Antología Poetica Lit. Seleccion F. Acosta

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Antología poética literaria

PROGRAMA ESCENA PÚBLICA


1º ENCUENTRO “EMBRIONARIO” / Editorial

Selección a cargo de F. Acosta


Keats (Londres 1795 - Roma1891. Traducción de Julio Cortázar)

A una urna griega

¡Tú, todavía virgen novia de la quietud!


Criatura de adopción del Silencio y el Tiempo,
silvestre narradora que nos relatas tu
florida historia con más gracia que estos versos.
Entre el foliado friso, ¿qué leyenda te ronda
de dioses o mortales, o ambos, que en el Tempe
se ven o por los valles de Arcadia? ¿Qué deidades
son esas, o qué hombres? ¿Qué doncellas rebeldes?
¿qué rapto delirante? ¿Qué ardida escapatoria,
flautas y tamboriles? ¿Qué éxtasis salvaje?

Si oídas melodías son dulces, las no oídas


son más; tocad por eso, recatadas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas
tocad para el espíritu músicas silenciosas.
Bello bajo los árboles, tu canto ya no puedes
cesar, como no pueden ellos perder sus hojas.
Osado amante, nunca, nunca podrás besarla,
bien que casi lo alcanzas – mas no te desesperes:
no puede ella alejarse aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre hermosa!

dichosas, ¡ah, dichosas ramas de hojas perennes


que no despedirán jamás la primavera!
y tú, dichoso músico, de tristezas indemne,
por siempre modulando tu canción siempre nueva.
¡dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso!
por siempre vivo al borde del goce demorado
por siempre estremecido y para siempre joven;
cuán superior a humanos alientos amorosos
que envuelto en pena dejan el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasada de ardores.

Éstos, ¿quiénes serán que al sacrificio acuden?


¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante
llevas esa ternera que los cielos muge,
los sauces flancos plenos de guirnaldas colgantes?
¿Qué diminuto pueblo junto al río o la costa
o alzada en la montaña su calma ciudadela
vacía está de gentes esta mañana augusta?
Oh, diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tu calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado volver podrá ya nunca.

¡Ática imagen! ¡Bella actitud, con estirpe


marmórea y cincelada de hombres y de doncellas,
con ramas de floresta y pisoteadas raíces!
¡Tú, silenciosa forma, del pensar nos alejas
cómo la eternidad! ¡Oh fría Pastoral!
cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
a las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:

“Lo bello es cierto y cierto lo bello” – Nada más


Se sabe en este mundo, y no más se precisa.

A. Rimbaud (Francia 1854 – 1891. Traducción J. F. Vidal Jover)

El baile de los ahorcados

En el cadalso negro, cortés lisiado,


danzan y danzan los paladines,
los flacos paladines endiablados,
los esqueletos de Saladines.

Maese Belcebú, tira de la corbata


de sus títeres negros, que al cielo gesticulan
y les pega en la frente un golpe de zapata,
y así, de un villancico, danzan la musiquilla.

Sorprendidos los títeres enlazan sus brazuelos:


como organillos negros, con su pecho desnudo
que otrora abrazaban gentiles damiselas;
largamente tropiezan con un amor ceñudo.

¡Hurra gayos danzantes, que ya no tenéis panza!


Podéis cabriolear, los tablados son anchos.
Que no se sepa nunca si fue batalla o danza;
Belcebú furioso, sus violines rasca.

Los tacones son duros, el zueco no se gasta;


casi todos perdieron la camisa de piel;
lo que queda no enoja, sin escandalo pasa.
La nieve sobre el cráneo pone un blanco dosel.

El cuervo es el penacho de esas testas cascadas,


Un pingajo de carne pende de su mentón:
Se diría que embisten, entre mezcladas sombras,
A esos tiesos de pro, armados de cartón.

¡Hurra! El cierzo silba en la danza macabra:


el patíbulo muge, cual órgano de hierro.
Desde el bosque violeta el lobo contestaba
a lo lejos el cielo tiene un rojo infierno.

¡Venga ya! Zarandead estos capitanes fúnebres


Que repasan taimados sus pulgares quebrados
Por sus lívidas vertebras en rosario de amor.
¡No es esto un monasterio miseñores finados!

He aquí un esqueleto que a la mitad del baile


salta en el cielo rojo como un loco resuello,
llevado del impulso, brinca como un caballo
y sin freno, la cuerda todavía en el cuello.

Crispa sus cortos dedos sobre un fémur que cruje


y con un grito ronco, que sarcasmo aparenta,
vuelve, cual un payaso, a entrar en la barraca
y rebota el baile al son de la osamenta.

En el cadalso negro, cortés lisiado,


danzan y danzan los paladines,
los flacos paladines endiablados,
los esqueletos de Saladines.

C. Baudelaire ( 1821 – 1867. Traducción ed. Planeta)

El albatros

Como un juego, a menudo en los barcos he visto


como cazan albatros, grandes aves marinas
que son como indolentes compañeros de viaje
tras el barco que surca los abismos amargos.

Una vez han caído en cubierta, esos reyes


del espacio azulado son torpones y tímidos,
y sus alas tan blancas y tan grandes como
blandos remos que arrastran lastimosos por tierra.

¡Pobre alado viajero, desmañado e inerte!


¡Él que fue tan hermoso ahora es feo y risible!
Uno acerca a su pico la encendida cachimba,
otro imita cojeando al lisiado con alas.

