2 (Los Precursores Parte1) Hobbes, Leviathan
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Thomas Hobbes
CAPITULO XIII
Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del
cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz
de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan
importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no
pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza
para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle
en el mismo peligro que él se encuentra.
En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en
particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte que
pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o nacida con
nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo encuentro aún una
igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque la prudencia no es sino
experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos iguales, y en aquellas cosas a las
cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble tal igualdad, no es sino un vano
concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres piensan poseer en más alto grado que el
común de las gentes, es decir, que todos los hombres con excepción de ellos mismos y de unos pocos más
.a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal
es, en efecto, la naturaleza de los hombres que si bien reconocen que otros son más sagaces, más
elocuentes o más cultos, difícilmente llegan a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que
cada uno ve su propio talento a la mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor
prueba que los hombres son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de
ordinario, un signo más claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté
satisfecho con la porción que le corresponde.
De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan
razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por
medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que nin-
gún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación,
y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de
conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias
serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la
invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por
consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los
semejantes, se le debe permitir también.
Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado)
reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre
considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de
todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse
a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que
se destruyan uno a otro), 'arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y
Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia;
segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.
La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr
seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña
de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, re-
curre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como
cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su
descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.
Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante
el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición
o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no
consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la
voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta
respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la natura-
leza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión 'a llover durante varios días,
así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella
durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.
Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un
tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en
que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden propor-
cionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por
consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por
mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha
fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que
es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre,
tosca, embrutecida y breve.
A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los
hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente ; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia
basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a
si mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a
dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aun
sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan.
¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus
puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con
sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la
naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son
los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley los prohíbe: que los hombres no
pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se
pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.
Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y, en
efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios lugares donde
viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen
de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en
absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea,
puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen
de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.
Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de
guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana,
celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los
gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y
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cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una
actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto
aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.
En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que
nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar.
Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el
fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si
lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus
sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado
solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo
y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello
puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple
naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte
por su razón.
Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor
a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de
obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los
hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a
ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos siguientes.
CAPITULO XIV
Qué es derecho natural. El DERECHO DE NATURALEZA, 10 que los escritores llaman comúnmente jus
naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de
su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio
juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.
Qué es la libertad. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la
ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un
hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo
con lo que su juicio y razón le dicten.
Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la
cual se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o
bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada. Aunque quienes se
ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir ius y lex, derecho y ley, precisa distinguir esos términos,
porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a
una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho difieren tanto como la obligación y la libertad, que son
incompatibles cuando se refieren a una misma materia.
La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo
precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su
propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger
su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho a
hacer cualquiera cosa, Incluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese
derecho natural de cada uno con respecto a todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por
fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los
hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe
esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y
utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y
fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de
naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.
Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los
hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten
también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a
todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a
los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuanto le
agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese
derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que
disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).
Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos.
Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.
Qué es renunciar un derecho. Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de
impedir a otro el. beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En efecto, quien renuncia o abandona
su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un
hombre no tenga derecho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para qué éste pueda
gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo y sin impedimento ajeno. Así que el efecto causado a
otro hombre por la renuncia al derecho de alguien, es, en cierto modo, disminución de los impedimentos
para el uso de su propio derecho originario.
Qué es la renuncia a un derecho. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por
transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona
beneficiada por su renuncia.
un inspector. Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus
actores. Sin embargo, los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, siendo dada a
ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas. Por esa razón tales
cosas no pueden ser personificadas mientras no exista un cierto estado de gobernación civil.
Irracionales. Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden ser
personificados por guardianes o cuidadores; pero durante ese tiempo no pueden ser autores de una acción
hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el uso de razón) puedan juzgar razonable dicho acto.
Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho al gobierno del interesado puede dar autorización al
guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un Estado civil, porque antes de instituirse éste no
existe dominio de las personas.
Falsos dioses. Un ídolo o mera ficción de la mente puede ser personificado, como lo fueron los dioses de los
paganos, los cuales, por conducto de los funcionarios instituidos por el Estado, eran personificados y tenían
posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo en tiem-
po. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La autorización procede del Estado,
y, por consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación civil, los dioses de los paganos no podían
ser personificados.
El verdadero Dios. El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue primero por Moisés, quien
gobernó a los israelitas (los cuales eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su propio nombre
con el Hoc dicit Moses, sino en nombre de Dios, con el Hoc dicit Dominus. En segundo lugar, por el hijo del
hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo, que vino para sojuzgar a los judíos e inducir
todas las naciones a situarse bajo el reinado de su Padre; no actuando por sí mismo, sino como enviado por
su Padre. En tercer lugar, por el Espíritu Santo, o confortador, que hablaba o actuaba por los Apóstoles;
Espíritu Santo que era un confortador que no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los
otros dos.
Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser considerada como
uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre. Todos los
hombres dan, a su representante común, autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante
es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada. De otro modo, cuando le
limitan respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que
le da la autorización para actuar.
Un actor puede ser varios hombres hechos uno por pluralidad de votos. Y si los representados son varios
hombres, la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número
menor se pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más
que suficientes para destruir las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho,
constituye la única voz que tienen los representados.
Representantes, cuando los grupos están empatados. Un representante de un número par, especialmente
cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en muchos casos, resulta en
numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo, en algunos casos, votos
contradictorios empatados en número pueden decidir una cuestión; así al condenar o absolver, la igualdad
de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no condenan en cuanto no
absuelven. Porque una vez efectuada la audiencia de una causa, no condenar es absolver; por el contrario,
decir que no absolver es condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una deliberación de ejecutar
actualmente o de diferir para más tarde, porque cuando los votos están empatados, al no ordenarse la
ejecución, ello equivale a una orden de dilación.
Voto negativo. Cuando el número es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene,
por su voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos afirmativos del resto, este
número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se
convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una persona muda e inepta, como para
otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de guerra.
De los autores existen dos clases. La primera se llama simplemente así, y es la que antes he definido como
dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta dueño de una acción o pacto de
otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un cierto momento antes de él. Y
estos autores condicionales se denominan generalmente FIADORES, en latín fidejussores y sponsores,
particularmente para las deudas, procedes, y para la comparecencia ante un juez o magistrado, nades.
SEGUNDA PARTE
DEL ESTADO
CAPITULO XVII
El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres
(que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí
mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por
añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de
guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los
hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la
realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y
XV.
Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia, equidad,
modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas,
cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras
pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes.
Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en
modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno observa cuando tiene la
voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha instituido un poder o no es
suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre
su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los
hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de
ser reputado contra la ley de naturaleza, cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor.
Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de
la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las
familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus
dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que
puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus
vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades posteriores
se recuerdan con tales hechos.
Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran multitud, si sus
acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello
defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opi-
niones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no
se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada;
como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar
con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus
particulares intereses. Si pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia
de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos
suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que
existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.
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CAPÍTULO XXI
Qué es libertad. LIBERTAD significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición
significo impedimentos externos al movimiento); puede aplicarse tanto a las criaturas irracionales e
inanimadas como a las racionales. Cualquiera cosa que esté ligada o envuelta de tal modo que no pueda
moverse sino dentro de un cierto espacio, determinado por la oposición de algún cuerpo externo, decimos
que no tiene libertad para ir más lejos. Tal puede afirmarse de todas las criaturas vivas mientras estén
aprisionadas o constreñidas con muros o cadenas; y del agua, mientras está contenida por medio de diques
o canales, pues de otro modo se extendería por un espacio mayor, solemos decir que no está en libertad
para moverse del modo como lo haría si no tuviera tales impedimentos. Ahora bien, cuando el impedimento
de la moción radica en la constitución de la cosa misma, no solemos decir que carece de libertad, sino de
fuerza para moverse, como cuando una piedra está en reposo, o un hombre se halla sujeto al lecho por una
enfermedad.
