La Dama de Las Camelias: Alejandro Dumas
La Dama de Las Camelias: Alejandro Dumas
La Dama de Las Camelias: Alejandro Dumas
III
Manon a Marguerite;
Humildad.
IV
Dos días después la subasta estaba completamente terminada. Produjo ciento cincuenta
mil francos.
Los acreedores se repartieron las dos terceras partes, y la familia, compuesta por una
hermana y un sobrino, heredó el resto.
La hermana abrió unos ojos como platos cuando el agente de negocios le escribió
diciéndole que heredaba cincuenta mil francos.
Aquella joven llevaba seis o siete años sin ver a su hermana, que había desaparecido
un día sin que llegara a saberse, ni por ella ni por otros, el menor detalle sobre su vida
desde el momento de su desaparición.
Así que llegó a toda prisa a París, y no fue pequeño el asombro de los que conocían a
Marguerite cuando vieron que su única heredera era una gorda y hermosa campesina
que hasta entonces no había salido de su pueblo.
De pronto se encontró con una fortuna hecha, sin saber siquiera de qué fuente le venía
aquella fortuna inesperada.
Volvió, según me dijeron después, a sus campos, llevándose una gran tristeza por la
muerte de su hermana, compensada no obstante por la inversión al cuatro y medio por
ciento que acababa de hacer.
Empezaban ya a olvidarse todas aquellas circunstancias, que corrieron de boca en boca
por París, la ciudad madre del escándalo, y hasta yo mismo estaba olvidando la parte
que había tomado en los acontecimientos, cuando un nuevo incidente me dio a conocer
toda la vida de Marguerite, y me enteré de detalles tan conmovedores, que me entraron
ganas de escribir aquella historia, como ahora hago.
Hacía tres o cuatro días que el piso, vacío ya de todos sus muebles vendidos, estaba en
alquiler, cuando una mañana llamaron a mi puerta.
Mi criado, o por mejor decir mi portero, que me servía de criado, fue a abrir y me trajo
una tarjeta, diciéndome que la persona que se la había entregado deseaba hablar
conmigo. Eché un vistazo a la tarjeta y leí estas dos palabras:
Armand Duval
Me puse a pensar dónde había visto antes ese nombre, y me acordé de la primera hoja
del volumen de Manon Lescaut.
¿Qué podía querer de mí la persona que había dado aquel libro a Marguerite? Mandé
que pasara en seguida el hombre que estaba esperando.
Vi. entonces a un joven rubio, alto, pálido, vestido con un traje de viaje que parecía no
haberse quitado en varios días ni tomado siquiera la molestia de cepillarlo al llegar a
París, pues estaba cubierto de polvo.
El señor Duval, profundamente emocionado, no hizo ningún
esfuerzo por ocultar su emoción, y con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa me
dijo:
Le ruego me disculpe por esta visita y esta ropa; pero, aparte de que entre jóvenes no
nos preocupamos tanto de estas cosas, tenía tantos deseos de verlo a usted hoy mismo,
que ni siquiera he perdido el tiempo bajándome en el hotel, donde he enviado mi
equipaje, y he venido corriendo a su casa, por miedo de no encontrarlo a pesar de lo
pronto que es.
Rogué al señor Duval que se sentara junto al fuego, como así hizo, a la vez que sacaba
del bolsillo un pañuelo en el que ocultó un momento su rostro.
Debe de estar usted preguntándose ––prosiguió suspirando tristemente–– qué quiere
este visitante desconocido, a estas horas, con esta pinta, y llorando de tal modo.
Sencillamente, vengo a pedirle un gran favor.
––Usted dirá. Estoy a su entera disposición.
¿Asistió usted a la subasta de Marguerite Gautier?
Ante aquella palabra, la emoción que había conseguido dominar un instante fue más
fuerte que él, y se vio obligado a llevarse las manos a los ojos.
Debo de parecerle muy ridículo ––––añadió. Discúlpeme una vez más y créame que no
olvidaré nunca la paciencia con que se digna escucharme.
––Caballero ––repliqué––, si el favor que, según parece, está en mi mano hacerle ha de
calmar la pena que usted experimenta, dígame en seguida en qué puedo servirle, y
encontrará usted en mí un hombre dichoso de poder complacerlo.
El dolor del señor Duval inspiraba simpatía, y sin querer estaba deseando serle grato.
Entonces me dijo:
–– ¿Ha comprado usted algo _en la subasta de Marguerite?
––Sí, señor, un libro.
–– ¿Manon Lescaut?
Exactamente.
––Tiene usted aún ese libro? Está en mi dormitorio.
Ante esta noticia, Armand Duval pareció quitarse un gran peso de encima y me dio las
gracias como si, guardando aquel volumen, hubiera empezado ya a hacerle un favor.
Me levanté, fui a mi habitación a coger el libro y se lo entregué.
––Sí, es éste ––dijo, mirando la dedicatoria de la primera página y hojeándolo––. Sí, es
éste.
Y dos gruesas lágrimas cayeron sobre sus páginas.
Bueno ––dijo, levantando la cabeza hacia mí, sin intentar siquiera ocultarme que había
llorado y que estaba a punto de llorar otra vez––, ¿tiene usted mucho interés en este
libro?
–– ¿Por qué?
Porque he venido a pedirle que me lo ceda.
Perdone mi curiosidad ––dije––, pero ¿entonces fue usted quien se lo dio a Marguerite
Gautier?
Yo mismo.
El libro es suyo, tómelo; me siento feliz de poder devolvérselo.
––Pero repuso el señor Duval un poco desconcertado–– lo menos que puedo hacer es
darle lo que le costó.
––Permítame que se lo regale. El precio de un solo volumen en una subasta semejante
es una bagatela, y ni siquiera me acuerdo de lo que me costó.
Le costó cien francos.
Es cierto ––dije, desconcertado a mi vez––. ¿Cómo lo sabe usted?
––Es muy sencillo: esperaba llegar a París a tiempo para la subasta de Marguerite, y no
he llegado hasta esta mañana. Quería a toda costa tener un objeto que hubiera sido suyo
y fui corriendo a casa del subastador a pedirle permiso para ver la lista de los objetos
vendidos y los nombres de los compradores. Vi. que usted había comprado este libro, y
decidí rogarle que me lo cediera, aunque el precio que pagó por él me hizo temer si no
estaría usted también ligado por algún recuerdo a la posesión de este volumen.
Y al decir esto, Armand parecía evidentemente temer que yo hubiera conocido a
Marguerite como la había conocido él.
Me apresuré a tranquilizarlo.
––Sólo conocía de vista a la señorita Gautier ––le dije––. Su muerte me causó la
impresión que causa siempre en un joven la muerte de una mujer bonita con quien tuvo
el placer––'de encontrarse. Quise comprar algo en su subasta y me empeñé en pujar por
este volumen, no sé por qué, por el placer de hacer rabiar a un señor que se había
encarnizado en él y parecía desafiarme a ver quién se lo llevaba. Así que, se lo repito, el
libro está a su disposición y le ruego otra vez que lo acepte, para que no lo obtenga de
mí como yo lo obtuve de un subastador y para que sea entre nosotros el compromiso de
un conocimiento más amplio y de unas relaciones más íntimas. .
––Está bien ––me dijo Armand, tendiéndome la mano y estrechando la mía––. Lo
acepto y le estaré eternamente agradecido.
Yo tenía buenas ganas de interrogar a Armand acerca de Marguerite, pues la
dedicatoria del libro, el viaje del joven y su deseo de poseer aquel volumen me picaban
la curiosidad; pero temía que, al interrogar a mi visitante, pareciera que no había
rehusado su dinero sino para tener derecho a meterme en sus asuntos.
Diríase que adivinó mi deseo, pues me dijo:
–– ¿Ha leído usted este volumen?
De arriba abajo.
–– ¿Qué ha pensado usted de las dos líneas que escribí?
He comprendido en seguida que a sus ojos la pobre chica a quien usted dio este
volumen era alguien fuera de lo común, pues me resistía a ver en esas líneas sólo un
cumplido banal.
Y tenía usted razón. Aquella chica era un ángel. Tenga ––me dijo––, lea esta carta.
Y me tendió un papel que parecía haber sido leído y releído muchas veces.
Lo abrí. Decía lo siguiente:
«Querido Armand: He recibido su carta, y doy gracias a Dios porque está usted bien.
Sí, amigo mío, yo estoy enferma, y de una de esas enfermedades que no perdonan; pero
el interés que aún se toma usted por mí disminuye mucho mis sufrimientos. Sin duda ya
no viviré el tiempo suficiente para tener la suerte de estrechar la mano que ha escrito la
bondadosa carta que acabo de recibir, y teas palabras me curarían, si algo pudiera
curarme. Ya no lo veré más, pues estoy a un paso de la muerte y a usted lo separan de
mí centenares de leguas. ¡Pobre amigo mío! Su Marguerite de antaño está muy
cambiada, y quizá es preferible que no vuelva a verla antes que verla como está. Me
pregunta usted si lo perdono. ¡Oh, de todo corazón, amigo mío, pues el daño que usted
quiso hacerme no era más que una prueba del amor que me tenía! Llevo un mes en la
cama, y tengo en tanta estima su aprecio, que todos los días escribo el diario de mi villa
desde el momento de nuestra separación hasta el momento en que ya no tenga fuerzas
para escribir.
Si su interés por mí es verdadero, Armand, a su regreso vaya a casa de Julie Duprat.
Ella le entregará este diario. En él encontrará la razón y la disculpa de lo que ha pasado
entre nosotros. Julie es muy buena conmigo; a menudo las dos juntas charlamos de
usted. Estaba aquí cuando llegó su carta, y lloramos al leerla.
En caso de que no me dé usted noticias suyas, ella queda encargada de enviarle estos
papeles a su llegada a Francia. No me lo agradezca. Este volver todos los días sobre los
únicos momentos felices de mi villa me hace un bien enorme, y, si usted va a encontrar
en su lectura la disculpa del pasado, yo encuentro en ella un continuo alivio.
Quisiera dejarle algo para que me tuviera usted siempre en su recuerdo, pero todo lo
que hay en la casa está embargado y nada me pertenece.
¿Comprende usted, amigo mío? Voy a morir, y desde mi dormitorio oigo andar por el
salón al vigilante que mis acreedores han puesto allí para que nadie se lleve nada ni me
quede nada en caso de que no muriera. Espero que aguarden hasta el final para
subastarlo.
¡Oh, qué despiadados son los hombres! No, me equivoco, es mejor decir que Dios es
justo a inflexible.
Pues bien, querido mío, venga usted a la subasta y compre cualquier cosa, pues, si
apartara yo el menor objeto para usted y se enterasen, serían capaces de denunciarlo por
ocultación de objetos embargados.
¡Qué villa tan triste la que dejo!
¡Si Dios permitiera que volviera a verlo antes de morir! Según todas las
probabilidades, adiós, amigo mío; perdóneme que no le escriba una carta más larga,
pero los que dicen que van a curarme me agotan con sangrías, y mi mano se niega a
escribir más.
Marguerite GAUTIER.»
Pasó bastante tiempo sin que oyera hablar de Armand, pero en cambio hubo muchas
ocasiones de tratar de Marguerite.
No sé si lo han notado ustedes, pero basta que el nombre de una persona, que parecía
que iba a seguir siéndonos desconocida o por lo menos indiferente, se pronuncie una
vez ante nosotros, para que alrededor de ese nombre vayan agrupándose poco a poco
una serie de detalles y oigamos a todos nuestros amigos hablar con nosotros de algo de
lo que antes nunca habíamos conversado. Entonces descubrimos que esa persona casi
estaba tocándonos, y nos damos cuenta de que pasó muchas veces por nuestra vida sin
ser notada; encontramos en los acontecimientos que nos cuentan una coincidencia y una
afinidad reales con ciertos acontecimientos de nuestra propia existencia. No era ése
exactamente mi caso respecto a Marguerite, puesto que yo la había visto, me había
encontrado con ella y la conocía de vista y por sus costumbres; sin embargo, desde la
subasta su nombre llegó tan frecuentemente a mis oídos y, en la circunstancia que he
dicho en el capítulo anterior, su nombre se halló mezclado con una tristeza tan profunda,
que creció mi asombro, aumentando mi curiosidad.
De ello resultó que ya no abordaba a mis amigos, a los que nunca antes había hablado
de Marguerite, sino diciéndoles:
–– ¿Conoció usted a una tal Marguerite Gautier?
–– ¿La Dama de las Camelias?
––Exactamente. ¡Mucho!
Aquellos « ¡Mucho!» a veces iban acompañados de sonrisas incapaces de dejar lugar a
dudas acerca de su significado.
––Y bien, ¿cómo era aquella chica? ––continuaba yo.
––Pues una buena chica.
–– ¿Eso es todo?
–– ¡Santo Dios! ¿Pues qué quiere que sea? Con más inteligencia y quizá con un poco
más de corazón que las otras.
–– ¿Y no sabe usted nada de particular sobre ella?
––Arruinó al barón de G...
–– ¿Sólo?
––Fue la amante del viejo duque de...
–– ¿Era de verdad su amante?
––Eso dicen: en todo caso, él le daba mucho dinero.
Siempre los mismos detalles generales.
Sin embargo sentía curiosidad por conocer algo acerca de la relación de Marguerite
con Armand.
Un día me encontré con uno de esos tipos que viven continuamente en la intimidad de
las mujeres conocidas. Le pregunté:
–– ¿Conoció usted a Marguerite Gautier?
Me respondió con el mismo mucho de siempre.
–– ¿Qué clase de chica era?
––Una buena chica. Y guapa. Su muerte me ha causado una gran pena.
–– ¿No tuvo un amante llamado Armand Duval?
–– ¿Uno rubio alto?
––Sí.
––Es cierto.
–– ¿Cómo era ese Armand?
––Creo que era un chaval que se comió con ella lo poco que tenía y que se vio
obligado a dejarla. Dicen que estaba loco por ella.
–– ¿Y ella?
––Según dicen, también ella lo quería mucho, pero como suelen amar esas chicas. No
hay que pedirles más de lo que pueden dar.
–– ¿Qué ha sido de Armand?
––Lo ignoro. Nosotros lo conocíamos poco. Estuvo cinco o seis meses con Marguerite,
pero en el campo. Cuando ella regresó, él se fue.
–– ¿Y no ha vuelto usted a verlo desde entonces?
––Nunca.
Tampoco yo había vuelto a ver a Armand. Llegué a preguntarme si, cuando se presentó
en mi casa, la noticia reciente de la muerte de Marguerite no había exagerado su amor
de antaño y en consecuencia su dolor, y me decía que posiblemente con la muerta había
olvidado también la promesa que me hizo de venir a verme.
Tal suposición hubiera sido bastante verosímil tratándose de otro, pero en la
desesperación de Armand hubo acentos sinceros, y, pasando de un extremo a otro, me
imaginaba que su pena se había convertido en enfermedad y que, si no tenía noticias
suyas, era porque estaba enfermo o quién sabe si muerto.
No podía dejar de interesarme por aquel hombre. Quizá en mi interés había algo de
egoísmo; quizá bajo aquel dolor había vislumbrado una conmovedora historia de amor,
o quizá mi deseo de conocerla se debía en buena parte a lo preocupado que me tenía el
silencio de Armand.
Puesto que el señor Duval no volvía a mi casa, decidí ir yo a la suya. No era difícil
encontrar un pretexto. Por desgracia no sabía su dirección, y de todos los que pregunté
nadie supo decírmela.
Me dirigí a la calle de Antin. Tal vez el portero de Marguerite supiera dónde vivía
Armand. Era un portero nuevo. Lo ignoraba como yo. Pregunté entonces por el
cementerio donde había sido enterrada la señorita Gautier. Era el cementerio de
Montmartre .
Había llegado abril, hacía buen tiempo, las tumbas ya no tendrían ese aspecto doloroso
y desolado que les da el invierno; en fin, hacía ya bastante calor para que los vivos se
acordasen de los muertos y los visitaran. Me dirigí al cementerio, diciéndome: «Con
sólo ver la tumba de Marguerite, sabré si el dolor de Armand subsiste aún, y quizá me
entere de lo que ha sido de él.»
Entre en la casilla del guarda, y le pregunté si el 22 de febrero no había sido enterrada
en el cementerio de Montmartre una mujer llamada Marguerite Gautier.
El hombre hojeó un grueso libro, donde están inscritos y numerados todos los que
entran en aquel último asilo, y me respondió que, en efecto, el 22 de febrero a mediodía
había sido inhumada una mujer de ese nombre.
Le rogué que me condujera a su tumba, pues sin cicerone no hay forma de orientarse
en esa ciudad de los muertos, que tiene sus canes como la ciudad de los vivos. El guarda
llamó a un jardinero y le dio las indicaciones necesarias, pero él lo interrumpió
diciendo:
––Ya sé, ya sé... jOh, es una tumba bien fácil de encontrar! ––continuó, volviéndose
hacia mí.
–– ¿Por qué? le dije yo.
––Porque tiene flores muy diferentes a las otras.
–– ¿Es usted quien cuida de ella?
––Sí, señor, y ya me gustaría a mí que todos los familiares se preocuparan por sus
difuntos lo mismo que el joven que me ha encargado de ella.
Después de dar algunas vueltas, el jardinero se detuvo y me dijo:
––Ya hemos llegado.
En efecto, ante mis ojos tenía un cuadrado de flores que nadie hubiera tomado por una
tumba, si un mármol blanco con un nombre encima no lo testificara.
El mármol estaba colocado verticalmente, un enrejado de hierro limitaba el terreno
comprado, y el terreno estaba cubierto de camelias blancas.
–– ¿Qué le parece? ––me dijo el jardinero.
––Muy hermoso.
––Y cada vez que una camelia se marchita, tengo orden de renovarla.
–– ¿Y quién se lo ha mandado?
––Un joven que lloró mucho la primera vez que vino; un ex de la muerta sin duda,
pues parece que era un poco ligera de cascos. Dicen que era muy guapa. ¿La conoció el
señor?
––Sí.
––Como el otro me dijo el jardinero con una maliciosa sonrisa.
––No, yo nunca hablé con ella.
––Y viene usted a verla aquí; es muy amable por su parte, pues los que vienen a ver a
la pobre chica no arman atascos en el cementerio.
–– ¿Entonces no viene nadie?
––Nadie, excepto ese joven, que ha venido una vez.
–– ¿Sólo una vez?
––Sí, señor.
–– ¿Y no ha vuelto desde entonces?
––No, pero volverá cuando regrese.
–– ¿Entonces está de viaje?
––Sí.
–– ¿Y sabe usted dónde está?
––Creo que ha ido a ver a la hermana de la señorita Gautier. –– ¿Y qué hace allí?
––Va a pedirle autorización para exhumar a la muerta y llevarla a otro lugar.
–– ¿Por qué no la deja aquí?
––Ya sabe usted las ocurrencias que se tienen con los muertos. Nosotros vemos estas
cosas a diario. Este terreno lo han comprado sólo por cinco años, y ese joven quiere una
concesión a perpetuidad y un terreno más grande; será mejor en la parte nueva.
–– ¿A qué llama usted la parte nueva?
––A esos terrenos nuevos que están ahora en venta a la izquierda. Si hubieran cuidado
siempre el cementerio como ahora, no habría otro igual en el mundo; pero todavía hay
muchas cosas que hacer para que quede como es debido. Y además la gente es tan rara...
–– ¿Qué quiere usted decir?
––Quiero decir que hay gente que es orgullosa incluso aquí. Fíjese, esta señorita
Gautier parece que ha sido una mujer de vida alegre, y perdone la expresión. Ahora la
pobre está muerta, y de ella queda lo mismo que de las otras de las que nadie tiene nada
que decir y que regamos todos los días; bueno, pues, cuando los familiares de las
personas que están enterradas a su lado se enteraron de quién era, ¿quiere usted creer
que todo lo que se les ocurrió decir fue que se opondrían a que la enterraran aquí, y que
tendría que haber sitios aparte para esta clase de mujeres lo mismo que para los pobres?
¿Cuándo se ha visto esto? Me los tengo yo bien vistos a ésos: ricos rentistas que no
vienen más que cuatro veces al año a visitar a sus difuntos, que les traen flores ellos
mismos, ¡y mire qué flores!, que andan mirando lo que supone la conservación de
quienes dicen llorar, que escriben en sus tumbas lágrimas que nunca han derramado, y
que vienen a poner peros por el vecindario. Mire, yo no conocía a esta señorita ni sé lo
que ha hecho; bueno, pues, no sé si me creerá usted, pero la quiero a esta pobrecilla, y
tengo cuidado de ella y le pongo las camelias al precio justo. Es mi muerta preferida.
Mire usted, nosotros nos vemos obligados a amar a los muertos, pues tenemos tanto
trabajo, que casi no tenemos tiempo de amar otra cosa.
Yo miraba a aquel hombre, y algunos de mis lectores comprenderán, sin necesidad de
explicárselo, la emoción que experimentaba al oírlo.
Se dio cuenta sin duda, pues continuó:
––Dicen que ha habido gente que se ha arruinado por esta chica, y que tenía amantes
que la adoraban; bueno, pues, cuando pienso que ni uno viene a comprarle siquiera una
flor, eso sí que es curioso y triste. Y aún ésta no, puede quejarse, pues tiene su tumba, y,
si no hay más que uno que se acuerde de ella, él cumple por los demás. Pero tenemos
aquí otras pobres chicas de la misma clase y de la misma edad, que han ido a parar a la
fosa común, y se me parte el corazón cuando oigo caer sus pobres cuerpos en la tierra.
¡Y una vez muertas, ni un alma se ocupa de ellas! No siempre es alegre el oficio que
hacemos, sobre todo mientras nos queda un poco de corazón. ¿Qué quiere usted? Es
más fuerte que yo. Tengo una hermosa hija de veinte años y, cuando traen aquí .una
muerta de su edad, pienso en ella y, ya sea una gran dama o una vagabunda, no puedo
menos de emocionarme. Pero sin duda lo estoy aburriendo con estas historias y usted no
ha venido aquí para escucharlas. Me han dicho que lo lleve a la tumba de la señorita
Gautier, y aquí está. ¿Puedo servirle en alguna otra cosa?
–– ¿Sabe usted la dirección del señor Armand Duval? ––pregunté a aquel hombre.
––Sí, vive en la calle... O por lo menos allí es donde he ido a cobrar el precio de las
flores que ve usted.
––Gracias, amigo.
Eché una última mirada a aquella tumba florida, cuyas profundidades deseaba sondear
sin querer, para ver lo que había hecho la tierra con aquella hermosa criatura que le
habían arrojado, y me alejé sumamente triste.
–– ¿Quiere usted ver al señor Duval? ––prosiguió el jardinero, que iba a mi lado.
––Sí.
––Es que estoy completamente seguro de que todavía no ha vuelto; si no, ya lo habría
visto por aquí.
–– ¿Entonces está usted convencido de que no ha olvidado a Marguerite?
––No sólo estoy convencido, sino que apostaría que su deseo de cambiarla de tumba
no es más que el deseo de volver a verla.
–– ¿Cómo así?
––Las primeras palabras que me dijo al venir al cementerio fueron: « ¿Qué podría
hacer para volver a verla?» Eso no puede hacerse más que cambiándola de tumba, y ya
le informé de todos los requisitos que cumplir para obtener el cambio, pues ya sabe
usted que para trasladar un muerto de una tumba a otra es preciso identificarlo, y sólo la
familia puede autorizar esa operación, que debe realizarse en presencia de un comisario
de policía. Precisamente para conseguir esa autorización ha ido el señor Duval a ver a la
hermana de la señorita Gautier, y su primera visita será evidentemente para nosotros.
Habíamos llegado a la puerta del cementerio; di las gracias una vez más al jardinero
poniéndole unas monedas en la mano, y me dirigí a la dirección que me había dado.
Armand no había vuelto.
Dejé una nota en su casa, rogándole que viniera a verme en cuanto llegara, o que me
dijera dónde podría encontrarlo.
Al día siguiente por la mañana recibí una carta de Duval, en la que me comunicaba su
regreso y me rogaba que pasara por su casa, añadiendo que estaba agotado de cansancio
y le era imposible salir.
VI
VII
Las enfermedades como la que había cogido Armand tienen la ventaja de que o matan
en el acto o se dejan vencer rápidamente.
Quince días después de los acontecimientos que acabo de contar, Armand estaba en
plena convalecencia y nosotros unidos por una estrecha amistad. Apenas dejé su
habitación durante todo el tiempo que duró su enfermedad.
La primavera había sembrado con profusión sus flores, sus hojas, sus pájaros, sus
canciones, y la ventana de mi amigo se abría alegremente sobre el jardín, del que subían
hasta él efluvios saludables.
El médico le había permitido que se levantara, y a menudo nos quedábamos charlando,
sentados junto a la ventana abierta a la hora en que el sol calienta más, de doce a dos de
la tarde.
Yo me guardaba muy bien de hablarle de Marguerite, temiendo siempre que ese
nombre despertara tristes recuerdos adormecidos bajo la calma aparente del enfermo;
pero Armand, por el contrario,. parecía complacerse en hablar de ella, no ya como otras
veces, con lágrimas en los ojos, sino con una dulce sonrisa que me tranquilizaba
respecto a su estado de ánimo.
Noté que, desde su última visita al cementerio, desde el espectáculo que desencadenó
en él aquella crisis violenta, parecía que la enfermedad había colmado las medidas del
dolor moral, y que la muerte de Marguerite ya no se le aparecía bajo el aspecto del
pasado. De aquella certeza adquirida había resultado una especie de consolación, y, para
arrojar la imagen sombría que a menudo se le representaba, se abismaba en los
recuerdos felices de su relación con Marguerite y no parecía querer aceptar ninguno
más.
Estaba el cuerpo demasiado agotado por el alcance a incluso por la curación de la
fiebre para permitir al espíritu una emoción violenta, y la alegría primaveral y universal
que rodeaba a Armand transportaba sin querer su pensamiento hacia imágenes risueñas.
Se había negado siempre obstinadamente a comunicar a su familia el peligro que corría
y, cuando ya estuvo a salvo, su padre ignoraba todavía su enfermedad.
Una tarde nos quedamos a la ventana hasta más tarde que de costumbre. Había hecho
un día magnífico, y el sol se dormía en un crepúsculo resplandeciente de azul y oro.
Aunque estábamos en París, el verdor que nos rodeaba parecía aislarnos del mundo, y
apenas si de cuando en cuando el ruido de un coche turbaba nuestra conversación.
––Fue aproximadamente por esta época del año y en la tarde de un día como éste
cuando conocí a Marguerite ––––me dijo Armand, escuchando sus propios
pensamientos y no lo que yo le decía.
No respondí nada.
Entonces se volvió hacia mí y me dijo:
De todos modos tengo que contarle esta historia. Escribirá usted un libro con ella, que
nadie creerá, pero que quizá sea interesante de escribir.
Ya me lo contará otro día, amigo mío le dije––; aún no está usted bueno del todo.
––La noche es cálida, y me he comido mi pechuga de pollo ––me dijo sonriendo––. No
tengo fiebre, no tenemos nada que hacer, así que voy a decírselo todo.
––Si se empeña usted, le escucho.
Es una historia muy sencilla ––añadió entonces––, y se la voy a contar siguiendo el
orden de los acontecimientos. Si algún día hace algo con ella, es usted libre de contarla
como quiera.
Esto es lo que me refirió, y apenas si he cambiado unas palabras de aquel conmovedor
relato:
¡Sí ––prosiguió Armand, dejando caer la cabeza sobre el respaldo del sillón––, sí, fue
en una noche como ésta! Había pasado el día en el campo con mi amigo Gaston R... Al
atardecer volvimos a París y, sin saber qué hacer, entramos en el teatro Variétés.
