Exotico Hotel Marigold
Exotico Hotel Marigold
Exotico Hotel Marigold
El exótico hotel
Marigold
Cuando Ravi Kapoor, un estresado médico londinense, se encuentra al borde
del ataque de nervios conviviendo día y noche con su suegro, al que han expulsado
del geriátrico por comportamiento poco decoroso, decide tomar una drástica
decisión. ¿Y si le envía lejos, muy lejos, lo más lejos posible?
Sus deseos parecen convertirse en realidad cuando su primo, el empresario
hind Sonny, le anuncia que tiene pensado abrir una casa de retiro al más puro estilo
británico en Bangalore. No será ni muy cara ni muy lujosa, pero los jubilados
ingleses podrán disfrutar del cálido clima de la India y de un buen zumo de mango
aderezado con unas gotas de ginebra. Ravi ve el cielo abierto y Norman, su suegro,
parece dispuesto a vivir intensamente en el exótico hotel Marigold.
Una comedia hilarante narrada con sensibilidad y una aguda capacidad para
bucear en el alma humana, en la que las escenas más divertidas esconden un
profundo mensaje sobre las infinitas posibilidades de reinventarse, incluso en la
etapa final de nuestras vidas.
Aún peor: con su padre en la casa, se había dado cuenta de las similitudes
entre ambos. Pauline tenía la mandíbula cuadrada y robusta de su padre, y los
mismos ojillos pequeños. En él adquirían un matiz porcino, pero cualquiera podía
constatar el parecido.
Norman se había quedado con ellos varias veces a lo largo del año anterior…
Siempre que lo expulsaban de algún asilo, en realidad. Las estancias se alargaban a
medida que resultaba cada vez más difícil encontrar residencias que no hubieran
oído hablar de él. «Ese hombre es un peligro —dijo el director de la última—, es
como si hubiera salido directamente de un capítulo de Benny Hill. Hemos perdido
a una chica encantadora de Nueva Escocia».
—Lo que pasa es que le dan miedo las mujeres —dijo Ravi—. Por eso las
anda acosando todo el rato.
Pauline lo miró.
—Al menos le da miedo algo.
Se hizo un silencio. Estaban preparando la comida del domingo. Ravi abrió
la puerta del horno y sacó la bandeja de asar.
—Estoy muy cansado.
Era verdad. Siempre estaba cansado. Necesitaba tiempo para recuperarse,
para recobrarse. Necesitaba dormir durante toda una noche. Necesitaba tumbarse
en el sofá y escuchar el Réquiem de Mozart. Solo
entonces podría volver a ser un marido…, incluso un ser humano.
Con su padre en casa, el hogar se hacía muy pequeño. Los músculos de Ravi
se encontraban en un estado de tensión permanente. Siempre que entraba en una
estancia, allí estaba Norman. Justo cuando empezaba la Lacrimosa, aparecía él, con
el transistor colgando de una cuerda alrededor del cuello, farfullando la
retransmisión de un partido de cricket en Sri Lanka.
—Utiliza mi ordenador.
—No cambies de tema —dijo Pauline.
La casa apestaba al tabaco de Norman. Cuando lo obligaban a salir fuera, el
patio quedaba hecho una porquería con colillas, como la entrada de pacientes no
hospitalizados en St Jude.
—Se descarga pornografía.
Cuando Ravi entraba en su estudio, la silla estaba apartada de la mesa, parecía
que habían asaltado la habitación. Las colillas flotaban en el plato bajo la maceta
del helecho culantrillo.
Pauline rasgó un paquete de judías. Ambos sabían de lo que estaban
hablando.
—Lo siento. —Ravi le acarició el pelo—. Me gustaría, de verdad… Es solo
que las paredes son tan delgadas…
Era verdad. Por la noche, cuando estaban tumbados en la cama, Ravi casi
podía sentir al padre de Pauline a muy pocas pulgadas de allí, tumbado en la pocilga
en que había convertido la que antaño fuera la habitación de invitados.
Y llamaban a esos sitios residencias. Alguien con sentido del humor habría
sido. Su residencia era la casa de su hija en Plender Street. Su obligación era cuidar
de su viejo papi. Y no era en absoluto un detalle no correspondido. Él resultaba
muy útil cuidando de la casa cuando ellos estaban trabajando. Estaba todo
infestado de ladrones, incluso en Dulwich.
Era una fantástica y soleada mañana de mayo. Norman llenó con agua una
cazuela, echó un poco de Fairy y metió sus pañuelos dentro a hervir. Estaba de
buen humor. Se había hecho una paja matutina, había descargado las tripas y había
desatascado absolutamente las vías nasales. Y entre una cosa y otra, había agotado
su reserva de pañuelos. Se había metido un abundante desayuno —unos All Bran
y tres rebanadas de pan tostado con mermelada tradicional Cooper’s, y esa mierda
de mantequilla baja en colesterol que le compraba Pauline—. El transistor que le
colgaba alrededor del cuello —se lo colgaba así para poder tener las manos libres—
farfullaba las noticias matutinas. «La bomba de relojería de las pensiones —
decían— provocará un desastre inminente». El agua comenzó a hervir; una
espumilla grisácea se reunió en la superficie. «A lo largo de los próximos treinta
años la población de ancianos crecerá hasta alcanzar los dos tercios». Norman bajó
un poco el gas y salió de casa.
Plender Street era una agradable calle de mansiones victorianas: tranquila;
ajardinada; con carteles de vigilancia privada en las ventanas. Ravi se lo había
montado bien y Pauline también debía de pillar su buena pasta. Los llaman
twinkies: parejas que meten en casa dos sueldos y no sé qué más bobadas.
Una linda ama de casa venía empujando un cochecito de niño por la acera;
Norman se quitó el sombrero cuando la mujer se cruzó con él. Pareció
sorprenderse la mujer; la buena educación es una cosa bastante rara en la
actualidad, desde luego. El se quedó mirándola mientras ella apuraba el paso;
bonito culo. Probablemente no tendría mucho ñaka-ñaka, con un crío dando
vueltas por ahí. Silbó alegremente; otra cosa que no se oye en la actualidad, los
silbidos. Aquel sitio le venía genial, era su residencia, por el amor de Dios. Una
buena habitación, a mesa y mantel. No, esta vez no se librarían de él. Sabía que
Pauline estaba buscando otra penitenciaría, lo andaba haciendo en internet, pero
no había habido suerte hasta el momento.
Norman se lo estaba pasando en grande. Ravi era un tiquismiquis de cuidado;
y empeoraba con el paso de los años. Norman sabía exactamente cómo incordiarlo:
encendiendo las colillas en el calentador, removiendo la dentadura postiza cuando
estaba viendo la tele. Disfrutaba mucho cuando su yerno resoplaba. Solo hasta ahí,
no iba más allá. Norman tenía un sentido de la supervivencia bien desarrollado.
Y el tío era un gazmoño de cuidado. Curioso, eso, teniendo en cuenta que
era médico y Dios sabe dónde metería las manos. Norman le había contado aquel
chiste suyo sobre la mujer del ginecólogo: «¿Qué tal te ha ido el día en ese agujero?».
Ni una risilla tonta. Un ratillo antes le había pedido que le diera alguna viagra. «Me
temo que es imposible», le había dicho Ravi. ¡Menudo santurrón de la porra! Una
vez, en un tren, Norman había visto a su yerno leyendo el folleto de instrucciones
de seguridad. ¡En un tren! ¡El folleto de instrucciones de seguridad! Desde luego,
él se había ocupado de que Ravi no olvidara aquello jamás.
Norman empujó la puerta del Casablanca (vinos y comidas). Había una
camarera morenilla detrás del mostrador. No la había visto nunca por allí.
—Buenos días, querida —dijo quitándose el sombrero—. ¿Qué hace una
chica tan mona como tú en un lugar como este?
—Mi padre es el dueño —contestó.
—Ah. ¿Y cómo te llamas?
—Sultana.
Norman farfulló:
—¡Sultana! ¿Entonces quedamos o qué?
La muchacha lo miró con gesto gélido. «Oh, vale, vale —pensó Norman—,
no importa». Compró su paquete de cigarrillos y dos latas de cerveza Tennants.
Sultana estaba escribiendo cualquier cosa en su móvil, moviendo a toda pastilla sus
pulgares. Aun así, podía verlo. Norman le echó un vistazo despreocupadamente al
revistero. Solo por un momento sintió aquella cosa rara: embarazo. No podía, no
con aquella encantadora criatura allí, tan joven e ingenua.
No tenía ninguna razón para hacerlo, pero caminó calle abajo hasta la calle
principal. Eso le llevó sus buenos diez minutos; su espalda le comenzaba a dar
guerra. Al final, sin embargo, alcanzó su agradable anonimato, los coches pasando
a toda pastilla, y entró en un quiosco de prensa.
—Qué hay —le dijo al hombre que había tras el mostrador. Escrutó la
estantería superior de las revistas. Levantando su bastón, hizo caer un ejemplar de
Nenas asiáticas. La revista cayó al suelo.
Norman se inclinó para recogerla. Un espasmo sacudió su columna
vertebral. Se quedó petrificado. Allí doblado, esperó a que el dolor se le pasara.
—Aquí la tiene, abuelo. —El tío de la tienda se había acercado y le había
recogido la revista.
—Es para mi yerno —murmuró Norman al suelo—. Es hindú.
—Seguro que sí —se burló el tío—. Supongo que él la querrá en una bolsa,
¿no?
Aferrado a la bolsa, Norman regresó cojeando calle arriba. Una sirena
lloriqueó. Él se sobresaltó. Un camión de bomberos pasó a toda velocidad. De
repente, deseó estar ya en casa, cómodamente instalado en el sofá. Aquel día el
mundo parecía más hostil que de costumbre: el tráfico, los desaprensivos peatones,
el quiosquero con su insolencia. Alguien dejó caer una caja de botellas. Norman
volvió a sobresaltarse. Ojalá su hija estuviera en casa, en vez de a mil kilómetros,
en una oficina o en algún sitio así. Le podría preparar una taza de té. Podría frotarle
un poco de gel de ibuprofeno Ibuleve en la espalda y decirle que no era muy viejo,
que todo iba bien y que no se iba a morir. Que todo iba a ir bien.
Norman se detuvo, apoyándose en su bastón. De repente se vio como debían
de verlo los demás. Solo durante un instante, como cuando las nubes se apartan.
Luego volvieron a cerrarse de nuevo.
Pensó: «Echo de menos a mi mujer. Ella me entendería».
Aquello le sorprendió tanto que no se percató de lo que estaba ocurriendo
al final de la calle. Algo pasaba. Parecía que un camión de bomberos estaba
aparcado a la puerta de la casa de su hija. Un montón de gente estaba allí mirando.
Norman se acercó cojeando. Se detuvo y miró atónito. Del 18 de Plender
Street salía una humareda negra por la ventana lateral.
Por el sendero del bien condúcenos a la dicha final, oh, llama divina, tú,
Dios, que conoces todos los caminos.
ISA UPANISHAD
A finales de agosto ya estaba todo preparado. Dunroamin había cerrado para
hacer el cambio de negocio y se había colocado un cartel nuevo: DUNROAMIN
- HOTEL PRIVADO - SOLO RESIDENTES. Las tarifas se habían fijado: y eran
notablemente bajas comparadas con sus equivalentes británicos. Con Sonny
haciendo restallar el látigo, la fuerza laboral del hotel, que tendía naturalmente al
aletargamiento, había sido espoleada para que entrara en acción: las habitaciones
estaban listas, el vestíbulo de la entrada se había repintado totalmente y se había
instalado una rampa para las sillas de ruedas. Se había organizado toda la burocracia
de los visados y se habían negociado precios reducidos a través de Blenheim Travel,
la agencia de viajes donde trabajaba Pauline. Tal y como decía el folleto que se
imprimió, India era un país de contrastes. Aunque resultaba desconcertante y
frustrante, empantanado por la burocracia y la corrupción, también era un lugar en
el que, si uno contactaba con la persona adecuada, las cosas se solucionaban de
una forma mágica. Eso era lo que afirmaba Sonny. «Te acostumbrarás enseguida,
querida —le dijo a Pauline por teléfono—. No se dice “untar”, sino “agradecer”».
Y, hasta ese momento, los dos primos no se habían peleado. Hasta que
emprendieron aquella aventura, apenas se habían tratado. Separados desde la
infancia, el médico tiquismiquis y el impetuoso emprendedor habían tenido muy
poco en común hasta el momento. Había habido algún quítame allá esas pajas con
el nombre de la empresa: en opinión de Sonny, el nombre de «Ravison» le confería
a su primo demasiado peso… cuando, después de todo, ¿quién estaba llevando el
mayor peso de la operación? Pero «Sonnyrav» sonaba muy burdo y tenía que
admitir que su verdadero nombre, Sunil, no sonaba bien en ninguna combinación.
Aparte de esto, ambos estaban unidos en su objetivo común.
En la casa de Dulwich, sin embargo, las tensiones iban en aumento. Ravi se
había convertido en un obsesivo. Se encerraba en su estudio —una estancia de la
que ya había sido expulsado Norman— y pasaba las noches encorvado frente al
ordenador. Había adelgazado aún más, si es que esto era posible, y había un brillo
maníaco en su mirada. Y había empezado a proferir algunas palabras poco
frecuentes en su vocabulario —‘priorizar’, ‘mínimo aceptable’—. En todo caso,
Pauline sospechaba que «el mínimo aceptable» no era parte de su nuevo
vocabulario comercial, sino una forma odiosa de llamar a su padre.
Por supuesto las cosas eran difíciles, teniendo al viejo en la casa. De hecho,
tras un largo verano las cosas llegaron a un punto crítico. Por supuesto, la propia
Pauline tenía sentimientos encontrados sobre su padre. Pero prefería dejarlo pasar.
—¿Por qué eres tan agradable con tus pacientes —le preguntó a Ravi—, y
te portas tan mal con él?
—Son trabajo.
—Pues imagínate que también es un paciente.
—No lo es —dijo Ravi—. Es un viejo asqueroso, egoísta y bruto.
—¡No digas eso!
—Tú también lo dices.
—Pero yo soy su hija —dijo Pauline mirándolo—. Para ti es muy fácil ser
un buen hijo, como tus padres viven en la India…
—Exactamente. Por eso es por lo que tu padre debería irse para allá.
Norman se negó a irse.
—Estáis intentando libraros de mí —gimoteó—. He estado viajando toda
mi vida. ¿Acaso un tipo como yo no merece algún descanso? —Se le humedecieron
los ojos—. Tengo setenta y seis años, muchacho. Lo único que quiero es acabar
mis días cerca de mi única hija.
—Pero si ella está trabajando todo el día —dijo Ravi—. Piensa en el buen
tiempo y en la gente que conocerás…
—No te preocupes. No duraré mucho —dijo Norman—. Entonces ya no
te crearé ningún problema.
«Bobadas —pensó Ravi—, nos enterrarás a nosotros dos. A este paso,
seguro que será así». Ravi sintió que le faltaba el aliento. Probablemente un
principio de enfisema, como consecuencia de su estado de fumador pasivo.
—Además, si en la India todo es tan jodidamente maravilloso —dijo
Norman—, ¿por qué te fuiste de allí?
—Porque los servicios médicos son mejores aquí.
—¡Ah! —Norman resopló con una carcajada—. ¡Menudo gol en propia
puerta!
—Quería decir eran —dijo Ravi—. Todo ha mejorado tanto allí que está
irreconocible.
Pauline miró a su marido. Su padre conseguía sacar lo peor de Ravi; se
convertía en un hombre más remilgado, más engreído. Tenía la sospecha de que
Ravi estaba empezando a encontrarla menos atractiva últimamente. Algunas veces
la miraba de un modo raro, escudriñando su cara, fijando la mirada en su barbilla.
De repente, Pauline se dio cuenta: «Mi matrimonio está en juego». Vio a Ravi
caminando hacia la puerta de otra casa, sentándose en un sillón extraño. Lo vio
perfectamente claro. En cuestión de meses encontraría a otra mujer; estaba más
necesitado de lo que parecía. Dejó el folleto en la rodilla de su padre.
—Échale otro vistazo, papá. Yo iré en avión contigo y te dejaré bien
instalado. —Le sonrió—. Serás nuestro pionero.
—Ni loco —dijo Norman—. Lo que quieres decir es que me tendré que
buscar la vida yo solo.
—¡Por supuesto que no! Apenas hemos empezado a anunciarlo y tenemos
ya un montón de llamadas. —Dos, en realidad, pero ya era un comienzo—. Y
luego yo iré y te visitaré un montón de veces. Mira —señaló una parte del folleto—
. Tenemos un paquete para familiares. Pueden combinarlo con una semana en la
playa, Bangalore está solo a doscientos kilómetros de Kerala. Y Goa tampoco está
lejos. Toby y Eunice pasan todos los inviernos en Goa… ¿Te acuerdas de ellos?
Eran tus antiguos vecinos…
—Claro que me acuerdo. No estoy completamente gagá, ¿sabes?
—Y no hay ningún problema con el idioma —dijo Ravi—. Allí todo el
mundo habla inglés; al fin y al cabo, vosotros gobernabais aquello. Descubrirás que
todavía se respeta mucho todo lo británico…, los buenos modales de antaño.
Los ojos de Norman se entrecerraron.
—Vale ya de darme coba. Enviadme a algún sitio de aquí, de Inglaterra, y
me iré sin chistar…
—No te aceptan en ninguna parte…
—¡Pues no me voy a largar a la India! Eso me mataría. Si esta operación no
me mata antes.
El lunes hubo que ingresar a Norman en el hospital de St Jude para operarlo
de próstata. Ravi ya no podía soportar más el olor en el baño, ni la alfombrilla llena
de gotitas de orina. Había hecho algunas llamadas de teléfono y coló a su suegro
en las listas de espera. Además, aquello sacaría a aquel hombre de casa durante un
par de días.
Ravi lo llevó en coche el lunes por la mañana. Sentado a su lado, Norman
estaba extrañamente silencioso. Por un instante, Ravi casi lo sintió por el pobre
desgraciado.
—Es una cosa rutinaria —dijo—. No hay nada que temer.
—Ahora que estamos solos… —dijo Norman en voz baja—. De hombre a
hombre…
—Todo saldrá bien.
—Mi viejo amigo… —Norman suspiró profundamente—. Entre tú y yo, ya
no es lo que era. Otro clavo en el ataúd y todo eso, ya sabes…
—Nada va a cambiar, salvo que eyacularás más en el interior que hacia fuera.
—¿Cómo dices?
—El semen regresará al saco vascular. Pero podrás tener erecciones, como
siempre. —Ravi dijo aquello con amargura, porque acababa de recibir la factura de
teléfono: prueba de que el viejo cabrón había estado aprovechándose de su
ordenador.
Fue aquella conversación lo que le dio a Ravi una idea.
A la hora de comer cogió el ascensor para subir a la unidad genitourinaria.
Tenía un voraz deseo de que Norman firmara su ingreso en Dunroamin… no solo
por las razones obvias, sino como un presagio para el futuro. Si Norman iba, otros
lo seguirían. Por detrás de su exterior racional, Ravi tenía una vena supersticiosa,
profunda y regresiva. En la antigua India, en otra vida, puede que hubiera tenido
más relación con los dioses: una visita al templo en un día favorable, un presente
de dulces…
Aquí recurrió a la intervención humana. Fue a la oficina y buscó a su colega
especialista, Amir Hussain.
Norman no tenía nada contra los indios per se. Su hija se había casado con
uno, por el amor de Dios, aunque en ese caso su horror inicial había sido sustituido
por cierto alivio cuando supo que Ravi era más británico que los británicos.
No, él era un tío de mentalidad abierta. En sus viajes se había topado con un
montón de indios. En Africa dirigían el cotarro: tiendas, negocios, trabajaban duro,
querían prosperar. Y lo mismo pasaba en Inglaterra, claro: desde las tiendas
esquineras de los pakis a las grandes empresas, los indios estaban por todas partes,
como un sarpullido. Nadie podía acusarlo de ser un intolerante.
Sin embargo, el alma se le cayó a los pies cuando el médico especialista entró
en la sala. Nada personal, desde luego. Solo era que en tiempos de crisis,
especialmente en crisis de aquella naturaleza, resultaba tranquilizador ver una cara
blanca.
El colega se sentó en su cama. Venía acompañado de una enfermera muy
mona, probablemente filipina.
—¿Alguna pregunta, señor Purse? —le preguntó el especialista. La
identificación decía «Amir Hussain».
—Nadie me dijo lo del asunto de la eyaculación. Un poco raro, ¿no? —
Norman le hizo una mueca a la enfermera—. No sabré si me estoy yendo o
viniendo.
—Ja. Me alegro de que tenga sentido del humor. —El especialista le dijo a
la enfermera que se largara y bajó la voz—: En Bangalore, de donde soy yo, a esta
operación la llaman «La Gran Rejuvenecedora».
—¿Bangalore, dice?
El médico asintió.
—De hecho, muchos hombres piden que se les haga esta operación antes de
que realmente la necesiten. El efecto sobre las mujeres es muy poderoso. —El
doctor Hussain le guiñó el ojo—. ¿Sabe lo que le quiero decir? Los hombres se las
tienen que quitar de encima, Dios mío, son muy populares, les van como moscas
a la miel. El hecho de que se evite el riesgo de embarazo es una experiencia muy
liberadora para la mujer, y las mujeres de Bangalore son las más voluptuosas de la
India.
—¿De verdad?
—Y tienen fama de ser muy imaginativas. En la India, ¿sabe?, el sexo es el
fundamento de nuestra cultura. Estoy seguro de que ha oído usted hablar del Kama
Sutra.
Norman asintió con entusiasmo.
—El lingam es sagrado, desde luego…, especialmente en el sur de la India,
y sobre todo en la zona de Bangalore. De hecho, contamos con algunas de las
esculturas más eróticas del mundo. —El doctor Hussain se inclinó hacia delante—
. Mi querido amigo, se le saltarían a usted los ojos de las órbitas con ellas…
Norman lo miró con los ojos como platos. El tío era un especialista, debía
de saber de lo que hablaba.
—Créame. Si tuviera usted la suerte de ir allí, le garantizo que jamás querría
volverse a Inglaterra. —El tipo se inclinó hacia Norman aún más y más cerca;
Norman pudo oler el caramelo de menta en su aliento. El doctor Hussain le guiñó
un ojo y le susurró—: Hay tanto conejo allí que vomitará bolas de pelo, como los
gatos.
El día posterior a la operación, Ravi volvió a coger el ascensor para subir a
la unidad genitourinaria. Norman, en pijama, estaba sentado en la sala de la
televisión. Junto a él se encontraba un anciano paciente jamaicano. Estaban viendo
Gilda. Al lado, ambos tenían sus bolsas de cateterismo, llenas de orina, tiradas en
el suelo como bolsos.
Norman señaló a Rita Hayworth.
—¡Qué mujer! ¡Ya no hacen chicas así!
El jamaicano asintió.
—¡Qué mujer! —dijo.
—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó Ravi.
—Bien, lo tengo chupado… —dijo Norman riéndose entre dientes—. ¿Lo
pillas? ¡Chupado…! —Le hizo una seña de complicidad a su vecino—. Solo le
estaba comentando aquí a mi amigo la historia de esa residencia que estás
montando.
El otro hombre asintió. Ravi sintió una repentina ternura hacia ellos,
sentados uno al lado del otro como viejas solteronas, con los bolsos en el suelo.
Porque supo, cuando Norman habló de nuevo, que su plan había funcionado.
—¿Me puedes dejar echarle otro vistazo a ese folleto, muchacho?
5
Habla o actúa con corazón impuro y los problemas te seguirán los pasos,
como la rueda sigue al buey que del carro tira…
Habla o actúa con un corazón puro y la felicidad te seguirá los pasos, como
tu sombra, irremisiblemente.
Enseñanzas de BUDA
Evelyn Greenslade era un encanto, una de las más queridas de Leaside. Era
un poco despistada, desde luego, y tendía a vivir en el pasado, pero eso era bastante
común allí. El pasado se podía palpar entre los residentes de Leaside: los recuerdos
de la juventud les eran tan cercanos que podían sentir el aliento en sus rostros.
Aquellos lejanos años permanecían intactos; las tardes doradas revisitadas cuando
los ancianos residentes se sentaban en el porche o veían la televisión en sus
habitaciones, con las manos aferradas a una reconfortante taza de té. Evelyn vagaba
por allí, sin rumbo… ¿Por qué iba a resistirse? La corriente la empujaba por la
espalda. Ellos esperaban, sus hermanos y sus amigos de la escuela; esperaban como
muñecos de feria, aguardando únicamente a que ella encendiera el interruptor y los
pusiera en movimiento. Los días de su infancia regresaban a su mente, nítidos
como el cristal, como si todo aquello hubiera ocurrido el día anterior.
Evelyn siempre había sido una mujer dócil y soñadora, ni un problema para
nadie. Por eso le caía tan bien al personal de la residencia. Por eso había ido a vivir
a Leaside, aceptando la sugerencia de sus hijos de que ya no se podía valer por sí
misma. «No quiero ser una carga», había dicho.
Su hijo y su hija tenían que ocuparse de sus propias vidas. Además, estaban
muy lejos. Christopher se había instalado con su mujer en Nueva York; tenía un
trabajo incomprensible y unos niños pequeños. En su última visita le había traído
a Evelyn un ordenador para poder intercambiar correos electrónicos, pero solo
habían dispuesto de media hora para aprender a utilizarlo. Ella había hecho como
que lo entendía —sabía el escándalo que podía montar su hijo si no lo hacía—,
pero durante los últimos seis meses el ordenador se había quedado allí,
reprochándole su ineptitud. Al principio estaba en su tocador, ocupando un
espacio considerable, pero luego lo degradó y lo puso en el suelo.
La idea de su hijo era que Evelyn vendiera la casa. Christopher tenía razón,
desde luego. Desde la muerte de Hugh, ella simplemente no podía arreglárselas
sola allí; parecía que todo se estropeaba al mismo tiempo, todas las cosas que su
marido había colocado normalmente. ¡Qué débil se había vuelto!
Parecía que todo había ocurrido de la noche a la mañana, que las escaleras se
habían tornado más empinadas y los tapones de las botellas se habían apretado
incomprensiblemente; de repente, sin ninguna razón, Evelyn estallaba en llanto. Y
los campos que la rodeaban parecían más amenazadores ahora que ella se
encontraba sola en la casa. Se despertaba repentinamente por la noche, con el
corazón palpitando. ¿Había echado el pestillo a la puerta? Algunas veces se
levantaba, todavía medio dormida… Durante un instante todo era perfecto: Hugh
estaba abajo, en la cocina, comprobando los corchos de su asqueroso vino casero.
