Me Haré de Aire - Laura Antillano

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Colección Continentes

Me haré de aire
(Cuentos)
.
Laura Antillano

Me haré de aire
(Cuentos)
1.a edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2021

Me haré de aire
© Laura Antillano

Diagramación
Carolina Marcano

Diseño de portada
Javier Véliz

Imagen de portada
Flowers clouds, 1903
Odilon Redon
Instituto de Arte de Chicago

© Monte Ávila Editores Latinoamericana C. A., 2021


Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 22, urbanización El Silencio,
municipio Libertador, Caracas 1010, Venezuela.
Teléfono: (58 212) 485.0444
www.monteavilaeditores.gob.ve

Hecho el Depósito de Ley


Depósito legal: Dc2021001434
ISBN: 978-980-01-2250-1

6
Cuando la arena se levanta
Para Rosita Navas

Mi madre no habla. Más o menos como yo.


Nosotros no sabemos de dónde vino, ni muchas cosas de atrás.
Por eso no hubo extrañeza cuando ella, esa noche en el
velorio, mientras algunas de la rueda rezaban el rosario y otras
saboreaban el café contando los asuntos de todos los días,
de por allá en El Arenal, mamá escuchó el nombre: Amado
Rosendo Quiñones, y saltó.
Esas tres palabras: Amado/Rosendo/Quiñones, tuvieron
en sus oídos una resonancia insospechada.
Volteó la cabeza como si un resorte la hubiera activado,
miró a los de la conversa y se fue a reunir con ellos de
inmediato, tímida como es, preguntó:
—¿Ustedes dijeron Amado Rosendo Quiñones?
—Ujú —le dijo una viejecita con un tabaco grande en la
boca, que se mecía, echando bocanadas.
—¿Lo conocen? —preguntó mi madre.
—Sí —dijo la viejecita, y lo mismo un hombre y una mujer
del grupo, más bien con indiferencia.
—Y… ¿está vivo?
7
—Claro que está vivo, mujer. Vivito y coleando, aunque ya
no tanto —dijo la más joven y se echó a reír en una carcajada
sonora que los de más lejos evaluaron mal.
—¿Dónde lo puedo encontrar? —dijo mamá.
Y la del tabaco, se lo sacó de la boca, y le preguntó como
quien no quiere la cosa:
—¿Y por qué quiere buscalo?
—Porque es mi papá, y no lo conozco.
Entonces hubo como asombro y todos se pusieron a explicarle
cómo llegar al terreno donde mi abuelo tenía la choza y el sembradío.
Mi madre no espero ni una semana para coger camino, en
tres días preparó el viaje. Habló mucho esos días, no parecía
ella, no podía disimular el entusiasmo.
No quiso que mi papá la acompañara, quería llegarle sola,
y tuvo que pasar de un autobús a otro. El Arenal es tierra seca
y distante.
No sabemos cómo fueron las cosas por allá, mamá no
contó nada.
Tierra seca y ventisca, nos imaginamos.
Tampoco sabemos con qué palabras le dijo que era su hija,
ya mujer de cuarenta con hijos grandes. Aquello debió ser pura
desolación.
Lo digo porque aquella gente había asomado como que
los asuntos del viejo no estaban muy bien, y porque cuando
la vimos llegar venía con ella ese señor, de hombros enjutos
y cara sin expresión, que arrugaba los ojos para mirar y no
miraba de frente sino de soslayo, con la ropa sin color de lo
desteñida, y pidiéndole permiso a un pie para mover el otro.
Ella lo trajo del brazo, casi lo arrastraba, con ternura, y no
dejaba de mirarlo.
Nos dijo:
—Este es el abuelo de ustedes.

8
Y lo instaló en la casa.
Le acomodamos una cama.
Mi madre lo cuidaba como a un niño, hasta lo bañaba, y él
se dejaba hacer con mucha vergüenza.
Nos hablaba poco.
Supimos que hacía trabajos de brujería, preparaba menjurjes
y hacía ensalmos.
Todos nos entusiasmamos y cada uno trató, a su modo, de
acercarse.
La palabra de mi madre es palabra santa, si ella dice que
hay que cuidarlo se le cuida, sin más preguntas. Como tiene
que ser.
Pero pasaban los días y él como que no se hallaba.
Agarraba un cajoncito de tablas y se iba al fondo del patio,
allí se sentaba como escondido. Lo dejábamos tranquilo.
Estaba limpio, tenía comida, tenía un lugar de dormir.
Pero un atardecer descubrimos que lloraba. Era un abuelo
que lloraba.
Mi madre le preguntaba y él no le contaba nada, se le
arrugaba toda la cara y lloraba, tapándose con las dos manos,
con sollozos fuertes.
Nosotros preguntamos:
—¿Mamá, por qué llora tanto?
—No sé —decía ella. Y después—: Debe tené mucho remor­­
dimiento. —Y se quedaba pensativa mirando el horizonte.
Entonces el abuelo la tomó por decir que él tenía que
regresar a El Arenal.
—No, papá, ¿qué va a hacé usted allá solo?
Y él dijo que tenía que estar con sus muertos, regresar a sus
muertos.
Tanto dio que terminamos llevándolo de vuelta a El Arenal.

9
Fue un camino lleno de polvo y sin palabras. Mamá lo llevó
a la choza, le dejó ropa limpia y enseres, ahí nos despedimos
todos.
Se quedó solo en su monte.
En casa nos preguntábamos incansables, «¿qué sería lo que
lo llamaba de aquel lugar?».
Mi madre dijo:
—Acuérdense de que él fue brujo, hizo mucha cosa, no se
puede despegá de las ánimas ni del tiempo atrás.
Un día nos vinieron a avisar que lo encontraron colgado.
Se ahorcó en el terreno.
Mamá tuvo que ir a bajarlo y preparar el entierro.
En el cementerio de El Arenal estaban los del pueblo.
Fuimos todos los de casa, y con la cabeza baja podíamos
escuchar el rumor como de abejorros en celo; le echaban la
culpa a mamá, decían:
—Es que ella abandonó al viejo, lo dejó solo en ese montaral.
Caminábamos y la ventisca nos golpeaba la cara.
Yo creo que lo mató el remordimiento.

(Valencia, 2006)

10
La Muralla
Para Francisco Vicente

La había visto por primera vez en la Muralla, una noche de


copas y fiesta. La conversación había tomado el giro de las
escenas de la historia, con frecuencia lo hacían para pasar el
rato o sentirse participantes, por instantes, de ese misterioso
pasado.
—Algunos restos del muro son visibles en otros lugares de
la ciudad.
—Dicen que tenía quince metros de altura y noventa y
cinco torres.
—¿Te imaginas lo que podría significar vivir dentro de una
ciudad amurallada de ese modo?
Las voces de los amigos, Miguel y Vicente, alimentaban la
conversación; los tres contemplaban el enorme fragmento de
la Muralla, utilizado como centro de la decoración del lugar,
de hecho, hasta el mobiliario, la iluminación y la distribución
laberíntica del espacio parecían haber sido acordados en fun-
ción del misterio que aquel trozo de pared producía.

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Alfredo estaba ensimismado en la contemplación de las
texturas de la piedra cuando vio, como a un relámpago, la
imagen de la joven, quien atravesaba el pasillo posterior. El
desconcierto que aquella mujer le produjo hizo que, sin mucho
disimulo, abandonara su lugar en la mesa y se levantara para
tratar de alcanzarla.
A pesar de la rapidez de su paso, Alfredo no lograba su
objetivo sin borrar aquellos ojos que lo miraron ni el gesto
tímido o esquivo del rostro. Había algo extraordinario en
aquella mirada. Acaso la misma sensación de asombro. ¿Quién
era esa mujer? ¿Por qué lo había mirado de ese modo? Simuló
dirigirse a la barra a retirar un trago, sin salir de su estupor,
para intentar buscarla en los pasillos adyacentes. Miguel lo
observaba desde el asiento, preocupado. Desde hacía un par
de semanas, la conducta de su compañero de habitación le
sorprendía. Alfredo, de común extrovertido e histriónico,
ahora solía estar distraído, lejano, y no daba explicaciones
al regresar de esos estados. Lo vio mirar a uno y otro lado
del pasillo, levantándose sin aparente razón, nervioso en su
extrañeza.
Pero no hubo suerte, la muchacha desapareció del mismo
modo en que hizo su paso por el lugar. Alfredo regresó a su
asiento después de dar una vuelta hasta la entrada misma a la
Muralla. Los amigos continuaban la conversación aparentando
ignorarlo.
Más tarde, en su apartamento, relajado sobre la cama, Alfredo
tenía presente, como en fogonazos, el rostro de la joven, sus
facciones y aquella mirada que le resultaba tan particular y que
llegó a interpretar como una solicitud de auxilio. Le atraían
sus ojos rasgados, la piel de un moreno canela claro, una
tristeza especial que lo llamaba y la sensación ineludible de
que la conocía.

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Esa noche se internó en un sueño profundo, inesperado.
—¡Oh!, emir de los creyentes, el príncipe Tudmir firmó el
acuerdo para que se le respetara su rango y se reconociera a
sus súbditos el derecho a la religión, por eso en Murcia la
convivencia entre muladíes y mozárabes es natural.
El hombre arrodillado a sus pies hablaba con soltura y su
palabra era palabra leal. No podía dudar de sus afirmaciones.
No tenía una medida del peligro en sentido íntegro, había
enfrentado a los turcos igual que a los franys, pero elaboraba
respuestas inmediatas y ahora sus informantes a lo largo y
ancho de al-Ándalus, le traían cada vez peores noticias.
Mandó a revisar las fortificaciones, a doblar la vigilancia y
exigió se le mantuviera informado de cualquier paso que dieran
los invasores.
Se acercó a la ventana de la torre una vez que estuvo solo.
Su cuerpo envuelto en seda despedía el aroma de los aceites
preparados por las concubinas para su reposo. No quiso dirigirse
a la recámara de ninguna de ellas: los ojos de la muchacha eran
dos llamas encendidas que no le abandonaban ni en el sueño
ni en la vigilia.

—Me voy, Alfredo, son las nueve de la mañana, me esperan


en la imprenta. Ah, te ha telefoneado dos veces Julia, que no
olvides el ensayo de esta tarde.
Sonó el portazo y el joven se sentó en la cama desperezándose
sin mucha convicción.
Alfredo contempló la esfera del reloj y se apuró a la ducha,
en media hora debía bajar a tomar el desayuno y aparecer
fresco como lechuga en la librería de libros viejos de Trapería.
Llegó a tiempo para abrir la santamaría y desempolvar
los estantes antes de que el dueño apareciera reclamando

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tardanzas. En seguida organizó las revistas de un paquete
que le fue entregado por el encargado del correo en la puerta.
Se detuvo a mirar la portada: «La revista científica Sharq
al-Ándalus. Estudios Árabes fue fundada en 1984 por los
profesores Mikel de Epalza y María Jesús Rubiera del área de
Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante,
para publicar, fundamentalmente, trabajos de investigación
históricos relativos a las tierras del Levante de la Península
Ibérica en época musulmana».
Alfredo revisó índices y metódicamente se dirigió a la estan­tería
correspondiente, fue colocándolas una a una en perfecta simetría.
Un posible comprador inesperado entró en ese momento al lugar.
Alfredo bajó de la escalera en la que se había subido para alcanzar
los travesaños.
—¿En qué puedo servirle?
Resultó ser un extranjero con vestimenta de turista, el
hombre revisaba el lugar con mirada de curiosidad. Se acercó
al joven y le pidió información sobre la ciudad.
Alfredo se movió hacia un revistero lleno de páginas viejas
y nuevas, mientras comentaba de espaldas al visitante:
—Murcia fue fundada en el año 831 por Abd al-Rahman II
en el centro del valle del río Segura.
Cuando volvió la cabeza para mirar a su interlocutor, el
individuo había desaparecido. Alfredo, sorprendido y molesto
por el detalle, pasados unos minutos, decidió salir a tomar un
café a la plaza, dejando el acostumbrado letrero de «Vengo
enseguida» en la puerta, sin sospechar que no regresaría.

El mediodía de primavera avanzaba deslumbrante de


luz y Alfredo caminaba hacia las mesas del café al aire libre.
Atravesando, en medio de la Plaza de Santo Domingo, de pronto,
a la distancia, creyó distinguir la figura femenina de sus sueños,
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siguió pues caminando sin quitar la vista de aquel objetivo tan
distante y cercano a él.
Su vista no la abandonaba, como si pensara que así no la
perdería de nuevo. Siguió mirando a la muchacha, quien
ahora, sentada en una mesa del café, en el fondo de la plaza,
parecía ignorarlo.
Pero escuchó que lo llamaban:
—¡Alfredo! Al fin te encuentro.
Y dio vuelta a su cabeza; encontró a Julia, quien venía en su
búsqueda, la saludó con la mano desde lejos y retornó a mirar
hacia el café. La muchacha de sus sueños había desaparecido.
Julia no podía entender el porqué del modo displicente y
hosco del trato de Alfredo, quien sin explicaciones le preguntó,
bruscamente, por qué lo buscaba a esta hora.
La joven se deshizo en titubeos, habló acerca de recordarle
la puntualidad en los ensayos (ambos formaban parte del
elenco del Teatro Romea). Observaba a su amigo, quien tenía
la mirada puesta «en otro mundo», y lo sentía como si no fuera
él, aquel a quien tenía tantos años conociendo.
Alfredo se despidió de Julia y tomó el camino de regreso,
aún sin haber saboreado un café. En lugar de volver a la
librería se dirigió a casa con el ánimo de descansar un poco,
¿de su búsqueda infructuosa?

—Sea tu llegada bien recibida —dijo el poeta ciego al-Maizumi,


al ver entrar a su recinto al poeta al-Kutandi. Al-Maizumi tenía
humilde su morada, y acostumbraba dar lecciones de cálculo y
poesía a quienes así lo solicitaran.
Al-Kutandi entró al lugar, saludó a los jóvenes, mujeres y
hombres, presentes, y así se dirigió al maestro:
—Al-Maizumi, vengo a ti porque una frase flota en mi
cabeza y no encuentro las palabras para darle continuidad.
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—¿Cómo dice tu pensamiento, querido amigo? —le pidió
al-Maizumi.
A lo que al-Kutandi respondió:
—«Si tú vieras a quien hablas…».
Al-Maizumi lo escuchó y guardó silencio, luego se llevó
la mano a las sienes en señal de pensar, titubeó intentando
pronunciar alguna palabra; entonces, una joven de ojos grandes
y despiertos que estaba a su lado, se atrevió a continuar el verso
diciendo al punto:
—«Mudo quedarías del fulgor de sus alhajas. Brota la luna,
en su cuerpo, por doquier y, en su ropaje, la rama juega…».
Al-Kutandi no pudo disimular su asombro ante el acierto
inesperado de aquellas palabras y preguntó a la joven su nombre.
—Me llaman Zazhun, y soy de Granada —respondió ella.
Y al-Kutandi recordó y reconoció aquellos ojos.

Alfredo despertó sudoroso. Eran esos los ojos a los que perse‑
guía, los de la mujer de las apariciones, ¿qué podían significar
estos sueños?
Miró por la ventana y descubrió lo avanzada de la tarde,
debía alistarse para salir con apenas tiempo, al ensayo del
Teatro Romea.
Llegó para cambiarse y comenzar el montaje. Todos, desde
los técnicos de tramoya a los actores, le miraron con rabia y
desprecio. Vicente estaba en el grupo; Alfredo notó cómo
Julia esquivaba sus ojos con tristeza.
Mudó su ropa y se dispuso a realizar su parte en el escenario.
¿A quién podría explicar su propia desazón?
Alfredo, sobre el escenario, pronunció las palabras del
poeta Sheij Muhammad Ibn al Habib:

16
A través de limpiar el espejo del corazón
El velo es apartado y aparecen en él
las luces de la pureza del recuerdo.

Su voz llegaba de otro mundo, y su apariencia también.


A su lado Julia, envuelta en velos, recordaba la figura de la
poetisa musulmana Wallada, hija del califa al-Mustakfi. Los
versos que decía iban bordados a su túnica:

Estoy hecha por Dios para la gloria, y camino


orgullosa por mi propio camino. Doy poder a mi
amante sobre mi mesilla y mis besos ofrezco a quien
los desea.

