Adam Bede - George Eliot

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Adam

Bede es el intenso y minucioso retrato de un mundo de gentes


humildes, campesinos, obreros, seres que viven con fidelidad una vida
oculta. Es también la historia de un joven apuesto y con las ideas muy claras,
que sin saberlo se ve inmerso en un torbellino de pasiones que difícilmente
consigue controlar con su férrea voluntad. Y también es la crítica del ideal
femenino de la época, centrado sólo en la belleza de las mujeres. En esta
novela, George Eliot rechaza con un fino sentido del humor la clasificación de
buenos y malos propia de la literatura victoriana, pues si nos compadecemos
de la pobre y coqueta Hetty, no llegamos a aborrecer nunca al seductor
Arthur, y a veces la entereza y el sentido de la justicia de Adam nos resultan
irritantes.

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George Eliot

Adam Bede
ePub r1.0
Titivillus 20.01.17

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Título original: Adam Bede
George Eliot, 1859
Traducción: Manuel Vallvé
Ilustración de cubierta: Haymakers (1785), de George Stubbs

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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A fin de que puedas tener
claras imágenes ante tus alegres ojos
del generoso bosque bajo de la naturaleza
y de las flores que viven en la sombra. Y cuando
hablo de eso entre la grey que se ha desviado de su camino
o que ha caído, solamente serán separados
aquellos cuyo error o desliz necesite algo más
que indulgencia fraternal.

WORDSWORTH

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LIBRO PRIMERO

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I

EL TALLER

U tilizando una sola gota de tinta a guisa de espejo, el mago egipcio se dispone a
revelar, a cualquier cliente casual, lejanas visiones del pasado. Esto mismo es
lo que me dispongo a hacer por ti, lector. Con esta gota de tinta en la punta de mi
pluma, te mostraré el espacioso taller del señor Jonathan Burge, carpintero y
constructor, en el pueblo de Hayslope, según aparecía el día 18 de junio del año de
Nuestro Señor 1799.
El sol de la tarde daba calor a los cinco obreros que estaban ocupados en construir
puertas y marcos de ventana, así como entablados. El olor de la madera de pino,
procedente de un montón de tablones dispuestos en forma de tienda que había junto a
la puerta abierta, se confundía con el aroma de los saúcos que extendían su nieve
estival junto a la ventana abierta del lado opuesto; los inclinados rayos del sol
atravesaban las virutas transparentes que surgían ante el laborioso cepillo, y hacían
brillar el fino grano de un panel de roble apoyado contra la pared. En un montón de
aquellas blandas virutas había hecho su agradable cama un perro pastor, de pelaje gris
y rudo, que estaba tendido con el hocico entre las patas anteriores, frunciendo alguna
vez las cejas al dirigir una mirada hacia el más alto de los cinco obreros, que tallaba
un escudo en el centro de un panel de chimenea. A este obrero pertenecía la fuerte
voz que dominaba los ruidos del cepillo y del martillo cantando:

Despierta, alma mía, y con el sol


empieza tu deber diario;
sacude toda pereza…

Se interrumpió ante la necesidad de tomar unas medidas con mayor atención, y la


voz sonora se convirtió en leve silbido; mas luego se dejó oír otra vez con redoblado
vigor:

Haz que tus palabras sean sinceras


y tu conciencia clara como el mediodía.

Tal voz podía proceder solamente de un pecho amplio, y éste pertenecía a un


hombre de huesos bien desarrollados y cubiertos de excelentes músculos, de un metro
ochenta de altura, de espalda recta y cabeza tan bien equilibrada que, al incorporarse
para examinar su trabajo desde alguna distancia, tenía el aspecto de un soldado en
posición de descansen. Con los brazos arremangados hasta más arriba del codo,

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mostraba unos músculos dignos de alcanzar el primer premio en un concurso de
fuerza; sin embargo, la larga y esbelta mano, con las yemas de los dedos bastante
anchas, parecía más apropiada para las tareas de destreza. Adam Bede, con su cuerpo
alto y fornido, era sajón y tenía aspecto de tal; pero el cabello, de color negro
azabache, resultaba más notable por su contraste con el gorro de papel delgado y la
mirada aguda de los ojos oscuros que brillaban bajo unas cejas muy marcadas,
prominentes y móviles, lo cual indicaba que por sus venas corría también alguna
sangre celta. El rostro era grande, de facciones poco delicadas, y en su actitud de
reposo no tenía otra belleza que la expresión propia de un semblante inteligente,
honrado y alegre.
Con toda evidencia, el obrero que estaba a su lado era hermano de Adam. Tenía
casi su misma estatura, el mismo tipo de facciones, igual color del cabello y de la
piel; pero el parecido familiar hacía aún más visible la notable diferencia de
expresión, tanto en la figura como en el rostro. Los anchos hombros de Seth estaban
ligeramente encorvados; sus ojos eran grises, las cejas menos prominentes y más
apacibles que las de su hermano, y su mirada, en vez de aguda, era confiada y
benigna. Se quitó el gorro de papel, y así pudo verse que no tenía el cabello grueso y
lacio como el de Adam, sino fino y ondulado, de manera que permitía discernir el
contorno exacto del arco coronal que predominaba muy decididamente sobre el
semblante.
Los vagabundos tenían siempre la certeza de que recibirían una moneda de cobre
de Seth; pero, en cambio, apenas se atrevían a dirigir la palabra a Adam.
El concierto de las herramientas y de la voz de Adam fue interrumpido al fin por
Seth, quien, levantando la puerta en la que había estado trabajando intensamente, la
dejó apoyada en la pared y dijo:
—Bueno, hoy ya he terminado mi puerta.
Los obreros levantaron los ojos; Jim Salt, corpulento individuo de pelo rojo
conocido por el apodo de Sandy Jim, interrumpió su labor con el cepillo, y Adam,
dirigiendo una mirada de intensa sorpresa a Seth, le dijo:
—¡Cómo! ¿Te figuras que ya la has terminado?
—Sin duda —contestó Seth sorprendido a su vez—. ¿Qué le falta?
Un coro de carcajadas de los otros tres obreros obligó a Seth a mirar muy confuso
a su alrededor. Adam no tomó parte en la hilaridad general, pero en su rostro hubo
una leve sonrisa y, en un tono más suave que antes, observó:
—¿No ves que te has olvidado de los paneles?
Estalló de nuevo la risa cuando Seth se llevó las manos a la cabeza y se ruborizó
intensamente.
—¡Hurra! —gritó un individuo pequeño y flexible llamado Wiry Ben,
adelantándose para coger la puerta—. La colgaremos en el extremo del taller con un
cartel que diga: «Obra de Seth Bede, el metodista». Oye, Jim, trae el pote de la
pintura roja.

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—Callaos —dijo Adam—, y tú, Ben Cranage, déjale en paz. No me extrañaría
que te ocurriera algo así el día menos pensado. Entonces no tendrás tantas ganas de
reírte.
—Me gustará que me lo digas, Adam. Y eso me ocurrirá mucho antes de tener la
cabeza llena de tonterías metodistas —replicó Ben.
—Pero a veces la tienes llena de bebida, lo cual es peor.
Mientras tanto, Ben había tomado el pote de pintura roja y se disponía a empezar
su inscripción, dibujando en el aire una o a modo de prueba.
—Déjale en paz, ¿quieres? —Adam abandonó sus herramientas para acercarse a
Ben y cogerlo por el hombro derecho—. Déjale en paz, o te sacudiré de lo lindo.
Ben se estremeció bajo la presión de las manos de hierro de Adam; pero, como
hombrecito valeroso que era, no parecía dispuesto a desistir. Con la mano izquierda
tomó el pincel, que empuñaba en la impotente derecha, e hizo un movimiento como
si se dispusiera a pintar las letras con la izquierda. Un momento después Adam le
hizo dar media vuelta, lo cogió por el otro hombro y, empujándolo, lo sujetó contra la
pared. Entonces habló Seth:
—Suéltale, Adam. Ben sólo quería bromear. La verdad es que tiene derecho a
reírse de mí, y aun yo mismo no puedo evitar reírme de mi tontería.
—No lo soltaré hasta que prometa dejar en paz la puerta —dijo Adam.
—Vamos, Ben —dijo Seth en tono persuasivo—. No vayamos a tener una pelea
por esta causa. Ya sabes que a Adam le gusta salirse con la suya. Te resultaría más
fácil dar la vuelta a un carro en un callejón estrecho. Dile que vas a dejar la puerta, y
olvidémoslo.
—Adam no me asusta —dijo Ben—. Pero puesto que tú me lo pides, Seth, no
tengo inconveniente en prometerlo.
—Así me gusta, Ben —exclamó Adam riéndose y aflojando la presión de sus
manos.
Todos reanudaron sus trabajos, pero Wiry Ben, que había llevado la peor parte en
la pugna física, parecía dispuesto a compensar tal humillación con el éxito que
pudiera alcanzar gracias a sus sarcasmos.
—¿En qué pensabas, Seth? —empezó diciendo—. ¿Tenías la mente ocupada por
el precioso rostro de la predicadora o por su sermón? ¿Cuál de las dos cosas te hizo
olvidar el panel?
—Más valdría que me acompañases a oírla, Ben —replicó Seth con tono afable
—. Esta noche va a predicar en el parque; tal vez entonces podrías pensar un poco
más en ti mismo, en vez de perder el tiempo con esas canciones inmorales que tanto
te complacen. Podrías tener un poco de religión, y eso sería la mayor y mejor
ganancia que hicieras en tu vida.
—Ya vendrá el tiempo de eso, Seth. Pensaré en ello cuando quiera establecerme
en la vida; a los solteros nos importan poco esas ganancias. Quizás podré cortejar a
una mujer y a la religión a un mismo tiempo, siguiendo tu ejemplo, Seth; y

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seguramente no querrás que me convierta y me interponga entre ti y la hermosa
predicadora para acabar conquistándola yo.
—No temas, Ben; estoy seguro de que ni tú ni yo podremos conquistarla. Lo
único que debes hacer es ir a escuchar sus sermones. Entonces ya no volverás a
hablar de ella tan a la ligera.
—Casi me dan ganas de ir esta noche, si no encuentro buena compañía en el
Holly Bush. ¿Qué tema ha elegido para su sermón? Sin duda será: «¿Qué habéis
venido a ver? ¿Una profetisa? También os digo, y más que profetisa». En todo caso,
tú podrías repetirme el sermón, Seth, si yo no llegase a tiempo.
—Mira, Ben —dijo Adam con cierta severidad—, deja en paz las palabras de la
Biblia, porque te estás pasando.
—¡Cómo! ¿Te molesta lo que he dicho, Adam? Hace muy poco tiempo eras
totalmente contrario a que las mujeres predicasen.
—No es que haya cambiado —replicó Adam—. No he dicho una palabra acerca
de las mujeres predicadoras, sólo te he rogado que dejaras en paz la Biblia. Vale más
que te dediques a leer ese libro humorístico del que tan orgulloso estás, y que no te
ocupes de otra cosa.
—Veo que te estás volviendo tan santo como el mismo Seth. No me extrañaría
nada que esta noche quisieras predicar. Estoy seguro de que harás muy buen papel
iniciando los cánticos. De todos modos, me gustaría saber lo que dirá el párroco de
Irwine en cuanto sepa que su gran favorito Adam Bede se está convirtiendo al
metodismo.
—Mira, mejor será que me dejes en paz, Ben. No soy más metodista que tú
mismo, y estoy seguro de que tú, en cambio, te convertirás en algo peor. El párroco
Irwine tiene el suficiente buen sentido para no intervenir en lo que la gente pueda
hacer en asuntos de religión. Es algo que les atañe a ellos y a Dios, según me ha
repetido varias veces.
—Sí, sí. Pero, de todos modos, no le gustan mucho los disidentes.
—Es posible. Por mi parte, no tengo ninguna afición a la cerveza espesa de Josh
Tod, mas no por eso te impido que te vuelvas tonto bebiéndola.
Hubo una carcajada general al oír esta réplica de Adam, pero Seth añadió muy
serio:
—No, no, Adam. No conviene comparar nunca la religión con la cerveza espesa.
No hay por qué creer que los disidentes y los metodistas no sean tan dignos de
respeto como los que asisten a la iglesia.
—No creas, Seth, que me río de la religión, sea de quien sea. Que cada uno siga
los dictados de su conciencia y ya está. De todos modos, me parece que sería mejor
que inclinasen sus conciencias a permanecer fíeles a la iglesia, pues allí hay que
aprender mucho. Es preciso tener en cuenta algo más que el espíritu, pues hay otras
muchas cosas aparte del Evangelio. Fíjate en los canales, en los acueductos, en las
máquinas que se emplean en las minas de carbón y en las fábricas de hilados que hay

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en Cromford; el hombre debe aprender algo más que el Evangelio para poder ganarse
la vida. En cambio, he oído decir a algunos de los predicadores que el hombre no ha
de hacer nada más que cerrar los ojos y contemplar lo que ocurre en su interior. A mi
juicio debemos guardar en nuestra alma el amor a Dios y las palabras divinas de la
Biblia. Pero ¿qué dice la Biblia? Pues que Dios puso su espíritu en el obrero que
construía el tabernáculo, a fin de que ejecutase el trabajo de talla y las demás cosas
que requerían una mano hábil. Este es, pues, mi modo de ver las cosas; creo que el
espíritu de Dios está en todo y en todos los tiempos, en cualquier día de la semana y
también en el domingo; así como en las grandes obras e invenciones, en los cálculos
y en las máquinas. Y Dios nos ayuda dándonos la cabeza y las manos, así como el
alma; y si un hombre hace algún trabajillo en horas extraordinarias, es decir, si
construye un homo para su mujer a fin de que no se vea obligada a ir a la tahona, o se
dedica a cultivar el jardín y hace crecer dos patatas en vez de una, realiza un bien
mayor y está tan cerca de Dios como si anduviese corriendo detrás de un predicador y
se dedicase a rezar y a gemir.
—¡Bien dicho, Adam! —exclamó Sandy Jim, que había interrumpido el
movimiento de su cepillo para tomar otras tablas mientras aquél hablaba—. Éste es el
mejor sermón que he oído en mucho tiempo. Por eso mismo quiere mi mujer que le
construya un horno.
—Hay mucha razón en lo que has dicho, Adam —observó Seth con grave acento
—. Pero no me negarás que, gracias a haber escuchado a los predicadores, quienes les
han convencido de su culpabilidad, muchos perezosos se han transformado en
hombres activos. Con gran frecuencia el predicador vacía la taberna; y si un hombre
adquiere un poco de religión, no por eso trabajará peor.
—Aunque a veces se olvide de los paneles de las puertas. ¿No es verdad, Seth? —
preguntó Wiry Ben.
—Bueno, Ben, ya tienes contra mí un motivo de burla que te durará toda la vida.
Aunque en eso la religión no tuvo ninguna culpa. Se debió a que Seth Bede es un
individuo muy distraído y, por desgracia, la religión no lo ha curado todavía.
—No me hagas caso, Seth —dijo Wiry Ben—. Eres un buen muchacho, tanto si
te olvidas de los paneles como si no; además, no te molestan las bromas, como a otras
personas que yo conozco y que se creen demasiado listas.
—Mira, Seth —observó Adam haciendo caso omiso de aquel sarcasmo dirigido a
él—. No debes guardarme rencor, pues con nada de lo que he dicho pretendía
censurarte. Cada uno tiene su modo especial de considerar las cosas.
—Sí, ya sé que no te dirigías a mí, Adam —replicó Seth—. Eso me consta. Haces
como tu perro Gyp. Algunas veces me ladra, pero inmediatamente me lame la mano.
Todos los obreros trabajaron en silencio durante algunos minutos hasta que el
reloj de la iglesia empezó a dar las seis. Antes de que se hubiese apagado la vibración
de la primera campanada, Sandy Jim dejó el cepillo y tomó su chaqueta. Wiry Ben,
que en aquel momento estaba dando vueltas a un tornillo, dejó la operación a medio

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concluir y arrojó al capazo de las herramientas el destornillador con que trabajaba;
Mum Taft, que, haciendo honor a su nombre[1], había guardado silencio durante toda
la conversación anterior, dejó caer el martillo en el momento en que se disponía a
levantarlo; y también Seth enderezó la espalda y llevó la mano hacia su gorro de
papel. Tan sólo Adam continuó con su trabajo como si no hubiese ocurrido nada; pero
al observar que todos cesaban en la tarea levantó los ojos y, con la mayor
indignación, dijo:
—Me resulta muy desagradable ver que los hombres abandonan de este modo sus
herramientas en cuanto el reloj empieza a dar la hora, como si no hallasen ningún
placer en su trabajo y temiesen dar un golpe de más.
Seth se quedó algo avergonzado y prosiguió con mayor lentitud sus preparativos
de marcha; pero Mum Taft interrumpió su silencio y dijo:
—Mira, Adam. Hablas como un joven. Cuando tengas cuarenta y seis años como
yo, en vez de veintiséis, no tendrás tantas ganas de trabajar porque sí.
—¡Tonterías! —replicó Adam todavía irritado—. ¿Qué tiene que ver la edad con
todo eso? Creo que todavía no eres incapaz de trabajar. Me fastidia ver que los brazos
de un hombre se quedan colgando, igual que si acabara de recibir un balazo, antes de
que dé la hora en el reloj, como si nunca hubiese experimentado la menor satisfacción
en su tarea. Hasta la misma muela continúa girando unos momentos después de
dejarla.
—Cálmate, Adam —exclamó Wiry Ben—, y deja tranquilos a los compañeros.
Hace un momento criticabas a los predicadores, y la verdad es que te gusta mucho
predicar. Es posible que prefieras el trabajo al juego, pero a mí me sucede lo
contrario. Es una compensación, y de este modo te dejo más trabajo para ti.
Con estas frases finales, que consideró muy eficaces, Wiry Ben tomó el cesto y
abandonó el taller, seguido rápidamente por Mum Taft y Sandy Jim. Seth se entretuvo
un poco, mirando a Adam muy apurado como si esperase que le dijera algo.
—¿Irás a casa antes de asistir al sermón? —preguntó Adam levantando los ojos.
—No. Ya tengo el sombrero y mis cosas en casa de Will Maskery. No iré a casa
hasta las diez, porque acompañaré hasta la suya a Dinah Morris, si ella quiere. Como
ya sabes, ninguno de los Poyser la acompaña.
—Entonces diré a nuestra madre que no te espere —contestó Adam.
—Y tú, ¿no irás esta noche a casa de Poyser? —preguntó Seth con alguna timidez
cuando se disponía a abandonar el taller.
—No. Yo iré a la escuela.
Hasta aquel momento Gyp había permanecido en su cómodo lecho, pero ahora
que los otros obreros se marchaban, levantó la cabeza para observar a Adam. En
cuanto éste se metió el nivel en el bolsillo y empezó a quitarse el delantal, Gyp
avanzó y se quedó mirando pacientemente el rostro de su amo. De haber tenido rabo,
Gyp lo habría meneado, pero como carecía de tal medio de exteriorizar sus
emociones, se veía, como otros dignos personajes, obligado a parecer más flemático

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de lo que le hiciera la naturaleza.
—¿Qué? ¿Estás ya dispuesto a tomar el cesto, Gyp? —preguntó Adam con la
misma voz afable con que hablaba a Seth.
Gyp saltó y emitió un corto ladrido, como para decir: «Desde luego». El
pobrecillo no tenía muchos medios de expresión.
El cesto servía para transportar la comida de Adam y de Seth en los días
laborables, y ningún concurrente a una procesión podría haber demostrado menos
atención a sus conocidos que Gyp cuando llevaba el cesto y trotaba detrás de su amo.
Al salir del taller, Adam cerró la puerta, quitó la llave y fue a dejarla en una casita
que había en el lado opuesto del patio. Era una vivienda baja, con tejado de bálago
gris y paredes ocres, cuya visión resultaba agradable y suave a la luz de la tarde. Las
ventanas con vidrios emplomados estaban brillantes y sin manchas, y la losa que
había ante el umbral estaba tan limpia y blanca como un canto redondo de la playa al
retirarse la marea. Sobre esta losa se hallaba una mujer limpia y anciana que llevaba
una bata de listas oscuras, un pañuelo rojo y un gorro de hilo; en aquel momento
hablaba a unas gallinas de plumaje moteado que, sin duda, se habían acercado a ella
con la ilusoria esperanza de que les diese unas patatas frías o un poco de cebada. La
vista de la anciana no parecía ser demasiado buena, porque no conoció a Adam hasta
que éste le dijo:
—Aquí está la llave, Dolly. ¿Querrá hacerme el favor de guardarla en su casa?
—¡Ya lo creo! ¿No quieres entrar, Adam? Está la señorita Mary y maese Burge
volverá pronto. Estoy segura de que les gustaría mucho cenar contigo.
—No puedo, Dolly. Muchas gracias. Me voy a casa. Buenas tardes.
Adam emprendió el camino a largos pasos y seguido de cerca por Gyp; salió del
patio del taller y tomó la carretera en la dirección que le alejaba del pueblo y le
llevaba al valle. Al llegar a la parte inferior de la pendiente, un jinete de cierta edad,
que llevaba la maleta sujeta en la parte posterior de la silla, detuvo el caballo después
de pasar Adam por su lado y se volvió para contemplar otra vez al fornido obrero,
que aún conservaba el gorro de papel en la cabeza y vestía calzones de cuero y
medias de lana de color oscuro.
Adam, sin sospechar la admiración que había despertado, continuó andando a
campo traviesa y entonó el canto que durante todo el día había ocupado su mente:

Haz que tus palabras sean sinceras


y tu conciencia clara como el mediodía;
porque Dios, que lo ve todo, vigila
tus secretos pensamientos, tus obras y tus costumbres.

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II

EL SERMÓN

H acia las seis y cuarto se observó una excitación extraordinaria en el pueblo de


Hayslope, y a todo lo largo de su pequeña calle, desde el Donnithorne Arms
hasta la puerta del cementerio, se hacía evidente que los habitantes habían salido de
sus casas por alguna razón más importante que el placer de gozar del sol de la tarde.
El Donnithorne Arms se hallaba a la entrada del pueblo, y la era y los pajares
inmediatos a la posada indicaban que ésta poseía algunas tierras, lo cual daba al
viajero la promesa de obtener una buena comida para él y un buen pienso para el
caballo, quizás para consolarle de la ignorancia en que le dejaba el letrero,
descolorido y despintado por las inclemencias del tiempo, con el escudo de armas de
la antigua familia de los Donnithorne. El señor Casson, dueño de la posada, se asomó
un rato a la puerta; con las manos en los bolsillos, apoyándose alternativamente en los
talones y en la punta de los pies, contemplaba un campo sin cercar con un arce en el
centro a cuyo alrededor se iban reuniendo algunos hombres y mujeres de expresión
grave a quienes antes había visto pasar.
La persona del señor Casson no pertenecía, de ningún modo, al tipo de las que
pueden dejarse pasar sin descripción. Vista de frente, parecía estar compuesta
principalmente por dos esferas, relacionadas entre sí como lo están la tierra y la luna:
la esfera inferior vendría a tener unas trece veces el volumen de la superior que,
naturalmente, ocupaba el lugar de satélite y era tributaria de la otra. Pero aquí
terminaba el parecido, porque la cabeza del señor Casson no era un satélite de aspecto
melancólico, ni tampoco un «globo lleno de manchas», según Milton llamó
irreverentemente a la luna; por el contrario, ninguna cabeza y rostro podrían haber
tenido un aspecto más resplandeciente y saludable, y en cuanto a su expresión, en
gran parte confinada a un par de mejillas redondas y rojizas, al leve nudo y a las
interrupciones que formaban la nariz y los ojos, de los que apenas valdría la pena
hablar, era alegre y satisfecha y estaba templada tan sólo por el sentimiento de
dignidad personal que usualmente se exteriorizaba en su actitud y en su porte. Este
sentido de la dignidad no podía considerarse excesivo en un hombre que fue
mayordomo de «la familia» por espacio de quince años, y que, en su situación actual
y distinguida, estaba, necesariamente, en frecuente contacto con sus inferiores. Y el
modo de reconciliar su dignidad con la satisfacción de su curiosidad, dirigiéndose
hacia el parque, era, precisamente, el problema que el señor Casson resolvía en su
mente desde cinco minutos antes; pero cuando lo hubo resuelto en parte, sacó las
manos de los bolsillos y las metió en las sisas del chaleco, inclinó la cabeza a un lado
y adoptó una actitud de desdeñosa indiferencia por cuanto pudiese observar. En aquel
momento sus ideas fueron distraídas por la aproximación del jinete a quien

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últimamente vimos detenerse para contemplar a nuestro amigo Adam, y que a la
sazón se encaminaba directamente hacia la puerta de el Donnithorne Arms.
—Quítale la brida y dale de beber, palafrenero —dijo el viajero a un muchacho
que llevaba una blusa de obrero y que salió al patio al oír el ruido de los cascos del
caballo.
—¿Qué ocurre en este bonito pueblo, hostelero? —continuó, echando pie a tierra
—. Parece que reina cierta agitación…
—Una metodista va a predicar, señor. Es una joven que va a predicar en el parque
—contestó el señor Casson con voz trémula y jadeante, de acento algo afectado—.
¿Quiere entrar, señor, y tomar algo?
—No. Debo continuar hacia Drosseter. Sólo quería dar de beber a mi caballo. ¿Y
qué dice vuestro párroco de que una joven se disponga a predicar casi en sus mismas
barbas?
—El párroco Irwine, señor, no vive aquí, sino en Broxton, más allá de esa colina.
La casa parroquial del pueblo se halla en muy mal estado y no podría ofrecer una
vivienda apropiada para un caballero. Él viene aquí a predicar todos los domingos por
la tarde y siempre deja el caballo en la posada. Monta una jaca gris, a la que tiene en
gran aprecio. Desde mucho antes de que yo fuese el dueño de el Donnithorne Arms,
tiene la costumbre de dejar aquí su montura. Yo no soy del país, según podrá apreciar
por mi modo de hablar, señor. En esta tierra hablan de un modo muy raro y a los
caballeros les resulta difícil comprenderles. Yo me eduqué entre caballeros, señor, y
desde mi infancia adquirí la costumbre de hablar como ellos. Aquí, en cambio, se
habla un dialecto muy difícil de comprender. Y muchas veces le oí decir al caballero
Donnithorne que lo que hablan aquí es eso: un dialecto.
—Sí, lo sé muy bien —contestó sonriendo el desconocido—. Pero en esta región
agrícola no debéis de tener muchos metodistas. Y la verdad es que me habría
parecido en extremo difícil encontrar a uno de ellos por estos lugares. Aquí todo el
mundo es agricultor, ¿verdad? Los metodistas suelen hacer pocos prosélitos entre los
labradores.
—Hay bastantes obreros aquí, señor. Por ejemplo, el maestro Burge, que posee
una carpintería y se dedica a reparaciones y construcciones. Tampoco están lejos unas
canteras de piedra; de manera que hay muchos empleados en la región. Los
metodistas abundan en Treddleston, o sea, la ciudad que hay a cinco kilómetros de
distancia. Es posible que hayáis pasado por ella, señor. Ahora quizás tenemos ya una
veintena de estos metodistas en el parque procedentes de allá. Y nuestra gente va
ahora a oírles, aunque en Hayslope sólo tenemos dos metodistas: Will Maskery, el
carretero, y Seth Bede, joven carpintero.
—De modo que la predicadora procede de Treddleston, ¿no es así?
—No, señor. Viene de Stonshire, a unos cincuenta kilómetros de aquí. Ha venido
a hacer una visita a maese Poyser, en Hall Farm, esa granja que ve entre esos pajares
y grandes nogales a la izquierda, señor. Esa joven es sobrina de la esposa de Poyser,

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quien está un poco disgustado de que la muchacha haga esas tonterías. Sin embargo,
he oído decir que nada es capaz de contener a los metodistas cuando se han metido
una idea en la cabeza. Muchos de ellos empiezan a dar señales de locura religiosa. A
pesar de ello, esa muchacha parece muy apacible, según me han dado a entender,
porque yo no la he visto todavía.
—Me gustaría mucho esperar para tener ocasión de verla, pero debo continuar mi
viaje. Ya me he alejado de mi camino más de veinte minutos para contemplar el valle.
Creo que pertenece al caballero Donnithorne, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Es Donnithorne Chase. Tiene unos robles magníficos, ¿no es verdad?
Yo conozco eso muy bien, porque he vivido allí durante quince años como
mayordomo. El heredero actual es el capitán Donnithorne, nieto del caballero
Donnithorne. Alcanzará la mayoría de edad en cuanto se recoja la cosecha del heno, y
entonces creo que habrá una celebración. El caballero Donnithorne posee todas las
tierras de los alrededores.
—Lo cierto es que el lugar es muy bonito, cualquiera que sea su dueño —replicó
el viajero mientras montaba a caballo—. Y también por aquí se ven unos jóvenes
magníficos. Hace cosa de media hora, antes de llegar a la cima de la colina, vi al
mozo más fornido que he contemplado en la vida. Es un individuo de anchos
hombros, de cabello y ojos negros, y que anda con paso militar. Nos convendrían
muchos individuos como ése para dar un disgusto a los franceses.
—Ese, señor, es Adam Bede, estoy seguro. Hijo de Mathias Bede. Aquí lo conoce
todo el mundo. Es un muchacho muy inteligente y que tiene una fuerza maravillosa.
Así Dios os bendiga, caballero, y dispénseme si hablo de este modo, pero el caso es
que es capaz de recorrer sesenta kilómetros por día y de levantar un peso de cien
kilos. Los caballeros le quieren mucho; el capitán Donnithorne y el párroco Irwine le
aprecian mucho, pero él es un poco altanero y orgulloso.
—Buenas tardes, hostelero. He de marcharme.
—Soy su servidor, señor. Buenas tardes.
El viajero obligó a su caballo a tomar un paso rápido para atravesar el pueblo,
pero al llegar al parque, la belleza del paisaje que tenía a la derecha y el singular
contraste que ofrecían los grupos de aldeanos con el otro más pequeño de los
metodistas, que estaban al lado del arce, y quizás también la curiosidad de ver a la
joven predicadora, le hicieron detenerse y olvidar el deseo de concluir su viaje.
El parque se hallaba en el extremo del pueblo, y allí se bifurcaba el camino; de
una parte ascendía zigzagueando por la colina y pasaba por el lado de la iglesia, y de
otra, serpenteando suavemente, descendía hasta el valle. Por el lado del parque que
conducía hasta la iglesia, la línea interrumpida de cabañas continuaba casi hasta
llegar a la puerta del cementerio; pero por el lado opuesto, es decir, hacia el noroeste,
nada ocultaba la vista de los suaves prados y del valle cubierto de bosque, así como
de las oscuras masas de las enormes montañas distantes. Aquel rico distrito de tierra
ondulada del Loamshire a que pertenecía Hayslope se hallaba junto a uno de los feos

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límites de Stonyshire y dominado por sus peladas montañas, del mismo modo como
una hermosa y lozana muchacha puede verse a veces cogida del brazo de su hermano,
moreno y de rostro arrugado; y en dos o tres horas más de viaje, el jinete abandonaría
una región pelada y desprovista de árboles, cruzada por grandes fajas de piedra fría y
gris, para hallarse en el camino que corría al abrigo de los bosques o trasponía las
suaves montañas cubiertas de matas y de hierba, así como de algunos trigales, donde
a cada recodo del camino podría ver un precioso pueblo acurrucado en el valle o en lo
alto de una pendiente, una casa solariega con su era y el montón de gavillas doradas o
algún campanario gris surgiendo de la confusión de las copas de los árboles, de los
tejados de bálago y de tejas de color rojo oscuro. Este fue el espectáculo que le
ofreció la iglesia de Hayslope cuando el viajero empezó a subir por la suave
pendiente que conducía a sus agradables tierras altas, y ahora, al hallarse cerca del
parque, tenía ante sí, y en un solo panorama, casi todos los rasgos típicos de aquella
agradable comarca. A gran altura y hacia el horizonte, se veían las masas enormes y
cónicas de las montañas, semejantes a murallas gigantescas que fortificaban aquella
región de trigo y hierba contra los fuertes e implacables vientos del norte; no estaban
lo bastante lejanas para quedar envueltas en un purpúreo misterio, sino que sus
laderas tenían un color verdoso, claramente tachonado por las ovejas, cuyo
movimiento podía observarse haciendo uso de la memoria y no de la vista; el
transcurrir de las horas parecía cortejar a las montañas día tras día, pero ellas no
respondían con ningún cambio en sí mismas y permanecían tristes y silenciosas,
después de ruborizarse por la mañana, de resplandecer al mediodía en el mes de abril
y de verse envueltas por la rojiza gloria del sol del verano, que parecía haber
alcanzado toda su madurez. E indirectamente, debajo de ellas, la vista se fijaba en una
línea más avanzada de bosques colgantes, divididos por brillantes fajas de pastos o de
campos de labor, y, sin embargo, no confundidos en la frondosa y uniforme cortina
del verano, sino que aún mostraban las cálidas tintas de los robles jóvenes y el tierno
verde de los fresnos y de los tilos. Luego se extendía el valle, donde los bosques eran
más espesos, como si hubiesen rodado montaña abajo para ocupar las fajas de tierra
de la pendiente a fin de cuidar mejor de la alta mansión, que levantaba sus parapetos
y, entre ellos, enviaba al cielo el humo azul del verano. Sin duda en la parte delantera
de tal vivienda debía de haber una gran extensión de césped y un dilatado y brillante
espejo formado por las aguas del estanque; pero la suave pendiente de los prados no
permitía a nuestro viajero verlo desde el prado del pueblo. En vez de eso, vio una faja
de tierra, también muy bella, en la que el sol brillaba como oro transparente entre los
tallos ligeramente encorvados de la hierba suave y los de color rojo de las acederas y
las blancas umbelas de las píceas que rodeaban los espesos setos. Era aquel momento
del verano en que el ligero ruido de la guadaña, cuando la afilan, nos obliga a dirigir
con mayor intensidad la mirada sobre las flores que salpican el tono verdoso de los
prados.
De haberse vuelto un poco sobre la silla para mirar hacia el este, más allá de los

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pastos y del depósito de madera de Jonathan Burge, hacia los verdes campos de trigo
y los nogales de Hall Farm, habría podido observar otras bellezas del paisaje; mas, al
parecer, le interesaban principalmente los grupos de personas que tenía cerca. Allí
estaban representadas todas las generaciones del pueblo, desde el viejo tío Taft, que
se cubría la cabeza con un gorro de noche de estambre, y que, con el cuerpo
encorvado, aunque bastante sólido para sostenerse en pie, se apoyaba en su corto
bastón, hasta los niños de redondas cabecitas que avanzaban llevando sus gorros
acolchados. De vez en cuando llegaba alguno más, quizás un labrador que andaba
inclinado y que después de cenar iba a presenciar la extraordinaria escena con mirada
lenta y bovina, dispuesto a oír cualquier explicación que le diesen de la escena, pero
no lo bastante excitado para hacer pregunta alguna. Sin embargo, todos tenían mucho
cuidado de no unirse a los metodistas que había en el parque, y se reunían con el
expectante público, pues si se les hubiese preguntado ninguno habría admitido que
acudía allí para oír a la «predicadora», sino sólo para ver lo que ocurría. Los hombres
se agrupaban principalmente cerca de la herrería. Pero no se imagine el lector que
formaban un grupo. Los aldeanos nunca se congregan así. El conversar en voz baja es
cosa desconocida entre ellos y parecen ser tan incapaces de hablar en un tono
apagado como las vacas o los ciervos. El verdadero rústico vuelve la espalda a su
interlocutor y le dirige una pregunta por encima del hombro, cual si se dispusiera a
huir de la respuesta, y aun le precede uno o dos pasos al llegar al punto más
interesante del diálogo. Así, el grupo que había en la vecindad de la herrería no era
muy compacto y no ocultaba la fachada de Chad Cranage; el herrero, que estaba de
pie con sus bronceados brazos cruzados, apoyado en la jamba de la puerta, riéndose
de vez en cuando con fuertes carcajadas de sus propias bromas, que prefería a los
sarcasmos de Wiry Ben, quien había renunciado a los placeres del Holly Bush por el
gusto de ver la vida bajo una nueva forma. Pero el señor Joshua Rann trataba con
igual desprecio aquellas dos muestras de ingenio. El delantal de cuero del señor Rann
y su relativa suciedad no podía ofrecer ninguna duda respecto a su condición de
zapatero del pueblo; además, su estómago y su barbilla salientes, y sus pulgares, que
giraban uno en torno al otro, eran otras tantas indicaciones sutiles encaminadas a
advertir a los forasteros imprudentes que se hallaban en presencia del sacristán de la
parroquia. El viejo Joshua, según le llamaban sus vecinos con la mayor irreverencia,
se hallaba en un estado de contenida indignación; pero aún no había abierto los
labios, excepto para decir, con sonora voz de bajo, afinando como un violoncelo,
«Sehón, rey de los amontas, porque para siempre es su misericordia, y Oh, rey de
Bashan, porque para siempre es su misericordia», cita que aparentemente no era
aplicable a aquella ocasión, pero, como ocurre con otras rarezas, un conocimiento
adecuado demostrará que era una consecuencia natural. El señor Rann sostenía en su
interior la dignidad de la Iglesia ante aquella irrupción escandalosa del metodismo, y
como tal indignación era expresada con sus citas sonoras de los responsos, su alegato
evocaba, naturalmente, el salmo que había leído el domingo anterior por la tarde.

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La curiosidad más viva de las mujeres las llevó al borde del parque, donde
podrían examinar de cerca el traje, semejante al de los cuáqueros, y el porte extraño
de los metodistas del género femenino. Debajo del arce se veía un cochecito traído
desde el taller del carretero para que sirviese de púlpito, y en torno a él había un par
de bancos y algunas sillas. En ellas se sentaban algunos metodistas con los ojos
cerrados, como si se hubiesen entregado al rezo o a la meditación; otros prefirieron
continuar de pie y dirigieron sus rostros hacia los aldeanos, con expresión compasiva
y melancólica, que resultaba muy cómica para Bessy Cranage, la regordeta hija del
herrero, conocida por sus vecinos como Bess Chad, que se extrañaba de la curiosidad
de la gente. Bess Chad era objeto de especial compasión porque llevaba el cabello
peinado hacia atrás, bajo un gorro encajado en la parte alta de la cabeza, dejando al
descubierto un adorno del que se enorgullecía más que de sus rojas mejillas y que
consistía en un par de grandes y redondos pendientes con granates falsos, adorno
condenado no sólo por los metodistas, sino también por su prima y tocaya Bess
Timothy, quien, haciendo gala de la envidia propia entre las primas, deseaba a
menudo poseer otros pendientes semejantes.
Bess Timothy, aunque entre sus parientes conservaba su nombre de soltera, hacía
muchos años que se había casado con Sandyjim y poseía una hermosa colección de
joyas matronales, de las cuales basta mencionar la regordeta criatura que mecía en
sus brazos y el vigoroso muchacho de cinco años, con pantalones hasta la rodilla y
rojas piernas, que, a guisa de tambor, llevaba un oxidado pote de leche colgado del
cuello, y a quien evitaba con el mayor cuidado el pequeño terrier de Chad. Este joven
ramo de olivo, muy famoso y conocido por el nombre de Ben Timothy, era muy
curioso, carecía de falsa modestia y avanzó, alejándose del grupo de mujeres y de
niños, hasta hallarse junto a los metodistas; les miraba con gran curiosidad y con la
boca abierta, y, al mismo tiempo, golpeaba con su palito el pote de hojalata, a guisa
de acompañamiento musical. Pero en cuanto una de las mujeres de edad se inclinó
hacia él para cogerlo por el hombro, con expresión enfadada, Ben Timothy le propinó
una vigorosa patada y luego echó a correr para buscar refugio detrás de las piernas de
su padre.
—Mira, travieso —dijo Sandyjim con cierto orgullo paternal—, si no te estás
quieto con ese palo, te lo voy a quitar. ¿Quién te ha enseñado a dar puntapiés?
—Mándamelo aquí, Jim —dijo Chad Cranage—. Lo ataré y le pondré herraduras,
como hago con los caballos. ¡Hola, maese Casson! —continuó diciendo al ver que
este personaje se acercaba al grupo de los hombres—. ¿Cómo está? ¿Ha venido a
sumarse a la protesta? Dicen que la gente siempre lo hace cuando predican los
metodistas.
—Mejor será que no diga tonterías, Chad —replicó el señor Casson con cierta
dignidad—. A Poyser no le gustaría oír que se trata con poco respeto a la sobrina de
su mujer, a pesar de que le disguste su afición a predicar.
—Es una muchacha muy agradable —dijo Wiry Ben—. A mí me gusta más que

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prediquen las mujeres bonitas, y estoy seguro de que me convencerán antes que los
hombres feos. No estoy seguro de que no acabe convirtiéndome al metodismo y
cortejando a la predicadora, como Seth Bede.
—Yo creo que Seth apunta demasiado alto —observó el señor Casson—. Los
parientes de esa joven no consentirían que se casara con un vulgar carpintero.
—¿Y qué tienen que ver en eso los parientes? —dijo Ben con voz trémula—.
Nada. Lo mejor que puede hacer la esposa de Poyser es no meterse en eso. Además,
esta Dinah Morris, según me dicen, es tan pobre como lo fue su tía; trabaja en una
fábrica de hilados, y bastante le cuesta ganarse la vida. Por eso, un joven carpintero
convertido al metodismo, como Seth, no sería un mal partido para ella. Además, los
Poyser quieren a Adam Bede como si fuese su propio sobrino.
—Esto no tiene nada que ver —observó el señor Joshua Rann. Adam y Seth son
muy distintos, y no hay que confundir uno con otro.
—Es posible —contestó Wiry Ben con desdeñoso acento—. Pero yo prefiero a
Seth, aunque fuera dos veces metodista. Es un muchacho que me gusta y, a pesar de
que siempre le estoy haciendo bromas en el trabajo, no me guarda el más mínimo
rencor. Además, es un joven de gran corazón, como lo demuestra el hecho de que una
noche, al cruzar los campos, vimos incendiado un árbol viejo y, aunque nos
figuramos que era cosa del otro mundo, Seth no se asustó y acudió a apagar el
incendio con gran valor. Pero ahora sale de casa de Will Maskery; le acompaña este
último y se muestra tan humilde como si no fuese capaz de dar un martillazo en la
cabeza de un clavo por no hacerle daño. Aquí está también la hermosa predicadora.
¡Caramba! Se ha quitado el gorro. Voy a acercarme un poco más.
Varios hombres siguieron a Ben, y el viajero condujo su caballo al parque,
mientras Dinah andaba, algo presurosa, precediendo a sus compañeros y en dirección
al coche que había bajo el arce. Al lado de Seth, que era de alta estatura, parecía
bajita, pero en cuanto subió al coche y se halló lejos de toda comparación posible, se
vio que tenía la estatura corriente de las mujeres aunque, en realidad, no la
aventajaba, o al menos así lo parecía por el aspecto que daban a su figura las líneas
sencillas de su traje negro. El forastero se quedó sorprendido al verla mientras se
acercaba y cuando hubo subido al coche; su sorpresa era hija no tanto de la femenina
delicadeza del aspecto de la joven, como de la indiferencia con respecto a sí misma
que sus movimientos parecían indicar. Se había imaginado que avanzaría con paso
mesurado, grave, con solemnidad; estaba seguro de que su rostro tendría la sonrisa de
la santidad consciente, o que, por el contrario, estaría cargado de amargura y de
severidad. Sólo conocía dos tipos de metodistas: los que parecían estar en éxtasis
constante y los biliosos. Pero Dinah andaba con la misma sencillez que si se dirigiera
al mercado y parecía tan poco preocupada de su aspecto exterior como pudiera estarlo
un muchacho. No había en ella rubor ni temblor que dijeran: «Sé que todos vosotros
opináis que soy una mujer hermosa y demasiado joven para predicar». Y tampoco se
advertía un acentuado movimiento de los párpados, ninguna compresión de los

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labios, ni una actitud de los brazos que dijese: «Pero también debéis creerme una
santa». No sostenía libro alguno en sus manos sin guantes, sino que las llevaba caídas
y ligeramente cruzadas ante ella, y así subió al coche y volvió sus ojos grises hacía el
auditorio. En sus ojos no se advertía ninguna mirada intensa y aguda. Más parecían
derramar amor que observar. Tenían aquella mirada líquida que indica que la mente
está llena de lo que se va a exteriorizar, en vez de dejarse impresionar por los objetos
externos. Permanecía de pie y con la mano izquierda tendida al sol poniente; unas
ramas frondosas la protegían de sus rayos, pero a aquella luz tenue el delicado color
de su rostro parecía cobrar una apacible vivacidad, como se advierte en las flores al
avanzar la tarde. Tenía un rostro pequeño, de blancura uniforme y transparente, y sus
mejillas y barbilla dibujaban un óvalo perfecto; la boca era firme y graciosa; la nariz,
fina y suave, y la frente, no muy alta, era recta y estaba coronada por un arco de
suaves rizos de color pálido rojizo. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido
mas allá de las orejas; estaba cubierto, a excepción de unos milímetros por encima del
rostro, por un gorro cuáquero en forma de red. Las cejas, que eran del mismo color
del cabello, describían una línea casi horizontal y muy fina. Las pestañas, aunque no
parecían más oscuras, eran largas y abundantes, y, en una palabra, en todo su aspecto
nada se advertía desordenado o sin terminar. Era uno de aquellos rostros que hacen
recordar las flores blancas con ligeros toques de color en sus puros pétalos. Los ojos
no tenían ninguna belleza peculiar, aparte de su expresión. Parecían sencillos,
cándidos, serios y amorosos, y ningún rostro acusador o burlón era capaz de resistir
su mirada. Joshua Rann tosió largamente, como si quisiera limpiarse la garganta a fin
de llegar a un nuevo entendimiento consigo mismo. Chad Cranage se quitó el gorro
de piel y se rascó la cabeza, mientras Wiry Ben se preguntaba cómo podía Seth tener
el valor de cortejarla.
«Es una mujercita dulce —se dijo el viajero—. Pero estoy seguro de que no la
hizo predicadora la naturaleza».
Tal vez él era uno de aquellos que creen que la naturaleza tiene ciertas dotes
teatrales y que, a fin de facilitar el arte y la psicología, caracteriza a sus personajes
con objeto de que no pueda existir duda alguna acerca de ellos.
En aquel momento Dinah empezó a hablar.
—Queridos amigos —dijo con voz clara, aunque no muy alta—. Oremos
solicitando una bendición. —Cerró los ojos e, inclinando un poco la cabeza, continuó
en el mismo tono suave, como si hablase a alguien que estuviese muy cerca de ella—.
¡Salvador de los pecadores! Cuando una pobre mujer, cargada de pecados, salió en
dirección al pozo con objeto de sacar agua, te encontró a Ti, sentado al pie del pozo.
Ella no te conocía y tampoco te había buscado. Su mente se hallaba sumida en la
sombra y su vida no era santa. Mas Tú le hablaste, Tú le enseñaste, Tú le demostraste
que su vida no podía estar oculta a tus ojos y que, sin embargo, estabas dispuesto a
darle la bendición que ella nunca buscó. ¡Jesús! Estás entre nosotros y conoces a
todos los hombres. Si hay aquí algunos semejantes a aquella pobre mujer, si sus

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mentes están sumidas en las tinieblas y sus vidas no son santas, si han venido, no a
buscarte, y tampoco deseosos de ser enseñados, trátales de acuerdo con la
misericordia que demostraste con ella. Háblales, Señor, abre sus oídos a mis palabras,
haz que recuerden sus pecados y obra de modo que sientan el deseo de la salvación
que estás dispuesto a ofrecerles.
»Señor, estás aún en tu pueblo, te ven en las horas de vigilia de la noche y sus
corazones arden dentro de sí mismos cuando Tú hablas. Y Tú estás cerca de aquellos
que no te han conocido; abre sus ojos para que puedan verte, para que puedan
contemplarte mientras lloras por ellos y dices: “¿No queréis venir a Mí para alcanzar
la vida?”. Para que te vean colgado de la cruz y diciendo: “Perdónalos, Padre, porque
no saben lo que hacen”. Y para que te vean cuando estés dispuesto a volver rodeado
de gloria para juzgarlos definitivamente. Amén.
Dinah abrió de nuevo los ojos e hizo una pausa, mirando al grupo de aldeanos que
se había reunido a menor distancia y a su derecha.
—Queridos amigos —empezó diciendo con una voz un poco más alta—. Todos
vosotros habéis estado en la iglesia y espero que habréis oído cómo el sacerdote lee
estas palabras: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
predicar el Evangelio a los pobres». Jesucristo pronunció estas palabras y dijo que
había venido a predicar el Evangelio a los pobres; ignoro si habéis reflexionado
alguna vez acerca de estas palabras, pero os diré cuándo recuerdo haberlas oído por
primera vez. Era en una tarde muy parecida a ésta, yo era pequeña y mi tía, que me
crió, me llevó a oír a un hombre que predicaba al aire libre, precisamente como
estamos ahora. Recuerdo bien su rostro: era muy viejo y tenía el cabello largo y
blanco; su voz era suave y hermosa, muy distinta de cuantas había oído hasta
entonces. Yo era muy pequeña y apenas sabía nada; sin embargo, aquel anciano me
pareció tan diferente de todas las personas que había visto hasta entonces, que incluso
llegué a creer en la posibilidad de que hubiese bajado del cielo para predicar entre
nosotros. Y dije: «Oye tía, ¿volverá esta noche al cielo, como se ve en aquel dibujo
de la Biblia?».
»Aquel hombre de Dios era el señor Wesley, que pasó la vida haciendo lo mismo
que Nuestro Señor; es decir, predicando el Evangelio a los pobres, y hace ocho años
alcanzó el descanso eterno. Años después pude saber algo más acerca de él, pero aún
entonces yo era una niña irreflexiva y sólo recuerdo una cosa de las que nos dijo en
su sermón. Dijo que Evangelio significa “buenas noticias”. El Evangelio, según ya
sabéis, es lo que la Biblia nos cuenta acerca de Dios.
»Ahora reflexionad sobre esto. Jesucristo descendió del cielo del mismo modo
como yo, tonta criatura, creí que había bajado el señor Wesley, y precisamente
nuestro Señor descendió con objeto de comunicar a los pobres las buenas noticias
acerca de Dios. Porque, en realidad, vosotros y yo, queridos amigos, somos pobres.
Nos hemos criado en casitas pobres; nuestra comida ha consistido muchas veces en
tortas de avena, y, en general, nuestra existencia ha sido algo ruda; hemos ido poco a

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la escuela, no hemos leído libros y lo ignoramos casi todo, a excepción de lo que
ocurre a nuestro alrededor. Somos, pues, precisamente la clase de gente que necesita
oír buenas noticias. Porque cuando alguien se halla en una situación agradable, no le
importa conocer nuevas de los países distantes; pero si un hombre o una mujer pobres
se hallan en una dificultad y tienen que ejecutar un trabajo pesado para vivir, gustan
de recibir una carta que les comunique la existencia de un amigo que está dispuesto a
ayudarles. Indudablemente algunas veces sabemos algo de Dios, aunque nunca
hayamos oído el Evangelio, las buenas noticias que nuestro Salvador quiso traernos.
Sabemos que todo procede de Dios. ¿No decimos, por ejemplo, todos los días,
“Ocurrirá esto o lo otro, si Dios quiere”, o también: “Pronto empezaremos a segar la
hierba, quiera Dios mandarnos unos días buenos”? Sabemos muy bien que estamos
por completo en manos de Dios; nosotros no hemos venido al mundo por nuestra
voluntad, y somos incapaces de conservarnos vivos mientras dormimos; la luz del
día, el viento, el trigo y las vacas que nos dan leche…, todo cuanto tenemos procede
de Dios. Y Él nos dio nuestras almas, puso el amor entre padres e hijos y entre
marido y mujer. Pero ¿es eso todo cuanto deseamos saber acerca de Dios? Vemos que
es grande y poderoso y que puede hacer cuanto quiere; y nos vemos perdidos, como
si luchásemos con las aguas en alta mar, al tratar de pensar en Él.
»Mas quizás nacen en vuestras mentes algunas dudas como ésta: ¿Puede Dios
fijarse mucho en la pobre gente como nosotros? Tal vez hizo el mundo para los
grandes, los sabios y los ricos. Probablemente no le cuesta mucho damos nuestro
puñado de comida y algún vestido; pero ¿cómo sabemos que cuida de nosotros más
de lo que nosotros mismos cuidamos de los gusanos y de las alimañas del jardín al
sembrar nuestras zanahorias y nuestras cebollas? ¿Cuidará Dios de nosotros en
cuanto muramos? ¿Nos reserva algún consuelo cuando estamos heridos, enfermos o
inválidos? Tal vez también está irritado contra nosotros, pues, de no ser así, ¿para qué
haría aparecer el pulgón, o por qué razón habría malas cosechas, liebres o
enfermedades y mil formas de dolor y de inquietud? Porque nuestra vida está llena de
inquietud, y si, al parecer, Dios nos manda el bien, del mismo modo nos envía el mal.
¿Cómo es posible? ¿Cómo es eso?
»¡Ah, queridos amigos! Tenemos grandísima necesidad de recibir buenas nuevas
acerca de Dios. Mas ¿qué significarán otras buenas nuevas, si no hemos recibido
éstas? Porque, al final, todo acaba, y cuando morimos, mal de nuestro grado, nos
vemos obligados a abandonarlo todo. Pero cuando todo ha terminado ya, aún nos
queda Dios. ¿Qué haremos, pues, si Él no es nuestro amigo?
Entonces Dinah les dijo cómo se habían recibido aquellas buenas nuevas y cómo
los propósitos de Dios, con respecto a los pobres, se habían hecho manifiestos en la
vida de Jesús, e hizo mención, particularmente, de su humildad y de sus actos de
misericordia.
—Ya veis, pues, queridos amigos —continuó—, que Jesús pasó casi toda su vida
haciendo bien a los pobres; predicaba para ellos al aire libre, buscaba la amistad de

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los pobres obreros y les enseñó y se ocupó de ellos. Y no por eso debe entenderse que
abandonase a los ricos, porque amaba por igual a todos los hombres, si bien
comprendió que los pobres necesitaban más su ayuda. Así, curó a los impedidos, a los
enfermos y a los ciegos, y realizó milagros para alimentar a los hambrientos, porque,
según dijo, le inspiraban compasión; y fue muy bondadoso con los niños, y consoló a
quienes habían perdido a sus amigos, y hablaba con la mayor ternura a los pobres
pecadores que se arrepentían de sus pecados.
»¡Ah! ¿No amaríais a un hombre como ése si le vierais aquí en este mismo
pueblo? ¡Qué hermoso corazón debía de tener! ¡Qué amigo para los desgraciados!
¡Cuán agradable debía de ser recibir sus enseñanzas!
»Y ahora, queridos amigos, ¿quién era ese hombre? ¿Era tan sólo un hombre
bueno, un hombre excelente, y nada más… como, por ejemplo, nuestro querido señor
Wesley, que nos ha sido arrebatado? Nada de eso. Era, el Hijo de Dios. A imagen de
su Padre, según dice la Biblia; eso significa que se parecía a Dios, que es el principio
y el término de todas las cosas, es decir, del Dios a quien queremos conocer. Por
consiguiente, todo el amor que Jesús demostraba a los pobres es el mismo amor que
Dios tiene para nosotros. Podemos comprender los sentimientos de Jesús porque
descendió a la tierra en un cuerpo semejante al nuestro y pronunciaba palabras
semejantes a las que nosotros cruzamos entre nosotros. Antes los hombres temían
pensar en Dios, en el Dios que hizo el mundo y el cielo, el trueno y los rayos. Nunca
pudieron verlo y sólo les fue dable contemplar sus obras. Algunas de éstas eran
terribles, y, por consiguiente, era natural que los hombres temblaran al pensar en Él.
Pero nuestro bendito Salvador nos ha demostrado que Dios es, en cierto modo
comprensible para la gente pobre e ignorante. Nos ha demostrado cómo es el corazón
de Dios y cuáles son sus sentimientos por nosotros.
»Pero examinemos un poco más la razón de que Jesucristo viniese a la tierra. En
una ocasión dijo: “Vine a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. Y en otra ocasión
dijo: “No he venido a llamar a los rectos de corazón, sino a infundir el
arrepentimiento entre los pecadores”.
»¡Lo que se había perdido…! ¡Los pecadores…! ¡Ah, queridos amigos! ¿Seremos
vosotros y yo?
Hasta entonces el viajero había permanecido clavado en su sitio contra su
voluntad, sujeto por el encanto de la voz trémula y suave de Dinah, que tenía una
gran variedad de modulaciones, como un fino instrumento tocado con la habilidad
inconsciente del instinto musical. Las cosas sencillas que decía llegaban a parecer
novedades, como una melodía nos proporciona una nueva sensación cuando la oímos
entonada por la voz pura de un cantor juvenil; la apacible profundidad de la
convicción con que hablaba parecía, por sí misma, un prueba de la verdad de sus
afirmaciones. Observó que la joven se había apoderado por completo de sus oyentes.
Los aldeanos estaban ya más cerca de ella y en todos los rostros no se advertía otra
cosa sino grave atención. Ella hablaba con lentitud, aunque sin ninguna vacilación,

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deteniéndose tan sólo después de hacer una pregunta o antes de variar el curso de sus
ideas. No había en ella ningún cambio de actitud o de gesto; el efecto de su oración lo
produjeron enteramente las inflexiones de su voz, y cuando llegó a formular la
pregunta «¿Cuidará Dios de nosotros cuando muramos?», lo hizo con tal tono de
quejumbrosa súplica que se asomaron las lágrimas a los ojos de los oyentes más
recalcitrantes. El viajero había cesado ya de dudar, como en un primer momento, si
aquella muchacha sería o no capaz de conquistar la atención de sus rudos oyentes,
pero aún se preguntaba si tendría la facultad de despertar sus emociones más
violentas, lo que, sin duda, debía ser un sello, una condición necesaria en su vocación
de predicadora metodista, hasta que, por fin, pronunció las palabras «¡Lo que se había
perdido…! ¡Los pecadores…!», pues entonces hubo un cambio notable en su voz y
en su actitud. Antes de esa exclamación había hecho una larga pausa, llena sin duda
de pensamientos inquietos, a juzgar por la expresión concentrada de su pálido rostro,
que palideció más aun; los círculos de sus ojos se acentuaron, como ocurre cuando
asoman lágrimas que no llegan a caer; y los ojos, suaves y cariñosos, tomaron una
expresión de súplica compasiva como si repentinamente hubiesen visto a un ángel
destructor volando por encima de las cabezas de la gente. Su voz se tornó grave y
velada, pero no hizo ningún gesto. Nadie estaba más lejos que Dinah del tipo
corriente de orador. No predicaba como los demás, sino que exteriorizaba sus propias
emociones dejándose llevar por la inspiración de su propia fe sencilla.
Pero en ese momento se había aventurado ya en una corriente de sentimiento
distinta. Sus maneras eran menos apacibles; su pronunciación, más rápida y agitada,
mientras se esforzaba por mostrar a los oyentes su culpa, su voluntaria permanencia
en las tinieblas y su desobediencia a Dios y hacía hincapié en el carácter odioso del
pecado, en la santidad divina y en los sufrimientos del Salvador, gracias a los cuales
se había abierto un nuevo camino para la salvación de la gente. Por fin pareció como
si, impulsada por su ardiente deseo de salvar a las ovejas perdidas, ya no estuviese
satisfecha al dirigirse a sus oyentes en conjunto, porque primero apeló a uno y luego
a otro, suplicándoles, con lágrimas en los ojos, que se volviesen a Dios mientras aún
estaban a tiempo; pintándoles la desolación de sus almas, hundidas en el pecado, que
sólo hallaban su alimento en la basura de este mundo miserable, muy lejos de su
Padre divino; y luego les hablaba del amor del Salvador, que esperaba y deseaba su
vuelta al redil.
Entre sus compañeros metodistas hubo numerosos suspiros y gemidos, pero el
alma colectiva de un pueblo no se inflamaba con tanta facilidad; de manera que una
leve ansiedad, una diminuta chispa que podría morir fácilmente, fueron todo el efecto
que, por un momento, causó en ellos la predicación de Dinah. Sin embargo, nadie se
había retirado, a excepción de los niños y del viejo tío Taft, que, como era demasiado
sordo y se le escapaban muchas palabras, hacía ya un buen rato que se había vuelto a
su rincón junto a la chimenea. Wiry Ben sentía una gran inquietud y deseaba con toda
su alma no haber ido a escuchar el sermón de Dinah; se dijo que las palabra que ella

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acababa de pronunciar le dejarían turbado por algún tiempo. A pesar de eso no
apartaba los ojos de su rostro, ni dejaba de escuchar lo que decía, aunque temía el
momento en que la joven fijara la mirada en él y se le dirigiese particularmente. Ya lo
había hecho con Sandy Jim que, a la sazón, tenía en brazos al chiquillo para que su
mujer descansara, y aquel hombre corpulento y de buen corazón se había limpiado
algunas lágrimas con el puño, casi decidido a portarse mejor, a ir con menos
frecuencia al Holly Bush, cerca de las canteras de piedra, y a lavarse con mayor
regularidad los domingos.
Frente a Sandy Jim se hallaba Bess Chad, que demostró extraordinaria
inmovilidad y fijeza de atención desde el momento en que Dinah empezó a hablar.
No porque el asunto del sermón hubiese solicitado su interés, sino porque no acababa
de comprender qué placer y satisfacción podía ofrecer la vida a una muchacha joven
que llevase un gorro como el de Dinah. Por fin, desesperando de comprenderlo,
empezó a fijarse en la nariz, en los ojos, en la boca y en el cabello de la predicadora,
preguntándose si era preferible tener un rostro pálido como aquél o las rojas mejillas
y los ojos negros y grandes como los suyos propios. Pero gradualmente se apoderó de
ella la influencia de la gravedad general y acabó por atender a lo que decía Dinah. El
tono cariñoso, la afable persuasión no le impresionaron en lo más mínimo, pero
cuando la predicadora dirigió a sus oyentes algunos apostrofes severos, empezó a
asustarse. La pobre Bess siempre fue considerada como algo díscola y traviesa; ella
lo sabía, y puesto que era necesario ser muy buena, no hay duda de que seguía una
mala conducta. En la iglesia no se hallaba a gusto, como, por ejemplo, Sally Rann, y,
con mucha frecuencia, se había reído entre dientes del señor Irwine; tales deficiencias
religiosas se veían acompañadas de una flojedad correspondiente en la moralidad,
porque Bess pertenecía, sin duda alguna, a ese grupo de mujeres perezosas y sucias
con quienes uno puede permitirse alguna libertad. Ella lo sabía y hasta entonces no se
había avergonzado gran cosa. Sin embargo, ahora experimentaba la sensación de que
se le había presentado un agente de policía para llevarla ante la autoridad a responder
de una falta imprecisa. Acababa de sentir la terrible presencia de aquel Dios, al que
siempre creyó muy lejos, y que ahora veía a su lado y hasta le parecía que Jesús la
estaba mirando, aunque ella no pudiese verle. Dinah tenía una profunda convicción,
común entre los metodistas, de las manifestaciones visibles de Jesús, y lograba
comunicarla a sus oyentes de un modo irresistible. Les hacía sentir la seguridad de
que se hallaba corporalmente entre ellos y que en cualquier momento se les
aparecería de un modo u otro para despertar la angustia y la penitencia en sus
corazones.
—¡Mirad! —exclamó la predicadora, volviéndose hacia la izquierda con los ojos
fijos en un punto sobre las cabezas de la gente—. Mirad dónde se encuentra nuestro
bendito Señor, que llora y extiende los brazos hacia vosotros. Oíd lo que dice:
«¡Cuántas veces habría querido ampararos, como la gallina protege a los polluelos
bajo las alas! ¡Y vosotros no quisisteis…! ¡Y vosotros no quisisteis…!» —repitió en

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tono de suplicante reproche y volviendo de nuevo la mirada hacia sus oyentes—. Ved
las huellas de los clavos en sus manos y en sus pies. Vuestros pecados se los
clavaron. ¡Qué pálido y desencajado está su rostro! Sufrió toda la agonía posible en el
huerto, cuando su alma estaba agobiada por el dolor y por la muerte, y las grandes
gotas de sudor caían al suelo semejantes a gotas de sangre. Y le escupieron, le
abofetearon, le azotaron y se burlaron de Él, y luego, sobre sus doloridos hombros,
cargaron la pesada cruz. Más tarde le clavaron en ella. ¡Ah, qué dolor! Sus labios
estaban secos y sedientos, y aún en su gran agonía se burlaban de Él; no obstante, con
aquellos labios resecos oraba por ellos, diciendo: «Padre mío, perdónales, porque no
saben lo que hacen». Luego le envolvió el horror de las tinieblas y sintió lo mismo
que los pecadores cuando se ven alejados de Dios para siempre. Ésa fue la última
gota en la copa de la amargura. «¡Dios mío, Dios mío!», exclamó. «¿Por qué me has
abandonado?».
»¡Y todo eso lo sufrió por vosotros! ¡Por vosotros! Y, sin embargo, vosotros no
pensáis en Él. Por vosotros… que le volvéis la espalda, sin importaros lo que sufrió
por vuestra causa. Sin embargo, aun no está cansado de sufrir por vuestra causa,
porque se levantó entre los muertos, y a la diestra de Dios Padre suplicó: “Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen”. Y también está en la tierra, entre
nosotros, cerca de vosotros en este momento. Yo veo su cuerpo herido y su amorosa
mirada.
Entonces Dinah se volvió a Bess Cranage, cuya alegre juventud y evidente
vanidad le habían infundido la mayor compasión:
—¡Pobre muchacha! ¡Pobre niña! Está rogándote, y tú no le haces caso. Sólo
piensas en pendientes, en trajes y en gorros bonitos, y no te acuerdas siquiera de que
el Salvador murió por salvar tu alma preciosa. Vendrá el día en que estarás arrugada,
con el cabello gris, con tu pobre cuerpo flaco y tembloroso. Entonces empezarás a
darte cuenta de que tu alma no está a salvo. Entonces tendrás que presentarte ante
Dios, vestida con tus pecados, con tus accesos de malhumor y tus vanos
pensamientos. Y Jesús, que ahora esta dispuesto a ayudarte, no te ayudará entonces, y
como no quieres que sea tu Salvador, se convertirá en tu juez. Ahora te mira con
amor y misericordia y dice: «Venid a mí para gozar de la vida eterna». Pero luego se
alejará de ti, y dirá: «Apartaos de mí para hundiros en el fuego eterno».
Los grandes y negros ojos de Bess, abiertos en extremo, empezaron a llenarse de
lágrimas, palidecieron sus mejillas y sus labios, y todo el rostro quedó alterado y
convulso, como el de los niños que están a punto de llorar.
—¡Ah! ¡Pobre y ciega niña! —prosiguió Dinah—. ¡Que no te suceda lo que le
ocurrió a una servidora de Dios en los días de su vanidad! Ella no pensaba más que
en gorros de encaje y ahorraba todo el dinero posible para comprarlos; no pensaba
siquiera en tener el corazón limpio y el alma pura, pues sólo deseaba tener mejores
encajes que las demás muchachas. Y un día, cuando se puso un nuevo gorrito y se
miró al espejo, vio un rostro ensangrentado y coronado de espinas. Este mismo rostro

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es el que te está contemplando —y Dinah señaló un lugar muy cercano a Bessy—.
¡Ah! ¡Arráncate esas galas y arrójalas lejos de ti, como si fuesen venenosas víboras!
¡Te están mordiendo, están envenenando tu alma, te arrastran a un pozo oscuro y sin
fondo en el que te hundirás para siempre y cada vez más, así como también cada vez
más lejos de la luz y de Dios!
Bessy no pudo resistir más. Se apoderó de ella un terror extraordinario y,
arrancándose los pendientes de las orejas, los arrojó ante ella, sollozando a gritos. Su
padre, Chad, temeroso de que la predicadora se metiera con él, pues la conducta de la
rebelde Bess le parecía debida a un milagro, se alejó rápidamente y empezó a dar
martillazos en el yunque diciéndose: «A la gente le conviene herrar los caballos, tanto
si predica alguien como si no. Es seguro que el diablo no me cogerá porque yo me
dedique al trabajo».
Entonces Dinah empezó a describir las alegrías reservadas a los penitentes y con
sus sencillas palabras habló de la paz divina y del amor que llenan el alma del
creyente, y de que el amor de Dios convierte la pobreza en riqueza y satisface el alma
de modo que desaparecen los deseos malsanos, los temores y la alarma; que, al fin, la
misma tentación del pecado se extingue, y ya en la tierra comienza el cielo, porque
ninguna nube se interpone entre el alma y Dios, que es el sol eterno.
—Queridos amigos —dijo por fin—, hermanos y hermanas, a quienes amo como
aquellos por quienes murió mi Dios, creedme cuando os digo que conozco ese estado
de bendición y, como lo conozco, deseo que lo compartáis conmigo. Soy pobre como
vosotros. He de vivir gracias al trabajo de mis manos, pero no existe ningún señor ni
ninguna dama que puedan ser tan felices como yo si en sus almas no existe, como en
la mía, el amor de Dios. Fijaos lo que significa no odiar a nadie ni a otra cosa que el
pecado; estar penetrado de amor por toda criatura; no tener nada; estar seguro de que
todas las cosas se convertirán en bien; no dar importancia al dolor, porque tal es la
voluntad de nuestro Padre; saber que nada, ni siquiera en el caso de que la tierra se
incendiase o las aguas viniesen a ahogarnos, que nada en absoluto puede separarnos
de Dios, que nos ama y que llena nuestras almas de paz y de alegría porque estamos
seguros de que todo lo que Él quiere es santo, justo y bueno.
»Queridos amigos, venid a tomar parte de esta bendición que se os ofrece. Éstas
son las buenas nuevas que Jesús vino a predicar a los pobres. No son como las
riquezas de este mundo, que cuantas más se conquistan, menos descanso se tiene.
Dios es eterno y también lo es su amor.

Sus rayos llegan a toda la creación


porque su fuerza es enorme;
bastan a todos y a cada uno
y bastan para siempre.

Dinah había estado hablando por espacio de una hora y la luz rojiza del día que

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acababa pareció dar una importancia extraordinaria a sus palabras finales. El viajero,
a quien había interesado el curso de su sermón como si hubiera presenciado una
representación dramática, pues hay cierta fascinación en toda elocuencia sincera e
impremeditada que descubre el drama interior de las emociones del orador, hizo que
su caballo tomase de nuevo el camino y prosiguió el viaje mientras Dinah decía:
«Vamos a cantar un poco, mis queridos amigos». Y cuando el viajero descendía por la
pendiente, llegaron a sus oídos las voces de los metodistas, elevándose y
descendiendo en aquella extraña mezcla de entusiasmo y de tristeza propia de la
cadencia de un himno.

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III

DESPUÉS DEL SERMÓN

M enos de una hora después del sermón, Seth Bede caminaba al lado de Dinah
por el sendero bordeado de setos que corría a través de los pastos y los verdes
campos de trigo situados entre el pueblo y Hall Farm. Dinah se había quitado
nuevamente su gorrito cuáquero y lo sostenía en sus manos para gozar de la frescura
del crepúsculo, y Seth, mientras andaba a su lado, podía contemplar claramente la
expresión de su rostro, mientras pensaba tímidamente en algo que quería decirle. En
el rostro de la joven había una expresión de plácida e inconsciente gravedad; parecía
absorta en pensamientos que nada tenían que ver con el momento actual ni con su
propia personalidad: una expresión desalentadora en extremo para un enamorado.
Incluso su modo de andar era desalentador pues tenía aquella apacible elasticidad que
no necesita la ayuda de nadie. Seth, que lo comprendía vagamente, pensó: «Es
demasiado buena y santa para cualquier hombre, exceptuándome a mí, tal vez». Y las
palabras que había reunido retrocedieron antes de llegar a sus labios. Pero una idea le
dio valor: «No existe hombre que pueda quererla más que yo y que la deje más libre
de seguir la obra de Dios». Habían guardado silencio durante varios minutos, después
de haber hablado de Bess Cranage. Dinah parecía haber olvidado la presencia de Seth
y su paso se apresuraba tanto que la idea de estar ya a pocos minutos de distancia de
las puertas de Hall Farm dio al fin a Seth el valor suficiente para hablar.
—¿Está ya decidida, Dinah, a volver el sábado a Snowfield?
—Sí —contestó la joven—. Me han llamado. Mientras meditaba el domingo por
la noche, vi con toda claridad que la hermana de Alien, que está enferma, me
necesita. La vi con la misma claridad con que estamos viendo esa nubecilla blanca, y
cómo levantó su mano flaca para llamarme. Esta mañana, al abrir la Biblia en busca
de consejo, mis ojos se fijaron en las palabras que dicen: «Y en cuanto hubimos
contemplado la visión, nos apresuramos a ir a Macedonia». Si no fuese por esta clara
indicación de la voluntad de Dios, no tendría prisa en ir allá, porque mi corazón me
inclinaría a acompañar a mi tía y a sus hijitos, y a esa pobre oveja errante de Hetty
Sorrel. Últimamente he rezado mucho por ella, y creo que aún podrá gozar de la
misericordia divina.
—Dios lo quiera —dijo Seth—, porque el corazón de Adam está tan prendado de
ella que nunca podrá fijarse en ninguna otra mujer. Aunque yo sentiría en el alma que
se casara con ella, porque no creo que pueda hacerle feliz. No deja de ser un profundo
misterio el camino que toma el corazón de un hombre cuando elige a una mujer entre
todas las demás que ha visto en el mundo, y cuando le resulta más fácil trabajar siete
años por ella, como Jacob hizo por Raquel, que conseguir a otra mujer cualquiera sin
más trabajo que solicitarla. Muchas veces pienso en las palabras: «Y Jacob sirvió

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siete años por Raquel; y a él sólo le parecieron unos días por el amor que sentía por
ella». Estas palabras serían ciertas con respecto a mí, Dinah, si me diera la esperanza
de conquistarla en cuanto hubiesen trascurrido siete años. Sé que le parecerá que un
marido ocuparía una parte demasiado considerable de sus pensamientos, porque san
Pablo dice: «La que se casa cuida de las cosas del mundo para complacer a su
marido». Y quizás me creerá demasiado atrevido cuando le hablo de eso, después de
lo que me dijo el sábado pasado acerca de sus ideas. Mas he pensado en ello día y
noche, y he rezado para no dejarme cegar por mis propios deseos y para no creer que
lo que es bueno para mí ha de ser bueno también para usted. E incluso creo que hay
más textos que aconsejan el matrimonio que los que pudieran encontrarse en contra
de él. Porque san Pablo dice en otro lugar, con la mayor claridad: «Deseo que las
mujeres jóvenes se casen, tengan hijos, gobiernen la casa y no den ocasión a que las
censure nadie». Y luego: «Dos son mejor que uno». Lo cual se refiere tanto al
matrimonio como a otras cosas, porque nosotros, querida Dinah, tendríamos un solo
corazón y una sola mente. Ambos servimos al mismo Señor y luchamos por tener
iguales dones; yo nunca sería el marido que exigiera de usted lo que pudiera
interrumpir la obra para la que Dios la ha creado. Por mi parte le daría toda la libertad
posible, más de la que ahora goza, puesto que en la actualidad ha de ganarse la vida,
y yo soy lo bastante fuerte para trabajar para los dos.
Como Seth había empezado ya a defender su causa, continuó con la mayor
vehemencia y casi con apresuramiento, a fin de impedir que Dinah pronunciase
alguna palabra decisiva antes de que él expusiera todos los argumentos que tenía
preparados. Mientras hablaba se sonrojaron sus mejillas, se llenaron de lágrimas sus
ojos grises y bondadosos y la voz le temblaba al pronunciar la última frase. Habían
llegado a un paso estrecho, ente dos altas rocas, que en Loamshire hacía las veces de
portillo. Dinah se detuvo para mirar a Seth y, con su voz tierna, tranquila y fina, le
dijo:
—Le doy las gracias, Seth Bede, por su amor hacia mí, y si yo fuese capaz de
pensar en un hombre de otro modo que como un hermano en Cristo, no hay duda de
que pensaría en usted. Pero mi corazón no está libre y no puedo casarme. Eso queda
para otras mujeres, puesto que no deja de ser algo grande y una bendición el ser
esposa y madre. Pero «así como Dios ha distribuido a todo hombre, también ha
llamado a cada uno y, por consiguiente, conviene dejarle obrar». Dios me ha llamado
para que sea ministro de los demás, no para tener alegrías o pesares propios, sino para
regocijarme con los que están alegres y llorar con los tristes. Me ha llamado para que
predique sus palabras y Él es el dueño de mi trabajo. Y solamente obligada por una
clara visión puedo abandonar a mis hermanos y hermanas de Snowfield, que han sido
tan poco favorecidos por los bienes de este mundo. Allí los árboles son tan escasos
que hasta un niño puede contarlos, y la vida en invierno es muy dura para los pobres.
A mí me ha sido concedido el ayudarles y el consolarles, el dar ánimos a ese pequeño
rebaño y llamar a los que van errantes; y mi alma está llena de estas cosas desde que

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me levanto hasta que me acuesto. Mi vida es demasiado corta y la obra de Dios
excesivamente grande para que piense en constituir mi propio hogar en este mundo.
No he escuchado sus palabras con oídos sordos, Seth, porque al ver que me dedicaba
su amor, pensé que ello podría ser una indicación de la Providencia para que
cambiase el camino de mi vida y nos ayudásemos mutuamente. Por eso dejé la
decisión a mi Señor, pero cuantas veces trataba de fijar mi mente en el matrimonio y
en nuestra vida en común, se interponían otros pensamientos; recordaba las veces en
que he rezado con los enfermos y moribundos y las felices horas que pasé
predicando, cuando mi corazón estaba lleno de amor y la Palabra me era concedida
con toda abundancia. Y al abrir la Biblia en busca de consejo, siempre he encontrado
alguna palabra clarísima que me indica cuál es mi tarea. Creo, Seth, lo que dice, que
procuraría ser un auxiliar mío y no un obstáculo para mi obra; pero comprendo que
Dios no quiere nuestro matrimonio, pues conduce a mi corazón por otro camino.
Deseo vivir y morir sin marido ni hijos. Al parecer, no hay en mi alma lugar para mis
propias necesidades y temores, pues Dios ha querido llenar mi corazón con las
necesidades y sufrimientos de los pobres.
Seth se sintió incapaz de contestar y continuaron en silencio. Por fin, cuando ya
estaban cerca de la puerta del patio, dijo:
—Está bien, Dinah, trataré de encontrar fuerza para soportarlo y para ver a Dios
invisible. Ahora comprendo, sin embargo, qué débil es mi fe. Me parece que cuando
se marche usted ya no podré estar contento ni alegrarme por nada. Lo que siento es,
al parecer, algo superior al amor por una mujer, porque me contentaría, aun cuando
no se casara conmigo, con ir a vivir a Snowfield y estar a su lado. Confié en que el
intenso amor que Dios me inspiró por usted sería, para ambos, un camino; mas, al
parecer, sólo es una prueba para mí. Quizás siento por usted más de lo que debería
sentir por cualquier criatura, ya que muchas veces no tengo más remedio que decir de
usted como el himno:

Si aparece en profundas sombras


ya ha empezado mi aurora.
Es la brillante estrella de la mañana de mi alma
y también es mi sol naciente.

»Tal vez esté equivocado y me convenga obrar de otro modo; pero supongo que
no se enfadaría conmigo si las cosas ocurriesen de manera que yo pudiese abandonar
este país para ir a vivir a Snowfield.
—No, Seth, le aconsejo esperar con paciencia y no abandonar a la ligera su país y
sus parientes. No haga nada sin orden expresa y clara del Señor. Aquélla es una
región estéril y pobre, no como este país de Goshen[2] al que está acostumbrado. No
debemos tener impaciencia por escoger y decidir por nosotros mismos, sino esperar y
dejarnos guiar.

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—Supongo, sin embargo, que me permitirá escribirle una carta, en caso de desear
decirle algo.
—Sin duda, infórmeme de sus dificultades y preocupaciones. Por lo demás, le
aseguro que siempre estará en mis oraciones.
Habían llegado ya a la puerta del patio y Seth dijo:
—No quiero entrar, Dinah; por consiguiente, adiós. —Se detuvo y vaciló después
de que ella le hubo dado la mano, y añadió—: Cabe en lo posible que dentro de algún
tiempo vea las cosas de un modo distinto. Quizás tenga alguna nueva indicación.
—Dejemos eso, Seth. Conviene vivir un solo momento a la vez, según he leído en
uno de los libros del señor Wesley. Ni a usted ni a mí nos corresponde hacer planes.
Lo único que debemos procurar es obedecer y esperar. Adiós.
Dinah oprimió su mano con mía mirada triste en sus ojos cariñosos y luego
atravesó la puerta mientras Seth se volvía para dirigirse despacio a su casa. Pero en
vez de tomar el camino directo, resolvió volver a través de los campos y por los
mismos lugares que acababa de recorrer en compañía de Dinah, y creo que su
pañuelo azul estaba empapado de lágrimas antes de comprender que ya era hora de
encaminarse a casa sin demora. No tenía más que veintitrés años y acababa de saber
lo que es el amor. El amor que, a la vez, es adoración que el hombre joven profesa a
la mujer a quien considera más grande y mejor que él mismo. Un amor así apenas se
diferencia del sentimiento religioso. Es el amor profundo y digno, ya se dedique a
una mujer, a un niño, al arte o a la música. Nuestras caricias, nuestras tiernas
palabras, nuestro éxtasis bajo la influencia de las puestas de sol otoñales, de la
contemplación de una columnata o de majestuosas estatuas, o bajo el efecto de las
sinfonías de Beethoven, todo eso trae consigo la sensación de que son solamente
ondulaciones de un océano de amor y de belleza insondable. Nuestra emoción, en el
momento de mayor exaltación, se expresa través del silencio. Nuestro amor, en su
momento culminante, va más allá de su objeto y se pierde al sentir el misterio divino.
Y este don bendito de amor, que, al mismo tiempo, venera, ha sido concedido a
muchos humildes artesanos, desde que empezó el mundo, para que no nos
sorprendamos de que existiese también en el alma de un carpintero metodista, hace
más de cincuenta años, cuando aún se percibía el resplandor del tiempo en que
Wesley y sus compañeros de trabajo se alimentaban con los frutos del escaramujo y
las acerolas de los setos de Cornualles, después de fatigar sus miembros y sus
pulmones llevando el divino mensaje a oídos de los pobres.
Aquel resplandor lejano se ha desvanecido ya; y el cuadro que podemos pintar en
nuestra imaginación sobre el metodismo no es ya un anfiteatro de verdes colinas, ni la
sombra profunda proyectada por los sicómoros de anchas hojas donde una multitud
de hombres rudos y mujeres de corazón fatigado bebían una fe que, en realidad, era
cultura rudimentaria, que fundía sus pensamientos con el pasado, elevaba sus
imaginaciones sobre los detalles sórdidos de sus angustiadas vidas y llenaba sus
almas con el sentimiento de una Presencia compasiva, amante e infinita, dulce como

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el verano para el necesitado que carece de hogar. Es muy posible que para algunos de
mis lectores el metodismo no signifique nada más que calles sórdidas de casas bajas,
abaceros rollizos, predicadores gorrones y un lenguaje hipócrita, elementos que, en
ciertos barrios elegantes, son vistos como un exhaustivo análisis del metodismo.
Eso sería una lástima, porque no puedo pretender que Seth y Dinah fuesen algo
más que metodistas. Y tampoco que perteneciesen al tipo moderno que lee revistas
trimestrales y asiste a las funciones religiosas de las capillas provistas de pórticos y
columnas; y tampoco quiero dar a entender que perteneciesen a una clase distinguida
y secular. Creían en los milagros, en conversiones instantáneas, en revelaciones a
través de los sueños y las visiones; echaban suertes y buscaban el consejo divino
abriendo la Biblia al azar. Tenían un modo literal de interpretar las Escrituras que no
sancionan los comentaristas ortodoxos; y me resulta imposible dar a entender que su
dicción fuese correcta o liberal su instrucción. Sin embargo, si he leído debidamente
la historia religiosa, la fe, la esperanza y la caridad no han existido siempre en
relación directa con la mayor o menor sensibilidad hacia estas tres virtudes; y es
posible, a Dios gracias, sostener teorías muy erróneas y poseer sentimientos sublimes.
El tocino rancio que la torpe Molly separa de su escasa provisión para llevarlo a casa
de su vecino, a fin de curar los ataques de su niño, puede ser quizás un remedio
eficaz; pero el movimiento generoso y la bondad que inspiró el acto poseen una
radiación beneficiosa que no se pierde.
Teniendo en cuenta todo eso, no podemos considerar a Dinah y a Seth indignos de
nuestra simpatía, aunque estemos acostumbrados a llorar por los pesares más
elevados de las heroínas que calzan zapatitos de satén y llevan miriñaque, o de los
héroes que montan caballos casi salvajes y que, a su vez, sirven de montura para
pasiones más salvajes todavía.
¡Pobre Seth! Jamás en su vida montó a caballo, excepto una vez, durante su
infancia, cuando Jonathan Burge le subió en la grupa del suyo, diciéndole que se
agarrase bien. Y así, en vez de prorrumpir en palabras acusadoras contra Dios y el
destino, mientras volvía a casa a la luz de las estrellas, resolvió contener su tristeza,
no desear tanto hacer su voluntad y vivir más en beneficio del prójimo, como hacía
Dinah.

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IV

EL HOGAR Y SUS TRISTEZAS

E ra un verde valle con un arroyo que lo atravesaba, tan crecido a causa de las
últimas lluvias que estaba a punto de desbordarse. Unos sauces no muy altos
inclinaban sus ramas sobre la corriente, atravesada por un tablón por el que cruzaba
entonces Adam Bede con paso firme, seguido de cerca por Gyp, que llevaba el cesto.
Sin duda se dirigía hacia la casa con tejado de bálago, junto a la cual se veía un
montón de madera, que se hallaba a unos veinte metros de distancia en la pendiente
opuesta.
La puerta de la casa estaba abierta y desde ella miraba una mujer entrada en años;
pero no contemplaba plácidamente el paisaje iluminado por el sol de la tarde; con
ojos no muy claros observaba la manchita, cada vez mayor, que durante los últimos
minutos le pareció que era su querido hijo Adam. Lisbeth Bede amaba a su hijo con
el amor de una mujer que tiene a su primogénito en la madurez de su vida. Era una
mujer llena de ansiedad, frugal, vigorosa, anciana y limpia como un copo de nieve.
Su cabello gris estaba peinado hacia atrás y quedaba cubierto por un gorro de hilo,
que rodeaba una faja negra; cubría su ancho pecho un pañuelo de color pardo y
debajo de éste se divisaba una especie de bata de cuadros azules atada en la cintura y
que descendía hasta las caderas, de las que partía una larga falda de hilo y lana.
Lisbeth era alta como su hijo y guardaba una gran semejanza con él en muchos otros
detalles. Sus ojos oscuros ya no eran muy transparentes, quizás de tanto llorar; pero
sus cejas, anchas y bien dibujadas, seguían siendo negras, sus dientes firmes, y
mientras, aún de pie, continuaba haciendo calceta rápida e inconscientemente con sus
manos endurecidas por el trabajo, se mantenía tan erguida como cuando llevaba un
cubo de agua en la cabeza desde la fuente. Tanto en la madre como en el hijo se
observaba la misma figura e igual temperamento activo, pero Adam no había
heredado de ella su frente ancha y su expresión de inteligencia y bondad.
Los parecidos familiares conllevan, a veces, una gran tristeza. La naturaleza, esa
autora grande y trágica, nos relaciona por medio de los huesos y de los músculos y
nos divide por el tejido mucho más sutil de nuestros cerebros; mezcla la simpatía y la
repulsión, y ata nuestro corazón a los seres que nos molestan a cada momento. Oímos
una voz que tiene el mismo timbre que la nuestra y que expresa las ideas que más nos
molestan, y vemos ojos —¡ah, cuán parecidos a los de nuestra madre!— que se alejan
de nosotros con la mayor frialdad; y nuestro último hijo querido nos sorprende con
los movimientos y los gestos de la hermana de quien muchos años atrás nos
separamos con gran amargura. El padre a quien debemos nuestra mejor herencia, el
instinto mecánico, la aguda sensibilidad de la armonía, la habilidad inconsciente de la
mano que modela, nos irrita y nos avergüenza con sus diarios errores; la madre

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perdida mucho tiempo atrás, cuyo rostro empezamos a ver en el espejo cuando
aparecen nuestras primeras arrugas, muchas veces indignó nuestras almas juveniles
con sus enfados y con sus insistencias poco razonables.
Se oyó una voz maternal, cariñosa y ansiosa a un tiempo cuando Lisbeth dijo:
—Bueno, hijo. Ya han dado las siete. Siempre eres el último en salir. Debes de
querer cenar. ¿Dónde está Seth? Probablemente habrá ido a alguna ceremonia
religiosa.
—No te preocupes por Seth, madre. ¿Dónde está padre? —preguntó rápidamente
Adam al entrar en la casa y después de registrar con la mirada una habitación que
había en la izquierda y que se utilizaba como taller—. ¿No ha hecho el ataúd para
Tholer? Aquí veo la obra como la he dejado esta mañana.
—¿Que si ha hecho el ataúd? —Lisbeth siguió a su hijo sin dejar su labor ni de
mirar al joven con ansiedad—. Se ha marchado a Treddleston y no ha vuelto.
Supongo que ha ido de nuevo al Waggin Overtrow.
El rostro de Adam se congestionó de ira. Sin embargo no dijo una palabra, se
quitó la chaqueta y se arremangó de nuevo.
—¿Qué vas a hacer, Adam? —preguntó la madre con cierta alarma—. ¿Supongo
que no vas a trabajar sin haber cenado antes?
Adam, demasiado irritado para hablar, entró en el taller. Su madre abandonó
entonces la labor de calceta y, acercándose a él, le cogió por el brazo y le dijo con un
tono quejumbroso de reproche:
—No, hijo mío. Antes has de cenar. Tienes patatas con salsa, como a ti te gustan.
Las he hecho expresamente para ti. Ven a cenar.
—Déjame en paz —replicó Adam con energía, librándose de su madre y tomando
uno de los tablones que estaban apoyados en la pared—. No hay tiempo para cenas
cuando hemos prometido tener listo el ataúd y entregarlo en Broxton mañana por la
mañana a las siete. Ya tendría que estar acabado, y no se ha clavado ni un clavo. No
estoy de humor para cenar.
—Pero comprende que hoy no vas a poder terminarlo —dijo Lisbeth—. Te vas a
matar trabajando. Y no podrás descansar durante toda la noche.
—¿Qué importa el tiempo que tarde? ¿No hemos prometido el ataúd? ¿Acaso
pueden enterrar el cadáver sin él? Antes me cortaría la mano que engañar a la gente
de este modo. Sólo de pensarlo me vuelvo loco. Pero no pasará mucho tiempo antes
de que acabe con todo eso, porque ya estoy harto.
La pobre Lisbeth no oía esa amenaza por primera vez y, de haber sido una mujer
juiciosa, se hubiese alejado sin decir nada y habría procurado no hablar durante la
hora siguiente. Pero una de las lecciones que la mujer aprende con más dificultad es
la de no contradecir a un hombre enojado o borracho. Lisbeth se sentó en el banco de
carpintero y empezó a llorar. Y en cuanto lo hubo hecho lo suficiente para conseguir
una voz más lastimosa, dijo:
—No, hijo mío, no. No te marcharás, destrozando el corazón de tu madre y

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condenando a tu padre a la ruina. No querrás que me lleven al cementerio y tú no
puedas acompañar mi cadáver. Yo misma no descansaría en paz en la tumba si no
pudiera verte hasta el último momento de mi vida, porque ¿cómo podría hacerte saber
la gravedad de mi estado si te hubieras marchado lejos, muy lejos, y Seth te siguiera?
Porque tu padre no es capaz de manejar una pluma, pues la mano le tiembla en
extremo y, además, no sabríamos tu paradero. Has de perdonar a tu padre y no
guardarle rencor. Antes de que se entregara a la bebida era un buen padre para ti. Era
un buen trabajador y recuerda que te enseñó tu oficio y que nunca me dio un golpe ni
me dirigió una mala palabra… No, nunca lo ha hecho, ni aun estando borracho. Estoy
segura que no querrías que tu propio padre acabe en un asilo de indigentes. Piensa
que, hace veinticinco años, cuando tú eras todavía un niño de pecho, tu padre era un
hombre muy bueno, hábil en toda clase de trabajos, como lo eres tú hoy.
La voz de Lisbeth aumentó en volumen, aunque la entrecortaban los sollozos, y
empezó a proferir una especie de gemido, que es el más irritante de todos los ruidos
cuando hay que soportar verdaderas penas y ejecutar algún trabajo. Por eso Adam
exclamó impaciente:
—Ahora, madre, hazme el favor de no llorar y de no hablar de ese modo. ¿Acaso
piensas que no tengo ya bastantes problemas? ¿Para qué me sirve que digas las
mismas cosas que no consigo sacarme de la cabeza en todo el día? Y si no pensara en
ellas, ¿por qué haría lo que hago, por el placer de ver que todo sigue igual? Pero me
molesta que me hablen cuando no hace falta y, por otra parte, me conviene no
malgastar las fuerzas en hablar, porque he de trabajar.
—Ya sé que te portas como nadie, hijo mío; pero eres duro con tu padre y siempre
estás más enojado con él que con nadie. En cambio, todo lo de Seth te parece bien y
te enfadas cuando yo le encuentro alguna falta.
—Eso es mejor que hablarle con suavidad y permitir que se comporte
desagradablemente, ¿no crees? Si yo no le diese a entender mi disgusto, sería capaz
de vender toda la madera que tenemos y de gastarse el dinero bebiendo. Sé de sobra
que tengo deberes que cumplir con mi padre, pero de ninguna manera he de permitir
que vaya derecho a la ruina. ¿Y qué tiene que ver Seth con todo eso? Que yo sepa, el
pobre muchacho no hace ningún daño a nadie; y ahora, madre, déjame tranquilo, que
tengo mucho trabajo.
Lisbeth no se atrevió a decirle nada más; se levantó y llamó a Gyp, deseosa de
consolarse por la negativa de su hijo de tomar la cena que le había preparado con la
esperanza de contemplarle amorosamente mientras comía, alimentando al perro de
Adam con extraordinaria liberalidad. Sin embargo, Gyp observaba a su amo con
cierta preocupación y las orejas erguidas, extrañado, tal vez, por el desacostumbrado
curso que tomaban los acontecimientos; y aunque miraba a Lisbeth cuando ella le
llamaba y movía intranquilo sus patas delanteras, pues sabía que la buena mujer le
invitaba a cenar, se hallaba sumido en la mayor indecisión; y así, continuó sentado
sobre su cuarto trasero y con los ojos fijos en su amo. Adam observó el conflicto

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mental de Gyp, y aunque su enfado le había forzado a comportarse con su madre
menos cariñoso que de costumbre, no impidió que cuidase como solía de su perro. Lo
cierto es que estamos más inclinados a portarnos con bondad con los animales que
nos quieren que con las mujeres que nos aman. ¿Será porque los primeros son
mudos?
—Anda, ve, Gyp, ve —dijo Adam en tono alentador y autoritario a un tiempo.
Y Gyp, al parecer satisfecho de cumplir con su deber a la vez que satisfacía su
placer, siguió a Lisbeth a la cocina.
Apenas había terminado su cena y acabado de lamer el plato, cuando volvió al
lado de su amo, en tanto que Lisbeth se sentaba a solas, a fin de llorar sobre su labor
de calceta. Las mujeres que nunca se muestran resentidas y amargadas son, con
frecuencia, las más inaguantables, y si Salomón era tan sabio como dice la tradición,
estoy seguro de que cuando comparó a la mujer pendenciera con la gota que
continuamente cae en un día lluvioso, no lo dijo porque tuviera ante sus ojos a una
furia de largas uñas, violenta y egoísta. Por el contrario, se refería a una buena mujer,
que sólo era feliz con la dicha de las personas a quienes amaba, y a las que procuraba
toda suerte de comodidades preparándoles los mejores bocados y sin gastar nada para
sí misma. Es decir, una mujer como por ejemplo Lisbeth, que, a la vez, era paciente y
amiga de quejarse, estaba desprovista de egoísmo pero no de exigencias, que se
pasaba el día entero quejándose de lo que ocurrió el anterior y de lo que había de
suceder el siguiente, y que, con gran facilidad, se echaba a llorar por lo bueno y por
lo malo. Pero con su amor idólatra por Adam se confundía cierto respeto, y así,
cuando él le ordenaba que le dejase en paz, se quedaba silenciosa.
Así trascurrieron las horas mientras resonaba el tictac del viejo reloj y el ruido de
las herramientas de Adam. Por fin, éste pidió luz y un trago de agua (pues la cerveza
sólo se bebía en día de fiesta) y Lisbeth, al servirle, se aventuró a decirle:
—Cuando quieras puedes cenar. Lo tienes todo preparado.
—No esperes, madre —contestó Adam con más afabilidad.
Ya le había pasado la cólera y deseaba mostrarse bondadoso con su madre. Por
eso apeló de nuevo a su acento y dialecto nativo, que en otras ocasiones no empleaba.
—Ya veré a padre cuando vuelva a casa, aunque tal vez pase la noche fuera. Y
entonces me gustaría mucho que estuvieses acostada.
—Esperaré hasta que vuelva Seth. Creo que no tardará.
El reloj señalaba entonces más de las nueve, pero iba adelantado. Antes de que
dieran las diez, se levantó el picaporte y entró Seth. Había oído el ruido de las
herramientas al acercarse a la casa.
—¿Qué ocurre, madre? —preguntó—. ¿Por qué trabaja padre a estas horas?
—El que trabaja no es tu padre y ya lo habrías notado si no vinieses con la cabeza
llena de oraciones. Es tu hermano quien lo hace todo, porque los demás siempre
encuentren la manera de no hacer nada.
Lisbeth se disponía a continuar, porque no temía a Seth y casi siempre vertía en

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sus oídos las quejas que se veía obligada a contener por el respeto que le inspiraba
Adam. Seth en su vida había dirigido una palabra dura a su madre, y las personas
tímidas siempre desahogan su malhumor en las afectuosas. Pero Seth, con ansiosa
mirada, entró en el taller y dijo:
—¿Qué es eso, Adam? ¡Cómo! ¿Acaso padre se ha olvidado del ataúd?
—Ha ocurrido lo que siempre sucede, muchacho, pero yo lo terminaré —dijo
Adam levantando los ojos y dirigiendo una brillante mirada a su hermano—. ¿Qué te
pasa? Pareces preocupado.
Los ojos de Seth estaban enrojecidos y en su bondadoso rostro se advertía cierta
depresión.
—Sí, Adam; pero hay que aguantarse, y no puedo remediarlo. ¿De modo que no
has ido a la escuela?
—¿A la escuela? No. Eso puede esperar —contestó Adam.
—Déjame trabajar ahora a mí y así tú podrás acostarte —dijo Seth.
—No, muchacho, ya que estoy metido en harina prefiero continuar. Ya me
ayudarás a llevarlo a Broxton cuando esté terminado. Te llamaré al amanecer. Ahora
ve a cenar y cierra la puerta, para que no me molesten las palabras de nuestra madre.
Seth sabía muy bien que su hermano Adam jamás dejaba de realizar lo que dijera
y que no había nadie capaz de hacerle desistir de sus propósitos. Por eso se volvió
con el corazón apesadumbrado y entró en la cocina.
—Adam no ha comido siquiera un bocado desde que ha llegado a casa —dijo
Lisbeth—. En cuanto a ti, supongo que habrás cenado con tus compañeros
metodistas.
—Nada de eso, madre. No he cenado todavía.
—Pues entonces, ven —dijo Lisbeth—; pero no te comas las patatas, pues quizás
a Adam le entren ganas de comérselas luego. Le gustan mucho con salsa. Hace un
momento estaba tan irritado que no ha querido comer, a pesar de que yo las he
guisado expresamente para él. Me ha vuelto a amenazar con marcharse —continuó
con voz quejumbrosa—, y estoy segura de que lo hará cualquier día sin avisar, antes
de que yo me levante de la cama, y también sé que en cuanto se haya marchado no
volverá a poner los pies en casa. Créeme que preferiría no haber tenido ningún hijo
como él, que no tiene igual por su habilidad y su laboriosidad, que es tan bien
considerado en todas partes, alto y erguido como un álamo, en caso de que tenga que
verme separada de él y no vuelva a verlo en la vida.
—Vamos, madre, no te angusties en vano —dijo Seth con voz afable—. No hay
ninguna razón para creer que Adam quiera marcharse y, en cambio, las hay muy
buenas para tener la seguridad de que continuará a tu lado. Es posible que diga esas
cosas cuando está enojado y has de reconocer que muchas veces le sobran motivos,
pero su propio corazón le impediría marcharse. Recuerda cuánto nos ayudó cuando
estábamos apurados, y cómo empleó sus ahorros en pagarme un sustituto para que no
fuese al servicio militar, y también cómo compró tanta madera como le fue posible

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para que nuestro padre pudiera trabajar; y si obró así, no fue porque no supiera qué
hacer del dinero. Ten en cuenta que hace ya mucho tiempo que habría podido casarse
y establecerse casa propia. Pero no hay que tener miedo, porque no es hombre que se
vuelva para derribar su propia obra y hasta ahora todo el empeño de su vida ha sido
apoyar a su familia.
—No me hables de su matrimonio —dijo Lisbeth echándose a llorar otra vez—.
Se ha enamorado de esa Hetty Sorrel, que es incapaz de ahorrar un penique y de
demostrar el más mínimo respeto por mí. ¡Y pensar que habría podido casarse con
Mary Burge, asociarse con el padre de ésta y ser una persona importante, que tuviese
obreros a sus órdenes como el mismo maese Burge! Dolly me lo ha dicho varias
veces. ¡Y si no fuese porque se ha enamorado de esa mozuela que no sirve para
nada…! Él, en cambio, es un muchacho muy inteligente, que sabe escribir y calcular
muy bien; pero el caso es que de poco le sirve todo eso.
—Pero, madre, ya sabes que los hombres no podemos querer a las mujeres que
nos indiquen otras personas. Solamente Dios puede mandar en el corazón del
hombre. Yo mismo podía haberme enamorado de ella y Adam de otra mujer, y por
esta razón jamás le reprocharé lo que no puede impedir. Estoy convencido, sin
embargo, de que él se esfuerza en vencer su inclinación. Pero nosotros hemos de
procurar no hablar de eso, limitándonos a rogar al Señor que le bendiga y le dirija.
—Sí. Tú siempre estás dispuesto a rezar, y no sé qué sacas de tanto rezo. No por
eso ganarás doble sueldo en la Navidad próxima. Los metodistas no son capaces de
lograr que llegues a valer ni siquiera la mitad de lo que vale tu hermano, a pesar de
tus esfuerzos de convertirte en predicador.
—Tienes mucha razón en lo que dices, madre —contestó Seth con afabilidad—.
Adam vale mucho más que yo y por mí ha hecho bastante más de lo que yo hice
nunca por él. Dios distribuye el talento y las habilidades entre los hombres según su
voluntad. Pero no por eso has de desdeñar la oración. Es posible que no nos
proporcione dinero, pero en cambio nos da algo que no pueden comprar las riquezas
de la tierra, es decir, la facultad de alejarnos del pecado y de conformamos con la
voluntad de Dios, cualquiera que sea la cosa que Él nos mande. Y si tú quisieras rogar
a Dios que te ayudase, confiando en su bondad y misericordia, ten la certeza de que
no estarías tan inquieta.
—¿Inquieta? Bastantes motivos tengo para estarlo. En cambio, tú jamás
demuestras sentir inquietud. Te gastas todo cuanto ganas y nunca recuerdas que no
tienes ningún dinero ahorrado para un día de apuro. Si Adam hubiese sido como tú,
nunca habría tenido lo suficiente para pagarte un sustituto. ¡No pienses en el día de
mañana, no te apures! Eso es lo que dices siempre. ¿Cuál es el resultado? En cambio
Adam ha de pensar en el día de mañana y también en ti.
—Estas son palabras de la Biblia, madre —contestó Seth—. No significan que
debamos ser perezosos, sino que no hemos de preocuparnos demasiado acerca de lo
que ocurrirá mañana, pues tan sólo debemos cumplir nuestro deber y dejar lo demás a

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la voluntad de Dios.
—Sí. Tú siempre hablas de ese modo. No piensas en otra cosa que en las palabras
de la Biblia. No comprendo cómo sabes que «el no pensar en el día de mañana»
significa todo eso. La Biblia es un libro muy grande y tú no puedes haberlo leído
entero, ni sabes elegir los versículos. Y me extraña que no encuentres en ella palabras
que tengan un significado más agradable. Adam, por su parte, encontró en la Biblia
un consejo muy bueno y que repite con gran frecuencia: «Ayúdate y Dios te
ayudará».
—No, madre. Estas palabras no son de la Biblia. Se encuentran en un libro que
Adam compró en la tienda de Treddleston. Lo escribió un hombre muy sabio, pero el
libro es mundano, según creo. Sin embargo, ese consejo tiene razón en parte, porque
la Biblia nos dice que debemos trabajar en unión de Dios.
—Bueno, ¿y qué sé yo? Parecen palabras de la Biblia. ¿Y a ti qué te pasa,
muchacho? Apenas has cenado. ¿No quieres comer un poco más y tomar un pedazo
de torta de avena? Estás blanco como el papel, ¿qué te pasa?
—Nada importante, madre. Es que no tengo apetito. Voy a ver a Adam y a
proponerle que me deje continuar la construcción del ataúd.
—Toma antes un poco de caldo —dijo Lisbeth, cuyos sentimientos maternales
dominaron por un momento su costumbre de quejarse—. En un minuto te lo
prepararé.
—No, madre, gracias. Eres muy buena —dijo Seth con gratitud. Y alentado por
aquel tierno sentimiento, continuó—: Quisiera rezar contigo un poco por nuestro
padre, por Adam y por todos nosotros. Es posible que esto te consuele más de lo que
tú te figuras.
—Como quieras. No tengo por qué oponerme.
Aunque casi siempre Lisbeth se inclinaba a llevar la contra en sus conversaciones
con Seth, tuvo entonces una vaga sensación de que encontraría consuelo a través de
aquel acto de piedad y de que, de un modo u otro, obtendría algún alivio en sus
apuros espirituales.
Así, madre e hijo se arrodillaron y Seth rogó por su desgraciado y errabundo
padre y por todos los que en la casa no se preocupaban por él. Y cuando llegó la
petición de que jamas Adam se sintiese inclinado a establecerse en otra comarca, sino
que permaneciese al lado de su madre para hacer apacibles los días de ésta en su
peregrinación por la tierra, los ojos de Lisbeth se llenaron de nuevo de lágrimas.
Cuando se levantaron, Seth acudió de nuevo al lado de Adam y le dijo:
—¿Quieres hacerme el favor de descansar una o dos horas y dejar que yo
continúe entre tanto?
—No, Seth, no. Haz que madre se meta en la cama y vete también a descansar.
Mientras tanto, Lisbeth se había secado los ojos y seguía a Seth llevando algo en
las manos. Era un plato de color pardo y amarillo que contenía las patatas con salsa,
así como unos pedacitos de carne que había picado y mezclado con aquéllas. En

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aquellos tiempos el pan de trigo y la carne fresca eran un lujo para los trabajadores.
La buena mujer dejó el plato en el banco, al lado de Adam, y le dijo:
—Mientras trabajas, puedes ir picando. Te traeré otro vaso de agua.
—Sí, madre —contestó Adam con afabilidad—. Tengo mucha sed. Por espacio de
media hora todo estuvo tranquilo. En la casa no se oía ningún ruido más que el fuerte
tictac del reloj y el que producían las herramientas de Adam. Era una noche serena, y
cuando el joven a las doce abrió la puerta para asomarse al exterior, sólo parecían
moverse las estrellas, porque todos los tallos de hierba estaban dormidos.
El ejercicio físico y el trabajo suelen dejar nuestros pensamientos a merced de las
sensaciones y de la imaginación. Esto fue lo que le ocurrió a Adam aquella noche.
Mientras sus músculos trabajaban con gran actividad, su mente estaba poblada de
escenas de un triste pasado y de un futuro probablemente no menos triste, que
pasaban flotando ante él y se sucedían con rapidez.
Se imaginó lo que ocurriría a la mañana siguiente, cuando hubiese llevado el
ataúd a Broxton y se viese de nuevo en su casa desayunando; tal vez su padre habría
vuelto y estaría avergonzado ante la mirada de su hijo. El desgraciado se sentaría,
pareciendo más viejo que nunca y más tembloroso que la mañana anterior, e
inclinaría la cabeza y contemplaría las losas, en tanto que Lisbeth le preguntaría
cómo se figuraba que se terminó el ataúd después de marcharse él dejándolo sin
acabar. Hay que tener en cuenta que Lisbeth, pese a que censuraba la severidad de
Adam con su padre, era siempre la primera en pronunciar palabras de reproche.
«Y así continuará, cada vez peor —pensó Adam—. Ya no es posible devolverle al
buen camino, ni siquiera contenerle, porque ya ha empezado a descender».
Y recordó los días en que era todavía niño y corría al lado de su padre, orgulloso
de ir a trabajar y más todavía de oír cómo su padre se envanecía ante sus compañeros
de que «este pequeño tiene una habilidad extraordinaria en la carpintería». ¡Qué
hombre tan activo y digno era entonces su padre! Cuando la gente preguntaba a
Adam de quién era hijo, él contestaba con la mayor satisfacción «Soy hijo de Mathias
Bede», seguro de que todos le conocían. ¿No construyó, acaso, el maravilloso
palomar de la parroquia de Broxton? Aquellos eran días muy felices, especialmente
cuando Seth, que tenía tres años menos que él, empezó a salir para trabajar a su vez y
Adam era, al mismo tiempo, maestro y discípulo. Pero luego llegaron los días tristes,
cuando Adam no había cumplido aún los veinte años, pues Mathias empezó a
adquirir la costumbre de pasar las horas en las tabernas y Lisbeth, por consiguiente,
lloraba en casa y exteriorizaba sus quejas sin tratar de evitar que la oyeran sus hijos.
Adam recordaba muy bien la noche de vergüenza y de angustia en que, por
primera vez, vio a su padre borracho, cantando una canción en compañía de sus
compañeros embriagados en el Waggin Overthrow. Al cumplir los dieciocho años se
escapó de su casa un amanecer llevando un fardo con su ropa y el libro de medidas en
el bolsillo, decidido a no aguantar más las humillaciones de su casa. Se dijo que iría a
buscar fortuna y que en cuanto se hallase en una bifurcación del camino pondría el

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bastón de pie en el suelo y tomaría la dirección según el lado en que cayese. Mas al
llegar a Stoniton el recuerdo de su madre y de Seth, que se quedaban en casa,
obligados a soportar todos los pesares sin el apoyo que él podía darles resultó
intolerable y le faltó resolución. Regresó al día siguiente, y desde entonces le
remordía la conciencia por el disgusto y el terror que su madre había sufrido durante
aquellos dos días.
«No —se dijo Adam aquella noche—. Eso no ha de volver a suceder. Y sería una
pobre compensación si, al terminar la vida, supiese que mi pobre madre murió en la
miseria y en la desolación. Mi espalda y mis hombros son bastante fuertes y robustos;
daría muestras de ser un cobarde marchándome y dejando que las penas agobiasen a
quienes son menos fuertes para soportarlas. “Los fuertes han de cargar con las
enfermedades de los débiles y no pensar solamente en divertirse”. Estas palabras no
necesitan ninguna explicación, pues son extraordinariamente claras. Y es evidente
también que, cuando solamente se persigue el placer en este mundo, se sigue un
camino equivocado. Un cerdo puede meter la cabeza en la artesa sin pensar en nada
más; pero cuando se tiene el corazón y el alma de un hombre, hay que pensar en otras
cosas y no sólo en uno mismo. No, no; nunca separaré mi cuello del yugo para que
los más débiles arrastren la carga. Mi padre es para mí una cruz y seguirá siéndolo
durante muchos años. Pero ¡qué importa! Tengo salud, vigor y ánimo para
soportarla».
En aquel momento se oyó en la puerta un leve roce como de ramita de sauce, y
Gyp, en vez de ladrar, como habría podido esperarse, profirió un largo aullido; Adam,
muy sobresaltado, fue en el acto hacia la puerta y la abrió. En el exterior no había
nada ni nadie. Todo estaba tranquilo como una hora antes; las hojas continuaban
inmóviles y la luz de las estrellas mostraba con gran claridad los apacibles campos
que había a un lado y otro del arroyo, privados en aquel instante de todo movimiento
y de vida. Adam dio una vuelta en torno de la casa y no vio nada más que una rata
que se metió entre los matorrales cuando él pasó. Volvió de nuevo al taller,
preguntándose cuál habría sido la causa del ruido; éste era tan especial, que en el
momento había despertado en él la idea de una varita de sauce tocando en la puerta.
No pudo contener un ligero estremecimiento, pues recordó con cuánta frecuencia su
madre le había dicho que se oye ese ruido cuando alguien va a morir. Adam no era
supersticioso, pero por sus venas corría la sangre de los campesinos y de los
artesanos, y un campesino no puede evitar creer en ciertas supersticiones, lo mismo
que un caballo no puede evitar el temblor de su cuerpo cuando ve un camello.
Además, su mente ofrecía la curiosa combinación de humillarse en la región del
misterio y de ser muy activa, fría y razonable en la del conocimiento. La profundidad
de su reverencia era tan grande como la de su sentido común, y muchas veces
contenía los argumentos espiritualistas de Seth diciéndole: «Si, hay grandes misterios
y tú apenas conoces una mínima parte de ellos». Y así se daba el caso de que Adam
era, a la vez, sagaz y crédulo. Si se desplomara una casa recién construida y le

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hubiesen dicho que ello se debía a un castigo divino, él habría contestado: «Puede ser,
pero la inclinación del tejado y de las paredes no era la debida; de lo contrario, eso no
habría ocurrido». Sin embargo, creía en los sueños y en los pronósticos, y hasta el día
de su muerte se sentiría inundado de un sudor frío cuando refiriera la historia de la
varita de sauce que había llamado a su puerta esa noche.
Pero Adam, en la necesidad de acabar el ataúd, tenía el mejor antídoto contra el
miedo imaginario, y durante los diez minutos siguientes, su martillo resonó de un
modo tan continuado, que habría apagado cualquier otro ruido en caso de haber
existido. Sin embargo, hubo un momento de pausa al coger la regla y, en aquel
instante, volvió a oír la extraña llamada y nuevamente Gyp profirió un aullido. Adam
abrió la puerta sin perder un instante, pero, como antes, todo estaba tranquilo y la luz
de las estrellas no le permitía ver otra cosa sino la hierba cargada de rocío que crecía
en tomo a la casa.
Por un momento Adam pensó en su padre con alguna inquietud. En los últimos
tiempos nunca regresaba de Treddleston después de anochecer, aunque había muchas
razones para creer que estaría durmiendo el vino en el Waggin Overthrow. Además,
para Adam la concepción del futuro era tan inseparable de la lastimosa imagen de su
padre que el miedo de que pudiese ocurrirle algún accidente fatal quedaba excluido
por el constante temor a su degradación continua. La siguiente idea que se le ocurrió
le obligó a descalzarse y a subir en silencio la escalera para escuchar detrás de las
puertas de los dormitorios, pero tanto Seth como su madre respiraban con
regularidad.
Luego bajó la escalera y se entregó de nuevo al trabajo, diciéndose: «No volveré a
abrir la puerta, pues no sirve de nada intentar averiguar la causa de ese ruido. Quizás
exista un mundo superior al nuestro, al que no podemos ver, pero del que el oído, que
es más rápido que la vista, perciba de vez en cuando alguno de sus ruidos. Ciertas
personas creen percibir algo de él pero, en general, son gentes cuyos ojos no les
sirven de gran cosa. Por mi parte, creo que vale más saber apreciar si una línea es
perpendicular o no que ser capaz de ver un espectro».
Tales ideas adquirieron mayor peso a medida que aumentaba la luz del día,
debilitando el resplandor de las luces artificiales, y también en cuanto empezaron a
cantar los pájaros. En el momento en que la rojiza luz del sol brilló sobre los clavos
de latón que formaban las iniciales de la tapa del ataúd, la impresión agorera del roce
oído en la puerta quedó olvidada ante la satisfacción que le producía la idea de haber
terminado el trabajo y cumplido con su compromiso. No había necesidad de llamar a
Seth, pues ya le oía moverse en el piso superior; en efecto, tardó muy poco en bajar la
escalera.
—Ahora, muchacho —saludó Adam en cuanto Seth apareció por la puerta—, el
ataúd ya está terminado; podemos llevarlo a Broxton y volver antes de las seis y
media. Tomaré un poco de torta de avena y saldremos.
Pronto el ataúd estuvo sobre los fornidos hombros de los dos hermanos, que

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emprendieron el camino seguidos por Gyp y salieron del patio trasero de la casa para
tomar el sendero. Tenían que recorrer cosa de dos kilómetros y medio para llegar a
Broxton, que se hallaba en la vertiente opuesta, y su camino serpenteaba de un modo
muy agradable a través de los campos y por senderos aromatizados por las
madreselvas y por los escaramujos, en tanto que los pájaros piaban y cantaban en los
altos y frondosos chaparros y olmos. Era un espectáculo muy hermoso el que ofrecía
el despertar de la mañana estival en ese paisaje paradisíaco por el que atravesaban los
dos fornidos hermanos, en sus trajes de faena y llevando en hombros el ataúd. Se
detuvieron por última vez ante una pequeña granja situada a la entrada del pueblo de
Broxton. A las seis de la madrugada quedó terminado su cometido, clavado el ataúd,
y Adam y Seth pudieron emprender el regreso a casa. Para ello escogieron un camino
más corto, que les obligaría a atravesar los campos y el arroyo que corría por delante
de su casa. Adam no había mencionado a Seth lo ocurrido durante la noche, pero aún
estaba bastante impresionado y le dijo:
—Mira, Seth, si nuestro padre no ha regresado a la hora del desayuno, creo que lo
mejor será que vayas a buscarle a Treddleston; de paso podrás traerme el alambre de
latón que necesito. No te importe perder una hora de trabajo, porque ya la
compensaremos. ¿Qué te parece?
—No tengo inconveniente —contestó Seth—. Pero mira las nubes que se han
reunido en el cielo desde que salimos. Sin duda tendremos más lluvia. Será una
lástima, porque no se podrá trabajar el heno si los campos quedan cubiertos de agua.
Ahora el arroyo está bastante crecido, pero un día más de lluvia cubrirá el puente y
tendremos que dar un rodeo por el camino.
A la sazón atravesaban el valle y habían entrado en el prado que cruzaba el
arroyo.
—¿Qué es aquel bulto que hay junto al sauce? —preguntó Seth echando a correr
al mismo tiempo.
Adam tuvo un profundo sobresalto y la ansiedad imprecisa que había sentido con
respecto a su padre se convirtió en un temor definido. No contestó a Seth, pero echó a
correr, precedido por Gyp, que empezó a ladrar con inquietud. Y así, un momento
más tarde, ambos hermanos se hallaban junto al puente.
¡Así que el augurio era cierto! Su pobre padre de cabellos grises, en quien pocas
horas antes había pensado con dureza, como en una espina clavada en su costado,
quizá estaba ya entonces luchando contra la muerte que le acechaba en el agua. Esta
fue la primera idea que atravesó la conciencia de Adam antes de tener tiempo de
agarrar la chaqueta y sacar a tierra el cuerpo largo y pesado. Seth estaba ya a su lado,
ayudándole, y en cuanto hubieron llevado el cadáver a la orilla, los dos hermanos se
arrodillaron y miraron asustados los ojos vidriosos de su padre, olvidando la
necesidad de hacer algo, olvidándolo todo, a excepción de que su padre estaba muerto
frente a ellos. Adam fue el primero en hablar en un susurro:
—Voy a ver a nuestra madre. En un momento estaré de vuelta.

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La pobre Lisbeth estaba muy ocupada preparando el desayuno de sus hijos, y en
el fuego humeaba el potaje que les había hecho. Su cocina estaba siempre
extremadamente limpia, pero aquella mañana la buena mujer se esforzaba más que
nunca en conseguir que tanto el hogar como la mesa fuesen más atractivos.
—Los muchachos tendrán hambre —dijo para sí, aunque en voz alta, mientras
revolvía el potaje—. Hay un buen trecho de aquí a Broxton y en la colina sopla un
airecillo que despierta el apetito… Sin tener en cuenta que iban cargados con el
ataúd. Pero aun pesará más después de haber metido en él al pobre Bob Tholer. Sin
embargo, esta mañana he hecho un potaje más abundante y más bueno que nunca.
También es posible que el padre se presente de un momento a otro, aunque él, en
realidad, no come mucho. En cambio bebe bastante cerveza. Así se gasta los cuartos,
como le he dicho muchas veces y volveré a decirle antes de que acabe el día. La
verdad es que el pobre no me contesta nunca, tengo que reconocerlo.
Pero Lisbeth había oído ya el ruido de precipitados pasos sobre la hierba, y al
volverse rápidamente hacia la puerta, vio entrar a Adam, y le pareció tan pálido y
asustado que no pudo menos que echarse a gritar y acercarse a él antes de que tuviese
tiempo de empezar a hablar.
—¡Deprisa, madre! —exclamó Adam con voz ronca—. No te asustes. Padre se ha
caído al agua. Creo que podremos reanimarlo. Seth y yo vamos a traerlo enseguida.
Prepara una manta y caliéntala.
En realidad, Adam no dudaba de que su padre estaba muerto, pero comprendió
que el único modo de contener el dolor de su madre consistía en procurar que se
ocupase de algo que le infundiera esperanzas.
Volvió al lado de Seth y los dos hijos levantaron la triste carga en sucio y con los
corazones apenados. Aquellos ojos abiertos y vidriosos grises como los de Seth, más
de una vez habían contemplado odiosos a los mismos muchachos ante los cuales
Mathias inclinaría la cabeza impulsado por la vergüenza. Los sentimientos
principales de Seth eran el sobresalto y el dolor por la repentina muerte de su madre,
pero Adam recordaba los tiempos pasados y sentía a la vez compasión y cariño.
Cuando llega la muerte, la gran reconciliadora, jamás nos arrepentimos de nuestra
ternura, sino de nuestra severidad.

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V

EL RECTOR

A ntes de las doce cayeron varios chaparrones y el agua llenó las cunetas de los
senderos de grava que había en el jardín adyacente a la rectoría de Broxton; las
grandes rosas de Provenza fueron cruelmente agitadas por el viento y batidas por la
lluvia, y las florecillas de delicados tallos quedaron tronchadas y manchadas de barro.
Era una mañana melancólica. Había llegado el tiempo de segar el heno, pero no era
posible hacerlo pues los prados estaban inundados.
Las personas que tenían una vivienda confortable se entregaron a diversiones
caseras en las que no habrían pensado si no fuera por la lluvia. Si la mañana no
hubiese sido lluviosa, el señor Irwine no se habría quedado en el comedor jugando al
ajedrez con su madre: era lo bastante aficionado a su madre y a jugar al ajedrez como
para pasar un buen rato de lluvia con la ayuda de los dos.
Y habrá de permitirme el lector que le introduzca en aquel comedor para
presentarle al reverendo Adolphus Irwine, rector de Broxton, vicario de Hayslope y
vicario de Blythe; así pues, poseía varios beneficios y ni siquiera el más severo
reformador eclesiástico era capaz de ponerlo de malhumor. Entraremos sin hacer
ruido y nos quedaremos en la puerta, sin despertar al setter de color pardo y de pelo
brillante que está tendido ante el hogar con sus dos cachorros al lado; o al perdiguero
de negro hocico que dormita como un presidente agobiado por el sueño.
La habitación era espaciosa y de techo elevado y en uno de sus extremos tenía
una ventana mirador dividida por una columna. Las paredes, según verá el lector,
eran recientes y no estaban pintadas aún. Pero los muebles, aunque de estilo original
y costoso, eran viejos y escasos y tampoco en la ventana se descubría ningún
cortinaje. El tapete carmesí extendido sobre la mesa estaba ya muy gastado, aunque
contrastaba de un modo agradable con el tono apagado del yeso de las paredes; sin
embargo, sobre aquel tapete había un servicio de plata maciza con un jarro de agua
del mismo dibujo que otros dos, también grandes, que estaban en el aparador y que en
sus respectivos centros tenían labrado un escudo de armas. Era evidente que los
habitantes de aquella estancia habían heredado más sangre noble que riqueza, y así,
no resultaba sorprendente el hecho de que el señor Irwine tuviese una nariz muy bien
dibujada y el labio superior distinguido, aunque, en aquel momento sólo podía verse
su espalda ancha y recta y el abundante cabello empolvado peinado hacia atrás y
atado con una cinta negra, moda conservadora que indicaba sobradamente que ya no
era joven. Tal vez se volviese a mirar, y mientras tanto podríamos contemplar a la
majestuosa anciana, es decir, a su madre, que era aún hermosa y trigueña, y cuyo
cutis lozano resaltaba gracias a la tela blanca y a los encajes que rodeaban su cuello y
su cabeza. La buena señora se mantenía erguida como una estatua de Ceres y su

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rostro moreno, su nariz delicada y aguileña, la boca firme y orgullosa y los ojos
negros, pequeños y de intensa mirada, tenían una expresión tan aguda y sarcástica
que, involuntariamente, se inclinaba uno a imaginársela con una baraja en la mano
disponiéndose a decir la buenaventura. La mano pequeña y morena con que levantaba
a la reina estaba adornada con perlas, brillantes y turquesas; y en lo alto de su cabeza
se veía cuidadosamente ajustado un gran velo negro, cuyos pliegues creaban un
intenso contraste con los de la tela blanca que rodeaba su cuello. Era evidente que la
anciana dama había empleado mucho rato en vestirse esa mañana. Pero casi parece
obedecer a una ley natural al vestir de aquel modo: subraya su lugar entre las hijas de
la realeza que jamás han dudado de su divino origen y que no han encontrado nunca a
nadie tan atrevido que llegase a dudarlo.
—Veamos qué te parece, Dauphin —dice la magnífica y anciana dama
depositando sobre el tablero la reina y a continuación cruzando los brazos—. Sentiría
mucho pronunciar una palabra desagradable.
—¡Ah, madre hechicera, bruja! ¿Cómo podría un cristiano ganarte en el juego?
Ojalá hubiera rociado el tablero con agua bendita antes de empezar. Está claro que
has hecho trampa; no me convencerás de lo contrario.
—Sí, eso es lo que dicen siempre los vencidos de los grandes conquistadores. Y
mira, ahora cae un rayo de sol en el tablero para demostrarte claramente la mala
jugada que has hecho al mover ese peón. ¿Quieres que te dé otra oportunidad?
—No, madre. Dejaré que te remuerda la conciencia, ahora está saliendo el sol.
Vayamos a pisar un poco el barro, ¿de acuerdo, Juno?
Estas últimas palabras fueron dirigidas al setter de color pardo, que se puso en pie
al oír su nombre y apoyó el hocico de un modo insinuante sobre la pierna de su amo.
—Pero antes —prosiguió éste— debo ir arriba a ver a Anne. Tuve que salir para
asistir al entierro de Tholer cuando me disponía a subir.
—Es inútil, hijo; no podrá hablarte. Kate dice que esta mañana tiene uno de sus
peores dolores de cabeza.
—Por muy enferma que esté, siempre agradece que vaya a verla.
Si el lector sabe hasta qué grado la conversación humana no es más que un
impulso inútil de la costumbre, no se maravillará cuando yo le diga que ya se había
hecho idéntica objeción y que había recibido la misma respuesta centenares de veces
en el curso de los quince años que hacía que duraba la enfermedad de Anne, hermana
del señor Irwine. Las ancianas damas espléndidas que emplean largo rato en vestirse
por la mañana, suelen demostrar muy poca simpatía para con las hijas enfermas.
Mientras el señor Irwine continuaba sentado, con la espalda apoyada en el
respaldo de la silla y acariciando la cabeza de Juno, apareció un criado en la puerta y
dijo:
—Señor, si no tiene inconveniente y dispone de tiempo, Joshua Rann desea hablar
con usted.
—Hazle entrar aquí —contestó la señora Irwine tomando su labor de calceta—.

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Siempre me agrada oír lo que el señor Rann tiene que decir. Como llevará los zapatos
sucios, procura que se los limpie antes, Carrol.
Dos minutos más tarde apareció el señor Rann en la puerta e hizo dos deferentes
reverencias que, sin embargo, no bastaron para conquistar el agrado del perdiguero
Pug, que profirió un fuerte ladrido y atravesó corriendo la estancia para reconocer las
piernas del forastero, en tanto que los dos cachorros, contemplando las gruesas
pantorrillas y las medias de estambre desde un punto de vista más voluptuoso, se
arrojaron sobre ellas y empezaron a gruñir muy divertidos. Mientras tanto, el señor
Irwine se volvió sobre su asiento y dijo:
—¿Qué hay, Joshua? ¿Ocurre algo grave en Hayslope, que le ha hecho venir en
una mañana lluviosa como ésta? Siéntese, no se preocupe por los perros. Deles un
amistoso puntapié. Aquí, Pug, sinvergüenza.
Resulta muy agradable ver a determinadas personas dar media vuelta sobre su
asiento; parece como si, en pleno invierno, se sintiese un soplo cálido o el resplandor
del hogar en el frío del anochecer. El señor Irwine era uno de esos hombres. Tenía,
como su madre, el mismo parecido que el amado recuerdo del rostro de un amigo
guarda con el rostro verdadero de éste. Las facciones eran más generosas, más
brillante la sonrisa y más cordial la expresión. Si el perfil no hubiese sido tan fino, su
rostro podría haberse calificado de alegre, pero ésta no era la palabra apropiada para
aquella mezcla de humor apacible y de distinción.
—Muchas gracias, reverendo —contestó el señor Rann procurando mostrar cierta
indiferencia con respecto a sus piernas, aunque sacudiéndolas alternativamente para
alejar a los cachorros—. Si no tiene inconveniente, continuaré de pie, porque me
resulta más apropiado. Espero que tanto usted como la señora Irwine estén bien y que
la señorita Irwine…, quiero decir que la señorita Anne, estará tan bien como de
costumbre.
—Sí, Joshua, gracias. Ya ve qué aspecto excelente tiene mi madre. Pero ¿qué
ocurre?
—Pues es el caso, señor, que tuve que venir a Broxton a entregar un trabajo y creí
conveniente venir a visitarle para informarle de lo ocurrido en el pueblo, pues nunca
había visto cosa semejante en mis tiempos, a pesar de que el día de Santo Tomás hará
ya sesenta años que vivo allá, y pese a que yo ya estaba encargado de cobrar los
derechos de Pascua para el señor Blick antes de que su reverencia viniese a la
parroquia, y a pesar de que oí tocar todas las campanas, presencié la apertura de todas
las tumbas y canté en el coro mucho antes de que Bartle Massey llegase, de no se
sabe dónde, con su modo especial de cantar y sus motetes, en los que se pierden todos
menos él, pues cada uno continúa el canto del anterior, como las ovejas balan en el
campo una tras otra. Y me consta muy bien cuáles son los deberes del sacristán de la
parroquia y también que faltaría al respeto de su reverencia, de la Iglesia y del rey, si
guardase silencio acerca de lo que ocurre. Me cogieron de sorpresa y nada sabía por
anticipado, de modo que me quedé tan asombrado y atónito cual si hubiese perdido

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mis herramientas. La noche pasada apenas pude dormir cuatro horas, pues tuve
muchas pesadillas y me desperté más cansado que al acostarme.
—Pero ¿qué ocurre, Joshua? ¿Han vuelto a entrar los ladrones en la iglesia?
—¿Ladrones? No, señor. Y sin embargo puedo decir que realmente son ladrones y
también que han robado la iglesia. Lo que ocurre es que los metodistas se apoderarán
de la parroquia, si su reverencia y su señoría, el caballero Donnithorne, no creen
apropiado decir una palabra y prohibirlo. No crea, señor, que me propongo darle
instrucciones, porque aún no me he olvidado tanto de quién soy como para no hablar
como es debido a mis superiores. Sin embargo, el caso es que no tengo más remedio
que referirle lo que ocurre. Así, he de decirle que una mujer metodista, que habita en
casa de maese Poyser, predicó ayer tarde en el parque, y eso es tan verdad como que
estoy ahora delante de su reverencia.
—¿Qué predicó en el parque? —exclamó el señor Irwine sorprendido aunque
tranquilo—. ¿Aquella muchacha pálida y bonita a quien vi en casa de Poyser? Desde
luego resultaba evidente que era metodista, cuáquera o algo por el estilo, a juzgar por
su traje; pero ignoraba que fuese predicadora.
—Pues digo la verdad, señor —replicó el señor Rann, comprimiendo su boca en
forma semicircular y haciendo una pausa para subrayar sus palabras—. Predicó en el
parque ayer tarde y se apoderó de Bess Chad, pues la pobre muchacha ha tenido
varios ataques desde entonces.
—Bueno, Bess Cranage es una muchacha muy sana y estoy seguro de que se
repondrá, Joshua. ¿Ha tenido ataques alguien más?
—No, señor. Por lo menos, que yo sepa. Pero nadie sabe lo que ocurrirá si
continúan estas predicaciones semanales. Estoy seguro de que acabarán con la vida
tranquila del pueblo. Porque el caso es que los metodistas hacen creer a la gente que
si se bebe un vaso más de cerveza o si gozan de alguna comodidad, irán con toda
seguridad al infierno. Yo no soy vicioso ni borracho, y estoy seguro de que nadie
podrá acusarme de eso; pero creo que un litro de cerveza en Pascua o en Navidad,
aunque exceda lo acostumbrado, es una cosa naturalísima, como cuando vamos
cantando y la gente nos invita a beber un trago, o cuando voy a cobrar los derechos y
me tomo una pinta de cerveza, fumo una pipa y charlo un rato en casa de maese
Casson, porque yo, gracias a Dios, me he educado en la Iglesia y hace ya treinta y dos
años que soy sacristán, de manera que sé de sobra lo que es la religión.
—Muy bien. ¿Y qué me aconseja, Joshua? ¿Qué cree que podría hacerse?
—Pues bien, reverendo. Yo no tomaría ninguna medida contra esa joven, porque
nada malo resultará de que predique sola y, además, me han dicho que muy pronto
volverá a su país. Es sobrina del señor Poyser y no quisiera demostrar ninguna falta
de respeto a la familia de Hall Farm, pues desde que soy zapatero los he calzado a
todos, grandes y pequeños. Pero en cambio, Will Maskery es un furioso metodista y
no dudo de que fue él quien hizo predicar ayer a esa joven y que traerá a otros
predicadores de Treddleston si no le paramos los pies. Creo que le podríamos dar a

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entender que no volverá a construir ni arreglar los carruajes y las cosas de la iglesia y
que se quedará solo en su casa, como le ocurre al caballero Donnithorne.
—Muy bien. Pero usted mismo, Joshua, ha dicho que antes nunca había
predicado nadie en el parque y, por lo tanto, no le consta que ello tenga que volver a
ocurrir. Los metodistas no van a predicar a aldeas como Hayslope, donde sólo hay un
puñado de labradores demasiado fatigados para hacerles caso. Eso sería como ir a
predicar en las montañas de Binton. En cuanto a Maskery, no es predicador, según
creo.
—No, señor. Es incapaz de decir dos palabras seguidas sin ayuda de los libros, y
estoy persuadido de que no hablaría mejor que una vaca. Pero en cambio tiene una
lengua muy larga para hablar sin respeto de alguno de los vecinos, pues dijo que yo
era un fariseo ciego y, además, utiliza la Biblia para encontrar apodos destinados a
personas superiores a él en sabiduría y edad; y lo peor es que se ha atrevido a
pronunciar palabras desagradables acerca de su reverencia; puedo jurar que le llamó
«perro mudo» y «pastor perezoso». Espero que su reverencia me perdonará que repita
estas palabras.
—Hace mal, Joshua. Hay que dejar que las malas palabras mueran después de
haber sido pronunciadas. En cuanto a Will Maskery, podría ser mucho peor de lo que
es. Antes era un bribón borracho que abandonaba el trabajo y pegaba a su mujer,
según me dijeron; ahora es laborioso y decente, y lleva una buena vida junto a su
esposa. Si puede darme pruebas de que se mete con sus vecinos y es causa de alguna
querella o disgusto, entonces creeré que mi deber, como clérigo y como magistrado,
me obliga a intervenir. En cambio, no sería conveniente que las personas sensatas,
como usted y yo, nos preocupásemos de tonterías y creyésemos que la Iglesia corre
peligro porque Will Maskery hable de modo imprudente, o una joven predique en
serio a un puñado de personas en el parque. Es preciso vivir y dejar vivir, y no sólo en
lo que se refiere a la religión, sino también con respecto a otras cosas. Cumpla con su
deber como sacristán y enterrador, como siempre ha hecho, confeccionando el
calzado estupendo que hace para sus vecinos, y le aseguro que no ocurrirá en
Hayslope nada desagradable.
—Su reverencia es muy bueno; aunque como no vive en la parroquia, el asunto
pesa más sobre mis propios hombros.
—No hay duda, pero es preciso tener siempre en cuenta que no hay que rebajar a
la Iglesia a los ojos de la gente, dando a entender que nos asustamos por poco,
Joshua. Confío en su sentido común y en que no dará importancia a lo que Will
Maskery diga de usted o de mí. Usted y sus vecinos pueden seguir bebiendo un vaso
de cerveza, aunque con sobriedad, y una vez hayan terminado sus tareas, como
buenos feligreses; y si Will Maskery no se reúne con ustedes y, en cambio, asiste a las
reuniones religiosas de Treddleston, hay que dejarle en paz; eso no ha de importarnos
mientras no nos impida hacer lo que queramos. Y en cuanto a la gente que diga cosas
tontas de nosotros, no hay que hacerles caso, de la misma manera que el campanario

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de la iglesia no da importancia a las cornejas que revolotean en torno a él. Will
Maskery va a la iglesia todos los domingos por la tarde, y durante la semana se
dedica a su trabajo de construcción y reparación de carros, y así, mientras obre de
este modo, hay que dejarle en paz.
—Sí, señor. Pero en cuanto entra en la iglesia y se sienta, empieza a menear la
cabeza, a poner mala cara y a demostrar su disgusto, de tal manera que me dan ganas
de ir a su encuentro y romperle la cara de un puñetazo. Dios me perdone y su
reverencia también, por hablar de este modo en su presencia. Además, dijo que
nuestros cánticos de Navidad parecían una olla de grillos.
—Todo eso obedece a que tiene muy mal oído, Joshua. Ya sabe que cuando la
gente tiene un tarugo por cabeza es imposible remediarlo. Con seguridad no logrará
que los habitantes de Hayslope participen de su opinión, mientras siga cantando como
lo hace.
—Sí, señor. Pero a uno se le revuelve el estómago cada vez que oye hablar así de
las Escrituras. Conozco tan bien como él las palabras de la Biblia y sería capaz de
recitar los Salmos en sueños, si me pellizcaran. Pero comprendo que no hay que
pronunciar en vano sus palabras. Lo mismo sería llevarse a casa el cáliz y utilizarlo
para beber en las comidas.
—Ésta es una buena observación, Joshua. Pero como decía antes…
Mientras hablaba el señor Irwine, se oyó un ruido de pasos y el sonido de una
espuela que resonaba contra el pavimento de piedra de la entrada, y Joshua Rann se
hizo a un lado en la puerta para dejar paso. Se oyó una vigorosa voz de tenor:
—¿Puede entrar el ahijado Arthur?
—Adelante, ahijado —contestó la señora Irwine con el tono de voz profundo y
casi masculino característico de la vigorosa anciana.
En el acto entró en la estancia un joven caballero que vestía traje de equitación y
llevaba en cabestrillo el brazo derecho; inmediatamente se produjo una agradable
confusión de risas, interjecciones y apretones de mano, así como algunas palabras de
saludo mezcladas con los alegres y breves ladridos y con los meneos de los rabos por
parte de los miembros caninos de la familia, confusión que da a entender la buena
acogida dispensada al recién llegado. El joven caballero era Arthur Donnithorne,
conocido en Hayslope con varios nombres, como, por ejemplo, «el joven caballero»,
«el heredero» y «el capitán». Solamente disfrutaba de ese grado en la milicia de
Loamshire; mas para los terratenientes de Hayslope era el más capitán de todos los
jóvenes caballeros del mismo grado en el ejército regular de su majestad y los
eclipsaba con su resplandor, del mismo modo que el planeta Júpiter destaca entre
todos los planetas de la Vía Láctea. Y si el lector desea saber cuál era su aspecto,
procure recordar a un joven inglés de patillas de color pardo, cabello de igual tono,
rizado, y cutis claro, a quien pueda haber encontrado en alguna ciudad extranjera,
enorgulleciéndose de ser su compatriota. Iba limpio, estaba bien criado, tenía las
manos blancas y, al parecer, se bastaba para vencer y derribar a un enemigo

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utilizando la mano izquierda. No mereceré ser llamado sastre por la molestia que dé
al lector describiendo su traje, y así sólo diré que llevaba un chaleco a rayas, un
levitón de largos faldones y botas bajas.
El capitán Donnithorne se volvió para tomar una silla y dijo:
—No quiero interrumpir a Joshua, pues sin duda tiene algo que decir.
—Pido humildemente mil perdones a su señoría —dijo Joshua haciendo una
profunda reverencia—, pero hay una cosa que quiero decir a su reverencia, aunque
las demás se me han ido ya de la cabeza.
—Pues dígala pronto, Joshua —contestó el señor Irwine.
—Supongo, señor, que no se habrá enterado de que ha muerto Mathias Bede. Se
ha ahogado esta mañana, o, más probablemente, ayer noche, en el arroyo del Sauce,
junto al puente y delante de su propia casa.
—¡Oh! —exclamaron a la vez los dos caballeros, como si les interesase mucho
aquel suceso.
—Y Seth Bede ha venido a verme esta mañana para informarme de que desea
decir a su reverencia, según su hermano Adam ya os rogó, que les concediera usted el
favor de que la tumba de su padre sea excavada en White Thorn, porque su madre así
lo desea a causa de un sueño que tuvo; ellos habrían venido a solicitarlo en persona,
pero no pudieron hacerlo por estar ocupados con el coroner y todo lo demás; y su
madre desea obtener cuanto antes su permiso, por miedo de que alguien se le
anticipe. Si su reverencia no tiene inconveniente, les mandaré a mi hijo tan pronto
como llegue a casa. Por eso me he atrevido a molestarle con tal petición en presencia
de su señoría.
—Habrá que complacerles, Joshua. Yo mismo iré a ver a Adam. Sin embargo,
mándeles a su hijo para decirles que pueden disponer de la tumba, a no ser que algo
me lo impida. Y ahora, buenos días, Joshua. Vaya a la cocina y tome un vaso de
cerveza.
—¡Pobre viejo Mathias! —dijo el señor Irwine en cuanto Joshua se hubo
marchado—. Temo que la bebida ayudó al arroyo para acabarlo de ahogar. Ojalá
hubiese desaparecido de forma menos penosa la carga de los hombros de mi amigo
Adam. Ese muchacho excelente ha estado manteniendo a su padre y evitándole la
ruina durante los cinco o seis últimos años.
—Es un buen sujeto, ese Adam —dijo el capitán Donnithorne—. Cuando yo era
pequeño y Adam tenía quince años y me enseñó carpintería, yo solía decirme que si
alguna vez llegaba a ser un rico sultán nombraría gran visir a Adam. Y ahora creo que
después de ser elevado a tan alto rango se comportaría igual que cualquier hombre
pobre y sabio de la historia oriental. Y si vivo lo bastante para ser un gran propietario,
en vez de un pobre diablo que goza de una mísera pensión, haré de Adam mi mano
derecha. Cuidará de mis bosques, pues parece saber de esas cosas mucho mejor que
todos los hombres que he conocido y me consta que sacaría de ellos el doble de lo
que obtiene mi abuelo por culpa de la dirección de ese miserable viejo Satchell, que

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no sabe una palabra acerca de la madera. Varias veces he hablado de este asunto con
mi abuelo pero, por alguna razón, siente antipatía por Adam y yo no puedo hacer
nada al respecto. Pero vamos a ver, reverendo, ¿quiere salir un poco a caballo
conmigo? Hace un tiempo espléndido. Si quiere, podríamos ir juntos a visitar a
Adam; pero quisiera también detenerme en Hall Farm para ver los cachorros que me
reserva Poyser.
—Vale más que te quedes y almuerces, Arthur —dijo la señora Irwine—. Son casi
las dos. Carrol te servirá en el acto.
—Yo también quisiera ir a Hall Farm —dijo el señor Irwine—, a fin de ver otra
vez a la pequeña metodista que vive allí. Joshua me ha dicho que ayer tarde estuvo
predicando en el parque.
—¡Por Júpiter! —exclamó el capitán Donnithorne echándose a reír—. ¡Pero si
parece ser una muchacha de lo más tranquila! Sin embargo, hay en ella algo que
llama la atención. Realmente me intimidó cuando la vi por primera vez: estaba
sentada e inclinada sobre su labor, al sol, en la parte exterior de la casa, cuando yo
llegué a caballo y pregunté sin darme cuenta de que era forastera: «¿Está Martín
Poyser en casa?». Y declaro que en cuanto ella se levantó, me miró y me contestó
«Está en casa, creo. Voy a llamarle», me avergoncé de haberle dirigido la palabra con
tanta rudeza. Parecía santa Catalina vestida con un traje de cuáquera. Tiene un rostro
que pocas veces se ve entre la gente de por aquí.
—Me gustaría ver a esa joven, Dauphin —dijo la señora Irwine—. Haz que venga
aquí con un pretexto cualquiera.
—No sé cómo podré arreglarlo, madre. No será muy apropiado que yo proteja a
una predicadora metodista, en caso de que ella consienta en ser protegida por un
pastor perezoso, según me llama Will Maskery. Deberías haber venido un poco antes,
Arthur, para oír cómo Joshua denunciaba a su vecino Will Maskery. El viejo quiere
que excomulgue al carretero y lo entregue al poder civil, es decir, a tu abuelo, para
que sea despojado de su casa y de su taller. Si yo me prestase a intervenir ahora en
este asunto, daría origen a una historia de odio y de persecución que a los metodistas
les gustaría publicar en el próximo número de su revista. Poco me costaría persuadir a
Chad Cranage y a otra media docena más de cabezas duras de que prestarían un buen
servicio a la Iglesia arrojando a palos del pueblo a Will Maskery, y luego, después de
regalarles medio soberano para emborracharse gloriosamente una vez hubiesen
realizado la hazaña, habría cometido la misma torpeza que mis compañeros en
sacerdocio han llevado a cabo en sus parroquias respectivas durante los últimos
treinta años.
—Sin embargo, ese individuo ha estado insolente al llamarte «pastor perezoso» y
«perro mudo» —dijo la señora Irwine—. Por otra parte, creo que deberías pararle los
pies. Eres demasiado bueno, Dauphin.
—¡Cómo, madre! ¿Crees que sería un modo apropiado de defender mi dignidad
querer desmentir las palabras de Will Maskery? Por otra parte, no estoy seguro de

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que no tenga razón. Soy un poco perezoso y me cuesta mucho montar a caballo; eso
sin mencionar que siempre gasto más de lo que puedo en ladrillos y cemento y, en
cambio, me enfado si un mendigo lisiado me pide seis peniques. Esos desgraciados
que creen poder contribuir a la regeneración de la humanidad saliendo a predicar al
despuntar el día y antes de empezar la jornada de trabajo, pueden tener, si gustan, una
pobre opinión de mí. Pero, en fin, vamos a almorzar. ¿Bajará Kate?
—La señorita Irwine dijo a Bridge que hoy almorzaría en su cuarto —replicó
Carrol—. No puede abandonar a la señorita Anne.
—Muy bien. Di a Bridge que comunique a la señorita Anne que iré a verla
enseguida—. Veo que ya puedes mover muy bien el brazo derecho, Arthur —
continuó diciendo el señor Irwine, al observar que el capitán Donnithorne sacaba el
brazo del cabestrillo.
—Sí. Muy bien, pero Godwin insiste en que lo lleve así durante algún tiempo.
Espero poder volver al regimiento a principios de agosto. Es muy aburrido verse
encerrado en el cazadero durante los meses de verano, cuando no se puede cazar
nada, y no estar bastante cansado al anochecer para dormirse apaciblemente. Sin
embargo, haremos estremecer a las piedras el 30 de julio. Por una vez mi abuelo me
ha dado carte blanche, y os prometo que la diversión valdrá la pena. El mundo no
verá dos veces la gran ocasión de que yo llegue a la mayoría de edad. Me dispongo a
prepararle un elevado trono, madrina, o, mejor dicho, dos: uno en el prado y otro en
la sala de baile, a fin de que pueda sentarse y contemplarnos como si fuese una
verdadera diosa del Olimpo.
—Pues yo me pondré mi mejor traje de brocado, el mismo que llevé hace veinte
años, el día de tu bautizo —dijo la señora Irwine—. ¡Ah! Y creo que veré a tu pobre
madre flotando por allí, con su traje blanco, que aquel mismo día me pareció una
mortaja, y, en efecto, fue su mortaja tres meses más tarde. Con ella enterraron tu
gorrito y tu ropa de bautizo. La pobrecilla se empeñó en ello. Gracias a Dios te
pareces a la familia de tu padre, Arthur; si hubieses sido un niño amarillento, flaco y
pequeño, yo no me habría prestado a ser tu madrina, pues, sin duda alguna, al crecer
te hubieses parecido a los Donnithorne. En cambio tenías entonces un semblante tan
regordete y un pecho tan desarrollado y gritabas con tanta fuerza, que no tuve la
menor duda de que llegarías a ser un verdadero Tradgett.
—Tal vez se expuso, madre, a obrar con cierta precipitación —dijo sonriendo el
señor Irwine—. ¿No se acuerda de lo que ocurrió con los cachorros de Juno? Uno de
ellos era la misma imagen de su madre, aunque de todos modos tenía tres o cuatro
cosas de su padre. La naturaleza es lo bastante inteligente incluso para engañarla a
usted misma, madre.
—Tonterías, hijo. Jamás he visto convertirse en hurón al que tenga el tipo de
mastín. Nunca podrás persuadirme de que soy incapaz de adivinar por su aspecto
exterior los sentimientos de un hombre. Si un individuo no me gusta, puedes tener la
seguridad de que nunca llegará a agradarme. No quiero conocer ni tratar a las

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personas feas y desagradables, del mismo modo como me niego a probar los platos
que no me gustan a primera vista. Y si al verlos me estremezco, pueden marcharse.
Unos ojos feos, de cerdo o de pez, me ponen verdaderamente enferma, como un olor
desagradable.
—Ya que hablamos de ojos —observó el capitán Donnithorne—, eso me recuerda
que quería traerle un libro, madrina. Llegó el otro día, en un paquete, de Londres. Me
consta que le gustan las historias raras y extraordinarias. Es un volumen de poemas:
Baladas líricas.
Muchas de ellas parecen tonterías; pero la primera es de un estilo muy distinto. Se
titula «El viejo marinero»[3]. Si es una historia, he de confesar que no la comprendo,
pero desde luego es algo raro, que impresiona. Se lo mandaré y también algunos otros
libros que le gustará ver, Irwine. Son unos folletos acerca del antinomianismo y el
evangelismo, o lo que sean. No sé por qué ese tipo me habrá mandado tales cosas. Le
he escrito diciéndole que en adelante no me mande ningún libro ni folleto ni nada
cuyo titulo termine en «ismo».
—A mí tampoco me gustan mucho, pero, de todos modos, examinaré esos
folletos, pues siempre sirven para enterarse de lo que ocurre. Y ahora tengo algo que
hacer, Arthur —continuó diciendo el señor Irwine, poniéndose en pie para salir de la
estancia—. Luego estaré preparado para salir contigo.
El asunto en que tenía que ocuparse el señor Irwine le obligó a subir la vieja
escalera de piedra (pues una parte de la casa era muy antigua)^ a detenerse ante una
puerta, a la que llamó con suavidad. Una voz femenina le dio permiso para entrar y
penetró en una estancia tan oscurecida por las cortinas y los visillos que la señorita
Kate, la flaca señora de cierta edad que estaba de pie junto a la cama, no habría tenido
luz suficiente para otra clase de trabajo que la labor de calceta que había dejado en
una mesa cercana; pero en aquel momento se ocupaba en algo para lo que no hacía
falta luz, pues humedecía con vinagre la dolorida cabeza que reposaba en la
almohada. Era el de la enferma un rostro muy pequeño; quizás en algún tiempo fue
hermoso, pero ahora estaba flaco y desencajado. La señorita Kate se acercó al
hermano de la enferma y murmuró:
—No le dirijáis la palabra, pues hoy no puede sufrir que se le hable.
Anne mantenía los ojos cerrados y contraídas las cejas, como si sufriese un dolor
intenso. El señor Irwine se acercó a la cama y tomó una de las delicadas manos de la
enferma y la besó; una ligera presión de los pequeños dedos de ésta le indicó cuánto
le agradecía que hubiese subido la escalera para hacer aquella caricia. Él permaneció
un momento mirándola y luego salió de la estancia andando con pasos quedos. Se
había quitado las botas y puesto unas zapatillas antes de subir. Y quien recordase las
muchas cosas que había renunciado a hacer, incluso por sí mismo, antes de
molestarse en ponerse o en quitarse las botas, no creerá que éste sea un detalle
insignificante.
Las hermanas del señor Irwine, según hubiera podido atestiguar cualquiera de las

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personas que habitaban en un radio de quince kilómetros de Broxton, no tenían nada
de interesantes. Era una lástima que la hermosa e inteligente señora Irwine hubiese
tenido unas hijas tan mediocres. Valía la pena recorrer quince kilómetros, en
cualquier ocasión, por el gusto de contemplar a aquella refinada y anciana dama. Su
belleza, sus facultades bien conservadas y su dignidad, propia de otros tiempos, la
convertían en un agradable objeto de conversación, junto a la salud del rey, los
nuevos modelos de trajes de algodón, las noticias de Egipto y el pleito de lord Dacey,
que atormentaba a la pobre lady Dacey. Pero nadie se acordaba de mencionar siquiera
a las señoritas Irwine, excepto los pobres del pueblo de Broxton, que las consideraban
muy instruidas en la ciencia médica y hablaban de ellas de un modo vago,
llamándolas «las señoritas». Si alguien hubiese preguntado al viejo Jacob Dummilov
quién le dio su chaqueta de franela, habría contestado: «Las señoritas, el invierno
pasado». Y en cuanto a la viuda Steene, confiaba mucho en las virtudes de la
«medicina» que las señoritas le dieron para la tos. Este mismo nombre servía
también, y con gran éxito, para domar a los niños traviesos, de modo que al ver el
pálido rostro de la señorita Anne, varios arrapiezos de la piel de Barrabás quedaron
convencidos de que estaba enterada de todos sus crímenes y de que conocía el
número exacto de piedras que habían arrojado contra los patos del granjero Britton.
Mas para quienes las conocían desde un punto de vista menos mítico, las señoritas
Irwine eran personas cuya existencia resultaba superflua, figuras nada artísticas que
ocupaban un lugar en el tejido de la vida, aunque sin ningún efecto. Si las cefalalgias
crónicas de la señorita Anne hubiesen podido atribuirse a una patética historia de
desengaño amoroso, la joven habría tenido cierto interés romántico, pero como jamás
se conoció ni se inventó semejante historia con respecto a ella, la impresión general
era que ambas hermanas continuaban solteronas por la razón prosaica de no haber
recibido jamás una proposición de matrimonio aceptable. Sin embargo,
paradójicamente, la existencia de las personas insignificantes tiene en el mundo
consecuencias de mucha importancia. Eso puede demostrarse por el hecho de que
influyen en el precio del pan y en el de los salarios, despiertan el malhumor de los
egoístas, dan ocasión a actos de heroísmo por parte de las personas bondadosas y de
otros muchos modos representan papeles de bastante interés en la tragedia de la vida.
Y si el guapo y generoso clérigo, el reverendo Adolphus Irwine, no hubiese tenido
aquellas dos hermanas, solteronas sin remedio, su suerte habría sido muy distinta. Es
muy posible que en su juventud se hubiese casado con una esposa agradable, y ahora,
cuando ya empezaba a encanecer su cabello bajo los polvos que lo cubrían, tendría
hijos de alta estatura y hermosas y lozanas hijas; en una palabra, todas aquellas
posesiones que los hombres consideran una justa compensación de los trabajos que
realizan bajo el sol. Pero tal como estaban las cosas —y en vista de que sus tres
beneficios solamente le daban setecientas libras esterlinas al año, y de que no habría
sido posible sostener a su espléndida madre y a su hermana enferma, sin contar a la
otra hermana, de la que se hablaba sin anteponer a su nombre ningún adjetivo—,

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puesto que era imposible, repetimos, sostenerlas en la vida cómoda y digna de unas
verdaderas señoras, según les correspondía por su nacimiento y por sus costumbres,
y, al mismo tiempo, mantener una familia propia, a la edad de cuarenta y ocho años
continuaba soltero, sin creer que fuese ningún mérito aquella renuncia, de la que
hablaba risueño cuando alguien aludía a ella y la ofrecía como excusa de muchas
pequeñas debilidades que una esposa no habría consentido jamás. Y quizás fuese la
única persona del mundo que no creyera que sus hermanas carecían de interés y
además eran superfluas; porque poseía un gran corazón, un carácter cariñoso y afable,
y jamás abrigaba ningún pensamiento gruñón ni mezquino. Era epicúreo, si se quiere,
y carecía de entusiasmo por sus deberes; sin embargo, y como ya habrá visto el lector,
poseía una fibra moral sutil y suficiente para sentir una incansable ternura por el
sufrimiento oscuro y monótono. Precisamente su generosa indulgencia le hacía
ignorar la rudeza de su madre con respecto a sus hermanas, que contrastaba
enormemente con el cariño que le demostraba a él, quien, por su parte, no fruncía el
ceño ante las faltas irremediables.
Obsérvese la diferencia entre la impresión que un hombre causa en nosotros
cuando vamos a su lado, hablando familiarmente, o cuando le vemos en su casa, y el
aspecto que adquiere al contemplarle desde un nivel elevado e histórico; e incluso
según le juzga un vecino crítico que le considera un sistema personalizado o una
opinión, en vez de un hombre. El señor Roe, «el predicador viajero» metodista
establecido en Treddleston, había incluido al señor Irwine en una afirmación general
referente a la clerecía eclesiástica del distrito, que describía a los párrocos como
hombres entregados a los apetitos de la carne y al orgullo, que cazaban y se ocupaban
del adorno de sus casas, preocupándose de qué debemos comer y beber y con qué nos
vestimos, sin cuidarse de dispensar el pan de la vida a sus rebaños, predicando, en el
mejor de los casos, una moralidad carnal encaminada a adormecer el alma, y
traficando con las almas de los hombres al recibir dinero a cambio de desempeñar el
oficio pastoral en algunas parroquias por las que no se dejaban ver más que una vez
al año. El historiador eclesiástico, al examinar las comunicaciones parlamentarias de
aquel periodo, encuentra honorables y celosos miembros de la Iglesia desprovistos de
toda simpatía por la tribu de los gazmoños metodistas que hacen afirmaciones
raramente menos desagradables que las del señor Roe. Y es imposible para mí decir
que el señor Irwine no mereciese en absoluto la clasificación genérica que se le había
asignado. En realidad no tenía propósitos elevados ni ningún entusiasmo teológico. Si
se me sometiera a un minucioso interrogatorio, me vería obligado a confesar que no
sentía grandes desasosiegos por las almas de sus feligreses y que habría considerado
que era perder el tiempo hablar de un modo doctrinal a fin de despertar los buenos
sentimientos del tío Taft o de Chad Cranage, el herrero. De haber tenido la costumbre
de hablar teóricamente, quizás hubiese dicho que la única forma conveniente que la
religión podía tener en tales mentes era la de ciertas emociones imprecisas aunque
fuertes, que se confundieran entre sí como influencia santificadora sobre los

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sentimientos familiares y los deberes para con los vecinos. Consideraba más
importante la costumbre del bautismo que su doctrina, y que los beneficios religiosos
que el campesino obtenía de la iglesia a que pertenecían sus padres y del sagrado
trozo de tierra en que yacían enterrados, dependían muy ligeramente de la clara
comprensión de la liturgia o del sermón. En una palabra, el rector no era lo que hoy
se llamaría un hombre celoso en el cumplimiento de sus deberes. Le gustaba más la
historia de la iglesia que la divinidad, y tenía mayor discernimiento de los caracteres
de los hombres que interés en sus opiniones. No era laborioso, abnegado, ni
demasiado caritativo; como se comprende, su teología era floja, su paladar mental era
más bien pagano y encontraba más sabor en una cita de Sófocles o de Teócrito que en
cualquier texto de Isaías o de Amos. Pero si se da de comer carne cruda al perro
cazador, ¿por qué hemos de extrañarnos de que le guste luego la perdiz cruda durante
toda su vida? Y los recuerdos del señor Irwine de su entusiasmo y ambiciones
juveniles estaban asociados con la poesía y la ética, que nada tenían que ver con la
Biblia.
Por otra parte, debo hacer constar, pues tengo cierta parcialidad cariñosa hacia la
memoria del rector, que no era vengativo, según han sido algunos filántropos; que no
era intolerante, en tanto que corre el rumor de que algunos celosos teólogos no se han
visto libres de esa mancha; y si bien habría declinado, con toda probabilidad, el
entregar su cuerpo para que lo quemasen en honor de cualquier causa pública, y a
pesar de que estaba muy lejos de donar todos sus bienes para alimentar a los pobres,
tenía, sin embargo, esa caridad que algunas veces le falta a la virtud más ilustre: la de
otorgar toda su ternura a las debilidades del prójimo y nunca sentirse inclinado a
atribuirlas a la maldad. Era uno de aquellos hombres, poco frecuentes, sin duda, de
quienes tan^sólo podemos llegar a conocer sus mejores cualidades siguiéndolos
cuando se alejan de la plaza, del mercado, de la plataforma y del púlpito, y entrando
con ellos en sus propias casas, oyendo la voz con que hablan a los pequeños y a los
viejos, y presenciando el cuidado que ponen por las necesidades diarias de sus
compañeros, que aceptan sus bondades como algo normal y corriente y no sujeto al
panegírico.
Tales hombres vivieron felizmente en tiempos que florecieron los grandes abusos,
y algunas veces fueron los representantes vivos de esos mismos abusos. Hay una idea
que puede consolarnos un poco si la vemos por el otro lado: la de que a veces es
mejor no seguir a los grandes reformadores de abusos más allá del umbral de su
propia casa.
Pero cualquiera que sea la idea que se tenga ahora del señor Irwine, si el lector lo
hubiese visto aquella tarde de jimio cabalgando en su jaca gris y con los perros
corriendo a su alrededor, digno, erguido, viril, con una bondadosa sonrisa en sus
labios bien dibujados, mientras hablaba a su atrevido compañero montado en la yegua
baya, seguramente se habría dicho que por mal que armonizara con las sólidas reglas
de la dignidad clerical, armonizaba muy bien con aquel apacible paisaje.

