Adam Bede - George Eliot
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George Eliot
Adam Bede
ePub r1.0
Titivillus 20.01.17
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Título original: Adam Bede
George Eliot, 1859
Traducción: Manuel Vallvé
Ilustración de cubierta: Haymakers (1785), de George Stubbs
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A fin de que puedas tener
claras imágenes ante tus alegres ojos
del generoso bosque bajo de la naturaleza
y de las flores que viven en la sombra. Y cuando
hablo de eso entre la grey que se ha desviado de su camino
o que ha caído, solamente serán separados
aquellos cuyo error o desliz necesite algo más
que indulgencia fraternal.
WORDSWORTH
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LIBRO PRIMERO
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I
EL TALLER
U tilizando una sola gota de tinta a guisa de espejo, el mago egipcio se dispone a
revelar, a cualquier cliente casual, lejanas visiones del pasado. Esto mismo es
lo que me dispongo a hacer por ti, lector. Con esta gota de tinta en la punta de mi
pluma, te mostraré el espacioso taller del señor Jonathan Burge, carpintero y
constructor, en el pueblo de Hayslope, según aparecía el día 18 de junio del año de
Nuestro Señor 1799.
El sol de la tarde daba calor a los cinco obreros que estaban ocupados en construir
puertas y marcos de ventana, así como entablados. El olor de la madera de pino,
procedente de un montón de tablones dispuestos en forma de tienda que había junto a
la puerta abierta, se confundía con el aroma de los saúcos que extendían su nieve
estival junto a la ventana abierta del lado opuesto; los inclinados rayos del sol
atravesaban las virutas transparentes que surgían ante el laborioso cepillo, y hacían
brillar el fino grano de un panel de roble apoyado contra la pared. En un montón de
aquellas blandas virutas había hecho su agradable cama un perro pastor, de pelaje gris
y rudo, que estaba tendido con el hocico entre las patas anteriores, frunciendo alguna
vez las cejas al dirigir una mirada hacia el más alto de los cinco obreros, que tallaba
un escudo en el centro de un panel de chimenea. A este obrero pertenecía la fuerte
voz que dominaba los ruidos del cepillo y del martillo cantando:
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mostraba unos músculos dignos de alcanzar el primer premio en un concurso de
fuerza; sin embargo, la larga y esbelta mano, con las yemas de los dedos bastante
anchas, parecía más apropiada para las tareas de destreza. Adam Bede, con su cuerpo
alto y fornido, era sajón y tenía aspecto de tal; pero el cabello, de color negro
azabache, resultaba más notable por su contraste con el gorro de papel delgado y la
mirada aguda de los ojos oscuros que brillaban bajo unas cejas muy marcadas,
prominentes y móviles, lo cual indicaba que por sus venas corría también alguna
sangre celta. El rostro era grande, de facciones poco delicadas, y en su actitud de
reposo no tenía otra belleza que la expresión propia de un semblante inteligente,
honrado y alegre.
Con toda evidencia, el obrero que estaba a su lado era hermano de Adam. Tenía
casi su misma estatura, el mismo tipo de facciones, igual color del cabello y de la
piel; pero el parecido familiar hacía aún más visible la notable diferencia de
expresión, tanto en la figura como en el rostro. Los anchos hombros de Seth estaban
ligeramente encorvados; sus ojos eran grises, las cejas menos prominentes y más
apacibles que las de su hermano, y su mirada, en vez de aguda, era confiada y
benigna. Se quitó el gorro de papel, y así pudo verse que no tenía el cabello grueso y
lacio como el de Adam, sino fino y ondulado, de manera que permitía discernir el
contorno exacto del arco coronal que predominaba muy decididamente sobre el
semblante.
Los vagabundos tenían siempre la certeza de que recibirían una moneda de cobre
de Seth; pero, en cambio, apenas se atrevían a dirigir la palabra a Adam.
El concierto de las herramientas y de la voz de Adam fue interrumpido al fin por
Seth, quien, levantando la puerta en la que había estado trabajando intensamente, la
dejó apoyada en la pared y dijo:
—Bueno, hoy ya he terminado mi puerta.
Los obreros levantaron los ojos; Jim Salt, corpulento individuo de pelo rojo
conocido por el apodo de Sandy Jim, interrumpió su labor con el cepillo, y Adam,
dirigiendo una mirada de intensa sorpresa a Seth, le dijo:
—¡Cómo! ¿Te figuras que ya la has terminado?
—Sin duda —contestó Seth sorprendido a su vez—. ¿Qué le falta?
Un coro de carcajadas de los otros tres obreros obligó a Seth a mirar muy confuso
a su alrededor. Adam no tomó parte en la hilaridad general, pero en su rostro hubo
una leve sonrisa y, en un tono más suave que antes, observó:
—¿No ves que te has olvidado de los paneles?
Estalló de nuevo la risa cuando Seth se llevó las manos a la cabeza y se ruborizó
intensamente.
—¡Hurra! —gritó un individuo pequeño y flexible llamado Wiry Ben,
adelantándose para coger la puerta—. La colgaremos en el extremo del taller con un
cartel que diga: «Obra de Seth Bede, el metodista». Oye, Jim, trae el pote de la
pintura roja.
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—Callaos —dijo Adam—, y tú, Ben Cranage, déjale en paz. No me extrañaría
que te ocurriera algo así el día menos pensado. Entonces no tendrás tantas ganas de
reírte.
—Me gustará que me lo digas, Adam. Y eso me ocurrirá mucho antes de tener la
cabeza llena de tonterías metodistas —replicó Ben.
—Pero a veces la tienes llena de bebida, lo cual es peor.
Mientras tanto, Ben había tomado el pote de pintura roja y se disponía a empezar
su inscripción, dibujando en el aire una o a modo de prueba.
—Déjale en paz, ¿quieres? —Adam abandonó sus herramientas para acercarse a
Ben y cogerlo por el hombro derecho—. Déjale en paz, o te sacudiré de lo lindo.
Ben se estremeció bajo la presión de las manos de hierro de Adam; pero, como
hombrecito valeroso que era, no parecía dispuesto a desistir. Con la mano izquierda
tomó el pincel, que empuñaba en la impotente derecha, e hizo un movimiento como
si se dispusiera a pintar las letras con la izquierda. Un momento después Adam le
hizo dar media vuelta, lo cogió por el otro hombro y, empujándolo, lo sujetó contra la
pared. Entonces habló Seth:
—Suéltale, Adam. Ben sólo quería bromear. La verdad es que tiene derecho a
reírse de mí, y aun yo mismo no puedo evitar reírme de mi tontería.
—No lo soltaré hasta que prometa dejar en paz la puerta —dijo Adam.
—Vamos, Ben —dijo Seth en tono persuasivo—. No vayamos a tener una pelea
por esta causa. Ya sabes que a Adam le gusta salirse con la suya. Te resultaría más
fácil dar la vuelta a un carro en un callejón estrecho. Dile que vas a dejar la puerta, y
olvidémoslo.
—Adam no me asusta —dijo Ben—. Pero puesto que tú me lo pides, Seth, no
tengo inconveniente en prometerlo.
—Así me gusta, Ben —exclamó Adam riéndose y aflojando la presión de sus
manos.
Todos reanudaron sus trabajos, pero Wiry Ben, que había llevado la peor parte en
la pugna física, parecía dispuesto a compensar tal humillación con el éxito que
pudiera alcanzar gracias a sus sarcasmos.
—¿En qué pensabas, Seth? —empezó diciendo—. ¿Tenías la mente ocupada por
el precioso rostro de la predicadora o por su sermón? ¿Cuál de las dos cosas te hizo
olvidar el panel?
—Más valdría que me acompañases a oírla, Ben —replicó Seth con tono afable
—. Esta noche va a predicar en el parque; tal vez entonces podrías pensar un poco
más en ti mismo, en vez de perder el tiempo con esas canciones inmorales que tanto
te complacen. Podrías tener un poco de religión, y eso sería la mayor y mejor
ganancia que hicieras en tu vida.
—Ya vendrá el tiempo de eso, Seth. Pensaré en ello cuando quiera establecerme
en la vida; a los solteros nos importan poco esas ganancias. Quizás podré cortejar a
una mujer y a la religión a un mismo tiempo, siguiendo tu ejemplo, Seth; y
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seguramente no querrás que me convierta y me interponga entre ti y la hermosa
predicadora para acabar conquistándola yo.
—No temas, Ben; estoy seguro de que ni tú ni yo podremos conquistarla. Lo
único que debes hacer es ir a escuchar sus sermones. Entonces ya no volverás a
hablar de ella tan a la ligera.
—Casi me dan ganas de ir esta noche, si no encuentro buena compañía en el
Holly Bush. ¿Qué tema ha elegido para su sermón? Sin duda será: «¿Qué habéis
venido a ver? ¿Una profetisa? También os digo, y más que profetisa». En todo caso,
tú podrías repetirme el sermón, Seth, si yo no llegase a tiempo.
—Mira, Ben —dijo Adam con cierta severidad—, deja en paz las palabras de la
Biblia, porque te estás pasando.
—¡Cómo! ¿Te molesta lo que he dicho, Adam? Hace muy poco tiempo eras
totalmente contrario a que las mujeres predicasen.
—No es que haya cambiado —replicó Adam—. No he dicho una palabra acerca
de las mujeres predicadoras, sólo te he rogado que dejaras en paz la Biblia. Vale más
que te dediques a leer ese libro humorístico del que tan orgulloso estás, y que no te
ocupes de otra cosa.
—Veo que te estás volviendo tan santo como el mismo Seth. No me extrañaría
nada que esta noche quisieras predicar. Estoy seguro de que harás muy buen papel
iniciando los cánticos. De todos modos, me gustaría saber lo que dirá el párroco de
Irwine en cuanto sepa que su gran favorito Adam Bede se está convirtiendo al
metodismo.
—Mira, mejor será que me dejes en paz, Ben. No soy más metodista que tú
mismo, y estoy seguro de que tú, en cambio, te convertirás en algo peor. El párroco
Irwine tiene el suficiente buen sentido para no intervenir en lo que la gente pueda
hacer en asuntos de religión. Es algo que les atañe a ellos y a Dios, según me ha
repetido varias veces.
—Sí, sí. Pero, de todos modos, no le gustan mucho los disidentes.
—Es posible. Por mi parte, no tengo ninguna afición a la cerveza espesa de Josh
Tod, mas no por eso te impido que te vuelvas tonto bebiéndola.
Hubo una carcajada general al oír esta réplica de Adam, pero Seth añadió muy
serio:
—No, no, Adam. No conviene comparar nunca la religión con la cerveza espesa.
No hay por qué creer que los disidentes y los metodistas no sean tan dignos de
respeto como los que asisten a la iglesia.
—No creas, Seth, que me río de la religión, sea de quien sea. Que cada uno siga
los dictados de su conciencia y ya está. De todos modos, me parece que sería mejor
que inclinasen sus conciencias a permanecer fíeles a la iglesia, pues allí hay que
aprender mucho. Es preciso tener en cuenta algo más que el espíritu, pues hay otras
muchas cosas aparte del Evangelio. Fíjate en los canales, en los acueductos, en las
máquinas que se emplean en las minas de carbón y en las fábricas de hilados que hay
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en Cromford; el hombre debe aprender algo más que el Evangelio para poder ganarse
la vida. En cambio, he oído decir a algunos de los predicadores que el hombre no ha
de hacer nada más que cerrar los ojos y contemplar lo que ocurre en su interior. A mi
juicio debemos guardar en nuestra alma el amor a Dios y las palabras divinas de la
Biblia. Pero ¿qué dice la Biblia? Pues que Dios puso su espíritu en el obrero que
construía el tabernáculo, a fin de que ejecutase el trabajo de talla y las demás cosas
que requerían una mano hábil. Este es, pues, mi modo de ver las cosas; creo que el
espíritu de Dios está en todo y en todos los tiempos, en cualquier día de la semana y
también en el domingo; así como en las grandes obras e invenciones, en los cálculos
y en las máquinas. Y Dios nos ayuda dándonos la cabeza y las manos, así como el
alma; y si un hombre hace algún trabajillo en horas extraordinarias, es decir, si
construye un homo para su mujer a fin de que no se vea obligada a ir a la tahona, o se
dedica a cultivar el jardín y hace crecer dos patatas en vez de una, realiza un bien
mayor y está tan cerca de Dios como si anduviese corriendo detrás de un predicador y
se dedicase a rezar y a gemir.
—¡Bien dicho, Adam! —exclamó Sandy Jim, que había interrumpido el
movimiento de su cepillo para tomar otras tablas mientras aquél hablaba—. Éste es el
mejor sermón que he oído en mucho tiempo. Por eso mismo quiere mi mujer que le
construya un horno.
—Hay mucha razón en lo que has dicho, Adam —observó Seth con grave acento
—. Pero no me negarás que, gracias a haber escuchado a los predicadores, quienes les
han convencido de su culpabilidad, muchos perezosos se han transformado en
hombres activos. Con gran frecuencia el predicador vacía la taberna; y si un hombre
adquiere un poco de religión, no por eso trabajará peor.
—Aunque a veces se olvide de los paneles de las puertas. ¿No es verdad, Seth? —
preguntó Wiry Ben.
—Bueno, Ben, ya tienes contra mí un motivo de burla que te durará toda la vida.
Aunque en eso la religión no tuvo ninguna culpa. Se debió a que Seth Bede es un
individuo muy distraído y, por desgracia, la religión no lo ha curado todavía.
—No me hagas caso, Seth —dijo Wiry Ben—. Eres un buen muchacho, tanto si
te olvidas de los paneles como si no; además, no te molestan las bromas, como a otras
personas que yo conozco y que se creen demasiado listas.
—Mira, Seth —observó Adam haciendo caso omiso de aquel sarcasmo dirigido a
él—. No debes guardarme rencor, pues con nada de lo que he dicho pretendía
censurarte. Cada uno tiene su modo especial de considerar las cosas.
—Sí, ya sé que no te dirigías a mí, Adam —replicó Seth—. Eso me consta. Haces
como tu perro Gyp. Algunas veces me ladra, pero inmediatamente me lame la mano.
Todos los obreros trabajaron en silencio durante algunos minutos hasta que el
reloj de la iglesia empezó a dar las seis. Antes de que se hubiese apagado la vibración
de la primera campanada, Sandy Jim dejó el cepillo y tomó su chaqueta. Wiry Ben,
que en aquel momento estaba dando vueltas a un tornillo, dejó la operación a medio
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concluir y arrojó al capazo de las herramientas el destornillador con que trabajaba;
Mum Taft, que, haciendo honor a su nombre[1], había guardado silencio durante toda
la conversación anterior, dejó caer el martillo en el momento en que se disponía a
levantarlo; y también Seth enderezó la espalda y llevó la mano hacia su gorro de
papel. Tan sólo Adam continuó con su trabajo como si no hubiese ocurrido nada; pero
al observar que todos cesaban en la tarea levantó los ojos y, con la mayor
indignación, dijo:
—Me resulta muy desagradable ver que los hombres abandonan de este modo sus
herramientas en cuanto el reloj empieza a dar la hora, como si no hallasen ningún
placer en su trabajo y temiesen dar un golpe de más.
Seth se quedó algo avergonzado y prosiguió con mayor lentitud sus preparativos
de marcha; pero Mum Taft interrumpió su silencio y dijo:
—Mira, Adam. Hablas como un joven. Cuando tengas cuarenta y seis años como
yo, en vez de veintiséis, no tendrás tantas ganas de trabajar porque sí.
—¡Tonterías! —replicó Adam todavía irritado—. ¿Qué tiene que ver la edad con
todo eso? Creo que todavía no eres incapaz de trabajar. Me fastidia ver que los brazos
de un hombre se quedan colgando, igual que si acabara de recibir un balazo, antes de
que dé la hora en el reloj, como si nunca hubiese experimentado la menor satisfacción
en su tarea. Hasta la misma muela continúa girando unos momentos después de
dejarla.
—Cálmate, Adam —exclamó Wiry Ben—, y deja tranquilos a los compañeros.
Hace un momento criticabas a los predicadores, y la verdad es que te gusta mucho
predicar. Es posible que prefieras el trabajo al juego, pero a mí me sucede lo
contrario. Es una compensación, y de este modo te dejo más trabajo para ti.
Con estas frases finales, que consideró muy eficaces, Wiry Ben tomó el cesto y
abandonó el taller, seguido rápidamente por Mum Taft y Sandy Jim. Seth se entretuvo
un poco, mirando a Adam muy apurado como si esperase que le dijera algo.
—¿Irás a casa antes de asistir al sermón? —preguntó Adam levantando los ojos.
—No. Ya tengo el sombrero y mis cosas en casa de Will Maskery. No iré a casa
hasta las diez, porque acompañaré hasta la suya a Dinah Morris, si ella quiere. Como
ya sabes, ninguno de los Poyser la acompaña.
—Entonces diré a nuestra madre que no te espere —contestó Adam.
—Y tú, ¿no irás esta noche a casa de Poyser? —preguntó Seth con alguna timidez
cuando se disponía a abandonar el taller.
—No. Yo iré a la escuela.
Hasta aquel momento Gyp había permanecido en su cómodo lecho, pero ahora
que los otros obreros se marchaban, levantó la cabeza para observar a Adam. En
cuanto éste se metió el nivel en el bolsillo y empezó a quitarse el delantal, Gyp
avanzó y se quedó mirando pacientemente el rostro de su amo. De haber tenido rabo,
Gyp lo habría meneado, pero como carecía de tal medio de exteriorizar sus
emociones, se veía, como otros dignos personajes, obligado a parecer más flemático
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de lo que le hiciera la naturaleza.
—¿Qué? ¿Estás ya dispuesto a tomar el cesto, Gyp? —preguntó Adam con la
misma voz afable con que hablaba a Seth.
Gyp saltó y emitió un corto ladrido, como para decir: «Desde luego». El
pobrecillo no tenía muchos medios de expresión.
El cesto servía para transportar la comida de Adam y de Seth en los días
laborables, y ningún concurrente a una procesión podría haber demostrado menos
atención a sus conocidos que Gyp cuando llevaba el cesto y trotaba detrás de su amo.
Al salir del taller, Adam cerró la puerta, quitó la llave y fue a dejarla en una casita
que había en el lado opuesto del patio. Era una vivienda baja, con tejado de bálago
gris y paredes ocres, cuya visión resultaba agradable y suave a la luz de la tarde. Las
ventanas con vidrios emplomados estaban brillantes y sin manchas, y la losa que
había ante el umbral estaba tan limpia y blanca como un canto redondo de la playa al
retirarse la marea. Sobre esta losa se hallaba una mujer limpia y anciana que llevaba
una bata de listas oscuras, un pañuelo rojo y un gorro de hilo; en aquel momento
hablaba a unas gallinas de plumaje moteado que, sin duda, se habían acercado a ella
con la ilusoria esperanza de que les diese unas patatas frías o un poco de cebada. La
vista de la anciana no parecía ser demasiado buena, porque no conoció a Adam hasta
que éste le dijo:
—Aquí está la llave, Dolly. ¿Querrá hacerme el favor de guardarla en su casa?
—¡Ya lo creo! ¿No quieres entrar, Adam? Está la señorita Mary y maese Burge
volverá pronto. Estoy segura de que les gustaría mucho cenar contigo.
—No puedo, Dolly. Muchas gracias. Me voy a casa. Buenas tardes.
Adam emprendió el camino a largos pasos y seguido de cerca por Gyp; salió del
patio del taller y tomó la carretera en la dirección que le alejaba del pueblo y le
llevaba al valle. Al llegar a la parte inferior de la pendiente, un jinete de cierta edad,
que llevaba la maleta sujeta en la parte posterior de la silla, detuvo el caballo después
de pasar Adam por su lado y se volvió para contemplar otra vez al fornido obrero,
que aún conservaba el gorro de papel en la cabeza y vestía calzones de cuero y
medias de lana de color oscuro.
Adam, sin sospechar la admiración que había despertado, continuó andando a
campo traviesa y entonó el canto que durante todo el día había ocupado su mente:
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II
EL SERMÓN
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últimamente vimos detenerse para contemplar a nuestro amigo Adam, y que a la
sazón se encaminaba directamente hacia la puerta de el Donnithorne Arms.
—Quítale la brida y dale de beber, palafrenero —dijo el viajero a un muchacho
que llevaba una blusa de obrero y que salió al patio al oír el ruido de los cascos del
caballo.
—¿Qué ocurre en este bonito pueblo, hostelero? —continuó, echando pie a tierra
—. Parece que reina cierta agitación…
—Una metodista va a predicar, señor. Es una joven que va a predicar en el parque
—contestó el señor Casson con voz trémula y jadeante, de acento algo afectado—.
¿Quiere entrar, señor, y tomar algo?
—No. Debo continuar hacia Drosseter. Sólo quería dar de beber a mi caballo. ¿Y
qué dice vuestro párroco de que una joven se disponga a predicar casi en sus mismas
barbas?
—El párroco Irwine, señor, no vive aquí, sino en Broxton, más allá de esa colina.
La casa parroquial del pueblo se halla en muy mal estado y no podría ofrecer una
vivienda apropiada para un caballero. Él viene aquí a predicar todos los domingos por
la tarde y siempre deja el caballo en la posada. Monta una jaca gris, a la que tiene en
gran aprecio. Desde mucho antes de que yo fuese el dueño de el Donnithorne Arms,
tiene la costumbre de dejar aquí su montura. Yo no soy del país, según podrá apreciar
por mi modo de hablar, señor. En esta tierra hablan de un modo muy raro y a los
caballeros les resulta difícil comprenderles. Yo me eduqué entre caballeros, señor, y
desde mi infancia adquirí la costumbre de hablar como ellos. Aquí, en cambio, se
habla un dialecto muy difícil de comprender. Y muchas veces le oí decir al caballero
Donnithorne que lo que hablan aquí es eso: un dialecto.
—Sí, lo sé muy bien —contestó sonriendo el desconocido—. Pero en esta región
agrícola no debéis de tener muchos metodistas. Y la verdad es que me habría
parecido en extremo difícil encontrar a uno de ellos por estos lugares. Aquí todo el
mundo es agricultor, ¿verdad? Los metodistas suelen hacer pocos prosélitos entre los
labradores.
—Hay bastantes obreros aquí, señor. Por ejemplo, el maestro Burge, que posee
una carpintería y se dedica a reparaciones y construcciones. Tampoco están lejos unas
canteras de piedra; de manera que hay muchos empleados en la región. Los
metodistas abundan en Treddleston, o sea, la ciudad que hay a cinco kilómetros de
distancia. Es posible que hayáis pasado por ella, señor. Ahora quizás tenemos ya una
veintena de estos metodistas en el parque procedentes de allá. Y nuestra gente va
ahora a oírles, aunque en Hayslope sólo tenemos dos metodistas: Will Maskery, el
carretero, y Seth Bede, joven carpintero.
—De modo que la predicadora procede de Treddleston, ¿no es así?
—No, señor. Viene de Stonshire, a unos cincuenta kilómetros de aquí. Ha venido
a hacer una visita a maese Poyser, en Hall Farm, esa granja que ve entre esos pajares
y grandes nogales a la izquierda, señor. Esa joven es sobrina de la esposa de Poyser,
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quien está un poco disgustado de que la muchacha haga esas tonterías. Sin embargo,
he oído decir que nada es capaz de contener a los metodistas cuando se han metido
una idea en la cabeza. Muchos de ellos empiezan a dar señales de locura religiosa. A
pesar de ello, esa muchacha parece muy apacible, según me han dado a entender,
porque yo no la he visto todavía.
—Me gustaría mucho esperar para tener ocasión de verla, pero debo continuar mi
viaje. Ya me he alejado de mi camino más de veinte minutos para contemplar el valle.
Creo que pertenece al caballero Donnithorne, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Es Donnithorne Chase. Tiene unos robles magníficos, ¿no es verdad?
Yo conozco eso muy bien, porque he vivido allí durante quince años como
mayordomo. El heredero actual es el capitán Donnithorne, nieto del caballero
Donnithorne. Alcanzará la mayoría de edad en cuanto se recoja la cosecha del heno, y
entonces creo que habrá una celebración. El caballero Donnithorne posee todas las
tierras de los alrededores.
—Lo cierto es que el lugar es muy bonito, cualquiera que sea su dueño —replicó
el viajero mientras montaba a caballo—. Y también por aquí se ven unos jóvenes
magníficos. Hace cosa de media hora, antes de llegar a la cima de la colina, vi al
mozo más fornido que he contemplado en la vida. Es un individuo de anchos
hombros, de cabello y ojos negros, y que anda con paso militar. Nos convendrían
muchos individuos como ése para dar un disgusto a los franceses.
—Ese, señor, es Adam Bede, estoy seguro. Hijo de Mathias Bede. Aquí lo conoce
todo el mundo. Es un muchacho muy inteligente y que tiene una fuerza maravillosa.
Así Dios os bendiga, caballero, y dispénseme si hablo de este modo, pero el caso es
que es capaz de recorrer sesenta kilómetros por día y de levantar un peso de cien
kilos. Los caballeros le quieren mucho; el capitán Donnithorne y el párroco Irwine le
aprecian mucho, pero él es un poco altanero y orgulloso.
—Buenas tardes, hostelero. He de marcharme.
—Soy su servidor, señor. Buenas tardes.
El viajero obligó a su caballo a tomar un paso rápido para atravesar el pueblo,
pero al llegar al parque, la belleza del paisaje que tenía a la derecha y el singular
contraste que ofrecían los grupos de aldeanos con el otro más pequeño de los
metodistas, que estaban al lado del arce, y quizás también la curiosidad de ver a la
joven predicadora, le hicieron detenerse y olvidar el deseo de concluir su viaje.
El parque se hallaba en el extremo del pueblo, y allí se bifurcaba el camino; de
una parte ascendía zigzagueando por la colina y pasaba por el lado de la iglesia, y de
otra, serpenteando suavemente, descendía hasta el valle. Por el lado del parque que
conducía hasta la iglesia, la línea interrumpida de cabañas continuaba casi hasta
llegar a la puerta del cementerio; pero por el lado opuesto, es decir, hacia el noroeste,
nada ocultaba la vista de los suaves prados y del valle cubierto de bosque, así como
de las oscuras masas de las enormes montañas distantes. Aquel rico distrito de tierra
ondulada del Loamshire a que pertenecía Hayslope se hallaba junto a uno de los feos
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límites de Stonyshire y dominado por sus peladas montañas, del mismo modo como
una hermosa y lozana muchacha puede verse a veces cogida del brazo de su hermano,
moreno y de rostro arrugado; y en dos o tres horas más de viaje, el jinete abandonaría
una región pelada y desprovista de árboles, cruzada por grandes fajas de piedra fría y
gris, para hallarse en el camino que corría al abrigo de los bosques o trasponía las
suaves montañas cubiertas de matas y de hierba, así como de algunos trigales, donde
a cada recodo del camino podría ver un precioso pueblo acurrucado en el valle o en lo
alto de una pendiente, una casa solariega con su era y el montón de gavillas doradas o
algún campanario gris surgiendo de la confusión de las copas de los árboles, de los
tejados de bálago y de tejas de color rojo oscuro. Este fue el espectáculo que le
ofreció la iglesia de Hayslope cuando el viajero empezó a subir por la suave
pendiente que conducía a sus agradables tierras altas, y ahora, al hallarse cerca del
parque, tenía ante sí, y en un solo panorama, casi todos los rasgos típicos de aquella
agradable comarca. A gran altura y hacia el horizonte, se veían las masas enormes y
cónicas de las montañas, semejantes a murallas gigantescas que fortificaban aquella
región de trigo y hierba contra los fuertes e implacables vientos del norte; no estaban
lo bastante lejanas para quedar envueltas en un purpúreo misterio, sino que sus
laderas tenían un color verdoso, claramente tachonado por las ovejas, cuyo
movimiento podía observarse haciendo uso de la memoria y no de la vista; el
transcurrir de las horas parecía cortejar a las montañas día tras día, pero ellas no
respondían con ningún cambio en sí mismas y permanecían tristes y silenciosas,
después de ruborizarse por la mañana, de resplandecer al mediodía en el mes de abril
y de verse envueltas por la rojiza gloria del sol del verano, que parecía haber
alcanzado toda su madurez. E indirectamente, debajo de ellas, la vista se fijaba en una
línea más avanzada de bosques colgantes, divididos por brillantes fajas de pastos o de
campos de labor, y, sin embargo, no confundidos en la frondosa y uniforme cortina
del verano, sino que aún mostraban las cálidas tintas de los robles jóvenes y el tierno
verde de los fresnos y de los tilos. Luego se extendía el valle, donde los bosques eran
más espesos, como si hubiesen rodado montaña abajo para ocupar las fajas de tierra
de la pendiente a fin de cuidar mejor de la alta mansión, que levantaba sus parapetos
y, entre ellos, enviaba al cielo el humo azul del verano. Sin duda en la parte delantera
de tal vivienda debía de haber una gran extensión de césped y un dilatado y brillante
espejo formado por las aguas del estanque; pero la suave pendiente de los prados no
permitía a nuestro viajero verlo desde el prado del pueblo. En vez de eso, vio una faja
de tierra, también muy bella, en la que el sol brillaba como oro transparente entre los
tallos ligeramente encorvados de la hierba suave y los de color rojo de las acederas y
las blancas umbelas de las píceas que rodeaban los espesos setos. Era aquel momento
del verano en que el ligero ruido de la guadaña, cuando la afilan, nos obliga a dirigir
con mayor intensidad la mirada sobre las flores que salpican el tono verdoso de los
prados.
De haberse vuelto un poco sobre la silla para mirar hacia el este, más allá de los
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pastos y del depósito de madera de Jonathan Burge, hacia los verdes campos de trigo
y los nogales de Hall Farm, habría podido observar otras bellezas del paisaje; mas, al
parecer, le interesaban principalmente los grupos de personas que tenía cerca. Allí
estaban representadas todas las generaciones del pueblo, desde el viejo tío Taft, que
se cubría la cabeza con un gorro de noche de estambre, y que, con el cuerpo
encorvado, aunque bastante sólido para sostenerse en pie, se apoyaba en su corto
bastón, hasta los niños de redondas cabecitas que avanzaban llevando sus gorros
acolchados. De vez en cuando llegaba alguno más, quizás un labrador que andaba
inclinado y que después de cenar iba a presenciar la extraordinaria escena con mirada
lenta y bovina, dispuesto a oír cualquier explicación que le diesen de la escena, pero
no lo bastante excitado para hacer pregunta alguna. Sin embargo, todos tenían mucho
cuidado de no unirse a los metodistas que había en el parque, y se reunían con el
expectante público, pues si se les hubiese preguntado ninguno habría admitido que
acudía allí para oír a la «predicadora», sino sólo para ver lo que ocurría. Los hombres
se agrupaban principalmente cerca de la herrería. Pero no se imagine el lector que
formaban un grupo. Los aldeanos nunca se congregan así. El conversar en voz baja es
cosa desconocida entre ellos y parecen ser tan incapaces de hablar en un tono
apagado como las vacas o los ciervos. El verdadero rústico vuelve la espalda a su
interlocutor y le dirige una pregunta por encima del hombro, cual si se dispusiera a
huir de la respuesta, y aun le precede uno o dos pasos al llegar al punto más
interesante del diálogo. Así, el grupo que había en la vecindad de la herrería no era
muy compacto y no ocultaba la fachada de Chad Cranage; el herrero, que estaba de
pie con sus bronceados brazos cruzados, apoyado en la jamba de la puerta, riéndose
de vez en cuando con fuertes carcajadas de sus propias bromas, que prefería a los
sarcasmos de Wiry Ben, quien había renunciado a los placeres del Holly Bush por el
gusto de ver la vida bajo una nueva forma. Pero el señor Joshua Rann trataba con
igual desprecio aquellas dos muestras de ingenio. El delantal de cuero del señor Rann
y su relativa suciedad no podía ofrecer ninguna duda respecto a su condición de
zapatero del pueblo; además, su estómago y su barbilla salientes, y sus pulgares, que
giraban uno en torno al otro, eran otras tantas indicaciones sutiles encaminadas a
advertir a los forasteros imprudentes que se hallaban en presencia del sacristán de la
parroquia. El viejo Joshua, según le llamaban sus vecinos con la mayor irreverencia,
se hallaba en un estado de contenida indignación; pero aún no había abierto los
labios, excepto para decir, con sonora voz de bajo, afinando como un violoncelo,
«Sehón, rey de los amontas, porque para siempre es su misericordia, y Oh, rey de
Bashan, porque para siempre es su misericordia», cita que aparentemente no era
aplicable a aquella ocasión, pero, como ocurre con otras rarezas, un conocimiento
adecuado demostrará que era una consecuencia natural. El señor Rann sostenía en su
interior la dignidad de la Iglesia ante aquella irrupción escandalosa del metodismo, y
como tal indignación era expresada con sus citas sonoras de los responsos, su alegato
evocaba, naturalmente, el salmo que había leído el domingo anterior por la tarde.
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La curiosidad más viva de las mujeres las llevó al borde del parque, donde
podrían examinar de cerca el traje, semejante al de los cuáqueros, y el porte extraño
de los metodistas del género femenino. Debajo del arce se veía un cochecito traído
desde el taller del carretero para que sirviese de púlpito, y en torno a él había un par
de bancos y algunas sillas. En ellas se sentaban algunos metodistas con los ojos
cerrados, como si se hubiesen entregado al rezo o a la meditación; otros prefirieron
continuar de pie y dirigieron sus rostros hacia los aldeanos, con expresión compasiva
y melancólica, que resultaba muy cómica para Bessy Cranage, la regordeta hija del
herrero, conocida por sus vecinos como Bess Chad, que se extrañaba de la curiosidad
de la gente. Bess Chad era objeto de especial compasión porque llevaba el cabello
peinado hacia atrás, bajo un gorro encajado en la parte alta de la cabeza, dejando al
descubierto un adorno del que se enorgullecía más que de sus rojas mejillas y que
consistía en un par de grandes y redondos pendientes con granates falsos, adorno
condenado no sólo por los metodistas, sino también por su prima y tocaya Bess
Timothy, quien, haciendo gala de la envidia propia entre las primas, deseaba a
menudo poseer otros pendientes semejantes.
Bess Timothy, aunque entre sus parientes conservaba su nombre de soltera, hacía
muchos años que se había casado con Sandyjim y poseía una hermosa colección de
joyas matronales, de las cuales basta mencionar la regordeta criatura que mecía en
sus brazos y el vigoroso muchacho de cinco años, con pantalones hasta la rodilla y
rojas piernas, que, a guisa de tambor, llevaba un oxidado pote de leche colgado del
cuello, y a quien evitaba con el mayor cuidado el pequeño terrier de Chad. Este joven
ramo de olivo, muy famoso y conocido por el nombre de Ben Timothy, era muy
curioso, carecía de falsa modestia y avanzó, alejándose del grupo de mujeres y de
niños, hasta hallarse junto a los metodistas; les miraba con gran curiosidad y con la
boca abierta, y, al mismo tiempo, golpeaba con su palito el pote de hojalata, a guisa
de acompañamiento musical. Pero en cuanto una de las mujeres de edad se inclinó
hacia él para cogerlo por el hombro, con expresión enfadada, Ben Timothy le propinó
una vigorosa patada y luego echó a correr para buscar refugio detrás de las piernas de
su padre.
—Mira, travieso —dijo Sandyjim con cierto orgullo paternal—, si no te estás
quieto con ese palo, te lo voy a quitar. ¿Quién te ha enseñado a dar puntapiés?
—Mándamelo aquí, Jim —dijo Chad Cranage—. Lo ataré y le pondré herraduras,
como hago con los caballos. ¡Hola, maese Casson! —continuó diciendo al ver que
este personaje se acercaba al grupo de los hombres—. ¿Cómo está? ¿Ha venido a
sumarse a la protesta? Dicen que la gente siempre lo hace cuando predican los
metodistas.
—Mejor será que no diga tonterías, Chad —replicó el señor Casson con cierta
dignidad—. A Poyser no le gustaría oír que se trata con poco respeto a la sobrina de
su mujer, a pesar de que le disguste su afición a predicar.
—Es una muchacha muy agradable —dijo Wiry Ben—. A mí me gusta más que
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prediquen las mujeres bonitas, y estoy seguro de que me convencerán antes que los
hombres feos. No estoy seguro de que no acabe convirtiéndome al metodismo y
cortejando a la predicadora, como Seth Bede.
—Yo creo que Seth apunta demasiado alto —observó el señor Casson—. Los
parientes de esa joven no consentirían que se casara con un vulgar carpintero.
—¿Y qué tienen que ver en eso los parientes? —dijo Ben con voz trémula—.
Nada. Lo mejor que puede hacer la esposa de Poyser es no meterse en eso. Además,
esta Dinah Morris, según me dicen, es tan pobre como lo fue su tía; trabaja en una
fábrica de hilados, y bastante le cuesta ganarse la vida. Por eso, un joven carpintero
convertido al metodismo, como Seth, no sería un mal partido para ella. Además, los
Poyser quieren a Adam Bede como si fuese su propio sobrino.
—Esto no tiene nada que ver —observó el señor Joshua Rann. Adam y Seth son
muy distintos, y no hay que confundir uno con otro.
—Es posible —contestó Wiry Ben con desdeñoso acento—. Pero yo prefiero a
Seth, aunque fuera dos veces metodista. Es un muchacho que me gusta y, a pesar de
que siempre le estoy haciendo bromas en el trabajo, no me guarda el más mínimo
rencor. Además, es un joven de gran corazón, como lo demuestra el hecho de que una
noche, al cruzar los campos, vimos incendiado un árbol viejo y, aunque nos
figuramos que era cosa del otro mundo, Seth no se asustó y acudió a apagar el
incendio con gran valor. Pero ahora sale de casa de Will Maskery; le acompaña este
último y se muestra tan humilde como si no fuese capaz de dar un martillazo en la
cabeza de un clavo por no hacerle daño. Aquí está también la hermosa predicadora.
¡Caramba! Se ha quitado el gorro. Voy a acercarme un poco más.
Varios hombres siguieron a Ben, y el viajero condujo su caballo al parque,
mientras Dinah andaba, algo presurosa, precediendo a sus compañeros y en dirección
al coche que había bajo el arce. Al lado de Seth, que era de alta estatura, parecía
bajita, pero en cuanto subió al coche y se halló lejos de toda comparación posible, se
vio que tenía la estatura corriente de las mujeres aunque, en realidad, no la
aventajaba, o al menos así lo parecía por el aspecto que daban a su figura las líneas
sencillas de su traje negro. El forastero se quedó sorprendido al verla mientras se
acercaba y cuando hubo subido al coche; su sorpresa era hija no tanto de la femenina
delicadeza del aspecto de la joven, como de la indiferencia con respecto a sí misma
que sus movimientos parecían indicar. Se había imaginado que avanzaría con paso
mesurado, grave, con solemnidad; estaba seguro de que su rostro tendría la sonrisa de
la santidad consciente, o que, por el contrario, estaría cargado de amargura y de
severidad. Sólo conocía dos tipos de metodistas: los que parecían estar en éxtasis
constante y los biliosos. Pero Dinah andaba con la misma sencillez que si se dirigiera
al mercado y parecía tan poco preocupada de su aspecto exterior como pudiera estarlo
un muchacho. No había en ella rubor ni temblor que dijeran: «Sé que todos vosotros
opináis que soy una mujer hermosa y demasiado joven para predicar». Y tampoco se
advertía un acentuado movimiento de los párpados, ninguna compresión de los
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labios, ni una actitud de los brazos que dijese: «Pero también debéis creerme una
santa». No sostenía libro alguno en sus manos sin guantes, sino que las llevaba caídas
y ligeramente cruzadas ante ella, y así subió al coche y volvió sus ojos grises hacía el
auditorio. En sus ojos no se advertía ninguna mirada intensa y aguda. Más parecían
derramar amor que observar. Tenían aquella mirada líquida que indica que la mente
está llena de lo que se va a exteriorizar, en vez de dejarse impresionar por los objetos
externos. Permanecía de pie y con la mano izquierda tendida al sol poniente; unas
ramas frondosas la protegían de sus rayos, pero a aquella luz tenue el delicado color
de su rostro parecía cobrar una apacible vivacidad, como se advierte en las flores al
avanzar la tarde. Tenía un rostro pequeño, de blancura uniforme y transparente, y sus
mejillas y barbilla dibujaban un óvalo perfecto; la boca era firme y graciosa; la nariz,
fina y suave, y la frente, no muy alta, era recta y estaba coronada por un arco de
suaves rizos de color pálido rojizo. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido
mas allá de las orejas; estaba cubierto, a excepción de unos milímetros por encima del
rostro, por un gorro cuáquero en forma de red. Las cejas, que eran del mismo color
del cabello, describían una línea casi horizontal y muy fina. Las pestañas, aunque no
parecían más oscuras, eran largas y abundantes, y, en una palabra, en todo su aspecto
nada se advertía desordenado o sin terminar. Era uno de aquellos rostros que hacen
recordar las flores blancas con ligeros toques de color en sus puros pétalos. Los ojos
no tenían ninguna belleza peculiar, aparte de su expresión. Parecían sencillos,
cándidos, serios y amorosos, y ningún rostro acusador o burlón era capaz de resistir
su mirada. Joshua Rann tosió largamente, como si quisiera limpiarse la garganta a fin
de llegar a un nuevo entendimiento consigo mismo. Chad Cranage se quitó el gorro
de piel y se rascó la cabeza, mientras Wiry Ben se preguntaba cómo podía Seth tener
el valor de cortejarla.
«Es una mujercita dulce —se dijo el viajero—. Pero estoy seguro de que no la
hizo predicadora la naturaleza».
Tal vez él era uno de aquellos que creen que la naturaleza tiene ciertas dotes
teatrales y que, a fin de facilitar el arte y la psicología, caracteriza a sus personajes
con objeto de que no pueda existir duda alguna acerca de ellos.
En aquel momento Dinah empezó a hablar.
—Queridos amigos —dijo con voz clara, aunque no muy alta—. Oremos
solicitando una bendición. —Cerró los ojos e, inclinando un poco la cabeza, continuó
en el mismo tono suave, como si hablase a alguien que estuviese muy cerca de ella—.
¡Salvador de los pecadores! Cuando una pobre mujer, cargada de pecados, salió en
dirección al pozo con objeto de sacar agua, te encontró a Ti, sentado al pie del pozo.
Ella no te conocía y tampoco te había buscado. Su mente se hallaba sumida en la
sombra y su vida no era santa. Mas Tú le hablaste, Tú le enseñaste, Tú le demostraste
que su vida no podía estar oculta a tus ojos y que, sin embargo, estabas dispuesto a
darle la bendición que ella nunca buscó. ¡Jesús! Estás entre nosotros y conoces a
todos los hombres. Si hay aquí algunos semejantes a aquella pobre mujer, si sus
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mentes están sumidas en las tinieblas y sus vidas no son santas, si han venido, no a
buscarte, y tampoco deseosos de ser enseñados, trátales de acuerdo con la
misericordia que demostraste con ella. Háblales, Señor, abre sus oídos a mis palabras,
haz que recuerden sus pecados y obra de modo que sientan el deseo de la salvación
que estás dispuesto a ofrecerles.