Una hora un poco rara para comprobar, pero en fin… Y entonces se daba cuenta.
Cuando Christopher le dijo lo mucho que valía la casa, Evelyn se quedó
patidifusa. En aquella parte de Sussex, al parecer, los precios de las casas se habían
puesto por las nubes. ¡Y pensar en lo que Hugh y ella habían pagado por la casa!
Aquello, unido a su fractura de cadera, lo convirtió todo en un asunto inevitable.
Se puso en manos de su hijo. Era un gran alivio dejar que un hombre se ocupara
de todo otra vez, y Christopher era mucho más eficiente con el dinero que su padre.
Sugirió un lugar donde se ocuparían de ella pero donde aún conservaría un poco
de independencia…, su propio mobiliario, y tal vez un pequeño jardín. Con el
dinero procedente de la venta de la casa se pagaría la residencia, dijo Christopher,
y añadió una apostilla inquietante: «Hasta que, como es previsible, se necesiten
cuidados intensivos».
Incluso después de aquella transacción le quedó una suma sustancial de
dinero. Evelyn insistió en dárselo a sus hijos. Por supuesto, ellos protestaron, pero
ella argumentó que ellos lo disfrutarían más cuando realmente lo necesitaran. Al
final, aceptaron. Después de todo, mejor emplearlo ya, antes de que el gobierno
les diera el palo. El impuesto de sucesión era una vergüenza. ¿Qué derecho tenía
Hacienda a quedarse con el cuarenta por ciento de aquellas personas que habían
tenido la suficiente prudencia para ahorrar y prosperar? Christopher podía ser
bastante emocional en este tema. ¿No se había sometido aquel dinero ya a
impuestos? ¿Qué mensaje se le enviaba al honrado ciudadano con aquel palo
doble?
Así eran las cosas.
—Las mortajas no tienen bolsillos —decía Evelyn.
—Ay, mamá, no te pongas siniestra —replicó Theresa. La gratitud convirtió
momentáneamente a su hija en una persona más delicada. Theresa siempre había
sido una mujer turbulenta.
Theresa vivía en el norte, en Durham. En los últimos tiempos ejercía al
parecer como de consejera o algo así, aunque Evelyn no podía ni imaginarse qué
tipo de persona podría necesitar el consejo de su hija. Theresa bajaba a visitarla,
por supuesto, habitual mente cuando iba de camino a algún fin de semana holístico.
A Evelyn aquellos entretenimientos le resultaban curiosamente agotadores.
Theresa se lo tomaba todo muy a pecho. Interrogaba de mala manera al personal
sobre el comportamiento para con su madre en la residencia; cuando Evelyn
expresaba alguna leve queja sobre la comida, Theresa se iba directa a la cocina y
exigía hablar con el cocinero.
Peor todavía eran sus téte-á-téte. Theresa estaba procesando el pasado, decía;
estaba trabajando con sus sentimientos de rechazo. ¿Se había mostrado Evelyn
tibia o ambivalente respecto a la hostilidad de su marido hacia su hija, cuando era
pequeña? Y como esposa y madre, ¿había decidido escoger entre sus obligaciones?
Este tipo de conversaciones dejaba perpleja a Evelyn. El pasado que ella recordaba
apenas tenía nada que ver con la versión de Theresa; los acontecimientos podían
ser los mismos, pero era como ver una película extranjera —serbocroata o algo
así— que se basaba vagamente en su vida, pero era toda en blanco y negro, y un
tanto deprimente. Luego Theresa se largaba a participar en alguna Fiesta del
Abrazo en Arundel. «¿Por qué abrazará a gente desconocida —pensaba Evelyn—
, y a mí nunca me abraza?».
Evelyn echaba de menos que la tocaran. Echaba de menos los brazos de
Hugh en torno a ella. Sin el contacto de vez en cuando de la piel sobre la piel, se
sentía frágil y no querida; se sentía como un viejo libro escolar, lleno de lecciones
irrelevantes, que alguien ha abandonado en un armario. Las únicas manos que la
tocaban pertenecían a profesionales: la enfermera que la visitaba para tomarle la
tensión o darle friegas en los cardenales que le salían después del más ligero golpe
en su piel apergaminada. Ella nunca se había considerado una mujer sensual, esa
palabra no se encontraba en su vocabulario, y no había sospechado que pudiera
sentir aquella necesidad. Ni la necesidad de ser necesitada. Ni la soledad en un
edificio lleno de gente. Solo tenía setenta y tres años, pero, gradualmente, aquellos
conocidos estaban abandonándola al morirse —sus dos hermanos, varios amigos
suyos—. Gente que entendía lo que quería decir. Ahora tenía que empezar otra
vez con gente extraña…, compañeros residentes cuyos arrugados rostros le
reflejaban su propia mortalidad, y tenía que explicarles las cosas. Es decir, si es que
en algún momento les importaba. A la mayoría de ellos les traía sin cuidado, claro;
la vejez había ahondado sus comportamientos ensimismados. Después de vivir allí
un año, aquello parecía como un nuevo internado, aunque ya sin ninguna
posibilidad de regresar a casa.
Evelyn no se había imaginado aquello. Había esperado los achaques y los
dolores, la pérdida de visión, la dependencia de otros. Sabía que a veces andaba un
poco despistada. Pero no había imaginado aquella soledad. Recordaba a Hugh,
entubado, volviéndose hacia ella y sonriendo. «La vejez no es para los gallinas»,
había dicho. Y luego se había muerto, y la había dejado allí plantada.
Por eso era por lo que le encantaba Beverley. Una vez a la semana Beverley
visitaba Leaside para hacer yoga y manicura. Era una muchacha parlanchína y muy
cariñosa, y le había cogido cariño a Evelyn. La besaba y la llamaba «querida», le
traía una ráfaga de aire fresco. La vida de Beverley era todo un venga-venga-venga;
recorría a toda mecha Sussex en su cochecillo, dando clases en un asombroso
número de lugares: pilates en el hotel Chichester Meridian los lunes; aerobic y
bailes regionales en el Summerleaze Health Club los martes; bronceado St Tropez
en el Copthorne los miércoles por la tarde; y decoración de mesas para ocasiones
especiales una vez al mes en el centro social de Billingshurst. Luego estaba lo de la
acupuntura, que estaba aprendiendo por vídeos, y su negocio de peluquería a
domicilio. En medio de todo aquello, aún encontraba tiempo para entregarse a una
abundante y desastrosa vida amorosa. No era extraño que la llegada del Honda
amarillo de Beverley, con la radio a todo volumen, animara a Evelyn.
Después del grupo de yoga —solo las posturas más sencillas, ya que
realmente era una excusa para que los abuelos se echaran una siestecilla—, Beverley
se plantaba en la habitación de Evelyn y le arreglaba las uñas, sujetando
amorosamente su mano mientras u cigarrillo se quemaba lentamente en el cenicero
y ella le hablaba sin cesar sobre el último canalla con el que se había liado.
—¿Cómo pudo hacerte eso? —le decía Evelyn cuando Beverley se detenía
para tomar aliento—. ¡Vaya, vaya!
—Y luego Maureen lo vio en la gasolinera, llenando el coche… Tres crios
en la parte de atrás, ¡y el cabrón de él no me lo había dicho!
—¿Quién es Maureen, querida?
—Aquella de las alergias, ¿no te acuerdas? —contestaba Beverley—. Se le
puso la cara como un farol cuando cogió aquel gato.
A Evelyn le resultaba doloroso que esperara con más emoción las visitas de
Beverley que las de su propia hija. Desde luego, se veían más.
Fue Beverley quien dio la sorprendente noticia, un día de agosto.
—¡Van a cerrar este sitio! —susurró—. Se lo he oído a esa vieja bruja en el
despacho, hablando por teléfono. No pueden permitirse el lujo de mantenerlo, los
cabrones avariciosos. Van a darle cerrojazo y a construir casas.
—¿Estás segura?
—Es lo mismo en todas partes, cariño, lo dicen los periódicos. Vaya, hay
nuevas leyes y más recortes, nadie quiere hacerse cargo de las residencias. Lo mejor
es vender el solar y largarse a las Barbados. —Humedeció el cepillo en el pequeño
botecillo.
—No pueden hacer eso sin avisarnos.
—Ya verás como sí, cariño mío. —La mano de Evelyn estaba temblando.
Beverley la sujetó con firmeza y aplicó el esmalte de uñas—. ¿Qué va a ser de todos
vosotros, criaturitas mías?
Era verdad. Leaside, un gran edificio eduardiano ubicado en un lugar
excepcional a tres millas de Chichester, se iba a vender. En ese punto, Evelyn no
sintió pánico. Se iría a cualquier otro lugar. A lo largo de toda su vida, alguien se
había ocupado de ella.
Llamó a su hijo a Nueva York. Christopher no sabía qué hacer.
—Son un poco malas noticias, mamá —dijo Christopher. Evelyn reconoció
en aquella voz su tono infantil, cuando llegaba con las notas del colegio.
Christopher continuó hablando de la bolsa y del 11 de septiembre, algo sobre
morosidad. Todo aquello iba más allá de lo que Evelyn podía comprender. Por
detrás, de fondo, en algún lugar en el Upper East Side, uno de sus crios gritó:
«¡Papá, esto no funciona!».
El caso, en resumen, era que Evelyn tenía menos dinero del que pensaba.
Podía oír la televisión, y un niño llorando.
—Lo siento, mamá. Marcia está en el gimnasio y me he quedado solo
vigilando el fuerte. Tengo que dejarte. Ya pensaremos en algo.
Luego telefoneó a su hija. Theresa estaba furiosa; nunca había mantenido
una relación fluida con su hermano y era incluso más hostil respecto a su mujer.
—Esa bruja le está chupando la sangre hasta dejarlo seco. ¿Sabes que
contrató a un diseñador para que le amueblara el piso? ¿Sabes lo que le costó? Y
escuelas privadas para los chicos, esquí y todo lo que te puedas imaginar.
Christopher le envió a Evelyn una hoja con una cantidad de números
indescifrables. ¡Oh, Hugh, ayúdame! Al parecer, su pensión había menguado de un
modo alarmante. Todo se debía a una misma cosa, dijo Christopher: una crisis
repentina en los mercados mundiales.
Theresa sugirió que su madre se fuera a vivir cerca de ella a Durham, una
oferta que se planteó con una palpable falta de entusiasmo.
—El problema es que yo estoy fuera casi siempre…, cursos y eso. Me voy a
la isla griega de Skyros el mes que viene.
—¿Y tu trabajo en la asesoría? —preguntó Evelyn.
—Ah…, es muy flexible. Habitualmente solo son un par de días a la semana,
y puedo reubicar a mis clientes en otras fechas.
«¿Cómo puedes vivir de eso?». Evelyn abrió la boca para formular aquella
pregunta, pero volvió a cerrarla. Por supuesto, sabía cómo.
—En todas partes hay un concejal de asuntos sociales… —dijo Theresa—.
Si te pones en sus manos…, me refiero a que tendrán que ayudarte, ¿no? Deben
de tener asilos, o refugios o algo de eso. Puedo preguntar si quieres.
Evelyn no se consideraba una finolis, no totalmente. De todos modos,
aquella conversación le resultó deprimente. ¿Es que su hija no entendía nada?
Sin duda Theresa pretendía ser amable, pero el mensaje era claro: su madre
estaba de más. Ya no era un ser humano, era un problema que tenían que resolver
las autoridades locales, como un drogadicto o uno de aquellos sin techo. Ella era
efectivamente una sin techo. Tenía que ser apartada de la vista. Después de la
muerte de Hugh, ¡qué rápidamente habían conseguido que se sintiera como una
persona que estaba de más!
—Tú no puedes ir a uno de esos sitios —le dijo Beverley a la semana
siguiente—. Una persona como tú no puede ir a uno de esos sitios. —Beverley sí
que lo entendía.
—De todos modos, no soy tan vieja… —Cuando pensaba en ello, su edad
le soiprendía. Aquellos setenta y tres no se referían a ella…, flotaban en el aire, allí,
a su lado, como un número irrelevante en un encerado. No relacionaba aquel
número consigo misma—. No estoy tan enferma, tampoco. Una tiene que tener
algo malo para que la manden a uno de esos sitios.
—He estado husmeando por ahí… —Beverley sacó un ejemplar de The
Lady—. Se la he birlado a una de mis dientas… No la toques, que todavía tienes
las uñas húmedas. —Lo abrió, mirando con los ojos entrecerrados a través del
humo, y señaló uno de los anuncios—. ¿Qué te parece este sitio?
Evelyn miró a través de sus gafas.
—Dunroamin. Mi tío Edward vivió en una casa que se llamaba Dunroamin.
Estaba a las afueras de Pontefract.
—Bueno, esta está en la India.
La idea era ridícula, por supuesto. La India. Ya fue un lío tremendo
trasladarse a Chichester. Evelyn se había hecho más miedosa con la edad. Los
periódicos traían unas historias terroríficas: ataques con armas biológicas,
violaciones, atracos. Aquella misma semana, según el Sussex Mercury, alguien
había prendido fuego en una papelera en los alrededores de la catedral.
De todos modos, Beverley decía que todo eso eran bobadas y solicitó un
folleto informativo. A la semana siguiente estaban sentadas en la habitación de
Evelyn y lo abrieron.
—Mira esta casa… Estarías en Inglaterra. Solo que con sol. —En el exterior
llovía a mares contra los cristales de la ventana. Había sido el agosto más húmedo
que se recordaba…, con galernas y tormentas. El personal había tenido que
encender la calefacción central—. ¿Qué atractivo tiene pudrirse en este asqueroso
país? ¿Durante cuánto tiempo has vivido en Sussex?
—Toda mi vida —dijo Evelyn.
—Eso no es muy emocionante. ¿No es hora de un cambio? Después de
todo, ¿qué vas a hacer aquí?
¿Cómo lo había averiguado Beverley? Evelyn nunca le había hablado mucho
acerca de sus hijos y sus nietos, era muy doloroso. Aparte de que casi nunca podía
meter baza.
—Esto te sentaría de maravilla, cariño —dijo Beverley—. Nunca es
demasiado tarde, y estás fenomenal, ahora que ya tienes la cadera mejor. Si no te
gusta, siempre te puedes volver a Inglaterra.
Toda mi vida. Dicho así, la cosa sonaba bastante aburrida. Pero habían sido
años plenos y felices, Evelyn estaba segura de ello, a pesar de la confusa versión de
los hechos que tenía Theresa. Con el paso del tiempo, sin embargo, y la pérdida de
sus personajes principales, el tapiz de su vida había ido palideciendo y perdiendo
los colores; había pensado mucho en ello, era como la carne, que pierde sus
bondades cuando se pasa.
—Yo hacía antes unos guisos de carne estupendos.
—¿Perdón…?
—Aunque solo me lo digo yo. El secreto era echarle el vino de Hugh. —
Evelyn hizo una pausa—. El nunca lo supo. Yo también utilizaba su cerveza para
matar babosas. Echas un poco en un plato y lo dejas en el jardín toda la noche. Las
babosas se suben y se ahogan. Una muerte feliz. La mejor que una puede imaginar,
desde luego. —Y volvió a sumirse en el silencio.
—Bueno, va, dejémonos de charlas y prueba esto. —Beverley la roció con
un perfume—. Se llama Arpége. —Siempre tenía muestras gratuitas. Lo valoraron
juntas.
Evelyn despertó de su ensoñación. No, la idea era una locura. Le devolvió el
folleto.
—No pienso morir en tierras extrañas.
—Los hindúes no se mueren.
—Claro que se mueren, querida. Y continuamente.
—Lo que quiero decir es que la muerte no es importante. —Beverley había
aprendido aquello de su amiga Maureen, que sabía más de yoga que ella—. Cuando
una se muere, vuelve a vivir convertida en otra cosa. Un pájaro carpintero o
cualquier cosa.
—¿Por qué un pájaro carpintero? —preguntó Evelyn.
—Yo qué sé.
Hasta hacía poco tiempo Evelyn había creído en el cielo. Ahora que se estaba
acercando a él ya no estaba tan segura; era como cuando alguien te acerca
demasiado un libro a la cara: cuanto más cerca está, más borrosas parecen las letras.
Había tanto sufrimiento sin sentido en el mundo… ¿Qué había hecho Hugh para
merecer aquellos últimos meses de su vida? Para creer en el cielo una tenía que
creer en Dios, y durante aquellos últimos y terribles meses en el hospital, había
perdido la fe.
Beverley señaló una fotografía.
—Este es el médico del hotel. El doctor Sajit Rama, se llama. ¿No te parece
monísimo?
—Se parece a Ornar Sharif.
—¿Ornar Sharif no tiene cerca de cien años?
—Pero no los tuvo siempre, querida —dijo Evelyn.
—Y, además, ¿no se murió ya?
Evelyn, de repente, pensó: «Esta vida que llevo ahora… es como si ya
estuviera muerta».
Beverley miró la foto.
—¿Tú en qué crees que se reencarnaría Ornar Sharif?
—En él mismo, pero más joven —dijo Evelyn—. Y sería nuestro vecino.
Ambas estallaron en carcajadas.
—Todavía te queda mucha vida ahí dentro —dijo Beverley—, pillina.
Evelyn estaba sorprendida de sí misma.
—Es por esos grandes ojos negros. Nosotros teníamos un spaniel con unos
ojos así… —¿Cómo se llamaba el perro…?
El nombre se había desvanecido, junto con otros muchos. Solo que aquella
mañana —¿había ocurrido aquella mañana?— también había olvidado el nombre
de la mujer de Christopher.
Ay, Dios mío, ¿qué estaba pasando? Si intentaba recordar, solo conseguía
que la situación fuera más frustrante. Algunas veces funcionaba si pensaba en ello
por casualidad, como engañándose pensando que el nombre no tenía importancia.
A veces era como intentar agarrar un banco de arenques; escapaban a toda
velocidad en el agua, diminutas agujas plateadas, y era imposible cogerlas.
—Los hombres indios parecen muy saludables, en comparación con los
pálidos ingleses —dijo Beverley como en un ensueño—. De verdad, te sentirías
diez años más joven.
¡Marcia! Eso era, no estaba completamente senil.
Aquello animó a Evelyn. Cogió el folleto y miró una fotografía. Mostraba el
jardín de un hotel. El lugar parecía bañado por una luz dorada, la luz de las largas
tardes en el jardín de su infancia, ahora alquitranado para convertirse en la terminal
de mercancías del aeropuerto de Gatwick. «La intemporal belleza de la India»,
decía. El tiempo realmente no existía, no para las cosas importantes. Evelyn
hablaba con Hugh en su cabeza; su voz continuaba resonando en su cabeza aunque
él ya se hubiera callado. Evelyn podía recordar cada palmo de aquel jardín: el
camino de ladrillo, desgastado en el medio; el musguillo bajo el aljibe del agua,
donde se había encontrado un tritón.
—Ah, ya me acuerdo… —dijo Beverley—. En el hinduismo, tienes que
hacer buenas obras. Y entonces, cuando vuelves, regresas como algo mejor.
¿Qué habría sido aquel tritón para acabar siendo un tritón? A lo mejor había
sido un padre cruel que le pegaba a sus hijos.
—¿Qué te parece tan divertido? —preguntó Beverley.
—Nada, querida.
A Evelyn aquella conversación le resultaba revitalizante; en Leaside nadie
hablaba de cosas como aquellas. La mismísima palabra ‘India’ excitaba sus
sentidos, como limón exprimido. Aunque no llegara a ir nunca, lo cual era muy
probable, resultaba vigorizante pensar en ello. Hugh se habría quedado asombrado
de que ella se hubiera parado a pensar en ello siquiera.
Pensó en sus hijos y sonrió. Valdría la pena hacerlo, aunque solo fuera para
ver la cara que ponían.
Pero, por supuesto, no podía… ¿Y toda aquella suciedad de la India y las
enfermedades?
—¿Y los terroristas musulmanes? —preguntó Evelyn. Se criaban y salían de
allí, donde incubaban sus misiones suicidas. Siempre temía por sus nietos, que
vivían en Nueva York. Temía por ella misma.
—Los indios son hinduistas, tonta —dijo Beverley—. Los musulmanes
están en Pakistán, y por eso lo hacen. Para poner a los musulmanes allí. Eso lo sé
hasta yo.
—Yo es que no sé nada… —dijo Evelyn.
—Nunca es tarde para empezar.
Christopher, al que le gustaba leer, había intentado que su madre se interesara
por asuntos más complejos. En su última visita, cuando le había dado a su madre
un ordenador, le había dicho que ahora todo era como una aldea global.
—Se llama globalización, mamá. Verás, puedo poner a los niños en el
ordenador para que puedas hablar con ellos.
—Casi no se ven.
—Sí se ven. Es como si estuvieran aquí mismo. Las distancias ya carecen de
sentido. Yo puedo trabajar donde me dé la gana, lo único que necesito es mi
portátil. El espacio y el tiempo se han transformado… Mira, las lechugas vienen
de Kenia, nuestras bicicletas Raleigh se fabrican en Corea, nuestras zapatillas, en
Taiwan…
—Yo nunca he utilizado zapatillas… —dijo Evelyn.
—Es la nueva economía global…
—A lo mejor debería comprarme unas, dicen que son muy cómodas…
—Recuerdo haber estado hablando con un tío que estaba cosechando en el
campo de al lado… ¿Te acuerdas de aquel campo tan grande al final del jardín?
Una cosechadora cojonuda. Decía que tenía un piso en Eilat, para practicar
submarinismo, y cosechaba en Sussex, en Israel y en Arabia Saudí, viajaba por todo
el mundo. El tío conducía un tractor de Polonia…
—¿De qué estás hablando, cariño?
Christopher se había detenido, con un pequeño suspiro. Mientras ella estaba
podando la forsitia, eso parecía, el mundo había cambiado por completo.
Beverley miró la foto del médico.
—De verdad, yo me iría allí si fuera vieja.
Se marchó. Evelyn se quedó junto a la ventana y vio a su manicura alejándose
en medio de la lluvia. Beverley abrió la puerta del coche. Unos débiles ladridos se
oyeron en su interior; era su West Highland terrier, Mischief. Beverley arrojó su
maletín al asiento de atrás. Luego se fue en el coche, petardeando por el tubo de
escape.
Evelyn se quedó allí, mirando cómo la lluvia empapaba los rododendros.
Qué extraño, pensó; si me fuera a la India, lo cual ni siquiera puedo plantearme, a
quien más echaría de menos sería a Beverley.
6
Segunda parte
1
Lo que somos hoy procede de nuestras ideas de ayer, y nuestras ideas de hoy
construyen nuestra vida del mañana: nuestra vida es la creación de nuestra mente.
DHAMMAPADA
El doctor Rama ejerció un poderoso efecto en las residentes de Dunroamin.
A lo largo del mes de noviembre varias de ellas se pusieron malas. Sus dolencias
no amenazaban con acabar con sus vidas, pero al parecer estaban fuera de las
competencias de la señora Cowasjee, cuya área de especialización, efectivamente,
era un tanto limitada. El doctor Rama fue requerido para atender a las pacientes en
la privacidad de sus habitaciones. Más adelante, cuando compararon sus
prescripciones, descubrieron que a todas les había recetado antibióticos, pero eso
no rebajó en nada el aprecio que le tenían. Después de todo, los antibióticos podían
curarlo prácticamente todo, ¿no?
—El doctor Rama, ¡qué encanto! —canturreó Stella, engullendo las pastillas
con un vaso de agua hervida. Estaba completamente sola en el mundo—. Para ser
sincera, él es el mejor re vitalizante.
—¿Hay algo más guapo que un indio guapo? —dijo Madge, que había estado
frecuentando los bares de los hoteles en busca de su rico marajá. Hasta el momento
solo había encontrado uno: tenía ochenta y seis años, por desgracia, y se parecía a
Yasser Arafat. «Una tiene sus límites…», había dicho con un suspiro.
—A Norman se le han bajado los humos —dijo Evelyn.
—Se lo tiene bien merecido —replicó Madge—. Viejo bobo.
Porque Norman ya no era el gallo del gallinero. Algunas de las mujeres se
habían mostrado inmunes a sus encantos, pero un sorprendente número de ellas
habían respondido a sus galanterías ruborizándose y riéndose, a veces,
incomprensiblemente, ante sus chistes verdes. Madge tenía razón; en cierto
sentido, cuando uno alcanzaba cierta edad, cualquier hombre lo haría. Todas
habían sido testigos de eso antes, en Inglaterra, donde cualquier hombre recién
enviudado, aunque no fuera nada atractivo y estuviera acabado, se encontraba de
repente rodeado de mujeres deseosas de cuidar de él. En el caso de las mujeres,
desde luego, era todo lo contrario. Así era la dura realidad de la vida.
Muriel no pertenecía al club de fans del doctor Rama. Decía que había algo
en él que le daba risa.
—Es que no es como un médico de verdad —decía—. Cuando tuve
palpitaciones, me puso el estetoscopio en el lado contrario.
Evelyn achacaba aquello al racismo. Sabía, por lo que Muriel había dicho,
que no confiaba en los extranjeros. En los primeros días había oído a Muriel
farfullar sobre los negros y se había preguntado por qué demonios había ido a la
India cuando tenía aquel modo de pensar. Ahora, claro, ya sabía la razón: el hijo
de Muriel se encontraba en el país. Todo cobraba sentido…, bueno, un poco al
menos. ¿Qué clase de fe ciega podía conducir a Muriel a creer que solo por que
ella estuviera en el mismo subcontinente que su hijo, podría encontrarlo? Muriel
no le había contado mucho: solo que Keith estaba siendo buscado por la policía,
por algún fraude que había cometido —según Muriel, no—, y había huido a la
India para localizar a su socio en el negocio que lo había traicionado. Todo aquello
parecía altamente improbable. Muriel le había hecho jurar que lo mantendría en
secreto y no había vuelto a hablar de ello desde entonces. De hecho, parecía
evitarla. Evelyn procuró no tomárselo como una cuestión personal; sabía, por
experiencia, que aquellos que son depositarios de ciertas confidencias pueden ser
posteriormente rechazados.
La ironía era que, a pesar de sus prejuicios, Muriel había absorbido más
costumbres indias que cualquiera de los demás. Los Ainslie se jactaban de cierta
superioridad en este sentido, pero Muriel parecía haberse inyectado las creencias
del país directamente en vena; parecía que aquello respondía a una necesidad de su
carácter: leía regularmente el horóscopo con la señora Cowasjee, de quien se había
hecho muy amiga; había hecho que el hombre con el loro que había en el bazar de
enfrente le leyera la buenaventura. Había un perfume de barras de incienso que
emanaba constantemente de su habitación y Stella juraba que la había oído cantar
algún ensalmo, aunque no se podía confiar mucho en el oído de Stella.