17
Manuscrito perdido

Si asumimos una actitud de extrema sinceridad, ¡de descarada


sinceridad!, habría que señalar nuestra duda acerca del rol
protagónico en este caso. ¿Es el personaje o es el manuscrito?
Aquí se inicia el problema. El hecho es que el manuscrito se
le ha perdido al personaje (¿deberíamos decir que el personaje
perdió el manuscrito?). Lo perdió. Sin más preámbulos.
Descubrió que lo había perdido cerca de cinco días
después de suceder. Relatos trabajados a lo largo y ancho de
siete años (número cabalístico) repentinamente desaparecidos.
Un portafolios azul, tamaño carta, pasa a convertirse en el
anhelo más codiciado, en la utopía, en la musa ansiada, en
lo indecible, incalculable, inexpresable; más allá del bien y
del mal.
El personaje intenta pensar en otra cosa sin conseguirlo.
Aquellas tapas azules como el mar, como el cielo, del tamaño
justo para resguardar las cuartillas escritas en noches y días
de delirio, ocupan el centro de su ser y de su pasión por estos
días. Pero hay que tratar de ser sensato.
¿Dónde podría haberse extraviado?
19
El personaje acude a la cocina diminuta, de apartamento
tipo estudio, poblada de libros igual que el resto del espacio:
El paraíso perdido, de Milton, en edición de lujo, colocado
sobre la cesta de las verduras; los trópicos del Miller yacen
en la nevera, al lado de algunos vasos de yogurt de diversos
sabores (frutas tropicales, por supuesto); Entreabierto,
de Luis Alberto Crespo, sobre el abrelatas eléctrico, y así
sucesivamente. Decíamos pues que acude a la cocina, se sirve
agua fría de la nevera, abre una gaveta y extrae dos frascos
pequeños en donde puede leerse Transen y Valium, cinco
miligramos… Escoge una cápsula de cada una y las toma
colocando elegantemente una mano dentro del bolsillo de
su bata, mientras que la otra levanta en alto el vaso de agua
(olvida el portafolios para recordar la escena de alguna
película de Cary Grant, puesto que en este momento él es
Cary). El personaje va hacia la ventana; luego, con el mismo
aire de solemnidad, mira el horizonte, el cielo rojizo…
Sorprendido y saliendo del trance, Cary Grant se da
cuenta de que algo ha ocurrido, este que ve no es el paisaje
habitual desde su ventana… otra luz, una palidez extraña, un
hormigueo de gente en la calle, niños uniformados, señoras
con bolsas de pan, gente que rodea el kiosco de periódicos
hasta casi llevarlo al piso, autobuses repletos que se detienen
y pasajeros que se prenden de las ventanas. El individuo en
cuestión no puede con su asombro. Elemental: nunca había
estado en el marco de la ventana a esta hora del día. Corre
a su escritorio. Trae la libreta de anotaciones de vuelta. La
emoción produce un temblor de su mano, lo que se traduce
en temblorosa caligrafía. Escribe: «Qué bonita es Ana Rosa
levantada en la mañana»… (Para conocimiento referencial
del lector, debemos decir que Ana Rosa es una de las
dependientes de la panadería La Flor del Líbano, ubicada
frente al edificio en donde reside nuestro personaje), y por
20
allí arranca… Cuando acuerda, el cuaderno de notas está
absolutamente repleto de jeroglíficos y el susodicho vuelve
a la realidad al escuchar el pito de la cafetera eléctrica, que
denota el final de su proceso.
Mientras recibe el agua de la ducha, la reflexión se sitúa
en un «desde cuándo»… Desde cuándo no percibía las horas
de la mañana en su vida, desde cuándo se convirtió en un ave
nocturna… Desde cuándo, ¡en fin! Y de nuevo el ambicionado
portafolios azul toma su centro. Hay que vestirse rápidamente
e iniciar la búsqueda acaso desesperanzada. En el ascensor,
un ligero accidente, la puerta se niega a abrir en el piso
señalado. Un instante y la duda desaparece, efectivamente
está encerrado. Pero no solo. Acaba de percatarse de que
estaban otras personas con él en la cabina. Una mujer, quien
habla aceleradamente, tiene un reloj en la muñeca, más
grande de lo habitual, lo que hace inevitable el que se le
mire cuando gesticula (al reloj y a ella); su marido, un señor
de anteojos con un riguroso aire doctoral (asume nuestro
personaje que es su marido por la forma en que el hombre en
cuestión redice a ella: «Quédate tranquila, Adelaida»). Dos
perros chihuahuas.
Ahora parecen ser ellos los que no se percatan de la
presencia de nuestro personaje. Ante la imposibilidad de que
la puerta se abra, y el dedo opresivo de ella sobre el botón rojo
en el tablero con una campanita dibujada, el marido le habla;
se produce entre ellos un diálogo de una rapidez inusitada,
del cual nuestro precepto silencioso saca las conclusiones: que
tienen una hija que se metió a cantante de rock y se fue a las islas
Bahamas; que él hubiera preferido que en lugar de rock duro
ella cantara baladas, pero la psicoanalista que ve a la familia
en terapia colectiva les ha demostrado que la joven escogió ese
género agresivo porque no soportaba más las cantaletas de su
madre; que tienen un hijo que «se casó con mujer brava», y en
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esa desgracia incurrió porque igualmente: tenía que huir de
la casa materna ante tal impositivo, constante y vedetista, de
esta señora con reloj excesivamente grande. Por otra parte, al
hablar la contingente señala que el individuo de anteojos y
doctoral pose es, en realidad, un pusilánime sin posibilidad
de éxito en la vida, quien se ha comprado toda la biblioteca
existente de textos alusivos a: Cómo tener amigos / Cómo
hacerse millonario / Cómo acostarse con la misma persona
el resto de su vida (¡¿?!), etcétera… y habiéndoselos leído
todos, no se percibe en él, en los últimos veinte años de vida
conyugal, ningún cambio notable. A todo esto, los perritos
chillan, la mujer en estado de histeria golpea con los puños
las paredes metálicas del ascensor, y ahora dice: «¡Sádico!,
inventaste esto porque sabes que sufro de claustrofobia»;
él responde: «¿Tú? Y ¿desde cuándo? ¿Es que has sufrido
alguna vez de alguna cosa que no haya sido la pérdida
de tu primer novio (ahora se mofa del nombrado), aquel
imaginado héroe de la Marina mercante, que se te fue con
una negra de Martinica?»... Cuando está a punto nuestro
personaje de enterarse de la historia enunciada, ¡¡zas!!,
se abren las puertas de ascensor, y entre aplausos puede
contemplar en el pasillo de la planta baja a un grupo de
vecinos aplaudiendo efusivamente al marido de la conserje,
quien luce en su mano una palanca larga y gruesa con la que
acaba de realizar la hazaña señalada. La pareja descubierta
sonríe circunspecta, se toman de la mano; ella se coloca los
dos animalitos sobre el pecho en señal de protección y salen,
muy ufanos, apenas dando los buenos días a los demás con
una inclinación de cabezas.
Nuestro sujeto acaba de recordar el codiciado portafolios
azul y decide prescindir del automóvil (puesto que acaba de
recordar que no posee ninguno). Cruza la avenida y en la
parada se dispone a esperar un autobús de los que señalan
22
Bárbula-Terminal. Apresuradamente, y «siempre listo», saca
su libreta de notas y apunta, con la letra producida por los
vaivenes del transporte, el diálogo que acaba de escuchar en
su celda-ascensor. Pierde la noción del recorrido del por
puesto. En una parada x (¿la del cafetín del 007?), se sube
un cieguito con un bastón enorme que le sirve de lanza para
agredir a los pasajeros por si se niegan a dar limosna; un
niño que le acompaña entrega papelitos puesto por puesto
(más que entregarlos, los coloca golpeando sobre el regazo
de los pasajeros). Nuestro personaje vuelve en sí, lee la nota.
Esta se refiere a la historia de «este pobre ciego, sin padre ni
madre», pero sí con hijos, que requiere de tantos miles para
hacerse una operación y que ha recurrido a fulano y mengano,
cirujanos optometristas, quienes le cobran tanto por la tarea.
Un grito destemplado saca al personaje de su concentración
en la discusión escrita de los cirujanos acerca de los últimos
adelantos en combatir las cataratas. El ciego ha comenzado a
cantar, o a simular que lo hace, de pie, al fondo del autobús.
Los pasajeros parecen todos sordos porque ninguno aparenta
percibir los chillidos ejecutados. Nuestro sujeto, a los pocos
minutos, cree reconocer en aquello una canción que cantaba
su mamá tiempos ha, y que hablaba de una «mirada serena»
algo de: «Aquellos ojos tuyos, de mirada serena»… Toma
nota del detalle para un próximo cuento, en el cual pueda
combinar la evocación de su madre lavando en la batea los
pañales de sus hermanitos y la presencia del ciego con su
bastón–lanza. Guarda el cuaderno y recuerda que en alguna
parada deberá descender para buscar el portafolios azul de
sus tormentos.
Rápidamente, hace un recuento memorial de la última vez
que vio el azul del portafolios en su recuerdo. Cree ubicarlo al
cerrar los ojos en la reluciente barra del Chaplin, al lado de los
vasos y el platico de aceitunas ya vacío. Detiene el autobús, se
23
baja y camina unas tres cuadras. Los mesoneros están jugando
tiro al blanco con piedritas con el portero; chalecos grises,
pantalones de rayas negras, demasiada elegancia para las
once de la mañana. Le abren la puerta con cortesía y susurran
entre ellos acerca de las ojeras y el porte medio desequilibrado
en el andar del personaje, y voltea y los contempla desde la
cúspide misma del Olimpo. La barra está demasiado oscura,
ni siquiera pueden distinguirse las fotografías que decoran
las paredes (de Cary Grant a Jessica Lange); al acercarse al
barman, soporta todos los chistes imaginables acerca de
«¿desde ahorita?»... Resultado: todos desconocen el paradero
del portafolios deseado; hay quien le pregunta si no lo habrá
imaginado, y hay quien le alimenta una nueva angustia al
recordarle que la misma barra es frecuentada por unos cuantos
de su calaña y que no falta quien robe sus argumentos, tramas
y, a veces, hasta textos íntegros. Se da cuenta de que no había
pensado en esa variable. Recuerda los genios y figuras de su
colega: el gordo de la cachucha permanente (Chaffardet,
exboxeador), el bigotón Marcelo de los poemas sobre el
mastranto y el ordeño, el flaco Krisnamurtiano, la poeta
de las bragas anaranjadas… ¿Serían capaces de semejante
acto delictivo? No puede responder. Sale del Chaplin
profundamente desconsolado. Decide caminar, ha hecho una
lista por escrito de lugares posibles. Va a Gordis, la tienda
para gordos de sus amigos los Pérez. Llega en el preciso
instante en que una gigantesca obesa ha decidido entrar en
un bikini decorado con bacterias. María de Pérez le hace
señas de que no entre para no avergonzar a la gorda. Sus
nervios lo obligan a encender un cigarrillo y no esperar en
la puerta, entra al puesto de los alemanes, pide una cerveza
negra (tiene la manía supersticiosa de que las negras son más
tranquilizadoras que las rubias, él sabrá porqué…), cuando
se lleva el vaso al borde de los labios con pulso tembloroso,
24
Blas Pérez lo ve a través del cristal, entra al lugar, pide otra
fría. Antes de relatarle su tragedia, Blas le está contando
la de un gordo que ha venido a la tienda y para quien la
cinta métrica normal no ha sido suficiente en la ejecución
de medirse la cintura, «cincuenta y seis es la talla máxima
de blue jeans que hemos podido conseguir, te imaginarás
la tragedia del gordo… la novia lo tiene en tres y dos, lo
quiere, pero con blue jeans»… Nuestro personaje consume
su cerveza en silencio, no se atreve a hablar de la nimiedad
del portafolios azul marino, ¡frente al drama del gordo, sería
una solemne bobería! Saca su libreta de notas, toma apuntes
sobre el asunto del gordo despechado, se le ocurre que puede
armar una estructura anecdótica en paralelo con el cuento
del estudiante que debe conseguir una rosa en pleno inverno
para que la dama lo acompañe al baile… Rosa-blue jeans,
piensa, cuestión de época. Se despide de Blas sin revelarle su
verdad. Decide continuar en la insaciable búsqueda.
Toma de nuevo el autobús, repleto de estudiantes; de pie,
entre la turba, observa una señora que gimotea, saca un pañuelo
de encajes y seca sus mejillas. Se desocupa el asiento a su lado,
nuestro sujeto se apresura a colocarse en el sitio para escuchar
la historia, la señora lo saluda con una sonrisa y comienza con
un: «Perdóneme, usted pensará que estoy loca, pero necesito
hablar con alguien»… La historia aparece: viuda hace una
semana, enfermera del Hospital Central, intenta cobrarle
al seguro, su marido se cayó del andamio de un edificio en
construcción, albañil independiente (pero asegurado), resulta
que no estaban casados, es decir, eran concubinos, el seguro
no quiere reconocer el vínculo. A ella no le importa eso tanto
como lo otro, lo de dormir en cama fría. Nuestro sujeto se
queda pensando en el asunto de la frialdad de la cama, debió
ser una brasa aquel… y ¿cómo puede hablar de frío en una
ciudad como esta? La señora le da detalles. Él está a punto
25
de sacar el cuaderno de notas, pero le parece que podría
asustar a la señora. Se despide y baja en la próxima parada de
Naguanagua, va camino a la tapicería de Héctor. Recuerda
que vino a apoltronarse aquí la otra tarde, la mamá de Héctor
hace buen café… Las montañas de Bárbula se contemplan
desde aquí como si se tratara de un film documental turístico
y de paso, revisar los muebles sujetos a tapicería nueva le
producen el extraño goce de imaginar a sus dueños y visitantes
(cuentos previsibles). Héctor lo recibe sin voltear a mirarlo,
clavetea tachuelas en una poltrona Luis XV. Héctor le cuenta
que anoche arrastraron a su hermanito Juan Pablo en una
redada que hubo en la arepera La Única (lugar conocido por
nuestro sujeto, puesto que allí acostumbra a cenar arepas de
chipichipi y jugar maquinitas). Héctor dice que su mamá no
está, no hay café, ni nada, porque ella se fue a averiguar dónde
lo tienen al Juan Pablo. Lo peor es que no se sabe si fue la
guardia o la policía… Nuestro personaje revisa las poltronas y
va palpándolas hasta localizar la más «muelle». Se sienta. No
se atreve a citar el portafolios azul. Héctor nota el excesivo
silencio. Un grupo de liceístas pasa en amena plática, los dos
dejan ir sus lánguidas miradas detrás de pantorrillas, rodillas,
balanceadita de caderas, pelos punk y sonrisitas picarescas.
Hondos suspiros. Héctor se lava las manos y propone unos
espaguetis a la boloñesa en El Graduado, frente a la parada.
Nuestro personaje no sabe si le pasará bocado, de nuevo está
pensando en todos los concursos que había previsto ganar con
los manuscritos del portafolios azul, las deudas pendientes,
las novias aptas para ser seducidas con los diplomas y las
medallas, y un no se qué se le coloca en el centro frío del
estómago. Pero accede y acompaña a Héctor.
Pide una sopa de rabo cuando ve al goloso engullirse los
espaguetis.

26
El fulano de El Graduado sale con el delantal puesto y les
propone que prueben este picante que le acaban de mandar
del mismísimo Chachopo. De paso se instala en la mesita, y
con la página de internacionales casi metida en la sopa de rabo,
lee sobre el asunto de los «contra» y los israelitas; les pregunta
su opinión. Antes de que nuestro pendenciero personaje abra
la boca, Héctor desarrolla un discurso con pelos y señales
que despierta la curiosidad de otros comensales, quienes
definitivamente se vienen acercando a la mesa. El sujeto
protagonista aprovecha y se pone de pie al final de su sopa
de rabo, aceptando que todos lo ignoran. Sale en puntas de
pie, y en la parte delantera del comedero se encuentra con las
maquinitas de Atari, decide jugar una partida antes de salir en
su búsqueda insaciable. Se trata de que tres monstruos-arañas
agarren al extraño animalejo, este debe cruzar laberintos y
disparar, tiene tres oportunidades.
El partido termina y el personaje sale silbando una de
Yordano, muy ufano.
Se detiene en la acera y por la avenida ve pasar con sorpresa
varios camiones militares repletos de guardias armados de
ametralladoras. Su sorpresa está igualmente denotada en
los rostros de todos los que le acompañan en la parada de
autobús. Una señora, con la lechuga sobresaliendo de su bolsa
de supermercado, comenta que hubo una emboscada en la
frontera y murieron treinta y dos soldados, y que el edificio
abandonado de La Campiña, aquel de la cruz roja inicialmente
destinado a un puesto ambulatorio, estaba siendo ocupado
por la guardia para montar un comando. Nuestro personaje
ve el pelotón encaminado, y por un instante olvida de nuevo
su portafolios azul marino. Nuestro personaje decide caminar
justamente hasta el centro comercial de La Campiña; se le
ocurre que pudo haberse detenido en la pollera de la esquina el
último jueves en la tarde, hace cinco o cuatro días. En realidad,
27
acostumbra a llegar allí a ver la televisión y tomarse algunas
cardenales o polares con el grupo, casi para contrastar con la
barra del Chaplin, escuchando las conversaciones telefónicas
de aquellos que hacen cola frente al teléfono público, y que
van desde una doctora que aplaza sus citas cada vez que se le
presenta un chance con un buenmozo hasta el estudiante que
acusa los bolsillos vacíos a su atenta y solícita madre, quien
trabaja allá en Tucupita haciendo arepas y lavando pisos para
que él sea universitario.
En la puerta se instala el mesón de los sellados de las carreras
de caballos y entonces las colas se bifurcan entre el teléfono y la
búsqueda de la papeleta, mientras otros hipnotizados esperan
que les sea empaquetado su pollo para llevar, contemplando
las lágrimas desesperadas de ella en la pantalla del televisor,
quien ya sabe que él se ve con otra cuando dice que va a una cita
de negocios, y que tendrá que decidir entre su vida rigurosa de
profesora seria y solitaria o seguir en este tormento de aceptar
las mentiras de él haciéndose la loca.
El sujeto se sienta frente a una mesa, saca su billetera, revisa
la economía, certifica que todavía guarda en reserva un par
de chequecitos (honorarios por «artículos de opinión»), renta
en orden, gastos al margen. Puede, efectivamente, tomarse
algunas cervezas y hacer la consulta a amigos y conocidos
acerca del paradero del portafolios azul marino, guardador del
manuscrito de la historia. A su lado, dos comensales conversan
engullendo pizzas y pollos, el sujeto pone oído avizor y se entera
de que la contienda fue en la sierra de Perijá, y murieron un
capitán y ocho guardias en una emboscada, pero… piensa…
pero: «¿y los otro treinta y dos soldados de que hablaba la señora
de la lechuga?»... Toma otra fría, se fuma un Belmont, alguien
dejó un diario sobre su mesa, no es el diario completo, es una
página del cuerpo C; el personaje decide leer la anotación de
su horóscopo para hoy: «La comunidad o la velocidad en sus
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esfuerzos puede establecer una diferencia sustancial, difícil
de imaginar o calcular. Intente de vez en cuando estrategias
arrolladoras, de un ritmo intenso o violento…».
Nuestro héroe-protagonista intenta seguir las directrices
de su signo que le envía a ser arriesgado y audaz pero, con
asombro, percibe que no puede ni siquiera ponerse de pie para
«hacer el cuatro». Se queda sentado, presupone que el número
de cervezas ingeridas hasta ahora ha sobrepasado los límites
de su lucidez, decide esperar, y entre en ese estado de
ensoñación vaporosa que la mayoría ya conoce, entonces, un
extraño paisaje se desarrolla a su alrededor: Ana Rosa, la moza
de La Flor del Líbano aparece con panes campesinos bajo
las axilas, encaramada en un tanque de la Guardia Nacional,
rodeada de soldados que la celebran, cuando el tanque viene
encima de la mesa de nuestro personaje; el marido de porte
doctoral de la señora de los chihuahuas aparece vestido
de Lancelot y comienza a cantar un estruendoso rock, el
que progresivamente se convierte en el aullido de un lobo
herido; Juan Pablo, y su mamá traen un ramo de margaritas
y llaman a Héctor, quien les grita que no puede atenderlos
porque tiene una cita muy importante con el poeta Ernesto
Cardenal; el ciego del autobús con su lanza-bastón metálico
anda del brazo con la viuda-enfermera del cuento, y ambos
bailan un tango espectacular que implica el apartar las mesas
en la pollera; la gente de la cola del teléfono arma un escándalo
en protesta, y en ese instante la doctora que se disculpa de los
pacientes ve aparecerse a uno de ellos a través del auricular,
quien lujurioso, se la come de un solo mordisco; pero aparece
el portero del Chaplin con su chaleco gris y la agarra por un
pie y hala, tratando de sacarla de la boca del glotón telefónico.
Blas y María Pérez vienen acompañados por una gigantesca
pareja de gordos y cuatro gemelos gorditos, vestidos todos de
igual modo, formando parejas, y bailan lo que inicialmente
29
fue un tango y ahora es un chimbangle de San Benito; todos
corean entonces: «San Benito lo que quiere es que lo besen las
mujeres»… Nuestro personaje siente un movimiento circular
de todos aquellos y una cercanía a su persona cada vez más
peligrosa hasta que los ve fundirse como manchas de colores
diversas, en un solo tono, un azul que de pálido prismacolor
pasa a marino, azul marino de portafolios portador de
manuscritos, y sobre la portada logra distinguir algo como un
jeroglífico en el que puede leerse, no sin dificultad, la palabra
«carne». Llegado a este punto siente una sacudida localizable
en su brazo izquierdo y repentinamente se descubre en una
mesa de la pollera con la mano del mesonero presionándolo.
«¿Qué pasa? ¿De qué carne estás hablando?, tú no has
pedido sino cerveza». «¡Ah!, ¿qué?»... El sujeto se sacude…
pide la cuenta, saca la billetera, paga como si fuera un robot
automático, se pone de pie, y en un total estado de éxtasis sale
del lugar para pensar mejor en la clave que su sueño acaba
de transmitirle. Se dirige entonces con paso presuroso a la
carnicería de Hermógenes Chávez, entra apartando a la
clientela y se acerca a la caja, en donde doña Amanda toca
botoncitos, abre la gaveta y mira, desde la postrimería del
arco superior de sus anteojos, con el lápiz siempre atento
detrás de la oreja derecha.
Aguantando la respiración, nuestro sujeto hace la pregunta
del caso:
—Doña Amanda, por pura casualidad, no se me habrá
quedado sobre esta estantería, el jueves pasado, cuando vine
por un medio kilo de hueso para caldo…
—Recorta, recorta, por favor…
—Sí…. —toma aire y prosigue—, una carpeta, es decir un
portafolios con tapas y liguero.
—¿De qué color?

