Modelos Éticos
Modelos Éticos
Modelos Éticos
no es otra cosa que elaborar la transcripción de la evolución de la naturaleza. La adopción de este modelo
comportaría no sólo dar por demostrado el evolucionismo, sino asumir también como supuesto el
«reduccionismo», esto es, la reducción del hombre a un momento historicista y naturalista del cosmos. En
consecuencia, esta visión comporta el relativismo de cualquier ética y de todo valor humano, sumergiendo a
todos los seres vivos en el gran río de una evolución que tiene, ciertamente, su vértice en el hombre, pero no
entendido como vértice definible y como punto de referencia estable, sino como sometido también él a una
mutación en sentido activo y pasivo. Se trata, en definitiva, de una ideología heraclitiana, en la que no es
posible reconocer alguna unidad estable y la universalidad de los valores, una norma válida por siempre para el
hombre de todos los tiempos. Si fuera cierta esta ideología —porque de una ideología se trata—, incluso los
delitos más atroces que la historia reconoce, desde los de Gengis Khan a los de Hitler, serían delitos sólo para
nosotros, los que vivimos en este tiempo; delitos póstumos, y no delitos contra el hombre. Y sería inútil, o en
todo caso provisional, el esfuerzo por definir los «derechos humanos». A la luz de este modelo, la «adaptación»
y la «selección» son evaluadas como mecanismos necesarios para la evolución y el progreso de la especie
humana. La adaptación al ambiente y al ecosistema; la selección de las cualidades más idóneas para el progreso
de la especie, llevan a justificar el eugenismo tanto negativo como positivo. Ahora que la humanidad ha logrado
ser capaz de dominar científicamente los mecanismos de la evolución y de la selección biológica mediante la
ingeniería genética, los seguidores de esta teoría justifican la ingeniería genética selectiva, de mejoramiento y
alternativa, no sólo para las especies animales sino también para el hombre. Se pueden, no obstante, reconocer
en esta corriente de pensamiento varias subcorrientes: algunos son llevados sencillamente al reconocimiento
justificativo de los valores existentes en la sociedad; otros, sobre todo los sociobiólogos, son propensos incluso
a justificar las intervenciones innovadoras en el patrimonio biológico de la humanidad. En cualquier caso, en
esta corriente de pensamiento se comprueba la identificación entre el verum ipsum factum (el hecho es en sí
mismo verdad) y el bonum ipsum factum (el hecho es en sí mismo bueno). Hay que pensar que, si es obvio que
algunos componentes culturales y de las costumbres están sometidos a una evolución, es igualmente obvio que
el hombre sigue siendo hombre, diverso por naturaleza —y no sólo por complejidad neurológica— de cualquier
otro ser vivo; y que el bien y el mal no son conmutables entre sí, ni falsas y verdaderas a un mismo tiempo las
leyes del ser, las de la ciencia y las de la moral. La muerte, el dolor, la sed de verdad, la solidaridad y la libertad
no son elaboraciones culturales, sino hechos y valores que acompañan al hombre en todas las etapas históricas.
El modelo subjetivista o liberal-radical Muchas corrientes de pensamiento desembocan hoy en el subjetivismo
moral: el neo-iluminismo, el liberalismo ético, el existencialismo nihilista, el cientificismo neopositivista, el
emotivismo, el decisionismo80 . La propuesta principal de todas estas corrientes es que la moral no se puede
fundamentar ni en los hechos, ni en los valores objetivos o trascendentes, sino sólo en la «opción» autónoma
del sujeto. En otras palabras, se parte del «no-cogni-tivismo», o sea de la imposibilidad de conocer los valores.
