Violencias y Escuelas

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Violencias y escuelas. Otra mirada sobre las infancias y las juventudes.

Módulo de
trabajo destinado a Equipos de Supervisión, Equipos Directivos, Docentes y Equipos de
Orientación Escolar que trabajan en el Nivel Secundario de la provincia de Buenos Aires.
Gobierno de la provincia de Buenos Aires - UNICEF, octubre de 2014. (págs.31 a 43)

Algunos estudios sobre la temática

Ciertos autores realizan distinciones teóricas respecto del uso del término “violencia
escolar” para establecer distintos grados de violencia y determinar si la agresión se
dirige al docente, al estudiante o a la escuela como institución. El producto final de
estos trabajos se asemeja a una taxonomía o clasificación exhaustiva de los tipos de
violencias o de alumnos que, de acuerdo a nuestra experiencia, termina reforzando,
aun sin proponérselo, la estigmatización y la exclusión, ya que deja de lado la
posibilidad de generar espacios de reflexión sobre las relaciones vinculares y los
contextos que permitan entender las causas, muchas veces latentes, de los conflictos.

Respecto de algunas distinciones conceptuales que encontramos en la literatura


existente, podemos decir que si bien en algunos casos son, frágiles y reduccionistas,
nos permiten, no obstante, llegar al fondo de la cuestión y preguntarnos a qué nos
referimos cuando hablamos de violencia en la escuela; qué subyace como idea o cuál es
el paradigma o supuestos sobre los que se asienta determinada categoría. Cuestionar
las definiciones, contrastarlas con otras y con nuestro quehacer pedagógico cotidiano
nos brinda mayores herramientas para hacernos buenas preguntas y abordar
situaciones conflictivas, algunas de las cuales devienen en prácticas violentas, y, sobre
todo, para poder elaborar estrategias de intervención a conciencia, sabiendo que una u
otra postura tiene sus alcances pero también sus limitaciones.

Desde otra perspectiva, autores como Levinson (1998) denominan la indisciplina como el
incumplimiento de las normas escolares: “(…) con la palabra incumplimiento señalo
simplemente comportamientos que no se ajustan a las expectativas y actividades
estructuradas por las autoridades adultas en los colegios”.

Otros estudiosos del tema hacen una serie de distinciones en relación al tema de las
violencias en las escuelas. Una de ellas es la división que ciertos autores establecen entre
episodios esporádicos de fuerte impacto (homicidios, agresiones con armas, abusos
sexuales, suicidios, agresiones físicas hacia docentes o directivos) y aquellas prácticas y
formas de relacionarse entre los actores educativos que cotidianamente tienen lugar en el
espacio escolar y que por su reiteración pueden dificultar o inclusive poner en peligro las
trayectorias escolares de ciertos estudiantes, a saber: insultos, burlas, discriminaciones,

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humillaciones y avergonzamiento, entre otras. En esa línea, se utiliza la noción de
incivilidades o microviolencias para referirse a estas prácticas menos espectaculares pero
más frecuentes que corroen la autoestima. Desde nuestro enfoque, es interesante retomar
dichas distinciones para preguntarnos cuáles son las formas de expresión legítimas y/o
aceptables de agresividad y de conflicto, teniendo en cuenta que este es constitutivo de las
relaciones de poder.

Debarbieux (1996, 2003) es uno de estos autores que trabaja sobre el concepto de
incivilidad, remarcando la necesidad de subrayar que no todos los comportamientos
agresivos son actos de violencia cuyo fin es destruir al otro. A su vez, da cuenta de que el
uso de dicho término puede traer confusiones, es decir que puede asociarse incivilidades a
“salvajes” o “no civilizados”, por lo tanto emplea el término microviolencias y advierte que
estas no deben ser banalizadas o subestimadas para ocultar, por ejemplo, el conflicto
subyacente dentro de la escuela, ya que entonces pueden transformarse en una variante de
la violencia simbólica.

Otro término muy utilizado y que proviene de EEUU es el de Bullying. La intención aquí es
retomarlo, dada la importancia de los temas a los que refiere: maltrato, hostigamiento y
acoso. Para ello es central conocer los distintos enfoques con los que se lo puede emplear,
dado que el mismo término puede ser empleado para individualizar y aislar a quien agrede
o para ayudar a generar intervenciones que apunten a mediar sobre la socio-dinámica de la
estigmatización de ciertos individuos o grupos de estudiantes.