El poeta es un príncipe, gran señor de las nubes,


cuya casa es el viento, que no teme al arquero;
desterrado en el suelo, entre el vil griterío,
sus dos alas gigantes no le dejan andar.
F. Kafka (Praga 1883 – Austria 1924. Traducción Ed. Bureau)

Preocupaciones de un padre de familia

Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de
establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia
del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de
los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe
realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma
de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y
colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo,
pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda
de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el
otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y
que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello;
en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista
en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más
detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no
se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la
nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la
escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque,
como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
-¿Cómo te llamas? -le pregunto.
-Odradek -me contesta.
-¿Y dónde vives?
-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.
Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de
hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece
tan callado como la madera de la que parece hecho.
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido
alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de
Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos
y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea
de que me pueda sobrevivir.

Oliverio Girondo (Bs. As. 1891 - 1967)

Espantapájaros 14

Mi abuela —que no era tuerta— me decía:


“Las mujeres cuestan demasiado trabajo o no valen la pena. ¡Puebla tu sueño con las que te gusten
y serán tuyas mientras descansas!
“No te limpies los dientes, por lo menos, con los sexos usados. Rehuye, dentro de lo posible, las
enfermedades venéreas, pero si alguna vez necesitas optar entre un premio a la virtud y la sífilis,
no trepides un solo instante: ¡El mercurio es mucho menos pesado que la abstinencia!
“Cuando unas nalgas te sonrían, no se lo confíes ni a los gatos. Recuerda que nunca encontrarás
un sitio mejor donde meter la lengua que tu propio bolsillo, y que vale más un sexo en la mano
que cien volando.”
Pero a mi abuela le gustaba contradecirse, y después de pedirme que le buscase los anteojos que
tenía sobre la frente, agregaba con voz de daguerrotipo:
“La vida —te lo digo por experiencia— es un largo embrutecimiento. Ya ves en el estado y en el
estilo en que se encuentra tu pobre abuela. ¡Si no fuese por la esperanza de ver un poco mejor
después de muerta!...
“La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la
sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje
de llamarlos arcángeles. Cuando una tía nos lleva de visita, saludamos a todo el mundo, pero
tenemos vergüenza de estrecharle la mano al señor gato, y más tarde, al sentir deseos de viajar,
tomamos un boleto en una agencia de vapores, en vez de metamorfosear una silla en
transatlántico.
“Por eso —aunque me creas completamente chocha— nunca me cansaré de repetirte que no debes
renunciar ni a tu derecho de renunciar. El dolor de muelas, las estadísticas municipales, la
utilización del aserrín, de la viruta y otros desperdicios, pueden proporcionarnos una satisfacción
insospechada. Abre los brazos y no te niegues al clarinete, ni a las faltas de ortografía.
Confecciónate una nueva virginidad cada cinco minutos y escucha estos consejos como si te los
diera una moldura, pues aunque la experiencia sea una enfermedad que ofrece tan poco peligro
de contagio, no debes exponerte a que te influencie ni tan siquiera tu propia sombra.
“¡La imitación ha prostituido hasta a los alfileres de corbata!”

Hay que compadecerlos

No saben.
¡Perdonadlos!
No saben lo que han hecho,
lo que hacen,
por qué matan,
por qué hieren las piedras,
masacran los paisajes…
No saben.
No lo saben…
No saben por qué mueren.

Se nutren,
se han nutrido
de hediondas imposturas,
de cancerosos miasmas,
de vocablos sin pulpa,
sin carozo,
sin jugo,
de negras reses de humo,
de canciones en pasta,
de pasionales sombras con voces de ventrílocuo.

Viven,
entre lo fétido,
una inquietud de orzuelo,
de vejiga pletórica
de urticaria florida que cultiva el ayuno,
de sudor estancado,
la inquietud encinta.

No creen.
No creen en nada
más que en el moco hervido,
en el ideal,
chirriante,
de las aplanadoras,
en las agrias arcadas
que atormentan el éter,
en todas las mentiras
que engendran las matices de plomo derretido,
el papel embobado
y la bobina.

Son bandos,
son de sebo,
de corrompido sebo triturado,
por engranajes sádicos,
por ruidosos asesinos,
por cuanto escupitajo se esconde en lo anónimo,
para hundirles sus uñas de raíces cuadradas
y dotarlos de un alma de trapo de cocina.

Sólo piensan en cifras,


en formulas,
en pesos,
en sacarle provecho hasta sus excrementos.
Escupen las veredas,
escupen los tranvías,
para eludir las horas
y demostrar que existen.

No pueden revelarse.
Los empuja la inercia,
el terror,
el engaño,
las plumas sobornadas,
los consorcios sin sexo que ha parido la usura
y que nunca se sacian de fabricar cadáveres.

Se niegan al coloquio del agua con las piedras.


Ignoran el misterio del gusano,
del aire.
Ven las nubes,
la arena,
y no caen de rodillas.
No quedan deslumbrados por vivir entre venas.
Sólo buscan la dicha en las suelas de goma.
Si se acercan a un árbol no es más que para mearlo.
Son capaces de todo con tal de no escucharse,
Con tal de no estar solos.

¿Cómo,
Cómo sabrían
lo que han hecho
lo que hacen?

¿Algo tiene de extraño


que deserten del asco,
de la hiel,
del cansancio?

Sólo puede esperarse


que defiendan el plomo,
que mueran por el guano,
que cumplan la proeza
de arrastrar lo que encuentren y exterminarlo todo,
para que el hambre extienda sus tapices de esparto
y desate su bolsa ahíta de calambres.

