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El desierto del Sahara es el desierto cálido más grande del mundo, con unos
9.065.000 kilómetros cuadrados de superficie.
Está situado en el norte de África, separándola en dos zonas: el África
mediterránea al norte y el África Subsahariana al sur. Limita por el este con el mar Rojo y
por el oeste con el Océano Atlántico; en el norte con las montañas Atlas y el mar
Mediterráneo. Ocupa parte de Argelia, Túnez, Marruecos, Mauritania, Malí,
Níger, Libia, Chad, Egipto y Sudán, aunque se extiende y contrae a ciclos regulares, de tal
forma que sus fronteras con los distintos territorios son poco constantes. Se compone de
grava, arena y dunas. Al contrario de lo que se cree, tres cuartas partes de este desierto
son de grava, siendo la restante cuarta parte de arena y dunas.
Este desierto comparte frontera con casi todos los países del norte de África, donde
predomina la cultura árabe. Las dunas comienzan muy cerca del Alto Atlas y se extienden
hasta zonas tropicales más al sur. En las faldas del Atlas Marroquí (Alto Atlas), sólo hay
vegetación unos metros más allá del curso de los pobres ríos. Sin embargo, donde hay un
poco de agua, un verdor intenso contrasta con la arena circundante.
En los oasis abundan las palmeras de dátiles. A veces están canalizados, para
regar en las zonas de siembra. Muchas veces el agua no proviene de ríos, sino de
acuíferos subterráneos a los que se llega mediante un pozo.
Puede que haya otro desierto más grande pero de clima frío.
Sólo hay vegetación unos metros más allá del curso de los pobres ríos.
Los ríos son muy pobres por lo que no hay nada de vegetación.
El agua no proviene de ríos, sino de acuíferos subterráneos a los que se llega mediante
un pozo.
EL LORO Y SU JAULA
Ésta es la historia de un loro que no sabía lo que quería. Desde hacía un buen número de años vivía
enjaulado, y su propietario era un anciano al que el animal hacía compañía. Un día, el anciano
invitó a un amigo a su casa para tomar juntos un sabroso té. Los dos hombres pasaron al salón
donde estaba el loro. Se encontraban los dos hombres tomando el té, cuando el loro comenzó a
gritar: –¡Libertad, libertad, libertad!
Durante todo el tiempo en que estuvo el invitado en la casa, el animal no dejó de pedir libertad.
Hasta tal punto era insistente su petición, que el invitado se sintió muy apenado y ni siquiera pudo
terminar su taza de té. Estaba saliendo por la puerta y el loro seguía gritando: “!Libertad, libertad!”.
Pasaron los días. El invitado no podía dejar de pensar con compasión en el loro. Tanto le apenaba el
estado del animalito que decidió que era necesario ponerlo en libertad. Pensó un plan. Sabía cuándo
dejaba el anciano su casa para ir a efectuar la compra. Iba a aprovechar esa ausencia y a liberar al
pobre loro. Un día después, el invitado se situó cerca de la casa del anciano y, en cuanto lo vio salir,
corrió hacia su casa, abrió la puerta con una ganzúa y entró en el salón, donde el loro continuaba
gritando: “! Libertad, libertad!”.
¿Quién no hubiera sentido piedad por el animalito? Se acercó a la jaula y abrió la puerta. Entonces
el loro, aterrado, se lanzó al lado opuesto de la jaula y se aferró con su pico y uñas a los barrotes de
la jaula, negándose a abandonarla. El loro seguía gritando: “! Libertad, libertad!”
Como este loro, hay muchas personas que dicen querer hacer cosas, se quejan de no poder hacerlas
pero, cuando tienen ocasión de realizarlas se acobardan y buscan excusas para continuar igual.
El loro se lanzó al lado opuesto de la jaula y se aferró con su pico y uñas a los barrotes de la jaula.
El loro agarró la jaula y la tiró al lado opuesto.
El loro no quería salir de la jaula.
La jaula se cayó porque los barrotes se rompieron.
Hay personas que dicen querer hacer cosas y cuando tienen ocasión de realizarlas se acobardan.
Algunas personas son cobardes cuando les obligan a hacer algunas cosas.
Mucha gente quiere hacer cosas pero no sabe cómo hacerlas.
Hay gente que se queja de no poder hacer lo que quiere y cuando lo podría hacer, les da
miedo y no lo hacen.
Hay personas cobardes que nunca hacen nada pero siempre se quejan de todo.
Había una vez una liebre muy orgullosa, porque siempre decía que era la más veloz. Por eso,
constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la
liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la
liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra meta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó. Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se
señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes
aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó hablando con otros animales.
¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí,
sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a
descansar. Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez
más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse.
Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida. Mientras tanto,
pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la
liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado
la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que
burlarse jamás de los demás. También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de
confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
Había una vez una liebre muy orgullosa, porque siempre decía que era la más veloz.
La liebre era muy tímida por lo que nunca decía lo que pensaba.
Los animales fueron a ver la carrera que iban a hacer la liebre y la tortuga.
La liebre estaba tan segura de que iba a ganar que se quedó hablando
La liebre dejó salir a la tortuga pero la adelantó enseguida porque era muy ligera
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás …
El mago orgulloso
Era un mago de muy avanzada edad. Sus cabellos eran blancos como la espuma,
y su rostro aparecía surcado con las profundas arrugas de más de un siglo de vida. Pero
su mente continuaba siendo hábil y despierta y su cuerpo flexible como un lirio.
Sometiéndose a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso
dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes mentales.
Pero, a pesar de ello, no había logrado debilitar su orgullo. La muerte no perdona a
nadie, y cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus ayudantes para que
acompañara al mago a su reino. El mago, con su desarrollado poder adivinó las
intenciones del ayudante de la muerte y realizó un acto de magia: realizó treinta y nueve
formas idénticas a la suya.
Cuando llegó el emisario de la muerte, contempló cuarenta cuerpos iguales y,
siéndole imposible descubrir el cuerpo verdadero, no pudo apresar al astuto mago y
llevárselo consigo. Fracasado el emisario de la muerte, regresó junto a Yama y le expuso
lo acontecido.
El poderoso Señor de la Muerte, se quedó pensativo durante unos instantes.
Acercó sus labios al oído del ayudante y le dio algunas instrucciones.
De nuevo, el mago, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó
que se aproximaba el ayudante. En unos instantes, reprodujo el truco al que ya había
hecho anteriormente y copió treinta y nueve formas iguales a la suya.
El emisario de la muerte se encontró con cuarenta formas iguales.
Siguiendo las instrucciones de Yama, exclamó:
--Muy bien, pero que muy bien.
!Qué gran proeza!
Y tras un breve silencio, agregó:
--Pero, indudablemente, hay un pequeño fallo.
Entonces el eremita, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
--¿Cuál?
Y el emisario de la muerte pudo atrapar el cuerpo real del ermitaño y conducirlo
sin demora a las tenebrosas esferas de la muerte.
A pesar de sus años pensaba con rapidez y estaba muy atento a todo.
Sin embargo era muy débil, tenía poca fuerza en los músculos de su cuerpo.
Era orgulloso, se pensaba que nadie era mejor, más inteligente o sabio que él.
Quería hacerse más fuerte porque pensaba que todos eran mejores que él.