2.1. Hobbes - Leviatán (Selección)
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2.1. Hobbes - Leviatán (Selección)
Thomas Hobbes
Leviatán. Thomas Hobbes
INTRODUCCIÓN
LA NATURALEZA (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en
otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un
movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no
podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y
ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los
nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo
entero tal como el Artífice se lo propuso? El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la
más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos
república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez
que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que
da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y ejecución,
nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la
sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo
natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus
populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa
conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la
salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las
partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fíat, o hagamos al
hombre, pronunciado por Dios en la Creación.
2° Cómo y por qué pactos, se instituye, cuáles son las derechos y el poder justo o la autoridad justa de un
soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila.
Por lo que respecta al primero existe un hecho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya
leyendo en los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no
pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que han leído en los
hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás a espaldas suyas. Pero existe otro dicho
más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente el uno al otro si se toman la
pena de hacerlo: es el nosce te ivsurn, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora
usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus
inferiores: o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que
ellos. Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre
con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa,
opina, razona, espera, teme, etc, y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los
pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de
aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo, temor, esperanza. etc.: no a la
semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etcétera.
Respecto de éstas la constitución individual y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de
sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como
están, por el disimulo, la falacia, la, ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien
investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios,
dejar de compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden
alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de desconfianza,
según que el individuo que lee, sea un hombre bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus
circunstantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en si mismo, no a
este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o
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ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán
otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de
doctrina no admite otra demostración.
CAPITULO XIII
Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del
cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz
de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan
importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no
pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza
para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle
en el mismo peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en
particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que
pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o nacida con
nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una
igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino
experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las
cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano
concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el
común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más
.a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal
es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más
elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que
cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor
prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de
ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté
satisfecho con la porción que le corresponde.
De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan
razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por
medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que nin-
gún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación,
y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de
conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias
serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la
invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por
consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los
semejantes, se le debe permitir también.
Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado)
reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre
considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de
todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse
a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que
se destruyan uno a otro), 'arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia;
segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr
seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña
de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, re-
curre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como
cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su
descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante
el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición
o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no
consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la
voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta
respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la natura-
leza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión 'a llover durante varios días,
así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella
durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un
tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en
que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden propor-
cionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por
consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por
mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha
fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que
es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre,
tosca, embrutecida y breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los
hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente ; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia
basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a
si mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a
dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun
sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan.
¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus
puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con
sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la
naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son
los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley los prohíbe: que los hombres no
pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se
pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.
Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios lugares donde
viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen
de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en
absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea,
puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen
de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.
Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de
guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana,
celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los
gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y
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cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una
actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto
aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que
nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar.
Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el
fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si
lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus
sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado
solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo
y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello
puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple
naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte
por su razón.
Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor
a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de
obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los
hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a
ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos siguientes.
CAPITULO XIV
Qué es derecho natural. El DERECHO DE NATURALEZA, 10 que los escritores llaman comúnmente jus
naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de
su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio
juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.
Qué es la libertad. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la
ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un
hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo
con lo que su juicio y razón le dicten.
Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la
cual se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o
bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se
ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos,
porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a
una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son
incompatibles cuando se refieren a una misma materia.
La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo
precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su
propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger
su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a
hacer cualquiera cosa, Incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese
derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por
fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los
hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe
esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y
utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y
fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de
naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.
Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los
hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten
también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a
todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a
los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le
agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese
derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que
disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).
Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos.
Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.
Qué es renunciar un derecho. Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de
impedir a otro el. beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En efecto, quien renuncia o abandona
su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un
hombre no tenga derecho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para qué éste pueda
gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo y sin impedimento ajeno. Así que el efecto causado a
otro hombre por la renuncia al derecho de alguien, es, en cierto modo, disminución de los impedimentos
para el uso de su propio derecho originario.
Qué es la renuncia a un derecho. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por
transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona
beneficiada por su renuncia.
Debe. Injusticia. Debe aquél, y es su deber, no hacer nulo por su voluntad este acto. Si el impedimento
sobreviene, prodúcese INJUSTICIA O INJURIA, puesto que es sine jure, ya que el derecho se renunció o
transfirió anteriormente. Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales, es algo semejante a lo
que en las disputas de los escolásticos se llamaba absurdo. Considérase, en efecto, absurdo al hecho de
contradecir lo que uno mantenía inicialmente: así, también, en el mundo se denomina injusticia e injuria al
hecho de omitir voluntariamente aquello que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El
procedimiento mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o
expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha
renunciado o transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples
acciones; o (como a menudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. Unas y otras cosas son los amos
por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia
naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de
alguna mala consecuencia resultante de la ruptura.
No todos los derechos son alienabilidad de los alienables. Cuando alguien transfiere su derecho, o renuncia
a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido, o por algún otro
bien que de ello espera. Trátase, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de
cualquier hombre es algún bien para si mismo. Existen, así ciertos derechos, que a nadie puede atribuirse
haberlos abandonado o transferido por medio de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un
hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya
que es incomprensible que de ello pueda derivarse bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse
de las lesiones, la esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente a esa tolerancia, ya
que nadie sufrirá con paciencia ser herido o aprisionado por otro, aun sin contar con que nadie puede decir,
cuado ve que otros proceden contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte. En definitiva,
el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad
de una persona humana, en su vida, y en los modos de conservar ésta en forma que no sea gravosa. Por
consiguiente, si un hombre, mediante palabras u otros signos, parece oponerse al fin que dichos signos
manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía o que tal era su voluntad, sino que ignoraba cómo
debían interpretarse tales palabras y acciones.
Qué es contrato. La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO.
Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la cosa, y transferencia o tradición, es decir, entrega
de la cosa misma. En efecto, la cosa puede entregarse a la vez que se transfiere el derecho, como cuando
se compra y vende con dinero constante y sonante, o se cambian bienes o tierras. También puede ser en-
tregada la cosa algún tiempo después.
Qué es pacto. Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que
el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él.
Entonces, respecto del primero, el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien ambas partes pueden
contratar ahora para cumplir después: en tales casos, como a quien ha de cumplir una obligación en tiempo
venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama observancia de promesa, o fe; y la falta de
cumplimiento, cuando es voluntaria, violación de fe.
Liberalidad. Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere, con la
esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos ; o con la esperanza de ganar
reputación de persona caritativa o magnánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión, o con la
esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de un contrato, sino de DONACIÓN,
LIBERALIDAD O GRACIA: todas estas palabras significan una y la misma cosa.
Signos expresos de contrato. Los signos del contrato son o bien expresos o por inferencia. Son signos
expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien de
tiempo presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he dado, yo he otorgado, yo quiero que esto sea tuyo;
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o de carácter futuro, como yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carácter futuro entrañan una PROMESA.
Signos de contrato por inferencia. Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las, palabras, a
veces, consecuencia del silencio, a veces consecuencia de acciones, a veces consecuencia de abstenerse
de una acción. En términos generales, en cualquier contrato un signo por inferencia es todo aquello que de
modo suficiente arguye la voluntad del contratante.
Liberalidad por palabras de presente o de pasado. Las simples palabras cuando se refieren al tiempo
venidero y contienen una promesa, son un signo insuficiente de liberalidad y, por tanto, no son obligatorias.
En efecto, si se refieren al tiempo venidero, como: Mañana daré, son un signo de que no he dado aún, y, por
consiguiente, de que mi derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene hasta que lo transfiera por
algún otro acto. Pero si las palabras hacen relación al tiempo presente o pasado, como: Yo he dado o doy
para entregar mañana, entonces mi derecho de mañana se cede hoy, y esto ocurre por virtud de las
palabras, aunque no existe otro argumento de mi voluntad. Y existe una gran diferencia entre la significación
de estas frases: Volo hoc tuum esse tras, y Cras dabo; es decir, entre Yo quiero que esto sea tuyo mañana y
Yo te lo daré mañana. Porque la frase Yo quiero, en la primera expresión, significa un acto de voluntad
presente, mientras que en la última significa la promesa de un acto de voluntad, venidero. En consecuencia,
las primeras palabras son de presente, pero transfieren un derecho futuro; las últimas son de futuro, pero
nada transfieren. Ahora bien, si, además de las palabras, existen otros signos de la voluntad de transferir un
derecho, entonces, aunque la donación sea libre, puede considerarse otorgada por palabras de futuro. Si
una persona ofrece un premio para el primero que llegue a una determinada meta, la donación es libre, y
aunque las palabras se refieran al futuro, el derecho se transfiere, porque si el interesado no quisiera que
sus palabras se entendiesen de ese modo, no las hubiera enunciado así.
Los signos de contrato son palabras de pasado, presente y futuro. En los contratos transfiérese el derecho
no sólo cuando las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando pertenecen al futuro, porque
todo contrato es mutua traslación o cambio de derecho. Por consiguiente, quien se limita a prometer, porque
ha recibido ya el beneficio de aquel a quien promete, debe considerarse que accede a transferir el derecho;
si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendiesen de modo diverso, el otro no hubiera
efectuado previamente su prestación. Por esta causa en la compra y en la venta, y en otros actos
contractuales, una promesa es equivalente a un pacto, y tal razón es obligatoria.
Qué es merecimiento. Decimos que quien cumple primero un contrato MERECE lo que ha de recibir en
virtud del cumplimiento del contrato por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como algo debido.
Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo solamente al ganador, o se arrojan monedas en un
grupo, para que de ellas se aproveche quien las coja, entonces se trata de una liberalidad, y el hecho de
ganar o de tomar las referidas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA, porque el derecho se
transfiere al proponer el premio o al arrojar las monedas, aunque no quede determinado el beneficiario, sino
cuando el certamen se realiza. Pero entre estas dos clases de mérito existe la diferencia de que en el
contrato yo merezco en virtud de mi propia aptitud, y de la necesidad de los contratantes, mientras que en el
caso de la liberalidad, mi mérito solamente deriva de la generosidad del donante. En el contrato yo merezco
de los contratantes que se despojen de su derecho mientras que en el caso de la donación yo no merezco
que el donante renuncie a su derecho, sino que, una vez desposeído de él, ese derecho sea mío, más bien
que de otros. Tal me parece ser el significado de la distinción escolástica entre meritum congrui y meritum
condigni. En efecto, habiendo prometido la Omnipotencia divina el Paraíso a aquellos hombres (cegados por
los deseos carnales) que pueden pasar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones
prescritos por Él, dícese que quienes así proceden merecen el Paraíso ex congruo. Pero como nadie puede
demandar un derecho a ello por su propia rectitud o por algún poder que en sí mismo posea, sino,
solamente, por la libre gracia de Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex condigno. Tal creo
que es el significado de esa distinción; pero como los que sobre ello discuten no están de acuerdo acerca de
la significación de sus propios términos técnicos, sino en cuanto les son útiles, no afirmaría yo nada a base
de tales significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don se entrega definitivamente como premio a
disputar, quien gana puede reclamarlo, y merece el premio, como cosa debida.
Cuándo son inválidos los pactos de confianza mutua. Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan
a su cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de mera
naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha razonable es motivo
de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente
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para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que
el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición
humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder
coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condición de mera naturaleza, en que todos los
hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía
a su amigo, contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus medios de
subsistencia.
Pero en un Estado civil donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo, violarían su
palabra, dicho temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud del pacto viene obligado a cumplir
primero, tiene el deber de hacerlo así.
La causa del temor que invalida semejante pacto, debe ser, siempre, algo que emana del pacto establecido,
como algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en ningún otro caso puede considerarse
nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un hombre prometer, no puede admitirse que sea un
obstáculo para cumplir.
El derecho al fin, implica el derecho a los medios. Quien transfiere un derecho transfiere los medios de
disfrutar de él, mientras está bajo su dominio. Quien vende una tierra, se comprende que cede la hierba y
cuanto crece sobre aquélla. Quien vende un molino no puede desviar la corriente que lo mueve. Quienes da
.a un hombre el derecho de gobernar, en plena soberanía, se comprende que le transfieren el derecho de
recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistrados para la administración de justicia.
No hay pactos con las bestias. Es imposible hacer pactos con las bestias, porque como no comprenden
nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna traslación de derecho, ni pueden transferir un derecho a
otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna.
Ni pactos con Dios, sin revelación especial. Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por mediación de
aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por quienes en su nombre gobiernan:
de otro modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no aceptados. En consecuencia quienes hacen
votos de alguna cosa contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injusto libertarse con
votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley de naturaleza, lo que obliga no es el voto, sino la
ley.
Ni pacto sino de lo posible y futuro. La materia u objeto de pacto es, siempre, algo sometido a deliberación
(en efecto, el pacto es un acto de la voluntad, es decir, un acto —el último— de deliberación); así se
comprende que sea siempre algo venidero que se juzga posible de realizar por quien pacta.
En consecuencia, prometer lo que se sabe que es imposible, no es pacto. Pero si se prueba ulteriormente
como imposible algo que se consideró como posible en un principio, el pacto es válido y obliga (si no a la
cosa misma, por lo menos a su valor); o, si esto es imposible, a la obligación manifiesta de cumplir tanto
como sea posible; porque nadie está obligado a más.
Liberación de los pactos. De dos maneras quedan los hombres liberados de sus pactos: por cumplimiento o
por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión es la restitución de
la libertad, puesto que consiste en una retransferencia del derecho en que la obligación consiste.
Pactos arrancados por temor, son válidos. Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera
naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por ver conservada mi vida por
un enemigo, quedo obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en que uno recibe el beneficio de la
vida; el otro contratante recibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por consiguiente, donde (como
ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) no existe otra ley que prohiba el cumplimiento, el pacto
es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que se comprometen al pago de su rescate, están
obligados a abonarlo. Y si un príncipe débil hace una paz desventajosa con otro más fuerte, por temor a él,
se obliga a respetarla, a menos (como antes ya hemos dicho) que surja algún nuevo motivo de temor para
renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole
dinero, estaría obligado a pagarle, a menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo cuanto yo
puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo
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El pacto anterior hecho con uno, anula el posterior hecho con otro. Un pacto anterior anula otro ulterior. En
efecto, cuando uno
ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra, mañana; por
consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho; es decir, es nula.
Un pacto de no defenderme a mi mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal como he
manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí
mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad
de despojarse de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere derecho
alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En efecto, aunque un hombre pueda pactar lo siguiente : Si no
hago esto o aquello, matadme; no puede pactar esto otro: Si no hago esto o aquello, no resistiré cuando
vengáis a matarme. El hombre escoge por naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte que hay en
la resistencia, con preferencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y
la certidumbre de ello está reconocida por todos, del mismo modo que se conduce a los criminales a la
prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar de que tales criminales han reconocido la ley que
les condena.
Nadie está obligado a acusarse a sí mismo. Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a sí
mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un hombre es juez no
existe lugar para la acusación. En el Estado civil, la acusación va seguida del castigo. y, siendo fuerza, nadie
está obligado a tolerarlo sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la acusación de aquellos
por cuya condena queda un hombre en la miseria, como, por ejemplo, por la acusación de un padre, esposa
o bienhechor. En efecto, el testimonio de semejante acusador, cuando no ha sido dado voluntariamente, se
presume que está corrompido por naturaleza, y, como tal, no es admisible. En consecuencia, cuando no se
ha de prestar crédito al testimonio de un hombre, éste no está obligado a darlo. Así, las acusaciones
arrancadas por medio de tortura no se reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como medio
de conjetura y esclarecimiento en un ulterior examen y busca de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa
tiende, sólo, a aliviar al torturado, no a informar a los torturadores: por consiguiente, no puede tener el
crédito de un testimonio suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resultado de una
acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su propia vida.
Finalidad del juramento. Corno la fuerza de las palabras, débiles —como antes advertí— para mantener a
los hombres en el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza humana dos
elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las consecuencias de quebrantar su
palabra, o sienten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una
generosidad que raramente se encuentra, en particular en quienes codician riquezas, mando o placeres
sensuales; y ellos son la mayor parte del género humano. La pasión que mueve esos sentimientos es el
miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los
hombres a quienes con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el
temor que inspira el último es, comúnmente, mayor. El temor del primero es, en cada ser humano, su propia
religión, implantada en la naturaleza del hombre {antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o,
por lo menos, no es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque
en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la
lucha. Así, en el tiempo anterior a la sociedad civil, o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra,
nada puede robustecer un convenio de paz, estipulado contra las tentaciones de la avaricia, de la ambición,
de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de este poder invisible al que todos veneran
como .a un Dios, y al que todos temen como vengador de su perfidia. Por consiguiente, todo cuanto puede
hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es inducirse uno a otro a jurar por el Dios que
temen.
