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Ízaro, el celta
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Libro electrónico621 páginas9 horas

Ízaro, el celta

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Un estudiante de filología colabora con arqueólogos provenientes de universidades de diferentes países en unas excavaciones cercanas al Éufrates. A falta de un año para finalizar su tesis doctoral descubre una valiosa tablilla que se apresura a entregar al profesor a cargo que, además, es toda una eminencia en el campo de la arqueología. Al siguiente día recibe la noticia del fallecimiento de su abuelo, lo que le convierte en el único beneficiario de sus bienes. Al regresar a Galicia hereda, entre otras cosas, una misteriosa caja que contiene un libro de más de dos mil años de antigüedad y que narra la gesta y aventuras de un grupo de celtas. El misterioso libro también habla de los adoradores del mal y de su búsqueda para hacerse con la llave que abre una extraña caja. Lo curioso es que dicha llave tiene forma de trisquel, al igual que uno de los relieves que poseía la tablilla descubierta por él mismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2022
ISBN9788419692009
Ízaro, el celta

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    Ízaro, el celta - Fernando González

    Ízaro, el celta

    Fernando González

    ISBN: 978-84-19692-00-9

    1ª edición, julio de 2022.

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    NOTA DE AUTOR

    Una lluviosa tarde de abril abrí un libro. Uno de esos libros como tantos que he devorado y que narran historias de héroes conocidos, de gestas nombradas por infinidad de trovadores y de aventuras similares pero distintas a la vez. Muchas de estas historias bien se podrían desarrollar en Galicia, porque al indagar en sus secretos lo primero que llamó mi atención fue la riqueza histórica a la vez que desconocida de esta región. Una tierra repleta de paisajes fantásticos donde se respira magia en cada rincón y en cada camino, por ese motivo debo darle las gracias a esta tierra: por ser la inspiración de este libro.

    En el año 132 a. C. las Legiones de Roma, bajo el mando de Décimo Junio Bruto, entran en Gallaecia por el cauce del río Támega. Este ejército solamente encuentra resistencia en el río Limia, donde se produce una batalla que marcará el destino de los habitantes y que, además, traerá consecuencias irreversibles para el modo de vida celta y otras gentes que, por aquel tiempo, habitaban esta tierra. Una tierra rebosante de mitología y de la magia que rige la vida de un pueblo que vivió esta incursión como el fin de todo lo que amaban.

    SINOPSIS

    Un estudiante de filología colabora con arqueólogos provenientes de universidades de diferentes países en unas excavaciones cercanas al Éufrates. A falta de un año para finalizar su tesis doctoral descubre una valiosa tablilla que se apresura a entregar al profesor a cargo, que, además, es toda una eminencia en el campo de la arqueología.

    Al siguiente día recibe la noticia del fallecimiento de su abuelo, lo que le convierte en el único beneficiario de sus bienes. Al regresar a Galicia hereda, entre otras cosas, una misteriosa caja que contiene un libro de más de dos mil años de antigüedad y que narra la gesta y aventuras de un grupo de celtas. El misterioso libro también habla de los adoradores del mal y de su búsqueda para hacerse con la llave que abre una extraña caja. Lo curioso es que dicha llave tiene forma de trisquel, al igual que uno de los relieves que poseía la tablilla descubierta por él mismo.

    Prepárese para entrar en un mundo de magia, supersticiones y aventuras donde se revive el pasado y donde la naturaleza gobierna a los que habitan en ella. Una aventura que se desarrolla en el norte de la península a la vez que se interna en las creencias de los pueblos que la habitan. Un recorrido por la Galicia más profunda y también por sus costas.

    PRÓLOGO

    Esta novela pretende trasladarle a una época en la que la naturaleza dictaba las normas valiéndose de druidas, chamanes o hechiceros, que por ese tiempo ejercían de representantes de los dioses, sosteniendo los pilares de una fe incuestionable basada en el respeto hacia la madre tierra.

    En épocas pasadas, nada se sabía de los celtas, como tampoco de tantos otros pueblos que plantaron cara a los romanos, ya que fueron eliminados de la historia o ninguneados como si no hubieran existido. Pero la realidad es que estas personas pusieron en serios aprietos a Roma y, si hoy en día conocemos estos hechos, es gracias al trabajo de arqueólogos, geógrafos e historiadores que se entregan en cuerpo y alma a la causa. Por los datos que de aquellos tiempos teníamos, hasta ahora daba la impresión de que había que aceptar todo lo que supuso el atropello romano como si fuese la salvación y el comienzo de un mundo nuevo y civilizado. Sin embargo, si fuésemos capaces de trasladarnos hasta aquellos días, para verlo desde el punto de vista de los pobladores de los castros, probablemente no lo veríamos como la panacea sino como la conclusión de la paz y como el final de la simbiosis que relaciona al hombre con la naturaleza.

    Algo hemos escuchado de los celtas de Britania y también de los de la Galia; pero acerca de los de Gallaecia solo tenemos noticias recientes además de difusas, y esa circunstancia es la semilla que inspira el alma de esta novela.

    No cabe duda de que en Gallaecia también existieron otros líderes celtas de los que nada se sabe. Es sabido que los romanos siempre procuraron borrar todo rastro de los que humillaban a sus generales y de los que ponían su poder divino en entredicho. Es posible que el río Limia, nombrado por los romanos como el Río del Olvido, o como le llamaban los celtas, río do Esquecemento, fuera testigo de la resistencia heroica que los castreños, habitantes de los castros de Gallaecia, ofrecieron a Décimo Junio Bruto, apodado el Galaico, por lo que semejante gesta fue omitida por Plinio que, posiblemente influenciado por Décimo, se limitó a escribir que «después de aplastar una leve resistencia simplemente cruzó el río».