Qué es ser libre. De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un HOMBRE LIBRE
quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo
que desea. Ahora bien, cuando las palabras libre y libertad se aplican a otras cosas, distintas de los cuerpos,
lo son de modo abusivo, pues lo que no se halla sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento. Por
tanto cuando se dice, por ejemplo: el camino está libre, no se significa libertad del camino, sino de quienes lo
recorren_ sin impedimento. Y cuando decimos que una donación es libre, no se significa libertad de la cosa
donada, sino del donante, que al donar no estaba ligado por ninguna ley o pacto. Así, cuando hablamos
libremente, no aludimos a la libertad de la voz o de la pronunciación, sino a la del hombre, a quien ninguna
ley ha obligado a hablar de otro modo que lo hizo. Por último, del uso del término libre albedrío no puede
inferirse libertad de la voluntad, deseo o inclinación, sino libertad del hombre, la cual consiste en que no
encuentra obstáculo para hacer lo que tiene voluntad, deseo o inclinación de llevar a cabo.
Temor y libertad, coherentes. Temor y libertad son cosas coherentes; por ejemplo, cuando un hombre arroja
sus mercancías al mar por temor de que el barco se hunda, lo hace, sin embargo, voluntariamente, y puede
abstenerse de hacerlo si quiere. Es, por consiguiente, la acción de alguien que era libre: así también, un
hombre paga a veces su deuda sólo por temor a la cárcel, y sin embargo, como nadie le impedía abstenerse
de hacerlo, semejante acción es la de un hombre en libertad. Generalmente todos los actos que los hombres
realizan en los Estados, por temor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos.
Libertad y necesidad coherentes. Libertad y necesidad son coherentes, como, por ejemplo, ocurre con el
agua, que no sólo tiene libertad, sino necesidad de ir bajando por el canal. Lo mismo sucede en las acciones
que voluntariamente realizan los hombres, las cuales, como proceden de su voluntad, proceden de la
libertad, e incluso como cada acto de la libertad humana y cada deseo e inclinación proceden de alguna
causa, y ésta de otra, en una continua cadena (cuyo primer eslabón se halla en la mano de Dios, la primera
de todas las causas), proceden de la necesidad. Así que a quien pueda advertir la conexión de aquellas
causas le resultará manifiesta la necesidad de todas las acciones voluntarias del hombre. Por consiguiente,
Dios, que ve y dispone todas las cosas, ve también que la libertad del hombre, al hacer lo que quiere, va
acompañada por la necesidad de hacer lo que Dios quiere, ni más ni menos. Porque aunque los hombres
hacen muchas cosas que Dios no ordena ni es, por consiguiente, el autor de ellas, sin embargo, no pueden
tener pasión ni apetito por ninguna cosa, cuya causa no sea la voluntad de Dios. Y si esto no asegurara la
necesidad de la voluntad humana y, por consiguiente, de todo lo que de la voluntad humana depende, la
libertad del hombre sería una contradicción y un impedimento a la omnipotencia y libertad de Dios.
Consideramos esto suficiente, a nuestro actual propósito, respecto de esa libertad natural que es la única
que propiamente puede llamarse libertad.
Vínculos artificiales, o pactos. Pero del mismo modo que los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la
conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que podemos llamar Estado, así tenemos
también que han hecho cadenas artificiales, llamadas leyes civiles, que ellos mismos, por pactos mutuos
han fijado fuertemente, en un extremo, a los labios de aquel hombre o asamblea a quien ellos han dado el
poder soberano; y por el otro extremo, a sus propios oídos. Estos vínculos, débiles por su propia naturaleza,
pueden, sin embargo, ser mantenidos, por el peligro aunque no por la dificultad de romperlos.
La libertad de los súbditos consiste en libertad respecto de los pactos. Sólo en relación con estos vínculos
he de hablar ahora de la libertad de los súbditos. En efecto, si advertimos que no existe en el mundo Estado
alguno en el cual se hayan establecido normas bastantes para la regulación de todas las acciones y
palabras de los hombres, por ser cosa imposible, se sigue necesariamente que en todo género de acciones,
preteridas por las leyes, los hombres tienen la libertad de hacer lo que su propia razón les sugiera para
mayor provecho de sí mismos. Si tomamos la libertad en su verdadero sentido, como libertad corporal, es
decir: como libertad de cadenas y prisión, sería muy absurdo que los hombres clamaran, como lo hacen, por
la libertad de que tan evidentemente disfrutan. Si consideramos, además, la libertad como exención de las
leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual
todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que sea, esto es lo que
demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerles si no existe una espada en las manos
de un hombre o de varios para hacer que esas leyes se cumplan. La libertad de un súbdito radica, por tanto,
solamente, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones no ha pretermitido el soberano: por
ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia
residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir sus niños como crea conveniente, etc.
La libertad del súbdito se compagina con el poder ilimitado del soberano. No obstante, ello no significa que
con esta libertad haya quedado abolido y limitado el soberano poder de vida y muerte. En efecto, hemos
manifestado ya, que nada puede hacer un representante soberano a un súbdito, con cualquier pretexto, que
pueda propiamente ser llamado injusticia o injuria. La causa de ello radica en que cada súbdito es autor de
cada uno de los actos del soberano, así que nunca necesita derecho a una cosa, de otro modo que como él
mismo es súbdito de Dios y está, por ello, obligado a observar las leyes de naturaleza. Por consiguiente, es
posible, y con frecuencia ocurre en los Estados, que un súbdito pueda ser condenado a muerte por mandato
del poder soberano, y sin embargo, éste no haga nada malo. Tal ocurrió cuando Jefte fue la causa de que su
hija fuera sacrificada. En este caso y en otros análogos quien vive así tiene libertad para realizar la acción en
virtud de la cual es, sin embargo, conducido, sin injuria, a la muerte. Y lo mismo ocurre también con un
príncipe soberano que lleva a la muerte un súbdito inocente. Porque aunque la acción sea contra la ley de
naturaleza, por ser contraria a la equidad, como ocurrió con el asesinato de Uriah por David, ello no
constituyó una injuria para Uriah, sino para Dios. No para Uriah, porque el derecho de hacer aquello que le
agradaba había sido conferido a David por Uriah mismo. Sino a Dios, porque David era súbdito de Dios, y
toda injusticia está prohibida por la ley de naturaleza. David mismo confirmó de modo evidente esta
distinción cuando se arrepintió del hecho diciendo: Solamente contra ti he pecado. Del mismo modo, cuando
el pueblo de Atenas desterró al más poderoso de su Estado por diez años, pensaba que no cometía
injusticia, y todavía más: nunca se preguntó qué crimen había cometido, sino qué daño podría hacer; sin
embargo, ordenaron el destierro de aquellos a quienes no conocían; y cada ciudadano al llevar su concha al
mercado, después de haber inscrito en ella el nombre de aquel a quien deseaba desterrar, sin acusarlo,
unas veces desterro a un Arístides, por su reputación de justicia, y otras a un ridículo bufón, como Hipérbolo,
para burlarse de él. Y nadie puede decir que el pueblo soberano de Atenas carecía de derecho a
desterrarlos, o que a un ateniense le faltaba la libertad para burlarse o para ser justo.