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La pregunta de doña Amanda casi produce un desmayo de
nuestro personaje.
—Azul… azul marino.
Doña Amanda alarga su mano y de un lateral de la caja
registradora cercana a la pared tomó justamente lo descrito y
lo entrega en manos del sujeto.
La Novena sinfonía de Beethoven se escucha entonces a todo
dar, parece ser coreada por los pedazos de reses que cuelgan en
la carnicería. El personaje abraza el portafolios, y comienza a
abrazar a todos y cada uno de los clientes y dependientes de la
carnicería de Hermógenes Chávez y doña Amanda del Pino.
Todo suena, todo es fiesta; se escucha el Aleluya interpretado
por los motores de los automóviles en la avenida principal de
Naguanagua. Todo es devoción, gritos y aplausos. Nuestro
personaje sale del negocio saltando como un equilibrista,
como un bailarín del Ballet Nuevo Mundo; se encarama a
postes telegráficos, hace piruetas, sonríe a los policías, baila
un pase de bolero con una estudiante agarrada infraganti en
la parada de autobús, vuela, retoza; vuelve a las mesitas de El
Graduado, se apertrecha en un banco y cautelosamente, abre
las ligas del portafolios azul. Llena sus pulmones de aire, y
comienza a releer por duodécima vez el manuscrito:
«Aunque, asumiendo un actitud de extrema sinceridad, de
¡descarada sinceridad!, habría que señalar nuestra duda acerca
del rol protagónico en este caso. ¿Es el personaje o es el
manuscrito?»…

(1995)

31
Uniforme número seis

Nada más. Ni una línea escrita, ni una nota para la tintorería,


ni un ticket del cine, ni una servilleta arrugada y menos aún una
libreta de direcciones. El resto del escritorio es una superficie
perfectamente limpia.
Revisé las gavetas adicionales anoche mismo, otra desilusión:
un calzador de zapatos, trenzas de repuesto para las «gomas»
de jugar en el campo. Nada. Ningún indicio de la vida que
llevaba.
Voy al baño, ya deben estar esperándome. Entro a la ducha
y se me ocurre que él debía colocarse exactamente en este
mosaico bajo la regadera cuando se duchaba, me enjabono
con lentitud. ¿Tendría amigos? Esa muchacha de la fotografía
debía significar algo especial para él, para haberla colocado allí
junto a la nuestra. ¿Cómo saberlo?
Desde la ventana del baño puedo escuchar cierta algarabía
en la calle; es natural, los buhoneros rezan desesperados su
mercancía, venden vírgenes marías, san joseses, niños jesuses,
pastores, ovejas, casitas de cartón, espejos mínimos para
simular pozos de agua, palmeras metálicas, pesebres, incienso,
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escarcha para la estrella, para las nubes de los cielos dibujados.
Pero el que no armó su pesebre hoy ya no lo hará, esta noche
nacerá el niño. Hay que venderlo todo pues, rematar a precio
de gallina flaca.
Terminada la ducha, seco mi cuerpo con frotes fuertes de
la toalla, así lo hacía él, seguramente. Abro el gabinete del
espejo: algodón, crema de afeitar, afeitadoras desechables,
dos, tres, una brochita de las viejas, para regar la espuma en la
cara, «jeanmarífarina» (ya no se usa, qué extraño), y... Valium
de quince miligramos, ¿para qué? ¿Cuándo?
Agarro el frasco y voy a sentarme a la cama con la toalla
sobre los hombros, ¿cuándo aprendería a tomar estas cosas?
Mi memoria atraviesa décadas, y estamos en la Navidad de
sus ¿dieciséis, diecisiete? Un pantalón de dril gris, reformado
de uno que perteneciera a su abuelo. La camisa es de mangas
largas, rosado suave, con líneas apenas perceptibles. Sonríe,
en la cocina están sus compañeros de liceo, Jacinto Pata e
loro, Ochoíta y la Cecilia. Él destapa la botella de ron,
quiere hacerlo con naturalidad, como si hubiera destapado
muchas en su vida, como si hubiera tomado muchas en su
vida. Cecilia le tiene los ojos clavados, lo desnuda con la
mirada, Pata e loro hace un chiste y las carcajadas estallan,
sale el vapor de la olla gigantesca, huele a hierbas, a carne
cocida, a hallaca, a sudor adolescente, a vino Sagrada Familia,
a pólvora, a luz de bengala; una línea de miradas se cruza
secretamente entre Cecilita y él, está en el aire, el ron es para
darse el coraje; dentro de unas horas su cabeza y sus ojos y
después sus piernas, su torso, su cadera, todo será libre al son
de los vuelos de su corazón seducido; debía pensar: de los
corazones de ambos, pero siempre tuve la sensación de que el
de las entregas totales era él, o al menos eso me hizo creer a
lo largo de todos estos años.

34
Termino de vestirme, paso a recoger sus pertenencias, todo
entra en el pequeño maletín que traje, la maleta llevará
exclusivamente los uniformes.
Dejo todo preparado y bajo a la recepción. La señorita
encargada me sonríe con condescendencia, asume mi papel
de circunstancias.
El entrenador y el apoderado del club me acompañan en
el automóvil, nos miramos y conducimos silenciosamente;
pienso en el tiempo que pasó él al lado de estos hombres,
diecinueve años de su vida, más de lo que yo lo tuve cerca,
y ellos no saben más de él por eso (o acaso prefiero pensar
que soy yo quien le conocía, para consolarme) mil preguntas
me acosan, pero no las pronuncio, las dejo dialogar en mi
imaginación.
Atravesamos el Paseo, a lado y lado de la avenida el griterío
de los buhoneros y el colorido del movimiento me recuerda
la cercanía de las fiestas nocturnas, a las doce el nacimiento
del niño, el Mesías, como dicen los aguinaldos, como rezan
los salmos, el Hijo del Señor. Lo veo todo como una película,
como una escena de televisión.
De nuevo mi memoria juega a llevarme a otros espacios, Nueva
York, 1972, ¿quién pensaría que alguna vez íbamos a tener una
Navidad «gringa», con nieve, árboles de Navidad insólitamente
abigarrados, pavo relleno, nueces, especies, villancicos en lengua
desconocida?, allí estábamos, contemplando el mundo desde
un balcón ajeno a nuestro sol, la cadencia de esta lengua
almibarada. Él había sido contratado para la Serie Mundial,
meses sin vernos y de pronto un boleto de avión, algunas
fotografías a color, una desconocida a su lado, dos niños.
No había contado nada, nunca lo hacía, ni cuando era niño;
me acostumbré a sus silencios, su intimidad era un derecho
inviolable, a lo mejor yo le enseñé a ello sin proponérmelo.

35
Me recibió envuelto en abrigos de género grueso y
elegante, los guantes y la bufanda lo hacían parecer un retrato
de alguien desconocido, un maniquí de revista extranjera; el
abrazo, las frases en castellano, me sacaron del sopor inseguro
de los trámites del aeropuerto. Fueron unos días difíciles para
mí, creo que para ambos, lo sentía distante escuchándole
hablar en otra lengua, besar esa esposa rubia, mecer sobre
sus piernas aquellos niños que más parecían extraños que sus
propios hijos. Tomamos champaña en el balcón, un muñeco
de gigantescas dimensiones, trajeado de San Nicolás en la
síntesis de las líneas del plástico acorazado, nos recordaba
la fecha que celebrábamos: volvía a ser él cuando estábamos
solos y yo podía reconocer esa sonrisa tan suya, esa mirada
de calor estallante.
Pasaron varios años para volver a saber de él por su propia voz,
sin embargo podía localizarlo en la imagen de los periódicos,
supe así del divorcio, el escándalo, el final de su contrato y años
después lo ubiqué en este club de una ciudad de provincia,
haciendo una labor didáctica, y reencontrándose con algunos
de sus camaradas adolescentes de otra época más feliz.
Ahora estamos en el club, Jacinto ha tomado las llaves del
locker para retirar las pertenencias, los demás observamos, así
van saliendo y los recibe: Un uniforme (el número seis, el que
usó durante los últimos diecinueve años), un par de zapatos
de juego, cuatro bates marca Louisville, tres mascotines de
inicialista y una estampa de la Virgen de la Divina Pastora.
Recojo todo, no puedo evitar una lágrima que se escapa
por detrás de mis lentes oscuros.
Regreso al hotel, a su misma habitación. Mientras guardo
las nuevas pertenencias, me adormece un sonido de regaderas
abiertas, alguien entona una guitarra en otro cuarto, y alguien
recuerda un tango desde el eco de su ducha: «En la doliente
sombra de mi cuarto / pero no hay nadie / no viene...».
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Duermo, el cansancio me vence. Al despertar son las seis
de la tarde, observo que he sido diligente en el ordenamiento
del equipaje, las maletas me miran desde el piso.
Recuerdo el entierro, ayer; el estadio universitario estaba
abarrotado de gente, y yo lo imaginaba en el rostro de cada
uno de sus compañeros de equipo. Todos de pie cantaron el
himno nacional, creo que estaba como dormida o no podía
acostumbrarme a que él ya no estaba. Solo hoy tomo conciencia
de lo que ocurrió, y un destello de felicidad melancólica me
embarga. Él hubiera sido feliz de saberse despedido de esa
manera.
Alguien toca a la puerta de la habitación. Abro.
Es un niño. Me sobresalta verle, tiene unos ocho años y
lleva puesto un uniforme de jugador de pelota. Acaso es mi
hijo que viene a recordarme con más ahínco su historia; en
segundos me recupera la presencia de un adulto a su espalda,
distingo a Jacinto.
—Señora Clemencia, este es mi hijo... veníamos a invitarla,
si no se ofende, o si no la molestamos, ¿le gustaría pasar la
noche de Navidad con nosotros?
Por un instante dudo. Pero, ¿por qué no?, ese niño podrá
hacerme recuperar por unas horas al que tuve hace cuarenta
y cinco años. Respiro, miro la luz de la ventana, los fuegos
artificiales están comenzando a dejar al descubierto los hilos
luminosos de la noche.
—Sí, hijo, gracias, iré con ustedes.
Voy al pasillo y frente al espejo del baño, paso un peine por
mis cabellos y sonrío, como solía hacerlo él.

(1993)

37
Un imposible espinoso horizonte marino

Siempre fui una niña tranquila y taciturna, ello trajo como


consecuencia que lo que vivía como estado de ensoñación se
convirtiera, para las maestras y para otros adultos también, en
una especie de patente de corso para ayudarles a «meter en
cintura» a otros niños más díscolos o, simplemente, menos
tímidos que yo.
Nadie se detuvo a considerar que, probablemente, yo sentía
una fuerte atracción por ese tipo de niños que, sin ton ni son,
se atrevían a ser y decir todo aquello que me asombraba o que
mi natural cohibición me impedía ejecutar.
Así fui creciendo entre maestras que «me ponían como
ejemplo» frente al grupo, por mis prolongados silencios, sin
saber nada sobre la gran distancia que hay entre un silencio
asumido y la imposibilidad de hablar, o mi supuesta naturaleza
sumisa a la hora de ejecutar sus órdenes (cosa que en
realidad nunca hice, puesto que para mí se trataba de una
especie de «seguirles la corriente», lo que me permitía pensar
en lo que deseaba y ejecutar en mi espíritu una suerte de
malabarismo, absolutamente desligado de los propósitos de
todos estos adultos llenos de reglas y esquemas elementales).
39
Mi cabeza viajaba, las imágenes de mis sueños se convertían
en verdaderas novelas que ocupaban todo mi espacio mental
mientras mecánicamente llenaba cuadernos de planas, sacaba
punta a los lápices, me quedaba absorta mirando a la maestra,
como si sus palabras pronunciaran la mayor de las verdades.
En realidad no la oía, probablemente tampoco la miraba, yo
no estaba allí, viajaba.
Por eso, cuando inventaban para mí esa extraña tarea de
convertirme en una especie de «ordenadora» de los dispersos,
sedante de los intranquilos, agüita mansa de los aventureros,
creo que mis maestras no sabían lo que hacían. Buena parte
de mi serenidad era falsa, era, es, eso que en lenguaje del
refranero popular se llama «llevar la procesión por dentro», o
más bien aquello de «líbreme Dios del agua mansa, que de la
brava me libro yo». Insisto en que mis maestras no estaban en
capacidad de captar tal cosa, de manera que allí estaba yo, con
el más díscolo de la clase, sentado a mi diestra, y ella llena de
esperanzas, haciendo votos para verme convertir al travieso
en una inofensiva ovejita.
La segunda parte de la historia general podía tener dos
lecturas: por una parte, podría decirles que con frecuencia las
maestras y otros adultos quedaban conformes con mi acción.
Las apariencias decían que el susodicho travieso había pasado
a ser un muchachito «juicioso», que sabía hasta saludar y
sonreír con respeto, que permanecía más tiempo del horario
escolar, aparentemente concentrado en las tareas asignadas por
la autoridad del salón y, con frecuencia, hasta su aspecto físico
entraba con más facilidad en las convencionales normas del
arreglo personal. Como pueden suponer todo parecía perfecto
y el método «didáctico» señala sus frutos, como la pedagoga
había planificado.