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Veámosle a la luz brillante del sol, interrumpida de vez en cuando por las masas
de nubes que circulaban por el cielo, y mientras subía la montaña por la pendiente de
Broxton, donde los altos aleros y los olmos de la rectoría parecían dominar la
pequeña iglesia encalada. Pronto se hallarían en la parroquia de Hayslope; en efecto,
la torre gris de la iglesia y los tejados del pueblo se hallaban ante ellos, hacia la
izquierda, y más allá, a la derecha, podían divisar ya las chimeneas de Hall Farm.

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VI

HALL FARM

E videntemente aquella puerta no se abría nunca, porque la alta hierba y las


píceas crecían muy cerca de ella y, de ser abierta, como estaba muy oxidada, la
fuerza necesaria para hacer girar sus goznes habría bastado sin duda para derribar los
pilares de piedras cuadradas, con gran detrimento de los dos leones de piedra que
sonreían con dudosa afabilidad carnívora sobre un escudo de armas que coronaba
cada uno de los pilares. Gracias a las muescas y a las mellas de los pilares, resultaría
muy fácil encaramarse hasta lo alto de la cerca de ladrillos provista de una albardilla
de piedra; pero sólo con acercarse a los oxidados barrotes de la puerta podía verse
bastante bien la casa, a excepción de los rincones del jardín cubiertos de hierba que
las tapias encerraban.
Era una posesión antigua y muy hermosa, de ladrillo rojo suavizado por un liquen
de color pálido que se había dispersado con feliz irregularidad para relacionar, en
términos de amistoso compañerismo, los rojos ladrillos con los adornos de piedra
caliza que rodeaban los tres aleros, las ventanas y la puerta. Pero las ventanas estaban
cubiertas con postigos de madera y la puerta de la casa, según creo, se parecía a la
exterior: nunca se abría. ¡Cómo gemiría y rascaría el suelo de piedra si se abriese!
Porque era una puerta sólida, pesada y hermosa, que, en otros tiempos, debía de tener
la costumbre de cerrarse con sonoro portazo detrás de un lacayo de librea que
acababa de despedir a su señor y a su señora al salir en el coche arrastrado por dos
caballos; pero en la actualidad cualquiera hubiera deducido que la casa se hallaba en
la primera fase de un pleito y que los frutos de la doble fila de nogales que había a
mano derecha del cercado caerían y se pudrirían entre la hierba; sin embargo el
ladrido de los perros, que resonaba en las grandes construcciones de la parte superior,
convencía de lo contrario. En ese momento salieron unos terneros a medio destetar de
un cobertizo de aulagas que había a la izquierda y dieron una estúpida respuesta a
aquellos terribles ladridos, quizás imaginándose que se referían a irnos cubos de
leche.
Sí, la casa debía de estar habitada, y pronto veremos por quién; porque la
imaginación tiene licencia para penetrar en todas partes; no teme a los perros y puede
subirse por las paredes y, con impunidad, asomarse a las ventanas. Ponga el lector los
ojos junto a uno de los cristales de la ventana de la derecha. ¿Qué verá? Una enorme
chimenea, con oxidados morillos, y un pavimento de madera desnudo por completo.
En el extremo más lejano, una gran pila de vellones de lana, y en el centro de la
estancia, algunos sacos de trigo vacíos. Este es el mobiliario del comedor. ¿Y qué se
ve desde la ventana de la izquierda? Varias mantas de caballos, una grupera, un torno
de hilar y una caja vieja, abierta por completo y llena de trapos de varios colores. En

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el extremo de esa caja puede apreciarse una gran muñeca de madera que, por lo que
se refiere a las mutilaciones sufridas, tenía gran parecido con las mejores esculturas
griegas, especialmente por la pérdida total de la nariz. A poca distancia hay una sillita
y el mango de un largo látigo infantil.
La historia de aquella casa era bastante clara. En otro tiempo fue la residencia de
un caballero rural, cuya familia se vio mermada a causa de la soltería continuada y
fue absorbida en el nombre más territorial de Donnithorne. En otro tiempo fue el Hall
y ahora se había convertido en Hall Farm. Como algunas ciudades de la costa, que en
otro tiempo fueron balnearios y hoy se han convertido en puertos, y donde las calles
apartadas permanecen silenciosas y cubiertas de hierba y en cambio los muelles y
almacenes son ruidosos y están llenos de actividad, la vida del Hall había cambiado
su foco y ya no radiaba desde la sala, sino desde la cocina y la era.
Mucha vida había allí, aunque aquél era el tiempo más soñoliento del año, es
decir, el que antecede a la siega del heno; y también era la hora más soñolienta del
día, esto es, las tres de la tarde, aunque el magnífico reloj de ocho días de cuerda de la
señora Poyser señalaba las tres y media. Pero siempre hay cierta expresión de vida
cuando el sol vuelve a brillar después de la lluvia, y ahora derramaba sus rayos y
producía centelleos entre la paja mojada, alumbrando toda la faja de musgo verde
sobre las tejas del cobertizo para las vacas e incluso convirtiendo el agua fangosa que
corría por el canalillo en magnífico espejo para los patos de amarillos picos que
aprovechaban la oportunidad de ir a beber reunidos en pelotón. Había un completo
concierto de ruidos; el gran bull-dog, encadenado junto a los establos, fue presa de
furiosa exasperación a causa de la imprudente conducta de un gallo que se acercó
demasiado a la entrada de su perrera, y emitió un horrible ladrido, al que contestaron
dos mastines encerrados en el establo de vacas que había enfrente; las viejas gallinas,
que iban de un lado a otro con sus polluelos por entre la paja, profirieron un afable
cacareo cuando el asustado gallo fue a reunirse con ellas; una marrana con su lechón,
ambos con las patas llenas de barro y con los rabos enroscados, emitieron a su vez
algunas notas agudas; nuestros amigos los terneros balaban desde la heredad y,
dominándolo todo, un oído fino habría podido percibir el rumor continuo de las voces
humanas.
Las grandes puertas del granero fueron abiertas de par en par y dentro aparecieron
algunos hombres muy ocupados remendando los arneses bajo la dirección del señor
Goby, el talabartero, que les refería entonces los últimos chismes de Treddleston. Sin
duda Alick, el pastor, había elegido un mal día para que se realizase aquel trabajo
pues había llovido demasiado por la mañana. La señora Poyser se quejó con vigor del
barro que llevarían al interior de la casa a la hora de comer todos aquellos
trabajadores. Y no había recobrado aún su ecuanimidad acerca del asunto, a pesar de
haber trascurrido ya tres horas desde la comida y de que el suelo de la casa volvía a
estar tan limpio como cualquier otra cosa de aquella maravillosa vivienda. En efecto,
para hallar en la casa unas motas de polvo había que encaramarse sobre el cofre de la

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sal y pasar el dedo sobre la alta tapa de la chimenea, donde las brillantes palmatorias
de bronce gozaban de su descanso estival, porque en este tiempo del año, como se
comprenderá, todo el mundo se acuesta antes de ponerse el sol o, por lo menos,
cuando todavía hay bastante luz para distinguir el perfil de los objetos después de
haberse golpeado las canillas contra ellos. Es seguro que en ninguna otra parte podría
existir una caja de roble para el reloj y una mesa de la misma madera que hubiesen
gozado de igual pulimento manual; verdadero barniz de «muñeca», según lo llamaba
la señora Poyser, quien daba gracias a Dios de que jamás hubiese entrado en su casa
un barniz ni otra porquería por el estilo. Hetty Sorrel aprovechaba que su tía volvía la
espalda para contemplar su agradable rostro en aquellas pulimentadas superficies,
porque la mesa de roble estaba usualmente levantada, como sí fuese un biombo, y
servía más de adorno que como el objeto a que estaba destinada. Y muchas veces
podía mirarse también en los grandes y redondos platos de peltre, alineados en el
vasar frente a la larga mesa del comedor, o en las repisas interiores del hogar, que
siempre brillaban como si fuesen de jaspe.
Todo estaba reluciente en aquel momento, pues el sol brillaba sobre los platos de
peltre y desde sus superficies pulimentadas surgían rayos de luz reflejada que iban a
parar a los objetos de roble y de brillante cobre. Y aun iban a parar sobre un objeto
más agradable que éstos, puesto que algunos de los rayos iluminaban la mejilla suave
de Dinah y doraban su cabello rojizo pálido, mientras ella tenía la cabeza inclinada
sobre la gruesa tela de hilo que remendaba para su tía. Habría sido una escena en
extremo pacífica si la señora Poyser, que planchaba algunas prendas de la colada del
lunes, no hiciera ruido con su plancha ni fuera de un lado a otro cuando quería
enfriarla; dirigía la aguda mirada de sus ojos grises azulados desde la cocina a la
lechería, donde Hetty batía la manteca, y desde la lechería al otro lado de la cocina,
para vigilar a Nancy, que sacaba los pasteles del horno. No se crea, sin embargo, que
la señora Poyser poseía un aspecto muy astuto o solemne. Era una mujer bien
parecida, que no tendría más allá de treinta y ocho años, de cutis sonrosado y cabello
de color de arena, bien conformada y de andar ligero. El objeto más notable de su
vestimenta era un amplio delantal de hilo a cuadros que casi le cubría toda la falda, y
nada habría podido parecer más sencillo o menos llamativo que su gorro y su traje,
porque no había debilidad en la vanidad femenina que ella tolerase y tampoco
permitía que se prefiriese el adorno a la utilidad. La señora Poyser y su sobrina
Dinah, con su parecido familiar y el contraste que había entre la agudeza de la una y
la seráfica suavidad de expresión de la otra, podían haber servido a un pintor de
excelentes modelos para Marta y María. Sus ojos tenían el mismo color, pero ofrecía
una notable prueba de la diferencia que había entre ellos la conducta de Trip, el
terrier negro y pardo, cuando éste, sospechoso de varios delitos de poca cuantía, se
exponía, con la mayor imprudencia, a las irritadas miradas de la señora Poyser. La
lengua de ésta no era menos aguda que sus ojos, y siempre que alguien se ponía al
alcance de su voz, reanudaba un sermón no acabado, del mismo modo que un

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organillo continúa una melodía precisamente en el punto en que la interrumpió.
El hecho de que aquél fuese el día dedicado al remiendo era otra razón que hacía
inconveniente la presencia de los talabarteros, y de que, por consiguiente, la señora
Poyser regañase a la criada Molly con desacostumbrada severidad. Al parecer ésta
había realizado de un modo ejemplar todo el trabajo que le correspondía después de
comer, ella misma se limpió y adecentó con rapidez y luego fue a preguntar,
humildemente, si podía sentarse en su compañía hasta la hora de ordeñar. Pero esta
conducta intachable envolvía, según la señora Poyser, la satisfacción secreta de unos
deseos impropios, que se apresuró a proclamar y a descubrir a Molly con incisiva
elocuencia.
—A hilar, ¿eh? No es hilar lo que quieres, estoy segura, sino otra cosa muy
distinta. Nunca he visto una desvergüenza semejante. Nadie creería que una chica de
tu edad quiera ir a sentarse en compañía de seis hombres. De estar en tu lugar me
habría avergonzado de pedirlo. En cambio tú no, a pesar de que estás en la casa desde
el día de San Miguel, que te contraté en las calles de Treddleston, careciendo de
condiciones como careces; que tendrías que estarme agradecida por haberte
contratado a trabajar en una casa respetable, y que no sabías hacer nada antes de venir
aquí… Piensa que antes no tenías en el mundo más que tus manos. ¿Quién te ha
enseñado a limpiar el pavimento? Me gustaría saberlo. De no ser por mí aún dejarías
montones de polvo en los rincones y nadie creería que te has educado entre cristianos.
Y en cuanto a hilar, has estropeado más de lo que ganas, con el lino que echaste a
perder mientras te enseñaba. Además, debes tener en cuenta que no te permitiré ir de
un lado a otro, como una tonta, y con la misma imprudencia que si no vieses a nadie.
Lo que quieres es cardar la lana para los talabarteros. Eso te gustaría, ¿verdad? Todas
hacéis lo mismo y ése es el camino que seguís hasta que alcanzáis vuestra ruina. No
estarás contenta hasta que te hayas echado un novio tan tonto como tú. Y ya verás
qué risa cuando os hayáis casado y no tengáis por muebles más que un taburete de
tres patas y una sola manta con que taparos. Y por toda comida un pedazo de torta
para tres mocosos que se la disputarán hambrientos.
—Yo no quería ir con esos hombres —replicó Molly llorosa y anonadada por
aquella visión dantesca de su futuro—. Siempre cardamos la lana para el señor Ottley,
y esto es lo que le he pedido. Por lo demás, no quiero mirar de nuevo a los
talabarteros. ¡Así me muera si deseaba tal cosa!
—¡El señor Ottley! Bonita cosa hiciste en su casa. Allí tal vez a tu señora le
gustase que los talabarteros ensuciasen la casa, a juzgar por lo que sé. Por mi parte,
nunca he tenido a una chica que sepa lo que es limpiar. Eso me hace creer que todo el
mundo vive como si fueran cerdos. Y en cuanto a esa Betty que estaba empleada en
la lechería de Trent, antes de venir a mi casa dejó los quesos sin limpiar, de una
semana a otra, en los estantes de la lechería, hasta el punto de que yo pude escribir mi
nombre en ellos con la punta del dedo cuando bajé por primera vez la escalera
después de mi enfermedad, que el médico dijo ser una inflamación. Fue un milagro

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que me repusiera. Y a pesar de que hace nueve meses que estás aquí, no vales mucho
más, Molly, y no por falta de observaciones por mi parte. ¿Y qué haces aquí plantada,
en vez de ir en busca del torno de hilar? Si no empiezas enseguida, llegará la hora en
que tengas que dejarlo.
—Mamá, mi plancha está fría. Haz el favor de ponerla al fuego.
La suave y musical voz que hizo esta petición procedía de una niña de cabello
rubio que contaría tres o cuatro años y que se sentaba en una silla muy alta, en el
extremo de una tabla de planchar, ocupada, con gran ardor, en manejar una plancha
diminuta que agarraba con su manita regordeta, planchando unos cuantos trapos con
tal afán que sacaba la lengua tanto como le era posible.
—¿Está fría, querida mía? ¡Dios bendiga tu dulce rostro! —dijo la señora Poyser,
cuya facilidad en abandonar su tono regañón oficial para adoptar otro cariñoso o
familiar era proverbial—. No importa, tu madre ya ha terminado de planchar y ahora
va a guardar la tabla y las planchas.
—Mamá, me gustaría ir al granero de Tommy para ver a los talabarteros.
—No, no, Totty se mojaría los pies —dijo la señora Poyser llevándose la plancha
—. Vete a la lechería a ver cómo bate la manteca la prima Hetty.
—Me gustaría que me dieses un poco de plum-cake —replicó Totty, que parecía
estar provista de una serie escalonada de peticiones. Al mismo tiempo, y
aprovechando la oportunidad de su inacción momentánea, metió los dedos en una
palangana de almidón y los sacó a fin de vaciar su contenido en la sábana de
planchar.
—¿Se ha visto nunca cosa semejante? —gritó la señora Poyser corriendo hacia la
mesa en cuanto sus ojos cayeron en la azulada corriente de líquido—. Esta niña no
hace más que travesuras en cuanto una vuelve la espalda. Ahora verás lo que hago
contigo, niña tonta y mala.
Sin embargo, Totty había descendido de su silla con rapidez y emprendió la
retirada hacia la lechería, mostrando un paso muy semejante al de los ánades y una
cantidad de grasa en el cogote que la hacía parecer una metamorfosis de un lechón
blanco.
En cuanto fue recogido el almidón con ayuda de Molly, y así que se hubieron
guardado los artefactos de planchar, la señora Poyser reanudó su obra de calceta, que
siempre tenía al alcance de la mano y que era el trabajo que más le gustaba porque
podía realizarlo de un modo automático, yendo de un lado para otro. Pero en esa
ocasión fue a sentarse frente a Dinah, a quien se quedó mirando con expresión
meditabunda, mientras continuaba entretejiendo los hilos de su media de estambre
gris.
—Te pareces mucho a tu tía Judith, Dinah, cuando te sientas a coser. A veces me
parece verme treinta años atrás, en mi casa, y cuando aún era niña, contemplando a
Judith mientras cosía sentada, después de haber terminado de hacer la casa; sólo que
aquélla, que pertenecía a mi padre, era pequeña y no una vivienda enorme de esas que

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se ensucian por un extremo mientras te ocupas de limpiar el otro; a no ser por eso
podría imaginarme que eras tú Judith, si bien su cabello era un poco más oscuro que
el tuyo y, además, tenía los hombros más anchos y robustos. Judith y yo estábamos
siempre juntas, aunque ella tenía unas costumbres muy raras, tanto que tu madre y
ella jamás pudieron ponerse de acuerdo. ¡Ah! Qué poco se figuraba tu madre que
tendría una hija que se parecería a Judith y que se quedaría huérfana, para que Judith
la criase, dándole la leche a cucharadas, cuando ella estuviese enterrada en el
cementerio de Stoniton. Yo siempre dije que Judith era capaz de cargar con un peso
de una tonelada para evitar que los demás tuviesen que transportar un kilo. Y ya
desde el principio, cuando la vi por primera vez, era así, y no advertí ningún cambio
en ella, o por lo menos no me di cuenta, cuando se convirtió al metodismo. Sólo
hablaba de un modo distinto y llevaba un gorro diferente. Pero nunca en su vida gastó
en ella un penique más de lo necesario para vestirse con decencia.
—Era una mujer excelente —replicó Dinah—. Dios le había dado un carácter
cariñoso y generoso y lo perfeccionó por medio de la gracia. Y te quería mucho, tía
Rachel. Con gran frecuencia le oí hablar de ti con gran afecto. Cuando tuvo aquella
grave enfermedad y yo contaba solamente once años, solía decir: «Si el cielo nos
separa, tendrás una buena amiga en la tierra en la persona de tu tía Rachel, porque
tiene un corazón bondadoso». Y estoy segura de que la pobre tía Judith tenía razón.
—No sé por qué, hija. Todo el mundo haría por ti lo que pudiese. Eres como los
pájaros del aire y vives no se sabe cómo. Yo habría tenido mucho gusto de portarme
contigo como corresponde a la hermana de tu madre, si vinieses a vivir aquí, donde
hay medios de subsistencia para hombres y animales y la gente no vive en montañas
peladas donde su vida es como la de las gallinas cuando picotean el suelo. Luego
podrías casarte con un hombre decente, pues aquí abundan los que quisieran tenerte
por mujer, en el caso de que abandonases tus predicaciones, que son diez veces
peores que todo cuanto llegó a hacer tu tía Judith. Y hasta si te casabas con Seth
Bede, que es un visionario metodista y que nunca sabrá ahorrar un penique, me
consta que tu tío os ayudaría con un cerdo y quizás con una vaca, porque siempre ha
querido mucho a mis parientes pobres y los ha recibido muy bien en la casa. Y por ti
haría, estoy segura, tanto como ha hecho por Hetty, aunque ésta sea sobrina carnal.
También en la casa tenemos ropa blanca que yo podría reservarte, porque tengo gran
cantidad de sábanas, de manteles y de toallas que todavía no están hechas. Hay un
juego de sábanas que hiló Kittk, una hilandera estupenda a pesar de que era bizca y
los niños no podían sufrirla; y además, como ya sabes, nunca se deja de hilar, y en la
actualidad se teje más del doble de la ropa vieja que se gasta. Pero comprendo que es
inútil hablar, porque no te dejarás persuadir ni querrás establecerte como una mujer
de buen sentido, en vez de fatigarte, yendo y viniendo, para predicar, y dando hasta el
último penique de lo que ganas, de manera que no tienes nada ahorrado en caso de
enfermedad; y estoy segura de que todo lo que has reunido en el mundo formaría un
paquete no mayor de un par de quesos. Y todo eso porque has aprendido algunas

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cosas de la religión que, en resumidas cuentas, no llegan siquiera a lo que se
encuentra en el catecismo o en el libro de oraciones.
—Y también en la Biblia, tía —dijo Dinah.
—Sí, y en la Biblia también —replicó la señora Poyser con sequedad—. Si no
fuese así, ¿cómo se comprende que los párrocos y la gente que han de dedicarse a
estudiarla no sepan de la Biblia más que tú misma o, por lo menos, tanto? Y, por otra
parte, fíjate en que si todos hicieran lo que tú, el mundo se detendría y vendría el fin,
porque si todos los hombres probasen a vivir sin casa y sin hogar, con poca comida y
escasa bebida, y hablasen siempre de despreciar, como tú, las cosas del mundo, me
gustaría saber quién se ocuparía de cuidar el ganado, el trigo y de hacer quesos. Todo
el mundo mendigaría el pan y también irían al encuentro del prójimo con objeto de
predicarle, en vez de dedicarse a criar a sus hijos y ahorrar para el caso de una mala
cosecha. Ya se comprende, pues, que esta no podría ser la verdadera práctica de la
religión.
—No, querida tía. Nunca me habrás oído decir que todo el mundo deba
abandonar su trabajo y a sus familias. Está muy bien que la tierra sea arada y
sembrada, almacenado el precioso trigo y cuidadas todas las cosas necesarias de la
vida, y también conviene que la gente se complazca en criar sus hijos, en darles de
comer y en vestirlos, pero es preciso que hagan todo eso por temor de Dios y sin
olvidarse de las necesidades del alma mientras cuidan de las del cuerpo. Cualquiera
que sea nuestra suerte podemos ser servidores de Dios; pero Él nos da distintas clases
de trabajo de acuerdo con nuestra capacidad y según cree necesario. Yo no puedo
dejar de emplear mi vida en hacer cuanto pueda por las almas de los demás, así como
tú tampoco puedes evitar el echar a correr si oyes que la pequeña Totty llora en el
extremo opuesto de la casa; su voz penetra en tu corazón y en el acto te figuras que la
pobrecilla se halla en peligro y no gozarías de tranquilidad alguna si no fueses a
socorrerla o a consolarla.
—¡Ah! —replicó la señora Poyser levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—.
Comprendo que aunque te hablase horas enteras, siempre contestarías igual. Si
quisiera persuadir al arroyo de que detuviese su curso, obtendría el mismo resultado.
La calzada que había en la parte exterior de la puerta de la cocina estaba ya lo
bastante seca para que la señora Poyser pudiese permanecer en ella y observar lo que
ocurría en el patio. Y mientras tanto, la labor de calceta hacía grandes progresos en
sus manos. Mas apenas hacía cinco minutos que estaba allí, cuando volvió a entrar y
dijo a Dinah en tono presuroso y asustado a un tiempo:
—Aquí vienen el capitán Donnithorne y el señor Irwine. En este momento
atraviesan el patio. Apostaría la cabeza a que han venido a hablar de tu predicación
en el parque, Dinah. Debes contestarles tú, porque yo soy muda. Ya he dicho
suficiente de los disgustos que acarrearás a la familia de tu tío. Poco me importaría si
fueses sobrina del señor Poyser, pues todo el mundo se ve obligado a apoyar a sus
parientes consanguíneos, de la misma manera como se defiende la nariz propia, ya

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que son de la misma carne y de la misma sangre. Pero el hecho de que una sobrina
mía sea la causa de que echen a mi marido de su granja, y que yo no haya aportado
otra cosa que mis ahorros…
—Nada de eso, querida tía Rachel —replicó Dinah con acento cariñoso—. No
debes abrigar esos temores. Estoy segurísima de que ningún mal os ocurrirá, ni a ti y
ni a mi tío, ni tampoco a los niños, por culpa de cualquiera de mis actos. Has de saber
que no predico sin dirección.
—¿Dirección? Ya sé lo que quieres decir con esta palabra —replicó la señora
Poyser haciendo calceta con mayor agitación y rapidez—. Cuando en tu cabeza tienes
una fantasía mayor que de costumbre, le das el nombre de «dirección» y entonces
nada sería capaz de conmoverla. Te pareces a las estatuas que hay en la fachada de la
iglesia de Treddleston: siempre estás con los ojos abiertos y sonriente, tanto si hace
tiempo bueno como malo. Créeme que a veces me haces perder la paciencia.
Mientras tanto los dos caballeros habían llegado a la empalizada y echaron pie a
tierra. Era evidente que se disponían a entrar en la casa. La señora Poyser fue a la
puerta a recibirles e hizo una reverencia, temblando al mismo tiempo a causa de su
enojo contra Dinah y de la ansiedad que le producía el deseo de conducirse de un
modo apropiado. En aquellos tiempos las más despiertas gentes del campo sentían un
asombro y un pasmo extraordinarios al ver a una persona de buena cuna, es decir, lo
mismo que los antiguos podían experimentar cuando se ponían de puntillas para
observar el paso de los dioses en forma humana.
—¿Qué hay, señora Poyser? ¿Cómo está después de esta tempestuosa mañana? —
preguntó el señor Irwine con majestuosa cordialidad—. Llevamos los pies secos y no
le ensuciaremos su limpio suelo.
—¡Oh, no vale la pena! —dijo la señora Poyser—. ¿Quieren entrar en el salón,
señores?
—No, muchas gracias, señora Poyser —contestó el capitán mirando con gran
interés la cocina, como si sus ojos buscasen algo que no pudieran hallar—. Me gusta
mucho moverme en su cocina y me parece la estancia más encantadora de cuantas
conozco. ¡Ojalá todas las esposas de los granjeros viniesen a tomarla por modelo!
—Es usted muy bondadoso, señor. Háganme el favor de tomar asiento —dijo la
señora Poyser algo tranquilizada por este cumplido y por el evidente buen humor del
capitán, aunque aún seguía mirando con ansiedad al señor Irwine quien, según pudo
ver, miraba a Dinah y se adelantaba hacia ella.
—Poyser no está en casa, ¿verdad? —preguntó el capitán Donnithorne sentándose
de tal manera que pudiese ver el corto espacio que había ante la puerta de la lechería.
—No, señor. No está. Ha ido a Rosseter a ver al señor West, el factor, para hablar
de la lana. Pero si lo necesita para algo, señor, mi padre está en el granero.
—No, muchas gracias. Me limitaré a ver los cachorros y luego dejaré un recado al
pastor con respecto a ellos. Otro día vendré a ver a su esposo. Deseo hablar con él
acerca de caballos. ¿Sabe cuándo tendrá un momento?

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—Casi siempre le encontrará, señor, a excepción del día de mercado en
Treddleston que, como sabe, es el viernes. Si estuviera por la granja podríamos
hacerle llamar y le veríamos aquí al cabo de un minuto. Si pudiéramos vendernos los
Scantlands, no tendríamos ningún campo situado a tanta distancia; y yo me alegraría
mucho, porque cuando ocurre algo no tiene más remedio que ir a esos campos.
Parece que las cosas tengan empeño en ocurrir de un modo desagradable, no es
natural tener una parte de la hacienda en un condado y el resto en otro.
—¡Ah! Los Scantlands le convendrían mucho más a la granja de Choyce,
especialmente en vista de que él necesita tierra de pastos y a ustedes les sobran. De
todos modos, creo que la suya es la granja más hermosa de la propiedad, y ya sabe,
señora Poyser, que sí yo me sintiera inclinado a casarme y a establecerme, me vería
tentado a hacerle salir de la granja, hacer arreglar esta hermosa casa antigua y
convertirme yo mismo en granjero.
—¡Oh, señor! —exclamó alarmada la señora Poyser—. No le gustaría. Y en
cuanto a los trabajos de la granja, créame si le digo que consisten en meterse dinero
en el bolsillo con la mano derecha y sacarlo con la izquierda. La experiencia me ha
demostrado que este trabajo no tiene otro resultado que producir víveres para los
demás, sin que le quede a uno para sí mismo y para sus hijos más que un bocado.
Desde luego usted no es un pobre hombre que necesite ganarse el pan y podría
permitirse el lujo de perder todo el dinero que le diera la gana explotando la hacienda,
pero, sin embargo, es muy triste perder dinero, según creo, aunque tengo entendido
que los grandes personajes de Londres no se dedican casi a nada más que al juego. Mi
marido oyó decir en el mercado que el hijo mayor de lord Dacey ha perdido miles y
miles de libras jugando con el príncipe de Gales, y también dice la gente que milady
se disponía a empeñar sus joyas para pagar las deudas de su hijo. Pero usted lo sabrá
mejor que yo, señor. Y en cuanto a ocuparse de la granja, no comprendo cómo puede
gustarle. Y esta casa… tiene unas corrientes de aire capaces de dejarle a uno tieso.
Además, creo que los pavimentos del piso están podridos, y en cuanto a las ratas que
hay en la cueva, exceden a toda ponderación.
—Me describe un cuadro horrible, señora Poyser; tanto que casi me parece que
sería una obra de caridad sacarles de aquí. Pero no hay cuidado. Por lo menos han de
pasar veinte años antes de que piense establecerme, es decir, cuando sea un
corpulento caballero de cuarenta años. Por otra parte, mi abuelo jamás consentiría en
desprenderse de unos arrendatarios como ustedes.
—Pues bien, señor; si tan buena opinión tiene del señor Poyser como
arrendatario, me gustaría que influyese en él para que mande poner puertas nuevas en
los cercados de Five, porque mi marido se ha cansado ya de pedírselo. ¡Y pensar en
lo mucho que él ha hecho por la hacienda sin que jamás le hayan dado un solo
penique, tanto si los tiempos han sido buenos como malos! Según he dicho muchas
veces a mi marido, estoy persuadida de que si el capitán tuviese algo que ver con ello,
las cosas no irían de esta manera. No es que quiera faltar al respeto al amo; pero

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créame, señor, que muchas veces hemos de aguantar más de lo que consienten las
fuerzas humanas. No paramos un momento, nos levantamos temprano y nos
acostamos muy tarde, y aun cuando estamos en la cama apenas logramos cerrar los
ojos, porque hay que pensar en que se cuaje el queso, en que las vacas pueden
malparir o el trigo estropearse en la gavilla. Y luego, al terminar el año, es como si
hubiéramos estado guisando la comida de un festín y por toda recompensa sólo nos
hubiesen permitido oler los platos.
Una vez la señora Poyser había empezado a hablar, seguía haciéndolo sin pensar
ya en el respeto que al principio exteriorizaba por la nobleza. La confianza que sentía
en sus propias facultades de exposición era la fuerza motriz que vencía toda
resistencia.
—Me temo que si yo hablase de las puertas, señora Poyser, les haría más mal que
bien —dijo el capitán—, aunque le aseguro que no hay hombre en la propiedad en
favor de quien hablaría con más gusto que de su marido. Me consta que esta granja
está mejor regida y ordenada que otra cualquiera en quince kilómetros a la redonda, y
en cuanto a la cocina —añadió sonriendo—, no creo que en todo el reino exista otra
que la aventaje. Y, ahora que me acuerdo, nunca he visto su lechería, y quisiera
visitarla, señora Poyser.
—En realidad, señor, no se halla en el estado debido para que vaya a verla; ahora
Hetty está ocupada en batir la manteca porque hoy se ha retrasado todo, y me da
vergüenza.
Eso lo dijo la señora Poyser ruborizándose y convencida de que el capitán estaba
interesado de veras en sus cubos de leche y la pobre mujer no deseaba otra cosa que
hacer concordar la opinión que el caballero tenía con el aspecto de la lechería.
—¡Oh, no tengo ninguna duda de que estará muy ordenada! Haga el favor de
acompañarme —dijo el capitán echando a andar y seguido por la señora Poyser.

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VII

LA LECHERÍA

C iertamente valía la pena visitar la lechería; entrar en ella obligaba a recordar


con disgusto las cálidas y polvorientas calles: tal era la fresca fragancia del
queso recién prensado y de la dura manteca, la limpieza de los recipientes de madera,
constantemente bañados en agua pura, de las vasijas de arcilla, de suave color rojo,
llenas de manteca amarillenta, de la madera, de color pardo, de los objetos de estaño
pulimentado de las pesas, los ganchos y las bisagras, cubiertos totalmente de óxido de
hierro de un tono gris y anaranjado. Pero sólo se recibe una impresión confusa de
todos estos detalles cuando rodean a una preciosa muchacha de diecisiete años,
calzada con zuecos diminutos, que estira su brazo lleno de hoyuelos para sacar una
libra de manteca del platillo de la balanza.
Hetty se sonrojó cuando el capitán Donnithorne entró en la lechería y le dirigió la
palabra, pero no fue un sonrojo desagradable, pues lo acompañaban sonrisas y
algunos centelleos de la mirada que surgían entre las largas y rizadas pestañas. Entre
tanto, su tía hablaba con el caballero acerca de la escasa cantidad de leche que podía
reservar para hacer manteca y queso mientras los terneros no hubieran sido
destetados, y de la leche de inferior calidad que daban las vacas de cuernos cortos que
habían llevado a la granja para hacer un experimento; así como de otros asuntos que
pudieran ser interesantes para un joven caballero que un día sería el propietario.
Mientras tanto, Hetty seguía manejando su libra de manteca con aire coquetón y
totalmente convencida de que no pasaba inadvertido ni uno solo de los movimientos
de su cabeza.
Existen varias categorías de belleza que obligan a los hombres a cometer
diferentes tipos de tonterías, desde mostrarse desesperado a dejarse dominar por la
timidez; pero hay una clase de belleza que parece hacer perder la cabeza no sólo a los
hombres, sino también a todos los mamíferos inteligentes, incluyendo las mujeres. Es
una belleza semejante a la de los gatitos o a la de los polluelos de pato que emiten
leves y suaves ruidos con sus blancos picos, o a la de los niños que empiezan a gatear
y a hacer travesuras conscientes. Es una belleza contra la que nadie puede enojarse,
pero que, a veces, nos sentimos inclinados a destruir, comprendiendo la imposibilidad
de formarnos una clara idea del estado en que nos sume. Hetty Sorrel poseía esta
belleza. Su tía, la señora Poyser, que se envanecía de despreciar todos los atractivos
personales y deseaba parecer la más severa de las memoras, continuamente
contemplaba a hurtadillas los encantos de Hetty, fascinada a pesar de sí misma; y
después de dirigirle una reprimenda, hija de su deseo de hacer bien a la sobrina de su
esposo, pues la pobrecilla carecía de madre que pudiese regañarla, solía confesar a su
marido, cuando nadie podía oírles, que tenía la convicción de que cuantas más

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tonterías hiciese aquella muchacha más guapa estaba.
Es, pues, inútil que me moleste en decir que las mejillas de Hetty parecían pétalos
de rosa, que los hoyuelos jugaban en tomo a sus carnosos y bien dibujados labios,
que sus enormes ojos negros escondían una suave expresión traviesa bajo sus largas
pestañas y que su cabello rizado, aunque lo llevaba peinado hacia atrás y debajo de su
gorrito, mientras se entregaba al trabajo formaba unos preciosos rizos en la frente y
alrededor de las nacaradas orejas; también es inútil que me esfuerce en dar a entender
cuán hermoso era el contorno de su pañuelo rojo y blanco, que rodeaba la armoniosa
parte superior de su cuerpo, o cómo el delantal de hilo que llevaba, mientras se
ocupaba en batir la manteca, parecía algo digno de ser imitado en seda por una
duquesa, pues caía con unos pliegues encantadores, o cómo sus medias de color
pardo y sus zapatos con hebilla perdían toda la vulgaridad que sin duda alguna
tendrían si no calzaran aquellos pies y aquellos tobillos; es decir, que todo cuanto yo
pudiera escribir ahora sería inútil si el lector no hubiese visto a una mujer que, como
Hetty, impresiona a todos cuanto la miran, ya que, de otra suerte, aunque resultara
posible imaginarse a una mujer hermosa, no se parecería en nada a aquella
encantadora muchacha de gracia felina. Podría mencionar también los divinos
encantos de un hermoso día de primavera, pero si el lector no se hubiese olvidado
jamás de sí mismo para entretenerse contemplando el vuelo de la alondra o jamás
hubiese recorrido los tranquilos senderos, cuando las flores recién abiertas los llenan
de una belleza sagrada y silenciosa como la de las calladas naves de una iglesia, ¿de
qué serviría el uso de mi catálogo descriptivo? Jamás podría explicar lo que entiendo
por un brillante día de primavera. Hetty era una belleza primaveral, poseía la
hermosura de las cosas jóvenes y retozonas, sus miembros eran redondeados y su
humor juguetón, y daba a quien la miraba la impresión falsa de ser inocente en grado
sumo, de poseer la inocencia de un ternerillo que tiene una estrella en la frente, por
ejemplo, y que al ser llevado a pasear obliga a su acompañante a emprender con él
una dura carrera de obstáculos, saltando los setos y las zanjas, y deteniéndose tan sólo
al llegar al centro de un pantano.
Existen hermosísimas actitudes y posturas que puede adoptar una hermosa joven
cuando se ocupa de preparar la manteca: algunas dan una curva encantadora a los
brazos y una inclinación lateral al redondo y blanco cuello. Otras veces se ve
obligada a golpear o a amasar con la palma de la mano, a realizar pequeños
movimientos y a dar toques finales que no pueden llevarse a cabo sin que en ellos
participe el fruncimiento de los labios y las miradas de los negros ojos. Además, la
misma manteca parece proporcionar un encanto adicional. ¡Es tan pura, tiene un
aroma tan suave, sale del molde con una superficie tan bella y firme! ¡Parece mármol
alumbrado por una luz amarillenta! Hetty era asimismo muy hábil haciendo manteca;
precisamente era aquélla una de sus ocupaciones que la tía dejaba pasar sin
pronunciar crítica alguna, y así la joven manejaba la manteca con toda la gracia de
una maestra.

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—Espero que estará dispuesta para una gran fiesta el día 13 de julio, señora
Poyser —dijo el capitán Donnithorne en cuanto hubo admirado lo bastante la lechería
y dado algunas opiniones improvisadas acerca de los nabos suecos y de las vacas de
cortos cuernos—. Ya sabe lo que ocurrirá entonces, y espero que usted será una de las
invitadas que venga antes y se marche más tarde. ¿Quiere prometerme su mano para
dos bailes, señorita Hetty? Si no tengo ahora su promesa, me consta que apenas
tendré luego una oportunidad, porque los jóvenes granjeros se apresurarán a
comprometeros todos los bailes.
Hetty sonrió y se sonrojó, pero antes de que pudiera contestar se interpuso la
señora Poyser, escandalizada ante la idea de que el joven pudiese quedar excluido por
otros muchachos de menor categoría.
—Realmente, señor, es demasiado bondadoso para fijarse en ella. Y estoy segura
de que cuando se digne aceptarla por pareja, ella se sentirá orgullosa y agradecida,
aunque no baile más durante el resto de la fiesta.
—¡Oh, no, no! Eso sería una crueldad para todos los muchachos que desean bailar
con ella. Pero me promete dos bailes, ¿verdad, Hetty? —continuó diciendo el capitán,
decidido a obligar a la joven a mirarle y a responderle.
Hetty esbozó una preciosa sonrisa y le dirigió una mirada tímida y coqueta a la
vez.
—Sí, señor, muchas gracias.
—Y también quiero que lleve a todos sus hijos, señora Poyser, tanto a la pequeña
Totty como a los muchachos. Quiero que concurran a la fiesta todos los niños de la
propiedad, todos los que serán espléndidos muchachos y preciosas jóvenes cuando yo
me haya convertido en un viejo calvo.
—¡Oh, señor, para eso ha de pasar todavía mucho tiempo! —replicó la señora
Poyser anonadada al ver que el joven caballero hablaba con tanta ligereza de sí
mismo, y pensando que su marido sentiría interés por oír su relato de aquella notable
muestra de distinguido buen humor.
Se decía del capitán que era muy bromista y en toda la propiedad se le quería a
causa de sus maneras afables. Todos los arrendatarios estaba seguro de que las cosas
cambiarían en extremo cuando las riendas fuesen a parar a sus manos, pues entonces
habría una extraordinaria abundancia de puertas nuevas, grandes cantidades de
cemento y beneficios del diez por ciento.
—¿Dónde está hoy Totty? —dijo—. Me gustaría verla.
—¿Dónde está la pequeña, Hetty? —preguntó la señora Poyser—. Hace un
momento ha venido para acá.
—No sé. Se ha ido con Nancy a la cervecería.
La orgullosa madre, incapaz de resistir a la tentación de exhibir a su Totty, se
dirigió en el acto a la cocina de la parte posterior en busca de la niña, aunque no sin
temerse que hubiese ocurrido algo que pusiera a la pequeña en un estado poco
apropiado para ser presentada.

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—¿Y lleva usted la manteca al mercado después de hacerla? —preguntó mientras
tanto el capitán a Hetty.
—¡Oh, no, señor! Pesa mucho y no soy lo bastante fuerte para llevarla. Alick la
transporta a caballo.
—No. Estoy seguro de que sus bonitos brazos no fueron creados para llevar tales
pesos. Pero supongo que alguna de estas tardes agradables saldrá a dar un paseo. ¿Por
qué no va alguna vez al cazadero, ahora que está tan verde y agradable? Apenas la
veo en ninguna parte, salvo en su casa y en la iglesia.
—A mi tía no le gusta que vaya a pasear y sólo me deja salir para hacer alguna
cosa. Pero algunas veces he atravesado el cazadero.
—¿Y no va nunca a visitar a la señora West, el ama de llaves? Me parece que una
vez la vi en su habitación.
—No voy a ver a la señora West, sino a la señora Pomfret, la doncella. Me enseña
un punto de bordado y a componer encajes. Mañana por la tarde iré a tomar el té con
ella.
La razón de que hubiese habido tiempo suficiente para aquel tête-à-tête sólo
puede comprenderse mirando en la cocina posterior, donde Totty fue hallada en el
acto de frotarse contra la nariz un saquito de azul para la ropa; algunas gotas de
índigo habían caído en su delantalito. Pero pronto apareció en la lechería de la mano
de su madre y con el extremo de su redonda naricita brillante, a causa del rápido
lavatorio con agua y jabón de que acababa de ser objeto.
—Aquí está —dijo el capitán levantándola y sentándola en el estante de piedra—.
Aquí está Totty. ¿Y cómo se llama, en realidad? Porque estoy seguro de que no la
bautizaron con este nombre.
—Mucho sentimos, señor, no llamarle con el suyo propio. En el bautizo se le
puso Charlotte, bastante frecuente en la familia del señor Poyser: así se llama la
abuela de la niña. Pero empezamos a llamarla Totty y al final su nombre se ha
convertido en Totty. Es nombre de perro más que de una niña cristiana.
—Nada de eso. Totty es un nombre estupendo y tiene aspecto de totty[4]. ¿Tiene
algún bolsillo la niña? —preguntó el capitán buscando en los de su chaleco.
Inmediatamente Totty se levantó el delantal con gravedad y mostró un diminuto
bolsillo rojo que, a la sazón, estaba vacío por completo.
—No tengo nada dentro —dijo muy seria contemplándolo.
—¿No? ¡Qué lástima! ¡Un bolsillo tan bonito! En fin. Le pondremos unas cosas
que harán un ruido agradable. Sí. Aquí tenemos cinco cosas redondas, de plata, que
sonarán de un modo muy agradable en el bolsillo rojo de Totty.
Agitó el bolsillo con las cinco monedas de seis peniques, y Totty enseñó los
dientes y arrugó la naricita con inmensa alegría; pero adivinando que de allí ya no
sacaría más, saltó al suelo y fue a agitar su bolsillito a oídos de Nancy, mientras su
madre gritaba:
—¡Oh, qué niña tan mala! ¿No te da vergüenza? Su padre no quiere que se la

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regañe, y así no hay modo de educarla. Hay que tener en cuenta que es la más
pequeña y, además, la única niña de la familia.
—¡Oh! Es muy graciosa y parece un rollo de manteca. No me gustaría que fuese
de otro modo. Ahora supongo que debo marcharme, porque el rector me está
esperando.
Después de decir adiós y de dirigir una brillante mirada y una inclinación de
cabeza a Hetty, Arthur salió de la lechería. Pero se equivocó al figurarse que el rector
le estaría esperando, pues éste estaba interesado hasta tal punto en la conversación
con Dinah que, por su gusto, no la habría interrumpido antes; y a continuación sabrá
el lector lo que se dijeron.

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VIII

UNA VOCACIÓN

D inah, que se había puesto en pie cuando entraron los dos caballeros sin dejar de
sostener la sábana que estaba remendando, hizo una reverente inclinación al
ver que el señor Irwine la miraba y avanzaba hacia ella. Jamás le había hablado, y al
cruzarse ahora su mirada con la de la joven, su primer pensamiento fue: «Tiene
aspecto de ser una muchacha de muy buenas cualidades. ¡Oh, si en este suelo cayese
la buena semilla con seguridad germinaría!». Y se inclinó ante ella con la misma
deferencia que podría haber mostrado a cualquiera de las dignas señoras que conocía.
—Según tengo entendido, está usted de paso en esta vecindad —dijo al sentarse
frente a la joven.
—Sí, señor. He venido de Snowfield, en Stonyshire. Mi tía, que es muy buena, ha
querido que descanse aquí unos días de mi trabajo, porque he estado enferma.
—¡Ah! Recuerdo muy bien Snowfield. Una vez tuve ocasión de ir allá. Es un
lugar muy triste y desolado. Entonces construían una fábrica de hilados de algodón,
pero ya han pasado muchos años de eso. Supongo que el lugar habrá cambiado
gracias al trabajo que proporcionará la fábrica.
—En efecto, ha cambiado. La fábrica ha atraído a mucha gente, que se gana la
vida trabajando en ella; también los comerciantes hacen mejores negocios. Yo misma
trabajo allí y tengo razones para estar agradecida, porque gano lo suficiente para vivir
e incluso ahorrar algo. Pero sigue siendo un lugar muy triste, como usted dice,
caballero, y muy distinto de esta región.
—Probablemente tiene allí algunos parientes, y se siente atada al lugar,
considerándolo como suyo.
—En otro tiempo tuve allí una tía, que me crió, pues yo era huérfana. Pero murió
hace siete años y ahora no tengo parientes conocidos si se exceptúa a mi tía Poyser,
que es muy buena conmigo y que desearía que viviese en este lugar, sin duda
excelente y donde abunda el pan. Pero no estoy en libertad de abandonar Snowfield,
donde parece que me plantaron y he crecido como la hierba en lo alto de la colina.
—Quizás tiene allí muchos amigos y compañeros de religión. Creo que es
metodista…, y que sigue las doctrinas de Wesley.
—Si, mi tía de Snowfield pertenecía a la Sociedad y tengo razones para agradecer
el privilegio de haber formado parte de ella desde mi primera infancia.
—¿Y hace mucho tiempo que predica? Porque tengo entendido que ayer tarde lo
hizo en Hayslope.
—Hace cuatro años que emprendí este trabajo; cuando tenía veintiuno.
—De modo que su Sociedad sanciona la predicación de las mujeres… —dijo él.
—No lo prohíbe, señor, cuando hay una decidida vocación por este trabajo y

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cuando tal ministerio está encaminado a la conversión de los pecadores y a vigorizar
el pueblo de Dios. La señora Fletcher, de quien tal vez habrá oído hablar, fue la
primera mujer de la Sociedad que predicó, creo que antes de casarse, cuando era la
señorita Bosanquet, y el señor Wesley aprobó su trabajo. Tenía grandes dotes y ahora
existen otras muchas que son grandes auxiliares en la obra del ministerio. Tengo
entendido que últimamente se han levantado algunas voces contra la Sociedad, pero
creo firmemente que tales protestas no tendrán efecto alguno. No corresponde a los
hombres trazar los caminos para el espíritu de Dios como trazan canales para las
corrientes de agua y dicen: «Corre por aquí, pero no por allí».
—¿Pero no se cree en peligro entre su gente? Desde luego no quiero indicar, ni
mucho menos, que usted pudiera tener la culpa; ¿pero no observáis algunas veces que
tanto los hombres como las mujeres creen equivocados los canales abiertos para el
espíritu de Dios y por eso emprenden un trabajo para el que carecen de condiciones y
desdeñan las cosas santas?
—Sin duda así ocurre a veces, porque entre nosotros ha habido algunos malvados
que han tratado de engañar a los hermanos en Jesucristo, y también los hay que se
engañan a sí mismos. Pero no carecemos de disciplina y de correcciones para impedir
estas cosas. Entre nosotros se observa un orden estricto, y los hermanos y hermanas
vigilan las almas de los demás, como si debieran dar cuenta de ellas. ¿No sigue cada
uno su propio camino, preguntándose: «Soy yo el guardián de mi hermano»?
—Pero dígame, si me permite que se lo pregunte, pues me interesa mucho
saberlo, ¿cómo se le ocurrió pensar en predicar?
—El caso es, señor, que no pensé en ello. Desde los dieciséis años estaba
acostumbrada a hablar con los niños y a enseñarles, y algunas veces parecía como sí
el corazón me incitase a hablar en la clase, y también me gustaba rezar con los
enfermos. Mas no sentía ninguna llamada hacia la predicación, pues en mi fuero
interno prefiero estar sola y entregada a mis propios pensamientos. Parece como si
pudiera permanecer en silencio todo el día con la idea de Dios rebosando en mi alma,
del mismo modo que los cantos rodados están bañados por el agua del arroyo del
Sauce. Porque los pensamientos son muy grandes… ¿Verdad, caballero? Parecen
dominamos como si fuesen una corriente profunda; y entonces me veo obligada a
olvidar dónde estoy y todo lo que me rodea, extraviándome en ideas que no podría
explicar, pues no hallaría el modo de expresarlas por medio de palabras. Eso es lo que
me ocurría, según creo recordar; pero a veces parecía como si se me presentaran las
palabras sin esfuerzo alguno por mi parte y éstas eran capaces de hacer derramar
lágrimas, porque nuestros corazones están llenos y no podemos remediarlo. Aquellos
eran tiempos de gran bendición, aunque nunca se me ocurrió pensar en ponerme
delante de un grupo de gente. Sin embargo, señor, somos guiados y conducidos como
niños y de una forma que ignoramos. Repentinamente me sentí llamada a predicar, y
a partir de aquel momento jamás he tenido ninguna duda de que me había sido
confiada esa tarea.

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—Pero dígame las circunstancias… ¿Cómo ocurrió el día en que empezó a
predicar?
—Era un domingo y yo iba en compañía del hermano Marlowe, hombre anciano
y uno de los predicadores locales, y nos dirigíamos a Hetton-Deeps, que es un pueblo
en que la gente se gana la vida trabajando en las minas de plomo y donde no hay
iglesia ni predicador, de modo que viven como rebaño sin pastor. Está a más de
veinte kilómetros de Snowfield, así que salimos temprano, por la mañana, porque era
verano. Y experimentaba un maravilloso sentimiento del amor divino mientras
cruzábamos las montañas, donde no hay árboles, ya sabe, como aquí, lo que hace que
el cielo parezca más pequeño, de modo que se ve el firmamento extendido en todas
direcciones y uno siente a su alrededor los brazos eternos. Pero antes de llegar a
Hetton, el hermano Marlowe sintió un vahído que le hizo temer que se caería al suelo,
porque el pobre trabajaba más de lo que consentían sus fuerzas a sus años, velando,
predicando y recorriendo muchos kilómetros para difundir la Palabra, así como para
dedicarse a su oficio de tejedor.
»Cuando llegamos al pueblo la gente le estaba aguardando, porque ya les había
señalado la hora del día, así como el lugar, la vez anterior en que estuvo allí, y los que
deseaban oír la Palabra de la vida se habían congregado en un lugar en que las casas
eran más numerosas, por si había más gente que quería acudir al sermón. Pero mi
compañero comprendió que no podría ponerse en pie para predicar y se vio obligado
a tenderse y descansar en una de las casas. Por esa razón me acerqué a los reunidos,
figurándome que iríamos a una casa, para decirles que yo leería y rezaría con ellos.
Pero al pasar a lo largo de las casitas vi a las viejas y temblorosas mujeres asomadas a
las puertas y observé las duras miradas de los hombres, que parecían tener los ojos
tan llenos de la visión de la mañana del Sabbath como los mudos bueyes, que jamás
levantan los ojos al cielo. Entonces sentí gran agitación en mi alma y temblé como si
me estremeciese porque un fuerte espíritu penetrara en mi débil cuerpo. Y me
encaminé al lugar en que el pequeño grupo se había reunido, me encaramé sobre la
cerca del prado, por el lado de la colina, y pronuncié las palabras que acudían a mis
labios y que me fueron dadas en abundancia. Y todos vinieron desde distintas casas y
muchos lloraron por sus pecados, de modo que desde entonces se han reconciliado
con el Señor. Éste fue el principio de mis predicaciones, y desde entonces he seguido
predicando.
Durante su narración, hecha con su sencillez habitual, pero con la voz sincera,
muy bien modulada y algo temblorosa con que dominaba a sus oyentes, Dinah había
dejado caer la labor. Se inclinó para recoger su costura y continuó su relato. El señor
Irwine estaba muy interesado, y se dijo: «Sería un miserable pedante si hiciera de
pedagogo. Eso equivaldría a dar lecciones a los árboles para que crezcan de su propia
forma».
—¿Y jamás ha sentido algún apuro al pensar en su juventud, y no ha recordado
nunca que es una mujer joven y hermosa, en cuyo rostro se fijan los ojos de los

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hombres? —preguntó.
—No, no me queda tiempo ni ocasión para tales ideas y me figuro que la gente no
se fija en nada de eso cuando Dios hace sentir su presencia a través de nosotros, pues
entonces somos igual que la mata ardiendo. Moisés jamás se fijó en cuál era la mata
que ardía, pues sólo vio el resplandor del Señor. He predicado a gente ruda e
ignorante, como la de los pueblos que rodean Snowfield, a hombres que tienen un
aspecto rudo y montaraz, pero jamás me han dicho una palabra grosera y muchas
veces me han dado las gracias con bondad cuando se apartaban a un lado para
abrirme paso.
—Eso sí que lo creo… Eso puedo creerlo —exclamó el señor Irwine con énfasis
—. ¿Y qué opinión se formó de sus oyentes de ayer? ¿Los encontró apacibles y
atentos?
—Muy apacibles, señor. Pero no vi señales de que se impresionaran mucho, a
excepción de una muchacha llamada Bess Cranage, de la que se apiadó en gran
manera mi corazón, cuando mis ojos se fijaron en su lozana juventud, dedicada por
entero a la locura y a la vanidad. Pero he observado que en los pueblos en que la
gente lleva una vida apacible, entre los prados verdes y las aguas mansas, cultivando
la tierra y cuidando del ganado, hay cierta indiferencia hacia la Palabra, cosa muy
distinta de lo que ocurre en las grandes ciudades, como Leeds, adonde fui una vez a
visitar a una santa mujer que predica allí. Es maravillosa la cosecha de almas que se
recoge en aquellas calles de altas casas, donde al andar uno puede creerse en el patio
de una prisión y los oídos ensordecen por el estruendo del trabajo mundano. Me
parece que la promesa es más dulce cuando la vida es tan desagradable y fatigosa,
que el alma está más hambrienta cuando el cuerpo sufre incomodidades.
—La verdad es que nuestros agricultores no son gente que se impresione
fácilmente. Toman la vida con la misma calma que las ovejas y las vacas. Sin
embargo tenemos por aquí algunos trabajadores inteligentes. Es muy posible que
conozca a los Bede. Y, dicho sea de paso, Seth Bede es metodista.
—Sí, conozco bien a Seth y un poco a su hermano Adam. Aquél es un muchacho
muy agradable, sincero, incapaz de ofender a nadie; Adam se parece al patriarca José,
por su gran habilidad y conocimiento, así como por la bondad que muestra por su
hermano y sus padres.
—Tal vez ignore la desgracia que ha caído sobre ellos. Su padre, Mathias Bede,
se ahogó anoche en el arroyo del Sauce, no lejos de la puerta de su casa. Ahora voy a
visitar a Adam.
—¡Oh! ¡Pobre madre! —exclamó Dinah dejando caer las manos y mirando ante
sí con ojos compasivos, como si viese al objeto de su simpatía—. La pobrecilla
tendrá un gran disgusto, pues Seth me ha dicho que su corazón está siempre inquieto
y turbado. Iré a ver si puedo ayudarla en algo.
Cuando ya se levantaba y empezaba a doblar su labor, el capitán Donnithorne,
que había agotado ya todos los pretextos plausibles para quedarse entre los jarros de

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leche, salió de la lechería seguido por la señora Poyser. El señor Irwine se levantó a
su vez y, acercándose a Dinah, le tendió la mano y le dijo:
—¡Adiós! Tengo entendido que se marcha usted en breve. Pero ésta no será la
última visita que hará usted a su tía, de modo que, según espero, volveremos a
encontrarnos.
Su cordialidad con respecto a Dinah tranquilizó los temores de la señora Poyser,
de modo que su rostro estaba más satisfecho que de ordinario cuando dijo:
—No he preguntado por la señora Irwine y por las señoritas Irwine, señor. Espero
que estarán tan bien como de costumbre.
—Sí, muchas gracias, señora Poyser. Exceptuando, quizás, la señorita Anne, que
hoy tiene uno de sus dolores de cabeza. Y, ahora que me acuerdo, a todos nos
gustaron mucho aquellos excelentes quesos de nata que nos mandó. A mi madre más
que a nadie.
—Me alegro mucho, señor. Pocas veces los hago, pero me acordé de que a la
señora Irwine le gustan mucho. Tenga la bondad de trasmitirle mis respetos, así como
también a la señorita Kate y a la señorita Anne. Hace mucho tiempo que no han
venido a visitar mi gallinero; mientras tanto he adquirido unas hermosas gallinas
moteadas de blanco y negro, y estoy segura de que a la señorita Kate le gustaría
mucho tener algunas entre las suyas.
—Pues bien, ya se lo diré. Y vendrá a verlas. Adiós —dijo el rector montando a
caballo.
—Vaya despacio, Irwine —dijo el capitán Donnithorne montando a su vez—.
Quiero hablarle al pastor de los cachorros. Adiós, señora Poyser. Diga a su esposo
que volveré para charlar largo y tendido.
La señora Poyser hizo una reverencia y se quedó mirando los dos caballos hasta
que salieron del patio con gran excitación de los cerdos y de las gallinas y mayor
indignación del bull-dog, el cual ejecutó una danza pírrica que a cada momento
amenazaba con romper su cadena. A la señora Poyser le gustó tan ruidosa salida, pues
ello era una prueba evidente de que el patio de la granja estaba bien guardado y de
que ningún curioso podía entrar sin ser descubierto. Y hasta que la puerta no se hubo
cerrado, después de dar paso al capitán, no volvió a su cocina, donde Dinah, con el
gorro en la mano, la esperaba para hablar con ella antes de salir en dirección de la
casita de Lisbeth Bede.
Pero a pesar de que la señora Poyser se fijó en el gorro, fingió por un momento
que no lo había visto, pues primero deseaba descargar la sorpresa que le había
producido el comportamiento del señor Irwine.
—¿De modo que el señor Irwine no está enojado? ¿Qué te ha dicho, Dinah? ¿Te
ha regañado por predicar?
—No ha demostrado el menor enfado, sino que, por el contrario, me ha tratado
con mucho cariño. Me gustó hablar con él, aunque ignoro la causa, pues siempre le
creí un mundano saduceo. Pero su semblante es tan agradable como el sol de la

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mañana.
—¿Agradable? Pues ¿qué te figurabas? —exclamó la señora Poyser impaciente y
reanudando su labor de calceta—. Naturalmente que tiene un rostro agradable.
Además, es un caballero correcto, de buena cuna, y tiene una madre que más bien
parece un cuadro. Si quieres puedes recorrer la comarca, y no encontrarás a ninguna
mujer de sesenta y tres años como ella. Y créeme, los domingos vale la pena ver a un
hombre como ése subido en el púlpito. Como he dicho muchas veces a Poyser, es
como contemplar un campo de trigo maduro o un hermoso prado lleno de vacas. Eso
te hace pensar en que el mundo es muy cómodo. En cambio la gente a quienes
vosotros los metodistas tratáis, tanto me daría contemplarla como a un rebaño de
vacas tísicas en un prado comunal. ¡Vaya gente! No parece sino que nunca hayan
comido nada mejor que unas cortezas de tocino y tortas agrias. ¿Y qué dijo el señor
Irwine de la tontería de predicar en el parque?
—Solamente que se había enterado, mas no pareció estar enojado. Pero mira,
querida tía, no pienses más en eso. Me dijo una cosa que, con seguridad, te apenará,
como me ha ocurrido a mí. Mathias Bede se ahogó anoche en el arroyo del Sauce y
creo que su anciana mujer tendrá gran necesidad de consuelo. Quizás yo le seré útil y
por eso he ido a buscar mi gorro; voy a salir.
—Pero querida mía, antes toma una taza de té —dijo la señora Poyser, pasando
del tono agudo al natural—. El agua está hirviendo, de modo que dentro de un minuto
estará preparado. También los niños querrán tomar. No tengo ningún inconveniente
en que vayas a ver a esa pobre anciana, pues siempre te reciben bien en las casas de
los que sufren, tanto si eres metodista como si no, pues las personas se diferencian
por la sangre que corre por sus venas. Algunos quesos se hacen de leche desnatada y
otros de leche fresca, y poco importa el nombre que les des, porque de sobra
conocerás por el olor y el sabor cómo han sido hechos. En cuanto a Mathias Bede, es
mucho mejor que se haya… ¡Dios me perdone por hablar así!, pues en estos últimos
diez años no ha hecho otra cosa que dar numerosos disgustos a su familia. Creo
también que deberías llevarte una botella de ron para la viuda, porque la pobre jamás
ha tomado una gota de nada que conforte su cuerpo. Ahora, siéntate, hija, y
tranquilízate, pues te advierto que no te dejaré marchar sin haber tomado el té.
Durante la última parte de esta oración, la señora Poyser tomó de los estantes las
tazas de té y se dirigía a la despensa en busca de pan, seguida de cerca por Totty, que
se apresuró a aparecer en cuanto oyó ruido de tazas, cuando Hetty salió de la lechería,
estiró los brazos para desperezarse y luego unió las manos por detrás de su cabeza.
—Molly —dijo con cierta languidez—, hazme el favor de salir en busca de un
ramo de hojas de bardana que la manteca ya está a punto y puede empaquetarse.
—¿Ya sabes lo ocurrido, Hetty? —preguntó su tía.
—¿Cómo quieres que haya oído nada? —contestó la joven en tono áspero.
—Aunque lo hubieses oído no te importaría gran cosa, estoy segura, porque eres
tan ligera de cascos que poco te impresionaría la muerte de todo el mundo si pudieras

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ir a acicalarte dos horas ante el espejo. Cualquiera, sin embargo, lamentaría que te
ocurriese algo parecido, aunque no lo merezcas. Por lo que a ti te importa ya podían
ahogarse Adam Bede y toda su familia, porque al minuto siguiente de darte la noticia
estarías engalanándote delante del espejo.
—¿Que Adam Bede… se ha ahogado? —exclamó Hetty dejando caer los brazos
muy extrañada, aunque sospechando que su tía exageraba, como de costumbre, con
algún objeto didáctico.
—No, querida mía —contestó Dinah con bondadoso acento, porque la señora
Poyser se había encaminado a la despensa sin dignarse a dar una información más
exacta—. No le ha ocurrido nada a Adam, sino que el ahogado es su anciano padre.
Lo encontraron ayer noche sumergido en el arroyo del Sauce. El señor Irwine acaba
de decírnoslo.
—¡Oh! ¡Qué horror! —dijo Hetty poniéndose seria, aunque no parecía muy
afectada por la noticia.
Y como en aquel momento entró Molly con las hojas de bardana, las tomó en
silencio y volvió a la lechería sin hacer ninguna otra pregunta.

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IX

EL MUNDO DE HETTY

M ientras arreglaba las anchas hojas que daban realce a la manteca olorosa y
pálida, de la misma forma que las prímulas destacan en su nido verde, me
temo que Hetty pensaba más en las miradas del capitán Donnithorne que en Adam y
en su dolor. Miradas vivas de admiración de un joven y guapo caballero de manos
blancas, que llevaba una cadena de oro, que a veces vestía de uniforme y que poseía
riquezas y grandeza inconmensurables: éstos eran los cálidos rayos que hacían vibrar
el pobre corazoncito de Hetty en imprudentes melodías que se repetían una y otra
vez. Sabemos que la estatua de Memnon[5] no emitía sus melodías bajo el empuje
poderoso del huracán o respondiendo a otra influencia divina o humana, sino que los
dejaba oír en cuanto recibía, por la mañana, unos suaves rayos de sol; y hemos de
acostumbrarnos al descubrimiento de que algunos de esos raros instrumentos,
llamados alas humanas, tienen una escala musical limitada y no vibran al recibir un
contacto cualquiera de los que llenan a las demás de temblorosa dicha o de
estremecedora agonía.
Hetty estaba ya acostumbrada a la idea de que la gente la admirase. Había
advertido que el joven Luke Britton, de Broxton, fue a la iglesia de Hayslope un
domingo por la tarde sólo para verla, y que no habría dejado de insinuarse algo más
de no interponerse su tío Poyser, que no tenía muy buena opinión de un joven cuyo
padre poseía unas tierras tan malas como eran las del viejo Luke Britton, por lo que
impidió a su mujer alentar al muchacho mostrándose amable. Estaba enterada de que
el señor Craig, el jardinero del cazadero, estaba loco perdido por ella y que
últimamente había dado a entender su pasión de un modo inequívoco en forma de
deliciosas frases y guisantes hiperbólicos; aun sabía mejor que Adam Bede, el alto,
erguido y valeroso Adam Bede, que ejercía tanta autoridad en todos los que le
rodeaban y a quien su tío veía siempre con placer, afirmando que «Adam sabía
bastante más de la naturaleza de las cosas que sus superiores en saber», aquel Adam
que, con frecuencia, se mostraba severo con los demás y no parecía inclinado a correr
detrás de las muchachas, palidecía o se sonrojaba por una mirada o por una palabra
que ella le dirigiera. La esfera de comparación de Hetty no era muy grande, pero no
por eso dejaba de advertir que Adam era «un hombre». Siempre tenía respuestas para
todo; aconsejó a su tío cómo apuntalar el cobertizo y en un abrir y cerrar de ojos
arregló la mantequera; con sólo una mirada podía calcular el valor del nogal
desarraigado por el huracán y conocer la causa de la humedad en las paredes, así
mismo sabía cómo impedir el aumento de las ratas. Escribía con una hermosa letra
que cualquiera podía leer, y además era capaz de calcular mentalmente, habilidad del
todo desconocida entre los más ricos granjeros de la región. No se parecía en nada a

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aquel huraño Luke Britton, quien, al acompañar a la joven desde Broxton a Hayslope,
sólo rompió el silencio para observar que los ánades grises habían empezado a poner
huevos. En cuanto al señor Craig, el jardinero, era un hombre bastante agradable,
pero patizambo, y cuando hablaba canturreaba de un modo especial; además, y
siendo caritativa, le ponía más de cuarenta años.
Hetty estaba completamente segura de que a su tío le gustaría que alentase a
Adam y de que le complacería en extremo que se casase con él. Aquellos eran
tiempos en que no existía una rígida demarcación de rango entre el granjero y el
respetable artesano, y en el hogar y también en la taberna podía vérseles tomar juntos
un jarro de cerveza. El granjero tenía un sentido latente de capital y de peso en los
asuntos de la parroquia, que compensaba su evidente inferioridad en la conversación.
Martin Poyser no frecuentaba las tabernas, pero le gustaba mantener una
conversación amistosa bebiendo la cerveza que él mismo se hacía en casa; y aunque
era agradable demostrar la superioridad sobre un vecino tonto, que no sabía la manera
de lograr los mejores resultados en su propia granja, también era agradable aprender
algo de un individuo tan inteligente como Adam Bede. Así pues, durante los tres
últimos años, desde que había dirigido la construcción del nuevo granero, Adam fue
siempre bien acogido en Hall Farm, especialmente en las tardes de invierno, cuando
toda la familia, según la costumbre patriarcal: amo y ama, hijos y criados se reunían
en la magnífica cocina a distancias bien graduadas del fuego resplandeciente. Y
durante los dos últimos años, por lo menos, Hetty adquirió la costumbre de oír decir a
su tío: «Aunque Adam Bede trabaje ahora para ganar un jornal, llegará el día en que
será maestro, y esto con tanta seguridad como estoy sentado aquí. Maese Burge hace
bien al desear que ese muchacho se asocie con él y se case con su hija, si es verdad lo
que dicen; y la mujer que se case con él hará una buena boda, tanto si ésta se celebra
el día de la Virgen como el día de San Miguel». A esta observación la señora Poyser
daba siempre su cordial asentimiento. «¡Ah! —decía—. Es muy agradable conseguir
un marido que ya sea rico, pero puede muy bien suceder que también sea tonto. Y es
inútil llenarse de dinero el bolsillo si éste tiene un agujero. Y tampoco sirve de nada
sentarse en un coche propio si el caballo es perezoso, porque muy pronto nos meterá
en una zanja. Siempre dije que no me casaría con un hombre que careciese de
inteligencia pues ¿de qué le serviría a una mujer tener buen seso si se casara con un
tonto que sea el hazmerreír de la gente? Eso sería como vestir con un traje elegante
para montar en un asno mirando hacia la cola».
Estas expresiones, aunque metafóricas, indicaban sobradamente las ideas de la
señora Poyser con respecto a Adam; y aunque ella y su marido pudiesen haber
considerado el asunto de un modo distinto de haber sido Hetty hija suya, era evidente
que habrían acogido muy bien a Adam para casarse con una sobrina que no tenía un
cuarto. ¿Qué habría sido Hetty, sino una criada, si su tío no se hubiese encargado de
ella para criarla y para ayudar en los quehaceres domésticos su tía, cuya salud,
después del nacimiento de Totty, no le permitía dedicarse a otra cosa que a vigilar a

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los niños y a los criados? Pero Hetty nunca alentó a Adam en lo más mínimo. Aun en
los momentos en que estaba más persuadida de la superioridad de éste sobre los
restantes admiradores, no pudo decidirse a aceptarle. Le gustaba advertir que aquel
hombre hábil, fuerte y de firme mirada se hallaba en su poder. Y no hay duda de que
se habría indignado si él diera la menor señal de librarse del yugo de su coqueta
tiranía dedicándose a cortejar a la cariñosa Mary Burge, quien se habría sentido muy
agradecida por la más mínima muestra de interés que él le diese. «¡Pobre Mary
Burge! ¡Una muchacha tan pálida! Si se ponía una cinta encarnada parecía ser tan
amarilla como la siempreviva, y en cuanto a su cabello, era liso como una madeja de
hilo de algodón». Y cuando Adam pasaba unas cuantas semanas sin ir a Hall Farm, o
mostraba de otro modo cierta resistencia a su pasión, considerándola una tontería,
Hetty cuidaba de hacerle penetrar de nuevo en la red, valiéndose de algunas
expresiones cariñosas y de su timidez, como si estuviese muy preocupada por su
olvido. En cuanto a casarse con Adam, el asunto era muy diferente. Nada en el
mundo podría tentarla a hacer semejante cosa. Sus mejillas no se sonrojaban en lo
más mínimo cuando se pronunciaba el nombre del joven; no sentía ninguna emoción
al verle pasar por delante de la ventana o aparecer inesperadamente en el sendero que
cruzaba el prado. Nada sentía cuando notaba los ojos de Adam fijos en ella,
excepción hecha del frío triunfo de saber que él la amaba y de que a Mary Burge ni
siquiera la miraría. Adam no podía despertar en la joven las emociones que produce
el dulce envenenamiento del primer amor, del mismo modo como el sol dibujado no
es capaz de despertar la savia de la primavera en las sutiles fibras de la planta. Ella le
veía tal como era en realidad: un hombre pobre que tenía que mantener a sus ancianos
padres y que, durante mucho tiempo, no podría proporcionarle los mismos lujos y
comodidades de que gozaba en casa de su tío. Y los sueños de Hetty se referían
siempre al lujo: sentarse en una sala con una hermosa alfombra en el suelo y llevar
siempre medias blancas; poseer unos bonitos pendientes largos a la moda; ponerse
unos encajes de Nottingham en la parte superior del vestido y llevar un perfume en el
pañuelo como había visto que llevaba la señorita Lydia Donnithorne cuando lo sacaba
en la iglesia; y no verse obligada a levantarse temprano ni a sufrir las regañinas de
nadie. Y se decía que si Adam hubiese sido rico y pudiese darle todas esas cosas, ella
le amaría lo suficiente para casarse con él.
Pero durante las últimas semanas una nueva influencia se apoderó de Hetty;
indefinida, etérea, se concretaba en esperanzas que ni siquiera la joven se atrevía a
confesarse, pero que producían un efecto narcótico muy agradable y la obligaban a
pisar y a ocuparse de su trabajo como en sueños, sin darse cuenta del peso ni del
esfuerzo, y le mostraban todas las cosas a través de un velo suave y líquido, como si
ya no viviese en este mundo sólido de ladrillos y de piedra, sino en otro beatífico,
como el que el sol ilumina en el fondo de las aguas. Hetty se había dado cuenta de
que últimamente el señor Arthur Donnithorne hacía todo lo posible para verla; que
siempre se situaba en la iglesia de manera que pudiese contemplarla lo mejor posible,

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tanto cuando ella se sentaba como cuando se ponía en pie; que constantemente
hallaba razones para visitar Hall Farm y que siempre lograba decir algo que a ella le
obligase a contestarle y a mirarlo. La pobre muchacha no se atrevía aún a pensar que
el joven caballero pudiese amarla, del mismo modo que la hermosa hija del panadero
que se halla entre la multitud y a quien el joven emperador distingue con una sonrisa
imperial y admiradora tampoco concibe la posibilidad de llegar a ser emperatriz. Pero
la hija del panadero vuelve a su casa y empieza a soñar con el guapo y joven
emperador, y quizá se equivoca al pesar la harina, mientras piensa en lo dichosa que
sería si pudiese conseguirlo como marido. Y así, la pobre Hetty se veía acompañada
constantemente por un rostro y una figura que no la abandonaban ni dormida ni
despierta; las miradas brillantes y suaves habían penetrado en su alma y dado a su
vida una extraña y dichosa languidez. Los ojos que despedían tales miradas no eran,
seguramente, tan hermosos como los de Adam, que a veces la contemplaban con
triste y suplicante ternura, pero aun así habían hallado un ambiente propicio en la
pequeña y tonta imaginación de Hetty, en tanto que los de Adam no podían penetrar
en aquella atmósfera. Durante tres semanas, por lo menos, su vida interior consistió
en poco más que en revivir mentalmente las miradas y las palabras que Arthur le
había dirigido y en recordar las sensaciones que su voz le había producido en la parte
exterior de la casa, o en rememorar cuando le vio entrar y tuvo la certeza de que sus
ojos estaban fijos en ella y luego se dio cuenta de que una figura alta se inclinaba para
mirarla con ojos que parecían tocarla y que se acercaba envuelta en ropas hermosas y
con un aroma parecido al de las flores del jardín cuando sopla la brisa de la tarde.
Eran unas ideas tontas e imprudentes, como se ve, y que nada tenían que ver con el
amor que sienten en nuestros días las dulces jóvenes de dieciocho años. Pero eso
ocurría, según recordará el lector, hace cosa de sesenta años y además es preciso tener
en cuenta que Hetty carecía de instrucción, pues no era más que la hija de un modesto
granjero, para quien un caballero de manos blancas era tan deslumbrante como un
dios olímpico. Hasta ese día el futuro para Hetty no iba más allá de la próxima vez
que el capitán Donnithorne visitara la granja, o del domingo siguiente, cuando le
viera en la iglesia; pero entonces pensó que quizás él procuraría verla al día siguiente
cuando ella se dirigiese al cazadero. Y hasta era posible que hablase con ella, o que la
acompañase cuando nadie pudiera verlo. Esto último no había ocurrido aún; y ahora
su imaginación, en vez de recordar el pasado, estaba muy ocupada en imaginarse lo
que ocurriría al día siguiente, y se decía que una vez en el cazadero vería al capitán
Donnithorne llegar en dirección a ella, que se habría puesto su lazo nuevo de color
rosa, que él no le había visto todavía; y empezó a pensar lo que él le diría para
obligarla a devolverle su mirada, mirada que quedaría fija en su memoria, por lo
menos durante todo el resto del día.
En semejante estado mental, ¿cómo podía Hetty pensar siquiera en el disgusto
que entonces sufría Adam o en que el pobre Mathias se había ahogado? Las almas
jóvenes, cuando se hallan en un delirio tan agradable como el de Hetty, son tan

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egoístas e indiferentes como las mariposas que liban el néctar de las flores. Un muro
de ensueños, unas miradas invisibles y unos brazos impalpables las aíslan de
cualquier otra consideración.
Mientras las manos de Hetty se mantenían atareadas empaquetando la manteca, y
en tanto su cabeza se veía ocupada completamente por las imágenes del día siguiente,
Arthur Donnithorne, cabalgando al lado del señor Irwine en dirección al valle del
arroyo del Sauce, también tenía presentimientos confusos en el fondo de su mente, al
tiempo que escuchaba de labios del señor Irwine el relato de su conversación con
Dinah. Y aquellos presentimientos imprecisos eran, sin embargo, lo bastante fuertes
para que le sobresaltara oír la pregunta inesperada del señor Irwine:
—¿Qué le fascinó en la lechería de la señora Poyser, Arthur? ¿Se ha convertido
en un aficionado de la industria lechera?
Arthur conocía demasiado bien al rector para imaginar que una mentira para salir
del paso resultaría útil, y por eso, con su acostumbrada franqueza, replicó:
—No. Deseaba contemplar a la hermosa Hetty Sorrel. Es una Hebe perfecta, y si
yo fuese artista la retrataría. Es sorprendente que haya tantas hermosas muchachas
entre las hijas de los granjeros, cuando los hombres son tan torpes y desmañados.
Entre éstos es corriente ver caras redondas, compuestas casi por entero de mejillas,
sin otro tipo de facciones, como es el caso de Martin Poyser.
—No tengo ninguna objeción que hacer a que contemple a Hetty con ojos de
artista; pero en cambio no debe alimentar su vanidad ni llenar su mollera con la idea
de que es una belleza extraordinaria y atractiva para los caballeros distinguidos,
porque, de lo contrario, la estropeará y no se resignará a ser la esposa de un pobre
como, por ejemplo, el honrado Craig, a quien he visto lanzar miradas ardientes en
dirección a la muchacha. Esa pequeñuela parece estar ya demasiado convencida de su
valor para hacer desgraciado a su marido, como suele ocurrir siempre que un pobre
hombre se casa con una belleza. Y, a propósito de matrimonio, espero que nuestro
amigo Adam se casará pronto, ahora que el pobre viejo ha muerto. En lo venidero ya
sólo tendrá que mantener a su anciana madre, y estoy persuadido de que hay algo
entre él y esa agradable y modesta Mary Burge, a juzgar por lo que me dijo un día el
viejo Jonathan. Pero cuando quise tratar del asunto con Adam, él se puso nervioso y
cambió de conversación. Es posible que sus amoríos no lleven muy buena marcha, o
quizá Adam los aplace hasta gozar de mejor posición. Tiene una independencia
espiritual bastante para dos hombres, aunque exceso de orgullo.
—Sería una boda magnífica para Adam. En el pellejo del viejo Burge, Adam
haría grandes cosas para la construcción, estoy seguro. Me gustaría verle bien
establecido en esta parroquia, pues así podría actuar de gran visir para mí, en cuanto
yo lo necesitase. Juntos podríamos planear infinidad de reparaciones y de mejoras. En
cuanto a la muchacha no creo haberla visto nunca… Por lo menos nunca la he
mirado.
—Pues fíjese en ella el próximo domingo en la iglesia. Se sienta con su padre a la

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izquierda de la tarima. Sin embargo, estoy seguro de que no la contemplará tanto
como a Hetty Sorrel. Cuando comprendo que no puedo comprar un perro que me
interesa, no me fijo en él, porque si se encariñara conmigo y me mirase con ojos
amorosos, la lucha entre la aritmética y la inclinación podría llegar a ser
desagradable. Entonces apelo a mi sentido común, Arthur, y como a mí empieza a
sobrarme la prudencia, se la concedo con mucho gusto.
—Muchas gracias. Es posible que algún día me sea útil, aunque, de momento, no
tengo en qué utilizarla. ¡Caramba! ¡Cómo se ha desbordado el arroyo! ¿Qué le parece
si avanzásemos al trote, ahora que hemos terminado ya el descenso de la colina?
Esta es la gran ventaja de un diálogo cuando se monta a caballo; en cualquier
momento dado puede interrumpirse para emprender el trote o el galope, y en lo alto
de una silla habría sido posible escapar incluso de Sócrates. Los dos amigos se vieron
libres de la necesidad de seguir conversando hasta que entraron en el sendero que
corría por detrás de la casa de Adam.

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X

DINAH VISITA A LISBETH

A las cinco de la tarde, Lisbeth bajó la escalera llevando una gran llave en la
mano: era la de la estancia en que yacía el cadáver de su esposo. Durante todo
el día, salvo en los accesos de dolor, la buena mujer había estado moviéndose sin
cesar, cumpliendo los deberes para con el muerto con la solemnidad y exactitud
propias de los ritos religiosos. Sacó su pequeña provisión de lienzo blanqueado al sol,
guardado durante largos años para este uso supremo. Le parecía que fue ayer el día en
que, muchos veranos atrás, dijo a Mathias dónde estaban los lienzos, a fin de que
supiera con exactitud el lugar en que los encontraría en caso de morir ella, puesto que
era la mayor de los dos. Luego limpió de toda impureza los objetos de la habitación
sagrada y quitó las huellas de la ocupación diaria de la estancia. La ventanita que
hasta entonces había dejado pasar libremente la helada luz de la luna o los primeros
rayos del cálido sol, cuando aún dormía el viejo obrero, debía ser oscurecida con una
tela blanca, porque aquel sueño era tan sagrado bajo las vigas desnudas como al
amparo de los cielos rasos. Lisbeth remendó luego un antiguo y pequeño desgarrón
en la punta de la colcha, que tenía unos dibujos a cuadros, pues era escaso y precioso
el tiempo en que podría testimoniar su respeto y su amor por el cadáver, al que, en lo
profundo de su pensamiento, atribuía cierta conciencia. Nuestros muertos no lo están
por completo, para nosotros, hasta que los hemos olvidado. Podemos insultarlos y
herirlos; ellos conocen nuestra penitencia y el dolor que nos causa ver vacío el lugar
que antes ocupaban; y también ven los besos que damos a la más pequeña reliquia de
su presencia. La anciana mujer campesina cree, más que nadie, que sus muertos
saben todo eso. Durante sus muchos años de lucha por la vida, Lisbeth había pensado
en el entierro decente que le harían, y esperaba poder presenciar, aun después de
morir, cómo la llevaban al cementerio y su marido y sus hijos seguían su cadáver; y
ahora se decía que lo más importante de su vida era procurar que Mathias fuese
enterrado con decencia ante sus ojos, debajo del espino blanco donde en una ocasión
y en sueños creyó verse a sí misma en el ataúd, contemplando el resplandor del sol en
el exterior y percibiendo los aromas de las flores que tanto abundaban el domingo en
que, inmediatamente después del nacimiento de Adam, fue a la iglesia.
Ahora ya había terminado todo lo que podía hacer en la cámara mortuoria; todo lo
llevó a cabo sola, con el único auxilio de sus hijos para levantar las cosas pesadas,
pues no quería pedir ayuda a nadie del pueblo ya que no le gustaban mucho sus
vecinas, y su amiga Dolly, la vieja ama de llaves de casa de maese Burge, que había
acudido a darle el pésame aquella misma mañana, en cuanto se enteró de la muerte de
Mathias, estaba casi ciega, y de poca utilidad podía serle. Cerró la puerta de la
estancia y empuñando la llave se dejó caer fatigada en una silla que se hallaba fuera

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de su sitio, en el centro de la estancia, y donde en circunstancias normales no habría
querido sentarse. La cocina no recibió aquel día ninguna de sus atenciones; la
ensuciaron muchos pies llenos de barro y además estaba desordenada a causa de las
ropas y de otros objetos fuera de lugar. Pero lo que en otra ocasión habría sido
intolerable para los hábitos de orden y limpieza de Lisbeth, le parecía ahora muy
apropiado; convenía que todo tuviese un aspecto extraño y desordenado, en vista de
que el anciano había hallado su fin de forma tan triste. La cocina no debía tener, por
consiguiente, el aspecto de que no había ocurrido nada. Adam, agotado por la
agitación y por las cosas que había tenido que hacer aquel día, después de una noche
de trabajo duro, se quedó dormido sobre un banco del taller; y Seth, que se hallaba en
la parte trasera de la cocina, encendió un fuego de astillas para poner a hervir agua y
persuadir a su madre de que tomase una taza de té, satisfacción que se permitía muy
pocas veces.
En la cocina no había nadie cuando Lisbeth entró y se dejó caer en una silla. Miró
a su alrededor casi sin ver y apenas se fijó en el polvo y en la confusión que
alumbraba melancólicamente el brillante sol de la tarde. En su mente todo le parecía
triste y confuso, como suele ocurrir en las primeras horas siguientes a un dolor
repentino, cuando la pobre alma humana se parece a un hombre a quien hubiesen
dejado durmiendo entre las ruinas de una enorme ciudad y se despierta con asombro
y temor a un tiempo, sin saber si el día nace o está muriendo, e ignorando por qué y
cuál fue la causa de aquella escena de desolación o la razón de verse a sí mismo
abandonado en el centro de aquel terrible lugar.
En otra ocasión, la primera idea de Lisbeth habría sido preguntarse dónde estaba
Adam; pero la muerte inesperada de su marido lo devolvió, en aquellas primeras
horas, al lugar que en sus afectos ocupara veintiséis años atrás. La pobre anciana
olvidó las faltas del difunto, del mismo modo como olvidamos las tristezas de nuestra
pasada infancia, y no pensó en nada más que en la bondad de su marido cuando era
joven y en la paciencia de su ancianidad. Sus ojos continuaron mirando de un lado a
otro, hasta que entró Seth y empezó a quitar alguna de las cosas desparramadas por
allí y a desocupar la pequeña y redonda mesa con objeto de servir el té.
—¿Qué haces? —preguntó ella con cierta sequedad.
—Quiero que tomes una taza de té, madre —contestó Seth con acento tierno—.
Te hará mucho bien; mientras tanto quitaré algunas de estas cosas para que la casa
tenga mejor aspecto.
—¿Mejor aspecto? ¿Para qué? ¿Cómo puedes pensar en eso? Déjalo. Para mí ya
no hay consuelo —exclamó, mientras las lágrimas iban asomando a sus ojos—.
Ahora ha muerto tu pobre padre, para quien durante treinta años guisé, lavé y
remendé, porque él siempre recibía con agrado cuanto yo le hiciera, y además era
muy hábil en hacer los trabajos de la casa cuando yo estaba enferma, y hasta subía
orgulloso la escalera para servirme; y luego, por espacio de ocho kilómetros, llevó en
brazos a nuestro hijo, que pesaba como dos, sin gruñir hasta llegar a Wartson Wake,

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cuando yo quise ir a ver a mi hermana, que murió la Navidad siguiente. Y el pobre se
ha ahogado en el arroyo que atravesamos el día de nuestra boda, al venir juntos a
casa; me había construido infinitos estantes para poner los platos y la vajilla, y me
mostraba su trabajo con gran orgullo, pues sabía que a mí gustaría. Y, sin embargo, el
pobre estaba condenado a morir sin que yo lo supiera, mientras dormía
tranquilamente en mi cama y como si nada me importase su suerte. ¡Desgraciada de
mí, que he vivido para ver eso! Ahora déjame, hijo mío. No quiero té. Y poco me
importa comer y beber en adelante. Cuando se hunde el extremo de un puente, ¿qué
importa que el otro siga conservando su solidez? Mejor sería que me muriese para ir
con mi hombre. Estoy segura de que me necesita.
Entonces Lisbeth dejó de hablar y empezó a gemir, meciéndose al mismo tiempo
en la silla. Seth, siempre tímido con su madre, y convencido de que no tenía ninguna
influencia sobre ella, comprendió que sería inútil tratar de calmarla hasta que le
hubiese pasado el acceso de dolor. Por eso se limitó a cuidar el fuego de la cocina y a
doblar la ropa de su padre, que desde la mañana estaba colgada para que se secase;
temía moverse demasiado en presencia de su madre y despertar su irritación.
En cuanto Lisbeth hubo llorado durante unos minutos, se interrumpió de pronto y
dijo:
—Voy a ver a Adam, que no sé dónde ha ido. Quiero que suba conmigo la
escalera antes de que anochezca, pues ya queda poco tiempo para contemplar el
cadáver, Seth oyó estas palabras y, acercándose a su madre en el momento en que ésta
se ponía en pie, le dijo:
—Adam está dormido en el taller, madre. Mejor sería no despertarlo, porque el
pobre estaba muy fatigado a consecuencia del trabajo y de las preocupaciones.
—¿Despertarle? ¿Quién va a despertarle? Supongo que no le despertaré si voy a
mirarle. Hace ya dos horas que no le veo, y hasta había olvidado casi que ha crecido y
ya no es el niño que su padre llevaba en brazos.
Adam estaba sentado en un banco basto y tenía la cabeza apoyada en el brazo que
descansaba en el largo banco de carpintero que se hallaba en el centro del taller. Al
parecer se había sentado para descansar unos minutos y se quedó dormido, sin
abandonar su expresión de preocupación triste y fatigada. Su rostro, que no había
lavado desde el día anterior, estaba pálido y sucio. Tenía el cabello revuelto sobre la
frente y los ojos parecían hundidos a consecuencia de la ansiedad y de la pena. Sus
cejas estaban fruncidas y en todo el semblante se advertía una expresión de cansancio
y de tristeza. Gyp estaba visiblemente inquieto, porque se había sentado sobre su
cuarto trasero y apoyaba el hocico en la extendida pierna de su amo. Y,
alternativamente, lamía la mano que colgaba inerte y miraba con atención hacia la
puerta. El pobre perro estaba hambriento y nervioso, pero no quería abandonar a su
amo, aunque esperaba impacientemente un cambio en la escena. Así pues, cuando
Lisbeth entró en el taller y se acercó a Adam con gran sigilo, enseguida fracasó su
primera intención de no despertarle, pues la excitación de Gyp era demasiado grande

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para no proferir un corto ladrido. Adam abrió los ojos y vio a su madre de pie ante él.
Ello no era muy distinto de lo que estaba soñando, pues mientras dormía había vuelto
a vivir de un modo febril todo lo ocurrido desde que salió el sol, y en aquellas
escenas siempre estaba presente su madre, agobiada por el dolor. La diferencia
principal entre la realidad y la visión era que en su sueño Hetty se le aparecía
constantemente, tomando parte como actriz en escenas en las que no tenía ninguna
intervención. Hetty se hallaba junto al arroyo del Sauce y hacía enfadar a su madre
entrando en la casa; y luego la encontraba con su hermoso trajecito mojado mientras
recorría el camino bajo la lluvia para ir a Treddleston a avisar al coronen Pero
siempre que aparecía Hetty era seguro que no tardaría en presentarse su madre; así
que al abrir los ojos no le sorprendió verla a su lado.
—Hijo mío —exclamó inmediatamente Lisbeth, sintiendo de nuevo el impulso de
echarse a llorar, pues el dolor reciente experimenta la necesidad de asociar la pérdida
y el lamento con cualquier cambio de escena—. Ahora ya no tienes más que a tu vieja
madre para que te atormente y sea una carga para ti. Tu pobre padre no te hará enojar
nunca más y tu madre pronto irá a reunirse con él y ¡ojalá sea cuanto antes, porque
ahora ya no soy buena para nadie! Una chaqueta vieja sirve para remendar otra, para
nada más. Deberías casarte; tu mujer te remendará la ropa y te preparará la comida,
en vez de tu anciana madre. ¡Yo no seré más que un estorbo sentada junto a la
chimenea!
Adam empezó a agitarse inquieto, pues sobre todas las cosas, temía que su madre
empezase a hablar de Hetty.
—Pero si tu padre viviera aún, jamás me iría para dejar el sitio libre a otra mujer,
ya que él no habría sabido vivir sin mí, igual que una hoja de tijera no sirve de nada
sin su compañera. Deberíamos haber muerto los dos a la vez, y así yo no habría visto
este día, y un solo entierro habría bastado.
Lisbeth hizo una pausa, pero Adam continuó sentado y sumido en un doloroso
silencio. Aquel día le era imposible hablar con dureza a su madre, pero no por eso
dejaban de irritarle sus quejas. La pobre Lisbeth no se daba cuenta de lo que le
molestaba, igual que el perro herido no comprende que sus aullidos afectan los
nervios de su amo. Como todas las mujeres quejumbrosas, se lamentaba con la
esperanza de que la tranquilizasen, y al ver que Adam no decía nada, sintió deseos
renovados de seguir quejándose con amargura.
—Comprendo que tú estarás mejor sin mí, porque así podrás ir donde quieras y
casarte con quien te apetezca. Desde luego, yo no te diré nada; puedes traer a casa a
quien quieras. Jamás abriré los labios para encontrar faltas en tu mujer, porque
cuando las personas envejecen ya no sirven para nada y pueden estar contentas si
tienen un bocado y un plato de sopa que llevarse a la boca sin que nadie les dirija
malas palabras. Y si estás enamorado de alguna muchacha, aunque sea una
malgastadora y no te traiga ninguna dote, cásate con ella, que yo no me opondré,
ahora que tu padre está muerto y ahogado, porque ya no soy nadie ni valgo nada sin

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mi pobre marido.
Incapaz de seguir soportando aquello, Adam se levantó en silencio y salió del
taller para dirigirse a la cocina. Pero Lisbeth le siguió:
—¿No quieres ir arriba a ver a tu padre? He terminado ya mi trabajo y me
gustaría que fueses a verle, pues ya sabes que el pobrecillo estaba muy contento
cuando le ponías buena cara.
Adam se volvió de pronto y dijo:
—Sí, madre. Vamos arriba. Ven, Seth, acompáñanos.
Subieron la escalera y durante cinco minutos reinó el silencio. Luego dieron de
nuevo vuelta a la llave y resonaron pasos en la escalera. Pero Adam no volvió a bajar,
pues estaba demasiado fatigado para soportar por más tiempo las quejas de su madre
y se fue a descansar a su propia cama. En cuanto Lisbeth entró en la cocina y se
sentó, se cubrió la cabeza con el delantal y empezó a sollozar, a gemir y a mecerse
como antes. Seth pensó: «Ahora que ya hemos ido a ver el cadáver de padre, poco a
poco se irá tranquilizando». Y volvió a cuidar del fuego en la parte trasera de la
cocina, esperando que lograría convencerla de que tomase una taza de té.
Durante al menos cinco minutos, Lisbeth estuvo meciéndose y profiriendo un
ahogado gemido con cada movimiento; de pronto sintió una mano que le estrechaba
las suyas con cariño y oyó una voz dulce y suave que decía:
—Hermana, el Señor me ha enviado para ver si puedo consolarla.
Lisbeth se detuvo para escuchar, aunque sin quitarse el delantal que le cubría la
cabeza. Aquella voz le era desconocida. ¿Sería el espíritu de su hermana que, después
de tanto años, volvía a su lado de entre los muertos?
Tembló y no se atrevió a mirar.
Creyendo Dinah que aquella pausa de extrañeza era un alivio en el dolor de la
mujer, no dijo nada más y se limitó a quitarse el gorro. Luego, indicando a Seth con
un gesto que guardase silencio, ya que el joven, al oír su voz, había acudido con el
corazón palpitante, puso una mano sobre el respaldo de la silla de Lisbeth y se inclinó
sobre ella para que advirtiese su amistosa presencia.
Lentamente Lisbeth separó el delantal y abrió sus ojos oscuros y turbios con
timidez. Al principio no vio más que un rostro, un semblante pálido y puro animado
por dos ojos grises y cariñosos completamente desconocidos para ella. Muy
extrañada, creyó por un momento que quizá fuera un ángel. Pero cuando Dinah posó
la mano en Lisbeth, la anciana la miró. Era una mano mucho más pequeña que la
suya, pero no blanca ni delicada, pues Dinah no había llevado guantes en toda su vida
y en ella se advertían las huellas del trabajo al que la joven se había dedicado desde la
infancia. Lisbeth miró aquella mano con gran fijeza, y luego, dirigiendo otra vez los
ojos al rostro de Dinah con más valor, exclamó sorprendida:
—¡Cómo! ¿Es una obrera?
—Sí. Soy Dinah Morris y trabajo en la fábrica de hilados cuando vivo en mi casa.
—¡Ah! —exclamó Lisbeth aún extrañada—. Ha llegado con tanto silencio como

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si fuera una sombra y ha hablado en mi oído como si fuera un espíritu. Se parece
mucho a una figura sentada que aparece en la nueva Biblia de Adam.
—Vengo de Hall Farm. Ya conoce a la señora Poyser. Es mi tía, que se ha
enterado de su dolor y lo siente mucho. Yo he venido con objeto de consolarla un
poco en su aflicción. Conozco a sus hijos Adam y Seth; sé que no tiene ninguna hija,
y cuando el clérigo me ha contado que la mano de Dios se había apoyado
pesadamente en usted, sentí el deseo de venir para ocupar en estos momentos
dolorosos el lugar de la hija que no tiene, siempre que consienta en ello.
—Ahora ya sé quién es usted; es metodista, como Seth. Ya me ha hablado de
usted —replicó Lisbeth algo enfadada pues, una vez desaparecida su extrañeza,
volvía a sentirse dominada por la pena—. Estoy segura de que quiere demostrarme
que el dolor es algo conveniente, como siempre me predica Seth. ¿Mas para qué sirve
hablarme de eso? No puede mitigar mi pena con sus palabras y jamás me convencerá
de que no habría sido mejor que mi viejo marido hubiese muerto en cama cuando le
llegara la hora, acompañado del sacerdote. Yo le habría podido decir que no se
preocupara por las malas palabras que le dirigí enfadada, y además le habría dado de
comer y de beber mientras él pudiera hacerlo. ¡Pero morir en el agua fría, junto a la
casa, y sin que nosotros lo supiéramos…, mientras yo dormía apaciblemente, como si
jamás le hubiese pertenecido y él fuese un vagabundo que no importase a nadie!
Dicho esto, Lisbeth empezó a llorar y a mecerse de nuevo.
—Sí, querida amiga, su dolor es muy grande. Y daría pruebas de tener el corazón
muy duro quien le dijera que su pena no debe ser inmensa. Dios no me ha enviado
con objeto de mitigar su tristeza, sino para llorar con usted, suponiendo que quiera
permitírmelo. Si tuviera preparado un gran festín y se divirtiera en compañía de sus
amigos, le parecería un acto de bondad dejarme sentar y regocijarme con usted,
porque creería que me sería agradable gozar de tan buenas cosas; pero yo quiero hoy
compartir su dolor y su pena, y me sería muy duro que me negarais este favor.
¿Quiere que me quede? ¿No le molesta que haya venido?
—Nada de eso. ¿Quién le ha dicho que estoy enfadada? Ha sido muy buena al
venir. Oye, Seth; dale un poco de té. Mucha prisa tenías en hacérmelo tomar cuando
yo no lo quería; en cambio, no te preocupas de prepararlo en el momento necesario.
Pero, siéntese, siéntese. Es muy buena por haber venido, pues resulta muy
desagradable atravesar a pie los campos mojados para venir a ver a una vieja como
yo. No, no he tenido ninguna hija, y la verdad es que hasta ahora no lo sentí, porque
las muchachas son muy caprichosas y hay que vigilarlas; siempre quise tener hijos,
capaces de bastarse a sí mismos. Y como, por otra parte, los muchachos se casan
luego, ya llegará la ocasión de tener hijas, y aun más de las que quisiera. Ahora
prepárese el té como más le guste, pues hoy no tengo paladar para ocuparme de estas
cosas. Todo lo que trago me parece tener el mismo sabor y todo me resulta doloroso.
Dinah se cuidó de dar a entender que ya había tomado el té y aceptó enseguida la
invitación de Lisbeth, con objeto de lograr que la anciana comiese y bebiese, pues lo

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necesitaba después de un día de ayuno y de trabajo duro.
Seth estaba tan feliz de ver a Dinah que no pudo menos que pensar que valía la
pena comprar su presencia con una vida en que el dolor siguiera incesantemente al
dolor, pero inmediatamente se censuró a sí mismo, pues parecía como si se alegrase
de la triste muerte de su padre. Sin embargo, la felicidad de estar con Dinah acabó
triunfando. Era como la influencia del clima, que ninguna resistencia puede vencer. Y
sus sentimientos se exteriorizaron de tal modo en su rostro, que incluso llamaron la
atención de su madre.
—Ya veo que continúas pensando que el dolor es algo bueno, Seth, pues estoy
segura de que te alegras. Parece como si no te dieras cuenta de nada, igual que
cuando eras pequeño y estabas en la cuna despierto. Permanecías con los ojos
abiertos, mientras que Adam siempre quería que lo sacasen en cuanto los abría. Tú no
eras más que un montón de carne, y jamás te preocupabas por nada, aunque tu pobre
padre era muy distinto. Pero mira del mismo modo que él —añadió Lisbeth
volviéndose a Dinah—. Tal vez se deba a que es metodista. No le censuro por ello,
pues aun cuando esta desgracia no le toca de cerca, parece estar realmente apenada.
Si los metodistas buscan el dolor, no les faltará seguramente, y es una lástima que no
puedan quitarlo a las personas a quienes no les gusta. Yo podría haberles dado tanto
cuanto quisieran, pues cuando aún vivía mi pobre marido estaba angustiada de la
mañana a la noche, y ahora, que ya lo he perdido, me alegraría de volver a tenerlo a
mi lado, aunque fuera en los momentos en que más me hacía sufrir.
—Sí —replicó Dinah cuidando de no contener ninguna de las quejas de Lisbeth,
pues confiaba en sus más leves palabras y gestos, dotados de la dirección divina, y
resultado de una compasión sincera e intensa—. Sí, recuerdo que cuando murió mi
querida tía deseé incluso oír su horrible tos todas las noches, en lugar del silencio al
que me condujo su muerte. Y ahora, querida amiga, tómese otra taza de té y coma un
poco más.
—¡Cómo! —exclamó Lisbeth tomando la taza y hablando con un tono menos
quejumbroso—. ¿De modo que es huérfana de padre y madre, y le causó tanto dolor
la muerte de su tía?
—No conocí a mis padres, y mi tía, que no tenía hijos, me crió, y me dio tanto
amor y ternura como si hubiese sido mi propia madre.
—Bastante hizo la pobre criándola desde la primera infancia sola. Pero estoy
segura de que debía usted de ser muy buena, pues no tiene cara de haberse enfadado
en toda la vida. ¿Y qué hizo usted al morir su tía, y por qué no vino a vivir aquí,
siendo como es sobrina de la señora Poyser?
Al ver que había despertado la atención de Lisbeth, Dinah le refirió su historia
desde sus primeros años y le contó cómo su tía la crió trabajando duro, y cómo era
Snowfield, cuidad donde la vida resultaba muy difícil, y también le contó todos los
detalles que podían interesarle. Mientras escuchaba, la anciana olvidó su enfado y su
dolor, prendida como estaba, inconscientemente, de la influencia sedante del rostro y

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de la voz de Dinah. Poco después se dejó convencer de que había que limpiar la
cocina, pues Dinah comprendió que el orden contribuiría a inclinar a Lisbeth a tomar
parte en la oración que deseaba pronunciar junto a ella. Mientras tanto Seth,
adivinando que la joven quería quedarse a solas con su madre, salió a partir leña.
Lisbeth la observaba mientras Dinah iba de un lado a otro y trabajaba apacible
pero rápidamente.
—Veo que sabe lo que es orden y limpieza. Ya me gustaría tenerla por hija, y
estoy segura de que no gastaría el dinero de mi hijo en trajes y caprichos. No se
parece en nada a las muchachas de por aquí. No hay duda de que la gente de
Snowfield es muy diferente.
—La mayoría llevan una vida distinta —contestó Dinah—. Trabajan en diferentes
cosas; algunos en la fábrica, muchos en las minas o en las poblaciones inmediatas.
Pero en todas partes es igual el corazón del hombre, y tanto aquí como allí existen los
hijos de este mundo y los hijos de la luz. En cambio, tenemos allí más metodistas que
aquí.
—No sabía que las mujeres metodistas fuesen como usted, pues la esposa de Will
Maskery, que, según creo, es una gran metodista, tiene un aspecto muy desagradable.
Por mi parte preferiría mirar a un sapo que a ella. Le agradecería mucho que se
quedara a dormir, pues mañana me encantaría encontrarla aquí. Aunque tal vez le
estarán aguardando en casa de maese Poyser.
—No —contestó Dinah—, no me esperan, y, si me lo permite, me gustaría mucho
quedarme.
—Tenemos bastante sitio. Hay una cama hecha en el cuartito inmediato a la
cocina, así podría dormir junto a mí. Me gustaría mucho oírla hablar durante la
noche, pues lo hace de un modo muy agradable. Sus palabras me recuerdan el
parloteo de las golondrinas que había el año pasado bajo el alero del tejado, cuando
empezaban a cantar suavemente al amanecer. Mi pobre marido quería mucho a esos
pájaros, igual que Adam. Pero este año no han vuelto. Quizás hayan muerto también.
—Bueno —dijo Dinah—. Ya está limpia la cocina, y ahora, querida madre,
puesto que esta noche seré su hija, quisiera que se lavase la cara y se pusiera un gorro
limpio. ¿Recuerda lo que hizo David cuando Dios le quitó a su hijo? Mientras el niño
estaba vivo, el rey ayunó y rogó a Dios que se lo conservara, y no quiso comer ni
beber, sino que permaneció toda la noche tendido en el suelo, rezando a Dios por su
hijo. Pero al saber que había muerto se puso de pie, se lavó y se ungió, cambió de
traje, comió y bebió. Y cuando le preguntaron cómo era que había olvidado el dolor,
a pesar de estar muerto su hijo, contestó: «Cuando el niño vivía aún, ayuné y lloré,
porque decía: “¿Quién sabe si Dios será misericordioso conmigo y me concederá la
vida de mi hijo?”. Pero ahora que ya ha muerto, ¿para qué ayunar si no puedo
devolverle la vida? Yo puedo ir a reunirme con él; pero él, en cambio, no volverá a
mi lado».
—Eso sí que es verdad —replicó Lisbeth—. En efecto, mi pobre marido no

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volverá a mi lado, aunque yo puedo ir a reunirme con él… Y cuanto antes, mejor. En
fin, haré lo que quiera. En ese cajón hay un gorro limpio y ahora iré a la cocina a
lavarme la cara. Mientras tanto, Seth, podrías buscar la Biblia nueva de Adam,
aquella que tiene dibujos, y Dinah nos leerá un capítulo. ¡Oh, me gustan mucho estas
palabras: «Yo puedo ir a reunirme con él; pero él, en cambio, no volverá a mi lado»!
Dinah y Seth daban mentalmente gracias a Dios por el consuelo que, al parecer,
había recibido Lisbeth. Era precisamente lo que Dinah buscaba, valiéndose de su
simpatía y absteniéndose de cualquier tipo de exhortación. Desde su infancia no había
dejado de tener continuas experiencias entre los enfermos y los dolientes, entre las
gentes endurecidas y encallecidas por la pobreza y por la ignorancia, y había
adquirido una percepción sutil sobre el mejor modo de conmoverles o consolarles y
suavizar sus sentimientos para que recibiesen con gusto palabras de consuelo o ayuda
espiritual. Y, como ella misma decía, «Nunca se sintió abandonada, sino que siempre
recibió ayuda para saber cuándo debía guardar silencio y cuando podía hablar». ¿No
convenimos todos en llamar inspiración al pensamiento rápido y al impulso noble?
Después de nuestro análisis más sutil del proceso mental, hemos de decir, como lo
hizo Dinah, que nuestros pensamientos más elevados y nuestras mejores acciones nos
han sido dados.
Y así, en la pequeña cocina hubo aquella tarde sinceras oraciones, fe, amor y
esperanza. Y la pobre anciana y dolorida Lisbeth, sin comprender claramente ninguna
idea y sin sentir ninguna emoción religiosa, tuvo una vaga sensación de la bondad,
del amor y de algo justo y conveniente que se hallaba debajo y más allá de su
dolorosa vida. No podía comprender el dolor, pero en aquellos momentos y bajo la
suave influencia del espíritu de Dinah, se dijo que debía ser paciente y estar tranquila.

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XI

EN LA CASITA

A las cuatro y media de la mañana siguiente, Dinah, harta de estar despierta en la


cama y de escuchar a los pájaros, y observando que aumentaba la luz que
atravesaba la ventanita de la buhardilla, se levantó y empezó a vestirse sin hacer ruido
para no despertar a Lisbeth. Pero en la casa alguien se movía ya y bajaba la escalera
precedido por Gyp. Los pasos del perro indicaban que quien estaba levantado era
Adam y que se había dirigido a la planta baja; pero Dinah se figuró que sería Seth,
pues le habían contado que Adam había pasado toda la noche anterior trabajando y
sin dormir. Por su parte, Seth se despertó al oír cómo se abría la puerta. La excitación
del día anterior, aumentada por la inesperada presencia de Dinah, no había sido
contrarrestada por ningún cansancio físico, pues no había trabajado como de
costumbre, y así, al acostarse, sólo pudo cerrar los ojos después de varias horas de
nerviosismo, y se despertó más tarde de lo acostumbrado.
En cambio Adam había dormido profundamente, y con su habitual impaciencia y
su poco gusto por el ocio, se disponía a empezar el nuevo día y a vencer la tristeza a
fuerza de voluntad y de trabajo vigoroso. El valle se veía cubierto por la niebla y el
día se anunciaba brillante y caluroso; Adam se disponía a reanudar el trabajo en
cuanto hubiese desayunado. «Mientras un hombre pueda trabajar, no hay nada
insoportable —se dijo—. No cambia la naturaleza de las cosas, aunque parece como
si la propia vida no fuese más que una sucesión de cambios. El cuadrado de cuatro es
dieciséis y se puede alargar la palanca en proporción con el peso de uno mismo; eso
es tan verdad si un hombre es feliz como si se siente desgraciado; y lo mejor del
trabajo es que le obliga a uno a fijarse en cosas que nada tienen que ver con la
situación en que se encuentra».
Mientras derramaba agua fresca sobre su cabeza, se sintió de nuevo dueño de sí
mismo; sus ojos negros brillaban con la misma agudeza que de costumbre y hacían
juego con su espeso cabello oscuro y reluciente a causa de la humedad. Entró en el
taller en busca de la madera destinada al ataúd de su padre con intención de llevarla,
en compañía de Seth, al taller de Jonathan Burge para que uno de los obreros hiciese
el féretro y su madre no presenciase la operación en su propia casa.
Apenas había entrado en el taller cuando su oído percibió un rápido y ligero paso
en la escalera que, sin duda, no pertenecía a su madre. Cuando el día anterior había
llegado Dinah, él ya estaba acostado, así que se preguntó a quién podían pertenecer
aquellos pasos. Se le ocurrió una idea insensata que le emocionó intensamente. ¿Y si
fuese Hetty? Desde luego era la última persona a quien podía imaginar en su casa. No
se atrevió a averiguarlo por sus propios ojos y tener la prueba clara y evidente de que
era otra persona. Se quedó apoyado en un tablón de madera, escuchando los sonidos

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que su imaginación interpretaba de forma tan agradable, y su enérgico rostro expresó
una tímida ternura. Los ligeros pasos se movieron por la cocina, y luego se oyó el
roce de la escoba contra el suelo, con un ruido apenas mayor que la leve brisa que
hace correr las hojas de otoño por el polvoriento sendero. Y Adam vio en su
imaginación un rostro cubierto de hoyuelos, iluminado por unos ojos brillantes y
oscuros, sonriendo traviesamente, y una figura armoniosa que se inclinaba para coger
el palo de la escoba. Era una tontería, pues aquélla no podía ser Hetty. El único modo
de sacarse de la cabeza aquella idea era ir a ver quién estaba en la cocina, pues su
fantasía se inclinaba cada vez al engaño mientras permanecía allí de pie y con el oído
atento. Así, soltó el tablón y se acercó a la puerta de la cocina.
—¿Cómo está, Adam Bede? —preguntó Dinah con voz apacible, interrumpiendo
su barrido y fijando en él su mirada suave y grave—. Espero que habrá descansado y
se sentirá con fuerzas para soportar el calor del día que se anuncia.
Aquello era como soñar con la luz del sol y despertarse a la de la luna. Adam
había visto varias veces a Dinah, pero siempre en Hall Farm, donde apenas se daba
cuenta de ninguna presencia femenina exceptuando la de Hetty, y sólo hacía uno o
dos días que había empezado a sospechar que su hermano Seth estaba enamorado de
ella, de modo que no había querido fijarse en la joven por consideración a su
hermano. Pero ahora, la figura esbelta, el traje sencillo y negro y el rostro pálido y
sereno de Dinah le impresionaron con toda la fuerza que tiene una realidad junto a
una fantasía. Por un momento no contestó, sino que la miró con la expresión
concentrada y escrutadora que el hombre dirige al objeto que repentinamente empieza
a interesarle. Dinah, por vez primera en su vida, sintió una dolorosa conciencia de sí
misma; en la penetrante mirada de aquel hombre había algo muy distinto de la
suavidad y timidez de su hermano Seth. Se sonrojó un poco, y cuando lo notó, se
sonrojó todavía más. Y eso dio a entender a Adam la inconveniencia de su
ensimismamiento.
—Me ha sorprendido —dijo—; le agradezco mucho su bondad por haber venido
a visitar a mi madre en su dolor —añadió con tono cariñoso y lleno de gratitud, pues
enseguida dedujo el objeto de la presencia de la joven—. Espero que mi madre le
habrá agradecido su visita —dijo, preguntándose no sin cierta inquietud cuál habría
sido la acogida que había dispensado a la joven.
—Sí —contestó Dinah reanudando su trabajo—. Después de un rato pareció
reconfortada, y esta noche ha descansado muy bien. Cuando la he dejado, estaba
profundamente dormida.
—¿Quién llevó la noticia a Hall Farm? —preguntó Adam mientras sus
pensamientos se fijaban en uno de los habitantes de aquella casa, y se preguntaba si
ella se habría apenado por lo ocurrido.
—Me lo dijo el señor Irwine, el clérigo, y mi tía se compadeció tanto de su madre
al saberlo que deseó que yo viniese. Estoy segura de que también mi tío lo habrá
sentido mucho al enterarse, pero durante todo el día de ayer estuvo en Rosseter. Estoy

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convencida de que todos esperan su visita cuando pueda ir por allá, pues es usted
siempre bien venido en Hall Farm.
Gracias a sus dotes de adivinación, Dinah sabía que Adam deseaba enterarse de si
Hetty había dicho algo acerca de su desgracia. Pero la joven era demasiado sincera
para mentir, aun con buena intención, y mí, se las había ingeniado para decir algo que
comprendiese tácitamente a Hetty. El amor tiene la costumbre de engañarse a sí
mismo de un modo consciente, como un niño que juega al escondite solo. Se
complace con seguridades que, al mismo tiempo, se niega a creer. Adam se sintió tan
contento por lo que Dinah acababa de decir que, de momento, no pensó en nada más
que en la próxima visita que haría a Hall Farm, esperando que entonces Hetty le
trataría con más benevolencia que en otras ocasiones.
—Y usted, ¿no se quedará por aquí? —preguntó a Dinah.
—No. El sábado regreso a Snowfield y tengo que salir temprano hacia
Treddleston, a fin de llegar a tiempo para tomar el carro que va a Oakbourne. Por esta
razón me veo obligada a regresar esta noche a la granja, así podré pasar el último día
en compañía de mi tía y de sus hijos. Pero en caso de que su madre lo desee, hoy
puedo quedarme; ayer pareció que su corazón me cobraba cierto afecto.
—En tal caso, también querrá que se quede hoy. Cuando madre se aficiona a una
persona a primera vista, es indudable que llega a cobrarle cariño; pero es curioso
pues, por regla general, no le gustan las mujeres jóvenes. No obstante —añadió
Adam sonriendo—, eso no es razón para que no le sea simpática.
Hasta entonces Gyp había asistido en silencio a esta conversación, sentado sobre
su cuarto trasero y observando el rostro de su amo y los movimientos de Dinah por la
cocina alternativamente. La bondadosa sonrisa con que Adam pronunció estas
últimas palabras debió de parecer decisiva a Gyp con respecto a la acogida que se
reservaba a la joven, pues cuando ella se volvió tras dejar la escoba en un rincón,
trotó hacia ella y apoyó el hocico en su mano de un modo amistoso.
—Ya ve que Gyp se da la bienvenida —dijo Adam—. Y tenga en cuenta que le
cuesta bastante admitir a los desconocidos.
—¡Pobre perro! —dijo Dinah acariciando el áspero pelaje gris—. Los pobres
seres mudos me dan la sensación de que desean hablar, pero que hay alguna razón
desconocida que se lo impide. Siempre me dan lástima los perros, aunque quizás no
sea necesario. Es posible, sin embargo, que sientan más de lo que pueden darnos a
entender, si pensamos que nosotros mismos apenas podemos expresar la mitad de lo
que sentimos.
Seth bajó entonces y le complació encontrar a Adam hablando con Dinah, pues
deseaba que su hermano se convenciese de lo mucho mejor que era esa mujer
comparada con las demás. Pero después de algunas palabras amables, Adam volvió a
meterse en el taller para hacer cálculos con relación al ataúd y Dinah continuó su
limpieza.
A las seis de la mañana se sentaban todos a desayunar en compañía de Lisbeth, en

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una cocina tan limpia como ella misma podía haberla dejado. La ventana y la puerta
estaban abiertas y el aire de la mañana traía el aroma del tomillo y de los rosales
silvestres del jardincito que había a un lado de la casa. Al principio Dinah no se
sentó, y sirvió de pie el potaje caliente y la torta de avena tostada que había preparado
según la costumbre de aquella casa después de preguntar a Seth qué les daba su
madre cada mañana. Lisbeth había guardado silencio desde que bajó la escalera; al
parecer, necesitaba algún tiempo para ajustar sus ideas al estado actual de las cosas.
Le parecía ser una gran señora que bajaba de su habitación para encontrarse todo el
trabajo listo y para sentarse luego y ser servida. Sus nuevas sensaciones parecieron
alejar el recuerdo de su dolor. Por fin, después de probar el potaje, dijo:
—Pero ¿cómo ha podido hacer el potaje? Puedo comerlo sin que se me revuelva
el estómago. Estaría mejor un poco más espeso; además yo le pongo unas hojas de
menta. De todos modos, usted no podía saberlo. Mis hijos son incapaces de hacerse el
potaje solos, de modo que han tenido suerte de que usted se ocupase de él. Y debo
admitir que es una joven muy trabajadora y que ha limpiado perfectamente la casa.
—¡Ya lo creo! —exclamó Adam—. A mi juicio no podría estar mejor.
—Tú no entiendes de eso. Los hombres jamás saben si se ha fregado el suelo o si
el gato lo ha lamido. Lo único que detectáis es cuándo se quema un guiso. Yo no os lo
doy nunca quemado, y si quisierais, comprenderíais que vuestra madre todavía sirve
para algo.
—Dinah —dijo Seth—, haga el favor de sentarse y desayunar. Ya estamos todos
servidos.
—Sí, siéntese —exclamó Lisbeth—. Y coma. Bien que lo necesitará después de
trabajar tanto. Venga —añadió en tono de quejumbroso alecto cuando Dinah se
sentaba a su lado—. Sentiré mucho que se marche; ya veo que no podrá quedarse por
más tiempo. Prefiero estar sola con usted esta tarde que en compañía de mucha gente.
—Si quiere me quedaré esta noche —dijo Dinah—. No tendría inconveniente en
permanecer más en su casa, pero el caso es que el sábado vuelvo a Snowfield y debo
pasar todo el día de mañana en compañía de mi tía.
—No vuelva allá… Mi marido nació en la región de Stonyshire, pero salió de allí
en su juventud, e hizo bien, porque, según decía, allí no había madera y, por
consiguiente, era un lugar muy malo para un carpintero.
—¡Ah! —exclamó Adam—. Recuerdo que cuando yo era pequeño, padre me dijo
un día que, en caso de cambiar de residencia, lo haría siempre hacia el sur, pero no
estoy seguro de eso. Barde Massey dice, y él conoce el sur, que los hombres del norte
son de mejor raza que los del sur, de cabeza más dura y de cuerpo más robusto, así
como de mayor estatura. Y luego dice que algunos de esos condados son tan llanos
como la palma de la mano y que no es posible ver nada a gran distancia sin
encaramarse a lo alto de los arboles más elevados. Yo no podría resistirlo. Me gusta ir
a trabajar por un camino que ascienda un poco por la montaña y ver los campos a
muchos kilómetros alrededor, un puente o una ciudad, y alguno que otro campanario.

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Entonces parece que el mundo es muy grande y uno se da cuenta de que existen otros
hombres que trabajan con la cabeza y con las manos, como uno mismo.
—A mí me gustan más las montañas —dijo Seth— cuando las nubes se hallan por
encima de nuestras cabezas y se ve el sol brillar a lo lejos; he contemplado varias
veces este espectáculo, sobre todo en días de tormenta. Y me parece como si aquello
fuese el cielo, donde sólo existe la alegría y la luz del sol, a pesar de que la vida es
oscura y nebulosa.
—Pues a mí me gusta mucho Stonyshire —observó Dinah—. No quisiera volver
el rostro hacia las regiones ricas en trigo y en ganado y donde la tierra es tan llana y
fácil de recorrer, ni volver la espalda a las montañas donde los pobres llevan una vida
dura y miserable y los hombres pasan el día en las minas, lejos de la luz del sol. Es
una bendición, en un día gris y frío, cuando el cielo se oscurece sobre las montañas,
sentir el amor de Dios en el alma y llevarlo a las casas de piedra, solitarias y
desnudas, donde no hay nada más que pueda consolar a la gente.
—Bien hace al hablar de este modo —dijo Lisbeth—. Sus palabras me recuerdan
las campanillas blancas, que viven días y días en el jarro sin nada más que una gota
de agua y unos momentos de sol; pero la gente hambrienta haría mucho mejor
abandonando las regiones miserables. Cuando la torta es pequeña, conviene que sean
pocos los que la coman. En cuanto a ti —añadió mirando a Adam—, no hables de ir
al sur y al norte, dejando a tus padres en el cementerio para vivir en un país que no
conoces. Estoy segura de que no descansaría bien en la tumba si no te viese los
domingos en el cementerio.
—No temas —dijo Adam—. Si estuviera decidido a marcharme, ya lo habría
hecho. —Ya había tomado su desayuno y se puso de pie mientras pronunciaba estas
últimas palabras.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Lisbeth—. ¿Construirás el ataúd de tu
padre?
—No, madre —contestó Adam—. Llevaremos la madera al pueblo para que lo
hagan allí.
—No, hijo mío —exclamó Lisbeth en tono quejumbroso—. No debes permitir
que nadie más que tú construya el ataúd de tu padre. ¿Quién lo haría tan bien? Y él,
que sabía distinguir la calidad del trabajo, agradecerá que su hijo, que es el mejor y
más inteligente carpintero del pueblo y hasta de Treddleston, haga su ataúd.
—Bueno, madre. Si así lo quieres, lo construiré. Creí que no te gustaría oír que se
hacía este trabajo aquí.
—¿Y por qué no habría de gustarme? Es como debe ser. Y además, ¿qué tiene que
ver que me guste o que no me guste? En este mundo he tenido que soportar muchas
cosas que no me gustaban y nunca he podido elegir. Cuando la boca no puede
distinguir sabores, lo mismo es comer una cosa que otra. Deberías empezar el ataúd
esta misma mañana, pues no quisiera que lo tocase nadie más que tú.
Los ojos de Adam se fijaron en Seth, quien lo miró a su vez con cierta ansiedad

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después de contemplar a Dinah.
—No, madre —dijo—. Si hay que hacerlo en casa, tampoco querré que nadie, a
excepción de Seth, ponga en él las manos. Pero he de ir al pueblo esta misma
mañana, pues debo ver el señor Burge, y Seth podría quedarse en casa para empezar
el ataúd. Volveré hacia las doce, y entonces él podrá marcharse.
—No, no —insistió Lisbeth empezando a llorar—. Me darías un disgusto si no
haces tú solo el ataúd de tu padre. Eres tan hábil y vigoroso que tu madre cree que
podrás realizar solo la tarea. Con frecuencia te enojaste contra tu padre durante su
vida, y ahora que nos ha dejado has de portarte mejor con él. Estáte seguro de que él
nunca hubiese encargado a Seth la construcción de mi ataúd.
—No digas nada más, Adam, cállate —añadió Seth cariñosamente, aunque
advertía que hacia un esfuerzo para hablar—. Madre tiene razón. Yo iré a trabajar y tú
puedes quedarte en casa.
Inmediatamente se dirigió al taller, seguido por Adam, mientras que Lisbeth,
obedeciendo de modo automático a sus viejas costumbres, empezó a sacar la mesa,
como si quisiera indicar que Dinah no tenía que seguir ocupando su lugar. La joven
no dijo una palabra y aprovechó la oportunidad de reunirse, sin hacer ruido, con los
dos hermanos que estaban en el taller.
Ambos se habían puesto ya los delantales y los gorros de papel, y Adam estaba de
pie, con la mano izquierda apoyada en el hombro de Seth, mientras que con el
martillo, que sostenía en la otra mano, mostraba algunos tablones a su hermano. Los
dos volvían la espalda a la puerta por la que entró Dinah, y ésta se acercó a ellos con
tanto silencio que no se dieron cuenta de su presencia hasta oír su voz.
—Seth Bede.
Seth se sobresaltó y ambos hermanos volvieron el rostro. Dinah, que parecía no
ver a Adam, fijó los ojos en el rostro de Seth y añadió con acento bondadoso y
tranquilo:
—No me despido todavía. Le volveré a ver cuando vuelva del trabajo. Con tal de
que yo llegue a la hacienda antes de oscurecer, ya estará bien.
—Gracias Dinah. Me gustaría acompañarla otra vez a su casa. Quizás será la
última vez.
La voz de Seth temblaba ligeramente. Dinah extendió la mano y dijo:
—Hoy reinará la paz en su mente, Seth, a causa de la ternura y la paciencia que
ha demostrado con su anciana madre.
La joven se volvió y salió del taller con tanta rapidez y silencio como había
entrado. Adam la había estado observando, aunque ella no le había mirado. Y en
cuanto se hubo marchado, dijo:
—No me extraña que la ames, Seth; su rostro es como un lirio.
El alma de Seth se asomó a sus labios y a sus ojos. Nunca había confesado su
secreto a Adam y experimentó una sensación deliciosa de alivio al contestar:
—Sí, Adam, la amo, y me temo que demasiado. Pero ella no me corresponde, ya

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que solamente tiene por mí el amor que un hijo de Dios siente por otro. Jamás querrá
un hombre como marido.
—No, muchacho. Eso no puede asegurarse. No debes perder el ánimo. Es una
mujer hecha con materiales más finos que las otras. Eso es evidente. Pero si las
aventaja en otras cosas, no creo que carezca de la facultad de amar.
No dijeron nada más. Seth salió en dirección al pueblo y Adam empezó la
construcción del ataúd.
«Dios le ayude, y también a mí —pensó mientras levantaba el tablón—. Nos
parecemos bastante en que ambos creemos que la vida es un trabajo muy duro y que
hemos de esforzarnos mucho, tanto con nuestras manos como con nosotros mismos.
Es muy raro que un hombre sea capaz de levantar una silla con los dientes y andar así
ochenta kilómetros, y, sin embargo, se ponga a temblar y sienta frío y calor cuando lo
mira una joven determinada, para él muy diferente de todas las demás mujeres del
mundo. No podemos explicar este misterio; pero es verdad que tampoco
comprendemos cómo germina una semilla».

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XII

EN EL BOSQUE

A quel mismo jueves por la mañana, mientras Arthur Donnithorne iba de un lado
a otro por su vestidor, contemplándose en los espejos antiguos y mirando de
vez en vez un tapiz de color verde oliva en el que se veía la figura de la hija del
faraón y sus doncellas cuidando del niño Moisés, sostenía una discusión consigo
mismo, y en el momento en que su criado le colgaba del hombro el cabestrillo de
seda negra, llegó a una resolución definitiva.
—Me propongo ir a Eagledale a pescar durante una semana más o menos —dijo
en voz alta—, y vendrás conmigo, Pym. Saldremos esta mañana, de modo que
procura estar preparado a las once y media.
El silbido que le ayudó a tomar esta resolución se convirtió en una fuerte voz de
tenor, y cuando pasaba por el corredor entonó su canción favorita de la Beggar’s
Opera: «Cuando el corazón del hombre está agobiado por los cuidados». No era
ningún canto heroico, pero él, por su parte, se sentía héroe al dirigirse hacia las
cuadras para dar órdenes en relación a los caballos. Necesitaba su propia aprobación,
y alegrarse gratuitamente no era ningún tipo de aprobación, pues para conseguirla
convenía adquirir cierta cantidad de mérito. Jamás desdeñó tal aprobación, y tenía
una fe considerable en sus propias virtudes. Ningún joven era capaz de confesar sus
faltas con mayor sinceridad, pues ésta era una de sus virtudes favoritas. ¿Y cómo se
notará la sinceridad de un hombre plenamente si no puede hablar de algunos fracasos
de esa misma virtud? Además, tenía la seguridad absoluta de que sus faltas provenían
de su carácter generoso e impetuoso, que eran debidas a su sangre caliente, leonina;
que jamás se arrastraba ni se valía de habilidades o de argucias. No era posible que
Arthur Donnithorne hiciese nada que fuese bajo, cobarde o cruel: «No. Soy un
individuo capaz de meterme en cualquier dificultad, pero nunca he eludido las
consecuencias». Por desgracia, no hay justicia poética inherente a las dificultades,
que a veces se niegan de un modo obstinado a infligir sus peores consecuencias en el
primer pecador, a pesar de que éste exprese su deseo en voz alta. Y sólo a causa de
esta deficiencia en el orden de las cosas, Arthur pudo, aparte de complicarse él,
complicar a otra persona en un suceso desagradable. Era un muchacho bondadoso y
sus ideas para el futuro, cuando entrase en posesión de la propiedad, comprendían un
estado próspero, la satisfacción de sus arrendatarios, que adorarían a su señor, el cual
sería un modelo de caballero inglés, pues tendría su mansión en magnífico estado; en
todas partes se advertiría una elegancia exquisita: los criados serían muy agradables,
tendría la mejor cuadra de Loamshire, la bolsa abierta para cualquier beneficio
público y, en una palabra, la situación sería lo más distinta posible de la que en la
actualidad se asociaba con el nombre de Donnithorne. Y una de las primeras y buenas

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acciones que llevaría a cabo en aquel futuro sería aumentar el beneficio de Irwine en
el vicariato de Hayslope, con objeto de que pudiese sostener un carruaje para su
madre y sus hermanas. Su cordial afecto hacia el rector le venía de la infancia. Era un
afecto en parte filial y en parte fraternal; lo bastante fraternal para que prefiriese la
compañía de Irwine a la de otros hombres más jóvenes, y filial en que procuraba
evitar que Irwine desaprobara su conducta.
Ya se advierte que Arthur Donnithorne era un buen muchacho y así le
consideraban sus compañeros de estudios. No podía ver a nadie en un apuro. Habría
lamentado en extremo, aun en sus momentos de mayor irritación, que le ocurriese
algo desagradable a su abuelo; y su tía Lydia gozaba también del beneficio de la
blandura de corazón que experimentaba hacía el sexo femenino en general. A la
cuestión de si tendría bastante dominio sobre sí mismo como para ser siempre tan
inofensivo y deseoso de hacer bien como le dictaba su buen corazón, nadie habría
podido responder. Sólo tenía veintiún años, según recordará el lector, y, por otra
parte, no se hacen demasiadas preguntas sobre el carácter de un individuo guapo,
generoso y joven que en el porvenir gozará de propiedad suficiente para pagarse
numerosos pecadillos; un individuo que, si alguien sufriera un accidente a causa de su
imprudente modo de conducir, podría otorgarle una buena pensión vitalicia; o quien,
si llegase a mancillar la existencia de una mujer, la compensaría con caros bombones,
empaquetados y dedicados con sus manos. Sería ridículo mostrarse exigente y
analítico en tales casos, como si se hiciesen investigaciones acerca del carácter de un
empleado de confianza. Empleamos epítetos caballerescos de sentido general y poco
preciso para un joven de buena cuna y rico; y las damas, con la fina intuición que
caracteriza a su sexo, advierten en el acto que es alguien «agradable». Lo más natural
sería que atravesara la vida sin escandalizar a nadie, que fuese un digno barco que
nadie se negaría a asegurar. Es cierto que los buques están sujetos a eventualidades
que a veces ponen en terrible evidencia algún defecto de construcción, que jamás se
habría descubierto en aguas tranquilas; y muchos «buenos muchachos» han sufrido
semejante traición a causa de una combinación desastrosa de las circunstancias.
Pero no tenemos ninguna base firme para hacer augurios desfavorables sobre
Arthur Donnithorne, que aquella misma mañana demostraba ser capaz de una
prudente resolución fundada en la conciencia. Una cosa resultaba clara. La naturaleza
cuidó de que jamás se extraviara quedando satisfecho de sí mismo; nunca iría más
allá de la frontera del pecado, pues se veía perpetuamente atacado desde el lado
opuesto de la frontera. Jamás sería un cortesano del vicio ni llevaría en el ojal sus
condecoraciones.
Serían entonces las diez de la mañana, y el sol difundía su luz brillante; todo
parecía más bonito a causa de la lluvia del día anterior. En tales mañanas resulta muy
agradable pasear por el camino lleno de grava que conduce a las cuadras propias
mientras se medita una excursión. Pero el olor de las cuadras que, en el orden natural
de las cosas, debería formar parte de las influencias calmantes de un hombre, siempre

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irritaba un poco a Arthur. En las cuadras no podía obrar a su antojo, porque todo era
gobernado con la mayor exactitud y precisión. Su abuelo insistía en conservar como
jefe de las caballerizas a un viejo mastuerzo a quien nadie podía apartar de sus
costumbres, y que tenía el permiso de contratar a sus subordinados, uno de los cuales
recientemente había probado un par de tijeras cortando una faja oblonga en el pelaje
de la yegua baya de Arthur. Tal estado de cosas era, naturalmente, desagradable; uno
puede resignarse a las molestias de la casa, pero el hecho de que la cuadra sea una
escena de vejaciones y disgustos es algo que el hombre no puede soportar mucho
tiempo sin riesgo de caer en la misantropía.
El rostro del viejo John, arrugado y de un color parecido a la madera, fue la
primera cosa que vieron los ojos de Arthur al entrar en el patio de la cuadra, y le quitó
toda la satisfacción que podían haberle causado los ladridos de los dos mastines que
vigilaban la cuadra. Nunca había podido hablar con paciencia con aquel viejo
imbécil.
—Procure que Meg esté ensillada para mí y la lleven a la puerta de la casa a las
once y media. También necesitaré a Rattler para Pym a la misma hora. ¿Ha
entendido?
—Sí, ya lo oigo, capitán —dijo el viejo John siguiendo a su joven amo al interior
de la cuadra.
El caballerizo consideraba que un joven señor es un enemigo natural de un
servidor antiguo, y también creía que los jóvenes en general sirven muy poco a los
progresos del mundo.
Arthur entró con objeto de acariciar a Meg, procurando al mismo tiempo no mirar
la cuadra para no ponerse de malhumor antes del desayuno. El magnífico animal
estaba en uno de los compartimientos interiores, y volvió su fina cabeza al notar la
aproximación de su amo. El diminuto spaniel Trot, que era el compañero inseparable
de la yegua en la cuadra, estaba cómodamente enroscado sobre su grupa.
—Bien, Meg, bonita mía —dijo Arthur acariciándole el cuello—. Esta mañana
vamos a dar un magnífico paseo.
—Nada de eso, señor. No podrá ser —dijo John.
—¿Por qué?
—Porque está coja.
—¿Está coja? ¿Qué quiere decir?
—Pues que el muchacho la acercó demasiado a los caballos de Dalton y uno de
ellos se le echó encima y la yegua ha quedado con la canilla de la pata anterior
magullada a causa del golpe.
El juicioso historiador se abstiene de narrar con precisión lo que siguió. Ya se
comprende que allí se oyeron palabras gruesas y también algunas voces
acariciadoras, mientras el joven examinaba la pata del animal; que John estaba tan
poco emocionado como si fuese un bastón esculpido, y que Arthur Donnithorne
traspuso las puertas de hierro del patio de la cuadra sin cantar, como había hecho al

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llegar.
Estaba furioso. En la cuadra no había otra montura para él y para su criado, aparte
de Meg y Rattler. Era muy molesto. Y precisamente cuando quería ausentarse durante
una o dos semanas. Le pareció que la providencia era culpable por permitir tal
combinación de circunstancias. Por si fuera poco estar encerrado en el cazadero con
un brazo roto, cuando todos los compañeros de regimiento se divertían en Windsor…,
encerrado con su abuelo, que sentía por él el mismo cariño que tenía por sus
escrituras en pergamino… había que discutir a cada momento todas las decisiones del
gobierno de la casa y de la propiedad. En tales circunstancias un hombre no tiene más
remedio que ponerse de malhumor, y esta irritación ha de exteriorizarla de un modo u
otro.
«Salkeld se habría bebido una botella de Oporto cada día —murmuró—. Pero yo
no estoy bastante maduro para eso. En fin, puesto que no puedo ir a Eagledale, iré a
galopar un poco con Rattler en dirección a Norburne, y almorzaré con Gawaine».
Debajo de esta resolución explícita había otra implícita. Si almorzaba con
Gawaine y se entretenía charlando con él, no volvería al cazadero hasta cerca de las
cinco, de modo que ya no podría ver a Hetty en la habitación del ama de llaves; y
cuando saliera ésta para volver a su casa, él habría cenado y tendría pereza de salir, y
así no correría peligro de ver a la joven. En realidad, no había nada malo en mostrarse
bondadoso con la chica y casi prefería poder contemplar a Hetty por espacio de
media hora que bailar con media docena de muchachas hermosas en cualquier fiesta.
Pero quizás haría mejor en no fijarse más en ella. Eso la haría crearse expectativas,
según había observado Irwine; aunque Arthur, por su parte, creía que las muchachas
no eran tan blandas como para eso, ni se impresionaban con tanta facilidad; en
realidad, siempre había pensado que eran dos veces más frías y astutas que él mismo.
Y en cuanto a perjudicar realmente a Hetty, no había que pensar en ello; Arthur
Donnithorne aceptaba con absoluto rigor la obligación que él mismo se imponía.
Así, el sol de mediodía le vio galopar hacia Norburne y, por suerte, halló en su
camino la oportunidad de hacer saltar un poco a Rattler. No hay nada que equivalga a
hacer saltar un caballo sobre las matas o a través de una zanja para exorcizar a un
demonio. Y es realmente asombroso que los centauros, que gozaban en este sentido
de ventajas inmensas, hayan dejado una reputación tan mala en la historia.
Después de eso, tal vez el lector se sorprenda al saber que, aunque encontró a
Gawaine, apenas las manecillas del reloj del patio dejaron de señalar las tres cuando
Arthur estaba de vuelta, echó pie a tierra, abandonando al jadeante Rattler, y penetró
rápidamente en la casa para almorzar apresuradamente. Pero creo que desde entonces
ha habido hombres que emprendieron una larga carrera para evitar un encuentro y
que luego retrocedieron al galope para no perder la ocasión de tenerlo. Es la
estratagema favorita de nuestras pasiones fingir una retirada y dar, después, media
vuelta sobre nosotros mismos en el momento en que hemos decidido que la victoria
ya es nuestra.

