02 William Gibson-Serie Bigend (País de Espías)
02 William Gibson-Serie Bigend (País de Espías)
02 William Gibson-Serie Bigend (País de Espías)
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William Gibson
País de espías
Trilogía Bigend (2/3)
ePUB r1.0
minicaja 29.06.13
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Título original: Spook Country
William Gibson, 2007
Traducción: Rafael Marín Trechera
Diseño de portada: minicaja
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Para Deborah
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Febrero de 2006
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1
Lego blanco
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Ella no lo creyó.
—¿Tenemos ya un plazo límite para el reportaje?
—No. —Rausch se mordió los labios en algún lugar de Londres que ella no
quería molestarse en imaginar—. El lanzamiento se ha retrasado. A agosto.
Hollis aún tenía que conocer a alguien de Nódulo, o a alguna otra persona que
escribiera para ellos. Una versión europea de Wired, parecía, aunque naturalmente
nunca lo expresaban así. Dinero belga, vía Dublín, oficinas en Londres… o, si no se
trataba de oficinas, al menos este Philip. Que hablaba como si tuviera diecisiete años.
Diecisiete años y el sentido del humor extirpado quirúrgicamente.
—Hay tiempo de sobra —dijo ella, sin estar muy segura de lo que quería decir,
pero pensando con cierto reparo en su cuenta bancaria.
—Ella la está esperando.
—Muy bien.
Hollis cerró los ojos y el teléfono.
¿Podías estar alojada en este hotel y seguir siendo considerada técnicamente una
sin hogar?, se preguntó. Parecía que sí, decidió.
Permaneció tendida bajo la sábana blanca, escuchando el robot de la chica
francesa chocar y chasquear y dar marcha atrás. Supuso que estaba programado como
una de esas aspiradoras japonesas, para seguir chocando hasta que acababa el trabajo.
Odile había dicho que recopilaba datos con una unidad GPS incorporada; Hollis
supuso que eso hacía.
Se sentó, y la lujosa sábana de algodón resbaló hasta sus muslos. En el exterior, el
viento encontró sus ventanas desde un nuevo ángulo. Tamborilearon de manera
inquietante. Cualquier fenómeno meteorológico muy pronunciado, aquí la asustaba.
Aparecería descrito en los periódicos del día siguiente, lo sabía, como una especie
menor de terremoto. Quince minutos de lluvia y las zonas inferiores del centro de
Beverly planchadas; peñascos del tamaño de casas que resbalaban majestuosamente
por las colinas, hasta caer en cruces atestados. Ya había estado aquí antes.
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, esperando no pisar al robot.
Tanteó en busca del cordón que abría las pesadas cortinas blancas. Seis plantas más
abajo, vio las palmeras de Sunset agitarse, como bailarines que imitaran los últimos
estertores de una plaga de ciencia-ficción. Las tres y diez de la madrugada de un
miércoles y ese viento parecía haber dejado completamente desierto el Strip.
No pienses, se aconsejó. No compruebes tu correo electrónico. Levántate y ve al
cuarto de baño.
Quince minutos más tarde, tras haber hecho lo posible con todo aquello que
nunca había estado bien del todo, bajó al vestíbulo en un ascensor Philippe Starck,
decidida a prestar a sus detalles la menor atención posible. Una vez había leído un
artículo sobre Starck que decía que el diseñador era dueño de una granja de ostras
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donde sólo se cultivaban ostras perfectamente cuadradas, en marcos de acero
fabricados especialmente.
Las puertas se abrieron para revelar una extensión de madera clara. El ideal
platónico de una pequeña alfombra oriental se proyectaba sobre una parte desde
algún lugar superior, estilizados garabatos de luz que recordaban a garabatos
ligeramente menos estilizados de lana teñida. Recordó que le habían dicho que la
intención original era evitar ofender a Alá. La cruzó rápidamente, dirigiéndose a las
puertas de entrada.
Al abrir una de ellas y salir al extraño calor en movimiento del viento, uno de los
hombres de seguridad del Mondrian la miró, con una oreja con bluetooth bajo el
rapado montículo de un corte de pelo militar. Le preguntó algo, pero la pregunta fue
engullida por una súbita ráfaga.
—No —dijo ella, suponiendo que le había preguntado si quería que le trajeran el
coche, si lo tenía, o si quería un taxi. Vio que había un taxi, con el conductor
reclinado tras el volante, posiblemente dormido, posiblemente soñando con los
campos de Azerbaiyán. Pasó de largo, mientras una extraña exuberancia nacía en ella
y el viento, tan salvaje y extrañamente aleatorio, recorría Sunset, procedente de
Tower Records, como la vaharada trasera de algo que se esfuerza por despegar.
Le pareció oír al hombre de seguridad llamándola, pero entonces sus Adidas
encontraron la acera del Sunset, un abstracto puntillista de chicles ennegrecidos. La
monstruosidad estatuaria del Mondrian y sus puertas abiertas quedaron tras ella, y se
subió la capucha. Sintió no tanto que se encaminaba en la dirección del Standard,
sino que simplemente se alejaba.
El aire estaba lleno del seco y punzante detrito de las palmeras.
Estás loca, se dijo. Pero aquello parecía bien por el momento, aunque sabía que
no era un lugar recomendable para una mujer, sobre todo si estaba sola. Ni para un
peatón, a esta hora de la madrugada. Sin embargo este clima, este momento de
anómalo clima de L.A., parecía haber barrido cualquier habitual sensación de
amenaza. La calle estaba vacía como en ese momento de la película justo antes de la
primera pisada de Godzilla. Las palmeras doblándose, el mismo aire estremecido, y
Hollis, ahora con la capucha negra puesta, caminando con decisión. Hojas de
periódico y folletos de clubes se arremolinaban en sus talones.
Un coche de policía pasó de largo, corriendo en dirección a Tower. Su conductor,
encogido resueltamente tras el volante, no le prestó ninguna atención. Servir y
proteger, recordó. El viento cambió de pronto echándole atrás la capucha y
cambiándole instantáneamente el estilo del peinado. Cosa que le hacía falta de todas
formas, se recordó.
Encontró a Odile Richard esperando bajo la blanca entrada cubierta y el cartel del
Standard (colocado, por motivos sólo conocidos por su diseñador, boca abajo). Odile
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seguía con el horario de París, pero Hollis se había ofrecido a aceptar esta reunión a
horas intempestivas. Lo cual, evidentemente, era óptimo para ver este tipo de arte.
Junto a ella se encontraba un grueso joven latino de cabeza afeitada y Pendleton
retro-étnico burdeos, las mangas recortadas por encima de los codos. Los fondillos
sueltos de la camisa casi le llegaban a las rodillas de sus anchos chinos.
—Vote por Santa —dijo, sonriendo, mientras ella se les acercaba, alzando una
taza plateada de Tecate. Había algo tatuado con letras Olde English muy negritas y
ultraelaboradas en su antebrazo.
—¿Disculpe?
—À votre santé —corrigió Odile, frotándose la nariz con un pañuelo de papel
arrugado. Odile era la francesa menos chic que Hollis recordaba haber conocido,
aunque en un estilo haute-pardilla europea que la hacía molestamente adorable.
Llevaba una camiseta negra XXXL de alguna estrella prometedora muerta hacía mucho
tiempo, calcetines de hombre marrones ribeteados de nilón con un brillo
peculiarmente desagradable, y sandalias de plástico transparentes de color sirope de
cereza.
—Alberto Corrales —dijo él.
—Alberto —respondió ella, permitiendo que su mano fuera absorbida por la
mano de él, seca como la madera—. Hollis Henry.
—Toque de queda —dijo Alberto, la sonrisa cada vez más amplia.
Los fans son inevitables, pensó ella, sorprendida como siempre, y de repente
igualmente inquieta.
—Esta suciedad, en el aire —protestó Odile—, es repugnante. Por favor, vamos a
ver la obra.
—Muy bien —dijo Hollis, agradecida por la distracción.
—Por aquí —indicó Alberto, lanzando limpiamente su lata vacía a una papelera
blanca Standard con pretensiones milanesas. El viento, advirtió Hollis, había muerto
como siguiendo una indicación.
Miró al vestíbulo. El mostrador de recepción estaba desierto, el terrarium de
chicas en bikini vacío y sin iluminar. Entonces siguió a Alberto y a la irritablemente
moqueante Odile hasta el coche de Alberto, un Volks Escarabajo clásico que brillaba
bajo múltiples capas de laca baratas. Vio un volcán ardiendo con lava incandescente,
latinas pechugonas con mini-taparrabos y tocados aztecas con plumas, los aros
policromados de una serpiente alada. Alberto estaba en una especie de empanada
étnico-cultural, decidió, a menos que los Volswagen hubieran entrado en el panteón
desde la última vez que ella miró.
Abrió la puerta del copiloto y sostuvo el asiento delantero mientras Odile pasaba
a la parte de atrás. Donde ya parecía haber algún tipo de equipo. Entonces le indicó a
Hollis que ocupara el asiento del copiloto, casi con una reverencia.
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Ella parpadeó ante la semiótica sublimemente casual del salpicadero del viejo
Volswagen. El coche olía a algún ambientador étnico. También eso era parte del
lenguaje, supuso, como la pintura, pero alguien como Alberto podría usar
deliberadamente el ambientador equivocado.
Alberto salió a Sunset y ejecutó un esmerado giro de ciento ochenta grados.
Volvieron en dirección al Mondrian, sobre el asfalto finamente cubierto por la
desecada biomasa de las palmeras.
—Soy fan desde hace años —dijo Alberto.
—A Alberto le interesa la historia como espacio interiorizado —contribuyó Odile,
demasiado cerca de la cabeza de Hollis—. Ve este espacio interiorizado como
emergente del trauma. Siempre, del trauma.
—Trauma —repitió Hollis involuntariamente, mientras dejaban atrás el Punto
Rosa—. Para en el Punto, Alberto, por favor. Necesito cigarrillos.
—Ollis —acusó Odile—, me dijiste que no eras fumadora.
—Acabo de empezar.
—Pero si ya estamos aquí —dijo Alberto, girando a la izquierda en Larrabee y
aparcando.
—¿Dónde es aquí? —preguntó Hollis, entreabriendo la puerta y preparándose, tal
vez, para correr.
Alberto parecía serio, pero no particularmente loco.
—Cogeré mi equipo. Me gustaría que vieras la obra, primero. Luego, si quieres,
podemos discutir.
Se bajó del coche. Hollis también. Larrabee se inclinaba empinadamente, hacia
los apartamentos iluminados de la ciudad, tanto que a ella le resultó incómodo estar
de pie. Alberto ayudó a Odile a salir del asiento trasero. Se apoyó contra el Volks y
cruzó los brazos sobre su camiseta.
—Tengo frío —se quejó Odile.
Y era verdad que ahora hacía más frío, advirtió Hollis, sin el cálido abrazo del
viento. Contempló el feo hotel rosa que se alzaba sobre ellos, mientras Alberto,
envuelto en su Pendleton, rebuscaba en la parte trasera del coche. Sacó una cascada
caja de aluminio, cubierta de cinta adhesiva negra.
Un largo coche plateado pasó en silencio por Sunset, mientras ellas seguían a
Alberto por la empinada acera.
—¿Qué hay ahí dentro, Alberto? ¿Qué vamos a ver? —preguntó Hollis cuando
llegaron a la esquina. Él se arrodilló y abrió la caja. El interior estaba recubierto con
bloques de gomaespuma. Sacó algo que al principio ella confundió con una máscara
de soldador.
—Póntelo —le dijo, mientras se la entregaba.
Una cinta acolchada, con una especie de visor.
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—¿Realidad virtual? —Hollis no oía mencionar en voz alta el término desde
hacía años, pensó mientras lo pronunciaba.
—El hardware está algo obsoleto —dijo él—. Al menos el que puedo permitirme.
Sacó un portátil de la caja, lo abrió y lo conectó.
Hollis se puso el visor. Podía ver con él, aunque sólo tenuemente. Miró hacia la
esquina de Clark y Sunset, y distinguió la marquesina del Whiskey. Alberto extendió
una mano y con cuidado manipuló un cable a un lado del visor.
—Así —dijo, guiándola por la acera hasta una fachada baja, pintada de negro y
sin ventanas. Ella entornó los ojos ante el cartel. The Viper Room.
—Ahora —dijo Alberto, y ella lo oyó pulsar el teclado del portátil. Algo tembló
en su campo de visión—. Mira. Mira aquí.
Hollis se dio la vuelta, siguiendo su gesto, y vio un cuerpo delgado y moreno,
boca abajo en la acera.
—Noche de Halloween, 1993 —dijo Odile.
Hollis se acercó al cadáver. Que no estaba allí. Pero estaba. Alberto la seguía con
el portátil, protegiendo el cable. Le pareció que contenía la respiración. Ella hacía lo
mismo.
El chico, muerto, parecía un pajarillo. Cuando se inclinó, reparó en la pequeña
sombra que proyectaba el arco de su pómulo. Tenía el pelo muy oscuro. Llevaba
pantalones oscuros de rayas finas y una camisa oscura.
—¿Quién? —preguntó, recuperando la respiración.
—River Phoenix —respondió Alberto en voz baja.
Ella alzó la mirada, hacia la marquesina del Whiskey, y luego volvió a mirar,
asombrada por la fragilidad del cuello blanco.
—River Phoenix era rubio —dijo.
—Se había teñido el pelo —respondió Alberto—. Se lo tiñó para una película.
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Hormigas en el agua
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el suyo propio. El mundo ante las ventanas del restaurante, más allá de las palabras en
un cantonés de plástico rojo que ninguno de ellos sabía leer, era del color de una
moneda de plata olvidada durante décadas en un cajón.
Alejandro actuaba al pie de la letra, con mucho talento, pero sumamente práctico.
Por eso había sido elegido como aprendiz de la gris Juana, su tía, la maestra forjadora
de la familia. Tito había arrastrado antiguas máquinas de escribir por las calles del
centro para Alejandro, máquinas imposiblemente pesadas compradas en almacenes
polvorientos más allá del río. Se había encargado de conseguir las cintas de tinta y la
trementina que Alejandro usaba para limpiar la mayor parte de la tinta. Juana les
había enseñado que su Cuba natal había sido un reino de papel, un laberinto
burocrático de impresos, de copias por triplicado en papel de calco, un reino donde
los iniciados podían navegar con confianza y precisión. Siempre precisión, en el caso
de Juana, que había sido educada en los subsótanos pintados de blanco de un edificio
cuyos pisos superiores permitían entrever el Kremlin.
—Ese viejo te asusta —dijo Alejandro.
Alejandro había aprendido de Juana mil trucos con papeles y adhesivos, marcas
de agua y sellos, su magia en cuartos oscuros improvisados, y misterios más oscuros
relacionados con los nombres de niños muertos. Tito a veces había cargado, durante
meses seguidos, con ajadas carteras repletas de fragmentos de las identidades que
había generado el aprendizaje de Alejandro; la prolongada proximidad a su cuerpo
eliminaba todo rastro de lo nuevo. Nunca había tocado las tarjetas y papeles doblados
que el calor y el movimiento de su cuerpo envolvían de manera tan convincente.
Alejandro, al sacarlas de sus envoltorios manchados de cuero de muertos, se ponía
guantes quirúrgicos.
—No, no me asusta —dijo Tito, aunque en realidad no estaba seguro. El miedo
era una parte del problema, pero no parecía temer al viejo.
—Tal vez él debería hacerlo, primo.
La fuerza de la magia de Juana se había desvanecido, Tito lo sabía, entre las
nuevas tecnologías y el énfasis gubernamental cada vez mayor en la «seguridad», es
decir, en el control. La familia ahora dependía menos de las habilidades de Juana, y
obtenía la mayor parte de sus documentos (suponía Tito) de otras fuentes, más
acordes con las necesidades actuales. Sabía que no había que preocuparse por
Alejandro. A los treinta, ocho años mayor que Tito, consideraba la vida en la familia
como una bendición mixta en el mejor de los casos. Los dibujos que Tito había visto,
pegados a las ventanas del apartamento de Alejandro para ajarse al sol, eran una parte
de esto. Alejandro dibujaba de una forma maravillosa, al parecer en cualquier estilo,
y había entre ellos un entendimiento, nunca expresado, de que Alejandro había
empezado a llevar las sutilezas de la magia de Juana al centro de la ciudad, a un
mundo de galerías y coleccionistas.
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—Carlito. —Alejandro mencionaba ahora a un tío, pasándole con cuidado a Tito
un cuenco de porcelana blanca de cálido y grasiento olor—. ¿Qué te ha dicho Carlito
de él?
—Que habla ruso. —Ellos hablaban en español—. Que si se dirige a mí en ruso,
puedo responderle en ruso.
Alejandro alzó una ceja.
—Y que conoció a nuestro abuelo, en La Habana.
Alejandro frunció el ceño, la cuchara de porcelana blanca detenida sobre la sopa.
—¿Un americano?
Tito asintió.
—Los únicos americanos que nuestro abuelo conoció en La Habana eran de la
CIA —dijo Alejandro, en voz más baja ahora, aunque en el restaurante no había nadie
más que el camarero, que leía un semanario chino en su taburete tras el mostrador.
Tito recordaba haber ido con su madre al cementerio chino tras la Calle 23, poco
después de haber venido a Nueva York. Cogieron algo de un osario de allí, una de
esas pequeñas casas de huesos, y Tito lo entregó en otra parte, orgulloso de su
habilidad comercial. Y en el apestoso cuarto de baño tras un restaurante del Malecón
había hojeado los papeles, en su sobre mohoso de tela vulcanizada. No tenía ni idea
de lo que podría haber sido, pero sabía que estaba escrito en un inglés que apenas
sabía leer.
Nunca le había contado esto a nadie, y no se lo contó ahora a Alejandro.
Tenía mucho frío en los pies, a pesar de las botas negras Red Wing. Se imaginó a
sí mismo introduciéndose lujosamente en un baño japonés de esa misma sopa de
pato.
—Es como los hombres que hacían cola en las tiendas de hardware de esta calle
—le dijo a Alejandro—. Viejos con trajes viejos, sin nada más que hacer.
Las tiendas de hardware de Canal habían desaparecido ahora, sustituidas por
tiendas de móviles y de Prada falsificados.
—Si le dijeras a Carlito que has visto la misma furgoneta dos veces, o incluso la
misma mujer —le dijo Alejandro a la humeante superficie de su sopa—, enviaría a
otro. El protocolo lo exige.
Su abuelo, el autor de ese protocolo, también había desaparecido ya, como
aquellos viejos de Canal Street. Sus cenizas, completamente legales, habían sido
arrojadas, una fría mañana de abril, desde el ferry de Staten Island, mientras los tíos
protegían los puros rituales contra el viento y los rateros habituales del barco se
quedaban atrás, apartados de lo que adecuadamente percibían como un acto privado.
—No ha pasado nada —dijo Tito—. Nada que indique ningún interés.
—Si alguien nos paga para pasarle contrabando a ese hombre, y por la naturaleza
de nuestro negocio no pasamos nada más, entonces sin duda habrá alguien más
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interesado.
Tito sopesó la lógica de su primo, y la encontró razonable. Asintió.
—¿Conoces la expresión «búscate una vida», primo? —Alejandro había pasado a
hablar inglés—. Todos necesitamos vidas, Tito, tarde o temprano, si queremos
quedarnos aquí.
Tito no dijo nada.
—¿Cuántas entregas, hasta ahora?
—Cuatro.
—Demasiadas.
Comieron la sopa en silencio, oyendo el estrépito de los camiones sobre el metal,
a lo largo de Canal.
Más tarde, ante el fregadero de su cuartucho en Chinatown, Tito lavaba con Woolite
sus calcetines de invierno. Los calcetines ya no resultaban tan extraños en sí mismos,
pero su peso, mojados, todavía le sorprendía. Y de todas formas a veces tenía frío en
los pies, a pesar de la gama de plantillas aislantes de la tienda de excedentes de
Broadway.
Recordó el fregadero del apartamento de su madre en La Habana. La botella de
plástico llena de la savia de henequén que usaba como detergente, el estropajo hecho
con las ásperas fibras del interior de la misma planta, y una latita de carbón vegetal.
Recordó las diminutas hormigas que correteaban por el borde del fregadero de su
madre. En Nueva York, Alejandro señaló una vez que las hormigas se movían mucho
más despacio.
Otro primo, recolocado de Nueva Orleans después de la inundación, decía haber
visto una brillante bola de hormigas rojas en el agua. Parecía que era así como las
hormigas evitaban ahogarse, y Tito, al oír la historia, pensó que su familia también
era así, a flote en América, menos numerosa pero sosteniéndose unos a otros en la
balsa invisible del negocio, el protocolo.
A veces veía las noticias en ruso, en la Emisora Rusa de América, en su pantalla
de plasma Sony. Las voces de los presentadores habían empezado a adquirir una
cualidad ensoñadora, submarina. Se preguntó si esto era lo que se sentía al empezar a
perder un idioma.
Enrolló los calcetines, escurrió el agua y la espuma, vació y volvió a llenar el
fregadero, los puso a enjuagar, y se secó las manos en una camiseta vieja que usaba
como toalla.
La habitación era cuadrada, sin ventanas, con una única puerta de acero y paredes
de cartón yeso pintadas de blanco. El alto techo era de hormigón. Tito a veces se
tendía en el colchón, miraba hacia arriba y seguía los rastros de capas borradas de
contrachapado, impresiones fósiles que databan de los salideros del piso de arriba.
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Sus vecinos de planta eran una fábrica donde mujeres coreanas cosían ropa para
niños, y otra empresa más pequeña que tenía algo que ver con internet. Sus tíos eran
los encargados del alquiler. Cuando necesitaban un sitio para hacer cierto tipo de
negocios, Tito dormía a veces en casa de Alejandro, en el sofá de Ikea de su primo.
Su habitación tenía un fregadero y un lavabo, una cocina, un colchón, su
ordenador, amplificador, altavoces, teclados, el televisor Sony, una plancha y una
tabla de planchar. Su ropa colgaba de un viejo perchero de hierro con ruedas,
rescatado de la acera en Crosby Street. Junto a uno de los altavoces había un pequeño
jarrón azul de unos almacenes chinos de Canal, un objeto frágil que había dedicado
en secreto a la diosa Ochún, a quien los católicos cubanos conocían como Nuestra
Señora de la Caridad del Cobre.
Conectó el teclado Casio, añadió agua caliente a los calcetines en remojo, acercó
al fregadero una silla plegable de director, y se subió a ella. Encaramado en la silla,
alta e inestable, de los mismos grandes almacenes de Canal Street, se acomodó en el
respaldo de lona negra y metió los pies en el agua. Con el Casio sobre los muslos,
cerró los ojos y tocó las teclas, buscando un tono de plata pulida.
Si tocaba bien, llenaría el vacío de Ochún.
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Volapuk
MILGRIM, con el abrigo Paul Stuart que había robado el mes anterior de un
restaurante de la Quinta Avenida, vio cómo Brown abría la enorme puerta de placas
de acero con un par de llaves que sacó de una pequeña bolsa Ziploc transparente,
exactamente el tipo de bolsa que Dennis Birdwell, el camello del East Village de
Milgrim, usaba para pasar cristal.
Brown se irguió, dirigiendo a Milgrim su habitual mirada de desdén alerta.
—Ábrela —ordenó, cambiando levemente de postura. Milgrim así lo hizo,
manteniendo una manga del abrigo entre su mano y el pomo. La puerta se abrió a la
oscuridad y al rojo indicador de energía de lo que Milgrim supuso que era un
ordenador. Entró antes de que Brown tuviera oportunidad de empujarlo.
Se concentró en la diminuta pastilla de Ativan que se derretía bajo su lengua.
Había llegado a ese estado en que estaba pero no estaba allí, simplemente un punto
focal de algo rasposo que le recordaba las escamas microscópicas de las alas de una
mariposa.
—¿Por qué lo llaman así? —preguntó Brown, ausente, mientras el incómodo rayo
de su brillante linterna iniciaba un metódico interrogatorio sobre el contenido de la
habitación.
Milgrim oyó la puerta cerrarse tras ellos.
No era propio de Brown preguntar nada en tono ausente, y Milgrim lo interpretó
como indicativo de tensión.
—¿Llamar al qué?
Milgrim lamentó tener que hablar. Quería concentrarse por completo en ese
instante en que la pastilla sublingual pasaría de ser a no-ser.
El rayo de luz se posó en una de esas sillas de director que había junto a una
especie de fregadero.
El lugar olía a alguien que vivía ahí, pero no desagradablemente.
—¿Por qué lo llaman así? —repitió Brown, con una calma deliberada y ominosa.
Brown no era del tipo de hombre que se dirigía de buen grado a quienes no
consideraba a su nivel, bien por razones de carisma insuficiente o porque eran
extranjeros.
—Volapuk —dijo Milgrim, sintiendo que el Ativan hacía finalmente su truco de
no-ser—. Cuando escriben, teclean en una aproximación visual del cirílico, el
alfabeto ruso. Usan nuestro alfabeto, y algunos números, pero sólo los que se parecen
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más a sus letras cirílicas.
—Te he preguntado por qué lo llaman así.
—Esperanto —dijo Milgrim—. Era un lenguaje artificial, un plan para la
comunicación universal. El volapuk era otro. Cuando los rusos se procuraron
ordenadores, los teclados y pantallas estaban en alfabeto romano, no cirílico.
Falsificaron algo que se parecía al cirílico con nuestros caracteres. Lo llamaron
volapuk. Supongo que podríamos decir que fue una broma.
Pero Brown no era de ese tipo de hombres.
—A la mierda —dijo llanamente, su juicio definitivo sobre el volapuk, sobre
Milgrim, sobre esos FI en los que estaba tan interesado. Milgrim había descubierto
que FI era la forma que tenía Brown de llamar a los Facilitadores Ilegales, los
delincuentes cuyos delitos facilitaban los delitos de otros.
—Sujeta esto. —Brown le pasó a Milgrim la linterna, que estaba hecha de metal
moleteado, profesionalmente no reflectante. La pistola que Brown llevaba bajo su
abrigo, hecha en su mayor parte de compuesto de resina, era igualmente no
reflectante. Era como los zapatos y los complementos, pensó Milgrim: alguien usa
unos de caimán, a la semana siguiente los usan todos. Esa temporada, en Browntown,
se llevaba material no reflectante. Pero era una temporada muy larga, supuso
Milgrim.
Brown sacudió un par de guantes quirúrgicos de látex verde que había sacado de
un bolsillo.
Milgrim mantuvo la linterna donde Brown la quería, saboreando la perspectiva
que le permitía el Ativan. Una vez salió con una mujer a quien le gustaba decir que
las ventanas de las tiendas de excedentes del ejército eran himnos a la falta de poder
masculino. ¿Dónde estaba la falta de poder de Brown? Milgrim no lo sabía, pero
ahora podía admirar las verdes manos enguantadas de Brown, como criaturas
submarinas de algún teatro acuático del país de las hadas, entrenadas para imitar las
manos de un conjurador.
De un bolsillo, las manos sacaron una cajita de plástico transparente, y de ésta
extrajeron con destreza una cosa diminuta, celeste y plateada, colores que a Milgrim
le parecieron coreanos. Una pila.
Todo necesita pilas, pensó Milgrim. Incluso el aparatito fantasmal que el grupo de
Brown usaba para captar el texto del FI, lo poco que había, entrando y saliendo, en el
aire de esa habitación. Milgrim sentía curiosidad al respecto, porque por lo que sabía
no debería ser posible, no sin plantar un micro en el teléfono del FI. Y Brown había
dicho que este FI rara vez usaba el mismo teléfono, o la misma cuenta, dos veces. Los
compraba y los tiraba de continuo… cosa que, ahora que lo pensaba, era lo mismo
que hacía Birdwell.
Milgrim vio cómo Brown se arrodillaba ante un perchero y palpaba con sus
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manos enguantadas bajo la base de hierro forjado con ruedas de un extremo. Milgrim
quiso comprobar las etiquetas de la ropa del FI, algunas camisas y una chaqueta
negra, pero tenía que seguir iluminando las manos de Brown. APC, tal vez, juzgó,
entornando los ojos. Había visto al FI una vez, cuando Brown y él estaban sentados
en una cafetería de Broadway leyendo una revista y tomando un bocadillo. El FI pasó
de largo ante el escaparate empañado, y de hecho miró hacia el interior. Brown,
sorprendido, lo había perdido, susurró unos códigos a su casco, y Milgrim no
comprendió, al principio, que ese tipo de aspecto vulgar con la chupa de cuero negro
y solapa abierta por delante era el FI de Brown. A Milgrim le pareció una versión
étnica de un joven Johnny Depp. Brown se había referido una vez al FI y su familia
como cubano-chinos, pero Milgrim habría sido incapaz de hacer ninguna
identificación étnica. Filipino, de entrada, pero tampoco era eso. Y hablaban ruso. O
escribían en un alfabeto aproximado. Por lo que Milgrim sabía, la gente de Brown
nunca había interceptado ninguna voz.
La gente de Brown preocupaba a Milgrim. Muchas cosas le preocupaban, y
Brown no era la menor de todas ellas, pero tenía un clasificador mental especial para
la gente invisible de Brown. Parecía haber demasiados, para empezar. ¿Era poli,
Brown? ¿Eran polis quienes hacían este seguimiento de textos para él? Milgrim lo
dudaba. La gente de Brown tenía la palabra federal escrita en todo su modus
operandi, según le parecía, pero si ése era el caso, ¿qué era Brown?
Como respondiendo a su muda pregunta, Brown emitió un gruñidito
preocupantemente satisfecho, arrodillado todavía en el suelo. Milgrim vio cómo la
mano-criatura enguantada de verde volvía a surgir a la luz, sosteniendo una cosa
mate, negra y parcialmente cubierta de cinta igualmente mate y negra. Tenía una cola
de seis pulgadas de cable negro, con su propia cinta, y Milgrim supuso que estaría
usando ese perchero del viejo Distrito de la Moda como antena adicional.