Un día, a finales de noviembre, se planeó una excursión al pueblo de
Nrityagram Dance, que estaba a veinte millas de distancia. Se reservó un minibús,
pero Muriel no quiso ir.
—Es un día aciago —comentó—. Me lo ha dicho la señora Gee-Gee.
Se refería a la señora Cowasjee, claro.
—¿Por qué la llama usted señora Gee-Gee? —preguntó Evelyn.
—Bueno, no la voy a llamar señora Cow, ¿no?7
Stella bajó la voz.
—Puede ser un poco vaca morucha a veces.
—Aquí no es lo mismo, Stella —dijo Jean Ainslie—. Las vacas en la India
son sagradas. Probablemente se lo tomaría como un cumplido. —Se volvió hacia
Muriel—. ¿Por qué es un día aciago?
—Y a mí qué me cuenta. Es lo que dijo ella. —Muriel ahogó una risa—.
Tenga cuidado o le morderá otro mono.
Al final resultó que el minibús se averió en el viaje de regreso a la residencia.
Había llevado algún tiempo la reparación, al parecer con un cordel de bramante
cedido por un vendedor de cocos que había al lado de la carretera, y llegaron tarde
a la cena. Además, Madge había perdido las gafas de sol.
—¿Ven lo que les decía…? —dijo Muriel con aire triunfal—. ¿Qué les dije
yo?
Solo Evelyn sabía la razón por la que Muriel creía en las fuerzas
sobrenaturales. Oraciones, hechizos, ¿qué más daba? Estaba preparada para
recurrir a cualquier ayuda en su objetivo de reunirse con su hijo. Una apuesta un
tanto arriesgada, pero al fin y al cabo aquello era la India, la tierra de los milagros.
La cena consistió en una sopa cremosa de nosequé, porque nadie pudo
descubrirlo, seguida de pescado frito o cordero pillau, a elegir. La gente hablaba
sobre el día de la excursión: los encantadores bailarines, las carreteras llenas de
baches, la falta de aire acondicionado en el autobús, pues aquello se parecía mucho
a una jornada de supervivencia. Evelyn se había quedado en Dunroamin; su cadera
le estaba dando guerra y, así, pudo disfrutar de un día con todo el hotel
prácticamente solo para ella. Había escrito cartas y se había aventurado a ir al bazar,
donde le había dado una rupia al mendigo sin piernas y había comprado algunas
naranjas. Incluso se sabía ya la palabra que significaba ‘naranjas’: santara.
Estaba sentada con los Ainslie y con Olive Cooke, una mujer habladora cuyo
marido había trabajado para BP y que había vivido en todas partes del mundo.
Estaban hablando de Hong Kong.
—Nuestro hijo Adam hizo un documental allí… —dijo Jean—. Sobre los
edificios de Norman Foster. Fue nominado para los BAFTA.
Como siempre, los Ainslie conseguían que Evelyn se sintiera una inútil: su
matrimonio feliz, su competente hijo en la BBC, sus experiencias alrededor del
mundo… Evelyn pensaba en su pueblo, con su momento álgido en la gran muestra
anual de punto de cruz en el salón comunitario.
—Su antigua jefa va a venir aquí la semana que viene —dijo Jean—. Una
mujer llamada Dorothy Miller, toda una leyenda al parecer. Nos morimos por
conocerla, ¿verdad, Douggy?
—Parece una mujer realmente tremenda —dijo Douglas—. ¿De qué es esta
sopa? ¿Alguien tiene idea?
Evelyn estaba pensando en su propio hijo. Estaba esperando su visita con
sentimientos encontrados. Desde luego, quería verlo, y a los nietos, a los que no
había visto desde hacía mucho tiempo, pero, sencillamente, no podía imaginarse a
Christopher en la India. ¿Cómo reaccionaría ante aquel lugar? ¿Y qué diría aquella
amenazadora mujer americana que tenía?
¿Qué pensaría de los manteles llenos de lamparones y de los fluorescentes
llenos de moscas? Los americanos son tan higiénicos… Ver el hotel a través de los
ojos de Marcia le permitía a Evelyn darse cuenta de lo andrajoso que era.
Jimmy, con manos temblorosas, cogió su plato de sopa y se lo llevó.
—Para ser sinceros —murmuró Douglas—, deberíamos ser nosotros los
que lo atendiéramos a él.
¿Qué pensaría Christopher de los criados inválidos, de los grifos que tosían
agua marrón? A lo mejor cogía a Evelyn y se la llevaba a Nueva York. Si él fuera
indio y venerara a los ancianos, puede que lo hiciera, pero, claro, si fuera indio
nunca habría permitido que su madre fuera a ese sitio, para empezar.
En realidad, pensó Evelyn, no querría irme. Sentada allí a cenar, se percató
de que le había cogido cariño a sus compañeros residentes. Estaban todos en el
mismo barco, todos abandonados de uno u otro modo por aquellos a los que
habían amado, y ahora tenían que estar unidos. Después de dos meses, habían
llegado a ser como una especie de familia; incluso aquellos a los que no apreciaba
especialmente habían llegado a serle tan familiares que los conceptos como «caer
bien» o «disgustar» se habían tornado prácticamente irrelevantes. Inglaterra era un
lugar lejano ahora, y era otra vida. Ahora era esa gente la que le importaba. Algunos
podían ponerse enfermos e ir al hospital. Otros podían sucumbir a la nostalgia y
regresar a Inglaterra. Aquellos que eran un poco raros sin duda acentuarían sus
rarezas, ella incluida. Otros podían… morirse. Todos morirían.
—¿Sigue usted al Inspector Mor sel —preguntó Douglas.
Evelyn asintió. El sobrino nieto de Graham le había enviado un vídeo del
Inspector Morse desde Inglaterra. Graham no parecía el tipo de hombre que
tuviera familiares, pero obviamente los tenía. A lo mejor es que nadie se lo había
preguntado. Los que no estaban agotados por el viaje tenían previsto ver a aquel
encantador John Thaw después de cenar.
Evelyn engulló un bocado de pastel. Tenía un asombroso montón de colores
por encima, cientos y miles de colorines. Le recordó los de sus fiestas de
cumpleaños y sintió algún consuelo en aquel momento. Ocurriera lo que ocurriera,
siempre podía encontrarse algún consuelo en las pequeñas cosas de la vida.
Pauline le enseñó el fax a Ravi.
—Papá dice que esa nueva mujer está completamente majara.
—¿Qué?
—Esa Dorothy Miller. Dice que anda deambulando por ahí cantando nanas.
—Tu padre piensa que todo el mundo está majara menos él —dijo Ravi—.
Es exageradamente competitivo.
—¿Y no puede estar senil esa mujer? Pensé que todos tenían que tener un
informe médico antes de ir para allá.
Aquello sonaba como una acusación. Pauline no había querido formularla
como tal, pero cualquier cosa que dijera en ese momento tenía toda la pinta de una
queja. Era culpa de Ravi. Era muy quisquilloso.
—¿No quieres leerlo? —preguntó—. Es bastante divertido.
Ravi miró el fax, pero Pauline pudo comprobar que solo le echaba un vistazo
por encima. Intentó cambiar de tono.
—Una de mis dientas…, su madre tiene Alzheimer —dijo—. La pobrecita
apareció en el aeropuerto cargando con tres bolsas. Costó una eternidad pasarlas
por los controles de seguridad.
Ravi se quedó callado, abismado en sus pensamientos, y continuó cargando
el lavavaj illas. Les daba un agua a los platos con tanta dedicación que resultaba un
poco absurdo ponerlos después en el lavavajillas.
—Y todavía llevaba una correa de amarre de un hospital… —dijo Pauline.
Seguía sin haber respuesta.
Pauline señaló el fax.
—¿Has leído ese párrafo sobre el pastel de cumpleaños? ¿Lo del cocinero
que escribió «cumpleaños» con V?
Ravi cerró la puerta del lavavajillas y giró el mando. De repente Pauline
empezó a sudar… Menopausia, furia, una de las dos cosas.
—Parece que no te importa lo que pasa allí, siempre que saques provecho
de ello.
—Eso no es verdad…
—Antes eras todo un idealista.
—Pero ¿qué tiene de malo ese sitio? —preguntó Ravi—. A ver, dime. Tú
dijiste que era encantador, dijiste que era como si el tiempo se hubiera quedado
detenido. Dijiste que tú misma vivirías allí si fueras lo suficientemente mayor.
—Todo aquello era una situación extraordinaria. Ojalá hubieras estado allí.
En realidad, pensó Pauline, mejor no.
—Te estás comportando de un modo completamente distinto desde que
regresaste —dijo Ravi.
—El país me conmocionó…
—Todo el mundo dice eso de la India.
—Yo no soy todo el mundo…
—Los ingleses vais allí… ¡Ah, qué pobreza, ah, las puestas de sol…!
—No generalices…
—Veis el sitio con ojos románticos, siempre lo hacéis, pero todos sois
iguales, cogéis lo que queréis, lo que siempre han hecho los ingleses, luego os vais
al diablo y aquello sigue exactamente igual que siempre…
—Al diablo te viniste tú.
—Porque no podía soportarlo.
—¿Por qué?
Ravi dobló un paño de cocina.
—Tú no tienes ni la más remota idea de lo que realmente es aquello. Todos
vosotros volvéis con vuestras gangas de bazar, farfullando todas esas bobadas
místicas…
—¿Por qué no podías soportarlo? —preguntó Pauline.
—Porque me estaba asfixiando.
Ravi salió de la cocina. Pauline pudo oír que daban las diez en el reloj de las
noticias de la tele, en el comedor. Sabía por experiencia que no tenía ningún sentido
continuar con aquella conversación.
Pauline subió las escaleras. Ultimamente ella y Ravi ya no concluían las
peleas; su vida era una larga discusión que se alargaba constantemente, solo
interrumpida por el trabajo o por el sueño. Era una discusión crónica que parecía
que tuviera vida propia; era un parásito intestinal succionando sus componentes
nutritivos, succionándolos hasta dejarlos secos.
Pauline había pensado que fue todo aquello del negocio de Ravison lo que
había cambiado a su marido, pero la India le hizo darse cuenta de algo: Ravi no
había cambiado en absoluto, solo se había convertido más en él mismo: gélido,
concentrado en cualquier cosa, pero no un marido de verdad, en absoluto. Era un
hombre solitario que daba la casualidad de que tenía una esposa. A lo mejor así era
como se comportaban la mayoría de los casados de la India y ella no se había dado
cuenta hasta que había ido a un país lleno de hombres que eran igual que Ravi. El
matrimonio era algo que uno tenía apalabrado antes de emprender su propia vida.
Él simplemente no conectaba con ella, en absoluto. Ah, claro, Pauline sabía que
Ravi tenía que ponerse un escudo protector sencillamente para poder llevar a cabo
su trabajo en el hospital. Sin duda, preocuparse por los desconocidos era más fácil
que cuidar de aquellos que uno amaba. El problema era que cuanto más
abandonada se sentía ella, menos encantadora se tornaba. Se vio a sí misma
convirtiéndose en una quejicosa y una resentida; se estaba convirtiendo en una
mujer que resultaba odiosa incluso para sí misma.
Pauline se sentó en la cama. Los muelles crujieron. ¡Cómo lo había deseado
antaño! Era precisamente el aspecto extranjero de Ravi lo que le había llamado la
atención; la emoción de lo desconocido. Recordó su primera cita, una comida en
un restaurante francés —ya había cerrado hacía mucho tiempo—, su mano morena
apoyada sobre el mantel blanco, la visión de su cuello en su camisa de cuello
abierto, aquella tupida cabellera negra. Ella se había imaginado su polla negra, por
el momento bien a resguardo en sus pantalones. Puede que esta noche nos
besemos. ¿Tendrá su saliva un sabor diferente? ¿Olerá diferente? Esta noche, a lo
mejor, rodearé con mis piernas el cuerpo desnudo de un hombre indio. Debilitada
por el deseo, apenas pudo comer.
«El amor es perverso», pensó Pauline. El mismo elemento que provoca el
fuego puede acarrear, en sí mismo, su propia destrucción. Lo que le había parecido
misterioso ahora le parecía simplemente opaco. Impenetrable. Aburrido.
La India había explicado a su marido. Como un caleidoscopio, la India había
sacudido a Ravi y había colocado sus pedacitos de cristal en una disposición
completamente diferente. Ella lo veía más claramente ahora; podía incluso
entender por qué se había ido de allí. «Me estaba asfixiando». Estar en la India era
como estar en el metro en la hora punta: toda aquella gente, el agobio, los gritos,
uno tenía que cerrarse. Si no, el volumen generalizado de aquella multitudinaria e
inerte desesperación podría destruirte. Y luego estaba su familia, a algunos de los
cuales había conocido Pauline a lo largo de los años, cuando visitaban Londres.
«Veis la India con ojos románticos». Al principio lo había envidiado por sus padres,
y por sus hermanos, y por sus primos. Procediendo de una pequeña familia, Pauline
efectivamente los había visto con ojos románticos. Sin embargo, ahora se daba
cuenta de que había algo opresivo en todas las exigencias familiares. No era de
extrañar que simplemente se hubiera largado.
Lo terrible era que ahora que por fin comprendía a su marido, ya no le
interesaba nada.
Fuera, en la calle, la tormenta estaba arreciando. Había sido un otoño
malísimo. Pauline abrió el armario y sacó una bolsa de plástico. Estaba llena de
fotos. Las sacó y las esparció por encima de la cama.
Algunas de las fotos eran de Dunroamin: el desconchado caserón ahogado
por las enredaderas. Allí lo llamaban «bungalow», pero en realidad era una casona
de dos pisos. En una foto vio un rostro en la ventana de arriba. ¿Quién se estaba
asomando allí? No se había dado cuenta en el momento de sacar la fotografía. Otra
foto mostraba a su padre sentado en la veranda exterior de su habitación; Pauline
podría decir, por la inclinación de su cabeza, que estaba escuchando el cricket por
la radio. Durante su estancia allí, Pauline le había cogido más cariño a su padre; sin
Ravi presente, era más fácil soportar los boletines diarios de su padre respecto a
sus operaciones intestinales. Al parecer a su padre lo aguantaban mejor en
Dunroamin que en las otras residencias donde había estado, tal vez porque no
había mujeres guapas entre el personal. O a lo mejor porque los indios aceptaban
de mejor grado los comportamientos extravagantes, especialmente de los ingleses.
Habían tenido que aguantarlos durante muchísimo tiempo.
Pauline rebuscó entre las fotos. Una mostraba a una señora cuyo nombre
había olvidado, pintando en un caballete. Otra mostraba a cuatro residentes, todas
mujeres, sentadas en el jardín. La foto estaba quemada y un tanto borrosa. No
podía averiguar qué estaban haciendo, si es que efectivamente estaban haciendo
algo. Ni podía reconocerlas; las mujeres eran tan incorpóreas como fantasmas,
ataviadas con sus pálidos vestidos de verano. En ese momento solo había unas
pocas, las primeras que llegaron, pero ya se habían desvanecido en su memoria,
desfiguradas y disipadas por la vida que Pauline había descubierto al otro lado de
los muros del jardín.
Porque por las tardes, cuando su padre se estaba echando la siesta, Pauline
había salido a recorrer el vecindario. La mayoría de las fotos eran de niños que se
había encontrado en las calles. Habían ido gritando a su alrededor, empujándose
para entrar en la foto. En las fotos sus sonrisas estaban congeladas, y sus manos se
tendían en busca de caramelos de fruta. Ablandaban su corazón. Era un
sentimiento que conseguía que sus piernas flaquearan, un sentimiento más
profundo que el deseo que había sentido por Ravi —hacía tantos años— en el
restaurante Antoinette. La mayoría de los muchachos eran chicos; en una foto
estaban bailando en el agua que salía de una cañería rota. Eran desesperadamente
pobres, pero qué distintos eran de los cabezas rapadas de la finca de atrás de
Plender Street, crios con cara de hombre que destrozaban los retrovisores mientras
bajaban pavoneándose por la calle. La de los muchachos indios era una clase
distinta de pobreza. «Cogéis lo que queréis de nosotros. Es lo que siempre habéis
hecho los ingleses». Si pudiera al menos darles aquellas fotos; aquellas
probablemente serían las únicas fotos que les harían en la vida: la prueba de su
existencia. Pero ¿cómo podría enviárselas? No sabía cómo se llamaban aquellos
crios ni dónde vivían. ¿Cómo iba a escribir: «Dos muchachos, calle del Vertedero,
detrás del cine Paradise, Bangalore»?
Pauline sabía que iba a volver. Y no era solo la presencia de su padre lo que
la empujaba a regresar allí. Pauline volvió a meter las fotos en la bolsa, y bajó las
escaleras.
Ravi estaba viendo alguna serie de polis. Aquello la sorprendió un poco; él
nunca veía ese tipo de películas. Podía decir, por el aspecto de su coronilla, que él
sabía que ella había entrado en el salón. Pensó: «Es tan desgraciado como yo».
—Vayamos por Navidad. Por favor, Ravi —dijo Pauline.
Por favor, di que sí, o puede que me vaya yo… y no vuelva jamás.
—¿Ha tenido usted noticias de su encantadora hija?
—Está bien —dijo Norman—. Perfectamente bien. —Estaba tomando un
trago con Sonny en el Gymkhana Club—. Me llamó ayer. Va a venir por Navidad.
—¡Perdóneme un momento…! —Sonny pegó un brinco y corrió detrás de
un hombre que estaba cruzando el bar. Norman lo vio gesticular. El tío no podía
quedarse quieto. El móvil de Sonny había interrumpido dos veces ya su
conversación.
Sonny regresó a la mesa.
—Por favor…, continúe.
—Deberías tranquilizarte, colega —dijo Norman—. Se supone que somos
nosotros, los viejos, los que tenemos que tener ataques al corazón.
—¿Y qué le voy a hacer? No hay nadie en quien pueda delegar, todo lo tengo
que hacer yo solo. Esa gente con la que hago negocios me estafa, hacen trafullas a
mis espaldas…
Sonny siguió parloteando. Norman se preguntó cuándo podría sacar a
colación el tema que había ido a discutir con él. Era un ternilla un poco delicado.
Había una cabeza de un tigre disecado en la pared de al lado; miraba con los ojos
vidriosos por encima, evitando la mirada de Norman.
—¿Algún problema en el hotel? Tiene que decírmelo, Norman, buen amigo
—dijo Sonny con un guiño—. Es usted mi espía.
—Están todas obsesionadas con ese maldito médico. Las tiene a todas
nerviositas. Cualquiera diría que caga perlas.
—¡Mujeres! —dijo Sonny encogiéndose de hombros.
Norman suspiró.
—De eso es de lo que quería hablar contigo…
—Un momento, por favor…
Sonny se puso en pie de un brinco y abordó a un grupo de hombres que se
disponían a abandonar el bar. Norman se hundió en su sitio. El Gymkhana Club
era un enorme y viejo edificio lleno de palmeras en maceteros y animales disecados.
Se abrió para los ingleses, naturalmente, pero ahora estaba lleno de rostros
morenos. Norman había estado allí un par de meses antes; lo había invitado Sonny:
ese era el único modo en que un tío como él podía entrar allí en la actualidad. Aún
se conservaban reliquias del Imperio de la India: fotos de presidentes antiguos
colgando en el vestíbulo y una lista de miembros del equipo deportivo, grabados
en dorado, clavados en las paredes de la tenebrosa sala de billares. Camareros con
escarapelas, trayendo y llevando bandejas de bebidas, iban de mesa en mesa. Desde
sus viajes por los trópicos, Norman estaba acostumbrado a los clubes como aquel.
En el pasado siempre le habían resultado reconfortantes. Ahora era viejo, y un
lugar como aquel le hacía sentir como si ya estuviera muerto.
Sonny regresó a su asiento. Norman encendió un cigarrillo.
—Tú eres un hombre de mundo, un tío maduro —dijo. Casi de la familia,
en realidad. Y darse cuenta de aquello le produjo cierto sobresalto—. Seguro que
te has corrido tus juergas por ahí. —Norman sabía que Sonny tenía mujer, pero
nunca parecía tener intención de mencionarla—. La cosa es que un tío puede
sentirse un poco solo sin una pizca de compañía femenina. Me he enterado de que
las mujeres de Bangalore pueden ser muy…, en fin, muy cariñosas. No sé si me
entiendes.
Sonny no paraba quieto. Sus ojos iban fugaces de un lado a otro del salón.
Norman avanzó sin inmutarse.
—Me estaba preguntando si podrías indicarme un poco la dirección correcta.
Ya sabes, una especie de presentación o así. Algo de ese tipo. En el sentido más
discreto.
—¿Qué? —preguntó Sonny.
—Estoy buscando una mujer cariñosa, experimentada…
—Pero si está usted rodeado de mujeres —dijo Sonny entre risas—. Puede
usted irse a chingar a la cama todas las noches con una señora diferente.
Norman dejó su bebida.
—Debes de estar bromeando. Un poco mayorcitas, ¿no te parece?
—Usted también, amigo mío.
Norman se removió en su asiento. A ver, tampoco era necesario que el tío
lo dijera de esa manera. ¿Es que no tenía tacto el hombre este?
Sonny, que parecía ansioso por largarse, avisó para que le llevaran la cuenta.
Norman cogió un rickshaw para regresar al hotel. Iba dando botes por encima de
los baches; los colgantillos del conductor —campanillas y amuletos— se
bamboleaban pendiendo de sus cordelillos. Norman iba agachado bajo la capota
de plástico. La conversación, obviamente, lo había dejado chafado. ¿Es que Sonny
no entendía que, cuando se llegaba a cierta edad, un tío podía comenzar a
experimentar problemas de una naturaleza muy íntima y personal? La operación
de próstata no había sido de mucha ayuda, pero, para ser sinceros, había estado
experimentando dificultades en el apartado de hidráulica desde hacía algún tiempo.
Solo una profesional podría ayudarle: de hecho, ya lo habían ayudado en el pasado.
Todas habían sido extranjeras, claro —nigerianas, tailandesas, malayas—. Solo un
color diferente de piel podía conseguir que su varita mágica funcionara. Ese tipo
de mujeres sabía cómo satisfacer a un hombre, estaba en su cultura.
El rickshaw fue dando botes por toda la carretera, pasó Cubbon Park.
Norman se aferró al borde del carricoche cuando dio un giro brusco en una
rotonda. En el medio había una estatua de la reina Victoria, moteada de cagadas
de pájaro.
Con mujeres de ese tipo, exóticas profesionales, un tío no tenía que enredarse
en conversaciones incómodas; no había problemas de esa naturaleza.
Y no se reían de él.
Sonny estaba que echaba chispas. Marcó otra vez el número en su móvil. Ni
una puta contestación, claro.
Se inclinó hacia delante en su asiento.
—Imagínate a quién me encontré en el club —le dijo al conductor—. A ese
cabrón de Freddie. Ese sabe dónde se ha metido el hijo de puta de PK. El tío
parecía que me estaba evitando.
Iban a toda pastilla por la MG Road, zigzagueando entre el tráfico. Jatan
Singh era un conductor muy hábil; y como a la mayoría de los miembros de la etnia
sij, le volvían loco los coches. Había trabajado para Sonny durante cuarenta años y
conocía más secretos suyos que nadie en Bangalore.
—Se cree que me puede dar esquinazo, el haraami —dijo Sonny—. Voy a
localizarlo, Jatanji, voy a localizarlo y lo voy a joder vivo.
PK, su antiguo socio, había estado evitándolo durante las últimas tres
semanas. Se le había visto en un par de ocasiones. El cuñado de Sonny lo había
visto en un cóctel del ministerio; y otra gente lo había visto en uno de sus edificios,
un complejo de oficinas más allá de Defence Colony, pero hasta donde sabía
Sonny, podría haberse largado a Estados Unidos o a Londres, donde tenía otros
negocios. PK era un ladrón, claro. Mediante hábiles sobornos, su empresa había
pescado contratos para varias urbanizaciones importantes, incluyendo un edificio
residencial en unas parcelas que Sonny había comprado junto a la carretera del
aeropuerto. Todo aquello podía pasar. El problema era que el tío había
subcontratado la obra a la empresa de construcción de su hermano, el cual,
mediante facturas falsas, había utilizado unos materiales defectuosos.
—Le voy a poner los huevos por corbata —farbulló Sonny mientras el coche
iba a toda mecha por la carretera MG. Tres semanas antes, cuando solo se había
levantado la mitad, el puto edificio se había venido abajo. Las investigaciones
habían revelado que se había puesto demasiada arena en el cemento, y ahora el
muy chootiya había desaparecido.
—¡Apriétale ahí, Jatanji!
Sonó su móvil. Era una voz familiar.
—¿Dónde andas, mera chota beta? ¿Es que tienes una vida tan atareada que
te has olvidado de tu pobre y anciana madre, que lleva aquí sentada esperándote
desde hace una hora?
Hai Raba! Había olvidado que se suponía que tenía que llevarla al oculista.
—Pues ya te digo que tengo otras cosas mejores que hacer —suspiró su
madre—. Le diré a Anand que llame un taxi.
—No, mamuchi…
—Puedo ir sola, mis piernas tendrán que llevarme…
—¡Espera!
—Hoy no me están dando mucha lata, y le diré al señor Desai que tú tienes
cosas más importantes en las que pensar…
—¡Pero si ya voy! ¡Dame diez minutos! —Sonny apagó el teléfono—. ¡Da la
vuelta ya! Jaldi!
Sonny se recostó y se hundió en el asiento. Y además, se había olvidado de
coger una caja de gulab jamuns de la tienda favorita de su madre, la Darpan’s
Electric Bakery. Se lo había prometido cuando salió de casa por la mañana.
Las sienes de Sonny palpitaban. Se imaginó a su madre, inmensa, echando
humo de impaciencia, esperando a la puerta. Si al menos su mujer pudiera
tranquilizarla…, pero toda la semana pasada habían estado sin hablarse. Sonny ya
ni siquiera se acordaba de la razón de aquella trifulca concreta y, para ser sinceros,
tampoco le importaba. Algo que tenía que ver con las cosas de la cocina, seguro.
Después de una larga y activa soltería, Sonny se había casado, ya mayor, con
una mujer de la que había pensado que no le daría problemas: sencilla, modesta,
agradecida de haber encontrado un marido cuando ya no esperaba poder casarse.