La libertad apreciada por los escritores. Es la libertad de los soberanos; no de los particulares. La libertad,
de la cual se hace mención tan frecuente y honrosa en las historias y en la filosofía de los antiguos griegos y
romanos, y en los escritos y discursos de quienes de ellos han recibido toda su educación en materia de po-
lítica, no es la libertad de los hombres particulares, sino la libertad del Estado, que coincide con la que cada
hombre tendría si no existieran leyes civiles ni Estado, en absoluto. Los efectos de ella son, también, los
mismos. Porque así como entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno
contra. i vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o
tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular, así en los Estados o
repúblicas que no dependen una de otra, cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una
absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime)
más conducente a su beneficio. Con ello viven en condición de guerra perpetua, y en los preliminares de la
batalla, con las fronteras en armas, y los cañones enfilados contra los vecinos circundantes. Atenienses y
romanos eran libres, es decir, Estados libres: no en el sentido de que cada hombre en particular tuviese
libertad para oponerse a sus propios representantes, sino en el de que sus representantes tuvieran la
libertad de resistir o invadir a otro pueblo. En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en
grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular
tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla. Tanto si
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Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa denominación de
libertad; por falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato suyo lo que es
derecho público solamente. Y cuando el mismo error resulta confirmado por la autoridad de quienes gozan
fama por sus escritos sobre este tema, no es extraño que produzcan sedición y cambios de gobierno. En
estos países occidentales del mundo solemos recibir nuestras opiniones, respecto a la institución y derechos
de los Estados, de Aristóteles, Cicerón y otros hombres, griegos y romanos, que viviendo en régimen de
gobiernos populares, no derivaban sus derechos de los principios de naturaleza, sino que los transcribían en
sus libros basándose en la práctica de sus propios Estados, que eran populares, del mismo modo que los
gramáticos describían las reglas del lenguaje, a base de la práctica contemporánea; o las reglas de poesía,
fundándose en los poemas de Hornero y Virgilio. A los atenienses se les enseñaba (para apartarles del
deseo de cambiar su gobierno) que eran hombres libres, y que cuantos vivían en régimen monárquico eran
esclavos; y así Aristóteles dijo en su Política (Lib. 6, Cap. 2): En la democracia debe suponerse la libertad;
porque comúnmente se reconoce que ningún hombre es libre en ninguna otra forma de gobierno. Y corno
Aristóteles, así también Cicerón y otros escritores han fundado su doctrina civil sobre las opiniones de los
romanos a quienes el odio a la monarquía se aconsejaba primeramente por quienes, habiendo depuesto a
su soberano, compartían entre si la soberanía de Roma, y más tarde por los sucesores de éstos. Y en la
lectura de estos autores griegos y latinos, los hombres (como una falsa apariencia de libertad) han adquirido
desde su infancia el hábito de fomentar tumultos, y de ejercer un control licencioso de los actos de sus
soberanos; y además de controlar a estos controladores, con efusión de mucha sangre; de tal modo que
creo poder afirmar con razón que nada ha sido tan caro en estos países occidentales como lo fue el
aprendizaje de la lengua griega y de la latina.
Cómo ha de medirse la libertad de los súbditos. Refiriéndonos ahora a las peculiaridades de la verdadera
libertad de un súbdito, cabe señalar cuáles son las cosas que, aun ordenadas por el soberano, puede, no
obstante, el súbdito negarse a hacerlas sin injusticia; vamos a considerar qué derecho renunciamos cuando
constituímos un Estado o, lo que es lo mismo, qué libertad nos negamos a nosotros mismos, al hacer
propias, sin excepción, todas las acciones del hombre o asamblea a quien constituimos en soberano
nuestro. En efecto, en el acto de nuestra sumisión van implicadas dos cosas: nuestra obligación y nuestra
libertad, lo cual puede inferirse mediante argumentos de cualquier lugar y tiempo; porque no existe
obligación impuesta a un hombre que no derive de un acto de su voluntad propia,,ya que todos los hombres,
igualmente, son, por naturaleza, libres. Y como tales argumentos pueden derivar o bien de palabras
expresas como: Yo autorizo todas sus acciones, o de la intención de quien se somete a sí mismo a ese po-
der (intención que viene a expresarse en la finalidad en virtud de la cual se somete), la obligación y libertad
del súbdito ha de derivarse ya de aquellas palabras u otras equivalentes, ya del fin de la institución de la
soberanía, a saber: la paz de los súbditos entre sí mismos, y su defensa contra un enemigo común
Los súbditos tienen libertad para defender su propio cuerpo incluso contra quienes legalmente los invaden.
Por consiguiente, si advertimos en primer lugar que la soberanía por institución se establece por pacto de
todos con todos, y la soberanía por adquisición por pactos del vencido con el vencedor, o del hijo con el
padre, es manifiesto que cada súbdito tiene libertad en todas aquellas cosas cuyo derecho no puede ser
transferido mediante pacto. Ya he expresado anteriormente, en el capítulo XIV, que los pactos de no
defender el propio cuerpo de un hombre, son nulos. Por consiguiente:
Si un hombre es interrogado por el soberano o su autoridad, respecto a un crimen cometido por él mismo, no
viene obligado (sin seguridad de perdón) a confesarlo, porque, como he manifestado en el mismo capítulo,
nadie puede ser obligado a acusarse a sí mismo por razón de un pacto.
Además, el consentimiento de un súbdito al poder soberano está contenido en estas palabras: Autorizo o
tomo a mi cargo todas sus acciones. En ello no hay, en modo alguno, restricción de su propia y anterior
libertad natural, porque al permitirle que me mate, no quedo obligado a matarme yo mismo cuando me lo
ordene. Una cosa es decir: Mátame o mata a mi compañero, si quieres, y otra: Yo me mataré a mí mismo y
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Nadie está obligado por sus palabras a darse muerte o a matar a otro hombre. Por consiguiente, la
obligación que un hombre, puede, a veces, contraer, en virtud del mandato del soberano, de ejecutar una
misión peligrosa o poco honorable, no depende de los términos en que su sumisión fue efectuada, sino de la
intención que debe interpretarse por la finalidad de aquélla. Por ello cuando nuestra negativa a obedecer
frustra la finalidad para la cual se instituyó la soberanía, no hay libertad para rehusar; en los demás casos,
sí.
Ni a guerrear, a menos que voluntariamente emprendan la guerra. Por esta razón, un hombre a quien como
soldado se le ordena luchar contra el enemigo, aunque su soberano tenga derecho bastante para castigar su
negativa con la muerte, puede, no obstante, en ciertos casos, rehusar sin injusticia; por ejemplo, cuando
procura un soldado sustituto, en su lugar, ya que entonces no deserta del servicio del Estado. También debe
hacerse alguna concesión al temor natural, no sólo en las mujeres (de las cuales no puede esperarse la
ejecución de un deber peligroso), sino también en los hombres de ánimo femenino. Cuando luchan los ejér-
citos, en uno de los dos bandos o en ambos se dan casos de abandono; sin embargo, cuando no obedecen
a traición, sino a miedo, no se estiman injustos, sino deshonrosos. Por la misma razón, evitar la batalla no es
injusticia, sino cobardía. Pero quien se enrola como soldado, o recibe dinero por ello, no puede presentar la
excusa de un teprior de este género, y no solamente está obligado a ir a la batalla, sino también a no
escapar de ella sin autorización de sus capitanes. Y cuando la defensa del Estado requiere, a la vez, .la
ayuda de quienes son capaces de manejar las armas, todos están obligados, pues de otro modo la
institución del Estado, que ellos no tienen el propósito o el valor de defender, era en vano.
Nadie tiene libertad para resistir a la fuerza del Estado, en defensa de otro hombre culpable o inocente,
porque semejante libertad arrebata al soberano los medios de protegernos y es, por consiguiente,
destructiva de la verdadera esencia del gobierno.
Ahora bien, en el caso de que un gran número de hombres hayan resistido injustamente al poder soberano,
o cometido algún crimen capital por el cual cada uno de ellos esperara la muerte, ¿no tendrán la libertad de
reunirse y de asistirse y defenderse uno a otro? Ciertamente la tienen, porque no hacen sino defender sus
vidas a lo cual el culpable tiene tanto derecho como el inocente. Es evidente que existió injusticia en el
primer quebrantamiento de su deber; pero el hecho de que posteriormente hicieran armas, aunque sea para
mantener su actitud inicial, no es un nuevo acto injusto. Y si es solamente para defender sus personas no es
injusto en modo alguno. Ahora bien, el ofrecimiento de perdón arrebata a aquellos a quienes se ofrece, la
excusa de propia defensa, y hace ilegal su perseverancia en asistir o defender a los demás.