De esta manera, es el principio de autonomía el que cobra relevancia. El único fundamento de la actuación
moral es la opción autónoma; y el horizonte ético-social está representado por el compromiso en pro de la
liberalización de la sociedad. El único límite es el de la libertad ajena (obviamente, la del que es capaz de
valerse de ella). Se adopta la libertad como supremo y último punto, de referencia: es lícito lo que se quiere y
acepta como libremente querido, y que no lesiona la libertad ajena. Tal es el mensaje que surgió con fuerza
innovadora de la Revolución francesa. Ciertamente en esta visión algo hay de verdad, pero no toda la verdad
del hombre, ni siquiera toda la verdad de la libertad. Todos hemos advertido ya las instancias de esta propuesta:
la liberalización del aborto; la libre elección del sexo del ser naciente — ¡y hasta del adulto que desee
imperiosamente «cambiar de sexo»!—; la libertad para buscar la fecundación extra corporal incluso de la mujer
sola, sea soltera o viuda; la libertad para investigar y hacer experimentos; la libertad de decidir sobre el
momento de la muerte (Living Will); el suicidio como señal y énfasis de libertad, etcétera. Se trata en realidad
de una libertad disminuida: es la libertad para algunos usualmente para aquellos que pueden hacerla valer y
expresarla (¿quién defiende la libertad del ser naciente?); se trata de una «liberación de» vínculos y coacciones
y no de una «libertad para» un proyecto de vida y de sociedad que esté justificado con un sentido finalista. Se
trata, en otras palabras, de libertad sin responsabilidad. En los años sesenta Marcuse reclamaba tres nuevas
libertades para poder llevar a cabo los proyectos de la Revolución francesa y de la Revolución rusa que, según
él, sólo habían considerado, la primera, las libertades civiles y la otra, la liberación de la necesidad. Las nuevas
fronteras de la libertad serían, según Mar-cuse, la libertad del trabajo, porque el trabajo esclaviza a la actividad
humana; la libertad de la familia, porque la familia esclaviza a la afectividad del hombre, y la libertad de la
ética, porque ésta asignaría a la mente del hombre unos fines y los fines limitarían la libertad misma de
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elección. Así, en su obra Eros y civilización llega a hablar de amor libre y polimorfo. Pero no es difícil
comprender que esta libertad es un yugo trágico, aunque él la llame «fiesta»; que es un «nihilismo», porque
nada supone antes de la libertad y dentro de la libertad. Todo acto libre supone en realidad la vida —existente—
del hombre que lo lleva a cabo; la vida viene antes que la libertad, porque quien no está vivo no puede sir libre;
la libertad tiene un contenido, es siempre un acto que aspira a algo o afecta a alguien; y de este contenido es la
libertad la responsable. En conclusión, la libertad supone el que se sea y se exista «para» un proyecto de vida.
Cuando, por otra parte, la libertad se dirige contra la vida, se destruye a sí misma y seca sus raíces; cuando
niega la responsabilidad de la opción, se reduce a fuerza ciega y amenaza con ser un yugo para sí misma y el
umbral del suicidio. Cuando hablamos de responsabilidad, estamos hablando ciertamente de la responsabilidad
que nace dentro de la libertad y que es apoyada por la razón, que evalúa los medios y los fines para un proyecto
libremente, elegido; no queremos entender, por lo menos ahora, la responsabilidad frente a la ley civil y a la
autoridad externa, que puede tener razón cuando se invoca respecto de ciertos valores de bien común, pero que
no es la primera ni la mayor expresión de responsabilidad.
