Sonata

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La sonata del silencio

Paloma Sánchez-Garnica

1
A ti, Manolo, siempre..., confiar y esperar.

Y a mi primer nieto, Manuel de Jorge Marco, él es el futuro,


mi continuidad, la verdadera inmortalidad

2
Fernando Pessoa (Ricardo Reis)

«No tengas nada en las manos,

ni un recuerdo en el alma.

Que cuando te pongan en las manos el óbolo último,

al abrirte las manos, nada te caerá.

Quien quiere poco tiene todo;

quien nada quiere es libre;

quien no tiene, y no desea,

hombre es igual a los dioses.»

3
MADRID, MEDIADOS DE ENERO DE 194

Los primeros acordes de un piano se elevaban gráciles como


pavesas por el oscuro patio. Marta Ribas se apercibió de la
melodía y abrió la ventana de par en par estremecida por el viento
gélido que aterió su cara. Las notas se afianzaban en el tosco
espacio de aquel hueco que parecía penetrar hasta las entrañas de
la tierra y ascender hasta la altura del cielo. La Variación 18 de la
Rapsodia de Paganini se escapaba por la ventana entornada de la
sala de doña Fermina, abierta probablemente por Juana para airear
la estancia.
Marta cerró los ojos y dejó que la música colmase su alma,
trasladada en el recuerdo a aquel último concierto al que asistió en
compañía de su marido, un 7 de noviembre de hacía ya doce años,
en la Lyric Opera House de Baltimore, con motivo del estreno de
esa variación interpretada al piano por Rajmáninov durante un
viaje preparado con meses de antelación para celebrar su
aniversario de boda. Por unos segundos permitió que penas y
desdichas quedasen difuminadas, calmado su espíritu con el
melancólico lirismo y la fuerza de esa composición, meciendo un
bienestar solo comparable con la idea de interpretar ella misma la
música. Intuitivamente, manteniendo la magia de los ojos
cerrados, colocó con suavidad las yemas de sus dedos sobre el frío
alféizar y siguió el ritmo melódico de aquel sosiego sonoro que la
arrebataba del mundo; y por un instante se sintió libre, inmensa,
serena, y tras la oleada ascendente de toda la orquesta, de nuevo
se dio paso a la suave caricia del piano, liberando tensiones,
desatando un éxtasis imposible de explicar si no es sentido,
terminando con un perdendosi, dejando que el sonido se
evaporara en el aire. Un escalofrío la arrancó del arrobamiento,
todo su cuerpo tembló de frío. Miró hacia el vacío oscuro y sucio
del patio. El sonido estridente y vulgar de la radio de Venancia
había podido con la frágil potencia de la armonía creada por
Serguéi Rajmáninov. Cerró la ventana y volvió a sentarse en la

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silla de anea, aferradas sus manos a la taza todavía caliente de café
aguado, sumida en su propio silencio, reconfortada en el presente
inmediato que le acababa de regalar aquella tregua, mecida en la
nostalgia de un pasado mejor y removida ante un futuro sin
esperanza.

