Me Haré de Aire - Laura Antillano
Me Haré de Aire - Laura Antillano
Me Haré de Aire - Laura Antillano
Me haré de aire
(Cuentos)
.
Laura Antillano
Me haré de aire
(Cuentos)
1.a edición en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2021
Me haré de aire
© Laura Antillano
Diagramación
Carolina Marcano
Diseño de portada
Javier Véliz
Imagen de portada
Flowers clouds, 1903
Odilon Redon
Instituto de Arte de Chicago
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Cuando la arena se levanta
Para Rosita Navas
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Y lo instaló en la casa.
Le acomodamos una cama.
Mi madre lo cuidaba como a un niño, hasta lo bañaba, y él
se dejaba hacer con mucha vergüenza.
Nos hablaba poco.
Supimos que hacía trabajos de brujería, preparaba menjurjes
y hacía ensalmos.
Todos nos entusiasmamos y cada uno trató, a su modo, de
acercarse.
La palabra de mi madre es palabra santa, si ella dice que
hay que cuidarlo se le cuida, sin más preguntas. Como tiene
que ser.
Pero pasaban los días y él como que no se hallaba.
Agarraba un cajoncito de tablas y se iba al fondo del patio,
allí se sentaba como escondido. Lo dejábamos tranquilo.
Estaba limpio, tenía comida, tenía un lugar de dormir.
Pero un atardecer descubrimos que lloraba. Era un abuelo
que lloraba.
Mi madre le preguntaba y él no le contaba nada, se le
arrugaba toda la cara y lloraba, tapándose con las dos manos,
con sollozos fuertes.
Nosotros preguntamos:
—¿Mamá, por qué llora tanto?
—No sé —decía ella. Y después—: Debe tené mucho remor
dimiento. —Y se quedaba pensativa mirando el horizonte.
Entonces el abuelo la tomó por decir que él tenía que
regresar a El Arenal.
—No, papá, ¿qué va a hacé usted allá solo?
Y él dijo que tenía que estar con sus muertos, regresar a sus
muertos.
Tanto dio que terminamos llevándolo de vuelta a El Arenal.
9
Fue un camino lleno de polvo y sin palabras. Mamá lo llevó
a la choza, le dejó ropa limpia y enseres, ahí nos despedimos
todos.
Se quedó solo en su monte.
En casa nos preguntábamos incansables, «¿qué sería lo que
lo llamaba de aquel lugar?».
Mi madre dijo:
—Acuérdense de que él fue brujo, hizo mucha cosa, no se
puede despegá de las ánimas ni del tiempo atrás.
Un día nos vinieron a avisar que lo encontraron colgado.
Se ahorcó en el terreno.
Mamá tuvo que ir a bajarlo y preparar el entierro.
En el cementerio de El Arenal estaban los del pueblo.
Fuimos todos los de casa, y con la cabeza baja podíamos
escuchar el rumor como de abejorros en celo; le echaban la
culpa a mamá, decían:
—Es que ella abandonó al viejo, lo dejó solo en ese montaral.
Caminábamos y la ventisca nos golpeaba la cara.
Yo creo que lo mató el remordimiento.
(Valencia, 2006)
10
La Muralla
Para Francisco Vicente
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Alfredo estaba ensimismado en la contemplación de las
texturas de la piedra cuando vio, como a un relámpago, la
imagen de la joven, quien atravesaba el pasillo posterior. El
desconcierto que aquella mujer le produjo hizo que, sin mucho
disimulo, abandonara su lugar en la mesa y se levantara para
tratar de alcanzarla.
A pesar de la rapidez de su paso, Alfredo no lograba su
objetivo sin borrar aquellos ojos que lo miraron ni el gesto
tímido o esquivo del rostro. Había algo extraordinario en
aquella mirada. Acaso la misma sensación de asombro. ¿Quién
era esa mujer? ¿Por qué lo había mirado de ese modo? Simuló
dirigirse a la barra a retirar un trago, sin salir de su estupor,
para intentar buscarla en los pasillos adyacentes. Miguel lo
observaba desde el asiento, preocupado. Desde hacía un par
de semanas, la conducta de su compañero de habitación le
sorprendía. Alfredo, de común extrovertido e histriónico,
ahora solía estar distraído, lejano, y no daba explicaciones
al regresar de esos estados. Lo vio mirar a uno y otro lado
del pasillo, levantándose sin aparente razón, nervioso en su
extrañeza.
Pero no hubo suerte, la muchacha desapareció del mismo
modo en que hizo su paso por el lugar. Alfredo regresó a su
asiento después de dar una vuelta hasta la entrada misma a la
Muralla. Los amigos continuaban la conversación aparentando
ignorarlo.
Más tarde, en su apartamento, relajado sobre la cama, Alfredo
tenía presente, como en fogonazos, el rostro de la joven, sus
facciones y aquella mirada que le resultaba tan particular y que
llegó a interpretar como una solicitud de auxilio. Le atraían
sus ojos rasgados, la piel de un moreno canela claro, una
tristeza especial que lo llamaba y la sensación ineludible de
que la conocía.
12
Esa noche se internó en un sueño profundo, inesperado.
—¡Oh!, emir de los creyentes, el príncipe Tudmir firmó el
acuerdo para que se le respetara su rango y se reconociera a
sus súbditos el derecho a la religión, por eso en Murcia la
convivencia entre muladíes y mozárabes es natural.
El hombre arrodillado a sus pies hablaba con soltura y su
palabra era palabra leal. No podía dudar de sus afirmaciones.
No tenía una medida del peligro en sentido íntegro, había
enfrentado a los turcos igual que a los franys, pero elaboraba
respuestas inmediatas y ahora sus informantes a lo largo y
ancho de al-Ándalus, le traían cada vez peores noticias.
Mandó a revisar las fortificaciones, a doblar la vigilancia y
exigió se le mantuviera informado de cualquier paso que dieran
los invasores.
Se acercó a la ventana de la torre una vez que estuvo solo.
Su cuerpo envuelto en seda despedía el aroma de los aceites
preparados por las concubinas para su reposo. No quiso dirigirse
a la recámara de ninguna de ellas: los ojos de la muchacha eran
dos llamas encendidas que no le abandonaban ni en el sueño
ni en la vigilia.
13
tardanzas. En seguida organizó las revistas de un paquete
que le fue entregado por el encargado del correo en la puerta.