»Señor, estás aún en tu pueblo, te ven en las horas de vigilia de la noche y sus
corazones arden dentro de sí mismos cuando Tú hablas. Y Tú estás cerca de aquellos
que no te han conocido; abre sus ojos para que puedan verte, para que puedan
contemplarte mientras lloras por ellos y dices: “¿No queréis venir a Mí para alcanzar
la vida?”. Para que te vean colgado de la cruz y diciendo: “Perdónalos, Padre, porque
no saben lo que hacen”. Y para que te vean cuando estés dispuesto a volver rodeado
de gloria para juzgarlos definitivamente. Amén.
Dinah abrió de nuevo los ojos e hizo una pausa, mirando al grupo de aldeanos que
se había reunido a menor distancia y a su derecha.
—Queridos amigos —empezó diciendo con una voz un poco más alta—. Todos
vosotros habéis estado en la iglesia y espero que habréis oído cómo el sacerdote lee
estas palabras: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
predicar el Evangelio a los pobres». Jesucristo pronunció estas palabras y dijo que
había venido a predicar el Evangelio a los pobres; ignoro si habéis reflexionado
alguna vez acerca de estas palabras, pero os diré cuándo recuerdo haberlas oído por
primera vez. Era en una tarde muy parecida a ésta, yo era pequeña y mi tía, que me
crió, me llevó a oír a un hombre que predicaba al aire libre, precisamente como
estamos ahora. Recuerdo bien su rostro: era muy viejo y tenía el cabello largo y
blanco; su voz era suave y hermosa, muy distinta de cuantas había oído hasta
entonces. Yo era muy pequeña y apenas sabía nada; sin embargo, aquel anciano me
pareció tan diferente de todas las personas que había visto hasta entonces, que incluso
llegué a creer en la posibilidad de que hubiese bajado del cielo para predicar entre
nosotros. Y dije: «Oye tía, ¿volverá esta noche al cielo, como se ve en aquel dibujo
de la Biblia?».
»Aquel hombre de Dios era el señor Wesley, que pasó la vida haciendo lo mismo
que Nuestro Señor; es decir, predicando el Evangelio a los pobres, y hace ocho años
alcanzó el descanso eterno. Años después pude saber algo más acerca de él, pero aún
entonces yo era una niña irreflexiva y sólo recuerdo una cosa de las que nos dijo en
su sermón. Dijo que Evangelio significa “buenas noticias”. El Evangelio, según ya
sabéis, es lo que la Biblia nos cuenta acerca de Dios.
»Ahora reflexionad sobre esto. Jesucristo descendió del cielo del mismo modo
como yo, tonta criatura, creí que había bajado el señor Wesley, y precisamente
nuestro Señor descendió con objeto de comunicar a los pobres las buenas noticias
acerca de Dios. Porque, en realidad, vosotros y yo, queridos amigos, somos pobres.
Nos hemos criado en casitas pobres; nuestra comida ha consistido muchas veces en
tortas de avena, y, en general, nuestra existencia ha sido algo ruda; hemos ido poco a
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la escuela, no hemos leído libros y lo ignoramos casi todo, a excepción de lo que
ocurre a nuestro alrededor. Somos, pues, precisamente la clase de gente que necesita
oír buenas noticias. Porque cuando alguien se halla en una situación agradable, no le
importa conocer nuevas de los países distantes; pero si un hombre o una mujer pobres
se hallan en una dificultad y tienen que ejecutar un trabajo pesado para vivir, gustan
de recibir una carta que les comunique la existencia de un amigo que está dispuesto a
ayudarles. Indudablemente algunas veces sabemos algo de Dios, aunque nunca
hayamos oído el Evangelio, las buenas noticias que nuestro Salvador quiso traernos.
Sabemos que todo procede de Dios. ¿No decimos, por ejemplo, todos los días,
“Ocurrirá esto o lo otro, si Dios quiere”, o también: “Pronto empezaremos a segar la
hierba, quiera Dios mandarnos unos días buenos”? Sabemos muy bien que estamos
por completo en manos de Dios; nosotros no hemos venido al mundo por nuestra
voluntad, y somos incapaces de conservarnos vivos mientras dormimos; la luz del
día, el viento, el trigo y las vacas que nos dan leche…, todo cuanto tenemos procede
de Dios. Y Él nos dio nuestras almas, puso el amor entre padres e hijos y entre
marido y mujer. Pero ¿es eso todo cuanto deseamos saber acerca de Dios? Vemos que
es grande y poderoso y que puede hacer cuanto quiere; y nos vemos perdidos, como
si luchásemos con las aguas en alta mar, al tratar de pensar en Él.
»Mas quizás nacen en vuestras mentes algunas dudas como ésta: ¿Puede Dios
fijarse mucho en la pobre gente como nosotros? Tal vez hizo el mundo para los
grandes, los sabios y los ricos. Probablemente no le cuesta mucho damos nuestro
puñado de comida y algún vestido; pero ¿cómo sabemos que cuida de nosotros más
de lo que nosotros mismos cuidamos de los gusanos y de las alimañas del jardín al
sembrar nuestras zanahorias y nuestras cebollas? ¿Cuidará Dios de nosotros en
cuanto muramos? ¿Nos reserva algún consuelo cuando estamos heridos, enfermos o
inválidos? Tal vez también está irritado contra nosotros, pues, de no ser así, ¿para qué
haría aparecer el pulgón, o por qué razón habría malas cosechas, liebres o
enfermedades y mil formas de dolor y de inquietud? Porque nuestra vida está llena de
inquietud, y si, al parecer, Dios nos manda el bien, del mismo modo nos envía el mal.
¿Cómo es posible? ¿Cómo es eso?
»¡Ah, queridos amigos! Tenemos grandísima necesidad de recibir buenas nuevas
acerca de Dios. Mas ¿qué significarán otras buenas nuevas, si no hemos recibido
éstas? Porque, al final, todo acaba, y cuando morimos, mal de nuestro grado, nos
vemos obligados a abandonarlo todo. Pero cuando todo ha terminado ya, aún nos
queda Dios. ¿Qué haremos, pues, si Él no es nuestro amigo?
Entonces Dinah les dijo cómo se habían recibido aquellas buenas nuevas y cómo
los propósitos de Dios, con respecto a los pobres, se habían hecho manifiestos en la
vida de Jesús, e hizo mención, particularmente, de su humildad y de sus actos de
misericordia.
—Ya veis, pues, queridos amigos —continuó—, que Jesús pasó casi toda su vida
haciendo bien a los pobres; predicaba para ellos al aire libre, buscaba la amistad de
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los pobres obreros y les enseñó y se ocupó de ellos. Y no por eso debe entenderse que
abandonase a los ricos, porque amaba por igual a todos los hombres, si bien
comprendió que los pobres necesitaban más su ayuda. Así, curó a los impedidos, a los
enfermos y a los ciegos, y realizó milagros para alimentar a los hambrientos, porque,
según dijo, le inspiraban compasión; y fue muy bondadoso con los niños, y consoló a
quienes habían perdido a sus amigos, y hablaba con la mayor ternura a los pobres
pecadores que se arrepentían de sus pecados.
»¡Ah! ¿No amaríais a un hombre como ése si le vierais aquí en este mismo
pueblo? ¡Qué hermoso corazón debía de tener! ¡Qué amigo para los desgraciados!
¡Cuán agradable debía de ser recibir sus enseñanzas!
»Y ahora, queridos amigos, ¿quién era ese hombre? ¿Era tan sólo un hombre
bueno, un hombre excelente, y nada más… como, por ejemplo, nuestro querido señor
Wesley, que nos ha sido arrebatado? Nada de eso. Era, el Hijo de Dios. A imagen de
su Padre, según dice la Biblia; eso significa que se parecía a Dios, que es el principio
y el término de todas las cosas, es decir, del Dios a quien queremos conocer. Por
consiguiente, todo el amor que Jesús demostraba a los pobres es el mismo amor que
Dios tiene para nosotros. Podemos comprender los sentimientos de Jesús porque
descendió a la tierra en un cuerpo semejante al nuestro y pronunciaba palabras
semejantes a las que nosotros cruzamos entre nosotros. Antes los hombres temían
pensar en Dios, en el Dios que hizo el mundo y el cielo, el trueno y los rayos. Nunca
pudieron verlo y sólo les fue dable contemplar sus obras. Algunas de éstas eran
terribles, y, por consiguiente, era natural que los hombres temblaran al pensar en Él.
Pero nuestro bendito Salvador nos ha demostrado que Dios es, en cierto modo
comprensible para la gente pobre e ignorante. Nos ha demostrado cómo es el corazón
de Dios y cuáles son sus sentimientos por nosotros.
»Pero examinemos un poco más la razón de que Jesucristo viniese a la tierra. En
una ocasión dijo: “Vine a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Y en otra ocasión
dijo: “No he venido a llamar a los rectos de corazón, sino a infundir el
arrepentimiento entre los pecadores”.
»¡Lo que se había perdido…! ¡Los pecadores…! ¡Ah, queridos amigos! ¿Seremos
vosotros y yo?
Hasta entonces el viajero había permanecido clavado en su sitio contra su
voluntad, sujeto por el encanto de la voz trémula y suave de Dinah, que tenía una
gran variedad de modulaciones, como un fino instrumento tocado con la habilidad
inconsciente del instinto musical. Las cosas sencillas que decía llegaban a parecer
novedades, como una melodía nos proporciona una nueva sensación cuando la oímos
entonada por la voz pura de un cantor juvenil; la apacible profundidad de la
convicción con que hablaba parecía, por sí misma, un prueba de la verdad de sus
afirmaciones. Observó que la joven se había apoderado por completo de sus oyentes.
Los aldeanos estaban ya más cerca de ella y en todos los rostros no se advertía otra
cosa sino grave atención. Ella hablaba con lentitud, aunque sin ninguna vacilación,
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deteniéndose tan sólo después de hacer una pregunta o antes de variar el curso de sus
ideas. No había en ella ningún cambio de actitud o de gesto; el efecto de su oración lo
produjeron enteramente las inflexiones de su voz, y cuando llegó a formular la
pregunta «¿Cuidará Dios de nosotros cuando muramos?», lo hizo con tal tono de
quejumbrosa súplica que se asomaron las lágrimas a los ojos de los oyentes más
recalcitrantes. El viajero había cesado ya de dudar, como en un primer momento, si
aquella muchacha sería o no capaz de conquistar la atención de sus rudos oyentes,
pero aún se preguntaba si tendría la facultad de despertar sus emociones más
violentas, lo que, sin duda, debía ser un sello, una condición necesaria en su vocación
de predicadora metodista, hasta que, por fin, pronunció las palabras «¡Lo que se había
perdido…! ¡Los pecadores…!», pues entonces hubo un cambio notable en su voz y
en su actitud. Antes de esa exclamación había hecho una larga pausa, llena sin duda
de pensamientos inquietos, a juzgar por la expresión concentrada de su pálido rostro,
que palideció más aun; los círculos de sus ojos se acentuaron, como ocurre cuando
asoman lágrimas que no llegan a caer; y los ojos, suaves y cariñosos, tomaron una
expresión de súplica compasiva como si repentinamente hubiesen visto a un ángel
destructor volando por encima de las cabezas de la gente. Su voz se tornó grave y
velada, pero no hizo ningún gesto. Nadie estaba más lejos que Dinah del tipo
corriente de orador. No predicaba como los demás, sino que exteriorizaba sus propias
emociones dejándose llevar por la inspiración de su propia fe sencilla.
Pero en ese momento se había aventurado ya en una corriente de sentimiento
distinta. Sus maneras eran menos apacibles; su pronunciación, más rápida y agitada,
mientras se esforzaba por mostrar a los oyentes su culpa, su voluntaria permanencia
en las tinieblas y su desobediencia a Dios y hacía hincapié en el carácter odioso del
pecado, en la santidad divina y en los sufrimientos del Salvador, gracias a los cuales
se había abierto un nuevo camino para la salvación de la gente. Por fin pareció como
si, impulsada por su ardiente deseo de salvar a las ovejas perdidas, ya no estuviese
satisfecha al dirigirse a sus oyentes en conjunto, porque primero apeló a uno y luego
a otro, suplicándoles, con lágrimas en los ojos, que se volviesen a Dios mientras aún
estaban a tiempo; pintándoles la desolación de sus almas, hundidas en el pecado, que
sólo hallaban su alimento en la basura de este mundo miserable, muy lejos de su
Padre divino; y luego les hablaba del amor del Salvador, que esperaba y deseaba su
vuelta al redil.
Entre sus compañeros metodistas hubo numerosos suspiros y gemidos, pero el
alma colectiva de un pueblo no se inflamaba con tanta facilidad; de manera que una
leve ansiedad, una diminuta chispa que podría morir fácilmente, fueron todo el efecto
que, por un momento, causó en ellos la predicación de Dinah. Sin embargo, nadie se
había retirado, a excepción de los niños y del viejo tío Taft, que, como era demasiado
sordo y se le escapaban muchas palabras, hacía ya un buen rato que se había vuelto a
su rincón junto a la chimenea. Wiry Ben sentía una gran inquietud y deseaba con toda
su alma no haber ido a escuchar el sermón de Dinah; se dijo que las palabra que ella
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acababa de pronunciar le dejarían turbado por algún tiempo. A pesar de eso no
apartaba los ojos de su rostro, ni dejaba de escuchar lo que decía, aunque temía el
momento en que la joven fijara la mirada en él y se le dirigiese particularmente. Ya lo
había hecho con Sandy Jim que, a la sazón, tenía en brazos al chiquillo para que su
mujer descansara, y aquel hombre corpulento y de buen corazón se había limpiado
algunas lágrimas con el puño, casi decidido a portarse mejor, a ir con menos
frecuencia al Holly Bush, cerca de las canteras de piedra, y a lavarse con mayor
regularidad los domingos.
Frente a Sandy Jim se hallaba Bess Chad, que demostró extraordinaria
inmovilidad y fijeza de atención desde el momento en que Dinah empezó a hablar.
No porque el asunto del sermón hubiese solicitado su interés, sino porque no acababa
de comprender qué placer y satisfacción podía ofrecer la vida a una muchacha joven
que llevase un gorro como el de Dinah. Por fin, desesperando de comprenderlo,
empezó a fijarse en la nariz, en los ojos, en la boca y en el cabello de la predicadora,
preguntándose si era preferible tener un rostro pálido como aquél o las rojas mejillas
y los ojos negros y grandes como los suyos propios. Pero gradualmente se apoderó de
ella la influencia de la gravedad general y acabó por atender a lo que decía Dinah. El
tono cariñoso, la afable persuasión no le impresionaron en lo más mínimo, pero
cuando la predicadora dirigió a sus oyentes algunos apostrofes severos, empezó a
asustarse. La pobre Bess siempre fue considerada como algo díscola y traviesa; ella
lo sabía, y puesto que era necesario ser muy buena, no hay duda de que seguía una
mala conducta. En la iglesia no se hallaba a gusto, como, por ejemplo, Sally Rann, y,
con mucha frecuencia, se había reído entre dientes del señor Irwine; tales deficiencias
religiosas se veían acompañadas de una flojedad correspondiente en la moralidad,
porque Bess pertenecía, sin duda alguna, a ese grupo de mujeres perezosas y sucias
con quienes uno puede permitirse alguna libertad. Ella lo sabía y hasta entonces no se
había avergonzado gran cosa. Sin embargo, ahora experimentaba la sensación de que
se le había presentado un agente de policía para llevarla ante la autoridad a responder
de una falta imprecisa. Acababa de sentir la terrible presencia de aquel Dios, al que
siempre creyó muy lejos, y que ahora veía a su lado y hasta le parecía que Jesús la
estaba mirando, aunque ella no pudiese verle. Dinah tenía una profunda convicción,
común entre los metodistas, de las manifestaciones visibles de Jesús, y lograba
comunicarla a sus oyentes de un modo irresistible. Les hacía sentir la seguridad de
que se hallaba corporalmente entre ellos y que en cualquier momento se les
aparecería de un modo u otro para despertar la angustia y la penitencia en sus
corazones.
—¡Mirad! —exclamó la predicadora, volviéndose hacia la izquierda con los ojos
fijos en un punto sobre las cabezas de la gente—. Mirad dónde se encuentra nuestro
bendito Señor, que llora y extiende los brazos hacia vosotros. Oíd lo que dice:
«¡Cuántas veces habría querido ampararos, como la gallina protege a los polluelos
bajo las alas! ¡Y vosotros no quisisteis…! ¡Y vosotros no quisisteis…!» —repitió en
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tono de suplicante reproche y volviendo de nuevo la mirada hacia sus oyentes—. Ved
las huellas de los clavos en sus manos y en sus pies. Vuestros pecados se los
clavaron. ¡Qué pálido y desencajado está su rostro! Sufrió toda la agonía posible en el
huerto, cuando su alma estaba agobiada por el dolor y por la muerte, y las grandes
gotas de sudor caían al suelo semejantes a gotas de sangre. Y le escupieron, le
abofetearon, le azotaron y se burlaron de Él, y luego, sobre sus doloridos hombros,
cargaron la pesada cruz. Más tarde le clavaron en ella. ¡Ah, qué dolor! Sus labios
estaban secos y sedientos, y aún en su gran agonía se burlaban de Él; no obstante, con
aquellos labios resecos oraba por ellos, diciendo: «Padre mío, perdónales, porque no
saben lo que hacen». Luego le envolvió el horror de las tinieblas y sintió lo mismo
que los pecadores cuando se ven alejados de Dios para siempre. Ésa fue la última
gota en la copa de la amargura. «¡Dios mío, Dios mío!», exclamó. «¿Por qué me has
abandonado?».
»¡Y todo eso lo sufrió por vosotros! ¡Por vosotros! Y, sin embargo, vosotros no
pensáis en Él. Por vosotros… que le volvéis la espalda, sin importaros lo que sufrió
por vuestra causa. Sin embargo, aun no está cansado de sufrir por vuestra causa,
porque se levantó entre los muertos, y a la diestra de Dios Padre suplicó: “Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen”. Y también está en la tierra, entre
nosotros, cerca de vosotros en este momento. Yo veo su cuerpo herido y su amorosa
mirada.
Entonces Dinah se volvió a Bess Cranage, cuya alegre juventud y evidente
vanidad le habían infundido la mayor compasión:
—¡Pobre muchacha! ¡Pobre niña! Está rogándote, y tú no le haces caso. Sólo
piensas en pendientes, en trajes y en gorros bonitos, y no te acuerdas siquiera de que
el Salvador murió por salvar tu alma preciosa. Vendrá el día en que estarás arrugada,
con el cabello gris, con tu pobre cuerpo flaco y tembloroso. Entonces empezarás a
darte cuenta de que tu alma no está a salvo. Entonces tendrás que presentarte ante
Dios, vestida con tus pecados, con tus accesos de malhumor y tus vanos
pensamientos. Y Jesús, que ahora esta dispuesto a ayudarte, no te ayudará entonces, y
como no quieres que sea tu Salvador, se convertirá en tu juez. Ahora te mira con
amor y misericordia y dice: «Venid a mí para gozar de la vida eterna». Pero luego se
alejará de ti, y dirá: «Apartaos de mí para hundiros en el fuego eterno».
Los grandes y negros ojos de Bess, abiertos en extremo, empezaron a llenarse de
lágrimas, palidecieron sus mejillas y sus labios, y todo el rostro quedó alterado y
convulso, como el de los niños que están a punto de llorar.
—¡Ah! ¡Pobre y ciega niña! —prosiguió Dinah—. ¡Que no te suceda lo que le
ocurrió a una servidora de Dios en los días de su vanidad! Ella no pensaba más que
en gorros de encaje y ahorraba todo el dinero posible para comprarlos; no pensaba
siquiera en tener el corazón limpio y el alma pura, pues sólo deseaba tener mejores
encajes que las demás muchachas. Y un día, cuando se puso un nuevo gorrito y se
miró al espejo, vio un rostro ensangrentado y coronado de espinas. Este mismo rostro
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es el que te está contemplando —y Dinah señaló un lugar muy cercano a Bessy—.
¡Ah! ¡Arráncate esas galas y arrójalas lejos de ti, como si fuesen venenosas víboras!
¡Te están mordiendo, están envenenando tu alma, te arrastran a un pozo oscuro y sin
fondo en el que te hundirás para siempre y cada vez más, así como también cada vez
más lejos de la luz y de Dios!
Bessy no pudo resistir más. Se apoderó de ella un terror extraordinario y,
arrancándose los pendientes de las orejas, los arrojó ante ella, sollozando a gritos. Su
padre, Chad, temeroso de que la predicadora se metiera con él, pues la conducta de la
rebelde Bess le parecía debida a un milagro, se alejó rápidamente y empezó a dar
martillazos en el yunque diciéndose: «A la gente le conviene herrar los caballos, tanto
si predica alguien como si no. Es seguro que el diablo no me cogerá porque yo me
dedique al trabajo».
Entonces Dinah empezó a describir las alegrías reservadas a los penitentes y con
sus sencillas palabras habló de la paz divina y del amor que llenan el alma del
creyente, y de que el amor de Dios convierte la pobreza en riqueza y satisface el alma
de modo que desaparecen los deseos malsanos, los temores y la alarma; que, al fin, la
misma tentación del pecado se extingue, y ya en la tierra comienza el cielo, porque
ninguna nube se interpone entre el alma y Dios, que es el sol eterno.
—Queridos amigos —dijo por fin—, hermanos y hermanas, a quienes amo como
aquellos por quienes murió mi Dios, creedme cuando os digo que conozco ese estado
de bendición y, como lo conozco, deseo que lo compartáis conmigo. Soy pobre como
vosotros. He de vivir gracias al trabajo de mis manos, pero no existe ningún señor ni
ninguna dama que puedan ser tan felices como yo si en sus almas no existe, como en
la mía, el amor de Dios. Fijaos lo que significa no odiar a nadie ni a otra cosa que el
pecado; estar penetrado de amor por toda criatura; no tener nada; estar seguro de que
todas las cosas se convertirán en bien; no dar importancia al dolor, porque tal es la
voluntad de nuestro Padre; saber que nada, ni siquiera en el caso de que la tierra se
incendiase o las aguas viniesen a ahogarnos, que nada en absoluto puede separarnos
de Dios, que nos ama y que llena nuestras almas de paz y de alegría porque estamos
seguros de que todo lo que Él quiere es santo, justo y bueno.
»Queridos amigos, venid a tomar parte de esta bendición que se os ofrece. Éstas
son las buenas nuevas que Jesús vino a predicar a los pobres. No son como las
riquezas de este mundo, que cuantas más se conquistan, menos descanso se tiene.
Dios es eterno y también lo es su amor.
Dinah había estado hablando por espacio de una hora y la luz rojiza del día que
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acababa pareció dar una importancia extraordinaria a sus palabras finales. El viajero,
a quien había interesado el curso de su sermón como si hubiera presenciado una
representación dramática, pues hay cierta fascinación en toda elocuencia sincera e
impremeditada que descubre el drama interior de las emociones del orador, hizo que
su caballo tomase de nuevo el camino y prosiguió el viaje mientras Dinah decía:
«Vamos a cantar un poco, mis queridos amigos». Y cuando el viajero descendía por la
pendiente, llegaron a sus oídos las voces de los metodistas, elevándose y
descendiendo en aquella extraña mezcla de entusiasmo y de tristeza propia de la
cadencia de un himno.
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III
M enos de una hora después del sermón, Seth Bede caminaba al lado de Dinah
por el sendero bordeado de setos que corría a través de los pastos y los verdes
campos de trigo situados entre el pueblo y Hall Farm. Dinah se había quitado
nuevamente su gorrito cuáquero y lo sostenía en sus manos para gozar de la frescura
del crepúsculo, y Seth, mientras andaba a su lado, podía contemplar claramente la
expresión de su rostro, mientras pensaba tímidamente en algo que quería decirle. En
el rostro de la joven había una expresión de plácida e inconsciente gravedad; parecía
absorta en pensamientos que nada tenían que ver con el momento actual ni con su
propia personalidad: una expresión desalentadora en extremo para un enamorado.
Incluso su modo de andar era desalentador pues tenía aquella apacible elasticidad que
no necesita la ayuda de nadie. Seth, que lo comprendía vagamente, pensó: «Es
demasiado buena y santa para cualquier hombre, exceptuándome a mí, tal vez». Y las
palabras que había reunido retrocedieron antes de llegar a sus labios. Pero una idea le
dio valor: «No existe hombre que pueda quererla más que yo y que la deje más libre
de seguir la obra de Dios». Habían guardado silencio durante varios minutos, después
de haber hablado de Bess Cranage. Dinah parecía haber olvidado la presencia de Seth
y su paso se apresuraba tanto que la idea de estar ya a pocos minutos de distancia de
las puertas de Hall Farm dio al fin a Seth el valor suficiente para hablar.
—¿Está ya decidida, Dinah, a volver el sábado a Snowfield?
—Sí —contestó la joven—. Me han llamado. Mientras meditaba el domingo por
la noche, vi con toda claridad que la hermana de Alien, que está enferma, me
necesita. La vi con la misma claridad con que estamos viendo esa nubecilla blanca, y
cómo levantó su mano flaca para llamarme. Esta mañana, al abrir la Biblia en busca
de consejo, mis ojos se fijaron en las palabras que dicen: «Y en cuanto hubimos
contemplado la visión, nos apresuramos a ir a Macedonia». Si no fuese por esta clara
indicación de la voluntad de Dios, no tendría prisa en ir allá, porque mi corazón me
inclinaría a acompañar a mi tía y a sus hijitos, y a esa pobre oveja errante de Hetty
Sorrel. Últimamente he rezado mucho por ella, y creo que aún podrá gozar de la
misericordia divina.
—Dios lo quiera —dijo Seth—, porque el corazón de Adam está tan prendado de
ella que nunca podrá fijarse en ninguna otra mujer. Aunque yo sentiría en el alma que
se casara con ella, porque no creo que pueda hacerle feliz. No deja de ser un profundo
misterio el camino que toma el corazón de un hombre cuando elige a una mujer entre
todas las demás que ha visto en el mundo, y cuando le resulta más fácil trabajar siete
años por ella, como Jacob hizo por Raquel, que conseguir a otra mujer cualquiera sin
más trabajo que solicitarla. Muchas veces pienso en las palabras: «Y Jacob sirvió
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siete años por Raquel; y a él sólo le parecieron unos días por el amor que sentía por
ella». Estas palabras serían ciertas con respecto a mí, Dinah, si me diera la esperanza
de conquistarla en cuanto hubiesen trascurrido siete años. Sé que le parecerá que un
marido ocuparía una parte demasiado considerable de sus pensamientos, porque san
Pablo dice: «La que se casa cuida de las cosas del mundo para complacer a su
marido». Y quizás me creerá demasiado atrevido cuando le hablo de eso, después de
lo que me dijo el sábado pasado acerca de sus ideas. Mas he pensado en ello día y
noche, y he rezado para no dejarme cegar por mis propios deseos y para no creer que
lo que es bueno para mí ha de ser bueno también para usted. E incluso creo que hay
más textos que aconsejan el matrimonio que los que pudieran encontrarse en contra
de él. Porque san Pablo dice en otro lugar, con la mayor claridad: «Deseo que las
mujeres jóvenes se casen, tengan hijos, gobiernen la casa y no den ocasión a que las
censure nadie». Y luego: «Dos son mejor que uno». Lo cual se refiere tanto al
matrimonio como a otras cosas, porque nosotros, querida Dinah, tendríamos un solo
corazón y una sola mente. Ambos servimos al mismo Señor y luchamos por tener
iguales dones; yo nunca sería el marido que exigiera de usted lo que pudiera
interrumpir la obra para la que Dios la ha creado. Por mi parte le daría toda la libertad
posible, más de la que ahora goza, puesto que en la actualidad ha de ganarse la vida,
y yo soy lo bastante fuerte para trabajar para los dos.
Como Seth había empezado ya a defender su causa, continuó con la mayor
vehemencia y casi con apresuramiento, a fin de impedir que Dinah pronunciase
alguna palabra decisiva antes de que él expusiera todos los argumentos que tenía
preparados. Mientras hablaba se sonrojaron sus mejillas, se llenaron de lágrimas sus
ojos grises y bondadosos y la voz le temblaba al pronunciar la última frase. Habían
llegado a un paso estrecho, ente dos altas rocas, que en Loamshire hacía las veces de
portillo. Dinah se detuvo para mirar a Seth y, con su voz tierna, tranquila y fina, le
dijo:
—Le doy las gracias, Seth Bede, por su amor hacia mí, y si yo fuese capaz de
pensar en un hombre de otro modo que como un hermano en Cristo, no hay duda de
que pensaría en usted. Pero mi corazón no está libre y no puedo casarme. Eso queda
para otras mujeres, puesto que no deja de ser algo grande y una bendición el ser
esposa y madre. Pero «así como Dios ha distribuido a todo hombre, también ha
llamado a cada uno y, por consiguiente, conviene dejarle obrar». Dios me ha llamado
para que sea ministro de los demás, no para tener alegrías o pesares propios, sino para
regocijarme con los que están alegres y llorar con los tristes. Me ha llamado para que
predique sus palabras y Él es el dueño de mi trabajo. Y solamente obligada por una
clara visión puedo abandonar a mis hermanos y hermanas de Snowfield, que han sido
tan poco favorecidos por los bienes de este mundo. Allí los árboles son tan escasos
que hasta un niño puede contarlos, y la vida en invierno es muy dura para los pobres.
A mí me ha sido concedido el ayudarles y el consolarles, el dar ánimos a ese pequeño
rebaño y llamar a los que van errantes; y mi alma está llena de estas cosas desde que
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me levanto hasta que me acuesto. Mi vida es demasiado corta y la obra de Dios
excesivamente grande para que piense en constituir mi propio hogar en este mundo.
No he escuchado sus palabras con oídos sordos, Seth, porque al ver que me dedicaba
su amor, pensé que ello podría ser una indicación de la Providencia para que
cambiase el camino de mi vida y nos ayudásemos mutuamente. Por eso dejé la
decisión a mi Señor, pero cuantas veces trataba de fijar mi mente en el matrimonio y
en nuestra vida en común, se interponían otros pensamientos; recordaba las veces en
que he rezado con los enfermos y moribundos y las felices horas que pasé
predicando, cuando mi corazón estaba lleno de amor y la Palabra me era concedida
con toda abundancia. Y al abrir la Biblia en busca de consejo, siempre he encontrado
alguna palabra clarísima que me indica cuál es mi tarea. Creo, Seth, lo que dice, que
procuraría ser un auxiliar mío y no un obstáculo para mi obra; pero comprendo que
Dios no quiere nuestro matrimonio, pues conduce a mi corazón por otro camino.
Deseo vivir y morir sin marido ni hijos. Al parecer, no hay en mi alma lugar para mis
propias necesidades y temores, pues Dios ha querido llenar mi corazón con las
necesidades y sufrimientos de los pobres.
Seth se sintió incapaz de contestar y continuaron en silencio. Por fin, cuando ya
estaban cerca de la puerta del patio, dijo:
—Está bien, Dinah, trataré de encontrar fuerza para soportarlo y para ver a Dios
invisible. Ahora comprendo, sin embargo, qué débil es mi fe. Me parece que cuando
se marche usted ya no podré estar contento ni alegrarme por nada. Lo que siento es,
al parecer, algo superior al amor por una mujer, porque me contentaría, aun cuando
no se casara conmigo, con ir a vivir a Snowfield y estar a su lado. Confié en que el
intenso amor que Dios me inspiró por usted sería, para ambos, un camino; mas, al
parecer, sólo es una prueba para mí. Quizás siento por usted más de lo que debería
sentir por cualquier criatura, ya que muchas veces no tengo más remedio que decir de
usted como el himno:
»Tal vez esté equivocado y me convenga obrar de otro modo; pero supongo que
no se enfadaría conmigo si las cosas ocurriesen de manera que yo pudiese abandonar
este país para ir a vivir a Snowfield.
—No, Seth, le aconsejo esperar con paciencia y no abandonar a la ligera su país y
sus parientes. No haga nada sin orden expresa y clara del Señor. Aquélla es una
región estéril y pobre, no como este país de Goshen[2] al que está acostumbrado. No
debemos tener impaciencia por escoger y decidir por nosotros mismos, sino esperar y
dejarnos guiar.
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—Supongo, sin embargo, que me permitirá escribirle una carta, en caso de desear
decirle algo.
—Sin duda, infórmeme de sus dificultades y preocupaciones. Por lo demás, le
aseguro que siempre estará en mis oraciones.
Habían llegado ya a la puerta del patio y Seth dijo:
—No quiero entrar, Dinah; por consiguiente, adiós. —Se detuvo y vaciló después
de que ella le hubo dado la mano, y añadió—: Cabe en lo posible que dentro de algún
tiempo vea las cosas de un modo distinto. Quizás tenga alguna nueva indicación.
—Dejemos eso, Seth. Conviene vivir un solo momento a la vez, según he leído en
uno de los libros del señor Wesley. Ni a usted ni a mí nos corresponde hacer planes.
Lo único que debemos procurar es obedecer y esperar. Adiós.
Dinah oprimió su mano con mía mirada triste en sus ojos cariñosos y luego
atravesó la puerta mientras Seth se volvía para dirigirse despacio a su casa. Pero en
vez de tomar el camino directo, resolvió volver a través de los campos y por los
mismos lugares que acababa de recorrer en compañía de Dinah, y creo que su
pañuelo azul estaba empapado de lágrimas antes de comprender que ya era hora de
encaminarse a casa sin demora. No tenía más que veintitrés años y acababa de saber
lo que es el amor. El amor que, a la vez, es adoración que el hombre joven profesa a
la mujer a quien considera más grande y mejor que él mismo. Un amor así apenas se
diferencia del sentimiento religioso. Es el amor profundo y digno, ya se dedique a
una mujer, a un niño, al arte o a la música. Nuestras caricias, nuestras tiernas
palabras, nuestro éxtasis bajo la influencia de las puestas de sol otoñales, de la
contemplación de una columnata o de majestuosas estatuas, o bajo el efecto de las
sinfonías de Beethoven, todo eso trae consigo la sensación de que son solamente
ondulaciones de un océano de amor y de belleza insondable. Nuestra emoción, en el
momento de mayor exaltación, se expresa través del silencio. Nuestro amor, en su
momento culminante, va más allá de su objeto y se pierde al sentir el misterio divino.
Y este don bendito de amor, que, al mismo tiempo, venera, ha sido concedido a
muchos humildes artesanos, desde que empezó el mundo, para que no nos
sorprendamos de que existiese también en el alma de un carpintero metodista, hace
más de cincuenta años, cuando aún se percibía el resplandor del tiempo en que
Wesley y sus compañeros de trabajo se alimentaban con los frutos del escaramujo y
las acerolas de los setos de Cornualles, después de fatigar sus miembros y sus
pulmones llevando el divino mensaje a oídos de los pobres.
Aquel resplandor lejano se ha desvanecido ya; y el cuadro que podemos pintar en
nuestra imaginación sobre el metodismo no es ya un anfiteatro de verdes colinas, ni la
sombra profunda proyectada por los sicómoros de anchas hojas donde una multitud
de hombres rudos y mujeres de corazón fatigado bebían una fe que, en realidad, era
cultura rudimentaria, que fundía sus pensamientos con el pasado, elevaba sus
imaginaciones sobre los detalles sórdidos de sus angustiadas vidas y llenaba sus
almas con el sentimiento de una Presencia compasiva, amante e infinita, dulce como
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el verano para el necesitado que carece de hogar. Es muy posible que para algunos de
mis lectores el metodismo no signifique nada más que calles sórdidas de casas bajas,
abaceros rollizos, predicadores gorrones y un lenguaje hipócrita, elementos que, en
ciertos barrios elegantes, son vistos como un exhaustivo análisis del metodismo.
Eso sería una lástima, porque no puedo pretender que Seth y Dinah fuesen algo
más que metodistas. Y tampoco que perteneciesen al tipo moderno que lee revistas
trimestrales y asiste a las funciones religiosas de las capillas provistas de pórticos y
columnas; y tampoco quiero dar a entender que perteneciesen a una clase distinguida
y secular. Creían en los milagros, en conversiones instantáneas, en revelaciones a
través de los sueños y las visiones; echaban suertes y buscaban el consejo divino
abriendo la Biblia al azar. Tenían un modo literal de interpretar las Escrituras que no
sancionan los comentaristas ortodoxos; y me resulta imposible dar a entender que su
dicción fuese correcta o liberal su instrucción. Sin embargo, si he leído debidamente
la historia religiosa, la fe, la esperanza y la caridad no han existido siempre en
relación directa con la mayor o menor sensibilidad hacia estas tres virtudes; y es
posible, a Dios gracias, sostener teorías muy erróneas y poseer sentimientos sublimes.
El tocino rancio que la torpe Molly separa de su escasa provisión para llevarlo a casa
de su vecino, a fin de curar los ataques de su niño, puede ser quizás un remedio
eficaz; pero el movimiento generoso y la bondad que inspiró el acto poseen una
radiación beneficiosa que no se pierde.
Teniendo en cuenta todo eso, no podemos considerar a Dinah y a Seth indignos de
nuestra simpatía, aunque estemos acostumbrados a llorar por los pesares más
elevados de las heroínas que calzan zapatitos de satén y llevan miriñaque, o de los
héroes que montan caballos casi salvajes y que, a su vez, sirven de montura para
pasiones más salvajes todavía.
¡Pobre Seth! Jamás en su vida montó a caballo, excepto una vez, durante su
infancia, cuando Jonathan Burge le subió en la grupa del suyo, diciéndole que se
agarrase bien. Y así, en vez de prorrumpir en palabras acusadoras contra Dios y el
destino, mientras volvía a casa a la luz de las estrellas, resolvió contener su tristeza,
no desear tanto hacer su voluntad y vivir más en beneficio del prójimo, como hacía
Dinah.
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IV
E ra un verde valle con un arroyo que lo atravesaba, tan crecido a causa de las
últimas lluvias que estaba a punto de desbordarse. Unos sauces no muy altos
inclinaban sus ramas sobre la corriente, atravesada por un tablón por el que cruzaba
entonces Adam Bede con paso firme, seguido de cerca por Gyp, que llevaba el cesto.
Sin duda se dirigía hacia la casa con tejado de bálago, junto a la cual se veía un
montón de madera, que se hallaba a unos veinte metros de distancia en la pendiente
opuesta.
La puerta de la casa estaba abierta y desde ella miraba una mujer entrada en años;
pero no contemplaba plácidamente el paisaje iluminado por el sol de la tarde; con
ojos no muy claros observaba la manchita, cada vez mayor, que durante los últimos
minutos le pareció que era su querido hijo Adam. Lisbeth Bede amaba a su hijo con
el amor de una mujer que tiene a su primogénito en la madurez de su vida. Era una
mujer llena de ansiedad, frugal, vigorosa, anciana y limpia como un copo de nieve.
Su cabello gris estaba peinado hacia atrás y quedaba cubierto por un gorro de hilo,
que rodeaba una faja negra; cubría su ancho pecho un pañuelo de color pardo y
debajo de éste se divisaba una especie de bata de cuadros azules atada en la cintura y
que descendía hasta las caderas, de las que partía una larga falda de hilo y lana.
Lisbeth era alta como su hijo y guardaba una gran semejanza con él en muchos otros
detalles. Sus ojos oscuros ya no eran muy transparentes, quizás de tanto llorar; pero
sus cejas, anchas y bien dibujadas, seguían siendo negras, sus dientes firmes, y
mientras, aún de pie, continuaba haciendo calceta rápida e inconscientemente con sus
manos endurecidas por el trabajo, se mantenía tan erguida como cuando llevaba un
cubo de agua en la cabeza desde la fuente. Tanto en la madre como en el hijo se
observaba la misma figura e igual temperamento activo, pero Adam no había
heredado de ella su frente ancha y su expresión de inteligencia y bondad.
Los parecidos familiares conllevan, a veces, una gran tristeza. La naturaleza, esa
autora grande y trágica, nos relaciona por medio de los huesos y de los músculos y
nos divide por el tejido mucho más sutil de nuestros cerebros; mezcla la simpatía y la
repulsión, y ata nuestro corazón a los seres que nos molestan a cada momento. Oímos
una voz que tiene el mismo timbre que la nuestra y que expresa las ideas que más nos
molestan, y vemos ojos —¡ah, cuán parecidos a los de nuestra madre!— que se alejan
de nosotros con la mayor frialdad; y nuestro último hijo querido nos sorprende con
los movimientos y los gestos de la hermana de quien muchos años atrás nos
separamos con gran amargura. El padre a quien debemos nuestra mejor herencia, el
instinto mecánico, la aguda sensibilidad de la armonía, la habilidad inconsciente de la
mano que modela, nos irrita y nos avergüenza con sus diarios errores; la madre
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perdida mucho tiempo atrás, cuyo rostro empezamos a ver en el espejo cuando
aparecen nuestras primeras arrugas, muchas veces indignó nuestras almas juveniles
con sus enfados y con sus insistencias poco razonables.
Se oyó una voz maternal, cariñosa y ansiosa a un tiempo cuando Lisbeth dijo:
—Bueno, hijo. Ya han dado las siete. Siempre eres el último en salir. Debes de
querer cenar. ¿Dónde está Seth? Probablemente habrá ido a alguna ceremonia
religiosa.
—No te preocupes por Seth, madre. ¿Dónde está padre? —preguntó rápidamente
Adam al entrar en la casa y después de registrar con la mirada una habitación que
había en la izquierda y que se utilizaba como taller—. ¿No ha hecho el ataúd para
Tholer? Aquí veo la obra como la he dejado esta mañana.
—¿Que si ha hecho el ataúd? —Lisbeth siguió a su hijo sin dejar su labor ni de
mirar al joven con ansiedad—. Se ha marchado a Treddleston y no ha vuelto.
Supongo que ha ido de nuevo al Waggin Overtrow.
El rostro de Adam se congestionó de ira. Sin embargo no dijo una palabra, se
quitó la chaqueta y se arremangó de nuevo.
—¿Qué vas a hacer, Adam? —preguntó la madre con cierta alarma—. ¿Supongo
que no vas a trabajar sin haber cenado antes?
Adam, demasiado irritado para hablar, entró en el taller. Su madre abandonó
entonces la labor de calceta y, acercándose a él, le cogió por el brazo y le dijo con un
tono quejumbroso de reproche:
—No, hijo mío. Antes has de cenar. Tienes patatas con salsa, como a ti te gustan.
Las he hecho expresamente para ti. Ven a cenar.
—Déjame en paz —replicó Adam con energía, librándose de su madre y tomando
uno de los tablones que estaban apoyados en la pared—. No hay tiempo para cenas
cuando hemos prometido tener listo el ataúd y entregarlo en Broxton mañana por la
mañana a las siete. Ya tendría que estar acabado, y no se ha clavado ni un clavo. No
estoy de humor para cenar.
—Pero comprende que hoy no vas a poder terminarlo —dijo Lisbeth—. Te vas a
matar trabajando. Y no podrás descansar durante toda la noche.
