0% encontró este documento útil (0 votos)
27 vistas6 páginas

GULA

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1/ 6

GULA

—¿Cuánto pesas, Guillermo? La pregunta me pilló por sorpresa y me ofendió un


poco. —¿A qué viene eso? —No sé, simple curiosidad. Creo que te has descuidado
un poco. Te recordaba más bien delgado y cuando te volví a ver me sorprendió que
hubieras engordado tanto. —¿No tienes suficiente con contarme toda esa mierda
sobre que mi empresa ha perdido su alma que, encima, vas y me llamas gordo? —
No quería hacerte sentir mal. Sólo saber si lo de haberte descuidado tanto tenía que
ver con cómo te sientes en el trabajo. Yo estaba realmente desorientado. No
entendía para nada qué tenía que ver una cosa con la otra. Y aún menos adónde
quería ir a parar con ese cambio brusco de tema. Habíamos hablado de la ira, la
envidia, la soberbia y la pereza. Así que, según mis cuentas, aún me tenía que
hablar sobre la gula, la avaricia y la lujuria para completar su teoría, su jodida teoría,
sobre los siete pecados capitales y la pérdida del alma en mi empresa. Sorprendido,
lo miré ante la evidencia de que estaba introduciendo la gula como siguiente tema
en su absurda teoría. Me resistía, a pesar de todas las fibras que había tocado en
mí, a reconocer las verdades que escondía todo ese montaje. Si no hubiese estado
en la situación en que nos encontrábamos, no hubiese aguantado todo ese montón
de basura dialéctica, que sólo soportaba por su buena retórica. Me retorcí
intentando buscar una nueva postura que me ayudase a calmar el dolor que recorría
toda mi espalda. Menudo idiota… ¿Cómo pretendía darme una lección alguien que
se había pasado la vida saltando de un trabajo a otro? ¿Qué podía saber él de lo
que significaba dirigir un departamento si nunca lo había hecho? Sí, muy bonitos
sus planteamientos y muy claras sus explicaciones, pero la realidad era otra. Mucho
más fría, mucho más dura... Ante este nuevo brote de inesperado escepticismo lo
miré directamente a los ojos. —¿Sabes una cosa, Julián? Me parece que no sabes
una mierda y que eres un farsante que ha venido aquí cargado de teorías de un
mundo ideal que no sirven para nada. Creo que no tienes ni puta idea de qué va
todo esto y de lo complejo que resulta llevar un negocio. —¿Por qué te has
enfadado ahora tanto conmigo? —me preguntó. —¿Con quién quieres que lo haga,
con la vecina del quinto? Estamos tú y yo. Llevamos demasiadas horas aquí
encerrados sin que nadie nos rescate. Tengo sed y me duele mucho la espalda. No
es para estar feliz, ¿no te parece? 55 —Entiendo que estés incómodo, yo también lo
estoy. Pero eso no me da motivos para ofenderte. Al contrario, agradezco
muchísimo que no me encuentre sólo en esta situación y pueda charlar contigo.
Ahora, si no quieres que continúe, puedo cerrar la boca y no hablar más. —Creo
que será lo mejor —dije, y nos quedamos en silencio. Julián aprovechó para
encender su emisora y llamar a Pepe. —Pepe, soy Julián. ¿Estás ahí? —Por
supuesto, compañero. ¿Cómo va? —Bueno, qué quieres que te diga. Aguantando el
chaparrón. ¿Tienes novedades? —Nada de nada. Lo siento. Barcelona está
colapsada. Dicen por la radio que no se recordaba una nevada así desde hacía más
de cuarenta años. En el rato que lleváis ahí encerrados ha caído casi medio metro
de nieve. Empiezo a pensar que la cosa va para largo ¿Puedo hacer algo por
vosotros? —Seguir ahí y avisarnos si tienes novedades, ¿vale? —Trato hecho.