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—El capitán ha hecho correr su caballo al galope —dijo muy satisfecho el
cochero Dalton, que estaba fumando su pipa apoyado en la pared de la cuadra al ver
cómo John traía de la brida a Rattler.
—¡Ojalá hubiese otro encargado para cuidar este caballo! —gruñó John.
—Sí, y que este otro fuese algo más amable —observó Dalton.
Y le pareció tan buena esta broma que cuando se quedó solo en escena continuó
quitándose la pipa de la boca de vez en cuando para hacer un guiño a un imaginario
público y luego entregarse a un acceso de risa silenciosa que le agitaba de pies a
cabeza. Mentalmente se repetía el diálogo desde el principio, a fin de poder
recordarlo en cuanto se hallara en el comedor de los criados.
Cuando Arthur subió a su vestidor después de almorzar, fue inevitable que la
discusión que había tenido consigo mismo pocas horas antes volviese a cruzar su
cerebro. Pero le era imposible repetirse las reflexiones que le decidieron entonces, del
mismo modo que no podía volver a oler el aroma peculiar del aire que le dio en la
cara al abrir la ventana. Volvió a sentir el deseo de ver a Hetty y se asombró ante la
fuerza con que aquel capricho se apoderaba de él, de manera que casi temblaba al
peinarse, aun cuando no comprendía ese impulso de galopar con tanta imprudencia en
su viaje de regreso. Todo esto se debía a que había convertido en algo serio un asunto
que carecía de importancia, creyendo que no podía tener consecuencias
desagradables. Y decidió complacerse viendo aquel día a Hetty para, luego, arrojar el
asunto de su mente. Toda la culpa la tenía Irwine. «Si Irwine no hubiera dicho nada,
no habría pensado más en Hetty que en la cojera de Meg». Sin embargo, era un día
muy apropiado para pasarlo en el Hermitage y se propuso ir antes de cenar, con
objeto de terminar la novela que estaba leyendo, el Zaluco del doctor Moore. El
Hermitage se hallaba en la Arboleda de Abetos, es decir, en el camino que con toda
seguridad tomaría Hetty al salir de Hall Farm. Por consiguiente, nada era más sencillo
ni natural, y el encuentro con Hetty sería una sencilla casualidad de su paseo y no su
objeto.
La sombra de Arthur se proyectaba en los gruesos robles del cazadero con más
rapidez de lo que podría haberse esperado de un hombre fatigado en una tarde
calurosa, y apenas habían dado las cuatro cuando el joven se encontraba ante la alta y
estrecha puerta que conducía al delicioso bosque laberíntico que se hallaba en un
extremo del cazadero y recibía el nombre de Arboleda de Abetos, no porque estos
árboles abundasen, sino precisamente porque eran pocos. Era aquél un bosque de
hayas y tilos, entre los que había algún plateado abedul; es decir, que era uno de
aquellos bosques que suelen frecuentar las ninfas, entre cuyos matas se ven brillar a
veces sus miembros iluminados; en otras ocasiones es posible descubrirlas mientras
observan amparadas en el tronco de un alto tilo: se oyen sus risas suaves, pero si el
espectador muestra demasiada curiosidad sacrílega, se desvanecen por detrás de las
plateadas hayas, hacen creer al importuno que sus voces no eran más que el murmullo
de las aguas del arroyo, y quizás se metamorfosean en una ardilla de color pardo, que

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huye y se burla del curioso mirándolo desde una rama elevada. En esa arboleda la
hierba no estaba recortada ni el suelo cubierto de grava, sino que sus senderos eran de
tierra y estaban bordeados por una ligera faja de musgo delicado. Parecía como si
aquellos senderos hubieran sido formados por los árboles y por los setos que se
hacían reverentemente a un lado para contemplar a la majestuosa reina de las ninfas
de blancos pies.
Arthur Donnithorne pasó por el más ancho de aquellos senderos, que se hallaba
bajo una avenida de tilos y hayas. La tarde era tranquila y la dorada luz del sol
parecía reposar lánguidamente sobre las ramas más altas, atravesando aquí y allá las
hojas para iluminar el camino rojizo y sus bordes de musgo; era una de esas tardes en
que el destino disfraza su rostro horriblemente frío detrás de un velo radiante, nos
rodea con olas suaves y cálidas y nos envenena con su aliento que huele a violetas.
Arthur andaba sin cuidado, con un libro debajo del brazo, pero no miraba al suelo,
como suelen hacer los meditabundos, sino que sus ojos se fijaban en la curva del
camino por la que iba a aparecer una pequeña figura. ¡Ah! Ya había llegado. Primero
apareció una brillante mancha de color, como un pájaro tropical, entre los arbustos, y
luego una figura que se movía, que se cubría la cabeza con un sombrero redondo y
llevaba un cestito bajo el brazo. Después ya se distinguió una joven, muy sonrojada,
casi asustada, pero sonriente, saludando con una reverencia, en su rostro una
expresión temerosa y feliz al advertir que Arthur se acercaba a ella. Si éste hubiese
tenido tiempo de pensar, le habría parecido extraño que él también estuviese tan
agitado y se sonrojara; en una palabra, que pareciese sorprendido como si no fuese
ella la persona que esperaba. ¡Pobres muchachos! Era una lástima que no estuviesen
aún en la dorada edad de la infancia, pues entonces habrían permanecido frente a
frente, mirándose con tímida simpatía, y luego se habrían dado un beso y habrían
echado a correr para jugar juntos. Arthur habría vuelto a su lecho de cortinas de seda
y Hetty a apoyar la cabeza en la almohada de hilo de casa y ambos hubiesen dormido
sin soñar, y al día siguiente apenas se habrían acordado del anterior.
Arthur dio media vuelta y empezó a andar al lado de Hetty, sin dar ninguna razón.
Estaban completamente solos por primera vez. ¡Qué solemne resulta la primera vez
que uno camina a solas con una mujer! El joven no se atrevió, durante uno o dos
minutos, a mirar a la hermosa mantequera. En cuanto a ésta, le parecía que sus pies
reposaban en una nube y que la impulsaba suavemente el céfiro. Había olvidado sus
lazos de color de rosa; apenas sentía sus propios miembros, como si su alma infantil
se hubiese transferido a un lirio acuático que reposara en un lecho líquido y calentado
por los estivales rayos del sol. Podrá parecer una contradicción, pero, gracias a esta
timidez, Arthur recobró una buena parte de su valor y de su confianza. De todos
modos, era el suyo un estado mental muy distinto del que había esperado en aquel
primer encuentro; y aunque estaba lleno de un sentimiento vago, en aquellos
momentos de silencio pudo decirse que sus anteriores discusiones y escrúpulos
resultaban innecesarios por completo.

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—Hace bien al escoger este camino para venir al cazadero —dijo, por fin
mirando a Hetty—. Es mucho más bonito y corto que yendo por cualquiera de las dos
casas.
—Sí, señor —contestó Hetty con voz trémula y apenas audible.
Ignoraba cómo debía hablar con un caballero como el señor Arthur, y su misma
vanidad acabó por hacer más tímida su conversación.
—¿Viene todas las semanas a ver a la señora Pomfret?
—Sí, señor. Todos los jueves, a excepción de los días en que sale con la señorita
Donnithorne.
—¿Y le enseña algo?
—Sí, señor. Me enseña a arreglar encajes, según ella aprendió en el extranjero, y
también a zurcir medias de manera que apenas se vea el sitio donde se ha hecho el
arreglo. También me enseña a cortar.
—¿Acaso se propone ser doncella?
—Me gustaría mucho.
Hetty hablaba ya de un modo más perceptible, pero todavía con voz trémula; y se
dijo que quizás pareciese tan tonta ante él capitán Donnithorne como Luke Britton le
parecía a ella.
—Sin duda, la señora Pomfret la espera a esta hora.
—Me espera a las cuatro, pero hoy me he retrasado porque mi tía me necesitaba.
Sin embargo, la hora acostumbrada es las cuatro, porque así tenemos tiempo antes de
que la señorita Donnithorne haga sonar la campanilla.
—Pues, en tal caso, no quiero entretenerla, aunque me habría gustado mostrarle el
Hermitage. ¿Lo ha visto alguna vez?
—No, señor.
—Este es el camino que conduce allá. Pero ahora no debemos ir. Si quiere verlo,
ya se lo enseñaré otro día.
—Se lo agradeceré mucho, señor.
—¿Y vuelve siempre sola por la noche, sin miedo de recorrer el camino?
—No tengo miedo. Además, nunca lo hago muy tarde. Suelo salir hacia las ocho,
cuando todavía hay algo de luz. Mi tía se enfadaría mucho si no volviese a casa antes
de las nueve.
—Tal vez Craig, el jardinero, cuida de usted.
El rostro y el cuello de Hetty se sonrojaron intensamente.
—Estoy segura de que no. Estoy convencida de que no lo ha hecho nunca.
Además, yo no le dejaría. Ese hombre no me gusta —dijo apresuradamente.
Y las lágrimas asomaron a sus ojos con tal rapidez, que enseguida tenía una
rodando por su cálida mejilla. Entonces se avergonzó de llorar y por un instante
desapareció toda su felicidad. Sin embargo, luego sintió que un brazo le rodeaba el
cuerpo y que una voz cariñosa le decía:
—¿Por qué llora, Hetty? No quise molestarla. Por nada del mundo quisiera

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apenarla, preciosa. Vamos, no llore. Míreme, pues de lo contrario, creeré que no me
perdona.
Arthur puso su mano sobre el brazo suave de la joven y se inclinó hacia ella,
dirigiéndole una mirada de amorosa súplica.
Hetty levantó sus largas y húmedas pestañas y fijó en los ojos vueltos hacia ella
una mirada dulce, tímida y suplicante. ¡Qué maravillosos fueron aquellos momentos
en que se miraron sus ojos y sus brazos se tocaron! El amor es una cosa tonta y
sencilla cuando sólo tenemos veintiún años y una dulce muchacha de diecisiete
tiembla bajo nuestra mirada, como si ella fuese un capullo que abre su corazón con
maravillado entusiasmo a la luz de la mañana. Aquellas dos almas jóvenes y sinceras
iban una al encuentro de otra como dos melocotones aterciopelados que, resbalando
por el suelo, se ponen en contacto y luego se quedan inmóviles; y sus almas se
unieron con la misma facilidad con que dos arroyuelos se confunden, sin pedir ni
desear más que mezclar sus aguas y describir suaves curvas por los escondrijos que
les ofrecen la hierba y las hojas. Mientras Arthur miraba a los suplicantes ojos de
Hetty, no le importaba el inglés que ella hablase, y aunque entonces hubiesen estado
de moda los miriñaques y el cabello empolvado, no se habría fijado siquiera en que
Hetty no llevaba tales muestras de elegancia.
De pronto se sobresaltaron al caer algo al suelo haciendo bastante ruido. Era el
cesto de Hetty y por el sendero quedaron diseminados todos los avíos de coser y
algunos de ellos demostraron tener notables condiciones para rodar un gran trecho.
Los dos jóvenes pasaron un buen rato recogiendo todas aquellas cosas y, mientras
tanto, no pronunciaron una palabra; pero cuando Arthur volvió a colgar el cestita en
el brazo de la muchacha, la pobrecilla advirtió una extraña diferencia en el aspecto y
en los modales de su compañero, quien se limitó a estrecharle la mano y a decirle en
un tono que a ella le pareció glacial:
—La he entretenido y no conviene que se detenga más. Sin duda la aguardan en
la casa. ¡Adiós!
Sin esperar su respuesta se volvió y se alejó en dirección al sendero que conducía
al Hermitage, dejando que Hetty continuara su camino sumida en un extraño sueño
que, al parecer, empezaba de un modo delicioso y luego se veía contrariado y sumido
en la tristeza. ¿La encontraría él otra vez cuando regresara a casa? ¿Por qué le había
hablado como si estuviera disgustado con ella? ¿Y por qué se había alejado tan
repentinamente? La joven se echó a llorar casi sin saber por qué.
Arthur, por su parte, estaba también inquieto, aunque se daba más cuenta de sus
sentimientos. Echó a correr hacia el Hermitage en el corazón del bosque; abrió
apresuradamente la puerta, entró y la volvió a cerrar con violencia; ya dentro,
metiéndose la mano derecha en el bolsillo, recorrió cuatro o cinco veces la pequeña
estancia y luego se sentó en la otomana, de un modo incómodo, como solemos hacer
cuando no queremos abandonarnos a nuestros sentimientos.
Era evidente que estaba enamorado de Hetty. Se hallaba a punto de prescindir de

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todo para rendirse a aquella sensación deliciosa que acababa de descubrir. Era inútil
ocultarse la verdad, y no había duda de que si él continuaba fijándose en la joven,
pronto nacería el amor entre ellos. ¿Y cuál sería el resultado? Pocas semanas después
él se vería obligado a marcharse y la pobrecilla sería muy desgraciada. Debía evitar
volverla a ver a solas y esforzarse en alejarse de su camino. ¡Qué tonto había sido al
regresar tan pronto de casa de su amigo Gawaine!
Se puso en pie y abrió las ventanas para dejar entrar la suave brisa de la tarde y el
saludable aroma de los abetos que rodeaban el Hermitage. El aire suave no
contribuyó a dar fuerza a su resolución, mientras, apoyado en la ventana, miraba a lo
lejos entre los árboles. Pero creyó que su resolución era bastante firme y que no había
necesidad de seguir pensando en ello. Estaba ya decidido a evitar sucesivos
encuentros con Hetty y, en vista de eso, podía ya entregarse a pensar en lo muy
agradable que sería aquello si las circunstancias fuesen distintas. ¡Cuánto le gustaría
haber acudido a su encuentro aquella misma tarde, cuando ella se dispusiera a
regresar, y rodearle la cintura con su brazo para contemplar su dulce rostro! Se
preguntó si la hermosa chiquilla estaría pensando a su vez en él. Podía apostarse
veinte contra uno a que, en efecto, era así. ¡Qué hermosos tenía los ojos con las
pestañas húmedas de lágrimas! Luego se dijo que le gustaría mucho satisfacer su
alma, sólo una vez más, contemplando de nuevo aquellos ojos, y así, resolvió verla
otra vez. Quería verla sencillamente para alejar cualquier falsa impresión de la mente
de la joven acerca de su conducta en el momento de separarse. Y se esforzaría en
obrar con ella de un modo apacible y bondadoso, para que la joven no volviese a su
casa con la cabeza llena de ilusiones engañosas. Sí, eso sería lo mejor que podía
hacer.
Trascurrió más de una hora antes de que las meditaciones de Arthur le inclinasen
a tomar esta resolución, pero, una vez la hubo adoptado, ya no se sintió con fuerzas
para seguir en el Hermitage. Era preciso ocupar el tiempo que faltaba hasta
encontrarse de nuevo con Hetty, y entonces advirtió que ya era bastante tarde para ir a
vestirse antes de cenar, pues su abuelo tenía la costumbre de sentarse a la mesa a las
seis en punto.

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XIII

EL CREPÚSCULO EN EL BOSQUE

O currió que la señora Pomfret había tenido aquella mañana una ligera disputa
con la señora Best, el ama de llaves, hecho del que resultaron dos
consecuencias muy convenientes para Hetty. Causó que la señora Pomfret tomara el
té en su habitación y además inspiró a aquella doncella ejemplar el recuerdo de otros
muchos detalles de la conducta de la señora Best y de las conversaciones en que la
señora Best aparecía en inferioridad como interlocutora de la señora Pomfret; gracias
a eso, Hetty no tuvo necesidad de mayor presencia de ánimo que la necesaria para
manejar la aguja y contestar «sí» o «no» de vez en cuando. Habría querido marcharse
antes de lo acostumbrado, pero no lo hizo porque le había dicho al capitán
Donnithorne que solía salir hacia las ocho y, por consiguiente, ¿qué ocurriría si él iba
otra vez a la arboleda para verla y ella se había marchado ya? ¿Se le presentaría otra
vez? Su almita de mariposa revoloteaba de un modo incesante entre los recuerdos y
las dudosas esperanzas. Por fin la saeta del reloj de bronce antiguo señaló las ocho
menos cuarto, y entonces la oven ya tuvo motivo para pensar en marcharse; incluso la
mente preocupada de la señora Pomfret no dejó de advertir que Hetty parecía estar
más hermosa que nunca en el momento en que se ataba el sombrero ante el espejo.
«Esa niña cada día está más guapa —se dijo—. Es una lástima. No por eso
conseguirá antes un buen empleo o un marido. Los hombres formales no se casan con
esas muchachas tan hermosas. Cuando yo era jovencita era más admirada que si
hubiese sido muy guapa. Sin embargo, ella debe de estarme agradecida por lo que le
enseño, a fin de que pueda ganarse, más adelante, el pan, pues eso le servirá mucho
más que el trabajo a que se dedique en la granja. Siempre me dijeron que soy
bondadosa y, por desgracia, es verdad, porque de lo contrario no me vería como me
veo sujeta a las órdenes del ama de llaves».
Hetty atravesó rápidamente el parque, temerosa de encontrar al señor Craig, a
quien quizás no habría podido dirigir una palabra amable. ¡Qué aliviada se sintió al
verse a salvo bajo los robles y entre los helechos del cazadero! Pero a pesar de todo,
se asustó tanto como el gamo que saltó al notar la aproximación de la joven. Hetty
apenas se fijó en la luz de la tarde que alumbraba suavemente las herbosas avenidas
entre los helechos y acentuaba más la belleza del verde que cuando resplandecía el
sol del mediodía. La joven no se fijó en nada. Sólo veía algo posible: que el señor
Arthur Donnithorne se acercase a ella otra vez desde la Arboleda de los Abetos. Este
era el primer plano del cuadro que Hetty pintaba en su imaginación; en segundo
término no había más que algo iluminado y confuso, unos días muy distintos de los
que hasta entonces se habían sucedido en su vida. Se sentía como si la solicitara un
dios fluvial que en cualquier momento podía arrebatarla y llevarla a los maravillosos

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palacios que poseía bajo un cielo acuático. No se podía saber lo que ocurriría después
de aquella seductora delicia. Si le hubiesen mandado una caja llena de satén, de
encajes y joyas de procedencia desconocida, ¿cómo podría pensar otra cosa sino que
iba a cambiar su suerte y que el día siguiente le traería algunas alegrías? Hetty no
había leído nunca una novela: si había tropezado con alguna, creo que las palabras le
resultarían ininteligibles. ¿Cómo podía encontrar, pues, una imagen que concordase
con sus esperanzas? Así que éstas eran informes, igual que los lánguidos y dulces
aromas del jardín que había en el cazadero y que flotaban a su alrededor mientras
atravesaba el portillo.
En este momento se halla junto a otro portillo que conduce a la Arboleda de los
Abetos. Penetra en el bosque, donde la luz empieza a disminuir, y a cada paso que da
se acentúan sus temores. ¿Y si no viene? ¡Oh, que espantoso le parecía llegar al otro
extremo del bosque, al camino que corría más allá de los árboles, sin haberle visto!
Llega al primer recodo del sendero que conduce al Hermitage andando despacio, y él
no está allí. Entonces odia al lebrato que atraviesa corriendo el sendero y siente
animadversión por todo cuanto ve y no es lo que espera. Sigue andando, contenta al
ver el próximo recodo del sendero, pues se dice que tal vez estará allí. Pero no. Se ha
engañado. Empieza a llorar con el corazón tan triste que las lágrimas le enturbian la
vista; y da un gran sollozo mientras tiemblan las comisuras de su boca y las lágrimas
ruedan por sus mejillas.
No sabe que el camino describe otra curva antes de llegar al Hermitage, y también
que ya se halla muy cerca de aquel lugar y que Donnithorne está a muy pocos metros
de distancia. Este, por su parte, se siente dominado por un solo pensamiento: verla.
Va a ver a Hetty, y el anhelo de que se presente de nuevo esa ocasión es, para él,
como la sed ardiente que experimenta el que sufre un ataque de fiebre. Desde luego
no se propone hablar con el acento acariciador que, con la mayor imprudencia, ha
empleado antes, sino dejar las cosas en su punto con ella, empleando una bondad que
tenga el aspecto de cortesía amistosa y evite que la joven se separe de él con ideas
equivocadas acerca de sus relaciones mutuas.
Si Hetty hubiese sabido que él estaba allí, tal vez no habría llorado; pero hubiera
sido mejor, porque entonces Arthur quizás se habría portado como se proponía; pero
el caso es que la joven llegó al extremo del sendero y levantó los ojos hacia él
mientras dos grandes lágrimas rodaban por sus mejillas. ¿Qué podía hacer, pues, el
joven, sino hablarle con tono suave y acariciador, como si fuese una perrita spaniel de
brillantes ojos que se hubiese clavado una espina en la pata?
—¿La he asustado, Hetty? ¿Ha visto alguna cosa desagradable en el bosque? No
se asuste. Ahora yo cuidaré de usted.
Hetty se sonrojó tanto que no pudo decirse si era feliz o desgraciada. Y se
reconvino por estar llorando, persuadida de que un caballero no pensaría nada bueno
de una muchacha que llorase de aquel modo. Se sintió incapaz incluso de contestar
«no» y se limitó a apartar su mirada del joven, mientras se limpiaba con la mano las

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lágrimas de sus mejillas; una gran lágrima cayó sobre su lazo rosa.
—Vamos, alégrese otra vez. Sonría y dígame lo que ha ocurrido. Venga a
decírmelo.
Hetty volvió la cabeza hacia él y murmuró:
—Me figuré que no vendría. —Y, lentamente, se reanimó lo bastante para
levantar otra vez los ojos hacia él.
Aquella mirada fue demasiado: Arthur habría debido tener los ojos de piedra de
las esculturas egipcias para no corresponder con una mirada tan amorosa como la de
ella.
—Parece una avecilla asustada, una rosa maltratada por el viento. Es usted una
tontuela. Y espero que ahora, puesto que estoy con usted, no volverá a llorar.
En realidad, el joven no sabía siquiera lo que estaba diciendo, aunque comprendió
que aquello no era lo que se había propuesto. Su brazo volvió a rodear la cintura de la
joven, a la que estrechó contra sí. Inclinó el rostro, cada vez más cerca de las
redondas mejillas, y sus labios fueron al encuentro de aquellos otros sonrosados y
apetitosos. El tiempo pareció detenerse para ambos. Arthur no sabía si era un pastor
de la Arcadia o el primer joven que besaba a la primera muchacha, o el mismo Eros
en persona libando en los labios de Psique… Todo le daba igual.
Durante unos minutos reinó el silencio entre ellos. Empezaron a andar, con los
corazones palpitantes, hasta llegar ante el portillo que había en el extremo del bosque.
Entonces se miraron con una expresión distinta a la de antes, pues en sus ojos había el
recuerdo de un beso.
Pero con la fuente de dulzura había empezado a mezclarse algo amargo. Arthur se
sentía inquieto. Separó el brazo de la cintura de Hetty y dijo:
—Casi estamos en el extremo de la Arboleda. Ignoro qué hora será —añadió,
sacando el reloj—. Las ocho y veinte… De todos modos, mi reloj adelanta. Es mejor
que nos separemos ahora. Sigue andando con tus piececitos para llegar pronto a casa.
Adiós.
Ella le cogió la mano y le miró con tristeza y con una sonrisa forzada. Parecía
rogarle que no se marchase aún, pero él le acarició la mejilla y repitió su adiós, de
manera que la joven se vio obligada a alejarse.
En cuanto a Arthur, volvió a atravesar el bosque como si quisiera aumentar la
distancia que lo separaba de Hetty. No quería volver al Hermitage; recordó los
buenos propósitos que había hecho antes de cenar y que al final resultaron vanos…,
mejor habría sido que no los hubiese hecho. Se dirigió en línea recta al cazadero
satisfecho de salir de la Arboleda, en la que seguramente reinaba un genio maligno:
sus hayas y tilos tenían un aspecto enervante. Los fuertes y nudosos robles viejos que
había en el cazadero, en cambio, desprovistos de toda languidez, le infundirían cierta
energía. Arthur se perdió entre los helechos y no se entretuvo en buscar el camino
hasta que las sombras del crepúsculo aumentaron, reinó la noche entre los arbustos y
las liebres que atravesaban los senderos le parecieron totalmente negras.

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Sus sentimientos eran mucho más intensos que por la mañana. Era como si su
caballo hubiera rodado por el suelo al dar un salto y luego se resistiera al dominio del
jinete. Estaba irritado y descontento de sí mismo. Flirtear con Hetty era algo muy
distinto que entregarse al mismo pasatiempo con una hermosa muchacha de su propia
esfera. En este último caso estaba sobreentendida la diversión de ambos actores, y
aunque el asunto llegase a ser serio, nada se oponía al matrimonio. En cambio, si
alguien viese a Hetty paseando con él, todo el mundo empezaría a murmurar; y la
excelente familia Poyser, que en tanto estimaba su buen nombre, como si por sus
venas corriese la mejor sangre de la región, le odiaría por haber dado aquel escándalo
en la propiedad que un día había de ser suya, y entre los arrendatarios que, ante todo,
debían respetarle. Y le pareció odioso perder el aprecio de aquella buena gente, para
no hablar de que no podía imaginarse a sí mismo en una situación tan indigna.
Y aun cuando nadie se enterase, podía ocurrir que él y la joven llegasen a
enamorarse de verdad y de la separación inevitable resultase la desgracia para ambos.
Ningún caballero, a no ser en las baladas, podía casarse con la sobrina de un granjero.
Era preciso terminar cuanto antes aquel asunto; era demasiado disparatado.
Y, sin embargo, aquella misma mañana, antes de ir a visitar a su amigo Gawaine,
había tomado una resolución seria; pero cuando se vio en su casa, se había visto
dominado por un impulso raro, que le obligó a regresar al galope. Le pareció que no
podía fiarse de sus propias resoluciones, como había hecho al principio. Incluso llegó
a desear que el brazo volviera a dolerle para no pensar en otra cosa que en verse libre
del dolor. Ignoraba por completo qué impulso se apoderaría de él al día siguiente, en
aquel maldito lugar, donde nada ocupaba su atención durante todo el día. ¿Qué podía
hacer para evitar otras tonterías?
Sólo tenía un recurso: iría a contárselo a Irwine; a contárselo todo. Sólo por el
hecho de contar aquella historia llegaría a parecerle trivial. La tentación
desaparecería, igual que desaparece el encanto de las palabras cariñosas cuando se
repiten a oídos indiferentes. De todos modos, contárselo a Irwine le ayudaría. Y así,
resolvió dirigirse a la rectoría de Broxton a la mañana siguiente después de
desayunar.
En cuanto hubo tomado esta resolución, empezó a buscar el camino para regresar
a casa, y finalmente cogió el que le pareció más directo. Estaba seguro de que podría
dormir, pues se hallaba bastante cansado y no había necesidad de pensar en nada más.

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XIV

EL REGRESO

M ientras se despedían los dos jóvenes en el bosque, hubo otra despedida en la


casita; Lisbeth se asomó a la puerta en compañía de Adam, forzando sus
cansados ojos para divisar a Seth y a Dinah mientras ascendían por la pendiente
opuesta.
—Siento mucho verla por última vez —dijo la anciana a su hijo cuando ambos
volvían a entrar en la casa—. Con gusto hubiese tenido a esta joven a mi lado hasta la
muerte, cuando vaya a reunirme con mi pobre marido. Así, el fin de mi vida habría
sido más fácil… La pobrecilla habla de forma muy cariñosa y se mueve por la casa
sin hacer ruido. Y hasta creo que el dibujo que hay en tu Biblia nueva, que representa
un ángel sentado en una enorme piedra junto a una tumba, se parece a Dinah. ¡Ojalá
tuviese una hija como ella! Pero los hombres son tan tontos que no aprovechan estas
ocasiones.
—Bueno, madre. Espero que esa joven llegará a ser tu hija, porque Seth la quiere
y creo que, con el tiempo, ella le corresponderá.
—¿Por qué te haces ilusiones? Ella no quiere a Seth. Ahora mismo se dispone a ir
a vivir a treinta kilómetros de distancia. Y eso no contribuirá a que se aficione a la
compañía de mi hijo… Parece mentira que con tantos números que conoces no sepas
calcular estas cosas.
—Los números, madre, nos cuentan muchas cosas, y muy mal nos iría sin ellos;
pero no pueden darnos a entender los sentimientos de las personas. Los cálculos son
un trabajo muy bonito, pero dejando eso aparte, Seth es un muchacho excelente, lleno
de sentido común y, además, es guapo. Y por si fuera poco, tiene las mismas ideas
que Dinah, así que merece conquistarla, aunque no puede negarse que esa muchacha
lo merece todo. No es frecuente encontrar mujeres semejantes.
—Tú siempre defendiendo a tu hermano. Desde que erais pequeños no has hecho
otra cosa, y en cualquier momento estás dispuesto a darle la mitad de cuanto poseas.
¿Por qué debería casarse Seth, si no tiene más de veintitrés años? Creo que lo mejor
sería que aprendiese algunas cosas más y ahorrase algo. Y en cuanto a merecer a esa
chica, piensa que ella tiene dos años más que él, o sea casi tu misma edad. Aunque
los jóvenes no os fijáis en estas cosas, sino que os enamoráis de la primera mujer que
se presenta.
Para la mente femenina, todas las cosas que podrían ser adquieren un encanto
especial al compararlas con las que son y, puesto que Adam no pensaba casarse con
Dinah, Lisbeth sentía cierta irritación por el particular, irritación que también habría
experimentado si Dinah fuera el objeto del amor de Adam y, por consiguiente, Mary
Burge, así como la probable asociación de Adam con su patrono, quedaran fuera de

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juego, asociación que tampoco se daría en caso de que el joven se casara con Hetty.
Eran más de las ocho y media cuando Adam y su madre hablaban de este modo;
diez minutos más tarde, al llegar Hetty al recodo del camino que conducía a la puerta
de la granja, vio a Dinah y a Seth que se acercaban a ella desde la dirección opuesta y
esperó para que la alcanzasen. Dinah y a Seth también caminaban despacio, pues la
joven se esforzaba en dirigir a Seth palabras de consuelo y de aliento en el momento
de la despedida. Pero al ver a Hetty se detuvieron y se estrecharon las manos. Seth
regresó a su casa y Dinah continuó sola.
—Seth Bede habría querido hablar contigo, querida mía —dijo la joven al llegar
junto a Hetty—. Pero esta noche el pobre está muy preocupado.
Hetty respondió con una luminosa sonrisa, como si no acabara de comprender lo
que le decían; y creaban un extraño contraste aquella joven resplandeciente y
consciente de su belleza junto al rostro compasivo y tranquilo de Dinah, con su
mirada franca que no revelaba poseer secretos propios, sino un corazón lleno de
compasión y bondad para todo el mundo. A Hetty le gustaba Dinah como ninguna
otra mujer, pues era imposible abrigar otros sentimientos acerca de una joven que
siempre pronunciaba una palabra bondadosa cuando la regañaba su tía y que en
cualquier momento estaba dispuesta a quitarle a Totty de los brazos, a la pequeña e
inaguantable Totty, que había conquistado el corazón de todos y en la que Hetty no
veía nada de particular. Durante su estancia en Hall Farm, Dinah jamás dirigió a
Hetty una palabra de desaprobación o de censura; siempre le hablaba en tono serio,
pero a Hetty no le importaba, pues jamás prestaba atención. Fuera lo que fuese lo que
le dijera Dinah, le acariciaba luego la mejilla y siempre estaba dispuesta a hacer algún
remiendo por ella. Dinah era un verdadero enigma para Hetty; la veía del mismo
modo que uno imaginaría que un pajarito capaz sólo de revolotear de una rama a otra
miraría a una golondrina o a la alondra que sube en línea recta hacia el cielo; pero no
se preocupaba por resolver tales enigmas, así como no le importaba nada conocer el
significado de los grabados del Pilgrim’s Progress o de la vieja Biblia con que Marty
y Tommy la asediaban los domingos.
Dinah le tomó entonces la mano y la puso alrededor de su propio brazo.
—Esta noche pareces ser muy feliz, querida niña —dijo—. Te recordaré mucho
cuando esté en Snowfield y pensaré en tu rostro como está ahora. Es raro pero
algunas veces, cuando estoy completamente sola, sentada en mi habitación con los
ojos cerrados o paseando por las montañas, me parece volver a ver a las personas a
quienes he conocido, aunque sólo haya sido por unos días, y de nuevo oigo sus voces
y las veo mirar y moverse de tal forma que hasta tengo la ilusión de que podría
tocarlas. Y entonces mi corazón se siente atraído por ellas y me parece que su suerte
es la mía y me consuela ofrecerla al Señor y descansar en su amor tanto en beneficio
de ellas como en el mío propio. Así que estoy segura de que tu imagen también se me
presentará.
Dinah hizo una corta pausa en la que Hetty no pronunció una sola palabra.

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—Ayer noche y hoy he pasado unas horas muy agradables —continuó diciendo
Dinah— observando a dos hijos tan buenos como Adam y Seth Bede. Se muestran
muy tiernos y solícitos por su anciana madre. Esta me ha contado todo lo que Adam
ha llegado a hacer por su familia durante los últimos años para ayudar a su padre y a
su hermano. Es maravilloso el espíritu de sabiduría y de conocimiento que posee, y
cómo siempre está dispuesto a emplearlo en beneficio de los débiles; además estoy
segura de que también tiene un espíritu amante. Muchas veces, entre mi propia gente
de Snowfield, he podido observar que los hombres fuertes y hábiles suelen ser los
más cariñosos con las mujeres y con los niños. Y es muy agradable verles llevar en
brazos a los pequeños como si no pesaran más que pajaritos. Y los niños suelen
preferir los brazos de los hombres vigorosos. Estoy segura de que Adam Bede será
así. ¿No crees, Hetty?
—Sí —contestó ésta, pero su mente había estado en el bosque mientras Dinah
hablaba y le habría sido difícil explicar a qué había contestado afirmativamente.
Dinah observó que la joven no parecía inclinada a hablar, pero ya no quedaba
tiempo para decir muchas cosas, pues habían llegado a la entrada del patio.
Aun no había anochecido por completo, al oeste el cielo estaba rojizo y sólo en
dirección opuesta se veían algunas estrellas que parecían esforzarse en acentuar su
brillo. El patio de la granja se hallaba aún levemente iluminado y, salvo las coces que
los caballos daban en la cuadra, no se oía ningún ruido. Habrían pasado veinte
minutos desde la puesta del sol. Las gallinas se encaramaron en sus perchas y el bull-
dog se tendió sobre la paja que había en el exterior de la perrera, con el terrier negro
y pardo a su lado. Al abrirse el portón, empezaron a ladrar como buenos vigilantes,
aun antes de averiguar la razón de aquel ruido.
Sus ladridos produjeron efecto en la casa, pues cuando Dinah y Hetty se
acercaban, la puerta principal quedó ocupada por una majestuosa figura de rostro
rojizo y ojos negros, de expresión perspicaz y, en caso necesario, desdeñosa en los
días de mercado, pero que a la sazón tenía el aspecto placentero de quien ha
terminado de cenar. Es muy sabido el caso de que los profesores que han demostrado
ser capaces de dirigir acerbas críticas contra algunos de sus colegas son, a veces,
hombres indulgentes en su vida privada; y he oído contar de un hombre muy
instruido que con paciencia mecía con la mano izquierda a dos niños gemelos en su
cuna, mientras que con la derecha subrayaba los sarcasmos que dirigía a un opositor
que demostró una absoluta ignorancia del idioma hebreo. Hay que perdonar las
debilidades y los errores que nos son propios; pero el hombre que adopta una actitud
equivocada sobre el importante asunto de un examen de hebreo, debe ser tratado
como enemigo de su raza. En Martin Poyser se observaban las mismas
contradicciones; sus cualidades eran tan excelentes que se mostró más bondadoso y
respetuoso que nunca con su anciano padre en cuanto éste le hubo hecho donación de
todas sus propiedades, y nadie juzgaba a sus vecinos en sus asuntos personales con
sentimientos más caritativos que él; pero con respecto a Luke Britton, cuyas tierras

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no estaban bien cuidadas, que no conocía siquiera los rudimentos del arte de poner un
seto o de excavar una zanja, y que apenas daba muestras de buen juicio al comprar el
ganado en invierno, Martin Poyser era tan duro e implacable como el viento del
nordeste. Luke Britton no podía hacer una observación, ni siquiera acerca del tiempo,
sin que Martin Poyser descubriese en ella la misma ignorancia general que se
observaba en sus labores agrícolas. Le molestaba ver a aquel individuo en el acto de
llevarse a la boca el jarro de peltre en el bar del Royal George los días de mercado, y
su sola visión al otro lado del camino hada asomar a sus ojos negros una expresión
crítica, distinta por completo de la mirada paternal que dirigía a sus dos sobrinas
mientras éstas se acercaban a la puerta. El señor Poyser había fumado ya su pipa de la
tarde y, a la sazón, llevaba las manos en los bolsillos, como única distracción de un
hombre que continúa en pie después de terminadas las tareas del día.
—¡Caramba, hijas, qué tarde llegáis esta noche! —dijo cuando las jóvenes
estuvieron en la puertecilla de la empalizada—. ¿Cómo estaba la vieja Bede, Dinah?
¿Ha sentido mucho la muerte de su marido? La pobre lo ha pasado muy mal estos
últimos cinco años.
—Ha sentido mucho su muerte —contestó Dinah—, pero hoy parecía algo
consolada. Su hijo Adam ha permanecido todo el día en casa, ocupado en construir el
ataúd de su padre, pues ella quiso que se hiciera allí. Hemos pasado casi todo el día
hablando. Es una mujer bondadosa, aunque de carácter inquieto y temeroso, sin duda
a causa de las desgracias sufridas. ¡Ojalá pudiese pasar más tranquila sus últimos
años!
—Adam la ayudará —dijo el señor Poyser—. No hay peligro de que se porte mal
con su madre, y apostaría la cabeza a que será un buen hijo. ¿Ha dicho si vendrá a
vernos pronto? Pero entrad, entrad —añadió, dejándoles paso—. No os quedéis en la
puerta.
Las altas construcciones que rodeaban el patio limitaban considerablemente el
espacio del cielo visible por la gran ventana que había en la estancias en que entraron.
La señora Poyser, que estaba allí sentada en una mecedora, se esforzaba en
dormir a Totty. Pero la niña no parecía dispuesta a hacerlo y cuando entraron sus
primas se incorporó, con sus enrojecidas mejillas más redondas que nunca por estar
rodeadas por el gorrito de dormir.
En el gran sillón de mimbre a la izquierda de la chimenea estaba sentado el viejo
Martin Poyser, imagen arrugada y descolorida de su majestuoso y bien plantado hijo;
la cabeza inclinada un poco hacia adelante y los codos echados hacia atrás, de modo
que todo el antebrazo descansaba en el brazo del sillón. Sobre las rodillas tenía un
pañuelo azul extendido, como siempre que estaba dentro de la casa, pues fuera se lo
ponía en la cabeza; y observaba lo que ocurría con el interés distante que sienten los
viejos saludables que ya se consideran desligados de sus sucesores y que se dedican a
buscar alfileres por el suelo y observan con tenacidad la danza de las llamas en la
chimenea y el recorrido de los rayos del sol sobre la pared, o cuentan las losas del

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suelo y observan las manecillas del reloj y se complacen en descubrir un ritmo en su
tictac.
—¿Qué horas son ésas de llegar a casa, Hetty? —preguntó la señora Poyser—.
Hazme el favor de mirar el reloj. Son casi las nueve y media. Como ya es muy tarde,
he mandado a las muchachas a la cama, porque se levantan a las cuatro y media y han
de llenar de agua las botellas de los segadores y luego ocuparse de amasar. Y aquí
tengo a esta dichosa niña con fiebre y tan despierta como si fuese de día. Sólo vuestro
tío ha podido ayudarme a darle la medicina, y ha resultado difícil hacérsela tomar
pues se ha derramado más de la mitad en la camisita. Ya veremos si le hace daño
haber tragado una cantidad mayor. Pero a nadie le importa ayudar a los demás, y todo
el mundo disfruta paseando, aunque tenga algo que hacer.
—Por mi parte, he salido antes de las ocho, tía —contestó Hetty enfadada y
moviendo despectivamente la cabeza—. Pero este reloj va muy adelantado y marca
una hora distinta que el del cazadero; así que no hay modo de saber a qué hora he
llegado.
—Así que querrías poner el reloj en hora con el de los señores, ¿no? Y luego te
gustaría permanecer despierta por la noche, gastando bujías, y despertarte cuando el
sol te echara de la cama. Creo que no es ésta la primera vez que el reloj se adelanta.
La verdad es que Hetty había olvidado la diferencia entre los relojes cuando dijo
al capitán Donnithorne que saldría a las ocho, y eso, unido a la lentitud con que hizo
el camino, contribuyó a que llegase media hora más tarde que de costumbre. Pero
entonces la atención de su tía se vio solicitada por Totty, quien al observar que la
llegada de sus primas no le proporcionaba ninguna satisfacción particular, empezó a
llamar a su madre de un modo explosivo.
—Bueno, hijita mía. Mamá está contigo y no te dejará. Totty será buena y se
dormirá ahora —dijo la señora Poyser reclinándose en el respaldo y meciéndose en el
sillón, al mismo tiempo que forzaba a Totty a que apoyara la cabeza en su propio
cuerpo. Pero la niña gritó aún más, exclamando:
—No quiero mecerme.
En vista de ello, la madre, con la maravillosa paciencia que el amor da al carácter
más vivo del mundo, volvió a enderezarse, apoyó la mejilla sobre el gorrito de la
niña, la besó y no volvió a reñir a Hetty.
—Ven, Hetty —dijo Martin Poyser con amabilidad—. Encontrarás la cena en la
despensa, pues ya han quitado la mesa. Luego cogerás un rato la niña mientras tu tía
se desnuda, porque ya sabes que no quiere acostarse sin su madre. Y tú también,
Dinah, podrás comer un poco, porque no creo que hayas cenado allí.
—No, muchas gracias, tío —contestó Dinah—. He comido antes de salir; la
señora Bede me ha preparado la cena.
—Pues yo no quiero cenar —dijo Hetty quitándose el sombrero—. Y si mi tía me
necesita, puedo encargarme ya de la niña.
—No digas tonterías —replicó el señor Poyser—. ¿Crees que podrás vivir sin

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comer y alimentarte con las cintas rojas que llevas en la cabeza? Vete a cenar
enseguida. Encontrarás un poco de pudín frío, como a ti te gusta.
Hetty obedeció en silencio, encaminándose a la despensa, y el señor Poyser
continuó hablando con Dinah.
—Siéntate, querida, y ponte cómoda. Estoy seguro de que la vieja se alegró de
verte y de que te quedaras con ella.
—Parecía desear que me quedase para siempre. Sus hijos me dijeron que, por
regla general, no acoge bien a las muchachas, y hasta creo que en el primer momento
se enfadó al verme.
—Mal asunto cuando los viejos no reciben bien a los jóvenes —dijo el anciano
Martin inclinando aún más la cabeza y dispuesto al parecer a contar los ladrillos.
—Sí. Todos hemos sido jóvenes —dijo la señora Poyser—, y es mala señal que
nos irrite ver a una persona de pocos años, porque eso indica que no se ha sido feliz
en la primera parte de la vida.
—Pero las mujeres ancianas han de acostumbrarse a vivir con las jóvenes —dijo
Martin—. Y la señora Bede ya puede ir haciéndose a esta idea, porque no creo que
sus hijos se queden solteros para darle gusto. Eso no sería razonable. Ni los jóvenes
ni los viejos han de querer que siempre se haga su voluntad. Y lo que es bueno para
uno, al fin lo es también para todos. No soy partidario de que los jóvenes se casen
antes de saber lo que es el mundo; pero al final han de hacerlo.
—Lo cierto —dijo la señora Poyser— es que, cuando se cena tarde, poca carne se
encuentra en el plato. Y, como ya está fría, acabamos por no comerla, sin advertir que
el mal no está en la carne, sino en nosotros mismos.
Hetty, que volvía de la despensa, apareció diciendo:
—Si quiere, tía, puedo coger a Totty.
—Sí, Rachel —dijo el señor Poyser al notar la vacilación de su esposa, pues Totty
parecía estar a punto de dormirse—. Mejor será que Hetty la suba y la acueste
mientras tú te desnudas. Estás cansada y ya deberías haberte acostado. No vaya a ser
que vuelvas a sentir dolor en el costado.
—Bueno. Si la niña quiere, Hetty puede encargarse de ella.
Hetty se acercó a la mecedora y se quedó de pie, sin su sonrisa habitual y sin
hacer el menor esfuerzo para atraer a la niña, limitándose a esperar a que se la
entregasen.
—¿Quieres ir con la prima Hetty, reina mía, mientras mamá va a acostarse?
Entonces Totty se acostará con mamá y dormirá toda la noche.
Antes de que su madre hubiese terminado de hablar, Totty dio su respuesta con
claridad, frunciendo el ceño, mordiéndose el labio inferior y golpeando con todas sus
fuerzas el brazo de Hetty. Luego, sin hablar, volvió a apoyarse en el cuerpo de su
madre.
—¿De modo —preguntó el señor Poyser mientras Hetty se quedaba inmóvil—
que no quieres ir con la primita? Eso lo hacen las niñas, pero Totty ya es una

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mujercita.
—No la convencerás —declaró la señora Poyser—. Cuando no está buena no
quiere saber nada de Hetty. Tal vez querrá ir con Dinah.
Ésta, que se había quitado el gorro y el chal, había permanecido sentada y en
segundo término, deseosa de no interponerse entre la niña y Hetty. Pero en ese
momento avanzó con los brazos tendidos y dijo:
—Ven, querida Totty, que Dinah te llevará arriba con mamá. ¡Pobrecita mamá!
Está muy cansada y quiere acostarse.
Totty volvió el rostro hacia la joven, la contempló un instante, y luego,
incorporándose, le tendió los brazos, permitiendo que Dinah la separase de su madre.
Hetty se alejó sin demostrar ningún malhumor, y tomando el sombrero que había
dejado sobre la mesa, se quedó esperando con expresión indiferente por si le
mandaban algo más.
—Puedes cerrar la puerta, Martin; Alick hace rato que ha llegado —dijo la señora
Poyser poniéndose en pie con expresión de alivio—. Tráeme las cerillas, Hetty;
quiero encender la lamparilla en mi dormitorio. Venga, padre.
Empezaron a resonar las trancas de las puertas de la casa y el viejo Martin se
dispuso a acostarse, recogiendo su pañuelo azul y tomando su brillante y nudoso
bastón de nogal, que estaba apoyado en el rincón. La señora Poyser salió entonces de
la cocina seguida por el abuelo y por Dinah, que llevaba a Totty en brazos. Todos se
acostaban al anochecer, como los pájaros. La señora Poyser se asomó, al pasar, por la
estancia en la que dormían los dos niños, y pudo ver sus rojas mejillas sobre la
almohada y oír por un momento su respiración.
—Vamos, Hetty, acuéstate —dijo el señor Poyser en tono cariñoso, mientras él
mismo se disponía a hacerlo—. Es mejor que no te acuestes tarde, pues tu tía está de
malhumor. Buenas noches, sobrina.
—Buenas noches.

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XV

LOS DOS DORMITORIOS

H etty y Dinah dormían en el segundo piso, en habitaciones contiguas, muy


pobremente amuebladas y sin postigos para protegerse de la luz exterior, que
en ese momento empezaba a recobrar intensidad gracias a la salida de la luna. De este
modo Hetty pudo ir de un lado a otro de la estancia y desnudarse con toda
comodidad. Podía ver perfectamente los clavos de los que colgaba su sombrero y su
traje, así como las cabezas de los alfileres clavados en la almohadilla roja; igualmente
podía contemplar su propia imagen en el espejo, aunque eso era innecesario teniendo
en cuenta que sólo debía cepillarse el cabello y ponerse el gorro de dormir. Aquel
viejo espejo era muy raro y Hetty siempre se sentía incómoda al vestirse. En sus
buenos tiempos debió de ser un buen espejo y, probablemente, lo había comprado
algún miembro de la familia Poyser, un cuarto de siglo antes, aprovechando alguna
subasta pública de los muebles de una familia distinguida. Aún hoy, cualquier
comerciante podría sentirse interesado por adquirirlo. Poseía una base sólida de caoba
y estaba bien provisto de cajones, que se no se abrían sino de modo violento y
haciendo saltar el contenido al suelo; éste se ocultaba en los rincones más lejanos de
tal modo que casi eran inútiles las pesquisas para volver a encontrarlo. El espejo tenía
una palmatoria de bronce a cada lado, y eso acababa de darle un aspecto aristocrático.
Pero a Hetty no le gustaba aquel espejo, pues la luna tenía numerosas manchas que
no podía quitar ni siquiera frotando con fuerza y además porque en vez de inclinarse
hacia atrás y hacia adelante estaba fijo en posición perpendicular, de modo que la
joven sólo podía contemplar su cabeza y su cuello cuando se sentaba en una silla baja
frente al tocador. Este último no merecía tal nombre, pues consistía únicamente en
una cómoda muy pequeña que resultaba muy poco apropiada para sentarse frente ella,
ya que las enormes asas de bronce de los cajones hacían daño en las rodillas y no
permitían acercarse al espejo. Pero los devotos no han de mirar los inconvenientes
que les impiden cumplir sus deberes religiosos, y Hetty, aquella noche, estaba más
inclinada que nunca a dedicarse a su especial adoración habitual.
Después de quitarse el traje y el pañuelo blanco, tomó la llave que había en un
bolsillo de su falda y abrió uno de los cajones inferiores de la cómoda para sacar dos
cabos de vela comprados en secreto en Treddleston; a continuación los ajustó en las
palmatorias de bronce. Hecho esto, tomó una caja de cerillas y encendió las velas, y,
por último, tomó un espejo con marco rojo de un chelín y sin manchas, en el que se
contempló en cuanto se hubo sentado. Se miró sonriendo, volvió la cabeza a un lado
y luego, dejándolo sobre la cómoda, tomó el cepillo y el peine de uno de sus cajones
superiores. Se soltaría el cabello para parecerse al dibujo de una dama que había visto
en el tocador de la señorita Lydia Donnithorne. Pronto cayó sobre su cuello una

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cascada de cabellos. No eran recios y ondulados, sino suaves y sedosos, y
aprovechaban la menor oportunidad para formar delicados rizos. Ella lo peinó todo
hacia atrás para parecerse al dibujo y formar una sombría cortina que diese relieve a
su redondo y blanco cuello. Luego, dejando el cepillo y el peine, volvió a mirarse
cruzando los brazos y adoptando la postura de aquel dibujo. Y hasta el mismo espejo
moteado tuvo que reflejar una hermosa imagen, cuyo único detalle desfavorable sería
el de no mostrar un corsé de satén blanco, según suelen llevarlo las heroínas de
novela, sino de un tejido de algodón de color verde oscuro.
Sí. Era muy hermosa. El capitán Donnithorne lo creía así. Más herniosa que
cualquier otra muchacha de Hayslope y que cualquiera de las damas que visitaron el
cazadero. En realidad, éstas eran tan distinguidas como viejas y feas. Y más hermosa
también que la señora Eacon, la hija del molinero, que era considerada la mayor
belleza de Treddleston. Y Hetty se miraba aquella noche experimentando una
sensación distinta de la que hasta entonces había sentido. Había allí un espectador
invisible, cuyas ojos estaban fijos en ella como la luz del sol lo está sobre las flores.
La suave voz de aquel hombre repetía las mismas cosas que la joven oyó en el
bosque. Su brazo la mantenía cogida por la cintura y a la joven le parecía aún
perceptible el delicado aroma de su cabello. La mujer más vanidosa no llega a tener
una conciencia clara de su propia belleza hasta que se ve amada por el hombre que,
en justa correspondencia, hace vibrar su pasión.
Pero Hetty parecía estar persuadida de que le faltaba algo, porque se puso en pie y
tomó de un armarito un chal de encaje negro y un par de pendientes del cajón sagrado
en que ocultaba las velas. Era un chal muy antiguo, bastante roto; pero, de todos
modos, sería un agradable marco para sus hombros y haría resaltar la blancura de la
parte superior de su brazo. Además, se quitó los pequeños pendientes que llevaba
(¡oh, cuánto le riñó su tía por haberse hecho agujerear las orejas!) y se puso otros de
mayor tamaño; eran de metal dorado y estaban adornados con cristales, pero si uno
ignoraba los materiales, tenían el mismo aspecto que los de las damas. Y así, volvió a
sentarse, adornada con los largos pendientes y por el encaje negro sobre los hombros.
Entonces se miró los brazos y pensó que, sin duda, no existían otros tan bonitos, pues
eran blancos y redondos y tenían hoyuelos que armonizaban con los de sus mejillas;
pero hacia la muñeca observó, disgustada, que la piel estaba enrojecida a causa de
batir la manteca y de llevar a cabo otros trabajos en que nunca se ocupaban las
damas.
El capitán Donnithorne no querría, sin duda, que ella continuase trabajando;
preferiría verla bien vestida, con medias finas y bonitos zapatos. Era indudable que él
la quería mucho, pues nadie hasta entonces la había abrazado por el talle como él, y
nadie la había besado de aquel modo. Era casi seguro que querría casarse con ella y
convertirla en una dama. Aunque apenas se atrevía a confesarse esa idea, se
preguntaba cómo podría ocurrir semejante cosa. Tal vez se casaran en secreto, como
el señor James, el ayudante del doctor, se había casado con la sobrina de éste, de

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modo que, durante mucho tiempo, nadie se enteró de ello hasta que ya fue inútil
enfadarse por esa causa. El doctor había contado toda la historia a su tía en presencia
de Hetty. ¡Oh! Era imposible figurarse lo que ocurriría en el porvenir. El capitán
Donnithorne debía de saberlo. Era un gran caballero que siempre obraba según su
capricho y podía hacer cuanto se le antojara. Y las cosas no podían continuar como
hasta entonces. Tal vez algún día llegaría a ser una gran dama que pasearía en su
propio coche, se pondría trajes de brocado antes de cenar, con plumas en el cabello y
con una cola muy larga que arrastraría por el suelo, como la señorita Lydia y lady
Dacey, a quienes vio una noche entrar en el comedor mirando a través de una
ventanilla redonda del vestíbulo. Pero por otro lado, ella no sería vieja y fea como la
señorita Lydia, ni tan gorda como lady Dacey, sino muy hermosa, y, además, se
peinaría el cabello de mil modos diferentes. Unas veces llevaría un traje rosa y en
otras ocasiones uno blanco, pues en realidad no acababa de decidirse entre estos dos
colores. Y Mary Burge y todo el mundo la vería, quizás, en su coche o, mejor dicho,
oirían hablar de ella, pues era imposible imaginar que estas cosas sucediesen en
Hayslope y a poca distancia de su tía. Al pensar en todo este esplendor, Hetty se puso
en pie y el encaje se enganchó en la punta del espejo de marco rojo y lo hizo caer al
suelo. Pero estaba demasiado ocupada por su visión para recogerlo. Después de un
sobresalto momentáneo empezó a andar con pasos majestuosos de un lado a otro de
la estancia, con su falda de colores, el antiguo encaje negro sobre los hombros y las
orejas adornadas por los grandes pendientes.
¡Qué hermosa estaba aquella niña con tan extraña vestimenta! Habría sido la
locura más comprensible del mundo enamorarse de ella. En su rostro y en su figura
había redondeces propias de la infancia; tenía el cuello y las orejas flanqueados del
hermoso cabello ensortijado; los grandes ojos negros adornados de largas pestañas,
hacían suponer que un duende juguetón estaba aprisionado en ellos.
¡Ah! ¡Qué dichoso es el hombre que puede conquistar a una mujer tan bella como
Hetty! ¡Cómo envidian todos al novio que acude al festín nupcial y lleva cogida del
brazo a una mujercita como ella, vestida de encaje blanco y de flores de azahar! ¡Qué
hermosísima, suave y delicada mujercita! Su corazón debe de ser afable y su carácter
atractivo y amable. En caso de que surja algún disgusto entre ellos, la culpa será, sin
duda, del marido, pues es evidente que podría hacer de su mujer lo que quisiera. Y el
mismo novio lo cree así. La pequeña estaría tan encariñada con él, sus pequeñas
vanidades serían tan encantadoras, que él no se atrevería a contrariarla en lo más
mínimo; aquellas miradas y aquellos movimientos de garita, son, precisamente, en
tales circunstancias, lo que necesita un hombre para convertir la tierra en un paraíso.
Todo hombre, en tales circunstancias, está persuadido de ser un gran fisonomista. Le
consta que la naturaleza tiene un lenguaje propio, en el que emplea la verdad, y él se
cree iniciado en tal lenguaje. La naturaleza le ha revelado el carácter de su esposa en
esas líneas exquisitas de las mejillas, de los labios y de la barbilla; en esos párpados
delicados como los pétalos de una flor, y en las profundidades líquidas de aquellos

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ojos. ¡Que bellos serán los hijos de aquella mujer! Ella misma es una niña, de modo
que los pequeños parecerán los capullos que rodean a la flor de pétalos abiertos; y el
marido contemplará aquel cuadro sonriendo, benigno, dispuesto, cuando le parezca
bien, a retirarse al santuario de su buen juicio, al que su esposa mirará con reverencia,
sin atreverse a levantar la cortina. Aquella boda es semejante a las que se celebraban
en la edad de oro, cuando los hombres eran sensatos y majestuosos, y las mujeres,
amables y amorosas.
Esto último más o menos pensaba Adam Bede de la linda Hetty, aunque
expresaba sus pensamientos con palabras diferentes. Cuando ella le acogía con fría
vanidad, él se decía: «Eso es porque todavía no me quiere bastante». Y estaba
persuadido de que su amor, cuando ella se lo atorgase, sería la cosa más preciosa que
un hombre pudiese poseer en la tierra. Y antes de que el lector menosprecie a Adam
por su falta de penetración, convendrá que se pregunte si alguna vez se sintió
predispuesto a pensar mal de alguna mujer hermosa, si alguna vez pudo, de no tener
cruelísimas pruebas para ello, pensar mal de la bellísima mujer que le conquistó. No,
las personas que aman no piensan mal del objeto amado, y hasta llegan a irritarse con
quien se atreve a hacer una insinuación malévola.
Arthur Donnithorne tenía las mismas ideas con respecto a Hetty, pues creía que
era una joven muy buena, afectuosa y adorable. El hombre que se enamora siempre
cree que el objeto de su amor es la criatura más afectuosa del mundo; y si por azar
piensa en el futuro, es probable que se imagine siendo muy tierno con ella, pues la
pobrecilla estará enamoradísima de él. Piensa que Dios hizo así a esas queridas
mujeres y es una buena providencia en el caso de enfermedad.
En cualquier caso, creo que los más prudentes de entre nosotros se dejan engañar
así algunas veces, y es preciso pensar de la gente a la vez mejor y peor de lo que
merece. La naturaleza tiene realmente su propio lenguaje y no es mentirosa; pero
todavía no conocemos las complicaciones de su sintaxis y al leer apresuradamente
podemos entender una cosa distinta por completo de lo que dice en realidad. Las
pestañas largas y negras son realmente muy bellas, y es difícil que exista algo más
delicado. Resulta difícil no imaginarse que debajo de unos ojos hermosos, provistos
de largas pestañas, no haya un alma noble y tierna; pero la experiencia me ha
demostrado que, en realidad, la mujer que posea estos bellos detalles puede tener un
carácter falso y sentirse inclinada a la mentira, al fingimiento e incluso ser estúpida.
Pero si como reacción recurro a unos ojos de pez, puedo sorprenderme al hallar un
resultado similar. Y así, se acaba sospechando que no existe relación directa entre las
pestañas y la moral, o que las pestañas pueden expresar el carácter de la abuela de
uno, cosa que nos importa muy poco.
Seguramente no existían pestañas más hermosas que las de Hetty, y cuando
paseaba majestuosamente por la habitación y miraba sus hombros adornados por el
antiguo encaje negro, la sombra de aquéllas hacía resaltar la perfección de sus
sonrosadas mejillas. Aquellas pestañas no eran más que vagas y mal definidas

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imágenes del futuro que podía imaginar su limitada experiencia; pero en cada uno de
aquellos cuadros ella era la figura central y aparecía magníficamente vestida. El
capitán Donnithorne se hallaba muy cerca, rodeándole el talle con el brazo y, quizás,
besándola; además, todo el mundo la admiraba y la envidiaba, en especial Mary
Burge, cuyo traje negro estampado parecía despreciable al lado del resplandeciente
vestido de Hetty. ¿Y había algún recuerdo, dulce o triste, relacionado con aquel sueño
del futuro, algún sentimiento amoroso por sus segundos padres, por los niños que
ayudó a criar, por una joven compañera, por un animal favorito o incluso por una
reliquia de su propia infancia? Nada de eso. Hay plantas que apenas tienen raíces y es
posible arrancarlas del lugar de su nacimiento, ya sea una roca o una pared, para
dejarlas en el tiesto destinado a contener una planta de adorno, y no por eso dejan de
vivir o de prosperar. Hetty podía haber arrojado a su espalda toda su vida pasada con
la seguridad de que no la echaría de menos y que no volvería a recordarla. Creo que
la antigua casa no le inspiraba ninguna emoción, que no le gustaba la escala de Jacob
ni la larga fila de malvas del jardín más que otras flores, y quizás ni siquiera tanto.
Era maravilloso ver lo poco que le importaba cuidar de su tío, que siempre fue un
cariñoso padre con ella. Apenas se acordaba de ofrecerle la pipa en el momento
oportuno, sin que hubiese necesidad de advertírselo, a no ser que tuviesen alguna
visita, pues eso le proporcionaba la oportunidad de hacerse admirar. Hetty no llegaba
a comprender que las personas maduras pudieran inspirar algún afecto. Y en cuanto a
esos niños insoportables, Marty, Tommy y Totty, no eran sino el mayor engorro de su
vida, tan malos y pesados como zumbadores insectos que asedian en un día caluroso
cuando más tranquilidad se necesita. Marty, el mayor, era un niño de pecho cuando la
joven llegó a la granja; sus hermanos mayores habían muerto, así que Hetty tuvo que
cuidar de los tres, uno tras otro, mientras aprendían a andar a su lado, en el parque, o
jugando a su alrededor en los días lluviosos y en las habitaciones desocupadas de la
enorme casa. Por fortuna, ahora los dos muchachos estaban ya criados, pero Totty la
molestaba durante todo el día y mucho más que sus hermanos, ya que por ser niña
todos la mimaban más. Y luego el remiendo y el arreglo de sus ropas no se acababa
nunca. Hetty se habría alegrado de no volver a ver un niño en su vida. Eran mucho
más fastidiosos que los cabritos que debe cuidar el pastor en la época de la cría, pues
éste, al menos, se ve libre de ellos más o menos pronto. En cuanto a los pollitos y a
los pavos, Hetty no se habría molestado en oír hablar de la cría si su tía no le hubiese
prometido que si cuidaba de ellos le regalaría un miembro de cada nidada. Las
redondas bolitas llenas de plumas que contemplaban el mundo bajo el amparo del ala
de su madre jamás proporcionaron ningún placer a Hetty. No era ésa la belleza que le
gustaba, sino la de las cosas nuevas que podía comprar para sí misma en la feria de
Treddleston con el dinero que obtenía de las alas. Y, sin embargo, aquella jovencita
era tan encantadora y tan simpática, y parecía tan buena al echar la comida a las
gallinas, que nadie habría sospechado la dureza de su corazón. Molly, la criada, con
toda su nariz respingona y su quijada saliente, tenía, en realidad, sentimientos mucho

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más tiernos y, como decía la señora Poyser, era una joya para cuidar del gallinero, si
bien su estólido rostro no exteriorizaba en absoluto sus buenas cualidades.
Generalmente los ojos de las mujeres descubren las deficiencias morales ocultas
bajo la capa de la belleza, y así, no es de extrañar que la señora Poyser, con su
agudeza y dotes de observación, se hubiese formado una idea bastante exacta de lo
que podía esperarse de Hetty. Y en los momentos de indignación había hablado de
ello con su marido, sin morderse la lengua.
—No vale mucho más que un pavo real, y estoy segura de que se hincharía y
extendería la cola a la luz del sol aunque se muriesen todos los habitantes de la
parroquia. No hay nada que la impresione, ni siquiera reaccionó cuando le conté que
Totty se había caído al abrevadero. ¡Pobrecilla! La encontramos con los zapatitos
hundidos en el barro y a punto de caerse dentro de la pila del agua. Pero Hetty no
hizo ningún caso, a pesar de que ha cuidado de la niña desde que nació. Tiene el
corazón de piedra.
—No, no —replicó el señor Poyser—. No debes juzgar a Hetty con tanta dureza.
Las muchachas jóvenes son como el grano verde. Más adelante servirán para comer,
pero de momento no pueden utilizarse para nada. Ya verás cómo Hetty cambia en
cuanto se case y tenga hijos.
—No es que yo quiera tratarla con dureza. Es muy hábil y cuando quiere trabaja
muy bien. Y para batir y preparar la manteca no tiene rival. Por mi parte he hecho por
ella todo cuanto me ha sido posible. Le he enseñado a hacer todos los trabajos de la
casa, y no he dejado de reconvenirla y aleccionarla siempre que ha sido necesario, a
pesar de que bastante tengo con cuidar de tres muchachas y vigilándolo todo. Créeme
que a veces no parece sino que estás asando carne en tres fuegos distintos y cuando
vas a ocuparte de una se te quema la otra.
Hetty temía a su tía y procuraba disimular ante ella su vanidad mientras que no le
resultase un sacrificio muy duro. No podía resistir el deseo de gastar el dinero en
cosas bonitas, a pesar de la desaprobación de la señora Poyser; pero se habría muerto
de vergüenza y del susto si en aquel momento su tía hubiese abierto la puerta y la
viera con las velas encendidas y paseando de un lado a otro con los pendientes y el
chal de encaje negro. Para evitar la posibilidad de esa sorpresa, solía cerrar la puerta,
y aquella noche tampoco olvidó tal precaución. Y había hecho bien, pues de repente
oyó una ligera llamada que la sacó de su admirativo ensimismamiento; luego se
apresuró a apagar los cabos de vela y a guardarlos en el cajón; aunque no se atrevió a
entretenerse quitándose los pendientes, dejó caer al suelo el chal antes de que se
repitiese la llamada. Si dejamos por un momento de ocuparnos de Hetty, pronto
averiguaremos la causa de aquella interrupción. Volveremos a Dinah en el instante en
que entregó a Totty a los brazos de su madre y subió a su cuarto, contiguo al de Hetty.
A Dinah le gustaba mucho la ventana de su dormitorio. Como se hallaba en el
segundo piso de la casa, veía desde ella un magnífico y extenso panorama. El grueso
de la pared formaba un asiento de un metro de ancho, en el cual podía poner la silla.

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Y lo primero que hizo al entrar en la habitación fue sentarse allí para contemplar los
tranquilos campos; detrás asomaba la luna por encima de una fila de olmos. Le
gustaba tanto contemplar los pastos donde descansaban las vacas, y el prado con la
hierba a medio segar y cruzado por líneas plateadas, que la entristecía saber que sólo
le quedaba otra noche en aquella casa. Pero también los yermos de Snowfield tenían
encantos para ella; pensó en todas las personas queridas de aquella rica región que en
adelante recordaría con inmenso placer. Pensó en las luchas y en las fatigas que les
esperaban en el resto de su vida, cuando ella estuviese lejos e ignorase lo que les
sucedía. Y esta idea apagó el placer que resultaba de contemplar los campos
alumbrados por la luna. Cerró los ojos para sentir con mayor intensidad la presencia
de un amor, de una simpatía más profundos y tiernos que los que emanaban de la
tierra y del cielo. Aquél era con frecuencia el modo de rezar a solas de Dinah:
sencillamente cerrando los ojos y sintiéndose rodeada por la divina presencia. Luego,
gradualmente, sus miedos y sus ansiedades por los demás se fundían como cristales
de hielo en un cálido océano. Permaneció inmóvil, con las manos cruzadas y
alumbrada por la luna a lo largo de diez minutos, hasta que la sobresaltó el ruido de
un objeto al chocar contra el suelo en la habitación de Hetty. Se levantó y prestó
atención, y como todo permanecía en silencio, se tranquilizó en parte diciéndose que
Hetty habría derribado alguna cosa en el momento de acostarse. Despacio, empezó a
desnudarse, pero aquel ruido la hizo concentrarse en Hetty, en aquella dulce niña a la
que se le presentaba la vida con todas sus adversidades —los deberes diarios y
solemnes de la esposa y de la madre—, y que por otro lado estaba tan mal preparada
para afrontarlas; sólo pensaba en satisfacer sus placeres egoístas, como un niño que
no piensa más que en sus juguetes al empezar un fatigoso viaje en el que habrá de
pasar hambre, frío y soledad. Dinah se sentía más preocupada por Hetty desde que
compartía el interés de Seth por los afectos de su hermano, y además no sabía que
Hetty no amaba lo bastante a Adam para casarse con él. Había notado claramente la
ausencia de un amor cálido y firme en la naturaleza de Hetty y por eso la frialdad de
su conducta con respecto a Adam no le parecía una indicación evidente de que no
fuese el hombre con quien quisiera casarse. Y esta frialdad en la naturaleza de Hetty,
en vez de producirle disgusto, le infundía todavía mayor compasión; el hermoso
rostro y la bella figura de la joven la impresionaban, como impresiona siempre la
contemplación de la belleza a una mente tierna y libre de cualquier sentimiento
celoso; y aquella belleza hacia resaltar aún más el pecado, el dolor y el sentimiento
con que estaba confundida, del mismo modo que un blanco lirio enfermo da más pena
que una planta vulgar en el mismo estado.
Cuando Dinah se había desnudado y puesto el camisón, notó que esos
sentimientos que Hetty le inspiraba habían adquirido una intensidad penosa; su
imaginación había creado un matorral espinoso de pecado y de dolor en el cual veía a
la pobrecilla torturada y luchando, buscando con lágrimas en los ojos alguien que la
salvara, sin encontrar a nadie. La imaginación y la simpatía de Dinah accionaban y

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reaccionaban habitualmente de este modo, de forma que cada una intensificaba a la
otra. Sintió un intenso deseo de ir a ver a Hetty para pronunciar en su oído todas las
palabras de tierno aviso y de súplica que llenaban su mente.
Pero quizás Hetty estaba ya dormida. Dinah aplicó el oído al tabique y oyó
algunos ligeros ruidos que la convencieron de que la joven no se había acostado aún.
Pero todavía dudaba, pues no estaba segura de haber recibido un mandato divino; la
voz que la empujaba a acudir al lado de Hetty no parecía más fuerte que la otra que le
recordaba la fatiga de la joven y le advertía de que una visita en un momento
inoportuno sólo serviría para cerrar el corazón de la joven con mayor obstinación.
Dinah sufría por no tener un motivo más inequívoco que aquellas voces
interiores. Había bastante luz en la habitación para abrir la Biblia y buscar un texto
que le señalase la conducta que debía seguir. Conocía muy bien el aspecto general de
cada página y era capaz de distinguir a primera vista el libro y hasta el capítulo por el
que hubiese abierto el volumen. Su Biblia era un tomo pequeño, con los cantos
redondeados. Dinah lo apoyó en el antepecho de la ventana, donde la luz era más
viva, y abrió el volumen con el dedo índice. Las primeras palabras que vio se
hallaban en lo alto de la página de la izquierda: «Y todos llorando con gran tristeza se
abrazaron al cuello de Pablo y le besaron». Esto bastaba para Dinah; había abierto el
libro por aquella memorable despedida de Éfeso, cuando Pablo se sintió inclinado a
abrir su corazón en una exhortación y en un aviso postreros. No vaciló más y
abriendo despacio la puerta de su dormitorio fue a llamar al de Hetty. Ya sabemos que
tuvo que repetir la llamada, porque la joven, mientras tanto, apagó los cabos de vela y
dejó caer su chal negro; pero después de llamar por segunda vez la puerta se abrió en
el acto.
—¿Me permites que entre, Hetty? —preguntó Dinah.
La joven no respondió, pues estaba muy confusa, y abrió más la puerta para
permitirle el paso.
¡Qué extraño contraste formaban aquellas dos figuras! A la luz de la luna se
distinguían muy bien. Hetty tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes a causa
de su drama imaginario, el hermoso cuello y los brazos desnudos, el cabello suelto y
rizado cubriéndole la espalda, y las orejas adornadas por los vistosos pendientes.
Dinah, en cambio, iba cubierta con su traje largo y blanco, y su pálido rostro
mostraba una gran emoción, de modo que parecía un hermoso cadáver al que hubiese
regresado el alma cargada de sublimes secretos y de un amor más sublime todavía.
Tenían aproximadamente la misma estatura, aunque Dinah parecía algo más alta
cuando rodeó con su brazo la cintura de Hetty y la besó en la frente.
—Ya sabía que no estabas acostada aún, querida mía —dijo con la voz dulce y
clara que tanto irritaba a Hetty y que ahora la irritó más, pues en ese momento le
molestaba su sola presencia—. Te oí moverte, y como deseaba hablarte esta noche,
por ser la penúltima de mi estancia aquí, y temía que mañana no tuviésemos
oportunidad para hacerlo… ¿Me permites que me siente mientras te arreglas el

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cabello?
—¡Oh, sí! —dijo Hetty volviéndose presurosa y cogiendo la segunda silla de la
estancia, muy contenta al notar que Dinah no se había fijado en sus pendientes.
Esta última se sentó y Hetty empezó a peinarse el cabello para sujetarlo; sus
movimientos fingían una indiferencia excesiva, propia de la confusión en que se
hallaba. Pero pronto la tranquilizaron los ojos de Dinah que, al parecer, no se fijaban
en los detalles.
—Querida Hetty —dijo—, hoy se me ha ocurrido que algún día puedes hallarte
en un gran apuro, pues eso es lo corriente entre los mortales, y, a veces necesitamos
más del consuelo y del auxilio del prójimo que de las cosas que podemos hallar en la
vida. Quiero decirte que si alguna vez estás apurada y necesitas una amiga, que
siempre te querrá, puedes contar con Dinah Morris, de Snowfield. Y si acudes a su
lado o la haces llamar, ella nunca olvidará esta noche ni las palabras que ahora te
dice. ¿Lo recordarás, Hetty?
—Sí —contestó ésta algo asustada—. Pero ¿por qué he de verme en algún apuro?
¿Sabes algo?
Hetty se sentó después de ponerse el gorro de dormir, y Dinah se inclinó hacia
adelante y le tomó las manos antes de contestar.
—Te digo eso, querida mía, porque en nuestras vidas siempre aparece el dolor;
permitimos que nuestros corazones se aficionen a cosas que Dios no nos ha
destinado, y luego hemos de llorar su pérdida. Las personas a quienes amamos nos
son arrebatadas, y entonces, al vernos sin ellas, no encontramos alegría en nada; llega
la enfermedad y perdemos la fuerza bajo el peso de nuestros débiles cuerpos; nos
extraviamos y cometemos algunas equivocaciones y, al mismo tiempo, nos ponemos
en situaciones desagradables con nuestro prójimo. No existe hombre ni mujer en este
mundo que no haya conocido la desgracia, y por esto estoy persuadida de que tú
también tendrás que sufrir la parte que te está destinada. Por eso deseo que mientras
eres joven pidas a tu Padre celestial la fuerza suficiente para soportar el dolor que no
dejará de visitarte.
Dinah hizo una pausa y soltó las manos de Hetty. Esta permaneció inmóvil y no
halló en su interior respuesta alguna para las palabras afectuosas de Dinah; pero las
frases de ésta, pronunciadas de un modo solemne y patético, le infundieron gran
temor. Desapareció el rubor de su rostro, que se quedó pálido; sintió entonces la
timidez de la naturaleza que, inclinada al lujo y al placer, retrocede asustada al
descubrir que en el mundo existe el dolor. Dinah advirtió los efectos de sus palabras y
sus tiernas exhortaciones adquirieron mayor intensidad, hasta que Hetty, penetrada
del vago temor de que algún día le ocurriría algo malo, se echó a llorar.
Tenemos la costumbre de decir que así como la naturaleza inferior jamás puede
comprender a la elevada, ésta conoce muy bien a aquélla. Pero yo creo que la
naturaleza superior ha de hacer un esfuerzo para adquirir esta comprensión, del
mismo modo que aprendemos el arte de la visión a costa de duras experiencias, con

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frecuencia después de sufrir contusiones y equivocaciones, en nuestro empeño de
coger las cosas por el extremo menos apropiado o figurándonos que el espacio que
nos separa de ellas es más o menos amplio de lo que en realidad es. Dinah nunca
había visto a Hetty afectada de esa forma, y con su habitual y benigna confianza,
creyó que asistía al nacimiento de un impulso divino. Besó a la llorosa joven y la
acompañó en su llanto, llena de alegría y de gratitud. Pero Hetty se hallaba
sencillamente en aquel excitado estado mental en que no es posible adivinar la
dirección que tomarán los sentimientos y, por primera vez, la irritaron las caricias de
Dinah. La alejó de sí con cierta impaciencia y con llanto infantil exclamó:
—No me hables así, Dinah. ¿Para qué has venido a asustarme? Nunca te he hecho
nada malo. ¿Por qué no me dejas en paz?
La pobre Dinah experimentó una sensación dolorosa. Era demasiado comprensiva
para insistir, de modo que se limitó a contestarle con suavidad:
—Sí, querida mía. Estás fatigada y no te molestaré más. Apresúrate a acostarte.
Buenas noches.
Salió de la estancia con la rapidez y el silencio de un fantasma; pero cuando
estuvo junto a su propio lecho se dejó caer de rodillas y, en silencio, exteriorizó la
compasión que llenaba su corazón.
En cuanto a Hetty, no tardó en hallarse de nuevo en el bosque, y los ensueños que,
despierta, llenaban su mente, se confundieron con los que poco después, ya dormida,
la asaltaron y que apenas eran más confusos o fragmentarios.

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XVI

ESLABONES

A rthur Donnithorne, según ya se recordará, se había comprometido consigo


mismo a visitar al señor Irwine el viernes por la mañana, y al despertar y
vestirse temprano, decidió ir antes de desayunar y no después. Según le constaba, el
rector desayunaba solo a las nueve y media, pues las señoras de la familia lo hacían a
una hora distinta. Arthur podría, pues, dar un buen paseo a caballo cruzando la colina
y desayunar luego con él. Después de comer es mucho más fácil hablar de lo que sea.
Los progresos de la civilización han convertido el desayuno o la cena en un
sustituto agradable de otras ceremonias menos gratas. Nuestros propios errores tienen
un aspecto menos grave si nuestro confesor nos escucha mientras toma un huevo o el
café. Comprendemos muy bien que no hay que hablar entonces de las graves
penitencias, porque no es incompatible, para los caballeros comprensivos, el pecado
mortal con el deseo de pastelillos; el asalto contra nuestro bolsillo, que en tiempos
más bárbaros se habría realizado en forma de pistoletazo, se ha transformado en la
actualidad en la afable petición de un préstamo que se solicita entre la segunda y la
tercera copa de vino clarete.
Sin embargo, en las antiguas formas rígidas había la ventaja de que le obligaban a
uno a cumplir determinada resolución gracias a un hecho exterior. Cuando se pone la
boca en la abertura de un agujero de la pared y se sabe que hay un oído atento en la
parte opuesta, resulta menos inconveniente decir lo que uno quiere que estando
sentado en posición cómoda, junto a una mesa de caoba y con un compañero que no
tendrá ninguna razón para sorprenderse de que no tengamos nada que decirle.
Mientras Arthur Donnithorne recorría a caballo los agradables senderos a la luz
del sol de la mañana, estaba decidido a abrir su corazón al rector, y el silbido de la
guadaña, cuando pasaba junto a los prados, le parecía más agradable a causa de su
honrado propósito. Le alegraba la promesa del buen tiempo, pues así se salvaría el
heno y los campesinos no deberían temer por su cosecha; y como resulta muy grato
compartir una alegría general y no contentarse con la personal, el recuerdo de la
cosecha del heno reaccionó en su estado mental e hizo que su resolución le pareciera
más fácil. El habitante de la ciudad creerá, tal vez, que un héroe de novela no ha de
sentir esas influencias, pero cuando se vive en el campo resulta imposible sostener
una superioridad sobre los placeres sencillos y naturales.
Arthur dejó atrás la aldea de Hayslope y se acercaba a la vertiente de la colina
inmediata a Broxton cuando, en un recodo del camino, vio una figura que se hallaba a
cien metros de distancia y en la que habría reconocido en el acto a Adam Bede aun
cuando no viese a su lado el perro pastor de color gris. Adam andaba con su rapidez
habitual y Arthur excitó a su caballo para alcanzarle, pues aún conservaba su juvenil

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amistad con Adam y no quería perder la ocasión de charlar un rato con él. No me
atreveré a afirmar que aquel afecto no se debiese, en parte, a un sentimiento de
protección, pues nuestro amigo Arthur gustaba de realizar actos generosos y de que
se los reconociesen.
Adam volvió la cabeza al oír el ruido de los cascos del caballo y esperó al jinete,
quitándose el gorro de papel y sonriendo al reconocerlo. Después de su hermano
Seth, hubiese hecho más por Arthur Donnithorne que por cualquier hombre del
mundo. Tuvo un gran disgusto cuando perdió la regla que llevaba siempre en el
bolsillo y que le había regalado Arthur tras comprarla con su propio dinero a los once
años de edad; y éste había aprendido mucho de las lecciones de carpintería de Adam,
que colmaba a las mujeres de su casa con regalos de carretes para hilos y cajas
redondas. En aquellos tiempos Adam se enorgullecía de su amistad con el joven
caballero, y tales sentimientos apenas se habían modificado cuando el rubio
muchacho llegó a la edad adulta. Hay que confesar que Adam era muy sensible a la
influencia del rango y siempre estaba dispuesto a demostrar su respeto por cualquiera
que tuviera una posición superior a la suya, pues no era un filósofo ni un proletario
imbuido de ideas democráticas, sino sencillamente un fornido e inteligente carpintero
de carácter respetuoso que jamás disputaba los derechos de nadie, en caso de no ser
dudosos. No tenía ninguna teoría encaminada a arreglar el mundo, pero, en cambio,
advertía los perjuicios que resultaban de construir con mala madera y de que algunas
personas tan bien vestidas como ignorantes planeasen cobertizos, talleres y cosas
parecidas sin conocer los más elementales principios de la construcción, así como
cuando se cumplían imprudentes contratos que, por fuerza, habían de acarrear la
ruina de alguien. En todas estas situaciones, Adam estaba decidido a oponerse todo lo
que pudiera. Y habría sido capaz de sostener su opinión con el mayor terrateniente de
Loamshire o Stonyshire. Aparte de estas cuestiones comprendía que su deber era
dejar hablar a los que sabían más que él. Veía con toda claridad lo mal que se
explotaban los bosques de la propiedad y el estado vergonzoso de las granjas; y si el
anciano caballero Donnithorne le hubiese preguntado por la causa de todo aquello,
habría dado su opinión sin vacilar, aunque sin perder jamás el respeto debido a su
noble interlocutor. La palabra «caballero» tenía gran importancia para Adam, aunque
no por eso creía que, si era preguntado, no debía decir la verdad y abstenerse de la
adulación innoble.
Con respecto al joven caballero, la reverencia instintiva de Adam comprendía
también recuerdos infantiles y una consideración personal, de modo que tenía en
mucho las buenas cualidades de Arthur y atribuía mayor mérito a las más pequeñas
acciones bondadosas de éste que si hubiesen sido realizadas por un obrero vulgar,
como él mismo, Creía firmemente que aquel en que el joven caballero tomase
posesión de su herencia sería un buen día para todos los habitantes de Hayslope, pues
Arthur poseía un carácter generoso y abierto, y, teniendo en cuenta su extremada
juventud, era muy inteligente y sabía al dedillo las mejoras y reparaciones que

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convenía hacer. Por consiguiente, en la sonrisa que acompañó al acto de descubrir su
cabeza cuando se acercaba Arthur Donnithorne, había tanto respeto como afecto.
—¿Cómo estás, Adam? —preguntó el jinete tendiéndole la mano. Como nunca la
daba a ningún granjero, Adam comprendía muy bien el honor que se le hacía—. Te
he reconocido desde muy lejos por tu espalda. Es la misma de antaño, aunque más
fornida y ancha que cuando me llevabas a cuestas. ¿Te acuerdas?
—Sí, señor. Lo recuerdo. Mal iría si la gente no recordase lo que hizo y dijo
durante su infancia. En tal caso no tendríamos más afecto por los viejos amigos que
por los recientes.
—Supongo que vas a Broxton —observó Arthur poniendo su caballo al paso
mientras Adam caminaba a su lado—. ¿Vas a la rectoría?
—No, señor. Voy al granero de Bradwell. Parece ser que el tejado ha inclinado las
paredes, y voy a ver lo que puede hacerse antes de enviar los materiales y los obreros.
—De modo que Burge te lo confía todo, ¿verdad, Adam? No dudo de que pronto
te asociará a su negocio. Así lo hará si es prudente.
—No, señor. No veo que eso le beneficiara en nada. Un encargado que sea
hombre de conciencia y le guste el trabajo, le será tan útil como un socio. Por mi
parte no daría un penique por el hombre que martillea despacio un clavo porque
piensa que no se lo pagan a un precio extraordinario.
—Ya lo sé, Adam. Me consta que trabajas como si lo hicieses para ti mismo. Pero
entonces tendrías más autoridad que ahora y quizás podrías dar un giro conveniente al
negocio. Y puesto que el viejo ha de dejar de trabajar algún día y no tiene hijos
varones, no dudo de que le gustaría confiárselo todo a su yerno. Sin embargo, creo
que Burge es un poco interesado y le gustaría más un hombre que invirtiera algún
dinero en su negocio. Si yo no fuese tan pobre como una rata, me gustaría emplear
algún dinero de ese modo, para saber que te estableces en la propiedad, lo cual sé que
acabaría siéndome útil. Sin embargo, tal vez dentro de uno o dos años esté en mejor
situación. En cuanto cumpla la mayoría de edad tendré una renta más crecida, y en
cuanto haya pagado una o dos deudas, podré ver lo que me conviene.
—Es muy bueno, señor. Y, por mi parte, se lo agradezco mucho. Sin embargo —
continuó Adam en tono decidido—, no me gustaría hacer ninguna oferta al señor
Burge o que alguien se la hiciese en mi nombre. No veo muy claro eso de la
asociación. En cambio, si quisiera vender su negocio, el asunto cambiaría por
completo. En tal caso no tendría inconveniente en tomar dinero prestado a un interés
moderado, pues sin duda podría pagar los plazos que se convinieran.
—Muy bien, Adam —contestó Arthur recordando lo que le había dicho el señor
Irwine acerca de cierto contratiempo surgido entre Adam y Mary Burge—. Por ahora
no hablaremos más del asunto. ¿Cuándo entierran a su padre?
—El domingo, señor. El señor Irwine acudirá expresamente para la ceremonia. Y
me alegraré mucho cuando todo quede listo, pues creo que mi madre estará más
tranquila. Es muy penoso presenciar el dolor de los viejos, pues no hallan consuelo en

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nada. Es como cuando la primavera no hace nacer brote alguno en un árbol seco.
—Muchos disgustos has tenido en la vida Adam. Y debo admitir que nunca te has
mostrado aturdido o indiferente, como otros jóvenes. Siempre te han agobiado las
preocupaciones.
—Sí, señor. Pero de nada sirve hablar de ello. Puesto que somos hombres y
tenemos sentimientos como tales, hemos de sufrir como los hombres. No podemos
ser como los pájaros que huyen del nido en cuanto saben volar, y no reconocen a sus
padres cuando vuelven a verlos. Sin embargo, no puedo quejarme, porque siempre he
tenido salud, fuerza e inteligencia para disfrutar de mi trabajo; y también considero
una circunstancia muy dichosa el haber podido asistir a las clases nocturnas de Barde
Massey. Él me ha ayudado mucho a adquirir unos conocimientos que jamás hubiese
logrado por mí mismo.
—Eres un hombre raro, Adam —dijo Arthur después de una pausa en la que
estuvo contemplando a su amigo—. Sé dar un puñetazo mejor que la mayor parte de
los estudiantes de Oxford, pero estoy seguro de que me vencerías si tuviese que
pelear contigo.
—No quiera Dios que eso suceda nunca, señor —contestó Adam mirando
sonriente a Arthur—. Antes luchaba por diversión, pero no he vuelto a hacerlo desde
el día en que por mi causa el pobre Gil Tranter tuvo que pasar quince días en cama.
Jamás volveré a luchar con nadie, mientras no sea un canalla. Cuando se encuentra a
un individuo que carece de conciencia y de vergüenza, bien está el tratar de darle una
paliza.
Arthur no se rió preocupado con cierta idea que le hizo decir:
—Creo, Adam, que jamás has tenido que luchar contigo mismo. Estoy seguro de
que tendrías la fuerza de voluntad necesaria para dominar un deseo incorrecto con la
misma facilidad con que derribarías a un borracho inoportuno. Quiero decir, que
nunca has cometido la tontería de hacer algo que de antemano te hubieses prohibido
tú mismo.
—Es; verdad —contestó Adam lentamente, y después de larga vacilación—.
Cuando tomo alguna decisión no me vuelvo nunca atrás, excepto, desde luego,
cuando comprendo que no debía haberlo hecho. Cuando creo que me arrepentiría de
algo, no lo hago por mucho que pueda desearlo. Desde que supe sumar comprendí
que debía abstenerme de hacer cosas incorrectas, pues siempre son causa de
preocupaciones o disgustos. Es como cuando se hace mal un trabajo. Nunca pueden
adivinarse los perjuicios que llegarán a causar. Sería muy triste venir al mundo para
hacer peores y no mejores a nuestros semejantes. Sin embargo, existe una diferencia
entre las cosas que la gente considera incorrectas. Yo no creo que sea pecado una
tontería que alguien pueda cometer. De todos modos, mi defecto no es ser irresoluto,
sino todo lo contrario, porque cuando decido algo, aunque sea conmigo mismo, me
resulta muy duro y difícil volverme atrás.
—Eso es precisamente lo que me figuraba —dijo Arthur—. Tienes una voluntad

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de hierro y también un brazo férreo. Sin embargo, por vigorosa que sea la decisión de
un hombre, a veces le cuesta mucho cumplir su propósito. Por ejemplo, podemos
resolvernos a no coger cerezas y, para evitar la tentación, meternos las manos en el
bolsillo; pero ello no impedirá que se nos haga la boca agua.
—Es verdad, señor; pero de nada sirve tomar decisiones a veces, porque en el
mundo nos vemos obligados a hacer muchas cosas. La vida es algo muy distinto de la
feria de Treddleston, a la que asiste la gente con el único objeto de ver los puestos y
hacer compras. Pero ¿para qué le hablo de eso, señor? Usted lo sabe mejor que yo.
—No estoy muy seguro, Adam. Tú tienes cuatro o cinco años de experiencia más
que yo y, por otra parte, la vida ha sido para ti una escuela mejor que para mi el
colegio.
—Veo, señor, que opina de él como Barde Massey. Dice que el colegio convierte
a la gente en vejigas, que no sirven para nada más que para guardar lo que se meta en
ellas. Sin embargo, Barde tiene una lengua que corta y no hay que hacerle mucho
caso. Y ya hemos llegado a la curva del camino, señor. Si va a la rectoría, debo
despedirme de usted.
—Adiós, Adam, adiós.
Arthur entregó su caballo al mozo que halló en la puerta de la rectoría, y anduvo a
pie por la grava en dirección a la puerta que daba al jardín. Sabía que el rector
desayunaba siempre en su estudio y que éste se hallaba a la izquierda de aquella
puerta, frente al comedor.
Era una pequeña habitación de techo bajo, que pertenecía a la parte antigua de la
casa, y a la que oscurecían las sombrías cubiertas de los libros que llenaban los
estantes; sin embargo, aquella mañana tenía un aspecto muy risueño cuando Arthur
llegó ante la ventana abierta. El sol dirigía sus oblicuos rayos a la enorme pecera de
cristal que contenía algunos peces dorados, situada en una columna de escayola,
frente a la mesa en que desayunaba aquel solterón; junto a dicha mesa se veía un
grupo que habría hecho agradable cualquier habitación. El señor Irwine se sentaba en
un sillón de damasco carmesí, y en su rostro había la radiante lozanía habitual
después de su lavatorio matutino. Su mano regordeta, blanca y bien formada,
jugueteaba en el lomo pardo de Juno, y junto al rabo de la perra, que ella meneaba
con el placer apacible de una matrona, se revolcaban los dos cachorros entonando un
dúo de desagradables aullidos. Sobre un almohadón algo alejado estaba tendida Pug,
con el aspecto de una dama solterona que considera debilidades aquellas muestras de
familiaridad, y de este modo se abstenía todo lo posible de observarlas. Sobre la mesa
y junto al codo del señor Irwine, se veía el primer tomo de las obras completas de
Esquilo de Foulis, que Arthur reconocía sólo con verlo. Y la cafetera de plata que
Carroll llevaba despedía un aroma que completaba las delicias del desayuno de un
solterón.
—¡Hola, Arthur!, ¡buen muchacho! Llega a tiempo —exclamó el señor Irwine
mientras el joven entraba en la estancia saltando por la baja ventana—. Carroll,

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necesitaremos más café y huevos, y además, mira a ver si encuentras fiambre de pollo
para comérnosla con este jamón. ¡Caramba! Parece que estemos en otra época,
Arthur, porque por lo menos han trascurrido cinco años desde la última vez que vino
a desayunar conmigo.
—Hace una mañana muy agradable y me tentó para dar un paseo antes de
desayunar —dijo Arthur—. Y recordé también que tenía la costumbre de hacerlo con
usted cuando estudiábamos juntos. Mi abuelo está más frío en el desayuno que en las
restantes horas del día. Yo he llegado a sospechar que el baño le pone de malhumor.
Arthur deseaba dar a entender que no le llevaba allí ningún propósito concreto.
Apenas se vio en presencia del señor Irwine cuando desapareció la confianza que
poco antes tuviera en sí mismo, y el objeto de su visita le pareció muy distinto.
¿Cómo podría explicar a Irwine su situación, sin hablarle de las pequeñas escenas del
bosque, y cómo le haría el relato de lo ocurrido sin parecer tonto? Además recordó la
debilidad de que dio muestras al regresar de casa de Gawaine al hacer precisamente
lo contrario de lo que se había propuesto. Irwine le consideraría un majadero. Y se
propuso hablar del asunto de un modo impremeditado y dejar que la conversación lo
llevara a él.
—Yo disfruto más a la hora del desayuno que en cualquier otro momento del día
—dijo el señor Irwine—. A esta hora todavía tengo la mente limpia de polvo y así es
un espejo mejor para reflejar los rayos de las cosas. Además, procuro leer un libro
agradable, y es tanto lo que me gusta leer en estos momentos que hasta incluso llego
a formarme la ilusión de volver a ser un estudioso. Pero luego Dent me trae a un
pobre desgraciado que ha matado una liebre, y en cuanto he hecho justicia, según
dice Carroll, me siento inclinado a dar un paseo a caballo. En mi camino encuentro al
director del asilo, que me refiere una larga historia de un motín de los indigentes; y
así, a medida que avanza el día, vuelvo a ser el mismo individuo perezoso de
siempre. Uno necesita el estimulo de la simpatía y no he gozado de él desde que el
pobre D’Oyley salió de Treddleston. Si se hubiera aplicado más a los libros, bribón,
yo podría ahora abrigar mejores esperanzas. Pero en su familia no hay mucha afición
al estudio.
—Es verdad. Bastante haré con recordar algunas frases latinas para adornar mi
primer discurso en el Parlamento, dentro de cinco o seis años. Cras ingeris
iterabimus aequor, y otras cosas por el estilo de las cuales tal vez me acuerde y haré
lo posible para emplearlas. Pero no creo que un caballero rural tenga gran necesidad
de conocer a los clásicos; es preferible que conozca las buenas maneras.
Recientemente he leído los libros de vuestro amigo Arthur Young, y no hay nada que
pueda gustarme más que el poner en práctica algunas de sus ideas para explotar mejor
la tierra, y, como él dice, transformar una tierra inculta, toda del mismo tono oscuro,
en otra brillante y de colores variados y que abunde en trigo y en ganado. Mi abuelo
jamás me dejará gozar del menor poder mientras viva, pero me gustaría mucho cuidar
de las propiedades del lado de Stonyshire, que se hallan en muy mala situación, y

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encargarme de hacer mejoras en todas partes, para lo que recorrería las tierras paso a
paso. Me gustaría conocer a todos los labradores y que ellos, por su parte, me
saludasen al verme con gusto.
—¡Bravo, Arthur! Un hombre que no tiene afición a los clásicos no podría hacer
una apología mejor de ellos al entrar en el mundo que la que supone aumentar la
cantidad de víveres para mantener a los estudiantes y a los rectores que los aprecian.
Pero cuando usted inaugure su carrera de propietario modelo, deseo estar a su lado
para presenciarlo. Para completar el cuadro necesitará un rector majestuoso, que
perciba el diezmo de todo el respeto y de todo el honor que conquiste gracias a su
duro trabajo. De todos modos, no se haga ilusiones acerca del agradecimiento que
obtendrá, pues no tengo ninguna seguridad de que los hombres aprecien a quienes
tratan de serles útiles. Ya sabe que Gawaine ha conquistado la maldición de todos los
vecinos a causa de aquella valla. Es preciso que, de antemano, se decida sobre si lo
que quiere es conquistar la popularidad o si prefiere ser útil, pues si no toma una
decisión previa, es posible que no alcance ninguno de los dos objetivos.
—¡Oh! Gawaine es hombre de maneras poco simpáticas y que no se ha hecho
agradable a sus arrendatarios. Estoy persuadido de que se puede obtener todo de la
gente tratándola con bondad. Por mi parte, no podría vivir en una vecindad en la que
no fuese respetado y amado, pues me resulta muy agradable ir a visitar a los
arrendatarios que, aparentemente, me quieren. Supongo que debe de parecerles ayer
cuando yo era un muchachito que montaba un poney tan grande como una oveja. Y si
se les concedieran ventajas y se hiciesen reparaciones en sus casas y cobertizos, creo
que, aunque son tontos, se les podría convencer de que explotaran la tierra de un
modo más conveniente.
—Pues entonces tenga cuidado de enamorarse de la mujer conveniente y no se
case con una que le exprima la bolsa y le obligue a cometer tonterías. Algunas veces
mi madre y yo discutimos sobre usted, y en tales ocasiones yo siempre digo: «No
puedo arriesgarme a profetizar lo que hará Arthur hasta conocer a la mujer de quien
se enamore». Mi madre cree que su futura esposa le dominará, como la luna gobierna
las mareas. Yo le defiendo, sin embargo, en mi calidad de maestro, y sostengo que no
es tan blando. Por consiguiente, procure no defraudar mi opinión.
Arthur se disgustó al oír estas palabras, porque la aguda opinión del señor Irwine
sobre él le producía el efecto desagradable de una profecía siniestra. Aquello
constituía otra razón para perseverar en sus intenciones y lograr una seguridad
adicional contra sí mismo. No obstante, y en vista del curso de la conversación, se
sintió menos inclinado a referir su historia con Hetty. El joven tenía una naturaleza
impresionable y hacía mucho caso de las opiniones de los demás con respecto a sí
mismo. Y el mero hecho de hallarse en presencia de un amigo íntimo que no
sospechaba la lucha interna que había ido a confiarle, le inducía a no hablar de
aquello, aparte de que Irwine no podría hacer nada que él mismo no fuera capaz de
realizar. A pesar de la cojera de Meg, se marcharía a Eagledale y hasta montaría a

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Rattler, dejando que Pym le siguiese como pudiera con algún caballo viejo. Esta fue
la idea que tuvo en el momento de echar azúcar en el café; pero luego, al llevarse la
taza a los labios, recordó cuán decidido había estado la noche anterior a referírselo
todo a Irwine. No, no vacilaría más, y haría lo que se había propuesto. Por tanto,
convenía impedir que la conversación tratase de asuntos menos personales, pues si
empezaban a hablar de cosas indiferentes sus dificultades resultarían mayores. Estas
ideas cruzaron con rapidez por su mente, de modo que apenas hubo una pausa,
replicó:
—Por mi parte, creo que es un pobre argumento contra la fuerza de voluntad de
un hombre el hecho de que sea más o menos apto para dejarse conquistar por el amor.
Una salud excelente no da ninguna garantía contra la viruela o cualquier enfermedad
inevitable. Y también es posible que un hombre demuestre gran firmeza de carácter
en otros asuntos y, sin embargo, sea embrujado por una mujer.
—Es verdad —contestó Irwine—. Pero hay cierta diferencia entre el amor y la
viruela o el embrujamiento. Por ejemplo, si observa síntomas de una enfermedad en
su primera fase y se apresura a cambiar de aires, es muy probable que la evite.
Existen, además, otros medios al alcance de un hombre para imaginarse las
consecuencias desagradables de lo que hace; eso equivale a un cristal ahumado por el
que podemos mirar a una mujer hermosa a fin de discernir su verdadera figura,
aunque temo que en el momento conveniente no se disponga de ese cristal ahumado.
E incluso me atrevo a afirmar que hasta los hombres fortificados por el conocimiento
de los clásicos pueden contraer un matrimonio imprudente, a pesar de los avisos que
da el coro en el Prometeo.
En el rostro de Arthur se dibujó una débil sonrisa pero, en lugar de seguir
hablando en broma como el señor Irwine, replicó con gran seriedad:
—Sí. Eso es lo peor. Resulta muy desagradable que después de las reflexiones y
de las decisiones que se hayan tomado vengan a gobernarnos de un modo que no
podamos prever. No creo que deba censurarse a un hombre a pesar de que realice
determinadas acciones contrarias a su resolución.
—Pero es preciso tener en cuenta, hijo mío, que lo mismo que sus reflexiones, y
aún más, se hallan en su naturaleza los impulsos de sus actos. Nadie puede hacer algo
contrario a su propia naturaleza. El hombre lleva en sí el germen de sus actos, aun los
más excepcionales; y si nosotros, personas prudentes, cometemos alguna tontería en
una ocasión dada, hemos de aceptar que en cada kilo de sabiduría que poseemos están
mezclados algunos gramos de tontería.
—Sí, pero podemos vernos obligados por las circunstancias a hacer determinadas
cosas que uno por sí mismo no habría hecho.
—También es verdad que nadie puede robar un billete de banco si no lo tiene al
alcance de la mano, aunque no nos hará creer que es un hombre honrado el hecho de
que se ponga a soplar para que el billete caiga en su camino.
—De todos modos, no creo que consideréis tan mal a quien lucha contra una

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tentación, aunque sea para caer finalmente en ella, como al que ni siquiera trata de
resistir.
—No, hijo mío. Le compadezco en proporción con su lucha, porque ésta
demuestra su sufrimiento interior, que es la peor forma de Némesis. Las
consecuencias son despiadadas. Nuestros actos acarrean sus terribles consecuencias,
aparte de las fluctuaciones que antes pudieron tener, y esas consecuencias pocas
veces ejercen su efecto sólo en nosotros. Y es mejor fijar nuestras mentes en esta
certeza, en vez de examinar cuáles pueden ser las excusas de nuestros actos. De todos
modos, nunca le creí tan aficionado a las discusiones morales, Arthur. ¿Corre acaso
algún peligro que esté examinando ahora de un modo general y filosófico?
Al hacer esta pregunta, el señor Irwine alejó de sí el plato que tenía delante, se
reclinó en el respaldo de su sillón y se quedó mirando a Arthur. Sospechaba que éste
quería decirle algo, y quiso allanarle el camino con esta pregunta. Pero se equivocó.
Al verse repentinamente en el borde de su confesión, Arthur retrocedió y se sintió
menos dispuesto que nunca a referir su historia. La conversación había adquirido un
tono de seriedad mayor que el que se había propuesto, y ello hizo creer a Irwine que
sentía una profunda pasión por Hetty, cuando eso no era cierto. Arthur se sonrojó y se
irritó consigo mismo por esta causa.
—¡Oh, no! Nada de peligro —dijo con cuanta indiferencia pudo—. Ignoro si soy
más irresoluto que otras personas; únicamente que a veces ocurren pequeños
incidentes que le obligan a uno, a pensar en lo que pueda ocurrir en el futuro.
¿Existía algún motivo causante de esta reserva de Arthur, aunque él mismo no lo
admitiese? Nuestros asuntos mentales se gobiernan del mismo modo que los del
Estado. Una gran parte del trabajo lo realizan algunos agentes desconocidos. También
en una máquina suele haber una ruedecita que apenas se ve y de la que depende el
movimiento de otras piezas mayores. Era posible que en aquel momento hubiese
algún agente desconocido que gobernara la mente de Arthur y quizás todo se debiese
al temor de confesarse con el rector y luego no tener la fuerza de voluntad de atenerse
a sus propias decisiones. No me atrevo a afirmar que no fuese así, porque el alma
humana es muy complicada.
Mientras el rector contemplaba a Arthur, cruzó por su mente la idea de Hetty,
pero la respuesta indiferente del joven le dio a entender que no podía existir nada
serio sobre el particular. No había ninguna probabilidad de que Arthur viese a la
joven más que en la iglesia o en su propia casa, bajo la vigilancia de la señora Poyser;
y la indicación que el otro día le había dado a Arthur acerca de la muchacha, no tenía
más importancia que la de impedir que éste suscitase la vanidad de aquella niña,
perturbando así el rústico drama de su vida. Arthur no tardaría en reunirse con su
regimiento y en alejarse de allí. No. Por aquel lado no había ningún peligro, aunque
el carácter de Arthur no lo garantizara. Su orgullo y honradez al tratar de proteger a
todos los que le rodeaban para lograr el respeto general, era una salvaguardia incluso
contra el más tonto romance y mucho más aún contra una insensatez. Y era evidente

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que si Arthur había tratado de referirse a algo no había querido entrar en detalles, y el
señor Irwine era demasiado delicado para manifestar siquiera una curiosidad
amistosa.
El rector comprendió que se imponía cambiar de conversación y dijo:
—Ahora que recuerdo, Arthur: en el cumpleaños de su coronel se hicieron
algunas manifestaciones de gran efecto en honor de Inglaterra, de Pitt y de la milicia
de Loamshire, y, sobre todo, del «generoso joven» que fue el héroe del día. Creo que
debería procurar algo semejante para asombrar nuestras débiles mentes.
Había desaparecido la oportunidad. Mientras Arthur vacilaba, se desvaneció la
cuerda a la que podía haberse agarrado y, por consiguiente, se vio obligado a salvarse
librado a sus propias fuerzas.
Diez minutos más tarde llamaron al señor Irwine para que se ocupara de sus
asuntos, y Arthur, después de despedirse, montó a caballo muy poco satisfecho de sí
mismo, aunque se consoló diciéndose que partiría en dirección de Eagledale
inmediatamente.

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LIBRO SEGUNDO

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XVII

EN EL QUE LA HISTORIA SE DETIENE UN POCO

«E l rector de Broxton no es más que un pagano —oigo exclamar a alguna de mis


lectoras—. Habría resultado más edificante hacerle dar a Arthur algún buen
consejo espiritual. Habría usted podido poner en sus labios algunas bellas
expresiones, que equivaldrían a la lectura de un sermón».
Claro que sí que habría podido hacerlo, mi bella lectora, si yo fuese un novelista
hábil y no me viese obligado a ceñirme servilmente a la naturaleza y a los hechos, si
fuese capaz de representar las cosas tal como no han sido ni serán jamás. Entonces
mis personajes serían enteramente de mi propia cosecha y hubiera podido escoger el
tipo más habitual de ministro, poniendo siempre en sus labios mis admirables
opiniones personales. Pero ya hace rato que debe usted de haberse dado cuenta de que
no tengo vocación tan elevada, y de que sólo aspiro a representar fielmente a los
hombres y a las cosas que se reflejan en mi espíritu. El espejo es doblemente
defectuoso; los contornos a veces saldrán borrosos, la imagen, débil o confusa. Pero
me esfuerzo en mostrarle, tan exactamente como puedo, cuál es este reflejo, como si
me encontrara en el banquillo de los testigos haciendo mi declaración jurada.
Hace sesenta años —ya ha llovido algo desde entonces, y no es extraño que las
cosas hayan cambiado—, los ministros no eran todos hombres de mucho celo. En
realidad, podemos creer que los que demostraban tener celo en su misión eran muy
pocos, y es probable que si un miembro de esa pequeña minoría hubiese sido titular
de los curatos de Broxton y de Hayslope el año 1799, no lo habríamos amado más
que a monseñor Irwine. Podría apostar diez contra uno que le habría usted encontrado
falto de gusto y, además, indiscreto. ¡Es tan raro encontrar aquel justo medio que
reclaman nuestras opiniones más lúcidas y nuestro gusto más refinado! Y quizá me
diga usted: «Entonces, retoque un poco los hechos, para que concuerden mejor con
esas figuras correctas que tenemos el privilegio de poseer. El mundo no es
propiamente como lo quisiéramos. Dele, pues, unos retoques de buen gusto, y haga
que no resulte una cosa tan confusa y embrollada. Que cuantos tengan opiniones
irreprochables obren en consecuencia. Que sus personajes viciosos sean siempre
culpables, y que los honrados obren siempre virtuosamente. De este modo y a simple
vista podremos apreciar las gentes y las cosas que debemos condenar, lo que también
nos permitirá admirar sin tener que modificar nuestras ideas preconcebidas.
Podremos odiar y despreciar, con aquel placer delicioso característico de una
confianza justificada».
Pero, querida amiga, ¿qué haría usted de ese feligrés que contradice a su marido
en la sacristía? ¿De ese nuevo vicario cuyo modo de predicar le desagrada y al que
considera muy por debajo de su predecesor? ¿De ese honrado criado que la atormenta

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con sus faltas? ¿De su vecina, la señorita Green, que se portó magníficamente con
usted durante su última enfermedad, pero que comentó algunas cosas malas de usted
en su convalecencia? ¿Y hasta de su propio marido, que tiene algunas costumbres
irritantes, además de que no se limpia los zapatos al entrar? Todos esos mortales,
nuestros semejantes, deben ser aceptados tal como son. Son esas gentes, entre las que
transcurre su vida, las que usted debe saber tolerar, compadecer y amar. Son esas
personas, más o menos feas, sin talento, insociables, aquellas en las que debe usted
ser capaz de admirar los buenos impulsos y en favor de las cuales debe esperar
siempre caritativamente. No quisiera, aunque pudiese, ser el hábil novelista creador
de un mundo superior a éste en que nos levantamos por la mañana para entregarnos a
nuestros trabajos diarios, y del que, tal vez, acabara usted contemplando con ojos
duros y fríos los caminos polvorientos y los campos de verde normal, del mismo
modo que a esos hombres y a esas mujeres realmente existentes, que pueden quedarse
helados con su indiferencia o sufrir con sus prejuicios, que pueden ser regocijados o
animados por su simpatía, su apoyo, sus buenos consejos y recta justicia.
Me contento, pues, narrando esta simple historia, sin intentar hacer aparecer las
cosas mejores de lo que son, y sin temor a nada más que a la falsedad, la cual, a pesar
de nuestros mejores esfuerzos, debe ser temida siempre. El error es muy fácil, y la
verdad, muy difícil. El lápiz se presta con agradable facilidad a dibujar un grifo;
cuanto más largas sean las garras y más anchas las alas, nos parecerá mucho mejor.
Pero esa maravillosa facilidad, que nos parecía genial, es probable que nos abandone
cuando nos propongamos dibujar sin exageración un león verdadero. Examinad bien
vuestras palabras y encontraréis que, hasta cuando no tenéis ningún motivo para ser
falsos, es muy difícil decir la verdad exacta, hasta con respecto a vuestros
sentimientos actuales. Mucho más difícil que decir algo bello que no sea
rigurosamente verdadero.
Es por esa rara y preciosa cualidad de la verdad que me complazco tanto
contemplando esas pinturas holandesas que desprecian las gentes de espíritu superior.
Encuentro una fuente de deliciosa simpatía en las representaciones fieles de una
monótona existencia íntima, como lo es la de la mayor parte de nuestros semejantes,
mucho más que en una vida de grandeza o de indigencia absoluta, de sufrimientos
trágicos o de actos brillantes. Paso, sin vacilar, de la aureola de los ángeles, de los
profetas, de las sibilas, de los héroes militares, a una mujer anciana inclinada sobre su
tiesto de flores, o bien haciendo su comida solitaria, mientras la luz del día, tamizada
quizá por una cortina de follajes, cae sobre su cofia y va a morir al borde de su tomo
de hilar o de su cántaro de tierra, o de tantos objetos de poco precio que constituyen
para ella las más preciosas necesidades de su vida. También me atrae esa boda de
aldea, encerrada entre cuatro paredes ennegrecidas, en la que un gordinflón, que es el
novio, abre el baile con una novia de hombros subidos y de ancho rostro, mientras
unos amigos viejos o de edad madura, de facciones poco regulares, los contemplan
con una expresión de contento y de benevolencia. «¡Bah! —exclamará algún idealista

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—. ¡Qué detalles tan vulgares! ¿Por qué tanto trabajo para reproducir la semejanza
exacta de las mujeres viejas y de los novios gordinflones? ¡Qué peldaño tan bajo de la
existencia! ¡Qué gente tan fea y grosera!».
Pero, gracias a Dios, existen cosas que pueden amarse, aunque no sean
precisamente bellas, a mi parecer. No tengo la absoluta seguridad de que la mayor
parte de la raza humana no sea fea. Hasta entre los más puros tipos de los habitantes
de Gran Bretaña, las figuras rechonchas, las narices mal dibujadas y las pieles
morenas no constituyen excepciones raras. Sin embargo, hay mucha ternura y mucho
afecto en nuestras familias. Tengo uno o dos amigos cuyas facciones son tales que el
bucle de Apolo en lo alto de su frente sería algo ridículo. Sin embargo, me consta que
hubo corazones tiernos que palpitaron por ellos, y sus retratos, poco bonitos, aunque
bastante favorecidos, han sido besados en secreto por labios maternales. He visto más
de una excelente matrona que en sus años jóvenes no pudo nunca ser bella, conservar
en un cajón secreto un viejo paquete de cartas de amor, sin que por ello sus dulces
hijos dejaran de cubrirle de besos las pálidas mejillas. Creo que ha existido un buen
número de jóvenes héroes, de talla mediana y barba rala, que creyeron imposible
amar nunca a nadie que no fuese una Diana y que, sin embargo, en la mitad del
camino de su vida, se encontraron unidos a una mujer menos que vulgar. Sí, gracias a
Dios, el amor humano es como los ríos poderosos que fecundan la tierra. No espera
que llegue la belleza, sino que se lanza con fuerza irresistible y la trae consigo.
¡Honor y respeto a la perfección divina de la forma! Busquémosla tanto como sea
posible en los hombres, las mujeres y los niños, en nuestros jardines y en nuestras
moradas. Pero sepamos también amar esa otra belleza que no reside en los secretos de
la proporción, sino en los de una profunda simpatía humana. Pintad, si queréis, un
ángel con ropas violetas, y con el rostro fulgurante de luz celeste; pintad una madona
de dulce figura, con el rostro levantado hacia el cielo, extendiendo los brazos para
recibir la gloria divina, pero no nos impongáis ninguna regla estética que deba
expulsar de las regiones del arte esas viejas mujeres que preparan las zanahorias con
sus manos descarnadas, ni esos pesados bailarines que se divierten en una taberna
llena de humo; esas espaldas redondeadas, esos rostros sencillos y tostados por el sol
que se encorvaron de tanto hundir el azadón y que soportaron el rudo trabajo de este
mundo; esos interiores con sus platos de cobre, sus cántaros pardos, sus perros de
pelo grosero y sus cadenas de cebollas. ¡Se encuentran tantas gentes como ésas,
vulgares y groseras, cuya vida no ofrece ningún infortunio sentimentalmente
pintoresco! Es necesario que nos acordemos de su existencia, pues, en caso contrario,
podríamos acabar dejándolas al margen de nuestra religión y de nuestra filosofía, y
establecer teorías tan elevadas que sólo se adaptarían a un mundo excepcional. Que la
pintura, en consecuencia, nos lo recuerde siempre; tengamos constantemente hombres
dispuestos a dar con amor el trabajo de su vida a la representación fiel de las cosas
sencillas; hombres que sepan ver la belleza de los objetos ordinarios y que hallen su
felicidad en demostrar que la luz de los cielos se complace en iluminarlos. Hay pocos

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profetas en el mundo, pocas mujeres de una belleza sublime, pocos héroes. Yo no
puedo resignarme a otorgar todo mi amor y todo mi respeto a esos seres raros.
Necesito una parte de esos sentimientos para concederlos a mis semejantes de cada
día, sobre todo al pequeño número de aquellos que forman para mí el primer plano de
esa gran muchedumbre, aquellos cuyo rostro conozco, cuya mano estrecho y a los
cuales debo ceder el paso con benévola cortesía. Los pintorescos mendigos o los
criminales dramáticos no se encuentran tan frecuentemente como nuestro labrador
ordinario que gana honradamente su pan y se lo come prosaicamente, cortándolo con
su cuchillo de bolsillo. Es más probable y necesario que una fibra simpática me una a
ese ciudadano vulgar que me pesa el azúcar, y que lleva una corbata que no hace
juego con su chaleco; mucho más necesario y probable que a ese soberbio malvado
que lleva manto rojo y plumas verdes. Prefiero que mi corazón se hinche de tierna
admiración por algún rasgo de amable bondad de las gentes mediocres que se sientan
en mi hogar, o del modesto ministro de mi parroquia, aunque no sea un Oberlin o un
Tillotson, que por los altos hechos de unos héroes que no conozco personalmente, o
por el más admirable conjunto de gracias clericales que jamás haya concebido un
hábil novelista.
Y vuelvo a monseñor Irwine, para el que os ruego una caridad perfecta, por muy
lejos que se halle de responder de un modo exacto a lo que esperáis de un carácter
eclesiástico. Quizá creéis que no era, como debiera serlo, una viva demostración de
los beneficios que el alma humana espera de un ministro de su iglesia. Pero no estoy
seguro de esto. Sólo sé que las gentes de Broxton y de Hayslope hubiesen sufrido
mucho si llegan a obligarles a separarse de su pastor, y que la mayoría de rostros se
iluminaban cuando él se les acercaba. Hasta que pueda probarse que el odio es más
saludable que el amor, creeré que la influencia del señor Irwine, en su parroquia, era
más útil que la del celoso señor Ryde, que, veinte años más tarde, sucedió al señor
Irwine, cuando éste pasó a mejor vida. Es verdad que el señor Ryde insistía
fuertemente sobre las doctrinas de la religión, hacía muchas visitas a sus feligreses,
condenaba severamente los deseos de la carne, y hasta hizo cesar de una vez las
rondas de Navidad de los cantores de la iglesia, porque fomentaban la embriaguez y
trataban con demasiada ligereza las cosas santas. Pero yo recogí, de la boca de Adam
Bede, con quien yo hablé de eso en su ancianidad, que pocos ministros fracasaron
tanto en ganar los corazones de sus feligreses como monseñor Ryde. Insistía mucho
sobre las opiniones y los puntos de doctrina, de modo que casi todos los cincuenta
asistentes a los oficios aprendieron a distinguir el Evangelio puro de lo que no parecía
precisamente formar parte de él, tan bien como si hubiesen nacido y hubiesen sido
criados en el propio templo. Después de su llegada, durante algún tiempo, pareció
que realmente existía un movimiento religioso en aquel tranquilo distrito rural.
—Pero —añadía Adam— empecé a ver claramente, cuando dejé de ser un
muchacho, que la religión es algo más que una serie de opiniones. No son las
opiniones las que impulsan a la gente joven a realizar buenas acciones, sino los

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sentimientos. Ocurre con las opiniones, en religión, como con las matemáticas: un
hombre puede ser muy capaz de resolver de memoria los problemas mientras fuma su
pipa cerca del hogar, pero si se trata de construir una máquina o un edificio, es
preciso que tenga voluntad, decisión, y que ame algo más que sus comodidades. De
una manera o de otra, sea cual fuere la causa de ello, lo cierto es que las gentes
comenzaron a hablar con ligereza del señor Ryde, y la congregación empezó a
declinar. Creo que, en el fondo, sus intenciones eran buenas; pero hay que decir que
tenía el carácter difícil, que quería disminuir el salario de los que trabajaban para él, y
que esto no podía favorecer a su predicación. Quería hacer de juez en su parroquia y
castigar a las gentes que se portaban mal; las aludía desde lo alto de su púlpito como
hubiese podido hacerlo un predicador iluminado; y hay que confesar que, a los tibios
o disidentes, les hacía mayor guerra que el señor Irwine. Y, además, que no sabía
contentarse con sus ingresos, pues al principio pareció creer que seiscientas libras
esterlinas al año debían convertirle en un hombre tan importante como el señor
Donnithorne. Noté muchas veces esta tontería en ministros pobres que de pronto
alcanzaban un curato de alguna importancia. El señor Ryde gozaba de reputación, que
al parecer llegaba lejos, y hasta escribía libros, pero era tan ignorante como una mujer
en cuestiones de matemáticas y de la naturaleza de las cosas. No puede negarse que
era muy sabio en dogmas, pero entendía poco de negocios. En cambio, el señor
Irwine era el polo opuesto; comprendía al instante lo que querían decirle; conocía
todo lo relativo a la construcción, y sabía comprender cuándo se trabajaba bien. Se
portaba como un hidalgo con los granjeros, las mujeres ancianas y los labradores,
igual que con los burgueses. No se le veía jamás imponerse, refunfuñar, reñir o hacer
el déspota. ¡Ah! Era el hombre más guapo que se haya conocido, y muy bueno para
su madre y hermanas. Aquella pobre enferma, la señorita Ana, tuvo mucha suerte con
él. Se preocupaba de ella más que de todas las cosas del mundo. Nadie
absolutamente, en la parroquia, tenía nada que decir contra él, y sus criados
permanecían en su casa hasta que se hacían viejos y ya eran impotentes para trabajar,
cosa que le obligaba a buscar otros.
—¡Muy bien! —dije yo—. Era una excelente manera de predicar para los días de
entre semana; pero quizá si su viejo amigo, el señor Irwine, pudiese volver a la vida y
subir al púlpito el domingo próximo, le daría a usted vergüenza si no lo oyera
predicar mejor, después de todos sus elogios.
—No, no —dijo Adam, irguiéndose y repantigándose en su silla como si
estuviera dispuesto a aceptar todas las consecuencias de cuanto había dicho—; nadie
me ha oído decir nunca que monseñor Irwine fuese un predicador famoso. No
penetraba mucho en la experiencia moral. Sé muy bien que hay muchas cosas en la
vida interior que no pueden medirse con cartabón; que no se puede decir: «Haced
esto, y obtendréis aquello»; o bien: «Haced esto, y saldrá lo de más allá». No. Tantas
cosas ocurren dentro del alma que, en ciertos momentos, los sentimientos penetran en
ella como un viento impetuoso, como dice la Escritura, y parecen dividir la vida en

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dos, de modo que te contemplas como si fueras otro. Esta clase de cosas no puede
encerrarse en un «haz esto y haz aquello», y esto lo mantendré contra quien sea. Eso
me demuestra que, en religión, hay cosas profundas, cosas abstractas. No podemos
expresarlas exactamente con palabras, pero podemos sentirlas. Monseñor Irwine no
abordaba esa clase de temas; hacía cortos sermones de moral, y eso era todo. Pero se
comportaba muy en consonancia con lo que decía. No se presentaba hoy como un
hombre diferente de los demás y mañana parecido a ellos como un guisante a otro
guisante. Se hacía amar y respetar, cosa que valía más que calentar la bilis de la gente
con palabras demasiado incisivas. La señora Poyser acostumbraba a decir, y ya sabe
usted que tenía una palabra para cada cosa: «Monseñor Irwine era como un plato de
buen guisado, que te gusta sin que te des cuenta, y monseñor Ryde es como una dosis
de medicina que te amarga y atormenta para dejarte igual que antes».
—Pero ¿monseñor Ryde no predicaba mucho más sobre esa parte espiritual de la
religión de que habla usted, Adam? ¿No sacaba más provecho de sus sermones que
de los de monseñor Irwine?
—¡Ah! No sé. Predicaba mucho sobre los dogmas. Pero, como ya le dije, más
tarde comprendí claramente que la religión debe hablar más a los sentimientos que al
cerebro, de manera que pueda hablarse de sus temas aunque no los hayamos conocido
nunca, del mismo modo que un hombre puede hablar de las herramientas cuyos
nombres conoce, aunque no las haya visto nunca ni manejado jamás. He oído muchos
sermones en mi vida, pues acompañaba a menudo a Seth para oír a los predicadores
de nuestro país, desde la edad de dieciséis años, y quedaba muy perplejo oyendo a los
arminianos y a los calvinistas. Los wesleyanos, como ya sabe usted, eran partidarios
de los arminianos, y Seth, que no pudo soportar nunca la severidad y que creyó
siempre en el progreso moral, se pronunció enseguida por los wesleyanos. Yo no me
decidía, y un día discutí con uno de mis maestros de Treddleston. Y tanto lo apremié
por todos lados, que acabó diciéndome: «Amigo mío: el diablo se sirve de tu orgullo
y de tu presunción como de una espada guerrera contra la sencillez de la verdad».
»En aquella época, sólo fui capaz de echarme a reír, pero después comprobé que
aquel hombre tenía razón. Comencé a ver que ese modo de volver y revolver el
significado de tal o cual texto no constituye una parte esencial de la religión.
Pasaremos horas y más horas sutilizando sobre esos temas, y saldremos de ello más
aturdidos y preocupados que antes. Decidí, pues, no ir a ningún otro sitio, y
acostumbrarme a frecuentar la iglesia parroquial, a oír a monseñor Irwine, pues
cuanto decía era bueno y apropiado para hacernos mejores, a fuerza de meditar sus
palabras. Me pareció que lo mejor para el bien de mi alma era situarme humildemente
ante los misterios de los caminos de Dios, en vez de charlar sin descanso de cosas que
no podía comprender. Hay que tener en cuenta que son cuestiones enrevesadas, y,
después de todo, ¿hay algo, dentro o fuera de nosotros, que no nos venga de Dios? Si
tomamos la decisión de obrar bien, es debido a que Él nos la inspiró en un momento
dado, pero comprendo claramente que no podremos hacerlo nunca sin una firme

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voluntad, y esto me basta.
Adam, como veis, era un cálido admirador, quizá un juez parcial del señor Irwine,
como, afortunadamente, lo somos todos de aquellos con los cuales hemos convivido
familiarmente. Sin duda que esa admiración será objeto de desprecio, como si de una
debilidad se tratara, por elevadas inteligencias que aspiran a un ideal y, por otro lado,
viven oprimidas en la convicción de que sus impresiones son demasiado exquisitas
para encontrar a personas dignas de ellas entre sus semejantes de cada día. En ciertas
ocasiones pude considerar esos caracteres escogidos, y saqué la convicción de que
contribuyen a demostrar que los grandes hombres son apreciados en demasía,
mientras que los mediocres son tenidos en excesivo menosprecio. Si queréis
conservar vuestra fe en el heroísmo humano, no hagáis nunca ninguna peregrinación
para contemplar a un héroe. Confieso que a menudo evité cobardemente confesar mi
propia experiencia a esos espíritus perfectos y sutiles. Creo que incluso llegué a
aprobar su conducta con una sonrisa hipócrita, o que les animé con un epigrama sobre
la naturaleza cambiante de nuestras ilusiones, cosa que cualquier persona, un poco al
corriente de la literatura francesa, puede hacer en cualquier momento. La
conversación, como supongo habrán observado algunos sabios, no es siempre
honradamente sincera. Pero, en descargo de mi conciencia, declaro que experimenté
verdaderos impulsos entusiastas de admiración por buenos ancianos que hablaban un
inglés horrible, que a veces tenían el carácter huraño, y que no actuaron nunca en una
esfera de acción superior a la de los inspectores parroquiales, por ejemplo. Pero lo
que me ayudó a comprender que la naturaleza humana merece ser amada, que me
enseñó algo de su profunda elocuencia y de sus sublimes misterios, fue vivir mucho
con gentes más o menos vulgares y sin imaginación, de cuyos labios quizá no
escucharíais nada que fuera muy notable si os informarais entre sus vecinos. Se puede
apostar diez contra uno que los tenderos que los rodean no vieron absolutamente nada
de particular en ellos. Observé que esas naturalezas escogidas que aspiran al ideal y
que no encuentran en lo que las rodea nada suficientemente grande para obtener su
respeto o su amor, se parecen especialmente a las naturalezas más cerradas y
mezquinas. Por ejemplo, a menudo oí al señor Gedge, el posadero del Royal Oak, que
tenía por costumbre mirar con desprecio a sus vecinos de la aldea de Shepperton,
resumir su opinión sobre ellos, que eran las únicas gentes que conocía, con estas
enfáticas palabras: «¡Ah, señor, ya se lo dije a menudo, y se lo repetiré: en esta
parroquia sólo tenemos a pobres diablos, sí, señor: pobres diablos, grandes y
pequeños!».
Creo que tenía una idea confusa de que, si se hubiese marchado a alguna otra
parroquia lejana, habría encontrado a vecinos dignos de él. Efectivamente, se trasladó
más tarde al Saracen’s Head, un establecimiento floreciente, en una calleja lejana de
una pequeña aldea próxima. Pero, cosa original: encontró a las gentes de aquella calle
precisamente iguales a las de Shepperton: «Pobres diablos, señor, pobres diablos
grandes y pequeños. Y los que consumen mucho no valen más que los que sólo

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consumen por algunos centavos. Todos ellos, pobres diablos, señor…».

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XVIII

LA IGLESIA

¡H etty! ¡Hetty! ¿No sabes que la función de iglesia empieza a las dos, y ya es la
una y media? ¿No tienes nada mejor en que pensar hoy domingo, cuando van a
enterrar al pobre Mathias Bede, que se ahogó en plena noche, lo cual es bastante para
hacer estremecerse a cualquiera, menos a ti, por lo visto, que sólo piensas en
acicalarte como si tuvieras que asistir a una boda y no a un entierro?
—El caso es, tía —contestó Hetty—, que no he podido estar lista al mismo
tiempo que los demás porque antes he tenido que ocuparme de las cosas de Totty. Y
no sabes lo que me ha costado lograr que se estuviese quieta.
Hetty bajaba entonces la escalera y la señora Poyser, que llevaba un chal y un
gorro muy sencillos, estaba de pie en la parte inferior. Si alguna vez una joven
pareció hecha de rosas, sin duda fue Hetty vestida con el traje y con el sombrero de
los domingos. El sombrero tenía adornos rosas, y en cuanto al traje, era de color
blanco con manchas también rosas. En toda su persona no había otros colores que
blanco y rosa, a excepción de su cabello oscuro, sus ojos y sus zapatitos con hebillas.
La señora Poyser se enfadó consigo misma porque apenas pudo contener una sonrisa,
como le ocurre a cualquier mortal que contempla alguna cosa muy hermosa y
agradable. Por eso se volvió sin decir nada y fue a reunirse con el grupo que esperaba
más allá de la puerta de la casa. Hetty la siguió y estaba tan excitada pensando en una
persona a quien esperaba ver en la iglesia, que apenas sentía el suelo que pisaba.
El grupo emprendió la marcha. El señor Poyser llevaba su traje de los domingos
de color pardo, con chaleco rojo y verde, cruzado por una cinta también verde a la
que estaba unido un gran sello de cornalina colgando del extremo en que se hallaba
su reloj de bolsillo; llevaba un pañuelo de seda de tono amarillento en tomo al cuello
y unas excelentes medias grises de punto acanalado, hechas por la señora Poyser en
persona y que hacían resaltar la robustez de sus pantorrillas. El señor Poyser no tenía
ninguna razón para avergonzarse de ellas y sospechaba que el creciente abuso de las
botas altas y de otras modas que tendían a disimular los miembros tenían su origen en
una desagradable degeneración de las piernas. Menos razones tenía aún para
avergonzarse de su redonda y risueña cara, que era la imagen del buen humor, cuando
dijo «Ven, Hetty. Venid, pequeños», y, dando el brazo a su mujer, inició la marcha
atravesando la puerta en dirección al patio.
Los pequeños aludidos por su padre eran Marty y Tommy, muchachos de nueve y
siete años respectivamente, que llevaban unas chaquetitas de fustán provistas de cola
y pantalones cortos. Ambos hermanos tenían las mejillas sonrosadas y los ojos
negros. Se parecían tanto a su padre como los elefantes cachorros se asemejan a sus
mayores. Hetty iba entre ellos y detrás la seguía la paciente Molly, cuyo deber

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consistía en llevar a Totty en brazos mientras atravesaban la era y cuando pasaran por
los sitios encharcados del camino; pues Totty, que se había restablecido rápidamente
de la fiebre que la amenazaba, insistió en querer ir aquel día a la iglesia y
especialmente en llevar su collar rojo y negro por encima de su esclavina. Y aquella
tarde encontraron muchos charcos que obligaron a Molly a coger en brazos a la niña,
pues, en efecto, por la mañana habían caído varios chaparrones y las nubes aún se
amontonaban y formaban plateadas masas en el horizonte.
Si el lector hubiera podido verse de pronto en la era de la granja, ni por un
momento habría dejado de comprender que era domingo. Los gallos y las gallinas
parecían notarlo tan bien que apenas emitían algún apagado cacareo, incluso el bull-
dog parecía ser menos salvaje y estar dispuesto a contentarse con un mordisco menor
que de costumbre. En cuanto a la luz del sol, brillaba de un modo especial, como si
recomendase a todo el mundo el descanso y no el trabajo; ella misma dormitaba sobre
el cobertizo de vacas cubierto de musgo, sobre el grupo de blancos ánades que
descansaban juntos con los picos debajo de sus alas, sobre la vieja y negra marrana,
lánguidamente tendida en la paja, mientras que el mayor de sus hijos había hallado un
excelente lecho de muelles en las carnosas costillas de su madre; sobre Alick, el
pastor, que llevaba un traje nuevo y se entregaba a una siesta interrumpida con
frecuencia sentado en los escalones del hórreo. Alick opinaba que la iglesia, a
semejanza de otros lujos, no era cosa de la que pudiese abusar el hombre que tuviese
la cabeza ocupada por las ovejas y por el tiempo. «¿La iglesia? Otras cosas me quitan
el sueño», contestaba con cierta amargura que impedía cualquier nueva pregunta.
Estoy seguro de que Alick no pretendía siquiera expresarse con irreverencia. Por el
contrario, estoy persuadido de que no era un hombre sin religión y que por nada del
mundo habría dejado de ir a la iglesia el día de Navidad, por Pascua de Pentecostés y
por Pascua de Resurrección. Pero tenía la impresión general de que las ceremonias
religiosas, así como otros empleos no productivos, estaban destinadas a las personas a
quienes les sobraba el tiempo.
—Ya está padre en pie, en la puerta de la era —dijo Martin Poyser—. Sin duda
quiere observarnos mientras atravesamos el campo. Es maravilloso que tenga tan
buena vista a los setenta y cinco años.
—Muchas veces me he dicho que a los viejos les pasa lo mismo que a los niños
—contestó la señora Poyser—. Les gusta mirarlo todo, sea lo que sea. Es muy
probable que éste sea uno de los medios de que se vale el Todopoderoso para
calmarles antes de dormir.
El viejo Martin abrió el portón al ver que se aproximaba el grupo familiar y lo
sostuvo abierto con su bastón, contento de poder realizar este pequeño trabajo, pues,
como a todos los viejos cuya existencia ha sido laboriosamente vivida, le gustaba que
creyesen que todavía era útil, que en el huerto era mayor la cosecha de cebollas
porque la siembra se había hecho ante sus ojos y que las vacas se dejarían ordeñar
mejor si él se quedaba en casa el domingo por la tarde para vigilar la operación.

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Asistía siempre a la iglesia en los domingos sacramentales, pero no muy
regularmente en las demás ocasiones; los domingos lluviosos o cuando tenía un poco
de reuma, solía leer los tres primeros capítulos del Génesis.
—Cuando lleguéis al cementerio, ya habrán enterrado a Mathias Bede —dijo al
aparecer su hijo—. Habría sido mejor que lo enterraran por la mañana, cuando llovía.
Ahora ya no hay probabilidad de que vuelva a llover y la luna brilla en el cielo. Esto
es una señal de buen tiempo. Hay muchas que son falsas, pero ésta no.
—Sí —contestó su hijo—. Espero que ahora el tiempo se sostendrá.
—Escuchad lo que diga el párroco, hijos míos —dijo el abuelo a los nietos de
ojos negros y pantalones cortos, que llevaban en el bolsillo una o dos bolitas de
mármol con las que se proponían jugar en secreto durante el sermón.
—Adiós, abuelito —dijo Totty. —Yo voy a la iglesia y llevo el collar. Dame un
penique.
El abuelo se echó a reír al oír las palabras de la niña, pasó lentamente el bastón a
la mano izquierda mientras sostenía la puerta abierta, y muy despacio introdujo un
dedo en el bolsillo del chaleco en que Totty había puesto sus ojos con mirada
esperanzada.
Y en cuanto todos se hubieron marchado, el anciano se inclinó de nuevo sobre la
jamba de la puerta observándolos mientras seguían el camino a lo largo de la cerca
hasta que atravesaron el lejano portón y desaparecieron, poco más allá, en un recodo
del camino. Los setos ocultaban en aquella época la vista del paisaje aun en las
granjas más productivas. Y aquella tarde, las rosas silvestres exhibían sus pétalos
rosados, las dulcamaras lucían sus colores amarillo y purpúreo, las pálidas
madreselvas crecían fuera del alcance de la mano, asomándose a cierta altura, desde
una mata de acebo, y, de vez en cuando, un sicómoro ceniciento proyectaba su
sombra a través del sendero.
En todas las puertas que atravesaron hallaron distracción: en la de Home Close
encontraron la mitad de las vacas formadas en fila, mostrando la mayor torpeza para
comprender que estorbaban el paso; en la puerta más lejana vieron a la yegua
asomando la cabeza por encima del vallado y, junto a ella, el potro de color de
hígado, con la cabeza dirigida al costado de su madre y, al parecer, muy preocupado
por su propia existencia.
El camino atravesaba de un extremo a otro los campos del señor Poyser hasta
llegar al portón principal que conducía al pueblo. El señor Poyser volvió la cabeza
para contemplar el ganado y los campos, mientras que su mujer se disponía a
pronunciar un largo discurso a cuantos la acompañaban. La mujer que dirige una
lechería influye notablemente en las ganancias de la granja y puede gozar del permiso
de opinar sobre el ganado y el modo de cuidarlo, y este ejercicio refuerza de tal modo
su comprensión que incluso es capaz de aconsejar a su marido en otras cosas.
—Aquí está esa Sally de cuernos cortos —dijo cuando entraban en el Home Close
y descubrieron al pequeño animal, que estaba pastando y los miró con ojos

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soñolientos—. Ya empieza a cansarme esta vaca, y digo ahora lo mismo que tres
semanas atrás, o sea, que cuanto antes nos desprendamos de ella, mejor, porque ahí
tenemos a esa otra de color amarillo que, aun sin dar la mitad de leche, me
proporciona una cantidad mucho mayor de manteca.
—Tú no eres como las demás mujeres —observó Poyser—. Pues en general les
gustan las reses de cuernos cortos, que dan abundancia de leche. Por ejemplo, aquí
tienes a la mujer de Chowne, que no quiere otras.
—¿Y qué importa lo que le guste a la mujer de Chowne? —replicó la señora
Poyser—. De sobra sabes que esa desgraciada apenas tiene más inteligencia que un
gorrión. Por mi parte, te aseguro que jamás tomaré un criado que haya estado en su
casa. Fíjate en que cuando vas allí nunca podrías adivinar en qué día de la semana
estamos, pues la colada se arrastra durante toda la semana, y en cuanto al queso que
hace, no me gusta nada. Y luego ella le echa la culpa al tiempo, lo mismo que si un
estúpido se pusiera cabeza abajo y echara la culpa de ello a sus botas.
—Pues, mira, Chowne quiere comprar a Sally, de modo que si te parece bien
podremos desprendernos de ella —dijo el señor Poyser interiormente entusiasmado
por la superior inteligencia de su mujer. Ya en los días de mercado más de una vez se
había envanecido de su discernimiento acerca de las reses vacunas de corta
cornamenta.
—Sí. El que ha tomado por esposa a una tonta, bien puede comprar esas vacas.
Pero mira qué bien anda Totty ahora —añadió la orgullosa madre al ver que la niña
trotaba ante ellos por estar seco el camino—. Estoy segura de que se va a parecer
mucho a ti.
—Dentro de diez años será tan bonita como Hetty, aunque sus ojos se parecen a
los tuyos. En mi familia nunca hubo ojos azules, y mi madre los tenía negros como
los de Hetty.
—Ten la seguridad de que no por diferenciarse de Hetty será peor ni más fea
nuestra hijita. No me gustaría que fuese demasiado guapa. De todos modos, recuerda
que hay personas que tienen el cabello rubio y los ojos azules, y que no por eso son
menos hermosas que si los tuvieran negros. Si Dinah tuviese las mejillas sonrosadas y
no llevase aquel gorro de metodista capaz de dar un susto al miedo, tal vez sería
considerada tan guapa como la misma Hetty.
—Te engañas —replicó el señor Poyser con desdeñoso énfasis—. Veo que no
conoces lo que ha de tener una mujer para ser hermosa. Los hombres nunca andarían
detrás de Dinah como van detrás de Hetty.
—¿Y a mí qué me importa eso? ¡Pues vaya que los hombres eligen bien! No
tienes más que ver las mujeres que toman. Parecen cintas rojas que no sirven para
nada en cuanto pierden el color.
—Supongo que no tendrás nada que decir de la elección que hice al casarme yo
—contestó el señor Poyser que solía terminar las discusiones conyugales con un
cumplido parecido—. Y tú, hace diez años, estabas dos veces más rolliza que Dinah.