Su aparente docilidad, sin embargo, escondía una férrea determinación para
hacerlo todo a su manera. Aquella testarudez habitualmente iba aderezada con
enfermedades fingidas, una técnica con la cual, en su madre, había encontrado la
horma de su zapato. Mujeres. ¿Quién demonios las entiende? Norman Purse, de
eso estaba seguro, era un compañero de fatigas en ese aspecto. Y sin embargo,
pensó Sonny, mira que venir a darme el coñazo diciendo que si voy a hacer de
chulo de putas… ¿Qué pasaría si les llegara una palabra de aquello a la hija de
Norman o a Ravi? Sonny quedaría en una situación bastante comprometida.
Además, el tío era demasiado viejo para ese tipo de rollos. Debería estar
disfrutando de una pacífica jubilación en su gallinero.
El Mercedes bajó despacio por Brigade Road. La calle estaba atestada de
tráfico. En el cruce, dos autobuses bloqueaban la vía pública, y los dos se negaban
a recular. Los tíos que iban colgando de los laterales bajaron a la calzada para unirse
a la discusión. Sonny se asomó por la ventanilla y les gritó que se apartaran de la
puta carretera.
Hundido en el asiento, Sonny le echó un vistazo al Karishma Plaza. Aquella
había sido su primera especulación inmobiliaria; en un momento de piedad filial,
la había llamado como su madre. Habían pasado ya veinte años, sin embargo. La
ventanas se estaban oxidando.
Al otro lado de la calle se levantaba el muro de Dunroamin. Las buganvillas
rebosaban por encima; más allá se alzaban los árboles flamboyanes de flores rojas.
Sonny pensó en el jardín umbrío y en sus ocupantes, pasando sus años del ocaso
en la seguridad de aquel edificio. En Inglaterra la gente abandonaba a sus padres
en lugares como aquel, era perfectamente aceptable. Luego ellos continuaban con
sus propias vidas. Sonny se lo imaginó. Aquello le proporcionó un sentimiento de
ligereza, como si alguien hubiera cortado las cuerdas que lo sujetaban y estuviera
flotando hacia el cielo. A base de bocinazos, el coche se abrió paso. Se imaginó la
extrañeza de su madre si él se atreviera a sugerirle algo semejante. No solo
extrañeza, sino una absoluta incomprensión. Sin embargo, aunque solo por un
momento, le pareció una excelente idea. Podría visitarla una vez a la semana y
llevarle una caja de jalebis en vez de tener pavor a regresar a su propia casa.
Porque tenía pavor. A medida que el coche se acercaba a casa, lo atenazó su
habitual sentimiento de culpa y asfixia. Aumentaba cada minuto que pasaba.
Se sentía como un muchacho pequeño…, él, un hombre de cincuenta y dos
años.
De repente, Sonny se dio cuenta de que siempre había tenido esa sensación.
No importaba lo ocupado que estuviera, o si se pasaba la vida viajando a lo largo
y ancho de este mundo: bajo aquel techo él seguía siendo un hijo. Oh, puede que
pareciera un hombre, pero las apariencias engañaban. Después de todo, aquello era
la India.
6
La persona que busca su propia felicidad debería arrancarse el dardo que
tiene clavado en su interior: la cabeza de la flecha del dolor, del deseo, de la
desesperación.
SUTTA-NIPATA
—Hola, mamá. Ya estoy aquí.
—¿Dónde?
—Aquí, en la India.
—¿Qué?
—¡Que estoy aquí, en la India!
—¿Dónde?
—En Uttar Pradesh.
—¿En Ultra qué?
—¡Que estoy en Uttar Pradesh!
—¿Estás… aquí?
—En un ashram.
—¿Qué?
—¡Que estoy en un ashram, en un monasterio hindú! Iré a pasar la Navidad
contigo.
—¿Qué?
—¡Que iré a verte en Navidad…!
—Pero es que estoy envolviendo tu regalo.
—¿Qué?
—Es que pensaba enviártelo.
—Puedes dármelo personalmente. De verdad…, ¿eso es lo único que tienes
que decirme?
—¿Qué?
—Digo que…
—¡No te oigo!
—Pensaba que sería una sorpresa.
—¿Qué?
—Oh, nada, no importa. Te llamaré cuando vaya a llegar.
La línea se cortó. Evelyn colgó el teléfono y se recostó en la cama. Desde
luego, estaba emocionada de que su hija tuviera pensado ir a verla, pero también
se sintió agotada. Había olvidado aquel agotamiento particular que solo Theresa
era capaz de producirle.
¿Por qué no se lo había dicho antes? Evelyn sabía que su hija iba a ir a visitarla
en algún momento, pero ¿por qué no la había avisado con antelación? Desde luego,
Evelyn sabía cuál era la respuesta. Theresa no funcionaba así. El corazón de Evelyn
se sobresaltó. ¿Dónde se iba a quedar su hija? Por lo que ella sabía, el hotel estaba
lleno. Theresa no iría (ay, Dios mío, por favor) a dormir en su habitación, ¿no?
Había dos camas. A lo mejor Evelyn podía conseguir que se llevaran una. Podría
hacer como que nunca había estado allí.
Y Theresa, ¿iba a ir a verla como una cosa de madre e hija, o solo para
encontrar paz espiritual? Evelyn sospechó la respuesta. A lo largo de los pasados
años, había quedado claro que la India le había dado a Theresa algo que ella no
podía proporcionarle.
Ay, Señor, y Christopher también vendría… ¿Lo sabía Theresa? Christopher
y su familia iban a llegar justo antes de Navidad, aunque gracias a Dios se iban a
quedar en el hotel Taj Balmoral. Ay, Señor. Christopher. Theresa. Marcia.
Tenía que llamar por teléfono a Christopher y avisarlo. No…, claro, avisarlo
no. Darle la buena noticia de que su hermana también iba a venir…
Oh, cielos. Si al menos pudiera rezar, pero Evelyn sabía, definitivamente, que
las oraciones ya no funcionaban. Si al menos fuera Muriel, podría ofrecerle algo a
un dios. A Krishna, el que tiene la cara azul, que era en aquellos momentos el
favorito de Muriel; había instalado una figurita de escayola en su habitación.
Incluso, una tarde, la habían visto cogiendo del aparador una galleta de mantequilla
para dársela al dios. Pero los indios también creían que Dios estaba en todas partes.
Le rezaban a los pósteres de las películas, o a cualquier cosa. Simplemente le ponían
flores a cualquier cosa y la adoraban.
Evelyn observó las cosas que había llevado consigo desde Inglaterra: fotos
enmarcadas, su cepillo de plata, las acuarelas de West Wittering. Difícilmente se
decidiría a adorar aquellos objetos poniéndoles galletas… No estaba
completamente gagá. De todos modos, no habría funcionado, ¿no? El hijo de
Muriel todavía no había aparecido. Precisamente el día anterior le había preguntado
a Muriel si tenía alguna noticia de los vecinos de Chigwell, el único contacto de
Muriel. «Ni flores», había contestado Muriel. Si su hijo no sabía que su madre
estaba en la India, ¿cómo demonios iba a encontrarla, con intervención divina o
sin ella?
«Pobre Muriel —pensó Evelyn—, al menos yo tengo a mis hijos».
Aquel pensamiento fue menos reconfortante de lo que esperaba. Observó el
buda de jabón que le había comprado a Theresa para Navidad. El martes había
habido una excursión al Emporium de Artesanía de Primerísima Calidad, en
Mahatma Gandhi Road.
Era un establecimiento propiedad de un caballero encantador que dijo que
les haría un precio especial porque eran amigos de su buen amigo el sahib Sonny.
Como estaban ya cerca las Navidades, todos se habían vuelto un poco locos,
comprando un montón de objetos más o menos inútiles de sándalo y latón. Se
habían empleado lustros enteros, como siempre en este tipo de envíos, en que un
empleado trabajosamente fuera rellenando formularios por triplicado y
entregándoselos sellados por el hombre que estaba detrás del mostrador. ¡Y ahora
resultaba que Evelyn podría darle el buda a su hija en persona!
Evelyn levantó el teléfono. Era muy temprano por la mañana en Nueva
York; seguro que podía pillar a Christopher antes de que se fuera a trabajar.
No había línea.
Evelyn se levantó y bajó las escaleras. Era ya casi de noche. En el rellano, el
joven limpiador estaba acuclillado junto a su cubo de plástico. Mojaba el trapo en
el agua, lo escurría y lo restregaba por el suelo, avanzando sobre sus rodillas,
moviéndose como un cangrejo por el descansillo. Llevaba el torso desnudo. Sus
omoplatos eran muy delicados, su cuello muy esbelto. De repente, Evelyn se vio
acongojada por la ternura: un arrebato puro y maternal, perdido desde mucho
tiempo atrás para con sus propios hijos.
El muchacho sonrió al verla, una sonrisa tan deslumbrante que el corazón
de Evelyn se derritió. Resultaba gracioso que fuera un intocable cuando a ella le
apetecía tanto tocarlo…, acoger aquel cuerpo delgado entre sus brazos y acariciar
su maravillosa piel. Era muy oscuro. Los indios, de eso se había dado cuenta, tenían
tantos colores de piel como los británicos. Pardos, cetrinos, caoba…, tan variados
como la nariz púrpura de Norman, el moreno curtido de Madge o su popia palidez
apergaminada.
El limpiador se apartó a una esquina para dejarla pasar. Le sonrió, con los
dientes deslumbrantemente blancos. ¡Qué sencillo, mostrar ese deseo de buena
voluntad! ¡Qué sencillo sería quererlo… sin culpas, sin recriminaciones!
Evelyn bajó las escaleras. El vestíbulo estaba vacío.
—¿La señora sahib querría un sherry?
Evelyn se sobresaltó. Era Ayub Khan, el otro camarero mayor. Era un
hombre de aspecto desafortunado cuyo rostro estaba sembrado de cicatrices,
fueran de granos o de viruela. Evelyn también se sintió abrumada por la emoción
que este le infundía. En este caso, por lástima. Quiso tocarlo y consolarlo. Quería
tocarlos a todos.
—No, gracias, Ayub.
«Dios bendito —pensó Evelyn—, este país está ejerciendo un efecto muy
curioso en mí. Tranquilízate». Desde luego era más fácil sentir aprecio hacia los
extranjeros cuyas vidas eran desgraciadas. Ciertamente, resultaba más fácil que
sentirlo hacia los complejísimos seres humanos a los que ella había dado a luz y
cuya inminente llegada la llenaba con aquellas turbulentas inquietudes.
No había nadie tras el mostrador.
—¿Está el señor Cowasjee? —preguntó—. Parece que el teléfono está
estropeado.
Ayub Khan meneó la cabeza. El calendario que colgaba de la pared mostraba
una fotografía de unos gatitos. Ponía: «Noviembre». Evelyn tenía la sensación de
que diciembre ya había empezado; en aquel lugar uno perdía la noción del tiempo.
Su hijo llegaría en el plazo de unas pocas semanas. Debía comunicarle la noticia;
Christopher siempre había necesitado prepararse, con bastante anticipación, para
lo inesperado.
Evelyn observó la mesa de cristal, junto al sofá. Sobre ella había un Reader’s
Digest, un Newsweek y una revista de las que se reparten en Air France. Allí
llevaban sin que nadie las hubiera tocado desde la llegada de Evelyn. A su lado, en
el cenicero, había una colilla de los cigarrillos de Madge, manchada con carmín
escarlata. Llevaba allí días. En ese momento preciso Evelyn sospechó que nadie,
jamás, tendría energía para quitarla de allí.
Su ensoñación se rompió con el sonido de unas pisadas. Eran los Ainslie,
que regresaban de alguna excursión o algo. Avanzaron a buen paso por el vestíbulo.
—Casi no se puede creer una que ya estemos casi en Navidad —dijo Evelyn
con alegría—. Con este tiempo tan maravilloso.
—Tenemos una cinta de villancicos del King’s College —dijo Jean—. Doug
y yo la ponemos siempre en Navidad, estemos donde estemos, en cualquier parte
del mundo.
Evelyn se metió por el mostrador, levantó el calendario y le dio la vuelta a la
hoja. A medida que pasaba el tiempo, todos ellos se habían ido comportando como
verdaderos propietarios del hotel, tratándolo como si fuera su casa. De hecho,
aquello había sido cada vez más necesario a medida que el mismo propietario
parecía cada vez menos dispuesto a dejarse ver. La fotografía de diciembre era de
unos cachorritos de cocker spaniel.
—Mis dos chicos van a venir en Navidad —dijo Evelyn. Sintió un tímido
arrebato de triunfo por aquello; entre los residentes había una rivalidad soterrada
en ese tema.
—¡Qué bien, felicidades! —dijo Jean—. Claro, a Adam le encantaría venir,
pero le hemos dicho que no venga, nosotros estaremos tan contentos. De todos
modos, está terriblemente ocupado, está haciendo unos documentales fabulosos
para la BBC.
Evelyn se sintió deprimida. Lo que se daba a entender, claro, era que sus
chicos habían fracasado de tal modo en sus vidas que no tenían nada mejor que
hacer. Ay, Señor, ¿sería eso verdad?
Douglas miró su reloj.
—Ya no da el sol en las velas marineras —dijo—. ¿No es hora de ir a roncar,
chicas?
Evelyn se disculpó, diciendo que tenía que hacer una llamada de teléfono,
pero que parecía que no había línea. El día anterior había habido un corte de luz.
Parecía un milagro que el país funcionara plenamente, y que estuviera sostenido
por una industria de alta tecnología cuyos deslumbrantes bloques de oficinas se
elevaban hacia el cielo solo una milla más abajo, en la misma calle.
—¿Dónde está Minoo? —preguntó Douglas.
Evelyn bajó la voz.
—Creo que están teniendo otra doméstica. —Se oyeron gritos y voces
enseguida, en el anexo—. Qué mala suerte. Tengo que telefonear a mi hijo.
Y entonces recordó lo que le había dicho alguien. Había un locutorio al otro
lado de la calle.
Los Ainslies estaban en su habitación, bebiendo whisky con Olive Cooke.
Era más barato que apoquinar la cuenta del bar del hotel, y Jean, que creía en el
ahorro, había encontrado una tienda de licores en Richmond Circus, y se había
agenciado una botella de escocés. A resguardo en su habitación, se sintieron libres
para cotillear.
—Adivine a quién vimos en el centro —dijo Jean—. A Dorothy.
—¿Había salido a dar uno de sus frecuentes paseos? —preguntó Olive.
—Acabábamos de salir del banco…, ya sabe, el banco Grindlays, en Lalbagh
Street, y allí estaba ella, dando vueltas por ahí y con ese aspecto tan raro.
—Pobrecita —dijo Olive.
Se daba por supuesto que Dorothy Miller, la señora de la BBC, se
comportaba de un modo extraño. Por una parte, andaba por ahí ella sola, durante
mucho tiempo, a veces incluso se perdía comidas, y nunca le decía a nadie dónde
había estado. «Solo he ido a dar una vuelta», decía. Y con su artritis y eso.
—La seguimos por la calle —dijo Jean—. Se quedó un buen rato frente a
Mevali Tiffin Rooms, apoyada en su bastón.
—A lo mejor solo estaba pensando en tomarse una taza de té —dijo
Douglas.
—No, hay algo raro en esa mujer —dijo Jean rellenando el vaso de Olive—
. Ayer la vimos en el casco viejo de la ciudad. Nosotros estábamos comiendo, un
sencillo thali, delicioso por cierto. A menudo comemos en los puestos callejeros,
¿verdad, Doug? Es totalmente seguro. —Bajó la voz—. Estoy segura de que tiene
Alzheimer, primeros estadios.
Los residentes de Dunroamin, sufriendo como sufrían los achaques
habituales de la edad —pérdida de memoria, distracciones generalizadas—,
estaban alerta para descubrir síntomas de senilidad más avanzada en otros. Se
producía un vergonzoso sentimiento de triunfo cuando se presenciaba algo de ese
estilo. El informe de Stella respecto a las canciones infantiles, en el caso de
Dorothy, se había convertido seguramente en la prueba de dicha senilidad. Al
parecer era la de «Beee beee, ovejita negra…».
—Les da por el vagabundeo —dijo Jean—. Nuestra amiga Amy tenía
demencia, ¿verdad, Doug? Bajaba andando a la carretera principal en mitad de la
noche, en camisón. Tuvieron que encerrarla. Se pasaba el día viendo el vídeo de
E.T. «Mi casa, mi casa…». Eso era lo único que le gustaba.
—Ahí es donde quieren ir —dijo Olive.
—¿Adonde? ¿A casa?
Olive asintió.
—A la casa que ya no tienen. Posiblemente a su infancia, ¿quién sabe?
—Es gracioso que a un sitio como este lo llamen «residencia» —dijo Jean.
—No es una residencia —dijo Douglas cortante—. Es un hotel. —Apuró el
vaso—. Y no creo que debamos hablar de esa mujer como estamos hablando.
Douglas apreciaba a Dorothy Miller. Sin embargo, en términos generales, la
mujer no era muy popular. Esto se debía en parte a que Dorothy fue la última en
llegar; esto es, una intrusa cuando ya se han formado las amistades y se han
establecido las costumbres. Aquello no habría sido un problema si ella se hubiera
unido al sistema, pero en términos generales se comportaba de un modo distante
y reservado. Comía sola, con un libro abierto delante de ella, y se negaba a jugar al
bridge. Por supuesto, había otros solitarios —Graham Turner, por ejemplo—,
pero este era un soltero tristón de quien todo el mundo sentía lástima. Nadie podía
sentir lástima por Dorothy.
Al contrario, Douglas sentía una cierta admiración por ella. Esto se debía en
parte a que la señora había sido un apoyo importante para su hijo, Adam, en su
carrera. Pero era algo más que eso. Rodeado siempre de mujeres parlanchínas, era
un alivio encontrar a alguien que no hablara ni pizca, alguien tan enteramente
distante. Le gustaba el rostro sencillo de Dorothy y sus manos cuadradas. Ocupaba
la habitación de al lado y cuando él se despertaba por la noche, oía, débilmente, el
sonido de su radio. Desde luego, probablemente nadie que estuviera
completamente gagá escucharía la radio internacional de la BBC.
Douglas miró a su mujer. Se le estaba pelando la nariz. Dos semanas atrás se
había llegado a un acuerdo con el hotel Meridian, un edificio de cemento que se
levantaba más allá del solar que había en la parte de atrás. Por un precio simbólico
su piscina quedaba a disposición de los residentes de Dunroamin. Varios de ellos
habían estado yendo allí para nadar y para tomar el sol, una decisión imprudente
en el caso de Jane. No solo se había quemado, también le había salido un sarpullido
ligeramente feo. Douglas no pudo disuadirla, en cualquier caso; le gustaba tomar
cócteles y fingirse alemana delante de las tripulaciones de los aviones.
Douglas se volvió. De repente se sintió tan abrumado por aquel poderoso
sentimiento que apenas si podía respirar. «No lo pienses —se dijo—. Ni siquiera
pienses en pensarlo».
La noche había caído. Evelyn se detuvo junto al puesto del vendedor de
paan. Un montón de hojas brillaban a la luz de la lámpara de alcohol. El vendedor
tenía una tabla de cortar y pequeños montoncillos de pasta, como los botecillos de
acuarelas de la escuela. Madge, siempre atrevida, había intentado mascar algunos
paan, pero dijo que los pedacitos de nuez se le metían en el puente.
Más allá de los puestos estaba aquel andrajoso edificio de oficinas de
cemento. Había un cartel que ponía «Karishma Plaza», encima de la entrada. Las
luces resplandecían en las ventanas. El locutorio, al parecer, estaba abierto durante
toda la noche; Evelyn había visto las luces durante sus paseos nocturnos por el
jardín.
—Señora, ¿le apetece una santara?
El vendedor de fruta le ofrecía dos naranjas, una en cada mano, como un
malabarista.
Evelyn negó con la cabeza y rodeó un cuerpo envuelto en harapos para
apresurarse a entrar en el edificio. En el vestíbulo había un hombre detrás de un
mostrador. Ella preguntó por el locutorio y él le señaló las escaleras.
Evelyn subió un tramo de escaleras, empujó una puerta batiente y se
encontró en una gran planta de oficinas diáfana. Estaba dividida en cubículos por
mamparas. En cada cubículo había un empleado, con unos cascos. Debía de haber
como unos cincuenta. Todos parecían estar hablando a la vez.
Evelyn se aferró a su trozo de papel. Allí tenía anotado el número de teléfono
de Christopher en Nueva York. Últimamente se lo tenía que apuntar todo. El único
número de teléfono que podía recordar, muy curiosamente, era el del servicio
técnico de reparación de electrodomésticos Hotpoint, en Chichester.
Transcurrió un rato. Nadie parecía darse cuenta de su presencia, todos
estaban demasiado ocupados.
Evelyn estaba ligeramente sorprendida. Había imaginado, así por encima,
que habría un mostrador de recepción y clientes esperando para utilizar los
teléfonos, o algo de ese tipo.
Entonces se dio cuenta de otra cosa curiosa. En cada cubículo se habían
colocado unos papeles con los nombres de sus ocupantes. Solo podía leer los que
tenía más cercanos: Sally Spears, Michael Parker, Mary Johnson. Pero la gente que
estaba sentada en los cubículos eran indios…, mujeres y hombres jóvenes, vestidos
con vaqueros, pero desde luego e inequívocamente indios.
Evelyn escuchó a la chica que se encontraba en un cubículo cercano.
—Buenos días —dijo—, soy Sally Spears, ¿puede atenderme unos minutos?
¿Buenos días? Pero si eran las siete de la tarde. La cabeza de Evelyn empezó
a dar vueltas. Realmente debía de estar trastornándose. Siempre entendía mal las
cosas. Todo había empezado a ocurrir tras la muerte de Hugh. La cabeza le había
funcionado perfectamente bien hasta entonces; de allí en adelante, sin embargo, se
había sentido como Alicia pasando a través del espejo, a un mundo donde ya nada
tenía sentido.
—Hola, ¿está buscando a alguien, señora? —dijo la joven, quitándose los
cascos.
—Quiero hacer una llamada a Nueva York —dijo Evelyn.
La joven frunció el ceño. En la pared colgaba un cartel: «No tienes que estar
loco para trabajar aquí, pero eso ayuda».
—Creo que he venido al sitio equivocado —dijo Evelyn.
—Esto es un servicio de atención telefónica —dijo la chica—. No se pueden
hacer llamadas desde aquí.
—Pero no es…, me refiero…
—Yo sí puedo hacer llamadas, abuela, pero usted no.
Sally se lo explicó. Ella y sus compañeros de trabajo estaban haciendo
llamadas a Inglaterra para venderles cosas por teléfono: seguros de vida, tarjetas de
crédito, lo que nos digan.
—Es venta telefónica —dijo la muchacha—. Por eso es por lo que solo
trabajamos de noche, por la diferencia horaria.
—Dios bendito.
—¡Ojo! —Sally metió a Evelyn en su cubículo—. El supervisor está
mirando, ese ogro. —Hizo sentar a Evelyn en la silla giratoria y se agachó a su
lado—. Me han contado muchas cosas de Inglaterra, pero yo nunca he estado allí.
Tengo muchas ganas de ir.
—Estoy segura de que un día irás.
—¿Puede usted ayudarme, por favor? —Se aferró a las muñecas de Evelyn—
. Hábleme de Inglaterra.
—Bueno…, no es como esto… Hace un poco más de frío…
—Verá, es que algunas personas a las que llamamos se huelen que hay gato
encerrado.
—¿Por qué?
—¡Porque se supone que estamos llamando desde Inglaterra! No debemos
dejar traslucir que estamos en Bangalore. Por eso es por lo que nos ponemos
nombres ingleses. Yo realmente me llamo Surinda.
—Es un nombre muy bonito…
—Tenemos que fingir que somos ingleses, hemos estado aprendiendo cómo
se pronuncia el inglés, do, re, mi, todo ese rollo, un maestro viene y nos da
lecciones. —Bajó la voz—. Cuénteme cosas de Enfield, abuela.
—Enfield.
—Se supone que somos de allí, todos nosotros.
Evelyn intentó concentrarse.
—Enfield… Enfield… Deja que piense…
Intentó recordar si había estado alguna vez allí. Surinda, con la boca abierta,
la estaba mirando. Era un poco rellenita, pero muy guapa. En su camiseta ponía
«FCUK».
—Recuerdo… —dijo Evelyn—. Fui a Enfield, a un baile vespertino, una
vez… —De repente, allí estaba, claro como el cristal… Un día de junio, siempre
era junio. Ella llevaba su vestido con cuello blanco y las diminutas rosas rojas—.
Fue en el hotel Windsor, y fui con mi amiga Annabel porque ella vivía cerca de allí,
en una casa grande con un montón de perros, y yo tenía envidia porque ella iba a
ponerse de largo y yo no…
—¿Ponerse de largo?
—Y yo bailé con Teddy Ramsbottom, que había sido tremendamente
valiente en la guerra, y todavía tenía un trozo de metralla en la pierna, pero bailaba
tan bien… —La voz de Evelyn se fue apagando. Allí estaba, perdida en sus
recuerdos—. Fuimos a bailar fuera, al jardín, y solo vi que cojeaba un poco luego,
cuando fue a coger el coche, era el coche de su padre, un Austin 7, y esa fue la
última vez que lo vi.
Se hizo un silencio. Al otro lado de la mampara pudo oír una voz…
—Es un precio muy ajustado, señor Bishop, y podemos ofrecerle un
descuento si lo abona usted en el plazo de catorce días.
—¿Y Enfield está cerca de Liverpool? —preguntó Surinda.8
—No, querida. Está cerca de Londres.
—Ah. Pensaba que los Beatles eran de allí.
—No. Solo Annabel. —Evelyn se detuvo—. Y se fue a vivir a Australia en
1953.
Evelyn apuró el paso. La cena ya debía de haber empezado. En el exterior,
el tráfico aturdía con sus bocinazos, se desarrollaba la cacofonía de la calle, pero
una vez que se cruzaban las puertas se hacía el silencio, como si el hotel creara su
propio enmudecimiento.
En el vestíbulo se encontró con Madge y Sonny. Ambos iban de etiqueta,
Sonny con una túnica de seda de color crema, un poco tirante.
—Hasta luego, cocodrilo —dijo Madge. Llevaba un top de lentejuelas que
dejaba ver su escote arrugado y moreno—. Nos vamos a una boda. Sonny va a
presentarme a un marajá que tiene avión privado.
—¡De modo que sus hijos van a venir en Navidad! —dijo Sonny—. Me lo
ha dicho un pajarito. Ya sabía yo que tenía razón —dijo entre risillas—. ¡Venir a
Bangalore es más rápido que la compañía de ferrocarriles Connex que antaño iba
a Kent, y casi igual de barato!