Vio a Brown colocar la pila nueva, apuntando con cuidado el rayo de luz a lo que
Brown estaba haciendo, sin deslumbrarlo.
¿Era Brown algún tipo de federal? ¿FBI? ¿DEA? Milgrim había encontrado
ejemplos de ambos, suficientes para saber que eran especies muy distintas (y
mutuamente antagonistas). No podía imaginar tampoco que Brown fuera nada de eso.
Sin embargo, hoy en día debía de haber federales en especialidades de las que
Milgrim nunca había oído hablar. Pero algo en el aparente CI de Brown, no
demasiado alto, según consideraba Milgrim, y el grado de autonomía que parecía
manifestar en esta operación, fuera cual fuese, seguía inquietándolo, abriéndose paso
por la perspectiva proporcionada por el Ativan que sólo necesitaba para estar ahí de
pie sin gritar.
Vio a Brown sustituir el micro bajo la oxidada base del viejo perchero, la cabeza
gacha, concentrado en su tarea.
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Cuando Brown se incorporó, Milgrim lo vio derribar algo oscuro de la barra del
perchero. No hizo ningún sonido cuando golpeó el suelo. Cuando Brown recuperó la
linterna y se volvió, apuntando una vez más con ella a las pertenencias del FI,
Milgrim extendió la mano y tocó una segunda cosa oscura que todavía flotaba allí.
Lana mojada y fría.
El incómodo brillo de la linterna de Brown encontró un jarrón de aspecto barato,
hecho de algo nacarado y azul, junto a uno de los altavoces del sistema de sonido del
FI. La luz blanquiazul del amplificador encendido daba a la superficie lacada del
jarrón un brillo irreal, como si en su interior estuviera empezando un proceso
parecido a la fusión. Cuando la luz se apagó, fue como si Milgrim todavía pudiera ver
el jarrón.
—Salgamos de aquí —anunció Brown.
En la acera, mientras caminaban rápidamente hacia Lafayette, Milgrim decidió
que el síndrome de Estocolmo era un mito. Ya habían pasado varias semanas y
todavía no sentía ninguna empatía con Brown.
Ni pizca.
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4
En el locativo
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La camarera regresó con los cafés. Hollis vio cómo un inglés muy joven y muy
pálido compraba un paquete amarillo de American Spirit al hombre del mostrador. La
fina barba del hombre le recordó al musgo alrededor de un sumidero de mármol.
—¿Entonces la gente que se aloja en el Marmont no tiene ni idea, ninguna forma
de saber lo que has hecho allí? —preguntó. Igual que los peatones no tenían manera
de saber que pisaban a River dormido, en su acera de Sunset.
—No, nadie —respondió Alberto—. Todavía no.
Rebuscó en una mochila de lona que tenía sobre el regazo. Sacó un teléfono
móvil, unido con cinta plateada a otras diversas muestras de aparatos electrónicos
más pequeños.
—Con esto, sin embargo… —pulsó algo en una de las partes unidas, abrió el
teléfono, y empezó a teclear diestramente con el pulgar—. Cuando esté disponible
como paquete…
Se lo pasó. Un teléfono, y algo que ella reconoció como un GPS, pero la carcasa
había sido recortada en parte, y de ella salían más componentes electrónicos, sellados
bajo la cinta plateada.
—¿Qué hace?
—Mira.
Ella observó la pantallita. Se la acercó. Vio el pecho lanudo de Alberto, pero
confundido de algún modo con espectrales verticales y horizontales, un diseño
cubista semitransparente. ¿Cruces pálidas? Lo miró.
—No es una obra localizadora —dijo él—. No está etiquetado espacialmente.
Prueba con la calle.
Hollis volvió el híbrido envuelto en cinta hacia Sunset, y vio un plano nivelado y
perfectamente definido de cruciformes blancos, espaciados como en una parrilla
invisible, extendiéndose hacia el bulevar y la distancia virtual. Sus cuadros verticales
blancos, aproximadamente al nivel de la acera, parecían continuar, en una perspectiva
cada vez más leve y de algún modo subterránea, hasta la elevación de las colinas de
Hollywood.
—Bajas americanas en Irak —dijo Alberto—. Originalmente lo conecté a un sitio
que añadía cruces a medida que se iba informando de las muertes. Se puede llevar a
cualquier parte. Tengo una presentación en diapos de localizaciones seleccionadas.
Pensé en enviarlo a Bagdad, pero la gente supondría que las grabaciones reales sobre
el terreno en Bagdad están photoshopeadas.
Ella lo miró mientras un Range Rover negro atravesaba el campo de cruces, a
tiempo para verlo encogerse de hombros.
Odile entornó los ojos por encima del borde de su cuenco blanco de café au lait.
—Atributos cartográficos de lo invisible —dijo, bajando el cuenco—. Hipermedia
etiquetada espacialmente.
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La terminología parecía aumentar su fluidez verbal en inglés en un factor de diez:
ahora apenas tenía acento.
—El artista anotando cada centímetro de un lugar, de todas las cosas físicas.
Visible para todos, con aparatos como éste. —Indicó el teléfono de Alberto, como si
su hinchado vientre de cinta plateada estuviera preñado de todo un futuro.
Hollis asintió, y le devolvió el aparato a Alberto.
La ensalada de fruta y el panecillo tostado llegaron.
—¿Y has estado administrando este tipo de arte en París, Odile?
—En todas partes.
Rausch tenía razón, decidió Hollis. Había algo de lo que escribir aquí, aunque aún
estaba muy lejos de saber qué era.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —Alberto había devorado ya la mitad de su
ensalada de fruta. Un comedor metódico. Se detuvo, el tenedor en el aire, mirándola.
—¿Sí?
—¿Cómo supiste que Toque de Queda se había terminado?
Ella lo miró a los ojos y vio una profunda concentración otaku. Naturalmente,
aquello solía suceder si alguien la reconocía como la cantante de un grupo de culto de
principios de los noventa. Los fans de Toque de Queda eran virtualmente los únicos
que hoy sabían que el grupo había existido, aparte de los locutores de radio, los
historiadores del pop, los críticos y los coleccionistas. Con la naturaleza cada vez más
atemporal de la música, sin embargo, el grupo había continuado adquiriendo nuevos
fans. Y los que adquiría, como Alberto, eran a menudo formidablemente serios. Ella
no sabía qué edad podía tener él cuando Toque de Queda se disolvió, pero por lo
referente a su módulo fanboy, podría haber sido ayer mismo. Como aún tenía su
módulo fangirl bastante en su sitio para una amplia gama de cantantes, ella lo
comprendía, y por tanto sentía la responsabilidad de proporcionarle una respuesta
sincera, aunque fuera insatisfactoria.
—En realidad no lo supimos. Simplemente, se terminó. Dejó de suceder, a algún
nivel existencial, aunque nunca supe exactamente cuándo sucedió. Quedó
dolorosamente claro. Así que cerramos el chiringuito.
Alberto pareció tan satisfecho con la respuesta como ella esperaba, pero era la
verdad, por lo que sabía, y lo mejor que podía hacer por él. Nunca había podido
encontrar una razón clara, aunque desde luego no era algo sobre lo que pensara
mucho.
—Acabábamos de sacar aquel CD con cuatro canciones, y eso fue todo. Lo
supimos. Sólo que tardó un poquito en calar.
Esperando que eso fuera todo, ella empezó a untar crema de queso en una mitad
de su panecillo.
—¿Eso fue en Nueva York?
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—Sí.
—¿Hubo un momento concreto, algún lugar concreto, en que pudieras decir que
Toque de Queda se disolvió? ¿En que el grupo tomara la decisión de dejar de ser un
grupo?
—Tendría que pensarlo —respondió ella, sabiendo que eso no era realmente lo
que debería decir.
—Me gustaría hacer una obra —dijo él—. Tú, Inchmale, Heidi, Jimmy. Donde
quiera que estuvieseis. Disolviéndoos.
Odile había empezado a agitarse en el asiento tapizado, evidentemente a oscuras
en lo referente a la charla que estaban manteniendo, y disgustada.
—¿Eenchmale? —Frunció el ceño.
—¿Qué vamos a ver mientras estoy en la ciudad, Odile? —Hollis le sonrió a
Alberto, esperando haber indicado que la entrevista había terminado—. Necesito tus
sugerencias. Necesito acordar la agenda para entrevistarte —le dijo a Odile—. Y
también a ti, Alberto. Pero ahora mismo estoy agotada. Necesito dormir.
Odile cruzó las manos, lo mejor que pudo, en torno al cuenco de porcelana
blanco. Parecía como si algo con dientes muy pequeños hubiera roído sus uñas.
—Esta noche te recogeremos. Podremos visitar una docena de obras, fácilmente.
—El ataque al corazón de Scott Fitzgerald —sugirió Alberto—. Está calle abajo.
Ella miró las abigarradas, enormes, frenéticamente retorcidas letras de tinta
índigo carcelario que cubrían sus dos brazos, y se preguntó qué querrían decir.
—Pero no murió entonces, ¿no?
—Está en Virgin —dijo él—. Junto a la música étnica.
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5
Dos tipos de vacío
AL volver del Sunrise Market de Broome, justo antes de que cerraran, Tito se
detuvo a mirar los escaparates de Yohji Yamamoto, en Grand Street.
Poco más de las diez. Grand estaba completamente desierta. Tito miró a ambos
lados. Ni siquiera el amarillo de un taxi moviéndose en la distancia. Luego volvió a
mirar las solapas asimétricas de una especie de capa o sarape abotonado. Vio allí su
propio reflejo, ojos oscuros y ropa oscura. En una mano, una bolsa de plástico de
Sunrise, con su carga casi ingrávida de tallarines japoneses instantáneos en cuencos
de gomaespuma blanca. Alejandro se burlaba de él por esto, diciendo que bien podría
comerse los cuencos, pero a Tito le gustaban. Japón era un planeta de misterio
benigno, fuente de juegos y animes y teles de plasma.
Las solapas asimétricas de Yohji Yamamoto, sin embargo, no eran un misterio.
Era la moda, y le parecía entenderla.
Lo que a veces le costaba era llegar a comprender cómo equilibrar la costosa
austeridad del escaparate que contemplaba ahora y los igualmente austeros pero
distintos escaparates que recordaba de La Habana.
No había cristales en aquellos escaparates. Tras cada reja de metal tan
burdamente articulada, de noche, un único tubo fluorescente proyectaba una luz
submarina. Y nada que ofrecer, no importaba la hora del día: sólo suelos
cuidadosamente barridos y escayola descascarillada.
Vio su reflejo encogerse levemente de hombros en el escaparate de Yamamoto.
Continuó caminando, agradecido por tener los gruesos calcetines secos.
¿Dónde estaría Alejandro ahora?, se preguntó. Tal vez en ese bar sin nombre de la
Octava Avenida que le gustaba, bajo Times Square, su neón anunciando TABERNA y
nada más. Alejandro hacía que su galería de contactos se encontrara allí con él: le
gustaba recibir a traficantes y marchantes en aquella penumbra rojiza, entre travestis
portorriqueños muertos de sueño y unos cuantos buscavidas que intentaban pegársela
a la Autoridad Portuaria. A Tito no le gustaba aquel sitio. Parecía ocupar su propio
delta reptilesco de tiempo, un continuo sin salida de bebidas aguadas y ansiedad de
bajo nivel.
Cuando entró en su cuarto, vio que uno de los calcetines que había lavado antes se
había caído del sitio donde lo había puesto a secar, la percha con ruedas. Volvió a
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ponerlo en su sitio.
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6
Rize
MILGRIM disfrutaba del brillo superior del aparato óptico lleno de nitrógeno del
telescopio de Brown, que había sido fabricado en Austria, pero no del olor del chicle
de Brown, ni de su proximidad en la parte de atrás de la helada furgoneta de
vigilancia.
La furgoneta estaba aparcada en Lafayette, donde uno de los tipos de Brown la
había dejado para ellos. Brown se había apresurado para llegar y situarse en posición,
después de que su auricular le dijera que el FI se dirigía hacia aquí, pero ahora el FI
estaba mirando el escaparate de Yohji Yamamoto, sin moverse.
—¿Qué está haciendo? —Brown recuperó el telescopio. Hacía juego con su
pistola y su linterna, de aquel mismo no-color gris verdoso.
Milgrim se inclinó hacia adelante, para ver mejor a través de la mirilla. La
furgoneta tenía media docena repartida por sus costados, cada una cubierta por un
trozo móvil de plástico pintado de negro, atornillado. Coincidían, en el exterior
cubierto de grafiti, con sólidas zonas negras de los diversos dibujos. Suponiendo que
fueran pintadas genuinas, se preguntó Milgrim, reunidas a base de dejar la furgoneta
en la calle, ¿engañaría el disfraz de la furgoneta a un grafitero? ¿Cuánto tiempo
tenían aquellas pintadas? ¿Eran el equivalente urbano de emplear como uniforme de
camuflaje una vegetación que no correspondía con la estación en curso?
—Está mirando un escaparate —dijo Milgrim, sabiendo que era absurdo—. ¿Vas
a seguirlo ahora hasta su casa?
—No —respondió Brown—. Podría advertir la furgoneta.
Milgrim no tenía ni idea de a cuánta gente había apostado Brown para que
vigilara al FI allí plantado delante de la tienda de artículos japoneses, mientras ellos
entraban en su casa y cambiaban la pila del micro. Este mundo de gente que seguía y
vigilaba a otra gente era nuevo para Milgrim, aunque suponía que siempre había dado
por hecho que estaba allí, en alguna parte. Lo veías en las pelis y leías al respecto,
pero no pensabas en tener que respirar el aliento condensado de otro tío en la parte
trasera de una furgoneta helada.
Ahora le tocó a Brown el turno de inclinarse hacia delante, y de empujar la tapa
resistente del telescopio contra la fría y sudorosa piel de la furgoneta, para mirar con
mayor atención al FI. Milgrim se preguntó abstraídamente, casi con regodeo, cómo
sería coger algo y luego golpear a Brown en la cabeza. Llegó a mirar el suelo de la
furgoneta, para ver qué había disponible, pero no había nada más que las cajas de
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leche puestas boca abajo en las que ambos estaban sentados, y un hule doblado.
Como leyendo los pensamientos de Milgrim, Brown dejó de espiar por el
telescopio y se volvió de pronto a mirarlo.
Milgrim parpadeó, esperando poder mostrar mansedumbre e indefensión. Cosa
que no debería ser muy difícil, porque no le había pegado a nadie en la cabeza desde
la escuela elemental, y no era probable que lo hiciera ahora. Aunque nunca lo habían
retenido como cautivo antes, se recordó.
—Tarde o temprano enviará o recibirá algo desde esa habitación —dijo Brown—,
y tú lo traducirás.
Milgrim asintió, diligente.
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—. El mismo puñetero narcótico que la DEA tiene en Nivel Cuatro.
Milgrim miró el blíster.
—Ahora cierra la puñetera boca.
Oyó a Brown empezar a teclear de nuevo.
Se sentó de nuevo en la cama. ¿Rize? Su primer impulso fue llamar a su hombre
en el East Village. Miró el teléfono, sabiendo que no estaba conectado. El segundo
impulso fue preguntarle a Brown si podía prestarle su portátil, para poder buscar en
Google esa cosa. La DEA tenía una página con todos los productos de Nivel Cuatro,
marcas extranjeras incluidas. Pero claro, pensó, si Brown era realmente un federal,
incluso podría conseguir esas cosas de la DEA. Y sabía que pedirle el portátil a
Brown no sería mejor que usar el teléfono para llamar a Dennis Birdwell.
Y a Birdwell le debía dinero, algo embarazoso. Además, eso.
Puso el blíster con los comprimidos en la esquina de la mesita de noche más
cercana, alineando sus lados con los bordes, que tenían arcos negros ahí donde
huéspedes anteriores habían dejado cigarrillos encendidos. La forma de las
quemaduras le recordó los arcos de McDonald’s. Se preguntó si Brown iba a pedir
bocadillos pronto.
Rize.
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7
Buenos Aires
HOLLIS soñó que estaba en Londres con Philip Rausch, caminando por Monmouth
Street, hacia la aguja de Seven Dials. Nunca había visto en persona a Rausch, pero
ahora, al modo de los sueños, era también Reg Inchmale. Era de día, pero en pleno
invierno, el cielo de un gris incierto, y de repente se vio retrocediendo bajo un
exagerado brillo carnavalesco, mientras descendía sobre ellos la enorme masa
musical de la nave nodriza de Encuentros en la tercera fase, una película que se
estrenó cuando ella tenía siete años, y una de las favoritas de su madre, pero estaba
aquí y ahora, enorme y de algún modo capaz de encajar en la estrechez de Monmouth
Street, como una especie de elemento eléctrico para calentar reptiles en sus jaulas,
mientras Inchmale y ella retrocedían, boquiabiertos.
Pero entonces este Rausch-Inchmale dijo, soltando bruscamente su mano, que
después de todo no era más que un adorno de navidad, colgado allí entre el hotel a la
derecha y la cafetería a la izquierda. Y sí, ahora ella vio claramente los cables que lo
sostenían, pero sonaba un teléfono, a través de la ventana de una tienda cercana, y vio
que era una especie de teléfono de campo de la Gran Guerra, su funda de lona
manchada de barro claro, como lo estaban los ásperos dobladillos de lana de los
pantalones de Rausch-Inchmale…
—¿Diga?
—Rausch.
«Lo mismo te digo», pensó, el móvil abierto junto a la oreja. La luz de Los
Ángeles roía los bordes de las cortinas del Mondrian.
—Estaba dormida.
—Tengo que hablar con usted. Los investigadores han encontrado algo que tiene
que ver. Dudamos que Odile lo conozca todavía, pero Corrales desde luego lo
conoce.
—¿De quién se trata, para que Alberto lo conozca?
—Bobby Chombo.
—¿Chombo?
—Es el rey de los tecno-ayudantes, esos artistas locativos. Su geohacker. Las
señales GPS no pueden penetrar los edificios. Hace rondas. Triangula las antenas de
los móviles, otros sistemas. Muy astuto.
—¿Quiere que me reúna con él?
—Si no puede conseguirlo a través de Corrales, telefonéeme. Haremos algo desde
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aquí.
No era una pregunta. Ella alzó las cejas en la oscuridad y asintió en silencio: Sí,
jefe.
—Muy bien.
Se produjo una pausa.
—¿Hollis?
Ella se irguió en la oscuridad, adoptando una postura del loto ligeramente
defensiva.
—¿Sí?
—Cuando esté con él, preste especial atención a todo lo que pueda referirse a
envíos.
—¿Envíos?
—Pautas de envíos globales. Sobre todo a la luz del estilo de etiquetado
geoespacial que están haciendo Odile y Corrales. —Otra pausa—. O iPods.
—¿iPods?
—Como medio de transferencia de datos.
—¿Cómo alguna gente los utiliza como pen-drives?
—Exactamente.
Hubo algo en todo esto, de pronto, que no le gustó a Hollis, y de un modo
completamente nuevo. Imaginó la cama como un desierto de arena blanca. Algo
trazaba círculos, oculto, bajo su superficie. Tal vez el Gusano Mongol de la Muerte,
una de las mascotas imaginarias de Inchmale.
«Hay momentos en que decir lo menos que puedas es lo mejor que puedes hacer»,
decidió.
—Hablaré con Alberto.
—Bien.
—¿Se han encargado ya de la factura?
—Por supuesto.
—Espere —le dijo ella—. Voy a llamar a recepción desde la otra línea.
—Dele diez minutos. Voy a comprobarlo, también.
—Gracias.
—Hemos estado hablando de usted, Hollis. —El más vago de los plurales
empresariales.
—¿Sí?
—Estamos muy contentos con usted. ¿Qué le parecería un puesto fijo?
Ella sintió el Gusano Mongol de la Muerte acercarse, entre las dunas de algodón.
—Eso es muy importante, Philip. Tendré que pensármelo.
—Hágalo.
Hollis cerró el teléfono.
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Exactamente diez minutos más tarde, utilizó el teléfono de la habitación para
llamar a recepción, y recibió confirmación de que su factura, todos los gastos
incluidos, estaba ahora en una tarjeta Amex a nombre de Philip M. Rausch. Hizo que
la pasaran con la peluquería del hotel, descubrió que había un hueco, y reservó hora
para hacerse un corte de pelo.
Eran poco más de las dos, lo que suponía que eran poco más de las cinco en
Nueva York, mientras que en Buenos Aires eran dos horas más tarde. Recuperó en la
pantalla de su móvil el número de Inchmale, pero marcó desde el teléfono de la
habitación. Él respondió inmediatamente.
—¿Reg? Hollis. Estoy en Los Ángeles. ¿Estás cenando?
—Angelina le está dando de comer a Willy. ¿Cómo te encuentras?
Su hijo de un año. Angelina era la esposa argentina de Reg Inchmale, cuyo
apellido de soltera era Ryan, y cuyo abuelo era piloto de barco en el río Paraná. Había
conocido a Inchmale mientras trabajaba para Dazed & Confused u otra revista por el
estilo. Hollis nunca había podido entenderlo. Angelina sabía tanto de publicar revistas
en Londres como cualquiera que Hollis pudiera imaginar.
—Hecha un lío —admitió—. ¿Cómo estás tú?
—Algo mejor. Los días buenos, al menos. Creo que la paternidad me sienta bien.
Y aquí son de la vieja escuela. Todavía no han granallado nada. Es como era antes
Londres. Negro de mugre. O Nueva York, ahora que lo pienso.
—¿Puedes pedirle una cosa a Angelina de mi parte?
—¿Quieres hablar con ella tú misma?
—No, le está dando de comer a Willy. Pregúntale qué sabe, si sabe algo, de una
revista que están preparando llamada Nódulo.
—¿Nódulo?
—Quiere ser como Wired, pero no pueden decirlo. Creo que el dinero es belga.
—¿Quieren entrevistarte?
—Me han ofrecido un empleo. Estoy trabajando para ellos, como freelance. Me
preguntaba si Angelina se habría enterado de algo.
—Espera —dijo él—. Tengo que soltar esto. Está conectado a la pared con un
cordón…
Ella lo oyó depositar el auricular sobre una superficie. Bajó su propio teléfono y
escuchó el tráfico de la tarde en Sunset. No tenía ni idea de dónde se había metido el
robot de Odile, pero estaba callado.
Oyó a Inchmale volver a coger el teléfono en Buenos Aires.
—Bigend —dijo.
Desde Sunset, ella oyó los frenos, el impacto, los cristales rotos.
—¿Qué has dicho?
—Bigend. Como «big» y «end». Un magnate de la publicidad.
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El ulular de la alarma de un coche.
—¿El que se casó con Nigella?
—Ése es Saatchi. Hubertus Bigend. Belga. La empresa se llama Hormiga Azul.
—¿Y?
—Angie dice que tu Nódulo es un proyecto de Bigend, si es en efecto una revista.
Nódulo es una de varias empresas pequeñas que tiene en Londres. Tuvo algunos
tratos con su agencia, cuando estaba en la revista, ahora que lo pienso. Algún tipo de
encontronazo.
Hollis oyó la alarma interrumpirse, y luego el gemido de una sirena que se
acercaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Inchmale.
—Un accidente en Sunset. Estoy en el Mondrian.
—¿Siguen usando un director de casting para contratar a los botones?
—Eso parece.
—¿Paga Bigend?
—Por supuesto —dijo ella. Muy cerca, oyó otro chirrido de frenos, y luego la
sirena, que sonaba muy fuerte hasta entonces, se apagó.
—No puede ser tan malo —dijo él.
—No, no puede.
¿Podía?
—Te echamos de menos. Deberías estar en contacto.
—Lo haré, Reg. Gracias. Y dale las gracias a Angelina.
—Adiós.
—Hasta otra.
Otra sirena se acercó mientras colgaba el teléfono. Una ambulancia esta vez,
supuso. Decidió que no iba a mirar. No parecía demasiado grave, pero en realidad no
quería que lo fuera en absoluto, ahora mismo.
Con un lápiz del Mondrian perfectamente afilado, escribió BIGEND en letras
mayúsculas en un bloc cuadrado de papel blanco también del Mondrian.
Lo buscaría luego en Google.
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8
Asustándola
HOLLIS vio cómo Alberto trataba de explicar el casco y el portátil a los guardias
de seguridad de Virgin. Los dos funcionarios, uniformados de cualquier manera, no
parecían estar muy por la labor. A estas alturas, tuvo que admitir que ella tampoco.
Alberto tenía una obra de Jim Morrison que quería mostrarle, allá en Wonderland
Avenue, y eso no le hacía mucha gracia. Aunque consiguiera sortear de algún modo
la icónica religiosidad del Rey Lagarto, y concentrarse en, digamos, las obras al
calíope de Ray Manzarek, no quería tener que escribir sobre monumentos virtuales
invisibles a los Doors, a ninguno de ellos. Aunque como Inchmale había recalcado
varias veces, cuando ellos mismos formaban parte de un grupo, Manzarek y Krieger
habían hecho maravillas, neutralizando la embriagada obstinación del otro tipo.
Allí de pie en la noche contaminada, en ese complejo de saldos en la esquina de
Crescent Heights y Sunset, viendo a Alberto Corrales discutir que ella, Hollis Henry,
debería poder ver su interpretación virtual del ataque cardíaco de Scott Fitzgerald,
sintió una especie de despegue, una vaguedad aumentada, debido, posiblemente, a su
nuevo corte de pelo, ejecutado a su completa satisfacción por un joven encantador y
lleno de talento del salón de belleza del Mondrian.
El ataque al corazón de Fitzgerald no había sido fatal. Perderse la versión de
Alberto tampoco sería fatal para su artículo. O perderse la mayor parte, puesto que se
le había permitido echar una breve ojeada: un hombre con una chaqueta de tweed
agarrándose el pecho en un moderno mostrador cromado, con un paquete de
Chesterfield en la mano derecha. Los Chesterfield, decidió, tenían una resolución
algo más amplia que el resto del lugar, que parecía interesantemente detallado, hasta
la extraña forma de los vehículos de Sunset, pero la incomodidad de los guardias de
seguridad de Virgin con todo lo que llevara una máscara o un visor parecido a una
máscara había puesto fin a aquello, y Hollis devolvió rápidamente el visor a Alberto y
salió de allí.
Odile podría haber podido engatusar a los guardias, pero sucumbió a un ataque de
asma, dijo, provocado por la biomasa aérea de la tormenta de la noche anterior o por
la masa casi crítica de productos de aromaterapia que se encontraban en diversas
formas en el Standard.
Y sin embargo Hollis todavía se sentía extrañamente en calma; esa inesperada
claridad, ese momento quizás de lo que el difunto Jimmy Carlyle, el bajo de Toque de
Queda, había llamado la serenidad antes de partir de este valle de heroína. Dentro de
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esta calma Hollis se reconocía como esa mujer de la edad y la historia que era ella,
aquí, esta noche, y se sentía más o menos de acuerdo con todo, al menos hasta que
Nódulo vino a llamarla, la semana anterior, con una oferta que no pudo rechazar ni,
en realidad, comprender.
Si Nódulo era, como la había descrito el juvenil pero metálico Rausch, una revista
de tecnología con un sesgo cultural (una revista de tecnología, como ella la
consideraba, con pantalones interesantes), ¿tenía sentido que ella, antigua vocalista de
Toque de Queda y ocasional periodista de segunda, fuera contratada por una pasta
interesante para escribir sobre esta moda artística fulminantemente friki?
Pues no, dijo algo en el núcleo quieto de su calma momentánea. No, desde luego.
Y la anomalía nuclear tomaba forma, revelada casi con certeza, en el hecho de que
Rausch hubiera dado aquella orden aparente para ver a Bobby Chombo, quienquiera
o lo que quiera que fuese, y reunirse con él, para ver algo que tenía que ver con
envíos, «pautas de envío global». Ésa era la clave, fuera lo que fuese, y
probablemente no tenía nada que ver con Odile Richard y el resto de esa gente.
Y entonces, con la mirada fija en el veloz tráfico de Sunset, vio a la batería de
Toque de Queda, Laura «Heidi» Hyde, conduciendo lo que Hollis, nunca entendida
en coches, consideró un pequeño cuatro por cuatro de origen alemán. Por si
necesitaba más confirmación, sabía que Heidi, con quien no había hablado desde
hacía casi tres años, vivía ahora en Beverly Hills, y trabajaba en Century City, y la
había entrevisto, ahora mismo, volviendo a casa al salir del trabajo.
—Montones de mierda fascista —protestó Alberto, acalorado, acercándose a ella
con el portátil bajo un brazo y el visor bajo el otro. De algún modo parecía demasiado
serio para decir algo así, y por un instante ella lo imaginó como un personaje de una
animación simplificada gráficamente.
—No importa —le tranquilizó—. No importa, de verdad. Le eché un vistazo. Lo
vi. Tengo la idea general.
Él la miró, parpadeando. ¿Estaba al borde de las lágrimas?
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—¿Nada?
—Es el diseño de un artista de Tokio. Hace estos alfabetos, abstractos hasta el
punto de ser completamente ilegibles. La secuencia fue generada al azar.
—Alberto, ¿qué sabes de Nódulo, la revista para la que estoy trabajando?
—¿Europea? ¿Nueva?
—¿Conocías a Odile antes de que apareciera para hacer esto?
—No.
—¿Habías oído hablar de ella antes?
—Sí. Es galerista.
—¿Y se puso en contacto contigo, para que te reunieras conmigo, para Nódulo?
—Sí.
El camarero llegó con dos Coronas. Ella cogió la suya, la hizo chocar con la de él,
y bebió de la botella. Tras una pausa, Alberto hizo lo mismo.
—¿Por qué me preguntas estas cosas?
—No he trabajado para Nódulo antes. Estoy intentando entender qué es lo que
hacen, cómo hacen las cosas.
—¿Por qué has preguntado por Bobby?
—Estoy escribiendo sobre tu arte. ¿Por qué no preguntar por la parte técnica?
Alberto parecía incómodo.
—Bobby… —empezó a decir, luego se detuvo—. Es una persona muy reservada.
—¿Ah, sí?
Alberto pareció entristecerse.