Esta es ante todo interior, frente a la razón y a su reflejo en la conciencia, en la apreciación ética de los
valores en juego; esta responsabilidad permanece aunque calle la ley civil y el magistrado no sepa y no
investigue; más aún, en ocasiones la responsabilidad interior puede contrastar con la ley civil, cuando ésta llega
a lesionar los valores fundamentales e irrenunciables de la persona humana. No es éste el lugar para desarrollar
todo el razonamiento teórico e histórico-filosófico de estos términos, que se cuentan entre los más majestuosos
y dramáticos de la vida humana, pero era necesario levantar acta por lo menos de la existencia de este
«modelo» que tanto influye en la cultura, la literatura, la prensa y, sobre todo, los hábitos y costumbres de
nuestros días. No obstante, a los seguidores de subjetivismo ético y del decisionismo se les dificulta el tener que
proponer una norma social, especialmente frente a quién, en aras del principio de autonomía, no acepta
autolimitaciones. Para no recurrir a la función «moderadora» del Leviatán de Hobbes, se propone el «principio
de tolerancia» o simplemente el criterio de no causar un «daño relevante» a otro . Aunque en realidad se trata
de renunciar a la fundamentación de la moral y, de hecho —especialmente respecto de quien no goza de
autonomía moral (el embrión, el feto, el moribundo) —, el liberalismo ético ha terminado por deslizarse hacia
la legitimación de la violencia y de la ley del más fuerte . El modelo pragmático-utilitarista El callejón sin
salida del no-cognitivismo y la debilidad intrínseca del subjetivismo en el plano social, han llevado a una
recuperación de la intersubjetividad a nivel pragmático. Para encontrar un punto de encuentro que no reniegue
de la fundamentación individualista de la norma moral, se llega a la elaboración de varias fórmulas de «ética
pública», muy difundida en los países anglosajones, que acaba por ser una especie de subjetivismo de la
mayoría.
El denominador común de estas diversas orientaciones de pensamiento es el rechazo de la metafísica y
la desconfianza consiguiente respeto del pensamiento de poder alcanzar una verdad universal y, por tanto, una
norma válida para todos en el plano moral. El principio básico es el del cálculo de las consecuencias de la
acción con base en la relación costo/beneficio. Digamos de inmediato que esta relación es válida cuando se
refiere a un mismo valor y a una misma persona en sentido homogéneo y subordinado, esto es, cuando no se
adopta como principio último, sino como factor de juicio referido a la persona humana y a sus valores. Así, se
utiliza válidamente este principio cuando lo aplica, por ejemplo, el cirujano o el médico a fin de decidir cuál
terapia escoger, que es evaluada acertadamente con base en los daños (mejor definidos como «riesgos») y en
los beneficios previsibles para la vida y la salud del paciente. Pero ese principio no puede ser aplicado de
manera última y fundamental «sopesando» bienes no homogéneos entre sí, como cuando se confrontan los
costos en dinero con el valor de una vida humana. Muchas fórmulas empleadas en el ámbito médico y sugerido
para evaluar decisiones terapéuticas o la aplicación de recursos económicos, acaban por adoptar un carácter
utilitarista. El viejo utilitarismo que se remonta al empirismo de Hume, reducía el cálculo de los
costos/beneficios a la evaluación grata/desagradable del individuo en particular. El neo utilitarismo se inspira
en Bentham y en Stuart Mili y se reduce al triple precepto de maximizar el placer, minimizar el dolor y ampliar
la esfera de las libertades personales al mayor número posible de personas. Y es a partir de estos parámetros
como se elabora el concepto de «calidad de la vida» (quality of life), que algunos contraponen al concepto de
sacralidad de la vida. La calidad de la vida es evaluada precisamente en relación con la reducción al mínimo del
dolor y, a menudo, de los costos económicos?) Se han propuesto diversas fórmulas, inspiradas en el utilitarismo
unas veces más «ortodoxo», y otras más «flexible», para evaluar la eficacia y la utilidad de los cuidados o
incluso la conveniencia de comprometer recursos económicos en el cuidado de ciertas enfermedades: ^el
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análisis «costos/beneficios»; el análisis «costos/ eficacia»; y el análisis «calidad/años de vida ajustados», son
fórmulas que acaban, especialmente esta última, por incluir entre los factores decisivos de la intervención
terapéutica y de la asignación de recursos en el ámbito sanitario —en comparación con el costo de los cuidados
— los factores económicos e incluso la recuperación misma de la productividad por parte del paciente. Estas