Son ferozmente crueles.


Son ferozmente estúpidos…
Pero son inocentes.

¡Hay que compadecerlos!

Juan Rulfo (Jalisco 1917 – Ciudad de México 1986)

Macario

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras
estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que
amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora
ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me
pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la
apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son
negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer
con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y
saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos
verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me
toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que
me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la
que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está
en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de
lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca.
Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos
dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y
entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo
hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se
llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa
también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi
madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle.
Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita
de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis
manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba
ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me
acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con
mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que
me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr
sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además,
aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce
como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero
no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a
chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale,
sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos…
Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose
encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de
aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he
comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo
que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia
cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta
la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo
a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto
miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me
voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de
cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace
cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme.
Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le
cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que
me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me
perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea
mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos
del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la
vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener
la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras
y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero
despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con
la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia,
amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi
cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo
con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es
lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la
calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por
encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz.
El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi
cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me
agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo
ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa
y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar
otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo
y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí,
no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo
siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco
bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni
siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy
quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus
patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya
a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando
todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como
saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato.
Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los
gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el
mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el
susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos.
En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los
costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno
tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al
suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en
seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a
llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su
nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un
rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis
ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera
en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi
madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o
sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me
acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato
pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy
a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con
cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de
comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy
a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará
nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que
traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las
ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede
suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por
ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de
toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven
a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré
ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De
lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche
buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…
J. L. Borges (Bs.As. 1899 – Ginebra 1986)

El hacedor

Somos el río que invocaste, Heráclito.


Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.

Ajedrez

En su grave rincón, los jugadores


rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores


las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,


cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada


reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada


del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero


(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.


¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

El general Quiroga va en coche al muere

El madrejón desnudo ya sin una sed de agua


y la luna perdida en el frío del alba
y el campo muerto de hambre, pobre como una araña.
El coche se hamacaba rezongando la altura;
un galerón enfático, enorme, funerario.
Cuatro tapaos con pinta de muerte en la negrura
arrastraban seis miedos y un valor desvelado.
Junto a los postillones jineteaba un moreno.
Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda!
El general Quiroga quiso entrar en la sombra
llevando seis o siete degollados de escolta.
Esa cordobesada bochinchera y ladina
(meditaba Quiroga) ¿qué ha de poder con mi alma?
Aquí estoy afianzado y metido en la vida
como la estaca pampa bien metida en la pampa.
Yo, que he sobrevivido a millares de tardes
y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,
no he de soltar la vida por estos pedregales.
¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?
Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco
sables a filo y punta merodearon sobre él;
muerte de mala muerte se lo llevó al riojano
y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.
Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.

Rafael Barret (España 1876 – Francia 1910)

Gallinas

Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo,
y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina
la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el
amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis
aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea
diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas,
y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos
ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil. Mi gallo era demasiado
joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la
existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del
vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco,
su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz
mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y
cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso
aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de
comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de
mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una
palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso
adquirir un revólver. ¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y
por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un
propietario...

Artaud (Francia 1896 – 1948)

Mensaje al papa

No eres tú el confesionario, ¡oh Papa!, lo somos nosotros; compréndenos y que los católicos nos
comprendan.
En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, impulsas a la venta de las almas y a la libre
trituración de los cuerpos.
Entre nuestra alma y nosotros mismos, tenemos bastantes caminos que transitar, bastantes
distancias que salvar, para que vengan a interponerse tus tambaleantes sacerdotes y ese cúmulo
de aventuradas doctrinas con que se nutren todos los castrados del liberalismo mundial.
A tu dios católico y cristiano que - como los otros dioses - ha concebido todo el mal:

1. Te lo has metido en el bolsillo.


2. Nada tenemos que hacer con tus cánones, index, pecados, confesionarios, clerigalla;
pensamos en otra guerra, una guerra contra ti, Papa, perro.

Aquí el espíritu se confiesa al espíritu.


De la cabeza a los pies de tu mascarada romana, triunfa el odio a las verdades inmediatas del
alma, a esas llamas que consumen el espíritu mismo. No hay Dios, Biblia o Evangelio, no hay
palabras que detengan al espíritu.
No estamos en el mundo. ¡Oh Papa confinado en el mundo!, ni la tierra ni Dios hablan de ti.

El mundo es el abismo del alma, Papa contrahecho, Papa ajeno al alma; déjanos nadar en
nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas; no necesitamos tu cuchillo de
claridades.

Ted Hugges (Londres 1930- 1998. Traducción Javier Calvo ed. Mondadori)

Lucios

Lucios, ocho centímetros de largo, perfectos


lucios en todo, color dorado entigrecido con rayas verdes.
Asesinos desde el huevo, con su eterno y malévolo rictus.
Danzan en la superficie, por entre las moscas.

O bien se deslizan, asombrados de su propia grandeza,


sobre un lecho de esmeralda: siluetas
de submarina delicadeza y horror.
En su mundo miden un centenar de metros.

En las lagunas, bajo los nenúfares abatidos por el calor,


el lóbrego pesar de su quietud:
apiñados sobre las hojas negras del año pasado, mirando hacia arriba.
O suspendidos en una caverna ambarina de algas
ya que no pueden mudar en esta época del año
la abrazadera en forma de gancho ni los colmillos de su mandíbula;
toda su vida depende de este artilugio; las agallas,
los pectorales amalgaman tranquilamente sus sustancias.