    Pero hay algo en esta historia que no cuadra, y es el hecho de que para lograr que la tropa cruzara el río tuviera que hacerlo él primero, viéndose obligado a llamar a cada uno de sus soldados por el nombre y a demostrar, así, que el mal del olvido no había dominado su mente. Por esa razón, en realidad, creo que ocultaron gran parte de lo sucedido, pues un conquistador que se cree casi una divinidad no se molesta en conocer el nombre de las tropas, y en este libro teorizo con lo que pudo ocurrir en realidad. Hay demasiadas lagunas en lo que Plinio dejó escrito. ¿Por qué? ¿A qué tenían miedo? ¿A qué temía el implacable ejército de Roma, que se negaba a cruzar un simple río?

    También hago hincapié en el poder de las fuerzas de la naturaleza representadas en los druidas y simbolizadas por los robles, que era costumbre plantar en el centro de los poblados para que fueran partícipes de las decisiones y protectores de los habitantes que veían representadas en la majestuosidad de este árbol a la madre tierra, a la que, si se trata con respeto, provee de todo lo necesario para una vida sostenible.

    Los hechos históricos a los que tuvimos acceso los de mi generación no suponen más que la pequeña punta de un gran iceberg, que guarda, en lo más profundo, secretos que poco a poco van saliendo a flote. Sin embargo, gracias al trabajo de arqueólogos e historiadores, cada día llegan a nosotros nuevos descubrimientos que aportan luz a nuestros orígenes y, en muchos casos, estos son atribuibles a seres que en el pasado pudieron visitarnos y que fueron considerados dioses. Antaño lo divino iba de la mano de lo mundano y los dioses convivían con el hombre en montañas como el monte Olimpo, o en lugares más cercanos y de culto que fueron substituidos por ermitas o cruceiros que copan las incontables cimas que están repartidas por toda la geografía gallega. Estas divinidades ejercían una influencia directa en el ser humano con el que incluso mantenían relaciones carnales, mientras engendraban semidioses que participaron en dar sentido a la vida, creando civilizaciones que más tarde se extendieron por el planeta. Es necesario comprender esto para entender el movimiento del mundo y la diversidad de pueblos que lo habitan, ya que, en realidad, todos tenemos un nexo común.

    En repetidas ocasiones he viajado por toda la península y, prácticamente, he escudriñado Galicia indagando en sus secretos, y llegando a la conclusión de que «en el carácter de sus gentes se halla la humildad del sabio». Es más acertado responder «Puede» o con otra pregunta que prometer algo difícil de cumplir.

    Evidentemente los tiempos cambian, y ahora más rápido que nunca. Sin embargo, existen lugares en el norte de Portugal y en la Galicia más profunda que todavía conservan la esencia de aquel pueblo que llegó de la región del Caspio y de las montañas del Cáucaso, pero que floreció donde los límites del Cantábrico se unen al Atlántico, poblando gran parte de sus costas y tierras de su interior y ocupando lo que hoy son diferentes países; pero que en aquel tiempo era, simplemente, el mundo celta.

    Si nos perdemos por el sur de Gran Bretaña e Irlanda, por las costas cantábricas de Francia o por tierras de Galicia y Portugal apreciaremos, tanto en los lugares como en las gentes, abundantes signos de un pasado común que todavía perdura hasta nuestros días y, a pesar de que ya hayan pasado veinte siglos desde el ocaso de la cultura castreña, muchos de nosotros portamos en nuestro código genético resquicios de lo que fuimos en el pasado. De igual manera que aquel pueblo que cruzó Europa para poner de su parte en la historia de Galicia y en las naciones que formaron el mundo celta, los celtas también pusieron de su parte formando sociedades que mantuvieron firmes en la defensa de los valores del ser humano y en el respeto por la madre naturaleza, y, esto último, deberíamos tenerlo siempre presente, porque sin las bondades que esta nos ofrece nosotros no existiríamos, y parece que no nos queremos dar cuenta.

    Con esta novela pretendo despertar entre los jóvenes, y los que no lo son tanto, la curiosidad por el mundo de nuestros antepasados. Deseo trasladaros a los tiempos en los que primaba el respeto por lo que nos rodea y de lo que formamos parte; pero que, con la llegada del progreso, parece que hemos olvidado.

    La madre tierra siempre provee de lo necesario para llevar una vida sostenible; pero ahora ese equilibrio se ve amenazado y la balanza se está inclinando hacia el desastre, que, no nos engañemos, llegará tarde o temprano. Existen energías llamadas limpias que la naturaleza nos regala y, sin embargo, nos empeñamos en abrirle heridas que son incurables y así extraer hasta la última gota de su sangre. ¿Y después qué?

    Cuando se tale el último árbol de la selva amazónica o de otros santuarios que pertenecen a todos y no solo a unos pocos, entonces, la capa de ozono agrandará las lesiones provocadas por el hombre y no habrá nada que detenga al todopoderoso sol, por lo que la humanidad tendrá los días contados, sucumbiendo sin remedio bajo el fuego abrasador.

    Cuando se extraiga la última gota de petróleo y las fallas bailen libres sin nada que las sustente, entonces, la Tierra se verá afectada por una serie de cataclismos y se cobrará primero la vida de los más desfavorecidos; pero que nadie se engañe, porque ninguno estará a salvo y la desgracia llegará a cada rincón de nuestro mundo, al mismo al que maltratamos sin remordimientos ni conciencia alguna.

    Cuando el aire se vuelva irrespirable, los océanos vomiten plástico o a algún descerebrado le dé por apretar el botón que no debe y que nunca debió tener a su alcance, entonces, nos daremos cuenta de que ya no hay marcha atrás y las consecuencias nos harán llorar, ya que nuestra incompetencia fue la que acabó con todo lo que amábamos. ¡Y no se sabe lo que se tiene hasta que se pierde!

    Todas estas noticias que hablan del calentamiento global, del deshielo de los polos o de estúpidas pruebas nucleares nos afectan a todos y nadie posee la potestad de decidir sobre el bienestar de los demás, porque esos hechos desestabilizan el curso natural de la vida acelerando la llegada del apocalipsis.