Forma de juramento. Este JURAMENTO es una forma de expresión, agregada a una promesa por medio de
la cual quien promete significa que, en el caso de no cumplir, renuncia a la gracia de Dios, y pide que sobre
él recaiga su venganza. La forma del juramento pagano era ésta: Que Júpiter me mate, como yo mato a este
animal. Nuestra forma es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y así, por los ritos y ceremonias que
cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe puede hacerse más grande.
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No hay juramento, sino por Dios. De aquí se deduce que un juramento efectuado según otra forma o rito, es
vano para quien jura, y no es juramento. Y no puede jurarse por cosa alguna si el que jura no piensa en
Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar por sus reyes, movidos por temor o adulación, con
ello no dan a entender sino que les atribuyen honor divino. Por otro lado, jurar por Dios, innecesariamente,
no es sino profanar su nombre; y jurar por otras cosas, como los hombres hacen habitualmente en sus
coloquios, no es jurar, sino practicar una impía costumbre, fomentada por el exceso de vehemencia en la
conversación.
Nada agrega el juramento a la obligación. De aquí se infiere que el juramento nada añade a la obligación. En
efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los ojos de Dios, lo mismo sin juramento que con él: cuando es
ilegal, no obliga en absoluto, aunque esté confirmado por un juramento.
CAPÍTULO XV
La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir
a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a
saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contie-
nen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos
hallándonos en situación de guerra.
Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto,
donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a
todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo
es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En
consecuencia, lo que no es injusto es justo.
La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua
confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho
en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede
haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse
mientras los hombres se encuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener
un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los
hombres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el
beneficio que esperan del quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa
propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que
abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la
definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de
dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y
donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos
los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la
naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no
comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a observarlos. Es
entonces, también, cuando comienza la propiedad.
La justicia no es contraria a la razón. Los necios tienen la convicción íntima de que no existe esa cosa que
se llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con toda seriedad que estando
encomendada la conservación y el bienestar de todos los hombres a su propio cuidado, no puede existir
razón alguna en virtud de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que él imagina conducente a
tal fin. En consecuencia, hacer o no hacer, observar o no observar los pactos, no implica proceder contra la
razón, cuando conduce al beneficio propio. No se niega con ello que existan pactos, que a veces se
quebranten y a veces se observen; y que tal quebranto de los mismos se denomine injusticia; y justicia a la
observancia de ellos. Solamente se discute si la injusticia, dejando aparte el temor de Dios (ya que los
necios íntimamente creen que Dios no existe) no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a
cada uno su propio bien, y particularmente cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al hombre en
condición de despreciar no solamente el ultraje y los reproches, sino también el poder de otros hombres. El
reino de Dios puede ganarse por la violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injusta?
¿Irla contra la razón obtenerlo así, cuando es imposible que de ello resulte algún daño para sí propio? Y si
no va contra la razón, no va contra la justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa
buena. A base de razonamientos como estos, la perversidad triunfante ha logrado el nombre de virtud, y
algunos que en todas las demás cosas desaprobaron la violación de la fe, la han considerado tolerable
cuando se trata de ganar un reino. Los paganos creían que Saturno habla sido depuesto por su hijo Júpiter;
pero creían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia. Algo análogo se encuentra en un
escrito jurídico, en los comentarios de Coke, sobre Litleton, cuando afirma lo siguiente: aunque el legítimo
heredero de la corona esté convicto de traición, la corona debe corresponderle, sin embargo; pero en
instante la deposición tiene que ser formulada. De estos ejemplos, cualquiera podría inferir con razón que si
el heredero aparente de un reino da muerte al rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este
acto injusticia, o dársele cualquier otro nombre, pero nunca podrá decirse que va contra la razón, si se
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advierte que todas las acciones voluntarias del hombre tienden al beneficio del mismo, y que se consideran
como más razonables aquellas acciones que más fácilmente conducen a sus fines. No obstante, bien Clara
es la falsedad de este especioso razonamiento.
No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe seguridad de cumplimiento por ninguna de las
dos partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre quienes prometen;
semejantes promesas no pueden considerarse como pactos. Ahora bien, cuando una de las partes ha
cumplido ya su promesa, o cuando existe un poder que le obligue al cumplimiento, la cuestión se reduce,
entonces, a determinar si es o no contra la razón; es decir, contra el beneficio que la otra parte obtiene de
cumplir y dejar de cumplir. Y yo digo que no es contra razón. Para probar este aserto, tenemos que
considerar: primero, que si un hombre hace una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a
su propia destrucción, aunque un accidente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en
un acto para él beneficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su acto. En segundo lugar,
que en situación de guerra, cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la falta de un poder
común que los mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propia fuerza o destreza le proteja
suficientemente contra la destrucción, sin recurrir a alianzas, de las cuales cada uno espera la misma
defensa que los demás. Por consiguiente, quien considere razonable engañar a los que le ayudan, no puede
razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con su propia fuerza. En
consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez, que puede hacer tal cosa con razón, no puede
ser tolerado en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y la defensa, a no ser por el error de
quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede continuarse admitiéndole, cuando se advierte el
peligro del error. Estos errores no pueden ser computados razonablemente entre los medios de seguridad: el
resultado es que, si se deja fuera o es expulsado de la sociedad, el hombre perece, y si vive en sociedad es
por el error de los demás hombres, error que él no puede prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van,
en consecuencia, esos errores contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no
contribuyen a su destrucción, sólo perdonan por ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene.
Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la segura y perpetua felicidad del cielo, dicha pretensión
es frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en quebrantar, sino en cumplir lo
pactado.
Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es
manifiesto que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al contrario; y porque al
ganarla en esa forma, se enseña a otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es decir, la
observancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer cualquiera cosa
susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza.
Algunos van más lejos todavía, y no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen
a la conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una felicidad eterna después de la
muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto puede conducir a ello, y en consecuencia son justos y
razonables (son así quienes piensan que es un acto meritorio matar o deponer, o rebelarse contra el poder
soberano constituido sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora bien, como no existe conocimiento
natural del Estado del hombre después de la muerte, y mucho menos de la recompensa que entonces se
dará a quienes quebranten la fe, sino solamente una creencia fundada en lo que dicen otros hombres que
están en posesión de conocimientos sobrenaturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no puede
denominarse un precepto de la razón o de la Naturaleza.
No se libera un compromiso por vicio de la persona con quien se ha pactado. Otros, estando de acuerdo en
que es una ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen, sin embargo, excepción de ciertas personas,
por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran a cumplir sus pactos. También esto va contra la
razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera suficiente para liberarle del, pacto que con él hemos
hecho, la misma causa debería, razonablemente, haberle impedido hacerlo.
Qué es justicia de los hombres, y justicia de las acciones. Los nombres de justo e injusto, cuando se
atribuyen a los hombres, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones. Cuando se
atribuyen a los hombres implican conformidad o disconformidad de conducta, con respecto a la razón. En
cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o disconformidad con respecto a la
razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos particulares. En consecuencia, un hombre
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justo es aquel que se preocupa cuanto puede de que todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es
el que no pone ese cuidado. Semejantes hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres
rectos y hombres que no lo son, si bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no
perderá ese título porque realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas,
o de errores respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las
acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el beneficio
aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza
o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al
fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta es lo que se significa cuando la
justicia se llama virtud, y la injusticia vicio.
Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino inocentes; y
la injusticia de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la calificación de culpables.
Ninguna cosa que se hace a un hombre, con consentimiento suyo, puede ser injuria. Cualquiera cosa que se
haga a un hombre, de acuerdo con su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no es una injuria
para aquél. En efecto, si quien la hace no ha renunciado, por medio de un pacto anterior, su derecho ori-
ginario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento del pacto y, en consecuencia, no se le hace injuria.
Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que el ofendido haya expresado su voluntad
respecto a la acción, libera de ese pacto, y, por consiguiente, no constituye injuria.
Justicia conmutativa y distributiva. Los escritores dividen la justicia de las acciones en conmutativa y
distributiva: la primera, dicen, consiste en una proporción aritmética, la última, en una proporción geométrica.
Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad de valor de las cosas contratadas, y la distributiva
en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito. Según eso sería injusticia vender más
caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que merece. El valor de todas las cosas contratadas se
mide por la apetencia de los contratantes, y, por consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar. El
mérito (aparte de lo que es según el pacto, en el que el cumplimiento de una parte hace acreedor al
cumplimiento por la otra, y cae bajo la justicia conmutativa, y no distributiva) no es debido por justicia, sino
que constituye solamente una recompensa de la gracia. Por tal razón no es exacta esta distinción en el
sentido en que suele ser expuesta. Hablando con propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un
contratante, es decir, el cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiento y la
aceptación de él; el prestar y el pedir prestado; el cambio y el trueque, y otros actos contractuales.
Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Mereciendo la
confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza, se dice que distribuye a cada
uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque impropiamente)
justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es una ley de naturaleza, como mostraremos en
lugar adecuado.
La cuarta ley de naturaleza, gratitud. Del mismo modo que la justicia depende de un pacto antecedente,
depende la GRATITUD de una gracia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior. Esta es la cuarta ley
de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: que quien reciba un beneficio de otro por mera gracia,
se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable para arrepentirse voluntariamente de ello.
En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el
objeto de todos los actos voluntarios es, para cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten
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que su propósito ha de quedar frustrado, no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por
consiguiente, de mutua ayuda, ni de reconciliación de un hombre con otro. Y así continuará permaneciendo
todavía en situación de guerra, lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de naturaleza que ordena
a los hombres buscar la paz. El quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación
con la gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto.
La quinta, mutuo acomodo o complacencia. Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es decir,
que cada uno se esfuerzo por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos considerar que
existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que surge de su diversidad
de afectos; algo similar a lo que advertimos en las piedras que se juntan para construir un edificio. En efecto,
del mismo modo que cuando una piedra con su aspereza e irregularidad de forma, quita a las otras más
espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza resulta difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la
construcción, es eliminada por los constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un
hombre que, por su aspereza natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas
y para otros necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser
abandonado o expulsado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos que cada hombre, no sólo por
derecho sino por necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es necesario para
su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos, es culpable de la lucha que sobrevenga, y,
por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley fundamental de naturaleza que ordena buscar la paz.
Quienes observan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los llamaban commodi): lo
contrario de sociable es rígido, insociable, intratable.
La sexta, facilidad para perdonar. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente : que, dando garantía del
tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pasadas de quienes, arrepintiéndose, deseen ser
perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza a quien
persevera en su hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía del tiempo futuro,
es signo de aversión a la paz y, por consiguiente, contraria a la ley de naturaleza.
La séptima, que en las venganzas los hombres consideren solamente el bien venidero. Una séptima ley es
que en las venganzas (es decir, en la devolución del mal por mal) los hombres no consideren la magnitud
del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido infligir castigos con
cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demás. Así, esta ley es
consiguiente a la anterior a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del tiempo futuro. En cambio,
la venganza sin respeto al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo o glorificación a base del daño que
se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque el fin es siempre algo venidero, y una glorificación que no se
propone ningún fin es pura vanagloria y contraria a la razón; y hacer daño sin razón tiende a engendrar la
guerra, lo cual va contra la ley de naturaleza y, por lo común, se distingue con el nombre de crueldad.
La octava, contra la contumelia. Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha, hasta el
punto de que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la venganza, en octavo
lagar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún hombre, por medio de actos,
palabras, continente o gesto manifieste odio o desprecio a otro. El quebrantamiento de esta ley se denomina
comúnmente contumelia.
La novena, contra el orgullo. La cuestión relativa a cuál es el mejor hombre, no tiene lugar en la condición de
mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado, todos los hombres son iguales. La
desigualdad que ahora exista ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé que Aristóteles, en el primer
libro de su Política, para fundamentar su doctrina, considera que los hombres son, por naturaleza, unos más
aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales se considera él mismo por su filosofía); otros,
para servir (refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos robustos, pero que no son filósofos como él) ; como
si la condición de dueño y de criado no fueran establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por
diferencias de talento, lo cual no va solamente contra la razón, sino también contra la experiencia. En efecto,
pocos son tan insensatos que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni
los que a juicio suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría,
alcanzan siempre, o con frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha hecho
iguales a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha
igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se consideran a
sí mismos iguales no entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales. Y en consecuencia,
como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca a los demás como iguales suyos por
naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo.
La décima, contra la arrogancia. De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie exija
reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro. Del mismo modo
que es necesario para todos los hombres que buscan la paz renunciar a ciertos derechos de naturaleza, es
decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es necesario también, por otra parte, para la
vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como el de gobernar sus. propios cuerpos, el de disfrutar
del aire, del agua, del movimiento, de las vías para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras
cosas sin las cuales un hombre no puede vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en este caso, al
establecerse la paz, exigen los hombres para si mismos aquello que no hubieran reconocido a los demás,
contrarían la ley precedente, la cual ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en consecuencia,
también, contra la ley de naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la
infringen, arrogantes. Los griegos llamaban plenexiv
plenexiva a la violación de esta ley: ese término implica un
deseo de tener una porción superior a la que corresponde.
La undécima, equidad. Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgar entre otros dos, es un
precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra puede
determinar las controversias de los hombres, Por tanto, quien es parcial en sus juicios, hace cuanto está a
su alcance para que los hombres aborrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por consiguiente (contra la ley
fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra.
La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le
pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación, acepción de
personas, proswpolmyiva.
La duodécima, uso igual de cosas comunes. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no pueden
ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa lo permite, sin límite; en otro
caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello. De otro modo la distribución es
desigual y contraria a la equidad.
La décimotercia, de la suerte. Ahora bien, existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en
común. Entonces, la ley de naturaleza que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien
(siendo el uso alterno) la primera posesión, sea determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de
naturaleza y no pueden imaginarse otros medios de equitativa distribución.
La décimocuarta, de la primogenitura y del primer establecimiento. Existen dos clases de suerte: arbitral y
natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la natural es o bien primogenitura (lo que los
griegos llaman klhronomiva, lo cual significa dado por suerte) o primer establecimiento. En consecuencia,
aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben adjudicarse al primer poseedor,
y en algunos casos al primogénito como adquiridas por suerte.
La décimoquinta, de los mediadores. Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que sirven
de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena la paz como fin, ordena la
intercesión, como medio, y para la intercesión, el medio es el salvoconducto.
La décimosexta, sumisión al arbitraje. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes
voluntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si se hizo o
no se hizo; segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La primera de estas dos cuestiones se
denomina cuestión de hecho; la segunda, cuestión de derecho. En consecuencia, mientras las partes en
disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber paz entre ellas. Este otro, a cuya
sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de naturaleza que quienes están en
controversia, sometan. su derecho al juicio de su árbitro.
La décimoséptima, que nadie es juez de sí propio. Considerando que se presume que cualquier hombre
hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su propia causa; y como
la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado, si uno es admitido como juez,
también debe admitirse el otro; y así subsiste la controversia, es decir, la causa de guerra, contra la ley de
naturaleza.
La décimoctava, que nadie sea juez, cuando tiene una causa natural de parcialidad. Por la misma razón, en
una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta aparentemente un mayor
provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la otra; porque entonces recibe una liberalidad
(y una liberalidad inconfesable); y nadie puede ser obligado a confiar en él. Y ello es causa también de que
se perpetúe la controversia y la situación de guerra, contrariamente a la ley de naturaleza.
La décimonovena, de los testigos. En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más a uno
que a otro (si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero y a un cuarto; o
más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza, contrariamente a la ley
de naturaleza
Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como medio de conservación de las multitudes
humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la sociedad civil. Existen otras cosas que tienden a la
destrucción de los hombres individualmente, como la embriaguez y otras manifestaciones de la
intemperancia, las cuales pueden ser incluidas, por consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de
naturaleza; ahora bien, no es necesario mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar.
Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. Acaso pueda parecer lo
que sigue una deducción excesivamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos se percaten de ella;
pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocupados en buscar el sustento, y el resto son
demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e inteligible a todos los hombres,
incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma; lo cual puede expresarse diciendo: no
hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti. Esto significa que al aprender las leyes de naturaleza y
cuando se confrontan las acciones de otros hombres con la de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho
peso, lo que procede es colocar las acciones ajenas en el otro platillo de la balanza, y las propias en lugar
de ellas, con objeto de que nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación;
entonces, ninguna de estas leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable.
Las leyes de naturaleza obligan en conciencia siempre, pero en la realidad sólo cuando existe seguridad
bastante, Las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas
realizadas; en cambio, no siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto,
quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se
sacrifica a los demás y procura su ruina cierta, contrariamente al fundamento de todas las leyes de
naturaleza que tienden a la conservación de ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los
demás observarán respecto a él las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz sino la guerra,
y, por consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la violencia.
Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden ser quebrantadas no sólo por un hecho contrario a
la ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina contrario. Porque aunque su
acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley, su propósito era contrario a ella; lo cual constituye una
infracción cuando la obligación es in foro interno.
Las leyes de naturaleza son eternas. Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la injusticia,
la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas, y todo lo
restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra conserve la vida, y la
paz la destruya.
Y aun fáciles. Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un esfuerzo
genuino y constante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien se propone su
cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.
La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la verdadera y
auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo que es bueno y malo
en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que significan nuestros apetitos y
aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos, usos y doctrinas de los hombres.
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Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente, porque no
son sino conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa de los seres
humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene mando sobre los
demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la palabra de Dios, que por
derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas leyes.
CAPITULO XVI
Qué es una persona. Una PERSONA es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas o como suyas
propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la cual son
atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.
Persona natural y artificial. Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se denomina persona
natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de otro, entonces es una
persona imaginaria o artificial.
Origen de la palabra persona. La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos usaban provswpon,
que significa la faz, del mismo modo que persona, en latín, significa el disfraz o apariencia externa de un
hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella parte de él que disfraza el rostro,
como la máscara o antifaz. De la escena se ha trasladado a cualquiera representación de la palabra o de la
acción, tanto en los tribunales como en los teatros. Así que una persona es lo mismo que un actor, tanto en
el teatro como en la conversación corriente; y personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y
quien actúa por otro, se dice que responde de esa otra persona, o que actúa en nombre suyo (en este
sentido usaba esos términos Cicerón cuando decía: Unus sustineo tres Personas; mei adversarri p judicis yo
sostengo tres personas: la mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas ocasiones ese contenido
se enuncia de diverso modo, con los términos de representante, mandatario, teniente, vicario, abogado,
diputado, procurador, actor, etcétera.
Actor. Autor. De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones apropiadas por quienes las
representan. Entonces, la persona es el actor, y quien es dueño de sus palabras y acciones, es el autor. En
este caso, el actor actúa por autoridad. Porque lo que con referencia a bienes y posesiones se llama dueño
y en latín, dominus, en griego, cuvrioz, respecto a las acciones se denomina autor. Y así como el derecho
de posesión se llama dominio, el derecho de realizar una acción se llama AUTORIDAD. En consecuencia,
se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún acto; y hecho por autorización, es lo
realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertenece el derecho.
Pactos por autorización obligan al autor. De aquí se sigue que cuando el actor hace un pacto por
autorización, obliga con él al autor, no menos que si lo hiciera este mismo, y no le sujeta menos, tampoco, a
sus posibles consecuencias. Por consiguiente, todo cuanto hemos dicho anteriormente (Capítulo XIV)
acerca de la naturaleza de los pactos entre hombre y hombre en su capacidad natural, es verdad, también,
cuando se hace por sus actores, representantes o procuradores con autorización suya, en cuanto obran
dentro de los límites de su comisión, y no más lejos.
Por tanto, quien hace un pacto con el actor o representante no conociendo la autorización que tiene, lo hace
a riesgo suyo, porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor, ni, por consiguiente, por un
pacto hecho en contra o al margen de la autorización que dio.
Pero no al actor. Cuando el actor hace alguna cosa contra la ley de naturaleza, por mandato del autor, si
está obligado a obedecerle por un pacto anterior, no es él sino el autor quien infringe la ley de naturaleza,
porque aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla es
contra la ley de naturaleza que prohíbe quebrantar el pacto.
Debe exhibirse la autorización. Quien hace un pacto con el autor, por mediación del actor, ignorando cuál es
la autorización de éste, y creyéndolo solamente por su palabra, cuando esa autorización no sea manifestada
a él, al requerirla, no queda obligado por más tiempo; porque el pacto hecho con el autor no es válido sin
esa garantía. Pero si quien pacta sabe de antemano que no era de esperar ninguna otra garantía que la
palabra del actor, entonces el pacto es válido, porque el actor, en este caso, se erige a sí mismo en autor.
Por consiguiente, del mismo modo que cuando la autorización es evidente, el pacto obliga al autor y no al
actor, así cuando la autorización es imaginaria obliga al actor solamente, ya que no existe otro autor que él
mismo.
Cosas imaginadas personificadas. Pocas cosas existen que no puedan ser representadas por ficción, Cosas
inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente pueden ser personificadas por un rector, un director, o
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un inspector. Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus
actores. Sin embargo, los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, siendo dada a
ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas. Por esa razón tales
cosas no pueden ser personificadas mientras no exista un cierto estado de gobernación civil.
Irracionales. Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden ser
personificados por guardianes o cuidadores; pero durante ese tiempo no pueden ser autores de una acción
hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el uso de razón) puedan juzgar razonable dicho acto.
Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho al gobierno del interesado puede dar autorización al
guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un Estado civil, porque antes de instituirse éste no
existe dominio de las personas.
Falsos dioses. Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personificado, como lo fueron los dioses de los
paganos, los cuales, por conducto de los funcionarios instituidos por el Estado, eran personificados y tenían
posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo en tiem-
po. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La autorización procede del Estado,
y, por consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación civil, los dioses de los paganos no podían
ser personificados.
El verdadero Dios. El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue primero por Moisés, quien
gobernó a los israelitas (los cuales eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su propio nombre
con el Hoc dicit Moses, sino en nombre de Dios, con el Hoc dicit Dominus. En segundo lugar, por el hijo del
hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo, que vino para sojuzgar a los judíos e inducir
todas las naciones a situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por sí mismo, sino como enviado por
su Padre. En tercer lugar, por el Espíritu Santo, o confortador, que hablaba o actuaba por los Apóstoles;
Espíritu Santo que era un confortador que no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los
otros dos.
Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser considerada como
uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre. Todos los
hombres dan, a su representante común, autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante
es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada. De otro modo, cuando le
limitan respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que
le da la autorización para actuar.
Un actor puede ser varios hombres hechos uno por pluralidad de votos. Y si los representados son varios
hombres, la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número
menor se pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más
que suficientes para destruir las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho,
constituye la única voz que tienen los representados.
Representantes, cuando los grupos están empatados. Un representante de un número par, especialmente
cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en muchos casos, resulta en
numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo, en algunos casos, votos
contradictorios empatados en número pueden decidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad
de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no condenan en cuanto no
absuelven. Porque una vez efectuada la audiencia de una causa, no condenar es absolver; por el contrario,
decir que no absolver es condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una deliberación de ejecutar
actualmente o de diferir para más tarde, porque cuando los votos están empatados, al no ordenarse la
ejecución, ello equivale a una orden de dilación.
Voto negativo. Cuando el número es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene,
por su voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos afirmativos del resto, este
número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se
convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una persona muda e inepta, como para
otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de guerra.
De los autores existen dos clases. La primera se llama simplemente así, y es la que antes he definido como
dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta dueño de una acción o pacto de
otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un cierto momento antes de él. Y
estos autores condicionales se denominan generalmente FIADORES, en latín fidejussores y sponsores,
particularmente para las deudas, procedes, y para la comparecencia ante un juez o magistrado, nades.
SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII
El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres
(que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí
mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por
añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de
guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los
hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la
realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y
XV.
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad,
modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas,
cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras
pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en
modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la
voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es
suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre
su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los
hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de
ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor.
Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de
la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las
familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus
dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que
puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus
vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores
se recuerdan con tales hechos.
Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus
acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello
defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opi-
niones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no
se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada;
como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar
con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus
particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia
de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos
suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que
existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.
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Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver establecida
durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado,
como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo
contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece
como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la diferencia de sus
intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.
Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder
coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma
sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra
dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede
significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué
la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:
Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y
a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra,
mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.
Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza
propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo
goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que
es eminente.
Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven
ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los hombres, hay muchos que se
imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se
afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con lo cual acarrean perturbación y
guerra civil.
Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas a otras
sus sentimientos, les falta este género de palabras por medio de las cuales los hombres pueden manifestar
a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y
aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio, sembrando el descontento entre los
hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.
Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras
están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra más conturbado
cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las
acciones de quien gobierna el Estado.
Por último, la buena convivencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto,
es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que
haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus
acciones hacia el beneficio colectivo.
La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos
contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su
propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo
su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos,
puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de
hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo
como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que
conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad
de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de
todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como
si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de
gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis
todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina
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ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más
reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.
Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y
utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos
ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero.
Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos
definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos
recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como
lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina
SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo.
Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre
hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a
ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de
esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de acuerdo entre sí, para
someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por
ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse de Estado político, o Estado por
institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer término voy a referirme al Estado por
institución,
CAPITULO XVIII
Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de
hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le
otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de ser su representante).
Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas
las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al
objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.
Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y
facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del pueblo
reunido.
1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. En primer lugar, puesto que pactan, debe
comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la presente. En
consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por el pacto, a considerar
corno propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un pacto nuevo entre sí para
obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En consecuencia, también, quienes son
súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia renunciar a la monarquía y retornar a la confusión
de una multitud disgregada; ni transferir su personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra
asamblea de hombres, porque están obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y
ser reputados como autores de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es,
a la sazón, su soberano. Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben
quebrantar el pacto hecho con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la
soberanía a quien representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo
propio y cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata. de deponer a su soberano resulta
muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio castigo,
ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un hombre hacer
algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por esa razón. Y cuando
algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden realizar un nuevo pacto no ya con los hombres,
sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con Dios, sino por mediación de alguien que
represente a la persona divina; esto no lo hace sino el representante de Dios que bajo él tiene la soberanía.
Pero esta pretensión de pacto con Dios es una falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de
quien la sustenta, que no es, sólo, un acto de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.
2. El poder soberano no puede ser enajenado. En segundo lugar, como el derecho de representar la
persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a otro, y no
del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte del soberano, y en
consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser liberado de su sumisión.
Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es manifiesto,
porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer un pacto singular con
cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque hasta entonces no constituye una
persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres existen, estos pactos resultan nulos en cuanto
adquiere la soberanía, porque cualquier acto que pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del
pacto, es el acto de sí mismo y de todos los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de
cada uno de ellos en particular. Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el
soberano en su institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo
semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso la
decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el derecho de protegerse a sí
mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima a efectuar la institución. Es, por
tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente. La opinión de que cada
monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede de la falta de comprensión de
esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que palabras y aliento, no tienen fuerza para
obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir,
de la libertad de acción de aquel hombre o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas
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acciones son firmemente mantenidas por todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están
unidos. Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que
semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme, por
ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a base de tales
o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer legalmente al pueblo romano.
Que los hombres no adviertan la razón de que ocurra lo mismo en una monarquía y en un gobierno popular,
procede de la ambición de algunos que ven con mayor simpatía el gobierno de una asamblea, en la que
tienen esperanzas de participar, que el de una monarquía, de cuyo disfrute desesperan.
3. Nadie sin injusticia puede protestar contra la institución del soberano declarada por la mayoría. En
tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente debe ahora
consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien exponerse a ser
eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de quienes constituían la
asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo un pacto tácito) de estar a lo
que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón, si rehusa mantenerse en esa tesitura, o protesta contra
algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la
congregación, y si consiente o no en ser consultado, debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en
la condición de guerra en que antes se encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.
4. Los actos del soberano no pueden ser, con justicia, acusados por el súbdito. En cuarto lugar, como
cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano instituido, resulta
que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe
ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no
comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización actúa. Pero en virtud de la Institución de un Estado,
cada particular es autor de todo cuanto hace el soberano, y, por consiguiente, quien se queja de injuria por
parte del soberano, protesta contra algo de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a
nadie sino a sí mismo; ni a sí mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es impasible. Es cierto
que quienes tienen poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica
acepción de estas palabras.
5. Nada que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito. En quinto lugar, y como
consecuencia de lo que acabamos de afirmar. ningún hombre que tenga poder soberano puede ser muerto o
castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es autor de los actos de
su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo. Como eI fin de esta institución
es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo tiene también a les medios, corresponde
de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los
medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los
mismos, así como hacer cualquiera cosa que considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la
paz y la seguridad, evitando la discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la. paz y
la seguridad se han perdido, para la recuperación de la misma.
6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. Y juez
respecto de qué doctrinas son adecuadas para su enseñanza. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el
ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por consiguiente,
en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres, cuando hablan a las
multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser publicados. Porque los actos
de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el buen
gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina nada debe
tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la regulación de la misma por vía de paz. Porque la
doctrina que está en contradicción con la paz, no puede ser verdadera, como la paz y la concordia no
pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de
los gobernantes y maestros circulan, con carácter general las falsas doctrinas, las verdades contrarias
Pueden ser generalmente ofensivas. Ni la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que
pueda imaginarse, puede nunca quebrantar la paz sino sólo en ocasiones despertar la guerra. En efecto,
quienes se hallan gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o
introducir una opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de
hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la batalla.
Corresponde, *Por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los jueces de
opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la discordia y la guerra
civil.
7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que es
suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es inherente a la
soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué
bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus
conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de instituirse el poder
soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, lo
cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo esta propiedad necesaria para la paz y
dependiente del poder soberano es el acto de este poder para asegurar la paz pública. Esas normas de
propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo, de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los
súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, aho-
ra, restringido a las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran
parte del mundo, sus leyes en aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.
9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es inherente a
la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar cuándo es
para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas para ese fin, y
cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos consiguientes. Porque el poder
mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus ejércitos, y la potencialidad de un ejército
radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando que a su vez compete al soberano instituido,
porque el mando de las militia sin otra institución, hace soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente,
aunque alguien sea designado general de un ejército, quien tiene el poder soberano es siempre ge-
neralísimo.
10. Y de escoger todos los consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar,
es inherente a la soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto
en la paz como en la guerra. Si, en efecto, eI soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y
defensa común, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere
son más adecuados para su propósito.
11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la medida de ello)
arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con riquezas u honores,
y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier súbdito, de acuerdo con la
ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo que el soberano considera más
conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o para apartarles de cualquier acto contrario
al mismo.
12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres a
asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo que entre
ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras, hasta destruirse
unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que existan leyes de honor y un
módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son aptos para servir bien al Estado, y
que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado
que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado, sino también el fallo de todas las controversias es
inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto, al soberano dar títulos de honor, y señalar qué pre-
eminencia y dignidad debe corresponder a cada hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas
o privadas, debe otorgarse cada uno a otro.
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Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y son
los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres está situado y
reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e inseparables. El poder de acu-
ñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los infantes herederos ; de tener opción de
compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser transferidas por el
soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere
la militia, será en vano que retenga la capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se
desprende del poder de acuñar moneda, la militia es inútil ; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hom-
bres se rebelarán contra el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados
derechos, veremos al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la
paz y de la justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice
que un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división, nunca
puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una opinión, admitida
por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes están divididos entre el rey, y los Lores y la Cámara
de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese sobrevenido esta guerra civil, primero
entre los que discrepaban en política, y después entre quienes disentían acerca de la libertad en materia de
religión ; y ello ha instruido a los hombres de tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay,
en Inglaterra, que no adviertan cómo estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos
generalmente cuando muy pronto retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas; y
no más, excepto si el vulgo es instruido mejor de lo que ha sido hasta ahora.
Y no pueden ser cedidos sin renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos esenciales e
inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya sido
cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos. y el nombre del soberano no ha
sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque el soberano haya cedido
todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e inseparablemente unido a ella.
