Pedro Barceló
Pedro Barceló
Pedro Barceló
Aníbal de Cartago
Un proyecto alternativo
a la formación del Imperio Romano
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Batalla de Zama
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Diseño de cubierta: Alianza Editorial
Ilustración: © AISA
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Prólogo
Introducción
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profundizáramos en el interrogatorio indagando los hechos
memorables que se le atribuyen, el episodio del paso por los Alpes
con los famosos elefantes no faltaría en múltiples respuestas. Sin
embargo, pese a una indudable notoriedad, los conocimientos en
torno a Aníbal y su época son más bien escasos. Son básicamente
detalles anecdóticos los que se apoderan de la dimensión histórica
de los eventos protagonizados por él, con lo que ésta queda
relegada a un segundo plano, cuando no oscurecida. Por ello el
objetivo de esta investigación consiste en intentar reconstruirla
para aclarar la compleja trama de hechos, causas y consecuencias
en cuyo centro de gravitación se inserta nuestro emblemático
personaje. La realización de este proyecto está guiada por tres
propósitos.
El primero es de carácter historiográfico. Se trata de dilucidar las
distintas fases de su paso por la historia siguiendo el hilo de las
fuentes: su contexto familiar, la situación de Cartago, el
asentamiento púnico en Hispania, las peripecias de la guerra con
Roma, las campañas militares, los motivos de su derrota, las
consecuencias del debilitamiento de Cartago para el futuro del
mundo antiguo, etcétera.
El segundo propósito se plantea la reflexión sobre los hechos. Se
pretende indagar el porqué de una infinidad de situaciones y
analizar sus motivos y repercusiones. ¿Cuál era la meta política de
su marcha hacia Roma? ¿Existían planes concretos para un nuevo
reparto territorial del Mediterráneo occidental? ¿Nos ofrecen las
fuentes una versión fidedigna de los acontecimientos? ¿Fue Aníbal,
además de un indiscutible estratega, un estadista con visión de
futuro? ¿De qué manera hay que considerar su actuación: como
hecho singular y efímero o como modelo alternativo a la formación
del Imperio Romano? Esta clase de planteamientos nos puede
ayudar a redondear el retrato de Aníbal, aun cuando no siempre sea
posible llegar a conclusiones determinantes.
El tercer propósito, que complementa a los ya expuestos, parte de la
imagen actual, es decir, de la consideración que goza nuestro
polifacético personaje en la percepción contemporánea. ¿Cómo se
ha visto a Aníbal a través de las distintas épocas? ¿Qué bagaje se le
ha ido atribuyendo en el transcurso del tiempo? ¿Qué motivos
marcan las desproporciones entre el personaje real y la ficción
literaria?
El deseo de dar respuesta a los múltiples interrogantes que la
biografía de Aníbal suscita es el punto de partida de las siguientes
reflexiones. Su realización queda, sin embargo, condicionada por la
información disponible, no siempre fiable y muy lejos de ser
imparcial. No olvidemos tampoco el poder sugestivo del tema y del
personaje a tratar. Aníbal es sin lugar a dudas una de las figuras
más carismáticas, pero también más controvertidas de la
Antigüedad. Para describir, analizar y valorar su papel histórico se
impone mantener la equidistancia entre el efecto apologético que su
actuación pudiera provocar y la maledicencia que rodea a todo lo
cartaginés. Lo idóneo es enfilar un camino intermedio, lejos tanto
del apasionamiento como de la excesiva frialdad de juicio, una
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senda que evite la apología y la condena, que transcurra fuera de
partidismos o tomas de posición dadas ya de antemano.
Concebir y realizar una biografía de Aníbal es sin duda una tarea
seductora, es un reto que la investigación histórica debe acometer.
Con mayor razón cuando, como en este caso, los considerables
progresos en muchas disciplinas de la Antigüedad clásica
(arqueología, numismática, epigrafía, etcétera) posibilitan cada día
más una mejor comprensión de las fuentes literarias. Dado el auge
que los estudios púnicos han alcanzado en las últimas décadas, no
extraña la profusión de evidencias y percepciones novedosas que se
han logrado. Con estos instrumentos en la mano podemos rectificar
creencias equivocadas, aumentar los conocimientos en múltiples
áreas y ampliar así las miras de la perspectiva histórica. A la
consecución de estos postulados se adscribe este estudio, en el que
se intentará, además, enfocar el mundo en el que se desenvuelve
Aníbal y dentro del cual la Península Ibérica desempeña un
importante papel. Es precisamente la perspectiva de profundizar en
este crucial aspecto lo que me ha impulsado a aceptar la invitación
de Alianza Editorial para escribir el presente libro, el segundo que
publico sobre el tema. Poco tiene que ver esta versión española, si
exceptuamos la narración de una serie de hechos inalterables, con
la biografía editada en 1998 en lengua alemana, pues perseguía un
objetivo distinto del actual. A través de ella quise dar una visión de
conjunto. En el centro de ésta, sin embargo, se acentuará la
frecuentemente subvalorada dimensión hispana de la actuación de
Aníbal. También se pretende poner de relieve la perspectiva
cartaginesa, casi siempre ahogada por la visión romana del tema,
que no deja de ser la de los vencedores y que por ello ha perdurado
mayoritariamente hasta hoy.
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Escultura: ¿busto de Aníbal?, Museo Nazionale Archeologico,
Nápoles
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1. En el santuario gaditano de Melqart
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La ofensiva ideológica precede a la militar. Al utilizar motivos
religiosos e insertarlos en su dispositivo propagandístico, Aníbal
obra como ya antaño lo hicieran una serie de célebres predecesores.
Del mismo modo había actuado Alejandro Magno al desafiar al
imperio persa. A una edad comparable a la de Aníbal, Alejandro,
siguiendo los pasos de Herakles e imitando al mítico Aquiles,
después de ofrendar un sacrificio en Áulide, se lanzó a la aventura
de la conquista del oriente. Al igual que Alejandro, quien había
redimido a los griegos del Asia Menor de la dominación persa,
Aníbal, provisto del bagaje ideológico de su legendario antecesor,
incita a los griegos de occidente a liberarse del yugo romano.
Aprovechándose de la leyenda de Gerión, Aníbal transmite un
mensaje inequívoco a sus contemporáneos. Según ese popular mito,
el enérgico Hércules, después de perseguir al gigantesco Gerión
hasta los confines del mundo, le vence, se apodera del ganado
robado y lo traslada, recorriendo Hispania y Galia, hasta Italia,
donde ajusticiará al ladrón Caco.
Otro ejemplo que de manera plástica nos ilustra los inseparables
vínculos que enlazan la esfera política y el mundo religioso en la
Antigüedad se observa durante la primera guerra púnica. El cónsul
Publio Claudio Pulcro, comandante de la flota romana que operaba
en aguas sicilianas, está ultimando los preparativos para
enfrentarse a la armada cartaginesa (249 a.C.). Quiere cumplir con
sus obligaciones religiosas, tal como exige la tradición, antes de
entrar en combate. Manda suministrar el pienso ritual a las gallinas
sagradas que forman parte de su séquito como magistrado romano.
Al negarse éstas a comer, lo que de por sí ya era un hecho de mal
augurio, que hubiera debido inducir al comandante romano a
desistir de presentar batalla, Publio Claudio Pulcro, que no quiere
desaprovechar la ocasión de batirse ese día, ordena, según palabras
que nos transmite Valerio Máximo (14,3): «Si no quieren comer,
que beban al menos», y arroja a continuación y sin contemplaciones
a los animales al agua, donde no tardan en ahogarse. Poco después
inicia el ataque a la flota cartaginesa y sufre una estrepitosa
derrota. Sin duda alguna, el anecdótico episodio nos hace sonreír al
leerlo miles de años después, ya que parece reflejar una situación
más bien grotesca. Sin embargo, los contemporáneos, que estaban
muy lejos de ver en ella una broma de dudoso gusto, se tomaron
muy en serio lo que sucedió antes de presentar la batalla, en su
opinión perdida de antemano debido al comportamiento del
almirante romano. Una vez llegado a Roma, Publio Claudio Pulcro
será acusado ante los tribunales y condenado, más que por su
fracaso militar, por el sacrilegio cometido al desoír
intencionadamente el mensaje que los dioses le habían mandado a
través de las gallinas sagradas. Este curioso hecho nos demuestra
cómo la Antigüedad valoraba el escrupuloso seguimiento de los
preceptos sacros que consideraba como indispensable garantía de
éxito en el momento de acometer empresas militares. En este
sentido la invocación de Melqart por parte de Aníbal en el santuario
gaditano se inserta en una corriente político-religiosa común a
todos los pueblos mediterráneos.
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En la mente de este joven estratega cartaginés, de apenas
veintiocho años, se fragua un proyecto temerario. Se trata nada
menos que de convocar una movilización global contra Roma, y es
justamente en la lejana y antigua ciudad de Cádiz donde se pone
por primera vez de manifiesto. Allí se diseñan las líneas maestras de
un conflicto armado cuyo desenlace marcará la pauta de la nueva
orientación política del mundo mediterráneo. ¿Quién es el personaje
capaz de poner en marcha semejante empresa que, por su magnitud
y peso específico, estaba llamada a acelerar o incluso a cambiar el
rumbo de la historia?
En el momento de enjuiciar a tan excepcional y dinámica figura, no
valen medias tintas. Aníbal provoca adhesiones entusiastas o
rechazos contundentes. Pero el hecho determinante para valorar
sus acciones es la casi total ausencia de testimonios favorables a su
actuación frente a una proliferación de fuentes hostiles. Los
romanos, futuros vencedores en la lucha sin cuartel contra Cartago,
no sólo llegarán a arrasar la ciudad, sino que también conseguirán
destruir su memoria llegando a crear su particular versión de los
hechos. De las obras de los historiadores griegos Sósilo de Esparta,
Filipo de Acragante y Sileno de Cale Acte, quienes confeccionaron
una crónica de la guerra de Aníbal dejando entrever simpatía por la
causa cartaginesa, no se ha conservado prácticamente nada. Si algo
sabemos de su existencia es por las alusiones del historiador
filorromano Polibio de Megalópolis, que si cita a estos autores es
para criticarlos acerbamente y rectificar así sus puntos de vista. La
abrumadora mayoría de voces que nos hablan sobre este asunto lo
hacen en el idioma de los vencedores, adoptando sus puntos de
vista, defendiendo sus justificaciones y repitiendo sus prejuicios. En
consecuencia, el retrato que trazan de Cartago y, de manera
especial, el enfoque que dan a Aníbal son tendenciosos, negativos o
simplemente adulterados. Éste es el enfoque que predomina en las
fuentes antiguas disponibles: Polibio de Megalópolis, Tito Livio,
Pompeyo Trogo, Cornelio Nepote, Diodoro Sículo, Silio Itálico,
Plutarco de Queronea, Apiano de Alejandría, Dión Casio, Zonaras,
etcétera Es en las obras de Polibio y Livio en las que se ha
conservado la mayor cantidad de capítulos dedicados a Aníbal y a
sus epopeyas. Por este último nos enteramos, por ejemplo, de la
famosa visita de Aníbal al santuario gaditano de Melqart. Si bien los
autores antiguos no quieren dar excesiva importancia a la
repercusión a esta simbólica visita que preludió la guerra, lo cierto
es que una gran parte de sus juicios de valor están enturbiados por
una acentuada postura filorromana. Por citar un solo ejemplo que
da buena cuenta de ello, veamos el retrato del carácter de Aníbal
que nos proporciona Tito Livio (XXI, 4):
«Tenía una enorme osadía para arrostrar los peligros y una enorme
sangre fría ya dentro de ellos. Ninguna acción podía cansar su
cuerpo o doblegar su espíritu. Soportaba igualmente el calor y el
frío; comía y bebía por necesidad física, no por placer; no distinguía
las horas de sueño y de vigilia entre el día o la noche, sino que sólo
dedicaba al descanso el tiempo que le sobraba de sus actividades; y
para descansar no tenía necesidad de una buena cama ni del
silencio: muchos lo vieron a menudo tendido en el suelo y cubierto
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con el capote militar entre los centinelas y garitas de los soldados.
Su vestimenta no se diferenciaba de sus compañeros, pero sí
llamaban la atención sus armas y sus caballos. Era con gran
diferencia el primero tanto de jinetes como de infantes; iba en
cabeza al combate, pero era el último en retirarse una vez iniciado
el mismo. Estas cualidades admirables de este hombre quedaban
igualadas por enormes defectos: crueldad inhumana, perfidia más
que púnica, ningún respeto por la verdad, ninguno por lo sagrado,
ningún temor de Dios, ninguna consideración por los juramentos,
ningún escrúpulo religioso».
El método al que se adscribe el historiador romano es altamente
revelador, pues nos demuestra de manera paradigmática su forma
de proceder. Por una parte atestigua las innegables calidades
castrenses de Aníbal. Dado que en aquella época (siglo I a.C.) sus
hechos eran conocidos por cualquier escolar romano y no podían ser
silenciados a la hora de evaluar su comportamiento Tito Livio abre
la caja de Pandora de los prejuicios romanos y se ceba en ellos. Si
observamos los adjetivos utilizados (cruel, pérfido, amoral) nos
podemos percatar de la desproporción existente entre la magnitud
de las epopeyas y la catadura moral del individuo que las
protagoniza. ¿Cuál podía ser el motivo de este ataque frontal a un
enemigo ya vencido? Posiblemente algo semejante a una mezcla de
sensaciones contrapuestas que oscilan entre la impotencia y la
prepotencia, la culpabilidad y la terquedad. Sentimientos dispares
que asaltaban a los romanos cada vez que recordaban las
humillaciones a las que Aníbal les había sometido. El lema lanzado
por la historiografía romana para caracterizar la presencia
cartaginesa en Italia, Hannibal ante portas, no tardará en
convertirse en la fórmula que expresa una situación de máximo
peligro, en sinónimo de alarma.
Todo esto nos indica que la ofensiva ideológica que Aníbal orquesta
en Cádiz poco antes de estallar la gran guerra pone el dedo en la
llaga y provoca la reacción propagandística de Roma. Los romanos
la contrarrestan a su manera. Se apresuran a presentar su propia
actuación como respuesta jurídicamente correcta a las
irregularidades cometidas por Aníbal. Obviamente tienen que
desprestigiar a su enemigo para justificar su manera de proceder. A
partir de aquí la propaganda romana empezará a desarrollar la idea
de la guerra justa (bellum iustum) que, naturalmente, los romanos
sólo emprenden en defensa de sus aliados o para hacer prevalecer
la justicia. Si nos liberamos del poder sugestivo de una serie de
frases biensonantes, podemos detectar un trasfondo altamente
explícito. Fueron tantas las dificultades que Aníbal creó a Roma a
través de la campaña con la que intentó atraer a los cultos pueblos
greco-fenicios de la cuenca del Mediterráneo occidental hacia su
causa que los romanos se verán abrumados y aislados por primera
vez en su historia. Tratan por eso de convencer a la opinión pública
de que no han sido ellos los malhechores, sino sus rivales
cartagineses. Es muy explícita en este contexto una breve noticia
conservada en la obra de Plutarco que nos ilustra sobre la
apreciación de la que gozaban los romanos en la época de Aníbal
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ante los ojos de sus vecinos. El texto en cuestión, que por cierto es
poco sospechoso de ser favorable a los cartagineses, dice así:
«Hasta entonces los romanos tenían fama de ser unos expertos en
el arte de la guerra y ser unos temibles adversarios, sin embargo,
fuera de eso no habían dado ninguna prueba de clemencia,
filantropía u otras virtudes cívicas» (Plutarco, Vida de Marcelo 20).
Será un senador romano, miembro de una de las más prestigiosas
familias patricias de la ciudad, el que acometerá la tarea de
contrarrestar la ofensiva ideológica cartaginesa. Quinto Fabio Píctor
esboza el primer tratado de historia contemporánea escrito por un
autor romano, pues esta materia hasta entonces era privativa de la
erudición griega. En él relata el conflicto de Aníbal con Roma
utilizando el idioma griego para publicar su obra, que impregna de
argumentos justificatorios de la actuación romana. No escribe en
latín porque a sus compatriotas no hace falta convencerles, es a las
elites dirigentes del mundo griego occidental (hay ciudades helenas
en Hispania, Galia, Sicilia, Italia y África) a las que apela Quinto
Fabio Píctor, pues parece ser que muchas de ellas acogieron con
buenos ojos el mensaje de Aníbal. La reacción romana demuestra
que Aníbal fue un hábil experto en el arte de la diplomacia y
captación de voluntades. Los dardos que lanzó por primera vez en la
milenaria ciudad fenicia de Cádiz dieron en el centro de la diana.
Si la pugna ideológica es el preludio de la entrada de Aníbal en el
gran escenario internacional, el centro de gravitación de la historia
mediterránea a finales del siglo III a.C. lo constituye la guerra entre
Roma y Cartago. Antes de analizar la anatomía de este gran
conflicto y de abordar sus motivos así como sus consecuencias, hay
que remontarse a sus antecedentes, estudiar el protagonismo
político de la familia Bárquida y el advenimiento de Aníbal, nuevo
astro cartaginés en el firmamento hispano. El desarrollo de la
guerra nos conducirá a una vertiginosa aceleración de hechos que
culminarán con la consagración de Aníbal como estratega, tan
invencible como su tantas veces vapuleada enemiga. Por último, al
decaer la estrella de Aníbal y elevarse paralelamente la de Roma,
observaremos el trágico desenlace en el que parece que los
romanos, eliminando a su rival, se sacudieran el trauma de su
propia vulnerabilidad, cuyas llagas seguirían produciéndoles dolores
mientras viviera tan excepcional adversario.
Pocos personajes han dejado tan marcadas huellas como Aníbal en
un campo de acción tan extenso como lo era el mundo mediterráneo
antiguo. Nacido en su punto más central (Cartago), pasa la juventud
en su extremo occidental (Hispania), recorre en la época de
madurez la Galia, Italia y el norte de África, viaja por Grecia, Creta y
Anatolia llega a alcanzar Armenia, para finalizar sus días en Asia
Menor. Lo espectacular de este impresionante periplo no es el
itinerario en sí, sino el hecho de que Aníbal, allá donde se
encuentre, consiga desempeñar un claro protagonismo político e
imprimir a las situaciones que afronta el sello de su inconfundible
personalidad. Siempre al frente de su ciudad natal o de sus aliados,
Aníbal aparece durante toda su existencia política combatiendo en
múltiples terrenos y en diferentes circunstancias al mismo
adversario: Roma, centro, meta y obsesión de su vida. La ciudad
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itálica ya incide en los inicios de su quehacer político, está presente
en el cenit de su carrera y desempeñará un papel decisivo en su
trágico final. Es la historia de esta relación la que vamos a narrar
siguiendo los pasos de la biografía del personaje que con mayor
intensidad la llegó a vivir, protagonizar y por supuesto también
sufrir.
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2. Cartago y Roma: crónica de una relación deteriorada
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griegos, mayoritariamente procedentes de Sicilia, logrando
integrarlos en su seno. Su envidiable ubicación geográfica en uno de
los mejores puertos del Mediterráneo central convierte a la ciudad
en un foco de atracción. Allí confluyen, entrecruzándose,
importantes vías marítimas y terrestres. A ellas acuden
negociantes, artistas, intelectuales, aventureros y mercenarios.
Estos últimos están llamados a desempeñar un papel esencial, pues
el restringido potencial demográfico de Cartago le obliga a servirse
de mercenarios extranjeros para solventar sus operaciones bélicas
en el momento en que Cartago decide expandirse hacia ultramar
creando parcelas de dominio fuera del continente africano.
Pero a pesar de su apertura hacia el exterior, el genuino carácter
púnico de Cartago nunca logra desvirtuarse, cosa que salta a la
vista al observar el sistema político-económico o el panteón
religioso (Melqart, Tanit, Bal Hammón, etcétera). Ambas esferas
estarán muy presentes en la biografía de Aníbal, arraigada a sus
raíces púnicas, pues siempre demostrará un escrupuloso
cumplimiento de sus preceptos.
Al igual que hiciera Roma en Lacio o en Campania, también Cartago
desarrolla importantes actividades agrícolas en las fértiles llanuras
norteafricanas introduciendo nuevas plantas, ampliando el espacio
cultivable o mejorando los métodos de producción. Estos logros
llegarán a transformar la península del cabo Bon en una explotación
modelo. Es de resaltar en este contexto que el primer tratado
científico sobre agricultura lo escribe el cartaginés Magón en lengua
púnica y no un autor romano, como se podría pensar dado el
acentuado carácter agrario de la ciudad latina. Los romanos pronto
se percatan de su importancia y se apresuran, cuando se apoderan
de él, a traducirlo al latín y divulgarlo por toda Italia.
Sin embargo la orientación marítima y comercial de Cartago cobra
un auge cada vez mayor. En las Baleares (Ibiza), Cerdeña (Tarro,
Olbia) o Sicilia (Lilibeo, Panormo, Motia), así como a lo largo del
litoral norteafricano, proliferan los emporios cartagineses. Entre
ellos y los países adyacentes se articula un denso tráfico naval de
personas, mercancías e ideas. La ciudad de Cartago monopoliza una
gran parte de este complejo sistema de comunicaciones obteniendo
suculentos beneficios de las transacciones e intercambios. Como ya
hiciera su metrópoli Tiro en la lejana tierra fenicia, Cartago se
proyecta hacia el mar. Su puerto cobra una importancia vital. Allí
confluyen materias primas procedentes de todas partes (metales,
grano, madera, lana, etcétera) para ser manufacturadas en los
talleres cartagineses y posteriormente exportadas a los principales
mercados de consumo. Con el tiempo se perfila una gama de
productos púnicos (joyas, cerámica, armas, muebles, ornamentos,
figuras votivas, etcétera) cuya presencia en los diversos puntos del
territorio mediterráneo da cuenta del alcance y la envergadura del
comercio cartaginés.
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Cartago y Roma en el siglo III a.C.
Los primeros colonos tirios se habían establecido en un territorio
hostil rodeado de aguerridas tribus libias y númidas. A partir del
siglo V a.C. los moradores de Cartago traspasan su primitivo y
reducido recinto y amplían su hábitat conquistando las zonas de
alrededor. Estos logros son obra de una aristocracia terrateniente,
ansiosa de multiplicar sus parcelas de cultivo y sus rentas. Con ello
conseguía además garantizar el aprovisionamiento necesario para
alimentar a la creciente población. A diferencia de gran parte de los
establecimientos fenicios en occidente, que no pasan de ser meras
factorías comerciales dependientes de la respectiva metrópoli,
Cartago se estructura desde el principio como una comunidad
política autónoma comparable a una gran polis griega del talante de
Siracusa, Tarento o Marsella, por citar algunos de los ejemplos más
significativos.
Al igual que sucedió en Roma después del debilitamiento de la
monarquía, en Cartago emerge una serie de familias nobles que la
sustituyen y que con el tiempo consiguen hacerse con el control de
las instituciones estatales (sufetado, consejo, etcétera). El sistema
político-social cartaginés aparece tan sólidamente afianzado que los
intelectuales griegos, cuando hablan de las ciudades-estado
modélicas, no vacilan en citar a Cartago como una muestra de ello.
Así opera Aristóteles, que alaba la constitución cartaginesa
equiparándola a la de Esparta, a su parecer tan ejemplar la una
como la otra, o, por citar otro significativo ejemplo, Eratóstenes,
admirador del sistema político de Roma y Cartago al mismo tiempo
(Estrabón 14, 9).
La base económica del poder político y social de la aristocracia
cartaginesa la constituyen las propiedades agrarias norteafricanas y
cada vez en mayor medida la participación en el comercio de
ultramar. Con la formación de núcleos de dominio cartaginés en
Ibiza, Cerdeña y Sicilia aumentan las posibilidades de
enriquecimiento. Especialmente el abastecimiento de los mercados
itálicos y galos a través de Córcega y Cerdeña, así como la
explotación de los vastos recursos de Sicilia, abre un campo de
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acción inagotable. El control de las ubérrimas regiones
agropecuarias del interior de la isla (Henna, Segesta) y de sus
ciudades portuarias es el incentivo que impulsa a los cartagineses a
establecerse allí de modo permanente. Al cabo de una pugna secular
con Siracusa, la gran potencia griega de Sicilia, Cartago logra
consolidar definitivamente sus posesiones en la mitad occidental de
la isla. Su zona de dominio (epikratia) engloba el triángulo que une
Himera con Acragante y Selinunte con Panormo, en el extremo de
cuyo ángulo se ubica el puertofortaleza de Lilibeo.
Fruto de la política cartaginesa de ultramar es una serie de periplos
que llevarán a los audaces marinos púnicos en busca de metales
(estaño, cinc) hasta las aún entonces desconocidas costas
británicas (travesía de Himilcón) y hacia las no menos remotas
tierras del litoral centroafricano (viaje de Hannón). Llegadas allí, las
expediciones cartaginesas detectarán yacimientos auríferos y
organizarán una red de transporte que, a través del Sahara y
siguiendo la ruta de las caravanas que conectaba el interior africano
con el Mediterráneo, proveerá a Cartago del preciado metal, creando
así una importante fuente adicional de riqueza.
Hasta el primer tercio del siglo III a.C. Roma y Cartago aparecen
como dos entidades pujantes, en pleno ritmo de desarrollo interno y
de expansión al exterior. Dado que actuaban en zonas distintas y
perseguían objetivos diferentes, no habían llegado a tener ninguna
interferencia. Sus intereses contrapuestos evitaban roces que
pudieran derivar en conflictos. Antes al contrario, desde tiempos
inmemoriales las dos comunidades mantenían relaciones
comerciales amistosas. El historiador Heródoto de Halicarnaso, al
referirse a la expansión griega (focea) en occidente, ya nos
confirma para el siglo VI a. C. una estrecha cooperación entre
etruscos y cartagineses que, al verse afectada por la piratería focea,
no titubeará en movilizar sus respectivas flotas para restablecer el
libre comercio en el mar Sardo (batalla de Alalia: 520 a.C.).
Aristóteles dice al respecto, refiriéndose a la realidad del siglo IV a.
C.:
«Existen entre ellos convenios relativos a las importaciones y
estipulaciones por las que se comprometen a no faltar a la justicia y
documentos escritos sobre su alianza» (Política, 1119,1280 a).
Sin duda alguna los romanos, como sucesores de los etruscos,
continuaban esta línea de proceder para llegar a concluir una
entente cordiale. Sobre la naturaleza de los tratados romano-
cartagineses disponemos de una copiosa información que nos
proporciona el historiador griego Polibio de Megalópolis. De ella se
desprende que cartagineses y romanos habían concertado
respetarse mutuamente sus respectivas zonas de influencia. En el
caso de Roma ésta abarcaba toda la península itálica, y en el de
Cartago, el norte de África, Sicilia, Cerdeña y el sur de Hispania.
Las buenas relaciones entre Roma y Cartago se estrechan e incluso
se trasforman en una alianza militar en el momento en que los
intereses de ambas son amenazados por un enemigo común. Esto
ocurre en el año 280 a.C., cuando el rey Pirro de Epiro cruza el
Adriático al frente de un ejército, rumbo a Italia primero y a Sicilia
después, con la intención de conquistar tierras controladas,
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respectivamente, por romanos y cartagineses. En el transcurso del
conflicto, y para evitar que Pirro invadiese Sicilia, los cartagineses
ponen su flota a disposición de los romanos y les suministran grano
y material bélico. Si durante la guerra contra Pirro perdura la
solidaridad romano-cartaginesa, ésta se irá deteriorando a medida
que Roma, tras conquistar Tarento y expulsar a Pirro, consigue
implantar su señorío en toda Italia. El control de sus puertos
meridionales facilita a los romanos el acceso a Sicilia. Precisamente
aquí se generará la próxima crisis que, además de romper
definitivamente los tradicionales moldes de cooperación romano-
cartaginesa, provocará el estallido de uno de los mayores conflictos
bélicos del mundo antiguo: la primera guerra púnica (264-241 a.C.).
Los motivos del conflicto derivan en buena parte de la explosiva
situación política y social reinante en Sicilia. Al lado de Cartago y
Siracusa irrumpe un nuevo foco de poder. Éste lo constituyen los
mamertinos, unas bandas de soldados campanos que acababan de
asentarse en Mesina por la fuerza, aniquilando a gran parte de la
población. La rivalidad entre los nuevos señores de Mesina e Hierón
de Siracusa, quien pretende controlar la mitad oriental de la isla, se
desata en una serie de sangrientas luchas. En la batalla de Longano
(269 a.C.) Hierón se impone a los mamertinos, que, desde ese
momento, buscan un aliado capaz de protegerles de los apetitos
territoriales de Siracusa. En Mesina impera la división de opiniones.
Unos invocan la asistencia de los cartagineses, los seculares
competidores de Siracusa, mientras que el otro partido se inclina
por reclamar ayuda de Roma.
Esta convulsión local acontecida en la zona estratégicamente
neurálgica del estrecho que une Sicilia con la península itálica
preludiará el inicio de las hostilidades. ¿Por qué intervienen los
romanos en Sicilia, tradicional zona de influencia cartaginesa? La
respuesta no puede ser otra que por pura ambición, porque no
quería dejarse imponer ninguna clase de limitaciones como
consecuencia de un proceso de expansión netamente venturoso
hasta aquel momento. Aquí hay que subrayar que, una generación
antes de estallar el conflicto romano-cartaginés, Roma había
logrado extender su preponderancia a toda Italia al derrotar
definitivamente a las comunidades samnitas del Apenino que habían
opuesto una enconada resistencia al dominio romano (batalla de
Sentino: 295 a. C.).
También hay que tener en cuenta que es precisamente a partir del
siglo ni a.C. cuando un gran número de acomodadas familias
terratenientes pertenecientes a la nobleza de Campania ingresan en
el senado romano. Llegan a crear un nuevo grupo de presión que
pronto entrará en competencia con la aristocracia comercial púnica,
disputándose zonas de influencia y parcelas de poderío económico
fuera de Italia.
Sobre los antecedentes de la primera guerra púnica poseemos un
relato de Polibio (110), autor que goza de amplia credibilidad, quien
narra la situación de la siguiente manera:
«Los romanos dudaban sobre la postura a adoptar. Pues dado que
poco antes sus propios ciudadanos habían sido castigados por
traicionar a los de Regio, el querer ayudar ahora a los mamertinos
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que habían hecho lo mismo, no sólo contra Mesina sino contra
Regio, constituía una inconsecuencia inexcusable. No ignoraban
ciertamente nada de esto; pero viendo que los cartagineses tenían
bajo su mando al África y a muchas partes de Hispania y que
además eran los dueños de todas las islas del mar Sardo y Tirreno,
recelaban de que si también se adueñaban de Sicilia, iban a tener
unos vecinos muy poderosos que les cercarían y amenazarían Italia
por todas partes [...] Tampoco el senado se atrevió a otorgar la
ayuda solicitada (por los mamertinos), [...] fue la asamblea del
pueblo a propuesta de los cónsules la que ante la expectativa del
botín que la guerra pudiera proporcionar, que decidió prestar la
ayuda solicitada».
Del texto del autor filorromano Polibio se desprende que es la
desmesurada ansia de botín exteriorizada en la asamblea del pueblo
a instancias del cónsul Apio Claudio Caudex la que incita a Roma a
entrometerse en Sicilia. El supuesto cerco al que parece estar
sometida Italia, como insinúa Polibio al mencionar los progresos de
la expansión cartaginesa en África, Hispania e islas del
Mediterráneo central, es un argumento anacrónico, fuera de lugar.
Polibio opera aquí con el fantasma de Aníbal. Los hechos narrados
se insertan en los años anteriores a 264 a.C., fecha en la que
comenzará la guerra y en la cual Aníbal aún no había nacido.
Observamos aquí una prematura instrumentalización de la figura de
Aníbal, una de las muchas de las que será objeto en el futuro. La
realidad histórica tiene poco que ver con el escenario construido por
la propaganda romana, al parecer bastante consciente de su
culpabilidad. Todo esto evidencia que la intervención romana en
Sicilia precisaba una justificación. En su defecto se inventa una
sugestiva trama: Cartago cerca a Roma y ésta se defiende atacando.
En la primavera del año 264 a.C. vemos al ejército romano actuar
por primera vez fuera del suelo itálico. El futuro de la guerra radica
en la incógnita de si los romanos serán capaces de mantener a la
larga un frente en ultramar alejado de sus bases de
aprovisionamiento, dada la potencia de la flota cartaginesa, la más
temible de todas las que por aquellos tiempos surcaban aguas
tirrenas. A pesar de los contratiempos sufridos, los romanos, sin
embargo, se adaptarán rápidamente al nuevo elemento. Sus
improvisadas embarcaciones de guerra causan serios problemas a
la confiada marina cartaginesa. Los cuantiosos recursos de Roma,
mayores que los de Cartago, especialmente en cuanto a su potencial
demográfico, acaban marcando el ritmo de la contienda conforme
ésta se prolonga en el tiempo. Agotados tras más de veinte años de
lucha y superados en su propio elemento, en el mar, los
cartagineses pierden la guerra. Como consecuencia de ello, el
destino de Sicilia cambia de signo. Roma obliga a los cartagineses a
desalojar la isla, cuya zona occidental pasa ahora a engrosar las
nada despreciables posesiones romanas.
En cierto modo la guerra que tantos esfuerzos había costado a
ambas partes parece terminar de modo inesperado, casi podríamos
decir casual, si contemplamos la poca resistencia que opone Cartago
en la última fase de la contienda.
19
Casi una generación (264-241 a.C.) habían pasado los romanos y los
cartagineses con las armas en las manos, ocupados en debilitarse
mutuamente. En el transcurso de la encarnizada lucha la antigua
cooperación romano-cartaginesa se torna en enemistad. El
abandono de Sicilia constituye para Cartago un descalabro
inesperado. Es una amarga experiencia difícil de digerir. Las
pérdidas cartaginesas y las ganancias romanas quedan plasmadas
en el tratado de Lutacio, denominado así por el cónsul romano
Quinto Lutacio Cátulo, que fue quien estuvo a cargo de las
negociaciones que desembocaron en la conclusión del pacto.
Leamos la versión que nos da Polibio (111 27) al trasmitirnos su
texto:
«Los cartagineses deben evacuar toda Sicilia y las islas que hay
entre Italia y Sicilia. Ambos bandos se comprometen a respetar la
seguridad de sus respectivos aliados. Nadie puede ordenar nada que
afecte a los dominios del otro, que no se levanten edificios públicos
en ellos ni se recluten mercenarios, y que no se atraigan a su
amistad a los aliados del otro bando. Los cartagineses pagarán en
diez años dos mil doscientos talentos y abonarán al momento mil.
Los cartagineses devolverán sin rescate todos sus prisioneros a los
romanos».
Especialmente las cláusulas referentes al trato que hay que
dispensar a los aliados de ambos bandos darán lugar, al surgir años
después las crisis de Cerdeña (238-237 a.C.) y de Sagunto (219
a.C.), a una serie de interpretaciones diferentes y abrirán una
acerba y controvertida polémica que terminará envenenando las
relaciones entre cartagineses y romanos, que ya eran de por sí
tensas.
La derrota de Cartago es un duro golpe que conmociona a la
sociedad púnica, poco acostumbrada a sufrir reveses de tal
magnitud. No tardan en proliferar peleas ciudadanas, exigencias de
responsabilidades, así como la creación de nuevas alternativas
políticas. Pero el necesario proceso de renovación interior se ve
bruscamente interrumpido por nuevos e inesperados problemas. A
pesar de las graves pérdidas sufridas, las verdaderas dificultades de
Cartago apenas habían empezado. La retirada de las tropas de
Sicilia, que acuden a la metrópoli para ser desmovilizadas, se
convierte en una pesadilla. Una gran parte del ejército cartaginés
estaba integrado por mercenarios procedentes de Hispania, Galia,
Italia, Grecia y Libia. Después de haber prestado durante años
abnegados servicios a la causa púnica y haber pasado un sinfín de
penalidades en el transcurso de la guerra, exigen la recompensa
estipulada. Al regatear los embajadores cartagineses las entregas
convenidas a cada uno de los mercenarios, se produce un altercado
que deriva en motín. La escalada de violencia, de la que a partir de
ahora harán gala ambas partes, ya llevó a los historiadores de la
Antigüedad a considerar este conflicto —la llamada guerra de los
mercenarios, si miramos a sus protagonistas, o la guerra líbica, si
nos atenemos a su campo de acción— uno de los más crueles y
despiadados vistos hasta entonces (Polibio 180-83). La situación en
la indefensa metrópoli es dramática. Ante el asedio al que los
mercenarios someten a Cartago, la vida en la ciudad gravita entre la
20
esperanza y la desesperación. Las hordas de mercenarios infligen
derrotas a las tropas regulares cartaginesas que intentan
aplacarlas. Mucho más de lo que lo hiciera la primera guerra púnica,
pese a su dilatada duración, la insurrección africana traumatiza a la
sociedad civil cartaginesa. La experiencia del terror desatado ante
las puertas de la ciudad, visible desde cualquier punto de sus
murallas, condiciona la vida de la población, agobiada ya por los
altibajos del acecho. ¿Hasta cuándo podrá Cartago aguantar esta ola
de odio y violencia que parece ser incontenible? Es precisamente en
este momento de máximo peligro cuando Amílcar Barca, el padre de
Aníbal, asume la responsabilidad de liberar a la ciudad de Cartago
del nuevo azote de la guerra que amenaza con borrarla del mapa
político de la Antigüedad.
21
3. Una niñez traumática: bajo la amenaza de los mercenarios
Amílcar
Hannón
La guerra que Cartago sostiene desde hace ya 17 años contra Roma
se está haciendo interminable. Todos los intentos de acelerarla
fracasan estrepitosamente. Así le sucedió en el año 255 a.C. al
cónsul romano Marco Atilio Régulo, que, después de desembarcar
en África con un cuerpo expedicionario para atacar directamente a
Cartago en su feudo, sufre una sonada derrota. Durante las décadas
de los años cuarenta su desenlace parece más incierto que nunca. El
desgaste que sufren ambas partes es enorme.
En estas circunstancias Amílcar es requerido para capitanear una
flota con la misión de proteger las posesiones cartaginesas en Sicilia
y fomentar incursiones en el litoral itálico. Inicialmente tuvo que
encajar un revés al no poder impedir que los romanos se
apoderaran de la isla de Pelias, situada a pocas millas de Drépano.
Luego opera con más fortuna consiguiendo devastar los alrededores
de Cime. En las postrimerías del conflicto, Amílcar aparece en el
teatro de batalla siciliano. Ejerce el mando de las tropas que
22
ocupaban la fortaleza del monte Erice, donde acumulará experiencia
en la lucha de trincheras. Después de la batalla naval librada cerca
de las islas Egates la suerte de la guerra queda decidida. La
resistencia de Cartago ha llegado a su límite después de esta nueva
derrota. Gracias a su tenacidad y a sus recursos, los romanos se
proclaman vencedores.
El final de la primera guerra púnica sorprenderá a Amílcar en Sicilia,
donde, aunque invicto, tiene que deponer las armas y organizar la
retirada de sus tropas, que serán trasladadas al norte de África.
Será también él el encargado de negociar con el cónsul Quinto
Lutacio Cátulo las condiciones de paz que pondrán fin a la primera
guerra púnica.
Ignoramos si Amílcar aún permanecía en su puesto de mando en
Sicilia o si ya se hallaba en Cartago cuando se produce la
insurrección de los mercenarios. Lo que sí sabemos es que, durante
la fase crítica de la revuelta, permanece relegado a un segundo
plano sin tener mando activo sobre la tropa. Es a principios del año
239 a.C. cuando reaparece en el escenario bélico del norte de África,
y a partir de este momento asumirá funciones político-militares de
primer orden que ya nunca dejará de desempeñar.
Antes de entrar directamente en acción, Amílcar entrena a un nuevo
ejército compuesto por ciudadanos y mercenarios fieles a la causa
cartaginesa, en total unos 10.000 hombres. Sus experiencias en la
guerra de trincheras librada en las regiones montañosas de la Sicilia
occidental le han enseñado a valorar la eficacia de tropas
adiestradas y preparadas para el combate. Al frente de ellas se
dirige a la desembocadura del río Bágrada para disolver una fuerte
concentración de mercenarios al mando de Mato y Espendio. Allí
obtiene su primera victoria en la guerra africana, y contribuye con
ello a dar un oportuno respiro de esperanza a Cartago.
El apoyo que presta una gran parte de la población africana a la
causa de los mercenarios se debe a la presión fiscal que habían
ejercido los cartagineses durante la guerra, al aumentar de manera
drástica los tributos exigidos a sus súbditos libios. En este sentido
la rebelión mercenaria se ve amparada por una fuerte corriente de
protesta social (Serge Lancel).
A pesar del contratiempo sufrido, los mercenarios no desisten en su
empeño. Se reagrupan otra vez, consiguen incluso reclutar tropas
libias y númidas y se dedican a partir de ahora, guiados por
Espendio y Autárito, a hostigar al ejército de Amílcar. Éste avanza
hacia las agrestes regiones del interior para desviar la atención de
las zonas neurálgicas del poderío cartaginés: Cartago y las ciudades
costeras de Útica e Hipona, sitiadas por grupos de mercenarios a las
órdenes de Mato. La situación de Amílcar se complica enormemente
al verse obligado a presentar batalla en terreno desfavorable, donde
los mercenarios le cercan en un valle rodeado de montañas, sin
posible salida (Khanguet-el-Hadjhadj, situado al sudeste de Túnez).
De repente, todo cambia, cuando el príncipe númida Naravas, al
frente de 2.000 experimentados jinetes, se pasa al bando
cartaginés. Este decisivo golpe psicológico no sólo llega a salvar la
situación, pues Amílcar vence en el combate dispersando a sus
enemigos, sino que constituye el principio de una importante
23
cooperación. Naravas se casará con una hija de Amílcar y será en el
futuro un fuerte sostén del partido bárquida. Al igual que muchas
familias nobles púnicas, que estaban emparentadas con las
aristocracias de Sicilia, Libia y Numidia —hecho que contribuía a
estabilizar el dominio cartaginés en estas regiones—, al concertar
esta alianza matrimonial, Amílcar fortalecía su posición en Cartago.
Después de esta segunda victoria, Amílcar practica una política de
captación que se pone de manifiesto al finalizar el encarnizado
combate: ofrece a los mercenarios prisioneros la incorporación a su
ejército y deja en libertad al resto, que desde luego se compromete
formalmente a no levantar jamás las armas contra Cartago. Esta
premeditada línea de actuación de la cúpula de mando cartaginesa
siembra el nerviosismo entre la facción dura de los mercenarios, ya
que empezaba a causar estragos y deserciones entre los indecisos.
Alarmados por la incipiente descomposición de sus filas, los
cabecillas de la insurrección (Mato, Espendio, Autárito) convocan
una asamblea del ejército. En el transcurso de la misma se
radicalizan las posturas, llegándose a romper definitivamente todos
los puentes de entendimiento que aún pudieran persistir con
Cartago. Se adopta la decisión de librar a partir de ahora una lucha
sin cuartel contra Cartago y, para corroborarla, son lapidados todos
aquellos que se muestran tibios o que exteriorizan protestas. El
punto final de la escalada del terror lo constituye una matanza de
todos los prisioneros cartagineses, que primero reciben torturas y
luego son exterminados ante el enardecido griterío de las hordas
exaltadas. Esta nueva ola de violencia produce reacciones por parte
del bando cartaginés, que a partir de ahora corresponderá con la
misma moneda. Amílcar rectifica su política de captación y endurece
su forma de proceder permitiendo primero la tortura y luego la
posterior ejecución de los prisioneros.