    Podría llenar infinidad de páginas e incluso debatir sobre esta cuestión que nos afecta a todos; pero esto se lo dejo a los personajes que forman parte de este relato y que son los primeros en sufrir las consecuencias de un mundo cambiante por la influencia del hombre. Ellos son los encargados de conservar un poquito de esa magia y protegerla de los males que asolan a la humanidad. Son los que sufren, antes que nadie, los cambios provocados por un nuevo orden mundial que se empeña en removerlo todo, y creo que, entre todos, debemos luchar para que sus creencias no caigan en el olvido.

    Les presento la historia que Roma se empeñó en mantener en secreto. Una búsqueda que se inició en Gallaecia y de la que se perdió el rastro en el lugar considerado la piedra angular de la sabiduría celta: Stonehenge. Un objeto que mantendría a los «césares» en el poder hasta nuestros días. Sin embargo, la frustración de estos emperadores provocó que los líderes que pusieron en entredicho su poder divino privándoles de su meta fuesen eliminados de la historia. No contaron con que la historia, como la vida, se abre paso, y que nuevos manuscritos resurgen de sus escondites para dejar constancia de que estos héroes existieron, héroes que decidieron permanecer al margen. Esta es la historia de algunos de esos héroes.

    capítulo i

    ÚLTIMA VOLUNTAD

    Cuando terminé los estudios de filología, cursados en la Universidad de Salamanca, conseguí quedarme como profesor adjunto en el Departamento de Lenguas Históricas; pero, como no disponía de plaza, decidí hacer una tesis titulada Escrituras semíticas en la cuna de la civilización, para poder así conseguir el doctorado que me asegurara un puesto fijo.

    Al pasar dos años de continua asistencia a clase, tomé la libertad de emplear los dos siguientes para perfeccionar mi tesis como mejor me pareciera, motivo por el cual decidí viajar a Irak. Allí estaría en contacto directo con la cultura mesopotámica, hecho que me apasionaba.

    Después de un mes trabajando en unos yacimientos cercanos al Éufrates, tuve la suerte de rescatar un pedazo de arcilla de tamaño considerable. Llamó mi atención que no estaba grabado con la típica escritura cuneiforme, sino que combinaba grabados de personas realizando labores cotidianas con símbolos parecidos a los que empleaban los egipcios en sus escritos y, al pie de estos escritos, lo que parecía su traducción a la escritura que por aquel tiempo empleaban en Mesopotamia. Cuando desenterré la tablilla, enseguida me di cuenta de su importancia, y, antes de llevársela al profesor encargado del proyecto, me apresuré a marcar la zona con cautela, evitando así que otro estudiante se entrometiera en mi lugar de trabajo contaminando el área, al saber que había aparecido algo de valor.

    Caminé por la galería subterránea que me conducía hasta el exterior, y me dirigí al campamento base que el gobierno iraquí había facilitado cuando aceptó intercambiar estudiantes de la Unión Europea con los de su país. Un generoso gesto de acercamiento a Occidente, pero que realmente no era más que propaganda, ya que nos habían asignado la parte más expoliada del territorio. Sería un milagro encontrar algo de valor en ese lugar, pero allí nos encontrábamos a unos cuantos estudiantes de filología realizando trabajos conjuntos con otros de arqueología, y todos provenientes de distintos países de Europa; aunque siempre supervisados por una celebridad que solo vivía para la causa.

    No olvidaré la cara de felicidad del profesor cuando le entregué el pedazo de arcilla. El hombre había sacrificado toda su vida en el estudio de esta civilización, y, por la admiración con la que la recibió en sus manos, parecía que era el hallazgo más importante de toda su carrera. Hacía demasiados años que había partido de su tierra, situada en el sur de Inglaterra y muy cerca de Stonehenge, y donde, maravillado por la influencia del monumento megalítico, decidió dedicar su vida a la arqueología. A pesar de su avanzada edad todavía no había perdido esa frescura ni la vitalidad de un joven que se quiere comer el mundo; solo las trabas que le ponían en sus estudios parecían consumirle, y acababa agotado por las fuertes discusiones que mantenía con los enviados del gobierno. Siempre se entrometían y, sin educación alguna, requisaban sus descubrimientos más importantes impidiendo que los estudiara con detenimiento, algo que le irritaba enormemente.

    Y, ahora, para poder continuar con su trabajo en la tierra que tanto amaba, la que tanto le había dado, pero también, la que le había quitado todo en la vida, tenía que encargarse de nosotros: una veintena de estudiantes de distintos países de la UE. Aburridas de su perseverancia, las instituciones le designaron este cargo para sacarlo de en medio. Pretendían amargarle la vida; sin embargo, su carácter animado y el perfecto conocimiento de la inmensa mayoría de los idiomas del mundo hacían de él una persona entrañable y a quien todos apreciábamos y respetábamos. ¡Hasta sabía chistes alemanes! Pero solo se reían los germanos; el resto nos mirábamos mientras lo intentábamos.

    —¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —Cuando me recibió, su rostro se iluminó como se ilumina el de un niño que consigue el dulce más deseado. No tardó en retirar la camisa con la que la oculté y apartó las herramientas para posarla con cuidado sobre su mesa de trabajo. Sin más demora, agarró un puñado de harina para soplarla con esmerada delicadeza sobre la superficie del objeto, resaltando así las hendiduras en la arcilla. Sin embargo, era vital contener la euforia, ya que una pareja de soldados patrullaba la zona atenta a los hallazgos importantes. Solo nos dejaban la calderilla, los objetos sin importancia y nada más.

    Después de un largo silencio, en el que escudriñaba con su lupa los detalles del pedazo de tablilla, echó su brazo por encima de mi hombro.

    —¡Increíble! Aquí tenemos la clave para descifrar los escritos más antiguos de la Tierra. Podría ser parte del diccionario de idiomas más antiguo del mundo. Alguien envió un mensaje para que se comprendiera fuera de esta tierra, para avisar de algo. Parece una profecía… —añadió mientras seguía descifrando lo que allí estaba escrito, a la vez que, sin soltar en ningún momento mi hombro, me daba apretones de satisfacción.