El poder y el honor se desvanecen de los súbditos en presencia del poder soberano. Siendo indivisible esta
gran autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca razón para la opinión de quienes
dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores, o sea de mayor poder que cualquiera de sus
súbditos, son universas minores, es decir, de menor poder que todos ellos juntos. Porque si con todos juntos
no significan el cuerpo colectivo como una persona, entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y
la expresión es absurda. Pero si por todos juntos comprenden una persona (asumida por el soberano),
entonces el poder de todos juntos coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es
absurda. Este absurdo lo ven con claridad suficiente cuando la soberanía corresponde a una asamblea del
pueblo; pero en un monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier
lugar en que esté colocado.
Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos sus
súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde, duque y
príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los sirvientes son iguales y sin honor
alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando no están en su presencia,
parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las estrellas en presencia del sol.
El poder soberano no es tan gravoso como la necesidad de él, y el daño deriva casi siempre de la escasa
disposición a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es muy miserable,
puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o aquellos cuyas manos
tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un monarca piensan que es, éste, un
defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno democrático o de otra asamblea soberana.
atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas, si
es bastante perfecto vara protegerlos, es el mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede
verse libre de una u otra incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede
suceder, posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles
calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres desenfrenados,
sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la rapiña y de la
venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no procede del deleite o
del provecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos, en cuyo vigor consiste su
propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo involuntariamente a la propia
defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos cuanto les es posible en tiempo de
paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión emergente o en necesidades repentinas, para
resistir o adquirir ventaja con respecto a sus enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de
notables lentes de aumento (a saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pe-
queña contribución aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes
prospectivos (a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no
pueden ser evitadas sin tales aportaciones.
Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o alguno de sus súbditos, de tal modo que
la persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a
menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera
sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde resulta que
no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre
esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos los
poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de
enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes
mencionados en el capítulo XVIII.
En qué casos quedan los súbditos absueltos de su obediencia a su soberano. La obligación de los súbditos
con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder
mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por
naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por
ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo los miembros ya no
reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su
propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y
aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia
naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y
pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad
natural, por las discordias intestinas.
En caso de cautiverio. Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan
en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar sometido al
vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso,
porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en
esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la
libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede,
tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
En caso de que el soberano renuncie al gobierno, en nombre propio y de sus herederos. Si un monarca
renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de
la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de
su linaje depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién
será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el
mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido
el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
En caso de que un soberano se constituya, a sí mismo, en súbdito de otro. Si un monarca, sojuzgado en una
guerra, se hace él mismo súbdito del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior obligación, y
resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad
corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos
vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan no
en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo
la relativa a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, ya que si no tiene medios para
nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente.
CAPITULO XXII
Las diversas clases de sistemas de pueblos. Después de haber estudiado la generación, forma y poder de
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un Estado, puedo referirme, a continuación, a los elementos del mismo: en primer lugar, a los sistemas, que
asemejan las partes análogas o músculos de un cuerpo natural. Entiendo por SISTEMAS un número de
hombres unidos por un interés o un negocio. De ellos algunos son regulares; otros, irregulares. Son
regulares aquellos en que un hombre o asamblea de hombres queda constituido en representante del
número total. Todos los demás son irregulares.
De los regulares, algunos son absolutos e independientes, pues no están sujetos a ningún otro sino a su
representante: solamente éstos son Estados, y a ellos me he referido ya en los cinco últimos capítulos. Otros
son dependientes, es decir, subordinados a algún poder soberano, al que cada uno de sus elementos está
sujeto, incluso quien los representa.
De los sistemas subordinados unos son políticos y otros privados. Son políticos (de otra manera llamados
cuerpos políticos y personas públicas) aquellos que están constituidos por la autoridad del poder soberano
del Estado. Son privados aquellos que están constituidos por los súbditos, entre sí mismos, o con autoriza-
ción de un extranjero. En efecto, ninguna autoridad derivada del poder extranjero, dentro del dominio de
otro, es pública, sino privada.
Entre los sistemas privados, unos son legales, otros, ilegales. Son legales aquellos que están tolerados por
el Estado: todos los demás son ilegales. Sistemas irregulares son los que no teniendo representantes
consisten simplemente en la afluencia o reunión de gente; estos sistemas son legales cuando no están
prohibidos por el Estado, ni hechos con malvados designios (por ejemplo, la concurrencia de gente a los
mercados o ferias y otras reuniones análogas). Pero cuando la intención es maligna, o, siendo el número
considerable, ignorada, son ilegales.
En todos los cuerpos políticos, el poder del representante es limitado. En los cuerpos políticos el poder de
los representantes es siempre limitado, y quien prescribe los límites del mismo es el poder soberano. En
efecto, poder ilimitado es soberanía absoluta, y el soberano, en todo Estado, es el representante absoluto de
todos los súbditos; por tanto, ningún otro puede ser representante de una parte de ellos, sino en cuanto el
soberano se lo permite. Autorizar a un cuerpo político de súbditos para que tuviese una representación
absoluta para todas las cuestiones y propósitos, sería abandonar el gobierno de una parte tan importante del
Estado, y dividir el dominio, contrariamente a su paz y defensa, de tal modo que no podría comprenderse
que el soberano hiciese, por ninguna concesión, cuyo fin no fuera descargarlos plena y directamente, de su
sujeción. En efecto, las consecuencias de las palabras no son signos de su voluntad cuando otras
consecuencias son signo de lo contrario, sino más bien signos de error y falta de cálculo, a lo cual es
propenso el género humano.
Por cartas patentes. Los límites de este poder que se da al representante de un cuerpo político se advierten
en dos cosas. La una está constituida por los escritos o cartas que tienen de sus soberanos; la otra es la ley
del Estado. En efecto, aunque en la institución o adquisición de un Estado que es independiente, no hay
necesidad de escritura, porque el poder del representante no tiene otros límites sino los establecidos por la
ley, no escrita, de la naturaleza, en cambio, en los cuerpos subordinados precisan diversas limitaciones,
respecto a sus negocios, tiempos y lugares, que no pueden ser recordadas sin cartas, ni ser tenidas en
cuenta a menos que tales cartas sean exhibidas, para que puedan ser leídas, y por añadidura selladas o
testificadas con otros signos permanentes de la autoridad soberana.
Y leyes. Y como no siempre es fácil o a veces posible establecer en las cartas esas limitaciones, las leyes
ordinarias, comunes a todos los súbditos, deben determinar lo que los representantes pueden hacer
legalmente en todos los casos en que las cartas mismas nada dicen. Por consiguiente:
Cuando el representante es un hombre, sus actos no autorizados son exclusivamente suyos. En un cuerpo
político, si el representante es un hombre, cualquier cosa que haga en la persona del cuerpo, que no esté
acreditado en sus cartas, ni por las leyes, es un acto suyo propio, y no el acto de la corporación ni el de otro
miembro de la misma, distinto de él, porque más allá del límite de sus cartas o de las leyes, a nadie
representa sino a sí mismo. Pero lo que hace de acuerdo con ellas es el acto de cada uno de los repre-
sentados: porque del acto del soberano cada uno de ellos es autor, ya que el soberano es su representante
ilimitado; y el acto del representante que no se aparta de las cartas del soberano, es el acto del soberano, y,
por consiguiente, cada miembro de la corporación es autor de él.
Cuando es una asamblea. Ahora bien, si el representante es una asamblea, cualquiera cosa que la
asamblea decrete, y no esté autorizada por sus cartas o por las leyes, es el acto de la asamblea o cuerpo
político, y es el acto de cada uno de aquellos por cuyo voto se formuló el decreto, pero no el acto de un
hombre que estando presente votó en contra, ni el de ningún hombre ausente, a menos que votara por
procura. Es el acto de la asamblea, porque fue votado por la mayoría; y si fue un delito, la asamblea puede
ser castigada, en cuanto ello es posible, con la disolución, o la derogación de sus cartas (lo que es capital
para tales corporaciones artificiales y ficticias), o (si la asamblea tiene un patrimonio común, en el que
ninguno de los miembros inocentes tiene participación), por multa pecuniaria. La naturaleza ha eximido de
penas corporales a todos los cuerpos políticos. Pero quienes no dieron su voto son inocentes, porque la
asamblea no puede representar a nadie en cosas no autorizadas por sus cartas, y, por consiguiente, tales
miembros no están involucrados en esos votos.
Cuando es una asamblea, sólo quedan obligados los que han asentido. Ahora bien, cuando el representante
es una asamblea, y la deuda se debe a un extraño, son responsables de la deuda todos aquellos y
solamente aquellos que dieron sus votos para el préstamo, o para el contrato que le dio origen, o para el
hecho por causa del cual la multa fue impuesta, porque cada uno de los que votaron quedó, por sí mismo,
comprometido al pago. En efecto, quien es autor del préstamo queda obligado al pago, incluso de la deuda
entera, si bien al ser pagada ésta por uno queda, aquél, liberado.
Si la deuda es respecto a un miembro de la asamblea, sólo el cuerpo político queda obligado. Si la deuda es
respecto a un miembro de la asamblea, sólo la asamblea está obligada al pago, con su propio patrimonio (si
existe). En efecto, teniendo libertad de voto, si el interesado vota que el dinero debe pedirse en préstamo,
vota que sea pagado; si vota que no se tome el préstamo, o está ausente, y al hacerse el préstamo lo vota,
contradice su voto anterior, y queda obligado por el último, constituyéndose a la vez en prestamista y
prestatario; por consiguiente, no puede solicitar el pago de una persona en particular, sino del fondo común,
solamente; fallando el pago, no tiene otro remedio ni queja sino contra sí mismo, ya que conociendo los
actos de la asamblea y sus posibilidades de pagar, y no siendo compelido a ello, prestó, no obstante, su
dinero, en un acto de manifiesta necedad.
La protesta contra los decretos de los cuerpos políticos es, a veces legítima, pero jamás contra el poder
soberano. Con esto queda evidenciado que en los cuerpos políticos subordinados y sujetos al poder
soberano, resulta a veces para los miembros en particular, no sólo legal sino expeditivo protestar
abiertamente contra los decretos de la asamblea de representantes, y hacer que su disentimiento quede
registrado, u obtener testimonio de él; de otro modo vienen obligados a pagar las deudas contraídas, y se
hacen responsables de los delitos cometidos por otras personas. Pero en una asamblea soberana esa
libertad no existe, primero porque quien protesta en ella niega la soberanía, y, además, porque cualquiera
cosa que se ordene por el poder soberano resulta justificado para el súbdito (aunque no siempre ante los
ojos de Dios) por su mandato, ya que de semejante mandato cada súbdito es autor.
Cuerpos políticos para el gobierno de una provincia, colonia o ciudad. La variedad de los cuerpos políticos
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es casi infinita, porque no solamente se distinguen según los distintos negocios para los cuales fueron
instituidos, y hay de ellos una indecible diversidad, sino que también respecto a tiempo, lugar y número
están sujetos a muchas limitaciones. En cuanto a sus respectivas misiones, algunos se instituyen para la
gobernación: en primer término, el gobierno de una provincia puede ser conferido a una asamblea en la cual
todas las resoluciones dependan de los votos de la mayoría; entonces esta asamblea es un cuerpo político y
su poder limitado por la comisión. La palabra provincia significa un encargo o cuidado de negocios que el
interesado en ellos confiere a otro hombre para que administre bajo su mandato y en nombre suyo; por
consiguiente, cuando en un gobierno existen diversos países que tienen leyes distintas unos de otros, o que
están muy distantes entre sí, estando conferida la administración del gobierno a diversas personas, aquellas
comarcas donde no reside el soberano, sino que éste gobierna por comisión, se llaman provincias. Ahora
bien, del gobierno de una provincia por una asamblea que resida en la provincia misma existen pocos
ejemplos. Los romanos que tenían la soberanía de varias provincias, siempre las gobernaban por medio de
presidentes y pretores, no por asambleas, como gobernaban la ciudad de Roma y los territorios adyacentes.
Del mismo modo cuando se enviaron colonos de Inglaterra para las plantaciones de Virginia y
SommerIslands, aunque el gobierno fue en estos lugares encomendado a asambleas residentes en Londres,
nunca estas asambleas encargaron la gobernación a ninguna asamblea subordinada, sino que a cada
plantación se envió un gobernador. En efecto, aunque todos los hombres, cuando por naturaleza están
presentes desean participar en el gobierno, en los casos en que no pueden estar presentes propenden,
también por naturaleza, a encomendar el gobierno de sus intereses comunes más bien a una forma
monárquica que a una forma popular de gobierno. Ello es de igual modo evidente en aquellos hombres que,
poseyendo grandes dominios privados, no desean tomar sobre sí el cuidado de administrar los negocios que
les pertenecen, y se deciden por confiar en uno de sus siervos, mejor que en una asamblea, ya sea de sus
amigos o de sus vasallos. De cualquier modo que ocurra, podemos suponer el gobierno de una provincia o
colonia encomendado a una asamblea; y lo que al respecto me interesa establecer ahora es lo siguiente:
que cualquier deuda contraída por esa asamblea, o cualquier acto ilegal decretado por ella, es el acto
solamente de aquellos que asienten, y no de quienes han disentido o estaban ausentes, por las razones
antes alegadas. Así que cuando una asamblea resida fuera de los límites de la colonia donde ejerce el go-
bierno no puede ejercitar dominio alguno sobre las personas o bienes de cualesquiera de los miembros de la
colonia, ni obligarles, por razón de deuda u otra obligación, en lugar alguno, fuera de la colonia misma,
puesto que no tiene jurisdicción ni autoridad de ningún género, sino que ha de atenerse a los recursos que la
ley del lugar les ofrezca. Y aunque la asamblea tenga derecho para imponer una multa sobre aquellos de
sus miembros que infrinjan las leyes establecidas, fuera de la colonia no tienen derecho a ejecutar dichas
leyes. Y lo que se dice aquí de los derechos de una asamblea, respecto al gobierno de una provincia o de
una colonia, es aplicable, también, a una asamblea para el gobierno de una ciudad, de una universidad, de
un colegio, de una iglesia, o de otro gobierno cualquiera sobre las personas individuales.
Generalmente, y en todos los cuerpos políticos, si algún miembro particular se considera injuriado por la
corporación misma, el conocimiento de su causa corresponde al soberano, y a quienes el soberano ha
establecido como jueces para causas análogas, o designe para ese caso particular; y no a la corporación
misma. Porque la corporación entera es, en ese caso, un súbdito como el reclamante. En cambio, en una
asamblea soberana ocurre de otro modo: porque en ella si el soberano no es juez, aun de su propia causa,
no puede haber juez en absoluto.
Cuerpos políticos para la ordenación del comercio. En un cuerpo político instituido para el buen orden del
tráfico exterior, la representación más adecuada reside en la asamblea de todos los miembros, es decir, en
una asamblea tal que todo aquel que arriesgue su dinero pueda estar presente en las deliberaciones y
resoluciones de la corporación, si lo desea. Como prueba de ello, hemos de considerar el fin para el cual los
hombres que son comerciantes, y pueden comprar y vender, exportar e importar sus mercancías, de
acuerdo con sus propias decisiones, se obligan, no obstante, a sí mismos constituyendo una corporación. Es
evidente que pocos comerciantes existen que con la mercancía que compran en su país puedan fletar un
barco para exportarla: o con la que compran en el exterior, para traerla a su país de origen. Por consi-
guiente, necesitan reunirse en una sociedad, en la que cada uno puede o bien participar en la ganancia, de
acuerdo con la proporción de su riesgo, o tomar sus propias cosas y vender los artículos importados a los
precios que estime convenientes. Pero esto no es un cuerpo político, ya que no tienen un representante
común que les obligue a ninguna otra ley distinta de la que es común a todos los demás súbditos. El fin de
su asociación es hacer su ganancia lo mayor que sea posible, lo cual se logra de dos modos, por simple
compra o por simple venta, ya sea en el propio país o en el extranjero. Así que conceder a una compañía de
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mercaderes la calidad de corporación o cuerpo político, es asegurarle un doble monopolio, de los cuales uno
consiste en ser compradores exclusivos, otro en ser únicos vendedores. En efecto, cuando existe una com-
pañía constituida para un país extranjero en particular, sólo exporta las mercaderías vendibles en esa
comarca, siendo único comprador en el propio país, y único vendedor fuera. En el país propio no hay,
entonces, sino un comprador y en el extranjero un solo vendedor; las dos cosas son beneficiosas para el
mercader, ya que de este modo compra en el país a un tipo más bajo, y vende en el extranjero a uno más
alto. Y en el exterior sólo existe un comprador de mercancías extranjeras, y uno solo que vende en el país,
cosas ambas que son, a su vez, beneficiosas para los especuladores.
