La Noche Sucks
La Noche Sucks
La Noche Sucks
Blanca Riestra
La noche sucks
Alianza Editorial
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Vio un bosque de verdor negruzco,
sólo en el cielo brillaban las estrellas.
Ay, la noche oscura
Fue a partir de Williams cuando la carretera
empezó a enrojecer, aquel viernes, y luego cayó la no
che como un sudario sobre el desierto de Arizona.
Era tarde pero Benny Gonsales no se dejaba ganar rá
pidamente por el sueño. Cambió el dial, le dio un
trago a la lata de Doctor Pepper que llevaba junto al
cambio de marchas, encendió un Indian Spirit, aspi
ró una calada profunda, bajó las ventanillas y, cuando
una ráfaga de aire fresco le golpeó en toda la cara, no
pudo evitar sentirse feliz. En la radio un bolero muy
lento hablaba de traiciones y de penas infinitas, y lue
go sonó algún gran éxito de José Feliciano.
«No sé qué tiene la pinche música —se dijo— pero
es como si lo cambiase todo.»
Éste era su primer viaje como truck driver y aún
el cansancio y la desidia no habían hecho mella en él.
El tráiler, pensó rascándose el cogote con la mano
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izquierda, era de una belleza serena, con grueso
cuerpo blanco y los tubos que rodeaban la cabina.
«Conducirlo es como cabalgar un animal prehistóri
co», pensó, y luego pensó en la gruesa grupa de Ro
sario cuando se inclinaba para recoger sus calzones
del suelo.
Venía rumiando cosas vagas: por ejemplo, qué
gran país era América, tan lleno de carreteras de seis
carriles, tres a cada lado, tan lleno de chamba y de pe
tróleo, qué grandes eran las montañas de este gran sur
y qué extraño que todos se afanasen por tener lo que
no tienen. A veces se decía que, en un país como
aquél, nada le impedía desaparecer, salirse del cami
no, aparcar el monstruo en la cuneta y echarse campo
a través, como los cimarrones, y, fíjense, de él ya no
volvería a saberse nada. Sería como los esclavos hui
dos, como los mojados abandonados por los coyotes
en tierra de nadie: como los fugitivos de la ley que
iban quemándose lentamente bajo el sol y vagando
en círculos hipnóticos fuera de los senderos trazados
por los colonos y que, luego, tras días de errancia des
esperada, recalaban junto a un pozo y construían allí
su propio refugio de alimaña. Pero Benny seguía con
duciendo y el sol iba bajando sobre la escupidera con
su peso cálido y la radio daba las noticias y las melo
peas religiosas y las noticias de Michael Astorga, fugi
tivo.
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Por entonces cerraban los country stores de la
carretera interestatal y un indio hopi, sentado delante
de su tienda de piedras naturales, se santiguaba y una
camarera se peinaba el largo cabello rubio en la tras
tienda de una gasolinera en Winona, y los pájaros arre
molinados dibujaban formas distintas sobre un cuerpo
de mamífero descomponiéndose sobre un cerrillo en
Painted desert.
También en un pequeño pueblo cerca de Ácoma,
en la falda de la montaña, la noche caía de manera aún
más dura, como una pelota de piedra sobre los riscos.
Y una vieja sentada en la puerta de la casa muy pobre,
prefabricada, con baños de plástico, helada en invierno
y asfixiante en verano —cuando los elementos baila
ban como matachines por la ladera—, calcetaba una
manga muy larga viendo pasar las caravanas de autos
atravesando en la distancia la tierra roja. Estaba un
poco sorda y sus pensamientos eran muy ruidosos.
Por eso no oyó a Jewelleen, allá en el cuarto del fon
do, mientras buscaba por todas partes la bolsa de de
porte y metía dentro un par de mudas, un par de ca
misetas, una negra y dos de color encendido que
enseñaban el nacimiento de su pecho y que guardaba
para las ocasiones especiales.
Jewelleen dio una vuelta en torno a sí misma, la
casa olía a humedad y a tierra. Sobre la mesa de la sa
la, el cenicero rebosante de colillas, las muñecas kat-
chinas en la estantería de la tele y el manto de ceremo
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nias del abuelo colgado de dos alcayatas de una
manera que a ella siempre se le había antojado muy
triste. Empujó la puerta de atrás y presintió el ronro
neo de la troca del padre, que llegaba desde Gallup, a
última hora del día, como siempre, pero hizo caso
omiso. Nadie la vería salir por el camino de la fuente
hacia la interestatal, donde podría hacer autoestop.