    —¡Mira! —decía por la necesidad de contárselo a alguien, ya que por el misterioso tono de su voz daba la sensación de que había que tratar el asunto como un valioso secreto—. Estas cuatro figuras portan lo que parece un importante recipiente: «Los herederos de la sabiduría alejarán la caja de Pandora de la codicia del hombre» leía a la vez que señalaba con su índice unos símbolos que yo era incapaz de entender—. ¡La caja que Zeus regaló a Pandora y que contenía a los demonios del inframundo! Realmente se cree que era un recipiente más corto que un ánfora, y no una caja —me explicaba emocionado—. Zeus se arrepintió de haberle hecho ese poderoso regalo pues el uso que Pandora hacía de él no era el esperado y se lo entregó a un grupo de eruditos para su custodia, otorgándoles conocimiento y sabiduría a la altura del objeto que debían proteger. ¡Toda su vida estaría dedicada a esa labor y su descendencia heredaría esa responsabilidad! —Mientras hablaba yo dedicaba toda mi atención a cada una de sus explicaciones. Este hombre era una eminencia en todo lo que tuviese que ver con la antigüedad y yo me sentía intrigado con todo lo relacionado con el mundo del pasado.

    Con la llegada del ocaso los estudiantes regresaban al campamento mientras mantenían charlas que parecían animadas; pero que se veían interrumpidas por algún cacheo, que además de esporádico resultaba impertinente. Los soldados, que se apresuraban a pasar los candados a las entradas de los yacimientos, desconfiaban de los que se adentraban en su interior, y todos estábamos sujetos atropellos de ese tipo. Unos abusos que además se realizaban sin permiso ni modales.

    Mientras tanto, observaba al profesor cuando se había detenido a estudiar el pequeño objeto que destacaba sobre el pecho de una de las figuras. Ensimismado, lo acariciaba con sus dedos. Se trataba de un colgante con forma de trisquel, uno de tantos símbolos que aparecían labrados en las piedras de los castros celtas tan abundantes en Galicia. Recuerdo que era al atardecer, y que, debido al alboroto causado por el fin de la jornada, se apresuró a ocultar el descubrimiento para estudiarlo en privado. Deseaba examinarlo con calma por la noche, así no levantaría sospechas, ya que era habitual en él trabajar hasta altas horas.

    Nos despedimos con la promesa de que me pondría al tanto de sus descubrimientos y, nervioso, me hizo jurar que mantendría el secreto; nadie debía saber de su existencia hasta que conociera completamente el significado de la tablilla.

    Abandoné la carpa sopesando sus palabras. El profesor tenía en sus manos la clave que descifraría los más antiguos escritos de la humanidad y, sin embargo, su reacción me pareció extraña, lo que me hizo sospechar que no tenía intención alguna de revelar su existencia. ¿Qué secreto guardaría esa tablilla que lo anteponía al hecho de que su nombre fuera incluido en los libros de historia? Las dudas me asaltaban cuando, de pronto, me detuve al comprobar un hecho inusual en esa parte del mundo. Sorprendido, abrí mis manos para que los copos de nieve se posaran en ellas. ¡Comenzaba a nevar! ¡Y además en mayo!

    Percibí que era el profesor el que se acercaba y se detenía unos pasos atrás; pero yo no podía dejar de contemplar la incesante nevada, pensando en que pronto cubriría toda la zona.

    —Debemos estar preparados porque la muerte acecha y no podremos hacer nada para evitarlo. —Antes de que continuase hablando llamó mi atención la resignación con la que pronunciaba cada palabra—. Una leyenda del interior de estas tierras habla de un día de mayo: «En pleno mes de las flores la nieve llegará y cubrirá con su blanco manto el lugar donde un día empezó todo. Entonces surgirán los buscadores que desean encontrar la caja, la que les devolverá el anhelado poder que tenían cuando, en un tiempo muy lejano, dominaban la voluntad de los habitantes de la Tierra». Se avecinan tiempos difíciles —musitó—. Sufriremos pérdidas que serán irreparables.

    Me giré para comprobar que la satisfacción con la que me habló, cuando sujetaba en sus manos aquel curioso objeto, se había tornado en disgusto. Fue cuando, sin decir nada más, regresó a su tienda cabizbajo. Me encontraba preocupado por el estado de ánimo de mi mentor cuando dirigí mis pasos hacia la mía. Mientras tanto, los soldados y los estudiantes mostraban su alegría ante el extraño fenómeno atmosférico.

    El todoterreno que cada semana traía los víveres —y la correspondencia— irrumpió al alba levantando una gran polvareda a la vez que tocaba la diana en el campamento. Fui el primero de la tienda en levantarme y, al subir la cremallera, comprobé que no quedaba rastro alguno de nieve y pensé haberlo soñado; sin embargo, cuando mis compañeros abandonaron sus sacos para acercarse a la entrada, fueron sus rostros decepcionados los que delataron que también contaban con un blanco amanecer.

    Todavía a medio vestir, me apresuré para echar una mano. Entre otras cosas, recogí la correspondencia del profesor, además de la carta que el director de la universidad había enviado a mi nombre. Mientras aprovechaba el camino para leer el correo, apuraba el paso; deseaba llegar cuanto antes a la tienda de mi mentor, ya que estaba ansioso por saber de sus avances en el estudio de la tablilla. Malas noticias: mi abuelo había fallecido. Solo me tenía a mí en el mundo ya que mi padre, su único hijo, había perecido junto con mi madre en un accidente del que nunca apareció el culpable. Por aquel entonces vivíamos en O Carballiño, cuando, una fatídica noche, un coche arremetió contra nosotros mientras disfrutábamos de un tranquilo paseo por la villa. Era demasiado pequeño, pero ese día a menudo irrumpía en mis sueños.