Al estudiar los significados del término, nos encontramos con que, literalmente, en inglés
“bully” significa intimidador, abusador, matón o agresor. En general, esta
conceptualización tipifica conductas repetitivas que tienen que ver con la intimidación, la
tiranización, el aislamiento, la amenaza, los insultos sobre una víctima o víctimas ya
marcadas y que –según sus teóricos– ocupan ese papel social. Olweus (1999) en Noruega
ha sido pionero en este tipo de indagaciones, haciendo toda una caracterización sobre los
tipos de bullying. Es una terminología propia del campo judicial que ha sido transferida a la
escuela, y al igual que otros conceptos que no han sido construidos en el campo educativo-
pedagógico, puede generar dificultades para dar respuesta a las problemáticas dentro del
ámbito escolar según el enfoque que se adopte.

Cuando el problema de la conflictividad se aborda en términos binarios, de una oposición


“víctimas- victimarios” o “docente-alumno”, lo único que se obtiene es una estigmatización
que sienta las bases para designar a los “culpables”, generalizar las “poblaciones de riesgo”
y reforzar aquello que “se espera” que hagan los victimarios porque se cree que “son
naturalmente violentos”. Desde esta perspectiva del bullying, se intenta construir una
tipología de las víctimas (alumnos inseguros, sensibles, con baja autoestima, entre otras
características) y de los agresores (belicosos, impulsivos, con alta autoestima, etc.) tratando
en varias investigaciones de probar -infructuosa-mente– la hipótesis de que los agresores

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tienen una inseguridad oculta. Como era de esperar, los resultados encontrados no
aportaron nada que pudiera avalar esa hipótesis; por el contrario, los agresores mostraban
una ansiedad y una inseguridad inusitadamente bajas, o se encontraban dentro de la media.

En este sentido, podría sostenerse que la perspectiva planteada por Olweus sobre el bullying
tiende a individualizar el conflicto, atribuyendo el problema de las violencias en la escuela
a ciertos rasgos de personalidad del alumno sin dar cuenta de las relaciones que se
establecen en cada institución ni del contexto social en donde se encuentran los alumnos,
como si la violencia fuera un fenómeno atemporal anclado en la psiquis de ciertos
individuos.

Desde esta perspectiva se desconoce el carácter relacional de la violencia, en el cual las


personas se vinculan a sociedades y a épocas determinadas, donde las biografías
individuales están imbricadas en las estructuras sociales y en los tiempos históricos. En
otros términos, tal como sostiene Carina Kaplan (2006), no es posible concebir la existencia
individual independientemente de la existencia social, ni las trayectorias educativas de las
trayectorias sociales de los individuos y grupos.

Ubicados en las antípodas de estos enfoques estigmatizantes, tomamos el concepto de


bullying en principio para traducirlo y usarlo en castellano como sinónimo de
hostigamiento, acoso, y luego porque entendemos que aquellos que lo sufren tienden a
callar su padecimiento por miedo a represalias o por creer que si exponen su situación serán
aún más excluidos. Por lo tanto, sostenemos que es fundamental que los docentes
intervengan en los conflictos y medien para no contribuir con la cultura del silencio. Dejar
que “se arreglen solos” refuerza, en estos casos, la situación de padecimiento del niño, niña
o joven que está sufriendo. Por ello, subrayamos la necesidad de la intervención dado que
constituye un factor esencial que impacta directamente en la disminución de este tipo de
agresiones, fortaleciendo a su vez los vínculos entre los estudiantes y el proceso de
aprendizaje dentro del aula.

Cuando el hostigamiento se realiza a través de las redes sociales (como por ejemplo
Facebook, Twitter) o en otros espacios virtuales (un blog personal o de una escuela) se lo
denomina “cyberbullying”. Una de las mayores diferencias entre el acoso que se realiza a
través de Internet y el que no, es que el primero se hace público, por lo tanto cuando
alguien insulta a otro en una red social hay más personas que asisten a esa práctica social de
humillación en comparación con la que sucede en forma presencial e interpersonal, en
ámbitos más cerrados o acotados como un aula, la calle, un club. Luego, hay características
inherentes a las prácticas de los niños, niñas y jóvenes que necesariamente los docentes
deben conocer para poder anticipar, educar. En principio es fundamental conocer cómo
operan las redes sociales, cómo se expresan los estudiantes en ellas, cómo gestionan su
identidad a través de la información que suben (fotos, comentarios, videos, canciones, links
que recomiendan, etc.) y las respuestas que obtienen de sus contactos. Asimismo, es

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primordial reflexionar con los estudiantes acerca de los datos que son convenientes
mantener en la esfera de su privacidad, qué creencias tienen con respecto a lo público y lo
privado en un mundo donde los límites entre uno y otro son cada vez más difusos.