Corto. Yo había seguido su conversación como un sencillo espectador. Como si la
historia no fuese conmigo y la estuviese viendo en una pantalla. Seguía intentando
digerir el mal sabor de boca que me había dejado la última parte de nuestra
conversación. Trataba de discernir si estaba siendo justo o injusto con Julián
defendiendo con tanta contundencia mis convicciones. O, al menos, no dejándome
convencer por un conjunto de argumentos que me estaban poniendo contra las
cuerdas constantemente. Si le hacía caso, si le daba toda la razón, me estaba
condenando a sentirme tremendamente culpable por incumplir prácticamente todos
y cada uno de los planteamientos que él defendía como acertados para tener un
comportamiento correcto. ¡Cuanta contradicción! Creo que era lícito defenderse de
todas esas acusaciones, aun sabiendo que uno podría ser declarado culpable. Lo
miraba de reojo y lo veía resignado y pensativo, como si hubiese acatado mi
imposición de silencio pero aún le quedasen muchas más cosas por contarme. ¿Y
qué más tendría que decirme? ¿Cuánto más daño podría hacerme aún? ¿Y cuánto
estaría yo dispuesto a escuchar? Ojalá nos rescatasen ahora mismo. Ojalá viniese
la electricidad de golpe y el ascensor se pusiera en marcha. Así podría dar por
finalizada esa conversación, pero sobre todo esa recuperada amistad que no me
apetecía continuar. ¿Qué pasaría mañana, cuando todo volviese a la normalidad?
¿Cómo debería actuar cuando le viese pasar haciendo sus rondas, sabiendo ahora
todo lo que sabía sobre mí? Podría resultar tremendamente incómodo convivir con
esa sensación de ultraje, de sentirme observado y analizado en cualquiera de mis
movimientos. Por muy injusto que pudiese parecer debía evitar esa situación y
proponer a su empresa un traslado. Me sabía mal, aunque imagino que lo
entendería. En realidad, era yo quien tenía la sartén por el mango. Con una llamada
de teléfono podía hacer que mañana mismo no estuviese. Pero no me apetecía
hacerle daño. Debía inventar una excusa creíble para 56 proponer su traslado, pero
que no le perjudicase ni pusiera en peligro su puesto de trabajo. Eso sería fácil para
mí; pensaría en ello llegado el momento, no me preocupaba lo más mínimo
inventarme una historia para convencer a alguien con una mentira. De esa
capacidad mía no tenía ninguna duda, llevaba haciéndolo toda la vida. Lo miré y
sentí pena por él. —Peso ciento ocho kilos —dije, intentando recuperar el diálogo.
—¿Y cómo te sientes? —respondió, tratando de discernir si era un comentario
puntual o una señal de que podíamos seguir hablando. —Me siento fatal, qué
quieres que te diga… Estoy gordo, me encanta comer y no tengo tiempo ni para ir al
gimnasio. Pero no puedo hacer nada. Es lo que hay. Pero aún no consigo entender
qué tiene que ver la gula…, porque querías que hablásemos de la gula ¿verdad?
Qué tiene que ver con la dichosa alma. —La gula en la empresa es otro mal muy
generalizado. Pero no se refiere al consumo excesivo de alimentos, sino al consumo
excesivo de trabajo. Me quedé algo más tranquilo al entender que mi sobrepeso no
iba a ser el centro de la conversación. —Entonces, permíteme que te diga que no
entiendo a qué venía tanta curiosidad sobre mis kilos de más —puntualicé. —Te
pido disculpas, sé que no he sido muy delicado al preguntártelo. No quería herirte.