Un día encerramos tres tras un cristal,


en una jungla de juncos: uno de ocho centímetros, otro de diez
y otro de doce: los cebamos con alevines;
y de pronto había dos. Al final, sólo uno,

con el vientre abombado y el mismo rictus con el que nació.


Pues los lucios, ciertamente, no perdonan a nadie.
Otros dos, de tres kilos cada uno, unos sesenta centímetros de largo,
secos y muertos bajo una adelfilla;

uno embutido hasta las agallas en el garguero del otro:


el único ojo que sobresalía, observaba: como te engancha un vicio;
la misma mirada férrea de siempre
aunque la muerte hubiese contraído su membrana.

Otro día estuve pescando en una laguna de cincuenta metros


cuyos nenúfares y cuyas tencas musculosas
habían sobrevivido a todas las piedras aún visibles
del monasterio donde los habían plantado:

su profundidad inmóvil es legendaria,


tan profunda como Inglaterra. La laguna
albergaba un lucio demasiado grande para moverse, tan inmenso y viejo,
que no me atrevía a pescar después del anochecer.

Pero lancé la caña silenciosamente y pesqué


con el cabello erizado de miedo
por lo que podía surgir, la mirada que podía surgir,
el chapoteo amortiguado en la laguna oscura,

los búhos acallando a los maderos flotantes con un ulular


que resonaba en mis oídos, me prevenían contra el sueño
que la oscuridad había liberado bajo la oscuridad de la noche,
y que iba emergiendo, escrutando, lentamente, hacia mí.

Emily Dickinson ( Massachusetts 1830 – Ibídem 1886. traducción de Ernesto Cardenal)

El dolor tiene un elemento en blanco

El dolor tiene un elemento en blanco;


no puede recordar
cuándo empezó o si hubo una vez un día
en el que no existía.

Él es su propio porvernir,
en su reino se contiene su pasado
iluminado por percibir
nuevos periodos de dolor.

La tempestad

Súbito vino el viento como un clarín;


un estremecimiento corrió en la grama,
y un verde escalofrío sobre el calor
pasó tan ominoso
que trancamos las ventanas y las puertas
como ante un fantasma esmeralda;
la eléctrica alpargata de la catástrofe
en aquel instante pasaba.
Extraño tumulto de convulsos árboles
y de cercas volando
y ríos con casas corriendo
vieron los vivos aquel día.
En la torre la campana enloquecida
las volantes nuevas arremolinaba.
¡Cuánto puede venir,
cuánto puede pasar,
pero seguir el mundo!

Olga Orozco (La Pampa 1920 – 1999)

La cartomancia

Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,


óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos y combates,
por helechos.

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.

¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento hasta tu muerte


con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada de aves?
Las Estrellas anuncian el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.

Vale más descifrar el nombre de quien entra.


Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los abismos.
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.

Veamos quién se sienta.


La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila deshilando tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.
Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza llora de cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto que presagia el crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te fue destinada.

¿Quieres saber quién te ama?


El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer la Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves de insobornable carcelero.
En tanto el carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de náufragos que se hunden sin salvación
y sin consuelo.

Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no muere.

Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.


Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que hiera quien te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.
He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.

F. García Lorca (granada – España 1898 – 1936)

La gallina

Había una gallina que era idiota. He dicho idiota. Pero era más idiota todavía. Le picaba un
mosquito y salía corriendo. Le picaba una avispa y salía corriendo. Le picaba un murciélago y
salía corriendo.

Todas las gallinas temen a las zorras. Pero esta gallina quería ser devorada por ellas. Y es que la
gallina era una idiota. No era una gallina. Era una idiota.

En las noches de invierno la luna de las aldeas da grandes bofetadas a las gallinas. Unas
bofetadas que se sienten por las calles. Da mucha risa. Los curas no podrán comprender nunca
por qué son estas bofetadas, pero Dios sí. Y las gallinas también.

Será menester que sepáis todos que Dios es un gran monte VIVO. Tiene una piel de moscas y
encima una piel de avispas y encima una piel de golondrinas y encima una piel de lagartos y
encima una piel de lombrices y encima una piel de hombres y encima una piel de leopardos y
todo. ¿Veis todo? Pues todo y además una piel de gallinas. Esto era lo que no sabía nuestra
amiga.

¡Da risa considerar lo simpáticas que son las gallinas! Todas tienen cresta. Todas tienen culo.
Todas ponen huevos. ¿Y qué me vais a decir?

La gallina idiota odiaba los huevos. Le gustaban los gallos, es cierto, como les gusta a las manos
derechas de las personas esas picaduras de las zarzas o la iniciación del alfilerazo. Pero ella
odiaba su propio huevo. Y sin embargo no hay nada más hermoso que un huevo.

Recién sacado de las espigas, todavía caliente, es la perfección de la boca, el párpado y el lóbulo
de la oreja. La mejilla caliente de la que acaba de morir. Es el rostro. ¿No lo entendéis? Yo sí.
Lo dicen los cuentos japoneses, y algunas mujeres ignorantes también lo saben.

No quiero defender la belleza enjuta del huevo, pero ya que todo el mundo alaba la pulcritud del
espejo y la alegría de los que se revuelcan en la hierba, bien está que yo defienda un huevo
contra una gallina idiota.

Lo voy a decir: una gallina amiga de los hombres.

Una noche, la luna estaba repartiendo bofetadas a las gallinas. El mar y los tejados y las
carboneras tenían la misma luz. Una luz donde el abejorro hubiera recibido las flechas de todo
el mundo. Nadie dormía. Las gallinas no podían más. Tenían las crestas llenas de escarcha y los
piojitos tocaban sus campanillitas eléctricas por el hueco de las bofetadas.