Salimos durante un entreacto, y en el pasillo nos cruzamos con una mujer alta, a quien
mi amigo saludó.
–– ¿Quién es ésa a quien ha saludado usted? ––le pregunté.
––Marguerite Gautier ––me dijo.
––Me parece que está muy cambiada, pues no la he conocido ––dije con una emoción
que en seguida comprenderá usted.
––Ha estado enferma; la pobre chica no irá muy lejos.
Recuerdo estas palabras como si me las hubieran dicho ayer.
Ha de saber usted, amigo mío, que hacía dos años que, siempre que me encontraba con
aquella chica; su vista me causaba una extraña impresión.
Sin saber por qué, me ponía pálido y mi corazón latía violentamente. Tengo un amigo
que se dedica a las ciencias ocultas y que llamaría a lo que yo experimentaba afinidad
de fluidos; yo creo simplemente que estaba destinado a enamorarme de Marguerite y
que lo presentía. .
El caso es que me causaba una impresión real, que varios de mis amigos fueron
testigos de ello, y que se rieron no poco al identificar a quien me ocasionaba aquella
impresión.
La primera vez que la vi fue en la plaza de la Bourse, a la puerta de Susse. Una calesa
descubierta se paró allí, y de ella bajó una mujer vestida de blanco. Un murmullo de
admiración acogió su entrada en la tienda. De mí sé decir que me quedé clavado en el
sitio desde que entró hasta que salió. A través de los cristales la miraba escoger en la
boutique lo que había ido a comprar. Hubiera podido entrar, pero no me atreví. No sabía
quién era aquella mujer y temí que adivinara el motivo de mi entrada en la tienda y se
ofendiera. Sin embargo, no me creí llamado a volver a verla.
Iba elegantemente vestida; llevaba un vestido de muselina rodeado de volantes, un chal
de la India cuadrado con los ángulos bordados de oro y flores de seda, un sombrero de
paja de Italia y una sola pulsera: una gruesa cadena de oro que empezaba a ponerse de
moda por aquella época.
Volvió a subir a la calesa y se fue.
Uno de los dependientes de la tienda se quedó a la puerta, siguiendo con los ojos el
coche de la elegante compradora. Me acerqué a él y le rogué que me dijera el nombre de
aquella mujer.
––Es la señorita Marguerite Gautier ––me respondió.
No me atreví a preguntarle la dirección y me alejé.
El recuerdo de aquella visión, pues fue una verdadera visión, se me quedó grabado en
la mente como muchos otros que ya había tenido, y empecé a buscar por todas partes a
aquella mujer blanca tan soberanamente bella.
Pocos días después tuvo lugar una gran representación en la ópera Cómica. Fui a ella.
La primera persona que vi en un palco proscenio del anfiteatro fue a Marguerite
Gautier.
El joven con quien yo estaba también la conoció, pues me dijo nombrándola:
––Fíjese qué chica más bonita.
En aquel momento Marguerite dirigía sus gemelos hacia nosotros; vio a mi amigo, le
sonrió y le hizo una seña para que fuera a visitarla.
––Voy a saludarla ––me dijo––, y vuelvo dentro de un momento.
No pude dejar de decirle:
––¡Qué suerte tiene usted!
–– ¿Por qué?
––Por ir a ver a esa mujer.
–– ¿Está usted enamorado de ella?
––No ––dije, enrojeciendo, pues realmente no sabía a qué atenerme al respecto––, pero
sí que me gustaría conocerla.
––Pues venga conmigo, yo le presentaré.
––Pídale permiso primero.
––¡Pardiez! Con ella no hay que andarse con tantos remilgos; venga.
Aquellas palabras me dieron pena. Temblaba ante la idea de adquirir la certeza de que
Marguerite no mereciera lo que experimentaba por ella.
Hay un libro de Alphonse Karr , titulado Am Rauchen, en el que un hombre sigue por
la noche a una mujer muy elegante y tan hermosa, que se ha enamorado de ella a la
primera. Con tal de besar la mano de aquella mujer, se siente con fuerzas para
emprenderlo todo, con voluntad para conquistarlo todo y con ánimo para hacerlo todo.
Apenas si se atreve a mirar el coqueto tobillo que ella enseña al levantarse el vestido
para que no se manche al tocar el suelo. Mientras va soñando en todo lo que sería capaz
de hacer por poseer a aquella mujer, ella lo detiene en la esquina de una calle y le
pregunta si quiere subir a su case.
El vuelve la cabeza, atraviesa la calle y regresa muy triste a casa.
Recordaba este estudio, y yo, que habría querido sufrir por aquella mujer, temía que
me aceptara excesivamente de prisa y me concediera excesivamente pronto un amor que
yo hubiera querido pagar con una larga espera o un gran sacrificio. Los hombres somos
así; y es una suerte que la imaginación deje esta poesía a los sentidos y que los deseos
del cuerpo hagan esta concesión a los sueños del alma.
En fin, si me hubieran dicho: «Esta mujer será suya esta noche, y mañana lo matarán»,
habría aceptado. Si me hubieran dicho: «Déme diez luises , y será usted su amante», me
habría negado y habría llorado como un niño que ve desvanecerse al despertar el castillo
entrevisto por la noche.
Sin embargo quería conocerla. Era una manera, a incluso la única, de saber a qué
atenerme con ella.
Le dije, pues, a mi amigo que tenía mucho interés en que ella le diera permiso para
presentarme, y empecé a dar vueltas por los pasillos, imaginándome que desde aquel
momento iba a verme, y que no sabría qué actitud tomar bajo su mirada.
Traté de hilvanar de antemano las palabras que iba a decirle. ¡Qué sublime niñería la
del amor!
Un instante después mi amigo volvió a bajar.
––Nos espera ––me dijo.
––¿Está sola? ––pregunté.
––Con otra mujer.
––¿No hay hombres?
––No.
––Vamos.
Mi amigo se dirigió hacia la puerta del teatro.
––Eh, que no es por ahí ––le dije.
––Vamos a comprar unos bombones. Me los ha pedido.
Entramos en una confitería del pasaje de la Opera.
Yo hubiera querido comprar toda la tienda, y hasta me preguntaba de qué podíamos
llenar la bolsa, cuando mi amigo pidió:
––Una libra de uvas escarchadas.
––¿Sabe usted si le gustan?
––Todo el mundo sabe que sólo come bombones de esos. Ah ––continuó cuando
hubimos salido––, ¿sabe usted a qué clase de mujer voy a presentarlo? No vaya a
figurarse que es una duquesa, es simplemente una entretenida, y de lo más entretenida,
querido amigo; así que no se ande con remilgos y diga todo lo que se le ocurra.
––Bueno, bueno ––balbuceé, y lo seguí, diciéndome que iba a curarme de mi pasión.
Cuando entré en el palco, Marguerite reía a carcajadas.
Yo hubiera querido que estuviera triste.
Mi amigo me presentó. Marguerite me hizo una ligera inclinación de cabeza y dijo:
––¿Y mis bombones?
––Aquí están.
Al cogerlos, me miró. Bajé los ojos y enrojecí.
Se inclinó al oído de su vecina, le dijo unas palabras en voz baja, y ambas rompieron a
reír.
Con toda seguridad era yo la causa de aquella hilaridad; mi confusión aumentó. Por
aquella época tenía yo por amante a una burguesita muy tierna y sentimental, cuyo
sentimiento y melancólicas cartas me hacían reír. Comprendí el daño que debía de
hacerle por el que yo experimentaba, y durante cinco minutos la quise como nadie ha
querido nunca a una mujer.
Marguerite comía las uvas sin preocuparse de mí.
Mi introductor no quiso dejarme en aquella ridícula posición.
––Marguerite ––dijo––, no se extrañe de que el señor Duval no le diga nada, pero es
que lo tiene usted tan turbado, que no acierta a decir una palabra.
––Más bien creo yo que el señor lo ha acompañado aquí porque a usted lo aburría
venir solo.
––Si eso fuera cierto ––dije yo entonces––, no habría rogado a Ernest que le pidiera a
usted permiso para presentarme.
––Quizá no fuera más que un modo de retrasar el momento fatal.
Por poco que uno haya vivido con chicas de la clase de Marguerite, sabe el placer que
les causa dárselas de falsamente ingeniosas y embromar a la gente que ven por primera
vez. Es sin duda un desquite por las humillaciones que a menudo se ven forzadas a
sufrir por parte de los que las ven todos los días.
Así que para responderles hace falta estar un poco habituado a su mundillo, y yo no lo
estaba; además la idea que me había hecho de Marguerite me hacía exagerar sus
bromas. Nada de lo que viniera de aquella mujer me resultaba indiferente. Así que me
levanté, diciéndole con una alteración de voz que me fue imposible de ocultar
completamente:
––Si es eso lo que piensa usted de mí, señora, sólo me resta pedirle perdón por mi
indiscreción y despedirme de usted, asegurándole que no volverá a repetirse.
A continuación saludé y salí.
Apenas hube cerrado la puerta, cuando oí la tercera carcajada. Me hubiera gustado que
alguien me diera un codazo en aquel momento.
Volví a mi butaca.
Avisaron que iba a levantarse el telón.
Ernest volvió a mi lado.
–– ¡Cómo se ha puesto usted ––me dijo al sentarse––. Creen que está usted loco.
––¿Qué ha dicho Marguerite cuando me he ido?
––Se ha reído y me ha asegurado que nunca había visto un tipo tan raro como usted.
Pero no hay que darse por vencido; lo único que tiene que hacer es no tomarse a esas
chicas tan en serio. No saben lo que es la elegancia ni la cortesía; es como echar
perfumes a––––los perros: creen que huelen mal y van a revolcarse en el arroyo.
––Después de todo, ¿a mí qué me importa? ––dije, intentando adoptar un tono
desenvuelto––. No volveré a ver a esa mujer y, si me gustaba antes de conocerla, ha
cambiado mucho la cosa ahora que la conozco.
–– ¡Bah No pierdo la esperanza de verlo un día al fondo de su palco ni de oír decir que
está arruinándose por ella. Además, tiene usted razón: será una maleducada, pero
merece la pena tener una amante tan bonita como ella.
Por suerte se alzó el telón y mi amigo se calló. No podría decirle lo que estaban
representando. Todo lo que recuerdo es que de cuando en cuando levantaba los ojos
hacia el palco que tan bruscamente había abandonado y que rostros de nuevos visitantes
se sucedían allí a cada momento.
Sin embargo me hallaba lejos de haber dejado ––de pensar en Marguerite. Otro
sentimiento estaba apoderándose de mí. Me parecía que tenía que olvidar su insulto y
mi ridículo; me decía que, aunque tuviera que gastar lo que poseía, aquella chica sería
mía y ocuparía por derecho propio el sitio que tan rápidamente había abandonado.
Antes de que terminara el espectáculo, Marguerite y su amiga dejaron el palco.
Sin querer también yo dejé mi butaca.
–– ¿Se va usted? ––me dijo Ernest.
––Sí.
–– ¿Por qué?
En aquel momento se dio cuenta de que el palco estaba vacío.
––Váyase, váyase ––dijo––, y buena suerte, o más bien, mejor suerte.
Salí.
En la escalera oí roces de vestidos y rumor de voces. Me aparté y, sin ser visto, vi
pasar a las dos mujeres y a los dos jóvenes que las acompañaban.
Bajo el peristilo del teatro un botones se presentó ante ellas.
––Ve a decir al cochero que espere a la puerta del Café Inglés ––dijo Marguerite––;
iremos a pie hasta allí.
Unos minutos después, rondando por el bulevar, vi a Marguerite a la ventana de uno de
los grandes reservados del restaurante: apoyada en el alféizar, deshojaba una a una las
camelias de su ramo.
Uno de los dos jóvenes estaba inclinado sobre su hombro y le hablaba en voz baja.
Me fui a la Maison––d'Or , me instalé en los salones del primer piso y no perdí de vista
la ventana en cuestión.
A la una de la mañana Marguerite volvía a subir a su coche con sus tres amigos.
Tomé un cabriolé y la seguí.
El coche se detuvo en la calle de Antin, número 9.
Marguerite se apeó y entró Bola en su casa.
Fue sin duda una casualidad, pero aquella casualidad me hizo muy dichoso.
Desde aquel día me encontré muchas veces con Marguerite en los espectáculos o en
los Campos Elíseos. Ella siempre con la misma alegría, yo siempre con la misma
emoción.
Sin embargo pasaron quince días sin que volviera a verla en ningún sitio. Me encontré
con Gastón, y le pedí noticias de ella.
––La pobre chica está muy enferma ––me respondió.
–– ¿Pues qué tiene?
––Tiene que está tísica y que, como la vida que ha llevado no es la más adecuada para
curarse, está en la cama y se muere.
El corazón es extraño; casi me alegré de aquella enfermedad.
Todos los días iba a preguntar por ––la enferma, aunque sin escribir mi nombre ni
dejar mi tarjeta. Así me enteré de su convalecencia y de su marcha a Bagnéres.
Luego pasó el tiempo; la impresión, si no el recuerdo, pareció borrarse poco a poco de
mi espíritu. Viajé; relaciones, hábitos, trabajos ocuparon el sitio de aquel pensamiento
y, cuando pensaba en aquella primera aventura, no quería ver en ella más que una de
esas pasiones que suele uno tener cuando es muy joven, y de que poco tiempo después
se ríe uno.
Por lo demás no tenía ningún mérito triunfar de aquel recuerdo, pues había perdido de
vista a Marguerite desde su marcha y, como ya le he dicho, cuando pasó a mi lado en el
pasillo del Variétés, no la conocí.
Llevaba un velo, es cierto; pero, por más velos que hubiera llevado dos años antes, no
habría tenido necesidad de verla para reconocerla: la habría adivinado.
Lo que no impidió que mi corazón latiera cuando supe que era ella; y los dos años
pasados sin verla y los resultados que aquella separación hubiera podido ocasionar se
desvanecieron en la misma humareda con el solo rozar de su vestido.
VIII
Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía
estaba enamorado, me sentía más fuerte que entonces, y en mi deseo de volver a
encontrarme con ella había también una voluntad de hacerle ver la superioridad que
sobre ella había conseguido.
¡Con cuántos rodeos se anda el corazón y cuántas razones se da para llegar adonde
quiere!
Así que no pude quedarme mucho tiempo en los pasillos, y volví a mi sitio del patio de
butacas, lanzando una ojeada rápida a la sala, para ver en qué palco estaba ella.
Estaba en un palco proscenio de platea y completamente sola. Había cambiado mucho,
como ya le he dicho, y ya no se veía en su boca aquella su sonrisa indiferente. Había
sufrido, sufría aún.
Aunque ya estábamos en abril, todavía iba vestida como en invierno y toda cubierta de
terciopelo.
La miraba tan obstinadamente, que mi mirada acabó por atraer la suya.
Me observó unos instantes, tomó sus gemelos para verme mejor, y sin duda creyó
reconocerme, sin poder decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar
los gemelos, una sonrisa, ese encantador saludo de las mujeres, erró por sus labios para
responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no respondí, como para adquirir
ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.
Creyó haberse equivocado y volvió la cabeza.
Se alzó el telón.
He visto muchas veces a Marguerite en el teatro, pero nunca la he visto prestar la
menor atención a lo que se representaba.
Por lo que a mí respecta, tampoco me interesaba mucho el espectáculo, y sólo me
ocupaba de ella, pero haciendo todos los esfuerzos que podía para que no se diera
cuenta.
Y así la vi intercambiar miradas con la persona que ocupaba el palco frontero al suyo;
dirigí los ojos hacia aquel palco, y en él reconocí a una mujer con la que había tenido yo
bastante trato.
Aquella mujer era una antigua entretenida, que había intentado entrar en el teatro, que
no lo había conseguido, y que, valiéndose de sus relaciones con las elegantes de París,
se había dedicado al comercio y había puesto una sombrerería de señoras.
Vi en ella un medio de encontrarme con Marguerite, y aproveché un momento en que
miraba hacia mi lado para saludarla con la mano y con los ojos.
Sucedió lo que había previsto: me llamó a su palco.
Prudence Duvernoy ––que tal era el acertado nombre de–– la sombrerera–– era una de
esas mujeres gordas de cuarenta años, con las que no hace falta tener mucha diplomacia
para que lo digan lo que quieres saber, sobre todo cuando lo que quieres saber es tan
sencillo como lo que yo tenía que preguntarle.
Aproveché un momento en que ella volvía a empezar su intercambio de señas con
Marguerite para decirle:
–– ¿A quién está usted mirando de ese modo?
––A Marguerite Gautier.
–– ¿La conoce?
––Sí; soy su sombrerera, y ella es mi vecina.
–– ¿Entonces vive usted en la calle de Antin?
––En el número 7. La ventana de su cuarto de aseo da a la ventana del mío.
––Dicen que es una chica encantadora.
–– ¿No la conoce?
––No, pero me gustaría conocerla.
–– ¿Quiere que le diga que venga a nuestro palco?
––No, prefiero que me presente usted a ella.
–– ¿En su casa?
––Sí.
––Es más dificil
–– ¿Por qué?
––Porque es la protegida de un viejo duque muy celoso.
––Protegida: es encantador.
––Sí, protegida ––prosiguió Prudence––. El pobre viejo se vería muy apurado para ser
su amante.
Prudence me contó entonces cómo Marguerite había conocido al duque en Bagnéres.
–– ¿Por eso está aquí sola? ––––continué.
Justamente.
––Pero ¿quién la acompañará?
––El.
–– ¿Entonces va a venir a recogerla?
––Dentro de un momento.
–– ¿Y a usted quién la acompañará?
––Nadie.
––Me ofrezco.
––Pero creo que está usted con un amigo.
––Entonces nos ofrecemos los dos.
–– ¿Qué amigo es ése?
––Es un muchacho simpático, muy ingenioso, y que estará encantado de conocerla.
––Bueno, de acuerdo; saldremos los cuatro después de esta pieza, pues ya conozco la
última.
––Con mucho gusto; voy a avisar a mi amigo.
––Hala, vaya... ¡Ah! ––me dijo Prudence en el momento en que yo iba a salir––, ahí
tiene al duque, que entra en el palco de Marguerite.
Miré.
En efecto, un hombre de setenta años acababa de sentarse detrás de la joven y le daba
una bolsa de bombones, de la que ella en seguida sacó uno sonriendo, y luego lo alargó
por encima del antepecho de su palco, haciendo a Prudence una seña que podía
traducirse por:
–– ¿Quiere?
––No ––dijo Prudence.
Marguerite recogió la bolsa y, volviéndose, se puso a charlar con el duque.
El relato de todos estos detalles parece una niñería, pero todo cuanto tenía relación con
aquella chica está tan presente en mi memoria, que no puedo dejar de recordarlo hoy.
Bajé para avisar a Gastón de lo que acababa de disponer para él y para mí.
Aceptó.
Dejamos nuestras butacas para subir al palco de la señora Duvernoy.
Apenas habíamos abierto la puerta del patio de butacas, cuando nos vimos obligados a
detenernos para dejar pasar a Marguerite y al duque, que se iban.
Hubiera dado diez años de mi vida por estar en el sitio del buen viejo.
Una vez que llegaron al bulevar, la ayudó a acomodarse en un faetón que conducía él
mismo, y desaparecieron, llevados al trote por dos soberbios caballos.
Entramos en el palco de Prudence.
Cuando hubo terminado la pieza, bajamos y tomamos un simple simón , que nos
condujo hasta la calle de Antin, número 7. A la puerta de su casa Prudence nos invitó a
subir para enseñarnos su tienda, que no conocíamos y de la que ella parecía sentirse
muy orgullosa. Puede usted imaginarse la rapidez con que acepté.
Me parecía que iba acercándome poco a poco a Marguerite. Pronto conseguí que la
conversación recayera sobre ella.
–– ¿Está el viejo duque en casa de su vecina? ––dije a Prudence.
––No; ya estará sola.
––Pero entonces va a aburrirse horriblemente ––dijo Gastón.
––Solemos pasar juntas casi todas las veladas, o, si no, cuando vuelve, me llama.
Nunca se acuesta antes de las dos de la mañana. No puede dormirse más pronto.
–– ¿Por qué?
––Porque está enferma del pecho y casi siempre tiene fiebre.
–– ¿No tiene amantes? ––pregunté.
––Nunca veo que nadie se quede cuando yo me voy; pero no puedo asegurar que no
venga nadie cuando ya me he ido; con frecuencia me encuentro por la noche en su casa
con un tal conde de N..., que cree ganar terreno en sus lances visitándola a las once y
enviándole todas las joyas que quiera; pero ella no puede verlo ni en pintura. Comete un
error, pues es un muchacho muy rico. Por más que le digo de cuando en cuando: « ¡Ese
es el hombre que le conviene, hija mía!», ella, que ordinariamente me hace bastante
caso, me vuelve la espalda y me responde qué es tonto. Estoy de acuerdo en que es
tonto, pero le proporcionaría una posición, mientras que el viejo duque puede morirse
cualquier día. Los ancianos son egoístas; su familia le reprocha sin cesar su afecto por
Marguerite: he ahí dos razones para que no le deje nada. Yo la sermoneo, pero ella
responde que siempre habrá tiempo de tomar al conde a la muerte del duque. No resulta
tan divertido ––continuó Prudence–– vivir como ella vive. Sé que a mí eso no me iría y
que bien pronto enviaría a paseo al buen señor. Es un viejo insípido; la llama hija, la
cuida como a una niña, siempre anda detrás de ella. Estoy segura de que a estas horas
uno de sus criados ronda la calle para ver quién sale, y sobre todo quién entra.
IX
La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada
encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una
mano sobre el corazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa había una palangana
de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre.
Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por
momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía
aliviarla un poco, y le producía durante unos pocos segundos un sentimiento de
bienestar.
Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que
reposaba sobre el canapé.
–– ¿Ah, es usted? ––me dijo con una sonrisa.
Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió:
–– ¿También usted se siente mal?
––No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía?
––No mucho y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus
ojos––; pero ya estoy acostumbrada.
––Está usted matándose, señora ––le dije entonces con voz emocionada––. Me gustaría
ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este
modo.
–– ¡Bah! La verdad es que no vale la pena que se alarme usted ––replicó en un tono un
poco amargo––. Ya ve cómo se ocupan de mí los otros: saben perfectamente que con
esta enfermedad no hay nada que hacer.
Dicho esto, se levantó y, tomando la vela, la puso sobre la chimenea y se miró en el
espejo.
–– ¡Qué pálida estoy ––dijo, abrochándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo
para alisarlo––. ¡Bah! Vamos otra vez a la mesa. ¿Viene?
Pero yo estaba sentado y no me moví.
Comprendió la emoción que me había causado aquella escena, pues se acercó a mí y,
tendiéndome la mano, me dijo:
––Vamos, venga.
Tomé su mano, y la llevé a mis labios, humedeciéndola sin querer con dos lágrimas
largo tiempo contenidas.
–– ¡Pero, bueno, no sea usted niño! ––dijo, volviendo a sentarse a mi lado––. ¡Mira
que ponerse a llorar ¿Qué le pasa?
––Debo de parecerle un necio, pero lo que acabo de ver me ha hecho un daño
espantoso.
––Es usted muy bueno. Pero ¿qué quiere que haga? No puedo dormir, y tengo que
distraerme un poco. Y además, chicas como yo, una más o menos ¿qué importa? Los
médicos me dicen que la sangre que escupo procede de los bronquios; yo hago como
que los creo, es todo lo que puedo hacer por ellos.
––Escuche, Marguerite ––dije entonces expansionándome sin poderme contener––, no
sé la influencia que llegará usted a tener sobre mi vida, pero lo que sé es que en este
momento no hay nadie, ni siquiera mi hermana, que me interese tanto como usted. Y
llevo así desde que la vi. Pues bien, en nombre del cielo, cuídese y no siga viviendo
como ahora.
––Si me cuidara, moriría. Esta vida febril que llevo es lo que me sostiene. Además,
cuidarse está bien para las mujeres de la buena sociedad que tienen familia y amigos;
pero a nosotras, en cuanto dejamos de servir a la vanidad o al placer de nuestros
amantes, nos abandonan, y a los largos días suceden las largas noches. Mire, yo lo sé
muy bien: estuve dos meses en la cama, y al cabo de tres semanas ya nadie venía a
verme.
––Es verdad que yo no soy nada para usted ––repuse––, pero, si usted quisiera, la
cuidaría como un hermano, no la dejaría y la curaría. Y luego, cuando tuviera fuerzas
para ello, podría usted volver a proseguir la vida que ahora lleva, si así le pareciese;
pero estoy seguro de que preferiría usted una existencia tranquila, que la haría más
dichosa y la conservaría bonita.
––Esta noche piensa usted así, porque tiene el vino triste, pero no tendría usted la
paciencia de que presume.
––Permítame decirle, Marguerite, que estuvo usted enferma dos meses y que durante
esos dos meses vine todos los días preguntar por usted.
––Es verdad; pero ¿por qué no subía usted?
––Porque entonces no la conocía.
–– ¿Es que hay que andar con tantas consideraciones con una chica como yo?
––Siempre hay que tenerlas con una mujer; al menos ésa es m opinión.
–– ¿Así que usted me cuidaría?
––Sí.
–– ¿Se quedaría usted todos los días a mi lado?
––Sí.
–– ¿Incluso todas las noches?
––Todo el tiempo que no la aburriera.
–– ¿Cómo llama usted a eso?
––Abnegación.
–– ¿Y de dónde viene esa abnegación?
––De una simpatía irresistible que siento por usted.
–– ¿Así que está usted enamorado de mí? Dígalo en seguida, el mucho más sencillo.
––Es posible; pero, si tengo que decírselo algún día, no será hoy.
––Hará mejor no diciéndomelo nunca.
–– ¿Por qué?
––Porque de esa declaración no pueden resultar más que dos cosas.
–– ¿Cuáles?
––O que yo no lo acepte, y entonces me odiará usted, o que la acepte, y entonces
tendría usted una amante lastimosa; una mujer nerviosa, enferma, triste, o alegre, pero
con una alegría más triste que la misma tristeza; una mujer que escupe sangre y que
gasta cien mil francos al año está bien para un viejo ricachón como el duque, pero es
muy enojosa para un joven como usted, y la prueba es que todos los amantes jóvenes
que he tenido me han abandonado bien pronto.
Yo no respondía nada: escuchaba. Aquella franqueza, que tenía casi algo de confesión,
aquella vida dolorosa entrevista bajo el velo dorado que la cubría, y de cuya realidad
huía la pobre chica refugiándose en el libertinaje, la embriaguez y el insomnio, todo
aquello me impresionó de tal modo, que no encontré ni una palabra.
––Vamos ––continuó Marguerite––, estamos diciendo niñerías. Déme la mano y
volvamos al comedor. Nadie tiene por qué saber el motivo de nuestra ausencia.
––Vuelva usted, si le parece bien, pero yo le pido permiso para quedarme aquí.
–– ¿Por qué?
––Porque su alegría me hace mucho daño.
––Bueno, pues estaré triste.
––Escuche, Marguerite, déjeme decirle una cosa, que sin dude le han dicho muchas
veces, y que de tanto oírla quizá ya no puede usted creer, pero que no por eso es menos
cierta y que no volveré a decirle nunca.
–– ¿Y es...? ––––dijo con esa sonrisa propia de las madres jóvenes cuando van a
escuchar una locura de su hijo.