Se detuvo a mirar la portada: «La revista científica Sharq
al-Ándalus. Estudios Árabes fue fundada en 1984 por los
profesores Mikel de Epalza y María Jesús Rubiera del área de
Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante,
para publicar, fundamentalmente, trabajos de investigación
históricos relativos a las tierras del Levante de la Península
Ibérica en época musulmana».
Alfredo revisó índices y metódicamente se dirigió a la estantería
correspondiente, fue colocándolas una a una en perfecta simetría.
Un posible comprador inesperado entró en ese momento al lugar.
Alfredo bajó de la escalera en la que se había subido para alcanzar
los travesaños.
—¿En qué puedo servirle?
Resultó ser un extranjero con vestimenta de turista, el
hombre revisaba el lugar con mirada de curiosidad. Se acercó
al joven y le pidió información sobre la ciudad.
Alfredo se movió hacia un revistero lleno de páginas viejas
y nuevas, mientras comentaba de espaldas al visitante:
—Murcia fue fundada en el año 831 por Abd al-Rahman II
en el centro del valle del río Segura.
Cuando volvió la cabeza para mirar a su interlocutor, el
individuo había desaparecido. Alfredo, sorprendido y molesto
por el detalle, pasados unos minutos, decidió salir a tomar un
café a la plaza, dejando el acostumbrado letrero de «Vengo
enseguida» en la puerta, sin sospechar que no regresaría.
Alfredo despertó sudoroso. Eran esos los ojos a los que perse‑
guía, los de la mujer de las apariciones, ¿qué podían significar
estos sueños?
Miró por la ventana y descubrió lo avanzada de la tarde,
debía alistarse para salir con apenas tiempo, al ensayo del
Teatro Romea.
Llegó para cambiarse y comenzar el montaje. Todos, desde
los técnicos de tramoya a los actores, le miraron con rabia y
desprecio. Vicente estaba en el grupo; Alfredo notó cómo
Julia esquivaba sus ojos con tristeza.
Mudó su ropa y se dispuso a realizar su parte en el escenario.
¿A quién podría explicar su propia desazón?
Alfredo, sobre el escenario, pronunció las palabras del
poeta Sheij Muhammad Ibn al Habib:
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A través de limpiar el espejo del corazón
El velo es apartado y aparecen en él
las luces de la pureza del recuerdo.
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Manuscrito perdido
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El fulano de El Graduado sale con el delantal puesto y les
propone que prueben este picante que le acaban de mandar
del mismísimo Chachopo. De paso se instala en la mesita, y
con la página de internacionales casi metida en la sopa de rabo,
lee sobre el asunto de los «contra» y los israelitas; les pregunta
su opinión. Antes de que nuestro pendenciero personaje abra
la boca, Héctor desarrolla un discurso con pelos y señales
que despierta la curiosidad de otros comensales, quienes
definitivamente se vienen acercando a la mesa. El sujeto
protagonista aprovecha y se pone de pie al final de su sopa
de rabo, aceptando que todos lo ignoran. Sale en puntas de
pie, y en la parte delantera del comedero se encuentra con las
maquinitas de Atari, decide jugar una partida antes de salir en
su búsqueda insaciable. Se trata de que tres monstruos-arañas
agarren al extraño animalejo, este debe cruzar laberintos y
disparar, tiene tres oportunidades.
El partido termina y el personaje sale silbando una de
Yordano, muy ufano.
Se detiene en la acera y por la avenida ve pasar con sorpresa
varios camiones militares repletos de guardias armados de
ametralladoras. Su sorpresa está igualmente denotada en
los rostros de todos los que le acompañan en la parada de
autobús. Una señora, con la lechuga sobresaliendo de su bolsa
de supermercado, comenta que hubo una emboscada en la
frontera y murieron treinta y dos soldados, y que el edificio
abandonado de La Campiña, aquel de la cruz roja inicialmente
destinado a un puesto ambulatorio, estaba siendo ocupado
por la guardia para montar un comando. Nuestro personaje
ve el pelotón encaminado, y por un instante olvida de nuevo
su portafolios azul marino. Nuestro personaje decide caminar
justamente hasta el centro comercial de La Campiña; se le
ocurre que pudo haberse detenido en la pollera de la esquina el
último jueves en la tarde, hace cinco o cuatro días. En realidad,
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acostumbra a llegar allí a ver la televisión y tomarse algunas
cardenales o polares con el grupo, casi para contrastar con la
barra del Chaplin, escuchando las conversaciones telefónicas
de aquellos que hacen cola frente al teléfono público, y que
van desde una doctora que aplaza sus citas cada vez que se le
presenta un chance con un buenmozo hasta el estudiante que
acusa los bolsillos vacíos a su atenta y solícita madre, quien
trabaja allá en Tucupita haciendo arepas y lavando pisos para
que él sea universitario.
En la puerta se instala el mesón de los sellados de las carreras
de caballos y entonces las colas se bifurcan entre el teléfono y la
búsqueda de la papeleta, mientras otros hipnotizados esperan
que les sea empaquetado su pollo para llevar, contemplando
las lágrimas desesperadas de ella en la pantalla del televisor,
quien ya sabe que él se ve con otra cuando dice que va a una cita
de negocios, y que tendrá que decidir entre su vida rigurosa de
profesora seria y solitaria o seguir en este tormento de aceptar
las mentiras de él haciéndose la loca.
El sujeto se sienta frente a una mesa, saca su billetera, revisa
la economía, certifica que todavía guarda en reserva un par
de chequecitos (honorarios por «artículos de opinión»), renta
en orden, gastos al margen. Puede, efectivamente, tomarse
algunas cervezas y hacer la consulta a amigos y conocidos
acerca del paradero del portafolios azul marino, guardador del
manuscrito de la historia. A su lado, dos comensales conversan
engullendo pizzas y pollos, el sujeto pone oído avizor y se entera
de que la contienda fue en la sierra de Perijá, y murieron un
capitán y ocho guardias en una emboscada, pero… piensa…
pero: «¿y los otro treinta y dos soldados de que hablaba la señora
de la lechuga?»... Toma otra fría, se fuma un Belmont, alguien
dejó un diario sobre su mesa, no es el diario completo, es una
página del cuerpo C; el personaje decide leer la anotación de
su horóscopo para hoy: «La comunidad o la velocidad en sus
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esfuerzos puede establecer una diferencia sustancial, difícil
de imaginar o calcular. Intente de vez en cuando estrategias
arrolladoras, de un ritmo intenso o violento…».