El estratega púnico Hannón el Grande, quien hasta el momento
había actuado por separado, une sus tropas a las de Amílcar para
formar una fuerza de choque de mayor potencia. Sin embargo, la
rivalidad entre Amílcar y Hannón prevalece. La desunión frustra
cualquier resultado positivo, con lo que la guerra se prolonga
innecesariamente. En el curso de la contienda las adversidades van
en aumento. La posición cartaginesa empeora sensiblemente
después de que los mercenarios, tras dos años de ininterrumpido
cerco, logran tomar las ciudades de Útica e Hipona. Estos éxitos
refuerzan su moral y los incitan a propinar el golpe decisivo a la
odiada ciudad. Otra vez comienza el asedio a Cartago (finales de
239 a.C.). Sin otra salida posible, Cartago pide auxilio a Roma y a
Siracusa, y al final le será otorgado. Con este apoyo la ciudad sitiada
puede resistir y recuperar fuerzas poco a poco. Mientras el ataque a
Cartago se estanca, las tropas de Amílcar logran aislar a los
sitiadores de sus bases de aprovisionamiento. Los mercenarios se
ven obligados a levantar el cerco, pero la guerra prosigue,
desplazando ahora su campo de acción a las zonas del interior.
Gracias a su experiencia y al concurso de sus aliados númidas, el
ejército de Amílcar consigue llevar a una gran parte de las huestes
mercenarias a una encerrona y cortarles el suministro. Conscientes
de su desesperada situación, Espendio y Autárito inician
24
negociaciones con Amílcar. Pero éstas pronto fracasan y derivan en
una sangrienta pelea en la que perecerán gran parte de los sitiados.
La derrota de los mercenarios, destinada a cambiar el destino de la
contienda, pues su debilitamiento produce defecciones entre los
libios, que abandonan su causa y se pasan a Amílcar, será pronto
contrarrestada por un revés cartaginés ante las murallas de Túnez.
Amílcar desiste en el proyecto de reconquistar la ciudad y ocupa
otra vez la desembocadura del río Bágrada. Después de casi tres
años de agobiantes penalidades, todo parece empezar de nuevo. La
guerra continúa.
En Cartago se realiza un último esfuerzo. Las autoridades de la
ciudad fomentan la anteriormente fracasada cooperación entre
Amílcar y Hannón el Grande. Ante el inminente peligro, la
reunificación de las fuerzas cartaginesas surte los efectos deseados.
El destino de la guerra depende ahora de una batalla decisiva cuya
ubicación desconocemos y que tiene lugar en el año 238 a.C. Esta
vez, y de manera decisiva, la suerte sonríe a Cartago. El caudillo
mercenario Mato es hecho prisionero y condenado a muerte. Útica e
Hipona son recuperadas. Las tribus libias, que todavía apoyaban la
revuelta de los mercenarios, capitulan incondicionalmente. Después
de más de tres años de duración, termina por fin la fatídica
contienda. Sin embargo, y a pesar de la victoria, el balance es
desolador para Cartago: una gran cantidad de tierras y campos ha
sido devastada, miles de pérdidas humanas se suman al destrozo de
la naturaleza y la hacienda pública está totalmente arruinada. Pero
todos estos descalabros se agravan sensiblemente al intervenir
Roma imperativamente en los asuntos cartagineses.
Mientras la insurrección se cebaba en las regiones africanas, un
cuerpo de mercenarios estacionado en Cerdeña al servicio de
Cartago se había sumado a la rebelión. Impotentes para poner coto
al inesperado contratiempo, los cartagineses pretenden aplacar los
ánimos, mas no obtienen ningún éxito. Enardecidos por sus rápidos
progresos, los mercenarios, después de deshacerse de las
guarniciones púnicas, intentan apoderarse de toda la isla. La
resistencia de la población sarda no tarda en organizarse. Los
mercenarios fracasan en su propósito y tienen que abandonar la isla
para refugiarse en tierras itálicas.
Una vez finalizada la guerra en África y concluida la pacificación de
las tribus libias, Cartago se apresura a acometer la tarea de
recuperar Cerdeña, isla clave para su navegación y comercio, ahora
más que nunca, tras la pérdida de Sicilia. Y aquí entra Roma en
acción. Los romanos mandan fuerzas a Cerdeña para impedir el
restablecimiento del dominio cartaginés y amenazan con la
inmediata apertura de hostilidades si Cartago no desiste de su
empeño (Polibio I 88, III 10). La actitud romana sólo es
comprensible si la interpretamos como intento de compensación.
Evidentemente Roma se cobraba un precio por la victoria
cartaginesa en África, precio que sólo puede ser considerado como
un atraco a mano armada, realizado de improvisto y desde luego
contra el espíritu del tratado de Lutacio, que exhortaba a ambos
firmantes a respetar las zonas de influencia ajena. Este mal
disimulado rapto de Cerdeña es el primer acto de abierta hostilidad
25
con el que Roma humillaba a Cartago y se aprovechaba de su
manifiesta debilidad. Pero la voracidad romana prosigue, pues exige
de los cartagineses un pago adicional de 1.200 talentos en concepto
de reparaciones por una guerra que no llegó a estallar.
Otra consecuencia de la ocupación romana de Cerdeña es la pronta
invasión de Córcega, isla que hasta entonces había permanecido
integrada en la órbita de influencia cartaginesa. La posesión de
ambas islas, aparte de los beneficios económicos que el hecho en sí
comportaba, incrementa las ventajas estratégicas para Roma,
teniendo en cuenta que se lograba erigir una barrera defensiva que
protegía adicionalmente el suelo itálico de posibles ataques
cartagineses.
Toda esta serie de chantajes y atropellos hace crecer en Cartago la
animadversión hacia Roma, ciudad que, si bien hasta la fecha se
había distinguido por su extraordinaria tenacidad, daba ahora
muestras de insaciables apetitos territoriales. El hecho es tan
evidente que ni siquiera sus más acérrimos apologistas lo pueden
negar. La desmesurada ambición romana fue una de las causas
determinantes de que la frágil relación romano-cartaginesa, que
durante el sitio que los mercenarios impusieron a Cartago vivió
momentos de distensión, se convierta ahora en una enemistad
irreconciliable. Estaba claro que Roma quería impedir un
resurgimiento de Cartago a toda costa. Por eso relegaba a la
metrópoli africana a ser en el futuro una potencia de segundo
orden, sometida a la vigilancia romana.
¿Cómo reaccionan las clases dirigentes de Cartago ante este giro de
la política romana? Observamos la formación de dos grupos de
opinión, que al definirse políticamente formularán propuestas
alternativas. En un aspecto clave existía, sin embargo, convergencia
de pareceres: todos estaban de acuerdo en que urgía adaptar las
necesidades de Cartago a la nueva situación, caracterizada por el
desmembramiento del poder marítimo y territorial, así como por la
disminución de los recursos monetarios; punto especialmente
delicado ante la apremiante obligación de cumplir los pagos
impuestos por Roma. Para compaginar las nuevas metas políticas
con las exigencias del momento y fomentar la recuperación
económica, se perfilan dos posturas. La primera propugnaba dejar
de lado cualquier tipo de política ultramarina y en su lugar
concentrarse en ampliar el dominio cartaginés en el norte de África.
Hannón el Grande, adversario de Amílcar y promotor de esta opción,
contaba con el apoyo de la oligarquía terrateniente. Posiblemente el
modelo que se quería imitar era el Egipto de los Tolomeos, país del
que sus clases dominantes extraían unos beneficios exorbitantes
explotando sistemáticamente a la población indígena. No era ésta la
primera vez que en Cartago se debatía el tema de edificar un
imperio africano. Precisamente Hannón el Grande lo había abordado
en plena guerra contra Roma cuando una expedición patrocinada
por él (247 a.C.) había ampliado la zona de influencia púnica hasta
Theveste. Lo que en otro tiempo y en diferentes circunstancias
habría podido ser un proyecto discutible e incluso viable era ahora,
ante la resaca producida por la guerra líbica, simplemente
impensable. Además, existían otros impedimentos contra la puesta
26
en práctica de semejante idea. Por una parte, nuevas conquistas en
África implicaban el riesgo de levantamientos de la población
sometida. También incidía en el rechazo del plan la disminución del
prestigio de Hannón el Grande a raíz de los descalabros que el
estratega púnico había sufrido contra las tropas mercenarias.
Tampoco hay que olvidar la oposición de Amílcar a estos planes.
Dada su gran popularidad entre la ciudadanía cartaginesa, que le
consideraba el artífice del éxito contra los mercenarios, su voto era
decisivo, y éste fue negativo.
Los proyectos de Amílcar se encarrilaban en dirección contraria a la
política africana de Hannón el Grande. Como será él quien tomará la
iniciativa, pronto orientará las miras de Cartago hacia nuevos
horizontes ultramarinos. El objetivo escogido es la Península
Ibérica. De esta lejana y prometedora región se esperaba extraer
los recursos necesarios para asegurar el porvenir de Cartago. Son
básicamente tres los motivos que propician este nuevo enfoque de
la política cartaginesa. Sobre el extremo occidental del mundo
mediterráneo circulaban una serie de leyendas en las que se
mencionaban países y ciudades ricas en metales que configuraban
la imagen de una especie de El Dorado de la Antigüedad. Su mítico
símbolo era el rey Argantonio de Tarteso, enigmático personaje
dotado según la leyenda de una extrema longevidad, de quien ya
Heródoto nos cuenta que abrió a los griegos de Focea las puertas de
su país. Las apreciaciones referentes a las riquezas de Iberia son
confirmadas por fuentes posteriores. Por ejemplo, el geógrafo
Estrabón alaba la antigüedad de la civilización ibérica, consignando
sus realizaciones culturales y sus recursos materiales. Al igual que
los griegos, también los cartagineses mantenían desde tiempos
lejanos contactos comerciales con el mundo ibérico, cuya riqueza
natural, especialmente en cuanto a minerales y materias primas, no
había pasado inadvertida. Hay que resaltar aquí la existencia de una
serie de factorías y ciudades fenicias ubicadas en la costa
meridional de Hispania (Villaricos, Adra, Almuñécar, Toscanos,
Málaga, Huelva, etcétera), entre las que sobresalía Cádiz. Éstas
podían facilitar la penetración púnica en las zonas interiores del
país, como muy bien han podido demostrar los trabajos de José Luis
López Castro.
Finalmente, no hay que olvidar la gran distancia que mediaba entre
las regiones meridionales hispanas e Italia, hecho que hacía
improbable una intromisión romana en la zona, ya que Roma estaba
entonces plenamente ocupada en sofocar la rebelión de las tribus
celtas y tenía además puestas sus miras en la costa adriática.
A finales de la primavera o principio del verano del año 237 a.C.
Amílcar pone en marcha su recién reorganizado ejército, compuesto
por tropas mercenarias y dispositivos de caballería númida, así
como por unidades púnicas de elite, cuyos efectivos es imposible
cuantificar. A través del litoral norteafricano toma rumbo hacia el
sur de Hispania. En la zona del Estrecho una flotilla posibilita la
travesía hacia el continente europeo. Desembarca en Cádiz llevando
consigo a su primogénito Aníbal, niño de diez años, que acaba de
pasar una turbulenta infancia en Cartago, su ciudad natal, a la que
no regresará hasta transcurridos más de treinta años. A partir de
27
ahora la suerte de Cartago queda ligada a la fortuna de la familia
Bárquida. Al frente de la expedición está el acreditado general
Amílcar, garantía de efectividad, pero su hijo Aníbal, presente desde
el primer momento, simboliza la continuidad y un futuro mejor que
el reciente pasado, pleno de reveses y catástrofes. Entre los
seguidores que le acompañaban se encontraba Asdrúbal, su aliado y
esposo de su hija, que una vez llegado a Hispania ejercerá las
funciones de lugarteniente. De lo concerniente al destino de las
mujeres del clan bárquida no tenemos noticias. Ignoramos si la
madre y las otras hermanas de Aníbal formaban parte del séquito.
Los hermanos menores de Aníbal, llamados Asdrúbal y Magón, sí
que se desplazaron al continente europeo.
Es de suponer que el traslado de Cartago a Hispania le causara a
Aníbal añoranza o nostalgia al tener que abandonar de repente el
espacio vital donde se había desarrollado su niñez. Por otra parte, la
posibilidad de desenvolverse ahora en un nuevo ambiente,
distendido y alejado de las traumáticas experiencias pasadas en
Cartago, probablemente suponía para él un acto de liberación y
esperanza.
Si evocamos de manera retrospectiva los eventos de la última
década tal como el adolescente Aníbal los llegó a vivir, resulta fácil
imaginar cómo las grandes convulsiones de las que fue testigo
presencial incidieron en su formación humana y política. Apenas
tenía siete años cuando, al finalizar la primera guerra púnica, y al
cabo de una dilatada ausencia regresó su padre, Amílcar, a casa. En
una edad prematura, abierta a toda clase de susceptibilidades,
Aníbal percibió los altibajos de la guerra mercenaria. Sin duda
escucha comentarios en el seno de su familia sobre la crueldad
desplegada, comentarios que tienden a aumentar su preocupación
por la suerte de su ciudad y de su padre, que se batía en primera
fila. Es de suponer que las penalidades de esta amenaza de más de
tres años de duración, especialmente la vivencia de una guerra que
se desarrolla en suelo propio, frente a las puertas de casa, le
produjeran una impresión imborrable. Fuera de las calamidades de
la guerra, la gran tensión política reinante ante la amenaza de la
reanudación de las hostilidades por parte de Roma atormenta a la
opinión pública. Al enterarse de la rapacidad romana en el caso de
Cerdeña, Aníbal, como la gran mayoría de sus conciudadanos, debió
de experimentar una sensación de impotencia y frustración.
Indignación, ansias de venganza y desconfianza frente a Roma son
los sentimientos que asaltaban a los cartagineses, y Aníbal no debió
de ser ninguna excepción. Todas estas vivencias configuran un
estado de ánimo que en el futuro se traduciría en acciones
concretas cuya comprensión sólo es posible si tenemos en cuenta
las fuertes sensaciones experimentadas en la adolescencia.
28
4. En busca de Argantonio: los Bárquidas en Hispania
29
una copa de oro, con la que atravesaría el Océano. Llegó a Eriteia y
se hospedó en el monte Abas. El perro lo divisó y se precipitó sobre
él, pero le golpeó con su maza. Cuando el pastor vino a salvar al
perro, Herakles lo mató también. Gerión sorprendió a Herakles, al
lado del río Antemo, en el preciso momento de llevarse el rebaño.
Luchó con él y le mató. Herakles embarcó el rebaño en la copa,
atravesó el mar hacia Tarteso, y devolvió la copa al Sol».
Aníbal, que ya en Cartago hablaba púnico y griego, pronto
aprendería la lengua ibérica, indispensable vehículo para
relacionarse con su nuevo entorno.
Mientras en el distendido ambiente de Cádiz el joven Aníbal, junto
con sus hermanos menores Asdrúbal y Magón, se prepara para sus
futuras tareas, su padre Amílcar desarrolla una febril actividad
diplomática y militar encaminada a fomentar la influencia
cartaginesa en el país. Si bien la decisión de dirigirse a la Península
Ibérica fue en principio más producto de las circunstancias que un
objetivo prioritario, éste pronto cambiará de signo. La presencia de
una fuerza de choque cartaginesa en Hispania (es el primer ejército
púnico que opera en el continente europeo) introduce un elemento
novedoso en una zona que, hasta el momento, no había llamado
excesivamente la atención de las grandes potencias mediterráneas.
Siguiendo los relatos de las fuentes escritas y ateniéndonos a las
pistas proporcionadas por la investigación arqueológica, podemos
observar que la actuación político-militar de Amílcar se desenvuelve
dentro del marco territorial del sur de la Península Ibérica, en las
actuales provincias andaluzas y en Albacete, básicamente. Cádiz,
lugar de desembarco y primera base de operaciones, constituye el
punto de partida de las próximas campañas. Después de concluir
una serie de correrías y estipular tratados de amistad con
comunidades fenicias y autóctonas del valle del Guadalquivir,
Amílcar decide trasladarse a una nueva residencia, la cual pronto se
perfilará como centro del incipiente imperio bárquida. Los autores
antiguos la denominan Akra Leuke, reteniendo sólo la denominación
griega del lugar (desconocemos su genuino nombre púnico), y la
investigación moderna la ubica generalmente en el territorio urbano
de la actual ciudad de Alicante. Esta ecuación es, sin embargo,
insostenible por varios motivos. En primer lugar, no poseemos
ninguna fuente que de manera directa o explícita lo confirme. A ella
se ha llegado mediante una dudosa interpretación toponímica que
correlaciona Akra Leuke con Lucentum, el nombre latino de
Alicante. Si esto fuera así, ¿por qué Asdrúbal, el sucesor de Amílcar,
unos años más tarde, cuando ya se había consolidado el
asentamiento cartaginés en Hispania, funda Cartagena en el sur de
Alicante renunciando con eso a ejercer un control efectivo sobre los
territorios colindantes?
Si nos fijamos en que la sistemática y penosa tarea de ocupación
territorial, como atestiguan todas las fuentes, de la región
meridional de la Península Ibérica sigue siempre la ruta de oeste a
este, de sur a norte la posterior fundación de Cartagena sería
plenamente incomprensible. Por consiguiente hay que postular otra
ubicación de
30
Akra Leuke que concuerde con los verdaderos avatares de la
penetración púnica en Hispania. Lo más probable es que la nueva
residencia de Amílcar se hallara cerca de la zona de máxima
relevancia económica para los intereses cartagineses, y ésta hay
que buscarla en el distrito minero de Sierra Morena (lugares con el
adjetivo griego leukos no tienen que estar emplazados
forzosamente en la costa, como insistentemente se viene
afirmando, sino que, como también sucede en Grecia, pueden
figurar en el interior del país). Otro indicio adicional que resalta la
enorme importancia de la zona lo constituyen las alianzas
matrimoniales del clan bárquida. Al igual que Asdrúbal, el yerno de
Amílcar, también Aníbal se casará con una dama de la aristocracia
de Cástulo, lugar situado en las proximidades de Linares (Jaén),
hecho que de manera indirecta viene a corroborar que la familia
bárquida, después de dejar Cádiz, debió de establecer allí su
residencia. Desconocemos si el matrimonio de Asdrúbal con la
hermana de Aníbal persistía aún o si éste contrajo nuevas nupcias
después del posible fallecimiento de su mujer.
Los avances de Amílcar no podían pasar inadvertidos.
Especialmente el hecho de fundar una ciudad y de exteriorizar así el
deseo de apoderarse del país parece ser que alarmó a los romanos,
quienes enviaron una embajada a Amílcar para pedirle
explicaciones. Por suerte conservamos un fragmento en la obra de
Dión Casio (XII Frag. 48) que nos ilustra la situación. El texto en
cuestión dice así:
31
«Durante el consulado de Marco Pomponio y de Cayo Papirio (es
decir en el año 231 a.C.) los romanos mandaron embajadores para
hacerse una idea de las operaciones de Amílcar, aunque ellos no
tenían intereses en Hispania. Amílcar les tributó los debidos
honores y proporcionó convincentes explicaciones, declarando,
entre otras cosas, que realizaba la guerra contra los hispanos sólo
por razones de fuerza mayor, a fin de que los cartagineses pudieran
satisfacer las deudas aún pendientes con Roma [...] Así los enviados
romanos no pudieron formular ningún reproche».
Con toda probabilidad el joven Aníbal formaba parte del séquito de
su padre y pudo presenciar de manera directa cómo actuaban los
representantes de la potencia hegemónica del Mediterráneo
occidental. Los embajadores romanos que debieron de ser
cumplimentados en Akra Leuke intervenían por primera vez en los
asuntos cartagineses en Hispania. Aunque poco pudieran objetar los
romanos a las actividades de Amílcar, es de suponer que su
presencia en Hispania debió de haber dejado un mal sabor de boca a
los cartagineses, que la consideraban como una mal disimulada
intromisión.
Sobre la primera aparición de Aníbal en público existe un relato
(Polibio 111 11; Livio XXI 1) altamente seductor y tergiversado. La
escena, compuesta como un acto de teatro, rebosante de efectos
dramáticos, nos presenta al joven Aníbal jurando ante los dioses a
instancias de su padre odio eterno a Roma. Leamos cómo la
proyecta Tito Livio: «Se cuenta al respecto que, cuando Amílcar,
tras su campaña de África, iba a ofrecer un sacrificio a los dioses a
punto de conducir a sus tropas a España, Aníbal, todavía de casi
nueve años de edad, le suplicó entre mimos que lo llevara a España;
entonces su padre lo acercó a los altares y le obligó a jurar con las
manos sobre las víctimas del sacrificio que sería enemigo del pueblo
romano tan pronto pudiera».
Sin lugar a duda relatos de este tipo no son otra cosa que un
montaje inventado por la historiografía romana para exculparse de
las responsabilidades de la segunda guerra púnica. El mensaje que
propaga la idea de que fue Aníbal quien desde el principio quiso la
guerra pretende fomentar la siguiente versión: fueron los
cartagineses quienes promovieron el conflicto, y, al afrontarlo,
Roma no hace más que reaccionar ante el ímpetu revanchista de los
Bárquidas. Si nos atenemos a la realidad histórica de los hechos,
éstos discurren por cauces distintos de los diseñados por la
propaganda romana.
El joven Aníbal recibe una sólida formación político-militar bajo la
supervisión de su padre, experto hombre de armas y dotado de una
notable capacidad de persuasión. Acompañándole en sus múltiples
correrías, Aníbal adquiere intensos conocimientos sobre la
topografía del país y el carácter de sus gentes. Aprende de él el arte
de la guerra, y es testigo de las deliberaciones del alto mando
cartaginés. Observa cómo Amílcar concierta tratados de amistad, se
percata de los métodos para instalar fuerzas de choque en lugares
conflictivos, le enseñan a negociar concesiones de explotación
minera, es introducido en el terreno de la diplomacia, tan necesaria
para captar voluntades y conseguir aliados. Fue sin duda su padre
32
quien le explicó cómo tratar con las instituciones y los
representantes de la metrópoli Cartago. De él aprendió la difícil
tarea de operar con un ejército mayoritariamente compuesto por
mercenarios de distintas procedencias. Aparte de sus clases,
maestros y lecturas, fue en definitiva la vida cotidiana, así como las
enseñanzas recibidas de su padre, lo que proporcionó a Aníbal sus
más importantes lecciones.
Después de consolidar la influencia púnica en el valle del
Guadalquivir y consumar el control de las zonas mineras
penibéticas, Amílcar decide extender su dominio hasta el mar para
procurarse un puerto independiente del de Cádiz, más cercano a
Cartago, objetivo que afronta siguiendo el cauce del Segura. En el
año 229 a.C. aparece sitiando la ciudad de Helike, cuya ubicación
exacta suscita los mismos debates que Akra Leuke. Las opciones a
favor de Elche (Alicante) y Elche de la Sierra (Albacete) poseen en
común que ambos lugares están situados en la misma región. La
identificación de Helike con Elche aparece relacionada con la
equiparación de Akra Leuke y Alicante. Mas como resulta bastante
improbable apoyarse en tal filiación, tampoco es válida esta
atribución. Por otra parte, el emplazamiento de Elche de la Sierra,
cerca del curso del Segura, sí que encaja mucho mejor con las citas
de las fuentes que nos hablan de tribus oretanas que se oponían al
avance cartaginés.
Después de nueve años de permanencia en suelo hispano, Amílcar
fallece durante el asedio de Helike (invierno 229-228 a.C.) al ser
atacado de forma repentina por el rey Orisón, quien acude en
socorro de los sitiados. Durante la retirada Amílcar perece al
intentar vadear un caudaloso río. Aparte de esta versión que
procede de Diodoro (XXV 14), en mi opinión la más fidedigna,
existen otras noticias sobre la muerte de Amílcar. Livio (XXIV 41) la
ubica en un lugar llamado Castrum Album, mientras que Apiano (I
5) sólo alude al episodio de forma imprecisa relacionándolo con una
lucha contra tribus íberas.
Evidentemente el ataque a Helike formaba parte del plan de
conquista del valle del Segura. El objetivo prioritario de la primera
fase de la expansión cartaginesa en la región andaluza lo constituía
el sometimiento del hinterland de las factorías fenicias de la costa
mediterránea y atlántica de Andalucía (Adra, Almuñécar, Málaga,
Huelva, etcétera) siguiendo los cauces del Guadalquivir y Genil para
apoderarse luego de las ubérrimas zonas de la campiña de Sevilla y
Córdoba. Al concluir con éxito esta tarea, Amílcar emprende la
segunda fase de su plan con la meta de penetrar por la zona minera
de Sierra Morena hasta el Mediterráneo.
¿Cuáles eran los recursos de Amílcar para llevar a cabo sus
proyectos? La espina dorsal de su ejército la formaban las tropas
mercenarias reclutadas en Cartago antes de ponerse en marcha
hacia Hispania. Además contaba con un importante núcleo de
caballería númida. Desde el primer momento Amílcar no cesa de
alistar tropas hispanas para incorporarlas a su ejército, como
testifica Diodoro (XXV 14) al narrarnos que al fin de un combate
sostenido contra Istolao, consiguió el concurso de 3.000 hombres,
pertenecientes a las tribus celtas enclavadas en las estribaciones de
33
Sierra Morena. Estas luchas parecen guardar relación con una de las
metas prioritarias de Amílcar: la conquista de las zonas mineras de
la Beturia céltica, país que se extiende entre las cuencas del
Guadiana y del Guadalquivir.
También nos hablan las fuentes de otra campaña que inició Amílcar
contra Indortes, quien había logrado movilizar a un formidable
ejército compuesto de 50.000 guerreros que, a pesar de su
aplastante superioridad numérica, fue derrotado. La conclusión que
se obtiene de ello es bastante clara. Las comunidades hispanas que
no querían ser sometidas por la fuerza al dominio púnico se
apresuraban a estipular las condiciones de una entrega voluntaria
que evitara males mayores.
Durante el transcurso de su mandato, Amílcar puso especial énfasis
en mantener buenas relaciones con la metrópoli. Prueba de ello son
los envíos regulares de tributos y botines a Cartago. Con ello
conseguía naturalmente revitalizar a sus partidarios al tiempo que
aumentaba su ya notable popularidad entre la ciudadanía. Como su
campo de acción también abarcaba Libia, no dudó en momentos de
crisis en actuar enérgicamente para evitar cualquier clase de
revuelta que allí se fraguara. Así hay que entender el
desplazamiento al norte de África de Asdrúbal, a quien le encargó la
misión de sofocar una insurrección protagonizada por unas tribus
númidas descontentas con el gobierno cartaginés. Asdrúbal cumplió
su cometido aniquilando a un gran número de adversarios e
imponiendo a la zona rebelde nuevos tributos.
Los últimos objetivos militares de Amílcar señalan la nueva
orientación de los avances cartagineses que apuntaban al litoral
mediterráneo. Esta tarea se abordó bajo la dirección del sucesor de
Amílcar, su íntimo colaborador Asdrúbal, pues, al fallecer
repentinamente Amílcar, el ejército cartaginés en Hispania proclama
sin demora a su yerno Asdrúbal como comandante en jefe. El
pronunciamiento en favor de Asdrúbal sólo es comprensible si se
tiene en cuenta que, al lado de los contingentes de mercenarios y de
los aliados hispanos, en el ejército de Amílcar prestaba servicio un
importante núcleo de ciudadanos cartagineses compuesto por
tropas de elite y el cuerpo de oficiales, así como representantes del
consejo de Cartago. La elección del ejército será inmediatamente
confirmada por Cartago, que tenía un gran interés en que el proceso
de expansión púnica en Hispania fuera lo más venturoso posible y
continuara sin interrupción.
Una simple comparación de los escenarios en los que se movió
Asdrúbal con los de Amílcar pone de relieve la parquedad de las
fuentes disponibles, que casi nada nos aportan al respecto.
Únicamente se resalta la fundación de Cartagena, sucesora de Akra
Leuke, y a partir de ahora nuevo centro del dominio bárquida en
Hispania. Su perímetro de más de veinte estadios de longitud nos da
ya una idea de la magnitud del sitio. El nombre de la nueva sede de
Asdrúbal, idéntico al de Cartago (Ciudad Nueva), respondía a un
programa. No se pretendía con ello, como se ha sostenido a mi
parecer sin fundamento, manifestar un alejamiento respecto de la
metrópoli. Lo contrario está más cerca de la verdad. Al repetir el
nombre de la metrópoli se subrayaban los estrechos vínculos
34
existentes. Al mismo tiempo se proclamaba que el radio de acción
de Cartago no quedaba limitado al norte de África, como habrían
deseado los romanos.
Especialmente a través del excelente puerto de Cartagena, Asdrúbal
abrió una puerta hacia el exterior para comunicar de forma más
eficiente las regiones de Andalucía oriental con el mundo
mediterráneo. Adicionalmente a la implantación en Cartagena del
cuartel general cartaginés, la fundación de la nueva residencia se
encuadraba dentro de una concepción estratégica global. El lugar
había sido elegido también por la riqueza de recursos de sus
alrededores. Las minas de plata, los campos de esparto y las
pesquerías constituían un factor económico nada desdeñable. Poco
tiempo después de su fundación, Cartagena desarrollará un
importante papel económico, militar y político como símbolo del
creciente poderío cartaginés en Hispania.
Sobre el urbanismo de Cartagena poseemos unos valiosos apuntes
que nos ha legado Polibio, autor que pudo cerciorarse
personalmente de los detalles que relata durante una visita que
realizó a la ciudad. Cuenta Polibio (X 10, 6): «El casco urbano de la
ciudad es cóncavo; en su parte meridional es bien accesible desde el
mar. Unos montículos ocupan el espacio restante [...] La colina más
alta, situada al este, cerca del mar, está coronada por un templo de
Asclepio. El montículo de enfrente, de características parecidas,
alberga magníficos palacios reales, edificados, según se dice, por
Asdrúbal, quien aspiraba a un poder monárquico. De las elevaciones
de la parte norte, una, orientada hacia el este, se llama la de
Hefesto, la que sucede a continuación es la de Altes, personaje que,
al parecer, obtuvo honores divinos por haber descubierto unas
minas de plata, la tercera de las colinas lleva el nombre de Crono.
Se ha abierto un canal artificial entre el estanque y las aguas más
próximas, para facilitar el trabajo a la gente del mar. Por encima de
este canal que divide la franja de tierra que separa el lago del mar
se ha tendido un puente para que carros y acémilas puedan
transportar por aquí, desde el interior de la región, los suministros
necesarios».
Si examinamos la topografía histórica y la contrastamos con las
informaciones deducibles de nuestras fuentes literarias, es posible
diseñar un cuadro de la nueva zona de dominio cartaginés edificada
por Amílcar y su sucesor Asdrúbal en poco más de un decenio. Su
centro de gravitación lo constituía el territorio delimitado por el
Guadalquivir y el Segura al norte y el océano Atlántico y el mar
Mediterráneo al sur; allí se ubicaban los campos más fértiles y las
zonas de explotación minera más prósperas de la Península Ibérica.
Mientras que las parcelas áridas del interior permitían métodos de
cultivo extensivo, las grandes planicies situadas en las cercanías de
los ríos ofrecían magníficas condiciones para explotaciones
intensivas, semejantes a las que en el norte de África practicaba
Cartago y que rendían considerables cantidades de aceite, cereales
y vino. Aquí se establecen las mayores aglomeraciones urbanas. Era
precisamente esta zona la que desde el siglo VIII a.C. había sido
objeto de un intenso proceso de aculturación orquestado desde las
factorías fenicias del litoral atlántico y mediterráneo. Aunque éstas
35
fueron fundadas para procurarse metales preciosos, en el curso del
tiempo se va desarrollando una infraestructura económica
altamente diferenciada. No sólo la explotación del subsuelo, sino
también la comercialización de productos agrícolas y las capturas
pesqueras tienen que ser tomadas en cuenta. A través de Cádiz y
del recién abierto puerto de Cartagena los Bárquidas, que ya
ejercían un efectivo control sobre la economía de la región,
potenciaban su proyección al exterior.
La zona oriental del dominio púnico, es decir, las áreas montañosas
de las actuales provincias de Jaén, Granada, Albacete, Almería y
Murcia, presenta un sistema económico diferente del de la baja
Andalucía. El paisaje es agreste, los valles se estrechan y las
condiciones climáticas son más desfavorables. A pesar de esto la
región que abarcaba el curso superior del Guadalquivir hasta la
desembocadura del Segura poseía gracias a las riquezas del
subsuelo una importancia vital. Al lado del distrito minero de Río
Tinto (Huelva), las inmensas reservas de cobre, mineral de hierro y
plata en la vecindad de Cástulo (Jaén), el sector minero de la Sierra
Almagrera, con salida al mar en Villaricos (Almería), así como las
minas de plata cerca de Cartagena, hicieron de esta vasta comarca
uno de los territorios más codiciados del Mediterráneo occidental.
Sobre las estructuras de la ordenación interna del imperio bárquida
es muy poco lo que sabemos. Probablemente hay que trazar un
paralelo entre su organización territorial, siguiendo la propuesta de
Carlos González Wagner, y el hinterland africano dominado por
Cartago, dividido en tres pagi (unidades administrativas). Un indicio
que hasta ahora no se ha correlacionado con esta idea bien podría
ser, a mi parecer, la dislocación del ejército púnico, visible a través
de nuestras fuentes escritas, en el momento en que Publio Cornelio
Escipión aparece por primera vez (210 a.C.) en Hispania, en tres
comandos militares confiados a Asdrúbal, hijo de Giscón (litoral
atlántico), Magón Barca (zona de Huelva) y Asdrúbal Barca
(Carpetania).
A partir de los años veinte del siglo III a.C. todo el sur de la
Península Ibérica constituye una unidad territorial bajo influencia
púnica o en parte sometida al dominio directo de los Bárquidas.
Pese a sus considerables diferencias en lo referente a la topografía,
la demografía, las formas de organización política y el nivel de
desarrollo económico, esta extensa región llega a configurar un
espacio relativamente homogéneo. Así vienen a confirmarlo los
hallazgos arqueológicos: por ejemplo la línea de difusión de la
cerámica de barniz rojo, tan característica para detectar procesos
de aculturación púnica, llega hasta las estribaciones de esta zona,
mientras que los territorios situados al norte de ella aparecen
sujetos a otras influencias culturales. No es de extrañar que en la
zona de dominio bárquida abunden campamentos militares
(elocuentes indicios de una progresiva ocupación militar de los
puntos neurálgicos de la zona) y, relacionados con ellos, tesoros de
monedas púnicas destinados a retribuir la soldada a la tropa, todos
ellos situados al sur del Guadalquivir y del Segura, como las
investigaciones de Francisca Chaves Tristán han podido demostrar.
La proliferación de datos de este tipo evidencia la voluntad de
36
Cartago de implantar profundas raíces en esta región tan vital para
su economía, sobre todo después de los reveses sufridos al final de
la primera guerra púnica. La pérdida de Sicilia y Cerdeña quedaba
compensada con creces por la posesión del imperio bárquida en
Hispania.
37
5. Roma omnipresente: el tratado de Asdrúbal
38
de que las importaciones itálicas alcanzaron su apogeo durante el
siglo III a.C. Esto nos indica que los romanos se hallaban en
disposición de procurarse por sí mismos las materias primas que
necesitaban de Hispania para intercambiarlas por sus artículos de
exportación. La existencia de este circuito comercial presupone un
significativo tráfico marítimo a través del mar Tirreno.
Ya desde el primer tercio del siglo III a.C. Roma era la primera
potencia de Italia. Lacio, Etruria y Campania constituían
importantes sillares del sistema político romano. El hecho de que
cada vez más grupos de familias nobles procedentes de Etruria y de
Campania ingresaran en el senado romano sirve para documentar
cuán trascendentes eran los lazos entre Roma y aquellos territorios.
La integración de las aristocracias itálicas en el seno de la alta
sociedad romana, que se manifestaba en la política matrimonial de
las familias nobles romanas, es en esta época una evidencia
indiscutible. Los Licinios, los Ogulnios y los Letorios de Etruria, los
Fulvios y los Mamilios de Túsculo, así como los Atilios y los Otacilios
de Campania, todos ellos ligados con los Fabios o con su entorno,
contribuyeron decisivamente a estabilizar ese bloque político que
gravitaba en el centro de la aristocracia senatorial romana. Muchos
de estos nombres famosos, que aparecen constantemente en las
listas de los que desempeñaban las más altas magistraturas
romanas (fasti consulares) a causa de sus carreras senatoriales,
representaban tan sólo la punta visible del iceberg. Entre bastidores
pululaban numerosas familias de la clase ecuestre, cuyos nombres
desconocemos por la sencilla razón de que no pertenecían al círculo
selecto de la aristocracia senatorial romana. Lo cierto es que estas
elites itálicas de comerciantes estaban estrechamente vinculadas a
la nobleza senatorial romana, la cual se comprometía en la defensa
de los intereses comunes. El mantenimiento de unas relaciones
comerciales sin trabas con todos los puertos del Mediterráneo era
una condición imprescindible para la prosperidad y desarrollo de la
economía itálica.
La dinámica actuación político-militar de los Bárquidas podía
amenazar el libre acceso a los mercados del litoral hispano, que
eran de gran importancia para la navegación masaliota e itálica.
Tras la muerte de Amílcar, su sucesor Asdrúbal continuó
conquistando territorios, pero, eso sí, persiguiendo metas distintas
y no siempre con la misma intensidad que su predecesor. Bajo su
dirección los cartagineses toman posesión del sureste hispano y
edifican en Cartagena el nuevo centro de poder político, económico
y militar.
El inesperado fallecimiento de su padre sorprende a Aníbal a los 18
años. Ya era entonces un experimentado hombre de armas a pesar
de su prematura edad. Parece ser que, durante el gobierno de su
cuñado Asdrúbal, Aníbal obtiene un puesto de mando al frente de la
caballería númida, aunque ignoramos qué clase de misiones se le
encomendaron. Persiste la duda de si Aníbal residió
permanentemente en tierras ibéricas o de si se ausentó una
temporada a Cartago hasta que Asdrúbal requirió su presencia en
Hispania (224 a.C.). Lo que sí parece ser cierto es que el joven
39
Aníbal gozaba de una gran estima y popularidad en el ejército, foco
de profundas simpatías hacia los miembros del clan bárquida.
Al igual que sucedió con Amílcar en el año 231 a.C. cuando éste se
apoderó de la cuenca minera de Cástulo, los romanos se
intranquilizan en el momento en que Asdrúbal, al fundar Cartagena
(226 a.C.), se asoma al Mediterráneo. Redoblan la vigilancia en
Cerdeña y Sicilia y mandan como ya hicieran antaño una nueva
embajada a Hispania para negociar con Asdrúbal los límites de la
futura expansión cartaginesa. El resultado de este tira y afloja se
plasma en un acuerdo concluido entre Asdrúbal y la delegación
romana del que, aunque desconocemos los pormenores, sí sabemos
que fijó las fronteras de las futuras intervenciones militares
cartaginesas en tierras hispanas. No poseemos el texto original del
documento; disponemos sólo del resumen de las negociaciones que
Polibio (11 13, 7) relata de la siguiente manera: «[Los romanos]
mandaron legados a Asdrúbal y concluyeron con él un pacto en el
que, pasando por alto el resto del territorio hispano, se dispuso que
los cartagineses no atravesarían con fines bélicos el río denominado
Iber».
La principal conclusión que se extrae de estos apuntes es que
Asdrúbal prometió contenerse militarmente más allá de un río que
nuestras fuentes literarias griegas denominan Iber y los autores
latinos Hiberus. Aunque la transcripción polibiana sólo contempla la
obligación de los cartagineses de no traspasar el Iber, en dirección
norte se entiende, con el ánimo de hacer la guerra, debemos
presuponer que el texto original del documento aludía sin duda
alguna a la reciprocidad. Es decir, que esta cláusula también era
aplicable a Roma en el sentido inverso: los romanos renunciaban a
llevar las armas al sur del Iber.
Frente al criterio común, hay que adelantar que el río del tratado de
Asdrúbal no puede ser el Ebro. Sin duda, el río en cuestión estaba
situado en la Hispania meridional, y con toda probabilidad se trata
del Segura. Respecto a este punto, concentrémonos en los
siguientes argumentos. Ningún autor afirma textualmente que el río
que delimitaba las acciones militares púnicas fuera el Ebro. Sucede
justo lo contrario: todas las alusiones conservadas en las obras de
Polibio, Livio y Apiano parten de un río situado al sur de Sagunto.
Polibio, el autor que está más cerca de los eventos, lo confirma de
modo tajante. Al reflexionar sobre la responsabilidad de la segunda
guerra púnica escribe (111 30, 3):
«Si consideramos la destrucción de Sagunto como el motivo de la
guerra, tenemos que reconocer que los cartagineses fueron los
culpables de que ésta estallara, por dos razones. Por una parte
incumplieron el tratado de Lutacio que daba seguridad a los aliados
y prohibía inmiscuirse en la esfera ajena, por otra parte violaron el
tratado de Asdrúbal que prohibía cruzar el río Iber al frente de un
ejército».
De esta aseveración podemos deducir que al ataque y a la
destrucción de Sagunto antecede un traspaso del Iber, acción que
los romanos interpretan como una ruptura del tratado de Asdrúbal;
lo cual indica taxativamente que Sagunto estaba al norte del río
mencionado en el acuerdo. Pero existe aún otra prueba que nos
40
proporciona Polibio y que viene a certificar la misma localización.
Cuando nos narra el episodio de la declaración de guerra efectuada
por mediación de una delegación romana desplazada a Cartago y
nos comenta la reacción de los cartagineses, Polibio matiza (III
21,1):
«Los cartagineses omitieron el tratado de Asdrúbal como si éste no
hubiera sido concertado o, en, su caso, como si no tuviese vigencia,
ya que ellos no lo habían ratificado».
De estas líneas se desprende claramente que los cartagineses
reaccionan a la acusación de los romanos de que Aníbal, antes de
atacar Sagunto, había incumplido el tratado de Asdrúbal con el
argumento de que éste no había sido ratificado en Cartago, con lo
que querían decir que no estaba en vigor. Lo interesante de esta
afirmación es sin embargo observar cómo la violación del tratado de
Asdrúbal es también contemplada aquí como un antecedente del
ataque a Sagunto. Cuando Aníbal parte de Cartagena para sitiar
Sagunto tiene que atravesar previamente el Iber, de lo que
podemos deducir que el río del tratado de Asdrúbal estaba situado
al sur de Sagunto.
Mucho más tarde que Polibio, también Tito Livio cita el tratado de
Asdrúbal detallando la situación geográfica del río Hiberus (XXI 2,
7):
«Precisamente con este Asdrúbal, a causa de la extraordinaria
habilidad que había mostrado en atraerse a estos pueblos y unirlos
a su imperio, el pueblo romano había renovado el tratado de alianza
que estipulaba que la frontera entre ambos imperios sería el río
Hiberus y que Sagunto, situado entre los imperios de ambos
pueblos, conservaría su libertad».
Tampoco asegura Tito Livio que Sagunto se situase dentro de la
zona de dominio cartaginés, hecho indiscutible si verdaderamente
hubiera sido el Ebro el río al que se alude en el tratado. Más bien se
refiere a una zona intermedia entre ambos imperios, instructiva
observación que viene una vez más a corroborar que la línea
divisoria discurría al sur de Sagunto.
Analicemos por fin nuestra tercera fuente disponible, Apiano de
Alejandría, quien al tratar el tema confirma de una manera que no
deja lugar a dudas la versión polibiana al notificarnos: «En efecto
[Aníbal], después de atravesar el Iber, destruyó la ciudad de los
saguntinos con toda su juventud, y por este motivo los tratados que
se habían estipulado entre romanos y cartagineses tras la guerra de
Sicilia quedaron sin vigor». Luego, refiriéndose a la ubicación de la
ciudad de Sagunto, Apiano afirma: «los saguntinos colonos de
Zacinto situados entre los Pirineos y el Iber», con lo que queda
demostrado que al igual que sus predecesores también Apiano
localiza el río Iber al sur de Sagunto.
Si resumimos las alusiones de las fuentes escritas respecto del
tratado de Asdrúbal, llama la atención el hecho de que en ningún
sitio se entabla una ecuación inequívoca entre el río que delimitaba
las acciones bélicas púnicas y el Ebro. Lo contrario está más cerca
de la verdad. Todos los textos que nos legan los autores antiguos
permiten entrever que el río Iber del tratado de Asdrúbal se ubica al
sur de Sagunto.