La máxima libertad de los súbditos depende del silencio de la ley. En cuanto a las otras libertades dependen
del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de
hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción. Por esta causa, semejante libertad es en algunos
sitios mayores, y en otros más pequeños, en algunos tiempos más y en otros menos, según consideren más
conveniente quienes tienen la soberanía. Por ejemplo, existió una época en que, en Inglaterra, cualquiera
podía penetrar en sus tierras propias por la fuerza y desposeer a quien injustamente las ocupara.
Posteriormente esa libertad de penetración violenta fue suprimida por un estatuto que el rey promulgó con el
Parlamento. Así también, en algunos países del mundo, los hombres tienen la libertad de poseer varias
mujeres, mientras que en otros lugares semejante libertad no está. permitida.
Si un súbdito tiene una controversia con su soberano acerca de una deuda o del derecho de poseer tierras o
bienes, o acerca de cualquier servicio requerido de sus manos, o respecto a cualquiera pena corporal o
pecuniaria fundada en una ley precedente, el súbdito tiene la misma libertad para defender su derecho como
si su antagonista fuera otro súbdito, y puede realizar esa defensa ante los jueces designados por el
soberano. En efecto, el soberano demanda en virtud de una ley anterior y no en virtud de su poder, con lo
cual declara que no requiere más sino lo que, según dicha ley, aparece como debido. La defensa, por
consiguiente, no es contraria a la voluntad del soberano, y por tanto el súbdito tiene la libertad de exigir que
su causa sea oída y sentenciada de acuerdo con esa ley. Pero si demanda o toma cualquiera cosa bajo el
pretexto de su propio poder, no existe, en este caso, acción de ley, porque todo cuanto el soberano hace en
virtud de su poder, se hace por la autoridad de cada súbdito, y, por consiguiente, quien realiza una acción
contra el soberano, la efectúa, a su vez, contra sí mismo.
Si un monarca o asamblea soberana otorga una libertad a todos o alguno de sus súbditos, de tal modo que
la persistencia de esa garantía incapacita al soberano para proteger a sus súbditos, la concesión es nula, a
menos que directamente renuncie o transfiera la soberanía a otro. Porque con esta concesión, si hubiera
sido su voluntad, hubiese podido renunciar o transferir en términos llanos, y no lo hizo, de donde resulta que
no era esa su voluntad, sino que la concesión procedía de la ignorancia de la contradicción existente entre
esa libertad y el poder soberano. Por tanto, se sigue reteniendo la soberanía, y en consecuencia todos los
poderes necesarios para el ejercicio de la misma, tales como el poder de hacer la guerra y la paz, de
enjuiciar las causas, de nombrar funcionarios y consejeros, de exigir dinero, y todos los demás poderes
mencionados en el capítulo XVIII.
En qué casos quedan los súbditos absueltos de su obediencia a su soberano. La obligación de los súbditos
con respecto al soberano se comprende que no ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder
mediante el cual tiene capacidad para protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen, por
naturaleza, a protegerse a sí mismos, cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por
ningún pacto. La soberanía es el alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo los miembros ya no
reciben movimiento de ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su
propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia, y su propósito de conservarla. Y
aunque la soberanía, en la intención de quienes la hacen, sea inmortal, no sólo está sujeta, por su propia
naturaleza, a una muerte violenta, a causa de una guerra con el extranjero, sino que por la ignorancia y
pasiones de los hombres tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de mortalidad
natural, por las discordias intestinas.
En caso de cautiverio. Si un súbdito cae prisionero en la guerra, o su persona o sus medios de vida quedan
en poder del enemigo, al cual confía su vida y su libertad corporal, con la condición de quedar sometido al
vencedor, tiene libertad para aceptar la condición, y, habiéndola aceptado, es súbdito de quien se la impuso,
porque no tenía ningún otro medio de conservarse a sí mismo. El caso es el mismo si queda retenido, en
esos términos, en un país extranjero. Pero si un hombre es retenido en prisión o en cadenas, no posee la
libertad de su cuerpo, ni ha de considerarse ligado a la sumisión, por el pacto; por consiguiente, si puede,
tiene derecho a escapar por cualquier medio que se le ofrezca.
En caso de que el soberano renuncie al gobierno, en nombre propio y de sus herederos. Si un monarca
renuncia a la soberanía, para sí mismo y para sus herederos, sus súbditos vuelven a la libertad absoluta de
la naturaleza. En efecto, aunque la naturaleza declare quiénes son sus hijos, y quién es el más próximo de
su linaje depende de su propia voluntad (como hemos manifestado en el precedente capítulo) instituir quién
será su heredero. Por tanto, si no quiere tener heredero, no existe soberanía ni sujeción. El caso es el
mismo si muere sin sucesión conocida y sin declaración de heredero, porque, entonces, no siendo conocido
el heredero, no es obligada ninguna sujeción.
En caso de que un soberano se constituya, a sí mismo, en súbdito de otro. Si un monarca, sojuzgado en una
guerra, se hace él mismo súbdito del vencedor, sus súbditos quedan liberados de su anterior obligación, y
resultan entonces obligados al vencedor. Ahora bien, si se le hace prisionero o no conserva su libertad
corporal, no se comprende que haya renunciado al derecho de soberanía, y, por consiguiente, sus súbditos
vienen obligados a mantener su obediencia a los magistrados anteriormente instituidos, y que gobiernan no
en nombre propio, sino en el del monarca. En efecto, si subsiste el derecho del soberano, la cuestión es sólo
la relativa a la administración, es decir, a los magistrados y funcionarios, ya que si no tiene medios para
nombrarlos se supone que aprueba aquellos que él mismo designó anteriormente.
CAPITULO XXII
Las diversas clases de sistemas de pueblos. Después de haber estudiado la generación, forma y poder de
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CAPITULO XXVII
Qué es pecado. Un pecado no es solamente una transgresión de la ley sino, también, un desprecio al
legislador, porque tal desprecio constituye, de una vez, un quebrantamiento de todas sus leyes. Por
consiguiente, puede consistir no sólo en la comisión de un hecho, o en la enunciación de palabras
prohibidas por las leyes, o en la omisión de lo que la ley ordena, sino también en la intención o propósito de
transgredir. En efecto, el propósito de quebrantar la ley implica cierto grado de desprecio a aquel a quien
corresponde verla ejecutada. Experimentar, aunque sea en la imaginación solamente, el deleite de poseer
los bienes, los sirvientes o la mujer de otro sin intención de tomarlo por la fuerza o por el fraude, no
constituye un quebrantamiento de la ley que dice: No codiciarás; ni el placer que un hombre puede tener
imaginando o soñando la muerte de aquel de cuya vida no espera otra cosa sino daño y sinsabores, es un
pecado, sino la resolución de poner en ejercicio algún acto que tienda a ello. En efecto, complacerse en la
ficción de aquello que agradaría a un hombre si llegara a realizarse, es una pasión tan inherente a la
naturaleza del hombre y de cualquiera otra criatura viva que hacer de ello un pecado, sería convertir en
pecado, también, el hecho de ser hombre. Tales consideraciones me han hecho pensar que son demasiado
severos consigo mismos y con los demás, quienes sostienen que las primeras nociones de la mente,
aunque constreñidas por el temor de Dios, son los pecados. No obstante, confieso que es más juicioso
equivocarse por este lado que por el contrario.