Un gallo se decidió al fin.

La gallina idiota se defendía.


El gallo bailó tres veces pero los gallos no saben enhebrar bien las agujas.

Tocaron las campanas de las torres porque tenían que tocar, y los cauces y los corredores y los
que juegan al gol se pusieron tres veces morados y tintineantes. Empezó la lucha.

Gallo listo. Gallina idiota. Gallina lista. Gallo idiota. Listos los dos. Los dos idiotas. Gallo listo.
Gallina idiota.

Luchaban. Luchaban. Luchaban. Así toda la noche. Y diez. Y veinte. Y un año. Y diez. Y
siempre.

Alejandra Pizarnik (Avellaneda Bs.As. 1936 – 1972)

Se prohíbe mirar el césped

Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel


petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta.
Hablo de mí, naturalmente.

Violario

De un antiguo parecido mental con caperucita provendría, no lo sé, el hechizo que


involuntariamente despierto en las viejas de cara de lobo. Y pienso en una que me quiso violar
en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto.

Había incrustado su apolillada humanidad en la capital de mi persona y me tenía aferrada de los


hombros y me decía: mire las flores... qué lindas le quedan las flores...

Nadie hubiera podido conjeturar, viendo mi estampa adolescente, que la vetusta femme de
lettres hacía otra cosa que llorar en mi cuello. Abrazándose estrechamente a mí, que a mi vez
temblaba de risa y de terror.

Y así permanecimos unos instantes, sacudidos los cuerpos por distintos estremecimientos, hasta
que me quedó muy poco de risa y mucho de terror.

Seguí mirando las flores, seguí mirando las flores...Yo estaba escandalizada por el adulterado
decadentismo que ella pretendía reavivar con ese ardor a lo Renée Vivien, con ese brío a lo
Nathalie Clifford Barney, con esa sáfica unción al decir flores, con ese solemne respeto greco-
romano por los chivos emisarios de sus sonetos...

Entonces decreté no escribir un solo poema más con flores.

En esta noche en este mundo

En esta noche en este mundo


las palabras del sueño de la infancia de la muerte
nunca es eso lo que uno quiere decir
la lengua nata castra
la lengua es un órgano de conocimiento
del fracaso de todo poema
castrado por su propia lengua
que es el órgano de la re-creación
del re-conocimiento
pero no el de la resurrección
de algo a modo de negación
de mi horizonte de maldoror con su perro
y nada es promesa
entre lo decible
que equivale a mentir
(todo lo que se puede decir es mentira)
el resto es silencio
sólo que el silencio no existe

no
palabras
no hacen el amor

hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?

en esta noche en este mundo


extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve
¿de dónde viene esta conspiración de invisbilidades?
ninguna palabra es visible

sombras
recintos viscosos donde se oculta
la piedra de la locura
corredores negros
los he corrido todos
¡oh quédate un poco más entre nosotros!

mi persona está herida


mi primera persona del singular

escribo como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad


escribo como estoy diciendo
la sinceridad absoluta continuaría siendo
lo imposible
¡oh quédate un poco más entre nosotros!

los deterioros de las palabras


deshabitando el palacio del lenguaje
el conocimiento entre las piernas
¿qué hiciste del don del sexo?
oh mis muertos
me los comí me atraganté
no puedo más de no poder
palabras embozadas
todo se desliza
hacia la negra licuefacción

y el perro del maldoror


en esta noche en este mundo
donde todo es posible
salvo
el poema

hablo
sabiendo que no se trata de eso
siempre no se trata de eso
oh ayúdame a escribir el poema más prescindible
el que no sirva ni para
ser inservible
ayúdame a escribir palabras
en esta noche en este mundo

Susana Thénon (Bs.As. 1935 – 1991)

¿por qué grita esa mujer?


¿por qué grita?
¿por qué grita esa mujer?
andá a saber

esa mujer ¿por qué grita?


andá a saber
mirá que flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?
¿por qué grita esa mujer?

¿y esa mujer?
¿y esa mujer?
vaya a saber
estará loca esa mujer
mirá mirá los espejitos
¿será por su corcel?
andá a saber

¿y dónde oíste
la palabra corcel?
es un secreto esa mujer
¿por qué grita?
mirá las margaritas
la mujer
espejitos
pajaritas
que no cantan
¿por qué grita?
que no vuelan
¿por qué grita?
que no estorban
la mujer
y esa mujer
¿y estaba loca mujer?

Ya no grita

(¿te acordás de esa mujer?)

Sylvia Plath (Boston 1933 – 1963. traducción Cecilia Bustamante. Ed. Ciberayllu)

Hombre de negro

Reciben el ímpetu
Y se amamantan de la mar gris
A la izquierda y la ola
Abre su puño contra el elevado
Promontorio alambrado de púas
De la prisión de Deer Island
Con sus cuidados criaderos,
Corrales y pastos de ganado
A la derecha, el hielo de marzo
Abrillanta aún los pocitos en las peñas,
Acantilados de arenas penetrantes
Se levantan de un gran banco de piedra
Y tú, contra esas blancas piedras
Caminabas en tu órfica chaqueta
Negra, negros zapatos, cabello negro
Te detuviste allí,
Detenido vértice
En la punta lejana,
Afianzando piedras, aire,
Todo ello, al unísono.

Diana Bellessi (Zavalla, Santa Fe 1946)

He construido un jardín...

