían
alquilar. Querían niños, muchos niños. Luego él estuvo en la cárcel por asuntos de
drogas, una condena de veintiséis meses, y la primera hora que pasó en casa
después de volver supo que la había perdido. Lo supo por la forma en que ella
apartó la boca a un lado cuando quiso besarla. Los labios de él aterrizaron en su
mejilla, y él supo que todo había terminado.
Ella levantó las manos y las extendió hacia delante, y los faros marcaron
unas sombras negras bajo sus ojos. Nubes de tierra roja se arremolinaban a sus
pies.
Y eso bastó para darle ventaja. Se lanzó sobre el hombre con los dos puños,
machacándolo desde todas partes e insistiendo hasta que la piel se rompió, hasta
que notó los huesos, hasta que vio la sangre en sus nudillos, a la luz de los faros de
la camioneta.
—Quítate de en medio.
Levantó la madera sólida y le dijo al negro que abriese los ojos. Quería que
mirara a Keith al decir:
—Apártate de mi mujer.
—Lo juro.
—La mató para cubrir lo otro —dijo Van Horn—. Y luego dejó el cuerpo
detrás del café de Geneva, sabiendo que yo pensaría que fue su gente la que lo
hizo, enloquecida por lo del otro tipo. Yo no sabía que tenía un diablo tan grande
dentro.
Tenía que haberlo. Le vino a la mente Brady. Algo en el roce que tuvieron
en la parte de atrás de la cervecería no le acababa de cuadrar a Darren.
—Espere un minuto —dijo Van Horn—. Vino usted gritando que Keith Dale
estaba implicado en esto desde que cruzó la frontera del condado.
Van Horn sacudió la cabeza y se dirigió hacia el vestíbulo, los talones de sus
botas vaqueras negras resonando en las baldosas, y Darren tuvo que seguirle a su
despacho, en la parte delantera de la comisaría. Igual que en la habitación donde
Darren se había sentado antes, mientras leía los truculentos detalles de la autopsia
de Missy Dale, las paredes estaban forradas de madera. Pero la oficina de Van
Horn estaba enmoquetada de un gris militar que no pegaba nada con los paneles
baratos. Su escritorio era amplio, de un color roble pálido, y estaba vacío salvo por
un teléfono, un pisapapeles de latón y el bocadillo que se estaba comiendo cuando
Darren entró en la oficina con Keith Dale esposado. Era casero, jamón picante entre
unas rebanadas gruesas de pan blanco, con rodajas finísimas de tomate y cebolla
roja sobresaliendo. También tenía un refresco light al lado, en el escritorio. Sin
pensar, Darren buscó en la habitación fotos familiares o un anillo en la mano
izquierda de Van Horn. Al no ver ninguna de las dos cosas, se imaginó de pronto
al sheriff de pie ante el mostrador de su cocina vestido con pantalón corto, al
amanecer, preparándose el almuerzo, y eso lo puso nervioso de una manera que no
era capaz de explicar con palabras. No quería ver en aquel despacho a un ser
humano, no podía permitirse ver a un hombre de carne y hueso detrás de la placa
del sheriff. Van Horn cerró la puerta detrás de Darren.
—¿Cómo?
—Eso no es cierto.
—Pero si ya había matado a Michael Wright, ¿por qué Brady iba a ofrecerle
que me matara a mí como oportunidad para ser admitido en la HAT? Ya debía de
haber ingresado.
—Arreste a Keith y le diré yo mismo al fiscal del distrito que este caso
apesta. Si se lleva a juicio y pierde, en el mejor de los casos parecerá que es usted
un incompetente, y en el peor, que se ha apresurado a fichar a Keith para evitar la
conexión con la HAT. Y entonces le aseguro que tendrá a los federales en este
condado antes de que pueda decir amén.
Sabía que eso le llegaría al alma. Parecía que cualquier mención de que la
Hermandad Aria de Texas operaba en el condado de Shelby asustaba de muerte a
Van Horn.
—Lo acusaré de agresión, pero eso significa que solo tengo a Geneva Sweet
por la muerte de Missy —dijo Van Horn—, así que seguirá encerrada.
Los escalones del juzgado estaban resbaladizos por la lluvia pasada, y las
nubes allá arriba habían conspirado para tapar el sol, cubriendo el cielo de gris. El
este de Texas había decidido darle una oportunidad al otoño, y el aire había
refrescado considerablemente. Por primera vez desde que estaba en el condado de
Shelby, Darren pensó que tenía que haberse puesto una chaqueta informal o
incluso el impermeable que llevaba en la camioneta. Notó que un viento helado
traspasaba la fina tela de algodón de su camisa.
—Darren, ¿qué está pasando? —señaló hacia Wozniak—. Dice que han
arrestado a Geneva. Por lo de Missy. Pero que luego han traído a Keith Dale.
¿Significa eso que lo van a arrestar por lo de Michael?
—Yo he traído a Keith —dijo Darren—. Pero la verdad es que todavía hay
algunas piezas que no encajan. Ahora mismo no conocemos todos los hechos.
Era más de lo que le había dicho a Randie, y ella le cogió el brazo con
rudeza al notar que él intentaba distraer la atención.
—¿Cómo?
—Le voy a dejar una cosa bien clara: un homicidio doble con serias
implicaciones raciales, un departamento del sheriff que inicialmente no hizo caso
de la muerte de un hombre negro, y los Rangers de Texas mandan a un agente
inhabilitado temporalmente…
Pero mientras lo decía, no estaba del todo seguro de que fuera cierto. Ahora
mismo llevaba la placa porque le habían dado permiso, no por derecho. Su futuro
con los Rangers estaba en juego por algo más que el gran jurado de San Jacinto.
—¿Sabe lo que deduzco de todo esto? —dijo Wozniak—. Que los Rangers
nunca se han tomado realmente en serio llegar al fondo de todo esto. Usted no es
mejor que los chicos de aquí, de toda la vida. En realidad, es peor, porque no se da
ni cuenta de que lo están utilizando.
—¿Lo llamó?
Wozniak hizo una pausa, con las manos en la puerta del juzgado,
sujetándola abierta para que pasara una mujer, con zapatillas deportivas y medias
y un traje con falda, que salía fuera a encender un cigarrillo. Miró a Randie, que
estaba de pie detrás de Darren.
Eran las tres de la tarde y todavía iba de uniforme, todo abrochado, con
botas y placa, pero la dama negra que estaba detrás del mostrador no pestañeó
cuando él sacó un billete de veinte y otro de cinco para pagar una botella de Jim
Beam, que era lo mejor que se podía comprar en aquel lugar dejado de la mano de
Dios. Quitó el plástico del tapón al meterse de nuevo en el asiento delantero de la
Chevy. Randie lo miró como si no lo hubiese visto nunca, como si un desconocido
hubiese entrado en la camioneta equivocada. Mientras él destapaba la botella y se
bebía dos dedos, disfrutando de la quemazón mientras el líquido bajaba, del calor
que iba abriéndose camino por su mandíbula y su garganta, ella dijo:
Él, sin ceremonia alguna, le tiró las llaves, salió de la camioneta y dio la
vuelta hacia el asiento del pasajero, mientras Randie se deslizaba detrás del volante
para conducir.
Randie tenía las manos bien agarradas al volante a las diez y diez. No había
ajustado el asiento a su altura y estaba sentada justo al borde para que sus pies
llegasen a los pedales del acelerador y el freno. No dijo nada hasta que se
encontraron a casi dos kilómetros de Lark.
Darren, acalorado por el bourbon, bajó su ventanilla para dejar entrar una
ruidosa rendija de aire. El aire le zumbaba al oído y giraba en la cabina de la
camioneta. Se quedó así durante un minuto entero, con la lengua entorpecida por
el licor, el corazón debilitado por el temor de estar decepcionando a aquella mujer.