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—Nunca he dicho que la mujer tuviese que ser fea para ser buena ama de casa.
Aquí tienes, por ejemplo a la mujer de Chowne, que, pese a ser lo bastante fea para
que se corte la leche al verla, no sirve absolutamente para nada. La pobre Dinah, en
cambio, no engordará mientras coma tan poco para poder dar grandes limosnas.
Algunas veces he llegado a enojarme con ella y así se lo dije un día en que me indicó
que las Escrituras ordenan amar al prójimo como a nosotros mismos. Y yo le
repliqué: «Si tú no quisieras al prójimo más que a ti misma, poco podrías hacer por
él, porque no creo que nadie se conformase con vivir tan pobremente como tú». ¿Qué
hará hoy domingo? Seguramente estará sentada a la cabecera de aquella enferma.
—Es una lástima que se haya metido todas esas tonterías en la cabeza, porque, de
lo contrario, podría haber pasado con nosotros todo el verano y comer doble de lo que
necesita sin perjudicarnos en lo más mínimo. Y en casa no molestaba nada en
absoluto, pues se pasaba el día cosiendo y en silencio, aunque, por otra parte, era la
primera en echar a correr cuando convenía ir a buscar algo. Si Hetty se casara, estoy
seguro de que te gustaría tener siempre contigo a Dinah.
—No hay que pensar en eso —dijo la señora Poyser—. Nunca convenceríamos a
Dinah de que viniese a vivir con nosotros. Si alguien fuese capaz de convencerla,
estoy segura de que lo habría conseguido yo, pues a veces le he hablado durante una
hora entera, y hasta la he regañado; es la única hija de mi hermana y, por
consiguiente, tengo el deber de hacer por ella cuanto pueda. Pero en cuanto la
pobrecilla nos hubo dicho adiós y subió en el coche, se volvió a mirarme con su
rostro pálido, tan parecido al de su tía Judith, y entonces lamenté las reprimendas que
le había dirigido, pues a veces me parece que sabe mejor que yo lo que debe hacerse
en este mundo. Sin embargo, no creo que eso se deba a que es metodista.
—Por mi parte —contestó el señor Poyser con todo el malhumor que le consentía
su buen carácter—, no quiero mucho a los metodistas. Solamente lo son los
comerciantes, pues nunca he visto a un granjero que se haya convertido al
metodismo. Puede ser que a algún obrero le dé la manía de serlo, como le ocurre a
Seth Bede, que no es demasiado buen operario. En cambio, fíjate en Adam, que es
uno de los mejores obreros que tenemos por aquí. No hay cuidado de que se haga
metodista, aunque asiste a la iglesia con regularidad. Y como veo que es un
muchacho muy sensato, nunca le he alentado para que sostenga relaciones amorosas
con Hetty.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Poyser que, mientras su marido hablaba,
volvió la cabeza hacía atrás—. Mira dónde está Molly con los niños. Al menos a diez
minutos de distancia. ¿Por qué les has dejado quedarse atrás de ese modo, Hetty?
Pedir a un espantapájaros que cuide a los niños sería lo mismo que encargártelo a ti.
Ve a buscarles y diles que se adelanten.
El matrimonio Poyser estaba entonces en el extremo del segundo campo, de modo
que sentaron a Totty en una de las piedras del portillo y esperaron a los rezagados.
Mientras tanto la niña canturreaba con complacencia: «Los niños son tontos, y yo soy

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muy buena».
La causa del retraso se debía a que en aquel paseo dominguero a través de los
campos, Marty y Tommy hallaron grandes motivos de interés en las infinitas cosas
que ocurrían entre las matas, de modo que no podían abstenerse de mirar a cada
momento como si fuesen perros de caza. Marty estaba seguro de haber visto un
pájaro carpintero entre las ramas de un fresno, y mientras lo buscaba le pasó por alto
un gran sapo que atravesó el sendero y fue descrito con el mayor fervor por el
pequeño Tommy. Luego vieron un verderón apenas emplumecido que daba saltitos
por el suelo, y como les pareció posible cogerlo, se metieron por debajo de unas
moras. Hetty no les hacía caso, y en vista de eso los niños llamaron a Molly que, con
la boca abierta, les ayudaba en sus pesquisas en cuanto los niños le indicaban la
conveniencia de realizarlas.
Molly avanzó con cierta alarma al ver que Hetty volvía para decirles que su tía
estaba enfadada; pero Marty echó a correr el primero, gritando al mismo tiempo con
la instintiva confianza de que jamás recibe una regañina la persona que es portadora
de una buena noticia:
—¡Hemos encontrado el nido de la pava moteada, madre!
—¡Ah! —dijo la señora Poyser olvidando su enfado ante aquella agradable nueva
—. Eres un buen niño. ¿Dónde lo has encontrado?
—En ese agujero que hay debajo de las matas. Yo he sido el primero en verlo,
mientras buscaba un verderón. He encontrado a la pava echada allí.
—Espero que no la habrás asustado —observó la madre—, pues puede
marcharse.
—No, me he alejado sin hacer ruido, y se lo he dicho a Molly. ¿Verdad, Molly?
—Bueno, bueno; vamos —dijo la señora Poyser—. Y ahora id delante de vuestros
padres, llevando a Totty cogida de la mano. Conviene no perder tiempo. Los niños
buenos dejan en paz a los pájaros el domingo.
—Pero, madre —dijo Marty—, tú nos prometiste media corona si encontrábamos
el nido en la pava. ¿No querrás meter la media corona en mi hucha?
—Ya veremos lo que pasa, si andas como es debido y te portas bien.
El padre y la madre cambiaron una significativa mirada de orgullo por la agudeza
de su hijo mayor y, mientras tanto, por el redondo semblante de Tommy pasó una
nube.
—Madre —dijo casi llorando—. Marty tiene mucho más dinero que yo en su
hucha.
—¡Mamá! Yo también quiero media corona —dijo Totty.
—¡Callad! —contestó la señora Poyser—. Sois unos niños tontos. Y si ahora no
andáis deprisa hacia la iglesia, no volveréis a ver vuestras huchas.
Esta amenaza horrorosa produjo el efecto deseado y, mientras atravesaban los dos
campos siguientes, los tres pares de piernecitas siguieron caminando sin nueva
interrupción, a pesar de haber pasado por el lado de un charco lleno de ranas, a las

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que los niños miraron con el mayor interés.
El heno húmedo debería ser extendido al día siguiente, cosa que no era del gusto
del señor Poyser, quien durante las cosechas del heno y del trigo solía sostener
algunas luchas mentales pensando en los beneficios que obtendría trabajando en un
día de descanso, pero ninguna tentación habría sido bastante fuerte para hacerle
trabajar en domingo. ¿Acaso a Michael Holdsworth no se le murieron de calor dos
bueyes por haber arado en Viernes Santo? Eso era una demostración palpable de que
el trabajar en los días sagrados constituía un grave pecado; y Martin Poyser
comprendía muy bien que era preciso abstenerse de ello, porque el dinero ganado de
esa manera no servía para nada.
—Cuando uno ve el heno en el campo y con el sol brillante como ahora, apenas
puede contener, el deseo de darle la vuelta para que se seque mejor —observó al
pasar por el mayor de sus prados—. Pero es una tontería querer ganar dinero a costa
de perder la conciencia. Tenemos, por ejemplo, a Jim Wakefield, que trabajaba en
domingo como si fuese día laborable y sin pensar en Dios ni en el diablo. ¿Y qué le
ha ocurrido? Pues que el último día de mercado le vi convertido en un pordiosero.
—No hay duda —contestó la señora Poyser—. Jamás se tiene suerte obrando mal.
Parece como si el dinero ganado así agujerease los bolsillos. No quisiera nunca que
mis hijos ganasen seis peniques de un modo poco honrado o respetuoso para con
Dios. Y en cuanto al tiempo, Nuestro Señor es quien lo gobierna y no debemos dudar
de su bondad.
A pesar de la interrupción en su camino, la excelente costumbre del reloj de la
señora Poyser, que adelantaba considerablemente, les permitió llegar al pueblo a las
dos menos cuarto, aunque ya encontraron en la puerta del cementerio a todos los que
se disponían a ir a la iglesia. En sus casas quedaron solamente algunas mujeres, como
Bess Timothy, que estaba en la puerta amamantando a su hijo y muy convencida de
que no podía ocuparse de nada más.
No se debía tan sólo al deseo de asistir al entierro de Mathias Bede el hecho de
que la gente se hubiera puesto a esperar en la puerta del cementerio a que empezara la
ceremonia, sino que lo hacían por la fuerza de la costumbre. Las mujeres solían entrar
enseguida en la iglesia, donde empezaban a chismorrear y a hablar de sus
enfermedades y del fracaso de los remedios del médico, recomendándose
mutuamente remedios caseros, que resultaban mucho mejores; o a criticar a las
criadas, por sus exigencias con respecto al salario, mientras que sus servicios eran
cada vez peores, hasta el punto de que ya no era posible fiarse de que una criada
realizara bien su trabajo si el ama no estaba delante; hablaban también de lo poco que
el señor Dingall, el abacero de Treddleston, pagaba por la manteca, y las dudas
razonables que había sobre su solvencia, a pesar de que la señora Dingall era una
mujer excelente a quien todo el mundo compadecía. Mientras tanto, los hombres
permanecían en el exterior y muy pocos entraban en la iglesia, a excepción de los
coristas, que en voz baja ensayaban sus salmos, hasta que no hacía su aparición el

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mismo señor Irwine. Los campesinos no veían que existiese ninguna razón para
entrar antes, porque ¿qué harían en la iglesia antes de empezar el servicio? Y no
concebían que un poder cualquiera del universo pudiese pensar que estaba mal
permanecer al aire libre hablando de sus negocios.
Chad Cranage parecía otro hombre, pues llevaba la cara limpia de los domingos,
y eso era causa de que su nieta se echara a llorar al verlo, porque no le conocía. Sin
embargo, una mirada experimentada lo hubiese reconocido en el acto como el herrero
del pueblo, después de fijarse en la humilde deferencia con que aquel individuo
enorme se quitaba el sombrero y se acariciaba el cabello para saludar a algún
granjero, porque Chad solía decir que un trabajador debía respetar a todos aquellos
que tuviesen caballos susceptibles de ser herrados. Chad y los obreros más rudos de
la comunidad se hallaban a cierta distancia de la tumba abierta junto al espino blanco
en la que sería enterrado el difunto Mathias Bede, pero Sandy Jim y varios labradores
formaron un grupo a su alrededor y permanecían allí con las cabezas descubiertas
como parte del duelo junto a la viuda y los hijos. Otros se habían situado en un lugar
intermedio para poder observar al grupo más próximo a la tumba y escuchar a la vez
las conversaciones de los granjeros congregados cerca de la puerta de la iglesia. Con
éstos se reunió Martin Poyser, mientras que su familia penetraba en la iglesia; allí se
hallaba el señor Casson, propietario del Donnithorne Arms, adoptando su actitud más
imponente, es decir, con el índice de su mano derecha entre los botones de su levitón,
la mano izquierda en el bolsillo de los pantalones y la cabeza ladeada; en conjunto,
tenía el aspecto de un actor a quien se ha confiado un papel pequeñísimo y, sin
embargo, está persuadido de que el público se fijará en sus grandes dotes artísticas; y
ofrecía un curioso contraste con el viejo Jonathan Burge que, con las manos a la
espalda, se inclinaba hacia adelante, tosiendo como los asmáticos, mientras en su
fuero interno despreciaba todo conocimiento que no pudiese ser convertido en dinero.
Aquel día se hablaba en voz más baja que de costumbre, y las voces de los asistentes
se dejaban dominar por la del señor Irwine, que leía las últimas oraciones del servicio
fúnebre. Todos pronunciaron alguna palabra de compasión por el pobre Mathias, pero
después empezaron a tratar de un asunto que les interesaba mucho más, o sea de los
agravios que les causaba Satchell, el mayordomo del caballero, que desempeñaba el
papel de administrador y recaudador en cuanto se lo permitía el viejo señor
Donnithorne, cuya ruindad llegaba hasta el punto de cobrar las rentas por sí mismo y
hacer negocios con su propia madera. El asunto de la conversación contribuía a que
no se hablase en voz alta, puesto que Satchell en persona podía presentarse de un
momento a otro por el camino enlosado frente a la puerta de la iglesia. De repente se
quedaron todos en silencio, pues la voz del señor Irwine había cesado ya y el grupo
que rodeaba el espino blanco se dispersaba hacia la iglesia.
Todos se hicieron a un lado y se quedaron con las cabezas descubiertas mientras
pasaba el señor Irwine. Tras él iban Adam y Seth acompañando a su madre; Joshua
Rann oficiaba de enterrador y de sacristán y aún no estaba listo para seguir al rector a

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la sacristía. Pero hubo una pausa antes de que se acercara a la iglesia la familia del
difunto, pues Lisbeth se volvió para contemplar de nuevo la tumba. ¡Ah! Ya no se
veía nada más que el espino blanco. Sin embargo, aquel día había llorado menos que
en los anteriores, mientras el cadáver de su marido permaneció en casa. Y a pesar de
su dolor, experimentaba una sensación desacostumbrada de su propia importancia por
tener un «entierro» y porque el señor Irwine en persona hubiese leído el oficio de
difuntos para su marido; además, le constaba que en breve cantarían el salmo de
difuntos para el muerto. Y esta excitación la embargó hasta dominar su dolor
mientras, en compañía de sus hijos, se dirigía a la puerta de la iglesia, percibiendo los
gestos de simpatía de que era objeto por parte de sus vecinos.
La madre y los hijos penetraron en la iglesia seguidos por los curiosos, aunque
algunos se quedaron fuera; el hecho de que el coche del señor Donnithorne
descendiera despacio por la pendiente de la colina contribuyó tal vez a darles la
impresión de que no había necesidad de apresurarse. De pronto se oyeron el fagot y
las trompetas; era el himno de la tarde que siempre daba comienzo al servicio, y
todos debían entrar para ocupar sus respectivos sitios. No puedo decir que el interior
de la iglesia de Haylope fuese notable por nada especial, a excepción de la antigüedad
de sus bancos de roble. La mayor parte eran de grandes dimensiones y escuadrados, y
estaban alineados a cada uno de los lados de la estrecha nave. Allí no había ninguna
de las imperfecciones típicas de las modernas galerías. El coro ocupaba dos bancos
situados hacia el centro de la fila de la derecha, de modo que a Joshua no le resultó
difícil encontrar su sitio como bajo principal entre los demás cantores, para volver a
su pupitre una vez terminado el canto. El púlpito y el pupitre, tan viejos y grises
como los bancos, se hallaban a un lado del arco que conducía al presbiterio, donde
también había unos bancos grises y escuadrados para la familia y los criados del
señor Donnithorne. Sin embargo, puedo asegurar al lector que aquellos bancos grises
y los muros de color pardo formaban un fondo muy agradable que armonizaba con
los enrojecidos rostros y los chalecos de colores brillantes. Hacia el presbiterio se
advertían algunas notas de color carmesí, pues el púlpito y el banco del señor
Donnithorne estaban adornados con unos almohadones de este color; y para terminar
la descripción, diremos que el altar se hallaba cubierto con un paño, también carmesí,
en el que la señorita Lydia había bordado unos rayos dorados.
Pero aun sin el paño carmesí el efecto habría sido cálido y alegre cuando el señor
Irwine se sentó ante su pupitre mirando con benevolencia a aquella sencilla
congregación de fieles: a los duros ancianos de rodillas y espaldas encorvadas,
aunque todavía con el vigor suficiente para dedicarse a pequeños trabajos rústicos; a
los picapedreros y carpinteros de cuerpos robustos y rudos y rostros bronceados; a la
media docena de granjeros ricos rodeados por sus esposas e hijos, todos ellos de
sonrosadas mejillas, y a las limpias ancianas, esposas de los labradores, con las
cabezas cubiertas con gorros negros ribeteados de blanco y los arrugados brazos
desnudos hasta el codo y lánguidamente doblados sobre sus pechos. Ninguno de los

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viejos sostenía un libro en las manos, pues no sabían leer. Sin embargo, conocían
algunas oraciones y a veces movían los labios en silencio, siguiendo el servicio
religioso aunque no lo acabaran de comprender del todo; todos ellos tenían una fe
sencilla, eficaz y digna de ser bendecida. Cuando todo el mundo se puso en pie y los
niños se subieron a los bancos para contemplar la escena, mientras se cantaba el
himno de la tarde del obispo Ken, todas las caras fueron visibles. Luego continuaron
con uno de aquellos hermosos salmos que murieron con la última generación de
rectores y de cantores eclesiásticos. Las melodías se extinguen, como la flauta de
Pan, al mismo tiempo que los oídos que las escucharon. Aquel día Adam no formaba
parte de los cantores, pues estaba sentado al lado de su madre y de Seth, y observó
con sorpresa la ausencia de Barde Massey, lo cual resultaba muy agradable para el
señor Joshua Rann, que emitía su voz de bajo con complacencia y dirigía miradas
severas, por encima de sus anteojos, hacia el recusante Will Maskery.
Imagínese el lector al señor Irwine mientras contemplaba aquella escena, vestido
con el amplio sobrepelliz que le sentaba tan bien, con el cabello empolvado y peinado
hacia atrás, con el cutis moreno y sonrosado y la nariz y los labios muy bien
dibujados. Porque había cierta virtud en aquella mirada benigna y severa a un tiempo,
como en todos los rostros humanos en que resplandece un alma generosa. E
imagínese la escena iluminada por el magnífico sol de junio, que atravesaba las
antiguas ventanas proyectando manchas amarillas, rojas y azules sobre la pared
opuesta.
Creo que cuando el señor Irwine miraba a sus feligreses, sus ojos se detuvieron
más de lo corriente en el banco ocupado por Martin Poyser y su familia. Y había
también otros ojos negros que no podían mirar a otro lugar y que se fijaban en aquella
graciosa figura vestida de blanco y rosa. Sin embargo, Hetty no pensaba entonces en
ninguna mirada, porque estaba absorbida por la idea de que Arthur Donnithorne
entraría pronto en la iglesia, ya que en ese mismo momento, sin duda, llegaba el
carruaje a la puerta. No había vuelto a verlo desde que se separó de él en el bosque el
jueves por la noche. ¡Y qué largo le había parecido el tiempo desde entonces! Desde
aquella hora dichosa, todo había ido como de costumbre; las maravillas que habían
ocurrido entonces no trajeron ningún cambio a su vida y le parecía no haber sino
vivido un sueño. Al oír que se abría la puerta de la iglesia, su corazón latió de tal
modo que no se atrevió siquiera a levantar los ojos. Le pareció que su tía hacía una
reverencia y ella la imitó. Sin duda se trataba del viejo señor Donnithorne, pues aquel
hombre anciano, arrugado y de corta estatura, que con mirada miope contemplaba a
la congregación que le saludaba, solía ser siempre el primero en entrar; luego supuso
que llegaba la señorita Lydia, y aunque a Hetty le habría gustado contemplar su
gorrito parecido a un cubo de carbón rodeado de rosas pequeñitas, se abstuvo de
mirarlo aquel día. Pero no saludó nadie más. Era evidente que él no había llegado.
Estaba segura de que ya no entraría nadie más que el ama de llaves con su gorro
negro, y la doncella con su hermoso sombrero de paja que, en otro tiempo, perteneció

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a la señorita Lydia, y además el mayordomo y el lacayo con el cabello empolvado.
No, él no estaba allí. Sin embargo, se disponía a cerciorarse, pues podía estar
equivocada; así que levantó con timidez los ojos y dirigió la mirada hacia el banco
del presbiterio provisto de almohadones. Allí no había nadie más que el viejo señor
Donnithorne, que en aquel momento limpiaba sus anteojos con un pañuelo blanco, y
la señorita Lydia, que abría un libro de oraciones muy grande con los cantos dorados.
Era muy duro de soportar aquel frío desencanto; se sintió palidecer, le temblaron los
labios y le entraron ganas de llorar. ¡Oh! ¿Qué estaba haciendo? Todo el mundo
comprendería la razón y se daría cuenta de que lloraba por la ausencia de Arthur
Donnithorne. Según pudo advertir, el señor Craig, que llevaba en el ojal una hermosa
flor, la miraba en aquel momento. El tiempo se le hizo eterno antes de que empezase
la confesión general que le permitiría arrodillarse. Entonces podría derramar dos
grandes lágrimas, pero nadie, salvo la buena de Molly, la vería, pues sus tíos estarían
arrodillados delante de ella. Y Molly, incapaz de explicarse la causa de las lágrimas
en la iglesia, y pensando que se deberían a una debilidad imprevista, de la que tenía
un conocimiento vago y tradicional, sacó del bolsillo un frasquito de forma rara y
aplanada y, después de forcejear un rato para destaparlo, lo acercó a la nariz de Hetty.
«No huele», murmuró, creyendo que eso constituiría una ventaja que esas sales, ya
pasadas, tendrían sobre las frescas. «Y te harán mucho bien, sin perjudicarte». Hetty
le apartó la mano, pero aquel estallido de malhumor logró lo que no podían haber
logrado las sales, pues se limpió las lágrimas y se obligó a no derramar ninguna más.
Su vanidosa naturaleza daba a Hetty cierta fuerza, pues por nada del mundo habría
consentido que se riesen de ella o la mirasen de otro modo que con admiración. Se
habría clavado las uñas en la carne antes de que la gente pudiese descubrir alguno de
sus secretos.
¡Cuántas fluctuaciones hubo en sus afanosos pensamientos y sensaciones,
mientras el señor Irwine pronunciaba la solemne absolución en los sordos oídos de la
joven y en la petición que siguió! La cólera estaba muy próxima a la desilusión y
pronto logró la victoria sobre las conjeturas que su imaginación pudo formar para
explicar la ausencia de Arthur, en la suposición de que, realmente, hubiese deseado
venir y volver a verla. Y cuando se puso en pie mecánicamente, imitando a los
demás, había vuelto ya el color a sus mejillas, quizá de un modo más acentuado que
antes, ya que ella misma se dirigía frases indignadas, diciendo que odiaba a Arthur
por haberle causado aquel disgusto; luego se propuso hacerle sufrir a su vez. Y
mientras en su alma reinaban aquellos pensamientos tumultuosos, tenía los ojos fijos
en su libro de oraciones y sus párpados de largas pestañas eran tan hermosos como
siempre. Así lo creyó Adam Bede al mirarla un momento cuando se ponía en pie.
Pero los pensamientos de Adam acerca de Hetty no le distraían del servicio
religioso, sino que más bien se confundían con todas las demás sensaciones
profundas que encontraban expresión en la ceremonia, del mismo modo que el
recuerdo de nuestro pasado y la imagen de nuestro futuro imaginario se confunden

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con todos nuestros momentos de aguda sensibilidad. Para Adam, el servicio religioso
era el mejor medio de expresión que podía hallar para su pesar, sus deseos y su
resignación, que se confundían en su alma, para sus suplicantes peticiones de ayuda y
para la expresión de su fe y de su adoración; y todo aquello parecía hablar con él
como no podría haberlo hecho ninguna otra forma de adoración, de igual modo que
para los primeros cristianos que durante toda su vida adoraron a Dios en las
catacumbas, la antorcha y las sombras que ésta proyectaba debieron de parecer más
apropiadas que la radiante luz pagana de las calles. El secreto de nuestras emociones
jamás reposa en el objeto en sí, sino en su relación sutil con nuestro pasado; no es de
extrañar pues que este secreto pase inadvertido para el observador indiferente, quien
del mismo modo podría ponerse los anteojos para distinguir unos olores.
Pero había una razón para que aun el observador casual pudiera considerar el
servicio religioso de la iglesia de Hayslope mucho más significativo que en otra
iglesia cualquiera del reino, y estoy seguro de que el lector no sospecha siquiera esta
razón, pues consistía en el modo de leer de nuestro amigo Joshua Rann. Aun para sus
más íntimos era un misterio dónde aprendió el buen zapatero a leer de aquel modo.
Por mi parte, creo que era un don que recibió de la naturaleza, que vertió su música
en su alma honrada y religiosa, como había hecho en el pasado con otras almas
ignorantes o sencillas. Por lo menos le dio una hermosa voz de bajo y un buen oído
musical, aunque no puedo asegurar que estas dos dotes por sí solas bastaran para
inspirarle y para que emitiese las notas armoniosas con que hacía las réplicas.
Solamente al viento cuando atraviesa los matorrales, que empieza soplando con
fuerza y acaba con un débil rumor, podría compararse el arte con que emitía
fuertemente una nota de acento melancólico y disminuía la intensidad de la voz al
terminar la última palabra, como suena a veces el violoncelo al ser tocado por una
mano hábil. Tal vez parecerá raro que se hable así de un sacristán, de un hombre que
llevaba unas gafas oxidadas, que tenía el cabello del color de los rastrojos y un
occipucio enorme y prominente. Pero así obra siempre la naturaleza. Es capaz de dar
a un caballero un rostro hermoso y la inspiración poética y, sin embargo, le hará
cantar mal y fuera de tono sin que él lo advierta; y en cambio, un individuo de frente
estrecha que entona una balada en el rincón de la taberna, lo hará quizás con gran
entonación y un compás perfecto.
El mismo Joshua estaba menos orgulloso de su modo de leer que de su canto, y
así, con expresión de orgullo satisfecho, abandonaba el pupitre para pasar al coro.
Pero aquel día aun se consideraba más importante, pues era una ocasión especial: un
anciano conocido en toda la parroquia había sido víctima de una triste muerte, pues
sus días no acabaron en la cama, circunstancia muy penosa para un campesino, y así,
el salmo de difuntos se entonaba en memoria de su repentina desaparición. Por otra
parte, no estaba en la iglesia Barde Massey y gracias a ello la importancia de Joshua
en el coro no quedaba eclipsada por nadie. La música que acompaña los antiguos
salmos tiene acentos dolorosos, y las palabras

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Desaparecemos arrastrados por la marea
y nos desvanecemos como la niebla de la tarde,

parecían tener un significado mayor que de costumbre y más exacta aplicación a


la muerte del pobre Mathias. Madre e hijos escuchaban con la mayor atención y cada
uno experimentaba sus propias sensaciones. Lisbeth sentía una vaga creencia de que
el salmo hacía mucho bien a su marido, era una parte de un magnífico entierro cuya
omisión le habría parecido más dolorosa después de muerto que el hacer desgraciados
sus días mientras vivía. Cuanto más hablaran de su marido, mayor bien le harían y
mejor sería la suerte que le esperara. Así era como la pobre Lisbeth sentía y creía que
el amor y la compasión humanas son la base de la fe en otro amor. Seth, que se
conmovía con facilidad, derramó algunas lágrimas y trató de recordar, como hiciera
continuamente desde que murió su padre, todo lo que había oído acerca de que un
momento de arrepentimiento es capaz de salvar el alma. Hasta entonces Adam jamás
se había sentido incapaz de cantar un salmo. Desde su primera juventud conoció el
dolor y las inquietudes, pero aquélla era la primera pena verdadera que había
experimentado, y, por extraño que parezca, la desaparición de la causa principal de
sus preocupaciones le producía dolor. No había podido estrechar la mano de su padre
antes de su muerte diciéndole: «Padre, siempre nos hemos querido; nunca olvidaré lo
que te debo; pero tú también perdóname si alguna vez no te he tratado como debía».
Adam no recordaba ya el trabajo y el dinero que su padre le había costado, sólo
pensaba en los sentimientos del pobre viejo cuando, humillado, inclinaba la cabeza
ante su hijo.
«¡Ah! Yo siempre le trataba con mucha dureza —se decía Adam—. No tengo
paciencia cuando la gente comete alguna falta; mi corazón se cierra a la piedad y no
puedo perdonarles. Ahora comprendo que en mi alma hay más orgullo que amor,
pues me era más fácil dar mil martillazos por mi padre que dirigirle una palabra
bondadosa. Y en los martillazos había mucho orgullo, porque el diablo tiene tanta
influencia en nuestros pecados como en lo que llamamos nuestros deberes. Siempre
me pareció más fácil trabajar que estar quieto, pero mi verdadera tarea habría sido
vencer mi voluntad y mi carácter y contrariar mi orgullo. Estoy persuadido de que si
hoy encontrase a mi padre en casa, me portaría con él de un modo distinto. En fin, es
muy posible que nada llegue a ser una lección para nosotros si no la recibimos
demasiado tarde. La vida es algo que no podemos repetir y, por consiguiente, resulta
imposible deshacer el mal que se ha causado».
Esas eran las ideas que rondaban al joven desde la muerte de su padre, y las tristes
notas del salmo de difuntos contribuían a reforzar tales pensamientos. Lo mismo
ocurrió con el sermón que el señor Irwine pronunció en el funeral de Mathias.
Comentó con brevedad y sencillez las palabras: «En plena vida estamos en la
muerte». Y dijo que sólo podemos aprovechar el momento actual para hacer actos de
misericordia, para tratar a todos con rectitud y para demostrar la mayor ternura a

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nuestra familia. Todo eso eran verdades antiguas, pero muchas veces éstas nos
parecen algo nuevo, después de contemplar el rostro inanimado de quien ha formado
parte de nuestras propias vidas.
Llegó el momento de la bendición final, cuando las sublimes palabras «La paz de
Dios, que sobrepasa toda comprensión» parecieron confundirse con el tranquilo sol
de la tarde que iluminaba las inclinadas cabezas de los fieles; luego empezaron a
levantarse todos, y las madres se pusieron a atar los gorritos de las niñas que se
habían dormido en el sermón, mientras que los padres recogían los libros de
oraciones, hasta que todos cruzaron la antigua puerta para ir al verde cementerio y
reanudar sus charlas de vecinos, sus sencillos saludos y sus invitaciones para tomar el
té, pues los domingos todo el mundo estaba dispuesto a recibir a un invitado; era el
día en que la gente debía ponerse su mejor traje y estar de buen humor.
El señor Poyser y su esposa se detuvieron un instante en la puerta de la iglesia;
esperaban que Adam fuese a reunirse con ellos, pues no querían marcharse sin dirigir
unas palabras amables a la viuda y a sus hijos.
—Bueno, señora Bede —dijo la señora Poyser, mientras andaban juntas—, debe
cobrar ánimo. Los esposos han de estar contentos cuando viven lo bastante para criar
a sus hijos y verse encanecer el uno al otro.
—Eso es —dijo el señor Poyser—. Entonces ya no han de esperarse mucho uno a
otro. Usted tiene la suerte de que sus hijos figuren entre los muchachos mejores de la
región. Aunque eso es natural, porque recuerdo al pobre Mathias, que era un
muchacho robusto y de anchos hombros. Y en cuanto a usted, señora Bede, todavía
tiene la espalda más recta que muchas mujeres jóvenes.
—¡Ay! —dijo Lisbeth—. Mal va el plato cuando se rompe en dos. Cuanto antes
me vea bajo el espino blanco, mejor será, pues ya no sirvo para nada.
Adam nunca hacía caso de las injustas quejas de su madre, pero Seth replicó:
—No debes hablar así, porque tus hijos no tendrán otra madre.
—Es verdad, muchacho. Tienes razón —dijo el señor Poyser—. Hacemos muy
mal entregándonos al dolor; igual que cuando los niños lloran porque sus padres les
quitan algo. Quien está en el cielo sabe bastante más que nosotros.
—Para no hablar —añadió la señora Poyser— de que no hay que poner nunca a
los muertos por encima de los vivos. Todos nosotros nos moriremos, sin duda alguna,
y es mejor que nos precedan los demás en vez de empezar nosotros.
—Bueno, Adam —dijo el señor Poyser advirtiendo que las palabras de su esposa
eran más incisivas que cariñosas—, espero que volverás a visitarnos. Hace mucho
tiempo que no charlo contigo, y esta mujer quiere que le des un consejo para arreglar
su torno de hilar, porque se le ha roto. Espero que irás a casa tan pronto como puedas,
¿verdad?
El señor Poyser hizo una pausa y miró a su alrededor mientras hablaba, buscando
a Hetty, pues los niños habían echado a correr. Hetty no carecía de compañía y
además estaba más blanca y sonrosada que nunca; en la mano llevaba la maravillosa

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planta, blanca y roja, que tenía un nombre muy largo y además escocés, según creía,
ya que todo el mundo aseguraba que el señor Craig, el jardinero, era escocés. Adam
aprovechó la oportunidad para mirar a su vez, y seguramente el lector comprenderá
que no le disgustó observar la expresión de desagrado con que la joven escuchaba las
palabras del jardinero. No obstante, en lo más profundo de su corazón, Hetty se
alegraba de tener a aquel hombre a su lado, pues gracias a él podía averiguar la razón
por la que Arthur no había ido a la iglesia. Desde luego no se proponía preguntárselo
directamente, pero esperaba que él le diese esa noticia de un modo espontáneo,
puesto que el señor Craig, como hombre superior que era, gustaba mucho de dar
noticias.
El jardinero no advirtió que su conversación y sus amabilidades eran recibidas
con cierta frialdad, pues desviar el propio punto de vista más allá de determinados
límites es algo imposible para cualquiera, por liberal y expansiva que sea su mente.
Nadie sabe la impresión que producimos en los monos brasileños, de corta
inteligencia, y es muy posible que apenas se fijen en nosotros. Además, el señor
Craig era un hombre de pasiones sobrias y se hallaba en su décimo año de indecisión
sobre las ventajas relativas de la soltería y las del matrimonio. Es cierto que, de vez
en cuando, después de caldearse con un vaso de grog, le habían oído decir que Hetty
«estaba muy bien» y que «un hombre podría hacer lo peor». Pero ya es sabido que en
tales ocasiones los hombres suelen expresarse con alguna crudeza.
Martin Poyser apreciaba mucho al señor Craig como hombre que conocía su
oficio y que tenía vastos nociones sobre tipos de tierras y abonos. Pero el jardinero no
estaba tan bien considerado por la señora Poyser, quien más de una vez dijo
confidencialmente a su marido:
—A ti te gusta mucho ese Craig, pero, por mi parte, creo que se parece a un gallo
que está convencido que el sol sale todos los días con el único objeto de oírle cantar.
Por lo demás, el señor Craig era un jardinero muy digno y no sin razón tenía una
alta opinión de sí mismo. Poseía, además, anchos hombros y pómulos salientes, y
cuando andaba, con las manos en los bolsillos del pantalón, solía inclinar un poco la
cabeza hacia adelante. Creo que sólo por sus antepasados tenía el privilegio de ser
algo escocés, y no por haberse criado en Escocia, y aunque su acento era algo raro, su
modo de hablar difería poco del de los habitantes de Loamshire. Pero un jardinero
suele ser escocés, así como un maestro francés es parisiense.
—Me parece, señor Poyser —dijo antes de que el granjero tuviese tiempo de
hablar—, que mañana no podrá retirar el heno. El barómetro señala un cambio y
puede estar seguro de que volverá a llover antes de veinticuatro horas. Fíjese en esa
nube oscura que hay en el horizonte. Ya sabe que por horizonte se entiende la línea en
que parecen juntarse el cielo y la tierra.
—Sí, ya veo una nube —contestó el señor Poyser— en el horizonte. Está encima
de los barbechos de Michael Holdsworth.
—Pues bien, fíjese en mis palabras. Esa nube se extenderá por el cielo del mismo

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modo que usted podría extender un encerado sobre las hacinas de heno. Es algo muy
importante estudiar las nubes. A Dios gracias, los almanaques meteorológicos no
pueden enseñarme nada; en cambio, si viniesen a consultarme, tal vez podría yo
enseñarles algo a ellos. ¿Cómo está, señora Poyser? Espero que piense en coger muy
pronto las grosellas. Mejor sería que las hiciese coger antes de que estén muy
maduras, pues el tiempo no está seguro. ¿Cómo está, señora Bede? —continuó el
señor Craig sin hacer una pausa y saludando al mismo tiempo con un movimiento de
cabeza a Seth y a su hermano Adam—. Espero que le gustarían las espinacas y las
uvas que le mandé por Chester. Si alguna vez necesita verduras, ya sabe dónde
encontrarlas. Ya se sabe que no regalo las cosas que pertenezcan a otras personas,
pues en cuanto aprovisiono bien la casa, todo lo que queda en el jardín me pertenece.
Y estoy seguro de que el anciano caballero no podría encontrar a nadie que hiciese
producir la tierra tanto como yo. Toda la vida me he esforzado en alcanzar buen
nombre y puedo decir con orgullo que me reembolso sobradamente el dinero que
todos los años pago al caballero. Me gustaría mucho que esos individuos que hacen
los almanaques supiesen prever el tiempo como yo, ya que, gracias a eso, puedo
ganarme la vida.
—Pues parece que aciertan bastante —dijo el señor Poyser volviendo un poco la
cabeza y hablando con tono respetuoso—. Fíjese que se ha cumplido en todas sus
partes aquel dibujo del gallo provisto de grandes espolones al que destrozaba la
cabeza un áncora y que, además, estaba rodeado de buques de guerra. Ese dibujo fue
hecho antes de Navidad y ha resultado ser cierto como la Biblia. Como ya sabe, el
gallo representa a Francia y el áncora a Nelson. Y todo eso nos lo dijeron por
anticipado.
—¡Bah! —exclamó el señor Craig—. No hay que ser muy ladino para adivinar
que los ingleses acabarían pegando a los franceses. Me consta, por haberlo oído de
labios autorizados, que los franceses se consideran corpulentos cuando miden un
metro cincuenta de alto, y que viven principalmente de sopas. Conozco a un hombre
cuyo padre estaba muy familiarizado con los franceses; y me gustaría saber qué
pueden hacer esos saltamontes contra unos individuos tan estupendos como nuestro
capitán Arthur. Créame que se asombraría de ver a un francés. Tienen los brazos casi
tan gruesos como el cuerpo, lo cual se debe a que llevan corsé y pueden apretarse
mucho porque dentro no tienen nada.
—Y por cierto, ¿dónde está el capitán, que hoy no ha venido a la iglesia? —
preguntó Adam—. Hablé el viernes con él y no me dijo nada de que quisiera
marcharse.
—¡Oh! Ha ido unos cuantos días a Eagledale a pescar; me figuro que estará de
vuelta dentro de poco, pues debe preparar la celebración de su mayoría de edad el día
13 de julio. Pero le gusta ausentarse a veces porque él y el viejo caballero ligan tan
poco entre sí como la escarcha y las flores.
El señor Craig sonrió y guiñó el ojo lentamente al hacer esta última observación,

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pero no siguió hablando del asunto porque habían llegado ya a la curva del camino
donde Adam y sus compañeros debían despedirse. También el jardinero tenía que
tomar la misma dirección, si no hubiese aceptado la invitación del señor Poyser para
ir a su casa a tomar el té. La señora Poyser apoyó la invitación, pues habría
considerado una deshonra no acoger amablemente en su casa a los vecinos; las
simpatías o las antipatías personales no habían de ser tenidas en cuenta en aquella
costumbre sagrada. Además, el señor Craig siempre se mostraba muy amable con la
familia de Hall Farm, y la señora Poyser tenía gran empeño en declarar que «no podía
decir nada malo contra él, aunque era una lástima que aquel hombre no pudiese nacer
de nuevo para ser diferente». Así, Adam y Seth, con su madre entre ambos,
descendieron por el sendero en dirección al valle y subieron la ladera opuesta hacia la
vieja casa donde un triste recuerdo vino a ocupar el lugar de una larga ansiedad y
donde Adam no preguntaría nunca más al entrar: «¿Dónde está padre?».
El otro grupo familiar, acompañado por el señor Craig, regresó a la agradable y
risueña vivienda de Hall Farm, todos ellos con pensamientos apacibles a excepción
de Hetty, que ya sabía adonde había ido Arthur, dato que contribuyó a aumentar su
extrañeza y su inquietud. Parecía, en efecto, que su ausencia era completamente
voluntaria; no tenía ninguna necesidad de marcharse y no lo habría hecho si hubiera
deseado verla de nuevo. La joven experimentaba la amarga sensación de que ya nada
en la vida podía ser agradable para ella si no se cumplía la visión que había tenido el
jueves por la noche; y en aquel momento de helado e invernal desencanto volvió a
imaginarse la posibilidad de estar de nuevo con Arthur, de gozar de su amorosa
mirada y de oír sus palabras suaves, con aquel vehemente deseo que llamamos el
dolor creciente de la pasión.

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XIX

ADAM EN UN DÍA DE TRABAJO

A pesar de la profecía del señor Craig, la nube oscura se dispersó sola sin originar
las consecuencias con que parecía amenazar. «El tiempo —dijo el jardinero a la
mañana siguiente—, el tiempo, según veis, es muy caprichoso, de modo que se dan
casos de que un ignorante acierte cuando el sabio se equivoca; por esta razón logran
acreditarse tanto los almanaques. Es una de las cosas que dependen de la casualidad y
que proporcionan mucho éxito a los ignorantes».
Esta conducta poco razonable del tiempo no disgustó a nadie en Hayslope aparte
del señor Craig. Todo el mundo salió a los prados aquella mañana en cuanto hubo
caído el rocío. Las esposas y las hijas trabajaban el doble en todas las granjas para
que las criadas pudiesen ayudar a recoger el heno, y cuando Adam marchaba a lo
largo de los senderos cargado con el capazo de las herramientas oyó alegres
conversaciones y grandes carcajadas más allá de los setos. Las chanzas y las risas de
los que recogen el heno parecen mucho mejores a cierta distancia; como los rudos
cencerros colgados de los cuellos de las vacas, adquieren un tono vulgar y ordinario
cuando resuenan cerca, y hasta es posible que lleguen a molestar al oído; pero cuando
se oyen a distancia se confunden de un modo muy agradable con otros alegres ruidos
de la naturaleza. Los músculos humanos trabajan mejor cuando las almas están llenas
de música, aunque esta alegría sea de peor calidad y nada parecida a la que sienten y
exteriorizan los pájaros.
Y quizás no haya en los días de verano horas más alegres que cuando el calor del
sol empieza a triunfar sobre el frío de la mañana, cuando todavía parece quedar un
recuerdo ligero del frescor y se siente la languidez que produce la influencia deliciosa
del calor. La razón de que Adam anduviera por los senderos a aquella hora era que
durante el resto del día debía reparar, por encargo del hijo de un caballero vecino, una
casa de campo situada a cinco kilómetros de distancia. Durante las primeras horas de
la mañana había estado ocupado en disponer el traslado de los paneles y de las
puertas, que se cargaron en un carro que partió precediéndole, mientras que Jonathan
Burge se dirigió allí a caballo para esperar la llegada del carro y dirigir a los obreros.
Aquel pequeño paseo constituía un descanso para Adam, quien, sin darse cuenta,
se hallaba bajo el encanto del momento. En su corazón reinaba la mañana veraniega;
veía a Hetty alumbrada por la luz del sol, una luz que no deslumbraba y cuyos rayos
temblaban entre las delicadas sombras de las hojas. El día anterior, cuando, al salir de
la iglesia, había ofrecido la mano a la joven, creyó notar en su rostro una bondad
melancólica que jamás había observado, y atribuyó esta expresión a su pena por el
dolor de la familia. ¡Pobre muchacho! Aquella expresión melancólica era debida a
otra causa muy distinta, pero ¿cómo podía saberlo? Miramos el rostro de la mujer a

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quien amamos como miramos el rostro de nuestra madre tierra, y vemos toda suerte
de respuestas para nuestros anhelos. Era imposible que Adam no se dijera que lo
sucedido la semana anterior facilitaba sus posibilidades de casarse. Hasta entonces
había temido que otro hombre se le anticipase y se hiciese dueño del corazón y de la
mano de Hetty mientras él estaba en una situación que le impedía solicitar a la joven.
Y aun de haber abrigado verdaderas esperanzas de que ella le quisiera (y estas
esperanzas estaban muy lejos de ser grandes), le agobiaban demasiados deberes para
pensar siquiera en disponer para sí mismo y para Hetty un hogar que pudiera
satisfacer a la joven después de la seguridad y de la abundancia de que gozaba en la
granja. Como todas las naturalezas fuertes, Adam tenía confianza en sí mismo y
estaba seguro de que llegaría a ser algo. Creía que, si vivía, podía llegar a mantener
una familia y abrirse paso. Pero tenía una cabeza demasiado firme y fría para no dar
un valor real a los obstáculos que debería vencer. Y el tiempo se le hacía eterno con
Hetty ante sus ojos, a Hetty lozana y atractiva, como una manzana que cuelga por
encima de la tapia del jardín, a la vista de todo el mundo y deseada también de todos.
Seguro que, si ella le amaba, no tendría inconveniente en esperarle. ¿Pero le amaba?
Sus esperanzas nunca fueron tan grandes como para atreverse a preguntárselo. Sin
embargo, se daba cuenta de que los tíos de la joven habrían acogido favorablemente
su noviazgo, y, de no haber sido por esta circunstancia, nunca habría insistido en
visitar la granja; pero era imposible llegar a una conclusión definitiva con respecto a
los sentimientos de Hetty. Era como una garita, y tenía el mismo aspecto atractivo y
hermoso, que ignoraba a todos cuantos se aproximaban a ella.
Pero Adam no pudo dejar de decirse que había desaparecido la más pesada de sus
cargas y que antes de terminar el año sus circunstancias podían cambiar de tal modo
que ya le sería posible pensar en casarse. Desde luego tendría que entablar una dura
lucha con su madre, quien tendría celos de cualquier esposa que escogiese, aparte de
que Hetty le era especialmente antipática, aunque quizás no tuviera otra razón que la
de sospechar que era la mujer elegida por su hijo. Adam se temía que, una vez
casado, le sería imposible vivir en la misma casa que su madre, pero ¡qué doloroso
sería para la pobre vieja el hecho de que su hijo le rogara que se fuera de su lado! Sí.
Le esperaba un buen disgusto con su madre, pero en ese caso no tenía más remedio
que dar a entender su propósito inquebrantable, pues al fin y al cabo sería mejor para
la anciana. Él habría preferido vivir todos juntos hasta que se casara Seth, aunque
hubiese sido necesario ampliar un poco la antigua casa. Tampoco le apetecía irse a
vivir lejos de su hermano, pues desde que nacieron nunca habían estado separados
más de un día.
Cuando Adam se sorprendió haciendo todos estos planes para un futuro tan
incierto, se apresuró a contenerse. «Estoy construyendo una hermosa casa sin
maderos ni ladrillos —se dijo—. Y ya he llegado a la buhardilla sin haber excavado
los cimientos».
Siempre que Adam estaba convencido de cualquier proposición, ésta tomaba en

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su mente la forma de un principio: era un conocimiento sobre cuya base se podía
actuar, del mismo modo que sobre el principio de que la humedad oxida el hierro. Tal
vez residía allí el secreto de la dureza de carácter de que él mismo se acusaba: sentía
poca compasión por la debilidad que persiste en el error pese a las consecuencias
previstas. Y sin esa compasión, ¿cómo podremos mostrar bastante paciencia y
caridad hacia nuestros compañeros que se tambalean y caen en el largo e irregular
camino de la vida? Las almas fuertes y decididas sólo tienen un modo de hacerlo, que
consiste en rodear con sus fuertes brazos a los débiles y a los equivocados, sufriendo
así las consecuencias exteriores de sus errores y participando además de sus dolores
íntimos. Esta es una lección larga y dura, y Adam sólo había aprendido el alfabeto
con la repentina muerte de su padre, que, al suprimir en un instante todo lo que había
estimulado su indignación, creó una corriente repentina de ideas y de recuerdos sobre
la que se había surgido su compasión y su ternura.
Pero era su energía la que influía en las meditaciones de aquella mañana y no su
dureza paralela. Hacía mucho tiempo que estaba convencido de que sería una
equivocación y una tontería por su parte casarse con una muchacha tan joven
mientras no tuviera razones para esperar que sus ingresos irían en aumento a medida
que fuese creciendo su familia. Además, sus ahorros siempre estaban asediados por
multitud de causas (aparte del terrible bajón que experimentaron al pagar el sustituto
de Seth), así que no contaba con lo suficiente para amueblar una casita, por humilde
que fuese, y reservar algo para un día desfavorable. Tenía esperanzas de que no
tardaría en estar mejor situado, pero esa vaga confianza en sus brazos y en su cerebro
no le satisfacía. Debía tener planes concretos y empezar a ejecutarlos cuanto antes.
Por el momento no se podía pensar siquiera en su asociación con Jonathan Burge,
pues ésta comprendía implícitamente otras cosas que no podía aceptar; en cambio
Adam pensaba emprender con Seth un modesto negocio por su propia cuenta, que
combinarían con su trabajo como obreros. Comprarían madera de excelente calidad
para construir algunos pequeños muebles, pues Adam destacaba en esas tareas. Seth
podría ganar más realizando trabajos independientes a las órdenes de Adam que en su
trabajo como obrero, y Adam podría dedicarse a las tareas delicadas que requerían
especial habilidad en horas extraordinarias. El dinero que ganase de ese modo, unido
a los buenos jornales que recibía como encargado, no tardarían en permitirle alcanzar
una situación económica mejor, teniendo en cuenta que en adelante podrían ahorrar
más. Y en cuanto se hubo concretado en su mente este pequeño plan, empezó a
calcular con exactitud la madera que habían de comprar y los pequeños muebles que
empezarían a construir. Tenía en mente, por ejemplo, un armarito de cocina ideado
por él y provisto de ingeniosos dispositivos, de puertas correderas y de cierres, y, sin
embargo, de aspecto tan simétrico y agradable, que toda buena ama de casa se
entusiasmaría al verlo o se entregaría a la melancolía hasta que su marido se
decidiese a comprarlo. Adam se imaginó a la señora Poyser examinando el mueble
con atención y buscándole en vano algún defecto; y, por supuesto, al lado de la señora

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Poyser estaría Hetty. Esta última idea apartó al joven de sus cálculos y de sus
proyectos para sumirse en ensueños y esperanzas. Sí, iría esa misma noche a verla,
pues hacía mucho tiempo que no había estado en Hall Farm. Le habría gustado pasar
por la escuela nocturna para averiguar por qué Barde Massey no había asistido al
entierro el día anterior, y temía que su viejo amigo estuviera enfermo; pero como no
era posible hacer las dos visitas en la misma noche, dejaría la segunda para el día
siguiente, pues era demasiado fuerte el deseo de estar cerca de Hetty y de hablarle
una vez más.
Mientras tomaba esta decisión advirtió que estaba muy cerca del final de su
paseo, pues ya resonaban en sus oídos los martillazos de los trabajadores reparando la
antigua casa. Para un hombre inteligente que disfruta con su trabajo, el ruido de las
herramientas se parece a las notas que ensaya la orquesta y que escucha el violinista
que ha de tomar parte en la obertura; las fuertes fibras comienzan su acostumbrada
vibración, y lo que un momento antes era alegría, vejación o ambición, empieza a
convertirse en energía. Toda pasión se convierte en fuerza cuando tiene una salida de
los estrechos límites de nuestro destino personal en el trabajo que realiza la mano
derecha o en la inmóvil actividad creadora de nuestro pensamiento. Si el lector
hubiese podido ver a Adam durante el resto del día en el andamiaje —con la regla en
la mano, silbando para sí mientras resolvía alguna dificultad acerca de alguna vigueta
del entarimado o del marco de la ventana—; o cuando obligaba a apartarse a uno de
los jóvenes trabajadores, ocupando su lugar para levantar una gruesa viga, diciendo
«¡Suelta, muchacho; aún no tienes los huesos bastante duros para eso!»; o bien
cuando fijaba sus penetrantes ojos negros en los movimientos de un obrero que se
hallaba en el lado opuesto de la estancia y le indicaba que sus medidas no eran
correctas, le habría parecido agradable contemplar a aquel hombre de anchos
hombros, con los fornidos antebrazos desnudos y la cabeza cubierta de espeso cabello
negro, según podía verse cada vez que se quitaba su gorro de papel, y mientras con
fuerte voz de barítono entonaba algunos salmos, como si su fuerza sobrante buscase
salida, aunque a veces se contenía, al parecer disgustado por alguna idea que no
armonizaba con el canto. Tal vez si el lector no estuviera ya en el secreto, no habría
adivinado cuántos amargos recuerdos, qué cálidos afectos y cuántas tiernas
esperanzas se albergaban en aquel cuerpo atlético, en aquel hombre rudo que no
conocía más música que la que podía oír en la iglesia; que conocía muy poco de la
historia profana y para quien el movimiento y la forma de la tierra, el curso del sol y
los cambios de las estaciones se hallaban en la región de los misterios que apenas
había logrado divisar gracias a un conocimiento fragmentario. Le había costado una
gran suma de esfuerzos y de horas de trabajo extraordinarias saber lo que sabía acerca
de su oficio, de la mecánica y de los números, así como de la naturaleza de los
materiales con que trabajaba, cosa que le resultaba fácil de una manera innata. Pero,
además, aprendió a manejar la pluma, a escribir bien y a hablar sin más
equivocaciones que las que se podían atribuir a los caprichos de la ortografía y no a

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su propia deficiencia, y también aprendió las notas musicales y un poco de solfeo.
Independientemente de esto, había leído la Biblia e incluso los libros apócrifos; el
Almanaque del pobre Ricardo, Vida y muerte santa, de Taylor; Los progresos de los
peregrinos y La vida de Bunyan, así como La guerra santa, una gran parte del
Diccionario de Bailey, Valentine y Orson, y una parte de la Historia de Babilonia que
Barde Massey le había prestado. Desde luego éste le podría haber dejado otros libros,
pero Adam no tenía tiempo para leer, pues en los ratos libres, y suponiendo que no se
dedicase a la carpintería, debía realizar numerosos cálculos.
Ya se advierte que Adam no era un hombre maravilloso ni tampoco, hablando
claro, un genio, sin embargo no pretendo que sea considerado un tipo corriente entre
los obreros. Cuando veamos a un carpintero con el cesto de las herramientas sobre el
hombro y la cabeza cubierta por un gorro de papel, no debemos creer que también él
tiene la fuerza de voluntad y el sentido común de nuestro amigo Adam. Este no era
un hombre vulgar, pero en cualquier generación de artesanos suelen existir algunos
individuos como él, provistos de afectos que crecen al calor de una vida familiar
sencilla y normal, y que, a las facultades heredadas, añaden otras nuevas gracias a un
trabajo hábil y valeroso. Estos individuos prosperan generalmente como hombres
laboriosos que poseen la habilidad y la conciencia necesarias para ejecutar
honradamente sus trabajos. Sus vidas apenas son conocidas más allá de la vecindad
en que se hallan; pero es casi seguro encontrar algún excelente tramo de camino, un
edificio, determinadas aplicaciones de los productos minerales, algunas mejoras en la
explotación de las granjas, reformas en los abusos parroquiales con que se asocian los
nombres de esos individuos, y no sólo durante su vida, sino por espacio de otras dos
generaciones. Los patronos de esos hombres ganaron más dinero gracias a ellos; el
trabajo de sus manos fue excelente y el de su cerebro guió muy bien las manos de
otros hombres. En su juventud empezaron a trabajar llevando gorras de franela o de
papel, las chaquetas negras a causa del polvo del carbón o sucias de cal o de pintura
roja; en su ancianidad sus blancos cabellos ocupan el lugar de honor, tanto en la
iglesia como en el mercado, y, frente al hogar en las noches de invierno, rodeados por
sus hijos y por sus nietos, recuerdan la alegría que sintieron el día en que ganaron el
primer jornal de dos peniques. Otros mueren pobres y no llegan a abandonar la
chaqueta de obrero. No han aprendido el arte de hacerse ricos, pero son hombres
dignos de confianza, y cuando mueren antes de haber acabado su trabajo, ocurre
como si se soltara uno de los tornillos principales de una máquina; entonces el
patrono que los empleaba se pregunta apenado: «¿Dónde encontraré a otro hombre
semejante?».

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XX

ADAM VISITA HALL FARM

A dam regresó en el carro vacío y por esta razón pudo cambiarse de traje y estar
listo para salir en dirección de Hall Farm cuando aún faltaba un cuarto de hora
para las siete de la tarde.
—¿Para qué te has puesto el traje de los domingos? —preguntó Lisbeth en tono
quejumbroso, mientras bajaba la escalera—. Supongo que no te pondrás este traje
para ir a la escuela.
—No, madre —replicó Adam con tono apacible—. Voy a Hall Farm, pero puede
que luego vaya también a la escuela, así que no te extrañes si vuelvo tarde. Seth
volverá dentro de media hora; ha ido al pueblo, así que no estarás mucho rato sola.
—¿Y por qué te pones el traje bueno para ir a Hall Farm? Los Poyser te vieron
anteayer. ¿Por qué te vistes como si fuera domingo? No merecen ser tus amigos los
que no quieran verte con tu chaqueta de trabajo.
—Adiós, madre. No puedo entretenerme —dijo Adam poniéndose el sombrero y
emprendiendo la marcha.
Pero no había dado muchos pasos cuando Lisbeth se inquietó al pensar que quizás
había molestado a su hijo. Estaba claro que su oposición a que Adam vistiera el traje
de los domingos era debida a su sospecha de que se vestía así por Hetty; pero a pesar
de su acritud, necesitaba saber que su hijo continuaba queriéndola. Echó pues a correr
tras él, le alcanzó antes de que llegara al arroyo y le dijo:
—No, hijo mío. No quiero que te marches enfadado con tu madre, que no tiene
nada que hacer sino pensar en ti.
—No te apures, madre —contestó Adam rodeando con un brazo los hombros de
la anciana—. No estoy enojado. Pero por tu propio bien, me gustaría que me dejases
realizar mis propósitos. Mientras vivamos, yo seré siempre un buen hijo para ti, pero
recuerda que el hombre tiene otros sentimientos aparte de los que debe a su padre y a
su madre, y tú no debes pretender gobernarme en cuerpo y alma; ten en cuenta
también que no te dejaré intervenir en todos aquellos asuntos que deba resolver por
mí mismo. Así que vale más que no vuelvas a hablar de eso.
—¡Caramba! —dijo Lisbeth fingiendo que no comprendía el verdadero
significado de las palabras de su hijo—. ¿Y quién sino tu madre desearía verte con tu
traje de fiesta? Cuando te lavas la cara y te peinas, ¿quién sino tu madre se alegraría
de verte tan guapo? Pero tú no te vistes de fiesta por mí… Pero, en fin, no volveré a
molestarte acerca del particular.
—Está bien. Adiós, madre —contestó Adam. Y, después de besarla, se alejó
apresuradamente.
Comprendió que no había otro modo de terminar aquel diálogo. Lisbeth se quedó

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en el mismo sitio, haciendo visera con la palma de la mano y mirando al joven hasta
que éste se hubo perdido de vista. La anciana comprendió el significado de las
palabras de su hijo, y en cuanto éste hubo desaparecido y ella volvió a meterse en la
casa, se dijo en voz alta, como tenía por costumbre cuando estaba sola en la vivienda:
«Uno de estos días me informará de que va a traer a su esposa, que será la verdadera
dueña de la casa. Yo tendré que resignarme a ver cómo usa los platos de borde azul;
quizás romperá alguno, cosa que ni a mí ni a mi marido nos ocurrió nunca, desde que,
hace veinte años, los compramos para Pascua. En fin —añadió tomando su labor de
calceta—, mi nuera no hará las medias de mis hijos mientras yo viva, y en cuanto me
haya muerto, éstos se convencerán de que nadie es capaz de hacerles las medias tan
bien como yo. Mi nuera no sabrá estrechar la pierna y tal vez hará un pie larguísimo,
que no podrán calzar. Eso es lo que ocurre casándose con las mozas de hoy en día,
que no tienen experiencia alguna. Mi marido y yo nos casamos después de cumplir
los treinta años, y éramos muy jóvenes. En cambio, cuando mi nuera cumpla esa
edad, ya se habrá convertido en una vieja».
Adam andaba tan deprisa que llegó a la puerta de Hall Farm antes de las siete.
Martin Poyser y el abuelo no habían vuelto todavía del parque, donde al parecer
estaba todo el mundo, incluso el terrier negro y pardo. Por esa razón no había nadie
para vigilar en el patio, a excepción del bull-dog, de manera que cuando Adam llegó
a la puerta de la casa la halló abierta de par en par y no encontró a nadie dentro. Sin
embargo, supuso que la señora Poyser y quizás alguna otra persona se hallarían a
poca distancia. Por esta razón llamó a la puerta y preguntó:
—¿Está dentro la señora Poyser?
—Adelante, señor Bede, adelante —dijo la señora Poyser desde la lechería.
Siempre llamaba así al joven cuando le recibía en su casa—. Si no le importa, venga
a la lechería, pues en este momento me es imposible abandonar los quesos.
Así lo hizo Adam; la señora Poyser y Nancy estaban prensando el primer queso.
—Tal vez haya creído que llegaba a una casa muerta —dijo la señora Poyser
cuando le vio aparecer en el umbral—. Todos están en el parque, pero Martin no
tardará en llegar, pues han dejado preparado el heno a fin de traerlo por la mañana
temprano. Y yo me he visto obligada a pedir ayuda a Nancy, pues Hetty está ocupada
en coger las grosellas. Ese fruto a veces está tan maduro que es preciso recogerlo con
gran cuidado. Y no puede una fiarse de los niños, pues se comen más de lo que echan
al cesto. Como si fuesen avispas las encargadas de hacer la recolección.
Adam habría deseado decir que iría al jardín hasta que llegase el señor Poyser,
pero no tuvo valor y replicó:
—Pues en tal caso examinaré su torno de hilar, para ver si puede arreglarse. ¿Cree
que podré encontrarlo en la casa?
—No, ya que lo mandé guardar en la sala de la derecha. Espérese a que yo pueda
acompañarlo. Ahora le agradecería que fuese al jardín a decir a Hetty que me envíe a
Totty. La niña vendrá sola si se lo mandan; además estoy segura de que Hetty le

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dejará comer demasiadas grosellas. Le agradeceré mucho, señor Bede, que haga venir
a la niña. En el jardín hay muchas rosas de York y de Lancaster que le encantará
contemplar. Aunque primero quizás quiera beber un poco de suero. Sé que le gusta
mucho, como les ocurre a muchas personas.
—Muchas gracias, señora Poyser —dijo Adam—. Nunca me niego a probar un
vaso de suero cuando me lo ofrecen, y casi me gusta más que la cerveza.
—Sí —la señora Poyser tomó un jarrito blanco que estaba en un estante y lo
sumergió en el recipiente de suero—, a todo el mundo le gusta el pan menos al
panadero. Las señoritas Irwine me dicen siempre: «¡Oh, señora Poyser, le envidiamos
la lechería, y también los pollos! Ciertamente una granja es algo muy agradable». Y
yo les contesto: «Sí. Es muy bonito visitar una granja; pero el que ha de trabajar en
ella ya no la encuentra tan agradable».
—Estoy seguro, señora Poyser, de que no le gustaría vivir en otra parte, porque
dirige muy bien los trabajos de la hacienda —dijo Adam tomando el jarro—. Por otra
parte, creo que son espectáculos muy agradables una buena vaca lechera en el prado y
con la hierba hasta las rodillas, la leche recién ordeñada que espumea en el cubo y la
manteca fresca dispuesta para vender en el mercado, y también son preciosos los
terneros y las gallinas. A su salud y que siempre pueda vigilar su lechería, que es un
modelo que deberían copiar las esposas de todos los granjeros de la comarca.
La señora Poyser no tenía la debilidad de sonreír al recibir un cumplido, sin
embargo en esta ocasión se le iluminó el rostro con gran satisfacción y dirigió una
mirada más amable que de costumbre a los ojos del joven, quien, en aquel momento,
se bebía el suero. ¡Ah! Me parece que saboreo aquel suero, con un aroma tan delicado
y una tibieza que llenaba la imaginación de agradable somnolencia. Aún resuena en
mis oídos la suave música del suero al caer confundido con el gorjeo de un pájaro que
se hallaba al otro lado de la ventana cubierta con enrejado de alambre, aquella
ventana que miraba al jardín y a la que daba sombra un rosal.
—¿Quiere un poco más, señor Bede? —preguntó la señora Poyser cuando el
joven dejaba el jarrito.
—No, muchas gracias. Ahora iré al jardín y le mandaré a la niña.
—Sí. Hágalo, y dígale que venga junto a su madre a la lechería.
Adam dio una vuelta en tomo a la era, a la sazón vacía, y se acercó a la puertecilla
de madera que daba al jardín, el cual, en otro tiempo, había sido el bien cuidado
huerto de la casa señorial. En aquella época del año, en que la naturaleza había
adquirido gran frondosidad, buscar a alguien en aquel jardín huerto equivalía casi a
jugar al escondite. Las altas malvas hortenses empezaban a florecer y atraían las
miradas con sus colores rojo, blanco y amarillo. Había lilas y rosas, todas ellas
enormes y medio tronchadas por falta de cuidados; gruesas líneas de judías rojas y de
guisantes; más allá había una fila de avellanos frondosos y un manzano cuyas
extendidas ramas impedían que creciese planta alguna debajo. ¿Pero qué importaba
que algún lugar permaneciese estéril? El jardín era enorme. Siempre sobraban las

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habichuelas rojas, y Adam tuvo que dar nueve o diez pasos para llegar al extremo del
sendero que corría a lo largo de las matas. Y en cuanto a las demás hortalizas, tenían
más espacio del que necesitaban, y en la rotación de las cosechas siempre se
presentaba en uno y otro lugar una faja de hierba cana. Los mismos rosales ante los
que se detuvo Adam para tomar una flor, llegaban a parecer silvestres. Formaban
verdaderos matorrales y casi todos los pétalos eran de color rojo y blanco, debido
quizás a la unión de las variedades de York y de Lancaster. Adam eligió una gran rosa
de Provenza que asomaba sus pétalos por entre sus compañeras desprovistas de
aroma (pensó que todo le sería más fácil si llevaba algo en la mano) y se dirigió al
lejano extremo del jardín, donde, según recordaba, había una larga fila de groselleros
no lejos del gran tejo. Pero apenas se había alejado de las rosas, cuando oyó el ruido
de un arbusto al ser sacudido y una voz de niño que decía:
—¡Ahora, Totty, tiende el delantal, que aquí va una muy gorda!
La voz procedía de entre las ramas de un alto cerezo, y Adam pudo distinguir al
pequeño Tommy cómodamente sentado donde los frutos eran más abundantes. Sin
duda, Totty estaba debajo y detrás de las matas de guisantes. Sí, pudo verla con el
gorrito colgando hacia detrás y su rostro rollizo espantosamente manchado de rojo y
levantado hacia el árbol, mientras mantenía la boca abierta y el sucio delantal tendido
para recibir la prometida fruta. Siento decir que más de la mitad de las cerezas que
caían eran duras y amarillas en vez de jugosas y rojas; pero Totty no perdía el tiempo
en inútiles lamentos y chupaba lo mejor de las cerezas que llegaban a sus manos.
Adam dijo:
—Ahora, Totty, ya te han dado cerezas. Llévaselas corriendo a tu madre. Está en
la lechería y te necesita. Ve enseguida…, como las niñas buenas.
La levantó con sus fuertes brazos y la besó; Totty pensó que toda esta ceremonia
era una fastidiosa interrupción de la tarea que la ocupaba y cuando la dejó en el suelo
echó a correr en silencio hacia la casa, pero sin dejar de comer cerezas.
—Oye, Tommy, ten cuidado de que no te confundan con un pájaro ladrón y te
peguen un tiro —dijo Adam mientras se dirigía hacia los groselleros.
En el extremo de la fila había un gran cesto. Hetty no debía de estar muy lejos, y
Adam experimentó la sensación de que ya le estaba mirando. Después de dar la
vuelta al sendero, la vio de pie, volviéndole la espalda e inclinándose para recoger los
frutos que crecían en las ramas bajas. Era muy raro que no le hubiese oído llegar. Tal
vez fuera por el ruido que hacía ella misma al mover las ramas de los arbustos. La
joven se sobresaltó al notar su presencia, y la sorpresa fue tan violenta que dejó caer
el cestito lleno de grosellas; luego, al ver que era Adam, desapareció su palidez para
sonrojarse intensamente. Este sonrojo hizo latir el corazón del joven con una nueva
felicidad, pues hasta entonces Hetty nunca se había ruborizado en su presencia.
—¿La he asustado? —dijo con la sensación deliciosa de que esas palabras no
significaban lo que en realidad quería decirle, puesto que Hetty parecía estar tan
conmovida como él mismo—. Permítame que recoja las grosellas.

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En cuanto acabó de recogerlas unos instantes después, Adam se puso en pie, le
devolvió el cesto y la miró fijamente con la contenida ternura propia de los primeros
momentos de amor esperanzado. Hetty no desvió la mirada. Su sonrojo había
desaparecido y mantuvo la mirada del joven con una apacible tristeza que gustó a
Adam, pues era muy distinta de cuanto hasta entonces había visto en la joven.
—Ya quedan muy pocas grosellas —dijo la joven—; así que en breve estaré lista.
—Yo la ayudaré —contestó Adam yendo en busca del gran cesto, que estaba casi
lleno, para llevarlo junto a la joven.
Mientras cogían las grosellas no cruzaron ninguna palabra. El corazón de Adam
estaba demasiado emocionado y pensó que Hetty comprendía muy bien sus
sentimientos. Había notado que la joven no era del todo insensible a su presencia:
primero se había sonrojado al verle y luego había observado en su rostro aquella leve
tristeza que, sin duda, era indicadora de amor, puesto que en nada se parecía a su
aspecto habitual, casi siempre indiferente. Adam no podía dejar de mirarla mientras
se inclinaba sobre las frutas y los rayos del sol atravesaban las espesas hojas del
manzano e iban a iluminar sus redondas mejillas y su cuello, como si a su vez
estuviesen enamorados de ella. No olvidaría esos momentos en toda su vida. Pensó
que la primera mujer a quien amaba le demostraba alguna emoción, y que, por medio
de una palabra, de un tono de voz, de una mirada o por el temblor de los labios o de
los párpados, daba muestras de que, a su vez, estaba dispuesta a corresponder a su
pasión. Pero aquellas señales eran tan ligeras, tan poco perceptibles para los ojos o
para el oído, que él no habría podido describir una sola, pues no eran más que algo
equivalente al roce de una pluma; sin embargo, bastaron para cambiar todo su ser y
para hacer desaparecer sus inquietudes, que fueron sustituidas por una deliciosa
inconsciencia de todo lo que no fuese ese momento. Generalmente, las primeras
alegrías desaparecen de nuestra memoria. Nunca recordamos la felicidad con que
reclinamos la cabeza en el regazo de nuestra madre o cabalgamos sobre la espalda de
nuestro padre en los días de nuestra infancia; sin duda esas alegrías contribuyen a
formar nuestro ser, del mismo modo que un rayo de sol contribuyó en otros días a dar
su suavidad al albaricoque; sin embargo, desaparecen de nuestra mente: creemos en
las alegrías de la infancia, mas no las recordamos. Pero el primer momento alegre de
nuestro primer amor es una visión que podemos contemplar hasta el fin de nuestras
vidas, y nos proporciona una emoción tan intensa y especial como el recuerdo de los
dulces aromas aspirados en una hora lejana de felicidad. Es un recuerdo que deja una
impresión de exquisita ternura, pero que alimenta la locura de los celos y hace durar
los tormentos y la agonía de la desesperación.
Adam recordaría hasta el último momento de su vida a Hetty inclinada sobre las
ramas del grosellero e iluminada por los rayos de sol que atravesaban el manzano.
Mientras la contemplaba, Adam creía que Hetty pensaba en él y que, por
consiguiente, ninguno de los dos tenía necesidad de hablar.
¿Y Hetty? Ya sabe el lector qué equivocado estaba Adam con respecto a ella.

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Como muchos otros hombres, creyó que los síntomas del amor por otro eran indicios
de amor hacia su propia persona. Cuando Adam se había acercado a ella sin ser visto,
la joven pensaba, como de costumbre, en el posible regreso de Arthur: el ruido de
pasos de cualquier hombre le habría producido la misma impresión de que podía ser
Arthur antes de convencerse por sí misma de lo contrario, y la sangre que había
teñido sus mejillas en la agitación de aquel momento se habría retirado al ver al
recién llegado, cualquiera que fuese éste a excepción de Arthur. Adam no se
engañaba al decirse que Hetty había experimentado un cambio; las ansiedades y
temores del primer amor, que la hacían temblar, habían dominado en ella la vanidad,
y le hicieron comprender por primera vez que dependía por completo de los
sentimientos de otro, lo cual despierta la pasión femenina aún en la joven más
insensible y crea en ella la facultad, si antes no la tenía, de percibir la bondad. Por vez
primera Hetty comprendió que la viril y tímida ternura de Adam le ofrecía algún
consuelo. ¡Oh! Era muy duro soportar aquella ausencia, aquella indiferencia aparente
después de unos momentos de resplandeciente amor. No temía que Adam la
molestara haciéndole la corte o dirigiéndole lisonjas como otros admiradores;
siempre había sido muy reservado con ella, de modo que podía disfrutar sin miedo de
la sensación de que aquel hombre fuerte y valeroso la amaba y se hallaba a su lado.
Jamas se le ocurrió siquiera que Adam fuese digno de compasión y que, a su vez,
llegaría a sufrir mucho.
Ya sabemos que Hetty no era la primera mujer que se portaba amablemente con el
hombre que la amaba en vano, ya que a su vez había empezado a querer a otro. Era
una historia antigua, pero como Adam la desconocía, se deleitó con aquella dulce y
engañosa ilusión.
—Ya está —dijo Hetty después de unos momentos—. Mí tía quiere que deje
algunas grosellas en los árboles. Voy a llevarlas a casa.
—Yo llevaré el cesto —dijo Adam—, pues sería muy pesado para sus bracitos.
—No. Puedo llevarlo con las dos manos.
—Tal vez —replicó Adam sonriendo—. Pero tardaría tanto en llegar a la casa
como una hormiga que arrastra una oruga. ¿Se ha fijado en esos insectos que a veces
arrastran cosas cuatro veces mayores que ellos?
—No —dijo Hetty indiferente a las dificultades con que han de luchar las
hormigas.
—Pues cuando yo era niño solía fijarme en ellas. Ahora ya ve que puedo llevar el
cesto con una mano como si fuese una cáscara de nuez vacía y ofrecerle la otra para
que se apoye en ella. ¿Quiere? Los brazos enormes como los míos se hicieron para
que en ellos se apoyen los más delicados como los suyos.
Hetty sonrió levemente y apoyó su brazo en el del joven. Adam la miró, pero ella
había vuelto sus ojos soñolientos hacia otro lado del jardín.
—¿Ha estado en Eagledale? —preguntó mientras avanzaban despacio.
—Sí —contestó Adam satisfecho de que ella le hiciese una pregunta sobre sí

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mismo—. Hace diez años, cuando era un muchacho. Fui con mi padre para examinar
un trabajo. Es un sitio maravilloso y hay unas rocas y unas cuevas como no las había
visto en toda mi vida. Por mi parte, nunca supe lo que eran rocas hasta que estuve
allí.
—¿Y cuánto tardó en hacer el viaje?
—Empleamos dos jornadas, aunque con un buen caballo recorrería el mismo
trayecto en un día. El capitán podría llegar allí en nueve o diez horas, pues es un
jinete magnífico. No me extrañaría que volviese mañana, ya que es tan activo que no
puede estarse quieto en un sitio tan solitario como aquél. Allí se encontrará solo, pues
no hay nada más que una mala posada en el lugar adonde ha ido a pescar. Me gustaría
mucho que la propiedad estuviese ya en sus manos; a él le convendría, así tendría
mucho que hacer, y lo haría bien a pesar de su juventud. Sus ideas sobre las cosas son
mucho más acertadas que las de los hombres que le doblan la edad. El otro día me
habló muy amablemente acerca de la posibilidad de prestarme el dinero necesario
para emprender negocios; y si las cosas marchan bien, preferiría debérselo todo a él
que a cualquier otro hombre del mundo.
El pobre Adam hablaba de Arthur creyendo que a Hetty le gustaría saber que el
joven caballero estaba dispuesto a protegerle. Era una de sus esperanzas, que deseaba
lo fuese también para la joven. Lo cierto es que ésta le escuchaba con un nuevo
resplandor en la mirada y una leve sonrisa en los labios.
—¡Qué hermosas están ahora las rosas! —continuó Adam deteniéndose para
contemplarlas—. Mire, he robado la más bonita, pero no para quedármela. Creo que
éstas de color rojo tienen las hojas verdes más bonitas que las otras manchadas. ¿No
le parece?
Dejó el cesto en el suelo y se quitó la rosa del ojal.
—Huele muy bien —añadió—. Las otras manchadas de rojo carecen de aroma.
Póngasela en su traje y luego métala en un jarro con un poco de agua. Sería una
lástima dejar que se marchitase.
Hetty tomó la rosa sonriendo al mismo tiempo, pues de repente se le ocurrió que
si Arthur lo deseaba podría volver muy pronto. En su mente hubo un rayo de
esperanza y de felicidad y, con un impulso repentino y alegre, hizo lo mismo que en
otras ocasiones, o sea introducir el tallo de la rosa en su cabello un poco por encima
de la oreja izquierda. La tierna admiración que reflejaba el rostro de Adam retrocedió
ligeramente ante un sentimiento de desaprobación. La afición de Hetty por el lujo
suscitaría sin duda la irritación de su madre, y a él mismo tampoco le parecía bien en
la medida en que algo que procediera de Hetty pudiera suscitar su disgusto.
—¡Ah! —dijo el joven—. Ahora se parece a las damas de los cuadros que hay en
el cazadero. Muchas llevan flores, plumas o adornos de oro en el cabello, pero a mí
eso no me gusta. Siempre me recuerdan a las mujeres pintadas en las barracas de la
feria de Treddleston. ¿Qué mejor adorno puede tener una mujer que su propio
cabello, cuando es rizado como el suyo? Cuando una mujer es joven y hermosa,

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mejor se advierten sus encantos cuanto más sencillo es su tocado. Por ejemplo, Dinah
Morris es muy guapa a pesar del traje y el gorro tan sencillos que lleva. También creo
que el rostro de una mujer no necesita flores, pues ya es una flor por sí mismo. Al
menos lo es el suyo.
—Muy bien —contestó Hetty con alegre enfurruñamiento y quitándose la rosa del
cabello—. En cuanto estemos en casa me pondré uno de los gorros de Dinah y así
verá si me sienta bien. Al marcharse dejó uno de los que llevaba y así haremos la
prueba.
—No, no. No es que deba llevar un gorro metodista como el de Dinah. No tengo
inconveniente en afirmar que es muy feo y lo mismo pensé al verla por primera vez
en su casa, porque resulta una tontería vestirse de un modo distinto de los demás;
aunque si he de decir la verdad, nunca me había fijado bien en ella antes de que fuese
a ver a mi madre la semana pasada. Entonces me pareció que aquel gorro le sentaba
muy bien y que quizás no estaría tan guapa sin él. Usted, en cambio, tiene un rostro
muy distinto. Está mejor como ahora, sin que nada modifique su aspecto. Es como
cuando un hombre canta una buena canción: no nos gusta que suenen las campanas e
interrumpan su canto.
Le tomó el brazo y lo enlazó otra vez con el suyo mirándola al mismo tiempo
muy cariñoso. Temía que la joven pensara que había querido darle una lección,
imaginándose, como suele sucedemos, que Hetty podía haber adivinado los
pensamientos que él sólo había expresado a medias. Y si algo temía era que aquella
tarde pudiera interponerse alguna nube en su felicidad. Ni por todo el oro del mundo
habría hablado todavía a Hetty de su amor; esperaba que aquella bondad hacia él por
parte de la joven se convirtiese a su vez en amor. Se decía que habrían de transcurrir
muchos años de su vida bendecidos con la {posesión de Hetty y que, por lo tanto, de
momento podía contentarse con muy poco. Así que volvió a tomar el cesto de
grosellas y continuaron el camino hacia la casa.
Durante la media hora que Adam pasó en el jardín, había cambiado la escena por
completo. La era estaba llena de vida: Marty guiaba a los chillones patos a través del
portón y provocaba al ganso silbándole. La puerta del granero gemía sobre sus
goznes cuando la cerraba Alick tras sacar el grano necesario; los caballos eran
conducidos al abrevadero entre los ladridos de los tres perros y las voces de Tim, el
labrador, como si los pesados animales que inclinaban sus inteligentes cabezas y
andaban con paso tan decidido fuesen a tomar imprudentemente otra dirección que la
derecha. Todo el mundo había regresado del parque, y cuando Hetty y Adam entraron
en la casa, la señora Poyser estaba «sentada en un sillón y el abuelo en otro que había
en el lado opuesto», contemplando con satisfacción los preparativos de la cena. La
misma señora Poyser tendió el mantel, mantel tejido con hilo de fabricación casera de
color marrón y con un dibujo a cuadros, muy apreciado por las buenas amas de casa,
y muy diferente de esos tejidos que se compran en las tiendas y que se agujerean
enseguida; éste al menos duraría un par de generaciones. La carne de ternera fría, la

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lechuga fresca y el lomo relleno eran enormemente tentadores para las personas que
no habían probado bocado desde las doce y media. En la larga mesa, que estaba
arrimada a la pared, se veían unos brillantes platos de peltre, cucharas y jarros
dispuestos para Alick y sus compañeros; pues el amo y los criados no cenaban muy
lejos unos de otros, lo cual resultaba muy agradable. Porque si al señor Poyser se le
ocurría hacer alguna observación referente al trabajo del día siguiente, Alick estaba al
lado para oírle.
—¡Hola, Adam! Me alegro mucho de verle —dijo el señor Poyser—. De modo
que ha ayudado a Hetty a coger las grosellas. Venga, venga a sentarse. Por lo menos
hace tres semanas que no cena con nosotros. Hoy, por suerte, el ama ha preparado un
lomo relleno. Me alegro mucho de que haya venido.
—Mira, Hetty —dijo la señora Poyser después de examinar el cesto de grosellas
—, ve arriba y mándame a Molly. Está acostando a Totty y quiero que vaya en busca
de cerveza, porque Nancy está ocupada en la lechería. Cuida de la niña. Pero dime,
¿por qué la has dejado ir con Tommy, con quien se ha hartado de fruta hasta el punto
de que no ha tenido ganas de cenar?
Dijo esto en un tono más bajo que de costumbre mientras su marido hablaba con
Adam, pues la señora Poyser observaba muy bien las conveniencias sociales y creía
que no hay que regañar a una muchacha en presencia del hombre que la corteja. Eso
no sería correcto. A cada mujer le corresponde ser joven en su momento y tiene sus
propias oportunidades para casarse, de modo que las demás mujeres no deben
privarla de esas ventajas, así como la vendedora del mercado que ya ha vendido todos
sus huevos no debe quitar un cliente a su vecina.
Hetty se apresuró a subir la escalera al no hallar fácil respuesta a la pregunta de su
tía, quien se dirigió hacia Marty y Tommy para servirles la cena.
Pronto estuvieron todos sentados. Los dos muchachos de rojas mejillas se
sentaron uno al lado del otro junto a su madre. Entre Adam y su tío quedó un lugar
desocupado para Hetty. Alick, que había llegado también, se sentó en su rincón más
alejado y empezó a comer unas habas frías que se llevaba a la boca con la punta del
cuchillo. Y debemos advertir que encontraba en ellas un sabor y un aroma tal que no
las habría cambiado por ningún otro manjar.
—¡Pues no tarda poco esa muchacha en traer la cerveza! —observó la señora
Poyser mientras servía unas lonchas del célebre lomo relleno—. No me extrañaría
que pusiera el jarro debajo del grifo y se olvidase de cerrarlo, ya que de esas
muchachas se puede esperar cualquier cosa. A veces ponen un jarro vacío en el fuego
y al cabo de una hora van a ver si hierve el agua.
—Ten en cuenta que también saca cerveza para los hombres —dijo el señor
Poyser—. Deberías haberle advertido que subiese primero nuestro jarro.
—Puedes creerme si te digo que me quedaría sin aliento si tuviese que advertir a
esas muchachas todo lo que no deben hacer. No tienen cabeza para nada. Señor Bede,
¿quiere un poco de vinagre para la lechuga? Hace bien en no aceptarlo, porque

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estropea el aroma del lomo. Es una lástima que el sabor de la carne quede borrado por
el vinagre. Es como esos individuos que hacen una mala manteca y la cargan de sal
para ocultar el defecto.
La atención del señor Poyser fue solicitada por la aparición de Molly, que llevaba
un enorme jarro, otros dos más pequeños y cuatro de menor capacidad, estos últimos
para beber directamente de ellos, y todos llenos de cerveza suave; constituía un
ejemplo interesante de la fuerza compresora de las manos humanas. Mientras andaba
con los ojos fijos en la doble fila de recipientes en sus manos, la boca de la pobre
Molly estaba más abierta que de costumbre y no advertía la expresión de los ojos de
su ama.
—Nunca he visto a una muchacha como tú, Molly. Y pensar que tu pobre madre
es viuda, que te tomé a mi servicio cuando no sabías hacer nada, y que continúas lo
mismo a pesar de mis advertencias…
Molly no había visto el rayo, y el trueno sacudió sus nervios con mayor
intensidad precisamente por la falta de preparación. Sintiendo cierta alarma y
diciéndose que quizás habría podido obrar de otro modo, apresuró un poco el paso
hacia la mesa lateral con objeto de dejar en ella los jarros que llevaba; pero en aquel
momento pisó su delantal, que se le había desatado, y cayó ruidosamente en un lago
de cerveza. Inmediatamente sonaron los gritos de entusiasmo de Marty y de Tommy
y un grave «¡Demonios!» del señor Poyser, que veía aplazado su trago de cerveza.
—Muy bien —exclamó la señora Poyser en tono incisivo, levantándose y
dirigiéndose al armario mientras Molly empezaba a recoger los trozos de cristal—.
Ya te lo había avisado varias veces. Ahí tienes el sueldo del mes y más todavía para
pagarme este jarro que tenía en casa desde hace más de diez años, sin que nunca le
hubiese sucedido nada. Lo que has roto en esta casa desde que estás aquí sería
suficiente para hacer blasfemar a un cura. ¡Dios me perdone por hablar así! Pero si
eso hubiese estado hirviendo habrías hecho lo mismo, escaldándote y quedando
lisiada para toda la vida. Verdaderamente no sé lo que será de ti si continúas de esta
manera. Cualquiera creería que tienes el baile de San Vito. Hay que ver las cosas que
has llegado a tirar al suelo. Parece mentira que no tengas más cuidado. Quien te viese
pensaría que eres tonta de capirote.
Molly lloraba derramando abundantes lágrimas y, en su desesperación, en el
momento en que la corriente de cerveza se dirigía hacia las piernas de Alick,
convirtió su delantal en bayeta, mientras que la señora Poyser, que abría el aparador,
dirigió hacia ella una mirada incendiaria.
—¡Ah! —continuó diciendo—, nada sacarás de llorar y de mojar más el suelo con
tus lágrimas. De todo eso tiene la culpa tu testarudez, porque a nadie se le rompe
nada cuando hace el trabajo como es debido. Pero las personas que tienen un tarugo
por cabeza no pueden manejar más que cosas de madera, para no romperlas. Ahora
no tengo más remedio que sacar el jarro de color blanco y pardo, que aún no se ha
usado tres veces este año, y bajar yo misma a la bodega, donde me cogerá un frío de

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muerte que tal vez sea la causa de una inflamación pulmonar.
La señora Poyser se volvió desde el aparador empuñando el jarro blanco y pardo,
pero en aquel momento vio algo en el extremo opuesto de la cocina. Tal vez el hecho
de que la aparición ejerciera en ella tanta influencia se debiese a que ya estaba
temblorosa y nerviosa; también es posible que romper jarros, a semejanza de otros
crímenes, tenga una influencia contagiosa. Pero, fuera como fuese, se quedó mirando
con los ojos muy abiertos como si viese un fantasma y el precioso jarro pardo y
blanco se cayó al suelo separándose para siempre del asa.
—¿Se ha visto jamás algo parecido? —exclamó con tono apagado después de
mirar un momento asombrada a su alrededor—. Estos jarros están embrujados. No
hay duda. Seguro que tienen las asas ya rotas; se deslizan entre los dedos como si
fuesen babosas.
—¡Bueno! El caso es que mereces la misma reprimenda que todo el mundo —
dijo el señor Poyser, que había tomado parte en la hilaridad de los niños.
—Sí. Es muy divertido eso de quedarse mirando y reírse —replicó la señora
Poyser—. Pero te aseguro que hay ocasiones en que los cacharros parecen estar vivos
y se te escapan de las manos como si fuesen pájaros. A veces ocurre con las cosas de
vidrio, que, sin que nadie las toque, se parten por la mitad. Lo que está condenado a
romperse, se rompe, porque a mí jamás se me ha caído nada por no cogerlo bien con
los dedos. De lo contrario no conservaría, como conservo, toda la loza que compré
antes de casarme. Y en cuanto a ti, Hetty, ¿estás loca? ¿Qué significa eso de
presentarse vestida así y hacer creer a la gente que hay un duende en la casa?
En la cocina resonó otra carcajada general mientras la señora Poyser hablaba, y
aquel acceso de hilaridad se debió menos a sus ideas fatalistas sobre las roturas de los
jarros que a la extraña aparición de Hetty, causa también del sobresalto de su tía.
Aquella picaruela había encontrado tina vieja bata negra de su tía y se la había
puesto, sujetándola alrededor del cuello para parecerse a Dinah; luego se peinó el
cabello lo más liso que le fue posible y se cubrió la cabeza con uno de los gorros de
red de aquélla, alto y desprovisto de adornos. Y la perspectiva de hallar debajo el
rostro pálido y grave y los suaves ojos grises de Dinah se convertía en alegre sorpresa
al ver que habían sido reemplazados por las sonrosadas y redondas mejillas de Hetty
y por sus ojos oscuros y coquetones. Los niños se levantaron de la silla y la rodearon
saltando y palmoteando, y hasta Alick profirió una grave carcajada desde el lugar en
que se hallaba. Aprovechando el ruido, la señora Poyser se apresuró a enviar a Nancy
a la bodega con una gran medida de peltre, que tenía algunas probabilidades de estar
libre de los encantamientos.
—¡Caramba, Hetty! ¿Te has vuelto metodista? —preguntó el señor Poyser con la
lenta carcajada que sólo emiten las personas corpulentas—. Antes de que puedas
parecerlo será preciso que se te adelgace un poco más la cara. ¿Verdad, Adam? ¿Por
qué te has puesto todo eso?
—Adam ha dicho que le gustan más el traje y el gorro de Dinah que los que yo

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llevo —contestó Hetty sentándose con gazmoñería—. Ha dicho que las personas
tienen mejor aspecto cuando llevan trajes feos.
—No es eso —contestó Adam contemplándola con admiración—. Sólo he dicho
que a Dinah le sentaba muy bien. Y si hubiese añadido que a usted le sientan
perfectamente, no diría nada más que la verdad.
—Has pensado que Hetty era un fantasma, ¿eh? —preguntó el señor Poyser a su
esposa, que volvía a ocupar su asiento—. Te has dado un susto de muerte.
—Qué importa eso ya —replicó la señora Poyser—, no arreglará los jarros rotos,
ni tampoco las carcajadas. Siento mucho, señor Bede, que tenga que esperar tanto
rato para beber un vaso de cerveza, pero llegará dentro de un minuto. Sírvase usted
mismo las patatas que quiera. Sé que le gustan. Mira, Tommy: si no dejas de reírte en
el acto, te mando a la cama. ¿De qué te ríes? Me gustaría saberlo. Un gorrito no da
para tanta risa. Ojalá la gente quisiera parecerse a Dinah en algo más que en el gorro.
Además, no me parece bien que en esta casa se bromee a costa de la hija de mi
hermana, que acaba de separarse de nosotros con gran disgusto por mi parte. Y si hay
algo que sé es que si viniera la desgracia, si yo tuviese que guardar cama o mis niños
estuvieran a punto de morir, porque nadie sabe lo que puede ocurrir, o el ganado
volviese a tener la morriña, o, en fin, todo marchase de mal en peor, tengo la certeza
de que a todos nos gustaría mucho ver otra vez el rostro de Dinah debajo de este
gorro, tanto si es elegante como si no. Porque la pobrecilla siempre está dispuesta a
acudir en caso de apuro y quiere a las personas más cuando más necesitadas están.
Como ya habrá observado el lector, la señora Poyser sabía muy bien que nada
podía derrotar a lo cómico como lo terrible.
Tommy, que era un muchacho muy sensible y estaba muy encariñado con su
madre, aparte de que había comido tantas cerezas que se sentía menos dueño de sí
mismo que de costumbre, se asustó tanto con el horroroso cuadro que su madre hizo
de un futuro posible que se echó a llorar; y el bondadoso padre, indulgente con todas
las debilidades salvo la pereza, dijo a Hetty:
—Mejor te quites todo eso, hija mía. A tu tía le da pena.
Cuando Hetty subió de nuevo la escalera, la llegada de la cerveza constituyó una
agradable distracción, pues Adam tuvo que dar su opinión sobre la calidad de la
nueva cerveza, la cual, naturalmente, fue halagadora para la señora Poyser; luego
siguió una discusión acerca de los secretos de la fabricación de la cerveza,
conviniendo todos en que resultaba una economía muy dudosa de que los granjeros se
hiciesen su propia malta. La señora Poyser tuvo tantas oportunidades de lucir sus
conocimientos, que al terminar la cena volvió a llenar el jarro de cerveza y, cuando el
señor Poyser hubo encendido la pipa, la buena mujer estaba ya de excelente humor y
dispuesta, a petición de Adam, a ir en busca del torno de hilar.
—¡Ah! —dijo Adam después de examinarlo—. Eso es trabajo de tornero. Hay
que hacer una rueda nueva. Lo llevaré al tornero del pueblo, pues en casa no tengo lo
necesario. Si me hace el favor de mandar mañana el torno al taller del señor Burge, lo

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tendrá reparado el miércoles próximo. Precisamente ahora —continuó diciendo—
quiero arreglar un poco el taller de mi casa para hacer trabajos de ebanistería. En
horas libres siempre me he dedicado a eso, y es perfecto, porque no da mucho trabajo
y no se necesitan grandes cantidades de material. Seth y yo vamos a empezar a
trabajar por nuestra cuenta de este modo, pues conozco a un hombre de Rosseter que
nos comprará cuanto hagamos y además tendremos encargos del mismo pueblo.
El señor Poyser escuchó muy interesado ese proyecto, que consideró un paso más
que daba el joven para alcanzar su independencia; y luego dio su aprobación al
modelo del armario de cocina destinado a contener, de un modo ordenado y claro,
especias, objetos de loza, paños y trapos de cocina. Hetty, que vestía otra vez su
propio traje y llevaba el pañuelo echado hacia atrás por el calor, estaba sentada cerca
de la ventana ocupada en escoger las grosellas, y Adam podía verla muy bien. Así
trascurrió el tiempo agradablemente hasta que el joven se puso en pie para marcharse.
Le invitaron a volver pronto, pero no a quedarse un rato más, pues en aquella época
de tanto trabajo a nadie le gustaba levantarse a las cinco de la mañana con sueño.
—Creo que voy a visitar al maestro Massey —dijo Adam—, pues ayer no estuvo
en la iglesia y hace ya una semana que no le veo. Hasta ahora nunca había faltado a la
iglesia.
—No sabemos nada de él —dijo el señor Poyser—; ahora los chicos tienen
vacaciones y no puedo darle noticias del maestro.
—¿Pero cree que es conveniente ir a su casa a estas horas de la noche? —exclamó
la señora Poyser mientras doblaba la labor de calceta.
—¡Oh! Massey se acuesta muy tarde, además aún no ha terminado la clase
nocturna. Algunos de los alumnos acuden a la escuela muy tarde, pues viene de muy
lejos. Y el mismo Barde no se acuesta hasta las once.
—Pues entonces no me gustaría que viviese con nosotros —dijo la señora Poyser
—. Esos individuos se duermen a veces con la vela encendida, se derrite el sebo y se
cae al suelo, y a la mañana siguiente quien entre en la habitación corre el peligro de
romperse la crisma.
—¡Caramba! Las once es tarde. Muy tarde —repitió el viejo Martin—. En toda
mi vida no me he acostado a esa hora, salvo cuando asistía a una boda o a un bautizo,
o me quedaba de guardia en el campo, o bien cuando celebrábamos la cena de la
cosecha. Las once de la noche es una hora muy avanzada.
—Pues yo me acuesto muchas veces después de las doce —dijo Adam riéndose
—. Pero no porque me entretenga bebiendo o comiendo, sino porque me quedo a
trabajar. Buenas noches, señora Poyser. Buenas noches, Hetty.
La joven sólo pudo corresponder con una sonrisa, pero no le fue posible dar la
mano, pues la tenía manchada del jugo de las grosellas. Los demás, sin embargo,
estrecharon cordialmente la gran mano que el joven les ofrecía, y le pidieron que
volviera pronto.
—¿Qué te parece? —dijo el señor Poyser en cuanto Adam hubo desaparecido—.

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¡Quedarse hasta después de las doce para trabajar! Pocos hombres de veintiséis años
encontrarás que puedan comparársele. Si conquistas a Adam por marido, Hetty, estoy
seguro de que llegarás a poseer un cochecillo.
Hetty iba de un lado a otro de la cocina ocupada en sus grosellas, y por esta razón
su tío no vio el desdeñoso movimiento de cabeza con que ella le contestó. Ahora ya
no le parecía cosa envidiable ir en un cochecillo.

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XXI

LA ESCUELA NOCTURNA Y EL MAESTRO

L a casa de Barde Massey era una de las pocas diseminadas en el extremo del
pueblo que cruzaba el camino de Treddleston. Adam llegó allí un cuarto de
hora después de haber salido de Hall Farm, y al apoyar la mano en el picaporte, vio a
través de la ventana ocho o nueve cabezas inclinadas sobre los pupitres y alumbradas
por delgadas velas.
Al entrar advirtió que era clase de lectura, y Barde Massey se limitó a saludarle
con un movimiento de cabeza dejándole que se sentara donde quisiera. Aquella noche
no había ido a tomar lección y su mente estaba demasiado ocupada con asuntos
personales, llena de recuerdos por las dos horas pasadas con Hetty para entretenerse
con un libro hasta que terminara la hora de clase. Por esta razón se sentó en un rincón
y dejó vagar su mirada por la habitación. Durante muchos años Adam había
contemplado aquella misma escena. Sabía de memoria todos los rasgos y arabescos
del modelo de caligrafía de Barde Massey suspendido de la pared y sobre la cabeza
del maestro, como si quisiera ofrecer un elevado ideal a las mentes de sus discípulos.
Conocía los lomos de todos los libros del estante situado en la pared por encima de
los clavos destinados a colgar las pizarras; recordaba cuántos granos de maíz se
habían caído de la mazorca que colgaba de una de las vigas; durante mucho tiempo se
esforzó en agotar los recursos de su imaginación para comprender qué aspecto había
tenido el mazo de algas correosas y cómo crecieron en su líquido elemento; y desde
el lugar en que se hallaba casi no podía distinguir el viejo mapa de Inglaterra que
colgaba de la pared opuesta, pues con los años había adquirido un color pardo
amarillento parecido al de una pipa de espuma de mar. La escena que se desarrollaba
era muy familiar para él; mas la costumbre no le hizo indiferente, de modo que, a
pesar de sus preocupaciones, Adam se sintió momentáneamente interesado por los
alumnos: aquellos hombres rudos que sostenían penosamente el lápiz o la pluma con
sus manos entumecidas, o que recibían humildemente la clase de lectura. Estos
últimos eran los tres alumnos más atrasados y se sentaban enfrente del pupitre del
maestro. Adam lo habría notado solamente con fijarse en la cara de Barde Massey
mientras éste miraba por encima de sus gafas, que en ese momento hizo descender
apoyándolas en el extremo de la nariz pues no las necesitaba. El rostro del maestro
había tomado su expresión más suave; las espesas y grises cejas dibujaban el ángulo
más agudo de bondad compasiva, y la boca, habitualmente apretada y con el labio
inferior sobresaliente, parecía dispuesta a pronunciar una palabra o sílaba de auxilio
en el momento que fuese necesario. Aquella cariñosa expresión era de lo más
interesante porque la nariz del maestro, aquilina, irregular y ligeramente torcida, tenía
un carácter formidable; y su frente mostraba aquella tensión peculiar que siempre da

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indicios de un temperamento extremadamente impaciente; las venas azules surgían
como cuerdas bajo la piel transparente y amarillenta, y la frente terrible quedaba
suavizada por la abundancia de cabello, grueso y gris.
—No, Bill, no —decía Bartle con tono bondadoso y haciendo una seña a Adam
—. Vuelve a empezar y tal vez sepas cómo se pronuncian la d, la r y la y. Es la misma
lección de la semana pasada. Ya te acordarás, no te preocupes.
Bill era un individuo robusto, de unos veinticuatro años, excelente aserrador de
piedra y capaz de ganar el mejor jornal que pudiese conseguir un muchacho de su
edad; pero sin duda le parecía mucho más difícil la lección de lectura de palabras
monosilábicas que el habérselas con la piedra más dura que hubiese aserrado en su
vida. Se quejaba de que las letras se parecían tanto que no había manera de
distinguirlas, pues, como ya es sabido, su oficio no le exigía hacer tan diminutas
distinciones como las que existen entre una letra cuyo rabo se dirige hacia arriba y
otro que lo tenga en dirección opuesta. Sin embargo, Bill estaba firmemente decidido
a aprender a leer, y eso por dos razones: la primera, porque su primo Tom Hazelow
podía leer muy bien cualquier cosa, ya estuviese impresa o manuscrita, y además le
había escrito una carta desde treinta kilómetros de distancia contándole que
prosperaba en el mundo y que le habían dado un empleo de encargado. En segundo
lugar, porque Sam Phillips, que era su compañero de trabajo, había aprendido a leer
después de cumplir los veinte años. Y Bill se creía capaz de hacer lo mismo que Sam
puesto que se sentía con fuerzas para vencerle en todo. Y así, señalaba con el dedo
índice tres palabras al mismo tiempo y volvía la cabeza hacia un lado para poder
fijarse mejor en la que debía leer de aquel grupo. La cantidad de conocimientos que
Barde Massey debía de poseer era algo tan impreciso y enorme, que la imaginación
de Bill retrocedía asustada. Y seguramente no se habría atrevido a negar que el
maestro tuviese algo que ver en la sucesión de los días y las noches y en los cambios
de tiempo.
El hombre sentado al lado de Bill pertenecía a un tipo diferente: era un ladrillero
metodista que después de pasar treinta años de su vida muy satisfecho de su
ignorancia, «adquirió religión» y, con ella, el deseo de leer la Biblia. Pero también
para él la instrucción resultaba algo muy duro y aquella misma noche, al salir, rezó
solicitando auxilio, puesto que había emprendido aquella dura tarea con el único
objeto de alimentar mejor su alma, conocer mayor cantidad de frases bíblicas y de
himnos que le ayudasen a desterrar los malos recuerdos y las tentaciones de sus
antiguas costumbres, o, en una palabra, al mismo diablo. El ladrillero había sido un
famoso cazador furtivo y hasta se sospechaba, si bien no había pruebas contra él, que
disparó un tiro en la pierna de un guarda jurado. Pero, fuese o no verdad esto último,
lo cierto es que después del accidente, que coincidió con la llegada de un predicador
metodista a Treddleston, se observó un gran cambio en el ladrillero; y aunque en la
vecindad se le conocía con el renombre de Azufre, nada le aterraba tanto como seguir
tratando al malvado enemigo que olía a dicha sustancia mineral. Era un individuo de

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ancho pecho y de temperamento fervoroso, lo cual le hacía más apto para adquirir
ideas religiosas que para el humano conocimiento del alfabeto. Además un
correligionario había debilitado su resolución asegurándole que la letra era enemiga
del espíritu, y expresó el temor de que Azufre tuviese un interés exagerado en
adquirir conocimientos.
El tercer principiante era un alumno que prometía mucho más. De alta estatura,
flaco y sarmentoso, y casi tan viejo como Azufre, tenía el rostro pálido y las manos
teñidas de azul. Era tintorero, y mientras estaba ocupado en sus trabajos de teñir las
madejas de fabricación casera y las faldas de las viejas, se sintió impulsado por la
ambición de aprender algo más acerca de los extraños secretos de los colores. Gozaba
ya de gran reputación en la comarca por sus tintes y se esforzaba en descubrir algún
método para reducir el gasto que le daban los colores carmesíes y escarlatas. El
droguero de Treddleston le dio a entender que podría ahorrar mucho trabajo y dinero
aprendiendo a leer, y por eso empezó a dedicar sus horas libres a la escuela nocturna,
resuelto también a que su hijo no perdiera el tiempo y acudiera a las clases diurnas
del señor Massey en cuanto tuviese la edad adecuada.
Era conmovedor ver a aquellos tres hombres hechos y derechos, con las huellas
del duro trabajo diario visibles en sus cuerpos, inclinándose con tanto interés sobre
los viejos y desgastados libros para leer, a costa de grandes esfuerzos, frases
semejantes a «La hierba es verde», «La leña está seca», «El trigo está maduro», o las
aún más difíciles columnas de palabras muy semejantes salvo por la primera letra.
Parecían tres enormes animales salvajes haciendo humildes esfuerzos para aprender a
ser humanos. Y ver a tan crecidos alumnos como aquéllos conmovía las fibras más
sensibles de Barde Massey, de ahí que nunca les dirigiese severos epítetos ni palabras
impacientes. El maestro no gozaba ni mucho menos de un carácter imperturbable y
en las noches musicales se hacía evidente que la virtud de la paciencia no le había
tocado en suerte; pero aquella noche, mientras miraba a Bill Downes por encima de
sus lentes volver la cabeza a un lado en su esfuerzo desesperado por distinguir las
letras d, r, e y, sus ojos despidieron un breve resplandor.
Después de la clase de lectura, dos jóvenes entre dieciséis y diecinueve años
llegaron con imaginarias facturas escritas en sus pizarras. El maestro les invitó a
calcular mentalmente y la prueba obtuvo tan poco éxito que Barde Massey, tras
dirigirles una mirada amenazadora a través de sus lentes durante unos minutos,
empezó a hablar casi a gritos, recalcando las frases mientras golpeaba la mesa con el
bastón.
—Está claro que no habéis mejorado en quince días, y ahora os voy a decir la
causa. Queréis aprender a contar, y eso está muy bien, pero creéis que basta con venir
aquí dos o tres horas por semana y que en cuanto salís a la calle ya no hay que hacer
nada más. No pensáis más que en divertiros y, por consiguiente, olvidáis lo que os
enseño. Os figuráis también que los conocimientos se adquieren sin esfuerzo. Venís a
la escuela del viejo Massey pagándole seis peniques por semana y creyendo que os

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enseñará a contar sin que vosotros os molestéis para nada. Pero si queréis adquirir
instrucción, os costará algo más de seis peniques. Si queréis aprender a calcular, es
preciso hacerlo mentalmente, fijándoos bien. Saber hacer una suma es fácil, pues
después de escribir los sumandos en un papel cualquiera sabe hacerlo, por tonto que
sea. Y así podéis deciros: «Yo soy un tonto, y Jim otro. Si mi tonta cabeza pesa cuatro
kilos y la de Jim tres kilos trescientos, ¿cuánto pesa más la mía que la de Jim?». El
hombre que desee aprender a calcular ha de proponerse sumas él mismo y buscar
mentalmente la solución. Cuando está sentado haciendo zapatos, puede contar los
puntos de cinco en cinco, calcular el precio a que sale cada punto y averiguar cuánto
gana en una hora; luego puede preguntarse cuánto dinero ganaría al cabo del día y,
finalmente, cuál sería el jornal de diez obreros que trabajasen tres años, veinte o cien.
Mientras tanto podrá manejar su aguja tan deprisa como de costumbre, como si
tuviese la cabeza ocupada en tonterías. Pero, en fin, haced lo que queráis. Cuanto
menos estudiéis, más tiempo tardaréis en aprender. Ninguno de mis alumnos de las
clases nocturnas viene aquí a perder el tiempo, todos trabajan con mucho interés. Por
otra parte, yo no despido a nadie por ser tonto. Si Billy Taft, el idiota, quisiera
aprender alguna cosa, yo no me negaría a enseñarle. En cambio, no quiero prodigar
mis conocimientos a gente que cree que no debe hacer más que pagar seis peniques
por semana. Por consiguiente, no volváis a presentaros ante mí si no me demostráis
que habéis trabajado por vuestra parte, en vez de creer que yo trabajaré por vosotros.
Esta es mi última palabra.
Con esta frase final, Barde Massey dio un golpe más fuerte con su bastón y los
avergonzados muchachos salieron sin decir una palabra. Los demás alumnos no
tenían otra cosa que hacer que mostrar sus cuadernos de escritura, en varias fases de
progreso, desde simples rayas a escritura corriente. Y hasta los mismos errores de la
escritura, por garrafales que fuesen, le parecían a Barde menos desagradables que las
cuentas equivocadas. Juzgó con mayor severidad que de costumbre las z de Jacobo
Storey, de las que el pobre muchacho había llenado una página con el rasgo superior
en dirección contraria a la debida, pese a que él mismo se daba cuenta de que aquellas
letras tenían algo equivocado. Para disculparse, adujo que se trataba de una letra que
apenas se empleaba, y que a su juicio pusieron allí para terminar el alfabeto, porque
el mismo efecto habría hecho el signo &.
Finalmente los alumnos cogieron los sombreros y salieron después de dar las
buenas noches. Conocedor de las costumbres de su maestro, Adam se levantó y
preguntó:
—¿Quiere que apague las velas, señor Massey?
—Sí, hijo mío. Apágalas todas menos ésta, que me servirá para ir al comedor. Y
ahora que estás cerca, cierra la puerta de la calle —dijo Barde tomando el bastón y
apoyándose en él para bajar del taburete.
Apenas estuvo en el suelo cuando se vio en la necesidad de aquel apoyo, pues la
pierna izquierda del maestro era más corta que la derecha. Pero a pesar de su cojera,

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el buen Massey era un hombre tan activo que apenas podía creerse que aquello
constituyese un hecho desgraciado, y si el lector le hubiese visto atravesar la clase y
subir el escalón para entrar en la cocina, tal vez comprendería la razón de que los
niños traviesos creyesen que podía llegar a correr y que su bastón les alcanzaría por
deprisa que huyesen.
En cuanto apareció en la puerta de la cocina empuñando la vela, se oyó un leve
quejido en el rincón de la chimenea y apareció una perra de color pardo oscuro,
perteneciente a la inteligente raza de patas cortas y cuerpo largo. Se acercó a su amo
arrastrándose por el suelo, meneando el rabo y vacilando antes de dar un solo paso,
como si su afecto se dividiese penosamente entre el amo y lo que quedaba en el
rincón de la chimenea.
—Bueno, Vixen. ¿Cómo están los pequeños? —preguntó el maestro de escuela
acercándose al rincón de la chimenea y levantando la vela para alumbrar el canasto
donde dos cachorros, ciegos todavía, levantaban la cabeza hacia la luz desde su nido
de franela y lana.
Vixen no se resignaba siquiera a que su amo contemplase a sus hijitos, de modo
que penetró en el cesto y volvió a salir, comportándose como una hembra loca e
imprudente[6], aunque, al mismo tiempo, parecía ser juiciosa como un enano que
tuviese cabeza y cuerpo de viejo y piernas diminutas.
—Veo que se ha hecho con una familia, señor Massey —dijo Adam sonriendo al
entrar en la cocina—. Creí que la ley prohibía semejante cosa en esta casa.
—¿La ley? ¿De qué sirve la ley cuando un hombre es lo bastante estúpido para
permitir la entrada de una mujer en la casa? —preguntó Barde alejándose del cesto
con cierta amargura. Siempre hablaba de Vixen como de una mujer y parecía no
advertir que empleaba una figura retórica—. De haber sabido que Vixen era mujer, no
habría impedido que la ahogaran aquellos muchachos. Pero en cuanto la tuve en mis
manos, no pude hacer más que admitirla en mi casa. Y mira lo que me ha regalado
ahora esta moza hipócrita y desvergonzada.
Barde pronunció estas palabras con tono de reproche y miró a Vixen, que bajó la
cabeza y luego lo observó, al parecer muy confusa.
—Y además me trajo estos cachorros el domingo y a la hora de ir a la iglesia.
Habría pagado cualquier cosa por ser un criminal y estrangular a la madre y a los
hijos con una sola cuerda.
—Me alegro mucho de que su ausencia de la iglesia no tuviese un motivo más
importante —dijo Adam—. Temí que estuviese enfermo por primera vez en su vida.
Y lamenté mucho no verle ayer.
—Ya lo sé, hijo, ya lo sé —dijo Barde con tono bondadoso y apoyando su mano
hasta el hombro del joven, que casi se hallaba al mismo nivel de su propia cabeza—.
Hasta ahora has pasado muchas penalidades, mas espero que te aguardan mejores
tiempos. Tengo que darte algunas noticias, pero antes quiero cenar, tengo hambre. De
modo que siéntate.

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Barde se dirigió a su pequeña despensa y sacó un excelente pan hecho en casa; en
aquellos tiempos era un lujo extraordinario comer pan una vez al día en vez de torta
de avena. El maestro se justificaba diciendo que debido a sus ocupaciones necesitaba
tener el cerebro bien nutrido y que las tortas de avena alimentaban más los huesos
que la cabeza. Luego sacó un pedazo de queso y un jarro de litro coronado de espuma
y los dejó en una mesita redonda que había al lado del sillón junto a la chimenea,
flanqueada por el cesto de Vixen a un lado y por un estante con libros en el otro. La
mesa estaba tan limpia como si Vixen hubiese sido una excelente ama de casa
provista de un delantal de cuadros, y el mismo aspecto tenían el suelo, la antigua
prensa de roble esculpido, la mesa y las sillas, mobiliario por el que en nuestra época
las grandes casas pagarían sumas muy elevadas, pero que en los días en que estaban
de moda los muebles con patas de araña y cupidos incrustados, Barde los había
adquirido a cambio de una vieja canción.
—Acércate, muchacho, acércate; aunque no hablaremos de negocios hasta
después de cenar. Ningún hombre habla con juicio con el estómago vacío. Pero —
añadió Barde poniéndose de nuevo en pie— debo dar la cena a esa maldita Vixen,
aunque ahora la desvergonzada no hace otra cosa que criar a esos cachorros
innecesarios. Todas las mujeres hacen lo mismo. Como no tiene cerebro que
alimentar, la comida se convierte en grasa o en cachorros.
Sacó de la despensa un plato con restos de comida en el cual Vixen fijó enseguida
la mirada, saltando de su cesto para dar cuenta de ello en un abrir y cerrar de ojos.
—Yo he cenado ya, señor Massey —dijo Adam—, así que me quedaré mirando
cómo lo hace usted. He estado en Hall Farm donde, como ya sabe, cenan temprano,
pues se acuestan con las gallinas.
—Poco sé acerca de sus costumbres —replicó Barde con cierta sequedad y
mientras cortaba el pan—. Voy muy pocas veces a su casa, aunque me son muy
simpáticos los muchachos, y Martin Poyser es un hombre muy agradable. Para mi
gusto, hay demasiadas mujeres en aquella casa. Odio el ruido de sus voces, porque
zumban o chillan sin parar. La señora Poyser habla con una voz tan aguda como un
pífano, y en cuanto a las jóvenes, preferiría contemplar a unas larvas acuáticas que,
como ellas, han de convertirse en mosquitos que te pican y te asaetan. Toma un poco
de cerveza, muchacho. La he sacado para ti.
—No, señor Massey —contestó Adam, que aquella noche tomaba más en serio
que nunca la manía de su viejo amigo—. No debe ser tan duro con los seres que Dios
creó para que fuesen nuestras compañeras. A un obrero le iría muy mal no tener una
esposa que cuidara de la casa y de la comida y que no lo mantuviera todo limpio y
cómodo.
—¡Tonterías! Es una de las mentiras más estúpidas que han inventado los
hombres eso de que una mujer contribuye a la comodidad de la casa. Esta versión
circula porque como existen las mujeres, hay que darles alguna ocupación. Yo te
aseguro que no hay nada en el mundo que un hombre no pueda hacer mejor que una

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mujer, a excepción, naturalmente, de tener hijos, e incluso eso lo hacen bastante mal.
Ojalá pudiesen encargarse los hombres también de eso. Una mujer es capaz de
hacerte un pastel cada semana, durante toda su vida, y no llegar a comprender que
cuanto más caliente esté el horno, menos durará la operación. O también te hará
potaje todos los días, durante veinte años seguidos, y nunca pensará en medir la
proporción de la harina y de la leche. Un poco más o menos, pensará, no significa
nada y, como es natural, a veces el potaje sólo será bueno para tirarlo a la basura.
Ella, en cambio, pondrá la harina, la leche o el agua como excusa, y no se atribuirá
nunca la culpa. Mírame a mí. Yo amaso mi propio pan, y todos los días lo hago igual,
año tras año; pero si en la casa hubiese otra mujer además de Vixen, tendría que rogar
todos los días a Dios que me diese paciencia, porque seguro que el pan saldría mal
amasado y mal cocido; y en cuanto a la limpieza, mi casa está más limpia que
cualquier otra del pueblo, a pesar de que todas están llenas de mujeres. El chico de
Will Baker viene a ayudarme por las mañanas y en una hora lo limpiamos todo, sin
ruido, hacemos lo mismo que una mujer en tres horas, quien, además, te echaría
cubos de agua en las piernas y dejaría en medio del comedor los hierros de atizar el
fuego para que tropezaras con ellos y te destrozaras las espinillas. No me digas que
Dios ha creado a tales seres como compañeras de los hombres. No digo que no
hiciese a Eva para ser la compañera de Adán en el Paraíso, porque allí no era posible
estropear ninguna comida, ni existía otra mujer con la que pudiese chismorrear, así
como tampoco forma alguna de hacer tonterías; y, sin embargo, fíjate en que se
aprovechó de la única que tenía a su disposición para cometer la mayor torpeza del
mundo. Pero decir que las mujeres son ahora una bendición para los hombres es una
afirmación que no se halla en las Escrituras y que además es impía. Lo mismo sería
decir que las víboras y las avispas, así como los jabalíes y las fieras, son una
bendición, cuando únicamente constituyen males en este estado de prueba de los que
un hombre debe alejarse cuanto pueda en su vida, con la esperanza de que en la otra
ya no tendrá que sufrirlos.
Barde se había enojado y excitado tanto en el curso de su invectiva, que olvidó la
cena y sólo utilizaba el cuchillo para golpear la mesa con el mango. Y al pronunciar
las últimas palabras, sus golpes eran tan frecuentes y su voz estaba tan irritada, que
Vixen se creyó en el deber de salir del cesto y dar un ladrido.
—Cállate, Vixen —gritó Bartle volviéndose a ella—. Eres como las demás
mujeres, te apresuras a meter baza antes de saber de qué se trata.
La perra volvió a meterse en el cesto muy humillada y su amo continuó en
silencio la cena, pues Adam optó por no interrumpirle. Sabía que el anciano estaría de
mejor humor después de cenar y de encender la pipa. Por otra parte, el joven ya
estaba acostumbrado a oírle hablar de ese modo, pero jamás supo bastante de la vida
pasada de Barde para explicarse si su visión de las comodidades del matrimonio
estaban fundadas o no en la experiencia propia. Barde guardaba siempre una estricta
reserva acerca de este particular, e incluso era un secreto el lugar en que había vivido

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antes de los veinte años, edad en la que, afortunadamente para los campesinos y
artesanos de aquella ciudad, pasó a vivir entre ellos en calidad de único maestro de
escuela. Y siempre que le dirigían una pregunta sobre este asunto, Barde contestaba:
«¡Oh! Viví en muchos sirios, pero principalmente en el sur». Y para habitantes de
Loamshire una ciudad o pueblo de África significaba lo mismo que ese «sur».
—Ahora, muchacho —dijo Barde en cuanto se hubo bebido el segundo jarro de
cerveza y encendido la pipa—, ahora vamos a hablar. Pero, ante todo, dime si hoy has
tenido alguna noticia especial.
—No. O por lo menos no me acuerdo.
—Bueno. Al parecer guardan el secreto —replicó Massey—. Yo me he enterado
por casualidad, y creo que es una noticia que te interesa.
Entonces Barde chupó repetidas veces la pipa mirando al mismo tiempo a Adam
fijamente. Aquel hombre impaciente no sabía conservar encendida la pipa dando
continuas y suaves chupadas; se le apagaba con frecuencia y luego aspiraba el humo
rápidamente para compensar. Por fin dijo:
—Satchell ha tenido un ataque de parálisis. Me enteré por el muchacho que
enviaron a Treddleston en busca del médico antes de las siete de la mañana. Como ya
sabes, tiene más de sesenta años y puede estar contento si no se muere de ésta.
—Creo que en la parroquia esta noticia producirá más alegría que tristeza —dijo
Adam—. Es un hombre egoísta, chismoso e intrigante; además, nadie ha perjudicado
al anciano caballero tanto como él. En realidad quien tiene la culpa de todo es el
caballero, que ha confiado a ese hombre la administración de sus propiedades para
ahorrarse el sueldo de un buen recaudador. Pero en realidad ha perdido bastante más
que el sueldo de un par de administradores, a causa de la mala administración de los
bosques. Tal vez ahora busque a otro hombre que le convenga más, pero no veo en
qué me ha de beneficiar eso.
—Pues yo sí —replicó Barde—. Y otros lo ven tan bien como yo. Ya sabes que el
capitán llegará pronto a su mayor edad y se supone que entonces su voto pesará más
que ahora. También sabes, como yo, que el capitán aprovechará la primera
oportunidad que se le presente para mejorar la administración de los bosques, y ha
dicho delante de muchas personas que, si en su mano estuviese, te encargaría a ti de
la administración. Carroll, el mayordomo del señor Irwine, se lo oyó decir hace muy
pocos días. El sábado por la noche estábamos fumando una pipa en casa de Casson y
llegó Carroll y nos lo contó. Además dijo que en cuanto alguien diga una palabra en
tu favor, el párroco le apoyará. Te aseguro que en casa de Casson se habló largo y
tendido de ti.
—¿Cómo? ¿Hablaron de eso delante del señor Burge? —preguntó Adam—.
¿Estaba allí?
—Estuvo, pero se marchó antes de la llegada de Carrol, y Casson, a quien
siempre le gusta llevar la voz cantante, opinó que debía confiarse a Burge la
administración de los bosques. «Es hombre de peso», dijo, «y tiene tal vez sesenta

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años de experiencia en las maderas. Adam Bede podría actuar bajo sus órdenes, pues
no parece probable que el caballero lo llame para ocupar ese puesto cuando tiene a
otros hombres mejores y de más experiencia al alcance de su mano». «Se equivoca,
Casson», repliqué yo. «Tenga en cuenta una circunstancia: Burge es comprador de
madera, de modo que resultaría una torpeza entregarle los bosques para que pudiera
realizar sus propias compras. Supongo que usted no permitirá que sus clientes
calculen a su criterio lo que han bebido. Y en cuanto a edad, eso es algo que depende
de la calidad del vino. De sobra sabe todo el mundo quién lleva el negocio de
Jonathan Burge».
—Le agradezco mucho esas palabras, señor Massey —contestó Adam—. Pero
debo confesar que, por esta vez, Casson tenía razón. No es muy probable que el
caballero consienta en contratarme, pues hace un par de años le ofendí y estoy seguro
de que no me ha perdonado aún.
—¿Cómo fue eso? Nunca me lo habías contado —observó Barde.
—¡Oh! Se debió a una tontería. Hice un marco para un biombo de la señorita
Lydia. Ya sabe que siempre está ocupada en labores. En esa ocasión me dio
instrucciones muy concretas sobre ese biombo, de modo que se habló de él y se
tomaron medidas como si estuviéramos planeando la construcción de una casa. Sin
embargo, fue un trabajo muy bonito y lo hice con mucho gusto. Pero ya sabe que esas
tonterías requieren bastante tiempo. Trabajaba en el marco en horas extraordinarias, a
veces hasta muy tarde, y además tuve que ir en varias ocasiones a Treddleston para
comprar clavos de bronce y cosas por el estilo. Hice tornear las patas y los extremos y
luego realicé alguna labor de talla, de modo que el conjunto quedó bastante bien. Yo
estaba satisfecho de mi trabajo y cuando lo llevé a la señorita Lydia me ordenó que se
lo mostrase en la sala para darme instrucciones a fin de clavar la tela. Era una bonito
bordado que representaba a Jacob y a Raquel besándose y rodeados de ovejas. El
anciano caballero estaba sentado allí, como tiene por costumbre. En fin, la señorita
estaba muy satisfecha de mi trabajo, y me preguntó el precio. Ya sabe que no hablo
sin pensar. Había calculado el precio con exactitud, aunque no hice factura, y le dije
que me debía una libra y trece chelines. Con eso quedaban pagados los materiales y
mi trabajo, aunque no sobradamente. El caballero levantó los ojos al oírme, miró el
biombo y dijo: «¿Una libra y trece chelines por ese trasto? Si gastas el dinero en estas
tonterías, querida Lydia, vale más que te vayas a comprarlas a Rosseter en vez de
pagar aquí un mal trabajo por el doble de lo que vale. Estas cosas no son para
encargarlas a carpinteros como Adam. Dale una guinea, y nada más». La señorita
Lydia creyó lo que el anciano le decía, y como no le gusta desprenderse de su dinero,
aunque en el fondo no es mala mujer, empezó a abrir el bolso mientras se sonrojaba.
Yo entonces le hice una reverencia y le dije: «No, señora; muchas gracias. Prefiero
regalarles ese biombo, si me hace el favor de aceptarlo. Le he pedido el precio por mi
trabajo, y sé que lo vale. Además, con permiso de su señoría, sé que en Rosseter no
encontraría un biombo como ese por menos de dos guineas. Estoy dispuesto a

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regalarle mi trabajo, porque como lo he hecho en horas que me pertenecen, a nadie le
importa lo que haga con ellas; pero, si quiere pagármelo, no puedo rebajar el precio,
pues eso sería dar a entender que le pedí más de lo justo. Así, con su permiso, señora,
me despido». Incliné la cabeza y salí antes de que pudiese contestarme, porque se
quedó con el bolso en la mano y sin saber qué hacer. Yo no quise mostrarme
irrespetuoso, y hablé con cuanta cortesía pude, pero no consiento que alguien crea
que le engaño. Aquella misma tarde, el lacayo de la casa me entregó una libra y trece
chelines envueltos en un papel. Y desde entonces estoy seguro que el caballero no me
soporta.
—Es probable —contestó Bartle pensativo—. El único modo de convencerle sería
demostrarle que sus intereses saldrían beneficiados, y eso solamente puede lograrlo el
capitán.
—No lo sé —replicó Adam—, el caballero es bastante inteligente, pero la
inteligencia no basta para hacer que la gente se convenza de lo que le interesa. Hay
que tener juicio para distinguir lo malo de lo bueno, y será difícil convencer al viejo
de que ganará tanto o más obrando correctamente que valiéndose de ardides e
intrigas. Además, yo no tengo ningún interés en trabajar a sus órdenes. No quiero
pelearme con ningún caballero y menos con un anciano que, como él, tiene más de
ochenta años. No creo que estuviéramos mucho tiempo de acuerdo. Si el capitán
fuese dueño de la propiedad, la cosa cambiaría por completo. Es hombre de
conciencia, que quiere actuar bien, y a mí me gustaría más trabajar para él que para
otro.
—Bueno, bueno, muchacho, cuando la fortuna llame a tu puerta, no salgas a la
ventana para decirle que se aleje. Has de aprender a calcular en la vida igual que con
los números. Y ahora te repito lo que te dije hace diez años, cuando diste una paliza a
Mike Holdsworth, que quería pasar un chelín falso, antes de enterarte si lo hacía en
broma o en serio. Eres demasiado orgulloso y siempre estás a punto para enfrentarte a
las personas que no opinan como tú. Que yo sea un poco irritable y gruñón, pase: soy
un viejo maestro y no deseo ni necesito ascender. ¿Pero para qué he perdido el tiempo
enseñándote a escribir, a dibujar y a medir si no has de progresar en el mundo y
demostrar a todo el mundo que vale más tener una cabeza que una zanahoria sobre
los hombros? ¿Acaso vas a perder las oportunidades que se te ofrezcan porque
percibas un olor que nadie ha notado más que tú? Es una tontería tan grande como la
de creer que una esposa es capaz de proporcionar comodidades a un hombre.
¡Tonterías y nada más que tonterías! Deja que crean eso las personas que no saben ni
sumar. Suma un tonto con otro tonto, y a los seis años hay seis tontos más.
Durante esta exhortación se había apagado la pipa; Barde se interrumpió para
encender una cerilla visiblemente irritado, y luego chupó con resolución, fijando su
mirada en Adam, que se esforzaba por no echarse a reír.
—Hay mucho de verdad en lo que dice, señor Massey —replicó el joven en
cuanto consiguió contenerse—. Pero comprenderá que mis esperanzas no han de

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basarse en cosas improbables. Lo que he de hacer es trabajar lo mejor posible, con los
materiales y las herramientas de que dispongo. Si se presenta una buena oportunidad,
pensaré en lo que me ha dicho; pero hasta entonces no confiaré más que en mi cabeza
y en mis manos. He decidido dedicarme con mi hermano Seth a trabajos de
ebanistería en horas extraordinarias, a fin de ganar una o dos libras más. Pero ahora
ya es tarde y no llegaré a casa antes de las once. Y es posible que mi madre
permanezca despierta, pues está más impaciente que nunca. Así que buenas noches.
—Bueno, bueno. Te acompañaré hasta la puerta. Hace una noche muy hermosa
—dijo Barde tomando el bastón.
Vixen se puso en pie a su vez y, sin cruzar más palabras, los dos hombres salieron
acompañados por la perra a la luz de las estrellas, cruzaron el campo de patatas de
Barde y se encaminaron al portón.
—Si puedes, ven a cantar el viernes por la noche —dijo el viejo mientras cerraba
el portón y luego se apoyaba en él.
—Sí, sí —contestó Adam encaminándose hacia la pálida faja del camino.
No había nadie más moviéndose por el pueblo a esas horas. Los dos asnos grises
que se distinguían frente a unas matas de aulaga estaban tan inmóviles como si fuesen
de piedra. Barde fijó la mirada en la figura de su amigo hasta que desapareció en la
oscuridad, mientras que Vixen, indecisa entre los dos objetos de su afecto, se metió
dos veces en la casa para dar un lametón a sus cachorros.
—Sí, sí —murmuró el maestro mientras Adam desaparecía—. Cada día progresas
algo, pero no serías lo que eres si no tuvieses en tu cabeza una parte del cojo Barde.
Hay muchos mozos fuertes y grandes como una torre que nunca habrían sabido el
ABC de no haber sido por Barde Massey. ¿Qué quieres, Vixen, desvergonzada e
indecente? ¿Qué ocurre? ¿Quieres que vaya adentro? ¡Ay de mí! ¡Ya nunca más
volveré a ser el dueño de mi casa! ¿Y qué haré de esos perrillos cuando sean dos
veces más grandes que tú? Porque estoy seguro que el padre es ese enorme bull-
terrier de Will Baker. ¿No es así, desvergonzada indecente?
Al oír estas palabras, Vixen se metió el rabo entre las piernas y echó a correr
hacia la casa, porque a veces hay asuntos que las hembras bien educadas deben callar.
—Pero ¿qué se saca de hablar a una mujer con hijos? —continuó Barde—. No
tienen conciencia ni vergüenza, ¡y para qué llorar por la leche derramada!

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LIBRO TERCERO

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XXII

HACIA LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS

E ra el 13 de julio, y hacía uno de esos pocos días calurosos —media docena


escasa— que a veces se dan hacia la mitad del lluvioso verano inglés. No había
llovido en tres o cuatro días y el tiempo era magnífico para aquella época del año;
había menos polvo que de costumbre en los setos oscuros y la manzanilla silvestre
que crecían a lo largo de los caminos; sin embargo, la hierba estaba lo bastante seca
para que los niños pudiesen revolcarse por ella, y no había ninguna nube, sólo una
larga franja de luz suave, ondulada y muy alta en el cielo lejano. Era un tiempo
magnífico para una fiesta de julio al aire libre, aunque tal vez no el mejor día del año
para nacer. La naturaleza parece hacer una cálida pausa en semejantes días; las flores
más hermosas han desaparecido, la dulzura de los primeros brotes y de las vagas
esperanzas ha pasado ya. Y no obstante aún no ha llegado la época de la siega y de
almacenar el grano, y temblamos ante la posibilidad de que una tormenta destruya el
precioso fruto en el momento en que ha alcanzado la madurez. Los bosques tienen un
color uniforme verde oscuro. Las carretadas de heno ya no circulan por los caminos,
derramando parte de su aromática carga sobre las ramas de las moras. Los pastos
tienen un ligero tono pardusco, pero el trigo no ha alcanzado aún su último esplendor
rojo y oro. Los corderos y los terneros han perdido ya toda huella de su carácter
inocente y juguetón y se han convertido en estúpidos carneros y en vacas jóvenes.
Pero en las granjas reinan ahora unos días de descanso; es la pausa que se hace entre
las cosechas del heno y del trigo, y los granjeros y labradores de Hayslope y Broxton
piensan que el capitán llega a su mayoría de edad en un momento muy oportuno,
pues así ellos podrán gozar sin temor de los placeres del gran barril de cerveza que se
fabricó el otoño siguiente al nacimiento del heredero y que había de beberse cuando
cumpliese veintiún años. Desde primeras horas de la mañana el sonido de las
campanas de la iglesia ha alegrado el ambiente, y ahora todo el mundo se apresura a
acabar el trabajo impostergable antes de las doce, hora en que habrá que emprender el
camino hacia el cazadero.
El sol del mediodía penetraba en el dormitorio de Hetty por la ventana
desprovista de postigos y caía directamente sobre su cabeza mientras ésta se
contemplaba en el antiguo y moteado espejo. Pero era el único en el que podía verse
el cuello y los brazos, pues tenía otro más pequeño que había cogido de la habitación
de al lado —la que había sido de Dinah—, que no le permitía verse más que la
barbilla y aquella hermosa parte del cuello donde la redondez de las mejillas se
confundía con otras redondeces sombreadas por los oscuros rizos del cabello. Y aquel
día pensaba más que nunca en su cuello y en sus brazos, porque en el baile de la tarde
no llevaría ningún pañuelo, y el día anterior se había empleado a fondo en su traje de

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color rosa y blanco para llevar las mangas largas o cortas según le apeteciese. En ese
momento vestía igual que lo haría por la tarde, y llevaba un camisolín de encaje
«verdadero» que le había prestado su tía para tan extraordinaria ocasión, pero no
tenía ningún otro adorno, pues incluso se había quitado los pendientes pequeños que
llevaba todos los días. Pero al parecer le quedaba una cosa por hacer antes de ponerse
el pañuelo y las mangas largas que había de llevar durante el día, pues abrió el cajón
que contenía sus tesoros particulares. Aún no había pasado un mes desde que la
vimos abrir aquel mismo cajón, el cual contenía ahora nuevos tesoros, mucho más
preciosos que los antiguos, ya relegados a un rincón. Hetty no deseaba ponerse otra
vez los grandes pendientes adornados con cristales de color, porque en una cajita
forrada de satén blanco tenía a su disposición otros de oro, perlas y granates. ¡Oh!
¡Qué delicioso le resultó sacarlos de la cajita para contemplarlos! El lector no debe
mostrarse filósofo, diciendo que Hetty, que ya era muy hermosa, debía de haber
sabido que importaba muy poco llevar joyas o no; y que, además, el contemplar irnos
pendientes que sólo podía llevar en su dormitorio apenas podía darle ninguna
satisfacción, puesto que la esencia de la vanidad vive de las impresiones producidas
en los demás; pero cuando se es demasiado razonable no se llega a entender la
naturaleza femenina. Procure, pues, el lector, desprenderse de todo prejuicio racional,
como si se quisiera estudiar la psicología de un canario, y limítese a observar los
movimientos de aquella hermosa criatura mientras vuelve la cabeza a un lado,
dirigiendo una sonrisa inconsciente a los pendientes encerrados en el estuche. Tal vez
el lector se figurará que pensaba entonces en una persona que se los había regalado y
que recordaba el momento en que recibió el obsequio. Nada de eso, pues en tal caso
lo mismo le habrían importado los pendientes que otro adorno cualquiera y a mí me
consta que prefería aquél a cualquier otro imaginable.
—¡Qué orejitas tan bonitas! —había dicho Arthur una tarde con la intención de
pellizcarlas; Hetty estaba sentada en la hierba a su lado y sin sombrero.
—Me gustaría mucho tener unos pendientes —dijo ella casi sin darse cuenta, pues
aquel anhelo estaba tan cerca de sus labios que lo exteriorizó inmediatamente.
Y al día siguiente, es decir, de eso hacía una semana, Arthur se dirigió a caballo a
Rosseter para comprarlos. Aquel pequeño deseo expresado con tanta inocencia le
había parecido algo encantador; jamás había oído nada semejante. Así que envolvió
el estuche en muchos y grandes papeles para disfrutar viendo a Hetty mientras lo
desenvolvía con creciente curiosidad, cosa que sucedió tal como había imaginado.
No. Hetty no pensaba en quien se los había regalado mientras los miraba, porque
los sacó de la caja no para llevárselos a los labios, sino a fin de ponérselos en las
orejas. Sólo un momento para ver lo bien que le sientan mientras los mira reflejados
en el espejo de la pared, primero de un lado y luego del otro, como un pájaro que
escucha. Es imposible no hacer tonterías con los pendientes siendo una muchacha tan
hermosa como es, pues ¿con qué objeto habrían hecho aquellas perlas delicadas y
aquellos cristales preciosos sino para tales orejas? Ni siquiera parecen un defecto los

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agujeritos que se ven en ellas en cuanto se quita los pendientes. Quizás las ondinas y
otros seres sin alma posean naturalmente agujeros en las orejas a propósito para
suspender joyas. Hetty debe de ser una de ellas. Es demasiado doloroso pensar que es
una mujer, y que tiene un destino de mujer ante ella; una mujer que, en su joven
ignorancia, teje una ligera red de locura y de vanas esperanzas a su alrededor, que un
día se cerrará para oprimirla como un traje venenoso y rencoroso que convertirá sus
juguetonas sensaciones de mariposa en una vida de profunda angustia humana.
Pero como no puede dejarse un rato puestos los pendientes, pues sus tíos la
esperan, vuelve a colocarlos rápidamente en la caja y la cierra. Llegará el día en que
podrá llevar los pendientes que quiera y ya en ese momento vive en un mundo
invisible de brillantes trajes, resplandeciente gasa, satén suave y terciopelo, según ha
visto en el guardarropa de la señorita Lydia que un día le enseñó la doncella del
cazadero. Siente ya los brazaletes en sus muñecas y pisa una mullida alfombra al
situarse ante un alto espejo. Pero aún tiene otra cosa en el cajón que quizás sí puede
atreverse a llevar en esa ocasión colgada de la cadena de bayas marrón oscuro que
suele ponerse en los días señalados, con un pequeño y achatado frasco de perfume en
su extremo y metido dentro del traje —y Hetty debe ponerse las bayas de color
marrón oscuro porque de lo contrario parecería que le falta algo a su cuello—. Hetty
no estaba tan entusiasmada con el guardapelo como con los pendientes, aunque era
grande y muy bonito y tenía unas flores esmaltadas en la parte posterior, así como un
hermoso marco de oro en torno al cristal, que dejaba ver un mechón de cabello de
color castaño y ligeramente ondulado, y sobre él dos rizos de cabello más oscuro.
Podría llevar aquel guardapelo debajo del traje y así nadie lo vería. Pero Hetty tenía
aún otra pasión, desde luego menor que su amor al lujo, y ésta, precisamente, era la
que le obligaba a llevar el guardapelo oculto en el pecho. Lo habría llevado siempre
si se hubiese atrevido a soportar las preguntas de su tía sobre el lazo rojo que se
colgaría del cuello. Así que deslizó el guardapelo en la cadena de bayas y cerró el
collar en torno a su cuello. La cadena era corta, y el guardapelo colgaba muy poco
por debajo del escote de su vestido. En ese momento no le quedaba otra cosa que
hacer que ponerse las mangas largas, su pañuelo nuevo de gasa y el sombrero de paja,
aquel día adornado de blanco en vez de rosa, pues las antiguas cintas habían perdido
el color con el sol de julio. Aquel sombrero constituía la gota que colmaba el vaso de
la amargura de Hetty, pues no era nuevo y nadie dejaría de advertir que estaba
bastante requemado; en cambio tema la certeza de que Mary Burge llevaría un
sombrero o un gorro nuevos. En busca de consuelo contempló sus finas medias
blancas de algodón realmente eran bonitas; había dado todo el dinero que tenía
ahorrado a cambio de ellas. Los sueños que Hetty albergaba con respecto al futuro no
la dejaban insensible al triunfo en el presente. Era indudable que el capitán
Donnithorne la amaba, que no miraría siquiera a nadie más, pero, en cambio, la gente
ignoraría que él la quería y a la joven no le gustaba aparecer a sus ojos mal vestida e
insignificante, ni siquiera por un momento.

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El grupo de los asistentes a la fiesta estaba reunido ya cuando la joven bajó;
todos, por supuesto, con su traje de los domingos; las campanas habían resonado de
tal modo aquella mañana en honor del vigésimo primer aniversario del capitán, y se
acabaron tan temprano los trabajos, que Marty y Tommy no estuvieron tranquilos
hasta que su madre les aseguró que el ir a la iglesia no formaba parte de las
festividades del día. El señor Poyser propuso dejar la casa a solas asegurando que «no
había que temer que alguien entrase a robar, ya que todo el mundo estaría en el
cazadero, incluso los ladrones».
—Si cerramos la casa —añadió—, todos los hombres podrán ir a la fiesta; éste es
un día que no verán dos veces en toda su vida.
Pero la señora Poyser le contestó con decisión:
—Jamás he dejado abandonada la casa, y jamás la dejaré. La semana pasada
vimos a bastantes vagabundos capaces de arramblar con todos nuestros jamones y
cucharas. Y se ponen de acuerdo, preparan trampas, y ya podemos estar contentos de
que no envenenen los perros para asesinarnos luego en la cama cualquier viernes por
la noche, cuando tenemos en casa el dinero para pagar a los obreros. Además esos
vagabundos saben tan bien como nosotros el lugar adonde vamos. Y si el viejo Harry
quiere hacer una de las suyas, puedes apostarte cualquier cosa a que encontrará el
medio.
—Eso de asesinarnos en la cama es una tontería —dijo el señor Poyser—. ¿Tengo
o no tengo una escopeta en el dormitorio? Además, tú tienes un oído tan fino que
descubrirías hasta un ratón que estuviese royendo el tocino. Pero para que estés
tranquila, Alick puede quedarse en casa la mitad del día, y Tim volver hacia las cinco
para relevarlo. Y si ven algún sospechoso, que suelten a Growler, y también al perro
de Alick, que estará dispuesto a clavar los dientes en la pierna de cualquier
vagabundo en cuanto su amo le haga la menor señal.
La señora Poyser aceptó este arreglo, pero creyó aconsejable atrancar puertas y
ventanas. Luego, en el último momento, antes de emprender el camino, Nancy, la
criada de la lechería, cerró los postigos de la casa, incluso los de la ventana que se
hallaba bajo la inmediata observación de Alick y de los perros, que debía
considerarse la menos indicada para sufrir cualquier intrusión.
El cochecillo cubierto y sin muelles estaba preparado para transportar a toda la
familia, a excepción de los criados del género masculino. El señor Poyser y el abuelo
ocuparon el asiento delantero; dentro había sitio para todas las mujeres y los niños;
cuanto más lleno estuviese el vehículo, mejor, porque entonces el traqueteo no
molestaría tanto, aparte de que la gruesa Nancy, que tenía unos brazos muy
voluminosos, constituía un excelente almohadón para amortiguar los golpes. Pero el
señor Poyser guió al paso para evitar cualquier riesgo de volcar en aquel día caluroso;
y hasta hubo tiempo de cambiar saludos y observaciones con los que iban a pie y se
dirigían al mismo lugar, puntitos de colores vivos que se movían sin cesar salpicaban
los caminos entre los verdes prados y los dorados campos de trigo; un chaleco

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escarlata hacía juego con las amapolas que balanceaban sus cabezas entre el trigo, o
bien el pañuelo azul oscuro, con los extremos flotantes, a través de una camisa blanca
y flamante de obrero. Todo Broxton y todo Hayslope debían ir al cazadero a
divertirse en honor del heredero. Y los viejos y viejas, que nunca habían llegado tan
lejos en aquella dirección, por lo menos durante los últimos veinte años, hacían el
viaje desde Broxton y Hayslope en uno de los carros de los granjeros por consejo del
señor Irwine. Las campanas de la iglesia habían vuelto a tocar por última vez, y luego
los compañeros descendieron por la ladera de la colina para tomar parte en la fiesta; y
antes de que terminasen las campanadas se oyó otra música y el viejo Brown, el
caballo que arrastraba el coche del señor Poyser, enderezó las orejas. Era la banda del
Club Benéfico, que acudía vestida de luces: sus miembros llevaban brillantes chales
azules y charreteras del mismo color y en su bandera se veía el lema «Viva el amor
fraternal» en torno a un dibujo que representaba una cantera de piedra.
Como se comprenderá, los carruajes debían quedarse fuera del cazadero, todo el
mundo había de apearse junto a la caseta del portero y hacer retroceder a los
vehículos.
—El cazadero parece una feria —dijo la señora Poyser al bajar del coche viendo
los grupos diseminados a la sombra de los grandes robles, mientras los muchachos
corrían por las zonas soleadas para examinar las altas cucañas rematadas por los
premios destinados a los vencedores—. Nunca habría pensado que en las dos
parroquias hubiese tanta gente. ¡Dios mío! ¡Qué calor hace cuando uno se aleja de la
sombra! Ven aquí, Totty, se te van a quemar las mejillas. Podrían haber guisado aquí
con el calor del sol y se habrían ahorrado el gasto de leña. Voy a la habitación de la
señora Best para descansar un poco.
—Espera, espera —dijo el señor Poyser—. Aquí viene al carro con los viejos.
Seguro que no volveremos a verles apearse del carro y andar todos juntos. Se acuerda
de algunos, ¿verdad, padre?
—¡Ya lo creo! —dijo el viejo Martin andando despacio a la sombra del soportal
de la casa del portero, desde donde podía ver el grupo de ancianos que bajaban del
carro—. Recuerdo que Jacob Taft anduvo ochenta kilómetros persiguiendo a los
rebeldes escoceses cuando éstos se retiraron de Stoniton.
Él mismo se sintió rejuvenecido, como si tuviese una larga vida por delante, al
ver el patriarca de Hayslope, el viejo tío Taft, descender del carro y avanzar hacia él
con la cabeza cubierta por el gorro de dormir marrón y apoyado en sus dos bastones.
—¿Qué hay, señor Taft? —gritó el viejo Martin con cuanto vigor le fue posible,
pues aunque le constaba que el viejo era sordo como una tapia, no pudo dejar de
saludarle—. Es usted un hombre muy valiente. Aún podrá divertirse hoy, a pesar de
sus noventa y pico de años.
—Soy su servidor, señores, su servidor —decía el tío Taft con voz temblorosa al
advertir la gente que le rodeaba.
El grupo de ancianos, vigilados por sus hijos e hijas envejecidos y encanecidos a

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su vez, avanzó por el camino de carruajes en dirección a la casa, donde se les había
preparado una mesa especial; mientras tanto, el grupo de Poyser atravesó
tranquilamente la hierba a la sombra de los grandes árboles sin perder de vista la
fachada de la casa, con su césped bien cortado y sus arriates de flores, y la hermosa
carpa de tela a listas situada en un extremo del césped y en ángulo recto con otras dos
carpas mayores, colocadas a cada lado del espacio abierto en que habían de
celebrarse los juegos. La casa no habría sido más que una sencilla mansión cuadrada
del tiempo de la reina a no ser por los restos de una antigua abadía con la que estaba
unida por uno de sus extremos, del mismo modo como a veces se levanta una nueva
granja en el extremo de otras construcciones más antiguas y bajas destinadas a la
misma función. Los hermosos restos de aquel edificio quedaban un poco retirados y
bajo la sombra de altas hayas; en ese momento el sol alumbraba la fachada más alta y
saliente, que tenía todas las persianas corridas y la vivienda parecía dormida a causa
del calor del mediodía. Hetty sintió pena. Arthur debía de estar en alguna de las
habitaciones posteriores, acompañado de grandes personajes y no podría enterarse de
su llegada ni la vería hasta mucho rato después, cuando acabaran de cenar y él hiciera
acto de presencia para dirigir la palabra a sus invitados.
Pero Hetty se equivocaba en parte de sus conjeturas. No había llegado ningún
personaje a excepción de los Irwine, para quienes se había enviado el coche muy
temprano, y Arthur no se hallaba entonces en ninguna habitación de la parte trasera,
sino que, en compañía del rector, paseaba por los anchos claustros de piedra de la
vieja abadía donde se habían dispuesto las largas mesas para los arrendatarios y
criados de las haciendas. Aquel día Arthur tenía el aspecto de un joven apuesto
inglés, estaba muy contento y vestía un levitón de color azul brillante de última
moda, y ya no llevaba el brazo en el cabestrillo. Era un hombre, como sabemos,
franco y espontáneo, pero también este tipo de jóvenes tienen secretos que no dejan
huella en sus rostros juveniles.
—La verdad es que los arrendatarios han tenido más suerte que nadie —dijo al
entrar en los frescos claustros— porque esto es un estupendo comedor para un día
caluroso como hoy. Nos dio un magnífico consejo con respecto a la comida, Irwine.
Dar la mejor posible y sólo a los arrendatarios era lo que más nos convenía, teniendo
en cuenta que yo sólo disponía de una cantidad limitada, porque aunque mi abuelo
me habló de una carte blanche, al final no se decidió a confiar en mí.
—No importa, así todo el mundo disfrutará más —dijo el señor Irwine—. En
estas cosas el pueblo confunde la liberalidad con el escándalo y el desorden. Resulta
grandioso decir que se asaron muchos bueyes y ovejas enteros y que en el festín
comió todo el que quiso; pero al final lo que ocurre es que nadie come bien. Si da a la
gente una buena comida y una cantidad moderada de cerveza al mediodía, podrán
divertirse con los juegos en cuanto el sol empiece a perder fuerza. No puede impedir
que algunos estén un poco mareados al atardecer, pero la verdad es que la borrachera
armoniza mejor con la oscuridad que con la luz.