fórmulas, como muchas otras inventadas para cada una de las categorías de pacientes —recién nacidos
deformes, enfermos de cáncer—, al confrontar factores que no son homogéneos (salud y productividad; terapia
y disponibilidad de fondos) acaban por sancionar la suspensión de las terapias y de la asistencia, alegando que
los gastos no son productivos, o un concepto de la calidad de vida basado simplemente en la evaluación de
factores biológicos o económicos. Así, para suavizar el utilitarismo del acto, se ha intentado introducir algunas
reglas de beneficencia más amplia, como el concepto de la equidad o de la asistencia mínima, moderando el
utilitarismo del acto con el utilitarismo de la norma. Las reglas de «equidad», de «imparcialidad», de
«observación neutral», de «ampliación social de la utilidad», del «cálculo de felicidad social» o del «mínimo
ético», no sirven para anular una situación de relativismo y de carencia de un fundamento que verifique la
norma. Hay que subrayar, además, la gran dificultad de hacer un cálculo de conciliación entre el interés privado
y el social en el plano empírico y pragmático de la felicidad. En este campo de la búsqueda de la felicidad y de
la calidad de vida, algunos autores llegan a reducir la categoría de persona a la de menor ser que siente, en
cuanto que sólo éste es capaz de sentir placer y dolor, Todo lo cual tiene como consecuencia: «a) que no se
tome en consideración la protección de los intereses de los individuos "insensibles", es decir, que carecen de la
facultad de sentir (como los embriones —por lo menos hasta el estadio de la formación de las estructuras
nerviosas—, los individuos en coma vegetativo, etcétera); b) Que se justifique la eliminación de los individuos
que sienten pero en los cuales el sufrimiento supera (o se supone que supera) al placer, o la de los individuos
que provoca en los demás cuantitativamente más dolor que complacencia (los discapacitados, los fetos
deformes, los moribundos, etcétera); c) que se justifiquen las intervenciones que suprimen incluso la vida
humana con tal de suprimir únicamente el sufrimiento (licitud de aborto incluso en estadios avanzados del
embarazo, a condición de que se lleve a cabo con prácticas indoloras). Por tanto, si el utilitarismo, por un lado,
excluye de ser respetados a algunos seres humanos, por el otro llega paradójicamente a equiparar a los seres
humanos y los animales, al tomar como base la capacidad de "sentir" y, por consiguiente, de percibir el placer y
el dolor». De esta manera, nos seguimos manteniendo en una perspectiva utilitarista en la cual no se precisa «de
qué cosa» se ha de buscar la utilidad y en orden «a qué»; mejor dicho, se alega que la vida humana es valorada
si está presente/ausente el sufrimiento, y según los criterios economicistas de la productividad o
improductividad del gasto. Una orientación de ética pública, análoga en ciertos aspectos al utilitarismo (aunque
muestre algunas divergencias), la constituye el contractualismo, inspirado también en el criterio del acuerdo
intersubjetivo estipulado por la comunidad ética, esto es, por todos cuantos tienen la capacidad y la facultad de
decidir. Expresión de esta orientación es el pensamiento de H.T. Engelhardt en su obra The Foundations of
bioethics , que mencionamos en el capítulo primero. El consenso social de la «comunidad ética» justifica, según
este autor, el que valgan menos todos aquellos que no forman parte todavía de la comunidad (embriones, fetos y
niños) cuyos derechos dependerían, por tanto, de los adultos que, en definitiva, no son considerados como
personas. De esta manera, tampoco son valorados, al «no ser personas», los que no han logrado su inserción
social, como ocurre, por ejemplo, con los enfermos que han perdido toda relación social o los dementes no
recuperables. En definitiva, la concepción de la persona humana acaba por ser un concepto sociológico. En el
ámbito de este panorama de la ética intersubjetiva, hay que recordar las corrientes de pensamiento que se
remiten a la fenomenología y a la ética de la comunicación. La ética fenomenològica muestra, especialmente en
M. Scheler y N. Hartmann, una apertura a los valores éticos, una apertura definida como «intencional» e
«intuitiva» a los valores; los valores éticos, sin embargo, están fundamentados a nivel emotivo (lo divino en el
hombre, de Scheler) y «religioso». Se afirma, por esto, la posibilidad de fundamentación que quiere ser
concreta; pero sobre un terreno, no obstante, que queda reducido a ¡a subjetividad emocional y que por esto
mismo no puede aspirar a tener validez universal. El horizonte sigue siendo un horizonte social, por lo demás,
difícil de formular.