—Será mejor que me digas qué demonios está pasando ahora mismo —dijo,
buscando la botella de bourbon que estaba entre los dos en el asiento y arrojándola
al diminuto asiento trasero de la cabina—. No te atrevas a dejarme colgada.
—¿Cómo?
Pero lo que realmente quería decir era «¿por qué?». ¿Por qué creía que había
alguien más? Darren contó lo del coche, el BMW desaparecido, lo que había
referido Keith de que había vuelto al lugar de los hechos y tanto el coche como
Michael habían desaparecido, como si se hubiesen desvanecido, como si la noche
se los hubiera tragado por entero. Pero Randie parecía menos impresionada por
esto. Fue la mención de la Hermandad Aria como fuente de posibles cómplices, el
hecho de que un puñado de ellos estuviera cómodamente en el interior de la
cervecería de Wally o en sus propias salas de estar lo que atrajo su atención, lo que
hizo que asintiera con la cabeza varias veces y pusiera en él la fe de confiar en sus
instintos. Pero él sabía que la historia no terminaba ahí.
Su pulso se aceleró al pensar que ella estaba lo bastante cerca como para
notar algún olor en su aliento. Era una agitación que no quería nombrar, de modo
que le echó la culpa al bourbon. Buscó la botella de agua que guardaba en la
guantera y se bebió la mitad.
—Confía en mí: ahora mismo, se ha corrido la voz de que Keith Dale está
encerrado. La Hermandad estará ansiosa por tomar represalias. No tengo ningún
interés en quedarme ahí esperando que haya otro tiroteo cuando puedo entrar y
dejar un mensaje ahora mismo. Las cosas no van a ir así. No lo consentiré.
El tiempo lo diría.
Darren le había dicho que diera la vuelta a la Chevy de modo que estuviera
de espaldas al bar; de ese modo podría ver cualquier coche que entrase en el
aparcamiento. A la primera señal de problemas, ella tenía que tocar el claxon y
mantenerlo apretado, como una sirena. Por el retrovisor, ella vio que Darren subía
al porche y abría la puerta del bar.
Darren dijo:
—Déjalo.
—Levántate, joder.
—No queremos problemas por aquí —dijo. Su oponente del billar asintió.
Darren se dirigió a Brady, el hombre que haría correr la voz a sus hermanos
de que el café de Geneva no se podía tocar, de que cualquier hombre que se
acercase a Randie o a Darren con una mala mirada podría recibir un disparo en el
acto.
—Si me entero de que los negros de esta ciudad tienen cualquier problema,
volveré aquí y le pegaré un tiro al primer idiota que vea, y diré que tenía un arma.
Incluso le pondré un arma en la mano yo mismo. Y un par de bolsas de la mierda
que guardáis en esa oficina de ahí.
Pero no le importaba.
Lo que quería era que sintieran en las tripas el mismo miedo que sintió él
cuando Brady lo tenía acorralado detrás de la cafetería, cuando Darren pensó que
iba a morir.
Brady le dirigió una mirada a ella, y lo que fuera que estaba pensando, se lo
calló.
Miró a Brady, queriendo ver si eso contaba con su aprobación. Él le hizo una
ligera seña, y ella sonrió. Llevaba el pelo peinado en una trenza a un lado de la
cara y se había pintado las uñas de azul, diminutas manchas de color junto a unas
cutículas desgarradas y mordidas. Olía a chicle de uva y despedía un olor corporal
que Darren no podía afirmar rotundamente que fuese malo, pero que, desde luego,
tampoco era bueno.
Lynn abrió la boca para hablar, pero Brady le puso una mano en el brazo.
Era una frase aprendida, como un guion que había recordado justo a
tiempo. Darren vio reflejado el alivio en su cara. Representaba aquella farsa para
Brady, era a él a quien quería complacer. Ella era tan cambiante como el tiempo, y
ahora mismo la tormenta procedía de Brady. Le tenía más miedo a él que a la
posibilidad de ir a la cárcel por un asunto de drogas, algo que suponía
correctamente que a Darren le importaba un pimiento. Con aquello él no iba a
ninguna parte.
Ella se acurrucó tan lejos en su asiento que casi estaba enfrente de él.
—No me importa.
—Le pegó a Michael y lo dejó tirado. Lo dejó tirado para que muriera, en
realidad. Eso me basta, Darren. No vas a sacar nada mejor ni más justo de estos
paletos. Así que quiero lo que pueda conseguir, y llevarme a Michael a casa. Ahora
mismo hay un hombre encerrado. Keith Dale me basta. Quiero que arresten a
alguien e irme a mi casa.
—También le hiciste una promesa a Geneva Sweet —le recordó ella—. Pero
prefieres ir por ahí dando vueltas en círculo antes que enfrentarte a su gente y
decirles que es culpa tuya que ella no vuelva a casa esta noche.
Y, dicho esto, se dio la vuelta y no lo miró ni dijo una sola palabra más,
cogió la botella de Jim Beam del asiento de atrás y dio un largo trago. Debió de
escocerle mucho al bajar por la garganta, porque se le llenaron los ojos de lágrimas,
y antes de que él se diera cuenta, Randie estaba llorando de verdad: un sonido
como de animal herido intentaba abrirse camino desde sus entrañas, y una catarata
de lágrimas y mucosidad le corría por el rostro. Hipó buscando aire un par de
veces, y finalmente Darren aparcó en el arcén de la carretera y detuvo el coche.
Antes de que pudiera quitarse el cinturón de seguridad, ella se lanzó a sus brazos
desde el asiento, le apoyó la cabeza en el pecho, y lloró, lloró y lloró.
21.
Randie no había comido desde hacía casi un día entero, y además, tenía
razón.
Le dolía muchísimo lo de Missy Dale, claro que sí. Pero Missy Dale ya tenía
gente que pensaba en ella. El mundo entero pensaba en Missy Dale. Van Horn
podía conseguir veinte rangers al día siguiente que recogerían pruebas sobre Missy
Dale con solo pedirlo. Ningún fiscal del distrito se haría el remolón persiguiendo al
asesino de Missy Dale. Dateline sacaría un artículo sobre Missy Dale, y también 48
Hours, y 20/20. Pero Wozniak tenía razón: para resolver la muerte inexplicable de
un hombre negro en el Texas rural, Wilson había enviado a un solo hombre con la
placa empañada. Darren era lo único que tenía Michael. De hecho, Wilson ni
siquiera había enviado a Darren: simplemente había accedido a una situación que
amenazaba con convertirse en un problema de imagen para su departamento. Era
lo menos que podía hacer. Fue Greg el primero en mencionar los crímenes de Lark,
el primero en mencionar el nombre de Michael Wright a Darren. Tenía que
llamarlo. No le habían llegado aún los registros del Departamento de Justicia
Criminal de Texas sobre Keith Dale que había pedido. Cuando aparcó junto a la
cafetería de Geneva, el sol se estaba poniendo ya. Randie salió primero de la
camioneta, cogiendo al pasar la botella de bourbon del asiento trasero, y se
dirigieron hacia el café.
—No estará allí mucho tiempo —les dijo tanto a ella como a Huxley.
—Les prometo que haré todo lo que esté en mi mano para traer a Geneva a
casa de nuevo.
No sabían que Keith Dale pasaba la noche en el calabozo también, por una
acusación que quizá se solapase, y eso les hizo mostrar buena predisposición hacia
Darren, aunque sentía que se sonrojaba de vergüenza por el hecho de no contarles
toda la historia. Los clientes del café fueron escaseando conforme Darren y Randie
iban comiendo con buen apetito, mojándolo todo con tragos de Jim Beam. Wendy,
como respuesta a Freddie King, nada menos, que sonaba en la máquina de discos,
llorando con su guitarra por alguna pena de amor, dijo:
—Era la primera vez que Geneva dejaba solo a Joe desde hacía años —dijo
Huxley.