—Acabo de tener una aventura extraordinaria al otro lado de la calle —dijo
Evelyn. Y les contó lo del centro de llamadas.
—Ah, el jefe es un buen colega mío —dijo Sonny—. Es un sitio de trabajo
muy conocido; todos son universitarios, ¿sabe?, tienen mucho entusiasmo.
¿Sabe, señora Greenslade?, es el único sitio donde pueden estar juntos los
chicos y las chicas, en el lugar de trabajo, digo, sin que sus familias estén
husmeando por detrás a ver qué hacen.
—Querían saber cosas de Inglaterra —dijo Evelyn.
Se hizo un silencio. Sonny la miró detenidamente. Desde el comedor llegaba
el débil ruidillo del entrechocar de platos.
—Vámonos ya, Sonny —dijo Madge—. He estado esperando dos horas. ¿Es
que nadie hace nada con puntualidad en este país?
Sonny estaba observando a Evelyn.
—Señora Greenslade, es usted un genio. —Se inclinó casi hasta el suelo—.
Por favor, permítame que bese sus pies.
Después de cenar Evelyn salió a pasear por el jardín. El mali lo había regado
completamente, por una vez; aspiró el olor del césped empapado, de la tierra
descansando aliviada. Ahora que era invierno, el tiempo era perfecto; noches
frescas, suficientemente frescas para una rebeca, y días tan buenos como aquella
tarde de junio cuando ella se había sentado bajo las clemátides con Teddy. Oyó,
débilmente, las canciones de Peggy Lee. La música se derramaba por la ventana
abierta de Graham Turner. Este tenía una de las habitaciones más pequeñas, y más
baratas, en la parte trasera del edificio. «Solo era una de esas cosas…», cantaban.
Evelyn se preguntó qué habría sido de Teddy, y qué habría sido de la otra
vida que había soñado para sí misma aquel día en Enfield. Aquello la hizo sentirse
un poco mareada, por las posibilidades. Observó la oscuridad. A través de las
enmarañadas ramas vio las luces del Karishma Plaza. Todos aquellos chicos y
chicas… estaban tejiendo allí todas aquellas mentiras, soñando con sus propias
escenas en Enfield, pero eran jóvenes y todo era posible. Su juventud solo propició
que Evelyn quisiera llorar.
—¡Chst!
Evelyn se giró. Muriel estaba asomada a la ventana. Evelyn se apresuró a
acercarse.
—He visto a un santón hoy —susurró Muriel—. Me llevó la mujer del
gerente, la señora Gee-Gee.
—¿Un santón?
—¡Estaba en su pequeño cuchitril en el templo! No se lo diga a nadie, se
reirían de mí.
—¿Y cómo era?
—Tenía barro en el pelo, lo tenía todo largo y apelmazado como si fueran
rastas, ¿sabe? De esos hay un montón en Peckham. —Muriel se señaló la frente—
. Me puso este punto aquí, con el pulgar. ¿Lo ve? No me lo he lavado. Le di un
poco de dinero y él me bendijo y me dijo que mi Keith no tardaría en venir. Tenía
unos ojos deslumbrantes, y me miraba fijamente, como si estuviera viendo dentro
de mí. Dijo que mi Keith iba a venir a buscar a su mamá.
Llegaron un par de días después, veinte chicas y chicos del centro de
llamadas, y entraron en fila en el salón. Los residentes ya estaban acomodados; los
jóvenes visitantes se sentaron en el suelo, a los pies de sus anfitriones mayores.
Sonny, que lo había organizado todo, pidió pepsis para todos.
Surinda se sentó al lado de Evelyn, con la cabeza apoyada en un lado del
sillón.
—Creo que podría dormir durante una semana entera, abuelita Evelyn —
dijo.
—Pobrecita mía, trabajando toda la noche… —A Evelyn le encantaba
acariciar el brillante pelo negro de Surinda. Le recordaba el del viejo labrador de su
hermano, Toby.
—Es verdaderamente estresante —dijo Surinda—. Cuando pille mis bonus
me voy a ir a hacer un curso de gestión hotelera.
—¿Y cuándo vas a conseguir tus bonus, querida?
—Cuando haya hecho mil ventas —dijo Surinda.
—¿Y cuántas llevas hasta ahora?
—Veintisiete.
Ambas se echaron a reír. Evelyn sintió un arrebato maternal. Le encantaba
ocuparse de aquella encantadora y rechoncha jovencita. De hecho, sentía un cariño
protector por todos aquellos jóvenes; después de todo, era ella la primera que los
había encontrado. «Todos estamos desesperados por encontrar a alguien a quien
querer aquí —pensó—; por eso es por lo que le ponemos leche a los gatos».
—Hay algunos chicos monos aquí —le susurró Evelyn a la joven—. ¿Te
gusta alguno? ¿Qué me dices de aquel? —y señaló a un muchacho que estaba
ganduleando en el suelo, apoyado en un codo.
—Ah, ese es Rahul. Se cree muy listo solo porque acaba de regresar de
Estados Unidos.
—¿Cuál es su nombre inglés?
—Romy Dunne.
Evelyn se lo pensó.
—Eso no es muy inglés, querida.
—Se lo inventó mirando por la ventana —dijo Surinda—. Vio el cartel de
este hotel.
—¿Qué quieres decir?
—Dunroamin. Es un anagrama.
Evelyn estalló en risas. No se había reído tanto desde hacía lustros. Se inclinó
hacia Madge, que estaba sentada en el sillón de al lado.
—Cogen los nombres de productos y cosas…, de la crema Johnson’s Baby,
de los bolis Parker… —Estaba orgullosa, por saber algo que ninguno de los otros
sabía—. Esta amiga mía cogió el suyo del de Britney Spears.
—Britney no es un producto, cariño —dijo Madge—. Es una cantante.
—Ese de ahí es Beckham —señaló Evelyn—. Y uno de los chicos cogió su
nombre del nombre de nuestro hotel.
Sonny dio unas palmadas.
—¡Silencio, por favor! Ahora, mis buenos amigos, el objetivo de esta
convocatoria es que podáis preguntar a nuestros distinguidos ingleses aquí
reunidos cosas sobre su país natal, y sobre Enfield en particular. Ellos van a
dedicaros amablemente su tiempo para ayudaros a mejorar en vuestro trabajo.
¡Adelante!
Las conversaciones se entablaron por toda la sala. La voz de Norman se
elevó sobre las demás.
—Recuerdo Enfield… Solía parar por La Telaraña, saliendo por la carretera
de servicio…
—Yo iba a la escuela cerca de allí —dijo Olive—. Wood Green. Bueno,
bastante cerca de allí.
—Pero ¿dónde está Enfield? —preguntó Hermione.
Norman terció:
—Solía tomarme unas ginebras con angostura con una pilingui que se
llamaba Fay…
—Yo solía ir al cine allí… —dijo Olive—. A los cines Gaumont.
—¿Está cerca de Acton? —preguntó alguien.
—Eso es Ealing, querida.
Todo el mundo parecía estar hablando a la vez. Era una sensación novedosa,
que hubiera gente interesada en lo que tenían que decir los residentes. Allí estaban
los jóvenes teleoperadores, pendientes de cada palabra.
—Recuerdo cuando en el noticiario del cine salieron diciendo que le habían
pegado un tiro a Gandhi —dijo Olive.
—Yo me estaba tomando la leche. —Los ojos de Stella brillaron—. Lo oí en
la radio.
—Yo estaba actuando en Enfield —dijo Dorothy—. Estaba haciendo de
criada en la obra de teatro Querido Bruto, de J. M. Barrie.
—¿Ha sido usted actriz? —preguntó Madge.
Dorothy asintió.
—Unos cuantos años. Había un Lyon’s Córner House, uno de aquellos
famosos restaurantes, en la calle principal. Un día vi a Nye Bevan pasar en coche.
Era como haber visto a Dios.
—¿Quién era, por favor? —preguntó un joven.
—Fue el que inventó nuestro Sistema Nacional de Salud —dijo Dorothy—
. Así que la gente ya no se moría en la calle, como pasa aquí. Al día siguiente decidí
dejar de actuar y empecé a hacer programas para el Partido Laborista.
—¡Ahí la quiero ver! —dijo Norman, que se estaba tomando un whisky.
—Yo conozco Enfield bastante bien —comentó Graham Turner.
Los residentes giraron la cabeza.
—Crecí allí —dijo.
—Yo no estuve nunca —dijo Madge.
—En Maybury Road —dijo Graham—. Teníamos un refugio Anderson, en
fin, una estación de metro, al final de la calle. Cuando sonaban las alarmas del
bombardeo aéreo, yo intentaba colar allí a mi gallina.
—¿Una gallina?
Graham asintió.
—Sí, le tenía mucho cariño. —Allí estaba el hombre, con las mejillas
encendidas, con su camisa y su corbata. Nunca se le había visto sin su corbata.
Evelyn miró a su alrededor. Algunos de los jóvenes teleoperadores se habían
quedado dormidos. No era de extrañar, pobrecitos, trabajando como negros toda
la noche. Dormían maravillosamente. Dormir es una cosa muy sencilla, cuando
uno es joven.
—Mi fiancée, Amy, trabajaba en los economatos del ejército y de la marina
—dijo Graham.
—Fiancée? —preguntó Norman apurando el vaso—. Bueno, me importa
una mierda.
La cabeza calva de Graham relumbraba a la luz del fluorescente.
—Los jueves tenía media jornada. Yo solía bajar a Londres, en el autobús, y
la iba a recoger para ir a tomar el té en Gunter’s.
Se detuvo.
—¿Y qué fue de ella, querido? —preguntó Madge.
Graham no contestó. Todos lo miraron. Por primera vez Evelyn se fijó en
sus manos. Eran delgadas y tenían las manchas de la vejez, las tenía entrelazadas
en su regazo.
—Falleció.
Hubo otro silencio. Stella se sonó la nariz.
—¿Por qué no sabíamos eso? —le susurró Evelyn a Madge.
—No lo preguntamos.
Había pasado media hora. Se habían corrido las cortinas en la sala de
televisión. Apiñados allí, estaban todos viendo un vídeo de EastEnders. Los envíos
de la serie llegaban, a intervalos regulares, enviados por los nietos de Olive Cooke.
Nunca estaban etiquetados adecuadamente, así que veían los episodios en un orden
aleatorio, lo cual, incluso para los que tenían la cabeza más despejada, resultaba un
tanto embarullado.
Surinda le susurró a Evelyn:
—¿Por qué se han ido todos ustedes de Inglaterra?
—Por distintas razones, querida. A algunos de nosotros nos pareció que ya
no podríamos arreglárnoslas para vivir allí.
—¿Qué quiere decir?
—Distintas…, bueno, las distintas previsiones que habíamos hecho… Las
cosas no salieron exactamente como nos habían dicho que iban a salir. Las
pensiones y todo eso.
—¿Y por qué los hijos no cuidan de ustedes?
Evelyn se lo pensó.
—En Inglaterra las cosas son distintas.
En la tele, una mujer le atizaba a un hombre en la cabeza y luego estallaba en
lágrimas.
—¿Lo echa de menos, abuela?
—A veces —dijo Evelyn—. Echo de menos la lluvia.
—¡Espere al monzón!
«Echo de menos las colinas de Sussex —pensó Evelyn—. Echo de menos
el viento soplando sobre los campos de cebada, levantando briznas de plata».
Ahora en su casa vivía una familia llamada Harbottle. «Echo de menos mi jardín.
Ya sé que es una tontería, pero añoro tener las manos llenas de tierra. Me encantaría
cavar un poco en el jardín de aquí, y poner unas cuantas plantas en un surco».
—Quiero ir a Inglaterra —suspiró Surinda.
Evelyn sonrió.
—Probablemente querrás ir por la misma razón que nosotros queríamos
salir de allí.
—¡Ssssh! —Madge subió el volumen de la tele. En EastEnders dos jóvenes
con las cabezas rapadas se insultaban mutuamente.
Evelyn susurró:
—Aquello ya no nos pertenece. No lo entendemos. Inglaterra pertenece
ahora a otra gente.
Solo esperaba que aquello no sonara racista. No quería que lo pareciera.
Y precisamente entonces hubo una pequeña conmoción. Una chica se
levantó y se abrió paso por medio de todos. Se sentó junto a Surinda, hablándole
en un aparte.
—¡El abuelo Norman me ha metido mano! —dijo.
Surinda ahogó una risilla.
—Pon a Kamila a su lado. —Se volvió hacia Evelyn—. Desde que se hace
llamar Karen se ha convertido en una verdadera zorrilla. Ahora se va con
cualquiera.
—¿Qué? ¿Incluso con gente como Norman? —preguntó Evelyn.
Salieron todos y se dispersaron por el jardín. El sol se estaba poniendo; era
hora de que los jóvenes se marcharan a trabajar. Sonny caminaba de un lado a otro
por el césped, hablando por su teléfono móvil.
Norman abordó a Surinda y la cogió por un brazo.
—Eres una chica muy guapa… —le dijo—. Permíteme que te lleve mañana
al pub Hideaway, y echemos un trago de un ron muy bueno que tienen…
Surinda le apartó la mano.
—No, gracias —contestó.
Norman señaló a un joven que se acercaba por el sendero.
—Esos no sirven para una mierda. Unos arrancacalzones, unos maricones,
la mayoría de ellos.
—¿Perdón? —murmuró Surinda.
—Los he visto en la calle, van de la mano. —Se inclinó hacia ella, respirando
agitadamente—. Mi querida niñita, esos juegan en otra liga…
—¡Que te jodan! —dijo Surinda.
—Vamos, no seas estrecha…
—Jao, karaab aadmi! —exclamó Surinda.
Sonny se acercó rápidamente.
—Ya vale, amigo…
—¡Deja de joderme, puto gilipollas!
—¡No haga el ridículo…!
—¡Déjame en paz! —rugió Norman—. Puto paki gilipollas.
Sonny agarró a Norman por el brazo y se lo llevó de allí. Norman avanzaba
a tropezones. Sonny lo enderezó y lo empujó hacia las escaleras de la veranda.
Se hizo un silencio. Eithne Pomeroy, la amante de los gatos, de repente se
echó a reír. Fue un sonido etéreo y agudo, como el de un pájaro que nadie había
visto, el pájaro que cantaba desde el flamboyán por la noche.
Cuando Evelyn se giró, los jóvenes teleoperadores se habían desvanecido en
el crepúsculo.
No era solo que Norman hubiera bebido mucho aquella noche. Algunos de
los otros también estaban descaradamente achispados. Eithne empezó a cantar
Capullito de rosa con su voz aguda y cascada:
Capullito de rosa, el viento de junio es cálido y suave, no esperes mucho y
no tardes demasiado…
—No, vida mía; no es así —dijo Madge—. Es «y no juegues con el destino».
La cena estaba tardando, de ahí la canción. De hecho eran ya las ocho y
media y no había ni el más mínimo indicio de la cena todavía. Se vio brevemente a
Minoo corriendo por el salón; y se oyeron gritos, pero ningún agradable olor de
curry procedente de la cocina (aquella noche había pollo bhuna). Los residentes se
encontraban en la veranda, bebiendo. Hacía ya mucho rato que habían limpiado
los cuencos de pequeños frutos secos, siempre dispensados en pequeñas
cantidades, como de costumbre.
A Norman no se le veía por parte alguna. El incidente con la chica india
había conseguido formar un grupo férreo contra él; incluso Dorothy, la señora de
la BBC, se había unido al sentir general.
—De verdad, es un peligro —dijo.
—Pobre muchacha —dijo Evelyn—. ¿Qué va a pensar de nosotros?
—No sirve mucho como embajador, ¿no?
Los Ainslie se habían perdido la aventura, porque habían ido a una
conferencia sobre Tagore. Pero ya se habían enterado de todos los detalles.
—Qué embarazoso.
—Absolutamente antibritánico, asaltar así a una mujer…
—Muy típico, diría yo. —Dorothy dejó su vaso de whisky—. Los hombres
ingleses son unos inútiles para los preliminares.
Un estremecimiento recorrió la mesa. Eithne empezó a reírse tontamente.
—Depende —dijo Douglas.
—Es por nuestras espantosas escuelas públicas —dijo Madge, casi
deletreando las palabras—. ¿Por qué creen que me casé con un judío?
—Yo tuve un amigo húngaro una vez… —dijo Dorothy. Tenía la voz
turbia—. Le echaba la culpa a la manía de tener casas en propiedad. En Europa la
gente alquila las casas, pero en Inglaterra los hombres quieren acabar rápido y se
mueren de ganas por volver al bricolaje.
—¿Qué dice? —preguntó Stella mientras manipulaba su audífono.
—No, la culpa es de las escuelas públicas —repitió Madge—. Se ponen
todos a darse por culo unos a otros a los quince años…
—¡Madge! —gritó Eithne.
—… y se lo pasan tan bien que se pasan el resto de la vida aterrorizados
pensando que son homosexuales.
—Eso no es verdad en las escuelas públicas… —dijo Jean—. Mire nuestro
hijo Adam.
—Precisamente —dijo Dorothy.
—¿Qué? —preguntó Jean.
Dorothy apuró su vaso.
—Al menos él es sincero en eso.
Se hizo un silencio. Un murmullo de risas empezó a oírse en una de las otras
mesas.
Jean susurró:
—¿Qué es lo que ha dicho?
—¿Qué es lo que ha dicho? —Se escuchó un pitido procedente de la oreja
de Stella.
Douglas echó hacia atrás su silla y se levantó.
—Querida…
—Tocó a su mujer en el hombro—. Subamos a nuestra habitación. He
olvidado las gafas…
Jean no se movió. Estaba allí sentada, con el rostro petrificado. Douglas le
cogió la mano.
—Vamos, nena —dijo—. Seguro que tú sabes dónde están…
Amablemente, ayudó a su mujer a ponerse en pie. La acompañó por la
veranda hasta la puerta. Jean avanzaba lentamente, como si fuera sonámbula.
Cuando se acabaron de marchar, Madge se volvió hacia Dorothy.
—¿De qué iba todo eso?
Dorothy no contestó. Se quedó allí, con la boca abierta. Madge pensó:
«Pobrecita. A lo mejor es verdad lo que dicen de ella… Esos vagabundeos, esos
murmullos… La verdad es que parece bastante chiflada».
Durante la cena hubo un ambiente un poco extraño. No se sirvió hasta las
nueve, y para entonces la gente ya estaba mareada por el hambre y por los efectos
del alcohol. Y no había pollo bhuna, que era uno de los platos favoritos de casi
todos. Parecía que se habían montado unos platos apresuradamente de pollo frito
con tomates de lata puestos de cualquier forma encima.
Tanto Norman como los Ainslie estaban ausentes. Y tampoco estaba
Graham, cuya presencia era siempre tan nebulosa que esta vez les llevó un rato
darse cuenta de que efectivamente no se encontraba allí. A lo mejor se había
sentido abrumado por sus propias revelaciones.
—Figúrate, con una fiancée que se murió —dijo Olive Cooke, apartando la
salsa de su muslo de pollo.
—No me extraña que parezca así…, en fin…, raro —dijo Madge.
Casi todos habían dado buena cuenta del pollo antes de que apareciera el
arroz. Jimmy dejó el cuenco en la mesa. Evelyn le susurró al viejo camarero:
—¿Ocurre algo ahí dentro?
—Problemas en la cocina, señora sahib —dijo, y se alejó
imperceptiblemente.
Madge miró a su alrededor.
—Dorothy tampoco está. Está pasando exactamente como en Los diez
negritos.
—Indiecitos, querida —dijo Evelyn.
—¿Quién será la próxima…?
Dorothy y Douglas estaban en el jardín, apartados de la vista del hotel por
un seto de arbustos. Podían escuchar el lejano entrechocar de platos en la cena.
Junto a ellos, el aviario estaba en silencio, porque los periquitos hacía ya mucho
rato que se habían ido a dormir.
—Lo siento muchísimo… —dijo Dorothy—. Pensaba que su mujer lo
sabía…
—Estuvo a punto de ocurrir una vez —dijo Douglas—. Acababa de romper
con un español que se llamaba Marco. Eso fue hace años. Marco telefoneó, pero
nosotros no estábamos en casa. Cuando regresamos, yo oí aquel mensaje en el
contestador. —Douglas se detuvo. Algo se movió entre las hojas secas. A lo mejor
era la serpiente que nadie había visto realmente pero que todo el mundo había oído
claramente—. Nos decía que nuestro hijo era homosexual. No solo eso, entraba
en algunos detalles de todas las cosas que había hecho. Se lo puede usted imaginar,
supongo. Y se tiró así durante diez minutos.
—Dios bendito —dijo Dorothy.
—Jean pasaba fuera aquella noche. Yo sabía que no debía oírlo, sabía que
aquello la destruiría, pero no sabía cómo borrar los mensajes. Nuestra hija nos
había regalado el aparato y no le había pillado el truco todavía. Así que apreté el
rebobinado y llamé a todos los que conocíamos, diciéndoles lo mucho que le
encantaría a Jean saber de ellos. Había estado un poco deprimida, les dije, y les pedí
a ver si podían darle un toque.
Douglas se detuvo ahí. Varios gatos estaban maullando en la oscuridad. En
aquel momento Eithne y las otras estaban demasiado borrachas como para ir a
darles de comer.
—Al día siguiente Jean regresó, y se encontró con ocho llamadas en el
contestador. «¿Cómo estás, Jean? Hace siglos que no te vemos…». Cosas así.
«Hemos estado pensando en ti, a ver si nos vemos…».
Ella estaba contentísima. Y todas las llamadas en conjunto duraban más de
diez minutos, así que el mensaje original se borró. Todo aquel cariño borró todo
aquel odio. Y ella nunca lo supo, hasta hoy.
—Lo siento mucho —dijo Dorothy otra vez. Al otro lado del muro, en algún
sitio del solar, aulló un perro.
—Lo habría averiguado tarde o temprano —dijo Douglas poniéndose en
pie—. Será mejor que vaya a ver cómo está.
Douglas dio unos golpecitos en el hombro de Dorothy y se fue; las pisadas
crujían en la gravilla. Dorothy permaneció allí sentada, en la oscuridad. Menuda
noche. Le recordó cuando era joven en el teatro: las confesiones y borracheras, el
viejo libertino haciendo el ridículo, el escándalo de la homosexualidad… Un
pequeño grupo abandonado en medio de ninguna parte.
Salvo que aquello no era ninguna parte. Dorothy conocía cada pulgada de
aquel jardín. Estaba un poco cambiado, claro, como los lugares cambian en los
sueños, pero era la misma tierra bajo sus pies. Era aterrador. Todos aquellos años
—la escuela, los estudios de la BBC, los pisos de Lancaster Gate y Marylebone
Road, toda la gente que había conocido y los lugares en los que había estado, todas
las comidas que había engullido, todos y cada uno de los setenta y cuatro años de
su vida— se le habían escapado como agua de las manos, como si casi ni los
hubiera vivido, y allí estaba, de nuevo en el lugar donde había empezado todo.
Dorothy pensó: «¿Qué sentirá cuando alguien te quiere lo suficiente como
para rebobinar una cinta como esa?».
Douglas se detuvo frente a la puerta de la habitación. Se imaginó el rostro
de su mujer, hinchado de llorar. Permaneció allí, en el pasillo, mirando el papel
pintado de la pared, con dibujos de bambú. Para ser sinceros, se alegraba de que
Jean supiera al final cómo era su hijo. Así se libraba de la carga que suponía el
secreto que había guardado durante tantísimos años. A él personalmente no le
importaba en absoluto. En su momento, le había incluso sorprendido su
ecuanimidad ante la homosexualidad de su hijo. Otra gente probablemente se
habría sentido conmocionada. Disgustada. El había pensado: «Ah, bueno, eso
explica muchas cosas entonces. Solo espero que Adam sea feliz».
Fue en ese momento, de pie, solo, en el pasillo, cuando Douglas se dio cuenta
de que realmente no le importaba que Jean estuviera disgustada. No le importaba
cómo se sentía la mujer con la que había compartido su vida durante cuarenta y
ocho años. «No me importa. Me da igual. De hecho, ni siquiera me cae bien».
Curiosamente, aquello ni siquiera le inquietó. Era como si las palabras
hubieran estado esperando, pacientemente, hasta que él se diera cuenta de que
estaban allí. La niebla se había disipado, revelándolas como antiquísimos megalitos.
Y ni siquiera le sorprendió su presencia.
Qué extraño y, sin embargo, nada extraño en absoluto. Quizá nada podía
afectarle. Algo en aquel nuevo país le proporcionaba un cierto cansancio en su
alma. Era la exasperante asfixia del lugar, la masa de aquella humanidad que no
podía hacer nada en ningún sentido.
Douglas miró el cuadro que colgaba de la pared. Era una fotografía de una
cascada. El cristal estaba rajado. En algún lugar de Cachemira o donde fuera,
aquellas aguas aún seguirían cayendo. Su mujer también estaría abatida. Aquello
también pasaría. Ya estaba demasiado viejo como para dejarla, no tenía fuerzas
para largarse, ni la energía para soportar las angustias de su mujer. La vida
continuaría, el agua seguiría derramándose sobre las rocas y él seguiría viviendo tan
resignado como los mendigos que estaban fuera del hotel, allí tirados con los
brazos extendidos.
Douglas avanzó hacia la puerta. A lo mejor nada de todo aquello era
importante, aquella cosa llamada vida; a lo mejor se había percatado de una gran
verdad. O tal vez simplemente era incapaz de sentir nada en absoluto y hacía
mucho tiempo que se había rendido.
Todo aquello debería haberle resultado aterrador, pero qué más daba.
Douglas giró el picaporte y entró en el dormitorio.
Eran las once, mucho más tarde de la hora a la que acostumbraba a irse a la
cama, pero Evelyn seguía levantada. Andaba transportando bolsas de plástico
llenas de periódicos al otro lado de la calle.
—¡Señora sahib!
Oyó el traqueteo de las ruedas de un carrillo. Era el mendigo mutilado sin
piernas, propulsándose hacia ella, pero Evelyn negó con la cabeza. Tenía las manos
ocupadas. Fue abriéndose camino y zigzagueando entre los puestos. El pequeño
bazar aún tenía ajetreo. ¿Es que nadie dormía en ese país nunca?
No se podía sacar de la cabeza el Capullito de rosa.
La vida es demasiado corta, y el amor lo es todo, ahora que lo pienso, el
amor solo llega una vez, y aun así, tal vez, llega demasiado tarde.