Nuestro héroe-protagonista intenta seguir las directrices
de su signo que le envía a ser arriesgado y audaz pero, con
asombro, percibe que no puede ni siquiera ponerse de pie para
«hacer el cuatro». Se queda sentado, presupone que el número
de cervezas ingeridas hasta ahora ha sobrepasado los límites
de su lucidez, decide esperar, y entre en ese estado de
ensoñación vaporosa que la mayoría ya conoce, entonces, un
extraño paisaje se desarrolla a su alrededor: Ana Rosa, la moza
de La Flor del Líbano aparece con panes campesinos bajo
las axilas, encaramada en un tanque de la Guardia Nacional,
rodeada de soldados que la celebran, cuando el tanque viene
encima de la mesa de nuestro personaje; el marido de porte
doctoral de la señora de los chihuahuas aparece vestido
de Lancelot y comienza a cantar un estruendoso rock, el
que progresivamente se convierte en el aullido de un lobo
herido; Juan Pablo, y su mamá traen un ramo de margaritas
y llaman a Héctor, quien les grita que no puede atenderlos
porque tiene una cita muy importante con el poeta Ernesto
Cardenal; el ciego del autobús con su lanza-bastón metálico
anda del brazo con la viuda-enfermera del cuento, y ambos
bailan un tango espectacular que implica el apartar las mesas
en la pollera; la gente de la cola del teléfono arma un escándalo
en protesta, y en ese instante la doctora que se disculpa de los
pacientes ve aparecerse a uno de ellos a través del auricular,
quien lujurioso, se la come de un solo mordisco; pero aparece
el portero del Chaplin con su chaleco gris y la agarra por un
pie y hala, tratando de sacarla de la boca del glotón telefónico.
Blas y María Pérez vienen acompañados por una gigantesca
pareja de gordos y cuatro gemelos gorditos, vestidos todos de
igual modo, formando parejas, y bailan lo que inicialmente
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fue un tango y ahora es un chimbangle de San Benito; todos
corean entonces: «San Benito lo que quiere es que lo besen las
mujeres»… Nuestro personaje siente un movimiento circular
de todos aquellos y una cercanía a su persona cada vez más
peligrosa hasta que los ve fundirse como manchas de colores
diversas, en un solo tono, un azul que de pálido prismacolor
pasa a marino, azul marino de portafolios portador de
manuscritos, y sobre la portada logra distinguir algo como un
jeroglífico en el que puede leerse, no sin dificultad, la palabra
«carne». Llegado a este punto siente una sacudida localizable
en su brazo izquierdo y repentinamente se descubre en una
mesa de la pollera con la mano del mesonero presionándolo.
«¿Qué pasa? ¿De qué carne estás hablando?, tú no has
pedido sino cerveza». «¡Ah!, ¿qué?»... El sujeto se sacude…
pide la cuenta, saca la billetera, paga como si fuera un robot
automático, se pone de pie, y en un total estado de éxtasis sale
del lugar para pensar mejor en la clave que su sueño acaba
de transmitirle. Se dirige entonces con paso presuroso a la
carnicería de Hermógenes Chávez, entra apartando a la
clientela y se acerca a la caja, en donde doña Amanda toca
botoncitos, abre la gaveta y mira, desde la postrimería del
arco superior de sus anteojos, con el lápiz siempre atento
detrás de la oreja derecha.
Aguantando la respiración, nuestro sujeto hace la pregunta
del caso:
—Doña Amanda, por pura casualidad, no se me habrá
quedado sobre esta estantería, el jueves pasado, cuando vine
por un medio kilo de hueso para caldo…
—Recorta, recorta, por favor…
—Sí…. —toma aire y prosigue—, una carpeta, es decir un
portafolios con tapas y liguero.
—¿De qué color?
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La pregunta de doña Amanda casi produce un desmayo de
nuestro personaje.
—Azul… azul marino.
Doña Amanda alarga su mano y de un lateral de la caja
registradora cercana a la pared tomó justamente lo descrito y
lo entrega en manos del sujeto.
La Novena sinfonía de Beethoven se escucha entonces a todo
dar, parece ser coreada por los pedazos de reses que cuelgan en
la carnicería. El personaje abraza el portafolios, y comienza a
abrazar a todos y cada uno de los clientes y dependientes de la
carnicería de Hermógenes Chávez y doña Amanda del Pino.
Todo suena, todo es fiesta; se escucha el Aleluya interpretado
por los motores de los automóviles en la avenida principal de
Naguanagua. Todo es devoción, gritos y aplausos. Nuestro
personaje sale del negocio saltando como un equilibrista,
como un bailarín del Ballet Nuevo Mundo; se encarama a
postes telegráficos, hace piruetas, sonríe a los policías, baila
un pase de bolero con una estudiante agarrada infraganti en
la parada de autobús, vuela, retoza; vuelve a las mesitas de El
Graduado, se apertrecha en un banco y cautelosamente, abre
las ligas del portafolios azul. Llena sus pulmones de aire, y
comienza a releer por duodécima vez el manuscrito:
«Aunque, asumiendo un actitud de extrema sinceridad, de
¡descarada sinceridad!, habría que señalar nuestra duda acerca
del rol protagónico en este caso. ¿Es el personaje o es el
manuscrito?»…
(1995)
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Uniforme número seis
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Termino de vestirme, paso a recoger sus pertenencias, todo
entra en el pequeño maletín que traje, la maleta llevará
exclusivamente los uniformes.
Dejo todo preparado y bajo a la recepción. La señorita
encargada me sonríe con condescendencia, asume mi papel
de circunstancias.
El entrenador y el apoderado del club me acompañan en
el automóvil, nos miramos y conducimos silenciosamente;
pienso en el tiempo que pasó él al lado de estos hombres,
diecinueve años de su vida, más de lo que yo lo tuve cerca,
y ellos no saben más de él por eso (o acaso prefiero pensar
que soy yo quien le conocía, para consolarme) mil preguntas
me acosan, pero no las pronuncio, las dejo dialogar en mi
imaginación.