Del bolsillo del delantal de su abuela, hecho de algodón del color del hibisco
azul, sacó un trapo blanco y empezó a limpiar el mostrador.
Randie, con la cara hinchada por el alcohol, la lengua espesa y lenta, dijo:
Wendy la oyó y comprendió que estaba absorta en algo más importante que
aquel momento. Se puso de pie sobre sus piernas delgaduchas y se acercó al
reservado. Sin una sola palabra, se sentó en el asiento de vinilo junto a Randie. Le
dio unas palmaditas a la joven en la mano y luego la cogió con la suya.
Darren miró por detrás de Faith, a lo largo de todo el café, hasta la diminuta
barbería, que estaba vacía a aquella hora, sin clientes en la silla giratoria ni un solo
peine en la botella azul eléctrico de desinfectante. No había señal alguna de Isaac.
Faith dijo:
—Bueno —dijo Huxley—, el caso es que Isaac dijo que salió a sacar la
basura por la puerta de atrás cuando oyó los tiros. Dos, consecutivos, así. —Y
golpeó con los nudillos el mostrador de formica en rápida sucesión, uno y dos—.
Decía que cuando entró por la cocina, solo vio a los hombres que se largaban en su
coche. —Señaló hacia los ventanales del café. Más allá del surtidor de gasolina y la
camioneta de Darren, el cielo estaba empapado de azul, y el crepúsculo bañado en
miel dejaba paso al índigo, mientras la noche iba acercándose, pasito a pasito—.
Eran tres hombres blancos, dijo.
Darren siguió la mirada de Huxley hacia la noche que se iba volviendo más
oscura.
—De la misma manera que usted supo que el hombre que disparó a esa
puerta era blanco. —Se encogió de hombros levemente, como diciendo: «¿Y qué
otra cosa podían ser?»—. Esto no es nuevo.
Darren salió corriendo solo momentos después del tiroteo. Pero apenas fue
capaz de distinguir unos pocos dígitos de la matrícula, y mucho menos ver caras
en la cabina. Eran la historia y las circunstancias las que habían completado el
resto.
Calló de repente.
Faith les preparó una habitación en el tráiler de atrás. Dijo que le parecía
raro dejar que alguien durmiese en la habitación de su abuela, aunque Geneva
ciertamente no fuera a usarla aquella noche, pero Darren respondió que lo
comprendía, y le dijo a Randie que le dejaba la habitación que quedaba y que él
dormiría en el sofá. Pero en cuanto Faith hubo terminado de colocar las toallas y
las sábanas limpias y se fue a cerrar el café, Randie le pidió a Darren que se
quedara en la habitación con ella, y él accedió. Ella se echó encima de la cama, con
la ropa puesta. Y Darren se sentó en un taburete de tocador casi de muñecas, que
no tenía tocador a juego ni espejo, al menos no en aquella diminuta habitación, con
las paredes forradas de chapa de madera y la moqueta de pelo largo de un color
naranja tostado. Como no había ningún sitio donde colocarla, dejó la botella de
bourbon a sus pies. Sabía que no debía ofrecerle a ella más alcohol; sin embargo, el
caballero texano que había en él lo hizo por acto reflejo. Ella negó con la cabeza y
se quedó mirando cuando él bebió directamente de la botella. El pelo de Randie
estaba extendido a su alrededor en la almohada, espesos rizos negros que se
derramaban como ríos intactos, y a él le pareció que la veía cerrar los ojos. Pero
entonces habló.
Se refería a la bebida.
—No lo entiendo.
—A ella le daba una excusa, la inhabilitación…, una excusa para decir que
había sido imprudente, que ya de entrada la decisión que tomé de unirme a los
Rangers fue imprudente —dijo, explicando la noche en casa de Mack, en el
condado de San Jacinto, el incidente que llevó a la reprobación de Darren, la
suspensión temporal de su empleo y el posible enjuiciamiento de un hombre que
simplemente intentaba proteger a su familia. Cuando levantó la vista de nuevo,
ella había cerrado los ojos, esta vez de verdad, y él se inclinó y levantó una esquina
de la colcha y se la echó encima de las piernas. Ella se acurrucó de lado y Darren se
volvió a sentar en el taburete. Estaba cogiendo de nuevo la botella cuando Randie
se incorporó, apoyándose en los codos, y habló de repente.
—¿Y por qué lo hiciste?
—Porque es mi hogar.
Aquellas palabras no significaban nada para Randie, que dijo que había
pasado la mayor parte de su vida en la zona del Atlántico: Washington D. C.,
Baltimore, luego Delaware, de ciudad en ciudad debido al trabajo de su padre, que
era agente de ventas. Cuando estaba en el instituto, la familia se instaló en Ohio, y
finalmente acabaron trasladándose a Illinois el verano anterior a su último curso.
Ella no recordaba apenas la casa en la que había nacido, el pueblo donde había
pasado los seis primeros años de su vida. Volvió al D. C. después de graduarse; su
primer trabajo consistió en una beca con pretensiones de algo más en una revista
política. Buscó la casa adosada donde se había criado y se perdió, subiendo y
bajando la calle 16, sin ser capaz de recordar si era en el noroeste o en el sudoeste
donde habían vivido los Winston. Fue una excursión de una tarde, una tontería.
Hizo fotos y se quedó a tomar café en un cuchitril, y antes de que anocheciera
volvió a su apartamento sin estar segura de si había pasado delante de su casa o
no. Pero en lo más hondo de su ser, sabía que en realidad no le importaba
encontrar el edificio. Aquel sitio no le decía nada, no como Michael sentía siempre
Texas, al alcance de la mano, no como la tierra o su recuerdo tiraban de él. Era
como si una parte de él nunca hubiese abandonado la tierra roja del este de Texas,
cosa que Randie no comprendía.
—Pero la verdad es que se fue. Porque sabía que este sitio no era para él. Tú
fuiste a la Universidad de Chicago —dijo, incorporándose y doblando una fina
almohada en dos—. Podrías haber ido a cualquier parte.
—Y me fui.
—Fue una vocación —dijo—. Fue como si hubiese un límite para mí, una
línea a partir de la cual sencillamente no podía seguir, no podía consentirlo. La
placa era decir: esta también es mi tierra, mi estado, mi país, y no voy a salir
corriendo. Me mantendré firme. Mi gente construyó esto, y yo no me voy a ir. Puse
los ojos en la Hermandad Aria de Texas, entre otras cosas, y toda mi vida a partir
de entonces giró en torno a los Rangers de Texas, a su placa —dijo, señalando la
estrella que llevaba en el pecho. Y como Randie seguía callada, y la luz dorada era
demasiado tenue para interpretar su expresión, añadió—: Ella tampoco lo
entendió.
Se levantó y rodó hasta el borde de la cama, que era lo que necesitaba para
poder incorporarse y apagar la lámpara del techo.
—Lisa no comprende lo que esto significa para mí. Sí, sabe lo que pasa en la
Texas rural. Cree que el trabajo es importante, pero quiere que sea otro quien libre
la batalla. Quiere que vuelva a casa con ella cada noche.
Darren cerró los ojos al fin. Oyó los crujidos de los muelles del colchón
cuando Randie se volvió y se puso cara a la pared del otro lado de la cama.
—No quiero ofenderte —susurró ella, en la oscuridad—, pero sea lo que sea
que estuvieras intentando hacer aquí, la verdad es que no ha funcionado. Él no
tendría que haber vuelto a casa nunca.
22.
—Espere —dijo, frotándose los ojos para despertarse y quitando la tela que
tenía entre las piernas—. ¿Quién está dando una conferencia de prensa?