41
A esto se añade que, teniendo en cuenta las dimensiones y el radio
de acción de la esfera de dominio púnico, resulta difícil concebir una
identificación del río del tratado de Asdrúbal con el Ebro. El gran río
de la Hispania septentrional queda demasiado alejado (se trata de
un tramo de más de veinte días de marcha) de las bases de
operaciones de Asdrúbal. Además, no poseemos ningún indicio
arqueológico de que en esta época los cartagineses se infiltraran
tan hacia el norte.
Más sentido tiene un límite que se encuadre geográficamente al
alcance de las posibilidades concretas de dominio de Asdrúbal. Éste
podría ser el Júcar, como propuso Jerôme Carcopino, o, lo que
parece más probable, el Segura. Una conjetura de este tipo se
sustenta en el hecho de que, en el momento de cerrar el acuerdo,
los cartagineses habían alcanzado una aceptable saturación
territorial, pues dominaban ya las zonas neurálgicas de Andalucía y
del sureste hispano. Los datos arqueológicos recalcan que los
cartagineses albergaban el deseo de ejercer un control directo y
permanente en estos territorios tan esenciales para sus intereses
económicos y políticos tras la pérdida de Sicilia y Cerdeña.
Recordemos que los campamentos cartagineses, cuya misión era la
ocupación territorial, así como la defensa de los intereses
económicos púnicos de la zona, se ubican exclusivamente al sur de
una línea que discurre a lo largo del Guadalquivir y del Segura.
Pocas veces se ha intentado entender el gobierno de Asdrúbal desde
las premisas adecuadas. De ello se resienten la valoración y el
significado del tratado cerrado por él con Roma, para cuya
designación ha adquirido carta de naturaleza el equívoco título de
«Tratado del Ebro». A esta falsa deducción se ha llegado porque en
posteriores épocas, especialmente durante la conquista romana de
Hispania, el nombre Iber-Hiberus se apropia del principal río de la
vertiente mediterránea hispana, el Ebro. Será a partir de esta época
y no antes cuando el Ebro se convertirá en un indiscutible punto de
referencia geopolítica. Pero todo esto sucede a raíz de los eventos
desencadenados a partir del año 218 a.C., fecha clave que
distorsionará la hasta entonces imperante dinámica geopolítica
peninsular.
Tampoco hay que olvidar que, a causa de la expedición de Amílcar y,
acto seguido, de la diplomacia de Asdrúbal, el aumento de las
posesiones territoriales cartaginesas no tiene parangón dentro de la
historia púnica. El tramo de Hispania controlado por los Bárquidas,
delimitado por los cauces del Guadalquivir y Segura, era tan grande
como Cerdeña y Sicilia juntas, y en cualquier caso más productivo
que la provincia norteafricana de Cartago. Recordemos que Cartago
había precisado de siglos para ganar posesiones en ultramar y que
tuvo que desplegar enormes esfuerzos para conservarlas.
Este prisma, imprescindible para comprender el funcionamiento de
la política cartaginesa, se manifiesta en el tratado de Asdrúbal. El
acuerdo firmado a instancias de los romanos confirió a los
cartagineses la sensación de haber conseguido un éxito diplomático
capaz de estimular futuros sueños de grandeza. Roma, la primera
fuerza de Occidente, reconocía, a pesar de limitarlas, las conquistas
cartaginesas en Hispania, hecho que conllevaba un reforzamiento
42
jurídico de la nueva provincia hispano-cartaginesa. Si el Ebro
hubiera sido objeto del acuerdo, el problema territorial que ello
habría planteado habría violentado todos los modelos y escalas de
la política ultramarina cartaginesa, que nunca logró apropiarse de
tan vastos territorios en tan poco tiempo, y supondría además
admitir en los romanos una generosidad nunca mostrada en
circunstancias anteriores. Por citar un solo ejemplo basta recordar
la postura mezquina de Roma en la crisis que condujo a la anexión
de Cerdeña.
En favor del Segura, en cambio, hay que aducir las condiciones
geopolíticas del ámbito del dominio cartaginés en época de
Asdrúbal, así como el hecho de que las fuentes antiguas no
proporcionan ningún comprobante positivo para la identificación del
Ebro con el límite del tratado de Asdrúbal. A ello se añade que,
desde el punto de vista cartaginés, el reconocimiento romano de sus
posesiones territoriales al sur del Segura en el momento del cierre
del pacto representaba una ventaja. Apenas hacía una generación
que había finalizado la primera guerra púnica, y las tierras que los
cartagineses consolidaban ahora mediante el tratado abarcaban una
superficie considerable. El resultado de las negociaciones era
también aceptable para Roma: el comercio itálico y el de los
masaliotas, aliados de Roma, con los puertos del litoral hispano
quedaba adicionalmente protegido.
Ninguna fuente atestigua que lo que se estipuló en Hispania fuera
ratificado en Cartago, lo que razonablemente podría apuntar a la
duración de la validez del tratado. El hecho de que Asdrúbal se
comprometiera frente a los romanos a no emplear las armas
cartaginesas fuera del área territorial sancionada por mutuo
acuerdo le ligaba prioritariamente a él. Ni la metrópoli ni sus
sucesores al frente del ejército púnico en Hispania tenían que
sentirse forzosamente obligados a cumplir a rajatabla las metas del
pacto.
Ya las fuentes antiguas, filorromanas en su abrumadora mayoría,
interpretan el tratado de Asdrúbal como el preámbulo de la segunda
guerra púnica, y más exactamente como principal artífice del
conflicto. Esta posición dificulta la comprensión de la genuina
función del acuerdo. Cuando, en el año 226 a.C., Asdrúbal cerró el
pacto, no podía imaginar que su gobierno sería tan efímero y que su
sucesor, Aníbal, habría de asumir el riesgo de un conflicto armado
con Roma. El principal propósito se dirigía, a la hora de establecer el
tratado, a consolidar las posesiones púnicas en Hispania, fruto de
una serie de logros y reveses cuya fragilidad no escapaba al
experimentado estratega cartaginés. Fue más bien la necesidad de
estabilizar políticamente la posición de dominio alcanzada lo que
impulsó a Asdrúbal a buscar el entendimiento con Roma.
Así pues, por mediación de un acuerdo que había sido pactado
ateniéndose al Segura como línea de demarcación, la omnipresente
Roma se aseguraba el libre tránsito comercial para sus naves y las
de sus aliados en las costas orientales hispanas. Existían aquí una
serie de lugares, sobre los cuales la tradición literaria nos ha
trasmitido un nombre heleno (Abdera, Alonis, Hemeroscopeion,
Cipsela, Lebedontia, etcétera), que por lo general deben de haber
43
sido escalas marítimas o bien barrios griegos en el seno de ciudades
ibéricas. Al igual que existe constancia de la presencia de agentes
cartagineses en Siracusa, Caere, Marsella y en numerosas sedes
turdetanas o ibéricas, hubo también grupos de población griega e
itálica en Hispania. En el caso de Sagunto suponemos que
precisamente ese grupo de gente llegada del exterior temía una
seria limitación de sus posibilidades de actuación como
consecuencia de un inesperado aumento de la influencia
cartaginesa en la región. Mientras Asdrúbal, que se hallaba atado
por el tratado cerrado por él, tuvo las riendas del poder, no hubo
motivo alguno para intranquilizarse. Con su muerte inesperada
(Asdrúbal fue víctima de una venganza personal al ser asesinado
por un siervo) y la toma del poder por Aníbal, cambia la situación
(221 a.C.). El nuevo máximo representante de los intereses
cartagineses en Hispania no tenía por qué sentirse obligado a
respetar las cláusulas del tratado estipulado por su antecesor. Sus
acciones podían apuntar hacia todo el territorio hispano, como
muestran, por ejemplo, las expediciones emprendidas contra
algunos pueblos de la meseta castellana cuyo hábitat quedaba
bastante apartado de la tradicional zona de influencia púnica. Este
cambio en la dirección de la política cartaginesa pudo haber
provocado en algunas comunidades ibéricas, como por ejemplo en
el caso de Sagunto, una mayor adhesión hacia Roma. Posiblemente
la iniciativa partió de los círculos griegos e itálicos afincados allí. La
buena disposición de los romanos a aceptar ese acercamiento es
mucho más comprensible si tenemos en cuenta que, de haberse
producido un abandono del litoral oriental hispano en favor de
Aníbal, habrían sido afectados tangencialmente importantes
intereses políticos y económicos romano-itálicos. Por supuesto los
romanos no estaban dispuestos a tolerar ninguna clase de
injerencia.
No obstante, por mucho hincapié que hagamos en los intereses
económicos en litigio, nunca debe olvidarse que las operaciones
romanas en Hispania obedecían a una estrategia eminentemente
política, es decir, a la voluntad de Roma de seguir controlando la
situación. Impedir la formación de un todopoderoso imperio colonial
cartaginés que habría podido enturbiar su privilegiada posición en el
Mediterráneo occidental era el objetivo primordial de la política
exterior romana. En sus líneas esenciales la actuación de Roma en
el Mediterráneo oriental y la política hispana poseían grandes
coincidencias, según nos muestra el interesante estudio de
Dankward Vollmer.
En uno y en otro caso, Roma aplicaba métodos similares. Su
disposición a hacer la guerra quedaba subordinada a eventualidades
equiparables. Una visión panorámica de la diplomacia romana nos
muestra sus comunes parámetros de actuación. Observamos la
forma sistemática de plantear la escalada de conflictos mediante
pactos calculados. Roma ofrecía tratados de alianza a socios
necesitados de ayuda situados como una púa en el cuerpo de
grandes potencias enemigas para contar, cuando fuera preciso, con
una excusa que posibilitara intervenir activamente en el previsible
conflicto. En Iliria fue la pequeña isla de Issa la que desempeñó
44
inicialmente esta función. Luego fueron utilizados progresivamente
otros aliados, por ejemplo Demetrio de Faros, para poner en jaque a
la reina Teuta o a Macedonia. En el Mediterráneo occidental las
ciudades que sirven de cuña a la política exterior romana serán
Marsella y sobre todo Sagunto.
Desde que los cartagineses pisaron el suelo hispano por primera
vez, estuvieron atentamente sometidos a observación por parte de
Roma. Autoproclamada árbitro del mundo mediterráneo occidental,
la gran ciudad latina, al igual que ya hiciera durante la crisis de
Cerdeña, no pensaba en ningún momento otorgar a Cartago un
amplio margen de confianza. Las embajadas despachadas a
Hispania debían poner coto a la expansión púnica y al mismo tiempo
hacer recordar a los Bárquidas que su actuación política y territorial
precisaba de la aprobación romana. Naturalmente los Bárquidas
consideraban este modo de proceder como una flagrante
intromisión en sus asuntos domésticos. La presión tutelar de la
política romana se sentía con mayor efecto en la medida en que los
progresos cartagineses en Hispania iban cobrando un auge cada vez
mayor. La pregunta que por entonces se formulaba el alto mando
cartaginés ante la situación creada por el repentino vacío de poder
ocasionado por la defunción de Asdrúbal era: ¿qué nuevos
impedimentos tramarán los romanos para entorpecer el futuro
avance cartaginés en Hispania y cómo reaccionará Cartago? A partir
de ahora la respuesta a este interrogante dependerá en gran parte
de un joven estratega de veintiséis años elevado por el ejército a la
cima del poder: Aníbal.
45
6. Estratega púnico en Cartagena
46
veinte y diez del siglo III a.C. Se trata del principal testimonio
contemporáneo del que disponemos. El análisis de su contenido nos
permite evaluar los mensajes que las monedas transmiten. Casi la
totalidad del material numismático muestra la efigie de una figura
masculina, y en sus reversos aparecen símbolos típicos de las
emisiones púnicas, tales como palmera, caballo parado, elefante o
proas de barco. Respecto a la valoración de la iconografía, se
47
símbolo de la victoria, constituirá el arma ideológica más expresiva
y eficaz del imperialismo bárquida (José Luis López Castro).
La magnitud de la empresa y la apremiante necesidad de no sufrir
ningún descalabro pesaban sobre el joven y recién nombrado
comandante en jefe del ejército, al tiempo que condicionaban su
gestión de gobierno. A pesar de las ventajas obtenidas por Amílcar y
Asdrúbal, existía en Cartago una importante oposición antibárquida
encabezada por Hannón el Grande, quien ya durante la rebelión de
los mercenarios fue un implacable rival de Amílcar. Aníbal tenía que
demostrar ante el ejército de Hispania y sobre todo ante la opinión
pública de su ciudad natal que su nombramiento no obedecía
exclusivamente a sus conexiones familiares, sino que se debía
también a sus propios méritos. Ningún hecho resultaba más
apropiado para despejar estas dudas que acometer gestas militares
y concluirlas felizmente.
Para materializar este cometido, Aníbal se apresuró a crear una
fuerza de choque móvil al mando de una oficialidad seleccionada
rigurosamente por él. Experimentados guerreros, como Maharbal,
Himilcón, Magón el Samnita o Asdrúbal, hijo de Giscón, que en el
transcurso del tiempo protagonizarán innumerables hazañas, ya
militaban a las órdenes de Aníbal desde el inicio de su mando en
Hispania. Al igual que hiciera su antecesor, también Aníbal contrajo
matrimonio con una dama ibérica procedente de la aristocracia de
Cástulo, cuyo nombre parece haber sido Imilce, si hacemos caso a
Silio Itálico (Púnica III 97-105), que también nos habla de un hijo
de Aníbal del que no se tiene ninguna noticia aparte de esta cita.
Actos de este tipo propiciaban el reconocimiento del caudillaje
bárquida por parte de su entorno, al tiempo que le facilitaban el
concurso de tropas hispanas.
Será a partir de ahora cuando Aníbal empezará a acaparar la
atención de los autores antiguos y se convertirá en un foco de
interés. Sin embargo, las informaciones que nos suministran las
fuentes acerca de su carácter o costumbres son escasas. De su vida
privada casi nada sabemos. El comportamiento al que aluden las
fuentes, que resaltan una serie de adjetivos netamente negativos
tales como la rapacidad o la crueldad, afecta siempre a su manera
de actuar en público, como nos muestra el testimonio de Polibio (IX
25):
«La noticia la he tomado de Massinisa, quien aduce pruebas de la
avaricia general que dominaba a todos los cartagineses, pero
principalmente a Aníbal y a Magón el Samnita. La fuente aludida
explica que estos dos generales cartagineses colaboraron
noblemente contra el enemigo ya desde su juventud: conquistaron
muchas ciudades en Italia y en Hispania, unas a la viva fuerza y
otras mediante la traición. Sin embargo no participaron nunca
juntos en una misma empresa: más que contra los enemigos
maniobraban contra sí mismos, para no encontrarse nunca en la
ciudad conquistada. Así evitaban discutir entre ellos por los hechos
y no tenían que repartirse el botín».
Las primeras acciones que emprende Aníbal amoldándose a la
manera de proceder ensayada por sus antecesores ya aparecen
impregnadas de un notable dinamismo. Para mantener y potenciar
48
la eficacia de su ejército, compuesto mayoritariamente por soldados
hispanos, proyecta una serie de campañas en zonas colindantes con
el área de dominio púnico en esos momentos. No es arriesgado
suponer que pretendía someter a la obediencia bárquida a
determinados sectores de la meseta castellana y del litoral
mediterráneo, engrosando así el lote de posesiones directas a la par
que reclutaba nuevos aliados. Sin duda la política interna
cartaginesa incidía de manera determinante en la concepción de
estos planes. Recordemos que la inesperada muerte de Asdrúbal
cogió a los seguidores del partido bárquida desprevenidos. Sus
enemigos, capitaneados por Hannón el Grande, intentaban
imponerse, posiblemente a costa de un derrocamiento de Aníbal.
Ante esta situación el joven estratega precisaba éxitos militares
sonados no sólo para demostrar su aptitud, sino sobre todo para
legitimar su derecho de continuar al mando del ejército cartaginés.
Para culminar este propósito nada podía ser más apropiado que la
captura de un suculento botín, que una vez fuera distribuido en
Cartago lograría fortalecer a los seguidores de Aníbal y debilitar a
sus adversarios políticos dentro de la ciudadanía cartaginesa.
En la primavera del año 221 a.C. Aníbal convoca al ejército y se
pone inmediatamente en marcha hacia las tierras de los olcades,
sitas en la cuenca del alto Guadalquivir. Penetra al frente de sus
tropas en el territorio enemigo y empieza a sitiar la ciudad de
Althaia (según Tito Livio su nombre sería Cartala), cuya ubicación
desconocemos. La expedición se desarrolla de manera satisfactoria.
Poco tiempo después, la ciudad asediada cae en su poder. Todo tipo
de resistencia que se opone al avance cartaginés no tarda en
descomponerse. El resto de las ciudades de la zona, intimidadas por
su potencial ofensivo, se rinden a los cartagineses, que les imponen
tributos. Posiblemente se reclutan entonces contingentes de
mercenarios olcades, ya que éstos aparecen años más tarde
formando parte del ejército púnico (Polibio III 33).
Aníbal se proclama vencedor en su primer reto militar. La rapidez de
sus operaciones y la tenacidad de sus acciones constituyen la
garantía del éxito. Después de conseguir sus objetivos, Aníbal
manda a sus tropas a los cuarteles de invierno, donde las sigue
adiestrando para afrontar las próximas tareas.
Esta eficaz operación militar librada al borde del territorio bajo
control cartaginés y coronada con éxito es la primera que Aníbal
planifica y realiza como máximo responsable. Sus resultados
positivos le animan a perseguir en un futuro próximo metas aún
más ambiciosas. Una vez llegada la primavera del año 220 a.C., se
encamina con su ejército desde Cartagena hacia el oeste para girar
luego hacia el norte y penetrar en las vastas llanuras castellanas.
Siguiendo los cursos del Segura y Guadalquivir se internará por la
antigua vía de la plata hasta el norte de la meseta, llegando hasta
las tierras de los vacceos en la cuenca del Duero. Sus objetivos son
las ciudades de Helmántica (Salamanca) y Arbucale (Toro). A pesar
de que intentan defenderse, ambas plazas caen en manos de Aníbal:
Helmántica, a la primera embestida, y Arbucale, tras oponer cierta
resistencia. Las riquezas confiscadas después del asedio son
enormes. Ignoramos los motivos exactos de esta expedición, si
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bien, ateniéndonos a la rapidez del avance cartaginés y a los
resultados obtenidos, podeos suponer que se trataba de una típica
correría de pillaje efectuada para mostrar la capacidad operativa del
ejército púnico, reclutar nuevos mercenarios y apoderarse de un
espléndido botín que bien pudo haber consistido en grandes
cantidades de cereales necesarios para alimentar al creciente
ejército cartaginés. Al regresar a sus puntos de partida, las tropas
cartaginesas fueron hostigadas por los carpetanos en los
alrededores de Toledo, a orillas del Tajo. Al parecer, esto sucede a
instancias de los fugitivos de Helmántica, quienes, apoyados por los
exiliados olcades, vencidos por Aníbal el año anterior, instigan a los
carpetanos a impedir el regreso del ejército cartaginés disputándole
el botín que éste traía en su retaguardia.
Según las noticias de nuestras fuentes, Aníbal, sirviéndose de sus
elefantes de guerra (es la primera vez que le vemos valerse de tan
mortífera arma) y de su caballería númida, obtiene una contundente
victoria que desmoraliza a sus adversarios, los cuales se retiran del
teatro de operaciones franqueándole el paso. Una vez más, el joven
general cartaginés ofrece una demostración de sus extraordinarias
facultades bélicas, ganando la batalla ante un enemigo
infinitamente superior en número gracias a su destreza táctica y a
la brillantez de sus planteamientos estratégicos.
Cuando en el año 221 a.C. Aníbal asume el mando del ejército
cartaginés en Hispania, no existía ningún contencioso con Sagunto.
Es muy probable que el tratado de Asdrúbal hubiera contribuido a
estabilizar las respectivas zonas de interés romano-cartaginesas.
Además servía de freno ante cualquier desmesurado intento de
expansión por parte de alguno de los signatarios. El cambio operado
en el alto mando cartaginés, al suceder Aníbal a Asdrúbal, no tenía
en sí por qué intranquilizar a los pueblos ibéricos al norte del
Segura. Sin embargo, la nueva orientación político-militar de Aníbal,
puesta de manifiesto con sus espectaculares campañas contra los
olcades y vacceos, sí que pudo producir conatos de alarma. Aunque
ambas expediciones no pasaban de ser correrías (al parecer no se
producen anexiones territoriales), hay que reconocer que
introdujeron una nueva dinámica en el panorama político de la
Península Ibérica.
Un factor novedoso que suscitan las operaciones orientadas por
primera vez hacia regiones situadas bastante al norte de la línea
Guadalquivir-Segura lo constituía la conclusión de tratados de
amistad con comunidades fuera del ámbito tradicional de las
actividades púnicas. Es muy posible que los turboletas, cuyo hábitat
se situaba en la actual provincia de Teruel, entraran entonces a
formar parte de la confederación cartaginesa. Desde luego el
sistema no era nuevo ni espectacular. En Sicilia, donde Cartago
había ejercido un dominio secular sobre una gran parte de la isla,
hay evidencia respecto a relaciones y tratados de amistad pactados
con comunidades fuera de su zona de soberanía.
Si observamos el itinerario seguido por Aníbal en las dos primeras
campañas, salta a la vista que para lograr sus objetivos no tuvo que
infringir el tratado de Asdrúbal, ya que sus expediciones podían ser
llevadas a cabo sin tener que atravesar el Segura. Pese a eso, la
50
demostración de fuerza bien pudo haber inducido a los saguntinos a
buscar entonces una ayuda capaz de contrarrestar la alianza de los
turboletas, sus más próximos enemigos, con Aníbal. Y ante esta
situación, vuelve Roma a convertirse en parte activa de la política
hispana de Cartago. Sin titubear, Roma se presta a asociarse con
Sagunto. La ciudad ibérica, por su parte, al asegurarse el concurso
de la gran potencia itálica, se siente segura ante los turboletas y
Aníbal. Ateniéndonos a esta sucesión de hechos, es poco probable
que el acercamiento de Sagunto a Roma datara de fechas anteriores
al año 221 a.C. Dada la gran parquedad de nuestras fuentes, que,
además de ser crípticas en su contenido, aparecen distorsionadas
en lo que respecta a la transmisión de los motivos de la alianza
romano-saguntina, es muy poco lo que podemos deducir
positivamente de su análisis. Lo que sí parece estar fuera de duda
es el hecho de que al quedar establecido un vínculo contractual
entre Sagunto y Roma (foedus), esta última se comprometía a
socorrer a su nueva aliada ibérica en caso de producirse un conflicto
bélico.
En principio, la crisis desatada en torno a Sagunto no deja de ser un
típico asunto interno hispano. Todo apunta a considerarla una más
de las interminables querellas entre comunidades ibéricas en la que
se inmiscuirán de modo progresivo Cartago y Roma,
respectivamente. Remontémonos a sus comienzos. Los saguntinos
acosan a sus vecinos, los turboletas, aliados de Cartago. Éstos
imploran el auxilio de su poderoso protector, quien a su vez, al
intervenir en el contencioso, pide cuentas a Sagunto y le exhorta a
deponer su actitud beligerante frente a los turboletas. Al negarse
los saguntinos a terciar, Aníbal se dirige contra ellos y los amenaza
con asediarlos. Los saguntinos, por su parte, convencidos de que
Roma acudirá en su apoyo si hace falta, endurecen su posición y
desafían a Aníbal. Una inicial rencilla bilateral entre dos pueblos
ibéricos se extiende y llega a implicar a cuatro protagonistas, dos de
ellos grandes potencias mediterráneas. A partir de aquí el conflicto
regional se dispara, adquiere tintes de crisis global y hace
imprevisible su resolución. Mediante su actitud beligerante respecto
a Sagunto, Aníbal dejaba bien claro que no estaba dispuesto a
aceptar las reglas de juego de la política hispana que Roma
pretendía imponer. Por otro lado, el impulso detonante que
desembocará en la guerra saguntina es también el temor
experimentado por Aníbal de que el proceder de Sagunto sentara
precedentes y animara a otras comunidades ibéricas,
presumiblemente amenazadas por Cartago, a sustraerse a su
influencia buscando en el futuro el apoyo de Roma.
En la primavera del año 219 a.C. Aníbal, después de reunir a su
ejército en Cartagena, lo pone en marcha hacia el norte. Atraviesa el
Segura y se dirige por la ruta de la costa hacia la plana que se
esparce entre la cordillera Ibérica y el Palancia, en cuyo centro se
ubica la ciudad de Sagunto, muy cerca del mar. Como el intento de
tomar la plaza frontalmente fracasa, las tropas cartaginesas ponen
sitio a sus casi inexpugnables murallas y se preparan para un largo
asedio. En el transcurso de la encarnizada pelea, Aníbal, que al
parecer se batía en primera línea, es alcanzado por una jabalina que
51
le perfora el muslo y le hiere gravemente, aunque logra reponerse
de este percance.
La operación dura más de lo previsto. Aníbal tiene que sofocar una
sublevación de los oretanos y los carpetanos, lo que le obliga a
ausentarse una buena temporada del frente de Sagunto. Mientras
tanto, es Maharbal quien dirige el cerco.
Al cabo de más de ocho meses, la tenaz resistencia de los
saguntinos toca a su fin. Desilusionada por la falta de ayuda por
parte de Roma y llegada al límite de soportar penalidades, la
abnegada ciudad de Sagunto es tomada al asalto por las tropas
púnicas. Aníbal deja que sus soldados se dediquen al pillaje e
impone a los supervivientes un castigo ejemplar. La matanza que
sigue al asalto final cumple el objetivo de servir de advertencia a
otros pueblos hispanos a quienes Aníbal exhorta de tan despiadada
manera a no distanciarse de Cartago en el futuro. Una parte
sustancial del enorme botín saguntino es enviada, a Cartago, acción
destinada a estrechar los lazos entre el ejército hispano y la
metrópoli.
Con la ocupación de Sagunto a finales de diciembre del año 219 a.C.
Aníbal había saldado su tercera campaña en suelo hispano con una
nueva victoria. Mediante la incorporación de la recién conquistada
plaza a sus dominios, se lograba un importante avance estratégico
en un territorio rebosante de interesantes perspectivas económicas.
Visto desde el prisma global de la presencia cartaginesa en
Hispania, podemos constatar que Aníbal continuaba la labor
empezada por su padre Amílcar y su cuñado Asdrúbal ampliando
paulatinamente el dominio púnico en ultramar.
Desde que Aníbal se encarga de la dirección de la política
cartaginesa en Hispania, la acumulación de recursos y posesiones
crece a un ritmo vertiginoso. También aumenta el número de
nuevos aliados hispanos de Cartago. El ejército, base del poder
bárquida, adquiere una extraordinaria combatividad. Las arcas de
Cartago aparecen repletas merced a los tributos impuestos a los
pueblos sometidos y al superávit comercial. El factor que más
resalta son las ganancias procedentes de la explotación del
subsuelo, para la cual se precisa una masa de gente esclavizada
procedente de las correrías realizadas en territorios enemigos.
El ejemplo más gráfico lo suministra el relato de Plinio (Historia
natural 33, 96) acerca de la considerable rentabilidad de la mina de
Baebelo, en las inmediaciones de Cástulo, que diariamente
proporcionaba a Aníbal la fabulosa cantidad de más de 300 libras de
plata, equivalente a unos 100 kg del precioso metal.
Cuando en el año 237 a.C. Amílcar acomete la aventura hispana, su
feliz conclusión estaba ligada al riesgo del fracaso. Ahora, bajo los
auspicios de su hijo Aníbal, Cartago podía empezar a cosechar los
frutos de los múltiples esfuerzos realizados en el pasado. Gracias a
la audaz, hábil y eficaz política ultramarina de los Bárquidas,
Cartago consigue poco a poco resarcirse de las pérdidas de su
antiguo imperio colonial en el Mediterráneo central. Las posesiones
hispanas, la nueva y espléndida joya del renaciente poderío
cartaginés, debían ser conservadas a toda costa. Su defensa tenía
52
absoluta prioridad, fuera quien fuere el que las impugnara, aunque
se tratara de la misma Roma.
Sin duda alguna, Roma era un temible adversario, el peor de todos
los posibles. Especialmente su clase dirigente, agrupada en el
senado, era digna de ser tomada en cuenta. Como todas las
decisiones importantes se fraguaban allí, sus integrantes,
encargados desde generaciones de dirigir la política exterior, habían
logrado acumular una envidiable experiencia en el arte de la
persuasión, de la diplomacia y de la guerra. La notoria efectividad
de la clase senatorial romana aparece íntimamente ligada a una
serie de personajes, artífices de múltiples éxitos, cuya aportación es
siempre crucial cuando son requeridos para superar situaciones
críticas.
Al describir los reveses encajados por Roma durante las guerras
pírricas, el biógrafo griego Plutarco de Queronea nos transmite el
ambiente de una sesión del senado romano protagonizada por el
legendario Apio Claudio el Ciego. Veamos el texto: «Apio Claudio,
varón muy distinguido, pero que por la vejez y la privación de la
vista se había retirado de la política activa, al correr la voz de las
proposiciones hechas por el rey Pirro y prevalecer la opinión en el
senado de que era necesario aceptar la paz, no lo pudo resistir y,
ordenando a sus esclavos que le apoyaran y le pusieran en una
litera, acudió al senado. Cuando llegó a la puerta lo recibieron sus
hijos y yernos y le entraron adentro, quedando todos en silencio por
veneración y respeto a una persona de tanta autoridad. Después de
ocupar su lugar, empezó a hablar: "antes me era molesto, oh
romanos, el infortunio de haber perdido la vista, pero ahora siento
aún más no estar sordo, para no oír vuestras vergonzosas
resoluciones con las que echáis por tierra la gloria de Roma [...] No
creáis que lo alejaréis haciéndole vuestro aliado, sino que antes
provocaréis a los que os miran con desprecio, como fácil conquista
de cualquiera, si permitís que Pirro se vaya de Italia sin pagar la
pena de los insultos que os ha hecho, y antes lleve premio de que se
queden riendo de vosotros los tarentinos y samnitas". Dicho esto
por Apio Claudio, decídense todos por la guerra y despiden a Cíneas
(el embajador de Pirro), conminándole a que salga Pirro de Italia, y
entonces, si le apetece, podrá tratarse de amistad y alianza, pero
que mientras se mantenga con las armas en la mano, le harán los
romanos la guerra a todo trance [...] Dícese que Cíneas [...] de todo
ello dio cuenta a Pirro, añadiéndole que el senado romano le había
parecido un consejo de muchos reyes». (Plutarco, Vida de Pirro 18,
19).
El párrafo extraído de la biografía de Pirro de Epiro constituye un
ejemplo altamente elocuente de la más significativa virtud de la
aristocracia senatorial romana: su extraordinaria tenacidad. De esta
cantera de experimentados políticos y hombres de armas, nunca
dispuestos a doblegarse ante cualquier adversidad, procederán los
futuros enemigos de Aníbal: Quinto Fabio Máximo, Marco Claudio
Marcelo, Marco Livio Salinátor, Cayo Claudio Nerón y los Cornelios
Escipiones, los más temibles de todos.
Lo que en un principio se inicia como litigio entre dos colectivos
político-económicos sometidos al anonimato va adquiriendo los
53
tintes de una rivalidad personal que transformará el conflicto en
pelea frontal entre sus más significativos representantes (Aníbal
contra Quinto Fabio Máximo, Asdrúbal contra Cayo Claudio Nerón,
Aníbal contra Publio Cornelio Escipión), quienes en el cenit de la
contienda marcarán su ritmo y decidirán su desenlace.
54
7. La crisis de Sagunto y el inicio de las hostilidades
55
mandato de Asdrúbal. La política romana de prevención, otra vez
más alarmada por el aumento de los recursos púnicos en Hispania,
obliga a los cartagineses a concluir un tratado que frena al menos
temporalmente su área de expansión. Mientras Asdrúbal acata los
deseos romanos v se compromete a respetar el radio de acción que
éstos dictaminan, su sucesor Aníbal, que no estaba ligado a este
compromiso, se niega a aceptar más intromisiones externas. Pero
los romanos, lejos de dejarse impresionar por las aspiraciones de
independencia del nuevo mandatario cartaginés, intentan, al igual
que hicieran con sus predecesores, ponerle toda clase de reparos.
Roma pretende marcar su radio de acción y le amenaza con iniciar
las hostilidades en caso de no atenerse a él. El vehículo utilizado
para obtener un pretexto que posibilite intervenir activamente en la
política de Aníbal es el tratado de amistad estipulado con Sagunto.
Hay que reseñar que los romanos consideran su implicación en los
asuntos de Hispania como hecho lógico y natural. Parémonos un
momento a imaginar de qué manera habría reaccionado Roma si
Cartago hubiese contraído alianzas con ciudades itálicas que
amenazasen así su ámbito natural de dominio o incluso si hubiese
pretendido condicionar las pautas de la actuación romana en suelo
itálico. Algo muy semejante a esto es lo que Roma, en la visión de
Aníbal, estaba orquestando en Hispania, una región alejada de su
espacio vital y además considerada por Cartago como zona de
dominio propio.
Según el hilo que trazan nuestras fuentes al aludir a la crisis que
antecede al estallido de la segunda guerra púnica, ésta aparece
como una conjunción de litigios contractuales, de problemas de
competencias jurídicas, de mantenimiento de alianzas o de
escrupuloso respeto a tratados concluidos. Esta argumentación
apunta al tema de la responsabilidad del conflicto, que es achacada
a Aníbal y a Cartago de manera unilateral. Sin embargo, la polémica
centrada en dilucidar cuestiones jurídicas no puede ocultar los
verdaderos motivos del antagonismo romano-cartaginés. Se trata
simplemente de una lucha de poderes. La escalada de la crisis se
produce ante todo porque Roma se niega a tolerar un crecimiento
de las posesiones púnicas, y Aníbal acepta el reto porque no quiere
estar sujeto a la tutela que de modo tan férreo ejerce su rival. Roma
exigía un grado de obediencia a sus mandatos que Aníbal,
fortalecido por sus recientes éxitos, no estaba dispuesto a prestar.
Al margen de la dinámica de acción y reacción desplegada por las
partes implicadas en el conflicto, subyace una realidad más
elemental: las ansias de poder, expansión y conquista de las que
ambas potencias hacen gala en todo momento. Como ya sucediera
durante la primera guerra púnica, en la que fue Sicilia la manzana
de la discordia, era ahora el control de Hispania, es decir, de sus
incalculables recursos económicos, la meta codiciada. La pugna
desencadenada por la consecución de este objetivo es el verdadero
trasfondo del antagonismo romano-cartaginés. Desde luego no era
la primera vez que Roma intervenía de forma activa y premeditada
en contenciosos explosivos asumiendo el riesgo de un posterior
desencadenamiento de hostilidades. Esta circunstancia ya se había
producido al decidirse Roma a estacionar fuerzas de choque en
56
Sicilia, decisión que provocó la primera guerra púnica. Algo bastante
parecido estaba sucediendo ahora, al cuestionar Roma las
conquistas cartaginesas en Hispania. Pese al alto grado de similitud
entre ambas situaciones, hay un hecho que las diferencia
netamente: el factor Aníbal. Debido a la extraordinaria personalidad
del general cartaginés, Roma se enfrentaba a la incógnita de la
reacción de Cartago ante la inevitable confrontación. Con mucha
más energía que en el pasado, esta vez Cartago impondrá a Roma
las condiciones de una pelea que llegará a ser, y en esto las
previsiones romanas no pudieron acertar, mucho más encarnizada y
existencial de lo que cualquier imparcial observador político de la
época habría podido vaticinar.
A pesar de la contrastada evidencia de un sinfín de intereses
contrapuestos, la historiografía favorable a los vencedores presenta
el antagonismo romano-púnico como un tira y afloja en torno a
cuestiones jurídicas (cumplimiento de tratados, etcétera),
camuflando con este planteamiento los motivos sustanciales del
conflicto. Los apelativos más apropiados para caracterizarlo pueden
resumirse en las siguientes frases: ambición desmesurada, extrema
desconfianza, miedo instrumentalizado, reivindicación de
autonomía, ansias de poder, apropiación de tierras e intereses
económicos.
Vista desde la óptica del año 218 a.C., fecha en la que se desatará la
lucha armada, la cuestión de la responsabilidad de la guerra
desempeñaba un papel bastante secundario. Los aspectos jurídicos
enumerados posteriormente por nuestras fuentes hasta la saciedad
poco interesaban entonces. Desde la caída de Sagunto en manos de
Aníbal, Roma estaba dispuesta a ir a la guerra con o sin pretexto
alguno. Si a estas alturas detectamos titubeos, es debido en parte a
las acciones de Aníbal, y sobre todo a la tensión existente en otros
escenarios de la política exterior romana. Cabe suponer que el
senado romano, al enterarse del asedio de Sagunto, quería poner a
prueba la capacidad resolutiva de Aníbal antes de arriesgarse a
intervenir. Recordemos que Amílcar falleció durante el asalto a
Helike. ¿No es imaginable que al trascender la noticia de la grave
herida sufrida por Aníbal ante las murallas de Sagunto Roma
abrazara la esperanza de que el problema Aníbal se solucionara por
sí solo?
Al margen de estas suposiciones, Roma se ve obligada a retrasar el
inicio de las hostilidades por la apremiante necesidad de resolver el
problema celta antes de enfrentarse a Aníbal. De ambas situaciones
sacará provecho la propaganda romana, que presentará ante la
opinión pública su obligada demora como intento de querer llegar a
un arreglo por la vía de la negociación a última hora. No nos
engañemos, pues las embajadas romanas enviadas a Aníbal y a
Cartago, más que negociar, pretendían intimidar. Éste es el caso de
la misión encomendada a Publio Valerio Flaco y a Quinto Bebio
Tánfilo a principios del año 219 a.C. Lo mismo sucede con otra
embajada, portadora de un ultimátum, despachada tras la caída de
Sagunto.
¿En qué residía la clave del conflicto que enfrentaba a las dos
grandes potencias en territorio hispano? Cuando los saguntinos
57
arrecian contra los turboletas, Aníbal formula un non licet.
Demuestra así su disposición a socorrer a sus aliados y con ello
adopta exactamente la misma postura que esgrime Roma al
proclamarse defensora de los intereses de Sagunto. Antes de tomar
cualquier iniciativa contra Sagunto Aníbal entabla un diálogo con las
autoridades de Cartago para estudiar conjuntamente los pros y
contras de la cuestión. A pesar de que existe allí un núcleo de
enemigos del partido bárquida, el gobierno cartaginés otorga carta
blanca a Aníbal y le anima a operar según su propio criterio,
compartido totalmente por la metrópoli. Si estamos dispuestos a
conceder a los romanos un amplio margen de respeto a los tratados
estipulados por ellos, no menos benevolentes debemos mostrarnos
también con los cartagineses. Pues al estrechar Cartago filas en
torno a Aníbal, se aprobaba según las normas del derecho
internacional su modo de proceder. ¿No sería factible pensar que los
estadistas púnicos no detectaban en el proyectado ataque a
Sagunto ninguna ruptura de pactos vigentes? Es de sumo interés en
este contexto cerciorarse de las palabras que Tito Livio (XXI 44, 5)
pone en boca de Aníbal al aludir a la conflictiva situación que
derivará en lucha armada. Mediante una alocución ficticia lanzada a
su tropa antes de la batalla del Ticino, Aníbal acusa a Roma del
siguiente modo:
«Nación extremadamente cruel y soberbia, que todo lo hace suyo y
de su arbitrio, que considera justo imponernos un límite: con quién
podemos hacer la guerra, con quién la paz. Nos circunscribe y nos
encierra en fronteras marcadas por montes y ríos que no debemos
sobrepasar, cuando ellos, que las establecen, no las respetan».
Semejante crítica de la postura romana merece una especial
consideración al ser el acendrado historiador filorromano Tito Livio
quien la profiere.
Al igual que Roma, también Aníbal acelera sus preparativos ante la
perspectiva de la inevitable confrontación bélica. A primera vista,
las presuntas ventajas y desventajas aparecen equitativamente
repartidas entre ambos bandos. Roma poseía un mayor potencial
bélico, y superaba a Cartago en población y recursos. También
dominaba el mar. Desde que Cartago se vio obligada a deshacerse
de gran parte de su flota al final de la primera guerra púnica, aún no
había logrado resarcirse completamente de esta pérdida. A pesar de
haber logrado, mientras tanto, armar un respetable número de
embarcaciones dedicadas a la protección del litoral hispano, la flota
bárquida no podía compararse con el potencial marítimo romano.
Las naves romanas y las de sus aliados controlaban el tráfico civil y
militar en el Tirreno y en el Adriático. Su mando efectivo sobre la
confederación itálica podía convertirse en un factor decisivo a favor
de Roma. La gran ciudad latina era en caso de crisis capaz de
reclutar un enorme ejército compuesto por ciudadanos romanos y
tropas auxiliares y trasladarlo a cualquier punto del Mediterráneo.
Sin embargo, y a pesar del imponente cúmulo de elementos
positivos que sin duda alguna hacían de Roma la primera potencia
militar de su época, no hay que desdeñar una serie de manifiestos
inconvenientes que podían entorpecer su capacidad operativa.
Primeramente hay que consignar los múltiples campos de acción de
58
la política exterior romana, así como las enormes distancias que los
separaban. La situación propiciaba la distracción de fuerzas e
impedía su pronta concentración con vistas a sacar el máximo
partido de su eficacia. Además, se perfilaban nuevos conatos de
crisis en algunas zonas neurálgicas. La penetración romana mas allá
del Adriático acarreó la enemistad de Macedonia. En Sicilia, ya casi
en su totalidad provincia romana, quedaba todavía como asignatura
pendiente aclarar el futuro papel de Siracusa. Las aguerridas tribus
celtas del norte de Italia, en parte sometidas, luchaban por su
independencia, y no había que descartar la posibilidad de que se
produjese allí una nueva insurrección.
Todos estos potenciales focos de crisis podían agudizarse en
cualquier momento si Cartago conseguía encender la mecha de la
discordia para hacerlos estallar simultáneamente. Muy consciente
del panorama global, Aníbal se abstiene de concentrar todas sus
energías en defender Hispania. Se decide a poner en práctica un
plan de ataque altamente imaginativo e insólito con el que espera
recuperar la iniciativa y obligar a Roma a desempeñar un papel
meramente reactivo. Si bien la estrategia ideada por Aníbal se
adapta a las circunstancias reinantes, también es cierto que en ella
habían podido incidir algunos factores más. Traigamos a colación
aquí las ya aludidas vivencias juveniles durante la guerra de los
mercenarios que sin duda alguna traumatizaron a Aníbal.
Posiblemente motivado por ello, surge el ardiente deseo de no
permitir que el suelo africano vuelva a convertirse en campo de
batalla. En este sentido la marcha de Aníbal a Italia no se explica
sólo por la carencia de una flota sino también por la premeditada
voluntad de trasladar la guerra a las puertas de Roma.
La baza más fuerte en poder de Aníbal era su ejército,
perfectamente adiestrado y acostumbrado a operar bajo sus
órdenes. El joven general conocía a la mayoría de sus soldados,
pues hacía mucho tiempo que convivía con ellos, y había
seleccionado personalmente a sus cuadros de mandos. Las
heterogéneas tropas compuestas por cartagineses, libios, númidas e
hispanos le eran totalmente fieles. Aníbal había utilizado hábilmente
el tiempo pasado en el seno del ejército para estrechar los lazos
personales que le unían con sus adictos soldados y crear así un
clima de respeto y afecto mutuos. Muy consciente del trascendental
papel que le tocará desempeñar a su ejército en el futuro, Aníbal
procura aumentar sistemáticamente su operabilidad y mejorar su
rendimiento. Puestos a entablar comparaciones entre los dos
bandos antagonistas, el dispositivo militar púnico poco tenía que
envidiar a cualquier adversario. La infantería ibérica poseía tanta
combatividad y pericia como las legiones romanas. La caballería
númida estaba dotada de una rapidez y flexibilidad difíciles de
igualar. No olvidemos los elefantes de guerra, temible arma que
bien manejada podía otorgar al atacante una considerable ventaja
psicológica, caso de que fuera posible trasladarlos sin merma a
través de un larguísimo y penoso recorrido.