Cabe destacar que la gestión para que las redes sociales dejen de publicar las humillaciones
y burlas a través de la web es solo una parte de la intervención necesaria. Es
imprescindible, además, en la medida de lo posible, incluir a las familias para que
acompañen a sus hijos en el uso responsable de la información y el cuidado de su
privacidad. Y por supuesto también, y principalmente, operar a través de estrategias
institucionales y pedagógicas tendientes a favorecer procesos y prácticas de inclusión. Para
lo cual, es preciso ir desnaturalizando entre todos la terminología cotidiana, los prejuicios,
poner en discusión con los mismos estudiantes aquellas categorías y modos de nominación
que se emplean para excluir al otro o a los otros dentro y fuera de la red.

En otras palabras, la manera de actuar frente a situaciones dentro del mundo digital es, en
términos conceptuales, similar a la que sería conveniente realizar cuando surgen agresiones
de manera presencial, en lugares físicos. En ese sentido, la producción de espacios de
diálogo, la intervención de los adultos para habilitar la reflexión y prevenir situaciones
humillantes es fundamental. La tarea es conocer y analizar las relaciones y factores que
subyacen en los hechos de violencia y que muchas veces quedan ocultos para las políticas
represivas que operan únicamente sobre las consecuencias. Un ejemplo es la perspectiva
alternativa basada en el concepto de violencia simbólica, que permite dar cuenta de aquellas
situaciones de violencia que no son percibidas como violentas. Es decir, nos introduce en
una mirada sobre los mecanismos ocultos e inconscientes de la reproducción de un orden
social desigual, sobre aquella violencia que convive naturalizada sin poder ser identificada
como tal por quienes la padecen.

De este modo, ciertos comportamientos discriminatorios, ciertos prejuicios y formas de


evaluación son reproducidos en el ámbito escolar de modo suave y silencioso –porque no
resuenan como un golpe físico, aunque hieran profundamente las subjetividades– sin ser
cuestionados; operan constantemente sin ser visibilizados, hasta que un mal día la
cotidianeidad se quiebra y aparece “el acto violento” que pareciera venir desde ningún
lugar. Ese aparente “no lugar” son, como sostiene Carina Kaplan (2009), los espacios
donde opera la violencia simbólica.

En la investigación “Clima, conflictos y violencia en la escuela” llevada a cabo por


UNICEF, se plantea que el concepto de violencia no queda restringido a daños físicos
concretos o materiales sino que incluye toda otra serie de aspectos sobre los que sobresalen
los maltratos, el acoso, el hostigamiento y las conductas discriminatorias. En muchos casos,
estos aspectos (que suelen enmarcarse dentro de la violencia simbólica) pueden ser
considerados conflictos que desemboquen en situaciones de violencia con la manifestación
de agresiones físicas.

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La discriminación, sea de tipo religiosa, étnica o por otras características, suele ser señalada
también como un activador de otras formas de violencia.

Dicho de otro modo: nos hallamos frente a hechos de “baja intensidad”, pero también muy
frecuentes. Estas situaciones aparecen como naturalizadas al punto de que no son
consideradas habitualmente como violentas.

Los actores entrevistados (docentes, directivos, padres y alumnos) en general hablan de un


buen clima escolar en sus propias instituciones, sin embargo ellos mismos ponen en
entredicho tal afirmación al momento de considerar una gran cantidad de hechos no graves
pero que tienden a deteriorar las condiciones adecuadas para lograr un adecuado proceso de
aprendizaje.

En la investigación se muestra que las condiciones de percepción de los alumnos del clima
educativo en las escuelas secundarias guardan fuerte relación con los mayores o menores
niveles de conflictividad y violencia en las mismas. En particular en las escuelas donde los
alumnos perciben mejores relaciones entre alumnos, docentes, personal no docente y
directivos, se verifican menores niveles de conflictividad y violencia.

Asimismo, cuando los alumnos piensan que las clases están bien planificadas por los
profesores, cuando se sienten motivados a estudiar, cuando observan que los profesores se
esfuerzan por explicarles y que ellos han aprendido mucho, los niveles de conflictividad y
violencia resultan inferiores.