—Han arrestado a Keith Dale.
—No… —dijo Darren, poniéndose de pie—. No. Van Horn me ha dado más
tiempo para el caso de Michael Wright. Me ha prometido que no movería nada
hasta que…
—¿Basándose en qué?
—Si fue él quien lo hizo, no estoy seguro de que lo hiciera solo. Podría haber
alguna conexión más amplia con la HAT en todo esto. La cervecería es un reducto
de la Hermandad. Wallace Jefferson es consciente, si es que no lo aprueba
directamente, de que miembros de una banda criminal confraternizan en su
establecimiento. Si profundizamos un poco más…
Darren lo sabía, aunque también sabía que no tenía más remedio que
reunirse con su jefe en el juzgado de Center, Texas, sede del condado, adonde
Wilson, con espectacular previsión, había llevado una camisa blanca y un par de
pantalones negros planchados del cajón inferior del despacho de Darren en
Houston. Se cambió en el lavabo de hombres de la primera planta, situado justo al
salir del despacho de la administración del condado, donde había una fila de
personas esperando para solicitar licencias de matrimonio y sacar copias de sus
certificados de nacimiento.
Llevaba un traje azul marino, entallado por el torso, que no era tan esbelto
como antes. Este le daba el aspecto de un adolescente embutido en el único traje
decente que tenía para ir a un funeral inesperado, un traje que se le había quedado
pequeño hacía tiempo. Su estado de ánimo, vivaz, tampoco era el adecuado para la
ocasión: tendría que haber sido sobrio. Fue a darle un abrazo, pero Darren se
mantuvo tenso y apartado, y Greg se limitó a darle una palmada en la espalda a su
amigo.
Greg asintió.
Tenía el pelo castaño claro, color arena, y lo llevaba muy corto, como un
hombre de empresa, a diferencia de la cresta de blanquito con gomina que
intentaba cultivar en el instituto, y con la que parecía que hubiera metido un dedo
húmedo en un enchufe. Tenía los ojos grandes y del color de la hierba en
primavera y, a diferencia de Darren, iba perfectamente afeitado. Era un chico
guapo, como Lisa le había dicho una vez a Darren, y Darren ciertamente conocía
bien el efecto que causaba Greg en las mujeres. De adolescente lo envidiaba, sentía
celos de la facilidad con la que Greg podía conseguir que una chica hiciera cosas
que les decía a los otros chicos que aún no estaba preparada para hacer. Darren, sin
entender del todo qué estaba haciendo Greg en la conferencia de prensa, abrió la
puerta del baño y los dos salieron. Las botas de Darren resonaron en el suelo gris.
—No hay nada en el expediente penitenciario de Keith Dale que indique
que perteneciera a la HAT cuando estaba dentro.
Darren dijo:
—Si el sheriff sostiene que no hay conexión con la HAT, ¿por qué hace falta
recurrir a los federales?
—Estamos haciendo nuestro trabajo, tío —dijo Greg, que parecía un poco
ofendido al ver que Darren no apreciaba la oportunidad que le había puesto en
bandeja—. Alguien va a ir a la cárcel por esto. El sheriff todavía estaría hablando
de un robo si tú no hubieras aparecido en el pueblo. Si yo no te hubiera llamado. —
Quería dejar esto último bien claro.
—Sabes que no puedo hablar con los medios sin mencionar la unidad.
Acabó muy rápido, antes de que los periodistas pudieran plantear siquiera
ninguna pregunta. Muchos, como Darren solo cuatro días antes, no habían oído
hablar nunca de Lark. El misterio y la resolución se presentaban juntos, en el lapso
de una conferencia de prensa de doce minutos. Y la limpieza con que se desarrolló
todo el acto resultó muy satisfactoria, como colocar la última pieza en el centro de
un rompecabezas, el suave chasquido de una imagen que queda completa, una
verdad plenamente sellada.
—Dios mío…
—Cuando sabían que yo estaba fuera del condado —dijo Darren. No podía
quitarse de encima la sensación de que Wilson le había proporcionado esa
información al fiscal del condado de San Jacinto, y no se molestó en ocultar la
acusación en su tono.
—Si no hay nada, no hay nada —dijo Wilson—. No tiene nada que temer.
Pero ¿por qué la investigaban cuando el gran jurado había oído ya todas las
supuestas pruebas contra Mack, cuando ya estaban deliberando?
Esa idea hizo que el pánico invadiera todas las fibras de su ser.
Darren, dijo Wilson, había mostrado muy buena voluntad al poner los
hechos por delante de sus sentimientos, y su tío estaría muy orgulloso de él. A
Darren lo contrarió la mención de su tío y estuvo a punto de decir que William
Mathews era un hombre que jamás habría aceptado tanta inquietud e
incertidumbre por la investigación del asesinato de un negro para que los blancos
se sintieran mejor sobre la situación en Texas. Habría dicho que con toda seguridad
estaba faltando a su deber de perseguir la verdad, por muy inconveniente y
complicada que pudiera ser esta, un deber que le habían transmitido los hombres
Mathews que lo habían educado. Pero contuvo la lengua y sacó el móvil. Cuando
el último periodista y su cámara estaban ya saliendo, Darren encontró un lugar
tranquilo en el vestíbulo y dejó un mensaje en el contestador del tráiler de su
madre, diciéndole a Bell que le daría unos cientos de dólares si iba a la casa de los
Mathews en Camilla y limpiaba el desastre que podían haber dejado los ayudantes
del sheriff después de pasar por allí…, y más aún si mantenía la boca cerrada y no
se lo contaba a nadie. Lo que no quería, sobre todo, era que Clayton se preocupara
por la noticia de que el asunto con Mack podía estar dando un giro peligroso en lo
que respectaba a Darren. «No hay nada en esa casa». Además, la noticia de que el
departamento del sheriff estaba registrando su hogar familiar por segunda vez sin
duda contribuiría a ahondar el resentimiento de Clayton con la policía, y Darren
no quería que ocurriera nada de eso en aquel preciso momento.
Quería quitarse eso de encima. Pero si pensaba que con eso se ablandaría su
mandíbula firme como una roca, estaba equivocado. Se preguntó qué sabría ella, si
sabría lo del arresto de Keith, o que el sheriff Van Horn estaba dispuesto a soltarla
la noche anterior… y fue Darren quien lo presionó para que le diera más tiempo,
aunque eso significara que Geneva tuviera que pasar una fría noche en prisión.
—Bueno, pues ya tiene lo que quería, así que ahora se puede volver al lugar
de donde vino y dejarnos en paz —dijo ella, cruzándose de brazos y mirando hacia
la carretera—. Los demás tenemos que seguir viviendo aquí cuando se marche.
—Ah, sí, él mató a esa chica, de eso no hay duda. Ese hijo de puta le robó a
mi nieto una madre que lo cuidara en este mundo. —Estaba sentada muy tiesa,
pero hervía de rabia, llena de vitalidad—. Y usted es un idiota si cree que no mató
también a ese tipo negro. Sencillamente, no me gusta que ningún idiota venga
aquí, a un pueblo en el que vivimos desde antes de que usted supiera mear de pie,
a un lugar que usted no comprende, y se crea que lo sabe todo. Usted y la chica.
—Yo nací en el condado de San Jacinto —dijo él—. Y la chica tiene nombre.
«Randie».
—No es la única.
«Joe».
Él temía decir el nombre en voz alta, tenía miedo de romper el hechizo. Ella
dijo:
—Yo quise mucho al que Dios me dio. Sabía lo que tenía en casa.
—¿Missy?
Ella se volvió y contempló a través del cristal el campo, que era como un
borrón verde y dorado, color miel, el cielo de un azul constante y firme.