Atravesamos el Paseo, a lado y lado de la avenida el griterío
de los buhoneros y el colorido del movimiento me recuerda
la cercanía de las fiestas nocturnas, a las doce el nacimiento
del niño, el Mesías, como dicen los aguinaldos, como rezan
los salmos, el Hijo del Señor. Lo veo todo como una película,
como una escena de televisión.
De nuevo mi memoria juega a llevarme a otros espacios, Nueva
York, 1972, ¿quién pensaría que alguna vez íbamos a tener una
Navidad «gringa», con nieve, árboles de Navidad insólitamente
abigarrados, pavo relleno, nueces, especies, villancicos en lengua
desconocida?, allí estábamos, contemplando el mundo desde
un balcón ajeno a nuestro sol, la cadencia de esta lengua
almibarada. Él había sido contratado para la Serie Mundial,
meses sin vernos y de pronto un boleto de avión, algunas
fotografías a color, una desconocida a su lado, dos niños.
No había contado nada, nunca lo hacía, ni cuando era niño;
me acostumbré a sus silencios, su intimidad era un derecho
inviolable, a lo mejor yo le enseñé a ello sin proponérmelo.
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Me recibió envuelto en abrigos de género grueso y
elegante, los guantes y la bufanda lo hacían parecer un retrato
de alguien desconocido, un maniquí de revista extranjera; el
abrazo, las frases en castellano, me sacaron del sopor inseguro
de los trámites del aeropuerto. Fueron unos días difíciles para
mí, creo que para ambos, lo sentía distante escuchándole
hablar en otra lengua, besar esa esposa rubia, mecer sobre
sus piernas aquellos niños que más parecían extraños que sus
propios hijos. Tomamos champaña en el balcón, un muñeco
de gigantescas dimensiones, trajeado de San Nicolás en la
síntesis de las líneas del plástico acorazado, nos recordaba
la fecha que celebrábamos: volvía a ser él cuando estábamos
solos y yo podía reconocer esa sonrisa tan suya, esa mirada
de calor estallante.
Pasaron varios años para volver a saber de él por su propia voz,
sin embargo podía localizarlo en la imagen de los periódicos,
supe así del divorcio, el escándalo, el final de su contrato y años
después lo ubiqué en este club de una ciudad de provincia,
haciendo una labor didáctica, y reencontrándose con algunos
de sus camaradas adolescentes de otra época más feliz.
Ahora estamos en el club, Jacinto ha tomado las llaves del
locker para retirar las pertenencias, los demás observamos, así
van saliendo y los recibe: Un uniforme (el número seis, el que
usó durante los últimos diecinueve años), un par de zapatos
de juego, cuatro bates marca Louisville, tres mascotines de
inicialista y una estampa de la Virgen de la Divina Pastora.
Recojo todo, no puedo evitar una lágrima que se escapa
por detrás de mis lentes oscuros.
Regreso al hotel, a su misma habitación. Mientras guardo
las nuevas pertenencias, me adormece un sonido de regaderas
abiertas, alguien entona una guitarra en otro cuarto, y alguien
recuerda un tango desde el eco de su ducha: «En la doliente
sombra de mi cuarto / pero no hay nadie / no viene...».
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Duermo, el cansancio me vence. Al despertar son las seis
de la tarde, observo que he sido diligente en el ordenamiento
del equipaje, las maletas me miran desde el piso.
Recuerdo el entierro, ayer; el estadio universitario estaba
abarrotado de gente, y yo lo imaginaba en el rostro de cada
uno de sus compañeros de equipo. Todos de pie cantaron el
himno nacional, creo que estaba como dormida o no podía
acostumbrarme a que él ya no estaba. Solo hoy tomo conciencia
de lo que ocurrió, y un destello de felicidad melancólica me
embarga. Él hubiera sido feliz de saberse despedido de esa
manera.
Alguien toca a la puerta de la habitación. Abro.
Es un niño. Me sobresalta verle, tiene unos ocho años y
lleva puesto un uniforme de jugador de pelota. Acaso es mi
hijo que viene a recordarme con más ahínco su historia; en
segundos me recupera la presencia de un adulto a su espalda,
distingo a Jacinto.
—Señora Clemencia, este es mi hijo... veníamos a invitarla,
si no se ofende, o si no la molestamos, ¿le gustaría pasar la
noche de Navidad con nosotros?
Por un instante dudo. Pero, ¿por qué no?, ese niño podrá
hacerme recuperar por unas horas al que tuve hace cuarenta
y cinco años. Respiro, miro la luz de la ventana, los fuegos
artificiales están comenzando a dejar al descubierto los hilos
luminosos de la noche.
—Sí, hijo, gracias, iré con ustedes.
Voy al pasillo y frente al espejo del baño, paso un peine por
mis cabellos y sonrío, como solía hacerlo él.
(1993)
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Un imposible espinoso horizonte marino
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Pero... y aquí vamos a otra lectura de la situación: la verdad,
el trasfondo profundo de los hechos, era otro.
Mi historia con Espinosa se remite a unos de estos capítulos
de espinosa esencia. Espinosa era uno de mis compañeritos de
quinto grado, tendría entonces, a lo sumo, unos diez años
igual que yo.
De Espinosa recuerdo sus enormes ojos marrones, una blancura
excesiva de piel, una risa sonora y constante, y una abundante
cabellera que siempre llevaba peinada hacia atrás, tan brillante
como si usara gelatina en ella.
La maestra habló, pues, con Espinosa, y nos colocó a ambos
juntos en uno de esos pupitres dobles, de recia madera y noble
brillo que no puedo olvidar, igual que a Espinosa.
Los creyones de cera se convirtieron en la antena que inició
nuestra cercanía, yo tenía una caja grande con mucha variedad
de matices y Espinosa comenzó por expresar su disfrute por
la pasión con la cual yo intentaba colorear cuanto dibujo
mandaba a hacer la maestra.
Progresivamente fue desviando su tenacidad por las ligas
y los taquitos, por el inicio en profundos anaranjados o el
expandirse en ampulosos azules de mar. Espinosa, en medio
de mis silencios, los cuales intentaba romper con chistes
continuos o picaditas de ojo que me desconcertaban, empezó
a desarrollar una curiosidad, inesperada para mi timidez, por
cuanta cosa yo hacía. De ese modo, mis dibujos pasaron a
ser obra a cuatro manos, y las tareas escolares en las cuales
él tenía dificultades fueron muy pronto también mis tareas.