40
Pero... y aquí vamos a otra lectura de la situación: la verdad,
el trasfondo profundo de los hechos, era otro.
Mi historia con Espinosa se remite a unos de estos capítulos
de espinosa esencia. Espinosa era uno de mis compañeritos de
quinto grado, tendría entonces, a lo sumo, unos diez años
igual que yo.
De Espinosa recuerdo sus enormes ojos marrones, una blancura
excesiva de piel, una risa sonora y constante, y una abundante
cabellera que siempre llevaba peinada hacia atrás, tan brillante
como si usara gelatina en ella.
La maestra habló, pues, con Espinosa, y nos colocó a ambos
juntos en uno de esos pupitres dobles, de recia madera y noble
brillo que no puedo olvidar, igual que a Espinosa.
Los creyones de cera se convirtieron en la antena que inició
nuestra cercanía, yo tenía una caja grande con mucha variedad
de matices y Espinosa comenzó por expresar su disfrute por
la pasión con la cual yo intentaba colorear cuanto dibujo
mandaba a hacer la maestra.
Progresivamente fue desviando su tenacidad por las ligas
y los taquitos, por el inicio en profundos anaranjados o el
expandirse en ampulosos azules de mar. Espinosa, en medio
de mis silencios, los cuales intentaba romper con chistes
continuos o picaditas de ojo que me desconcertaban, empezó
a desarrollar una curiosidad, inesperada para mi timidez, por
cuanta cosa yo hacía. De ese modo, mis dibujos pasaron a
ser obra a cuatro manos, y las tareas escolares en las cuales
él tenía dificultades fueron muy pronto también mis tareas.
Duplicar mi trabajo no me causaba mayor percance, para
ser sincera, creo que aprendí a disfrutar aquel asunto dado
que, a cambio, recibía su cercanía con olor a agua de colonia
Jean Marie Farina, y el roce de sus mangas largas de aquellas
camisas de caqui del uniforme de los varones, también con

41
rigurosas corbatas en la misma tela. Las enormes pestañas
de Espinosa y el calor de sus sabrosas ocurrencias bien valían
un veinte para él en la clase de composición, asunto que
para mí era pan comido. Valía el escucharle decirme al oído
cuál sería su próxima fechoría a la silla de la maestra, lo que
equivalía sin discusión y sin que ni siquiera él lo propusiera
el resolver su dibujo del aparato digestivo, con señales y
todo, de boca, faringe, esófago, estómago e intestinos, todo
numerado y a color.
La cosa se puso aún más afanosa cuando papá, en una
tarde solemne, nos anunció a todos en casa que muy pronto
nos veríamos obligados a cambiar de ciudad, dado que
razones laborales (o del comer para vivir) nos llevaban a ello.
Recuerdo que las únicas palabras que mi cabeza iluminó
como un enorme aviso en pantalla panorámica, decían «¡¿Y
Espinosa?!» en el más intenso color púrpura de lápiz de cera
que puede imaginarse.
Las semanas que siguieron a la información de nuestro
próximo viaje se me convirtieron en un respirar para sentir a
Espinosa, y para colmo sin poder decirle nada, o sencillamente,
sin saber que esas cosas pueden decirse, aunque de nada sirva
tal hecho.
Presiento que no hubo despedida.
Salimos de la escuela para siempre en esa ciudad un diciembre,
al enero siguiente ya vivíamos en otra ciudad; guardo un recuerdo
un tanto difuso de la fiesta de despedida de ese año. La maestra
(la misma indefensa y elemental) me dejó cuidando el salón
en donde las moscas merodeaban sobre los pasteles y las
chucherías, mientras los otros niños bajaban a bailar al salón
grande (ella, la maestra, suponía que a mí no me interesaba
eso). Desde la baranda del balcón recuerdo que me dediqué a
mirar a Espinosa bailando como un trompo, pero no como un
trompo cualquiera sino como uno fino y elegante, con punta
42
alargada y diestra, se reía con alegría y cuando me distinguió
con mi cabeza apoyada a la baranda subió corriendo las
escaleras y sin que las maestras y los adultos se dieran cuenta,
se metió al salón conmigo. Hizo todas las bromas que se
le ocurrieron: abrió los regalos de todos e hizo desastres
intercambiando cosas, le pegó algunas moscas a la torta y
probó las chucherías, después insistió en hacerme bajar y
hasta intentó hacerme bailar un poquito.
De esa tarde guardo impresos en mi memoria los enormes
ojos de Espinosa, junto a su sonrisa. Después todo fue subir
al autobús de la escuela y acaso algunas palabras sin sentido
que después olvidé.
Con el correr del tiempo y los avatares de la vida he llegado
a comprender entonces que, para mí, eso que se llama el deseo
se parecerá siempre a un Espinosa díscolo, sonriéndome desde
la distancia de su lápiz azul de cera, en el justo instante en que
pretende colorear un imposible horizonte marino.

(1995)

43
Atentado presidencial

La pantalla del televisor, la voz del locutor: un automóvil


negro, gente que corre. 24 de junio de 1960, alarma nacional.
Hace solo siete días que él cumplió nueve años, entre el
Toddy y los regaños de la señorita Carolina.
El televisor transmite el sonido de una sirena, ambulancia o
patrulla, entre una confusión de soldados con fusiles al hombro.
Todo está en movimiento y el niño presiente un golpe directo,
en la sala de una residencia militar en donde un soldadito lo
cuida. El padre se viste, se coloca la chaqueta con charreteras,
lo despide con un beso; tiene aire solemne.
Entre la imagen del televisor y esta despedida hay un hilo
invisible.
El locutor de televisión usa la palabra atentado, estalló la
bomba, el Presidente salió ileso, murió el Jefe de la Casa Militar.
Él, desde sus nueve años, aún despide a su padre desde la
ventana, y lo ve irse rodeado de sus subalternos.
Ella, en otro escenario, también tiene nueve años. Está acostada
en el piso mordisqueando unas tostadas con mantequilla y toma
de un vaso su Toddy frío de las noches.
45
Su padre explica frente a la pantalla del televisor, están haciendo
una transmisión «por microondas»; su madre y sus hermanos
escuchan mirando con interés las mismas escenas del automóvil
y el retiro del cadáver del Jefe de la Casa Militar.
Falló el atentado, qué broma.
Escucha que dice alguien.
Ella presiente, en el intercambio de miradas entre los adultos,
que vendrán dificultades, que algo oscuro, oculto, se avecina.
Ahora vendrán los allanamientos. Dice su madre.
Pondrán preso a todo el mundo, dando golpes de ciego.
Dice el padre.
El niño llora entre las sábanas, se acostó por orden del
soldadito pero su padre aún no llega. Avanzada la oscuridad y
entre sollozos escucha finalmente su entrada. El soldadito que
le acompaña tiene una sonrisa de reposo. Su padre lo abraza.
Y ¿todavía despierto este muchacho?
Después escucha palabras nuevas, mataron al Ministro de la
Defensa, al Coronel Armas Pérez, pero ya está todo bajo control.
Se adormece queriendo abrazar al padre, su olor de 4711,
su aire sosegado.
Ella tiene pesadillas: su casa invadida por bayonetas, fusiles,
hombres uniformados, en medio de la algarabía trágica, su
padre sacado a empujones.
Los adultos susurran, las conversaciones adquieren un aire
secreto.

Junio de 1968, o agosto o noviembre. Él es un mozo de


cabellera abundante como Enrique Guzmán o Elvis Presley.
Marinero en tierra ya sabe del horror, de la ley de la fuerza,
del castigo, de las ambigüedades del alma.
Ella, con blue jeans y franela expresa su luto por el Che en
Bolivia, (Ernesto / Camarada / tu muerte será vengada).
46
Sabe de Vietnam como de una roncha y participa en las
manifestaciones frente al Consulado Americano (Sooolo
queremos / un chance a la paz). En medio de las contiendas
cotidianas, ya ha vivido de los tactos fugaces, y ese «encendido
amor, del que me estoy muriendo».
Neil Armstrong pone sus plantas sobre la superficie lunar
y flota balanceándose para el mundo.
Él: se fuga de la Marina y es desertor, después de cargar
los cadáveres en bolsas plásticas, de los puertorriqueños. En
ese nuevo andar nómada, Mother en el grito de John Lennon
invade cada rincón de su cuerpo, y en otro lugar lejano ocurre
lo mismo con ella.
Ambos saben ahora del mal y de que el mal ha llegado, para
quedarse.
Ambos, desde lugares distantes, han convivido también
con el grito sobre el escenario en aquel esfuerzo titánico de
mandíbula comprimida y el sudor corriéndole por el rostro,
el micrófono apretado entre las manos como si fuera la única
tabla de salvación y: «Qué pensarían ustedes si yo / desafío al
cantar la canción / … Yo trataré de no desafinar / con la ayuda
que ustedes me den / ¡Ayyy!, y si cantan ustedes también /
trataré de llegar al final...».
El nomadismo afuera, la traducción del sentimiento a otras
lenguas, el hogar, home, sin cordón umbilical y finalmente el
retorno.
Puerto Ordaz o Puerto la Cruz, Aragua de Barcelona o
Tovar, Ciudad Ojeda o San Cristóbal, San Juan de los Morros,
Caracas. De Rosa Luxemburgo a Dylan Thomas. De Juana la
Loca a Felipe el Hermoso. Terminales barrocos, agua Minalba
o Browncola, llenar formularios, hacer antesala.

47
Muy atrás quedó el amigo en el árbol compartido de la
escuela, los faroles encendidos a las seis, el Llanero Solitario y
su amigo Toro, el Toddy caliente y las tareas hechas acostados
en el piso frente a la pantalla encendida del televisor.
Igual que la piel incendiada furtivamente, fornicar dentro del
automóvil, el interrogatorio carcelario, los amigos torturados,
las noches en vela. Saber del amor en otras lenguas, amanecer
tiritando de frío en lugares no imaginables, con paisaje de
postal de viaje al fondo. En este largo viaje hacia la vida, en
este largo viaje hacia la noche, en este largo viaje que no cesa.
La cotidianidad es el software y el sonido suave al fondo
del aire acondicionado, la malanga crece y el cariaquito morao
florece, y el jazmín aromatiza y los malabares dan flores también,
entre mango y treyolí. Ella ha parido tres veces y se ve extraña en
su gesto de señora divorciada-interesante.
Él visita una hija los domingos, y van al cine, a la piscina,
al Parque del Este, al McDonald’s.
Y como en las películas «sueño americano», estos dos se
encuentran, puede ser en la antesala de la Cinemateca Nacional,
entre vetiver, Picasso o Ana Karenina, con espaguetis a la
napolitana de fondo y por encima del Challenger y Chernóbil.
Y son como dos selvas que se investigan tragándose, húmedos,
vulva y leño, persistentes. Rosalía de Castro recordando que el
musgo es para la roca.
Leer a O’Neill, Tennessee Williams tomando un carajillo
resplandeciente y comiéndose un lebranche a lo largo de su
espina dorsal, bajo un cielo de nubes de creyón Prismacolor.
Muy atrás ha quedado, nadie sabe por cuánto tiempo
(porque el tiempo es una invención humana sin fundamento,
aplazada en la revisión del final del siglo) aquella noche del
24 de junio de 1960 en la cual, ambos lloraron, por razones

48
muy distintas, temiendo un mal final sin cobijo paterno, por
un atentado contra el Presidente, que ya, en este país, nadie
recuerda.

(1999)

49
La pensión de la calle Miraflores

Para llegar a la calle hay que contar tres cuadras a partir de


Alameda. Eso significa, además, pasar frente al cerro Santa
Lucía, las escaleras blancas, los fotógrafos con sus camaritas
de cajón, el sombrero, el caballo, un pequeño caballo inmóvil,
de ojos de vidrio y silla de listones, para subir a los niños con
su trajecito de domingo, y tomar la foto que irá al álbum
familiar.
Frente a la placita está el Museo y la Escuela de Bellas
Artes. Uno sigue por la misma acera hacia abajo, tres cuadras
justas. Es decir, deteniéndose en ese punto de la Alameda, en
la esquina, a la izquierda. En el camino hay una vieja librería
que vende revistas, en un lugar rentado por una señorita de
unos cuarenta años, de estatura mediana, cabello gris, quien
siempre tiene puesta una bata gris. Ella compra y revende
libros. Son cosas viejas. Hay varias colecciones de revistas;
las vende muy barato. Una colección de revistas femeninas
de los años cuarenta sale por trescientos escudos; es un
buen precio. Más adelante, una casa azul que es una venta

51
de anime, ese material blanco que se utiliza en pequeños
trabajos manuales. Es curioso entrar porque se consigue
todo tipo de cosas allí, juguetes, adornos de decoración. La
pastelería queda en la cuadra siguiente, pero habría que doblar a
la izquierda y nos desviaríamos. De aquí se ve ya. Aquel anuncio
alargado. Lucecitas de neón. Dice: El-Cor-do-bés. Y más arriba,
en letras pequeñas: restaurante-parrilla. Es allí. Tiene una reja
cerrada.
Aparentemente, pero al acercarse puede darse cuenta de
que permanece abierta. La escalera está oscura, pero no hay
nada que temer. ¡Ah! Esta calle que recorrimos es la calle
Miraflores. No lo olvide.
La escalera es larga y dibuja una curva. Se llega a una
especie de salón, muy modesto. El piso es de mosaiquillo
rojo y hay dos poltronas recostadas a la pared, de tapicería
plástica, de un color amarillo verdoso. Al llegar se descubre
que la escalera no finaliza, continúa a la izquierda. Este es
uno de los pisos de la pensión, con varias puertas y un pasillo
a la izquierda. Siga el pasillo.
La primera puerta está abierta. Es el baño. Hay una bañera,
una ducha, el lavamanos y el excusado. Una ventanita que da
a las paredes de la otra casa.
Este baño es oscuro y resulta poco aseado. Salgamos.
Hay dos puertas más a la derecha, pero no nos interesan.
A la izquierda doblamos. Esa puerta del candado amarillo
es su habitación. La de al lado es la de Mario. Mario es un
muchacho que trabaja en la compañía productora de fósforos.
Toquemos a la puerta que nos interesa. Pero la habitación
parece estar a oscuras. No se preocupe, nuestro amigo puede
estar durmiendo. Alguien ha dicho que pasemos. Bien.
Quita el candado con cuidado y entran. La habitación, en
efecto, está oscura, y cuesta acostumbrar los ojos para poder
distinguir el contorno de los objetos.
52
Hay una cama, y puede distinguirse ahora a un hombre
pequeño, envuelto en varias cobijas, que estira el brazo y toma
sus anteojos de la mesita de noche. Tiene el cabello revuelto.
Hay también un enorme escaparate y una mesa con muchos
libros colocados de manera desordenada.
—¿Cómo andás, che?
—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Cómo te va, bien?
—Bien, allí… Mirá, che, conocé a un amigo venezolano.
El hombre se sienta en la cama para que su mano alcance
al pie de la cama.
—¿Qué tal?
—¿Cómo le va?
Estrechan las manos.
—Mirá, este compañero acaba de llegar y no tiene dónde
quedarse, y como vos me habías hablado de que esta pensión
estaba tomada, y todas esas cosas, pensé que no te molestaría
darle alojo por unos días, mientras consigue otro lugar.
—Fenómeno, che, no te preocupés, no lo voy a dejar a pie,
aquí nos acomodaremos, un poquito incómodos pero…
—No se preocupe, está bien, muchas gracias.
—Aquí podés quedarte, dejá tus cosas en ese rincón, si
querés salí, no hay problema.
—Bien, gracias, vamos entonces…
—… ¡Ah! Y ¿cuándo regrese? ¿Por quién pregunta?
—Que pregunte por el uruguayo o…. por Andrés… ¡Ah!,
muchacho, tenés que regresar antes de las once, porque a esa
hora se cierra la reja de abajo.
—Gracias Andrés, vuelvo temprano.
—¿Vamos?
—Sí, vamos.
La gurisa tiene ojos de india, pequeños, oscuros, y una piel
más llamada a ser del trópico que de por aquí. El cabello es

53
largo, y siempre llega con muchos libros bajo el brazo y un
suetercito sobre los hombros.
Es entonces cuando Andrés, muy cuidadoso de la línea de
sus pantalones y la raya del peinado de su cabeza húmeda,
saca la bombilla del mate. La limpia. Coloca hierba nueva. Y
la jarra de peltre, blanca, sobre la pequeña hornilla eléctrica.
Se habla de Montevideo, se hacen chistes, se enciende la radio.
Oscurece y Andrés enciende la lamparita sobre la mesa de
noche.
Sobre la mesa, los libros han sido cuidadosamente ordenados;
un tratado de economía política, algunas publicaciones de
Marcha, hojas de papel en blanco, un lápiz.
La cafetera, la bombilla, lonjas de queso envueltas en papel
blanco. Pequeñas pertenencias.
Las sábanas fueron cambiadas y colocadas cuidadosamente.
Una muchacha entra, él la sigue. Sonríen.
Cierran la puerta y la ventana. Alegría de domingo flota
por toda la habitación.
Después, preparan un buen té, bien cargado.
El piso de la habitación es también de mosaiquillo rojo.
Está siempre muy limpio. Se reúnen una vez a la semana.
Está aquella muchacha alta, de cabellos claros, con su bebé, al
que ya le salen los primeros dientes, y juega todo el tiempo a
mordisquear un pequeño juguete de goma. Está el chico de la
boina y la chaqueta negra. Está la pareja del primer cuarto. Y
por último los invitados que varían, que son distintos cada vez.
Andrés habla de muchas cosas, cuenta anécdotas de la fábrica
metalúrgica, las placas de metal volando sobre su cabeza, el
horno, el litro de leche quincenal. O cuenta de Giuseppe
Garibaldi, de cuando este estuvo allá, por el Uruguay.
En algunas reuniones no se le permite participar. Andrés
dice:

54
—Mirá, che, hoy a la mañana tendremos una reunión acá
en la habitación, es muy importante. Perdoname pero no te
podés quedar, disculpame che.
—No hay cuidado Andrés, está bien ya salgo.
Se coloca el suéter negro, recoge algún libro y sale a
caminar.
Llega el otoño sobre la ciudad. Una neblina espesa baja en
la madrugada, y las líneas de los edificios aparecen borrosas.
El lenguaje, los términos manejados cotidianamente, ya son
normales al oído, parecen la canción de toda la vida. No hay
más referente que la palabra misma. La pensión es azul. Mario
tiene novia con la que se casará muy pronto. En la semana
llega regularmente a la habitación a la misma hora, cinco, seis
de la tarde. Pero los sábados, todos saben que regresará con
los ojos rojos de vino, tarareando no se sabe qué.
Andrés lee siempre, casi a oscuras con la luz de la pequeña
lámpara. Se cansa de leer y prepara un mate. Sale muy poco.
El otoño cae sobre el parque forestal, y aun así, los paseantes
no lo abandonan.
Flota también ese color, en la estación Mapocho, con
las colas para comprar el ticket del tranvía, y los vagones
detenidos.
Un poco más allá, el mercado persa. Los charlatanes instalan
sus maletas sobre banquitos para comenzara el discurso del
vendedor hábil, mientras la gente, casi sin quererlo, se agrupa
alrededor.
Él piensa en la gurisa. Ahora sabe que es del sur de Chile.
Trabaja como enfermera en un hospital, cercano a la calle
Miraflores. Tiene un niño de tres años, a quien los domingos
lleva a pasear por el parque.
El comité de toma del pensionado se llama Ho-Chi-
Min, se nombraron ya los responsables de los turnos para la

55
limpieza, la comida, y el cuidado o vigilancia de la puerta. En
la mañana salen todos a sus trabajos.
Al nuevo, a José, que se ha quedado, parece que para siempre
en la pensión, lo colocaron como aprendiz en una pequeña
imprenta. Regresa siempre al almuerzo y prepara la sopa en la
hornillita eléctrica, que tiene en la habitación.
En la habitación, además de Andrés, hay un invitado casual,
es con frecuencia la gurisa.
Se enciende la radio, y se conecta con la emisora de Mon­
tevideo. Entonces comienza un aire extraño, que los mantiene
tensos, a la espera de algo que podría ocurrir, y que no saben
exactamente qué es.
José, al principio, los observaba nada más. Pero ahora,
también siente lo mismo que ellos. Escuchan noticias. Listas
de nombres. Son los perseguidos.
Se come en silencio, hay una como complicidad secreta aun­
que no sepa a quién pertenecen esos nombres.
Una vez se enfermó, al llegar de vuelta de la tipografía
tenía algo de fiebre. Después aumentó la temperatura y
comenzaron los escalofríos y el desvanecimiento.
Andrés lo envolvió en dos frazadas y un viejo impermeable.
Lo cuidaba bien. Compró naranjas y limones al vendedor de
la esquina. Le preparaba té muy caliente, continuamente. Y
en medio de la fiebre, lo vio en delirio reconstruir viejos recuerdos.
Vio esas imágenes tejerse como un encaje, delicadamente, y vivir
por instantes, en esa habitación.
A la mañana siguiente la fiebre había bajado, y se guardaron
las palabras como valioso secreto.
En los periódicos se publicaban extrañas noticias. La
situación no podía ser considerada de absoluta normalidad.
Algo muy fuerte venía. Algo hermoso iba a ser destruido. Los
sindicatos obreros estaban al tanto de lo que podría pasar; se
reunían ahora con mayor frecuencia las juntas de vecinos, los
56
centros de madres, las juntas de aprovisionamiento y precios.
Había días en que podía temerse lo peor.
En la pensión se sentía una agitación general. Se discutía
en las noches, alrededor del mate; cada uno tenía una posición
ante el hecho. Solo había algo en común: todos perderían si
el acontecimiento se daba.
El allanamiento fue en las primeras horas de la mañana.
Aún no se había bombardeado el Palacio Presidencial, y el
compañero Allende hablaba desde allí.
La radio estaba encendida cuando llegaron los carabineros.
Era el segundo boletín de la Junta Militar.
Traían cascos de plástico y los impecables uniformes.
La última vez que se supo de Andrés y de José, y de todos
los demás, estaban presos allá en el Estadio Nacional, después
los trasladarían no se sabe a dónde. ¿Dónde estará la gurisa?