—¿Qué importa el tiempo que tarde? ¿No hemos prometido el ataúd? ¿Acaso
pueden enterrar el cadáver sin él? Antes me cortaría la mano que engañar a la gente
de este modo. Sólo de pensarlo me vuelvo loco. Pero no pasará mucho tiempo antes
de que acabe con todo eso, porque ya estoy harto.
La pobre Lisbeth no oía esa amenaza por primera vez y, de haber sido una mujer
juiciosa, se hubiese alejado sin decir nada y habría procurado no hablar durante la
hora siguiente. Pero una de las lecciones que la mujer aprende con más dificultad es
la de no contradecir a un hombre enojado o borracho. Lisbeth se sentó en el banco de
carpintero y empezó a llorar. Y en cuanto lo hubo hecho lo suficiente para conseguir
una voz más lastimosa, dijo:
—No, hijo mío, no. No te marcharás, destrozando el corazón de tu madre y
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condenando a tu padre a la ruina. No querrás que me lleven al cementerio y tú no
puedas acompañar mi cadáver. Yo misma no descansaría en paz en la tumba si no
pudiera verte hasta el último momento de mi vida, porque ¿cómo podría hacerte saber
la gravedad de mi estado si te hubieras marchado lejos, muy lejos, y Seth te siguiera?
Porque tu padre no es capaz de manejar una pluma, pues la mano le tiembla en
extremo y, además, no sabríamos tu paradero. Has de perdonar a tu padre y no
guardarle rencor. Antes de que se entregara a la bebida era un buen padre para ti. Era
un buen trabajador y recuerda que te enseñó tu oficio y que nunca me dio un golpe ni
me dirigió una mala palabra… No, nunca lo ha hecho, ni aun estando borracho. Estoy
segura que no querrías que tu propio padre acabe en un asilo de indigentes. Piensa
que, hace veinticinco años, cuando tú eras todavía un niño de pecho, tu padre era un
hombre muy bueno, hábil en toda clase de trabajos, como lo eres tú hoy.
La voz de Lisbeth aumentó en volumen, aunque la entrecortaban los sollozos, y
empezó a proferir una especie de gemido, que es el más irritante de todos los ruidos
cuando hay que soportar verdaderas penas y ejecutar algún trabajo. Por eso Adam
exclamó impaciente:
—Ahora, madre, hazme el favor de no llorar y de no hablar de ese modo. ¿Acaso
piensas que no tengo ya bastantes problemas? ¿Para qué me sirve que digas las
mismas cosas que no consigo sacarme de la cabeza en todo el día? Y si no pensara en
ellas, ¿por qué haría lo que hago, por el placer de ver que todo sigue igual? Pero me
molesta que me hablen cuando no hace falta y, por otra parte, me conviene no
malgastar las fuerzas en hablar, porque he de trabajar.
—Ya sé que te portas como nadie, hijo mío; pero eres duro con tu padre y siempre
estás más enojado con él que con nadie. En cambio, todo lo de Seth te parece bien y
te enfadas cuando yo le encuentro alguna falta.
—Eso es mejor que hablarle con suavidad y permitir que se comporte
desagradablemente, ¿no crees? Si yo no le diese a entender mi disgusto, sería capaz
de vender toda la madera que tenemos y de gastarse el dinero bebiendo. Sé de sobra
que tengo deberes que cumplir con mi padre, pero de ninguna manera he de permitir
que vaya derecho a la ruina. ¿Y qué tiene que ver Seth con todo eso? Que yo sepa, el
pobre muchacho no hace ningún daño a nadie; y ahora, madre, déjame tranquilo, que
tengo mucho trabajo.
Lisbeth no se atrevió a decirle nada más; se levantó y llamó a Gyp, deseosa de
consolarse por la negativa de su hijo de tomar la cena que le había preparado con la
esperanza de contemplarle amorosamente mientras comía, alimentando al perro de
Adam con extraordinaria liberalidad. Sin embargo, Gyp observaba a su amo con
cierta preocupación y las orejas erguidas, extrañado, tal vez, por el desacostumbrado
curso que tomaban los acontecimientos; y aunque miraba a Lisbeth cuando ella le
llamaba y movía intranquilo sus patas delanteras, pues sabía que la buena mujer le
invitaba a cenar, se hallaba sumido en la mayor indecisión; y así, continuó sentado
sobre su cuarto trasero y con los ojos fijos en su amo. Adam observó el conflicto
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mental de Gyp, y aunque su enfado le había forzado a comportarse con su madre
menos cariñoso que de costumbre, no impidió que cuidase como solía de su perro. Lo
cierto es que estamos más inclinados a portarnos con bondad con los animales que
nos quieren que con las mujeres que nos aman. ¿Será porque los primeros son
mudos?
—Anda, ve, Gyp, ve —dijo Adam en tono alentador y autoritario a un tiempo.
Y Gyp, al parecer satisfecho de cumplir con su deber a la vez que satisfacía su
placer, siguió a Lisbeth a la cocina.
Apenas había terminado su cena y acabado de lamer el plato, cuando volvió al
lado de su amo, en tanto que Lisbeth se sentaba a solas, a fin de llorar sobre su labor
de calceta. Las mujeres que nunca se muestran resentidas y amargadas son, con
frecuencia, las más inaguantables, y si Salomón era tan sabio como dice la tradición,
estoy seguro de que cuando comparó a la mujer pendenciera con la gota que
continuamente cae en un día lluvioso, no lo dijo porque tuviera ante sus ojos a una
furia de largas uñas, violenta y egoísta. Por el contrario, se refería a una buena mujer,
que sólo era feliz con la dicha de las personas a quienes amaba, y a las que procuraba
toda suerte de comodidades preparándoles los mejores bocados y sin gastar nada para
sí misma. Es decir, una mujer como por ejemplo Lisbeth, que, a la vez, era paciente y
amiga de quejarse, estaba desprovista de egoísmo pero no de exigencias, que se
pasaba el día entero quejándose de lo que ocurrió el anterior y de lo que había de
suceder el siguiente, y que, con gran facilidad, se echaba a llorar por lo bueno y por
lo malo. Pero con su amor idólatra por Adam se confundía cierto respeto, y así,
cuando él le ordenaba que le dejase en paz, se quedaba silenciosa.
Así trascurrieron las horas mientras resonaba el tictac del viejo reloj y el ruido de
las herramientas de Adam. Por fin, éste pidió luz y un trago de agua (pues la cerveza
sólo se bebía en día de fiesta) y Lisbeth, al servirle, se aventuró a decirle:
—Cuando quieras puedes cenar. Lo tienes todo preparado.
—No esperes, madre —contestó Adam con más afabilidad.
Ya le había pasado la cólera y deseaba mostrarse bondadoso con su madre. Por
eso apeló de nuevo a su acento y dialecto nativo, que en otras ocasiones no empleaba.
—Ya veré a padre cuando vuelva a casa, aunque tal vez pase la noche fuera. Y
entonces me gustaría mucho que estuvieses acostada.
—Esperaré hasta que vuelva Seth. Creo que no tardará.
El reloj señalaba entonces más de las nueve, pero iba adelantado. Antes de que
dieran las diez, se levantó el picaporte y entró Seth. Había oído el ruido de las
herramientas al acercarse a la casa.
—¿Qué ocurre, madre? —preguntó—. ¿Por qué trabaja padre a estas horas?
—El que trabaja no es tu padre y ya lo habrías notado si no vinieses con la cabeza
llena de oraciones. Es tu hermano quien lo hace todo, porque los demás siempre
encuentren la manera de no hacer nada.
Lisbeth se disponía a continuar, porque no temía a Seth y casi siempre vertía en
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sus oídos las quejas que se veía obligada a contener por el respeto que le inspiraba
Adam. Seth en su vida había dirigido una palabra dura a su madre, y las personas
tímidas siempre desahogan su malhumor en las afectuosas. Pero Seth, con ansiosa
mirada, entró en el taller y dijo:
—¿Qué es eso, Adam? ¡Cómo! ¿Acaso padre se ha olvidado del ataúd?
—Ha ocurrido lo que siempre sucede, muchacho, pero yo lo terminaré —dijo
Adam levantando los ojos y dirigiendo una brillante mirada a su hermano—. ¿Qué te
pasa? Pareces preocupado.
Los ojos de Seth estaban enrojecidos y en su bondadoso rostro se advertía cierta
depresión.
—Sí, Adam; pero hay que aguantarse, y no puedo remediarlo. ¿De modo que no
has ido a la escuela?
—¿A la escuela? No. Eso puede esperar —contestó Adam.
—Déjame trabajar ahora a mí y así tú podrás acostarte —dijo Seth.
—No, muchacho, ya que estoy metido en harina prefiero continuar. Ya me
ayudarás a llevarlo a Broxton cuando esté terminado. Te llamaré al amanecer. Ahora
ve a cenar y cierra la puerta, para que no me molesten las palabras de nuestra madre.
Seth sabía muy bien que su hermano Adam jamás dejaba de realizar lo que dijera
y que no había nadie capaz de hacerle desistir de sus propósitos. Por eso se volvió
con el corazón apesadumbrado y entró en la cocina.
—Adam no ha comido siquiera un bocado desde que ha llegado a casa —dijo
Lisbeth—. En cuanto a ti, supongo que habrás cenado con tus compañeros
metodistas.
—Nada de eso, madre. No he cenado todavía.
—Pues entonces, ven —dijo Lisbeth—; pero no te comas las patatas, pues quizás
a Adam le entren ganas de comérselas luego. Le gustan mucho con salsa. Hace un
momento estaba tan irritado que no ha querido comer, a pesar de que yo las he
guisado expresamente para él. Me ha vuelto a amenazar con marcharse —continuó
con voz quejumbrosa—, y estoy segura de que lo hará cualquier día sin avisar, antes
de que yo me levante de la cama, y también sé que en cuanto se haya marchado no
volverá a poner los pies en casa. Créeme que preferiría no haber tenido ningún hijo
como él, que no tiene igual por su habilidad y su laboriosidad, que es tan bien
considerado en todas partes, alto y erguido como un álamo, en caso de que tenga que
verme separada de él y no vuelva a verlo en la vida.
—Vamos, madre, no te angusties en vano —dijo Seth con voz afable—. No hay
ninguna razón para creer que Adam quiera marcharse y, en cambio, las hay muy
buenas para tener la seguridad de que continuará a tu lado. Es posible que diga esas
cosas cuando está enojado y has de reconocer que muchas veces le sobran motivos,
pero su propio corazón le impediría marcharse. Recuerda cuánto nos ayudó cuando
estábamos apurados, y cómo empleó sus ahorros en pagarme un sustituto para que no
fuese al servicio militar, y también cómo compró tanta madera como le fue posible
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para que nuestro padre pudiera trabajar; y si obró así, no fue porque no supiera qué
hacer del dinero. Ten en cuenta que hace ya mucho tiempo que habría podido casarse
y establecerse casa propia. Pero no hay que tener miedo, porque no es hombre que se
vuelva para derribar su propia obra y hasta ahora todo el empeño de su vida ha sido
apoyar a su familia.
—No me hables de su matrimonio —dijo Lisbeth echándose a llorar otra vez—.
Se ha enamorado de esa Hetty Sorrel, que es incapaz de ahorrar un penique y de
demostrar el más mínimo respeto por mí. ¡Y pensar que habría podido casarse con
Mary Burge, asociarse con el padre de ésta y ser una persona importante, que tuviese
obreros a sus órdenes como el mismo maese Burge! Dolly me lo ha dicho varias
veces. ¡Y si no fuese porque se ha enamorado de esa mozuela que no sirve para
nada…! Él, en cambio, es un muchacho muy inteligente, que sabe escribir y calcular
muy bien; pero el caso es que de poco le sirve todo eso.
—Pero, madre, ya sabes que los hombres no podemos querer a las mujeres que
nos indiquen otras personas. Solamente Dios puede mandar en el corazón del
hombre. Yo mismo podía haberme enamorado de ella y Adam de otra mujer, y por
esta razón jamás le reprocharé lo que no puede impedir. Estoy convencido, sin
embargo, de que él se esfuerza en vencer su inclinación. Pero nosotros hemos de
procurar no hablar de eso, limitándonos a rogar al Señor que le bendiga y le dirija.
—Sí. Tú siempre estás dispuesto a rezar, y no sé qué sacas de tanto rezo. No por
eso ganarás doble sueldo en la Navidad próxima. Los metodistas no son capaces de
lograr que llegues a valer ni siquiera la mitad de lo que vale tu hermano, a pesar de
tus esfuerzos de convertirte en predicador.
—Tienes mucha razón en lo que dices, madre —contestó Seth con afabilidad—.
Adam vale mucho más que yo y por mí ha hecho bastante más de lo que yo hice
nunca por él. Dios distribuye el talento y las habilidades entre los hombres según su
voluntad. Pero no por eso has de desdeñar la oración. Es posible que no nos
proporcione dinero, pero en cambio nos da algo que no pueden comprar las riquezas
de la tierra, es decir, la facultad de alejarnos del pecado y de conformamos con la
voluntad de Dios, cualquiera que sea la cosa que Él nos mande. Y si tú quisieras rogar
a Dios que te ayudase, confiando en su bondad y misericordia, ten la certeza de que
no estarías tan inquieta.
—¿Inquieta? Bastantes motivos tengo para estarlo. En cambio, tú jamás
demuestras sentir inquietud. Te gastas todo cuanto ganas y nunca recuerdas que no
tienes ningún dinero ahorrado para un día de apuro. Si Adam hubiese sido como tú,
nunca habría tenido lo suficiente para pagarte un sustituto. ¡No pienses en el día de
mañana, no te apures! Eso es lo que dices siempre. ¿Cuál es el resultado? En cambio
Adam ha de pensar en el día de mañana y también en ti.
—Estas son palabras de la Biblia, madre —contestó Seth—. No significan que
debamos ser perezosos, sino que no hemos de preocuparnos demasiado acerca de lo
que ocurrirá mañana, pues tan sólo debemos cumplir nuestro deber y dejar lo demás a
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la voluntad de Dios.
—Sí. Tú siempre hablas de ese modo. No piensas en otra cosa que en las palabras
de la Biblia. No comprendo cómo sabes que «el no pensar en el día de mañana»
significa todo eso. La Biblia es un libro muy grande y tú no puedes haberlo leído
entero, ni sabes elegir los versículos. Y me extraña que no encuentres en ella palabras
que tengan un significado más agradable. Adam, por su parte, encontró en la Biblia
un consejo muy bueno y que repite con gran frecuencia: «Ayúdate y Dios te
ayudará».
—No, madre. Estas palabras no son de la Biblia. Se encuentran en un libro que
Adam compró en la tienda de Treddleston. Lo escribió un hombre muy sabio, pero el
libro es mundano, según creo. Sin embargo, ese consejo tiene razón en parte, porque
la Biblia nos dice que debemos trabajar en unión de Dios.
—Bueno, ¿y qué sé yo? Parecen palabras de la Biblia. ¿Y a ti qué te pasa,
muchacho? Apenas has cenado. ¿No quieres comer un poco más y tomar un pedazo
de torta de avena? Estás blanco como el papel, ¿qué te pasa?
—Nada importante, madre. Es que no tengo apetito. Voy a ver a Adam y a
proponerle que me deje continuar la construcción del ataúd.
—Toma antes un poco de caldo —dijo Lisbeth, cuyos sentimientos maternales
dominaron por un momento su costumbre de quejarse—. En un minuto te lo
prepararé.
—No, madre, gracias. Eres muy buena —dijo Seth con gratitud. Y alentado por
aquel tierno sentimiento, continuó—: Quisiera rezar contigo un poco por nuestro
padre, por Adam y por todos nosotros. Es posible que esto te consuele más de lo que
tú te figuras.
—Como quieras. No tengo por qué oponerme.
Aunque casi siempre Lisbeth se inclinaba a llevar la contra en sus conversaciones
con Seth, tuvo entonces una vaga sensación de que encontraría consuelo a través de
aquel acto de piedad y de que, de un modo u otro, obtendría algún alivio en sus
apuros espirituales.
Así, madre e hijo se arrodillaron y Seth rogó por su desgraciado y errabundo
padre y por todos los que en la casa no se preocupaban por él. Y cuando llegó la
petición de que jamas Adam se sintiese inclinado a establecerse en otra comarca, sino
que permaneciese al lado de su madre para hacer apacibles los días de ésta en su
peregrinación por la tierra, los ojos de Lisbeth se llenaron de nuevo de lágrimas.
Cuando se levantaron, Seth acudió de nuevo al lado de Adam y le dijo:
—¿Quieres hacerme el favor de descansar una o dos horas y dejar que yo
continúe entre tanto?
—No, Seth, no. Haz que madre se meta en la cama y vete también a descansar.
Mientras tanto, Lisbeth se había secado los ojos y seguía a Seth llevando algo en
las manos. Era un plato de color pardo y amarillo que contenía las patatas con salsa,
así como unos pedacitos de carne que había picado y mezclado con aquéllas. En
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aquellos tiempos el pan de trigo y la carne fresca eran un lujo para los trabajadores.
La buena mujer dejó el plato en el banco, al lado de Adam, y le dijo:
—Mientras trabajas, puedes ir picando. Te traeré otro vaso de agua.
—Sí, madre —contestó Adam con afabilidad—. Tengo mucha sed. Por espacio de
media hora todo estuvo tranquilo. En la casa no se oía ningún ruido más que el fuerte
tictac del reloj y el que producían las herramientas de Adam. Era una noche serena, y
cuando el joven a las doce abrió la puerta para asomarse al exterior, sólo parecían
moverse las estrellas, porque todos los tallos de hierba estaban dormidos.
El ejercicio físico y el trabajo suelen dejar nuestros pensamientos a merced de las
sensaciones y de la imaginación. Esto fue lo que le ocurrió a Adam aquella noche.
Mientras sus músculos trabajaban con gran actividad, su mente estaba poblada de
escenas de un triste pasado y de un futuro probablemente no menos triste, que
pasaban flotando ante él y se sucedían con rapidez.
Se imaginó lo que ocurriría a la mañana siguiente, cuando hubiese llevado el
ataúd a Broxton y se viese de nuevo en su casa desayunando; tal vez su padre habría
vuelto y estaría avergonzado ante la mirada de su hijo. El desgraciado se sentaría,
pareciendo más viejo que nunca y más tembloroso que la mañana anterior, e
inclinaría la cabeza y contemplaría las losas, en tanto que Lisbeth le preguntaría
cómo se figuraba que se terminó el ataúd después de marcharse él dejándolo sin
acabar. Hay que tener en cuenta que Lisbeth, pese a que censuraba la severidad de
Adam con su padre, era siempre la primera en pronunciar palabras de reproche.
«Y así continuará, cada vez peor —pensó Adam—. Ya no es posible devolverle al
buen camino, ni siquiera contenerle, porque ya ha empezado a descender».
Y recordó los días en que era todavía niño y corría al lado de su padre, orgulloso
de ir a trabajar y más todavía de oír cómo su padre se envanecía ante sus compañeros
de que «este pequeño tiene una habilidad extraordinaria en la carpintería». ¡Qué
hombre tan activo y digno era entonces su padre! Cuando la gente preguntaba a
Adam de quién era hijo, él contestaba con la mayor satisfacción «Soy hijo de Mathias
Bede», seguro de que todos le conocían. ¿No construyó, acaso, el maravilloso
palomar de la parroquia de Broxton? Aquellos eran días muy felices, especialmente
cuando Seth, que tenía tres años menos que él, empezó a salir para trabajar a su vez y
Adam era, al mismo tiempo, maestro y discípulo. Pero luego llegaron los días tristes,
cuando Adam no había cumplido aún los veinte años, pues Mathias empezó a
adquirir la costumbre de pasar las horas en las tabernas y Lisbeth, por consiguiente,
lloraba en casa y exteriorizaba sus quejas sin tratar de evitar que la oyeran sus hijos.
Adam recordaba muy bien la noche de vergüenza y de angustia en que, por
primera vez, vio a su padre borracho, cantando una canción en compañía de sus
compañeros embriagados en el Waggin Overthrow. Al cumplir los dieciocho años se
escapó de su casa un amanecer llevando un fardo con su ropa y el libro de medidas en
el bolsillo, decidido a no aguantar más las humillaciones de su casa. Se dijo que iría a
buscar fortuna y que en cuanto se hallase en una bifurcación del camino pondría el
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bastón de pie en el suelo y tomaría la dirección según el lado en que cayese. Mas al
llegar a Stoniton el recuerdo de su madre y de Seth, que se quedaban en casa,
obligados a soportar todos los pesares sin el apoyo que él podía darles resultó
intolerable y le faltó resolución. Regresó al día siguiente, y desde entonces le
remordía la conciencia por el disgusto y el terror que su madre había sufrido durante
aquellos dos días.
«No —se dijo Adam aquella noche—. Eso no ha de volver a suceder. Y sería una
pobre compensación si, al terminar la vida, supiese que mi pobre madre murió en la
miseria y en la desolación. Mi espalda y mis hombros son bastante fuertes y robustos;
daría muestras de ser un cobarde marchándome y dejando que las penas agobiasen a
quienes son menos fuertes para soportarlas. “Los fuertes han de cargar con las
enfermedades de los débiles y no pensar solamente en divertirse”. Estas palabras no
necesitan ninguna explicación, pues son extraordinariamente claras. Y es evidente
también que, cuando solamente se persigue el placer en este mundo, se sigue un
camino equivocado. Un cerdo puede meter la cabeza en la artesa sin pensar en nada
más; pero cuando se tiene el corazón y el alma de un hombre, hay que pensar en otras
cosas y no sólo en uno mismo. No, no; nunca separaré mi cuello del yugo para que
los más débiles arrastren la carga. Mi padre es para mí una cruz y seguirá siéndolo
durante muchos años. Pero ¡qué importa! Tengo salud, vigor y ánimo para
soportarla».
En aquel momento se oyó en la puerta un leve roce como de ramita de sauce, y
Gyp, en vez de ladrar, como habría podido esperarse, profirió un largo aullido; Adam,
muy sobresaltado, fue en el acto hacia la puerta y la abrió. En el exterior no había
nada ni nadie. Todo estaba tranquilo como una hora antes; las hojas continuaban
inmóviles y la luz de las estrellas mostraba con gran claridad los apacibles campos
que había a un lado y otro del arroyo, privados en aquel instante de todo movimiento
y de vida. Adam dio una vuelta en torno de la casa y no vio nada más que una rata
que se metió entre los matorrales cuando él pasó. Volvió de nuevo al taller,
preguntándose cuál habría sido la causa del ruido; éste era tan especial, que en el
momento había despertado en él la idea de una varita de sauce tocando en la puerta.
No pudo contener un ligero estremecimiento, pues recordó con cuánta frecuencia su
madre le había dicho que se oye ese ruido cuando alguien va a morir. Adam no era
supersticioso, pero por sus venas corría la sangre de los campesinos y de los
artesanos, y un campesino no puede evitar creer en ciertas supersticiones, lo mismo
que un caballo no puede evitar el temblor de su cuerpo cuando ve un camello.
Además, su mente ofrecía la curiosa combinación de humillarse en la región del
misterio y de ser muy activa, fría y razonable en la del conocimiento. La profundidad
de su reverencia era tan grande como la de su sentido común, y muchas veces
contenía los argumentos espiritualistas de Seth diciéndole: «Si, hay grandes misterios
y tú apenas conoces una mínima parte de ellos». Y así se daba el caso de que Adam
era, a la vez, sagaz y crédulo. Si se desplomara una casa recién construida y le
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hubiesen dicho que ello se debía a un castigo divino, él habría contestado: «Puede ser,
pero la inclinación del tejado y de las paredes no era la debida; de lo contrario, eso no
habría ocurrido». Sin embargo, creía en los sueños y en los pronósticos, y hasta el día
de su muerte se sentiría inundado de un sudor frío cuando refiriera la historia de la
varita de sauce que había llamado a su puerta esa noche.
Pero Adam, en la necesidad de acabar el ataúd, tenía el mejor antídoto contra el
miedo imaginario, y durante los diez minutos siguientes, su martillo resonó de un
modo tan continuado, que habría apagado cualquier otro ruido en caso de haber
existido. Sin embargo, hubo un momento de pausa al coger la regla y, en aquel
instante, volvió a oír la extraña llamada y nuevamente Gyp profirió un aullido. Adam
abrió la puerta sin perder un instante, pero, como antes, todo estaba tranquilo y la luz
de las estrellas no le permitía ver otra cosa sino la hierba cargada de rocío que crecía
en tomo a la casa.
Por un momento Adam pensó en su padre con alguna inquietud. En los últimos
tiempos nunca regresaba de Treddleston después de anochecer, aunque había muchas
razones para creer que estaría durmiendo el vino en el Waggin Overthrow. Además,
para Adam la concepción del futuro era tan inseparable de la lastimosa imagen de su
padre que el miedo de que pudiese ocurrirle algún accidente fatal quedaba excluido
por el constante temor a su degradación continua. La siguiente idea que se le ocurrió
le obligó a descalzarse y a subir en silencio la escalera para escuchar detrás de las
puertas de los dormitorios, pero tanto Seth como su madre respiraban con
regularidad.
Luego bajó la escalera y se entregó de nuevo al trabajo, diciéndose: «No volveré a
abrir la puerta, pues no sirve de nada intentar averiguar la causa de ese ruido. Quizás
exista un mundo superior al nuestro, al que no podemos ver, pero del que el oído, que
es más rápido que la vista, perciba de vez en cuando alguno de sus ruidos. Ciertas
personas creen percibir algo de él pero, en general, son gentes cuyos ojos no les
sirven de gran cosa. Por mi parte, creo que vale más saber apreciar si una línea es
perpendicular o no que ser capaz de ver un espectro».
Tales ideas adquirieron mayor peso a medida que aumentaba la luz del día,
debilitando el resplandor de las luces artificiales, y también en cuanto empezaron a
cantar los pájaros. En el momento en que la rojiza luz del sol brilló sobre los clavos
de latón que formaban las iniciales de la tapa del ataúd, la impresión agorera del roce
oído en la puerta quedó olvidada ante la satisfacción que le producía la idea de haber
terminado el trabajo y cumplido con su compromiso. No había necesidad de llamar a
Seth, pues ya le oía moverse en el piso superior; en efecto, tardó muy poco en bajar la
escalera.
—Ahora, muchacho —saludó Adam en cuanto Seth apareció por la puerta—, el
ataúd ya está terminado; podemos llevarlo a Broxton y volver antes de las seis y
media. Tomaré un poco de torta de avena y saldremos.
Pronto el ataúd estuvo sobre los fornidos hombros de los dos hermanos, que
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emprendieron el camino seguidos por Gyp y salieron del patio trasero de la casa para
tomar el sendero. Tenían que recorrer cosa de dos kilómetros y medio para llegar a
Broxton, que se hallaba en la vertiente opuesta, y su camino serpenteaba de un modo
muy agradable a través de los campos y por senderos aromatizados por las
madreselvas y por los escaramujos, en tanto que los pájaros piaban y cantaban en los
altos y frondosos chaparros y olmos. Era un espectáculo muy hermoso el que ofrecía
el despertar de la mañana estival en ese paisaje paradisíaco por el que atravesaban los
dos fornidos hermanos, en sus trajes de faena y llevando en hombros el ataúd. Se
detuvieron por última vez ante una pequeña granja situada a la entrada del pueblo de
Broxton. A las seis de la madrugada quedó terminado su cometido, clavado el ataúd,
y Adam y Seth pudieron emprender el regreso a casa. Para ello escogieron un camino
más corto, que les obligaría a atravesar los campos y el arroyo que corría por delante
de su casa. Adam no había mencionado a Seth lo ocurrido durante la noche, pero aún
estaba bastante impresionado y le dijo:
—Mira, Seth, si nuestro padre no ha regresado a la hora del desayuno, creo que lo
mejor será que vayas a buscarle a Treddleston; de paso podrás traerme el alambre de
latón que necesito. No te importe perder una hora de trabajo, porque ya la
compensaremos. ¿Qué te parece?
—No tengo inconveniente —contestó Seth—. Pero mira las nubes que se han
reunido en el cielo desde que salimos. Sin duda tendremos más lluvia. Será una
lástima, porque no se podrá trabajar el heno si los campos quedan cubiertos de agua.
Ahora el arroyo está bastante crecido, pero un día más de lluvia cubrirá el puente y
tendremos que dar un rodeo por el camino.
A la sazón atravesaban el valle y habían entrado en el prado que cruzaba el
arroyo.
—¿Qué es aquel bulto que hay junto al sauce? —preguntó Seth echando a correr
al mismo tiempo.
Adam tuvo un profundo sobresalto y la ansiedad imprecisa que había sentido con
respecto a su padre se convirtió en un temor definido. No contestó a Seth, pero echó a
correr, precedido por Gyp, que empezó a ladrar con inquietud. Y así, un momento
más tarde, ambos hermanos se hallaban junto al puente.
¡Así que el augurio era cierto! Su pobre padre de cabellos grises, en quien pocas
horas antes había pensado con dureza, como en una espina clavada en su costado,
quizá estaba ya entonces luchando contra la muerte que le acechaba en el agua. Esta
fue la primera idea que atravesó la conciencia de Adam antes de tener tiempo de
agarrar la chaqueta y sacar a tierra el cuerpo largo y pesado. Seth estaba ya a su lado,
ayudándole, y en cuanto hubieron llevado el cadáver a la orilla, los dos hermanos se
arrodillaron y miraron asustados los ojos vidriosos de su padre, olvidando la
necesidad de hacer algo, olvidándolo todo, a excepción de que su padre estaba muerto
frente a ellos. Adam fue el primero en hablar en un susurro:
—Voy a ver a nuestra madre. En un momento estaré de vuelta.
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La pobre Lisbeth estaba muy ocupada preparando el desayuno de sus hijos, y en
el fuego humeaba el potaje que les había hecho. Su cocina estaba siempre
extremadamente limpia, pero aquella mañana la buena mujer se esforzaba más que
nunca en conseguir que tanto el hogar como la mesa fuesen más atractivos.
—Los muchachos tendrán hambre —dijo para sí, aunque en voz alta, mientras
revolvía el potaje—. Hay un buen trecho de aquí a Broxton y en la colina sopla un
airecillo que despierta el apetito… Sin tener en cuenta que iban cargados con el
ataúd. Pero aun pesará más después de haber metido en él al pobre Bob Tholer. Sin
embargo, esta mañana he hecho un potaje más abundante y más bueno que nunca.
También es posible que el padre se presente de un momento a otro, aunque él, en
realidad, no come mucho. En cambio bebe bastante cerveza. Así se gasta los cuartos,
como le he dicho muchas veces y volveré a decirle antes de que acabe el día. La
verdad es que el pobre no me contesta nunca, tengo que reconocerlo.
Pero Lisbeth había oído ya el ruido de precipitados pasos sobre la hierba, y al
volverse rápidamente hacia la puerta, vio entrar a Adam, y le pareció tan pálido y
asustado que no pudo menos que echarse a gritar y acercarse a él antes de que tuviese
tiempo de empezar a hablar.
—¡Deprisa, madre! —exclamó Adam con voz ronca—. No te asustes. Padre se ha
caído al agua. Creo que podremos reanimarlo. Seth y yo vamos a traerlo enseguida.
Prepara una manta y caliéntala.
En realidad, Adam no dudaba de que su padre estaba muerto, pero comprendió
que el único modo de contener el dolor de su madre consistía en procurar que se
ocupase de algo que le infundiera esperanzas.
Volvió al lado de Seth y los dos hijos levantaron la triste carga en sucio y con los
corazones apenados. Aquellos ojos abiertos y vidriosos grises como los de Seth, más
de una vez habían contemplado odiosos a los mismos muchachos ante los cuales
Mathias inclinaría la cabeza impulsado por la vergüenza. Los sentimientos
principales de Seth eran el sobresalto y el dolor por la repentina muerte de su madre,
pero Adam recordaba los tiempos pasados y sentía a la vez compasión y cariño.
Cuando llega la muerte, la gran reconciliadora, jamás nos arrepentimos de nuestra
ternura, sino de nuestra severidad.
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V
EL RECTOR
A ntes de las doce cayeron varios chaparrones y el agua llenó las cunetas de los
senderos de grava que había en el jardín adyacente a la rectoría de Broxton; las
grandes rosas de Provenza fueron cruelmente agitadas por el viento y batidas por la
lluvia, y las florecillas de delicados tallos quedaron tronchadas y manchadas de barro.
Era una mañana melancólica. Había llegado el tiempo de segar el heno, pero no era
posible hacerlo pues los prados estaban inundados.
Las personas que tenían una vivienda confortable se entregaron a diversiones
caseras en las que no habrían pensado si no fuera por la lluvia. Si la mañana no
hubiese sido lluviosa, el señor Irwine no se habría quedado en el comedor jugando al
ajedrez con su madre: era lo bastante aficionado a su madre y a jugar al ajedrez como
para pasar un buen rato de lluvia con la ayuda de los dos.
Y habrá de permitirme el lector que le introduzca en aquel comedor para
presentarle al reverendo Adolphus Irwine, rector de Broxton, vicario de Hayslope y
vicario de Blythe; así pues, poseía varios beneficios y ni siquiera el más severo
reformador eclesiástico era capaz de ponerlo de malhumor. Entraremos sin hacer
ruido y nos quedaremos en la puerta, sin despertar al setter de color pardo y de pelo
brillante que está tendido ante el hogar con sus dos cachorros al lado; o al perdiguero
de negro hocico que dormita como un presidente agobiado por el sueño.
La habitación era espaciosa y de techo elevado y en uno de sus extremos tenía
una ventana mirador dividida por una columna. Las paredes, según verá el lector,
eran recientes y no estaban pintadas aún. Pero los muebles, aunque de estilo original
y costoso, eran viejos y escasos y tampoco en la ventana se descubría ningún
cortinaje. El tapete carmesí extendido sobre la mesa estaba ya muy gastado, aunque
contrastaba de un modo agradable con el tono apagado del yeso de las paredes; sin
embargo, sobre aquel tapete había un servicio de plata maciza con un jarro de agua
del mismo dibujo que otros dos, también grandes, que estaban en el aparador y que en
sus respectivos centros tenían labrado un escudo de armas. Era evidente que los
habitantes de aquella estancia habían heredado más sangre noble que riqueza, y así,
no resultaba sorprendente el hecho de que el señor Irwine tuviese una nariz muy bien
dibujada y el labio superior distinguido, aunque, en aquel momento sólo podía verse
su espalda ancha y recta y el abundante cabello empolvado peinado hacia atrás y
atado con una cinta negra, moda conservadora que indicaba sobradamente que ya no
era joven. Tal vez se volviese a mirar, y mientras tanto podríamos contemplar a la
majestuosa anciana, es decir, a su madre, que era aún hermosa y trigueña, y cuyo
cutis lozano resaltaba gracias a la tela blanca y a los encajes que rodeaban su cuello y
su cabeza. La buena señora se mantenía erguida como una estatua de Ceres y su
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rostro moreno, su nariz delicada y aguileña, la boca firme y orgullosa y los ojos
negros, pequeños y de intensa mirada, tenían una expresión tan aguda y sarcástica
que, involuntariamente, se inclinaba uno a imaginársela con una baraja en la mano
disponiéndose a decir la buenaventura. La mano pequeña y morena con que levantaba
a la reina estaba adornada con perlas, brillantes y turquesas; y en lo alto de su cabeza
se veía cuidadosamente ajustado un gran velo negro, cuyos pliegues creaban un
intenso contraste con los de la tela blanca que rodeaba su cuello. Era evidente que la
anciana dama había empleado mucho rato en vestirse esa mañana. Pero casi parece
obedecer a una ley natural al vestir de aquel modo: subraya su lugar entre las hijas de
la realeza que jamás han dudado de su divino origen y que no han encontrado nunca a
nadie tan atrevido que llegase a dudarlo.
—Veamos qué te parece, Dauphin —dice la magnífica y anciana dama
depositando sobre el tablero la reina y a continuación cruzando los brazos—. Sentiría
mucho pronunciar una palabra desagradable.
—¡Ah, madre hechicera, bruja! ¿Cómo podría un cristiano ganarte en el juego?
Ojalá hubiera rociado el tablero con agua bendita antes de empezar. Está claro que
has hecho trampa; no me convencerás de lo contrario.
—Sí, eso es lo que dicen siempre los vencidos de los grandes conquistadores. Y
mira, ahora cae un rayo de sol en el tablero para demostrarte claramente la mala
jugada que has hecho al mover ese peón. ¿Quieres que te dé otra oportunidad?
—No, madre. Dejaré que te remuerda la conciencia, ahora está saliendo el sol.
Vayamos a pisar un poco el barro, ¿de acuerdo, Juno?
Estas últimas palabras fueron dirigidas al setter de color pardo, que se puso en pie
al oír su nombre y apoyó el hocico de un modo insinuante sobre la pierna de su amo.
—Pero antes —prosiguió éste— debo ir arriba a ver a Anne. Tuve que salir para
asistir al entierro de Tholer cuando me disponía a subir.
—Es inútil, hijo; no podrá hablarte. Kate dice que esta mañana tiene uno de sus
peores dolores de cabeza.
—Por muy enferma que esté, siempre agradece que vaya a verla.
Si el lector sabe hasta qué grado la conversación humana no es más que un
impulso inútil de la costumbre, no se maravillará cuando yo le diga que ya se había
hecho idéntica objeción y que había recibido la misma respuesta centenares de veces
en el curso de los quince años que hacía que duraba la enfermedad de Anne, hermana
del señor Irwine. Las ancianas damas espléndidas que emplean largo rato en vestirse
por la mañana, suelen demostrar muy poca simpatía para con las hijas enfermas.
Mientras el señor Irwine continuaba sentado, con la espalda apoyada en el
respaldo de la silla y acariciando la cabeza de Juno, apareció un criado en la puerta y
dijo:
—Señor, si no tiene inconveniente y dispone de tiempo, Joshua Rann desea hablar
con usted.
—Hazle entrar aquí —contestó la señora Irwine tomando su labor de calceta—.
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Siempre me agrada oír lo que el señor Rann tiene que decir. Como llevará los zapatos
sucios, procura que se los limpie antes, Carrol.
Dos minutos más tarde apareció el señor Rann en la puerta e hizo dos deferentes
reverencias que, sin embargo, no bastaron para conquistar el agrado del perdiguero
Pug, que profirió un fuerte ladrido y atravesó corriendo la estancia para reconocer las
piernas del forastero, en tanto que los dos cachorros, contemplando las gruesas
pantorrillas y las medias de estambre desde un punto de vista más voluptuoso, se
arrojaron sobre ellas y empezaron a gruñir muy divertidos. Mientras tanto, el señor
Irwine se volvió sobre su asiento y dijo:
—¿Qué hay, Joshua? ¿Ocurre algo grave en Hayslope, que le ha hecho venir en
una mañana lluviosa como ésta? Siéntese, no se preocupe por los perros. Deles un
amistoso puntapié. Aquí, Pug, sinvergüenza.
Resulta muy agradable ver a determinadas personas dar media vuelta sobre su
asiento; parece como si, en pleno invierno, se sintiese un soplo cálido o el resplandor
del hogar en el frío del anochecer. El señor Irwine era uno de esos hombres. Tenía,
como su madre, el mismo parecido que el amado recuerdo del rostro de un amigo
guarda con el rostro verdadero de éste. Las facciones eran más generosas, más
brillante la sonrisa y más cordial la expresión. Si el perfil no hubiese sido tan fino, su
rostro podría haberse calificado de alegre, pero ésta no era la palabra apropiada para
aquella mezcla de humor apacible y de distinción.
—Muchas gracias, reverendo —contestó el señor Rann procurando mostrar cierta
indiferencia con respecto a sus piernas, aunque sacudiéndolas alternativamente para
alejar a los cachorros—. Si no tiene inconveniente, continuaré de pie, porque me
resulta más apropiado. Espero que tanto usted como la señora Irwine estén bien y que
la señorita Irwine…, quiero decir que la señorita Anne, estará tan bien como de
costumbre.
—Sí, Joshua, gracias. Ya ve qué aspecto excelente tiene mi madre. Pero ¿qué
ocurre?
—Pues es el caso, señor, que tuve que venir a Broxton a entregar un trabajo y creí
conveniente venir a visitarle para informarle de lo ocurrido en el pueblo, pues nunca
había visto cosa semejante en mis tiempos, a pesar de que el día de Santo Tomás hará
ya sesenta años que vivo allá, y pese a que yo ya estaba encargado de cobrar los
derechos de Pascua para el señor Blick antes de que su reverencia viniese a la
parroquia, y a pesar de que oí tocar todas las campanas, presencié la apertura de todas
las tumbas y canté en el coro mucho antes de que Bartle Massey llegase, de no se
sabe dónde, con su modo especial de cantar y sus motetes, en los que se pierden todos
menos él, pues cada uno continúa el canto del anterior, como las ovejas balan en el
campo una tras otra. Y me consta muy bien cuáles son los deberes del sacristán de la
parroquia y también que faltaría al respeto de su reverencia, de la Iglesia y del rey, si
guardase silencio acerca de lo que ocurre. Me cogieron de sorpresa y nada sabía por
anticipado, de modo que me quedé tan asombrado y atónito cual si hubiese perdido
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mis herramientas. La noche pasada apenas pude dormir cuatro horas, pues tuve
muchas pesadillas y me desperté más cansado que al acostarme.
—Pero ¿qué ocurre, Joshua? ¿Han vuelto a entrar los ladrones en la iglesia?
—¿Ladrones? No, señor. Y sin embargo puedo decir que realmente son ladrones y
también que han robado la iglesia. Lo que ocurre es que los metodistas se apoderarán
de la parroquia, si su reverencia y su señoría, el caballero Donnithorne, no creen
apropiado decir una palabra y prohibirlo. No crea, señor, que me propongo darle
instrucciones, porque aún no me he olvidado tanto de quién soy como para no hablar
como es debido a mis superiores. Sin embargo, el caso es que no tengo más remedio
que referirle lo que ocurre. Así, he de decirle que una mujer metodista, que habita en
casa de maese Poyser, predicó ayer tarde en el parque, y eso es tan verdad como que
estoy ahora delante de su reverencia.
—¿Qué predicó en el parque? —exclamó el señor Irwine sorprendido aunque
tranquilo—. ¿Aquella muchacha pálida y bonita a quien vi en casa de Poyser? Desde
luego resultaba evidente que era metodista, cuáquera o algo por el estilo, a juzgar por
su traje; pero ignoraba que fuese predicadora.
—Pues digo la verdad, señor —replicó el señor Rann, comprimiendo su boca en
forma semicircular y haciendo una pausa para subrayar sus palabras—. Predicó en el
parque ayer tarde y se apoderó de Bess Chad, pues la pobre muchacha ha tenido
varios ataques desde entonces.
—Bueno, Bess Cranage es una muchacha muy sana y estoy seguro de que se
repondrá, Joshua. ¿Ha tenido ataques alguien más?