De este doble monopolio, una parte es desventajosa para el pueblo en el propio país, otra para los
extranjeros. Porque en el país propio, en virtud de ese género exclusivo de exportación, fijan el precio que
les agrada para los productos de la tierra y de la industria, y por la importación exclusiva, el precio que les
agrada sobre todos los artículos extranjeros de que el pueblo tiene necesidad; ambas cosas son
desfavorables para el pueblo. Por el contrario, en virtud de la venta exclusiva de productos nativos en el
exterior, y por la compra exclusiva de artículos extranjeros en la localidad, elevan el precio de aquéllos y
rebajan el precio de éstos, en desventaja del extranjero. Así, cuando uno solo vende, la mercancía es más
cara; y cuando uno solo compra, más barata. Por consiguiente, tales corporaciones no son otra cosa que
monopolios, si bien resultan muy provechosos para el Estado, cuando estando ligados en una corporación
en los mercados exteriores, mantienen su libertad en los interiores para que cada uno compre y venda al
precio que pueda.
No siendo, pues, la finalidad de estas corporaciones de mercaderes un beneficio común para la corporación
entera (que en este caso no posee otro patrimonio común, sino el que se deduce de las particulares
empresas, para la construcción, adquisición, avituallamiento y dotación de los buques), sino el beneficio
particular de cada especulador, es razón que a cada uno se le dé a conocer el empleo de sus propias cosas;
es decir, que cada uno pertenezca a la asamblea capacitada para ordenar el conjunto, y le sean exhibidas
las cuentas correspondientes. Por consiguiente, la representación de ese organismo debe corresponder a
una asamblea en la que cada miembro de la corporación pueda estar presente en las deliberaciones, si lo
desea.
Si una corporación política de mercaderes contrae una deuda con respecto a un extranjero, por actos de su
asamblea representativa, cada miembro responde individualmente por el todo. En efecto, un extranjero no
puede tener en cuenta las leyes particulares, sino que considera a los miembros de la corporación como
otros tantos individuos, cada uno de los cuales está obligado al pago entero, hasta que el pago hecho por
uno libere a todos los demás. Pero si el débito se contrae con un miembro de la compañía, el acreedor es
deudor, por el todo, a sí mismo, y no puede, por consiguiente, demandar su deuda sino sólo del patrimonio
común, si es que existe alguno.
Si el Estado impone un tributo sobre la corporación, se comprende que lo establece, sobre cada miembro,
proporcionalmente a su riesgo particular en la compañía. En este caso no existe otro patrimonio común sino
el constituido por sus riesgos particulares.
Si se impone una multa a la corporación, por algún acto ilegal, únicamente son responsables aquellos en
virtud de cuyos votos fue decretado el acto, o con cuya asistencia fue ejecutado. En ninguno de los restantes
puede existir otro delito sino el de pertenecer a la corporación; delito que si existe, no es suyo, puesto que la
corporación fue ordenada por la autoridad del Estado.
Si uno de los miembros se hace deudor a la corporación, puede ser perseguido por la corporación misma,
pero ni sus bienes pueden ser incautados ni su persona reducida a prisión por la autoridad de la
corporación, sino, sólo, por la autoridad del Estado. En efecto, si pudiera hacerlo por su propia autoridad,
podría, por esa autoridad misma, juzgar que la deuda es debida, lo cual significa tanto como ser juez de su
propia causa.
Un cuerpo político para el consejo que ha de darse al soberano. Estas corporaciones instituidas por el
gobierno de los hombres o para la regulación del tráfico son o bien perpetuas o para un tiempo fijado por
escrito. Existen, también, corporaciones cuya duración es limitada solamente por la naturaleza de sus
negocios. Por ejemplo, si un monarca soberano o asamblea soberana considera oportuno dar orden a las
ciudades y otras diversas partes de su territorio para que le envíen sus diputados para que le informen de la
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situación y necesidades de los súbditos, o para deliberar con él acerca de la promulgación de buenas leyes,
o por cualquier otra causa, mediante una persona que representa la comarca entera, tales diputados,
teniendo un lugar y un tiempo fijos de reunión, son entonces y allí una corporación política que representa a
cada uno de los súbditos del dominio, pero solamente para las cuestiones que sean propuestas a ellos por la
persona o asamblea que en virtud de su autoridad soberana ordenó su venida; y cuando se declare que
nada más debe proponerse ni ser debatido por ellos, la corporación queda disuelta. En efecto, si fueran
representantes absolutos del pueblo, entonces constituirían una asamblea soberana, y existirían dos
asambleas soberanas o dos soberanos sobre el mismo pueblo, lo cual sería incompatible con la paz del
mismo. Por tanto, donde una vez existió una soberanía, no puede haber representación absoluta del pueblo
sino por mediación de ella. Y en cuanto a la amplitud con que una corporación representará al pueblo
entero, queda fijada en el escrito de convocatoria. Porque el pueblo no puede elegir sus diputados para otra
finalidad que la expresada en el escrito dirigido a ellos por su soberano.
Un cuerpo regular privado, legal, como una familia. Son corporaciones privadas, regulares y legales las
constituidas sin documentos u otra autorización escrita, salvo las leyes comunes a todos los demás súbditos.
Como están unidas en una persona representativa, son consideradas como regulares; tales son todas las
familias en las que el padre o la madre ordena la familia entera. El jefe en cuestión obliga a sus hijos y
sirvientes, en cuanto la ley lo permite, aunque no más allá, porque ninguno de ellos está obligado a la
obediencia en aquellas acciones cuya realización está prohibida por la ley. En todas las demás acciones,
durante el tiempo en que están bajo el gobierno doméstico, están sujetos a sus padres y dueños, como
inmediatos soberanos suyos. En efecto siendo el padre y el dueño, antes de la institución del Estado so-
beranos absolutos de sus familias, no pierden, posteriormente, de su autoridad sino lo que la ley del Estado
les arrebata.
Cuerpos privados regulares, pero ilegales. Son corporaciones privadas regulares, pero ilegales, aquellas que
están unidas en una persona representativa, sin autoridad pública en absoluto; tales son las asociaciones de
mendigos, ladrones y gitanos, constituidas para mejor ordenar su negocio de pedir y robar, así como las cor-
poraciones de individuos que, por autorización de un extranjero, se reúnen en dominio ajeno para la más
fácil propagación de doctrinas, y para instituir un partido contra el poder del Estado.
Sistemas irregulares, tales como las ligas privadas. Los sistemas irregulares por naturaleza como las ligas y,
a veces la mera concurrencia de gentes, sin nexo de unión para realizar un designio particular, ni estar
obligados uno a otro, sino procediendo solamente por una similitud de voluntades e inclinaciones, resultan
legales o ilegales según la legitimidad o ilegitimidad de los diversos designios particulares humanos que en
ellas se manifiestan. Este designio debe interpretarse según los casos.
Como las ligas se constituyen comúnmente para la defensa común, las ligas de súbditos son en un Estado
(que no es sino una liga que reúne a todos los súbditos), en la mayoría de los casos, innecesarias, y
traslucen designios ilegales; son, por esta causa, ilegales, y se comprenden por lo común bajo la
denominación de facciones o conspiraciones. En efecto, siendo una liga la unión de individuos ligados por
pactos, si no se ha dado poder a uno de ellos o a una asamblea (tal ocurre en la situación de mera
naturaleza para obligar al cumplimiento, la liga es válida tan sólo en cuanto no suscita justa causa de
desconfianza: por consiguiente, las ligas entre Estados, sobre las cuales no existe ningún poder humano es-
tablecido para mantenerlos a raya, no sólo son legales, sino también provechosas por el tiempo que duran.
En cambio, las ligas de súbditos de un mismo Estado, donde cada uno puede obtener su derecho por medio
del poder soberano, son innecesarias para el mantenimiento de la paz y de la justicia, e ilegales si su
designio es pernicioso o desconocido para el Estado. En efecto, toda conjunción de fuerzas realizada por
individuos privados, es injusta cuando abriga una intención maligna; si la intención es desconocida, esas
ligas resultan peligrosas para la cosa pública e injustamente secretas.
Intrigas secretas. Si el poder soberano reside en una gran asamblea, y un número de componentes de la
misma, sin la autorización oportuna, instigan a una parte para fijar la orientación del resto, tenemos una
facción o conspiración ilegal, ya que resulta una fraudulenta dedicación de la asamblea, para los particulares
intereses de esos pocos. Ahora bien, si aquel cuyo interés privado se discute y juzga en la asamblea trata de
ganar tantos amigos como pueda, no comete injusticia, porque en este caso no forma parte de la asamblea.
Y aunque compre tales amigos con dinero, siempre que no lo prohiba la ley expresa, ello no constituye
injusticia. En ciertas ocasiones, tal como los hombres se comportan, la justicia no puede lograrse sin dinero;
y cada uno puede pensar que su propia causa es justa, hasta que sea oído y juzgado.
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Feudos de familias privadas. En todos los Estados, si un particular entretiene más siervos de los que exige
el gobierno de sus bienes y el legítimo empleo de los mismos, se constituye una facción, lo cual es ilegal. En
efecto, teniendo la protección del Estado, no necesita para su defensa apoyarse en una fuerza privada. Y
aunque en naciones no del todo civilizadas, varias familias numerosas han vivido en hostilidad continua,
haciéndose objeto de mutuas invasiones en las que hicieron uso de la fuerza privada, resulta evidente por
demás que lo hicieron de modo injusto, o bien que no estaban constituidas en Estado.
Facciones para el gobierno. Lo mismo que las facciones de parientes, así también las que se proponen el
gobierno de la religión, como las de papistas, protestantes, etc., las de patricios y plebeyos en los antiguos
tiempos de Roma, y las de aristócratas y demócratas en los de Grecia, son injustas, como contrarias a la
paz y a la seguridad del pueblo y en cuanto arrancan el poder de las manos del soberano.
La reunión de gente es un sistema irregular cuya legalidad o ilegalidad depende de la ocasión y del número
de los reunidos. Si la ocasión es legal y manifiesta, la reunión es legal, por ejemplo, la usual asamblea de
gentes en la iglesia o en una exhibición pública, en número acostumbrado; porque si el número es
extraordinariamente grande la justificación no es evidente, y, por tanto, quien no puede dar, individualmente,
razón adecuada de su presencia allí, debe considerarse animado de un designio ilegal y tumultuoso. Puede
ser legal que un millar de hombres se reúna para formular una petición a un juez o magistrado; sin embargo,
si un millar de hombres viene a presentarla, tenemos una asamblea tumultuosa, ya que para ese propósito
bastarían uno o dos. Ahora bien, en casos como éste no es un número fijo lo que hace ilegal una asamblea,
sino un número tal que los funcionarios presentes no sean capaces de sojuzgar y reducir a la normalidad
legal.
Cuando un número desusado de personas se reúne contra un hombre al que acusan, la asamblea es un
tumulto ilegal, ya que hubieran bastado unos pocos o un hombre solo para formular su acusación al
magistrado. Tal fue el caso de San Pablo en Efeso, cuando Demetrio y un gran número de personas
condujeron dos de los amigos de Pablo ante el magistrado, diciendo a una: Grande es Diana de los Efesios;
éste era su modo de demandar justicia contra aquél, por enseñar a las gentes una doctrina que iba contra su
religión y sus negocios. En este caso la ocasión, teniendo en cuenta las leyes del pueblo, era justa; sin
embargo, la asamblea se estimó ilegal, y el magistrado les reprendió por ello, con estas palabras: Si
Demetrio y los demás obreros pueden acusar a alguien de alguna cosa, existen audiencias y diputados; que
se acusen, pues, uno a otro. Y si tenéis alguna otra cosa que pedir vuestro caso puede ser juzgado en una
asamblea convocada legítimamente. Porque estamos en peligro de ser acusados de sedición en estos días,
ya que no existe motivo por el cual una persona pueda dar una razón de esta asamblea de gentes i. Por ello,
a una asamblea de la que las gentes no pueden dar justa cuenta, la llamaban una sedición, de tal naturaleza
que no puede justificarse. Y esto es todo cuanto tengo que decir respecto a los sistemas y asambleas del
pueblo, que pueden ser comparadas, como digo, a las partes semejantes del cuerpo humano; las legítimas a
los músculos; las ilegales a los tumores, cálculos y apostemas, engendrados por la antinatural confluencia
de humores malignos.
CAPITULO XXIII
EN EL ÚLTIMO capítulo he hablado de las partes similares de un Estado: en éste voy a hablar de las partes
orgánicas, que son los ministros públicos.
Quién es ministro público. Se denomina MINISTRO PÚBLICO a quien es empleado por el soberano (sea un
monarca o una asamblea) en algunos negocios, con autorización para representar en ese empleo la
personalidad del Estado. Y mientras que cada persona o asamblea que tiene soberanía representa a dos
personas o, según la frase común, tiene dos capacidades, una natural y otra política (como un monarca
tiene no sólo la personalidad del Estado, sino también la de hombre; y una asamblea soberana no sólo tiene
la personalidad del Estado, sino también la de la asamblea), quienes son servidores del soberano en su
capacidad natural no son ministros públicos, siéndolo solamente quienes le sirven en la administración de
los negocios públicos. Por consiguiente, ni los ujieres, ni los alguaciles, ni otros empleados que constituyen
la guardia de la asamblea, sin otro propósito que la comodidad de los reunidos, en una aristocracia o
democracia; ni los administradores, chambelanes, cajeros y otros empleados de la casa de un monarca son
ministros públicos en una monarquía.
Ministros para la administración general. De los ministros públicos, algunos tienen conferido el cargo por la
administración general, ya sea del dominio entero ya de una parte del mismo. Del conjunto, como, por
ejemplo, a un protector o regente se le puede encomendar por el antecesor del rey niño, durante su minoría
de edad, la administración entera de su reino. En este caso, cada súbdito está obligado a prestar
obediencia, en tanto que lo establezcan las ordenanzas que haga y los mandatos que curse en nombre del
rey, y no sean incompatibles con el poder soberano de éste. De una parte o provincia, como cuando un
monarca o una asamblea soberana dan el encargo general de la misma a un gobernador, teniente, prefecto
o virrey. Y en este caso, también, cada uno de los habitantes de la provincia está obligado por todo aquello
que el representante haga en nombre del soberano, y que no sea incompatible con el derecho de éste. En
efecto, tales protectores, virreyes y gobernadores no tienen otro derecho sino el que deriva de la voluntad
del soberano; ninguna comisión que se les confiera puede ser interpretada como declaración de la voluntad
de transferir la soberanía, sin palabras manifiestas y expresas que entrañen tal propósito. Este género de
ministros públicos se asemeja a los miembros y tendones que mueven los diversos miembros de un cuerpo
natural.
Para la administración especial, por ejemplo, para el régimen económico. Otros tienen administración
especial, es decir, les está, encomendada la realización de ciertos asuntos especiales, en el propio país o en
el extranjero. En el país, en primer término, quienes, para el régimen económico del Estado, tienen
autorización relativa al Tesoro, como la de establecer tributos, impuestos, rentas, exacciones o cualquier
ingreso público, así como para recopilar, recibir, publicar o tomar las cuentas relativas a los mismos, son mi-
nistros públicos: ministros porque sirven a la persona del representante, y nada pueden hacer contra su
mandato, ni sin su autoridad: públicos porque les sirven en su capacidad política.
En segundo lugar, los que poseen una autoridad concerniente a la militia; los que tienen la custodia de
armas, fuertes o puertos; los que se ocupan de reclutar, pagar o mandar soldados, o de suministrar todas las
cosas necesarias para las atenciones de la guerra, sea por tierra o por mar, son ministros públicos. En cam-
bio, un soldado sin mando, aunque luche por el Estado, no representa, por ello, la persona del mismo; en
ese caso no hay nada que representar, ya que cada uno que tiene mando representa al Estado, con
respecto a aquellos a quienes manda.
Para instrucción del pueblo. Son también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo
su deber, con respecto al poder soberano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo e injusto,
haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para
resistir a los enemigos públicos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por la de
otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud de ninguna otra autoridad sino
la del soberano. El monarca o asamblea soberana son los únicos que tienen autoridad inmediata derivada
de Dios para enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei gratia;
es decir, solamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el favor y providencia de
Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratia et Regis, o Dei providentia et voluntate Regis.