—La visión es mía, y yo construí la obra, pero Bobby la hackea para mí. La hace
funcionar, incluso bajo techo. Y se encarga de instalar los routers.
—¿Los routers?
—A estas alturas, cada obra necesita su propia conexión inalámbrica.
—¿Dónde está el de River?
—No lo sé. El de Newton está en un seto de flores. El de Fitzgerald es bastante
complicado, no siempre está allí.
—¿No querría hablar conmigo?
—No creo que le guste ni siquiera que hayas oído hablar de él. —Alberto frunció
el ceño—. ¿Cómo te enteraste?
—¿Mi editor de Nódulo, en Londres, el que supervisa la obra? Se llama Philip
Rausch. Dijo que tú lo conocerías, y que Odile probablemente no.
—No lo conoce.
—¿Puedes conseguir que Bobby hable conmigo, Alberto? —No es…
—¿No es fan de Toque de Queda? —Algo en su interior rechinó por tener que
recurrir a esa carta.
Alberto se echó a reír. Un borbotón que salió de su gran corpachón como dióxido
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de carbono. Le sonrió, felizmente embelesado de nuevo. Tomó otro sorbo.
—La verdad es que os escucha —dijo—. La música de Toque de Queda es algo
con lo que pudimos conectar.
—Alberto, me gusta tu trabajo. Me gusta lo que he visto. Quiero ver más. Tu obra
de River Phoenix fue mi primera experiencia con el medio, y fue muy potente.
Él permanecía silencioso, expectante.
—Necesito tu ayuda, Alberto. No he trabajado en artículos de este tipo antes.
Estoy intentando captar cómo se trabaja para Nódulo, y Nódulo me pide que hable
con Bobby. No hay ningún motivo por el que deba esperar que confíes en mí…
—Pero lo hago —dijo él, con una cadencia notablemente pesimista—. Confío en
ti, Hollis, es que… —Dio un respingo—. No conoces a Bobby.
—Háblame de Bobby.
Él puso un dedo sobre el blanco mantel, dibujó una línea. La cruzó con otra, en
ángulo recto.
—La parrilla GPS —dijo.
Ella sintió cómo se le erizaban los diminutos vellos de la espalda, por encima de
la cintura.
Alberto se inclinó hacia adelante.
—Bobby divide su casa en cuadrados más pequeños, dentro de la parrilla. Lo ve
todo en términos de retículas GPS, el mundo dividido de esa forma. Lo está, claro,
pero… —Frunció el ceño—. No duerme dos veces en el mismo cuadrado. Los cruza,
nunca vuelve a aquel en que ha dormido antes.
—¿Te parece extraño?
A ella se lo parecía, desde luego, pero no tenía ni idea de lo que Alberto
consideraba excéntrico.
—Bobby es, bueno, Bobby. ¿Extraño? Decididamente. Difícil.
Aquello no iba adonde ella quería que fuera.
—También necesito saber más sobre cómo haces tus obras.
«Eso debería valer», pensó. Él sonrió de inmediato.
Llegaron las hamburguesas. Ahora pareció como si él quisiera descartar la suya.
—Empieza con una sensación de lugar —dijo—. El hecho, el lugar. Luego
investigo. Recopilo fotografías. Para el de Fitzgerald, naturalmente, no había
imágenes del hecho, había poquísimo de importancia. Pero había fotos suyas tomadas
más o menos en el mismo período. Notas de ropa, de cortes de pelo. Otras
fotografías. Y todo lo que pude encontrar sobre Schwab’s. Y había un montón sobre
Schwab’s, porque era el drugstore más famoso de América. En parte porque Leon
Schwab, el propietario, seguía diciendo que descubrieron a Lana Turner allí, sentada
en un taburete ante su fuente de soda. Ella negaba que hubiera nada de verdad en la
historia, y parece que Schwab se lo inventó para atraer clientes a su local. Pero
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consiguió que las revistas lo fotografiaran. Hay muchísimos detalles.
—¿Y tú conviertes las fotos… en 3-D? —Ella no estaba segura de cómo
expresarlo.
—¿Estás de broma? Lo modelo todo.
—¿Cómo?
—Construyo modelos virtuales, luego los cubro con pieles, texturas que he
sampleado o creado yo mismo, habitualmente para esa obra específica. Cada modelo
tiene un esqueleto virtual, así que puedo colocar y posicionar la figura en su entorno.
Uso luces digitales para añadir sombras y reflejos. —La miró con los ojos
entornados, como si intentara decidir si ella estaba prestando atención de verdad—.
El modelado es como amasar barro. Lo hago en una estructura interna de
articulaciones: el esqueleto, con una espina dorsal, hombros, codos, dedos. No es
muy distinto a diseñar figuras para un juego. Luego modelo múltiples cabezas, con
expresiones levemente distintas, y las combino.
—¿Por qué?
—Es más sutil. De esa forma, las expresiones no parecen inventadas. Las coloreo,
y luego cada superficie del modelo se envuelve con una textura. Colecciono texturas.
Algunas de mis texturas son pieles de verdad, escaneadas. Para la obra de River no
pude conseguir la piel de verdad. Al final sampleé a una niña vietnamita. Funcionó.
La gente que lo conoció dijo que estaba bien.
Ella dejó la hamburguesa, tragó.
—No te imaginaba haciendo todo eso. De algún modo pensaba que tan sólo…
¿sucedía? ¿Con… tecnología?
Él asintió.
—Sí. La uso mucho. Todo el trabajo que tengo que hacer parece un poco
anticuado, arcaico. Tengo que colocar luces virtuales para que las sombras se
proyecten correctamente. Luego hay cierta cantidad de «relleno», atmósfera, para el
entorno. —Se encogió de hombros—. El original sólo existe en el servidor, cuando
termino, en dimensiones virtuales de largo, ancho y alto. A veces pienso que aunque
el servidor se cayera y se llevara mi modelo consigo, ese espacio seguiría existiendo,
al menos como posibilidad matemática, y que el espacio en el que vivimos… —
Frunció el ceño.
—¿Sí?
—Podría funcionar igual.
Volvió a encogerse de hombros, y cogió su hamburguesa.
«Me estás asustando de verdad», pensó ella.
Pero tan sólo asintió gravemente y cogió también su hamburguesa.
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Una guerra civil fría
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—Semenov fue el primer consejero de la KGB de Castro.
Tito miró a su primo. Eso era como oír un cuento de hadas, aunque no del todo
desconocido. Y entonces los niños encontraron un caballo volador, les decía su
madre. Y entonces el abuelo conoció al consejero de la KGB de Castro. Se volvió
hacia el hornillo.
—El abuelo fue uno de los participantes que menos tuvo que ver con la formación
de la Dirección General de Inteligencia.
—¿Carlito te ha dicho eso?
—Yo lo sabía ya. Por Juana.
Tito pensó en esto mientras ponía la tetera a hervir. Los secretos de su abuelo no
podían haberse ido completamente con él. Las leyendas crecían como las
enredaderas, a través de una familia como la suya, y el barrizal de su historia
compartida, aunque profundo, era estrecho, constreñido por la necesidad de
secretismo. Juana, hasta ahora a cargo de la producción de los documentos
necesarios, habría disfrutado de cierta visión general. Y Juana, Tito lo sabía, era la
más profunda de todas, la más tranquila, la más paciente. A menudo la visitaba, aquí.
Ella lo llevaba al supermercado El Siglo XX a comprar malanga y boniato. Las salsas
que preparaba eran de una potencia que a él ya le resultaba extraña, pero sus
empanadas le hacían sentirse como si estuviera bendecido. Nunca le había hablado de
este Semenov, pero le había enseñado otras cosas. Miró hacia el recipiente que
contenía a Ochún.
—¿Qué te dijo Carlito del viejo?
Alejandro lo miró por encima de sus rodillas.
—Carlito dijo que hay una guerra en América.
—¿Una guerra?
—Una guerra civil.
—No hay ninguna guerra en América.
—Cuando el abuelo ayudó a formar la DGI, en La Habana, ¿estaban los
americanos en guerra con los rusos?
—Eso fue la «guerra fría».
Alejandro asintió, abrazando sus rodillas con las manos.
—Una guerra civil fría.
Tito oyó un agudo clic en la dirección del jarrón de Ochún, pero pensó en cambio
en Elleggua, el que abre y cierra los caminos. Miró de nuevo a Alejandro.
—No sigues la política, Tito.
Tito pensó en las voces de la Emisora Rusa de América, rezongando, llevándose
su ruso con ellas.
—Un poco —dijo.
La tetera empezó a silbar. Tito la apartó del fuego y echó un poco de agua
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hirviendo en el tchainik. Luego añadió las dos bolsas de té y sirvió el agua con un
habitual movimiento rápido. Puso la tapa.
La forma en que Alejandro estaba sentado en la cama le recordó a Tito cómo él y
sus compañeros de clase, al amanecer, hacían bailar un trompo de madera de un
adoquín a otro, el calor del día congregándose en la calle a su alrededor. Llevaban
pantalones cortos estrechos y pañuelos rojos. ¿Bailaba alguien el trompo, en
América?
Mientras dejaba reposar el tchainik, se sentó junto a Alejandro en el colchón.
—¿Comprendes cómo llegó nuestra familia a ser lo que es, Tito?
—Empieza con el abuelo, y la DGI.
—No estuvo allí mucho tiempo. La KGB necesitaba su propia red en La Habana.
Tito asintió.
—Por parte de la abuela, siempre estuvimos en el barrio de Colón. Juana dice que
antes de Batista.
—Carlito dice que la gente del gobierno está buscando a tu viejo.
—¿Qué gente?
—Carlito dice que esto le recuerda a La Habana, a los años antes de que se
marcharan los rusos. Ahora nada es como de costumbre. Dice que ese viejo tuvo que
ver con que viniéramos aquí. Que fue una magia grande, primo. Más grande que la
que nuestro abuelo habría podido hacer solo.
Tito recordó de pronto el olor de los periódicos en inglés, en su maleta
enmohecida.
—¿Le dijiste a Carlito que pensabas que es peligroso?
—Sí.
Tito se levantó para servir dos vasos de té del tchainik.
—¿Y te dijo que nuestra familia tiene una obligación?
Estaba elucubrando. Miró de nuevo a Alejandro.
—Y que se te requiere específicamente.
—¿Por qué?
—Le recuerdas a nuestro abuelo. Y a tu padre, que trabajaba para este mismo
viejo cuando murió.
Tito le pasó a Alejandro un vaso de té.
—Gracias —dijo Alejandro.
—De nada —respondió Tito.
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Nuevo devónico
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por 3,50 dólares, quizás al hombre a quien Milgrim había robado el abrigo.
El Mesías Flagelante, tal como Milgrim lo imaginaba, era una especie de figura
de acción de Hyeronimus Bosch de brillantes colores, moldeada con vinilo japonés de
grado muy superior. Encapuchado de amarillo, el Mesías Flagelante se movía por un
paisaje de color pardo habitado también por otras figuras, todas ellas hechas con el
mismo vinilo. Algunas tenían influencia de El Bosco: pongamos, por ejemplo, un
enorme par de glúteos desnudos ambulantes, de entre los cuales sobresalía el astil de
madera de una gran flecha. Otras, como el Mesías Flagelante, surgían de la historia
robada, que leía cada noche, pero de modo bastante circular. Nunca había sentido
ningún interés por estas cosas antes, que pudiera recordar, pero ahora le resultaba de
algún modo reconfortante que sus sueños estuvieran coloreados de esta forma.
Veía al FI, por algún motivo, como una criatura de El Bosco con cabeza de
pájaro, perseguida por Brown y por la gente de Brown, una figura encapuchada de
marrón montada a horcajadas en bestias heráldicas que no eran del todo caballos, sus
estandartes al viento inscritos con eslóganes escritos en el volapuk del FI. A veces
viajaban durante días por los estilizados bosquecillos que rodeaban aquel paisaje,
atisbando extrañas criaturas a la sombra de los árboles. En ocasiones Brown y el
Mesías Flagelante se fundían, de modo que Milgrim a veces despertaba de sueños en
los que Brown le desgarraba la piel con látigos cuyas púas estaban recubiertas del
mismo verde grisáceo que cubría su pistola, la linterna y el telescopio.
Pero esta nueva era devónica, los bajíos de sangre caliente donde nadaban estas
visiones, pertenecían no al Ativan, sino al Rize, un producto japonés por el que
Milgrim había tomado inmediatamente un firme respeto. Sentía que había
posibilidades inherentes al Rize que sólo podrían ser reveladas con nuevas
aplicaciones. Había una sensación de movilidad que faltaba recientemente, aunque se
preguntaba si esto tenía algo que ver con el hecho de que lo retuvieran como cautivo.
La llegada del Rize, sin embargo, le hacía más fácil pensar en ese concepto, el
cautiverio, y le parecía que resultaba doloroso. No se hallaba en buen estado cuando
apareció Brown, y alguien con Ativan y órdenes no pareció mala idea. De hecho, se
recordó Milgrim, ahora podría estar muerto si no hubiera sido por Brown. Sabía que
existía la posibilidad de sufrir ataques, si se retiraba demasiado rápido la medicación.
Y el suministro, cuando no tenía dinero, era, como poco, problemático.
Daba igual. ¿Cuánto tiempo esperaba uno vivir en el aire tenso y viciado de la
testosterona cuajada de Brown? «Podrían hacerme desaparecer», dijo una versión de
la propia voz de Milgrim, en algún lugar de alguna ciudadela superviviente de su yo.
Tal vez nunca hubiera usado el verbo antes, en aquel sentido peculiarmente argentino,
pero ahora encajaba. O podría encajar fácilmente. En lo referido a su vida anterior, ya
había desaparecido. Nadie sabía dónde estaba, aparte de su captor. Brown le había
quitado su identificación. Milgrim no tenía dinero en efectivo, ni tarjeta de crédito, y
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dormía en habitaciones con cajas verde-grisáceas en la puerta, para alertar a Brown si
intentaba marcharse.
Lo más crucial, sin embargo, era el asunto de la medicación. Brown la
proporcionaba. Aunque Milgrim consiguiera escapar, sólo podría hacerlo con un día
de suministro para seguir funcionando. Brown nunca proporcionaba más.
Suspiró, sumergiéndose en la cálida y ondulante sopa amniótica de su estado.
Esto era bueno. Era muy bueno. Si tan sólo pudiera llevárselo consigo.
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Bobbylandia
AL este por Santa Mónica, Alberto conducía el Volswagen pintado de azteca, con
Hollis a su lado.
—Bobby es agorafóbico —le dijo, esperando en un semáforo tras un Jeep Grand
Cherokee Laredo negro con los cristales tintados—. No le gusta salir. Pero tampoco
le gusta dormir dos veces en el mismo sitio, así que lo tiene difícil.
—¿Siempre ha sido así?
El Cherokee arrancó, y Alberto lo siguió. Hollis quería que siguiera hablando.
—Lo conozco desde hace un par de años, y no podría decírtelo.
—¿Tiene reputación, en la comunidad, por lo que hace? —Al mencionar
vagamente la «comunidad», esperaba que él llenara un par de espacios en blanco.
—Es el mejor. Era el principal mediador de una compañía de Oregón que
diseñaba maquinaria de navegación profesional, cosa de militares. Dice que eran muy
innovadores.
—¿Pero ahora está aquí ayudándote con tu arte?
—Lo activa. Si no fuera por Bobby, no podría colgar mis cosas. Lo mismo con el
resto de los artistas que conozco.
—¿Y la gente que está haciendo esto en Nueva York, o en Tulsa? No es sólo cosa
de Los Ángeles, ¿no?
—Global. Es global.
—¿Entonces quién hace por ellos lo que hace Bobby?
—Bobby está relacionado con parte de lo que se hace en Nueva York. ¿Linda
Morse, la que hace el bisonte en Nolita? Bobby. Hay gente haciéndolo en Nueva
York, Londres, en todas partes. Pero Bobby es nuestro, de aquí…
—¿Es como… un productor? —Confió en que él entendería que se refería a la
música, no al cine.
Alberto la miró.
—Exactamente, aunque no estoy seguro de querer que me cites.
—Off the record.
—Es como un productor. Si alguien más hiciera lo que hace Bobby por mí, mi
trabajo sería distinto. Llegaría al público de otra manera.
—Entonces dirías que un artista, trabajando en tu medio, que tuviera todas las
innovaciones de Bobby, sería…
—¿Un artista mejor?
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—Sí.
—No necesariamente. La analogía con la industria del disco es acertada. ¿Cuánto
de su fuerza se debe al material, al artista, o a la habilidad y la sensibilidad del
productor?
—Háblame de su sensibilidad.
—Bobby es un técnico, una especie de literalista mimético, sin saberlo.
Bobby, comprendió ella, no iba a recibir mucho crédito estético, por mucho que
lo posibilitara.
—Quiere que parezca «real», y no tiene que complicarse la vida con lo que
significa «real». Así que se implica en el trabajo…
—¿Como tu River?
—Lo importante es que, si no tuviera a Bobby, no podría hacer ninguna obra de
interior. Incluso algunas de las instalaciones exteriores funcionan mejor si triangula
los repetidores de móviles. Para la obra de Fitzgerald, usa el sistema RFID de Virgin.
—Parecía preocupado—. No le gustará que te lleve.
—Si le hubieras preguntado, habría dicho que no.
—Así es.
Cuando atravesaban un cruce ella se fijó en una señal: ahora estaban en Romaine,
en una zona de edificios bajos y anodinos, la mayor parte con aspecto antiguo. Había
pocas cosas que llamaran la atención, pues aquí la regla parecía ser un ordenado
anonimato. Habría compañías de depósito de películas, supuso, casas de efectos,
incluso algún estudio de grabación. Las texturas eran hogareñas, nostálgicas: bloques
de ladrillo encalado, ventanas de acero pintado y tragaluces, postes de madera que
sostenían enormes grupos de transformadores. Parecía el mundo de la industria de la
luz americana según se describía en los textos cívicos de los años cincuenta.
Aparentemente desierto ahora, aunque ella dudaba que estuviera mucho más
transitado de día.
Alberto salió de Romaine, detuvo el coche, aparcó, rebuscó en la parte trasera su
portátil y su casco.
—Con suerte, podremos ver alguna obra nueva —dijo.
Salieron del coche, y ella lo siguió, con el PowerBook en su bolsa colgado del
hombro, hacia una estructura anodina y sin ventanas de hormigón pintado de blanco.
Alberto se detuvo junto a una puerta de metal pintada de verde, le tendió el aparato
interfaz, y pulsó un botón insertado en el hormigón que parecía un diseño extraído del
Standard.
—Mira aquí arriba —dijo él, señalando a nada en particular, arriba a mano
derecha de la puerta. Ella así lo hizo, suponiendo que había una cámara, aunque no
podía verla—. Bobby, sé que no te gustan las visitas, mucho menos sin invitación,
pero creo que querrás hacer una excepción con Hollis Henry.
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Hizo una pausa, como un showman.
—Compruébalo. Es ella.
Hollis estuvo a punto de sonreír en dirección a la cámara invisible, pero en vez de
eso fingió que la estaban fotografiando para un pase de prensa de Toque de Queda.
En aquellos días tenía un ceño semifruncido característico. Si invocaba la época y se
relajaba, la expresión podía emerger por defecto.
—Alberto… Mierda… ¿Qué estás haciendo? —La voz era débil, carente de
dirección, vacía de género.
—Traigo a Hollis Henry de Toque de Queda, Bobby.
—Alberto…
La vocecita pareció no encontrar las palabras.
—Lo siento —protestó ella, devolviendo el visor a Alberto—. No quiero
molestarte. Pero Alberto me ha enseñado su arte, explicando lo importante que eres
para lo que está haciendo, y yo…
La puerta verde se sacudió y se abrió hacia dentro unos centímetros. Un flequillo
rubio y un ojo azul asomaron. Esto tendría que haber parecido ridículo, infantil, pero
a ella le pareció aterrador.
—Hollis Henry —dijo, y la voz ya no era débil, restaurado su género. El resto de
la cabeza de Bobby apareció. Tenía, igual que Inchmale, la auténtica y arcaica nariz
rockera. La napia Townshend-Moon. Ella sólo encontraba esto problemático en los
varones que no eran músicos pop: entonces parecía, de un extraño modo invertido,
algo afectado. Entonces se le antojaba que se dejaban la nariz larga para parecer
músicos de rock. Más extraño aún, tal vez, todos tendían (contables, radiólogos, o lo
que fuera) a tener el flequillo al viento que la acompañaba tradicionalmente, allá en
Muswell Hill o Denmark Street. Esto, razonó ella una vez, debía de deberse a los
peluqueros. O bien veían la meganariz rockera y peinaban el pelo siguiendo una
tradición histórica, o sopesaban el tema de un modo instintivo y profundamente
profesional, llegando a aquel enorme rizo ondulante que oscurecía un ojo por un
simple sentido de compensación.
Bobby Chombo no tenía una gran barbilla, de todas formas, así que tal vez era
todo por compensarlo.
—Bobby —dijo ella, extendiendo la mano. Estrechó una mano blanda y fría que
parecía querer, aunque en silencio, estar en cualquier otra parte menos allí.
—No me esperaba esto —dijo él, abriendo la puerta unas cuantas pulgadas más.
Hollis la atravesó y entró, rodeándolo.
Y se encontró en el borde de un espacio inesperadamente grande. Pensó en
piscinas olímpicas y en canchas de tenis cubiertas. La luz, al menos en una zona
central, era brillante como una piscina: hemisferios de cristal industrial facetado y
suspendido de vigas del techo. El suelo era de hormigón, cubierto de una agradable
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pintura gris. Era el tipo de lugar que ella asociaba con la construcción de decorados y
atrezzo, o con la fotografía de segunda unidad.
Pero lo que se construía aquí, aunque posiblemente fuera muy grande, no estaba
disponible a simple vista. El suelo gris estaba dividido en cuadrados que a ella le
parecieron de unos dos metros, dibujados con una especie de polvo blanco de ese que
se rocía con dispensadores en las pistas de atletismo. Pudo ver uno de ellos, un
artilugio verde bosque con una rueda, apoyado contra la pared del fondo. La
cuadrícula no parecía estar perfectamente alineada con el sistema con el que estaban
alineadas la ciudad y este edificio, y ella anotó que tenía que preguntar al respecto.
En la zona iluminada se hallaban dos mesas plegables de tres metros, grises, rodeadas
por unas cuantas sillas Aeron y carros cargados de PCs. Parecía el lugar de trabajo de
una docena de personas, aunque no parecía haber nadie más que ese narizón Bobby.
Se volvió hacia él. Llevaba un polo Lacoste verde eléctrico, unos vaqueros
blancos ceñidos, y un par de zapatillas de lona negra y suela de goma con punteras
peculiarmente largas. Ella decidió que tendría unos treinta años, pero no mucho más.
Parecía que sus ropas estaban más limpias que él; había todavía una arruga vertical a
cada lado del polo de algodón, y los vaqueros estaban inmaculados, pero a Bobby le
hacía falta una ducha.
—Lamento aparecer sin anunciarme —dijo ella—, pero quería conocerte.
—Hollis Henry. —Él se había metido las manos en los bolsillos delanteros de los
vaqueros. Parecía trabajoso meter las manos en aquellos bolsillos.
—Sí, ésa soy —dijo ella.
—¿Por qué la has traído aquí, Alberto? —Bobby no estaba muy contento.
—Sabía que querrías conocerla. —Alberto se acercó a una de las mesas grises y
depositó sobre ella su portátil y su visor.
Más allá de la mesa, algo parecido a la forma que dibujan los niños para
representar un cohete estaba esbozado en el suelo con cinta adhesiva naranja. Si no se
equivocaba al calcular el tamaño de los cuadrados de la retícula, la forma puntiaguda
tenía unos buenos quince metros de largo. Dentro, la retícula blanca había sido
borrada.
—¿Has lanzado a Archie? —Alberto miraba en la dirección del contorno de cinta
naranja—. ¿Han animado ya las nuevas pieles?
Bobby se sacó las manos de los bolsillos de los vaqueros y se frotó la cara.
—No puedo creer que hayas hecho esto. Aparecer aquí con ella.
—Es Hollis Henry. No me digas que no es guay.
—Me marcharé —dijo ella.
Bobby bajó las manos, agitó el flequillo, y puso los ojos en blanco.
—Archie está arriba. Los mapas están conectados.
—Hollis, compruébalo —dijo Alberto. Tenía en las manos lo que ella interpretó
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como un visor de RV de Bobby, algo que no se parecía a nada de lo que se encuentra
en un saldo de garaje—. Inalámbrico.
Se acercó a él, lo recogió, y se lo puso.
—Te va a encantar —le aseguró—. ¿Bobby?
—A la de uno. Tres… dos…
—Te presento a Archie —dijo Alberto.
A tres metros por encima del contorno de cinta naranja, apareció la forma
cristalina y blanco-grisácea de un calamar gigante, de unos dieciocho metros de
longitud, los tentáculos ondulando graciosamente.
—Architeuthis —dijo Bobby. Su único ojo visible tenía el tamaño de un
neumático de cuatro por cuatro—. Pieles —dijo Bobby.
Toda la superficie del calamar estaba inundada de luz, píxeles subcutáneos que
producían imágenes distorsionadas de vídeo, kanjis estilizados, ojos grandes de
personajes de anime. Era precioso, ridículo. Ella se echó a reír, encantada.
—Es para unos grandes almacenes de Tokio —dijo Alberto—. Sobre una calle, en
Shinjuku. En medio de todo ese neón.
—¿Ya lo están utilizando para publicidad? —Ella se acercó a Archie, y luego
pasó bajo él. El visor inalámbrico creaba una diferencia en la experiencia.
—Tengo un espectáculo allí, en noviembre —dijo Alberto.
Sí, pensó ella, mirando el interminable fluir de imágenes por la superficie distal
de Archie. River volaría, en Tokio.
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La fuente
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un taxi de paso.
Tenía las mejillas mojadas por las lágrimas. Las tocó, tiritando.
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Cajas
SE encontraba bajo la cola de Archie, disfrutando del flujo de imágenes que corrían
desde la base en forma de punta de flecha hasta los extremos de los dos largos
tentáculos cazadores. Algo parecido a muchachas victorianas en ropa interior acababa
de pasar, y Hollis se preguntó si era parte de Picnic en Hanging Rock, una película
que Inchmale solía visionar en DVD para inspirarse antes de los recitales. Alguien
había cocinado una preciosa amalgama de imágenes para Bobby, y ella no había
advertido aún que el bucle volviera a iniciarse. Las imágenes seguían fluyendo.
Y estar allí debajo, con la cabeza convenientemente calzada con el casco
inalámbrico, le permitía fingir que no oía a Bobby echándole la bronca a Alberto por
haberla traído.
La exposición casi pareció saltar ahora, con un tropel de explosiones silenciosas,
bombas que estallaban contra la negra noche. Hollis se llevó la mano al casco,
echando atrás la cabeza ante un estallido de llamas particularmente brillante, y
accidentalmente encontró un panel de control montado a la izquierda del visor, sobre
su pómulo. El calamar de Shinjuku y su bullente piel desaparecieron.
Más allá de donde se encontraba, como si su cola hubiera sido una flecha
direccional, flotaba un sólido rectángulo transparente de entramado plateado, nítido
pero insustancial. Era grande, lo bastante largo como para que pudieran aparcar un
coche o dos, y lo suficientemente alto como para poder entrar en él de pie, y había
algo en estas dimensiones que parecía familiar y banal. Dentro, también, parecía
haber otra forma, o formas, pero como todo estaba cubierto de malla de alambre se
amalgamaba visualmente, dificultando la interpretación.
Se volvía, para preguntarle a Bobby qué sería esta obra en proceso, cuando él le
quitó el casco de la cabeza con tanta rudeza que casi se cayó al suelo.
Esto los dejó inmovilizados allí, el casco entre ellos. Los ojos azules de Bobby
asomaban, como los de un búho, tras su diagonal de cabello rubio, haciendo que ella
recordara cierta foto de Kurt Cobain. Entonces Alberto retiró el casco.
—Bobby, tienes que calmarte —dijo—. Esto es importante. Ella está escribiendo
un artículo sobre arte locativo. Para Nódulo.
—¿Nódulo?
—Nódulo.
—¿Qué carajo es Nódulo?
—Una revista. Como Wired. Excepto que es inglesa.
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—O belga —apuntó ella—. O algo.
Bobby los miró como si ellos, y no él, estuvieran locos.
Alberto palpó la superficie de control que Hollis había tocado accidentalmente.
Ella vio una pantalla LED apagarse. Alberto llevó la unidad a la más cercana de las
dos mesas y la depositó allí.
—El calamar es maravilloso, Bobby —le dijo Hollis—. Me alegro de haberlo
visto. Ahora me marcho. Lamento haberte molestado.
—A la mierda —dijo Bobby, con un suspiro de resignación. Se dirigió a la otra
mesa, rebuscó entre un puñado de objetos diversos, y sacó un paquete de Marlboro y
un Bic azul celeste. Alberto y Hollis esperaron mientras lo encendía, cerraba los ojos
e inhalaba profundamente. Tras abrir los ojos, echó atrás la cabeza y exhaló; el humo
azul se alzó hacia los apliques facetados. Después de otra calada al cigarrillo, los
miró de nuevo, frunciendo el ceño—. Al carajo conmigo —dijo—. No puedo creer
cuánto me afecta. Han sido nueve horas. Nueve. Jodidas. Horas.
—Deberías probar el parche —sugirió Alberto. Se volvió hacia Hollis—. Tú
fumabas cuando estabas en Toque de Queda.
—Lo dejé —respondió ella.
—¿Usaste el parche? —Bobby volvió a dar una calada a su Marlboro.
—Más o menos.
—¿Más o menos cómo?
—Inchmale leyó algo sobre los relatos originales de los ingleses que descubrieron
el tabaco en Virginia. Las tribus que lo usaban no lo fumaban, no como hacemos
nosotros.
—¿Qué es lo que hacían? —Los ojos de Bobby parecían considerablemente
menos locos ahora, bajo el humo.
