Fast, Howard - Ovni
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OVNI
- Nunca lees en la cama - le dijo el señor Nutley a su mujer.
- Antes sí, ¿te acuerdas? - contestó la señora Nutley -. Pero luego descubrí que me
bastaba con quedarme quieta y ordenar mis pensamientos.
- Te envidio. Nunca tienes dificultad para dormirte.
- Oh, sí. Algunas veces. Para ser completamente franca - agregó -, creo que las
mujeres hacemos menos alharaca que ustedes los hombres.
- Yo no hago alharaca - protestó el señor Nutley, dejando de lado su «New Yorker»
y apagando la luz del velador. Es algo muy desagradable. No padezco de insomnio,
pero se me ocurre una idea y me da vueltas y vueltas en la cabeza.
- ¿Tienes una idea esta noche?
- Sólo que Ralph Thompson es un tipo insoportable, pero no sé si eso se puede
llamar una idea.
- Eso no basta para mantenerte despierto. Debo admitir que yo siempre lo he
encontrado muy agradable como vecino. Podríamos tener vecinos peores, sabes.
- Supongo que sí.
- ¿Por qué estás enojado con él? - preguntó la señora Nutley, tapándose bien para
protegerse contra el frío de la habitación.
- Porque nunca estoy seguro si me está tomando el pelo o hablando en serio. Todos
los artistas y escritores son insoportables, pero ninguno tan insoportable como él.
Como yo me traslado a la ciudad todos los días y pongo el traste sobre una silla para
ganarme la vida honradamente, me transformo, según él, en parte del establishment y
en objeto de sus bromas.
- Pues sí, estás molesto - dijo la señora Nutley.
- No lo estoy. ¿Por qué pasa una hora antes de que yo pueda contestar sus
imbéciles observaciones de una manera ingeniosa?
- Porque eres una persona honesta y considerada, y me alegro mucho de que seas
así. ¿Qué te dijo?
- La forma en que lo dijo - replicó el señor Nutley -. Entre desprecio y mofa. Dijo
que vio un plato volador al anochecer, que bajó y se posó en el pequeño valle detrás
de la colina.
- Bueno, eso no es muy ingenioso que digamos. Probablemente caíste en la trampa
y le dijiste que los platos voladores no existen.
- Me voy a dormir - dijo el señor Nutley. Se dio vuelta, se estiró, se tapó bien y se
quedó callado. Después de un minuto o dos le preguntó a la señora Nutley si dormía.
- No, estoy despierta.
- Pues le dije que por qué no iba al valle para ver dónde había aterrizado. Me
contestó que él no entra sin permiso en la propiedad de gente millonaria.
- ¿Cree en realidad que somos millonarios?
- Un hombre que ve platos voladores puede creer cualquier cosa. ¿Qué le pasa a
este país? Nadie veía platos voladores cuando yo era chico. A nadie lo asaltaban en la
calle. Nadie se drogaba. Te pregunto a ti: ¿Oíste alguna vez hablar de platos voladores
cuando eras chica?
- Creo que no había platos voladores cuando éramos chicos - dijo la señora Nutley.
- Claro que no.
- Antes no existían, a lo mejor ahora sí.
- Eso es ridículo.
- No necesariamente - dijo la señora Nutley suavemente -. Los ven toda clase de
personas.
- Lo que sólo significa que el mundo está lleno de locos. Dime una cosa, si existen
los platos voladores, ¿qué es lo que quieren?
- Curiosear.
- ¿Cómo es eso?
- Bueno - dijo la señora Nutley -, nosotros somos curiosos, ellos también son
curiosos. ¿Por qué no?
- Porque es esa clase de razonamiento la que hace que el mundo esté como está.
Ésa es una suposición sin fundamento. Si las personas como tú estuvieran más en
contacto con la realidad del mundo, todos estaríamos mejor.
- ¿Qué quieres decir con eso de personas como yo?
- Personas que no saben absolutamente nada del mundo real.
- ¿Como yo? - preguntó dulcemente la señora Nutley. No se enojaba casi nunca.
- ¿Qué haces todo el día aquí en estos barrios o suburbios o lo que sean, a cien
kilómetros de Nueva York?
- Siempre estoy atareada, - respondió ella.
- Estar atareado no es suficiente -. El señor Nutley había comenzado uno de sus
discursos instructivos, pensó la señora Nutley. Ocurrían cada quince días
aproximadamente, cuando padecía de insomnio -. Todas las personas deben justificar
su existencia.
- Haciendo dinero. Siempre me dices que tenemos suficiente dinero.