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—No creo que tengamos muchos borrachos. Por de pronto ya me he librado de la
gente de Treddleston dándoles una fiesta especial en la ciudad. He encargado a
Casson, a Adam Bede y a otros buenos muchachos que vigilen la cerveza y no
permitan que las cosas vayan demasiado lejos. Pero ahora veamos si están dispuestas
las mesas para los arrendatarios más importantes arriba.
Subieron la escalera de piedra que conducía a la larga galería que había sobre los
claustros y en la que habían desaparecido ya las antiguas pinturas llenas de polvo por
lo menos desde tres generaciones anteriores. Eran malos retratos de la reina Isabel y
de sus damas, del general Monk con su ojo tuerto, Daniel entre los leones y Julio
César a caballo, con una nariz prominente y una corona de laurel sosteniendo en la
mano sus Comentarios.
—Es muy agradable que hayan salvado esta parte de la antigua abadía —dijo
Arthur—. Si alguna vez llego a ser el amo de este lugar, haré restaurar la galería,
porque en la casa no tengo ninguna sala tan grande como ésa. La segunda mesa está
destinada a las esposas de los granjeros y a los niños. La señora Best dijo que las
mujeres y las criaturas estarían más cómodas separadas de los demás. Yo me empeñé
en que vinieran los niños para reunir a toda la familia. Yo seré más tarde «el viejo
caballero» para esos niños, y éstos referirán a sus hijos que yo era un joven mucho
más agradable que mi propio hijo. Abajo también hay otra mesa para las mujeres y
los niños. Pero ya los verá a todos, porque espero que me acompañará después de
cenar.
—Desde luego —dijo el señor Irwine—. No quiero perderme su primera
alocución a los arrendatarios.
—Hay otra cosa que oirá con mayor gusto —dijo Arthur—. Vamos a la biblioteca
y se lo contaré todo mientras mi abuelo está en la sala con las señoras. Es algo que le
sorprenderá —continuó diciendo mientras se sentaban—. Al fin y al cabo mi abuelo
ha hecho una cosa buena.
—¿Se trata de Adam?
—Sí. Quería ir a decírselo, señor Irwine, pero no pude por mis muchas
ocupaciones. Según ya sabe, había desistido de tratar del asunto con mi abuelo por
creer que era inútil; pero ayer por la mañana me hizo llamar antes de que yo saliera y
me asombró diciendo que había decidido ya todo lo que convenía hacer, en vista de
que el viejo Satchell se vería obligado a dejar de trabajar, y que se proponía confiar a
Adam la administración de los bosques, con el salario de una guinea por semana y el
uso de un póney mantenido y cuidado aquí. Creo que el secreto está en que debió de
comprender que era un buen plan desde el primer momento, pero tuvo que vencer
alguna antipatía personal contra Adam, aparte de que basta que yo le proponga una
cosa para que él la rechace. En mi abuelo se observan grandes contradicciones. Me
consta que quiere dejarme todo el dinero que ha ahorrado, y que incluso dejará una
cantidad muy escasa a la pobre tía Lydia, que ha sido su esclava toda la vida, de
modo que no le corresponderán más de unas quinientas libras por año, a fin de

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legarme mayor cantidad a mí; y, sin embargo, algunas veces me odia por el hecho de
ser su heredero. Estoy convencido de que si me rompiese el cuello lo consideraría la
mayor desgracia que puede ocurrirle, sin embargo parece complacerse en zaherirme y
molestarme continuamente.
—¡Ah, hijo mío! No sólo el amor de la mujer es pura ficción. Hay gran cantidad
de amor que no ama en el mundo masculino; pero háblame de Adam. ¿Ha aceptado el
cargo? No sé si es mucho más provechoso que su trabajo actual, aunque por otra
parte le dejará bastante tiempo libre.
—Cuando le hablé de ello, al principio estuvo vacilando largo rato. Objetaba que
no se consideraba capaz de dar satisfacción a mi abuelo. Pero yo le rogué que si no
tenía alguna otra razón especial que se lo impidiera, aceptase el puesto para hacerme
un favor personal y siempre suponiendo que le gustase el cargo y no tuviese que
abandonar otra cosa más provechosa. Él me aseguró que prefería ese trabajo a
cualquier otro, y que éste constituiría un gran adelanto en sus negocios, pues le
permitiría hacer lo que deseaba desde mucho tiempo atrás, o sea dejar de trabajar para
Burge. Dijo que tendría tiempo de sobra para ocuparse de sus pequeños negocios, a
los que se dedicaría con su hermano Seth, y que quizás podría ir ampliándolos
gradualmente. Por fin aceptó, y hoy comerá con los grandes arrendatarios, a quienes
me propongo anunciarles su nombramiento y pedirles que beban a la salud de Adam.
Será un pequeño drama que representaré en honor de mi amigo. Es un buen
muchacho y aprovecho la oportunidad para que todo el mundo sepa la consideración
y el aprecio en que le tengo.
—Y es un drama en el que mi amigo Arthur se ha reservado el papel principal —
replicó sonriendo el señor Irwine. Pero al ver que Arthur se ruborizaba, continuó—:
Mi papel, según ya sabe, es el del viejo Fogy, que no encuentra nada que admirar en
los jóvenes… Y ni siquiera admito estar orgulloso de mi alumno cuando hace algo
agradable. Aunque, por una vez, tendré que actuar de amable y anciano caballero y
secundar su brindis en honor de Adam. ¿Ha cedido también su abuelo acerca del otro
punto, o sea consintiendo en tener a un hombre respetable como mayordomo?
—¡Oh, no! —Arthur abandonó el sillón impacientemente y se puso a pasear por
la estancia con las manos en los bolsillos—. Creo que tiene algún proyecto acerca del
arrendamiento de la granja del cazadero y pretende regatear la provisión de leche y
manteca para la casa. Pero yo no le hago preguntas, porque eso me irrita demasiado.
Creo que se propone tratar todos los asuntos personalmente y no tomar ningún
mayordomo. De todos modos es admirable su energía.
—Vayamos con las señoras —dijo el señor Irwine levantándose a su vez—.
Quiero decir a mi madre que usted le ha dispuesto un magnífico trono bajo la carpa.
—Sí. Y además hemos de ir a comer —dijo Arthur—. Deben de ser las dos,
porque ya oigo la campanilla que llama a los arrendatarios.

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XXIII

LA COMIDA

E n cuanto Adam se enteró de que comería arriba en compañía de los grandes


arrendatarios, se sintió molesto al verse realzado con respecto a su madre y
Seth, que habían de comer en los claustros de la planta baja. Pero el mayordomo
señor Mills le aseguró que el capitán Donnithorne había dado órdenes especiales
acerca de ello y que se enfadaría mucho si Adam no ocupaba el sitio señalado.
El joven se conformó y fue en busca de Seth, que se hallaba a pocos metros de
distancia.
—Oye, Seth —le dijo—, el capitán me manda decir que quiere que coma arriba,
y, según asegura el señor Mills, está empeñado; quizás haría mal en rehusar. Pero no
me gusta la idea de ocupar un lugar más importante que tú y que nuestra madre, como
si yo fuese mejor que los de mi propia sangre. Espero que no te enfadarás.
—De ningún modo, muchacho —replicó Seth—. Tu honor es nuestro honor y si
has merecido mayor respeto, a ti mismo te lo debes. Cuanto más alto te vea sobre mí,
mejor, siempre y cuando sigas demostrándome un cariño fraternal. El cambio se debe
a que has sido nombrado administrador de los bosques, y no me parece mal. Es un
puesto de confianza, y ahora estás muy por encima de los obreros.
—Sí —replicó Adam—. Pero todavía nadie sabe nada de este asunto. Yo no he
comunicado aún al señor Burge que voy a dejar su casa, y no me gustaría decírselo a
nadie antes de que él lo sepa, porque no hay duda de que se resentiría. A la gente la
extrañará verme allí y creo que adivinarán la razón y empezarán a preguntarse unos a
otros; sé que desde hace tres semanas no se habla de otra cosa.
—Bueno, tú puedes decir que has recibido la orden de ir arriba pero que no te han
explicado la causa. Es la verdad, y en cuanto a nuestra madre, se alegrará mucho.
Vamos a decírselo.
Adam no era el único invitado a comer arriba por razones distintas de la cantidad
con que contribuía a las rentas del propietario. Había otras personas de ambas
parroquias, respetables por sus funciones más que por su dinero, y entre ellas estaba
Barde Massey. Su cojera era más acusada que nunca en aquel día caluroso; Adam se
quedó atrás cuando sonó la campana llamando a comer para acompañar a su viejo
amigo, pues además le intimidaba reunirse con el grupo de los Poyser en aquella
fiesta tan sonada. Ya se presentaría alguna oportunidad de acercarse a Hetty durante
el día; Adam se contentaba con eso, pues no quería arriesgarse a ser el blanco de las
bromas a costa de la joven y él, y es que aquel enorme muchacho, franco y valiente,
era muy tímido y desconfiado con respecto a sus amores.
—Hola, maestro Massey —dijo Adam al reunirse con Barde—. Yo también
comeré arriba con usted; el capitán me lo ha ordenado.

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—¡Ah! —dijo Barde deteniéndose y apoyando una mano en la espalda del joven
—. En tal caso es que hay algo. ¿Te has enterado de lo que quiere hacer el caballero?
—Sí, señor. Puedo decirle lo que sé, porque me consta que guardará silencio si se
lo ruego, y también estoy persuadido de que no divulgará una palabra hasta que el
asunto sea del dominio público, pues tengo grandes razones para desear que no se
sepa.
—Confía en mí, muchacho, confía en mí. Ya sabes que no tengo ninguna mujer
que me quiera sonsacar para luego divulgarlo a los cuatro vientos. Si alguna vez te
confías a un hombre, procura que sea soltero.
—Pues bien, ayer se decidió que yo me encargue de administrar los bosques. El
capitán me llamó para ofrecerme el cargo mientras yo dirigía la instalación de los
postes y de las carpas. Y acepté. Pero si alguien le pregunta algo arriba, finja que no
sabe nada y desvíe la conversación. Se lo agradeceré mucho. Y ahora, vamos, pues
sin duda seremos los últimos.
—No temas, sé lo que debo hacer —dijo Bartle avanzando al mismo tiempo—.
Esta noticia será la salsa que sazonará mi comida.
Muy bien, muchacho; llegarás a ser alguien. Por mi parte, no tendría
inconveniente en ponerte frente a cualquiera para medir y calcular. Has recibido una
buena instrucción. Sí, sin duda alguna.
En cuanto estuvieron arriba, la cuestión que Arthur había dejado sin resolver
relativa a quién sería presidente y quién vicepresidente, estaba aún discutiéndose, de
manera que la entrada de Adam pasó inadvertida.
—Lo mejor es —decía el señor Casson— que puesto que el viejo señor Poyser es
el más anciano de la sala, se siente a la cabecera de la mesa. No en vano fui
mayordomo durante quince años; puedo aseguraros que aprendí cuáles son las cosas
correctas y cuáles no en una comida.
—Nada de eso —decía el viejo Martin—. Yo lo he dejado todo en manos de mi
hijo y ahora no soy arrendatario. Dejen que mi hijo ocupe la cabecera. Los viejos ya
hemos tenido muchas oportunidades y ahora hay que dejar paso a los jóvenes.
—Yo creía que el arrendatario más importante sería el que tuviese más tierras y
no el más viejo —observó Luke Brilton, que no sentía ninguna simpatía por el crítico
señor Poyser—. Aquí tenemos al señor Holdsworth, que posee mayor extensión de
tierra arrendada que otro cualquiera de la propiedad.
—Bueno —dijo el señor Poyser—. Supongamos que se sienta en la cabecera el
que tenga las tierras peor cuidadas. Quien adquiera semejante honor no será
envidiado seguramente.
—Aquí viene el maestro Massey —dijo el señor Craig, quien, como es natural,
sólo quería tener la fiesta en paz—. El maestro de escuela nos dirá qué debemos
hacer. ¿Quién debe sentarse a la cabecera, señor Massey?
—El más corpulento —replicó Bartle—. Y así no molestará a su vecino. Y el que
le siga en corpulencia se sentará frente a él.

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Este modo original de zanjar la disputa originó grandes carcajadas, aunque para
ello habría bastado cualquier respuesta menos graciosa. El señor Casson, sin
embargo, no consideró que esa solución fuese incompatible con su dignidad y con su
conocimiento superior, así que tomó parte en las carcajadas hasta que se dio cuenta
de que era el segundo en corpulencia. Martin Poyser hijo era el más corpulento; a él
le correspondía presidir la mesa, y el señor Casson, que le seguía en peso, quedaba
nombrado vicepresidente.
A causa de este arreglo, Adam, que lógicamente estaba en el extremo de la mesa,
fue blanco de la observación inmediata del señor Casson, quien, ocupadísimo con el
debate, no se había fijado en su entrada. Según ya sabemos, el señor Casson
consideraba a Adam un poco ambicioso y entrometido, y opinaba que los señores
hacían a aquel carpintero más caso de lo que convenía, porque apenas se ocupaban
del señor Casson, quien, por espacio de quince años, había sido un mayordomo
excelente.
—¡Vaya, señor Bede! Usted es de los que suben deprisa —dijo al ver que Adam
se sentaba—. Creo recordar que nunca había comido aquí.
—No, señor Casson —contestó Adam con una voz tan fuerte que pudo oírse en
toda la mesa—. Nunca había comido aquí; pero he venido por expreso deseo del
capitán Donnithorne, y espero que no moleste a nadie.
—Nada de eso —contestaron varias voces a coro—. Al contrario, nos alegramos
mucho de que haya venido. ¿Hay alguien que diga lo contrario?
—Cuando acabemos de comer nos cantará «Muy lejos y sobre las montañas»,
¿verdad? —dijo el señor Chowne—. Me gusta mucho esa canción.
—¡Bah! No tiene comparación con las canciones escocesas —dijo el señor Craig
—. Por mi parte nunca he cantado, pues siempre he tenido otras cosas más
importantes que hacer. A un hombre que tiene la cabeza llena de los nombres y la
naturaleza de las plantas no le queda sitio para recordar canciones. Pero yo tenía un
primo segundo que tenía mucha facilidad en recordar canciones escocesas. También
es verdad que no pensaba en nada más.
—¡Las canciones escocesas! —exclamó Massey con enorme desdén—. Estoy
hasta las narices de ellas. No sirven más que para asustar a los pájaros, es decir, a los
pájaros ingleses, porque los escoceses pueden cantar en escocés si les da la gana. Dad
gaitas a los muchachos en vez de carracas, y os aseguro que no habrá ave que tenga
ganas de comerse el trigo.
—Hay personas que encuentran un placer muy grande en criticar lo que no
conocen —dijo el señor Craig.
—¡Bah! Las canciones escocesas se parecen mucho a una mujer vocinglera y
fastidiosa —continuó diciendo Barde sin prestar atención a las palabras del señor
Craig—; repiten el mismo tema innumerables veces y nunca llegan a un final
razonable. Cualquiera podría creer que las canciones escocesas dirigen una pregunta
a alguien tan sordo como el tío Taft y que jamás obtienen respuesta.

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A Adam no le importaba gran cosa sentarse al lado del señor Casson, pues desde
su sitio podía ver a Hetty, que se sentaba no muy lejos de él en la mesa de al lado. La
joven, sin embargo, ni siquiera había notado su presencia; toda su rabiosa atención
estaba concentrada en Totty, quien insistía en poner los pies sobre el banco, con lo
cual amenazaba manchar de polvo el traje blanco y rosa de Hetty. Apenas las
gordezuelas piernas de la niña habían sido obligadas a quedar colgantes, volvían a
subir, pues Totty estaba demasiado ocupada contemplando las grandes bandejas en
busca del plum-pudding para que se fijara siquiera en lo que hacían sus piernas.
Hetty, agotada ya la paciencia, frunció las cejas, contuvo las lágrimas y dijo:
—¡Oh, querida tía! Hazme el favor de reñir a Totty; no hace más que levantar las
piernas y ensuciarme el traje.
—¿Qué tienes que decir de la niña? Nunca estás contenta con ella —replicó la
madre—. Déjala que venga a mi lado y yo cuidaré de ella.
Adam no pudo menos que observar la expresión de malhumor de Hetty; sus
grandes ojos parecían aumentar de tamaño por las lágrimas que estaban a punto de
derramar. La apacible Mary Burge, que estaba sentada lo bastante cerca para observar
la contrariedad de Hetty, así como también que Adam tenía los ojos fijos en ella,
creyó que un muchacho tan juicioso como ése debía de tener en cuenta el escaso
valor de la belleza de una mujer cuyo carácter era tan malo. Mary era una buena
muchacha que jamás se dejaba arrastrar por los malos sentimientos, pero en ese
momento se dijo que puesto que Hetty tenía mal carácter, convenía que Adam se
enterase. Y si Hetty hubiera sido una muchacha vulgar, en aquel momento habría
parecido fea y desagradable, así que cualquier juicio moral que se hiciese sobre ella
habría sido seguramente exacto. Pero aun en su enfado había algo encantador, y
aquella explosión de malhumor parecía más un disgusto infantil que un enfado de
persona mayor, de modo que el severo Adam no sintió ningún movimiento de
desaprobación, sino una compasión risueña, como si hubiese visto a un gatito
encorvar la espalda o a un pajarillo con el plumaje erizado. No podía comprender la
razón de su disgusto y lo único que se decía era que aquella jovencita era la más
hermosa del mundo, y que si él podía evitarlo nada volvería a disgustarla nunca más.
En cuanto Totty se fue de su lado, Hetty sorprendió la mirada de Adam y le dirigió
una resplandeciente sonrisa, saludando con un movimiento de cabeza. Aquello era lo
más parecido a un flirteo; Hetty sabía muy bien que Mary Burge estaba mirándolos.
Pero aquella sonrisa fue como un trago de vino para Adam.

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XXIV

EL BRINDIS

C uando la comida terminó y sirvieron las primeras jarras de la cerveza


procedente del gran barril del año del natalicio, se hizo sitio para el grueso
señor Poyser a un lado de la mesa y pusieron dos sillas en la cabecera. Se había
convenido ya exactamente lo que haría el señor Poyser en cuanto apareciese el joven
caballero, y durante los últimos cinco minutos aquél había estado muy abstraído, con
los ojos fijos en el oscuro cuadro que tenía delante, mientras revolvía las monedas
sueltas y otros objetos en los bolsillos del pantalón.
Cuando entró el joven caballero acompañado por el señor Irwine, todos se
pusieron en pie; aquel homenaje resultó muy agradable para Arthur, a quien le
gustaba sentir su propia importancia y además apreciaba mucho la simpatía de
aquella gente; necesitaba persuadirse de que todos le tenían consideración y afecto.
Su rostro era fiel reflejo del placer que experimentaba cuando dijo:
—Mi abuelo y yo esperamos que nuestros amigos presentes hayan comido bien y
que les haya gustado la cerveza del año de mi nacimiento. El señor Irwine y yo
hemos venido a probarla con vosotros, y estoy seguro de que a todos les parecerá
muy bien que el rector nos acompañe en estos momentos.
Todos los ojos se volvieron entonces hacia el señor Poyser que, con las manos
aún hurgando en los bolsillos, empezó con la decisión propia de un reloj que da
lentamente las campanadas:
—Capitán, hoy mis vecinos me han encargado hablar en su nombre, porque
cuando la gente piensa del mismo modo, con uno solo que hable basta. Y aunque
quizás hemos sido de distintas opiniones sobre muchas cosas, ya que a un hombre le
gusta mover la mano de un modo y a su vecino de una manera diferente (y no se crea
que con eso quiero hablar de los trabajos agrícolas de los demás), en lo que diré estoy
seguro de que todos somos del mismo parecer con respecto a nuestro señor. Todos
nosotros le conocimos cuando era pequeño y jamás hemos sabido de usted cosa
alguna que no fuese buena y honorable. Habla y obra bien y nos alegra mucho pensar
que llegará un día en que será nuestro señor, porque estamos seguros de que hará bien
a todo el mundo y de que si puede evitarlo ningún hombre comerá el pan amargo. Eso
es lo que quería decir y también lo que querían decir todos. Y cuando un hombre ha
dicho lo que quería, lo mejor es que se calle, porque la cerveza no mejora mientras
está en la jarra en espera de ser bebida. Y no voy a decir qué nos ha parecido la
cerveza, porque no hemos querido bebería sin brindar antes a su salud. La comida ha
sido excelente y si a alguien no le ha gustado es su problema. En cuanto a la
presencia del señor rector, de sobra sabe él que en todas partes se le recibe lo mejor
que se puede; y espero y esperamos todos que vivirá lo bastante para vernos

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envejecer a todos y a nuestros hijos convertidos en hombres y mujeres, así como a su
señoría en padre de familia. Y no tengo nada más que decir con respecto a este día;
bebamos, pues, a la salud de nuestro joven señor, y lancemos tres hurras.
Inmediatamente empezaron los gritos, el ruido de vasos, las exclamaciones
repetidas; éstas resultan más agradables que la música más sublime a los oídos de
quien recibe este tributo por primera vez. Arthur sintió un remordimiento mientras
oía el discurso del señor Poyser, pero fue demasiado débil para anular el placer que
sentía al oír tantos elogios. ¿Acaso no merecía en conjunto lo que acababan de decir
de él? Tal vez había algo en su conducta que a Poyser no le habría gustado si lo
hubiera sabido…, pues conviene tener en cuenta que ningún hombre, por justo que
sea, puede resistir sin temor una inspección severa. Aunque Poyser, por otra parte, no
debía de saberlo porque, en resumidas cuentas, ¿qué había hecho él? Quizás ir
demasiado lejos en un flirteo, pero otro hombre, en su lugar, habría actuado mucho
peor. No pasaría nada malo, no podía ocurrir ninguna desgracia, porque en cuanto
volviese a verse a solas con Hetty le diría que no debía pensar en serio en él o en
cuanto había ocurrido. Ya comprenderá el lector que Arthur necesitaba sentirse
satisfecho de sí mismo. Las ideas desagradables debían desaparecer para dejar sitio a
sus buenas intenciones para el futuro, y pudo formar éstas con tanta rapidez que tuvo
tiempo de sentirse inquieto y tranquilizarse antes de que el señor Poyser terminase su
lento brindis y, cuando llegó la ocasión de contestar, en conjunto se sentía ya con el
corazón libre de cualquier temor.
—Os doy las gracias a todos, mis queridos amigos y vecinos —dijo Arthur—, por
la buena opinión que tenéis de mí y los buenos deseos que me ha expresado el señor
Poyser en su nombre y en el vuestro; os aseguro que mi mayor deseo consistirá en
merecerlos. En el curso natural de las cosas podemos esperar que, si vivo lo
suficiente, un día u otro llegaré a ser vuestro señor, y en realidad, precisamente
basándose en esta esperanza, mi abuelo ha deseado que celebrase este día para
presentarme ante vosotros; y espero alcanzar esta posición no sólo para gozar del
poder y de los placeres, sino como un medio de beneficiar a mis vecinos. Un hombre
tan joven como yo no debería hablaros de labores agrícolas, puesto que me aventajáis
por edad y por experiencia. Sin embargo, estos asuntos me han inspirado siempre
gran interés y he procurado aprender cuanto me ha sido posible. Y en cuanto el curso
de los acontecimientos ponga la propiedad en mis manos, mi primer deseo será dar a
mis arrendatarios todo el aliento y todo el auxilio que puede proporcionarles un
propietario, mejorando sus tierras y esforzándome en favorecer su economía
doméstica. Desearé que mis buenos arrendatarios me consideren su mejor amigo y
nada me hará tan feliz como respetar a todos los hombres de la propiedad y ser
respetado, a mi vez, por ellos. No es hora de entrar en detalles, y así, me limito a
corresponder a vuestros buenos deseos diciéndoos que mis propias esperanzas
coinciden con ellos; que quiero realizar lo que esperáis de mí y que soy de la opinión
del señor Poyser acerca de que cuando un hombre ha dicho lo que quería debe

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callarse; mas el placer que experimento ante vuestro brindis no sería perfecto si no
bebiésemos también a la salud de mi abuelo, que para mí ha sido padre y madre a la
vez. Y no diré más hasta que conmigo hayáis bebido a su salud en un día en que, por
su deseo, me presento ante vosotros como representante futuro de su nombre y de su
familia.
Tal vez ninguno de los presentes, a excepción del señor Irwine, comprendió por
completo y dio su aprobación al gracioso modo con que Arthur propuso un brindis a
la salud de su abuelo. Los granjeros creían que el joven caballero conocía de sobra el
odio que sentían por el viejo propietario, y la señora Poyser dijo «que era mejor no
meneado». Los rústicos labriegos no comprenden con facilidad los refinamientos del
buen gusto, pero no podían negarse a aquel brindis, y en cuanto todos hubieron
bebido, Arthur añadió:
—Os doy las gracias, tanto en nombre de mi abuelo como en el mío propio. Y
ahora quiero deciros otra cosa, porque deseo que compartáis el placer que eso me
causa y espero que opinaréis lo mismo que yo. Estoy seguro de que ninguno de los
que estamos aquí deja de tener una alta opinión de mi amigo Adam Bede. En toda
esta vecindad es sabido que no existe otro hombre en cuya palabra se pueda confiar
más que en la suya; que, cuando emprende algo, lo hace bien y cuida tanto de los
intereses de quien le emplea como si fuesen suyos propios. Y me enorgullece decir
que me encariñé con Adam en mi infancia y que nunca he olvidado mi amistad hacia
él. Eso demuestra que sé reconocer a los hombres honrados. Durante largo tiempo
deseé que se le confiara la administración de los bosques de la propiedad, que son
muy valiosos. Y eso no sólo por la alta opinión que me merece su carácter, sino
también porque posee los conocimientos y la habilidad que le hacen digno de tal
puesto. Me complazco en deciros que es deseo de mi abuelo, y que ya está decidido,
que Adam administre los bosques; este cambio, estoy seguro, resultará beneficioso
para la propiedad. Y espero que ahora todos vosotros os uniréis a mí para beber a su
salud, deseándole para esta vida todas las prosperidades que se merece.
»Pero aún hay otro amigo mío, más antiguo que Adam Bede, aquí presente, y no
necesito deciros que es el señor Irwine. Estoy persuadido de que, como yo, opinaréis
que no podemos beber a la salud de nadie sin haberlo hecho antes por la suya. Me
consta que todos vosotros tenéis razones para quererle, pero ninguno de sus feligreses
las tiene en tal número y de tal calidad como yo. Por consiguiente, llenad los vasos y
bebamos por nuestro excelente rector. ¡Tres veces hurra!
Este brindis fue acogido con el entusiasmo que faltó en el anterior, y sin duda el
momento más pintoresco fue cuando el señor Irwine se levantó para hablar y se
volvieron a él los rostros de todos. La superior elegancia de sus facciones era más
notable que la de Arthur por contraste con las de los que le rodeaban. Arthur tenía un
semblante típicamente inglés y más común, y su traje resplandeciente y a la última
moda estaba más cerca del gusto de un joven granjero que del señor Irwine, que se
empolvaba los cabellos y vestía traje negro, algo desgastado pero muy limpio, y que,

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al parecer, era el de las grandes solemnidades, pues aquel hombre tenía el misterioso
secreto de no llevar nunca un traje que pareciese nuevo.
—No es la primera vez, ni mucho menos —dijo—, que he dado las gracias a mis
feligreses por sus muestras de bondad y aprecio; pero la afabilidad entre vecinos
figura entre las cosas más preciosas que pueden obtener los ancianos. En realidad,
nuestra reunión de hoy es una prueba de que cuando lo bueno llega a la mayoría de
edad y, al parecer, tiene larga vida por delante, hay razón para alegrarse; y la relación
entre nosotros como clérigo y feligreses llegó a su mayoría de edad hace dos años,
porque se han cumplido ya veintitrés desde que vine a vivir entre vosotros, y aquí veo
a algún hombre alto y de agradable aspecto, y a algunas muchachas lozanas que no
me miraron tan afectuosamente cuando las bauticé. Pero estoy seguro de que no os
extrañará el hecho de que entre todos esos hombres jóvenes, el que mayor interés me
inspira es el señor Arthur Donnithorne, a quien acabáis de expresar vuestros buenos
deseos. Durante varios años tuve él placer de ser su profesor y, como es natural, gocé
de más frecuentes oportunidades de conocerle de un modo íntimo que cualquiera de
los presentes; y tengo cierto orgullo, así como siento un gran placer, al aseguraos que
comparto vuestras esperanzas con respecto a él y vuestra confianza en su posesión de
las cualidades que han de hacerle un excelente propietario en cuanto le llegue el
tiempo de ocupar tan importante puesto entre vosotros. Tenemos iguales ideas acerca
de los mismos asuntos; ya veis cómo un hombre que está próximo a los cincuenta
puede coincidir con un joven de veintiún años, el cual acaba de expresar unos
sentimientos que comparto con todo mi corazón; no quiero, por lo tanto, perder la
ocasión de manifestarlo. Y este sentimiento es su alta consideración y su respeto por
Adam Bede. Como es sabido, todo el mundo se ocupa más de las personas que gozan
de una posición elevada, y sus virtudes son más alabadas que las de aquellos cuya
vida transcurre en un ambiente humilde; mas todo hombre de buen sentido sabe la
importancia que tienen estos trabajos y estas vidas humildes y qué buenos son los
resultados cuando cada una de ellas realiza debidamente su trabajo. Y estoy conforme
con mi amigo, el señor Arthur Donnithorne, en creer que cuando un hombre
entregado a estos trabajos modestos demuestra tener un carácter que le haría ejemplar
en cualquier situación que ocupase, es preciso reconocer su mérito. Es uno de
aquellos hombres a quienes hay que honrar y sus amigos deberían estar complacidos.
Conozco bien a Adam Bede, me consta que es buen obrero, así como un hijo y un
hermano excelente, y enuncio una verdad sencillísima al decir que le respeto cuanto
puedo respetar a un hombre. Pero no os hablo de ningún desconocido. Algunos de
vosotros sois sus íntimos amigos y creo que no hay aquí quien no le conozca bastante
para no brindar con gusto a su salud.
En cuanto se interrumpió el señor Irwine se levantó Arthur y, llenando su vaso,
dijo:
—¡Bebamos por Adam Bede y que viva lo suficiente para tener hijos tan fieles y
tan inteligentes como él mismo!

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Ninguno de los oyentes, ni siquiera Barde Massey, se entusiasmó tanto como el
señor Poyser al oír este brindis. Aun cuando le había costado lo indecible pronunciar
su discurso, habría empezado otro si no hubiese comprendido la inconveniencia de
semejante iniciativa; de todos modos exteriorizó sus sentimientos bebiendo la cerveza
con desacostumbrada rapidez y dejando caer el vaso sobre la mesa con fuerza. Si
Jonathan Burge y otros experimentaron algún disgusto, se esforzaron en aparentar
satisfacción; el brindis fue, al parecer, unánime y cordial.
Adam estaba más pálido que de costumbre cuando se levantó para dar las gracias
a sus amigos. Aquel tributo público le había conmovido, cosa muy natural puesto que
se hallaba en presencia de todo su pequeño mundo, unido en aquellos momentos para
honrarle. No sentía ninguna timidez ante la necesidad de hablar, ni tampoco le
turbaba la vanidad ni la falta de palabras. Se puso en pie y permaneció erguido como
de costumbre, con la cabeza algo echada hacia atrás y las manos inmóviles, dando
muestras de la ruda dignidad peculiar de los obreros inteligentes, honrados y bien
constituidos, que nunca se preocupan de saber cuál es su papel en el mundo.
—Me ha cogido por sorpresa —dijo—. No esperaba nada semejante, y esto
excede en mucho mis más optimistas expectativas. Pero tengo grandes razones para
estarle agradecido, capitán, y a usted también, señor Irwine, así como a todos mis
amigos presentes, por haber bebido a mi salud, deseándome toda clase de bienes.
Sería una tontería decir que no merezco la opinión que tenéis de mí. Agradecería muy
mal vuestra bondad si dijese que me conocéis desde hace años y que todavía no
sabéis nada de mí. Todos sabéis perfectamente que si me encargo de un trabajo lo
hago a conciencia, tanto si me lo pagan bien como si no. Me avergonzaría de
permanecer ante vosotros si no fuese verdad. Pero creo que es lo que un hombre debe
hacer y por lo tanto no hay que jactarse de ello. Por esta razón estoy convencido de
que nunca he hecho otra cosa sino cumplir con mi deber; y hagamos lo que hagamos,
siempre haremos uso del espíritu y de las facultades que nos han sido otorgadas. Y así
vuestra bondad no es ninguna deuda hacia mí, sino un don gratuito, y por esta razón
lo acepto y os lo agradezco. En cuanto a este nuevo empleo que he aceptado os diré
que no he hecho más que conformarme con los deseos del capitán Donnithorne y que
me esforzaré en cumplir sus expectativas. Nada me contentará más que trabajar a sus
órdenes y el saber que, al mismo tiempo que me gano el pan, cuido de sus intereses.
Creo que es uno de los caballeros que desean obrar bien y dejar el mundo algo mejor
de como lo encontraron; opino que todo el mundo debería intentar lo mismo, tanto si
es noble como si pertenece al pueblo, y tanto si proporciona el dinero necesario para
emprender una obra importante como si ejecuta el trabajo con sus propias manos. No
es éste el momento de hablaros más de lo que siento por él, pues espero demostrarlo
con mis actos el resto de mi vida.
Hubo diversidad de opiniones acerca del discurso de Adam; algunas mujeres
murmuraron que no se había mostrado lo bastante agradecido y que había hablado
con mucho orgullo; pero la mayor parte de los hombres dijeron que nadie habría sido

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capaz de hablar con más entereza y que Adam era un excelente muchacho. Mientras
se cruzaban tales observaciones y se preguntaban mutuamente qué haría el viejo
caballero con el mayordomo y si por fin contrataría a un administrador, se levantaron
los dos caballeros y fueron hacia la mesa de las mujeres y los niños. Allí, por
supuesto, no se había servido cerveza fuerte, sino los postres, vino dulce de grosellas
para los niños y excelente jerez para las mujeres. La señora Poyser ocupaba la
presidencia de la mesa y Totty se sentaba en su regazo, metiendo su naricita en un
vaso de vino en busca de las nueces que flotaban en él.
—¿Cómo está, señora Poyser? —preguntó Arthur—. Supongo que habrá
disfrutado del estupendo brindis de su esposo.
—¡Oh, señor! Los hombres tienen la lengua muy torpe y casi es preciso adivinar
lo que quieren decir, como con los niños que empiezan a hablar.
—¿Cómo? ¿Acaso cree que usted habría hablado mejor en su lugar, señora
Poyser? —preguntó riéndose el señor Irwine.
—Gracias a Dios, señor, cuando quiero decir algo encuentro las palabras
apropiadas, y no por eso censuro a mi marido, porque si bien es hombre de pocas
palabras, sostiene lo que dice.
—Con toda seguridad nunca he visto reunión más agradable que la de hoy —
observó Arthur mirando a su alrededor a los niños de mejillas sonrosadas—. Mi tía y
la señorita Irwine subirán a veros dentro de un rato. Temían el ruido de los brindis,
pero sería una vergüenza que no os viesen sentados a la mesa.
Arthur continuó hablando con las madres y acariciando a los niños, mientras que
el señor Irwine se limitaba a saludar a distancia para que nadie apartase su atención
del joven caballero que era el héroe de aquel día. Arthur no se atrevió a detenerse
cerca de Hetty y se limitó a saludarla con un movimiento de cabeza al pasar frente a
ella. Aquella tonta sintió que su corazón se llenaba de descontento, porque ¿qué
mujer queda satisfecha ante un desdén fingido, aun cuando sepa que es la máscara del
amor? Hetty pensó que pasaría un día de lo más desagradable; por un momento la luz
de la verdad iluminó sus sueños. El mismo Arthur que pocas horas antes le había
parecido tan cercano, estaba entonces muy lejos, igual que el héroe de una gran
procesión queda separado de un insignificante espectador confundido entre la
multitud.

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XXV

LOS JUEGOS

E l gran baile no debía empezar hasta las ocho de la noche, aunque para los
jóvenes y las muchachas que quisieran bailar en el sombreado césped no faltaba
la música en ningún momento. ¿Acaso la banda del Club Benéfico no era capaz de
tocar jigas, contradanzas y bailes en general? Además había una gran banda
contratada en Rosseter, que gracias a sus maravillosos instrumentos de viento y a lo
mucho que los músicos hinchaban las mejillas, constituía una diversión extraordinaria
para los niños y las niñas. Sin hablar del violín de Joshua Rann, que con generosa
previsión había traído consigo su instrumento para el caso de que alguien tuviese el
buen gusto de preferir un baile ejecutado por él solo.
Mientras tanto, cuando el sol abandonó el espacio descubierto frente a la casa,
empezaron los juegos. Había por supuesto cucañas bien enjabonadas, para que los
jóvenes y los muchachos se encaramasen por ellas, carreras de viejas, carreras de
sacos, pesos para que los levantasen los hombres fornidos, y una larga lista de
pruebas como, por ejemplo, recorrer el mayor número de metros posible saltando
sobre un solo pie; en todos aquellos ejercicios Wiry Ben resultó ser el más hábil de
toda la comarca. Y como fin de fiesta había una carrera de burros, la más sublime de
todas las carreras, basada en la gran idea socialista de que todos hicieran correr a sus
respectivos animales para dar el premio al asno que corriese menos.
Poco después de las cuatro, la magnífica y anciana señora Irwine, vestida con su
traje de damasco adornado con encajes y joyas, apareció acompañada por Arthur y
seguida por toda la familia de la mansión para ocupar el sillón elevado que se había
dispuesto bajo la carpa de tela a rayas y desde donde iba a entregar los premios a los
vencedores. La tristona y severa señorita Lydia había solicitado designar tan regio
cometido a aquella anciana y majestuosa señora, y Arthur aprovechó esta oportunidad
para satisfacer la afición de su madrina a representar papeles distinguidos. El viejo
señor Donnithorne, limpio, perfumado y arrugado, acompañó a la señora Irwine con
su ácida y meticulosa cortesía. El señor Gawaine dio el brazo a la señorita Lydia, que
vestía un traje muy elegante de seda de color rosado; y la pálida Anne Irwine pasó en
último lugar, conducida por su hermano. No había sido invitado ningún amigo de la
familia, aparte del señor Gawaine. Al día siguiente se celebraría una gran comida
para los notables de la región, pero aquel día se necesitaban todas las fuerzas para
divertir a los arrendatarios.
En frente de la carpa había una zanja que dividía el prado del parque, pero se
tendió un puente para dejar paso a los vencedores, y los grupos de invitados
permanecieron en pie, sentados en bancos o repartidos a ambos lados del espacio
libre, desde las carpas blancas hasta la zanja.

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—La verdad es que es un bonito espectáculo —dijo la anciana señora con su voz
profunda en cuanto estuvo sentada, y contempló la brillante escena que destacaba
sobre un fondo verde oscuro—. Es muy probable que ésta sea la última fiesta a la que
vaya, a no ser que te apresures a casarte, Arthur. Pero cuida de conquistar a una
esposa encantadora, porque de lo contrario me moriré sin verla.
—Es usted muy exigente, madrina —dijo Arthur—, y estoy seguro de que mi
elección no la contentará.
—No te perdonaré si no es bonita y no admitiré como excusa el hecho de que sea
una muchacha buena, porque éste es el argumento que se aduce siempre con una
persona vulgar. Tampoco ha de ser tonta, porque necesitarás que te dirija a ti y eso no
podría hacerlo ninguna mujer estúpida. Oye, Dauphin, ¿quién es ese muchacho alto
de rostro tan bondadoso? Ese que va con la cabeza descubierta y que parece cuidar
mucho de aquella mujer alta que tiene al lado. Sin duda es su madre. Esto es evidente.
—¿No lo conoce, madre? —preguntó el señor Irwine—. Es Seth Bede, el
hermano de Adam. Un metodista, pero muy buen muchacho. El pobre Seth ha pasado
una mala temporada, creo que a causa de la desgraciada muerte de su padre; además
Joshua Rann me ha dicho que quería casarse con aquella hermosa predicadora
metodista que estaba aquí hace un mes, y supongo que ella lo rechazó.
—Recuerdo haber oído hablar de esa joven. Pero aquí hay muchas personas
desconocidas para mí; han crecido tanto desde los tiempos en que las trataba.
—¡Qué vista tan excelente tiene! —exclamó el anciano señor Donnithorne, que
sostenía ante sus ojos un binóculo—. No comprendo cómo puede ver a tanta distancia
la expresión del rostro de ese joven. Para mí no es más que una mancha confusa. En
cambio seguro que la aventajo cuando haya que mirar de cerca, pues soy capaz de
leer sin lentes los caracteres impresos más pequeños.
—¡Ah, mi querido señor! Usted empezó siendo muy miope y los que tienen ese
defecto conservan mejor la vista. Yo, en cambio, para leer necesito cristales muy
gruesos, aunque mis ojos ven con toda perfección las cosas distantes. Si pudiese vivir
cincuenta años más, llegaría a ser ciega para todo aquello que no estuviese fuera del
alcance de la vista de los demás, igual que un hombre que está dentro de un pozo y
que no puede ver otra cosa que las estrellas.
—Mirad —dijo Arthur—, todas las viejas están ya dispuestas a emprender la
carrera—. ¿Por quién apuesta usted, Gawaine?
—Por esa de largas piernas, aunque quizá obtenga la victoria esa otra que parece
hecha de alambres.
—Hacia la derecha están los Poyser y no muy lejos —dijo la señorita Irwine—.
La señora Poyser le está mirando ahora. Demuéstrele que la ha visto.
—Con mucho gusto —dijo la anciana dama saludando muy amable a la señora
Poyser—. Una mujer que me obsequia con tan excelentes quesos, es merecedora de
mis atenciones. ¡Dios mío, qué criatura tan gorda tiene en las rodillas! ¿Y quién es
esa hermosa muchacha de ojos negros?

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—Hetty Sorrel —contestó la señorita Lydia Donnithorne—. Es sobrina de Martin
Poyser; una muchacha muy joven y bien parecida. Mi doncella le ha enseñado
algunas labores de aguja y últimamente remendó unos encajes míos de un modo muy
aceptable.
—Hace ya seis o siete años que vive con los Poyser, madre. Sin duda la ha visto
alguna vez —observó la señorita Irwine.
—No, aún no la conocía, hija. Por lo menos como es ahora —dijo la señora
Irwine sin dejar de mirar a Hetty—. Es muy guapa. Una belleza perfecta. Desde mi
juventud no había visto a una joven tan hermosa. ¡Qué lástima que esa belleza deba
ser entregada a los granjeros, cuando tan necesaria sería en una buena familia sin
fortuna! En cambio, la pobre se casará con un hombre que no la considerará más
hermosa que si tuviese los ojos redondos y el pelo rojo.
Arthur no se atrevió a volver los ojos hacia Hetty mientras hablaba de ella la
señora Irwine. Fingió no oír nada y estar ocupado en algo en el otro lado. Pero veía
muy bien, aun sin mirar; al oír cómo alababan su belleza, vio a la joven más bella que
nunca, porque la opinión de otras personas era el aire en el que mejor crecían los
sentimientos de Arthur. Sí. Aquella muchacha era capaz de hacer perder la cabeza a
cualquier hombre, y cualquier otro que se hubiera encontrado en su lugar habría
sentido lo mismo que él. De este modo, estar dispuesto a dejarla, como había
decidido, sería un acto que siempre recordaría con orgullo.
—No, madre —dijo el señor Irwine contestando a sus palabras—. En eso no estoy
conforme con usted. La gente del pueblo no es tan tonta como se figura. El hombre
más vulgar, si posee un gramo de buen sentido y de sentimientos, advierte muy bien
la diferencia que existe entre una mujer delicada y otra ordinaria. Incluso un perro
distingue esa diferencia. Tal vez el hombre no sea capaz de explicar la influencia que
esa belleza más refinada ejerce sobre él; pero la siente.
—¡Dios mío! ¡Dauphin! ¿Cómo puede ser que un soltero como tú sepa todas esas
cosas?
—Precisamente en estos asuntos los solteros somos más sabios que los casados,
porque tenemos más ocasiones de examinar el asunto de un modo general. Así en la
crítica de la mujer no influye el hecho de que una de ellas le pertenece. Como
ejemplo de lo que digo, aquella hermosa predicadora metodista que mencionaba hace
poco, me dijo que había predicado a los más rudos mineros y éstos siempre la
trataron con gran respeto y simpatía. La razón es, aunque quizás ella la desconozca,
que ella misma posee grandes cantidades de ternura, refinamiento y pureza. Y ni
siquiera los individuos más rudos dejan de sentir la influencia distinguida y refinada
de semejante mujer.
—Aquí viene una muchachota a recibir el premio —dijo el señor Gawaine—.
Debe de haber tomado parte en la carrera de sacos que se ha celebrado antes de
nuestra llegada.
Aquella muchachota era nuestra antigua conocida Bessy Cranage, llamada

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también Bess Chad, cuyas grandes mejillas rojas habían sido objeto de una
exageración de color tal que si se tratara de un cuerpo celestial la habría hecho
sublime. Bessy, lamento mucho decirlo, se había puesto de nuevo los pendientes tras
la marcha de Dinah y se había acicalado con todos los lujos que estaban a su alcance.
Cualquiera que hubiese podido encaminar el corazoncito de Bessy hubiera visto que
se parecía mucho al de Hetty en sus esperanzas y en sus ansiedades, aunque quizás la
ventaja habría estado del lado de Bess por lo que se refiere a los sentimientos. En
cambio no se podía negar que, en apariencia al menos, eran muy distintas. El lector
podría verse inclinado a dar un buen tirón de orejas a Bessy, y, en cambio, con gusto
hubiese besado las de Hetty.
Bessy se había visto tentada a participar en la difícil carrera, en parte por alegre
atrevimiento y en parte para conseguir el premio. Alguien había dicho que los
premios consistían en abrigos y otras prendas de ropa excelentes, y cuando se acercó
a la tienda abanicándose con el pañuelo, sus ojos redondos brillaban de entusiasmo.
—Aquí está el premio para la primera carrera de sacos —dijo la señorita Lydia
tomando un gran paquete de la mesa en la que estaban dispuestos los premios y
dándoselo al señor Irwine antes de la llegada de Bessy—. Es una excelente bata de
sayal y una pieza de franela.
—Supongo que no se te ocurriría, tía, que la vencedora sería tan joven —observó
Arthur—. ¿No podrías encontrar otra cosa para esa muchacha y guardar esa bata
horrible para una mujer de más años?
—Yo solamente he comprado cosas útiles y de abrigo —replicó la señorita Lydia
mientras arreglaba sus encajes—. No creo conveniente estimular el amor al lujo en
las jóvenes de esta clase. Aquí tengo una capa de color rojo, pero es para la vieja que
obtenga la victoria.
Este lenguaje en boca de la señorita Lydia hizo asomar una expresión burlona al
rostro de la señora Irwine mientras miraba a Arthur; Bessy se acercó y empezó a
hacer reverencias.
—Esta niña es Bessy Cranage, madre —dijo el señor Irwine con acento
bondadoso—. Es la hija de Chad Cranage. Supongo que recordará a Chad Cranage el
herrero.
—Claro que sí —contestó la señora Irwine—. Bien, Bessy; aquí tienes tu premio.
Son cosas calientes para este invierno. Estoy segura de que te ha costado mucho
alcanzar la victoria en un día tan caluroso.
Cuando Bess vio la horrible bata, que además resultaba demasiado abrigada para
aquel día de julio, se le cayó el alma a los pies. Volvió a hacer algunas reverencias sin
levantar los ojos, aunque le temblaban las comisuras de la boca, y luego se alejó.
—¡Pobre muchacha! —dijo Arthur—. Ha sufrido una gran decepción. ¡Ojalá
tuviésemos algo más de su gusto!
—Parece una muchacha muy atrevida —observó la señorita Lydia—. Por mi
parte no tengo ningunas ganas de complacerle.

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Arthur decidió en silencio hacer a Bess un regalo en dinero antes de que
terminase el día, a fin de que se comprase algo que le gustase más; pero ella, que
ignoraba el consuelo de que sería objeto, salió del espacio abierto donde podían verla
desde la carpa, y después de arrojar el lío de ropa al pie de un árbol, empezó a llorar
entre las risas burlonas de otras muchachas. En esa situación la encontró su discreta
prima mayor, que no había perdido el tiempo en acudir a la fiesta después de confiar
el niño a su marido.
—¿Qué te pasa? —dijo la matrona Bess tomando el lío y examinándolo—.
Seguro que has tomado parte en la carrera y como premio te han dado una excelente
ropa de lana que ya podían haber reservado para la gente sensata. Podrías darme un
poco de esta tela para hacer vestidos al niño. Sé que lo harás, Bessy, porque eres una
buena muchacha.
—Te lo regalo todo —contestó la joven Bessy desdeñosamente y limpiándose las
lágrimas.
—Ya que no lo quieres, lo acepto —dijo la desinteresada prima, que se alejó con
el lío de ropa para que la muchacha no cambiase de opinión.
Pero aquella joven robusta estaba dotada de una gran elasticidad espiritual que le
impedía entregarse por mucho rato al dolor, de modo que en cuanto se dispusieron a
celebrar la carrera de burros, su desencanto se desvaneció pensando en la deliciosa
excitación que le produciría estimular a aquellos animales con sus silbidos, mientras
los muchachos los azuzaban con sus garrotes. Pero ya es sabido que la mente asnal
tiene la facultad de adoptar una línea de conducta que se halla en relación inversa de
los argumentos utilizados; lo cual, si se piensa, exige un gran vigor mental en tales
animalitos; y así, el primer burro demostró una gran inteligencia quedándose clavado
en el suelo cuando empezaron a llover los palos sobre su cuerpo, tan contundentes
como el granizo. Grandes eran los gritos de la multitud y radiante la sonrisa de Bill
Downes, el aserrador de piedra y jinete de aquel magnífico animal, que permanecía
tranquilo y con las piernas rígidas en medio de su triunfo.
Arthur, que se había encargado personalmente de comprar los premios para los
hombres, hizo feliz a Bill regalándole un magnífico cortaplumas con hojas y
accesorios suficientes para ser de utilidad a un hombre que se hallara en una isla
desierta. Apenas salió de la tienda llevando el premio en la mano cuando se supo que
Wiry Ben proponía divertir a todo el mundo, antes de que los nobles invitados fuesen
a cenar, con un ejercicio improvisado y gratuito, es decir, un baile del que tal vez no
le correspondiese la paternidad, pero que ejecutó de un modo tan complicado y
original que nadie pudo negarle el aplauso. El orgullo que Wiry Ben sentía por su
habilidad como bailarín —habilidad que siempre producía gran efecto en la verbena
anual— sólo necesitaba para asomar a la superficie mayor cantidad de buena cerveza.
En ese momento estaba convencido de que el noble auditorio se quedaría asombrado
al contemplar sus habilidades; además Joshua Rann le alentó aduciendo que convenía
hacer algo para complacer al joven caballero y recompensarle de cuanto había hecho

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por ellos. Y el lector se sorprenderá menos de que tan grave personaje tuviese esa
opinión cuando sepa que Ben había rogado al señor Rann que le acompañase con su
violín; Joshua tenía la certeza de que aun en el caso de que el baile no fuese notable,
ello quedaría muy bien compensado por la música. Adam Bede, que se hallaba en una
de las grandes carpas donde se discutía este plan, pidió a Ben que no hiciese tonterías,
pero esta observación sirvió para decidir más a Ben, que no quería dejar de hacer algo
por la única razón de que Adam Bede no estuviese conforme.
—¿Qué es eso? —observó el viejo señor Donnithorne—. ¿Lo has organizado tú,
Arthur? Ahí va el sacristán con su violín y un individuo muy ágil con un ramo de
flores en el ojal.
—No —contestó Arthur—; no tengo ni idea. ¡Caramba! ¡Va a bailar! Es uno de
los carpinteros… No recuerdo su nombre.
—Es Ben Cranage, y le llaman Wiry Ben —contestó el señor Irwine—. Un
individuo algo travieso. Querida Anne, ya veo que estás cansada. Permíteme que te
acompañe para que descanses un poco antes de cenar.
La señorita Anne estuvo conforme y se levantó; su buen hermano se la llevó
mientras Joshua empezaba a tocar los primeros acordes del aria «La escarapela
blanca», desde los que, a través de una serie de transiciones, pensaba poder pasar a
una variedad de tonadas ejecutadas con excelente oído y bastante habilidad. Y le
habría exasperado mucho saber que la atención general estaba fija en las habilidades
coreográficas de Ben y que casi nadie hacía caso de la música.
No sé si el lector habrá visto alguna vez a un campesino inglés ejecutar una
danza. Es posible que haya visto bailar a algún artista disfrazado de campesino, que
realiza graciosos movimientos con las caderas y la cabeza. Pero eso no es más que
una mala imitación. Wiry Ben bailaba muy serio, como si fuese un filósofo que
experimenta la cantidad de movimientos raros que pueden ejecutar los miembros
humanos.
Para acallar la risotada general que provenía de la carpa a rayas, Arthur aplaudía
sin cesar y exclamaba: «¡Bravo!». Pero Ben tenía un admirador cuyos ojos seguían
sus movimientos con tanta gravedad como la suya propia al ejecutarlos. Era Martin
Poyser, que estaba sentado en un banco con su hijo Tommy entre las rodillas.
—¿Qué te parece eso? —preguntaba a su mujer—. Baila tan al compás de la
música como si fuese una pieza de relojería. Cuando era más ligero bailaba bastante
bien, pero nunca llegué a hacerlo como ese muchacho.
—Si baila así no es porque sus miembros sean ágiles, sino porque no tiene nada
en la cabeza —contestó la señora Poyser—. De lo contrario nunca habría tenido el
impulso de hacer de saltamontes delante de los señores, que se ríen de él con toda su
alma.
—Pues mucho mejor si se divierten —contestó el señor Poyser, que era algo lento
en advertir el lado ridículo da las cosas—. Pero parece que ahora se marchan a cenar.
Vamos a ver qué hace Adam Bede. Está encargado de vigilar las bebidas y cosas por

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el estilo. Y creo que el pobre no va a divertirse mucho.

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XXVI

EL BAILE

A rthur había elegido el vestíbulo principal como sala de baile, y había acertado,
porque ninguna otra estancia era tan espaciosa ni gozaba de la ventaja de que
sus puertas diesen al jardín; además ninguna tenía tan fácil acceso desde las demás
habitaciones. En realidad, el suelo de piedra no era apropiado para bailar, pero los
danzarines estaban acostumbrados a bailar en Navidad sobre las losas de la cocina.
Era uno de esos vestíbulos que hacen parecer armarios a las habitaciones que
desembocan en ellos, y que están adornados con ángeles de estuco, con trompetas y
guirnaldas de flores en el alto techo, así como por grandes medallones y distintos
héroes en las paredes, alternando con algunas estatuas metidas en hornacinas. Es
decir, un lugar muy apropiado para colocar grandes ramas de verde, y el señor Craig
tuvo así ocasión de lucir su buen gusto y sus maravillosas plantas de estufa. Los
anchos peldaños de la escalera de piedra estaban cubiertos de almohadones para que
sirvieran de asiento a los niños que habían de presenciar el baile hasta las nueve y
media, vigilados por las doncellas; y como la fiesta estaba reservada para los
principales arrendatarios, el espacio disponible era suficiente. Grandes lámparas de
papel de colores colgaban entre guirnaldas de vegetación e iluminaban el vestíbulo.
Cuando las esposas y las hijas de los agricultores se asomaron a aquel lugar, creyeron
que no era posible una esplendidez mayor y se imaginaron cómo serían las
habitaciones del rey y de la reina. Al pensar en los primos y conocidos que quedaban
fuera se apenaron al advertir que no tendrían esa ocasión de ver cómo marchaban las
cosas en el gran mundo. Aunque el sol no se había puesto aún, las lámparas estaban
ya encendidas, y en el exterior reinaba aquella luz suave que permite ver los objetos
con mayor claridad que en pleno día.
Alrededor de la casa se desarrollaba una escena muy agradable. Los granjeros y
sus familias paseaban por el césped, entre las flores y los arbustos, o por el ancho
camino que nacía en la fachada este; a ambos lados del camino se extendía una faja
de musgo interrumpida de vez en cuando por algún cedro de ancha copa o por algún
gran abeto piramidal que dirigía sus ramas hacia el suelo. Poco a poco iban
desapareciendo del jardín los grupos de aldeanos; los jóvenes eran atraídos por las
luces que empezaban a resplandecer en las ventanas de la galería de la abadía
destinada a sala de baile para ellos, y algunos de los mayores creían ya llegada la
ocasión de volver a casa. Entre estos últimos figuraba Lisbeth Bede, y Seth la
acompañó, no sólo impulsado por el amor filial, sino porque su conciencia no le
habría permitido tomar parte en el baile. Para Seth aquel día había resultado muy
melancólico; nunca había tenido más presente a Dinah que en aquella fiesta, donde
nada se le parecía. Cuanto más miraba a los rostros frívolos de las muchachas

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vestidas de alegres colores, más vivamente la veía a ella, igual que la belleza y la
grandeza de una Virgen se siente más intensamente cuando nos la ha ocultado una
figura vulgar por un momento.
Pero la presencia de Dinah en su mente sólo servía para soportar mejor el humor
de su madre, que a última hora se mostró más inquieta que nunca. La pobre Lisbeth
sufría a causa de una extraña lucha de sensaciones. La alegría y el orgullo que había
sentido al enterarse del honor tributado a su querido hijo Adam, empezaban a ceder
bajo el peso de los celos y la inquietud, que se acentuaron cuando Adam fue a decirle
que el capitán deseaba que se quedase al baile. Veía a Adam alejarse de ella por
momentos, y Lisbeth llegó a desear sus antiguas penas, pues entonces el joven
parecía preocuparse más por su madre.
—Eso de tomar parte en un baile no me parece bien —dijo— cuando tu padre
apenas hace cinco semanas que fue enterrado.
—No pienses así, madre —dijo Adam procurando ser cariñoso ese día—. Yo no
bailaré, me limitaré a asistir a la fiesta. Pero como el capitán desea que me quede,
parecería un desaire no acceder. Y ya sabes cómo se ha portado hoy conmigo.
—Bueno. Haz lo que quieras, tu madre no tiene el derecho de inmiscuirse en tu
vida. Ahora yo soy una vieja y tú empiezas a abandonarme en busca del sol que más
calienta.
—Bueno, madre. Voy a decir al capitán que no quieres que me quede y que me
permita volver a casa. Creo que no lo tomará a mal —dijo con esfuerzo, pues en
realidad deseaba estar aquella noche cerca de Hetty.
—No quiero que hagas eso, el joven caballero podría enfadarse. Haz lo que te ha
mandado, y Seth y yo nos iremos a casa. Comprendo que es un gran honor que te
consideren así. ¿Y quién puede estar más orgullosa que tu madre? ¿Acaso no te he
criado yo?
—Pues bien, adiós, madre. Adiós, muchacho. Acuérdate de Gyp cuando llegues a
casa —dijo Adam volviéndose hacia la puerta que conducía al espacio destinado a los
juegos con objeto de reunirse con los Poyser; había estado tan ocupado durante toda
la tarde que no tuvo tiempo de hablar con Hetty.
Pronto sus ojos distinguieron un grupo distante y supo que era el que buscaba. Y
como aquel grupo regresaba entonces hacia la casa, se apresuró a reunirse con él.
—¡Hola, Adam! Me alegro mucho de volver a verle —dijo el señor Poyser, que
llevaba a Totty en brazos—. Ahora que ha terminado el trabajo deseará divertirse un
poco. Hetty ha comprometido ya muchísimos bailes y yo le he preguntado si había
hablado con usted sobre el asunto.
—El caso es que no quería bailar esta noche —contestó Adam, que en cuanto
miró a Hetty estuvo tentado a cambiar de intención.
—¡Tonterías! —exclamó el señor Poyser—. Tenga en cuenta que esta noche va a
bailar todo el mundo, a excepción del viejo caballero y de la señora Irwine. La señora
Best nos ha dicho que la señorita Irwine y la señorita Lydia bailarán también y que el

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joven caballero lo hará en primer lugar con mi esposa, para inaugurar el baile. Así
que ella se verá obligada a bailar, aunque no lo ha hecho desde la Navidad anterior al
nacimiento de la niña. Por tanto, Adam, usted que es un muchacho joven y guapo, no
debe daros vergüenza sino que tiene que bailar como todos los demás.
—Claro —dijo la señora Poyser—. No sería bien visto. Me consta que el baile es
una tontería; pero si nos abstenemos de hacer muchas cosas por ser tonterías, apenas
podríamos disfrutar en este mundo.
Cuando el caldo está servido conviene bebérselo, porque si no se enfría.
—En tal caso, si Hetty quisiera bailar conmigo —dijo Adam, conformándose con
el argumento de la señora Poyser o cediendo a otro impulso—, bailaría con ella los
bailes que tenga libres.
—No tengo pareja para el cuarto baile —dijo Hetty—. De modo que, si quiere,
podemos bailarlo.
—Pero debería bailar el primer baile —dijo el señor Poyser—, porque de lo
contrario llamará la atención de todo el mundo. Hay multitud de muchachas entre
quienes elegir, y no olvidemos que a ellas no les gusta ver a los hombres sin bailar y
en un rincón.
Adam, convencido de la justicia de la observación del señor Poyser, se dijo
también que no sería conveniente no bailar con nadie más que con Hetty; y
recordando que Jonathan Burge tenía aquel día algunos motivos para estar resentido,
resolvió invitar a la señorita Mary a bailar el primer baile, en caso de que no estuviera
comprometida.
—Están dando las ocho en el reloj —dijo el señor Poyser—. Así que hemos de
apresurarnos para que el caballero y las damas no lleguen antes que nosotros; eso no
estaría bien.
En cuanto entraron en el vestíbulo y los tres niños se hubieron sentado en los
escalones al cuidado de Molly, se abrieron las puertas de la sala y entró Arthur
vestido de uniforme y acompañado de la señora Irwine. Condujo a la dama a un
estrado provisto de dosel y adornado con plantas de estufa, donde ella y la señorita
Anne habían de sentarse en compañía del anciano señor Donnithorne para contemplar
el baile como hacen los reyes y las reinas de las comedias. Arthur se vistió de
uniforme para complacer, según dijo, a los arrendatarios, quienes opinaban que su
grado militar era un camino para alcanzar mayores dignidades. Y no tenía
inconveniente alguno en complacerlos, porque en realidad el uniforme le sentaba
muy bien.
Antes de sentarse, el anciano caballero recorrió el vestíbulo para saludar a los
arrendatarios y dirigir palabras amables a sus mujeres. Siempre era muy cortés, pero
tras largas reflexiones, los agricultores habían descubierto que aquella cortesía era
uno de los indicios de la dureza de su corazón. Se observó que aquella noche se
mostraba particularmente afable con la señora Poyser, a quien preguntó por su salud,
recomendándole que se fortaleciera por medio del agua fría y evitando tomar

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medicinas. La señora Poyser le hizo una reverencia y le dio las gracias con un gran
dominio de sí misma; pero en cuanto se hubo alejado murmuró a oídos de su marido:
«Me apostaría la cabeza a que nos prepara alguna jugarreta. El viejo Harry no menea
nunca el rabo sin tener motivos». El señor Poyser no tuvo tiempo de contestar, porque
en ese momento se acercó Arthur y dijo:
—Señora Poyser, vengo a rogarle el favor de que me conceda este primer baile; y
usted, señor Poyser, vaya a invitar a mi tía, porque le reclama como pareja.
Las pálidas mejillas de la mujer se ruborizaron al notar el honor de que era objeto,
mientras Arthur la conducía a un extremo de la estancia; pero el señor Poyser, a quien
una jarra de más le había devuelto su juvenil confianza en su aspecto y en su
habilidad como bailarín, les acompañó, muy orgulloso, elogiándose en secreto y
persuadido de que la señorita Lydia en toda su vida tendría una pareja como él, capaz
de levantarla del suelo tantas veces como quisiera. A fin de equilibrar los honores
entre las dos parroquias, la señorita Irwine bailó con Luke Britton, el granjero más
importante de Broxton, y el señor Gawaine lo hizo con la señorita Britton. El señor
Irwine, después de dejar a su hermana Anne descansando, fue a la galería de la
abadía, según había convenido con Arthur, para ver cómo iba la alegría de los demás
invitados. Mientras tanto, en el vestíbulo las otras parejas menos distinguidas
ocupaban sus puestos respectivos. Hetty fue invitada por el inevitable señor Craig, y
Mary Burge por Adam; entonces sonaron los primeros acordes de la extraordinaria
contradanza, que es el mejor de todos los bailes.
¡Qué lástima que el suelo no fuese de madera! En ese caso los gruesos zapatos de
los presentes al compás de la música habrían resonado mejor que muchos tambores
juntos. ¿Dónde podríamos contemplar en nuestros días aquel alegre pataleo, aquellos
graciosos movimientos de cabeza, la gracia ondulante de las manos que se ofrecían?
Aquel baile sencillo de honradas matronas que, por espacio de una hora, olvidaban el
cuidado de la casa y de la lechería; que recordaban, pero no fingían la juventud
perdida; que no estaban celosas, sino, por el contrario, orgullosas de las jovencitas
que tenían a su lado; aquella alegría de los graves maridos, que dirigían pequeños
cumplidos a sus esposas, como si hubiesen vuelto los días en que las cortejaban;
aquellos jóvenes y aquellas muchachas algo confusos y tímidos con sus respectivas
parejas, que no tenían nada que decirse; todo aquello sería algo muy agradable de ver
ahora, en vez de los corpiños escotados y las largas faldas, de las miradas que se fijan
en los trajes y de los hombres indolentes de botas de charol que sonríen con doble
intención.
En aquel baile sólo una cosa molestaba a Martin Poyser, y era que siempre se
tropezaba con Luke Britton, aquel estúpido granjero. Pensó en dirigirle una mirada
fría al pasar por delante de él, pero como tenía en frente a la señorita Irwine y no al
desagradable Luke, se abstuvo para no molestar a la pobre señorita. Así que se
entregó a la hilaridad, sin pensar en la conveniencia de su conducta.
¡Cómo latía el corazón de Hetty mientras Arthur se acercaba a ella! Aquel día

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apenas la había mirado, pero ahora debería tomarle la mano. ¿Se la estrecharía?
¿Fijaría los ojos en ella? Estaba segura de que se echaría a llorar si él no le daba
ninguna muestra de cariño. Ya había llegado. Le tomó la mano… y se la estrechó.
Hetty palideció al mirarle por un instante y al encontrar sus ojos antes de empezar a
bailar. Aquella pálida mirada causó a Arthur un dolor apagado, aunque no tuvo más
remedio que bailar, sonreír y bromear como si nada ocurriese. La misma cara pondría
Hetty cuando le dijera lo que había decidido comunicarle; y él no podría soportarlo
otra vez, y cometería la tontería de abandonarse de nuevo a aquella pasión. En
realidad, las miradas de Hetty no tenían tanto significado como él se figuraba. Sólo
eran la señal de una lucha entre el deseo de que él se fijara en ella y el temor de que
otros lo advirtiesen. Pero el rostro de Hetty tenía un lenguaje que expresaba muy bien
sus sensaciones. Hay semblantes a los que la naturaleza dota de un sentimiento y de
una expresión que no pertenecen al alma humana que vive en el interior, sino que
hablan de las alegrías y de las tristezas de pasadas generaciones; ojos que expresan el
profundo amor que sin duda ha existido y existe aún en alguna parte, pero que no lo
sienten ellos. Del mismo modo que un idioma puede expresar una poesía que ignora
los labios que lo usan, aquella mirada de Hetty oprimía a Arthur con un temor que
contenía en sí una delicia terrible y no confesada; es decir, el recelo de que ella le
quisiera demasiado. Le esperaba una dura tarea y en aquel momento se dijo que
habría dado tres años de su juventud a cambio de abandonarse sin remordimientos a
su pasión por Hetty.
Estas eran las ideas que cruzaban la mente de Arthur mientras acompañaba a la
señora Poyser, que jadeaba agotada y se decía en secreto que nadie la obligaría a
bailar de nuevo, a descansar al comedor, donde habían servido ya la cena para los
invitados que quisieran tomarla.
—Espero que Hetty no se olvide de que debe bailar con usted, señor —dijo la
buena e inocente mujer—, porque es tan despistada que puede haber comprometido
todos sus bailes. Por eso le he recomendado que reservase algunos.
—Muchas gracias, señora Poyser —dijo Arthur estremeciéndose ligeramente—.
Ahora siéntese en ese sillón. Mills le servirá lo que desee.
Se alejó en busca de otra pareja entrada en años, pues había que honrar a las
mujeres casadas antes de invitar a las jóvenes. Y así prosiguieron los bailes de la
comarca, el ruido de pies, las graciosas inclinaciones de cabeza y el suave balanceo
de las manos.
Por fin llegó el cuarto baile, tan deseado por el grave Adam, convertido ahora en
un delicado muchacho de dieciocho años; cuando nos enamoramos por primera vez,
todos somos así. Adam apenas había estrechado alguna vez las manos de Hetty y sólo
bailó con ella en otra ocasión. La había seguido ansioso con la mirada durante toda la
noche, a pesar suyo, y eso había acabado de enamorarle. Se dijo que tenía unos
movimientos preciosos y unas maneras encantadoras. Aquella noche sonreía menos
que de costumbre y parecía estar dominada por la melancolía. «¡Dios la bendiga! —

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se dijo Adam—. ¡Ojalá fuesen capaces de hacerla dichosa un fuerte brazo que trabaje
para ella y un corazón fiel que la ame!».
Y entonces se vio a sí mismo regresando a casa del trabajo, atrayendo a Hetty y
sintiendo su suave mejilla contra la suya. De este modo llegó a olvidar dónde estaba e
igual le habría importado que la música y el ruido de los pasos fueran el rumor de la
lluvia y los aullidos del viento.
Había llegado la ocasión de ir en busca de la joven, pues iba a empezar el baile.
Hetty se hallaba en el extremo del vestíbulo, cerca de la escalera, hablando en voz
baja con Molly, que acababa de entregarle a la dormida Totty para ir a buscar los
chales y los gorros. La señora Poyser se llevó a los dos niños al comedor para darles
un poco de pastel antes de que emprendiesen el regreso en el coche con el abuelo, y
Molly iba a seguirles cuanto antes.
—Permítame que sostenga a la niña —dijo Adam mientras Molly subía la
escalera—. Los niños pesan mucho cuando están dormidos.
Hetty aceptó con gusto la oferta, pues sostener a la niña de pie no le resultaba
muy agradable. Pero este segundo traslado tuvo la desgraciada consecuencia de
despertar a Totty, que, como todas las niñas de su edad, lo hizo en el momento menos
oportuno. Cuando Hetty la dejaba en brazos de Adam y aún no había retirado los
suyos, Totty abrió los ojos y empezó a dar puñetazos con la izquierda en el brazo de
Adam y con la derecha agarró al collar de cuentas de Hetty. El guardapelo salió de su
escondite y la cadena se rompió, de modo que Hetty no pudo evitar que todo se
desparramara por el suelo.
—¡El guardapelo, el guardapelo! —dijo en voz baja y asustada a Adam—. No se
preocupe de las cuentas.
Adam pudo ver dónde había caído la joya, pues ésta atrajo su mirada en cuanto
asomó por el borde del vestido: estaba en el entarimado de madera dispuesto para la
banda de música, y mientras Adam la recogía, pudo ver el cristal que protegía dos
mechones de pelo, uno oscuro y otro más claro. El medallón cayó cara arriba, por lo
que no se rompió el cristal. Adam le dio la vuelta con la mano y vio el lado posterior,
que era de oro y esmalte.
—No le ha pasado nada —dijo devolviéndoselo a su dueña, que tenía ambas
manos ocupadas en sostener a Totty.
—¡Oh, no importa! No vale nada —dijo Hetty que, si bien palideció en un primer
momento, luego se había sonrojado.
—¿Que no importa? —preguntó Adam con gravedad—. Pues me ha parecido
muy asustada. Lo conservaré mientras no pueda cogerlo —añadió cerrando la mano
sobre él para que no creyese que quería examinarlo de nuevo.
Mientras tanto, Molly volvió con los gorros y los chales y en cuanto se hubo
hecho cargo de Totty, Adam dejó el guardapelo en la mano de Hetty, quien lo tomó
con aparente indiferencia y se lo guardó en el bolsillo. Interiormente estaba enfadada
con Adam por haberlo visto, pero decidió no dar muestra de ninguna agitación.

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—Mire —dijo—. Ya va a empezar el baile. Vamos.
Adam asintió en silencio. Se sentía dominado por la extrañeza y por la inquietud
al mismo tiempo. ¿Acaso tenía Hetty un pretendiente a quien él no conocía? Ninguno
de sus amigos o conocidos podía haberle regalado un guardapelo como ése; y
ninguno de sus admiradores estaba en situación de novio aceptado, como sin duda
sería el caso del que le había regalado aquella joya. Adam se perdía en la
imposibilidad de encontrar alguna persona que justificara sus temores. Sólo sentía,
con dolor terrible, que había en Hetty algo desconocido para él, y que mientras había
estado meciéndose en las dulces esperanzas de que ella le correspondiese, ella había
entregado su amor a otro. El placer de bailar con Hetty se había desvanecido; sus ojos
la miraban con una expresión inquieta e interrogante; no acertaba a decirle cosa
alguna, y ella, a su vez, tampoco parecía inclinada a hablar, de modo que ambos se
alegraron de que terminase el baile.
Adam estaba decidido a no quedarse más tiempo; nadie le necesitaba y nadie
notaría su ausencia. En cuanto salió al exterior empezó a andar a pasos rápidos, según
su costumbre, huyendo sin saber de qué, atormentado por el presentimiento de que el
recuerdo de aquel día, por otra parte tan lleno de honores y de promesas, quedaría
envenenado para siempre. De pronto, cuando ya estaba lejos del cazadero, se detuvo
sobresaltado por un rayo de esperanza que le devolvió la vida. Quizás era un tonto al
dar tanta importancia a aquel detalle insignificante. Hetty, aficionada como era a las
baratijas, bien podía haberse comprado aquélla. Es verdad que parecía valiosa, como
las joyas guardadas en estuches de satén en la joyería de Rosseter. Pero Adam tenía
nociones muy poco claras del valor de esas cosas y se dijo que quizás no costaría más
de una guinea. Era posible que Hetty hubiese tenido esta cantidad ahorrada y, en tal
caso, era muy capaz de gastársela de aquel modo. Era muy joven y, a su pesar, le
gustaban los adornos. Pero siendo así, ¿por qué se asustó y cambió de color al ver que
se caía, fingiendo luego que no le importaba nada? ¿Se habría avergonzado de que él
viese que poseía una cosa tan bonita y pensase que hizo mal al gastar su dinero en
ella, pues le constaba que a Adam no le gustaba su afición a las baratijas? Eso sería
una prueba de que le importaba su opinión. Y, a juzgar por el silencio y la gravedad
de que él dio muestras luego, tal vez se disgustó y creyó que se mostraba muy severo
con sus pequeñas debilidades. Mientras Adam andaba con menor agitación,
examinando esta nueva esperanza, lamentaba haberse portado de un modo tan
impropio y haber disgustado a la pobre muchacha. Indudablemente esta última
suposición era la verdadera, porque ¿cómo podía Hetty tener un novio sin que él lo
supiese? Jamás la joven se alejaba de la casa de su tío durante más de un día. No
podía mantener ninguna relación sin que sus parientes lo supieran ni intimidades que
sus tíos ignoraran. Sería una locura imaginarse que un novio pudiese haberle regalado
aquel guardapelo. El mechón negro era de Hetty, sin duda alguna, aunque Adam no
había podido examinarlo muy bien, y en cuanto al de color más claro, ignoraba de
quién podría ser. Quizás perteneció a su padre o a su madre, que murieron cuando ella

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era niña y, en tal caso, era natural que junto a aquel recuerdo guardase unos cuantos
cabellos suyos.
Adam se acostó consolado después de tejer una ingeniosa red de probabilidades
para engañarse a sí mismo: la mejor pantalla que un hombre juicioso puede situar
entre él y la verdad. Su último pensamiento consciente se confundió con el sueño, en
el que creyó verse otra vez junto a Hetty, en Hall Farm, rogándole que le perdonase
por haberse mostrado tan frío y silencioso.
Mientras él soñaba de este modo, Arthur bailaba con Hetty y le decía con palabras
apresuradas:
—Estaré en el bosque pasado mañana a las siete. Ve lo más pronto que puedas.
Las locas alegrías y esperanzas de Hetty, que antes había visto amenazadas y casi
muertas por una nonada, revivieron inconscientes del peligro que la amenazaba. Era
feliz por primera vez en aquel día y deseaba que el baile durase horas enteras. Lo
mismo habría querido Arthur, pues aquélla era la última debilidad que se permitía; y
un hombre jamás siente con mayor intensidad la deliciosa languidez de una pasión
que cuando se ha persuadido de que al día siguiente ha de alejarla de sí.
Pero los deseos de la señora Poyser eran completamente opuestos, pues estaba
alarmada por el temor de que se retrasara la elaboración de los quesos al día
siguiente. Ahora que Hetty había cumplido con su deber bailando una vez con el
joven caballero, el señor Poyser debía salir para ver si el cochecillo había vuelto a
buscarles, pues eran ya las diez y media, y aunque su marido quiso darle a entender la
inconveniencia de ser los primeros en marcharse, la señora Poyser mantuvo su
decisión con firmeza, a pesar de todos los pesares.
—¡Cómo! ¿Se va ya, señora Poyser? —dijo el anciano señor Donnithorne cuando
ella fue a despedirse y a pedirle permiso para marcharse—. Esperaba que nadie se
fuese antes de las once. La señora Irwine y yo, que somos viejos, tenemos la
intención de quedarnos hasta entonces.
—Es natural, su señoría, que los caballeros se queden hasta hora avanzada, pues
no han de pensar en sus quesos. Para nosotros es ya muy tarde, y no hay manera de
dar a entender a las vacas que mañana no las ordeñaremos tan pronto. Por
consiguiente, háganos el favor de excusamos y de permitir que nos marchemos.
—Mira —dijo a su marido en cuanto hubieron subido al cochecillo—, preferiría
tener en un solo día la colada y la fabricación de la cerveza que asistir otra vez a una
fiesta como ésa. No hay nada que fatigue tanto como ir de un lado a otro y mirar a un
sitio sin saber lo que harás un momento después; y además no dejar de sonreír a todo
el mundo como si fueras una vendedora de mercado, para que nadie piense que eres
una maleducada. Y en cuanto la fiesta termina, lo único que tienes es la cara pálida y
el estómago revuelto por comer cosas que no te gustan nada.
—No, no —replicó el señor Poyser, que estaba contentísimo y convencido de que
había pasado un gran día—. De vez en cuando conviene un poco de diversión. Y tú
has bailado tan bien como cualquiera, de modo que puedes desafiar a todas las

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mujeres casadas de la parroquia por lo que se refiere a la ligereza de las piernas.
Además, el joven caballero te ha tributado un gran honor al bailar contigo en primer
lugar. Sin duda eso se debe a que yo ocupé la cabecera de la mesa y fui el primero en
brindar. Y Hetty, también…, estoy seguro de que nunca ha bailado con otra pareja
semejante… Un distinguido caballero, vestido de uniforme. Mira, Hetty, eso te
servirá como recuerdo de tu juventud cuando seas vieja. Entonces podrás contar que
bailaste con el joven señor el día en que cumplió su mayoría de edad.

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LIBRO CUARTO

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XXVII

UNA CRISIS

E n la segunda quincena de agosto, es decir, tres semanas después de la fiesta del


cumpleaños de Arthur, había empezado la siega del trigo en las tierras del norte
de nuestro condado de Loamshire, pero la cosecha se vería postergada por las fuertes
lluvias que originaron inundaciones y grandes daños en toda la comarca. Los
granjeros de Broxton y Hayslope, al estar situados en tierras altas y en valles
cruzados por arroyos, no habían sufrido los efectos de estas lluvias, y como no puedo
afirmar que fuesen personas excepcionales que prefiriesen el bien general al suyo
propio, ya comprenderá el lector que no les disgustaba el rápido aumento del precio
del pan, tanto más cuanto que abrigaban esperanzas de segar su trigo en perfecto
estado; y, en efecto, algunos días de sol y unos vientos que acabaron de secar la tierra,
confirmaron estas esperanzas.
El 18 de agosto fue uno de estos días, pues brilló el sol de un modo mucho más
alegre a los ojos de todos tras los días nublados anteriores. Enormes masas de nubes
cruzaban rápidamente el cielo azul, y las grandes montañas redondeadas que había
más allá del cazadero parecían moverse a causa de sus fugitivas sombras. El sol
quedaba oculto por un instante, y luego brillaba cálido, con renovada alegría; el
viento arrancaba las hojas, aún verdes, de los arbustos; en torno a las granjas se oía
un ruido frecuente de puertas que se cerraban; las manzanas se caían al suelo, y los
caballos, sueltos junto a los senderos en el prado comunal, mostraban sus crines
agitadas por el viento. Sin embargo el viento contribuía a la alegría general a causa
del resplandor del sol. Era un día alegre para los niños, que corrían y gritaban, en su
deseo de hacer más ruido que la naturaleza, y las personas mayores también estaban
muy contentas, pues creían que, en cuanto hubiese cesado el vendaval, vendrían días
más hermosos. Sólo deseaban que el trigo no estuviese lo bastante maduro, para que
no se deshicieran las espigas, y el grano no se dispersara y acabara desperdiciándose.
No obstante, aquel día podía traer un gran dolor a un hombre. Porque si es cierto
que la naturaleza parece presentir en ciertos momentos la suerte de un individuo,
también es verdad que muchas veces no da ninguna importancia a la de otro. No hay
hora en que no nazcan la alegría y el dolor simultáneamente; cada mañana espléndida
trae nuevas enfermedades y nuevas aflicciones, así como también nuevas fuerzas para
el genio y para el amor. Los hombres son numerosos y sus suertes muy distintas, de
modo que no es de extrañar que la naturaleza se muestre con frecuencia en
contradicción con las crisis de nuestras vidas. Somos hijos de una dilatada familia y,
por consiguiente, debemos aprender que nuestras desgracias no tienen una
importancia muy grande, y que hemos de contentarnos con una dicha moderada y
ayudarnos unos a otros cuanto nos sea posible.

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Adam tenía un día muy atareado, pues últimamente trabajaba el doble que de
costumbre; continuaba ejerciendo de encargado para Jonathan Burge hasta que se
encontrase alguna otra persona conveniente para ocupar su puesto, y Jonathan no
tenía ninguna prisa en hallarla. Sin embargo desempeñó su doble cometido con
satisfacción, pues sus esperanzas con respecto a Hetty se habían renovado. Desde el
día de la fiesta del cumpleaños, la joven parecía hacer un esfuerzo por ser amable con
él siempre que se veían, como si quisiera darle a entender que le había perdonado su
silencio y su frialdad durante el baile. Él no volvió a mencionar el guardapelo; se
sentía demasiado feliz cuando ella le sonreía y además advirtió en la joven un
carácter más suave, algo que interpretó como ternura y seriedad femenina.
«¡Ah! —pensaba una y otra vez—. La pobrecilla sólo tiene diecisiete años, y no
hay duda de que pronto se volverá más reflexiva. Su tía dice siempre que es muy
hábil e inteligente para el trabajo. Estoy seguro de que será una esposa de quien mi
madre no tendrá motivo de queja».
En realidad, desde la fiesta de cumpleaños no la había visto más que dos veces en
su casa; porque un domingo, cuando él se disponía a acompañarla desde la iglesia a
Hall Farm, Hetty se unió al grupo de los principales servidores del cazadero y volvió
a casa con ellos, casi como si estuviera dispuesta a alentar al señor Craig.
—Se aficiona demasiado a las personas que encuentra en las habitaciones del ama
de llaves —observó la señora Poyser—. A mí nunca me han gustado mucho los
criados, pues son como los perros rollizos de las personas distinguidas, que no sirven
para ladrar ni para el carnicero, sino sólo para ser mostrados en público.
Otra tarde Hetty fue a Treddleston a comprar algunas cosas; cuando Adam volvía
a su casa, con gran sorpresa la vio a cierta distancia atravesando un portillo bastante
apartado del camino del pueblo. Pero cuando se apresuró a ir a su encuentro, notó que
ella le saludaba muy amable, y hasta le rogó que la acompañase al ver que él se
disponía a dejarla en la puerta del patio de su casa. Le explicó que, al volver a
Treddleston, había dado una vuelta por los campos porque no quería regresar tan
pronto a su casa; era muy agradable disfrutar del aire y de la luz; su tía siempre se
oponía a su deseo de salir.
—¡Oh, venga conmigo! —dijo cuando él se disponía a despedirse junto a la
puerta.
Adam no se sintió con fuerzas para negarse y siguió a la joven. La señora Poyser
se mostró contenta al verla y se limitó a hacer una ligera observación acerca de su
tardanza; en cuanto a Hetty que, cuando él la había encontrado, parecía estar muy
pensativa, sonrió, habló y atendió a todo el mundo con desacostumbrada rapidez.
Esta fue la última vez que la vio. Adam pensaba organizarse el trabajo de modo
que tuviera tiempo para ir al día siguiente a la granja. Según le constaba, ella iría al
cazadero para coser en compañía de la doncella de las señoras, de modo que Adam se
proponía trabajar lo máximo aquella tarde para poder disponer de la siguiente.
Una de sus tareas consistía en vigilar unas pequeñas reparaciones en la granja del

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cazadero, que, hasta entonces, había ocupado Satchell, el administrador. Corría el
rumor de que el anciano caballero iba a alquilar a un hombre elegante, de botas altas,
a quien se vio un día dirigirse allá. Sólo el deseo de adquirir un arrendatario podía
explicar que el caballero se hubiese decidido a hacer reparaciones, aunque los
reunidos el sábado por la tarde en el establecimiento del señor Casson convinieron,
entre el humo de las pipas, que ningún hombre que tuviese sentido común tomaría la
granja del cazadero, a no ser que se le diese un poco más de tierra de labor. Pero,
fuera lo que fuere, el caso es que se habían encargado las reparaciones para
ejecutarlas con toda rapidez; y Adam, actuando en nombre del señor Burge, cumplía
las órdenes con su energía habitual. Pero aquel día había estado tan ocupado en otros
lugares que no pudo llegar a la granja del cazadero hasta muy avanzada la tarde;
entonces observó que un tejado viejo que se disponía a apuntalar había cedido. Sin
duda convenía acabar de echarlo abajo, y Adam imaginó inmediatamente un plan
para construirlo de nuevo a fin de convertirlo en establo de vacas y terneras y
depósito de herramientas, aunque sin gran gasto de material. En cuanto se hubieron
marchado los obreros, se sentó, tomó su libreta de bolsillo y se entretuvo en trazar un
plano y en hacer una lista de los gastos, para mostrárselo todo a Burge a la mañana
siguiente y que éste pudiese lograr la aprobación del caballero. Realizar un buen
trabajo, por pequeño que fuese, era siempre algo agradable para Adam. Se había
instalado ante un banco de carpintero en el que apoyaba su libreta, y silbaba
volviendo la cabeza a uno y otro lado con una sonrisa de satisfacción y hasta de
orgullo, porque si a Adam le gustaba hacer un buen trabajo, también le satisfacía
enorgullecerse de haberlo hecho. Creo que las únicas personas que no tienen esta
debilidad son las que carecen de amor propio.
Eran casi las siete cuando se ponía la chaqueta para marcharse; al dar la última
mirada, observó que Seth, que había estado trabajando allí aquel día, se había dejado
el capazo de las herramientas. «¡Caramba! Se ha olvidado las herramientas —pensó
Adam—. Y mañana debe trabajar en el taller. Nunca he visto a un muchacho tan
distraído. Si tuviese la cabeza suelta, sería capaz de olvidársela también. Por suerte
me he dado cuenta y podré llevarme sus cosas».
Las construcciones de la granja se hallaban a un extremo del cazadero y a unos
diez minutos de la abadía. Adam llegó hasta allí en su póney para dejar su montura en
la cuadra antes de regresar a casa. Al llegar a la cuadra, encontró al señor Craig, que
había ido a examinar el nuevo caballo del capitán, en el cual éste debía montar dos
días después. El señor Craig entretuvo un rato a Adam para contarle que todos los
criados iban a reunirse en la puerta del patio para desear buena suerte al joven
caballero en cuanto saliese. Por esta razón, cuando Adam llegó al cazadero con el
capazo de las herramientas cargado al hombro, el sol ya estaba a punto de ponerse y
dirigía sus rayos rojizos y casi horizontales entre los troncos de los viejos robles
tiñendo la tierra con un resplandor extraordinario, como si estuviese cubierta de
joyas. El viento había cesado por fin y sólo soplaba una suave brisa que agitaba las

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hojas de tallos delicados. Cualquiera que hubiese permanecido en casa todo el día
habría tenido mucho gusto en salir a dar un paseo, pero como Adam había estado al
aire libre, deseaba acortar el camino de regreso; y así se dispuso a hacerlo,
atravesando el cazadero y cruzando la alameda que hacía varios años que no pisaba.
Caminó pues por los estrechos senderos que se abrían entre los helechos seguido por
Gyp, sin entretenerse en observar los magníficos cambios de luz y, en realidad, sin
fijarse en ellos, aunque se daba cuenta de su existencia con una apacible satisfacción
que se confundía con las ideas sugeridas por su día de trabajo. ¿Cómo podría no
haber sentido aquella belleza?
De pronto, Adam recordó lo que el señor Craig había dicho acerca de Arthur
Donnithorne, y pensó en su partida y en los cambios que podrían tener lugar antes de
que regresara. Luego evocó con afecto antiguas escenas de amistad juvenil y pensó
en las buenas cualidades de Arthur, de las que Adam se enorgullecía, como siempre
ocurre con un superior que nos honra. Una naturaleza como la de Adam, con gran
necesidad de amor y de amistad, deposita gran parte de su felicidad en lo que puede
creer y sentir por los demás. Él no tenía ningún mundo ideal de héroes muertos,
conocía muy poco de la vida de los hombres en el pasado, y por tanto necesitaba
dedicar su admiración y su afecto a los seres que vivían en su tiempo. Estas ideas
agradables sobre Arthur hicieron aparecer en su rostro, habitualmente grave, una
expresión mucho más suave. Tal vez fueron la causa de que, al abrir el viejo portón
verde que conducía a la alameda, se detuviese para acariciar a Gyp y dirigirle una
palabra afectuosa.
Después de esta pausa reanudó el paso siguiendo el ancho y sinuoso sendero que
conducía a la alameda. ¡Qué hermosas encinas! Le gustaban sobre todo los árboles
hermosos. Del mismo modo que un pescador se fija sobre todo en el mar, Adam
disfrutaba más viendo los árboles que otra cosa. Los conservaba en la memoria, como
podría hacerlo un pintor, y recordaba todas las rugosidades y nudos de su corteza, las
curvas y los ángulos de sus ramas y podía calcular con exactitud la altura y el grosor
de un tronco con sólo detenerse a contemplar el árbol. No es de extrañar, pues, que a
pesar de su deseo de apretar el paso, no pudiera menos que interrumpirlo para
admirar una enorme encina que crecía en un recodo del sendero y convencerse de que
no se trataba de dos árboles unidos, sino de uno solo. Durante el resto de su vida
recordaría aquel momento en que examinaba tranquilamente el árbol, igual que un
hombre recuerda la última mirada que dirigió al hogar en el que transcurrió su
infancia antes de darse la vuelta y perderlo de vista para siempre. La encina se
hallaba en el último recodo del sendero, antes de desembocar en la alameda, en un
túnel de ramas que dejaban pasar la luz crepuscular, y en cuanto Adam se apartó del
árbol para continuar la marcha, se fijó en dos figuras que se hallaban a veinte metros
de distancia.
Se quedó paralizado y pálido como una estatua. Las dos figuras estaban de pie,
con las manos unidas, y a punto de despedirse; y cuando se inclinaban para besarse,

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Gyp, que había estado corriendo por entre las matas, los vio y dio un ladrido. Se
separaron sobresaltadas y acto seguido una atravesó el portón que había en el extremo
de la alameda y la otra, dando media vuelta, echó a andar lentamente hacia Adam,
que continuaba pálido y apretaba convulsivamente el palo del que colgaba el capazo
de herramientas sobre su hombro; al mismo tiempo, miraba al individuo que se
aproximaba de un modo en el que el asombro se transformaba rápidamente en
ferocidad.
Arthur Donnithorne parecía estar sofocado y excitado; había recurrido a la bebida
para hacer más soportables sus ideas desagradables. Aquel día debió de beber más
vino que de costumbre y estaba aún bajo su agradable influencia, de modo que aquel
encuentro no buscado con Adam no le produjo la incomodidad que le habría
producido de haber estado sobrio. Además, creía que Adam era la más comprensiva
de cuantas personas hubieran podido haberle sorprendido con Hetty, y con seguridad
no divulgaría el descubrimiento. Arthur estaba seguro de que el hombre incluso se
reiría en cuanto le explicase el asunto. Por eso se dirigió a él tranquilamente, mientras
su rostro congestionado, su traje de tarde de fino lienzo y las manos blancas y
cubiertas de joyas, medio metidas en los bolsillos de su chaleco, brillaban a la extraña
luz de la tarde que las nubes reflejaban sobre los árboles.
Adam seguía inmóvil y sin dejar de mirarle mientras se acercaba. Entonces
comprendió todo lo que había ocurrido; se explicó la existencia del guardapelo y
todos los detalles que antes le habían parecido dudosos; una terrible y deslumbradora
luz alteró el sentido de todo lo ocurrido en el pasado. De haber movido un solo
músculo, habría saltado sobre Arthur como un tigre; y en medio de las emociones
encontradas que llenaron aquellos largos momentos, se dijo que no cedería a la
pasión, sino que hablaría como era debido. Se quedó como petrificado por una
invisible fuerza, que no era otra que su voluntad firme.
—¿Qué hay, Adam? —preguntó Arthur—. Has estado contemplando esas hayas
viejas, ¿eh? Aunque el hacha no las amenaza, pues esta alameda es sagrada. Cuando
me dirigía a mi rincón favorito, o sea el Hermitage, me he encontrado a la guapa
Hetty Sorrel. Hetty no debería andar por ahí a estas horas. Por eso la acompañé hasta
el portón y le pedí un beso como recompensa. Ahora debo irme; esto está muy
húmedo. Buenas noches, Adam, ya nos veremos mañana para despedirnos.
Arthur estaba demasiado preocupado por representar bien su papel para advertir
la expresión del rostro de Adam; no lo miraba directamente, sino que paseaba su vista
indiferente a su alrededor, y de pronto levantó un pie para examinar la suela del
zapato. No quería decir más; creía haber engañado ya al honrado Adam, y así, una
vez pronunciadas las últimas palabras, echó a andar.
—Un momento, señor —dijo Adam con voz perentoria y sin volverse—. Tengo
que decirle unas palabras.
Arthur se detuvo sorprendido. A las personas sensibles les afecta tanto el cambio
de tono como una palabra inesperada, y el capitán Donnithorne tenía además un

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carácter a la vez afectuoso y altivo. Todavía le sorprendió más que Adam no se
moviese, sino que continuase de espaldas a él, como para indicarle que retrocediera.
¿Qué se proponía? Quizás quería tratar en serio aquel incidente. ¡Al diablo con él!
Arthur sintió nacer su cólera. Su predisposición protectora tenía su punto débil, y con
la rabia y la confusión se mezclaba el sentimiento de que un hombre como Adam, a
quien había favorecido tanto, no tenía derecho a criticar su conducta. Sin embargo, se
sentía dominado, como siempre ocurre al que obra mal, por el hombre cuya buena
opinión desea merecer. Así pues, pese a su orgullo y su carácter, había tanto ruego
como cólera al replicar:
—¿Qué quieres decir, Adam?
—Quiero decirle, señor —contestó el joven, con el mismo tono severo y sin
volverse—, que no me engaña con sus palabras. Ésta no es la primera vez que se
encuentra con Hetty Sorrel en la alameda y tampoco la primera que la besa.
Arthur no sabía si Adam hablaba basándose en suposiciones o en su conocimiento
de lo ocurrido. Esta inseguridad le impidió dar una respuesta prudente; en cambio,
aumentó su irritación y exclamó secamente:
—Bueno, ¿y qué?
—Pues que en vez de actuar como un caballero correcto y honorable, según le
creía hasta ahora, se ha portado como un bribón, un egoísta y un desconsiderado.
Sabe tan bien como yo a lo que conduce que un caballero como usted bese y corteje a
una joven como Hetty y, además, le haga regalos que ella no se atreve a mostrar a
nadie. Y vuelvo a decir que actúa como un bribón, un egoísta y un ligero de cascos,
aunque me duele en el alma hablarle de este modo, ya que preferiría haber perdido mi
mano derecha.
—Pues ahora déjame que te diga, Adam —replicó Arthur conteniendo su
creciente irritación y esforzándose en hablar con tono ligero—, que no solamente das
pruebas de ser un impertinente, sino que además eres tonto. Todas las muchachas
guapas no son tan inocentes como tú para imaginarse que si un caballero admira su
belleza y las distingue con alguna atención, ello tiene necesariamente algún
significado especial. A todo hombre le gusta flirtear con una muchacha hermosa y a
éstas también les divierte. Cuanta mayor es la distancia que hay entre ambos, menor
es el perjuicio posible, pues se supone que las muchachas no se verán tentadas a
engañarse a sí mismas.
—Ignoro lo que significa eso de flirtear. Pero si quiere decir comportarse con una
mujer como si la amase, pero sin quererla, le diré que no es acción digna de un
hombre honrado, y lo que no es honrado puede perjudicar. No soy tonto y usted
tampoco, y de sobra sabe que lo que dice no es cierto. Sabe muy bien que si se
hiciese pública la conducta que ha seguido con Hetty, ella perdería su reputación,
acarreando la vergüenza y el disgusto a ella y a sus parientes. ¿Qué importaría
entonces que le haya hecho regalos y besado sin mala intención? Nadie lo creería y,
por otra parte, no venga diciéndome que ella no se engaña. Le aseguro que se ha

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hecho tremendas ilusiones con respecto a usted, y que eso tal vez envenene el resto
de su vida; además, ella no querrá nunca a otro hombre ni será feliz con su marido.
A medida que Adam hablaba, Arthur fue tranquilizándose, pues comprendió que
éste no sabía nada de lo ocurrido y que no había sucedido nada irreparable con aquel
encuentro molesto. Aún podía engañar a Adam. En su ingenuidad, Arthur se había
metido en una situación en la que su única esperanza consistía en pronunciar una
mentira detrás de otra. Y este descubrimiento calmó un poco su cólera.
—En fin, Adam —concluyó en un tono de amistosa condescendencia—, quizás
tengas razón. Es posible que haya ido demasiado lejos al fijarme en esa belleza,
robándole un beso de vez en cuando. Eres un hombre tan grave y serio que no
comprendes esas pequeñas tentaciones. Por nada del mundo quisiera causar el menor
perjuicio a esa pobre muchacha o a los excelentes Poyser. Pero creo que das
demasiada importancia al asunto. Como ya sabes, me voy mañana, de modo que ya
no podrá haber motivo para nuevas tentaciones. Ahora, despidámonos y no hablemos
más del asunto. Todo esto quedará olvidado muy pronto.
—¡De ningún modo!
Adam pronunció estas palabras con una rabia que no pudo contener; arrojó al
suelo el capazo de las herramientas y echó a andar hasta situarse frente a Arthur.
Presa de los celos, se consideraba injuriado personalmente. ¿Quién de nosotros, en
los primeros momentos de agonía, puede imaginarse que el causante de nuestro dolor
no ha querido herirnos? En nuestra rebelión instintiva contra el dolor volvemos a ser
niños y deseamos vivamente poder vengarnos. En aquel momento Adam sólo podía
pensar que le habían robado a Hetty, y que se la había quitado a traición el hombre en
quien más había confiado. Se situó pues frente a Arthur mirándole con ojos feroces,
los labios descoloridos y los puños apretados, y el tono duro que antes se había
esforzado para que no reflejara más que justa indignación, desapareció para dar paso
a una voz ronca y temblorosa de rabia.
—¡No! Esto no se olvidará muy pronto, porque usted se ha interpuesto entre ella
y yo, cuando ella podía haberme amado; no se olvidará en poco tiempo, porque me ha
robado la felicidad, cuando yo le creía mi mejor amigo y hombre de nobles
sentimientos, para quien me enorgullecía trabajar. ¿De modo que la ha besado sin dar
importancia al asunto? Yo no la he besado en mi vida; pero en cambio he trabajado
muchos años para tener el derecho de besarla. ¡Y habla de eso como si no tuviera
ninguna importancia! Qué poco le preocupa lo que puede perjudicar a otros, siempre
y cuando se divierta aun a costa de los demás. Le devuelvo todos sus favores, puesto
que no es el hombre que me figuraba. Nunca más volveré a considerarle mi amigo.
Preferiría tenerle por enemigo y luchando en contra de mis intereses. Eso es lo único
que puede hacer.
Y el pobre Adam, que estaba poseído por la cólera, se quitó el gorro y la
chaqueta, demasiado cegado por la pasión para advertir el cambio sufrido por Arthur
mientras él hablaba. Los labios del caballero estaban tan pálidos como los suyos y su

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corazón latía con violencia. El descubrimiento de que Adam amaba a Hetty le hizo
comprender su indignación y su sufrimiento, no sólo como una consecuencia de su
falta, sino como un agravante de su error. Las palabras de odio y de desprecio —las
primeras que oía en su vida— parecían saetas de fuego que le producían heridas
incurables. Todos los razonamientos que habrían podido ocurrírsele en disculpa
propia le abandonaron, y por un momento se vio ante el primer mal irrevocable que
cometía en toda su vida. Sólo tenía veintiún años, y tres meses antes, y aun bastante
después, había pensado con orgullo que nadie podía hacerle el menor reproche a su
conducta. Su primer impulso, de haber tenido tiempo, habría consistido quizás en
pronunciar palabras de disculpa. En cuanto a Adam, tras arrojar al suelo la gorra y la
chaqueta, vio a Arthur de pie, pálido e inmóvil y con las manos todavía metidas en
los bolsillos del chaleco.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿No quiere luchar conmigo como un hombre? Ya sabe
que no le atacaré mientras esté así.
—Vete, Adam —dijo Arthur—. No quiero luchar contigo.
—No —contestó Adam con amargura—. No quiere luchar conmigo… porque
cree que soy vulgar, y que puede ultrajarme a su antojo.
—Nunca he querido ultrajarte —contestó Arthur encolerizado a su vez—.
Ignoraba que tú la amabas.
—Pero ha hecho lo posible para que ella le ame a usted —replicó Adam—. Es un
hombre de dos caras. Nunca más volveré a creer una sola de sus palabras.
—Vete, te digo —exclamó airado Arthur—, o nos arrepentiremos los dos.
—No —dijo Adam con voz convulsa—. Juro que no me iré sin luchar con usted.
¿Necesita que le provoque más? En tal caso, le diré que es un cobarde y que le
desprecio.
Arthur volvió a sonrojarse; ciego de ira, apretó el puño derecho y, como un rayo,
asestó un golpe a su contrario que le obligó a retroceder tambaleándose. Su sangre
hervía, igual que la de Adam; los dos hombres, olvidando sus sentimientos del
pasado, lucharon con la ferocidad instintiva de las panteras a la luz creciente del
crepúsculo. El joven caballero de manos delicadas era un digno adversario del
carpintero, salvo por la fuerza, y así, la habilidad de Arthur en parar los golpes le
sirvió para prolongar la lucha unos momentos más. Pero cuando se combate sin
armas, la victoria es para el más fuerte, siempre que éste no pierda la cabeza, de
modo que Arthur tenía que acabar sucumbiendo a un buen golpe de Adam, igual que
una barra de acero se rompe al recibir el golpe de otra de hierro. Pronto llegó aquel
golpe; Arthur cayó y su cabeza quedó oculta por una mata de helechos; Adam sólo
podía divisar su cuerpo vestido con un traje oscuro.
Se quedó inmóvil, a la pálida luz del crepúsculo, en espera de que Arthur se
pusiera en pie. Por fin había asestado aquel golpe decisivo, en el que había
concentrado todas sus fuerzas. ¿Y cuál era el resultado? ¿Qué había logrado? Sólo
satisfacer su pasión y su ansia de venganza. No había conseguido salvar a Hetty, ni

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tampoco cambiar lo ocurrido. Todo estaba igual que antes. Adam no pudo sino
deplorar la inutilidad de su furor.
¿Pero por qué no se levantaba Arthur? Seguía completamente inmóvil y a Adam
le parecía que el tiempo no pasaba. ¡Dios mío! ¿Habría golpeado demasiado fuerte?
Adam se estremeció al pensar en su propia fuerza; se arrodilló junto a Arthur y le
levantó la cabeza que reposaba entre los helechos. El caballero no daba señales de
vida y tenía los ojos y los dientes apretados. El horror lo inundó por completo; Arthur
tenía la muerte dibujada en el rostro y Adam no podía remediarlo. No hizo un solo
movimiento y se quedó arrodillado como la imagen de la Desesperación
contemplando a la de la Muerte.

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XXVIII

UN DILEMA

A penas habían pasado unos minutos, aunque a Adam le parecieron horas, cuando
percibió un destello de vida en el rostro de Arthur, acompañado de un
estremecimiento en su cuerpo. La intensa alegría que inundó su alma reavivó una
parte de su antiguo afecto.
—¿Le duele algo, señor? —preguntó cariñosamente aflojando la corbata de
Arthur, quien dirigió a Adam una mirada vaga y se sobresaltó al recobrar la memoria.
No hubo respuesta.
—¿Le duele algo, señor? —repitió Adam con voz temblorosa. Arthur llevó la
mano a los botones del chaleco, y en cuanto Adam los desabrochó dio un gran
suspiro.
—Deja que repose la cabeza en el suelo —dijo débilmente—, y dame un poco de
agua.
Adam dejó suavemente en el suelo la cabeza del caballero y vaciando el capazo
de las herramientas, echó a correr hacia el extremo de la alameda en busca de un
arroyo. Al volver con el capazo, que dejaba escapar el agua aunque todavía estaba
medio lleno, Arthur le dirigió una mirada más despierta.
—¿Puede beber con la mano, señor? —preguntó Adam arrodillándose de nuevo
para levantar la cabeza de Arthur.
—No —contestó éste—; mójame la cabeza.
El agua le fue muy bien, y finalmente pudo incorporarse apoyado en el brazo de
Adam.
—¿Siente algún dolor en la cabeza, señor? —preguntó Adam.
—No, ninguno; pero no tengo fuerzas para nada. —Hizo una pausa y luego dijo
—: Supongo que he perdido el sentido cuando me has dado un golpe y me he caído al
suelo.
—Sí, señor. Y a Dios gracias no ha sido nada —contestó Adam—. Creía que
habría sido peor.
—¿De modo que pensabas que me habías matado? Ven, ayúdame a ponerme en
pie. Todo da vueltas a mi alrededor y apenas puedo andar —dijo Arthur mientras se
apoyaba en el brazo de Adam—. Me has dado un puñetazo terrible. Creo que no soy
capaz de andar solo.
—Apóyese en mí, señor. Yo le llevaré —dijo Adam—. ¿Prefiere estar un rato
sentado sobre mi chaqueta? Yo le sostendré y es posible que se encuentre mejor
dentro de un par de minutos.
—No —dijo Arthur—. Iré al Hermitage, allí hay un poco de licor. Estamos muy
cerca de la puerta. Ayúdame a llegar allí.

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Anduvieron despacio y descansando con frecuencia, pero sin cruzar palabra.
Ambos pensaban en la escena que habían vivido unos momentos antes de que Arthur
recobrara el sentido. En el estrecho sendero que corría por entre los árboles, era ya
noche cerrada, pero el claro alrededor del Hermitage permitía a la luz de la luna
atravesar las ventanas. Los pasos de los dos hombres, mitigados por la gruesa
alfombra de agujas de abeto, no hacían ningún ruido, y la tranquilidad exterior
parecía acentuar su preocupación. Arthur sacó la llave del bolsillo y la entregó a su
compañero para que abriese la puerta. Este, que ignoraba que el caballero había
amueblado el viejo Hermitage para convertirlo en un cómodo refugio, se quedó
sorprendido al ver aquella habitación, que mostraba señales de ser visitada con
frecuencia.
Arthur soltó el brazo de Adam y se sentó en la otomana.
—Por ahí encontrarás mi cantimplora —dijo—. Es un estuche de piel con una
botella y un vaso.
Adam no tardó mucho en encontrarlo.
—Hay muy poco licor en la cantimplora, señor —dijo vertiendo el líquido en el
vaso y mirándolo al trasluz—. Apenas hay suficiente para llenar este vasito.
—Bueno, dámelo —dijo Arthur aún muy abatido.
En cuanto hubo tomado algunos sorbos, Adam añadió:
—Si quiere puedo ir en busca de más licor. Volveré muy pronto. Le sería muy
difícil volver a casa si no toma un buen licor.
—Sí, ve; pero no cuentes a nadie que estoy mal. Pregunta por mi criado Pym, y
dile que se lo pida a Mills, y no digas que estoy en el Hermitage. Trae también un
poco de agua.
Para Adam fue un alivio tener algo que hacer y ambos se separaron con
satisfacción, aunque fuese por poco tiempo. Pero su apresuramiento no le impidió a
Adam revivir el dolor de las últimas horas, y tampoco le evitó pensar en el triste
futuro que le aguardaba.
Después de la salida de Adam, Arthur permaneció inmóvil durante unos minutos;
luego se levantó débilmente de la otomana y buscó algo por la estancia iluminada por
la luz de luna. Era un cabo de vela de cera que estaba en el batiburrillo de artículos de
escritorio y de dibujo. Luego buscó el medio de encenderla, y en cuanto lo hubo
logrado, registró con cuidado la habitación, como si quisiera cerciorarse de que no
había nadie. Por fin encontró un pequeño objeto que se metió en el bolsillo; pero lo
pensó mejor y lo arrojó al cesto de los papeles. Era un pañuelo femenino de seda roja.
Puso la vela sobre la mesa y volvió a tenderse en la otomana, fatigado por el
esfuerzo.
Cuando volvió Adam, al entrar despertó a Arthur del sopor en que estaba sumido.
—Muy bien —dijo Arthur—. Necesito tomar un cordial.
—Me alegro mucho de que haya encendido la luz —dijo Adam—; estuve tentado
de pedir una linterna.

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—No, no; la vela durará bastante y pronto podré regresar.
—No quisiera marcharme antes de dejarle en casa, señor —dijo Adam con tono
inseguro.
—No, mejor será que te quedes. Siéntate.
Adam se sentó y se quedaron frente a frente, guardando un silencio violento,
mientras Arthur bebía con lentitud algunos tragos de coñac y de agua, visiblemente
aliviado; su postura era más cómoda y parecía menos dominado por las sensaciones
físicas; Adam observaba con atención estas señales y empezaba a tranquilizarse con
respecto al estado de Arthur; en cambio, aumentaba la impaciencia propia del que ha
suspendido la indignación al ver el mal estado físico en que se halla el culpable. Sin
embargo, antes de expresar su enfado con palabras, debía confesar la injusticia de sus
insultos. Tal vez deseaba hacer cuanto antes esta confesión para quedar en libertad de
indignarse de nuevo. Y, a medida que observaba la mejoría de Arthur, sentía la
tentación de hablar, aunque finalmente se dijo que sería más conveniente dejarlo para
el siguiente día. Mientras guardaron silencio, los dos jóvenes no se miraron, y Adam
tuvo el presentimiento de que si volvían a hablar del asunto y se miraban cara a cara
se encolerizarían otra vez. Continuaron callados hasta que la llama de la vela empezó
a parpadear en su soporte; el silencio era cada vez más incómodo para Adam. Arthur
tomó otro vaso de agua y coñac, se puso el brazo debajo de la cabeza y encogió una
pierna para adoptar una postura más cómoda. Eso dio a Adam la tentación de hablar.
—¿Se encuentra mejor, señor? —dijo cuando se apagó la vela y ambos quedaron
ocultos por la oscuridad, que apenas suavizaba la luz de la luna.
—Sí, estoy mucho mejor. No tengo ganas de moverme pero en cuanto me haya
bebido esto, volveré a casa.
Hubo una ligera pausa antes de que Adam añadiera:
—He perdido el dominio de mí mismo y he dicho cosas que no son ciertas. Yo no
tenía ninguna razón para hablar como si usted me hubiese injuriado. Usted no tenía
ningún motivo para sospecharlo, puesto que yo siempre he mantenido en secreto mis
sentimientos hacia ella. —Hizo una nueva pausa, y luego siguió diciendo—: Es
posible que le haya juzgado con demasiada severidad, pues, a mi pesar, a veces soy
muy duro; pero también creo que su conducta es resultado de la frivolidad, una
frivolidad mayor de la que yo creí posible en un hombre de corazón y de conciencia.
Usted y yo no somos semejantes, y podemos mostrarnos imprudentes en nuestros
juicios. Dios sabe que mi mayor alegría sería pensar mejor sobre usted.
Arthur sólo deseaba irse a casa sin decir nada más, pues tenía la mente demasiado
turbada y el cuerpo muy débil para volver a tratar del asunto aquella noche. Sin
embargo, se alegró de que Adam se refiriese otra vez a la cuestión de un modo que le
facilitaba la réplica. Arthur se hallaba en la desagradable situación de un hombre
franco y generoso que ha cometido un error y se ve obligado a engañar. No tenía más
remedio que frenar su impulso de contestar a la verdad con la sinceridad y a la
confianza con la franqueza, de modo que su deber se había convertido en una

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cuestión de táctica. Sus actos actuaban sobre él y le gobernaban con terrible tiranía,
obligándole a seguir una conducta que pugnaba con sus sentimientos normales. Lo
único que podía hacer era engañar a Adam cuanto pudiera, para que pensara de él
mejor de lo que merecía. Y cuando oyó las palabras de honrada retractación y la triste
declaración de Adam, se vio obligado a alegrarse de los restos de confianza ignorante
que aquello ponía al descubierto. Y si no contestó en el acto, fue por la necesidad que
experimentaba de actuar con cautela.
—No hables más de cólera, Adam —dijo con voz desfallecida pues le costaba
mucho hablar—. Perdono tu injusticia momentánea, muy natural en ti dadas las
opiniones exageradas que sostienes. Espero que no por haber luchado seamos menos
amigos en el futuro. Has llevado la ventaja, cosa muy justa, porque yo fui el más
culpable de los dos. Y ahora, démonos la mano.
Y Arthur tendió la suya, pero Adam continuó inmóvil.
—No es que me niegue a ello, señor; pero no puedo estrecharle la mano hasta que
hayamos aclarado como es debido algunos puntos. Hice mal al hablar como si me
hubiese injuriado a sabiendas, pero no en lo que le dije sobre su conducta con Hetty.
No puedo estrecharle la mano como si fuésemos tan amigos como antes, pues para
eso será preciso que se justifique por completo.
Arthur no tuvo más remedio que tragarse el orgullo y el resentimiento al retirar su
mano. Se quedó silencioso unos instantes, y luego dijo con toda la indiferencia que le
fue posible:
—No sé qué quieres decir con eso de justificarme, Adam. Ya te he dicho que te
tomas demasiado en serio lo que no es más que un ligero flirteo. Pero si tienes razón
al suponer que eso envuelve algún peligro, piensa en que me iré el sábado y que el
asunto terminará aquí. En cuanto al dolor que esto te haya causado, lo siento con toda
el alma. Más no puedo decir.
Adam no contestó, pero se puso en pie y volvió la cara hacia una de las ventanas
como si contemplase la negrura de los abetos. En realidad no pensaba en otra cosa
que en el conflicto que se desarrollaba en su interior. Su resolución de no volver a
hablar del asunto hasta el día siguiente era inútil; debían hacerlo enseguida.
Trascurrieron varios minutos antes de que se volviese y se aproximara a donde estaba
Arthur. Luego se quedó de pie y le contempló desde su altura.
—Mejor será que hable claro —dijo con evidente esfuerzo—, aunque resulte
duro. Para mí, señor, este asunto no es insignificante, como tal vez lo es para usted.
Yo no soy uno de esos hombres capaces de hacer el amor a una mujer y luego a otra,
sin preocuparse del perjuicio que pueda causarles. Lo que siento por Hetty es un amor
distinto, que quizás nadie puede imaginarse. Después de mi conciencia y de mi buen
nombre, ella lo es todo para mí. Y si es cierto lo que ha dicho, de que lo ocurrido no
fue más que un juego que terminará con su marcha, en tal caso puedo esperar y
confiar en que, al fin, su corazón se interese por mí. No me atrevo a creer que me
engaña y, a pesar de las apariencias, estoy dispuesto a prestar fe a sus palabras.

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—Si no me creyeses, más perjuicio harías a Hetty que a mí —replicó Arthur con
violencia, poniéndose en pie y dando algunos pasos. Pero fue a sentarse en una silla
y, con voz más débil, añadió—: Al parecer, olvidas que al sospechar de mí la estás
insultando a ella.
—No, señor —dijo Adam con voz tranquila, como aliviado en parte, ya que era
demasiado sincero para distinguir entre la falsedad directa y la indirecta—. No, señor;
las cosas no están claras entre Hetty y usted. Usted obra con conocimiento de causa,
haga lo que haga; pero ¿cómo sabe lo que hay en la mente de Hetty? No es más que
una niña y cualquier hombre de conciencia debería desear cuidarla. Por eso y a pesar
de lo que pueda creer, opino que ha alterado la paz de su mente y que ella le ha
entregado su corazón; y hablo así porque ahora veo con claridad muchas cosas que
antes no comprendía. Usted, en cambio, no da ninguna importancia a lo que ella
pueda sentir y ni siquiera se preocupa por eso.
—Dios mío, Adam, déjame en paz —exclamó Arthur impetuosamente—. Lo sé
de sobra, no hace falta que me atormentes. —Apenas hubo pronunciado estas
palabras, advirtió su improcedencia.
—Pues bien, ya que lo comprende —exclamó Adam—, si advierte las ideas
nocivas que le ha infundido, dándole a entender que la ama, cuando en realidad no es
así, he de hacerle una petición, y conste que no hablo por mí mismo, sino en
beneficio de ella. Le ruego que la desengañe antes de marcharse. Piense que no se
marcha para siempre, y que si la deja con esas falsas ideas acerca de sus sentimientos,
es decir, en la creencia de que la quiere como ella le quiere a usted, no hará más que
desear su regreso y el mal será todavía más grave. Es probable que si la desengaña
ahora, la pobrecilla tenga un gran disgusto, pero, al fin y al cabo, eso le ahorrará otras
penas mayores. Le ruego que le escriba una carta y yo cuidaré de que la reciba; dígale
la verdad y asuma toda la culpa por haberse portado como no tenía derecho a hacerlo
con una mujer que no es su igual. Le hablo claro, señor, pues no puedo hacerlo de
otro modo. En este asunto nadie más que yo puede cuidar de Hetty.
—Haré lo que considere más apropiado —dijo Arthur cada vez más irritado y
perplejo—, y no pienso prometerle nada. Tomaré las medidas que considere
convenientes.
—No —replicó Adam en tono brusco y decidido—. No me basta. Quiero conocer
el terreno que piso y estar seguro de que pone fin a una situación que no debería
haber comenzado. No olvido el respeto que le debo como caballero; pero en este
asunto soy tan hombre como usted y no puedo desistir de mi empeño.
Por unos momentos guardaron silencio y finalmente Arthur dijo:
—Te veré mañana. Hoy no tengo fuerzas para más, me siento enfermo.
Mientras hablaba, se levantó y cogió la gorra, como si se dispusiera a marcharse.
—¡No volverá a verla! —exclamó Adam, de nuevo presa de la cólera y del
recelo, yendo hacia la puerta y apoyando la espalda en ella—. Dígame que no puede
ser mi esposa, que ha estado mintiendo, o, de lo contrario, prométame que hará lo que

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le he pedido.
Al proponer esta alternativa, Adam parecía la personificación de un terrible
destino para Arthur, quien dio un par de pasos y luego se detuvo, débil, tembloroso y
enfermo de cuerpo y alma. La lucha que Arthur libraba en su interior se les hizo muy
larga a los dos hombres y, por fin, el joven caballero replicó débilmente:
—Te lo prometo. Déjame marchar.
Adam se separó de la puerta y la abrió; cuando Arthur llegó al primer escalón,
volvió a detenerse y se apoyó en la jamba.
—No está bastante fuerte para ir solo, señor. Tome de nuevo mi brazo.
Arthur no contestó y siguió andando seguido por Adam. Pero después de algunos
pasos se detuvo otra vez y dijo fríamente:
—Creo que tendré que molestarte. Ya es tarde y puede que en casa se inquieten
por mí.
Adam le tendió el brazo y siguieron andando sin pronunciar palabra hasta llegar
al lugar en que estaban el capazo y las herramientas.
—Debo recoger las herramientas, señor —dijo Adam—. Son de mi hermano y
temo que se oxiden. Le ruego que espere un minuto.
Arthur se detuvo en silencio y no volvieron a cruzar palabra hasta llegar a la
puerta lateral de la casa, por la que el caballero esperaba poder entrar sin ser visto.
Entonces se volvió a su compañero y le dijo:
—Gracias. No necesito molestarte más.
—¿Qué hora le parece más apropiada para que venga a verle mañana, señor? —
preguntó Adam.
—Mándame aviso mañana por la tarde, a las cinco. No antes.
—Buenas noches, señor —contestó Adam.
Pero no hubo respuesta, pues Arthur había entrado ya en la casa.

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XXIX

A LA MAÑANA SIGUIENTE

A rthur no pasó la noche en vela, sino que durmió bien y duran, te muchas horas.
Pero a las siete tiró de la campanilla y asombró a Pym declarando que iba a
levantarse y que a las ocho en punto quería desayunar.
—Procura también que esté ensillada mi yegua a las ocho y media, y cuando baje
mi abuelo dile que esta mañana estoy mucho mejor, y que he salido a dar un paseo.
Hacía ya una hora que estaba despierto y no tuvo paciencia para permanecer más
tiempo en la cama. En el lecho, el día de ayer es siempre opresivo. Y un hombre que
puede levantarse, aunque no sea más que para silbar o para fumar, tiene ya un
presente que ofrece alguna resistencia al pasado y sensaciones que se oponen a los
recuerdos tiránicos. Arthur se dijo que un paseo a caballo acabaría de entonarle.
Hasta la presencia de Pym, que le atendía con la deferencia habitual, era algo
agradable para él después de las escenas del día anterior. El hecho de haber perdido el
respeto de Adam era una herida en su autoestima que le infundía la sensación de
haber perdido la dignidad a los ojos de todos, igual que el sobresalto producido por
un peligro real asusta a la mujer nerviosa, impidiéndole incluso andar pues todas sus
percepciones se confunden con la sensación del peligro.
Como ya sabemos, Arthur tenía una naturaleza afectuosa. Los actos de bondad
eran para él tan fáciles como una mala costumbre; eran la exteriorización habitual de
su debilidad y de sus buenas cualidades, de su egoísmo y de su simpatía. No le
gustaba ser testigo del dolor y, en cambio, quería ser mirado por ojos agradecidos,
como dispensador del placer. Cuando tenía siete años dio un día un puntapié a un
cuenco de caldo del jardinero, sin otro motivo que el placer de darlo y sin fijarse en
que aquello contenía la comida del anciano; pero al enterarse de tan triste hecho, sacó
del bolsillo su caja de lápices preferida y un cuchillo de mango de plata y se los
ofreció como compensación. Desde entonces fue siempre así, deseoso de hacer
olvidar cualquier ofensa mediante una compensación. Si en su naturaleza había
alguna amargura, sólo podía sentirla contra quien no quisiera reconciliarse con él. Y
quizás había llegado el momento de sentir esa amargura. En el primer momento
experimentó dolor y remordimiento al descubrir que la felicidad de Adam dependía
de sus relaciones con Hetty. De haber existido la posibilidad de dar a Adam una
compensación diez veces mayor, o si un regalo o algo semejante hubiese devuelto a
Adam la alegría y la posibilidad de seguir considerando a Arthur como un
bienhechor, no hay duda de que éste se habría apresurado a dejarle satisfecho sin
vacilar un momento, y hasta se sentiría más inclinado a él, sin cansarse nunca de
indemnizarle. Pero Adam no podía aceptar compensación alguna; sus sufrimientos no
podían ser borrados de ese modo, y ninguna recompensa habría sido capaz de

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devolverle el respeto y el afecto que sentía por Arthur. Era un obstáculo inamovible
contra el cual no servía ninguna presión: la personificación de lo irrevocable de la
falta de Arthur, cosa que a éste llegaba a asustarle verdaderamente. Las palabras de
desdén, su negativa a estrecharle la mano, el dominio que ejerció sobre él en la última
conversación en el Hermitage y, sobre todo, la convicción de haber sido derribado,
cosas con las cuales un hombre no llega a reconciliarse ni siquiera en las
circunstancias más heroicas, le oprimían produciéndole un dolor inaguantable, mucho
más molesto que el mismo arrepentimiento. Arthur se había persuadido de que no
había hecho ningún mal. Y si nadie le hubiese dicho lo contrario, más rápido habría
sido su convencimiento. Nuestro sentido moral aprende las maneras de la buena
sociedad y sonríe cuando sonríen los demás; pero si alguna persona ruda califica con
rudeza nuestras acciones, nada le cuesta sumarse al bando de nuestros contrarios. Y
así le ocurría a Arthur: el juicio de Adam sobre él y las palabras violentas del joven
desarmaban los argumentos que él mismo elaboraba con objeto de calmarse.
No debe entenderse por eso que Arthur había estado en paz consigo mismo antes
del descubrimiento de Adam. Las luchas y las resoluciones se habían transformado en
convulsión y en ansiedad. Estaba desesperado por Hetty y por sí mismo de tener que
abandonarla. Tanto cuando adoptaba alguna decisión como cuando faltaba a ellas,
siempre miró más allá de su pasión sabiendo que terminaría con la separación; pero
su naturaleza era demasiado tierna y ardiente para no sufrir en el acto de la despedida.
Y en cuanto a Hetty, se sentía totalmente angustiado. Había descubierto el sueño en
que vivía la joven en espera de convertirse en una dama vestida de sedas y de satenes.
Y cuando por primera vez él le habló de su marcha, ella le rogó, temblorosa, que le
permitiese huir con él para casarse. El recuerdo de aquella escena fue lo que más le
dolió cuando oyó los reproches de Adam. Él nunca había pronunciado una sola
palabra para engañarla; la joven había tejido ese sueño con su propia fantasía infantil;
pero tuvo que confesarse que él la había ayudado con sus propios actos. Y, para
aumentar el engaño, aquella última tarde no se atrevió a insinuar la verdad a Hetty. Se
vio obligado a calmarla con tiernas palabras de esperanza para no sumirla en una
violenta desesperación. Se daba perfecta cuenta de la situación; comprendía el dolor
de la querida niña en aquellos momentos, y, no sin ansiedad, pensó en lo tenaces que
podrían ser sus sentimientos en lo venidero. Esto era lo único que le inquietaba, pues
todo lo demás podría eludirlo persuadiéndose a sí mismo. Todo aquel asunto era un
secreto, pues los Poyser no tenían la menor sospecha. Nadie, excepto Adam, conocía
lo ocurrido y tampoco nadie había de saberlo, pues Arthur había dado a entender a
Hetty que resultaría fatal descubrir, por medio de las miradas o de las palabras, que
existía alguna intimidad entre ellos. Y Adam, que conocía la mitad de su secreto, más
bien contribuiría a guardarlo que a traicionarlo. Era un asunto desgraciado, sin duda
alguna, pero no había necesidad de empeorarlo con exageraciones imaginarias y
presentimientos funestos de lo que, probablemente, no llegaría nunca. Hetty quizás
pasaría algunos apuros por otra causa, en otra ocasión. Y acaso más tarde podría

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hacer mucho por ella y compensarle todas las lágrimas que ahora derramase por él.
En lo futuro, ella disfrutaría de las ventajas de su cariño a cambio del dolor que ahora
sufría. Así es como el bien puede ser una consecuencia del mal. ¡Y qué modo más
bonito de arreglar las cosas!
Tal vez el lector se pregunte cómo puede ser éste el mismo Arthur que, dos meses
atrás, tenía aquellos sentimientos tan puros, aquel honor delicado que retrocedía ante
la posibilidad de herir un sentimiento, que no se consideraba capaz de algo más
importante que eso, y que, por otra parte, creía que su propia autoestima era un
tribunal mucho más alto que la opinión de los demás. Sin duda alguna era el mismo,
aunque en condiciones distintas. Nuestros actos nos determinan tanto a nosotros
como nosotros a ellos; y hasta que no sepamos cuáles han sido o serán las
combinaciones particulares de los hechos exteriores e interiores que constituyen las
acciones críticas de un hombre, mejor será que no nos creamos conocedores de su
carácter. En todos los actos hay una terrible coerción que puede convertir, primero, a
un hombre honrado en un embustero, y luego reconciliarlo consigo mismo. A esta
razón se debe el hecho de que la segunda falta se presentase a él como el único bien
practicable. La acción que, antes de la comisión de una falta cualquiera, ha sido vista
de acuerdo con el sentido común y con un sentimiento puro, que constituye la salud
del alma, se examina luego con ingeniosidad apologética, mediante la cual todas las
cosas que los hombres llaman hermosas y feas parecen estar constituidas por tejidos
muy semejantes. Europa se ajusta a sí misma a un fait accompli y lo mismo hace un
personaje particular…, hasta que tal ajuste plácido se ve turbado por una
consecuencia convulsiva.
No hay hombre capaz de evitar este efecto viciador de una falta contra sus
propios sentimientos de rectitud, y el efecto fue mucho más fuerte en Arthur a causa
de su necesidad de autoestima, que, mientras su conciencia estaba en paz, era una de
sus mejores salvaguardias. El acusarse a sí mismo era demasiado penoso para él, y no
se atrevía a pensar siquiera en ello. Tenía necesidad de persuadirse de que no merecía
demasiadas censuras; incluso empezó a compadecerse de sí mismo por la necesidad
de engañar a Adam; ése era un recurso opuesto a la sinceridad de su naturaleza, pero
también lo único que podía hacer.
En fin, cualquiera que fuese el cambio que en él se hubiese operado, lo cierto es
que era muy desgraciado; no sólo con respecto a Hetty, sino también a causa de la
carta que prometió escribir y que ahora le parecía una barbaridad enorme, aunque un
momento más tarde la consideraba como el mayor acto de bondad que podía realizar
en beneficio de la joven. Y en medio de estas reflexiones sentía, de vez en cuando, el
repentino impulso de huir con Hetty, a despecho de todas las demás consideraciones.
En tal estado mental, las cuatro paredes de su habitación le parecían una cárcel
intolerable. Le daban la sensación de que lanzaban sobre él una legión de
pensamientos y emociones contradictorios, algunos de los cuales, tal vez,
desaparecerían al aire libre. Sólo le quedaban una o dos horas para decidirse y, por

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consiguiente, había de tranquilizarse y poner alguna claridad en sus ideas. Una vez a
lomos de Meg y recibiendo el aire fresco de aquella hermosa mañana, sería mucho
más dueño de la situación.
El hermoso animal arqueó su cuello a la luz del sol, rascó la grava con el casco y
se estremeció de placer cuando su amo le acarició el hocico y le dio algunas
palmadas, dirigiéndole palabras más cariñosas que de costumbre. El joven sentía más
afecto por el animal a causa de que éste ignoraba sus secretos.
Arthur hizo trotar a su montura durante ocho kilómetros más allá del cazadero,
hasta que hubo llegado al pie de una montaña, donde no había setos o árboles que
bordearan el camino. Entonces dejó la brida sobre el cuello de Meg y se dispuso a
tomar una decisión.
Hetty sabía ya que su entrevista del día anterior iba a ser la última antes de la
marcha de Arthur. No cabía pues la posibilidad de convenir otra sin despertar
sospechas. Ella parecía una niña asustada incapaz de pensar en nada; al oír hablar de
separación, se echaba a llorar y levantaba luego el rostro para que, a fuerza de besos,
se secaran sus lágrimas. Y, como es lógico, él no podía hacer más que consolarla y
dejarla sumida en sus sueños. Una carta constituiría un despertar terrible para la
joven. Sin embargo, era cierto lo que dijo Adam: eso le evitaría un largo engaño,
mucho peor que un dolor momentáneo e inmediato… Además, era el único modo de
contentar a Adam, a quien era preciso complacer por más de una razón. ¡Si él hubiese
podido verla otra vez! Pero era imposible. Entre ambos se extendía un seto espinoso
de inconvenientes, y una imprudencia en ese momento sería fatal. Y aun cuando
pudiera verla de nuevo ¿qué bien resultaría de eso? Sólo aumentar el dolor al ser
testigo de la pena de la joven, que, luego, haría más penoso su recuerdo. En cambio,
lejos de él, Hetty tendría motivos suficientes para dominarse.
Tuvo entonces un temor repentino que ensombreció sus pensamientos: que Hetty,
en su dolor, pudiese apelar a alguna medida violenta; y después de aquel temor llegó
otro que acentuó la sombra; pero se los sacudió con la fuerza de la juventud y de la
esperanza. ¿Qué razones tenía para pintar tan negro el porvenir? Las mismas que para
obrar en sentido contrario. Se dijo también que no merecía que las cosas tomasen mal
camino; jamás había actuado mal a sabiendas y contra los dictados de su conciencia,
y en este caso había sido guiado por las circunstancias. Y en él existía una confianza
implícita de ser, en el fondo, un buen muchacho, y de que la Providencia no le trataría
mal.
De todos modos, no evitaría lo que viniese; lo único que podía hacer por el
momento era facilitar el entendimiento entre Adam y Hetty. Quizás el corazón de ésta
se inclinaría hacia Adam, según el joven le había indicado; en tal caso el daño no
sería muy grande, puesto que el más ardiente deseo de aquél era casarse con Hetty.
En realidad, Adam era un hombre engañado, y de un modo que a Arthur le habría
parecido un grave insulto de ser él la víctima. Esta era una reflexión que invalidaba la
esperanza consoladora, y las mejillas de Arthur ardieron de vergüenza y de irritación

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al pensar en ello. Pero ¿qué podría hacer un hombre ante tal dilema? El honor le
mandaba no pronunciar una sola palabra que pudiese injuriar a Hetty. Su primer
deber era protegerla. Jamás habría dicho ni permitido que se creyese una mentira con
respecto a él mismo. Y, sin embargo, si existían disculpas para el proceder de un
hombre, sin duda alguna él las tenía todas. (Es una lástima que las consecuencias no
estén determinadas por las excusas sino por las acciones).
En fin, era preciso escribir la carta, pues era el único medio que prometía una
salida. Los ojos de Arthur se llenaron de lágrimas al imaginar a Hetty en el momento
de leerla; pero para él sería igualmente duro escribirla. No haría nada que le pareciese
fácil, y este último pensamiento le ayudó a llegar a una conclusión. Nunca habría
podido tomar deliberadamente una decisión que causara dolor a otro, quedándose él
tranquilo por completo. Hasta un rapto de celos, al pensar en que iba a entregar a
Hetty a Adam, acabó de convencerle de que llevaba a cabo un sacrificio.
Una vez hubo llegado a esta conclusión, hizo dar media vuelta a Meg y al trote
regresó a su casa. Ante todo, era preciso escribir la carta, y dedicaría el resto del día a
otros asuntos, pues así no tendría tiempo de pensar en su propio drama. Por suerte,
Irwine y Gawaine irían a cenar con él, y a las doce del siguiente día el cazadero
estaría ya a muchos kilómetros de distancia. Pensar en esas ocupaciones constantes le
proporcionaba cierta seguridad contra el indomable impulso de ir en busca de Hetty
para hacerle alguna loca proposición que anulase todo lo anterior. La sensible Meg
corría cada vez más deprisa, obedeciendo a los ligeros movimientos de su jinete,
hasta que el trote se convirtió en un rápido galope.
—Creí que el señor estaba enfermo ayer noche —dijo el viejo John, el
caballerizo, mientras comía con los demás criados—. Esta mañana, en cambio, ha
estado a punto de reventar la yegua.
—A veces esto es un buen síntoma, John —observó el bromista cochero.
—Pues en tal caso podría tener un poco de compasión por el pobre animal —
replicó John malhumorado.
Adam acudió temprano al cazadero para enterarse del estado de Arthur y se
tranquilizó al saber que había salido a dar un paseo a caballo. A las cinco de la tarde
regresó con puntualidad y le mandó aviso de su llegada. Pocos minutos después
compareció Pym llevando una carta en la mano, que entregó a Adam diciéndole que
el capitán estaba demasiado ocupado para recibirle y que había escrito cuanto tenía
que decirle. La carta estaba dirigida a Adam, quien se abstuvo de abrirla hasta
después de haber salido. Contenía un pliego sellado y dirigido a Hetty. En el interior
de la cubierta, Adam leyó:

En la carta adjunta he escrito lo que deseabas. Te dejo en libertad de


decidir si harás bien entregándola a Hetty o devolviéndomela. Pregúntate,
una vez más, si no darás un paso que le pueda causar mayor dolor que el
silencio.

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No hay necesidad de que volvamos a vemos ahora. Dentro de algunos
meses nos encontraremos, a buen seguro, en mejores condiciones.
A. D.

«Tal vez tiene razón en no querer verme —pensó Adam—. No hay ninguna
necesidad de que crucemos palabras desagradables, y tampoco serviría de nada que
nos diésemos la mano, diciéndonos que volvemos a ser amigos. No nos une ya la
amistad, y es mejor no fingir.
Comprendo que el perdón es un deber del hombre, pero a mi juicio eso no
significa sino que se está dispuesto a abandonar toda idea de venganza; nunca puede
indicar que se tienen los mismos sentimientos que antes, pues eso es imposible. Él ya
no es el mismo hombre para mí; es como si hubiese medido mi trabajo desde un
punto de partida falso y tuviese que repetir la operación».
Pero el problema de la entrega de la carta absorbió pronto todos sus
pensamientos. Arthur se había quedado tranquilo dejando que Adam tomase esta
decisión después de avisarle; y Adam, que no era hombre dado a la indecisión, vaciló
entonces. Tomó, por fin, la resolución de adoptar algunas precauciones que le
indicasen lo que convenía hacer, averiguando, en cuanto le fuese posible, el estado de
ánimo de Hetty antes de decidirse.

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XXX

LA ENTREGA DE LA CARTA

A l domingo siguiente, Adam se reunió con los Poyser a la salida de la iglesia,


esperando que le invitarían a acompañarles a casa. Llevaba la carta en el
bolsillo y deseaba tener una oportunidad de hablar con Hetty a solas. En la iglesia no
le había podido ver el rostro, porque ella cambió de asiento, y cuando él se acercó
para darle la mano, notó que estaba muy pensativa y reservada. Lo esperaba, pues era
la primera vez que la veía después de haberla sorprendido con Arthur en la alameda.
—Venga con nosotros, Adam —dijo el señor Poyser en cuanto llegaron a la
primera curva del camino.
Cuando estuvieron en los campos, Adam se atrevió a ofrecer el brazo a Hetty. Los
niños pronto les dieron una oportunidad para quedarse algo atrás, y entonces el joven
dijo:
—¿Quiere hacerme el favor de salir a dar un paseo conmigo por el jardín esta
tarde si hace buen tiempo, Hetty? Tengo que decirle algo.
—Muy bien —contestó la joven, que deseaba tanto como él tener una
conversación particular.
Hetty se preguntaba lo que Adam pensaría de ella y de Arthur. Sin duda les había
visto besarse; no cabía ninguna duda; pero no sabía nada de la escena posterior. Su
primera idea fue pensar que Adam estaría enfadado con ella y que referiría lo
ocurrido a sus tíos, pero nunca imaginó siquiera que Adam se atrevería a decir una
palabra al capitán Donnithorne. Le alivió su conducta bondadosa, y también su
petición de hablar a solas con ella, porque al verle con sus tíos temió que les refiriese
lo sucedido. Pero ya que deseaba conversar con ella particularmente, podría averiguar
lo que pensaba y lo que se proponía hacer. Pensaba persuadirlo de que no hiciese
nada en contra de ella; incluso podría, quizás, darle a entender que no quería a Arthur,
y era muy probable que mientras Adam tuviese alguna esperanza de conquistarla
haría lo que ella le pidiese. Además, debía continuar alentándole para que no se
enfadasen sus tíos y no sospechasen que tenía un amante secreto.
El pequeño cerebro de Hetty urdía esta combinación mientras iba cogida del
brazo de Adam, y contestaba «sí» o «no» a las ligeras observaciones que él hacía
sobre las muchas acerolas que tendrían los pájaros en el próximo invierno y de las
bajas nubes que, con dificultad, durarían hasta la mañana siguiente. Y cuando se
reunieron con sus tíos, la joven pudo seguir entregada a sus reflexiones sin que la
interrumpiese nadie, porque el señor Poyser sostuvo que, aunque a un joven le
pudiera gustar llevar del brazo a la joven a quien cortejaba, no por eso dejaría de
parecerle bien un poco de charla sobre negocios, y, por su parte, sentía curiosidad de
enterarse de las noticias más recientes de la granja del cazadero. Así, y durante el

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resto del paseo, monopolizó la conversación de Adam; y Hetty pudo elaborar sus
pequeños planes mientras andaba por entre las matas cogida del brazo de Adam,
imaginando algunas escenas en que daría muestras de su astucia como si fuese una
coqueta elegantemente vestida que estuviese sola en su boudoir. Porque si una
belleza rústica de gruesos zapatones tiene un disgusto, resulta asombroso ver cuánto
se parecen sus procesos mentales a los de una dama de la buena sociedad que aplique
su refinada inteligencia al problema de cometer algunas indiscreciones sin
comprometerse en lo más mínimo.
Quizás la comparación no era tanto, ya que Hetty se sentía muy desgraciada. La
despedida de Arthur constituía para ella un doble dolor, pues confundido con el
tumulto de la pasión y de la vanidad siempre tenía el vago e indefinido temor de que
el porvenir pudiese ser muy distinto de sus sueños. Se repetía las consoladoras
palabras que Arthur pronunció en su última entrevista: «Volveré por Navidad y
entonces veremos lo que puede hacerse». Se apoyaba en la creencia de que él la
quería tanto que nunca sería feliz sin ella; y continuaba guardando su secreto: el de
que un gran caballero la amaba. Y eso le infundía gran orgullo y le daba cierta
superioridad sobre todas las muchachas que conocía. Pero la inseguridad del futuro,
las posibilidades a las que no podía dar forma empezaron a pesar sobre ella como el
aire invisible.
Se veía sola en su pequeña isla de sueños y a su alrededor estaban las aguas
negras y desconocidas por las que se había alejado Arthur. Al mirar hacia adelante no
podía animarse, sino que se veía obligada a contemplar el pasado para construir sus
esperanzas en palabras y caricias pretéritas; pero desde el jueves por la tarde sus
confusas ansiedades habían quedado casi olvidadas ante el miedo más concreto de
que Adam pudiese revelar a sus tíos lo que sabía, de modo que la inesperada
proposición de éste de hablar con ella a solas hizo que sus pensamientos tomasen otra
dirección. Deseaba no perder la oportunidad de aquella tarde, y así, después de tomar
el té, y cuando los niños salieron al jardín y Totty quiso acompañarles, Hetty, con una
rapidez que sorprendió a la señora Poyser, exclamó:
—Yo iré con ella, tía.
A nadie le extrañó que Adam se dispusiera a salir a su vez, y muy pronto él y
Hetty estaban solos y juntos en el sendero bordeado de avellanos, mientras los niños
se mantenían ocupados cogiendo grandes nueces verdes para jugar, y Totty los
contemplaba embelesada con la expresión propia de un cachorro. Hacía muy poco
tiempo, apenas dos meses, que Adam, con la mente llena de deliciosas esperanzas,
había estado en aquel mismo jardín junto a Hetty. Desde el último jueves había
recordado a menudo aquella escena: la luz del sol atravesando las ramas de los
manzanos; las grosellas y el dulce rubor de Hetty. Y aquel recuerdo le importunó
también en la triste tarde nebulosa, pero él se esforzó en olvidarlo para que la
emoción no le hiciese hablar más de lo que convenía a Hetty.
—Después de lo que vi el jueves por la tarde, Hetty —empezó a decir—, espero

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que no me querrá mal por lo que tengo que comunicarle. Si le hubiese cortejado un
hombre que pudiera hacerla su mujer y yo supiera que usted le quería y deseaba
casarse con él, no tendría el menor derecho de pronunciar una palabra sobre el
asunto. Pero como veo que le hace el amor un caballero que nunca se casará con
usted, puesto que ni siquiera piensa en ello, me veo obligado a intervenir por su bien.
Hablaré, pues, de eso, sustituyendo a sus padres, porque de este asunto podrían
resultar considerables daños.
Las palabras de Adam aliviaron uno de los temores da Hetty, pero también
acentuaron sus desagradables presentimientos. La joven estaba pálida y temblorosa,
y, de no haber temido traicionar sus sentimientos, no hay duda de que hubiese
contradicho a Adam. No obstante, guardó silencio.
—Es usted muy joven, Hetty —continuó él tiernamente—, y ha visto muy poco
de lo que ocurre en el mundo. Me corresponde, pues, la obligación de hacer por usted
cuanto pueda, con objeto de evitarle disgustos por no conocer el camino que sigue. Si
alguien, además de yo mismo, supiera lo que yo sé sobre su encuentro con el joven
caballero, no hay duda de que se lo contaría a todo el mundo y usted perdería su
reputación. Además, tendrá que sufrir las consecuencias de haber entregado su amor
a un hombre que nunca se casará con usted, y que no podrá cuidar de usted en toda su
vida.
Adam hizo una pausa y miró a Hetty, que cogía maquinalmente unas hojas de los
avellanos para romperlas luego entre sus manos. Con la terrible agitación que le
producían las palabras de Adam, había olvidado sus pequeños planes y sus respuestas
preconcebidas, como si se tratase de una lección mal aprendida. En la tranquila
certeza que Adam mostraba había una fuerza cruel que amenazaba destruir las
imprecisas esperanzas e ilusiones que ella se había forjado. Deseaba contradecirlo
violentamente, pero se dejó dominar por la decisión de ocultar sus sentimientos. No
podía hacer otra cosa que contestar a ciegas, porque era incapaz de calcular el efecto
de sus palabras.
—¡No tiene derecho a decir que le quiero! —replicó con voz débil, aunque
impetuosa, arrancando al mismo tiempo otra hoja que destrozó entre sus dedos.
Estaba muy hermosa en su palidez y agitación, con los ojos oscuros e infantiles
muy abiertos y la respiración más agitada que de costumbre. Mientras la miraba, el
corazón de Adam se sentía atraído hacia ella.
—No tengo más remedio que creerlo así, Hetty —dijo tiernamente—, porque no
puedo imaginar que permitiese a un hombre besarla, regalarle un guardapelo con un
mechón de su cabello, o que fuese a su encuentro en la alameda, y todo sin que usted
le amara. No la censuro; ya sé que estas cosas empiezan del modo más natural del
mundo y sin que tengan ninguna importancia, hasta que al final uno se encuentra
comprometido y sin saber cómo liberarse. A él es a quien debo censurar por haberle
arrebatado su amor de esta manera, cuando de sobra le constaba que no podría darle
la debida compensación. Ha estado jugando con usted y sin correspondería con los

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sentimientos que un hombre debería haberle demostrado.
—Pues él me quiere y lo sé mejor que usted —replicó Hetty, quien ya había
olvidado todo salvo el dolor y la ira que le causaban las palabras de Adam.
—No, Hetty —replicó éste—. Si la quisiera de veras, nunca se habría portado de
ese modo. Él mismo me dijo que el haberla besado y hecho algunos regalos carecía
de toda importancia, y quiso darme a entender que usted opinaba de la misma manera
acerca del particular. Pero yo sé que no es cierto, y no puedo dejar de pensar que
usted ha confiado en su amor esperando que la querría lo bastante para casarse con
usted a pesar de su condición de caballero. Y por eso debo hablarle del asunto, Hetty,
por miedo de que se engañe usted misma. Le aseguro que nunca entró en su cabeza la
idea de tomarla por esposa.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Cómo se atreve a asegurarlo? —exclamó Hetty temblando
de pies a cabeza.
La firmeza con que hablaba Adam le infundió un temor inmenso. No le quedó
bastante presencia de ánimo para decirse que Arthur había tenido quizás razones que
le aconsejaban no decir la verdad a Adam. Pero las palabras y las miradas de Hetty
fueron suficientes para decidir a este último, quien comprendió que no tendría más
remedio que darle la carta.
—Tal vez no me crea, Hetty, porque aún lo tiene en buena opinión, creyéndose
que la ama más de lo que en realidad la quiere. Pero en mi bolsillo llevo una carta que
él le escribió y que me entregó con el encargo de que la hiciese llegar a sus manos.
No he leído esta misiva, pero él me aseguró que en ella dice la verdad. Mas antes de
dársela, reflexione, Hetty, y no permita que las ilusiones se apoderen demasiado de su
mente. Y aun en el caso de que él estuviese dispuesto a cometer la tontería de casarse
con usted, ello no le habría dado la felicidad; puede estar segura.
Hetty no replicó una sola palabra, aunque la mención de la carta que Adam no
había leído le infundió algunas esperanzas. No tema ninguna duda de que en la
misiva Arthur le diría cosas muy distintas de las que Adam pensaba.
—No me coja manía, Hetty, por el hecho de que yo sea el que le traiga este dolor.
Dios sabe que he sufrido bastante en mi deseo de evitárselo. Piense también que
nadie más que yo está enterado de eso, y que yo cuidaré de usted como si fuese su
hermano. Para mí es la misma de siempre, porque no creo que haya hecho mal alguno
a sabiendas.
Hetty fue a coger la carta, pero Adam no quiso soltarla sin terminar de hablar.
Ella no se fijó en lo que el joven le decía, ni siquiera le oyó, pero en cuanto él soltó la
carta, Hetty se apresuró a metérsela en el bolsillo sin abrirla y luego echó a andar con
gran rapidez, como deseosa de volver a casa.
—No la lea todavía —dijo Adam—, espere a estar sola. Espérese un poco, y
llamemos a los niños. Además, está muy pálida y tiene mala cara; su tía podría
notarlo.
Hetty le hizo caso y una vez más apeló a su innato disimulo, que casi había

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olvidado por culpa de las palabras de Adam. Tenía la carta en el bolsillo y abrigaba la
seguridad de que ella le había de dar consuelo, a pesar de lo que dijera su compañero.
Echó a correr en busca de Totty y regresó muy pronto con la niña y con mejor color
en el rostro; por su parte la pequeña se veía muy contrariada por haberse visto
obligada a tirar una manzana verde en la que había clavado los dientes.
—Ven, Totty —dijo Adam—. Te subiré en hombros y estarás tan alta, tan alta,
que podrás tocar las ramas de los árboles.
¿Qué niña pequeña se ha negado alguna vez a dejarse consolar por una persona
mayor que la coja con fuerza y la eleve a grandes alturas? Ni siquiera creo que
Ganimedes llorase cuando lo arrebató el águila para depositarlo sobre el hombro de
Júpiter. Totty sonrió complacida desde su posición elevada y segura, y este
espectáculo fue muy agradable a los ojos de la madre, que estaba en la puerta de la
casa y vio a Adam cuando se acercaba cargado con su pequeña carga.
—¡Dios te bendiga, corazón mío! —dijo la madre con una amorosa expresión que
iluminó sus ojos, mientras Totty se inclinaba hacia adelante con los brazos
extendidos. La señora Poyser no tenía en aquel momento ojos para Hetty, y dijo sin
mirarla:
—Ve en busca de un poco de cerveza, Hetty; las dos muchachas están ocupadas
con los quesos.
En cuanto hubo ido en busca de la cerveza y encendido la pipa de su tío, tuvo que
acostar a Totty, pero muy pronto bajó con la niña, que ya llevaba su camisón, porque
lloraba sin querer dormir. Luego fue necesario preparar la cena, y Hetty debía prestar
su ayuda. Adam permaneció en la casa más tiempo del que tenía por costumbre, y
mientras tanto entretuvo al matrimonio para que no pensasen en Hetty y la dejasen en
paz. En su deseo de que la joven pasara la velada sin ser molestada por nadie, se
quedó largo rato y se alegró al observar el dominio que la joven tenía sobre sí misma.
Le constaba que aún no le había sido posible leer la carta, pero olvidaba que la joven
esperaba que la misiva contradiría todo cuanto él le había confesado. Al joven le fue
muy desagradable dejarla, y, sobre todo, le apenó pensar que habrían de trascurrir
varios días sin que pudiese saber cómo soportaba su dolor. Finalmente tuvo que
marcharse después de estrecharle cariñosamente la mano y darle las buenas noches, y
esperó que ella considerara aquello como una leve señal de que su amor siempre sería
un refugio, porque él continuaba siendo el mismo a pesar de todo. Se marchó a casa
muy preocupado buscando justificaciones que explicaran la imprudente conducta de
la joven, dando la culpa de su debilidad a su dulce y afectuosa naturaleza; en cambio,
censuraba cada vez con más dureza a Arthur, diciéndose que su conducta no tenía
ninguna excusa posible. Su desesperación ante el sufrimiento de Hetty, y su angustia
al pensar que ella quizás estaría siempre lejos de su alcance, acabó de aumentar su
encono contra el mal amigo causante de aquella desgracia. Adam era un muchacho
recto, sincero, inteligente y honrado, pero si Arístides el Justo estuvo alguna vez
celoso y enamorado, no hay duda de que en tal momento no fue magnánimo del todo.