(Maracaibo, 1974)

57
Renacimiento
A mi madre Lourdes Armas

Enterraron al padre una mañana lluviosa de mayo. En la comitiva


les había acompañado buena parte del pueblo. Después del oficio
de rigor, el cura sacó su pañuelo y se alejó secándose el sudor en la
frente. Los asistentes dejaron caer algunas flores sobre el féretro,
y la hija rodeada de sus hermanos, todos varones, pronunció
breves palabras en su honor.
A la mañana siguiente, cuando cada hijo hacía los preparativos
para regresar a sus casas y pueblos, vinieron a avisarles que
el ataúd, habiéndose salido de la tumba, flotaba libre por los
terrenos del cementerio.
Se trasladaron al sitio para enfrentar el entuerto, y de
nuevo contrataron enterradores y palas para proceder como
era requerido.
En la tarde de ese día, en la tranquilidad aparente de
la reunión, cada hijo tuvo algún motivo para inculpar a sus
hermanos de anécdotas y circunstancias que inferían actos
de abandono al padre. Hubo gritos y llanto entre ellos, y las
situaciones desconocidas u ocultas de unos y otros salieron a
flote.
59
Decidieron dormir como Dios manda para regresar a sus
lugares de origen en la mañana.
Ya ataviados y pertrechos para las respectivas vías, vinieron
de nuevo a notificarles que el ataúd se había resistido a su
guarda, y no se sabe cómo había surgido de entre las entrañas
de la capa gruesa de cemento y sobre ella, miraba al cielo.
Esta vez se organizaron mejor en la vieja casa. Eduilena, la
hija, pasaba horas sacudiendo muebles que habían pasado años
cubiertos con sábanas, obligados al reposo, y en su andar la mujer
iba encontrando papeles, detalles, fotografías y otras huellas
inesperadas en los estantes. Sus hermanos, Rafael y Fernando,
la ayudaron a preparar la comida en ollas antaño usadas por la
madre; recibieron visitas y revivieron uno a uno capítulos de sus
vidas anteriores en aquel pueblo que los viera nacer.
Rafael, el hermano mayor, se ocupó directamente de regresar
el ataúd a su lugar, pala al hombro, pie en tierra.
Sobre él recaían la mayor parte de los reproches de los
otros, y consideró la tarea como la penitencia convenida.
Entre todos, tácitamente, decidieron permanecer unos días
en el pueblo para asegurarse de que el incidente no se repetiría,
y el ataúd habría de cumplir su misión como guardián, en el
fondo de la tierra, dando reposo definitivo a los restos del que
había sido el padre de todos.
Entonces, cada uno retomó amistades y circunstancias
que habían dejado sin efecto al trasladarse, tiempo atrás, a
otros lugares, amores y destinos. De manera extraña, era como
reiniciar sus vidas con el derecho a usar la experiencia para
evitar los errores.
Fernando, el menor, una mañana en que intentaba conectarse
en la oficina de comunicaciones para saber de las incidencias
de su casa, ahora lejana, descubrió entre los clientes del lugar
a Leticia, su novia de la adolescencia, y todo pareció renacer
entre los dos.
60
Las llamadas continuas a sus celulares, los correos electrónicos,
los infinitos mensajes de quienes les requerían desde lejos
comenzaron a mermar con el paso de las semanas y los meses.
Con sus nuevas vidas la casa resplandeció, las matas del
patio volvieron a crecer recuperando vigor y colorido, se llenó
de pájaros la estancia con los cuidados de Eduilena (ahora más
joven en su aspecto, puesto que había borrado de su memoria
cualquier dolor de los últimos años). Sus hermanos hacían
otro tanto, y el pueblo empezó a manifestar un esplendor y una
alegría propios del padre que recupera al hijo que consideraba
perdido.
Ahora todos los domingos, rigurosamente, Eduilena, Rafael y
Fernando, llevan flores al cementerio, y el ataúd del padre nunca
más fue visto fuera del espacio primorosamente cuidado de
su tumba.

(Valencia, 2004)

61
El traje blanco con bordes azules

Un marino italiano, el traje blanco con bordes azules, celestes;


rubio, ojos claros, rosado, fuerte. Tenía el sombrero en la
mano y lo arrugaba. Las manos le sudaban. Estaba sudando
la espalda también. El borde del sombrerito se iba poniendo
gris de humedad.
Tocó la puerta. Se bajan dos escaleritas y está la puerta, la
tocó. Ella abrió. Era allá en la casa de Los Haticos, frente a
la Coca-Cola. Ella abrió, pues; tenía el cabello recogido un
poco, aunque lo llevaba corto, un tanto rizado, un pañuelito a
cuadros atado a la cabeza, un delantal sobre ese azul del vestido;
sin duda estaba limpiando la casa, cocinando o arreglando al
niño, o leyendo cartas o preparando jalea, o qué sería.
El marinero se le quedó mirando un poco desconcertado,
con ojos azules llenos de asombro.
Ella le dijo algo como «Buenas, ¿qué desea?». El abrió la
boca, le dijo seguramente: Signorina, balbuceante, confuso
digamos. Hacía mucho sol, en Maracaibo siempre hace calor
y sol, a las once de la mañana, a las cuatro de la tarde, a toda
hora siempre el sol.

63
Él le preguntó, con un papelito que venía arrugando en la
mano junto con el sombrero, le preguntó no sé qué dirección.
Ella sonrió, «ah sí, claro, ese es fulano de tal, que vive por
allá», le dijo algo así porque se sonreía, se secó las manos en el
delantal (o solo quiso tocarlo apenas en un gesto de timidez)
y le señaló con el dedo un lugar a la derecha, algo lejano
porque extendió el brazo y señalaba con el índice.
El marinero la miraba, le miraba el delantal, y miraba el
pañuelito en la cabeza, y la sonrisa, y ese dedo señalando allá
lejos algo de lo que él ya se había olvidado. La miraba todo el
tiempo a la signorina; le gustó ese pelo rizado o esta manera
de cómo secarse las manos en el delantal.
Ella, por fin, como que se puso de puntillas señalando, para
insistir en que él se diera cuenta de que le estaba contestando
a lo que le había preguntado, o para que viera que la tenía
intimidada mirándola fijo.
Él reaccionó: «¡Ah! Allá… ¡Oh!, gracias, signorina, gracias,
molto gentile» y se inclinaba, y le dio la mano, y le repitió las
gracias cinco veces. Ella para disimular le decía: «Coja por
esta acera y derechito va a ver cómo llega, si está muy cerca».
Y él: «¡Oh!, gracias, gracias». Ella decía: «No hay de qué,
siempre a la orden». Y lo veía irse como quien no quiere irse,
y caminando siempre de espaldas, hasta que se tropezó no
sé con qué cosa, le dijo adiós con la mano, todo apenado y
siguió su camino.
Entonces, ella entró a la casa, y estuvo pensando un rato,
solo un rato, en ese marinero italiano tan gentil y tan nervioso.
Él averiguó cómo se llamaba la signorina, de la casita de los
escalones, esa frente a la Coca-Cola. Se llamaba Petra, pero
le decían la viudita, porque era viuda. Tan joven y bonita y es
viuda, pensaba él.

64
Supo que la viudita vivía con una hermana mayor y un sobrinito.
Y que todos la querían mucho por esos lugares. El difunto
marido de la viudita hacía caleidoscopios, los vendía allá en la
plaza del mercado, también había trabajado como escenógrafo
en la Compañía del Mocho Mariño, murió muy joven. Y ella,
quedándose sola, había venido a vivir con su hermana mayor y el
sobrinito, un chico de cinco años nada más.
El marino, cuando supo que el barco iba a partir, se fue
hasta la casa de la viudita y como si nada le tocó la puerta,
iba perfumado y radiante. Ella abrió; él le dijo algo como:
«Signorina Petra, io he venido a despedirme, porque il mio
barco debe zarpar, gracias per tutto, si no le molesta me
llevaré su dirección porque quiero escribirle». La viudita le
dio las gracias y el consentimiento, esta vez se sentía muy
desconcertada por todo aquello dicho a la vez, no sabía
exactamente qué contestar. Se sonrojó, le dio la mano y aceptó
sus respetos. El niño se asomó por un lado de la falda de la
tía, el marinero le tocó la cabeza con ternura al ragazzo. Se
despidió de ambos y salió, nuevamente de espaldas, y siempre
saludando hasta que se encontraba muy lejos y ya no se veía
su mano.
Llegaban muchas cartas en papeles de distintos colores,
de diversos tamaños, con membretes de distintas ciudades,
de distintos países; y algunas venían de muy lejos, de lugares
que una muchacha en Maracaibo, por aquellos años no podía
imaginarse que existían, los nombres sonaban raros, exóticos,
debían ser sitios tan diferentes de este…
Nunca contestó ninguna de esas cartas, no sabía qué decirle
y además aquellas cartas eran a veces tan ininteligibles, estaban
escritas en una fusión de italiano y español, la caligrafía, sin
embargo, era cuidadosa, sin tachaduras, sin borrones, todo
en perfecto orden y limpieza.

65
Pasó el tiempo y un día apareció nuevamente el marino,
con su gorrito en la mano y un gran paquete envuelto en
papel marrón.
Se le saludó con la mayor cortesía, se le hizo pasar a la
casa, entregó el paquete a la signorina y preguntó si no habían
llegado sus múltiples cartas; las respuestas eran esquivas.
Aquel paquete había sido cargado con demasiada ilusión
para que no fuera destapado. Fue colocado sobre la mesa,
sobre el mantel de cuadros y abierto el papel con todo cuidado.
Un enorme pescado rojo, un gran pescado, uno como de
ilustración de cuento. Se celebró el regalo, le dieron las
gracias y se le sirvió café y arroz con leche (del que hace la tía
Lola para el año nuevo).
Él, por su parte, contó todo lo que tenía que contar,
hablaba de largos viajes y de países donde caía la nieve, y la
gente usaba abrigos de piel de oso; habló de lugares exóticos,
de especies y de mirra, habló del mar, de los grandes barcos,
de los muchos puertos que conocía.
Después se despidió. Todos habían escuchado embelesados
sus historias, y todos lo despidieron con la mayor cortesía
Y la tía Petra, en la puerta se sacó un pañuelito bordado y
lo saludó desde lejos.
Después hubo muchas cartas más y algunos regresos, esos
regresos eran tardes de cuentos nuevos, de dulces de hicacos
y arroz con leche.
La signorina bailó alguna vez en casa, con la mano al hombro
de él, y al ritmo del danzón, con aquel marinero italiano.
Y entre los regalos de él vino una gorra de marinero para
el niño. Una gorra cuidadosamente bordada y cosida a mano
por aquellos dedos gruesos y fuertes, quién sabe en qué largo
viaje y atravesando qué mares.

66
Pero hubo también una despedida última, caminando de
espaldas, diciendo adiós, arrivederci, lentico, para seguirnos
viendo a todos. Y luego no se supo más de él, no envió
más cartas, no volvió al puerto de Maracaibo. Quién sabe si
se casaría en uno de esos sitios tan exóticos que nombraba
siempre, quién sabe si ya lo esperaba su mujer y diez hijos
allá en Nápoles, quién sabe si se lo tragó el mar en una gran
tormenta, quién sabe, quién puede saberlo…

67
El primo
Para José Antonio Otero Antillano

Los turnos para lavar los platos los señalaba papá.


Un sombrero con papelitos. Y cada quien sacaba el suyo.
Mi hermana y yo siempre queríamos que nos tocara José, el
primo, porque Dante, el hermano, se portaba osco con nosotras
y no era agradable en el trato y José sí, era amable, jugaba, se
reía, nos divertía y el trabajo terminaba rápido.
Lavar los platos podía convertirse en una fiesta coreográfica,
acompañándonos cantando las de moda, a todo grito y entre
risas, mientras una enjabonaba y el otro enjuagaba y secaba; o
también en un velorio sin fallecido, cuando nos tocaba con el otro,
siempre malhumorado, se quebraba la loza, o sencillamente nada
terminaba bien, sin intercambio de palabras, y con la sensación
de que éramos dos presos en condena a muerte.
Igual era con todo, hasta la caminata al liceo. Podía ser un
paseo alimentado de canciones a dúo llevando el ritmo, o una
marcha como en desgracia, con la actitud de que él no quería
que le vieran con nosotras.

69
José no tenía un «no» para nosotras, pudiera decirse, y en
cambio sí tenía una voluntad a toda prueba para acompañarnos
a lo que fuera, siempre en buen talante, con dulzura y curiosidad.
Cuando había competencias de voleibol (y ambos eran del
equipo de los de quinto en el liceo), tenían que ingeniárselas
para teñir sus pantaloncitos del uniforme de deporte y preparar
los zapatos de goma y las franelillas para participar en su grupo.
A José tratábamos de ayudarlo, buscando un palo largo y la
palangana para el agua caliente, más el sobrecito del tinte, y
era que él hacia chistes, cargaba su olla, echaba cuentos divertidos
y alimentaba con carantoñas la posibilidad de repartir el trabajo,
fuera lo que fuera, como si se tratara de un pretexto del compartir
en esos ratos del día a día.
El radiecito verde era, en cuanto a la alegría, un elemento
casi imprescindible, el único en eso de mantenernos al día
sobre lo que estaba de moda por ahí, para aprender, haciendo
coro a gritos, y luego reproducirlo entre las ganas de la
pandilla en el liceo.
Como no se debía mover del espacio de la sala, le subíamos
el volumen cuando tocaba la hora de lavar los platos en la
cocina para escuchar desde allá las canciones y lavar los platos
haciendo coro.
El primo nos cuidaba si en el liceo se nos acercaba algún
necio, de esos maleducados, agresivos, que querían piropear
groseramente y ponerle la mano a una, como quien no quiere
la cosa.
Pero llegó el día.
Terminaron las clases, llegó julio: fecha de exámenes
finales, y sin necesidad de reparación ninguna, dado que ellos
dos «salieron lisos», como se decía entonces, sin materias que
reparar, se graduaron de bachilleres.
Lo triste fue que José tuvo que irse.
Papá le explicó que la tía, su mamá, lo necesitaba en Caracas
70
para que la ayudara trabajando por sus hermanitos menores.
Y José, entre triste y entusiasmado, tuvo que irse. Preparó su
maleta con la ropa y recuerdos, que iban más dentro de él que
en la valija, se despidió de amigos y conocidos, y finalmente
de nosotras, sus primas y de mis hermanos, y de la tía y el tío,
nuestros padres.
Aquí quedaron algunas fotos para no olvidar nunca su
suave sonrisa, y una sensación de vacío aterradora.
Los cambios que promueven el tiempo y lo imponderable,
hicieron que no volviéramos a coincidir cercanamente ya
nunca más.
La ternura de su sonrisa fue siempre la misma, una curva
en los labios como temerosa, un brillo de los ojos que parece
pedir permiso, una dulzura especial de la mirada, y es todo eso
lo que seguimos viendo, en esta imagen, ahora impresa, en
el retrato, de acaso sesenta años después, con la nota en redes
sociales, en la pantalla del computador, que promueve para el
conocimiento de todos su deceso, dejándonos la desolación
como una manta que todo lo cubre en estos tiempos de noticias
expectantes.