También la teoría de la «ética formal de los bienes» defendida por D. Gracia entra en esta perspectiva
fenomenològica al afirmar la exigencia formal y universal de los valores, en cuanto que el mismo conocimiento
de la realidad suscita en la conciencia el sentido de las realidades como valores; aun cuando esa exigencia
formal se hace realidad en actos de evaluación o valoración que son subjetivos y dictados por las circunstancias.
Por eso, como exigencia, la moral está fundamentada en un sentido racional y universal; pero como opción
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concreta, vuelve a estar dictada por la evaluación subjetiva. Asimismo, el intento por superar el subjetivismo de
las opciones concretas mediante la búsqueda de un acuerdo «de procedimiento» de tipo social al compartir una
serie de normas, como el «igualitarismo» o la introducción de conceptos correctivos tales como el «observador
ideal«, el «mínimo ético» o el «postulado de equiprobabilidad», son procedimientos de carácter artificial que no
logran superar el horizonte de la subjetividad y de la convención intersubjetiva . La teoría de la comunicación
que proponen en el área cultural alemana K. O. Apel y J. Habermas, pone como base del consenso social la
comunicación, la cual debería permitir, por una parte, superar la «razón calculadora» del utilitarismo y, por
otra, poderse entender acerca de los contenidos y los destinatarios de los valores. Hay que reconocer que
algunos valores están implícitos ciertamente la misma comunicación, como la veracidad, el respeto de la
opinión ajena o el respeto de la libertad de opinión y de expresión; pero son valores previos y que preparan la
fundamentación de una norma. El mismo principio fundamental (Groundnorm) que esta corriente-propone —
según el cual «las normas que hay que justificar deben ser capaces de obtener el consenso sobre sus
consecuencias previsibles para todos los interesados»— corre el riesgo de subordinar la validez de la norma al
consenso, y el de no poder precisar quiénes son los interesados. Una orientación que me parece incluida en el
horizonte de la ética pública —en el que se afirma la necesidad de ciertos principios morales, pero cuya
justificación sigue siendo imprecisa— la representa el llamado «principialismo» que se remite a Beauchamp y
Childress.
Los conocidos principios de beneficencia, de no maleficencia, de autonomía y de justicia (que tienen
una particular relevancia considerados aisladamente y que en conjunto entran ciertamente en la evaluación de la
intervención en el campo biomédico-asistencial) requieren a su vez de una fundamentación. Queda por precisar,
en efecto, qué es bueno o malo para un paciente —por ejemplo, ¿es bueno para un recién nacido con múltiples
y graves deformaciones, prestarle asistencia o dejar que muera?—; y, además, es necesario que entre los
mismos principios se establezca una jerarquía, sobre todo entre el principio de autonomía y el de beneficencia:
se requiere que el primero esté subordinado al segundo, pues de otra manera no se garantiza la autonomía de los
sujetos, especialmente cuando el enfermo no es capaz de ejercer la autodeterminación o cuando la autonomía
del médico y la del paciente se contradicen. Para conciliar el principio de autonomía con el principio de
beneficencia hay que hallar un punto de encuentro real en la búsqueda del verdadero bien de la persona93.