Puede considerarse muy probable que, Aníbal llevase algún tiempo
observando el desarrollo del dispositivo bélico de su presumible
enemigo. De ello podemos deducir que sacó una serie de
59
conclusiones prácticas al analizar la actuación romana en las recién
libradas guerras célticas (225-222 a.C.). Como fruto de estos
devaneos podemos interpretar el sustancial refuerzo de la caballería
cartaginesa para compensar el arrollador potencial de las legiones
romanas. Paralelamente, Aníbal instruyó a su ejército para combatir
con un máximo de flexibilidad, para contrarrestar el predecible
ataque en bloque de la numerosísima infantería romana,
tremendamente efectiva en sus avances frontales pero vulnerable
en sus flancos.
Todas estas medidas Aníbal las empieza a poner en marcha
inmediatamente después de la toma de Sagunto. Luego se dirige
con su ejército al cuartel general de Cartagena, manda sus tropas a
invernar y las convoca para la primavera próxima. Mientras tanto,
desarrolla una febril actividad. Envía a un cuerpo especial de tropas
hispanas procedentes de los pueblos tersitas, mastienos, oretanos,
olcades y baleares, en total 13.850 infantes y 1.200 jinetes, al norte
de África con la misión de guarnecer el litoral y traslada como
contrapartida a tropas libias, 12.650 infantes y 1.800 jinetes
númidas, a la península para reforzar su defensa. No se olvida de
redoblar la vigilancia en Cartago y estaciona allí una unidad de
4.000 soldados mauritanos. La reestructuración del ejército es
complementada por una serie de reajustes y nuevos nombramientos
en la cúpula de mando. El más importante le lleva a encomendar a
Asdrúbal Barca, su hermano, la jefatura del ejército cartaginés de
Hispania en caso de ausencia de su comandante en jefe.
El plan de campaña de Aníbal resulta ser terriblemente simple y
extremadamente complejo a la vez. Transportar por vía terrestre un
ejército desde Hispania hasta Italia para decidir la guerra allí era un
hecho inédito y constituía una temeridad plena de audacia y riesgo.
La magnitud del empeño hacía recordar la marcha de Alejandro
Magno hacia oriente realizada igualmente sobre una enorme masa
territorial, girando en torno a un aguerrido ejército guiado por un
carismático general dispuesto a todo.
La pretensión de querer librar la guerra en terreno enemigo era,
ante todo, y debido a las peculiaridades geopolíticas, un
planteamiento brillante. Si a ello se sumaba el factor sorpresa, el
descabellado intento podía convertirse en una venturosa realidad.
De una manera similar debía pensar Aníbal al concebir su
extraordinario proyecto. La victoria cartaginesa dependía ante todo
de la concienzuda puesta en práctica de las previsiones
estratégicas. Nada debía fallar, todo tenía que funcionar a la
perfección. El requisito imprescindible lo formaba una esmerada
preparación que no dejara nada a la improvisación y tuviera en
cuenta de antemano posibles reveses para subsanarlos rápidamente
en cuanto se presentasen. Antes que nada urgía poner en
funcionamiento un complejo aparato logístico capaz de transportar,
alimentar y proporcionar vía libre al ejército en su marcha por
Hispania, Galia e Italia. Mensajeros cartagineses se apresuran a
concertar tratados de amistad con los pueblos que habitaban a lo
largo de la ruta prevista. Unidades especiales de ingeniería militar
se encargan de facilitar el acceso al ejército en regiones o parajes
inhóspitos. Un cuerpo de intendencia enviado con antelación se
60
preocupa de establecer vías de suministro y construye almacenes
para hacer reservas de víveres, armas, forraje y pertrechos en los
puntos neurálgicos del trayecto. Embajadores púnicos se ocupan de
atraerse a los pueblos celtas de la cuenca norte del Po, tradicionales
enemigos de Roma, a la causa de Aníbal.
Iniciativas de este tipo adquieren carta de naturaleza durante los
primeros meses del año 218 a.C. Desde su cuartel general de
Cartagena, Aníbal las inspira y coordina imprimiéndoles su
inconfundible sello personal. A la movilización logística y
diplomática se le va a añadir ahora un fuerte despliegue
propagandístico. Ha llegado el momento en que Aníbal, en medio de
los preparativos de la guerra, se dirige a Cádiz, al santuario de
Melqart, para hacerla estallar en medio mundo mediterráneo (Livio
XXI 21,9). Al implorar la ayuda del dios fenicio-griego Melqart-
Herakles, Aníbal formulaba una propuesta de alianza a todos los
enemigos de Roma sirviéndose del manto protector de esta deidad
invocada como vínculo y punto de referencia ideológico común.
Emulando los trabajos de Hércules y compárandose con Alejandro
Magno, Aníbal ensalza su proyecto de guerra y lo eleva a la altura
de una gesta dotada de la aprobación divina y planteada como
desquite contra la altanera Roma. Durante toda su campaña, Aníbal
siempre llevará una estatuilla de Hércules que ya perteneció a
Alejandro Magno, ganándose con ello la simpatía del mundo griego,
que no tardará en prestarle apoyo (Siracusa, Tarento, Macedonia).
Arropado por una elocuente orquestación ideológica, Aníbal asume
desafiar a Roma. Actúa en nombre propio, como representante de
Cartago, así como de valedor de todos aquellos que tenían cuentas
pendientes con Roma. Es de manera especial a estos últimos a
quienes Aníbal exhorta a cerrar filas para equilibrar conjuntamente
la balanza geopolítica en el Mediterráneo occidental, que en su
opinión estaba excesivamente inclinada a favor de Roma.
En los pocos momentos de sosiego que le quedaban a Aníbal,
plenamente ocupado en ultimar los preparativos de su campaña, es
probable que se formulara preguntas sobre su propio futuro y el de
Cartago. ¿Valía la pena desplegar tantos esfuerzos y correr tantos
riesgos para obtener de Roma una serie de concesiones que
permitieran restablecer el poderío cartaginés? ¿Era realista la idea
de poder derrotar a Roma? ¿Lograría el protagonista de esta gesta,
al igual que Alejandro Magno, pasar a la historia y ganarse la
inmortalidad? Este último interrogante, sin duda alguna presente en
la mente de Aníbal, debió de ser uno de los ingredientes que le
indujeron a materializar su ambicioso proyecto, no exento de una
fuerte dosis de lo que los griegos denominaban hybris.
Claro está que existían sobrados motivos derivados de la imperiosa
conducta romana frente a la formación de una zona de dominio
púnico en Hispania que justificaban plenamente la postura belicista
de Aníbal y Cartago. Al margen de ellos, sin embargo, subyace una
cantidad de factores internos, inherentes muchos de ellos a lo más
íntimo de la personalidad de Aníbal (tales como ansias de grandeza,
poder y gloria), que también deben contar a la hora de analizar su
comportamiento. Al asumir su parte de responsabilidad en la
guerra, Aníbal actúa defendiendo los intereses de Cartago, pero
61
también obra en nombre propio con la esperanza de labrarse un
brillante porvenir y alcanzar una fama y un prestigio fuera de lo
corriente.
A este estado de ánimo alude Tito Livio en un pasaje de su obra que
permite al lector atento recordar las vacilaciones del rey persa
Jerjes antes de disponerse a invadir Grecia tal como lo presenta
Heródoto de Halicarnaso. Livio formula las dudas de todo aquel que
se enfrenta al problema de tomar una decisión irreversible, como le
sucedió a Aníbal antes de iniciar su marcha hacia Roma (Livio XXI
22, 6-9).
Demos ahora otro enfoque a la misma situación trasladando
nuestras miras hacia lo que sucede en Roma en las agitadas
semanas que preceden a la declaración formal de la guerra. La
estrategia de confrontación respecto a Aníbal y a Cartago no gozaba
de la aprobación de todos los senadores romanos. Persistían las
dudas sobre si ésta era la forma más apropiada de solucionar el
conflicto. No faltaban voces que criticaban la actitud beligerante de
aquellos representantes del senado que abogaban por una política
dura y sin ninguna clase de concesiones. Los que se oponían a ella
proponían fórmulas de distensión. El grupo en torno a Quinto Fabio
Máximo era, a pesar de que sus componentes distaban mucho de
poder ser considerados como pacifistas, el que más objeciones
presentaba a los partidarios de una confrontación. Algunos
senadores no estaban de acuerdo con el cariz que iban tomando los
acontecimientos. Manifestaban reservas ante la base jurídica
esgrimida por los partidarios de una acción bélica contra Cartago,
que a su parecer se revelaba demasiado débil. Notaban la falta de
una justificación más contundente acerca de la necesidad de
marchar a la guerra. Replicaban a los Cornelios y a los Emilios y
resaltaban los imprevisibles riesgos de cualquier aventura armada.
Una situación similar se daba también en Cartago, donde la
oposición antibárquida propugnaba un entendimiento con Roma.
Para consumarlo, el grupo de Hannón el Grande, según Livio (XXI
10,11-13), incluso se muestra dispuesto a entregar a Aníbal al
enemigo, propuesta ilusoria, fuera de toda lógica e historicidad.
Como era de esperar, la aceleración de la crisis no tardó en
producirse. Las pretensiones romanas de querer dictar sus normas
de comportamiento a Cartago confluyen en un callejón sin otra
posible salida que la guerra. Ésta no se produce exclusivamente por
la desmesurada ambición de ambos contrincantes, sino que es,
también, fruto del peso específico adquirido por Hispania como
nuevo caudal de recursos al servicio de Cartago, capaz de
desequilibrar la balanza de poder en una zona de vital interés.
La voluntad de ir a la guerra por parte del senado romano viene a
mostrar hasta qué grado el recuerdo de la anterior contienda con
Cartago continuaba vigente en la memoria colectiva de Roma.
También manifiesta cuán sensible y exageradamente valoraban los
romanos su necesidad de seguridad y, en contrapartida, cuán bajo
situaban el umbral de su tolerancia frente a cualquier conato de
formación de un imperio ajeno.
Este estado de ánimo se percibe a través de la escenificación del
último acto de la querella transmitido por Polibio (111 33), quien
62
nos narra el episodio de la declaración de guerra acontecido en
Cartago en la primavera del año 218 a.C. y protagonizado por un
grupo de emisarios romanos de rango consular: «el miembro más
viejo de la delegación romana mostró a los componentes del
consejo de Cartago la borla de su toga y dijo que les traía en ella la
guerra y la paz; la vaciaría y soltaría allí cualquiera de las dos cosas
que pidieran. Pero el más alto magistrado de Cartago pidió que
soltara la que a ellos les pareciera bien. Cuando el romano dijo que
soltaba la guerra, entonces varios miembros del consejo de Cartago
gritaron al mismo tiempo que ellos la aceptaban».
63
8. Siguiendo la ruta de Hércules: de Cádiz a Italia
64
unos 40.000 infantes y casi unos 10.000 jinetes, así como una
manada de elefantes de guerra.
Hasta el momento, se habría podido pensar que la expedición de
Aníbal perseguía la meta de someter toda Hispania al dominio
bárquida. Pero al cruzar los Pirineos y continuar la marcha a lo largo
del valle del Ródano quedaba bien claro que el objetivo de Aníbal
sobrepasaba los límites del territorio hispano. Lo que en principio
habría podido parecer una expedición de conquista o pillaje,
delimitada por el marco geográfico peninsular, se revela después de
dejar atrás los Pirineos como lo que verdaderamente era: una
marcha hacia Roma. Así lo percibieron los romanos, que observaban
atentamente y cada vez con mayor preocupación los pasos del
ejército púnico.
Es interesante resaltar que Aníbal evita entrar en conflicto con las
ciudades griegas que están cerca de su paso. No sólo se abstiene de
atacar Rosas y Ampurias, sino que luego también pasará de largo
por Marsella sin la menor intención de entablar hostilidades con
ella. Probablemente esta conducta obedecía a las directivas de su
propaganda antirromana. Recordemos que Aníbal, desde el inicio de
su enfrentamiento con Roma, intenta movilizar a los fenicios y
griegos de occidente para atraerlos a su causa. Como podremos
constatar, esta llamada a la solidaridad antirromana tendrá
bastante éxito en el curso de los próximos acontecimientos. Sin
embargo, las comunidades griegas en suelo galo e hispano se
muestran reacias a la adhesión y no sucumben a esta política de
captación. Al contrario, Marsella apoyará a la flota romana que
pronto empezará a operar en las costas ibéricas, y Ampurias se
convertirá en la cabeza de puente de la futura penetración romana
en Hispania.
Al llegar las primeras noticias del avance cartaginés en territorio
galo, Roma decide hacerle frente. Su primitiva estrategia había
consistido en desplazar la mayor parte de las legiones vía Sicilia al
norte de África. Ahora, ante la evidencia de la marcha de Aníbal
hacia Italia, Roma vacila sobre la conveniencia de propinar un golpe
frontal a Cartago en su propio territorio y se prepara para defender
las regiones itálicas amenazadas por Aníbal. Un cuerpo de ejército
al mando de Publio Cornelio Escipión se dirige por vía marítima a la
Galia meridional con la intención de entorpecer el avance
cartaginés. Otro importante dispositivo militar queda estacionado
en las inmediaciones del valle del Po para formar una barrera
impenetrable que impida a Aníbal el acceso a Italia.
En agosto, unas doce semanas después de haber salido de
Cartagena, Aníbal se dispone a atravesar el Ródano (sobre la ruta
gálica de Aníbal, véase Serge Lancel). Polibio (III 46) nos ofrece un
relato altamente plástico de las peripecias que le tocó pasar para
sortear los obstáculos de la naturaleza y poder continuar la marcha:
«Algunos elefantes se lanzaron aterrorizados al río a mitad de la
travesía, y ocurrió que sus guías murieron todos, pero los elefantes
se salvaron. Pues, gracias a su fuerza y a la longitud de sus
trompas, que levantaban por encima del agua, inspirando y
exhalando a la vez, resistieron la corriente, haciendo erguidos la
mayor parte de la travesía».
65
Bien avanzado el mes de septiembre, las legiones de Publio Cornelio
Escipión llegan a las inmediaciones de Marsella. Como no dispone de
fuerzas suficientes para poder impedir el paso a Aníbal, se ve
obligado a consentir que éste siga su ruta sin ninguna clase de
interrupción. Escipión manda a Hispania a su hermano Gneo
Cornelio Escipión al frente de dos legiones y le encomienda la
misión de deshacer las líneas de comunicación y aprovisionamiento
del ejército cartaginés.
A pesar de las medidas preventivas tomadas, la irrupción de Aníbal
en Galia conmociona profundamente a Roma. Estaba sucediendo
precisamente lo que más temían los romanos. Mientras el potencial
bélico púnico se asemejaba a una poderosa cuña dispuesta a abrirse
paso sistemáticamente hacia su objetivo, las fuerzas romanas, en su
mayor parte integradas por soldados rápidamente reclutados y por
tanto carentes de experiencia y diseminadas en distintos puntos del
territorio itálico, no formaban un bloque compacto y
suficientemente móvil para poder ofrecer una contundente
resistencia. Un cuerpo de ejército aún permanecía en el sur de Italia
preparándose para su desembarco en el norte de África, y otras dos
legiones se dirigían por mar hacia Ampurias. Donde más fuerzas
faltaban para frenar los pasos de Aníbal era en el norte de Italia, si
es que éste conseguía franquear la imponente barrera natural que
protegía el valle del Po: los Alpes.
Ningún episodio de la biografía de Aníbal ha despertado tanto la
imaginación de contemporáneos y observadores posteriores como
su paso por la cordillera alpina. La imagen de una impresionante
columna internándose en un paisaje montañoso, agreste y por
supuesto majestuoso, acompañada por los elefantes de guerra, ya
es un mito en la Antigüedad. Las informaciones más fidedignas las
recoge Polibio (III 47-56), al parecer ciñéndose a los apuntes de
Sileno, quien formó parte de la expedición. Por ello merecen más
credibilidad que el relato de Livio (XXI 31-38), impregnado de
reminiscencias literarias.
No tardan en gestarse leyendas que enaltecen el episodio y lo
convierten en una epopeya de carácter singular y heroico. La
hazaña es interpretada como un trabajo hercúleo más, ya que osa
retar a la naturaleza de una manera sumamente intrépida. En
concordancia con estos paradigmas interpretativos, el relato del
trayecto alpino, tal como lo narran las fuentes, aparece repleto de
efectos dramáticos. Ningún autor logra sustraerse al poder
sugestivo del insólito hecho. Pero, si dejamos de lado la
interpretación literaria, que envuelve los eventos como una cortina
de humo, y pasamos a contemplarlos históricamente, el resultado
del análisis es bastante menos espectacular.
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Llama la atención la extraordinaria rapidez, así como la minuciosa
coordinación, de la empresa. Aníbal, sencillamente, lo había
previsto todo, la preparación fue formidable. Se habían establecido
previamente acuerdos y tratados de amistad con las tribus celtas
que habitaban a lo largo de la ruta. El dispositivo logístico funcionó
admirablemente bien. Pertrechos, armas y víveres habían sido
anteriormente almacenados y puestos a disposición de la tropa.
Además, el ejército fue dividido en tres secciones que por diferentes
caminos llegaron al punto de concentración previsto. La columna
principal, con Aníbal al frente, avanza a lo largo del valle del Ródano
hasta las inmediaciones de Valence, dobla hacia el este siguiendo el
cauce del Isère hasta Grenoble y luego, dirigiéndose al monte Cenis,
comienza la subida para empezar a descender una vez llegada allí,
enfilando el valle del Po.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados y de la esmerada
preparación, no se pudo evitar sufrir algún contratiempo. No todas
las tribus celtas cooperaron. Algunas opusieron una inesperada y
feroz resistencia que tuvo que ser doblegada por la fuerza. El hecho
más sonado fue la pérdida de un gran número de elefantes. Sólo
serán nombrados en las próximas campañas, por lo que hay que
deducir que muchos de ellos perecieron en los Alpes.
Acostumbrados al clima cálido del sur de Hispania, los sufridos
animales sucumbieron a la rapidez de la marcha y a la inclemencia
del tiempo, cuyas bajas temperaturas no pudieron soportar.
Mientras tanto había llegado el otoño, y las nieblas, la nieve y el
hielo se habían apoderado de las zonas altas del paisaje. Todos
estos trotes fueron, simplemente, demasiado para ellos. Con la
ausencia de un nutrido grupo de elefantes, Aníbal echaba de menos
una temible arma de choque que ya durante las guerras pírricas
había sembrado el pánico y la consternación en las líneas romanas.
Totalmente agotado y debilitado por el desgaste acusado durante el
ascenso, y el no menos complicado descenso de la alta montaña
67
alpina, así como por los ataques de las tribus hostiles, Aníbal
alcanza a finales de septiembre la llanura. Se interna en el país de
los taurinos, pone sitio al principal núcleo urbano de la región y al
cabo de unos pocos días entra victorioso en Turín. Aquí pasa revista
a su ejército. Acepta gustosamente las propuestas de amistad de
algunas tribus celtas. Con las tropas que le permite reclutar su
recientemente concluida alianza púnico-celta consigue suplir con
creces las pérdidas humanas y materiales que la escalada de los
Alpes había ocasionado.
La noticia de la llegada de Aníbal a Italia sorprende al cónsul
romano Tiberio Sempronio Longo en el puerto siciliano de Lilibeo,
donde ha reunido un cuerpo de ejército que con una flota quiere
trasladar a las inmediaciones de Cartago. El general romano se ve
obligado a tomar una decisión rápida: proseguir con la campaña
africana o concentrar sus fuerzas en la defensa de Italia. Se
pronuncia por la segunda opción, que es también lo que aconseja el
senado romano. Al actuar de esta manera, se cumple una previsión
básica de la estrategia de Aníbal: evitar que la guerra se
desencadene en el norte de África. Ya bien entrado el mes de
octubre, Tiberio Sempronio Longo toma la ruta hacia el puerto
adriático de Arímino, donde convoca a sus tropas a presentarse en
un breve plazo de tiempo. Desde allí se inicia la marcha hacia el
norte, con dirección a Placencia. Su intención es reunirse cuanto
antes con las legiones de su colega consular Publio Cornelio
Escipión y, merced al redoblado potencial de ambos ejércitos,
expulsar al intruso general cartaginés del suelo itálico. Al igual que
los cónsules romanos, también Aníbal tiene prisa. Éste es el motivo
de que las actividades bélicas no cesen en ningún bando a pesar de
aproximarse la estación invernal. Aníbal quiere consolidar su
posición en el norte de Italia antes de que empiece a imperar el mal
tiempo. Sus adversarios quieren aprovechar precisamente esta
circunstancia para impedir al ejército púnico un cómodo
acuartelamiento.
Mientras tanto, el otro cónsul, Publio Cornelio Escipión, que fue
incapaz de cortar el paso a Aníbal en la Galia meridional, después de
enviar a su hermano Gneo Cornelio Escipión con dos legiones a
Hispania, tiene que acudir lo más pronto posible a Italia.
Desembarca en Pisa y consigue aumentar el número de sus tropas
incorporando a su ejército todas aquellas unidades que estaban
destacadas en la zona, hasta contabilizar en total unos 20.000
hombres. Luego se encamina a marchas forzadas hacia el Po para
impedir una defección masiva de las tribus celtas. Los dos ejércitos
enemigos se encuentran en la región de Placencia a orillas del
Ticino, un afluente a la izquierda del Po. Sin esperar la llegada de
las tropas de Tiberio Sempronio Longo, Publio Cornelio Escipión se
ve inmerso en un combate protagonizado por la caballería púnica.
Los jinetes númidas, apoyados por unidades hispanas y celtas,
cercan, arrollan y dispersan al estupefacto ejército romano
derrotándolo de manera contundente. Aníbal, que no tenía otra
alternativa que vencer, pues una derrota habría significado el fin de
su expedición, se impone porque arriesga más que su contrincante.
Publio Cornelio Escipión resulta herido en el combate, y será su hijo
68
de apenas 18 años, el famoso Escipión el Africano, quien, según
afirman algunos autores, le salvará la vida. Se ve obligado a
retirarse hacia el sur dejando una parte del país celta en manos de
Aníbal y en plena rebelión contra Roma. Esta primera victoria que se
adjudica Aníbal le ayuda a fomentar su prestigio. A partir de ahora,
irá recibiendo de forma progresiva la adhesión de todas aquellas
comunidades celtas hostiles a Roma.
Sin embargo, y a pesar del revés sufrido, aún no hay nada perdido
para Roma. Las legiones de Escipión que han salido ilesas de este
primer choque forman una nueva línea de resistencia que en breve
se verá considerablemente reforzada por el concurso de las fuerzas
que, al mando de Tiberio Sempronio Longo, están a punto de llegar
del sur. Escarmentado de su primera confrontación con Aníbal,
Escipión se resiste a entablar un nuevo combate. Permanece
parapetado dentro de su fortificado campamento esperando a las
legiones de su colega consular. A principios del mes de diciembre
los dos ejércitos consulares se reúnen a orillas del Trebia, un
afluente que confluye a la derecha del Po.
A pesar de la superioridad numérica de sus enemigos, Aníbal no
duda en hacerles frente. Traza un plan de batalla audaz, que puede
tener efectos positivos si consigue hacer pelear a los romanos en un
terreno favorable a su caballería. Para ponerlo en práctica, Aníbal
tiene que tomar la iniciativa y entablar la lucha. Manda un cuerpo de
ejército a primera línea para provocar la salida de las legiones de su
campamento y simula una retirada desordenada. Mientras los
romanos avanzan, las tropas púnicas se van replegando según el
plan previsto. Aníbal envía a sus lanceros y honderos baleares a
entorpecer la embestida de las legiones. Ha llegado el momento de
activar el contraataque de la infantería púnica, compuesta por
íberos, libios y celtas. Una vez más, la irresistible potencia de la
caballería púnica decidirá el combate. Obliga a las legiones a
romper filas y retirarse en desorden. El ejército romano, en plena
descomposición después de la funesta carga de los jinetes númidas,
huye cruzando el río Trebia. Los supervivientes se refugian en la
fortaleza de Placencia. El recuento de las bajas evidencia una
terrible sangría en las filas romanas. Miles de hombres muertos,
heridos o desaparecidos. El ejército de Aníbal apenas sufre merma.
La mayoría de caídos son celtas. Las unidades de elite compuestas
por íberos, libios y númidas están prácticamente intactas. Sin
embargo, después del combate, y debido a las inclemencias del
tiempo, enferman muchos hombres, y bastantes de ellos perecen.
La misma suerte corren múltiples caballos y casi todos los elefantes
que habían logrado sobrevivir al paso de los Alpes.
Aunque desde la aparición de Aníbal en Italia el valle del Po se
convierte en el principal teatro de operaciones bélicas, la guerra
también deja su huella en otras latitudes. Una flotilla púnica parte
de Cartago para intentar poner pie en Sicilia, pero fracasa en su
empeño al ser repelida por la defensa romana y ser luego víctima de
una tempestad.
Más trascendencia tiene la lucha que se está desarrollando en el
norte de Hispania. La llegada de Gneo Cornelio Escipión al frente de
dos legiones a Ampurias propicia el acercamiento a Roma de
69
muchas comunidades ibéricas, descontentas con la dominación
púnica. Escipión consigue derrotar a Hannón, a quien Aníbal había
confiado la custodia de la región pirenaica. Esta presencia romana
en el norte de Hispania, consolidada por éxitos militares y tratados
de amistad con comunidades ibéricas de la zona, constituye un serio
golpe para la estrategia de Aníbal. Su intención inicial de mantener
todo el territorio hispano bajo control se ve frustrada a partir del
primer año de la guerra. Por otra parte, los contingentes romanos
destacados en Cataluña son en cuanto a número y calidad bastante
inferiores al resto de las tropas cartaginesas que bajo el mando de
Asdrúbal guarnecen la cuenca minera andaluza, tan vital para la
financiación de la guerra. Sin duda alguna, la cabeza de puente
romana en el norte de Hispania es un contratiempo, pero no
constituye un foco de inminente peligro para el futuro de las
próximas operaciones de Aníbal.
Las consecutivas victorias de Aníbal en el Ticino y el Trebia
transforman sustancialmente el panorama político-militar en Italia.
Es la primera vez que Roma sufre ante Cartago una derrota de tal
magnitud en campo abierto. Con ello, Aníbal no sólo restablece el
deteriorado —desde la primera guerra púnica— prestigio militar
cartaginés, sino que al mismo tiempo demuestra al mundo la
vulnerabilidad de las armas romanas. Como consecuencia de ello la
autoridad romana en el valle del Po se descompone. No pocas tribus
celtas de la zona se liberan de la tutela romana y conciertan
tratados de alianza con Cartago. Mucho mayor peligro para la
integridad de la hegemonía romana reviste la forma de proceder de
Aníbal respecto a los socios itálicos de Roma. Al pasar revista a los
miles de prisioneros, Aníbal separa a los ciudadanos romanos de los
itálicos, dejando a estos últimos en libertad sin condiciones,
mientras que los primeros tienen que pagar un rescate para quedar
redimidos del cautiverio.
Con este gesto, Aníbal daba a entender que sólo estaba enemistado
con Roma, excluyendo del contencioso a los pueblos de Italia
dominados por la ciudad del Tíber. Observamos aquí un nuevo
eslabón en la concepción propagandística de su guerra contra
Roma. Aníbal compara la situación de los cartagineses con la de los
itálicos recalcando una conjunción de intereses comunes entre las
«víctimas» de la ambición romana. Hasta el momento, Aníbal se
había esforzado por atraer hacia su causa a la opinión pública de la
periferia del Imperio Romano. A partir de ahora, al pretender
movilizar a los itálicos, incitándoles a desentenderse de Roma,
dinamitaba los fundamentos del poder romano.
Toda esta proliferación de acontecimientos negativos repercute
sensiblemente en la política interior romana. Conmocionada por dos
derrotas evitables y consciente del peligro de que pueda producirse
una defección de sus aliados, la clase dirigente romana toma
medidas inmediatas. De los dos cónsules cesantes, Escipión es
despachado a Hispania para ayudar a su hermano. Los dos cónsules
electos del año 217 a.C. reciben órdenes de detener la marcha de
Aníbal. Uno de ellos, Cayo Flaminio, que había adquirido experiencia
militar durante las guerras célticas, obtiene un nuevo ejército con el
que se propone derrotar a Aníbal.
70
Después de la victoria del Trebia, Aníbal se encamina a Bolonia con
la intención de invernar allí. Concede a sus tropas, que ya llevan
casi diez largos meses de agotadora campaña, un merecido
descanso. Durante las semanas de inactividad bélica, Aníbal se
preocupa del estado de ánimo de su ejército. Hay que curar las
heridas recibidas, recomponer los pertrechos destrozados y
procurarse nuevas armas. También se reparte el botín conquistado.
Aníbal dedica este tiempo a formar y adiestrar nuevas unidades de
choque provistas por los aliados celtas. Paralelamente, se
establecen lazos de amistad y cooperación con los pueblos itálicos
colindantes. Aníbal no cesa de ofrecer propuestas de alianza a todos
aquellos que quieran abandonar a Roma. Tampoco descuida el
mantenimiento de un efectivo sistema de comunicaciones que le
mantenga al corriente de lo que sucede en Cartago e Hispania. Se
procura información de los diferentes campos de batalla, manda
correos con instrucciones, exhorta a sus aliados a permanecer fieles
a su causa y ultima los preparativos para las próximas operaciones.
En la primavera del año 217 a.C. el ejército cartaginés se pone en
camino hacia el sur. La marcha discurre por el recorrido más corto
pero más plagado de dificultades. Después de partir de Bolonia, la
columna cartaginesa cruza el agreste terreno de la cordillera
apenina y se dirige hacia el valle del Arno. Continúa siguiendo el
cauce del río hasta que se ve obligada a atravesar una zona
pantanosa que causa enormes penalidades a hombres y animales.
También Aníbal tiene que pagar un alto tributo, pues enferma
gravemente y pierde un ojo a causa de una fuerte inflamación. No
se deja arredrar por eso, y, tan pronto como puede, reanuda la
marcha. Por fin llega a Fésulas y continúa avanzando por Etruria.
Cerca de Arrecio se reagrupan las legiones de Cayo Flaminio.
Sensibilizado por las adversidades del año anterior, el alto mando
romano vacila en tomar la iniciativa. Ésta corre a cargo de Aníbal.
Cayo Flaminio reacciona intentando contrarrestar la acometida del
ejército púnico. Este estado de indecisión lo aprovecha Aníbal para
devastar la región situada al sur de Cortona y al norte del lago
Trasimeno. Los cartagineses encuentran poca resistencia y
consiguen acumular nuevos botines. Aníbal pretende provocar a
Flaminio y forzarle a presentar batalla antes de que éste pueda
reunirse con su colega consular Gneo Servilio Gémino, cuya columna
aún deambula por Arímino.
Aníbal da a entender que quiere dirigirse a Roma y Flaminio va en
su busca para interceptarle el paso. Las orillas del lago Trasimeno
serán el escenario de otra gran victoria púnica. La batalla librada el
21 de junio del año 217 a.C. se desarrolla según los planteamientos
que Aníbal consigue imponer al enemigo. Cayo Flaminio cae en la
trampa que le tiende el general cartaginés al dejar marchar a sus
legiones por un estrecho valle situado entre el lago y unas
elevaciones llenas de tropas púnicas emboscadas. Éstas se
precipitan en avalancha en dirección a la dilatada columna romana,
que, llena de consternación ante el alud que se le viene encima,
ofrece poca resistencia y queda completamente aplastada por la
contundencia del ataque cartaginés. Más de 10.000 hombres, entre
ellos su comandante en jefe Flaminio, mueren durante la contienda.
71
Unos 20.000 combatientes son hechos prisioneros. Como ya sucedió
el año anterior, después de la pugna a orillas del río Trebia, Aníbal
vuelve a dejar en libertad a los itálicos que militaban en el ejército
romano, renovando su propuesta de amistad. Les encarga difundir
en sus respectivos lugares de origen el mensaje de que él sólo hacía
la guerra a los romanos.
Cuando llega a Roma la noticia del desastre ocurrido a orillas del
lago Trasimeno, cunde el pánico en la ciudad. Hacía muchísimo
tiempo que Roma no había tenido que encajar una derrota de
semejante magnitud.
El senado delibera, en reunión permanente, sobre la futura
estrategia y las personas idóneas para ejecutarla. Fruto de estos
debates es la creación de una magistratura excepcional: la
dictadura. En contra de la opinión dominante, no hay que ver en ella
una institución caída en desuso y activada observando los preceptos
de su primitiva función, sino que se trata más bien de una
innovación sin precedente constitucional, puesta en práctica en
momentos de crisis. El dictator y su más cercano colaborador, el
magister equitum, ostentarán el máximo poder militar, por encima
de los cónsules u otros magistrados, y dispondrán de una potestad
ilimitada durante seis meses. Al cabo de este plazo se verán
obligados a dimitir si la asamblea del pueblo no prorroga su
mandato. Para desempeñar una función tan trascendental es
elegido Quinto Fabio Máximo, experimentado político y general,
hombre metódico, sosegado y acreedor de la máxima confianza. Su
lugarteniente Marco Minucio Rufo es todo lo contrario, audaz hasta
la temeridad y lleno de energía y ansias de acción. De estos dos
personajes, que pertenecían a grupos políticos enfrentados entre sí,
se esperaba que no cometieran ninguno de los fallos que tan caro
habían costado a los hombres que militaban a las órdenes de Publio
Cornelio Escipión, Tiberio Sempronio Longo y Cayo Flaminio,
quienes habían subestimado las facultades de Aníbal y de su
ejército y planteado combates de forma precipitada en terrenos
desfavorables y en condiciones adversas.
Ante la evidencia de los descalabros sufridos, urgía un
replanteamiento táctico serio. Hacía falta un cambio de estrategia,
así como una acción militar mejor coordinada que las anteriores,
que se adaptase a las peculiaridades de un rival altamente motivado
y fortalecido por sus recientes éxitos. Las primeras medidas que
toma Quinto Fabio Máximo al hacerse cargo del ejército es observar
detenidamente los movimientos de Aníbal y convertirse en su
sombra sin arriesgar nada. Mientras tanto, ordena ejecutar un
complejo programa de entrenamiento. Acostumbra a sus legionarios
novatos a los vaivenes de una penosa y dilatada contienda.
Después de la victoria obtenida en el lago Trasimeno el alto mando
cartaginés formula sus próximas metas. Aníbal manda emisarios a
Cartago para comunicar su nuevo triunfo y exhortar a sus
conciudadanos a permanecer firmes en la lucha contra Roma;
también les pide que expidan flotas hacia Hispania e Italia para
asegurar el suministro de los ejércitos púnicos. Al analizar la
situación en Italia, se decide a pasar de largo por Roma y dirigirse
hacia el este. Sin duda influye en Aníbal el deseo de evitar una
72
nueva confrontación cuyo desenlace, después de tantos trotes,
habría podido ser imprevisible. También debió de incidir en estos
planes la necesidad de otorgar al victorioso pero agotado ejército
púnico, que en los meses pasados se empleó al tope de sus
posibilidades, un momento de respiro que le ayudara a recuperar
fuerzas. En el verano del año 217 a.C. Aníbal atraviesa Umbría y
Piceno. Alrededor de 16 meses después de haber partido de
Cartagena, las tropas púnicas llegan al litoral adriático, donde
vuelven a ver el mar. Reina la típica calma que precede a toda gran
tormenta. Una nueva y violenta fase de la guerra está a punto de
comenzar.
73
9. En el cenit del conflicto: Cannas
74
lugar. Abandonaron sus puestos de guardia y subieron a las cimas,
donde se encontraron con las tropas púnicas que había destacado
Aníbal. Después de una corta refriega que terminó en empate, los
combatientes esperan que acabe la noche. Quinto Fabio Máximo no
interviene y, extremando la precaución, permanece inactivo en el
campamento con la mayoría de sus legiones. Al amanecer, Aníbal y
su ejército se han evadido ordenadamente por el desfiladero.
¿Hay que tomar al pie de la letra la historicidad de este episodio?
¿Sucedieron las cosas tal como las relata Polibio? ¿No se tratará
más bien de una alegoría urdida para contrastar la imaginación de
Aníbal con la inflexibilidad de su precavido contrincante? Sea como
fuera, lo cierto es que la estratagema ilustra de manera plástica dos
comportamientos contrapuestos. Por una parte, se destaca la
energía emprendedora de Aníbal por otra, las vacilaciones de Quinto
Fabio Máximo, a quien posteriormente se le denominará cunctator
(el indeciso, el dubitativo), apodo con el que pasará a la historia.
Después de salir bien librado del complicado trance, Aníbal conduce
a sus tropas a Gerunio, lugar situado en Apulia, cerca de los límites
de Samnio, en una zona que ofrece óptimas condiciones para
avituallar al ejército. Quiere pasar el invierno allí y preparar las
operaciones de la próxima campaña, que cree será decisiva.
Ante la oportunidad desperdiciada de derrotar a Aníbal, en el
campamento romano no cesan las discusiones. El magister equitum
Marco Minucio Rufo aprovecha la ausencia de su superior, que ha
tenido que desplazarse a Roma, para dejar de lado la extremada
prudencia que había caracterizado la actuación militar romana en
los últimos meses y arriesgarse a atacar al ejército púnico. Hostiga
a las tropas que estaban recogiendo forraje y pone en apuros a
diversas unidades del ejército de Aníbal, dispersadas por los
alrededores de Gerunio. Estas acciones, saldadas con éxito sin duda
alguna pero de escasa trascendencia, ya que no consiguen debilitar
sustancialmente a Aníbal, son celebradas en Roma como grandes
triunfos. Desde la aparición de Aníbal en Italia es la primera vez que
el cartaginés tiene que replegarse del campo de batalla sin haber
podido vencer.
Plena de euforia por el cambio que parece vislumbrarse en el curso
de la guerra, la asamblea del pueblo nombra dictador a Marco
Minucio Rufo. Se le otorgan los mismos plenos poderes de los que
estaba investido Quinto Fabio Máximo. El hecho revela una notable
contradicción si tenemos en cuenta que la principal característica de
la dictadura era precisamente la concentración personal de mando.
Este inesperado giro de la política interior romana repercute en la
conducción de la guerra. La tensión entre ambos comandantes
supremos aumenta. Lejos de servir para sacar el máximo partido al
potencial militar romano, la evidencia de dos altos mandos con sus
respectivos cuarteles generales debilita la acción común. Como
Quinto Fabio Máximo y Marco Minucio Rufo no se ponen de acuerdo
para ejercer un mando alternativo, mutuamente consensuado, cada
uno opera por su cuenta. Dividen las tropas, ocupan campamentos
diferentes y proyectan operaciones por separado.
Todo esto es observado atentamente por Aníbal, que naturalmente
procura sacar el máximo provecho de la fragmentación de las
75
fuerzas enemigas. Buen conocedor de la predisposición psicológica
del flamante dictador romano, le prepara un ardid para tentarle a
emprender una acción descabellada. Al abrigo de la oscuridad,
Aníbal embosca miles de hombres en los alrededores de una cumbre
de considerable valor estratégico, situada entre ambos
campamentos. Al amanecer, tropas cartaginesas se disponen a
tomar posesión del montículo, con lo que atraen la atención de
Marco Minucio Rufo. Inmediatamente, manda unas unidades
ligeramente armadas para que frustren la ocupación de la colina y
hace salir de su campamento a la caballería y las legiones para
darles apoyo. Aníbal aumenta el número de soldados en el campo de
batalla y provoca con ello el ataque romano. Entra en acción la
temible caballería púnica y, en el momento de mayor confusión que
origina su carga, salen los soldados cartagineses de sus escondites
cerca del montículo y amenazan con estrangular a las sorprendidas
legiones de Marco Minucio Rufo. La operación se habría saldado con
un tremendo descalabro para las armas romanas si Quinto Fabio
Máximo, expectante ante lo que iba sucediendo, no hubiera
aparecido en el último momento y resuelto la situación. Logra
proteger la retirada de las tropas de su colega salvando con su
providencial intervención al ejército romano de ser completamente
aniquilado.
Esta vez, la tan criticada táctica preventiva del cunctator evita la
catástrofe. Su prestigio aumenta considerablemente. Marco Minucio
Rufo pone sus restantes fuerzas a su disposición y se abstiene en el
futuro de tomar decisiones que no estén previamente concertadas.
Al cabo de seis meses de ejercicio de sus funciones, Quinto Fabio
Máximo y Marco Minucio Rufo deponen la dictadura. La
todopoderosa magistratura no pudo cumplir las grandes esperanzas
que su activación había suscitado. En vista del fallido experimento,
el senado romano, siempre realista en sus planteamientos, propone
retornar al sistema tradicional de ejercicio del poder político-militar
basado en el mando alternativamente compartido. Éste recaerá en
los cónsules electos del año 216 a.C., Lucio Emilio Paulo y Cayo
Terencio Varrón.
Mientras Aníbal se mueve sin limitaciones por suelo itálico, en
Hispania son los romanos quienes llevan la iniciativa de las
operaciones militares. En la desembocadura del Ebro, se entabla
una batalla terrestre y naval que la flota romana, reforzada por
embarcaciones marsellesas, decide a su favor (primavera 217 a.C.).
Con el respaldo de su supremacía marítima, Gneo Cornelio Escipión
protagoniza incursiones en diversos puntos de la costa
mediterránea y de las Baleares. Pretende cortarlas líneas de
suministro del ejército cartaginés y al mismo tiempo aumentar la
nómina de aliados ibéricos exhortándoles a desentenderse de
Cartago. En Tarragona recibe la sumisión de múltiples comunidades
ibéricas de la zona. Al llegar su hermano Publio Cornelio Escipión
con nuevas tropas, la dinámica de las acciones romanas se
incrementa considerablemente. Ambos Escipiones cruzan el Ebro y
se dirigen hacia el sur. Pero su proyectada campaña contra Sagunto
fracasa. Asdrúbal, el hermano de Aníbal, que desde su ausencia es
el comandante en jefe de las fuerzas púnicas en África e Hispania,
76
consigue, a pesar de sufrir algunos reveses, detener el avance
romano.
En el verano del año 216 a.C. Aníbal planea la definitiva eliminación
del potencial bélico romano que opera en suelo itálico. Concentra la
totalidad de sus efectivos, compuestos por unos 40.000 infantes y
unos 10.000 jinetes, en el centro de Apulia. Ocupa la ciudad
fortificada de Cannas, situada a orillas del río Aufido, importante
punto estratégico y gran almacén de avituallamiento, cuya posesión
posibilita el control de una región neurálgica para los intereses
romanos en el sur de Italia. El terreno de sus alrededores, presunto
escenario del combate que se avecina, es extenso y llano. Se adapta
perfectamente al despliegue de la principal arma táctica del ejército
púnico, la caballería.
Las previsiones de Aníbal se cumplen. Los nuevos cónsules romanos
Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón aceptan el reto, pues
vislumbran la posibilidad de acabar de una vez con la presencia
púnica en Italia. Se acercan al campamento cartaginés al frente de
un descomunal ejército compuesto de ocho legiones, reforzado
adicionalmente por los contingentes de los aliados itálicos, y llevan
consigo un formidable dispositivo de caballería. Esta extraordinaria
concentración de fuerzas contabiliza unos 80.000 infantes y algo
más de 6.000 jinetes. Jamás hasta la fecha Roma había llegado a
movilizar tan impresionante y cuantiosa masa de hombres en
armas. Es de suponer que el alto mando romano, al disponer de tan
sensacional dispositivo militar (las fuerzas enemigas eran la mitad),
sé sentía bastante seguro de resolver definitivamente el problema
Aníbal. En su opinión, la aplastante superioridad numérica del
ejército romano compensaba con creces las adversidades del
terreno, favorable a la acción de la caballería púnica. Otro
argumento qué explica por qué los romanos sé avienen a presentar
batalla en campo abierto, en medio dé una gran planicie, es
precisamente la posibilidad dé descartar de antemano cualquier
ardid de los qué Aníbal había hecho gala en sus anteriores peleas,
aprovechando las ondulaciones del terreno.