Lo que pasa es que ya me esperaba parte de la respuesta que me has dado. —
¿Cuál? —La de que no tienes tiempo para ir al gimnasio. —Es la pura verdad, tengo
mucho trabajo y acabo tardísimo. —¿Cuántas horas trabajas, Guillermo? —Diez,
once, doce... No te lo sé decir exactamente. —Vaya, son muchas y ¿por qué
tantas? —Es lo normal, todos lo hacemos, siempre hay asuntos por resolver. Y
además a última hora es cuando más se rinde. Todo está más tranquilo, suena
menos el teléfono... Es la mejor hora. —Y la gente de tu equipo, ¿cuánto trabaja? —
Unos pocos se van a las seis, que creo que es la hora oficial de acabar. Pero la
mayoría se quedan un rato más. —Y esos que se quedan, ¿sabes por qué lo
hacen? —Yo diría que porque tienen algo pendiente y se toman muy en serio su
trabajo. —¿Quieres decir que están realmente implicados? —Por supuesto. Ellos
eligen libremente irse a casa o quedarse un rato más. A mí me gusta salir y ver que
algunos aún siguen ahí. Son gente que quieren llegar lejos y no les importa qué
hora es. Trabajan sin estar pendientes del reloj, y eso es muy bueno. Son gente con
quien se puede contar. 57 —¿Te has preguntado alguna vez cuánto rato más se
quedan una vez que te has ido tú? —No, pero imagino que el suficiente para dejar
cerrado aquello en que trabajaban. Julián sonreía, y yo no entendía el porqué. —Ni
diez minutos —dijo. —¿Cómo? —pregunté. —Que no tardan ni diez minutos en irse
después de que te hayas marchado tú. —No me lo creo —dije. —No tengo motivos
para engañarte, Guillermo. Yo estoy allí y te digo lo que veo. Quítatelo de la cabeza,
amigo. Ellos no se quedan más tiempo porque estén más implicados. Se quedan
porque tú estás allí. Y en cuanto te vas, ellos se van. Es así de fácil. Me quedé un
tanto desconcertado. Estaba tan convencido que me costaba entender que mi
realidad hubiese sido puesta en solfa de una manera tan fácil. Y si era verdad lo que
decía Julián, y no tenía motivos para engañarme con algo que yo podía verificar
mañana mismo, se había desmontado toda mi teoría. —La mayoría de las empresas
en las que he trabajado —continuó— padecen de gula, otro síntoma más para
explicar la pérdida del alma. Se trata de un consumo excesivo de trabajo, pero que
en realidad es pura ficción. La gente no rinde más porque permanezca más horas
en su puesto de trabajo. Pero se crea la sensación de que es así. Tú has tenido esa
sensación y has llegado a pensar que los que se marchan más tarde a casa son los
que están más implicados. —¿Es un error entonces? —Es un gran error pensar que
alguien que se marcha escrupulosamente a su hora está menos implicado que
alguien que se queda hasta más tarde que el propio jefe. La implicación no tiene
que ver necesariamente con las horas de trabajo. Pero la gente aprende a vivir en
esa situación ficticia y a jugar a eso de «si quieres que tu jefe crea que estás muy
implicado, permanece más horas que él en la oficina». —Has dicho «permanece» y
no «trabaja» —puntualicé. —Y lo he hecho muy conscientemente. Nadie puede
rendir al cien por cien doce horas al día, día tras día. Por tanto, para poder
permanecer tantas horas, y que parezca que trabajas, tienes que tomarte algunos
tiempos muertos. En definitiva, el que está diez horas en el trabajo no produce
necesariamente más que el que está ocho. Sencillamente, permanece más tiempo
allí y da la sensación de que trabaja más. —Me cuesta mucho creer lo que me
dices, Julián. Sinceramente, no le veo demasiado sentido. Quiero comprobarlo y voy
a estar mucho más pendiente de ello a partir de ahora. Te lo aseguro. Pero
independientemente de esto, creo que no me vas a convencer de que trabajar
mucho sea tan malo. Me sorprende que lo hayas llamado «gula», me parece
demasiado rebuscado. 58 —Es tu opinión y la respeto. Sólo es una asociación de
ideas. Comer es necesario, pero comer con desmesura es malo y acaba pasando
factura. Del mismo modo, trabajar es necesario, pero hacerlo con exceso es malo, y
también acaba pasando factura al individuo y a toda la organización, porque la
gente acaba aprendiendo que lo que está bien visto es trabajar mucho. ¿Lo
entiendes ahora mejor? —Creo que sí. Me parece un poco frívolo por tu parte, pero
entiendo el planteamiento. —¿Y qué pasa cuando se crea esa cultura de «aquí todo
el mundo trabaja muchas horas»? Pues que se crea una altísima dependencia y la
gente ha de estar a disposición de la empresa las veinticuatro horas. Si llegas a este
punto se crea un estado de ansiedad y una necesidad permanente de estar
conectado por si ocurre alguna cosa. ¿Miras tu BlackBerry cuando estás en casa?