Reanudaremos el razonamiento (que aquí nos limitamos a mencionar brevemente) en el capítulo dedicado a los
principios de la Bioética. Igualmente evasivo se presenta el razonamiento de la llamada «deontología prima
facie». Según este enfoque, en efecto, no existen deberes siempre y en cualquier caso válidos, sino sólo deberes
que son válidos (prima facie) como si dijéramos «en principio», pero que en su aplicación concreta admiten
excepciones y conflictos a los que no se puede dar una solución homogénea y cierta. Pensamos que si no se
quiere proclamar el relativismo de las opciones concretas, so pena de hacer declaraciones de principio que
tienen un valor simplemente formal, habrá que advertir la obligación y la necesidad de aclarar y resolver los
conflictos, jerarquizar armónicamente los valores en juego y eliminar la conflictividad. Es así como la ciencia
ética y el ejercicio de las virtudes éticas cobran un significado en este campo. El modelo personalista El que
consideramos más apropiado para resolver las antinomias de los modelos precedentes y al mismo tiempo para
fundamentar la objetividad de los valores y de las normas, es el modelo personalista. Pero hemos de
apresurarnos a aclarar que históricamente se puede hablar de personalismo por lo menos con una triple
significación o con un triple énfasis en su significado: el personalismo relacional, el personalismo hermenéutico
y el personalismo ontológic. En el significado relacional-comunicativo se subraya sobre todo el valor de la
subjetividad y de la relación intersubjetiva, como dijimos que hacían Apel y Habermas. En el significado
hermenéutico se enfatiza el papel de la conciencia subjetiva al interpretar —como hace Gadamer— la realidad
conforme a la propia «precomprensión». En el significado ontológico, por último, sin negar la importancia de la
subjetividad relacional y de la conciencia, se quiere subrayar que el fundamento de la misma subjetividad
estriba en una existencia y una esencia constituida en la unidad cuerpo-espíritu. La persona es entendida como
ens ratione praeditum (ente dotado de razón) o, como Boecio la define, rationalis naturae individua substantia
(sustancia individual de naturaleza racional). En el hombre, la personalidad subsiste en la individualidad
constituida por un cuerpo animado y estructurado por un espíritu96 . La tradición personalista hunde sus raíces
en la razón misma del hombre y en el corazón de.su libertad: el hombre es persona porque es el único ser en el
que la vida se hace capaz de «reflexionar» sobre sí misma, de autodeterminarse; es el único ser viviente que
tiene ja capacidad de captar y descubrir el sentido de las cosas y de dar sentido a sus expresiones y a su lenguaje
consciente. Razón, libertad y conciencia representan, para decirlo con palabras de Popper, una «creació
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emergente" irreducible al flujo de las leyes cósmicas y evolucionistas. Y esto, mereced a un alma espiritual que
informa y da vida a su realidad corpórea y que contiene y estructura al cuerpo. El yo no se puede reducir a
cifras, a números, a átomos, a células o neuronas. El homme neuronal del que habla Changeaux, no agota la
totalidad del hombre, sino que requiere más bien de una mente que estructure al cerebro, al igual que requiere el
alma espiritual que estructure, guie y vivifique a su cuerpo. La distancia ontológica y axiológica, que distingue
a la persona humana del animal, no es comparable con la distancia que media entre la planta y el reptil o entre
la piedra y la planta. En cada hombre, en toda persona humana se recapitula y cobra sentido el mundo entero,
pero al mismo tiempo el cosmos es superado y trascendido. En cada hombre se encierra el sentido del universo
y todo el valor de la humanidad: la persona humana es una unidad, un todo, y no sólo parte de un todo. La
misma sociedad tiene como punto de referencia a la persona humana; la persona es fin y origen de la sociedad.