—Eran algo parecido a lo que llamaríamos fumadores pasivos, pero
deliberadamente. Se metían en una tienda y quemaban un montón de hojas de tabaco.
Pero además hacían cataplasmas.
—¿Cata…? —Bobby bajó lo que quedaba del Marlboro.
—La nicotina se absorbe muy rápidamente por la piel. Inchmale nos colocaba un
puñado de hojas de tabaco pulverizadas y húmedas, con cinta adhesiva…
—¿Y lo dejaste de esa forma? —Alberto abrió mucho los ojos.
—No exactamente. Es peligroso. Más tarde descubrimos que nos podíamos morir
haciéndolo. Si se pudiera absorber toda la nicotina de un solo cigarrillo, sería una
dosis más que letal. Pero era tan desagradable, que poco después pareció funcionar
como una especie de terapia de aversión. —Le sonrió a Bobby.
—Quizá lo intente —dijo él, y arrojó ceniza al suelo—. ¿Dónde está Inchmale?
—En Argentina —respondió ella.
—¿Sigue tocando?
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—Alguna actuación.
—¿Graba?
—No, que yo sepa.
—¿Y tú te dedicas ahora al periodismo?
—Siempre he escrito un poco. ¿Dónde está el cuarto de baño?
—Al fondo. —Bobby señaló en dirección opuesta al lugar donde ella había visto
a Archie y la otra cosa.
Mientras se dirigía al lugar indicado, miró la retícula dibujada con lo que parecía
ser harina. Las líneas no eran perfectamente rectas, pero casi. Tuvo cuidado de no
pisar ni borrar ninguna.
El cuarto de baño tenía tres reservados con urinarios de acero inoxidable, más
nuevos que el edificio. Cerró la puerta. Colgó su bolso del gancho del primer
reservado, y sacó el PowerBook. Mientras se conectaba, aprovechó para orinar. Había
wifi, como había previsto. ¿Quería unirse a la red inalámbrica 72fofH00av? Quería, y
lo hizo, preguntándose por qué un técnico aislacionista agorafóbico como Bobby no
se molestaba en proteger su wifi, pero siempre le sorprendía cuánta gente dejaba la
conexión abierta.
Tenía correo, de Inchmale. Lo abrió.
XOX ”male
Otra capa añadida a su disonancia cognitiva general, pensó, mientras se lavaba las
manos. En el espejo, su corte de pelo del Mondrian todavía se veía bien. Apagó el
PowerBook y lo guardó de nuevo en la bolsa.
Tras cruzar de nuevo la retícula rota de harina, encontró a Alberto y Bobby
sentados en las sillas Aeron ante una de las mesas. Las sillas tenían ese aspecto
gastado de haber sido adquiridas a alguna empresa fallida, embargadas, subastadas,
revendidas. Había agujeros en la malla transparente gris carbono, donde los
cigarrillos habían tocado el tenso material.
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Estratos de humo azul flotaban bajo las brillantes luces, y ella recordó los
conciertos en los estadios.
Bobby tenía las rodillas recogidas contra la barbilla, los talones inexistentes de
sus zapatillas Kedsclone enganchados en la malla gris de la silla Aeron. En el
desorden de la mesa de la que él había retirado la silla, ella vio latas de Red Bull,
enormes subrayadores y un puñado disperso de lo que reconoció, algo reacia, como
piezas blancas de Lego.
—¿Por qué blanco? —Cogió una pieza mientras cogía su propia silla y la giraba
para encararse a Bobby—. ¿Son los M&Ms marrones del arte locativo informático?
—¿Los marrones eran los que gustaban más, o los que no gustaban? —preguntó
Alberto tras ella.
Bobby lo ignoró.
—Más bien son como cinta adhesiva. Vienen bien si necesitas unir componentes
electrónicos y no quieres construir un chasis. Si te ciñes a un solo color, es menos
confuso visualmente, y el blanco es el más cómodo para la vista, y es más fácil
fotografiar los componentes contra él.
Ella dejó que el Lego cayera rodando por la palma de su mano.
—¿Pero se pueden comprar así, una bolsa de piezas sólo blancas?
—Pedido especial.
—Alberto dice que eres como un productor. ¿Estás de acuerdo?
Bobby la estudió desde detrás del flequillo.
—¿De un modo muy vago y muy general? Más o menos.
—¿Cómo te metiste en esto?
—Trabajaba en tecnología comercial GPS. Me metí porque creí que quería ser
astrónomo, y me fascinaban los satélites. Las formas más interesantes de mirar la
retícula GPS, lo que es, lo que hacemos, lo que podríamos hacer con ella, todo
parecía impulsado por los artistas. Es algo que suele suceder con las nuevas
tecnologías: las aplicaciones más interesantes se dan en el campo de batalla o en una
galería.
—Pero esto, de entrada, es militar.
—Claro, pero tal vez también lo fueron los mapas —dijo él—. La retícula es así
de básica. Demasiado básica para que la mayoría de la gente la maneje.
—Alguien me dijo que el ciberespacio estaba «eversionando». Así es como lo
expresó.
—Claro. Y cuando eversione, entonces no habrá ciberespacio, ¿no? Nunca lo
hubo, si lo miras de esa forma. Era una forma de mirar adónde nos encaminábamos,
una dirección. Con la retícula, estamos aquí. Éste es el otro lado de la pantalla. Aquí
mismo. —Hizo a un lado su silla y dejó que sus ojos azules la taladraran.
—A Archie, aquí presente —ella indicó en dirección al espacio vacío—, lo vas a
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colgar en una calle de Tokio.
Él asintió.
—Pero podrías hacerlo y seguir teniéndolo aquí, ¿no? Podrías asignarle dos
localizaciones físicas. Podrías asignarle un número indeterminado de localizaciones,
¿verdad?
Él sonrió.
—¿Y quién sabría que estaba aquí, entonces?
—Ahora mismo, si no hubieras dicho que estaba aquí, no habría forma de
encontrarlo, a menos que tuvieras su URL y sus coordenadas GPS, y si las tienes,
sabes que está aquí. Sabes que hay algo aquí, en todo caso. Eso está cambiando, sin
embargo, porque hay un número cada vez mayor de sitios para colgar este tipo de
obras. Si te conectas a uno de ellos, tienes un aparato interfaz —señaló el casco—, un
portátil y wifi, puedes viajar.
Ella reflexionó al respecto.
—Pero cada uno de esos sitios, o servidores, o… ¿portales…?
Él asintió.
—Cada uno te muestra un mundo distinto. Alberto me muestra a River Phoenix
muerto en la acera. Otra persona me muestra, no sé, sólo cosas buenas. Sólo gatitos,
digamos. El mundo por el que caminamos serían canales.
Ella ladeó la cabeza, mirándolo.
—¿Canales?
—Sí. Y dado lo que la televisión ha acabado siendo, no parece buena cosa. Pero
piensa en los blogs, cómo cada uno está intentando describir la realidad.
—¿Eso hacen?
—En teoría.
—Vale.
—Pero cuando miramos los blogs, donde es más probable que se encuentre la
información real es en los enlaces. Es contextual, y no sólo con quién enlaza el blog,
sino también quién está enlazado con el blog.
Ella lo miró.
—Gracias.
Depositó la pieza blanca de Lego sobre la mesa, junto al hermoso origami hecho
con el envoltorio del nuevo iPod de alguien. Había instrucciones y papeles de
garantía aún frescos en su bolsa de vinilo. Un fino cable blanco, enrollado de fábrica,
dentro de otra bolsa más pequeña. Un brillante rectángulo amarillo, más grande que
el Lego. Hollis lo cogió, dejando que sus dedos pensaran.
—Entonces ¿por qué no lo hace más gente? ¿En qué se diferencia de la realidad
virtual? ¿Recuerdas cuando todos íbamos a hacer eso?
El rectángulo amarillo estaba hecho de metal hueco, cubierto de pintura brillante.
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Parte de un juguete.
—Todos hacemos RV, cada vez que miramos una pantalla. Llevamos décadas
haciéndolo. Lo hacemos sin más. No necesitamos las gafas, los guantes. Sucedió y ya
está. La RV era una forma aún más específica que tuvimos de decirnos adónde
íbamos. Sin asustarnos demasiado, ¿de acuerdo? El locativo, sin embargo, montones
de nosotros lo estamos haciendo ya. Pero no puedes hacer el locativo sin tu sistema
nervioso. Algún día lo harás. Habremos interiorizado la interfaz. Habrá evolucionado
hasta el punto de que lo habremos olvidado. Entonces irás andando por la calle… —
Extendió los brazos y le sonrió.
—En Bobbylandia —dijo ella.
—Eso es.
Ella le dio la vuelta a la pieza amarilla, vio MADE IN CHINA en diminutas letras
grabadas. Parte de un camión de juguete. La caja del trailer. El contenedor. Era un
contenedor de juguete.
Y eso era lo que el volumen rectangular de malla de alambre representaba, a
escala total. Un contenedor.
Colocó la miniatura junto al Lego blanco, sin mirarlos.
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14
Juana
RECORDABA el apartamento que ella tenía en San Isidro, cerca de la gran estación
de ferrocarril. Cables pelados cruzaban las altas paredes como enredaderas, bombillas
desnudas colgando, ollas y sartenes en recios ganchos. Su altar era un laberinto de
objetos, cargados de significado. Frascos de agua hedionda, la maqueta a medio
montar de un bombardero soviético, una hombrera de fieltro púrpura y amarilla de un
soldado, viejas botellas con burbujas atrapadas dentro del cristal, aire de días pasados
hacía cien años o más. Estas cosas conformaban una malla, decía Juana, en torno a la
cual las deidades se manifestaban con mayor facilidad. Nuestra Señora de Guadalupe
lo observaba todo, desde su cuadro en la pared.
Aquel altar, como el que tenía aquí en su apartamento del Harlem hispano, estaba
dedicado principalmente a El que abre el camino, y a Ochún, sus energías
emparejadas nunca en perfecto equilibrio, nunca descansando por completo.
Los esclavos tenían prohibido adorar a los dioses de su patria, así que se unieron a
la Iglesia católica y los celebraron como a santos. Cada deidad tenía una segunda cara
católica, como el dios Babalaye, que era Lázaro, resucitado por Cristo de entre los
muertos. El baile de Babalaye era el Baile de los Muertos Andantes. En San Isidro, en
aquellas largas veladas, había visto a Juana fumar puros y bailar, poseída.
Ahora estaba aquí con ella, tantos años después, a primera hora de la mañana,
sentado ante su altar de Nueva York, tan ordenadamente cubierto de polvo como el
resto de su apartamento. Los que no sabían nada lo considerarían sólo una estantería,
pero Tito vio que sus botellas más antiguas estaban ahí, las que tenían el clima
antiguo atrapado en su seno.
Acababa de terminar de describir al viejo.
Juana ya no fumaba puros. Ni bailaba, supuso, aunque no apostaría por ello. Ella
extendió una mano y de un platito de su altar sacó cuatro trozos de carne de coco.
Pasó por el suelo los dedos de la otra mano, antes de besar las yemas y su polvo
completamente simbólico. Cerró los ojos, rezando brevemente en el lenguaje que Tito
no podía comprender. Hizo una pregunta en esa lengua, el tono firme, agitó los trozos
de coco en las manos unidas, y los lanzó. Se sentó, los codos sobre las rodillas,
examinándolos.
—Todos han caído con la carne hacia el cielo. Habla de justicia. —Recogió los
pedazos y los volvió a lanzar. Dos boca arriba, dos boca abajo. Asintió—.
Confirmación.
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—¿De qué?
—Pregunté qué trae ese hombre que te preocupa. A mí me preocupa también. —
Metió los cuatro pedazos de coco en una papelera de latón de los Dodgers—. Los
orishas pueden servirnos a veces de oráculo, pero eso no significa que nos digan
mucho, o que sepan qué va a suceder.
Él se dispuso a ayudarla cuando empezó a levantarse, pero ella apartó sus manos.
Llevaba un vestido gris oscuro con una cremallera por delante, como un uniforme, y
un pañuelo a juego, o babushka, sobre su cabeza, que era casi calva. Sus ojos eran
ámbar oscuro, el blanco amarillento como marfil.
—Te haré el desayuno.
—Gracias.
Habría sido inútil rechazarlo, aunque no tenía ninguna intención de hacerlo. Ella
se arrastró lentamente hacia la cocina con las zapatillas grises que parecían parte de
su atuendo institucional.
—¿Te acuerdas de la casa de tu padre en Alamar? —preguntó por encima del
hombro, desde la cocina.
—Los edificios parecían de ladrillos de plástico.
—Sí —dijo ella—, querían que fuera lo más parecido posible a Smolensk. Me
pareció una perversión por parte de tu padre vivir allí. Pudo elegir, después de todo, y
muy pocos lo hicieron.
Tito se levantó para ver mejor cómo las viejas manos de Juana cortaban el pan
para la tostadora, llenaban la pequeña cafetera de aluminio con agua y café, ponían
leche en una jarrita de acero.
—Pudo elegir, tu padre. Quizás más que tu abuelo. —Se volvió a mirarlo a los
ojos.
—¿Cómo fue eso?
—Tu abuelo fue muy poderoso, en Cuba, aunque en secreto, mientras los rusos
estuvieron presentes. Tu padre era el hijo mayor de un hombre poderoso, su favorito.
Pero tu abuelo sabía, naturalmente, que los rusos se marcharían, que las cosas
tendrían que cambiar. Cuando se fueron, en 1991, previó el «período especial», la
escasez y las privaciones, previó que Castro recurriría al mismísimo símbolo de sus
archienemigos, el dólar americano, y por supuesto previó su subsiguiente pérdida de
poder. Te diré un secreto sobre tu abuelo.
—¿Sí?
—Era comunista. —Se echó a reír, un sonido sorprendentemente juvenil en la
diminuta cocina, como si estuviera presente otra persona—. Más comunista que
santero. Él creía. Las cosas fracasaron de todas las formas nuevas, y en las formas
que conocíamos, que la gente corriente no podía conocer, y en las que sin embargo, a
su modo, creía. Como yo, había estado en Rusia. —Se encogió de hombros,
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sonriendo—. Creo que eso le permitió un grado extra de equilibrio, cierta
comprensión especial, de aquellos a quienes nos habíamos unido, gracias a él. Ellos
siempre lo sintieron en él, el hecho de que podía creer. No al modo tragicómico de los
alemanes orientales, sino con algo parecido a la inocencia.
El olor a pan tostado llenó la cocina. Juana usó un palito de bambú para agitar la
leche, que estaba a punto de hervir.
—Naturalmente, no pudieron demostrarlo. Y todo el mundo aparentaba creer, al
menos públicamente.
—¿Por qué dices que pudo elegir menos que mi padre?
—El cabeza de una familia grande tiene sus deberes. Y nosotros ya nos habíamos
convertido en un tipo de familia diferente, una firma, como somos hoy. Él antepuso
su familia al deseo de un Estado más perfecto. Si hubiera sido sólo él, creo que se
habría quedado. Tal vez viviría hoy. La muerte de tu padre, claro, afectó
enormemente a su decisión de traernos aquí. Siéntate.
Llevó una bandeja amarilla a la mesita, con la tostada sobre un plato blanco, y un
gran tazón blanco de café con leche.
—¿Este hombre permitió al abuelo traernos aquí?
—En cierto modo.
—¿Qué significa eso?
—Demasiadas preguntas.
Él le sonrió.
—¿Es de la CIA?
Ella lo miró intensamente por debajo del pañuelo gris. La pálida punta de su
lengua apareció en la comisura de su boca, luego desapareció.
—¿Era tu abuelo de la DGI?
Tito mojó y mordió un trozo de tostada, considerándolo.
—Sí.
—Ahí lo tienes —dijo Juana—. Pues claro que lo era.
Unió sus arrugadas manos, como deseando librarse de los restos de algo.
—¿Pero para quién hacía el trabajo? Piensa en nuestros santos, Tito. Dos caras.
Siempre dos.
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Tahúr
INCHMALE siempre había sido tirando a calvo y serio, y siempre había sido
mayor… incluso cuando ella lo conoció, cuando ambos tenían diecinueve años. A la
gente a quien gustaba de verdad Toque de Queda tendía a gustarle Inchmale o ella,
pero rara vez los dos. Bobby Chombo, pensó, mientras Alberto la llevaba de regreso
al Mondrian, era uno de los primeros. Pero eso había sido buena cosa, en realidad,
porque pudo exhibir sus mejores imitaciones públicas de Inchmale sin descubrirse
ella misma, y luego barajarlas, colocarlas, reagruparlas, retirarlas, para hacer que
siguiera hablando. Nunca le había preguntado a Inchmale, pero daba por hecho que él
hacía lo mismo con ella.
Y tampoco había venido mal que Bobby fuera músico, aunque no al antiguo estilo
de quien toca un instrumento y/o canta. Bobby desmontaba las cosas, las saboreaba,
las aplastaba. A ella no le importaba, aunque, igual que el general Bosquet
contemplando la carga de la Brigada Ligera, solía pensar que aquello no era una
guerra. Inchmale lo entendía, y de hecho había estado a favor, en cuanto fue
digitalmente posible, de sacar cuerdas de guitarra de oscuros trasteros y estirarlas,
como un joyero loco que estira sólidas vajillas victorianas para convertirlas en algo
insectil, post-funcionalmente frágiles, y neurológicamente peligrosas.
También había asumido que el Marlboro de Bobby no la afectaba, aunque había
advertido que empezaba a contar sus cigarrillos, y a preocuparse, cuando él se
acercaba al final del paquete, por fumar uno. Había intentado distraerse con sorbos de
Red Bull tibio de una lata sin abrir que había pescado entre el caos de la mesa, pero
eso tan sólo hizo que los ojos se le pusieran como platos por causa de la cafeína, o tal
vez la taurina, el otro famoso ingrediente de la bebida, supuestamente extraída de los
testículos de los toros. Los toros solían parecer más tranquilos de lo que ella se sentía
ahora, o tal vez fueran las vacas. No entendía de ganado.
La charla de Bobby Chombo la había ayudado a entenderle, a entender sus
molestos zapatos y sus ceñidos pantalones blancos. Era, básicamente, un DJ. O
parecía un DJ, en cualquier caso, que era lo que contaba. Su trabajo diario, resolver
problemas en sistemas de navegación o lo que fuera, tenía también su sentido. Era, a
menudo, el lado friki de ser parecido a un DJ, algo así como el lado que no pagaba las
facturas. Quizá era ese aspecto friki lo que tanto le había recordado a Inchmale, o
bien que era ese tipo de capullo que Inchmale siempre había podido manejar tan
eficazmente. Porque, suponía, Inchmale siempre había sido ese tipo de capullo
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también.
—Fue mejor de lo que esperaba —dijo Alberto, interrumpiendo sus pensamientos
—. Es una persona difícil de conocer.
—Fui a un bolo en Silverlake, hace un par de años, a eso que llaman reggaeton.
Una especie de fusión reggae-salsa.
—¿Sí?
—Chombo. El DJ se llamaba así: El Chombo.
—Ése no es Bobby.
—Tal vez. ¿Pero por qué nuestro blanco Bobby es también un Chombo?
Alberto sonrió.
—Le gusta que la gente se lo pregunte. Pero su Chombo es una especie de
software.
—¿De software?
—Sí.
Ella decidió que no había mucho más que pensar sobre aquello, a esas alturas.
—¿Duerme allí?
—No sale, a menos que tenga que hacerlo.
—Dijiste que no duerme dos veces en el mismo cuadrado de esa retícula.
—No se lo menciones nunca, pase lo que pase, ¿de acuerdo?
—¿Y hace bolos? ¿DJs?
—Hace podcasts —dijo Alberto.
Sonó el móvil.
—¿Diga?
—Reg.
—Estaba pensando en ti.
—¿Y eso?
—En otro momento.
—¿Recibiste mi e-mail?
—Lo recibí.
—Angelina me pidió que llamara, que insistiera. Insisto.
—Capto el mensaje, gracias. Sin embargo, no creo que haya mucho que pueda
hacer, excepto lo que ya estoy haciendo, y esperar a ver qué pasa.
—¿Estás participando en alguna especie de seminario? —preguntó él.
—¿Por qué?
—Pareces extrañamente filosófica, sólo eso.
—Vi a Heidi antes.
—Dios mío —dijo Inchmale—. ¿Caminaba sobre sus patas traseras?
—Pasó de largo en un coche de aspecto muy bonito. Iba en dirección a Beverly
Hills.
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—Va en esa dirección desde que nació.
—Estoy con alguien, Reg. Tengo que dejarte.
—Aloha —dijo él. Y colgó.
—¿Era Reg Inchmale? —preguntó Alberto.
—Sí, lo era.
—¿Has visto a Heidi esta noche?
—Sí, mientras tú te entretenías en Virgin. Pasó por Sunset.
—Guau —dijo Alberto—. ¿Qué probabilidades hay de que suceda eso?
—Estadísticamente, ¿quién sabe? Subjetivamente, me parece, no es tan extraño.
Vive en Beverly Hills, trabaja en Century City.
—¿Haciendo qué?
—Algo en la compañía de su marido. Es abogado contable. Tiene su propia
productora.
—Vaya —dijo Alberto, después de una pausa—, sí que hay vida después del rock.
—Será mejor que lo creas —le aseguró ella.
El robot de Odile parecía haber muerto, o estar hibernando. Estaba allí sentado junto
a las cortinas, inerte y con aspecto inacabado. Hollis le dio un empujoncito con la
punta de su Adidas.
No había ningún mensaje en el buzón de voz del hotel.
Sacó el PowerBook de la bolsa, lo encendió, y trató de apoyar la parte trasera del
monitor contra la ventana. ¿De verdad quería volver a conectar con la red
SpaDeLites47? Sí, por favor. SpaDeLites47 la había tratado bien antes. Suponía que
SpaDeLites47 estaba en el edificio de apartamentos del otro lado de la calle.
No había correo. Con una sola mano, sujetando el portátil con la otra, buscó
«Bigend» en Google.
Probó con el enlace a la entrada en Wikipedia.
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microdirector puntillista, a pesar del notable crecimiento de la empresa en los
últimos cinco años.
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Salidas conocidas
MILGRIM estaba leyendo el New York Times, terminando su café del desayuno en
una panadería de Bleecker, mientras Brown llevaba a cabo una serie de silenciosas,
tensas y extremadamente jodidas conversaciones con quien quiera que estuviese al
cargo de vigilar las salidas conocidas del FI, cuando el FI estaba en casa
durmiendo… o lo que hiciera el FI cuando estaba en casa. «Salidas conocidas» le
parecía a Milgrim que implicaba como si el barrio del FI pudiera estar lleno de
túneles de opio iluminados con lámparas de gas y algún que otro diván subterráneo,
una posibilidad que a Milgrim le parecía atractiva, aunque improbable.
Quien estuviera al otro lado de la línea no tenía una buena mañana. El FI y otro
varón habían dejado el edificio del FI, se habían dirigido al paso subterráneo de Canal
Street, entraron allí, y desaparecieron. Milgrim sabía, por haber oído también a
medias algunas otras conversaciones de Brown, que el FI y su familia solían hacer
eso, particularmente en torno a los pasos subterráneos. Milgrim imaginaba que el FI y
su familia tenían las llaves de alguna especie de porosidad en los subterráneos, una
forma de entrar en las grietas y agujeros y espacios entre las cosas.
Por su parte, Milgrim estaba teniendo una mañana mejor de lo que recordaba
haber tenido desde hacía algún tiempo, y eso a pesar de que Brown lo había
despertado zarandeándolo para que tradujera el volapuk. Luego se había sumergido
en un sueño que ya no podía recordar, un sueño desagradable, algo sobre una luz azul
que surgía de su piel, o de debajo. Pero en general era muy agradable estar allí en el
Village a esa hora tan temprana, tomando café y pastas y disfrutando del Times que
había olvidado alguien.
A Brown no le gustaba el New York Times. En realidad, no le gustaba ningún
medio de noticias, según había llegado a comprender Milgrim, porque las noticias no
procedían de ninguna fuente de fiar, es decir, ninguna fuente gubernamental.
Tampoco podrían serlo, en realidad, dadas las actuales condiciones de guerra, ya que
cualquier noticia genuina, cualquier noticia de importancia estratégica, era por
definición preciosa, y no se malgastaba con los simples ciudadanos de la nación.
Desde luego, Milgrim no iba a discutir por eso. Si Brown hubiera declarado que
la reina de Inglaterra era un reptil alienígena metamorfo que se alimentaba de la
cálida carne de los niños humanos, Milgrim no lo habría discutido.
Pero hacia la mitad de un artículo en tercera plana sobre la NSA y la obtención de
datos, a Milgrim se le ocurrió algo.
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—Oye —le dijo a Brown, que acababa de terminar una llamada y miraba a su
teléfono como si deseara conocer algún modo de torturarlo—, esto de la obtención de
datos de la NSA…
La cosa se quedó allí, entre ellos, sobre la mesa. No tenía por costumbre iniciar
conversaciones con Brown, y por buenos motivos. Brown miró del teléfono a
Milgrim, sin variar su expresión.
—Estaba pensando en tu FI —se oyó decir Milgrim—. En el volapuk. Si la NSA
puede hacer lo que dicen que puede hacer, entonces sería muy fácil meter un
algoritmo en la mezcla que se hiciera con tu volapuk y nada más. Ni siquiera haría
falta una muestra del dialecto de su familia. Podrías encontrar media docena de
ejemplos dialectales de la forma y buscar una especie de media. Todo aquello que
pasara por el sistema telefónico, después de eso, y que tuviera esa etiqueta, bingo. No
haría falta volver a cambiar las pilas del perchero del FI.
Milgrim estaba auténticamente satisfecho por haber pensado esto. Pero vio que a
Brown no le hacía ninguna gracia.
—Eso sólo sirve para las llamadas desde el extranjero —dijo Brown, y pareció
estar considerando si golpearlo o no.
—Ah —comentó Milgrim. Agachó la cabeza y fingió leer, hasta que Brown
volvió al teléfono y empezó a echarle la bronca a alguien por perder al FI y al otro
varón.
Milgrim no pudo volver a su artículo, pero continuó fingiendo que leía el
periódico. Algo se abría paso en su interior, desde un ángulo nuevo y peculiarmente
inquietante. Hasta ahora había dado por hecho que Brown, y por extensión su gente,
eran agentes del gobierno, presumiblemente federales. Y sin embargo, si la NSA
había estado haciendo eso que el artículo del Times decía que habían estado haciendo,
¿por qué debería suponer que lo que Brown había dicho era verdad? El motivo por el
que los americanos no se acojonaban ante esta cosa de la NSA, asumió Milgrim, era
que ya daban por hecho, al menos desde los años sesenta, que la CIA tenía
intervenidos los teléfonos de todo el mundo. Era típico de las malas series de
televisión. Algo que incluso los niños pequeños sabían que era verdad.
Pero si estaban empleando volapuk en Manhattan, y el verdadero gobierno lo
necesitaba tan urgentemente como parecía necesitarlo Brown, ¿no lo conseguirían?
Milgrim dobló el periódico.
«Pero», preguntó la voz que subía lentamente por su interior, «¿y si Brown no era
en realidad un agente del gobierno?». Hasta ahora una pequeña parte de Milgrim
había deseado creer que ser prisionero de agentes federales era en cierto modo igual
que estar bajo su protección, mientras que el resto de él sospechaba que aquélla era
una formulación dudosa; había hecho falta algo, tal vez la nueva calma y perspectiva
permitidas por el cambio de medicación, para llegar a este momento de consciencia
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unificada: ¿y si Brown era sólo un gilipollas con un arma?
Era algo sobre lo que pensar, y para su sorpresa descubrió que podía hacerlo.
—Tengo que ir al cuarto de baño —dijo.
Brown silenció su teléfono.
—Hay una puerta trasera, en la cocina —advirtió—. Allí hay alguien, por si
piensas que puedes largarte. Si piensan que puedes escapar, te dispararán.
Milgrim asintió. Se levantó. No iba a huir, pero por primera vez pensó que Brown
podía ir de farol.
En el cuarto de baño dejó correr agua fría por las muñecas y luego se miró las
manos. Todavía seguían siendo suyas. Agitó los dedos. Sorprendente, realmente.
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Piratas y equipos
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—Sí, gracias.
Lo que ella había interpretado como el uniforme de un portero del Mondrian era
paño de lana beige. Bigend llevaba el cuello de la camisa azul celeste desabrochado.
—¿Lo intentamos en el Skybar? —preguntó él, consultando un reloj del tamaño
de un pequeño cenicero—. A menos que prefiera algo aquí.
Indicó la alta, estrecha, surrealistamente larga mesa de alabastro, montada sobre
varias altas y biomórficas patas Starck, que era el bar del vestíbulo.
«Hay seguridad en los números», dijo una voz interior que prefería quedarse aquí,
tomar la bebida necesaria y reducir la charla al mínimo que exigía la cortesía.
—Al Skybar —optó, sin saber por qué, pero recordando que tal vez sería
imposible entrar, mucho menos conseguir una mesa. Mientras él la guiaba hacia la
piscina y las macetas tamaño cobertizo, cada una con su ficus, recordó fragmentos de
las últimas veces que había estado aquí, al final y justo después de la disolución
oficial de Toque de Queda. La gente que no conocía la industria de la música, dijo
Inchmale, creía que el negocio del cine era el no va más para las hienas rastreras
lameculos.
Pasaron ante un enorme futón, en cuyas profundidades un puñado de hienas
rastreras lameculos y gente joven excepcionalmente guapa estaba reclinada con sus
bebidas. Pero no sabes nada de ellos, se recordó Hollis: era sólo que parecían
cazatalentos. Pero casi todo el mundo aquí lo parecía.
Él la hizo pasar ante el portero como si éste no estuviera allí. De hecho, el
portero, con su bluetooth, se apresuró a apartarse a tiempo del camino de Bigend; era
evidente que Bigend estaba acostumbrado a que nadie se interpusiera en su camino.