Cuando era joven había pensado que aquella canción era la cumbre de la
efusión lírica, pero ahora se daba cuenta de que la letra era una trivialidad. De
hecho, podría haberse enamorado de un montón de personas. Había hombres,
quizá ya muertos, que podrían haberla hecho tan feliz como Hugh. A lo mejor
incluso más feliz, ¿quién sabe? Si no hubiera sido tan bien educada, podría haberse
enamorado incluso durante su matrimonio. El compañero de navegación de Hugh,
Tim, le había tirado los tejos, y su amigo viudo Angus le había murmurado una
vez: «Ya sabes quién lo está deseando» durante un recital de flauta en el castillo de
Arundel. Si hubiera querido, Evelyn podría haber encontrado a aquellos dos
hombres apetecibles. Excitantes, incluso. Y, como aquella parecía una noche para
las confesiones, pudo incluso admitir una ligera y perturbadora fantasía con el
hombre de la estafeta de correos.
Evelyn entró en el Karishma Plaza y subió las escaleras. Una de las bolsas de
plástico se estaba rajando… El plástico indio era tan fino que no servía para nada.
Se puso la bolsa debajo del brazo. Arriba, en la oficina, miró las hileras de cabezas
de pelo moreno con los cascos atrapándolas como cepos. Michael Parker. Mary
Johnson. Todos andaban vendiendo cosas que nadie necesitaba. Sintió una
punzada de lástima. Cómo debe de estar la cosa para fingir ser otra persona porque
tú eres indio y por lo tanto no eres de fiar… Y, sin embargo, no se habían quejado;
de hecho, parecían pensar que era totalmente natural fingir ser británicos. Desde
luego algunos tenían mejor acento que algunos de los jóvenes que ella conocía,
incluso amigos de la familia.
Evelyn se detuvo en el exterior del cubículo de Rahul. Estaba empapelado
con pósteres de Bollywood.
—… si se compromete usted ya —decía—, podemos ofrecerle un descuento
sustancial… —Aquel día tenía el pelo de punta con gomina—. No, señor, le estoy
llamando desde Inglaterra… Sí, Enfield, ¿lo conoce usted? Una ciudad muy
agradable. Vivo aquí con mi pilingui.
Ay, Dios mío. Evelyn se apartó y escuchó a escondidas en el siguiente
cubículo. Podría jurar que oyó las palabras «economato del ejército y la marina».
Al supervisor no se le veía por ninguna parte. Evelyn se adentró en el
cubículo de Surinda.
—… no importa, señora, gracias por dedicarme un poco de su tiempo. —
Surinda, dejando escapar un suspiro, se quitó los cascos—. Vieja estúpida —dijo.
—Vengo a disculparme —dijo Evelyn.
—¿Y eso por qué, abuelita?
«Por todo, en realidad —pensó Evelyn—. Por ti, porque tienes que fingir.
Porque ni siquiera se te ocurre pensar que todo esto es horrible». Y dijo:
—Por el comportamiento del señor Purse.
—Ah, no pasa nada. Solo es un viejo salido.
—Y te he traído algunos periódicos ingleses. Creo que os dimos una visión
equivocada de Inglaterra. —Evelyn dejó las bolsas en el suelo—. Te ayudarán a
mantenerte actualizada. Salvo que, claro, algunos de ellos son bastante viejos. En
fin, no importa. Son siempre las mismas noticias, en cierto sentido, ¿no? Verás que
los crucigramas ya están hechos.
Surinda abrió un paquete de chicles y le ofreció. Evelyn declinó.
—Con mi dentadura, querida…
Surinda mascó durante unos instantes.
—Su hotel está bastante destartalado, ¿no? —dijo alegremente.
—¿Ah, sí? A mí me gusta bastante.
—¿Por qué?
—Supongo que está un poco como Inglaterra.
—Yo quiero trabajar en el Oberoi —dijo Surinda—. Tienen una discoteca
fenomenal.
—Creo que a mí ya se me pasó la época de las discotecas.
—Uno es tan viejo como se sienta.
—En ese caso, me siento vieja —dijo Evelyn.
Surinda se levantó y le mostró su silla.
—Siéntese, abuelita.
¡Qué amables eran todos! Evelyn pensó en los gamberros borrachuzos de
Inglaterra, corriendo como búfalos en el tren, y en cómo se aferraba su bolso
contra el pecho.
—Tengo una amiga como tú en Inglaterra —dijo Evelyn—, una joven que
me pintaba las uñas. Le tenía mucho cariño. Para la mayoría de la gente una ya es
invisible.
Una voz se elevó por encima de la mampara.
—… se dará cuenta usted de que somos una empresa más competente que
la British Gas, señor Potter, y podemos reducir sus facturas trimestrales hasta un
treinta por ciento…
—La cosa es —empezó Evelyn— que yo estuve casada durante mucho
tiempo. Es bastante chocante salir al mundo real. Hasta entonces una no se da
cuenta de lo vieja que es. Has estado con otra persona durante tanto tiempo que
en cierta manera eres la misma persona que cuando la conociste. Ni siquiera te das
cuenta de sus canas. —Se detuvo—. Y tener a alguien con una es tan…, bueno,
tan distraído… En un sentido de comodidad. Cuando están a tu lado, todo
funciona. Impide que pienses en la muerte.
—No importa, señor Potter —dijo la voz del cubículo inmediato—. Que
tenga un buen día y chaochao colegui.
—Una tiene muchas oportunidades cuando es joven —dijo Evelyn—. O al
menos una piensa que las tiene. —Miró desde arriba a Surinda, que se había
sentado en el suelo—. ¿Vas a tener tu oportunidad, querida? ¿Te vas a casar con la
persona que quieres o te van a arreglar el matrimonio?
—Usted cree que eso es realmente malo, ¿no? —dijo Surinda—. Como raro.
Evelyn negó con la cabeza.
—Probablemente es una fórmula tan buena como cualquier otra. —Si
Christopher la hubiera escuchado, se habría casado con aquella encantadora Penny
Armstrong-James, que lo había adorado, pero al final, desalentada por la pasividad
de su hijo, la chica se había largado y se había casado con otro.
¡Oh, cielos! ¡Todavía no había llamado a su hijo! Esa era la razón por la que
había acudido a aquella oficina la primera vez. Parecía que habían ocurrido mil
cosas desde entonces.
—Buenas noches —le dijo al portero, el chowkidar, que estaba envuelto en
su manta, junto a la puerta. Él inclinó la cabeza. Alguien le había dicho a Evelyn
cómo decir buenas noches en el dialecto local, pero se le había olvidado por
completo.
Ya era casi cerca de medianoche. Las noches eran maravillosamente
luminosas en Bangalore; las estrellas eran tan brillantes que una podía tocarlas.
Elevad vuestras miradas al cielo, cuando los espíritus se sobrecogen,
cuando, amenazados por las tormentas, el corazón y el valor fallan.
Evelyn pensó: «Un día moriré. Debo aprender las palabras indias, y así podré
desearle las buenas noches a mis nuevos amigos».
Escuchó el canto de los grillos. Frente a ella se levantaba la mole negra del
hotel, con la mayoría de sus luces apagadas. Pensó en los dramas que habían tenido
lugar en su interior durante los días anteriores, los dramas que debía de haber visto
el hotel desde que fue construido a mediados del siglo pasado…, no, el siglo
anterior a este último. ¡Santo Dios! No eran solo los días los que volaban. Eran los
años. ¡Los siglos!
Una figura se estaba aproximando por el camino, desde la puerta principal
del edificio. Vio el resplandor de una camisa blanca.
—¡Señora Evelyn! ¿Qué hace usted fuera tan tarde?
Era Minoo. La gravilla crujía mientras caminaba hacia ella. Se quedaron de
pie mirándose uno al otro en la oscuridad.
—¿Ha venido a buscarme? —preguntó Evelyn.
El hombre estaba enormemente nervioso.
—Señora Evelyn, por favor, acompáñeme. —La cogió del brazo y le dio la
vuelta, avanzando de nuevo hacia las puertas exteriores—. Entre todas las personas
del mundo…, usted…, usted lo entenderá.
—¿Qué ha ocurrido?
Minoo sujetó algo delante de ella. Era un par de zapatos.
—¿Se acuerda usted de estos zapatos?
Evelyn se acercó para examinarlos mejor. Eran los zapatos que Minoo
guardaba en su oficina.
—Estos zapatos, señora, no me han traído más que desgracias.
—Llámeme Evelyn, por favor.
—En este país, expresamos nuestra devoción postrándonos a los pies de las
personas. —Minoo se quedó petrificado en el camino—. El Rig Veda cuenta que
un hindú se postró para decir: «Soy como el polvo a tus pies». —Se detuvo,
respirando agitadamente—. Y, sin embargo, ¡los pies son la parte más impura del
cuerpo! La cabeza del hombre primordial dio lugar a la casta más elevada, y sus
pies, a la casta más baja. ¿Qué embrollo es este?
Desde donde se encontraban, en el jardín, las luces del bazar apenas eran
unos destellos. Por encima de los tenderetes, en las oficinas, las ventanas
deslumbraban.
—Guardaba estos zapatos por razones sentimentales —dijo Minoo—. Mi
pequeño altar al amor. Pero ahora estoy en un punto de inflexión. Mi mujer no me
ha traído más que desgracias. Esta noche ha despedido al cocinero.
—¿Qué pasó?
—El sahib Norman estaba de muy mal humor. Llevó una botella de whisky
a la cocina y se emborracharon juntos. Fernández se emborrachó, claro, porque es
un borracho, ya me entiende. Es cristiano. Luego se quedó dormido y no había
cena preparada, y mi mujer lo despidió. Siempre consigue que los criados estén a
disgusto, les grita y los encizaña a unos contra los otros. Eso es lo único que hace,
eso y estar sentada encima de su gran culo leyendo revistas y sin mover un dedo.
Ya ve, señora, yo adoro este hotel, es mi hogar familiar, pero Razia no tiene ningún
respeto ni por el establecimiento ni por mí, ¿y cómo puede ser un matrimonio feliz
si no hay respeto?
Por Dios, ¡estaba llorando! Ya habían llegado a las puertas. Evelyn vio su
rostro con regueros de lágrimas a la luz de los coches que pasaban.
—Venga, venga… —le dijo—. No será la cosa tan mala…
—¡Si hubiera escuchado a mi madre…! —estalló Minoo—. Tendría que
haberme casado con la mujer que querían mis padres.
Evelyn se sintió de repente tan abrumada por el cansancio que deseó tirarse
en el suelo. Unas pocas yardas más allá, una pequeña familia dormía junta, con los
niños tumbados como muñecos al lado de sus padres.
—¿Qué va a hacer usted con los zapatos? —preguntó Evelyn.
—Me voy a deshacer de ellos.
Minoo cruzó a grandes zancadas la calle. Un hombre en una bicicleta estuvo
a punto de atropellarlo, se tambaleó y dio un giro brusco. Evelyn se apresuró a
perseguir al alterado gerente.
—¿A quién se los va a dar? —le preguntó cuando lo alcanzó—. Son sus
maravillosos y carísimos zapatos.
—Se los daré a la primera persona que vea que los merece. —Minoo se
detuvo en el cruce. Agitado con sus sollozos, miraba a su alrededor con aire
enloquecido.
Entonces avistó al hombre del carrito. Se fue hacia él, con los brazos
extendidos, dispuesto a entregarle los zapatos.
Evelyn se apresuró a acercarse a Minoo, y lo sujetó por el hombro.
—Yo no se los daría a él, querido. No tiene piernas ni nada.
Tercera parte
1
Aquel que en todo tiempo y lugar está libre de cualquier atadura, que ni se
regocija ni se apena cuando la fortuna es buena o mala, ese posee una serena
sabiduría.
BHAGAVAD GITA
Theresa estaba en su habitación del hotel, intentando leer. «El, que está en el
sol, y en el fuego, y en el corazón del hombre, es el Uno. Y el que lo sabe es uno
con el Uno». La habitación costaba 150 rupias la noche, barato incluso para el nivel
de la India, y había solo una bombilla sucia colgando del techo. «En el centro del
castillo de Brahmán, nuestro propio cuerpo, hay un pequeño altar con forma de
flor de loto, en cuyo interior podemos encontrar un pequeño receptáculo. Ese
pequeño receptáculo en el interior del corazón es tan grande como el vasto
universo». Theresa miraba de soslayo a través de los cristales de sus gafas. Eran
una reciente adquisición, compradas en Boots, en Durham, antes de ir a la India.
Era plenamente consciente del significado de aquella compra: otro punto de
inflexión de la edad mediana, junto con la gordura de sus brazos y, por supuesto,
de su barriga. Siempre llevaba ropas amplias en la India; en este caso, camisolas
shalwar kameeze que cubrían modestamente su cuerpo. Incluso en Inglaterra había
utilizado con frecuencia ropa de estilo hindú, y ahora podía comprobar su utilidad.
Pronto iba a cumplir los cincuenta. Era un horror. Durante aquel viaje se
había dado cuenta de un cambio en las reacciones de la gente. Los hombres ya no
intentaban charlar con ella. Allí, dondequiera que fuera, por supuesto, había
preguntas («¿De dónde es usted?», «¿Cómo se llama usted, por favor?»), pero
aquello no era más que la amistosa curiosidad que cualquiera puede encontrar en
la India. Ya no existía ningún interés sexual. Cuando viajaba de un sitio a otro,
embutida en los autobuses, o asfixiada en los trenes, la gente le cedía sus asientos
como si tuviera la edad de su madre. Incluso el Babu aquel del monasterio hindú
de Benarés, que era famoso por el brillo de sus ojos —famoso, en realidad, porque
le brillaban demasiado los ojos pensando en la unión fraternal con sus discípulos—
, incluso él, durante un encuentro privado —un satsang—, la había tratado con
una impecable gravedad. Aquello era, desde luego, liberador. La verdadera libertad
solo se encontraba cuando se lograba trascender la carne…
A Theresa le dolía la tripa; había tenido diarrea toda la semana anterior.
Fuera, en la calle, había un cartel: «EN EL HORMIGÓN RADICA LA
PERFECCIÓN». Una necesitaba un estómago a prueba de bombas para
enfrentarse al baño del pasillo. Sabía que debería comer algo, pero la sola idea de
pensar en comida le daba náuseas. Lo único que veía posible ingerir, en todo caso,
en un futuro lejano, era un huevo hervido y unas tostadas con mantequilla.
Agotada, Theresa se deshizo de sus chanclas y se inspeccionó los pies. Se
había clavado algo afilado en el templo de Hanuman, el dios-mono que liberaba a
la gente de sus problemas. La piel tenía una herida. ¿Qué pasaría si cogía una
infección y se moría, sola, en una habitación de hotel, en un país donde no le
importaba a nadie…, en un sitio donde nadie, excepto su madre, conocía su
nombre? Y ni siquiera su madre contaba, porque la idea de Evelyn viviendo en la
India era tan estrafalaria que Theresa simplemente no podía ni imaginársela, o, al
menos, no hasta que lo hubiera visto con sus propios ojos.
Theresa cerró los ojos. Se acomodó en una posición con las piernas cruzadas
sobre la cama.
—Oooooom… —murmuró—. Oooooom…
Intentó recuperar la energía, impulsándola desde los dedos de los pies, a
través del diafragma, a través de los chalabas. «En la base de la espina dorsal está
el Kundalini, el poder de la serpiente enroscada…». Intentó concentrarse.
Sin embargo, una visión siguió flotando en sus ojos: sábanas siseantes y
blancas en la cama de su casa, en Oíd Vicarage. El tintineo de una bandeja
aproximándose y su madre entrando en la habitación, con los huevos cocidos, las
tostadas con mantequilla y el último ejemplar de la revista Bunty.
—Oooooom…, oooooom…
En la habitación hacía un calor mortal. No podía abrir la ventana porque el
hotel estaba enfrente de la estación de autobuses y el ruido era ensordecedor. Los
humos de los tubos de escape la ponían enferma.
—Oooooom…, ooooom…
Sábanas siseantes y blancas…; un váter limpio en un gran cuarto de baño
enmoquetado; un rollo nuevo de Scottex en su dispensador; más y más rollos de
Scottex en un armario lleno de toallas de baño grandes y suaves… ¡Un BAÑO…!
El deseo era una ilusión. El deseo era tener miedo. Theresa se dio por
vencida y volvió a su libro. «Hay dos pájaros en un árbol. Uno gorjea en la fruta
madura mientras el otro permanece quieto y tranquilo. Las estaciones se suceden
y los frutos desaparecen…».
Trompazos y risitas en la habitación de al lado.
«El primer pájaro vuela de un lado a otro frenético, buscando la fruta. El
segundo permanece pacientemente esperando a que su amigo se dé cuenta del
engaño que supone el deseo, el dolor, la pena y la dependencia».
Era una pareja de holandeses; Theresa los había visto llegar con sus mochilas.
Tenían una energía inagotable. Habían conseguido que Theresa estuviera despierta
la mayor parte de la noche anterior. Necesitaba dormir un poco porque al día
siguiente por la mañana iba a coger el primer autobús a Kerala. Como le habían
robado el reloj, en Bombay, había perdido la noción del tiempo. Por supuesto, no
tener reloj era liberador y todo eso, claro…, pero tenía ciertas desventajas.
«El yo inmutable es lo único que existe».
La chica gritaba. La noche anterior Theresa había contado sus orgasmos:
gritillos ahogados, chillidos, pequeños ruidillos, durante horas. Había sido como
contar ovejas, pero sin el resultado deseado. ¿Cómo podía una mujer tener tantos
orgasmos?
Una cucaracha cruzó corriendo el suelo de la habitación. Theresa abandonó
su meditación y abrió su cuaderno de viaje. Y escribió:
Día 16 de diciembre
El monasterio hinduista de Pattipurnam fue un poco decepcionante, porque,
tras un viaje de dos días, llegué y me encontré con que el Swamiji no estaba en el
centro, y que se había ido a Alemania. De todos modos, su presencia se sentía en
aquella atmósfera sagrada y, desde luego, un viaje espiritual no tiene que tener
objetivos. Compartí una celda con una mujer muy agradable de Des Moines, que
se llamaba Prem. Lleva en la India muchos meses y me contó la visita que había
hecho al Swami del Banco en Tamil Nadu.
Este gurú ha estado sentado en un banco durante veinticinco años, en
silencio, con los ojos cerrados. Mi amiga estuvo sentada con él durante muchas
horas. Al final, él abrió los ojos y ella se vio invadida por un poderoso sentimiento
de gozo. Al parecer, era cartero antes de recibir la iluminación.
Hay algo infantil en los babajis que he conocido. Emanan una sensación de
asombro y encanto. También tienen un delicioso sentido del humor. Cómo nos
reímos cuando, durante los ejercicios espirituales, uno de nosotros levantó tres
dedos y le preguntó: «Gurú, ¿cuántos hay?». Swamiji, entrecerrando los ojos, dijo:
«Cuatro». De todos modos la mayor parte de mi tiempo la he dedicado a la
meditación, o simplemente he permanecido sentada en silencio escuchando las
enseñanzas. He viajado muchos kilómetros, de un monasterio a otro, pero, como
dice Sri Baba, un viaje no tiene comienzo ni final…
Se le secó el boli. Lo había comprado aquella misma tarde, en el bazar, pero
los bolígrafos indios, como casi todo lo demás en ese país, tenían una corta
esperanza de vida. Theresa apartó el cuaderno. No había necesidad de escribir. De
todos modos, ¿para quién estaba escribiendo aquel diario? Una tras otra, por azar
o por las circunstancias, todas sus posesiones habían desaparecido. Debería
sentirse iluminada, desde luego.
Tenía que admitirlo: aquel viaje estaba saliendo un poco frustrante. La última
vez que había visitado la India había regresado con un subidón, pero esta vez
parecía que la droga no funcionaba. Había habido algunos momentos de una
belleza de morirse. Recordaba un amanecer a las afueras de Allahabad: montañas
de basura, fuegos humeantes y pordioseros saliendo entre las cenizas… Una
inefable visión en medio de la miseria. Ese tipo de epifanías se podían encontrar
por doquier, siempre que uno tuviera ojos que quisieran verlo. Pero de algún modo
el chispazo que buscaba con tanto anhelo no se había producido. Esta vez, en
cierto modo, no había conseguido elevarse sobre los fracasos y las frustraciones, la
desesperanza general en todo. En varias ocasiones se había enfurecido, una
experiencia humillante en un país cuya población, independientemente de lo
cruelmente que las trataran, parecía no abrigar ningún rencor. En la India uno no
se podía tomar las cosas muy a pecho; simplemente, no tenía sentido.
A lo mejor se estaba haciendo demasiado mayor para la iluminación, la
unidad, el nirvana y ese tipo de cosas. Pero la edad no debería ser relevante; después
de todo, la mayoría de los gurús ya no estaban en sus cuerpos, pero sus espíritus
se sentían poderosamente, como si estuvieran presentes, sonriendo a sus
discípulos; la muerte era una irrelevancia. ¿Por qué, entonces, se sentía tan mortal,
con aquella cintura que no hacía más que engordar y con la tripa revuelta?
Shivabalayogi estuvo en una gruta durante ocho años, meditando veintitrés horas
al día y regresando solo a la vida normal para bañarse y tomar un vaso de leche. Su
cuerpo estaba carcomido por los roedores, y sin embargo él emanaba un fulgor
espiritual tan intenso que miles de personas iban a postrarse ante su presencia.
«Cuanto más estés en la India, menos sabrás».
Ahora Theresa sabía la razón. Era un fallo de su educación. Había ido a la
India para completarse, pero esto era imposible porque era una vasija rota. Ningún
pegamento espiritual, ni siquiera en grandes cantidades, podría repararla hasta que
hubiera aprendido a quererse a sí misma, y a sentir amor. Aquello lo veía todos los
días en sus clientes; y por eso era por lo que se había hecho consejera, para
empezar. Muchísimos de ellos, como ella misma, no habían recibido ningún cariño
que favoreciera su sentimiento de autoestima, de amor propio. En todos los casos
Theresa les había sugerido la necesidad de seguir el rastro hasta sus padres. Con
un enorme esfuerzo, aquella solución había favorecido generalmente el cambio.
La noche había caído. Theresa se levantó y se acercó cojeando a la ventana;
el pie había comenzado a palpitarle. En el exterior, en la estación de autobuses,
había una masa informe de gente…, gente acarreando bultos y maletas, gente
acarreando crios, gente saliendo de los autobuses o haciendo cola para montarse.
El tráfico era un puro atasco. Las bocinas berreaban con la típica furibundia
india…, nada personal, solo un acto reflejo. Al día siguiente la propia Theresa
tendría que irse. Había un lugar más al que tenía que ir, antes de viajar a Bangalore.
Todas sus esperanzas estaban ahora depositadas en una aldea remota de Keralana.
Allí, seguramente, encontraría el amor que durante tanto tiempo le había sido
esquivo.
Pues en aquella aldea, Vallickava, vivía la Madre de los Abrazos Sagrados.
2
La fe verdadera no vive solo en las palabras. Vive en los actos, los actos de
la vida diaria. De ese modo, con fe, todo se hace con cariño y elevación de espíritu.
SVAMI R. ANAND GIRI PURNA, Discursos
Madge y Evelyn se quedaron mirando el lingam.
—Nadie que conozcamos, querida —comentó Madge.
Evelyn se echó a reír. Stella seguía peleándose con su audífono.
—¿Qué ha dicho, querida?
El lingam ciertamente era impresionante: cuatro pies de alto, por lo menos,
y tallado en piedra, pulida y suavizada por las manos de los devotos. Evelyn
experimentó una curiosa sensación de debilidad.
—¿Esto es lo que estoy pensando que es…? —preguntó Stella.
—Yo veía muchos de estos cuando era pequeña —dijo Eithne—. Mis padres
me apremiaban para que no me parara delante. Por supuesto, yo no tenía ni idea
de por qué.
Eithne Pomeroy, la amante de los gatos, había pasado los primeros años de
su vida en Calcuta, pero se había ido cuando su padre fue destinado de nuevo a
Inglaterra. De vez en cuando se había mostrado dispuesta a contar lo que
recordaba de aquella época, pero en general eran recuerdos un tanto difusos.
«Déjanos de mariconadas», decía Norman con un resoplido.
Las cuatro mujeres estaban visitando un templo situado en algún lugar de las
afueras de Bangalore, cuyo nombre Evelyn no había pillado. Madge había
organizado la excursión. «Tienes que venir, Evelyn, o tu hija pensará que eres una
carroza». La noticia de la inminente llegada de Theresa y su interés en las cosas
indias había recorrido todo el hotel.
Sin embargo, Evelyn se había quedado igual que estaba. El templo era una
salita diminuta donde unas cuantas familias indias estaban parloteando como si
aquello no fuera un lugar sagrado en absoluto. Para ellos, claro, dios estaba en
todas partes, así que a lo mejor aquel sitio no era más sagrado que cualquier otro.
El dios elefante, adornado con bisutería y tapizado de flores, estaba colocado en
un nicho. Parecía el tipo de cosas que uno gana en una feria y luego desearía no
haberlo ganado para no tener que llevarlo a casa. Era todo bastante pintoresco,
pero su guía, como hacen a menudo los guías, les había soltado una lista de datos
y cifras que simplemente les habían entrado por un oído y les habían salido por el
otro. ¿Por qué los guías siempre nos cuentan cosas que no nos interesa saber?
Las cuatro mujeres salieron. El templo estaba en lo alto de una colina; casi
las había matado subir las escaleras. La luz era cegadora; en la distancia podían ver
los modernos rascacielos de la ciudad, resplandecientes en la calima, el espejismo
de los negocios. Evelyn se sentó, entre crujir de huesos, y se puso las sandalias.
—Al menos podrás decirle a tu hija que has estado aquí —dijo Madge—. Y
eso es lo importante.
Una mona, dándole de mamar a su cría, las miraba. El monito apartó su boca
de un pezón que hacía lustros que estaba seco, y miró a Evelyn con malicia. Ella
pensó en cómo antaño había dado de mamar a los dos grandullones que lenta pero
inexorablemente estaban acercándose a Bangalore desde lejanos lugares del
mundo. Aquello le produjo una sensación tan extraña como la de ver el lingam.
Eithne se inclinó hacia Evelyn. Señaló a Madge, que había abierto la polvera
y se estaba repasando con la barra de labios.
—¿Sabes…? —susurró—. No recuerdo cómo se llama…
—Se llama Madge —susurró Evelyn.
—¡Ay, qué tonta…!
—No te preocupes —dijo Evelyn—. A mí se me olvidan los nombres
constantemente.
—Seguro que el próximo nombre que se me olvida es el de mi hija —dijo
Eithne con una pequeña risilla. La hija de Eithne, Lucy, estaba casada con un piloto
de pruebas y vivía en Australia. Lucy había prometido que iría pronto a verla.
Todos decían eso, claro; luego era cuestión de encontrar tiempo…
Bajaron las escaleras, entre hileras de tenderetes.