No fue difícil abrirse camino por entre las retamas
y los espinos, conocía cada palmo de aquella monta
ña de memoria, habría sido capaz de llegar a la carre
tera con los ojos cerrados, sin siquiera la ayuda de
aquella luz rojiza y espiritual que le daba dolor de co
razón. No sabía bien qué dirección tomar y no tenía
muchos dólares, sólo un par de billetes de cien en el
bolsillo del vaquero. ¿Cuánto aguantaría? Caminó
largo tiempo mientras las urracas revoloteaban sobre
los árboles y hubo un sonido de grillos resonando
cada vez más potentes en la noche.
Hasta que llegó y vio pasar, cerca del diner, los co
ches a 60 millas por hora, quizá más, con los faros en
cendidos, y distinguió a un niño pequeño asomado a
una Lincoln, dos chicas jóvenes en descapotable, una
familia de chicanos que se había parado en el arcén de
enfrente esperando a que el padre terminase de mear
tras un arbusto. Luego de pronto la carretera quedó
vacía y Jewelleen se sintió ansiosa de nuevo y decidió
cruzar al otro lado y tomar el este, en dirección a la
ciudad lejana de Albuquerque. Nunca había estado
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en Burque pero llegaban de vez en cuando rumores a
Ácoma sobre bares perdidos y películas incesantes y
balaceras cerca de Los Lunas.
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Ay, la noche oscura que se derrumba y la liber
tad de los camiones y esa sensación de que todo nos
está permitido. Y el olor a sudor y a maleza seca. Mi
chael Astorga no era un mal tipo. Sólo era humano.
¿No son humanos ustedes? Astorga era un hombre y
la noche iba cayendo como un risco.
La radio, cuando suena en medio de la noche,
transforma las carreteras en barcos, y así el desierto
era como una extensión de agua negra, inagotable.
Sonaron los Eagles y luego Joan Baez y luego Britney
Spears y luego el Rey con su voz de terciopelo. Y la
voz del Rey era como la savia misma de la noche en
Arizona y Benny empezó a tararear mientras pensaba
que, quién sabe, quizás el mismo Elvis viviese en al
gún lugar perdido de aquel estado salvaje, harto de
fama y de prebendas, y que quizá los observase, con
un rifle sobre el hombro, como Dios observa a los
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hombres y les permite que jueguen, que enfermen,
que amen o que mueran… Pasaban los indicadores y
las estaciones de servicio y Benny vio que la chica
dormía, ajena a todo, junto a él.
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todavía me queda un amigo». Conduciría hasta allí
en su coche robado, con la matrícula de repuesto; no
lo haría por su mujer ni por su hijo, no lo haría con
afán de entregarse a la justicia: se trataba de algo más
profundo, tenía que ver consigo mismo, con su pro
pia concepción del destino del hombre.
Y, sin pensarlo dos veces, sin miedo, sin temblor
siquiera, arrancando el Buick de color verde con ale
rones, condujo con la radio puesta a través de aquellos
hermosos kilómetros de distancia roja que lo separa
ban de su destino.
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pasó la línea. Ahora, mientras mea en una cuneta de
alguna carretera secundaria, se dice que habría tenido
que presentir algo. Luego, mientras se sube la crema
llera, contempla el horizonte, lleno de Uncle sams y
Lowe’s y Pandas, un paisaje que se le antoja el escena
rio perfecto de su vida.
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manecer ahí bajo el sol de justicia de Albuquerque se
está quedando desgastada como una cora.
Yo, desde la ventana de mi casa en Central, lo
miro todo. Estoy sola y me preparo para cenar delan
te de la tele. Sobre Albuquerque cae uno de esos fa
mosos anocheceres como sudarios. He venido bus
cando algo, pero no sé lo que es. Estoy sola, fuera del
mundo. Tengo la impresión de haber sido sacrificada,
en cierto modo.