He construido un jardín como quien hace


los gestos correctos en el lugar errado.
Errado, no de error, sino de lugar otro,
como hablar con el reflejo del espejo
y no con quien se mira en él.
He construido un jardín para dialogar
allí, codo a codo en la belleza, con la siempre
muda pero activa muerte trabajando el corazón.
Deja el equipaje repetía, ahora que tu cuerpo
atisba las dos orillas, no hay nada, más
que los gestos precisos
dejarse ir para cuidarlo
y ser, el jardín.
Atesora lo que pierdes, decía, esta muerte
hablando en perfecto y distanciado castellano.
Lo que pierdes, mientras tienes, es la sola compañía
que te allega, a la orilla lejana de la muerte.

Ahora la lengua puede desatarse para hablar.


Ella que nunca pudo el escalpelo del horror
provista de herramientas para hacer, maravilloso
de ominoso. Sólo digerible al ojo el terror
si la belleza lo sostiene. Mira el agujero
ciego: los gestos precisos y amorosos sin reflejo
en el espejo frente al cual, la operatoria carece
de sentido.

Tener un jardín, es dejarse tener por él y su


eterno movimiento de partida. Flores, semillas y
plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay
poda y hay momentos, en el ocaso dulce de una
tarde de verano, para verlo excediéndose de sí,
mientras la sombra de su caída anuncia
en el macizo fulgor de marzo, o en el dormir
sin sueño del sujeto cuando muere, mientras
la especie que lo contiene no cesa de forjarse.
El jardín exige, a su jardinera verlo morir.
Demanda su mano que recorte y modifique
la tierra desnuda, dada vuelta en los canteros
bajo la noche helada. El jardín mata
y pide ser muerto para ser jardín. Pero hacer
gestos correctos en el lugar errado,
disuelve la ecuación, descubre páramo.
Amor reclamado en diferencia como
cielo azul oscuro contra la pena. Gota
regia de la tormenta en cuyo abrazo llegas
a la orilla más lejana. I wish you
were here amor, pero sos, jardinera y no
jardín. Desenterraste mi corazón de tu cantero.

Roberto Bolaño (Santiago de Chile 1953 – Barcelona 2003)


Los pasos de parra

Ahora Parra camina


ahora Parra camina por Las Cruces
Marcial y yo estamos quietos y oímos sus pisadas
Chile es un pasillo largo y estrecho
sin salida aparente
EI Flandes indiano que se quema allá a los lejos
un incendio rodeado de huellas
o los restos de un incendio
y los restos de unas huellas
que el viento va borrando
o diluyendo
nadie te da la bienvenida a Dinamarca
todos estamos haciendo
lo indecible
nadie te da la bienvenida a Dinamarca
aquí está lloviendo
y las cruces exhiben huellas
de hormigas y de incendios
oh el Flandes indiano
el interminable pasillo de nuestro descontento
en donde todo lo hecho parece deshecho
el país de Zurita y de las cordilleras fritas
el país de la eterna juventud
sin embargo llueve y nadie se moja
excepto Parra
o sus pisadas que recorren
estos tierrales en llamas
petrificadas
estos camposantos arados por bueyes
inmóviles
Oh el Flandes indiano de nuestra lengua esquizofrénica
toda pisada deja huella
pero toda huella es inmóvil
nada que ver con el hombre o la sombra
que una vez pasó
o que en e! último suspiro intentó
materializar la cobra
del sueño inmóvil
o de lo que en e! sueño sobra
representaciones representaciones
carentes de sustancia
En el Flandes indiano de la fractura
infinita
pero nosotros sabemos que todos
nuestros asuntos
son finitos (alegres, sí, feroces,
pero finitos)
la revolución se llama Atlántida
y es feroz e infinita
mas no sirve para nada
a caminar, entonces, latinoamericanos
a caminar a caminar
a buscar las pisadas extraviadas
de los poetas perdidos
en el fango inmóvil
a perdemos en la nada
o en la rosa de la nada
allí donde sólo se oyen las pisadas
de Parra
y los sueños de generaciones
sacrificadas bajo la rueda
y no historiadas

J.L. ORTIZ (Entre Rios 1896 – 1978)

Dios se desnuda en la lluvia…

Dios se desnuda en la lluvia


como una caricia
innumerable.
Cantan los pájaros entre la lluvia.
las plantas bailan de alegría mojada.

La tierra
como una hembra
se disuelve en los dedos penetrantes
con una palidez de mil ojos desmayados.

Camino bajo la lluvia, todo mojado, cantando


hacia mirajes que huyen en un rumoroso sueño.

Lluvia, lluvia!
Desnudez del dios
primaveral,
que baja danzando, danzando,
a fecundar la amada
toda abierta de espera, quebrada ya de ardor
amarillo y largo.