Qué es delito. DELITO es un pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley
prohíbe, o en la omisión de lo que ordena. Así, pues, todo delito es un pecado: en cambio, no todo pecado
es un delito. Proponerse robar o matar es un pecado, aunque no se traduzca en palabras o en hechos,
porque Dios, que ve los pensamientos del hombre, puede cargárselo en cuenta: pero hasta que se
manifieste alguna cosa hecha o dicha, en virtud de la cual la intención pueda ser argüida por un juez
humano, no tiene el nombre de delito: esta distinción era observada por los griegos en las palabras
avmavrthma y evgclhma o avitiva; la primera de ellas (que traducida significa pecado) implica violación
de una ley cualquiera, mientras que las últimas (que se traducen por delito) significan solamente aquel
pecado de que un hombre puede acusar a otro. Respecto a las intenciones que nunca se manifiestan por un
acto externo, no existe lugar para la acusación humana. Del mismo modo, los latinos significan por
peccatum, que quiere decir pecado, toda forma de desviación de la ley, mientras que como crimen (palabra
que deriva de cerno, que significa percibir) consideran solamente aquellos pecados que pueden ser evi-
denciados ante un juez y que, por tanto, no son meras intenciones.
Donde no existe ley civil no existe delito. De esta relación entre el pecado y la ley, y entre el delito y la ley
civil, puede inferirse: primero, que donde la ley cesa, cesa el pecado. Pero como la ley de naturaleza es
eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral,
nunca pueden cesar de ser pecado. En segundo lugar, que cesando la ley civil, cesa el delito, porque no
subsistiendo ninguna otra ley sino la de naturaleza, no existe lugar para la acusación, puesto que cada
hombre es su propio juez, acusado solamente por su propia conciencia y alumbrado sólo por la elevación de
sus propias intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es recta, su hecho no es pecado: en caso
contrario, su hecho es pecado, pero no delito. En tercer término, que cuando cesa el poder soberano cesa
también el delito: en efecto, donde no existe tal poder no hay protección que pueda derivarse de la ley, y por
consiguiente, cada uno puede protegerse a sí mismo por su propia fuerza, ya que al instituirse un poder
soberano nadie puede suponerse que renuncie al derecho de conservar su propio cuerpo, para cuya
salvaguardia fue, precisamente, instituída la soberanía. Ahora bien, esto ha de comprenderse solamente de
quienes no han contribuido por sí mismos a protegerlos, ya que esto, desde el principio, constituiría un
delito.
La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie. La fuente de todo delito estriba en algún defecto del
entendimiento, o en algún error en el razonar, o en alguna violencia repentina de las pasiones. Defecto en el
entendimiento es ignorancia; en el razonamiento, opinión errónea. A su vez, la ignorancia es de tres clases:
de la ley, del soberano y de la pena. La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie, porque en
cuanto una persona ha alcanzado el uso de razón, se la supone consciente de que no debe hacer a otro lo
que no quiere que le hagan a él. Por tanto, en cualquier lugar a donde vaya un hombre, si hace algo
contrario a esa ley, es un delito. Si un hombre viene de las Indias a nuestras tierras, y persuade a los
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hombres para que reciban una nueva religión, o les enseña alguna cosa que tiende a fomentar la desobe-
diencia de las leyes de este país, por muy persuadido que esté de la verdad de lo que enseña comete un
delito, y puede ser justamente castigado por razón del mismo, no sólo porque su doctrina es falsa, sino
también, porque hace algo que no aprobaría en otro: concretamente, que yendo de nuestro país se
propusiera alterar la religión en el suyo. Ahora bien, la ignorancia de la ley civil excusará a un hombre en un
país extraño, hasta que le sea declarada; hasta entonces, ninguna ley civil es. obligatoria.
La ignorancia de la ley civil excusa a veces. De la misma manera, si la ley civil del país propio de un hombre
no se halla tan suficientemente declarada que él pueda conocerla si quiere, ni las acciones contra la ley de
naturaleza, la ignorancia es una buena excusa: en los demás casos, la ignorancia de la ley civil no exime.
La ignorancia del soberano no excusa. La ignorancia del poder soberano en la localidad que es la ordinaria
residencia de un hombre, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder por el cual ha sido protegido
allí.
La ignorancia de la pena no excusa. La ignorancia de la pena, cuando la ley es declarada, no exime a nadie.
En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de la pena consecuente no seria una ley sino palabras
vanas, incurre en penalidad, aunque no sepa cuál es ésta; y es así porque quien voluntariamente realiza una
acción acepta todas las consecuencias conocidas de ella. El castigo es una consecuencia manifiesta de la
violación de las leyes en cada Estado; castigo que si está determinado ya por la ley, se halla sujeto a ésta;
en caso contrario el castigo a que puede estar sujeto resulta arbitrario. Es de razón que quien hace una
injuria sin otra limitación que la de su voluntad, debe sufrir castigo sin otra limitación que la de su voluntad
cuya ley es por ello violada.
Castigos declarados con anterioridad sal hecho, eximen de castigo mayor con posterioridad a él. Ahora bien,
cuando una pena se asocia al delito en la ley misma, o ha sido usualmente infligida en casos análogos,
entonces el delincuente queda eximido de una mayor penalidad. En efecto, si de antemano se conoce el
castigo, cuando éste no es bastante grande para disuadir de la acción, constituye un estímulo para ella,
porque cuando los hombres comparan el beneficio de la injusticia por ellos cometida con el daño que
representa su castigo, por razón de naturaleza eligen lo que resulta preferible para ellos, y por tanto, cuando
son castigados más de lo que la ley había determinado anteriormente, o más que otros fueron castigados
por el mismo crimen, es la ley la que los induce al mal o los lleva al error.
Nada puede convertirse en delito por una ley posterior al hecho. Ninguna ley promulgada después de
realizado un acto, puede hacer de éste un delito, porque si el hecho es contra la ley de naturaleza, la ley
existía ya antes de la acción; pero de una ley positiva no puede tenerse noticia antes de que se promulgue,
y, por tanto, no puede ser obligatoria. Ahora bien, por la razón inmediatamente alegada antes, cuando la ley
que prohíbe un hecho se hace antes que el hecho se realice, quien realiza el hecho queda sujeto a la pena
ulteriormente establecida, en caso de que anteriormente una pena no menor hubiera sido dada a conocer
por escrito o por vía de ejemplo.
Falsos principios respecto a las causas verdaderas y erróneas del delito. Por defecto en el razonar (es decir,
por error) propenden los hombres a violar la ley en tres aspectos. Primero, por presunción de falsos
principios, como es la errónea apreciación de que en todos los lugares y en todos los tiempos las acciones
injustas han sido autorizadas por la fuerza, así como por las victorias de quienes las han cometido, y que
cuando los hombres poderosos quebrantan las leyes de su país consideran a los más débiles y a los
fracasados en sus empresas como los únicos delincuentes, tomando, además, como principios y motivos de
su razonamiento, frases como las siguientes: Que la justicia no es sino una palabra vana; que todo aquello
que un hombre pueda obtener por su propia actividad y fortuna es suyo; que la práctica de todas las na-
ciones no puede ser injusta; que los ejemplos de tiempos anteriores son buenos argumentos para hacer lo
mismo otra vez, y otras muchas de este género. Admitido esto, ningún acto por sí mismo puede ser delito,
sino que lo será o no (no por la ley sino) según el éxito de quien lo corneta; y el mismo hecho resulta
virtuoso o vicioso, según disponga la fortuna; de manera que lo que Mario consideró como delito, Sila lo
estima meritorio, y César (subsistiendo las mismas leyes) lo convierte de nuevo en delito, provocando todo
ello una constante perturbación de la paz del Estado.
Falsos maestros interpretan equivocadamente la ley de naturaleza. En segundo lugar, por falsos maestros
que o bien hacen una errónea interpretación de la ley de naturaleza, poniéndola, por consiguiente, en
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contradicción con la ley civil, o bien enseñan como leyes doctrinas propias o tradiciones de tiempos antiguos
que son incompatibles con el deber de un súbdito.