Duplicar mi trabajo no me causaba mayor percance, para
ser sincera, creo que aprendí a disfrutar aquel asunto dado
que, a cambio, recibía su cercanía con olor a agua de colonia
Jean Marie Farina, y el roce de sus mangas largas de aquellas
camisas de caqui del uniforme de los varones, también con
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rigurosas corbatas en la misma tela. Las enormes pestañas
de Espinosa y el calor de sus sabrosas ocurrencias bien valían
un veinte para él en la clase de composición, asunto que
para mí era pan comido. Valía el escucharle decirme al oído
cuál sería su próxima fechoría a la silla de la maestra, lo que
equivalía sin discusión y sin que ni siquiera él lo propusiera
el resolver su dibujo del aparato digestivo, con señales y
todo, de boca, faringe, esófago, estómago e intestinos, todo
numerado y a color.
La cosa se puso aún más afanosa cuando papá, en una
tarde solemne, nos anunció a todos en casa que muy pronto
nos veríamos obligados a cambiar de ciudad, dado que
razones laborales (o del comer para vivir) nos llevaban a ello.
Recuerdo que las únicas palabras que mi cabeza iluminó
como un enorme aviso en pantalla panorámica, decían «¡¿Y
Espinosa?!» en el más intenso color púrpura de lápiz de cera
que puede imaginarse.
Las semanas que siguieron a la información de nuestro
próximo viaje se me convirtieron en un respirar para sentir a
Espinosa, y para colmo sin poder decirle nada, o sencillamente,
sin saber que esas cosas pueden decirse, aunque de nada sirva
tal hecho.
Presiento que no hubo despedida.
Salimos de la escuela para siempre en esa ciudad un diciembre,
al enero siguiente ya vivíamos en otra ciudad; guardo un recuerdo
un tanto difuso de la fiesta de despedida de ese año. La maestra
(la misma indefensa y elemental) me dejó cuidando el salón
en donde las moscas merodeaban sobre los pasteles y las
chucherías, mientras los otros niños bajaban a bailar al salón
grande (ella, la maestra, suponía que a mí no me interesaba
eso). Desde la baranda del balcón recuerdo que me dediqué a
mirar a Espinosa bailando como un trompo, pero no como un
trompo cualquiera sino como uno fino y elegante, con punta
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alargada y diestra, se reía con alegría y cuando me distinguió
con mi cabeza apoyada a la baranda subió corriendo las
escaleras y sin que las maestras y los adultos se dieran cuenta,
se metió al salón conmigo. Hizo todas las bromas que se
le ocurrieron: abrió los regalos de todos e hizo desastres
intercambiando cosas, le pegó algunas moscas a la torta y
probó las chucherías, después insistió en hacerme bajar y
hasta intentó hacerme bailar un poquito.
De esa tarde guardo impresos en mi memoria los enormes
ojos de Espinosa, junto a su sonrisa. Después todo fue subir
al autobús de la escuela y acaso algunas palabras sin sentido
que después olvidé.
Con el correr del tiempo y los avatares de la vida he llegado
a comprender entonces que, para mí, eso que se llama el deseo
se parecerá siempre a un Espinosa díscolo, sonriéndome desde
la distancia de su lápiz azul de cera, en el justo instante en que
pretende colorear un imposible horizonte marino.
(1995)
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Atentado presidencial
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Muy atrás quedó el amigo en el árbol compartido de la
escuela, los faroles encendidos a las seis, el Llanero Solitario y
su amigo Toro, el Toddy caliente y las tareas hechas acostados
en el piso frente a la pantalla encendida del televisor.
Igual que la piel incendiada furtivamente, fornicar dentro del
automóvil, el interrogatorio carcelario, los amigos torturados,
las noches en vela. Saber del amor en otras lenguas, amanecer
tiritando de frío en lugares no imaginables, con paisaje de
postal de viaje al fondo. En este largo viaje hacia la vida, en
este largo viaje hacia la noche, en este largo viaje que no cesa.
La cotidianidad es el software y el sonido suave al fondo
del aire acondicionado, la malanga crece y el cariaquito morao
florece, y el jazmín aromatiza y los malabares dan flores también,
entre mango y treyolí. Ella ha parido tres veces y se ve extraña en
su gesto de señora divorciada-interesante.
Él visita una hija los domingos, y van al cine, a la piscina,
al Parque del Este, al McDonald’s.
Y como en las películas «sueño americano», estos dos se
encuentran, puede ser en la antesala de la Cinemateca Nacional,
entre vetiver, Picasso o Ana Karenina, con espaguetis a la
napolitana de fondo y por encima del Challenger y Chernóbil.
Y son como dos selvas que se investigan tragándose, húmedos,
vulva y leño, persistentes. Rosalía de Castro recordando que el
musgo es para la roca.
Leer a O’Neill, Tennessee Williams tomando un carajillo
resplandeciente y comiéndose un lebranche a lo largo de su
espina dorsal, bajo un cielo de nubes de creyón Prismacolor.
Muy atrás ha quedado, nadie sabe por cuánto tiempo
(porque el tiempo es una invención humana sin fundamento,
aplazada en la revisión del final del siglo) aquella noche del
24 de junio de 1960 en la cual, ambos lloraron, por razones
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muy distintas, temiendo un mal final sin cobijo paterno, por
un atentado contra el Presidente, que ya, en este país, nadie
recuerda.
(1999)
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La pensión de la calle Miraflores
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de anime, ese material blanco que se utiliza en pequeños
trabajos manuales. Es curioso entrar porque se consigue
todo tipo de cosas allí, juguetes, adornos de decoración. La
pastelería queda en la cuadra siguiente, pero habría que doblar a
la izquierda y nos desviaríamos. De aquí se ve ya. Aquel anuncio
alargado. Lucecitas de neón. Dice: El-Cor-do-bés. Y más arriba,
en letras pequeñas: restaurante-parrilla. Es allí. Tiene una reja
cerrada.
Aparentemente, pero al acercarse puede darse cuenta de
que permanece abierta. La escalera está oscura, pero no hay
nada que temer. ¡Ah! Esta calle que recorrimos es la calle
Miraflores. No lo olvide.