Para la judicatura. Aquellos a quienes se da jurisdicción son ministros públicos, porque en los lugares donde
administran justicia representan la persona del soberano; y su sentencia es la sentencia de este último,
porque (como antes hemos manifestado) toda la judicatura va esencialmente aneja a la soberanía, y, por
tanto, todos los demás jueces no son sino ministros de aquel o de aquellos que tienen el poder soberano. Y
del mismo modo que las controversias son de dos clases, a saber: de hecho y de derecho, así también los
juicios son algunos de hecho y otros de derecho, y, por consiguiente, en la misma controversia puede haber
dos jueces, uno de hecho y otro de derecho.
En ambas controversias puede surgir una controversia nueva entre la parte juzgada y el juez; y siendo
ambos súbditos del soberano, deben en términos de equidad ser juzgados por personas elegidas con el
consentimiento de uno y otro, ya que nadie puede ser juez en su propia causa. Ahora bien, el soberano es
siempre reconocido como juez de ambos, y, por tanto, o bien puede proceder a la audiencia de la causa,
fallándola por sí mismo, o confirmar como juez aquel a quien los dos interesados convengan en designar.
Este acuerdo se comprende entonces como hecho entre ellos, de diverso modo: primero, si el acusado
puede formular excepción contra aquellos de sus jueces cuyo interés le hace abrigar sospechas (mientras
que el demandante ha escogido ya su propio juez), aquellos contra los cuales no formula excepción son
jueces que él mismo acepta. En segundo lugar, si apela a otro juez, no puede ya seguir apelando, porque su
apelación fue decidida por él. En tercer término, si apela al soberano, y éste, por sí propio o por delegados
admitidos por las partes, pronuncian sentencia, esta sentencia es final, porque el acusado es juzgado por
sus propios jueces, es decir, por sí mismo.
Para la ejecución. Son también ministros públicos todos aquellos que tienen autoridad del soberano para
procurar la ejecución de las sentencias pronunciadas; dar publicidad a las órdenes del soberano; reprimir
tumultos; prender y encarcelar a los malhechores, y otros actos que tienden a la conservación de la paz.
Porque cada acto que hacen en virtud de tal autoridad es acto del Estado; y su servicio correspondiente al
de las manos en un cuerpo natural.
Son ministros públicos en el extranjero aquellos que representan la persona de su propio soberano en otros
Estados. Tales son los embajadores, mensajeros, agentes y heraldos enviados con autorización pública y
para asuntos públicos.
En cambio, quienes son enviados por la autoridad solamente de alguna región privada de un Estado en
conmoción, aunque sean recibidos, no son ni ministros públicos ni privados del Estado, porque ninguno de
sus actos tiene al Estado como autor. Del mismo modo, un embajador enviado por un príncipe, para felicitar,
dar el pésame o asistir a una solemnidad, aunque la autoridad sea pública, como el asunto es privado y
compete a él en su capacidad natural, es una persona privada. Del mismo modo, si, secretamente, se envía
una persona a otro país, para explorar su opinión y fortaleza, aunque ambas cosas, la autoridad y el
negocio, sean públicas, como nadie advierte en él otra personalidad sino la suya propia, es un ministro
privado, aunque sea un ministro de Estado; y puede compararse con el ojo en el cuerpo natural. Y quienes
son designados para recibir las peticiones u otras informaciones del pueblo, viniendo a ser como los oídos
públicos, son ministros públicos, y representan a su soberano en este oficio.
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Consejeros sin otra misión que la de informar, no son ministros públicos. Tampoco un consejero (ni un
Consejo de Estado, si lo consideramos sin autoridad de judicatura o mando, sino sólo para dar una opinión
al soberano cuando sea requerido, o para ofrecerla sin requerimiento) es una persona pública, porque el
consejo se dirige al soberano solamente, cuya persona no puede estar representada ante él, en su propia
presencia, por otra. Ahora bien, un cuerpo de consejeros nunca deja de tener alguna otra autoridad, o bien
de judicatura o de administración inmediata: en una monarquía representan al monarca, transfiriendo los
mandatos de éste a los ministros públicos; en una democracia, el Consejo o Senado propone el resultado de
sus deliberaciones al pueblo, a modo de consejo; pero cuando designa jueces o toma causas en audiencia,
o recibe embajadores, es en calidad de ministro del pueblo; y en una aristocracia el Consejo de Estado es,
por sí mismo, la asamblea soberana, y a nadie da consejos sino a la propia asamblea.
CAPITULO XXVI
Qué es ley civil. Entiendo por leyes civiles aquellas que los hombres están obligados a observar porque son
miembros no de este o aquel Estado en particular, sino de un Estado. En efecto, el conocimiento de las
leyes particulares corresponde a aquellos que profesan el estudio de las leyes de diversos países; pero el
conocimiento de la ley civil en general, a todos los hombres. La antigua ley de Roma era llamada ley civil, de
la palabra civitas, que significa el Estado. Y los países que, habiendo estado sometidos al Imperio romano y
gobernados por esta ley, conservan todavía una parte de ella, porque la estiman oportuna, llaman a esta
parte ley civil, para distinguirla del resto de sus propias leyes civiles. Pero no es de esto de lo que voy a
hablar aquí: mi designio no es exponer lo que es ley en un lugar o en otro, sino lo que es ley, tal como lo
hicieron Platón, Aristóteles, Cicerón y otros varios, sin hacer profesión del estudio de la ley.
Es evidente, en primer término, que la regla en general no es consejo, sino orden; y no orden de un hombre
a otro, sino solamente de aquel cuya orden se dirige a quien anteriormente está obligado a obedecerle. Y en
cuanto a la ley civil, añade solamente al nombre de la persona que manda, que es la persona civitatis, la
persona del Estado.
Teniendo esto en cuenta, yo defino la ley civil de esta manera: LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas
reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad,
para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no
es contrario a la ley.
En esta definición no hay nada que no sea evidente desde el principio, porque cualquiera puede observar
que ciertas leyes se dirigen a todos los súbditos en general; otras, a provincias particulares; algunas, a
vocaciones especiales, y algunas otras a determinados hombres: son, por consiguiente, leyes para cada uno
de aquellos a quienes la orden se dirige, y para nadie más. Así, también, se advierte que las leyes son
normas sobre lo justo y lo injusto, no pudiendo ser reputado injusto lo que no sea contrario a ninguna ley.
Del mismo modo resulta que nadie puede hacer leyes sino el Estado, ya que nuestra subordinación es
respecto del Estado solamente; y que las órdenes deben ser manifestadas por signos suficientes, ya que, de
otro modo, un hombre no puede saber cómo obedecerlas. Por consiguiente, cualquier cosa que por nece-
saria consecuencia sea deducida de esta definición, debe ser reconocida como verdadera. Y así deduzco de
ella lo que sigue.
1. El legislador en todos los Estados es sólo el soberano, ya sea un hombre como en la monarquía, o
una asamblea de hombres como en una democracia o aristocracia. Porque legislador es el que hace la ley, y
el Estado sólo prescribe y ordena la observancia de aquellas reglas que llamamos leyes: por tanto, el Estado
es el legislador. Pero el Estado no es nadie, ni tiene capacidad de hacer una cosa sino por su representante
(es decir, por el soberano), y, por tanto, el soberano es el único legislador. Por la misma razón, nadie puede
abrogar una ley establecida sino el soberano, ya que una ley no es abrogada sino por otra ley que prohíbe
ponerla en ejecución.
2. El soberano de un Estado, ya sea una asamblea o un hombre, no está sujeto a las leyes civiles, ya
que teniendo poder para hacer y revocar las leyes, puede, cuando guste, liberarse de esa ejecución,
abrogando las leyes que le estorban y haciendo otras nuevas; por consiguiente, era libre desde antes. En
efecto, es libre aquel que puede ser libre cuando quiera. Por otro lado, tampoco es posible para nadie estar
obligado a sí mismo; porque quien puede ligar, puede liberar, y por tanto, quien está ligado a sí mismo
solamente, no está ligado.
3. Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que le
da autoridad, sino la voluntad del soberano, significada por su silencio (ya que el silencio es, a veces, un
argumento de aquiescencia) ; y no es ley en tanto que el soberano siga en silencio respecto de ella. Por
consiguiente, si el soberano tuviera una cuestión de derecho fundada no en su voluntad presente, sino en
las leyes anteriormente promulgadas, el tiempo transcurrido no puede traer ningún perjuicio a su derecho,
pero la cuestión debe ser juzgada por la equidad. En efecto. muchas acciones injustas, e injustas
sentencias, permanecen incontroladas durante mucho más tiempo del que cualquiera puede recordar.
Nuestros juristas no tienen en cuenta otras leyes consuetudinarias, sino las que son razonables, y sostienen
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que las malas costumbres deben ser abolidas. Pero el juicio de lo que es razonable y de lo que debe ser
abolido corresponde a quien hace la ley, que es la asamblea soberana o el monarca.
4. La ley de naturaleza y la ley civil se contienen una a otra y son de igual extensión. En efecto, las
leyes de naturaleza, que consisten en la equidad, la justicia, la gratitud y otras virtudes morales que
dependen de ellas en la condición de mera naturaleza (tal como he dicho al final del capítulo XV), no son
propiamente leyes, sino cualidades que disponen los hombres a la paz y la obediencia. Desde el momento
en que un Estado queda establecido, existen ya leyes, pero antes no: entonces son órdenes del Estado, y,
por consiguiente, leyes civiles, porque es el poder soberano quien obliga a los hombres a obedecerlas. En
las disensiones entre particulares, para establecer lo que es equidad, lo que es justicia, y lo que es virtud
moral, y darles carácter obligatorio, hay necesidad de ordenanzas del poder soberano, y de castigos que
serán impuestos a quienes las quebranten; esas ordenanzas son, por consiguiente, parte de la ley civil. Por
tal razón, la ley de naturaleza es una parte de la ley civil en todos los Estados del mundo. Recíprocamente
también, la ley civil es una parte de los dictados de la naturaleza, ya que la justicia, es decir, el cumplimiento
del pacto y el dar a cada uno lo suyo es un dictado de la ley de naturaleza. Ahora bien, cada súbdito en un
Estado ha estipulado su obediencia a la ley civil (ya sea uno con otro, como cuando se reúnen para cons-
tituir una representación común, o con el representante mismo, uno por uno, cuando, sojuzgados por la
fuerza, prometen obediencia para conservar la vida); por tanto, la obediencia a la ley civil es parte, también,
de la ley de naturaleza. Ley civil y ley natural no son especies diferentes, sino partes distintas de la ley; de
ellas, una parte es escrita, y se llama civil; la otra no escrita, y se denomina natural. Ahora bien, el derecho
de naturaleza, es decir, la libertad natural del hombre, puede ser limitada y restringida por la ley civil: más
aún, la finalidad de hacer leyes no es otra sino esa restricción, sin la cual no puede existir ley alguna. La ley
no fue traída al mundo sino para limitar la libertad natural de los hombres individuales, de tal modo que no
pudieran dañarse sino asistirse uno a otro y mantenerse unidos contra el enemigo común.
5. Las leyes provinciales no son hechas por la costumbre, sino por el poder soberano. Si el soberano
de un Estado sojuzga a un pueblo que ha vivido bajo el imperio de otras leyes escritas, y posteriormente lo
gobierna por las mismas leyes con que antes se gobernaba, estas leyes son leyes civiles del vencedor y no
del Estado sometido. En efecto, el legislador no es aquel por cuya autoridad se hicieron inicialmente las
leyes, sino aquel otro por cuya autoridad continúan siendo leyes, ahora. Por consiguiente, donde existen
diversas provincias, dentro del dominio de un Estado, y en estas provincias diversidad de leyes, que
comúnmente se llaman costumbres de cada provincia singular, no hemos de entender que estas costumbres
tienen su fuerza solamente por el tiempo transcurrido, sino porque eran, con anterioridad, leyes escritas, o
dadas a conocer de otro modo por las constituciones y estatutos de sus soberanos. Ahora bien, para que en
todas las provincias de un dominio una ley no escrita sea generalmente observada, sin que aparezca
iniquidad alguna en la observancia de la misma, esta ley no puede ser sino una ley de naturaleza, que obliga
por igual a la humanidad entera.
6. Opiniones ligeras de los juristas sobre la forma de hacer las leyes. Advirtiendo que todas las leyes, estén
o no escritas, reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del
representante (que en una monarquía es el monarca, y en otros Estados la asamblea soberana), cualquiera
se sorprenderá al ver de dónde proceden opiniones tales como las halladas en los libros de los juristas
eminentes en distintos Estados, y en las que directamente, o por consecuencia, hacen depender el poder
legislativo de hombres particulares o jueces subalternos. Tal ocurre, por ejemplo, con la creencia de que la
ley común no tiene otro control sino el del Parlamento; ello es verdad solamente cuando el Parlamento tiene
el poder soberano, y no puede ser reunido ni disuelto sino por su propio arbitrio. En efecto, si existe algún
derecho en alguien para disolverlo, entonces existe también un derecho a controlarlo, y, por consiguiente, a
controlar su control. Y por el contrario, si semejante derecho no existe, quien controla las leyes no es el
parlamentum, sino el rex in Parlamento. Y cuando es soberano un Parlamento, por numerosos y sabios que
sean los hombres que reúna, con cualquier motivo, de los países sujetos a él, nadie creerá que semejante
asamblea haya adquirido por tal causa el poder legislativo. Además, se dice: los dos brazos de un Estado
son la fuerza y la justicia, el primero de los cuales reside en el rey, mientras el otro está depositado en
manos del Parlamento. Como si un Estado pudiera subsistir cuando la fuerza esté en manos de alguno a
quien la justicia no tenga autoridad para mandar y gobernar.
7. Sir Edward Coke, acerca de Littleton, Lib. 2, C. 6, fol 97 b. Convienen nuestros juristas en que esa ley
nunca puede ser contra la razón; afirman también que la ley no es la letra (es decir, la construcción legal),
sino lo que está de acuerdo con la intención del legislador. Todo esto es cierto, pero la duda estriba en qué
razón habrá de ser la que sea admitida como ley. No puede tratarse de una razón privada, porque entonces
existiría entre las leyes tanta contradicción como entre las escuelas; ni tampoco (como pretende Sir Ed.
Coke) en una perfección artificial de la razón, adquirida mediante largo estudio, observación y experiencia
(como era su caso). En efecto, es posible que un prolongado estudio aumente y confirme las sentencias
erróneas: pero cuando los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más edifican, mayor es la
ruina; y, además, las razones y resoluciones de aquellos que estudian y observan con igual empleo de
tiempo y diligencia, son y deben permanecer discordantes: por consiguiente, no es esta jurisprudentia o
sabiduría de los jueces subordinados, sino la razón del Estado, nuestro hombre artificial, y sus
mandamientos, lo que constituye la ley. Y siendo el Estado, en su representación, una sola persona, no
puede fácilmente surgir ninguna contradicción en las leyes; y cuando se produce, la misma razón es capaz,
por interpretación o alteración, de eliminarla. En todas las Cortes de justicia es el soberano (que personifica
el Estado) quien juzga. Los jueces subordinados deben tener en cuenta la razón que motivó a su soberano a
instituir aquella ley, a la cual tiene que conformar su sentencia; sólo entonces es la sentencia de su
soberano; de otro modo es la suya propia, y una sentencia injusta, en efecto.
8. La ley establecida, si no se da a conocer, no es ley. Del hecho de que la ley es una orden, y una orden
consiste en la declaración o manifestación de la voluntad de quien manda, por medio de la palabra, de la
escritura o de algún otro argumento suficiente de la misma, podemos inferir que la orden dictada por un
Estado es ley solamente para quienes tienen medios de conocer la existencia de ella. Sobre los imbéciles
natos, los niños o los locos no hay ley, como no la hay sobre las bestias; ni son capaces del título de justo e
injusto, porque nunca tuvieron poder para realizar un pacto o para comprender las consecuencias del
mismo, y, por consiguiente, nunca asumieron la misión de autorizar las acciones de cualquier soberano,
como deben hacer quienes se convierten, a sí mismos, en un Estado. Y análogamente a los que por
naturaleza o accidente carecen de noticia de las leyes en general, quienes por cualquier accidente no
imputable a ellos mismos carecen de medios para conocer la existencia de una ley particular, quedan
excusados si no la observan, y, propiamente hablando, esta ley no es para éllos. Es, por consiguiente,
necesario, considerar en este lugar qué argumentos y signos son suficientes para el conocimiento de lo que
es la ley, es decir, cuál es la voluntad del soberano, tanto en las monarquías como en otras formas de
gobierno.