Y falsas inferencias de principios verdaderos, realizadas por los maestros. En tercer lugar, por inferencias
erróneas de verdaderos principios, lo cual sucede comúnmente a los hombres que son rápidos y
precipitados en decidir y resolver lo que harán; así ocurre con aquellos que tienen una gran opinión de su
propia inteligencia, y creen que las cosas de esta naturaleza no requieren tiempo y estudio, sino, solamente,
una experiencia común y un buen talento natural, de lo cual nadie se encuentra a si mismo desprovisto: en
cambio, el conocimiento de lo justo y de lo injusto, que no es menos difícil, nadie pretende tenerlo sin un
estudio amplio y prolongado. De estos defectos en el razonar, ninguno puede excusar (aunque alguno de
ellos sea susceptible de atenuar) un delito en quien aspire a la administración de sus propios negocios;
mucho menos en quienes desempeñan un cargo público, ya que presumen de poseer una razón, sobre cuya
falta habrían de apoyar la exención.
Por sus pasiones. Entre las pasiones que con mayor frecuencia son causa de delito una es la vanagloria; es
decir, la insensata estimación de la propia valía; como si la diferencia de dignidad fuera un efecto de su
ingenio, riqueza, linaje o alguna otra calidad natural que no dependa de la voluntad de quienes tienen autori-
dad emanada del soberano. De .aquí procede la presunción, en que tales hombres se hallan, de que los
castigos establecidos por las leyes y generalmente extendidos a todos los súbditos, no deben ser infligidos a
ellos con el mismo rigor con que descargan sobre los hombres pobres, oscuros y sencillos, que se
comprenden bajo la denominación de vulgo.
Presunción de riqueza. Por lo común ocurre, como consecuencia, que quienes se estiman a sí mismos por
la grandeza de sus caudales, se aventuran a realizar delitos con la esperanza de escapar al castigo
corrompiendo la justicia pública u obteniendo el perdón O. cambio de dinero u otras recompensas.
Y amigos. Y que quienes tienen muchos y poderosos parientes, y quienes gozan de popularidad y han
ganado reputación entre la multitud, se animan a violar las leyes con la esperanza de oprimir el poder, al
cual corresponde ejecutarlas.
Sabiduría. Y quienes tienen una elevada y falsa opinión de su propia sabiduría, toman a su cargo la
reprensión de las acciones y ponen en tela de juicio la autoridad de quien gobierna, trastornando las leyes
con sus discursos públicos, en el sentido de que nada debe ser delito sino lo que reclaman sus propios
designios. Ocurre también que algunos de estos hombres se jactan de aquellos delitos que consisten en el
ejercicio de la astucia y en el engaño a los vecinos, y piensan que sus designios son excesivamente sutiles
para ser advertidos. He aquí lo que yo considero como efectos de una falsa presunción de su propia
sabiduría. Entre quienes son los primeros instigadores de perturbación en el Estado (y esto no puede ocurrir
si no existe una guerra civil), muy pocos logran conservar su vida tiempo bastante para ver realizados sus
nuevos designios: así que el beneficio de sus delitos redunda en favor de la posteridad, tal como ellos sólo
en último lugar hubieran deseado, lo cual arguye que no tenían tanta sagacidad como ellos pensaban. Y
quienes engañan confiando en que no serán descubiertos, se engañan a sí mismos (ya que la oscuridad en
la cual creen hallarse envueltos no es otra cosa que su propia ceguera); y no son más sabios que los niños
que piensan estar escondidos cuando se tapan los ojos.
Generalmente todos los hombres animados por la vanagloria (a menos que sean timoratos) están sujetos a
la ira, ya que son más propensos que otros a considerar como desprecio la ordinaria libertad de la
conversación. Y pocos delitos existen que no puedan ser producidos por la ira.
Odio, concupiscencia, ambición, codicia, como causas de delito. En cuanto a los delitos que se engendran
en las pasiones del odio, la concupiscencia, la ambición y la codicia, son tan obvios a la experiencia y al
entendimiento de todos, que no hace falta decir nada de ellos, salvo que son dolencias tan consustanciales
a la naturaleza, lo mismo del hombre que de todas las criaturas vivas, que sólo un uso extraordinario de la
razón, o una severidad constante en castigarlos puede impedir sus efectos. Porque en las cosas odiadas
encuentran los hombres una molestia continua e inconfesable; por lo cual o la paciencia humana se impone,
o precisa hallar la tranquilidad eliminando el poder de quien molesta. Lo primero es difícil; lo segundo resulta
muchas veces imposible sin cierta violación de la ley. La ambición y la codicia son, también, pasiones
absorbentes y opresoras, y, en cambio, la razón no siempre actúa para resistirlas; por tanto, en cuanto la
esperanza de impunidad aparece, se manifiestan sus efectos. En cuanto a la concupiscencia, lo que le falta
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de continuidad le sobra de vehemencia, lo cual basta para disipar el temor de castigos inciertos o fáciles de
evitar.
Miedo es, a veces, causa de delito, por ejemplo cuando el peligro no es ni presente ni corpóreo. De todas las
pasiones la que en menor grado inclina al hombre a quebrantar las leyes es el miedo. Exceptuando algunas
naturalezas generosas, es la única cosa, cuando existe una apariencia de provecho o placer, derivada del
quebrantamiento de las leyes, que hace que los hombres las observen. Sin embargo, en muchos casos
puede cometerse un delito por miedo.
Un miedo cualquiera no justifica la acción que produce, sino sólo el miedo a un daño corporal, lo que
llamamos temor físico, y del cual uno no sabe cómo liberarse sino por la acción. Si un hombre se ve
asaltado y teme por su muerte inmediata, de la cual no ve cómo escapar sino hiriendo a quien le acomete, si
lo hiere de muerte no comete un delito, porque al instituir un Estado nadie renunció a la defensa de su vida o
de sus miembros, cuando la ley no puede llegar a tiempo para asistirlo. Pero matar a un hombre porque de
sus acciones o amenazas puedo argüir que su deseo es matarme (cuando tengo oportunidad y medios de
pedir protección al poder soberano), es un delito. Por otra parte, si un hombre escucha palabras
desagradables o pequeñas injurias (para las cuales las leyes no han señalado castigo alguno, ni pensado
que quien tiene uso de razón vaya a preocuparse de ellas) y teme que si no toma venganza incurrirá en el
desprecio ajeno, y, coma consecuencia, se hallará expuesto a que otros le injurien de igual modo, y para
evitar esto quebranta la ley y se protege a sí mismo para el futuro, por el terror que le inspira la venganza
privada, entonces comete un delito, porque el daño no es corpóreo sino imaginario y (aunque en este rincón
del mundo se considera intolerable por una costumbre que comenzó no hace muchos años entre gente
joven y vanidosa) tan leve que una persona consciente de su propio valor no hará caso de él. Igualmente, un
hombre puede temer a los espíritus, bien sea por su propia superstición o por dar excesivo crédito a otros
hombres que le hablan de extraños sueños y visiones; y puede hacérsele creer que recibirá perjuicio por
hacer u omitir diversas cosas cuya acción u omisión, sin embarga, es contraria a las leyes. Lo que por tal
razón se haga u omita no puede excusarse por dicho temor, sino que es un delito. En efecto (tal como he
mostrado anteriormente, en el capitulo II) los sueños no son, naturalmente, sino fantasías o imágenes que
se conservan mientras dormimos, a base de las impresiones que nuestros sentidos han recibido
anteriormente, cuando estaban despiertos; y cuando los hombres, por algún accidente, no tienen la
seguridad de que dormían, creen que vieron visiones reales, y, por tanto, quien se atreve a quebrantar la ley
a base de su sueño propio o del ajeno, o de una pretendida visión, o de otra idea del poder de los espíritus
invisibles, distinta de la permitida por el Estado, se aparta de la ley de naturaleza, lo cual implica una cierta
ofensa, y sigue los dictados de su propia imaginación o del cerebro de otro individuo, sin que pueda saber si
significa alguna cosa o nada, ni si quien le comunica su sueño dice verdad o mentira; porque si a cualquier
particular se le debiera permitir hacer esto (como debe ocurrir por la ley de naturaleza, si se permite a uno)
no podría existir ninguna ley, y el Estado quedaría disuelto.