(2021)

71
Historia de la vida apasionada de
Alma García Maitín y de la de su
mentor Leopoldo Torres, llamado
el Abanderado

Si se le pudiera enseñar geografía


a la paloma mensajera.

emil cioran

Guarda en los bolsillos de la falda los carretes de pabilo


grueso robados ayer tarde en la textilera. El peso hace que
el caminar se dificulte y con el apremio y el largo de la falda,
a usanza de la época, aumenta el bamboleo imprevisible de
la cadera, haciéndola semejante a un personaje de película
muda, gracioso y aniñado.
Alma García Maitín, con sus veinte años y el corazón
suspendido, atraviesa la plaza rumbo a la esquina del Truco,
buscando la puerta trasera de la sastrería Teodoro Pinillos, lugar
de cita para la reunión.
El color encendido del traje, rojos y violetas en contraste,
pone de relieve la blancura de sus manos y el contorno tosco
de esos dedos, ocupados ahora en apretar el borde superior de
los bolsillos que guardan secretos. Al mismo tiempo, levanta
ligeramente el espesor de la falda para poder acelerar el paso
y evitar pozos y desniveles en las aceras.

73
Llega, toca el portón, dice la clave convenida como salvo­
conducto, entra, se ruboriza frente a los presentes (quienes,
muy concentrados, casi la ignoran), pasa y se sitúa al borde
de la mesa, sobre la cual la caja de explosivos muestra su
contenido en reposo.
Ha llegado en el momento en que Tadeo y Leopoldo
terminan de repasar los pormenores del plan de acción.
Alrededor de las dos figuras sincopadas, tipógrafos, panaderos,
sastres, músicos y barberos, tabacaleros, obreras textileras y
cigarrilleras, escuchan ensimismados.
Todo está listo, la noche ha sido el espacio de la expectativa
y los detalles; en panorámica da una mirada a los presentes,
la asamblea ha sido populosa y cada quien está a cargo de un
paso, un eslabón en la cadena, esperan en silencio los cantos
de gallos que anuncian el final de la madrugada. Y ahora vemos
contornos, rostros, matices de piel...
Todos están preparados para salir del local de la sastrería.
Intercambian las últimas miradas, el ajuste del detalle. En fila
india se organiza la partida. Alma finaliza la repartición de las
cargas previsivas.
Un beso en la mejilla, a destiempo, es el último contacto
con Tadeo.

Antecedentes:
Leopoldo Torres Abandero, llamado el Abanderado, sastre
de vocación, profeta, cocinero, hombre «de una sola pieza»
(como el buen casimir), de aledaños oficios: carpintero y
tipógrafo; poeta, autodidacta y huérfano. Pionero de ideas de
avanzada, encarcelado y vuelto a la libertad en más de diez
ocasiones, cabeza liderizante de la unión de sociedades de
mutuo auxilio.

74
Ha organizado el plan para el paro general, en este 20 de
enero de 1895, en que el mismísimo general Joaquín Crespo
ocupa el ejercicio del poder y el cielo es invadido por una
nube de mariposas blancas y caballitos del diablo anunciando
extraños presagios.
Tadeo González, viajero estudioso, ocupado en leyes, periodista
y poeta, promotor y asistente a la primera asam­blea socialista
de Venezuela (organizada por los obreros ferroviarios
constructores del Gran Ferrocarril), fundador de El Obrero
y El Eco Social, hijo digno de impresor y maestra de escuela,
vive en su fuero por estos días la avanzante necesidad de
«sentar cabeza» y hacer familia, escogiendo para la anhelada
producción de crías (patio con niños, comida caliente, ternura
en lecho) a la bienamada señorita Alma García Maitín. En
manos de este Tadeo está hoy el diseño táctico del mitin, a
realizarse en la Plaza Central o Bolívar de esta capital.
Alma García Maitín (conocida por el lector desde el inicio
mismo de estas líneas), nacida y vecina de la parroquia La
Candelaria, de directa ascendencia andaluza, obrera de
textiles desde los quince años de edad, correcta hiladora,
excelente bordadora, de grácil caligrafía y buen leer,
aprendido de honor al tesón de su abuela Justiniana (quien
en paz descansa), militante diligente del gremio de artesanos
y obreros, viose introducida en la esfera de la política a través
de su mentor y maestro, Leopoldo Torres, quien vecino
también de su parroquia, descubrió en la muchacha dotes
indudables de natural dirigencia y suprema inteligencia. A
ella, pues, ha correspondido hoy la preparación artesana y
primaria del armamento defensivo para la acción en la plaza.
Teniendo ahora conocimiento el lector de los ingredientes
que hacen nacer la historia, en proceso de relato iniciado, nos
avistamos a continuar en tiempo presente, con la instalación

75
del entarimado y el acomodo final, del gesto rebelde colectivo,
en la llamada Plaza Bolívar de la ilustre ciudad, en este 20 de
enero de 1885.

El sol está en el centro de un limpio cielo azul celeste. Una


malagueta y dos cotoperíes hacen el sombreado sobre la tarima
y la masa de espectadores afines que comienza a definirse. La masa
de incorporados supera ya en creces a la de los organizadores
gremiales; puertas y ventanas aledañas agregan ojos y oídos
a la escena. Un grupo de obreros de la empresa cigarrillera La
Intimidad, obligados a cumplir de esquiroles, se pasean entre la
muchedumbre envueltos en uniformes oscuros, son señal de mal
agüero. Las mujeres, Alma entre ellas, esconden paquetes de
volantes entre el corpiño, incitando a la rebelión. La dimensión
del sol ha convertido las mejillas de Alma en dos tomates
manzanos, los asistentes recurren a los sombreros de cogollo
y a las gorras de taller para combatir el inclemente resplandor.
Un orador sucede a otro sobre la tarima.
El mitin es un éxito.
Los esquiroles comienzan a amenazar, se perciben temerosos y
desconfiados, algo traman (o algo ha sido tramado para que ellos
lo ejecuten). La afluencia de gente progresa, las ovaciones
también. Ahora le corresponde el turno a Manuel Bajares,
llamado el Pequeño, un joven dirigente de la fábrica El cojo.
Tadeo, como un lince, señala a Leopoldo sombras que se
ocultan detrás de los árboles y arbustos.
«No permitiremos que muera el gremio de los cigarreros...
La tiranía del capital quiere obligarnos a ver hombres
sustituidos por máquinas.... ¡Óiganlo bien, compañeros!... Si
lo permitimos, en un futuro, en este país solo se fumarán
cigarrillos hechos por máquinas... ¡La tiranía del capital pone
su mano oscura sobre nosotros!... El capital representado por
76
La Hidalguía, La Intimidad, La Flor de Cuba, todas fábricas
que han aceptado ¡acabar con la labor de los artesanos!...».
Se escuchan ovaciones, abucheos, silbidos, aplausos... y en
ese mismo instante, por detrás de los setos y los troncos de los
camorucos, comienzan a salir, sable en mano, los miembros
uniformados de la Policía del General. Su aparición parece
la orden para que los obreros trajeados de oscuro, de La
Intimidad y La Hidalguía, levanten en alto sus cabillas y
golpeen a la muchedumbre reunida. La confusión es total, a
pesar de la supuesta previsión. Entra el cuerpo de caballería,
la agresión aumenta. Progresivamente, unos corren, otros
golpean, se integra todo en una masa de color, en la cual,
sangre, tierra, pólvora, brillo metálico, sudor, gesto de
clemencia y gesto de inclemencia, van siendo una sola cosa.
Alma, desconcertada, corre librándose de los sablazos de
un guardia que la asedia. Leopoldo se defiende como puede
de dos aguerridos soldados. Tadeo, a la defensiva, busca entre
la muchedumbre, con una mirada inconsciente, la figura de
Alma sin dar con ella.
La ofensiva oficial ha rebasado los límites de lo esperado.
Comienzan a distinguirse los cadáveres sobre el pavimento.
Todo es como una mancha sanguinolenta que corre, no hay
matices ni texturas...
Alma logra distinguir la señal de Leopoldo, que indica
dispersarse a los que quedan, corre y en un instante tiene una
última visión de Tadeo...
Tras un tenebroso silencio público, tres días después de los
acontecimientos, la prensa oficial reseña:

... cabecilla de los alzados, Tadeo González, recibió


dos balazos certeros, uno en el epigastrio, doble,
penetrante, de vientre y tórax, otro en la clavícula
izquierda, con fractura del brazo derecho al azotar
77
contra el pavimento, después de haber sido herido
por ambos disparos...

Alma, acusada de conspiración, ha sido detenida y encarcelada.


Durante los primeros trece días, la muchacha, rebelde
como un animal salvaje y profundamente herida en su amor,
hace ayuno en señal de protesta. De ella dirá la prensa:

La que fuera amante de Tadeo González, una


mujer que parece de acero revestida de piel, es
impenetrable, hermética para todo aquello que no
quiere o que no le conviene decir. Si ella se obstina
en no decir la verdad creemos que no hay poder
humano que la haga salir de su negativa...

***

El sonido del golpeteo de unos nudillos, en la puerta de


su estudio, saca a Leopoldo Torres Abandero (llamado el
Abanderado años ha) del mutismo melancólico en el que se
encontraba, producto de la lectura imprecisa, a saltos, de un
paquete de viejos periódicos largamente guardados. Retira de
sus ojos los espejuelos, con lentitud parsimoniosa, y recurre al
pañuelo para borrar de los cristales la humedad que difumina
la nitidez de su mirada.
—Pasa, pasa...
La puerta se abre. Una mujer pálida, de ojos como
relámpagos apagados, se hace presente. Dos niños rodean su
falda, y las manos de ella, con las uñas diminutas, recortadas,
le dan seguridad y acogida a las de los pequeños.
—Leopoldo y Tadeo quieren darte las buenas noches...
—Buenas noches, niños... que duerman bien...
—Buenas noches, papá... —dicen los pequeños y corren
78
hacia la habitación a tomar sus camas. Antes de que la madre
se retire también, el Abanderado acerca su mano a la de ella
y en un rozarla le dice de su nostalgia del amigo fallecido,
y ella, al tropezar con la mirada los titulares de aquellos
periódicos amarillentos sobre la mesa, comprende, una vez
más, la fuerza del milagro, en la opacidad de sus días aciagos.
Alma retoma entonces la mano del Abanderado y piensa
en los azares en círculo, y en el verano hostil, y en un colibrí
que tiembla en su pecho. Como dos niños, hombre y mujer
se abrazan, llevando bajo el ala el recuerdo del amigo muerto.

79
Por qué no se sabe

Solo tuve tiempo de ver el borbotón de sangre saliéndole del


ojo, y sus dedos que hacían esfuerzos inútiles por detener el
líquido, medio espeso, rojo-morado, manchándole las uñas.
Esas manos de Pablo, pequeñitas, que viéndolas moverse
parece que la piel fuera transparente, y pueden sentirse las
articulaciones menudas, de las falanges, falanginas y falan-
getas, como si pudieras tocarlas adentro.
Cargaba puesta su chaqueta amarilla de cuero, imagino de
cuero artificial, un amarillo de productos químicos que lus-
traba a veces con betún para los zapatos.
El gordo Cisneros lo agarró por los hombros, medio asus-
tado, reteniéndolo, y él no decía nada, con su manito tapando
el ojo, agarrando a la vez el pedazo de cristal partido de los
anteojos, por detrás de la montura. Porque la primera reac-
ción siempre tiene algo de irracional, de modo que en vez de
quitarse los anteojos para socorrer sin pérdida de tiempo al
ojo afectado, optó por meter los dedos incómodamente por
detrás, y buscar a tientas, con el estorbo, el dolor, la sangre
pegajosa, todo encima.
81
Y allí estaba parado, callado, con todos nosotros alrededor,
que al principio no le hicimos caso, y creímos que era una
continuación del juego, o de un truco para poner en apuros
al gordo Cisneros, que se puso en verdad amarillo del susto
y sudaba. Cuando vimos el sangrero caímos en que el juego
había terminado.
Ahí mismo se nos acabó el tono de chanza, y nos pusimos
todos pálidos. El cuerpo humano… tan raro: toma la imagen
y el sistema nervioso la lleva arriba, al cerebro, y la interpreta,
y crea relaciones complicando todo, confundiéndose; y vemos
a Pablo, futuro vendado, nos da escalofríos y nos da miedo,
ese miedo que solo experimentamos los niños, el miedo más
solo y de más angustia, el miedo más negro, un miedo sin
salida, sin respuesta para nada lógica.
Entonces corríamos a su alrededor sin saber qué hacer
y lo dejamos solo, corriendo por las escaleras del edificio a
buscar en casa a algún adulto que supiera qué hacer. Hasta
nos olvidamos del ascensor que nos hubiera ahorrado tiempo.
Nos deteníamos de cansancio en cada piso, a descansar del
llanto, con aquellos bultos escolares enormes y pesados,
los tres hermanitos bañados en lágrimas, emitiendo sonidos
continuados de lenguaje-código-individual, de lo que solo
entendía cada uno lo suyo.
Lo que aún no acabo de saber o entender es por qué diablos
Pablo se quedó ese día a esperar el transporte con nosotros.
No es que crea en el destino, ni mucho menos, pero es que
él nunca se quedaba allí con nosotros los menores, y ¿por qué
tuvo que pasar aquello?
Y el gordo Cisneros, que en realidad no tuvo culpa de
nada, tenía una cara de «soy conciencia» que nos sacaba de
quicio. Él era quien lo perseguía corriendo en el juego, por lo
que libre de culpa no estaba, si a eso vamos.

82
Bueno, ¿y nosotros? Hay que reconocer que la idea del juego
fue de patrimonio común. Mira que somos cobardes, ahora
nadie fue. La verdad es que el gordo Cisneros me da lástima,
siempre tan serio y tan hombrón y míralo hecho sopa.
Al fin llegamos arriba, estos cuatro pisos nunca fueron tan
altos; la puerta del apartamento está abierta, seguro que Pablo
(y estamos seguros de que fue el único que ha conservado la
calma suficiente para razonar) junto con Cisneros tomaron el
ascensor y llegaron de una vez arriba sin pérdida de tiempo, y
nosotros apenas tenemos fuerza para arrastrar los bultos, que
de buena gana tiraríamos por las escaleras sino fuera porque
después tendríamos que irlos a buscar.
¡Las lágrimas! Se nos acabaron, se nos olvidó un poco la razón
de la tragedia, el sudor nos pega la ropa húmeda al cuerpo, y el
cansancio nos obliga a recostarnos un poco unos de otros para
poder terminar los pasos que faltan para atravesar la puerta.
A Pablo lo tienen sentado en una poltrona de la sala,
ya sin lentes, y mamá pone mercurocromo a dos líneas de
sangre sobre el párpado y a otra más pequeña, bajo la línea de
pestañas inferiores.
Y alguien, uno de nosotros, que aún no atraviesa la puerta de
entrada arrastrando su bulto, grita sin entrar: «¡Yo no quiero ir
más al colegio!».

83
Rompezaragüey es una yerba

La pega-pega amarilla se usa contra la esterilidad de la mujer


y para acelerar el parto, igual que la raíz de malva.
Ella lo sabía, por eso las tuvo siempre como tarjeta bajo la
manga, plan de emergencia, alternativa B.
Solía visitar la perfumería Reino Vegetal allá en el Pasaje
Linares, considerado el negocio más viejo de la ciudad, dedi-
cado a estas lides (como podía leerse en el libro de Giovanna
Mérola, experta en el asunto).
Cuando empezaron las noches en falta, las frases inconclu-
sas para las preguntas de ella, los cambios de aroma en su piel,
los cuellos de las camisas húmedos y manchados, ella decidió
guardar silencio.
Recogía sus palabras con amarga desmesura, al extremo del
encuentro de los labios, que lleva a los dientes de la mandíbu-
la superior a dibujarse, frenéticos, marcando paso hasta dejar
brotar una línea como de sangre en la carnosidad del labio.
Las esperas se sucedían y ella, sin desearlo, recordaba como
una película en la memoria el entusiasmo que esos ojos, esas

85
manos, esas inflexiones de voz, ese su tórax, esas piernas,
habían despertado en ella y por ella, en otra época.
Evitaba recurrir a las estrategias harto conocidas de las
mujeres que perseguían a sus maridos y acerca de las cuales
había recibido suficiente cátedra de boca de sus compañeras
del taller de impresión.
El hecho de trabajar ambas en la misma empresa se le había
convertido en «arma de doble filo», porque si bien tenía la
ventaja de poder compartir con ella el transporte y las viandas
de la comida, a cambio sus vidas en relación con otros eran
el platillo del cotejo general, y recibían los más despiadados
comentarios tanto de maliciosos como de ingenuos.
Justo por esa circunstancia, a veces neblinosa, fue que ella supo
de las relaciones de él con aquella secretaria del departamento
de Publicidad y Avisos.
Lo peor es que él no usaba ninguna estrategia para disi­
mularlo: se le desaparecía a la hora del almuerzo en el comedor
de la empresa, la evadía a la hora de la salida, y poco a poco,
día a día, ella se fue quedando sola en los pasillos mientras su
marido se mostraba públicamente y sin pudor con la otra, en
cualquier parte.
Muy pronto su sistema nervioso puso en evidencia el estado
general que la aquejaba. Por más que trataba de simular
serenidad y elegancia plena, se le caía la taza de las manos
a la hora del café, terminaba rompiendo el papel de diseño
sobre la mesa, y en presencia de los compañeros de oficina
le brotaban las lágrimas inesperadamente y sin motivo de
inmediata identificación.
Su imagen general se volvía frágil, quebradiza, huidiza, se
convertía en la propia expresión del luto profundo.
Él, finalmente, llegó al día en que le planteó su mudanza,
ella le rogó hasta arrodillarse que no lo hiciera, le ofreció
permitirle mudarse de la habitación pero permaneciendo en
86
la casa familiar, y le indicó un lugar de la propia casa que
gozaba cierta privacidad. Él respondió que podría hacerlo
temporalmente.
Ella entendió esta tregua como su oportunidad para manejar
el territorio hacia la posibilidad de recuperarlo a él.
Los amigos, los vecinos, el entorno cotidiano, ya comentaban
el asunto abiertamente.
Los padres de los compañeros de sus hijos en la escuela
hacían de ello el chisme más popular de la dieta diaria de los
mismos.
Y entonces supo del rompezaragüey, la hierba poderosa.
Su teoría era que él estaba ya embrujado, y habría que hacerle
un «despojo», una limpieza.
Nada fácil, porque habría que ingeniárselas descubriendo
cuál de sus compañeras ya lo tenía en su «salsa». Y luego aquello
de «despojarlo» para «recuperarlo».
Le explicaron que el rompezaragüey había que prepararlo
con otras yerbas: ruda, perejil, y dos desconocidas: alacrancillo
y piñón.
Entonces se dio a la tarea de buscar las fulanas hierbas
y para ello debía recorrer los mercados que se dedicaban a
expenderlas.
El problema es que ello la alejaba de su casa y de su trabajo
y, por lo tanto, de él aunque fuese por unas horas diarias
imprevisibles.
Lo pensó y lo pensó, y llegó a la conclusión de que el sacrificio
valía conseguir el objetivo.
Comenzó a ausentarse. Sus visitas a aquellos lugares ines­
perados le llevaron hasta a olvidar la hora de salida de los niños
de las clases, la comida metida al horno para la cena, el tener
organizada la ropa lavada y planchada del día a día para todos
y hasta la máxima atención en su trabajo de todos los días.