—No, señor. Por lo menos, que yo sepa. Pero nadie sabe lo que ocurrirá si
continúan estas predicaciones semanales. Estoy seguro de que acabarán con la vida
tranquila del pueblo. Porque el caso es que los metodistas hacen creer a la gente que
si se bebe un vaso más de cerveza o si gozan de alguna comodidad, irán con toda
seguridad al infierno. Yo no soy vicioso ni borracho, y estoy seguro de que nadie
podrá acusarme de eso; pero creo que un litro de cerveza en Pascua o en Navidad,
aunque exceda lo acostumbrado, es una cosa naturalísima, como cuando vamos
cantando y la gente nos invita a beber un trago, o cuando voy a cobrar los derechos y
me tomo una pinta de cerveza, fumo una pipa y charlo un rato en casa de maese
Casson, porque yo, gracias a Dios, me he educado en la Iglesia y hace ya treinta y dos
años que soy sacristán, de manera que sé de sobra lo que es la religión.
—Muy bien. ¿Y qué me aconseja, Joshua? ¿Qué cree que podría hacerse?
—Pues bien, reverendo. Yo no tomaría ninguna medida contra esa joven, porque
nada malo resultará de que predique sola y, además, me han dicho que muy pronto
volverá a su país. Es sobrina del señor Poyser y no quisiera demostrar ninguna falta
de respeto a la familia de Hall Farm, pues desde que soy zapatero los he calzado a
todos, grandes y pequeños. Pero en cambio, Will Maskery es un furioso metodista y
no dudo de que fue él quien hizo predicar ayer a esa joven y que traerá a otros
predicadores de Treddleston si no le paramos los pies. Creo que le podríamos dar a
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entender que no volverá a construir ni arreglar los carruajes y las cosas de la iglesia y
que se quedará solo en su casa, como le ocurre al caballero Donnithorne.
—Muy bien. Pero usted mismo, Joshua, ha dicho que antes nunca había
predicado nadie en el parque y, por lo tanto, no le consta que ello tenga que volver a
ocurrir. Los metodistas no van a predicar a aldeas como Hayslope, donde sólo hay un
puñado de labradores demasiado fatigados para hacerles caso. Eso sería como ir a
predicar en las montañas de Binton. En cuanto a Maskery, no es predicador, según
creo.
—No, señor. Es incapaz de decir dos palabras seguidas sin ayuda de los libros, y
estoy persuadido de que no hablaría mejor que una vaca. Pero en cambio tiene una
lengua muy larga para hablar sin respeto de alguno de los vecinos, pues dijo que yo
era un fariseo ciego y, además, utiliza la Biblia para encontrar apodos destinados a
personas superiores a él en sabiduría y edad; y lo peor es que se ha atrevido a
pronunciar palabras desagradables acerca de su reverencia; puedo jurar que le llamó
«perro mudo» y «pastor perezoso». Espero que su reverencia me perdonará que repita
estas palabras.
—Hace mal, Joshua. Hay que dejar que las malas palabras mueran después de
haber sido pronunciadas. En cuanto a Will Maskery, podría ser mucho peor de lo que
es. Antes era un bribón borracho que abandonaba el trabajo y pegaba a su mujer,
según me dijeron; ahora es laborioso y decente, y lleva una buena vida junto a su
esposa. Si puede darme pruebas de que se mete con sus vecinos y es causa de alguna
querella o disgusto, entonces creeré que mi deber, como clérigo y como magistrado,
me obliga a intervenir. En cambio, no sería conveniente que las personas sensatas,
como usted y yo, nos preocupásemos de tonterías y creyésemos que la Iglesia corre
peligro porque Will Maskery hable de modo imprudente, o una joven predique en
serio a un puñado de personas en el parque. Es preciso vivir y dejar vivir, y no sólo en
lo que se refiere a la religión, sino también con respecto a otras cosas. Cumpla con su
deber como sacristán y enterrador, como siempre ha hecho, confeccionando el
calzado estupendo que hace para sus vecinos, y le aseguro que no ocurrirá en
Hayslope nada desagradable.
—Su reverencia es muy bueno; aunque como no vive en la parroquia, el asunto
pesa más sobre mis propios hombros.
—No hay duda, pero es preciso tener siempre en cuenta que no hay que rebajar a
la Iglesia a los ojos de la gente, dando a entender que nos asustamos por poco,
Joshua. Confío en su sentido común y en que no dará importancia a lo que Will
Maskery diga de usted o de mí. Usted y sus vecinos pueden seguir bebiendo un vaso
de cerveza, aunque con sobriedad, y una vez hayan terminado sus tareas, como
buenos feligreses; y si Will Maskery no se reúne con ustedes y, en cambio, asiste a las
reuniones religiosas de Treddleston, hay que dejarle en paz; eso no ha de importarnos
mientras no nos impida hacer lo que queramos. Y en cuanto a la gente que diga cosas
tontas de nosotros, no hay que hacerles caso, de la misma manera que el campanario
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de la iglesia no da importancia a las cornejas que revolotean en torno a él. Will
Maskery va a la iglesia todos los domingos por la tarde, y durante la semana se
dedica a su trabajo de construcción y reparación de carros, y así, mientras obre de
este modo, hay que dejarle en paz.
—Sí, señor. Pero en cuanto entra en la iglesia y se sienta, empieza a menear la
cabeza, a poner mala cara y a demostrar su disgusto, de tal manera que me dan ganas
de ir a su encuentro y romperle la cara de un puñetazo. Dios me perdone y su
reverencia también, por hablar de este modo en su presencia. Además, dijo que
nuestros cánticos de Navidad parecían una olla de grillos.
—Todo eso obedece a que tiene muy mal oído, Joshua. Ya sabe que cuando la
gente tiene un tarugo por cabeza es imposible remediarlo. Con seguridad no logrará
que los habitantes de Hayslope participen de su opinión, mientras siga cantando como
lo hace.
—Sí, señor. Pero a uno se le revuelve el estómago cada vez que oye hablar así de
las Escrituras. Conozco tan bien como él las palabras de la Biblia y sería capaz de
recitar los Salmos en sueños, si me pellizcaran. Pero comprendo que no hay que
pronunciar en vano sus palabras. Lo mismo sería llevarse a casa el cáliz y utilizarlo
para beber en las comidas.
—Ésta es una buena observación, Joshua. Pero como decía antes…
Mientras hablaba el señor Irwine, se oyó un ruido de pasos y el sonido de una
espuela que resonaba contra el pavimento de piedra de la entrada, y Joshua Rann se
hizo a un lado en la puerta para dejar paso. Se oyó una vigorosa voz de tenor:
—¿Puede entrar el ahijado Arthur?
—Adelante, ahijado —contestó la señora Irwine con el tono de voz profundo y
casi masculino característico de la vigorosa anciana.
En el acto entró en la estancia un joven caballero que vestía traje de equitación y
llevaba en cabestrillo el brazo derecho; inmediatamente se produjo una agradable
confusión de risas, interjecciones y apretones de mano, así como algunas palabras de
saludo mezcladas con los alegres y breves ladridos y con los meneos de los rabos por
parte de los miembros caninos de la familia, confusión que da a entender la buena
acogida dispensada al recién llegado. El joven caballero era Arthur Donnithorne,
conocido en Hayslope con varios nombres, como, por ejemplo, «el joven caballero»,
«el heredero» y «el capitán». Solamente disfrutaba de ese grado en la milicia de
Loamshire; mas para los terratenientes de Hayslope era el más capitán de todos los
jóvenes caballeros del mismo grado en el ejército regular de su majestad y los
eclipsaba con su resplandor, del mismo modo que el planeta Júpiter destaca entre
todos los planetas de la Vía Láctea. Y si el lector desea saber cuál era su aspecto,
procure recordar a un joven inglés de patillas de color pardo, cabello de igual tono,
rizado, y cutis claro, a quien pueda haber encontrado en alguna ciudad extranjera,
enorgulleciéndose de ser su compatriota. Iba limpio, estaba bien criado, tenía las
manos blancas y, al parecer, se bastaba para vencer y derribar a un enemigo
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utilizando la mano izquierda. No mereceré ser llamado sastre por la molestia que dé
al lector describiendo su traje, y así sólo diré que llevaba un chaleco a rayas, un
levitón de largos faldones y botas bajas.
El capitán Donnithorne se volvió para tomar una silla y dijo:
—No quiero interrumpir a Joshua, pues sin duda tiene algo que decir.
—Pido humildemente mil perdones a su señoría —dijo Joshua haciendo una
profunda reverencia—, pero hay una cosa que quiero decir a su reverencia, aunque
las demás se me han ido ya de la cabeza.
—Pues dígala pronto, Joshua —contestó el señor Irwine.
—Supongo, señor, que no se habrá enterado de que ha muerto Mathias Bede. Se
ha ahogado esta mañana, o, más probablemente, ayer noche, en el arroyo del Sauce,
junto al puente y delante de su propia casa.
—¡Oh! —exclamaron a la vez los dos caballeros, como si les interesase mucho
aquel suceso.
—Y Seth Bede ha venido a verme esta mañana para informarme de que desea
decir a su reverencia, según su hermano Adam ya os rogó, que les concediera usted el
favor de que la tumba de su padre sea excavada en White Thorn, porque su madre así
lo desea a causa de un sueño que tuvo; ellos habrían venido a solicitarlo en persona,
pero no pudieron hacerlo por estar ocupados con el coroner y todo lo demás; y su
madre desea obtener cuanto antes su permiso, por miedo de que alguien se le
anticipe. Si su reverencia no tiene inconveniente, les mandaré a mi hijo tan pronto
como llegue a casa. Por eso me he atrevido a molestarle con tal petición en presencia
de su señoría.
—Habrá que complacerles, Joshua. Yo mismo iré a ver a Adam. Sin embargo,
mándeles a su hijo para decirles que pueden disponer de la tumba, a no ser que algo
me lo impida. Y ahora, buenos días, Joshua. Vaya a la cocina y tome un vaso de
cerveza.
—¡Pobre viejo Mathias! —dijo el señor Irwine en cuanto Joshua se hubo
marchado—. Temo que la bebida ayudó al arroyo para acabarlo de ahogar. Ojalá
hubiese desaparecido de forma menos penosa la carga de los hombros de mi amigo
Adam. Ese muchacho excelente ha estado manteniendo a su padre y evitándole la
ruina durante los cinco o seis últimos años.
—Es un buen sujeto, ese Adam —dijo el capitán Donnithorne—. Cuando yo era
pequeño y Adam tenía quince años y me enseñó carpintería, yo solía decirme que si
alguna vez llegaba a ser un rico sultán nombraría gran visir a Adam. Y ahora creo que
después de ser elevado a tan alto rango se comportaría igual que cualquier hombre
pobre y sabio de la historia oriental. Y si vivo lo bastante para ser un gran propietario,
en vez de un pobre diablo que goza de una mísera pensión, haré de Adam mi mano
derecha. Cuidará de mis bosques, pues parece saber de esas cosas mucho mejor que
todos los hombres que he conocido y me consta que sacaría de ellos el doble de lo
que obtiene mi abuelo por culpa de la dirección de ese miserable viejo Satchell, que
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no sabe una palabra acerca de la madera. Varias veces he hablado de este asunto con
mi abuelo pero, por alguna razón, siente antipatía por Adam y yo no puedo hacer
nada al respecto. Pero vamos a ver, reverendo, ¿quiere salir un poco a caballo
conmigo? Hace un tiempo espléndido. Si quiere, podríamos ir juntos a visitar a
Adam; pero quisiera también detenerme en Hall Farm para ver los cachorros que me
reserva Poyser.
—Vale más que te quedes y almuerces, Arthur —dijo la señora Irwine—. Son casi
las dos. Carrol te servirá en el acto.
—Yo también quisiera ir a Hall Farm —dijo el señor Irwine—, a fin de ver otra
vez a la pequeña metodista que vive allí. Joshua me ha dicho que ayer tarde estuvo
predicando en el parque.
—¡Por Júpiter! —exclamó el capitán Donnithorne echándose a reír—. ¡Pero si
parece ser una muchacha de lo más tranquila! Sin embargo, hay en ella algo que
llama la atención. Realmente me intimidó cuando la vi por primera vez: estaba
sentada e inclinada sobre su labor, al sol, en la parte exterior de la casa, cuando yo
llegué a caballo y pregunté sin darme cuenta de que era forastera: «¿Está Martín
Poyser en casa?». Y declaro que en cuanto ella se levantó, me miró y me contestó
«Está en casa, creo. Voy a llamarle», me avergoncé de haberle dirigido la palabra con
tanta rudeza. Parecía santa Catalina vestida con un traje de cuáquera. Tiene un rostro
que pocas veces se ve entre la gente de por aquí.
—Me gustaría ver a esa joven, Dauphin —dijo la señora Irwine—. Haz que venga
aquí con un pretexto cualquiera.
—No sé cómo podré arreglarlo, madre. No será muy apropiado que yo proteja a
una predicadora metodista, en caso de que ella consienta en ser protegida por un
pastor perezoso, según me llama Will Maskery. Deberías haber venido un poco antes,
Arthur, para oír cómo Joshua denunciaba a su vecino Will Maskery. El viejo quiere
que excomulgue al carretero y lo entregue al poder civil, es decir, a tu abuelo, para
que sea despojado de su casa y de su taller. Si yo me prestase a intervenir ahora en
este asunto, daría origen a una historia de odio y de persecución que a los metodistas
les gustaría publicar en el próximo número de su revista. Poco me costaría persuadir a
Chad Cranage y a otra media docena más de cabezas duras de que prestarían un buen
servicio a la Iglesia arrojando a palos del pueblo a Will Maskery, y luego, después de
regalarles medio soberano para emborracharse gloriosamente una vez hubiesen
realizado la hazaña, habría cometido la misma torpeza que mis compañeros en
sacerdocio han llevado a cabo en sus parroquias respectivas durante los últimos
treinta años.
—Sin embargo, ese individuo ha estado insolente al llamarte «pastor perezoso» y
«perro mudo» —dijo la señora Irwine—. Por otra parte, creo que deberías pararle los
pies. Eres demasiado bueno, Dauphin.
—¡Cómo, madre! ¿Crees que sería un modo apropiado de defender mi dignidad
querer desmentir las palabras de Will Maskery? Por otra parte, no estoy seguro de
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que no tenga razón. Soy un poco perezoso y me cuesta mucho montar a caballo; eso
sin mencionar que siempre gasto más de lo que puedo en ladrillos y cemento y, en
cambio, me enfado si un mendigo lisiado me pide seis peniques. Esos desgraciados
que creen poder contribuir a la regeneración de la humanidad saliendo a predicar al
despuntar el día y antes de empezar la jornada de trabajo, pueden tener, si gustan, una
pobre opinión de mí. Pero, en fin, vamos a almorzar. ¿Bajará Kate?
—La señorita Irwine dijo a Bridge que hoy almorzaría en su cuarto —replicó
Carrol—. No puede abandonar a la señorita Anne.
—Muy bien. Di a Bridge que comunique a la señorita Anne que iré a verla
enseguida—. Veo que ya puedes mover muy bien el brazo derecho, Arthur —
continuó diciendo el señor Irwine, al observar que el capitán Donnithorne sacaba el
brazo del cabestrillo.
—Sí. Muy bien, pero Godwin insiste en que lo lleve así durante algún tiempo.
Espero poder volver al regimiento a principios de agosto. Es muy aburrido verse
encerrado en el cazadero durante los meses de verano, cuando no se puede cazar
nada, y no estar bastante cansado al anochecer para dormirse apaciblemente. Sin
embargo, haremos estremecer a las piedras el 30 de julio. Por una vez mi abuelo me
ha dado carte blanche, y os prometo que la diversión valdrá la pena. El mundo no
verá dos veces la gran ocasión de que yo llegue a la mayoría de edad. Me dispongo a
prepararle un elevado trono, madrina, o, mejor dicho, dos: uno en el prado y otro en
la sala de baile, a fin de que pueda sentarse y contemplarnos como si fuese una
verdadera diosa del Olimpo.
—Pues yo me pondré mi mejor traje de brocado, el mismo que llevé hace veinte
años, el día de tu bautizo —dijo la señora Irwine—. ¡Ah! Y creo que veré a tu pobre
madre flotando por allí, con su traje blanco, que aquel mismo día me pareció una
mortaja, y, en efecto, fue su mortaja tres meses más tarde. Con ella enterraron tu
gorrito y tu ropa de bautizo. La pobrecilla se empeñó en ello. Gracias a Dios te
pareces a la familia de tu padre, Arthur; si hubieses sido un niño amarillento, flaco y
pequeño, yo no me habría prestado a ser tu madrina, pues, sin duda alguna, al crecer
te hubieses parecido a los Donnithorne. En cambio tenías entonces un semblante tan
regordete y un pecho tan desarrollado y gritabas con tanta fuerza, que no tuve la
menor duda de que llegarías a ser un verdadero Tradgett.
—Tal vez se expuso, madre, a obrar con cierta precipitación —dijo sonriendo el
señor Irwine—. ¿No se acuerda de lo que ocurrió con los cachorros de Juno? Uno de
ellos era la misma imagen de su madre, aunque de todos modos tenía tres o cuatro
cosas de su padre. La naturaleza es lo bastante inteligente incluso para engañarla a
usted misma, madre.
—Tonterías, hijo. Jamás he visto convertirse en hurón al que tenga el tipo de
mastín. Nunca podrás persuadirme de que soy incapaz de adivinar por su aspecto
exterior los sentimientos de un hombre. Si un individuo no me gusta, puedes tener la
seguridad de que nunca llegará a agradarme. No quiero conocer ni tratar a las
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personas feas y desagradables, del mismo modo como me niego a probar los platos
que no me gustan a primera vista. Y si al verlos me estremezco, pueden marcharse.
Unos ojos feos, de cerdo o de pez, me ponen verdaderamente enferma, como un olor
desagradable.
—Ya que hablamos de ojos —observó el capitán Donnithorne—, eso me recuerda
que quería traerle un libro, madrina. Llegó el otro día, en un paquete, de Londres. Me
consta que le gustan las historias raras y extraordinarias. Es un volumen de poemas:
Baladas líricas.
Muchas de ellas parecen tonterías; pero la primera es de un estilo muy distinto. Se
titula «El viejo marinero»[3]. Si es una historia, he de confesar que no la comprendo,
pero desde luego es algo raro, que impresiona. Se lo mandaré y también algunos otros
libros que le gustará ver, Irwine. Son unos folletos acerca del antinomianismo y el
evangelismo, o lo que sean. No sé por qué ese tipo me habrá mandado tales cosas. Le
he escrito diciéndole que en adelante no me mande ningún libro ni folleto ni nada
cuyo titulo termine en «ismo».
—A mí tampoco me gustan mucho, pero, de todos modos, examinaré esos
folletos, pues siempre sirven para enterarse de lo que ocurre. Y ahora tengo algo que
hacer, Arthur —continuó diciendo el señor Irwine, poniéndose en pie para salir de la
estancia—. Luego estaré preparado para salir contigo.
El asunto en que tenía que ocuparse el señor Irwine le obligó a subir la vieja
escalera de piedra (pues una parte de la casa era muy antigua)^ a detenerse ante una
puerta, a la que llamó con suavidad. Una voz femenina le dio permiso para entrar y
penetró en una estancia tan oscurecida por las cortinas y los visillos que la señorita
Kate, la flaca señora de cierta edad que estaba de pie junto a la cama, no habría tenido
luz suficiente para otra clase de trabajo que la labor de calceta que había dejado en
una mesa cercana; pero en aquel momento se ocupaba en algo para lo que no hacía
falta luz, pues humedecía con vinagre la dolorida cabeza que reposaba en la
almohada. Era el de la enferma un rostro muy pequeño; quizás en algún tiempo fue
hermoso, pero ahora estaba flaco y desencajado. La señorita Kate se acercó al
hermano de la enferma y murmuró:
—No le dirijáis la palabra, pues hoy no puede sufrir que se le hable.
Anne mantenía los ojos cerrados y contraídas las cejas, como si sufriese un dolor
intenso. El señor Irwine se acercó a la cama y tomó una de las delicadas manos de la
enferma y la besó; una ligera presión de los pequeños dedos de ésta le indicó cuánto
le agradecía que hubiese subido la escalera para hacer aquella caricia. Él permaneció
un momento mirándola y luego salió de la estancia andando con pasos quedos. Se
había quitado las botas y puesto unas zapatillas antes de subir. Y quien recordase las
muchas cosas que había renunciado a hacer, incluso por sí mismo, antes de
molestarse en ponerse o en quitarse las botas, no creerá que éste sea un detalle
insignificante.
Las hermanas del señor Irwine, según hubiera podido atestiguar cualquiera de las
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personas que habitaban en un radio de quince kilómetros de Broxton, no tenían nada
de interesantes. Era una lástima que la hermosa e inteligente señora Irwine hubiese
tenido unas hijas tan mediocres. Valía la pena recorrer quince kilómetros, en
cualquier ocasión, por el gusto de contemplar a aquella refinada y anciana dama. Su
belleza, sus facultades bien conservadas y su dignidad, propia de otros tiempos, la
convertían en un agradable objeto de conversación, junto a la salud del rey, los
nuevos modelos de trajes de algodón, las noticias de Egipto y el pleito de lord Dacey,
que atormentaba a la pobre lady Dacey. Pero nadie se acordaba de mencionar siquiera
a las señoritas Irwine, excepto los pobres del pueblo de Broxton, que las consideraban
muy instruidas en la ciencia médica y hablaban de ellas de un modo vago,
llamándolas «las señoritas». Si alguien hubiese preguntado al viejo Jacob Dummilov
quién le dio su chaqueta de franela, habría contestado: «Las señoritas, el invierno
pasado». Y en cuanto a la viuda Steene, confiaba mucho en las virtudes de la
«medicina» que las señoritas le dieron para la tos. Este mismo nombre servía
también, y con gran éxito, para domar a los niños traviesos, de modo que al ver el
pálido rostro de la señorita Anne, varios arrapiezos de la piel de Barrabás quedaron
convencidos de que estaba enterada de todos sus crímenes y de que conocía el
número exacto de piedras que habían arrojado contra los patos del granjero Britton.
Mas para quienes las conocían desde un punto de vista menos mítico, las señoritas
Irwine eran personas cuya existencia resultaba superflua, figuras nada artísticas que
ocupaban un lugar en el tejido de la vida, aunque sin ningún efecto. Si las cefalalgias
crónicas de la señorita Anne hubiesen podido atribuirse a una patética historia de
desengaño amoroso, la joven habría tenido cierto interés romántico, pero como jamás
se conoció ni se inventó semejante historia con respecto a ella, la impresión general
era que ambas hermanas continuaban solteronas por la razón prosaica de no haber
recibido jamás una proposición de matrimonio aceptable. Sin embargo,
paradójicamente, la existencia de las personas insignificantes tiene en el mundo
consecuencias de mucha importancia. Eso puede demostrarse por el hecho de que
influyen en el precio del pan y en el de los salarios, despiertan el malhumor de los
egoístas, dan ocasión a actos de heroísmo por parte de las personas bondadosas y de
otros muchos modos representan papeles de bastante interés en la tragedia de la vida.
Y si el guapo y generoso clérigo, el reverendo Adolphus Irwine, no hubiese tenido
aquellas dos hermanas, solteronas sin remedio, su suerte habría sido muy distinta. Es
muy posible que en su juventud se hubiese casado con una esposa agradable, y ahora,
cuando ya empezaba a encanecer su cabello bajo los polvos que lo cubrían, tendría
hijos de alta estatura y hermosas y lozanas hijas; en una palabra, todas aquellas
posesiones que los hombres consideran una justa compensación de los trabajos que
realizan bajo el sol. Pero tal como estaban las cosas —y en vista de que sus tres
beneficios solamente le daban setecientas libras esterlinas al año, y de que no habría
sido posible sostener a su espléndida madre y a su hermana enferma, sin contar a la
otra hermana, de la que se hablaba sin anteponer a su nombre ningún adjetivo—,
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puesto que era imposible, repetimos, sostenerlas en la vida cómoda y digna de unas
verdaderas señoras, según les correspondía por su nacimiento y por sus costumbres,
y, al mismo tiempo, mantener una familia propia, a la edad de cuarenta y ocho años
continuaba soltero, sin creer que fuese ningún mérito aquella renuncia, de la que
hablaba risueño cuando alguien aludía a ella y la ofrecía como excusa de muchas
pequeñas debilidades que una esposa no habría consentido jamás. Y quizás fuese la
única persona del mundo que no creyera que sus hermanas carecían de interés y
además eran superfluas; porque poseía un gran corazón, un carácter cariñoso y afable,
y jamás abrigaba ningún pensamiento gruñón ni mezquino. Era epicúreo, si se quiere,
y carecía de entusiasmo por sus deberes; sin embargo, y como ya habrá visto el lector,
poseía una fibra moral sutil y suficiente para sentir una incansable ternura por el
sufrimiento oscuro y monótono. Precisamente su generosa indulgencia le hacía
ignorar la rudeza de su madre con respecto a sus hermanas, que contrastaba
enormemente con el cariño que le demostraba a él, quien, por su parte, no fruncía el
ceño ante las faltas irremediables.
Obsérvese la diferencia entre la impresión que un hombre causa en nosotros
cuando vamos a su lado, hablando familiarmente, o cuando le vemos en su casa, y el
aspecto que adquiere al contemplarle desde un nivel elevado e histórico; e incluso
según le juzga un vecino crítico que le considera un sistema personalizado o una
opinión, en vez de un hombre. El señor Roe, «el predicador viajero» metodista
establecido en Treddleston, había incluido al señor Irwine en una afirmación general
referente a la clerecía eclesiástica del distrito, que describía a los párrocos como
hombres entregados a los apetitos de la carne y al orgullo, que cazaban y se ocupaban
del adorno de sus casas, preocupándose de qué debemos comer y beber y con qué nos
vestimos, sin cuidarse de dispensar el pan de la vida a sus rebaños, predicando, en el
mejor de los casos, una moralidad carnal encaminada a adormecer el alma, y
traficando con las almas de los hombres al recibir dinero a cambio de desempeñar el
oficio pastoral en algunas parroquias por las que no se dejaban ver más que una vez
al año. El historiador eclesiástico, al examinar las comunicaciones parlamentarias de
aquel periodo, encuentra honorables y celosos miembros de la Iglesia desprovistos de
toda simpatía por la tribu de los gazmoños metodistas que hacen afirmaciones
raramente menos desagradables que las del señor Roe. Y es imposible para mí decir
que el señor Irwine no mereciese en absoluto la clasificación genérica que se le había
asignado. En realidad no tenía propósitos elevados ni ningún entusiasmo teológico. Si
se me sometiera a un minucioso interrogatorio, me vería obligado a confesar que no
sentía grandes desasosiegos por las almas de sus feligreses y que habría considerado
que era perder el tiempo hablar de un modo doctrinal a fin de despertar los buenos
sentimientos del tío Taft o de Chad Cranage, el herrero. De haber tenido la costumbre
de hablar teóricamente, quizás hubiese dicho que la única forma conveniente que la
religión podía tener en tales mentes era la de ciertas emociones imprecisas aunque
fuertes, que se confundieran entre sí como influencia santificadora sobre los
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sentimientos familiares y los deberes para con los vecinos. Consideraba más
importante la costumbre del bautismo que su doctrina, y que los beneficios religiosos
que el campesino obtenía de la iglesia a que pertenecían sus padres y del sagrado
trozo de tierra en que yacían enterrados, dependían muy ligeramente de la clara
comprensión de la liturgia o del sermón. En una palabra, el rector no era lo que hoy
se llamaría un hombre celoso en el cumplimiento de sus deberes. Le gustaba más la
historia de la iglesia que la divinidad, y tenía mayor discernimiento de los caracteres
de los hombres que interés en sus opiniones. No era laborioso, abnegado, ni
demasiado caritativo; como se comprende, su teología era floja, su paladar mental era
más bien pagano y encontraba más sabor en una cita de Sófocles o de Teócrito que en
cualquier texto de Isaías o de Amos. Pero si se da de comer carne cruda al perro
cazador, ¿por qué hemos de extrañarnos de que le guste luego la perdiz cruda durante
toda su vida? Y los recuerdos del señor Irwine de su entusiasmo y ambiciones
juveniles estaban asociados con la poesía y la ética, que nada tenían que ver con la
Biblia.
Por otra parte, debo hacer constar, pues tengo cierta parcialidad cariñosa hacia la
memoria del rector, que no era vengativo, según han sido algunos filántropos; que no
era intolerante, en tanto que corre el rumor de que algunos celosos teólogos no se han
visto libres de esa mancha; y si bien habría declinado, con toda probabilidad, el
entregar su cuerpo para que lo quemasen en honor de cualquier causa pública, y a
pesar de que estaba muy lejos de donar todos sus bienes para alimentar a los pobres,
tenía, sin embargo, esa caridad que algunas veces le falta a la virtud más ilustre: la de
otorgar toda su ternura a las debilidades del prójimo y nunca sentirse inclinado a
atribuirlas a la maldad. Era uno de aquellos hombres, poco frecuentes, sin duda, de
quienes tan^sólo podemos llegar a conocer sus mejores cualidades siguiéndolos
cuando se alejan de la plaza, del mercado, de la plataforma y del púlpito, y entrando
con ellos en sus propias casas, oyendo la voz con que hablan a los pequeños y a los
viejos, y presenciando el cuidado que ponen por las necesidades diarias de sus
compañeros, que aceptan sus bondades como algo normal y corriente y no sujeto al
panegírico.
Tales hombres vivieron felizmente en tiempos que florecieron los grandes abusos,
y algunas veces fueron los representantes vivos de esos mismos abusos. Hay una idea
que puede consolarnos un poco si la vemos por el otro lado: la de que a veces es
mejor no seguir a los grandes reformadores de abusos más allá del umbral de su
propia casa.
Pero cualquiera que sea la idea que se tenga ahora del señor Irwine, si el lector lo
hubiese visto aquella tarde de jimio cabalgando en su jaca gris y con los perros
corriendo a su alrededor, digno, erguido, viril, con una bondadosa sonrisa en sus
labios bien dibujados, mientras hablaba a su atrevido compañero montado en la yegua
baya, seguramente se habría dicho que por mal que armonizara con las sólidas reglas
de la dignidad clerical, armonizaba muy bien con aquel apacible paisaje.
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Veámosle a la luz brillante del sol, interrumpida de vez en cuando por las masas
de nubes que circulaban por el cielo, y mientras subía la montaña por la pendiente de
Broxton, donde los altos aleros y los olmos de la rectoría parecían dominar la
pequeña iglesia encalada. Pronto se hallarían en la parroquia de Hayslope; en efecto,
la torre gris de la iglesia y los tejados del pueblo se hallaban ante ellos, hacia la
izquierda, y más allá, a la derecha, podían divisar ya las chimeneas de Hall Farm.
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VI
HALL FARM
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el extremo de esa caja puede apreciarse una gran muñeca de madera que, por lo que
se refiere a las mutilaciones sufridas, tenía gran parecido con las mejores esculturas
griegas, especialmente por la pérdida total de la nariz. A poca distancia hay una sillita
y el mango de un largo látigo infantil.
La historia de aquella casa era bastante clara. En otro tiempo fue la residencia de
un caballero rural, cuya familia se vio mermada a causa de la soltería continuada y
fue absorbida en el nombre más territorial de Donnithorne. En otro tiempo fue el Hall
y ahora se había convertido en Hall Farm. Como algunas ciudades de la costa, que en
otro tiempo fueron balnearios y hoy se han convertido en puertos, y donde las calles
apartadas permanecen silenciosas y cubiertas de hierba y en cambio los muelles y
almacenes son ruidosos y están llenos de actividad, la vida del Hall había cambiado
su foco y ya no radiaba desde la sala, sino desde la cocina y la era.
Mucha vida había allí, aunque aquél era el tiempo más soñoliento del año, es
decir, el que antecede a la siega del heno; y también era la hora más soñolienta del
día, esto es, las tres de la tarde, aunque el magnífico reloj de ocho días de cuerda de la
señora Poyser señalaba las tres y media. Pero siempre hay cierta expresión de vida
cuando el sol vuelve a brillar después de la lluvia, y ahora derramaba sus rayos y
producía centelleos entre la paja mojada, alumbrando toda la faja de musgo verde
sobre las tejas del cobertizo para las vacas e incluso convirtiendo el agua fangosa que
corría por el canalillo en magnífico espejo para los patos de amarillos picos que
aprovechaban la oportunidad de ir a beber reunidos en pelotón. Había un completo
concierto de ruidos; el gran bull-dog, encadenado junto a los establos, fue presa de
furiosa exasperación a causa de la imprudente conducta de un gallo que se acercó
demasiado a la entrada de su perrera, y emitió un horrible ladrido, al que contestaron
dos mastines encerrados en el establo de vacas que había enfrente; las viejas gallinas,
que iban de un lado a otro con sus polluelos por entre la paja, profirieron un afable
cacareo cuando el asustado gallo fue a reunirse con ellas; una marrana con su lechón,
ambos con las patas llenas de barro y con los rabos enroscados, emitieron a su vez
algunas notas agudas; nuestros amigos los terneros balaban desde la heredad y,
dominándolo todo, un oído fino habría podido percibir el rumor continuo de las voces
humanas.
Las grandes puertas del granero fueron abiertas de par en par y dentro aparecieron
algunos hombres muy ocupados remendando los arneses bajo la dirección del señor
Goby, el talabartero, que les refería entonces los últimos chismes de Treddleston. Sin
duda Alick, el pastor, había elegido un mal día para que se realizase aquel trabajo
pues había llovido demasiado por la mañana. La señora Poyser se quejó con vigor del
barro que llevarían al interior de la casa a la hora de comer todos aquellos
trabajadores. Y no había recobrado aún su ecuanimidad acerca del asunto, a pesar de
haber trascurrido ya tres horas desde la comida y de que el suelo de la casa volvía a
estar tan limpio como cualquier otra cosa de aquella maravillosa vivienda. En efecto,
para hallar en la casa unas motas de polvo había que encaramarse sobre el cofre de la
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sal y pasar el dedo sobre la alta tapa de la chimenea, donde las brillantes palmatorias
de bronce gozaban de su descanso estival, porque en este tiempo del año, como se
comprenderá, todo el mundo se acuesta antes de ponerse el sol o, por lo menos,
cuando todavía hay bastante luz para distinguir el perfil de los objetos después de
haberse golpeado las canillas contra ellos. Es seguro que en ninguna otra parte podría
existir una caja de roble para el reloj y una mesa de la misma madera que hubiesen
gozado de igual pulimento manual; verdadero barniz de «muñeca», según lo llamaba
la señora Poyser, quien daba gracias a Dios de que jamás hubiese entrado en su casa
un barniz ni otra porquería por el estilo. Hetty Sorrel aprovechaba que su tía volvía la
espalda para contemplar su agradable rostro en aquellas pulimentadas superficies,
porque la mesa de roble estaba usualmente levantada, como sí fuese un biombo, y
servía más de adorno que como el objeto a que estaba destinada. Y muchas veces
podía mirarse también en los grandes y redondos platos de peltre, alineados en el
vasar frente a la larga mesa del comedor, o en las repisas interiores del hogar, que
siempre brillaban como si fuesen de jaspe.
Todo estaba reluciente en aquel momento, pues el sol brillaba sobre los platos de
peltre y desde sus superficies pulimentadas surgían rayos de luz reflejada que iban a
parar a los objetos de roble y de brillante cobre. Y aun iban a parar sobre un objeto
más agradable que éstos, puesto que algunos de los rayos iluminaban la mejilla suave
de Dinah y doraban su cabello rojizo pálido, mientras ella tenía la cabeza inclinada
sobre la gruesa tela de hilo que remendaba para su tía. Habría sido una escena en
extremo pacífica si la señora Poyser, que planchaba algunas prendas de la colada del
lunes, no hiciera ruido con su plancha ni fuera de un lado a otro cuando quería
enfriarla; dirigía la aguda mirada de sus ojos grises azulados desde la cocina a la
lechería, donde Hetty batía la manteca, y desde la lechería al otro lado de la cocina,
para vigilar a Nancy, que sacaba los pasteles del horno. No se crea, sin embargo, que
la señora Poyser poseía un aspecto muy astuto o solemne. Era una mujer bien
parecida, que no tendría más allá de treinta y ocho años, de cutis sonrosado y cabello
de color de arena, bien conformada y de andar ligero. El objeto más notable de su
vestimenta era un amplio delantal de hilo a cuadros que casi le cubría toda la falda, y
nada habría podido parecer más sencillo o menos llamativo que su gorro y su traje,
porque no había debilidad en la vanidad femenina que ella tolerase y tampoco
permitía que se prefiriese el adorno a la utilidad. La señora Poyser y su sobrina
Dinah, con su parecido familiar y el contraste que había entre la agudeza de la una y
la seráfica suavidad de expresión de la otra, podían haber servido a un pintor de
excelentes modelos para Marta y María. Sus ojos tenían el mismo color, pero ofrecía
una notable prueba de la diferencia que había entre ellos la conducta de Trip, el
terrier negro y pardo, cuando éste, sospechoso de varios delitos de poca cuantía, se
exponía, con la mayor imprudencia, a las irritadas miradas de la señora Poyser. La
lengua de ésta no era menos aguda que sus ojos, y siempre que alguien se ponía al
alcance de su voz, reanudaba un sermón no acabado, del mismo modo que un
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organillo continúa una melodía precisamente en el punto en que la interrumpió.
El hecho de que aquél fuese el día dedicado al remiendo era otra razón que hacía
inconveniente la presencia de los talabarteros, y de que, por consiguiente, la señora
Poyser regañase a la criada Molly con desacostumbrada severidad. Al parecer ésta
había realizado de un modo ejemplar todo el trabajo que le correspondía después de
comer, ella misma se limpió y adecentó con rapidez y luego fue a preguntar,
humildemente, si podía sentarse en su compañía hasta la hora de ordeñar. Pero esta
conducta intachable envolvía, según la señora Poyser, la satisfacción secreta de unos
deseos impropios, que se apresuró a proclamar y a descubrir a Molly con incisiva
elocuencia.
—A hilar, ¿eh? No es hilar lo que quieres, estoy segura, sino otra cosa muy
distinta. Nunca he visto una desvergüenza semejante. Nadie creería que una chica de
tu edad quiera ir a sentarse en compañía de seis hombres. De estar en tu lugar me
habría avergonzado de pedirlo. En cambio tú no, a pesar de que estás en la casa desde
el día de San Miguel, que te contraté en las calles de Treddleston, careciendo de
condiciones como careces; que tendrías que estarme agradecida por haberte
contratado a trabajar en una casa respetable, y que no sabías hacer nada antes de venir
aquí… Piensa que antes no tenías en el mundo más que tus manos. ¿Quién te ha
enseñado a limpiar el pavimento? Me gustaría saberlo. De no ser por mí aún dejarías
montones de polvo en los rincones y nadie creería que te has educado entre cristianos.
Y en cuanto a hilar, has estropeado más de lo que ganas, con el lino que echaste a
perder mientras te enseñaba. Además, debes tener en cuenta que no te permitiré ir de
un lado a otro, como una tonta, y con la misma imprudencia que si no vieses a nadie.
Lo que quieres es cardar la lana para los talabarteros. Eso te gustaría, ¿verdad? Todas
hacéis lo mismo y ése es el camino que seguís hasta que alcanzáis vuestra ruina. No
estarás contenta hasta que te hayas echado un novio tan tonto como tú. Y ya verás
qué risa cuando os hayáis casado y no tengáis por muebles más que un taburete de
tres patas y una sola manta con que taparos. Y por toda comida un pedazo de torta
para tres mocosos que se la disputarán hambrientos.
—Yo no quería ir con esos hombres —replicó Molly llorosa y anonadada por
aquella visión dantesca de su futuro—. Siempre cardamos la lana para el señor Ottley,
y esto es lo que le he pedido. Por lo demás, no quiero mirar de nuevo a los
talabarteros. ¡Así me muera si deseaba tal cosa!
—¡El señor Ottley! Bonita cosa hiciste en su casa. Allí tal vez a tu señora le
gustase que los talabarteros ensuciasen la casa, a juzgar por lo que sé. Por mi parte,
nunca he tenido a una chica que sepa lo que es limpiar. Eso me hace creer que todo el
mundo vive como si fueran cerdos. Y en cuanto a esa Betty que estaba empleada en
la lechería de Trent, antes de venir a mi casa dejó los quesos sin limpiar, de una
semana a otra, en los estantes de la lechería, hasta el punto de que yo pude escribir mi
nombre en ellos con la punta del dedo cuando bajé por primera vez la escalera
después de mi enfermedad, que el médico dijo ser una inflamación. Fue un milagro
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que me repusiera. Y a pesar de que hace nueve meses que estás aquí, no vales mucho
más, Molly, y no por falta de observaciones por mi parte. ¿Y qué haces aquí plantada,
en vez de ir en busca del torno de hilar? Si no empiezas enseguida, llegará la hora en
que tengas que dejarlo.
—Mamá, mi plancha está fría. Haz el favor de ponerla al fuego.
La suave y musical voz que hizo esta petición procedía de una niña de cabello
rubio que contaría tres o cuatro años y que se sentaba en una silla muy alta, en el
extremo de una tabla de planchar, ocupada, con gran ardor, en manejar una plancha
diminuta que agarraba con su manita regordeta, planchando unos cuantos trapos con
tal afán que sacaba la lengua tanto como le era posible.
—¿Está fría, querida mía? ¡Dios bendiga tu dulce rostro! —dijo la señora Poyser,
cuya facilidad en abandonar su tono regañón oficial para adoptar otro cariñoso o
familiar era proverbial—. No importa, tu madre ya ha terminado de planchar y ahora
va a guardar la tabla y las planchas.
—Mamá, me gustaría ir al granero de Tommy para ver a los talabarteros.
—No, no, Totty se mojaría los pies —dijo la señora Poyser llevándose la plancha
—. Vete a la lechería a ver cómo bate la manteca la prima Hetty.
—Me gustaría que me dieses un poco de plum-cake —replicó Totty, que parecía
estar provista de una serie escalonada de peticiones. Al mismo tiempo, y
aprovechando la oportunidad de su inacción momentánea, metió los dedos en una
palangana de almidón y los sacó a fin de vaciar su contenido en la sábana de
planchar.
—¿Se ha visto nunca cosa semejante? —gritó la señora Poyser corriendo hacia la
mesa en cuanto sus ojos cayeron en la azulada corriente de líquido—. Esta niña no
hace más que travesuras en cuanto una vuelve la espalda. Ahora verás lo que hago
contigo, niña tonta y mala.
Sin embargo, Totty había descendido de su silla con rapidez y emprendió la
retirada hacia la lechería, mostrando un paso muy semejante al de los ánades y una
cantidad de grasa en el cogote que la hacía parecer una metamorfosis de un lechón
blanco.
En cuanto fue recogido el almidón con ayuda de Molly, y así que se hubieron
guardado los artefactos de planchar, la señora Poyser reanudó su obra de calceta, que
siempre tenía al alcance de la mano y que era el trabajo que más le gustaba porque
podía realizarlo de un modo automático, yendo de un lado para otro. Pero en esa
ocasión fue a sentarse frente a Dinah, a quien se quedó mirando con expresión
meditabunda, mientras continuaba entretejiendo los hilos de su media de estambre
gris.