    Mi abuelo era un hombre ya mayor; pero se hizo cargo de mí y, a pesar de vivir una vida humilde, costeó la mejor educación que me pudo dar sin escatimar en gastos.

    Recuerdo bien el día que don Esteban visitó el colegio de Cospeito, una pequeña villa del interior de Lugo donde fui a vivir con mi abuelo. Allí, el clérigo se encontraba de paso con la misión de reclutar estudiantes para la congregación que representaba. Este hombre nos habló sobre la vida de los salesianos, una orden carente de lujos, pero en la que no faltaba nada de lo necesario para una vida plena.

    Después de la entrevista, decidimos que lo mejor era comenzar el sexto curso en el colegio María Auxiliadora de Cambados, un gran acierto que marcó mi vida y mi educación; pero a cuenta de sacrificar la escasa vida familiar que me quedaba. Yo lo respetaba y quería como a un padre, y cuando disfrutaba de mis cortas vacaciones siempre lo acompañaba hasta el gallinero, donde recogía los huevos de sus queridas gallinas, o cuando nos internábamos en el bosque, donde recogíamos setas mientras escuchaba sus historias. Me aislaba del mundo cuando me relataba aquellos cuentos repletos de misterio. Se remontaban a tiempos de magia en los que los druidas sanaban el cuerpo sin necesidad de cortes en la carne. Un lejano pasado en el que el pueblo celta vivía en simbiosis con la naturaleza, que, agradecida, colmaba al hombre de todo lo que podía necesitar.

    Tan buen narrador era que, cuando venía de visita al colegio, el administrador encargado de la cocina siempre lo invitaba a comer. Don Luis le había tomado aprecio; era un religioso de altura considerable y una pierna más corta que la otra, defecto que suplía con un zapato que poseía una suela de más de diez centímetros, pues de esta forma intentaba igualar el paso cuando caminaba. De todas maneras, cuando pasaba a toda prisa por la cocina, no era capaz de disimular la prominente cojera.

    Entre recuerdos llegué a la tienda del profesor, pero me sorprendió no verle en el laboratorio. Sabía que le gustaba el amanecer para proseguir con sus estudios. Lo llamé; pero no obtuve respuesta y, por ese motivo, entré con temor en su tienda, sospechando que algo no iba bien. Lo encontré todavía en su catre y de espaldas a la entrada. Me acerqué para moverle el hombro con la intención de despertarle, pero, cuando se giró, su mirada reflejaba a la mismísima muerte. El pobre hombre agonizaba mientras pronunciaba palabras incomprensibles. No fui capaz de entenderlas; pero eran semejantes a la antigua lengua que la noche anterior traducía de la tablilla cuando, de pronto, clavó sus dedos en mi brazo antes de murmurar: «Debes ser cauto y guardar el secreto». Y, antes de que la vida lo abandonara, su mirada se volvió del color de la sangre.

    «¡Oh! ¡Dios mío! ¡Lo han asesinado! ¿Pero cómo? No hay heridas. ¿Veneno, tal vez? Si su muerte estaba relacionada con el descubrimiento, yo también estaría en peligro». Busqué la arcilla antes de dar la mala noticia, pero fue en vano. Este asunto no tenía buena pinta y recordé el rostro de preocupación con el que se despidió la noche anterior. Fue cuando pensé que lo mejor sería partir cuanto antes hacia Galicia, así daría el último adiós a mi abuelo y, además, arreglaría los papeles del seguro.

    Después de aterrizar en Santiago de Compostela, me dejé un dineral en el taxi que me llevó hasta Cospeito, ya que este pequeño ayuntamiento sufría las carencias de una línea regular de autobuses. Al llegar, el nuevo notario me esperaba en la parada y me reconoció enseguida, pues de niños acostumbrábamos a nadar en el lago cercano. Mi abuelo me había contado una de sus fabulosas historias a cerca de la formación de este lago; aseguraba que los manantiales habían surgido de la tierra y que las aguas se habían tragado el antiguo Cospeito, que ahora se hallaba sumergido.

    Una vez en el despacho del notario, se dispuso a leerme la herencia: como última voluntad mi abuelo me dejó su casa, su libreta de ahorros y una austera caja de plomo poco más grande que un libro, que me entregó guardada dentro de un viejo zurrón de piel. Las gallinas de su corral serían para la señora que estaba a mi lado y presente también en la lectura. Resulta que por algún extraño motivo se las había prometido, ya que éramos las únicas personas que compartíamos su mundo. No era ningún secreto que con el resto de las personas siempre se mostraba hermético. Le molestaba que le preguntaran por su pasado; pero a mí me decía que su pasado era demasiado largo e incomprensible para los simples mortales, y siempre remataba la frase con una sonora carcajada.

    Con el extraño bolso, colgando del hombro, me dirigía a mi nueva casa a la vez que examinaba el saldo de la cuenta corriente de mi difunto abuelo. «Increíble», pensé cuando me detuve para contar varias veces el ejército de ceros que seguían a las primeras cifras. «¡No puede ser!», exclamé mientras frotaba mis ojos. ¡El anciano era una caja de sorpresas!

    Saqué las llaves para abrir mi nuevo feudo: una vivienda de dos alturas típica de las pequeñas villas de Lugo. El blanco con el que había sido pintada en su origen pedía atención inmediata, al igual que los marcos de puertas y ventanas en los que resaltaba un aburrido y penoso gris oscuro; de todas maneras, el tejado cubierto con la habitual pizarra todavía se mantenía en buen estado. Evidentemente, la sobria y mística apariencia de la casa no se correspondía con el dineral que poseía en el banco.

    Las escaleras, de elaborada madera, chirriaban a cada paso mientras el misterio que rodeaba el asunto de la caja me corroía. Estaba impaciente y, sin perder tiempo, me dirigí al despacho de mi abuelo. Necesitaba averiguar con qué me sorprendería esta vez.