—¿Sabe lo que me contó que hablaron aquella noche, ella y Michael, y que
desencadenó todo esto?
Se volvió y sus ojos se encontraron, uno a cada lado del asiento. Darren notó
que el corazón le latía con fuerza y se le aplastaba contra el esternón. Sentía una
enorme necesidad de comprender.
—Amor perdido —dijo ella—. Mi hijo; su mujer. A los dos les habían
arrebatado algo, de diferentes maneras, por distintos motivos. Missy vio algo en
Michael, igual que yo lo vi cuando entró en mi café.
23.
No era por nada concreto: solo tenían la misma edad, aunque no tuvieran ni
el mismo aspecto ni la misma vida. Simplemente ver a cualquier hombre negro de
una cierta edad y una cierta compostura, con una arrogancia que había aprendido
a contener, una gracia precavida en su semblante, siempre le encogía el corazón.
Incluso Darren, cuando entró por primera vez en su local, le hizo pensar en su hijo,
dijo ella. El miércoles anterior estaba poniendo a remojo unas judías rojas en la
cocina y preparando un pavo en salmuera para que lo ahumase Dennis.
En torno a las cinco de aquella tarde, salió al local por la puerta batiente y se
secó las manos en el borde del delantal. Oyó la campanilla de la puerta justo
cuando en la gramola sonaba Lightnin’Hopkins. «Have you ever loved a woman,
man, better than you did yourself?». Una de las favoritas de Joe, pensó ella,
mientras sonreía y levantaba la vista, y entonces vio a Michael Wright. Llevaba una
camiseta negra y unos vaqueros, y el brillo que se reflejaba en el coche elegante en
el que había llegado deslumbraba a través de los ventanales e iluminaba el aire a
su alrededor con una calidez ambarina. Era el último día de su vida, ahora lo sabía,
y aquel momento quedó congelado en el tiempo para siempre.
—Era más o menos de su color —le dijo Geneva a Darren. Pero tenía los ojos
negros, y llevaba unas gafas redondas con la montura blanca de metal bruñido.
—No, señora —dijo Michael—. No he tocado nunca.
Consultó el menú.
Vio a Geneva dar la vuelta desde detrás del mostrador y abrir la funda. Era
una Les Paul del 55, una belleza. Ella pasó los dedos por la madera, especialmente
por los lugares donde el barniz estaba más desgastado, las partes que revelaban el
tiempo transcurrido. Michael la miró y contuvo una sonrisa, con un cierto alivio en
la voz, sabiendo que no había hecho todo aquel camino en balde.
—¿Y cómo es que conocía usted a Joe? No vendrá a decirme que es un hijo
perdido o una mierda de esas, ¿verdad? —Ella le echó una larga mirada a la nariz
y la boca.
—Ya lo sé.
Sonrió a Michael, disfrutando de las experiencias vitales que revivían al
mencionar a Joe Sweet.
—Solo he oído contar cosas de él. Pero me habría gustado conocerlo. Booker
me habló de vuestra historia de amor, de aquellos tiempos.
Ella hizo un gesto desdeñando la idea, sin quitar los ojos del instrumento.
—Usted tiene una esposa y tenía que vivir su vida. —Y señaló el anillo de
boda que llevaba. Al oírlo, Michael se puso tenso. Miró en otra dirección y fue
girando lentamente en el taburete, bebiéndose la segunda cerveza. Geneva notó el
cambio, más que verlo, como si una nube hubiera oscurecido el sol. Dejó la funda
en el reservado y volvió a su sitio. Ganó algo de tiempo llevándose el plato de
Michael y limpiando el mostrador—. Tengo unas empanadillas…
—Seis años.
—Mi mujer viaja mucho —dijo. Levantó la botella de cerveza como para
hacer el gesto de pedir otra, pero luego cambió de opinión. Dejó la botella vacía
delante de él y rascó la etiqueta con la uña del pulgar—. Por trabajo. —Sintió la
necesidad de explicarse—. Tiene un éxito tremendo, y no se lo reprocho. Y yo no
me veo dejando mi trabajo y siguiéndola por el mundo, de puerto en puerto. No es
justo pedirle que lo deje todo por mí, soy consciente. Pero no lo sé, señora. Quizá lo
haya hecho todo mal. Pensaba que los más aventureros éramos los hombres.
—Es una buena mujer, y yo mismo tampoco he sido perfecto, que digamos
—dijo él—. La verdad es que no sé si he ido tonteando por ahí porque ella no
estaba en casa, o ella no estaba en casa porque yo iba por ahí tonteando. Solo sé
que lo hemos estropeado de tal manera que ni lo entiendo. Nos queríamos mucho,
antes. Todavía nos queremos.
Darren, que escuchaba, notó un dolor dentro del pecho. Michael y Randie
parecían Lisa y él, con los sexos cambiados. Darren era el que quería vagar, el que
no quería establecerse en un hogar. «La gente hace lo que quiere…, hombres,
mujeres, todos». ¿Sabían Randie y Darren lo que realmente querían, aunque
ninguno de los dos estuviera dispuesto a reconocerlo?
—Solo un niño —dijo ella—. Intentamos tener otro, pero no hubo manera.
Así que tuvimos que contentarnos con querer a la familia que Dios nos dio.
Geneva asintió.
—La primera noche que lo dejaba solo en la vida. Mi hijo Lil’Joe y yo, su
mujer, Mary, y mi nieta habíamos ido a Dallas para que esta se hiciera un vestido
para asistir al baile de graduación, y entraron tres hombres después de
medianoche. Robaron el dinero de una semana de recaudación y mataron a mi
marido a tiros, a sangre fría.
Señaló hacia los ventanales delanteros, más allá del BMW negro de Michael
hasta el surtidor de gasolina y la carretera que quedaba detrás.
—Lark dormirá bien esta noche, con un asesino a sangre fría entre barrotes.
—Acabo de decidirlo.
Dio otro sorbo de cerveza como tónico contra cualquier debilidad que le
pudiera haber sobrevenido antes, que hubiese dejado al descubierto una añoranza,
algo que necesitaba de Geneva. Toqueteó el diamante de su anillo de boda,
balanceando las piernas para poder cruzarlas por debajo del mostrador, un par de
botas vaqueras de piel de caimán sobresaliendo de las perneras de sus vaqueros
negros.
—Tenía que contarle al sheriff la verdad, lo que vi, que Missy vino a tu casa
la noche que la mataron.
Darren se adelantó.
—Pero Van Horn sabe que vivo ahí enfrente, al otro lado de la carretera,
desde hace más de cincuenta años, y que veo todas las malditas cosas que pasan
aquí desde las ventanas de mi salón.
—He dicho que estaba cerrado —dijo Geneva. Y luego, con un brote de ira,
golpeó la puerta batiente, chillando—: ¿Dónde está Faith?
La puerta volvió, trayendo el eco de sus palabras con una bocanada de aire
caliente perfumado con hojas de laurel y ajo. Wally pareció complacido por el
cambio. Que ella no le hubiera empujado o golpeado o prohibido la entrada a su
local le ponía una sonrisa en los labios. Se acabó lo que quedaba de la cerveza,
eructó y volvió su atención a Darren.
—La verdad, eso es algo que nunca ha acabado de cuadrar —dijo Huxley,
cada vez con más dificultades para respirar conforme pronunciaba las palabras,
por la ansiedad de hablar de algo que era un tabú.
Darren miró hacia el sillón de barbero, que estaba vacío, así como el puesto
donde Isaac cortaba el pelo. Se dio cuenta de que nadie había visto a aquel hombre
desde la noche del tiroteo, cuando dispararon y reventaron la puerta del Geneva’s.
—O sea, que lo que realmente vio Isaac aquella noche debió de asustarlo
mucho —dijo Wendy—. Pero parece que todo quedó enterrado con Joe.