El bar estaba repleto, y Hollis recordó que lo estaba siempre, pero él no tuvo
ningún problema para conseguir una mesa. Corpulento, de ojos brillantes, y belga,
supuso ella, le sostuvo la pesada silla de roble estilo biblioteca para que se sentara.
—Fui un gran fan de Toque de Queda —le dijo al oído.
«Y apuesto a que también un gran gótico», se resistió ella a responder. Era mejor
no examinar la idea de un infantil magnate belga de la publicidad alzando su Bic en
un concierto a oscuras de Toque de Queda. Hoy en día, según Inchmale, alzaban sus
móviles, y las pantallas producían una sorprendente cantidad de luz.
—Gracias —dijo, sin aclarar si le agradecía que le dijera que le gustaba Toque de
Queda o que le sostuviera la silla.
Sentado ahora frente a ella, los codos beige sobre la mesa, los dedos con la
manicura hecha desplegados ante él, conseguía una buena aproximación al look que
los aficionados varones a Hollis Henry mostraban cuando veían alguna versión
privada del retrato que le hizo Anton Corbijn, el de la minifalda de tweed
deconstruida.
—A mi madre —empezó diciendo, de manera inesperada—, le gustaba
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muchísimo Toque de Queda. Era escultora. Phaedra Seynhaev. Cuando visité su
estudio en París por última vez, los estaba escuchando. Muy fuerte. —Sonrió.
—Gracias. —Ella decidió no continuar con la madre muerta—. Pero ahora soy
periodista. Aunque no tengo credenciales de las que alardear.
—Rausch está muy contento con su trabajo como periodista. La quiere en
nómina.
Llegó la camarera, y se marchó a buscar un gin-tonic para Hollis y un «piso
mojado» para Bigend, algo nuevo para Hollis.
—Hábleme de Nódulo —sugirió ella—. No parece estar llamando mucho la
atención en la industria del chismorreo.
—¿No?
—No.
Él retiró las manos.
—Anti-chismes —dijo él—. Definición por ausencia.
Ella esperó para ver si indicaba que estaba de broma. No lo hizo.
—Eso es ridículo.
La sonrisa se abrió, brilló, se cerró, y entonces llegaron sus bebidas en vasos de
plástico no retornables que protegían al hotel de litigios por andar descalzo junto a la
piscina. Ella se permitió echar una rápida ojeada al resto de la clientela. Si un misil de
crucero impactara en ese momento en el techo corrugado del Skybar, decidió, no
habría mucha necesidad de que People cambiara su siguiente portada. La fiebre,
como lo llamaba Inchmale, parecía haber pasado ya. Lo cual venía bien para sus
actuales propósitos.
—Dígame —dijo, inclinándose levemente sobre su ginebra.
—¿Sí?
—Chombo. Bobby Chombo. ¿Por qué insistió Rausch en que lo conociera?
—Rausch es el editor del artículo —respondió él, mansamente—. Tal vez debería
preguntárselo a él.
—Hay algo más —insistió Hollis. Sentía como si se dispusiera a enfrentarse al
Gusano Mongol de la Muerte en su propio terreno: probablemente no era una buena
idea, pero de algún modo sabía que debía hacerlo—. Su urgencia no me pareció parte
del artículo.
Bigend la estudió.
—Ah. Bien. Parte de otro artículo, entonces. Uno mucho más importante. Su
segundo artículo para Nódulo, esperamos. ¿Y acaba de venir de conocerlo, a
Chombo?
—Sí.
—¿Y qué le pareció?
—Sabe que sabe algo que no sabe nadie más. O cree que sabe.
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—¿Y qué piensa que pueda ser, Hollis? ¿Puedo llamarla Hollis?
—Por favor. No creo que Bobby sea del todo consciente de su posición en la
vanguardia locativa. Le gusta estar en lo alto de cualquier fenómeno rompedor,
supongo, pero básicamente le aburre el trabajo pesado. Cuando ayudaba a inventar el
contexto de lo locativo, hasta el grado en que lo hizo, probablemente no se aburría.
La sonrisa de Bigend volvió a abrirse. Le recordó las luces de un tren cuando dos
trenes se cruzan de noche. Entonces se cerró. Fue como si ella hubiera entrado en un
túnel.
—Continúe. —Sorbió su piso, que se parecía mucho a un NyQuil.
—Y no es su labor como DJ, o hacer refritos, o lo que haga en público. Es lo que
le hace marcar el suelo de esa fábrica según una retícula GPS. No duerme dos veces
en el mismo recuadro. Lo que le hace creer que es importante también lo está
volviendo loco.
—¿Y qué puede ser?
Ella pensó en el contenedor de malla de alambre, cómo Chombo había intentado
quitarle tan bruscamente el casco de la cabeza, casi derribándola. Vaciló.
—Piratas —dijo él.
—¿Piratas?
—Los estrechos de Malaca y el Mar de la China Meridional. Barcos pequeños y
rápidos que se ceban en los cargueros. Actúan desde lagunas, calas, islotes. La
península malaya. Java, Borneo, Sumatra…
Ella miró de Bigend a la multitud que los rodeaba, sintiéndose como si hubiera
caído en la reunión de ventas de alguien. Una espectral cuerda corredera que flotaba
cerca del enorme techo corrugado del bar había caído sobre ella, la primera víctima
probable en sentarse a esa mesa. Una película de piratas.
—Al abordaje —dijo, mirándolo de nuevo a los ojos y apurando su gin-tonic.
—Piratas de verdad —dijo Hubertus Bigend, sin sonreír—. La mayoría de ellos,
al menos.
—¿La mayoría?
—Algunos eran parte de un programa marítimo encubierto de la CIA. —Soltó su
vaso vacío de plástico como si fuera algo que estuviera pensando en subastar en
Sotheby’s. Lo enmarcó con los dedos, un director considerando una toma—.
Detenían cargueros sospechosos en busca de armas de destrucción masiva.
La miró, sin sonreír.
—¿Bromea?
Él hizo un gesto diminuto con la cabeza, muy preciso.
«Así lo hacían tal vez los subastadores de diamantes en Amberes», pensó.
—¿No es una trola, señor Bigend?
—Es tan fidedigno como puedo permitirme que sea. Un material como éste tiende
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a ser un poco difuso, como bien puede imaginar. Una gran ironía, supongo, es que
este programa, que aparentemente era bastante efectivo, cayó víctima de las pugnas
políticas domésticas. Antes de ciertas revelaciones, sin embargo, y bajo el nombre de
una compañía tapadera hecha pública, equipos de la CIA, disfrazados de piratas,
acompañaron a piratas de verdad a abordar barcos mercantes sospechosos de
contrabando de armas de destrucción masiva. Usando detectores de radiación,
inspeccionaron las bodegas de carga y los contenedores, mientras que los piratas de
verdad se quedaban con el cargamento más mundano de su elección. Ésa era la
recompensa de los piratas, poder escoger el cargamento, siempre que los equipos
pudieran echar primero un vistazo a todas las bodegas y contenedores.
—Contenedores.
—Sí. Los piratas y los equipos se proporcionaban apoyo mutuo. Los equipos
sobornaron ampliamente a las autoridades locales, y por supuesto la marina
norteamericana estaba bien lejos cuando una de esas operaciones estaba en marcha.
Las tripulaciones nunca estuvieron en el ajo, se encontrara contrabando o no. Si se
encontraba algo, la interdicción venía luego, nada que ver con nuestros piratas. —
Llamó al camarero para pedir otro piso—. ¿Otra copa?
—Agua mineral —dijo ella—. Joseph Conrad. Kipling. O una película.
—Los piratas que demostraron ser los mejores en esto eran de Aceh, al norte de
Sumatra. Puro territorio Conrad, creo.
—¿Encontraron mucho, los falsos piratas?
Otra vez el gesto de subastador de diamantes.
—¿Por qué me está contando esto?
—En agosto de 2003, una de esas operaciones conjuntas piratas-CIA abordó un
carguero de matrícula panameña que navegaba de Irán a Macao. El interés del equipo
se centró en un contenedor determinado. Habían roto los sellos, y lo habían abierto
ya, cuando llegó por radio la orden de dejarlo.
—¿De dejarlo?
—Dejar el contenedor. Dejar el barco. Naturalmente, esas órdenes se cumplieron.
—¿Quién le ha contado esa historia?
—Alguien que dice haber sido miembro del equipo de abordaje.
—¿Y cree que Chombo, de algún modo, tiene algo que ver con todo eso?
—Sospecho —dijo Bigend, acercándose y bajando la voz— que Bobby sabe
periódicamente dónde está el contenedor.
—¿Periódicamente?
—Al parecer sigue ahí fuera, en alguna parte —dijo Bigend—. Como el Holandés
Errante.
Llegó el segundo piso, junto con el agua.
—Por su siguiente artículo —dijo él, haciendo chocar los bordes de sus nuevos
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vasos de plástico.
—Los piratas.
—¿Sí?
—¿Vieron lo que había dentro?
—No.
—La mayoría de la gente no conducen estos cacharros ellos mismos —dijo Bigend,
mientras desembocaban en Sunset y se dirigían al este.
—La mayoría de ellos no los conducen para nada —corrigió Hollis, sentada a su
lado. Dobló el cuello para echar un vistazo a lo que se suponía podía llamarse la
cabina de pasajeros. Parecía haber una especie de tragaluz esmerilado, distinto a
cualquier otra luneta. Y mucha madera muy brillante, el resto en piel de cordero de
color carbón.
—Un Brabus Maybach —dijo él, mientras ella doblaba la cabeza a tiempo de
verle dar un golpecito al volante—. La firma de Brabus aprieta bien las clavijas a
Maybach para producir uno de éstos.
—«¿Únete al lado oscuro?».
—Si viajara usted ahí atrás, podría buscar arte locativo en los monitores de cada
respaldo delantero. Hay un MWAN con router cuádruple GPRS.
—No, gracias.
Los asientos traseros, tapizados con aquel cordero color metal, obviamente se
reclinaban, convirtiéndose en camas, o posiblemente en sillas para cirugía electiva de
altos fines. A través del cristal ahumado de su lado, vio a los peatones en el cruce
mirando al Maybach. El semáforo cambió y Bigend arrancó. El interior del vehículo
era silencioso como un museo a medianoche.
—¿Siempre conduce esto? —preguntó.
—La agencia tiene Phaetons —respondió él—. Buenos coches muy silenciosos.
De lejos, se los confunde con los Jetta.
—No entiendo de coches. —Ella pasó el pulgar por la costura del tapizado del
asiento. Probablemente era como tocar el culo de una topmodel.
—¿Por qué ha decidido dedicarse al periodismo, si no le importa que se lo
pregunte?
—Buscando una forma de ganarme la vida. Los royalties de Toque de Queda no
dan para mucho. No he tenido mucho talento como inversora.
—Poca gente lo tiene —dijo él—. Si tienen éxito, naturalmente, imaginan que lo
tienen. Talento. Pero todos hacen en realidad las mismas cosas.
—Ojalá alguien me hubiera dicho lo que hacían, en ese caso.
—Si necesita ganar dinero, hay campos más lucrativos que el periodismo.
—¿Me está desanimando?
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—En absoluto. Simplemente la animo en un sentido más amplio. Me interesa qué
la motiva, y cómo comprende el mundo. —La miró de reojo—. Rausch me ha dicho
que ha escrito sobre música.
—De los grupos de garaje de los sesenta. Empecé a escribir sobre ellos cuando
todavía estaba en Toque de Queda.
—¿Fueron una inspiración?
Ella estaba mirando una pantalla de catorce pulgadas en el salpicadero del
Maybach; el cursor rojo era el coche avanzando a lo largo de la línea verde que era
Sunset. Lo miró.
—No en un sentido lineal, musicalmente. Eran mis grupos favoritos. Lo son —se
corrigió.
Él asintió.
Ella volvió a mirar la pantalla del salpicadero y vio que el mapa había
desaparecido, sustituido por diagramas de un helicóptero, con su extraño perfil
bulboso. Ahora aparecía sobre el perfil de un barco. O bien un barco pequeño o bien
un helicóptero bastante grande. Corte al vídeo del aparato real en vuelo.
—¿Qué es esto?
—Lo llaman Hook. Es un antiguo helicóptero de fabricación soviética, con una
enorme capacidad de elevación. Siria tiene al menos uno.
El Hook, o algo parecido, estaba ahora elevando un tanque soviético, como parte
de una demostración.
—Conduzca —ordenó ella—. No mire su propio PowerPoint.
Corte a una pintoresca animación simplificada, ilustrando cómo un helicóptero
(que no parecía un Hook) podía depositar contenedores de carga en la cubierta y las
bodegas de un carguero.
—El contenedor de su historia —empezó a decir Hollis.
—¿Sí?
—¿Dijeron si era muy pesado?
—No lo es, que sepamos —contestó Bigend—, pero a veces está en medio de un
puñado de contenedores mucho más pesados. Es una posición muy segura; no suele
haber ninguna posibilidad, en el mar, de acceder a un contenedor en esa posición. El
Hook, sin embargo, permitiría hacerlo. Además podría haber llegado desde otra parte,
desde otro barco, por ejemplo, con el contenedor viajando en el Hook. A un radio de
alcance decente, razonablemente rápido.
Llegó a la Autopista 101, dirección sur. La suspensión del Maybach convirtió el
irregular pavimento en algo parecido a la seda, suave como chocolate caliente. Hollis
pudo sentir ahora la potencia del coche, contenida sin esfuerzo. En la pantalla del
salpicadero, un contenedor emitía unas líneas que simbolizaban señales. Se alzaban
en un ángulo agudo, para ser interceptadas por un satélite que volvía a transmitirlas
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más allá de la curva de la tierra.
—¿Adónde vamos, señor Bigend?
—Hubertus. A la agencia. Es un sitio mejor para discutir las cosas.
—¿La agencia?
—Hormiga Azul.
Y ahora, en la pantalla, inmóvil y nítidamente jeroglífica, apareció ese insecto.
Azul. Ella alzó la cabeza para mirarlo.
Su perfil le recordó vagamente a alguien.
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18
La ventana de Elleggua
TÍA Juana lo envió, caminando por la 110, a Amsterdam y la catedral de San Juan el
Divino, para que consultara con Elleggua. El dueño de los caminos y las puertas de
este mundo, dijo. Señor de las encrucijadas, intersección de lo humano y lo divino.
Por este motivo, sostenía Juana, habían alzado en secreto una ventana para él y un
lugar de devoción en esta gran iglesia de Morningside Heights.
«Nada puede hacerse sin su permiso en ninguno de los dos mundos», dijo.
Había empezado a nevar, mientras él caminaba colina arriba, dejando atrás vallas
de madera prensada repletas de pósters y alambre de corral, donde el muro que
marcaba los terrenos de la catedral había sido derribado, hacía mucho tiempo, por la
lluvia. Se subió el cuello, se ajustó el sombrero, y continuó caminando, familiarizado
ahora con la nieve. Aunque agradeció llegar por fin a Amsterdam. Vio el neón
apagado de V&T Pizza, como algo que apuntara al corriente pasado humano de la
avenida, y luego pasó ante la casa del cura y el jardín que rodeaba la fuente
perpetuamente seca, con su delirante escultura, donde la cabeza decapitada de Satán
colgaba de la gran garra de bronce del Cangrejo Sagrado de Dios. Fue esta escultura
lo que más le interesó la primera vez que Juana lo trajo aquí, eso y los cuatro pavos
reales de la catedral, uno de ellos albino y, según dijo Juana, sagrado para Orunmila.
No había guardias en las puertas de la catedral, pero los encontró dentro,
esperando, con su sugerencia de un donativo de cinco dólares. Juana le había
enseñado a quitarse el sombrero y persignarse e, ignorándolos, fingir que no hablaba
inglés, encender una vela y simular que rezaba.
Había mucho espacio, dentro de esta iglesia: Juana decía que era la catedral más
grande del mundo. Y esta mañana de nieve la encontró desierta, o eso parecía, y de
algún modo más fría que la calle. Había una bruma ahí, una nube, de sonido; los ecos
más diminutos, provocados por cualquier movimiento, parecían agitarse
incesantemente entre las columnas y por el suelo de piedra.
Tras dejar su vela encendida junto a otras cuatro, se dirigió al altar principal,
viendo su propio aliento. Se detuvo un momento a mirar el tenue brillo de la gran
vidriera, sobre las puertas que acababa de atravesar.
Uno de los salientes de piedra que flanqueaban los lados de este enorme espacio
era de Elleggua, algo que quedaba claro por las imágenes de las vidrieras. Un santero
consultando una hoja con signos, entre los cuales se encontraban los números tres y
veintiuno, por los que el orisha se reconoce a sí mismo y es reconocido; un hombre
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subiendo a un poste para instalar una escucha; otro hombre estudiando el monitor de
un ordenador. Todas ellas imágenes de las formas en que el mundo y los mundos se
relacionan, y todas estas formas bajo el orisha.
En silencio, para sí, como le había enseñado Juana, Tito hizo un respetuoso
saludo.
Hubo entonces una perturbación en la bruma de sonido más fuerte que el resto,
cuya fuente se perdió de inmediato en los giros y sacudidas del eco. Tito miró hacia
atrás, contemplando la nave entera, y vio una figura solitaria que se acercaba.
Alzó la cabeza, hacia la ventana de Elleggua, donde un hombre usaba algo
parecido a un ratón, otro un teclado, aunque las formas de estas formas familiares
eran arcaicas, desconocidas. Pidió protección.
El viejo, cuando Tito volvió a mirar, era como una ilustración de perspectiva y de
inevitabilidad de la llegada del momento. La nieve cubría los hombros de su abrigo
de tweed y el ala de un sombrero oscuro que apretaba contra su pecho. Su cabeza
parecía inclinarse, levemente, mientras andaba. Su pelo gris brillaba como acero
contra los tonos apagados de la piedra de la catedral.
Y allí estuvo entonces, inmóvil, justo delante de Tito. Lo miró fijamente a los ojos
y luego hacia la ventana.
—Gutenberg —dijo, alzando el sombrero para indicar al santero—. Samuel
Morse enviando el primer mensaje —añadió, señalando al hombre que empleaba el
ratón—. Un instalador. Un aparato de televisión. —Esto era lo que Tito había tomado
por un monitor. El viejo bajó el sombrero. Su mirada volvió a Tito—. Te pareces a tu
padre y a tu abuelo, mucho —dijo en ruso.
—¿Le dijo ella que estaría aquí? —preguntó Tito, en español.
—No —respondió el viejo, con el acento de una Cuba más antigua—, no tuve ese
placer. Una mujer formidable, tu tía. Te hice seguir hasta aquí. —Pasó al inglés—: Ha
pasado algún tiempo desde la última vez que nos vimos.
—Verdad.
—Pero volveremos a vernos de nuevo, y pronto —dijo el viejo—. Se te dará otro
artículo, idéntico. Me lo traerás, como antes. Como antes, serás observado, seguido.
—¿Alejandro tenía razón, entonces?
—No es culpa tuya. Tu protocolo es enormemente correcto, tu systema, diestro —
intercaló el término ruso en la frase en inglés—. Era seguro que te seguirían. Lo
requerimos.
Tito esperó.
—Intentarán atraparnos, cuando hagas la entrega. Fracasarán, pero tú habrás
perdido el envío. Eso es esencial, tan esencial como tu huida, y la mía. Y tienes un
systema para hacer exactamente eso, ¿no?
Tito asintió, moviendo la cabeza levemente.
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—Pero entonces tendrás que irte —continuó el viejo—, como siempre has estado
preparado para hacer. La ciudad ya no será segura para ti. ¿Comprendes?
Tito pensó en su habitación sin ventanas. Su ordenador. Su teclado. La vasija para
Ochún. Recordó el protocolo establecido para su partida, cuidadosamente mantenido.
No tenía absolutamente ninguna idea de qué lugar habrían elegido para él, más allá de
ese protocolo. Sólo sabía que no sería Nueva York.
—Comprendo —dijo, en ruso.
—Hay un arco, aquí —dijo el viejo, en inglés—, llamado el Arco Pearl Harbor.
—Alzó la cabeza y contempló la nave—. Me lo señalaron una vez, pero no puedo
recordar dónde está. Los albañiles soltaron sus herramientas, el día del ataque. La
construcción de la catedral se interrumpió durante décadas.
Tito se volvió y alzó la cabeza, sin saber qué tenía que buscar. Los arcos estaban
muy altos en el techo. Alejandro y él habían jugado una vez con una maqueta Mylar
llena de helio, en Battery Park. Un avioncito controlado por radio. Con una cosa así,
aquí, se podría explorar el bosque de arcos de la nave, las sombras de sus profundos
cañones invertidos. Quiso preguntarle a este hombre por su padre, preguntarle cómo
y por qué había muerto.
Cuando se volvió, el hombre se había ido.
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Fish
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periódicamente y sin mucho interés las revistas de cotilleo de la mesita de café del
coreano. El presidente Bush con su uniforme de piloto cayeron casi inmediatamente,
pero no consiguió encontrar nada que Milgrim no hubiera visto antes. Con todo, era
agradable compartir con ella ese banco de vinilo, y disfrutar del sonido de un idioma
que no comprendía. Siempre había supuesto que su fluidez con el ruso,
aparentemente innata, compensaba de algún modo su incapacidad para las lenguas
romances.
La muchacha dejó caer el móvil en su enorme bolso, se levantó, sonrió ausente en
su dirección, y se marchó.
Milgrim estaba sacando su libro del bolsillo cuando vio el móvil en el vinilo rojo.
Miró al coreano, que estaba leyendo el Wall Street Journal. Aquellos extraños
retratos punteados, en la distancia, parecían huellas dactilares. Miró de nuevo el
teléfono.
Su cautiverio le había cambiado. Antes de Brown, se habría guardado el teléfono
automáticamente. Ahora que vivía en el meollo del mundo de la vigilancia de Brown,
los encuentros aparentemente casuales se habían vuelto sospechosos. ¿Era de verdad
una belleza hispanoparlante que dejaba los pantalones del trabajo para que se los
limpiaran, o era parte del equipo de Brown? ¿Era realmente un accidente que se le
hubiera caído el teléfono?
Pero ¿y si no lo era?
Sin quitarle ojo al coreano, puso la palma de la mano sobre el teléfono. Todavía
estaba caliente, una intimidad pequeña pero vagamente perturbadora.
Se puso en pie.
—Tengo que ir al cuarto de baño.
El coreano lo miró por encima de su Wall Street Journal.
—Tengo que mear.
El coreano dobló el periódico, se levantó, hizo a un lado la cortina de estampado
florido y le indicó a Milgrim que pasara. Milgrim recorrió rápidamente un amasijo de
equipo industrial y cruzó una estrecha puerta pintada de verde con un cartelito de
«SÓLO EMPLEADOS».
Las paredes del cubículo eran de madera pintada, lo que le recordó a Milgrim las
cabañas de un campamento de verano al que había asistido en Wisconsin. Olía
poderosamente a desinfectante, pero no era del todo desagradable. Como tenía por
costumbre, Milgrim aseguró la puerta con un frágil cerrojo taiwanés. Bajó la tapa de
la taza, se sentó, y le echó un vistazo al móvil de la chica.
Era un Motorola, con memoria de llamadas y cámara. Un modelo de unos cuantos
años antes, aunque por lo que sabía aún lo vendían. Si lo hubiera robado para volver a
venderlo, se habría sentido decepcionado. Tenía la batería casi llena y había
cobertura.
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Alzó la cabeza y vio casi a la altura de sus ojos, a unas diez pulgadas de distancia,
un calendario de 1992. Habían dejado de arrancar las hojas en agosto. Era la
publicidad de una empresa inmobiliaria, y estaba decorada con una fotografía diurna
de colores drásticamente saturados del skyline neoyorquino, con las negras torres del
World Trade Center. Tenían un aspecto tan intensamente peculiar, en retrospectiva,
tan monolíticamente de ciencia ficción, tan irreal, que ahora a Milgrim le parecía que
habían sido añadidas con Photoshop en todas las imágenes donde las encontraba.
Bajo el calendario, en un saliente de cuatro pulgadas formado por una horizontal
en el marco del cubículo, había una lata, los bordes manchados de óxido. Milgrim se
inclinó hacia delante y estudió su contenido: un fino estrato de tornillos, tuercas, dos
chapas de botella, clips y chinchetas, varios componentes inidentificables de metal,
cadáveres de pequeños insectos. Todo lo que podía oxidarse estaba levemente
oxidado.
Se acomodó contra la cisterna y abrió el teléfono. En la agenda, nombres y
apellidos hispánicos, y algunos nombres de chicas que no lo eran.
Marcó de memoria el número de Fish, cerró los ojos, y pulsó «Llamar».
Fish, diminutivo de Fisher, su apellido, respondió a la tercera llamada.
—¿Diga?
—Fish. Hola.
—¿Quién es?
—Milgrim.
—Hey. —Fish parecía sorprendido de oírlo, pero Milgrim supuso que era lo
normal.
Fish también era consumidor de benzo. Aparte de eso, lo que más les unía era
Dennis Birdwell, el camello de Milgrim. Antiguo camello, se corrigió Milgrim. Tanto
Milgrim como Fish hacía tiempo que no acudían al doctor, y ninguno iba a ir a
ninguna parte con el sistema de volantes de prescripción triples de Nueva York. Fish
tenía sus recursos en Nueva Jersey (un doctor escritor, suponía Milgrim), pero los dos
dependían principalmente de Birdwell. O más bien habían dependido, puesto que
Milgrim ya no podía.
—¿Cómo te va, Milgrim?
Que traducido era: ¿Tienes algo que compartir?
—Tirando —respondió Milgrim.
—Oh —dijo Fish. Siempre era breve. Hacía algo de animación por ordenador y
tenía una novia y un bebé.
—¿Has visto a Dennis, Fish?
—Uh, sí. Lo he visto.
—¿Cómo está?
—Bueno, ah, está cabreado contigo. Eso es lo que dijo.
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—¿Dijo por qué?
—Dijo que te había prestado dinero para algo, y que no se lo devolviste.
Milgrim suspiró.
—Es verdad, pero no es que quisiera dejarlo tirado. Iba a cumplir, ¿sabes?
Un bebé empezó a llorar tras la voz de Fish.
—Sí. Pero ¿sabes?, creo que no deberías tratar con Dennis estos días. No de esa
forma. —Fish parecía incómodo, y no sólo por el llanto del bebé.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya sabes. Es su otra cosa.
La otra cosa de Dennis era cristal meta, su mayor negocio, algo para lo que ni
Milgrim ni Fish tenían el menor uso. Sin embargo, en los otros clientes de Dennis
creaba una necesidad de sustancias periféricas poderosamente calmantes, de ahí el
interés de Dennis en las benzos, en las que ambos confiaban para lograr paz y
claridad.
—Creo que se está colgando —dijo Fish—. Ya sabes. Más.
Milgrim alzó las cejas ante la imagen de las torres gemelas.
—Lamento oír eso.
—Ya sabes cómo se vuelven.
—¿Qué quieres decir?
—Paranoides. Violentos.
Dennis fue en tiempos estudiante de la NYU. Milgrim desde luego podía
imaginarlo enfadado, pero imaginarlo violento era demasiado.
—Colecciona muñequitos de La Guerra de las Galaxias —dijo Milgrim—. Se
pasa toda la noche buscándolos en e-Bay.
Hubo una pausa. El bebé de Fish también guardó silencio, en extraña sincronía.
—Dijo que contrataría a unos negros de Brooklyn.
El bebé empezó a llorar otra vez, aún más fuerte.
—Mierda —dijo Milgrim, tanto a la lata oxidada como a Fish—. Hazme un favor.
—¿Sí?
—No le digas que te he llamado.
—Vale.
—Si pillo algo, te llamaré —mintió Milgrim. Pulsó «Colgar».
Tras salir del lavabo, ayudó a la infeliz chica puertorriqueña a apartar el asiento
rojo para que pudiera mirar debajo. Mientras ella lo hacía, deslizó el teléfono bajo un
ajado ejemplar de In Touch, con Jennifer Aniston en portada.
Estaba apoyado contra una secadora, leyendo sobre William el Orfebre, cuando
ella lo encontró.
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Tulpa
¿IBA aquella mujer de la silla de ruedas, con un gotero a cuestas, dirigiendo con una
mano el cruce de la acera y manteniendo recta con la otra la base cromada?
¿Le faltaban las piernas? Hollis no podía decirlo, pero después del tipo del
monopatín que no tenía mandíbula inferior, no parecía gran cosa.
—¿Su compañía está por aquí? —le preguntó a Bigend, mientras éste internaba el
Maybach en un callejón donde parecía que un vehículo de combate Bradley sería la
mejor elección.
Dejaron atrás un delirante grafiti, una especie callejera de onda Hokusai fractal, y
pasaron bajo el labio inferior de una verja rematada por un afilado alambre.
—Sí —contestó él, dirigiéndose a una rampa de hormigón que se alzaba tres
metros abrazando una pared que a Hollis le pareció que debía de pertenecer a una
ciudad infinitamente más antigua que Los Ángeles. Babilonia, tal vez, con sus grafiti
cuneiformes y discretos arañazos furtivos en los ladrillos.
El Maybach se detuvo un momento en una plataforma plana de la altura de un
camión, ante una puerta de metal articulada. Había sobre ella crecimientos bulbosos
de plástico negro ahumado, nidos que alojaban cámaras y tal vez otras cosas. La
puerta, decorada con un puntillista retrato negro de André el Gigante, orwelliana en
su escala, se alzó lentamente, y la sombría y tiroidal mirada de André dio paso a un
brillo halógeno. Bigend avanzó hasta un espacio parecido a un hangar, más pequeño
que la fábrica vacía de Bobby Chombo, pero igualmente impresionante. Había media
docena de sedanes plateados idénticos aparcados en fila, junto a una flamante
carretilla montacargas amarilla y unas altas y ordenadas pilas de pladur.
Bigend detuvo el coche. Un guardia con gorra, pantalones cortos de uniforme
negros y camisa de manga corta a juego los saludó tras sus gafas de cristal de espejo.
En su muslo derecho tenía atada una canana negra multicompartimentada.