No todos los delitos son iguales. De estos diferentes orígenes de delitos se infiere, desde luego, que no
todos los delitos (contra lo que afirmaban los estoicos de los tiempos más antiguos) son del mismo linaje. No
sólo existe lugar para la EXIMENTE, en virtud de la cual llega a probarse que lo que parezca ser un delito no
lo es en absoluto, sino también para la ATENUACIÓN, en cuya virtud el delito que parecía grande se
aminora. En efecto, aunque todos los delitos merezcan por igual el nombre de injusticia, del mismo modo
que toda desviación de la línea recta implica una cierta sinuosidad, como observaron acertadamente los
estoicos, no debe deducirse de esto que todos los delitos sean igualmente injustos, del mismo modo que no
todas las líneas curvas son igualmente curvas; cosa que los estoicos no tuvieron en cuenta cuando consi-
deraban un delito tan grande matar una gallina, en contra de la ley, como matar al propio padre.
Eximentes totales. Lo que excusa totalmente un hecho y elimina de él la naturaleza de delito no puede ser
otra cosa sino la que, al mismo tiempo, suprime la obligación establecida por la ley. En efecto, una vez
cometido un hecho contra la ley, si quien lo cometió estaba obligado a ella, su acto no puede ser otra cosa
que un delito.
La falta de medios de conocer la ley exime totalmente. En efecto, la ley de la cual uno no tiene medio de
informarse, no es obligatoria. Pero la falta de diligencia en averiguar no puede ser considerada como falta de
medios, ni quien presume de razón bastante para el gobierno de sus propios negocios puede suponerse que
carece de medios para conocer las leyes de naturaleza, porque estos medios son conocidos por la razón
que presume poseer: sólo los niños y los locos pueden tener excusa en las ofensas que realizan contra la.
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ley natural.
Cuando un hombre está cautivo o en poder del enemigo (y se halla en poder del enemigo lo mismo si lo está
su persona que sus medios de vida), si esta situación no se debe a culpa suya, cesa la obligación de la ley,
ya que debe obedecer al enemigo o morir, y por consiguiente, tal obediencia no es un delito, porque nadie
está obligado (cuando falla la protección de la ley) a dejar de protegerse a sí mismo por los mejores medios
que pueda.
Si un hombre, por terror a la muerte inminente, se ve obligado a realizar un acto en contra de la ley, queda
excusado totalmente, ya que ninguna ley puede obligarle a renunciar a su propia conservación. Suponiendo
que una ley fuera obligatoria, un hombre razonaría de este modo: Si no lo hago, moriré ahora; si lo hago,
moriré después; por consiguiente, haciéndolo he asegurado una vida más larga. La naturaleza, por lo tanto,
le compele a realizar el acto.
Cuando un hombre está desprovisto de alimento o de otra cosa necesaria para su vida, y no puede
protegerse a sí mismo de ningún otro modo sino realizando algún acto contra la ley, como, por ejemplo,
cuando en períodos de gran escasez toma el alimento por la fuerza, o roba lo que no puede obtener por
dinero o por caridad. o en defensa de su vida arrebata la espada de manos de otro hombre, queda
totalmente eximido por la razón que antes alegamos.
Eximentes contra el autor. Por otra parte, los hechos efectuados contra la ley por autorización de otro,
quedan excusados por esta autorización, y recaen sobre el autor, porque nadie debe acusar su propio acto
en otro que no es más que su instrumento; en cambio, no queda eximido contra una tercera persona
injuriada por ello, porque en esa violación de la ley tanto el autor como el actor son delincuentes. De aquí se
deduce que si la persona o la asamblea que tiene el poder soberano, ordena a un hombre que haga algo
contrario a una ley anterior, la realización de ese acto queda totalmente eximida, porque no debe
condenarse a sí mismo, ya que el mismo soberano es el autor, y lo que justamente no puede ser condenado
por el soberano, no puede, en justicia, ser castigado por ningún otro. A su vez, cuando el soberano ordena
alguna cosa hecha contra una ley anterior suya, la orden, respecto a este hecho particular, constituye una
abrogación de la ley.
Si el hombre o asamblea que tiene el poder soberano repudia un derecho esencial a la soberanía, mediante
el cual aumenta en el súbdito cualquiera libertad incompatible con el poder soberano, es decir, con la
verdadera esencia de un Estado. Si el súbdito rehusara obedecer la orden en alguna cosa contraria a la
libertad otorgada, ello constituiría, a pesar de todo, un pecado contrario a la obligación del súbdito, ya que
éste debe conocer lo que es incompatible con la soberanía, puesto que ésta se instituyó por su propio
consentimiento y para su propia defensa, y la libertad incompatible con ello no pudo ser otorgada sido por
ignorancia de las perniciosas consecuencias que trae consigo. Pero si no solamente desobedece, sino que,
además, resiste a un funcionario público en la ejecución de la aludida orden, entonces comete un delito, ya
que (sin quebrantamiento de la paz) podía haber formulado querella para ver reconocido su derecho.
Los grados de delito se establecen según diversas escalas, y se miden: primero, por la malignidad de la
fuente o causa; segundo, por el contagio del ejemplo; tercero, por el daño del efecto; y cuarto, por la
concurrencia de tiempos, lugares y personas.
La presunción de poder constituye una agravante. El mismo hecho realizado contra la ley, si procede de la
presunción de fortaleza, riqueza o amistades para resistir a quienes han de ejecutar la ley, es un delito más
grande que si procede de la esperanza de no ser descubierto o de escapar huyendo. En efecto, la
presunción de una impunidad basada en la fuerza es una raíz de la cual brota, en todo tiempo y en todo
género de tentaciones, un desprecio a todas las leyes, ya que en este último caso el temor al peligro, que
obliga a huir a un hombre, le hace más obediente para el futuro. Un delito que conocemos como tal, resulta
mayor que el mismo delito procedente de una falsa persuasión, de que constituye un acto legítimo. En
efecto, quien lo comete a conciencia, presume de su fuerza o de otro poder que le estimula a cometerlo otra
vez: en cambio, quien lo hace por error, en cuanto le advierten de ello vuelve a conformarse con la ley.
Aquel cuyo error procede de la autoridad de un maestro o de un intérprete de la ley, públicamente
autorizado, no es tan culpable como aquel otro cuyo error deriva de una perentoria prosecución de sus
propios principios y razonamientos. En efecto, lo que enseña uno que instruye por autorización pública, lo
enseña, en realidad, el Estado, y tiene una apariencia de ley, mientras la misma autoridad lo controla; y en
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todos los delitos que no contienen en sí una negación del poder soberano, ni son contra una ley evidente,
exime de modo total: mientras que quien funda sus acciones sobre su juicio privado se mantendrá en pie o
caerá, de acuerdo con la rectitud o error del mismo.
Ejemplos de impunidad atenúan. El mismo hecho, si ha sido constantemente castigado en otros hombres, es
un delito mayor que si hubiera habido otros ejemplos precedentes de impunidad, ya que aquellos ejemplos
son otros tantos auspicios de impunidad. ofrecidos por el soberano mismo. Y como quien provee a un
hombre con semejante esperanza y presunción de gracia, estimulándole a ofender, tiene una participación
en la ofensa, no puede, razonablemente, cargar la culpa entera sobre el ofensor.
Premeditación, agrava. Un delito que tiene como origen una pasión repentina, no es tan grande como si
deriva de una larga meditación. En el primer caso existe una posibilidad de atenuación, basada en la general
debilidad de la naturaleza humana; ahora bien, quien lo hace con premeditación obra de modo circunspecto,
cierra los ojos al castigo con que la ley amenaza, y a las consecuencias del mismo, frente a la sociedad
humana; todo lo cual ha despreciado al cometer el delito, posponiéndolo a sus propios apetitos. Ahora bien,
no existe pasión repentina suficiente para una excusa total, porque todo el tiempo transcurrido entre el
conocimiento de la ley y la comisión del hecho debe ser considerado como período de deliberación, ya que,
meditando sobre la ley, cabe rectificar la irregularidad de las pasiones.