––Pues que desde que la vi, no sé cómo ni por qué, ha ocupado usted un sitio en mi
vida; que, por más que he intentado arrojar su imagen de mi pensamiento, vuelve una y
otra vez; que hoy, cuando he vuelto a encontrarla, después de haber estado dos años sin
verla, ha adquirido usted sobre mi corazón y mi cabeza un ascendiente aún mayor; y, en
fin, que ahora que me ha recibido, que la conozco, que sé todo lo que de extraño hay en
usted, se me ha hecho indispensable, y me volveré loco no ya si no me ama, pero aun si
no me deja amarla.
––Pero, desgraciado, debería decirle lo que decía la señora D.. «Es entonces usted muy
rico». ¿Pero no sabe usted que gasto seis siete mil francos al mes, y que ese gasto se me
ha hecho imprescindible? ¿No sabe usted, pobre amigo mío, que lo arruinaría en nada y
menos, y que su familia le prohibiría entrar en casa para enseñarle así a vivir con una
criatura como yo? Quiérame mucho; como un buen amigo, pero nada más. Venga a
verme, reiremos, charlaremos, pero no exagere lo que valgo, porque no valgo gran cosa.
Tiene usted buen corazón, necesita ser amado pero es excesivamente joven y sensible
para vivir en nuestro mundo. Búsquese una mujer casada. Ya ve usted que soy buena
chica y que le hablo francamente.
–– ¡Pero, bueno ¿Qué diablos están haciendo aquí? gritó Prudence, a quien no
habíamos oído llegar y que apareció en umbral de la habitación medio despeinada y con
el vestido desabrochado. En aquel desorden reconocí la mano de Gastón.
––Estamos hablando de cosas serias ––dijo Marguerite Déjenos un momento, que
vamos en seguida a reunirnos con ustedes.
––Bueno, bueno, sigan charlando, hijos míos ––dijo Prudence al retirarse, cerrando la
puerta como para reforzar el tono en que había pronunciado las últimas palabras.
––Así pues ––prosiguió Marguerite, cuando nos quedamos solos––, estamos de
acuerdo en que dejará de quererme.
––Me marcharé.
–– ¿Pero tan fuerte le ha dado?
Había ido demasiado lejos para dar marcha atrás, y por otra parte aquella chica me
trastornaba. Aquella mezcla de alegría, tristeza, candor, prostitución, incluso aquella
enfermedad, que en su caso desarrollaba la sensibilidad ante las impresiones como la
irritabilidad de los nervios, todo ello me indicaba que, si desde el principio no adquiría
dominio sobre aquella naturaleza ligera y olvidadiza, la perdería.
–– ¡Vamos, entonces lo dice en serio!
––Muy en serio.
–– ¿Pero por qué no me lo ha dicho antes?
–– ¿Y cuándo se lo habría dicho?
––Pues al día siguiente de aquel en que me fue usted presentado en la Opera Cómica.
––Creo que, si hubiera venido a verla, me habría recibido usted muy mal.
–– ¿Por qué?
––Porque la víspera me porté como un estúpido.
––Eso es verdad. Sin embargo, ya me quería por entonces.
––Sí.
––Lo que no le impidió ir a acostarse y dormir tan tranquilamente después del
espectáculo. Todos sabemos lo que son esos grandes amores.
––Sí, sólo que en eso se equivoca usted. ¿Sabe lo que hice la noche de la Opera
Cómica?
––No.
––La esperé a la puerta del Café Inglés. Seguí el coche que la llevó a usted y a sus tres
amigos y, cuando la vi bajar Bola y entrar en su casa, me sentí muy feliz.
Marguerite se echó a reír.
–– ¿De qué se ríe?
––De nada.
––Dígamelo, se lo suplico, o acabaré por creer que está otra vez burlándose de mí.
–– ¿No se enfadará?
–– ¿Con qué derecho podría enfadarme?
––Bueno, pues tenía una buena razón para entrar sola.
–– ¿Cuál?
––Estaban esperándome aquí.
Si me hubiera dado una puñalada, no me habría hecho tanto! daño. Me levanté y,
tendiéndole la mano:
––Adiós ––le dije.
––Sabía que se enfadaría ––dijo––. Los hombres rabian por enterarse de lo que va a
hacerles sufrir.
––Pues le aseguro ––añadí con un tono frío, como si hubiera querido demostrarle que
estaba curado para siempre de mi pasión––, le aseguro que no estoy enfadado. Es muy
natural que la; esperase alguien, como es muy natural que yo me vaya a las tres de la
mañana.
––¿También a usted está esperándolo alguien en su casa?
––No, pero tengo que irme.
––Adiós, entonces.
––¿Me echa usted?
––De ninguna manera.
–– ¿Por qué me hace sufrir así?
–– ¿Que yo le hago sufrir?
––Me dice que alguien estaba esperándola.
––No he podido dejar de reírme ante la idea de que usted se sintiera tan feliz de verme
entrar sola, cuando había una razón tan buena para ello.
––Muchas veces le entra a uno alegría por una niñería, y no está bien destruir esa
alegría, cuando, dejándola subsistir, se puede hacer más feliz aún al que la encuentra.
–– ¿Pero con quién cree que está tratando? Yo no soy una virgen ni una duquesa. No
lo conozco más que de hoy y no tengo por qué! darle cuenta de mis actos. Y aun
admitiendo que un día llegara a ser su amante, ha de saber que he tenido otros amantes
antes que usted. Si ya ahora empieza haciéndome escenas de celos, ¡qué será después, si
ese después existe alguna vez! No he visto nunca un hombre como usted.
––Es que nadie la ha querido nunca como yo.
––Vamos a ver, francamente, ¿tanto me quiere usted?
––Creo que todo lo que es posible querer.
–– ¿Y desde cuándo dura eso...?
––Desde un día en que la vi bajar de una calesa y entrar en Susse, hace tres años.
–– ¿Sabe que eso es muy hermoso? Bueno, ¿y qué tengo que hacer para corresponder a
tan gran amor?
––Quererme un poco ––dije, mientras los latidos de mi corazón casi me impedían
hablar; pues, pese a las sonrisas medio burlonas con que había acompañado toda aquella
conversación, me parecía que Marguerite empezaba a compartir mi turbación y que me
acercaba a la hora esperada desde hacía tanto tiempo.
––Bueno, ¿y el duque?
––¿Qué duque?
––Mi viejo celoso.
––No se enterará de nada.
–– ¿Y si se entera?
––La perdonará.
–– ¡Ah, eso sí que no. Me abandonará, ¿y qué será de mí?
––Ya está arriesgándose usted a ese abandono por otro.
–– ¿Cómo lo sabe usted?
––Por el aviso que ha dado de que esta noche no dejen entrar a nadie.
––Es cierto; pero ése es un amigo serio.
––Que a usted no le importa mucho, puesto que le prohíbe la entrada a tales horas.
––No es usted precisamente quien debiera reprochármelo, puesto que ha sido para
recibirlo a usted y a su amigo.
Poco a poco había ido acercándome a Marguerite, había pasado mis manos en torno a
su cintura y sentía su cuerpo flexible apoyarse ligeramente en mis manos entrelazadas.
–– ¡Si supiera cuánto la quiero! ––le dije en voz muy baja.
–– ¿De veras?
––Se lo juro.
––Bueno, pues, si me promete no hacer más que mi voluntad sin decir una palabra, sin
hacerme una observación, sin preguntarme nada, tal vez pueda llegar a amarlo.
–– ¡Todo lo que quiera!
––Pero le advierto que quiero ser libre de hacer lo que me parezca, sin tener que darle
la menor explicación sobre mi vida. Hace tiempo que busco un amante joven, sin
voluntad, enamorado sin desconfianza, amado sin derechos. Nunca he podido encontrar
uno. Los hombres, en vez de estar satisfechos de que se les conceda durante mucho
tiempo lo que apenas hubieran, esperado obtener una vez, piden cuentas a su amante del
pasado, del presente y hasta del futuro. A medida que se acostumbran a ella, quieren
dominarla, y, cuanto más se les da todo lo que quieren, tanto más exigentes van
haciéndose. Si ahora me decido a tomar un nuevo amante, quiero que tenga tres
cualidades poco frecuentes: que sea confiado, sumiso y discreto.
––Bueno, pues yo seré todo lo que usted quiera.
––Ya lo veremos.
–– ¿Y cuándo lo veremos?
––Más tarde.
–– ¿Por qué?
––Porque ––––dijo Marguerite, liberándose de mis brazos y tomando de un gran ramo
de camelias rojas comprado por la mañana una camelia que colocó en mi ojal––, porque
no siempre se pueden cumplir los tratados el mismo día en que se firman.
Era fácilmente comprensible.
–– ¿Y cuándo volveré a verla? ––dije, tomándola entre mis brazos.
––Cuando esta camelia cambie de color.
–– ¿Y cuándo cambiará de color?
––Mañana, de once a doce de la noche. ¿Está usted contento?
–– ¿Y usted me lo pregunta?
––De esto, ni una palabra a su amigo, ni a Prudence, ni a nadie.
–– Se lo prometo.
––Ahora béseme, y volvamos al comedor.
Me ofreció sus labios, alisó de nuevo sus cabellos, y salimos de aquella habitación, ella
cantando, yo medio loco.
En el salón se detuvo y me dijo en voz muy baja:
––Quizá le parezca raro que me haya mostrado tan dispuesta a aceptarlo así, en
seguida. ¿Sabe a qué se debe? Se debe ––continuó, tomándome una mano y colocándola
contra su corazón, cuyas palpitaciones violentas y repetidas yo sentía––, se debe a que,
ante la perspectiva de vivir menos que los demás, me he propuesto vivir más de prisa.
––No vuelva a hablarme de ese modo, se lo suplico.
–– ¡Oh, consuélese ––prosiguió, riendo––. Por poco que viva, viviré más tiempo del
que usted me quiera.
Y entró cantando en el comedor.
––¿Dónde está Nanine? ––dijo al ver a Gastón y a Prudence solos.
––Se ha ido a dormir a la habitación de usted, esperando que usted se acueste ––
respondió Prudence.
–– ¡Pobre infeliz! ¡Estoy matándola Vamos, señores, retírense, ya es hora.
Diez minutos después Gastón y yo salimos. Marguerite me estrechó la mano
diciéndome adiós y se quedó con Prudence.
––Bueno ––me preguntó Gastón, cuando estuvimos fuera––, ¿qué me dice de
Marguerite?
––Es un ángel, y estoy loco por ella.
––Me lo imaginaba. ¿Se lo ha dicho?
––Sí.
–– ¿Y le ha prometido hacerle caso?
––No.
––No es como Prudence.
–– ¿Ella sí que se lo ha prometido?
–– ¡Ha hecho algo más, amigo mío! ¡Aunque no lo parezca, hay que ver lo buena que
está todavía esa gorda de Duvernoy!
XI
XII
A las cinco de la mañana, cuando el día empezaba a despuntar a través de las cortinas,
Marguerite me dijo:
––Perdona que te eche, pero es preciso. El duque viene todas las mañanas; van a
decirle que estoy durmiendo, cuando llegue, y quizá esperará a que me despierte.
Tomé entre mis manos la cabeza de Marguerite, cuyos cabellos sueltos se esparcían a
su alrededor, y le di un último beso diciéndole:
–– ¿Cuándo volveré a verte?
––Escucha ––repuso––, coge esa llavecita dorada que hay en la chimenea, ve a abrir
esa puerta, vuelve a traer la llave aquí y vete. Durante el día recibirás una carta y mis
instrucciones, pues ya sabes que tienes que obedecerme ciegamente.
––Sí, y si lo pidiera ya algo?
–– ¿Qué?
––Que me dejases esta llave.
––Nunca he hecho por nadie lo que me pides.
––Bueno, pues hazlo por mí, pues lo juro que tampoco los demás lo han querido como
yo.
––Bueno, pues quédate con ella; pero te advierto que sólo de mí depende que esa llave
no te sirva para nada.
–– ¿Por qué?
––Porque la puerta tiene cerrojos por dentro.
–– ¡Mala!
––Mandaré que los quiten.
––Entonces ¿me quieres un poco?
––No sé cómo explicarlo, pero me parece que sí. Ahora vete; me caigo de sueño.
Todavía nos quedamos durante unos segundos el uno en brazos del otro, y me fui.
Las calles estaban desiertas, la gran ciudad dormía aún, una suave brisa corría por
aquellos barrios que el ruido de los hombres iba a invadir unas horas más tarde.
Me pareció que aquella ciudad dormida era mía; busqué en mi memoria los nombres
de aquellos cuya felicidad había envidiado hasta entonces, y no recordaba a nadie que
no me pareciera menos feliz que yo.
Ser amado por una joven casta, ser el primero en revelarle ese extraño misterio del
amor ciertamente es una gran felicidad, pero es la cosa más sencilla del mundo.
Apoderarse de un corazón que no está acostumbrado a los ataques es entrar en una
ciudad abierta y sin guarnición. La educación, el sentido del deber y la familia son muy
buenos centinelas, pero no hay centinela tan vigilante que no pueda ser burlado por una
muchachita de dieciséis años, cuando la naturaleza, por medio de la voz del hombre que
ella ama, le da esos primeros consejos de amor, tanto más ardientes cuanto más puros
parecen.
Cuanto más cree la joven en el bien, más fácilmente se abandona, si no al amante, sí al
amor, pues, como no desconfía, está desprovista de fuerza, y conseguir ser amado por
ella es un triunfo que cualquier hombre de veinticinco años podrá permitirse cuando
quiera. Y es tan cierto, que mire si no cómo rodean a estas jóvenes de vigilancia y
baluartes. No tienen los conventos muros lo suficientemente altos, ni las madres
cerraduras lo suficientemente seguras, ni la religión deberes lo suficientemente asiduos
para mantener a todos esos encantadores pajarillos encerrados en su jaula, en la que ni
se toman la molestia de echar flores. De ese modo, ¡cómo no van a desear ese mundo
que se les oculta, cómo no van a creerlo tentador, cómo no van a escuchar la primera
voz que a través de los barrotes les cuenta los secretos y a bendecir la primera mano que
levanta una puma del velo misterioso!
Pero ser amado realmente por una cortesana es una victoria mucho más difícil. En ellas
el cuerpo ha gastado el alma, los sentidos han quemado el corazón, el desenfreno ha
acorazado los sentimientos. Las palabras que se les dicen ya hace mucho tiempo que se
las saben, los medios que se emplean con ellas los conocen de sobra, y hasta el amor
que inspiran lo han vendido. Aman por oficio y no por atracción. Están mejor
custodiadas por sus cálculos que una virgen por su madre y su convento. Y así han
inventado la palabra capricho para esos amores no comerciales que de cuando en
cuando se permiten como descanso, como excusa o como consuelo, de modo semejante
a esos usureros que, tras explotar a mil individuos, creen redimirse prestando un día
veinte francos a un pobre hombre cualquiera que se está muriendo de hambre, sin
exigirle intereses ni pedirle recibo.
Y luego, cuando Dios permite el amor a una cortesana, ese amor, que parece en
principio un perdón, casi siempre acaba convirtiéndose para ella en un castigo. No hay
absolución sin penitencia. Cuando una criatura que tiene todo un pasado que
reprocharse se siente de pronto presa de un amor profundo, sincero, irresistible, del que
nunca se creyó capaz; cuando ha confesado ese amor, ¡cómo la domina el hombre al que
así ama! ¡Cuán fuerte se siente él teniendo el cruel derecho de decirle: «Ya no puedes
hacer por amor nada que no hayas hecho por dinero»!
Entonces no saben qué pruebas dar. Cuenta la fábula que un niño, después de haberse
divertido mucho tiempo en un campo gritando: « ¡Socorro!» para importunar a los
trabajadores, un buen día fue devorado por un oso, porque aquellos a quienes había
engañado con tanta frecuencia no creyeron aquella vez en los gritos verdaderos que
lanzaba. Lo mismo ocurre con esas pobres chicas, cuando aman de verdad. Han mentido
tantas veces, que nadie quiere creerlas, y en medio de sus remordimientos se ven
devoradas por su propio amor.
De ahí esas grandes abnegaciones, esos austeros retiros de los que algunas han dado
ejemplo.
Pero, cuando el hombre que inspira ese amor redentor tiene el alma lo suficientemente
generosa para aceptarla sin acordarse del pasado, cuando se abandona a él, cuando ama
en fin como es amado, ese hombre agota de golpe todas las emociones terrenales, y
después de ese amor su corazón se cerrará a cualquier otro.
Estas reflexiones no se me ocurrieron la mañana en que volvía a mi casa. Entonces no
hubieran podido ser más que el presentimiento de lo que iba a sucederme y, a pesar de
mi amor por Marguerite, no vislumbraba yo semejantes consecuencias; se me ocurren
hoy. Ahora que todo ha terminado irrevocablemente, se desprenden espontáneamente de
lo que sucedió.
Pero volvamos al primer día de aquella relación. A la vuelta, yo estaba loco de alegría.
Al pensar que las barreras que mi imaginación había alzado entre Marguerite y yo
habían desaparecido, que la poseía, que ocupaba un lugar en su pensamiento, que tenía
en el bolsillo la llave de su piso y el derecho de servirme de ella, estaba contento de la
vida, orgulloso de mí mismo, y amaba a Dios por permitir todo aquello.
Un día un joven pasa por una calle, se cruza con una mujer, la mira, se vuelve, sigue
adelante. Aquella mujer, que él no conoce, tiene placeres, penas, amores, en los que él
no tiene nada que ver. Tampoco él existe para ella, y hasta es posible que, si le dijera
algo, se burlase de él como Marguerite lo había hecho de mí. Pasan las semanas, los
meses, los años y, de pronto, cuando cada uno ha seguido su destino en un orden
diferente, la lógica del azar vuelve a ponerlos al uno frente al otro. Aquella mujer se
convierte en amante de aquel hombre y lo ama. ¿Cómo? ¿Por qué? Sus dos existencias
ya forman una sola; apenas se establece la intimidad, les parece que ha existido siempre,
y todo lo que precedió se borra de la memoria de los dos amantes. Confesemos que es
curioso.
De mí sé decir que ya no recordaba cómo había vivido hasta la víspera. Todo mi ser se
exaltaba de alegría al recuerdo de las palabras intercambiadas durante aquella primera
noche. O Marguerite era muy hábil para engañar, o sentía por mí una de esas pasiones
súbitas que se revelan desde el primer beso, y que a veces mueren también como han
nacido.
Cuanto más pensaba en ello, más me decía que Marguerite no tenía ninguna razón para
fingir un amor que no hubiera sentido, y me decía también que las mujeres tienen dos
formas de amar, que pueden proceder una de otra: aman con el corazón o con los
sentidos. Muchas veces una mujer toma un amante, obedeciendo solamente a la
voluntad de los sentidos, y, sin habérselo esperado, descubre el misterio del amor
inmaterial y no vive más que para su corazón; otras veces una joven que sólo busca en
el matrimonio la unión de dos afectos puros recibe la súbita revelación del amor físico,
esa enérgica conclusión de las más castas impresiones del alma.
Me dormí en medio de aquellos pensamientos. Me despertó una carta de Marguerite,
que contenía estas palabras:
Guardé la nota en un cajón, con el fin de tener siempre la realidad a mano en caso de
que me entraran Judas, como me sucedía por momentos.
Como no me decía nada de que fuera a verla durante el día, no me atrevía a
presentarme en su casa; pero tenía tantas ganas de encontrarme con ella antes de la
noche, que fui a los Campos Elíseos, donde, como el día anterior, la vi pasar y volver.
A las siete ya estaba yo en el Vaudeville.
Nunca había entrado tan pronto en un teatro.
Todos los palcos fueron llenándose uno tras otro. Sólo uno quedaba vacío: el proscenio
de platea.
Al empezar el tercer acto oí abrir la puerta de aquel palco, del que no quitaba ojo, y
apareció Marguerite.
Pasó en seguida a la parte delantera del palco, buscó por el patio de butacas, me vio y
me dio las gracias con la mirada.
Estaba maravillosamente hermosa aquella noche.
¿Era yo la causa de aquella coquetería? ¿Me quería lo suficiente para creer que cuanto
más hermosa me pareciera más feliz sería? Aún no lo sabía; pero, si tal había sido su
intención, lo había conseguido, pues, cuando apareció, las cabezas ondularon unas hacia
otras, y hasta el actor que se hallaba en escena en aquel momento miró a la que turbaba
de aquel modo a los espectadores con su sola aparición.
Y yo tenía la llave del piso de aquella mujer, y dentro de tres o cuatro horas iba a ser
mía otra vez.
Se vitupera a los que se arruinan por actrices y entretenidas; lo sorprendente es que no
hagan por ellas veinte veces más de locuras. Hay que haber vivido, como yo, esa vida,
para saber cómo las pequeñas vanidades de cada día que proporcionan a su amante van
soldando fuertemente en el corazón ––pues no tenemos otra palabra–– el amor que uno
siente por––ella.
Prudence se acomodó luego en el palco, y un hombre, en quien reconocí al conde de
G..., se sentó al fondo.
Al verlo, un escalofrío me traspasó el corazón.
Sin duda Marguerite se dio cuenta de la impresión que me había producido la
presencia de aquel hombre en su palco, pues me sonrió de nuevo y, dando la espalda al
conde, pareció seguir la obra con mucha atención. En el tercer entreacto se volvió, dijo
dos palabras, el conde abandonó el palco, y Marguerite me hizo una seña para que fuera
a verla.
––Buenas noches ––me dijo cuando entré, tendiéndome la mano.
––Buenas noches ––respondí, dirigiéndome a Marguerite y a Prudence.
––Siéntese.
––No quisiera quitar el sitio a nadie. ¿No va a volver el señor conde de G...?
––Sí; lo he mandado a comprar bombones para que pudiéramos charlar solos un
instante. La señora Duvernoy está en el secreto.
––Sí, hijos ––dijo ésta––; pero no os preocupéis, que no diré nada.
–– ¿Qué le pasa esta noche? ––dijo Marguerite, levantándose y yendo hasta la sombra
del palco para besarme en la frente.
––No me siento muy bien.
Entonces será mejor que vaya a acostarse ––repuso con aquel aire irónico que tan bien
le iba a su rostro delicado y ocurrente.
–– ¿Adónde?
––A su casa.
––Bien sabe usted que allí no podría dormir.
––Entonces no venga aquí arrugándonos el morrito porque ha visto un hombre en mi
palco.
––No era por eso.
––Claro que sí, bien sé yo lo que me digo; y usted está equivocado, así que no
hablemos más de esto. Vaya después del espectáculo a casa de Prudence, y quédese allí
hasta que yo lo llame. ¿Entendido?
––Sí.
¿Acaso podía desobedecer?
–– ¿Sigue queriéndome? ––prosiguió.
–– ¡Y usted me lo pregunta!
–– ¿Ha pensado en mí?
––Todo el día.
–– ¿Sabe una coca? Decididamente, me temo que voy a enamorarme de usted.
Pregúnteselo si no a Prudence.
–– ¡Ah! ––respondió la gorda––. ¡Menudo latazo
––Ahora vuelva a su butaca; el conde va a regresar, y es mejor que no lo encuentre
aquí.
–– ¿Por qué?
––Porque le resulta a usted desagradable verlo.
––No; sólo que, si usted me hubiera dicho que deseaba venir esta noche al Vaudeville,
yo habría podido enviarle este palco tan bien como él.
––Por desgracia, me lo llevó sin que yo se lo pidiera, y se ofreció para acompañarme.
Sabe usted muy bien que no podía negarme. Todo lo que podía hacer era escribirle
dónde iba, para que usted me viese y para tener yo también el placer de volver a verlo
antes; pero, ya que me lo agradece así, tendré en cuenta la lección.
––Me he equivocado, perdóneme.
––Enhorabuena; ahora, sea bueno y vuélvase a su sitio, y sobre todo no se me ponga
celoso.
Me besó otra vez y salí.
En el pasillo me encontré con el conde, que ya volvía.
Torné a mi butaca.
Después de todo, la presencia del señor de G... en el palco de Marguerite era la cosa
más normal. Había sido su amante, le llevaba un palco, la acompañaba al espectáculo:
todo era muy natural, y desde el momento en que yo tenía por amante a una chica como
Marguerite no me quedaba más remedio que aceptar sus costumbres.
No por eso dejé de sentirme menos desdichado el resto de la velada, y al irme me
encontraba muy triste, después de haber visto Prudence, al conde y a Marguerite subir a
la calesa que los esperaba a la puerta.
Y, sin embargo, un cuarto de hora después ya estaba yo en casa de Prudence. Ella
acababa de entrar.
XIII
Ha llegado usted casi tan de prisa como nosotros ––me dijo Prudence.
–Sí ––respondí maquinalmente––. ¿Dónde está Marguerite?
––En su casa.
–– ¿Sola?
––Con el señor de G...
Me paseaba a grandes pasos por el salón.
––Pero bueno, ¿qué le pasa?
–– ¿Cree usted que me parece divertido esperar aquí a que el señor de G... salga de
casa de Marguerite?
––Tampoco usted es muy razonable que digamos. Comprenda que Marguerite no
puede echar al conde a la calle. El señor de G... ha estado mucho tiempo con ella,
siempre le ha dado mucho dinero, y todavía se lo da. Marguerite gasta más de cien mil
francos al año; time muchas deudas. El duque le envía lo que le pide, pero no siempre se
atreve a pedirle todo lo que necesita. No puede romper con el conde, que le proporciona
diez mil francos al año por lo menos. Marguerite le time a usted mucho cariño, querido
amigo, pero, mirando el interés de ambos, su relación con ella no debe llegar a nada
serio. Con sus siete a ocho mil francos de renta no podría usted mantener el lujo de una
chica así; no bastarían ni para el cuidado de su coche. Tome a Marguerite como es: una
buena chica ingeniosa y bonita; sea su amante un mes, dos meses; cómprele flores,
bombones y palcos; pero no se meta otra cosa en la cabeza y no le haga escenas
ridículas de celos. Sabe muy bien con quién está tratando: Marguerite no es
precisamente una virtud. Usted le gusta, usted la aprecia, no se preocupe de lo demás.
¡Me encanta viéndolo hacerse el susceptible ¡Time la amante más apetecible de París, lo
recibe en un piso magnífico. está forrada de diamantes, no le costará un céntimo si
quiere, y todavía no está contento! ¡Pide usted demasiado, qué demonios!
––Tiene razón, pero es más fuerte que yo; la idea de que ese hombre es su amante me
hace un daño horrible.
En primer lugar ––repuso Prudence––, ¿es aún su amante? Es un hombre al que
necesita, eso es todo. Lleva dos días cerrándole la puerta; pero ha venido esta mañana, y
ella no ha tenido más remedio que aceptar su palco y dejarse acompañar. La trae hasta
aquí, sube un momento a su casa y no se queda, puesto que usted espera aquí. Me
parece que todo esto es muy natural, Por otra parte, al duque lo tolera, ¿no?
––Sí, pero es un anciano y estoy seguro de que Marguerite no es su amante. Además
muchas veces uno puede llegar a tolerar una relación y no tolerar dos. Esa facilidad se
parece mucho a un cálculo, y el hombre que consiente en ella, incluso por amor, se
acerca a los que, en una escala más baja, hacen de ese consentimiento oficio, y de ese
oficio dinero.