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CAPÍTULO 1

Doña Celia Baldomero González se quedó viuda a los pocos


días de casarse. Una mañana, el que fue su marido, Benito
Olmedo Martín, se levantó muy ufano, y nada más poner los pies
en el suelo y enderezar el cuerpo, se tambaleó de un lado a otro
como si le diera un vahído y, ante la mirada atónita de su esposa,
se desplomó en el suelo y ya no volvió a abrir los ojos, murió en
el acto. Le dijeron a doña Celia que le había dado un ataque al
corazón, que lo tenía muy débil, igual que lo había tenido el padre
del difunto, que también había dejado una viuda muy joven pero
con el vientre lleno. Doña Celia no tuvo esa suerte, y se quedó sin
marido y sin hijo en el vientre.
La casa del matrimonio, herencia paterna de doña Celia,
contaba con ocho habitaciones, algunas muy amplias y exteriores,
otras algo más pequeñas que daban a un estrecho patio interior y
con poca luz. Como estaba muy cerca de la estación de Atocha, al
principio del paseo de Santa María de la Cabeza, decidió, incluso
antes de quitarse el luto (el color negro en la ropa expresaba la
pena de la pérdida, pero no daba de comer al que lo vestía), abrir
una pensión en la que daría alojamiento y las tres comidas,
además de limpieza y buen trato. Durante años regentó la pensión
La Viuda, que fue el nombre que le dio a la casa de huéspedes.
Con su buena mano en la cocina y su trato casi maternal, se
hizo con una clientela constante, convirtiéndose muchos de ellos
en fijos o habituales; lo único que exigía, además del pago del
mes por adelantado (aunque es justo decir que en ocasiones fue
bastante tolerante con algún que otro infeliz, consciente de que
podía estar pasando por ciertos apuros), era la puntualidad con los
horarios de las comidas y, sobre todo, decoro en las alcobas, nada
de escándalos ni indecencias, en su casa no, decía con vehemencia

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al que pillaba en alguno de esos deslices propios de lo que ella
consideraba la débil naturaleza del hombre.
Las cosas le fueron muy bien hasta que llegó la guerra;
entonces empezó a tener problemas: los clientes habituales
dejaron de serlo y en su lugar llegaron otros que se negaban a
pagar aprovechándose de que era una mujer indefensa y sin
protección; además, tenía muchas dificultades para poner comida
en los platos o jabón en el aguamanil; con demasiada frecuencia y
durante demasiado tiempo había cortes de luz y de agua, todo
escaseaba y así era casi imposible mantener un negocio como el
suyo. Así que no le quedó más remedio que cerrar las puertas de
su pensión, replegarse sola en su piso, en donde se mantuvo
durante toda la guerra agazapada como un animal asustado,
malviviendo o sobreviviendo, y rezando mucho hasta que llegó el
Generalísimo que sacó a Madrid de tanto apuro.
Una vez restaurada la normalidad, pensó en reabrir las
puertas de la pensión, pero gran parte de la energía que en otros
tiempos la había mantenido despierta y activa durante horas,
atendiendo los quehaceres propios de la casa y la cocina, se la
había dejado a jirones a lo largo de interminables meses de
encierro y hambruna. No se sentía ni con gana ni con fuerza
suficientes para atender un negocio así; además, se había vuelto
muy desconfiada, y eso iba en su contra. Cuando estaba en
conversaciones con una familia para vender su casa, tan querida
para ella, con la decisión tomada de instalarse en un pisito más
modesto y bastante más pequeño de un portal cercano, recibió la
llamada de uno de los que habían sido sus mejores clientes,
solicitándole que le permitiera ocupar una habitación durante unas
horas para un asunto de urgencia y muy delicado. Ella no entendió
muy bien qué asunto urgente y delicado podía requerir una alcoba
con sábanas limpias, pero lo comprendió a la perfección cuando el
día y la hora convenidos abrió la puerta a don Emilio, al que le
acompañaba una señorita de buen porte que ocultaba parte de su
rostro bajo el ala de un sombrero oscuro y de la que apenas pudo
ver más que el mentón.
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Doña Celia se sentó en la sala y rezó el rosario con más
devoción que nunca. Y cuando don Emilio salió con la señorita (a
la que tampoco vio, ni falta que le hacía), le dejó un billete de cien
pesetas sobre la mesa y le susurró con una sonrisa satisfecha que,
si ella no tenía ningún inconveniente, en dos días estarían de
nuevo allí a la misma hora. Doña Celia se santiguó, cogió el
billete, se lo guardó y le dijo a don Emilio con voz muy grave y
gesto serio: «No se olvide, don Emilio, de que esta es una casa
decente, tan solo le ruego eso, decencia». «No se apure usted,
doña Celia, no tendrá usted una queja por nuestra culpa, ya sabe
que yo soy un caballero; usted me conoce bien.»
Y así empezó doña Celia con el negocio de los encuentros,
que requerían mucha discreción además de echar la mirada para
otro lado. Todo cliente (siempre eran hombres) tenía que venir
recomendado por algún conocido de doña Celia; si alguien, sin
esta referencia, llamaba a su puerta y preguntaba por una
habitación para alquilar, doña Celia hinchaba su generoso pecho,
cruzando sus brazos sobre el regazo y, con gesto muy digno, le
decía que ya hacía años que la pensión estaba cerrada, y en caso
de que insistiera para la cesión de la alcoba, previo pago, de unas
horitas, lo echaba con cajas destempladas, pero no demasiadas,
por si acaso. La forma de actuar en casa de doña Celia era la
misma para todos, y sus usuarios la conocían: una vez que se
ajustaba el precio previamente en persona o por teléfono (en
especial, para los que iban la primera vez o preferían una alcoba
más grande o una cama más ancha, ya que cada una tenía su
tarifa), doña Celia les decía el número de la habitación asignada;
al piso se subía por separado, daba lo mismo que fuera primero él
o ella; al abrir no se decía nada hasta que no se hubiera cerrado la
puerta; una vez cerrada, se repetía el número de la habitación, la
dueña de la casa acompañaba al caballero o a la señorita a la
alcoba asignada y, ya en su interior, esperaba a que llegara la otra
parte de la pareja. Mientras las habitaciones estaban ocupadas
(había veces que las tenía todas, para escarnio de su conciencia y
regocijo de su bolsillo), doña Celia se concentraba en rezar un