—Te pareces mucho a tu tía Judith, Dinah, cuando te sientas a coser. A veces me
parece verme treinta años atrás, en mi casa, y cuando aún era niña, contemplando a
Judith mientras cosía sentada, después de haber terminado de hacer la casa; sólo que
aquélla, que pertenecía a mi padre, era pequeña y no una vivienda enorme de esas que
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se ensucian por un extremo mientras te ocupas de limpiar el otro; a no ser por eso
podría imaginarme que eras tú Judith, si bien su cabello era un poco más oscuro que
el tuyo y, además, tenía los hombros más anchos y robustos. Judith y yo estábamos
siempre juntas, aunque ella tenía unas costumbres muy raras, tanto que tu madre y
ella jamás pudieron ponerse de acuerdo. ¡Ah! Qué poco se figuraba tu madre que
tendría una hija que se parecería a Judith y que se quedaría huérfana, para que Judith
la criase, dándole la leche a cucharadas, cuando ella estuviese enterrada en el
cementerio de Stoniton. Yo siempre dije que Judith era capaz de cargar con un peso
de una tonelada para evitar que los demás tuviesen que transportar un kilo. Y ya
desde el principio, cuando la vi por primera vez, era así, y no advertí ningún cambio
en ella, o por lo menos no me di cuenta, cuando se convirtió al metodismo. Sólo
hablaba de un modo distinto y llevaba un gorro diferente. Pero nunca en su vida gastó
en ella un penique más de lo necesario para vestirse con decencia.
—Era una mujer excelente —replicó Dinah—. Dios le había dado un carácter
cariñoso y generoso y lo perfeccionó por medio de la gracia. Y te quería mucho, tía
Rachel. Con gran frecuencia le oí hablar de ti con gran afecto. Cuando tuvo aquella
grave enfermedad y yo contaba solamente once años, solía decir: «Si el cielo nos
separa, tendrás una buena amiga en la tierra en la persona de tu tía Rachel, porque
tiene un corazón bondadoso». Y estoy segura de que la pobre tía Judith tenía razón.
—No sé por qué, hija. Todo el mundo haría por ti lo que pudiese. Eres como los
pájaros del aire y vives no se sabe cómo. Yo habría tenido mucho gusto de portarme
contigo como corresponde a la hermana de tu madre, si vinieses a vivir aquí, donde
hay medios de subsistencia para hombres y animales y la gente no vive en montañas
peladas donde su vida es como la de las gallinas cuando picotean el suelo. Luego
podrías casarte con un hombre decente, pues aquí abundan los que quisieran tenerte
por mujer, en el caso de que abandonases tus predicaciones, que son diez veces
peores que todo cuanto llegó a hacer tu tía Judith. Y hasta si te casabas con Seth
Bede, que es un visionario metodista y que nunca sabrá ahorrar un penique, me
consta que tu tío os ayudaría con un cerdo y quizás con una vaca, porque siempre ha
querido mucho a mis parientes pobres y los ha recibido muy bien en la casa. Y por ti
haría, estoy segura, tanto como ha hecho por Hetty, aunque ésta sea sobrina carnal.
También en la casa tenemos ropa blanca que yo podría reservarte, porque tengo gran
cantidad de sábanas, de manteles y de toallas que todavía no están hechas. Hay un
juego de sábanas que hiló Kittk, una hilandera estupenda a pesar de que era bizca y
los niños no podían sufrirla; y además, como ya sabes, nunca se deja de hilar, y en la
actualidad se teje más del doble de la ropa vieja que se gasta. Pero comprendo que es
inútil hablar, porque no te dejarás persuadir ni querrás establecerte como una mujer
de buen sentido, en vez de fatigarte, yendo y viniendo, para predicar, y dando hasta el
último penique de lo que ganas, de manera que no tienes nada ahorrado en caso de
enfermedad; y estoy segura de que todo lo que has reunido en el mundo formaría un
paquete no mayor de un par de quesos. Y todo eso porque has aprendido algunas
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cosas de la religión que, en resumidas cuentas, no llegan siquiera a lo que se
encuentra en el catecismo o en el libro de oraciones.
—Y también en la Biblia, tía —dijo Dinah.
—Sí, y en la Biblia también —replicó la señora Poyser con sequedad—. Si no
fuese así, ¿cómo se comprende que los párrocos y la gente que han de dedicarse a
estudiarla no sepan de la Biblia más que tú misma o, por lo menos, tanto? Y, por otra
parte, fíjate en que si todos hicieran lo que tú, el mundo se detendría y vendría el fin,
porque si todos los hombres probasen a vivir sin casa y sin hogar, con poca comida y
escasa bebida, y hablasen siempre de despreciar, como tú, las cosas del mundo, me
gustaría saber quién se ocuparía de cuidar el ganado, el trigo y de hacer quesos. Todo
el mundo mendigaría el pan y también irían al encuentro del prójimo con objeto de
predicarle, en vez de dedicarse a criar a sus hijos y ahorrar para el caso de una mala
cosecha. Ya se comprende, pues, que esta no podría ser la verdadera práctica de la
religión.
—No, querida tía. Nunca me habrás oído decir que todo el mundo deba
abandonar su trabajo y a sus familias. Está muy bien que la tierra sea arada y
sembrada, almacenado el precioso trigo y cuidadas todas las cosas necesarias de la
vida, y también conviene que la gente se complazca en criar sus hijos, en darles de
comer y en vestirlos, pero es preciso que hagan todo eso por temor de Dios y sin
olvidarse de las necesidades del alma mientras cuidan de las del cuerpo. Cualquiera
que sea nuestra suerte podemos ser servidores de Dios; pero Él nos da distintas clases
de trabajo de acuerdo con nuestra capacidad y según cree necesario. Yo no puedo
dejar de emplear mi vida en hacer cuanto pueda por las almas de los demás, así como
tú tampoco puedes evitar el echar a correr si oyes que la pequeña Totty llora en el
extremo opuesto de la casa; su voz penetra en tu corazón y en el acto te figuras que la
pobrecilla se halla en peligro y no gozarías de tranquilidad alguna si no fueses a
socorrerla o a consolarla.
—¡Ah! —replicó la señora Poyser levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—.
Comprendo que aunque te hablase horas enteras, siempre contestarías igual. Si
quisiera persuadir al arroyo de que detuviese su curso, obtendría el mismo resultado.
La calzada que había en la parte exterior de la puerta de la cocina estaba ya lo
bastante seca para que la señora Poyser pudiese permanecer en ella y observar lo que
ocurría en el patio. Y mientras tanto, la labor de calceta hacía grandes progresos en
sus manos. Mas apenas hacía cinco minutos que estaba allí, cuando volvió a entrar y
dijo a Dinah en tono presuroso y asustado a un tiempo:
—Aquí vienen el capitán Donnithorne y el señor Irwine. En este momento
atraviesan el patio. Apostaría la cabeza a que han venido a hablar de tu predicación
en el parque, Dinah. Debes contestarles tú, porque yo soy muda. Ya he dicho
suficiente de los disgustos que acarrearás a la familia de tu tío. Poco me importaría si
fueses sobrina del señor Poyser, pues todo el mundo se ve obligado a apoyar a sus
parientes consanguíneos, de la misma manera como se defiende la nariz propia, ya
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que son de la misma carne y de la misma sangre. Pero el hecho de que una sobrina
mía sea la causa de que echen a mi marido de su granja, y que yo no haya aportado
otra cosa que mis ahorros…
—Nada de eso, querida tía Rachel —replicó Dinah con acento cariñoso—. No
debes abrigar esos temores. Estoy segurísima de que ningún mal os ocurrirá, ni a ti y
ni a mi tío, ni tampoco a los niños, por culpa de cualquiera de mis actos. Has de saber
que no predico sin dirección.
—¿Dirección? Ya sé lo que quieres decir con esta palabra —replicó la señora
Poyser haciendo calceta con mayor agitación y rapidez—. Cuando en tu cabeza tienes
una fantasía mayor que de costumbre, le das el nombre de «dirección» y entonces
nada sería capaz de conmoverla. Te pareces a las estatuas que hay en la fachada de la
iglesia de Treddleston: siempre estás con los ojos abiertos y sonriente, tanto si hace
tiempo bueno como malo. Créeme que a veces me haces perder la paciencia.
Mientras tanto los dos caballeros habían llegado a la empalizada y echaron pie a
tierra. Era evidente que se disponían a entrar en la casa. La señora Poyser fue a la
puerta a recibirles e hizo una reverencia, temblando al mismo tiempo a causa de su
enojo contra Dinah y de la ansiedad que le producía el deseo de conducirse de un
modo apropiado. En aquellos tiempos las más despiertas gentes del campo sentían un
asombro y un pasmo extraordinarios al ver a una persona de buena cuna, es decir, lo
mismo que los antiguos podían experimentar cuando se ponían de puntillas para
observar el paso de los dioses en forma humana.
—¿Qué hay, señora Poyser? ¿Cómo está después de esta tempestuosa mañana? —
preguntó el señor Irwine con majestuosa cordialidad—. Llevamos los pies secos y no
le ensuciaremos su limpio suelo.
—¡Oh, no vale la pena! —dijo la señora Poyser—. ¿Quieren entrar en el salón,
señores?
—No, muchas gracias, señora Poyser —contestó el capitán mirando con gran
interés la cocina, como si sus ojos buscasen algo que no pudieran hallar—. Me gusta
mucho moverme en su cocina y me parece la estancia más encantadora de cuantas
conozco. ¡Ojalá todas las esposas de los granjeros viniesen a tomarla por modelo!
—Es usted muy bondadoso, señor. Háganme el favor de tomar asiento —dijo la
señora Poyser algo tranquilizada por este cumplido y por el evidente buen humor del
capitán, aunque aún seguía mirando con ansiedad al señor Irwine quien, según pudo
ver, miraba a Dinah y se adelantaba hacia ella.
—Poyser no está en casa, ¿verdad? —preguntó el capitán Donnithorne sentándose
de tal manera que pudiese ver el corto espacio que había ante la puerta de la lechería.
—No, señor. No está. Ha ido a Rosseter a ver al señor West, el factor, para hablar
de la lana. Pero si lo necesita para algo, señor, mi padre está en el granero.
—No, muchas gracias. Me limitaré a ver los cachorros y luego dejaré un recado al
pastor con respecto a ellos. Otro día vendré a ver a su esposo. Deseo hablar con él
acerca de caballos. ¿Sabe cuándo tendrá un momento?
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—Casi siempre le encontrará, señor, a excepción del día de mercado en
Treddleston que, como sabe, es el viernes. Si estuviera por la granja podríamos
hacerle llamar y le veríamos aquí al cabo de un minuto. Si pudiéramos vendernos los
Scantlands, no tendríamos ningún campo situado a tanta distancia; y yo me alegraría
mucho, porque cuando ocurre algo no tiene más remedio que ir a esos campos.
Parece que las cosas tengan empeño en ocurrir de un modo desagradable, no es
natural tener una parte de la hacienda en un condado y el resto en otro.
—¡Ah! Los Scantlands le convendrían mucho más a la granja de Choyce,
especialmente en vista de que él necesita tierra de pastos y a ustedes les sobran. De
todos modos, creo que la suya es la granja más hermosa de la propiedad, y ya sabe,
señora Poyser, que sí yo me sintiera inclinado a casarme y a establecerme, me vería
tentado a hacerle salir de la granja, hacer arreglar esta hermosa casa antigua y
convertirme yo mismo en granjero.
—¡Oh, señor! —exclamó alarmada la señora Poyser—. No le gustaría. Y en
cuanto a los trabajos de la granja, créame si le digo que consisten en meterse dinero
en el bolsillo con la mano derecha y sacarlo con la izquierda. La experiencia me ha
demostrado que este trabajo no tiene otro resultado que producir víveres para los
demás, sin que le quede a uno para sí mismo y para sus hijos más que un bocado.
Desde luego usted no es un pobre hombre que necesite ganarse el pan y podría
permitirse el lujo de perder todo el dinero que le diera la gana explotando la hacienda,
pero, sin embargo, es muy triste perder dinero, según creo, aunque tengo entendido
que los grandes personajes de Londres no se dedican casi a nada más que al juego. Mi
marido oyó decir en el mercado que el hijo mayor de lord Dacey ha perdido miles y
miles de libras jugando con el príncipe de Gales, y también dice la gente que milady
se disponía a empeñar sus joyas para pagar las deudas de su hijo. Pero usted lo sabrá
mejor que yo, señor. Y en cuanto a ocuparse de la granja, no comprendo cómo puede
gustarle. Y esta casa… tiene unas corrientes de aire capaces de dejarle a uno tieso.
Además, creo que los pavimentos del piso están podridos, y en cuanto a las ratas que
hay en la cueva, exceden a toda ponderación.
—Me describe un cuadro horrible, señora Poyser; tanto que casi me parece que
sería una obra de caridad sacarles de aquí. Pero no hay cuidado. Por lo menos han de
pasar veinte años antes de que piense establecerme, es decir, cuando sea un
corpulento caballero de cuarenta años. Por otra parte, mi abuelo jamás consentiría en
desprenderse de unos arrendatarios como ustedes.
—Pues bien, señor; si tan buena opinión tiene del señor Poyser como
arrendatario, me gustaría que influyese en él para que mande poner puertas nuevas en
los cercados de Five, porque mi marido se ha cansado ya de pedírselo. ¡Y pensar en
lo mucho que él ha hecho por la hacienda sin que jamás le hayan dado un solo
penique, tanto si los tiempos han sido buenos como malos! Según he dicho muchas
veces a mi marido, estoy persuadida de que si el capitán tuviese algo que ver con ello,
las cosas no irían de esta manera. No es que quiera faltar al respeto al amo; pero
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créame, señor, que muchas veces hemos de aguantar más de lo que consienten las
fuerzas humanas. No paramos un momento, nos levantamos temprano y nos
acostamos muy tarde, y aun cuando estamos en la cama apenas logramos cerrar los
ojos, porque hay que pensar en que se cuaje el queso, en que las vacas pueden
malparir o el trigo estropearse en la gavilla. Y luego, al terminar el año, es como si
hubiéramos estado guisando la comida de un festín y por toda recompensa sólo nos
hubiesen permitido oler los platos.
Una vez la señora Poyser había empezado a hablar, seguía haciéndolo sin pensar
ya en el respeto que al principio exteriorizaba por la nobleza. La confianza que sentía
en sus propias facultades de exposición era la fuerza motriz que vencía toda
resistencia.
—Me temo que si yo hablase de las puertas, señora Poyser, les haría más mal que
bien —dijo el capitán—, aunque le aseguro que no hay hombre en la propiedad en
favor de quien hablaría con más gusto que de su marido. Me consta que esta granja
está mejor regida y ordenada que otra cualquiera en quince kilómetros a la redonda, y
en cuanto a la cocina —añadió sonriendo—, no creo que en todo el reino exista otra
que la aventaje. Y, ahora que me acuerdo, nunca he visto su lechería, y quisiera
visitarla, señora Poyser.
—En realidad, señor, no se halla en el estado debido para que vaya a verla; ahora
Hetty está ocupada en batir la manteca porque hoy se ha retrasado todo, y me da
vergüenza.
Eso lo dijo la señora Poyser ruborizándose y convencida de que el capitán estaba
interesado de veras en sus cubos de leche y la pobre mujer no deseaba otra cosa que
hacer concordar la opinión que el caballero tenía con el aspecto de la lechería.
—¡Oh, no tengo ninguna duda de que estará muy ordenada! Haga el favor de
acompañarme —dijo el capitán echando a andar y seguido por la señora Poyser.
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VII
LA LECHERÍA
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tonterías hiciese aquella muchacha más guapa estaba.
Es, pues, inútil que me moleste en decir que las mejillas de Hetty parecían pétalos
de rosa, que los hoyuelos jugaban en tomo a sus carnosos y bien dibujados labios,
que sus enormes ojos negros escondían una suave expresión traviesa bajo sus largas
pestañas y que su cabello rizado, aunque lo llevaba peinado hacia atrás y debajo de su
gorrito, mientras se entregaba al trabajo formaba unos preciosos rizos en la frente y
alrededor de las nacaradas orejas; también es inútil que me esfuerce en dar a entender
cuán hermoso era el contorno de su pañuelo rojo y blanco, que rodeaba la armoniosa
parte superior de su cuerpo, o cómo el delantal de hilo que llevaba, mientras se
ocupaba en batir la manteca, parecía algo digno de ser imitado en seda por una
duquesa, pues caía con unos pliegues encantadores, o cómo sus medias de color
pardo y sus zapatos con hebilla perdían toda la vulgaridad que sin duda alguna
tendrían si no calzaran aquellos pies y aquellos tobillos; es decir, que todo cuanto yo
pudiera escribir ahora sería inútil si el lector no hubiese visto a una mujer que, como
Hetty, impresiona a todos cuanto la miran, ya que, de otra suerte, aunque resultara
posible imaginarse a una mujer hermosa, no se parecería en nada a aquella
encantadora muchacha de gracia felina. Podría mencionar también los divinos
encantos de un hermoso día de primavera, pero si el lector no se hubiese olvidado
jamás de sí mismo para entretenerse contemplando el vuelo de la alondra o jamás
hubiese recorrido los tranquilos senderos, cuando las flores recién abiertas los llenan
de una belleza sagrada y silenciosa como la de las calladas naves de una iglesia, ¿de
qué serviría el uso de mi catálogo descriptivo? Jamás podría explicar lo que entiendo
por un brillante día de primavera. Hetty era una belleza primaveral, poseía la
hermosura de las cosas jóvenes y retozonas, sus miembros eran redondeados y su
humor juguetón, y daba a quien la miraba la impresión falsa de ser inocente en grado
sumo, de poseer la inocencia de un ternerillo que tiene una estrella en la frente, por
ejemplo, y que al ser llevado a pasear obliga a su acompañante a emprender con él
una dura carrera de obstáculos, saltando los setos y las zanjas, y deteniéndose tan sólo
al llegar al centro de un pantano.
Existen hermosísimas actitudes y posturas que puede adoptar una hermosa joven
cuando se ocupa de preparar la manteca: algunas dan una curva encantadora a los
brazos y una inclinación lateral al redondo y blanco cuello. Otras veces se ve
obligada a golpear o a amasar con la palma de la mano, a realizar pequeños
movimientos y a dar toques finales que no pueden llevarse a cabo sin que en ellos
participe el fruncimiento de los labios y las miradas de los negros ojos. Además, la
misma manteca parece proporcionar un encanto adicional. ¡Es tan pura, tiene un
aroma tan suave, sale del molde con una superficie tan bella y firme! ¡Parece mármol
alumbrado por una luz amarillenta! Hetty era asimismo muy hábil haciendo manteca;
precisamente era aquélla una de sus ocupaciones que la tía dejaba pasar sin
pronunciar crítica alguna, y así la joven manejaba la manteca con toda la gracia de
una maestra.
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—Espero que estará dispuesta para una gran fiesta el día 13 de julio, señora
Poyser —dijo el capitán Donnithorne en cuanto hubo admirado lo bastante la lechería
y dado algunas opiniones improvisadas acerca de los nabos suecos y de las vacas de
cortos cuernos—. Ya sabe lo que ocurrirá entonces, y espero que usted será una de las
invitadas que venga antes y se marche más tarde. ¿Quiere prometerme su mano para
dos bailes, señorita Hetty? Si no tengo ahora su promesa, me consta que apenas
tendré luego una oportunidad, porque los jóvenes granjeros se apresurarán a
comprometeros todos los bailes.
Hetty sonrió y se sonrojó, pero antes de que pudiera contestar se interpuso la
señora Poyser, escandalizada ante la idea de que el joven pudiese quedar excluido por
otros muchachos de menor categoría.
—Realmente, señor, es demasiado bondadoso para fijarse en ella. Y estoy segura
de que cuando se digne aceptarla por pareja, ella se sentirá orgullosa y agradecida,
aunque no baile más durante el resto de la fiesta.
—¡Oh, no, no! Eso sería una crueldad para todos los muchachos que desean bailar
con ella. Pero me promete dos bailes, ¿verdad, Hetty? —continuó diciendo el capitán,
decidido a obligar a la joven a mirarle y a responderle.
Hetty esbozó una preciosa sonrisa y le dirigió una mirada tímida y coqueta a la
vez.
—Sí, señor, muchas gracias.
—Y también quiero que lleve a todos sus hijos, señora Poyser, tanto a la pequeña
Totty como a los muchachos. Quiero que concurran a la fiesta todos los niños de la
propiedad, todos los que serán espléndidos muchachos y preciosas jóvenes cuando yo
me haya convertido en un viejo calvo.
—¡Oh, señor, para eso ha de pasar todavía mucho tiempo! —replicó la señora
Poyser anonadada al ver que el joven caballero hablaba con tanta ligereza de sí
mismo, y pensando que su marido sentiría interés por oír su relato de aquella notable
muestra de distinguido buen humor.
Se decía del capitán que era muy bromista y en toda la propiedad se le quería a
causa de sus maneras afables. Todos los arrendatarios estaba seguro de que las cosas
cambiarían en extremo cuando las riendas fuesen a parar a sus manos, pues entonces
habría una extraordinaria abundancia de puertas nuevas, grandes cantidades de
cemento y beneficios del diez por ciento.
—¿Dónde está hoy Totty? —dijo—. Me gustaría verla.
—¿Dónde está la pequeña, Hetty? —preguntó la señora Poyser—. Hace un
momento ha venido para acá.
—No sé. Se ha ido con Nancy a la cervecería.
La orgullosa madre, incapaz de resistir a la tentación de exhibir a su Totty, se
dirigió en el acto a la cocina de la parte posterior en busca de la niña, aunque no sin
temerse que hubiese ocurrido algo que pusiera a la pequeña en un estado poco
apropiado para ser presentada.
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—¿Y lleva usted la manteca al mercado después de hacerla? —preguntó mientras
tanto el capitán a Hetty.
—¡Oh, no, señor! Pesa mucho y no soy lo bastante fuerte para llevarla. Alick la
transporta a caballo.
—No. Estoy seguro de que sus bonitos brazos no fueron creados para llevar tales
pesos. Pero supongo que alguna de estas tardes agradables saldrá a dar un paseo. ¿Por
qué no va alguna vez al cazadero, ahora que está tan verde y agradable? Apenas la
veo en ninguna parte, salvo en su casa y en la iglesia.
—A mi tía no le gusta que vaya a pasear y sólo me deja salir para hacer alguna
cosa. Pero algunas veces he atravesado el cazadero.
—¿Y no va nunca a visitar a la señora West, el ama de llaves? Me parece que una
vez la vi en su habitación.
—No voy a ver a la señora West, sino a la señora Pomfret, la doncella. Me enseña
un punto de bordado y a componer encajes. Mañana por la tarde iré a tomar el té con
ella.
La razón de que hubiese habido tiempo suficiente para aquel tête-à-tête sólo
puede comprenderse mirando en la cocina posterior, donde Totty fue hallada en el
acto de frotarse contra la nariz un saquito de azul para la ropa; algunas gotas de
índigo habían caído en su delantalito. Pero pronto apareció en la lechería de la mano
de su madre y con el extremo de su redonda naricita brillante, a causa del rápido
lavatorio con agua y jabón de que acababa de ser objeto.
—Aquí está —dijo el capitán levantándola y sentándola en el estante de piedra—.
Aquí está Totty. ¿Y cómo se llama, en realidad? Porque estoy seguro de que no la
bautizaron con este nombre.
—Mucho sentimos, señor, no llamarle con el suyo propio. En el bautizo se le
puso Charlotte, bastante frecuente en la familia del señor Poyser: así se llama la
abuela de la niña. Pero empezamos a llamarla Totty y al final su nombre se ha
convertido en Totty. Es nombre de perro más que de una niña cristiana.
—Nada de eso. Totty es un nombre estupendo y tiene aspecto de totty[4]. ¿Tiene
algún bolsillo la niña? —preguntó el capitán buscando en los de su chaleco.
Inmediatamente Totty se levantó el delantal con gravedad y mostró un diminuto
bolsillo rojo que, a la sazón, estaba vacío por completo.
—No tengo nada dentro —dijo muy seria contemplándolo.
—¿No? ¡Qué lástima! ¡Un bolsillo tan bonito! En fin. Le pondremos unas cosas
que harán un ruido agradable. Sí. Aquí tenemos cinco cosas redondas, de plata, que
sonarán de un modo muy agradable en el bolsillo rojo de Totty.
Agitó el bolsillo con las cinco monedas de seis peniques, y Totty enseñó los
dientes y arrugó la naricita con inmensa alegría; pero adivinando que de allí ya no
sacaría más, saltó al suelo y fue a agitar su bolsillito a oídos de Nancy, mientras su
madre gritaba:
—¡Oh, qué niña tan mala! ¿No te da vergüenza? Su padre no quiere que se la
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regañe, y así no hay modo de educarla. Hay que tener en cuenta que es la más
pequeña y, además, la única niña de la familia.
—¡Oh! Es muy graciosa y parece un rollo de manteca. No me gustaría que fuese
de otro modo. Ahora supongo que debo marcharme, porque el rector me está
esperando.
Después de decir adiós y de dirigir una brillante mirada y una inclinación de
cabeza a Hetty, Arthur salió de la lechería. Pero se equivocó al figurarse que el rector
le estaría esperando, pues éste estaba interesado hasta tal punto en la conversación
con Dinah que, por su gusto, no la habría interrumpido antes; y a continuación sabrá
el lector lo que se dijeron.
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VIII
UNA VOCACIÓN
D inah, que se había puesto en pie cuando entraron los dos caballeros sin dejar de
sostener la sábana que estaba remendando, hizo una reverente inclinación al
ver que el señor Irwine la miraba y avanzaba hacia ella. Jamás le había hablado, y al
cruzarse ahora su mirada con la de la joven, su primer pensamiento fue: «Tiene
aspecto de ser una muchacha de muy buenas cualidades. ¡Oh, si en este suelo cayese
la buena semilla con seguridad germinaría!». Y se inclinó ante ella con la misma
deferencia que podría haber mostrado a cualquiera de las dignas señoras que conocía.
—Según tengo entendido, está usted de paso en esta vecindad —dijo al sentarse
frente a la joven.
—Sí, señor. He venido de Snowfield, en Stonyshire. Mi tía, que es muy buena, ha
querido que descanse aquí unos días de mi trabajo, porque he estado enferma.
—¡Ah! Recuerdo muy bien Snowfield. Una vez tuve ocasión de ir allá. Es un
lugar muy triste y desolado. Entonces construían una fábrica de hilados de algodón,
pero ya han pasado muchos años de eso. Supongo que el lugar habrá cambiado
gracias al trabajo que proporcionará la fábrica.
—En efecto, ha cambiado. La fábrica ha atraído a mucha gente, que se gana la
vida trabajando en ella; también los comerciantes hacen mejores negocios. Yo misma
trabajo allí y tengo razones para estar agradecida, porque gano lo suficiente para vivir
e incluso ahorrar algo. Pero sigue siendo un lugar muy triste, como usted dice,
caballero, y muy distinto de esta región.
—Probablemente tiene allí algunos parientes, y se siente atada al lugar,
considerándolo como suyo.
—En otro tiempo tuve allí una tía, que me crió, pues yo era huérfana. Pero murió
hace siete años y ahora no tengo parientes conocidos si se exceptúa a mi tía Poyser,
que es muy buena conmigo y que desearía que viviese en este lugar, sin duda
excelente y donde abunda el pan. Pero no estoy en libertad de abandonar Snowfield,
donde parece que me plantaron y he crecido como la hierba en lo alto de la colina.
—Quizás tiene allí muchos amigos y compañeros de religión. Creo que es
metodista…, y que sigue las doctrinas de Wesley.
—Si, mi tía de Snowfield pertenecía a la Sociedad y tengo razones para agradecer
el privilegio de haber formado parte de ella desde mi primera infancia.
—¿Y hace mucho tiempo que predica? Porque tengo entendido que ayer tarde lo
hizo en Hayslope.
—Hace cuatro años que emprendí este trabajo; cuando tenía veintiuno.
—De modo que su Sociedad sanciona la predicación de las mujeres… —dijo él.
—No lo prohíbe, señor, cuando hay una decidida vocación por este trabajo y
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cuando tal ministerio está encaminado a la conversión de los pecadores y a vigorizar
el pueblo de Dios. La señora Fletcher, de quien tal vez habrá oído hablar, fue la
primera mujer de la Sociedad que predicó, creo que antes de casarse, cuando era la
señorita Bosanquet, y el señor Wesley aprobó su trabajo. Tenía grandes dotes y ahora
existen otras muchas que son grandes auxiliares en la obra del ministerio. Tengo
entendido que últimamente se han levantado algunas voces contra la Sociedad, pero
creo firmemente que tales protestas no tendrán efecto alguno. No corresponde a los
hombres trazar los caminos para el espíritu de Dios como trazan canales para las
corrientes de agua y dicen: «Corre por aquí, pero no por allí».
—¿Pero no se cree en peligro entre su gente? Desde luego no quiero indicar, ni
mucho menos, que usted pudiera tener la culpa; ¿pero no observáis algunas veces que
tanto los hombres como las mujeres creen equivocados los canales abiertos para el
espíritu de Dios y por eso emprenden un trabajo para el que carecen de condiciones y
desdeñan las cosas santas?
—Sin duda así ocurre a veces, porque entre nosotros ha habido algunos malvados
que han tratado de engañar a los hermanos en Jesucristo, y también los hay que se
engañan a sí mismos. Pero no carecemos de disciplina y de correcciones para impedir
estas cosas. Entre nosotros se observa un orden estricto, y los hermanos y hermanas
vigilan las almas de los demás, como si debieran dar cuenta de ellas. ¿No sigue cada
uno su propio camino, preguntándose: «Soy yo el guardián de mi hermano»?
—Pero dígame, si me permite que se lo pregunte, pues me interesa mucho
saberlo, ¿cómo se le ocurrió pensar en predicar?
—El caso es, señor, que no pensé en ello. Desde los dieciséis años estaba
acostumbrada a hablar con los niños y a enseñarles, y algunas veces parecía como sí
el corazón me incitase a hablar en la clase, y también me gustaba rezar con los
enfermos. Mas no sentía ninguna llamada hacia la predicación, pues en mi fuero
interno prefiero estar sola y entregada a mis propios pensamientos. Parece como si
pudiera permanecer en silencio todo el día con la idea de Dios rebosando en mi alma,
del mismo modo que los cantos rodados están bañados por el agua del arroyo del
Sauce. Porque los pensamientos son muy grandes… ¿Verdad, caballero? Parecen
dominamos como si fuesen una corriente profunda; y entonces me veo obligada a
olvidar dónde estoy y todo lo que me rodea, extraviándome en ideas que no podría
explicar, pues no hallaría el modo de expresarlas por medio de palabras. Eso es lo que
me ocurría, según creo recordar; pero a veces parecía como si se me presentaran las
palabras sin esfuerzo alguno por mi parte y éstas eran capaces de hacer derramar
lágrimas, porque nuestros corazones están llenos y no podemos remediarlo. Aquellos
eran tiempos de gran bendición, aunque nunca se me ocurrió pensar en ponerme
delante de un grupo de gente. Sin embargo, señor, somos guiados y conducidos como
niños y de una forma que ignoramos. Repentinamente me sentí llamada a predicar, y
a partir de aquel momento jamás he tenido ninguna duda de que me había sido
confiada esa tarea.
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—Pero dígame las circunstancias… ¿Cómo ocurrió el día en que empezó a
predicar?
—Era un domingo y yo iba en compañía del hermano Marlowe, hombre anciano
y uno de los predicadores locales, y nos dirigíamos a Hetton-Deeps, que es un pueblo
en que la gente se gana la vida trabajando en las minas de plomo y donde no hay
iglesia ni predicador, de modo que viven como rebaño sin pastor. Está a más de
veinte kilómetros de Snowfield, así que salimos temprano, por la mañana, porque era
verano. Y experimentaba un maravilloso sentimiento del amor divino mientras
cruzábamos las montañas, donde no hay árboles, ya sabe, como aquí, lo que hace que
el cielo parezca más pequeño, de modo que se ve el firmamento extendido en todas
direcciones y uno siente a su alrededor los brazos eternos. Pero antes de llegar a
Hetton, el hermano Marlowe sintió un vahído que le hizo temer que se caería al suelo,
porque el pobre trabajaba más de lo que consentían sus fuerzas a sus años, velando,
predicando y recorriendo muchos kilómetros para difundir la Palabra, así como para
dedicarse a su oficio de tejedor.
»Cuando llegamos al pueblo la gente le estaba aguardando, porque ya les había
señalado la hora del día, así como el lugar, la vez anterior en que estuvo allí, y los que
deseaban oír la Palabra de la vida se habían congregado en un lugar en que las casas
eran más numerosas, por si había más gente que quería acudir al sermón. Pero mi
compañero comprendió que no podría ponerse en pie para predicar y se vio obligado
a tenderse y descansar en una de las casas. Por esa razón me acerqué a los reunidos,
figurándome que iríamos a una casa, para decirles que yo leería y rezaría con ellos.
Pero al pasar a lo largo de las casitas vi a las viejas y temblorosas mujeres asomadas a
las puertas y observé las duras miradas de los hombres, que parecían tener los ojos
tan llenos de la visión de la mañana del Sabbath como los mudos bueyes, que jamás
levantan los ojos al cielo. Entonces sentí gran agitación en mi alma y temblé como si
me estremeciese porque un fuerte espíritu penetrara en mi débil cuerpo. Y me
encaminé al lugar en que el pequeño grupo se había reunido, me encaramé sobre la
cerca del prado, por el lado de la colina, y pronuncié las palabras que acudían a mis
labios y que me fueron dadas en abundancia. Y todos vinieron desde distintas casas y
muchos lloraron por sus pecados, de modo que desde entonces se han reconciliado
con el Señor. Éste fue el principio de mis predicaciones, y desde entonces he seguido
predicando.
Durante su narración, hecha con su sencillez habitual, pero con la voz sincera,
muy bien modulada y algo temblorosa con que dominaba a sus oyentes, Dinah había
dejado caer la labor. Se inclinó para recoger su costura y continuó su relato. El señor
Irwine estaba muy interesado, y se dijo: «Sería un miserable pedante si hiciera de
pedagogo. Eso equivaldría a dar lecciones a los árboles para que crezcan de su propia
forma».
—¿Y jamás ha sentido algún apuro al pensar en su juventud, y no ha recordado
nunca que es una mujer joven y hermosa, en cuyo rostro se fijan los ojos de los
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hombres? —preguntó.
—No, no me queda tiempo ni ocasión para tales ideas y me figuro que la gente no
se fija en nada de eso cuando Dios hace sentir su presencia a través de nosotros, pues
entonces somos igual que la mata ardiendo. Moisés jamás se fijó en cuál era la mata
que ardía, pues sólo vio el resplandor del Señor. He predicado a gente ruda e
ignorante, como la de los pueblos que rodean Snowfield, a hombres que tienen un
aspecto rudo y montaraz, pero jamás me han dicho una palabra grosera y muchas
veces me han dado las gracias con bondad cuando se apartaban a un lado para
abrirme paso.
—Eso sí que lo creo… Eso puedo creerlo —exclamó el señor Irwine con énfasis
—. ¿Y qué opinión se formó de sus oyentes de ayer? ¿Los encontró apacibles y
atentos?
—Muy apacibles, señor. Pero no vi señales de que se impresionaran mucho, a
excepción de una muchacha llamada Bess Cranage, de la que se apiadó en gran
manera mi corazón, cuando mis ojos se fijaron en su lozana juventud, dedicada por
entero a la locura y a la vanidad. Pero he observado que en los pueblos en que la
gente lleva una vida apacible, entre los prados verdes y las aguas mansas, cultivando
la tierra y cuidando del ganado, hay cierta indiferencia hacia la Palabra, cosa muy
distinta de lo que ocurre en las grandes ciudades, como Leeds, adonde fui una vez a
visitar a una santa mujer que predica allí. Es maravillosa la cosecha de almas que se
recoge en aquellas calles de altas casas, donde al andar uno puede creerse en el patio
de una prisión y los oídos ensordecen por el estruendo del trabajo mundano. Me
parece que la promesa es más dulce cuando la vida es tan desagradable y fatigosa,
que el alma está más hambrienta cuando el cuerpo sufre incomodidades.
—La verdad es que nuestros agricultores no son gente que se impresione
fácilmente. Toman la vida con la misma calma que las ovejas y las vacas. Sin
embargo tenemos por aquí algunos trabajadores inteligentes. Es muy posible que
conozca a los Bede. Y, dicho sea de paso, Seth Bede es metodista.
—Sí, conozco bien a Seth y un poco a su hermano Adam. Aquél es un muchacho
muy agradable, sincero, incapaz de ofender a nadie; Adam se parece al patriarca José,
por su gran habilidad y conocimiento, así como por la bondad que muestra por su
hermano y sus padres.
—Tal vez ignore la desgracia que ha caído sobre ellos. Su padre, Mathias Bede,
se ahogó anoche en el arroyo del Sauce, no lejos de la puerta de su casa. Ahora voy a
visitar a Adam.
—¡Oh! ¡Pobre madre! —exclamó Dinah dejando caer las manos y mirando ante
sí con ojos compasivos, como si viese al objeto de su simpatía—. La pobrecilla
tendrá un gran disgusto, pues Seth me ha dicho que su corazón está siempre inquieto
y turbado. Iré a ver si puedo ayudarla en algo.
Cuando ya se levantaba y empezaba a doblar su labor, el capitán Donnithorne,
que había agotado ya todos los pretextos plausibles para quedarse entre los jarros de
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leche, salió de la lechería seguido por la señora Poyser. El señor Irwine se levantó a
su vez y, acercándose a Dinah, le tendió la mano y le dijo:
—¡Adiós! Tengo entendido que se marcha usted en breve. Pero ésta no será la
última visita que hará usted a su tía, de modo que, según espero, volveremos a
encontrarnos.
Su cordialidad con respecto a Dinah tranquilizó los temores de la señora Poyser,
de modo que su rostro estaba más satisfecho que de ordinario cuando dijo:
—No he preguntado por la señora Irwine y por las señoritas Irwine, señor. Espero
que estarán tan bien como de costumbre.
—Sí, muchas gracias, señora Poyser. Exceptuando, quizás, la señorita Anne, que
hoy tiene uno de sus dolores de cabeza. Y, ahora que me acuerdo, a todos nos
gustaron mucho aquellos excelentes quesos de nata que nos mandó. A mi madre más
que a nadie.
—Me alegro mucho, señor. Pocas veces los hago, pero me acordé de que a la
señora Irwine le gustan mucho. Tenga la bondad de trasmitirle mis respetos, así como
también a la señorita Kate y a la señorita Anne. Hace mucho tiempo que no han
venido a visitar mi gallinero; mientras tanto he adquirido unas hermosas gallinas
moteadas de blanco y negro, y estoy segura de que a la señorita Kate le gustaría
mucho tener algunas entre las suyas.
—Pues bien, ya se lo diré. Y vendrá a verlas. Adiós —dijo el rector montando a
caballo.
—Vaya despacio, Irwine —dijo el capitán Donnithorne montando a su vez—.
Quiero hablarle al pastor de los cachorros. Adiós, señora Poyser. Diga a su esposo
que volveré para charlar largo y tendido.
La señora Poyser hizo una reverencia y se quedó mirando los dos caballos hasta
que salieron del patio con gran excitación de los cerdos y de las gallinas y mayor
indignación del bull-dog, el cual ejecutó una danza pírrica que a cada momento
amenazaba con romper su cadena. A la señora Poyser le gustó tan ruidosa salida, pues
ello era una prueba evidente de que el patio de la granja estaba bien guardado y de
que ningún curioso podía entrar sin ser descubierto. Y hasta que la puerta no se hubo
cerrado, después de dar paso al capitán, no volvió a su cocina, donde Dinah, con el
gorro en la mano, la esperaba para hablar con ella antes de salir en dirección de la
casita de Lisbeth Bede.
Pero a pesar de que la señora Poyser se fijó en el gorro, fingió por un momento
que no lo había visto, pues primero deseaba descargar la sorpresa que le había
producido el comportamiento del señor Irwine.
—¿De modo que el señor Irwine no está enojado? ¿Qué te ha dicho, Dinah? ¿Te
ha regañado por predicar?
—No ha demostrado el menor enfado, sino que, por el contrario, me ha tratado
con mucho cariño. Me gustó hablar con él, aunque ignoro la causa, pues siempre le
creí un mundano saduceo. Pero su semblante es tan agradable como el sol de la
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mañana.
—¿Agradable? Pues ¿qué te figurabas? —exclamó la señora Poyser impaciente y
reanudando su labor de calceta—. Naturalmente que tiene un rostro agradable.
Además, es un caballero correcto, de buena cuna, y tiene una madre que más bien
parece un cuadro. Si quieres puedes recorrer la comarca, y no encontrarás a ninguna
mujer de sesenta y tres años como ella. Y créeme, los domingos vale la pena ver a un
hombre como ése subido en el púlpito. Como he dicho muchas veces a Poyser, es
como contemplar un campo de trigo maduro o un hermoso prado lleno de vacas. Eso
te hace pensar en que el mundo es muy cómodo. En cambio la gente a quienes
vosotros los metodistas tratáis, tanto me daría contemplarla como a un rebaño de
vacas tísicas en un prado comunal. ¡Vaya gente! No parece sino que nunca hayan
comido nada mejor que unas cortezas de tocino y tortas agrias. ¿Y qué dijo el señor
Irwine de la tontería de predicar en el parque?
—Solamente que se había enterado, mas no pareció estar enojado. Pero mira,
querida tía, no pienses más en eso. Me dijo una cosa que, con seguridad, te apenará,
como me ha ocurrido a mí. Mathias Bede se ahogó anoche en el arroyo del Sauce y
creo que su anciana mujer tendrá gran necesidad de consuelo. Quizás yo le seré útil y
por eso he ido a buscar mi gorro; voy a salir.
—Pero querida mía, antes toma una taza de té —dijo la señora Poyser, pasando
del tono agudo al natural—. El agua está hirviendo, de modo que dentro de un minuto
estará preparado. También los niños querrán tomar. No tengo ningún inconveniente
en que vayas a ver a esa pobre anciana, pues siempre te reciben bien en las casas de
los que sufren, tanto si eres metodista como si no, pues las personas se diferencian
por la sangre que corre por sus venas. Algunos quesos se hacen de leche desnatada y
otros de leche fresca, y poco importa el nombre que les des, porque de sobra
conocerás por el olor y el sabor cómo han sido hechos. En cuanto a Mathias Bede, es
mucho mejor que se haya… ¡Dios me perdone por hablar así!, pues en estos últimos
diez años no ha hecho otra cosa que dar numerosos disgustos a su familia. Creo
también que deberías llevarte una botella de ron para la viuda, porque la pobre jamás
ha tomado una gota de nada que conforte su cuerpo. Ahora, siéntate, hija, y
tranquilízate, pues te advierto que no te dejaré marchar sin haber tomado el té.