Hollis sintió un intenso deseo de salir del Maybach, y obró en consecuencia.
La puerta se abrió como un perturbador híbrido de cámara acorazada de banco y
bolso de Armani, su solidez a prueba de bombas perfectamente equilibrada con la
pura elegancia cosmética. El arenoso suelo de asfalto, manchado con pegotes de yeso,
parecía reconfortante por contraste. El guardia hizo un gesto con un mando a
distancia. Hollis oyó el acero segmentado sacudirse bajo ellos.
—Por aquí, por favor —dijo Bigend, por encima del tañido de la puerta al
cerrarse. Salió del Maybach sin molestarse en cerrar la puerta, así que ella dejó
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abierta también la suya y lo siguió. Miró hacia atrás, cuando lo alcanzaba, y vio que
el coche quedaba abierto, su interior una caverna suave, como una boca de piel de
cordero gris bajo el brillo de alta resolución de la luz del garaje.
—Estamos perdiendo lo mejor del barrio, mientras la reclamación continúa —dijo
él, guiándola alrededor de una pila de tres metros de pladur.
—¿Lo mejor?
—La mayor parte. Lo echaré de menos. Inquieta a los visitantes. La inquietud es
buena. La semana pasada abrimos un nuevo grupo de oficinas en Pekín. No estoy
satisfecho, en absoluto. Tres plantas en un edificio nuevo, en realidad nada que nos
venga bien. Pero está en Pekín. —Se encogió de hombros—. ¿Qué opción tenemos?
Ella no lo sabía, así que no dijo nada. Él la guió por un amplio tramo de escaleras
hasta lo que estaba obviamente en proceso de convertirse en un recibidor. Otro
guardia, estudiando ventanas CCTV en una pantalla, los ignoró.
Entraron en un ascensor, cuya superficie estaba cubierta de polvorientas capas de
cartón corrugado. Bigend alzó una capa y tocó los controles. Subieron dos plantas y
la puerta se abrió. Le indicó que continuara.
Ella salió a un pasillo desordenado con más pladur extendido sobre un suelo de
un producto liso y gris. El pladur llegaba hasta una mesa de reuniones, con seis sillas
a un lado. Más allá, en la pared, colgaba el retrato que Anton Corbijn le había hecho a
Hollis, en perfecta resolución en una pantalla de unos diez metros de diagonal.
—Una imagen maravillosa —dijo él, mientras ella lo miraba.
—Nunca me he sentido cómoda del todo.
—Porque la fama es una especie de tulpa.
—¿Una especie de qué?
—Una forma-pensamiento proyectada. Un término del misticismo tibetano. La
fama tiene una vida propia. Puede, en las circunstancias adecuadas, sobrevivir
indefinidamente a la muerte del sujeto. De eso trata el poder ver a Elvis, literalmente.
Todo esto le recordaba mucho a Hollis cómo consideraba Inchmale estas cosas,
aunque realmente ella también lo creía.
—¿Qué pasa si la fama muere primero? —preguntó.
—Muy poco —respondió él—. Ése suele ser el problema. Pero las imágenes de
este calibre sirven como barricada en contra. Y la música es el más puramente
atemporal de los medios.
—«El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado». —Hollis citó a Inchmale
citando a Faulkner—. ¿Le importa cambiar de canal?
Él hizo un gesto hacia la pantalla. En su lugar apareció el Hook, el helicóptero de
carga soviético, fotografiado desde abajo.
—¿Qué le parece todo esto?
La sonrisa destelló como un faro. Aparentemente no había ninguna ventana en esa
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sala, y en ese momento la pantalla era la única fuente de luz.
—¿Le gusta la inquietud?
—Sí.
—Entonces le gusto yo.
—Me gusta. Y algo iría muy mal si no estuviera inquieta.
Ella se acercó a la mesa de reuniones y pasó un dedo por su negra superficie,
dejando un leve rastro de polvo de yeso.
—¿Hay de verdad una revista?
—Todo es potencial —dijo Bigend.
—Todo es una potencial gilipollez.
—Considéreme un mecenas. Por favor.
—No me gusta cómo suena eso, gracias.
—A principios de los años veinte —dijo Bigend—, todavía había en este país
gente que no había oído aún música grabada. No muchos, pero sí unos pocos. Eso fue
hace menos de cien años. Su carrera como «artista grabadora» —dibujó unas comillas
con los dedos— tuvo lugar al final de una ventana tecnológica que duró menos de
cien años, una ventana durante la cual los consumidores de música grabada
carecieron de los medios para producir lo que consumían. Podían comprar
grabaciones, pero no podían reproducirlas. Toque de Queda apareció cuando ese
monopolio de los medios de producción empezaba a erosionarse. Antes de ese
monopolio, se pagaba a los músicos por actuar, publicar y vender música, o tenían
mecenas. La estrella del pop, como la conocimos —y aquí inclinó levemente la
cabeza en su dirección—, fue en realidad un artefacto de los medios preubicuos.
—¿De qué…?
—De un estado donde los medios «de masas» existían, si quiere, dentro del
mundo.
—¿Como opuesto a…?
—Comprenderlo.
La luz de la habitación cambió mientras él decía esto. Hollis alzó los ojos hacia la
pantalla, ocupada por una gigantesca hormiga azul metálica.
—¿Qué hay en el contenedor de Chombo? —preguntó.
—No es el contenedor de Chombo.
—Su contenedor.
—No es nuestro contenedor.
—¿«Nuestro» significa usted y quién?
—Usted.
—No es mi contenedor.
—Justo lo que yo decía —dijo Bigend. Y sonrió.
—¿De quién es, entonces?
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—No lo sé. Pero creo que podría usted averiguarlo.
—¿Qué hay dentro?
—No lo sabemos tampoco.
—¿Qué tiene que ver Chombo?
—Chombo, evidentemente, ha encontrado un modo de saber dónde está, al menos
periódicamente.
—¿Por qué no lo llama sin más?
—Porque es un secreto. Le pagan bien por mantenerlo en secreto, y su
personalidad, ya lo habrá notado, es de esas a las que les gusta tener secretos.
—¿Quién le paga, entonces?
—Eso parece ser un secreto aún mayor.
—¿Cree que pueda tratarse del dueño del contenedor?
—¿O su destinatario último, si alguna vez adquiere uno? No lo sé. Pero usted,
Hollis, es la única persona que he encontrado con quien Bobby puede querer hablar.
—No estuvo usted allí. No le hizo ninguna gracia que Alberto me llevara. No
sugirió ninguna otra invitación.
—Ahí es donde estoy convencido de que se equivoca —dijo él—. Cuando él se
acostumbre a la idea de que está usted disponible para pasar más tiempo con él,
puede que tenga noticias suyas.
—¿Qué tienen que ver los iPods con todo esto?
Bigend alzó una ceja.
—Rausch me dijo que buscara iPods usados para almacenar datos. ¿Sigue
haciendo eso la gente?
—Chombo carga de datos un iPod periódicamente y lo envía fuera de Estados
Unidos.
—¿Qué clase de datos?
—Música, en teoría. No tenemos modo de averiguarlo.
—¿Sabe dónde los envía?
—San José, Costa Rica, hasta ahora. No tenemos ni idea de adónde más podría ir,
a partir de ahí.
—¿Quién los recibe?
—Alguien cuyo trabajo es esencialmente mantener un caro apartado de correos.
Hay muchos de ésos, evidentemente, en San José. Estamos trabajando en ello. ¿Ha
estado alguna vez allí?
—No.
—Hay toda una comunidad de agentes retirados de la CIA. Y de la DEA,
también. Tenemos a alguien allí ahora mismo tratando de echar una ojeada a las
cosas, aunque hasta ahora no parece que haya conseguido nada.
—¿Por qué interesa tanto lo que hay dentro del contenedor de Chombo?
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Bigend sacó un pañuelo de microfibra azul celeste del bolsillo de su chaqueta,
arrastró una silla, y le sacudió el polvo a conciencia.
—¿Quiere sentarse? —Le ofreció la silla.
—No, gracias. Continúe.
Él se sentó. La miró.
—He aprendido a valorar los fenómenos anómalos. Las cosas muy peculiares que
hace la gente, a menudo en secreto, me interesan. Gasto mucho dinero, a menudo,
tratando de comprender esas cosas. De ellas, a veces, emergen los esfuerzos más
exitosos de Hormiga Azul. Trope Slope, por ejemplo, nuestra plataforma viral de
ventas, se basó en filmaciones anónimas colgadas en la red.
—¿Hizo eso? ¿Puso eso en el segundo plano de todas esas películas antiguas?
Qué puñetería. Disculpe mi francés.
—Vende zapatos. —Sonrió.
—¿Qué espera sacar de esto, si consigue averiguar qué hay dentro del contenedor
de Chombo?
—Ni idea. No tengo ni la menor idea. Eso es exactamente lo que lo hace tan
interesante.
—No lo entiendo.
—La inteligencia, Hollis, es la publicidad del revés.
—¿Y eso significa…?
—Los secretos molan —dijo Bigend señalando la pantalla, donde aparecían sus
imágenes de pie junto a la mesa, Bigend sin sentarse aún, capturadas por una cámara
situada en algún lugar del techo. El Bigend de la pantalla sacó un pañuelo azul celeste
del bolsillo, arrastró una silla, y empezó a quitarle el polvo de los brazos y el asiento
y el respaldo—. Los secretos —dijo el Bigend que tenía al lado— son la auténtica
raíz de lo que mola.
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21
Sal de Sofía
TITO cruzó Amsterdam, dejando atrás los grises puestos cubiertos de nieve de un
mercadillo improvisado y luego caminó rápidamente por la 111, hacia Broadway.
Había dejado de nevar.
Reconoció a su prima Vianca a lo lejos, junto al Banco Popular, vestida como una
quinceañera. Se preguntó quién más estaría en la calle para el camino de vuelta a
Chinatown.
Cuando llegó a la mediana de Broadway, Vianca ya no estaba a la vista.
Alcanzando la acera oeste, giró al sur, encaminándose hacia la parada de la calle 110,
las manos en los bolsillos. Al pasar junto a una tienda de cuadros, la vio en las
profundidades de un espejo, cruzando en diagonal, a unos pocos metros tras su
hombro izquierdo.
Cuando bajaba a la trinchera alicatada del metro, finamente techada con hierro y
asfalto, vio su aliento elevarse.
El número 1 local llegó, como un signo, justo cuando alcanzaba el andén.
Regresaría despacio en el 1 hasta Canal, luego caminaría hacia el este. Subió al tren,
seguro de que Vianca y al menos otras dos personas hacían lo mismo. El protocolo,
para la detección e identificación de seguidores, requería un mínimo de tres.
Cuando salieron de la calle 66, Carlito entró desde el vagón de atrás. El vagón de Tito
estaba casi vacío. Vianca estaba sentada casi delante del todo, aparentemente
entretenida con un videojuego.
Carlito llevaba un abrigo gris oscuro, una bufanda algo más clara, unos guantes
de cuero negro que hicieron pensar a Tito que tenía las manos talladas en madera, y
gomas negras sobre la piel pulida de sus zapatos italianos. Parecía conservador,
extranjero, inadaptado, y de algún modo religioso.
Se sentó a la izquierda de Tito.
—Juana —dijo en español—, ¿está bien?
—Sí —respondió Tito—, parece bien.
—Te has visto con él.
No era una pregunta.
—Sí.
—Tienes tus instrucciones.
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—Sí.
Tito notó que Carlito le metía algo en el bolsillo.
—Búlgaro —dijo, identificando el objeto por él.
—¿Cargada?
—Sí. Una nueva válvula.
Las pistolas del búlgaro tenían casi medio siglo, pero seguían funcionando con
gran eficacia. A veces era necesario sustituir la válvula Schrader de la reserva de
acero plano que también servía como mango, pero había muy pocas partes móviles.
—¿Cargada?
—Sal —dijo Carlito.
Tito recordó los cartuchos de sal, con sus membranas amarillentas sellando ambos
extremos de un tubo de cartón de unos tres centímetros de largo y extraño olor.
—Ahora tienes que prepararte para irte.
—¿Durante cuánto tiempo? —Tito sabía que no era una pregunta demasiado
aceptable, pero era el tipo de pregunta que Alejandro le había enseñado que al menos
tenía que considerar.
Carlito no respondió.
Tito estaba a punto de preguntar qué había estado haciendo su padre para el viejo
cuando murió.
—No pueden capturarlo. —Carlito se tocó el nudo de la bufanda con las manos
tiesas y enguantadas—. No pueden capturarte. Sólo deben capturar el artículo que
entregas, y no deben sospechar que se lo has dado.
—¿Qué le debemos, tío?
—Le debemos haber venido aquí. Cumplió su palabra.
Carlito se levantó cuando el tren se detuvo en la calle 55. Una mano enguantada
se posó un momento en el hombro de Tito.
—Hazlo bien, sobrino.
Se dio la vuelta y se marchó.
Tito miró a los pasajeros que subían, esperando ver a Vianca todavía allí, pero
también se había ido.
Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, hasta encontrar la singular y meticulosa
arma fabricada por el búlgaro. Estaba envuelta en un pañuelo de algodón blanco de
China, todavía tieso al tacto.
Al sacarla del bolsillo, los que te rodeaban podían pensar que ibas a sonarte la
nariz. Sin mirarlo, Tito supo que el cilindro de cartón de sal cuidadosamente molida
llenaba todo el cañón, que era muy corto. Lo dejó donde estaba. Ahora que las juntas
de goma del búlgaro habían sido sustituidas por silicona, una carga efectiva podía
mantenerse hasta cuarenta y ocho horas.
¿La sal sería búlgara?, se preguntó. ¿Dónde habían hecho estos cartuchos? ¿En
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Sofía? ¿En Moscú, tal vez? ¿En Londres, donde se decía que el búlgaro había
trabajado antes de que el abuelo de Tito se lo llevara a Cuba? ¿O en La Habana,
donde había vivido muchos años?
El tren dejó atrás Colombus Circle.
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22
Batería y bajo
PAMELA Mainwaring, inglesa, con unos rizos rubios que le cubrían completamente
la frente, llevó a Hollis de regreso al Mondrian en uno de los grandes Volkswagen
plateados. Había trabajado para Hormiga Azul anteriormente en Londres, dijo, antes
de marcharse a hacer otra cosa, pero luego la invitaron a venir aquí para ayudar a
supervisar la expansión de la operación local de la empresa.
—No conocía a Hubertus de antes —sugirió mientras enfilaban por la 101.
—¿Se nota tanto?
—Me lo dijo él, cuando salió a recogerla. A Hubertus le encanta tener la
oportunidad de trabajar con nuevos talentos.
Hollis miró las copas de las palmeras agitándose a su paso, negras contra la
luminosidad gris-rosácea.
—Después de haberlo conocido, me sorprende no haber oído hablar de él antes.
—No quiere que se oiga hablar de él. Tampoco quiere que la gente oiga hablar de
Hormiga Azul. A menudo se nos describe como la primera agencia viral. A Hubertus
no le gusta el término, y por buenos motivos. Poner en primer plano a la agencia, o a
su fundador, es contraproducente. Dice que le gustaría que pudiéramos funcionar
como un agujero negro, una ausencia, pero no hay ningún modo viable de
conseguirlo desde aquí. —Salieron de la autopista—. ¿Necesita algo?
—¿Disculpe?
—Hubertus quiere que tenga a su disposición todo lo que necesite. Significa
literalmente todo lo que quiera, ya que está usted trabajando en uno de sus proyectos
especiales.
—¿Especiales?
—Sin explicaciones, sin objetivos declarados, sin restricciones presupuestarias,
prioridad absoluta en cualquier cola. Él lo describe como una especie de sueño, el
equivalente de la compañía del sueño REM. Cree que es esencial. —Sacó una tarjeta
del bolsillo del parasol del Volswagen y se la pasó a Hollis—. Lo que quiera. Sólo
tiene que llamar. ¿Tiene coche?
—No.
—¿Le gustaría éste? Puedo dejárselo.
—No, gracias.
—¿Dinero?
—Entregaré facturas.
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Pamela Mainwaring se encogió de hombros.
Continuaron, dejando atrás las esculturas de la entrada. Hollis abrió la puerta
antes de que el coche se detuviera por completo.
—Gracias por traerme, Pamela. Encantada de conocerla. Buenas noches.
—Buenas noches.
Hollis cerró la puerta. El sedán plateado dio marcha atrás, salió a Sunset, donde
las luces de la entrada del Mondrian se reflejaron en su carrocería.
Un guardia de seguridad le abrió la puerta. Una especie de pendiente le
atravesaba el lóbulo de la oreja.
—¿Señorita Henry?
—¿Sí?
—Tiene un mensaje en recepción —dijo, indicando la dirección. Ella se encaminó
al mostrador, dejando atrás un extraño asiento cruciforme tapizado con un virginal
cuero blanco.
—Aquí tiene —dijo el modelo de camisas del mostrador, después de que ella se
identificara. Quiso preguntarle qué se ponía en las cejas, pero no lo hizo. Sacó una
caja cuadrada de cartón, de cuarenta centímetros de lado, y le hizo firmar el impreso
fotocopiado que tenía adjunto.
—Gracias —dijo ella, recogiéndola. No era muy pesada. Se dio la vuelta y se
dirigió a los ascensores.
Y vio a Laura Hyde, alias Heidi, antigua batería de Toque de Queda, esperando
junto al asiento en forma de cruz. Si no otra cosa, anotó una silenciosa y metódica
parte de Hollis, esto demostraba que realmente era ella a quien había creído ver en el
coche ante Virgin Records, unas horas antes.
—¿Heidi? —preguntó, aunque no cabía ninguna duda.
—Laura —corrigió Hyde. Llevaba puesto lo que Hollis consideró un Girbaud,
una especie de atuendo estilo Bladerunner, probablemente menos fuera de lugar en
ese vestíbulo que muchas otras cosas. Su cabello oscuro parecía haber sido cortado
para ir a juego, aunque Hollis sería incapaz de explicar cómo.
—¿Cómo estás, Laura?
—Cansada. Inchmale consiguió el número de mi móvil gracias a un amigo de
Nueva York. Ex-amigo —dijo, como si ese número dicho a Inchmale hubiera sido la
causa—. Me llamó para decirme que estabas aquí.
—Lo siento…
—Oh, no eres tú. De verdad. Laurence está viendo tomas diarias a dos manzanas
de aquí. Si no estuviera aquí, estaría allí.
—¿Está produciendo?
—Dirigiendo.
—Enhorabuena. No lo sabía.
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—Yo tampoco.
Hollis vaciló.
—No es lo que estaba en el contrato. —Su boca grande y carnosa se puso
completamente recta, algo que con ella nunca era una buena señal—. Por otro lado,
puede que no dure mucho.
¿Se refería a la faceta como director de su marido, o a su matrimonio? Hollis
nunca había podido entender muy bien a la batería. Tampoco había podido hacerlo
nadie, según Inchmale, que mantenía que por eso la batería era necesaria, una especie
de señal de primate que siempre podía verse en acción.
—¿Te apetece tomar una copa, o…? —Hollis se volvió, con la caja apretada
contra el pecho, agarrando su bolso improvisado con la mano izquierda, y vio que el
bar del vestíbulo había sido transformado, despojado de sus velas y candelabros
votivos y reformado para ofrecer desayunos japoneses, o en cualquier caso un
desayuno con palillos negros que aún no había sido servido. Como no tenía ninguna
gana de invitar a Heidi a subir a su habitación, se permitió seguir avanzando en
dirección a la infinita mesa de mármol.
—No quiero beber —dijo Heidi, zanjando el tema—. ¿Qué coño es eso?
Señaló al fondo, más allá del bar cerrado, cuyo exterior estaba modelado como un
enorme cofre transportador con ruedas de goma.
Hollis había advertido los instrumentos antes, cuando se alojó. Un tambor de
conga, unos bongos, una guitarra acústica y un bajo eléctrico, estos últimos colgando
de soportes de cromo baratos. Eran instrumentos usados, incluso muy usados, pero
ella dudó que lo estuvieran siendo ahora, o desde luego no muy a menudo.
Heidi siguió caminando, sus hombros de batería agitándose suavemente bajo el
índigo mate de la chaqueta Girbaud. Hollis recordó sus bíceps cuando se ponía una
camiseta sin mangas, en los tiempos en que Toque de Queda salía al escenario. La
siguió.
—¿Qué es esta tontería? —Miró con mala cara primero a los instrumentos, luego
a Hollis—. ¿Tenemos que pensar que va a venir Clapton? ¿O que quieren que
hagamos una sesión después de tomar nuestro sushi?
Hollis sabía que el desagrado de Heidi por los detalles decorativos era una
extensión de su antipatía hacia el arte en general. Hija de un técnico de las Fuerzas
Aéreas, era la única mujer que Hollis había conocido que disfrutaba soldando, pero
sólo para reparar algo esencial que estuviera roto.
Hollis miró la guitarra sin nombre.
—Estilo Hootenanny. Creo que es una referencia a la Venecia anterior a los
Beatles. La playa, quiero decir.
—«Referencia». Laurence dice que está haciendo referencias a Hitchcock. —
Pronunció la palabra como si fuera sexualmente contagiosa.
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Hollis no conocía en persona a Laurence, ni esperaba ni quería hacerlo, y no
había visto a Heidi desde poco después de la disolución de Toque de Queda. Su
inesperada aparición aquí, y ahora este contacto con una muestra del jazz beatnik de
los Boy Scouts de América de Starck, le estaban haciendo recordar todo el dolor por
Jimmy. Era como si esperase que él estuviera aquí, como si debiera estar aquí, como
si de hecho estuviera aquí, pero desenfocado, o tras alguna esquina. ¿No colocaban
así los espiritistas los instrumentos, en sus sesiones? De los cuatro instrumentos, el
bajo eléctrico, el de Jimmy, era el único que no se podía coger para tocarlo, aunque
quisieras. No tenía cable, ni amplificador, ni altavoz. «Qué habrá sido de la Pignose
de Jimmy», se preguntó.
—Vino a verme, una semana antes de morir —dijo Heidi, provocando un
sobresalto en Hollis—. Había estado en ese sitio a las afueras de Tucson, cumplidos
los veintiocho días. Dijo que estaba asistiendo a reuniones.
—¿Eso fue aquí?
—Sí. Laurence y yo estábamos empezando a salir. No los presenté. Jimmy no
parecía sentirse bien. A mí no me lo parecía, quiero decir.
Aquel aspecto de Heidi que Hollis siempre se sorprendía al recordar que
apreciaba asomó un instante, por detrás de su brusquedad, algo infantil y
sobresaltado, pero luego desapareció.
—¿Estabas en Nueva York cuando murió?
—Sí. Pero no en el estado. Estaba en la ciudad, pero no tenía ni idea de que había
vuelto. No lo veía desde hacía casi un año.
—Te debía dinero.
Hollis la miró.
—Sí. Es verdad. Casi lo había olvidado.
—Me contó que le habías prestado cinco mil dólares, en París, al final de la gira.
—Siempre me decía que pensaba devolvérmelo, pero yo no creía que fuera
posible.
—No sabía cómo entrar en contacto contigo —dijo Heidi, las manos en los
bolsillos de su chaqueta—. Supuse que acabarías por aparecer tarde o temprano.
Ahora estás aquí. Lamento no habértelo dado antes.
—¿Darme qué?
Heidi sacó un sobre blanco y gastado del bolsillo de la chaqueta y se lo tendió.
—Cinco mil. Tal como él me los dio.
Hollis vio sus iniciales en débil boli rojo en la esquina superior izquierda.
Contuvo la respiración. Se obligó a suspirar. Sin saber qué más hacer, puso el sobre
encima de la caja de cartón y miró a Heidi.
—Gracias. Gracias por guardarlo para mí.
—Era muy importante para él. Me pareció que ninguna otra cosa de la que
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hablaba era tan importante como eso. Lo de Arizona, el programa de recuperación,
una oferta que tuvo para producir, en Japón… Pero quería asegurarse de que
recibieras tu dinero, y supongo que entregármelo a mí era un modo de hacerlo. Sobre
todo —entornó los ojos— porque en cuanto me contó que te lo debía, sabía que yo no
se lo devolvería para que se lo gastara en droga.
Inchmale decía que Toque de Queda se había edificado sobre los cimientos
sónicos de la testarudez y la militante falta de imaginación de Heidi, pero que saber
eso no hacía que fuera más fácil tratarla, y que era cierto desde el principio. Hollis
siempre había pensado que ella estaba de acuerdo con eso, pero ahora parecía más
visceralmente cierto que nunca.
—Me marcho —dijo Heidi, dándole un ligero apretón en el hombro a Hollis, una
muestra excepcional de afecto, tratándose de ella.
—Adiós… Laura.
La vio cruzar el vestíbulo, dejar atrás el asiento cruciforme y perderse de vista.
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Dos moros
BROWN dejó a Milgrim en la lavandería del coreano mucho rato. Poco después, un
coreano más joven, quizás el hijo del propietario, llegó con una bolsa marrón de
comida china, que le ofreció sin hacer ningún comentario. Milgrim despejó un
espacio entre las revistas de la mesita de café y abrió el paquete. Arroz blanco, trozos
de pollo sin huesos con tinte rojo número 3, segmentos vegetales fluorescentes, una
misteriosa carne marrón finamente troceada. Milgrim prefirió el tenedor de plástico a
los palillos. Si estuvieras en la cárcel, se animó, esta comida te parecería un manjar. A
menos que estuvieras en una prisión china, sugirió otra parte de sí mismo menos
cooperativa, pero se la comió metódicamente. Con Brown, era mejor comer lo que
podías cuando se presentaba la oportunidad.
Mientras comía, pensó en la herejía del Espíritu Libre del siglo doce. O bien Dios
lo era todo, pensaban los hermanos del Espíritu Libre, o Dios no era nada. Y Dios,
para ellos, era decididamente todo. No había nada que no fuera Dios, ¿y cómo podía
serlo? Milgrim nunca había entendido de metafísica, pero ahora la combinación de su
cautiverio, la medicación a demanda y este texto empezaban a revelarle el placer que
se sentía en la contemplación metafísica. Sobre todo si reflexionabas sobre estos tipos
del Espíritu Libre, que parecían haber sido una combinación de Charlie Manson y
Hannibal Lecter.
Y como todo era igualmente de Dios, enseñaban, aquellos que entraban más en
contacto con la divinidad insistían en hacer cualquier cosa, sobre todo aquello que
estaba prohibido por aquellos que no habían recibido aún el mensaje del Espíritu
Libre. Y a tal fin iban por la vida practicando el sexo con cualquiera que quisiera
probarlo, o no, si se daba el caso: la violación se consideraba particularmente buena,
y el asesinato también. Era como una religión secreta de sociópatas que se influían
mutuamente, y Milgrim pensaba que era probablemente el ejemplo de conducta
humana más retorcido del que había oído hablar. Alguien como Manson, por ejemplo,
simplemente no habría podido tener ningún atractivo si hubiera aparecido entre los
hermanos y hermanas del Espíritu Libre. Milgrim imaginaba que probablemente
Manson lo habría odiado. ¿De qué serviría Charlie Manson en una sociedad de
violadores y asesinos en serie, todos ellos convencidos de que manifestaban
directamente al Espíritu Santo?
Pero el otro aspecto del Espíritu Libre que le fascinaba, y esto se aplicaba al texto
entero, era cómo se iniciaban estas herejías, generándose a menudo espontáneamente
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en torno al equivalente medieval del mendigo que habla solo. La religión organizada,
en aquella época, había sido una mera propuesta, a la vez el medio y el mensaje, un
universo de un solo canal. Para Europa, el canal era cristiano, y se transmitía desde
Roma, pero nada podía emitirse más rápido de lo que podía viajar un hombre a
caballo. Estaba la jerarquía, y una metodología altamente organizada de diseminación
de las señales de arriba abajo, pero el lapso temporal forzado por la falta de
tecnología imponía un ritmo casi desastroso, y el ruido de la herejía amenazaba
constantemente con ahogar la señal.
La sacudida en la puerta lo distrajo de estos pensamientos. Alzó la cabeza sobre
los restos de su almuerzo y vio cómo entraba un negro enorme, muy alto y muy
ancho, que vestía un ceñido abrigo de cuero negro hasta los muslos, cruzado en el
pecho y atado con un cinturón, y una gorra de lana negra que le cubría las orejas. La
gorra le recordó a Milgrim las gorras de lana que llevaban los cruzados bajo sus
yelmos, lo que a su vez hacía que el abrigo de cuero pareciera una especie de coraza
alargada. Un caballero negro que entraba en la lavandería para dejar atrás el frío de la
tarde.
Milgrim no estaba seguro de que hubieran existido caballeros negros, pero ¿no se
podría haber convertido algún moro, algún gigante africano, para ser nombrado
caballero en nombre de Cristo? Comparado con lo del Espíritu Libre, parecía el más
probable de los escenarios.
El caballero negro se acercó al mostrador del coreano y le preguntó si limpiaban
pieles. El coreano dijo que no, y el caballero asintió, aceptándolo. El caballero se
volvió y miró a Milgrim a los ojos. Milgrim asintió también, sin saber por qué.
El caballero se marchó. A través del escaparate, Milgrim lo vio reunirse con un
segundo y notablemente parecido caballero negro, con otro abrigo de cuero negro,
cruzado en el pecho y con cinturón. Se volvieron hacia el sur, Lafayette abajo, con
sus gorras de lana negra a juego, y desaparecieron en un instante.
Mientras Milgrim retiraba su cuenco vacío de porexpán y sus platos de papel de
estaño, experimentó la acuciante sensación de que no había prestado suficiente
atención a algo. Por mucho que lo intentaba, no podía recordar de qué se trataba.
Había sido un día muy largo.
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Amapolas
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momentáneamente como si flotara en lo alto de unas aguas inmóviles y cautivas. La
artista tal vez no pretendió eso, pensó.
Al llegar a la ventana, apartó las cortinas con el brazo y miró Sunset, medio
esperando descubrir que Alberto había cubierto la calle de famosos muertos, más
cuadros de fama y desgracia, pero no había nada evidente.