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Y no puedo pretender que Adam, en aquella época penosa de su vida, sintiese algo
más que indignación y compasión. Estaba celoso en extremo y, en la misma
proporción que su amor le hacía indulgente para juzgar a Hetty, la amargura le
inclinaba a condenar, cada vez con mayor severidad, a Arthur.
«Es muy explicable que la pobrecita perdiese la cabeza —pensó— al ver que un
caballero, con sus buenos modales y elegantes trajes, se presentaba ante ella y la
trataba con aquel atrevimiento que es característico de los nobles; además, ahora es
muy posible que ya no le guste un hombre del pueblo».
Y al pensar en las manos blancas de Arthur, sacó las suyas del bolsillo y se quedó
contemplando la dureza de las palmas y las uñas rotas.
«No se puede negar que soy un hombre rudo y, ahora que me fijo en ello, me
explico que no pueda gustar a una mujer; sin embargo, nada me costaría encontrar
esposa si mi corazón no estuviese ya entregado a ella. Pero poco me importa lo que
las demás mujeres piensen de mí si ella no puede quererme. Tal vez habría llegado a
amarme, a mí o a otro hombre cualquiera, y a nadie habría temido yo si él no se
hubiera interpuesto entre los dos. Ahora, en cambio, le resultaré odioso, porque soy
muy distinto de él. Y no sé lo que pasará cuando comprenda que Arthur se ha
divertido a su costa. Quizás se muestre dispuesta a casarse con cualquiera. Pero lo
mejor es no pensar en esto. Debo dar gracias al cielo de que no haya ocurrido algo
peor; y he de recordar que no soy el único hombre que no goza de absoluta felicidad
en esta vida. Muchas cosas se hacen con el corazón triste. Así lo quiere Dios, y
debemos conformarnos. No es posible que sepamos mejor que Él lo que nos conviene
y no lo averiguaremos nunca, aunque pasáramos la vida tratando de comprenderlo.
Sin embargo, estoy seguro de que me habría muerto de pena al verla hundida en la
vergüenza y el dolor a causa del hombre en quien siempre pensé con orgullo. Y
puesto que no ha ocurrido, no tengo derecho a quejarme. Cuando no se ha perdido un
brazo o una pierna, no hay que lamentar una o dos heridas superficiales».
Cuando Adam llegaba a este punto en sus reflexiones, cruzó un portillo y divisó a
un hombre que andaba a corta distancia. Reconoció a Seth, que volvía de un sermón
nocturno, y apresuró el paso para alcanzarle.
—Creí que habrías llegado a casa antes que yo —dijo Adam cuando Seth se
volvió para esperarle—; hoy me he retrasado un poco.
—Yo también, pues me entretuve hablando después del sermón con John Barnes,
que pretende seguir un camino de perfección y quería preguntarle acerca de ello. Es
uno de esos individuos que te llevan más lejos de lo que te figuras. No se encuentran
muchos como él.
Siguieron andando juntos y durante dos o tres minutos no cruzaron una sola
palabra. Adam no se sentía dispuesto a tratar de sutilezas religiosas, en cambio tenía
deseos de cambiar unas palabras de afecto fraternal. En él era un impulso raro, a
pesar de lo mucho que se querían él y Seth. Muy pocas veces hablaban de asuntos
personales o hacían alusión a sus problemas familiares. Adam era reservado por

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naturaleza, y Seth mostraba cierta timidez con respecto a su hermano, más práctico
que él.
—Oye, Seth —dijo Adam apoyando el brazo en los hombros de su hermano—,
¿has tenido noticias de Dinah desde que se marchó?
—Sí —contestó Seth—. Me autorizó a escribirle para comunicarle cómo
seguíamos y de qué modo nuestra madre había soportado su dolor. Hace quince días
le escribí y le dije que tenías un nuevo empleo y que nuestra madre estaba más
contenta; y el miércoles pasado, cuando fui al correo de Treddleston, encontré una
carta de ella. Me parece que te gustaría leerla, pero no te dije nada porque noté que
estabas muy preocupado. Esta carta se lee con facilidad, pues Dinah, para ser mujer,
escribe muy bien.
Seth sacó la carta del bolsillo y la tendió a Adam quien la cogió y dijo:
—En realidad he tenido estos días grandes preocupaciones; debes excusarme si he
estado más silencioso o malhumorado que de costumbre. No por eso te quiero menos,
y estoy persuadido de que siempre estaremos unidos.
—Nada tengo que dispensarte, Adam, pues de sobra sé que tus sentimientos son
siempre los mismos.
—Nuestra madre ya está en la puerta para ver si llegamos —dijo Adam mientras
emprendían la subida de la cuesta—. Como de costumbre, está a oscuras. ¡Hola, Gyp!
Parece que estás contento de verme.
Lisbeth entró de nuevo en la casa y encendió una vela, porque acababa de oír los
pasos de sus hijos sobre la hierba aun antes de que Gyp empezase a ladrar.
—¡Hola, hijos míos! Nunca se me hicieron tan largas las horas como este
domingo. ¿Qué habéis hecho hasta ahora?
—Sería mejor que no estuvieras a oscuras —dijo Adam—. Eso hace que el
tiempo parezca más largo, madre.
—¿Y para qué tendría que encender una vela en domingo cuando estoy sola en
casa y es pecado trabajar, de modo que ni siquiera puedo entretenerme haciendo
calceta? Ya es bastante largo el día para que esté mirando el libro, que no sé leer.
¡Pues sí que sería un buen modo de acortar el tiempo el malgastar una buena vela!
¿Cuál de los dos quiere cenar? Porque estoy segura de que a estas horas o no tenéis
apetito o habéis cenado ya.
—Yo tengo hambre, madre —dijo Seth sentándose a la mesita que acababa de
poner después de encender la luz.
—Yo he cenado ya. Ven Gyp —dijo Adam tomando de la mesa una patata fría y
acariciando la ruda cabeza gris levantada hacia él.
—No tienes por qué dar nada al perro —dijo Lisbeth—, ya le he dado de comer.
Ten la seguridad de que no me olvido de él cuando no tengo otra cosa tuya en que
ocuparme.
—Pues, entonces, ven, Gyp —dijo Adam—. Nos iremos a la cama. Buenas
noches, madre. Estoy muy cansado.

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—¿Qué le pasa? —preguntó Lisbeth a Seth en cuanto Adam hubo desaparecido
escalera arriba—. Hace unos días que está muy triste. Esta mañana, después de que te
marcharas, le sorprendí en el taller sentado y sin hacer nada, y ni siquiera tenía un
libro delante.
—Estos últimos días ha trabajado mucho, madre, y estoy seguro de que tiene
preocupaciones. Procura fingir que no lo has notado; no quiero que se enfade. Sé con
él tan bondadosa como puedas y no le digas nada que le moleste.
—¿Quién habla de molestarle? ¿Y cómo puedo ser más bondadosa con él? Voy a
hacerle una torta para que desayune mañana.
Al llegar a su cuarto, Adam se quitó la chaqueta y el chaleco y, a la luz de la vela
de sebo, empezó a leer la carta de Dinah:

Mi querido hermano Seth: Hace ya tres días que su carta estaba en


Correos sin que yo lo supiera, porque no tenía bastante dinero para pagar el
porte. Aquí estamos pasando una temporada de miseria y de enfermedad a
causa de las lluvias que han caído, como si, de nuevo, se hubiesen abierto las
ventanas del cielo; y tener dinero en una temporada como ésta, cuando hay
tantas necesidades, sería como desconfiar de la misericordia divina. Hablo de
eso porque no quisiera que se figurase que he demorado la respuesta o que
me alegré poco de los bienes terrenos que han correspondido a su hermano
Adam. Está muy justificado el honor y el amor que le demuestra, pues Dios le
ha otorgado grandes dones y los utiliza como el patriarca José, quien, al
verse exaltado a un puesto de poder y de confianza, pensaba con ternura en
su padre y en su hermano menor. Mi corazón se inclina hacia su anciana
madre desde el día en que pude permanecer a su lado en horas de tristeza.
Háblele de mí y dígale que todas las tardes pienso en ella, cuando llega el
crepúsculo, recordando cuando estuve a su lado y con las manos cogidas,
mientras yo pronunciaba palabras de consuelo que me fueron dictadas por el
cielo. ¡Ah! Es una hora bendita, Seth, cuando decrece la luz exterior y el
cuerpo está algo fatigado por el trabajo. Entonces brilla con mayor fuerza la
luz interior y tenemos una sensación más fuerte de confianza en el poder de
Dios. Suelo sentarme a oscuras en mi habitación y cierro los ojos, lo cual me
da la ilusión de que ya no tengo cuerpo y de que no sufriré más necesidades.
Entonces las penalidades, las tristezas, el pecado que he podido ver por
doquier y que me han hecho llorar, todas las angustias de los hijos de los
hombres, que a veces me envuelven como una súbita oscuridad, parecen
pesar sobre mí como si compartiese la cruz del Redentor. Comprendo que el
amor infinito también sufre y llora, y que sólo el ciego egoísmo puede buscar
el modo de evitar el dolor que sufre toda la creación. Con seguridad no es
ninguna bendición el verse libre del dolor mientras éste y el pecado existan
en el mundo. El dolor es una parte del amor y éste no trata de librarse de

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aquél. No sólo me dice esto el espíritu, sino que lo advierto en las mismas
palabras del Evangelio. ¿Acaso no hay súplicas en el cielo? ¿Acaso no está
allí el hombre del dolor, en el cuerpo crucificado, dentro de cuya envoltura
camal ascendió al cielo? ¿Y no es Él uno solo con el Amor infinito, del mismo
modo que nuestro amor se confunde con nuestro dolor?
Últimamente me han preocupado mucho tales ideas y he comprendido,
con nueva claridad, el significado de estas palabras: «Si el hombre me ama,
que tome mi cruz». Y me ha parecido que eso explicaba las penas y las
persecuciones que atraemos sobre nosotros mismos al confesar el nombre de
Jesús. Mas, sin duda, estas ideas son muy limitadas. La verdadera cruz del
Redentor era el pecado y el dolor del mundo, que tanto agobiaba su corazón,
y ésta es la cruz que hemos de compartir con Él si queremos gozar de una
parte de ese amor divino que se confunde con su dolor.
En la parte que me ha correspondido y acerca de la cual me pregunta,
tengo más de lo que necesito. He trabajado sin parar en la fábrica, aunque
algunos obreros han sido despedidos temporalmente. Estoy mucho más fuerte,
de modo que siento muy poco cansancio después de andar o de hablar largo
rato. Lo que dice acerca de que sigue viviendo en su casa con su madre y su
hermano me demuestra que está muy bien guiado; es indudable que debe
continuar ahí, pues buscar en otra parte mayores bendiciones sería igual que
depositar una falsa ofrenda sobre el altar esperando que viniese a consumirla
un fuego divino. Mi trabajo y mi alegría están aquí, entre las montañas, y
algunas veces llego a temer que me intereso demasiado por mi vida entre esta
gente, y que me desagradaría ser llamada a otra parte.
Le agradezco las noticias que me da de mis queridos amigos de Hall
Farm; porque si bien les escribí una carta, aún no he recibido respuesta. Mi
tía no se decide nunca a escribir; comprendo, porque lo he visto, que el
trabajo de la casa es suficiente para ella. Mi corazón no la olvida, y tampoco
a sus hijos, que son mis parientes más próximos. Tampoco dejo de recordar
nada de aquella casa. En mis sueños me parece volver a ella y con gran
frecuencia, en lo mejor de mi trabajo o de mis predicaciones, se presenta
súbitamente el recuerdo de todos, como si necesitasen algo o sufriesen algún
dolor, lo cual todavía me resulta oscuro. Es posible que esto tenga algún
significado y espero la ocasión de que lo vea con claridad. Usted me dice que
todos están bien.
Espero que volveremos a vemos en este mundo, aunque quizás no por
ahora, porque mis hermanos en Leeds quieren tenerme algún tiempo entre
ellos en cuanto se me presente la oportunidad de salir de Snowfield.
Adiós, querido hermano, aunque en realidad esto no es una despedida,
porque los hijos de Dios que han podido verse cara a cara, que han podido
comulgar juntos y sentir que en ambos obra el mismo espíritu, nunca se

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hallarán separados, aunque las montañas se interpongan entre ellos. Sus
almas parecen dilatarse gracias a esta unión y sus pensamientos influyen
continuamente uno sobre otro, comunicándose nuevas fuerzas. Su fiel
hermana y compañera de trabajos en Jesucristo.

DINAH MORRIS

P. D. No tengo bastante habilidad para escribir en caracteres tan


pequeños como usted, y mi pluma se mueve despacio. Por eso apenas puedo
expresar lo que hay en mi mente. Salude a su madre con un beso de mi parte.
Cuando nos despedimos me pidió que la besara dos veces.

Adam dobló la carta, y estaba sentado en el cabezal de la cama con la cabeza


apoyada en el brazo cuando Seth entró en la habitación.
—¿Has leído la carta? —le preguntó.
—Sí —dijo Adam—. No sé lo que habría pensado de ella y de su carta si nunca la
hubiese visto. Creo que me habría parecido una vulgar farsante. Pero esa joven da la
impresión de que cuanto hace y dice está bien, de modo que mientras leía la carta me
pareció estar viéndola. Es maravilloso cómo recuerdo su cara y su voz. Estoy seguro,
Seth, de que te haría muy feliz y que es la mujer que te conviene.
—No hay que pensar en eso —dijo Seth con acento dolido—. Me habló con gran
firmeza y no es mujer capaz de decir una cosa y pensar en otra.
—No, pero podrían variar sus sentimientos. A veces las mujeres llegan a amar a
un hombre de un modo gradual, y no es el mejor fuego el que estalla de pronto. Yo,
en tu lugar, iría a verla de vez en cuando.
Además, te convendría marcharte tres o cuatro días, y estoy seguro de que no te
resultarían muy largos los cincuenta kilómetros que habrías de recorrer.
—Mucho me gustaría volverla a ver si a ella no le importara —contestó Seth.
—No le disgustará —añadió Adam poniéndose en pie y apartando la chaqueta—.
Para todos nosotros sería muy agradable que te aceptase. Recuerda que nuestra madre
la acogió con mucho cariño y parecía estar muy contenta en su compañía.
—Sí —dijo Seth con timidez—. Y Dinah siente mucho afecto por Hetty. Piensa
mucho en ella.
Adam no contestó nada y los dos hermanos se separaron después de darse las
buenas noches.

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XXXI

EN EL DORMITORIO DE HETTY

Y a no había bastante luz para acostarse sin una vela, ni siquiera en casa de la
señora Poyser, donde todo el mundo se iba a dormir temprano; así pues, Hetty
empuñaba una al subir a su dormitorio poco después de la marcha de Adam, y una
vez allí cerró la puerta por dentro. Por fin podría leer la carta. Era preciso encontrar
algún consuelo. ¿Cómo podía Adam saber la verdad? Era muy explicable que el
joven hablase como lo hacía.
Dejó la vela sobre un mueble y sacó la carta. Olía débilmente a rosas, lo cual le
dio, por un instante fugaz, la ilusión de que Arthur estaba a su lado. Luego llevó la
misiva a los labios y sintió que desaparecían todos sus temores. Mas su corazón
empezó a palpitar de un modo raro y le temblaron las manos al romper el sello. Leía
con lentitud, pues no tenía facilidad para comprender la escritura de un caballero,
aunque Arthur se había esforzado en escribir del modo más claro posible.

Queridísima Hetty: Siempre te dije la verdad al asegurarte que te amaba


y que nunca olvidaré nuestro amor. Seré tu verdadero amigo mientras viva, y
espero poder probártelo de mil maneras. Si en esta carta digo algo que te
apene, no creas que es por falta de amor y de ternura, pues por ti sería capaz
de hacer cualquier cosa, siempre y cuando hubiese de proporcionarte la
felicidad. No sin gran pena puedo imaginarme a mi pequeña Hetty
derramando lágrimas cuando no estoy a su lado para secárselas con mis
besos. Y, si me dejase llevar por mis impulsos, estaría ahora contigo en vez de
escribirte. Mucho me cuesta despedirme de ti para siempre y más aún escribir
palabras que puedan parecerte crueles, aunque son hijas de mis mejores
sentimientos.
Queridísima Hetty, adorada mía; por dulce que haya sido nuestro amor y
a pesar de lo feliz que yo sería si me amaras durante toda la vida, comprendo
que habría sido mejor para los dos no haber conocido nunca esta dicha, y
que mi deber me obliga a rogarte que me quieras y me recuerdes lo menos
posible. La culpa es mía, porque soy incapaz de resistir el deseo de estar
cerca de ti, a pesar de saber que mi amor podría causarte grandes dolores. Yo
debía haber resistido a mis sentimientos, y eso es lo que hubiese hecho de ser
mejor de lo que soy; pero ahora, cuando ya no puede cambiarse lo pasado,
tengo la obligación de velar por ti y evitarte determinados daños. Desde
luego, comprendo que sería un gran mal para ti seguir profesándome tu amor,
lo cual te impediría pensar en otro hombre que, con su afecto, puede hacerte
más feliz que yo, y tampoco debes continuar esperando en el futuro algo que

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no puede llegar a ocurrir. Ten en cuenta, querida Hetty, que si yo accediese a
lo que tú me pediste un día, y te hiciese mi esposa, realizaría un acto que
serviría más para tu desgracia que para tu bienestar. Sé que no podrás ser
feliz más que casándote con un hombre de tu propia condición. Y si yo me
casara contigo, sólo aumentaría el mal que ya he hecho, además de faltar a
mi deber con la sociedad. Tú, querida Hetty, desconoces en absoluto el
mundo en que he de vivir siempre, y estoy seguro que empezarías a
aborrecerme, porque en muy pocas cosas seríamos semejantes.
Y puesto que no puedo casarme contigo, es preciso que nos separemos;
hemos de procurar no seguir considerándonos enamorados uno de otro. No
sabes cuán desgraciado soy al escribirte así, pero no puedo hacer otra cosa.
Enfádate conmigo, adorada mía, porque lo merezco, pero no creas que dejaré
de quererte y de sentir agradecimiento hacia ti, y que no me acordaré más de
mi Hetty. Y si te agobia algún dolor, cosa que no podemos prever, ten la
certeza de que para remediarlo haré cuanto esté a mi alcance.
Ya una vez te dije adonde debías dirigir tu carta si querías escribirme,
pero anoto esta misma dirección al pie, por si acaso la has olvidado. De
todos modos, no me escribas a no ser que pueda hacer algo por ti, porque,
querida Hetty, tú y yo hemos de esforzamos en pensar el uno en el otro lo
menos que podamos. Perdóname y procura olvidar todo cuanto se relaciona
conmigo, a excepción de que mientras viva seguiré siendo tu fiel amigo.
ARTHUR DONNITHORNE

Hetty leyó lentamente esta carta y, cuando levantó el rostro, en el antiguo y turbio
espejo se reflejó su palidez, un rostro blanco como el mármol, de formas infantiles;
pero en él se veía algo más intenso que la tristeza propia de una niña. Hetty no vio su
propio rostro, no vio nada, y sólo sintió que tenía frío, que se encontraba mal y que
temblaba. La carta se agitó en su mano y luego la dejó encima del mueble. Aquel
temblor y aquel frío eran algo horrible que le hacía olvidar las ideas que lo producían,
y se levantó para tomar una gruesa capa con la que se envolvió y se sentó, como si
solamente quisiera recobrar el calor. Luego tomó la carta con mano más firme, y
empezó a leerla de nuevo. Aquella vez se le llenaron los ojos de lágrimas, y fueron
tan abundantes que la cegaron y hasta humedecieron el papel. Sólo comprendía que
Arthur se mostraba muy cruel, tanto por escribirle de aquel modo como por no querer
casarse con ella. Para ella no existían razones que lo impidiesen. ¿Cómo podía creer
que resultaría una desgracia de la realización de todos sus sueños? No podía
imaginarse la posibilidad de aquella desdicha de ninguna manera.
Al dejar de nuevo la carta, descubrió en el espejo su propia imagen; tenía los ojos
enrojecidos y el semblante húmedo de lágrimas. Se veía como una compañera que
pudiese compadecerse de ella. Se apoyó en los codos y contempló aquellos ojos
oscuros y llenos de lágrimas; se fijó en la boca temblorosa; observó que las lágrimas

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eran cada vez más abundantes y que la boca se agitaba a causa de los sollozos.
El desmoronamiento del mundo de sus sueños, el horrible golpe que acababa de
recibir su pasión, deprimieron de tal modo su espíritu, deseoso de placeres, y lo
agobiaron con un dolor tan grande, que incluso aniquiló su resistencia y suprimió su
cólera. Se quedó sollozando hasta que se apagó la bujía y luego, fatigada, dolorida y
atontada por el llanto, se tendió en la cama sin desnudarse y se quedó dormida.
Penetraba en la estancia la débil luz del amanecer cuando despertó, un poco
después de las cuatro, sintiéndose desgraciada, aunque de momento no recordaba la
causa. Sin embargo, poco a poco la luz de la verdad penetró en su mente. Luego se
asustó al pensar que debería ocultar su dolor, y también soportarlo, mientras durase la
luz de aquel nuevo día. No pudo permanecer tendida por más tiempo; se levantó y se
acercó a la mesa, donde aún estaba la carta; abrió el cajoncito de sus tesoros, que
contenía los pendientes y el guardapelo, pruebas de su corta felicidad y de la eterna
tristeza que había de seguirla. Mirando las pequeñas joyas que antes solía contemplar
y acariciar como precursoras del futuro paraíso de riquezas que la esperaba, revivió
los momentos en que había recibido aquellos pequeños regalos acompañados de
tiernas caricias, de hermosas palabras y de brillantes miradas que la llenaban de
maravillada y deliciosa sorpresa, pues todo aquello era mucho más dulce que cuanto
hubiera podido imaginarse. Y el mismo Arthur que la miró y le habló de aquel modo,
que, al parecer, estaba aún a su lado, y cuyo brazo creía sentir en tomo a su cuerpo,
así como también el contacto de su mejilla y el aliento de sus labios, aquel mismo
Arthur era el hombre cruel que le había escrito aquella carta, aquella carta que abrió y
desdobló de nuevo para poder leerla por tercera vez. Su atontamiento, hijo del llanto
de la noche pasada, la obligó a repetir la lectura de la carta para convencerse de que
era cierta su desgracia y, en efecto, tan cruel como se imaginaba. Para ello tuvo que
acercarse a la ventana porque, de otra suerte, la escasa luz reinante no se lo habría
permitido. Sí, era peor todavía, era aun más cruel. Encolerizada, arrugó el papel y
sintió odio hacia aquel hombre a quien tanto había amado.
Pero aquella mañana no derramó lágrimas, pues las había agotado durante la
noche anterior, y así sus ojos permanecieron secos y se vio sumida en una tristeza
mayor que en los primeros momentos.
Durante todas las mañanas de su vida o, por lo menos, así se lo imaginaba, tendría
que levantarse persuadida de que el día no iba a proporcionarle ninguna dicha. No
hay desesperación tan absoluta como la que sentimos en los primeros momentos de
nuestro primer dolor, cuando aún ignoramos qué es el haber sufrido y el haberse
consolado, el haber sentido desesperación y, más tarde, el haber recobrado la
esperanza. Mientras Hetty empezaba a quitarse indolentemente la ropa que llevó
durante toda la noche para lavarse y peinarse, se dijo que su vida seguiría siendo
siempre igual, que en adelante sólo haría cosas que no le proporcionarían ningún
placer, que tendría que seguir entregándose a las antiguas tareas y ver a personas que
no le importaban nada, yendo a la iglesia y a Treddleston, a tomar el té con la señora

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Best, y todo ello sin que una idea feliz pasara por su mente. Sus cortas y venenosas
dichas marchitaron para siempre todas las pequeñas alegrías que, en otro tiempo,
constituyeron la dulzura de su vida: el traje negro y dispuesto para la feria de
Treddleston, la invitación en casa del señor Britton, la verbena de Broxton, la idea de
las negativas que daría a los jóvenes del lugar y la esperanza de su propia boda, que
llegaría, por fin, cuando ya tuviese un traje de seda y mucha ropa… Todo eso le
parecía triste y aburrido, todo en adelante sería tan triste para ella, y siempre viviría
sin esperanzas y agobiada por deseos imposibles.
Se interrumpió en su tarea de desnudarse y se apoyó en el viejo armario ropero.
Llevaba los brazos y el cuello desnudos y su cabello colgaba formando delicados
rizos, tan hermoso como aquella noche, dos meses atrás, cuando paseaba por su
dormitorio llena de vanidad y de esperanza. Ahora ya no pensaba en su cuello ni en
sus brazos. Incluso su propia belleza la dejaba indiferente. Sus ojos contemplaban
con tristeza la ordinaria y vieja habitación, y luego, sin ver nada, se fijaban en el día
naciente. ¿Atravesó su mente el recuerdo de Dinah? ¿Pensó en sus palabras
proféticas, que la hicieron enfadar, o en el ruego afectuoso que le dirigió al
recomendarle que pensara en ella en un caso de necesidad? No, porque aquella
impresión había sido demasiado leve para que guardase memoria de ella. Cualquier
consuelo o prueba de afecto que Dinah hubiese podido darle entonces habría sido
indiferente para Hetty, pues aquella mañana no pensaba en otra cosa que en su pasión
tronchada. Solamente se decía que no podría continuar allí, llevando la antigua vida;
y que sería mejor que fuera en busca de algo nuevo para no sumirse en la rutina
diaria. Por su gusto se habría marchado aquella misma mañana sin ver de nuevo los
rostros de las personas que habitaban en la casa. Pero Hetty no tenía una naturaleza
que se complaciera afrontando dificultades, y no se atrevía a desprenderse de lo que
le era familiar para ir, a ciegas, en busca de algo desconocido. Su naturaleza era
vanidosa, no apasionada; y en caso de verse obligada a recurrir a una medida
violenta, sólo lo haría impulsada por la desesperación y el terror. En el estrecho
círculo de su imaginación apenas había espacio para sus pensamientos, y pronto tomó
una decisión que la alejaría de su vida presente. Rogaría a su tío que le permitiese ser
doncella de servicio. La de la señorita Lydia la ayudaría a conseguir empleo en
cuanto supiese que tenía el permiso de su tío.
Después de tomar esta decisión, recogió su cabello y empezó a lavarse. Ahora ya
le resultaba más fácil bajar las escaleras y portarse como de costumbre. Aquel mismo
día pediría permiso a su tío. Gracias a la excelente salud de que gozaba la joven, para
que en su rostro se mostrasen las huellas del sufrimiento habría sido preciso que éste
fuese largo y continuado, y en cuanto hubo sujetado su peinado con el pequeño gorro,
un observador no muy atento habría sentido solicitada su atención más por la
redondez de sus mejillas y de su cuello, y por la negrura de sus ojos y pestañas, que
por un pequeño indicio de tristeza. Pero en cuanto tomó la arrugada carta para
guardarla en el cajón a fin de ocultarla a las miradas, derramó ardientes lágrimas que

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no le proporcionaron el alivio del llanto de la noche pasada. Se secó rápidamente,
resuelta a no llorar durante el día para que nadie observase su dolor ni su desengaño;
y la idea de que en ella estarían fijos los ojos de sus tíos le dio el dominio de sí misma
que con frecuencia acompaña a un gran temor. En efecto, Hetty pensaba en su dolor
secreto del mismo modo que el enfermo y mísero preso puede pensar en la picota.
Sus tíos juzgarían vergonzosa su conducta, y la vergüenza equivalía a la tortura. Esta
era la pobre conciencia de Hetty.
Así pues, cerró su cajón y salió para dedicarse a su trabajo.
Por la tarde, cuando el señor Poyser estaba fumando su pipa, Hetty aprovechó la
oportunidad de que se hubiese ausentado su tía para decirle:
—Tío, quisiera que me permitieses ser doncella de servicio.
El señor Poyser se quitó la pipa de la boca y, muy sorprendido, miró a la joven.
Esta, que se dedicaba a coser en aquel momento, prosiguió activamente su tarea.
—¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza, hija mía? —dijo por fin después de
soltar una bocanada de humo.
—Me gustaría… mucho más que el trabajo de la granja.
—Nada de eso. Lo crees así porque desconoces ese trabajo, hija mía. Piensa que
no sería tan bueno para tu salud, ni tampoco para tu suerte en la vida. Por mi parte,
deseo que estés a nuestro lado hasta que te cases con un buen hombre; eres mi
sobrina carnal y por nada del mundo quisiera que fueses a servir, ni siquiera a casa de
un caballero, mientras yo tenga una casa para que vivas en ella.
El señor Poyser hizo una pausa y luego dio un par de caladas a su pipa.
—Me gusta la labor de aguja —dijo Hetty—, y estoy segura de que ganaría un
buen sueldo.
—¿Te ha tratado con severidad tu tía? —preguntó el señor Poyser, sin hacer caso
del último argumento de la joven—. Si es así, no hagas caso, hija, porque lo hace por
tu bien. Te quiere, y estoy seguro de que muy pocas mujeres te habrían tratado tan
bien como ella.
—No, no es a causa de mí tía —replicó Hetty—, sino porque ese trabajo me
gustaría más.
—Desde luego comprendo que te convenía aprender a coser y por eso te di
permiso, en vista de que la señora Pomfret estaba dispuesta a enseñarte. Nunca se
sabe lo que puede ocurrir y conviene estar preparado para todo. Pero jamás pensé en
que tuvieras que ir a servir. En mi familia todos hemos comido nuestro propio pan y
queso, desde los tiempos más remotos, ¿verdad, padre? Estoy seguro de que no le
gustaría que su nieta fuese a ganar un sueldo.
—De ningún modo —contestó el viejo Martin con tono decidido e inclinándose
para fijar los ojos en el suelo—. Pero esta chica se parece a su madre. No sabes
cuánto me costó dominarla hasta que, al fin, se casó, contra mi gusto, con un sujeto
que sólo tenía dos cabezas de ganado cuando podría haber tenido lo menos diez en su
granja. Y así la pobre murió antes de los treinta años.

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Pocas veces el viejo pronunciaba tantas palabras seguidas, pero la pregunta de su
hijo cayó como un trozo de combustible seco sobre los tizones de un resentimiento
que aún no se había extinguido y que había causado que el abuelo siempre se
mostrase más indiferente con respecto a Hetty que con los hijos de su hijo. La fortuna
de la madre de Hetty se había desvanecido en las manos de aquel inútil de Sorrel, y
era indudable que la niña había heredado el carácter de su padre.
—¡Pobrecilla! —dijo Martin hijo, que lamentaba haber provocado aquella dureza
retrospectiva—. Tuvo muy mala suerte. En cambio, Hetty tiene la oportunidad de
casarse con el mejor muchacho de toda la comarca.
Después de hacer esta insinuación, el señor Poyser se entregó de nuevo a su pipa
y al silencio, aunque sin dejar de mirar a Hetty para ver si daba alguna señal de haber
renunciado a su mal aconsejado deseo. Pero en vez de eso, Hetty, aun a pesar de sí
misma, se echó a llorar, no sólo a causa de la negativa, sino también por la tristeza
que había contenido durante todo el día.
—¡Vamos, vamos! —dijo el señor Poyser con tono risueño y al parecer sin dar
importancia al asunto—. Vamos, no llores. El llanto queda para los que no tienen
hogar y no para los que quieren abandonar el suyo. ¿Qué te parece? —continuó
dirigiéndose a su esposa, que en ese momento acababa de regresar y que movía con
feroz rapidez las agujas de su labor de calceta, como si este movimiento le fuese tan
necesario como el de las antenas a un insecto.
—¿Qué me parece? Pues que no tardarán en robamos las gallinas, porque esta
muchacha se olvida de encerrarlas por las noches en los gallineros. ¿Y qué te pasa
ahora, Hetty? ¿Por qué lloras?
—Pues porque quiere ser doncella de servicio —dijo el señor Poyser—, y yo le he
dicho que no piense en esas tonterías.
—Ya me figuraba yo que se le había ocurrido algún disparate, porque en todo el
día no ha abierto la boca. Esto se debe a la costumbre de tratar con los criados del
cazadero; no sé por qué hemos sido tan tontos de permitírselo. Ella se figura que con
esa gente llevaría una vida más distinguida, y quizás se imaginará, también, que
pertenecen a su propia clase; ¡y pensar que la he tenido en mi casa desde que no era
mayor que Marty! Es posible que haya llegado a creer que una doncella de servicio
no tiene nada que hacer salvo llevar trajes bonitos. Esa muchacha, desde que amanece
hasta que se acuesta, no piensa más que en ponerse trapos, hasta el punto de que,
muchas veces, le he preguntado si preferiría ser un espantapájaros de los que se
ponen en los campos, porque entonces estaría formada de trapos por dentro y trapos
por fuera. Yo nunca le daré mi consentimiento para que vaya a trabajar de doncella de
servicio mientras tenga parientes que estén dispuestos a cuidarla hasta que se case
con alguien que valga más que un criado, pues éstos no son caballeros ni personas
corrientes. Viven sin hacer nada útil y, generalmente, se contentan con cruzar las
manos a la espalda por debajo del faldón de la librea, en espera de que su mujer
trabaje para ellos.

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—Eso es —replicó el señor Poyser—. Hemos de procurarle un buen marido, y,
por suerte, lo tenemos al alcance de la mano. Vamos, hija, no llores más y vete a la
cama. Ya cuidaré yo de que seas algo mejor que una doncella de servicio, y por ahora
procura que no tengamos que hablar más de eso.
Cuando Hetty hubo desaparecido escalera arriba, añadió:
—No comprendo por qué quiere marcharse; últimamente parecía corresponder a
Adam Bede.
—Es imposible saber lo que quiere; esa muchacha es de hielo. Incluso he llegado
a creer que Molly sentiría más abandonarnos, a pesar de que sólo lleva un año con
nosotros, que la misma Hetty, que ha vivido tanto tiempo en esta casa. Y si le ha dado
la manía de querer ser doncella de servicio por su trato frecuente con los criados del
cazadero, ya verás cómo pongo remedio enseguida a eso.
—Estoy seguro de que sentiríais separarte de ella —observó el señor Poyser—.
No sólo porque su trabajo es bastante útil, sino también porque le has tomado cariño.
¿No es cierto?
—¿Que si lo sentiría? La quiero bastante más de lo que merece. Ya ves cómo nos
habría dejado. No en vano ha estado siete años a mi lado y le he enseñado cuanto he
podido, para no cobrarle cariño. ¡Cuántas veces he pensado también que una buena
parte de los lienzos que tengo guardados servirían para darle sábanas y manteles
cuando se casara y viviera en la parroquia con nosotros, sin alejarse nunca de nuestras
miradas! He sido una tonta pensando así con respecto a ella, cuando es una
desagradecida que jamás nos ha tenido el menor afecto.
—No debes dar tanta importancia a eso —replicó el señor Poyser, conciliador—.
Estoy seguro de que nos quiere, pero como es tan joven apenas sabe lo que desea.
Piensa que a estas edades cualquiera sería capaz de abandonar la casa sin saber por
qué.
Las respuestas de su tío, sin embargo, tuvieron sobre Hetty otro efecto además de
desalentarla y de hacerla llorar. Comprendió muy bien a quién se refería aquél al
aludir a su matrimonio, y al futuro que se le destinaba, y en cuanto volvió a
encontrarse en su dormitorio, la posibilidad de casarse con Adam se le ofreció de un
modo distinto. En una mente en la que no se desarrollan fuertes simpatías por nadie, y
donde no existe el sentido de la justicia y de la razón en que pueda apoyarse su
naturaleza agitada para adquirir el valor de sufrir, uno de los primeros resultados del
dolor es el de agarrarse, de un modo desesperado y vago, a cualquier cosa que pueda
cambiar el estado de las cosas. La limitada visión de Hetty sobre su futuro, que en
ningún momento fue más allá que un cálculo fantástico de sus probables placeres y
dolores, había quedado interrumpida a causa de sus actuales sufrimientos, y por ello
se sentía dispuesta a tomar una de esas decisiones irreflexivas y convulsivas por las
cuales hombres y mujeres desgraciados se lanzan, de una pena temporal, a la
desgracia de toda una vida.
¿Por qué no casarse con Adam? Poco le importaba una cosa u otra, siempre que

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trajese algún cambio en su vida. Confiaba en que él seguiría deseoso de tenerla por
esposa, pero no se preocupó para nada por la felicidad del propio muchacho.
Tal vez el lector creerá muy extraño este movimiento impulsivo hacia una
decisión que podría haberle parecido repugnante dada la situación en que se hallaba
la joven en la segunda noche de su tristeza.
En efecto, los actos de un alma tan pequeña y trivial como la de Hetty, cuando
luchan entre los distintos destinos propios del ser humano, suelen ser siempre raros.
De igual modo son extraños los movimientos de la pequeña nave que, sin lastre
alguno, surca el tempestuoso mar. Y sin embargo, ¡qué hermosa era con su blanca
vela a la luz del sol, cuando estaba anclada en la tranquila bahía!
«Dejad que soporte la pérdida el hombre que desató sus amarras». Pero eso no
salvaría la hermosa embarcación que pudo haber sido la alegría de una larga vida.

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XXXII

LA SEÑORA POYSER HABLA CLARO

E n la reunión del siguiente sábado por la tarde en Donnithorne Arms, hubo una
discusión muy animada acerca del incidente ocurrido aquel mismo día; nada
menos que la segunda aparición del individuo elegante de botas altas, y que, según
decían algunos, era un granjero que deseaba arrendar la granja del cazadero, mientras
que otros sostenían que era el futuro administrador; pero el señor Casson, testigo
personal de la visita del forastero, dijo desdeñosamente que no era más que un
recaudador, como lo había sido el mismo Satchell. Nadie pensó siquiera en
contradecir el testimonio del señor Casson, que aseguraba haber visto al forastero.
—Le he visto con mis propios ojos —dijo—. Le vi venir a lo largo del prado del
manzano silvestre, iba en una yegua de pelo corto. Yo me disponía a tomar un vaso
de vino, pues eran las diez de la mañana, hora en que acostumbro a hacerlo. Y dije a
Knowles cuando se acercó con su carro: «¿Quieres hoy un poco de cebada,
Knowles?». Y me volví hacia el granero por el lado del camino de Treddleston.
Entonces, al pasar junto al fresno, vi al hombre de las botas altas que venía montado
en una yegua de pelo corto. ¡Que no me mueva más si miento! Me quedé quieto hasta
que se acercó, y le dije: «Buenos días, señor». Deseaba oír su voz para saber si era un
campesino, y por eso repetí: «Buenos días, señor. Hace muy buen tiempo para la
cebada, ¿no le parece? Si tenemos suerte habrá buena cosecha». Y él me contestó:
«Tiene razón». Pero por el acento de sus palabras —añadió el señor Casson guiñando
un ojo—, comprendí que no procedía de ciento cincuenta kilómetros de distancia y
estoy seguro de que mi acento debió de parecerle raro, como os ocurre a todos los de
Loamshire que no habláis como es debido.
—¿Que no hablamos como es debido? —exclamó Barde Massey con acento
desdeñoso—. Usted sí que habla como es debido, igual que un cerdo que chilla
podría figurarse que toca el cornetín.
—Tal vez me engaño —contestó el señor Casson con amarga y sardónica sonrisa
—. Me parece que un hombre que ha vivido, como yo, muchos años entre caballeros,
ha de saber lo que es hablar bien, por lo menos tanto como un maestro de escuela.
—No dudo —contestó Barde con tono irónico— de que usted se ha forjado
ilusiones acerca de la perfección de su acento. Puede estar seguro de que cuando la
cabra de Michael Holdsworth empieza a balar, se figura que lo hace con un acento
intachable.
Como todos eran naturales de Loamshire, ni uno sólo dejó de burlarse del señor
Casson, quien, muy juiciosamente, volvió a referirse al primer asunto de la
conversación, el cual, lejos de quedar agotado en una sola velada, se renovó al día
siguiente en el cementerio, antes de la misa.

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Dos o tres días después, hallándose la señora Poyser a la puerta de su casa
ocupada en hacer calceta, vio al anciano caballero entrar en el patio a lomos de su
póney negro, seguido por el lacayo John. Y la buena señora siempre citaría aquella
visión como un caso de corazonada, que tenía algo más que su penetración habitual,
pues en el instante en que fijó los ojos en el caballero, se dijo: «No me extrañaría que
viniese a hablar de ese individuo que va a tomar en arriendo la granja del cazadero, y
con el deseo de que Poyser haga algo en su favor. Pero mi marido dará pruebas de ser
tonto si lo hace».
Algo raro debía de haber en el aire, porque eran contadísimas las visitas que el
caballero hacía a sus arrendatarios; y aunque durante el año anterior la señora Poyser
se había recitado muchos discursos imaginarios que pensaba dirigir al caballero la
primera vez que apareciese en la granja, el caso es que tales discursos continuaron
siendo imaginarios.
—Buenos días, señora Poyser —dijo el anciano caballero mirándola con sus ojos
de miope, cosa que, según pensó la buena mujer, casi la ofendía, pues no parecía sino
que ella fuese un insecto y que el caballero se dispusiera a aplastarla con el pulgar.
—Servidora de su señoría —contestó sin embargo haciendo una reverencia y
avanzando luego hacia él, pues no era mujer capaz de mostrarse descortés con sus
superiores si antes no la provocaban seriamente.
—¿Está en casa su esposo, señora Poyser?
—Sí, señor. En la era. Voy a hacerle llamar y, mientras tanto, tenga la bondad de
echar pie a tierra y de entrar.
—Gracias, así lo haré. Quiero consultarle sobre un pequeño asunto, pero a usted
también le atañe, si no más. Deseo su opinión.
—Hetty, ve corriendo y di a tu tío que venga —ordenó la señora Poyser al entrar
en la casa.
El anciano caballero se inclinó para responder a la reverencia de Hetty mientras
que Totty, dándose cuenta de que llevaba un delantal manchado de confitura de
grosella, ocultaba el rostro detrás del reloj y de vez en cuando asomaba, furtiva, la
cabeza para contemplar al recién llegado.
—¡Qué hermosa cocina! —dijo el señor Donnithorne contemplándola con
admiración. Siempre hablaba del mismo modo cortés, pronunciando las palabras con
mucha claridad, tanto si éstas eran dulces como duras—. Además la tiene muy
limpia, señora Poyser; le aseguro que prefiero esta casa a otra cualquiera de la
propiedad.
—Pues bien, señor, ya que le gusta tanto, le agradecería mucho que consintiera en
hacer algunas reparaciones, porque el maderamen está carcomido y la bodega tan
llena de agua que casi llega a la rodilla. Si quiere puede comprobarlo, aunque espero
que no dudará de mis palabras. ¿No quiere sentarse, señor?
—Aún no. Quiero ver su lechería; hace muchos años que no lo he hecho. Por otra
parte, todo el mundo se hace lenguas del queso y de la manteca que elabora —dijo el

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caballero al parecer seguro de que entre él y la señora Poyser no podía originarse
ninguna desavenencia—. Me parece ver la puerta abierta desde aquí. No le sorprenda
si miro con deseo su crema y su manteca. Tengo casi la certeza de que las de la
señora Satchell no se podrían comparar con las suyas.
—No puedo decirlo, señor —respondió la señora Poyser—, pues nunca tengo
ocasión de ver la manteca de otras casas, aunque me bastaría con olería para saber
cómo es.
—¡Ah! Eso es lo que me gusta —dijo el señor Donnithorne mirando a su
alrededor en aquel húmedo templo de la limpieza, pero sin moverse de la puerta—.
Estoy seguro de que desayunaría con mucho más apetito si supiese que la manteca y
la crema procedían de esta lechería. Realmente es un espectáculo muy agradable.
Muchas gracias, pero mi ligera tendencia al reumatismo me hace temer la humedad y
por eso me sentaré en su cómoda cocina. ¡Ah, Poyser! ¿Cómo está? ¿Ocupado como
siempre en sus asuntos? He estado visitando la hermosa lechería de su esposa, la
mejor ama de casa de toda la parroquia, ¿verdad?
El señor Poyser acababa de entrar en mangas de camisa, con el chaleco
desabrochado y el rostro más colorado que de costumbre por haberse dedicado a
clavar algunas estacas. Y mientras estaba allí de pie, rubicundo, sano y radiante al
lado del pequeño, sarmentoso, frío y viejo caballero, parecía una manzana madura
junto a una pera reseca.
—¿Quiere sentarse en este sillón, caballero? —dijo acercándole el sillón de su
padre—. Lo encontrará muy cómodo.
—No, muchas gracias. Nunca me siento en los sillones —dijo el anciano
caballero dejándose caer en una sillita que había junto a la puerta—. ¿Sabe, señora
Poyser…? Pero háganme el favor de sentarse los dos. ¿Sabe que no estoy nada
satisfecho del modo como la señora Satchell lleva la lechería? Opino que no tiene,
como usted, un buen método.
—La verdad, señor, es que no puedo hablar de eso —contestó la señora Poyser
con voz dura, enrollando y desenrollando su calceta y mirando al exterior por la
ventana mientras continuaba de pie ante el anciano.
Poyser podía sentarse si quería, se dijo, pero ella estaba dispuesta a no hacerlo ni
a tomar parte en ninguna conversación de tono suave. El señor Poyser que, por el
contrario, estaba muy satisfecho, se sentó en su sillón.
—Y ahora, Poyser, puesto que Satchell ya ha dejado la granja, me propongo
arrendarla a un hombre respetable. Estoy cansado de cuidarla yo; ya sabe que en estos
casos nada sale bien. Es muy difícil encontrar un administrador competente y, por lo
tanto, creo que usted y yo, Poyser, así como también su excelente esposa, aquí
presente, podríamos llegar a un arreglo que nos proporcionaría mutuas ventajas.
—¡Oh! —exclamó el señor Poyser, ignorando en absoluto adonde quería ir a
parar su interlocutor.
—Si me es permitido hablar, señor —observó la señora Poyser después de mirar

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con lástima a su marido por su llaneza—, le diré que usted sabe más que yo; pero no
comprendo qué nos importa a nosotros la granja del cazadero, pues ya tenemos
bastante con la nuestra. Desde luego, me alegro de que venga a vivir a la parroquia
una persona respetable, pues no faltan los que carecen de esta condición.
—Le aseguro que en el señor Thurle encontrará a una persona excelente, y no
dudo de que se alegrará de haber consentido en el plan que voy a mencionar,
especialmente si, como espero, lo encuentra ventajoso para usted como para él.
—La verdad, señor, es que si es ventajoso para nosotros, se tratará del primer
ofrecimiento de esta clase que he oído en mi vida. En este mundo es muy distinto
obtener ventajas o darlas. Y no hay duda de que, en general, es preciso esperar mucho
antes de que vengan a ofrecérnoslas.
—El caso es, Poyser —dijo el caballero pasando por alto la teoría de la señora
Poyser acerca de la prosperidad en el mundo—, que en la granja del cazadero hay
demasiadas tierras de pasto y, en cambio, son escasas las de labor, según opinión de
Thurle, quien, en realidad, sólo aceptará la granja con la condición de que se haga
algún cambio con respecto a las tierras; al parecer, su esposa no es una lechera tan
experimentada como la señora Poyser. Así pues, el plan que se me ha ocurrido es
hacer un pequeño cambio. Si poseyera usted los pastos de abajo, podría aumentar su
lechería, lo cual resultaría provechoso bajo la dirección de su esposa; y a cambio yo
le pediría que abasteciese mi casa de leche, crema y manteca a los precios del
mercado. Por otra parte, Poyser, usted entregaría a Thurle las lomas de arriba y de
abajo que, en realidad, en la estación lluviosa más le molestan que otra cosa. Se corre
mucho menos peligro con las tierras de pasto que con las de trigo.
El señor Poyser estaba con el cuerpo inclinado hacia adelante, con los codos
apoyados en las rodillas y la boca casi cerrada, al parecer muy preocupado en hacer
coincidir las puntas de sus dedos para que representasen con la mayor exactitud
posible los costillajes de un navío. Era demasiado listo para no comprender lo que se
le proponía y para ignorar la opinión de su mujer acerca del asunto; pero no le
gustaba dar respuestas desagradables, a no ser que se tratase de defender la calidad de
su trabajo, y siempre prefería ceder que tener una disputa. Además, aquel asunto
atañía más a su mujer que a él mismo. Por eso, después de unos momentos de
silencio, la miró y le preguntó suavemente:
—¿Qué dices a eso?
La señora Poyser había fijado la mirada severa en su marido mientras éste
guardaba silencio, pero ahora volvió el rostro de pronto, contempló con mirada gélida
el tejado del establo de las vacas, y atravesando con una de las agujas la labor de
calceta, la sujetó con firmeza entre sus manos.
—¿Que qué digo? Que puedes hacer lo que quieras. Eres dueño de ceder o no tus
campos antes de terminado el plazo de arriendo, que caerá el año próximo, el día de
San Miguel; pero, por mi parte, no quiero trabajar más en la lechería, ni por dinero ni
por consideración alguna. Y, según veo, aquí no hay dinero ni consideración, sino

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egoísmo por parte de los demás y el deseo de meterse el dinero en el bolsillo.
Comprendo que hay quien nació dueño de la tierra y que otros han de trabajarla con
el sudor de su frente —y la señora Poyser se detuvo un instante para recobrar aliento
—. También sé que el deber de los cristianos es someterse a sus mayores y
superiores, pero no quiero ser mártir ni quedarme con la piel y los huesos en
beneficio de cualquier propietario de Inglaterra, aunque se trate del mismo rey Jorge.
—No, no, mi querida señora Poyser, nada de eso —dijo el caballero confiando
aún en sus dotes de persuasión—. Nadie pretende que trabaje más de lo debido. Si se
fija bien verá que, de este modo, su trabajo disminuye en vez de aumentar. En la
abadía se necesita tanta leche que apenas podrá hacer más manteca y más quesos que
en la actualidad; y yo creo que vender la leche es un medio más provechoso de sacar
producto de una lechería, ¿no cree?
—Eso es verdad —replicó el señor Poyser, incapaz de contenerse y no dar su
opinión acerca de algo relacionado con los beneficios que reportaba la explotación de
la granja y olvidando también que, en su caso, no era una cuestión puramente
abstracta.
—Me atrevo a decir —replicó con amargura la señora Poyser, volviéndose
ligeramente hacía su marido y mirándole con atención concentrada—, me atrevo a
decir que estas cosas se afirman muy pronto al amor del fuego y fumando una pipa.
Si se pudiera hacer un pudín con sólo pensar en la masa, pronto estaría preparada la
comida. ¿Cómo sé yo si necesitarían la leche de un modo constante? ¿Quién me
asegura que, dentro de algunos meses, no preferirán aumentar el sueldo a los criados
en vez de mantenerlos, y entonces yo me despertaré por las noches preocupada por
mis noventa litros de leche y sabiendo que Dingall no me comprará más manteca, aun
cuando yo produzca mayor cantidad? Y tendremos que cebar cerdos y luego pedir de
rodillas al carnicero que nos los compre; eso después de perder más de la mitad por
culpa del sarampión, aparte del trabajo de traer y llevar, que emplearía media jornada
de un hombre y un caballo, lo cual habría que descontarlo de los beneficios. Pero hay
gente que se figura que con un cedazo podrá transportar toda el agua que quiera.
—Esta dificultad de traer y llevar la leche no tendrá que sufrirla, señora Poyser —
dijo el caballero, figurándose que la discusión de los detalles indicaba ya, por parte de
la señora Poyser, cierta conformidad lejana—. Bethell se encargaría de hacer el
transporte con el carro y el caballo regularmente.
—¡Oh, señor! Si me lo permite, le diré que nunca quisiera ver a los criados de los
caballeros entrar en mi casa para hacer la corte a mis dos criadas, que, sin duda, se
quedarían embobadas escuchando sus chismes en el momento en que tendrían que
estar fregando el suelo. Aunque me costara la ruina, nunca consentiré en tal cosa.
—Bueno, Poyser —dijo el caballero cambiando de táctica como si la señora
Poyser se hubiera retirado de la habitación—, haga lo que quiera. No me será difícil
llegar a otro acuerdo para abastecer mi casa y tampoco olvidaré su buena disposición
para complacer a su señor y a un vecino. Sé que le gustaría mucho renovar vuestro

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arrendamiento por tres años más cuando expire el plazo actual. Por su parte, Thurle,
que es hombre de algún capital, se encargaría con gusto de las dos haciendas, ya que
pueden explotarse juntas; pero no quiero reñir con un antiguo arrendatario como
usted.
Verse alejada de este modo de la discusión habría sido más que suficiente para
exasperar a la señora Poyser, aun sin la amenaza final. Su esposo, realmente alarmado
ante la posibilidad de tener que abandonar la casa donde había nacido, se disponía a
empezar una explicación amable.
—La verdad, señor —dijo—, es que me parece difícil…
Pero en aquel momento, la señora Poyser estalló con la desesperada
determinación de hablar claro aquella vez, aunque le ordenasen abandonar la granja y
su único amparo fuese el asilo.
—Pues bien, señor, si se me permite hablar, y digo esto porque hay quien se
figura que el papel de las mujeres consiste en estarse contemplando con toda
tranquilidad cómo sus maridos venden el alma, le diría que si el señor Thurle está tan
dispuesto a arrendar las dos granjas, es una lástima que no tome esta y vea si le gusta
vivir en una casa en la que hay todas las plagas de Egipto: la bodega llena de agua y
de sapos y ranas que saltan por la escalera; los suelos podridos y las ratas y ratones
que se comen todo el queso y corren por encima de nuestras cabezas cuando estamos
en la cama, hasta el punto de que llegamos a temer que se nos coman vivos… Y
gracias a Dios que, por ahora, no han devorado todavía a ninguno de nuestros hijos.
La verdad, me gustaría ver si hay otro arrendatario, además de Poyser, dispuesto a
soportar que no se haga nunca la menor reparación, a pesar de que todo se cae de
viejo, y que después tenga que pagar la renta que pagamos. Mire, mire si encuentra a
un extraño que quiera llevar esta vida. Estoy segura de que no lo hallará. ¡Ah! ¿No
me quiere escuchar? —continuó la señora Poyser siguiendo al anciano más allá de la
puerta.
En efecto, éste, después de los primeros momentos de sorpresa, se puso en pie, la
saludó moviendo la mano y, sonriendo, fue en busca de su caballo. Pero no pudo
alejarse inmediatamente, porque John hacía pasear al animal por el patio y estaba a
alguna distancia cuando le llamó su amo.
—Huya, si quiere, de mis palabras, señor, e intrigue para hacernos algún daño,
puesto que tiene al viejo Harry por amigo, a falta de otro; pero le digo de una vez
para siempre que no somos mudos para que se abuse de nosotros y que no
consentiremos que se nos explote como si no supiéramos lo que debemos hacer. Y si
soy la única que le dice la verdad, sepa que lo mismo piensa todo el mundo en esta
parroquia y en la inmediata, porque su nombre no es querido en ninguna parte, si
exceptuamos a dos o tres viejos a quienes les da, a veces, alguna ropa de franela y un
plato de sopa con la esperanza de salvar su alma, como si fuese muy difícil salvar una
cosa tan pequeña.
En determinadas ocasiones dos criadas y un carretero pueden constituir un

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público temible, y mientras el caballero salía montado en su caballo negro, su intensa
miopía no le impidió observar que Molly, Nancy y Tim sonreían no lejos de allí.
Quizás sospechó que el malhumorado y viejo John se reía también a su espalda, lo
cual era cierto. Mientras tanto, el bull-dog y el terrier negro y pardo, el perro pastor
de Alick, y el ánsar que aleteaba a una distancia conveniente de los cascos del
caballo, parecían corear de un modo formidable el solo de la señora Poyser.
Apenas vio ésta que el caballo se alejaba, dio media vuelta, dirigió a las dos
risueñas muchachas una mirada que las obligó a echar a correr, y, quitando la lanza
que atravesaba su calceta, reanudó su labor con su rapidez habitual mientras volvía a
entrar en la casa.
—Veo que le has hablado claro —dijo el señor Poyser algo alarmado e
intranquilo; no le hacía ninguna gracia el estallido de su mujer.
—Sí. Le he dicho la verdad —empezó la señora Poyser—. Y no sabes lo
desahogada que me he quedado. La vida acaba por resultar inaguantable cuando se ha
eje callar y si te ves obligada a decir lo que piensas un poco cada día y no de una vez.
Y aunque llegue a ser tan vieja como el caballero, no me arrepentiré de haberlo
hecho.
—Pero, en cambio, no te gustará cambiar de casa cuando venza el plazo del
arrendamiento —dijo el señor Poyser—, ni ir a vivir a una parroquia desconocida
donde no tengas a nadie con quien tratar. Eso será muy duro para nosotros dos y
también para mi pobre padre.
—De nada sirve preocuparse. De aquí a entonces pueden ocurrir muchas cosas.
Antes de que venza el arrendamiento quizás el capitán será ya dueño de todo —dijo
la señora Poyser, inclinada al parecer a ser optimista contra su costumbre y a no
perder la esperanza con respecto a un conflicto que ella misma se había buscado sola.
—No me preocupo, te lo aseguro —dijo el señor Poyser abandonando su sillón y
dirigiéndose lentamente a la puerta—, pero me sabría muy mal dejar esta hacienda y
la parroquia en que nací y me he criado, y donde también nació mi padre. Si eso
ocurriese dejaríamos aquí nuestras raíces y no prosperaríamos en ninguna parte.

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XXXIII

MÁS ESLABONES

R ecogieron por fin la cebada y se celebraron las cenas de las cosechas sin
esperar la de las habas. Se cosecharon también las manzanas y las nueces, y se
guardaron debidamente. El olor a suero de las granjas había sido sustituido por un
fuerte aroma de cerveza. Los bosques que había detrás del cazadero adquirieron un
solemne esplendor bajo los cielos encapotados. Llegó la fiesta de San Miguel, con sus
olorosos cestos de ciruelas y sus flores aromáticas; pero el señor Thurle, aquel
imponente y magnífico granjero, no acudió a la granja del cazadero, y el anciano
caballero no tuvo más remedio que buscar un nuevo arrendatario. Era cosa sabida en
las dos parroquias que el plan del caballero se había frustrado a consecuencia de la
negativa de los Poyser, que no quisieron aceptar sus condiciones, y en todas las
granjas de la vecindad se discutieron las verdades de la señora Poyser con un
entusiasmo que aumentaba gracias a la repetición frecuente. Las nuevas de que
Bonaparte volvía de Egipto eran relativamente insípidas, y la derrota de los franceses
en Italia carecía de importancia al lado de la que sufrió el viejo caballero ante la
señora Poyser. El señor Irwine había oído una versión distinta del hecho de labios de
cada uno de sus feligreses con excepción de los habitantes del cazadero. Pero, como
siempre, evitó con habilidad cualquier disputa con el señor Donnithorne y no pudo
darse el placer de reírse del chasco del viejo con nadie más que con su propia madre,
la cual declaró que, si sus medios se lo permitían, de buena gana concedería una
pensión vitalicia a la señora Poyser; no obstante, como compensación, quiso invitarla
a fin de oír de sus labios un relato de la escena ocurrida.
—No, no, mamá —dijo el señor Irwine—. Eso ha sido un acto de justicia
irregular por parte de la señora Poyser, y un magistrado como yo no debe apoyar este
proceder. Tampoco debe saberse que yo estoy enterado del asunto, pues perdería la
poca influencia que tengo sobre el anciano.
—Pues bien, me gusta esa mujer bastante más que sus quesos de crema —dijo la
señora Irwine—. Posee el ánimo de tres hombres, y tiene una lengua afilada.
—¡Ya lo creo! Su lengua corta como una navaja de afeitar. Además, su
conversación es muy original. Es una de esas inteligencias no cultivadas que
suministran a una comarca toda clase de proverbios. Ya le dije lo que una vez oí de
sus labios refiriéndose a Craig: «Creo que se parece a un gallo que está convencido
que el sol sale todos los días con el único objeto de oírle cantar». Es una fábula de
Esopo en una sola frase.
—De todos modos será muy desagradable que el viejo no les renueve su
arrendamiento el próximo día de San Miguel. ¿No te parece?
—Quizás sí lo haga. Además, Poyser es un arrendatario tan bueno, que sin duda

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Donnithorne lo pensará dos veces y digerirá su malhumor antes de echarlos. Pero si
les da el aviso el día de la Virgen, Arthur y yo removeremos cielo y tierra para
hacerle cambiar de opinión. No conviene que se marchen unos feligreses tan
antiguos.
—Nadie sabe lo que ocurrirá antes del día de la Virgen —dijo la señora Irwine—.
El día del cumpleaños de Arthur me pareció que el viejo estaba un poco débil. Ya
sabes que tiene ochenta y tres años, de modo que la edad es más que suficiente…
Sólo las mujeres deben vivir tantos años.
—Siempre y cuando tengan hijos solteros, que se verían perdidos sin ellas —
contestó el señor Irwine riéndose y besando la mano de su madre.
También la señora Poyser contestó a los temores de su marido diciéndole que
nadie sabía lo que podía ocurrir antes del día de la Virgen. Esta era una de aquellas
proposiciones generales e innegables que, por lo común, se expresan para dar un
sentido particular también innegable. Pero realmente sería pensar muy mal de la
naturaleza humana si se considerase como ofensa criminal imaginar la muerte del
mismo rey cuando éste hubiese ya cumplido los ochenta y tres años. De ser así,
solamente los bretones más estúpidos podrían ser súbditos reales.
Aparte de este presentimiento, las cosas marcharon como de costumbre en casa de
los Poyser. La dueña creyó observar una conducta sorprendente y muy mejorada por
parte de Hetty. En realidad, la muchacha parecía tener un carácter mucho más
hermético, y a veces no era posible sacarle una palabra del cuerpo; pero, en cambio,
pensaba mucho menos en sus trajes y se dedicaba a su trabajo sin que nadie tuviera
que recordárselo. Además, resultaba muy notable el hecho de que ya no quisiera salir
y de que incluso costase persuadirla de que lo hiciera. También acató la orden de su
tía de suprimir las lecciones semanales de costura en el cazadero sin un gruñido.
Quizás finalmente la muchacha estuviera interesada por Adam, y también era posible
que su repentino deseo de ir a servir se debiese a un disgusto entre ambos que, por
suerte, ya debía de haber pasado. Siempre que Adam iba a Hall Farm, Hetty parecía
estar más alegre y hablaba más que en otros tiempos; en cambio, cuando el señor
Craig u otro de sus pretendientes iba a hacerle una visita, mostraba su malhumor sin
disimulo.
Al principio, Adam la observaba con temblorosa ansiedad, que pronto
desapareció para dar lugar a la sorpresa y a una esperanza deliciosa. Cinco días
después de entregarle la carta de Arthur, se aventuró a volver a la granja, no sin temer
que su visita resultase penosa para la joven. Al llegar no la encontró en la casa y se
sentó a hablar con el señor y la señora Poyser por espacio de unos minutos, temiendo
a cada momento que le dijesen que Hetty estaba enferma. Pero en breve oyó los
ligeros pasos que tan bien conocía, y cuando la señora Poyser dijo «¿Dónde has
estado, Hetty?», Adam se vio obligado a dar media vuelta, aunque temió verla muy
cambiada. Y casi se sobresaltó al notar que sonreía como si le mirase con satisfacción
y que a primera vista tenía el mismo aspecto de siempre, a excepción de que llevaba

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un gorro, cosa que nunca había hecho antes. Pero al fijarse más en ella mientras iba
de un lado para otro o se sentaba a trabajar, notó que, en efecto, había sufrido un
cambio. Sus mejillas estaban tan sonrosadas como siempre y sonreía de la misma
manera, pero en sus ojos había algo distinto, así como también en la expresión de su
cara y en todos sus movimientos. Adam creyó que notaba en ella algo más duro y
menos infantil.
«¡Pobre chiquilla —se dijo—, siempre ocurre igual! La pobrecilla ha tenido el
primer disgusto de su vida, pero es animosa y lo soporta bien, gracias a Dios».
A medida que trascurrieron las semanas, observó que ella parecía muy
complacida al verle, que volvía hacia él su hermoso rostro como para darle a entender
la alegría con que le acogía, y luego se dedicaba a su trabajo con la misma
tranquilidad de siempre, sin dar muestras de ningún pesar, de modo que él empezó a
creer que los sentimientos de la joven con respecto a Arthur habían sido menos
profundos de lo que se imaginara en el primer momento de indignación y de alarma,
y que ella, gracias a su imaginación infantil, pudo creer que Arthur la amaba y que se
casaría con ella, aunque luego se había curado de esa locura. Y quizás se debía todo,
según él llegó a esperar en sus momentos de mayor confianza, a que lentamente el
corazón de la joven se inclinaba hacia el hombre que, como le constaba, sentía por
ella un amor serio y profundo.
Tal vez podrá creer el lector que Adam no era muy sagaz en sus interpretaciones y
que hacía mal en enamorarse de una muchacha que, en realidad, no tema otra
cualidad que su belleza, y a la que él atribuía toda clase de virtudes, procurando
incluso disculparla por haberse enamorado de otro, y esperando sus miradas
bondadosas, del mismo modo que un perro aguarda que los ojos de su amo se
vuelvan hacia él. Pero en una cosa tan compleja como la naturaleza humana es casi
imposible fijar reglas sin excepción. Desde luego me consta que, por regla general,
los hombres sensibles se enamoran de las mujeres más espirituales que conocen, y
que son capaces de ver claro a través de los bonitos engaños de las hermosas coquetas
sin creerse nunca amados cuando no lo son, dejando de amar en las ocasiones
oportunas y casándose, al fin, con la mujer que más les conviene. En una palabra, se
granjean la aprobación de todas las muchachas solteras de su vecindad. Pero, de vez
en cuando, se presenta una excepción de esta regla, y mi amigo Adam era una de
ellas. Por mi parte, no por eso le respeto menos. Y hasta llego a creer que el amor
profundo que sentía por la hermosa Hetty procedía del mismo vigor de su naturaleza
y no de ninguna debilidad.
Nuestro buen Adam no tenía bonitas palabras para expresar sus sentimientos por
Hetty; era incapaz de disfrazar así el misterio dándole una apariencia de
conocimiento; consideraba, con la mayor franqueza, que su amor era un misterio, y
sólo sabía que la contemplación y el recuerdo de la joven le conmovían
profundamente, actuando en todo su amor y en toda su ternura, así como en su fe y en
su valor. ¿Cómo podía, pues, imaginarse ningún egoísmo, dureza o mezquindad en la

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joven? Él creó la mente que, según pensaba, era la de ella, y se la imaginó generosa,
tierna y cariñosa.
Las esperanzas que sentía con respecto a Hetty suavizaron un poco su opinión
sobre Arthur. Estaba seguro de que las atenciones de éste con la joven habían debido
de ser muy ligeras; desde luego no tendría que habérselas tributado, dada la posición
social de Arthur; era también probable que no hubiesen constituido nada más que un
juego que a él le cegó por miedo al peligro, pero que, al mismo tiempo, le impidió
causar una impresión profunda en el corazón de Hetty. A medida que se renovaron las
esperanzas de felicidad en el corazón de Adam, empezaron a morir su indignación y
sus celos. Hetty no era desgraciada, y hasta llegó a creer que ella le manifestaba
mayor simpatía que antes, de modo que, algunas veces, cruzaba por la mente de
Adam la idea de que incluso la amistad con Arthur, que creyó muerta, podría revivir,
y que, en lo venidero, no tendría que despedirse de aquellos magníficos bosques, sino
que los querría más porque pertenecían a su amigo. Aquella nueva promesa de
felicidad, que inundó su espíritu inmediatamente después del estallido de dolor, causó
un agradable efecto en el joven, que estaba acostumbrado a las penalidades y a las
esperanzas moderadas. ¿Acaso le sería al fin propicia la suerte? Así lo parecía,
porque a principios de noviembre Jonathan Burge, viendo que era imposible
reemplazar a Adam, se decidió a ofrecerle una participación en sus negocios sin otra
condición que la de continuar dedicándole sus energías y renunciar a establecerse por
su cuenta. Tanto si quería casarse con la hija de su patrono como si se casaba con otra
mujer, Adam se había hecho demasiado necesario para que se pudiera prescindir de
él, pues la inteligencia del joven era mucho más importante para Burge que la misma
habilidad de sus manos; además, el hecho de que se le hubiese encomendado la
administración de los bosques constituía una diferencia muy escasa con respecto a
sus servicios, puesto que cuando se tuviera que comprar alguna madera del caballero
sería muy fácil apelar a una tercera persona. Adam vio cómo se ampliaban sus
horizontes de un trabajo próspero, en el que siempre pensó con ambición. Podría
llegar quizás a construir un puente, el edificio de un ayuntamiento o una fábrica,
porque siempre se dijo que el negocio de construcción de Jonathan Burge era como
una bellota capaz de ser la madre de un enorme roble. Por eso, al oír tales
proposiciones, dio la mano a Burge y regresó a su casa con la mente llena de felices
ideas, a las cuales estaba asociada, huelga decirlo, la deliciosa imagen de su adorada.
Adam podría ya tomar una casa para él solo y pasar lo suficiente a su madre para
que continuase viviendo en la antigua; sus esperanzas justificarían su próximo
casamiento, y si Dinah quisiera aceptar a Seth, su madre viviría, quizás, más contenta
estando separada de Adam. Pero se recomendó a sí mismo no obrar con precipitación
ni poner a prueba los sentimientos de Hetty hasta que tuviesen tiempo de fortalecerse.
Al día siguiente, al salir de la iglesia, iría a Hall Farm a comunicarles estas noticias.
Estaba seguro de que el señor Poyser se pondría más contento que si le diesen un
billete de cinco libras esterlinas, y también podría observar si Hetty se alegraba. Con

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todas las cosas que llenaban su mente, el tiempo pasaría rápido, y la vehemencia que
en los últimos tiempos había llegado a dominarle no le obligaría a pronunciar
palabras prematuras. Pero cuando llegó a su casa y comunicó a su madre tales
noticias mientras cenaba, la pobre mujer casi lloró de alegría y quiso obligarle a que
comiese el doble de lo acostumbrado para celebrar su buena suerte. Luego Adam no
pudo dejar de prepararla, con cariño, para el cambio que se avecinaba, diciéndole que
la antigua casa sería muy pequeña para que todos ellos continuasen habitándola.

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XXXIV

EL NOVIAZGO

E l domingo siguiente fue muy seco y realmente agradable, teniendo en cuenta


que era el 2 de noviembre. El cielo estaba nublado, pero las nubes se hallaban a
gran altura y el viento era tan suave que las hojas amarillentas que se veían bajo los
setos sólo caían por estar ya secas. A pesar de todo, la señora Poyser no fue a la
iglesia, pues tenía un resfriado muy fuerte; dos inviernos atrás había tenido que
guardar cama durante varias semanas a causa de un gran constipado. En vista de que
su mujer no iba a la iglesia, el señor Poyser consideró que lo mejor que podía hacer
era quedarse a su vez en casa para acompañarla.
Quizás no hubiese podido explicar claramente las razones de tal resolución, pero
ya se sabe que nuestras convicciones más firmes dependen, en determinados casos,
de impresiones sutiles que apenas se pueden expresar con palabras. Lo cierto es que
ningún individuo de la familia Poyser fue a la iglesia aquella tarde, a excepción de
Hetty y de los niños. No obstante, Adam se sintió lo bastante atrevido para reunirse
con ellos después del servicio religioso y manifestó su deseo de acompañarles a casa.
Mientras atravesaron el pueblo pareció ocuparse tan sólo de Marty y de Tommy,
hablándoles de las ardillas que había en el bosque y asegurándoles que los llevaría
allí algún día. Pero una vez hubieron llegado a los campos, les preguntó cuál de los
dos hermanos corría más, y les propuso hacer una carrera para ver quién llegaba antes
a casa, prometiendo que el vencedor iría con él al bosque antes que el vencido. Sin
embargo, puso la condición de que Tommy saliese primero por ser el más pequeño.
Nunca Adam se había sentido tan decidido como aquel día. En cuanto los
muchachos se hubieron alejado, se volvió para mirar a la joven y dijo:
—¿Quiere apoyarse en mi brazo, Hetty?
Pronunció estas palabras con tono de súplica, como si ya hubiese hecho esta
misma petición y ella se hubiera negado. Hetty lo miró sonriendo y en el acto pasó su
redondo brazo por el del joven. Desde luego eso a ella no le importaba gran cosa,
pero comprendió que para Adam tenía mucho significado, y por su parte deseaba que
el joven continuase manifestándole su amor. Tampoco latió más deprisa su corazón
mientras contemplaba tristemente los setos casi desprovistos de hojas y los campos
labrados; pero Adam, por su parte, apenas se daba cuenta de que andaba. Se dijo que
Hetty notaría la ligera presión que él ejercía sobre su brazo; las palabras se
precipitaban a sus labios, pero no se atrevía a pronunciarlas, y así, guardó silencio
mientras atravesaban aquel campo. La tranquila paciencia con que había esperado el
amor de Hetty, contentándose con verla y pensar en el futuro, le había abandonado
desde el terrible choque que experimentara tres meses antes. La agitación de los celos
dio a su pasión una nueva intranquilidad y casi no podía soportar el temor y la

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incertidumbre. Pero si bien no se sentía con fuerzas para hablar de su amor a Hetty,
por lo menos le refiriría sus esperanzas y observaría si le gustaba. Por eso, en cuanto
fue dueño de sí mismo, dijo:
—Voy a comunicar a su tío algunas noticias que le sorprenderán, Hetty, y creo
que también las oirá con gusto.
—¿De qué se trata? —preguntó la joven con indiferencia.
—Pues de que el señor Burge me ha ofrecido una participación en sus negocios, y
yo he aceptado.
Se observó un cambio en el rostro de la joven, aunque sin duda no se debió a la
impresión agradable de esta noticia, sino a que sintió una repentina alarma, porque
había oído tantas veces a su tío decir que Adam podría casarse con Mary Burge y
tener una participación en los negocios en cuanto expresara tales deseos que,
inmediatamente, se le ocurrió pensar que Adam había renunciado a su amor a causa
de lo sucedido últimamente, y decidido, en cambio, casarse con Mary Burge. Con esa
idea en la cabeza y antes de que la razón le indicase su imposibilidad, se sintió
defraudada y más sola que nunca. Se dijo también que la única persona en quien
había confiado la abandonaba a su vez, y eso le llenó los ojos de lágrimas. Los tenía
entonces fijos en el suelo, pero Adam pudo verle el rostro, notó las lágrimas y
exclamó:
—¡Hetty! ¡Querida Hetty! ¿Por qué llora?
Mientras tanto recorrió con su pensamiento todas las causas posibles del llanto de
la joven y, por fin, dio con la verdad. Hetty creía que él iba a casarse con Mary Burge
y quizás esta suposición le producía pena. Adam abandonó en el acto toda precaución
y empezó a temblar de alegría. Luego se inclinó hacia ella, le tomó la mano y dijo:
—Ahora ya puedo pensar en casarme, Hetty, puesto que me será posible dar
algunas comodidades a mi esposa; pero, si usted no me quiere, por mi parte no
pensaré en ninguna otra mujer.
Hetty levantó los ojos y le sonrió a través de sus lágrimas, como hiciera con
Arthur Donnithorne la primera noche en el bosque, cuando se figuró que no acudiría
y, sin embargo, al final se presentó ante ella. Sentía un débil triunfo, y sus grandes
ojos negros y sus dulces labios eran tan hermosos como siempre, quizás más que
nunca, porque últimamente Hetty se había convertido ya en una adorable mujer.
Adam apenas podía creer en la felicidad de aquel momento. Su mano derecha sujetó
la izquierda de la joven y la oprimió contra su corazón mientras se inclinaba hacia
ella.
—¿Me ama de veras, Hetty? ¿Querrá ser mi esposa para amarme y cuidarme
mientras viva?
Hetty no contestó, pero el rostro de Adam estaba muy próximo al suyo, y ella
apoyó su redonda mejilla en la de él como podría haberlo hecho un garito. Quería ser
acariciada y forjarse la ilusión de que Arthur estaba a su lado.
Adam ya no necesitó oír palabra alguna después de notar aquel movimiento de la

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joven, y los dos apenas cruzaron otra palabra durante el resto del paseo. Él preguntó
únicamente:
—¿Me permite que se lo diga a sus tíos, Hetty?
Y ella, sonriendo, le contestó:
—Sí.
Aquella noche el hogar de Hall Farm proyectó sus rojos resplandores sobre los
alegres rostros de los reunidos, cuando Hetty subió a su cuarto y Adam aprovechó la
oportunidad para comunicar al matrimonio y al abuelo que ya se sentía con fuerzas
para mantener a una esposa y que Hetty le había aceptado.
—Espero que no tendrá ninguna objeción que oponer a nuestro noviazgo —dijo
Adam—. Aunque todavía soy pobre, ella no carecerá de nada mientras yo pueda
trabajar.
—Nada de eso —replicó el señor Poyser mientras el abuelo se inclinaba hacia
adelante y decía a su vez: «Ningún inconveniente, ninguno»—. ¿Qué objeciones
podemos hacer contra usted, amigo mío? Nada importa que aún sea pobre, porque
hay tanto dinero en su cabeza como en campo labrado; sólo falta dejar pasar algún
tiempo. Y como quizás no tenga lo bastante para empezar, nosotros le ayudaremos a
amueblar la casa. Tenemos bastantes plumas y grandes piezas de tela, ¿verdad?
Dirigió esta pregunta a la señora Poyser, que estaba envuelta en un chal y
demasiado ronca para hablar con facilidad. Al principio se limitó a mover la cabeza
de arriba a abajo, pero luego fue incapaz de resistir la tentación de ser más explícita.
—Mal iríamos si no tuviésemos abundancia de plumas y de tela, cuando jamás he
vendido un pollo sin desplumar y el torno de hilar no para ningún día de la semana.
—Ven, hija mía —dijo el señor Poyser cuando bajó Hetty—. Ven a darnos un
beso para que te deseemos buena suerte.
Hetty se acercó despacio y besó a su corpulento y bondadoso tío.
—Ahora —dijo éste dándole cariñosas palmadas en la espalda— ve a besar a tu
tía y a tu abuelo. Veré con tanto gusto tu casamiento como si fueses mi propia hija, y
lo mismo opina tu tía, porque después de los siete años que has vivido con nosotros,
te quiere de todo corazón. Pero —añadió en broma cuando Hetty hubo besado a su tía
y al anciano— también Adam querrá un beso; no tengo ninguna duda de ello, y
además le corresponde en derecho.
Hetty se volvió sonriendo mientras el señor Poyser exclamaba:
—Venga, Adam, y bese a Hetty.
Adam se puso en pie ruborizado como una doncella, a pesar de ser un muchacho
alto y fuerte, y rodeando a Hetty con un brazo, se inclinó y la besó en la frente.
Aquella escena a la luz del hogar resultaba muy simpática. La cocina no estaba
alumbrada por bujías, que eran innecesarias, pues el fuego resplandeciente se
reflejaba en el pulimentado roble y en los utensilios de peltre. Por otra parte nadie
quería trabajar durante la tarde del domingo, y hasta la misma Hetty sentía cierto
contento rodeada como estaba de tanto amor. El afecto de Adam y sus caricias no

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despertaron su pasión ni satisfacían su vanidad, sin embargo era lo mejor que le
ofrecía la vida y además le prometía algún cambio.
Antes de que se marchase Adam, hubo grandes discusiones sobre la posibilidad
de encontrar una casa para que la habitase el nuevo matrimonio. No había ninguna
desocupada, a excepción de una inmediata a la de Will Maskery, o sea en el pueblo,
pero tenía el inconveniente de ser demasiado pequeña. El señor Poyser insistía en que
lo mejor sería conseguir que Seth y su madre se trasladasen de domicilio y dejasen la
antigua casa para Adam, quien podría agrandarla pues tenía bastante terreno
destinado a depósito de maderas y a jardín; pero Adam se resistía a que su madre
abandonase la antigua vivienda.
—Bueno, bueno —dijo por fin el señor Poyser—. No tenemos necesidad alguna
de dejarlo todo decidido esta misma noche. Hay que darse tiempo para reflexionar.
De todos modos no os podréis casar antes de Pascua. A mí no me gustan los
noviazgos largos; sin embargo es preciso esperar algún tiempo para prepararlo todo
como es debido.
—No hay duda —dijo a su vez la señora Poyser con voz ronca—. Los cristianos
no pueden casarse como si fuesen pájaros.
—Por mi parte no estoy nada contento —dijo el señor Poyser—, pues pienso que
quizás nos obliguen a dejar la hacienda y nos veamos forzados a trasladarnos a treinta
kilómetros de distancia.
—¡Dios mío! —dijo el viejo mirando al suelo y levantando las crispadas manos a
la altura de su blanca cabeza—. Me será muy doloroso abandonar este lugar para que
me entierren en una parroquia desconocida. Además, en otra parte te harán pagar el
doble, por lo menos —añadió mirando a su hijo.
—En fin, padre, no hay que apurarse por ahora —dijo Martin hijo—. Aún es
posible que venga el capitán y nos ponga en paz con el viejo. Yo confío mucho en
eso, pues sé que el capitán es hombre capaz de arreglar estas cosas.

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XXXV

EL TEMOR OCULTO

A dam estuvo muy atareado durante el tiempo que medió entre los meses de
noviembre y febrero, y raras veces, si se exceptúan los domingos, pudo ver a su
prometida. Sin embargo, en aquella temporada fue muy feliz, pues veía acercarse el
día de su casamiento, ya definitivamente señalado para celebrarse en los primeros
días del mes de marzo. A la casa vieja se habían añadido dos nuevas habitaciones,
porque finalmente se convino que su madre y su hermano vivirían con ellos. Lisbeth
se echó a llorar de tal manera al pensar que tendría que dejar a Adam, que éste rogó a
Hetty que, por amor a él, consintiera en el deseo de la anciana de vivir con ellos.
Con gran alegría por parte de Adam la joven aceptó, porque su mente estaba en
aquel momento agobiada por otros temores y poco le importaban los caprichos o
deseos de Lisbeth. Adam se consoló muy pronto del disgusto que le dio Seth cuando,
al regresar de su visita a Snowfield, le dijo que su empeño había sido inútil, pues
Dinah no pensaba siquiera en casarse. Y cuando Adam dijo a su madre que Hetty
consentía en vivir con todos y que ya no habría necesidad de pensar en separarse, la
anciana le contestó en un tono más alegre que nunca desde que se habló de su
casamiento:
—Bueno, hijo mío; así seré feliz. Yo no me ocuparé más que de los trabajos
pesados para que ella no se canse y, además, no tendremos que repartir la vajilla, que
siempre he visto en los mismos estantes.
En el cielo de la felicidad de Adam sólo había una nube: a veces Hetty parecía ser
desgraciada. Pero a todas sus preguntas ansiosas y tiernas, ella contestaba con voz
firme que estaba muy satisfecha y que no deseaba nada más. Y después de estas
palabras, se mostraba más alegre que de costumbre. Tal vez sólo estaba algo cansada
del trabajo y agobiada por la ansiedad, porque poco después de Navidad la señora
Poyser cogió otro resfriado, que se convirtió muy pronto en una inflamación de los
pulmones, y esta enfermedad la retuvo en cama durante todo el mes de enero. Hetty
tuvo que cuidar del gobierno de la casa y hasta suplir a Molly mientras ésta cuidaba a
su señora; y, al parecer, la joven se entregó en cuerpo y alma a sus nuevas funciones
con todo el ardor de que era capaz, de modo que el señor Poyser decía a Adam que
sin duda se proponía demostrar cuán buena ama de casa sería; pero como al mismo
tiempo temía que se excediese en su trabajo, comprendía que debería gozar de algún
descanso en cuanto su tía estuviese restablecida.
Este deseado acontecimiento ocurrió en la primera quincena de febrero, cuando
ya el tiempo fue más benigno y empezó a fundirse la nieve en las montañas. Pocos
días después de que su tía bajase a la cocina, Hetty fue a Treddleston a comprar
algunas cosas que se necesitaban para la boda, y la señora Poyser la regañó por no

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haberse acordado de ello antes, observando que si se hubiese tratado de algún traje o
de alguna gala no habría dejado de ir.
Eran las diez cuando Hetty salió, de modo que la escarcha de las primeras horas
de la mañana se había fundido ya. Los buenos días de febrero tienen en sí una
esperanza más alegre que otros cualesquiera del año. Resulta agradable exponerse a
los suaves rayos del sol, contemplar el paciente trabajo de los caballos de labranza,
que dan la vuelta en el extremo del surco, y pensar, al mismo tiempo, que ya se
acercan los hermosos días del año. Los pájaros parecen comprenderlo también, y sus
voces son tan diáfanas como el aire claro de la mañana. No hay todavía hojas en los
árboles y en los setos, pero, en cambio, los pastos tienen un tono verde brillante que
contrasta singularmente con el color pardo de las ramas y de la tierra recién labrada.
Entonces el mundo parece magnífico y resulta delicioso recorrer los valles y hasta
trasponer las montañas. Eso he pensado muchas veces al verme en países extranjeros,
donde los campos y los bosques se han presentado a mis ojos con el mismo aspecto
que los de nuestro Loamshire inglés; he visto la tierra rica y recién labrada con igual
cuidado y los bosques cubriendo las suaves pendientes para morir junto a los verdes
prados; pero, de pronto, he divisado a la orilla del camino algo que me ha recordado
que no estoy en Loamshire. He visto la imagen de una gran agonía, la agonía de la
Cruz. Quizás la he descubierto junto a las apretadas flores del manzano o alumbrada
por el sol, al lado de los campos de trigo, o tal vez al dar la vuelta junto al bosque e
inmediata a un manso arroyo, y seguro que si en este mundo hubiese un viajero que
no conociese la historia de la vida del hombre, aquella imagen de agonía le parecería
fuera de lugar al verla rodeada de la alegre naturaleza. Ignoraría, quizás, que detrás de
las flores del manzano, entre el dorado trigo o también debajo de los arbustos,
pudiese existir un corazón humano angustiado, una lozana joven que ignorase dónde
podría hallar refugio contra la vergüenza; y no comprendería nuestra vida mucho más
que un cabritillo extraviado, que anduviera errante, a la caída de la tarde, por entre los
solitarios brezales; y, sin embargo, se hallaría junto a una de las mayores amarguras
que existen.
Tales cosas se ven, a veces, ocultas entre los soleados campos y detrás de los
vergeles floridos. Y el rumor del manso arroyo cuando uno se acerca a un pequeño
arbusto puede confundirse con un desesperado sollozo humano. No es de extrañar
que la religión del hombre comprenda tanta tristeza y tampoco que necesite a un Dios
que sufra.
Hetty, cubierta por su roja capa y su caliente gorro, y llevando en la mano un
cesto, se dirigía hacia un portillo que daba al camino de Treddleston, pero no gozaba
de la alegría de la luz del sol, ni pensaba, esperanzada, en el acontecimiento que se
avecinaba. Apenas se daba cuenta del resplandor del astro diurno; además, hacía
varias semanas que tenía algo que la hacía temblar y estremecerse. Sólo deseaba
verse en la carretera a fin de andar despacio, sin preocuparse de su propio aspecto, y
entregarse a sus tristes pensamientos; al atravesar el portón desembocó en un sendero

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que corría entre los campos y los setos espesos. Sus oscuros ojos miraban sin ver los
campos. Pero en aquellos ojos no había lágrimas, ya que las derramaba abundantes
por las noches antes de acostarse. Junto al siguiente portillo el sendero se bifurcaba,
ofreciéndole dos caminos, uno de ellos cruzaba los setos y volvería a conducirla al
camino principal, en tanto que el otro pasaba por entre los campos y la llevaría hacia
las tierras de pasto, donde no vería a nadie. Escogió este último y empezó a andar un
poco más deprisa, como si, de pronto, hubiese pensado en el objeto hacia el cual valía
la pena encaminarse cuanto antes. Pronto se halló entre los prados, que se inclinaban
en suave pendiente, y dejó el terreno llano para descender por una bajada. Más allá
había un bosquecillo y se encaminó hacia él. Pero no era un bosquecillo, sino un
estanque oscuro y rodeado de arbustos lleno de las lluvias del invierno, hasta el punto
que algunos de los arbustos más pequeños estaban casi cubiertos por el agua. Se sentó
en la orilla y sus ojos, como si obedeciesen la orden reiterada de un cerebro
obsesionado, parecían tratar de averiguar qué clase de lecho sería aquél para una
novia.
No, no tuvo valor para saltar a aquel frío lecho; y aunque se hubiese decidido,
podrían encontrarla allí y descubrir la razón de su suicidio. Sólo le quedaba un
recurso: marcharse a donde no pudieran encontrarla. A partir del triste día de su
compromiso con Adam, esperó y esperó con la ciega y vaga esperanza de que
ocurriese «algo»; pero ya no le era posible esperar más. Toda la fuerza de su carácter
se había concentrado en un esfuerzo encaminado a disimular y se horrorizaba de todo
aquello que pudiera traicionar su miserable secreto. Varias veces tuvo la idea de
escribir a Arthur para comunicarle lo que le ocurría, pero siempre acabó por desistir.
Él no podría hacer nada en su favor, ni protegerla contra el descubrimiento y el
respeto de sus parientes y vecinos que, de nuevo, constituían todo su mundo, ahora
que ya se había desvanecido su loco sueño. Su imaginación no esperaba ya ninguna
felicidad proveniente de Arthur, porque éste no podía hacer nada que satisficiera o
calmase su orgullo. No. Algo ocurriría, «debía» ocurrir algo que la liberase de aquel
temor. En las almas jóvenes, infantiles e ignorantes, siempre hay esta ciega confianza
en alguna casualidad imprevista, y es tan difícil que un muchacho o una niña crean
que puede ocurrirles una tremenda desgracia como figurarse que han de morir.
Pero la necesidad la agobiaba; la fecha de su matrimonio estaba cercana y no
podía continuar asida a su ciega esperanza. No tenía más remedio que huir, ocultarse
donde no la encontrasen sus parientes; pero el terror de ir errante por el mundo, del
cual no sabía nada, hizo que la posibilidad de ir en busca de Arthur la tranquilizase en
parte. Se sentía tan indefensa y tan incapaz de cuidar de su propio futuro que la
esperanza de confiar en él le ofrecía un consuelo mucho más fuerte que su orgullo. Y
mientras estaba sentada junto al estanque, se estremecía al contemplar el agua fría y
oscura; la esperanza de que él la recibiese con ternura, de que la amase y la amparase,
le proporcionaba un calor agradable que, por el momento, le dejaba indiferente con
respecto a todo lo demás. Y así empezó a pensar exclusivamente en su proyecto de

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fuga.
Pocos días atrás había recibido una carta de Dinah llena de bondadosas palabras
acerca del próximo matrimonio, del que se había enterado por medio de Seth; y
cuando Hetty leyó la carta, en voz alta, a su tío, éste dijo: «Me gustaría mucho que
volviese Dinah, porque sería un gran consuelo para tu tía, en cuanto tú te hayas
marchado. Creo que harías muy bien, hija mía, en ir a verla en cuanto puedas, para
persuadirla de que vuelva contigo. Tal vez la convencerías diciéndole que su tía la
necesita y vencerías su resistencia a abandonar su residencia actual». A Hetty no le
gustó la idea de ir a Snowfield y tampoco deseaba ver a Dinah, de modo que
contestó: «Está muy lejos, tío». Pero ahora se dijo que aquella visita le serviría de
pretexto para huir. Al regresar a su casa le diría a su tía que quería ir a pasar una
semana o diez días en Snowfield, y luego, en cuanto llegase a Stoniton, donde nadie
la conocía, preguntaría por el coche que pudiese llevarla a Windsor. Arthur estaba
allí; ella iría a su encuentro.
En cuanto Hetty decidió este plan, se puso en pie, tomó el cesto y emprendió el
camino hacia Treddleston a fin de comprar las cosas que le habían encargado para la
boda, aun cuando sabía que nunca las necesitaría. Y se dijo que debía tener cuidado
de no despertar ninguna sospecha acerca de su proyectada fuga.
La señora Poyser se sorprendió agradablemente al saber que Hetty iría a visitar a
Dinah con objeto de procurar traérsela consigo y convencerla de que se quedase en la
casa después de su casamiento. Puesto que el tiempo era bueno, cuanto antes se
marchase, mejor; al llegar por la noche, Adam dijo que si Hetty podía salir a la
mañana siguiente, él procuraría acompañarla hasta Treddleston para dejarla en el
coche de Stoniton.
—Mucho me gustaría ir contigo para cuidarte, Hetty —dijo a la mañana siguiente
apoyado en la portezuela del coche—, mas espero que, a lo sumo, tardarás una
semana, aunque este tiempo se me hará muy largo.
Al mismo tiempo la miraba con cariño, y su fuerte mano estrechó la de la joven.
Hetty experimentó cierta sensación de protección al verse ante Adam, sensación a la
que ya estaba acostumbrada. ¡Ojalá hubiese podido deshacer lo pasado y no haber
conocido otro amor que su tranquilo afecto por Adam! Y las lágrimas inundaron sus
ojos cuando le dirigió otra mirada.
«Que Dios premie su bondad conmigo», murmuró Adam mientras emprendía el
camino de regreso.
Pero Hetty no derramó aquellas lágrimas por Adam, ni tampoco por el dolor que
éste sentiría en cuanto se convenciese de que ella había huido para siempre, sino que
lloró por su propio infortunio que la alejaba de aquel hombre valeroso y tierno, que le
ofrecía su vida entera, y por la desdicha que, a su pesar, la arrojaba como indefensa
mendiga a los pies del hombre que consideraría una desgracia el hecho de que ella se
viese obligada a buscar su protección.
A las tres de la tarde de aquel día, cuando Hetty estaba en el coche que había de

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llevarla, según decían, a Leicester, es decir, todavía a gran distancia de Windsor,
presintió vagamente que quizás realizaba aquel pesado viaje en dirección a una nueva
desdicha.
Sin embargo, Arthur estaba en Windsor. Seguro que no se enfadaría con ella y, si
no continuaba demostrándole su cariño, por lo menos la acogería con bondad, como
le había prometido.

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LIBRO QUINTO

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XXXVI

EL VIAJE HACIA LA ESPERANZA

E l viejo cochero de Cakburne, al ver a aquella hermosa joven entre los viajeros
del exterior, la invitó a sentarse a su lado y, considerándose en su calidad de
cochero y de hombre en la obligación de iniciar el diálogo por medio de una broma,
así lo hizo en cuanto hubieron abandonado los mojones indicadores de la proximidad
de la población. Después de dar varios latigazos y de dirigir con el rabillo del ojo
algunas miradas a Hetty, levantó los labios por encima de la bufanda y exclamó:
—Estoy seguro de que, por lo menos, mide metro ochenta y cinco de alto, ¿no es
así?
—¿Quién? —preguntó Hetty algo sobresaltada.
—Pues el novio a quien ha dejado atrás o al lado del cual se dirige ahora.
Hetty se sonrojó y luego palideció, figurándose que aquel cochero sabía algo de
ella. Sin duda conocería a Adam y le diría adonde había ido, pues para los
campesinos es difícil creer que las personas notables de su propia parroquia no son
conocidas en las demás y, de igual modo, Hetty no podía imaginarse que una broma
casual coincidiese de tal modo con la verdad. Por esa razón se quedó demasiado
asustada para contestar.
—¡Vamos, vamos! —dijo el cochero al observar que su chanza no tenía el éxito
esperado—. No se lo tome en serio, y si se ha portado mal ese muchacho, busque otro
novio. Una hermosa joven como usted puede tener los que quiera.
Hetty se tranquilizó un tanto al observar que el cochero ya no aludía a sus asuntos
personales, pero no se atrevió a preguntarle sobre el camino que había de seguir para
ir a Windsor. Le dijo que iba a poca distancia de Stoniton, y así, en cuanto el coche se
detuvo ante una posada, se apresuró a alejarse hacia otra parte de la ciudad. Al forjar
el plan de irse a Windsor no previo ninguna dificultad, pues sólo pensaba en huir; y
cuando hubo logrado su propósito gracias a la fingida visita a Dinah, se concentró en
su encuentro con Arthur y también imaginó la acogida que éste le dispensaría sin
preocuparse para nada de los incidentes del viaje. Era demasiado ignorante para
prever ningún detalle, y con el dinero que llevaba, o sea tres guineas, se creyó
ampliamente provista. Solamente al conocer el coste del pasaje en el coche que iba a
Stoniton empezó a alarmarse con respecto al resto del viaje, y entonces, por vez
primera, comprendió su ignorancia acerca de los lugares que había de atravesar para
llegar a Windsor. Angustiada por esta nueva alarma, atravesó las tristes calles de
Stoniton y, por fin, se metió en una mala posada en busca de un alojamiento barato
para pasar la noche. Una vez allí preguntó al posadero si podía indicarle el camino
que había de seguir para llegar a Windsor.
—No lo sé muy bien —contestó el interpelado—. Windsor debe de estar muy

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cerca de Londres, porque el rey vive allí. De todos modos, convendrá que vaya
primero a Ashby, es decir, hacia el sur. Pero entre esta ciudad y Londres hay tantos
lugares como casas en Stoniton. Por mi parte, nunca he viajado. Pero ¿cómo se
explica que una muchacha tan joven como usted se disponga a emprender tan largo
viaje?
—Voy a reunirme con mi hermano, que es soldado y está en Windsor —dijo
Hetty asustada por la pregunta del posadero—. No tengo bastante dinero para pagar
mi pasaje en el coche. ¿Cree que mañana por la mañana encontraré algún carro que se
dirija a Ashby?
—¡Oh! Hay muchos carros, pero no es posible saber con certeza de dónde salen.
Tampoco puede recorrer la ciudad para averiguarlo y, por consiguiente, sería mejor
que echase a andar; no hay duda de que, por fin, hallaría en la carretera algún carro
que se dirigiese allá.
Cada una de estas palabras contribuía a desalentar más y más a Hetty; veía que su
camino se iba alargando y hasta llegar a Ashby le parecía ya algo difícil. Tal vez
emplease un día entero en llegar allí y, sin embargo, apenas tenía importancia
comparado con el resto del viaje. Pero debía hacerlo y llegar junto a Arthur. ¡Oh,
cuánto deseaba encontrar a alguien que le tuviese afecto! Nunca se había levantado
por la mañana sin la certeza de ver rostros familiares; por otra parte, el viaje más
largo que hizo en su vida fue a Rosseter, montada en la grupa del caballo de su tío. Y
he aquí que ahora ella, que meses antes no tenía otro pesar que envidiar una nueva
cinta a Mary Burge o la riña de su tía por no haber cuidado a Totty, tenía que
emprender un viaje interminable, sola, abandonando su hogar y sin nada más que una
trémula y lejana esperanza. Por primera vez, mientras aquella noche estuvo tendida
en esa cama extraña y dura, comprendió que su hogar era muy agradable, su tío muy
bondadoso con ella y que su suerte en Hayslope, entre las cosas y la gente a quienes
conocía —enorgulleciéndose de un traje o de un gorro, sin tener que ocultar nada a
nadie—, era precisamente la que habría deseado encontrar al despertarse, diciéndose
que aquella huida febril y angustiosa no era más que una corta pesadilla. Con
añoranza y pesar pensó en todo lo que había dejado atrás. Sentía su corazón lleno de
desgracia y no podía pensar siquiera en los pesares de otras gentes. Y, sin embargo,
antes de aquella carta cruel, Arthur fue siempre tierno y cariñoso. Este recuerdo aún
le resultaba encantador, a pesar de que era sólo una bebida calmante que le hacía
soportable su pena. Porque Hetty no podía concebir otra existencia futura que la de
vivir oculta, ya que ni siquiera el amor le ofrecería ningún goce y su propia vida
estaría ligada a la vergüenza…
A la mañana siguiente se levantó temprano y, después de desayunar un poco de
leche y pan, salió hacia el camino que conducía a Ashby bajo un cielo encapotado,
plomizo, con una faja amarillenta en el horizonte como una esperanza que se pierde.
El desaliento de su corazón ante la dificultad de su viaje hizo que temiese gastar su
dinero, quedándose tan desamparada que no le cupiese otro recurso que pedir

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limosna; Hetty no sólo era orgullosa por carácter, sino que, además, pertenecía a una
clase digna: la que paga la mayor parte de los impuestos en favor de los pobres y que
se estremece ante la idea de tener que vivir gracias a esos mismos impuestos. No se le
había ocurrido nunca que pudiese obtener algún dinero vendiendo los pendientes y el
guardapelo que llevaba consigo, y así hizo uso de su aritmética y de su conocimiento
de los precios para calcular cuántas comidas y cuántos recorridos podría realizar con
sus dos guineas y los pocos chelines que le quedaban y que le parecían tener un
aspecto melancólico, como si fuesen las pálidas cenizas de las llameantes monedas de
oro.
Al salir de Stoniton anduvo varios kilómetros con relativo ánimo, imponiéndose
sucesivamente como meta momentánea algún punto distante, un árbol o un portón, y
cuando lo alcanzaba se ponía contenta. Pero en cuanto llegó al mojón indicador de
que había recorrido seis kilómetros —el primero que descubrió junto al camino—,
sintió gran desaliento al ver cuán poco había avanzado. Estaba fatigadísima y
hambrienta, pues si bien acostumbraba a hacer una vida activa, no tenía, en cambio,
el hábito de realizar grandes marchas, que producen una fatiga distinta de la actividad
cotidiana. Mientras miraba el mojón, sintió algunas gotas de agua que le caían en el
rostro; en aquel momento empezaba a llover. Ésta era una nueva complicación que no
se le había ocurrido y, anonadada, se sentó en el escalón de un portillo y empezó a
sollozar histéricamente. Las primeras penalidades equivalen a la primera vez que
probamos una comida amarga. Al principio parece insoportable, pero como no
tenemos nada más para calmar el hambre, tomamos otro bocado y, por fin, nos parece
posible continuar comiendo. En cuanto Hetty se consoló un poco gracias a sus
sollozos, reunió su escaso valor; puesto que llovía, debía esforzarse por llegar a un
pueblo donde hallase descanso y cobijo. Poco después, y mientras seguía su fatigosa
marcha, oyó el ruido de unas pesadas ruedas a su espalda; se acercaba un carro
cubierto y vio que al lado de los caballos iba el carretero chasqueando de vez en
cuando su látigo. Lo esperó, diciéndose que si el carretero no era un hombre
intratable le rogaría que la dejase subir al carro. Cuando se acercó, el carretero
permanecía atrás, pero la joven vio en la parte delantera algo que le dio ánimos. En
otro momento cualquiera de su vida no lo habría notado, pero entonces despertó en
ella una nueva sensibilidad. Era un perrito de ojos tímidos y de color blanco y
marrón, iba sentado en la parte delantera del carro, y temblaba incesantemente. A
Hetty no le gustaban mucho los animales, pero en aquel momento le pareció que
aquel desgraciado ser tenía muchos puntos en común con ella misma y, sin darse
cuenta de la razón, se sintió más animada a hablar al carretero. Este era un hombre
corpulento y rojizo que, a guisa de manta, llevaba un saco sobre los hombros.
—¿Me permite que suba al carro si se dirige a Ashby? —preguntó Hetty—. Le
pagaré.
—Bueno —dijo aquel enorme individuo sonriendo con la lentitud propia de los
hombres de su tipo—. No tengo inconveniente en que suba, aunque sea sin pagar, si

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no le importa ir encima de unos fardos de lana. ¿De dónde viene? ¿Para qué quiere ir
a Ashby?
—Vengo de Stoniton y voy muy lejos, a Windsor.
—¿Para qué?
—Para reunirme con mi hermano, que es soldado y está allí.
—Bueno. Yo no voy más que a Leicester, y ya es bastante lejos; pero le dejaré
subir al carro si no tiene mucha prisa. Los caballos no sentirán su peso, como no
notan el del perrito que va delante y que recogí en el camino hace cosa de quince
días. Creo que es un animal perdido; no hace más que temblar. Deme el cesto, y la
haré subir por la parte trasera del carro.
El tenderse sobre unos fardos de lana con una abertura entre las cortinas del toldo
para dejar entrar el aire, era un verdadero lujo para Hetty en aquellos momentos, de
modo que casi se durmió hasta que el carretero fue a preguntarle si quería bajar para
comer un poco. Él mismo se disponía a hacerlo en aquella taberna. Por la noche, y a
hora muy avanzada, llegaron a Leicester, y así pasó el segundo día del viaje de Hetty.
No gastó más dinero que el necesario para pagar su comida, pero comprendió que le
resultaría intolerable viajar con tanta lentitud, de modo que, a la mañana siguiente, se
dirigió a la casa de postas con objeto de preguntar si le costaría mucho hacer el viaje
en coche, y también cuáles eran las ciudades que había de atravesar para llegar a
Windsor. Sí. La distancia era demasiado grande y los coches muy caros, de modo que
se vio obligada a renunciar a ellos; pero el anciano empleado de la oficina,
conmovido al ver su hermoso y ansioso rostro, le escribió en un papel los nombres de
las principales ciudades que debía atravesar. Este fue el único consuelo que tuvo en
Leicester, porque los hombres la miraban en las calles y por primera vez en su vida
Hetty deseó que nadie se fijara en ella. Emprendió de nuevo el camino, pero aquel día
tuvo más suerte, porque pronto la alcanzó un carretero que la llevó a Hinckley, y al
haber encontrado una silla de posta de retorno, con un postillón borracho que la
asustó guiando los caballos peligrosamente y dirigiéndole observaciones en broma
mientras se retorcía sobre la silla, antes de la noche se vio en el corazón de
Warwickshire; pero aún, según le dijeron, a cosa de ciento cincuenta kilómetros de
Windsor. ¡Oh, qué grande era el mundo y cuánto le costaba realizar aquel viaje! Por
equivocación se dirigió a Stratford-on-Avon, porque Stratford figuraba en la lista de
poblaciones que le dieron y entonces se enteró que se había desviado bastante de su
camino. Hasta el quinto día no llegó a Stony Stratford. Mirando el mapa, este viaje
parece muy corto y el lector recordará, quizás, las agradables excursiones que ha
hecho junto a las risueñas orillas del Avon; mas para la pobre Hetty fue un trayecto
largo y penoso. Le parecía que aquella comarca de campos llanos, de setos y de casas
desperdigadas, de pueblos y de ciudades de mayor importancia —todo lo cual
resultaba indiferente a sus ojos— había de ser interminable y que ella se vería
condenada a vagar por allí por toda la eternidad, esperando junto a las barreras de
peaje a que apareciese algún carro, para luego enterarse de que iba a muy poca

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distancia, quizás al molino, que estaba situado a un kilómetro; además le repugnaba
entrar en las tabernas para comer y preguntar, porque siempre estaban llenas de
hombres que la miraban y le dirigían bromas torpes. Estaba agotada por la fatiga y
por la ansiedad; tenía el rostro muy pálido y más desencajado que durante la
temporada que había pasado en casa agobiada por sus temores. Cuando por fin llegó a
Stony Stratford, su impaciencia y su cansancio eran ya excesivos para que pensase
siquiera en economizar. Decidió tomar el coche para recorrer el resto del viaje,
aunque tuviese que quedarse sin dinero. Una vez en Windsor ya no necesitaría nada
más que encontrar a Arthur. En cuanto hubo pagado el pasaje en el coche, sólo le
quedó un chelín y, al bajar frente a la posada de Green Man, en Windsor, a las doce
del día séptimo de su viaje, hambrienta y exhausta, el cochero se le acercó y le rogó
que se acordase de él. Llevó la mano al bolsillo y sacó el chelín, pero las lágrimas
inundaron sus ojos al pensar que iba a dar lo último que le quedaba para pagar alguna
comida que sin duda necesitaba antes de salir en busca de Arthur. Por eso tendió el
chelín al cochero, lo miró con los ojos llenos de lágrimas, y le preguntó:
—¿Puede devolverme seis peniques?
—No quiero nada —replicó él con bondadosa rudeza—. Guárdese el chelín.
El posadero de Green Man había presenciado aquella escena, y era hombre cuya
glotonería le servía para conservar no sólo su persona, sino también sus buenos
sentimientos; aparte de que el hermoso y lloroso rostro de Hetty habría sido capaz de
despertar la compasión de cualquiera.
—¡Entre, joven! ¡Entre! —dijo—. Entre a tomar algo. Está cansada y hambrienta.
No es difícil adivinarlo.
Condujo a la joven al interior del establecimiento, y le dijo a su esposa:
—Lleva a la sala a esta joven. Está un poco fatigada y no parece feliz del todo.
Hetty se irritaba consigo misma al notar que no podía contener el llanto, pues
creía no tener ningún motivo para llorar ya, puesto que estaba en Windsor y no lejos
de Arthur.
Contempló con ansiosos y hambrientos ojos el pan, la carne y la cerveza que le
sirvió la hostelera, y durante unos minutos olvidó todos sus dolores ante la deliciosa
sensación de satisfacer el hambre y recobrar las fuerzas. La hostelera, que se había
sentado frente a ella, la miraba con atención mientras comía.
—No está en situación de viajar —dijo fijándose al mismo tiempo en el detalle de
que Hetty no llevaba ninguna sortija—. ¿Viene de lejos?
—Sí —contestó Hetty más aliviada cuando hubo comido, aunque aquella
pregunta le indicó la conveniencia de dominarse—. Vengo de muy lejos y estoy muy
fatigada. Pero ya me encuentro mejor. ¿Podría decirme qué camino he de tomar para
ir ahí?
Al mismo tiempo sacó del bolsillo un pedazo de papel. Era el final de la carta de
Arthur donde él había escrito sus señas.
Mientras hablaba entró el posadero, quien empezó a mirarla atentamente como

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hiciera su mujer. Tomó el papel que Hetty tendía a través de la mesa y leyó las señas.
—¿Qué debe hacer en esa casa? —preguntó.
Los posaderos y todas aquellas personas que no tienen asuntos urgentes propios
suelen hacer cuantas preguntas pueden antes de proporcionar los informes pedidos.
—Deseo ver a un caballero que está allí —dijo Hetty.
—Allí no hay ningún caballero —replicó el buen hombre—. Está cerrado… hace
más de quince días. ¿A qué caballero quería ver? Tal vez pueda indicarle dónde
encontrarle.
—Al capitán Donnithorne —contestó Hetty temblorosa, pues su corazón latía de
un modo doloroso al ver destruida su esperanza de encontrar inmediatamente a
Arthur.
—¿El capitán Donnithorne? Espere un poco —dijo el posadero con lentitud—.
¿No estaba en la milicia de Loamshire? Es un oficial joven y alto, de tez blanca y
patillas rojizas. Tiene un criado que se llama Pym.
—¡Sí, sí! —exclamó Hetty—. Ya veo que lo conoce. ¿Dónde está?
—Pues a gran distancia de aquí. La milicia de Loamshire se ha ido a Irlanda.
Hace ya quince días que marcharon.
—Mira, se ha desmayado —observó la hostelera apresurándose a sostener a
Hetty, que había perdido el sentido y parecía un hermoso cadáver.
La llevaron al sofá y le aflojaron el traje.
—Sospecho que en todo esto hay algo muy desagradable —dijo el posadero
mientras iba en busca de agua.
—Bastante se ve lo que hay —dijo la mujer—. Desde luego no se trata de una
tunanta. Eso ya se ve. Tiene aspecto de ser una muchacha campesina decente y, a
juzgar por su acento, viene de muy lejos. Habla como aquel palafrenero que tuvimos
y que era natural del norte. Era un hombre honrado y tengo entendido que por allá la
gente es muy buena.
—Nunca vi en mi vida a una muchacha tan hermosa —observó el marido—.
Parece un cromo. No se cansa uno de mirarla.
—Sí, pero más le valdría haber sido menos guapa y tener mejor conducta —
sentenció la hostelera, que sin ningún género de dudas toda su vida había tenido
mejor conducta que belleza—. Pero ya vuelve en sí. Trae un poco más de agua.

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XXXVII

EL VIAJE HACIA LA DESESPERACIÓN

H etty estuvo demasiado enferma durante el resto de aquel día para contestar a
las preguntas que le dirigían y ni siquiera pudo pensar con claridad sobre los
males que la aguardaban. Únicamente comprendió que sus esperanzas se habían
disipado y que, en vez de encontrar un refugio, había hallado un desierto donde no
había un lugar para ella. La cama cómoda y los cuidados de la buena hostelera le
proporcionaron algún alivio, semejante al que experimenta el hombre fatigado de
andar que decide tenderse en la arena en vez de seguir camino bajo los ardientes
rayos del sol.
Pero cuando el sueño y el descanso le hubieron devuelto la fuerza necesaria para
recobrar la conciencia de su situación; cuando, a la mañana siguiente, la luz del
amanecer la obligó a concentrarse de nuevo en buscar remedio a sus dolores, empezó
a preguntarse qué podía hacer; luego recordó que ya no tenía dinero y se estremeció
al imaginarse errante entre desconocidos; la experiencia de su viaje a Windsor no le
abría perspectivas muy prometedoras. ¿Hacia dónde se encaminaría? ¿Qué haría?
Aun en el caso de que pudiese conseguirlo, no le habría sido posible dedicarse a
ningún trabajo. No le quedaba más remedio que mendigar. Recordó entonces a una
mujer joven a quien un domingo encontraron apoyada en la pared de la iglesia de
Hayslope, casi muerta de frío y de hambre, y con un niño en brazos. La recogieron y
la llevaron a la parroquia. ¡La parroquia! El lector no podrá comprender el efecto de
estas palabras en una mente como la de Hetty, que se había educado entre personas de
sentimientos algo duros con respecto a la pobreza, que vivían entre los campos y se
compadecían muy poco de la miseria y de los harapos, pues si bien en las ciudades se
ven como una desgracia, en los pueblos se consideran el resultado de la pereza y del
vicio. Y, precisamente, la pereza y el vicio proporcionaban cargas a la parroquia.
¡Cuánto deseaba estar de nuevo en su casa, querida y cuidada como siempre había
estado! Las riñas de su tía por naderías le habrían parecido deliciosa música, y hasta
las echaba de menos, porque no había entonces nada grave de que acusarse. ¿Podía
ser ella la misma Hetty que solía ocuparse de hacer la manteca en la lechería,
mientras por la ventana se asomaban las rosas? ¿Sería la misma fugitiva a quien sus
amigos no querrían abrir la puerta, la misma que estaba tendida en aquel lecho
extraño, sabiendo que no tenía dinero para pagar los cuidados que recibía y que
debería ofrecer a aquellos desconocidos algo de la ropa que llevaba en el cesto?
Entonces pensó en su guardapelo y en sus pendientes, y viendo que tenía cerca el
bolso, lo cogió y extendió el contenido sobre el lecho. En sus estuchitos forrados de
seda granate encontró el guardapelo y los pendientes; un dedal de plata con la
inscripción «Acuérdate de mí»; un canuto de acero con un chelín dentro y una

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carterita de cuero rojo que se sujetaba por medio de una correa; ya no deseaba volver
a usar aquellos hermosos pendientes, adornados con delicadas perlas y granates, que
se puso con tanta alegría a la brillante luz del sol del 30 de julio. Su cabeza reposaba,
lánguida, sobre la almohada, y la tristeza que se advertía en su frente y en sus ojos era
demasiado intensa para que ella pensase en otros recuerdos. De pronto se llevó las
manos a las orejas; los pendientes de oro que llevaba también valdrían algo. Sí, sin
duda alguna podría obtener algún dinero a cambio de aquellos adornos. Los que
Arthur le había regalado debieron de costar una gran suma. Los dueños de aquella
casa habían sido muy buenos para ella y era probable que quisieran ayudarle a vender
sus joyas.
Sin embargo, el dinero no duraría mucho tiempo. ¿Qué haría en cuanto lo hubiese
gastado? ¿Adónde iría? La horrible idea de que sufriría necesidades y de que se vería
obligada a mendigar, le hizo pensar por un momento en volver al lado de sus tíos para
rogarles que la perdonaran y se compadeciesen de ella. Pero retrocedió ante aquella
idea como si se tratase de un metal candente; jamás podría soportar aquella vergüenza
ante sus tíos, ante Mary Burge, los criados del cazadero, los habitantes de Broxton y
todos cuantos la conocían. ¿Qué haría? Ante todo se alejaría de Windsor, viajaría
como lo hizo la semana anterior y se aventuraría por los campos verdes y llanos,
rodeados de altas montañas donde nadie pudiese verla o conocerla; y allí, cuando ya
no le quedase otro remedio, tal vez tendría el valor suficiente para ahogarse en algún
estanque como el que había a corta distancia de su casa. Sí, saldría lo antes posible de
Windsor. No quería que la gente de la posada supiese quién era ella o la razón por la
que había ido en busca del capitán Donnithorne. Y creyó que debía buscar alguna
excusa que explicase sus preguntas sobre el paradero de Arthur.
Después de adoptar esta idea volvió a guardar sus joyas en el bolso, dispuesta a
levantarse y a vestirse antes de que volviese la dueña de la casa. Tenía la mano
apoyada en la cartera de cuero rojo cuando se le ocurrió que quizás podía haber algo
dentro que hubiese olvidado, algo que pudiera vender, pues aunque ignoraba lo que
podía hacer en su vida, deseaba tener los medios de prolongarla todo lo posible, y
cuando se desea encontrar algo, no vacilamos en buscarlo en los lugares más
extraños. No, allí no había más que algunos alfileres y agujas y unos pétalos secos de
tulipán entre las hojas de papel en que anotara sus pequeñas cuentas. Pero en una de
aquellas hojas había un nombre que, aun habiéndolo visto con frecuencia, nunca
guardó para Hetty el valor que entonces adquirió de algo nuevo y recién descubierto.
En el papel se leía: «Dinah Morris, Snowfield». Encima había un versículo escrito a
lápiz por la mano de Dinah una tarde en que ambas estaban sentadas juntas y Hetty,
por casualidad, dejó ante ella la cartera abierta. Hetty no leyó entonces el versículo,
porque únicamente le llamó la atención el nombre. Por primera vez recordó sin
indiferencia la afectuosa bondad que Dinah le había demostrado siempre, y también
las palabras que ésta pronunció en su dormitorio, es decir, que Hetty debía de
recordarla como una buena amiga en caso de necesidad. ¿Y si fuese en busca de

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Dinah para rogarle que la ayudase? Ella no pensaba del mismo modo que la gente en
general; para Hetty era algo inexplicable, pero sabía que Dinah era siempre buena.
No podía imaginarse a Dinah demostrándole su desaprobación o su desdén, y mucho
menos hablándole con violencia o alegrándose de su desgracia y calificándola de
castigo. Dinah no parecía pertenecer al mundo de la gente cuyas miradas de fuego
tanto temía Hetty. Pero ni siquiera a ella quería pedirle misericordia ni hacerle una
confesión; no pudo decidirse a ir en busca de Dinah; sólo pensó en ella como posible
alternativa en caso de no tener bastante valor para morir.
La buena hostelera se quedó asombradísima al ver poco después a Hetty bajar la
escalera cuidadosamente y, al parecer, tranquila y decidida. Hetty le dijo que se
encontraba muy bien, que sólo era el agotamiento del viaje. Hacía días que había
dejado su casa con objeto de averiguar el paradero de su hermano, el cual se había
fugado, y como ella creía que habría sentado plaza de soldado, era fácil que el capitán
Donnithorne lo supiese, ya que en otras ocasiones este último había demostrado su
bondad con respecto a aquel mismo hermano. La historia no era muy ingeniosa y la
buena mujer se quedó mirando con cierto recelo a Hetty mientras se la refería; pero
aquella mañana la joven estaba tan resuelta y tenía un aspecto tan distinto del día
anterior, que la hostelera no se atrevió a hacer ninguna observación que pudiese
parecer indiscreta. Tan sólo la invitó a desayunar con ellos, momento en el que Hetty
mostró sus pendientes y su guardapelo, rogando al posadero que le ayudase a
venderlos. Dijo que su viaje le había costado mucho más dinero del que esperaba y
que, como no tenía valor para volver con sus amigos, necesitaba vender aquello
cuanto antes.
No era la primera vez que la hostelera veía aquellas joyas, porque el día anterior
había examinado el contenido del bolso de Hetty; ella y su marido comentaron lo
extraño que era que una campesina tuviese en su poder tales objetos, lo cual aumentó
su convicción de que había sido miserablemente engañada por el oficial.
—Bueno —le dijo el posadero cuando Hetty hubo dejado en la mesa aquellos
preciosos adornos—. Podríamos llevarlos a una joyería que está aquí cerca, pero me
temo que no le querrán dar ni la cuarta parte de lo que valen. Además, supongo que
no le gustaría desprenderse de ellos —añadió, mirándola con la mayor atención.
—¡Oh, no me importa! —objetó Hetty—, siempre y cuando obtenga el dinero
necesario para volver…
—Además, si va a venderlos, podrían pensar que los ha robado, porque no es muy
corriente que una joven como usted tenga esas joyas.
El rostro de Hetty se sonrojó de pura indignación.
—Pertenezco a una familia respetable y no soy una ladrona.
—Desde luego ya veo que no lo es —dijo la hostelera—, y tú no tienes derecho a
hablar de esta manera —añadió volviéndose indignada a su marido—. Es evidente
que todo eso se lo han regalado.
—Yo no quise decir semejante cosa —contestó el marido disculpándose—. No

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hice más que expresar lo que podía pensar el joyero para pagar menos.
—Bueno —dijo la mujer—. Suponte que tú adelantas algún dinero sobre todo
eso; si ella quiere recuperarlo cuando esté de vuelta en su casa, podrá hacerlo. Pero si
no recibimos noticias dentro de dos meses, podremos disponer de esos objetos a
nuestro gusto.
No quiero dar a entender que en esta proposición de la hostelera no hubiese cierto
egoísmo y la esperanza de obtener la recompensa de sus buenos sentimientos con la
definitiva posesión de los pendientes y del guardapelo. En realidad, la buena mujer
tuvo una clara visión del efecto que harían los pendientes en sus propias orejas. El
posadero examinó las joyas y frunció los labios con aire pensativo. Sin duda deseaba
lo mejor para Hetty pero ¿cuántas personas animadas de buenas intenciones perderían
la ocasión de conseguir un pequeño beneficio? A la dueña de la posada le afecta
sinceramente que se marche uno de sus huéspedes, lo respeta en extremo y se alegra
si alguien se muestra generoso con él; pero al mismo tiempo le entrega una cuenta en
la que obtiene el mayor beneficio posible.
—¿Cuánto dinero necesita para volver a su casa, joven? —preguntó por fin el
excelente posadero.
—Tres guineas —contestó Hetty recordando la suma que tenía al salir por falta de
otro término de comparación y temiendo pedir demasiado.
—Bueno. No tengo inconveniente en prestarle tres guineas —dijo el posadero—.
Y si me las devuelve podrá disponer de nuevo de sus joyas. Mientras tanto, le aseguro
que el Green Man no echará a correr.
—¡Oh, sí! Le agradeceré mucho que me adelante esa suma —exclamó Hetty
aliviada al pensar que no tendría que ir a casa del joyero para sufrir el examen o el
interrogatorio de éste.
—Y si quiere recobrar las joyas, escriba cuanto antes —dijo la hostelera—,
porque cuando hayan trascurrido dos meses dispondremos de ellas como nos
convenga.
—Sí —contestó Hetty con indiferencia.
Marido y mujer quedaron igualmente contentos con este arreglo. El primero
pensó que si Hetty no reclamaba las joyas podría llevarlas a Londres y venderlas muy
bien; en cambio, la mujer se dijo que convencería al buen hombre para que se las
regalase. Y, sin embargo, los dos creían hacer un bien a la pobre Hetty, a la hermosa
joven de aspecto respetable que se hallaba en una situación penosa. No quisieron
cobrarle nada por la comida ni por el alojamiento, y a las once Hetty se despidió de
ellos con la misma resolución y tranquilidad de que diera muestras aquella mañana, y
subió al coche que había de llevarla a treinta kilómetros de distancia por el mismo
camino que siguiera al llegar.
Cuando abandonó el coche emprendió de nuevo la marcha a pie, a fin de
aprovechar viajes baratos en los carros que encontraba, comiendo con la mayor
economía, siempre adelante, pero sin un objetivo definido, aunque extrañamente

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seguía el mismo camino de la ida pero a la inversa, pese a que estaba resuelta a no
regresar a casa. Tal vez actuaba así por su atracción hacia los campos de
Warwickshire, cuyos altos setos le ofrecerían un escondrijo seguro aun en invierno,
cuando los árboles estaban desprovistos de hojas. Andaba más despacio que a la ida,
y con frecuencia descansaba largas horas debajo de los árboles; sus hermosos e
inexpresivos ojos miraban sin ver; se imaginaba en la orilla de un pantano escondido
como aquel en que estuvo a punto de arrojarse y se preguntaba si los que se ahogaban
sufrían mucho y si después de la muerte habría algo peor de lo que temía en la vida.
Las doctrinas religiosas nunca causaron mucha impresión en Hetty; era una de
aquellas personas que han sido bautizadas, han aprendido el catecismo, han sido
confirmadas y han ido a la iglesia los domingos, y que, sin embargo, jamás se han
apropiado de un sentimiento o de una idea cristianos, de modo que el lector no
comprendería las ideas de Hetty durante aquellos días horribles si se imaginase que
estaban influidas por las esperanzas o por los temores religiosos.
Decidió ir de nuevo a Stratford-on-Avon, adonde la primera vez había llegado por
error, pues recordaba un estanque oculto entre los campos. Sin embargo, seguía
economizando el dinero, continuaba llevando el cesto y la vida era tan intensa en ella,
que la muerte le parecía muy lejana. Deseaba comer y descansar, y buscaba ambas
cosas desesperadamente justo en el momento en que creía estar en la orilla desde la
cual podría dar un salto hacia la muerte. Habían pasado ya cinco días desde que salió
de Windsor, cinco días en que había ido de un lado para otro, evitando siempre
cualquier conversación y toda mirada interrogadora y esforzándose en recobrar su
orgullosa independencia cuantas veces se veía sometida a alguna observación.
Por las noches buscaba un alojamiento decente, se vestía con cuidado por las
mañanas y emprendía, animosa, su camino, o buscaba un cobijo en caso de lluvia,
como si todavía le importase conservar la vida. Y, sin embargo, en sus momentos de
mayor dolor, la tristeza de su rostro era distinta de la que pudo contemplar en el
espejo empañado de su habitación. En sus ojos había aparecido una mirada dura y
hasta feroz, aunque sus pestañas eran tan largas como siempre y aún conservaban su
oscura brillantez. Sus mejillas nunca se llenaban de hoyuelos, pues raras veces
sonreía. Su rostro era lozano, infantil y siempre hermoso, pero de él habían
desaparecido el amor y la confianza, y así su belleza era triste y en sus labios
apasionados no se advertía la menor pasión.
Por fin se vio entre los campos con que había estado soñando, y en un largo y
estrecho sendero que conducía a un bosque. ¡Oh! ¡Si hubiese allí un estanque! Estaría
más oculto que si se hallase entre los campos. Pero no, aquello no era un bosque sino
un grupo de matorrales que, en otro tiempo, fue depósito de cantos rodados, y los
montículos y hondonadas estaban cubiertos de maleza y de arbustos. Los recorrió de
un lado a otro, esperando siempre encontrar un depósito de agua en una hondonada,
hasta que, finalmente, se agotó y tuvo que sentarse a descansar.
La tarde estaba ya avanzada y el cielo plomizo se oscurecía como si el sol

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estuviese a punto de ocultarse. Poco después Hetty se puso en pie; pronto reinaría la
oscuridad y más valía buscar abrigo para la noche, aunque se prometió dedicar el día
siguiente al hallazgo del estanque. Se había perdido entre los campos y tanto le
importaba seguir una dirección como otra; anduvo largo rato sin encontrar ningún
pueblo ni casa, pero en el extremo de un prado observó que se interrumpía la línea de
los setos y que la tierra se hundía y dos árboles se inclinaban sobre aquella abertura.
El corazón de Hetty se aceleró al imaginarse que allí estaba el estanque que andaba
buscando. Se acercó a aquel lugar pisando la espesa hierba; estaba pálida y
temblorosa; era como si no lo hubiera estado buscando, como si lo hubiera
encontrado a pesar de sí misma.
Allí estaba, y a la luz del crepúsculo tenía un color negruzco. Todo estaba inmóvil
y no se oía cosa alguna. Dejó el cesto en el suelo y luego se sentó, temblando, sobre
la hierba. El estanque tenía la profundidad propia del invierno, de modo que en
cuanto se secase en verano, como ocurría a los estanques de Hayslope, nadie podría
ya identificar su cuerpo. Pero estaba el cesto y era necesario ocultarlo o arrojarlo al
agua lleno de piedras. Empezó a buscarlas y pronto recogió cinco o seis, que dejó al
lado del cesto. Hecho esto se sentó; no había ninguna prisa; disponía de toda la noche
para ahogarse. Apoyó el codo en el cesto; estaba cansada y hambrienta. En el cesto
llevaba tres bollos que había comprado en el mismo lugar donde había comido. Los
sacó y se los comió con apetito, y luego volvió a quedarse sentada y mirando al
estanque. La satisfacción que sintió al calmar el hambre y aquella mirada fija y
ensoñadora, le produjeron un extraño torpor. Apoyó la cabeza en las rodillas y se
quedó dormida.
Al despertar vio que era de noche y estaba helada. Aquella oscuridad le dio miedo
y sintió temor de la larga noche que la esperaba. ¡Si pudiera echarse al agua! Pero no;
todavía no. Empezó a andar para coger calor, como si éste pudiera darle mayor
decisión. El hogar resplandeciente, el calor y las voces de su casa, la seguridad y la
paz que en ella se gozaba, los campos familiares, las personas conocidas, los
domingos y fiestas, con sus sencillas alegrías de ponerse un vestido nuevo y de ir a
divertirse…, esas dulces imágenes de su vida resurgieron ante Hetty y extendió sus
brazos hacia ellas como a través de un profundo abismo. Al pensar en Arthur apretó
los dientes y lo maldijo sin saber el alcance que podía tener su maldición. Deseó que
él también conociese la desolación, el frío y la vida de vergüenza que no se atrevía a
dar término apelando a la muerte.
El horror de aquel frío, de la oscuridad y de la soledad lejos de las miradas de la
gente, crecía por momentos; le parecía estar muerta y comprendió que, en realidad,
había perdido la vida y deseaba volver a ella. Pero no; aún vivía, todavía tenía que
dar aquel horrible salto. Sintió una extraña y contradictoria mezcla de alegría y de
tristeza. Tristeza por no atreverse a afrontar la muerte, y alegría por seguir viviendo,
por ser todavía capaz de ver la luz, de sentir el calor.
Empezó a andar de un lado a otro para vencer el frío que sentía y, al mismo

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tiempo, distinguió algunas de las sombras que la rodeaban a medida que sus ojos se
acostumbraban más a la noche; divisó la oscura línea de los matorrales, el rápido
movimiento de algún animal, tal vez una rata campestre, que corría por entre la
hierba. Ya no creía que la oscuridad fuese un obstáculo, y se sintió capaz de atravesar
el campo y llegar al portillo. Una vez en el campo de al lado creyó recordar que,
cerca de un aprisco, había un cobijo de aliagas. Si pudiera llegar hasta allá, no tendría
tanto frío. E incluso podría pasar la noche en aquel abrigo, pues recordaba que Alick
lo hacía en la época de pastoreo. El recuerdo de aquella cabaña le devolvió la alegría
y la esperanza.
Tomó el cesto y atravesó el campo, pero trascurrió un buen rato antes de que
encontrase el cobijo. El ejercicio y el deseo de hallarlo fueron, para ella, un motivo
que contribuyó a disminuir el horror de la oscuridad y de la soledad. En el campo
inmediato había algunas ovejas, y las asustó al dejar el cesto en el suelo para
atravesar el portillo; el ruido de sus movimientos la consoló, le dio la certeza de que
no se había equivocado. Ese era el campo del cobijo, pues recordaba haber visto en él
aquellas ovejas.
Siguió pues el camino, llegó al portón del otro lado y, al encontrar el aprisco, no
tardó en descubrir la cabaña, según le demostró el contacto punzante de las aliagas
que, en ese momento, le pareció delicioso. Había encontrado ya un abrigo y, dando la
vuelta en torno a él, llegó a la puerta y la abrió. Era un lugar reducido y maloliente
pero cálido y, además, tenía bastante paja en el suelo. Hetty se dejó caer, sintiendo un
alivio extraordinario. Empezó a llorar, cosa que no había hecho desde que salió de
Windsor, y con lágrimas y sollozos expresó la histérica alegría de vivir aún, de
encontrarse todavía en la tierra y con las ovejas a corta distancia. La sola sensación
de sus propios miembros le resultaba deliciosa. Se levantó las mangas y se besó los
brazos con apasionado amor a la vida.
Pronto el calor y el cansancio la adormecieron en medio del llanto, y soñó que
aún estaba en la orilla del estanque, creyendo que ya había saltado al agua; se
despertó sobresaltada y se preguntó dónde estaba. Finalmente la venció el sueño y su
cabeza, protegida por el gorro, halló una almohada en la pared, y así, aquella alma
desgraciada, indecisa entre dos terrores iguales, encontró el único alivio que aún le
quedaba, es decir, la inconsciencia.
Pero ¡ay!, este alivio pareció terminar apenas hubo empezado. Hetty soñó que
estaba en el cobijo y que su tía empuñaba una vela encendida; tembló bajo su mirada
y abrió los ojos. No vio ninguna vela, pero sí la luz de la mañana que atravesaba la
puerta abierta. Y también la miraba un hombre desconocido de cierta edad.
—¿Qué hace aquí, joven? —preguntó con rudeza.
Ante ese temor real y esa vergüenza, tembló aún más que en el sueño bajo la
mirada de su tía.
Comprendió que era como una pordiosera, por haber sido sorprendida en aquel
lugar. Pero a pesar del temblor, experimentó tal deseo de explicar su presencia que

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halló enseguida las palabras apropiadas.
—Me he extraviado —dijo—. Me dirijo hacia el norte y ayer tarde abandoné el
camino para atravesar los campos, y me sorprendió la noche. ¿Quiere indicarme el
camino que me conduzca al pueblo más inmediato?
Se puso en pie mientras hablaba, se llevó las manos al gorro para ajustárselo y
luego tomó el cesto.
El hombre le dirigió una mirada bovina sin decir palabra. Unos segundos después
se volvió y se dirigió a la puerta; al llegar allí ladeó la cabeza y dijo:
—Sí, puedo mostrarle el camino para ir a Norton. Pero ¿por qué salió de la
carretera? —añadió en tono de reproche—. Podía haberle ocurrido una desgracia.
—Sí —replicó Hetty—; no volveré a hacerlo. Le prometo seguir el camino si es
tan amable para indicarme por dónde puedo llegar a él.
—Mejor sería que consultara los postes indicadores o preguntase a la gente —
replicó aquel hombre con tono más brusco aún—. Cualquiera que la viese la tomaría
por una bruja.
Hetty se asustó al oír aquellas palabras y más aún cuando su interlocutor le dijo
que se marchase pronto. Mientras lo seguía y salía del cobijo, pensó en darle seis
peniques a cambio de su indicación y para que no la creyese una bruja. Y cuando él
se detuvo para señalarle la dirección del camino, Hetty echó manó al bolsillo para
sacar los seis peniques. Su interlocutor se volvía ya sin despedirse, pero ella le
ofreció la moneda, diciendo:
—Muchas gracias. ¿Quiere aceptar esto por su molestia?
Aquel hombre contempló la moneda y replicó:
—No necesito su dinero para nada. Mejor tenga cuidado de que no se lo roben,
cosa que ocurrirá si anda vagando por los campos como una loca.
Dicho esto se alejó y Hetty emprendió el camino. Había llegado el nuevo día y se
veía obligada a seguir andando. Ya no había que pensar en ahogarse, pues no tenía
fuerzas para hacerlo, por lo menos mientras le quedase dinero para comprar comida y
fuerza para seguir andando. Pero el incidente de aquella mañana había aumentado sus
temores para cuando se le terminara el dinero definitivamente. Entonces tendría que
vender el cesto y la ropa, y empezaría a tener aspecto de mendiga o de bruja. Había
desaparecido ya de ella la apasionada alegría de vivir que había sentido por la noche
tras evitar la muerte en el frío estanque. A la luz de la mañana, tras la impresión de la
dura mirada del hombre, la vida era tan terrible como la misma muerte, o incluso
peor; un miedo al que se sentía encadenada y del que habría querido retroceder como
del estanque negro, pero no había refugio en el que esconderse.
Sacó él dinero del bolso y lo contó. Aún le quedaban veintidós chelines, que le
podían durar muchos días, por lo menos hasta llegar a Stonyshire, o sea a muy poca
distancia de Dinah. Desde que había desistido de arrojarse al estanque, la tenía más
presente. Si se hubiera tratado de ir solamente al encuentro de Dinah, y de que nadie
más que ésta se enterara, tal vez Hetty se habría resuelto a hacerlo. La voz suave y los

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ojos compasivos de Dinah la habrían atraído a su lado. Pero luego los demás se
enterarían, y esta vergüenza le daba tanto miedo como la misma muerte.
Debía seguir andando sin parar, en espera de que un acceso de desesperación le
diese el valor que le faltaba. Tal vez la muerte acudiría a su encuentro, pues cada día
se sentía más fatigada. Y, sin embargo, porque así es el extraño carácter de nuestras
almas, que por medio de un deseo agradable nos conducen al fin que tememos,
cuando Hetty salió de Norton preguntó cuál era el camino más directo para ir hacia el
norte y hacia Stonshire, y no dejó de seguirlo durante todo el día.
¡Pobre y errante Hetty, de cara infantil, a la que se asomaba su triste alma
desesperada, y cuyo pequeño corazón y estrecha mente no le dejaban sitio para nada
más que para sus propios dolores, de modo que podía saborearlos con más intensa
amargura! Mi corazón sangra por ella al verla proseguir viaje con sus cansados pies o
sentada en un carro, en tanto que mira sin ver el camino que tiene delante,
importándole muy poco adonde ha de conducirla hasta que se presenta el hambre y le
hace desear la proximidad de un pueblo.
¿Y cuál será el fin? ¿Cuál el término de su viaje sin objetivo determinado, lejos
del amor, y pensando en los seres humanos sólo armada de un sentimiento de orgullo,
agarrándose a la vida como lo hace un pobre animal perseguido y herido?
Dios nos libre a ti y a mí, lector, de ser los protagonistas de una tragedia como
ésa.

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XXXVIII

PESQUISAS

T ranscurrieron con la tranquilidad acostumbrada para la familia de Hall Farm los


primeros diez días siguientes a la partida de Hetty, y Adam, por su parte, pasó
aquel tiempo entregado a su trabajo habitual. Todos esperaban que Hetty estuviese
ausente una semana o diez días, por lo menos, y quizás un poco más si Dinah se
decidía a regresar con ella, pues era muy posible que algo impidiese a ésta salir
inmediatamente de Snowfield. Pero en cuanto hubieron trascurrido quince días, todos
empezaron a sentir cierta sorpresa de que Hetty no estuviese ya de vuelta; sin duda la
estancia con Dinah le había resultado mucho más agradable de lo que era de suponer.
Adam estaba ya impaciente por verla y resolvió que si no llegaba al día siguiente, que
era sábado, él saldría el domingo por la mañana en su busca. Ese día no había coche,
pero saliendo antes de amanecer y quizás aprovechando algún carro que encontrase
por el camino, llegaría bastante temprano a Snowfield para traerse consigo a Hetty al
día siguiente, así como a Dinah si ésta quería acompañarles. Ya era tiempo de que
Hetty volviese a su casa, y así, Adam decidió perder el lunes en recogerla.
Su proyecto recibió la aprobación de los habitantes de la granja cuando les visitó
el sábado por la tarde. La señora le encargó muy especialmente no volver sin Hetty,
pues ya había estado ausente demasiado tiempo, teniendo en cuenta las cosas que
había de preparar para mediados de marzo, aparte de que una semana era tiempo más
que sobrado para quien quisiera reponer su salud. En cuanto a Dinah, la señora
Poyser tenía poca esperanza de que quisiera ir a vivir con ella, a no ser que le
hiciesen creer que los habitantes de Hayslope eran el doble de pobres y miserables
que los de Snowfield.
—Además —terminó diciendo la señora Poyser—, podría decirle que solamente
le queda una tía y que ésta tiene muy mala salud. También puede ocurrir que para el
próximo San Miguel nos hallemos a treinta kilómetros de distancia de aquí y que nos
muramos entre extraños, dejando a nuestros hijos abandonados y huérfanos de padre
y madre.
—No es para tanto —observó el señor Poyser, que nunca tenía tan trágicas ideas
—. Tú estás cada día mejor y hasta engordas. Sin embargo, me gustaría mucho que
viniese Dinah, porque te ayudaría con los niños. Ellos la quieren mucho.
Así pues, el domingo, al apuntar el día, Adam emprendió la marcha. Seth le
acompañó durante un par de kilómetros, pues al pensar en Snowfield y en la
posibilidad de que Dinah volviese se sentía inquieto, y el simple hecho de acompañar
a Adam le proporcionaba cierta tranquilidad. Era la última mañana de febrero y el
cielo estaba gris y las nubes muy bajas, y junto al camino y en los negros matorrales
se veían aún los cristales de la escarcha. Oyeron el rumor del regato que bajaba por la

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montaña y el débil piar de los primeros pájaros. Andaban en silencio, aunque
experimentando una sensación muy agradable de compañerismo.
—¡Adiós, muchacho! —exclamó Adam poniendo la mano en el hombro de Seth y
mirándole con afecto antes de separarse—. ¡Ojalá pudieras acompañarme todo el
camino y ser tan feliz como yo!
—Estoy contento, Adam, muy contento —replicó Seth con tono alegre—. Al fin
y al cabo, me quedaré soltero toda la vida y podré jugar con tus hijos.
Se separaron y Seth emprendió el camino de su casa, repitiendo mentalmente uno
de sus himnos favoritos.

Oscura y triste es la mañana


cuando tú no la acompañas;
el día del regreso carece de alegría
hasta que yo veo los rayos de tu misericordia,
hasta que tu luz interior llega
a alegrar mis ojos y a calentar mi corazón.
Visita, pues, esta alma mía;
atraviesa la penumbra del pecado y del dolor;
lléname del resplandor divino,
dispersa mi incredulidad,
muéstrate más cada vez
y brilla para iluminar el día.

Adam iba mucho más deprisa, y cualquiera que hubiese transitado por el camino
de Oakbourne aquella mañana a la salida del sol, habría recibido una impresión muy
agradable al ver a aquel muchacho alto y fornido que andaba con paso vivo y con la
marcialidad propia de un soldado mientras dirigía sus ojos agudos y alegres hacia las
azules montañas que empezaban a mostrarse a la luz del sol. Pocas veces en la vida
de Adam estuvo su rostro tan libre de inquietud como aquella mañana; y esta
serenidad, como ocurre casi siempre en las mentes prácticas como la suya, le hacía
más atento a los objetos que le rodeaban y le disponía mejor a hacer observaciones
aplicables a sus planes favoritos y a sus ingeniosas ideas. Su felicidad, el
conocimiento de que sus pasos lo aproximaban cada vez más a Hetty, que muy pronto
sería suya, era para sus pensamientos lo que el dulce aire de la mañana para sus
sensaciones, y le daba un bienestar que hacía agradabilísima la actividad. De vez en
cuando sus pensamientos se detenían sólo en Hetty, alejando toda otra imagen que no
se refiriese a ella; y, al mismo tiempo, sentía un agradecimiento intenso por haber
sido favorecido por aquella felicidad, maravillándose de que la vida pudiese resultar
tan dulce. Nuestro amigo Adam tenía una mente devota, aunque quizás mostraba
alguna impaciencia con respecto a las palabras de devoción; su ternura estaba muy
cerca de su reverencia, de modo que en cuanto se agitaba una, lo mismo le ocurría a

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la otra. Pero después de recrearse en estas ideas, las de orden práctico aparecían con
redoblado vigor, y aquella mañana no hacía más que pensar en el modo de arreglar
los caminos; y se imaginaba los beneficios que podrían resultar para la comarca de
los esfuerzos de un solo caballero que quisiera dedicarse a mejorar las vías de
comunicación de su distrito.
Le pareció muy corto el trayecto de quince kilómetros hasta Oakbourne, y
desayunó en esa linda población contigua a las montañas. Más allá, el paisaje era
menos risueño. Ya no se divisaban bosques ni casas rodeadas de árboles, ni tampoco
setos frondosos, sino unas paredes de piedra gris que dividían los pobres pastos y, a
veces, algunas casas de piedra gris emergiendo de una tierra más gris todavía.
«Está claro que en esta tierra reina el hambre —se dijo Adam—. Preferiría ir
hacia el sur donde, según dicen, la tierra es tan llana como una mesa; sin embargo
Dinah prefiere vivir en un país donde puede consolar a la gente y, siendo así, hace
bien en habitar en esta región. No hay duda de que aquí deben de pensar que les ha
caído del cielo, como los ángeles en el desierto, para dar ánimos a los que no tienen
nada que comer».
Al divisar Snowfield, se dijo que aquella población estaba en armonía con la
comarca que la rodeaba, a pesar de que la corriente que atravesaba el valle, donde
estaba instalado el molino, hacía verdecer muy agradablemente los campos. La
población tenía un aspecto triste y gris y se hallaba en la ladera de una empinada
montaña, pero Adam no se dirigió a ella, porque Seth le había dicho dónde podría
encontrar a Dinah. Se trataba de una casita de tejado de paja algo separada de la
población y a poca distancia del molino, una edificación vieja situada junto al camino
y que tenía delante un campo de patatas. Allí Dinah vivía con un matrimonio anciano,
y si ella y Hetty estuviesen fuera en aquel momento, Adam podría preguntarles
adonde habían ido o a qué hora estarían de regreso. Era posible que Dinah hubiese
salido a predicar y también que dejara en casa a Hetty; Adam así esperaba, y en
cuanto reconoció la casita brilló en su rostro una involuntaria sonrisa, propia del que
espera una alegría inmediata.
Apresuró el paso a lo largo del estrecho sendero y llamó a la puerta. La abrió una
mujer ya anciana y muy limpia, que meneaba la cabeza con un temblor convulsivo.
—¿Está en casa Dinah Morris?
—No, no está —contestó la vieja mirando al desconocido con tanta extrañeza que
hablaba con gran lentitud—. ¿Quiere hacer el favor de entrar? —añadió retirándose
para dejarle paso—. Supongo que será el hermano del joven que vino hace poco, ¿no
es así?
—Eso es —contestó Adam entrando—. Era Seth Bede y yo soy Adam. Me
encargó presentarles sus respetos a usted y a su esposo.
—Hágame el favor de devolvérselos. Es un joven muy agradable y usted se
parece mucho a él, aunque es más moreno. Siéntese en ese sillón. Mi marido aún no
ha vuelto de la iglesia.