Durante la última parte de esta oración, la señora Poyser tomó de los estantes las
tazas de té y se dirigía a la despensa en busca de pan, seguida de cerca por Totty, que
se apresuró a aparecer en cuanto oyó ruido de tazas, cuando Hetty salió de la lechería,
estiró los brazos para desperezarse y luego unió las manos por detrás de su cabeza.
—Molly —dijo con cierta languidez—, hazme el favor de salir en busca de un
ramo de hojas de bardana que la manteca ya está a punto y puede empaquetarse.
—¿Ya sabes lo ocurrido, Hetty? —preguntó su tía.
—¿Cómo quieres que haya oído nada? —contestó la joven en tono áspero.
—Aunque lo hubieses oído no te importaría gran cosa, estoy segura, porque eres
tan ligera de cascos que poco te impresionaría la muerte de todo el mundo si pudieras
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ir a acicalarte dos horas ante el espejo. Cualquiera, sin embargo, lamentaría que te
ocurriese algo parecido, aunque no lo merezcas. Por lo que a ti te importa ya podían
ahogarse Adam Bede y toda su familia, porque al minuto siguiente de darte la noticia
estarías engalanándote delante del espejo.
—¿Que Adam Bede… se ha ahogado? —exclamó Hetty dejando caer los brazos
muy extrañada, aunque sospechando que su tía exageraba, como de costumbre, con
algún objeto didáctico.
—No, querida mía —contestó Dinah con bondadoso acento, porque la señora
Poyser se había encaminado a la despensa sin dignarse a dar una información más
exacta—. No le ha ocurrido nada a Adam, sino que el ahogado es su anciano padre.
Lo encontraron ayer noche sumergido en el arroyo del Sauce. El señor Irwine acaba
de decírnoslo.
—¡Oh! ¡Qué horror! —dijo Hetty poniéndose seria, aunque no parecía muy
afectada por la noticia.
Y como en aquel momento entró Molly con las hojas de bardana, las tomó en
silencio y volvió a la lechería sin hacer ninguna otra pregunta.
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IX
EL MUNDO DE HETTY
M ientras arreglaba las anchas hojas que daban realce a la manteca olorosa y
pálida, de la misma forma que las prímulas destacan en su nido verde, me
temo que Hetty pensaba más en las miradas del capitán Donnithorne que en Adam y
en su dolor. Miradas vivas de admiración de un joven y guapo caballero de manos
blancas, que llevaba una cadena de oro, que a veces vestía de uniforme y que poseía
riquezas y grandeza inconmensurables: éstos eran los cálidos rayos que hacían vibrar
el pobre corazoncito de Hetty en imprudentes melodías que se repetían una y otra
vez. Sabemos que la estatua de Memnon[5] no emitía sus melodías bajo el empuje
poderoso del huracán o respondiendo a otra influencia divina o humana, sino que los
dejaba oír en cuanto recibía, por la mañana, unos suaves rayos de sol; y hemos de
acostumbrarnos al descubrimiento de que algunos de esos raros instrumentos,
llamados alas humanas, tienen una escala musical limitada y no vibran al recibir un
contacto cualquiera de los que llenan a las demás de temblorosa dicha o de
estremecedora agonía.
Hetty estaba ya acostumbrada a la idea de que la gente la admirase. Había
advertido que el joven Luke Britton, de Broxton, fue a la iglesia de Hayslope un
domingo por la tarde sólo para verla, y que no habría dejado de insinuarse algo más
de no interponerse su tío Poyser, que no tenía muy buena opinión de un joven cuyo
padre poseía unas tierras tan malas como eran las del viejo Luke Britton, por lo que
impidió a su mujer alentar al muchacho mostrándose amable. Estaba enterada de que
el señor Craig, el jardinero del cazadero, estaba loco perdido por ella y que
últimamente había dado a entender su pasión de un modo inequívoco en forma de
deliciosas frases y guisantes hiperbólicos; aun sabía mejor que Adam Bede, el alto,
erguido y valeroso Adam Bede, que ejercía tanta autoridad en todos los que le
rodeaban y a quien su tío veía siempre con placer, afirmando que «Adam sabía
bastante más de la naturaleza de las cosas que sus superiores en saber», aquel Adam
que, con frecuencia, se mostraba severo con los demás y no parecía inclinado a correr
detrás de las muchachas, palidecía o se sonrojaba por una mirada o por una palabra
que ella le dirigiera. La esfera de comparación de Hetty no era muy grande, pero no
por eso dejaba de advertir que Adam era «un hombre». Siempre tenía respuestas para
todo; aconsejó a su tío cómo apuntalar el cobertizo y en un abrir y cerrar de ojos
arregló la mantequera; con sólo una mirada podía calcular el valor del nogal
desarraigado por el huracán y conocer la causa de la humedad en las paredes, así
mismo sabía cómo impedir el aumento de las ratas. Escribía con una hermosa letra
que cualquiera podía leer, y además era capaz de calcular mentalmente, habilidad del
todo desconocida entre los más ricos granjeros de la región. No se parecía en nada a
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aquel huraño Luke Britton, quien, al acompañar a la joven desde Broxton a Hayslope,
sólo rompió el silencio para observar que los ánades grises habían empezado a poner
huevos. En cuanto al señor Craig, el jardinero, era un hombre bastante agradable,
pero patizambo, y cuando hablaba canturreaba de un modo especial; además, y
siendo caritativa, le ponía más de cuarenta años.
Hetty estaba completamente segura de que a su tío le gustaría que alentase a
Adam y de que le complacería en extremo que se casase con él. Aquellos eran
tiempos en que no existía una rígida demarcación de rango entre el granjero y el
respetable artesano, y en el hogar y también en la taberna podía vérseles tomar juntos
un jarro de cerveza. El granjero tenía un sentido latente de capital y de peso en los
asuntos de la parroquia, que compensaba su evidente inferioridad en la conversación.
Martin Poyser no frecuentaba las tabernas, pero le gustaba mantener una
conversación amistosa bebiendo la cerveza que él mismo se hacía en casa; y aunque
era agradable demostrar la superioridad sobre un vecino tonto, que no sabía la manera
de lograr los mejores resultados en su propia granja, también era agradable aprender
algo de un individuo tan inteligente como Adam Bede. Así pues, durante los tres
últimos años, desde que había dirigido la construcción del nuevo granero, Adam fue
siempre bien acogido en Hall Farm, especialmente en las tardes de invierno, cuando
toda la familia, según la costumbre patriarcal: amo y ama, hijos y criados se reunían
en la magnífica cocina a distancias bien graduadas del fuego resplandeciente. Y
durante los dos últimos años, por lo menos, Hetty adquirió la costumbre de oír decir a
su tío: «Aunque Adam Bede trabaje ahora para ganar un jornal, llegará el día en que
será maestro, y esto con tanta seguridad como estoy sentado aquí. Maese Burge hace
bien al desear que ese muchacho se asocie con él y se case con su hija, si es verdad lo
que dicen; y la mujer que se case con él hará una buena boda, tanto si ésta se celebra
el día de la Virgen como el día de San Miguel». A esta observación la señora Poyser
daba siempre su cordial asentimiento. «¡Ah! —decía—. Es muy agradable conseguir
un marido que ya sea rico, pero puede muy bien suceder que también sea tonto. Y es
inútil llenarse de dinero el bolsillo si éste tiene un agujero. Y tampoco sirve de nada
sentarse en un coche propio si el caballo es perezoso, porque muy pronto nos meterá
en una zanja. Siempre dije que no me casaría con un hombre que careciese de
inteligencia pues ¿de qué le serviría a una mujer tener buen seso si se casara con un
tonto que sea el hazmerreír de la gente? Eso sería como vestir con un traje elegante
para montar en un asno mirando hacia la cola».
Estas expresiones, aunque metafóricas, indicaban sobradamente las ideas de la
señora Poyser con respecto a Adam; y aunque ella y su marido pudiesen haber
considerado el asunto de un modo distinto de haber sido Hetty hija suya, era evidente
que habrían acogido muy bien a Adam para casarse con una sobrina que no tenía un
cuarto. ¿Qué habría sido Hetty, sino una criada, si su tío no se hubiese encargado de
ella para criarla y para ayudar en los quehaceres domésticos su tía, cuya salud,
después del nacimiento de Totty, no le permitía dedicarse a otra cosa que a vigilar a
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los niños y a los criados? Pero Hetty nunca alentó a Adam en lo más mínimo. Aun en
los momentos en que estaba más persuadida de la superioridad de éste sobre los
restantes admiradores, no pudo decidirse a aceptarle. Le gustaba advertir que aquel
hombre hábil, fuerte y de firme mirada se hallaba en su poder. Y no hay duda de que
se habría indignado si él diera la menor señal de librarse del yugo de su coqueta
tiranía dedicándose a cortejar a la cariñosa Mary Burge, quien se habría sentido muy
agradecida por la más mínima muestra de interés que él le diese. «¡Pobre Mary
Burge! ¡Una muchacha tan pálida! Si se ponía una cinta encarnada parecía ser tan
amarilla como la siempreviva, y en cuanto a su cabello, era liso como una madeja de
hilo de algodón». Y cuando Adam pasaba unas cuantas semanas sin ir a Hall Farm, o
mostraba de otro modo cierta resistencia a su pasión, considerándola una tontería,
Hetty cuidaba de hacerle penetrar de nuevo en la red, valiéndose de algunas
expresiones cariñosas y de su timidez, como si estuviese muy preocupada por su
olvido. En cuanto a casarse con Adam, el asunto era muy diferente. Nada en el
mundo podría tentarla a hacer semejante cosa. Sus mejillas no se sonrojaban en lo
más mínimo cuando se pronunciaba el nombre del joven; no sentía ninguna emoción
al verle pasar por delante de la ventana o aparecer inesperadamente en el sendero que
cruzaba el prado. Nada sentía cuando notaba los ojos de Adam fijos en ella,
excepción hecha del frío triunfo de saber que él la amaba y de que a Mary Burge ni
siquiera la miraría. Adam no podía despertar en la joven las emociones que produce
el dulce envenenamiento del primer amor, del mismo modo como el sol dibujado no
es capaz de despertar la savia de la primavera en las sutiles fibras de la planta. Ella le
veía tal como era en realidad: un hombre pobre que tenía que mantener a sus ancianos
padres y que, durante mucho tiempo, no podría proporcionarle los mismos lujos y
comodidades de que gozaba en casa de su tío. Y los sueños de Hetty se referían
siempre al lujo: sentarse en una sala con una hermosa alfombra en el suelo y llevar
siempre medias blancas; poseer unos bonitos pendientes largos a la moda; ponerse
unos encajes de Nottingham en la parte superior del vestido y llevar un perfume en el
pañuelo como había visto que llevaba la señorita Lydia Donnithorne cuando lo sacaba
en la iglesia; y no verse obligada a levantarse temprano ni a sufrir las regañinas de
nadie. Y se decía que si Adam hubiese sido rico y pudiese darle todas esas cosas, ella
le amaría lo suficiente para casarse con él.
Pero durante las últimas semanas una nueva influencia se apoderó de Hetty;
indefinida, etérea, se concretaba en esperanzas que ni siquiera la joven se atrevía a
confesarse, pero que producían un efecto narcótico muy agradable y la obligaban a
pisar y a ocuparse de su trabajo como en sueños, sin darse cuenta del peso ni del
esfuerzo, y le mostraban todas las cosas a través de un velo suave y líquido, como si
ya no viviese en este mundo sólido de ladrillos y de piedra, sino en otro beatífico,
como el que el sol ilumina en el fondo de las aguas. Hetty se había dado cuenta de
que últimamente el señor Arthur Donnithorne hacía todo lo posible para verla; que
siempre se situaba en la iglesia de manera que pudiese contemplarla lo mejor posible,
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tanto cuando ella se sentaba como cuando se ponía en pie; que constantemente
hallaba razones para visitar Hall Farm y que siempre lograba decir algo que a ella le
obligase a contestarle y a mirarlo. La pobre muchacha no se atrevía aún a pensar que
el joven caballero pudiese amarla, del mismo modo que la hermosa hija del panadero
que se halla entre la multitud y a quien el joven emperador distingue con una sonrisa
imperial y admiradora tampoco concibe la posibilidad de llegar a ser emperatriz. Pero
la hija del panadero vuelve a su casa y empieza a soñar con el guapo y joven
emperador, y quizá se equivoca al pesar la harina, mientras piensa en lo dichosa que
sería si pudiese conseguirlo como marido. Y así, la pobre Hetty se veía acompañada
constantemente por un rostro y una figura que no la abandonaban ni dormida ni
despierta; las miradas brillantes y suaves habían penetrado en su alma y dado a su
vida una extraña y dichosa languidez. Los ojos que despedían tales miradas no eran,
seguramente, tan hermosos como los de Adam, que a veces la contemplaban con
triste y suplicante ternura, pero aun así habían hallado un ambiente propicio en la
pequeña y tonta imaginación de Hetty, en tanto que los de Adam no podían penetrar
en aquella atmósfera. Durante tres semanas, por lo menos, su vida interior consistió
en poco más que en revivir mentalmente las miradas y las palabras que Arthur le
había dirigido y en recordar las sensaciones que su voz le había producido en la parte
exterior de la casa, o en rememorar cuando le vio entrar y tuvo la certeza de que sus
ojos estaban fijos en ella y luego se dio cuenta de que una figura alta se inclinaba para
mirarla con ojos que parecían tocarla y que se acercaba envuelta en ropas hermosas y
con un aroma parecido al de las flores del jardín cuando sopla la brisa de la tarde.
Eran unas ideas tontas e imprudentes, como se ve, y que nada tenían que ver con el
amor que sienten en nuestros días las dulces jóvenes de dieciocho años. Pero eso
ocurría, según recordará el lector, hace cosa de sesenta años y además es preciso tener
en cuenta que Hetty carecía de instrucción, pues no era más que la hija de un modesto
granjero, para quien un caballero de manos blancas era tan deslumbrante como un
dios olímpico. Hasta ese día el futuro para Hetty no iba más allá de la próxima vez
que el capitán Donnithorne visitara la granja, o del domingo siguiente, cuando le
viera en la iglesia; pero entonces pensó que quizás él procuraría verla al día siguiente
cuando ella se dirigiese al cazadero. Y hasta era posible que hablase con ella, o que la
acompañase cuando nadie pudiera verlo. Esto último no había ocurrido aún; y ahora
su imaginación, en vez de recordar el pasado, estaba muy ocupada en imaginarse lo
que ocurriría al día siguiente, y se decía que una vez en el cazadero vería al capitán
Donnithorne llegar en dirección a ella, que se habría puesto su lazo nuevo de color
rosa, que él no le había visto todavía; y empezó a pensar lo que él le diría para
obligarla a devolverle su mirada, mirada que quedaría fija en su memoria, por lo
menos durante todo el resto del día.
En semejante estado mental, ¿cómo podía Hetty pensar siquiera en el disgusto
que entonces sufría Adam o en que el pobre Mathias se había ahogado? Las almas
jóvenes, cuando se hallan en un delirio tan agradable como el de Hetty, son tan
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egoístas e indiferentes como las mariposas que liban el néctar de las flores. Un muro
de ensueños, unas miradas invisibles y unos brazos impalpables las aíslan de
cualquier otra consideración.
Mientras las manos de Hetty se mantenían atareadas empaquetando la manteca, y
en tanto su cabeza se veía ocupada completamente por las imágenes del día siguiente,
Arthur Donnithorne, cabalgando al lado del señor Irwine en dirección al valle del
arroyo del Sauce, también tenía presentimientos confusos en el fondo de su mente, al
tiempo que escuchaba de labios del señor Irwine el relato de su conversación con
Dinah. Y aquellos presentimientos imprecisos eran, sin embargo, lo bastante fuertes
para que le sobresaltara oír la pregunta inesperada del señor Irwine:
—¿Qué le fascinó en la lechería de la señora Poyser, Arthur? ¿Se ha convertido
en un aficionado de la industria lechera?
Arthur conocía demasiado bien al rector para imaginar que una mentira para salir
del paso resultaría útil, y por eso, con su acostumbrada franqueza, replicó:
—No. Deseaba contemplar a la hermosa Hetty Sorrel. Es una Hebe perfecta, y si
yo fuese artista la retrataría. Es sorprendente que haya tantas hermosas muchachas
entre las hijas de los granjeros, cuando los hombres son tan torpes y desmañados.
Entre éstos es corriente ver caras redondas, compuestas casi por entero de mejillas,
sin otro tipo de facciones, como es el caso de Martin Poyser.
—No tengo ninguna objeción que hacer a que contemple a Hetty con ojos de
artista; pero en cambio no debe alimentar su vanidad ni llenar su mollera con la idea
de que es una belleza extraordinaria y atractiva para los caballeros distinguidos,
porque, de lo contrario, la estropeará y no se resignará a ser la esposa de un pobre
como, por ejemplo, el honrado Craig, a quien he visto lanzar miradas ardientes en
dirección a la muchacha. Esa pequeñuela parece estar ya demasiado convencida de su
valor para hacer desgraciado a su marido, como suele ocurrir siempre que un pobre
hombre se casa con una belleza. Y, a propósito de matrimonio, espero que nuestro
amigo Adam se casará pronto, ahora que el pobre viejo ha muerto. En lo venidero ya
sólo tendrá que mantener a su anciana madre, y estoy persuadido de que hay algo
entre él y esa agradable y modesta Mary Burge, a juzgar por lo que me dijo un día el
viejo Jonathan. Pero cuando quise tratar del asunto con Adam, él se puso nervioso y
cambió de conversación. Es posible que sus amoríos no lleven muy buena marcha, o
quizá Adam los aplace hasta gozar de mejor posición. Tiene una independencia
espiritual bastante para dos hombres, aunque exceso de orgullo.
—Sería una boda magnífica para Adam. En el pellejo del viejo Burge, Adam
haría grandes cosas para la construcción, estoy seguro. Me gustaría verle bien
establecido en esta parroquia, pues así podría actuar de gran visir para mí, en cuanto
yo lo necesitase. Juntos podríamos planear infinidad de reparaciones y de mejoras. En
cuanto a la muchacha no creo haberla visto nunca… Por lo menos nunca la he
mirado.
—Pues fíjese en ella el próximo domingo en la iglesia. Se sienta con su padre a la
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izquierda de la tarima. Sin embargo, estoy seguro de que no la contemplará tanto
como a Hetty Sorrel. Cuando comprendo que no puedo comprar un perro que me
interesa, no me fijo en él, porque si se encariñara conmigo y me mirase con ojos
amorosos, la lucha entre la aritmética y la inclinación podría llegar a ser
desagradable. Entonces apelo a mi sentido común, Arthur, y como a mí empieza a
sobrarme la prudencia, se la concedo con mucho gusto.
—Muchas gracias. Es posible que algún día me sea útil, aunque, de momento, no
tengo en qué utilizarla. ¡Caramba! ¡Cómo se ha desbordado el arroyo! ¿Qué le parece
si avanzásemos al trote, ahora que hemos terminado ya el descenso de la colina?
Esta es la gran ventaja de un diálogo cuando se monta a caballo; en cualquier
momento dado puede interrumpirse para emprender el trote o el galope, y en lo alto
de una silla habría sido posible escapar incluso de Sócrates. Los dos amigos se vieron
libres de la necesidad de seguir conversando hasta que entraron en el sendero que
corría por detrás de la casa de Adam.
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X
A las cinco de la tarde, Lisbeth bajó la escalera llevando una gran llave en la
mano: era la de la estancia en que yacía el cadáver de su esposo. Durante todo
el día, salvo en los accesos de dolor, la buena mujer había estado moviéndose sin
cesar, cumpliendo los deberes para con el muerto con la solemnidad y exactitud
propias de los ritos religiosos. Sacó su pequeña provisión de lienzo blanqueado al sol,
guardado durante largos años para este uso supremo. Le parecía que fue ayer el día en
que, muchos veranos atrás, dijo a Mathias dónde estaban los lienzos, a fin de que
supiera con exactitud el lugar en que los encontraría en caso de morir ella, puesto que
era la mayor de los dos. Luego limpió de toda impureza los objetos de la habitación
sagrada y quitó las huellas de la ocupación diaria de la estancia. La ventanita que
hasta entonces había dejado pasar libremente la helada luz de la luna o los primeros
rayos del cálido sol, cuando aún dormía el viejo obrero, debía ser oscurecida con una
tela blanca, porque aquel sueño era tan sagrado bajo las vigas desnudas como al
amparo de los cielos rasos. Lisbeth remendó luego un antiguo y pequeño desgarrón
en la punta de la colcha, que tenía unos dibujos a cuadros, pues era escaso y precioso
el tiempo en que podría testimoniar su respeto y su amor por el cadáver, al que, en lo
profundo de su pensamiento, atribuía cierta conciencia. Nuestros muertos no lo están
por completo, para nosotros, hasta que los hemos olvidado. Podemos insultarlos y
herirlos; ellos conocen nuestra penitencia y el dolor que nos causa ver vacío el lugar
que antes ocupaban; y también ven los besos que damos a la más pequeña reliquia de
su presencia. La anciana mujer campesina cree, más que nadie, que sus muertos
saben todo eso. Durante sus muchos años de lucha por la vida, Lisbeth había pensado
en el entierro decente que le harían, y esperaba poder presenciar, aun después de
morir, cómo la llevaban al cementerio y su marido y sus hijos seguían su cadáver; y
ahora se decía que lo más importante de su vida era procurar que Mathias fuese
enterrado con decencia ante sus ojos, debajo del espino blanco donde en una ocasión
y en sueños creyó verse a sí misma en el ataúd, contemplando el resplandor del sol en
el exterior y percibiendo los aromas de las flores que tanto abundaban el domingo en
que, inmediatamente después del nacimiento de Adam, fue a la iglesia.
Ahora ya había terminado todo lo que podía hacer en la cámara mortuoria; todo lo
llevó a cabo sola, con el único auxilio de sus hijos para levantar las cosas pesadas,
pues no quería pedir ayuda a nadie del pueblo ya que no le gustaban mucho sus
vecinas, y su amiga Dolly, la vieja ama de llaves de casa de maese Burge, que había
acudido a darle el pésame aquella misma mañana, en cuanto se enteró de la muerte de
Mathias, estaba casi ciega, y de poca utilidad podía serle. Cerró la puerta de la
estancia y empuñando la llave se dejó caer fatigada en una silla que se hallaba fuera
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de su sitio, en el centro de la estancia, y donde en circunstancias normales no habría
querido sentarse. La cocina no recibió aquel día ninguna de sus atenciones; la
ensuciaron muchos pies llenos de barro y además estaba desordenada a causa de las
ropas y de otros objetos fuera de lugar. Pero lo que en otra ocasión habría sido
intolerable para los hábitos de orden y limpieza de Lisbeth, le parecía ahora muy
apropiado; convenía que todo tuviese un aspecto extraño y desordenado, en vista de
que el anciano había hallado su fin de forma tan triste. La cocina no debía tener, por
consiguiente, el aspecto de que no había ocurrido nada. Adam, agotado por la
agitación y por las cosas que había tenido que hacer aquel día, después de una noche
de trabajo duro, se quedó dormido sobre un banco del taller; y Seth, que se hallaba en
la parte trasera de la cocina, encendió un fuego de astillas para poner a hervir agua y
persuadir a su madre de que tomase una taza de té, satisfacción que se permitía muy
pocas veces.
En la cocina no había nadie cuando Lisbeth entró y se dejó caer en una silla. Miró
a su alrededor casi sin ver y apenas se fijó en el polvo y en la confusión que
alumbraba melancólicamente el brillante sol de la tarde. En su mente todo le parecía
triste y confuso, como suele ocurrir en las primeras horas siguientes a un dolor
repentino, cuando la pobre alma humana se parece a un hombre a quien hubiesen
dejado durmiendo entre las ruinas de una enorme ciudad y se despierta con asombro
y temor a un tiempo, sin saber si el día nace o está muriendo, e ignorando por qué y
cuál fue la causa de aquella escena de desolación o la razón de verse a sí mismo
abandonado en el centro de aquel terrible lugar.
En otra ocasión, la primera idea de Lisbeth habría sido preguntarse dónde estaba
Adam; pero la muerte inesperada de su marido lo devolvió, en aquellas primeras
horas, al lugar que en sus afectos ocupara veintiséis años atrás. La pobre anciana
olvidó las faltas del difunto, del mismo modo como olvidamos las tristezas de nuestra
pasada infancia, y no pensó en nada más que en la bondad de su marido cuando era
joven y en la paciencia de su ancianidad. Sus ojos continuaron mirando de un lado a
otro, hasta que entró Seth y empezó a quitar alguna de las cosas desparramadas por
allí y a desocupar la pequeña y redonda mesa con objeto de servir el té.
—¿Qué haces? —preguntó ella con cierta sequedad.
—Quiero que tomes una taza de té, madre —contestó Seth con acento tierno—.
Te hará mucho bien; mientras tanto quitaré algunas de estas cosas para que la casa
tenga mejor aspecto.
—¿Mejor aspecto? ¿Para qué? ¿Cómo puedes pensar en eso? Déjalo. Para mí ya
no hay consuelo —exclamó, mientras las lágrimas iban asomando a sus ojos—.
Ahora ha muerto tu pobre padre, para quien durante treinta años guisé, lavé y
remendé, porque él siempre recibía con agrado cuanto yo le hiciera, y además era
muy hábil en hacer los trabajos de la casa cuando yo estaba enferma, y hasta subía
orgulloso la escalera para servirme; y luego, por espacio de ocho kilómetros, llevó en
brazos a nuestro hijo, que pesaba como dos, sin gruñir hasta llegar a Wartson Wake,
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cuando yo quise ir a ver a mi hermana, que murió la Navidad siguiente. Y el pobre se
ha ahogado en el arroyo que atravesamos el día de nuestra boda, al venir juntos a
casa; me había construido infinitos estantes para poner los platos y la vajilla, y me
mostraba su trabajo con gran orgullo, pues sabía que a mí gustaría. Y, sin embargo, el
pobre estaba condenado a morir sin que yo lo supiera, mientras dormía
tranquilamente en mi cama y como si nada me importase su suerte. ¡Desgraciada de
mí, que he vivido para ver eso! Ahora déjame, hijo mío. No quiero té. Y poco me
importa comer y beber en adelante. Cuando se hunde el extremo de un puente, ¿qué
importa que el otro siga conservando su solidez? Mejor sería que me muriese para ir
con mi hombre. Estoy segura de que me necesita.
Entonces Lisbeth dejó de hablar y empezó a gemir, meciéndose al mismo tiempo
en la silla. Seth, siempre tímido con su madre, y convencido de que no tenía ninguna
influencia sobre ella, comprendió que sería inútil tratar de calmarla hasta que le
hubiese pasado el acceso de dolor. Por eso se limitó a cuidar el fuego de la cocina y a
doblar la ropa de su padre, que desde la mañana estaba colgada para que se secase;
temía moverse demasiado en presencia de su madre y despertar su irritación.
En cuanto Lisbeth hubo llorado durante unos minutos, se interrumpió de pronto y
dijo:
—Voy a ver a Adam, que no sé dónde ha ido. Quiero que suba conmigo la
escalera antes de que anochezca, pues ya queda poco tiempo para contemplar el
cadáver, Seth oyó estas palabras y, acercándose a su madre en el momento en que ésta
se ponía en pie, le dijo:
—Adam está dormido en el taller, madre. Mejor sería no despertarlo, porque el
pobre estaba muy fatigado a consecuencia del trabajo y de las preocupaciones.
—¿Despertarle? ¿Quién va a despertarle? Supongo que no le despertaré si voy a
mirarle. Hace ya dos horas que no le veo, y hasta había olvidado casi que ha crecido y
ya no es el niño que su padre llevaba en brazos.
Adam estaba sentado en un banco basto y tenía la cabeza apoyada en el brazo que
descansaba en el largo banco de carpintero que se hallaba en el centro del taller. Al
parecer se había sentado para descansar unos minutos y se quedó dormido, sin
abandonar su expresión de preocupación triste y fatigada. Su rostro, que no había
lavado desde el día anterior, estaba pálido y sucio. Tenía el cabello revuelto sobre la
frente y los ojos parecían hundidos a consecuencia de la ansiedad y de la pena. Sus
cejas estaban fruncidas y en todo el semblante se advertía una expresión de cansancio
y de tristeza. Gyp estaba visiblemente inquieto, porque se había sentado sobre su
cuarto trasero y apoyaba el hocico en la extendida pierna de su amo. Y,
alternativamente, lamía la mano que colgaba inerte y miraba con atención hacia la
puerta. El pobre perro estaba hambriento y nervioso, pero no quería abandonar a su
amo, aunque esperaba impacientemente un cambio en la escena. Así pues, cuando
Lisbeth entró en el taller y se acercó a Adam con gran sigilo, enseguida fracasó su
primera intención de no despertarle, pues la excitación de Gyp era demasiado grande
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para no proferir un corto ladrido. Adam abrió los ojos y vio a su madre de pie ante él.
Ello no era muy distinto de lo que estaba soñando, pues mientras dormía había vuelto
a vivir de un modo febril todo lo ocurrido desde que salió el sol, y en aquellas
escenas siempre estaba presente su madre, agobiada por el dolor. La diferencia
principal entre la realidad y la visión era que en su sueño Hetty se le aparecía
constantemente, tomando parte como actriz en escenas en las que no tenía ninguna
intervención. Hetty se hallaba junto al arroyo del Sauce y hacía enfadar a su madre
entrando en la casa; y luego la encontraba con su hermoso trajecito mojado mientras
recorría el camino bajo la lluvia para ir a Treddleston a avisar al coronen Pero
siempre que aparecía Hetty era seguro que no tardaría en presentarse su madre; así
que al abrir los ojos no le sorprendió verla a su lado.
—Hijo mío —exclamó inmediatamente Lisbeth, sintiendo de nuevo el impulso de
echarse a llorar, pues el dolor reciente experimenta la necesidad de asociar la pérdida
y el lamento con cualquier cambio de escena—. Ahora ya no tienes más que a tu vieja
madre para que te atormente y sea una carga para ti. Tu pobre padre no te hará enojar
nunca más y tu madre pronto irá a reunirse con él y ¡ojalá sea cuanto antes, porque
ahora ya no soy buena para nadie! Una chaqueta vieja sirve para remendar otra, para
nada más. Deberías casarte; tu mujer te remendará la ropa y te preparará la comida,
en vez de tu anciana madre. ¡Yo no seré más que un estorbo sentada junto a la
chimenea!
Adam empezó a agitarse inquieto, pues sobre todas las cosas, temía que su madre
empezase a hablar de Hetty.
—Pero si tu padre viviera aún, jamás me iría para dejar el sitio libre a otra mujer,
ya que él no habría sabido vivir sin mí, igual que una hoja de tijera no sirve de nada
sin su compañera. Deberíamos haber muerto los dos a la vez, y así yo no habría visto
este día, y un solo entierro habría bastado.
Lisbeth hizo una pausa, pero Adam continuó sentado y sumido en un doloroso
silencio. Aquel día le era imposible hablar con dureza a su madre, pero no por eso
dejaban de irritarle sus quejas. La pobre Lisbeth no se daba cuenta de lo que le
molestaba, igual que el perro herido no comprende que sus aullidos afectan los
nervios de su amo. Como todas las mujeres quejumbrosas, se lamentaba con la
esperanza de que la tranquilizasen, y al ver que Adam no decía nada, sintió deseos
renovados de seguir quejándose con amargura.
—Comprendo que tú estarás mejor sin mí, porque así podrás ir donde quieras y
casarte con quien te apetezca. Desde luego, yo no te diré nada; puedes traer a casa a
quien quieras. Jamás abriré los labios para encontrar faltas en tu mujer, porque
cuando las personas envejecen ya no sirven para nada y pueden estar contentas si
tienen un bocado y un plato de sopa que llevarse a la boca sin que nadie les dirija
malas palabras. Y si estás enamorado de alguna muchacha, aunque sea una
malgastadora y no te traiga ninguna dote, cásate con ella, que yo no me opondré,
ahora que tu padre está muerto y ahogado, porque ya no soy nadie ni valgo nada sin
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mi pobre marido.
Incapaz de seguir soportando aquello, Adam se levantó en silencio y salió del
taller para dirigirse a la cocina. Pero Lisbeth le siguió:
—¿No quieres ir arriba a ver a tu padre? He terminado ya mi trabajo y me
gustaría que fueses a verle, pues ya sabes que el pobrecillo estaba muy contento
cuando le ponías buena cara.
Adam se volvió de pronto y dijo:
—Sí, madre. Vamos arriba. Ven, Seth, acompáñanos.
Subieron la escalera y durante cinco minutos reinó el silencio. Luego dieron de
nuevo vuelta a la llave y resonaron pasos en la escalera. Pero Adam no volvió a bajar,
pues estaba demasiado fatigado para soportar por más tiempo las quejas de su madre
y se fue a descansar a su propia cama. En cuanto Lisbeth entró en la cocina y se
sentó, se cubrió la cabeza con el delantal y empezó a sollozar, a gemir y a mecerse
como antes. Seth pensó: «Ahora que ya hemos ido a ver el cadáver de padre, poco a
poco se irá tranquilizando». Y volvió a cuidar del fuego en la parte trasera de la
cocina, esperando que lograría convencerla de que tomase una taza de té.
Durante al menos cinco minutos, Lisbeth estuvo meciéndose y profiriendo un
ahogado gemido con cada movimiento; de pronto sintió una mano que le estrechaba
las suyas con cariño y oyó una voz dulce y suave que decía:
—Hermana, el Señor me ha enviado para ver si puedo consolarla.
Lisbeth se detuvo para escuchar, aunque sin quitarse el delantal que le cubría la
cabeza. Aquella voz le era desconocida. ¿Sería el espíritu de su hermana que, después
de tanto años, volvía a su lado de entre los muertos?
Tembló y no se atrevió a mirar.
Creyendo Dinah que aquella pausa de extrañeza era un alivio en el dolor de la
mujer, no dijo nada más y se limitó a quitarse el gorro. Luego, indicando a Seth con
un gesto que guardase silencio, ya que el joven, al oír su voz, había acudido con el
corazón palpitante, puso una mano sobre el respaldo de la silla de Lisbeth y se inclinó
sobre ella para que advirtiese su amistosa presencia.
Lentamente Lisbeth separó el delantal y abrió sus ojos oscuros y turbios con
timidez. Al principio no vio más que un rostro, un semblante pálido y puro animado
por dos ojos grises y cariñosos completamente desconocidos para ella. Muy
extrañada, creyó por un momento que quizá fuera un ángel. Pero cuando Dinah posó
la mano en Lisbeth, la anciana la miró. Era una mano mucho más pequeña que la
suya, pero no blanca ni delicada, pues Dinah no había llevado guantes en toda su vida
y en ella se advertían las huellas del trabajo al que la joven se había dedicado desde la
infancia. Lisbeth miró aquella mano con gran fijeza, y luego, dirigiendo otra vez los
ojos al rostro de Dinah con más valor, exclamó sorprendida:
—¡Cómo! ¿Es una obrera?
—Sí. Soy Dinah Morris y trabajo en la fábrica de hilados cuando vivo en mi casa.
—¡Ah! —exclamó Lisbeth aún extrañada—. Ha llegado con tanto silencio como
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si fuera una sombra y ha hablado en mi oído como si fuera un espíritu. Se parece
mucho a una figura sentada que aparece en la nueva Biblia de Adam.
—Vengo de Hall Farm. Ya conoce a la señora Poyser. Es mi tía, que se ha
enterado de su dolor y lo siente mucho. Yo he venido con objeto de consolarla un
poco en su aflicción. Conozco a sus hijos Adam y Seth; sé que no tiene ninguna hija,
y cuando el clérigo me ha contado que la mano de Dios se había apoyado
pesadamente en usted, sentí el deseo de venir para ocupar en estos momentos
dolorosos el lugar de la hija que no tiene, siempre que consienta en ello.
—Ahora ya sé quién es usted; es metodista, como Seth. Ya me ha hablado de
usted —replicó Lisbeth algo enfadada pues, una vez desaparecida su extrañeza,
volvía a sentirse dominada por la pena—. Estoy segura de que quiere demostrarme
que el dolor es algo conveniente, como siempre me predica Seth. ¿Mas para qué sirve
hablarme de eso? No puede mitigar mi pena con sus palabras y jamás me convencerá
de que no habría sido mejor que mi viejo marido hubiese muerto en cama cuando le
llegara la hora, acompañado del sacerdote. Yo le habría podido decir que no se
preocupara por las malas palabras que le dirigí enfadada, y además le habría dado de
comer y de beber mientras él pudiera hacerlo. ¡Pero morir en el agua fría, junto a la
casa, y sin que nosotros lo supiéramos…, mientras yo dormía apaciblemente, como si
jamás le hubiese pertenecido y él fuese un vagabundo que no importase a nadie!
Dicho esto, Lisbeth empezó a llorar y a mecerse de nuevo.
—Sí, querida amiga, su dolor es muy grande. Y daría pruebas de tener el corazón
muy duro quien le dijera que su pena no debe ser inmensa. Dios no me ha enviado
con objeto de mitigar su tristeza, sino para llorar con usted, suponiendo que quiera
permitírmelo. Si tuviera preparado un gran festín y se divirtiera en compañía de sus
amigos, le parecería un acto de bondad dejarme sentar y regocijarme con usted,
porque creería que me sería agradable gozar de tan buenas cosas; pero yo quiero hoy
compartir su dolor y su pena, y me sería muy duro que me negarais este favor.
¿Quiere que me quede? ¿No le molesta que haya venido?
—Nada de eso. ¿Quién le ha dicho que estoy enfadada? Ha sido muy buena al
venir. Oye, Seth; dale un poco de té. Mucha prisa tenías en hacérmelo tomar cuando
yo no lo quería; en cambio, no te preocupas de prepararlo en el momento necesario.
Pero, siéntese, siéntese. Es muy buena por haber venido, pues resulta muy
desagradable atravesar a pie los campos mojados para venir a ver a una vieja como
yo. No, no he tenido ninguna hija, y la verdad es que hasta ahora no lo sentí, porque
las muchachas son muy caprichosas y hay que vigilarlas; siempre quise tener hijos,
capaces de bastarse a sí mismos. Y como, por otra parte, los muchachos se casan
luego, ya llegará la ocasión de tener hijas, y aun más de las que quisiera. Ahora
prepárese el té como más le guste, pues hoy no tengo paladar para ocuparme de estas
cosas. Todo lo que trago me parece tener el mismo sabor y todo me resulta doloroso.
Dinah se cuidó de dar a entender que ya había tomado el té y aceptó enseguida la
invitación de Lisbeth, con objeto de lograr que la anciana comiese y bebiese, pues lo
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necesitaba después de un día de ayuno y de trabajo duro.
Seth estaba tan feliz de ver a Dinah que no pudo menos que pensar que valía la
pena comprar su presencia con una vida en que el dolor siguiera incesantemente al
dolor, pero inmediatamente se censuró a sí mismo, pues parecía como si se alegrase
de la triste muerte de su padre. Sin embargo, la felicidad de estar con Dinah acabó
triunfando. Era como la influencia del clima, que ninguna resistencia puede vencer. Y
sus sentimientos se exteriorizaron de tal modo en su rostro, que incluso llamaron la
atención de su madre.
—Ya veo que continúas pensando que el dolor es algo bueno, Seth, pues estoy
segura de que te alegras. Parece como si no te dieras cuenta de nada, igual que
cuando eras pequeño y estabas en la cuna despierto. Permanecías con los ojos
abiertos, mientras que Adam siempre quería que lo sacasen en cuanto los abría. Tú no
eras más que un montón de carne, y jamás te preocupabas por nada, aunque tu pobre
padre era muy distinto. Pero mira del mismo modo que él —añadió Lisbeth
volviéndose a Dinah—. Tal vez se deba a que es metodista. No le censuro por ello,
pues aun cuando esta desgracia no le toca de cerca, parece estar realmente apenada.
Si los metodistas buscan el dolor, no les faltará seguramente, y es una lástima que no
puedan quitarlo a las personas a quienes no les gusta. Yo podría haberles dado tanto
cuanto quisieran, pues cuando aún vivía mi pobre marido estaba angustiada de la
mañana a la noche, y ahora, que ya lo he perdido, me alegraría de volver a tenerlo a
mi lado, aunque fuera en los momentos en que más me hacía sufrir.
—Sí —replicó Dinah cuidando de no contener ninguna de las quejas de Lisbeth,
pues confiaba en sus más leves palabras y gestos, dotados de la dirección divina, y
resultado de una compasión sincera e intensa—. Sí, recuerdo que cuando murió mi
querida tía deseé incluso oír su horrible tos todas las noches, en lugar del silencio al
que me condujo su muerte. Y ahora, querida amiga, tómese otra taza de té y coma un
poco más.
—¡Cómo! —exclamó Lisbeth tomando la taza y hablando con un tono menos
quejumbroso—. ¿De modo que es huérfana de padre y madre, y le causó tanto dolor
la muerte de su tía?
—No conocí a mis padres, y mi tía, que no tenía hijos, me crió, y me dio tanto
amor y ternura como si hubiese sido mi propia madre.
—Bastante hizo la pobre criándola desde la primera infancia sola. Pero estoy
segura de que debía usted de ser muy buena, pues no tiene cara de haberse enfadado
en toda la vida. ¿Y qué hizo usted al morir su tía, y por qué no vino a vivir aquí,
siendo como es sobrina de la señora Poyser?
Al ver que había despertado la atención de Lisbeth, Dinah le refirió su historia
desde sus primeros años y le contó cómo su tía la crió trabajando duro, y cómo era
Snowfield, cuidad donde la vida resultaba muy difícil, y también le contó todos los
detalles que podían interesarle. Mientras escuchaba, la anciana olvidó su enfado y su
dolor, prendida como estaba, inconscientemente, de la influencia sedante del rostro y
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de la voz de Dinah. Poco después se dejó convencer de que había que limpiar la
cocina, pues Dinah comprendió que el orden contribuiría a inclinar a Lisbeth a tomar
parte en la oración que deseaba pronunciar junto a ella. Mientras tanto Seth,
adivinando que la joven quería quedarse a solas con su madre, salió a partir leña.
Lisbeth la observaba mientras Dinah iba de un lado a otro y trabajaba apacible
pero rápidamente.
—Veo que sabe lo que es orden y limpieza. Ya me gustaría tenerla por hija, y
estoy segura de que no gastaría el dinero de mi hijo en trajes y caprichos. No se
parece en nada a las muchachas de por aquí. No hay duda de que la gente de
Snowfield es muy diferente.
—La mayoría llevan una vida distinta —contestó Dinah—. Trabajan en diferentes
cosas; algunos en la fábrica, muchos en las minas o en las poblaciones inmediatas.
Pero en todas partes es igual el corazón del hombre, y tanto aquí como allí existen los
hijos de este mundo y los hijos de la luz. En cambio, tenemos allí más metodistas que
aquí.
—No sabía que las mujeres metodistas fuesen como usted, pues la esposa de Will
Maskery, que, según creo, es una gran metodista, tiene un aspecto muy desagradable.