En cuanto la ley es públicamente promulgada, e interpretada con asiduidad ante el pueblo entero, un hecho
realizado contra ella 'constituye un delito mayor que si no se procura una información semejante, y los
súbditos la averiguan con dificultad, incertidumbre e interrupción de la exigencia de que la ley se cumpla,
teniendo que ser informados por individuos particulares; en este caso, parte de la falta descarga sobre la
abulia general, mientras que en el primero existe aparente negligencia que no deja de implicar cierto
desprecio al poder soberano.
Aprobación tácita por el soberano, atenúa. Aquellos hechos que la ley condena expresamente, pero que el
legislador tácitamente aprueba por otros signos manifiestos de su voluntad, son delitos menores que los
mismos hechos condenados por la ley y por el legislador. Si advertimos que la voluntad del legislador es una
ley, aparecen en este caso dos leyes contradictorias que excusarían totalmente si los hombres estuvieran
obligados a tener noticia de la aprobación del soberano por otros argumentos distintos de los expresados
por su mandato. Ahora bien, como existen castigos no sólo consiguientes a la transgresión de la ley, sino
también a la observancia de ella, el legislador es, en parte, causante de la transgresión, y, por consiguiente,
no puede razonablemente imputarse al delincuente la totalidad del delito. Por ejemplo, la ley condena los
duelos, y el castigo se hace necesario. Pero, a su vez, quien rehusa batirse está expuesto al desprecio y a la
burla, sin remedio; a veces, es el mismo soberano quien lo considera indigno de desempeñar algún cargo o
mando en la guerra. Si en consideración a ello acepta el duelo, teniendo en cuenta que todos los hombres
se proponen rectamente gozar de una buena opinión en quienes ejercen el poder soberano, en razón no
deberá ser castigado rigurosamente, y una parte de la falta deberá recaer sobre el que castiga. Lo que digo
no implica un afán de dar rienda suelta a las venganzas privadas o a cualquier otro género de desobedien-
cia, sino que los gobernantes deben cuidar de no dar pábulo, indirectamente, a una cosa que de modo
directo prohíben. Los ejemplos de los príncipes respecto a quienes los contemplan, son y han sido siempre
más vigorosos para gobernar sus acciones que las leyes mismas. Y aunque nuestro deber consiste en hacer
no lo que ellos hacen, sino lo que dicen, semejante deber nunca será cumplido hasta que plazca a Dios dar
a los hombres una gracia extraordinaria y sobrenatural para seguir este precepto.
Comparación entre los delitos, por sus efectos. Por otro lado, si comparamos los delitos con el agravio de
sus efectos, en primer término, el mismo hecho cuando redunda en perjuicio de varios es mayor que cuando
redunda en daño de unos pocos. Por consiguiente, cuando un hecho daña no sólo en el presente, sino, tam-
bién, por ejemplo, en el futuro, constituye un delito mayor que si el daño sólo se limita al presente, ya que el
primero es un delito fértil, y extiende y multiplica el daño, mientras que el segundo es improductivo.
Mantener doctrinas contrarias a la religión establecida en el Estado es una falta mayor en un sacerdote
autorizado que en una persona privada. Otro tanto es, en él, vivir de modo profano o incontinente, o realizar
un acto irreligioso cualquiera. Así también, en un profesor de leyes, mantener algún punto o realizar algún
acto que tienda a debilitar el poder soberano, es un delito mayor que en otro hombre : asimismo, en un
hombre que tiene reputación de sabiduría, hasta el punto de que sus consejos son seguidos o sus acciones
imitadas por los demás, el acto que realiza contra la ley es un delito mayor que el mismo hecho efectuado
por otro, porque tales hombres no solamente cometen delito, sino que lo enseñan como ley a todos los
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demás hombres. Por lo general, todos los delitos son mayores por el escándalo que dan, es decir, porque
son un obstáculo para el débil, que no considera tanto el camino en que se aventura como la luz de que
otros hombres son portadores, delante de él.
Así también, los hechos de hostilidad contra la presente organización del Estado son delitos mayores que
los mismos actos realizados contra personas particulares, porque el estrago se extiende por sí mismo a
todos. Tal ocurre con la revelación de las tuerzas o de los secretos del Estado a un enemigo; con los aten-
tados que se cometen contra el representante del Estado, sea un monarca o una asamblea; y con todo
cuanto de palabra o de hecho, tiende a disminuir la autoridad del mismo, sea en el momento presente o en
tiempos sucesivos: estos delitos eran denominados por los latinos crimina laesae majestatis, y consisten en
un designio o acto contrario a una ley fundamental.
Soborno y falso testimonio. Análogamente, aquellos delitos que dejan los juicios sin efecto son delitos
mayores que las injurias hechas a una o a unas pocas personas; del mismo modo que recibir dinero por
emitir un falso testimonio es un delito mayor que engañar de otro modo a un hombre acerca de una misma
suma u otra mayor. En efecto, no sólo sufre quien cae en estos juicios, sino que todos los juicios se hacen
inútiles y el caso queda abandonado a la fuerza y a la venganza privada.
Fraude. Así también, el robo y el fraude al tesoro o a las rentas públicas es un delito mayor que el robo o el
fraude hecho a un particular, ya que robar al erario público es robar a varios a un tiempo.
Usurpación de autoridad. Así también, la usurpación fraudulenta del ministerio público, la falsificación de los
sellos públicos o de las acuñaciones públicas, así como la usurpación de la personalidad de un particular, o
de su sello, a causa del fraude correspondiente, redunda en perjuicio de varios.
Comparación de los delitos particulares. De los hechos contra la ley, efectuados contra particulares, el delito
mayor es aquel en que el daño resulta más sensible, a juicio del común de los homotro daño,
conservándose la vida.
Matar en contra de la ley es un delito mayor que cualquier bres. Por consiguiente:
Matar con tormento, mayor que matar simplemente. Mutilación de un miembro, mayor que el despojo de los
bienes de un hombre.
Despojar a un hombre de sus bienes por terror a la muerte o a ser herido, es delito mayor que la usurpación
clandestina.
Todas estas cosas están comúnmente valuadas así, aunque algunos hombres son más o menos sensibles a
la misma ofensa. No obstante, la ley no considera la inclinación particular sino la general de la especie
humana.
Por consiguiente, la ofensa que los hombres hacen por contumelia, mediante palabras o gestos, cuando no
producen otro daño que el agravio presente de quien lo recibe fue poco atendida en las leyes de los griegos,
romanos y otros Estados antiguos y modernos, suponiéndose que la verdadera causa de tal agravio no con-
siste en la contumelia, la cual no prende en hombres conscientes de su propia virtud, sino en la
pusilanimidad de quien es ofendido por ello.
Un delito contra un particular puede resultar agravado por la persona, tiempo y lugar. Matar al propio padre
es un delito mayor que matar a otra persona, porque, aunque ha rendido su poder a la ley civil, el padre
debe ser honrado como soberano, puesto que tuvo originariamente ese poder, por naturaleza. Robar a un
pobre es un delito mayor que robar a un rico, ya que para el pobre el daño es más sensible.
Un delito cometido en tiempo o lugar destinado a la devoción es mayor que si se comete en otro lugar y
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Podrían añadirse otros ejemplos de agravación y atenuación, pero con los citados hemos establecido ya
cuán obvio es para cada hombre tener en cuenta el nivel de cualquier otro delito que se considere.
Qué son detalles públicos. Por último, como en la mayoría de los delitos se hace una injuria no solamente a
un hombre privado, sino también al Estado, el mismo delito, cuando la acusación se hace en nombre del
Estado, se denomina delito público, y cuando se hace en nombre de un particular, delito privado. Los juicios
relacionados con ellos se llaman públicos, judica pública, o pleitos de la corona; y pleitos privados. En
cuanto a la acusación de asesinato, si el acusador es un particular, el pleito es privado; si el acusador es el
soberano, el pleito es público.