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Adam se sentó pacientemente, pues no quería agobiar a la pobre mujer con
preguntas, pero miraba con atención hacia la escalera de caracol que vio en un rincón,
creyendo que Hetty habría oído su voz y se apresuraría a bajar.
—¿De modo que ha venido a ver a Dinah Morris? —dijo la vieja poniéndose en
pie—. ¿No sabe que está ausente?
—No —contestó Adam—, aunque ya me lo figuraba, al ser domingo. Y en cuanto
a la otra joven…, ¿está en casa o ha salido con Dinah?
La anciana miró a Adam muy extrañada.
—¿Que si ha salido con ella? —preguntó—. Dinah ha ido a Leeds, una gran
ciudad de la que habrá oído hablar, donde hay muchos hijos de Dios. Se marchó
quince días antes del viernes pasado, porque le enviaron el dinero necesario para
hacer el viaje. Mire, aquí está su habitación —añadió abriendo la puerta y sin fijarse
en el efecto que sus palabras hacían en Adam.
Este se levantó y la siguió para dirigir una mirada escrutadora a la pequeña
estancia provista de una cama estrecha, del retrato de Wesley colgado de la pared y de
algunos libros encima de la gran Biblia. Abrigaba la injustificada esperanza de que
Hetty pudiera estar allí, pero al ver que la estancia se hallaba vacía se quedó un
momento sin hablar, presa de un temor indefinido e intenso de que hubiese podido
ocurrirle algo a la joven durante el viaje. Pero la vieja hablaba y comprendía con
tanta lentitud que aún cabía en lo posible que Hetty estuviese en Snowfield.
—Es una lástima que no lo supiera —dijo—. ¿Ha venido de su país expresamente
para verla?
—Pero ¿dónde está Hetty? ¡Hetty Sorrel! —preguntó Adam de pronto.
—No conozco a nadie con ese nombre —replicó la anciana extrañada—. ¿Le han
dicho que estaba en Snowfield esa persona?
—¿No vino aquí una joven, muy joven y guapa…, hace ya más de quince días
para ver a Dinah Morris?
—No. No he visto a ninguna joven.
—Piénselo bien. ¿Está segura? ¿Una muchacha de dieciocho años, con los ojos
negros y el cabello rizado del mismo color, que vestía una capa roja y llevaba un
cesto en la mano? Si la ha visto, no es posible que la haya olvidado.
—No, quince días antes del viernes pasado, o sea cuando se marchó Dinah, no vi
a ninguna persona y desde entonces no ha venido nadie a preguntar por ella, a
excepción de usted, porque todos los de aquí saben ya que se ha marchado. ¡Dios
mío! Pero ¿qué ocurre?
La anciana pudo ver la mirada de espanto que asomó a los ojos de Adam, pero
éste no se quedó confundido ni paralizado, sino que, por el contrario, empezó a
pensar rápidamente dónde podría conseguir noticias de Hetty.
—Sí. Una joven salió de nuestro pueblo para ver a Dinah. Marchó ya hace más de
quince días. Yo he venido con objeto de recogerla y temo que le haya ocurrido algo.
No puedo entretenerme. Buenos días.

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Salió de la casita y la anciana fue hasta la puerta meneando la cabeza, mientras él
se dirigía casi corriendo a la población, con objeto de preguntar en el lugar donde se
detenía el coche de Oakbourne.
No, nadie había visto por allá a una joven de las señas de Hetty. Preguntó si el
coche había tenido algún accidente unos quince días atrás, y le contestaron
negativamente; además, aquel día no salía ningún vehículo que pudiese llevarlo a
Oakbourne. En vista de ello decidió marcharse a pie, pues no podía permanecer allí
en la inacción. Mas el posadero, observando que Adam estaba muy inquieto e
interesándose por aquel asunto, con el entusiasmo propio de un hombre que pasa la
mayor parte del tiempo con las manos en los bolsillos contemplando una calle
obstinadamente monótona, le ofreció llevarle aquella misma tarde a Oakbourne en su
coche, y como aún no eran las cinco de la tarde, Adam tenía tiempo más que sobrado
para comer y llegar a Oakbourne antes de las diez de la noche. El posadero declaró
que él también deseaba ir allá y que podría hacerlo aquella misma tarde, de modo que
así dispondría del lunes entero. Una vez Adam hubo intentado, en vano, comer algo,
se guardó en el bolsillo algunas cosas que no pudo tragar y, después de beber un vaso
de cerveza, se manifestó dispuesto a emprender el viaje. Al pasar por delante de la
casita, se le ocurrió preguntar a la vieja dónde podría encontrar a Dinah en Leeds,
pues si los habitantes de Hall Farm vivían un gran disgusto, y el joven era pesimista
al respecto, los Poyser querrían saber las señas de Dinah para hacerla llamar. Pero
ésta no había dejado ninguna dirección, y la vieja, cuya memoria para los nombres
era muy mala, no pudo recordar el de la mejor amiga de Dinah entre la gente de
Leeds.
Durante el largo viaje en el coche del posadero, Adam tuvo tiempo para hacer
toda clase de conjeturas, tan pronto pesimistas como optimistas. En un primer
momento, después de descubrir que Hetty no había estado en Snowfield, atravesó su
mente, produciéndole una impresión dolorosa la idea de que ella había podido ir en
busca de Arthur. Pero luego procuró alejar de sí aquella sospecha desagradable. Sin
duda había ocurrido algún accidente. Por una extraña casualidad, Hetty debió de subir
en Oakbourne a otro coche con diferente destino; tal vez luego se puso enferma y no
quiso alarmar a su familia, comunicándole la noticia. Pero estas vagas
improbabilidades pronto quedaron desplazadas por el temor y por horribles ideas.
Hetty debió de engañarse a sí misma al pensar que podría amarle y casarse con él,
pues en realidad sólo amaba a Arthur; y ahora, desesperada al ver tan próxima la
fecha de la boda, resolvió huir y reunirse con aquél. Despertaron de nuevo sus celos y
su indignación y hasta imaginó que Arthur había obrado con falsedad, escribiendo a
Hetty y tentándola para que fuese a reunirse con él, decidido finalmente a que no
perteneciese a otro hombre. Quizás tenía él la culpa de todo lo ocurrido y había dado
instrucciones a la joven para que le siguiese hasta Irlanda, pues Adam averiguó en el
cazadero que hacía ya tres semanas que estaba allí. Recordó las miradas tristes de
Hetty desde su compromiso, exagerando la importancia de estas observaciones de un

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modo penoso. Sin duda él había sido demasiado confiado. La pobrecilla quizás
ignoraba sus propios sentimientos y creyó que podría olvidar a Arthur, y
momentáneamente se sintió atraída por el hombre que le ofrecía su amor fiel y
protector. A pesar de todo no la censuraba, porque sin duda ella jamás deseó causarle
aquel dolor. La culpa la tenía aquel hombre que había jugado con sus sentimientos de
un modo tan egoísta y que después quizás la había llamado a su lado.
En Oakbourne el palafrenero del Royal Oak recordaba a una joven de las señas
que le dio Adam; había tomado el coche de Treddleston hacía ya más de quince días.
Dijo que no podía menos de recordar a aquella hermosa joven y que estaba seguro
que no tomó el coche de Buxton, que se dirigía hacia Snowfield, pero que la perdió
de vista mientras estaba ocupado con los caballos y no volvió a divisarla. Entonces
Adam se dirigió a la casa de la que partía el coche de Stoniton, porque éste era un
lugar adonde Hetty debía de dirigirse primero, cualquiera que fuese su destino, ya que
no se aventuraría a ir más que por las carreteras principales. Allí también la habían
visto y recordaban que se sentó en la delantera junto al cochero, pero fue imposible
encontrar a éste, pues hacía ya tres o cuatro días que lo habían sustituido en su
empleo. Quizás lo hallasen en Stoniton, preguntando en la posada donde el coche se
había detenido. Así el inquieto y dolorido Adam tuvo necesidad de esperar a la
mañana siguiente; mejor dicho, hasta las once, hora en que salía el coche.
En Stoniton hubo otra demora, porque el viejo cochero que llevó a Hetty había
salido de la población y no volvería hasta la noche. Al regresar recordó muy bien a
Hetty y también la broma que le dirigió y que repitió varias veces a Adam; había
observado que a la joven debía de ocurrirle algo raro, pues sus palabras no la hicieron
ni siquiera sonreír. Añadió que la había perdido de vista en cuanto bajó del coche.
Parte de la siguiente mañana fue empleada en investigaciones en todas las casas de la
ciudad desde las cuales partía algún vehículo, pero todo fue en vano, porque ya
sabemos que Hetty salió a pie de Stoniton en las primeras horas de la mañana. Luego
Adam recorrió todas las barreras de peaje de las carreteras, con la vaga esperanza de
que alguien la recordase, pero no pudo seguir sus huellas más allá, de modo que no
tuvo más remedio que regresar a casa para trasmitir aquellas malas noticias a los
habitantes de Hall Farm. En cuanto a lo que haría luego, sólo pudo tomar dos
resoluciones en la confusión de sus ideas: nada diría de la conducta de Arthur
Donnithorne con respecto a Hetty hasta que fuese absolutamente necesario, porque
aún cabía la posibilidad de que la joven volviese, y, en tal caso, el haber revelado
aquel secreto constituiría una vergüenza para ella. También decidió que en cuanto
llegara a su casa, después de preparar lo necesario para ausentarse de nuevo,
emprendería el viaje a Irlanda, y si en el camino no encontraba huellas de Hetty,
buscaría a Arthur Donnithorne para averiguar qué sabía él sobre los movimientos de
la joven. Varias veces se le ocurrió la idea de consultar al señor Irwine, pero eso sería
inútil del todo, a no ser que le revelase lo ocurrido, sin callar nada, traicionando el
secreto. Parece raro que Adam, en su incesante preocupación por Hetty, nunca

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pensase que la joven se había dirigido a Windsor ignorando que Arthur ya no estaba
allí. Quizás no pudiera concebir que Hetty fuese en busca del caballero sin ser
llamada. No podía imaginar ninguna causa que la obligase a dar semejante paso, en
vista de la carta que le había escrito Arthur en el mes de agosto. En su mente no había
más que una alternativa: o bien Arthur le había escrito de nuevo para tentarla, o,
simplemente, ella huyó de la inminente boda al darse cuenta de que no podría amarle
bastante y temiendo, por otra parte, la indignación de sus parientes en cuanto se
retractase.
Decidido a ir en busca de Arthur, le torturaba la idea de haber perdido dos días en
vano; y, sin embargo, puesto que no quería decir a los Poyser las sospechas que tenía
sobre Hetty, ni su intención de seguirla, era conveniente demostrarles que había
hecho cuanto humanamente era posible para averiguar su paradero.
Después de las doce de la noche del martes, Adam llegó a Treddleston y,
deseando no molestar a su madre ni a Seth, y evitar, al mismo tiempo, sus preguntas a
aquellas horas, fue a acostarse sin desnudarse a el Waggin Overthrow, donde se
sumió en profundo sueño a causa del cansancio, aunque no durmió más de cuatro
horas, pues antes de las cinco salió para continuar su viaje de regreso aprovechando
la primera luz de la mañana. Siempre llevaba en el bolsillo la llave de su taller, a fin
de poder entrar a cualquier hora, y deseaba hacerlo entonces sin despertar a Lisbeth,
pues, ante todo, quería hablar con Seth para rogarle que se lo dijera a su madre
cuando fuese necesario. Sin hacer ruido entró en el patio e hizo girar con suavidad la
llave en la cerradura; pero, como ya esperaba, Gyp, que estaba en el taller, dio un
ladrido. Se calló al ver el gesto de Adam que le imponía silencio; y en su muda
alegría, y desprovisto de rabo como estaba, tuvo que contentarse con frotar su cuerpo
contra las piernas de su amo.
Adam estaba demasiado disgustado para fijarse en el afecto del perro. Se dejó
caer en el banco y se quedó mirando a su alrededor las herramientas y las faenas
empezadas, preguntándose si en adelante volvería a disfrutar con ellas. Mientras tanto
Gyp, comprendiendo vagamente que a su amo le ocurría algo desagradable, apoyó la
cabeza en su rodilla y contrajo las cejas para mirarle. Como desde el domingo por la
tarde Adam había estado constantemente entre gente desconocida y en lugares que le
eran extraños, sin recordar los detalles de su vida diaria, al verse de pronto otra vez
en su casa y rodeado por los objetos familiares que, al parecer, habían perdido todo su
encanto, la horrible realidad de su pena lo agobió con nuevo peso. Ante él vio una
cómoda sin terminar que se había dedicado a construir en los momentos de ocio para
Hetty.
Seth no oyó la entrada de su hermano, pero en cambio se despertó a causa del
ladrido de Gyp, de modo que Adam le oyó moverse en la habitación superior
mientras se vestía. Seth pensó en su hermano enseguida. Se dijo que volvería aquel
día; los asuntos le reclamarían al siguiente, aunque le resultaba agradable pensar que
había hecho un viaje mucho más largo de lo previsto. ¿Vendría también Dinah? Seth

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se dijo que ésta sería la mayor felicidad que podría esperar, aunque ya no tenía
esperanza de que llegase a quererle lo bastante para casarse con él; pero, como se
decía con frecuencia, más valía ser amigo y hermano de Dinah que marido de otra
mujer cualquiera. Si por lo menos pudiese estar siempre a su lado en vez de vivir tan
lejos de ella…
Bajó la escalera y abrió la puerta interior que desde la casa conducía al taller para
dejar salir a Gyp, pero se quedó inmóvil, en el umbral de la puerta, sobresaltado al
ver a Adam sentado en el banco, pálido, sin muestras de haberse lavado, con los ojos
hundidos y casi con el aspecto que tienen los borrachos por la mañana. Seth no tardó
en comprender la causa. Aquello no se debía a la embriaguez, sino a una gran
calamidad. Adam levantó los ojos y se quedó mirándole sin hablar y Seth se
aproximó al banco temblando de tal manera que apenas pudo pronunciar una palabra.
—¡Dios tenga piedad de nosotros, Adam! —dijo por fin en voz baja y sentándose
al lado de su hermano.
Adam no era capaz de contestar. Aquel hombre fuerte, acostumbrado a suprimir
todo síntoma de dolor, se sintió como un niño al notar la aproximación de una
persona que le demostraba simpatía, y arrojándose al cuello de Seth se echó a llorar.
Seth estaba ya preparado para lo peor, porque no recordaba haber visto nunca
llorar a su hermano.
—¿Ha muerto, Adam? —preguntó en voz baja mientras su hermano levantaba la
cabeza y trataba de dominarse.
—No, hermano. Pero ha desaparecido. Ha huido de nosotros. No ha estado en
Snowfield. Dinah se ausentó de allí hace más de quince días, precisamente cuando
Hetty salió de casa. Y a partir de Stoniton, se han perdido sus huellas por completo.
Seth guardó silencio; no se le ocurría nada que pudiese explicar la fuga de Hetty.
—¿Tienes idea de la razón de esta conducta? —preguntó por fin.
—Tal vez no me amaba y se asustó al ver que se aproximaba la fecha de nuestra
boda. Sin duda eso es lo que ha ocurrido —contestó Adam decidido a no dar ninguna
otra razón.
—Parece que se levanta nuestra madre. ¿Se lo diremos?
—Todavía no —contestó Adam poniéndose en pie y apartándose el cabello del
rostro, como para dominarse mejor—. No conviene decírselo todavía; además, debo
emprender otro viaje después de ir al pueblo y a Hall Farm. Tampoco puedo decirte
adonde voy, pero tú darás a entender a todo el mundo que me he ausentado por
cuestiones de negocios, porque no quiero que nadie se entere de este asunto. Ahora
voy a lavarme —añadió Adam dirigiéndose a la puerta del taller; pero, después de dar
uno o dos pasos, se volvió y, fijando en su hermano una mirada tranquila y triste,
añadió—: Tendré que llevarme todo el dinero que tenemos ahorrado, Seth, pero si me
ocurre algo todo lo demás será tuyo, para que puedas cuidar de nuestra madre.
Seth estaba pálido y tembloroso, y comprendió que en todo aquello debía de
haber un secreto terrible.

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—Hermano —dijo con voz débil, y nunca llamaba «hermano» a Adam más que
en los momentos solemnes—. Estoy seguro de que no harás nada que Dios no pueda
bendecir.
—No tengas miedo, muchacho, pues sólo deseo cumplir el deber de un hombre.
La idea de que si explicaba sus preocupaciones a Lisbeth ella le agobiaría con sus
interminables preguntas, fue suficiente para devolver a Adam su habitual firmeza y el
dominio de sí mismo. Dijo pues a su madre, cuando ésta bajó, que se había sentido
enfermo al regresar y que por aquella causa pasó la noche en Treddleston, y que el
dolor de cabeza que aún tenía era la razón de su palidez y de sus ojos hundidos.
Ante todo decidió ir al pueblo, ocupar una hora en sus asuntos y comunicar luego
a Burge su necesidad de ausentarse, rogándole, al mismo tiempo, que no lo
comunicase a nadie; además, deseaba no ir a Hall Farm a la hora del almuerzo,
cuando estuvieran allí los niños y los criados, y todo el mundo pudiera sorprenderse
de que hubiese regresado sin Hetty. Esperó a que el reloj diera las nueve antes de
abandonar el almacén de maderas del pueblo, y luego, a campo traviesa, se dirigió a
la granja. Al aproximarse observó con gran satisfacción que el señor Poyser acudía a
su encuentro; eso le evitaría la triste necesidad de entrar en la casa. El señor Poyser
avanzaba alegre en aquella mañana de marzo; tal vez sentía ya la primavera. Se
disponía a inspeccionar cómo herraban un caballo de tiro y empuñaba una escarda
como compañero de camino. Se sorprendió mucho al ver a Adam, pero como no era
hombre dado al pesimismo, preguntó:
—¿Es usted, Adam? ¿De modo que ha estado ausente todo este tiempo y no se ha
traído a las muchachas? ¿Dónde están?
—No. No las he traído —contestó el joven volviéndose para indicar su deseo de
acompañar al señor Poyser.
—¡Caramba! —exclamó Martin fijándose con más atención en el rostro del joven
—. Tiene mala cara. ¿Ha ocurrido algo?
—Sí —contestó Adam con acento doloroso—. Ha ocurrido algo muy
desagradable. No he podido encontrar a Hetty en Snowfield.
El bondadoso rostro del señor Poyser dio muestras de asombro y alarma.
—¿Que no la ha encontrado? ¿Qué le ha sucedido? —preguntó imaginándose ya
algún accidente.
—No sé lo que le habrá ocurrido, pero el caso es que no fue a Snowfield. Tomó el
coche para ir a Stoniton, pero después de llegar a esta población ya no he podido
saber lo que fue de ella.
—¿Quiere decir que ha huido? —exclamó Martin deteniéndose y tan asombrado
que ni siquiera se daba cuenta de la gravedad de sus palabras.
—Sin duda ha huido —replicó Adam—. Probablemente no quería casarse
conmigo. No puede ser otra cosa. La pobrecilla debió de engañarse acerca de sus
sentimientos.
Martin guardó silencio durante un par de minutos, mirando al suelo y arrancando

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la hierba con la escarda sin darse cuenta de lo que hacía. La lentitud de su
comprensión crecía cuando el tema de la conversación era una calamidad. Por fin
levantó los ojos y mirando a Adam le dijo:
—Esa muchacha no le merece, Adam. Me parece que yo no tengo ninguna culpa,
aunque, como es mi sobrina, siempre he insistido en que se casara con usted. No
puedo ofrecerle ninguna excusa, amigo mío, pero comprendo que ha de ser un golpe
muy doloroso para usted.
Adam no pudo replicar palabra y el señor Poyser, después de dar unos pasos más,
añadió:
—Seguro que se habrá marchado con objeto de emplearse en alguna casa como
doncella, porque hace más de medio año se le metió esta manía en la cabeza y quiso
que yo le diera mi consentimiento. En cambio yo deseaba algo mejor para ella —
añadió meneando tristemente la cabeza—. Y no comprendo cómo ha tomado esa
resolución, después de darle su palabra y de tenerlo todo preparado.
Adam tenía muy buenos motivos para no contradecir al señor Poyser y hasta él
mismo pensó en la posibilidad de que tuviese razón, pues en realidad no le constaba
que Hetty se hubiese marchado en busca de Arthur.
—Es mejor que haya obrado así —dijo en tono tan firme como pudo— si
comprendió que no podía quererme por marido. Vale más huir que arrepentirse
después. Espero que no la tratará mal si vuelve, como sin duda hará si le parece duro
vivir alejada de su casa.
—Nunca volveré a quererla como antes —dijo Martin en tono decidido—. Se ha
portado mal con usted y con nosotros. De todos modos no le volveré la espalda,
porque es muy joven y ésa sólo habrá sido su primera falta. No sabe lo difícil que me
resultará decírselo a su tía. ¿Por qué no habrá venido Dinah con usted? Habría podido
tranquilizar mucho a mi mujer.
—Dinah no estaba en Snowfield, pues se marchó quince días antes y no me fue
posible averiguar sus señas en Leeds; de lo contrario se la habría traído.
—Mejor habría hecho viviendo con sus parientes —exclamó indignado el señor
Poyser— que ir a predicar entre los extraños.
—Me veo obligado a dejarle, señor Poyser —dijo Adam—; tengo mucho que
hacer.
—Sí. Vale más que se ocupe de sus asuntos y yo se lo diré a mi mujer cuando
llegue a casa. Es un encargo muy difícil.
—Le ruego —añadió Adam— que durante una o dos semanas procure que no se
entere nadie de lo ocurrido. Yo no se lo he dicho todavía a mi madre, porque no
sabemos en qué parará este asunto.
—Sí, sí. Cuanto menos se hable de eso, mejor. No hay ninguna necesidad de decir
que se han roto las relaciones y quizás no tardaremos en recibir noticias suyas. Deme
la mano, muchacho. ¡Ojalá pudiese darle una compensación!
El señor Poyser pronunció estas palabras con voz entrecortada y Adam

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comprendió sus sentimientos; los dos hombres honrados se estrecharon la mano para
expresar su mutua comprensión.
Nada impedía a Adam ya su inmediata partida. Encargó a Seth que fuese al
cazadero para comunicar al caballero que Adam Bede se había visto obligado a
emprender un viaje repentino y también que dijera lo mismo, y nada más, a
cualquiera que preguntase por él. Si los Poyser se enteraban de que había vuelto a
marcharse, supondrían por qué.
Había proyectado emprender el viaje al salir de Hall Farm, pero sintió el impulso
de ir a visitar al señor Irwine para confiarse a él, y por fin resolvió hacerlo. Se
disponía a emprender un largo y difícil viaje por mar sin que nadie supiese adonde
iba. ¿Y si le ocurría alguna cosa? ¿Y si necesitaba la ayuda de alguien para encontrar
a Hetty? Podía fiarse del señor Irwine. Su deseo de no comunicar a nadie el secreto
de la joven tuvo que ceder ante la necesidad de que otra persona además de él mismo
estuviera dispuesto a defenderla en el peor de los casos. Con respecto a Arthur,
aunque éste no hubiera incurrido en un nuevo pecado, Adam comprendió que no
tenía necesidad de guardar silencio si así lo exigía el interés de la misma Hetty.
«Debo hacerlo —pensó resolviéndose al fin—. Es lo más conveniente. No puedo
actuar solo por más tiempo».

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XXXIX

SE RECIBEN NOTICIAS

A dam tomó la dirección de Broxton y anduvo con paso vivo, consultando al


mismo tiempo su reloj, pues temía que el señor Irwine hubiese salido a cazar.
El temor y el apresuramiento le causaron una gran excitación antes de llegar a la
puerta de la rectoría, y una vez allí descubrió en la grava las huellas recientes de los
cascos de un caballo.
Pero estas huellas se dirigían hacia la puerta, y aunque había un caballo junto a la
cuadra, éste no pertenecía al señor Irwine. Sin duda aquella mañana alguien había ido
a visitar al rector para consultarle algún asunto, de modo que el señor Irwine tenía
que estar en su casa. Pese a todo, Adam apenas pudo recuperar la calma lo suficiente
para comunicar a Carrol que deseaba hablar con su señor.
El doble sufrimiento de lo cierto y lo incierto había empezado a debilitar las
fuerzas de aquel hombre vigoroso. El mayordomo le miró extrañado mientras él se
dejaba caer en un banco del vestíbulo y contemplaba distraído el reloj que colgaba de
la pared opuesta. El criado dijo que su amo tenía visita, pero en aquel momento se
oyó la puerta del estudio; al parecer se iba el visitante, y como Adam tenía prisa, el
criado se dispuso a comunicarlo cuanto antes a su amo.
Adam continuó sentado y observando el reloj. El minutero recorrió cinco minutos
y después diez con un tictac monótono e indiferente; el joven observaba su
movimiento y escuchaba el ruido de la máquina como si tuviese alguna razón
concreta para hacerlo. En los momentos de gran sufrimiento es frecuente que haya
estas pausas, cuando nuestro cerebro aturdido no se halla en situación de pensar en
nada y sólo se fija en cosas triviales. Es como si este atontamiento viniese a
proporcionarnos algún descanso de un dolor que ni siquiera nos permite dormir.
Volvió Carrol y su aparición recordó a Adam la situación en que se hallaba. Fue
introducido inmediatamente en el estudio y mientras Carrol decía:
—No sé quién es ese individuo tan raro que se ha ido. El señor lo ha hecho pasar
al comedor. También mi amo tiene una cara muy extraña, como si estuviese asustado.
Adam no hizo caso de estas palabras, porque nada le importaban los asuntos de
los demás, pero cuando penetró en el estudio y pudo contemplar el rostro del señor
Irwine, comprendió que le ocurría algo, pues el párroco no mostraba la expresión
amistosa y cordial acostumbrada. Sobre la mesa había una carta abierta y la mano del
señor Irwine estaba posada en ella; la mirada que cambió con Adam no podía deberse
sólo a la preocupación de algún asunto desagradable, porque luego fijó los ojos en la
puerta como si la aparición del joven fuese algo muy angustioso para él.
—¿Quiere hablarme, Adam? —preguntó esforzándose en dar alguna firmeza a su
voz—. Siéntese —añadió señalando una silla que se hallaba frente a él y a más de un

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metro de distancia.
Adam se sentó, diciéndose que aquella extraña frialdad del señor Irwine era otra
dificultad que no esperaba. Pero cuando el joven se resolvía a hacer algo, no
renunciaba a ello, a no ser que tuviera razones imperiosas.
—He venido a verle, señor, porque es la persona a quien más respeto en el
mundo. He de comunicarle algo muy penoso, que oirá con dolor, del mismo modo
como yo se lo contaré. Pero si hablo de las faltas de otras personas, no crea que lo
hago sin motivos muy fundados.
El señor Irwine hizo un movimiento de afirmación con la cabeza, y Adam
continuó con voz trémula:
—Según ya sabe, señor, estaba convenido que nos casase, a Hetty y a mí, el día
quince de este mes. Yo creí que me amaba, y era el hombre más feliz de la parroquia,
pero me ha sucedido una horrible desgracia.
El señor Irwine se puso en pie de un salto; pero luego, decidido a dominarse, se
acercó a la ventana y miró a través de los cristales.
—Se ha marchado, señor, y no sabemos adonde. El viernes hizo quince días que
salió, diciendo que iba a Snowfield, y yo fui el domingo pasado para traerla, pero
supe que no había ido allá y que tomó el coche para Stoniton, donde se han perdido
sus huellas. Ahora me dispongo a realizar un largo viaje para ver si la encuentro, y no
puedo confiar a nadie más que a usted adonde me dirijo.
El señor Irwine se alejó de la ventana y volvió a sentarse.
—¿Y no tiene ninguna idea de la razón de su marcha? —preguntó.
—Es evidente que no quería casarse conmigo, señor —contestó Adam—. Debió
de asustarse al ver tan próxima la fecha de la boda. Pero me temo que eso no es todo,
porque en este asunto hay otro interesado.
En aquel momento, en el rostro ansioso del señor Irwine brilló un resplandor de
alegría. Adam, que miraba al suelo, hizo una pausa. Lo que aún tenía que decir
resultaba muy duro; sin embargo levantó la cabeza, miró al señor Irwine y continuó
hablando, pues estaba resuelto a hacer lo que se había propuesto.
—Ya sabe quién es el hombre a quien tuve por mi mejor amigo. Me enorgullecía
pasar el resto de mi vida trabajando para él, y éstos fueron mis sentimientos desde
que ambos salimos de la niñez.
Como si el señor Irwine hubiese perdido el dominio de sí mismo, cogió el brazo
de Adam, que reposaba en la mesa, y oprimiéndolo con gran fuerza, dijo con los
labios pálidos y la voz apresurada:
—No, Adam, no. ¡Por Dios le ruego que no lo diga!
Sorprendido por la violencia del sentimiento del señor Irwine, Adam se arrepintió
de las palabras que acababan de salir de sus labios y guardó un silencio angustioso. El
señor Irwine aflojó la presión sobre el brazo de Adam y se sentó diciendo:
—Continúe; debo enterarme de todo.
—Ese hombre jugó con los sentimientos de Hetty y se portó con ella como no

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tenía derecho a hacerlo, dada la diferente posición social de ambos. Le hizo regalos y
ambos salían a pasear juntos. Lo descubrí dos días antes de que él se marchase; los
sorprendí mientras se besaban cuando se despedían en la alameda. Entonces yo no
había dicho nada a Hetty de mi amor, aunque hacía mucho tiempo que la amaba y
ella lo sabía. Pero a él le censuré su comportamiento y cruzamos palabras violentas y
hasta algunos golpes. Después él me dijo solemnemente que no había ocurrido nada
serio y que sólo se trataba de un flirteo sin importancia; pero yo le obligué a escribir
una carta a Hetty diciéndole esto mismo, porque advertí con claridad, y gracias a
varios detalles que hasta entonces no habían tenido ninguna importancia para mí, que
él se había apoderado de su corazón y que Hetty estaba ya tan ilusionada que no
podría amar a ningún otro hombre que la quisiera por esposa. Entregué la carta a
Hetty y pareció que ella soportaba aquel disgusto mejor de lo que yo me había
imaginado. Luego empezó a demostrarme cada vez mayor simpatía. Me atrevo a
afirmar que la pobrecilla no conocía sus propios pensamientos, pero que los
comprendió cuando ya era demasiado tarde. No quiero censurarla, porque estoy
seguro de que nunca se propuso engañarme. Pero tuve motivos para creer que me
amaba y… ya sabe lo demás, señor. Ahora sospecho que él obró con falsedad
conmigo y que luego escribió a Hetty para que acudiese a su lado. Esto es lo que voy
a averiguar, porque soy incapaz de volver al trabajo sin saber qué ha sido de ella.
Durante la relación de Adam el señor Irwine tuvo tiempo de recobrar el dominio
de sí mismo, a pesar de las penosas ideas que había en su mente. Entonces recordó
con amargura la mañana en que Arthur desayunó con él y pareció estar dispuesto a
hacerle una confidencia. Era evidente que quiso confesarle lo que ocurría. Y si la
conversación hubiese tomado otro giro… Si él mismo no hubiese sido tan delicado
rehuyendo inmiscuirse en los secretos ajenos… Era cruel pensar que un detalle sin
importancia le había impedido intervenir a tiempo para que no ocurriese aquella
desgracia. Entonces vio de una vez la verdad de la historia entera. Y, por otra parte,
sintió una compasión inmensa y el mayor respeto por aquel hombre sentado ante él,
tan maltratado ya por la suerte y dispuesto a ir al encuentro de un dolor imaginario,
cuando tan cerca tenía otro verdadero, terrible, y mucho más grande de lo que podía
imaginarse. Su propia agitación se vio contenida por el terror respetuoso que suele
infundirnos una gran angustia, pues la que tenía que comunicar a Adam le invadía
incluso a él mismo. De nuevo posó la mano en el brazo apoyado en la mesa, pero
aquella vez con expresión cariñosa, mientras decía solemnemente:
—Ha sufrido ya mucho en la vida, querido Adam, de modo que sabe soportar
virilmente el dolor. Y ahora he de advertirle que va a sufrir uno bastante mayor que
todos cuantos ha conocido. Por lo menos no es usted culpable de nada y por lo tanto
ignora el peor de todos los dolores. ¡Dios ayude a quien no se encuentre en este caso!
Los dos hombres se miraron muy pálidos; Adam temblaba de pies a cabeza y el
señor Irwine vacilaba paralizado por la compasión. Pero siguió diciendo:
—Esta mañana he recibido noticias de Hetty. No ha ido al encuentro de él. Está

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en Stonyshire, es decir, en Stoniton.
Adam se puso en pie de un salto, pero el señor Irwine volvió a apoyar la mano en
su brazo y le dijo:
—Espere, Adam, tranquilícese. —Hizo una pausa y añadió—: Se halla en una
situación tan desagradable que tal vez sufriría menos si la hubiese perdido para
siempre.
Temblaron los labios de Adam, pero no pronunció una sola palabra. Luego hizo
un esfuerzo y consiguió murmurar:
—Dígame, por Dios, lo que pasa.
—Ha sido detenida…, está en la cárcel.
Adam reaccionó como si lo hubiesen insultado. Acudió la sangre a su rostro y
gritó:
—¿Por qué?
—Por un gran crimen… Por haber matado a su propio hijo.
—¡No puede ser! —exclamó Adam saltando de la silla y dando un paso hacia la
puerta. Pero se volvió de pronto, apoyando la espalda en la librería y mirando con
ferocidad al señor Irwine—. ¡No es posible! Ella no tenía ningún hijo. ¡No es
culpable! ¿Quién la acusa?
—¡Dios quiera que sea inocente, Adam! Esto es lo que debemos esperar.
—Pero ¿quién la acusa? —exclamó Adam con violencia—. Cuéntemelo todo.
—Aquí hay una carta del magistrado ante quien compareció, y en el comedor está
el agente de policía que la detuvo. No ha querido confesar su nombre, ni decir de
dónde viene, pero me temo que se trata de Hetty. La descripción de su persona
concuerda perfectamente, a excepción de que, según dicen, está muy pálida y, al
parecer, enferma. En su bolso llevaba una libreta con cubierta de cuero y en ella dos
nombres escritos. En la primera página se leía «Hetty Sorrel, Hayslope», y casi al
final, «Dinah Morris, Snowfield». No quiere decir cuál es su nombre, lo niega todo y
no contesta a ninguna pregunta. Por esta razón se me ha rogado que, en mi calidad de
magistrado, tome las medidas necesarias para identificarla, ya que creen probable que
su nombre sea el primero que figura en la libreta.
—Pero ¿qué pruebas tienen contra ella, en caso de que sea Hetty? —exclamó
Adam con violencia y temblando de un modo extraordinario—. Yo no lo creo. Eso no
es posible y ninguno de nosotros puede creerlo.
—Hay una prueba terrible de que tuvo la tentación de cometer el crimen; pero
aún podemos tener la esperanza de que no lo haya cometido. Esfuércese en leer esta
carta, Adam.
Este tomó el papel entre sus temblorosas manos y procuró fijar en él los ojos.
Mientras tanto, el señor Irwine fue a dar algunas órdenes. Al volver, los ojos de
Adam estaban aún fijos en la primera página; no podía leer ni comprender las
palabras. Arrojó la carta sobre la mesa y cerró los puños.
—¡Esto es obra suya! —exclamó—. Si se ha cometido un crimen, el culpable es

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él y no ella. Él le enseñó a mentir. Él también me engañó a mí. Que comparezca ante
el tribunal junto ella y entonces yo diré cómo se apoderó de su corazón y cómo la
indujo a obrar mal y luego me mintió. ¿Acaso él ha de quedar en libertad, mientras
castigan a la pobrecilla, tan débil y tan joven?
La imagen suscitada por estas últimas palabras dio una nueva dirección a los
enloquecidos sentimientos de Adam. Guardó silencio, mirando a un ángulo de la
estancia, como si viese algo, y luego, en tono de suplicante angustia, añadió:
—¡No puedo soportarlo! Eso es demasiado para mí. ¡Es horrible pensar que esa
mujer sea mala!
El señor Irwine volvió a sentarse en silencio, pues sabía de sobra que las palabras
de consuelo habrían sido inútiles en aquel momento. Además Adam había envejecido
de pronto, como les ocurre a veces a las personas jóvenes en momentos de terrible
emoción —la piel descolorida, las arrugas que rodeaban su boca temblorosa, el
fruncimiento de las cejas—, y la visión de aquel hombre fuerte, trastornado por un
invisible dolor, todo eso le conmovió tan profundamente que hablar le resultaba muy
difícil. Adam estaba en pie e inmóvil, con los ojos fijos y sin ver nada. Era evidente
que en aquel momento revivía toda la historia de su amor.
—No es posible que ella haya hecho eso —exclamó sin mover los ojos, como si
hablase consigo mismo—. El miedo la obligó a ocultarlo… Yo la perdono por
haberme engañado… Te perdono, Hetty, porque a ti te engañaron también… Pero
nunca me lo harán creer…
Volvió a guardar silencio durante unos instantes y luego añadió con ferocidad:
—Voy a buscarle… Y lo llevaré a donde pueda ser testigo de su desgracia, para
que nunca pueda olvidarse de ella, para que el remordimiento le persiga día y noche y
no le abandone mientras viva… De nada le valdrán esta vez las mentiras; iré y lo
traeré a rastras si es preciso.
Cuando se dirigía hacia la puerta, se detuvo de pronto y empezó a buscar el
sombrero con la mirada, sin parecer darse cuenta de dónde estaba ni en compañía de
quién. El señor Irwine le había seguido y, cogiéndole por el brazo, le dijo con
firmeza:
—No, Adam. Estoy seguro de que optará por quedarse para ver qué puede
hacerse para ayudarla a ella, en vez de emprender un inútil viaje para vengarse. Ya
será castigado sin necesidad de que usted intervenga. Además, ya no está en Irlanda,
ahora seguramente se halla de regreso a su casa, o, por lo menos, llegaría antes que
usted; porque su abuelo, según me consta, hace cosa de diez días que le escribió
llamándole. Mejor será que me acompañe a Stoniton. He encargado un caballo para
usted y saldremos en cuanto se haya tranquilizado.
Mientras el señor Irwine hablaba, Adam volvió a darse cuenta del lugar en que se
hallaba. Se frotó el cabello y la frente y prestó atención.
—Recuerde —continuó diciendo el señor Irwine— que además de usted hay otras
personas interesadas en este asunto. Por ejemplo, los buenos Poyser, a quienes esta

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desgracia causará una impresión considerable. Y espero de usted, Adam, que
recordando su deber para con Dios y para con los hombres, se esforzará en hacer todo
cuanto sea preciso en favor de esa joven.
En realidad, el señor Irwine propuso el viaje a Stoniton pensando en Adam, pues
la actividad con algún propósito definido era el mejor medio de contrarrestar la
violencia del sufrimiento de aquellas primeras horas.
—¿Quiere acompañarme a Stoniton, Adam? —preguntó después de una ligera
pausa—. Ante todo, tenemos que convencernos de que se trata de Hetty. ¿No le
parece?
—Sí, señor. Haré lo que crea más oportuno. ¿Y en cuanto a la familia Poyser?
—Mejor será que no sepan nada hasta mí regreso. Entonces estaré enterado de
algunos detalles que ahora desconozco, y, desde luego, volveré lo antes que pueda.
Venga, los caballos ya están preparados.

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XL

LA AMARGURA

E l señor Irwine regresó de Stoniton aquella misma noche, en una silla de posta, y
las primeras palabras que Carrol le dijo al llegar fueron que el caballero
Donnithorne había muerto. Lo habían encontrado inerte en su cama, a las diez de
aquella mañana. Además, le dijo que la señora Irwine le esperaba despierta y que
había encargado que no se acostase sin verla.
—¡Gracias a Dios que has regresado, Dauphin! —dijo la señora Irwine al ver
entrar a su hijo—. Resulta que el mal estado del anciano caballero, que le obligó a
llamar a Arthur de modo tan repentino tenía, sin duda, enorme importancia. Supongo
que Carrol te habrá dicho ya que esta mañana encontraron a Donnithorne muerto en
la cama. Otra vez creerás mis profecías, aunque me atrevo a decirte que no viviré lo
suficiente para pronosticarte sino mi propia muerte.
—¿Y qué han hecho con Arthur? —preguntó el señor Irwine—. ¿Han mandado
algún mensajero para esperarle en Liverpool?
—Sí, Ralph salió con este objeto antes de que nosotros recibiésemos la noticia.
No sabes lo que me alegro de vivir todavía para ver a mi querido Arthur dueño del
cazadero y administrando las propiedades con bondad y generosidad. Ahora será tan
feliz como un rey.
A su pesar, el señor Irwine profirió un ligero gemido. Estaba agotado por la
ansiedad y por la pena, y las ligeras palabras de su madre le resultaban casi
intolerables.
—¿Qué te pasa, Dauphin? ¿Ha ocurrido algo desagradable? ¿O quizás piensas en
el peligro que puede correr Arthur al cruzar el terrible canal de Irlanda en esta época
del año?
—No, madre. No pensaba en eso. Pero no estoy de humor para alegrarme ahora.
—Te ha preocupado demasiado ese asunto legal que te obligó a ir a Stoniton. ¿De
qué se trata, que no puedes decírmelo?
—Ya lo sabrá, madre. Por el momento no puedo decírselo. Buenas noches. Espero
que podrá dormir ahora; ya no tengo nada más que comunicarle.
El señor Irwine desistió de enviar una carta al encuentro de Arthur, puesto que ya
no serviría para apresurar su regreso; las noticias de la muerte de su abuelo le traerían
con tanta celeridad como fuese posible. Se dispuso a acostarse para gozar de un
descanso merecido antes de que llegase la mañana, y con ella el deber de comunicar
aquellas horribles nuevas a Hall Farm y al hogar de Adam.
El joven no había regresado aún de Stoniton, pues no se decidía a ver a Hetty,
pero tampoco a alejarse de ella.
—Es inútil, señor —dijo al rector—. Es inútil que regrese, porque no podría

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trabajar mientras ella esté aquí y tampoco tengo fuerzas para soportar la vista de las
cosas y de las personas que rodean mi hogar. Alquilaré aquí una habitación, desde la
cual pueda ver las paredes de la cárcel, y quizás lograré, a su debido tiempo, el
permiso para visitarla.
Adam seguía creyendo que Hetty era inocente del crimen que se le imputaba; y el
señor Irwine, comprendiendo que la convicción de su culpabilidad sería un dolor más
para el joven, no le comunicó que el examen de los hechos la condenaba. Tampoco
había ninguna razón para seguir agobiando más al pobre muchacho, y así, el rector, al
despedirse, se limitó a decir:
—Si las pruebas llegasen a acusarla demasiado, Adam, todavía podemos esperar
el perdón. Su juventud y otras circunstancias serían atenuantes en su favor.
—¡Ah! Convendría que la gente se enterase de cómo se vio obligada a obrar mal
—exclamó Adam con amargura—. Convendría que todos supieran que un distinguido
caballero le hizo el amor y le arrebató la razón. Recuerde, señor, según me ha
prometido, que dirá a mi madre, a Seth y a los habitantes de la granja, quién la llevó
por el mal camino, porque, de lo contrario, pensarían de ella peor de lo que merece.
Tenga en cuenta que hará un mal a la pobrecilla disculpándole a él, porque yo le creo
a él más culpable, y sepa que si usted lo disculpa yo le acusaré.
—Creo que su petición es muy justa, Adam —replicó el señor Irwine—. Pero
cuando esté más tranquilo juzgará a Arthur con mayor misericordia. Por ahora, yo
digo solamente que su castigo corre a cargo de otras manos y no de las suyas.
El señor Irwine lamentaba mucho tener que referir la parte que Arthur había
tomado en aquella triste historia, pues sentía por el joven un afecto paternal e incluso
había estado muy orgulloso de él. Pero comprendió claramente que muy pronto se
conocería el secreto, aun haciendo caso omiso de la decisión de Adam, pues no era
posible esperar que Hetty persistiese en su obstinado silencio. Decidió no ocultar
nada a los Poyser, y decírselo todo de una vez, porque ya no había tiempo para
disimular la gravedad del suceso. El juicio de Hetty se celebraría durante la
Cuaresma, o sea a la siguiente semana, en Stoniton. No era de esperar que Martin
Poyser se escapase de ser llamado como testigo y, por consiguiente, convenía que
estuviese enterado del asunto lo antes posible.
Antes de las diez de la mañana del martes, Hall Farm era la morada del dolor, a
causa de la desgracia que había caído sobre ella, mucho peor que la muerte. La
deshonra familiar era demasiado profunda, incluso a los ojos del bondadoso Martin
Poyser hijo, para que nadie sintiera la menor compasión por Hetty. Él y su padre eran
granjeros de sencilla mentalidad que estaban orgullosos de su intachable nombre, así
como también de proceder de una familia cuyos individuos pudieron siempre llevar la
cabeza muy alta, porque su vida fue correctísima desde que su apellido figuró por
primera vez en el registro de la parroquia. Y Hetty los había deshonrado a todos, con
una deshonra tal que jamás podría borrarse. Esta era la idea principal del padre y del
hijo, que sentían la quemadura del deshonor que destruía en ellos toda otra

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sensibilidad; y el señor Irwine se sorprendió en extremo al observar que la señora
Poyser se mostraba mucho menos severa que su marido. Muchas veces nos extraña la
severidad de que en determinadas ocasiones dan muestras las personas de carácter
suave; y la razón es que éstas son más susceptibles de dejarse guiar por las
convenciones tradicionales.
—Estoy dispuesto a pagar cuanto sea necesario para lograr que la pongan en
libertad —dijo el buen señor Poyser una vez se hubo marchado el señor Irwine y
mientras el abuelo lloraba sentado en el sillón—. Pero no quiero acercarme a ella ni
volver a verla en la vida, y nunca más, ni en esta parroquia ni en otra, podremos
llevar la cabeza alta. El párroco ha hablado de la gente que nos compadece y eso es
más que nada algo desagradable.
—¿Que nos compadecen? —replicó el abuelo—. Nunca, en toda mi vida, necesité
la compasión de nadie. ¡Desgraciado de mí, que me veré compadecido a los setenta y
dos años de edad, que cumplí el día de Santo Tomás, y cuando ya me quedan muy
pocos que pasar en la tierra! Y por si esto no fuera bastante, tendré que ir a morir a
otro sitio y unos desconocidos me llevarán a la tumba.
—No se inquiete, padre —dijo la señora Poyser, que había hablado muy poco
sorprendida por la extraordinaria severidad y decisión de su marido—. Siempre estará
rodeado de sus hijos y tanto sus nietos como su nieta crecerán igual en otra parroquia
que en ésta.
—No, ya no podremos continuar en esta comarca —dijo el señor Poyser mientras
grandes lágrimas resbalaban por sus redondas mejillas—. ¡Tanto que nos habíamos
preocupado de que el viejo caballero nos avisara el día de la Virgen de que no podía
renovar nuestro arrendamiento! Ahora seré yo mismo el que esta tarde busque a
alguien que pueda encargarse de cosechar lo que he sembrado, porque no quiero
continuar más de lo necesario en las tierras que pertenecen a esa familia. ¡Y yo que
siempre tuve a Arthur por un hombre digno, y me alegraba al pensar que podía llegar
a ser nuestro señor! Nunca más me descubriré ante él ni entraré en ninguna iglesia
donde él esté… Ese hombre ha traído la vergüenza a una familia respetable… Y
fingía ser amigo de todo el mundo… El pobre Adam… ¡Y mira que ha sido amigo de
Adam! Eso sí, y mientras le hablaba de un modo muy agradable y le hacía propuestas
amistosas, envenenaba la vida del pobre muchacho; él tampoco podrá quedarse en
esta comarca.
—Pues tú tendrás que ir al tribunal y confesar que eres pariente de ella —observó
el anciano—. Y quien pagará los platos rotos es esa pobrecilla Totty, quien aunque no
tiene más que cuatro años, le echarán algún día en cara que su prima fue juzgada por
el tribunal por haber asesinado a su hijo.
—Ella no tiene ninguna culpa de lo ocurrido —replicó la señora Poyser
profiriendo un sollozo—; pero el que está arriba cuidará de esa criatura inocente,
porque, de lo contrario, no sería cierto nada de lo que nos enseñan en la iglesia. Lo
peor de todo sería morir y dejar a mis pobres hijos sin nadie que los cuidara.

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—Si supiéramos dónde está Dinah podríamos llamarla —dijo el señor Poyser—.
Pero Adam afirmó que no había dejado sus señas en Leeds.
—Seguro que vive con aquella mujer que era amiga de su tía Mary —replicó la
señora Poyser algo tranquilizada por aquella idea de su marido—. Muchas veces he
oído a Dinah hablar de ella, aunque no recuerdo qué nombre le daba. Pero podemos
preguntar a Seth Bede. Sin duda alguna lo sabe, porque parece que se trata de una
predicadora a quien consideran mucho los metodistas.
—Haré llamar a Seth —dijo entonces el señor Poyser—. Le mandaré aviso por
medio de Alick o le rogaré que nos comunique el nombre de esa mujer, y tú podrías
escribir una carta para mandarla a Treddleston tan pronto como sepamos las señas.
—De poco sirven las cartas cuando estamos apurados y deseamos que venga
alguien —dijo la señora Poyser—. Además, puede ser que ella ande de un lado para
otro y tarde en recibir nuestra carta.
Antes de que Alick llegase con el mensaje, también Lisbeth había pensado en
Dinah y había dicho a Seth:
—No habrá consuelo para nosotros en este mundo hasta que puedas lograr que
Dinah Morris venga a nuestro lado, como hizo cuando murió mi pobre marido. Me
gustaría mucho que viniese a cogerme de la mano y a hablarme como lo hizo
entonces. Ella me diría cosas convenientes y descubriría algo bueno en todo eso para
evitar que se destroce el corazón de ese pobre muchacho que jamás ha hecho nada
malo en la vida, pues siempre ha sido el mejor amigo que se podía hallar en la
comarca. ¡Oh, pobre hijo mío! ¡Pobre Adam!
—Supongo que no querrás que te deje sola para ir en busca de Dinah —observó
Seth mientras su madre sollozaba.
—¿Ir a buscarla? —preguntó luego Lisbeth levantando los ojos e interrumpiendo
sus sollozos, como el niño que llora y deja de hacerlo repentinamente ante la promesa
de un consuelo—. ¿Sabes acaso dónde está ahora?
—Muy lejos, madre. Está en Leeds, que es una gran ciudad. Pero yo podría estar
de vuelta dentro de tres días si así lo deseas.
—No, no, no me abandones. Sin embargo, sería mejor que fueses a ver a tu
hermano y volvieses a decirme qué hace. El señor Irwine me prometió venir a
comunicármelo. Pero cuando él me habla apenas entiendo lo que me dice. Vale más
que vayas tú, puesto que Adam no me permitiría que fuese yo. ¿No podrías escribir
una carta a Dinah? Bastante te gusta escribir cuando nadie te lo pide.
—El caso es que no sé dónde vive en esa ciudad —replicó Seth—. Si voy allí,
puedo averiguarlo, preguntando a los miembros de la Sociedad. Quizás si escribo en
el sobre «Sarah Billiamson, predicadora metodista, Leeds», recibirá la carta, porque
es casi seguro que Dinah viva en casa de ésta.
En aquel momento llegó Alick con el mensaje de Hall Farm, y al saber Seth que
la señora Poyser escribiría a Dinah, abandonó el propósito de hacerlo él mismo; en
cambio se dirigió a la granja para decirles las señas que podrían poner en el sobre,

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avisándoles también de que quizás hubiese alguna demora en la entrega de la carta,
puesto que él desconocía la dirección exacta.
Al salir de casa de Lisbeth, el señor Irwine se dirigió a la de Jonathan Burge, a
quien también era preciso informar de la razón que obligaba a Adam a estar ausente
durante algún tiempo; y antes de las seis de aquella tarde pocas eran las personas de
Broxton y Hayslope que no se hubiesen ya enterado de la triste noticia. El señor
Irwine no había mencionado a Burge el nombre de Arthur. Y, sin embargo, la historia
de su conducta con Hetty, con todas sus terribles consecuencias, fueron pronto del
dominio público como la muerte de su abuelo y la toma de posesión de su herencia.
Martin Poyser no creyó necesario guardar silencio ante dos vecinos que se atrevieron
a visitarle, para estrecharle tristemente la mano, en el primer día de su dolor. Y
Carrol, que tenía las orejas abiertas para todo lo que ocurría en la rectoría, llegó a
conocer una versión bastante exacta de la historia y tuvo numerosas oportunidades de
divulgarla.
Uno de los vecinos que fueron a visitar a Poyser y le estrecharon la mano en
silencio durante unos minutos fue Barde Massey. Tras cerrar la escuela, se dirigió a la
rectoría, adonde llegó hacia las siete y media de la tarde. Hizo presentar sus
cumplidos al señor Irwine y le rogó que le perdonara por molestarle a aquellas horas,
pero añadió que tenía que decirle algo. Fue introducido en el estudio y muy pronto
compareció el señor Irwine.
—¿Qué hay, Barde? —dijo tendiéndole la mano. Este no era su modo habitual de
saludar al maestro de escuela, pero el dolor nos induce a tratar del mismo modo a
todos los que simpatizan con nosotros.
—Supongo, señor, que ya se imaginará a lo que vengo —dijo Barde.
—Sin duda a saber la verdad de las tristes noticias que habrán llegado a sus
oídos… acerca de Hetty Sorrel.
—No, señor. Sólo deseo enterarme de lo que se relaciona con Adam Bede. Tengo
entendido que le dejó en Stoniton, y le ruego que haga el favor de decirme cómo está
ese pobre muchacho y qué se propone hacer. En cuanto a esa muchacha a quien se
han tomado la molestia de meter en la cárcel… no me importa nada absolutamente…
a no ser por el daño o el bien que pueda hacer a un hombre honrado, a un muchacho a
quien quiero y de quien espero que puede hacer gala en el mundo de los escasos
conocimientos que le he transmitido. Sepa, señor, que es el único alumno que he
tenido en esta región de estúpidos capaz de comprender algo de matemáticas. Si el
pobre muchacho no hubiese tenido que trabajar tanto, habría podido llegar a un grado
mucho más elevado y entonces quizás no habría ocurrido nada de eso… Es posible
que no hubiese sucedido.
Barde estaba excitado por la caminata y por la impresión recibida ante semejantes
noticias, y en aquella primera ocasión que se le ofreció para desahogarse, se mostró
incapaz de contenerse. Pero se interrumpió para secarse la frente y enjugarse las
lágrimas.

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—Le ruego que me perdone, señor —dijo cuando esta pausa le hubo dado tiempo
para reflexionar—, si de este modo exteriorizo mis sentimientos, igual que lo hace mi
estúpida perra, que se pone a aullar cuando nadie le escucha. En realidad, he venido a
escucharle y no a hablar…, si usted quiere tomarse la molestia de decirme lo que
hace el pobre muchacho.
—No se violente, Barde —dijo el señor Irwine—. El caso es que en este
momento lo ignoro tanto como usted. Estoy muy apenado, y créame que me cuesta
mucho guardar en silencio mis propios sentimientos para ocuparme de los de los
demás. Comparto su ansiedad por Adam, aunque no es la única persona cuyos
sentimientos me importan en este momento. Se propone permanecer en Stoniton
hasta después del juicio que, probablemente, se celebrará dentro de ocho días. Ha
tomado allí una habitación y le alenté a que lo hiciera, porque creo que en la
actualidad conviene que esté lejos de su casa. El pobre muchacho aún cree en la
inocencia de Hetty… Desea hacer acopio de valor para verla, si le dejan, y desde
luego no quiere alejarse del lugar donde ella se encuentra.
—¿Cree pues que esa muchacha es culpable? ¿Opina que la ahorcarán?
—Temo que corre un gran peligro de que la condenen, porque las pruebas son
muy desfavorables para ella. Además, existe el agravante de que lo niega todo. Niega
incluso haber tenido un hijo, y eso en contra de la evidencia. Yo la visité y también
conmigo guardó el mayor silencio; al verme retrocedió como un animal asustado;
nunca me ha impresionado tanto un cambio como el suyo. Sin embargo, creo que en
el peor de los casos podremos lograr que la perdonen, aunque sólo sea para favorecer
a las personas inocentes que están relacionadas con este asunto.
—¡Eso es una tontería! —exclamó Barde olvidando en su irritación a quién
hablaba en aquellos momentos—. Perdóneme, señor, pero quiero decir que es una
tontería que las personas inocentes se preocupen de si la ahorcan o no. Creo que
cuanto antes quiten del mundo a mujeres como ésa, mejor; y también convendría que
condenasen a la misma pena a los hombres que son cómplices de tales crímenes.
¿Qué bien ha de resultar de que vivan unos bichos como ésos y de que sigan
comiendo el pan de los seres racionales? Y si Adam es lo bastante imbécil para
preocuparse de ella, yo no quiero que sufra más de lo necesario. ¿Está muy triste el
pobre muchacho? —añadió Barde quitándose las gafas y volviendo a ponérselas
como si con ello quisiera consolarse a su imaginación.
—Sí, temo que el pobre está muy dolido. Da muestras de haberse impresionado
mucho y dada la actitud violenta de que dio muestras ayer, me habría gustado mucho
quedarme a su lado. Mañana volveré a Stoniton y tengo bastante confianza en la
fuerza de voluntad de Adam para esperar que soportará lo peor sin sentirse inclinado
a tomar ninguna decisión imprudente.
El señor Irwine exteriorizaba así sus pensamientos y apenas se daba cuenta de que
hablaba a Barde Massey; con la última frase quiso expresar la posibilidad de que
Adam, impulsado por su deseo de venganza, buscara un enfrentamiento que habría de

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tener un fin más funesto que el ocurrido en la alameda. Esta posibilidad aumentaba la
ansiedad con que esperaba la llegada de Arthur. Pero Barde creyó que el señor Irwine
se refería al suicidio y en su rostro se pintó la alarma.
—Voy a decirle lo que pienso, señor —replicó—, y espero que lo apruebe.
Cerraré mi escuela y si vienen los alumnos, que se vuelvan. Iré a Stoniton para velar
por Adam hasta que haya terminado este asunto. Fingiré que deseo presenciar las
sesiones del tribunal; a eso él no puede oponerse. ¿Qué le parece, señor?
—Muy bien —dijo el señor Irwine indeciso—. Eso tendría algunas ventajas y le
agradezco la amistad que demuestra por ese pobre muchacho, Bartle… Pero tenga
mucho cuidado con lo que le dice, porque me temo que no siente mucha compasión
por la debilidad de la pobre Hetty.
—Confíe en mí, señor, confíe en mí. Sé lo que quiere decirme. En mis tiempos yo
también fui un tonto, pero eso debe quedar entre usted y yo. No hablaré mucho con
Adam, sino que me limitaré a vigilarle, procuraré que coma y le dirigiré alguna
palabra de consuelo.
—Obrando así —contestó el señor Irwine algo tranquilizado con respecto a la
discreción de Bartle— creo que realizará una buena acción. También convendría que
comunicase a la madre y al hermano de Adam su intención de ir a su lado.
—Sí, señor, sí. —Bartle se levantó y se quitó las gafas—. Así lo haré, aunque la
madre de ese muchacho no hace más que quejarse continuamente. No me gusta oírla,
si bien reconozco que es una mujer limpia y aseada, y no una de esas puercas de
pueblo. Buenas tardes, señor, y le agradezco los momentos que me ha dedicado. En
este asunto es amigo de todo el mundo, sí, de todo el mundo. No hay duda de que ha
tomado sobre usted una pesada carga.
—Adiós, Bartle; hasta que nos veamos en Stoniton, como sin duda nos veremos.
Bartle salió de la rectoría evitando las preguntas de Carrol, y en cuanto vio a
Vixen, que se acercaba trotando con sus cortas patas, exclamó muy airado:
—No tendré más remedio que llevarte conmigo, aunque como mujer no sirves
para nada. Si te dejase aquí serías capaz de meterte en algún lío que te ocasionara la
muerte. Sí, no me lo niegues. Y hasta quizás te caerías en una trampa de lobo.
Además no tengo ninguna duda de que frecuentarías las malas compañías y que
meterías el hocico en todos los agujeros y rincones que no te incumbieran. Pero te
advierto que si cometes algún acto deshonroso, yo no te apoyaré. ¿Lo oyes? Ten la
seguridad de que te dejaré abandonada. ¡No lo olvides!

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XLI

LA VÍSPERA DEL JUICIO

U na habitación alta, en una calle triste de Stoniton, con dos camas, una de ellas
sobre el suelo. Eran las diez de la noche del jueves, y junto a la oscura pared
que había frente a la ventana cerrada e impedía que la luz de la luna luchara con la de
una pobre vela de sebo, estaba Bartle Massey fingiendo leer, aunque, en realidad,
miraba por encima de las gafas a Adam Bede, que se había sentado en el lado opuesto
de la estancia.
Si no se lo dijéramos al lector, éste no habría reconocido al joven; estaba mucho
más flaco, tenía los ojos hundidos y no se había afeitado; parecía un enfermo que
acaba de abandonar el lecho. Su cabello negro y espeso le cubría casi toda la frente y
no se preocupaba de apartarlo para observar mejor lo que le rodeaba. Tenía un brazo
apoyado sobre el respaldo de la silla y parecía estar contemplando sus manos
cruzadas. Pero al oír una llamada a la puerta se levantó.
—Ya está aquí —dijo Bartle Massey levantándose a su vez para abrir.
Era el señor Irwine; Adam se quedó de pie, con instintivo respeto, mientras el
señor Irwine se acercaba a él y le ofrecía la mano.
—Me he retrasado, Adam —dijo aceptando la silla que Bartle le ofrecía—. Pero
tardé en salir de Broxton más de lo que me proponía, aparte de que desde mi llegada
he estado muy ocupado. Ahora ya he terminado, por lo menos lo que se puede hacer
hoy. Sentémonos pues.
Adam tomó maquinalmente su silla, y Barde, a falta de otro asiento, se acomodó
en la cama que quedaba en segundo término.
—¿La ha visto, señor? —preguntó Adam con voz trémula.
—Sí, Adam. El capellán y yo hemos pasado un largo rato con ella.
—¿Le ha preguntado, señor…? ¿Le dijo algo acerca de mí?
—Sí —contestó el señor Irwine después de ligera vacilación—. Le hablé de
usted. Le dije que deseaba verla antes del juicio, si ella lo consentía.
Mientras el señor Irwine hizo una pausa, Adam lo miró con ojos interrogantes.
—Ya sabe que se niega a ver a todo el mundo, Adam. No se trata sólo de usted…;
alguna influencia fatal parece haber cerrado su corazón contra sus amigos y parientes.
Por eso se ha limitado a contestar «no» a mí y al capellán. Hace tres o cuatro días,
antes de que le hablara de usted, cuando yo le pregunté si quería ver a algún
individuo de su familia, quizás para franquearse con él, ella se echó a temblar y
replicó: «Dígales que no vengan a verme. No quiero ver a nadie».
Adam inclinó la cabeza y se quedó silencioso. Los tres callaron durante unos
momentos y luego Irwine dijo:
—No quisiera aconsejarle contra sus propios sentimientos, Adam, si éstos se

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inclinan a verla mañana, aun sin su consentimiento. Es muy posible, a pesar de que
las apariencias indican lo contrario, que esa visita pueda afectarla de un modo
favorable. Pero lamento tener que decir que apenas tengo alguna esperanza de que
eso ocurra. No pareció conmovida cuando mencioné su nombre; se limitó a decir
«no» del mismo modo frío y obstinado que de costumbre; y si este encuentro no
tuviese efectos favorables sobre ella, para usted no sería más que un sufrimiento
inútil e intenso. Está muy cambiada.
Adam se puso en pie y luego tomó el sombrero que estaba sobre la mesa, pero se
quedó inmóvil y miró al señor Irwine como si quisiera dirigirle una pregunta difícil
de formular. Bartle Massey se levantó sin hacer ruido, dio vuelta a la llave en la
cerradura y luego la quitó y se la guardó en el bolsillo.
—¿Ha vuelto él? —preguntó Adam por fin.
—No —contestó el señor Irwine—. Deje el sombrero, Adam, a no ser que quiera
salir conmigo a tomar el fresco. Mucho me temo que no ha salido todavía.
—No tiene ninguna necesidad de engañarme, señor —dijo Adam con dureza y en
tono de enojada sospecha—. Nada debe temer de mí, pues sólo quiero justicia.
Quiero que él sufra lo mismo que ella. Lo ocurrido es cosa suya… Ella era una pobre
niña, capaz de conquistar el corazón de todo el mundo… Nada me importa lo que
haya hecho, porque él fue quien la obligó. Y es preciso que lo sepa, que lo comprenda
y, si hay un Dios justo, entenderá el crimen que ha cometido al hundir en el pecado y
en la desgracia a una pobre criatura como ésa.
—No le engaño, Adam —contestó el señor Irwine—. Arthur Donnithorne no ha
vuelto aún y no se le esperaba cuando salí de Broxton. Le he dejado una carta y así se
enterará de lo que ha ocurrido en cuanto llegue.
—Veo que a usted nada le importa eso —exclamó Adam indignado—. No hace
caso siquiera de que la pobre esté sumida en la vergüenza y en la desgracia, y él, en
cambio, lo ignora todo y no sufre absolutamente nada.
—Tenga presente, Adam, que lo sabrá y sufrirá larga y amargamente. Tiene
corazón y tiene conciencia. Estoy seguro de ello, pues conozco muy bien su carácter.
También estoy completamente convencido de que no cayó en la tentación sin haber
sostenido consigo mismo una lucha verdaderamente desesperada. Es posible que sea
un hombre débil, pero no un criminal ni un monstruo de egoísmo. Estoy persuadido
de que eso será para él un golpe cuyos efectos sufrirá durante toda su vida. ¿Por qué
quiere vengarse de ese modo? Recuerde que ninguna de las torturas que pudiera
infligirle la beneficiaría a ella en lo más mínimo.
—No. ¡Oh, Dios mío, no! —gimió Adam dejándose caer en la silla—. Pero lo
más horrible de todo es que eso no puede deshacerse. ¡Mi pobre Hetty…! ¡Ya no
podrá volver a ser mi dulce Hetty…! ¡El ser más hermoso que Dios crió…, que me
sonreía…, incluso creo que me amaba…, y era tan buena…!
La voz de Adam fue perdiendo volumen hasta que no fue más que un ronco
murmullo, como si hablase consigo mismo. Pero luego, repentinamente, se quedó

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mirando al señor Irwine y exclamó:
—Pero ¿es tan culpable como dicen? Usted no lo cree, señor, ¿verdad? No es
posible que ella haya hecho eso.
—Quizás nunca lo sabremos con certeza, Adam —contestó el señor Irwine con
afectuoso acento—. En estos casos se forma el juicio basándose en las pruebas y, sin
embargo, por falta de un pequeño detalle podemos sufrir una grave equivocación.
Pero suponga lo peor; no tiene derecho a decir que él es culpable del crimen y que
debería recibir el castigo. No corresponde a los hombres el repartir la culpabilidad
moral y el castigo. Es imposible evitar los errores cuando se quiere señalar al
culpable de un acto criminal, y el problema de la responsabilidad que verdaderamente
le cabe a un hombre por las consecuencias imprevistas de sus propios actos, es tan
grande que deberíamos temblar al pensar en ella. Las malas consecuencias que un
sencillo acto de egoísmo puede contener constituyen un pensamiento tan horrible que
sin duda debería despertar algún sentimiento menos peligroso que el deseo de
castigar. Usted, Adam, cuando esté tranquilo, será muy capaz de comprender eso. Ni
por un momento se figure que no me hago cargo de la angustia que despierta en usted
ese deseo de venganza, pero piense que si obedece a su pasión, porque es pasión y se
engaña al llamarla justicia, podría ocurrirle lo mismo que a Arthur, y tal vez peor,
porque su pasión le arrastraría, quizás, a cometer un crimen horrible.
—No, no sería peor —dijo Adam amargamente—. No creo que pueda ser peor.
Nada me importaría cometer una maldad de la que tuviese que sufrir yo solo, pero no
quisiera haber obligado a esa pobrecilla a cometer un crimen y luego ver cómo la
castigan, en tanto que a mí no me culpan de nada. Y sólo por un poco de placer, como
si ese hombre no tuviese en el pecho un corazón humano. ¿Cree que él no pudo
prever lo que ha ocurrido? De sobra lo supo; no tenía derecho a esperar que sus actos
pudiesen acarrear a la pobre Hetty otra cosa que la vergüenza y el deshonor. Y, sin
embargo, trató de salir del paso con algunas mentiras. No. Se ahorca a muchas
personas que no son culpables de un crimen tan grande. Deje que un hombre haga lo
que quiera, si sabe que el castigo ha de recaer sobre él solo y no es tan cobarde y
egoísta como para quedarse a un lado mientras el castigo cae sobre otra persona.
—En eso vuelve a engañarse en parte, Adam. No existe ningún acto criminal
cuyo castigo recaiga sobre un solo hombre. Es imposible que se aísle usted mismo y
diga que el mal que está en usted no ha de extenderse. Las vidas humanas se hallan
de tal manera relacionadas unas con otras como el aire que respiramos; el mal se
propaga de un modo tan necesario como la misma enfermedad. Comprendo y siento
la extensión terrible de sufrimiento que ese pecado de Arthur ha causado a los demás.
Pero lo mismo sucede con todos los pecados que hacen sufrir a otros, además de a
quienes los cometen. Un acto de venganza por su parte contra Arthur no sería más
que otro mal que vendría a sumarse a los que ya sufrimos, y ocasionaría el mayor
dolor a todos aquellos que se aman. Y al cometer un crimen impulsado por la ciega
furia, no remediaría ninguno de los males presentes, sino que añadiría a ellos otros

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nuevos. Puede decirme quizás que no medita ningún acto de venganza fatal; pero los
pensamientos de su mente son los que harían nacer tales acciones mientras siguiera
albergando esas ideas, mientras no comprendiese que el querer castigar a Arthur sólo
obedece al deseo de venganza y no a la justicia, y que, por consiguiente, corre peligro
de cometer un gran delito. Recuerde lo que usted mismo me dijo acerca de sus
sentimientos después de haber dado a Arthur aquel fuerte golpe en la alameda.
Adam guardó silencio, pues las últimas palabras suscitaron una vivida imagen del
pasado, y el señor Irwine le dejó entregado a sus pensamientos mientras hablaba con
Barde Massey acerca del entierro del viejo señor Donnithorne y de otros asuntos de
menor interés. Al fin Adam se volvió y en un tono más normal dijo:
—No le he preguntado acerca de los habitantes de Hall Farm, señor. ¿Ha venido
el señor Poyser?
—Sí. Esta noche se halla en Stoniton. Pero no pude aconsejarle que viniera a
verle, Adam. El pobre hombre está muy afectado y es mejor que no le vea hasta que
usted esté más tranquilo.
—¿Ha ido Dinah a su casa, señor? Seth me dijo que la habían llamado.
—No. El señor Poyser me comunicó que aún no había llegado cuando él salió.
Temen que la carta no haya llegado a sus manos, porque al parecer desconocían sus
señas.
Adam se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo:
—No sé si Dinah sentirá deseos de verla, aunque quizás los Poyser se opusieran,
puesto que ellos mismos no quieren visitarla. Sin embargo, creo que Dinah se
decidirá a hablarle, porque los metodistas no tienen ningún reparo en frecuentar las
cárceles. Seth me aseguró que ella obraría así. Dinah siempre la trató con mucho
cariño, aunque no sé si pudo hacerle algún bien. ¿La conoce usted, señor?
—Sí. Incluso sostuve con ella una conversación y me pareció una joven muy
agradable. Y ahora que la menciona, le diré que me gustaría mucho que viniese,
porque es posible que una mujer suave y cariñosa como ella inclinase a Hetty a abrir
su corazón. El capellán de la cárcel es hombre de maneras algo bruscas.
—De todos modos, aunque viniese sería inútil —dijo Adam tristemente.
—Si hubiese pensado antes en esta solución, habría tomado algunas medidas para
encontrarla —dijo el señor Irwine—, pero temo que ya es demasiado tarde. En fin,
Adam, tengo que marcharme. Procure descansar esta noche. Dios le bendiga. Le veré
mañana temprano.

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XLII

LA MAÑANA DEL JUICIO

A la una del día siguiente, Adam estaba solo en su alta y triste habitación; su reloj
se hallaba sobre la mesa y al alcance de su mirada, como si pretendiera contar
los largos minutos. No sabía lo que podrían decir los testigos en el juicio, pues él
mismo había evitado conocer los detalles relacionados con la detención y la
acusación de Hetty. Aquel muchacho activo y valeroso, que sin vacilar se habría
enfrentado a cualquier peligro o trabajo para librar a Hetty de una desgracia, se sintió
impotente para presenciar un daño y un sufrimiento irremediables. Su cariño, que
habría sido una fuerza impulsora de ser posible emprender alguna acción, se convirtió
en angustia al verse obligado a observar la más absoluta pasividad; o bien buscó una
salida activa al pensar en aplicar la justicia a Arthur. Las naturalezas enérgicas,
fuertes para realizar grandes hazañas, se alejan con frecuencia de los que sufren sin
esperanza, como si tuviesen el corazón duro. A ello les obliga el dolor que se apodera
de ellos. Y retroceden movidas por un instinto que no pueden dominar, del mismo
modo como retrocederían ante un gran dolor físico. Adam estaba dispuesto a visitar a
Hetty, si ella lo consentía, por creer que podría resultar algún bien para la joven y
ayudarla a olvidar aquella dureza terrible de que le habían hablado. Si ella
comprendía que Adam no le guardaba rencor, tal vez le abriese su corazón. Pero tomó
esta resolución sólo a costa de un gran esfuerzo. Temblaba ante la idea de ver su
cambiado rostro, del mismo modo que una mujer asustada tiembla al pensar en el
bisturí del cirujano; y prefería pasar aquellas horas de incertidumbre dolorosa antes
de soportar la agonía de presenciar el juicio.
El sufrimiento profundo e indescriptible puede ser llamado bautismo,
regeneración e iniciación de un nuevo estado. Los tristes recuerdos, los amargos
pesares y la dolorosa compasión, así como las súplicas al derecho invisible, todas las
emociones intensas que llenaron los días y las noches de la semana anterior y que, de
nuevo, se presentaban a él como una ansiosa multitud en las horas de aquella mañana,
daban a Adam la impresión de que todos los años anteriores de su vida habían
transcurrido en una existencia soñolienta y le hacían creer que acababa de despertarse
para experimentar, con tremenda intensidad, toda clase de sensaciones. Le parecía
que siempre había dado muy poca importancia al sufrimiento de los hombres; y que
todo lo que antes había soportado y denominaba dolor, no era más que un simple
arañazo o un ligero golpe que no había dejado ninguna huella. Sin duda una gran
angustia puede realizar el trabajo de muchos años y es posible que salgamos de tal
bautismo de dolor con el alma llena de nueva comprensión y de nueva piedad.
—¡Oh, Dios mío! —gimió el joven mientras se apoyaba en la mesa y
contemplaba la blanca esfera del reloj—. ¿Es posible que los hombres hayan sufrido

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antes, como yo mismo… y que las pobres y desgraciadas criaturas indefensas hayan
sufrido como ella…? ¿Que eso le ocurra a esa pobre desgraciada que, hace tan poco
tiempo, era tan hermosa y parecía tan feliz… cuando besaba a los miembros de su
familia, que le deseaban toda suerte de felicidades…? ¡Oh, pobre Hetty mía…!
¿Recordarás acaso esa escena?
Adam se sobresaltó y dirigió los ojos hacia la puerta. Vixen había empezado a
gemir y en la escalera se oía ya el ruido del bastón de un cojo. Era Barde Massey que
volvía. ¿Habría terminado todo?
Entró el maestro de escuela y, acercándose a Adam, le cogió la mano y le dijo:
—He venido a verte, hijo mío, aprovechando unos momentos en que todo el
mundo ha salido de la sala del tribunal.
El corazón de Adam latió con tanta fuerza que no pudo replicar cosa alguna.
Solamente respondió al apretón de la mano de su amigo y éste, acercando la otra silla,
se sentó junto a él y se quitó el sombrero y las gafas.
—Nunca me había ocurrido antes eso de salir con las gafas puestas. Me había
olvidado de ellas por completo.
El anciano hizo esta observación trivial creyendo que valía más no reaccionar a la
agitación de Adam, pues así éste comprendería de un modo indirecto que aún no
podía comunicarle nada decisivo.
—Ahora —dijo levantándose otra vez— quiero que comas un poco de pan y
bebas del vino que nos ha mandado el señor Irwine. Se enojaría mucho conmigo si no
te hiciera comer y beber. Ven —añadió, tomando la botella y el pan y poniendo un
poco de vino en un vaso—. Yo también tomaré algo. Ven a beber conmigo,
muchacho.
Adam alejó con suavidad el vaso y dijo en tono de súplica:
—Cuénteme lo que ha ocurrido, señor Massey. Dígamelo todo. ¿Esta allí ella?
¿Han empezado ya?
—Sí, hijo mío. Empezaron cuando llegué yo; pero van muy despacio, mucho.
Además, el abogado defensor aprovecha la ocasión para meter baza en cuanto puede,
y luego pierde mucho tiempo preguntando a los testigos y disputando con los demás
abogados. Eso es todo lo que puede hacer a cambio del dinero que le han dado, que es
una gran suma. Sí, muy importante. Es un hombre muy inteligente y con unos ojos
capaces de encontrar una aguja en un pajar. Al hombre que no tenga sentimientos le
gustará, quizás, enterarse de lo que ocurre ante el tribunal, pero el que sea de carácter
tierno y cariñoso, se volvería tonto en aquel lugar. Créeme que con gusto renunciaría
a las cifras para siempre a cambio de poder traerte alguna buena noticia.
—Pero ¿se presenta mal el caso para ella? —preguntó Adam—. Comuníqueme lo
que han dicho. Quiero saberlo y conocer todas las acusaciones.
—Pues las pruebas principales las han dado los médicos; y todos la acusan, a
excepción de Martin Poyser…, el pobre Martin. Todos los asistentes se compadecían
de él, y cuando lo vieron aparecer resonó entre la multitud un rumor semejante a un

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sollozo. Lo peor fue cuando le ordenaron mirar a la acusada. Eso fue muy cruel para
el desgraciado, mucho. Ten en cuenta, Adam, que el pobre hombre siente lo ocurrido
tanto como tú mismo. Es preciso que ayudes a Martin y que muestres algún valor.
Ahora bebe un poco de vino y procura portarte como un hombre.
Barde había pronunciado las palabras más apropiadas. Adam tomó el vaso
obedientemente y bebió un poco.
—Dígame qué aspecto tenía ella —rogó.
—Asustada, muy asustada, cuando entró en la sala. La pobrecilla vio por vez
primera a la multitud y a los jueces. Entre el público hay numerosas mujeres
estúpidas, con galas y dijes en manos y brazos, con trajes elegantes y la cabeza
cubierta de plumas, sentadas al lado del juez. Cualquiera podría creer que se han
vestido así para avisar a los hombres de la conveniencia de no relacionarse nunca más
con ninguna mujer. Miraban sin cesar, de un lado a otro, y hablaban en voz baja entre
sí. Pero la acusada se quedó como una imagen pálida, mirando sus manos y sin que al
parecer oyese ni viese nada. Estaba blanca como el papel, y no contestó cuando le
preguntaron si se confesaba culpable o no; en vista de ello decidieron juzgarla como
no culpable. Pero al oír el nombre de su tío se estremeció. Luego, cuando le
ordenaron que la mirase, ella inclinó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos. Al
pobre hombre le temblaba la voz y le era muy difícil hablar. Los miembros del
tribunal que, generalmente, son duros como clavos, lo trataron lo mejor que pudieron.
El señor Irwine se puso a su lado y salió con él de la sala. ¡Ah, qué grande es para un
hombre poder apoyar a un vecino y a un amigo y sostenerle en un caso tan terrible
como ése!
—¡Dios le bendiga y a usted también, señor Massey! —dijo Adam en voz baja y
apoyando la mano en el brazo del maestro.
—Sí. El párroco es un hombre excelente. Tiene muy buen sentido y no dice más
de lo necesario. No es de esos que creen que pueden consolar a una persona
charlando con ella, ni le dan a entender que conocen mejor que ella misma el disgusto
que la agobia. En mis tiempos he tratado a personas así, en el sur, cuando yo mismo
me hallaba en una situación desagradable. El señor Irwine también es testigo de la
defensa, hablará de las buenas costumbres de la acusada.
—Pero ¿y las pruebas? ¿Son muy comprometedoras para ella? ¿Qué le parece,
señor Massey? Dígame la verdad.
—Sí, hijo mío, sí. Vale más decir la verdad cuanto antes, porque al fin y al cabo
acabarías conociéndola. El testimonio de los médicos es muy grave para ella, mucho.
Ella, en cambio, sigue negando que haya tenido un hijo. Esas estúpidas mujeres no
comprenden la inutilidad de negar lo que está probado. Estoy seguro de que esta
táctica la perjudicará a los ojos del jurado, y, si el veredicto le es adverso, el tribunal
se sentirá menos inclinado a la clemencia. Pero el señor Irwine hará cuanto pueda; de
eso podemos estar seguros, Adam.
—¿De modo que en la sala del tribunal nadie la apoya, nadie parece deseoso de

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favorecerla?
—A su lado se sienta el capellán de la cárcel, pero es hombre con cara de hurón y
muy distinto del buen señor Irwine. Me han dicho que los capellanes de la cárcel son
siempre lo peor del clero.
—Se comprende que así sea —dijo Adam con amargura. Luego se puso en pie y
miró con fijeza hacia la ventana, como si examinase una nueva idea.
—Señor Massey —dijo por fin separándose el cabello de la frente—, le
acompañaré al tribunal. Sería una cobardía por mi parte no ir. Yo la apoyaré cuanto
pueda, a pesar de las mentiras que ha declarado. No deberían condenar a esa pobre
niña y sus parientes no habrían de abandonar a una persona de su propia sangre. Todo
el mundo solicita la misericordia de Dios y nosotros mismos no la ejercemos. Yo, en
otro tiempo, era bastante duro con los demás, pero ya no volveré a obrar así. Le
acompañaré, señor Massey, iré con usted.
Era tan decidido el tono de Adam que Barde comprendió la inutilidad de
contrariarle, aunque lo hubiera deseado. Por consiguiente, se limitó a contestar:
—En tal caso, Adam, come y bebe un poco más. Hazlo por mí. Mira, yo también
comeré para hacerte compañía.
Impulsado ya por una resolución, Adam tomó un poco de pan y bebió un vaso de
vino. Estaba desencajado, sin afeitar, pero más animado y se parecía un poco al
Adam de otros tiempos.

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XLIII

EL VEREDICTO

L a sala que aquel día se utilizó para celebrar el juicio era una estancia enorme, en
la actualidad destruida por un incendio. La luz del mediodía, que caía sobre
aquella numerosa congregación de cabezas humanas, penetraba a través de una fila de
ventanas altas, de estilo gótico y provistas de cristales de colores. En el extremo más
lejano se veían unas oxidadas armaduras y bajo el amplio arco de la gran ventana, en
cuyo centro se alzaba una columna, colgaba una cortina de tapicería antigua, en la
que se divisaban unas tristes figuras que más parecían un sueño borroso de tiempos
pasados. Se trataba de un lugar que, durante el resto del año, parecía contener los
vagos recuerdos de reyes antiguos, desgraciados, destronados y encerrados en una
prisión. Pero aquel día habían huido todas aquellas sombras y ninguno de los que se
hallaban en la enorme sala sentía la presencia de un dolor imaginario, sino de otro
muy real que atravesaba los corazones generosos.
Pero aun ese dolor pareció leve cuando la alta figura de Adam Bede se mostró
junto al banquillo de la acusada. A la viva luz que reinaba en la sala y entre los
rostros flacos y afeitados de los demás hombres, las huellas del sufrimiento que se
advertían en su semblante llamaron la atención incluso del señor Irwine, que ya lo
había visto a la escasa luz de la habitación que ocupaba. Y los vecinos de Hayslope,
que estaban presentes y que, en su ancianidad, referirían la historia de Hetty Sorrel al
amor de la lumbre, jamás olvidaron mencionar cuánto se emocionaron al ver al pobre
Adam Bede, cuya alta cabeza sobresalía por encima de todo el mundo, en el
momento que fue a sentarse al lado de la joven.
Pero ésta no le vio. Se hallaba en la misma posición descrita por Barde Massey,
con las manos cruzadas y los ojos fijos en ellas. En los primeros instantes Adam no se
atrevió a mirarla; mas, por último, cuando la atención de la sala se fijó en los detalles
propios del juicio, volvió resueltamente el rostro hacia ella.
¿Por qué le habían dicho que estaba muy cambiada? En el cadáver de la persona
que amamos vemos el parecido, que entonces es más acentuado, por el hecho de que
antes vivía y ahora ya no existe. De nuevo vio Adam el dulce rostro y el hermoso
cuello, los delicados rizos, las largas y negras pestañas, las redondas mejillas y los
maravillosos labios; desde luego estaba pálida y flaca, pero seguía siendo la misma
Hetty de siempre. A otros quizás les parecería que el demonio la había transformado
con una sola de sus centelleantes miradas, arrugando el alma femenina que la
animaba y dejándole sólo una dura y desesperada obstinación. Pero Adam vio que
aquella acusada, pálida y desencajada, era la misma Hetty que le sonrió en el jardín,
bajo los manzanos; vio el cadáver de Hetty que, al principio, temió mirar, y del cual
luego ya no podía apartar los ojos.

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Pero entonces oyó algo que le obligó a escuchar e hizo menos absorbente su
contemplación. En el lugar destinado a los testigos había una mujer de edad mediana,
que hablaba con voz clara y firme, y dijo:
—Me llamo Sarah Stone. Soy viuda y tengo una pequeña tienda en la que vendo
tabaco, rapé y té, en el callejón de la Iglesia de Stoniton. La acusada es la misma
joven que, con aspecto de cansada y enferma, y con un cesto colgado del brazo, me
pidió alojamiento en mi casa un sábado por la tarde o, mejor dicho, el 27 de febrero.
Tomó mi casa por una posada, a causa de un cartel que tengo colgado sobre la puerta.
Pero cuando le dije que no admitía huéspedes, la acusada empezó a llorar y dijo que
estaba muy fatigada para ir a otra parte, y que sólo deseaba una cama para pasar la
noche. Su hermosura y aspecto respetable, así como la situación desagradable en que
parecía hallarse, me emocionaron y no me atreví a despedirla. La hice sentar, le di té
y le pregunté adonde iba y dónde estaban sus familiares. Ella contestó que volvía a su
casa, que sus parientes eran granjeros y que aún le faltaba recorrer una distancia
considerable para llegar a su lado; añadió que había hecho un largo viaje que le costó
más de lo que se figuraba, de modo que le quedaba ya muy poco dinero y temía ir a
donde le hiciesen pagar una cantidad importante. Se había visto obligada a vender la
mayor parte de las cosas que llevaba en el cesto, pero estaba dispuesta a darme un
chelín por la cama. Me pareció que no había ninguna razón para oponerme a
complacer a la joven. Sólo tengo un dormitorio, pero hay en él dos camas, y así, le
dije que podía quedarse conmigo. Me figuré que había sido engañada y se hallaba en
situación comprometida, pero puesto que se dirigía a casa de sus parientes, sería una
buena obra protegerla de nuevas contrariedades.
La testigo añadió que aquella noche la acusada dio a luz a una criatura, e
identificó la ropa que ella misma proporcionó y gracias a la cual vistió al recién
nacido.
—Es la misma ropa. La hice yo y la tenía guardada desde que nació mi último
hijo. Favorecí cuanto pude a la madre y al niño, y no me fue posible dejar de
interesarme por ellos. No llamé al médico porque, al parecer, no era necesario. Al día
siguiente rogué a la madre que me indicase el nombre de sus parientes y me dijera
dónde vivían, con objeto de escribirles. Ella me contestó que se proponía hacerlo ella
misma, pero no aquel día. Y a pesar de cuanto le dije en contra, aquella misma tarde
se levantó y vistió. Dijo que se sentía fuerte y demostró un valor sorprendente. Decidí
ir a la iglesia para hablar con nuestro ministro. Salí de casa hacia las ocho y media.
Para marcharme no utilicé la puerta de la tienda, sino otra que hay en la parte
posterior de la casa y que da a un estrecho callejón. Sólo dispongo de la planta baja, y
tanto la cocina como el dormitorio dan a dicho callejón. Dejé a la acusada en la
cocina, sentada junto al fuego, y con el niño en la falda. No había llorado ni parecía
desalentada como la noche anterior. Observé sin embargo una mirada rara en sus
ojos, y al atardecer noté que tenía las mejillas muy rojas. Temí que tuviese fiebre y
me propuse llamar a una amiga mía, mujer muy experimentada, para que la viese. La

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noche era muy oscura y, al salir, no cerré la puerta, porque en realidad no tiene
cerradura, sino sólo una aldaba en la parte interior, de modo que cuando no hay nadie
en la casa tengo la costumbre de salir por la puerta de la tienda. Pero me pareció que
no había peligro de dejar la puerta abierta durante mi corta ausencia. Me entretuve
más de lo que quería, pues tuve que esperar que mi amiga pudiese acompañarme.
Había pasado ya una hora y media desde que salí, y cuando llegamos a casa vi la
bujía encendida, como antes, pero la acusada y el niño habían desaparecido. Como es
natural, yo me asusté y me enojé al notar su ausencia. No di parte, sin embargo,
porque no creí que quisiera hacer nada malo y además me constaba que llevaba en el
bolsillo el dinero necesario para comprar comida y obtener albergue. No quería que la
persiguiese la policía, pues la joven tenía el derecho de marcharse de mi casa si le
parecía bien.
Tal declaración produjo un efecto eléctrico en Adam y le dio nuevas fuerzas.
Hetty no podía ser culpable del crimen; sin duda amaba a su hijo de todo corazón, ya
que, de lo contrario, no se lo habría llevado, pues podía haberlo dejado en aquella
casa. La criatura murió de muerte natural y ella no hizo más que ocultarla. Los niños
recién nacidos mueren con facilidad, de modo que lo más probable era que existiesen
sospechas, aunque ninguna prueba de culpabilidad. Su mente estaba ocupada por
numerosos argumentos contrarios a tales sospechas, y por eso no pudo atender a las
preguntas que hizo el abogado defensor de Hetty, que, sin éxito, trataba de demostrar
que la acusada había demostrado algún sentimiento maternal con respecto a su hijo.
Mientras se interrogaba a aquella testigo, Hetty continuó tan inmóvil como siempre,
sin que, al parecer, se enterase de lo que ocurría; pero la voz del testigo siguiente hizo
vibrar en ella una cuerda que aún era sensible; se sobresaltó visiblemente y le dirigió
una mirada de temor, pero en el acto volvió la cabeza y miró a sus manos como antes.
Aquel testigo era un hombre, un rudo campesino, que dijo:
—Me llamo John Olding, soy labrador y vivo en Tedd’s Hole, a tres kilómetros
de Stoniton. El limes hizo ocho días; a cosa de la una de la tarde, me dirigía al soto de
Hetton y a quinientos metros de distancia vi a la acusada, que llevaba una capa roja,
sentada bajo un almiar y no lejos del portillo. Se puso en pie al verme, como si
quisiera alejarse, pero como se hallaba junto a un sendero público, entre los campos,
nada de particular tenía que estuviese allí, aunque me fijé en ella por su palidez y por
su aspecto de temor. De no ser por el buen traje que llevaba, la habría tomado por una
mendiga. Me pareció que no estaba en sus cabales, pero me dije que eso no
importaba. Me quedé mirándola para ver si volvía, pero ella continuó andando hasta
perderse de vista. Tuve que ir al otro lado del soto con objeto de examinar unas
estacas. En el soto hay un camino que lo atraviesa, pero a derecha y a izquierda son
numerosos los pasos donde se ha cortado algún árbol. Yo no seguí el camino en línea
recta, sino que me volví al llegar a la mitad y tomé un atajo en dirección al lugar
adonde quería dirigirme. Apenas hube dado unos pasos, cuando oí un grito extraño.
Me dije que no pertenecía a ninguno de los animales que conozco, mas no creí

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necesario detenerme para examinar la causa. Luego volví a oírlo y me pareció tan
extraordinario en aquel lugar, que me detuve para ver quién gritaba de ese modo.
Incluso pensé que si se trataba de un animal raro podría venderlo bien. Me costó
mucho averiguar de dónde procedía y empecé a mirar por entre las matas. Luego me
pareció que aquel extraño animal estaba en el suelo. Miré por entre unas ramas
caídas, mas no pude encontrar nada y, por fin, el grito dejó de oírse. Tuve que
renunciar a descubrir la causa y continué dedicado a mis asuntos. Pero cuando volví
al mismo sitio, en mi camino de regreso, cosa de una hora más tarde, dejé en el suelo
unas estacas que llevaba a cuestas y empecé a registrar otra vez. Precisamente cuando
me inclinaba para dejar las estacas en el suelo, vi a muy corta distancia de mí una
cosa blanca y de forma rara. Me arrodillé y fui a recogerlo, y entonces me di cuenta
de que era la mano de un niño.
Estas palabras hicieron que todos se estremecieran. Hetty temblaba visiblemente
y por vez primera parecía prestar atención a lo que decía un testigo.
—Había allí una gran cantidad de leña sobre un pequeño hueco y la mano
sobresalía por entre la madera. Sin embargo, un agujero me permitió ver la cabeza de
una criatura. Me apresuré a quitar todos aquellos estorbos y saqué al niño. Observé
que iba bien vestido, pero su cuerpecito estaba frío y me figuré que había muerto. Salí
corriendo del bosque y fui a mi casa a mostrar la criatura a mi mujer. Ella me dijo que
había muerto y que lo mejor sería llevar el cadáver a la parroquia y avisar a la policía.
Yo dije: «Apostaría cualquier cosa a que esta criatura pertenece a la joven que
encontré cuando iba al soto». Ella se había alejado y desaparecido a lo lejos. Y yo
llevé el cadáver a la parroquia de Hetton, lo comuniqué a la policía y luego al juez
Hardy. Hecho esto fuimos en busca de la joven, hasta que anocheció, y como no la
encontramos, dimos aviso a Stoniton para que pudiesen detenerla. A la mañana
siguiente se me presentó un policía para que le acompañase al lugar en que hallé el
cadáver. Cuando llegamos allí vimos a la acusada sentada junto al matorral, no lejos
del lugar en que dejó a la criatura.
Se echó a llorar al vernos, pero no se movió. En el regazo tenía un gran trozo de
pan.
Mientras hablaba aquel testigo, Adam profirió un leve gemido de desesperación.
Había ocultado el rostro en el brazo, que apoyaba en la mesa que tema delante. Aquel
era el momento culminante de su sufrimiento. Hetty era culpable, sin duda alguna y,
en silencio, el joven suplicaba el auxilio de Dios. No oyó más de aquella declaración
y ni siquiera se dio cuenta de cuando el presidente declaró que ya no había más
testigos de cargo, y no notó tampoco que el señor Irwine empezaba su declaración,
dando cuenta al tribunal de la excelente conducta de Hetty en su propia parroquia y
de las costumbres virtuosas en que se había criado. Esta declaración no tendría
ninguna influencia en el veredicto, pero él la hizo para contribuir a la petición de
clemencia, que el propio abogado defensor habría hecho de habérsele permitido
hablar en beneficio de la acusada, favor no concedido a los criminales en aquellos

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tiempos de severidad.
Por fin, Adam levantó la cabeza al advertir un gran movimiento a su alrededor. El
juez había dirigido la palabra al jurado que, en aquel momento, se retiraba a deliberar.
No estaba ya lejos el instante decisivo. Adam sintió tal horror que no pudo mirar a
Hetty, quien volvió a sumirse en su indiferencia y en su dureza habituales. Todo el
mundo la miraba, pero ella parecía no darse cuenta de nada.
Durante aquel intervalo hubo en la sala un rumor compuesto de roces, murmullos
y leves zumbidos. Ya no había necesidad de prestar atención y todo el mundo sentía
el deseo de expresar en voz baja alguna opinión más o menos ofensiva. Adam se
quedó mirando pero sin ver siquiera los objetos que tenía delante. Mientras tanto, los
miembros del tribunal hablaban en tono de indiferencia y el señor Irwine lo hacía en
voz baja y vehemente con el juez. Adam no vio cómo el rector volvía a sentarse muy
agitado y meneaba tristemente la cabeza cuando alguien le susurraba algo al oído.
Los sentimientos de Adam eran demasiado intensos para fijarse en lo que ocurría a su
alrededor.
Transcurrió un cuarto de hora escaso, antes de que el golpe que avisaba que el
jurado había llegado a un acuerdo diera a entender a todo el mundo la obligación de
guardar silencio. Este era absoluto mientras se pronunciaban los nombres de los
jurados y se obligaba a la acusada a levantar la mano. Luego se preguntó al jurado
cuál era su veredicto.
—¡Culpable!
Era precisamente lo que todo el mundo esperaba, pero se oyó un suspiro general
al notar que no se solicitaba la clemencia del tribunal. La acusada no gozaba de la
simpatía de la audiencia, porque lo horrible de su crimen quedaba acentuado por su
dura inmovilidad y su obstinado silencio. Ni siquiera el veredicto, según creyeron los
observadores lejanos, fue bastante para sacarla de su apatía, aunque los que estaban
cerca de ella pudieron observar que temblaba de pies a cabeza.
Volvió el silencio cuando el juez se cubrió con su toga negra y apareció a su
espalda el capellán revestido de sus hábitos eclesiásticos. Luego, antes de que el ujier
tuviese tiempo de recomendar silencio, éste se hizo más profundo. El presidente dijo
entonces:
—Hester Sorrel…
El rostro de Hetty se cubrió de rubor, pero luego volvió a ponerse pálida al mirar
al juez, y se quedó con los ojos muy abiertos y fijos, como si estuviese petrificada por
el miedo. A Adam, que no volvió el rostro hacia ella, le pareció que los separaba un
abismo insondable. Pero al oír las palabras «… para ser colgada por el cuello hasta
que sobrevenga la muerte», en la sala resonó un grito agudo. Era Hetty. Adam dio un
salto y extendió los brazos hacia ella, pero la distancia que los separaba era
demasiado grande y la joven cayó desmayada y se la llevaron fuera de la sala.

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XLIV

EL REGRESO DE ARTHUR

C uando Arthur Donnithorne desembarcó en Liverpool y leyó la carta de su tía


Lydia, anunciándole con breves palabras la muerte de su abuelo, su primera
exclamación fue:
—¡Pobre abuelo! ¡Ojalá hubiese estado a su lado en el momento de su muerte!
Quizás deseó algo que ahora no sabré nunca. El pobre ha tenido una muerte muy
triste.
Es imposible decir que su dolor fuera más profundo de lo que dan a entender esas
palabras. Mientras la silla de posta lo llevaba rápidamente hacia la mansión de la que,
en adelante, sería señor, trataba de recordar todo aquello que pudiese demostrar cierto
respeto por los deseos de su abuelo, siempre y cuando no estuviese en contradicción
con los suyos propios acerca del bien que pensaba realizar en pro de la propiedad y
de los arrendatarios. Había llegado la hora de empezar su verdadera vida; ahora
tendría la oportunidad de realizar sus proyectos y se beneficiaría de ello. Demostraría
a los habitantes de Loamshire lo que era un noble propietario rural y no habría
cambiado ese destino por cualquier otra suerte bajo el sol. Se veía ya cabalgando por
las montañas, en los hermosos días del otoño, examinando sus planes favoritos de
drenaje y de cercado; luego, admirado como el mejor jinete en el mejor caballo
durante las cacerías; juzgado favorablemente en los días de mercado y disfrutando de
la fama de señor excelente; pronunciando discursos en las comidas que se dan en
tiempo de elecciones, y demostrando grandes conocimientos agrícolas; protector de
cualquier trabajo útil, severo censor de los arrendatarios negligentes y buen
compañero a quien todos tendrían la mayor simpatía. Vio alegres rostros que le
saludarían en todas partes y no dudó de que las familias vecinas sostendrían con él las
mejores relaciones del mundo. Los Irwine cenarían con él todas las semanas y
tendrían su propio coche para hacer el trayecto, pues Arthur encontraría un modo
delicado de proporcionárselo; y, puesto que disponía del curato de Hayslope,
obligaría al vicario a aceptar doscientas libras más al año. En cuantos a su tía, gozaría
de todas las comodidades posibles, y seguiría viviendo en el cazadero, si así lo
deseaba, a pesar de sus costumbres de solterona, por lo menos hasta que él se hubiese
casado. Eso, sin embargo, estaba aún borroso en el cuadro de su futuro, porque
Arthur no había encontrado a la mujer que representaría el papel de digna compañera
del mejor caballero rural de Inglaterra.
Éstas eran las ideas principales de Arthur, condensadas en algunas frases que, en
realidad, no son sino la lista de las escenas de un gran panorama lleno de color, de
detalles y de vida. Los felices rostros que Arthur veía y que le saludaban no eran
pálidas abstracciones, sino caras sonrosadas, verdaderas y muy familiares para él: la

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de Martin Poyser estaba entre ellas y también divisó las de toda la familia de éste.
¿También la de Hetty?
Sí. Porque Arthur se creía en paz con ella, si bien no estaba tan satisfecho con
respecto a lo que había ocurrido unos meses antes, y hasta sentía un calor especial en
las orejas cada vez que recordaba la escena con Adam; pero, en cambio, estaba
tranquilo con respecto al presente. El señor Irwine, con quien se había carteado
regularmente, le había dado cuenta de las noticias referentes a los lugares y a las
personas, y le había comunicado, tres meses atrás, que Adam Bede no se casaría con
Mary Burge, como primero se había imaginado, sino con Hetty Sorrel. Tanto Martin
Poyser como el mismo Adam habían hablado de eso con el señor Irwine, y le dijeron
que el joven estaba enamorado de Hetty desde dos años atrás, y que ambos jóvenes se
habían puesto de acuerdo para casarse en marzo. Aquel robusto Adam era más
sensible de lo que el rector se imaginaba. Se trataba de unos amores idílicos, y si esto
no le hubiese ocupado demasiado espacio en su carta, le habría gustado describir a
Arthur la timidez y las sencillas y vigorosas palabras con que el excelente muchacho
le comunicó su secreto. Y le constaba que Arthur recibiría con gusto la noticia de que
Adam iba a ser muy feliz.
Sí, realmente le pareció a Arthur que no había bastante aire en la estancia para
satisfacer su renovada vida en cuanto leyó este pasaje de la carta. Abrió las ventanas
de par en par y luego salió a tomar el aire de diciembre, saludando a todos cuantos
conocidos vio, con tanta alegría como si acabase de recibir noticias de otra victoria de
Nelson. Por vez primera desde su llegada a Windsor se sentía totalmente alegre. La
carga que pesara sobre sus hombros había desaparecido y el temor ya no existía. Se
dijo que ahora nada le impediría olvidar sus amargos sentimientos con respecto a
Adam. Podía ya ofrecerle su mano y rogarle que volviesen a ser amigos, a pesar de
aquel recuerdo penoso que aún hacía arder sus orejas. Había sido derribado y por eso
se vio obligado a mentir. Esas cosas siempre dejan una cicatriz, por mucho que se
quiera evitar. Pero si Adam se mostraba como en otros tiempos, Arthur deseaba
corresponder con iguales sentimientos y haría lo posible para que el joven participase
en sus negocios y en su futuro, como siempre deseó antes de aquel maldito encuentro
del mes de agosto. Pero no; aún haría más por Adam de lo que hubiese hecho antes
de ocurrir aquella escena desagradable. El marido de Hetty tendría sobre él derechos
especiales y la misma Hetty vería que todos los dolores que pudo sufrir en el pasado
por su culpa estaban más que compensados; aunque realmente ella no había debido
de quererle mucho, puesto que pudo resolverse a ser esposa de Adam.
Ya se ve, pues, cuál era el cuadro que Arthur se imaginaba de Adam y de Hetty en
el panorama de su porvenir. Corría entonces el mes de marzo y pronto se casarían los
dos jóvenes. Quizás se habrían casado ya. Y ahora Arthur estaba en situación de
hacer mucho por ellos. ¡Dulce y querida Hetty! Sin duda la pequeñuela no llegó a
quererle tanto como él la quiso, porque aún ahora se sentía atraído por ella, de manera
que temía verla, y también es preciso confesar que había hecho muy poco caso a las

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demás mujeres desde que se despidió de la joven. Aquella pequeña figura que se
dirigía hacia él en la alameda, aquellos ojos negros de largas pestañas y de infantil
expresión, y los hermosos labios que se acercaban a los suyos para besarle…, esta
imagen no se había debilitado en su memoria a pesar del tiempo trascurrido. Y no
había duda de que seguiría siendo tan hermosa como siempre. Era imposible
imaginarse que la vería muy pronto, pero estaba seguro de que en cuanto eso
sucediera no podría dejar de temblar. Claro que no estaba enamorado de Hetty; había
deseado con toda su alma, durante meses enteros, que ésta se casara con Adam, y
nada contribuía más a su propia felicidad, en esos momentos, que la idea de esa boda.
Era el exagerado efecto de la imaginación el que hacía latir apresuradamente su
corazón cuando pensaba en ella. En cuanto la viese convertida en esposa de Adam,
ocupada en los trabajos prosaicos de su nuevo hogar, tal vez llegaría a extrañarse de
sus anteriores sentimientos. Gracias a Dios, todo se había arreglado muy bien. Ya
podía dedicarse por entero a sus asuntos; no había por qué temer que reincidiese en
sus tonterías.
¡Qué agradable resultaba el chasquido del látigo del postillón, así como la
sensación de verse transportado con tanta rapidez a través de los paisajes ingleses, tan
semejantes a los de su propio pueblo, aunque quizás no tan encantadores! Atravesó el
mercado de una ciudad muy semejante a Treddleston, en la cual las armas del señor
del lugar se veían en el cartel de la posada principal; luego, más campos y matorrales,
cuya vecindad a una población como aquélla indicaba sobradamente que tenías que
pagar un arrendamiento muy elevado; después las tierras empezaron a ofrecer un
aspecto más pobre, los bosques fueron más frecuentes y, de vez en cuando, se veía
alguna casa blanca o roja situada en una prominencia moderada, lo que permitía
contemplar sus parapetos y chimeneas por entre las densas masas de olmos y robles,
enrojecidas ahora por las flores tempranas. Y luego aparecía el pueblo, la pequeña
iglesia con su tejado rojo, de aspecto humilde incluso, entre las casas de madera, y los
antiguos cementerios verdes, rodeados de plantas espinosas. En aquellos lugares no
había nada brillante y lozano, a excepción de los niños, que abrían los ojos de par en
par al contemplar el paso de la rápida silla de posta. Tampoco había nada ruidoso, a
excepción de los perros ladradores, pertenecientes a una raza extraña. ¡Cuánto más
hermoso era el pueblo de Hayslope! Y estaba dispuesto a no dejarlo nunca tan
abandonado como aquel que cruzaba en ese momento. Realizaría grandes obras de
reparación en las casas y en los edificios de las granjas, de modo que los que viajasen
en sillas de posta por el camino de Rosseter no tendrían más remedio que admirar el
pueblo. Adam Bede dirigiría todas aquellas reparaciones, porque ahora ya tenía una
participación en los negocios de Burge, y, si era necesario, Arthur metería algún
dinero en la empresa y hasta compraría la parte del viejo dentro de uno o dos años.
Lo ocurrido durante el último verano fue una gran falta en la vida de Arthur, pero se
proponía compensarla con su conducta futura. Muchos, en su lugar, habrían sentido el
deseo de vengarse de Adam, pero él no pensaba así, pues estaba dispuesto a no

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recordar pequeñeces semejantes, ya que había sido él quien tuvo la culpa de todo; y
aunque Adam se mostró brutal y violento, debía reconocerse que se vio en un
doloroso dilema, porque el pobre muchacho estaba enamorado y fue provocado; no,
Arthur no sentía ningún odio contra nadie; era feliz y procuraría la dicha de todos los
que dependieran de él.
¡Ah! Por fin se le apareció su querido pueblo de Hayslope, durmiendo en la
montaña, como lugar apacible que era, a la luz de las últimas horas de la tarde; y
frente a las grandes montañas de Binton divisó la negrura de los bosques que cubrían
las laderas y, por último, la pálida fachada de la abadía, que asomaba por entre los
robles del cazadero como si desease presenciar su regreso.
«¡Pobre abuelo! Ya ha muerto. También, en otro tiempo, fue joven y heredó la
propiedad, y debió de hacer sus planes. ¡Estas son las vueltas que da el mundo! La
pobre tía Lydia debe de estar muy desconsolada, pero es preciso mimarla del mismo
modo que ella mima al gordo Fido».
En el cazadero se esperaba con ansiedad el ruido de las ruedas de la silla de posta
de Arthur, porque era viernes y el entierro ya se había aplazado dos días. Antes de
que se detuviera en la arena del patio, todos los criados de la casa se habían
congregado para recibirle y darle, una grave bienvenida, según correspondía a la casa
en la que había un muerto. Un mes antes quizás les habría sido muy difícil mostrar su
tristeza cuando el señor Arthur fuera a tomar posesión de su herencia, pero los
corazones de los criados estaban aquel día muy apesadumbrados por otra causa
independiente de la muerte del anciano caballero, y más de uno habría deseado estar a
más de treinta kilómetros de distancia, como le ocurría ahora al señor Craig, sabiendo
lo que sería de Hetty Sorrel, la linda Hetty Sorrel, a quien todos estaban
acostumbrados a ver semanalmente. Todos ellos sentían, sin embargo, la parcialidad
de los criados que están muy a gusto en su empleo, y no estaban inclinados a
demostrar la severa indignación de los arrendatarios, sino por el contrario a excusar a
su joven señor; sin embargo, los criados principales, que durante muchos años habían
mantenido relaciones de buena amistad con los Poyser, no podían dejar de decirse
que la muy esperada llegada del joven caballero para hacerse cargo de la propiedad
carecía del aspecto agradable esperado.
A Arthur no le pareció sorprendente la expresión seria de sus servidores. Él
mismo se sentía muy conmovido al verlos de nuevo, diciéndose que en aquel
momento se presentaba a ellos con un nuevo carácter. Era aquella una emoción más
agradable que penosa, y que quizás es la más deliciosa para un hombre bondadoso y
consciente del poder que tiene ya para satisfacer sus buenos sentimientos. Y su
corazón se dilató de un modo agradable al preguntar:
—¡Hola, Mills! ¿Cómo está mi tía?
Pero el señor Bygate, el abogado, que no se había movido de la casa desde que
ocurrió el fallecimiento, se adelantó para saludarle con la mayor deferencia y
contestar a sus preguntas. Arthur entró con él en la biblioteca, donde le esperaba su

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tía Lydia. Ésta era la única persona de la casa que no sabía una palabra con respecto a
Hetty. Su dolor, como hija soltera, no le dejaba pensar en nada más que en las
disposiciones del entierro y en su propia suerte. Y, según suelen hacer las mujeres,
lloraba por el padre que había dado importancia a su propia vida y mucho más al
decirse que, con toda seguridad, no le lloraba nadie más.
Arthur la besó con mayor ternura que en ninguna otra ocasión de su vida.
—Querida tía —le dijo con cariño mientras le estrechaba la mano—; tu pena es la
más legítima de todas, pero has de procurar darme ocasión de mitigártela en lo que
sea posible.
—Fue tan repentino y tan horrible, Arthur… —dijo la señorita Lydia.
Y empezó a relatar a su sobrino los detalles de la muerte. Este, en cuanto hizo su
tía una pausa, exclamó:
—Ahora, tía, te voy a dejar durante un cuarto de hora, pues tengo que ir a mi
habitación. Luego volveré. Supongo, Mills —añadió dirigiéndose al mayordomo, que
se hallaba en la entrada del vestíbulo y parecía algo inquieto—, que ya tendré
preparada mi habitación.
—Sí, señor, y hay allí varias cartas para usted. Las encontrará en el escritorio de
su tocador.
Al entrar en la pequeña antecámara que se conocía con el nombre de «tocador»,
pero que, en realidad, Arthur usaba tan sólo para descansar y para escribir, dirigió una
mirada al escritorio y vio que contenía varías cartas y algunos paquetes. Pero como se
hallaba cubierto de polvo a consecuencia de su largo y precipitado viaje, deseaba
lavarse y cambiarse de ropa antes de leer las cartas. Pym se ocupó de prepararlo todo,
y Arthur, ya refrescado, como si estuviese dispuesto a empezar un nuevo día, volvió
al tocador para abrir la correspondencia.
La carta que se hallaba encima de las demás tenía el sobrescrito vuelto hacia
arriba. Era de mano del señor Irwine, como Arthur vio enseguida, y observó, además,
que había una frase añadida: «Para ser entregada en cuanto llegue». Arthur se
apresuró a romper el sello.
He aquí lo que le comunicaba el buen sacerdote:

Le envío esta carta con el deseo de que se la entreguen inmediatamente


después de su llegada. Tal vez entonces estaré en Stoniton, a donde me llama
el deber más penoso de toda mi vida, y conviene que sepa, sin demora, cuanto
tengo que decirle.
No trataré de añadir una sola palabra de reproche al castigo que le ha
correspondido. Todo lo que pudiese escribir en este momento carecería de
significado al lado de lo que expresa la verdad sencilla.
Hetty Sorrel está en la cárcel y el viernes será juzgada por el crimen de
infanticidio…

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Arthur no leyó más. Se puso en pie de un salto y durante un minuto tembló de
pies a cabeza con violencia, como si la vida se le escapase de su cuerpo a sacudidas;
luego salió corriendo de la estancia, sin dejar de sostener la carta, cruzó el pasillo y
bajó las escaleras en dirección al vestíbulo. Mills estaba allí todavía, pero Arthur no
le vio al pasar por su lado como un hombre perseguido. El mayordomo le siguió con
toda la prisa que le permitieron sus años, pues adivinó adonde se dirigía su señor.
Cuando el mayordomo llegó a la cuadra, vio que estaban ensillando un caballo y
que Arthur se esforzaba en leer el resto de la carta. En cuanto le entregaron el caballo
se la guardó en el bolsillo y, al ver el rostro ansioso de Mills, exclamó agitado:
—Dígales que me he marchado a… Stoniton.
Y, dicho esto, saltó sobre la silla y se alejó a todo galope.

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XLV

EN LA CÁRCEL

P oco antes de la puesta del sol de aquella tarde, un caballero de cierta edad estaba
apoyado de espaldas contra la puertecilla de la cárcel de Stoniton, mientras
dirigía algunas palabras finales al capellán, mirando al suelo y acariciándose la barba
con aire pensativo. De pronto le obligó a levantar la mirada una voz clara y femenina
que preguntó:
—¿Me permiten entrar en la cárcel?
El interpelado volvió la cabeza y miró con atención a la que acababa de hablar,
aunque no le contestó.
—Yo la he visto antes de ahora —dijo por fin—. ¿Se acuerda del día en que fue a
predicar al parque de Hayslope, en Loamshire?
—Sí, señor. ¿Es usted el caballero que estuvo escuchando montado a caballo?
—Sí. ¿Para qué quiere entrar en la cárcel?
—Quisiera ver a Hetty Sorrel, a esa joven que ha sido condenada a muerte, y, si
se me permite, desearía hacerle compañía. ¿Tiene autoridad en la cárcel, señor?
—Sí. Soy magistrado y puedo lograrle el permiso de entrar. Pero ¿conoce a la
acusada?
—Sí. Somos parientes. Mi tía se casó con su tío, Martin Poyser. Yo estaba en
Leeds y no me enteré de esta desgracia a tiempo para venir antes. Y le ruego, señor,
por el amor de nuestro Padre celestial, que me deje entrar y permanecer con ella.
—¿Y cómo sabía que había sido condenada a muerte, si acaba de llegar de Leeds?
—Después del juicio he visto a mi tío, señor. El pobre ha regresado a su casa y a
la desgraciada pecadora la han olvidado todos. Por eso le ruego que obtenga el
permiso para que pueda quedarme a su lado.
—¡Cómo! ¿Tendrá el valor de permanecer toda la noche en la cárcel? Además, la
condenada está tan triste y silenciosa que apenas contesta cuando se le dirige la
palabra.
—¡Oh, señor! Tal vez Dios querrá abrir su corazón. No nos entretengamos.
—Pues, venga —dijo el anciano caballero llamando a la puerta para entrar—. Me
consta que tiene una llave para abrir los corazones.
En cuanto se halló en el patio de la cárcel, Dinah se quitó maquinalmente el gorro
y el chal, por la costumbre que tenía de hacerlo cuando predicaba, rezaba o visitaba a
los enfermos. Y, al entrar en la habitación del carcelero, dejó ambas prendas en una
silla, casi sin fijarse en lo que hacía. No se advertía en ella ninguna agitación, sino
una tranquilidad concentrada, como si aun cuando hablaba su alma estuviese
entregada a la oración y reposando en un apoyo invisible.
Después de hablar al carcelero, el magistrado se volvió hacia ella y le dijo:

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—El carcelero le acompañará al calabozo de la presa y le dejará allí toda la
noche, si lo desea, pero no podrá tener ninguna luz encendida, porque eso es contrario
al reglamento. Yo soy el coronel Townley. Si puedo ayudarle en algo, pregunte al
carcelero las señas de mi domicilio y procure verme. Me intereso bastante por Hetty
Sorrel, a causa de ese buen muchacho, Adam Bede. Por casualidad le vi en Hayslope
la misma tarde en que le vi predicar a usted. Y hoy, en el tribunal, a pesar de su
aspecto enfermo, le reconocí.
—¡Oh, señor! ¿No podría decirme algo más acerca de él? ¿Sabe dónde se aloja?
Se lo pregunté a mi tío, pero el pobre estaba tan apenado que no pudo recordarlo.
—Cerca de aquí. Me enteré por medio del señor Irwine. Habita en casa de un
hojalatero, en la calle que está a la derecha de la cárcel. Le acompaña un maestro de
escuela. Ahora, adiós, y le deseo el mayor de los éxitos.
—Adiós, señor. Le quedo muy agradecida.
Mientras Dinah cruzaba el patio de la cárcel en compañía del carcelero, la
solemne luz de la tarde parecía dar mayor altura a las paredes de la prisión, y el dulce
y pálido rostro de la joven tenía más parecido con una flor blanca a causa de la
negrura del fondo. El carcelero la miraba de soslayo, pero no habló, comprendiendo
quizás que el sonido de su voz ruda sería discordante. Encendió una luz al entrar en el
oscuro corredor que conducía al calabozo de la condenada, y en tono muy cortés,
dijo:
—En la celda debe de reinar ya la oscuridad. Pero, si quiere, puedo alumbrarle un
poco con mi luz.
—Muchas gracias —contestó Dinah—, quiero estar sola.
—Como guste —dijo el carcelero haciendo girar la gruesa llave en la cerradura y
abriendo la puerta lo estrictamente necesario para dar paso a Dinah.
Un rayo de luz de su linterna cayó en el rincón opuesto del calabozo, donde Hetty
estaba sentada sobre su jergón de paja, con el rostro casi hundido entre las rodillas.
Parecía estar dormida y, sin embargo, el ruido de la cerradura habría debido
despertarla.
La puerta se cerró otra vez, de modo que la única luz que hubo en el calabozo fue
la del cielo crepuscular, del que se divisaba una pequeñísima parte por la alta y
enrejada ventana, suficiente para distinguir los rostros humanos. Dinah se quedó
inmóvil por espacio de un minuto, sin atreverse a hablar, creyendo, tal vez, que Hetty
estaría dormida. Miró pues a aquel cuerpo inmóvil, con el corazón lleno de zozobra, y
luego, con voz suave, exclamó:
—¡Hetty!
Esta hizo un ligero movimiento y tuvo un leve sobresalto, como si hubiese
recibido una débil sacudida eléctrica; pero no levantó la mirada. Dinah volvió a
hablar con voz más fuerte, movida por una intensa emoción.
—¡Hetty! Soy Dinah.
De nuevo se sobresaltó la condenada y, sin descubrir el rostro, levantó un poco la

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cabeza, como si quisiera escuchar.
—Hetty… Ha venido a verte Dinah.
Después de una ligera pausa, Hetty levantó la cabeza lentamente, con timidez, y
luego miró a Dinah. Los dos pálidos rostros se contemplaron; uno con expresión
desesperada y el otro lleno de afecto y de tristeza. Dinah, inconscientemente, abrió
los brazos y exclamó:
—¿No me conoces, Hetty? ¿No te acuerdas de Dinah? ¿Te figurabas que no
vendría a verte cuando eres desgraciada?
Hetty siguió contemplando a Dinah, aunque en un primer momento lo hizo como
un animal que mira con gran atención y, sin embargo, continúa receloso.
—He venido para estar contigo, Hetty. No para dejarte, sino para acompañarte y
para ser tu hermana hasta el último momento.
Lentamente y mientras Dinah hablaba, Hetty se levantó, dio un paso y cayó en los
brazos de aquélla.
Así estuvieron un buen rato, pues ninguna de las dos sentía el impulso de
separarse. Hetty, sin darse cuenta, se agarró a aquel ser que la abrazaba, mientras se
sentía caer, indefensa, en un oscuro y profundo abismo. Y Dinah sintió una intensa
alegría al notar aquel primer síntoma de que su amor era aceptado por la desdichada.
Mientras estaban así se debilitó la luz, y cuando por fin se sentaron en el jergón de
paja, sus rostros eran ya invisibles.
No cruzaron ninguna palabra; Dinah esperaba que Hetty pronunciase alguna de
un modo espontáneo, pero la desventurada parecía estar sumida en la misma
desesperación hosca, aunque tenía cogida una mano de Dinah y apoyaba su mejilla
sobre el cuerpo de ésta. Deseaba el contacto humano, pero no por eso dejaba de
continuar hundiéndose en aquel sombrío abismo.
Dinah empezó a dudar de si Hetty sabría quién estaba sentada a su lado. Temió
que el sufrimiento y el miedo pudiesen haber arrebatado la razón de la pobre
pecadora, pero comprendió, según dijo después, que no debía apresurar la obra de
Dios; con frecuencia obramos con demasiada prisa, como si Dios no se manifestase
también con nuestro silencio y no hiciese patente su amor por medio de nosotros.
Dinah no sabía cuánto tiempo estuvo de aquel modo, pero oscureció más y más, hasta
el punto de que sólo pudo divisar una pálida faja de luz en la pared opuesta. Todo lo
demás era negro. En cambio, sentía con mayor intensidad la presencia divina, como
si ella misma formase parte de ésta, porque, en efecto, la compasión divina latía en su
corazón y tenía cada vez mayor deseo de salvar a aquella pobre abandonada. Por fin
se sintió inclinada a hablar; quería saber si Hetty era capaz de comprender sus
palabras:
—Hetty —dijo con suavidad—, ¿sabes quién está a tu lado?
—Sí —contestó ella con lentitud—. Dinah.
—¿Y te acuerdas de cuando las dos estábamos en Hall Farm y de la noche en que
te dije que deberías recordarme como amiga en caso de necesidad?

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—Sí —contestó Hetty—. Pero no puedes hacer nada por mí, pues me ahorcarán el
lunes…, y hoy es viernes.
Mientras Hetty pronunciaba estas palabras, se apretó con más fuerza contra
Dinah, temblando al mismo tiempo.
—No, Hetty, no puedo salvarte de la muerte. Pero ¿no te parece que sufres menos
cuando tienes alguien a tu lado que te compadece…, a quien puedes hablar para
comunicarle lo que hay en tu corazón? Sí, Hetty; te apoyas en mí y te alegras de
tenerme a tu lado.
—¿No me abandonarás, Dinah? ¿Continuarás aquí hasta el último instante? —
preguntó la presa.
—No te abandonaré, Hetty. Continuaré a tu lado hasta el fin; pero he de decirte
que en este calabozo hay alguien más, alguien que se halla muy cerca de ti.
—¿Quién? —preguntó Hetty sobresaltada.
—Alguien que te ha acompañado durante las horas de tu pecado y de tu
desgracia. Ha conocido todos tus pensamientos…, ha visto adonde ibas, dónde te
sentabas, y dónde volvías a levantarte, y todo cuanto has hecho para ocultarte en la
oscuridad. Y el lunes, cuando yo ya no pueda seguirte…, cuando mis brazos no te
alcancen…, cuando la muerte nos haya separado, Él, que está con nosotras ahora, y
que lo sabe todo, continuará también a tu lado. Y no importa que estemos vivos o
muertos, porque siempre nos hallamos en presencia de Dios.
—¡Oh, Dinah! ¿No hará nadie algo por mí? ¿Me ahorcarán? Quisiera que me
dejasen vivir.
—¡Pobre Hetty! La muerte te parece horrible. Comprendo que es algo espantoso.
Pero si tuvieras un amigo que cuidase de ti después de la muerte…, en ese otro
mundo, alguien cuyo amor es mayor que el mío…, que lo puede todo…, si Dios,
nuestro Padre, fuese tu amigo y estuviese dispuesto a salvarte del pecado y del
sufrimiento, de modo que nunca tuvieses ideas malas ni dolor… Si pudieses creer que
Él te ama y quiere ayudarte, del mismo modo que crees que yo te quiero y deseo
venir en tu ayuda, con seguridad no te parecería tan horrible morir el lunes próximo.
¿No es cierto?
—Pero yo no sé nada de eso —dijo Hetty con la mayor tristeza.
—Eso, Hetty, es porque tú le cierras tu alma, tratando de ocultar la verdad. El
amor de Dios y su misericordia lo pueden todo y especialmente vencer nuestra
ignorancia y debilidad y también quitarnos la carga de nuestras pasadas maldades. De
todo pueden librarnos, a excepción de los pecados de los que no nos arrepintamos y
que no queramos confesar. Crees en mi amor y en mi compasión hacia ti, Hetty; pero
si no me hubieses permitido acercarme a ti o no me hubieras mirado o hablado, me
habrías impedido ayudarte. No me habría sido posible darte a entender mi amor, ni
expresarte lo que siento por ti. Por consiguiente, no te prives del amor de Dios, no
continúes sumida en el pecado. Él no puede bendecirte mientras en tu alma exista la
falsedad; su misericordia no podrá llegar hasta ti mientras no le abras tu corazón y

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digas: «He cometido esta gran maldad, ¡oh, Dios mío!, sálvame y purifícame del
pecado». Mientras no lo hagas, infeliz, tu propia culpa te arrastrará a la mayor
desgracia después de la muerte, como te ha sumido en ella en este mundo, pobre
Hetty mía. El pecado te sume en la desesperación. Podemos gozar de la luz y del
amor de Dios en cuanto renegamos del pecado. Entonces Dios entra en nuestras
almas, nos enseña y nos da fuerza y tranquilidad. Arroja, pues, tu pecado, Hetty;
hazlo inmediatamente; confiesa la maldad que has cometido; el pecado de que eres
culpable ante Dios, que es tu Padre celestial, y así, arrodillémonos juntas, porque
estamos en presencia de Dios.
Hetty obedeció la indicación de Dinah y se dejó caer de rodillas. Aún continuaban
las dos con las manos unidas y hubo un largo silencio, que interrumpió Dinah
diciendo:
—Hetty, ahora estamos delante de Dios, y Él espera que le digas la verdad.
De nuevo reinó el silencio y, por fin, Hetty suplicó:
—Dinah…, ayúdame… No puedo sentir lo mismo que tú…, mi corazón está
endurecido…
Dinah estrechó la mano de su compañera y toda su alma se exteriorizó por medio
de su voz:
—¡Jesús, salvador nuestro! Has conocido las profundidades de todas las penas;
has entrado en las oscuras tinieblas donde no está Dios y has proferido el grito de los
olvidados. Ven, Señor, y recoge los frutos de tu obra y de tus enseñanzas. Extiende tu
mano, Tú que eres todopoderoso para salvar a los mayores pecadores, salva a esta
alma perdida. Está rodeada de espesas tinieblas; lleva los grilletes de su pecado y no
puede moverse para llegar hasta d; sólo siente su corazón endurecido y nota su
absoluta indefensión. Y me ruega a mí, que soy tu débil sierva… Salvador nuestro…
Te lo rogamos. Escúchanos. Atraviesa la oscuridad. Mírala con tu rostro amoroso y
triste, cuya contemplación permitiste incluso a quienes te negaron; y, además, suaviza
su dulce corazón. Mira, Señor. Te la traigo como antes llevaban a tu presencia a los
enfermos y a los impedidos, con objeto de que la cures. Yo la sostengo en mis brazos
y la presento a ti. El temor y el temblor se han apoderado de ella, pero sólo teme el
dolor y la muerte del cuerpo; infunde en ella la vida del espíritu y pon un nuevo
temor en su ánimo; el del pecado. Haz que ella confíese su pecado y ruegue el perdón
antes de que llegue la noche.
—¡Dinah! —sollozó Hetty rodeando con sus brazos el cuello de la joven—.
Hablaré…, lo diré todo…, no ocultaré nada más…
Pero las lágrimas y los sollozos eran demasiado violentos. Dinah la levantó con
suavidad y la sentó de nuevo en el jergón, situándose luego a su lado. Trascurrió
bastante tiempo antes de que las convulsiones de la garganta desaparecieran, y aun
entonces las dos jóvenes permanecieron un rato silenciosas, aunque cogidas de la
mano.
Por fin, Hetty murmuró:

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—En efecto, lo hice, Dinah… Lo enterré en el bosque…, a mi hijito…, y él
lloraba… Yo le oí…, le oí llorar durante toda la noche y desde gran distancia…, y
volví a causa del llanto.
Hizo una pausa y luego, con mayor apresuramiento y en tono de súplica, añadió:
—Pero yo pensé que quizás no moriría…, que alguien lo encontraría… No lo
maté… No lo maté yo misma. Lo puse allá y lo cubrí, pero al volver ya no estaba. Yo
era muy desgraciada, Dinah. No sabía adonde ir. Quise matarme, pero no tuve
ánimos. ¡Oh! Quise arrojarme a un estanque, ¡pero no me fue posible…! Fui a
Windsor… ¿No lo sabías? Fui a su encuentro, para que cuidase de mí; pero él se
había marchado y luego no supe qué hacer. No me atreví a volver a casa…, no era
posible, no habría tenido fuerzas para mirar a nadie, porque se habrían burlado de mí.
Algunas veces pensé en ti y hasta en acudir a tu lado, porque estaba segura de que tú
me acogerías y que no te avergonzarías de mí; incluso llegué a creer posible
contártelo todo. Pero luego todos habrían acabado por saberlo y no me sentía con
fuerzas para soportar eso. Y en parte por haber pensado en ti, volví a Stoniton;
además estaba tan asustada ante la posibilidad de ir errante de un lado a otro, como
una mendiga… A veces llegué a imaginarme que más valdría volver a la granja. ¡Oh,
era espantoso, Dinah! Fui muy desgraciada… Deseé muchas veces no haber nacido y
me dije que nunca más me gustaría contemplar los verdes campos, porque a causa de
mi desgracia llegué a odiarlos con toda el alma.
Se detuvo un momento y luego prosiguió:
—Por fin llegué a Stoniton, y aquella noche tuve mucho miedo al verme tan cerca
de mi casa. Luego nació mi hijito, cuando yo no lo esperaba; y se me ocurrió la idea
de librarme de él y volver a mi casa. Esta idea se me ocurrió de repente, mientras
estaba tendida en la cama y recobraba rápidamente las fuerzas. Deseé reanudar el
camino y regresar a mi casa. No pude resignarme a la soledad y a pedir limosna para
comer. Eso me dio fuerza y resolución para levantarme y vestirme. Creí que debía de
abandonar a mi hijo, aunque ignoraba cómo lo haría. Me pareció que podía encontrar
un estanque, y así, cuando aquella mujer salió de su casa, me sentí con fuerzas para
hacer cualquier cosa. Estaba resuelta a librarme de la causa de mis desgracias y a
volver a casa y no comunicar jamás la causa de mi fuga. Me puse el gorro y el chal y
salí a la calle oscura, con el niño bajo mi capa; anduve deprisa hasta llegar a una calle
lejana, donde vi una taberna; entré para tomar una bebida caliente y comer un poco
de pan. Luego seguí andando, sin ver apenas el suelo que pisaba; luego apareció la
luna y pude andar más deprisa. Abandoné el camino para meterme en los campos,
pues temía que alguien me viese alumbrada por la luz de la luna. Y llegué a un pajar,
donde creí poder tenderme y pasar la noche. Había en el pajar una hendidura, en la
que pude arreglarme un lecho; me tendí cómodamente y el niño estaba caliente a mi
lado. Sin duda debí de dormir unas horas, porque al despertar vi que era de día,
aunque la luz era escasa; el niño lloraba. A poca distancia divisé un bosque…, y me
dije que quizás hubiese allí un estanque o un pantano. Era tan escasa la luz reinante

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que creí poder ocultar el niño allí y alejarme antes de que se despertase la gente.
Entonces se me ocurrió volver a casa. Aprovecharía los carros que encontrase por la
carretera y llegaría junto a mis tíos; entonces les diría que había salido con objeto de
buscar algún empleo, pero que no pude encontrarlo. Con toda mi alma, Dinah,
deseaba verme de nuevo segura en mi casa. No sé cuáles eran mis sentimientos
acerca del niño. A veces me figuraba odiarlo, y, sin embargo, su llanto resonaba sin
cesar en mis oídos, y yo no me atrevía a mirar sus manitas y su cara. Registré el
bosque, pero no pude encontrar ningún depósito de agua.
Hetty se estremeció, guardó silencio unos instantes y al reanudar su confesión lo
hizo en voz muy baja.
—Llegué a un lugar donde había un montón de leña y entonces me senté en el
tronco de un árbol para pensar lo que haría. De pronto vi un agujero debajo de un
nogal, algo semejante a una pequeña tumba. Y con la rapidez del rayo se me ocurrió
la idea de dejar allí al niño y ocultarlo con los trozos de leña. ¡Si supieras, Dinah,
cómo lloraba! No pude acabar de ocultarlo y entonces me dije que quizás llegaría
alguien, se haría cargo de él y no moriría. Y me apresuré a salir del bosque, pero era
inútil que me alejase, pues oía su llanto sin cesar. Cuando salí a los campos, me
pareció que no podía seguir andando, como si alguien me retuviese a pesar de mi
deseo. Luego me senté junto al pajar para ver si llegaba alguien; tenía mucha hambre
y sólo me quedaba un pedazo de pan. Y no podía marcharme. Después de mucho
rato, horas y horas, llegó aquel hombre; llevaba una blusa y me miró de tal manera
que me asusté. Así que me apresuré a levantarme y echar a andar. Me figuré que iría
al bosque y quizás encontraría al niño. Yo, mientras tanto, llegué a un pueblo bastante
alejado del bosque y me sentí enferma, débil y hambrienta. Allí compré pan, pero no
me atreví a quedarme en el pueblo. Seguía oyendo el llanto del niño y me pareció que
los demás lo oían como yo. Por esta razón seguí andando, pero estaba muy cansada y
oscurecía ya. Por fin, junto al camino, vi un henil, bastante alejado de las casas. Me
dije que podría ocultarme allí, entre el heno y la paja, y que no vendría nadie. Entré y
observé que el lugar estaba lleno de haces de paja y también había bastante heno. Me
arreglé una cama en un rincón, donde nadie pudiese encontrarme, y estaba tan
cansada y débil que me dormí. Sin embargo, poco después me despertó el llanto del
niño y me figuré que aquel hombre que me vio venía a prenderme. Debí de dormir
bastante tiempo, aunque ignoraba cuánto, porque, al ponerme en pie para salir del
henil, no sabía si era de noche o de día. Pronto descubrí, sin embargo, que estaba
amaneciendo y entonces desanduve lo andado hasta llegar al bosque. ¡No pude
remediarlo, Dinah! El llanto del niño me obligó a hacerlo, y, sin embargo, estaba
asustadísima. Creía que el hombre de la blusa me vería, que sabría que yo había
abandonado a mi hijo, pero seguí adelante a pesar de todo. Ya no pensaba en volver a
casa, pues esta idea había desaparecido de mi mente. No pensaba en nada más que en
el lugar en que había dejado a mi hijo. Todavía me parece estar viendo aquel sitio.
¡Oh, Dinah! No puedo apartarlo de mi mente.

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Hetty se abrazó de nuevo a Dinah y se estremeció otra vez. Hubo un largo
silencio antes de que continuase diciendo:
—No encontré a nadie, pues era muy temprano y, por fin, llegué al bosque.
Reconocí muy bien el camino que llevaba al nogal. Y a cada paso que daba seguía
oyendo el llanto del niño. Me figuré que estaba vivo, e ignoro si eso me asustó o me
alegró. No sé lo que pensaba; sólo sabía que estaba en el bosque y oía llorar a mi hijo.
Ignoro lo que sentí hasta que me di cuenta de que había desaparecido. Cuando lo dejé
allí me dije que tal vez lo encontraría alguien y lo salvaría de la muerte; pero, al
darme cuenta de que ya no estaba, me quedé anonadada. Ni siquiera pensé en
moverme; me sentía muy débil. Me veía incapaz de echar a correr y tenía la certeza
de que todos los que me viesen sabrían lo que había hecho. Me quedé como una
estatua, incapaz de pensar ni de hacer cosa alguna; me pareció que me quedaría allí
para siempre y que nada cambiaría. Pero finalmente llegaron y se me llevaron.
Hetty guardó silencio, pero volvió a estremecerme como si aún tuviese que hacer
más revelaciones. Dinah estaba tan impresionada que experimentó una imperiosa
necesidad de llorar. Por fin, Hetty exclamó, igualmente entre sollozos:
—Dime, Dinah, ¿crees que Dios hará desaparecer ese llanto y aquella tumba del
bosque ahora que lo he confesado todo?
—Recemos, pobre pecadora. Caigamos otra vez de rodillas y roguemos a Dios
misericordioso.

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XLVI

HORAS DE ANGUSTIA

E l domingo por la mañana, cuando las campanas de la iglesia de Stoniton


llamaban para el servicio matutino, Barde Massey regresó a la habitación de
Adam, después de una corta ausencia, y dijo:
—Tienes una visita, Adam.
El joven, que se había sentado de espaldas a la puerta, se puso en pie para
volverse en el acto, con el rostro sonrojado y la mirada llena de ansiedad. Estaba más
flaco y más desencajado que antes, pero aquel domingo por la mañana se había
lavado y afeitado.
—¿Hay noticias? —preguntó.
—Tranquilízate, muchacho —contestó Barde—. Procura calmarte. No es nada de
lo que te figuras. Solamente la joven metodista que viene ahora de la cárcel. Está en
la parte inferior de la escalera y desea saber si quieres recibirla, porque tiene algo que
decirte sobre esa desgraciada. Me ha dicho también que no quería subir sin tu
permiso. Incluso ha creído que tú saldrías para hablar con ella. Por lo común, esas
mujeres predicadoras no son tan tímidas.
—Haga el favor de decirle que suba —contesto Adam.
Se quedó en pie ante la puerta, y en cuanto entró Dinah, fijando en él sus ojos
grises de suave expresión, pudo notar en el acto el gran cambio que había
experimentado el joven desde el día que lo vio en su propia casa. Y en la clara voz de
ella se notó cierto temblor mientras le daba la mano y le decía:
—Consuélese, Adam Bede, porque el Señor no la ha olvidado.
—Dios bendiga su acción —replicó Adam—. El señor Massey me comunicó ayer
que había usted ido a la cárcel.
Ninguno de los dos fue capaz de decir otra cosa y se quedaron frente a frente,
guardando silencio. Y Barde Massey, que se había puesto las gafas, parecía extasiado
al contemplar el rostro de Dinah. Sin embargo, fue el primero en volver en sí y dijo:
—Siéntese, joven, siéntese.
Y, al mismo tiempo, le ofreció una silla y retrocedió para sentarse en la cama.
—Gracias, amigo, pero no quiero sentarme —dijo Dinah—, porque he de volver
cuanto antes. La pobrecilla me rogó que no estuviese ausente mucho rato. He venido,
Adam Bede, para rogarle que consienta en ver a la pobre pecadora para despedirse de
ella. Quiere pedirle perdón y vale más que vaya a verla hoy y no mañana temprano,
porque entonces tendrá poco tiempo.
Adam temblaba y finalmente se dejó caer de nuevo en la silla.
—No es posible que ocurra una cosa tan horrible —dijo—. Lo aplazarán. Quizás
le otorgarán el perdón. El señor Irwine me dijo que había esperanza y aseguró que yo

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no debía perder el ánimo.
—Estas palabras me parecen una bendición —dijo Dinah con los ojos llenos de
lágrimas—. Es horrible pensar que la pobrecilla tenga que dejar tan pronto este
mundo. Pero, pase lo que pase, espero que querrá ir a verla para que ella le diga las
palabras que hay en su corazón. Y aunque su pobre alma está en las tinieblas y
discierne muy pocas cosas más allá de la carne, ya no la domina la dureza del corazón
y está contrita… Me lo ha confesado todo. Ha desaparecido el orgullo de su corazón
y se apoya en mí, en busca de auxilio y deseosa de que la enseñe. Eso me infunde
gran confianza, porque no puedo menos de pensar que muchas veces nos
equivocamos al medir el amor divino basándonos en el conocimiento de los
pecadores. Ella se dispone a escribir una carta a sus amigos y parientes de Hall Farm,
para que yo se la entregue después de su muerte y cuando le dije que usted estaba
aquí, me contestó: «Me gustaría mucho despedirme de Adam y rogarle que me
perdone». ¿Quiere venir, Adam?
—No puedo. No puedo despedirme de ella mientras exista alguna esperanza. No
hago más que escuchar los ruidos de la prisión, porque no creo posible que vaya a
morir de muerte tan vergonzosa.
Se levantó de nuevo y miró a través de la ventana, mientras Dinah esperaba con
su habitual paciencia. Después de un par de minutos, él se volvió y dijo:
—Iré, Dinah…, mañana por la mañana…, si es preciso. Seguramente me sentiré
más animado si sé que no hay otro remedio. Dígale que la perdono, y que iré… en el
último momento.
—No quiero contrariar los impulsos de su corazón, Adam —dijo Dinah—, pero
debo apresurarme a volver a su lado, porque ella no quiere perderme de vista. Antes
apenas correspondía a mi afecto, pero ahora ha abierto su corazón. Adiós, Adam, que
nuestro Padre celestial le consuele y le dé la fuerza necesaria para soportar el dolor.
Dinah le ofreció la mano y Adam la estrechó en silencio. Barde Massey se puso
en pie para abrir la puerta, pero antes de que llegase junto a ella, la joven le dijo adiós
y empezó a bajar la escalera con sus ligeros pasos.
—Bueno —dijo Barde quitándose las gafas y guardándolas en el bolsillo—. Es
muy justo que si en el mundo han de existir mujeres destinadas a causar molestias,
por lo menos las haya también capaces de consolar. Y ésta es una de ellas, sin duda
alguna. Es una lástima que sea metodista. Pero ya es sabido que no existe una sola
mujer que no esté loca de remate.
Adam no se acostó aquella noche, porque la excitación y la ansiedad, que
aumentaban por momentos a medida que se aproximaba la hora fatal, eran excesivas
para permitirle dormir. Y a pesar de sus ruegos y de las promesas de que no haría
ningún ruido, el maestro de escuela tampoco se acostó.
—¿Qué me importa dormir una noche más o menos? —dijo—. Tiempo me
quedará para hacerlo cuando me hayan enterrado. Por consiguiente, déjame que te
haga compañía mientras pueda.

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En aquella pequeña habitación, la noche fue larga y penosa. A veces Adam se
ponía en pie y paseaba un rato de un lado a otro, y luego se sentaba para ocultar el
rostro, sin que se oyese otro ruido que el tictac del reloj que estaba sobre la mesa o la
caída de las cenizas del fuego que cuidaba el maestro. A veces exclamaba con la
mayor vehemencia:
—Si yo hubiese podido hacer algo por salvarla…, o declarar algo a su favor, pero
no tengo más remedio que esperar, no puedo hacer nada. ¡Y pensar lo distinta que
sería nuestra suerte de no haber sido por él! ¡Dios mío! Precisamente hoy deberíamos
habernos casado.
—Sí, hijo mío —decía Bartle con ternura—. Es muy duro, mucho; pero recuerda
que cuando pensaste en casarte con ella ya suponías que en su interior había algo que
desconocías. Sin embargo, no pudiste imaginar que se hubiese vuelto tan mala.
—Ya lo sé —contestó Adam—. Yo me figuraba que era una muchacha afectuosa
y tierna, incapaz de mentir o de actuar mal. ¿Cómo podía imaginarme otra cosa?
Además, estoy seguro de que si él no hubiera llegado a conocerla y yo me hubiese
casado con ella, para amarla y cuidarla, jamás habría cometido ningún acto
reprobable. Poco importa que yo hubiese tenido que sufrir un poco a su lado, pues, en
cualquier caso, nunca habría ocurrido esta desgracia.
—Eso nunca se sabe, muchacho. Nunca es posible asegurar lo que va a ocurrir.
Tu dolor actual es muy grande, pero ya se calmará a medida que trascurra el tiempo.
Estoy seguro de que volverás a ser un hombre feliz y quizás de todo esto te resultará
algún bien que ahora no podemos adivinar.
—¿Que de eso resultará algún bien? —exclamó Adam apasionadamente—. Eso
no cambiará el mal. Su desgracia no puede evitarse ni deshacerse. Odio oír hablar a
esas personas que para todo tienen remedio. Más valdría que se ocupasen en que no
ocurriesen las cosas malas. Cuando un hombre ha destrozado la vida de su prójimo,
no tiene derecho a consolarse pensando que de ello puede resultar algún bien, porque
el bien que corresponde a otro nunca podrá borrar la vergüenza o la desgracia de esa
pobre muchacha.
—Bueno, hijo mío —dijo Barde en tono cariñoso, que contrastaba con su habitual
impaciencia—. Soy un viejo y hace ya muchos años también estuve en una situación
desagradable. Es muy fácil hallar razones para justificar la resignación de los demás.
—Señor Massey —dijo Adam—, comprendo que mi carácter es impetuoso y a
veces obro de un modo imprudente. Le debo otro comportamiento. Pero no por eso
piense mal de mí.
—De ninguna manera, hijo mío. No tengas cuidado.
Así pasaron la noche, muy inquietos, hasta que la fría aurora y la luz del día les
proporcionaron la tranquilidad de que a veces se goza en el borde de la
desesperación. Pronto no habría ya motivo de inquietud ni de ansiedad.
—Vamos ahora a la cárcel, señor Massey —dijo Adam al ver que su reloj
señalaba las seis.

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—Si hubiese alguna noticia ya la sabríamos.
No. No había ninguna noticia, no se había recibido la orden de suspender la
ejecución.
Adam permaneció media hora en el patio antes de que pudiese hacer pasar a
Dinah el aviso de su llegada. Pero resonó una voz junto a su oído y a su pesar, se
enteró de la orden fatal:
—Hay que preparar el carro para las siete y media.
Era preciso ir a dar a Hetty el último adiós, pues no había ya ninguna esperanza.
Diez minutos después Adam se encontraba a la puerta de la celda. Dinah le había
mandado aviso de que no podía ir a recibirle, pues no se decidía a abandonar a Hetty
un solo momento, y añadió que estaba ya preparada para la entrevista.
Al entrar no pudo verla, pues la agitación le quitó el uso de sus sentidos y le
pareció que el calabozo estaba completamente a oscuras. En cuanto la puerta se hubo
cerrado a sus espaldas, se quedó un momento tembloroso y atontado. Sin embargo,
pronto empezó a distinguir los objetos y no tardó en ver los negros ojos fijos en él
una vez más, aunque no había en ellos una expresión sonriente.
¡Oh, Dios mío, qué tristes estaban! La última vez que la vio fue cuando se
despidió de ella, con el corazón lleno de alegría, de esperanza y de amor, y entonces
le miraron sonrientes y llenos de lágrimas, en aquel rostro gracioso e infantil. Ahora
el semblante de la joven parecía de mármol. Los dulces labios estaban pálidos,
entreabiertos y temblorosos. Habían desaparecido todos los hoyuelos, a excepción de
uno que nunca se borraba de su rostro. ¡Oh, y lo peor era que seguía pareciéndose a
ella misma! La pobre Hetty le miró con inmensa tristeza, como si se hubiese
levantado entre los muertos para comunicarle su desgracia.
Estaba abrazada a Dinah y apoyaba su mejilla en la de ésta. Parecía como si todo
su vigor dependiese de aquel último contacto.
Cuando los tristes ojos de ambos se encontraron, cuando Hetty y Adam se
miraron el uno al otro, ella también advirtió la transformación del joven, cosa que, al
parecer, le infundió nuevos temores. Era la primera vez que veía a alguien cuyo rostro
parecía reflejar el cambio sufrido por ella misma. Adam era a la vez un recuerdo del
feliz pasado y una imagen del espantoso presente, y, al mirarle, Hetty se estremeció
más intensamente.
—Háblale, Hetty —dijo Dinah—. Dile lo que hay en tu corazón.
Hetty obedeció como una niña.
—Adam…, lo siento mucho… Me he portado muy mal contigo. ¿Quieres
perdonarme antes de mi muerte?
—Sí, te perdono, Hetty —contestó un Adam sollozante—. Hace ya mucho tiempo
que te he perdonado.
En los primeros momentos, al ver a Hetty sumida de tal modo en la angustia,
Adam creyó que su cerebro iba a estallar; pero el sonido de su voz al pronunciar
aquellas palabras de arrepentimiento hizo vibrar en él una cuerda que estaba menos

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tirante; experimentó cierto alivio en aquella situación insoportable y a sus ojos se
asomaron algunas lágrimas, que no había derramado desde que se abrazó a Seth en
los primeros días de su dolor. Hetty hizo un movimiento involuntario hacia él y le
dijo con timidez:
—¿Quieres volver a besarme, Adam, a pesar de lo mala que he sido?
Adam tomó la pálida mano que ella le tendía y cruzaron un triste beso de
despedida eterna.
—Y dile a él —añadió Hetty con voz de extraña firmeza—, dile…, porque nadie
más que tú puede decírselo, que cuando fui en su busca y no lo encontré, le odié y le
maldije… Pero Dinah dice que he de perdonarle…, y así lo procuro…, para que Dios
me perdone a mí.
En aquel momento resonó un ruido en la puerta, giró la llave en la cerradura y,
cuando se abrió, Adam vio algunos rostros desconocidos. Estaba demasiado agitado
para fijarse en nada más, y ni siquiera observó que el señor Irwine formaba parte del
grupo. Comprendió que empezaban los últimos preparativos y que no podía continuar
allí. En silencio le dejaron salir y se encaminó a su solitaria habitación, dejando a
Barde Massey para que fuese testigo de lo que iba a ocurrir.

