Antología Poetica Lit. Seleccion F. Acosta
Antología Poetica Lit. Seleccion F. Acosta
Antología Poetica Lit. Seleccion F. Acosta
El albatros
Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de
establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia
del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de
los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe
realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma
de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y
colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo,
pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda
de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el
otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y
que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello;
en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista
en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más
detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no
se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la
nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la
escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque,
como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
-¿Cómo te llamas? -le pregunto.
-Odradek -me contesta.
-¿Y dónde vives?
-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.
Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de
hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece
tan callado como la madera de la que parece hecho.
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido
alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de
Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos
y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea
de que me pueda sobrevivir.
Espantapájaros 14
No saben.
¡Perdonadlos!
No saben lo que han hecho,
lo que hacen,
por qué matan,
por qué hieren las piedras,
masacran los paisajes…
No saben.
No lo saben…
No saben por qué mueren.
Se nutren,
se han nutrido
de hediondas imposturas,
de cancerosos miasmas,
de vocablos sin pulpa,
sin carozo,
sin jugo,
de negras reses de humo,
de canciones en pasta,
de pasionales sombras con voces de ventrílocuo.
Viven,
entre lo fétido,
una inquietud de orzuelo,
de vejiga pletórica
de urticaria florida que cultiva el ayuno,
de sudor estancado,
la inquietud encinta.
No creen.
No creen en nada
más que en el moco hervido,
en el ideal,
chirriante,
de las aplanadoras,
en las agrias arcadas
que atormentan el éter,
en todas las mentiras
que engendran las matices de plomo derretido,
el papel embobado
y la bobina.
Son bandos,
son de sebo,
de corrompido sebo triturado,
por engranajes sádicos,
por ruidosos asesinos,
por cuanto escupitajo se esconde en lo anónimo,
para hundirles sus uñas de raíces cuadradas
y dotarlos de un alma de trapo de cocina.
No pueden revelarse.
Los empuja la inercia,
el terror,
el engaño,
las plumas sobornadas,
los consorcios sin sexo que ha parido la usura
y que nunca se sacian de fabricar cadáveres.
¿Cómo,
Cómo sabrían
lo que han hecho
lo que hacen?
Macario
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras
estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que
amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora
ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me
pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la
apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son
negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer
con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y
saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos
verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me
toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que
me manda a hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la
que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está
en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de
lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca.
Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos
dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y
entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo
hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se
llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa
también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi
madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle.
Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita
de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis
manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba
ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me
acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con
mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que
me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr
sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además,
aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce
como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero
no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a
chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale,
sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos…
Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose
encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de
aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he
comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo
que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia
cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta
la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo
a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto
miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me
voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de
cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace
cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme.
Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le
cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que
me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me
perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea
mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos
del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la
vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener
la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras
y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero
despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con
la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia,
amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi
cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo
con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es
lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la
calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por
encima de las condenaciones del señor cura…: “El camino de las cosas buenas está lleno de luz.
El camino de las cosas malas es oscuro.” Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi
cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me
agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo
ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa
y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar
otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo
y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí,
no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo
siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco
bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni
siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy
quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus
patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya
a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando
todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como
saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato.
Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los
gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el
mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el
susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos.
En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los
costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno
tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al
suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en
seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a
llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su
nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un
rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis
ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera
en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi
madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o
sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me
acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato
pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy
a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con
cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de
comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy
a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará
nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que
traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las
ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede
suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por
ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de
toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven
a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré
ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De
lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche
buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco…
J. L. Borges (Bs.As. 1899 – Ginebra 1986)
El hacedor
Ajedrez
II
Gallinas
Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo,
y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina
la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el
amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis
aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea
diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas,
y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos
ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil. Mi gallo era demasiado
joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la
existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del
vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco,
su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz
mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y
cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso
aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de
comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de
mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una
palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso
adquirir un revólver. ¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y
por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un
propietario...