–– ¡Pero, hombre, qué atrasado está usted! ¡A cuántos he visto yo, y de los más nobles,
más elegantes y más ricos, hacer lo que le aconsejo a usted, y eso sin esfuerzos, sin
vergüenza, sin remordimiento! ¡Pero si esto es algo que se ve todos los días! ¿Qué
quiere que hagan las entretenidas de París para mantener el tren de vida que llevan, si no
tuvieran tres o cuatro amantes a la vez? No hay fortuna, por considerable que sea, capaz
de sufragar por sí sola los gastos de una mujer como Marguerite. Una fortuna de
quinientos mil francos de renta es en Francia una fortuna enorme; pues bien, querido
amigo, quinientos mil francos de renta no bastarían para cubrir gastos, y vea por qué: un
hombre con tales ingresos tiene también una casa montada, caballos, criados, coches,
cacerías, amigos; generalmente está casado, tiene hijos, toma parte en las carreras,
juega, viaja, ¡qué sé yo! Todas esas costumbres están arraigadas de tal manera, que es
imposible prescindir de ellas sin pasar por estar arruinado y sin armar un escándalo. En
resumidas cuentas, con quinientos mil francos anuales no se pueden dar a una mujer
más de cuarenta o cincuenta mil francos al año, y no es poco. Pues bien, otros amores
tendrán que completar el gasto anual de esa mujer. En el caso de Marguerite resulta aún
más cómodo: por un milagro del cielo ha caído sobre un viejo rico con diez millones, y
encima su mujer y su hija han muerto, no tiene más que sobrinos también ricos, y le da
todo lo que quiere sin pedirle nada a cambio; pero ella no puede pedirle más de setenta
mil francos al año, y estoy segura de que, si le pidiera más, a pesar de su fortuna y del
afecto que siente por ella, se lo negaría. Todos esos jóvenes que tienen veinte o treinta
mil libras de renta en París, es decir, que apenas si les da para vivir en el mundo que
frecuentan, cuando son amantes de una mujer como Marguerite, saben perfectamente
que con lo que le dan ni siquiera podría pagar el piso y los criados. No le dicen que lo
saben, hacen como si no vieran nada, y cuando se hartan se van. Si tienen la vanidad de
correr con todos los gastos, se arruinan tontamente y van a buscar la muerte a Africa
después de haber dejado cien mil francos de deudas en París. ¿Cree usted que esa mujer
se lo agradece? De ninguna manera. Por el contrario, dirá que ha sacrificado su posición
y que, mientras andaba con ellos, estaba perdiendo dinero. ¡Ah!, le parecen vergonzosos
estos detalles, ¿eh? Pues es la pura verdad. Es usted un muchacho encantador y lo
estimo de todo corazón; pero llevo veinte años viviendo con entretenidas, sé lo que son
y lo que valen, y no quisiera ver que se toma en serio el capricho que una chica bonita
ha tenido por usted. Aparte de esto ––continuó Prudence––, admitamos que Marguerite
lo quiere a usted lo suficiente para renunciar al conde y al duque, en caso de que éste se
diera cuenta de sus relaciones y le planteara el dilema de elegir entre usted y él: es
incontestable que el sacrificio que haría por usted sería enorme. ¿Y podría usted hacer
por ella un sacrificio igual? Cuando llegase la saciedad, cuando estuviese al fin cansado
de ella, ¿qué haría para resarcirla de todo lo que le hizo perder? Nada. La habría aislado
del mundo en que se hallaban su fortuna y su porvenir, ella le habría dado sus mejores
años y sería olvidada. O sería usted un hombre ordinario, y entonces, echándole en cara
su pasado, le diría que al dejarla no hacía más que obrar como sus otros amantes, y la
abandonaría a una miseria segura; o sería usted un hombre honrado y, creyéndose
obligado a seguir a su lado, se entregaría usted mismo a una desgracia inevitable, pues
una relación así, excusable en un joven, ya no lo es en un hombre maduro. Se convierte
en un obstáculo para todo, no permite tener familia ni ambición, esos segundos y
últimos amores del hombre. Así pues, amigo mío, créame, acepte las cosas en lo que
valen y a las mujeres como son, y no conceda a una entretenida el derecho de llamarse
su acreedora, de cualquier modo que sea.
No estaba aquello mal razonado, y tenía una lógica de que no hubiera creído capaz a
Prudence. No hallaba nada que responderle ¡ sino que tenía razón; le di la mano y le
agradecí sus consejos.
––Vamos, vamos ––me dijo––, olvide esas perniciosas teorías y ríase; la vida es
encantadora, amigo mío, todo depende del cristal con que se la mira. Mire, hable con su
amigo Gastón: ahí tiene alguien que me da la impresión de que entiende el amor como
la entiendo yo. De lo que tiene usted que convencerse, y sin eso se convertirá usted en
un muchacho insípido, es que aquí al lado hay una chica guapa que espera con
impaciencia que el hombre que está en su casa se vaya, que piensa en usted, que le
reserva la noche y que lo quiere, estoy segura. Ahora venga conmigo a asomarse a la
ventana, y veremos salir al conde, que no tardará en dejarnos el sitio libre.
Prudence abrió una ventana, y nos acodamos sobre el alféizar el uno al lado del otro.
Ella miraba a los escasos transeúntes; yo soñaba.
Todo lo que me había dicho me zumbaba en la cabeza, y no podía dejar de convenir en
que tenía razón; pero el amor real que yo sentía por Marguerite tenía dificultad para
avenirse con aquella razón. Y así, de cuando en cuando lanzaba yo unos suspiros que
hacían volverse a Prudence y le hacían encogerse de hombros, como un médico que
desespera de curar a un enfermo.
« ¡Qué pronto se da uno cuenta de lo corta que debe ser la vida ––me decía a mí
mismo––, a juzgar por la rapidez de las sensaciones! Sólo hace dos días que conozco a
Marguerite, sólo desde ayer es mi amante, y ya ha invadido de tal modo mi
pensamiento, mi corazón y mi vida, que la visita de ese conde de G... supone una
desgracia para mí.»
Al fin el conde salió, subió a su coche y desapareció. Prudence cerró la ventana.
En aquel mismo instante Marguerite nos llamaba.
––Vengan de prisa, están poniendo la mesa ––decía––; vamos a cenar.
Cuando entré en su casa, Marguerite corrió hacia mí, me saltó al cuello y me besó con
todas sus fuerzas.
–– ¿Qué, todavía seguimos de mal humor? ––me dijo.
––No, se acabó ––respondió Prudence––; he estado echándole un sermón, y ha
prometido ser bueno.
–– ¡Enhorabuena!
No pude evitar echar una ojeada a la cama: no estaba deshecha. Marguerite ya estaba
en peinador blanco.
Nos pusimos a la mesa.
Encanto, dulzura, expansión, Marguerite lo tenía todo, y de cuando en cuando me veía
obligado a reconocer que no tenía derecho a pedirle nada más; que muchos se sentirían
felices en mi lugar, y que, como el pastor de Virgilio, no tenía más que gozar de los
placeres que un dios o, por mejor decir, una diosa me concedía.
Intenté poner en práctica las teorías de Prudence y mostrarme tan alegre como mis dos
compañeras, pero lo que en ellas era natural en mí resultaba forzado, y mi risa nerviosa,
aunque las engañase a ellas, estaba muy cerca de las lágrimas.
Al fin terminó la cena y me quedé solo con Marguerite. Fue a sentarse en la alfombra
ante el fuego, como tenía por costumbre, y se puso a mirar con aire triste la llama del
hogar.
¡Pensaba! ¿En qué? Lo ignoro; yo la miraba con amor y casi con terror, al considerar
lo que estaba dispuesto a sufrir por ella.
–– ¿Sabes en qué estaba pensando?
––No.
––En un proyecto que se me ha ocurrido.
–– ¿Y cuál es ese proyecto?
––Aún no puedo decírtelo, pero puedo decirte su resultado. Y e resultado será que
dentro de un mes seré libre, no deberé nada nadie, y nos iremos a pasar juntos el verano
en el campo.
–– ¿Y no puede decirme de qué medios se valdrá?
––No, lo único que hace falta es que me quieras como yo te quiero, y todo saldrá bien.
–– ¿Y ha encontrado usted sola ese proyecto?
––Sí.
–– ¿Y lo llevará a cabo sola?
––Yo correré con las preocupaciones ––me dijo Marguerite con una sonrisa que no
olvidaré jamás––, pero los dos compartiremos: los beneficios.
Al oír la palabra beneficios, no pude dejar de enrojecer recordaba a Manon Lescaut
comiéndose con Des Grieux el dinero: del señor de B ...
Respondí en un tono un tanto duro al tiempo que me levantaba:
––Permítame, querida Marguerite, que no comparta más beneficios que los que
produzcan las empresas que idee y exploto yo mismo.
–– ¿Qué significa eso?
––Significa que tengo muchas sospechas de que el señor conde de G... esté asociado
con usted en este feliz proyecto, del que no acepto las cargas ni los beneficios.
––Es usted un niño. Creía que me quería, pero me he equivocado; está bien.
Y al mismo tiempo se levantó, abrió el piano y se puso otra vez a tocar la Invitación al
vals, hasta llegar al famoso pasaje en tono mayor que la hacía detenerse siempre.
¿Fue por costumbre o para recordarme el día en que nos conocimos? Lo único que sé
es que con aquella melodía se reavivaron los recuerdos y, acercándome a ella, tomé su
cabeza entre mis manos y la besé.
–– ¿Me perdona? ––le dije.
––Ya lo ve ––me respondió––; pero observe que no estamos más que en el segundo día
y ya tengo algo que perdonarle. Mal cumple usted sus promesas de obediencia ciega.
––Qué quiere usted, Marguerite, la amo demasiado y tengo celos hasta del menor de
sus pensamientos. Lo que me ha propuesto hace un momento me volverá loco de
alegría, pero el misterio que precede a la ejecución de ese plan me oprime el corazón.
––Vamos a ver si razonamos un poco ––prosiguió, cogiéndome las dos manos y
mirándome con una sonrisa encantadora, a la que me era imposible resistir––; usted me
quiere, ¿verdad?, y sería feliz si pudiera pasar en el campo tres o cuatro meses a solas
conmigo; también yo sería feliz en esa soledad compartida por los dos, y no sólo sería
feliz, sino que lo necesito para mi salud. No puedo irme de París tanto tiempo sin poner
en orden mis asuntos, y los asuntos de una mujer como yo siempre están muy
embrollados; bueno, pues he encontrado el medio de compaginarlo todo, mis asuntos y
mi amor por usted, sí, por usted, no se ría, ¡me ha dado la locura de quererlo!, y, mire
usted por dónde, viene dándose aires solemnes y diciéndome palabras altisonantes.
Niño, más que niño, acuérdese sólo de que lo quiero y no se preocupe de nada. Vamos a
ver, ¿en qué quedamos?
––Quedamos en todo lo que quiera, bien lo sabe usted.
––Entonces, antes de un mes, estaremos en algún pueblecito, paseándonos a la orilla
del agua y bebiendo leche. Quizá le parezca extraño que yo, Marguerite Gautier, hable
así; se debe, amigo mío, a que, cuando esta vida de París, que tan feliz parece hacerme,
no me abrasa, me aburre, y entonces siento súbitas aspiraciones hacia una existencia
más tranquila que me recuerde mi infancia. Todos hemos tenido una infancia, seamos
ahora lo que seamos. ¡Oh! tranquilícese, no voy a decirle que soy hija de un coronel
retirado y que fui educada en Saint-Denis !Soy una pobre campesina, y hace seis años
aún no sabía escribir mi nombre. Ya está usted tranquilo, ¿no? ¿Por qué me he dirigido
a usted antes que a nadie para, compartir la alegría del deseo que me ha entrado? Sin
duda porque he comprendido que me quiere por mí y no por usted, mientras que los
demás nunca me han querido más que por sí mismos. He. estado muchas veces en el
campo, pero nunca como hubiera querido ir. Cuento con usted para esta sencilla
felicidad, así que no' sea malo y concédamela. Piense lo siguiente: « No llegará a vieja,
y un día me arrepentiré de no haber hecho por ella lo primero que me pidió, con lo fácil
de hacer que era.»
¿Qué responder a semejantes palabras, sobre todo con el recuerdo de una primera
noche de amor y en espera de la segunda?
Una hora después tenía a Marguerite entre mis brazos, y, si me! hubiera pedido que
cometiera un crimen, la hubiera obedecido.
A las seis de la mañana me marché; y antes de marcharme le dije:
–– ¿Hasta esta noche?
Me besó más fuerte, pero no me respondió.
Durante el día recibí una carta que contenía estas palabras:
«Querido mío: Estoy algo indispuesta, y el médico me, ordena reposo. Esta noche me
acostaré pronto y no lo veré a usted. Pero, en recompensa, lo espero mañana a mediodía.
Lo quiero.»
XIV
Al llegar a casa, me puse a llorar como un niño. No hay hombre que no haya sido
engañado al menos una vez y que no sepa lo que se sufre.
Bajo el peso de las resoluciones de la fiebre, que siempre nos creemos con fuerza para
cumplir, me dije que tenía que romper inmediatamente con aquel amor, y esperé el día
con impaciencia para ir a reservar billete y volver al lado de mi padre y de mi hermana,
doble amor del que estaba seguro y que ése sí que no me engañaría.
Sin embargo no quería irme sin que Marguerite supiera exactamente por qué me iba.
Sólo un hombre que definitivamente ya no quiere a su amante puede abandonarla sin
escribirle.
Escribí y volví a escribir veinte cartas en mi cabeza.
Estaba claro que había estado tratando con una chica parecida a todas las entretenidas,
la había poetizado en exceso, y ella me había tratado como a un escolar, empleando para
engañarme una treta de una simplicidad insultante. Entonces mi amor propio se sublevó.
Tenía que abandonar a aquella mujer sin darle la satisfacción de saber lo que me hacía
sufrir aquella ruptura, y, con mi letra más elegante y lágrimas de rabia y de dolor en los
ojos, le escribí lo siguiente:
Doblé aquella especie de madrigal en prosa y se lo envié con Joseph, que entregó la
carta a Marguerite en persona, quien le respondió que contestaría más tarde.
Sólo salí un instante para ir a comer, y a las once de la noche aún no había recibido
respuesta.
Entonces decidí no seguir sufriendo más tiempo y marcharme al día siguiente.
A raíz de aquella decisión, convencido de que si me acostaba no dormiría, me puse a
hacer las maletas.
XV
Llevaríamos Joseph y yo una hors poco más o menos preparándolo todo para mi
marcha, cuando llamaron violentamente a la puerta.
–– ¿Abro? ––me dijo Joseph.
––Abra ––le dije, preguntándome quien podría venir a mi casa a tales horas y no
atreviéndome a creer que fuera Marguerite.
––Señor ––me dijo Joseph al volver––, son dos señoras.
––Somos nosotras, Armand ––gritó una voz que reconocí ser la de de Prudence.
Salí de mi habitación.
Prudence, de pie, miraba las pocas curiosidades de mi salón; Marguerite, sentada en el
canapé, reflexionaba.
Nada más entrar me dirigí hacia ella, me arrodillé, le cogí las dos manos, y muy
emocionado le dije:
–– ¡Perdón!
Ella me besó en la frente y me dijo:
––Ya es la tercera vez que lo perdono.
––Iba a marcharme mañana.
––Mi visita no tiene por qué cambiar su decisión. No vengo para impedirle que
abandone París. Vengo porque no he tenido tiempo de contestarle en todo el día y no he
querido que creyera que estaba enfadada con usted. Y eso que Prudence no quería que
viniese; decía que tal vez lo molestaría.
–– ¡Usted, molestarme usted, Marguerite! ¿Y cómo?
–– ¡Toma! Podía tener usted una mujer en casa ––respondió Prudence––, y no hubiera
sido divertido para ella ver llegar otras dos.
Durante aquella observación de Prudence, Marguerite me miraba atentamente.
––Querida Prudence ––respondí––, no sabe usted lo que dice.
––Tiene usted un piso muy bonito ––replicó Prudence––. ¿Se puede ver el dormitorio?
––Sí.
Prudence entró en mi habitación, no tanto para visitarla cuanto para reparar la tontería
que acababa de decir, y nos dejó solos a Marguerite y a mí.
–– ¿Por qué ha traído a Prudence? ––le dije entonces.
––Porque estábamos juntas en el teatro, y al salir de aquí quería tener alguien que me
acompañara.
–– ¿Y no estoy yo aquí?
––Sí; pero, aparte de que no quería molestarlo, estaba segura de que al llegar a mi
puerta me pediría subir a mi casa, y, como no podía concedérselo, no quería que se
fuera con derecho a reprocharme una negativa.
–– ¿Y por qué no podía recibirme?
––Porque estoy muy vigilada, y la menor sospecha podría hacerme un gran perjuicio.
–– ¿Es ésa la única razón?
––Si hubiera otra, se la diría; ya hemos dejado de tener secretos el uno para el otro.
––Vamos a ver, Marguerite, no quiero andarme con rodeos para llegar a lo que quiero
decirle. Con franqueza, ¿me quiere usted un poco?
––Mucho.
––Entonces ¿por qué me ha engañado?
––Amigo mío, si yo fuera la señora duquesa de tal o de cual, si tuviera doscientas mil
libras de renta, y, siendo su amante, tuviese otro amante distinto de usted, tendría usted
derecho a preguntarme por qué lo engañaba; pero, como soy la señorita Marguerite
Gautier, tengo cuarenta mil francos de deudas, ni un céntimo de fortuna y gasto cien mil
francos al año, su pregunta es ociosa y mi respuesta inútil.
Es cierto ––dije, dejando caer mi cabeza sobre las rodillas de Marguerite––, pero es
que yo la quiero con locura.
––Bueno, amigo mío, pues tendrá que quererme un poco menos o comprenderme un
poco más. Su carta me ha dolido mucho. Si hubiera sido libre, para empezar, anteayer
no habría recibido al conde, o, de haberlo recibido, habría venido a pedirle el perdón
que usted me pedía hace un momento, y no tendría otro amante que usted en el futuro.
Por un momento creí que podría permitirme esa suerte durante seis meses; usted no lo
ha querido; se empeña en conocer los medios, y, ¡válgame Dios!, los medios eran bien
fáciles de adivinar. Al emplearlos estaba haciendo un sacrificio mucho más grande de lo
que cree. Habría podido decirle: « Necesito veinte mil francos.» Estando usted
enamorado de mí, los habría encontrado, a riesgo de reprochármelos más tarde. He
preferido no deberle nada; pero usted no ha comprendido esa delicadeza, y lo era.
Nosotras, mientras nos queda un poco de corazón, damos a las palabras y a las cosas
una dimensión y un desarrollo que las demás mujeres no conocen; le repito, pues, que,
tratándose de Marguerite Gautier, el medio que había encontrado para pagar sus deudas
sin pedirle el dinero necesario para ello era una delicadeza que debería usted aprovechar
sin decir nada. Si no me hubiera conocido hasta hoy, se sentiría muy feliz con lo que yo
le prometiera, y no me preguntaría lo que hice anteayer. A veces nos vemos obligadas a
comprar una satisfacción para el alma a expensas de nuestro cuerpo, y sufrimos mucho
más, si después esa satisfacción se nos escapa.
Yo escuchaba y miraba a Marguerite con admiración. Al pensar que aquella
maravillosa criatura, cuyos pies hubiera deseado besar en otro tiempo, me permitía
entrar para algo en su pensamiento, darme un papel en su vida, y que aún no me
conformaba con lo que me daba, me preguntaba si el deseo del hombre tiene límites,
cuando, satisfecho tan pronto como lo había sido el mío, aspira todavía a otras cosas.
Es verdad ––prosiguió–– que nosotras, criaturas del azar, tenemos deseos fantásticos y
amores inconcebibles. Nos entregamos lo mismo para una cosa que para otra. Hay quien
se arruinaría sin obtener nada de nosotras, y hay otros que nos consiguen con un ramo
de flores. Nuestro corazón tiene caprichos; ésa es su única distracción y su única excusa.
Yo me he entregado a ti con más rapidez que a ningún hombre, te lo juro. ¿Por qué
Porque al verme escupir sangre me cogiste la mano, porque lloraste, porque eres la
única criatura humana que se ha dignado compadecerme. Voy a decirte una locura, pero
hace tiempo tuve un perrito que me miraba con un aire muy triste cuando yo tosía; es el
único ser al que he amado. Cuando murió, lloré más que a la muerte de mi madre.
También es verdad que ella estuvo pegándome doce años. Bueno, pues en seguida lo he
querido tanto como a mi perro. Si los hombres supieran lo que se puede conseguir con
una lágrima, los querríamos más y los arruinaríamos menos. Tu carta te ha desmentido,
ella me ha revelado que no tenías toda la inteligencia del corazón, te ha perjudicado más
en el amor que te tenía que todo lo que hubieras podido hacerme. Eran celos, es verdad,
pero celos irónicos a impertinentes. Ya estaba triste cuando recibí la carta, contaba con
verte a mediodía, comer contigo, borrar en fin con tu presencia un tenaz pensamiento
que tenía y que antes de conocerte admitía sin esfuerzo. Además ––continuó
Marguerite––, eras la única persona ante la que creí comprender en seguida que podía
pensar y hablar libremente. Todos los que rodean a las chicas como yo tienen mucho
interés en escrutar sus menores palabras, en sacar consecuencias de sus más
insignificantes acciones. Naturalmente no tenemos amigos. Tenemos amantes egoístas,
que gastan su fortuna no por nosotras, como ellos dicen, sino por su vanidad. Para esa
clase de gente tenemos que estar alegres cuando ellos están contentos, gozar de buena
salud cuando quieren cenar, ser escépticas como ellos. Se nos prohíbe tener corazón, so
pena de ser abucheadas y de arruinar nuestro crédito. . Ya no nos pertenecemos. Ya no
somos seres, sino cosas. Somos las primeras en su amor propio, las últimas en su
estima. Tenemos amigas, pero son amigas como Prudence, antiguas entretenidas que
tienen aún gustos costosos que ya su edad no les permite. Entonces se convierten en
amigas nuestras o más bien en comensales. Su amistad puede llegar hasta el servilismo,
pero nunca hasta el desinterés. Jamás te darán un consejo que no sea' lucrativo. Poco les
importa que tengamos diez amantes de más, con tal de ganarse unos vestidos o un
brazalete, poder de cuando en cuando pasearse en nuestro coche a ir a ver espectáculos
desde, nuestro palco. Se quedan con nuestras flores de la víspera y nos piden prestadas
nuestras cachemiras. Nunca nos hacen un favor, por pequeño que sea, sin que se cobren
el doble de lo que vale. Tú mismo lo viste la noche en que Prudence me llevó los seis
mil francos que le había rogado que fuera a pedir al duque para mí: me pidió prestados
quinientos francos, que no me devolverá nunca, o que me pagará en sombreros que no
saldrán de sus cajas. Así pues, no podemos tener o, mejor dicho, no podía tener más que
una suerte, y era, triste como estoy muchas veces, poco buena como estoy siempre, la de
encontrar un hombre lo suficientemente superior para no pedirme cuentas de mi vida, y
para ser el amante de mis impresiones más que de mi cuerpo. Encontré ese hombre en el
duque, pero el duque es viejo, y la vejez no protege ni consuela. Creí poder aceptar la
vida que él me ofrecía, pero, ¿qué, quieres?, me moría de aburrimiento, y para
consumirse de ese modo, tanto da arrojarse a un incendio que asfixiarse con carbón.
Entonces te encontré a ti, joven, ardiente, feliz, y he intentado hacer de ti el hombre a
quien llamaba en medio de mi ruidosa soledad. Lo que yo amaba en ti no era el hombre
que eras, sino el que ibas a ser. Tú no aceptas ese papel, lo rechazas como indigno de ti;
eres un amante vulgar; haz como los demás: págame y no hablemos más.
Marguerite, fatigada por aquella larga confesión, se echó sobre el respaldo del canapé
y se llevó el pañuelo a los labios y a los ojos, para apagar un débil acceso de tos.
––Perdón, perdón ––murmuré––, ya había comprendido todo esto, pero quería oírtelo
decir, mi Marguerite adorada. Olvidemos todo lo demás y no nos acordemos más que de
una cosa: que estamos hechos el uno para el otro, que somos jóvenes y que nos
queremos. Marguerite, haz conmigo lo que quieras, soy tu esclavo, tu perro; pero en
nombre del cielo rompe la carta que te he escrito y no me dejes marcharme mañana: me
moriría.
Marguerite sacó mi carta del corpiño de su vestido y, al entregármela, me dijo con una
sonrisa de una inefable dulzura:
––Toma, te la traía.
Rompí la carta y besé con lágrimas la mano que me la devolvía.
En aquel momento Prudence reapareció.
––Oiga, Prudence, ¿a que no sabe lo que me pide? ––dijo Marguerite.
––Le pide perdón.
––Exacto.
–– ¿Y lo perdona usted?
––Qué remedio, pero es que quiere otra cosa.
–– ¿Qué?
––Quiere venir a cenar con nosotras.
–– ¿Y usted lo permite?
–– ¿Usted qué cree?
––Creo que son ustedes dos niños y que no tienen juicio ni el uno ni el otro. Pero creo
también que tengo mucha hambre y que cuanto antes se lo permita antes cenaremos.
––Vamos ––dijo Marguerite––, cabremos los tres en mi coche. Mire ––añadió
dirigiéndose hacia mí––, como Nanine ya estará acostada, abra usted la puerta, tenga mi
llave y procure no volver a perderla.
Besé a Marguerite hasta ahogarla.
Joseph entró en ese momento.
––Señor ––me dijo con el aire de un hombre encantado de sí mismo––, ya están hechas
las maletas. .
–– ¿Del todo?
––Sí, señor.
––Bueno, pues deshágalas: ya no me voy.
XVI
Hubiera podido contarle en pocas líneas los comienzos de aquella relación ––me dijo
Armand––, pero quería que viera usted perfectamente los acontecimientos y la
gradación por los que llegamos, yo a consentir todo lo que Marguerite quería, y
Marguerite a no poder vivir más que conmigo.
Fue al día siguiente de la noche en que vino a buscarme cuando le envié Manon
Lescaut.
Desde aquel momento, como no podía cambiar la vida de mi amante, cambié la mía.
Ante todo quería que mi mente no tuviera tiempo de reflexionar sobre el papel que
acababa de aceptar, pues sin querer habría concebido una gran tristeza. Así que mi vida,
de ordinario tan tranquila, revistió de pronto una apariencia de ruido y de desorden. No
vaya usted a creer que, por desinteresado que sea, el amor de una entretenida no te
cuesta nada. Nada sale tan caro como los mil caprichos de flores, palcos, cenas y
excursiones al campo, que nunca puede uno negar a su amante.
Ya le he dicho que yo no tenía fortuna. Mi padre era y sigue siendo recaudador general
en G... Goza allí de una gran reputación de lealtad, gracias a la cual encontró la fianza
que tenía que depositar para entrar en funciones. Tal recaudación le proporciona
cuarenta mil francos al año, y en los diez años que lleva ha reintegrado la fianza y se ha
preocupado de ir ahorrando para la dote de mi hermana. Mi padre es el hombre más
honrado que se pueda encontrar. Mi madre, al morir, dejó seis mil francos de renta, que
él dividió entre mi hermana y yo el día en que obtuvo el cargo que solicitaba; luego,
cuando hice veintiún años, añadió a esos pequeños ingresos una pensión anual de cinco
mil francos, asegurándome que con ocho mil francos podría ser muy feliz en París, si
junto a aquella renta me ponía a labrarme una posición en el foro o en la medicina.
Vine, pues, a París, hice derecho, saqué el título de abogado y, como muchos otros
jóvenes, me metí el diploma en el bolsillo y me dejé llevar un poco por la vida indolente
de París. Mis gastos eran muy modestos; sólo que gastaba en ocho meses los ingresos
de todo el año y me pasaba en casa de mi padre los cuatro meses de verano, lo que en
resumidas cuentas suponía doce mil libras de renta y me daba la reputación de un buen
hijo. Por otra parte, no debía un céntimo.
Así estaban las cosas cuando conocí a Marguerite.