La Revelación cristiana, con la verdad de la Creación —la Creación es también una conclusión racional dentro
de ciertos límites—, de la Redención y de la comunión del hombre con Dios, da a esta visión personalista una
amplitud de horizontes y de valores que toca lo divino. El hombre, cada hombre en particular, es para el
creyente imagen de Dios, hijo de Dios y hermano de Jesucristo. Pero ante cualquier reflexión racional, aunque
sea laica, la persona humana se presenta como el punto de referencia, el fin y no el medio, la realidad que
trasciende a la economía, el derecho y la historia misma. No se debe pensar que respecto del razonamiento de
ética médica, o bioética, estas premisas de orden filosófico son pura abstracción, porque tanto la ética como la
medicina tienen por destinatario al hombre y éste es considerado en la plenitud de su valor. Desde el momento
de la concepción hasta la muerte, en cualquier situación de sufrimiento o de salud, es la persona humana el
punto de referencia y de medida entre lo lícito y lo ilícito, No hay que confundir el personalismo al que nos
referimos con el individualismo subjetivista, concepción en la que se subraya, casi como constitutivo único de
la persona, la capacidad de autodecisión y de elección; es éste un punto de vista muy difundido en el mundo
protestante y existencialista, que influye también en ciertas corrientes de la teología norteamericana. El
personalismo clásico de tipo realista y tomista —sin negar este componente existencial, o capacidad de
elección, que constituye el destino y el drama de la persona— pretende afirmar también, y prioritariamente, un
estatuto objetivo y existencial (ontológico) de la persona. La persona es ante todo un cuerpo espiritualizado, un
espíritu encarnado, que vale por lo que es y no sólo por las opciones que lleva a cabo. Más aún, en toda
elección la persona empeña lo que ella es, su existencia y su esencia, su cuerpo y su espíritu; en toda elección se
da no sólo el ejercicio de elección, la facultad de elegir, sino también un contexto de la elección, es decir, un
fin, unos medios y unos valores. El personalismo realista ve en la persona una unidad, como frecuentemente se
dice, la unitotalidad de cuerpo y espíritu que representa su valor objetivo, del que se hace cargo —y no puede
dejar de hacerlo— la subjetividad, respecto tanto de la propia persona como de la persona ajena. No se puede
disolver a la persona humana y sus valores en una serie de elecciones, sin una fuente de la que provengan estas
opciones y sin los contenidos de valor que éstas expresan. El aspecto objetivo y el aspecto subjetivo de la
persona están en referencia mutua e implicada en una ética personalista. El valor ético de un acto deberá ser
considerado bajo el perfil subjetivo de la intencionalidad, pero también en su contenido objetivo y en las
consecuencias. Si un cirujano involuntariamente no estuviera atento a una intervención difícil y peligrosa, a la
que siguiera la muerte de la persona, subjetivamente podría no ser culpable; pero la objetividad de la pérdida de
una vida humana sigue siendo un hecho que debe determinar el esfuerzo del cirujano para en lo sucesivo no
distraerse. En el momento del juicio íntimo sobre lo realizado, prevalece la evaluación de la subjetividad; pero
en el momento normativo y deontológico, prevalece el valor objetivo al que hay que adecuar cada vez más la
actitud subjetiva. La certeza deberá buscar cada vez más la verdad. Pensamos que puede ser ubicada en la
perspectiva personalista una instancia presente en algunos pensadores de extracción anglosajona que tiende a
revaluar la «ética de las virtudes», asumida como contrapuesta, o en todo caso como prioritaria respecto de la
«ética de los principios». Estamos convencidos de que no sólo el momento de la aplicación del juicio ético
exige adquirir determinadas capacidades para encarnar los valores, sino que el mismo estar sensibilizado al
sentido y al valor de la persona nace de un hábito de conciencia inspirado en la virtud. Sin embargo, teniendo
presente precisamente el modelo personalista, resulta necesaria una integración entre el momento del
esclarecimiento y de la fundamentación de los valores y normas, y el momento de su aplicación coherente y
correcta. Más adelante tendremos oportunidad de recordar el papel de las virtudes cardinales en la actuación
ética. Pero ya desde ahora pensamos que no se pueden separar los dos momentos, a menos que el mismo
concepto de virtud o el actuar virtuosamente se consideren carentes de fundamentación.