En la acera de enfrente, Logan, que ayer cumplió
veintiocho y se siente viejo, pasa la fregona por enési
ma vez por delante del Launchpad, derrama sobre el
suelo un cubo de agua con jabón y luego, apoyado
sobre la luna llena de carteles de grupos de rock, re
busca en sus bolsillos la cajetilla de Marlboro y luego
el encendedor y echa una larga primera calada que se
expande ante él como arena. Logan levanta la mano y
saluda al mendigo de enfrente, aunque el otro no le
contesta sino que lo mira mal e incluso masculla as-
shole para sí.
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por un carro. Llevan los brazos tatuados con flores y
serpientes. Se detienen en el cruce con la calle Quin
ta y luego con la Sexta, llevan los codos apoyados en
las portezuelas tuneadas. Logan se queda mirándo
los por debajo de su cachucha y piensa: «Algo va a
ocurrir».
Pero nunca ocurre nada; por eso Logan apaga su
cigarrillo con el pie y lo mueve de izquierda a dere
cha y luego de derecha a izquierda. Y vuelve a entrar
en el bar, esa caja negra, con una parte de atrás muy
grande donde está el escenario, cerrado por dos
puertas para impedir que la gente pase bebiendo al
espectáculo, por eso de que no tiren botellines a los
músicos y esas cosas. Cada día tocan en el Laun
chpad dos grupos, a veces tres. Pero hoy no, hoy no
hay concierto y Logan tiene algo de tiempo para es
tar solo.
Deja la fregona apoyada contra la puerta y luego
pasea por el medio de la sala, echando de vez en cuan
do una calada con la boca hacia arriba, como si mira
se hacia el cielo. Sobre la pared un cartel anuncia las
actuaciones de mañana: «Romeo goes to hell», «Coke
is better with bourbon», «The fertile crescent».
Logan toma la bayeta húmeda y la pasa por la
barra, luego le sube el volumen al estéreo que retrans
mite un corrido y el corrido resuena extraño entre
aquellas paredes acostumbradas al rock, casi como
una especie de música extraterrestre.
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«¿Qué tendrán estos manitos que están siempre
llorando por culpa de sus mujeres?», se pregunta.
Jewelleen, sin embargo, siente algo semejante a la
felicidad en la cabina del tráiler, mientras se suceden
los fotogramas espasmódicos del atardecer morado.
Sabe que todavía está a tiempo de hacerlo todo. El ca
mionero joven la mira con algo que a ella le parece
suciedad pero que no le importa.
«La suciedad es aquello de lo que el mundo está
hecho», piensa.
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papelada, y en el olor a flores de la madre y en el pa
dre perdido y en los pechos jóvenes de la hermana
adolescente. Y le parece estar allí y no ahora, al otro
lado del tiempo, dentro de un cadáver in fieri, con
aquellas zapatillas de felpa que encapsulan sus pies
sarmentosos, mientras una mujer gorda a la que casi
no reconoce lo llama desde dentro de la caravana
con voz de judía polaca.
A veces piensa que, con sólo desearlo, debería ser
posible regresar. Con arrepentimiento. Pero él nunca
ha sido capaz de ser bueno. Ninguno de sus tres hijos
le dirige la palabra desde hace años: nunca les ha dado
dinero, nunca ha dejado de verlos como intrusos.
Piensa que quizás eso sea lo único que permanece
en él de aquel muchacho: el malhumor, la bilis. Aun
que (y eso no tiene solución, pues es lo primero que
se va) le falta la sed.
Piensa que por eso ya no escribe. Porque sin sed no
es posible escribir. «¡Qué sed la de entonces! —como
decía Yeats—. Volver a esos años, pero no con aquella
sed de nuevo en mí», decía Yeats. «Sed lancinante»,
decía el Evangelio.
Y entonces recuerda el mundo tal y como lo con
cebía en su juventud: picante, pecaminoso, carnal,
malo. Y se vio, tal y como era entonces, un pequeño
potro dispuesto a enfilar todo lo que se encontrase
en su camino sin pausa ni prisa, como si todo se ju
gase ahí, en esa extraña proximidad con los objetos
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que quiere decir: estoy dentro de ti, me perteneces,
no hay nada que nos separe, un cuerpo no se cierra y
luego empieza otro. No hay división, uno no acaba
nunca, el mundo no acaba nunca, es un continuo.
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