LEVIATÁN
LEVIATÁN
LEVIATÁN
Capítulo XIII
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales
que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo,
o más rápido de mente que otro, aun así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la
diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de
ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como
él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para
matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros que se
encuentran en el mismo peligro que él.
Y en lo que toca las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas sobre
palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por normas generales e
infalibles llamada ciencia, que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no siendo una
facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia) cuando buscamos
alguna otra cosa) encuentro mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la
fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente
a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que quizá haga de
una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que
casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo; esto es, que todo otro hombre
salvo él mismo, y unos pocos otros, a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo
con ellos, aprueba. Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque pueden reconocer
que muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán,
sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia
inteligencia a mano, y la de los otros hombres a distancia. Pero esto prueba que los
hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues generalmente no hay
mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente
con lo que le ha tocado.
Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien, considerable pesar)
de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. Pues cada
hombre se cuida de que su compañero le valore a la altura que se coloca el mismo. Y ante
toda señal de desprecio o subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva
(que, entre aquellos que no tienen un poder común que los mantengan tranquilos, es lo
suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales, por daño, una
más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo.
Para que el pacto social no sea, pues, una vana fórmula, encierra
tácitamente este compromiso, que sólo puede dar fuerza a los restantes, y
que consiste en que quien se niegue a obedecer a la voluntad general
será obligado por todo el cuerpo [político]: lo que no significa sino
que se le obligará a ser libre, pues ésta es la condición que garantiza de
toda dependencia personal, al entregar a cada ciudadano a la patria;
condición ésta que constituye el artificio y el juego de la máquina política, y
que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin ello serían
absurdos, tiránicos, y estarían sujetos a los más grandes abusos. (Jean
Jacques Rousseau. El Contrato social. Libro Primero. Capítulo VII)
Segundo tratado sobre el gobierno (1690)
§ 14. Suele plantearse con frecuencia como poderosa objeción la siguiente pregunta:
¿Existen o existieron alguna vez hombres en ese estado de Naturaleza? De momento
bastará como respuesta a esa pregunta el que estando, como están, todos los príncipes y
rectores de los poderes civiles independientes de todo el mundo en un estado de
Naturaleza, es evidente que nunca faltaron ni faltarán en el mundo hombres que vivan en
ese estado. Y me refiero a todos los soberanos de Estados independientes, estén o no estén
coligados con otros; porque el estado de Naturaleza entre los hombres no se termina por
un pacto cualquiera, sino por el único pacto de ponerse todos de acuerdo para entrar a
formar una sola comunidad y un solo cuerpo político. Los hombres pueden hacer entre sí
otros convenios y pactos y seguir, a pesar de ello, en el estado de Naturaleza. Las
promesas y las estipulaciones para el trueque, etcétera, entre los dos hombres de la isla
desierta de que nos habla Garcilaso de la Vega en su historia del Perú, o entre un suizo y
un indio en los bosques de América, tienen para ellos fuerza de obligación, a pesar de lo
cual siguen estando el uno con respecto al otro en un estado de Naturaleza, porque la
honradez y el cumplimiento de la palabra dada son condiciones que corresponden a los
hombres como hombres y no como miembros de la sociedad.
§ 15. A quienes afirman que jamás hubo hombres en estado de Naturaleza opondré en
primer lugar la autoridad del juicioso Hooker (EccI. Pol., i, 10), donde dice: "las leyes de
que hasta ahora hemos hablado... ", es decir, las leyes de la Naturaleza, "obligan a los
hombres en forma absoluta; en su propia calidad de hombres, aunque jamás hayan
establecido una camaradería permanente ni hayan llegado nunca entre ellos a un convenio
solemne sobre lo que deben hacer o no deben hacer; pero tenemos, además, nuestra
incapacidad para proporcionarnos, por nosotros solos, las cosas necesarias para vivir
conforme a nuestra dignidad humana y de acuerdo con nuestra apetencia natural. Por
consiguiente, nos sentimos inducidos naturalmente a buscar la sociedad y la camaradería
de otros seres humanos con objeto de remediar esas deficiencias e imperfecciones que
experimentarnos viviendo en soledad y valiéndonos únicamente por nosotros mismos.
Esta fue la causa de que los hombres se reunieran, formando las primeras sociedades
políticas". Pero yo afirmo, además, que todos los hombres se encuentran naturalmente en
ese estado, y en él permanecen hasta que, por su plena voluntad, se convierten en
miembros de una sociedad política, y no tengo la menor duda de que podré demostrarlo
con claridad en las páginas de esta obra.
(Según la versión de Amando Lázaro Ros, "Ensayo sobre el gobierno civil", ed. Aguilar,
Madrid, 1981)