- Nunca he mencionado el dinero. Cuando los chicos entraron en la universidad y tú
dijiste que ibas a hacer un doctorado en biología vegetal, yo aprobé tu proyecto. ¿No
fue así?
- Así fue. Te mostraste muy comprensivo.
- No me refiero a eso, sino al hecho de que han transcurrido dos años desde que
obtuviste el título y no haces absolutamente nada. Pasas los días aquí, sin hacer nada.
- Estás enojado conmigo ahora - dijo la señora Nutley.
- No estoy enojado.
- Estoy ocupada continuamente. Trabajo en el jardín. Colecciono especímenes.
- Tienes jardinero. Le pago ciento diez dólares por semana. Tienes cocinero. Tienes
mucama. Los otros días leí en el «Sunday Observer» un artículo acerca de la vida sin
objeto que lleva la mujer de la clase media alta.
- Sí, yo también lo leí - dijo la señora Nutley.
- Nunca me permites decir lo que quiero, sin interrupciones - dijo con enojo el señor
Nutley -. Estábamos hablando de platos voladores, que tú pareces aceptar como si
existieran.
- Pero ahora estamos hablando de otra cosa, ¿no? Estás disgustado porque no
encuentro trabajo en alguna universidad como bióloga vegetal para poder demostrar
que tengo una función en la vida. En ese caso, nunca nos veríamos, y yo te quiero.
- ¿Dije algo yo de conseguir trabajo en una universidad? En realidad, hay cuatro
universidades en treinta kilómetros a la redonda, y cualquiera te aceptaría de buen
grado.
- Ésa es una suposición. Me quedo con mi casa, que me gusta mucho.
- Entonces, aceptas el aburrimiento. Aceptas una existencia gris y sin sentido.
Aceptas...
- Sabes bien que no debes ponerte en este estado a esta hora de la noche - dijo con
dulzura la señora Nutley -. Después te cuesta mucho más dormirte. ¿No quieres un
vaso de leche tibia?
- ¿Por que no me dejas terminar de decir lo que quiero?
- Te voy a traer la leche. Siempre te duermes después.
La señora Nutley se levantó de la cama, encendió el velador de la mesa de luz, se
puso la bata y bajó a la cocina. Puso la leche a calentar en un hervidor. De un frasco
de la alacena sacó un paletito de Seconal y puso un poco del polvo en el vaso. Agregó
luego la leche y la revolvió con una cuchara. Después regresó al dormitorio. Su marido
tomó la leche bajo su mirada aprobadora.
- Tu leche tibia es mágica - dijo el señor Nutley. - Me pongo así de este humor
porque no me puedo dormir.
- Ya lo sé.
- Es que pienso que estás sola todo el día aquí...
- Si a mí me encanta este lugar.
Ella aguardó hasta que la respiración de su marido se hizo regular.
- Mi pobre amor - dijo con un suspiro. Esperó diez minutos más. Luego se levantó
de la cama, se puso unos viejos pantalones vaqueros, botas, una camisa y un pulóver,
y bajando las escaleras silenciosamente salió de la casa.
Atravesó el jardín hasta el invernadero. La luna estaba tan brillante que no tuvo
necesidad de usar la linterna que llevaba en el cinturón. En el invernadero estaba su
mochila con los especímenes vegetales que había coleccionado y catalogado las tres
últimas semanas. Apreciaba tanto el cuidado con que catalogaba cada espécimen y la
manera con que lo envolvía en musgo húmedo, así como el hecho de que dejara los
hongos para el último día con el fin de que estuvieran frescos y turgentes, que eso le
proporcionaba un cálido sentimiento de satisfacción que duraba días. Además, le
pagaban muy bien por su trabajo. El señor Nutley tenía mucha razón. Una persona que
tenía un oficio u ocupación especial debía ser remunerada por el mismo. Ella tenía una
cartera vieja en un cajón de la cómoda, llena de diamantes pequeños. Claro que los
diamantes eran tan comunes en su planeta como los guijarros en nuestra tierra, y por
eso no tenía remordimientos de conciencia.
Se puso la mochila al hombro, abandonó el invernadero y se encaminó por el
sendero que subía la montaña adentrándose en el valle que estaba escondido detrás,
donde se encontraba generalmente escondido el plato volador, cómodo y protegido de
la mirada de los incrédulos y cínicos.
Caminaba con el paso largo y tranquilo de una mujer de cincuenta años, aunque el
trabajo que realizaba al aire libre la mantenía en muy buen estado físico. Pensó qué
bien le haría al señor Nutley si pudiera pasar sus días en el campo, al aire libre, en
lugar de en una oficina en la ciudad.
FIN