La escalera es larga y dibuja una curva. Se llega a una
especie de salón, muy modesto. El piso es de mosaiquillo
rojo y hay dos poltronas recostadas a la pared, de tapicería
plástica, de un color amarillo verdoso. Al llegar se descubre
que la escalera no finaliza, continúa a la izquierda. Este es
uno de los pisos de la pensión, con varias puertas y un pasillo
a la izquierda. Siga el pasillo.
La primera puerta está abierta. Es el baño. Hay una bañera,
una ducha, el lavamanos y el excusado. Una ventanita que da
a las paredes de la otra casa.
Este baño es oscuro y resulta poco aseado. Salgamos.
Hay dos puertas más a la derecha, pero no nos interesan.
A la izquierda doblamos. Esa puerta del candado amarillo
es su habitación. La de al lado es la de Mario. Mario es un
muchacho que trabaja en la compañía productora de fósforos.
Toquemos a la puerta que nos interesa. Pero la habitación
parece estar a oscuras. No se preocupe, nuestro amigo puede
estar durmiendo. Alguien ha dicho que pasemos. Bien.
Quita el candado con cuidado y entran. La habitación, en
efecto, está oscura, y cuesta acostumbrar los ojos para poder
distinguir el contorno de los objetos.
52
Hay una cama, y puede distinguirse ahora a un hombre
pequeño, envuelto en varias cobijas, que estira el brazo y toma
sus anteojos de la mesita de noche. Tiene el cabello revuelto.
Hay también un enorme escaparate y una mesa con muchos
libros colocados de manera desordenada.
—¿Cómo andás, che?
—¡Ah!, ¿eres tú? ¿Cómo te va, bien?
—Bien, allí… Mirá, che, conocé a un amigo venezolano.
El hombre se sienta en la cama para que su mano alcance
al pie de la cama.
—¿Qué tal?
—¿Cómo le va?
Estrechan las manos.
—Mirá, este compañero acaba de llegar y no tiene dónde
quedarse, y como vos me habías hablado de que esta pensión
estaba tomada, y todas esas cosas, pensé que no te molestaría
darle alojo por unos días, mientras consigue otro lugar.
—Fenómeno, che, no te preocupés, no lo voy a dejar a pie,
aquí nos acomodaremos, un poquito incómodos pero…
—No se preocupe, está bien, muchas gracias.
—Aquí podés quedarte, dejá tus cosas en ese rincón, si
querés salí, no hay problema.
—Bien, gracias, vamos entonces…
—… ¡Ah! Y ¿cuándo regrese? ¿Por quién pregunta?
—Que pregunte por el uruguayo o…. por Andrés… ¡Ah!,
muchacho, tenés que regresar antes de las once, porque a esa
hora se cierra la reja de abajo.
—Gracias Andrés, vuelvo temprano.
—¿Vamos?
—Sí, vamos.
La gurisa tiene ojos de india, pequeños, oscuros, y una piel
más llamada a ser del trópico que de por aquí. El cabello es
53
largo, y siempre llega con muchos libros bajo el brazo y un
suetercito sobre los hombros.
Es entonces cuando Andrés, muy cuidadoso de la línea de
sus pantalones y la raya del peinado de su cabeza húmeda,
saca la bombilla del mate. La limpia. Coloca hierba nueva. Y
la jarra de peltre, blanca, sobre la pequeña hornilla eléctrica.
Se habla de Montevideo, se hacen chistes, se enciende la radio.
Oscurece y Andrés enciende la lamparita sobre la mesa de
noche.
Sobre la mesa, los libros han sido cuidadosamente ordenados;
un tratado de economía política, algunas publicaciones de
Marcha, hojas de papel en blanco, un lápiz.
La cafetera, la bombilla, lonjas de queso envueltas en papel
blanco. Pequeñas pertenencias.
Las sábanas fueron cambiadas y colocadas cuidadosamente.
Una muchacha entra, él la sigue. Sonríen.
Cierran la puerta y la ventana. Alegría de domingo flota
por toda la habitación.
Después, preparan un buen té, bien cargado.
El piso de la habitación es también de mosaiquillo rojo.
Está siempre muy limpio. Se reúnen una vez a la semana.
Está aquella muchacha alta, de cabellos claros, con su bebé, al
que ya le salen los primeros dientes, y juega todo el tiempo a
mordisquear un pequeño juguete de goma. Está el chico de la
boina y la chaqueta negra. Está la pareja del primer cuarto. Y
por último los invitados que varían, que son distintos cada vez.
Andrés habla de muchas cosas, cuenta anécdotas de la fábrica
metalúrgica, las placas de metal volando sobre su cabeza, el
horno, el litro de leche quincenal. O cuenta de Giuseppe
Garibaldi, de cuando este estuvo allá, por el Uruguay.
En algunas reuniones no se le permite participar. Andrés
dice:
54
—Mirá, che, hoy a la mañana tendremos una reunión acá
en la habitación, es muy importante. Perdoname pero no te
podés quedar, disculpame che.
—No hay cuidado Andrés, está bien ya salgo.
Se coloca el suéter negro, recoge algún libro y sale a
caminar.
Llega el otoño sobre la ciudad. Una neblina espesa baja en
la madrugada, y las líneas de los edificios aparecen borrosas.
El lenguaje, los términos manejados cotidianamente, ya son
normales al oído, parecen la canción de toda la vida. No hay
más referente que la palabra misma. La pensión es azul. Mario
tiene novia con la que se casará muy pronto. En la semana
llega regularmente a la habitación a la misma hora, cinco, seis
de la tarde. Pero los sábados, todos saben que regresará con
los ojos rojos de vino, tarareando no se sabe qué.
Andrés lee siempre, casi a oscuras con la luz de la pequeña
lámpara. Se cansa de leer y prepara un mate. Sale muy poco.
El otoño cae sobre el parque forestal, y aun así, los paseantes
no lo abandonan.
Flota también ese color, en la estación Mapocho, con
las colas para comprar el ticket del tranvía, y los vagones
detenidos.
Un poco más allá, el mercado persa. Los charlatanes instalan
sus maletas sobre banquitos para comenzara el discurso del
vendedor hábil, mientras la gente, casi sin quererlo, se agrupa
alrededor.
Él piensa en la gurisa. Ahora sabe que es del sur de Chile.
Trabaja como enfermera en un hospital, cercano a la calle
Miraflores. Tiene un niño de tres años, a quien los domingos
lleva a pasear por el parque.