Después de una serie de escaramuzas y forcejeos preliminares,
ambos ejércitos se encuentran desde finales de julio acampados a
orillas del Aufido, en las inmediaciones de Cannas, dispuestos a
librar combate.
El plan de batalla de Aníbal reviste una gran complejidad. Su feliz
conclusión depende sin embargo de muchos factores. Ante todo,
Aníbal tenía que contrarrestar la superioridad numérica del
adversario y sacar a relucir su más preciosa baza, la caballería.
También era imprescindible aguantar él enorme empuje de la
infantería romana sin que se rompieran las propias líneas o
cundiera él desorden. Pero para ganar la batalla no sólo se debía
saber resistir, sino que también era necesario atacar al masivo
bloque romano en todos sus puntos débiles y causarle bajas. El
éxito del plan de Aníbal dependía de una excelente coordinación de
sus unidades móviles y de una total cooperación entré las diferentes
armas (caballería, infantería, tropas ligeras) de su heterogéneo
ejército. Las múltiples etnias qué militaban en las filas de Aníbal:
libios, númidas, cartagineses, íberos, celtas, itálicos, etcétera,
77
habían conseguido alcanzar con él transcurso de los años un alto
grado de profesionalización. Acostumbrados a servir bajo las
órdenes dé Aníbal, capitaneados por un estable cuerpo de expertos
oficiales y familiarizados con sus directrices y concepciones
tácticas, éstos hombres al servicio de Cartago constituían un bloque
bastante más homogéneo y compacto de lo que sus dispares
procedencias podrían sugerir. Aníbal disponía de un aguerrido
ejército, motivado y perfectamente compenetrado, que no se
arredraba fácilmente ante el exorbitante número de combatientes
enemigos.
La táctica romana partía de la base de que el impacto causado por la
incontenible embestida de su infantería pesada sería decisivo para
perforar las líneas enemigas. La idea de los cónsules romanos era
arrasar frontalmente la infantería púnica, defender al mismo tiempo
los flancos de los ataques de la caballería ibérica, celta y númida y
propiciar el golpe mortal en el centro de la formación cartaginesa.
Movilidad, energía y masa eran los elementos básicos de dicha
estrategia. Flexibilidad, rapidez y combatividad eran por otra parte
los factores con los que contaba Aníbal para decidir el choque a su
favor.
El día 2 de agosto del año 216 a.C. será testigo de una de las más
sangrientas batallas de la historia. El cónsul Cayo Terencio Varrón,
que ese día desempeña el mando supremo del ejército romano,
acepta librar la batalla que Aníbal le propone. Reparte sus fuerzas
en tres grandes bloques que coloca de forma lineal frente a las
tropas púnicas. En la banda derecha se ubica la caballería romana al
mando de Lucio Emilio Paulo. El inmenso bloque central lo forma la
masa de la infantería pesada romana e itálica a las órdenes de Gneo
Servilio Gémino, el cónsul del año anterior. A la izquierda se sitúa la
caballería de los aliados comandada por Cayo Terencio Varrón.
Delante del anchísimo y larguísimo rectángulo formado por los
combatientes, se instala una fila de tropas ligeras que serán las que
iniciarán la lucha.
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A la formación del ejército romano responde Aníbal colocando a los
honderos baleares v a los lanceros libios en la fila delantera para
entorpecer el avance de la primera línea romana. En el ala
izquierda, enfrente de la caballería romana, se apostan los jinetes
íberos y celtas al mando de Asdrúbal. Delante de la caballería itálica
se coloca la caballería númida, capitaneada por Hannón (hijo de una
hermana de Aníbal) y Maharbal. El bloque central del ejército
cartaginés es el más delicado de formar. Sus bordes los ocupan
infantes libios armados a la romana. En el medio, en su punto más
neurálgico, se coloca la infantería ibérica y celta bajo el mando
directo de Aníbal, que, junto a su hermano Magón, quiere
permanecer en el lugar más problemático y frágil del frente.
Una vez concluida la formación lineal inicial, Aníbal empieza a hacer
maniobrar a su ejército. Hace mover a los infantes íberos y celtas de
su centro encomendándoles avanzar hacia delante hasta formar un
arco que parezca una media luna. Después de que las tropas ligeras
de ambos lados inicien las hostilidades, Aníbal ordena el ataque a
los jinetes íberos y celtas, quienes caen sobre la caballería romana
79
fulminándola con su combatividad. Paralelamente, la infantería
pesada romana se lanza sobre los infantes íberos y celtas. Éstos
retroceden, como estaba previsto, sin permitir que sus filas se
rompan. Ahora entran en acción los contingentes de infantería
pesada libia apostados en el borde del centro. Giran hacia los
flancos y van deteniendo la avalancha y envolviendo al enemigo,
que penetra en una bolsa rodeada de soldados íberos (vestidos de
lino blanco con una raya de púrpura y provistos de sus famosas
espadas cortas, falcata), celtas (con medio cuerpo desnudo y
armados con enormes espadas) y libios (cuya indumentaria y
armamento provenían de los legionarios romanos vencidos en
batallas anteriores), los cuales no sólo logran contener el ataque de
las legiones sino que empiezan a causarles sensibles bajas. Al
mismo tiempo, los jinetes númidas de Maharbal dispersan y
persiguen a la caballería de los aliados de Roma. Mientras tanto, los
jinetes de Asdrúbal, que habían resuelto su misión con rapidez y
precisión, acuden en ayuda de Hannón y Maharbal, dan luego la
vuelta y caen sobre las espaldas de las legiones romanas. Todo
parece desarrollarse tal como lo había previsto Aníbal. Como no
pueden avanzar hacia delante y tienen taponados los laterales por
la tenaza que se está cerrando poco a poco, los romanos quedan
inmovilizados. Al atacar la caballería ibérica, celta y númida en la
retaguardia y en los flancos, se produce una matanza. Casi 60.000
soldados romanos perecen en el campo de batalla. Miles de los que
se salvan caen prisioneros. Entre los muertos están Lucio Emilio
Paulo, Gneo Servilio Gémino y Marco Minucio Rufo. Sólo Cayo
Terencio Varrón y unos 10.000 hombres más consiguen escapar.
El balance de las pérdidas evidencia que el combate de Cannas
representa la mayor catástrofe política, militar y demográfica de la
historia de Roma. Nunca se habían apagado tantas vidas humanas
en un solo día, a raíz de una sola batalla. Las consecuencias de la
derrota son fatales para la futura defensa de Italia, la pervivencia
de la federación ítalo-romana y el prestigio de Roma en el
Mediterráneo occidental. El mito de la invencibilidad de las legiones
romanas se desvanece de golpe. Merced a una admirable
coordinación táctica, Aníbal demuestra a un estupefacto mundo
cómo es posible vencer a un enemigo infinitamente superior.
Al día siguiente de la pugna de Cannas, Italia se había quedado
desguarnecida. Ningún ejército romano velaba por su seguridad. El
futuro de la guerra dependía de la actitud que adoptase Aníbal. En
sus manos estaba, cual si fuera un dios, el destino de Italia.
Posiblemente el interrogante que sus contemporáneos se
formulaban era: ¿qué clase de fuerzas sobrenaturales, o, dicho de
otra manera, qué dioses apoyaban la acción de este favorito de la
fortuna? Todo apuntaba a pensar así. Su victoria hercúlea,
conseguida como si fuera una reencarnación de Alejandro Magno,
parecía certificarlo de sobra.
Hemos podido constatar reiteradamente que, ya antes de su marcha
hacia Roma, Aníbal, al ofrendar un sacrificio en el templo del
Melqart gaditano y prestar allí sus votos, pone ostensiblemente su
expedición bajo el manto de una popular deidad. En el transcurso de
su empresa, y a medida que van sucediéndose sonadas victorias,
80
este vínculo divino, es decir, la convicción de servir a una causa
justa, plenamente avalada por la voluntad de los dioses, se irá
acentuando. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona la fórmula
de juramento del tratado estipulado entre Aníbal y el rey Filipo V de
Macedonia recogida por Polibio (VII 9), donde podemos leer:
«Juramento de Aníbal, general, de Magón, de Mircano, de Barmócar
y de todos los miembros del consejo de Cartago presentes, de todos
los soldados cartagineses, prestado ante Jenófanes, hijo de
Cleómaco, ateniense, enviado a nosotros como embajador por el rey
Filipo, hijo de Demetrio, en nombre suyo, de los macedonios y de los
aliados de éstos, juramento prestado en presencia de Zeus, de Hera
y de Apolo, en presencia del dios de los cartagineses, de Herakles y
de Yolao, en presencia de Ares, de Tritón y de Posidón, en presencia
de los dioses de los que han salido en campaña, del sol, de la luna, y
de la tierra, en presencia de los ríos, de los prados y de las fuentes,
en presencia de todos los dioses dueños de Cartago, en presencia de
los dioses dueños de Macedonia y de toda Grecia, en presencia de
todos los dioses que gobiernan la guerra y de los que ahora
sancionan este juramento».
Este texto, procedente de un documento oficial, es sumamente
instructivo, pues nos revela la concepción ideológico-religiosa de la
empresa de Aníbal: dioses y hombres contraen una alianza, se
asocian y se apoyan mutuamente para vencer a Roma. Tenemos
constancia de una fiesta sacra celebrada en los alrededores del lago
Averno, cerca de Bayas (214 a.C.), durante la cual Aníbal, sabedor
del efecto psicológico que puede producir en la moral de sus tropas
y de sus aliados una ceremonia religiosa escenificada de manera
impresionante, pone los destinos de su campaña bajo protección
divina, estilizando su imponente cadena de éxitos como resultado
de su devoción.
Después de la batalla de Cannas, Aníbal convoca al alto mando
cartaginés para analizar la situación actual y deliberar sobre los
próximos pasos a dar. Sobre esta famosa reunión poseemos el
testimonio de una controversia entre Aníbal, partidario de atraerse
prioritariamente a los itálicos, y Maharbal, general de la caballería
púnica, portavoz de los que querían ir inmediatamente a Roma para
propinar al vapuleado enemigo el golpe definitivo. Al prosperar la
opinión de Aníbal, Maharbal, según Tito Livio (XXII 51), le replica de
la siguiente manera: «Tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes
aprovechar la victoria».
Efectivamente, en los planes de Aníbal no entraba la marcha a
Roma. Desperdicia la oportunidad de atacar el centro del poder
enemigo en el momento psicológico más apropiado y comete,
posiblemente con ello, su primer y decisivo fallo en el planteamiento
de la guerra, hasta ahora plagado de aciertos.
Sobre los motivos que influyeron en Aníbal para tomar tal decisión,
sólo podemos establecer conjeturas. Por una parte, cabe pensar que
la victoria de Cannas le costó más cara de lo que a primera vista
pudiera parecer. Tal vez su ejército salió bastante malparado de la
encarnizada batalla. Sus bajas, aunque muy inferiores a las del
enemigo, así como el estado de la tropa, que necesitaba
urgentemente descanso, pudieron haberle frenado en su marcha
81
hacia Roma. Esta consideración es avalada por los próximos
sucesos. Aníbal manda a su hermano Magón a Cartago para solicitar
ayuda inmediata. Por abrumante mayoría el consejo de Cartago
decreta concederle 4.000 jinetes númidas, 40 elefantes de guerra y
1.000 talentos de plata. También se acuerda enviar a Magón a
Hispania, donde debía reclutar 20.000 infantes y otros 4.000 jinetes
para reforzar las campañas de los ejércitos púnicos de Italia e
Hispania.
Tampoco olvidemos que las tropas de Aníbal, brillantes en el campo
de batalla, no estaban suficientemente preparadas para acometer la
guerra de trincheras que habría supuesto el bloqueo de una ciudad-
fortaleza de la magnitud de Roma. Seguramente, las penalidades
pasadas durante los ocho largos meses que duró el cerco de
Sagunto, una plaza más fácil de tomar que Roma, aún pesaban en
su ánimo. Por otra parte, constatamos formas de proceder
venturosas contrarias a la de Aníbal que bien pueden servir como
punto de referencia y comparación. Por ejemplo la actitud de Marco
Claudio Marcelo, quien, al frente de un ejército ni un ápice mejor del
que disponía Aníbal después de Cannas, asediará Siracusa y se
saldrá con la suya. Caso semejante es también el de Quinto Fabio
Máximo, el cunctator que no vacilará en poner cerco a Tarento y no
cesará en su empeño hasta que consiga entrar en la ciudad.
Al observar estos sucesos de manera retrospectiva surge de nuevo
la pregunta: ¿por qué desiste Aníbal de enfrentarse directamente a
Roma? La respuesta es tan difícil de hallar como los motivos que le
impulsaron a no hacerlo. Lo que sí está claro es que calculó mal la
actitud romana después de la catástrofe de Cannas. En vista de las
enormes pérdidas sufridas, Aníbal espera ahora la avenencia de
Roma a entablar conversaciones de paz. Pero nada de eso sucede.
Los romanos no negocian con el vencedor, e incluso se niegan a
pagar el rescate de los prisioneros que estaban en su poder.
Posiblemente esta extrema terquedad y obstinación irrita al general
cartaginés. Su desconcierto va en aumento al percatarse de la
voluntad de su humillado enemigo de seguir haciendo la guerra.
Roma no se da por vencida. Desafía a Aníbal resistiéndose a ofrecer
la más mínima concesión.
¿Cuántas veces habría que derrotar a este enemigo para hacerle
entrar en razón? Es muy probable que Aníbal se hiciera esta clase
de preguntas e intentara contestarlas cambiando su estrategia a
partir de entonces.
La nueva táctica de Aníbal consiste en lanzar sus dardos no en el
centro del poder romano, sino en la periferia. Como ya había hecho
hasta ahora, Aníbal vuelve a dejar a los prisioneros itálicos en
libertad. Esta vez, y bajo la impresión de la aplastante victoria de
Cannas, se producen deserciones de la causa de Roma. Un
respetable número de ciudades samnitas, apulias y lucanas se
pasan al bando de Cartago. El mayor y más sonado éxito lo
constituye la defección de Capua, gran ciudad campana, la más
poblada y rica de Italia después de Roma. Este giro tan espectacular
nutre en el alto mando cartaginés la esperanza de poder erosionar
la hegemonía romana en Italia. Capua, por su parte, abraza la
esperanza de convertirse en el nuevo centro de Italia, idea factible
82
en vista del actual debilitamiento de Roma. Aníbal concluye un
tratado de alianza con la metrópoli campana en el que se le otorga
un alto grado de autonomía interior y exterior. Del análisis de las
cláusulas estipuladas (Livio XXIII 10) se desprende que Aníbal
quería edificar una federación ítalo-púnica basándose en la
voluntariedad y mutua confianza y tratando a sus nuevos socios con
la máxima liberalidad.
El incipiente proceso de desintegración de la federación romano-
italiota se explica si además del factor Aníbal se tiene en cuenta un
cúmulo de motivos internos, sociales y económicos que impulsan a
algunas comunidades a emanciparse de Roma. Son los grupos
sociales que hasta entonces habían permanecido al margen del
gobierno de sus respectivas ciudades los que aprovechan el apoyo
que les brinda Aníbal para derrocar a las aristocracias dominantes,
tradicionales aliadas de Roma.
Sin embargo, a pesar de las ventajas obtenidas, Aníbal observa que
el proceso de «liberación» de Roma llega pronto a su límite. La
mayoría de ciudades de Lacio, Etruria, Umbría, Piceno o Campania
no hacen caso a sus propuestas y permanecen fieles a Roma. Por
citar un solo ejemplo, Nápoles, después de Capua la más importante
ciudad campana, cuya posesión habría sido sumamente útil como
puerto-escala de la marina cartaginesa, resiste varias veces, sin
ceder a los ataques púnicos. Aníbal se percata de que el sistema de
poderío romano está más consolidado de lo que él había esperado.
Al igual que Nápoles, las ciudades campanas de Sinuesa, Teano,
Cales, Casilino, Nola, Cumas y Literno siguen estando a favor de
Roma. Sólo Nuceria y Acerra, esta última sin habitantes, caen en
manos de los cartagineses.
La federación romano-itálica se mantiene intacta a pesar de algunas
significativas erosiones. A la larga la consolidación de este hecho se
revelará demoledora para la futura estrategia cartaginesa. De
momento, Aníbal se ve obligado a reconocer que victorias tan
sonadas como las logradas en el Ticino, el Trebia, en el lago
Trasimeno y de modo especial en Cannas no bastan para socavar los
cimientos del poderío romano en Italia.
Parémonos aquí, en el cenit de la guerra, para analizar de forma
retrospectiva los pasos de Aníbal tal como lo percibe su entorno.
Desde que sale de Cartagena en dirección a Italia, todo lo que
acomete acapara la atención de su alrededor. Su arrollador avance,
que ni la naturaleza ni la potencia militar más grande de la época
pueden detener, aparece como una prodigiosa hazaña, una gesta
heroica de dimensiones sobrenaturales. ¿De qué manera logra
Aníbal asumir el peso de la gloria que sus acciones le reportan?
¿Cómo influyen sus sensacionales éxitos en el desarrollo de su
carácter y personalidad?
A este tipo de interrogantes, que ya sus contemporáneos sin duda
alguna se plantean, es, sin embargo, muy difícil contestar dada la
extraordinaria parquedad de nuestras fuentes. De la intimidad del
hombre que parece tener el destino del mundo mediterráneo en sus
manos casi nada sabemos. Los autores antiguos no proporcionan
ninguna respuesta a temas tales como: ¿Cómo reaccionó ante la
pérdida de su ojo? ¿Qué clase de emociones exteriorizó tras la
83
victoria de Cannas? ¿De qué manera soporta la extrema tensión a la
que está constantemente sometido? ¿Cómo trascurre su vida
privada?
Las miras de la historiografía pasan por alto estas cuestiones. Se
concentran en describir su actuación pública y, como máximo, en
analizar su quehacer político. Como ejemplo de ello veamos unas
líneas que nos transmite Polibio (IX 22) al referirse a su modo de
plantear la guerra a Roma: «Para ambos pueblos, me refiero a
Roma y a Cartago, un hombre era la causa y el alma de lo que les
ocurría, quiero decir Aníbal. A todas luces, él dirigía personalmente
las operaciones de Italia, y las de Hispania a través del mayor de
sus hermanos, Asdrúbal, y, tras la muerte de éste, a través de
Magón. Entre los dos aniquilaron a los generales romanos
destacados en tal península. También dirigía las operaciones de
Sicilia, primero a través de Hipócrates y después a través del
africano Mitón. Algo semejante cabe decir de Grecia e Iliria: debido
a su alianza con Filipo también había puesto en jaque y atemorizado
a los romanos de guarnición en estos países. La obra que realiza un
hombre dotado de una mente apta para ejecutar cualquier proyecto
humano es grande y admirable; tales cualidades son siempre
ingénitas».
Como se desprende de la reflexión de Polibio, la fascinación que
suscita el extraordinario estratega y brillante general, quien, a una
edad comparable a la de Alejandro Magno y de modo semejante a
éste logra poner en jaque a la mayor potencia militar de su época,
es enorme. A partir de Cannas, sin embargo, los parámetros de
acción de dos biografías hasta el momento altamente paralelas
discurrirán por sendas bien distintas, sin llegar nunca más a
converger. Pues a diferencia del monarca macedónico, que entrará
victorioso en Susa y Persépolis, apoderándose así de los centros
neurálgicos de su enemigo, Aníbal no pisará nunca Roma. Desde
luego, Roma distaba mucho de poder ser equiparada al imperio
persa, y esto lo sabía Aníbal perfectamente.
84
10. Mitos de la guerra: fidelidad romana, las vacilaciones de
Cartago, el paso de los Alpes, Cannas
85
tensión empieza cuando Sagunto ataca a los turboletas, aliados de
Cartago. Al reclamar éstos ayuda a Aníbal, se produce la aceleración
del conflicto.
Hasta aquí observamos uña colisión de intereses contrapuestos
protagonizada por entidades políticas asentadas en suelo hispano:
saguntinos, turboletas y cartagineses. Al entrometerse Roma en
este escenario hispano, se produce la crisis y la extensión de una
pugna genuinamente regional a un ámbito internacional. Con el fin
de disimular la intromisión romana, Livio (XXI 7) recalca un
parentesco entre Sagunto y la ciudad latina del Tíber («eran
oriundos, se dice, de la isla de Zante y con ellos estaban mezclados
incluso algunos del linaje de los rútulos de Ardea»). Mediante la
trama de un mito fundacional paralelo al de Roma (también los
romanos provienen del este, Troya, y se asientan en Lacio), se
pretende justificar la intervención romana. Se sugiere al lector que
Roma, al apoyar a sus «paisanos» saguntinos, se mueve en su
propia casa, dentro de un ámbito cultural común cuya integridad
amenazan los cartagineses y turboletas, que se convierten así en los
«bárbaros» de turno. Fuera de Livio, no existe ninguna evidencia
seria sobre un pretendido origen greco-latino de los saguntinos. Las
fuentes directas que poseemos, aparte de los materiales
arqueológicos, como por ejemplo la acuñaciones monetarias que
bien podrían mencionar el hecho, sólo propagan el nombre ibérico
de la ciudad «Arse», con lo que contradicen las afirmaciones
livianas referentes al legendario pasado de Sagunto.
Sin duda alguna, Roma cumplía compromisos contraídos al apoyar
la política de Sagunto. Exactamente lo mismo había hecho Aníbal
antes al defender los intereses de sus aliados turboletas, lesionados
por Sagunto. Pero no es sólo eso. Al denunciar la conducta del
adversario, cuestionando su seriedad, se camufla la actitud romana
frente a Sagunto, que no fue precisamente un ejemplo modélico de
rectitud. Cuando estalla la crisis, la ciudad aliada es abandonada a
su suerte. Los romanos permanecen con los brazos cruzados sin
tomar ninguna iniciativa durante el largo período de su
atormentador asedio. Roma prepara su guerra contra Cartago a su
manera, guiándose exclusivamente por su conveniencia. El destino
de sus aliados saguntinos no es más que un pretexto en el momento
de iniciar las hostilidades contra Aníbal. Si nos libramos del
entramado hábilmente construido por la propaganda romana, la
actitud que se detecta es bien distinta del posterior maquillaje
ideológico. Roma aparece durante la crisis saguntina velando
exclusivamente por sus propios intereses, sin pensar un solo
momento en prestar socorro a Sagunto, que era lo estipulado en el
compromiso contraído a través del cacareado tratado de alianza
(foedus). La inhibición de Roma en el caso saguntino queda
expresada de forma drástica en un pasaje de Tito Livio (XXI 19, 9-
11), en el cual los representantes de algunos pueblos del norte de
Hispania contestan a los mensajeros romanos que quieren atraerlos
a su causa: «¿Con qué vergüenza, romanos, nos rogáis que
antepongamos vuestra amistad a la de los cartagineses, cuando los
que así actuaron fueron traicionados por vosotros, sus aliados, con
más crueldad que la empleada por el cartaginés, su enemigo? Creo
86
que podéis buscar aliados allí donde no se tenga noticia del desastre
de Sagunto. Para los pueblos de Hispania las ruinas de Sagunto
representarán un aviso, tan luctuoso como evidente, de que nadie
podrá confiar en la lealtad o alianza con los romanos».
Como el texto de Livio, paradójicamente, deja entrever, los
saguntinos fueron más bien las primeras víctimas de la infidelidad
romana. Aparecen como los peones sacrificados antes de dar
comienzo la sangrienta partida que van a disputar Roma y Cartago.
En su transcurso, el litigio entre Aníbal y sus adversarios romanos
arrastrará a medio mundo mediterráneo a una guerra sin
precedentes.
La entrada en guerra de Cartago guarda una estrecha relación con
el tema saguntino. Es interesante resaltar en este contexto que
precisamente las vacilaciones de Cartago en el momento de apoyar
incondicionalmente a Aníbal constituyen una de las peculiaridades
más reseñadas por los autores antiguos que discuten las causas
detonantes de la segunda guerra púnica. A tenor de lo que las
fuentes sugieren, esta indecisión tendría su origen en un proceso de
discordia ciudadana originado por la actuación de los Bárquidas en
Hispania. Polibio es el primero que diseña, aunque de modo
impreciso, esta imagen, cuando alude al antagonismo reinante entre
el clan bárquida y sus adversarios dentro de Cartago. La
animadversión viene de lejos. Ya se pone de manifiesto durante la
guerra de los mercenarios, cuando Amílcar y Hannón el Grande
compiten por el mando y se querellan respecto al modo adecuado de
conducir la guerra. Después de la muerte de Amílcar la animosidad
entre ambos bandos persiste. Al asumir Aníbal la dirección de la
política púnica en Hispania, se convertirá en la nueva diana de las
críticas de Hannón y sus partidarios. El hecho en sí nada tiene de
especial en el seno de una sociedad como la cartaginesa, en la que
los cabezas de las grandes familias entraban en disputa permanente
por aumentar su protagonismo político y militar.
Es ante todo el historiador romano Tito Livio quien narra una serie
de episodios en cuyo centro se inserta una enconada enemistad
entre Aníbal y Hannón el Grande, estilizada como lucha de principios
en la que se debate la conveniencia de la expansión púnica en
Hispania. Al poner de relieve esta situación, el tema de la rivalidad
aristocrática, elemento estructural del ejercicio de poder en
comunidades republicanas, adquiere una dimensión ideológica.
Vemos en este contexto a un Aníbal personalizando el papel de la
ambición desmesurada y perniciosa, mientras que Hannón el
Grande, su contrapunto, aparece como portavoz de la prudencia
política y de la moderación. Si analizamos detenidamente este
interesante reparto de papeles salta a la vista que Livio pone en
boca de Hannón todos los argumentos esgrimidos por los romanos
contra la política bárquida. El cenit de esta acalorada pelea lo
constituye el debate desatado en Cartago a raíz de la crisis de
Sagunto. En medio de una situación, plena de tensiones y
dramatismo, protagonizada por los embajadores romanos llegados a
Cartago, quienes echan en cara a los cartagineses ser los culpables
del conflicto, interviene Hannón el Grande, quien, según las
palabras de Livio (XXI 10,11-13), dice: «¿Entregaremos, pues, a
87
Aníbal? preguntará alguien. Bien sé que mi autoridad pesa poco en
él por la enemistad que mantuve con su padre; pero entonces me
alegré de la muerte de Amílcar, porque, si él viviera, ya estaríamos
en guerra con los romanos, y ahora odio y detesto a este joven que
es la personificación del odio y del estallido de esta guerra. Y mi
opinión es la siguiente: que no sólo debe ser entregado como
expiación por la ruptura del tratado, sino que, aunque nadie lo exija,
debe ser trasladado a los últimos confines de la tierra y del mar, y
dejarle desterrado allí desde donde ni su nombre ni su fama pueda
llegar hasta nosotros ni su persona pueda alterar la tranquilidad de
esta ciudad. Ésta es mi propuesta: que se envíen inmediatamente
unos legados a Roma para dar satisfacción al Senado, otros para
comunicar a Aníbal que retire el ejército de Sagunto y entreguen al
mismo Aníbal a los romanos».
La diatriba contra Aníbal adquiere un tono explosivo al pedirse la
entrega al enemigo del máximo responsable de la política
cartaginesa de ultramar. Si comparamos la versión polibiana (III
29-33), más cercana a los hechos, en la que nada se dice sobre
Hannón el Grande, con lo que nos cuenta Livio al respecto, surgen
dudas sobre la veracidad del episodio.
¿Es creíble que un noble cartaginés demandara la extradición de un
compatriota, por muy enemistado que estuviera con él, para ser
entregado al enemigo común? La respuesta no puede ser otra que,
decididamente, no. Ningún argumento serio puede avalar semejante
abismal distanciamiento entre los diferentes grupos políticos como
nota dominante del estado de opinión de Cartago. Observamos aquí
un trasplante de la controversia romano-cartaginesa a un escenario
ficticio. Al presentar Livio las críticas a Aníbal como fruto de una
discusión interna cartaginesa, no hace sino intentar dar mayor peso
a la postura romana. El lector de Livio debe deducir de ello que no
sólo los romanos sino también una buena parte de sus propios
compatriotas veían la actuación de Aníbal con malos ojos y por
consiguiente daban la razón a Roma al mantenerse firme e
irreconciliable contra Aníbal. Livio pretende transmitir una imagen
ambivalente de la ciudad púnica, la cual, imbuida de un sentido de
su propia culpabilidad, habla con dos voces. O, dicho de otra
manera, la ciudadanía cartaginesa vacila en actuar conjuntamente
contra Roma. Exactamente en este punto se asienta la propaganda
romana. Para sustraerse a su considerable parte de responsabilidad
en el estallido de la segunda guerra púnica, los romanos la cargan
unilateralmente sobre los hombros de Aníbal. La trama de una
profunda división ciudadana dentro de Cartago, cuyo partido de la
paz, representado por Hannón el Grande, no dice otra cosa que lo
que los romanos quieren oír, es un ingenioso ardid de la
historiografía romana para exculpar a los máximos responsables del
litigio. La sugestiva imagen de las vacilaciones de Cartago sirve
para aumentar la culpa de Aníbal, declarado así único responsable
de la guerra.
Como podemos suponer, la realidad histórica contrastable difiere
bastante de la proyección ideológica filorromana. Cuando Aníbal,
antes de asediar Sagunto, coordina con Cartago su futuro modo de
proceder, no se producen disensiones. La metrópoli apoya
88
incondicionalmente todas las iniciativas de Aníbal en suelo hispano.
Luego, una vez estallada la guerra, permanecerá fiel a su lado hasta
el final. Constatamos una plena unidad de criterio entre Cartago y
Aníbal que nunca se quebrantará y que especialmente se pone de
manifiesto en momentos de crisis.
Sin duda alguna, existían en Cartago opositores al partido bárquida,
pero su crítica nunca iba tan lejos como pretende hacernos creer
Livio. Al ser amenazada Cartago por Roma y dibujarse otra vez el
fantasma de la guerra, la ciudadanía cartaginesa cierra filas en
torno a una causa común.
No olvidemos que la declaración de guerra se produce por
mediación de una embajada romana llegada a Cartago a tal efecto.
Querer poner en duda esta unidad de acción constituye una
proyección posterior e interesada de la historiografía romana.
Los dos casos observados que recalcan el comportamiento romano
ante el asalto a Sagunto, así como la actitud de Cartago ante el
estallido de la segunda guerra púnica, evidencian la postura de las
fuentes filorromanas, dispuestas a retocar la narración de los
hechos para mejorar la imagen de Roma.
El siguiente ejemplo, a pesar de seguir por los mismos derroteros,
nos presenta la situación opuesta. Veremos hasta qué punto la
visión cartaginesa de un hecho concreto influye en su percepción y
posterior divulgación, contribuyendo a la creación de otro mito. En
su centro se inserta el episodio del paso de los Alpes. Por una parte,
los estudios más recientes (véanse las observaciones de Jakob
Seibert al respecto) certifican que, gracias a una excelente
preparación logística, el pasaje pudo realizarse sin mayores
impedimentos. Sin embargo, nuestras fuentes hacen hincapié en las
penalidades del ejército púnico en el ascenso y el descenso de la
alta montaña y las sangrientas luchas libradas con tribus hostiles, y
todo esto no lo hacen sólo por motivos literario-dramáticos, sino
para establecer una concordancia con el resultado: las grandes
pérdidas sufridas por Aníbal al final del trayecto.
Según datos que nos proporciona Polibio (111 56), al llegar al valle
del Po Aníbal sólo contaba con algo menos de la mitad de los
efectivos con los que había iniciado la escalada. ¿Cómo explicar esta
gran desproporción que existe entre la buena coordinación de la
operación y el exorbitante número de bajas sufridas? Sólo hay dos
conclusiones posibles: o la operación no estuvo bien preparada o las
pérdidas fueron bastante menores de lo que los autores antiguos
certifican. Si consideramos esta segunda evidencia como la más
probable, cabe cuestionarse: ¿Qué intención se manifiesta al
consignar un alto número de pérdidas? ¿De dónde proviene esta
información?
La única fuente documental que nos facilita cifras concretas sobre el
volumen del ejército púnico es la famosa inscripción del templo de
Juno Lacinia erigida por Aníbal a finales de su campaña itálica,
mediante la cual el general cartaginés celebra sus hazañas (res
gestae) y que Serge Lancel ha calificado acertadamente como
«monumento de una gran ambición». Según lo que el mismo Aníbal
cuenta, al llegar a Italia después del paso por los Alpes su ejército
se componía de escasos 20.000 infantes y 6.000 jinetes (Polibio III
89
33, 56). Esta cifra, casi nunca cuestionada, pues al ser Aníbal su
fuente parece ganar credibilidad, es sin duda falsa. Pues habría que
preguntarse cómo Aníbal, con tan pocos efectivos, pudo, en tan
poco tiempo, lograr victorias tan sonadas contra ejércitos romanos
tan superiores. Observamos aquí una cuantificación interesada del
dispositivo militar púnico. Parece ser que Aníbal pretendió
minimizar los efectivos de su ejército para enaltecer con ello la
magnitud de sus posteriores éxitos.
Al recoger los autores antiguos estos datos sin ponerlos en duda se
acentúa el suspense del paso de los Alpes. El resultado de la inédita
hazaña es la dramática disminución de los acompañantes del
carismático protagonista, quien, a pesar de eso, prosigue
imperturbable sus metas. La gesta del debilitado Aníbal, que pocas
semanas después de atravesar tantas peripecias es capaz de
derrotar a varios ejércitos romanos, restableciendo así el pisoteado
honor —a raíz de la primera guerra púnica— de las armas
cartaginesas, adquiere más mérito aún.
Unos años después de Aníbal, su hermano Asdrúbal realizará
igualmente la travesía de los Alpes al frente de un ejército, pero
esta acción no tuvo una resonancia comparable en las fuentes.
¿Será esto debido tal vez a que los romanos lo derrotan al llegar a
Italia, por lo que no se precisaba ninguna justificación del hecho,
elevándolo a una gesta? Sin duda alguna, la imagen de un Aníbal
preocupado frenéticamente por llegar a Italia sin reparar en el
desgaste que ello pudiera ocasionar, arriesgando la pérdida de la
mitad de sus hombres, también favorece a la propaganda romana.
Urgía dar una explicación de las tremendas catástrofes militares
sufridas por Roma en el primer año de la guerra. Al evocar el paso
de los Alpes como prodigio hercúleo, más obra de los dioses que de
los mortales, y presentar al mismo tiempo a Aníbal como un
aventurero irresponsable, sin miramientos para su propio ejército,
que encaja las bajas propias sin parpadear, se atenúan las derrotas
romanas. Se esconden bajo esta cortina de humo los fracasos
estratégicos de la cúpula de mando romana totalmente sorprendida
y desprevenida en el momento de la llegada de Aníbal a Italia.
Semejantes percepciones, sugestivas desde luego pero
inverosímiles, poco tienen que ver con la realidad histórica, que
discurre por cauces bien distintos. Las primeras operaciones de
Aníbal se caracterizan por su premeditación, su buen planteamiento
logístico y su tremenda efectividad, como evidencia la iteración de
triunfos acumulados en un brevísimo espacio de tiempo.
Detengámonos, por fin, a examinar de cerca las repercusiones de la
tan real como legendaria batalla de Cannas. La visión general que
obtenemos al repasar las fuentes que nos la transmiten es la de un
ataque frontal de ambos ejércitos, por cierto bastante desiguales en
cuanto a número y a calidad. A los casi 90.000 soldados del bando
romano se oponen unos 50.000 combatientes púnicos, entre los que
destaca una imponente formación de caballería.
Según los relatos más detallados que de ella poseemos, la batalla
toma el curso que Aníbal había diseñado de antemano. El enorme
rectángulo compuesto por la infantería romana avanza
pesadamente, hostigado por la caballería y la infantería púnica,
90
hasta que va siendo frenado por la resistencia que encuentra en la
periferia de sus líneas, así como por su desmesurada masificación,
que lo inmoviliza al quedarse parado. Vemos actuar,
entrecruzándose, dos principios contradictorios. En una parte
predomina la concentración de todo el potencial disponible para
deshacer rotundamente la formación enemiga. En la otra parte
observamos una mayor diversificación táctica del contingente
numéricamente inferior, que suple este déficit aumentando su
flexibilidad y rapidez.
Sin querer poner en duda estos parámetros operativo sin embargo
cabe cuestionarse: ¿se desarrolló la lucha siguiendo tan al pie de la
letra como recalcan nuestras fuentes estos criterios? Aparte de la
dificultad de maniobrar con masas humanas tan enormes, también
hay que contar con otros problemas, por ejemplo la sincronización
de los procesos de transmisión de órdenes y su pronta ejecución. Es
de sobra sabido que ninguna batalla suele ceñirse totalmente al
plan trazado de antemano. Casi siempre hay que admitir una alta
dosis de improvisación. Muy a menudo acontecen situaciones
inesperadas a las que hay que dar una respuesta adecuada. En los
momentos más críticos, todo depende de que la cadena de mando
funcione, que impere un máximo de coordinación entre los distintos
cuerpos de ejército implicados en la pugna y que cuando se
presenten situaciones adversas se reaccione con serenidad y
aplomo. Entrenamiento, experiencia, compenetración y
profesionalidad suelen ser los factores más importantes para poder
imponerse al enemigo. En estos aspectos el ejército de Aníbal
superaba a la inmensa masa de legionarios romanos, novatos en su
gran mayoría y capitaneados por oficiales poco experimentados.
Son con seguridad estas ventajas las que propician el éxito del
ejército púnico. Especialmente si tenemos en cuenta que la batalla
no se desarrolló de un modo tan claro y esquemático como los
autores antiguos narran. ¿Hasta qué punto es fiable el relato de los
altibajos del combate y ante todo la consignación de sus resultados?
Recordemos que todos los textos registran unas altísimas bajas por
parte romana en contra de los infinitamente menores estragos
causados en el bando cartaginés (Polibio III 117). Si comparamos
estas cifras y las relacionamos con los eventos que a continuación
se suceden, podemos efectuar dos lecturas distintas sobre las
repercusiones de Cannas. La primera y más tradicional nos lleva a
considerar que Cannas se saldó con una aplastante victoria
cartaginesa, desperdiciada luego por la posterior indecisión de
Aníbal al no marchar a Roma para recoger los frutos de su éxito.
Según esta interpretación obtenemos una imagen de Aníbal que
resalta su capacidad como comandante en el campo de batalla al
tiempo que lo desacredita como estratega y estadista.
Otra lectura podría contemplar, sin embargo, el resultado de la
batalla como bastante menos favorable a Aníbal de lo que las
fuentes sugieren. Sus pérdidas bien pudieron ser mucho más
elevadas de lo que creemos. El estado de su ejército, después de
resistir la terrible embestida de las legiones romanas, puede haber
sido dramático al quedar malparado después del descomunal
choque y precisar tiempo y refuerzos para recuperarse. Las menores
91
pérdidas del ejército cartaginés, comparadas con las mucho
mayores de los romanos, merman significativamente su futura
capacidad de acción. Gracias a su gran potencial demográfico, Roma
podía conseguir nuevas levas con sorprendente rapidez. Éste no era
el caso de Aníbal, quien no podía procurarse refuerzos tan
fácilmente. Su ejército, altamente profesional y por eso superior al
del enemigo, con cada baja sufría una sensible disminución de su
combatividad.
La primera lectura encajaría bien con los deseos de la aristocracia
romana, cuyos representantes más preeminentes tenían interés en
presentar a su contrincante como un temible enemigo, circunstancia
que contribuiría a ennoblecer su posterior victoria. La segunda
lectura, bastante menos politizada que la primera, y por eso con
más probabilidades de veracidad, explicaría convincentemente por
qué Aníbal después del triunfo de Cannas desiste de emprender la
marcha hacia Roma.
Al conocerse la magnitud de la catástrofe de Cannas la población de
Roma acoge al derrotado y desmoralizado cónsul Cayo Terencio
Varrón, según el testimonio de Tito Livio (XXII 61, 13-15), de la
siguiente manera: «Sin embargo, estas derrotas y deserciones de
los aliados no lograron que se hiciera mención alguna sobre la paz
entre los romanos ni antes de la llegada del cónsul a Roma ni
después de su vuelta que renovó el recuerdo de la derrota recibida.
En aquel tiempo los ciudadanos mostraron tal grandeza de ánimo
que al cónsul, que regresaba de una derrota tan grande y de la que
él había sido el máximo responsable, acudieron en masa a recibirle
todas las clases sociales y se le dio las gracias por no haber
desesperado de la situación de la patria, aunque, si hubiera sido
general de los cartagineses, no habría podido evitar el castigo».
Este relato histórico procedente de la pluma de Tito Livio es un
texto clave para descifrar el engranaje y mensaje ideológico de
Roma en su guerra contra Cartago. Nos muestra, al margen del tono
patético que lo envuelve, una realidad indiscutible, fuera de toda
duda: la firmeza de Roma de no doblegarse ante el acoso de Aníbal
por muy agobiante que éste fuera. Desde luego el espíritu de
combatividad, así como el firme deseo de no claudicar ante las
gravísimas adversidades encajadas, continúan estando intactos
después de Cannas. Livio tiene razón cuando ensalza la
extraordinaria voluntad de resistencia del pueblo romano.
Por lo demás, todo lo que el párrafo contiene no podría estar más
lejos de la verdad. El ambiente que rezuma de la situación descrita
resulta ser bastante anacrónico. Además el texto pretende evocar la
imagen de una comunidad imperturbable y generosa, capaz de
movilizar altas cuotas de concordia ciudadana en momentos de
crisis y contrastarla con la mezquindad púnica. Sin embargo, una
comparación de la situación real, vigente en Roma en los días
siguientes a Cannas, con la ficción literaria del derrotado cónsul
felicitado y consolado por sus conciudadanos nos revela sin tapujos
el montaje propagandístico de la escena.
En contra de lo que el párrafo de Tito Livio sugiere, en Roma no
predomina una resignada y viril atmósfera de solidaridad civil; lo
que cunde en la ciudad es el pánico. Más que la serenidad y
92
confianza en el futuro, son el miedo y la desesperación los
sentimientos que afectan a la abrumadora mayoría de la población.
Se debate sobre la conveniencia de abandonar la ciudad, resistir o
resignarse a lo inevitable. Ante la expectativa de que el temible
ejército púnico, con el invencible Aníbal a la cabeza, pueda aparecer
en cualquier instante ante las murallas de la ciudad, el pueblo
romano cae en una profunda depresión. Detectamos todos los
síntomas de crisis que una situación tan tensa produce. Fanatismo
religioso, prácticas mágicas y toda clase de supersticiones se
desatan de forma más o menos controlada para intentar afrontar el
oscuro porvenir. El delirio reinante llega a su punto culminante al
ofrendarse sacrificios humanos para aplacar a los dioses, al parecer
descontentos con Roma. Significativamente las víctimas de estas
inmolaciones son extranjeros, chivos expiatorios de la locura
colectiva que invade al pueblo romano. Esta circunstancia, por sí
sola, basta ya para detectar el carácter ideológico del texto de Livio,
fruto de una visión muy posterior y filtrada que pretende dignificar
la crisis que estalla en Roma después de la derrota de Cannas
atenuando y disfrazando sus más desagradables efectos.
93
11. Roma no cede: la lucha continúa y se extiende
94
oficiales inexpertos o ineptos. Se impone el criterio de retornar a la
táctica que en el pasado ya había puesto en vigor Quinto Fabio
Máximo: minimizar el riesgo propio y hacer una guerra de desgaste
contra Aníbal.