    Al abrir las grandes puertas se veía la gran cantidad de libros que ocupaban las estanterías. Todos perfectamente clasificados en soberbios muebles de madera tallados con elegancia, además de maestría, en grandes piezas de roble. Cubrían las cuatro paredes de la sala y alcanzaban una altura considerable, la habitual en este tipo de viviendas.

    Después de posar el zurrón sobre un majestuoso escritorio, perfectamente ornamentado con delicadas figuras labradas en la madera, me senté en el confortable sillón sintiéndome diminuto ante el soberbio salón que yo presidía. Sin duda mi abuelo habría pasado muchas horas entre sus libros. Un hombre culto que aparentaba no haber acabado la educación básica. Una persona reservada que no se abría a nadie. Yo era el que mejor lo conocía y, aun así, no me mostraba su sabiduría. Siempre lo consideré una persona sencilla pero muy culta, un hombre que solo pretendía pasar inadvertido por la vida.

    Necesité respirar hondo mientras reflexionaba sobre las últimas novedades. Eran demasiados sobresaltos para tan corto espacio de tiempo; tendría que asimilar los recientes acontecimientos y no resultaba fácil. Entonces saqué mi pequeña navaja para rascar la superficie de la caja cerciorándome de que estaba hecha de plomo. ¡Qué curioso! El plomo aparentemente carece de valor y, a excepción de la pesca, no se me ocurría otra utilidad de importancia para ese material. Sin embargo, conocía antiguas fábulas contadas por mi abuelo o leídas en sus libros mitológicos, y que hablaban sobre la facultad que poseía este metal para pasar inadvertido ante dioses y demonios. Al ser manejable y de feo color, era considerado la oveja negra de los metales. Nada tenía que ver con los nobles, y fue degradado al último lugar en la escala de materiales dignos de las divinidades. Por el contrario, los hombres aprovecharon su maleabilidad para hacer cajas en las que ocultar sus secretos más profundos. Objetos o escritos que deseaban preservar al margen del conocimiento de antiguos dioses o de otras fuerzas.

    Me detuve a observar lo único que no encajaba con la monotonía de la caja: un trisquel hecho de plata. Sin duda tendría que ser la cerradura. Entonces recordé la última vez que vi al profesor, cuando examinaba en la tablilla una figura que poseía un colgante con esa misma forma y que aparentemente escogía un camino diferente al que llevaban los que portaban el recipiente, dando la sensación de que su destino era alejarse de ese misterioso objeto. Qué casualidad. Pero intentaba desechar de mi mente toda relación entre estos hechos. Efectivamente los trisqueles abundaban en Galicia, pero ¿por qué había uno grabado en una tablilla de la antigua Mesopotamia? Me sentía confuso y busqué algo con lo que relajarme. Necesitaba tiempo para concentrarme en estudiar la forma de acceder a su interior.

    Abrí los cajones y en el último descubrí una botella de Old Parr. A su lado había un vaso ancho y de fino cristal acompañado por una docena de fenomenales puros que me hicieron recordar los viejos tiempos. No soy fumador; pero siempre encendíamos uno en el comienzo del año nuevo y brindando con este fabuloso whisky inundábamos de humo el despacho. La velada se prolongaba hasta altas horas, y, después de varios brindis, mi abuelo me relataba anécdotas sobre mi padre y lo joven que era cuando conoció a mi madre. «Estaban hechos el uno para el otro, ¡menos mal que me quedas tú!», recordaba sus palabras con lágrimas en los ojos. «La vida es demasiado larga y cruel», a menudo decía. A veces daba la sensación de que yo era lo único que le daba fuerzas para continuar: no le quedaba nadie más; nunca hablaba de su pasado ni de que tuviese familia en otra parte.

    —¡A tu salud, abuelo! —Y haciendo honor a su memoria encendí uno, pero no sin trabajo. El enorme puro formó una humareda que se introdujo en mis ojos y fue cuando, con la vista nublada y muy llorosa, me serví un trago largo y seco.

    Con la copa en una mano empleaba la que me quedaba libre para hurgar en el trisquel, pero este permanecía incrustado. Intentaba que se abriera, pero dudaba en poder conseguirlo. No giraba ni a derecha ni a izquierda y tampoco conseguía resultados tirando de él. En resumen, la caja no mostraba ninguna debilidad que facilitase el acceso a su interior. Frustrado examinaba mi vaso mientras pensaba en una solución. Pasaba el tiempo y yo observaba el delicado cristal y los dibujos perfectamente tallados que poseía. Como estudiante especializado en idiomas antiguos habían pasado por mis manos escritos impresos en distintos materiales, y pronto deduje que sujetaba una valiosa fortuna.

    A pesar de que no ser capaz de datar la fecha de su fabricación sospeché que se remontaba a tiempos muy antiguos, incluso antes del descubrimiento oficial del cristal y antes de que los fenicios comenzaran a comerciar con él. Un breve análisis me indicó que le habían dado forma en Grecia. Lo deduje por las figuras de Zeus, Hades y Poseidón enfrentados a los Titanes, y donde también reconocí a Atlas, además de a Orión, cuando encabezaron la Titanomaquia. Lo extraño es que en aquella época estas manifestaciones artísticas sobre temas mitológicos solían realizarse en recipientes de oro o plata, materiales que perdurarían ante el paso de los siglos; pero, en cambio, esta representación de tan importante hecho estaba tallada en fino vidrio, por lo que le di unos golpecitos que me indicaron que poseía una especial dureza.