Las leyes no escritas son, todas ellas, leyes de naturaleza. En primer lugar, si existe una ley que obliga a
todos los súbditos sin excepción, y no es escrita, ni se ha publicado —por cualquier otro procedimiento— en
lugares adecuados para que de ella se tenga noticia, es una ley de naturaleza. En efecto, cualquier cosa de
que los hombres adquieran noticia y consideren como ley no por las palabras de otros hombres, sino por las
de su propia razón, debe ser algo aceptable por la razón de todos los hombres; y esto con ninguna ley
ocurre sino con la ley de naturaleza. Por consiguiente, las leyes de naturaleza no necesitan ni publicación ni
promulgación, ya que están contenidas en esta sentencia, aprobada por todo el mundo: No hagas a otro lo
que tú consideres irrazonable que otro te haga a ti.
En segundo lugar, si existe una ley que obliga solamente a alguna categoría de hombres, o a un hombre en
particular, y no está escrita ni publicada verbalmente, entonces es también una ley de naturaleza, conocida
por los mismos argumentos y signos que distinguen a sus titulares, en tal condición de los demás súbditos.
Porque cualquier ley que no esté escrita o promulgada de algún modo por quien la hizo, no puede ser
conocida de otra manera sino por la razón de aquel que ha de obedecerla: y es también, por consiguiente,
una ley no sólo civil, sino natural. Por ejemplo, si el soberano emplea un ministro público sin comunicarle
instrucciones escritas respecto a lo que ha de hacer, ese ministro viene obligado a tomar por instrucciones
los dictados de la razón; así como si instituye un juez, éste ha de procurar que su sentencia se halle de
acuerdo con la razón de su soberano; e imaginándose siempre ésta como equitativa, está ligado a ella por la
ley de naturaleza; o si es un embajador (en todas las cosas no contenidas en sus instrucciones escritas)
debe considerar como instrucción lo que la razón le dicte como más conducente al interés de su soberano; y
así puede decirse de todos los demás ministros de la soberanía, pública y privada. Todas estas
instrucciones de la razón natural pueden ser comprendidas bajo el nombre común de fidelidad, que es una
rama de la justicia natural.
Exceptuada la ley de naturaleza, las demás leyes deben ser dadas a conocer a las personas obligadas a
obedecerlas, sea de palabra, o por escrito, o por algún otro acto que manifiestamente proceda de la
autoridad soberana. En efecto, la voluntad de otro no puede ser advertida sino por sus propias palabras o
actos, o por conjeturas tomadas de sus fines y propósitos, lo cual, en la persona del Estado, debe suponerse
siempre en armonía con la equidad y la razón. En los tiempos antiguos antes de que las cartas fueran de
uso común, las leyes eran reducidas en muchos casos a versos, para que el pueblo llano, complaciéndose
en cantarlas o recitarlas, pudiera más fácilmente retenerlas en la memoria. Por la misma causa, Salomón
recomienda a un hombre que le ligue los diez mandamientos a sus diez dedos'. Y en cuanto a la ley que
Moisés dió al pueblo de Israel en la renovación del pacto; él les pide que la enseñen a sus hijos,
conversando acerca de ella, lo mismo en casa que en ruta: cuando vayan a la cama o se levanten de ella; y
que la escriban en los montantes y dinteles de sus casas 2; y que reúnan a las gentes, hombres, mujeres y
niños, para escuchar su lectura 3.
Ni es ley cuando el legislador no puede ser conocido. Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino
que han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano. En efecto,
cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus injustos designios, o
perseguir sin peligro sus ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad
legislativa, o en contra de ella. Se requiere, por consiguiente, no sólo la declaración de la ley, sino la
existencia de signos suficientes del autor y de la autoridad. El autor o legislador ha de ser, sin duda, evidente
en cada Estado, porque el soberano que habiendo sido instituido por el consentimiento de cada uno, se
supone suficientemente conocido por todos. Y aunque la ignorancia y osadía de los hombres sea tal, en la
mayor parte de los casos, que cuando se disipa el recuerdo de la primera constitución de su Estado, no
consideran en virtud de qué poder están defendidos contra sus enemigos, protegidos en sus actividades, y
afirmados en su derecho cuando se les hace injuria; como ningún hombre que medite sobre el particular
puede abrigar duda alguna, no cabe tampoco alegar ninguna excusa respecto a la ignorancia de dónde está
situada la soberanía. Es un dictado de la razón natural y, por consiguiente, una ley evidente de naturaleza,
que nadie debe debilitar ese poder cuya protección él mismo ha demandado o ha recibido, contra otros, con
conocimiento suyo. Por consiguiente, nadie puede tener duda de quién es soberano, sino por su propia
culpa (cualesquiera que sean las razones que puedan invocar los hombres malos).
Diferencia entre verificación y autorización. La dificultad consiste en la evidencia de la autoridad derivada del
soberano; la remoción de esa dificultad depende del conocimiento de los registros públicos, de los consejos
públicos, de los ministros públicos y de los tribunales públicos, los cuales verifican suficientemente todas las
leyes; verifican, digo, no autorizan; porque la verificación no es sino testimonio y registro, no la autoridad de
la ley que consiste, solamente, en la orden del soberano.
La ley verificada por el juez subordinado. Por tanto, si un hombre tiene una cuestión por injuria a la ley de
naturaleza, es decir, a la equidad común, la sentencia del juez, que por comisión tiene autoridad para
conocer tales causas, es una verificación suficiente de la ley de naturaleza en este caso individual. Porque
aunque la opinión de uno que profese el estudio de la ley sea útil para evitar litigios, no es sino una opinión:
es decir, el juez debe comunicar a los hombres lo que es ley, después de oír la controversia.
Por los Registros públicos. Pero cuando la cuestión es de injuria o delito contra la ley escrita, cada hombre,
recurriendo por sí mismo o por otros a los Registros, puede (si quiere) estar suficientemente informado antes
de realizar tal injuria o delito, y establecer si es injuria o no. Ni siquiera eso: porque cuando un nombre duda
de si el acto que realiza es justo o injusto, y puede informarse a sí mismo si quiere, el acto realizado es
ilegal. Del mismo modo, quien se supone a si mismo injuriado, en un caso establecido por la ley escrita que
él puede examinar por sí mismo o por otros, si se querella antes de consultar la ley, lo hace injustamente, y
más bien procede a vejar otros hombres que a demandar su propio derecho.
soberana, y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe el soberano (sólo al cual deben los
súbditos obediencia). De otro modo la sagacidad de un intérprete puede hacer que la ley tenga un sentido
contrario al del soberano; entonces el intérprete se convierte en legislador.
Todas las leyes necesitan interpretación. Todas las leyes escritas y no escritas tienen necesidad de
interpretación. La ley no escrita de naturaleza, aunque sea fácil de reconocer para aquellos que, sin
parcialidad ni pasión, hacen uso de su razón natural, y, por tanto, priva de toda excusa a quienes la violan, si
se tiene en cuenta que son pocos, acaso ninguno, quienes en tales ocasiones no están cegados por su
egoísmo o por otra pasión, la ley de naturaleza se convierte en la más oscura de todas las leyes, y es, por
consiguiente, la más necesitada de intérpretes capaces. Las leyes escritas, cuando son breves, fácilmente
son mal interpretadas, por los diversos significados de una o dos palabras: si son largas, resultan más
oscuras por las significaciones diversas de varias palabras; en este sentido, ninguna ley escrita promulgada
en pocas o muchas palabras puede ser bien comprendida sin una perfecta inteligencia de las causas finales
para las cuales se hizo la ley; y el conocimiento de estas causas finales reside en el legislador. Por tanto,
para él no puede haber en la ley ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del
mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera (como hizo Alejandro con su espada, en el caso
del nudo gordiano) por medio del poder legislativo; cosa que ningún otro intérprete puede hacer.
La interpretación de la ley se hace por el juez, quien da sentencia viva vote en cada caso particular. La
interpretación de la ley de naturaleza es la sentencia del juez, constituido por la ley soberana para oír y fallar
las controversias que de él dependen; y consiste en la aplicación de la ley al caso debatido. En efecto, en el
acto del juicio, el juez no hace otra cosa sino considerar si la demanda de las partes está de acuerdo con la
razón natural y con la equidad; y la sentencia que da es, por consiguiente, la interpretación de la ley de
naturaleza, interpretación auténtica no porque es su sentencia privada, sino porque la da por autorización
del soberano; con ello viene a ser la sentencia de soberano, que es ley, en aquel entonces, para las partes
en litigio.
La sentencia de un juez no le obliga, a dar, a él o a otro juez posteriormente la misma sentencia en casos
análogos. Ahora bien como no hay juez subordinado ni soberano que no pueda errar en un juicio de
equidad, si posteriormente, en otro caso análogo, encuentra más de acuerdo con la equidad dar una
sentencia contraria, está obligado a hacerlo. Ningún error humano se convierte en ley suya, ni le obliga a
persistir en él: ni (por la misma razón) se convierte en ley para otros jueces, aunque haya hecho promesa de
seguirla. En efecto, aunque una sentencia equivocada que se dé por autorización del soberano, si él la
conoce y la permite, viene a constituir una nueva ley (cuando las leyes son mutables, e incluso las pequeñas
circunstancias son idénticas), en cambio, en las leyes inmutables, tales como son las leyes de naturaleza, no
existen leyes respecto a los mismos o a otros jueces, en los casos análogos que puedan ocurrir
posteriormente. Los príncipes se suceden uno a otro, y un juez pasa y otro viene, pero ni el cielo ni la tierra
se van, ni un solo titulo de la ley de naturaleza desaparece, tampoco, porque es la eterna ley de Dios. Por
tanto, entre todas las sentencias de los jueces anteriores, que siempre han sido, no pueden, todas juntas,
hacer una ley contraria a la equidad natural. Ningún ejemplo de jueces anteriores puede garantizar una
sentencia irracional, ni librar al juez actual de la preocupación de estudiar lo que es la equidad (en el caso
que ha de juzgar), según los principios de su propia razón natural. Por ejemplo, va contra la ley de
naturaleza castigar al inocente, e inocente es quien judicialmente queda liberado y reconocido como
inocente por el juez. Supongamos ahora el caso de que un hombre es acusado de un delito capital, y
teniendo en cuenta el poder y la malicia de algún enemigo, y la frecuente corrupción y parcialidad de los
jueces, escapa por temor a lo que pueda ocurrir, y posteriormente es detenido y conducido ante un tribunal
legal donde resulta que no era culpable del delito, y en consecuencia queda liberado, no obstante cual se le
condena a perder sus bienes; esto es una manifiesta condenación del inocente. Afirmo, por consiguiente,
que no hay lugar en el mundo donde esto pueda constituir la interpretación de una ley de naturaleza, o ser
convertido en ley por las sentencias de los jueces anteriores que hicieron lo mismo. Quien juzgó primero
juzgó injustamente, y ninguna injusticia puede ser modelo de juicio para los jueces sucesivos. Puede existir
una ley escrita que prohíba huir al inocente, y le castigue por haber escapado; pero que la fuga por temor a
un daño deba ser considerada como presunción de culpabilidad, cuando un hombre ha sido ya judicialmente
absuelto del delito, es contrario a la naturaleza de la presunción, que no tiene ya lugar después de emitido el
fallo. Sin embargo, esta opinión es controvertida por un gran jurista de la ley común en Inglaterra. Si un
inocente, dice, es acusado de felonía, y escapa por temor a esa acusación, aunque judicialmente quede
liberado del cargo de felonía, si se averigua que huyó por tal causa, debe perder todos sus bienes, castillos,
créditos y acciones a pesar de su inocencia. En efecto, en cuanto a la pérdida de ello, la ley no admitirá
prueba contra la presunción legal fundada en el hecho de su huida. Así veis que un inocente, judicialmente
liberado, a pesar de su inocencia (cuando ninguna ley escrita le prohibía huir), después de su liberación
resulta condenado, por una presunción legal, a perder todos los bienes que posee. Si la ley funda sobre su
huida una presunción del hecho (que era sustancial) la sentencia debió haber sido sustancial también; si la
presunción no era hecho ¿por qué había de perder sus bienes? Por tanto esto no es ley de Inglaterra, ni es
una condena fundada sobre una presunción de ley, sino sobre la presunción de los jueces. Es, también,
contrario a la ley afirmar que ninguna prueba debe ser admitida contra una presunción de ley. En efecto,
todos los jueces. soberanos y subordinados, cuando rehusan escuchar pruebas rehusan hacer justicia:
aunque la sentencia sea justa, los jueces que condenan sin atender las pruebas ofrecidas son jueces
injustos, y su presunción no es sino prejuicio, cosa que ningún hombre debe llevar consigo a la sede de la
justicia, cualesquiera que sean los juicios precedentes o ejemplos que pretenda seguir. Existen otras cosas
de esta naturaleza en las que los juicios de los hombres han sido pervertidos por confiar en los precedentes;
pero esto bastará para mostrar que aunque la sentencia del juez sea una ley para la parte que litiga, no lo es
para cualquier juez que le suceda en el ejercicio de ese cargo.
De la misma manera cuando se trata del significado de las leyes escritas, no es intérprete de ellas quien se
limita a escribir un comentario sobre las mismas. En efecto, los comentarios están más sujetos a objeción
que el texto mismo, y por tanto necesitan otros comentarios, con lo cual no tendrían fin tales interpretacio-
nes. Por esta causa, a menos que exista un intérprete autorizado por el soberano, del cual no pueden
apartarse los jueces subordinados, el intérprete no puede ser otro que el juez ordinario, del mismo modo que
ocurre en los casos de la ley no escrita; y sus sentencias deben ser reconocidas por quien pleitea como
leyes en este caso particular; ahora bien, no obligan a otros jueces a dar juicios análogos en casos
semejantes, porque un juez puede errar en la interpretación de la ley escrita, pero ningún error de un juez
subordinado puede cambiar la ley que constituye una sentencia general del soberano.
Diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. En las leyes escritas los hombres suelen establecer una
diferencia entre la letra y la sentencia de la ley. Cuando por letra se entiende cualquier cosa que pueda ser
inferida de las meras palabras, esa distinción es correcta, porque los significados de la mayoría de las
palabras son ambiguos, bien por sí mismos o por el uso metafórico que de ellos se hace, y el argumento
puede ser exhibido en diversos sentidos; en cambio, sólo hay un sentido de la ley. Ahora bien, si por letra se
entiende el sentido literal, entonces la letra y la sentencia o intención de la ley son una misma cosa, porque
el sentido literal es aquel que el legislador se proponía significar por la letra de la ley. En efecto, se supone
siempre que la intención del legislador es la equidad, pues sería una gran contumelia para el juez pensar
otra cosa del soberano. Por consiguiente, si el texto de la ley no autoriza plenamente una sentencia
razonable, debe suplirle con la ley de naturaleza, o, si el caso es difícil, suspender el juicio hasta que haya
recibido una autorización más amplia. Por ejemplo, una ley escrita ordena que quien sea arrojado de su
casa por la fuerza, por la fuerza sea restituido en ella: pero supongamos que un hombre, por negligencia,
deja su casa vacía, y al regresar es arrojado por la fuerza, caso para el cual no existe una ley concreta. Es
evidente que este caso está contenido en la misma ley, pues de otro modo no habría remedio, en absoluto,
cosa que puede suponerse contraria a la voluntad del legislador. A su vez el texto de la ley ordena juzgar de
acuerdo con la evidencia: un hombre es acusado falsamente de un hecho que el juez mismo vio realizar a
otro, distinto del acusado. En este caso, ni puede seguirse el texto de la ley para condenar al inocente, ni el
juez debe sentenciar contra la evidencia del testimonio, porque la letra de la ley es lo contrario: solicitará del
soberano la designación de otro juez, y el primero será testigo. De este modo el inconveniente que resulta
de las meras palabras de una ley escrita puede llevar al juez a la intención de la ley, haciendo que ésta se
interprete, así, de la mejor manera; sin embargo, ninguna incomodidad puede garantizar una sentencia
contra la ley, porque cada juez de lo bueno y de lo malo, no es juez de lo que es conveniente o
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Aptitudes requeridas en un juez. Las aptitudes requeridas en un buen intérprete de la ley, es decir, en un
buen juez, no son las mismas que las que se exigen de un abogado, especialmente en el estudio de las
leyes. Porque del mismo modo que un juez, cuando ha de tomar referencias del hecho, no ha de hacerlo
sino de los testigos, así también no debe informarse de la ley por otro conducto que por el de los estatutos y
constituciones del soberano, alegados en el juicio, o declarados a él por quien tiene autoridad del poder
soberano para declararlos; y no necesita preocuparse por anticipado de cuál será su juicio, porque lo que él
debe decir respecto al hecho, le habrá de ser suministrado por los testigos, y lo que debe decir en materia
de ley, por quienes en sus alegaciones lo manifiestan y tienen autoridad para interpretarlo en el lugar mismo.