Huxley asintió.
Wendy dijo:
Entró Geneva, todavía con la misma ropa que había llevado en la cárcel.
—Esa chica estaba ahí fuera, esperándolo —dijo cansina—. Supongo que
todos se irán pronto —agregó, como si tuviera todo el tiempo del mundo para
quedarse allí mirando y ver cómo se iban.
—¿Qué le dijo Van Horn que le había ocurrido a Joe? —preguntó Darren.
—Y ¿no le parece raro que ocurriera la única noche que dejó usted a Joe solo
en el café? —dijo Darren.
—No sé qué importa todo esto, a menos que intente decir que, de alguna
manera, es culpa mía —dijo Geneva—. Y si cree que no llevo ese peso desde hace
años, entonces no solo es malo como el demonio, sino también un idiota.
—Lo que digo es que parece que alguien sabía cuándo golpear, alguien que
veía perfectamente todo lo que pasaba aquí desde la ventana de su salón.
Se había ido poniendo más furiosa cada vez, pero Darren notaba el pellizco
de algo que estaba por debajo, un temor duro, enconado.
Huxley miró a Geneva, sabiendo que estaba pisando un sitio donde el hielo
era muy fino, pero siguió avanzando, de todos modos.
—Ese abogado, Michael. Le dejó una tarjeta a Geneva, una tarjeta de un sitio
que estudia casos antiguos, una gente que él conocía de Chicago.
Darren dijo:
—¿Todavía la tiene?
De pie delante del café, Darren se preguntaba si Wally sabía que Michael
había estado haciendo preguntas sobre la muerte de Joe Sweet horas antes de
morir. Se preguntaba, de hecho, dónde había estado Wally las horas anteriores a la
muerte de Michael. La cuestión le parecía urgente, y ya buscaba las llaves de su
coche cuando levantó la vista de su teléfono y vio a Randie dar la vuelta al café.
Ella levantó la mano y le tocó el antebrazo, y le dijo que lo había estado esperando
para decirle adiós.
—Randie.
—Gracias, Darren. Aprecio lo que has intentado hacer por mí, por Michael.
No entiendo este lugar, este estado, pero Michael sí. Él habría respetado tus
intenciones. Le habrías caído muy bien.
—Randie, espera…
—No puedo —negó ella—. Aquí ya no tengo nada más que hacer.
—Para ya.
—¿Y si la muerte de Michael no tuviera nada que ver con Missy Dale?
—¿Entonces, qué? —Ella elevó la voz casi hasta el chillido, con los ojos
castaños relampagueantes de rabia—. Entonces ¿por qué murió mi marido,
Darren?
Ella lo miró sin entender. Durante un segundo pareció que había olvidado
aquel nombre, la guitarra y la historia de amor, el verdadero motivo de que
Michael hubiera cogido la carretera 59 con su coche y viajado hasta el este de
Texas. Cuando al final se dio cuenta, se sintió agotada solo con pensar en lo que
Darren le estaba pidiendo que soportara, más preguntas sin promesas de respuesta
cuando simplemente podía coger su coche allí mismo e irse.
—Michael estaba haciendo preguntas sobre la noche que mataron a Joe
Sweet.
—¿Y qué?
Ella abrió más la puerta del coche, de modo que levantara un muro entre
ellos.
—Pues que alguien de este pueblo quizá tuvo motivos para hacerlo callar.
Darren miró tras él, al otro lado de la carretera, hacia el Monticello de Wally,
pensando cómo enfocarlo, cómo actuar para poder seguir su corazonada.
—Vete o quédate —le dijo a ella—. Pero yo voy a seguir hasta el final.
Darren quería saber una cosa: ¿habían cruzado Wally y Michael sus caminos
la noche que él murió? La cervecería de Wally era el último lugar donde se había
visto a Michael antes de recibir una paliza en la pista rural. Darren quería seguir
todos los movimientos de Wally aquella noche. Cruzó la 59 y fue hasta la puerta de
la mansión de Wally. Nadie respondió en la puerta delantera, aunque Darren vio
la enorme camioneta de Wally en el camino circular. Darren, de hecho, había
aparcado justo detrás de él. Estaba tocando la campanilla de la puerta por tercera
vez cuando oyó sonidos procedentes de la parte trasera de la casa, pasos a través
de las hojas caídas, y luego una puerta que se abría y se cerraba. El sonido hizo eco
en los robles, que se alzaban como espectros y rodeaban la casa, y sus gruesos
miembros arrojaban sombras negras encima del tejado.
Pero solo el silencio respondió a Darren. No se oía un solo sonido allí fuera,
excepto el roce de las hojas movidas por el viento en el extenso jardín trasero de
Wally y el aleteo de los pájaros que volaban en los árboles cercanos, como si
supieran algo que él no sabía, como si pudieran notar los problemas que se estaban
produciendo. Darren lo notó también, una quietud en torno a él que no le
inspiraba confianza.
El terreno que estaba detrás de la casa era más bosque silvestre que jardín
cultivado. Estaba repleto de raíces retorcidas de los robles de Virginia. Los pinos
tradicionales del este de Texas hacían guardia en el norte y el sur, a lo largo de
toda la propiedad. Había pocos edificios allí, pequeñas estructuras cubiertas de
hojas caídas y piñas esqueléticas: un invernadero estrecho, más bien chamizo para
almacenar herramientas que invernadero propiamente dicho, y una estructura más
grande, con la madera ya desvaída por el tiempo, cuyo color se había ido
diluyendo hasta quedar de un gris apagado. Las puertas estaban abiertas unos
centímetros, y el candado solo servía para asegurar la apertura del cobertizo,
porque colgaba como un ornamento de su cierre, era un elemento decorativo
inútil. Darren vio algo en el suelo ante el cobertizo y se detuvo en seco. Eran unas
huellas dobles de neumáticos que desaparecían en la negrura del otro lado de las
puertas de madera.
Llevaba días haciéndose esa pregunta. Era la pieza que faltaba y que lo
había convencido de que Keith Dale quizá estuviese diciendo la verdad. Darren no
sabía leer las huellas de neumáticos, como no sabía leer las hojas de té, pero tuvo la
premonición deprimente de lo que podía encontrar al otro lado de aquellas
puertas. Abrió una de ellas, encogiéndose al oír el espantoso chirrido de las
bisagras oxidadas. Se dio cuenta de que aquel era el sonido que había oído estando
junto a la puerta principal, al otro lado de la casa.
Ahora se daba cuenta de que Isaac estaba aterrorizado, con los ojos muy
abiertos y llenos de venillas rojas. Quizá hubiera estado llorando. Se iba acercando
poco a poco a la puerta mientras Darren mantenía una distancia segura, de modo
que los dos bailaron una danza extraña, lenta, formando un arco uno en torno al
otro, una pirueta que concluyó con Darren adentrado en lo más hondo del
cobertizo, que estaba vacío y solo contenía latas de pintura vieja, e Isaac justo en la
puerta. El BMW, si es que estuvo allí todo el tiempo, había desaparecido ya. Isaac
retrocedió hacia la luz procedente de fuera del cobertizo, atravesó la puerta y echó
a correr.
Pero Isaac era rápido y tenía la ventaja de conocer el terreno mucho mejor
que Darren. Al cabo de unos momentos Darren lo perdió de vista en los bosques
que los rodeaban. Miraba hacia la puerta trasera de la casa cuando vio que aparecía
Wally. El hombre sonreía torcidamente y levantó las manos al ver el arma de
Darren.
—Está hablando usted con un ranger de Texas —dijo Darren. Temía cambiar
el ángulo de su cuerpo para que se hiciera visible la placa. Temía hacer cualquier
movimiento repentino—. Llame a Van Horn y cuéntele que tengo al asesino aquí
mismo.