95
expulsarlos. Como podemos constatar, los romanos responden a la
ofensiva itálica de Aníbal con los mismos métodos que emplea el
general cartaginés. Al igual que Aníbal, cuya presencia en Italia
pretende socavar los cimientos de la federación romano-itálica, las
legiones de los hermanos Escipiones quieren incitar a los pueblos
hispanos a que abandonen la causa de Cartago.
Sus actividades se dirigen a las comunidades ibéricas de Cataluña,
las cuales llevan muy poco tiempo, concretamente desde el verano
del año 218 a.C., perteneciendo al dominio bárquida y por eso
parecían susceptibles de pasarse al bando romano. Debido a la
política de captación y también al estacionamiento permanente de
importantes contingentes militares en la zona, Roma consigue
adhesiones y con ello consolida su presencia en el norte de
Hispania. Desde el inicio de la guerra, los hermanos Escipiones,
Publio al mando de la flota y Gneo en cabeza del ejército de tierra,
operan con éxito al sur de los Pirineos y logran, tras expulsar a las
tropas púnicas estacionadas allí por Aníbal, entorpecer las líneas de
suministro que enlazan el ejército cartaginés en Italia con sus bases
de intendencia hispanas. La incursión que llevará a la flota romana
hasta Ibiza y la derrota que infligen las legiones romanas a las
tropas púnicas, superiores en número, cerca de Iliturgi, son las
gestas más destacadas.
Los dos primeros años de guerra presentan características inversas
en lo referente a los parámetros de actuación de ambos
contrincantes. Es decir-, lo que sucede en el teatro de guerra itálico
está en contradicción y es compensado por lo que pasa
simultáneamente en Hispania. Mientras que Aníbal derrota a los
romanos una y otra vez en su propio terreno, se ve impotente para
impedir que los hermanos Escipiones exhiban triunfalmente las
armas romanas por la Península Ibérica.
Si contemplamos ambos escenarios, fuera de la comparación del
balance político-militar en los dos frentes, salta a la vista un hecho
digno de ser retenido. Análogamente a la actuación del clan
bárquida, responsable de la expansión ultramarina de Cartago, la
familia romana de los Escipiones está adquiriendo un protagonismo
político-militar comparable al de sus homólogos púnicos que le
permitirá sobresalir del colectivo aristocrático romano. El auge de
los Escipiones aparece desde el principio estrechamente ligado a
Hispania. Será este país, cuna de sus primeros laureles, la
plataforma de su futura carrera. Si nos adelantamos aquí en el
relato de los acontecimientos y los enjuiciamos a través de la óptica
romana, el gran mérito de los Escipiones consistirá en neutralizar la
base logística de Aníbal y luego, en el transcurso de la guerra y
después de sufrir enormes reveses, conseguir bajo los auspicios del
joven Publio Cornelio Escipión expulsar a los cartagineses de
Hispania. Durante largos años, los hilos de la política hispana de
Roma serán movidos por los Escipiones, quienes de manera decisiva
influirán en el proceso de conquista y romanización del país.
Con la inclusión de Hispania en la guerra de Aníbal contra Roma se
activa un nuevo escenario bélico de trascendental importancia para
el futuro curso de la contienda. La extensión del conflicto a vastas
zonas del litoral mediterráneo implica un sustancial aumento de los
96
recursos empleados y prolonga con ello su duración. Esta situación
es registrada atentamente por Aníbal, cuyo interés es garantizar el
aprovisionamiento de un ejército que al operar en territorio
enemigo depende altamente de un sistema de comunicaciones
intacto. Mientras se pueda mover libremente por Italia y recibir
periódicamente suministros de Cartago e Hispania, Aníbal no ve
motivo para intranquilizarse. El precio de la guerra lo seguían
pagando los romanos, quienes todavía no habían conseguido
resarcirse de las derrotas encajadas. Además, se ven obligados a
soportar que los cartagineses campen a su antojo por Italia. Aníbal
aprovecha la situación para emprender expediciones de pillaje y
devastación que le posibiliten obtener botines y desmoralizar a los
pueblos adeptos a Roma. Algunas regiones tardarán decenios en
recuperarse de los daños sufridos.
Más problemático que los estragos que padece el medio ambiente es
para Roma el asunto de la consistencia de la federación romano-
itálica, que corre el riesgo de desmembrarse de modo irreparable si
Roma vuelve a encajar otro revés comparable al de Cannas.
Semejante amenaza se abate como espada de Damocles sobre el
alto mando romano. Perfectamente al corriente de esta debilidad,
Aníbal no cesa de ejercer una constante presión contra el aparato
militar romano sin desperdiciar ninguna oportunidad. Le vemos, por
ejemplo, en pleno invierno hostigando la ciudad campana de
Casilino, que al final conquistará.
Aníbal quiere agobiar a su enemigo en todos los terrenos para
impedir que éste pueda llevar la iniciativa de la guerra. En el centro
de esta estrategia se inserta la búsqueda de nuevos aliados fuera de
Italia para estrechar el cerco de Roma y obligarla a batirse en más
frentes.
Uno de los potenciales enemigos de Roma, posiblemente el más
poderoso de todos, es Filipo V de Macedonia. Hacía tiempo que
estaba enojado con los romanos porque éstos no desperdiciaban
ninguna ocasión de intervenir en la región ilírica-dálmata. Filipo V
valora negativamente esta actitud, que considera como una
intromisión en la tradicional zona de influencia de la monarquía
macedónica. Por eso, en el cenit de los éxitos cartagineses en Italia,
se llega a la conclusión de un tratado de amistad y cooperación
entre Aníbal y el rey de Macedonia, ratificado por los miembros del
consejo de Cartago presentes en la ceremonia de juramento en el
campamento cartaginés de Capua. La cláusula más importante del
acuerdo es la promesa de apoyo mutuo en la guerra contra Roma.
Mediante esta nueva alianza, un gran estado territorial griego del
Mediterráneo oriental entra a formar parte de la coalición
antirromana que Aníbal siempre había anhelado confeccionar. Al
mismo tiempo se cumplen las aspiraciones cartaginesas de abrir un
nuevo frente contra Roma en la ribera adriática que sirva para
fraccionar el potencial militar romano. Aunque Filipo V no ejerce
una beligerancia activa, la hostilidad de Macedonia obligará a Roma
a distraer fuerzas que de lo contrario habrían podido ser empleadas
directamente contra Aníbal o en Hispania o contra Cartago.
A través de Polibio (VII 9) nos enteramos del contenido del tratado,
cuyos párrafos nos dan cuenta de la siguiente situación: «Los
97
cartagineses serán enemigos de los que hagan la guerra al rey
Filipo, a excepción de los reyes, las ciudades y los linajes con los
cuales tengamos juramento de amistad. Vosotros, los macedonios,
seréis también aliados en esta guerra contra los romanos, hasta que
los dioses nos cedan a todos la victoria. Nos ayudaréis como
convenga, en la forma que acordemos. Y si los dioses hacen que
esta guerra que hacemos todos contra Roma y sus aliados la
acabemos con buen éxito y ellos buscan nuestra amistad,
accederemos, pero de manera que esta amistad valga también para
vosotros, y así no les sea nunca lícito declararos la guerra, ni
dominar Corcira, ni Apolonia, ni Epidauro, ni Faros, ni Dimale, ni
Partino, ni Atintania. Restituirán a Demetrio de Faros sus amigos
que ahora se encuentran en poder de los romanos. Y si éstos os
declaran la guerra, o nos la declaran a nosotros, nos ayudaremos
mutuamente, según precisemos unos y otros. Y también si la
declaran a terceros, a excepción de aquellos reyes, ciudades o
linajes con los cuales tengamos juramento de amistad. Y si nos
parece necesario añadir o suprimir algo de este juramento, lo
suprimiremos o añadiremos, según parezca bien a las dos partes».
El acuerdo estipulado entre Cartago y Filipo V de Macedonia en el
momento de máximo apogeo de las armas cartaginesas (215 a.C.)
es el único documento contemporáneo del que tenemos constancia
que nos permite sacar conclusiones sobre las metas políticas de
Aníbal. Como el texto del tratado demuestra, Aníbal no pretende
borrar a Roma del mapa político, ni siquiera parece querer romper
su hegemonía sobre una parte del territorio itálico. Tampoco se
opone a la evidente existencia de un poderoso estado romano. Lo
que Aníbal sí quiere evitar a toda costa es la preponderancia
romana sobre el Mediterráneo occidental, de la que tan mal sabor
de boca tenían los cartagineses, al recordar por ejemplo la
incautación de Sicilia y el rapto de Cerdeña. Los planteamientos de
Aníbal no están encaminados a la construcción de un todopoderoso
imperio cartaginés que anulara la existencia política de sus rivales.
En la propuesta de Aníbal salta a relucir la idea de un sistema de
soberanía compartida entre estados más o menos comparables.
Observamos un intento de adaptación del sistema político
helenístico que desde hace un siglo impera en los países de la
cuenca del Mediterráneo oriental. Las monarquías recortadas de la
extensa y por ello ingobernable masa del imperio de Alejandro
Magno (Macedonia, Siria, Egipto) se contrarrestan entre sí e
impiden la formación de un estado hegemónico que las pueda
subyugar.
Tal y como apreciamos, las concepciones políticas de Aníbal,
impregnadas de pragmatismo, distan mucho de estar enturbiadas
por el embriagador efecto de sus recientes triunfos. Su nota
predominante la constituye una visión clara del futuro, así como un
análisis realista de los propios recursos y de los del enemigo.
Si bien la alianza entre Cartago y Macedonia incrementa
notablemente el prestigio de Aníbal en el mundo griego, mucho más
espectacular aún es el giro que se produce en Siracusa, la secular
enemiga de Cartago, al pasarse al bando de Aníbal. En verano del
año 215 a.C. fallece Hierón de Siracusa, quien desde comienzos de
98
la primera guerra púnica (264 a.C.) había abrazado la causa de
Roma, permaneciendo fiel a ella durante el transcurso de su largo
reinado. A raíz de las luchas internas que estallan para llenar el
vacío de poder ocasionado por la desaparición del longevo monarca,
Jerónimo logra ocupar el trono siracusano. El nuevo rey de Siracusa
no esconde su simpatía por Aníbal. Éste, siempre bien informado de
lo que sucede en Siracusa, manda a la metrópoli griega de Sicilia a
dos próceres siracusanos que sirven en su ejército y que poseen la
ciudadanía cartaginesa para intensificar las negociaciones en favor
de una alianza antirromana y procurar atraerse a los enemigos de
Roma hacia la causa de Cartago. Al cabo de una serie de
convulsiones internas y peleas ciudadanas en el transcurso de las
cuales cae el joven rey (verano del año 214 a.C.), Hipócrates y
Epicides, los agentes de Aníbal, logran adquirir una influencia
decisiva y merced a ella movilizar el potencial militar siracusano
contra Roma.
Sicilia, la plataforma natural del desembarco romano en el litoral
africano, queda seriamente amenazada por la defección de Siracusa.
Además, la ciudad puede brindar a la flota púnica el disfrute de un
excelente puerto-escala, valiosísimo baluarte de apoyo para las
operaciones del ejército de Aníbal concentrado por aquel entonces
en la Italia meridional. Sin demora alguna, Roma se apresura a
estacionar nuevas legiones en Sicilia y redobla los esfuerzos para
limitar las consecuencias negativas que conlleva la pérdida de una
ciudad tan importante estratégicamente. Nace un nuevo frente y
Roma se ve obligada a recuperar Siracusa para conservar el control
de la isla, tan vital por la cantidad de cereales que suministra a
Italia.
Las alianzas con Macedonia y Siracusa dan prestigio al ataque
cartaginés a Roma, que a partir de ahora se convierte en una
empresa global respaldada por potencias de gran renombre. Los
vínculos entre los nuevos aliados no se estrechan en primera línea
para consumar un proyecto claramente definido, sino más bien por
los análogos sentimientos de animadversión contra Roma.
A partir del año 215 a.C. los campos de batalla proliferan por
doquier y se extienden por medio mundo mediterráneo. En su
extremo más occidental, son los Escipiones quienes pugnan con
Asdrúbal Barca, disputándole la posesión de las zonas mineras de
Hispania, fuente de financiación de la guerra. En su centro, donde se
ubica el principal teatro de operaciones, el ejército de Aníbal
controla el sur de Italia, y las legiones de Quinto Fabio Máximo y
Tiberio Sempronio Graco lo acosan con la pretensión de cortar su
radio de acción. Paralelamente, flotas romanas y púnicas surcan las
aguas del Mediterráneo occidental intentando neutralizarse. Cartago
despacha un cuerpo expedicionario a Cerdeña para recuperar la isla,
donde sin embargo encuentra una fuerte resistencia que frustrará la
acción. En Sicilia las tropas de Marco Claudio Marcelo y Apio Claudio
Pulcro combaten contra mercenarios cartagineses y se preparan a
sitiar Siracusa. En el Adriático aparece una flota romana al mando
de Marco Valerio Levino con la misión de disuadir a Filipo V de
Macedonia de invadir Italia.
99
Un inmenso frente que abarca de oeste a este la zona que va del
valle del Guadalquivir al mar Jónico y, desde el norte al sur, la
región delimitada por los Alpes y el desierto del Sahara marca la
pauta de los acontecimientos interrelacionándolos y condicionando
su mutua dependencia. Pero la guerra no sólo cambia respecto a la
extensión de su campo de acción, sino que también adquiere otro
ritmo muy diferente del que hasta ahora había imperado. El factor
sorpresa, la velocidad y los intrépidos movimientos de tropas a
través de grandes espacios geográficos, elementos todos ellos que
caracterizan la fase inicial de la contienda, dan paso a una
regionalización de los escenarios bélicos. Su nuevo curso lo
determinan la guerra de trincheras, los asedios de ciudades, la
defensa de las líneas propias y una encarnizada pelea por controlar
las bases de aprovisionamiento del adversario. Observamos una
lucha de desgaste que cuanto más tiempo dura, más estragos causa
a quien tiene mayores dificultades para lograr recomponerse. Al ir
apagándose el dinamismo inicial, se reducen sensiblemente las
posibilidades de Aníbal de concluir con éxito sus objetivos. Aníbal
tiene que emplear todas sus energías y recursos para mantener el
statu quo. Sólo así podrá evitar que su ejército, acostumbrado a
llevar la iniciativa, pase a ser hostigado y obligado a reaccionar ante
las acciones de su rival. Cada año que transcurre sin que sus
enemigos encajen una derrota es perjudicial para Aníbal y favorable
a los intereses de Roma.
Este cambio de situación, que a partir del año 214 a.C. empieza a
percibirse con claridad, se ve contrastado por los vaivenes de la
guerra, los cuales deparan victorias), descalabros de forma
alternativa a ambos contrincantes. Al cabo de una racha de relativa
inactividad, Aníbal consigue en el año 213 a.C. anotarse un
importante tanto a su favor. Tarento, la ciudad griega más
importante en suelo itálico, abandona la alianza contraída con Roma
y se pasa a Aníbal. Después de Capua y Siracusa, ya son tres
grandes ciudades las que abrazan la causa de Cartago. Sin embargo,
la inicial alegría de Aníbal pronto se verá empañada, pues la
ciudadela de Tarento, sólidamente fortificada y emplazada en un
montículo desde donde se controla fácilmente la actividad portuaria,
permanece ocupada por una guarnición romana. Casi cuatro años
resistirá a toda clase de asedios sentando con ello un precedente de
tenacidad. Este gesto ilustra, como ya sucediera después de la
derrota de Cannas, la inquebrantable voluntad de victoria por parte
de Roma. Esquivando a Aníbal, haciendo de la defensa una virtud,
un modelo de irreductibilidad, Roma va recuperando
paulatinamente su capacidad militar y la fe en su propia fuerza. Sólo
le faltaba ahora adjudicarse alguna victoria para procurar cambiar
la suerte de la guerra.
¿Cómo funciona la cooperación entre Aníbal y Cartago después de
estallar el conflicto armado? A pesar del impedimento que
representa la distancia que media entre ambos, desde el primer
momento la metrópoli púnica no deja de apoyar todas las
actividades que Aníbal emprende. El ataque frontal lanzado al
corazón de Italia hace desistir a los romanos, plenamente ocupados
en defenderse, de llevar la guerra al norte de África. Libre de la
100
terrible presión que habría supuesto tener a las legiones romanas
ante sus murallas, Cartago se dedica a coordinar las operaciones de
los ejércitos púnicos que se baten en los diferentes frentes. Acapara
en sus almacenes víveres y armas. Recluta y entrena a contingentes
de mercenarios. Manda regularmente naves que transportan
avituallamiento y soldados a Hispania e Italia. Instiga golpes de
mano a través de su armada para apoyar las operaciones terrestres
de Aníbal y las de sus lugartenientes. Cumplir estas misiones
supone un gran esfuerzo que sólo es posible realizar mientras
funcionen las redes comerciales, sigan sucediéndose las
importaciones de metales preciosos de Andalucía y África y entren
en las arcas de Cartago los tributos recaudados en Libia. Desde
luego, cuanto más se prolonga el conflicto, más difícil es mantener
intactos todos los canales comerciales y económicos. Nada nos
dicen nuestras fuentes sobre las posibles actividades críticas de la
oposición antibárquida, seguramente preocupada por la duración de
la guerra. Es de esperar que ésta fuese acallada gracias a las
sensacionales hazañas de Aníbal. La consecución de una imponente
serie de victorias sobre Roma debió de halagar a los conciudadanos
de Aníbal humillados en el pasado por la prepotencia romana.
Podemos imaginar que se genera un proceso de identificación entre
la ciudadanía y el prodigioso estratega, artífice de la gloria de las
armas púnicas y símbolo de la energía y del temple de Cartago.
En el año 213 a.C. sale a instancias de Aníbal una flota de Cartago.
Su comandante, Himilcón, traslada a una columna de 25.000
hombres al litoral siciliano. Logra conquistar Acragante. Sin
embargo no consigue cumplir el objetivo prioritario de la
expedición: romper el cerco romano de Siracusa. A continuación,
otra armada compuesta de 50 embarcaciones es derrotada por la
marina romana, con lo que también fracasa un segundo intento de
liberar a Siracusa de la tenaza de las tropas de Marco Claudio
Marcelo.
A pesar de todos estos reveses, Siracusa sigue firme en su propósito
de independizarse de Roma y permanece por ello fiel a la causa de
Cartago. Su espíritu de resistencia está siendo avivado por un
ciudadano siracusano portentoso, extraordinario prodigio de la
física, de las matemáticas, de la hidráulica, de la mecánica, etcétera,
ya considerado por sus contemporáneos como uno de los más
grandes talentos universales: Arquímedes. Merced a los artefactos
construidos según sus instrucciones, así como a un ingenioso
sistema de defensa diseñado por él, las tropas romanas se ven, una
y otra vez, repelidas en sus intentos de tomar la ciudad (Polibio VIII
5-9). ¿Puede considerarse mera casualidad que Aníbal, el inspirado
estratega, se encuentre alineado al lado del genial científico
Arquímedes en la lucha contra Roma? Posiblemente esta conjunción
de energía y espíritu, de política y erudición, de poder y sabiduría
refleje de manera paradigmática la unidad de acción de todos
aquellos que se sienten profundamente escépticos ante los
proyectos hegemónicos de Roma.
En la primavera del año 211 a.C. las tropas de Marco Claudio
Marcelo logran por fin, gracias a la negligencia de los defensores y a
la traición, ocupar el perímetro amurallado (epipolae) de la ciudad,
101
considerado como inexpugnable. Por última vez, los cartagineses
hacen todo lo posible para socorrer a sus aliados siracusanos. Al
volver a fracasar en este empeño, la caída de Siracusa en manos del
ejército romano es inevitable. Marco Claudio Marcelo rompe la
abnegada resistencia y penetra en el interior de la ciudad. El
siguiente saqueo se cobra una infinidad de víctimas. Arquímedes
será una de ellas. Según los relatos que poseemos sobre el fin del
genial científico, éste aconteció en medio de una situación
paradigmática, fiel reflejo de su vida: enfrascado en la resolución de
un problema de geometría, Arquímedes no presta atención al
soldado romano que le quiere apresar y le ejecuta al desoír su
requerimiento. Marco Claudio Marcelo, profundamente afectado por
el percance, hace castigar al instigador de la muerte del insigne
erudito, gloria de Siracusa (Plutarco, Vida de Marcelo 19).
El botín que los romanos obtienen de Siracusa es de una variedad
sensacional. Además de una multitud de prisioneros que pasarán a
la esclavitud, de metales preciosos y mercancías de toda clase, los
romanos se apoderan de innumerables obras de arte griego de una
calidad suprema y de incalculable valor. Una gran parte de ellas
(esculturas, pinturas, columnas, etcétera) servirá para adornar
Roma y alentar el interés de sus clases dirigentes por la cultura
griega, sinónimo de refinamiento y prestigio (Plutarco, Vida de
Marcelo 21).
Sin embargo, mucha más importancia que las riquezas incautadas
tiene esta victoria para el estado de ánimo y la moral del ejército
romano. Después de tantas derrotas sufridas, parece perfilarse un
cambio en el curso de la contienda. La conquista de Siracusa es el
primer y más espectacular éxito de las armas romanas, conseguido
al cabo de seis penosísimos años de guerra. El ferviente deseo de
vencer a Aníbal cobra nuevas esperanzas.
Éstas se ven alentadas de modo muy especial por lo que está
sucediendo en Italia. La defección de Capua como consecuencia de
la catástrofe de Cannas (216 a.C.) supuso un durísimo golpe para
Roma, en buena parte agravado por los grandes recursos de la
ciudad, así como por el precedente que el abandono de la causa
romana pudiera sentar. Para enderezar tan inoportuno percance, el
senado romano toma medidas drásticas. Convoca a un
numerosísimo ejército compuesto por seis legiones al mando de los
cónsules Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro y lo estaciona en
los alrededores de Capua. El férreo cerco al que será sometida la
ciudad impide cualquier contacto entre los sitiados y las regiones
periféricas dominadas por el ejército de Aníbal. El alto mando
romano quiere sumar la reconquista de Capua a la recientemente
conseguida recuperación de Siracusa.
No menos que para Roma, Capua también está revestida para Aníbal
de un significado muy especial. Fue la primera gran ciudad itálica
que abrazó la causa de Cartago. Aníbal aún no había abandonado la
idea de jugar la carta de Capua como alternativa itálica a Roma.
Formaba parte de sus planes concebir una federación púnico-itálica
en competencia con la capitaneada por Roma, con Capua como
potencia hegemónica.
102
Ávido de impedir la caída en manos del enemigo de una ciudad tan
crucial para sus planes, Aníbal debe actuar sin demora. Como no
dispone de fuerzas suficientes para quebrar el cerco de su aliada
campana, proyecta ejecutar una treta que haga desistir a los
romanos en su empeño. Ordena a su ejército marchar hacia Roma.
Con ello pretende acaparar la atención de las legiones de Quinto
Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro e incitarles a perseguirle y de este
modo lograr levantar el cerco de Capua. Pero los romanos no se
dejan engañar. Saben que Aníbal no puede causar serios daños a
Roma y se mantienen imperturbables, aumentando la presión sobre
Capua. Es la primera vez que el ejército púnico deambula por las
inmediaciones de Roma. Fuera del factor psicológico que supone la
presencia de Aníbal ante las murallas romanas (Hannibal ante
portas), los efectos prácticos de este despliegue de fuerzas son más
bien contraproducentes. La maniobra fracasa al no poder evitar que
Capua sea liberada del agobiante asedio. Totalmente extenuada por
el largo y severo bloqueo, Capua se rinde incondicionalmente (211
a.C.). Los romanos sacan un gran provecho propagandístico de su
imperturbable tenacidad. A partir de ahora, pueden justificar su
estrategia de desgaste ante la opinión pública de Italia aduciendo la
recuperación de Capua como primer gran fruto de ella. Al mismo
tiempo, el éxito romano evidencia las deficiencias de la estrategia
de Aníbal, quien se muestra impotente para proteger a sus aliados.
La reconquista de Siracusa y ante todo la de Capua son los mayores
éxitos romanos y también las más amargas derrotas encajadas por
Aníbal en lo que va de la guerra. Sin embargo, estos sensibles
reveses pronto se verán compensados por las victorias de las armas
púnicas en Hispania.
Desde la aparición de las primeras legiones en la Península Ibérica
las tropas cartaginesas se retiran al sur del Ebro dejando con ello un
vasto campo de acción a los romanos. Entre los años 218 a.C. y 211
a.C. los contingentes al mando de los hermanos Escipiones
consolidan, por mediación de tratados de amistad concertados con
comunidades ibéricas, la presencia romana en el norte de Hispania.
Intentan luego, de forma esporádica, penetrar hacia el sur y
controlar el litoral mediterráneo, de suma importancia para las
operaciones marítimas de ambos bandos. Dado el reducido núcleo
de tropas romanas del que disponen, que no supera dos legiones,
demasiado exiguas para operar en un marco territorial tan extenso,
los Escipiones precisan aportaciones militares de sus aliados. En el
año 211 a.C., y posiblemente estimulados por la buena marcha de la
guerra en Sicilia e Italia, los Escipiones deciden atacar al ejército
púnico en el sur de Hispania. Cuentan con la promesa de
cooperación de una serie de tribus celtíberas. El ambicioso proyecto,
no exento de riesgo, pretende disputar a los cartagineses el control
de las zonas mineras de Andalucía. La campaña fracasa porque, a
punto de estallar el combate, se produce una defección de los
celtíberos. Las fuerzas cartaginesas cercan y vencen al fragmentado
ejército romano, que sufre una derrota total. Publio Cornelio
Escipión y su hermano Gneo perecen en el curso de sendas batallas
que tienen que librar por separado. Los supervivientes del
contingente romano que escapan de la matanza se refugian en los
103
confines más septentrionales de la península. A finales del año 211
a.C. el cuerpo expedicionario romano destacado en suelo hispano ha
dejado de existir.
Semejante sucesión de victorias y derrotas consecutivas, que por
muy espectaculares que sean no producen alteraciones sustanciales
en la balanza militar, provoca que se extienda el cansancio y la
resignación en ambos bandos. Decrece la actividad bélica. Roma
disminuye el número de legiones que combaten en suelo itálico y
Aníbal por su parte se contenta con conservar la integridad y la
capacidad operativa de su ejército. También la Hispania bárquida y
Cartago se incorporan a esta línea de actuación.
Sin embargo, el factor tiempo opera a favor de Roma. A pesar de
haber sido los romanos quienes han encajado más y mayores
descalabros, su espíritu de combatividad se conserva intacto, sobre
todo a raíz de los recientes éxitos obtenidos en Siracusa y Capua.
Los cartagineses han acusado serios reveses en Cerdeña y Sicilia,
pero consiguen mantener sus posesiones hispanas. No escapa a su
atención que la posición de Aníbal en Italia se está haciendo más
difícil cada año que pasa.
La meta de Roma es aislar a Aníbal y obligarle a abandonar Italia.
Para su materialización, los romanos se plantean la necesidad de
interrumpir los suministros que siguen llegando desde Cartago y,
ante todo, cortarle las aportaciones de su base hispana, esencial
reserva logística, humana y financiera, imprescindible para la
continuación de la guerra.
En oposición a los anhelos romanos, la meta de Aníbal es acumular
todos los recursos disponibles y aglutinarlos en el teatro de
operaciones itálico para decidir allí la suerte del conflicto. Un punto
crítico de su balance es la relativa pasividad de las tribus celtas del
norte de Italia, así como la consistencia de la federación romano-
itálica, que hasta el momento soporta todas las duras pruebas a la
que es sometida. La conservación de su imperio hispano es un gran
tanto a su favor, así como el disfrute de una relativa libertad de
movimiento en Italia. Pero lo que más positivamente valora Aníbal
es, sin duda, haber impedido hasta la fecha un desembarco romano
en el norte de África.
Al sopesar los elementos favorables y contrarrestarlos con los
factores adversos, Aníbal analiza y planifica las pautas de su futura
actuación. Había un factor en su balance que con toda seguridad le
debió de pasar inadvertido. En el año 211 a.C. emerge de repente en
la escena política romana un personaje clave, que por sus aptitudes
se convertirá en el más serio rival de Aníbal: Publio Cornelio
Escipión, quien pasará a la historia con el epíteto que hará
referencia a su mayor triunfo, «el Africano».
Su padre, Publio Cornelio Escipión, ex cónsul y general del
recientemente derrotado ejército romano de Hispania, acaba de
fallecer en campaña. Escipión hijo empieza su carrera política muy
pronto, a los 25 años. A una edad prematura, comparable a la que
tenía Aníbal cuando asumió el mando de las tropas púnicas en suelo
hispano, Escipión es nombrado comandante en jefe de las legiones
cuya misión es restablecer la autoridad romana en Hispania. Que un
joven que aún no ha desempeñado ninguna alta magistratura
104
obtenga un comando militar es un hecho insólito, sin precedentes
constitucionales, y sólo explicable por la crisis en la que queda
inmersa Roma al recibir la noticia de la aniquilación de las legiones
hispanas. En este caso, la intercesión de los aliados políticos de la
familia, así como la presión de la opinión pública, favorable a
Escipión, pueden romper la resistencia del senado, poco propicio a
esta clase de experimentos.
La guerra que se desarrolla en Hispania es para Publio Cornelio
Escipión una cuestión personal en la que convergen los intereses del
estado con su deseo privado de vengar la muerte de su padre y de
su tío paterno. El afán de restablecer el prestigio de la familia y el
honor de las armas romanas impulsa a Roma y a Escipión a redoblar
los esfuerzos en este escenario bélico, de momento bajo el control
de Cartago, que los romanos precisan dominar a toda costa para
poder quebrar la principal base logística del ejército de Aníbal en
Italia.
Sobre Publio Cornelio Escipión pronto se forjan leyendas. No
obstante, es posible entrever algunos rasgos de su personalidad.
Destaca entre sus compañeros por su laboriosidad y capacidad
emprendedora. Su devoción religiosa es proverbial. Propaga la
imagen de estar investido de fuerzas descomunales; algunos ven en
él a un favorito de la fortuna. Este último aspecto le acredita como
depositario de una energía sobrenatural capaz de otorgarle la
victoria contra sus terribles adversarios. Prestemos atención a la
imagen que transmite Tito Livio (XXVI 19) de la personalidad del
nuevo comandante en jefe del ejército romano en Hispania y futuro
gran rival de Aníbal:
«Escipión, en efecto, fue admirable no sólo por sus verdaderas
cualidades, sino también por cierta habilidad en hacer ostentación
de ellas, en la que se había aleccionado desde su adolescencia; ante
la multitud, procedía en la mayoría de acciones como si su espíritu
hubiera sido aconsejado por medio de apariciones nocturnas o por
inspiración divina [...] Preparando los ánimos para esto ya desde el
principio, no hubo un día desde que vistió la toga viril, que, antes de
realizar algún acto social o privado, no fuera al Capitolio y, entrando
en el templo, permaneciera sentado y allí, en lugar aparte, pasara
un rato casi siempre a solas. Esta costumbre que observó durante
toda su vida, afianzó en algunos la creencia, que se divulgó
intencionada o casualmente, de que este hombre era de estirpe
divina, y reprodujo una leyenda, difundida antes acerca de
Alejandro Magno [...] La ciudadanía, confiando en estas cosas,
encomendó a una edad en absoluto madura el peso de tan enorme
responsabilidad y un poder tan inmenso».
105
12. Giro decisivo de la guerra: Escipión en Hispania
106
Fabio Máximo gana un tiempo precioso que le permite dedicarse
exclusivamente a la conquista de Tarento. La ciudad es asaltada
desde diversos puntos de su recinto amurallado, rompiéndose así,
en una semana, la resistencia de los tarentinos. Al igual que sucedió
con Siracusa, Tarento también será saqueada. Unas 30.000
personas son sometidas a la esclavitud. El botín, compuesto por
grandes cantidades de metales preciosos y tesoros artísticos de
incalculable valor, fue enorme. Al enterarse Aníbal de los planes de
Quinto Fabio Máximo, dirige su ejército a marchas forzadas hacia
Tarento para deshacer el férreo bloqueo con que los romanos
someten a la ciudad, pero, pese a su diligencia, llega demasiado
tarde para poder prestar auxilio a sus aliados tarentinos y evitar
este dolorosísimo descalabro.
Dado que desde hace años las operaciones militares en suelo itálico
terminan en igualdad, ya que ningún bando es capaz de imponerse
rotundamente sobre el otro, el destino de la guerra depende de lo
que sucede en los otros frentes fuera de Italia. La Península Ibérica
continúa siendo la reserva económica, humana y logística de Aníbal.
Para inclinar la balanza a su favor, los romanos se proponen
aglutinar sus esfuerzos en este tan crucial escenario bélico. Mandan
allí al recién nombrado procónsul Publio Cornelio Escipión a la
cabeza de un nuevo ejército compuesto en su mayor parte por las
legiones que acaban de tomar Capua. De él se espera que vengue la
muerte de su padre y de su tío y expulse a los cartagineses del país.
En este sentido, la campaña militar de Aníbal en Italia se decidirá en
Hispania.
Cuando Publio Cornelio Escipión desembarca a fines del año 211
a.C. en la costa catalana, se ve enfrentado a la necesidad prioritaria
de rehacer la presencia militar romana en la zona. Para culminar sus
planes de conquista deberá enfrentarse a tres ejércitos
cartagineses. Por esta razón, al comenzar su gestión no quiere
arriesgarse a sucumbir contra un enemigo dotado de fuerzas muy
superiores, como les sucedió a sus parientes, antecesores en el
mando del ejército hispano. Mediante la realización de una acción
sorpresa, enérgica y audaz, que bien podría haber sido ideada por
Aníbal, Publio Cornelio Escipión decide apoderarse del cuartel
general púnico en Cartagena (primavera 210 a.C.) y propinar de
esta manera al alto mando cartaginés un mortífero golpe.
Aprovecha la circunstancia de que el ejército cartaginés en estos
momentos se encuentra dispersado a lo largo del territorio
peninsular. El hecho de que las tropas cartaginesas se hallen
acuarteladas lejos de la ciudad no se debe, como se ha llegado a
suponer, pues no existen argumentos suficientes que lo prueben a
un desacuerdo entre los dirigentes cartagineses ni mucho menos a
su incapacidad de conducir la guerra de modo coordinado. Las
unidades del hermano de Aníbal, Magón, estaban acuarteladas cerca
de Cádiz, con la misión de vigilar la cuenca minera de Huelva. Las
tropas de Asdrúbal, hijo de Giscón, operaban en la desembocadura
del Tajo, lo que también guarda relación con el afán de proteger la
economía militar cartaginesa. El grueso del ejército cartaginés bajo
el mando del otro hermano de Aníbal, Asdrúbal, cubría en
Carpetania los flancos de los demás cuerpos de ejército y formaba
107
una especie de barrera contra cualquier intento de invasión de
Andalucía. El fallo de la estrategia cartaginesa fue no haber previsto
la posibilidad de un ataque romano a Cartagena y de no haber
dispuesto adecuadamente un sistema defensivo para la ciudad más
eficaz del que se encontró Publio Cornelio Escipión al presentarse
repentinamente con más de 25.000 soldados ante sus murallas.
La toma de Cartagena es una gesta militar singularmente atrevida.
Merced al relato del historiador griego Polibio (X 8-20) podemos
hacernos una idea de los pormenores de esta acción, que puede ser
resumida de la siguiente manera: Escipión aparece
inesperadamente ante las murallas de la ciudad y se lanza al
ataque. La exigua guarnición, de unos mil hombres, que velaba por
la seguridad del recinto urbano se ve impotente para detener el
ímpetu del muy superior ejército romano. Se arma apresuradamente
a la población civil, marineros y artesanos con poca experiencia
militar, que no consiguen impedir que las legiones romanas
desborden el recinto amurallado de la ciudad. Por la noche, Magón,
el comandante del puesto, tiene que ofrecer la rendición
incondicional de la plaza.
Cartagena, el símbolo del dominio cartaginés en Hispania, sufre un
despiadado saqueo. El efecto psicológico de semejante golpe de
audacia es enorme. De repente, Escipión se apodera del centro
político y económico cartaginés más importante después de la
misma Cartago. Además, recauda un botín gigantesco compuesto de
grandes reservas de plata procedentes de las minas del contorno,
innumerables depósitos de mercancías y almacenes llenos de armas
y provisiones y, ante todo, caen en sus manos los rehenes de
múltiples pueblos ibéricos retenidos allí por los cartagineses para
asegurarse el cumplimiento de los tratados dictados por Aníbal. La
posibilidad de disponer de estos rehenes será muy provechosa para
Escipión, pues de su futuro trato dependerá la benevolencia de los
pueblos hispanos hacia Roma.
Los sensacionales progresos de las armas romanas en Hispania
incrementan considerablemente la dinámica de la guerra e inclinan
de manera perceptible la balanza en contra de Cartago. También se
multiplican los problemas de Aníbal en Italia, donde
progresivamente se encuentra con deberes de difícil resolución. Las
ciudades itálicas que se le adhieren comportan ventajas, pero
también causan múltiples contratiempos. Como raras veces son
regiones enteras las que se deciden a emprender este paso sino que
se trata más bien de plazas aisladas situadas en entornos hostiles a
la causa púnica, Aníbal tiene que fragmentar sus fuerzas para
atender a sus múltiples objetivos. Al generalizarse este hecho, se
producen graves problemas de abastecimiento que dificultan
adicionalmente las operaciones militares. Especialmente el peligro
de una dispersión excesiva de sus efectivos amenaza el limitado
potencial bélico del que Aníbal dispone. Para poder contar con la
fidelidad de los nuevos aliados, hay que dispensarles protección, lo
que en cierta manera limita la libertad de acción de Aníbal
condicionando la disponibilidad de su ejército. Por otra parte, la
necesidad de incrementar el número de aliados itálicos le obliga a
tomar la ofensiva y, después de incorporarlos a su causa, a
108
defenderlos de los ataques romanos. El ejército púnico carece de los
efectivos necesarios para cumplir esta doble tarea. Aníbal se
encuentra ante un dilema de difícil solución. Mientras tanto, los
romanos, muy conscientes de la situación, aumentan la presión
sobre Aníbal sin llegar a desafiarlo directamente. Debido a estas
circunstancias políticas y militares, Aníbal corre peligro de perder la
iniciativa táctica que hasta el momento ha desempeñado de modo
tan brillante. Se perfila el peligro de una guerra de guerrillas y de
desgaste que en las actuales circunstancias sólo puede favorecer a
los romanos.
Para ilustrar la situación contemplemos los eventos del año 208
a.C., cuyo escenario es la Italia meridional. Aníbal es envuelto por
Marco Claudio Marcelo en operaciones bélicas para que, mientras
tanto, Locris pueda ser tomada por otro ejército romano que se
mantiene expectante. Sin embargo, la ineptitud del mando romano
hace fracasar el plan. Los cartagineses sorprenden a las
desprevenidas legiones y, al cabo de una encarnizada pelea, las
consiguen dispersar. Marco Claudio Marcelo muere en el transcurso
de estas luchas. Aníbal asiste a su entierro deparándole unas dignas
pompas fúnebres. A pesar de todo, esta victoria no logra mejorar
sustancialmente su situación. Para que el rumbo de la guerra
cambie en Italia, Aníbal necesita urgentemente refuerzos y, según
estaban las cosas, éstos sólo podían llegarle de Hispania.
Las campañas que Publio Cornelio Escipión proyecta realizar en los
años 209-208 a.C. en el escenario bélico hispano se ven claramente
influidas por los acontecimientos itálicos. Su táctica es la respuesta
romana a la revitalización de la guerra en Hispania. Después de
haber prestado una eficaz resistencia a las impugnaciones romanas,
los cartagineses ven ahora llegado el momento de movilizar los
recursos de su dominio hispánico, todavía intacto, y lanzarlos sobre
Italia para derrotar definitivamente a Roma. En este contexto, el
fulminante avance de Escipión hacia Cartagena y la ofensiva que
dirige inmediatamente después hacia el sur de Hispania, donde
conquista la zona minera de Villaricos (Almería), constituyen un
sensible contratiempo para la estrategia cartaginesa.
Mediante una concentración global de todas las fuerzas disponibles,
el alto mando cartaginés pretende cambiar el destino de la guerra,
que en su opinión tiene que decidirse en suelo itálico. Confía en el
cansancio y agotamiento de los socios romanos, al igual que cuenta
con la cooperación de las tribus ligures y celtas del norte de Italia.
Evidentemente, el objetivo de los cartagineses es abrir un nuevo
frente en Italia que, una vez pueda ser sintonizado con las
operaciones del ejército de Aníbal, provoque el colapso definitivo de
Roma.
Ateniéndose a estos planes se reparten las tareas. Asdrúbal Barca
será quien conducirá las tropas hispanas a Italia. A su hermano
Magón Barca se le encarga la misión de reclutar mercenarios y
conseguir nuevos aliados. Las fuerzas que permanecen en Hispania
bajo el mando de Asdrúbal, hijo de Giscón, deben impedir nuevos
avances de Publio Cornelio Escipión.
Sin embargo, una buena parte de la estrategia púnica se ve
extremadamente dificultada por la táctica de Escipión, que no opta
109
por consolidar las recién adquiridas posesiones romanas, sino que
retoma la ofensiva dirigiéndose hacia el sur. En el año 209 a.C.
Publio Cornelio Escipión, consciente de sus posibilidades operativas,
ordena marchar a sus tropas esta vez hacia la cuenca minera del
valle del Guadalquivir, donde se enfrenta a Asdrúbal Barca, quien ya
estaba de camino hacia Italia para reforzar a su hermano Aníbal. La
batalla tiene lugar en las proximidades de Baécula (Bailén). Publio
Cornelio Escipión consigue dominar la situación e imponerse al
enemigo. Cuando Asdrúbal se percata de que no tiene ninguna
probabilidad de éxito, interrumpe la lucha para evitar pérdidas
mayores y prosigue su marcha hacia el norte con el resto de sus
tropas, ya que Aníbal cuenta firmemente con el concurso de su
ejército. Se consuela confiando en que las unidades que
permanecen en el valle del Guadalquivir basten para tener en jaque
al ejército de Escipión, quien, después de deambular por el sur
peninsular, se retira a invernar junto con sus legiones a Tarragona.
Después de la batalla de Baécula, Asdrúbal reestructura su ejército
y acelera la marcha. Atraviesa los Alpes y colma con ello una
epopeya militar por lo menos tan meritoria como la que su hermano
Aníbal realizó algunos años antes. En la primavera del año 207 a.C.
se acerca a Italia.
La perspectiva de que los hermanos Barca logren reunificar sus
respectivos ejércitos en el centro de Italia aterra a la opinión
pública de Roma. Es comprensible que los romanos se apresuren a
hacer todo lo posible para evitar tal amenaza. Ante la inminente
invasión de Italia por Asdrúbal, son elegidos para el año 207 a.C.
dos cónsules de notables calidades militares: Cayo Claudio Nerón y
Marco Livio Salinátor. La mayoría de los jefes de ejército con
probada experiencia castrense habían muerto en el combate (Lucio
Emilio Paulo, Tiberio Sempronio Graco, Marco Claudio Marcelo), y de
la vieja guardia sólo queda el ya anciano Quinto Fabio Máximo. El
más capacitado de todos, Publio Cornelio Escipión, imprescindible
en Hispania, no estaba disponible para operar en Italia contra
Asdrúbal.
Mediante un esfuerzo descomunal, se logran movilizar nuevamente
todas las reservas disponibles. Los romanos consiguen equipar unas
20 legiones que, aunque no todas reúnan la experiencia y
combatividad necesarias, sí forman una imponente barrera que
resulte inexpugnable al ejército púnico.
Después de traspasar los Alpes, Asdrúbal cruza el valle del Po, pone
sitio a Placencia, aunque pronto desiste en su empeño, al no poder
tomarla al asalto, y se dirige luego a Ariminum (Rímini). Durante la
marcha, Asdrúbal consigue reclutar tropas celtas y ligures. Su
ejército reúne algo más de 30.000 soldados. El problema del alto
mando cartaginés es coordinar las operaciones de los dos ejércitos
púnicos en suelo itálico y posibilitar su encuentro en el terreno más
apropiado. Pero, merced al tupido sistema de prevención que los
romanos han establecido en Italia, la proyectada reunificación de
ambos ejércitos púnicos encuentra grandes dificultades. Llegará a
fracasar rotundamente, ya que los mensajeros que Asdrúbal envía a
su hermano son siempre interceptados por los romanos.