—Menuda pregunta, Julián. Claro, como todo el mundo. —Lo de «todo el mundo»
prefiero no discutirlo. ¿Por qué lo haces? —Porque tengo mucha responsabilidad.
Porque puede ocurrir algo que deba saber. Porque tal vez recibo un correo y haya
que contestarlo... —Precisamente, eso es a lo que yo llamo «gula». Es un consumo
excesivo de trabajo, una continua conexión con las obligaciones profesionales que
refuerza la idea de cuán importantes somos, y, por tanto, retroalimenta el que lo
sigamos haciendo. Y lo peor de todo es que siempre acaba pasando factura a las
relaciones familiares, porque toda esa dedicación extra al trabajo va en detrimento
del tiempo que debemos dedicar a los nuestros, que también lo necesitan. Le
escuchaba. Me seguía poniendo entre las cuerdas. Ese jodido Julián me estaba
retratando sin saberlo. Nunca me había planteado que trabajar mucho fuera malo.
Yo estaba convencido de que era una señal de mi alto grado de implicación con la
empresa. Ahora podía ver perfectamente mi vida solitaria, en el sofá de casa, con el
ordenador encendido hasta muy tarde para adelantar trabajo para el día siguiente, la
tele encendida para sentir algo de compañía y los restos de mi cena… Pero no
hacía mal a nadie. También podía recordar a Alicia y a mí, antes de separarnos,
incluso cuando todavía nuestra relación funcionaba, juntos en el mismo sofá, cada
uno con su ordenador abierto, trabajando un rato, sin dirigirnos la palabra. Me
pareció patético. Y lo peor, reconocía que me sentaba mal cuando alguien de mi
equipo decidía dejar algo para el día siguiente, cuando podía llevárselo a casa para
acabarlo. Tal vez Julián se refería a eso. —Tomo nota, Julián —dije—. Me has
hecho pensar mucho y me identifico bastante con muchas de las cosas que me
cuentas. Has hecho tambalear una idea que tenía muy arraigada. Entiendo tu
explicación y creo que tiene sentido. Te pido disculpas por haber sido tan
desagradable contigo antes. Lo siento de verdad.
RESUMEN:
El capítulo empieza con una pregunta que dejó al personaje principal con la boca
abierta, pensando en que de alguna forma su compañero estaba ofendíendolo. Lo
cual lo molestó mucho. Sin saberlo, aquella pregunta hacía referencia a uno de los
mayores errores cometidos dentro de la empresa, la gula. Al segundo después de la
duda, Guillermo se preguntó si realmente debería seguir escuchando las lecciones
de la teoría de su amigo, seguía muy molesto porque sentía que sí lo seguía
haciendo al final terminaría por aceptar que cometía prácticamente todos los errores
de los que Julián estaba hablando, y sentía que eso era muy humillante. La
impresión lo dejó pasmado, pero quería saber que tenía que decir su amigo sobre el
siguiente pecado, así que lo dejó continuar. Su amigo le explicó que la Gula no hace
referencia a otra cosa más que al consumo excesivo de trabajo, lo que dejó en
alguna medida tranquilo a Guillermo porque se liberó de la presión de tener que
hablar de su sobrepeso, un problema que él justificaba con las tantas horas de
trabajo que realizaba al día. Al hablar de esto, Guillermo intentaba darle cierto
crédito a las tantas horas que la gente se pasaba en las oficinas como una forma de
justificar su buen desempeño en la empresa. En una parte Julian menciona: “En
definitiva, el que está diez horas en el trabajo no produce necesariamente más que
el que está ocho. Sencillamente, permanece más tiempo allí y da la sensación de
que trabaja más.”. Y da a entender que la gente que menos trabaja es aquella que
solo busca llevarse el mérito de tener una buena impresión de su jefe. Aparte Julían
recalca que el consumo excesivo de trabajo genera una impresión propia de
sentirse importante que a largo plazo se va acrecentando y llega a comerte la vida
por completo, sin pensar en nada más que en trabajar y estar a disposición de la
empresa 24/7. Guillermo se da cuenta de esto y reflexiona, recordando su vida
solitaria y llena de malos ratos por culpa de la presión laboral.

También podría gustarte