Los Lores del Parlamento en Inglaterra eran jueces, y muchas causas difíciles han sido oídas y falladas por
ellos; sin embargo pocos, entre esos Lores, eran muy versados en el estudio de las leyes, y pocos habían
hecho profesión de ellas; y aunque consultaban con juristas designados para comparecer en aquella
oportunidad y cuestión, solamente aquéllos tenían la autoridad para dictar sentencia. Del mismo modo en los
juicios ordinarios de derecho, doce hombres del pueblo llano son los jueces, y dan sentencia no sólo
respecto del hecho, sino del derecho, y se pronuncian simplemente por el demandante o por el demandado;
es decir, son jueces no solamente del hecho, sino también del derecho, y en materia de delito no sólo
determinan si existió o no, sino que establecen si fue asesinato, homicidio, felonía, asalto u otra cosa,
conforme a las calificaciones de la ley; pero como no se supone que conocen la ley por sí mismos, existe
alguien que tiene autoridad para informarles de ello en el caso particular que han de juzgar. Ahora bien,
aunque no juzguen de acuerdo con lo que se les dice, no están sujetos por ello a. penalidad alguna, a
menos que aparezca que, lo hicieron contra su conciencia, o que fueron corrompidos por vía de cohecho.
Lo que hace un buen juez o un buen intérprete de las leyes es, en primer término, una correcta comprensión
de la principal ley de naturaleza, llamada equidad, que no dependiendo de la lectura de los escritos de otros
hombres, sino de la bondad del propio raciocinio natural del hombre, se presume que es más frecuente en
quienes han tenido más posibilidades y mayor inclinación para meditar sobre ellas. En segundo lugar,
desprecio de innecesarias riquezas y preferencias. En tercer término, ser capaz de despojarse a sí mismo,
en el juicio, de todo temor, miedo, amor, odio y compasión. En cuarto lugar, y por último, paciencia para oír,
atención diligente en escuchar, y memoria para retener, asimilar y aplicar lo que se ha oído.
Divisiones de la ley. La distinción y división de las leyes ha sido hecha de diversas maneras, según los
diferentes métodos aplicados por quienes han escrito sobre ellas. En efecto, es una cosa que no depende
de la naturaleza, sino del propósito del escritor, y es auxiliar de cualquier otro método del hombre. En la Ins-
tituta de Justiniano encontramos siete clases distintas de leyes civiles. Primera los edictos, constituciones y
epístolas del príncipe, es decir, del emperador, puesto que el poder entero del pueblo residía en él. Análogas
a estas son las proclamaciones de los reyes de Inglaterra.
2. Los decretos del pueblo entero de Roma (incluyendo el Senado) cuando eran aplicados a la
cuestión por el 'Senado. Estas leyes, en primer lugar, por virtud del poder soberano que residía en el pueblo;
y si no eran abrogadas por los emperadores seguían siendo leyes por la autoridad imperial. En efecto, todas
las leyes que obligan se considera que son leyes emanadas de la autoridad que tiene poder para abrogarlas.
Semejantes en cierto modo a estas leyes son las Leyes del Parlamento en Inglaterra.
3. Los decretos, del pueblo llano (con exclusión del Senado) cuando eran aplicados a la cuestión por
los tribunales del pueblo. En efecto, los decretos que no eran abrogados por los emperadores seguían
siendo leyes por la autoridad imperial. Análogas a éstas fueron las órdenes de la Cámara de los Comunes
en Inglaterra.
4. Senatus consulta u órdenes del Senado, porque cuando el pueblo de Roma se hizo tan numeroso
que resultaba ya inconveniente reunirlo, se consideró adecuado por el emperador que se consultara al
Senado, en lugar de hacerlo al pueblo. Estas disposiciones tienen cierta semejanza con las Actas del
Consejo.
5. Los edictos de los pretores y, en algunos casos, los de los ediles, cuyo cargo viene a corresponder
al de los Justicias mayores en las Cortes de Inglaterra.
6. Responsa prudentum, que eran las sentencias y opiniones de aquellos juristas a quienes el
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emperador dio autoridad para interpretar la ley y para resolver las cuestiones que en materia de ley eran
sometidas a su opinión; estas respuestas obligan a los jueces, al dar sus juicios, por mandato de las
constituciones imperiales, y serían como las recopilaciones de casos juzgados, si la ley de Inglaterra
obligara a otros jueces a observarlas. En efecto, los jueces de la ley común de Inglaterra no son
propiamente jueces, sino jurisconsultos, a quienes los jueces, es decir, los Lores o doce hombres del pueblo
llano, deben pedir opinión en materia de ley.
7. Finalmente las costumbres no escritas (que en su propia naturaleza son una imitación de la ley), por el
consentimiento tácito del emperador, en caso de que no sean contrarias a la ley de naturaleza, son
verdaderas leyes.
Otra división de las leyes es en naturales y positivas. Son leyes naturales las que han sido leyes por toda la
eternidad, y no solamente se llaman leyes naturales, sino también leyes morales, porque descansan en las
virtudes morales, como la justicia, la equidad y todos los hábitos del intelecto que conducen a la paz y a la
caridad; a ellos me he referido ya en los capítulos XIV y XV.
Positivas son aquellas que no han existido desde la eternidad, sino que han sido instituidas como leyes por
la voluntad de quienes tuvieron poder soberano sobre otros, y o bien son formuladas, escritas o dadas a
conocer a los hombres por algún otro argumento de la voluntad de su legislador.
Otra división de la ley. A su vez, entre las leyes positivas unas son humanas, otras divinas, y entre las leyes
humanas positivas unas son distributivas, otras penales. Son distributivas las que determinan los derechos
de los súbditos, declarando a cada hombre en virtud de qué adquiere y mantiene su propiedad sobre las tie-
rras o bienes, y su derecho o libertad de acción: estas leyes se dirigen a todos los súbditos. Son penales las
que declaran qué penalidad debe infligirse a quienes han violado la ley, y se dirigen a los ministros y
funcionarios establecidos para ejecutarlas. En efecto, aunque cada súbdito debe estar informado de los
castigos que por anticipado se instituyeron para esas transgresiones, la orden no se dirige al delincuente
(del cual ha de suponerse que no se castigará conscientemente a sí mismo), sino a los ministros públicos
instituidos para que las penas sean ejecutadas. Estas leyes penales se encuentran escritas en la mayor
parte de los casos con las leyes distributivas, y a veces se denominan sentencias. En efecto, todas las leyes
son juicios generales o sentencias del legislador, como cada sentencia particular es, a su vez, una ley para
aquel cuyo caso es juzgado.
leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son
aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los
hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por
aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida
esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede
ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la
ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no
podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación
sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a
obedecerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de la
revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un
hombre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o
por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo
cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una
revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no
serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos
casos, obra de Dios por causas naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de
modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo
puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es
unas veces más firme y otras más débil.
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la
ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone
obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya
que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación
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de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un
asentimiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente
a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes,
sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse
más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada
Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que
guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti i. La descendencia de Abraham no tuvo esta reve-
lación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a
obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud
de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como
ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios
dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú
ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio,
es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación
primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios,
prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer
todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea
podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos
dos pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y
segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del
Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios
sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de
acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los
mandamientos del Estado. Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley
moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que
se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que
no se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder
soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en
nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan
otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan
leyes positivas divinas (puesto que las leyes naturales siendo eternas y universales, son todas divinas) son
aquellas que siendo mandamientos de Dios (no por la eternidad, ni universalmente dirigidas a todos los
hombres, sino sólo a unas ciertas gentes o a determinadas personas) son declaradas como tales por
aquellos a quienes Dios ha autorizado para hacer dicha declaración. Ahora bien ¿cómo puede ser conocida
esta autoridad otorgada al hombre para declarar que dichas leyes positivas son leyes de Dios? Dios puede
ordenar a un hombre, por vía sobrenatural, que dé leyes a otros hombres. Pero como es consustancial a la
ley que los obligados por ella adquieran el convencimiento de la autoridad de quien la declara, y nosotros no
podemos, naturalmente, adquirirlo directamente de Dios ¿cómo puede un hombre, sin revelación
sobrenatural, asegurarse de la revelación recibida por el declarante, y cómo puede verse obligado a
obedecerla? Por lo que respecta a la primera cuestión: cómo un hombre puede adquirir la evidencia de la
revelación de otro, sin una revelación particular hecha a él mismo, es evidentemente imposible; porque si un
hombre puede ser inducido a creer tal revelación por los milagros que ve hacer a quien pretende poseerla, o
por la extraordinaria santidad de su vida, o por la extraordinaria sabiduría y felicidad de sus acciones (todo lo
cual son signos extraordinarios del favor divino), sin embargo, todo ello no es testimonio cierto de una
revelación especial. Los milagros son obras maravillosas, pero lo que es maravilloso para unos puede no
serlo para otros. La santidad puede fingirse, y la felicidad visible en este mundo resulta ser, en muchos
casos, obra de Dios por causas naturales y ordinarias. Por consiguiente, ningún hombre puede saber de
modo infalible, por razon natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; sólo
puede haber una creencia, y según que los signos de ésta aparezcan mayores o menores, la creencia es
unas veces más firme y otras más débil,
En cuanto a la segunda cuestión de cómo puede ser obligado a obedecerla, no es tan ardua. En efecto, si la
ley declara no ser contra la ley de naturaleza (que es, indudablemente, ley divina) y el interesado se propone
obedecerla, queda obligado por su propio acto; obligado, digo, a obedecerla, no obligado a creer en ella, ya
que las creencias y meditaciones de los hombres no están sujetas a los mandatos, sino, sólo, a la operación
de Dios, de modo ordinario o extraordinario. La fe en la ley sobrenatural no es una realización, sino, sólo, un
asentimiento a la misma, y no una obligación que ofrecemos a Dios, sino un don que Dios otorga libremente
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a quien le agrada; como, por otra parte, la incredulidad no es un quebrantamiento de algunas de sus leyes,
sino un repudio de todas ellas, excepto las leyes naturales. Cuanto vengo afirmando puede esclarecerse
más todavía mediante ejemplos y testimonios concernientes a este punto y extraídos de la Sagrada
Escritura. El pacto que Dios hizo con Abraham (por modo sobrenatural) era así: Este será mi pacto, que
guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti 1. La descendencia de Abraham no tuvo esta
revelación, ni siquiera existía entonces; constituía, sin embargo, una parte del pacto, y estaba obligada a
obedecer lo que Abraham les manifestara como ley de Dios: cosa que ellos no podían hacer sino en virtud
de la obediencia que debían a sus padres, los cuales (si no están sujetos a ningún otro poder terrenal, como
ocurría en el caso de Abraham) tienen poder soberano sobre sus hijos y sus siervos. A su vez, cuando Dios
dijo a Abraham: En ti deben quedar bendecidas todas las naciones de la tierra; porque yo sé que tú
ordenarás a tus hijos y a tu hogar, después de ti, que tomen la vía del Señor y observen la rectitud y el juicio,
es manifiesto que la obediencia de su familia, que no había tenido revelación, dependía de la obligación
primitiva de obedecer a su soberano. En el monte Sinaí sólo Moisés subió a comunicarse con Dios,
prohibiéndose que el pueblo lo hiciera, bajo pena de muerte; sin embargo, estaban obligados a obedecer
todo lo que Moisés les declaró como ley de Dios. ¿Por qué razón si no por la de sumisión espontánea
podían decir: Háblanos y te oiremos, pero no dejes que Dios nos hable a nosotros, o moriremos? En estos
dos pasajes aparece suficientemente claro que en un Estado, un súbdito que no tiene una revelación cierta y
segura, particularmente dirigida a sí mismo, de la voluntad de Dios, ha de obedecer como tal el mandato del
Estado; en efecto, si los hombres tuvieran libertad para considerar como mandamientos de Dios sus propios
sueños y fantasías, o los sueños y fantasías de los particulares, difícilmente dos hombres se pondrían de
acuerdo acerca de lo que es mandamiento de Dios; y aun a ese respecto cada hombre desobedecería los
mandamientos del Estado. Concluyo, por consiguiente, que en todas las cosas que no son contrarias a la ley
moral (es decir, a la ley de naturaleza) todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que
se declara como tal por las leyes del Estado. Esto es evidente para cualquiera razón humana, pues lo que
no se hace contra la ley de naturaleza puede ser convertido en ley en nombre de quien tiene el poder
soberano; y no existe razón en virtud de la cual los hombres estén menos obligados, si esto se propone en
nombre de Dios. Además, no existe lugar en el mundo donde sea tolerable que los hombres reconozcan
otros mandamientos de Dios que los declarados como tales por el Estado. Los Estados cristianos castigan a
quienes se rebelan contra la religión cristiana, y todos los demás Estados castigan a cuantos instituyen una
religión prohibida. En efecto, en todo aquello que no esté regulado por el Estado, es de equidad (que es la
ley de naturaleza, y, por consiguiente, una ley eterna de Dios) que cada hombre pueda gozar por igual de su
libertad.
Otra división de las leyes. Existe todavía otra distinción de las leyes, en fundamentales y no fundamentales;
pero nunca pude comprender, en ningún autor, qué se entiende por ley fundamental. No obstante, con toda
razón pueden distinguirse las leyes de esa manera.
Qué es ley fundamental. Se estima como ley fundamental, en un Estado, aquella en virtud de la cual, cuando
la ley se suprime, el Estado decae y queda totalmente arruinado, como una construcción cuyos cimientos se
destruyen. Por consiguiente, ley fundamental es aquella por la cual los súbditos están obligados a mantener
cualquier poder que se dé al soberano, sea monarca o asamblea soberana, sin la cual el Estado no puede
subsistir; tal es el poder de hacer la paz y la guerra, de instituir jueces, de elegir funcionarios y de realizar
todo aquello que se considere necesario para el bien público. Es ley no fundamental aquella cuya
abrogación no lleva consigo la desintegración del Estado; tales son, por ejemplo, las leyes concernientes a
las controversias entre un súbdito y otro. Y baste esto ya, en cuanto a la división de las leyes.
Diferencia entre ley y derecho. Encuentro que las palabras lex civilis y jus civile, es decir, ley y derecho civil,
están usadas de modo promiscuo para una misma cosa, incluso entre los autores más cultos, pero no
debería ocurrir así. En efecto, derecho es libertad: concretamente, aquella libertad que la ley civil nos deja.
Pero la ley civil es una obligación, y nos, arrebata la libertad que nos dio la ley de naturaleza. La naturaleza
otorgó a cada hombre el derecho a protegerse a sí mismo por su propia fuerza, y a invadir a un vecino
sospechoso, por vía de prevención; pero la ley civil suprime esta libertad en todos los casos en que la
protección legal puede imponerse de modo seguro. En este sentido lex y jus son diferentes como obligación
y libertad.
Y entre ley y carta. Análogamente, los términos leyes y cartas se utilizan promiscuamente para la misma
cosa. Sin embargo, las cartas son donaciones del soberano, y no leyes, sino exenciones a la ley. La frase
utilizada en una ley es jubeo, injungo; es decir, mando y ordeno; la frase de una carta es dedi, concessi; he
dado, he concedido: pero lo que se ha dado o concedido a un hombre no se le impone como ley. Puede
hacerse una ley para obligar a todos los súbditos de un Estado: una libertad o carta se refiere tan sólo a un
hombre o a una parte del pueblo. Porque decir que todos los habitantes de un Estado tienen libertad en un
caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se
halla abrogada al presente.