Del otro lado…

Del otro lado…más de cual de tu silencio, todavía


amarillamente me miras…
y allende el espectro, aun, tal como solías
hacerlo aquí
atravesando, además, merced a ese tu invisible
de topacios que trasminarían,
hasta los aparecidos
de la pena en el afuera, consecuentemente del frio…
atravesando la neblina
que habría concluido por cernir
el nunca mismo…:
me miras y me dices que con ese soplo tuyo que no llegaba a oírse
ni cuando, continuándome, lo tejías:
me dices:
seca, amigo, tu vigilia…
sécala…
y desciéndele esas hojillas
que a veces le aíslan
la caída al más abajo del rio
aunque para emerger el alma, es cierto, nuevamente al celeste
extraviado en el vidrio
por el azoramiento y la humedad unas pupilas
al asomarse al minuto…
seca, amiguito, entonces tu vigilia
pues nosotros pasamos, no sé cómo, y en seguida
del horror que viste
bajo eso de la vecina, más si cabe, prohibido
a las mancillas
de los tachadores de limites
ya que sacramentaba no tan solo la purificación de la familia,
toda, del “hilo”
sino de la “infamia” aun de lo visible
y hasta de lo invisible
que tocaría, en tal caso, a los bramines
con sólo una bramita
que sobre la tapia les rindiera unas púrpuras de Tirio,
o con un tallo que, colindando, le humillase unos racimos
de oro de Ophir,
o con la celebración, todavía,
que el atardecer, episcopalmente, les ungiera en amatistas
sus alardes de gasolina…
pues, pasamos – repito – en seguida
del horror que moriste
más que viste
bajo eso que no, no lo “lavara”, no, ni desfondando su lejía
sobre las tinieblas del ángel…:
pasamos a una existencia que, de aquí, naturalmente extrañase
a lo que se llama vida, pero en la cual, hojas y hojas en la orilla,
acaso,
del plenilunio del Nilo,
dan en fosforecer un rastreo de sombrillas
o de quita-serenos, diría
en una memoria de las que acá nos acogían
bajo el maleficio
que lloraba el propio “ojo de Ra” hacia los fines
del estío…:
me acogían con el “negrito”,
y aunque le toque ahondar hasta más allá, si cabe, de las cintas
que ciñen la tardecita
los mugidos que por su parte, se van ennegreciendo a tono con el luto
que pace, ya, en la penumbra…
y estos son querida los azares de esos “bienes”
que no admiten, no, “raíces”
al fondo una caja cuyo secreto, del otro lado, es, paradójicamente no tener
fondo ninguno
por su apetito de papeles que no detienen ni los signos
de su propia condenación
y de la condenación de lo que ellos, a su vez, son otros signos,
en la necesidad de sentirse
por el abismo, ese, que justamente ha de engullirla…

Mientras que allá,


allá donde las cañas no tendrán más “un sol de hiel”…
allá, donde, precisamente,
las furtividades del guajiro y del apuro y la avidez
de las compañías,
habían desnudado con los años hasta casi la caliza,
la sierra que habría
de bajar “julio”…
allá…y por poco en seguida dieronse, cariñosamente, a restituirle
los hábitos de “maestra”
que lo fuera también en la oportunidad de volver hacia los hijos
las cornucopias que, entonces,
desde las faldas y los pliegues, tropicalmente, le fluían
bajo la vigilia del Tarquino…

y mientras que más allá,


más allá de los mares donde la palidez contaba siglos
y más siglos de arena
habían sido ya los bosques los que fijaron el azul
de la estrella, ahí,
de millones de brazos que devolviesen al país
un continente, casi…

y mientras que subiendo, todavía, y tocando, todavía, literalmente, los nidos


de la eternidad, sí,
los otros hermanos en la fe le ganaran terrazas a la nieve
para las nubes, sí,
mas las nubes de los ciruelos y las nubes de las guindas y las nubes
de los albarillos
en los puntillados de Abril…

qué dices, tu, ahora…?


De un lado, no? Los caminos que se reabren a las citas
de las gracias de la clorofila…
y del otro,
la atribución que otorga, quien? O quiénes? De un grupito
a endosar a todos
y al dorso, precisamente, de las letras,
si se quiere, de Dios,
el imperio de la sílice, o cuando más, de la lividez
en un duelo de Belladona…
o también:

un viento de follajes oponiéndose a los vientos


de la desagregación, allá,
con las rúbricas del magüel
y del abedul,
y del bambú…
y llamando las nepeas a recomponer las armonías
y hasta incidiendo en ellas

( de “El aura del sauce / la orilla que se abisma”)

Alfredo Veiravé (E. Rios 1928. – Resistencia, Chaco 1991)

Arte poética como ciencia de la naturaleza

Yo, Bertolt Bretch, vengo de los montes negros…

Cesar vallejo ha muerto, le pegaban todos / todos sin


que él le haga nada…

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas…


No sé cuál de los dos escribe esta página

Las ciencias etimológicamente nacen del saber


y se dividen en teóricas, prácticas y poéticas
las poéticas son ensoñaciones cósmicas
Bachelard dice de sus fenomenologías
que las imágenes son novedades
Osea, abren un futuro en el lenguaje
Y,
Una de las últimas verdades desde la
Poética de Aristóteles
que el mundo real es comido
por el mundo imaginario.
Así en el futuro se denominará
Ciencias Naturales
a todo texto que sea un invento geométrico
de la nueva vida de los hombres.
¿y el método?
No podrá exigírselo a quienes hayan comido del fruto
del inconsciente.
De esa manera, querido lector, estos poemas son
Incursiones
Robinsoncruceanas
El viaje del mar por la ruta azarosa de Moby Dick,
Por las ciencias del teto que contiene la codicia de
Hernán Cortés ante los tesoros del oro,
En suma
una expedición encabezada por un cazador de
especies exóticas
que le han sido encargadas para un museo de las
mutaciones,
para un circo de animales naturales en el laboratorio
de la imaginación
con algunas ciencias y cartas personales.