El comité de toma del pensionado se llama Ho-Chi-
Min, se nombraron ya los responsables de los turnos para la
55
limpieza, la comida, y el cuidado o vigilancia de la puerta. En
la mañana salen todos a sus trabajos.
Al nuevo, a José, que se ha quedado, parece que para siempre
en la pensión, lo colocaron como aprendiz en una pequeña
imprenta. Regresa siempre al almuerzo y prepara la sopa en la
hornillita eléctrica, que tiene en la habitación.
En la habitación, además de Andrés, hay un invitado casual,
es con frecuencia la gurisa.
Se enciende la radio, y se conecta con la emisora de Mon
tevideo. Entonces comienza un aire extraño, que los mantiene
tensos, a la espera de algo que podría ocurrir, y que no saben
exactamente qué es.
José, al principio, los observaba nada más. Pero ahora,
también siente lo mismo que ellos. Escuchan noticias. Listas
de nombres. Son los perseguidos.
Se come en silencio, hay una como complicidad secreta aun
que no sepa a quién pertenecen esos nombres.
Una vez se enfermó, al llegar de vuelta de la tipografía
tenía algo de fiebre. Después aumentó la temperatura y
comenzaron los escalofríos y el desvanecimiento.
Andrés lo envolvió en dos frazadas y un viejo impermeable.
Lo cuidaba bien. Compró naranjas y limones al vendedor de
la esquina. Le preparaba té muy caliente, continuamente. Y
en medio de la fiebre, lo vio en delirio reconstruir viejos recuerdos.
Vio esas imágenes tejerse como un encaje, delicadamente, y vivir
por instantes, en esa habitación.
A la mañana siguiente la fiebre había bajado, y se guardaron
las palabras como valioso secreto.
En los periódicos se publicaban extrañas noticias. La
situación no podía ser considerada de absoluta normalidad.
Algo muy fuerte venía. Algo hermoso iba a ser destruido. Los
sindicatos obreros estaban al tanto de lo que podría pasar; se
reunían ahora con mayor frecuencia las juntas de vecinos, los
56
centros de madres, las juntas de aprovisionamiento y precios.
Había días en que podía temerse lo peor.
En la pensión se sentía una agitación general. Se discutía
en las noches, alrededor del mate; cada uno tenía una posición
ante el hecho. Solo había algo en común: todos perderían si
el acontecimiento se daba.
El allanamiento fue en las primeras horas de la mañana.
Aún no se había bombardeado el Palacio Presidencial, y el
compañero Allende hablaba desde allí.
La radio estaba encendida cuando llegaron los carabineros.
Era el segundo boletín de la Junta Militar.
Traían cascos de plástico y los impecables uniformes.
La última vez que se supo de Andrés y de José, y de todos
los demás, estaban presos allá en el Estadio Nacional, después
los trasladarían no se sabe a dónde. ¿Dónde estará la gurisa?
(Maracaibo, 1974)
57
Renacimiento
A mi madre Lourdes Armas
(Valencia, 2004)
61
El traje blanco con bordes azules
63
Él le preguntó, con un papelito que venía arrugando en la
mano junto con el sombrero, le preguntó no sé qué dirección.
Ella sonrió, «ah sí, claro, ese es fulano de tal, que vive por
allá», le dijo algo así porque se sonreía, se secó las manos en el
delantal (o solo quiso tocarlo apenas en un gesto de timidez)
y le señaló con el dedo un lugar a la derecha, algo lejano
porque extendió el brazo y señalaba con el índice.
El marinero la miraba, le miraba el delantal, y miraba el
pañuelito en la cabeza, y la sonrisa, y ese dedo señalando allá
lejos algo de lo que él ya se había olvidado. La miraba todo el
tiempo a la signorina; le gustó ese pelo rizado o esta manera
de cómo secarse las manos en el delantal.
Ella, por fin, como que se puso de puntillas señalando, para
insistir en que él se diera cuenta de que le estaba contestando
a lo que le había preguntado, o para que viera que la tenía
intimidada mirándola fijo.
Él reaccionó: «¡Ah! Allá… ¡Oh!, gracias, signorina, gracias,
molto gentile» y se inclinaba, y le dio la mano, y le repitió las
gracias cinco veces. Ella para disimular le decía: «Coja por
esta acera y derechito va a ver cómo llega, si está muy cerca».
Y él: «¡Oh!, gracias, gracias». Ella decía: «No hay de qué,
siempre a la orden». Y lo veía irse como quien no quiere irse,
y caminando siempre de espaldas, hasta que se tropezó no
sé con qué cosa, le dijo adiós con la mano, todo apenado y
siguió su camino.
Entonces, ella entró a la casa, y estuvo pensando un rato,
solo un rato, en ese marinero italiano tan gentil y tan nervioso.
Él averiguó cómo se llamaba la signorina, de la casita de los
escalones, esa frente a la Coca-Cola. Se llamaba Petra, pero
le decían la viudita, porque era viuda. Tan joven y bonita y es
viuda, pensaba él.
64
Supo que la viudita vivía con una hermana mayor y un sobrinito.
Y que todos la querían mucho por esos lugares. El difunto
marido de la viudita hacía caleidoscopios, los vendía allá en la
plaza del mercado, también había trabajado como escenógrafo
en la Compañía del Mocho Mariño, murió muy joven. Y ella,
quedándose sola, había venido a vivir con su hermana mayor y el
sobrinito, un chico de cinco años nada más.
El marino, cuando supo que el barco iba a partir, se fue
hasta la casa de la viudita y como si nada le tocó la puerta,
iba perfumado y radiante. Ella abrió; él le dijo algo como:
«Signorina Petra, io he venido a despedirme, porque il mio
barco debe zarpar, gracias per tutto, si no le molesta me
llevaré su dirección porque quiero escribirle». La viudita le
dio las gracias y el consentimiento, esta vez se sentía muy
desconcertada por todo aquello dicho a la vez, no sabía
exactamente qué contestar. Se sonrojó, le dio la mano y aceptó
sus respetos. El niño se asomó por un lado de la falda de la
tía, el marinero le tocó la cabeza con ternura al ragazzo. Se
despidió de ambos y salió, nuevamente de espaldas, y siempre
saludando hasta que se encontraba muy lejos y ya no se veía
su mano.