Ya comprenderá usted que mi tren de vida aumentó sin querer. Marguerite era de una
naturaleza sumamente caprichosa, y formaba parte de esa clase de mujeres que nunca
han mirado como gasto serio las mil distracciones de que se compone la existencia. Y
así resultaba que, como quería pasar conmigo el mayor tiempo posible, me escribía por
la mañana que comería conmigo, no en su casa, sino en algún restaurante de París o del
campo. Iba a buscarla, comíamos, íbamos al teatro, a menudo cenábamos, y por la
noche ya había gastado cuatro o cinco luises, lo que hacía dos mil quinientos o tres mil
francos al mes y reducía mi anualidad a tres meses y medio, poniéndome en la
necesidad de contraer deudas o de dejar a Marguerite.
Pues bien, yo podía aceptar cualquier cosa, excepto esta última eventualidad.
Perdone que le dé tantos detalles, pero es que ya verá usted que fueron la causa de los
acontecimientos que siguieron. Lo que le cuento es una historia verdadera, sencilla, y
conservo toda la ingenuidad de los detalles y toda la simplicidad de su desarrollo.
Comprendí, pues, que, como no había nada en el mundo que tuviera influencia sobre
mí para hacerme olvidar a mi amante, tenía que encontrar un medio de sostener los
gastos que me ocasionaba. Además aquel amor me tenía trastornado hasta tal punto, que
los momentos que pasaba lejos de Marguerite me parecían años, y experimentaba la
necesidad de quemar aquellos momentos en el fuego de una pasión cualquiera y de
vivirlos tan rápidamente, que no me diera cuenta de que los vivía.
Empecé por tomar cinco o seis mil francos de mi pequeño capital, y me puse a jugar,
pues desde que han cerrado las casas de juego se juega en todos los sitios. Antes,
cuando uno entraba en Frascati, tenía la posibilidad de hacer una fortuna: jugaba contra
dinero contante y sonante, y si perdía, siempre le quedaba el consuelo de pensar que
podía haber ganado; mientras que ahora, excepto en los círculos donde aún reina una
cierta severidad para el pago, en cuanto uno gana una suma importante casi puede tener
la certeza de no recibirla. Se comprenderá fácilmente por qué.
El juego sólo puede ser practicado por jóvenes con grandes necesidades y faltos de la
fortuna necesaria para sostener la vida que llevan; juegan, pues, y el resultado es
naturalmente el siguiente: cuando unos ganan, los perdedores sirven para pagar los
caballos y las amantes de aquellos señores, cosa muy desagradable. Se contraen deudas;
relaciones que comienzan en torno a un tapete verde acaban en querellas donde el honor
y la vida siempre salen un poco malparados; y, cuando uno es un hombre honrado, se ve
arruinado por otros jóvenes no menos honrados, cuyo único defecto consistía en no
tener doscientas mil libras de renta.
No necesito hablarle de los que hacen trampas en el juego, y de cuya marcha forzosa y
condena tardía se entera uno el día menos pensado.
Así que me lancé a esa vida rápida, ruidosa, volcánica, que antaño me horrorizaba al
pensar en ella, y que se había convertido para mí en el complemento inevitable de mi
amor por Marguerite. ¿Qué quería usted que hiciera?
Las noches que no pasaba en la calle de Antin, de haberlas pasado solo en mi casa, no
habría dormido. Los celos me hubieran tenido despierto y me hubieran quemado el
pensamiento y la sangre; el juego, en cambio, desviaba por un momento la fiebre que
hubiera invadido mi corazón y lo llevaba a una pasión, cuyo interés me dominaba sin
querer, hasta que sonaba la hora de volver junto a mi amante. Entonces, y en ello
reconocía la violencia de mi amor, ganara o perdiese abandonaba implacablemente la
mesa, compadeciendo a los que dejaba allí y que no iban a encontrar como yo la
felicidad al abandonarla.
Para la mayoría el juego era una necesidad; para mí era un remedio.
Curado de Marguerite, estaba curado del juego.
De ese modo, en medio de todo aquello, conservaba bastante sangre fría; no perdía
más que lo que podía pagar, y no ganaba más que lo que hubiera podido perder.
Por lo demás, la suerte me favoreció. No contraía deudas, y gastaba el triple de dinero
que cuando no jugaba. No era fácil resistirse a una vida que me permitía sin ponerme en
apuros] satisfacer los mil caprichos de Marguerite. En cuanto a ella, seguía queriéndome
lo mismo e incluso más.
Como ya le he dicho, empezó por recibirme sólo desde las doce de la noche a las seis
de la mañana, luego me admitió de cuando; en cuando en su palco, después vino a cenar
conmigo algunas' veces. Una mañana no me fui hasta las ocho, y llegó un día en que no
me fui hasta mediodía.
En espera de la metamorfosis moral, una metamorfosis física había obrado en
Marguerite. Yo había emprendido su curación, y la pobre chica, adivinando mi
intención, me obedecía para demostrarme su agradecimiento. Sin brusquedades y sin
esfuerzos, había conseguido aislarla casi de sus antiguas costumbres. Mi médico, que
había ido a verla a instancias mías, me dijo que sólo' el reposo y la tranquilidad podían
preservar su salud, de suerte que, logré sustituir sus cenas y sus insomnios por un
régimen higiénico y un sueño regular. Marguerite iba acostumbrándose sin querer a'
aquella nueva existencia, cuyos saludables efectos experimentaba. Empezaba ya a pasar
algunas veladas en su casa, o bien, si hacía bueno, se envolvía en un chal de cachemira,
se cubría con un velo, y nos íbamos a pie, como dos niños, a dar vueltas toda la tarde
por las alamedas sombrías de los Campos Elíseos. Volvía cansada, cenaba ligeramente
y se acostaba después de leer o tocar un poco, cosa que antes nunca le había sucedido.
La tos, que cada vez que la, oía me desgarraba el pecho, había desaparecido casi por
completo:
Al cabo de seis semanas ya no se hablaba del conde, definitivamente sacrificado; sólo
el duque me obligaba todavía a ocultar mi] relación con Marguerite, y hasta él fue
despedido con frecuencia mientras yo estaba allí, so pretexto de que la señora dormía y
había prohibido que la despertaran.
De la necesidad a incluso de la costumbre que Marguerite había adquirido de verme
resultó que abandoné el juego justo en el momento en que un jugador diestro lo hubiera
dejado. En resumidas cuentas, a consecuencia de mis ganancias me vi dueño de unos
diez mil francos, que me parecían un capital inagotable.
Llegó la época en que solía volver con mi padre y con mi hermana, pero no me decidía
a irme; de suerte que con frecuencia recibía cartas del uno y de la otra, en las cuales me
rogaban que volviera a su lado.
A todos sus ruegos respondía yo como mejor podía, repitiendo siempre que estaba bien
y que no necesitaba dinero, dos cosas que creía que consolarían un poco a mi padre por
el retraso de mi visita anual.
Así las cosas, sucedió que una mañana, habiéndose despertado Marguerite con un sol
resplandeciente, saltó de la cama y me preguntó si quería llevarla a pasar todo el día en
el campo.
Mandamos a buscar a Prudence y nos fuimos los tres, no sin que Marguerite hubiera
recomendado antes a Nanine que dijera al duque que había querido aprovechar aquel
hermoso día para irse al campo con la señora Duvernoy.
Aparte de que la presencia de la Duvernoy era necesaria para tranquilizar al viejo
duque, Prudence era una de esas mujeres que parecen estar hechas expresamente para
esas excursiones al campo. Con su alegría inalterable y su eterno apetito, no dejaría que
los que la acompañaban se aburrieran un momento, y se las entendería perfectamente a
la hora de encargar los huevos, las cerezas, la leche, el conejo salteado y, en fin, todo
aquello de que se compone una comida tradicional en los alrededores de París.
Sólo nos faltaba saber adónde iríamos.
Una vez más fue Prudence quien nos sacó de apuros.
–– ¿Quieren ir al campo de verdad? ––preguntó.
––Sí.
––Pues entonces vamos a Bougival , al Point––du Jour, donde la viuda Arnould.
Armand, vaya a alquilar una calesa.
Hora y media después estábamos donde la viuda Arnould.
Quizá conozca usted esa posada, hotel entre semana, merendé el domingo. Desde el
jardín, que está a la altura de un primer piso ordinario, se descubre una vista magnífica.
A la izquierda el acueducto de Marly cierra el horizonte, a la derecha la vista se
extiende sobre un sinfin de colinas; el río, casi sin corriente en aquel lugar, se despliega
como una ancha cinta de un blanco tornasolado, entre la llanura de los Gabillons y la
isla de Croissy eternamente mecida por el suave balanceo de los altos álamos y
murmullo de los sauces.
Al fondo, en medio de un amplio rayo de sol, se elevan casitas' blancas con tejados
rojos y fábricas que, al perder con la distancia su carácter duro y comercial, completan
admirablemente paisaje.
¡Al fondo, París en medio de la bruma!
Como nos había dicho Prudence, aquello era el campo de verdad y, debo decirlo,
también fue una comida de verdad.
No digo todo esto por agradecimiento a la felicidad que le debí, pero Bougival, pese a
su horrible nombre, es uno de los parajes más bonitos que se pueda imaginar. He
viajado mucho y he vista cosas más grandes, pero no más encantadoras que ese
pueblecito alegremente recostado al pie de la colina que te protege.
La señora Arnould nos propuso organizarnos un paseo en barca, que Marguerite y
Prudence aceptaron con alegría.
Siempre se ha asociado el campo al amor, y no es para menos no hay mejor marco para
la mujer amada que el cielo azul, los olores, las flores, la brisa, la soledad
resplandeciente de los campos y de los bosques. Por mucho que se quiera a una mujer,
por mucha confianza que se tenga en ella, cualquiera que sea la certeza que sobre el
futuro nos brinde su pasado, siempre está uno más o menos celoso. Si ha estado usted
enamorado, seriamente enamorado, ya habrá experimentado esa necesidad de aislar del
mundo al ser dentro del cual querría usted vivir enteramente. Parece como si la mujer
amada, por indiferente que sea a cuanto la rodea, perdiera algo de su perfume y de su
unidad al contacto con los hombres y las cosas. Yo experimentaba aquello mucho más
que cualquier otro. Mi amor no era un amor ordinario; estaba enamorado tanto como
puede estarlo una criatura ordinaria, pero de Marguerite Gautier, es decir, que en París
podía cruzarme a cada paso con un hombre que hubiera sido amante de aquella mujer o
que fuera a serlo al día siguiente. Mientras que en el campo, en medio de gentes que
nunca habíamos visto y que no se fijaban en nosotros, en el seno de una naturaleza
vestida con todas sus galas de primavera ––ese perdón anual–– y apartada del ruido de
la ciudad, podía recatar mi amor y amar sin vergüenza y sin temor.
Allí desaparecía poco a poco la cortesana. Tenía a mi lado una mujer joven, bonita, a
la que yo quería, que me quería y que se llamaba Marguerite: el pasado ya no tenía
formas, ni el futuro nubes. El sol iluminaba a mi amante como hubiera iluminado a la
más casta novia. Juntos nos paseábamos por aquellos parajes encantadores, que parecen
hechos expresamente para recordar los versos de Lamartine o cantar las melodías de
Scudo . Marguerite llevaba un vestido blanco, se apoyaba en mi brazo, me repetía por
la noche bajo el cielo estrellado las palabras que me había dicho el día anterior, y el
mundo seguía a lo lejos viviendo su vida, sin manchar con su sombra el cuadro risueño
de nuestra juventud y nuestro amor.
Este era el sueño que el sol ardiente de aquel día me llevaba a través de las hojas,
mientras, tumbado todo lo largo que era en la hierba de la isla en donde habíamos
atracado, libre de todos los lazos humanos que antes lo retenían, dejaba correr mi
pensamiento y recoger todas las esperanzas que encontraba.
Añada a ello el que, desde el lugar en que me encontraba, veía a la orilla una
encantadora casita de dos pisos con una verja semicircular; a través de la verja, delante
de la casa, un césped verde, liso como terciopelo, y detrás del edificio 'un bosquecillo
lleno de misteriosos refugios y que cada mañana borraría bajo su musgo el sendero
hecho la víspera.
Plantas trepadoras ocultaban la escalinata de aquella casa deshabitada, a la que
abrazaban hasta el primer piso.
A fuerza de mirar aquella casa acabé por convencerme de que era mía: tan bien
resumía lo que yo estaba soñando. Me veía allí con Marguerite, durante el día en el
bosque que cubría la colina, por la noche sentados en el césped, y me preguntaba si
alguna vez criaturas terrestres habrían sido tan felices como nosotros.
–– ¡Qué casa más bonita! ––me dijo Marguerite, que había seguido la dirección de mi
mirada y acaso también la de mi pensamiento.
–– ¿Dónde? ––dijo Prudence.
––Allá abajo.
Y Marguerite señalaba con el dedo la casa en cuestión.
–– ¡Ah! Preciosa ––replicó Prudence––. ¿Le gusta?
––Mucho.
–– ¡Bueno, pues diga al duque que se la alquile! Estoy segura de que se la alquilará. Si
quiere, yo me encargo de ello.
Marguerite me miró, como preguntándome qué pensaba yo de aquella idea.
Mi sueño se había desvanecido con las últimas palabras de Prudence y me arrojó tan
brutalmente a la realidad, que aún estaba aturdido por la caída.
––En efecto, es una excelente idea ––balbuceé, sin saber lo que decía.
––Bueno, pues yo lo arreglaré ––dijo estrechándome la mane; Marguerite, que
interpretaba mis palabras según su deseo––. Vamos a ver ahora mismo si está en
alquiler.
La casa estaba libre y el alquiler costaba dos mil francos.
–– ¿Será usted feliz aquí? ––me dijo.
–– ¿Puedo estar seguro de venir aquí?
–– ¿Pues por quién cree que vendría a enterrarme yo aquí, de no ser por usted?
––Bueno, Marguerite, pues entonces déjeme que sea yo mismo quien alquile esta casa.
–– ¿Está loco? No solamente es inútil, sería peligroso. Sabe usted de sobra que no
puedo aceptar nada que no venga de un hombre determinado, así que déjeme hacer, niño
grande, y cállese.
––Eso quiere decir que, cuando tenga dos días libres, vendré a pasarlos en su casa ––
dijo Prudence.
Dejamos la casa y volvimos a coger la carretera de París, charlando de aquella nueva
resolución. Tenía yo a Marguerite, entre mis brazos, de tal modo que, al bajar del coche,
empezaba ya; a enfocar el plan de mi amante con ánimo menos escrupuloso.
XVII
«Me voy a Bougival con el duque; vaya a casa de Prudence esta noche a las ocho.»
XVIII
Darle detalles acerca de nuestra nueva vida sería cosa difícil. Se componía de una serie
de niñerías, encantadoras para nosotros, pero insignificantes para aquellos a quienes yo
se las contara. Ya sabe usted lo que es amar a una mujer, ya sabe cómo se acortan los
días y con qué amorosa pereza se deja uno llevar al día siguiente. No ignora usted ese
olvido de todas las cosas, que nace de un amor violento, confiado y compartido. Toda
criatura que no sea la mujer amada parece un ser inútil en la creación. Uno lamenta
haber arrojado ya parcelas del corazón a otras mujeres, y no vislumbra la posibilidad de
estrechar jamás otra mano distinta de la que tiene entre las suyas. El cerebro no admite
trabajo ni recuerdos, nada en fin que pueda distraerlo del único pensamiento que se le
ofrece sin cesar. Cada día descubrimos en nuestra amante un encanto nuevo, una
voluptuosidad desconocida.
La existencia no es más que el cumplimiento reiterado de un deseo continuo; el alma
no es más que la vestal encargada de mantener el fuego sagrado del amor.
Muchas veces, al caer la noche, íbamos a sentarnos bajo el bosquecillo que dominaba
la casa. Allí escuchábamos las alegres armonías de la noche, pensando los dos en la
hora próxima que iba a dejarnos a uno en brazos del otro hasta la mañana siguiente.
Otras veces nos quedábamos acostados todo el día, sin dejar siquiera que penetrara el
sol en nuestra habitación. Las cortinas estaban herméticamente cerradas, y el mundo
exterior se detenía un momento para nosotros. Sólo Nanine podía abrir nuestra puerta,
pero solamente para traernos de comer; y aun así lo hacíamos sin levantarnos a
interrumpiéndolo sin cesar con risas y locuras. A esto sucedía un sueño de unos
instantes, pues, desapareciendo en nuestro amor, éramos como dos buceadores
obstinados que no vuelven a la superficie más que para recobrar aliento.
Sin embargo a veces sorprendía yo momentos de tristeza e incluso de lágrimas en
Marguerite; le preguntaba de dónde procedía aquella pena súbita, y me respondía:
Nuestro amor no es un amor ordinario, mi querido Armand. Me quieres como si nunca
hubiera pertenecido a nadie, y me da miedo que más tarde te arrepientas de tu amor y
mires mi pasado como un crimen, obligándome a arrojarme otra vez a la existencia en
medio de la cual me recogiste. Piensa que ahora que he probado y una nueva vida
moriría al reemprender la otra. Dime que no me abandonarás nunca.
–– ¡Te lo juro!
Ante aquellas palabras me miraba como para leer en mis ojos si mi juramento era
sincero, luego se arrojaba en mis brazos y, escondiendo su cabeza en mi pecho, me
decía:
–– ¡Es que no sabes cuánto te quiero!
Una noche, acodados en el alféizar de la ventana, mirábamos la luna, que parecía salir
con dificultad de su lecho de nubes, y escuchábamos el viento, que se agitaba
ruidosamente entre los árboles; estábamos cogidos de la mano y llevábamos ya un largo
cuarto de hora sin hablar, cuando Marguerite me dijo:
––Ya está aquí el invierno, ¿quieres que nos vayamos?
–– ¿Y adónde?
––A Italia.
–– ¿Te aburres?
––Me da miedo el invierno, y sobre todo me da miedo nuestro regreso a París.
–– ¿Por qué?
––Por muchas cosas.
Y prosiguió bruscamente, sin darme las razones de sus temores:
–– ¿Quieres que nos vayamos? Venderé todo lo que tengo, nos iremos a vivir allá, no
me quedará nada de lo que fui, nadie sabrá quién soy. ¿Quieres?
––Vámonos, si eso te agrada, Marguerite; vamos a hacer un viaje ––le dije––; pero
¿qué necesidad tienes de vender cosas que estarás contenta de encontrar a tu regreso?
No tengo una fortuna lo suficientemente grande para aceptar un sacrificio semejante,
pero tengo bastante para que podamos viajar a lo grande durante cinco o seis meses, si
eso te divierte de algún modo.
––Mejor no ––continuó, retirándose de la ventana y yendo a sentarse al canapé en la
penumbra de la habitación––. ¿A qué ir a gastar dinero allá? Ya te cuesto bastante aquí.
––Estás echándomelo en cara, Marguerite, y eso no es generoso.
––Perdón, amigo mío ––dijo, tendiéndome la mano––; este tiempo de tormenta me
pone nerviosa; no digo lo que quiero decir.
Y, después de besarme, cayó en una profunda ensoñación.
Muchas veces ocurrieron escenas semejantes y, aunque ignoraba lo que las originaba,
no por ello dejaba de sorprender en Marguerite un sentimiento de inquietud ante el
futuro. Ella no podía dudar de mi amor, pues cada día aumentaba, y sin embargo a
menudo la veía triste, sin que nunca me diera otra explicación del motivo de sus
tristezas que no fuera por causas físicas.
Temiendo que se cansara de una vida excesivamente monótona, le proponía volver a
Paris, pero ella rechazaba siempre aquella propuesta y me aseguraba que no podía ser en
ninguna parte tan feliz como en el campo.
Prudence ya sólo venía raras veces, pero en cambio escribía camas que nunca pedí que
me enseñara, aunque siempre sumieran a Marguerite en una profunda preocupación. No
sabía qué imaginar.
Un día Marguerite se quedó en su habitación. Entré. Estaba escribiendo.
–– ¿A quién escribes? ––le pregunté.
––A Prudence. ¿Quieres que te lea lo que le escribo?
Yo tenía horror a todo lo que pudiera parecer sospecha, y así respondí a Marguerite
que no necesitaba saber lo que escribía; y, sin embargo, tenía la certeza de que aquella
carta me hubiera revelado la verdadera causa de sus tristezas.
Al día siguiente hacía un tiempo soberbio. Marguerite me propuso ir a dar un paseo en
barco y visitar la isla de Croissy. Parecía muy alegre; eran las cinco cuando volvimos.
––Ha venido la señora Duvernoy ––dijo Nanine al vernos entrar.
–– ¿Se ha ido ya? ––preguntó Marguerite.
––Sí, en el coche de la señora; ha dicho que ya lo sabía usted
––Muy bien ––dijo vivamente Marguerite––; que sirvan la mesa.
Dos días después llegó una carta de Prudence, y durante quince días Marguerite
pareció haber roto con sus misteriosas melancolías, por las que no dejaba de pedirme
perdón desde que había dejado de existir.
Sin embargo el coche no volvía.
–– ¿A qué se debe que Prudence no te devuelva tu cupé? ––le pregunté un día.
Uno de los dos caballos está enfermo y hay que hacer uno arreglos en el coche. Más
vale que lo hagan todo mientras estamos aquí, donde no necesitamos el coche, que
esperar a que volvamos a París.
Unos días después vino a vernos Prudence y me confirmó lo que había dicho
Marguerite.
Las dos mujeres se pasearon solas por el jardín y, cuando fui reunirme con ellas,
cambiaron de conversación.
Por la noche, al irse, Prudence se quejó del frío, y rogó Marguerite que le prestase un
chal de cachemira.
Así pasó un mes, durante el cual Marguerite estuvo más alegre y más amorosa que
nunca.
Sin embargo el coche no volvió, el chal de cachemira no fui devuelto, todo lo cual me
intrigaba sin querer, y, como yo sabía en qué cajón guardaba Marguerite las camas de
Prudence, aproveché un momento en que estaba al fondo del jardín, corrí al cajón i
intenté abrirlo; pero fue en vano: estaba cerrado con dos vueltas di llave.
Entonces hurgué en los que estaban ordinariamente las joyas y los diamantes. Se
abrieron sin resistencia, pero los joyeros habían desaparecido, con lo que contenían por
supuesto.
Un temor punzante me oprimió el corazón.
Iba a exigir a Marguerite la verdad sobre aquellas desapariciones, pero ciertamente ella
no me lo confesaría.
––Mi buena Marguerite ––le dije entonces––, vengo a pedirte permiso para ir a París.
En mi casa no saben dónde estoy, y debe de haber llegado cartas de mi padre; sin duda
está preocupado, y es conveniente que le escriba.
––Ve, amigo mío ––me dijo––, pero vuelve pronto. Me marché.
Corrí en seguida a casa de Prudence.
––Vamos a ver ––le dije, sin más preliminares––, respóndame francamente: ¿Dónde
están los caballos de Marguerite?
––Vendidos.
–– ¿El chal de cachemira?
––Vendido.
–– ¿Los diamantes?
––Empeñados.
–– ¿Y quién los ha vendido y empeñado?
––Yo.
–– ¿Por qué no me lo ha advertido?
––Porque me lo prohibió Marguerite.
–– ¿Y por qué no me ha pedido usted dinero?
––Porque ella no quería.
–– ¿Y dónde ha ido ese dinero?
––A pagar.
–– ¿Entonces debe mucho?
––Treinta mil francos todavía poco más o menos. ¡Ah, querido, ¿no se lo había dicho
yo? Usted no quiso creerme; bueno, pues ahora ya estará convencido. Al tapicero, de
cuyas facturas respondía el duque, le dieron con la puerta en las narices cuando se
presentó en casa del duque, el cual le escribió al día siguiente que no haría nada por la
señorita Gautier. Ese hombre quería dinero, y le di a cuenta unos miles de francos que le
pedí a usted; luego algún alma caritativa le ha advertido que su deudora, abandonada
por el duque, vivía con un muchacho sin fortuna; los otros acreedores fueron prevenidos
igualmente, pidieron dinero y embargaron. Marguerite quiso venderlo todo, pero ya no
había tiempo, y además yo me habría opuesto. De todos modos había que pagar y, para
no pedirle dinero a usted, ha vendido los caballos, las cachemiras y ha empeñado las
joyas. ¿Quiere los recibos de los compradores y las papeletas del Monte de Piedad?
Y Prudence abrió un cajón y me enseñó dichos papeles.
–– ¡Ah! ––continuó con esa insistencia típica de la mujer que puede decir: « ¡Qué
razón tenía yo!»––. ¿Cree que basta amarse e irse al campo a vivir una vida pastoril y
vaporosa? No, amigo mío, no. Al lado de la vida ideal existe la vida material, y las
resoluciones más castas están sujetas a la tierra por hilos ridículos, pero de hierro, y que
no se rompen tan fácilmente. Si Marguerite no lo ha engañado veinte veces, es porque
ella es de una naturaleza excepcional. Y no será porque yo no se lo haya aconsejado,
pues me daba pena ver a la pobre chica despojarse de todo. ¡Pero ella no ha querido! Me
ha respondido que lo quería y que no lo engañaría por nada del mundo. Todo esto es
muy bonito, muy poético, pero con esa moneda no se paga a los acreedores, y hoy no
puede salir del atolladero con menos de treinta mil francos, se lo repito.
––Está bien, le proporcionaré esa cantidad.
–– ¿Va a pedirla prestada?
–– ¡Pues claro que sí!
––Bonita cosa va usted a hacer: enemistarse con su padre, paralizar sus recursos, y
además no se encuentran treinta mil francos así de la noche a la mañana. Créame,
querido Armand, conozco a las mujeres mejor que usted; no haga esa locura, de la que
algún día se arrepentirá. Sea razonable. No le digo que deje a Marguerite, pero viva con
ella como vivía al principio del verano. Déjeme encontrar los medios de salir del apuro.
El duque poco a poco volverá otra vez a ella. El conde de N... me decía ayer mismo que,
si ella lo acepta, le pagará todas sus deudas y le dará cuatro o cinco mil francos al mes.
Tiene doscientas mil libras de renta. Para ella será una buena posición, mientras que
usted antes o después tendrá que dejarla; no espere para eso a verse arruinado, tanto más
cuanto que el conde de N... es un imbécil, y nada le impedirá a usted ser el amante de
Marguerite. Ella llorará un poco al principio, pero acabará por acostumbrarse y algún
día le agradecerá lo que ha hecho. Suponga que Marguerite está casada y engaña al
marido, eso es todo. Todo esto ya se lo he dicho otra vez: sólo diré que en aquella época
no era aún más que un consejo, mientras que hoy es casi una necesidad.
Prudence tenía cruelmente razón.
––Lo que pasa ––continuó, volviendo a doblar los papeles que acababa de enseñarme–
– es que las entretenidas siempre prevén que las amarán, pero nunca que amarán ellas; si
no, irían ahorrando dinero y a los treinta años podrían permitirse el lujo de tener un
amante gratis. ¡Ah, si yo hubiera sabido lo que sé ahora! En fin, no diga nada a
Marguerite y tráigasela a París. Ha vivido usted cuatro o cinco meses solo con ella, y es
razonable; todo lo que se le pide ahora es que cierre los ojos. Dentro de quince días ella
aceptará al conde de N..., economizará este invierno, y el verano próximo empezarán
ustedes otra vez. ¡Así es como hay que hacer las cosas, querido!
Y Prudence parecía encantada de su consejo, que yo rechazaba con indignación.
No sólo mi amor y mi dignidad me impedían obrar así, sino que además estaba
absolutamente convencido de que, en el punto a que había llegado, Marguerite moriría
antes que aceptar repartirse así.
––Bueno, basta de bromas ––dije a Prudence––. Definitivamente, ¿cuánto le hace falta
a Marguerite?