A. Calveyra (E. Rios 1919 – parís 2015)

De “Cartas para que la alegría”

El viaje lo trajimos lo mejor que se pudo. De todas las mariposas de alfalfa que nos siguieron
desde Mansilla, la última se rezagó en Desvío Clé. Nos acompañamos ese trecho, ella con el
volar y yo con la mirada. Venía con las alas de amarillo adiós, y, de tanto agitarse contra el aire,
ya no alegraba una mariposa sino que una fuente ardía. Y corrió todavía con las alas de echar el
resto: una mirada también ardiendo paralela al no puedo más en el costado de tren que siguió.
La gallina que me diste la compartí con Rosa, ella me dio budín. En tren es casi lo que andar en
mancarrón. Los que tocaban guitarra cuando me despedías vinieron alegres hasta Buenos Aires.
Casi a mediodía entró el guarda con paso de "aquí van a suceder cosas", y hubo que ocultar a
cuanta cotorra o pollo vivo inocente de Dios se estaba alimentando. En el ferry fue tan lindo
mirar el agua. ¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.

A. L. Meloni (Bs.A. 1912 - Resistencia 2016)

Selección de las obras completas. Libro adjunto.

O. VAN BREDAM (Villa San Marcial, Entre Ríos 1952)

Ruta con liebres

“he sido, tal vez, una rama de árbol,


una sombra de pájaro,
el reflejo de un río…”
Juan L.Ortiz

El auto es la nave en que avanzamos en medio de la noche


como si fuéramos los únicos habitantes del universo
que se deshace
detrás de la luz de nuestros faros
y se rearma una y otra vez
con la misma celeridad de las liebres.
Así vamos y venimos
por esta ruta llena de pozos y cráteres
y el tiempo inclina el silbido de las lechuzas
y a veces (como una ampolla en el asfalto)
hemos visto brotar el último oso hormiguero,
el recuerdo instantáneo de un tapir
que se empecina en ser. Vamos
como quien va a tientas con un bisturí
en una sala de operaciones
y sabe que la bala
puede deslizarse más allá de sus cálculos optimistas.

La vida cruje a nuestro alrededor


y siembra también anillos de silencio
que podemos escuchar
como una música escandalosa
en plena noche.

Ahora han salido las liebres,


primero dudan en el umbral de la ruta
y después se cruzan decididas,
embrujadas por esa luz extraterrestre,
por esos retazos de fosforescencia
que incendian el lugar
y desaparecen con la velocidad de los fantasmas
(que cuelgan sus rotosas vestiduras
en un puente blanco)

La luz inventa la ruta


y los caballos que pastan ahí cerca,
inventa los hormigueros gigantes
y desde luego,
también inventa este planeta, esta estepa sideral
(la ternura del rocío
que se desliza sobre el capot,
la música de una FM que pregunta
en medio de la noche
si dudamos sobre la existencia de Dios
y nos invita a dar un aleluya)

El auto sigue su marcha.


Ya no sabemos si vamos o venimos,
de dónde y hacia dónde,
ya no reconocemos origen ni destino,
sólo somos nuestro propio viaje,
condenados a una huida quieta
mientras el auto y las liebres se deslizan
por el agujero del tiempo.

Ruta 81, año 2002


Washington Cucurto (Seudónimo de Santiago Vega. Quilmes 1971)

La muerte viene vestida de mulata

Como si se tratara de una invasión de pitufines,


todo se ha vuelto de un azul constelado,
las puertas y las paredes del yotibenco se derriten,
peruanos y dominicanos salen al pasillo.
Los amantes sorprendidos saltan de la cama,
todavía confundidos;
agitados por el forcejeo intersabánico...

La enviada de la muerte viene vestida de mulata,


entonando odas velatorias y cantos sepulcrales,
viene a decirnos que ha llegado el momento,
y todos preguntamos "Qué momento".
Nos advierte que no nos pasemos de vivos,
que su carro de azufre está lleno de pícaros.
Le decimos que cómo vamos a morirnos un 17 de octubre.
Y nos responde enfurecida que cómo nos atrevemos
a contrariar a la muerte.

El volumen del televisor encendido está fuerte.


La bachata es hermosa en la boca del grabador.
"Así", interpretada por Sandro, nos eriza la piel...

La cabezadura insiste en que a todos nos llega la hora.


Le decimos que su reloj anda para el carajo.
Si nos sigue jodiendo la meteremos de cabeza
en la gran pava del mate.
Tonta, no ves que todavía somos niños
y estamos leyendo Las aventuras de Huckleberry Finn.
Cómo pretendés llevarte a alguien
sin haber terminado este libro.
¡Si se entera la vida te va a matar!

Los ascensores y las escaleras se vuelven


transparentes, la urraca
que lleva en su hombro nos tira de picotazos.
Los sofás vuelan por el cielo
con sus retazos de algodón cósmico...

La conventillera vuela con su carro de azufre.


Enloquecen los mozos en los bares
y los grandes afiladores de cuchillos se degüellan.
La muy turra trata de convencer a una niña.
Entonces nos colma la cabeza
y la corremos con nuestra gran pava
de agua caliente para el mate,
para dejarla en carne viva...

¡Tomátelas títere, juguete, playmóvil de la muerte...!


Leopoldo Teuco Castilla (Salta 1947)

Los mansos

a Irma Egea

Hay quien huye hacia dios,


no soporta ver visible;
otro que huye devorándose
mermando su camino;
los que huyen hacia la ebriedad
y quieren parecerse a todo

y están los que no huyen


porque el mundo es tan grande como ellos,
los mansos
que se abren en la atmósfera,
y al tiempo, intactos, cierran los piadosos párpados,
los que nunca supieron cómo se dice adiós.

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