Por mi parte preferiría mirar a un sapo que a ella. Le agradecería mucho que se
quedara a dormir, pues mañana me encantaría encontrarla aquí. Aunque tal vez le
estarán aguardando en casa de maese Poyser.
—No —contestó Dinah—, no me esperan, y, si me lo permite, me gustaría mucho
quedarme.
—Tenemos bastante sitio. Hay una cama hecha en el cuartito inmediato a la
cocina, así podría dormir junto a mí. Me gustaría mucho oírla hablar durante la
noche, pues lo hace de un modo muy agradable. Sus palabras me recuerdan el
parloteo de las golondrinas que había el año pasado bajo el alero del tejado, cuando
empezaban a cantar suavemente al amanecer. Mi pobre marido quería mucho a esos
pájaros, igual que Adam. Pero este año no han vuelto. Quizás hayan muerto también.
—Bueno —dijo Dinah—. Ya está limpia la cocina, y ahora, querida madre,
puesto que esta noche seré su hija, quisiera que se lavase la cara y se pusiera un gorro
limpio. ¿Recuerda lo que hizo David cuando Dios le quitó a su hijo? Mientras el niño
estaba vivo, el rey ayunó y rogó a Dios que se lo conservara, y no quiso comer ni
beber, sino que permaneció toda la noche tendido en el suelo, rezando a Dios por su
hijo. Pero al saber que había muerto se puso de pie, se lavó y se ungió, cambió de
traje, comió y bebió. Y cuando le preguntaron cómo era que había olvidado el dolor,
a pesar de estar muerto su hijo, contestó: «Cuando el niño vivía aún, ayuné y lloré,
porque decía: “¿Quién sabe si Dios será misericordioso conmigo y me concederá la
vida de mi hijo?”. Pero ahora que ya ha muerto, ¿para qué ayunar si no puedo
devolverle la vida? Yo puedo ir a reunirme con él; pero él, en cambio, no volverá a
mi lado».
—Eso sí que es verdad —replicó Lisbeth—. En efecto, mi pobre marido no
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volverá a mi lado, aunque yo puedo ir a reunirme con él… Y cuanto antes, mejor. En
fin, haré lo que quiera. En ese cajón hay un gorro limpio y ahora iré a la cocina a
lavarme la cara. Mientras tanto, Seth, podrías buscar la Biblia nueva de Adam,
aquella que tiene dibujos, y Dinah nos leerá un capítulo. ¡Oh, me gustan mucho estas
palabras: «Yo puedo ir a reunirme con él; pero él, en cambio, no volverá a mi lado»!
Dinah y Seth daban mentalmente gracias a Dios por el consuelo que, al parecer,
había recibido Lisbeth. Era precisamente lo que Dinah buscaba, valiéndose de su
simpatía y absteniéndose de cualquier tipo de exhortación. Desde su infancia no había
dejado de tener continuas experiencias entre los enfermos y los dolientes, entre las
gentes endurecidas y encallecidas por la pobreza y por la ignorancia, y había
adquirido una percepción sutil sobre el mejor modo de conmoverles o consolarles y
suavizar sus sentimientos para que recibiesen con gusto palabras de consuelo o ayuda
espiritual. Y, como ella misma decía, «Nunca se sintió abandonada, sino que siempre
recibió ayuda para saber cuándo debía guardar silencio y cuando podía hablar». ¿No
convenimos todos en llamar inspiración al pensamiento rápido y al impulso noble?
Después de nuestro análisis más sutil del proceso mental, hemos de decir, como lo
hizo Dinah, que nuestros pensamientos más elevados y nuestras mejores acciones nos
han sido dados.
Y así, en la pequeña cocina hubo aquella tarde sinceras oraciones, fe, amor y
esperanza. Y la pobre anciana y dolorida Lisbeth, sin comprender claramente ninguna
idea y sin sentir ninguna emoción religiosa, tuvo una vaga sensación de la bondad,
del amor y de algo justo y conveniente que se hallaba debajo y más allá de su
dolorosa vida. No podía comprender el dolor, pero en aquellos momentos y bajo la
suave influencia del espíritu de Dinah, se dijo que debía ser paciente y estar tranquila.
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XI
EN LA CASITA
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que su imaginación interpretaba de forma tan agradable, y su enérgico rostro expresó
una tímida ternura. Los ligeros pasos se movieron por la cocina, y luego se oyó el
roce de la escoba contra el suelo, con un ruido apenas mayor que la leve brisa que
hace correr las hojas de otoño por el polvoriento sendero. Y Adam vio en su
imaginación un rostro cubierto de hoyuelos, iluminado por unos ojos brillantes y
oscuros, sonriendo traviesamente, y una figura armoniosa que se inclinaba para coger
el palo de la escoba. Era una tontería, pues aquélla no podía ser Hetty. El único modo
de sacarse de la cabeza aquella idea era ir a ver quién estaba en la cocina, pues su
fantasía se inclinaba cada vez al engaño mientras permanecía allí de pie y con el oído
atento. Así, soltó el tablón y se acercó a la puerta de la cocina.
—¿Cómo está, Adam Bede? —preguntó Dinah con voz apacible, interrumpiendo
su barrido y fijando en él su mirada suave y grave—. Espero que habrá descansado y
se sentirá con fuerzas para soportar el calor del día que se anuncia.
Aquello era como soñar con la luz del sol y despertarse a la de la luna. Adam
había visto varias veces a Dinah, pero siempre en Hall Farm, donde apenas se daba
cuenta de ninguna presencia femenina exceptuando la de Hetty, y sólo hacía uno o
dos días que había empezado a sospechar que su hermano Seth estaba enamorado de
ella, de modo que no había querido fijarse en la joven por consideración a su
hermano. Pero ahora, la figura esbelta, el traje sencillo y negro y el rostro pálido y
sereno de Dinah le impresionaron con toda la fuerza que tiene una realidad junto a
una fantasía. Por un momento no contestó, sino que la miró con la expresión
concentrada y escrutadora que el hombre dirige al objeto que repentinamente empieza
a interesarle. Dinah, por vez primera en su vida, sintió una dolorosa conciencia de sí
misma; en la penetrante mirada de aquel hombre había algo muy distinto de la
suavidad y timidez de su hermano Seth. Se sonrojó un poco, y cuando lo notó, se
sonrojó todavía más. Y eso dio a entender a Adam la inconveniencia de su
ensimismamiento.
—Me ha sorprendido —dijo—; le agradezco mucho su bondad por haber venido
a visitar a mi madre en su dolor —añadió con tono cariñoso y lleno de gratitud, pues
enseguida dedujo el objeto de la presencia de la joven—. Espero que mi madre le
habrá agradecido su visita —dijo, preguntándose no sin cierta inquietud cuál habría
sido la acogida que había dispensado a la joven.
—Sí —contestó Dinah reanudando su trabajo—. Después de un rato pareció
reconfortada, y esta noche ha descansado muy bien. Cuando la he dejado, estaba
profundamente dormida.
—¿Quién llevó la noticia a Hall Farm? —preguntó Adam mientras sus
pensamientos se fijaban en uno de los habitantes de aquella casa, y se preguntaba si
ella se habría apenado por lo ocurrido.
—Me lo dijo el señor Irwine, el clérigo, y mi tía se compadeció tanto de su madre
al saberlo que deseó que yo viniese. Estoy segura de que también mi tío lo habrá
sentido mucho al enterarse, pero durante todo el día de ayer estuvo en Rosseter. Estoy
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convencida de que todos esperan su visita cuando pueda ir por allá, pues es usted
siempre bien venido en Hall Farm.
Gracias a sus dotes de adivinación, Dinah sabía que Adam deseaba enterarse de si
Hetty había dicho algo acerca de su desgracia. Pero la joven era demasiado sincera
para mentir, aun con buena intención, y mí, se las había ingeniado para decir algo que
comprendiese tácitamente a Hetty. El amor tiene la costumbre de engañarse a sí
mismo de un modo consciente, como un niño que juega al escondite solo. Se
complace con seguridades que, al mismo tiempo, se niega a creer. Adam se sintió tan
contento por lo que Dinah acababa de decir que, de momento, no pensó en nada más
que en la próxima visita que haría a Hall Farm, esperando que entonces Hetty le
trataría con más benevolencia que en otras ocasiones.
—Y usted, ¿no se quedará por aquí? —preguntó a Dinah.
—No. El sábado regreso a Snowfield y tengo que salir temprano hacia
Treddleston, a fin de llegar a tiempo para tomar el carro que va a Oakbourne. Por esta
razón me veo obligada a regresar esta noche a la granja, así podré pasar el último día
en compañía de mi tía y de sus hijos. Pero en caso de que su madre lo desee, hoy
puedo quedarme; ayer pareció que su corazón me cobraba cierto afecto.
—En tal caso, también querrá que se quede hoy. Cuando madre se aficiona a una
persona a primera vista, es indudable que llega a cobrarle cariño; pero es curioso
pues, por regla general, no le gustan las mujeres jóvenes. No obstante —añadió
Adam sonriendo—, eso no es razón para que no le sea simpática.
Hasta entonces Gyp había asistido en silencio a esta conversación, sentado sobre
su cuarto trasero y observando el rostro de su amo y los movimientos de Dinah por la
cocina alternativamente. La bondadosa sonrisa con que Adam pronunció estas
últimas palabras debió de parecer decisiva a Gyp con respecto a la acogida que se
reservaba a la joven, pues cuando ella se volvió tras dejar la escoba en un rincón,
trotó hacia ella y apoyó el hocico en su mano de un modo amistoso.
—Ya ve que Gyp se da la bienvenida —dijo Adam—. Y tenga en cuenta que le
cuesta bastante admitir a los desconocidos.
—¡Pobre perro! —dijo Dinah acariciando el áspero pelaje gris—. Los pobres
seres mudos me dan la sensación de que desean hablar, pero que hay alguna razón
desconocida que se lo impide. Siempre me dan lástima los perros, aunque quizás no
sea necesario. Es posible, sin embargo, que sientan más de lo que pueden darnos a
entender, si pensamos que nosotros mismos apenas podemos expresar la mitad de lo
que sentimos.
Seth bajó entonces y le complació encontrar a Adam hablando con Dinah, pues
deseaba que su hermano se convenciese de lo mucho mejor que era esa mujer
comparada con las demás. Pero después de algunas palabras amables, Adam volvió a
meterse en el taller para hacer cálculos con relación al ataúd y Dinah continuó su
limpieza.
A las seis de la mañana se sentaban todos a desayunar en compañía de Lisbeth, en
EN EL BOSQUE
A quel mismo jueves por la mañana, mientras Arthur Donnithorne iba de un lado
a otro por su vestidor, contemplándose en los espejos antiguos y mirando de
vez en vez un tapiz de color verde oliva en el que se veía la figura de la hija del
faraón y sus doncellas cuidando del niño Moisés, sostenía una discusión consigo
mismo, y en el momento en que su criado le colgaba del hombro el cabestrillo de
seda negra, llegó a una resolución definitiva.
—Me propongo ir a Eagledale a pescar durante una semana más o menos —dijo
en voz alta—, y vendrás conmigo, Pym. Saldremos esta mañana, de modo que
procura estar preparado a las once y media.
El silbido que le ayudó a tomar esta resolución se convirtió en una fuerte voz de
tenor, y cuando pasaba por el corredor entonó su canción favorita de la Beggar’s
Opera: «Cuando el corazón del hombre está agobiado por los cuidados». No era
ningún canto heroico, pero él, por su parte, se sentía héroe al dirigirse hacia las
cuadras para dar órdenes en relación a los caballos. Necesitaba su propia aprobación,
y alegrarse gratuitamente no era ningún tipo de aprobación, pues para conseguirla
convenía adquirir cierta cantidad de mérito. Jamás desdeñó tal aprobación, y tenía
una fe considerable en sus propias virtudes. Ningún joven era capaz de confesar sus
faltas con mayor sinceridad, pues ésta era una de sus virtudes favoritas. ¿Y cómo se
notará la sinceridad de un hombre plenamente si no puede hablar de algunos fracasos
de esa misma virtud? Además, tenía la seguridad absoluta de que sus faltas provenían
de su carácter generoso e impetuoso, que eran debidas a su sangre caliente, leonina;
que jamás se arrastraba ni se valía de habilidades o de argucias. No era posible que
Arthur Donnithorne hiciese nada que fuese bajo, cobarde o cruel: «No. Soy un
individuo capaz de meterme en cualquier dificultad, pero nunca he eludido las
consecuencias». Por desgracia, no hay justicia poética inherente a las dificultades,
que a veces se niegan de un modo obstinado a infligir sus peores consecuencias en el
primer pecador, a pesar de que éste exprese su deseo en voz alta. Y sólo a causa de
esta deficiencia en el orden de las cosas, Arthur pudo, aparte de complicarse él,
complicar a otra persona en un suceso desagradable. Era un muchacho bondadoso y
sus ideas para el futuro, cuando entrase en posesión de la propiedad, comprendían un
estado próspero, la satisfacción de sus arrendatarios, que adorarían a su señor, el cual
sería un modelo de caballero inglés, pues tendría su mansión en magnífico estado; en
todas partes se advertiría una elegancia exquisita: los criados serían muy agradables,
tendría la mejor cuadra de Loamshire, la bolsa abierta para cualquier beneficio
público y, en una palabra, la situación sería lo más distinta posible de la que en la
actualidad se asociaba con el nombre de Donnithorne. Y una de las primeras y buenas
EL CREPÚSCULO EN EL BOSQUE
O currió que la señora Pomfret había tenido aquella mañana una ligera disputa
con la señora Best, el ama de llaves, hecho del que resultaron dos
consecuencias muy convenientes para Hetty. Causó que la señora Pomfret tomara el
té en su habitación y además inspiró a aquella doncella ejemplar el recuerdo de otros
muchos detalles de la conducta de la señora Best y de las conversaciones en que la
señora Best aparecía en inferioridad como interlocutora de la señora Pomfret; gracias
a eso, Hetty no tuvo necesidad de mayor presencia de ánimo que la necesaria para
manejar la aguja y contestar «sí» o «no» de vez en cuando. Habría querido marcharse
antes de lo acostumbrado, pero no lo hizo porque le había dicho al capitán
Donnithorne que solía salir hacia las ocho y, por consiguiente, ¿qué ocurriría si él iba
otra vez a la arboleda para verla y ella se había marchado ya? ¿Se le presentaría otra
vez? Su almita de mariposa revoloteaba de un modo incesante entre los recuerdos y
las dudosas esperanzas. Por fin la saeta del reloj de bronce antiguo señaló las ocho
menos cuarto, y entonces la oven ya tuvo motivo para pensar en marcharse; incluso la
mente preocupada de la señora Pomfret no dejó de advertir que Hetty parecía estar
más hermosa que nunca en el momento en que se ataba el sombrero ante el espejo.
«Esa niña cada día está más guapa —se dijo—. Es una lástima. No por eso
conseguirá antes un buen empleo o un marido. Los hombres formales no se casan con
esas muchachas tan hermosas. Cuando yo era jovencita era más admirada que si
hubiese sido muy guapa. Sin embargo, ella debe de estarme agradecida por lo que le
enseño, a fin de que pueda ganarse, más adelante, el pan, pues eso le servirá mucho
más que el trabajo a que se dedique en la granja. Siempre me dijeron que soy
bondadosa y, por desgracia, es verdad, porque de lo contrario no me vería como me
veo sujeta a las órdenes del ama de llaves».
Hetty atravesó rápidamente el parque, temerosa de encontrar al señor Craig, a
quien quizás no habría podido dirigir una palabra amable. ¡Qué aliviada se sintió al
verse a salvo bajo los robles y entre los helechos del cazadero! Pero a pesar de todo,
se asustó tanto como el gamo que saltó al notar la aproximación de la joven. Hetty
apenas se fijó en la luz de la tarde que alumbraba suavemente las herbosas avenidas
entre los helechos y acentuaba más la belleza del verde que cuando resplandecía el
sol del mediodía. La joven no se fijó en nada. Sólo veía algo posible: que el señor
Arthur Donnithorne se acercase a ella otra vez desde la Arboleda de los Abetos. Este
era el primer plano del cuadro que Hetty pintaba en su imaginación; en segundo
término no había más que algo iluminado y confuso, unos días muy distintos de los
que hasta entonces se habían sucedido en su vida. Se sentía como si la solicitara un
dios fluvial que en cualquier momento podía arrebatarla y llevarla a los maravillosos
EL REGRESO
ESLABONES
LA IGLESIA
¡H etty! ¡Hetty! ¿No sabes que la función de iglesia empieza a las dos, y ya es la
una y media? ¿No tienes nada mejor en que pensar hoy domingo, cuando van a
enterrar al pobre Mathias Bede, que se ahogó en plena noche, lo cual es bastante para
hacer estremecerse a cualquiera, menos a ti, por lo visto, que sólo piensas en
acicalarte como si tuvieras que asistir a una boda y no a un entierro?
—El caso es, tía —contestó Hetty—, que no he podido estar lista al mismo
tiempo que los demás porque antes he tenido que ocuparme de las cosas de Totty. Y
no sabes lo que me ha costado lograr que se estuviese quieta.
Hetty bajaba entonces la escalera y la señora Poyser, que llevaba un chal y un
gorro muy sencillos, estaba de pie en la parte inferior. Si alguna vez una joven
pareció hecha de rosas, sin duda fue Hetty vestida con el traje y con el sombrero de
los domingos. El sombrero tenía adornos rosas, y en cuanto al traje, era de color
blanco con manchas también rosas. En toda su persona no había otros colores que
blanco y rosa, a excepción de su cabello oscuro, sus ojos y sus zapatitos con hebillas.
La señora Poyser se enfadó consigo misma porque apenas pudo contener una sonrisa,
como le ocurre a cualquier mortal que contempla alguna cosa muy hermosa y
agradable. Por eso se volvió sin decir nada y fue a reunirse con el grupo que esperaba
más allá de la puerta de la casa. Hetty la siguió y estaba tan excitada pensando en una
persona a quien esperaba ver en la iglesia, que apenas sentía el suelo que pisaba.
El grupo emprendió la marcha. El señor Poyser llevaba su traje de los domingos
de color pardo, con chaleco rojo y verde, cruzado por una cinta también verde a la
que estaba unido un gran sello de cornalina colgando del extremo en que se hallaba
su reloj de bolsillo; llevaba un pañuelo de seda de tono amarillento en tomo al cuello
y unas excelentes medias grises de punto acanalado, hechas por la señora Poyser en
persona y que hacían resaltar la robustez de sus pantorrillas. El señor Poyser no tenía
ninguna razón para avergonzarse de ellas y sospechaba que el creciente abuso de las
botas altas y de otras modas que tendían a disimular los miembros tenían su origen en
una desagradable degeneración de las piernas. Menos razones tenía aún para
avergonzarse de su redonda y risueña cara, que era la imagen del buen humor, cuando
dijo «Ven, Hetty. Venid, pequeños», y, dando el brazo a su mujer, inició la marcha
atravesando la puerta en dirección al patio.
Los pequeños aludidos por su padre eran Marty y Tommy, muchachos de nueve y
siete años respectivamente, que llevaban unas chaquetitas de fustán provistas de cola
y pantalones cortos. Ambos hermanos tenían las mejillas sonrosadas y los ojos
negros. Se parecían tanto a su padre como los elefantes cachorros se asemejan a sus
mayores. Hetty iba entre ellos y detrás la seguía la paciente Molly, cuyo deber
A pesar de la profecía del señor Craig, la nube oscura se dispersó sola sin originar
las consecuencias con que parecía amenazar. «El tiempo —dijo el jardinero a la
mañana siguiente—, el tiempo, según veis, es muy caprichoso, de modo que se dan
casos de que un ignorante acierte cuando el sabio se equivoca; por esta razón logran
acreditarse tanto los almanaques. Es una de las cosas que dependen de la casualidad y
que proporcionan mucho éxito a los ignorantes».
Esta conducta poco razonable del tiempo no disgustó a nadie en Hayslope aparte
del señor Craig. Todo el mundo salió a los prados aquella mañana en cuanto hubo
caído el rocío. Las esposas y las hijas trabajaban el doble en todas las granjas para
que las criadas pudiesen ayudar a recoger el heno, y cuando Adam marchaba a lo
largo de los senderos cargado con el capazo de las herramientas oyó alegres
conversaciones y grandes carcajadas más allá de los setos. Las chanzas y las risas de
los que recogen el heno parecen mucho mejores a cierta distancia; como los rudos
cencerros colgados de los cuellos de las vacas, adquieren un tono vulgar y ordinario
cuando resuenan cerca, y hasta es posible que lleguen a molestar al oído; pero cuando
se oyen a distancia se confunden de un modo muy agradable con otros alegres ruidos
de la naturaleza. Los músculos humanos trabajan mejor cuando las almas están llenas
de música, aunque esta alegría sea de peor calidad y nada parecida a la que sienten y
exteriorizan los pájaros.
Y quizás no haya en los días de verano horas más alegres que cuando el calor del
sol empieza a triunfar sobre el frío de la mañana, cuando todavía parece quedar un
recuerdo ligero del frescor y se siente la languidez que produce la influencia deliciosa
del calor. La razón de que Adam anduviera por los senderos a aquella hora era que
durante el resto del día debía reparar, por encargo del hijo de un caballero vecino, una
casa de campo situada a cinco kilómetros de distancia. Durante las primeras horas de
la mañana había estado ocupado en disponer el traslado de los paneles y de las
puertas, que se cargaron en un carro que partió precediéndole, mientras que Jonathan
Burge se dirigió allí a caballo para esperar la llegada del carro y dirigir a los obreros.
Aquel pequeño paseo constituía un descanso para Adam, quien, sin darse cuenta,
se hallaba bajo el encanto del momento. En su corazón reinaba la mañana veraniega;
veía a Hetty alumbrada por la luz del sol, una luz que no deslumbraba y cuyos rayos
temblaban entre las delicadas sombras de las hojas. El día anterior, cuando, al salir de
la iglesia, había ofrecido la mano a la joven, creyó notar en su rostro una bondad
melancólica que jamás había observado, y atribuyó esta expresión a su pena por el
dolor de la familia. ¡Pobre muchacho! Aquella expresión melancólica era debida a
otra causa muy distinta, pero ¿cómo podía saberlo? Miramos el rostro de la mujer a
A dam regresó en el carro vacío y por esta razón pudo cambiarse de traje y estar
listo para salir en dirección de Hall Farm cuando aún faltaba un cuarto de hora
para las siete de la tarde.
—¿Para qué te has puesto el traje de los domingos? —preguntó Lisbeth en tono
quejumbroso, mientras bajaba la escalera—. Supongo que no te pondrás este traje
para ir a la escuela.
—No, madre —replicó Adam con tono apacible—. Voy a Hall Farm, pero puede
que luego vaya también a la escuela, así que no te extrañes si vuelvo tarde. Seth
volverá dentro de media hora; ha ido al pueblo, así que no estarás mucho rato sola.
—¿Y por qué te pones el traje bueno para ir a Hall Farm? Los Poyser te vieron
anteayer. ¿Por qué te vistes como si fuera domingo? No merecen ser tus amigos los
que no quieran verte con tu chaqueta de trabajo.
—Adiós, madre. No puedo entretenerme —dijo Adam poniéndose el sombrero y
emprendiendo la marcha.
Pero no había dado muchos pasos cuando Lisbeth se inquietó al pensar que quizás
había molestado a su hijo. Estaba claro que su oposición a que Adam vistiera el traje
de los domingos era debida a su sospecha de que se vestía así por Hetty; pero a pesar
de su acritud, necesitaba saber que su hijo continuaba queriéndola. Echó pues a correr
tras él, le alcanzó antes de que llegara al arroyo y le dijo:
—No, hijo mío. No quiero que te marches enfadado con tu madre, que no tiene
nada que hacer sino pensar en ti.
—No te apures, madre —contestó Adam rodeando con un brazo los hombros de
la anciana—. No estoy enojado. Pero por tu propio bien, me gustaría que me dejases
realizar mis propósitos. Mientras vivamos, yo seré siempre un buen hijo para ti, pero
recuerda que el hombre tiene otros sentimientos aparte de los que debe a su padre y a
su madre, y tú no debes pretender gobernarme en cuerpo y alma; ten en cuenta
también que no te dejaré intervenir en todos aquellos asuntos que deba resolver por
mí mismo. Así que vale más que no vuelvas a hablar de eso.
—¡Caramba! —dijo Lisbeth fingiendo que no comprendía el verdadero
significado de las palabras de su hijo—. ¿Y quién sino tu madre desearía verte con tu
traje de fiesta? Cuando te lavas la cara y te peinas, ¿quién sino tu madre se alegraría
de verte tan guapo? Pero tú no te vistes de fiesta por mí… Pero, en fin, no volveré a
molestarte acerca del particular.
—Está bien. Adiós, madre —contestó Adam. Y, después de besarla, se alejó
apresuradamente.
Comprendió que no había otro modo de terminar aquel diálogo. Lisbeth se quedó
L a casa de Barde Massey era una de las pocas diseminadas en el extremo del
pueblo que cruzaba el camino de Treddleston. Adam llegó allí un cuarto de
hora después de haber salido de Hall Farm, y al apoyar la mano en el picaporte, vio a
través de la ventana ocho o nueve cabezas inclinadas sobre los pupitres y alumbradas
por delgadas velas.
Al entrar advirtió que era clase de lectura, y Barde Massey se limitó a saludarle
con un movimiento de cabeza dejándole que se sentara donde quisiera. Aquella noche
no había ido a tomar lección y su mente estaba demasiado ocupada con asuntos
personales, llena de recuerdos por las dos horas pasadas con Hetty para entretenerse
con un libro hasta que terminara la hora de clase. Por esta razón se sentó en un rincón
y dejó vagar su mirada por la habitación. Durante muchos años Adam había
contemplado aquella misma escena. Sabía de memoria todos los rasgos y arabescos
del modelo de caligrafía de Barde Massey suspendido de la pared y sobre la cabeza
del maestro, como si quisiera ofrecer un elevado ideal a las mentes de sus discípulos.
Conocía los lomos de todos los libros del estante situado en la pared por encima de
los clavos destinados a colgar las pizarras; recordaba cuántos granos de maíz se
habían caído de la mazorca que colgaba de una de las vigas; durante mucho tiempo se
esforzó en agotar los recursos de su imaginación para comprender qué aspecto había
tenido el mazo de algas correosas y cómo crecieron en su líquido elemento; y desde
el lugar en que se hallaba casi no podía distinguir el viejo mapa de Inglaterra que
colgaba de la pared opuesta, pues con los años había adquirido un color pardo
amarillento parecido al de una pipa de espuma de mar. La escena que se desarrollaba
era muy familiar para él; mas la costumbre no le hizo indiferente, de modo que, a
pesar de sus preocupaciones, Adam se sintió momentáneamente interesado por los
alumnos: aquellos hombres rudos que sostenían penosamente el lápiz o la pluma con
sus manos entumecidas, o que recibían humildemente la clase de lectura. Estos
últimos eran los tres alumnos más atrasados y se sentaban enfrente del pupitre del
maestro. Adam lo habría notado solamente con fijarse en la cara de Barde Massey
mientras éste miraba por encima de sus gafas, que en ese momento hizo descender
apoyándolas en el extremo de la nariz pues no las necesitaba. El rostro del maestro
había tomado su expresión más suave; las espesas y grises cejas dibujaban el ángulo
más agudo de bondad compasiva, y la boca, habitualmente apretada y con el labio
inferior sobresaliente, parecía dispuesta a pronunciar una palabra o sílaba de auxilio
en el momento que fuese necesario. Aquella cariñosa expresión era de lo más
interesante porque la nariz del maestro, aquilina, irregular y ligeramente torcida, tenía
un carácter formidable; y su frente mostraba aquella tensión peculiar que siempre da
LA COMIDA
EL BRINDIS
LOS JUEGOS
E l gran baile no debía empezar hasta las ocho de la noche, aunque para los
jóvenes y las muchachas que quisieran bailar en el sombreado césped no faltaba
la música en ningún momento. ¿Acaso la banda del Club Benéfico no era capaz de
tocar jigas, contradanzas y bailes en general? Además había una gran banda
contratada en Rosseter, que gracias a sus maravillosos instrumentos de viento y a lo
mucho que los músicos hinchaban las mejillas, constituía una diversión extraordinaria
para los niños y las niñas. Sin hablar del violín de Joshua Rann, que con generosa
previsión había traído consigo su instrumento para el caso de que alguien tuviese el
buen gusto de preferir un baile ejecutado por él solo.
Mientras tanto, cuando el sol abandonó el espacio descubierto frente a la casa,
empezaron los juegos. Había por supuesto cucañas bien enjabonadas, para que los
jóvenes y los muchachos se encaramasen por ellas, carreras de viejas, carreras de
sacos, pesos para que los levantasen los hombres fornidos, y una larga lista de
pruebas como, por ejemplo, recorrer el mayor número de metros posible saltando
sobre un solo pie; en todos aquellos ejercicios Wiry Ben resultó ser el más hábil de
toda la comarca. Y como fin de fiesta había una carrera de burros, la más sublime de
todas las carreras, basada en la gran idea socialista de que todos hicieran correr a sus
respectivos animales para dar el premio al asno que corriese menos.
Poco después de las cuatro, la magnífica y anciana señora Irwine, vestida con su
traje de damasco adornado con encajes y joyas, apareció acompañada por Arthur y
seguida por toda la familia de la mansión para ocupar el sillón elevado que se había
dispuesto bajo la carpa de tela a rayas y desde donde iba a entregar los premios a los
vencedores. La tristona y severa señorita Lydia había solicitado designar tan regio
cometido a aquella anciana y majestuosa señora, y Arthur aprovechó esta oportunidad
para satisfacer la afición de su madrina a representar papeles distinguidos. El viejo
señor Donnithorne, limpio, perfumado y arrugado, acompañó a la señora Irwine con
su ácida y meticulosa cortesía. El señor Gawaine dio el brazo a la señorita Lydia, que
vestía un traje muy elegante de seda de color rosado; y la pálida Anne Irwine pasó en
último lugar, conducida por su hermano. No había sido invitado ningún amigo de la
familia, aparte del señor Gawaine. Al día siguiente se celebraría una gran comida
para los notables de la región, pero aquel día se necesitaban todas las fuerzas para
divertir a los arrendatarios.
En frente de la carpa había una zanja que dividía el prado del parque, pero se
tendió un puente para dejar paso a los vencedores, y los grupos de invitados
permanecieron en pie, sentados en bancos o repartidos a ambos lados del espacio
libre, desde las carpas blancas hasta la zanja.
EL BAILE
A rthur había elegido el vestíbulo principal como sala de baile, y había acertado,
porque ninguna otra estancia era tan espaciosa ni gozaba de la ventaja de que
sus puertas diesen al jardín; además ninguna tenía tan fácil acceso desde las demás
habitaciones. En realidad, el suelo de piedra no era apropiado para bailar, pero los
danzarines estaban acostumbrados a bailar en Navidad sobre las losas de la cocina.
Era uno de esos vestíbulos que hacen parecer armarios a las habitaciones que
desembocan en ellos, y que están adornados con ángeles de estuco, con trompetas y
guirnaldas de flores en el alto techo, así como por grandes medallones y distintos
héroes en las paredes, alternando con algunas estatuas metidas en hornacinas. Es
decir, un lugar muy apropiado para colocar grandes ramas de verde, y el señor Craig
tuvo así ocasión de lucir su buen gusto y sus maravillosas plantas de estufa. Los
anchos peldaños de la escalera de piedra estaban cubiertos de almohadones para que
sirvieran de asiento a los niños que habían de presenciar el baile hasta las nueve y
media, vigilados por las doncellas; y como la fiesta estaba reservada para los
principales arrendatarios, el espacio disponible era suficiente. Grandes lámparas de
papel de colores colgaban entre guirnaldas de vegetación e iluminaban el vestíbulo.
Cuando las esposas y las hijas de los agricultores se asomaron a aquel lugar, creyeron
que no era posible una esplendidez mayor y se imaginaron cómo serían las
habitaciones del rey y de la reina. Al pensar en los primos y conocidos que quedaban
fuera se apenaron al advertir que no tendrían esa ocasión de ver cómo marchaban las
cosas en el gran mundo. Aunque el sol no se había puesto aún, las lámparas estaban
ya encendidas, y en el exterior reinaba aquella luz suave que permite ver los objetos
con mayor claridad que en pleno día.
Alrededor de la casa se desarrollaba una escena muy agradable. Los granjeros y
sus familias paseaban por el césped, entre las flores y los arbustos, o por el ancho
camino que nacía en la fachada este; a ambos lados del camino se extendía una faja
de musgo interrumpida de vez en cuando por algún cedro de ancha copa o por algún
gran abeto piramidal que dirigía sus ramas hacia el suelo. Poco a poco iban
desapareciendo del jardín los grupos de aldeanos; los jóvenes eran atraídos por las
luces que empezaban a resplandecer en las ventanas de la galería de la abadía
destinada a sala de baile para ellos, y algunos de los mayores creían ya llegada la
ocasión de volver a casa. Entre estos últimos figuraba Lisbeth Bede, y Seth la
acompañó, no sólo impulsado por el amor filial, sino porque su conciencia no le
habría permitido tomar parte en el baile. Para Seth aquel día había resultado muy
melancólico; nunca había tenido más presente a Dinah que en aquella fiesta, donde
nada se le parecía. Cuanto más miraba a los rostros frívolos de las muchachas
UNA CRISIS
UN DILEMA
A penas habían pasado unos minutos, aunque a Adam le parecieron horas, cuando
percibió un destello de vida en el rostro de Arthur, acompañado de un
estremecimiento en su cuerpo. La intensa alegría que inundó su alma reavivó una
parte de su antiguo afecto.
—¿Le duele algo, señor? —preguntó cariñosamente aflojando la corbata de
Arthur, quien dirigió a Adam una mirada vaga y se sobresaltó al recobrar la memoria.
No hubo respuesta.
—¿Le duele algo, señor? —repitió Adam con voz temblorosa. Arthur llevó la
mano a los botones del chaleco, y en cuanto Adam los desabrochó dio un gran
suspiro.
—Deja que repose la cabeza en el suelo —dijo débilmente—, y dame un poco de
agua.
Adam dejó suavemente en el suelo la cabeza del caballero y vaciando el capazo
de las herramientas, echó a correr hacia el extremo de la alameda en busca de un
arroyo. Al volver con el capazo, que dejaba escapar el agua aunque todavía estaba
medio lleno, Arthur le dirigió una mirada más despierta.
—¿Puede beber con la mano, señor? —preguntó Adam arrodillándose de nuevo
para levantar la cabeza de Arthur.
—No —contestó éste—; mójame la cabeza.
El agua le fue muy bien, y finalmente pudo incorporarse apoyado en el brazo de
Adam.
—¿Siente algún dolor en la cabeza, señor? —preguntó Adam.
—No, ninguno; pero no tengo fuerzas para nada. —Hizo una pausa y luego dijo
—: Supongo que he perdido el sentido cuando me has dado un golpe y me he caído al
suelo.
—Sí, señor. Y a Dios gracias no ha sido nada —contestó Adam—. Creía que
habría sido peor.
—¿De modo que pensabas que me habías matado? Ven, ayúdame a ponerme en
pie. Todo da vueltas a mi alrededor y apenas puedo andar —dijo Arthur mientras se
apoyaba en el brazo de Adam—. Me has dado un puñetazo terrible. Creo que no soy
capaz de andar solo.
—Apóyese en mí, señor. Yo le llevaré —dijo Adam—. ¿Prefiere estar un rato
sentado sobre mi chaqueta? Yo le sostendré y es posible que se encuentre mejor
dentro de un par de minutos.
—No —dijo Arthur—. Iré al Hermitage, allí hay un poco de licor. Estamos muy
cerca de la puerta. Ayúdame a llegar allí.
A LA MAÑANA SIGUIENTE
A rthur no pasó la noche en vela, sino que durmió bien y duran, te muchas horas.
Pero a las siete tiró de la campanilla y asombró a Pym declarando que iba a
levantarse y que a las ocho en punto quería desayunar.
—Procura también que esté ensillada mi yegua a las ocho y media, y cuando baje
mi abuelo dile que esta mañana estoy mucho mejor, y que he salido a dar un paseo.
Hacía ya una hora que estaba despierto y no tuvo paciencia para permanecer más
tiempo en la cama. En el lecho, el día de ayer es siempre opresivo. Y un hombre que
puede levantarse, aunque no sea más que para silbar o para fumar, tiene ya un
presente que ofrece alguna resistencia al pasado y sensaciones que se oponen a los
recuerdos tiránicos. Arthur se dijo que un paseo a caballo acabaría de entonarle.
Hasta la presencia de Pym, que le atendía con la deferencia habitual, era algo
agradable para él después de las escenas del día anterior. El hecho de haber perdido el
respeto de Adam era una herida en su autoestima que le infundía la sensación de
haber perdido la dignidad a los ojos de todos, igual que el sobresalto producido por
un peligro real asusta a la mujer nerviosa, impidiéndole incluso andar pues todas sus
percepciones se confunden con la sensación del peligro.
Como ya sabemos, Arthur tenía una naturaleza afectuosa. Los actos de bondad
eran para él tan fáciles como una mala costumbre; eran la exteriorización habitual de
su debilidad y de sus buenas cualidades, de su egoísmo y de su simpatía. No le
gustaba ser testigo del dolor y, en cambio, quería ser mirado por ojos agradecidos,
como dispensador del placer. Cuando tenía siete años dio un día un puntapié a un
cuenco de caldo del jardinero, sin otro motivo que el placer de darlo y sin fijarse en
que aquello contenía la comida del anciano; pero al enterarse de tan triste hecho, sacó
del bolsillo su caja de lápices preferida y un cuchillo de mango de plata y se los
ofreció como compensación. Desde entonces fue siempre así, deseoso de hacer
olvidar cualquier ofensa mediante una compensación. Si en su naturaleza había
alguna amargura, sólo podía sentirla contra quien no quisiera reconciliarse con él. Y
quizás había llegado el momento de sentir esa amargura. En el primer momento
experimentó dolor y remordimiento al descubrir que la felicidad de Adam dependía
de sus relaciones con Hetty. De haber existido la posibilidad de dar a Adam una
compensación diez veces mayor, o si un regalo o algo semejante hubiese devuelto a
Adam la alegría y la posibilidad de seguir considerando a Arthur como un
bienhechor, no hay duda de que éste se habría apresurado a dejarle satisfecho sin
vacilar un momento, y hasta se sentiría más inclinado a él, sin cansarse nunca de
indemnizarle. Pero Adam no podía aceptar compensación alguna; sus sufrimientos no
podían ser borrados de ese modo, y ninguna recompensa habría sido capaz de
«Tal vez tiene razón en no querer verme —pensó Adam—. No hay ninguna
necesidad de que crucemos palabras desagradables, y tampoco serviría de nada que
nos diésemos la mano, diciéndonos que volvemos a ser amigos. No nos une ya la
amistad, y es mejor no fingir.
Comprendo que el perdón es un deber del hombre, pero a mi juicio eso no
significa sino que se está dispuesto a abandonar toda idea de venganza; nunca puede
indicar que se tienen los mismos sentimientos que antes, pues eso es imposible. Él ya
no es el mismo hombre para mí; es como si hubiese medido mi trabajo desde un
punto de partida falso y tuviese que repetir la operación».
Pero el problema de la entrega de la carta absorbió pronto todos sus
pensamientos. Arthur se había quedado tranquilo dejando que Adam tomase esta
decisión después de avisarle; y Adam, que no era hombre dado a la indecisión, vaciló
entonces. Tomó, por fin, la resolución de adoptar algunas precauciones que le
indicasen lo que convenía hacer, averiguando, en cuanto le fuese posible, el estado de
ánimo de Hetty antes de decidirse.
LA ENTREGA DE LA CARTA
DINAH MORRIS
EN EL DORMITORIO DE HETTY
Y a no había bastante luz para acostarse sin una vela, ni siquiera en casa de la
señora Poyser, donde todo el mundo se iba a dormir temprano; así pues, Hetty
empuñaba una al subir a su dormitorio poco después de la marcha de Adam, y una
vez allí cerró la puerta por dentro. Por fin podría leer la carta. Era preciso encontrar
algún consuelo. ¿Cómo podía Adam saber la verdad? Era muy explicable que el
joven hablase como lo hacía.
Dejó la vela sobre un mueble y sacó la carta. Olía débilmente a rosas, lo cual le
dio, por un instante fugaz, la ilusión de que Arthur estaba a su lado. Luego llevó la
misiva a los labios y sintió que desaparecían todos sus temores. Mas su corazón
empezó a palpitar de un modo raro y le temblaron las manos al romper el sello. Leía
con lentitud, pues no tenía facilidad para comprender la escritura de un caballero,
aunque Arthur se había esforzado en escribir del modo más claro posible.
Hetty leyó lentamente esta carta y, cuando levantó el rostro, en el antiguo y turbio
espejo se reflejó su palidez, un rostro blanco como el mármol, de formas infantiles;
pero en él se veía algo más intenso que la tristeza propia de una niña. Hetty no vio su
propio rostro, no vio nada, y sólo sintió que tenía frío, que se encontraba mal y que
temblaba. La carta se agitó en su mano y luego la dejó encima del mueble. Aquel
temblor y aquel frío eran algo horrible que le hacía olvidar las ideas que lo producían,
y se levantó para tomar una gruesa capa con la que se envolvió y se sentó, como si
solamente quisiera recobrar el calor. Luego tomó la carta con mano más firme, y
empezó a leerla de nuevo. Aquella vez se le llenaron los ojos de lágrimas, y fueron
tan abundantes que la cegaron y hasta humedecieron el papel. Sólo comprendía que
Arthur se mostraba muy cruel, tanto por escribirle de aquel modo como por no querer
casarse con ella. Para ella no existían razones que lo impidiesen. ¿Cómo podía creer
que resultaría una desgracia de la realización de todos sus sueños? No podía
imaginarse la posibilidad de aquella desdicha de ninguna manera.
Al dejar de nuevo la carta, descubrió en el espejo su propia imagen; tenía los ojos
enrojecidos y el semblante húmedo de lágrimas. Se veía como una compañera que
pudiese compadecerse de ella. Se apoyó en los codos y contempló aquellos ojos
oscuros y llenos de lágrimas; se fijó en la boca temblorosa; observó que las lágrimas
E n la reunión del siguiente sábado por la tarde en Donnithorne Arms, hubo una
discusión muy animada acerca del incidente ocurrido aquel mismo día; nada
menos que la segunda aparición del individuo elegante de botas altas, y que, según
decían algunos, era un granjero que deseaba arrendar la granja del cazadero, mientras
que otros sostenían que era el futuro administrador; pero el señor Casson, testigo
personal de la visita del forastero, dijo desdeñosamente que no era más que un
recaudador, como lo había sido el mismo Satchell. Nadie pensó siquiera en
contradecir el testimonio del señor Casson, que aseguraba haber visto al forastero.