110
Aníbal emprende la marcha del sur al centro de Italia y traslada su
ejército a Apulia, con la esperanza de recibir allí noticias de su
hermano. Mientras tanto, Asdrúbal se dirige hacia el sur
atravesando la cordillera apenina. Llega a la orilla del río Metauro.
Marco Livio Salinátor controla todos sus movimientos.
El otro cónsul, Cayo Claudio Nerón, que observa de cerca las
actividades de Aníbal desde su puesto de guardia en los alrededores
de Canusium, concibe el siguiente plan: con objeto de despistar a
Aníbal, finge emprender una expedición militar en tierras lucanas.
Pero, en realidad, se dirige a marchas forzadas y con tropas
previamente seleccionadas hacia el norte, donde al cabo de una
semana se unirá a las tropas de Marco Livio Salinátor en Sena
Gallica (Senigallia). La treta de Cayo Claudio Nerón produce los
efectos deseados. Aníbal no sospecha nada. Las columnas romanas
reagrupadas cerca del Metauro logran sorprender al ejército de
Asdrúbal. Sus tropas, que estaban operando en un terreno
extremamente desfavorable, no pueden mantener sus líneas ante el
asalto de las legiones. La batalla del Metauro, librada en junio del
año 207 a.C., finaliza con la completa aniquilación del ejército
cartaginés. Entre los muertos se encuentra también Asdrúbal, quien
al ver la batalla perdida se precipita con las armas en la mano
contra un destacamento romano y cae luchando. Asistimos aquí,
diez años después de haber empezado la guerra, a la primera gran
victoria romana obtenida en el campo de batalla sobre un ejército
cartaginés en tierras itálicas.
Cayo Claudio Nerón se encamina inmediatamente hacia Apulia para
volver a estrechar la vigilancia sobre Aníbal. Arroja la cabeza de
Asdrúbal al campamento cartaginés, gesto que aparte de una
extrema rudeza transmite un claro mensaje: en este momento,
Aníbal, confrontado brutalmente con la muerte de su hermano, se
da cuenta de la imposibilidad de vencer a Roma.
El curso de las operaciones bélicas en Italia no es sólo desfavorable
a las armas púnicas. También en Hispania está a punto de
producirse un giro decisivo. Al conocerse el descalabro sufrido por
Asdrúbal Barca frente a las tropas de Publio Cornelio Escipión en
Baécula, las unidades cartaginesas que estaban bajo las órdenes de
Asdrúbal, hijo de Giscón, no osan trasladarse a la cuenca minera del
Guadalquivir para intentar desalojar a los romanos que estaban
afianzando su presencia en la región. A partir de ese momento será
sólo la zona situada entre Cádiz y Huelva la que permanece bajo el
control de Cartago.
Una vez más, volverá a ser Publio Cornelio Escipión el que tome sin
vacilar la iniciativa de la guerra, que a partir de ahora no va a
abandonar jamás. Escipión aumenta los efectivos de su ejército y
reclama el apoyo de aquellos pueblos hispanos descontentos con
Cartago, que deciden asociarse a Roma. La noticia de la derrota de
Asdrúbal a orillas del Metauro (207 a.C.) obliga a los cartagineses a
detener la marcha de Escipión para evitar la pérdida de sus últimas
posesiones hispanas. La batalla decisiva para la suerte del dominio
bárquida tiene lugar en Ilipa, lugar situado cerca de Alcalá del Río,
al norte de Sevilla (206 a.C.). Mediante una combinación de
elementos tácticos (maniobras envolventes, mayor flexibilidad del
111
ejército romano dividido en manípulos, etcétera), gracias también a
un mejor entrenamiento de sus tropas, Publio Cornelio Escipión se
asegura la victoria. Cerca del lugar donde tuvo lugar la batalla
decisiva, Escipión funda una ciudad llamada Itálica (Santiponce)
con la intención de asentar allí a los veteranos de su ejército que
querían permanecer en Hispania. Será la primera de las muchas
ciudades romanas que en el futuro proliferarán por todo el territorio
peninsular.
Una vez dispersado el ejército púnico, quedaban todavía algunos
núcleos de resistencia cartaginesa, pero era de prever que no
resistiesen mucho tiempo el empuje de las armas romanas. Por su
situación geográfica, Cádiz se convierte en el último baluarte
hispano de Cartago. Allí acuden los restos del ejército púnico al
mando de Magón Barca. En estos días de tensión y agobio para la
población gaditana, vemos cómo el príncipe númida Masinisa, hasta
ahora aliado de Cartago, estrecha por primera vez lazos de amistad
con el nuevo hombre fuerte del momento: Publio Cornelio Escipión.
Magón, que aún no ha abandonado la idea de ir a auxiliar a su
hermano Aníbal, saquea las riquezas públicas y privadas de la
ciudad sin detenerse ante el tesoro del templo de Melqart,
cometiendo con ello un sacrilegio. Intenta cambiar la suerte de la
guerra en Hispania reconquistando Cartagena, pero la columna a su
mando fracasa en este empeño. Al regresar a Cádiz, sus habitantes,
enojados por los expolios sufridos, le cierran las puertas vetándole
el acceso a la ciudad. Los gaditanos esperan que Magón se aleje de
sus murallas para poder distanciarse definitivamente de Cartago.
Este agitado episodio, que cierra el telón del dominio bárquida en
Hispania, viene a desarrollarse en el mismo lugar donde éste había
sido levantado por primera vez al atracar la flota de Amílcar en el
año 237 a.C. en el puerto de Cádiz. Allí desembarcó junto a Aníbal
también Magón, quien huye ahora rumbo a Italia para prestar un
último y desesperado servicio a la empresa de su hermano. Al igual
que anteriormente hicieran múltiples ciudades hispanas, también
Cádiz, emblemático bastión de la presencia púnica en Hispania, se
asocia a Roma. A partir de ese momento, Cádiz se integrará
plenamente en el sistema político-económico del mundo romano.
Con el tiempo llegará a acumular una notable prosperidad, como
testimonian las siguientes notas, datables del siglo I a.C. y
procedentes de Estrabón (III 5, 3): «Los gaditanos son los que
navegan más o en mayores navíos, tanto en el Mediterráneo como
en el Atlántico, y puesto que no habitan una isla grande, ni dominan
extensas tierras en la parte opuesta de la tierra firme, ni poseen
otras islas, la mayoría de sus habitantes viven al lado del mar,
siendo pocos los que residen en Roma. No obstante, exceptuando
Roma, podía pasar por la ciudad más poblada del orbe, pues he oído
decir que en un censo hecho en nuestro tiempo fueron contados
hasta 500 caballeros, gaditanos, cifra que no iguala ninguna ciudad
de Italia, excepto Pavía».
En el transcurso de los años 206-205 a.C., cuando el resto del
derrotado ejército cartaginés se ve obligado a abandonar la
Península Ibérica, la época gloriosa de la expansión cartaginesa,
íntimamente ligada al resurgir de la familia bárquida, ha llegado a
112
su fin. Especialmente al percatarse del desglose de su última
plataforma ultramarina, los cartagineses son conscientes de la
dramática disminución de su territorio, mientras que el ámbito de
dominio romano logra ampliar considerablemente su campo de
acción. En lo referente al futuro de la Hispania, asistimos al inicio de
la dominación romana, que se prolongará durante siglos y que tanto
influirá en los destinos de este país.
¿Cómo reaccionaron los pueblos hispanos implicados más o menos
forzosamente en el antagonismo romano-cartaginés? La actitud de
los ilergetes es paradigmática en este contexto.
En pleno apogeo de la expansión púnica, Aníbal concertó una
alianza con sus reyes, Indíbil y Mandonio, quienes le cedieron
tropas. Al desencadenarse la guerra en Hispania, observamos cómo
los ilergetes abandonan la causa de Cartago y se asocian a Roma. El
motivo de la defección fue, sin duda, el deseo de preservar su
independencia, amenazada por los imperiosos requerimientos de los
cartagineses. Al igual que otras comunidades ibéricas —lo mismo le
sucederá por ejemplo a Edecón, rey de los edetanos (Polibio X 34)
—, Indíbil y Mandonio se encuentran en medio de una guerra ajena,
entre la espada y la pared. Al recrudecer Asdrúbal Barca las
exigencias y pedir, entre otras cosas, rehenes, los ilergetes no ven
otra salida a esta sensible pérdida de autonomía que procurarse
nuevos aliados. Su acercamiento a Roma se debe a la insoportable
presión de Cartago. Mientras los romanos precisan de la
colaboración de los ilergetes, los tratan con gran deferencia. Poco
tiempo después, al afianzarse la posición de Roma en Hispania, las
exigencias de los nuevos aliados son tan abrumadoras o más que
las de los cartagineses, lo que llevará a Indíbil y a Mandonio a
rebelarse contra la férrea tutela romana. Este afán de autonomía de
los pueblos hispanos será la causa principal de la tensión que a
partir de ahora dominará una buena parte de las relaciones
hispano-romanas. A Indíbil y Mandonio les sucederán Viriato,
Numancia, los astures y los cántabros. Casi dos siglos tendrá que
esperar Roma para conseguir dominar, ya en época del emperador
Augusto, el último conato de independencia de los pueblos
hispanos.
Los romanos vencen a los cartagineses y los expulsan de Hispania;
sin embargo, conservan un amplio legado púnico que podemos
percibir si contemplamos la futura actividad económica del país. Al
influjo cartaginés se debe con toda seguridad la introducción de
métodos helenísticos de producción en las minas hispanas (Diodoro
V 35-38; Estrabón III 2, 8-9). Por carecer de experiencia en esta
clase de menesteres, los romanos seguirán explotando el subsuelo
peninsular copiando los sistemas púnicos. Como ya hicieran en
Sicilia, donde adoptaron el mecanismo tributario que los
cartagineses habían implantado en la isla, también en Hispania los
romanos se aprovecharán de las técnicas púnicas en lo referente a
la agricultura intensiva y a la captura y comercialización del
pescado.
Retomemos ahora el hilo de los acontecimientos de Italia. Para
atenuar las consecuencias de la derrota de Asdrúbal en el Metauro,
Aníbal se retira a Brutio, pues para mantener un frente en Apulia
113
habría precisado la cooperación de su hermano. En el transcurso del
año 206 a.C. no tiene lugar en Italia ninguna acción militar
importante. Después de la pérdida de su principal base logística
hispana, Aníbal se ve sumido en una enervada inactividad.
Sin embargo, tan pronto regresa Publio Cornelio Escipión a Italia,
vuelve a reavivarse la guerra. En reconocimiento de su brillante
actuación en Hispania, Escipión es nombrado, junto con Marco
Licinio Craso, cónsul para el año 205 a.C. La principal cuestión que
se planteaba a los dirigentes romanos era cómo enfocar el futuro de
la guerra. Para resolverla, se perfilan dos posturas antagónicas:
intentar expulsar primero a Aníbal de Italia o dejarlo allí
estrechamente vigilado y trasladar la guerra al norte de África,
esperando que Aníbal se dirigiese entonces a Cartago. El tema se
discute acaloradamente en el senado, donde no se llega a un
acuerdo. El grupo de Quinto Fabio Máximo alienta la primera
posibilidad, mientras que los seguidores de Publio Cornelio Escipión
se inclinan por atacar directamente a Cartago.
Desde Sicilia, territorio que le ha sido asignado como punto de
concentración y de escala, Escipión prepara el desembarco de las
tropas romanas en el norte de África. Hasta entonces, a ningún
general romano se le habían otorgado unas competencias tan
amplias: se le induce a actuar —lo que en este caso concreto
significa abrir la guerra en el norte de África— según su propio
criterio y responsabilidad, siempre y cuando las medidas adoptadas
estén en concordancia con los intereses del estado. La misión que el
senado encomienda a Publio Cornelio Escipión es, dada su
ambigüedad e imprecisión, una invitación a acogerla como una
especie de carta blanca para finalizar la guerra contra Cartago.
La situación del ejército púnico es dramática. Después de las
victorias obtenidas en Locris, los romanos le van cortando el terreno
en el sur de Italia. Aníbal reconoce que permanecer más tiempo allí
carece de sentido. En el templo de Juno Lacinia, cerca de Crotona,
hace erigir una inscripción bilingüe (en púnico y en griego) en la
que se registran solemnemente todas sus hazañas realizadas hasta
el presente (Polibio III 33, 56). Esta única fuente documental
directa que poseemos sobre la composición del ejército púnico tiene
un interés histórico singular, ya que nos permite deducir el
potencial militar que Aníbal poseía desde el inicio de la guerra, el
cual nunca parece haber sobrepasado la cifra de 50.000 hombres
armados. En este punto resulta muy instructivo establecer
comparaciones entre los dispositivos bélicos de ambos bandos.
Según la documentación que nos suministra la formula togatorum
(registro de todos los ciudadanos romanos) del año 225 a.C., el
ejército romano contaba con un potencial de reclutamiento de casi
700.000 hombres, incluidos los aliados. En el sector marítimo
también existía un notable desnivel a favor de Roma. Frente a las
aproximadamente 100 embarcaciones de guerra púnicas disponibles
en Hispania y Cartago, en el año 218 a.C., se contabilizan más del
doble de embarcaciones romanas.
Es precisamente al constatar el infinitamente menor potencial
castrense púnico, respecto al de su enemigo, cuando más resalta la
calidad de su máximo dirigente. Sus extraordinarias facultades
114
militares, así como su excepcional carisma, quedan ampliamente
demostradas a través de la obediencia que su heterogéneo ejército
le profesa hasta el final de la guerra. Si consideramos además las
increíbles penalidades que sus soldados aguantan durante más de
una década, peleando siempre lejos de sus lugares de origen, los
méritos de Aníbal son aún mayores. A pesar de que la guerra en
Italia no podía ganarse y la retirada de las tropas hacia el norte de
África era un hecho inevitable, no se produce ningún motín. Aníbal
conserva siempre el control sobre sus tropas.
En el año 205 a.C. se concluye un tratado de paz entre Roma y Filipo
V de Macedonia, lo cual permite a los romanos concentrar todos sus
esfuerzos en preparar el golpe decisivo contra Cartago.
Como suele suceder en casos análogos, antes de tomar decisiones
de gran transcendencia, como era la de destacar un ejército en el
continente africano, la tradición romana exigía un rígido
cumplimiento de un sinfín de preceptos religiosos que debían
garantizar la victoria. Por aquel entonces, los libros sibilinos
proclamaba que el enemigo que se encontraba en Italia sólo podría
ser expulsado del país, y ulteriormente vencido, si se introducía en
Roma el culto de la Gran Madre (Mater Magna) de Pesinunte,
famoso santuario ubicado en Galatia, en el centro del Asia Menor.
Para la acogida de la diosa en Roma la ciudadanía designa al «mejor
ciudadano» (optimus vir). La elección recae en Publio Cornelio
Escipión Násica, hijo del ex cónsul Gneo Cornelio Escipión, fallecido
en Hispania (211 a.C.), y primo carnal del cónsul en funciones
Publio Cornelio Escipión, quien se halla en plenos preparativos para
invadir el norte de África. Observamos aquí una interesante toma de
postura contra la propaganda bárquida, la cual había activado la
devoción a Melqart/Hércules como deidad garantizadora del éxito
de sus armas. Los Escipiones la contrarrestan mediante la
escenificación de un no menos sugestivo culto a la victoria.
A pesar de todas las adversidades sufridas últimamente, Aníbal
continúa siendo irreductible, haciendo la guerra sin desperdiciar
ninguna ocasión de frustrar el ataque romano a Cartago. No desiste
de protagonizar acciones bélicas en Italia para entorpecer el
inminente desembarco de Escipión en las costas del norte de África.
El ejército de Aníbal, mermado adicionalmente a consecuencia de
una peste, dispone por esas fechas de efectivos inferiores a los de
los romanos, por lo que queda condenado a la inactividad. La
situación empeora aún más al quedar colapsado un intento de
ayuda proveniente de Cartago. Más de 100 embarcaciones provistas
de dinero, avituallamiento y refuerzos sucumben a las inclemencias
de un temporal. Los restos de la flota consiguen llegar a Cerdeña,
pero allí serán confiscadas por las autoridades romanas. Ninguna de
estas naves llegará a alcanzar a Aníbal.
Su última esperanza de resistir en Italia la constituye su hermano
Magón, el cual, después de no haber podido impedir que Cádiz
abandonara la causa de Cartago, navega hacia las Baleares, donde
consigue, gracias al apoyo de los cartagineses afincados allí y a sus
propios esfuerzos, reclutar un nuevo ejército. Todavía la ciudad de
Mahón, en Menorca, lleva su nombre en recuerdo de su estancia en
la zona. Magón desembarca con 30 naves en las costas de Liguria,
115
conquista Génova y se desplaza a la Galia cisalpina. Después de
permanecer casi dos años en el norte de Italia alistando nuevos
mercenarios en su camino hacia el sur, es cercado y atacado por dos
ejércitos romanos en las inmediaciones de Milán. No tarda en
producirse su definitiva derrota. Con ella se frustra la última
esperanza de Aníbal de poder seguir hostigando a los romanos en
Italia y evitar el inminente ataque a Cartago.
Recogiendo una especie de instantánea de la situación, Polibio
glorifica al invicto Aníbal, que, aunque se vea momentáneamente
abatido por los múltiples golpes del aparato militar romano, aún no
se da por vencido: «quién puede resistirse a admirar la valentía, la
capacidad táctica y la genialidad de este jefe de ejército [...] si
cuando uno observa toda la dimensión de su campaña militar, de
una guerra, que Aníbal lleva contra los romanos durante dieciséis
años ininterrumpidamente [...] sin que ningún motín se formara en
su contra, a pesar de que las tropas bajo su mando no provenían de
su propio pueblo, sino que estaban formadas por las más diferentes
etnias: libios, íberos, ligures, celtas, fenicios, itálicos, griegos, los
cuales no estaban unidos ni por una ley, ni por una tradición, ni una
lengua común, ni por nada» (Polibio XI 19).
116
13. Retirada a África y conclusión del tratado de paz
117
Aprovechando los meses de inactividad militar, Sífax intenta mediar
en un acuerdo que ponga fin a las hostilidades entre romanos y
cartagineses, basado en la retirada mutua de las tropas púnicas de
Italia y de las columnas romanas del norte de África. Las
negociaciones se demoran, sin que se llegue a resultados positivos.
Para Escipión, las cláusulas del trato eran inaceptables (Polibio XIV
1). Su firme propósito era vencer a su enemigo y ser él quien
impusiera a Cartago las condiciones de paz. Por este motivo el
118
romanos. Las fuerzas de Escipión, inferiores en infantería pero
gracias a la aportación de sus socios númidas dotadas de una
espléndida caballería, se hacen con la victoria, ante todo por la
superioridad operativa de sus jinetes. Es ésta la primera vez que la
caballería romana logra imponerse a la hasta entonces invicta
caballería púnica.
Sífax emprende la huida y Masinisa le sigue los pasos de cerca. Acto
seguido, Escipión ocupa la ciudad de Túnez para aislar a Cartago de
su retaguardia norteafricana e interceptar el suministro que
continuaba llegando a la ciudad por vía terrestre.
Bajo los efectos de la derrota padecida, el consejo cartaginés
delibera sobre las medidas que se han de tomar. La mayoría se
pronuncia a favor de resistir. Sus portavoces acuerdan activar la
defensa de la ciudad, en caso de que ésta sea sitiada por las tropas
de Escipión. También consideran la posibilidad de ordenar el
regreso de Aníbal a África. Confiando en las propias fuerzas, así
como en la ayuda de Sífax, Cartago se niega a claudicar ante la
amenaza de un inminente asedio. Sólo unos pocos miembros del
consejo se muestran favorables a entablar inmediatamente
negociaciones de paz.
A finales del verano del año 203 a.C. tiene lugar un notable cambio
de ánimo en la ciudadanía púnica, motivado porque Sífax, gran
esperanza de Cartago, cae prisionero en manos de los romanos.
En plena lucha por el dominio de Numidia, que estalla entre Sífax y
Masinisa, asistimos a un asombroso episodio pleno de pasión, amor,
celos y afán de venganza que parece haber sido extraído de la
literatura épica dedicada a la heroica Dido de Cartago o a la
legendaria Helena de Troya.
En Cirta, Masinisa logra derrotar por fin a Sífax. A continuación se
dirige a Constantina, donde se encuentra a Sofonisba, la mujer de
Sífax, la cual le había sido prometida anteriormente sin que se
hubiera podido llegar a consumar el matrimonio. Masinisa no está
dispuesto esta vez a desperdiciar la ocasión que se le presenta y,
llevado por un arrebato de pasión, contrae nupcias con la legendaria
dama. Poco después, cuando los romanos increpan a Sífax,
echándole en cara su repentina simpatía hacia los cartagineses, éste
responde que el haber abrazado la causa de Cartago se debía ante
todo a la influencia de su mujer. Semejante revelación intranquiliza
a Escipión, que a partir de ahora teme una reacción parecida en
Masinisa. Por esta razón presiona a Masinisa para que se separe de
su nueva esposa cartaginesa. El episodio finaliza con un epílogo
sangriento. Sofonisba será sacrificada ante el altar de los intereses
de la política romana. Muere envenenada.
Al evocar la interacción que media entre el destino personal y las
necesidades políticas, este tan humano y sobrecogedor episodio
adquiere unos tintes dramáticos dignos de ser escenificados por la
tragedia griega. En la obra de Tito Livio (XXX 11-15) poseemos un
relato de las peripecias de Sofonisba, cuyo trágico destino ha
ejercido en la posteridad una incesante fascinación y ha quedado
plasmado en múltiples obras de arte de todas las épocas, hasta
nuestros días.
119
Al perder el concurso de Sífax y mantenerse Masinisa fiel a los
romanos, el consejo de Cartago decide mandar una delegación a
Escipión para negociar el fin de la guerra. Escipión, quien a pesar de
haberlo intentado varias veces aún no había podido tomar Útica, no
estaba descontento por este giro de la política cartaginesa. Si los
cartagineses se muestran dispuestos a aceptar sus condiciones de
paz, Escipión podrá sentirse como el vencedor de la guerra. Por otra
parte, la conclusión de un tratado de paz le evitaría la engorrosa y
siempre arriesgada tarea de asediar una gran ciudad,
perfectamente amurallada, como era el caso de Cartago, y tener que
guerrear con una población dispuesta a defenderla a ultranza.
Escipión pide, en primer lugar, la liberación de todos los prisioneros
de guerra romanos en manos de Cartago, así como la entrega de la
armada púnica, excepto veinte naves. También quiere que Cartago
renuncie a sus posesiones en Hispania, así como al dominio que
ejerce en las islas situadas entre Italia y el norte de África. Exige la
inmediata retirada de Aníbal de Italia, pide que Cartago se haga
cargo del avituallamiento del ejército romano estacionado en el
norte de África e impone el pago de una indemnización de guerra de
5.000 talentos de plata.
Estas condiciones eran sin duda muy duras para los cartagineses,
pero no debían de diferenciarse mucho de las cláusulas que Aníbal
habría impuesto en el caso de una victoria definitiva sobre Roma.
Del mismo modo que Aníbal había querido debilitar a una, a su
parecer, demasiado poderosa Roma, Escipión perseguía una meta
parecida. Escipión quería evitar en el futuro un nuevo resurgimiento
militar cartaginés.
Las demandas de Escipión, por muy comprensibles que puedan
parecer, si las vemos desde la óptica romana, eran harto difíciles de
digerir para los cartagineses, pues, además de cumplir lo que se les
pedía, tendrían que soportar en el futuro la presión de Masinisa,
quien se mostraba ávido de impedir, ya por interés propio, cualquier
aumento del poderío cartaginés. Hasta la entrada en vigor del
tratado de paz, se acuerda un armisticio.
En Roma, la ratificación del tratado de paz se demora hasta que las
tropas cartaginesas abandonan definitivamente Italia. Aníbal
desembarca en Leptis Minor en cabeza de unos 20.000 soldados.
Poco más tarde llegan a las costas del norte de África los restos del
ejército de su, mientras tanto, fallecido hermano Magón (otoño 203
a.C.). Parece ser que Aníbal acampa cerca de Hadrumetum
(Sousse), región donde se ubicaban las posesiones agrícolas del
clan bárquida.
Aunque la guerra no había terminado formalmente, estaba
completamente claro que los objetivos genuinos del todavía invicto
Aníbal no podrían ser alcanzados de ninguna manera. Por parte de
los cartagineses persistía la esperanza de poder derrotar a Escipión
con la ayuda de Aníbal, como ya le sucedió en el año 255 a.C. al
cónsul Marco Atilio Régulo, quien desembarcó con un ejército
expedicionario en el norte de África para hacer capitular a Cartago y
fue completamente aniquilado. En medio de esta situación ambigua
se produce un incidente que conllevará la reanudación de las
hostilidades. Un convoy romano de abastecimiento corre el peligro
120
de zozobrar delante de las playas de Cartago, a la vista de toda la
ciudad. Los habitantes de Cartago, que desde hacía tiempo padecían
una apremiante escasez de víveres, asaltan las naves que naufragan
y se apoderan de su carga. Al parecer, envalentonados por la
presencia de Aníbal en el norte de África, los cartagineses no hacen
caso a las quejas de Escipión. Al mostrarse ambas partes
irreductibles, el conflicto se recrudece. Llega a producirse la ruptura
del armisticio. Como consecuencia de ello, vuelven a reanudarse las
hostilidades. La guerra entra en su recta final.
En otoño del año 202 a.C. ambos ejércitos se enfrentan en el valle
del Bágrada, posiblemente no muy lejos de un lugar llamado
Naraggara. Esta confrontación armada, conocida y popularizada con
el nombre de batalla de Zama, constituirá el último acto de una
guerra que ya estaba durando más de 17 años. Antes de iniciar el
combate, los dos generales llegan a entrevistarse. El glorioso
Aníbal, revestido de un enorme prestigio, y Escipión, la gran
promesa de Roma, intentan, según parece, evitar a través de
conversaciones las incertidumbres que toda batalla lleva consigo.
Aníbal sin duda trató de mejorar las cláusulas del tratado de paz
acordado y confirmado por Roma. Tal vez confiaba en la fascinación
de su nombre, así como en el efecto intimidador, ya que hasta
entonces nunca había sido derrotado por los romanos: ¿por qué
debería pasar algo igual ahora? Escipión, con mucha confianza en sí
mismo, rechaza las proposiciones de Aníbal. La escena del
encuentro entre el enérgico general romano y el mito viviente
cartaginés o, según Livio, «el mayor militar no sólo de su época»,
ya fatigado probablemente después de tantas luchas, será
transmitida por nuestras fuentes, que hacen de ella el punto
culminante del drama bélico protagonizado por Aníbal y Escipión
(Polibio XV 6-9, Livio 29-32).
Los respectivos potenciales militares de ambos contrincantes están
bastante igualados. Cada uno de ellos tiene bajo sus órdenes a más
de 40.000 hombres. Sin embargo, Escipión supera a Aníbal en
efectivos de caballería. Una posible ventaja para Aníbal podía ser el
hecho de disponer de una respetable cantidad de elefantes de
guerra. Sin embargo, la entrada en acción de la temible arma no
surtirá el efecto deseado. Al empezar la batalla, el ejército romano,
que estaba preparado para resolver esta eventualidad, abre sus
líneas formando corredores que facilitan la dispersión de los
animales. El dispositivo de infantería de ambos ejércitos también
estaba equiparado.
Esta vez será la caballería romana la que inicie el combate.
Incapaces de detener su tremenda embestida, los jinetes
cartagineses huyen, perseguidos por los romanos. La única
posibilidad de victoria que le queda a Aníbal es derrotar a las
legiones romanas mediante un arrollador ataque de sus veteranos
soldados antes de que la caballería romana pueda regresar de la
persecución del enemigo. Sin embargo, todos los intentos de la
infantería púnica de perforar las líneas romanas fracasan. Aníbal no
consigue una irrupción. La entrada en acción de la caballería
romana decide la lucha. Como si copiaran la táctica que empleó
Aníbal en Cannas, los jinetes romanos envuelven a la infantería
121
púnica y le propinan el golpe mortal. Escipión derrota a Aníbal con
sus propias armas. El último ejército del que dispone Cartago queda
completamente aniquilado.
Aníbal abandona rápidamente el campo de batalla. Se dirige
primeramente a Hadrumetum (Sousse), y más tarde viajará a
Cartago. El consejo cartaginés manda una delegación para negociar
la paz con Escipión, que mientras tanto acababa de instalar su
campamento en Túnez para volver a presionar a Cartago. El
comandante en jefe del ejército romano trata a los parlamentarios
cartagineses despectivamente. Les recrimina el fracaso del acuerdo
suscrito el pasado año. Escipión advierte a los embajadores
cartagineses que sólo habría paz bajo condiciones bastante más
duras para Cartago de las que ya fueron estipuladas en el anterior
tratado.
Además de la inmediata evacuación de Hispania y todas las demás
posesiones ultramarinas, los cartagineses son ahora instados a
ceder territorios norteafricanos a Masinisa. También debían
contraer la obligación de liberar a todos los prisioneros de guerra
sin obtener rescate, entregar a los desertores y renunciar en el
futuro a volver a utilizar elefantes de guerra en sus campañas
militares. La flota quedará aún más debilitada, pues se exige de los
cartagineses la inmediata entrega de todas sus embarcaciones salvo
diez naves. Sin embargo, la cláusula más dolorosa es la integración
forzosa de Cartago en el seno de la confederación romana. Esto
significaba que, en el futuro, Cartago podía seguir administrándose
de forma autónoma en cuestiones internas, pero en todo lo
referente a la política exterior sus derechos de soberanía quedaban
sensiblemente mermados. Por ejemplo, Cartago contrae la
obligación de apoyar a Roma en caso de guerra siempre y cuando
ésta lo requiera. Se le vetaba categóricamente cualquier operación
militar fuera del territorio africano. Dentro de los límites de África,
Cartago sólo podía hacer la guerra con el expreso permiso de Roma.
Finalmente, el importe total de las indemnizaciones de guerra que
los romanos exigen de Cartago es aumentado a la exorbitante
cantidad de 10.000 talentos de plata (un talento equivalía a unos 26
kilos del precioso metal).
Cuando la ciudadanía púnica se entera de las precarias condiciones
de paz que los romanos imponen, vuelve a reavivarse el espíritu de
resistencia. Algunos círculos políticos incitan a la ruptura de las
negociaciones. Prefieren luchar antes que firmar un acuerdo tan
humillante. Será Aníbal quien decidirá la situación, al aconsejar a
sus conciudadanos aceptar el tratado de paz (Livio XXX 35, 11). Él
sabía mejor que nadie lo insensato que era empeñarse en continuar
oponiendo resistencia. Por esta razón, opta por la ratificación del
dictado de paz romano, que, a pesar de sus problemáticas
consecuencias, considera menos malo que una capitulación
incondicional, que sin duda amenazaba producirse si la guerra se
hubiese reanudado.
La solemne firma del documento de paz se efectúa en Cartago,
ateniéndose a los procedimientos rituales internacionalmente
reconocidos. Los representantes del estado cartaginés juran ante
los dioses el cumplimiento de las cláusulas estipuladas. De Roma
122
vienen expresamente fetiales (sacerdotes responsables del cierre y
cumplimiento de acuerdos) para dar validez al tratado.
Inmediatamente después de la ceremonia, los cartagineses,
mediante un episodio altamente simbólico, se percatan de la
magnitud y las consecuencias de su derrota, que conlleva la pérdida
de su antiguo poder: los romanos obligan a zarpar del puerto de
Cartago a las naves de guerra confiscadas, las cuales, una vez en
alta mar, serán quemadas ante los consternados ciudadanos
cartagineses, que se convierten en testigos presenciales de cómo su
tan envidiada y poderosa ciudad, siempre orgullosa de su
independencia, pasa a ser un estado vasallo de Roma.
Poco tiempo después, el ejército romano se dispone a abandonar el
norte de África. La mayor parte de las legiones acuarteladas en los
alrededores de Túnez emprenden desde allí el viaje de retorno.
Hacen escala en Sicilia y continúan luego su marcha hacia Roma e
Italia. El trayecto de regreso de Escipión aparece impregnado del
júbilo que exterioriza la población itálica al enterarse del fin de la
guerra. Cuando el vencedor de Cartago, a quien ya llaman «el
Africano» (es la primera vez que un general romano obtiene el
epíteto del pueblo vencido como título honorífico) en
reconocimiento a sus epopeyas africanas, llega a Roma para
celebrar su triunfo sobre Aníbal, se desbordan las emociones.
Además de haber logrado vencer al mayor enemigo de la historia de
Roma y finalizar la pesadilla que suponía para los romanos la
existencia de un ejército púnico en suelo itálico, Escipión aporta al
erario público un considerable botín de guerra. Una vez más, Roma
consigue sobreponerse a sus adversarios a pesar de los muchísimos
contratiempos sufridos. A partir de ahora nadie más osará poner en
duda la soberanía romana en el Mediterráneo occidental.
Polibio, cronista de la segunda guerra púnica, quien bajo la fuerte
impresión que le causa el proceso de formación del Imperio Romano
decide escribir una historia universal, enjuicia las consecuencias de
la victoria romana de la siguiente manera: «Pues que los romanos
extendieran sus brazos hacia Iberia o hacia Sicilia y que
emprendieran expediciones con sus ejércitos de tierra y flotas no
tiene nada de peculiar, sin embargo, cuando uno tiene en cuenta
que el mismo estado y el mismo gobierno realizan simultáneamente
múltiples campañas y que aquellos que las dirigían luchaban al
mismo tiempo en su propio país para salvar su existencia que tanto
peligraba, entonces sí que se realza la importancia de los hechos,
los cuales merecen encontrar la atención y admiración que
realmente les pertenecen» (Polibio VIII 4).
Los enormes esfuerzos realizados por Roma, la superación de
numerosos desafíos, así como la extremadamente larga duración de
la contienda, generan una serie de consecuencias novedosas para la
futura estructuración del estado romano. Si nos fijamos en primer
lugar en su clase dirigente, podemos constatar que es aquí donde se
producen los más notorios cambios. La necesaria prolongación de
las magistraturas a causa de la guerra rompe el tradicional sistema
de limitar el mando supremo a un año y otorga a aquellos que están
años consecutivos en campaña un poder prácticamente ilimitado,
casi monárquico. Por citar sólo algunos ejemplos, recordemos a
123
Quinto Fabio Máximo, quien se pasa toda la guerra ocupando
puestos de alta responsabilidad (cinco consulados y una dictadura);
igual les sucede a Cayo Claudio Marcelo (cinco consulados) o a
Quinto Fulvio Flaco (cuatro consulados). Publio Cornelio Escipión
desempeña desde el año 210 hasta el 201 a.C. un mando
ininterrumpido sobre el ejército. Algo parecido le sucederá también
a Tito Quinctio Flaminino, que durante los años 198 a 183 a.C.
ejercerá una influencia decisiva en la política romana.
Hacer que estos senadores abandonen sus excepcionales cargos y
prerrogativas, y obligarles a adaptarse al tradicional sistema de la
igualdad senatorial, se convertirá en uno de los más graves
problemas de la sociedad romana en época republicana.
Uno de los hechos más sobresalientes de la guerra es que, a pesar
de haberlo intentado con gran tesón, Aníbal no consigue fragmentar
decisivamente la federación romano-itálica, que resiste a todas las
impugnaciones. Uno de los motivos era sin duda que con el tiempo,
gracias a numerosas relaciones personales entre las aristocracias
de Roma y de las ciudades itálicas, se había llegado a consumar un
tupido tejido personal, social y económico que resultaba muy difícil
quebrar desde fuera. Roma e Italia van estrechando
progresivamente sus vínculos comunes. A pesar de todas las
tensiones existentes y de las que iban a generarse todavía, el
camino hacia la integración ítalo-romana ya aparece perfectamente
trazado. La consecución de este propósito será, a partir de ahora,
sólo cuestión de tiempo.
El resultado decisivo de la guerra es sin duda la aceleración del
proceso de formación de un Imperio Romano a costa de las antiguas
posesiones cartaginesas. Cerdeña, Sicilia e Hispania constituyen las
bases territoriales preliminares de la futura empresa. Que los
romanos se fijaran, inmediatamente después de la segunda guerra
púnica, en Grecia y demás países del Mediterráneo oriental es una
consecuencia lógica de su imparable avance.
No todo son ventajas. Si nos fijamos en las enormes repercusiones
negativas que la guerra genera en Italia, el balance de la victoria
romana es bastante menos favorable. Regiones completas, sobre
todo en las zonas del centro y en el sur de la península apenina,
están despobladas y devastadas. Para subsanar los daños es
necesario poner en marcha un ambicioso proyecto de reforma
política, económica y social. La futura estabilidad de la sociedad
romana, a partir de ahora en pleno auge imperial, dependerá en
gran medida de que se realicen eficazmente estos proyectos.
124
14. Una nueva faceta: estadista en Cartago
125
que de tan absorbente modo amenazaba hipotecar él futuro de
Cartago.
Por otra parte, nadie olvida la gloria de sus hazañas, esas
incontables derrotas y humillaciones que infligió a Roma, año tras
año, recuerdo que, aunque pertenece al pasado, sirve de consuelo
en los tristes momentos actuales, en los que Roma ejerce un
abrumador dominio sobre los destinos de Cartago. Para muchos
contemporáneos, Aníbal sigue siendo un ídolo, una prueba viviente
de lo que los cartagineses son capaces de realizar. Quizás Aníbal
sea considerado por una gran parte de sus compatriotas como la
única esperanza para mejorar las tristes perspectivas de futuro que
se perfilan en el horizonte político de Cartago.
La imperante obligación de satisfacer los pagos de los tributos
adeudados a Roma en concepto de reparaciones de guerra
condiciona de forma determinante la política cartaginesa. Rehacer
la economía púnica, colapsada por la prolongadísima duración del
conflicto y la pérdida de las posesiones de ultramar, es la necesidad
más acuciarte. Pero recomponer el deteriorado sistema económico
exige tomar medidas inmediatas: hay que subsanar las
devastaciones causadas por la guerra, volver a activar los canales
comerciales, especialmente las rutas del tráfico de oro y metales
preciosos que enlazan Leptis Magna con el interior de África, y,
sobre todo, potenciar la agricultura en los territorios norteafricanos
pertenecientes a Cartago.
El importe del plazo anual que Cartago adeuda a Roma es de 200
talentos de plata. Como las arcas del estado están prácticamente
vacías después de satisfacer todas las obligaciones que la
capitulación incondicional había comportado (liquidar las cuentas
pendientes con los mercenarios al servicio de Cartago, pagar el
abastecimiento del ejército romano, etcétera), es preciso reunir
esta cantidad a expensas de los ciudadanos más acomodados.
Naturalmente, semejante circunstancia no podía volver a repetirse
más veces. Urgía procurarse nuevos ingresos a toda costa. Lograr la
disponibilidad de estas sumas es la meta prioritaria de la política
cartaginesa. Como de sobra sabían los cartagineses, los romanos no
gastaban bromas en este terreno y se mostrarían implacables, sin
aceptar a excusas o explicaciones si Cartago no entregaba
puntualmente las cantidades estipuladas.
Frente a estas necesidades tan acuciantes, las antiguas disputas
entre los grupos dirigentes de la política cartaginesa respecto a la
conveniencia de potenciar la expansión ultramarina o la penetración
en suelo africano pierden su sentido. Como consecuencia directa de
la entrega de la flota, Cartago no está capacitada para emprender
empresas marítimas a gran escala, como había sido la conquista del
sur de Hispania por los Bárquidas. Sin embargo, continúa siendo
posible importar y exportar productos por vía marítima a través de
la intacta marina mercante. Un tema muy espinoso es el deseo de
intensificar la explotación del suelo africano. A partir de ahora
Cartago debe contar con los apetitos territoriales de Masinisa, quien
goza del incondicional apoyo de Roma.
Ante este cúmulo de dificultades, así como ante las perspectivas
novedosas que marcan las líneas maestras de la futura orientación
126
política de Cartago, surge una pregunta: ¿Qué papel desempeñará
Aníbal en este sistema de coordenadas político-económicas? ¿Es de
esperar que participe o que incluso llegue a retirarse de toda
actividad pública?
Por el momento, todos los indicios apuntan hacia esta última
alternativa. Al regresar a Cartago, sus adversarios lo llevan ante los
tribunales y le involucran en un proceso de cuyo veredicto esperan
su descrédito definitivo. Quieren con ello eliminarle como opción
política en el futuro. Se le achaca haber impedido deliberadamente
la conquista de Roma. También se le acusa de malversación de
fondos. Sus enemigos le echan en cara haberse incautado
indebidamente de botines de guerra. Al realizarse el juicio, Aníbal
rebate uno por uno los argumentos de la acusación, con lo que logra
fácilmente quedar absuelto de toda sospecha. Consigue con ello su
primer triunfo en política interior cartaginesa después de la guerra y
afianzar de este modo su situación.
A pesar de que, después de la firma del tratado de paz con Roma,
habían finalizado las hostilidades, Aníbal continúa estando investido
del máximo poder militar. Ejerce la función de comandante en jefe
sobre el resto del ejército que ha sobrevivido a la batalla de Zama y
que por estas fechas está acuartelado en distintas plazas de
soberanía púnica. Pero como los romanos no dejan de presionar a
las autoridades de Cartago, consiguen al fin que Aníbal sea
depuesto de sus competencias militares.
No sabemos qué clase de actividades emprende Aníbal por esas
fechas, y desconocemos si se instala en alguna de sus propiedades
rurales o se va a vivir a la misma Cartago. La próxima noticia que
permite dar cuenta de sus actividades data del año 197 a.C. En esta
fecha será nombrado sufeta de Cartago. Se trata del más alto cargo
público de la república cartaginesa, comparable a las competencias
civiles de los cónsules romanos, magistratura anual que empezará a
ejercer, junto a otro colega, a principios del año 196 a.C. Dado el
prestigio de Aníbal, no es de extrañar que el nombre de su colega
haya caído en el olvido, al volver a concentrarse la atención otra vez
en el gran personaje. Este evento viene a certificar la inmensa
popularidad y la gran aceptación de las que sigue disfrutando
Aníbal. También nos indica que el partido bárquida mantiene el
poder de convocatoria sobre sus seguidores, con lo que queda
constatada la influencia que continúa ejerciendo en la política
cartaginesa.
De su mandato como sufeta de Cartago conocemos un episodio
estrechamente relacionado con las finanzas públicas, asunto
especialmente espinoso en vista de las constantes exigencias
romanas. Se suscita una disputa entre Aníbal y uno de los
principales recaudadores de impuestos, cuyo nombre ignoramos
pero que con seguridad era alguien encargado de llevar las cuentas
del estado. Tito Livio, que es quien nos narra el episodio (XXXIII 46,
3), lo denomina quaestor, que viene a ser el equivalente romano del
magistrado responsable del erario público. El aludido personaje no
quiere dar explicaciones a Aníbal sobre su modo de llevar las
cuentas. También se niega a acudir a la cita que Aníbal concierta
con él ante el tribunal de delitos monetarios. Por lo visto se sentía
127
seguro de sí mismo al proceder así, consciente del apoyo del que
gozaba dentro del partido antibárquida. Como además espera ser en
breve admitido en el colegio de los 104, una especie de alta cámara
vitalicia dotada de atribuciones políticas y judiciales y baluarte de la
aristocracia cartaginesa, después de concluir su mandato como
quaestor, desdeña el requerimiento de Aníbal. Su forma de
proceder, al negarse a dar explicaciones sobre su actuación pública,
constituye una premeditada provocación. Pero Aníbal no se deja
poner tan fácilmente fuera de combate. Ordena el encarcelamiento
de su opositor y le acusa de alta traición ante la asamblea del
pueblo cartaginés, máximo órgano político de Cartago.