—Le recibo.
—Es el coche de ese hombre, ¿verdad? —dijo Armstrong—. ¿El que sacaron
del bayou?
—¿Qué ha hecho?
Wally miraba hacia adelante, pétreo, mientras ella corría de un lado del
coche a otro, e Isaac intentaba hundirse y desaparecer de la vista. La voz de ella era
como una cuerda de piano estirada hasta el límite, de modo que casi no emitía
sonido, solo un susurro entrecortado.
Darren se acercó y solo entonces ella apartó sus ojos de Isaac; apretó la cara
contra el pecho de Darren y sollozó de tal forma que parecía que el dolor acababa
de nacer, crudo y nuevo. Van Horn miró a Randie y al hombre menudo y pecoso
que estaba sentado en el asiento de atrás del coche patrulla.
—Sacadlo de aquí.
25.
Que él hubiese tropezado con el problema mismo, ya medio muerto por una
paliza, abatido y de rodillas, fue una pura casualidad, una oportunidad que vino
rodando como una piedra que se detuviera ante sus pies. Desde un lado de la
carretera, enterrado en los arbustos y árboles, observó a Keith Dale levantar la
madera por encima de la cabeza de Michael y oyó chillar a Missy: «¡Solo me estaba
llevando a casa!». Y como Keith seguía sin soltar el arma, ella dijo entonces:
«¡Hazlo y me tendrás que matar a mí también! Podrás explicar una muerte, pero
no creo que seas lo bastante listo para librarte de los dos». Keith dejó caer la
madera y fue a su coche, arrastrando a Missy consigo. La tiró en el asiento
delantero, dio la vuelta hacia el del conductor, gruñendo todo el rato. Al cabo de
unos minutos, habían desaparecido.
No estaba seguro de si tenía tiempo, dijo, para volver por la carretera a casa
de Wally y contarle que Michael había estado haciendo preguntas. Parecía que
sabía lo que habían hecho, el secreto que Wally y él habían guardado durante años.
¿Y si, en el rato que le llevaría a Isaac correr por la carretera para llegar hasta
Wally, Michael se metía de nuevo en su coche e iba directamente al sheriff, a
Center? Wally seguramente le echaría las culpas a Isaac por joderlo todo, y ¿quién
sabe lo que podría ocurrir entonces? Estaba tan preocupado por el hecho de que
Geneva lo averiguase como de ir a la cárcel. Geneva era como de la familia para él;
el trabajo en su establecimiento era lo único que tenía.
Ya habían estado antes en esa misma situación los dos, envueltos en una
mentira.
Isaac se volvió y vio a Wally el primero. Estaba raro, tenía los ojos vidriosos
y los miembros algo flojos, y a Isaac le costó un momento comprender que estaba
borracho.
—¿Cuándo me vas a vender este local, Joe? —dijo Wally—. Como Neva no
está, quizá pueda convencerte ahora a ti.
—No quiero problemas contigo —dijo Joe—. Así que te voy a contestar muy
clarito. Este local es mío, mío y de Geneva. Lo compramos legalmente a tu padre, y
tú lo sabes muy bien. Parece que sigues peleándote con un hombre que ya no está
aquí.
Había mirado a Joe a la cara y le había dicho que su hijo no era suyo.
—Si dices esas cosas, tendrás que irte de aquí —dijo Joe.
—¡Vete a la mierda! Esto es mío, todo es mío. Papá tendría que habérmelo
dejado a mí, maldito sea. ¿Me oyes? Papá tendría que haberme dejado que yo la
tuviera a ella.
Isaac, que había trabajado en la casa de los Jefferson desde niño, igual que
Geneva, recordaba que por las mañanas Wally no apartaba los ojos de Geneva,
recordaba que él la adoraba, que se ponía melancólico cuando ella estaba por allí, y
cómo cambió todo cuando su padre le construyó la cafetería.
—Papá era un idiota. Si no hubiera sido porque ella abrió las piernas…
Joe se lanzó por encima del mostrador al cuello de Wally, pero este fue más
rápido.
—Si no hubiera sido por eso, ninguno de vosotros, negros, tendríais nada.
—También es su historia.
Así que acompañó a las dos mujeres al tráiler que estaba detrás, ambas se
sentaron, una junto a la otra, en el sofá del salón, y les contó toda la historia, de pe
a pa, remontándose a aquella noche de primavera de seis años atrás, cuando Wally
mató a Joe Sweet, hasta la noche en que Isaac asestó el golpe final a Michael
Wright. Geneva lloró. Fue una de las cosas más conmovedoras que Darren había
visto en toda su vida. La máscara cayó por completo y ella se vino abajo, con la
cara y el cuerpo retorcidos de dolor por la locura que se había llevado la vida de su
marido. Se derrumbó como un tótem, apoyando la cabeza en el regazo de Randie.
La mujer más joven se sobresaltó y se relajó cuando Geneva empezó a temblar
como un pájaro herido, desesperada por encontrar algo a lo que agarrarse. Ahora
las dos estaban a salvo. Pero Darren se quedó con aquellas mujeres durante horas,
haciendo guardia.
27.
Se quedó dos días más para arreglarlo todo, lo suficiente para que Wally
fuera arrestado por homicidio en primer grado por la muerte de Joe Sweet, solo
uno de los muchos cargos que el condado de Shelby le imputó en cuanto
empezaron a mirar más detenidamente. Las huellas que Darren había tomado de
su coche, la noche que encontró al zorro ensangrentado en la cabina de la
camioneta, pertenecían a Wallace Jefferson III. Nadie pudo imputarle el tiroteo al
café de Geneva, pero Van Horn (que también tenía muchas cosas de las que
responder, considerando que todo aquello había pasado delante de sus
mismísimas narices) arrestó a Wally por eso también. Pero lo que movió a los
Rangers de Texas a pedirle a Darren que volviera al trabajo fue la acusación contra
Wally por posesión de drogas con intención de venta, basada en las pruebas
recogidas durante un registro de la cervecería: en la cocina había un pequeño
laboratorio de metanfetamina, y encontraron bolsas de producto y balanzas en
cantidad. Isaac quizá hubiera comparecido ante el juez y estuviera sentado ya en
una celda, en la cárcel del condado, pero el nombre de Wally se iba a añadir a la
lista de sospechosos del grupo de investigación federal. Darren tenía razón con lo
de las drogas y con lo de que la Hermandad Aria campaba a sus anchas en Lark,
Texas, pero estaba equivocado en todo lo demás. Los asesinatos de Michael y
Missy eran crímenes raciales, sí, pero en el sentido de que la raza definía muchas
cosas de las que pasaban en Lark, Texas, sobre todo en términos de amor, amor
inesperado, y los vínculos familiares que este creaba. Se había olvidado de que el
instinto fundamental de la naturaleza humana no es el odio, sino el amor, el
primero inextricablemente unido al último. Isaac había matado a Michael para
conservar el amor de Geneva, para tener un puesto en su corazón. Wally había
matado a Joe porque no podía aceptar ni comprender lo que él mismo sentía por
Geneva, igual que no podía soportar el hecho de que todos ellos fueran parientes.
La mañana del funeral de Missy Dale, su madre lo llamó dos veces. Las dos
veces Darren dejó que saltara el buzón de voz. «Tenemos que hablar, hijo». Un
término que no parecía ni cariñoso ni real, sino una treta, un juego puro y simple
para buscar su atención y su afecto. Cuando finalmente guardó las cosas en su
camioneta y se dispuso a abandonar Lark para siempre, tuvo una premonición, la
idea terrible de que le esperaban problemas en casa.