Se quitó el casco, regresó a la mesa atravesando la súbita ausencia de amapolas, y
tocó la superficie interior hasta que una LED verde se apagó. Mientras volvía a
guardarlo en la caja, advirtió otra cosa, entre el envoltorio de burbujas.
Sacó una figurita de vinilo de la hormiga de Hormiga Azul. La colocó en la mesa
de mármol, recogió el bolso de noche, y se lo llevó al cuarto de baño. Mientras
llenaba la bañera de agua caliente mezclada con la asignación de gel de ducha del día,
vació el bolso y transfirió su contenido habitual.
Probó el agua, se desnudó y se metió en la bañera, acomodándose.
Ya no estaba segura de por qué Jimmy había necesitado tanto dinero en París, por
qué ella había estado dispuesta a dárselo, o cómo había podido hacerse con el dinero.
Se lo había dado en francos. Había sido hacía mucho tiempo.
El agua era lo bastante profunda para alzarse alrededor de su cara cuando apoyó
la nuca contra el borde posterior de la bañera. Una pequeña isla de cara sobre el agua.
La isla de Hollis.
Las amapolas de Odile. Recordó la descripción de Alberto de cómo esculpía y
recubría de piel la desgracia de un nuevo famoso. Supuso que las amapolas de Odile
eran otro tipo de piel, más simple. Podían ser cualquier cosa, en realidad.
Sacó del agua parte de la cabeza hundida y empezó a frotarse el pelo con champú.
—Jimmy —dijo—, me jodes cantidad. El mundo ya es más raro y más estúpido
de lo que podrías haber imaginado.
Volvió a meter la cabeza llena de champú en el agua. El cuarto de baño siguió
llenándose de la ausencia de su amigo muerto, y ella empezó a llorar antes de que
pudiera empezar a enjuagarse.
A veces, si Brown tenía hambre al final del día, y estaba de humor, iban a La
Papaya de Gray para el Especial Recesión. Milgrim siempre tomaba el suyo con
naranjada, porque parecía más una bebida, menos un zumo. Podías tomar zumos de
verdad allí, pero no con el Especial Recesión, y el zumo no parecía parte de la
experiencia del Gray, que eran salchichas a la plancha, panecillos blancos y bebidas
licuadas y azucaradas, consumido todo de pie, bajo una brillante y zumbadora luz
fluorescente.
Cuando se alojaban en el New Yorker, como parecía que iban a volver a hacer, el
Gray quedaba sólo a dos manzanas de la Octava Avenida. A Milgrim le reconfortaba
el lugar. Recordaba cuando las dos salchichas y la bebida que constituían el Especial
Recesión costaban 1,95 dólares.
Milgrim dudaba que el Gray reconfortara a Brown, exactamente, pero sabía que
allí Brown podía volverse relativamente hablador. Tomaba la piña colada sin alcohol
con sus salchichas y hablaba de los orígenes del marxismo cultural en América. El
marxismo cultural era lo que otra gente llamaba corrección política, según Brown,
pero era en realidad marxismo cultural, y había llegado a Estados Unidos desde
Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial, dentro de los astutos cráneos de
un puñado de jóvenes catedráticos de Frankfurt. La Escuela de Frankfurt, como se
hacían llamar, no había perdido el tiempo en colocar a sus valedores en el cuerpo de
la academia americana de la vieja escuela, que no sospechaba nada. A Milgrim
siempre le gustaba esa parte; tenía un atractivo tono cutre de película de ciencia
ficción rancia, chillona y excitante, con eurocomunistas en granulado monocromo
salpicado de rayones vestidos con chaquetas de tweed y corbatas de punto,
reproduciéndose como Starbucks. Pero siempre le decepcionaba, a medida que la
historia iba terminando, cuando Brown recalcaba que la Escuela de Frankfurt era
judía, todos ellos.
—Todos. Hasta el último —decía, limpiándose la mostaza de las comisuras de la
boca con una servilleta de papel doblada a la perfección—. Búscalo.
Eso era exactamente lo que había sucedido, esta vez, después del largo día de
Milgrim en la lavandería. Brown acababa de decirlo, y Milgrim asintió, y continuó
masticando los restos de su segundo perrito, alegre de que algo en su boca le
impidiera responder.
Cuando los dos terminaron sus Especiales, llegó la hora de regresar por la Octava
RETENIDA psíquicamente por la gruesa bata blanca del Mondrian, las gafas de sol
y un desayuno del servicio de habitaciones compuesto por muesli, yogurt y licuado
de sandía, Hollis se sentó en uno de los amplios sillones blancos, puso los pies en la
más baja de las dos mesitas de café de superficie de mármol, y contempló la figurita
de vinilo de la Hormiga Azul que reposaba en el brazo del sillón. Carecía de ojos, o
más bien su diseñador había decidido no representar sus ojos. Tenía una sonrisa
decidida, la expresión de un perro de dibujos animados consciente de su estatus
secreto como superhéroe. Su postura comunicaba también eso, los brazos ligeramente
en jarras, los puños cerrados, los pies en una pose de artes marciales. Su estilizado
delantal egipcio y sus sandalias, juzgó, eran un guiño al aspecto jeroglífico del logo
de la compañía.
Inchmale decía que cuando te presentaban una nueva idea, deberías intentar darle
la vuelta, mirarla desde abajo. Cogió la figura, esperando encontrar el copyright de
Hormiga Azul, pero encontró que las patas eran lisas y no tenían nada. Estaban bien
acabadas. No era un juguete, no para niños, al menos.
Eso le recordó la ocasión en que su técnico de sonido, Ritchie Nagel, arrastró a un
beligerante y poco interesado Inchmale a ver a Bruce Springsteen en el Madison
Square Garden. Inchmale regresó con aspecto pensativo, profundamente
impresionado por lo que había visto, pero extrañamente no parecía dispuesto a hablar
del tema. Cuando lo presionaron, sólo dijo que Springsteen, en escena, había
canalizado una combinación de Apolo y Bugs Bunny, un acto complejísimo de
posesión física. A partir de entonces Hollis había esperado, inquieta, a que Inchmale
manifestara algo parecido al Boss en escena, pero eso nunca llegó a ocurrir. El
diseñador de esta Hormiga Azul, pensó, mientras devolvía el muñeco al brazo del
sillón, había aspirado a algo parecido: Zeus y Bugs Bunny.
Sonó el móvil.
—Buenos días. —Inchmale, como si lo hubiera invocado al pensar en él.
—Enviaste a Heidi. —Una acusación neutra.
—¿Caminaba sobre sus patas traseras?
—¿Sabías lo del dinero de Jimmy?
—Tu dinero. Lo sabía, pero se me olvidó. Él me dijo que lo tenía, que iba a
dártelo. Le dije que se lo diera a Heidi si no podía dártelo a ti. De lo contrario, se
perdería por ese agujero de su brazo sin decir ni pío.
CONDUJO hasta Malibú con el casco de Hormiga Azul dentro de la caja a su lado.
Hacía sol en Beverly Hills, pero para cuando llegó al mar algo monocromo y salino
había empezado a insinuarse.
Fue a Gladstone’s, llevando la caja consigo, y la dejó sobre el enorme banco de
madera frente al suyo, mientras remataba su desayuno supersano del hotel con un
bocata y una coca-cola grande. La luz de la playa era como un dolor de cabeza.
Las cosas eran diferentes hoy, se aseguró. Estaba trabajando para Nódulo, y sus
gastos estarían cubiertos. Había decidido mirarlo de esa forma, y no pensar en sí
misma como empleada de Bigend, ni de Hormiga Azul. Después de todo, no había
habido ningún cambio real en su situación formal; era una freelance, asignada a
Nódulo para escribir siete mil palabras sobre la informática locativa y las artes. Ésa
era hoy la situación y podía aceptarla. Estaba menos segura de la versión de Bigend.
Piratas, sus barcos, unidades marítimas de la CIA, cargueros contrabandistas, la
búsqueda de armas de destrucción masiva, un contenedor que hablaba de Bobby
Chombo… No estaba segura de nada de eso.
Mientras pagaba, recordó el dinero de Jimmy, que había dejado en el Mondrian
guardado en la pequeña caja fuerte de su habitación, codificada para abrirse con
«CARLYLE». No sabía qué más hacer con él. Inchmale decía que podría decirle si era
falso. Ella confiaría en su palabra, pensó, y continuaría a partir de ahí.
La idea de volver a verlo despertó en ella una extraña ambivalencia. Aunque
nunca había sido cierto, como solían contar las revistas, que Inchmale y ella fueran
pareja, en sentido carnal o en cualquier otro, sin embargo habían estado casados de
una forma profunda aunque asexuada: co-creativos, los resortes vivientes de Toque
de Queda, sujetados y unidos por Jimmy y Heidi. Por lo general, ella se sentía
agradecida por lo que había deparado el destino, porque Inchmale hubiera encontrado
a la excelente Angelina y Argentina, y hubiera salido, en buena parte, de su mundo.
Era mejor para todos, aunque ella tuviera dificultades para explicárselo a todo el
mundo menos a Inchmale. E Inchmale, nunca ciego a la radiación de fondo de su
propia singularidad, habría estado rápidamente de acuerdo.
Cuando regresó al coche, depositó la caja sobre el maletero sin abrir, sacó el
casco y tanteó los controles desconocidos. Se lo puso, curiosa por ver si alguien había
sido locativamente creativo en la vecindad inmediata.
Una mano lisa y como de dibujo animado de la Estatua de la Libertad, que
BROTHERMAN bajó los paquetes negros y los cargó en su camión, luego la silla y
la tabla de planchar, para llevárselos a Vianca. Ella regresó con un cuenco de carne
coreana. Los tres comieron, en silencio la mayor parte del tiempo, sentados en fila
sobre el colchón forrado de negro de Tito, y luego Brotherman y Vianca se
marcharon.
Tito se quedó solo con el colchón, la pistola del búlgaro guardada debajo, el
cepillo de dientes y el dentífrico, las ropas que se pondría cuando fuera a reunirse con
el viejo, el viejo perchero de hierro con la ropa colgada, dos perchas de alambre, la
cartera, el teléfono, los guantes blancos de algodón que llevaba todavía puestos, y las
tres mudas de calcetines negros que planeaba meterse en la cintura de sus anchos
pantalones negros.
La habitación se había vuelto más grande, desconocida. Las marcas fósiles en la
madera del techo, afortunadamente, no habían cambiado. Se cepilló los dientes en el
fregadero, decidió dormir con los vaqueros y la camiseta de manga larga puestos.
Cuando apagó la luz, la oscuridad fue absoluta y de ningún tamaño concreto. Se
levantó y volvió a encender la luz. Se tumbó en el colchón envuelto en negro, los
plásticos chirriaron ruidosamente, y se puso sobre los ojos uno de los pares de
calcetines nuevos. Olían a lana nueva.
Entonces Alejandro llamó a la puerta en protocolo, el ritmo completamente
familiar. Tras quitarse los calcetines de la cara, Tito se levantó del colchón y
respondió con los nudillos, esperando la respuesta, y luego abrió la puerta. Su primo
estaba en el pasillo, con un juego de llaves en la mano; olía levemente a alcohol;
contempló la habitación.
—Parece una celda —dijo Alejandro.
—Lo has dicho siempre.
—Una celda vacía —dijo Alejandro, y entró y cerró la puerta tras él—. He ido a
ver a los tíos. Tengo que informarte mañana, pero estoy aquí para contarte más de lo
que debería. —Sonrió, y Tito se preguntó cuán borracho estaba—. Así que no tienes
más remedio que escucharme.
—Yo oigo siempre.
—Escuchar es otra cosa. Dame esos calcetines.
Tito le pasó el par de calcetines sin estrenar y él los separó, poniéndose uno en
cada mano.
COMIÓ una costilla de ternera a la barbacoa con patatas fritas en un plato de papel,
todo por 1,59 dólares, sobre el maletero del Passat, esperando a que Alberto
apareciera en el Mr. Sippee, un bendito oasis de paz y respeto mutuo situado en un
abierto veinticuatro horas en la gasolinera Arco entre Blaine y la Once.
Nadie te molestaba en Mr. Sippee. Lo sabía de su estancia anterior en Los
Ángeles, y eso fue lo que la trajo aquí ahora. Cerca de las tiendas bajo la autopista,
Mr. Sippee atendía a una ecléctica clientela de los más funcionalmente sin hogar,
trabajadores del sexo de todo tipo, chulos, policías, traficantes de drogas, oficinistas,
artistas, músicos, los perdidos en el mapa además de los perdidos en la vida, y todos
los que buscaban las patatas fritas perfectas. Comías de pie, si tenías un coche donde
apoyar la comida. Si no lo tenías, te sentabas en la acerca. Había pensado a menudo,
mientras comía allí, que las Naciones Unidas podían dedicarse a investigar los
poderes pacificadores de las patatas fritas.
Se sentía a salvo allí. Aunque la hubieran seguido desde la fábrica recientemente
vacía de Bobby Chombo en Romaine. Cosa que no pensaba, en realidad, pero que le
parecía posible. La sensación le había provocado un nudo entre los omóplatos, pero
ahora Mr. Sippee lo estaba aliviando.
El coche más cercano al suyo era un vehículo de tono marfil que aspiraba a
proporciones levemente Maybachianas. Los dos jóvenes que pertenecían a él, con
grandes capuchas y elaboradas gafas de sol, no comían. En cambio, manipulaban sus
tapacubos digitales. Uno estaba sentado al volante, pulsando pacientemente un
portátil, y el otro estaba de pie a la izquierda del tapacubos delantero, dividido por
una línea pulsante de pantallas de colores. ¿Eran los dueños del coche, o el personal
de apoyo técnico de alguien? Las comidas en Mr. Sippee podían implicar estas
preguntas de roles desconocidos, de economías de escala extranjeras. Sobre todo
cuando se comía a horas intempestivas, como había hecho a menudo Toque de Queda
después de una noche en el estudio. A Inchmale le encantaba este sitio.
Ahora un Volks escarabajo clásico, cubierto de princesas aztecas con ojos de
gacela y volcanes cuasi-fálicos, pasó ante los tapacubos mágicos, con Alberto al
volante. Aparcó unos cuantos vehículos más abajo y se acercó mientras ella daba un
último bocado a las patatas.
—Se ha ido —dijo Alberto, quejumbroso—. ¿Está seguro mi coche? —Miró
alrededor, a los otros comensales.
BROWN, con una capa y una ajustada capucha hecha con una de las mantitas
rellenas de espuma del New Yorker, indicó la llanura beige con un grueso bastón que
parecía de madera, decorado todo él con la tradicional pauta de quemaduras de
cigarrillos.
—Allí —dijo.
Milgrim entornó los ojos en la dirección indicada, la dirección en la que parecían
llevar algún tiempo viajando, pero sólo vio las construcciones de madera parecidas a
patíbulos que interrumpían la extensión por lo demás plana.
—No veo nada —dijo Milgrim, preparándose para ser golpeado por su
desacuerdo, pero Brown tan sólo se volvió, todavía señalando con su bastón, y puso
su otra mano sobre el hombro de Milgrim—. Eso es porque está debajo del horizonte
—le tranquilizó.
—¿Qué es? —preguntó Milgrim. El cielo tenía una intensidad de Turner colocado
con crack, algo volcánico encendido tras unas nubes que parecían dar a luz tornados.
—La fortaleza del gran Balduino —declaró Brown, acercándose a los ojos de
Milgrim—, conde de Flandes, emperador de Constantinopla, soberano de todos los
príncipes cruzados del imperio oriental.
—Balduino está muerto —protestó Milgrim, sorprendiéndose a sí mismo.
—Falso —dijo Brown, pero todavía amablemente, y todavía señalando con el
bastón—. Allá se alza su fortaleza. ¿No la ves?
—Balduino está muerto —protestó Milgrim—, pero entre los pobres se extiende
ese mito del Emperador Dormido, y un pseudo-Balduino, uno que dice serlo,
supuestamente camina entre ellos ahora.
—Aquí —dijo Brown, bajando el bastón y agarrando el hombro de Milgrim con
mayor fuerza—, está aquí, el único y verdadero.
Milgrim vio que no sólo la capucha y la capa de Brown estaban hechos del
material beige relleno de espuma, sino también la llanura. O más bien estaba cubierta
de él, como notaba bajo sus pies descalzos, como una fina alfombra extendida sobre
una duna.
—Aquí —decía Brown, sacudiéndolo hasta despertarlo—, aquí está.
La BlackBerry apareció ante su cara.
—Lápiz —se oyó decir Milgrim, irguiéndose en el borde de la cama. Grietas de
luz en el borde de las cortinas del New Yorker—. Papel. ¿Qué hora es?
DEJÓ el colchón forrado de negro en el suelo, con las llaves en el centro exacto, el
cepillo de dientes y el dentífrico en el borde del lavabo, las perchas de alambre en el
viejo perchero que ocultaba el micro que le había enseñado Alejandro. Cerró la
puerta tras él por última vez y salió del edificio a un día sorprendentemente fresco y
brillante, a un nuevo sol que empezaba a calentar los residuos de mierda de perro del
invierno.
Cuando llegó a Broadway compró un vaso de café, solo, y fue tomándoselo por el
camino, dejando que el ritmo de sus pasos encontrara su systema. Se dejó absorver
por su progreso, su camino. No podía haber nada más que el camino hasta que
hubiera completado su tarea, aunque tuviera que volverse por algún motivo, o
quedarse inmóvil.
Los tíos que le enseñaron el systema habían aprendido a su vez de un vietnamita,
un antiguo soldado que había venido de París para terminar sus días en la aldea de
Las Tunas. De niño, Tito vio a veces a este hombre en funciones rurales de la familia,
pero nunca en La Habana, y nunca había hablado con él. El vietnamita siempre
llevaba una amplia camisa de algodón negro sin cuello, suelta por la cintura, y unas
sandalias de plástico marrón gastado, del color de la tierra de la aldea. Tito lo había
visto, cuando los hombres mayores se sentaban a beber cerveza y fumar puros, subir
una pared de dos pisos de bloques de hormigón encalados sin apoyarse más que en
los huecos de la argamasa entre los bloques. Era un extraño recuerdo, ya que incluso
de niño Tito consideraba imposible lo que veía, en el sentido ordinario del término.
Ningún aplauso por parte de los tíos que miraban, ningún sonido, el humo azul
alzándose mientras fumaban sus puros. Y el vietnamita alzándose como aquel humo
en el crepúsculo, igual de rápidamente, sus miembros no tanto moviéndose como
insinuándose en distintas y constantemente cambiantes relaciones con la pared.
El propio Tito, cuando le llegó el momento de aprender de los tíos, aprendió
rápidamente, y aprendió bien. Cuando a su familia le llegó la hora de dejar Cuba, su
systema ya era fuerte, y los tíos que le habían enseñado se sintieron satisfechos.
Y mientras él aprendía las costumbres de los tíos, Juana le enseñaba las
costumbres de los Guerreros: Elleggua, Ogún, Oshosi y Osun. Igual que Elleggua
abre todos los caminos, Ogún despeja cada camino con su machete. Dios del hierro y
las guerras, del trabajo; dueño de toda tecnología. El número siete, los colores verde y
negro, y Tito los retuvo dentro ahora, mientras caminaba hacia Prince Street, la
Como se había deshecho del teléfono, empezó a comprobar el tiempo en los relojes, a
través de las ventanas de los bancos y las lavanderías, mientras se acercaba al
extremo sur de Union Square. La hora de los relojes no era para los orishas. Sería
cosa suya coordinar su llegada.
La una menos cuarto. En la Catorce Este, bajo los extraños números artísticos que
daban frenéticamente una hora que nadie sabía leer, miró con Oshosi hacia los lejanos
puestos de lona del mercado.
Y entonces le adelantaron, riendo, sus dos freerunners del verano y Washington
Square. No lo habían visto. Recordó, ahora, que vivían en dormitorios de la NYU,
aquí en Union Square. Los vio pasar, deseando poder ir con ellos, mientras a su
alrededor los orishas agitaban el aire breve y muy débilmente, como el calor
surgiendo del pavimento en agosto.
YACÍA muy quieta, de espaldas, con la sábana formando un frío túnel oscuro, y le
dio a su cuerpo permiso explícito para relajarse. Esto la hizo recordar haber hecho lo
mismo en un sofocante camastro en un autobús de la gira, pero con un saco de dormir
en vez de sábanas, y tapones de gomaespuma en los oídos en vez de pedir en
recepción que no le pasaran las llamadas y poner el móvil en modo silencioso.
Inchmale había dicho que era un regreso al vientre, pero ella sabía que era lo
contrario; no tanto la calma de no haber nacido aún, sino la quietud de haber muerto
ya. No quería sentirse como un feto, sino como la figura tendida tallada sobre un
sarcófago, fría piedra. Cuando se lo explicó a Jimmy Carlyle, una vez, éste le dijo
alegremente que se parecía muchísimo al motivo por el que él consumía heroína.
Algo en esa conversación la dejó muy contenta por no haberse sentido nunca muy
atraída por las drogas, aparte de algún porro ocasional.
Pero cualquier cosa que la impresionara lo suficiente, con fuerza, podía ponerla
en modo tubo, preferiblemente en una habitación a oscuras. Los abandonos de novios
serios lo habían hecho, igual que el final de Toque de Queda, sus principales pérdidas
cuando la burbuja punto.com estalló (el hecho de que aquellas posesiones hubieran
sido residuos de un novio serio, si querías mirarlo de esa manera) lo habían hecho, y
su subsiguiente (y supuestamente final, tal como salieron las cosas) pérdida
financiera lo había hecho también, cuando el ambicioso intento de su amiga Jardine
en el emporio de la música indie en Brooklyn había fracasado de forma no del todo
inesperada. Invertir en eso había parecido al principio una especie de hobby, algo
divertido y abierto y potencialmente beneficioso, donde podía permitirse correr el
riesgo, dado que las punto.com le habían hecho ganar algunos millones, al menos
sobre el papel. Inchmale, naturalmente, le había insistido en que se deshiciera del
stock inicial en lo que ahora sabía había sido su pico, un pico al rojo vivo y
totalmente evanescente. Inchmale, siendo Inchmale, ya había saltado por su cuenta,
cosa que había vuelto locos a sus conocidos, ya que todos creían que arrojaba el
futuro por la borda. Inchmale les había dicho que a algunos futuros había que
arrojarlos con fuerza. E Inchmale, naturalmente, nunca había hundido una cuarta
parte de sus ganancias en la red fundando un establecimiento grande, agresivamente
indie. Vender música en toda la gama de lo que eran, después de todo, según había
insistido Inchmale, plataformas muertas.
Ahora, lo sabía, la había devuelto al túnel aquella súbita puñalada de extraño
Cuando despertó, no había bordes de luz en torno a las múltiples capas de las
cortinas. Ya era de noche. Permaneció acostada dentro de su tubo-sábana, sin
necesitarlo ya de la misma forma. El pico de su ansiedad había remitido, no del todo
más allá del horizonte, pero lo suficiente para haber restaurado su curiosidad.
¿Dónde estaba ahora Bobby Chombo? ¿Había sido retirado, junto con su equipo,
por el Departamento de (como lo llamaba Inchmale) Seguridad Casera? ¿Acusado (o
no) por husmear con algún plan para contrabandear armas de destrucción masiva?
Algo en la peculiaridad silenciosamente profunda de aquellos dos limpiadores le
había hecho pensar que no. Más bien, pensó, se ha dado el piro, pero con
MILGRIM recordaba Union Square veinte años atrás, cuando era un lugar de
bancos rotos y basura, donde un cadáver podía pasar inadvertido entre los cuerpos
acurrucados e inmóviles de los sin techo. Era un flagrante bazar de la droga en
aquellos días, cuando Milgrim no tenía necesidad de un sitio así. Pero ahora era
Barnes & Noble, Circuit City, Whole Foods, Virgin, y él, Milgrim, había llegado
igualmente lejos, parecía, a veces, en la dirección contraria. Adicto, por decirlo sin
demasiada acritud, a sustancias que contrarrestaban una tensión en el núcleo de su
ser; algo demasiado tenso, amenazando perpetuamente con hacer colapsar su persona;
haciendo implosión, como si una estructura de tensigridad de Buckminster Fuller
contuviera un elemento que perpetuamente se tensara para contrarrestar el equilibrio
de fuerzas necesario para sostenerlo.
Ésa era la naturaleza experimental de la cosa, aunque él aún era capaz, en
abstracto, de considerar la posibilidad de que la ansiedad nuclear tal como la conocía
hoy fuera en parte un artefacto de la sustancia.
Sea como sea, decidió, mientras Brown aparcaba el Corolla plateado en la zona
sur de la Diecisiete Este, cerca de Union Square West, la dosis extra de producto
japonés que había tomado sin duda había animado las cosas, por no mencionar el
clima inesperadamente bueno.
Milgrim se preguntó si Brown podía aparcar aquí. No lo parecía, pero después de
anunciar a su micrófono de garganta (o tal vez a su demonio interior) que el «Equipo
Rojo Uno» estaba en la escena, Brown recogió su bolsa negra del suelo tras el asiento
de Milgrim y sacó un par de licencias, de aspecto oficial y encapsuladas en largos
sobres rectangulares de material plástico transparente pero ligeramente amarillento.
Autoridad de Tránsito, en mayúsculas sanserif negras. Milgrim vio cómo Brown se
lamía un pulgar, esparciendo saliva por las superficies cóncavas de las dos ventosas
que tenía uno de los rótulos, y lo apretó contra el interior del parabrisas, directamente
sobre el volante. Dejó de nuevo la bolsa bajo el asiento de Milgrim, sobre su portátil.
Se volvió hacia Milgrim y sacó las esposas, mostrando los dos brazaletes en la palma
como si estuviera sugiriendo que Milgrim los cogiera. Eran tan profesionalmente
faltas de lustre como sus otras cosas favoritas. Milgrim se preguntó si harían esposas
de titanio. Si no, éstas tenían una especie de acabado de falso titanio, como las falsas
gafas de sol Oakley que vendían en Canal Street.
—Dije que no iba a esposarte al coche —dijo Brown.
CON un chasquido que sintió más que oyó, el diminuto pasador del interior de la
tira de sujeción se apartó del clip improvisado de Milgrim. Suspiró, disfrutando de un
momento de desacostumbrado triunfo. Entonces aflojó la atadura, sin quitarla del
brazo del banco, y liberó la muñeca. Con la mano en el reposabrazos, contempló el
parque de la manera más descuidada posible. No se veía a Brown por ninguna parte,
pero estaba la cuestión de los otros tres hombres que había entrevisto en la habitación
del New Yorker, más los demás que componían el Equipo Rojo de Brown.
¿Por qué esos equipos eran siempre rojos?, se preguntó. De diente y garra, los
equipos de hombres como Brown. Rara vez eran azules. Nunca verdes, nunca negros.
Ante él se movía, por todo el parque, un tráfico peatonal de tarde soleada. Sabía
que allí había gente que fingía estar allí. Jugaban. Jugaban al juego de Brown, el
juego del FI y de aquellos que trabajaban con él. Advirtió que no había policía a la
vista, y eso le pareció extraño, aunque en realidad hacía tanto tiempo que no venía
por aquí que no tenía ni idea de qué tipo de presencia mantenían hoy en día.
—Debía de estar defectuoso —dijo en voz alta a la tira de sujeción, ensayando
una frase por si Brown regresaba antes de que pudiera hacer acopio de valor
suficiente para largarse de ese banco—. Así que te esperé.
Unas manos muy grandes encontraron los hombros de Milgrim, y apretaron.
—Gracias por esperar —dijo una voz grave, medida—, pero no somos detectives.
Milgrim miró la mano que tenía en el hombro izquierdo. Una mano enorme,
negra, con uñas pintadas de rosa. Milgrim puso los ojos en blanco, giró torpemente la
cabeza y vio, por encima de una chaqueta negra de cuero de caballo abotonada, una
barbilla poderosamente negra y perfectamente afeitada.
—No somos detectives, señor Milgrim. —El segundo negro, rodeando el banco,
se había desabrochado la pesada chaqueta parecida a una coraza, revelando un
chaleco de brocado negro sobre negro y una elaborada camisa de satén del color de la
sangre arterial—. No somos policías.
Milgrim dobló un poco más el cuello, para ver mejor al que tenía las manos
apoyadas en sus hombros como si fueran dos bolsas de harina de un kilo. Los dos
llevaban los gorritos de lana que recordó ahora de la lavandería de Lafayette.
—Qué bien —dijo, queriendo decir otra cosa, cualquiera.
El cuero negro de caballo chirrió cuando el segundo hombre se sentó en el banco,
su enorme hombro tocó el de Milgrim.
ODILE estaba sentada en el sillón blanco con el robot blanco de espaldas sobre su
regazo, introduciendo un lápiz blanco del Mondrian en su mecanismo de marchas de
plástico y tiras de goma negras.
—Estas cosas se rompen.
—¿Quién lo fabricó? —preguntó Hollis desde su propio sillón, las piernas
cruzadas bajo la bata. Bebían café del servicio de habitaciones. Las nueve de la
mañana, después de lo que había sido una noche sorprendentemente tranquila para
Hollis.
—Sylvia Rotch —dijo Odile, haciendo palanca con el lápiz. Algo chasqueó—.
Bon.
—¿Rotch? ¿Cómo se escribe eso? —Hollis esperó, con su propio lápiz preparado.
—R-O-I-G —consiguió decir Odile, esforzándose en la pronunciación inglesa de
las letras.
—¿Estás segura?
—Es catalán —dijo Odile, inclinándose para colocar al robot sobre la alfombra—.
Es difícil.
Hollis lo anotó. Roig.
—¿Las amapolas son características de su obra?
—Sólo hace amapolas —respondió Odile, los ojos enormes bajo su liso y serio
entrecejo—. Llena todo el Mercat de les Flors con amapolas. El antiguo mercado de
las flores.
—Sí —dijo Hollis, soltando el lápiz y sirviendo más café—. Cuando dejaste tu
mensaje, mencionaste que querías hablar de Bobby Chombo.