—Le he visto con mis propios ojos —dijo—. Le vi venir a lo largo del prado del
manzano silvestre, iba en una yegua de pelo corto. Yo me disponía a tomar un vaso
de vino, pues eran las diez de la mañana, hora en que acostumbro a hacerlo. Y dije a
Knowles cuando se acercó con su carro: «¿Quieres hoy un poco de cebada,
Knowles?». Y me volví hacia el granero por el lado del camino de Treddleston.
Entonces, al pasar junto al fresno, vi al hombre de las botas altas que venía montado
en una yegua de pelo corto. ¡Que no me mueva más si miento! Me quedé quieto hasta
que se acercó, y le dije: «Buenos días, señor». Deseaba oír su voz para saber si era un
campesino, y por eso repetí: «Buenos días, señor. Hace muy buen tiempo para la
cebada, ¿no le parece? Si tenemos suerte habrá buena cosecha». Y él me contestó:
«Tiene razón». Pero por el acento de sus palabras —añadió el señor Casson guiñando
un ojo—, comprendí que no procedía de ciento cincuenta kilómetros de distancia y
estoy seguro de que mi acento debió de parecerle raro, como os ocurre a todos los de
Loamshire que no habláis como es debido.
—¿Que no hablamos como es debido? —exclamó Barde Massey con acento
desdeñoso—. Usted sí que habla como es debido, igual que un cerdo que chilla
podría figurarse que toca el cornetín.
—Tal vez me engaño —contestó el señor Casson con amarga y sardónica sonrisa
—. Me parece que un hombre que ha vivido, como yo, muchos años entre caballeros,
ha de saber lo que es hablar bien, por lo menos tanto como un maestro de escuela.
—No dudo —contestó Barde con tono irónico— de que usted se ha forjado
ilusiones acerca de la perfección de su acento. Puede estar seguro de que cuando la
cabra de Michael Holdsworth empieza a balar, se figura que lo hace con un acento
intachable.
Como todos eran naturales de Loamshire, ni uno sólo dejó de burlarse del señor
Casson, quien, muy juiciosamente, volvió a referirse al primer asunto de la
conversación, el cual, lejos de quedar agotado en una sola velada, se renovó al día
siguiente en el cementerio, antes de la misa.
MÁS ESLABONES
R ecogieron por fin la cebada y se celebraron las cenas de las cosechas sin
esperar la de las habas. Se cosecharon también las manzanas y las nueces, y se
guardaron debidamente. El olor a suero de las granjas había sido sustituido por un
fuerte aroma de cerveza. Los bosques que había detrás del cazadero adquirieron un
solemne esplendor bajo los cielos encapotados. Llegó la fiesta de San Miguel, con sus
olorosos cestos de ciruelas y sus flores aromáticas; pero el señor Thurle, aquel
imponente y magnífico granjero, no acudió a la granja del cazadero, y el anciano
caballero no tuvo más remedio que buscar un nuevo arrendatario. Era cosa sabida en
las dos parroquias que el plan del caballero se había frustrado a consecuencia de la
negativa de los Poyser, que no quisieron aceptar sus condiciones, y en todas las
granjas de la vecindad se discutieron las verdades de la señora Poyser con un
entusiasmo que aumentaba gracias a la repetición frecuente. Las nuevas de que
Bonaparte volvía de Egipto eran relativamente insípidas, y la derrota de los franceses
en Italia carecía de importancia al lado de la que sufrió el viejo caballero ante la
señora Poyser. El señor Irwine había oído una versión distinta del hecho de labios de
cada uno de sus feligreses con excepción de los habitantes del cazadero. Pero, como
siempre, evitó con habilidad cualquier disputa con el señor Donnithorne y no pudo
darse el placer de reírse del chasco del viejo con nadie más que con su propia madre,
la cual declaró que, si sus medios se lo permitían, de buena gana concedería una
pensión vitalicia a la señora Poyser; no obstante, como compensación, quiso invitarla
a fin de oír de sus labios un relato de la escena ocurrida.
—No, no, mamá —dijo el señor Irwine—. Eso ha sido un acto de justicia
irregular por parte de la señora Poyser, y un magistrado como yo no debe apoyar este
proceder. Tampoco debe saberse que yo estoy enterado del asunto, pues perdería la
poca influencia que tengo sobre el anciano.
—Pues bien, me gusta esa mujer bastante más que sus quesos de crema —dijo la
señora Irwine—. Posee el ánimo de tres hombres, y tiene una lengua afilada.
—¡Ya lo creo! Su lengua corta como una navaja de afeitar. Además, su
conversación es muy original. Es una de esas inteligencias no cultivadas que
suministran a una comarca toda clase de proverbios. Ya le dije lo que una vez oí de
sus labios refiriéndose a Craig: «Creo que se parece a un gallo que está convencido
que el sol sale todos los días con el único objeto de oírle cantar». Es una fábula de
Esopo en una sola frase.
—De todos modos será muy desagradable que el viejo no les renueve su
arrendamiento el próximo día de San Miguel. ¿No te parece?
—Quizás sí lo haga. Además, Poyser es un arrendatario tan bueno, que sin duda
EL NOVIAZGO
EL TEMOR OCULTO
A dam estuvo muy atareado durante el tiempo que medió entre los meses de
noviembre y febrero, y raras veces, si se exceptúan los domingos, pudo ver a su
prometida. Sin embargo, en aquella temporada fue muy feliz, pues veía acercarse el
día de su casamiento, ya definitivamente señalado para celebrarse en los primeros
días del mes de marzo. A la casa vieja se habían añadido dos nuevas habitaciones,
porque finalmente se convino que su madre y su hermano vivirían con ellos. Lisbeth
se echó a llorar de tal manera al pensar que tendría que dejar a Adam, que éste rogó a
Hetty que, por amor a él, consintiera en el deseo de la anciana de vivir con ellos.
Con gran alegría por parte de Adam la joven aceptó, porque su mente estaba en
aquel momento agobiada por otros temores y poco le importaban los caprichos o
deseos de Lisbeth. Adam se consoló muy pronto del disgusto que le dio Seth cuando,
al regresar de su visita a Snowfield, le dijo que su empeño había sido inútil, pues
Dinah no pensaba siquiera en casarse. Y cuando Adam dijo a su madre que Hetty
consentía en vivir con todos y que ya no habría necesidad de pensar en separarse, la
anciana le contestó en un tono más alegre que nunca desde que se habló de su
casamiento:
—Bueno, hijo mío; así seré feliz. Yo no me ocuparé más que de los trabajos
pesados para que ella no se canse y, además, no tendremos que repartir la vajilla, que
siempre he visto en los mismos estantes.
En el cielo de la felicidad de Adam sólo había una nube: a veces Hetty parecía ser
desgraciada. Pero a todas sus preguntas ansiosas y tiernas, ella contestaba con voz
firme que estaba muy satisfecha y que no deseaba nada más. Y después de estas
palabras, se mostraba más alegre que de costumbre. Tal vez sólo estaba algo cansada
del trabajo y agobiada por la ansiedad, porque poco después de Navidad la señora
Poyser cogió otro resfriado, que se convirtió muy pronto en una inflamación de los
pulmones, y esta enfermedad la retuvo en cama durante todo el mes de enero. Hetty
tuvo que cuidar del gobierno de la casa y hasta suplir a Molly mientras ésta cuidaba a
su señora; y, al parecer, la joven se entregó en cuerpo y alma a sus nuevas funciones
con todo el ardor de que era capaz, de modo que el señor Poyser decía a Adam que
sin duda se proponía demostrar cuán buena ama de casa sería; pero como al mismo
tiempo temía que se excediese en su trabajo, comprendía que debería gozar de algún
descanso en cuanto su tía estuviese restablecida.
Este deseado acontecimiento ocurrió en la primera quincena de febrero, cuando
ya el tiempo fue más benigno y empezó a fundirse la nieve en las montañas. Pocos
días después de que su tía bajase a la cocina, Hetty fue a Treddleston a comprar
algunas cosas que se necesitaban para la boda, y la señora Poyser la regañó por no
E l viejo cochero de Cakburne, al ver a aquella hermosa joven entre los viajeros
del exterior, la invitó a sentarse a su lado y, considerándose en su calidad de
cochero y de hombre en la obligación de iniciar el diálogo por medio de una broma,
así lo hizo en cuanto hubieron abandonado los mojones indicadores de la proximidad
de la población. Después de dar varios latigazos y de dirigir con el rabillo del ojo
algunas miradas a Hetty, levantó los labios por encima de la bufanda y exclamó:
—Estoy seguro de que, por lo menos, mide metro ochenta y cinco de alto, ¿no es
así?
—¿Quién? —preguntó Hetty algo sobresaltada.
—Pues el novio a quien ha dejado atrás o al lado del cual se dirige ahora.
Hetty se sonrojó y luego palideció, figurándose que aquel cochero sabía algo de
ella. Sin duda conocería a Adam y le diría adonde había ido, pues para los
campesinos es difícil creer que las personas notables de su propia parroquia no son
conocidas en las demás y, de igual modo, Hetty no podía imaginarse que una broma
casual coincidiese de tal modo con la verdad. Por esa razón se quedó demasiado
asustada para contestar.
—¡Vamos, vamos! —dijo el cochero al observar que su chanza no tenía el éxito
esperado—. No se lo tome en serio, y si se ha portado mal ese muchacho, busque otro
novio. Una hermosa joven como usted puede tener los que quiera.
Hetty se tranquilizó un tanto al observar que el cochero ya no aludía a sus asuntos
personales, pero no se atrevió a preguntarle sobre el camino que había de seguir para
ir a Windsor. Le dijo que iba a poca distancia de Stoniton, y así, en cuanto el coche se
detuvo ante una posada, se apresuró a alejarse hacia otra parte de la ciudad. Al forjar
el plan de irse a Windsor no previo ninguna dificultad, pues sólo pensaba en huir; y
cuando hubo logrado su propósito gracias a la fingida visita a Dinah, se concentró en
su encuentro con Arthur y también imaginó la acogida que éste le dispensaría sin
preocuparse para nada de los incidentes del viaje. Era demasiado ignorante para
prever ningún detalle, y con el dinero que llevaba, o sea tres guineas, se creyó
ampliamente provista. Solamente al conocer el coste del pasaje en el coche que iba a
Stoniton empezó a alarmarse con respecto al resto del viaje, y entonces, por vez
primera, comprendió su ignorancia acerca de los lugares que había de atravesar para
llegar a Windsor. Angustiada por esta nueva alarma, atravesó las tristes calles de
Stoniton y, por fin, se metió en una mala posada en busca de un alojamiento barato
para pasar la noche. Una vez allí preguntó al posadero si podía indicarle el camino
que había de seguir para llegar a Windsor.
—No lo sé muy bien —contestó el interpelado—. Windsor debe de estar muy
H etty estuvo demasiado enferma durante el resto de aquel día para contestar a
las preguntas que le dirigían y ni siquiera pudo pensar con claridad sobre los
males que la aguardaban. Únicamente comprendió que sus esperanzas se habían
disipado y que, en vez de encontrar un refugio, había hallado un desierto donde no
había un lugar para ella. La cama cómoda y los cuidados de la buena hostelera le
proporcionaron algún alivio, semejante al que experimenta el hombre fatigado de
andar que decide tenderse en la arena en vez de seguir camino bajo los ardientes
rayos del sol.
Pero cuando el sueño y el descanso le hubieron devuelto la fuerza necesaria para
recobrar la conciencia de su situación; cuando, a la mañana siguiente, la luz del
amanecer la obligó a concentrarse de nuevo en buscar remedio a sus dolores, empezó
a preguntarse qué podía hacer; luego recordó que ya no tenía dinero y se estremeció
al imaginarse errante entre desconocidos; la experiencia de su viaje a Windsor no le
abría perspectivas muy prometedoras. ¿Hacia dónde se encaminaría? ¿Qué haría?
Aun en el caso de que pudiese conseguirlo, no le habría sido posible dedicarse a
ningún trabajo. No le quedaba más remedio que mendigar. Recordó entonces a una
mujer joven a quien un domingo encontraron apoyada en la pared de la iglesia de
Hayslope, casi muerta de frío y de hambre, y con un niño en brazos. La recogieron y
la llevaron a la parroquia. ¡La parroquia! El lector no podrá comprender el efecto de
estas palabras en una mente como la de Hetty, que se había educado entre personas de
sentimientos algo duros con respecto a la pobreza, que vivían entre los campos y se
compadecían muy poco de la miseria y de los harapos, pues si bien en las ciudades se
ven como una desgracia, en los pueblos se consideran el resultado de la pereza y del
vicio. Y, precisamente, la pereza y el vicio proporcionaban cargas a la parroquia.
¡Cuánto deseaba estar de nuevo en su casa, querida y cuidada como siempre había
estado! Las riñas de su tía por naderías le habrían parecido deliciosa música, y hasta
las echaba de menos, porque no había entonces nada grave de que acusarse. ¿Podía
ser ella la misma Hetty que solía ocuparse de hacer la manteca en la lechería,
mientras por la ventana se asomaban las rosas? ¿Sería la misma fugitiva a quien sus
amigos no querrían abrir la puerta, la misma que estaba tendida en aquel lecho
extraño, sabiendo que no tenía dinero para pagar los cuidados que recibía y que
debería ofrecer a aquellos desconocidos algo de la ropa que llevaba en el cesto?
Entonces pensó en su guardapelo y en sus pendientes, y viendo que tenía cerca el
bolso, lo cogió y extendió el contenido sobre el lecho. En sus estuchitos forrados de
seda granate encontró el guardapelo y los pendientes; un dedal de plata con la
inscripción «Acuérdate de mí»; un canuto de acero con un chelín dentro y una
PESQUISAS
Adam iba mucho más deprisa, y cualquiera que hubiese transitado por el camino
de Oakbourne aquella mañana a la salida del sol, habría recibido una impresión muy
agradable al ver a aquel muchacho alto y fornido que andaba con paso vivo y con la
marcialidad propia de un soldado mientras dirigía sus ojos agudos y alegres hacia las
azules montañas que empezaban a mostrarse a la luz del sol. Pocas veces en la vida
de Adam estuvo su rostro tan libre de inquietud como aquella mañana; y esta
serenidad, como ocurre casi siempre en las mentes prácticas como la suya, le hacía
más atento a los objetos que le rodeaban y le disponía mejor a hacer observaciones
aplicables a sus planes favoritos y a sus ingeniosas ideas. Su felicidad, el
conocimiento de que sus pasos lo aproximaban cada vez más a Hetty, que muy pronto
sería suya, era para sus pensamientos lo que el dulce aire de la mañana para sus
sensaciones, y le daba un bienestar que hacía agradabilísima la actividad. De vez en
cuando sus pensamientos se detenían sólo en Hetty, alejando toda otra imagen que no
se refiriese a ella; y, al mismo tiempo, sentía un agradecimiento intenso por haber
sido favorecido por aquella felicidad, maravillándose de que la vida pudiese resultar
tan dulce. Nuestro amigo Adam tenía una mente devota, aunque quizás mostraba
alguna impaciencia con respecto a las palabras de devoción; su ternura estaba muy
cerca de su reverencia, de modo que en cuanto se agitaba una, lo mismo le ocurría a
SE RECIBEN NOTICIAS
LA AMARGURA
E l señor Irwine regresó de Stoniton aquella misma noche, en una silla de posta, y
las primeras palabras que Carrol le dijo al llegar fueron que el caballero
Donnithorne había muerto. Lo habían encontrado inerte en su cama, a las diez de
aquella mañana. Además, le dijo que la señora Irwine le esperaba despierta y que
había encargado que no se acostase sin verla.
—¡Gracias a Dios que has regresado, Dauphin! —dijo la señora Irwine al ver
entrar a su hijo—. Resulta que el mal estado del anciano caballero, que le obligó a
llamar a Arthur de modo tan repentino tenía, sin duda, enorme importancia. Supongo
que Carrol te habrá dicho ya que esta mañana encontraron a Donnithorne muerto en
la cama. Otra vez creerás mis profecías, aunque me atrevo a decirte que no viviré lo
suficiente para pronosticarte sino mi propia muerte.
—¿Y qué han hecho con Arthur? —preguntó el señor Irwine—. ¿Han mandado
algún mensajero para esperarle en Liverpool?
—Sí, Ralph salió con este objeto antes de que nosotros recibiésemos la noticia.
No sabes lo que me alegro de vivir todavía para ver a mi querido Arthur dueño del
cazadero y administrando las propiedades con bondad y generosidad. Ahora será tan
feliz como un rey.
A su pesar, el señor Irwine profirió un ligero gemido. Estaba agotado por la
ansiedad y por la pena, y las ligeras palabras de su madre le resultaban casi
intolerables.
—¿Qué te pasa, Dauphin? ¿Ha ocurrido algo desagradable? ¿O quizás piensas en
el peligro que puede correr Arthur al cruzar el terrible canal de Irlanda en esta época
del año?
—No, madre. No pensaba en eso. Pero no estoy de humor para alegrarme ahora.
—Te ha preocupado demasiado ese asunto legal que te obligó a ir a Stoniton. ¿De
qué se trata, que no puedes decírmelo?
—Ya lo sabrá, madre. Por el momento no puedo decírselo. Buenas noches. Espero
que podrá dormir ahora; ya no tengo nada más que comunicarle.
El señor Irwine desistió de enviar una carta al encuentro de Arthur, puesto que ya
no serviría para apresurar su regreso; las noticias de la muerte de su abuelo le traerían
con tanta celeridad como fuese posible. Se dispuso a acostarse para gozar de un
descanso merecido antes de que llegase la mañana, y con ella el deber de comunicar
aquellas horribles nuevas a Hall Farm y al hogar de Adam.
El joven no había regresado aún de Stoniton, pues no se decidía a ver a Hetty,
pero tampoco a alejarse de ella.
—Es inútil, señor —dijo al rector—. Es inútil que regrese, porque no podría
U na habitación alta, en una calle triste de Stoniton, con dos camas, una de ellas
sobre el suelo. Eran las diez de la noche del jueves, y junto a la oscura pared
que había frente a la ventana cerrada e impedía que la luz de la luna luchara con la de
una pobre vela de sebo, estaba Bartle Massey fingiendo leer, aunque, en realidad,
miraba por encima de las gafas a Adam Bede, que se había sentado en el lado opuesto
de la estancia.
Si no se lo dijéramos al lector, éste no habría reconocido al joven; estaba mucho
más flaco, tenía los ojos hundidos y no se había afeitado; parecía un enfermo que
acaba de abandonar el lecho. Su cabello negro y espeso le cubría casi toda la frente y
no se preocupaba de apartarlo para observar mejor lo que le rodeaba. Tenía un brazo
apoyado sobre el respaldo de la silla y parecía estar contemplando sus manos
cruzadas. Pero al oír una llamada a la puerta se levantó.
—Ya está aquí —dijo Bartle Massey levantándose a su vez para abrir.
Era el señor Irwine; Adam se quedó de pie, con instintivo respeto, mientras el
señor Irwine se acercaba a él y le ofrecía la mano.
—Me he retrasado, Adam —dijo aceptando la silla que Bartle le ofrecía—. Pero
tardé en salir de Broxton más de lo que me proponía, aparte de que desde mi llegada
he estado muy ocupado. Ahora ya he terminado, por lo menos lo que se puede hacer
hoy. Sentémonos pues.
Adam tomó maquinalmente su silla, y Barde, a falta de otro asiento, se acomodó
en la cama que quedaba en segundo término.
—¿La ha visto, señor? —preguntó Adam con voz trémula.
—Sí, Adam. El capellán y yo hemos pasado un largo rato con ella.
—¿Le ha preguntado, señor…? ¿Le dijo algo acerca de mí?
—Sí —contestó el señor Irwine después de ligera vacilación—. Le hablé de
usted. Le dije que deseaba verla antes del juicio, si ella lo consentía.
Mientras el señor Irwine hizo una pausa, Adam lo miró con ojos interrogantes.
—Ya sabe que se niega a ver a todo el mundo, Adam. No se trata sólo de usted…;
alguna influencia fatal parece haber cerrado su corazón contra sus amigos y parientes.
Por eso se ha limitado a contestar «no» a mí y al capellán. Hace tres o cuatro días,
antes de que le hablara de usted, cuando yo le pregunté si quería ver a algún
individuo de su familia, quizás para franquearse con él, ella se echó a temblar y
replicó: «Dígales que no vengan a verme. No quiero ver a nadie».
Adam inclinó la cabeza y se quedó silencioso. Los tres callaron durante unos
momentos y luego Irwine dijo:
—No quisiera aconsejarle contra sus propios sentimientos, Adam, si éstos se
A la una del día siguiente, Adam estaba solo en su alta y triste habitación; su reloj
se hallaba sobre la mesa y al alcance de su mirada, como si pretendiera contar
los largos minutos. No sabía lo que podrían decir los testigos en el juicio, pues él
mismo había evitado conocer los detalles relacionados con la detención y la
acusación de Hetty. Aquel muchacho activo y valeroso, que sin vacilar se habría
enfrentado a cualquier peligro o trabajo para librar a Hetty de una desgracia, se sintió
impotente para presenciar un daño y un sufrimiento irremediables. Su cariño, que
habría sido una fuerza impulsora de ser posible emprender alguna acción, se convirtió
en angustia al verse obligado a observar la más absoluta pasividad; o bien buscó una
salida activa al pensar en aplicar la justicia a Arthur. Las naturalezas enérgicas,
fuertes para realizar grandes hazañas, se alejan con frecuencia de los que sufren sin
esperanza, como si tuviesen el corazón duro. A ello les obliga el dolor que se apodera
de ellos. Y retroceden movidas por un instinto que no pueden dominar, del mismo
modo como retrocederían ante un gran dolor físico. Adam estaba dispuesto a visitar a
Hetty, si ella lo consentía, por creer que podría resultar algún bien para la joven y
ayudarla a olvidar aquella dureza terrible de que le habían hablado. Si ella
comprendía que Adam no le guardaba rencor, tal vez le abriese su corazón. Pero tomó
esta resolución sólo a costa de un gran esfuerzo. Temblaba ante la idea de ver su
cambiado rostro, del mismo modo que una mujer asustada tiembla al pensar en el
bisturí del cirujano; y prefería pasar aquellas horas de incertidumbre dolorosa antes
de soportar la agonía de presenciar el juicio.
El sufrimiento profundo e indescriptible puede ser llamado bautismo,
regeneración e iniciación de un nuevo estado. Los tristes recuerdos, los amargos
pesares y la dolorosa compasión, así como las súplicas al derecho invisible, todas las
emociones intensas que llenaron los días y las noches de la semana anterior y que, de
nuevo, se presentaban a él como una ansiosa multitud en las horas de aquella mañana,
daban a Adam la impresión de que todos los años anteriores de su vida habían
transcurrido en una existencia soñolienta y le hacían creer que acababa de despertarse
para experimentar, con tremenda intensidad, toda clase de sensaciones. Le parecía
que siempre había dado muy poca importancia al sufrimiento de los hombres; y que
todo lo que antes había soportado y denominaba dolor, no era más que un simple
arañazo o un ligero golpe que no había dejado ninguna huella. Sin duda una gran
angustia puede realizar el trabajo de muchos años y es posible que salgamos de tal
bautismo de dolor con el alma llena de nueva comprensión y de nueva piedad.
—¡Oh, Dios mío! —gimió el joven mientras se apoyaba en la mesa y
contemplaba la blanca esfera del reloj—. ¿Es posible que los hombres hayan sufrido
EL VEREDICTO
L a sala que aquel día se utilizó para celebrar el juicio era una estancia enorme, en
la actualidad destruida por un incendio. La luz del mediodía, que caía sobre
aquella numerosa congregación de cabezas humanas, penetraba a través de una fila de
ventanas altas, de estilo gótico y provistas de cristales de colores. En el extremo más
lejano se veían unas oxidadas armaduras y bajo el amplio arco de la gran ventana, en
cuyo centro se alzaba una columna, colgaba una cortina de tapicería antigua, en la
que se divisaban unas tristes figuras que más parecían un sueño borroso de tiempos
pasados. Se trataba de un lugar que, durante el resto del año, parecía contener los
vagos recuerdos de reyes antiguos, desgraciados, destronados y encerrados en una
prisión. Pero aquel día habían huido todas aquellas sombras y ninguno de los que se
hallaban en la enorme sala sentía la presencia de un dolor imaginario, sino de otro
muy real que atravesaba los corazones generosos.
Pero aun ese dolor pareció leve cuando la alta figura de Adam Bede se mostró
junto al banquillo de la acusada. A la viva luz que reinaba en la sala y entre los
rostros flacos y afeitados de los demás hombres, las huellas del sufrimiento que se
advertían en su semblante llamaron la atención incluso del señor Irwine, que ya lo
había visto a la escasa luz de la habitación que ocupaba. Y los vecinos de Hayslope,
que estaban presentes y que, en su ancianidad, referirían la historia de Hetty Sorrel al
amor de la lumbre, jamás olvidaron mencionar cuánto se emocionaron al ver al pobre
Adam Bede, cuya alta cabeza sobresalía por encima de todo el mundo, en el
momento que fue a sentarse al lado de la joven.
Pero ésta no le vio. Se hallaba en la misma posición descrita por Barde Massey,
con las manos cruzadas y los ojos fijos en ellas. En los primeros instantes Adam no se
atrevió a mirarla; mas, por último, cuando la atención de la sala se fijó en los detalles
propios del juicio, volvió resueltamente el rostro hacia ella.
¿Por qué le habían dicho que estaba muy cambiada? En el cadáver de la persona
que amamos vemos el parecido, que entonces es más acentuado, por el hecho de que
antes vivía y ahora ya no existe. De nuevo vio Adam el dulce rostro y el hermoso
cuello, los delicados rizos, las largas y negras pestañas, las redondas mejillas y los
maravillosos labios; desde luego estaba pálida y flaca, pero seguía siendo la misma
Hetty de siempre. A otros quizás les parecería que el demonio la había transformado
con una sola de sus centelleantes miradas, arrugando el alma femenina que la
animaba y dejándole sólo una dura y desesperada obstinación. Pero Adam vio que
aquella acusada, pálida y desencajada, era la misma Hetty que le sonrió en el jardín,
bajo los manzanos; vio el cadáver de Hetty que, al principio, temió mirar, y del cual
luego ya no podía apartar los ojos.
EL REGRESO DE ARTHUR
EN LA CÁRCEL
P oco antes de la puesta del sol de aquella tarde, un caballero de cierta edad estaba
apoyado de espaldas contra la puertecilla de la cárcel de Stoniton, mientras
dirigía algunas palabras finales al capellán, mirando al suelo y acariciándose la barba
con aire pensativo. De pronto le obligó a levantar la mirada una voz clara y femenina
que preguntó:
—¿Me permiten entrar en la cárcel?
El interpelado volvió la cabeza y miró con atención a la que acababa de hablar,
aunque no le contestó.
—Yo la he visto antes de ahora —dijo por fin—. ¿Se acuerda del día en que fue a
predicar al parque de Hayslope, en Loamshire?
—Sí, señor. ¿Es usted el caballero que estuvo escuchando montado a caballo?
—Sí. ¿Para qué quiere entrar en la cárcel?
—Quisiera ver a Hetty Sorrel, a esa joven que ha sido condenada a muerte, y, si
se me permite, desearía hacerle compañía. ¿Tiene autoridad en la cárcel, señor?
—Sí. Soy magistrado y puedo lograrle el permiso de entrar. Pero ¿conoce a la
acusada?
—Sí. Somos parientes. Mi tía se casó con su tío, Martin Poyser. Yo estaba en
Leeds y no me enteré de esta desgracia a tiempo para venir antes. Y le ruego, señor,
por el amor de nuestro Padre celestial, que me deje entrar y permanecer con ella.
—¿Y cómo sabía que había sido condenada a muerte, si acaba de llegar de Leeds?
—Después del juicio he visto a mi tío, señor. El pobre ha regresado a su casa y a
la desgraciada pecadora la han olvidado todos. Por eso le ruego que obtenga el
permiso para que pueda quedarme a su lado.
—¡Cómo! ¿Tendrá el valor de permanecer toda la noche en la cárcel? Además, la
condenada está tan triste y silenciosa que apenas contesta cuando se le dirige la
palabra.
—¡Oh, señor! Tal vez Dios querrá abrir su corazón. No nos entretengamos.
—Pues, venga —dijo el anciano caballero llamando a la puerta para entrar—. Me
consta que tiene una llave para abrir los corazones.
En cuanto se halló en el patio de la cárcel, Dinah se quitó maquinalmente el gorro
y el chal, por la costumbre que tenía de hacerlo cuando predicaba, rezaba o visitaba a
los enfermos. Y, al entrar en la habitación del carcelero, dejó ambas prendas en una
silla, casi sin fijarse en lo que hacía. No se advertía en ella ninguna agitación, sino
una tranquilidad concentrada, como si aun cuando hablaba su alma estuviese
entregada a la oración y reposando en un apoyo invisible.
Después de hablar al carcelero, el magistrado se volvió hacia ella y le dijo:
HORAS DE ANGUSTIA
EL ÚLTIMO MOMENTO
H ubo un suspiro general que algunas personas recordaron mejor que sus propios
pesares cuando, en la mañana gris, la carreta fatal, en la que estaban subidas
dos mujeres, atravesó la multitud en dirección al horrible símbolo de la muerte
repentina y deliberadamente infligida.
Todo Stoniton había oído hablar de Dinah Morris, la joven metodista que había
conseguido que la obstinada criminal confesara, y, por consiguiente, había tanto
interés en verla a ella como a Hetty.
Pero Dinah apenas se fijaba en la multitud. Cuando Hetty vio la muchedumbre
que esperaba su paso, se abrazó convulsivamente a Dinah.
—Cierra los ojos, Hetty —le dijo su compañera—. Y recemos sin parar.
Y, en voz baja, mientras la carreta atravesaba la curiosa multitud, dirigió la última
súplica al cielo en favor de la temblorosa condenada, que se agarraba a ella como si
fuese una niña amedrentada que tratase de ocultarse en el regazo de su madre.
Dinah ignoraba el silencio de la multitud, que la contemplaba con admiración. No
sabía, tampoco, lo cerca que estaban de la plaza fatal. De pronto el vehículo se detuvo
y casi perdió el sentido al oír un fuerte y horrible grito, como si fuese el aullido de
numerosos demonios. El que profirió Hetty se mezcló con el de la muchedumbre, y
ambas jóvenes, horrorizadas, se abrazaron.
Pero aquel grito no era de maldición, ni tampoco de cruel alegría. Anuncia la
aparición de un jinete que atraviesa la multitud a galope. El caballo parece exánime,
pero aún responde a las espuelas del caballero, que mira con ojos de loco algo que
nadie más que él sabe. Agita una mano que sujeta un papel, como haciendo una señal.
El sheriff le reconoce. Es Arthur Donnithorne, que lleva en la mano el perdón,
conseguido tras grandes dificultades.
EN HALL FARM
EN LA CASITA
Dejó a un lado la escoba y cogió un trapo para quitar el polvo; quien hubiese
vivido en casa de la señora Poyser sabría cómo acostumbraba Dinah a limpiar, pues
no perdonaba el menor rincón, aunque estuviese oculto. Sólo quedaba la mesa donde
descansaban los papeles y las reglas de Adam, y Dinah se quedó indecisa, mirando
aquellos objetos con timidez. Era bochornoso ver cuánto polvo había por allí, y
mientras vacilaba, oyó unos pasos, que le parecieron de Seth, junto a la puerta abierta
sus espaldas, y en voz alta preguntó:
—Dígame, Seth, ¿se enfada mucho su hermano si le revuelven los papeles?
—Mucho, cuando no los devuelven a su sitio —dijo una voz profunda que no era
la de Seth.
Era como si Dinah hubiese tocado sin darse cuenta una cuerda muy tensa; se
estremeció y, por un momento, no supo lo que le ocurría. Luego se dio cuenta de que
se sonrojaba y no se atrevió a mirar a su alrededor; se quedó en silencio y muy
apurada al ver que no era capaz de dar los buenos días con naturalidad. Adam, al ver
que ella no se volvía para verle sonriente, temió que hubiese tomado en serio sus
palabras y se acercó a la joven de un modo que ella no tuvo más remedio que mirarle.
ADAM Y DINAH
S erían las tres de la tarde cuando Adam entró en el patio de la granja y despertó a
Alick y a los perros de su siesta dominguera. El pastor dijo que todo el mundo
había ido a la iglesia a excepción de la joven señora, pues así llamaba a Dinah. Sus
palabras no disgustaron a Adam, aunque «todo el mundo» comprendiese a Nancy, la
muchacha encargada de la lechería, cuyas tareas eran a veces incompatibles con su
asistencia a la iglesia.
En la casa reinaba el silencio; las puertas estaban cerradas y hasta las mismas
piedras parecían experimentar la influencia de un día festivo. Adam oyó el suave
goteo de la bomba, que era el único ruido perceptible, y luego llamó a la puerta con
suavidad, según convenía dado el silencio reinante.
Se abrió la hoja de madera y apareció Dinah ante sus ojos, sonrojándose
intensamente al ver a Adam a semejante hora del día, cuando, según le constaba,
tenía la costumbre de hallarse en la iglesia. El día anterior él habría dicho sin ninguna
dificultad «He venido a verle, Dinah, sabiendo que todos los demás están ausentes»,
pero hoy algo le impidió hablar así y, en silencio, le ofreció la mano. Ninguno de los
dos habló, aunque habrían deseado hacerlo, mientras Adam entraba y se sentaban.
Dinah ocupó la silla que acababa de abandonar y que estaba situada junto a la esquina
de la mesa y cerca de la ventana. En la primera había un libro cerrado, porque la
joven había estado sentada hasta entonces y contemplando el fuego del hogar. Adam
tomó asiento frente a ella, en el sillón del señor Poyser.
—Espero que su madre no esté enferma otra vez —dijo Dinah después de
recobrar el ánimo—. Seth me dijo que hoy se encontraba bien.
—En efecto, hoy está muy animada —contestó Adam satisfecho al advertir la
turbación de Dinah en su presencia, aunque a su vez se sintió algo tímido.
—Ahora no hay nadie más en casa —dijo Dinah—, pero puede esperar. Sin duda
algo le ha impedido ir a la iglesia.
—Sí —contestó Adam. Hizo una pausa y luego añadió—: Pensaba en usted. Por
eso no he ido a la iglesia.
El joven observó que hacía esta confesión de un modo repentino y al mismo
tiempo tímido, porque creyó que Dinah comprendería muy bien lo que quería decirle,
pero la franqueza de esas palabras hizo que ella las interpretase como la expresión de
un cariño fraternal por su próxima marcha, y con tranquilidad contestó:
—No tenga cuidado ni se inquiete demasiado por mí, Adam, porque en Snowfield
tengo todo cuanto me hace falta. Además, mi conciencia está tranquila, porque al
marcharme no ando en busca de mi propia satisfacción.
—Pero ¿y si las cosas fueran distintas, Dinah? —observó Adam con cierta
LA CENA DE LA COSECHA
C uando Adam se dirigía a su casa el miércoles por la tarde a eso de las seis, vio a
alguna distancia la última carga de cebada que transportaban a la puerta del
patio de Hall Farm y oyó los cánticos de la fiesta de la cosecha, elevándose y
descendiendo como una ola. Cada vez más débiles y más musicales a causa de la
distancia, llegaron hasta él las notas de las canciones, que murieron casi cuando se
hallaba ya en el arroyo del Sauce. El sol poniente, que alumbraba las cimas de las
montañas de Binton, convirtiendo las cabras en blancas manchas de luz, resplandecía
también sobre las ventanas de la casita, haciéndolas brillar entre los tonos ambarinos
o de amatista del paisaje. Aquello era más que suficiente para dar a Adam la
impresión de que estaba en un gran templo y de que el lejano canto era casi sagrado.
«Es maravilloso —pensó— ver cómo estos sonidos penetran en el corazón de
uno, como si fuesen una campana funeral, a pesar de que expresan uno de los tiempos
más alegres del año y la época en que los hombres están más llenos de gratitud. Tal
vez sea porque siempre resulta triste pensar en algo que ya ha pasado, y esto, en
realidad, es una despedida de todas nuestras alegrías. Se parece a lo que siento por
Dinah. Jamás me habría imaginado que su amor pudiese ser la mayor de las
bendiciones de mi vida si lo que yo supuse una bendición no me hubiera sido
arrancado violentamente, dejándome más necesitado que nunca y con mayor deseo de
un consuelo más grande y mejor».
Esperaba volver a ver aquella noche a Dinah y obtener el permiso de acompañarla
hasta Oakbourne; entonces le rogaría que fijase un plazo para que él pudiera ir a
Snowfield para saber si también tenía que renunciar a su última esperanza.
El trabajo en casa, y después ponerse el traje nuevo, le ocupó hasta las siete, hora
en que emprendió el camino hacia Hall Farm, dudando de si, a pesar de sus rápidos
pasos, llegaría a tiempo para tomar la carne asada que se serviría después del pudín,
pues la señora Poyser habría servido la cena con su característica puntualidad.
Cuando Adam penetró en la vivienda, percibió un gran ruido de cuchillos, de
platos de peltre y de cubiletes de estaño, pero ninguna voz se oía por encima de este
acompañamiento, porque como todos estaban ocupados en comer la carne asada, la
seriedad de tal asunto impedía a los buenos labradores ocuparse de otra cosa, aun en
el improbable caso de tener necesidad de comunicarse algo; y en cuanto al señor
Poyser, que estaba a la cabecera de la mesa, tenía bastante quehacer cortando la carne
para atender siquiera a la conversación de Barde Massey o del señor Craig.
—Aquí, Adam —dijo la señora Poyser, que estaba en pie vigilando a Molly y a
Nancy en su papel de camareras—. Aquí tiene su sitio, entre el señor Massey y los
niños. Ha sido una lástima que no llegase a tiempo, para ver el pudín entero.
En cuanto Alick hubo dado pruebas de que tenía el pulso muy firme, llegó la vez
al viejo Kester, que estaba a su derecha, y así sucesivamente hasta que cada uno de
los invitados se hubo bebido el jarro de cerveza bajo el estímulo del coro.
Tom Saft, maliciosamente, derramó un poco de cerveza como por casualidad,
pero la señora Poyser —con demasiado oficiosidad, según pensó él— intervino para
evitar la aplicación del castigo.
Cualquiera que hubiese oído los gritos que invitaban a beber continuamente, se
habría imaginado una escena distinta de la que ocurría en realidad, porque los
comensales no estaban embriagados ni mucho menos, ya que en aquel momento
observaban un antiguo rito, llevando a cabo una ceremonia respetable y solemne.
Barde Massey, cuyo oído era muy sensible, había salido para ver qué tiempo hacía y
no terminó su observación hasta que se apagaron los gritos de los invitados. Los
muchachos y Totty se quedaron muy tristes después de eso, porque les había
entusiasmado el ruido, y hasta la misma Totty, sentada en la rodilla de su padre,
contribuyó al escándalo con su diminuto puño cerrado.
En cuanto Barde volvió a entrar en la sala, se manifestó el deseo general de que
alguien cantase solo. Nancy declaró que Timothy el carretero conocía una canción
muy bonita, y el señor Poyser le invitó a que la cantase. Él se excusó, algo
avergonzado, pero fueron tantos los gritos generales y los codazos de Ben Tholoway,
que el carretero, enojado, llegó a perder la paciencia y se negó a cantar.
En vista de ello invitaron a hacerlo a un muchacho joven llamado David, quien se
sonrojó, se rió y se limpió la boca con la manga, como si se dispusiera a obedecer.
Pero fue en vano, porque el lirismo de la noche estaba entonces en la bodega y no
quería salir todavía.
Mientras tanto, la conversación que se sostenía en la cabecera de la mesa tomó un
carácter político. El señor Craig se refería con frecuencia a este asunto, porque se
jactaba de saber muchas cosas ignoradas.
—No leo los periódicos —dijo aquella noche—, aunque podría hacerlo si
quisiera, ya que la señorita Lydia recibe muchos y enseguida los tira. Sin embargo,
Mills se los lee de cabo a rabo, pero no por eso llega a enterarse de lo que dicen. Yo a
veces le digo: «Estoy seguro, Mills, de que a pesar de todo lo que lee, no se entera de
nada. Y voy a decirle lo que pasa. Usted se figura que el país marcha muy bien, pero
mi opinión es que nos gobiernan personas bastante peores que nuestros enemigos.
EL ENCUENTRO EN LA COLINA
CAMPANAS DE BODA
C orrían los últimos días de junio de 1807. Hacía ya media hora que se había
cerrado el taller de Adam Bede, en otro tiempo propiedad de Jonathan Burge, y
la suave luz de la tarde caía sobre la hermosa casa de paredes marrones y de tejado
gris.
Salía de la casa una figura que conocemos muy bien y que se protegía los ojos
con una mano paro mirar a gran distancia, porque los rayos del sol, que caían sobre
su blanco gorro y en sus cabellos castaños, eran realmente deslumbrantes. Luego la
mujer se alejó de la luz del sol para mirar hacia la puerta. Ya se podía distinguir bien
su rostro dulce y pálido, que apenas había sufrido algún cambio; sólo estaba un poco
más lleno, y congeniaba más con su figura maternal, que todavía se veía ligera y
activa en su traje negro riguroso.
—Ya le veo, Seth —dijo Dinah volviéndose hacia la casa—. Salgamos a su
encuentro. Ven, Lisbeth. Ven con tu madre.
Respondió a esta llamada una niña sonrosada, de cabellos de color castaño claro y
ojos grises, que apenas contaría cuatro años y que, corriendo, fue a coger la mano de
su madre.
—Acompáñanos, tío Seth —dijo Dinah.
—Ya vamos —contestó Seth desde dentro.
Seth tardó poco en aparecer y se inclinó al atravesar la puerta, pues estaba más
alto que de costumbre a causa de la negra cabeza de su sobrino de dos años, subido
sobre sus hombros.
—Vale más que lo lleves en brazos, Seth —dijo Dinah mirando con cariño al
pequeño.
—No, a Adam le gusta mucho que lo lleve en hombros y no hay inconveniente en
complacerle.
El pequeño Adam respondió a estas palabras de cariño golpeando con sus pies el
pecho de su tío Seth, para quien estar al lado de Dinah y dejarse tiranizar por los hijos
de ésta y de Adam constituía el colmo de felicidad.
—¿Dónde lo has visto? —preguntó cuando ya estaban en el campo de al lado—.
Yo no lo distingo todavía.
—Entre los setos del camino —contestó Dinah—. He podido divisar su cabeza y
sus hombros. Ahora aparece de nuevo.
—Buenos ojos tienes para verle —contestó Seth sonriendo—. Te pareces a mi
pobre madre. Siempre espiaba la llegada de Adam y, a pesar de su mala vista, lo
descubría antes que nadie.
—Ha tardado más de lo que pensaba —observó Dinah sacando de un bolsillo el
reloj de Arthur.
—Tenían mucho que decirse —replicó Seth—, y no hay duda de que la entrevista
ha sido emocionante para los dos. Casi han trascurrido ocho años desde que se vieron
de Troya, que emitía unas notas cuando los primeros rayos del sol la rozaban. <<