—No creo que sepa lo que está pasando hoy —le dijo, mientras le tendía a
Keith hijo a su abuela—. La familia de Missy lo ha dejado a mi cuidado, y no creo
que tenga que estar conmigo. —Llevaba un vestido negro con volantes en el cuello,
que se toqueteó un poco—. ¿Por qué no se lo queda usted?
Sí que importaba que Darren llevase la placa. Esas fueron las últimas
palabras que le dijo mientras estaban de pie en el vestíbulo junto a la habitación
donde se encontraba el cuerpo de su esposo, y justo después de decirle «gracias».
Camilla
—Pero ¿qué es todo ese lío del juicio con Mack? Decían que había matado a
alguien, ¿sabes?
Mack fue el primero en llegar, con su nieta y una botella grande de bourbon
de Texas, como agradecimiento a Darren. No trajo nada más. Darren llevaba ya
dos copas cuando llegaron Clayton y Naomi. «Papá», dijo sonriendo. Clayton, que
nunca decía que no a un vasito de bourbon, se puso a tono enseguida, de modo que
la noche empezó a parecer dulce y cálida mientras la luz del sol poniente
iluminaba el porche trasero. Clayton abrió ambas puertas, delantera y trasera, y el
dulce humo de nogal empezó a arremolinarse a su alrededor cuando estaban
reunidos en la habitación delantera, Mack con sus vaqueros, las largas piernas
sobresaliendo del sofá y metidas bajo la mesa de centro, con las botas encima de la
alfombra india que estaba allí desde que Darren podía recordar. Las paredes
estaban pintadas de blanco y cubiertas de fotos del clan Mathews. Clayton,
William y el pequeño Duke, su hermano menor, más abuelos y bisabuelos que se
remontaban a varias generaciones atrás, de todos los cuales Darren no recordaba ni
el nombre.
Sus tacones resonaban en las tablas de madera del porche de una manera
determinada, que lo emocionaba y lo aterrorizaba por igual. Cuando ella apareció
en la puerta delantera de la casa, Darren corrió a recibirla. Sin que nadie se lo
pidiera, Clayton, Naomi, con su largo vestido de tirantes color coral arrastrando
por el suelo, Mack y Breanna se mantuvieron aparte, en el porche trasero, para
dejar a Darren solo con su mujer.
Ella llegaba del trabajo, con el pelo recogido, la cintura ceñida por una
chaqueta gris claro, y él la contempló maravillado y silencioso mientras ella se
despojaba de la armadura, se desabrochaba la chaqueta y se quitaba un pesado
brazalete que llevaba en la muñeca. Lo abrazó y lo besó, con los labios gordezuelos
y dulces, y su aliento le devolvió la vida. Estuvo a punto de meterla en uno de los
tres dormitorios de la casa y recuperar tres semanas de sexo con ella, todos los
momentos que tanto había echado de menos en aquel tiempo, pero ella se apartó;
sus ojos castaños escudriñaron los de él y dijo:
—Sí.
—Vale.
—Vale.
Dios mío, qué enfadado estaba con ella. No se había dado cuenta hasta
entonces, hasta que estuvo de pie justo delante de ella, hasta que vio su cara. Ella
era tan condenadamente guapa, tan condenadamente desenvuelta y lista, y
controlaba tanto su vida, la de los dos, que él notó un resentimiento que quizá
hubiera sentido siempre. Solo cuando echó la vista atrás hacia la noche se dio
cuenta de que en realidad él no había dicho nunca «sí». Nunca había dicho que
fuese a volver a Houston con ella.
Se sentaron uno al lado del otro en la mesa del comedor; durante media
cena, Lisa mantuvo una mano en el muslo de Darren. Mack habló de poner un
pequeño negocio propio, creía que podía irle bien, dijo. Se ocupaba de la
propiedad de los Mathews y de otras en el condado, pero quería un negocio algo
más lucrativo, llevar parcelas de terrenos madereros para propietarios privados o
empresas. Clayton, antes de que sirvieran el postre, prometió escribirle una carta
de recomendación.
Después de comer, Naomi trajo un pastel de limón y se chupó los dedos tras
colocar seis trozos en unos platos de porcelana azul y blanca, y las suaves líneas en
torno a sus ojos se arrugaron cuando Clayton alabó el aspecto y el sabor del pastel.
Darren se estaba sirviendo la cuarta copa cuando oyó la voz de su madre.
—Darren.
Había solo dos artículos de plata, una tetera y una cuchara de servir, ambos
lustrados y brillantes. Bell sentía el mismo rechazo a entrar en la casa que Clayton
a que lo hiciera; de hecho, no habló con Darren en la casa y le pidió que saliera
fuera, al porche delantero.
Lisa le cogió la mano, solícita.
—¿Darren?
A esas alturas ya habían salido las estrellas, puntitos de luz contra un cielo
de un azul negruzco.
Darren no veía más allá del segundo coche aparcado; la luz del porche no
era lo suficientemente intensa para saber por dónde había venido su madre, si
había venido en coche o alguien la había dejado allí. Las bailarinas negras que ella
llevaba estaban cubiertas de polvo rojo.
—¿El qué?
Darren se había dado cuenta más o menos una semana después de que
encontraran muerto a Ronnie Malvo.
Bell, al oír hablar de registros del departamento del sheriff y de que Mack
estaba bajo sospecha, cavó en la tierra blanda en torno al árbol recién plantado y
encontró el pequeño y chato 38 horas después de que los ayudantes del sheriff
hubiesen abandonado la casa. No sabía lo que era, pero sabía que tenía
importancia, y que en sus manos tenía un poder que ansiaba ejercer sobre su hijo.
Ahora podía conseguir que él hiciera lo que ella quisiera. Podía hacer que la amase,
incluso, podía hacer que la invitara a vivir con él, podía obligarle a que la cuidara
cuando se hiciese vieja.
Nada.
Él no había hecho nada.
Él sabía que Ronnie Malvo había sido asesinado con una 38, pero no le había
preguntado a Mack dónde estaba su arma. Se dio cuenta de que había un roble
nuevo en el jardín, pero no le preguntó a Mack cuándo y por qué lo había
plantado. No hizo nada porque Malvo era un hombre malo, un cáncer, un
concentrado de odio que diseminaría una destrucción incalculable si se lo dejaba
suelto. No hizo nada porque, a decir verdad, a Darren no le importaba que
estuviese muerto. No hizo nada porque Mack era un buen hombre, que nunca
había tenido ningún tropiezo con el sheriff del condado, y nunca, a sus casi setenta
años, había hecho nada malo. Tenía delante todas las pruebas si hubiera querido
mirar. Pero no hizo nada. No le hizo preguntas a Mack; se había comportado como
un abogado defensor cuando, en realidad, había prestado juramento como policía.
A veces confundía un poco de qué lado de la ley estaba, y no siempre recordaba
cuándo era seguro que un hombre negro siguiera las leyes.
¿Lo hacía eso igual que Mack, y a Mack igual que los asesinos de Lark? No,
eso no podía ser verdad. Pero Darren ya no estaba seguro de nada, y la rectitud
moral se le nublaba en el cerebro, embotado por el bourbon. Miró a su madre en el
porche oscuro. Una nube de mosquitos zumbaba en torno a su cabeza, pero ella
seguía perfectamente quieta, con una débil sonrisa en sus labios pintados. En sus
manos secas y callosas él vio que llevaba un bolso de mano con lentejuelas. Se
había vestido para la ocasión, pensó. Se dejó caer en una silla de metal cuando se
dio cuenta de que, por supuesto, ella se había guardado el arma en cuanto la
encontró, que ahora la llevaba en aquel bolso y que tenía toda su carrera como
ranger de Texas en sus manos.
Agradecimientos
Gracias también a la doctora Cheryl Arutt, por todas las sesiones de los
jueves a lo largo de este viaje.