—¿De qué hija estáis hablando? —preguntó Stella.
—¡No te preocupes, Stella! —dijo Madge—. La de Eithne. Se llama Lucy y
vive en Sydney.
—¿Sidney qué…? —preguntó Stella.
—Mi hija, que va a venir a verme —dijo Eithne—. Dice que será una
sorpresa.
—No permitas que te dé sorpresas, nena —dijo Madge—. Te dará un ataque
al corazón.
Se montaron en su coche alquilado. El guía, un hombre con gafas, muy
delgado, le dio a cada una su tarjeta. Decía: «DR. GULVINDER GAYA.
Licenciado en Arte (Prácticamente)». Evelyn la metió en su bolso junto a su
abundante colección de tarjetas profesionales. Dondequiera que iban, la gente se
las ponía en la mano. Le pagaron al taxista (treinta rupias, tal y como habían
acordado de antemano), y partieron.
Evelyn iba embutida en la parte de atrás, rascándose discretamente las
picaduras de los mosquitos. Iban hablando de la cena. Los jueves habitualmente
podían elegir o biryani (en fin, arroz con verduras) o chuletas de ternera.
—Mataría por un trozo decente de queso cheddar —dijo Madge.
Fernández, el cocinero, había vuelto a trabajar al día siguiente de haber sido
despedido. Al parecer, era una cosa habitual. De todos modos, Evelyn no le había
dicho a nadie lo de la confesión de Minoo. Dos semanas habían transcurrido desde
lo de los zapatos y el pobre hombre cada vez parecía más desgraciado. A su mujer
se la veía de vez en cuando dando voces a los criados, pero apenas hablaba con los
residentes y no reservaba servicios de pedicura. Jean Ainslie también parecía un
tanto enmudecida. La razón por la que estaba así no era de dominio público, pero
su silencio contribuía en gran medida a enturbiar el ambiente. Era como si todos
estuvieran esperando que ocurriera algo. Se parecía un poco a cuando empieza a
hacer mucho calor en verano, antes de que rompa el monzón.
—¡Mirad! —Stella señaló algo por la ventanilla.
Estaban cruzando un río. En sus orillas había un bosque de ropa tendida,
con cuerdas entre palos. Hileras de sábanas colgaban y deslumbraban al sol.
Diminutas figuras lavaban ropa en el río.
—Eso es un dhobi-ghat, querida —dijo Eithne—. La lavandería del hotel
seguramente será esa.
—A lo mejor puedo ver mis pantalones color rosa —dijo Madge.
—No… —replicó Stella—. No me refiero a eso… Mirad. ¡Es Dorothy!
Le dijeron al conductor que parara. Un camión hizo sonar su bocina. Pasó
junto a ellas, vomitando humos contaminantes. Poniéndose las gafas, todas
miraron por la ventanilla.
Junto a la zona de lavar había un grupo de chabolas, con el techo de plástico.
Había un taxi negro y amarillo aparcado allí. Incluso a aquella distancia pudieron
distinguir que la mujer que iba detrás era Dorothy: pantalones azules, blusa blanca.
Estaba hablando con uno de los lavanderas.
Se quedaron quietas allí, mirándola.
¿Qué demonios está haciendo ahí? —preguntó Evelyn. A lo mejor ha
perdido las bragas— dijo Madge.
Dorothy se presentó a la hora de cenar. Ninguna de las cuatro le preguntó
qué había estado haciendo en el dhobi-ghat; con Dorothy eso no se hacía,
simplemente. Se sentó a la mesa con Graham y las hermanas escocesas, un par de
viudas de Fife, muy agradables pero aburridísimas. Debido a los esfuerzos de
Madge, la disposición de los sitios se había convertido en algo más sociable: las
mesas se habían juntado para hacer mesas de cuatro, un número que según Madge
era más propicio a la conversación. Dos era muy agobiante; y si eran más de cuatro,
los más sordos no se enteraban de nada. Madge era veterana en un montón de
cruceros y sabía de esas cosas. Aquello tenía un cierto aire del juego de las sillas
musicales, sin embargo: los últimos en llegar veían sus opciones reducidas a
sentarse con Norman Purse o con Hermione Fox-Harding, otra de las amantes de
los gatos, que sufría flatulencia. El truco, claro está, consistía en llegar en grupo y
sentarse juntos sin separarse ni un milímetro.
Evelyn se puso junto a sus compañeras de la tarde. Miró a Dorothy con
curiosidad. Aquel gesto se tornó en asombro cuando Dorothy pidió una botella de
vino. Nadie bebía vino, era desorbitadamente caro, y un capricho tan extravagante
como cuando eran jóvenes. La gente bebía la cerveza local, refrescos indios o, si
se sentían un poco alocados, un licor importado. Jimmy le llevó la botella,
sosteniéndola como si fuera un petardo de fuegos artificiales, y tuvieron que
ayudarle con el sacacorchos.
—No será tu cumpleaños, abuelilla —vociferó Norman desde la mesa de al
lado. Y miró la botella con envidia.
Dorothy negó con la cabeza. Después de un largo rato Jimmy reapareció con
cuatro polvorientos vasos de vino, tiritando en una bandeja.
Evelyn, unos metros más allá, escrutaba la cara de Dorothy. Había un
ambiente de reprimida emoción a su alrededor, como si hubiera oído alguna noticia
en la radio de la cual los demás no tuvieran ni idea. Dorothy pinchó una rodaja de
huevo con mayonesa, se la llevó a la boca y luego, abismada en sus pensamientos,
la volvió a dejar en el plato.
Hasta muy pocos días antes, Evelyn había defendido a Dorothy contra los
rumores de chifladura que habían estado circulando. La excentricidad, como el
buen cheddar, era una de las cosas de las que los británicos podían estar orgullosos,
aunque la lista de orgullos patrios iba menguando cada vez más. Hasta que llegaron
al hotel, muchos de los residentes habían estado viviendo solos durante muchos
años, una situación que había favorecido los comportamientos extraños. La propia
Evelyn hablaba en voz alta con Hugh frecuentemente.
En fin, el día anterior precisamente Evelyn se había encontrado con Dorothy
en el jardín, hablando con el mali. Cuando se acercó y pudo distinguir lo que decía,
había descubierto que Dorothy no estaba hablando en inglés, para nada; era una
especie de galimatías. No era de extrañar que el mali le hubiera parecido a Evelyn
un tanto aturdido y moviera la cabeza como si negara algo. O a lo mejor estaba
haciendo aquel gesto que quería decir: «Claro, claro, lo que usted diga, vieja chiflada
inglesa». «Todos tenemos nuestras pequeñas manías», pensó Evelyn. Solo que las
de algunos eran más extrañas que las de otros.
Mira Muriel Donnelly. Ultimamente Muriel estaba cada vez más nerviosa. La
visita al santón no había producido el resultado deseado: aún no había indicios de
su hijo. Había telefoneado a su casa en Essex muchas veces: sin respuesta. Sus
vecinos no habían sabido nada de nada. Los esfuerzos de Muriel por localizar a la
mujer de su hijo y a sus dos niños, Jordán y Shannon, también habían fracasado.
A lo mejor la mujer también había huido. Muriel no tenía ni idea. No se sabía nada
de ninguno de los dos.
Sin embargo, Muriel persistió. A lo mejor ocurría un milagro. Después de
todo, sin esperanza probablemente perdería el deseo de vivir.
Después de cenar Evelyn se sentó en el salón, leyendo un ejemplar antiguo
de Good Housekeeping.
Desde la sala de la tele llegaba el sonido de la serie de televisión Porridge;
alguien había encontrado una copia pirateada en el videoclub de Khan. En el sillón
de enfrente dormitaba Hermione, con su diario en el regazo. Estaba escribiendo
sus memorias para su nieto.
Muriel se acercó a Evelyn y le susurró:
—Adivina qué. Voy a hacer que me lean las hojas mañana.
—¿Las hojas?
—Me van a leer el futuro.
—¿Tú crees que es una buena idea? —preguntó Evelyn.
—Las respuestas están ahí escritas —dijo Muriel.
—¿Cómo? Pensaba que las hojas solo formaban como una especie de silueta.
—¿El qué?
—Pues las hojas de té.
—No, no son hojas de té, cariño —dijo Muriel—. Eso puedo hacerlo yo.
Son hojas de palmera. Te dicen incluso cuándo te vas a morir.
Enfrente, Hermione se había quedado dormida. Las memorias resbalaron de
sus dedos y se cayeron al suelo.
Ammachi, dicen, es la encarnación de Devi, la Madre Divina del Universo.
En su monasterio o ashram, en esta pequeña aldea de pescadores junto al océano
Índico, construida en el lugar donde nació y donde pasó su infancia, miles de
personas de todo el mundo vienen a experimentar su especialísima darshan o
doctrina, mediante la cual acoge a cada discípulo entre sus brazos, como una madre
abraza a un niño.
Theresa estaba sentada en las rocas leyendo De aquí al nirvana. Las olas se
vertían en la playa y se retiraban susurrando. Su ritmo la acunaba. Cada ola era su
conciencia, lavándola y luego retirándose y dejándola limpia. Ahora que había
llegado, estaba llena de paz.
Terrenal, vital y arquetípicamente maternal, la Madre de los Abrazos
Sagrados recibe personalmente a cada persona que llega a ella, riendo, riñendo,
consolando y finalmente acogiendo al discípulo en un amplio abrazo
(habitualmente acompañado por una golosina de chocolate o alguna otra
chuchería, como prasad). Se dice que ha abrazado a más de 15.000 devotos en una
noche, recibiendo a cada uno con una radiante y sincera sonrisa. Sus discípulos
estiman que hasta la fecha habrá abrazado a unos veinte millones de personas.
¡Qué raros eran los abrazos de la propia madre de Theresa! Evelyn no había
sido una persona física en absoluto: demasiado fría, demasiado británica. La sola
idea de su madre haciendo el amor con su padre era demasiado grotesca como para
que Theresa pudiera siquiera imaginarla. Una vez, cuando ella era pequeña, Theresa
se había colado en su habitación y había intentado escalar a la cama para estar con
ellos. Su madre la había cogido sin decir una palabra y la había llevado de nuevo a
su cuarto. Aquella fue la primera experiencia de rechazo de Theresa, la primera de
muchas.
Theresa se percató de repente de un olor. En una hendidura, entre las rocas,
había un montón de mierda. Se levantó y, cruzando las rocas, bajó cojeando a la
playa. Su herida se había convertido en un dolor sordo. El esparadrapo indio no
servía para nada; se caía en cuanto andabas un poco.
En realidad, los abrazos de su madre ni eran abrazos ni eran nada; solo un
breve apretón contra un cuerpo rígido, un beso en la mejilla. Aquellos apretones
eran traicioneros, porque significaban un adiós. Un breve abrazo y luego sus padres
se iban, alejándose en su Rover, de regreso a su feliz hogar matrimonial, y dejando
a Theresa frente a los horrores de un internado. ¿Cómo pudieron desprenderse así
de su hija? ¿Qué clase de amor era aquel? Siempre habían querido más a
Christopher, desde luego, su niñito adorado. Oh, Christopher no podía hacer nada
mal.
Theresa regresó renqueando a la aldea. Si al menos pudiera encontrar un
gurú de pies, para que curara sus heridas… Si al menos pudiera encontrar un gurú
de la barriga, para que le curara la diarrea… A juzgar por las pruebas dispersas por
toda la arena, ella no era la única que sufría cagalera.
Avanzó junto a una hilera de autobuses. La aldea estaba atestada de
peregrinos, muchos de ellos occidentales.
—Eh, colega, ¿qué haces? —Dos jóvenes ingleses se abrazaban—. Nos
conocimos en Benarés, ¿no te acuerdas? En la tienda de Pandit’s Chai.
Theresa había encontrado una habitación, aunque con alguna dificultad; era
una celda de cemento en una casa al lado de la carretera principal, junto al cibercafé.
Theresa se sentó en la cama. En el exterior el tráfico avanzaba lentamente. Podía
oír las voces de la gente cuando pasaba andando junto a su ventana.
—Ahora estoy viviendo en Wembley —decía una chica—. Pero estoy
buscando un sitio en Kensal Rise.
Por norma, Theresa evitaba a los ingleses, pero de repente echó de menos
mantener una conversación, incluso aunque fuera tan limitada como lo sería con
una londinense borracha con la mitad de su edad. Sacó su paquete de toallitas
húmedas. Solo le quedaba una. Intentó limpiarse la herida, pero la toallita se había
secado.
«Da igual —pensó—. Mañana me abrazarán».
Si tu alma encuentra la paz en mí, podrás sobrellevar todos los peligros por
mi gracia; pero si tus pensamientos solo se centran en ti, y no quieres escuchar,
entonces perecerás.
BHAGAVAD GITA
La muerte de Norman sobrecogió a los residentes. Un ataque al corazón, al
parecer. Estaban en el salón, bajo una solitaria guirnalda de espumillón; la
instalación de la decoración navideña se había suspendido de momento.
—No puedo creerlo —dijo Hermione—. Menudo personaje. Menuda fuerza
vital… —Era una cristiana practicante y muy agradable con todo el mundo.
—Aún no entiendo cómo ocurrió… —dijo alguien.
—Se perdió en el bazar —contestó otro.
—Pero ¿qué estaba haciendo allí?
—Comprando algo, supongo. Un regalo de Navidad.
—Pero… ¿no estarían ya cerradas las tiendas?
—A lo mejor permanecen abiertas hasta tarde, ahora en Navidad, como las
tiendas de ropa de lujo de Dickins & Jones.
—¿En el bazar?
—Pero si aquí no celebran la Navidad.
—Pues claro que sí, querida. Se lo enseñamos nosotros.
—¡Por el amor de Dios! —interrumpió Madge—. Ese hombre estaba de
juerga, menudo viejo salido.
—¡Madge!
—Le dio un ataque al corazón en plena faena.
Se hizo un silencio. Hermione se hundió en su sillón.
—¿Qué faena? —preguntó Stella.
—A Peter Sellers le pasó lo mismo.
—¿Ah, sí?
—¿De quién estáis hablando?
—… con su mujer. Aquella estrella de cine.
—Tenía una hija, pobre.
—¿De quién hablas, querida?
—¿Quién se lo va a decir cuando llegue?12
—Si uno tiene que morirse, hay que coger el mejor camino. Rapidito.
Fuera, el día se había nublado. Por la puerta entraba una brisilla fría que
congelaba las mejillas. Después de todo, era diciembre. El espumillón tembló.
—¡Ya me acuerdo! Britt Ekland.
Minoo les había dado la noticia a la hora del desayuno. El cuerpo de Norman
había sido trasladado al hospital a la espera de nuevas órdenes. Su hija había sido
informada y llegaría a la mañana siguiente, un día antes de lo previsto. «¿A qué
tanta prisa?», pensó Douglas. Al parecer, el yerno de Norman había cambiado sus
planes y vendría con ella, acompañándola. Parecía que te tenías que morir para que
la gente cruzara medio mundo para venir a visitarte. Los hijos de Douglas tampoco
iban a ir por Navidad; debía de ser porque él y Jean todavía estaban vivos.
Douglas había tenido sentimientos encontrados respecto a Norman, pero su
muerte le había afectado profundamente. Ya había empezado a sentirse débil.
Aquella noche, unas semanas atrás, lo había expresado con palabras y ya nada podía
borrarlo de su mente. La palabra «horrible», que nunca utilizaba habitualmente, se
había hecho un hueco en su cabeza. «Estoy casado con una mujer horrible. Es
presuntuosa. Aburrida. Insoportablemente engreída. La simple idea de pasar el
resto de mi vida con ella es demasiado horrible para pensar siquiera en ella». Qué
raro que no se hubiera dado cuenta antes. Habían estado siempre muy atareados
yendo de un lado a otro, a Portugal, o en las giras de la Asociación Nacional de
Bellas Artes y Artes Decorativas. A lo mejor ese sentimiento siempre había estado
ahí, latente, pero no se había atrevido a admitirlo porque, como la bomba nuclear,
en esos momentos no se podía siquiera imaginar.
La muerte de Norman había demostrado, si es que se necesitaba semejante
prueba, que la vida es corta. Si al menos la buena educación funcionara, cuando se
tratara de la muerte… «Usted primero». «No, por Dios, usted primero…». Los
buenos modales no le habían servido absolutamente para nada en el pasado. De
hecho, había sido la buena educación la que había hecho que se casara con Jean.
Oh, era vital y atractiva, y había disfrutado yéndose a la cama con ella, pero, para
ser sincero, se había casado con ella porque ella había dado por supuesto que lo
harían y él no quería que lo consideraran un sinvergüenza. Y ahora resultaba que
habían transcurrido cuarenta y ocho años, igual que en un sueño. Y ahora, más
pronto que tarde, moriría. «¡TÚ PRIMERO!». Como saltar al mar en un día helado.
«Salta tú primero y luego me cuentas qué
Sin duda las mujeres de Dunroamin envidiaban su matrimonio. Qué poco
sabían. Douglas había sentido un fuerte impulso de sincerarse con Evelyn. Ella y
Dorothy eran las únicas personas que podrían entenderlo. Aquello era imposible,
claro. Debía llevarse su secreto a la tumba.
Se había servido la comida: pollo «de la coronación» (en fin, pollo
precocinado con mayonesa), o un pescado frito llamado pomfret. La vida tenía que
seguir, las comidas tenían que cocinarse, servirse y retirarse. Los criados, sin duda
acostumbrados a la presencia de la muerte, continuaban con sus obligaciones. Los
residentes, naturalmente, también habían sufrido alguna muerte cercana, pero la
India parecía mostrar la futilidad de la vida a una escala superior a la que uno podría
estar acostumbrado. Olive Cooke juraba que un cuerpo envuelto en harapos y
tirado al lado de la tienda de regalos Gulshan, enfrente de Dunroamin, había estado
allí dos días.
El sol había salido. Evelyn se encontraba en la veranda, con un gorrión en el
regazo. Se había dado un golpazo con el ventilador del techo y se había caído allí,
atontado. Aquello había ocurrido en varias ocasiones con anterioridad. Varias
mujeres habían cuidado de los pájaros en sus regazos, pero casi ninguno había
revivido.
—Salgo un momento, mamá, te veo luego. —Theresa cruzó la veranda.
—¿Dónde vas?
Theresa sonrió.
—De compras.
¡Dios bendito, su hija llevaba carmín en los labios! El efecto era
distorsionado!'. La última vez que la había visto con carmín fue con motivo de las
bodas de plata de Evelyn y Hugh.
Evelyn observó a Theresa caminando alegremente hacia las puertas del
recinto. Sospechaba que su hija iba a comprarle un regalo de Navidad. Esperaba
que no fuera un regalo demasiado comprometido: habitualmente le regalaba alguna
cosa del catálogo de Greenpeace que Evelyn discretamente le traspasaba a su chica
de la limpieza.
—¿Algún signo de vida? —preguntó Douglas desde la mesa de al lado.
Evelyn miró hacia su regazo. El gorrión ni se había movido.
—Todavía no.
—Oh, bueno, la esperanza es lo último que se pierde.
Douglas estaba con su mujer, que estaba escribiendo una carta. El hombre
tenía su novela de aventuras de Wilbur Smith abierta delante, pero Evelyn sabía
que no la había estado leyendo. Todos estaban un poco distraídos por las últimas
noticias. Ya fue bastante perturbador darse cuenta de que estaban viviendo en la
antigua escuela de Dorothy. Pero aquel día, además, había una nerviosa inquietud
en el ambiente. Uno y medio menos (Eithne era el medio); ¿quién sería el próximo?
Así que Norman estaba, tal y como lo había expuesto Madge un tanto
cruelmente, «en plena faena». Se llamaba la petite morí, Evelyn sí que sabía eso.
Por lo que a ella le concernía, tenía que admitir que tenía una experiencia limitada,
y hacer el amor era una cosa más relacionada con la compañía que con una
experiencia cercana a la muerte. Se preguntó si Graham Turner sería virgen. Estaba
sentado bajo aquel árbol que llamaban ficus sagrado, y se dedicaba a escribir en su
cuaderno. Una solo tenía que mirarlo para sospechar que probablemente ese sería
el caso; es decir, que sería virgen. ¿Qué tendría que escribir después de haberse
pasado la vida en la administración?
Y luego… estaba su propia hija, Theresa, también, que no tenía mucha suerte
en ese aspecto. Las pocas aventuras amorosas que Evelyn le había conocido habían
terminado en una refriega de recriminaciones. Theresa lo hacía todo complicado.
Quería volcarlo todo en sus «relaciones», una palabra que para Evelyn siempre
significaba lo mismo que «problemas». Una vez que la gente empezaba a hablar de
«una relación», todo empezaba a irse al traste. ¿Por qué Theresa no podía ser
simplemente feliz? El tiempo era corto…, terriblemente corto. «Coge las rosas
mientras puedas». Evelyn había aprendido aquello en la escuela, donde, claro, en
ese momento, no tenía ningún significado. Ahora, a pesar de los pequeños enredos
e incomodidades, tenía la seguridad de que estaba en compañía de gente que, de
un modo u otro, tenía aquello muy presente en su mente.
Al día siguiente llegaría Christopher, con toda la familia en recua. Sabía que
su hijo había reservado aquellas vacaciones especialmente para ir a verla, pero la
perspectiva la atemorizaba de un modo terrible. Toda la historia volvería a empezar
como si no hubiera habido ninguna interrupción… La culpa, el resentimiento. «Tú
siempre te pones del lado de Christopher, tú y papá, nunca he sido el tipo de hija
que habríais querido que fuera». El internado, sin duda, asomaría su espantosa
cabeza. Dios bendito, Dorothy había sido arrojada al mundo a los ocho años y ahí
estaba, perfectamente. Bueno, a lo mejor no estaba muy bien, pero había
sobrevivido.
Y Theresa era tan indiscreta… ¿No tenía sentido del decoro en absoluto?
«En nuestra familia nadie cree en los beneficios de la comunicación», decía. Desde
luego ella había hecho todo lo posible por compensarlo desde entonces. Durante
su primer desayuno en Dunroamin había intentado explicarle a Jimmy el síndrome
de Munchausen, mientras el camarero le estaba sirviendo cereales con miel Sugar
Puffs. Ella creía que los criados eran personas y que, por tanto, debían participar
en las conversaciones.
—Yo solía fingir que estaba enferma —le dijo Theresa al viejo—. Solo para
llamar la atención de la gente.
—No creo que te entienda, cariño —le dijo Evelyn.
—Solía cojear cuando iba andando.
—Theresa, aquí no se necesita fingir que se cojea.
Tenía que admitir que Theresa parecía estar más animada desde el día
anterior. Aquel abrazo en las escaleras había sido en cierto modo un avance. Pero
Theresa era una mujer turbulenta y estaba en un momento complicado de la vida.
Debía de ser terrible darse cuenta de que la posibilidad de tener hijos finalmente
había desaparecido para siempre. Después de todo, sin hijos, ¿quién cuidaría de
una persona cuando se hiciera vieja?
¿Quién? Evelyn prescindió de la respuesta. Miró de reojo el jardín. Graham
Turner apartó el cuaderno y se metió en el hotel para echarse su siestecilla.
Evelyn tocó el gorrión. Estaba tieso, o porque estaba aterrorizado o porque
estaba muerto. Cualquiera que fuera la razón, aún lo tendría allí un poquito más.
—Sigo pensando que en cualquier momento va a salir de repente del hotel
voceando: «¡Sois todos unos gilipollas!» —dijo Douglas.
Evelyn dio por supuesto que estaba hablando con su mujer, pero Jean se
había quedado dormida. Estaba hablando con ella.
Cuando el Señor del cuerpo llega, y cuando luego se va y vaga por el espacio,
los lleva a todos con él, como el viento arrebata los perfumes del lugar de los
sueños.
BHAGAVAD GITA
Las cenizas de Dorothy fueron esparcidas por el jardín de Dunroamin, su
Paraíso perdido, donde había jugado cuando era niña. Adam Ainslie, su protege,
había venido; y también una sobrina lejana, que tuvo que soportar la observación
de Douglas de que uno tenía que morirse antes de que alguien decidiera visitarte.
Te apagas, te apagas, pequeña vela, la vida no es más que una sombra
andante, un pobre actor que titubea y tropieza cuando llega el momento de salir a
escena y luego desaparece para siempre…
Adam leyó el texto. Douglas estaba profundamente afectado. «¿Esto es lo
que parece?», había dicho alguien, durante el corte de luz. El sabía que debía de
haber sido una muerte apacible, simplemente se había quedado dormida cuando
se encendieron las luces, pero él estaba atenazado por el pánico.
—¿Te encuentras bien, papá? —preguntó Adam.
—¡Perfecto! —dijo Douglas, sonándose la nariz.
—Me siento muy culpable. —Adam se sentó en los escalones de la
veranda—. Debería haberla ido a ver. En Londres. Siempre estaba tan ocupado, y
ahora ya es demasiado tarde.
Douglas miró a su esposa. Jean estaba en el césped hablando con Evelyn. Le
lanzó una mirada a su hijo. Tarde o temprano los tres tendrían que sentarse y hablar
sobre la orientación sexual de Adam. La sola idea de esa conversación —en
realidad, de cualquier conversación— conseguía abatir profundamente a Douglas.
«No puedo vivir el resto de mi vida con ella».
¿De modo que así era como se hacía? Se cruzaba la gasolinera, como Jack
Nicholson y se subía uno a otro vehículo. El hijo de Evelyn lo había hecho.
Soplaba un viento frío. Evelyn se abrigó con su chaqueta, embozándose
hasta el cuello. Era un gesto instintivo de chiquilla. ¡Qué frágil parecía, como si un
viento fuerte pudiera derribarla!
—Esto nos ha dejado pasmados —dijo Douglas. Se acordó del avión, y de
cómo había inflado el rollizo rectángulo de la almohadilla para el cuello y se la había
pasado a Evelyn. Era como si hubiera querido facilitarle el paso a la otra vida. Era
duro viajar sola.
Evelyn, arropada en su manta de avión. Recientemente los dos habían ido
juntos a la tienda de alquiler de vídeos de Khan. En el cruce algunas mujeres
esperaban el autobús —mujeres de pueblo, musulmanas, envueltas de pies a cabeza
en sus burkas—. «Ser viejo es como llevar uno de esos burkas», había dicho Evelyn.
¿Le habría dicho el marido de Evelyn alguna vez que era preciosa? Parecía
que Hugh era un hombre serio, no muy dado a las tonterías. Evelyn decía que
adoraba a su spaniel.
—Toma, papá. —Adam le pasó un kleenex. Estaba mirándolo de un modo
raro—. La apreciabas, ¿no?