    Un cristal único elaborado con los colores del fuego: amarillo en el borde, difuminándose en anaranjado hacia el centro, para finalizar en rojo encendido a la vez que transparente. «¡Precioso!», pensé justo antes de tomar un trago y degustar el contenido como si de un sagrado cáliz se tratase, y fue cuando, a través del whisky, reparé en el fondo del vaso. Llamaron mi atención los tres apoyos con forma de espiral que tenía. Entonces miré el trisquel y pensé que podría encajar. No tardé en posar sobre él mi bebida, comprobando que los relieves entraban en los huecos encajando perfectamente en la pieza de plata. «¡Sorprendente, ahora solo falta que se abra!», pero no sucedía nada. De pronto recordé las palabras que mi abuelo pronunciaba antes de cada brindis: «¡El vaso siempre medio lleno!», y a continuación se servía un buen lingotazo. Miré el mío y, sin retirarlo, eché más cantidad. A continuación, un clic indicó que la cerradura se había abierto y no pude evitar reírme ante el ingenioso artilugio. Retiré el vaso para comprobar que el trisquel se había soltado y lo extraje comprobando que venía sujeto por un cordón de cuero trenzado. Pensé que, probablemente, servía para colgarlo del cuello e introduje mi cabeza para comprobar lo bien que el amuleto lucía sobre mi pecho; entonces, sin prestar mucha atención, levanté la tapa y fue cuando, con el rabillo del ojo, me pareció ver que dos animalillos salían del interior dándose a la fuga. Desaparecieron veloces y el sobresalto me impidió verlos bien por lo que, antes de que pudiese reaccionar, ya se habían esfumado entre las estanterías. Dudando de si tantas novedades me hacían confundir las cosas, me dispuse a abrir la caja, pero con mucha cautela.

    Siempre tuve debilidad por los antiguos escritos y contemplé el manuscrito que reposaba en el interior como si de un valioso tesoro se tratara. Antes de extraerlo, con admirable cuidado, estudié la delicada encuadernación en piel. Mis dedos se detuvieron a acariciar los relieves que destacaban sobre las tapas de color totalmente negro, ¡de nuevo el trisquel!, pero en este caso protegido por dos animalillos que parecían donicelas¹.

    Comencé a examinar la primera hoja y enseguida me di cuenta de que estaba escrita en un antiguo dialecto empleado en la península antes de la invasión romana. No obstante, me resultaba familiar ya que había hecho varios trabajos sobre él y, sin perder más tiempo, comencé a leer sus páginas.

    Dentro de un cajón encontré el cuaderno que necesitaba para apuntar cada detalle de lo que me disponía a leer. Ojeando en el interior me di cuenta de que los lugares estaban escritos en nombres antiguos y decidí adaptarlos a los actuales, e inmediatamente comencé con la traducción.


    1. Nombre con el que se conoce en Galicia a la comadreja, pequeño mamífero similar a un hurón en miniatura. Nombre científico: Mustela nivalis.

    capítulo ii

    ECLIPSE

    Mi nombre es Amulán, hijo de Detar y de Keila. Provengo de Valentia Edetanorum², la ciudad de los valientes, de donde fui apartado por defender lo que por derecho nos pertenece y donde el pueblo se enfrentó al invasor, y, como consecuencia, fui reclutado en contra de mi voluntad para engrosar las gloriosas Legiones del gran ejército de Roma. Yo y muchos como yo fuimos el botín de guerra y, por lo tanto, fuimos condenados a servirlos por el resto de nuestras vidas. Nuestro crimen fue defender la tierra de nuestros antepasados y perder esa batalla.

    He sido educado en el arte de la escritura por los mejores maestros de la costa mediterránea y nunca fui entrenado para empuñar un arma. No obstante, por azares del destino, mi futuro se hallaba en los ejércitos que se preparaban para la invasión de Gallaecia, un hecho que, contra todo pronóstico, daría sentido a mi existencia.

    En este lugar conocí a una serie de hombres y de mujeres que cambiaron mi vida. Nunca imaginé que encontraría mi camino en una tierra tan diferente a la mía. Nos habían contado que estaba habitada por tribus salvajes: hombres primitivos que adoraban a dioses crueles y despiadados, divinidades que solo sacian su ira mediante sacrificios humanos.

    La historia que os voy a relatar me ha sido narrada por los propios protagonistas o yo mismo he sido testigo. Fui elegido para relatar la gesta y la posterior afrenta causada al pueblo celta, o puede que a la «raza» celta. Una civilización que pasó discretamente por el mundo, sin hacer ruido, sin jaleo, y que, después de poblar durante miles de años la parte occidental de Europa, se esfumó de la historia del mundo de la misma manera, en silencio. Este manuscrito es el legado que os cedo como descendientes míos que sois y para que tengáis conocimiento de estos hechos. Con él quiero mostraros el camino que debe tomar vuestra vida. Debéis saber para lo que habéis sido educados y conocer para lo que estáis destinados.

    Esta historia se remonta hasta una temprana mañana de primavera, cuando el amanecer despertaba una comarca situada en el interior de Gallaecia, iluminando con sus primeros rayos la ladera que desciende desde el Alto de A Medela y termina en el río Arenteiro.

    Al tiempo que el astro rey asomaba por detrás de las montañas de los verdes prados resurgía la vida y, entre la alta hierba y las flores, un sinfín de atareados insectos iniciaba su frenética actividad.

    Una mariposa era atraída por el aroma de una flor que, por su belleza, encandilaba. Empleaba su despistado pero habitual vuelo para acercarse coqueta, ignorando que pertenecía al harén personal de un abejorro que trabajaba en esa zona, y que, al darse cuenta de sus intenciones, se apresuró a posarse sobre los pétalos para testificar que era de su propiedad. La mariposa intentó introducir su fina y alargada trompa; pero esto enfadó mucho al enorme insecto, que no dudó en lanzarse al ataque. Gracias a sus potentes aleteos consiguió esquivarlo un par de veces; sin embargo, la insistencia del brioso defensor logró que decidiera batirse en retirada mientras el abejorro regresaba orgulloso para bañarse en el polen de la victoria. ¡La primavera ha vuelto y con ella la vida a la comarca!