––Ya se lo he dicho, unos treinta mil francos.
–– ¿Y para cuándo hace falta esa cantidad?
––Antes de dos meses.
––La tendrá.
Prudence se encogió de hombros.
––Yo se la entregaré ––continué––, pero júreme que no dirá a Marguerite que se la he
entregado yo.
––Esté tranquilo.
––Y si le manda que venda o empeñe algo más, avíseme.
––No hay peligro, ya no tiene nada.
Antes pasé por mi casa para ver si había cartas de mi padre. Había cuatro.
XIX
XX
Mi padre, en bata, estaba sentado en mi salón y escribía.
Por la forma de levantar sus ojos hacia mí cuando entré comprendí en seguida que iba
a tratar de cosas graves.
Sin embargo lo abordé como si no hubiera adivinado nada el su rostro y lo besé.
–– ¿Cuándo ha llegado usted, padre?
––Ayer por la noche.
–– ¿Ha venido a mi casa como de costumbre?
––Sí.
––Lamento no haber estado aquí para recibirlo. `
Esperaba ver surgir tras aquellas palabras el sermón que mi prometía el rostro frío de
mi padre: pero no me respondió nada cerró la carta que acababa de escribir y se la
entregó a Joseph par; que la echara al correo.
Cuando estuvimos solos, mi padre se levantó y, apoyándose contra la chimenea, me
dijo:
––Querido Armand, tenemos que hablar de cosas serias.
––Lo escucho, padre.
–– ¿Me prometes ser franco?
––Es mi costumbre.
–– ¿Es cierto que vives con una mujer llamada Marguerite Gautier?
––Sí.
–– ¿Sabes lo que era esa mujer?
––Una entretenida.
–– ¿Y por ella te has olvidado de ir a vemos este año a ti hermana y a mí?
––Sí, padre, lo confieso.
–– ¿Entonces quieres mucho a esa mujer?
––Ya lo ve usted, padre, puesto que me ha hecho faltar a un deber sagrado, por el que
hoy le pido humildemente perdón.
Sin duda mi padre no se esperaba respuestas tan categóricas, pues pareció reflexionar
un instante, tras lo cual me dijo:
––Evidentemente habrás comprendido que no podrías vivir siempre así.
––Lo he temido, padre, pero no lo he comprendido.
––Pero sí que debía haber comprendido usted ––continuó mi padre en un tono un poco
más seco –– que yo no lo toleraría.
––Pensé que, en tanto que no hiciera nada que fuera en contra del respeto que debo a
su nombre y a la probidad tradicional de la familia, podría vivir ––como vivo, lo cual
me tranquilizó un poco (respecto a los temores que tenía.
Las pasiones fortalecen contra los sentimientos. Estaba dispuesto a luchar contra todo,
incluso contra mi padre, con tal di conservar a Marguerite.
––Entonces ha llegado el momento de vivir de otro modo.
–– ¿Y por qué, padre?
––Porque está usted a punto de hacer cosas que hieren e respeto que cree tener por su
familia.
––No entiendo esas palabras.
––Pues voy a explicárselas. Que tenga usted una amante, Este muy bien; que la pague
como un hombre galante debe pagar e: amor de una entretenida, no puede estar mejor;
pero que olvida por ella las cosas más sagradas, que permita que el ruido de la vida
escandalosa llegue hasta el fondo de mi provincia y arroje la sombra de una mancha
sobre el honorable apellido que le he dado eso sí que no puede ser y no será.
––Permítame que le diga, padre, que los que le han informado sobre mí estaban mal
enterados. Soy el amante de la señorita Gautier y vivo con ella: es la cosa más sencilla
del mundo. No doy a la señorita Gautier el apellido que he recibido de usted, gasto con
ella lo que mis medios me permiten, no tengo deudas y, en fin, no estoy en ninguna de
esas situaciones que autorizan a un padre a decir a su hijo lo que usted acaba de
decirme.
––Un padre siempre está autorizado a apartar a su hijo del mal camino por el que lo ve
lanzarse. Aún no ha hecho usted nada malo, pero lo hará.
–– ¡Padre!
––Conozco la vida mejor que usted, caballero. Sólo en las mujeres completamente
castas hay sentimientos completamente puros. Toda Manon puede hacer un Des Grieux,
y el tiempo y las costumbres han cambiado. Sería inútil que el mundo envejeciera, si no
se corrigiese. Dejará usted a su amante.
––Me molesta tener que desobedecerlo, padre, pero eso es imposible.
––Lo obligaré.
––Desgraciadamente, padre, no hay islas Sainte-Marguerite donde enviar a las
cortesanas, y, aunque las hubiera, seguiría allí a la señorita Gautier, si consiguiera usted
que la enviaran. ¿Qué quiere? Puede que esté equivocado, pero no podré ser feliz más
que a condición de seguir siendo el amante de esa mujer.
––Vamos a ver, Armand, abra los ojos, reconozca que su padre siempre lo ha querido y
que sólo quiere su felicidad. ¿Es honroso para usted ir a vivir maritalmente con una
chica que ha sido de todo el mundo?
–– ¡Y eso qué importa, padre, si ya no será de nadie más! ¡Qué importa, si esa chica
me ama, si se regenera por el amor que siente por mí y por el amor que yo siento por
ella! ¡Qué importa, en fin, habiendo conversión!
–– ¡Vaya! ¿Y cree usted, caballero, que la misión de un hombre de honor es andar
convirtiendo cortesanas? ¿Cree usted que Dios ha dado esa grotesca formalidad a la
vida y que el corazón no debe tener más entusiasmo que ése? ¿Cuál será la conclusión
de esta cura maravillosa, y qué pensará usted de lo que dice hoy cuando tenga cuarenta
años? Se reirá de su amor, si es que aún puede reírse, si es que no ha dejado huellas
demasiado profundas en su pasado. ¿Qué sería usted en este momento, si su padre
hubiera tenido sus ideas y hubiera abandonado su vida a todas esas inspiraciones
amorosas, en lugar de establecerla inquebrantablemente sobre un pensamiento de honor
y de lealtad? Reflexione, Armand, y no diga semejantes tonterías. Vamos, deje a esa
mujer, su padre se lo suplica.
No respondí nada.
––Armand ––continuó mi padre––, en nombre de su santa madre, créame, renuncie a
esa vida, que olvidará mucho más pronto de lo que piensa y a la que lo encadena una
teoría imposible. Tiene usted veinticuatro años, piense en el futuro. No puede amar
siempre a una mujer que tampoco lo amará siempre. Están los dos exagerando su amor.
Se está cerrando usted todos los caminos. Un paso más y ya no podrá abandonar la ruta
en que se encuentra, y toda su vida sentirá el remordimiento de su juventud. Salga,
venga a pasar un mes o dos junto a su hermana. El descanso y el amor piadoso de la
familia lo curarán rápidamente de esta fiebre, pues no es otra cosa. Entre tanto su
querida se consolará, encontrará otro amante y, cuando vea usted por quién estuvo a
punto de enemistarse con su padre y perder su cariño, me dirá que he hecho bien en
venir a buscarlo y me bendecirá. Vamos, te marcharás, ¿verdad, Armand?
Sentía que mi padre tenía razón hablando de cualquier mujer, pero estaba convencido
de que no tenía razón hablando de Marguerite. Sin embargo el tono en que me había
dicho sus últimas palabras era tan dulce, tan suplicante, que no me atrevía a responderle.
––Bueno, ¿qué? ––dijo con voz emocionada.
––Bueno, pues no puedo prometerle nada, padre ––dije al fin––. Lo que me pide está
por encima de mis fuerzas. Créame ––continué, al ver que hacía un movimiento de
impaciencia––, exagera usted los resultados de esta relación. Marguerite no es la chica
que usted cree. Este amor, lejos de lanzarme por el mal camino, es por el contrario
capaz de desarrollar en mí los más honorables sentimientos. El amor verdadero siempre
nos hace mejores; cualquiera que sea la mujer que lo inspira. Si conociera usted a
Marguerite, comprendería que no me expongo a nada. Es tan noble como la mujer más
noble. Todo lo que hay de codicia en las otras es desinterés en ella.
––Lo que no le impide aceptar toda su fortuna, pues los sesenta mil francos que usted
heredó de su madre y que ahora le da a ella constituyen, recuerde bien lo que le digo, su
única fortuna.
Probablemente mi padre había guardado esta perorata y aquella amenaza para
asestarme el último golpe.
Pero sus amenazas me envalentonaron más que sus súplicas.
–– ¿Quién le ha dicho que iba a cederle esa cantidad?
––Mi notario. ¿Un hombre honrado iba a realizar un acto así sin avisarme? Bien, pues
he venido a París para impedir su ruina en favor de una chica cualquiera. Su madre, al
morir, le dejó para vivir honradamente, pero no para andar haciendo generosidades con
sus amantes.
––Le juro, padre, que Marguerite ignoraba _esa donación.
–– ¿Entonces por qué la hacía?
––Porque Marguerite, esa mujer que usted calumnia y que quiere que abandone, ha
sacrificado todo lo que posee para vivir conmigo.
–– ¿Y acepta usted ese sacrificio? ¿Pero qué clase de hombre es usted, señor mío, para
permitir que una señorita Marguerite le sacrifique nada? Vamos, esto ya es el colmo. Va
a dejar usted a esa mujer. Hace un momento se lo rogaba, ahora se lo ordeno; no quiero
semejante porquería en mi famffia. Haga sus maletas y dispóngase a seguirme.
––Perdóneme, padre ––dije entonces––, pero no me marcharé.
–– ¿Por qué?
––Porque ya no tengo edad de obedecer órdenes.
Ante aquella respuesta mi padre palideció.
––Está bien, señor ––repuso––; ya sé lo que tengo que hacer.
Llamó.
Joseph apareció.
––Que lleven mis maletas al hotel París ––dijo a mi criado. Y al mismo tiempo pasó a
su habitación, donde acabó de vestirse.
Cuando volvió a aparecer, fui a su encuentro.
––Padre ––le dije––, prométame que no hará nada que pueda hacer sufrir a Marguerite.
Mi padre se detuvo, me miró con desdén y se limitó a responder:
––Creo que está usted loco.
Y dicho esto, salió cerrando violentamente la puerta detrás de él.
También yo bajé, tomé un cabriolé y salí hacia Bougival.
Marguerite me esperaba a la ventana.
XXI
–– ¡Por fin! ––gritó, echándome los brazos al cuello––. ¡Ya estás aquí! ¡Qué pálido
estás!
Entonces le conté la escena con mi padre.
–– ¡Oh, Dios mío! Lo sospechaba ––dijo––. Cuando Joseph vino a anunciarnos la
llegada de tu padre, me sobresalté como ante la noticia de una desgracia. ¡Pobre amigo
mío! Y soy yo la causante de todas estas penas. Quizá sería mejor que me dejaras y que
no te enemistaras con tu padre. Sin embargo yo no he hecho nada, Vivimos muy
tranquilos y vamos a vivir más tranquilos aún. El sabe de sobra que necesitas tener una
amante, y debería estar contento de que sea yo, puesto que te amo y no ambiciono nada
que tu posición no te permita. ¿Le has dicho los planes que hemos hecho para el futuro?
––Sí, y eso es lo que más le ha irritado, pues ha visto en esa determinación la prueba
de nuestro amor mutuo.
–– ¿Entonces qué vamos a hacer?
––Seguir juntos, mi buena Marguerite, y dejar pasar esta tormenta.
–– ¿Pasará?
––Tendrá que pasar.
–– ¿Y si tu padre no se conforma con eso?
–– ¿Qué quieres que haga?
–– ¿Y qué sé yo? Todo lo que un padre es capaz de hacer para que su hijo lo obedezca.
Te recordará mi vida pasada y quizá me haga el honor de inventar alguna nueva historia
para que me abandones.
––Bien sabes que te quiero.
––Sí, pero también sé que antes o después uno tiene que obedecer a su padre, y quizá
acabarás por dejarte convencer.
––No, Marguerite, soy yo quien va a convencerlo a él. Han sido los chismorreos de
algún amigo suyo los que lo han hecho enfadarse de ese modo; pero él es bueno, es
justo, y se volverá atrás de su primera impresión. Además, al fin y al cabo, ¡qué me
importa!
––No digas eso, Armand; preferiría cualquier cosa antes de permitir que crean que yo
te indispongo con tu familia; deja pasar este día y mañana vuelve a París. Tu padre
habrá reflexionado por su lado como tú por el tuyo, y quizá os entendáis mejor. No
vayas en contra de sus principios, simula hacer algunas concesiones a sus deseos;
aparenta que no tienes tanto interés por mí, y dejará las cosas como están. Ten
esperanza, amigo mío, y estate seguro de una cosa, y es que, suceda lo que suceda, tu
Marguerite será siempre tuya.
–– ¿Me lo juras?
–– ¿Necesito jurártelo?
¡Qué dulce es dejarse persuadir por la voz que amamos! Marguerite y yo pasamos todo
el día repitiéndonos nuestros proyectos, como si hubiéramos comprendido la necesidad
de realizarlos más de prisa. A cada minuto esperábamos algún acontecimiento, pero por
suerte el día pasó sin traemos nada nuevo.
Al día siguiente, a las diez, me marché y llegué al hotel a mediodía.
Mi padre había salido ya.
Volví a mi casa, esperando que quizá hubiera ido allí. No había ido nadie. Fui a casa
de mi notario. ¡Nadie!
Volví al hotel y esperé hasta las seis. El señor Duval no volvió.
Tomé otra vez el camino de Bougival.
Encontré a Marguerite, no aguardándome como el día anterior, sino sentada al lado del
fuego que ya estaba pidiendo la estación.
Estaba lo suficientemente sumida en sus reflexiones para dejarme acercar a su sillón
sin oírme y sin volverse. Cuando posé mis labios en su frente, se estremeció como si
aquel beso la hubiera despertado sobresaltada.
––Me has dado un susto ––dijo––. ¿Y tu padre?
––No lo he visto. No sé qué quiere decir esto. No lo he encontrado ni en su hotel ni en
ninguno de los lugares donde había posibilidad de que estuviera.
––Vamos, será cosa de empezar mañana otra vez.
––Me están dando ganas de esperar a que me llame. Creo que ya he hecho todo lo que
tenía que hacer.
––No, amigo mío, no es bastante; tienes que volver a ver a tu padre, sobre todo
mañana.
–– ¿Por qué mejor mañana que otro día?
––Porque ––dijo Marguerite, que pareció enrojecer un poco ante aquella pregunta––,
porque la insistencia por tu parte le parecerá más viva, y con ello obtendremos antes el
perdón.
Todo el resto del día Marguerite estuvo preoçupada, distraída, triste. Me veía obligado
a repetirle dos veces lo que le decía para obtener una respuesta. Achacó aquella
preocupación a los temores que le inspiraban para el futuro los acontecimientos
acaecidos en los dos últimos días.
Pasé la noche tranquilizándola, y al día siguiente me hizo marchar con una insistente
inquietud que yo no lograba explicarme.
Como el día anterior, mi padre estaba ausente; pero, al salir, me había dejado esta
carta:
«Si vuelve a verme hoy, espéreme hasta las cuatro; si a las cuatro no he regresado,
vuelva mañana para cenar conmigo: tengo que hablar con usted.»
«Armand, cuando lea esta carta, ya seré la amante de otro hombre. Así que todo ha
terminado entre nosotros.
Vuelva con su padre, amigo mío, vaya a ver a su hermana, joven casta, ignorante de
todas nuestras miserias, y a su lado olvidará muy pronto todo lo que le haya hecho sufrir
esa perdida que llaman Marguerite Gautier, a quien quiso usted amar por un instante y
que le debe a usted los únicos momentos felices de una vida que ella espera que ya no
será larga.»
Cuando hube leído la última palabra, creí que iba a volverme loco.
Por un momento tuve realmente miedo de caer sobre el pavimento de la calle. Una
nube me pasó por los ojos y la sangre me golpeaba en las sienes.
Al fin me repose un poco, miré a mi alrededor, totalmente asombrado de ver que la
vida de los demás continuaba sin detenerse ante mi desgracia.
No era lo suficientemente fuerte para soportar yo solo el golpe que me daba
Marguerite.
Entonces me acordé de que mi padre estaba en la misma ciudad que yo, que en diez
minutos podía estar a su lado, y que, cualquiera que fuese la causa de mi dolor, él la
compartiría.
Corrí como un loco, como un ladrón, hasta el hotel de Paris: encontré la llave puesta
en la puerta de la habitación de mi padre. Entré.
Estaba leyendo.
A juzgar por el poco asombro que mostró al verme aparecer, hubiérase dicho que me
esperaba.
Me precipité en sus brazos sin decide una palabra, le di la carta de Marguerite y,
dejándome caer delante de su cama, lloré a lágrima viva.
XXIII
Cuando todas las cosas de la vida volvieron a recobrar su curso, no podía creer que el
día que despuntaba no sería para mí semejante a los que lo precedieron. Había
momentos en que me figuraba que alguna circunstancia que no podía recordar me había
hecho pasar la noche fuera de casa de Marguerite, pero que, si volvía a Bougival, la
encontraría preocupada, como yo lo había estado, y me preguntaría qué había podido
retenerme lejos de ella.
Cuando la existencia ha contraído un hábito como el del amor, Y parece imposible que
ese hábito pueda romperse sin quebrar al mismo tiempo todos los resortes de la vida.
Así que me veía obligado a releer de cuando en cuando la carta de Marguerite, para
convencerme de que no había soñado.
Mi cuerpo, al sucumbir bajo la sacudida moral, era incapaz de hacer un movimiento.
La inquietud, la caminata de la noche y la noticia de la mañana me habían agotado. Mi
padre aprovechó aquella postración total de mis fuerzas para pedirme la promesa formal
de irme con él.
Prometí todo lo que quiso. Era incapaz de mantener una discusión y necesitaba un
afecto verdadero que me ayudara a vivir después de lo que acababa de ocurrir.
Me sentía muy dichoso de que mi padre se dignara consolarme de tamaña
pesadumbre.
Todo lo que recuerdo es que aquel día, hacia las cinco, me hizo subir con él en una
silla de posta . Sin decirme nada, había mandado que preparasen mis maletas, que las
colocasen con las suyas detrás del coche, y me llevó con él.
No me di cuenta de lo que hacía hasta que la ciudad hubo desaparecido y la soledad de
la carretera me recordó el vacío de mi corazón.
Y otra vez se me saltaron las lágrimas.
Mi padre comprendió que ninguna palabra, ni siquiera suya, me consolaría, y me dejó
llorar sin decir nada, contentándose con estrecharme la mano alguna vez, como para
recordarme que tenía un amigo a mi lado.
Por la noche dormí un poco. Soñé con Marguerite.
Me desperté sobresaltado, sin comprender por qué estaba en un coche.
Luego la realidad volvió a mi mente y dejé caer la cabeza sobre el pecho.
No me atrevía a hablar con mi padre; seguía temiendo que me dijera: « ¿Ves como
tenía razón cuando negaba el amor de esa mujer?»
Pero no abusó de su ventaja, y llegamos a C... sin que me dijera más que palabras
completamente ajenas al acontecimiento que me había hecho partir.
Al besar a mi hermana, recordé las palabras de la carta de Marguerite que se referían a
ella, pero comprendí en seguida que, por buena que fuese, mi hermana sería insuficiente
para hacerme olvidar a mi amante.
Habían levantado la veda de caza, y mi padre pensó que me serviría de distracción. Así
que organizó partidas de caza con vecinos y amigos. Yo iba a ellas sin repugnancia,
pero sin entusiasmo, con esa especie de apatía que caracterizaba todas mis acciones
desde mi partida.
Cazábamos al ojeo. Me ponían en mi puesto. Yo colocaba la escopeta descargada a mi
lado y soñaba.
Miraba pasar las nubes. Dejaba que mi pensamiento vagara por las llanuras solitarias,
y de cuando en cuando oía que algún cazador me llamaba, señalándome una liebre a
diez pasos de mí.
Ninguno de aquellos detalles se le escapaba a mi padre, y no se dejaba engañar por mi
calma exterior. Comprendía perfectamente que, por más abatido que estuviese, mi
corazón tendría cualquier día una reacción terrible, peligrosa quizá, y, mientras evitaba
cuidadosamente parecer que intentaba consolarme, hacía todo lo posible por distraerme.
Mi hermana, naturalmente, no estaba en el secreto de todos aquellos acontecimientos,
y así no se explicaba por qué yo, tan alegre antes, me había vuelto de repente tan
pensativo y tan triste.
A veces, sorprendido en medio de mi tristeza por la mirada inquieta de mi padre, le
tendía la mano y estrechaba la suya como s pidiéndole tácitamente perdón por el daño
que sin querer le hacía.
Así pasó un mes, pero fue todo lo que pude soportar.
El recuerdo de Marguerite me perseguía sin cesar. Había amado y amaba demasiado a
aquella mujer para que pudiera hacérseme indiferente de improviso. Era preciso que la
amara o que la odiase. Sobre todo era preciso que, cualquiera que fuese el sentimiento
que experimentara por ella, volviera a verla, y en seguida.
Ese deseo penetró en mi ánimo y se asentó con toda la violencia de la voluntad que al
fin reaparece en un cuerpo inerte desde hace mucho tiempo.
Me hacía falta Marguerite, pero no en el futuro, dentro de un mes, dentro de ocho días;
me hacía falta al día siguiente de aquel en que se me había ocurrido la idea; y fui a
decirle a mi padre que tenía que dejarlo, pues unos asuntos reclamaban mi presencia en
París, pero que volvería en seguida.
Sin duda adivinó el motivo que me empujaba a marcharme, pues insistió para que me
quedase; pero, viendo que el incumplimiento de aquel deseo, en el estado irritable en
que me hallaba, podría tener fatales consecuencias para mí, me abrazó y me rogó, casi
con lágrimas, que volviera pronto a su lado.
No dormí hasta no haber llegado a Paris.
Una vez allí, ¿qué iba a hacer? No lo sabía. Pero ante todo tenía que ocuparme de
Marguerite.
Fui a mi casa a cambiarme y, como hacía bueno y aún era buena hora, me dirigí a los
Campos Elíseos.
Al cabo de media hora vi. venir de lejos, desde la glorieta a la plaza de la Concorde, el
coche de Marguerite.
Había recuperado sus caballos, pues el coche era el mismo de antes; sólo que ella no
iba dentro.
Apenas había notado su ausencia, cuando, al volver los ojos a mi alrededor, vi a
Marguerite que bajaba a pie, acompañada de una mujer que no había visto hasta
entonces.
Al pasar a mi lado palideció, y una sonrisa nerviosa crispó sus labios. Por lo que a mí
respecta, un violento latido de corazón conmovió mi pecho; pero conseguí dar una
expresión fría a mi rostro y saludé fríamente a mi ex amante, que llegó casi al instante a
su coche, al que subió con su amiga.
Yo conocía a Marguerite. Mi encuentro inesperado debió de trastornarla. Sin duda se
había enterado de mi marcha, que la había tranquilizado sobre las consecuencias de
nuestra ruptura; pero, al verme volver, al encontrarse cara a cara conmigo, pálido como
estaba, comprendió que mi vuelta tenía un objetivo, y debió de preguntarse lo que iba a
suceder.
Si hubiera encontrado a Marguerite desgraciada; si, para vengarme de ella, hubiera
podido ir en su ayuda, quizá la habría perdonado, y desde luego no habría pensado en
hacerle daño; pero la encontré feliz, al menos en apariencia; otro le había devuelto el
lujo que yo no pude mantenerle; nuestra ruptura, que había partido de ella, adquiría por
consiguiente el carácter del más bajo interés; me sentía humillado en mi amor propio lo
mismo que en mi amor, y necesariamente tenía que pagar lo que yo había sufrido.
No podía quedarme indiferente ante lo que hacía aquella mujer; por consiguiente lo
que más daño le haría sería mi indiferencia; había, pues, que fingir tal sentimiento no
sólo a sus ojos, sino a los ojos de los demás.
Intenté poner cara sonriente y me dirigí a casa de Prudence.
La doncella fue a anunciarme y me hizo esperar unos instantes en el salón.
Al fin apareció la señora Duvernoy y me introdujo en su gabinete; en el momento en
que me sentaba oí abrir la puerta del salón, y un paso ligero hizo crujir el parquet; luego
alguien cerró violentamente la puerta del rellano.
–– ¿La molesto? ––pregunté a Prudence.
––En absoluto. Estaba aquí Marguerite. Cuando ha oído anunciarlo a usted, ha huido:
era ella la que acaba de salir.
–– ¿Es que ahora le doy miedo?
––No, pero teme que le resulte a usted desagradable volver a verla.
–– ¿Y por qué? ––dije, haciendo un esfuerzo por respirar libremente, pues la emoción
me ahogaba––. La pobre chica me ha dejado para recobrar su coche, sus muebles y sus
diamantes: ha hecho bien, y no tengo por qué guardarle rencor. Me he encontrado hoy
con ella ––continué con negligencia.
–– ¿Dónde? ––dijo Prudence, que no dejaba de mirarme y parecía preguntarse si aquel
hombre era realmente el que ella había conocido tan enamorado. .
En los Campos Elíseos. Estaba con otra mujer muy bonita. ¿Quién es esa mujer?
–– ¿Cómo es?
––Rubia, delgada, con tirabuzones; ojos azules y muy elegante.
–– ¡Ah, es Olympe! Una chica muy bonita, efectivamente.
–– ¿Con quién vive?
––Con nadie, con todo el mundo.
–– ¿Y dónde vive?
––En la calle Tronchet, n °... Ah, ¿pero quiere usted hacerle la corte?
––Quién sabe lo que puede pasar.
–– ¿Y Marguerité?
––Decide que ya no pienso en ella en absoluto sería mentir; pero soy de esos hombres
para quienes cuenta mucho la forma de romper. Y Marguerite me ha despedido de una
forma tan ligera, que me parece que he sido un grande majadero por haber estado tan
enamorado como lo estuve, pues la verdad es que he estado muy enamorado de esa
chica.
Imagínese en qué tono intenté decir aquellas cosas: el agua me corría por la frente.
––Mire, ella lo quería de verdad y aún lo sigue queriendo: la prueba es que, después de
haberse encontrado hoy con usted, ha venido a contármelo en seguida. Al llegar, estaba
temblando de arriba abajo, casi hasta encontrarse mal.
––Bueno, ¿y qué le ha dicho? '
––Me ha dicho: «Sin duda vendrá a verla», y me ha rogado que implore su perdón.
––Está perdonada, puede decírselo. Es una buena chica, pero es una chica... cualquiera;
y lo que me ha hecho debía esperármelo. Hasta le agradezco su resolución, pues hoy 'me
pregunto adónde nos hubiera llevado mi idea de vivir siempre con ella. Era una locura.
––Estará muy contenta de saber que se ha resignado usted ante la necesidad en que ella
se encontraba. Ya era hora de que lo dejara a usted, querido. Ese granuja del negociante
a quien le propuso vender su mobiliario fue a ver a sus acreedores para preguntarles
cuánto les debía ella; éstos tuvieron miedo, y ya iban a subastarlo todo dentro de dos
días.
–– ¿Y ahora está pagado?
––Más o menos.
–– ¿Y quién ha provisto de fondos?
––El conde de N... ¡Ah, querido! Hay para esto hombres hechos que ni de encargo. En
una palabra, ha dado veinte mil francos; pero ha conseguido sus fines. Sabe
perfectamente que Marguerite no está enamorada de él, lo que no le impide ser muy
amable con ella. Ya ha visto usted: ha recuperado sus caballos, le ha desempeñado las
joyas y le da tanto dinero como le daba el duque; si ella quiere vivir tranquilamente, ese
hombre seguirá con ella mucho tiempo.