Mensaje al papa
No eres tú el confesionario, ¡oh Papa!, lo somos nosotros; compréndenos y que los católicos nos
comprendan.
En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, impulsas a la venta de las almas y a la libre
trituración de los cuerpos.
Entre nuestra alma y nosotros mismos, tenemos bastantes caminos que transitar, bastantes
distancias que salvar, para que vengan a interponerse tus tambaleantes sacerdotes y ese cúmulo
de aventuradas doctrinas con que se nutren todos los castrados del liberalismo mundial.
A tu dios católico y cristiano que - como los otros dioses - ha concebido todo el mal:
El mundo es el abismo del alma, Papa contrahecho, Papa ajeno al alma; déjanos nadar en
nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas; no necesitamos tu cuchillo de
claridades.
Ted Hugges (Londres 1930- 1998. Traducción Javier Calvo ed. Mondadori)
Lucios
Él es su propio porvernir,
en su reino se contiene su pasado
iluminado por percibir
nuevos periodos de dolor.
La tempestad
La cartomancia
Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no muere.
La gallina
Había una gallina que era idiota. He dicho idiota. Pero era más idiota todavía. Le picaba un
mosquito y salía corriendo. Le picaba una avispa y salía corriendo. Le picaba un murciélago y
salía corriendo.
Todas las gallinas temen a las zorras. Pero esta gallina quería ser devorada por ellas. Y es que la
gallina era una idiota. No era una gallina. Era una idiota.
En las noches de invierno la luna de las aldeas da grandes bofetadas a las gallinas. Unas
bofetadas que se sienten por las calles. Da mucha risa. Los curas no podrán comprender nunca
por qué son estas bofetadas, pero Dios sí. Y las gallinas también.
Será menester que sepáis todos que Dios es un gran monte VIVO. Tiene una piel de moscas y
encima una piel de avispas y encima una piel de golondrinas y encima una piel de lagartos y
encima una piel de lombrices y encima una piel de hombres y encima una piel de leopardos y
todo. ¿Veis todo? Pues todo y además una piel de gallinas. Esto era lo que no sabía nuestra
amiga.
¡Da risa considerar lo simpáticas que son las gallinas! Todas tienen cresta. Todas tienen culo.
Todas ponen huevos. ¿Y qué me vais a decir?
La gallina idiota odiaba los huevos. Le gustaban los gallos, es cierto, como les gusta a las manos
derechas de las personas esas picaduras de las zarzas o la iniciación del alfilerazo. Pero ella
odiaba su propio huevo. Y sin embargo no hay nada más hermoso que un huevo.
Recién sacado de las espigas, todavía caliente, es la perfección de la boca, el párpado y el lóbulo
de la oreja. La mejilla caliente de la que acaba de morir. Es el rostro. ¿No lo entendéis? Yo sí.
Lo dicen los cuentos japoneses, y algunas mujeres ignorantes también lo saben.
No quiero defender la belleza enjuta del huevo, pero ya que todo el mundo alaba la pulcritud del
espejo y la alegría de los que se revuelcan en la hierba, bien está que yo defienda un huevo
contra una gallina idiota.
Una noche, la luna estaba repartiendo bofetadas a las gallinas. El mar y los tejados y las
carboneras tenían la misma luz. Una luz donde el abejorro hubiera recibido las flechas de todo
el mundo. Nadie dormía. Las gallinas no podían más. Tenían las crestas llenas de escarcha y los
piojitos tocaban sus campanillitas eléctricas por el hueco de las bofetadas.
Tocaron las campanas de las torres porque tenían que tocar, y los cauces y los corredores y los
que juegan al gol se pusieron tres veces morados y tintineantes. Empezó la lucha.
Gallo listo. Gallina idiota. Gallina lista. Gallo idiota. Listos los dos. Los dos idiotas. Gallo listo.
Gallina idiota.
