Sonata
Sonata
Sonata
Paloma Sánchez-Garnica
1
A ti, Manolo, siempre..., confiar y esperar.
2
Fernando Pessoa (Ricardo Reis)
ni un recuerdo en el alma.
3
MADRID, MEDIADOS DE ENERO DE 194
4
silla de anea, aferradas sus manos a la taza todavía caliente de café
aguado, sumida en su propio silencio, reconfortada en el presente
inmediato que le acababa de regalar aquella tregua, mecida en la
nostalgia de un pasado mejor y removida ante un futuro sin
esperanza.
5
CAPÍTULO 1
6
al que pillaba en alguno de esos deslices propios de lo que ella
consideraba la débil naturaleza del hombre.
Las cosas le fueron muy bien hasta que llegó la guerra;
entonces empezó a tener problemas: los clientes habituales
dejaron de serlo y en su lugar llegaron otros que se negaban a
pagar aprovechándose de que era una mujer indefensa y sin
protección; además, tenía muchas dificultades para poner comida
en los platos o jabón en el aguamanil; con demasiada frecuencia y
durante demasiado tiempo había cortes de luz y de agua, todo
escaseaba y así era casi imposible mantener un negocio como el
suyo. Así que no le quedó más remedio que cerrar las puertas de
su pensión, replegarse sola en su piso, en donde se mantuvo
durante toda la guerra agazapada como un animal asustado,
malviviendo o sobreviviendo, y rezando mucho hasta que llegó el
Generalísimo que sacó a Madrid de tanto apuro.
Una vez restaurada la normalidad, pensó en reabrir las
puertas de la pensión, pero gran parte de la energía que en otros
tiempos la había mantenido despierta y activa durante horas,
atendiendo los quehaceres propios de la casa y la cocina, se la
había dejado a jirones a lo largo de interminables meses de
encierro y hambruna. No se sentía ni con gana ni con fuerza
suficientes para atender un negocio así; además, se había vuelto
muy desconfiada, y eso iba en su contra. Cuando estaba en
conversaciones con una familia para vender su casa, tan querida
para ella, con la decisión tomada de instalarse en un pisito más
modesto y bastante más pequeño de un portal cercano, recibió la
llamada de uno de los que habían sido sus mejores clientes,
solicitándole que le permitiera ocupar una habitación durante unas
horas para un asunto de urgencia y muy delicado. Ella no entendió
muy bien qué asunto urgente y delicado podía requerir una alcoba
con sábanas limpias, pero lo comprendió a la perfección cuando el
día y la hora convenidos abrió la puerta a don Emilio, al que le
acompañaba una señorita de buen porte que ocultaba parte de su
rostro bajo el ala de un sombrero oscuro y de la que apenas pudo
ver más que el mentón.
7
Doña Celia se sentó en la sala y rezó el rosario con más
devoción que nunca. Y cuando don Emilio salió con la señorita (a
la que tampoco vio, ni falta que le hacía), le dejó un billete de cien
pesetas sobre la mesa y le susurró con una sonrisa satisfecha que,
si ella no tenía ningún inconveniente, en dos días estarían de
nuevo allí a la misma hora. Doña Celia se santiguó, cogió el
billete, se lo guardó y le dijo a don Emilio con voz muy grave y
gesto serio: «No se olvide, don Emilio, de que esta es una casa
decente, tan solo le ruego eso, decencia». «No se apure usted,
doña Celia, no tendrá usted una queja por nuestra culpa, ya sabe
que yo soy un caballero; usted me conoce bien.»
Y así empezó doña Celia con el negocio de los encuentros,
que requerían mucha discreción además de echar la mirada para
otro lado. Todo cliente (siempre eran hombres) tenía que venir
recomendado por algún conocido de doña Celia; si alguien, sin
esta referencia, llamaba a su puerta y preguntaba por una
habitación para alquilar, doña Celia hinchaba su generoso pecho,
cruzando sus brazos sobre el regazo y, con gesto muy digno, le
decía que ya hacía años que la pensión estaba cerrada, y en caso
de que insistiera para la cesión de la alcoba, previo pago, de unas
horitas, lo echaba con cajas destempladas, pero no demasiadas,
por si acaso. La forma de actuar en casa de doña Celia era la
misma para todos, y sus usuarios la conocían: una vez que se
ajustaba el precio previamente en persona o por teléfono (en
especial, para los que iban la primera vez o preferían una alcoba
más grande o una cama más ancha, ya que cada una tenía su
tarifa), doña Celia les decía el número de la habitación asignada;
al piso se subía por separado, daba lo mismo que fuera primero él
o ella; al abrir no se decía nada hasta que no se hubiera cerrado la
puerta; una vez cerrada, se repetía el número de la habitación, la
dueña de la casa acompañaba al caballero o a la señorita a la
alcoba asignada y, ya en su interior, esperaba a que llegara la otra
parte de la pareja. Mientras las habitaciones estaban ocupadas
(había veces que las tenía todas, para escarnio de su conciencia y
regocijo de su bolsillo), doña Celia se concentraba en rezar un
8
rosario tras otro hasta que los ocupantes se iban, no más tarde de
las diez de la noche, esa era otra norma, salvo excepciones muy
señaladas y por causas mayores, y por supuesto con un coste muy
superior al normal. Hubo veces que encadenó hasta diez rosarios,
cosa que para ella no suponía sacrificio; muy al contrario, doña
Celia era mujer devota y comprensiva, entendía de las debilidades
naturales del hombre, necesitado de estas cosas para descargar esa
energía animal que le podía volver tan agresivo (a pesar de que
ella poco pudo catar de esa agresividad que tanto llegó a echar en
falta en el pasado). Gracias a esos «ratitos» —así los llamaba
ella— que los caballeros pasaban en su casa, dejaban en paz a sus
mujeres y sobre todo no cercaban a sus novias, permitiendo que
llegasen como Dios manda al altar, puras y enteras.
9
2