–– ¿Y qué hace ella? ¿Vive todo el tiempo en París?
––No ha querido volver a Bougival después de que se marchó usted. He sido yo quien
ha ido a buscar todas sus cosas a incluso las de usted, con las que he hecho un paquete
que puede usted mandar a recoger aquí. Está todo, excepto una carterita con sus
iniciales. Marguerite quiso conservarla y la time en su casa. Si le interesa, se la pediré.
––Que se quede con ella ––balbucí, pues sentía que las lágrimas se me agolpaban del
corazón a los ojos al recuerdo de aquel pueblecito donde yo había sido tan feliz, y a la
idea de que Marguerite tenía interés en quedarse con una coca mía que la haría
recordarme.
Si hubiera entrado en aquel momento, mis resoluciones de venganza habían
desaparecido y habría caído a sus pies.
––Por lo demás ––prosiguió Prudence––, nunca la he visto como ahora: casi no
duerme, recorre los bailes, cena, hasta se achispa. Últimamente, después de una cena, ha
estado ocho días en la cama; y, en cuanto el médico la ha permitido levantarse, ha
vuelto a empezar aun a riesgo de morir. ¿Va a ir a verla?
–– ¿Para qué? He venido a verla a usted, porque usted ha estado siempre encantadora
conmigo y la conocía antes de conocer a Marguerite. A usted le debo haber sido su
amante, como le debo a usted no serlo ya, ¿no es así?
––Yo he hecho todo lo que he podido para que ella lo dejase, ¡qué caramba!, y creo
que más tarde no me guardará usted rencor por ello.
––Le estoy doblemente agradecido ––, añadí, levantándome pues empezaba a
asquearme de esa mujer, al ver cómo se toman en serio todo lo que le decía.
–– ¿Se va usted?
––Sí.
Ya sabía bastante.
–– ¿Cuándo volveremos a verlo?
––Pronto. Adiós.
––Adiós.
Prudence me condujo hasta la puerta, y volví a mi casa con lágrimas de había en los
ojos y un deseo de venganza en el corazón.
Así que, decididamente, Marguerite era una chica más; así que aquel amor profundo
que sentía por mí no había podido luchar contra el deseo de reemprender su vida pasada
y contra la necesidad de tener un coche y organizar orgías.
Eso es lo que me decía yo en medio de mis insomnios, mientras que, si hubiera
reflexionado tan fríamente como aparentaba habría visto en aquella nueva existencia
ruidosa de Marguerite la' esperanza que tenía de poder acallar un pensamiento continuo,
un recuerdo incesante.
Por desgracia, la mala pasión me dominaba, y sólo estaba buscando un medio de
torturar a aquella pobre criatura.
¡Oh, y qué pequeño y qué vil es el hombre cuando le hieren en alguna de sus
mezquinas pasiones!
Aquella Olympe con quien yo la había visto era, si no amiga de, Marguerite, por lo
menos la que más frecuentemente salía con ella desde que volvió a París. Iba a dar un
bade y, suponiendo que Marguerite asistiría, busqué el modo de hacerme con una
invitación y la conseguí.
Cuando, lleno de mis dolorosas emociones, llegué al bade, estaba ya muy animado.
Bailaban, gritaban incluso, y, en una de las contradanzas, descubrí a Marguerite
bailando con el conde de N..., el cual parecía muy orgulloso de exhibirla y parecía decir
a todo el mundo:
–– ¡Esta mujer es mía!
Fui a apoyarme en la chimenea, justo frente a Marguerite, y miraba cómo bailaba.
Apenas me descubrió, se turbó. La vi. y la saludé distraídamente con la mano y con los
ojos.
Cuando pensaba que después del baje no se iría conmigo, sino con aquel rico imbécil;
cuando me imaginaba lo que verosímilmente seguiría a su regreso a casa de ella, la
sangre se me subía al rostro y experimentaba la necesidad de turbar sus amores.
Después de la contradanza fui a saludar a la dueña de la casa, que exponía ante los ojos
de los invitados unos hombros magníficos y la mitad de una pechera resplandeciente.
Aquella chica era hermosa, y, desde el punto de vista de las formas, más hermosa que
Marguerite. Lo comprendí mejor aún por ciertas miradas que echó a Olympe mientras
hablaba con ella. El hombre que fuese amante de aquella mujer podría estar tan
orgulloso como lo estaba el señor de N..., y ella era lo suficientemente hermosa para
inspirar una pasión igual a la que me había inspirado Marguerite.
Por aquella época no tenía amante. No sería difícil llegar a serlo. El toque estaba en
mostrar bastante oro para llamar la atención.
Mi decisión estaba tomada. Aquella mujer sería mi amante.
Empecé mi papel de pretendiente bailando con Olympe.
Media hors después Marguerite, pálida como una muerta, se ponía el abrigo y
abandonaba el baile.
XXIV
Ya era algo, pero no era bastante. Comprendía el ascendiente que tenía sobre aquella
mujer y abusaba de él cobardemente.
Cuando pienso que ahora está muerta, me pregunto si Dios me perdonará un día todo
el daño que le hice.
Después de la cena, que fue de las más ruidosas, nos pusimos a jugar.
Me senté al lado de Olympe y aventuré mi dinero con tanta osadía, que no pudo menos
de prestar atención a ello. En ir momento gané ciento cincuenta o doscientos luises, que
extendí ante mí y en los que ella fijaba sus ojos ardientes.
Yo era el único que no se preocupaba del juego en absoluto que se ocupaba de ella.
Seguí ganando todo el resto de la noche, fui yo quien le dio dinero para jugar, pues ella
perdió todo lo quo tenía encima y probablemente en casa.
A las cinco de la mañana nos marchamos.
Yo iba ganando trescientos luises.
Todos los jugadores estaban ya abajo; sólo yo me quedé detrás sin que se dieran
cuenta, pues no era amigo de ninguno d aquellos caballeros. '
La misma Olympe alumbraba la escalera, y ya iba a bajar y vi como los otros, cuando,
volviéndome hacia ella, le dije:
––Tengo que hablar con usted.
––Mañana ––me dijo.
––No, ahora.
–– ¿Qué tiene que decirme?
––Ya lo verá.
Y volví a entrar en el piso.
––Ha perdido usted ––le dije.
––Sí.
–– ¿Todo lo que tenía en casa?
Vaciló.
––Sea franca.
––Bueno, pues es verdad.
––Yo he ganado trescientos luises: ahí' los tiene, si me permite quedarme aquí.
Y al mismo tiempo arrojé el oro encima de la mesa.
–– ¿Y por qué esta proposición?
–– ¡Porque me gusta usted, pardiez!
––No; lo que pasa es que está usted enamorado de Marguerite y quiere vengarse de
ella convirtiéndose en mi amante. A una mujer como yo no se la puede engañar, amigo
mío. Por desgracia, soy aún demasiado joven y hermosa para aceptar el papel que me
propone.
––Así que ¿se niega usted?
––Sí.
–– ¿Prefiere amarme por nada? Soy yo quien no aceptaría entonces. Reflexione,
querida Olympe; si yo le hubiera enviado una persona cualquiera a ofrecerle estos
trescientos luises de mi parte con las condiciones que pongo, usted habría aceptado. He
preferido tratarlo directamente con usted. Acepte sin buscar las causas que me impulsan
a actuar; dígase que es usted guapa y que no hay nada de sorprendente en que yo esté
enamorado de usted.
Marguerite era una entretenida como Olympe, y sin embargo nunca me hubiera
atrevido a decirle, la primera vez que la vi, lo que acababa de decirle a aquella mujer. Es
que yo amaba a Marguerite, es que había adivinado en ella unos instintos que a esta otra
criatura le faltaban, y en el mismo momento en que proponía aquel trato, pese a su
extremada belleza, aquella con quien iba a cerrarlo me daba asco.
Por supuesto acabó por aceptar, y a mediodía salí de su casa convertido en su amante:
pero abandoné su lecho sin llevarme el recuerdo de las caricias y de las palabras de
amor que ella se creyó obligada a prodigarme a cambio de los seis mil francos que le
dejaba.
Y sin embargo había quien se había arruinado por aquella mujer.
Desde aquel día hice sufrir a Marguerite una persecución constante. Olympe y ella
dejaron de verse, y ya comprenderá usted fácilmente por qué. Regalé a mi nueva amante
un coche y joyas; jugaba; en fin, hice todas las locuras propias de un hombre enamorado
de una mujer como Olympe. El rumor de mi nueva pasión se extendió inmediatamente.
Hasta Prudence se dejó engañar y acabó por creer que había olvidado completamente a
Marguerite. Esta, bien porque hubiese adivinado el motivo que me impulsaba a obrar,
bien porque se equivocara como los demás, respondió con gran dignidad a las heridas
que le causaba todos los días. Sólo que ella parecía sufrir; pues, en todas las panes
donde me la encontraba, siempre la veía cada vez más pálida, cada vez más triste. Mi
amor por ella, exaltado hasta tal punto que se creía convertido en odio, se regocijaba a la
vista de aquel dolor cotidiano. Muchas veces, en circunstancias en que fui de una
crueldad infame, Marguerite elevó hacia mí miradas tan suplicantes, que enrojecí por el
papel que estaba haciendo, y estuve a punto de pedirle perdón.
Pero aquellos arrepentimientos tenían la duración del relámpago, y Olympe, que había
acabado por dejar de lado toda clase de amor propio y por comprender que haciendo
daño a Marguerite obtendría de mí lo que quisiera, me incitaba sin cesar contra ella y la
insultaba siempre que se le presentaba la ocasión, con esa persistencia cobarde de la
mujer autorizada por un hombre.
Marguerite acabó por no ir más al baile ni al teatro, por miedo a encontrarse con
Olympe y conmigo. Entonces las camas anónimas sucedieron a las impertinencias
directas, y no había cosa alguna vergonzosa sobre Marguerite que no animase yo a
contar a mi amante o que no contara yo mismo.
Había que estar loco para llegar hasta ahí. Yo estaba como un hombre que, habiéndose
emborrachado con vino malo, cae en una de esas exaltaciones nerviosas en que la mano
es capaz de cometer un crimen sin que el pensamiento intervenga para nada. En medio
de todo aquello, yo sufría un martirio. La calma sin desdén, la dignidad sin desprecio
con que Marguerite respondía a todos mis ataques y que a mis propios ojos la hacían
superior a mí, me irritaban aún más contra ella.
Una noche Olympe no sé dónde fue y se encontró con Marguerite, que aquella vez no
condescendió con la estúpida chica que la insultaba, hasta el punto de que ésta se vio
obligada a ceder el sitio. Olympe volvió furiosa, y a Marguerite se la llevaron
desmayada.
Al volver, Olympe me contó lo que había pasado, me dijo que Marguerite, al verla
sola, quiso vengarse de que fuera mi amante, y que yo tenía que escribirle diciéndole
que respetase a la mujer que amaba, tanto si estaba yo presente como si no.
No necesito decirle que accedí y que le puse en aquella epístola, que envié a su
dirección el mismo día, todo lo más amargo, vergonzoso y cruel que pude encontrar.
Esta vez el golpe había sido demasiado fuerte para que la desgraciada pudiera
soportarlo sin decir nada.
No dudaba de que me llegaría una respuesta; así que decidí no salir de casa en todo el
día.
Hacia las dos llamaron, y vi entrar a Prudence.
Intenté adoptar un aire indiferente para preguntarle a qué debía su visita; pero aquel día
la señora Duvernoy no estaba risueña y, en un tono seriamente conmovido, me dijo que
desde mi regreso, es decir, desde hacía unas tres semanas, no había dejado escapar una
ocasión de hacer sufrir a Marguerite; que estaba enferma, y que la escena del día
anterior y mi carta de por la mañana la habían postrado en el lecho.
En una palabra, sin hacerme reproches, Marguerite enviaba a pedirme gracia,
diciéndome que ya no le quedaba fuerza físicas ni moral para soportar lo que le hacía.
––La señorita Gautier ––dije a Prudence–– está en su derecho al despedirme de su
casa; pero que insulte a la mujer que amo, so pretexto de que esa mujer es mi amante,
no lo permitiré jamás.
––Amigo mío ––me dijo Prudence––, está usted sufriendo la influencia de una chica
sin corazón ni entendimiento; es verdad que está usted enamorado de ella, pero ésa no
es una razón para andar torturando a una mujer que no puede defenderse.
––Que la señorita Gautier me envíe a su conde de N... y quedará igualada la partida.
––Bien sabe usted que no lo hará. Así que, querido Armand, déjela tranquila; si la
viera usted, le daría vergüenza su forma de comportarse con ella. Está pálida, tose, y ya
no llegará muy lejos.
Y Prudence me tendió la mano, añadiendo:
––Vaya a verla, su visita la hará muy feliz.
––No tengo ganas de encontrarme con el señor de N...
––El señor de N... no está nunca en su casa. Ella no puede soportarlo.
––El a Marguerite le interesa verme, sabe dónde vivo; que venga. Lo que es yo, no
pondré los pies en la calle de Antin.
–– ¿La recibirá usted bien?
––Perfectamente.
––Bueno, pues estoy segura de que vendrá.
––Que venga.
–– ¿Va a salir hoy?
––Estaré en casa toda la noche.
––Voy a decírselo.
Prudence se marchó.
Ni siquiera escribí a Olympe que no iría a verla. No me molestaba por aquella chica.
Apenas si pasaba con ella una noche por semana. Creo que se consolaba con un actor de
no sé qué teatro del bulevar.
Salí a cenar y regresé casi inmediatamente. Mandé encender fuego en todas partes y
dije a Joseph que se fuera.
No podría darle cuenta de las diversas impresiones que me agitaron durante una hors
de espera: pero, cuando hacia las nueve oí llamar, se resumieron en una emoción cal,
que al ir a abrir la. puerta me vi obligado a apoyarme contra la pared para no caer.
Por suerte la antesala estaba en semipenumbra, y era menos visible la alteración de mis
facciones.
Entró Marguerite.
Iba toda vestida de negro y con velo. Apenas si reconocí í su rostro bajo el encaje.
Pasó al salón y se levantó el velo.
Estaba pálida como el mármol.
––Aquí estoy, Armand ––––dijo––. Deseaba usted verme y he venido.
Y, dejando caer la cabeza entre las manos, se deshizo en lágrimas.
Me acerqué a ella.
–– ¿Qué le pasa? ––le dije con voz alterada.
Me estrechó la mano sin responderme, pues las lágrimas velaban aún su voz. Pero
unos instantes después, habiendo recobrado un poco de calma, me dijo:
––Me ha hecho usted mucho daño, Armand, y yo no le he hecho nada.
–– ¿Nada? ––repliqué con una amarga sonrisa.
––Nada que las circunstancias no me hayan obligado a hacerle.
No sé si en toda su vida habrá experimentado o experimentará usted alguna vez lo que
sentía yo en presencia de Marguerite.
La última vez que vino a mi casa se sentó en el mismo sitio en que acababa de
sentarse; sólo que después de aquella época ella había sido la amante de otro; otros
besos distintos de los míos habían tocado sus labios, hacia los que sin querer tendían los
míos, y sin embargo sentía que quería a aquella mujer tanto o quizá más que nunca la
había querido.
No obstante, me resultaba difícil entablar conversación sobre el asunto que la traía.
Marguerite lo comprendió sin duda, pues prosiguió:
––Vengo a molestarlo, Armand, porque tengo que pedirle dos cosas: perdón por lo que
dije ayer a la señorita Olympe, y gracia para lo que quizá está dispuesto a hacerme
todavía. Voluntariamente o no, desde su regreso me ha hecho usted tanto daño, que
ahora sería incapaz de soportar la cuarta parte de las emociones que he soportado hasta
esta mañana. Tendrá usted piedad de mí, ¿verdad?, y comprenderá que para un hombre
de corazón hay cosas más nobles que hacer que vengarse de una mujer enferma y triste
como yo. Mire, coja mi mano. Tengo fiebre, me he levantado para venir a pedirle no su
amistad, sino su indiferencia.
En efecto, cogí la mano de Marguerite. Estaba ardiendo, y la pobre mujer se
estremecía bajo su abrigo de terciopelo.
Arrastré al lado del fuego el sillón en que estaba sentada.
–– ¿Cree que yo no sufrí ––repuse–– la noche en que, después de haberla esperado en
el campo, vine a buscarla a París, donde no encontré más que aquella carts que estuvo a
punto de volverme loco? ¡Cómo pudo engañarme, Marguerite, a mí que tanto la quería!
––No hablemos de eso, Armand; no he venido a hablar de ello. He querido verlo no
como enemigo, eso es todo, y he querido estrecharle la mano una vez más. Tiene usted
una amante joven, bonita, y según dicen la ama: sea feliz con ella y olvídeme.
–– ¿Y usted? Sin duda es usted feliz
–– ¿Tengo cara de mujer feliz, Armand? No se burle de mi dolor, usted que sabe mejor
que nadie cuál es su causa y su alcance.
––Sólo de usted dependía no ser nunca desgraciada, si es que lo es como dice.
––No, amigo mío, no; las circunstancias han sido más fuertes que mi voluntad. No he
obedecido a mis instintos de chica de la calle, como usted parece decir, sino a una
necesidad seria y a razones que usted sabrá algún día y que entonces harán que me
perdone.
–– ¿Por qué no me dice hoy qué razones son ésas?
––Porque no restablecerían un acercamiento, imposible entre nosotros, y quizá lo
alejarían a usted de personas de quienes no debe alejarse.
–– ¿Quiénes son esas personas?
––No puedo decírselo.
––Entonces es que miente.
Marguerite sé levantó y, se dirigió hacia la puerta.
Yo no podía asistir a aquel mudo y expresivo dolor sin conmoverme, al comparar
interiormente a aquella mujer pálida y llorosa con la chica alocada que se había burlado
de mí en la Opera Cómica.
––No se irá ––dije, poniéndome delante de la puerta.
–– ¿Por qué?
––Porque, a pesar de lo que me has hecho, te sigo queriendo y quiero que te quedes
aquí.
––Para echarme mañana, ¿no es eso? ¡No, es imposible! Nuestros dos destinos se han
separado: no intentemos unirlos de nuevo. Quizá me despreciaría usted, mientras que
ahora sólo puede odiarme.
––No, Marguerite ––grité, sintiendo despertarse todo mi amor y mis deseos al contacto
con aquella mujer––. No, lo olvidaré todo y seremos tan felices como nos habíamos
prometido serlo.
Marguerite sacudió la cabeza en señal de duda y dijo:
–– ¿No soy su esclava, su perro? Haga conmigo lo que quiera; tómeme, soy suya.
Y, quitándose el abrigo y el sombrero, los arrojó sobre el canapé y empezó a
desabrocharse bruscamente el corpiño de su vestido, pues, por una de eras reacciones
tan frecuentes en su enfermedad, la sangre se le agolpaba del corazón a la cabeza y la
ahogaba.
Siguió una tos seca y ronca.
––Mande a decir a mi cochero ––prosiguió–– que se lleve el coche.
Bajé yo mismo a despedir a aquel hombre.
Cuando volví, Marguerite estaba tendida ante el fuego y sus dientes castañeteaban de
frío.
La tomé entre mis brazos, la desnudé sin que hiciera un movimiento y la llevé
completamente helada a mi cama.
Entonces me senté a su lado a intenté hacerla entrar en calor con mis caricias. No me
decía una palabra, pero me sonreía.
¡Oh, fue aquélla una noche extraña! Toda la vida de Marguerite parecía haberse
concentrado en los besos de que me cubría, y yo la amaba tanto, que, en medio de los
transportes de su amor febril, me preguntaba si no iba a matarla para que no
perteneciera nunca a otro.
Un mes de un amor como aquél, y, de cuerpo como de corazón, quedaría reducido uno
a un cadáver.
El día nos sorprendió a los dos despiertos.
Marguerite estaba lívida. No decía una palabra. Gruesas lágrimas corrían de cuando en
cuando de sus ojos y se detenían en su mejilla, brillando como diamantes. Sus brazos
agotados se abrían de cuando en cuando para abrazarme, y volvían a caer sin fuerza
sobre el lecho.
Por un momento creí que podría olvidar lo que había pasado desde que me marché de
Bougival, y dije a Marguerite:
–– ¿Quieres que nos vayamos, que dejemos París?
––No, no ––me dijo casi con espanto––, seríamos muy desgraciados; yo ya no puedo
valer para hacerte feliz, pero mientras me quede un soplo de vida seré la esclava de tus
caprichos. A cualquier hora del día o de la noche que me desees, ven y seré tuya; pero
no asocies más tu futuro con el mío: serías muy desgraciado y me harías muy
desgraciada. Aún seré por algún tiempo una chica bonita: aprovéchate, pero no me pidas
más.
Cuando se marchó, me quedé espantado al ver la soledad en que me dejaba. Dos horas
después de su marcha aún estaba sentado en la cama que ella acababa de abandonar,
mirando el almohadón que conservaba los pliegues de su forma y preguntándome qué
sería de mí entre mi amor y mis celos.
A las cinco, sin saber lo que iba a hacer allí, me dirigí a la calle de Antin.
Me abrió Nanine.
La señora no puede recibirlo ––me dijo, confusa.
–– ¿Por qué?
––Porque el señor conde de N... está aquí y ha dicho que no deje entrar a nadie. .
––Es natural ––balbucí––, lo había olvidado.
Volví a mi casa como un borracho, y ¿sabe lo que hice durante el minuto de delirio
celoso que bastó para la acción vergonzosa que iba a cometer? ¿Sabe lo que hice? Me
dije que aquella mujer estaba burlándose de mí, me la imaginaba en su tete-à-tête
inviolable con el conde, repitiendo las mismas palabras que me había dicho por la
noche, y, cogiendo un billete de quinientos francos, se lo envié con estas palabras.
«Se ha ido usted tan de prisa esta mañana, que olvidé pagarle.
Ahí tiene el precio de su noche.»
Luego, cuando hube enviado la carta, salí como para sustraerme a los remordimientos
instantáneos de aquella infamia.
Fui a casa de Olympe, a quien encontré probándose vestidos, y que, en cuanto
estuvimos solos, me cantó obscenidades para distraerme.
Era ella el tipo perfecto de cortesana sin vergüenza, sin corazón y sin entendimiento, al
menos para mí, pues quizá algún hombre había soñado con ella como yo con
Marguerite.
Me pidió dinero, se lo di y, libre entonces de irme, volví a mi casa.
Marguerite no me había contestado.
Es inútil que le diga en qué estado de agitación pasé el día siguiente.
A las seis y media un recadero trajo un sobre que contenía mi carta y el billete de
quinientos francos: ni una palabra más.
–– ¿Quién le ha entregado esto? ––dije a aquel hombre.
––Una señora que ha subido con su doncella en el correo de Boulogne y que me ha
encargado que no la trajera hasta que el coche estuviera fuera del patio.
Corrí a casa de Marguerite..
––La señora se ha ido a Inglaterra hoy a las seis ––me respondió el portero.
Nada me retenía ya en París, ni odio ni amor. Estaba agotado por todas aquellas
conmociones. Un amigo mío iba a hacer un viaje a Oriente; fui a decir a mi padre que
deseaba acompañarlo; mi padre me dio camas de crédito y recomendaciones, y ocho o
diez días después me embarqué en Marsella.
Fue en Alejandría, por medio de un agregado de la embajada a quien había visto
alguna vez en casa de Marguerite, donde me enteré de la enfermedad de la pobre.
Le escribí entonces la carta cuya contestación conoce usted, y que recibí en Toulon.
Salí en seguida, y el resto ya lo sabe usted.
Ahora ya no le queda más que leer las pocas hojas que Julie Duprat me ha enviado y
que son el complemento indispensable de lo que acabo de contarle.
XXV
Armand, cansado por este extenso relato interrumpido menudo por sus lágrimas, se
llevó las dos manos a la frente cerró los ojos, ya fuera para pensar o ya para intentar
dormir, después de darme las páginas escritas de puño y letra de Marguerite.
Unos instantes después una respiración un poco más rápida me indicaba que Armand
dormía, pero con ese sueño ligero que el menor ruido hace desaparecer.
Esto es lo que leí, y lo transcribo sin añadir ni quitar ninguna sílaba:
Hoy estamos a 15 de diciembre. Hace tres o cuatro días que no me siento bien. Esta
mañana me he quedado en la cama; el tiempo está sombrío, yo estoy triste; no tengo a
nadie junto a mí y pienso en usted, Armand. Y usted, ¿dónde está usted en el momento
en que escribo estas líneas? Me han dicho que lejos de París, muy lejos, y quizá ya
haya? olvidado a Marguerite. En fin, sea feliz, usted, a quien debo los únicos momentos
alegres de mi vida.
No pude resistir el deseo de darle una explicación de mi conducta, y le escribí una
carta; pero, escrita por una chica como yo, tal carta puede parecer una mentira, a no ser
que la muerte la santifique con su autoridad y que en vez de ser una carta sea una
confesión.
Hoy esto; enferma; puedo morir de esta enfermedad, pues siempre he tenido el
presentimiento de que moriría joven. Mi madre murió enferma del pecho, y mi forma de
vivir hasta el presente no ha podido sino
empeorar esa afección, la única herencia que me dejó; pero no quiero morir sin que sepa
usted a qué atenerse respecto a mí, si es que, cuando regrese, aún se preocupa por la
pobre chica a quien tanto quería antes de marcharse.
He aquí lo que contenía aquella carta, que me sentiría feliz de volver a escribir para
darme una nueva prueba de mi justificación:
Recordará usted, Armand, cómo la llegada de su padre nos sorprendió en Bougival; se
acordará del terror involuntario que aquella llegada me causó, de la escena que tuvo
lugar entre usted y él y que usted
me contó por la noche.
Al día siguiente, mientras estaba usted en París esperando a su padre, que no volvía, se
presentó un hombre en mi casa y me entregó una carta del señor Duval.
Aquella carta, que adjunto a ésta, me rogaba en los términos más solemnes que lo
alejara a usted al día siguiente con cualquier pretexto y que recibiera a su padre; tenía
que hablar conmigo y me recomendaba
sobre todo que no le diera a usted nada de su petición.
Ya sabe con qué insistencia le aconsejé a su vuelta que fuera otra ver a París al día
siguiente.
Hacía una hora que se había marchado usted cuando se presentó su padre. Excuso
decirle la impresión que me causó su rostro severo. Su padre estaba imbuido de las
vigas teorías, que quieren que toda cortesana sed un ser sin corazón, sin razón, una
especie de máquina de coger oro, siempre dispuesta, como las máquinas de hierro, a
triturar la mano que le tiende algo y a desgarrar sin piedad, sin discernimiento, al que la
hace vivir y actuar.
Su padre me escribió una carta muy correcta para que yo accediera a recibirlo; no se
presentó en absoluto como había escrito. Hubo en sus primeras palabras la suficiente
altanería, impertinencia a incluso amenazas para que yo le hiciera comprender que
estaba en mi casa y que no tenía por qué darle cuenta de mi vida, a no ser por el sincero
afecto que sentía por su hijo.
El señor Duval se calmó un poco, y con todo se puso a decirme que no podía sufrir por
más tiempo que su h o se arruinará por mí; que yo era hermosa, cierto, pero que por
hermosa que fuese no debía servirme de mi hermosura para echar a perder el porvenir
de un joven con gastos como los que yo tenía.