Luchaban. Luchaban. Luchaban. Así toda la noche. Y diez. Y veinte. Y un año. Y diez. Y
siempre.
Violario
Nadie hubiera podido conjeturar, viendo mi estampa adolescente, que la vetusta femme de
lettres hacía otra cosa que llorar en mi cuello. Abrazándose estrechamente a mí, que a mi vez
temblaba de risa y de terror.
Y así permanecimos unos instantes, sacudidos los cuerpos por distintos estremecimientos, hasta
que me quedó muy poco de risa y mucho de terror.
Seguí mirando las flores, seguí mirando las flores...Yo estaba escandalizada por el adulterado
decadentismo que ella pretendía reavivar con ese ardor a lo Renée Vivien, con ese brío a lo
Nathalie Clifford Barney, con esa sáfica unción al decir flores, con ese solemne respeto greco-
romano por los chivos emisarios de sus sonetos...
no
palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
sombras
recintos viscosos donde se oculta
la piedra de la locura
corredores negros
los he corrido todos
¡oh quédate un poco más entre nosotros!
hablo
sabiendo que no se trata de eso
siempre no se trata de eso
oh ayúdame a escribir el poema más prescindible
el que no sirva ni para
ser inservible
ayúdame a escribir palabras
en esta noche en este mundo
¿y esa mujer?
¿y esa mujer?
vaya a saber
estará loca esa mujer
mirá mirá los espejitos
¿será por su corcel?
andá a saber
¿y dónde oíste
la palabra corcel?
es un secreto esa mujer
¿por qué grita?
mirá las margaritas
la mujer
espejitos
pajaritas
que no cantan
¿por qué grita?
que no vuelan
¿por qué grita?
que no estorban
la mujer
y esa mujer
¿y estaba loca mujer?
Ya no grita
Sylvia Plath (Boston 1933 – 1963. traducción Cecilia Bustamante. Ed. Ciberayllu)
Hombre de negro
Reciben el ímpetu
Y se amamantan de la mar gris
A la izquierda y la ola
Abre su puño contra el elevado
Promontorio alambrado de púas
De la prisión de Deer Island
Con sus cuidados criaderos,
Corrales y pastos de ganado
A la derecha, el hielo de marzo
Abrillanta aún los pocitos en las peñas,
Acantilados de arenas penetrantes
Se levantan de un gran banco de piedra
Y tú, contra esas blancas piedras
Caminabas en tu órfica chaqueta
Negra, negros zapatos, cabello negro
Te detuviste allí,
Detenido vértice
En la punta lejana,
Afianzando piedras, aire,
Todo ello, al unísono.
He construido un jardín...
La tierra
como una hembra
se disuelve en los dedos penetrantes
con una palidez de mil ojos desmayados.
Lluvia, lluvia!
Desnudez del dios
primaveral,
que baja danzando, danzando,
a fecundar la amada
toda abierta de espera, quebrada ya de ardor
amarillo y largo.
El viaje lo trajimos lo mejor que se pudo. De todas las mariposas de alfalfa que nos siguieron
desde Mansilla, la última se rezagó en Desvío Clé. Nos acompañamos ese trecho, ella con el
volar y yo con la mirada. Venía con las alas de amarillo adiós, y, de tanto agitarse contra el aire,
ya no alegraba una mariposa sino que una fuente ardía. Y corrió todavía con las alas de echar el
resto: una mirada también ardiendo paralela al no puedo más en el costado de tren que siguió.
La gallina que me diste la compartí con Rosa, ella me dio budín. En tren es casi lo que andar en
mancarrón. Los que tocaban guitarra cuando me despedías vinieron alegres hasta Buenos Aires.
Casi a mediodía entró el guarda con paso de "aquí van a suceder cosas", y hubo que ocultar a
cuanta cotorra o pollo vivo inocente de Dios se estaba alimentando. En el ferry fue tan lindo
mirar el agua. ¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.
Los mansos
a Irma Egea