87
La aventura de conocer los mercados de los yerbateros,
llenos de atractivo visual en su conjunción de elementos,
colorido y misterio, más la diversidad de caracteres de los
personajes, las cosas mágicas que decían siempre planteadas
de distinta forma y con diferentes palabras, la seguridad con
que aseveraban la constancia de sus logros, la decidió a buscar
una cámara de video y el apoyo de un amigo, de hacía años,
camarógrafo, y plantearse un proyecto a largo plazo, para crear
un documental sobre el tema.
Los cambios en la cotidianidad familiar no «se hicieron
esperar».
Los hijos decían: «Mi mamá ahora es cineasta. Hay que
prepararnos la merienda y la cena».
Pero la queja era menos que queja, y se fue volviendo un
asunto de orgullo familiar.
Al punto de que ella, orgullosa de su propia transformación,
en su oficio nuevo de creación permanente, lo sentó a él
diciéndole «Necesito que nos separemos».
¿Y el rompezaragüey? Esa es una canción buenísima.

(2021)

88
Me haré de aire

Un eco de aquellos días de placer,


un eco de aquellos días volvió a mí,
las cenizas del fuego de nuestra juventud;
en mis manos cogí de nuevo una carta,
y leí y volví a leer hasta que se desvaneció la luz.

konstantinos kavafis

Sobre la mesa del laboratorio la acostamos y allí procedió el


veterinario a colocarle la dosis de anestésico.
A esto lo llaman «eutanasia», una palabra fría, sin declive
sentimental.
La abracé y acaricié con ternura en una despedida melan­
cólica, que me carcomió cada imagen reconstruida en la
memoria de estos doce años juntas.
La tuve conmigo, como en una película proyectada a
velocidad indescriptible, desde la noche del parto de su madre,
de cuyo vientre fueron saliendo doce cachorritos movedizos,
enérgicos, y su aparición de pelambre amarilla, destacándose
ella entre los diminutos hermanos que le acompañaban sin
abrir los ojos.
Luego los juegos en el portón, las carreras con la pelota, las
revolcadas en la grama, el crecimiento pertinaz, las enfermedades,
vacunas, hospitalizaciones, su apropiarse de la segunda camada
(al morir la madre por envenenamiento) acogiendo a sus
hermanos como madre adoptiva, sus patas cortas y la trompa
cuadrada, siempre alerta de ojos. Su acompañarme a todas
89
partes, en el laboratorio, su subirse al sofá, bajarse de él,
pasearse por las camas de mis hijas según con quien fuera el
juego agitado del día. Su despedirnos triste en la puerta de
salida con la intuición de que quedaría sola fuera del constante
agite familiar en tiempos de vacaciones viajeras. Su recibirnos
entusiasta, con alegría expresada en saltos cuando volvíamos
de regreso. Su lucha con la ehrlichiosis canina: períodos sin
caminar, párpados caídos, patas colgando sobre la tabla con
rueditas que inventamos para sacarla al patio a tomar el sol.
Su reinicio a la vida, recuperada la energía, su empeño en
continuar este maratón, aún con tantas heridas de guerra, su
constante acompañar y cuidar a otros (humanos o caninos) y
finalmente, ese ojo, ese desaparecido en una noche, víctima
de una gusanera inexplicable y dolorosa, sus catorce años, un
record poco frecuente en una chow-chow.
La tengo frente a mí, en despedida imposible, y digo palabras
para ambas en el empeño:
—Adiós, pequeña compañera de tanto, hermana silenciosa,
adivinadora de penas y complicidades.
Los ojos de Canela van volviéndose vidriosos hasta perder
la luminosidad activa y descubrirme una superficie opaca, sin
brillo alguno.
Entonces mi tragedia se convirtió en lágrimas rodando sin
pudor, en el silencio y la soledad de la mesa de operaciones.

Me han entregado las cenizas de Canela esta mañana, en una


cajita cuadrada, de madera, rosada.
Me resulta irreal suponer que allí está mi compañera, hecha
cenizas. La humanidad y lo simbólico… los objetos, los
rituales.
90
Me comentaron en la clínica que suelen cremar animales los
días jueves, de modo que con las de Canela hay cenizas de varias
mascotas de otros que aprobaron el acto y sus consecuencias.
Miro la caja con extrañeza, ese objeto no me devuelve
la presencia leal, amorosa y divertida de Canela, y aceptar
que son realmente sus restos es una simple convención con
mucho de imaginario.
He pensado si la llevo al cementerio y la coloco en la tumba
de Rodrigo (Canela fue tan compañera suya como mía,
mientras él vivió).
Pero desconozco si el normativo de la institución me
permitirá colocar sobre la tumba de mi marido alguna cosa
que no sean flores.
Más cuando en los nuevos contratos de propiedad de terreno
ahora se establece un tiempo determinado para mantener los
restos en tierra (¿cinco años?, ¿diez años?), según las tarifas del
pago por propietario.
No comprendo qué pretenden que hagamos con las cenizas
de nuestros deudos, y la idea de mudarles a otro lugar es
descabellada y triste.
Por suerte, Rodrigo tiene más de una década enterrado, el
nuevo normativo cursa para los entierros realizados a partir
de los últimos dos años.
Nunca hubiera imaginado que tendría una reflexión como
esta. ¿Banalizar la muerte? ¿Comercializarla?
Para no tener que pasar por el diálogo en la oficina
administrativa del lugar, creo que me quedaré con la caja en
casa, al menos un tiempo.
Si Rodrigo estuviera aquí se burlaría de mi falta de decisión.
Pero no está, y mis hijas tampoco, cada una sumergida en sus
rutinas lejos. Sé de ellas por alguna llamada telefónica, en
cumpleaños o a en sus fechas «conmemorativas».

91
Paseo la caja por la casa. Terminará en mi habitación. No
puedo aún desprenderme en este apego con mi compañera
canina de tanto tiempo.

Amanezco regando las macetas colgantes del orégano orejón


en las ventanas, en esa hora en que apenas asoma la luz desde
el fondo de las montañas.
Necesito algunos días, a lo mejor semanas, para entender
esto que me ahoga dispersando mi mirada sobre el entorno.
No tomo vacaciones desde hace ¿siete años?, puede ser un
buen momento para moverme un poco de la rutina.
Este encierro obligatorio, establecido por la pandemia
del nuevo virus, aumenta mi incertidumbre y sentimiento
de soledad permanente. Canela era mi cómplice de las
pequeñas «escapadas a la norma» sacándola de paseo en horas
tempranas, llevando mi tapabocas y asumiendo las distancias
consabidas de los otros.
Necesito aceptar que Canela no marcará más la rutina
de los paseos mañaneros como cuando la llevaba hasta el
parque, y me entusiasmaba sentir su presencia efusiva a mi
alrededor, ya fuera también el preparar el desayuno o la cena
para ambas.
Ahora, encerrada sola, continúo con la dedicación a abrir
gavetas, botar objetos sin uso, sacar ropa que no llevo hace
mucho ni lo haré. Rompo viejos papeles que se han vuelto
inútiles, desalojo estantes, reviso antiguas fotografías. Canela
solía subirse en los promontorios de los desechos y se les
acostaba encima, parecía jugar conmigo haciéndolo, como
un acto aprobatorio.
Ahora continúo en esta tarea, pero sola.
92
Sobra mucho. Hay rostros que he olvidado, personas que
no reconozco.
Mis hijas y Rodrigo aparecen en distintos tiempos. Éramos
otros cada vez.
Entre libros que leí hace mucho, y en las páginas de una
selección de narrativa alemana, encuentro la carta.

Las tres de la mañana.


Despierto con violencia, descubro que sudo sin razón
aparente; al sentarme, algunas imágenes se me presentan en
un instante y veo el reflejo de los recuerdos:
Soy yo, atravesando un pequeño bosque, en medio de la nieve.
Arrastro una maleta grande. Tiene una correa en un
extremo, por la cual logro arrastrarla lentamente, hay árboles
de troncos altos a mi alrededor, y algunos mantienen ramas
con pocas hojas, cubiertas de nieve.
Es trabajoso el recorrido y me prometo que nunca más
viajaré con equipaje pesado. Tengo un abrigo largo y botas
protectoras.
Finalmente estoy por acceder a un lugar, ya no es bosque,
es la entrada a una zona urbana y unos hombres uniformados
vienen hacia mí, les muestro mi documentación y me ayudan
con la maleta, caminamos hacia la puerta de donde ellos han
salido.
Hablan alemán, así suena, aun cuando no puedo entender
sus palabras.
Descubro en la escena un recuerdo lejano. 1975, mi viaje a
un evento de teatro en la antigua RDA.
Despierto.

93
4

Me obligo a caminar una hora al día, previsión de esta edad


que acato como una escolar de la primaria.
Todas las mañanas la vía del cementerio, con su muro
amarillo y el gran samán cercano a la esquina del cruce, es la
vía de entrada al encuentro con otros.
Al paso la brisa sopla, y la presencia de las vendedoras
de flores que llegan en su camioncito desde Galipán, me
enternece. Colocan baldes de colores conteniendo los distintos
conjuntos de arbustos exóticos. Las mujeres se sientan en
sillas con fondo de lona, preparan los ramos y conversan.
Antonia destaca entre todas, su piel morena, su sonrisa,
expresan la serenidad de su mando, hace señalamientos,
ordena. El hombre que la acompaña (seguramente el marido),
se limita a cumplir la rutina, manteniendo el silencio.
Tienen la vara del emperador en un balde de mayor altura
que los otros, se suman a otros donde hay rosas de varios
colores y margaritas, las ave del paraíso con sus penachos
anaranjados y su esbelta elegancia siempre me atraen, me
recuerdan otras épocas en el tiempo, cuando las recibía en el
cumpleaños, como detalle exótico.
Un gesto al pasar con mi mano es la señal del saludo,
siempre hay sonrisas del grupo, solo converso a la vuelta. En
esos brevísimos diálogos me enteré de dónde vienen y aprendí
acerca de la calidez de sus vínculos. Me gustan esos minutos
en que me siento parte de ese grupo ceremonial y bullicioso.

De regreso en casa vuelvo a esta nueva rutina de revisar viejos


papeles guardados en cajones y rehacer en mi memoria lo
94
aparentemente olvidado, despertado por la carta y un diario
reencontrado.

páginas de un viejo diario

No puedo creer que me enviaran la invitación al Festival de la


Assitej en Berlín. Para ello, mi flamante ficha curricular relativa
a la actividad en las escuelas y las temporadas montando funciones
de títeres en los pueblos de la Cordillera, no deberían ser suficiente
¡pero lo han sido!, estoy en la cúspide del entusiasmo.
Un festival de teatro para niños en Alemania Oriental, tomar
un avión y cruzar el pozo que me lleva a las Europas… ¿qué más
se puede pedir?
La noticia fue tan sorpresiva que no he podido celebrarlo,
enredada en la cotidianidad del poco tiempo que tengo en esta
universidad, a donde he ingresado hace muy poco como profesora
de Literatura, y comienzo dictando un curso de Historia del Teatro.
Con las clases, el apartamento, los autobuses que debo tomar para
moverme (cuatro al día), la rutina de atención a los estudiantes,
pero cuando quedo sola suspiro y solo pienso en ese próximo viaje
«a lo desconocido».
No me han pagado aún mi salario por el ingreso reciente y
comienzo a desesperar. Ando sin dinero, pero lograré agenciarme
y hacer lo necesario para no perder el viaje.
Me integraron a una comisión de pénsum y debo aportar lo
relativo a actividades teatrales en el régimen escolar. La materia
que diseñaremos es para unidades-crédito extras. Comencé el trabajo
con la del equipo profesoral y hay mucho por hacer. Soy feliz: viajo a
Alemania pronto.
Hay que llenar los requisitos de rigor para el caso.
Mañana al salir de la facultad iré a que me inyecten la vacuna
contra la fiebre amarilla y pasaré a llevar mi fotografía para
el carnet de la escuela de teatro. Además, necesito organizar el
95
material de mis antiguas actividades en el trabajo teatral con
niños, durante mi período estudiantil. Y aún debo solucionar
detalles del papeleo con el pasaporte y otros asuntos.
El nerviosismo me tiene casi paralizada, me sacudo: ¡Avanti
popolo! El viaje vale sacrificios.

No puedo dormir.
El quejido es sincopado. Lo oigo a través de la noche. Es
el llanto de un perro, con seguridad cachorro.
Un quejido suena solo y al minuto suena el siguiente, y es
tan frío, en medio de la oscuridad. Me levanto de la cama y
camino a la ventana de donde llega esta señal de dolor, me
asomo y el cartel de McDonald’s en su amarillo y rojo, está
inalterable en la altura con la montaña al fondo, el quejido
¿del perrito? Es un fondo sonoro de toda esta soledad.
Él, ¿o ella?, debe estar en una de las casas al otro lado de la
avenida principal. Apenas puedo ver.
Este insomnio me lleva a releer el viejo diario.

7
antiguo diario

En el teatro
Estamos en el Theater der Freundschaft —Teatro de la Amistad—
en Berlín, en la República Democrática Alemana. Nos presentan
al director, Klaus Urban, es muy amable y acelerado en su
plática y da trabajo a la traductora para seguirle el paso (o las
palabras). Este lugar es cálido y trabaja mucha gente que camina

96
de un pasillo a otro, abren y cierran puertas. Urban dice que hay
doscientos empleados aquí, entre actores, gente de servicio técnico,
músicos, pintores, acomodadores, porteros, empleados del cafetín,
jardineros, en fin. El edificio es sobrio y se ve fuerte, nos van
mostrando cada espacio y los dos traductores se afanan en decirlo
todo siguiendo el paso a Klaus.
La pieza que veremos hoy es nada menos que una adaptación
de Don Quijote de la Mancha.
Vemos correr gente a los vestidores, y un hombre, de los más
apurados, me tropieza en su afán, se me caen los papeles que llevo
entre las manos, con mis guantes y la bufanda.
Desconcertado, él se agacha a recogerlo todo, habla apurado en
palabras que no entiendo, le digo en español que no se preocupe y
me he agachado yo también.
Nos entendemos con una sonrisa, él se pone de pie conmigo
tomando mi brazo con delicadeza, me señala el vestidor diciéndome
«Sancho Panza» como si fuera su nombre propio, lo que me hace
reír; ese nombre es lo único que entiendo y me río de nuevo, él corre
y siempre voltea sonreído a mirarme.
Busco a mis compañeros del grupo con los traductores.
Ver la llegada de los niños, solos o acompañados, es algo que me
gusta; van directamente al guardarropa a dejar sus abrigos, para lo
cual se ordenan en fila india, presentan su entrada a la encargada
de la sala y se acomodan en sus butacas.
Ya estoy en la sala, somos un público de adultos enredado con
el de los jovencitos que han entrado en perfecta formación, pero
adentro se dispersan saludándose de una escuela a otra, entre risas
y palabras sueltas.
Nosotros, siempre con los compañeros traductores, estamos
asombrados del lugar, de la atmósfera coloreada, de los ríos de
voces, de los timbres de sus risas.

97
Pero se producen los tres llamados de timbre, acompasadamente,
y se hace silencio sepulcral, oscuridad y cortinas abriendo
lentamente, frente al escenario.

Los días pasan en este ordenar papeles y descartar lo que no


tiene sentido conservar.
Entre las fotos dispersas que ahora intento ordenar
(sentada en el suelo y rodeada de muchas de ellas) hay una
de mi padre en medio de su lugar preferido: en la sala de la
biblioteca, tiene un libro de Pessoa entre las manos, entonces
recuerdo su voz y el gesto cuando, con cierto énfasis en las
frases, me insistía en el poema: Amor (decía con énfasis en la
/A/ inicial de la palabra): A-mor.

El amor es lo que es esencial


El sexo es solo un accidente.
Puede ser igual
o diferente.
El hombre no es un animal:
Es una carne inteligente,
Aunque algunas veces
Enferma.

9
sancho panza

Sentada en mi butaca con compañeros de otros países y una mayoría


alemana, me concentro en la apertura de cortinas en la escena.

98
Conmovida como una más del público, descubro que mi amigo
(quien me ayudó antes a recoger los papeles dispersos en el piso),
está sobre el escenario y es muy buen actor, hace de Sancho Panza.
En la escena de despedida de Don Quijote, en su posible lecho de
muerte, Sancho Panza hace su actuación estelar, mientras le pide
que no muera al Quijote, y los jóvenes espectadores conmovidos
aplauden a rabiar.
Mi amigo Rainer que ahora sé que así se llama, porque lo leo
en el programa, se expresa con gracia inigualable y el texto que
dice en alemán, nos lo traduce un español a nuestro lado, quien lo
disfruta a mares.
«No se muera, vuestra merced, señor mío, tome mi consejo y
viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un
hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que
nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía…
Levántese de esa cama y vámonos al campo, quizás tras de alguna
mata hallaremos a la señora Doña Dulcinea».
Toda la sala se levantó a aplaudir y vivo el entusiasmo festivo
del público, aun en medio de las formalidades y el protocolo.
Sancho Panza y Don Quijote saludan en el escenario, creo ver
una mirada para mí especialmente desde los ojos del escudero y me
conmueve, aplaudo mirándolo. Su dulzura me sacude.