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XLVII

EL ÚLTIMO MOMENTO

H ubo un suspiro general que algunas personas recordaron mejor que sus propios
pesares cuando, en la mañana gris, la carreta fatal, en la que estaban subidas
dos mujeres, atravesó la multitud en dirección al horrible símbolo de la muerte
repentina y deliberadamente infligida.
Todo Stoniton había oído hablar de Dinah Morris, la joven metodista que había
conseguido que la obstinada criminal confesara, y, por consiguiente, había tanto
interés en verla a ella como a Hetty.
Pero Dinah apenas se fijaba en la multitud. Cuando Hetty vio la muchedumbre
que esperaba su paso, se abrazó convulsivamente a Dinah.
—Cierra los ojos, Hetty —le dijo su compañera—. Y recemos sin parar.
Y, en voz baja, mientras la carreta atravesaba la curiosa multitud, dirigió la última
súplica al cielo en favor de la temblorosa condenada, que se agarraba a ella como si
fuese una niña amedrentada que tratase de ocultarse en el regazo de su madre.
Dinah ignoraba el silencio de la multitud, que la contemplaba con admiración. No
sabía, tampoco, lo cerca que estaban de la plaza fatal. De pronto el vehículo se detuvo
y casi perdió el sentido al oír un fuerte y horrible grito, como si fuese el aullido de
numerosos demonios. El que profirió Hetty se mezcló con el de la muchedumbre, y
ambas jóvenes, horrorizadas, se abrazaron.
Pero aquel grito no era de maldición, ni tampoco de cruel alegría. Anuncia la
aparición de un jinete que atraviesa la multitud a galope. El caballo parece exánime,
pero aún responde a las espuelas del caballero, que mira con ojos de loco algo que
nadie más que él sabe. Agita una mano que sujeta un papel, como haciendo una señal.
El sheriff le reconoce. Es Arthur Donnithorne, que lleva en la mano el perdón,
conseguido tras grandes dificultades.

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XLVIII

OTRO ENCUENTRO EN EL BOSQUE

A la tarde siguiente dos hombres marchaban, desde puntos opuestos, en dirección


al mismo lugar e impulsados por el mismo recuerdo. La escena era la alameda
del cazadero de Donnithorne, y el lector ya supondrá quiénes eran aquellos dos
hombres.
En la misma mañana se había celebrado el entierro del anciano caballero y se leyó
el testamento; y aprovechando el primer momento libre que tuvo, Arthur Donnithorne
salió a dar un paseo para fijar su porvenir y confirmarse en su triste decisión. Y creyó
que en la alameda podía hacerlo mejor que en otro lugar cualquiera.
También Adam había regresado de Stoniton el lunes por la mañana y aquel día no
abandonó su casa más que para ir a visitar a los habitantes de Hall Farm, con objeto
de añadir más información a las noticias del señor Irwine. Convino con los Poyser
que los seguiría al lugar adonde marchasen para establecerse, cualquiera que éste
fuese, porque estaba dispuesto a dimitir de la administración de los bosques tan
pronto como ello le fuese posible; terminaría también sus negocios con Jonathan
Burge, e iría a establecerse con su madre y Seth cerca de los amigos a quienes se
sentía unido por el dolor.
—Seth y yo no tardaremos en encontrar trabajo —dijo—. Un hombre que sabe su
oficio en todas partes está como en su casa. Por consiguiente, volveremos a empezar.
Mi madre no se opone, porque desde que he vuelto a casa dice que está decidida a
que la entierren en otra parroquia, siempre y cuando yo esté a gusto en otra parte. Es
maravillosa su conformidad. Parece como si el gran dolor que hemos sufrido la
hubiese apaciguado y calmado. Todos estaremos mejor en otra comarca, aunque, de
todos modos, nos será muy doloroso abandonar esto. Sin embargo, señor Poyser, no
quiero separarme de usted y de los suyos, porque el dolor ha creado entre nosotros un
lazo de parentesco.
—Sí, amigo mío —contestó Martin—. Nos iremos a donde no podamos oír el
nombre de ese individuo, pero dudo de que podamos alejarnos bastante para que la
gente no descubra por qué nos hemos marchado de aquí, que uno de los nuestros ha
sido deportado más allá de los mares después de haberse librado de la horca.
Aquella tarde era la última que Adam pensaba dedicar al dolor. La ansiedad había
desaparecido y era preciso que se resignase con lo que ya no podía cambiarse. Estaba
resuelto a no ver nunca más a Arthur Donnithorne, siempre y cuando le fuese posible
evitarlo. No tenía tampoco nada que decirle de parte de Hetty, pues ésta le había visto
y Adam no se fiaba de sí mismo, pues ya había aprendido a temer la violencia de sus
sentimientos. Las palabras del señor Irwine acerca de que debía recordar sus temores
después de golpear a Arthur en la alameda, continuaban fijas en su memoria.

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Sin cesar pensaba en Arthur y también continuamente recordaba la alameda y, en
especial, el lugar donde divisó a las dos figuras inclinadas una hacia otra.
«Esta tarde iré allá por última vez —se dijo—. Eso me hará bien y volveré a
sentir lo mismo que después de haberle derribado. Comprendo que hice mal y lo
mismo sentí en cuanto lo hube hecho, al creer que había muerto».
Y así fue como Arthur y Adam, a la misma hora, se dirigían al mismo sitio.
Adam vestía su traje de faena, porque, dando un suspiro de alivio, se quitó el otro
en cuanto llegó a su casa. Y si hubiese llevado al hombro el capazo de las
herramientas, habría podido parecerse a su propio espectro, al mismo Adam Bede que
penetró en la alameda aquella tarde de agosto, o sea ocho meses atrás. Pero no
llevaba consigo el capazo, ni andaba o miraba a su alrededor tan erguido como antes.
Llevaba las manos en los bolsillos del pantalón y tenía la mirada fija en el suelo. En
cuanto hubo entrado en la alameda se detuvo ante un haya. Conocía muy bien aquel
árbol, pues era el poste indicador del fin de su juventud, del momento en que tuvo
que renunciar a sus más caras ilusiones. Estaba seguro de que nunca más volvería a
tenerlas, y, sin embargo, en aquel momento recordó con nostalgia el afecto que había
sentido por Arthur Donnithorne, en quien tanta confianza depositara antes de la
escena ocurrida ocho meses atrás. Era el suyo un afecto parecido al que se siente por
los muertos porque en realidad, para Adam, el Arthur de su adolescencia no existía
ya.
Percibió el ruido de unos pasos que se acercaban, pero como el haya estaba en
una curva del camino, no pudo ver quién llegaba hasta que, de pronto, y a dos metros
de distancia, se presentó la alta y esbelta figura, vestida de luto, de Arthur. Ambos se
sobresaltaron y se contemplaron en silencio. Durante los quince días anteriores,
Adam se había imaginado con frecuencia frente a frente con Arthur, como en aquel
momento, dirigiéndole palabras que habían de causarle grandes remordimientos, el
mismo dolor que él había producido. Y también se dijo, muchas veces, que más
convenía evitar tal encuentro. Pero, al imaginárselo, siempre se figuró a Arthur como
en aquella tarde del mes de agosto, es decir, sonriente, descuidado y alegre; por eso la
solemne figura dolorida que vio ante él le conmovió un poco. Adam ya sabía lo que
era el dolor y no podía enfrentarse a un hombre dolido. No sintió ningún impulso al
que tuviera que resistir, y el silencio le pareció el mejor reproche. Arthur fue el
primero en hablar.
—Es una suerte que nos hayamos encontrado, porque deseaba verte. Incluso
estaba dispuesto a llamarte mañana.
Hizo una pausa y Adam no contestó.
—Comprendo que te disguste verme —continuó Arthur—, pero eso no es fácil
que vuelva a ocurrir durante muchos años.
—No, señor —contestó fríamente Adam—. Eso es, precisamente, lo que quería
escribirle mañana, pues deseo evitar todo trato con usted y que otro venga a
encargarse de administrar los bosques.

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Arthur sufrió el impacto del reproche y tuvo que hacer un esfuerzo para replicar.
—También yo quería hablarte de esto. No deseo suavizar tu indignación contra mí
o rogarte que hagas algo en mi favor. Sólo quiero pedirte que me ayudes a atenuar las
consecuencias desagradables del pasado, que ya no es posible alterar. No me refiero a
las consecuencias que se relacionan conmigo, sino con los demás. Sé que puedo hacer
muy poco, y comprendo que no podré modificar lo peor. Pero algo puedo hacer y en
eso debes ayudarme. ¿Quieres escucharme con paciencia?
—Sí, señor —contestó Adam después de ligera vacilación—. Le oiré y si puedo
mejorar alguna cosa, lo haré sin duda, porque ya sé que la cólera no arregla nada.
—Yo me dirigía ahora al Hermitage —dijo Arthur—. ¿Quieres acompañarme
para que nos sentemos allí? Podremos hablar mejor que aquí.
Nadie había entrado en el Hermitage después del momento en que ambos habían
salido de él, porque Arthur había guardado la llave en su escritorio. Y al abrir la
puerta vieron la vela consumida en su palmatoria y el sillón en el mismo lugar en que
se sentó Adam; allí estaba, también, el cesto de los papeles a rebosar, y en su interior
Arthur pudo divisar el pañuelo de seda roja. Y sin duda le habría sido muy doloroso
volver a entrar en aquel lugar si sus pensamientos anteriores no fueran tan tristes.
Se sentaron frente a frente, en los mismos sitios que habían ocupado en la otra
ocasión, y Arthur dijo:
—Voy a marcharme, Adam. Me propongo ingresar en el ejército.
El pobre Arthur se imaginó que esa noticia impresionaría a Adam, despertando
quizás su simpatía; pero los labios del joven permanecieron cerrados y no se alteró la
expresión de su rostro.
—Quiero decirte —continuó Arthur— que una de mis razones para marcharme es
que nadie tenga necesidad de salir de Hayslope, porque no quiero que nadie abandone
este lugar por culpa mía. Haría cualquier cosa y no vacilaría ante ningún sacrificio
para evitar un nuevo dolor a los demás y a consecuencia… de lo ocurrido.
Las palabras de Arthur tuvieron un efecto distinto por completo del que había
imaginado. Al advertir Adam su deseo de compensar en lo posible el mal que había
hecho, sintió despertar su indignación. Estaba dispuesto a afrontar cara a cara los
hechos penosos, y Arthur, en cambio, parecía inclinado a apartar la vista de ellos.
Además, Adam sentía el receloso orgullo de un pobre en presencia de un rico, y con
su severidad de otros tiempos, replicó:
—Ya es demasiado tarde para eso, señor. Lo que debe hacer un hombre es evitar
una mala acción antes de realizarla, porque los sacrificios no pueden deshacer los
hechos. Cuando se ha herido los sentimientos de las personas, no es posible
compensarlas con ningún favor.
—¿Favor? —exclamó—. ¿Cómo puedes imaginarte que me propongo semejante
cosa? Pero el señor Irwine me ha dicho que los Poyser piensan abandonar la granja en
que han vivido durante varios años, mejor dicho, durante varias generaciones. ¿No
comprendes, como comprende el señor Irwine, que, si se les pudiera persuadir de que

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olvidasen el sentimiento que les obliga a alejarse, sería mucho mejor que continuasen
en el mismo sitio y rodeados de los vecinos y de los amigos que les quieren y les
conocen?
—Eso es verdad —replicó fríamente Adam—. ¡Pero no es tan fácil convencer a la
gente! Muy duro será para Martin Poyser tener que marcharse a otra localidad, para
verse rodeado de rostros extraños, después de haberse criado en Hall Farm y antes de
él su padre; pero aún más duro le sería quedarse. Estas cosas, señor, ya no tienen
remedio.
Arthur guardó unos instantes de silencio, porque a pesar de sus sentimientos el
orgullo protestaba al oír las palabras de Adam. ¿Acaso no sufría él también? ¿No se
veía obligado a renunciar a sus más queridas esperanzas? Y advertía que, como ocho
meses atrás, Adam le obligaba a sentir con mayor intensidad lo irrevocable de su
imprudente conducta, y que le presentaba precisamente la resistencia que más irritaba
a su ardiente y vehemente naturaleza. Pero su cólera se apaciguó gracias a la misma
influencia que calmó la de Adam cuando, poco antes, se vieron frente a frente, es
decir, gracias a las huellas del sufrimiento de un rostro muy conocido. Y Arthur
terminó su lucha interior diciéndose que todo podía perdonárselo a Adam, pues él, a
su vez, tuvo que sufrir mucho. Sin embargo, hubo un tono de ruego y de disgusto
juvenil en su voz cuando dijo:
—Pero la gente puede empeorar las injurias gracias a una conducta poco
razonable, o entregándose a la cólera en vez de pensar en el futuro. Si yo tuviera que
permanecer aquí y actuar como propietario rural —añadió con mayor vehemencia—,
si nada me importase lo que he hecho y las desgracias que he causado, tú, Adam,
tendrías motivo más que sobrado para marcharte y para aconsejar a los demás que te
imitasen. Entonces tendrías alguna razón para empeorar las cosas; pero cuando te
digo que voy a ausentarme por espacio de muchos años, cuando tú sabes muy bien lo
que eso significa para mí y cómo destruye todos los planes de felicidad que había
formado, es imposible que un hombre razonable como tú crea que los Poyser tienen
motivo para insistir en marcharse. Comprendo sus sentimientos relativos a esta
deshonra. El señor Irwine me lo ha contado todo, pero también es de la opinión que
deberían convencerse de que no están deshonrados a los ojos de sus vecinos, y si tú
me ayudas, incluso sería posible persuadirles de que continuaran donde están,
siempre y cuando tú también continúes administrando mis bosques.
Arthur hizo una pausa y luego añadió en tono de súplica:
—Sabes perfectamente que aparte de lo que yo haga, tú puedes llevar a cabo
muchas cosas buenas en favor de los demás. También es posible que tengáis a otro
señor, por quien trabajaríais a gusto. Si yo muero, heredará la propiedad mi primo
Tradgett, que tomará mi nombre. Mi primo es un buen muchacho; tú ya le conoces.
Adam se sintió impresionado por estas palabras que acababa de pronunciar el
mismo Arthur honrado y generoso a quien tanto había querido y de quien se
enorgulleció en otro tiempo. Pero los recuerdos más recientes no abandonaban su

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memoria, así que guardó silencio. Pese a eso, Arthur leyó la respuesta en su rostro y
ello le animó a decir con mayor vehemencia:
—Además, si tú quieres hablar a los Poyser, si quieres tratar del asunto con el
señor Irwine, pues él piensa ir a verte mañana, y si, además, unieses tus razones a las
suyas para aconsejarles que no se marchasen… Me consta que no aceptarían de mí
ningún favor y no me propongo tal cosa. Pero estoy seguro de que, al fin, sufrirían
bastante menos. Irwine cree lo mismo y ten en cuenta que él gozará de la máxima
autoridad en la propiedad, pues ha consentido en hacerse cargo de ella. En realidad,
sólo estarán sujetos a un hombre a quien respetan y a quien quieren. Y lo mismo
ocurriría con respecto a ti, Adam, de modo que si persistís en marcharos, veré en ello
vuestro deseo de infligirme un dolor mayor.
Arthur guardó silencio unos instantes.
—Yo no me portaría así contigo —añadió con voz agitada—. Si estuvieras en mi
lugar y yo en el tuyo, me esforzaría en obrar mejor.
Adam hizo un movimiento de inquietud en su sillón, miró al suelo y Arthur
continuó:
—Tal vez en tu vida, Adam, no hayas hecho nunca ninguna cosa de la que tengas
que arrepentirte. De otro modo serías más generoso. Entonces sabrías que esto es
mucho peor para mí que para ti.
Arthur se levantó, fue a mirar a través de la ventana, dando la espalda a Adam, y
continuó:
—¿Acaso no la amé yo también? ¿No la vi ayer? ¿No la recordaré tanto como
puedas recordarla tú? ¿Y no crees que tú sufrirías bastante más si fueses culpable?
Hubo un largo silencio mientras Adam luchaba consigo mismo. Los espíritus
superficiales, cuyas sensaciones emotivas dejan poca impresión en su ánimo, no
apreciarían la lucha que hubo de sostener antes de levantarse y volverse hacia Arthur.
Este lo oyó moverse y miró a su compañero, quien dijo:
—Es cierto lo que dice, señor. Soy duro y ello está en mi naturaleza. Lo fui con
mi padre por su mala conducta. He sido duro con todo el mundo, a excepción de ella,
pues me pareció que nadie la compadecía bastante, y su dolor casi me volvió loco. Y
cuando vi que sus parientes de la granja eran demasiado duros con ella, me prometí
ser, en adelante, más comprensivo y benévolo con todo el mundo. Tal vez por
haberme afectado tanto todo lo de ella no me he portado bien con usted. Sé que en mi
vida debo arrepentirme de algunas cosas y comprendo que ya es demasiado tarde. Fui
demasiado severo con mi padre, que ya ha muerto; ahora lo comprendo. Por
consiguiente, no tengo derecho a hacer lo mismo con usted, para tener que
arrepentirme luego.
Adam pronunció estas palabras como hombre resuelto a decir cuanto sentía, pero
añadió un poco indeciso:
—Otra vez no quise estrecharle la mano, señor, cuando usted me lo pidió.
¿Querrá ahora hacerlo, a pesar de mi negativa anterior?

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La blanca mano de Arthur cayó en el acto sobre la de Adam, y por un momento
los dos volvieron a sentir su antiguo afecto.
—Adam —dijo Arthur dispuesto ya a confesarlo todo—, nada de eso habría
ocurrido si yo hubiera sabido que tú la querías. Eso me habría ayudado a salvarme.
Yo luché; nunca tuve la menor intención de causar ningún daño. Luego te engañé a ti,
lo cual tuvo peores consecuencias. Pero creí que no tenía otro remedio y que era lo
mejor que podía hacer. En aquella carta le pedí que me comunicase cualquier
dificultad en que pudiera hallarse, pues estaba dispuesto a hacer en su favor cuanto
me fuese posible. Pero todo empezó mal desde el principio y finalmente ha terminado
de un modo horrible. Dios sabe muy bien que daría mi vida porque no hubiese
ocurrido nada de eso.
Continuaron sentados frente a frente y Adam dijo con voz trémula:
—¿Cómo estaba cuando la dejó, señor?
—No me lo preguntes, Adam —contestó Arthur—, porque a veces creo que voy a
volverme loco al pensar en su aspecto y al recordar lo que me dijo. Por otra parte, no
pude obtener un perdón completo, ni me fue posible evitar su deportación. Nada
podré hacer por ella durante esos largos años y hasta es posible que la pobre muera y
nunca más vuelva a tener consuelo.
—¡Ah, señor! —dijo Adam que, por primera vez, sentía su propio dolor en
armonía con Arthur—. Usted y yo hemos pensado en la misma cosa cuando
estábamos separados. Rogaré a Dios que le ayude, así como le ruego que me ayude a
mí.
—Y ahora pienso en esa cariñosa mujer, Dinah Morris —dijo Arthur, siguiendo el
hilo de sus pensamientos y sin comprender el sentido de las palabras de Adam—.
Dice que la acompañará hasta el último momento, hasta el instante de su marcha. Y la
pobrecilla busca en ella el amparo como fuente de todo consuelo. Capaz sería de
adorar a esa mujer, y no sé, realmente, qué haría si ella no estuviese allí. Cuando
vuelva, Adam, procura verla, porque ayer no pude expresarle mis sentimientos. Dile
—añadió Arthur esforzándose en dominar su emoción, mientras sacaba del bolsillo el
reloj y la cadena—, dile que te he rogado que le entregases esto. Ya sé que a ella no le
importan esas cosas, ni nada de lo que pueda darle. Sin embargo quizás le sea útil el
reloj, y a mí, en cambio, me complacerá saber que ella lo usa.
—Se lo daré, señor —dijo Adam—, y le comunicaré sus palabras. Ella me dijo
que volvería a Hall Farm para vivir con sus parientes.
—Además, procura persuadir a los Poyser de que se queden —añadió Arthur
recordando el asunto que habían olvidado ambos al sentir renacer su amistad—. Tú
quédate también y ayuda al señor Irwine a realizar las reparaciones y las mejoras
necesarias en la propiedad.
—Hay un detalle, señor, en el que quizás no ha pensado —replicó Adam con
acento afable e inseguro—, y es que tanto yo como los Poyser si nos quedamos será
porque nuestra conciencia así nos lo ordena; no porque esperemos ser premiados por

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nuestra resignación.
—Mira, Adam —exclamó Arthur—, te suplico que no empeores mi situación,
porque ya estoy bastante castigado.
—No, señor, no —contestó Adam mirándole con tristeza y afecto—. No quiera
Dios tal cosa. Impulsado por la pasión me habría alejado de esta comarca, pero
entonces me figuraba que usted mostraba cierta indiferencia por lo sucedido. Por
consiguiente, me quedaré y haré cuanto pueda. Por ahora no puedo pensar más que en
trabajar bien y mejorar las cosas todo lo que me sea posible.
—Ahora nos despediremos, Adam. Mañana verás al señor Irwine y podrás
consultarle cuanto quieras.
—¿Se marcha tan pronto, señor? —preguntó Adam.
—Lo antes posible, en cuanto haya dispuesto lo necesario. Adiós, Adam.
—Adiós, señor. ¡Dios le bendiga!
De nuevo se estrecharon la mano y Adam salió del Hermitage diciéndose que su
dolor era más soportable, puesto que ya no sentía ningún odio.
En cuanto se cerró la puerta tras él, Arthur se acercó al cesto de los papeles y sacó
el pañuelo de seda rojo.

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LIBRO SEXTO

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XLIX

EN HALL FARM

E l tibio sol de una tarde de otoño, dieciocho meses después de los


acontecimientos que acabamos de relatar, bañaba con sus rayos oblicuos el
patio de Hall Farm. Era la hora en que las vacas, ahítas de luz y de hierba fresca,
volvían a los establos. La señora Poyser, para quien esta sencilla escena constituía un
magnífico espectáculo, acostumbraba sentarse a aquella hora a la puerta de la casa
con la calceta entre las manos.
Sin embargo, aquel día apenas prestó atención a la llegada de los pacíficos
rumiantes, pues había entablado una discusión con Dinah mientras la joven cosía
unos cuellos de camisa del señor Poyser, y soportó pacientemente que Totty le
rompiese por tres veces el hilo, tirándole del brazo con el ruego insistente de que
contemplase la muñeca de madera, sin piernas, cubierta por una camisa azul, y cuya
cabeza calva acariciaba la niña con entusiasmo sentada en una silla al lado de Dinah.
Totty tenía ya dos años más que cuando la conoció el lector y bajo su delantalito
llevaba un traje negro. Del mismo color vestía la señora Poyser y eso acentuaba el
parecido familiar entre ella y Dinah. Por lo demás, apenas se advertía algún cambio
en nuestras viejas amigas ni en su agradable morada provista de muebles y utensilios
de roble pulimentado y de peltre.
—Nunca he visto a nadie como tú, Dinah —dijo la señora Poyser—. Cuando te
metes una idea en la cabeza, no hay manera de convencerte de lo contrario. Y, por
más que digas, eso no es religión. Recuerda que el «sermón de la montaña», que tanto
te gusta leer a los niños, recomienda hacer cosas agradables a los demás. No dudo de
que si alguien te pidiese algo poco razonable, como regalar la capa o dejarte pegar, te
manifestarías dispuesta a ello; pero, en cambio, demuestras la mayor testarudez al
negarte a hacer cosas que aconseja el sentido común.
—No, querida tía —dijo Dinah sonriendo y sin abandonar su tarea—. Tu deseo
bastaría para que yo hiciese cualquier cosa, siempre que no fuese inconveniente.
—¿Inconveniente? Estás acabando con mi paciencia. Me gustaría saber qué hay
de inconveniente en que vivas con tus amigos y seas feliz con ellos, pues no quieren
más que tu bien y están dispuestos a mantenerte, aunque tu trabajo no pagara con
exceso lo poco que comes y lo mal que vistes. ¿Y a quién has de ayudar y consolar en
el mundo, más que a los que son de tu propia sangre, es decir, a mí, que soy tu tía, y
tu única pariente, cuando sabes que todos los inviernos me veo al borde de la tumba
sin contar con que esa niña se morirá de pena si te marchas y que el abuelo aún no
hace un año que se murió, y que tu propio tío te echaría mucho de menos, pues nadie
como tú sabe encender su pipa y cuidarle? Y yo, por mi parte, ya puedo confiarte la
manteca, aunque me costó bastante trabajo enseñarte; además, piensa en lo que hay

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que coser y en que si te marchases tendría que mandarlo a Treddleston, a que lo
hiciese una desconocida. Y todo porque te crees obligada a vivir entre aquel montón
de piedras, es decir, un lugar por el que los mismos cuervos pasan de largo.
—Querida tía Rachel —contestó Dinah mirando a la señora Poyser—, tu bondad
te hace creer que te soy útil. En realidad no me necesitas, porque Nancy y Molly son
muchachas inteligentes que trabajan muy bien, y tú, gracias a Dios, tienes muy buena
salud; mi tío vuelve a estar alegre, y ambos tenéis muchos amigos y vecinos, que
vienen todos los días a visitar a mi tío. Así pues, no me echarás de menos. En cambio,
en Snowfield hay muchos hermanos míos que sufren gran necesidad y que carecen de
todos los consuelos y comodidades que vosotros tenéis. Siento la obligación de
volver al lado de aquellos desgraciados y me veo atraída por las montañas, donde me
bendecían al llevar palabras de vida y de esperanza a los tristes y pecadores.
—Sí —replicó la señora Poyser dirigiendo una mirada distraída a las vacas—,
esto es lo que me dices siempre. ¿Para qué quieres ir a predicar más de lo que
predicas ahora? ¿Acaso no te vas todos los domingos, Dios sabe adonde, a predicar y
a rezar? ¿No hay bastantes metodistas en Treddleston, ni bastante gente que te
demuestre su simpatía? ¿No hay, acaso, en esta misma parroquia, que tienes al
alcance de la mano, bastante gente a la que convenga cuidar, corregir y consolar? Por
ejemplo, ahí tienes a Bess Cranage, que a las tres semanas de haberte marchado ya no
pensará en otra cosa que en trajes y lazos. En cambio, mientras estés aquí, con
seguridad no hará tal cosa. Pero supongo que te importan muy poco las personas de
esta comarca, porque de lo contrario te quedarías con tu tía, a quien puedes prestar
muy valiosa ayuda.
Había entonces algo en la voz de la señora Poyser que ésta no quiso dar a
entender, y así, se volvió para consultar el reloj y dijo:
—Mira, ya es la hora del té y si Martin está en la era se tomará con gusto una
taza. Ven, querida Totty, deja que tu madre te ponga el gorro y luego ve a la era a
buscar a tu padre y dile que antes de marcharse venga a tomar una taza de té. Avisa
también a tus hermanos.
Totty salió a cumplir estas instrucciones, mientras la señora Poyser ponía lo
necesario sobre la brillante mesa de roble y cogía las tazas de té del aparador.
—Y en cuanto a que Nancy y Molly sean inteligentes en su trabajo —añadió—, te
engañas por completo. Tanto importa que sean inteligentes como tontas, porque una
no puede fiarse de ellas ni por espacio de un minuto. Siempre hay que vigilarlas para
que no se estén mano sobre mano. Y suponte que este invierno caigo enferma, como
me ocurrió el pasado, ¿quién cuidará de ellas si tú te marchas? Luego a esa pobre
niña estoy segura de que le ocurriría algo. La dejarían caer en el fuego, coger la
sartén con el aceite hirviendo, o sufriría algún accidente que la dejase inválida para
toda la vida. Y de todo eso tendrías tú la culpa, Dinah.
—Tía —dijo Dinah—, te prometo volver en invierno si estás enferma. En cuanto
me necesites siempre me tendrás a tu lado. Pero la verdad es que conviene a mi alma

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alejarme de esta vida cómoda y lujosa, en la que tengo demasiadas cosas de que
gozar, y así, por lo menos, me iré aunque sólo sea por un tiempo. Nadie más que yo
sabe lo que me conviene y los peligros que corro. Tu deseo de que me quede no es un
deber que me niegue a cumplir porque vaya contra mis deseos. Es una tentación que
he de resistir, porque de lo contrario el amor al prójimo se dormiría en mi alma,
cerrándola a la luz celestial.
—No llego a comprender qué quieres decir al hablar de lujos y de comodidades
—replicó la señora Poyser mientras cortaba el pan y la manteca—. Cierto es que aquí
puedes comer bien, porque nadie en mi casa puede quejarse de que no le doy lo
necesario. Pero he notado que cuando hay algo que radie quiere comerse, lo tomas tú
siempre. Pero mira —añadió de pronto—, aquí tenemos a Adam Bede que trae a la
niña. Me extraña que haya venido tan temprano.
La señora Poyser se encaminó hacia la puerta para tener el placer de ver a su
hijita y la miró con amor; sin embargo le dijo:
—¡Qué vergüenza, Totty! Las niñas de cinco años ya no deben consentir que las
lleven en brazos. Le va a fatigar, Adam, pesa mucho. Déjela, déjela en el suelo.
—No, no —contestó Adam—. Puedo levantarla con una sola mano y ni siquiera
tengo necesidad de emplear el brazo.
Totty, indiferente a las observaciones de su madre, se vio depositada en el suelo
junto a la puerta, y la madre subrayó su reprensión con un diluvio de besos.
—Sin duda se extraña de verme a esta hora —dijo Adam.
—Sí. Pero entre —contestó la señora Poyser dejándole paso—. Supongo que no
ocurre nada desagradable.
—Nada malo —contestó Adam acercándose a Dinah y tendiéndole la mano.
Ella había abandonado su tarea e instintivamente se puso en pie al acercarse él, y
un ligero rubor tiñó sus pálidas mejillas cuando le dio la mano y le miró con timidez.
—Vengo a decirle algo, Dinah —añadió Adam sin que al parecer se diese cuenta
de que todavía le tenía la mano cogida—. Mi madre está un poco indispuesta y se ha
empeñado en que vaya a pasar la noche con ella, si es tan buena como para hacer
caso de su petición. Yo le prometí venir a verle y a pedírselo a mi regreso del pueblo.
La pobre trabaja mucho y todavía no he podido lograr que tome una muchacha para
que la ayude. No sé lo que podré hacer para convencerla.
Al dejar de hablar, Adam abandonó la mano de Dinah y se quedó esperando la
respuesta; pero antes de que ella abriese los labios, la señora Poyser dijo:
—Fíjate. Ya te dije antes que en esta parroquia había bastantes personas de quien
podrías cuidar, sin necesidad de alejarte. Aquí tienes a la señora Bede que empieza a
envejecer y que no querrá que la cuide nadie más que tú. Seguro que la gente de
Snowfield ya se habrá acostumbrado a pasarse sin ti durante tu ausencia.
—Me pondré el gorro y saldré enseguida, si usted, tía, no quiere que haga antes
alguna otra cosa —dijo Dinah guardando su labor.
—Sí. Quiero que hagas otra cosa, que tomes el té. Ya está preparado, y usted,

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Adam, tome también una taza si no tiene demasiada prisa.
—Sí, tomaré una taza, muchas gracias, y luego acompañaré a Dinah. Tengo que ir
a casa directamente, pues he de anotar irnos cálculos de maderas.
—¡Cómo, Adam! ¿Usted por aquí? —exclamó el señor Poyser entrando sudoroso
y en mangas de camisa, seguido por sus dos hijos, que se le parecían tanto como dos
elefantitos se parecen a sus mayores—. ¿Cómo es que le vemos a esta hora?
—He venido con un encargo de mi madre. Vuelve a sentir su antigua molestia y
desea que Dinah vaya a hacerle un poco de compañía.
—Bueno. No tenemos inconveniente en cedérsela un poco, para el bien de su
madre —dijo el señor Poyser—. Pero no le permitiremos salir de aquí más que para
irse con su marido.
—¿Con su marido? —exclamó Marty, que estaba en el periodo más prosaico de
las mentes juveniles—. Dinah no tiene marido.
—¿Dejarla salir? —exclamó la señora Poyser mientras ponía una torta en la mesa
y se sentaba luego para servir el té—. Convendrá no dejarla salir ni siquiera con su
marido. Vamos a ver, Tommy, ¿qué haces con la muñeca de tu hermana? Déjala
enseguida y no la molestes. Si te portas mal, no probarás la torta.
Tommy, con verdadera simpatía fraternal, se divertía en levantar la camisa de la
muñeca de Totty, exponiendo su cuerpo roto a la burla de todo el mundo, y esta
indignidad hizo enojar en extremo a Totty.
—¿Qué crees que me está diciendo Dinah desde que acabamos de comer? —
preguntó la señora Poyser a su marido.
—Soy muy mal adivino —contestó éste.
—Que quiere volver a Snowfield para trabajar en la fábrica y morirse de hambre
como antes, y como si no tuviese parientes ni amigos.
El señor Poyser no encontró palabras para expresar su extraordinario asombro. Se
limitó a mirar a su esposa y a Dinah, quien se había sentado al lado de Totty para
proteger a la niña de las jugarretas de su hermano y en aquel momento preparaba el té
de la niña. Si el señor Poyser hubiera sido hombre capaz de fijarse en ello, habría
notado un cambio en Dinah, porque ésta no solía mudar de color y en aquel instante
tenía las mejillas coloradas. El señor Poyser la encontró más bonita que nunca,
aunque su rubor apenas fue un leve tono rosado que se esparció por su rostro. Tal vez
se debiera a que su tío la miraba con tanta fijeza, pero es imposible saberlo, pues en
aquel momento Adam decía con sorpresa:
—Yo esperaba que Dinah seguiría viviendo entre nosotros durante toda su vida e
incluso me figuraba que había abandonado la idea de volver a Snowfield.
—Todo el mundo creería eso con razón —contestó la señora Poyser—, pero hay
que ser metodista para saber de lo que es capaz una metodista. Es como el que quiere
averiguar lo que persiguen los murciélagos al vuelo.
—¿Qué te hemos hecho, Dinah, para que quieras dejarnos? —preguntó el señor
Poyser con la taza de té en la mano—. Eso es casi faltar a tu palabra, porque tu tía

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creía que seguirías viviendo entre nosotros.
—No, tío —contestó Dinah esforzándose en aparentar tranquilidad—. Al llegar
ya dije que estaría algún tiempo entre vosotros, para consolar a mi tía.
—¿Y quién te ha dicho que has dejado de ser un consuelo para mí? —exclamó la
señora Poyser—. Si no quieres seguir en mi compañía, mejor sería que no hubieses
venido. Así no te echaría de menos.
—No debes decir eso —objetó el señor Poyser—, porque la verdad es que hemos
de estarle agradecidos, tanto si quiere marcharse como si no. Pero creo que haría mal
dejando una buena casa como ésta para ir a una comarca donde la tierra no vale nada.
—Pues precisamente por eso se quiere ir, y ésta es la razón que da —dijo la
señora Poyser—. Siempre dice que este país es demasiado agradable, que aquí come
más de lo debido y que la gente no es bastante pobre. Quiere marcharse la semana
próxima y no hace caso de mis palabras. Con esta gente suave y apacible siempre
ocurre lo mismo. Por mucho que se diga no se dejan convencer. Ahora, que yo creo
que el ser tan testarudo no está de acuerdo con la religión. ¿No le parece, Adam?
Este comprendió que Dinah estaba más apurada que nunca y, deseando acudir en
su auxilio, dijo mirándola con afecto:
—Por mi parte, nunca encuentro mal nada de lo que hace Dinah. Creo que sus
ideas son siempre mejores que cuanto podemos imaginamos. Le agradecería mucho
que se quedase entre nosotros, pero no deseo contradecirla acerca del particular.
Todos le debemos mucho para obrar así.
Como ocurre con frecuencia, estas palabras, encaminadas a favorecer a Dinah,
fueron las que ella sintió más. Acudieron tan rápidas las lágrimas a sus ojos que no
pudo ocultarlas; y se puso apresuradamente en pie, dando a entender que iba en busca
del gorro.
—¿Por qué llora Dinah, madre? —preguntó Totty.
—Has ido demasiado lejos —dijo el señor Poyser a su mujer—. No tenemos
derecho de impedirle que haga lo que quiera. Por más que te enojes conmigo, yo no
diré ni una sola palabra contra ella.
—Pues tengo razón al decirle lo que le he dicho, porque de lo contrario me habría
callado. Ten presente que yo la quiero y que estoy acostumbrada a que viva en esta
casa. Y en cuanto se marche, me sentiré tan incómoda como una oveja recién
esquilada. Además, no me parece bien que abandone una parroquia donde tanto se la
quiere. El señor Irwine la trata como si fuese una señora, a pesar de pertenecer al
metodismo y de la manía que le ha dado de andar predicando por ahí. Y Dios me
perdone si hago mal en hablar así.
—Sí —contestó el señor Poyser en tono de broma—, pero cuéntale ahora a Adam
lo que el señor Irwine te dijo un día. Mi mujer, Adam, dijo en cierta ocasión que el
predicar era el único defecto que encontraba en Dinah, y el señor Irwine le contestó:
«No debe usted tenerle mala voluntad por ello, porque la pobre no tiene ningún
marido a quien predicar. Usted misma, estoy seguro de que predica más de un sermón

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al señor Poyser». Bien te contestó el párroco. Y cuando se lo conté a Barde Massey,
también se echó a reír.
—Sí. Cuando los hombres pierden el tiempo mirándose unos a otros y con la pipa
en la boca, siempre tienen ganas de bromear a costa de las pobres mujeres —dijo la
señora Poyser—. Dale cuerda a Barde Massey y ya verás las tonterías que suelta por
aquella boca. Mira, Totty, sube a ver qué hace la prima Dinah y dale un beso.
Dio este encargo a Totty para impedir que ésta se echara a llorar, pues Tommy,
que ya no temía quedarse sin torta, se dedicaba a hacer muecas a su hermanita, cosa
que a ella le parecía un grave insulto.
—Creo que está muy ocupado ahora, ¿verdad, Adam? —preguntó el señor Poyser
—. Burge está cada día peor de su asma y haría bien no yendo de un lado a otro,
como de costumbre.
—La verdad es que tenemos mucho trabajo, pues no sólo hay las reparaciones de
la propiedad, sino que tenemos que construir algunas casas en Treddleston.
—Apostaría un penique a que la casa nueva que está construyendo Burge en su
terreno es para él y para su hija Mary —observó el señor Poyser—. Pronto dejará los
negocios y querrá que se encargue usted de todo, pagándole un tanto cada año.
Espero que pronto le veremos viviendo en la colina.
—A decir verdad —contestó Adam—, me gustaría mucho tener todo el negocio
en mis manos, y no porque quiera ganar más dinero, ya que ahora, con el que gano,
puedo ahorrar, pues sólo hemos de mantenernos nosotros dos y mi madre. Pero me
gustaría hacer lo que me pareciera mejor, y haría muchas cosas que ahora no puedo
intentar siquiera.
—¿Se lleva bien con el nuevo administrador? —preguntó el señor Poyser.
—Sí, es un buen hombre que entiende de agricultura y de la cría de ganado, y
además está desecando las tierras pantanosas; en fin, cumple bien con sus
obligaciones. Un día debería ir por Stonyshire para ver los cambios que están
haciendo allí. Pero no sabe nada de construcción. Es muy difícil encontrar un hombre
que tenga nociones generales de todo, pues la mayoría no piensa más que en su
propia especialidad. No obstante, el señor Irwine tiene más conocimientos de
construcción que un arquitecto, porque éstos, que son personas distinguidas, no saben
a veces dónde poner una chimenea. Yo opino que un hombre práctico, que tenga un
poco de gusto, es el mejor arquitecto para las construcciones sencillas, y cuando yo
mismo he hecho los planos, disfruto realmente en construir una casa.
El señor Poyser escuchaba con interés y admiración las palabras de Adam, pero
tal vez le recordaron que su granero necesitaba su cuidado, porque en cuanto hubo
dejado de hablar se puso en pie y dijo:
—Bueno, amigo mío. Yo me despido de usted porque he de volver al granero.
Adam se levantó también al ver que entraba Dinah con el gorro puesto y el cesto
en la mano, precedida de Totty.
—Veo que ya está dispuesta, Dinah, y, por consiguiente, podemos marcharnos,

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porque cuanto antes llegue a casa, mejor será —dijo Adam.
—Madre —exclamó Totty con su aguda vocecita—. Dinah estaba rezando y al
mismo tiempo lloraba.
—Calla —dijo su madre—. Las niñas no deben hablar de estas cosas.
Entonces su padre, riéndose, subió a Totty a la mesa de servicio para que le diese
un beso. Ya se advierte que el matrimonio Poyser no seguía principio alguno para la
educación de los niños.
—Vuelve mañana si la señora Bede no te necesita, Dinah —dijo la señora Poyser
—. Pero ya sabes que puedes quedarte el tiempo que sea necesario, en caso de que
esté enferma.
Dinah y Adam se despidieron y luego salieron los dos juntos de Hall Farm.

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L

EN LA CASITA

A l salir al camino, Adam no ofreció su brazo a Dinah. Aún no lo había hecho


nunca, a pesar de la frecuencia con que paseaban juntos, porque había
observado que a la joven no le gustaba dar el brazo a Seth y por eso llegó a suponer
que no le resultaba agradable.
—¿De modo, Dinah, que no sería feliz estableciéndose definitivamente en Hall
Farm? —preguntó Adam con un interés fraternal que excluía todo sentimiento
personal—. Es una lástima, en vista de lo mucho que le quieren.
—Ya sabe, Adam, que les quiero y me interesa mucho su bienestar, pero en la
actualidad no me necesitan; se ha aliviado ya mucho su tristeza y comprendo que
debo volver a mi antiguo trabajo, el cual me proporciona un bienestar que he echado
de menos últimamente, en medio de la abundancia. Comprendo que en vano
queremos huir de la tarea que nos señala Dios, cuando deseamos encontrar mayor
bendición para nuestras almas, como si quisiéramos elegir por nosotros mismos el
lugar en que sentiremos con mayor plenitud la presencia divina, en vez de buscarla
del único modo que puede hallarse, o sea con amorosa obediencia. Ahora creo tener
una prueba suficiente de que mi trabajo está en otra parte, por lo menos durante algún
tiempo. En los años venideros, si se debilitase la salud de mi tía o me necesitara por
otra causa cualquiera, no tendría inconveniente en volver.
—Usted sabe lo que le conviene, Dinah —contestó Adam—. No creo que se
opusiera a los deseos de ellos, que tanto le quieren, sin apoyarse en muy buenas
razones. No tengo derecho a decir que eso me pesa, pues de sobra le consta cuáles
son mis motivos para considerarla muy por encima de todos mis amigos. Y si el cielo
hubiese ordenado que fuese mi hermana y viviese con nosotros toda la vida, yo lo
habría considerado la mayor de las bendiciones que pudiera cabernos. Pero Seth me
ha dicho que no hay esperanza de que ocurra así, porque sus sentimientos son muy
distintos; aunque comprendo que hago mal hablándole de eso.
Dinah no contestó y los dos siguieron andando en silencio, hasta que llegaron a
un portillo de piedra. Adam pasó primero y se volvió para ofrecerle la mano, a fin de
ayudarla a subir un escalón muy alto; de este modo no tuvo más remedio que mirarla
a la cara. Le sorprendió que sus ojos grises, por lo común serios y afables a un
tiempo, tuvieran esa mirada inquieta y brillante que suele acompañar a la agitación
contenida, y el leve rubor de sus mejillas, que ya tenía al bajar la escalera de su casa,
se le había acentuado. En realidad no parecía Dinah, sino una hermana suya. Adam se
quedó muy sorprendido; por unos momentos hizo algunas conjeturas y luego dijo:
—Espero no haberle molestado por lo que acabo de decir. Quizás he hablado con
demasiada franqueza. No deseo nada que a usted pueda desagradarle, y, si le parece

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bien, puede ir a vivir a cincuenta kilómetros de distancia. Pensaré en usted tanto
como ahora, porque forma parte de unos recuerdos que no puedo alejar de mí.
¡Pobre Adam! Así disparatan los hombres. Dinah no contestó nada, pero luego
dijo:
—¿Ha tenido noticias de ese pobre joven desde la última vez que hablamos de él?
Dinah siempre hablaba así al referirse a Arthur, y nunca olvidaba su aspecto
cuando lo vio en la cárcel.
—Sí —contestó Adam—. El señor Irwine me leyó ayer parte de una de sus cartas.
Asegura que pronto se firmará la paz, aunque nadie cree que dure mucho. Él, sin
embargo, dice que no desea volver por aquí. Todavía se lo impide el estado de su
corazón. Y es mejor para todos que continúe ausente. El señor Irwine cree que hace
bien no viniendo. Es una carta muy triste. Pregunta por usted y por los Poyser, como
siempre hace. Una cosa hay en la carta que me impresionó mucho. «No puede
figurarse lo viejo que me siento —dice—. Ya no me divierto. Y lo que más me
estimula es saber que, al día siguiente, me espera una marcha o un combate».
—Es una naturaleza ardiente, como Esaú, que siempre me ha inspirado gran
compasión —contestó Dinah—. Aquel encuentro entre los dos hermanos, en que
Esaú se muestra tan afable y cariñoso, y Jacob tan tímido y desconfiado, a pesar de
sentir el favor divino, es una cosa que siempre me ha conmovido profundamente. Y
en varias ocasiones he sentido la tentación de decir que Jacob era hombre de espíritu
mezquino. Pero éste es nuestro destino: hemos de aprender a ver el bien en medio de
las cosas desagradables.
—¡Ah! —exclamó Adam—. A mí me gusta más leer lo que se cuenta de Moisés
en el Antiguo Testamento. Se encargó de una empresa muy difícil y murió dejando
que otros recogiesen los frutos de sus esfuerzos. El hombre debe tener valor para
mirar así su vida y pensar en lo que ocurrirá después de su muerte. Una obra concreta
es lo que perdura, aunque sólo se trate de un pavimento. Si se ejecuta bien, alguien
sale beneficiado, aparte del mismo que lo ha hecho.
Ambos se alegraban de hablar de asuntos no personales, y de este modo
continuaron hasta atravesar el puente del arroyo del Sauce.
—Aquí está Seth —dijo Adam—. Ya me figuraba que llegaría pronto a casa.
¿Está enterado de su proyectada marcha, Dinah?
—Sí, se la comuniqué el domingo pasado.
Adam recordó entonces que Seth había llegado muy triste a casa, el domingo por
la mañana, circunstancia muy rara en él últimamente, porque la felicidad que le
proporcionaba ver a Dinah cada semana parecía compensar el dolor de saber que no
quería casarse con él. Aquella tarde tenía el mismo aire de satisfacción ensoñadora y
benévola, hasta que se acercó Dinah y vio las huellas de las lágrimas en sus delicados
párpados y pestañas. Dirigió una rápida mirada a su hermano, pero éste no sentía la
misma emoción que Dinah, pues en su rostro se advertía la acostumbrada mirada
tranquila e indiferente. Seth se esforzó en no dar a entender a Dinah que había

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observado aquella extraña expresión en su rostro, y así, se limitó a decir:
—Me alegro mucho de que haya venido, Dinah, porque nuestra madre ha pasado
el día entero esperando su llegada. Sólo despertarse por la mañana se puso a hablar de
usted.
Cuando entraron en la casita encontraron a Lisbeth sentada en su sillón,
demasiado fatigada por la preparación de la cena a pesar de que tenía la costumbre de
emprender este trabajo con mucha anticipación, para salir a la puerta, como de
costumbre, en cuanto oía las pasos de cualquiera de sus hijos.
—Por fin has venido, hija mía —exclamó al ver a Dinah—. ¿Por qué has pasado
tanto tiempo sin hacerme una visita?
—Veo, querida amiga mía —dijo Dinah tomándole la mano a la anciana—, que
no está bien. De haberlo sabido antes me habría apresurado a venir.
—¿Y cómo querías saberlo si no vienes nunca? Mis hijos sólo saben lo que yo les
digo, porque mientras me ven mover los brazos y los pies se figuran que estoy bien.
De todos modos no estoy muy mal; sólo tengo un resfriado que me ha dejado un poco
dolorida. Y mis hijos insisten en que tome a alguien para hacer mi trabajo. Llegan a
marearme. Si tú vinieras a vivir conmigo, me dejarían en paz. Estoy segura de que los
Poyser no te necesitan tanto como yo. Pero quítate el gorro y deja que te mire.
Dinah se apartó, pero Lisbeth la retuvo mientras ella se quitaba el gorro y luego
contempló su rostro como se mira a un copo de nieve recientemente caído para
renovar las antiguas impresiones de pureza y cariño.
—¿Qué te pasa? —preguntó Lisbeth asombrada—. ¿Por qué has llorado?
—He tenido un pequeño pesar que desaparecerá —contestó Dinah, que no quería
suscitar las recriminaciones de Lisbeth diciéndole que se disponía a abandonar
Hayslope—. Pronto se enterará, porque esta misma noche trataremos del asunto. Me
quedaré con usted hasta mañana.
Lisbeth se apaciguó con esta promesa, y así tuvo toda la velada para hablar a
solas con Dinah. En la casita había una nueva habitación, que habían construido dos
años atrás en espera de que llegase otro habitante. Y allí se sentaba Adam cuando
tenía que escribir o hacer algún plano. Seth fue también allí a pasar la tarde, pues
comprendió que su madre quería verse a solas con Dinah.
En la casita hubo entonces dos escenas agradables. A un lado se veía a la anciana,
dura, de facciones pronunciadas y anchos hombros, vestida con una chaqueta de color
azul y un pañolón de color marrón, que volvía los ojos debilitados y ansiosos hacia el
blanco rostro y la esbelta figura vestida de negro que iba de un lado a otro con gran
actividad, o se sentaba junto al sillón de la anciana, estrechando su arrugada mano,
mientras la miraba y le hablaba en un lenguaje que Lisbeth comprendía mucho mejor
que la Biblia o el libro de himnos. Aquella noche no quiso que le leyese nada, y rogó
a Dinah que cerrase el libro, porque quería hablar y conocer el motivo de su llanto.
Al otro lado de la pared se hallaban los dos hermanos, tan parecidos entre sí a
pesar de su diferencia. Adam tenía las cejas fruncidas, el cabello revuelto y el rostro

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moreno animado por un color vigoroso, mientras permanecía absorto en sus cálculos.
Seth, cuyas facciones eran casi una copia de las de su hermano, aunque tenía el
cabello castaño y los ojos azules y soñadores, miraba a veces hacia la ventana,
cuando levantaba los ojos de un libro comprado recientemente; era la historia
abreviada de Madame Guyon, escrita por Wesley, historia que maravillaba e
interesaba mucho al joven.
—¿Puedo ayudarte en algo esta noche? —le preguntó a su hermano—. No
quisiera hacer ruido en el taller.
—No, Seth —contestó Adam—. Nadie puede ayudarme en mi trabajo. Vale más
que te entretengas leyendo.
Con frecuencia y cuando Seth no se daba cuenta de ello, Adam se interrumpía en
su tarea de dibujar y miraba a su hermano con ojos risueños. Sabía que le gustaba
tener la cabeza llena de ideas, que, sin embargo, no podía explicar, y aunque eso no le
servía de nada, le hacía feliz. Por esta razón, hacía ya cosa de un año que Adam se
mostraba cada vez más indulgente con Seth. Era una manifestación de la ternura
originada por el dolor que aún sentía.
Luego, pensando en Dinah, Adam se dijo: «Es muy raro que esa muchacha no
quiera a mi hermano, pues cualquiera al verle pensaría que es el hombre más indicado
para ella. Pero, sin duda, su corazón se inclina a otras cosas. Es una de esas mujeres
que no sienten deseo de tener un marido y unos hijos propios. Cree que entonces no
pensaría más que en su propia vida, y como está acostumbrada a vivir solamente para
los demás, no puede soportar la idea de que su corazón se cierre para ellos. Es muy
distinta de las otras mujeres que conozco. Ya me di cuenta hace mucho tiempo.
Cuando puede hacer un favor a alguien, se queda más satisfecha que nunca, y el
matrimonio no hay duda de que le impediría dedicarse a la vida que ahora lleva. Y la
verdad es que no tengo derecho de pensar que haría mejor en casarse con Seth, como
si yo fuese más inteligente que ella o que Dios mismo, que la ha hecho tal como es,
cuando le debo tantos favores y, como yo, otras muchas personas».
Estas ideas cruzaron por la mente de Adam al notar en el rostro de Dinah cierto
disgusto cuando él le manifestó su pesar porque no se casara con Seth. Por eso se
apresuró a decirle que hacía bien obrando como creyese conveniente, y le expresó su
resignación al comprender que su marcha era inevitable. Estaba persuadido también
de que a la joven le constaba con cuánto gusto la vería él continuamente, para hablar
con ella y recordar cosas pasadas y dolorosas. Dinah pudo advertir su afecto y su
respeto cuando Adam se mostró conforme con que se marchara y, sin embargo, el
joven tenía el recelo de no haber hablado como convenía y que por esta razón Dinah
no acabara de comprender sus sentimientos.
La joven debió de levantarse al día siguiente un poco antes de salir el sol, porque
bajó la escalera a cosa de las cinco. Lo mismo hizo Seth, pues como Lisbeth se
obstinaba en rehusar cualquier ayuda femenina en la casa, aprendió a hacerse útil
para evitar determinadas faenas a su madre. Espero que no por eso el lector le creerá

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afeminado. Adam, por su parte, que se acostó muy tarde, dormía aún y no era fácil
que le vieran antes de la hora del desayuno.
A pesar de la frecuencia con que Dinah había visitado a Lisbeth en el espacio de
aquellos dieciocho meses, no había dormido en la casita desde la noche de la muerte
de Mathias, es decir, desde la ocasión en que, como ya recordará el lector, Lisbeth
alabó sus hábiles movimientos y hasta dio su aprobación al potaje. Durante tan largo
intervalo Dinah había progresado mucho en sus conocimientos caseros, y aquella
mañana, ayudada por Seth, limpió toda la casa y la ordenó de tal manera que incluso
su tía Poyser habría quedado satisfecha. En la casita ya no reinaba un orden y una
limpieza exquisitos, desde que el reumatismo de Lisbeth la había obligado a
abandonar en gran parte sus hábitos de limpieza.
Cuando la casa quedó a su gusto, Dinah entró en la nueva habitación en que
Adam había estado trabajando la noche anterior, para ver qué era preciso hacer allí.
Abrió la ventana, dejó entrar el aire fresco de la mañana y el aroma de los rosales
silvestres; los rayos del sol, casi horizontales, rodearon su pálido rostro y el cabello
castaño, mientras ella empuñaba la larga escoba y barría cantando al mismo tiempo
en voz baja uno de los himnos de Charles Wesley:

Rayo eterno de luz divina, fuente de inextinguible amor en quien brilla la


gloria del Padre a través de la tierra y del cielo.
Jesús, descanso del fatigado caminante, hazme llevar tu fácil yugo, da
firme paciencia a mi pecho e infúndeme amor intachable y santo temor.
Apacigua mis pasiones violentas, tranquiliza mi tembloroso corazón; tu
poder es mi fuerza y mi fortaleza, porque todo sirve a tu voluntad soberana.

Dejó a un lado la escoba y cogió un trapo para quitar el polvo; quien hubiese
vivido en casa de la señora Poyser sabría cómo acostumbraba Dinah a limpiar, pues
no perdonaba el menor rincón, aunque estuviese oculto. Sólo quedaba la mesa donde
descansaban los papeles y las reglas de Adam, y Dinah se quedó indecisa, mirando
aquellos objetos con timidez. Era bochornoso ver cuánto polvo había por allí, y
mientras vacilaba, oyó unos pasos, que le parecieron de Seth, junto a la puerta abierta
sus espaldas, y en voz alta preguntó:
—Dígame, Seth, ¿se enfada mucho su hermano si le revuelven los papeles?
—Mucho, cuando no los devuelven a su sitio —dijo una voz profunda que no era
la de Seth.
Era como si Dinah hubiese tocado sin darse cuenta una cuerda muy tensa; se
estremeció y, por un momento, no supo lo que le ocurría. Luego se dio cuenta de que
se sonrojaba y no se atrevió a mirar a su alrededor; se quedó en silencio y muy
apurada al ver que no era capaz de dar los buenos días con naturalidad. Adam, al ver
que ella no se volvía para verle sonriente, temió que hubiese tomado en serio sus
palabras y se acercó a la joven de un modo que ella no tuvo más remedio que mirarle.

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—¿Acaso se figura que soy un hombre gruñón en mi casa? —dijo sonriente.
—No —contestó Dinah mirándole con timidez—. Nada de eso. Pero podía
haberse enfadado si le hubiese revuelto los papeles.
Recuerde que incluso Moisés, que era el más apacible de los hombres, se
encolerizaba en algunas ocasiones.
—Venga pues —dijo Adam mirándola con afecto—. Le ayudaré a quitar todo eso
y a ponerlo en su sitio, y así no ocurrirá nada desagradable. Ya veo que, en cuanto a
limpieza y orden, se parece cada día más a su tía.
Emprendieron juntos aquella tarea, pero Dinah no había recobrado bastante la
serenidad para reírse de esta observación, y Adam la miraba con inquietud.
Se dijo que la joven parecía estar algo enfadada con él, y era evidente que no le
demostraba la misma bondad y franqueza que otras veces. Quería que ella lo mirase y
disfrutara tanto como él del trabajo que hacían, que más bien merecía el nombre de
juego. Pero Dinah no le miró, cosa que resultaba fácil dada la estatura del joven, y
cuando por fin ya no hubo más polvo que quitar y él no tuvo otra excusa para
permanecer a su lado, se volvió hacia ella y le preguntó:
—¿Está disgustada conmigo, Dinah? Supongo que no habré hecho o dicho algo
que pueda haberle molestado.
Esta pregunta la sorprendió, pero también la alivió, pues dio un nuevo curso a sus
pensamientos. Lo miró entonces fijamente y casi con lágrimas contestó:
—¡Oh, no, Adam! ¿Cómo puede pensar eso?
—No tendría fuerzas para soportar su enfado —dijo Adam—, porque no sabe
cuánto me importa su buena opinión de mí, Dinah. Eso es lo que quise decirle ayer al
manifestarle mi conformidad por su marcha, si usted misma la cree conveniente. Es
decir, que en caso de que le pareciese bien marcharse, yo me abstendría de manifestar
mi disgusto. Aunque, por otra parte, sentiría tener que despedirme de usted.
—Sí, querido amigo —dijo la joven temblando aunque esforzándose en hablar
con firmeza—. Sé que siente por mi un afecto fraternal y que, con frecuencia,
nuestras almas se comunican con mucho cariño; pero en este instante experimento
muchas sensaciones y no debe fijarse en mis sentimientos. Me siento llamada a
abandonar por algún tiempo a mis parientes, pero eso es una prueba, porque la carne
es débil.
Adam comprendió cuánto la apenaba tener que contestar.
—Seguramente la molesto hablando así, Dinah. Y por consiguiente, me callaré.
Aquella escena era muy sencilla, lector, pero es casi seguro que tú también habrás
estado enamorado más de una vez, aunque no quieras confesárselo a tus amigos. De
ser así, no pensarás ya que las palabras insignificantes, las miradas tímidas y los
trémulos contactos son triviales, porque sabrás que esas cosas forman parte del
lenguaje del alma.

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LI

LA MAÑANA DEL DOMINGO

E l ligero ataque de reumatismo de Lisbeth no era lo bastante serio para justificar


que Dinah pasara otra noche lejos de Hall Farm, y mucho menos cuando ya
estaba decidida a dejar tan pronto a su tía; de modo que por la tarde era preciso
despedirse.
—Hasta dentro de bastante tiempo —dijo Dinah, que ya había comunicado a
Lisbeth su resolución.
—Pues entonces será para todo lo que me queda de vida, porque ya no volveré a
verte —contestó la anciana—. Ten presente que no viviré mucho. Y cuando enferme
para morir, tú no podrás venir a mi lado y acabaré la vida deseando en vano tu
presencia.
Este fue el estribillo de sus quejumbrosas palabras de aquel día, porque como
Adam no estaba en casa, ella no se esforzó por contener sus quejas. Repetidas veces
atormentó a Dinah preguntándole por qué se marchaba y se negó a aceptar las
razones de la joven. Además, se lamentaba con frecuencia de que no quisiera casarse
con uno de sus hijos, para convertirse a su vez en su hija.
—Comprendo que no quieras a Seth —dijo—, porque no es bastante inteligente
para ti, aunque es un muchacho muy bueno y que me ayuda mucho cuando estoy
enferma. Además, es tan aficionado a la Biblia y a las cosas de la iglesia como tú. Me
hago cargo de que desearías un hombre más inteligente, y en este caso te convendría
Adam. Estoy segura de que él no tendría ningún inconveniente y de que llegaría a
quererte si tú te lo propusieras. Él, sin embargo, es testarudo y no hay nadie capaz de
obligarle a que desista de sus propósitos. No obstante, sería un buen marido para una
mujer como tú.
Dinah trató de evitar las preguntas de Lisbeth, ocupándose en pequeños trabajos
de la casa que la obligaban a ir de un lado a otro, y en cuanto Seth llegó por la tarde
se puso el gorro para marcharse.
Dinah se despidió de muy mala gana, y se imaginó que en cuanto se marchara la
pobre vieja se asomaría a la puerta para contemplarla hasta que se perdiese de vista.
—Dios esté con ellos —rogaba Dinah mientras volvía la cabeza para mirar hacia
la casa desde el último portillo—. Que Dios les compense sus dolores con numerosas
alegrías.
Lisbeth volvió por fin al interior de la casa y se sentó en el taller al lado de Seth,
que estaba ocupado en ajustar algunas piezas de madera torneada traídas del pueblo
para hacer una caja de labores que quería regalar a Dinah antes de su marcha.
—Podrás verla el domingo todavía —dijo la anciana—. Y si fueras bueno para
algo, conseguirías que viniese a verme otra vez antes de marcharse a Snowfield.

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—Ten presente, madre, que Dinah vendrá en cuanto haya una razón para hacerlo
y que no habrá necesidad de que me moleste en convencerla. Por otra parte, estoy
seguro de que cree que volver para despedirse de ti sólo serviría para causarte una
emoción penosa.
—No se marcharía si Adam la quisiera y se casara con ella. Pero nada me sale
bien —exclamó Lisbeth en tono de queja.
Seth interrumpió su trabajo y, ruborizándose un poco, miró a su madre.
—¡Cómo! ¿Te ha dado a entender ella algo acerca de eso? —preguntó en voz
baja.
—No me ha dicho una palabra. Pero los hombres parecéis tontos y siempre
necesitáis que se os digan las cosas, porque no sabéis comprender lo que pasa.
—Pero ¿por qué opinas así, madre? ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?
—Poco importa cómo se me ha ocurrido. Sé que ella le quiere y eso basta. Y él tal
vez quisiera casarse con ella si estuviese enterado, pero nunca se le ocurrirá tal cosa
si no se lo dice alguien.
La opinión de Lisbeth acerca de los sentimientos de Dinah no era cosa nueva para
Seth, pero las últimas palabras le alarmaron, pues creyó que se disponía a abrir los
ojos a su hermano. Él no estaba seguro de los sentimientos de Dinah, pero sí de los de
Adam.
—No, madre —dijo por fin—. No debes decir una palabra de eso a Adam. Puesto
que Dinah no te ha dicho nada, no tienes derecho a estar segura de sus sentimientos.
No tengo la menor duda de que eso impresionaría mucho a mi hermano, que siente
gratitud y afecto por Dinah, pero, en cambio, no creo que esté dispuesto a casarse con
ella. Tampoco Dinah le querría por esposo, pues, a mi parecer, no tiene intención de
casarse.
—Tú piensas así porque no te quiere a ti —exclamó Lisbeth impaciente—. Con
quien no querrá casarse es contigo; lo menos que podrías hacer es alegrarte de que
quisiera a tu hermano.
—Haces mal en pensar eso de mí, madre —contestó Seth resentido—. Tan
contento estaría yo de tenerla por hermana como tú por hija. No me mueve el
egoísmo, y me disgustará que vuelvas a hablarme de ese modo.
—Bueno, no te enfades si te digo cosas semejantes.
—Piensa, madre, que harías un flaco servicio a Dinah diciendo a Adam lo que
imaginas, y las consecuencias podrían ser desagradables, porque si Adam no
comparte esos sentimientos, se encontrará violento con ella. Y estoy seguro de que él
no tiene esas intenciones.
—No me digas que estás seguro de eso, porque no sabes una palabra. ¿Para qué
habrá ido con tanta frecuencia a casa de los Poyser, sino para ver a esa joven? Fíjate
en que va allí más a menudo que antes. Quizá él mismo no se haya dado cuenta de su
deseo de verla, pero la echará mucho de menos cuando se vaya. Y estoy segura de
que no pensará en casarse si alguien no se lo dice. Si tú tuvieras algún cariño por tu

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madre se lo dirías y procurarías que Dinah no se marchara; para mí sería el único
consuelo que puedo esperar en esta vida, antes de que me entierren junto a mi marido
bajo el espino blanco.
—Haces mal en juzgarme así, madre. Pero yo obraría contra mi conciencia al
asegurar, sin saberlo positivamente, cuáles son los sentimientos de Dinah. Además,
creo que ofendería a Adam hablándole de matrimonio, y te aconsejo que no lo hagas
tú. Puedes estar engañada con respecto a Dinah; a juzgar por lo que ella misma me
dijo el domingo, estoy persuadido de que no quiere casarse.
—Siempre te gusta llevar la contraria. Si fuese algo que a mí no me agradase, no
tardarías en hacerlo.
Dicho esto, Lisbeth se puso en pie y salió del taller, dejando a Seth muy
preocupado de que su madre turbase los pensamientos de Adam hablándole de Dinah.
Pero no tardó en consolarse, diciéndose que, a partir de lo ocurrido con Hetty, Lisbeth
siempre se había manifestado muy reservada con Adam sobre los asuntos
sentimentales; lo más probable era, pues, que no se atreviese a tratar de aquello y,
aunque lo hiciese, Adam no le prestaría la menor atención.
Seth estaba en lo cierto al creer en la timidez de su madre, de modo que durante
los tres días siguientes las ocasiones que se presentaron a la anciana para hablar con
Adam fueron demasiado escasas y cortas para que se decidiese. En sus largas horas
de soledad no hacía más que pensar en Dinah, y al fin, llegó a sentirse incapaz de
contenerse por más tiempo. Pero el domingo por la mañana, cuando Seth se fue a la
iglesia de Treddleston, se presentó la peligrosa oportunidad.
Aquél era para Lisbeth el rato más feliz de toda la semana; como en Hayslope no
había servicio religioso hasta la tarde, Adam se quedaba en casa leyendo, ocupación
que su madre no se atrevía a interrumpir. Además, solía estar ocupada en preparar
una comida mejor que de costumbre para sus hijos, muchas veces para Adam y ella
solos, porque Seth acostumbraba ausentarse durante todo el día; y el olor de la carne
asada que se desprendía de la cocina, el tictac del reloj que parecía resonar de un
modo distinto el día de fiesta, su querido Adam, sentado a corta distancia de ella y
vestido con su mejor traje, sin ocuparse de nada importante, de modo que ella podía ir
a acariciarle el cabello si quería, eran cosas que hacían feliz a Lisbeth durante la
mañana del domingo.
El libro que Adam solía leer entonces era una gran Biblia con imágenes, y aquella
mañana la puso frente él, en la blanca y redonda mesa de la cocina, pues a pesar del
calor del fuego se había sentado allí sabiendo que a su madre le gustaba tenerlo cerca
y que era el único día de la semana en que podía complacerla. Al lector le habría
gustado mucho ver a Adam ocupado en leer la Biblia. Como nunca la abría en un día
laborable, resultaba ser el libro del domingo, y para él constituía a la vez un tratado
de historia, una colección de biografías y un tomo de poesías. Tenía una mano metida
entre los botones de su chaleco y la otra dispuesta a volver las hojas; y en el curso de
la mañana el lector habría podido observar muchos cambios en la expresión de su

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rostro. A veces sus labios se movían como para pronunciar las palabras que leía, si
encontraba una oración apropiada para sí mismo, como, por ejemplo, las palabras que
al morir pronunció Samuel dirigidas al pueblo; luego sus cejas se levantaban y
temblaban un poco las comisuras de los labios, animados por la compasión, cuando el
viejo Isaac se encontraba con su hijo, cosa que le conmovía mucho; en otras
ocasiones y mientras leía el Nuevo Testamento, aparecía una mirada solemne en su
rostro y a veces meneaba la cabeza en silencioso asentimiento o levantaba la mano
para dejarla caer de nuevo; y algunas mañanas, al leer los evangelios apócrifos, que le
gustaban mucho, las palabras agudas del hijo de Sirach hacían asomar una sonrisa a
sus labios y también le complacía observar ciertas diferencias en un escritor apócrifo,
pues Adam, que era un buen feligrés, conocía muy bien los artículos de fe.
En los momentos que sus tareas la dejaban libre, Lisbeth se sentaba frente a su
hijo y se quedaba observándole hasta que, por fin, no podía contenerse más e iba a
hacerle una caricia para llamarle la atención. Aquella mañana Adam leía el Evangelio
de San Mateo y Lisbeth estuvo unos momentos a su lado, acariciándole el cabello,
más suave que de costumbre, y luego se quedó mirando la enorme página,
maravillada por el misterio de las letras. Se sintió alentada a continuar las caricias,
porque cuando se acercó, el joven se reclinó en el respaldo del sillón para mirarla con
cariño y dijo:
—Esta mañana, madre, te veo muy animada y alegre. Gyp también quiere que le
mire, pues se da cuenta de que te quiero más a ti.
Lisbeth permaneció en silencio; habría deseado decir tantas cosas. Luego el joven
volvió la hoja y apareció un ángel sentado en una gran losa alejada del sepulcro. Este
dibujo despertó una extraña asociación de ideas en Lisbeth, porque al ver a Dinah por
primera vez se había acordado de ella. Y cuando Adam hubo dado vuelta a la hoja y
levantado el libro para que ella pudiese contemplar bien el ángel, su madre exclamó:
—Es ella… ¡Es Dinah!
Adam sonrió y, mirando con mayor atención el rostro del ángel, exclamó:
—Se parece un poco, pero creo que Dinah es más bonita aún.
—Pues, si te parece tan bonita, ¿por qué no la quieres?
Adam la miró sorprendido y replicó:
—¿Acaso crees que no quiero a Dinah?
—No —replicó Lisbeth asustada de su propio valor, aunque comprendió que
ahora que estaba roto el hielo debía continuar hablando—. ¡Vaya un cariño el que se
siente por una persona a la que se deja marchar a cincuenta kilómetros de distancia!
Si la quisieras bastante ella no se marcharía.
—Pero si ella quiere, yo no tengo el derecho de impedírselo —contestó Adam
fijando la mirada en el libro, como si quisiera continuar la lectura, pues preveía ya
una serie de quejas que no habían de conducir a nada.
Lisbeth volvió a sentarse frente a él, y dijo:
—Ella no se marcharía si tú pensases lo contrario.

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—¿Lo contrario? ¿Qué quieres decir, madre? —preguntó Adam mirándola con
cierta ansiedad.
—Pues, sencillamente, que no te fijas en nada y que no piensas más que en tu
trabajo —dijo Lisbeth casi llorando—. No piensas en que no es posible seguir así
toda tu vida, como si en vez de ser de carne y hueso fueses de madera. ¿Y qué harás
cuando se haya muerto tu madre y nadie cuide de ti ni te prepare la comida?
—No comprendo adonde quieres ir a parar —dijo Adam algo molesto por los
gemidos de su madre—. ¿Deseas algo de mí?
—Si tú quisieras, yo podría tener alguien que me acompañase y me consolase, y
que me cuidara cuando estuviese enferma.
—¿Y quién tiene la culpa sino tú, madre, que no quieres tomar a una muchacha
que te ayude? Si trabajas como lo haces es en contra de mi voluntad. Ahora ya
podemos permitirnos eso y te lo he dicho bastantes veces. Si consintieras, todos
estaríamos mejor.
—¿Y por qué quieres que meta en casa a una muchacha del pueblo o de
Treddleston, a quien no haya visto en la vida? Antes preferiría meterme en el ataúd de
una vez, sin esperar a que me encierren en él.
Adam guardó silencio y procuró continuar su lectura. Aquélla era la mayor
severidad que podía demostrar a su madre en la mañana del domingo. Pero Lisbeth
había ya avanzado demasiado para contenerse, y después de un minuto escaso de
silencio, añadió:
—De sobra sabes a quién quisiera tener conmigo. Pocas son las personas a
quienes hago llamar cuando las necesito. Tú mismo la has ido a buscar bastantes
veces.
—Ya veo que te refieres a Dinah, madre —dijo Adam—; pero es inútil que te
empeñes en lo imposible. Si Dinah estuviese dispuesta a quedarse en Hayslope, no
por eso abandonaría la casa de su tía, donde la consideran como a una hija, aparte de
que está más obligada con ellos que con nosotros. Si se hubiese casado con Seth ello
habría sido una gran bendición para todos nosotros, pero ya sabes que, en esta vida,
no siempre las cosas vienen a medida de nuestro deseo. Por esta razón has de
resignarte y conformarte a no tener a tu lado a esa joven.
—No puedo resignarme cuando es la mujer que te conviene, y nadie podrá
convencerme de que Dios no la ha enviado a nuestro lado sino para que se case
contigo. ¿Qué importa que sea metodista? Ya no se acordaría más de eso en cuanto os
hubierais casado.
Adam se inclinó en el respaldo del sillón y miró a su madre. Ahora comprendía
adonde quería llegar desde el principio de la conversación. Desde luego era un deseo
poco razonable y además impracticable; pero de todos modos aquella idea le
impresionó. Y enseguida comprendió que, ante todo, había de procurar que su madre
no volviese a hablar del asunto.
—Madre —dijo con acento grave—, estás hablando sin saber lo que dices. No

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vuelvas a tratar de este asunto. Dinah no quiere casarse, porque su corazón la inclina
a otro género de vida.
—Es natural que no quiera casarse —replicó Lisbeth con impaciencia—, cuando
el hombre que le gusta no se resuelve a pedirle su mano. Ten la seguridad de que yo
no me habría casado nunca con tu padre si él no me lo hubiese propuesto. En cuanto a
Dinah, puedes estar seguro de que te quiere tanto como yo quise a mi pobre Thias.
La sangre tiñó las mejillas de Adam y, por unos momentos, no supo siquiera
dónde estaba. Su madre y la cocina habían desaparecido para él y no pudo ver más
que el rostro de Dinah vuelto hacia el suyo. Experimentó algo así como una
resurrección de su muerta alegría, pero despertó rápidamente de aquel sueño, aunque
el despertar fue helado y triste; habría cometido una tontería al creer en las palabras
de su madre, que no tenía ninguna razón para hablar como lo hacía. Así pues, quiso
expresar enérgicamente su incredulidad, aunque quizás lo hizo para obligar a su
madre a que le proporcionase alguna prueba, suponiendo que existiese.
—¿Por qué dices esas cosas, madre, cuando no tienes motivos en que apoyarte?
Sabes que no hay nada que te dé derecho a hablar como lo haces.
—Entonces, tampoco lo tendré para decir que ha cambiado el tiempo cuando lo
observo por la mañana al levantarme. Ella no quiere a Seth por marido, ¿no es así?
No quiere casarse con él, pero, en cambio, he observado que no te mira a ti del
mismo modo que a Seth. Reacciona igual cuando se le acercan Seth o Gyp, pero se
pone a temblar cuando te sientas a su lado a la hora del desayuno y fijas los ojos en
ella. Tú te crees que tu madre no sabe nada, pero piensa que yo viví antes de que tú
nacieras.
—De todos modos, creo que el temblor no significa amor —exclamó Adam con
ansiedad.
—Pues ¿qué significa? Supongo que no será un modo de expresar el odio.
Además ¿por qué no ha de quererte? ¿Dónde encontrará un hombre mejor y más
inteligente que tú? Por otra parte, no tiene ninguna importancia el hecho de que sea
metodista.
Adam se había metido las manos en los bolsillos y tema los ojos fijos en el libro,
aunque sin distinguir ninguna letra. Temblaba como un buscador de oro que, de
pronto, descubre indicios de un buen yacimiento, pero que al mismo tiempo tiene la
visión de los inconvenientes con que ha de tropezar. No podía decidirse a confiar en
la perspicacia de su madre, pues quizás ella veía lo que deseaba ver. Y, sin embargo,
ahora que se lo había hecho notar, recordó algunos detalles, muy débiles, que le
parecían ser una confirmación de las palabras de la anciana.
Lisbeth observó la emoción de su hijo y continuó diciendo:
—Y en cuanto a ti, ya verás cómo te quedas cuando ella se haya marchado. La
quieres más de lo que tú mismo sospechas, porque la sigues con la mirada del mismo
modo que Gyp hace contigo.
Adam no pudo continuar sentado por más tiempo. Se levantó, descolgó el

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sombrero y salió al campo. Este se hallaba alumbrado por el sol de la primera parte
del otoño, que ya no calienta tanto como el del verano, pero que alumbra casi con el
mismo resplandor. Además, era un sol de domingo, más apacible y agradable para el
trabajador, que dejaba algunas perlas del rocío en las telarañas que se hallaban a la
sombra de los setos.
Adam necesitaba la influencia tranquilizadora de la naturaleza. Se asombraba de
la rapidez con que se había apoderado de él la idea de que Dinah pudiese amarle, y lo
dominó de tal manera que todos sus demás sentimientos desaparecieron ante el deseo
impetuoso de convencerse de que era cierto. Era extraño que hasta aquel momento
nunca cruzara por su imaginación la idea de que pudieran ser novios, y, sin embargo,
ahora comprendió que existía la posibilidad; ya no tenía más duda ni vacilación con
respecto a sus deseos, que el pájaro que vuela hacia la abertura por la que se cuelan
los rayos del sol.
Y fueron los rayos del sol, precisamente, los que en aquella luminosa mañana de
otoño apaciguaron su espíritu, pero no le dieron ninguna resignación para el caso de
estar equivocado, sino que, más bien, le proporcionaron un suave aliento en sus
esperanzas. El amor de ella era muy parecido a aquel sol apacible, de tal manera que
tanto el uno como el otro parecían la misma cosa a los ojos de Adam. Dinah estaba
ligada a él a consecuencia de los tristes recuerdos de su primera pasión, recuerdos que
ella no le inducía a echarlos al olvido, sino que con su amor les daba un nuevo
carácter sagrado.
¿Y Seth? ¿Sería muy grande su dolor? Quizás no, porque últimamente parecía
estar resignado y el buen muchacho era incapaz de sentir celos egoístas; nunca los
tuvo del cariño que su madre testimoniaba a Adam. ¿Habría notado él también algo
de lo que decía su madre? Adam deseaba saberlo, pues se fiaba más de las
observaciones de Seth que de las de la anciana. Debía hablar con su hermano antes de
ir a ver a Dinah, y después de tomar esta resolución, volvió a entrar en la casita y
preguntó a su madre:
—¿Te ha dicho Seth algo sobre cuándo volvería? ¿Regresará a comer?
—Sí, hijo. Volverá, por casualidad, porque no ha ido a Treddleston.
—¿Sabes qué camino ha tomado? —preguntó Adam.
—No. Pero siempre se va al prado comunal. Mejor que yo conoces sus
costumbres.
Adam deseaba ir al encuentro de Seth, pero tuvo que contentarse con pasear por
los campos inmediatos, para descubrir su llegada lo antes posible. No tardaría más de
una hora, porque Seth comparecería para comer, o sea a las doce. Adam no se sintió
inclinado a entregarse de nuevo a la lectura de la Biblia, y así, se quedó mirando a lo
lejos, junto al arroyo, pero en realidad no veía nada. Repetidas veces su visión fue
interrumpida por la extrañeza y la fuerza de sus propios sentimientos, así como por la
intensidad y la dulzura de aquel nuevo amor, igual que el artesano descubre,
extrañado, la habilidad de que está dotado para el ejercicio de un arte que había

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abandonado por algún tiempo. ¿Cómo se explica que los poetas hayan dicho tantas
cosas bellas acerca de nuestro primer amor y tan pocas respecto al último? ¿Acaso los
primeros poemas son los mejores? ¿No es más lógico que los aventajen los que
componen en la edad madura, cuando tienen una experiencia mayor y unos afectos
más arraigados? La voz aflautada del joven tiene, sin duda, sus encantos; pero el
hombre puede producir una música más rica y melodiosa.
Por fin apareció Seth a gran distancia y Adam se apresuró a ir a su encuentro. El
primero se quedó sorprendido, comprendiendo que había ocurrido algo; pero en
cuanto se aproximó Adam, su rostro le dio a entender que no era nada alarmante.
—¿Dónde has estado? —preguntó Adam.
—He ido al prado comunal —contestó Seth—. Dinah ha predicado ante un
pequeño grupo de oyentes, en la casa de Brimstone, como le llaman. Son gente que
apenas van a la iglesia, pero, en cambio, les gusta oír a Dinah. Ha glosado el
versículo «No vengo a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se
arrepientan». Y ha ocurrido una cosa muy curiosa. Casi todas las mujeres han llevado
a sus hijos, pero hoy vi a un niño de tres o cuatro años, robusto y de cabello rizado, a
quien no conocía. Al principio, y mientras nosotros cantábamos, hizo muchas
travesuras; pero cuando nos sentamos y Dinah empezó a hablar, se quedó inmóvil
como una estatua, mirando a Dinah con la boca abierta, y luego se alejó de su madre
y fue a tirar de la falda de Dinah para llamarle la atención. Ella lo tomó y lo sentó en
su regazo, sin dejar de hablar. A partir de aquel momento estuvo quietecito y acabó
por dormirse, de modo que la madre, al verlo, se echó a llorar conmovida.
—Es una lástima que ella no quiera ser madre, puesto que le gustan tanto los
chiquillos —observó Adam—. ¿Crees que aún está resuelta a no casarse, Seth? ¿Te
parece que no hay nada que pueda obligarla a cambiar de opinión?
Seth advirtió algo raro en el rostro de Adam, y así, antes de contestar le dirigió
una larga mirada.
—No puedo afirmar nada sobre eso —replicó—. Si te refieres a mí, te diré que he
renunciado a toda esperanza, porque ella no quiere ser mi mujer. Me trata como un
hermano, y ya es bastante.
—Pero ¿crees que puede querer a otro para casarse con él? —preguntó Adam con
cierta timidez.
—Algunas veces he pensado en eso —contestó Seth tras una ligera vacilación—,
pero Dinah no permitiría nunca que el amor la separase del camino que, según cree,
Dios mismo le ha ordenado recorrer. Si le pareciese que la orden no procedía de Él no
se dejaría arrastrar por ningún interés humano. Además, siempre ha dicho claramente
que su destino en este mundo era cuidar de los demás sin pensar nunca en ella misma.
—Pero suponte —añadió Adam con vehemencia—, suponte que existiera un
hombre capaz de dejarle hacer lo que quisiera, sin inmiscuirse en su conducta. Ella
podría seguir ocupándose de sus actuales tareas, como si aún continuase soltera.
Otras mujeres de su secta se han casado también, aunque es preciso confesar que no

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hay ninguna que se le parezca, pero, de todos modos, algunas han seguido predicando
y cuidando a los enfermos y menesterosos. Por ejemplo, la señora Fletcher, de quien
ella habla a veces.
Seth comprendió entonces el alcance de las palabras de su hermano. Se volvió
hacia él, le apoyó la mano en el hombro y preguntó:
—¿Acaso quieres casarte con ella, hermano?
Adam le miró con expresión vacilante y replicó:
—¿Te disgustaría mucho que me quisiera más a mí que a ti?
—De ningún modo —contestó Seth con cordialidad—. ¿Cómo puedes figurarte
tal cosa? ¿Acaso sentí tan poco tu dolor, que no pueda compartir tu alegría?
Hubo un corto silencio mientras seguían andando, y luego Seth dijo:
—Nunca sospeché que la quisieras por mujer.
—¿Crees inútil que piense en eso? ¿Qué te parece? —preguntó Adam—. Nuestra
madre me ha hablado esta mañana y me ha hecho ver la verdad de mis sentimientos.
Además, está segura de que Dinah me quiere y de que me aceptará con gusto. Sin
embargo, temo que haya hablado sin motivo, y por eso quisiera que me dijeses si has
notado algo.
—Es difícil hablar de eso, porque temo equivocarme. Además, no tengo derecho
a interpretar los sentimientos de las personas, cuando ellas mismas no quieren
manifestarlos. —Seth hizo una pausa y añadió—: Mejor sería que se lo preguntases.
No se ofendió conmigo cuando le expresé mis sentimientos, y creo que tú tienes más
derecho a hacerlo que yo mismo, aunque no pertenezcas a la Sociedad. Dinah, sin
embargo, no aprueba las ideas exclusivistas de sus correligionarios y no se opone a
que otras personas entren a formar parte de la Sociedad, siempre que sus sentimientos
sean apropiados. Y sé que algunos de los hermanos de Treddleston están disgustados
con ella por esta causa —concluyó.
—¿Dónde pasará el resto del día? —preguntó Adam.
—Dijo que hoy mismo se disponía a marcharse; éste es el último día que ha de
pasar aquí, pero antes debe ir a leer la Biblia a los niños.
Adam no contestó, pero resolvió ir a verla aquella misma tarde y no acudir a la
iglesia, porque allí no habría pensado más que en Dinah; por consiguiente, dejó que
sus correligionarios cantasen sin él los acostumbrados himnos.

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LII

ADAM Y DINAH

S erían las tres de la tarde cuando Adam entró en el patio de la granja y despertó a
Alick y a los perros de su siesta dominguera. El pastor dijo que todo el mundo
había ido a la iglesia a excepción de la joven señora, pues así llamaba a Dinah. Sus
palabras no disgustaron a Adam, aunque «todo el mundo» comprendiese a Nancy, la
muchacha encargada de la lechería, cuyas tareas eran a veces incompatibles con su
asistencia a la iglesia.
En la casa reinaba el silencio; las puertas estaban cerradas y hasta las mismas
piedras parecían experimentar la influencia de un día festivo. Adam oyó el suave
goteo de la bomba, que era el único ruido perceptible, y luego llamó a la puerta con
suavidad, según convenía dado el silencio reinante.
Se abrió la hoja de madera y apareció Dinah ante sus ojos, sonrojándose
intensamente al ver a Adam a semejante hora del día, cuando, según le constaba,
tenía la costumbre de hallarse en la iglesia. El día anterior él habría dicho sin ninguna
dificultad «He venido a verle, Dinah, sabiendo que todos los demás están ausentes»,
pero hoy algo le impidió hablar así y, en silencio, le ofreció la mano. Ninguno de los
dos habló, aunque habrían deseado hacerlo, mientras Adam entraba y se sentaban.
Dinah ocupó la silla que acababa de abandonar y que estaba situada junto a la esquina
de la mesa y cerca de la ventana. En la primera había un libro cerrado, porque la
joven había estado sentada hasta entonces y contemplando el fuego del hogar. Adam
tomó asiento frente a ella, en el sillón del señor Poyser.
—Espero que su madre no esté enferma otra vez —dijo Dinah después de
recobrar el ánimo—. Seth me dijo que hoy se encontraba bien.
—En efecto, hoy está muy animada —contestó Adam satisfecho al advertir la
turbación de Dinah en su presencia, aunque a su vez se sintió algo tímido.
—Ahora no hay nadie más en casa —dijo Dinah—, pero puede esperar. Sin duda
algo le ha impedido ir a la iglesia.
—Sí —contestó Adam. Hizo una pausa y luego añadió—: Pensaba en usted. Por
eso no he ido a la iglesia.
El joven observó que hacía esta confesión de un modo repentino y al mismo
tiempo tímido, porque creyó que Dinah comprendería muy bien lo que quería decirle,
pero la franqueza de esas palabras hizo que ella las interpretase como la expresión de
un cariño fraternal por su próxima marcha, y con tranquilidad contestó:
—No tenga cuidado ni se inquiete demasiado por mí, Adam, porque en Snowfield
tengo todo cuanto me hace falta. Además, mi conciencia está tranquila, porque al
marcharme no ando en busca de mi propia satisfacción.
—Pero ¿y si las cosas fueran distintas, Dinah? —observó Adam con cierta

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indecisión—. ¿Si supiera algo que ahora ignora?
Dinah le miró con atención, pero él, en vez de continuar, tomó una silla y se sentó
más cerca de la joven. Esta se asustó un poco y luego se concentró en el pasado.
¿Habría algo perteneciente a aquellos días desgraciados que ella ignoraba?
Adam la miró y le pareció muy dulce contemplar sus ojos, que entonces lo
observaban con expresión interrogante, y, por un momento, olvidó lo que quería decir
o la necesidad de explicarse.
—Dinah —exclamó de pronto cogiéndole las dos manos—, la amo con todo mi
corazón y con toda mi alma. Después de Dios, que me crió, la amo a usted sobre
todas las cosas.
Los labios de Dinah palidecieron hasta ponerse blancos como sus mejillas, y la
joven tembló bajo el impulso de una alegría dolorosa. Sus manos estaban frías como
la muerte entre las de Adam, y no pudo retirarlas porque él las retenía con fuerza.
—No me diga que no le es posible amarme, Dinah, ni que debemos separamos y
pasar la vida lejos uno de otro…
Temblaban las lágrimas en los ojos de Dinah y empezaron a caer antes de que
pudiera contestar. Luego lo hizo con voz baja y apacible.
—Sí, querido Adam. Hemos de someternos a otra voluntad, debemos separamos.
—No, si me quiere, Dinah. Si me ama no será preciso hacer tal cosa —exclamó
Adam con apasionamiento—. Dígame…, dígame que me ama más que a un hermano.
Dinah confiaba demasiado en la divina voluntad para intentar siquiera alcanzar un
fin valiéndose de algún subterfugio. Se reponía ya de la primera impresión y
contempló a Adam con ojos sinceros al contestar:
—Sí, Adam, mi corazón se siente atraído hacia usted; y por mi propia voluntad, si
no tuviese ningún motivo contrario, hallaría mi felicidad estando cerca de usted para
dedicarle todos mis desvelos. Pero tiemblo al pensar que dejaría de regocijarme y de
llorar con los demás, que no pensaría en la presencia divina y que no buscaría más
amor que el suyo.
Adam no contestó enseguida. Ambos se miraron en doloroso silencio, porque la
primera sensación del amor mutuo excluye todas las demás, pues quiere gozar del
alma ella sola.
—Entonces, Dinah —dijo Adam por fin—, ¿cómo es posible que algo se oponga
a que nos pertenezcamos uno a otro y vivamos juntos? ¿Quién puso este gran amor en
nuestros corazones? ¿Existe algo más santo que esto? Piense en que podremos rogar a
Dios que nos acompañe continuamente, para ayudamos uno a otro en todo lo que sea
bueno. Yo nunca intentaría siquiera interponerme entre Dios y usted, ni le diría que
no debía hacer esto o aquello. Estaría en libertad, como en la actualidad, de seguir los
dictados de su conciencia.
—Sí, Adam —dijo Dinah—. Sé que el matrimonio es un estado de santidad para
quienes son llamados a él y no tienen más propósitos que los de seguir la ley de Dios.
Pero, desde mi infancia, he seguido otro camino; toda mi paz y toda mi alegría han

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procedido siempre de no vivir para mí, de no tener necesidades ni deseos propios para
vivir sólo en Dios y para sus hijos, cuyas tristezas y alegrías me ha dado a conocer.
Estos años pasados han sido una bendición para mí y comprendo que si prestara oídos
a otra voz que me apartase de este camino volvería la espalda a la luz que siempre me
ha alumbrado, y es posible que entonces las tinieblas se apoderasen de mí. No
podríamos bendecimos mutuamente, Adam, si quedasen dudas en mi alma, y si,
cuando ya fuese demasiado tarde, yo sintiera añoranza por esta existencia que ahora
llevo.
—Pero si en su mente hubiese aparecido un nuevo sentimiento, Dinah, y si su
amor se inclinase a vivir más cerca de mí que de los demás, creo que eso sería una
señal evidente de que le convenía cambiar de vida. ¿Acaso el amor no justifica estas
cosas?
—Tengo la mente, Adam, llena de estas ideas, porque desde que me ha dado a
conocer su amor, lo que antes me parecía claro resulta oscuro y confuso. Ya hace
algún tiempo que sentí mi corazón atraído hacia usted, y eso cuando el suyo no me
pertenecía aún; mis pensamientos estaban fijos en usted, de modo que mi alma había
perdido su libertad y yo me dejaba esclavizar por un afecto terrenal que me infundía
los mayores temores acerca de lo que pudiese ser de mí. En los demás afectos
siempre me he contentado con una pequeña recompensa o con ninguna, pero, en
cambio, ahora mi corazón empezaba a desear un amor igual por parte suya. Y no
tenía ninguna duda de que debería luchar contra eso, como si fuese una poderosa
tentación. Y, por otra parte, me parecía evidente la orden de alejarme.
—Pero ahora, querida Dinah, ahora que ya sabe que la amo, más que usted a
mí… todo es diferente y todo ha cambiado. Ya no pensará en alejarse, sino que se
quedará para ser mi querida esposa, y yo daré gracias a Dios por haberme concedido
esta nueva vida y sentiré una gratitud mucho mayor que en cualquier otra ocasión de
mi existencia.
—Es muy duro para mí no poder atender sus suplicas y usted mismo comprenderá
cuán desagradable es tener que obrar así, pero el caso es que me agobia un gran
temor. Me parece como si usted me tendiera sus brazos y me llamara para vivir y ser
feliz, al mismo tiempo que Jesús me mira y me señala a los pecadores y afligidos.
Muchas veces, durante mi vida, he tenido esta visión en los momentos de soledad, y
me ha asustado la idea de volverme dura y egoísta y de negarme a llevar con gusto la
cruz del Redentor.
Dinah cerró los ojos y tuvo un ligero temblor.
—Adam —continuó diciendo—, usted no desea que busquemos nuestro bien por
medio de una infidelidad contra la luz que alumbra nuestras almas. Estoy segura de
que no lo consideraría un bien. No tengo duda de que usted y yo estamos de acuerdo
acerca de esto.
—En efecto, Dinah —dijo Adam con tristeza—. Nunca le obligaré a obrar contra
su conciencia. Pero no puedo abandonar la esperanza de que llegue a pensar de otra

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manera. No creo que su amor por mí pudiera endurecerle el corazón; mi amor sólo
sería una adición a lo que ya ha sido y no se privaría de ninguno de sus sentimientos,
porque creo que ocurre lo mismo con el amor y la felicidad que con la tristeza, o sea
que cuanto más sabemos de ellos, más comprendemos la vida de los demás y así
podemos mostrarnos más compasivos y deseosos de ayudarles.
Dinah estaba silenciosa y tenía los ojos fijos, contemplando algo que sólo era
visible para ella. Adam continuó defendiendo su causa, y añadió:
—Usted podría hacer casi lo mismo que ahora. Yo no le obligaría a acompañarme
a la iglesia los domingos, sino que podría ir a donde quisiera, para enseñar a la gente;
y aun cuando yo prefiero ir a la iglesia, nunca quisiera imponerle cosa alguna, como
si pensara que mis palabras fuesen mejores para usted que el seguir su propia
conciencia. Y, de igual modo, podría cuidar de los enfermos; incluso dispondría de
más medios para proporcionarles alguna comodidad. En una palabra, que continuaría
con sus amigos que la quieren, para ayudarles y ser una bendición para ellos.
Dinah guardó silencio durante un rato. Adam continuaba estrechándole las manos
y la miraba con temblorosa ansiedad; ella volvió sus ojos graves y afectuosos y con
voz triste le dijo:
—Hay mucha verdad en lo que dice, Adam, y existen numerosas servidoras de
Dios que tienen mayor vigor que yo y que, gracias al cuidado del marido y de los
hijos, observan que aumenta la capacidad de su corazón para amar al prójimo. Pero
yo no creo que me ocurriese eso, porque desde que mi afecto se encaminó, de un
modo desmedido, hacia usted, he gozado de menos paz y alegría en Dios, y hasta he
sentido en mi corazón algo así como una división. Y ahora fíjese en mi situación,
Adam; la vida que he llevado es como mi infancia; y si por un momento siento el
deseo de seguir la voz que me llama a otra tierra desconocida, no tengo más remedio
que temer que mi alma echara un día de menos la bendición que había olvidado. Y
donde entra la duda, el amor no es perfecto. Esperaré a recibir más claras
instrucciones y por ahora debo apartarme de usted y ambos hemos de sometemos por
entero a la voluntad divina. Algunas veces nos vemos en la precisión de dejar al pie
del altar nuestros afectos naturales y legítimos.
Adam no se atrevió a seguir insistiendo, porque Dinah no era mujer que mintiese
ni se dejase dominar por sus caprichos. De todos modos, aquello era muy duro para él
y se quedó mirando a la joven con expresión muy triste.
—Pero quizás quedará convencida y sentirá la inclinación de acercarse a mí para
no separaros nunca más. ¿No le parece, Dinah?
—Hemos de someternos, Adam. Dentro de algún tiempo comprenderemos
claramente cuál es nuestro deber, y puede ocurrir que cuando yo haya vuelto a mi
antigua vida estos pensamientos y deseos se desvanezcan y se conviertan en cosas
inexistentes. Entonces comprenderé que no debo pensar en el matrimonio. Mientras
tanto debemos esperar.
—Dinah —exclamó Adam con tristeza—, seguro que no me ama como yo a

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usted, porque de lo contrario no sentiría esas dudas. Pero es natural que no sea así,
porque yo no soy tan bueno como usted. En cuanto a mí, no dudo siquiera en que
hago muy bien en amar a la mujer más excelente que Dios ha puesto ante mis ojos.
—No, Adam. Estoy segura de que mi amor por usted no es débil, porque mi
corazón sólo desea oírle y verle, casi del mismo modo como un niño desea la
protección y la ternura de las personas fuertes de quienes depende. Si sólo le quisiera
de un modo superficial, no temería que llegase a apoderarse del culto de mi templo
interior. Pero usted me dará fuerzas y no me impedirá nunca la obediencia a los
mandatos de Dios.
—Salgamos al sol, Dinah, y vayamos a dar un paseo. Yo no diré una sola palabra
que pueda molestarla.
Salieron y se encaminaron a los campos, donde podrían encontrarse con la familia
a su regreso de la iglesia. Adam invitó a su compañera a que se apoyara en su brazo y
ella obedeció. Este fue el único cambio que se habría podido observar en ellos desde
la última vez que salieron a pasear juntos. Y ni la tristeza que sentía ante la próxima
marcha de la joven, ni la misma incertidumbre de lo que resultaría de aquello, fue
capaz de quitar a Adam la dulce convicción de que Dinah le amaba. Se prometió
quedarse hasta la noche en Hall Farm, para estar junto a ella lo más posible.
—¡Caramba! Por ahí vienen Adam y Dinah —exclamó el señor Poyser mientras
abría el portón más lejano del cercado—. Ya me extrañó no ver al muchacho en la
iglesia. Escucha —añadió el buen Martin después de una ligera pausa—, a ver si
adivinas lo que acaba de ocurrírseme.
—No será nada extraordinario, pues salta a la vista que Adam quiere a Dinah.
—¿Y no lo habías notado antes?
—¡Claro que sí! —replicó la señora Poyser que, en general, procuraba dárselas de
muy ladina—. No soy de esas que cuando ven el gato en la lechería se extrañan de lo
que ocurre luego.
—¿Y por qué no me dijiste nada?
—Ya sabes que no soy charlatana y que cuando no hay necesidad de hablar, me
callo.
—Pero Dinah no le aceptará, ¿no te parece?
—Creo —contestó la señora Poyser sin tomar las necesarias precauciones contra
una posible sorpresa— que esa muchacha no se casará con nadie y que si acaso lo
hace será con un metodista y que, además, será cojo o estará inválido.
—Sin embargo, sería muy agradable que se casaran esos dos muchachos —dijo
Martin volviendo la cabeza a un lado, como si le complaciera esta idea—. Y a ti, ¿no
te gustaría?
—¡Ya lo creo! Entonces ella ya no se marcharía a Snowfield ni estaría a cincuenta
kilómetros de distancia y yo no me vería obligada a valerme de los vecinos, que no
tienen ningún parentesco conmigo, aparte de que me avergonzaría de que mi lechería
tuviese el mismo aspecto que la de algunas mujeres que conozco. Por eso hay

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manteca de colores raros en el mercado. También me gustaría ver a esa pobre
muchacha establecida como debe estar una mujer cristiana, en su propia casa y con
una familia. Y yo le daría gran cantidad de lienzo y de plumas, porque, después de
mis hijos, es la persona que más quiero en el mundo. Además, cuando está en casa,
me siento muy tranquila.
—¡Dinah! —gritó Tommy echando a correr a su encuentro—. Mi madre acaba de
decir que no querrás casarte más que con un metodista cojo. Si es así, eres muy tonta
—añadió cogiendo a Dinah con ambas manos y empezando a bailar a su lado
tontamente.
—Le hemos echado de menos en la iglesia, Adam —dijo el señor Poyser—.
¿Cómo ha sido eso?
—Quería ver a Dinah, porque ya sabe que se marcha muy pronto —contestó el
joven.
—¡Ah, querido amigo! ¿No será capaz de persuadirla de que se quede? Búsquele
un buen marido en la parroquia. Si hace eso le perdonaremos que no vaya a la iglesia.
De todos modos, no se marchará antes de la cena de la cosecha, que daremos el
miércoles; usted está invitado. Asistirán Barde Massey y también Craig. No lo olvide
y venga a las siete, porque mi mujer no quiere que se retrase nadie.
—Sí —contestó Adam—. Si puedo, vendré, aunque casi nunca estoy seguro de lo
que podré hacer unos días más tarde, porque a veces me retiene el trabajo más de lo
que espero. ¿Se quedará hasta el fin de semana, Dinah?
—Sí, sí —dijo el señor Poyser—. No la dejaremos marchar antes.
—No tiene ninguna prisa —observó la señora Poyser—, porque por allí apenas
hay que comer.
Dinah sonrió, pero no hizo ninguna promesa de quedarse. Durante el resto del
paseo siguieron hablando de otras cosas, entreteniéndose, a la luz del sol, para
contemplar la bandada de ánades que picoteaban por entre las gavillas; también
comentaron, con exclamaciones de asombro, la gran abundancia de frutos del viejo
peral; Nancy y Molly se habían apresurado a volver a casa, una al lado de la otra,
llevando cuidadosamente envueltos en sus pañuelos los libros de oraciones, en cuyas
páginas apenas podían leer mucho más que las letras de gran tamaño y los «amén».

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LIII

LA CENA DE LA COSECHA

C uando Adam se dirigía a su casa el miércoles por la tarde a eso de las seis, vio a
alguna distancia la última carga de cebada que transportaban a la puerta del
patio de Hall Farm y oyó los cánticos de la fiesta de la cosecha, elevándose y
descendiendo como una ola. Cada vez más débiles y más musicales a causa de la
distancia, llegaron hasta él las notas de las canciones, que murieron casi cuando se
hallaba ya en el arroyo del Sauce. El sol poniente, que alumbraba las cimas de las
montañas de Binton, convirtiendo las cabras en blancas manchas de luz, resplandecía
también sobre las ventanas de la casita, haciéndolas brillar entre los tonos ambarinos
o de amatista del paisaje. Aquello era más que suficiente para dar a Adam la
impresión de que estaba en un gran templo y de que el lejano canto era casi sagrado.
«Es maravilloso —pensó— ver cómo estos sonidos penetran en el corazón de
uno, como si fuesen una campana funeral, a pesar de que expresan uno de los tiempos
más alegres del año y la época en que los hombres están más llenos de gratitud. Tal
vez sea porque siempre resulta triste pensar en algo que ya ha pasado, y esto, en
realidad, es una despedida de todas nuestras alegrías. Se parece a lo que siento por
Dinah. Jamás me habría imaginado que su amor pudiese ser la mayor de las
bendiciones de mi vida si lo que yo supuse una bendición no me hubiera sido
arrancado violentamente, dejándome más necesitado que nunca y con mayor deseo de
un consuelo más grande y mejor».
Esperaba volver a ver aquella noche a Dinah y obtener el permiso de acompañarla
hasta Oakbourne; entonces le rogaría que fijase un plazo para que él pudiera ir a
Snowfield para saber si también tenía que renunciar a su última esperanza.
El trabajo en casa, y después ponerse el traje nuevo, le ocupó hasta las siete, hora
en que emprendió el camino hacia Hall Farm, dudando de si, a pesar de sus rápidos
pasos, llegaría a tiempo para tomar la carne asada que se serviría después del pudín,
pues la señora Poyser habría servido la cena con su característica puntualidad.
Cuando Adam penetró en la vivienda, percibió un gran ruido de cuchillos, de
platos de peltre y de cubiletes de estaño, pero ninguna voz se oía por encima de este
acompañamiento, porque como todos estaban ocupados en comer la carne asada, la
seriedad de tal asunto impedía a los buenos labradores ocuparse de otra cosa, aun en
el improbable caso de tener necesidad de comunicarse algo; y en cuanto al señor
Poyser, que estaba a la cabecera de la mesa, tenía bastante quehacer cortando la carne
para atender siquiera a la conversación de Barde Massey o del señor Craig.
—Aquí, Adam —dijo la señora Poyser, que estaba en pie vigilando a Molly y a
Nancy en su papel de camareras—. Aquí tiene su sitio, entre el señor Massey y los
niños. Ha sido una lástima que no llegase a tiempo, para ver el pudín entero.

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Adam miró en torno de la mesa, buscando una cara femenina, pero Dinah no
estaba allí. No se atrevió a preguntar por ella, y, además, su atención fue solicitada
por los saludos, de modo que tuvo que contentarse con la esperanza de que Dinah
estuviese en la casa, aunque poco inclinada a participar de la fiesta en la víspera de su
marcha.
Aquella mesa ofrecía un espectáculo magnífico. A su cabecera estaba Martin
Poyser, corpulento y con el rostro risueño, sirviendo la aromática carne a los criados
y mostrándose muy complacido cuando volvían a presentarle los platos vacíos.
Aunque comúnmente Martin tenía muy buen apetito, se olvidó aquella noche de
comer la carne que tenía en el plato, porque resultaba en extremo agradable levantar
los ojos de vez en cuando e interrumpir su tarea de servir para ver a los demás
disfrutando de la cena; en efecto, casi todos ellos, a excepción del día de Navidad y
de los domingos, tomaban la comida fría y hecha de cualquier manera, sentados junto
a unos setos, bebiendo la cerveza de la propia botella y de un modo más propio de los
patos que de los bípedos humanos. Martin Poyser se figuraba débilmente el aroma
que tales hombres debían de hallar en la carne asada y caliente y en la cerveza recién
sacada del tonel. Por eso volvía la cabeza a un lado y guardaba silencio, dando un
codazo a Barde Massey para que observara a Tom Tholer, el tonto del pueblo,
mientras le servían la segunda ración de carne. El rostro del pobre hombre expresó la
mayor delicia cuando le entregaron la segunda ración y sostenía el tenedor y el
cuchillo en alto, como si fuesen sagrados cirios; pero su alegría era demasiado intensa
para seguir expresándola. Y así, un momento después, emprendía el ataque de la
carne con un ansia de lobo. El enorme cuerpo de Martin Poyser se estremecía de la
risa, y se volvió hacia su mujer para ver si ésta había observado la pantomima de
Tom; y por un momento, los dos esposos estuvieron mirándose muy satisfechos.
Tom Tholer era el favorito de todos en la granja y representaba en ella el papel de
bufón, pues sus agudezas, no muy notables por cierto, servían, sin embargo, para
divertir a aquella buena gente.
A excepción de Tom, Martin Poyser se enorgullecía de sus criados y de sus
labradores, diciéndose que eran los mejores de todo el condado. Por ejemplo, allí
estaba Kester Bale, el viejo del gorro de cuero y de la cara arrugada. En todo
Loamshire no había otro que entendiese mejor que él los trabajos de una granja. Es
cierto que el pobre andaba encorvado, pero era muy hábil y una excelente persona.
En el otro extremo de la mesa y frente a su amo estaba Alick, el jefe de los
pastores, hombre de rostro enrojecido y de anchas espaldas, que no estaba en muy
buenas relaciones con el viejo Kester. En realidad la conversación entre ambos
hombres se limitaba a algún gruñido de vez en cuando, y era muy probable que no
tuviesen distintas opiniones con respecto a los trabajos pastoriles o agrícolas.
Además, Alick era hombre rudo, y tenía una expresión propia de bull-dog, pero, al
mismo tiempo, era la personificación de la honradez, pues cuidaba los bienes de su
amo como si fuesen propios. Timothy, el carretero, que era un hombre de muy buen

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carácter y que adoraba a los caballos, estaba algo resentido con Alick y pocas veces
se hablaban o se miraban, ni aun cuando se veían ante una buena comida; pero como,
por otra parte, solían demostrar los mismos sentimientos hacia los demás, es de creer
que no por eso dejaban de ser amigos. Ya se advierte que el carácter bucólico en
Hayslope no se parecía en nada al que han descrito algunos poetas. Tampoco era fácil
descubrir una sonrisa en el rostro de los labradores, y no todos eran tan honrados
como Alick. En aquella misma mesa, y entre los servidores del señor Poyser, estaba
el enorme Ben Tholoway, fornido trillador a quien sorprendieron más de una vez en
el acto de salir de la granja con los bolsillos llenos de grano; sin embargo su amo le
había perdonado y continuaba dándole ocupación, porque los Tholoway habían
trabajado siempre a las órdenes de los Poyser. Y el último representante de aquella
familia comía entonces con la misma serenidad que si jamás hubiese cometido la
menor indelicadeza, y como si las miradas de enojo que le dirigía Alick fuesen la
mayor injusticia de este mundo.
Se terminó, por fin, la carne asada y poco después se retiró el mantel, dejando
sitio para los jarros de cerveza coronados de espuma, así como para las grandes
palmatorias de latón que contribuían a la brillantez de la escena. Iba a empezar la
gran ceremonia de la noche, o sea la canción de la cosecha, en la que todos habían de
tomar parte. Poco importaba que se cantara fuera de tono, porque lo principal era no
quedarse con los labios cerrados.
En cuanto al origen de esta canción, ignoro si había llegado a su estado actual tal
como salió del cerebro de un solo rapsoda o si fue perfeccionada por una sucesión de
ellos. En aquel canto había, sin embargo, una unidad que me inclina a aceptar la
primera hipótesis, aunque no ignoro que ésta podría deberse también a la
homogeneidad mental de los antiguos labradores, tan distinta de nuestra mentalidad
moderna. Algunos creerán quizá que en la primera cuarteta falta un verso, que los
rapsodas posteriores sustituyeron por la repetición del primero, y otros, sin embargo,
tal vez opinarán que esta repetición es felicísima y acaba de dar carácter a la
composición. Al canto acompañaba una libación general. Durante la primera y la
segunda cuarteta, que todos entonaron con voz fuerte, no se llenó ningún jarro.

A la salud de nuestro amo


fundador de la fiesta;
a la salud de nuestro amo
y de nuestra ama.
Que alcance prosperidad
en todo lo que emprenda,
porque todos somos sus servidores
y estamos a sus órdenes.

Pero inmediatamente antes de la tercera cuarteta, el coro empezó a golpear la

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mesa, produciendo un efecto de címbalos o tambores. Se llenó el jarro de Alick y éste
lo vació antes de que cesara el coro.

Bebed, muchachos, bebed,


y procurad no derramar el líquido;
pues si lo hacéis tendréis que beber dos veces,
porque así lo quiere nuestro amo.

En cuanto Alick hubo dado pruebas de que tenía el pulso muy firme, llegó la vez
al viejo Kester, que estaba a su derecha, y así sucesivamente hasta que cada uno de
los invitados se hubo bebido el jarro de cerveza bajo el estímulo del coro.
Tom Saft, maliciosamente, derramó un poco de cerveza como por casualidad,
pero la señora Poyser —con demasiado oficiosidad, según pensó él— intervino para
evitar la aplicación del castigo.
Cualquiera que hubiese oído los gritos que invitaban a beber continuamente, se
habría imaginado una escena distinta de la que ocurría en realidad, porque los
comensales no estaban embriagados ni mucho menos, ya que en aquel momento
observaban un antiguo rito, llevando a cabo una ceremonia respetable y solemne.
Barde Massey, cuyo oído era muy sensible, había salido para ver qué tiempo hacía y
no terminó su observación hasta que se apagaron los gritos de los invitados. Los
muchachos y Totty se quedaron muy tristes después de eso, porque les había
entusiasmado el ruido, y hasta la misma Totty, sentada en la rodilla de su padre,
contribuyó al escándalo con su diminuto puño cerrado.
En cuanto Barde volvió a entrar en la sala, se manifestó el deseo general de que
alguien cantase solo. Nancy declaró que Timothy el carretero conocía una canción
muy bonita, y el señor Poyser le invitó a que la cantase. Él se excusó, algo
avergonzado, pero fueron tantos los gritos generales y los codazos de Ben Tholoway,
que el carretero, enojado, llegó a perder la paciencia y se negó a cantar.
En vista de ello invitaron a hacerlo a un muchacho joven llamado David, quien se
sonrojó, se rió y se limpió la boca con la manga, como si se dispusiera a obedecer.
Pero fue en vano, porque el lirismo de la noche estaba entonces en la bodega y no
quería salir todavía.
Mientras tanto, la conversación que se sostenía en la cabecera de la mesa tomó un
carácter político. El señor Craig se refería con frecuencia a este asunto, porque se
jactaba de saber muchas cosas ignoradas.
—No leo los periódicos —dijo aquella noche—, aunque podría hacerlo si
quisiera, ya que la señorita Lydia recibe muchos y enseguida los tira. Sin embargo,
Mills se los lee de cabo a rabo, pero no por eso llega a enterarse de lo que dicen. Yo a
veces le digo: «Estoy seguro, Mills, de que a pesar de todo lo que lee, no se entera de
nada. Y voy a decirle lo que pasa. Usted se figura que el país marcha muy bien, pero
mi opinión es que nos gobiernan personas bastante peores que nuestros enemigos.

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Preferiría que estuviese aquí Bonaparte, con todos los que le acompañan, porque, por
lo menos, a esos franceses se les puede derribar con la misma facilidad que si fuesen
ranas».
—Tengo entendido —observó el señor Poyser, que escuchaba con el mayor
interés— que esa gente no prueba la carne en toda su vida.
—Y yo le digo a Mills —continuó el señor Craig—: «¿Se figura acaso que esos
extranjeros nos harían la mitad del daño que hacen los ministros con su mal
gobierno? Si el rey Jorge los despidiera a todos y gobernase en persona, las cosas
marcharían bastante mejor. Yo, por mi parte, no comprendo por qué se necesita algo
más que el rey y el Parlamento. Los ministros son los culpables de todo».
—Tiene mucha razón —replicó el señor Poyser, que escuchaba con atención
mientras sostenía a Totty sobre una de sus rodillas—. Y en cuanto a esa paz —añadió
el señor Poyser haciendo un gesto de duda y despidiendo una bocanada de humo
entre una y otra frase—, no sé qué pensar de ella. La guerra es una cosa muy
conveniente para el país, porque, de lo contrario, ¿cómo se podrían mantener los
precios altos? Por otra parte, los franceses son mala gente y lo mejor que se puede
hacer es combatirlos sin tregua.
—Tiene razón en parte, Poyser —replicó el señor Craig—, aunque yo no soy
contrario a la paz. Podremos interrumpirla cuando nos convenga y, en cuanto a mí, no
temo a Bonaparte, a pesar de lo inteligente que dicen que es. Esto es precisamente lo
que decía hoy a Mills. El pobre no ve más que por los ojos de Bonaparte, aunque yo
le dije más en tres minutos que todo lo que puede leer en los periódicos en un año. Y
por eso le hice observar: «¿Soy un jardinero que entiende o no su oficio, Mills?
Contésteme a eso». «No hay duda de que lo conoce, Craig», contestó. El pobre Mills
no es ninguna mala persona, pero sí un poco tonto. «Bueno», le dije, «siempre me
habla de la inteligencia de ese Bonaparte, pero ¿me serviría a mí de mucho ser un
excelente jardinero si tuviese que trabajar en un cenegal?». «No», me contestó. «Pues
bien, eso es lo que le pasa a Bonaparte. No niego que será todo lo inteligente que
quiera, porque, según tengo entendido, no es francés de nacimiento. Pero ¿de qué le
sirve toda esa gente que le acompaña? ¿Qué puede hacer con ellos?».
El señor Craig hizo una pausa, dirigiendo a su interlocutor una mirada enfática
después de aquel argumento socrático y, dando un fuerte puñetazo en la mesa, añadió:
—Lo cierto es, y muchos podrían atestiguarlo, que si en un regimiento francés
faltase un hombre y para sustituirlo vistieran de uniforme a un gran mono, no sería
posible distinguir a éste de los demás soldados.
—¡Caramba! —exclamó el señor Poyser impresionado por el alcance político de
este hecho y por lo interesante de la anécdota zoológica.
—¡Vamos, Craig! —exclamó Adam—. Eso es demasiado fuerte. Usted no cree lo
que dice, y es una tontería querer dar a entender que los franceses valen tan poco. El
señor Irwine los ha visto en su propia tierra y dice que entre ellos hay hombres
estupendos, y en cuanto a inteligencia y habilidad, no hay duda de que saben hacer

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cosas muy buenas. Es una tontería rebajar de este modo al enemigo, pues si fuesen
tan insignificantes como asegura, ningún mérito tendrían Nelson y todos los demás
por haberlos derrotado.
El señor Poyser se quedó indeciso ante aquella contradicción pues, por otra parte,
no podía negar el testimonio del señor Irwine. Sin embargo, Craig era hombre listo y
su opinión muy notable. No encontrando respuesta apropiada a las palabras de Adam,
se limitó a beber un gran trago de cerveza y luego se quedó mirando su propia pierna,
mientras que Barde Massey abandonó el hogar, junto al cual había estado fumando
una pipa, e interrumpió el silencio diciendo:
—¿Por qué no fuiste a la iglesia el domingo, Adam? Contéstame a eso, tunante.
La antífona salió bastante mal por tu ausencia. ¿Te propones acaso deshonrar a tu
maestro en su ancianidad?
—No, señor Massey —contestó Adam—. El señor y la señora Poyser podrán
decirle dónde estuve, pues no me hallaba en ninguna mala compañía.
—Se ha marchado, Adam, ya se ha marchado a Snowfield —dijo entonces el
señor Poyser, recordando a Dinah por primera vez—. Creí que podría persuadirla de
que se quedase, pero fue imposible impedir que se marchara ayer tarde. Mi mujer se
quedó tan desalentada que hasta llegué a creer que no tendría ánimos para la fiesta de
hoy.
La señora Poyser había recordado muchas veces a Dinah desde el momento en
que llegó Adam, pero no tuvo ánimos para darle tan mala noticia.
—¡Cómo! —exclamó Barde enfadado—. ¿De modo que hay una mujer de por
medio? En tal caso te abandono, Adam.
—Recuerde que habló muy bien de esa mujer, Barde —observó el señor Poyser
—. No, no debe retractarse. Una vez dijo que las mujeres no serían tan desagradables
si se pareciesen a Dinah.
—Sólo me refería a su voz, amigo mío. A su voz y nada más —contestó Barde—,
porque cuando la oigo hablar, no tengo tentaciones de taparme los oídos con algodón
en rama. En cuanto a lo demás, creo que será como las otras mujeres, que se figuran
poder lograr que dos y dos son cinco si se empeñan en que así sea.
La señora Poyser no pudo contenerse e intervino:
—Cualquiera que le escuchase pensaría que los hombres son lo bastante listos
para contar los granos de trigo que tiene un saco, con sólo acercarse a olerlo. Pero los
pobres apenas son capaces de ver tres en un burro.
Martin Poyser se reía muy satisfecho y guiñó el ojo a Adam, como para darle a
entender que al viejo maestro de escuela acababan de sentarle bien las costuras.
—Sí —replicó Barde con ironía—. Las mujeres son muy listas. Saben cómo
termina una historia antes de que se la cuenten y hasta adivinan los pensamientos de
un hombre mucho antes de que él mismo los conozca.
—Es muy natural —contestó la señora Poyser—, porque los hombres son tan
torpes que sus propios pensamientos corren más que ellos, y tienen que agarrarlos por

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el rabo. Yo misma soy capaz de terminar una media mientras un hombre se dispone a
hablar, y cuando, por fin, lo hace, acaba por soltar una tontería. Pero no niego que las
mujeres sean tontas, porque Dios todopoderoso las crió para ser las parejas de los
hombres.
—¡Vaya unas parejas! —replicó Barde—. En cuanto un hombre dice una palabra,
su mujer se apresura a contradecirle. Si a él le gusta la carne caliente, ella le servirá
tocino frío, y en cuanto él está alegre, ella empieza a gemir. Los hombres y las
mujeres emparejan tan bien como las moscas borriqueras con los pobres asnos. Y las
mujeres, como las moscas, tienen un aguijón venenoso que clavan a los pobres
hombres.
—Sí —contestó la dueña de la casa—, a los hombres les gustan las mujeres tontas
y bobaliconas, que todo lo toman con calma y que, incluso, dan las gracias cuando
reciben una coz. Esto es lo que les gusta a los hombres. Quieren tener una tonta a su
lado que admita sin cesar su sabiduría. Pero algunos se admiran a sí mismos, y es por
eso que hay tantos solterones.
—Escuche, Craig —dijo el señor Poyser en broma—, cásese cuanto antes, para
que no le llamen solterón. Ya ve lo que piensan las mujeres de usted.
—¡Bah! —contestó el señor Craig deseoso de reconciliarse con la señora Poyser
—. A mí me gustan mucho las mujeres inteligentes y que saben gobernar bien su
casa.
—Hace mal en hablar así, Craig —observó Barde—. Usted mismo juzga sus
plantas por su utilidad. No estima las matas de guisantes por sus raíces ni las
zanahorias por sus flores. Sin embargo, así hay que elegir a las mujeres, porque su
inteligencia está siempre oculta y luego apenas sirven para nada. Sin embargo, huelen
bien y tienen un bonito aspecto.
La señora Poyser se disponía a contestar airada a esta observación, pero en aquel
momento la atención general se fijó en un extremo de la mesa, donde algunos de los
comensales empezaron a cantar a coro, y tan ensordecedor llegó a ser el ruido, que
Barde Massey dejó la pipa sobre la mesa y se tapó los oídos con los dedos, mientras
que Adam, que hacía bastante rato que deseaba marcharse, desde que se enteró de la
ausencia de Dinah, se levantaba y se disponía a despedirse.
—Saldré contigo, muchacho —dijo Barde—. Me marcharé para no quedarme
sordo.
—Pues yo le acompañaré hasta su casa —contestó Adam.
—Eso es, y de paso podremos charlar un rato, porque ahora apenas te dejas ver.
—No os marchéis —exclamó Martin Poyser—. Pronto se irán todos, porque mi
mujer siempre da por terminada la fiesta a las diez.
Pero como Adam se mostró resuelto, dieron las buenas noches y los dos salieron
juntos.
—Esa tonta de Vixen debe de estar gimiendo en casa en espera de mi regreso —
dijo Bartle—. Nunca la traigo a esta casa, para que la señora Poyser no le dé mal de

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ojo y la pobre se quede coja para toda la vida.
—Pues yo no tengo nunca necesidad de ordenar a Gyp que se vuelva —observó
Adam riéndose—. Ya lo hace por sí solo sin que se lo mande en cuanto nota que
vengo aquí.
—Esa mujer es terrible —dijo Bartle—. Parece que esté hecha de agujas. En
cambio, Martin es muy simpático. Sin embargo, le gustan mucho las agujas y el
pobre se ha convertido en un acerico.
—A pesar de todo es una mujer leal y buena —dijo Adam—. Se indigna cuando
ve entrar algún perro en su casa, pero si dependiesen de ella no los dejaría sin comer.
Y si tiene una lengua que corta, posee, en cambio, muy buen corazón. La he visto en
momentos difíciles y sé que es una de esas mujeres que valen mucho más que sus
palabras.
—No te diré yo que esa manzana no esté sana en su interior, pero me da dentera
—contestó Bartle Massey.

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LIV

EL ENCUENTRO EN LA COLINA

A dam comprendió perfectamente el apresuramiento de Dinah y más bien le dio


esperanza que desaliento. Sin duda ella temía que la inclinación que sentía
hacia el joven le impidiese obedecer la voz interior que le ordenaba alejarse.
«Me gustaría haberle rogado que me escribiese —pensó—, aunque eso tal vez le
habría causado cierta inquietud. La pobre necesita gozar de un poco de tranquilidad y
yo no tengo derecho a estar impaciente o a molestarla con mis deseos. Ya me ha
comunicado cuáles son sus sentimientos y no es mujer que sepa fingir. Por
consiguiente, esperaré con paciencia».
Esta fue la juiciosa resolución de Adam y le fue bien durante las dos o tres
semanas en las que pudo alimentar sus recuerdos con la confesión de Dinah de aquel
domingo por la tarde. Son extremadamente alentadoras las primeras palabras de
amor. Pero hacia mediados de octubre su resolución empezó a flaquear un poco y
ofreció algunos síntomas de cansancio. Las semanas eran muy largas; la joven había
tenido ya más tiempo del necesario para acabar de decidirse. Por mucho que diga una
mujer, después de haber confesado a un hombre que corresponde a su pasión, él se
queda tan satisfecho de aquel primer sorbo de felicidad ofrecido por ella que ya no
piensa más que en saborear el segundo. Al alejarse de ella pisa la tierra con ágiles
pasos y no da ninguna importancia a todas las dificultades. Pronto, sin embargo,
desaparece aquel entusiasmo, la tristeza se apodera de él y la posibilidad de revivir
aquellos momentos ya no llena. Adam no estaba ya tan confiado como antes y
empezó a temer que quizás la antigua vida de Dinah se habría apoderado por
completo de ella y ya no le sería posible el triunfo. De no ser así, la joven podría
haberle escrito para darle algún consuelo, pero no parecía sino que ella quisiese
hacerle perder toda esperanza. A medida que se desvanecía la confianza de Adam,
desaparecía con ella su paciencia y creyó conveniente escribir a Dinah, para que no le
dejase en la incertidumbre más tiempo del que fuese necesario. Una noche se acostó
más tarde para escribir una carta, pero a la mañana siguiente la quemó, temeroso del
resultado. Sería peor recibir una respuesta negativa por carta que verbal, porque la
presencia de la joven le reconciliaría con su decisión.
Adam deseaba desesperadamente ver a Dinah, y cuando tal impulso llega a ese
grado, un enamorado se siente inclinado a satisfacerlo, aunque para ello tenga que
jugarse su porvenir.
¿Qué mal podría resultar de su viaje a Snowfield? Dinah no se disgustaría con él,
porque no se lo había prohibido, y quizás le estuviera aguardando y todo. El segundo
domingo de octubre el proyecto era tan acertado a los ojos de Adam que, sin esperar
más, emprendió el viaje a Snowfield, aunque aquella vez fue a caballo, porque

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disponía de poco tiempo y pidió prestado el excelente jaco de Jonathan Burge.
¡Cuántos recuerdos le acompañaron en su viaje! Desde la primera vez que fue a
Snowfield había ido con frecuencia a Oakbourne, pero más allá de esta población las
grandes paredes de piedra gris, el terreno agrietado y los raquíticos árboles parecían
referirle de nuevo la historia de aquel penoso pasado que tan bien recordaba. Mas
ningún suceso nos parece siempre igual, después de haber trascurrido algún tiempo,
o, mejor dicho, en nosotros está la diferencia de interpretación, de modo que Adam
atravesaba aquella mañana la desolada región inmerso en nuevos pensamientos que le
presentaban de un modo distinto aquella penosa historia.
Quien se alegra del mal de otros tiempos por el hecho de que haya acarreado
desgracias a otra persona y sea, para nosotros mismos, una fuente de felicidad, da
pruebas de tener un espíritu mezquino, egoísta y hasta blasfemo. Adam nunca cesaba
de llorar aquella desgracia que tanta pena le ocasionó y no se alegraba de le que
hubiese podido corresponder a otro. En cambio, no es innoble decimos que la mayor
comprensión que nos proporciona un sufrimiento personal, merece el dolor que nos
trajo, y esto, precisamente, era lo que se decía Adam aquella mañana mientras iba
recordando el pasado. Sus sentimientos con respecto a Dinah, la esperanza de pasar la
vida en su compañía, fueron el objeto distante e invisible hacia el cual emprendió el
viaje dieciocho meses atrás al ir por primera vez a Snowfield. A pesar de que su amor
por Hetty fue tierno y profundo, tanto que nunca podría desarraigarlo de su alma, el
que ahora tenía por Dinah era aún más precioso para él, pues lo sentía de un modo
más pleno gracias al desarrollo de sus sentimientos ocasionado por aquel profundo
dolor. Se decía que le parecía sentir nuevas fuerzas para amarla y para comprender el
amor de ella, y que experimentaba una especie de valor gracias a la confianza que le
proporcionaba el amor de la joven.
Eran más de las dos de la tarde cuando Adam llegó a la población gris que se
extendía por la ladera de la montaña, y miró con atención hacia el valle interior en
busca de la vieja casa inmediata al feo molino rojo. Gracias a la suave luz del mes de
octubre, la escena era más agradable ahora que en la mañana de primavera en que la
contempló por primera vez; las dudas y temores de Adam se suavizaron merced a
esta influencia y hasta le pareció contemplar el suave rostro de Dinah, asegurándole,
con la mirada, cuanto él deseaba saber.
Desde luego, a semejante hora no esperaba encontrar a la joven en su casa, pero
echó pie a tierra, ató el caballo junto a la puerta y se dispuso a preguntar adonde
había ido Dinah, pues estaba resuelto a seguirla y a llevársela consigo. Le dijeron que
se había marchado a un pueblecito situado a cinco kilómetros de distancia para
predicar, como tenía por costumbre. La vieja añadió que cualquiera podía indicarle
dónde estaba la aldea. Adam volvió a montar el caballo y se dirigió a la población
más cercana. Al llegar a la posada echó pie a tierra y comió apresuradamente,
evitando cuanto pudo la charla y las preguntas del hostelero; deseaba ir cuanto antes a
la aldea en que se hallaba Dinah. Sin embargo, no pudo salir antes de las cuatro de la

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tarde, y se dijo que tal vez encontraría a la joven por el camino. Mucho antes de
llegar a él, pudo divisar el pequeño pueblo gris desprovisto de árboles, y al
aproximarse oyó unas voces que entonaban un himno. Adam pensó que tal vez fuese
el último y se dispuso a salir al encuentro de la joven cuando ésta emprendiese el
camino de regreso. Retrocedió pues hasta llegar a lo alto de la colina y se sentó en
una piedra a esperar a Dinah.
Eligió ese sitio por estar al abrigo de cualquier mirada indiscreta y rodeado de la
inmensidad del cielo y de la tranquila luz de la tarde.
Dinah tardó mucho más de lo que él se había figurado. Tuvo que esperar una hora
por lo menos; mientras tanto se alargaban las sombras y disminuía la intensidad de la
luz. Por fin distinguió su negra figura que salía de entre las casas grises y se acercaba
al pie de la montaña. Al joven le pareció que andaba muy despacio, pero en realidad
avanzaba con su paso rápido y seguro. Cuando tomó el sendero que había de
conducirla a lo alto de la colina, Adam no se movió, pues no quería presentarse
demasiado pronto. Luego temió asustarla, pero se tranquilizó al recordar la serenidad
de la joven quien, ciertamente, parecía estar siempre preparada para lo que pudiese
ocurrir.
¿Qué estaría pensando mientras subía la colina? Quizás había hallado la paz
completa sin él y dejaría de sentir alguna necesidad de amor.
Cuando estuvo muy cerca, Adam se puso en pie. Precisamente en aquel instante
Dinah se había detenido para mirar hacia atrás, como suele hacerse cuando se sube
una montaña. El joven se alegró porque, con el fino instinto del enamorado,
comprendió que sería mejor que le oyese antes de verle. Se acercó a tres pasos de
distancia y pronunció su nombre. Ella se estremeció sin mirar a su alrededor, como si
no relacionase la voz con un ser vivo. Adam la llamó otra vez y comprendió las ideas
que cruzaban su mente. Estaba tan acostumbrada a creer que las impresiones no eran
más que mensajes espirituales, que no buscó siquiera al ser material que debía de
acompañar a la voz.
Pero al fin se volvió. ¡Cuánto amor había en los suaves ojos grises que fijó en el
joven! No se sobresaltó al verle, ni pronunció una sola palabra, pero se acercó a él de
modo que Adam pudo rodearle el talle con el brazo.
Continuaron andando en silencio, mientras ella derramaba cálidas lágrimas.
Adam estaba contento y silencioso. Dinah fue la primera en hablar.
—Adam —dijo—, así lo quiere Dios. Mi alma está tan unida a la suya que sin
usted apenas puede decirse que vivo. Y ahora que está a mi lado y siento que nuestros
corazones están penetrados con el mismo amor, noto en mí más fuerza para cumplir
las órdenes de Dios.
Adam se detuvo para contemplar sus sinceros y amorosos ojos.
—En tal caso, Dinah, no volveremos a separarnos hasta que nos desuna la muerte.
Dicho esto se besaron con profunda alegría.
No hay cosa más grande para dos almas enamoradas que observar que están

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unidas para toda la vida y que se ayudarán mutuamente en todos sus trabajos; que una
se apoyará en la otra en todas las tristezas, que se consolará en todos los pesares y
que, en adelante, ya no serán más que una hasta el momento de la última despedida.

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LV

CAMPANAS DE BODA

U n mes después de aquel encuentro en la montaña y en una fría mañana de los


últimos días de noviembre, Adam y Dinah contrajeron matrimonio. Tal suceso
interesó en extremo al pueblo entero. Todos los obreros del señor Burge tuvieron
fiesta y también los del señor Poyser, de modo que la mayor parte de ellos asistieron
a la boda vistiendo sus mejores trajes. Creo que no hubo un habitante de Hayslope,
mencionado en esta historia y que aún residiera en la parroquia en aquella época, que
no estuviera presente en la iglesia para asistir al casamiento de Adam y Dinah, o que,
por lo menos, no se hubiera situado a la puerta para verlos salir. La señora Irwine y
sus hijas esperaban en su coche a las puertas del templo (porque ya tenían coche) para
estrechar las manos de los novios y desearles toda suerte de felicidades; y en ausencia
de la señorita Lydia Donnithorne, la señora Best, el señor Mills y el señor Craig,
creyeron oportuno representar a la «familia» del cazadero en aquella ocasión. El
paseo del cementerio estaba lleno de rostros conocidos, muchos de los cuales
contemplaron a Dinah el día en que predicó en el parque, y no era de extrañar el
interés que despertaba en todos aquel casamiento, porque nunca se conoció en
Hayslope una historia semejante a la de la joven, ni otras circunstancias como las que
originaron su casamiento con Adam. Bess Cranage, que vestía su traje y su gorro más
hermosos, lloraba como una Magdalena, aunque no supiera el porqué, pues, como
Wiry Ben observó juiciosamente, Dinah no se marcharía, y si Bess estaba triste, lo
mejor que podía hacer era seguir su ejemplo y casarse con un hombre honrado que la
quisiera. Al lado de Bess y ya dentro de la puerta de la iglesia, estaban los hijos de
Poyser, asomando el rostro por encima del respaldo de los bancos para contemplar la
misteriosa ceremonia. Totty estaba muy inquieta, pues temía ver salir muy envejecida
a Dinah, pues ella creía que ninguna persona casada podía ser joven.
Yo envidio a todos los que pudieron presenciar la salida de Adam y de Dinah.
Esta no vestía de negro aquella mañana, porque su tía Poyser no quiso correr tal
peligro de atraer la mala suerte y le regaló un traje de boda de color gris, aunque de
acuerdo con la moda cuáquera, porque acerca de este detalle Dinah se mostró
intransigente. Por eso su blanco rostro se mostraba con dulce gravedad bajo un gorro
cuáquero de color gris, sin sonrojarse ni sonreír, aunque con los labios temblorosos
de la emoción. Adam, que le ofrecía el brazo, andaba erguido y con la cabeza echada
hacia atrás como si quisiera contemplar mejor el mundo, pero no porque estuviese
más orgulloso aquella mañana, como suele ocurrirles a los novios, pues en su
felicidad nada tema que ver la opinión de la gente. En su alegría había cierta tristeza y
Dinah, que lo sabía, no estaba resentida.
Otras parejas seguían a los novios: Martin Poyser, alegre y resplandeciente, daba

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el brazo a Mary Burge, que era la doncella de honor; luego les seguía Seth, sereno y
feliz, dando el brazo a la señora Poyser, y cerraba la marcha Barde Massey al lado de
Lisbeth. La anciana llevaba un traje y un gorro nuevos, y estaba tan contenta de que
su hijo le hubiera conseguido la hija que ella deseaba, que ni siquiera tenía el menor
deseo de quejarse.
Barde Massey consintió en asistir a la boda a ruegos insistentes de Adam, aunque
protestando contra el matrimonio en general y contra el de un hombre inteligente en
particular. Sin embargo, el señor Poyser, mientras estaban comiendo, le acusó de
haber dado a la novia dos besos en vez de uno, que era el que imponía la costumbre.
Siguiendo a la última pareja iba el señor Irwine, muy satisfecho de haber casado a
los dos jóvenes. Había visto a Adam en los peores momentos de su dolor, ¿y qué
mejor cosecha pudo producir aquel triste tiempo de siembra? El amor que llevó la
esperanza y el consuelo en la hora de la desesperación y que entró en el oscuro
calabozo y en el alma aún más oscura de Hetty, aquel amor fuerte y apacible, sería el
compañero de Adam y su auxilio hasta la hora de la muerte.
En la puerta del cementerio hubo muchos saludos y bendiciones, y el señor
Poyser pudo corresponder muy alegremente a todos, porque aquel día estaba muy
satisfecho. La señora Poyser, por su parte, apenas pudo contestar cosa alguna cuando
sus vecinos le estrecharon la mano; y Lisbeth se echaba a llorar ante cualquiera que le
dijese que había rejuvenecido.
—Esta noticia alegrará mucho a Arthur —dijo el señor Irwine a su madre en el
momento de emprender la marcha—. En cuanto lleguemos a casa le escribiré.

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EPÍLOGO

C orrían los últimos días de junio de 1807. Hacía ya media hora que se había
cerrado el taller de Adam Bede, en otro tiempo propiedad de Jonathan Burge, y
la suave luz de la tarde caía sobre la hermosa casa de paredes marrones y de tejado
gris.
Salía de la casa una figura que conocemos muy bien y que se protegía los ojos
con una mano paro mirar a gran distancia, porque los rayos del sol, que caían sobre
su blanco gorro y en sus cabellos castaños, eran realmente deslumbrantes. Luego la
mujer se alejó de la luz del sol para mirar hacia la puerta. Ya se podía distinguir bien
su rostro dulce y pálido, que apenas había sufrido algún cambio; sólo estaba un poco
más lleno, y congeniaba más con su figura maternal, que todavía se veía ligera y
activa en su traje negro riguroso.
—Ya le veo, Seth —dijo Dinah volviéndose hacia la casa—. Salgamos a su
encuentro. Ven, Lisbeth. Ven con tu madre.
Respondió a esta llamada una niña sonrosada, de cabellos de color castaño claro y
ojos grises, que apenas contaría cuatro años y que, corriendo, fue a coger la mano de
su madre.
—Acompáñanos, tío Seth —dijo Dinah.
—Ya vamos —contestó Seth desde dentro.
Seth tardó poco en aparecer y se inclinó al atravesar la puerta, pues estaba más
alto que de costumbre a causa de la negra cabeza de su sobrino de dos años, subido
sobre sus hombros.
—Vale más que lo lleves en brazos, Seth —dijo Dinah mirando con cariño al
pequeño.
—No, a Adam le gusta mucho que lo lleve en hombros y no hay inconveniente en
complacerle.
El pequeño Adam respondió a estas palabras de cariño golpeando con sus pies el
pecho de su tío Seth, para quien estar al lado de Dinah y dejarse tiranizar por los hijos
de ésta y de Adam constituía el colmo de felicidad.
—¿Dónde lo has visto? —preguntó cuando ya estaban en el campo de al lado—.
Yo no lo distingo todavía.
—Entre los setos del camino —contestó Dinah—. He podido divisar su cabeza y
sus hombros. Ahora aparece de nuevo.
—Buenos ojos tienes para verle —contestó Seth sonriendo—. Te pareces a mi
pobre madre. Siempre espiaba la llegada de Adam y, a pesar de su mala vista, lo
descubría antes que nadie.
—Ha tardado más de lo que pensaba —observó Dinah sacando de un bolsillo el
reloj de Arthur.
—Tenían mucho que decirse —replicó Seth—, y no hay duda de que la entrevista
ha sido emocionante para los dos. Casi han trascurrido ocho años desde que se vieron

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por última vez.
—Sí —dijo Dinah—. Adam estaba muy impresionado esta mañana, al pensar en
el cambio que habría sufrido ese pobre joven tras la enfermedad y los años
trascurridos. Además, la muerte de esa pobre desgraciada cuando volvía a nuestro
lado, habrá contribuido más todavía a su dolor.
—Mira, Adam —dijo Seth tomando en brazos a su sobrino y señalando a alguna
distancia—. Ahí viene papá.
Dinah apresuró el paso; la pequeña Lisbeth echó a correr a toda velocidad y se
agarró a la pierna de su padre. Adam la levantó para darle un beso, pero Dinah pudo
advertir en su rostro evidentes señales de agitación.
—¿Qué? ¿Quieres que te tome en brazos, pequeño? —dijo tratando de sonreír
cuando el niño le tendía sus bracitos, dando muestras de ingratitud al abandonar al tío
Seth ahora que ya tenía otro protector.
—Me ha impresionado mucho, Dinah —dijo Adam cuando echaron a andar.
—¿Estaba muy cambiado? —preguntó Dinah.
—Sí y no. Yo le habría conocido en cualquier parte, pero ya no tiene el mismo
color en el rostro y, además, parece estar muy triste. Sin embargo, los médicos dicen
que se curará con los aires de su tierra. Parece ser que no tiene nada realmente mal y
que solamente le ha debilitado la fiebre. De todos modos habla como siempre y me
sonreía como cuando éramos jóvenes. Es maravilloso que cuando sonríe tenga la
misma mirada que en otros tiempos.
—Yo nunca he visto sonreír a ese pobre muchacho —dijo Dinah.
—Pues ya le verás sonreír mañana —contestó Adam—. En cuanto hubimos
dominado nuestra mutua emoción para poder hablar, lo primero que hizo fue
preguntarme por ti. «Supongo que no habrá cambiado», dijo. «Recuerdo muy bien su
rostro». Yo le contesté que no habías cambiado nada —añadió Adam mirando con
cariño los ojos que su esposa había vuelto hacia él—. «Sólo está un poco más llena,
como es natural después de siete años de matrimonio». «¿Me permitirás que mañana
vaya a visitarla?», preguntó. «Tengo grandes deseos de decirle lo mucho que he
pensado en ella».
—¿Le dijiste que continúo usando su reloj? —preguntó Dinah.
—Sí. Hemos hablado mucho de ti, porque dice que nunca ha conocido a otra
mujer que se te pareciera. «Un día me convertiré en metodista», ha dicho. «Y cuando
ella predique iré a escucharla». Pero yo le contesté: «No podrá hacer eso, señor,
porque la Conferencia ha prohibido predicar a las mujeres, y así mi esposa sólo va a
casa de sus vecinos para conversar amistosamente con ellos».
—¡Ah! —exclamó Seth, que no pudo contener un comentario—. Esa Conferencia
fue una cosa lastimosa. Si Dinah opinase como yo, habríamos dejado a los partidarios
de Wesley para ingresar en algún grupo que no pusiera trabas a la libertad cristiana.
—No, muchacho, no —dijo Adam—. Ella tuvo razón, y tú estabas equivocado.
Piensa en que no hay ninguna regla que satisfaga a todos. La mayor parte de las

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mujeres predicadoras hacían más mal que bien, porque no tenían las condiciones de
Dinah. Ella lo comprendió así y ha dado un ejemplo de sumisión, porque eso no le
impide dedicarse a enseñar a la gente. Yo estoy conforme con ella y apruebo lo que
hizo.
Seth guardó silencio. Aquel era un asunto acerca del cual reinaba alguna
disconformidad entre los dos hermanos y por eso casi nunca se aludía a él. Entonces
Dinah, deseando cambiar de tema cuanto antes, dijo:
—¿Te has acordado de decir al coronel Donnithorne lo que mis tíos te
encargaron?
—Sí. Pasado mañana irá a Hall Farm acompañado del señor Irwine. Este llegó
mientras hablábamos de eso y, al principio, se opuso a esa visita para que Arthur no
se emocionara demasiado. «Lo primero que hay que hacer», dijo, «es reponerse, y
luego quedará en libertad para cuanto se le antoje. Pero hasta entonces no le permitiré
desobedecer las órdenes de su tutor». Al parecer, el señor Irwine está muy satisfecho
de tenerle a su lado.
Adam hizo una pausa y luego añadió:
—Fue muy emocionante el momento en que nos vimos. Él nunca había tenido
ninguna noticia de la pobre Hetty, hasta que el señor Irwine fue a recibirle a Londres,
porque se extraviaron las cartas que le escribieron durante su viaje. Lo primero que
me dijo, después de estrecharnos las manos, fue: «No he podido hacer nada por ella,
Adam. La pobrecilla vivió lo bastante para sufrir, y yo esperaba la ocasión de poder
hacer algo en su favor. Por eso tenías mucha razón cuando me advertiste que hay
faltas que nunca pueden ser reparadas».
—Aquí vienen el señor y la señora Poyser —observó Seth.
—Así es —dijo Dinah—. Corre, Lisbeth. Ve a dar un beso a la tía Poyser. Entra
en casa a descansar, Adam; éste ha sido un día muy penoso para ti.

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GEORGE ELIOT (Arbury Farm 1819 Londres 1880), pseudónimo con el que se
conoce a la novelista inglesa Mary Ann Evans, pasó su infancia y juventud en el rico
campo de Warwickshire, telón de fondo de la mayoría de sus novelas, y también de
Adam Bede. Recibió una educación esmerada y en su juventud practicó con
entusiasmo el calvinismo metodista. Más tarde se interesó por todas las corrientes
filosóficas de su tiempo, que marcarían la evolución de su existencia y de su obra.
Como otras novelistas inglesas de su época, se interesó por los problemas vinculados
con la mujer y su libertad, yendo mucho más allá en sus reivindicaciones. Entre 1854
y 1878 convivió sin casarse con George Henry Lewes, y en 1880, seis meses antes de
morir, se casó con J. W. Cross, viejo amigo y admirador.

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Notas

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[1] Mum significa «¡chitón!» o «¡silencio!». <<

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[2] Tierra de la abundancia concedida a los israelitas en Egipto. <<

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[3] El volumen de poemas titulado Lyrical Ballads fue publicado anónimamente en

1798 por Wordsworth y Coleridge. «El viejo marinero», de Coleridge, es,


significativamente, la historia de un hombre que comete un crimen contra natura. <<

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[4] «Tentetieso». <<

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[5] Estatua gigante, supuestamente de Memnon, príncipe etíope muerto en la guerra

de Troya, que emitía unas notas cuando los primeros rayos del sol la rozaban. <<

www.lectulandia.com - Página 429


[6] Vixen significa mujer colérica, bravía. <<

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