En definitiva, la no visibilización de todo tipo de violencia simbólica constituye un terreno


fértil para relativizar ciertas posturas donde la institución escolar aparece como receptora de
actos de violencia ajenos a ella, como si la escuela fuese “víctima” de una violencia
generada por factores macro estructurales extraños a su funcionamiento. Pero ya es sabido
que la escuela no solo no es un espacio aislado de la sociedad sino que pensarla de ese
modo disminuye las posibilidades de trabajar en torno a los conflictos que allí se
manifiestan o que están latentes. La escuela, como toda institución que integra una
sociedad, está inmersa como un actor más y es atravesada por los conflictos que impregnan
a cada uno de los que conforman la comunidad educativa. La escuela es un microcosmos de
lo social. Los problemas sociales no son ajenos a ella porque quienes van a la escuela los
padecen, tornando más difusos e inciertos los límites entre el adentro y el afuera.

Al mismo tiempo, hay numerosas evidencias provenientes de una serie de estudios que
constatan que, en la escuela, la frecuencia de expresiones de violencia es relativamente
menor que la que se observa en otros ámbitos. En todo caso, como mencionábamos
anteriormente, hay formas de violencia que son más usuales: los insultos, las humillaciones,
las amenazas verbales, las injusticias con las calificaciones, el escribir los bancos y las
paredes de la escuela, golpearse entre compañeros. Son excepcionales las situaciones donde
hay uso de armas y otras conductas de extrema gravedad. Sí se identifican episodios con

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armas blancas (navajas, cutters y otros objetos cortantes) pero son poco habituales. Esto no
es producto del azar sino del trabajo de muchos docentes y directivos que desde las aulas y
las instituciones contribuyen a lograr una mayor inclusión. Y también es producto del
esfuerzo que hacen los estudiantes por poder estar en la escuela atravesados por múltiples
problemáticas.

Autores como Elias (1999), Bourdieu (1992) y Wiewiorka (2006) sostienen que la
experiencia emocional vinculada a un vacío existencial o el sentimiento de la falta de
respeto y de reconocimiento, sumados a la desesperanza en torno de la perspectiva futura
de vida, constituyen una fuente de violencia.

Algunas hipótesis construidas a lo largo de una serie de investigaciones realizadas por el


equipo que coordina Carina Kaplan (2006, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011, 2012) alrededor
de la temática de la violencia y las escuelas confirman el vínculo entre violencia y
sentidos/sinsentidos de la existencia social percibida por los y las adolescentes y jóvenes
escolarizados o no. Es por ello que surge la necesidad de reflexionar sobre el lugar que le
cabe hoy a la institución escolar en este aprendizaje social. La escuela es una configuración
particular que porta los signos de época y de sus sociedades, y es desde esta perspectiva que
nos situamos para comprender el proceso de construcción en torno al término “alumno
violento”.

La violencia es una cualidad relacional; por tanto, los comportamientos violentos de ciertos
individuos y grupos hablan de nuestras sociedades. Teniendo en cuenta las características
propias de cada sociedad, Elias encuentra en los sujetos ciertas necesidades que se repiten
en diferentes grupos y épocas:

a) Necesitan perspectivas de futuro, percibir que hay un horizonte próximo que los incluye.

b) Necesitan un grupo de personas de la misma edad con las cuales identificarse. Es decir,
precisan referenciarse a un grupo que les ofrezca una cierta sensación de pertenencia en un
mundo en que las diferencias entre las distintas generaciones son muy grandes.

c) Necesitan un ideal o meta que dé sentido a su vida y, aún más, que sea superior a la
propia vida.

d) Necesitan gozar de respeto y estima social.

Al observar estas necesidades notamos que estas atraviesan a todos los niños, niñas,
adolescentes y jóvenes de nuestra sociedad. Por ello, es preciso destacar que si bien hay
cierta violencia que es producto de la exclusión en términos de desigualdad social, también
se producen actos violentos como resultado de otro tipo de exclusiones simbólicas
vinculadas a la falta de pertenencia a un grupo, a la discriminación, al no reconocimiento
por parte de los pares. Es importante subrayar esto, dado que muchas veces se tiende a
identificar la violencia con la pobreza, quizás como producto de cierta exposición y
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presentación en los medios de los conflictos en estos sectores. Sin embargo, a diario
ocurren hechos de violencia en contextos económicamente favorecidos que son
invisibilizados –porque se dirimen en otros ámbitos de la esfera privada– o que son
exhibidos como una excepción a una supuesta armonía y seguridad que –se cree– es propia
de esos sectores. De esta manera, se produce una diferencia en el modo de nombrar lo que
sucede en unos y otros sectores de la sociedad.

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