10

Ahora reordeno discos, cintas, videos de música y aparece el


concierto de Pink Floyd realizado en el Muro, y estoy en 1990.
La televisión reporta en las noticias ese concierto en Berlín,
en el lugar donde la línea del Muro marcaba el territorio. Ya
no estará la llamada RDA y el país es uno solo. ¿Es uno solo?

99
Sus imágenes dan la vuelta al mundo. Entre los rincones
guardados de mi memoria reconozco a Sinead O’Connor
cantando Mother.
Ella, con su cabeza rapada, la dulzura cruel de sus palabras
y el coro respondiendo, hijo y madre en dialogo tenebroso:
«Madre, ¿crees que ellos lanzaran la bomba? / Madre, ¿crees
que les gustará esta canción? / Madre, ¿debo construir el
muro?…».

11

… recuerdo, sí, recuerdo


Cuando el éxtasis iluminó
En un relámpago la finitud
Y todo lo perdurable.

reyna rivas

Las calles están más bien solas, con muy pocos transeúntes. Estoy
en Berlín, acompañada con ternura por quien me mira como si yo
fuera una aparición sin corporeidad.
Este hombre con olor a madera virgen, me acoge. Para él soy
una porcelana del siglo dieciocho. Dice nombres de calles para mí,
señalando las indicaciones metálicas en las esquinas. La Alexander
Platz, la Torre de la Televisión…
Lo miro sonreída incapaz de pronunciar correctamente ninguna
de sus palabras, de sonido agudo y cortante, y él se ríe de solo
mirarnos.
Rainer me lleva de la mano, con extrema delicadeza, caminamos en
la calle solitaria, en esta noche que será inolvidable, pero no lo sé aún.
Él quiere hablar de algo que lo ensombrece.

100
Me conduce a un lugar, me intriga, la oscuridad de la noche es
tétrica y trágica, pero a la vez es una fiesta de dos que se investigan
en la curiosidad maravillosa de atraerse y temblar ante el impulso.

12

Hoy me aventuraré un poco más allá de las calles frente a mi


edificio. Para extender el tiempo de mi ejercicio y curiosear.
En la caminata de la tarde, me meto en todos los rincones
de las tienditas que la gente ha ido construyendo en la vía al
mercado, pequeños locales inventados al lado de sus propias
casas de habitación, garajes la más de las veces. Hay varios
de venta de películas copiadas, lo que no es legal pero se ha
hecho «legal» con la práctica, y señala posibilidades para
continuar con la vida con precios accesibles a los bolsillos
menos abundantes.
Las muchachas que llevan la mayor tienda de videos al
cruzar la calle, venden también infusiones. Hoy me acerqué
buscando una película de la cual me han hablado: Good Bye,
Lenin!, una cinta alemana del realizador Wolfgang Becker,
historia familiar de tiempos de la caída del Muro de Berlín.
El local es una cueva, con discos de películas clasificadas
según criterios elementales.
Reviso las estanterías mientras ellas ubican la que quiero.
Descubro que venden tilo, hace mucho que no veía esta hierba
sedante, llevaré algún paquetico con la película.
Vuelvo a casa iniciando la noche.

101
Cuando he terminado la cena (una taza de avena, fruta,
una manzanilla de cierre), y el tilo, la memoria me lleva a la
historia tras la carta de Rainer:

Caminamos en aquella avenida de los tilos, entre sus árboles. A lo


largo del kilómetro y medio por el que se prolonga el bulevar que
va desde la Puerta de Brandenburgo hasta Schlossbrücke (Puente
del Castillo), en ruinas desde el final de la Guerra hasta la caída
del Muro. Los tilos, con sus flores pequeñas, de peculiar diseño.

13

Finalmente, me siento en la butaca a mirar Good Bye, Lenin!


en la pantalla del televisor. El realizador del film nació y
creció en la RDA, allí hizo su carrera y primeras creaciones.
Relata una circunstancia especial: un hijo reconstruye el
entorno para que la madre (quien sufrió un accidente que
la mantuvo en coma y no vivió la caída del Muro de Berlín)
piense que la RDA continúa existiendo.
Es el tema del hijo y su amor por la madre lo esencial. Me
conmueve el empeño del muchacho, su energía para continuar
reinventando lo que ahora resulta una fantasía anclada en el
pasado, y hay un momento en que se invierten los roles: la
madre ya sabe que la RDA no existe más, pero hace creer
al hijo que su juego sigue teniendo vigencia, mientras los
otros personajes los contemplan a los dos evitándose posibles
sufrimientos.
El reencuentro del joven con el padre, quien, habiéndolos
abandonado ha creado una nueva familia en la Alemania
Federal, y la sorpresa impensable de que el antiguo héroe del
muchacho, el astronauta, ahora es el chofer del taxi que le
conduce a aquel reencuentro, resultan secuencias dolorosas.
La muerte de la madre al final, y el protagonista lanzando las
102
cenizas de ella en un pequeño cohete en la azotea de la casa,
dan un cierre melancólico, necesario.
¿Rainer vivirá?

14
1975: unter den linden (o bajo los tilos)

Es un monumento, son ruinas de piedra, fragmentos de algunas


grandes edificaciones bombardeadas. Está cercado por una reja
metálica prominente. Una enorme placa de metal reza una inscripción
conmemorativa del holocausto. El paseo monumental ha sido
blanco de los bombardeos en la Guerra y así se mantiene, ruinas
para el recuerdo de la hecatombe.
Rainer hace que nos detengamos allí, me señala la inscripción
del lugar.
Con mímica y algunas palabras sueltas me enseña que se trata
del dolor producido por los estragos de la guerra. Su rostro cambia
y se muestra sombrío. Entonces puedo entender lo mucho que pesa
en él la simbología del lugar.
Escribe dos cifras en un papel: 1945, el final de la Guerra y el
año en que él mismo nació; y 1975, ¡este año, este encuentro, este
presente…!
Sin una palabra de alemán de mi parte, ni una de español de
mi amigo, nos entendemos a la perfección, ha nacido un lenguaje
donde todo fluye sin dificultad. Con nuestras mutuas miradas,
algunos gestos e insólitos detalles que van siendo inventados en
el camino.

103
15

Ha llegado la noche y extrañamente no se escucha de nuevo


el quejido sincopado del perrito, su angustia nocturna. ¿Se lo
habrán llevado a otra parte?
Soñaré con Rainer, su mirada y sus gestos, su manera de
verme y tocarme. Esa melancolía interminable de su ternura.

16

Cuando mi hija Camila coloca fotos en la web las veo como


si ella estuviera aquí. Como cuando me relató oralmente su
viaje a Praga, y la visita al Museo de Kafka.
Escribir mensajes de texto, sin tocarse, sin mirarse sino
a través de ese intermediario, tecnológico, manejable.
Supuestamente disminuyen las distancias, todo parece más
cercano, y lo inmediato se aleja.
Ahora la gente no se habla cara a cara, prefiere esa púdica
relación de grabar para el otro o un teléfono que acompaña.
No llega mucho sol a esta terraza, sin embargo la selva colgada
de las ramas de orégano cada día progresa más cubriendo el
horizonte. Las combino con las hojas espinosas de la zábila,
y ambas son plantas de sol de estos territorios; todas las
mañanas procedo a retirar las hojitas secas y ver las que han
brotado. Se convierte en ritual necesario y en contemplación
plácida.
Hay muchas horas solitarias para repartir entre las plantas
o realizar lo elemental cotidiano para la sobrevivencia.
En la televisión aparecen diariamente las cifras de las víctimas
del virus, que ha generado esta pandemia. Y mi grupo telefónico,
de profesores colegas, señala los nombres de los cercanos,
quienes fallecen sin mayor despedida entre nosotros.

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Se hace simple la rutina cuando se está sola, habiendo
vivido el colectivo de las voces y los apremios de formar
familia. La vida que sigue modifica su percepción según el
paisaje del entorno. Intentamos adaptarnos a esto nuevo que
nos apremia, pero el mundo interior, las historias y el dolor
se apelmazan en algo que no sabemos cómo aplacar en el día
a día.

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Rainer tiene un unipersonal en la programación del Festival. Ha


sido misterioso llegar al lugar donde se llevará a cabo, se trata
de una carpa de techo bajo; para entrar hay que bajar la cabeza.
La carpa es larga y hay un espacio para los espectadores más bien
discreto.
Cuando todas las sillas han sido cubiertas, entra el actor,
Rainer, con una camisa blanca y pantalón negro, se ubica en una
silla frente a una mesa, tiene una botella de vino y copas, papel en
blanco para escribir, y escribe.
Los espectadores esperamos, la intimidad del lugar nos sobrecoge.
Dos nombres fluctúan en este homenaje desde la lengua alemana,
es un regalo, son textos de Federico García Lorca y Pablo Neruda.
Rainer ya no es Sancho Panza, ahora ocupa el lugar dramático
que tejen las palabras de Neruda sobre el asesinato de Lorca, en
uno de los más bellos poemas de la historia. Escucho sus palabras
en alemán y retengo en mi memoria y mis manos las claves del
original nerudiano, que ya conocía.
«Si pudiera llorar de miedo en una casa sola, / si pudiera
sacarme los ojos y comérmelos, / lo haría por tu voz de naranjo
enlutado / y por tu poesía que sale dando gritos».
Salimos silenciosos, conmovidos, como niños de escuela en fila india.

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En minutos largos, el actor, mi nuevo amigo, me ha buscado
afuera, sin su «envestidura trágica», con la sencillez de su sonrisa,
que recibe los halagos y las felicitaciones del caso.
Hoy habrá fiesta para las delegaciones extranjeras.

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El que cierra los ojos


se convierte en morada de
todo el universo.

olga orozco

la fiesta

Estamos en grupo con la delegación de España, las de Latinoamérica


y algunos italianos y franceses. Se bebe vino y vodka, todos son
ánimos de acercamiento, la risa acompasa el encuentro general,
hay músicos de una pequeña orquesta que suena muy bien y las
parejas van sumándose sin protocolos.
De repente está Rainer frente a mí, tiende su mano y muerta
de timidez le hago ver que no sé bailar, pero insiste, no se va,
me hace muecas simpáticas, río, me lleva a la pista sin que pueda
evitarlo, y en sus manos soy una pluma al viento, juega, me toma
por la cintura, me lleva con gallardía y ternura, me asombro de mí
misma, giramos, me acerca con naturalidad a su torso y estamos

106
muy juntos, como si flotáramos en el espacio. Reímos, bailamos,
flotamos en una esfera donde los demás no existen.
No sé decir de esta dicha, somos como niños disfrutando su energía.
Todo fluye con naturalidad inusitada.
La presidenta del evento y su séquito han bebido, y están ya
lejos de la compostura protocolar, felices como vikingos después de
una conquista territorial. Las frases en distintas lenguas se cruzan
unas con otras casi a gritos y las risas también.
En medio de la música, los brindis, la agitación general, Rainer
ha buscado nuestros abrigos y me espera al pie de la escalera.
Entiendo que estamos fugándonos de la algarabía para estar
juntos y compartir este escape de dos que se comunican con gestos,
tactos, mímica, palabras sueltas del inglés (mal pronunciadas),
alemán, español y francés.
Rainer me coloca el abrigo con gesto teatral, luego me sube el
cuello para tapar mis orejas y me hace llevar el gorro tejido, hasta
que ya no se ven sino mechones de mi cabello por el borde inferior.
Yo me pongo los guantes mientras lo miro mirarme.
Sus ojos encendidos, chispeantes, animan este cielo más bien
oscuro; me toma del brazo y emprendemos la caminata siguiendo
a la luna que va con nosotros desde su lugar en el cielo. El rostro
de Rainer es una luz en la oscura noche y resplandece en su sonrisa
la estela de una catarsis probable, nos sentamos en un banco de
piedra, para hilar la historia en una rueca ancestral.

19

Tenemos una noche de ternura indescriptible. La magia verdadera


de esos brazos que acogen, el gesto dócil de ser envuelta, rodeada
desde los hombros y tomada de la mano, el roce del muslo sobre el
propio, la temperatura apenas percibida que produce de inmediato

107
un cambio en la mía, esos puntos colocados en los renglones del
poema de manera secreta y precisa para decir al otro de nuestra
complicidad con su esencia. El cuerpo que se prolonga desde el suyo,
que se sabe duplicado, camino trazado, envestidura y resguardo
del nuestro, aquello de lo que supimos y sabemos, y retomamos en
instantes con un breve roce, con un miedo nuevo, pero que al final
es el mismo, se convierte en éxtasis, acogedor, tibio y creciente.
Mañana retorno a mi país.

20

Recuerdo el aeropuerto para tomar el vuelo, la fila para


mostrar el pasaporte y llevar a cabo el protocolo común. El
avión en el que saldremos ya está allí y debemos cruzar una
plataforma externa para llegar a él.
De repente escucho mi nombre y miro hacia abajo, allí
está Rainer, rodeado de mucha gente, me hace señas con su
brazo y un pañuelo. Lo saludo con mi brazo agitado, está
triste, apenas sonríe.

21

Esta noche duermo con la carta bajo la almohada, más bien


con sus palabras muy adentro de mí.
Me pregunto cuánto tiempo y pasión habrá necesitado
para escribirla, ¿cómo lo hizo en español?, envió también el
original en alemán.
Aspiro el olor que aún permanece, en este papel, modesto,
con trazos de su letra caligráfica cuidadosa. ¿Cuántos años

108
han pasado desde entonces? ¿Qué habrá sido de su vida? ¿Por
qué descubro esta carta solo ahora, tantos años después?
¿Acaso vivirá?

109
22

No puedo disimular más, no tiene sentido.

No quiero levantarme hoy,


No quiero bañarme
Ni vestirme
Ni peinarme,
Ni comer, y acaso: Ni respirar.
No merezco respirar. No tiene sentido. ¿Para qué?
No quiero ser, no quiero existir.
La lluvia golpea los cristales. No me levantaré a cerrar las
ventanas. Si ha de inundarse todo que ocurra.
La carta, el recuerdo despertado en mi memoria, ha hecho
que una avalancha de dolor interior, dolor de alma, me invada
sin remedio.
Es como si una oleada gigantesca de aves volando, entrara
y sacudiera todo mi espacio, y me borrara la sensación antaña
de que hay algo en mi presente que valga la pena.
No puedo más que llorar, dejar las lágrimas correr, odiarme
un poco ¿o mucho?
Mucho, hasta desaparecerme de este presente inusitado.
Ha muerto en mí todo deseo.
¿Por qué esa carta estaba allí sin abrir, olvidada, ignorada?
1975 y 2017, cuarenta y dos años de distancia.
Ha sido esa carta, de la que no supe en su momento, carta
secreta perdida en el tiempo, y ahora me despierta sensaciones
que creía olvidadas o acaso estaban resguardadas en algún lugar
de mi memoria que descubro amortajada, anhelante.
Esta historia retoma el camino que no transitamos juntos,
y lo que dejamos en suspenso, ¿a dónde se fue? ¿Murió?

110
¿Qué habrá presenciado y sentido con la unificación de
su país? ¿Cuál sería su actitud, a dónde iría su mundo de
fantasmas?
¿Vivirá? Qué no daría por tenerlo cerca.
… ¿Y si pruebo a ubicarlo en las redes sociales?
La computadora, solo requiero abrir la página, colocar su
nombre. Es un actor, tiene una identidad pública. ¿Por qué no
lo pensé?
Sentada ante la pantalla escribo: «Rainer Büttner actor de
teatro, cine y tv. de RDA», dos intentos y aparece su nombre
en grandes caracteres con la inscripción: (1945-2017). «Died:
June 7, 2017 (age 72)».
¿Hace solo cuatro años?... Y ya no está.

23
la carta

Muchacha, pequeña.
Busco palabras para llegar a ti.
Me dejaste desnudo, solo. No importa lo rodeado que esté de
gente.
Ahora no estás aquí. Las calles están vacías y la vida sin ti.
Recuerdo tus manitos pequeñas, tus pestañas, la sonrisa tímida
a medio lado.
Nos separa más de un océano, montañas, ciudades. Palabras
que no sé.
Quiero tenerte a mi lado y cuidarte. Nunca vi a nadie como tú.
Ayúdame a respirar tanto oscuro, sin ti; a tener ilusiones.
A saber del sol en las mañanas.
Pequeña muchacha, ¿cómo es la calle dónde vives en tu ciudad?

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¿Cómo es la gente que puede tomar tu manito todos los días?
¿Qué comes en la tarde?
¿Tienes un perro que se acuesta a mirarte y a esperar tu caricia?
Debe haber un árbol en la puerta de tu casa que se parece al sol
de tu sonrisa.
No me olvides, niña.
Escribe a este loco enamorado que solo te vio cinco días y no
puede vivir sin ti.
Escríbeme una carta en mi idioma (yo lo hago en el tuyo).
Promete no olvidarme
O me haré de aire
Y desapareceré,
Amor.

Rainer
***

Schreib mir einen Brief in meiner Sprache (ich mache es in


deiner).
Versprich mich, dass du mich nicht vergessen wirst.
Oder ich werde etwas Luft bekommen
Und ich werde verschwinden,
Meine Liebe,

Rainer

(Valencia, 2021)

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Índice

Cuando la arena se levanta 7

La Muralla 11

Manuscrito perdido 19

Uniforme número seis 33

Un imposible espinoso horizonte marino 39

Atentado presidencial 45

La pensión de Miraflores 51

Renacimiento 59

El traje blanco con bordes azules 63


El primo 69

Historia de la vida apasionada de Alma García


Maitín y de la de su mentor Leopoldo Torres,
llamado el Abanderado 73

Por qué no se sabe 81

Rompezaragüey es una yerba 85

Me haré de aire 89
Me haré de aire
se imprimió en octubre de 2021 en los talleres de
ImprentaBicentario de carabobo
Caracas, Venezuela.
Son 1.000 ejemplares.

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