    Los saltamontes brincaban de aquí para allá sin tener un rumbo fijo. Un moscardón pasaba con mucha prisa; al parecer, una suculenta y fresca boñiga, recién expulsada de su propietario, reclamaba con su perfume que un ejército de moscas diera buena cuenta de ella. Las trabajadoras abejas —¡menudos insectos!—, siempre dándolo todo a la comunidad, transportaban polen sin parar. Cargaban en sus patitas todo el que podían para llevarlo a sus colmenas, donde las obreras mimaban y acicalaban a la abeja reina. Una bendición de la naturaleza: inventoras de la dulce miel, de la jalea real y del propóleo con el que se preparan ungüentos para sanar heridas y quemaduras. O de la apitoxina para brebajes que curan afecciones reumáticas, ulceraciones, etcétera. Además, mezclando este néctar con licores destilados de plantas, como la menta o la hierbabuena, se consigue una bebida que en las noches de fiesta logra que más de uno pierda el sentido.

    Eran tiempos de calma y prosperidad. Se vivía de las bendiciones de los dioses del bosque y de los ríos. Divinidades que ponían a disposición de los pobladores sus dones para que llenaran sus despensas, así como sus estómagos.

    Más abajo, hacia el río, una delicada y fresca brisa descendía por el valle transportando los aromas que recogía en su viaje; era la fragancia del rocío de la noche. Esas diminutas gotitas capturan la esencia de las flores mientras el calor de la mañana las incorpora al aroma de la vida que en el aire se respira. Allí se encontraban un par de celtas de los que os voy a hablar.

    —Tira con suavidad —aconsejaba Fertzi—; parece una hermosa pieza.

    —No me pongas nervioso —respondió Lexio. Su corpulencia iba acompañada de una cara de bruto que asustaba y; aunque todavía era un joven de la misma edad que su amigo, el cabello, que a la inmensidad de los castreños les sobraba, al él lo estaba abandonando, comenzando a dejar al descubierto el cuero cabelludo.

    Ambos estaban metidos hasta las rodillas en el río. El Arenteiro aumentaba su caudal debido a las aguas de pequeños arroyos similares al que nacía en su poblado y en cuya desembocadura se encontraban. Aquel fue el lugar escogido la tarde anterior para esconder sus trampas y poder así capturar alguna valiosa trucha.

    El grandullón comenzó a sacar la nasa del agua; pero no soltó la del amarre que impedía que esta fuera arrastrada por la corriente. Al ver que se resistía, tiró un poco más fuerte y la jaula se desmontó dejando escapar a la afortunada trucha que, con un certero coletazo, abofeteó la sorprendida cara de su incauto salvador.

    Fertzi dejó escapar una sonora carcajada. No pudo evitar la risa cuando vio la cara de bobo que le quedó a su amigo, que, impotente, contemplaba como el pez se le escabullía entre las piernas.

    —¡Vaya chapuza de trampa! —maldecía Lexio apretando los dientes.

    —Sabes que no es fácil conseguir que el mimbre quede bien atado. Si tiras demasiado fuerte, se suelta —respondió Fertzi—, pero nunca te acuerdas de soltar el amarre, ¡gordo gruñón!

    Eran amigos desde que poseían recuerdos, que se remontaban a cuando, de pequeños, corrían por las entramadas callejuelas de su castro natal, el castro de Las, y donde continuamente se metían en líos. A menudo solían apropiarse de las falcatas de sus mayores para simular peleas en las que eran fieros guerreros, hecho que les proporcionaba algún coscorrón que drásticamente los trasladaba a la realidad. Incluso hubo una vez que se atrevieron a robar una de las cabras del anciano hechicero que vivía en el alto de Trocado, en la montaña que vigilaba su poblado.

    El viejo sabio habitaba la torre construida en la parte más elevada y desde donde se disfrutaba del impresionante paisaje de la Gallaecia más interior. Se contemplaba el poderoso río Miño, que venía de recorrer un largo camino. Nacía en Fontemiña, más allá de Lucus, y, después de atravesar gran parte de Gallaecia, fluía solemne bajo su montaña, y así, con calma, continuaba el camino hasta su desembocadura en el gran delta, al pie del castro de Tecla. Esta era una impresionante montaña cortada verticalmente en una de las caras que dan al mar, y desde donde era impresionante observar cómo este grandioso río se fusiona con el inmenso océano y fin de los dominios de Deva, diosa de las aguas. En aquel fantástico lugar esta diosa defiende su frontera de las bestias de las profundidades, que engullen sin reparos a las osadas embarcaciones que se aventuran hacia lo desconocido.

    Lexio aceptó ser testigo de la boda de su mejor amigo con Zue, hija de Menón, el jefe del pequeño castro de Madarnás. No solo no lo dudó, sino que lo acompañó a vivir a su nuevo poblado, que estaba falto de guerreros, así también reforzarían las escasas defensas de esta centuriae³. Además, el grandullón no era muy afortunado con las muchachas de Las y con el cambio de domicilio podría conocer nuevas mujeres, confiando en que no fueran tan exigentes como las de su antiguo poblado.

    Cuando la boda era entre pobladores de distintos castros, fuese por boda pactada y de conveniencia o simple y llanamente por amor, lo habitual era que su nueva morada fuese en el poblado de ella, ya que las mujeres eran las que recibían la tierra de sus padres en herencia para extraer de ella los frutos, mientras que su esposo podría dedicarse a cazar, cuidar el ganado o guerrear, además de prestar los servicios que la civitate⁴ principal requiriera.

    Eran muy comunes las bodas cruzadas: yo me caso con tu hermana y tú con la mía. De esta manera la tierra de los padres siempre era heredada por la mujer. Así la hermana de Fertzi se casó, no con el hermano de Zue, porque esta no tenía, pero sí con un habitante de Madarnás, Jósese, poco mayor que Fertzi. Fue el que ofrecieron los de Madarnás para cubrir la vacante. ¡Menudos pillos! No sabían cómo deshacerse de semejante personaje y se lo empaquetaron a los de Las.

    Qué felicidad el día que este sujeto abandonó el pequeño castro. No se podían creer que por fin se hubiesen librado de ese adulador de conveniencia.

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