A eso no había más que una cosa que responder, ¿verdad?, y era enseñar las pruebas de
que desde que era su amante no me había costado ningún sacrificio serle fiel sin pedirle
más dinero del que pudiera darme. Le enseñé las papeletas del Monte de Piedad, los
recibos de las personas a quienes había vendido los objetos que no pude empeñar y
participé a su padre mi decisión de deshacerme de mi mobiliario para pagar mis deudas
y para vivir con usted sin serle una carga demasiado pesada. Le conté nuestra felicidad,
la revelación que usted me había hecho de una vida más tranquila y más dichosa, y
acabó por rendirse a la evidencia y tenderme la mano, pidiéndome perdón por su forma
de presentarse al principio.
Luego me dijo:
––Entonces, señora, no será con reprensiones ni amenazas, sino con súplicas, como
intentaré obtener de usted un sacrificio más grande que todos los que ha hecho hasta
ahora por mi hijo.
Me eché a temblar ante aquel preámbulo.
Su padre se acercó a mí, me cogió las dos manos y continuó en tono afectuoso:
––Hija mía, no me tome a mal lo que voy a decirle; comprenda solamente que la vida
tiene a veces necesidades crueles para el corazón, pero a las que hay que someterse. Es
usted buena, y hay en su alma generosidades desconocidas de muchas mujeres que
quizá la desprecian y no valen lo que usted. Pero piense que al lado de la amante está la
familia; que más allá del amor están los deberes; que a la edad de las pasiones sucede la
edad en que el hombre, para ser respetado, necesita estar sólidamente asentado en una
posición seria. Mi hijo no tiene fortuna, y sin embargo está dispuesto a cederle la
herencia de su madre. Si él aceptara el sacrificio que está usted a punto de hacer, sería
para él un motivo de honor y dignidad el hacerle a usted a cambio esa cesión que la
pondría para siempre al abrigo de una adversidad completa. Pero él no puede aceptar
ese sacrificio, porque el mundo, que no la conoce, atribuiría a ese consentimiento una
causa desleal que no debe alcanzar al nombre que llevamos. No mirarían si Armand la
ama ni si usted lo ama a él, si ese doble amor es una felicidad para él y una
rehabilitación para usted; no verían más que una coca: que Armand Duval ha permitido
que una entretenida, y perdóneme, hija mía, lo que me veo obligado a decirle, vendiera
para él todo lo que poseía. Luego llegaría el día de los reproches y las lamentaciones,
puede estar segura, para usted como para los demás, y arrastrarían los dos una cadena
que no podrían romper. qué harían entonces? Usted habría perdido su juventud, el
porvenir de mi h o estaría destruido, y yo, su padre, sólo tendría de uno de mis h os la
recompensa que espero de los dos.
»Es usted joven y hermosa, la vida la consolará; es usted noble, y el recuerdo de una
buena acción la redimirá de muchas cocas pasadas. Desde hace seis meses que la
conoce, Armand me ha olvidado. Le he escrito cuatro veces, y no ha pensado ni una vez
en contestarme. ¡Hubiera podido morirme sin que lo supiera!
»Cualquiera que sea su decisión de vivir de un modo distinto a como ha vivido hasta
ahora, Armand, que la ama, no se resignará a la reclusión a que la condenará su modesta
posición y que no está hecha para su belleza. ¡Quién sabe lo que haría entonces! Sé que
ha jugado; sé también que no le ha dicho nada a usted; pero, en un momento de
embriaguez, hubiera podido perder una parte de lo que yo he ido reuniendo desde hace
muchos años para la dote para él y para la tranquilidad de mi vejez. Lo que pudo
ocurrir puede ocurrir todavía.
»Además, ¿está usted segura de que no la atraerá de nuevo la vida que dejaría por él?
¿Está segura, usted que lo ha amado, de no amar a otro? Y, en fin, ¿no sufrirá usted con
las trabas que su relación pondrá a la vida de su amante, de las que quizá no pueda
consolarlo, si, con la edad, a los sueños de amor suceden ideas de ambición? Reflexione
sobre todo esto, señora; usted ama a Armand; demuéstreselo con el único medio que
aún le queda de demostrárselo: sacrificando su amor por el futuro de él. Todavía no ha
ocurrido ninguna desgracia, pero ocurrirá, y quizá mayor de lo que preveo. Armand
puede ponerse celoso de algún hombre que la haya amado; puede provocarlo, puede
batirse, puede morir en fin, y piense en lo que sufriría usted ante este padre que le
pediría cuentas de la vida de su hijo.
»En fin, hija mía, sépalo todo, pues no se lo he dicho todo; sepa, pues, lo que me traía
a París. Acabo de decirle que tengo una hija, joven, guapa, pura como un ángel.
También ella ama y quiere hacer de ese amor el sueño de su vida. Le escribí todo esto a
Armand, pero estaba tan ocupado con usted, que. no me contestó. Bueno, pues mi hija
va a casarse. Se casa con el hombre que ama y entra en una familia honorable que
quiere que todo sea honorable en la mía. La familia del hombre que será mi yerno se ha
enterado de la vida que Armand lleva en París y ha manifestado que retirará su palabra
si Armand sigue viviendo así. En sus manos está el futuro de una niña que no la ha
hecho nada y que tiene derecho a contar con el futuro.
» ¿Puede usted y se siente con fuerzas para destrozarlo? En nombre de su amor y de su
arrepentimiento, Marguerite, concédame la felicidad de mi hija.
Yo lloraba silenciosamente, amigo mío, ante todas aquellas reflexiones que yo me
había hecho con tanta frecuencia y que, en boca de su padre, adquirían una realidad más
seria aún. Me decía todo lo que su padre no se atrevía a decirme y que tuvo en la punta
de la lengua veinte veces: que al fin y al cabo yo no era más que una entretenida y que
cualquier razón que diera a nuestra relación tendría siempre el aspecto de cálculo; que
mi vida pasada no me daba ningún derecho a soñar con semejante futuro y que aceptaba
responsabilidades que por mis costumbres y mi reputación no ––ofrecían ninguna
garantía. En fin, yo lo amaba a usted, Armand. La manera paternal de hablarme del
señor Duval, los castos sentimientos que evocaba en mí, la estima de aquel anciano leal
que iba a conquistar, la suya, qué estaba segura de tener más tarde, todo ello despertó en
mi corazón nobles pensamientos que me realzaban a mis propios impulsaban a hablar de
santas vanidades, desconocidas hasta entonces. Cuando pensaba que algún día aquel
anciano, que me imploraba por el futuro de su h o, diría a su hija que añadiera mi
nombre a sus oraciones, como el nombre de una misteriosa amiga, me transformaba y
me sentía orgullosa de mí misma.
La exaltación del momento exageraba quizás la verdad de aquellas impresiones; pero
eso era lo que yo experimentaba, amigo, y aquellos nuevos sentimientos hacían callar
los consejos que me daba el recuerdo de los días felices pasados con usted.
––Está bien, señor dije a su padre, enjugando mis lágrimas––. ¿Cree usted que amo a
su hijo?
––Sí me dijo el señor Duval.
–– ¿Con un amor desinteresado?
––Sí.
–– ¿Cree que había hecho de ese amor la esperanza, el sueño y el perdón de mi vida?
––Firmemente.
––Pues bien, señor, béseme una vez como besaría a su hija, y le juro que ese beso, el
único realmente casto que habré recibido, me hará fuerte contra mi amor, y que antes de
ocho días su hijo volverá con usted, quizá desgraciado por algún tiempo, pero curado
para siempre.
––Es usted una noble muchacha ––replicó su padre, besándome en la frente, e intenta
algo que Dios le tendrá en cuenta, pero mucho me temo que no obtendrá nada de mi
hijo.
–– ¡Oh!, esté tranquilo, señor: me odiará.
Hacía falta levantar entre nosotros una barrera infranqueable para el uno como para el
otro.
Escribí a Prudence que aceptaba las proposiciones del señor conde de N..., y que fuera
a decirle que cenaría con ella y con él. Cerré la carta y, sin decirle lo que encerraba,
rogué a su padre que la enviara a su destino en París. No obstante me preguntó que
contenía.
––Es la felicidad de su hijo le respondí.
Su padre me besó una vez más. Sentí en mi frente dos lágrimas de agradecimiento, que
fueron como el bautismo de mis faltas de otro tiempo y, en el momento en que acababa
de consentir en entregarme a otro hombre, irradiaba de orgullo al pensar en lo que
redimía por medio de aquella nueva falta.
Era muy natural, Armand; usted me había dicho que su padre era e, hombre más
honrado que se podía encontrar.
El señor Duval subió al coche y se fue.
Sin embargo soy mujer y, cuando volví a verlo a usted, no pude menos de llorar, pero
no flaqueé.
¿He hecho bien? Eso es lo que me pregunto hoy que he caído enferma en un lecho que
quizá sólo muerta dejaré.
Usted fue testigo de lo que yo experimentaba a medida que se acercaba la hora de
nuestra separación inevitable; su padre ya no estaba allí para apoyarme, y hubo un
momento en que estuve muy cerca de confesárselo todo, de tan espantada como estaba
ante la idea de que usted iba a odiarme y despreciarme.
Quizá no lo crea, Armand, pero rogaba a Dios que me diera fuerza, y la prueba de que
aceptó mi sacrificio es que me dio la fuerza que le imploraba.
¡Aún necesité ayuda en aquella cena, pues no quería saber lo que iba A hacer, de tanto
como temía que me faltase valor!
¿Quién me hubiera dicho a mí, Marguerite Gautier, que llegaría a sufrir tanto ante la
sola idea de tener un nuevo amante?
Bebí para olvidar y, cuando me desperté al día siguiente, estaba en la cama del conde.
Esta es toda la verdad, amigo: juzgue usted y perdóneme, como ya le he perdonado
todo el daño que me hizo desde aquel día.
XXVI
Lo que siguió a aquella noche fatal lo sabe usted tan bien como yo, pero lo que no
sabe, lo que no puede sospechar es lo que he sufrido desde nuestra separación.
Me enteré de que su padre se lo había llevado consigo, pero me figuraba que no podría
vivir mucho tiempo lejos de mí, y, el día en que me encontré con usted en los Campos
Elíseos, me emocioné, pero no me
Sorprendí.
Comenzó entonces aquella serie de días, cada uno de los cuales me traía un nuevo
insulto suyo, insulto que recibía casi con alegría, pues, aparte de que era la prueba de
que me seguía queriendo, me parecía que cuanto más me persiguiera más me
engrandecería a sus ojos el día en que supiera la verdad.
No se extrañe de este martirio gozoso, Armand: el amor que usted sintió por mí abrió
mi corazón a nobles entusiasmos.
Sin embargo no fui tan fuerte en seguida.
Entre la realización del sacrificio que hice por usted y su vuelta pasó un tiempo
bastante largo, durante el cual necesité recurrir a medios físicos para no volverme loca y
para aturdirme en la vida a que me había lanzado. ¿No le dijo Prudence que iba a todas
las fiestas, a todos los bailes, a todas las orgías?
Tenía una especie de esperanza de matarme rápidamente a fuerza de excesos, y creo
que esa esperanza no tardará en realizarse. Mi salud se alteró necesariamente cada ve,
más, y el día en que envié a la señora Duvernoy a pedirle clemencia estaba agotada de
cuerpo y de alma.
No le recordaré, Armand, de qué forma recompensó usted la última prueba de amor
que le di, y por medio de qué ultraje arrojó de París a la mujer que, moribunda, no pudo
resistirse a su voz cuando le pidió una noche de amor, y que, como una insensata, creyó
por un instante que podría volver a unir el pasado y el presente. Tenía usted derecho a
hacer lo que hizo, Armand: ¡no siempre me han pagado mis noches tan caras!
¡Entonces lo abandoné todo! Olympe me reemplazó al lado del señor de N..., y me han
dicho que se encargó de comunicarle el motivo de mi marcha. El conde de G... estaba en
Londres. Es uno de esos hombres que, no dando a los amores que tienen con las chicas
como yo más que la importancia justa para que sea un pasatiempo agradable, siguen
siendo amigos de las mujeres que tuvieron, y no tienen odio, pues nunca tuvieron celos;
en fin, es uno de esos grandes señores que sólo nos abren un lado de su corazón, pero
nos abren los dos lados de su bolsa. En seguida pensé en él. Fui a buscarlo. Me recibió
de maravilla, pero era allí amante de una mujer del Gran mundo y tenía miedo de
comprometerse ligándose a mí. Me presentó a sus amigos, que me ofrecieron una cena,
tras la cual me fui con uno de ellos.
¿Qué quería usted que hiciera, amigo mío?
¿Matarme? Hubiera sido cargar su vida, que debe ser feliz, con un remordimiento
inútil; y además, ¿a qué matarse cuando está uno tan cerca de morir?
Pasé al estado de cuerpo sin alma, de cosa sin pensamiento; viví durante algún tiempo
con aquella vida automática; luego volví a Paris y pregunté por usted; me enteré
entonces de que se había ido a un largo viaje. , Ya nada me sostenía. Mi existencia
volvió a convertirse en lo que era dos años antes de que lo conociera. Intenté atraerme al
duque, pero había herido harto rudamente a aquel hombre, y los ancianos no son
pacientes, sin duda porque se dan cuenta de que no son eternos. La enfermedad se
apoderaba de mí de día en día, estaba pálida, estaba triste, estaba más delgada todavía.
Los hombres que compran el amor examinan la mercancía antes de tomarla. Había en
Paris mujeres con mejor salud y más carnes que yo; me olvidaron un poco. Este ha sido
el pasado hasta ayer.
Ahora estoy enferma de verdad. He escrito al duque pidiéndole dinero, pues no lo
tengo, y los acreedores han vuelto y me traen sus facturas con un encarnizamiento
despiadado. ¿Me contestará el duque? ¡Si estuviera usted en Paris, Armand! Vendría a
verme y sus visitas me consolarían.
20 de diciembre,
Hace un tiempo horrible, nieva, estoy sola en casa. Llevo tres días con tanta fiebre, que
no he podido escribirle una palabra. Nada nuevo amigo mío; todos los días espero
vagamente una carta suya, pero no llega y sin dada no llegará nunca. Sólo los hombres
tienen fueraza suficiente para no perdonar. El duque no me ha contestado.
Prudence ha vuelto a empezar con sus viajes al Monte de Piedad.
No dijo de escupir sangre. ¡OH, le daría pena verme! Tiene usted la gran suerte
de estar bajo un cielo cálido y no tener como yo todo un invierno de hielo pesando sobre
su pecho. Hoy me he levantado un poco y, tras las cortinas de mi ventana, he mirado
pasar esa vida de Paris con la que ahora sí que creo haber roto definitivamente. Algunos
rostros conocidos han pasado por la calle, rápidos, alegres, despreocupados. Ni uno ha
levantado los ojos hacia mis ventanas. No obstante, han venido algunos jóvenes y han
dejado su nombre. Ya estuve enferma otra vez, y usted, sin conocerme, sin haber
obtenido de mí más que una impertinencia el día en que lo vi por primera vez, usted
vino a preguntar por mí todas las mañanas. Aquí me time enferma otra vez. Hemos
pasado seis meses juntos. He sentido por usted todo el amor que el corazón de una
mujer puede encerrar y ofrecer, y usted está lejos, me maldice y no me llega ni una
palabra suya de consuelo. Pero estoy segura de que sólo el azar es el causante de este
abandono, pues, si estuviera usted en Paris, no se apartaría de la cabecera de mi cama ni
saldría de mi habitación.
25 de diciembre.
Todos los días el médico me prohíbe escribir. En efecto, mis recuerdos no hacen más
que aumentar mi fiebre, pero ayer recibí una cartee que me hizo macho bien, no tanto
por la ayuda material que me aportaba cuanto por los sentimientos que expresaba. Así
que hoy puedo escribirle. La carta era de su padre y mire lo que decía:
«Señora:
Acabo de enterarme de que está usted enferma. Si estuviera en París, iría
personalmente a saber cómo se encuentra; si mi hijo estuviera aquí, le diría que fuera a
preguntar por usted; pero yo no puedo salir de C..., y Armand está a seiscientas o
setecientas leguas de aquí; así pues, permítame, señora, que le escriba simplemente
diciéndole cuánto me apena su enfermedad, y créame que hago sinceros votos por su
pronto restablecimiento.
El señor H..., un buen amigo mío, irá a su casa: le ruego que lo reciba. Le he dado un
encargo, cuyo resultado espero con impaciencia.
Esta es la carta que recibí. Su padre tiene un corazón noble; ámelo, amigo mío, pues
hay pocos hombres en el mundo tan dignos de ser amados. Este papel firmado con su
nombre me ha sentado mejor que todas las recetas de nuestro ilustre médico.
Esta mañana ha venido el señor H... Parecía. muy incómodo con la delicada
misión que le había encargado el señor Duval. Venía sencillamente a traerme mil
escudos de parte de su padre. Al principio no he querido cogerlos, pero el señor H... me
ha dicho que ese rechazo ofendería al señor Duval, que le había autorizado a darme
ahora esa cantidad y a enviarme todo lo que necesitara en adelante. He aceptado ese
favor que, viniendo de su padre, no puede ser una limosna. Si ya he muerto cuando
vuelva usted, enséñele a su padre lo que acabo de escribir para él y dígale que, al trazar
estas líneas, la pobre chica a la que se ha dignado escribir esta consoladora carta
derramaba lágrimas de agradecimiento y rogaba a Dios por él.
4 de enero
Acabo de pasar una serie de días muy dolorosos. No sabía que e cuerpo pudiera
hacernos sufrir tanto. ¡Oh, mi vida pasada! Hoy estoy pagándola dos veces.
Me han velado todas las noches. Ya no podía respirar. El delirio y la tos se repartían el
resto de mi pobre existencia.
El comedor está lleno de bombones, de regalos de toda clase que m han traído mis
amigos. Entre ellos hay alguno sin dada que espera qué más tarde seré su amante. Si
vieran lo que la enfermedad ha hecho conmigo, huirían espantados.
Prudence da el aguinaldo con los que yo recibo.
Es la época de las heladas, y el doctor me ha dicho que podría salir de aquí a unos días
si continúa el buen tiempo.
8 de enero.
Ayer salí en mi coche. Hacía un tiempo magnífico. Los Campos Elíseos estaban llenos
de gente. Parecía la primera sonrisa de la primavera. A mi alrededor todo tenía un aire
de fiesta. Nunca sospeché que en un rayo de sol pudiera haber tanta alegría, dulzura y
consuelo como encontré ayer.
Me he encontrado con casi todas las personas que conozco, siempre alegres, siempre
dedicadas a sus placeres. ¡Cuánta gente feliz que no sabe que lo es! Olympe ha pasado
en un elegante coche que le ha regalado el señor de N... Ha intentado insultarme con la
mirada. No sabe cuán lejos estoy de todas eras vanidades. Un buen muchacho que
conozco desde hace mucho tiempo me ha preguntado si quería cenar con él y con un
amigo suyo, que tiene muchos deseos, según decía, de conocerme.
He sonreído tristemente y le he tendido mi mano ardiente de fiebre.
Nunca he visto un rostro tan asombrado.
He vuelto a las cuatro y he cenado con bastante apetito.
Esta salida me ha sentado bien.
¡Si me curase!
¿Cómo es que el aspecto de la vida y de la felicidad de los demás hace que le entren
deseos de vivir al que el día anterior, en la soledad de su alma y en la sombra de su
habitación de enfermo, deseaba morir rápidamente?
10 de enero.
La esperanza de recobrar la salud no era más que un sueño. Aquí estoy, otra vez en la
cama, con el cuerpo cubierto de emplastos que me queman. ¡Vete a ofrecer este cuerpo,
que tan caro pagaban en otro tiempo, y ya verás lo que darían hoy!
Es preciso que hayamos hecho mucho mal antes de nacer o que vayamos a gozar de
una felicidad muy grande después de la muerte, para que Dios permita que en esta vida
se den todas las torturas de la expiación y todos los dolores de la prueba.
12 de enero
Sigo sufriendo.
Ayer me envió dinero el conde de N..., y no lo acepté. No quiero nada de ese hombre.
El es el causante de que no esté usted a mi lado.
¡Oh! ¿Dónde están nuestros hermosos días de Bougival?
Si salgo viva de esta habitación, será para ir en peregrinación a la casa en que vivimos
juntos; pero sólo saldré muerta.
¿Quién sabe si podré escribirle mañana?
25 de enero
Llevo once noches sin dormir, ahogándome y creyendo a cada instante que me voy a
morir. El médico ha ordenado que no me dejen tocar una pluma. Julie Duprat, que me
vela, aún me ha permitido que le escriba estas pocas líneas. ¿Es que no va a volver usted
antes de que muera? ¿Ha terminado todo eternamente entre nosotros? Me parece que, si
usted viniera, me curaría. ¿Para qué curarme?
28 de enero.
4 de febrero.
Ha vuelto el conde de G... Su amante lo ha engañado. Está muy triste, la quería mucho.
Ha venido a contármelo todo. Al pobre muchacho le va bastante mal en sus negocios, lo
que no le ha impedido pagar al alguacil y despedir al vigilante.
Le he hablado de usted y me ha prometido hablarle de mí. ¡Cómo olvidaba yo en esos
momentos que había sido su amante y cómo intentaba él también hacérmelo olvidar!
Tiene buen corazón.
El duque mandó a preguntar por mí ayer y ha venido esta mañana. No sé qué le puede
hacer vivir aún a ese anciano. Se ha quedado tres horas conmigo y no me habrá dicho
veinte palabras. Dos gruesas lágrimas han caído de sus ojos cuando me ha visto tan
pálida. Sin duda le hacía llorar el recuerdo de la muerte de su hija. La habrá visto morir
dos veces. Tiene la espalda encorvada, su cabeza se inclina hacia el suelo, le cuelga el
labio, su mirada está apagada. La edad y el dolor cargan su doble peso sobre su cuerpo
agotado. No me ha hecho un reproche. Incluso se diría que se alegraba secretamente de
los estragos que ha causado en mí la enfermedad. Parecía orgulloso de estar de pie,
cuando yo, joven aún, estaba aplastada por el sufrimiento.
Ha vuelto el mal tiempo. Nadie viene a verme. Julie vela a mi lado todo lo que puede.
Prudence, a quien ya no puedo dar tanto dinero como otras veces, comienza a pretextar
asuntos para alejarse.
Ahora que estoy al borde de la muerte, a pesar de lo que me dicen los médicos, pues
tengo varios, lo que prueba que la enfermedad se agrava, casi siento haber escuchado a
su padre; de haber sabido que no quitaría más que un año a su porvenir, no habría
resistido al deseo de pasarlo con usted, y al menos moriría teniendo la mano de un
amigo. Claro que, si hubiéramos vivido juntos ese año, no habría muerto tan pronto.
¡Hágase la voluntad de Dios!
5 de febrero
¡Oh, Armand, venga, venga, sufro horriblemente! ¡Dios mío, voy a morir! Ayer estaba
tan triste, que quise pasar fuera de mi casa la noche, que prometía ser tan larga como la
del día anterior. El duque vino por la mañana. Me parece que la vista de ese anciano
olvidado por la muerte me hace morir más de prisa.
A pesar de la fiebre ardiente que me abrasaba, pedí que me vistieran y me llevaran al
Vaudeville. Julie me puso colorete, porque si no habría parecido un cadáver. Fui al
palco donde le di nuestra primera cita; todo el tiempo tuve los ojos clavados en la butaca
que ocupaba usted aquel día, y que ayer ocupaba un paleto que reía ruidosamente de
todas las estupideces que decían los actores. Me llevaron a casa medio muerta. He
estado tosiendo y escupiendo sangre toda la noche. Hoy no puedo hablar y apenas si
puedo mover los brazos. ¡Dios mío, Dios mío, voy a morir! Lo esperaba, pero no puedo
hacerme a la idea de tener que sufrir más de lo que sufro, y si...
A partir de esta palabra los pocos caracteres que Marguerite había intentado trazar
resultaban legibles, y fue Julie Duprat quien continuó.
18 de febrero.
Señor Armand:
Desde el día en que Marguerite se empeñó en ir al teatro, cada vez se puso peor. Perdió
la voz por completo y luego el uso de los miembros. Es imposible decir lo que sufre
nuestra pobre amiga. No estoy acostumbrada a esta clase de emociones, y tengo
continuos temores.
¡Cuánto me gustaría que estuviese usted a nuestro lado! Delira casi siempre, pero,
delirante o lúcida, siempre pronuncia su nombre en cuanto llega a poder decir una
palabra.
El médico me ha dicho que no durará mucho. Desde que se ha puesto tan mala, el viejo
duque no ha vuelto.
Ha dicho al doctor que este espectáculo le dolía demasiado.
La señora Duvernoy no se porta bien. Esa mujer, que creía que iba. sacar más dinero
de Marguerite, a cuyas expensas vivía casi completamente, ha adquirido compromisos
que no puede mantener y, al ver que su vecina ya no le sirve de nada, ni siquiera viene a
verla. Todo el mundo la abandona. El señor de G..., acosado par sus deudas, se ha vista
obligado a volverse a Londres. Al marcharse nos ha enviado algún dinero; ha hecho lo
que ha podido, pero han venido otra vez a embargar, y los acreedores están esperando a
que se muera para realizar la subasta.
He intentado agotar mis últimos recursos para impedir todo esto embargos, pero el
alguacil me ha dicho que era inútil, y que aún quedaban, otros juicios pendientes de
ejecución. Puesto que va a morir, más vale abandonarlo todo que salvarlo para su
familia, a quien ella no ha querido ver y que nunca la quiso. No puede usted imaginarse
en medio de qué miseria dorada se muere la pobre chica. Ayer no teníamos
absolutamente nada de dinero. Cubiertos, joyas, cachemiras, todo está empeñado; el
resto está vendido o embargado. Marguerite aún tiene conciencia de lo que pasa a su
alrededor, y sufre en su cuerpo, en su espíritu y en su corazón. Gruesas lágrimas corren
par sus mejillas, tan enflaquecidas y tan pálidas, que, si usted pudiera verla, no
reconocería el rostro de la que tanto lo amó. Me ha hecho prometer que le escriba
cuando ella ya no pueda, y estoy escribiéndole delante de ella. Dirige sus ojos hacia mí,
pero no me ve: su mirada está ya velada par la muerte cercana; sin embargo sonríe, y
estoy segura de que todo su pensamiento y toda su alma están puestos en usted
Cada vez que alguien abre la puerta sus ojos se iluminan y siempre cree que va a entrar
usted; luego, cuando ve que no es usted, su rostro recobra su dolorida expresión, queda
bañado en un sudor frío, y sus pómulos se tiñen de púrpura.
Todo ha terminado.
Marguerite ha entrado en agonía esta noche alrededor de las dos. Nunca un mártir ha
sufrido semejantes tormentos, a juzgar por los gritos que daba. Dos o tres veces se ha
incorporado del todo sobre su lecho, como quisiera agarrar la vida que se remontaba
hacia Dios.
Dos o tres veces también ha pronunciado el nombre de usted, luego se ha callado y ha
vuelto a caer agotada en la cama. Lágrimas silenciosas brotaban de sus ojos, y ha
muerto.
Me he acercado entonces a ella, la he llamado y, como no respondía, le he cerrado los
ojos y la he besado en la frente.
¡Pobre querida Marguerite! Me hubiera gustado ser una santa, para que ese beso lo
encomendara a Dios.
Luego la he vestido como me había pedido que lo hiciera, he ido a buscar un sacerdote
a Saint-Koch, he encendido dos velas por ella y he rezado durante una hora en la
iglesia.
He dado a los pobres dinero que era de ella.
No entiendo mucho de religión, pero pienso que Dios reconocerá que mis lágrimas
eran verdaderas, mi oración fervorosa, mi limosna sincera, y que tendrá piedad de ella,
que, habiendo muerto joven y bella, no me ha tenido más que a mí para cerrarle los ojos
y amortajarla.
22 de febrero.
XXVII
FIN
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