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rosario tras otro hasta que los ocupantes se iban, no más tarde de
las diez de la noche, esa era otra norma, salvo excepciones muy
señaladas y por causas mayores, y por supuesto con un coste muy
superior al normal. Hubo veces que encadenó hasta diez rosarios,
cosa que para ella no suponía sacrificio; muy al contrario, doña
Celia era mujer devota y comprensiva, entendía de las debilidades
naturales del hombre, necesitado de estas cosas para descargar esa
energía animal que le podía volver tan agresivo (a pesar de que
ella poco pudo catar de esa agresividad que tanto llegó a echar en
falta en el pasado). Gracias a esos «ratitos» —así los llamaba
ella— que los caballeros pasaban en su casa, dejaban en paz a sus
mujeres y sobre todo no cercaban a sus novias, permitiendo que
llegasen como Dios manda al altar, puras y enteras.

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2

Basilio Figueroa se separó de la mujer a la que se abrazaba


con deseo. Se la quedó mirando con gesto pensativo, sonrió ladino
y le dijo:
—Espera, ya sé adónde podemos ir. Es un sitio muy discreto.
—¿Seguro? —preguntó ella arrugando los labios, entre
mimosa y desconfiada—. Ya te he dicho que no soy una fulana y
a mí no me llevas…
Basilio la calló con un beso, y cuando volvió a separar los
labios, pidió al camarero el teléfono.
—Voy a hacer una llamada —le dijo a la mujer con los
labios muy juntos, oliendo su aliento, cargado de alcohol y
tabaco—. La vieja es una alcahueta a quien no le gustan las visitas
imprevistas.
Vio a Paquito al final de la barra colocando el pesado
teléfono negro sobre la encimera.
—Espérame aquí un momento, preciosa. —Le levantó la
barbilla con la mano para mirarla a los ojos, de un azul intenso,
pintados con una raya negra y rímel, que convertían su mirada en
profunda y espesa—. No te muevas. Vengo enseguida.
—No tardes, cielo.
No le perdió ojo mientras se alejaba abriéndose paso a través
del gentío que los separaba del final de la barra, donde ya
esperaba el camarero con el teléfono preparado. La mujer sacó del
bolso un paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo, dando una
profunda bocanada y echando la cabeza hacia atrás. La huella del
carmín rojo de sus labios quedó marcada en la boquilla. Estaba
sentada en un taburete alto, acodada en la barra; las piernas
cruzadas enseñando las rodillas y parte de los muslos enfundados
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