Esta sentencia favorable a Aníbal, que aprovecha la ocasión para
reformar el sistema constitucional cartaginés, le abre nuevas
perspectivas políticas. Promulga una ley que impide ser en el futuro
miembro vitalicio del colegio de los 104, además de limitar su
pertenencia a un año, quedando prohibida la iteración. Con ello,
propicia un duro golpe a sus adversarios políticos y debilita al
mismo tiempo el sistema de gobierno oligárquico de Cartago.
Estas medidas, que Aníbal logra hacer entrar en vigor gracias al
apoyo que le presta la asamblea del pueblo, aumentan su
popularidad al tiempo que le proporcionan un fuerte sustento
político. A partir de ahora, el invicto estratega se gana la fama de
ser un insobornable magistrado púnico, guiado por la idea de
reformar las instituciones políticas de Cartago con el fin de mejorar
su eficacia. Aníbal hace comparecer ante la justicia a todos aquellos
que cometen delitos de cohecho y que utilizan los cargos públicos
que ostentan para enriquecerse.
Merced a las innovaciones introducidas por Aníbal, el sistema fiscal
se revela más justo, más controlable por los poderes públicos y más
efectivo. Todo esto contribuye a estabilizar el potencial financiero
de Cartago. El éxito de sus medidas depara una serie de ventajas a
la extenuada ciudadanía. La hacienda pública puede ser
rápidamente saneada, lo que conlleva cerrar el ejercicio fiscal con
un superávit, mediante el cual se satisfacen con creces las cuotas de
los plazos que hay que pagar anualmente a Roma. Con las
cantidades sobrantes el erario público empieza a acumular reservas.
Al contemplar los vaivenes de la política interior de Cartago durante
la magistratura de Aníbal, nos podemos percatar de una situación
sumamente paradójica. El dictado de paz impuesto por Roma a
Cartago, cuyo principal objetivo era limitar radicalmente el campo
de acción de la gran metrópoli norteafricana, obligándola a
abstenerse de la política mediterránea, también genera efectos
positivos. Éstos son mayores de lo que a primera vista pueda
parecer. La respetable cantidad de recursos y fondos que en el
pasado tenían que ser invertidos en la flota de guerra para
garantizar su disponibilidad y eficacia, así como para pagar la
soldada de los mercenarios al servicio de la política ultramarina de
Cartago, puede ser ahora utilizada exclusivamente para realizar
proyectos civiles, para ser reinvertida en obras públicas, medidas de
mejora, etcétera. Con ello se contribuye a aumentar la riqueza del
estado al dotarlo de una notable infraestructura civil (Plutarco, Vida
de Catón 26).
128
Cartago, derrotada por Roma, no queda paralizada por el golpe
psicológico que supone la pérdida de su imperio colonial, ni
tampoco se sume en la desesperación y en la inactividad. Al
contrario, observamos una pronta recuperación económica, basada
en la potenciación de una agricultura modélica en las privilegiadas
zonas de cultivo norteafricanas pertenecientes a Cartago, y también
constatamos un auge de la actividad artesanal y comercial y un
sensible incremento de las obras públicas. El plano urbanístico de
Cartago, datable de la época posterior a la segunda guerra púnica y
perceptible a través de las últimas excavaciones (Nierneyer),
acredita la modernidad y el lujo de sus zonas oficiales y
residenciales y la magnificencia del recinto portuario. Todas estas
obras de mejora empiezan a ser materializadas en los primeros
decenios del siglo III a.C.
Las medidas que Aníbal adopta para aumentar la eficacia del
sistema político y fiscal no provocan sólo adhesiones y simpatías.
También le crean grandes enemistades. Algunos miembros de la
oligarquía dominante implicados en los escándalos financieros o en
los casos de corrupción que Aníbal pretende esclarecer se proponen
combatirle implacablemente. Quieren exiliarle de Cartago y buscan
un motivo, así como la cooperación de Roma para lograrlo. Se trama
una intriga. Difunden en Roma el rumor de una conjura entre Aníbal
y el rey seléucida Antíoco III. Propagan la murmuración de que la
meta del pacto es reunir una coalición de enemigos de Roma para
volver a reanudar la guerra.
Los círculos políticos dirigentes de Roma utilizan la propicia ocasión
que les brindan los miembros del partido antibárquida para lanzar
un ataque frontal contra el temido estratega cartaginés. A
excepción de Publio Cornelio Escipión, quien da una prueba de
grandeza de espíritu al desechar la trama urdida contra Aníbal, pues
reconoce claramente sus verdaderos motivos, la mayoría del senado
129
romano opta por creer lo que los adversarios de Aníbal predican en
su contra. Se acuerda mandar una delegación senatorial a Cartago
para pedir su extradición. Mientras tanto, Aníbal observa
atentamente el desarrollo de los sucesos. Al tomar Roma carta
directa en el asunto, no se hace ilusiones sobre sus perspectivas de
futuro en Cartago. Consciente del peligro que se está fraguando,
prepara su fuga de Cartago para evitar caer en manos de sus
enemigos (verano 195 a.C.).
Esta sucesión de hechos marca uno de los paréntesis más negativos
en la vida de Aníbal y en la historia de su ciudad natal. Hacía apenas
veinte años, Aníbal llevaba muy poco tiempo aún en la dirección del
ejército púnico en Hispania cuando aparece una delegación del
senado romano en Cartago para pedir la entrega del general
cartaginés a raíz de la crisis de Sagunto. El consejo de Cartago, por
aquellas fechas, rechaza pleno de indignación la propuesta romana
y se muestra dispuesto a correr el riesgo de la guerra antes que
claudicar ante semejante pretensión.
En el verano del año 195 a.C. los embajadores romanos que acuden
a Cartago para expedientar a Aníbal se comportan como si la ciudad
fuera su parcela de dominio; no piden, sino que exigen, y las
autoridades cartaginesas les complacen en todo, llegando al
extremo de sacrificar a su más prestigioso ciudadano, último
símbolo de la independencia de Cartago. Al conocerse la huida de
Aníbal, se decreta confiscar su patrimonio y su casa es arrasada,
como si con este acto se quisiera borrar la existencia de su
morador. Los romanos piden que no quede nada en Cartago que
pueda suscitar el recuerdo de la familia bárquida y las autoridades
cartaginesas colaboran servilmente complaciendo este deseo.
Los aproximadamente cinco años de estancia de Aníbal en Cartago
no pasan de ser un episodio, a pesar de las reformas que introduce
en la política interior. Desde luego, su retorno a Cartago en la fase
final de la segunda guerra púnica es más producto de las
circunstancias que le obligan a tomar esta determinación que fruto
de una decisión voluntaria y premeditada. Motivado por la derrota
sufrida y el extraordinario auge del poderío romano, cuyas
repercusiones se percibían fuera y dentro de Cartago, su situación
política y personal será, a partir de este momento, bastante
precaria. Precisaba ser definida de nuevo. A pesar de que Aníbal
seguía contando con el apoyo de sus partidarios y su prestigio
continuaba intacto, esto no significa que pudiera considerarse
inmune frente a las impugnaciones de sus poderosos enemigos.
Especialmente si tenemos en cuenta que los hilos de la política
cartaginesa están siendo manejados por Roma, donde se decide en
última instancia todo lo referente a Cartago. Es esta la razón por la
que Aníbal no goza de absoluta seguridad en su ciudad. Su destino
depende en gran medida del estado de ánimo de Roma.
Al repasar la precaria situación de Aníbal, caracterizada por la
indecisión y la ambigüedad, surge la pregunta: ¿qué lugar del
mundo antiguo le puede brindar la protección que necesita para
sentirse seguro del acoso de Roma? Dado el proceso de expansión
romana, las opciones viables han ido disminuyendo
constantemente. En la cuenca del Mediterráneo occidental apenas
130
queda algún sitio (Hispania, África, Sicilia, etcétera) en el que los
romanos no hayan puesto su pie. La única alternativa que se perfila
viable la constituyen los países del mundo helenístico (los estados
griegos de Atenas, de Esparta, de Corinto, etcétera, así como los
reinos de los Antigónidas, Seléucidas, Tolomeos, etcétera) en el
este del Mediterráneo.
A los diez años (237 a.C.), y pleno de energía y esperanza, viaja
Aníbal en compañía de su padre y demás familia a conquistar un
país de occidente cuya posesión había suscitado grandes
expectativas de consolidar el futuro de su ciudad natal. Pasados
más de cuarenta años, vuelve Aníbal, ahora hombre maduro y
después de haber conmocionado medio mundo con la gran guerra
que protagoniza contra Roma, a la edad de 52 años, a emprender
otro viaje no menos trascendental, esta vez en dirección contraria:
hacia oriente (195 a.C.). ¿Cabe pensar que, al igual que sucedió al
conquistar Hispania, Aníbal espere ahora volver a movilizar una
nueva plataforma para conseguir realizar sus planes de desquite?
El escenario político en el que se desenvolverá Aníbal durante los
próximos años, al consumarse su fuga de Cartago, se caracteriza
por el debilitamiento del poder de las dinastías helenísticas
tradicionales y el paralelamente constatable aumento del
intervencionismo romano.
Como consecuencia directa de su victoria sobre Aníbal y Cartago, los
romanos extienden sus tentáculos más allá del Adriático y ponen a
los países del Egeo en su punto de mira. Cuando actúan por primera
vez en este hasta entonces novedoso espacio geográfico para la
política romana, lo hacen en un momento de profunda crisis de las
monarquías helenísticas. En el año 204 a.C. sube al trono de
Alejandría un rey niño, Tolomeo V Epífanes, hecho que provoca una
inmediata reacción en los países vecinos. Filipo V de Macedonia, ex
aliado de Aníbal y ahora socio de Roma tras concluir el tratado de
Fénice (205 a.C.), y Antíoco III, soberano del imperio seléucida, no
quieren desperdiciar la oportunidad que representa el vacío de
poder generado en Alejandría para desposeer al nuevo soberano de
Egipto de parte de sus territorios en Siria y en el Egeo.
Aterrados por el consiguiente aumento de recursos de los reyes
Filipo V y Antíoco III, que amenaza romper el equilibrio territorial
de la zona, Atenas, Rodas y Pérgamo, estados que temen por su
seguridad, solicitan el auxilio de Roma (Polibio XVI 23-28). Los
romanos, que después de anular el peligro cartaginés no se
muestran dispuestos a permitir otra análoga formación de un gran
bloque de poder en el Egeo, aceptan la oferta, que les permitirá
convertirse en un factor de peso en el Mediterráneo oriental. Ante
todo, porque tienen la impresión de que su intervención se puede
realizar sin mayores impedimentos.
En el año 197 a.C. el cónsul romano Tito Quinctio Flaminino derrota
en Cinoscéfalos a las tropas de Filipo V de Macedonia, quien a partir
de este momento pierde su posición hegemónica en Grecia. El hecho
es de una trascendencia determinante. Desde los tiempos del
legendario Alejandro Magno, la infantería macedónica, artífice de la
conquista del imperio persa, era considerada invencible y pieza
fundamental del poderío militar y del prestigio de las armas griegas.
131
Polibio (XVIII 29-32) describe su formación en campo de batalla de
la siguiente manera: «Cada infante (hoplita), con sus armas, ocupa
un espacio de tres pies en posición de combate, y la longitud de las
lanzas (sarisas), que en un principio era de 16 codos, se acorta a 14
[...] lo que deja una distancia de 10 codos por delante de cada
hoplita, cuando carga sujetando la lanza con las dos manos».
La infantería pesada macedónica (falange) constaba de una
compacta formación de hombres provistos de lanzas de seis metros,
capaces de detener cualquier ataque o propinar un golpe decisivo.
Por otra parte, su escasa flexibilidad la hacía altamente vulnerable.
La falange era sin duda un arma llena de prestigio, pero ya
anticuada y poco práctica para conseguir con ella imponerse a los
vencedores de Aníbal. Su supremacía se quiebra, tras una sola
batalla, ante el ímpetu de las legiones romanas, consagradas
definitivamente como la tropa del mundo mediterráneo.
En el año siguiente (196 a.C.) tiene lugar el famoso discurso
pronunciado por Tito Quinctio Flaminino durante los Juegos
Ítsmicos de Corinto. El general romano proclama la libertad de
Grecia y la firme voluntad de Roma de garantizarla en el futuro
(Polibio XVIII 46). El impacto que causa esta declaración de
principios en el mundo griego es enorme. Por estas fechas, la
postura que adopta Roma en el engranaje político del Mediterráneo
oriental se caracteriza por su recato. Por una parte, los romanos, al
derrotar a Filipo V de Macedonia, estabilizan el tradicional sistema
de equilibrio territorial en favor de los estados griegos menos
poderosos. Sin embargo, Filipo V y los otros monarcas helenísticos
continúan siendo los factores decisivos de la región, va que Roma,
después de enfrentarse a Macedonia, se abstiene de intervenir
directamente en la política griega, creando con ello un nuevo
elemento de inestabilidad. Será en medio de este juego de poderes
y pasiones políticas, en este mundo, seno de una cultura
antiquísima y agitado por convulsiones políticas y sociales
preocupantes, rebosante de esperanzas y resentimientos
antirromanos, donde Aníbal aparecerá de repente. Desde el primer
día de su llegada se ve confrontado con esta vibrante realidad.
Antes de cerrar este capítulo, dedicado en gran parte al análisis de
las consecuencias que la segunda guerra púnica tiene para Cartago,
no podemos dejar de subrayar las no menos significativas
repercusiones del antagonismo romano-púnico respecto a Roma.
Posiblemente la más importante de todas es la puesta en marcha de
un intenso proceso de helenización que de modo especial echará
profundas raíces en las capas dirigentes de la sociedad romana. La
lucha contra Cartago, ciudad que desde hacía mucho tiempo estaba
sujeta a las corrientes civilizadoras griegas, obliga a Roma a
imbuirse de las ideas, la técnica, la religión y el arte heleno. Durante
la época que abarca la primera fase de la biografía de Aníbal, es
decir, desde mitad hasta finales del siglo III a.C., las letras griegas
(tragedia, comedia, épica, etcétera), la historiografía, la
arquitectura, así como la mayoría de las ciencias exactas
helenísticas (matemáticas, física, mecánica, etcétera), pasarán a
formar parte de la vida cultural romana. La lengua griega se
132
convertirá, al lado del latín, en el idioma de la elite romana, que
llegará a dominarla como si de su lengua materna se tratara.
133
15. Huyendo de Roma: una vida en el exilio
134
se extiende sobre Siria y gran parte del Asia Menor. Con seguridad,
el monarca seléucida se alegra de recibir en su corte al famoso rival
de los romanos; esperaba obtener de él información de primera
mano sobre la situación política en el Mediterráneo occidental.
Apenas puede disimular el gran interés que tiene por formarse una
idea del potencial político y militar romano. Antíoco mantiene desde
hace tiempo relaciones tensas con Roma. Recientemente, los
romanos, en la conferencia de Lisimaquia, le habían conminado a
renunciar a sus derechos de soberanía sobre unas ciudades
conquistadas por el monarca seléucida que habían estado
anteriormente en poder de la monarquía antigónida,
respectivamente, de los reyes de Egipto. Antíoco considera la
manera de proceder de Roma como una intromisión injustificada
que no tiene por qué tolerar. Es fácil imaginarse cómo Aníbal
intenta cimentar su actitud crítica hacia Roma: moviliza todo su
poder de persuasión para convencer al rey seléucida de la necesidad
de actuar preventivamente respecto a Roma para disuadirla de
cualquier actividad imperialista en el Mediterráneo oriental.
Aníbal ve la oportunidad de abogar por un nuevo ataque contra
Italia que obligue de una vez por todas a los romanos a retirarse a
su propio territorio. En este sentido, presenta a su anfitrión un
proyecto de guerra según el cual el rey seléucida se convertiría en
el alma de la lucha contra Roma. Ateniéndose a ese plan, Antíoco III
concedería a Aníbal los recursos necesarios para que al frente de
una armada se dirigiera hacia Cartago, con la misión de fomentar la
guerra en la retaguardia de Roma. Entre tanto, Antíoco debería
ocuparse de iniciar las hostilidades en Grecia y de estar preparado
para invadir Italia en el momento más oportuno.
Este plan llega a conocerse en Cartago, donde los enemigos del
partido bárquida se apresuran a sacar provecho de la situación.
Convencen a las autoridades cartaginesas de que manden una
delegación a Roma con el objetivo de desvelar los proyectos de
Aníbal y de su socio, el rey Antíoco III. De esta forma quieren
ganarse la confianza de los romanos. Esperan obtener como
compensación apoyo contra las pretensiones de Masinisa, que no
cesa de presentar exigencias territoriales inaceptables para Cartago
y que sigue contando con la benevolencia de Roma.
Los romanos reaccionan ante tales noticias despachando dos
misiones diplomáticas. Una, a la que pertenecía Publio Cornelio
Escipión, se dirige a Cartago con el fin de recabar informaciones
más detalladas, así como para intimidar a los miembros del partido
bárquida con su presencia y exhortarlos a que se distancien de los
planes de Aníbal.
Los otros emisarios romanos se desplazan a la corte del rey
seléucida Antíoco III. Cuando llegan los embajadores romanos, éste
no se halla en Éfeso, sino en Pisidia, donde lleva a cabo una
campaña militar. Sin embargo, los romanos encuentran en Éfeso a
otro interlocutor no menos interesante: Aníbal. La delegación
romana utiliza el encuentro para sembrar la discordia entre Aníbal y
Antíoco III, lo que consigue en parte. A causa de esto la situación
de Aníbal en la corte de Antíoco III se está haciendo cada vez más
complicada. Si las dos grandes potencias consiguen estipular un
135
acuerdo, esto supondría para Aníbal el inminente peligro de ser
sacrificado ante el altar del entendimiento romano-seléucida. El
fugitivo cartaginés se mueve en un terreno pantanoso, debe andar
con cuidado y extremar la precaución. El acreditado estratega se
halla de pronto en el centro de un ovillo de intrigas difícil de
deshacer. Por suerte para él, la delegación romana no logra
satisfacer sus objetivos y tiene que regresar a Roma, dejando el
contencioso sin resolver.
Al fracasar el último intento de llegar a un acercamiento de
posiciones, la guerra entre el reino seléucida y Roma es un hecho
inevitable. Aníbal se encargará, según su plan, de incitar la rebelión
contra el dominio romano en el norte de África. Acompañado de una
pequeña flota, zarpa primeramente hacia Cirene. Desde allí quiere
informarse de la situación política de Cartago. No tarda en
percatarse de que en el seno de la ciudadanía púnica los ánimos
están divididos, ya que los enemigos de los Bárquidas demuestran
interés en llegar a un acuerdo con Roma y no quieren arriesgarse a
una guerra que a su parecer tiene pocas posibilidades de éxito.
Pese a la indecisión reinante dentro de las clases dirigentes, Aníbal
no pierde la esperanza de que se presente otra oportunidad más
propicia para cambiar el panorama político de Cartago; más si
consideramos que la respuesta que Aníbal obtiene de una consulta
al mítico oráculo libio de Amón, que ya fue visitado por Alejandro
Magno antes de su batalla decisiva contra el imperio persa, le había
sido favorable, lo que le anima a seguir porfiando. Como por el
momento no tenía nada que hacer en el norte de África, regresa a
Asia para participar al lado de Antíoco III en las inminentes
campañas contra Roma (192 a.C.).
Sin embargo, los próximos sucesos se desarrollan de manera muy
diferente de los deseos de Aníbal. La largamente planeada invasión
de Grecia está siendo puesta en práctica por un Antíoco III poco
entusiasmado en el menester. A falta de una concepción política y
estratégica clara, el ejército expedicionario, absolutamente
insuficiente y mal preparado, se dispersa en numerosas acciones
inconexas que no logran el éxito deseado. El gran proyecto diseñado
por Aníbal de acosar a Italia desde el norte de África, mientras
Antíoco III desde Epiro controla el territorio griego y amenaza
simultáneamente el sur de Italia, quedará muy lejos de ser
realizado. Pese a eso, tales planes no pasan inadvertidos, y la
opinión pública griega, que toma partido fervoroso por tan
sugestivos proyectos, acoge la beligerancia de Aníbal contra Roma
con simpatía y benevolencia. Un ejemplo de ello es la profecía de
Búpalo, según la cual el airado Zeus acabaría con la dominación
romana. Flegón de Tralles (FGrHist 257 F 36 111) cuenta cómo el
hiparca Búpalo, varias veces herido en las Termópilas, se pone en
camino hacia el campamento romano para comunicarles el mensaje
divino y conminarlos a desistir de su empeño de hacer la guerra en
suelo griego.
La expedición de Antíoco a través de Grecia, mal dirigida y peor
llevada a cabo desde su comienzo, fracasa estrepitosamente. Las
tropas seléucidas son derrotadas en las Termópilas por las legiones
del cónsul Manlio Acilio Glabrio (191 a.C.). Como consecuencia del
136
grave descalabro tienen que abandonar Grecia y retirarse al Asia
Menor. Una sola batalla había bastado para expulsar a Antíoco III
de Grecia y frustrar sus sueños de grandeza. Los romanos, por su
parte, desisten de perseguir al enemigo; y así Antíoco III gana un
tiempo precioso que le permite preparar la defensa en Asia Menor
ante el inminente avance romano.
Aníbal no participa activamente en la campaña de Grecia. Es
enviado a Fenicia con la misión de requerir una flota para la
protección de Asia Menor. Antes de llegar a Side se produce un
combate entre la armada seléucida y la rodia, que ganan los rodios,
aliados de los romanos. Desde luego Rodas no era un enemigo
cualquiera. Hacía tiempo que la dinámica ciudad desempeñaba un
importante papel en el Mediterráneo oriental. Su comercio era el
más activo del mundo helenístico. Sólo los ingresos anuales en
derechos portuarios superaban el millón de dracmas. Dado que esta
cifra constituía cerca del dos por ciento del valor de las mercancías
que pasaban anualmente por el puerto de Rodas, su importe global
sería del orden de unos cincuenta millones de dracmas, es decir,
8.300 talentos de plata (Polibio XXX 31), lo que nos da una idea
aproximada de los recursos y el poderío de la ciudad, comparable a
Cartago en sus mejores tiempos.
Resulta incomprensible que Antíoco III encargue a Aníbal la
dirección de una operación marítima en lugar de conferirle un
importante mando al experimentado estratega o, por lo menos,
incorporarlo a su estado mayor como asesor en la decisiva batalla
terrestre de Magnesia, en la que el ejército romano pisará por
primera vez suelo asiático (18 a.C.).
Durante el transcurso del conflicto romano-seléucida, Cartago,
estado vasallo de Roma, no permanece con los brazos cruzados.
Cumpliendo fielmente los preceptos de la alianza contraída con
Roma a través del tratado del año 201 a.C., Cartago pone seis
barcos a disposición del almirante romano Cayo Livio Salinátor.
Además, los cartaginenses suministran a las tropas romanas
cereales. También se ofrecen a pagar de una vez las cantidades que
adeudan en concepto de reparaciones de guerra. Teniendo en
cuenta que se trataba de una exorbitante suma, cabe pensar que las
reformas fiscales puestas en vigor en Cartago durante el periodo del
gobierno de Aníbal (196 a.C.) habían surtido efecto y conseguido
además sanear rápida y eficazmente las finanzas del estado
cartaginés. Sin embargo, los romanos rechazan esta oferta de
liquidación de los plazos pendientes. Parece ser que con ello querían
seguir recordando a los cartagineses hasta qué punto dependían de
Roma.
Tras el triunfo de las legiones romanas sobre el ejército seléucida
en Magnesia, ratificado posteriormente por el tratado de paz de
Apamea (188 a.C.), el general romano Lucio Cornelio Escipión exige
de Antíoco la entrega de Aníbal. Pero el monarca seléucida no se
muestra dispuesto a cumplir el requerimiento que habría supuesto
traicionar a su antiguo aliado. Al percatarse de que no puede
mantenerlo más tiempo en su corte, le facilita la huida.
Unos cinco años después de salir apresuradamente de Cartago, se
reanuda la odisea de Aníbal. El legendario enemigo de Roma vuelve
137
a convertirse en fugitivo. El número de lugares en los que aún podía
exiliarse había disminuido considerablemente merced a los
progresos de la expansión romana en el Mediterráneo oriental. ¿Qué
ciudad, qué gobernante iba a osar entrar en conflicto con los
romanos concediéndole a él el derecho de hospitalidad?
En el puerto de Side, en Asia Menor, Aníbal zarpa en un barco que le
llevará hasta Creta, donde se detiene en la ciudad de Gortina
(verano 189 a.C.). De su estancia allí nos enteramos a través del
famoso episodio sobre el oro de Aníbal. Cornelio Nepote nos ha
legado la siguiente crónica de los eventos: «Él [Aníbal] llenó varias
ánforas de plomo pero cubrió el borde con una fina capa de oro. En
presencia de las autoridades cretenses las llevó al templo de
Ártemis, e hizo como si le encomendara su fortuna en fe y fidelidad.
Después de haberles engañado de esta forma, llenó estatuas de
bronce, que había traído consigo a la isla, y las dejó en el antepatio
de la casa donde habitaba como si no tuvieran ningún valor»
(Cornelio Nepote, Aníbal 9).
Dado el marcado carácter anecdótico de la narración, que se mueve
entre la leyenda y la realidad, resulta bastante problemático indagar
su fondo de veracidad. Además, el episodio aparece impregnado de
lugares comunes: los astutos cretenses, que tenían fama de
rapacidad, y el prototipo del hombre púnico, ávido de riquezas, son
los ingredientes de una trama cuyo mensaje histórico, si es que lo
tiene, es imposible descifrar.
En cualquier caso, Aníbal no permanece mucho tiempo en Creta, ya
que la presencia romana en la región aumenta constantemente y
esto le hace sentirse amenazado. Antes de finalizar el año 189 a.C.,
se pone en camino hacia Armenia.
El lejano país situado entre el Cáucaso y Mesopotamia había
conseguido, bajo el reinado de Artaxias, independizarse del imperio
seléucida. Es posible que Aníbal hubiera trabado amistad con el
monarca armenio a través de una común estancia en la corte de
Antíoco III. Al llegar a Armenia, Artaxias le encarga la
superintendencia de las obras públicas del reino, lo que implica la
construcción de la nueva ciudad residencial Artaxata. El proyecto se
materializa siguiendo los bocetos de Aníbal, que es quien diseña los
planos del nuevo centro de la monarquía armenia. Sin embargo,
esta novedosa faceta en la vida del renombrado cartaginés (quien a
sus méritos de estratega y estadista suma ahora el de técnico en
urbanismo) no se prolongará mucho. Sobresaltado por el aumento
de la influencia romana en Asia Menor, Aníbal decide abandonar el
país y buscar un refugio más adecuado, capaz de proporcionarle
mayor protección contra el hostigamiento de Roma.
Lo encuentra en Bitinia, rica y apacible región lindante con el
Mediterráneo y el mar Negro cuyo soberano Prusias estaba
enemistado con los romanos a causa de su conflicto permanente con
el mejor amigo de Roma en Asia Menor, el rey de Pérgamo. Tan
pronto como llega allí, Aníbal se verá envuelto en los conflictos
entre Bitinia y Pérgamo, y de nuevo vuelve a ser requerido su
talento de experto militar. Como ya hizo en Armenia, también en
Bitinia, siguiendo una orden del rey Prusias, Aníbal esbozará los
138
planos de la ciudad de Prusa (Bursa), convertida en la nueva
residencia real (184 a.C.).
El último episodio de la vida de Aníbal comienza en el momento en
que aparece el emisario romano Tito Quinctio Flaminino en la corte
del rey Prusias de Bitinia (183 a.C.). Había llegado allí como árbitro,
para mediar en el secular conflicto entre Pérgamo y Bitinia, pero
pronto la cuestión sobre el futuro de Aníbal, residente en Bitinia,
llegará a acaparar la atención del representante de Roma, que no
dejará escapar esta ocasión para ajustar cuentas con el fugitivo
cartaginés. Sobre los hechos que a continuación suceden nos han
llegado varias versiones. Según la interpretación que se les quiera
dar, la responsabilidad de la muerte de Aníbal recae en el rey
Prusias de Bitinia o en el embajador romano Tito Quinctio
Flaminino.
Desde su huida de Cartago en el año 195 a.C. Aníbal había recorrido
durante unos doce años casi todos los países del mundo helenístico,
habiéndose visto obligado a solicitar asilo político en Éfeso, en
Creta, en Armenia y al final en Bitinia, sin lograr encontrar, a pesar
de todo, un hogar permanente y seguro en ninguna parte.
Aníbal, luchador nato, que ha desafiado solo múltiples peligros,
tiene que doblegarse ante la evidencia de que su vida desde la huida
de Cartago está en manos de un destino implacable, cuyos hilos son
manejados desde Roma. Ante tal acoso, marcado por la impotencia
y la resignación, Aníbal no ve otra salida que el suicidio.
Tito Livio nos ha legado sus últimas palabras, que rezan así:
«Queremos liberar al pueblo romano de una gran preocupación, ya
que cree haber esperado demasiado tiempo en consumar la muerte
de un hombre viejo. Tito Quinctio Flaminino no logrará su grandioso
y memorable triunfo sobre un hombre desarmado y traicionado.
Este día demostrará cómo han cambiado las costumbres del pueblo
romano. Los antiguos romanos advirtieron al rey Pirro, un enemigo
armado que se encontraba en Italia con su ejército, que se cuidara
del veneno. Ahora han enviado a un ex cónsul como emisario para
obligar al rey Prusias a que asesine a su huésped rompiendo así las
leyes divinas de la hospitalidad» (Livio XXXIX 51, 9).
Desconocemos la fecha exacta de su fallecimiento. Livio la sitúa en
el año 183 a.C. Polibio, por el contrario, menciona el año siguiente
como fecha de su muerte. Aníbal será enterrado en la ciudad de
Libisa en Bitinia.
La noticia de la muerte de Aníbal genera división de opiniones en
Roma. Los que siempre le habían considerado un riesgo viviente,
capaz de provocar una nueva guerra, alaban la iniciativa de Tito
Quinctio Flaminino. Tampoco faltan los que desaprueban la actitud
de Flaminino y la contrastan con la generosidad de Publio Cornelio
Escipión, que vence a Aníbal sin ensañarse con él (Plutarco, Vida de
Flaminino 21).
Cartago, la cuna de Aníbal, no sobrevivirá mucho tiempo a la muerte
de su más famoso ciudadano. Dos generaciones después, en el
curso de la tercera guerra púnica, será arrasada por los romanos,
quienes se ensañarán con sus ruinas cubriéndolas de sal para
impedir así su posterior colonización (146 a.C.); y volverá a ser un
miembro de la reputada familia de los Escipiones, Publio Cornelio
139
Escipión Emiliano, quien capitaneará el ejército que llevará a cabo
tan implacable acto de venganza y odio. Otra vez se volverá a
evocar e instrumentalizar el fantasma de una amenaza cartaginesa
(metus punicus), asociándolo con el efecto aterrador que el nombre
de Aníbal seguía produciendo en Roma para justificar tamaña
barbaridad. Como este trágico episodio demuestra, el miedo a
Aníbal será utilizado como argumento político incluso después de su
muerte.
No olvidemos que nadie había enseñado mejor que él a los romanos
lo que significaba tener pánico a ser reiteradamente derrotados.
Aquí hay que buscar las causas de la posterior destrucción de
Cartago, su ciudad natal, convertida en un monte de cenizas y
borrada de forma inexorable del mapa político de la Antigüedad.
140
16. Aníbal redivivus
141
predominante generada bajo la influencia de la perspectiva italo-
romana de la época de Augusto.
Aníbal pasa de ser un típico representante de la comunidad púnica
cargado de epítetos peyorativos referentes a la crueldad, la codicia
y la avidez a convertirse en un inequívoco símbolo de la genialidad
militar y de la energía política. Es básicamente el proceso de
internacionalización del Imperio Romano lo que genera esta
metamorfosis. A partir del siglo II de nuestra era, la aplastante
mayoría de emperadores provienen de las antiguas provincias
periféricas. Por sólo citar un ejemplo, el emperador Septimio
Severo, originario de Leptis Magna, ciudad situada en el norte de
África y perteneciente a la antigua área cultural de Cartago, profesa
una gran admiración a su «paisano» Aníbal. Por eso hace restaurar
su tumba y ordena que sea decorada esplendorosamente (Dión
Casio, Frag. libro 20). No será el último emperador romano que se
sienta atraído por el gran estratega púnico. Dos miembros de la
familia del emperador Constantino el Grande llevarán el nombre de
Aníbal.
Aurelio Victor, reconocido historiador del siglo IV, se sirve de las
hazañas de Aníbal para alabar, mediante la exaltación del estratega
púnico, el comportamiento del emperador Probo. Isidoro de Sevilla
es el último gran autor de las postrimerías de la Antigüedad o de
principios de la Edad Media (siglo VII) que cita a Aníbal. Los
próximos siete siglos constituyen una laguna respecto a la figura de
Aníbal. Será en plena Edad Media tardía y de modo especial durante
el Renacimiento cuando se volverá a recuperar la dimensión
histórica de nuestro personaje.
En pleno siglo XVI, época dorada de las letras valencianas, Antoni
Canals redacta un libro dedicado a Aníbal y Escipión,
protagonizando con ello una de las más significativas
actualizaciones del tema en la Edad Media.
Las artes plásticas de comienzos de la época moderna recuperan a
Aníbal, que ya está presente en numerosas miniaturas e
ilustraciones bibliófilas de fines de la Edad Media. Por citar un solo
ejemplo queremos resaltar la conocida litografía flamenca del siglo
XV depositada en la biblioteca de la Universidad de Gante que trae a
colación, según el gusto de la época, el episodio del suicidio de
Aníbal.
142
imagen de Aníbal frente al itinerante ejército cartaginés, nos ofrece
una perspectiva contemporánea del personaje (1999). Un siglo
antes (1868), el afamado artista Francisco Domingo Marqués
ejecuta un excelente óleo titulado El último día de Sagunto, patética
exaltación del nacionalismo valenciano.
A partir del siglo XVI, y con incipiente intensidad a partir del XVII,
abundan las alusiones a Aníbal en la literatura inglesa (T. Nabbes,
Hannibal and Scipio, 1635; N. Lee, Sophonisba or Hannibal's
Overthrow, 1676), italiana (L. Scevola Annibale in Bitinia, 1805) y
francesa. Thomas Corneille, (1669), hermano del famoso Pierre
Corneille y C. P. de Marivaux (1723) lo llevan al teatro mediante
unos famosos dramas que siguen siendo representados hasta
nuestros días. Durante el siglo XIX, y en concordancia con la
devoción que suscita en los románticos el mundo de los héroes y
figuras clásicas, la literatura alemana se abre al tema y dedica a
Aníbal especial atención, siendo sus más significativas aportaciones
el drama de Christian D. Grabbe (1834) y la novela del escritor
austriaco Franz Grillparzer (1835). Pero no sólo el mundo de las
letras y del arte plástico, también el de la música se hace eco de
nuestro personaje. Merece ser citada aquí la ópera de A. S. Sografi y
A. Salieri Annibale in Capua (1801) y la no menos interesante
adaptación de L. Rice¡ Annibale in Torino (1830).
143
Napoleón mostró siempre una alta consideración a Aníbal, en quien
vio una especie de personaje modelo. Procura anularle en sus
campañas italianas. En el famoso retrato ecuestre de David,
Bonaparte franchissant les Alpes, del año 1801 pueden reconocerse
los nombres de Aníbal y de Carlomagno. Los dos personajes
históricos son sinónimos del programa que quiere realizar el Gran
Corso. Durante su exilio en la isla de Santa Elena, Napoleón
redactará una apasionada y entusiasta toma de partido a favor de
quien considera el más insigne estratega de la Antigüedad.
La definitiva entrada de Aníbal en la conciencia del presente será
facilitada merced al gran número de obras de literatura histórica
que desde del siglo XIX hasta nuestros días tratan sobre él. Gustave
Flaubert desempeñará un papel importante en la reavivación del
interés por Aníbal mediante su novela Salambô, para cuya
protagonista, una hermana de Aníbal, Flaubert inventa un nombre
lleno de fantasía que, dando título a su novela, le catapultará a la
fama internacional.
La influencia que ejerce Flaubert sobre una cantidad de autores
decimonónicos es enorme. Citemos en este contexto la novela
Sónnica la cortesana que Vicente Blasco Ibáñez dedica a Aníbal
(1900), donde se esboza un relato pletórico de pasión y color para
diseñar patéticamente el panorama del asedio de Sagunto.
La sociedad europea de los salones de la Belle-Époque reconoce en
la imagen flauberiana de Cartago sus propias ideas de lo que cree
que es el Oriente. Durante su trabajo en Salambô Flaubert llegará a
confesar: «Me embriago de Antigüedad, como otros lo hacen con
vino». Aquí se presenta Cartago como un gabinete de rarezas lleno
de enigmas y amenazas, tétrico y misterioso. Las personas que
actúan en ese mundo ficticio están rodeadas de un velo de realidad
mística. Los rasgos característicos de este escenario, que poco tiene
que ver con la realidad histórica, han quedado vivos en la memoria
colectiva hasta nuestros días. Muestra de ello son las novelas más
recientes sobre Aníbal (Gisbert Haefs: Aníbal, 1989; Ross Leckie:
Yo, Aníbal, 1995), que no renuncian a la mezcla de exotismo y
violencia, así como tampoco a la utilización de todos los lugares
comunes pensables e impensables para proporcionar una serie de
efectos drásticos a los lectores.
Precisamente por esta razón es aún más importante centrarse en
las estrictas normas de la investigación histórica sobre Aníbal y
sobre Cartago. En las obras monumentales de Otto Meltzer, Historia
de los cartagineses (3 vols.), Berlín, 1879-1913, o de Stéphane
Gsell, Historia Antigua del África del Norte (8 vols.), París, 1920-
1928, por mencionar sólo algunos de los trabajos pioneros, se
esbozan las bases de una imagen objetiva de la época y del
fascinante personaje que la protagoniza. Esta tarea, continuada
hasta nuestros días y que ha generado un interés ininterrumpido
por el tema, queda plasmada en múltiples aportaciones científicas
entre las cuales podemos destacar los trabajos de José María
Blázquez Martínez, Karl Christ y más recientemente Serge Lancel
(véase bibliografía). Y si para algo aprovecha prestar atención a la
historia es porque, y en este punto coincidimos la mayoría: nuestro
futuro precisa del pasado, que aunque no pueda ser utilizado como
144
un manual para la solución de los más acuciantes retos del
presente, sí puede servir por lo menos para evitar cometer siempre
los mismos errores.
145
Cronología Antes de Cristo
146
219 La crisis saguntina provoca el estallido de
la segunda guerra púnica. El asedio de
Sagunto, ciudad aliada de Roma, comienza
en la primavera. En diciembre, Aníbal
consigue apoderarse de la plaza. Una
embajada romana declara la guerra en
Cartago.
Inicios de 218 Aníbal viaja a Cádiz a invocar la ayuda de
Melqart/Herakles en su lucha contra Roma.
Acelera los preparativos para llevar la
guerra a Italia.
Primavera de 218 Desde Cartagena, Aníbal inicia su larga
marcha hacia Roma. Atraviesa en verano
los Pirineos, cruza en agosto el Ródano y a
finales de otoño, después de escalar los
Alpes, se presenta en el norte de Italia.
Derrota a finales de noviembre a Publio
Cornelio Escipión en el Ticino y vuelve a
vencer a otro ejército romano a orillas del
río Trebia antes de que finalice el año.
217 En junio, Aníbal aniquila al ejército del
cónsul romano Cayo Flaminio en el lago
Trasimeno. Quinto Fabio Máximo es
investido con la dictadura para combatir a
Aníbal. Gneo y Publio Cornelio Escipión
consiguen establecer una cabeza de puente
en Hispania después de imponerse a las
tropas cartaginesas que guarnecían la zona
pirenaica.
216 En agosto, Aníbal derrota en Cannas al
mayor ejército romano visto hasta
entonces. Más de 50.000 hombres mueren
en el campo de batalla. Algunas ciudades
itálicas, entre ellas Capua, se desentienden
de Roma y se pasan al bando de Aníbal. A
pesar de quedar altamente debilitada,
Roma se niega a negociar con Aníbal.
215 Tratado de amistad y cooperación entre
Filipo V de Macedonia y Cartago. Fallece
Hierón, rey de Siracusa. En el transcurso de
las luchas internas desatadas por su
sucesión, Siracusa toma partido a favor de
Aníbal.
213-212 Cayo Claudio Marcelo cerca Siracusa, que
es defendida por Arquímedes, que, a pesar
de su ingenio, no puede impedir la toma de
la ciudad por las legiones romanas. Tarento
cae en manos de Aníbal pero la ciudadela
permanece en poder de Roma.
211 Para deshacer el cerco que los romanos
imponen a Capua, Aníbal ataca a Roma
pero fracasa en su empeño. Los romanos
147
continúan hostigando a Capua, que se ve
obligada a capitular. Gneo y Publio Cornelio
Escipión son derrotados en Hispania y
mueren en la batalla.
210 Publio Cornelio Escipión, hijo del general
romano fallecido en Hispania, asume el
mando del ejército y conquista Cartagena
tras una operación relámpago.
209-208 Escipión derrota en Baécula (Bailén) a un
ejército cartaginés al mando de Asdrúbal
Barca. Quinto Fabio Máximo conquista
Tarento.
207 Asdrúbal Barca lleva su ejército hispano a
Italia para reforzar a su hermano Aníbal.
Sufre una derrota a orillas del río Metauro y
cae en la lucha. Se desvanecen las
esperanzas de Aníbal de poder decidir la
guerra en suelo itálico.
206 Publio Cornelio Escipión derrota al ejército
cartaginés en Ilipa (Alcalá del Río) de
forma decisiva y rompe con esta victoria el
dominio púnico en Hispania.
203 Magón Barca, después de tener que
desalojar Hispania, recluta tropas en las
Baleares y las lleva a Italia, donde, tras
tres años de permanencia, será derrotado
sin lograr reunificarse con el ejército de su
hermano Aníbal.
204-203 Publio Cornelio Escipión desembarca en
África, vence al ejército púnico en las
Grandes Llanuras e inicia las negociaciones
de paz con Cartago. Aníbal desaloja Italia y
se traslada al norte de África.
202 Batalla decisiva entre Aníbal y Escipión en
Zama. Tras la derrota de Aníbal queda
decidido el destino de la guerra.
201 Conclusión del tratado de paz entre Roma y
Cartago. A partir de este momento, Roma
se convierte en la primera potencia del
Mediterráneo. Cartago conserva su
autonomía interna, pero pasa a depender
de Roma en materia de política exterior.
196 Aníbal, promovido a la máxima
magistratura civil (sufeta) de Cartago,
inicia una serie de reformas políticas y
fiscales para sanear la economía púnica,
deteriorada tras la pérdida de la segunda
guerra púnica.
195 Acosado por sus adversarios políticos y por
Roma, Aníbal se ve obligado a huir
precipitadamente de Cartago. Viaja a Tiro,
Antioquía y Éfeso, donde encuentra refugio
148
en la corte del rey seléucida Antíoco III,
enemistado con Roma.
193-189 Aníbal apoya la guerra de Antíoco III
contra Roma. Obtiene el mando de una
flota. Después de la derrota del rey
seléucida en Magnesia tiene que abandonar
Asia Menor.
189-187 Estancia de Aníbal en Creta, en la ciudad de
Gortina y en Armenia, en la corte del rey
Artaxias, de donde tiene que exiliarse de
nuevo.
186 Aníbal encuentra su última acogida en la
corte del rey Prusias de Bitinia, enemigo de
Roma. Participa en las luchas contra
Pérgamo.
183 Ante el nuevo acoso por parte de Roma, en
la persona de Tito Quinctio Flaminino, y
tras la pérdida del apoyo del rey Prusias de
Bitinia, Aníbal opta por suicidarse.
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