—¿A quién?
—A Dorothy.
—Ah —dijo Douglas—. Sí.
Se estaba poniendo el sol. A esa hora del día el jardín se transformaba en un
lugar de una increíble belleza. Douglas miró a Evelyn, todavía milagrosamente viva,
con su sombra alargándose sobre la hierba. Su pelo ya no era gris. A la luz del
atardecer, brillaba con un color dorado increíblemente pálido. Se preguntó si habría
sido rubia en su juventud. Setenta y cuatro años de su vida le resultaban por
completo desconocidos, y sin embargo, allí estaba, inconcebiblemente familiar.
«Y entonces Adán cogió la manzana, y la comió». Douglas no había leído la
Biblia desde la catequesis dominical. Fueron expulsados del Jardín del Edén, eso sí
que lo sabía.
Douglas se levantó, se fue a su habitación y se tumbó en la cama, con la cara
apretada contra la almohada.
Más tarde, cuando Adam y su madre se dispusieron a mantener su breve
conversación, Adam le dijo:
—Pobre papá, no puede dejar de llorar. No es muy propio de él.
—No sabía que apreciaba tanto a Dorothy —dijo Jean.
—Está inconsolable.
Al día siguiente Ravi y Pauline volaron a Delhi para visitar a la familia de
Ravi. Ella nunca logró averiguar cuál había sido la razón de que su marido hubiera
lanzado aquel discurso durante aquella extraordinaria cena de Navidad. Algo le
había afectado profundamente, pero había sido incapaz de expresarlo. Aquel día
Pauline había decidido abandonarlo, a lo mejor fue el sentimiento de pérdida que
flotaba en el ambiente…
Ahora ya no estaba tan segura. Llegaron al aeropuerto de Delhi, donde había
que adelantar las manecillas del reloj manualmente hacia el futuro; Pauline pudo
ver las rodillas del hombre, allí en cuclillas, tras la esfera del reloj. «¿Por qué no
podemos ser simplemente mamíferos?», pensó. Somos mamíferos. ¿Por qué no
podemos ser simplemente cuerpos calientes en la cama, abrazados el uno al otro?
El mundo es demasiado aterrador como para hacerle frente solos.
Ravi le tocó el hombro.
—Ahí están —susurró.
En la barrera estaba su familia: sus padres, su hermana, sus dos hijos, su tía
Preethi. Ravi les devolvió el saludo con la mano.
—Vamos a ello —murmuró, como un crío de seis años.
—Ojalá no me lo hubieras dicho, mamá —dijo Keith.
—A alguien se lo tenía que decir —dijo Muriel—. Ahora que sabes cuándo
voy a morirme, ya sabes cuánto tiempo nos tendremos el uno al otro.
—Me produce una sensación rara —dijo.
Los tres estaban dando una vuelta por el jardín botánico —Muriel, Keith y
Theresa—, aunque ninguno de ellos estaba interesado en las plantas.
—No se crea todo ese rollo de las hojas de palmeras y ese lío. Eso solo
genera impotencia —dijo Theresa.
—¿Ya no opinas lo mismo de la India? —dijo Keith.
—Quiero irme a casa —dijo Theresa—. Estoy cansada de todo esto de aquí,
mis clientes me necesitan, mi madre cuenta ahora con Christopher, aunque Dios
sabe qué va a hacer él aquí. Me refiero a que es corredor de bolsa o algo así.
—Hay un montón de dinero en Bangalore, querida —dijo Keith.
Un mono pasó rápidamente a su lado, llevando a su cría bajo el brazo, pero
ya estaban acostumbrados a los monos. En un par de días, Keith y su madre
volarían hacia España. Él llevaba una gorra de béisbol roja muy calada sobre la
frente, y una camisa estampada de piñas. Ya le parecía un extraño a Theresa.
Durante dos semanas habían sido inseparables pero él ya estaba regresando al
anonimato. El 6 de enero, como Perséfone, sería tragado por el Inframundo, el
soleado Inframundo de la Costa del Sol, donde se iría a vivir, de un modo
incomprensiblemente sospechoso. «Te recordaré toda mi vida —quería decirle
Theresa—. Te quiero. Pero no en el sentido en que Swamiji escribió en sus Ocho
vías hacia la iluminación. No hay nada cósmico en mi amor; simplemente es
demasiado personal. Adoro tus brazos y tu piel y tu olor. Adoro que estés dentro
de mí. Adoro las cosquillas de tus pestañas en mi piel cuando parpadeas y cómo
me haces reír. Y esas pequeñas tonterías».
Al día siguiente, Sonny se encontraba en el Gymkhana Club tomando un
whisky con Keith.
—Yo no soy un pez gordo, amigo mío —decía Sonny—. Ese maderchod de
PK es demasiado gordo para ti y para mí.
—¿Qué significa maderchod, colega?
—Hijo de puta.
Sonny apuró su vaso y chasqueó los dedos solicitando más bebida.
—Voy a cortar por lo sano y a largarme de aquí —dijo Keith.
—Tengo que decirte algo. —Sonny bajó la voz—. Hice una cosa horrible y
voy a pagarlo en mi próxima vida. La venganza no es dulce, amigo mío. Es una
píldora difícil de tragar.
—¿Y qué hiciste?
—Fui yo quien se cargó al sahib Norman.
—Murió en plena faena, ¿no? —dijo Keith, encendiendo un cigarrillo—. Eso
es lo que dicen. Menudo cabrón con suerte.
—Murió en brazos de una hijra.
—¿Una qué?
—Un eunuco.
Keith se tapó la boca con la mano.
—¡No es gracioso! —protestó Sonny—. ¿Cómo podré perdonármelo? Se lo
compensaré a esos ancianos ingleses, he decidido dedicarme en cuerpo y alma a su
bienestar, pero ¿cómo puedo ayudar a su pobre hija, tan triste y tan pálida?
Llegaron las bebidas. Keith sacó los cubitos de hielo de su vaso y los dejó en
el cenicero.
Sonny pronunciaba su discurso sin esperar respuesta alguna. Simplemente
estaba hablando en voz alta en compañía de su nuevo confidente, que podía
comprender el lío en el que se encontraba, dado que el propio sahib Keith estaba
en un lío. Y uno mucho peor, sospechaba Sonny, porque al menos él nunca había
estado metido en los negocios de drogas de la organización de PK. Keith Donnelly,
suponía, sabía más de todo aquello de lo que estaba dispuesto a comentar. Sonny,
de todos modos, no tenía mucho interés en saberlo, porque las cosas ya se habían
puesto suficientemente feas. No he visto nada, no sé nada.
—¿Cómo podría ayudar yo a esa pobre mujer —dijo Sonny— que dentro de
tres días volará con las cenizas de su padre como único consuelo?
—¿De veras quieres ayudarla? —Keith lo miró fijamente.
Sonny asintió. ¡Qué sencillo era todo en la infancia, yendo siempre de rodillas
en rodillas! Los labios de su madre contra sus mejillas, el olor de su perfume. Si al
menos pudiera rebobinar su vídeo y volver a ser un niño otra vez, adorado y
querido simplemente por ser un niño…
Keith sonrió.
—Tengo una idea —dijo.
Era tarde. Douglas estaba en las puertas de Dunroamin, mirando hacia el
cruce. Aquel cruce ofrecía cuatro posibilidades: el aeropuerto, la ciudad, el distrito
de oficinas y el casco viejo. Había llegado el momento de tomar una decisión. Tenía
el cráneo agarrotado. A su lado, el cigarrillo del portero refulgió. Douglas había
dejado de fumar en 1986, pero en esos momentos necesitaba uno.
A la luz de las farolas, el pordiosero sin piernas estaba en su carrito. Evelyn
decía que ella solo le daba a dos mendigos, una tenía que tomar una decisión en
esos temas. Ella le daba al mendigo sin piernas, porque, aunque era joven, estaba
inválido. Y le daba también a un mendigo mayor por un sentimiento de solidaridad.
Sus circunstancias no tenían nada que ver, pero ella decía que venían a ser la misma
cosa.
Douglas pensó en los cuarenta y ocho años que había estado tendido al lado
de su mujer. Dorothy había soñado con los búfalos de agua en el río que había en
la parte de atrás de su casa, un paisaje que ahora se había convertido en el césped
de una empresa multinacional. Tendido al lado del cuerpo encamisonado de su
mujer, Douglas también había soñado. Los años que había pasado con su mujer se
habían difuminado como si no hubieran existido nunca. Era jodidamente
aterrador. Emocionantísimo también. ¿Qué era real en esta vida? ¿Qué había
aprovechado de todos aquellos años de ser abogado y marido, y de criar
muchachos y de sus caminatas por Dartmoor?
Tras él, en la oscuridad, los grillos chirriaban enloquecidos. A lo mejor eran
tres ranas, nunca lo había averiguado. No sabía nada salvo que se pasarían toda la
noche cantando y los mendigos seguirían esperando.
¿Cómo podía atreverse a causar tal sufrimiento cuando tarde o temprano
todos morirían? ¿Podía aquel monumental egoísmo justificarse incluso en la
juventud o por la despreocupación? Christopher, el hijo de Evelyn, era un
completo malvado, huyendo con una señorita india y dejando a sus hijos huérfanos
de padre.
Y él estaba en la misma situación, pero con setenta y un años.
«Capullito de rosa, el viento de junio es cálido y suave».
Por un instante Douglas pensó que era un disco. Pero la voz estaba
completamente desafinada.
«No esperes mucho y no tardes demasiado…»
A lo mejor era Hermione. Sus nietos habían venido a visitarla. Les había
dicho que estaba escribiendo sus memorias, una afirmación que en el seno familiar
había sido recibida con una educada indiferencia. Al día siguiente iban a llegar más
familiares, y otros se iban a marchar: su propio hijo, con el retrato de Dorothy que
había pintado Howard Hodgkin y que se lo había cedido en su testamento; Pauline
y Ravi, con las cenizas de su padre. Theresa también volaba de regreso a Inglaterra,
y Keith se iba a llevar a su madre para empezar una nueva vida en España.
«El amor solo llega una vez, y aun así, tal vez, llega demasiado tarde».
Douglas creyó oír una especie de aplauso. Pensó: «Ojalá hubiera aprendido
a tocar el piano».
«Nunca es demasiado tarde». Madge se iba a casar en marzo. Se iba a trasladar
a Nueva York con su pequeño y alegre millonario. Cualquier cosa era posible.
El corazón de Douglas tamborileaba como el de un adolescente. Se metió
en el hotel. El calendario todavía mostraba los cachorritos del año anterior, aunque
ya estaban a cinco de enero. En el mostrador había un cenicero, con una colilla
manchada con carmín escarlata. Era de Madge. Ya no pasaba las noches en el hotel,
porque se había trasladado a casa del señor Desikachar, «Hasta luego, cocodrilo»,
y volvía a aparecer a la hora de la comida del día siguiente. Parecía que había algo
profundamente inmoral en todo aquello.
«Espera un momentito, cocodrilo…». Allí de pie, en el vestíbulo solitario,
Douglas tomó una decisión.
Theresa se entregó a su lasaña vegetariana. Siempre tenía hambre en los
aviones. Al lado venía una porción de queso cheddar envasado y dos galletas. Miró
el queso. ¡Cómo lo había agradecido la gente mayor que había dejado en Bangalore!
Pensó: «He comido carne. He bebido cerveza de la boca de mi amante.
Apenas puedo reconocer a la persona que cogió un avión hacia la India hace dos
meses. No tuve ninguna bronca con mi madre, la conversación que tenía intención
de mantener con ella durante todos estos años en cierto sentido se ha convertido
en algo irrelevante. Si había algo que perdonar, se lo he perdonado. No necesito
que Swamiji me diga nada, lo he averiguado todo yo sola. Mi madre es de otra
generación, no tiene vocabulario para mis frustraciones. Ella y sus amigos de
Dunroamin son los últimos de una generación. Sus recuerdos son de un mundo
que ya es historia: un mundo donde a los niños se les veía pero no se les escuchaba,
donde los hombres cuidaban de las mujeres. Donde las mujeres cuidaban de sus
hombres. Los testigos de ese mundo están desapareciendo uno tras otro. Arnold,
el marido de Madge, había sobrevivido a Auschwitz. Su mundo era un mundo de
tragedias y certezas que han desaparecido para siempre».
La azafata pasó con el carrito a su lado.
—¿Me da una de esas? —preguntó Theresa.
Cogió la pequeña botella, giró el tapón y vertió el vino en su vaso. Mientras
lo hacía, pensaba: «Las personas como yo no seremos viejas como ellos.
Tendremos que amoldarnos a las circunstancias a medida que avanza el tiempo».
Luego pensó: «A lo mejor, a pesar de las permanentes y los cardados, eso es
lo que han estado haciendo ellas también».
Theresa acabó la lasaña y rasgó el envoltorio del queso. Miró el rectángulo
amarillo de cheddar. Para ser sinceros, se estaba atiborrando de queso, queso y más
queso. No era de extrañar que estuviera engordando.
«No estás gorda, estás estupenda».
Theresa apuró su vaso de vino. Cenando los ojos, pensó: «¿De qué va todo
esto? ¿De qué va todo esto?».
Christopher regresó a casa un mes después. Marcia voló a Bangalore, se
presentó en su piso alquilado y se lo llevó. Fue más fácil de lo que ambos habían
imaginado, como si fuera una ostra que hubiera regresado a su concha.
Para su sorpresa, Marcia fue muy compasiva, casi tierna.
—Cariño, ahí es donde deberían quedarse las fantasías. En la cabeza —y se
sentó en la cama mientras él hacía la maleta—. ¿Qué otra cosa podríamos hacer
con los sueños? Créeme, lo sé.
Marcia se había hecho algo en el pelo.
En el aeropuerto, por la pura fuerza de voluntad, Marcia consiguió que se
les asignaran dos asientos en clase business. Christopher estaba abatido. Las
últimas semanas brillaron y desaparecieron.
—Esa historia no es la tuya —dijo Marcia—. Nosotros somos tu historia.
Oh, era doloroso. Pero en retrospectiva Christopher sabía que el sufrimiento
que había infligido y experimentado podía verlo desde fuera, como siempre.
Realmente nada había cambiado. Había sido un hombre observándose a sí mismo
mientras se embarcaba en una aventura emocionante e impulsiva, un hombre que
se hacía pasar por él.
Estaba en el balcón de su piso. Abajo, en la calle 82, el tráfico se detenía y
avanzaba según ordenaban los semáforos, una y otra vez, una y otra vez. A medida
que avanzaba el invierno la luz del sol iba descendiendo en el edificio de enfrente.
Marcia le trajo un vaso de Chablis.
—Qué crío más tonto has sido —le dijo con cariño—. Un crío tonto, tonto.
Y le acarició el pelo cada vez más escaso.
8
Los eunucos en Nueva Delhi están ayudando a los clientes de las compañías
telefónicas: llevan sus quejas directamente a las oficinas de las compañías
telefónicas, donde provocan sentadas e incluso amenazan con exponerse a no ser
que se solventen los fallos. Los usuarios han reconocido una notable mejoría en
los servicios desde que comenzó la campaña. «La eficiencia de los empleados ha
mejorado mucho y los errores a menudo se rectifican sin que sea necesaria ninguna
actuación —dice un representante de una compañía telefónica—. Al final el que
sale ganando es el cliente».
The Guardian, 13 de febrero de 2003
A finales de enero Ravi y Pauline fueron en coche a High Wycombe, donde
se había criado ella. En su regazo llevaba una bolsa de Safeways; dentro, un
cofrecillo con los restos de su padre. Tenían pensado esparcir sus cenizas, no en el
Ganges, sino en un río más pequeño, en un hayedo donde Norman solía pasear,
hacía muchos años.
Aparcaron el coche y avanzaron por el bosque. Pauline recordaba el camino,
aunque había cambiado un poco, como si lo hubiera soñado… Los árboles habían
crecido y eran más altos, y un nuevo claro se había abierto donde antaño había
habido unos zarzales. Una señal rústica le informó entonces de que estaba
siguiendo el Sendero Chilterns Heritage. A su padre le gustaba caminar con un
bastón, dando machetazos a las ortigas, caminando delante, de modo que ella y su
madre tenían que salir corriendo para ponerse a salvo.
El camino descendía hacia el agua. Ravi la cogió de la mano para ayudarla a
bajar. Era un día muy ventoso; el viento le pegaba el pelo contra la cara. Ambos se
sentían curiosamente emocionados.
—¿Y si sale volando en la dirección equivocada? —preguntó—. ¿Y si sale
volando y nos da en la cara?
—En ese caso, yo diría que estoy de tu padre «hasta la coronilla».
Pauline se echó a reír. Había una nueva complicidad entre ellos esos días. A
lo mejor era la consecuencia de la muerte de su padre. Pauline sospechaba, sin
embargo, que era algo más complejo que eso, —tenía más que ver con la familia
de Ravi que con la suya—, pero no le apetecía preguntar la razón por si acaso se
rompía la racha. Incluso habían hecho el amor en casa de los padres de Ravi en
Delhi… antes de cenar; de hecho, con la gente charlando en el pasillo, fuera de la
habitación. Después se habían mirado a los ojos durante la comida y el padre de
Ravi había dicho: «¿Cuál es el chiste? ¿Podemos enterarnos nosotros?».
Descendieron por el camino, agarrándose a los árboles de los lados. Las
raíces sobresalían de la tierra. Más adelante Pauline recordó aquel descenso, cada
paso que dio. Estaba pensando en los espinos del solar que había detrás de
Dunroamin, el paisaje transformado del pasado de Dorothy, y cómo finalmente
Dorothy había encontrado la paz allí. Estaba pensando en su propio sueño para su
transformación, un plan que Ravi ahora apoyaba, pero que, en el gélido frío del
invierno inglés, parecía ridiculamente improbable.
Abajo, el agua centelleaba. Aquel era el momento de su padre, debía
concentrarse en él, pero estaba pensando en cómo podría encontrar un pedazo de
terreno en Bangalore y si Sonny podría ayudarla, echando mano de sus contactos.
Sonny había estado curiosamente muy atento con ella antes de partir, una cosa un
poco rara teniendo en cuenta su carácter. Se había hecho cargo de la organización
del funeral e incluso le había sacado la urna gratis a los de la funeraria.
Al final llegaron al río. En algún sitio de por allí —no podía estar segura de
ello en ese momento— los tres habían estado de merienda una vez.
—Papá había traído de Zimbabwe un poco de biltong, una especie de carne
seca…, a lo mejor todavía era Rhodesia por aquel entonces…, y estaba tan dura
como el cuero. Bueno, era cuero.
Pauline recordaba a su madre sentada en la manta, levantándose la falda por
encima de las rodillas para que le diera el sol en las piernas. A veces habían sido
felices, ¿no? Los placeres de su madre habían sido siempre muy modestos. Su padre
había hecho unas fotos, pero se habían destruido cuando se quemó su Pauline se
agachó y sacó la urna. Era sorprendentemente pesada, pero la verdad es que uno
no sabía en realidad qué se podía esperar al respecto, ¿no? Con una uña levantó la
cinta adhesiva.
—¿Estás bien? —preguntó Ravi.
Ella asintió. Retiró la cinta, la arrugó y se la metió en un bolsillo de su
chaqueta. En todo aquello parecía como si faltara algo. ¿Deberían cantar un salmo
o algo…?
Se hizo un silencio. Se miraron el uno al otro, y luego desenroscó la tapa.
En el interior, empaquetadas y embutidas, había bolsas de plástico con polvo
blanco.
Pauline se quedó mirándolas. Por un momento pensó que aquel debía de ser
el modo indio de hacer las cosas. Luego las volvió a mirar.
—Esto no son cenizas… —dijo.
Ravi sacó una de las bolsas.
—Santo Dios… —dijo—. ¿Es lo que estoy pensando que es?
Pocos días después llegó otra urna de la India. Contenía las cenizas de su
padre. Venía con un trozo de papel con una dirección en Hackney donde podría
venderse el polvo blanco. Estaba firmado como El Culpable.
¿Qué culpable? La imagen de Keith se le pasó a Pauline por la cabeza.
Prefería sospechar de él más que de Sonny, porque lo había conocido muy poco.
Con una persona casi totalmente desconocida todo es posible. Pero ¿por qué
alguien les había hecho eso a ellos? ¿Y de qué era culpable? Ni ella ni Ravi podían
dar respuesta a aquellas preguntas.
Enterraron las bolsas en su jardín, en Dulwich. Transcurrieron los meses.
Por supuesto resultaba extraño saber que las bolsas estaban allí, pero no era más
extraño, pensaba Pauline, que su existencia en este mundo, comiendo Pringles y
cepillándose el pelo. No más extraño que dos personas esforzándose en pasar su
vida juntos.
Puede que Ravi y ella acabaran separándose. Encontrarían nuevas vidas con
las ganancias de la venta de drogas. Ella construiría un hogar para niños perdidos
en Bangalore, fundado con el dinero de la heroína.
¿Ah, sí?
Las bolsas se quedaron allí. Llamémoslo rectitud moral, o cobardía. Pero allí,
en el parterre de flores, quedaron enterradas todas las posibilidades. Tal vez ella y
Ravi acabarían olvidándose de ellas. A lo mejor alguna vez, en el futuro, un zorro
las sacaría de allí y se levantarían una mañana y pensarían que había nevado.
El monzón había venido y como vino se fue. En Dunroamin la niebla
matutina se disipó. Una abubilla, como el cuco de juguete de un reloj, picoteaba la
hierba. El rocío plateaba las telarañas que cubrían las buganvillas. Los residentes
no tardarían en levantarse. A lo largo de los últimos meses se habían producido
algunos cambios. Varios residentes, por una razón u otra, habían regresado a
Inglaterra. Jean Ainslie se había ido a vivir a Surrey, con su hija, Habían llegado
otros invitados. En el interior del edificio, una radio hizo sonar el despertador.
En el exterior, ignorando la hora tempranera de levantarse, un mendigo
seguía allí tirado, durmiendo. Llevaba los zapatos de Bata, con piel de pukka, de la
mejor calidad, pero ya un poco estropeados. Ya no era el mendigo mayor, sin
embargo, el que estaba allí. Se habían llevado su cuerpo algunas semanas antes. El
nuevo propietario de los zapatos era bastante más joven.
En la India nada se desperdicia.
Pasó otro año…, el calor, el monzón, los cálidos amaneceres invernales. En
su estudio, Vinod, el hombre que había grabado los vídeos promocionales para
Sonny, estaba retocando una foto. Le quitó el capuchón al pincel y lo presionó
contra su dedo. Lo empapó en un vasito de latón. Fuera, el tráfico hacía un ruido
de mil demonios en la carretera del aeropuerto. Cada año lo del tráfico era peor.
Pronto iban a demoler aquel edificio con el fin de dejar sitio para un complejo de
apartamentos de lujo. Ya habían colocado la valla publicitaria. «A dos kilómetros
del aeropuerto, y a siete kilómetros del centro de Bangalore, Embassy Heights
ofrece buen gusto, seguridad y una calidad de diseño sin parangón».
Los restantes negocios de la planta ya estaban desalojando sus oficinas.
Vinod pronto se vería en la necesidad de encontrar un nuevo estudio fotográfico.
Además, se le estaba moviendo un diente. Sin embargo, era demasiado cobarde
como para ir a visitar al dentista chino, el señor Liu, que sin duda insistiría en
quitárselo.
Vinod se había comprado un folleto titulado Pensamiento positivo en la
papelería del otro lado de la calle. Sugería ejercicios para superar con éxito el dolor
físico así como el estrés mental de la vida diaria. Hasta entonces, a pesar de los
repetidos esfuerzos, no había notado ninguna mejoría.
En algunas ocasiones, sin embargo, había logrado alcanzar la fuerza para
levantar el ánimo. La reciente boda del señor Douglas Ainslie y la señora Evelyn
Greenslade le había proporcionado una de esas ocasiones. Que la felicidad pudiera
encontrarse a una edad tan avanzada le había proporcionado cierto ánimo,
simplemente por la promesa de que semejante posibilidad pudiera darse.
El pincel de Vinod era negro, y tan fino que apenas podía verlo sin gafas.
Con la cabeza inclinada, examinó la fotografía. Era en mate, y por tanto podía
absorber humedad. Era un truco que había aprendido; sin embargo, tenía que pasar
el pincel por la banda adhesiva de un sobre antes de empezar. Eso garantizaría que
la pintura se adhiriera a la superficie.
Empapó el pincel en carmín rojo. Luego lo mezcló con un poco de pigmento
ocre. También un poco de gris. Luego empezó a trabajar en las mejillas…, solo un
rubor, apenas una insinuación de rosa. Lo hizo con sumo cuidado, como si
estuviera personalmente acariciando la piel de la señora.
Después oscureció el pigmento para los labios. Aclaró luego el pincel y
empezó a trabajar con el caballero; primero trazó la línea de sus labios, y a
continuación los rellenó. El señor Ainslie estaba riéndose, enseñando los dientes
que Vinod ya había blanqueado.
En el exterior una sirena aulló. Sin duda era un personaje importante de
camino al aeropuerto: el ministro tal vez, con una imponente escolta policial. Cada
día miles de personas pasaban a toda pastilla por aquella carretera, para elevarse
luego en el aire y volar hasta el otro lado del mundo. Los propios hijos de Vinod,
que una vez se habían colocado delante de la cámara, nerviosos e inquietos con sus
uniformes escolares, hacía mucho tiempo que ya se habían ido. En el estudio, sin
embargo, nada se movía salvo la mano de Vinod.
Transcurrió media hora. Mientras pintaba, Vinod pensó en su propio
matrimonio. Allí, en la fotografía, estaba la prueba de que una cierta forma de
reencarnación era posible en esta misma vida, más que en la siguiente. Para
conseguirlo, sin embargo, se precisaba cierta cantidad de crueldad. Y era una
cualidad de la que precisamente él carecía. No obstante, a juzgar por las apariencias
—uno de los requisitos de su trabajo—, aquellos recién casados sí que la poseían.
Parecían los seres más dulces y amables.
Transcurrió otra hora. Al final Vinod aclaró el pincel, lo secó y lo dejó sobre
la mesa.
Ya está. Shabash. Le había quitado un montón de años. Se necesitaba cierta
habilidad artística para restaurar los estragos del tiempo. Con modesto orgullo,
Vinod observó la fotografía de la novia y el novio, sentados el uno junto al otro
delante del descolorido papel pintado del salón en Dunroamin.
A su manera, humilde y mínima, era un pequeño milagro. Con aquellas
mejillas ruborizadas y sus labios rosados, la pareja de ancianos parecían bastante
jóvenes otra vez.
Notas