—Fer-gu-son —dijo Odile, dejando claras las tres sílabas.
—¿Ferguson?
—Se llama Robert Fer-gu-son. Es canadiense. Shombo es su nombre artístico.
Hollis tomó un sorbo de café.
—No lo sabía. ¿Crees que lo sabrá Alberto?
Odile se encogió de hombros, de esa forma complejamente francesa que parecía
requerir una estructura esquelética ligeramente diferente.
—Lo dudo. Lo sé porque mi novio trabajaba en una galería en Vancouver. ¿La
conoces?
—¿La galería?
MILGRIM despertó en una cama estrecha, bajo una sábana de franela con truchas,
paisajes parciales de ríos, y la imagen repetida de un pescador lanzando. La almohada
era del mismo material. En la pared frente al pie de la cama había un gran póster de
una cabeza de águila americana, contra los pliegues hinchados del Old Glory. Parecía
que se había desnudado para acostarse, aunque no recordaba haberlo hecho.
Miró el póster, tras un cristal en un sencillo marco de plástico dorado. Nunca
había visto nada parecido. Tenía una cualidad blanda, preocupantemente
pornográfica, como si se hubiera usado una lente vaselinada, aunque supuso que ya
no hacían esas cosas, lentes vaselinadas. Probablemente lo habían hecho con
ordenador. No obstante, el ojo del águila era hiperrealista y brillante, como creado
para fijarse en la frente de quien lo contemplaba. Pensó que un eslogan habría
ayudado de algún modo, un guiño patriótico. Unas cuantas barras sinuosas, unas
cuantas estrellas en una esquina, y la cabeza angulosa y encrestada de esta ave de
presa de aspecto asesino era algo, a su modo, demasiado puramente icónico.
Pensó en aquella curiosa criatura parecida a un fénix de la puerta principal, abajo.
Pero entonces recordó que se había comido la pizza que Brown había pedido, en
la cocina. Pepperoni y tres quesos. Y el frigorífico, que contenía seis latas de Pepsi
muy frías y nada más. Recordó sentir los suaves círculos blancos de los calentadores
del hornillo, algo que no había visto antes. Brown se llevó su pizza a una especie de
estudio, junto con un vaso y una botella de whisky. Milgrim nunca había visto a
Brown beber antes. Luego lo oyó al teléfono, a través de la puerta cerrada, pero no
había podido distinguir nada. Y luego, supuso, se tomó otro Rize.
A veces, observó ahora, sentado en el borde de la cama en ropa interior, pasarse
un poco le despejaba la cabeza a la mañana siguiente. Alzó la cabeza y miró al ojo
parecido al cañón de un arma del águila. Apartó rápidamente la mirada, se levantó,
observó la habitación y empezó a registrarla, con tranquilidad y con una eficacia
producto de la práctica.
Obviamente la habían decorado para que fuera una habitación de chico, y con el
estilo del resto de la casa, aunque tal vez con un poco menos de esfuerzo. Menos
Ralph Lauren que una línea de difusión. Aún no había visto ni una sola antigüedad
auténtica, aparte de la Ur-águila de fuera, que podría incluso ser original de la casa.
Los muebles eran falsamente antiguos, y sólo a medias, probablemente fabricados en
la India o en China más que en Carolina del Norte. Por cierto, pensó, advirtiendo la
TITO despertó cuando las ruedas del Cessna se posaron en tierra. La luz del sol
entraba por las ventanillas. Se agarró al sofá. Corrieron por la pista, mientras el
sonido de los motores cambiaba. El avión redujo la velocidad. Al cabo de un rato, las
hélices se pararon. Tito se sentó en medio del súbito silencio, parpadeó al mirar el
campo llano, hileras de hierba verde.
—El tiempo suficiente para estirar las piernas y echar una meadita —dijo el
piloto, levantándose de su asiento. Pasó junto a Tito al salir de la cabina. Abrió la
puerta y se inclinó para abrirla del todo.
—Eh, Carl —llamó, sonriendo, a alguien a quien Tito no podía ver—, gracias por
venir.
Alguien apoyó la parte superior de una escalerilla de aluminio contra la puerta, y
el piloto bajó por ella, moviéndose despacio, de forma deliberada.
—Estira las piernas —le dijo Garreth a Tito, levantándose de su asiento. Tito se
irguió, vio cómo Garreth bajaba la escalera. Se frotó los ojos y se puso en pie.
Bajó a la tierra prensada de una carretera recta que se extendía en ambas
direcciones a través de los campos llanos y verdes. El piloto y un hombre con un
mono azul y un sombrero de cowboy de paja desenrollaban una manguera negra de
un carrete situado en la parte trasera de un pequeño camión cisterna. Tito se volvió y
vio al viejo bajar por la escalera.
Garreth sacó una botella de agua mineral, un cepillo de dientes y un tubo de
dentífrico. Empezó a cepillarse los dientes, deteniéndose para escupir al suelo espuma
blanca. Se enjuagó la boca con la botella de agua.
—¿Tienes un cepillo de dientes?
—No —respondió Tito.
Garreth sacó un cepillo de dientes nuevo y se lo pasó, junto con la botella de
agua. Mientras Tito se cepillaba los dientes, vio al viejo alejarse un poco y luego
ponerse a orinar, de espaldas a ellos. Cuando terminó con el cepillo de dientes, Tito
vertió lo que quedaba de agua sobre sus cerdas, lo sacudió para secarlo, y se lo
guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Quiso preguntar dónde estaban, pero el
protocolo del trato con los clientes se lo impidió.
—Al oeste de Illinois —dijo Garreth, como si le leyera la mente—. Pertenece a
un amigo.
—¿Tuyo?
LOS aviones comerciales eran como los autobuses, decidió Milgrim, contemplando
el techo granulado de su habitación en este Best Western. Pero un Gulfstream era
como un taxi. O como tener un coche. Normalmente no le impresionaba la riqueza,
pero su experiencia en el Gulfstream, decoración tipo Las Vegas aparte, le había
hecho reflexionar sobre asuntos de escala. La mayor parte de la gente, supuso, nunca
pondría el pie en uno. Era ese tipo de cosas que sabes que existen, que das por
sentado, pero teóricamente, como algo que tiene alguna gente. Pero la mayoría,
sospechaba ahora, nunca llegaría a ver su realidad.
Y no sabía cómo era pasar por la aduana corriente canadiense, pero todo había
salido exactamente como había dicho Brown en la versión del Gulfstream.
Aterrizaron en un aeropuerto grande, se dirigieron a un lugar oscuro donde no había
nada. Una furgoneta con luces en lo alto se acercó, y dos hombres uniformados
bajaron de ella. Cuando subieron a bordo, uno con una chaqueta de botones dorados y
el otro con un ajustado jersey con parches de tela en los hombros y los codos,
aceptaron los tres pasaportes que les tendió el piloto, los abrieron uno a uno, los
compararon con un papel que traían, dieron las gracias, y se marcharon. El del jersey
de comando era indio oriental, y parecía levantador de pesas. Eso fue todo. El piloto
se guardó su pasaporte en el bolsillo y volvió a la cabina. Milgrim no lo había oído
hablar. Brown y él sacaron sus bolsas y bajaron por una larga escalerilla que alguien
debía de haber acercado al avión.
Hacía frío, el aire era húmedo y lleno del sonido de aviones. Brown los condujo
hasta un coche aparcado, palpó bajo el parachoques delantero y sacó unas llaves.
Abrió el coche y ambos subieron. Brown condujo despacio mientras Milgrim, a su
lado, miraba las luces de un camión cisterna que se dirigía hacia el Gulfstream.
Dejaron atrás un extraño edificio piramidal y se detuvieron ante una verja. Brown
se bajó del coche y pulsó unos números en un teclado. La puerta empezó a abrirse
cuando Brown volvió a subir al coche.
La ciudad estaba muy tranquila. Desierta. Apenas un peatón. Extrañamente
limpia, carente de textura, como los videojuegos antes de que aprendieran a ensuciar
los rincones. Coches de policía que parecían no tener ningún lugar concreto adonde
ir.
—¿Y el avión? —preguntó Milgrim, mientras Brown cruzaba un gran puente de
hormigón de muchos carriles sobre el segundo río que encontraban.
BROWN alquiló una lancha negra increíblemente fea e incómoda llamada Zodiac.
Un par de tubos de goma negra inflada unidos en la parte delantera por una burda
punta, un duro suelo de madera entre ellos, cuatro asientos de respaldo alto montados
en postes, y el motor fueraborda más grande, negro, que Milgrim había visto jamás.
La operación de alquiler, en el muelle donde estaba atracada, les proveyó a ambos de
una chaqueta salvavidas semirrígida, un atuendo de nailon rojo al parecer recubierto
de placas de porexpán poco flexible. El de Milgrim olía a pescado, y le lastimaba el
cuello.
Milgrim no podía recordar la última vez que se había subido a una barca, y desde
luego no esperaba encontrarse hoy en una, casi a primera hora de la mañana.
Brown había entrado por la puerta que conectaba sus habitaciones, ese acuerdo
ahora familiar, y le había despertado sacudiéndolo, aunque no con mucha fuerza.
Aquí, las cajas grises no estaban en las puertas, y Milgrim tuvo que dar por supuesto
que Brown las había dejado en Washington, junto con la pistola, la gran navaja
plegable y quizás también la linterna y las esposas. Pero Brown llevaba su chaqueta
de nailon negro, hoy, encima de una camiseta negra, y a Milgrim le pareció que se
sentía mucho más cómodo que con el traje.
Después de un desayuno silencioso de café y huevos en el restaurante del hotel,
fueron al aparcamiento subterráneo y recogieron el coche, un Ford Taurus con una
pegatina junto a la matrícula trasera. Milgrim prefería los Corolla.
Las ciudades, según su experiencia, tenían una forma de revelarse en las caras de
sus habitantes, y sobre todo cuando iban al trabajo por la mañana. Había una especie
de índice de fastidio básico que podía leerse, entonces, en las caras que aún no habían
encontrado la realidad de aquello que iban a hacer. Según esta medida, pensaba
Milgrim, estudiando las caras y el lenguaje corporal mientras Brown conducía, este
lugar tenía un índice de fastidio extrañamente bajo. Más cercano a Costa Mesa que a
San Bernardino, digamos, al menos en esta parte de la ciudad. Le recordaba más a
California de lo que habría esperado, aunque tal vez era ese sol, más San Francisco
que Los Ángeles.
Entonces fue consciente de que Brown silbaba, entre dientes, mientras conducía.
Desafinando, pensó, pero con algo parecido a la alegría, o en cualquier caso cierto
grado de emoción positiva. ¿Captaba las vibraciones de las multitudes de esta mañana
soleada pero levemente nublada? Milgrim lo dudaba, pero era extraño de todas
TITO vio al viejo plegar el ejemplar del New York Times que estaba leyendo.
Estaban sentados en un Jeep descubierto cuyo capó estaba moteado de óxido rojo
sobre una pintura gris oscura que había sido aplicada con un pincel. Tito podía ver el
Pacífico, este nuevo océano. El piloto los había traído aquí desde el continente y se
había marchado, tras una larga despedida en privado con el viejo. Tito los había visto
darse la mano y mantener el apretón.
Vio cómo el Cessna se convertía en un puntito en el cielo y luego desaparecía.
—Recuerdo haber visto pruebas de un manual de interrogatorios de la CIA, algo
que se nos había enviado de manera no oficial, para comentarlo —dijo el viejo—. El
primer capítulo contaba las formas en que la tortura es fundamentalmente
contraproducente para la inteligencia. No tenía nada que ver con la ética, sino con la
calidad del producto, con no estropear bazas potenciales. —Se quitó las gafas de
montura de acero—. Si el hombre que insiste en volver a interrogarte evita
comportarse como si fuera tu enemigo, empiezas a perder el sentido de quién eres.
Gradualmente, en la crisis de identidad en que se convierte tu cautiverio, te guía para
descubrir en quién te estás convirtiendo.
—¿Interrogaste a gente? —preguntó Garreth, la maleta negra Pelican bajo sus
pies.
—Es un proceso íntimo —dijo el viejo—. Todo se basa en la intimidad. —
Extendió la mano, la sostuvo, como sobre una llama invisible—. Un encendedor
corriente hará que un hombre te diga cualquier cosa, lo que piense que quieres oír —
bajó la mano—. Y le impedirá confiar de nuevo en ti, ni siquiera en lo más mínimo.
Y confirmará su sentido de la identidad, como pocas cosas lo harían. —Palpó el
periódico doblado—. Cuando vi por primera vez lo que estaban haciendo, supe que
les darían la vuelta a esas lecciones. Eso significa que usábamos técnicas que los
coreanos habían desarrollado específicamente para preparar a los prisioneros para
juicios amañados. —Guardó silencio.
Tito oyó el lamido de las olas.
Esto era todavía América, dijeron.
El Jeep, cubierto con un hule y ramas, les estaba esperando cerca de la ajada pista
de hormigón que según Garreth perteneció en tiempos a una estación meteorológica.
Había escobas en la parte trasera del Jeep: alguien las había usado para barrer la pista,
preparando su aterrizaje.
MILGRIM estaba sentado junto a Brown en uno de los dos bancos que había en un
parque muy pequeño, bajo las ramas peladas de una hilera de arces jóvenes. Delante
de él tenía quince metros de césped recortado, una verja de dos metros pintada de
verde, una pequeña pendiente cubierta de matorrales, un ancho camino de grava
manchado de óxido rojo por sus cuatro vías férreas, una carretera pavimentada, y un
montón de aquellas cajas de metal que había visto en el barco en la bahía. Vio pasar
velozmente un estilizado camión trailer azul metalizado por la carretera, llevando una
caja gris manchada de óxido que evidentemente tenía ruedas.
Más allá de la pila había montañas. Más allá de las montañas, nubes. A Milgrim
le inquietaban esas montañas. No parecían reales. Demasiado grandes, demasiado
cercanas. Con cumbres nevadas. Como el logotipo al principio de una película.
Miró a la derecha, concentrándose en un bloque enorme de hormigón, rectangular
y sin más características apenas, sin ventanas, probablemente de cuatro pisos de
altura. Delante, en grandes letras sanserif, invertido en el hormigón entre enormes
columnas moldeadas, leyó: BC ICE & COLD STO RAGE LTD.
RAGE. Ira. Miró la pantalla del portátil de Brown, donde las imágenes satélite de
esta zona portuaria asomaban y desaparecían continuamente, reemplazadas,
superpuestas con recuadros amarillos.
Habían estado conduciendo en estado de guerra, así lo llamó Brown, desde que
requisaron la Glock de Sabandija. Esto significaba conducir con el portátil blindado
de Brown abierto sobre el regazo de Milgrim, anunciando redes inalámbricas a
medida que las cruzaban. El portátil lo anunciaba con una voz átona, sin aliento,
peculiarmente asexual, que Milgrim encontraba profundamente desagradable.
Milgrim no tenía ni idea de que la gente tuviera estas redes en sus casas y
apartamentos, y su número total resultaba sorprendente, ni de que se extendieran más
allá de las viviendas de los propietarios. Algunas personas les ponían sus nombres;
otras simplemente se llamaban «por defecto» o «redes», y algunas se llamaban cosas
como «SegadorOscuro» y «Condenador». El trabajo de Milgrim era observar una
ventana de la pantalla que indicaba si una red estaba o no protegida. Si una red estaba
desprotegida, y tenía una señal fuerte, Brown aparcaba y usaba su ordenador para
entrar en internet. Cuando lo hacía, aparecían imágenes satélite en color del puerto.
Brown podía ampliarlas, permitiendo a Milgrim ver las partes superiores de los
distintos edificios, incluso los rectángulos de las diversas cajas. Al principio, a
GARRETH llevó a Tito al extremo de la segunda mesa, donde diez discos, cada
uno no más grueso que una moneda pequeña, y de unas tres pulgadas de diámetro,
estaban dispuestos sobre media lámina de madera aglomerada.
Alguien los había rociado con pintura azul turquesa, y luego con una fina capa de
gris oscuro, y luego con una capa superior pálida. Cada uno yacía en su propio borrón
de pintura. Las tres latas de aerosol estaban colocadas en fila en un extremo de la
madera. Tras ponerse unos guantes de látex, Garreth cogió una con cuidado,
revelando el perfecto redondel que quedaba debajo. Le mostró a Tito su dorso sin
pintar, brillante metal plateado.
—Imanes permanentes de tierras raras —explicó—, pintados para que se
parezcan lo máximo posible a la caja. —Indicó dos fotografías impresas de un
contenedor de un sucio azul turquesa—. Cuando se colocan en una superficie de
acero plana, es difícil quitarlos, excepto con un cuchillo o la hoja de un destornillador
fino. Tenemos diez, pero tendrás que cubrir un máximo de nueve agujeros. El que
sobra es por si se te cae uno, pero intenta que no sea así.
—¿Cómo los llevo?
—Se pegan unos a otros, con demasiada firmeza para separarlos, o se repelen
entre sí, dependiendo de cómo se encaren. Así que usarás esto.
Indicó un rectángulo de plástico negro semirrígido, cubierto de cinta plateada. Un
trozo de cable color oliva atravesaba dos agujeros, en un extremo.
—Sobres de plástico blando bajo la cinta, uno para cada disco. Los llevas por
delante de los vaqueros, y luego te los cuelgas del cuello para escalar. Ve sacándolos
uno a uno hasta que cubras los nueve agujeros. Deberían cubrir por completo
cualquier desconchón, además de sellar el agujero.
—¿Qué es un «desconchón»?
—Cuando la bala perfora el metal pintado, dobla el acero hacia adentro. La
pintura no es flexible, así que se rompe. Parte se vaporiza. El resultado es acero
brillante, visible alrededor del agujero. El agujero en sí no es más grande que la yema
de tu dedo. Es el desconchón lo que identifica visualmente al agujero de bala, así que
tenemos que cubrirlo. Y queremos que se cierre de la forma más estanca posible,
porque no queremos disparar los sensores.
—¿Y cuando se hayan cerrado?
—Tendrás que encontrar una salida. El hombre que te llevará no podrá ayudarnos
El viejo estaba sentado con Bobby, hablándole en voz baja, calmándolo. Tito
escuchaba. Bobby ya no le recordaba a su madre. El miedo de Bobby estaba en
alguna otra frecuencia. Tito supuso que había elegido permitir que lo abrumara; lo
invitaba, lo usaba para hacer que todo fuera culpa de los demás, intentando
controlarlos con él.
El miedo de la madre de Tito, después de la caída de las torres, era una resonancia
profunda y constante, intocable, que erosionaba gradualmente los cimientos de quien
había sido.
Miró la oscura claraboya y trató de pensar en Nueva York. Los camiones se
El viejo estaba leyendo una web de noticias en uno de los ordenadores de Bobby.
Tito y Bobby habían bajado las otras cosas. El largo maletín gris, una carretilla
plegable de aluminio envuelta con cuerdas de goma, un trípode negro de fotógrafo,
una gruesa maleta de lona.
—Nos vamos —dijo Garreth.
El viejo le estrechó la mano a Tito, luego a Garreth. Luego le tendió la mano a la
mujer.
—Me satisface nuestro acuerdo, señorita Henry —le dijo. Ella le estrechó la
mano, pero no dijo nada.
Tito, envuelto de la cintura a los sobados, por debajo de la chaqueta y la sudadera,
con veinte metros de cuerda de escalar de nailon negro, con los imanes de tierra rara
colgando por delante de sus vaqueros, la mascarilla negra abultando en un bolsillo de
la chaqueta verde, y el casco amarillo bajo el brazo, abrió el camino hacia la escalera.
IR a un sitio que nunca había visto, de noche, en una furgoneta con dos hombres,
con equipo, le recordó los comienzos de Toque de Queda, sin Heidy Hyde. Que
siempre había insistido en conducir, y podía hacer toda la carga sola, si tenía que
hacerlo.
Conducía Garreth. A exactamente cincuenta kilómetros por hora, por esa zona
industrial de la ciudad. Atento, cuidaba las paradas. Incluso la aceleración. Conductor
modelo. Ninguna excusa para hacerle detener el coche.
Tito iba detrás, sentado lo más lejos posible de la maleta de plástico negra.
Auriculares blancos de iPod en las orejas, asintiendo al compás de un ritmo que sólo
él podía oír. Parecía en trance. Como un niño en una habitación helada. ¿Por qué lo
habían envuelto con aquella cuerda negra? Debía de ser incómodo, pero no lo
parecía. Lo había visto practicar un truco con la cuerda, antes de que Garreth y el
viejo lo envolvieran con ella. Ató un extremo rápidamente a una tubería vertical, la
tensó, dio un paso atrás y la sacudió. El nudo estaba tenso y sólido cuando tiró de él,
pero se soltó al instante cuando la sacudió. Lo hizo tres veces. Hollis no podía seguir
sus manos, cuando la anudaba. Era guapo, en reposo, casi femenino, pero cuando se
movía con determinación, se volvía hermoso. Fuera lo que fuese, sabía que ella no
tenía esa cualidad. Ésa era su debilidad, en el escenario. Inchmale la envió una vez a
un profesor francés de movimiento, para que aprendiera a moverse de forma poderosa
en escena. Ella acudió para satisfacerlo, pero nunca consideró intentarlo en escena.
La única vez que hizo una demostración para Inchmale, sin embargo, después de unas
cuantas copas, él dijo que había pagado un dineral para que aprendiera a andar como
Heidi.
Garreth giró a la derecha y desembocó en una avenida en dirección este. Tiendas
de una sola planta, alquiler de coches, muebles para restaurantes. Unas cuantas
manzanas más adelante, giró a la izquierda. Bajaron una cuesta y llegaron a lo que
una vez debió de ser un barrio de casas modestas. Aún quedaban unas cuantas, pero
apagadas, cada una pintada de un único color oscuro, sin adornos. Marcadores en un
juego inmobiliario, junto a factorías pequeñas, talleres de reparación de coches, una
fábrica de plásticos. Parches de hierba descuidada que una vez fueron céspedes,
viejos árboles frutales retorcidos. No había peatones aquí, ni apenas tráfico. Garreth
miró la hora, aparcó, apagó las luces y desconectó el motor.
—¿Cómo se metió en esto? —preguntó Hollis, sin mirarlo.
DESPUÉS de dejar a Tito y seguir adelante, no muy lejos a lo largo de esa zona
baja de talleres de coches y suministros navales, Garreth giró a la derecha y entró en
el aparcamiento de lo que parecía ser un edificio mucho más alto, construido a una
escala completamente diferente. Aparcaron junto a un par de relucientes contenedores
de basura nuevos y una fila de contenedores de reciclado específico. Hollis vio que
los contenedores estaban cubiertos de imágenes fotográficas. Olió a arte comercial.
—Somos localizadores de exteriores —dijo él, sacando una placa de cartón
naranja de PRODUCCIÓN de entre los asientos y colocándola sobre el salpicadero.
—¿De qué película?
—Sin título, pero no tiene un presupuesto tan bajo. Ni siquiera para los baremos
de Hollywood.
Bajó del coche, y ella hizo lo mismo.
Y le sorprendió descubrir la enormidad del puerto, tan brillantemente iluminado,
allí mismo, cuatro metros más allá de la verja y las vías del ferrocarril. Las luces eran
como las de un estadio, pero más altas. Una luz diurna sombríamente artificial. Altas
torres de cilindros de hormigón, unidas unas a otras, como esculturas abstractas.
Almacenes de grano, dedujo. Otras, más parecidas a esculturas de alta tecnología,
habían empleado enormes tanques negros de aspecto extrañamente efímero, uno de
los cuales humeaba, como un caldero, en el aire frío. Más allá, y mucho más altas, las
titánicas grúas de construcción que había visto de camino. Entre las vías y estas
esculturas a gran escala había edificaciones sin ventanas de metal corrugado, y
muchos contenedores, almacenados como los bloques de construcción de un niño
extrañamente ordenado. Imaginó el contenedor de Bobby suspendido encima de todo,
invisible, como el River caído de Alberto en la acera del Viper Room.
Este lugar generaba un ruido blanco, dedujo, a una enorme escala confusa.
Ambientes de hierro, percibidos en el hueso. Un día aquí y dejarías de advertirlo.
Se dio la vuelta para mirar los edificios tras los que habían aparcado, y de nuevo
le sorprendió la escala. Ocho pisos, lo bastante anchos y profundos como para que
parecieran cúbicos. La escala de un antiguo edificio industrial de Chicago, extraño
aquí.
—Vivienda-taller —dijo él, abriendo las puertas traseras de la furgoneta—.
Estudio de alquiler.
Sacó la carretilla envuelta en cables de goma, los soltó, la desplegó y la extendió.
—Su bolso está en el cruce de Main y Hastings —dijo Bigend—. Ahora mismo se
dirige al sur por Main. A pie, según parece.
—Deben de haberlo robado —contestó ella—. O encontrado. ¿Cuánto puede
tardar en venir Ollie con un juego de llaves?
Le había dicho, al principio de la conversación, que estaba en este bar. De otro
modo, comprendió, habría tenido que preocuparse.
—Casi nada. Está muy cerca del apartamento. Conozco el lugar. Hacen un piso
—¿Y está usted escribiendo su tesis sobre los baptistas, señor Milgrim?
La señora Mesienhelter depositó una tostadora plateada de dos ranuras sobre la
mesa.
—Anabaptistas —corrigió Milgrim—. Estos huevos revueltos están realmente
deliciosos.
—Uso agua, en vez de mantequilla —dijo ella—. Es un poco más difícil de
limpiar la sartén, pero los prefiero así. ¿Anabaptistas?
—Tienen relación, sí —dijo Milgrim, rompiendo su primera tostada—, aunque
realmente me concentro en el mesianismo revolucionario.
—¿Georgetown, dice?
—Sí.
—Eso está en Washington.
—Así es.
—Nos encanta tener a un estudioso con nosotros —dijo ella, aunque por lo que
Milgrim sabía llevaba sola esta pensión, y él parecía ser el único inquilino.
—Me alegro de haber encontrado un lugar tan tranquilo y agradable —dijo
Milgrim. Y era cierto. Había deambulado por una Chinatown desierta, hasta llegar a
lo que la señora Meisenhelter había señalado como el barrio residencial más antiguo
de la ciudad. No era muy transitado, eso era evidente, pero también era evidente que
eso estaba empezando a cambiar. Un lugar en proceso de hacer lo que había hecho
Union Square, supuso. La pensión de la señora Meisenhelter era parte de esa
transición. Si podía aceptar inquilinos que le ayudaran a pagarla, podría irle bien, más
tarde, cuando las cosas hubieran ido a mejor.
—¿Tiene planes para hoy, señor Milgrim?
—Tengo que buscar mi equipaje perdido. Si no ha aparecido, tendré que hacer
unas cuantas compras.
—Estoy segura de que lo encontrarán, señor Milgrim. Si me disculpa, tengo que
encargarme de la colada.
Cuando ella se fue, Milgrim terminó su tostada, llevó las cosas del desayuno al
fregadero, las lavó, y subió a su habitación, el grueso fajo de billetes de cien como un
libro en rústica de forma extraña en el bolsillo izquierdo de sus pantalones Jos. A.
Banks. Era lo único que había conservado del bolso de la mujer, aparte del teléfono,
una linternita con pantalla LED, y un par de cortaúñas hechos en Corea.
—NO está mal —dijo Bobby, dando un sorbito a su segundo piso mojado
mientras se echaba hacia atrás en su asiento para ver la parte superior del edificio de
Bigend a través del casco de Hollis—. La escala funciona.
Inchmale había tenido un efecto extraordinario sobre él, pensó Hollis. Tenía razón
cuando pensó que era fan de Inchmale, pero no esperaba este grado de cese de
ansiedad. Aunque parte pudiera deberse a que llevaba cinco días libre de lo que ella
había acabado por considerar el tiro al dinero, con Garreth y el viejo ya lejos, o eso
suponía.
Tito, lo sabía completamente por accidente, estaba todavía aquí, o lo estaba esta
misma tarde. Lo había visto en el centro comercial bajo el Four Seasons, donde ella
se había mudado cuando Bigend llegó de Los Ángeles. Estaba con un hombre que
bien podría haber sido su hermano mayor, con el pelo negro hasta los hombros, la
raya en medio. Estaban comprando, a juzgar por las bolsas. Tito la había visto,
claramente, y sonrió, pero luego se dio la vuelta y se perdió en otro de los pasillos del
abarrotado centro.
—Es la falta de detalle lo que me gusta —dijo Inchmale—. El primer Disney.
Bobby se quitó el casco, apartando el flequillo.
—Pero no es típico de Alberto. Es porque lo quisiste ayer. Si le das tiempo,
Alberto lo recubriría hasta que pareciera algo salido de una película de terror.
Depositó el casco sobre la mesa. Estaban fuera del bar del Mainland, adonde ella
había ido por primera vez con Inchmale y Heidi, la noche que volvió con ellos.
—Esos Bollards —preguntó Odile, acentuando la segunda sílaba—, ¿lo han
visto?
—Sólo un fragmento —respondió Inchmale. Cuando Hollis y Odile le contaron
que Bobby Chombo había abandonado a los artistas locativos de L.A., y que Alberto
había perdido su River, se le había ocurrido la idea de que Bobby hiciera un vídeo de
promoción de los Bollards. La canción se llamaba «Soy el hombre que mató a Walt
Disney», la favorita de Inchmale del material que iba a producir para ellos en Los
Ángeles. Bobby sería el director, y el vídeo impulsaría una plataforma, presentando el
arte locativo a un público más amplio mientras los cascos como el de Hollis estaban
todavía en la fase de pruebas beta. Para asegurarse de que Bobby continuara con sus
obligaciones abandonadas en L.A., Inchmale había fingido ser fan de Alberto. Con
Odile como intermediaria, las cosas se habían zanjado muy rápidamente, y habían
Susan Allison, Norm Coakley, Anton Corbijn, Claire Gibson, Eileen Gunn, Johan
Kugelberg, Paul McAuley, Robert McDonald, Martha Millard, R. Trilling, Jack
Womack