Llegaban muchas cartas en papeles de distintos colores,
de diversos tamaños, con membretes de distintas ciudades,
de distintos países; y algunas venían de muy lejos, de lugares
que una muchacha en Maracaibo, por aquellos años no podía
imaginarse que existían, los nombres sonaban raros, exóticos,
debían ser sitios tan diferentes de este…
Nunca contestó ninguna de esas cartas, no sabía qué decirle
y además aquellas cartas eran a veces tan ininteligibles, estaban
escritas en una fusión de italiano y español, la caligrafía, sin
embargo, era cuidadosa, sin tachaduras, sin borrones, todo
en perfecto orden y limpieza.
65
Pasó el tiempo y un día apareció nuevamente el marino,
con su gorrito en la mano y un gran paquete envuelto en
papel marrón.
Se le saludó con la mayor cortesía, se le hizo pasar a la
casa, entregó el paquete a la signorina y preguntó si no habían
llegado sus múltiples cartas; las respuestas eran esquivas.
Aquel paquete había sido cargado con demasiada ilusión
para que no fuera destapado. Fue colocado sobre la mesa,
sobre el mantel de cuadros y abierto el papel con todo cuidado.
Un enorme pescado rojo, un gran pescado, uno como de
ilustración de cuento. Se celebró el regalo, le dieron las
gracias y se le sirvió café y arroz con leche (del que hace la tía
Lola para el año nuevo).
Él, por su parte, contó todo lo que tenía que contar,
hablaba de largos viajes y de países donde caía la nieve, y la
gente usaba abrigos de piel de oso; habló de lugares exóticos,
de especies y de mirra, habló del mar, de los grandes barcos,
de los muchos puertos que conocía.
Después se despidió. Todos habían escuchado embelesados
sus historias, y todos lo despidieron con la mayor cortesía
Y la tía Petra, en la puerta se sacó un pañuelito bordado y
lo saludó desde lejos.
Después hubo muchas cartas más y algunos regresos, esos
regresos eran tardes de cuentos nuevos, de dulces de hicacos
y arroz con leche.
La signorina bailó alguna vez en casa, con la mano al hombro
de él, y al ritmo del danzón, con aquel marinero italiano.
Y entre los regalos de él vino una gorra de marinero para
el niño. Una gorra cuidadosamente bordada y cosida a mano
por aquellos dedos gruesos y fuertes, quién sabe en qué largo
viaje y atravesando qué mares.
66
Pero hubo también una despedida última, caminando de
espaldas, diciendo adiós, arrivederci, lentico, para seguirnos
viendo a todos. Y luego no se supo más de él, no envió
más cartas, no volvió al puerto de Maracaibo. Quién sabe si
se casaría en uno de esos sitios tan exóticos que nombraba
siempre, quién sabe si ya lo esperaba su mujer y diez hijos
allá en Nápoles, quién sabe si se lo tragó el mar en una gran
tormenta, quién sabe, quién puede saberlo…
67
El primo
Para José Antonio Otero Antillano
69
José no tenía un «no» para nosotras, pudiera decirse, y en
cambio sí tenía una voluntad a toda prueba para acompañarnos
a lo que fuera, siempre en buen talante, con dulzura y curiosidad.
Cuando había competencias de voleibol (y ambos eran del
equipo de los de quinto en el liceo), tenían que ingeniárselas
para teñir sus pantaloncitos del uniforme de deporte y preparar
los zapatos de goma y las franelillas para participar en su grupo.
A José tratábamos de ayudarlo, buscando un palo largo y la
palangana para el agua caliente, más el sobrecito del tinte, y
era que él hacia chistes, cargaba su olla, echaba cuentos divertidos
y alimentaba con carantoñas la posibilidad de repartir el trabajo,
fuera lo que fuera, como si se tratara de un pretexto del compartir
en esos ratos del día a día.
El radiecito verde era, en cuanto a la alegría, un elemento
casi imprescindible, el único en eso de mantenernos al día
sobre lo que estaba de moda por ahí, para aprender, haciendo
coro a gritos, y luego reproducirlo entre las ganas de la
pandilla en el liceo.
Como no se debía mover del espacio de la sala, le subíamos
el volumen cuando tocaba la hora de lavar los platos en la
cocina para escuchar desde allá las canciones y lavar los platos
haciendo coro.
El primo nos cuidaba si en el liceo se nos acercaba algún
necio, de esos maleducados, agresivos, que querían piropear
groseramente y ponerle la mano a una, como quien no quiere
la cosa.
Pero llegó el día.
Terminaron las clases, llegó julio: fecha de exámenes
finales, y sin necesidad de reparación ninguna, dado que ellos
dos «salieron lisos», como se decía entonces, sin materias que
reparar, se graduaron de bachilleres.
Lo triste fue que José tuvo que irse.
Papá le explicó que la tía, su mamá, lo necesitaba en Caracas
70
para que la ayudara trabajando por sus hermanitos menores.
Y José, entre triste y entusiasmado, tuvo que irse. Preparó su
maleta con la ropa y recuerdos, que iban más dentro de él que
en la valija, se despidió de amigos y conocidos, y finalmente
de nosotras, sus primas y de mis hermanos, y de la tía y el tío,
nuestros padres.
Aquí quedaron algunas fotos para no olvidar nunca su
suave sonrisa, y una sensación de vacío aterradora.
Los cambios que promueven el tiempo y lo imponderable,
hicieron que no volviéramos a coincidir cercanamente ya
nunca más.
La ternura de su sonrisa fue siempre la misma, una curva
en los labios como temerosa, un brillo de los ojos que parece
pedir permiso, una dulzura especial de la mirada, y es todo eso
lo que seguimos viendo, en esta imagen, ahora impresa, en
el retrato, de acaso sesenta años después, con la nota en redes
sociales, en la pantalla del computador, que promueve para el
conocimiento de todos su deceso, dejándonos la desolación
como una manta que todo lo cubre en estos tiempos de noticias
expectantes.
(2021)
71
Historia de la vida apasionada de
Alma García Maitín y de la de su
mentor Leopoldo Torres, llamado
el Abanderado
emil cioran
73
Llega, toca el portón, dice la clave convenida como salvo
conducto, entra, se ruboriza frente a los presentes (quienes,
muy concentrados, casi la ignoran), pasa y se sitúa al borde
de la mesa, sobre la cual la caja de explosivos muestra su
contenido en reposo.
Ha llegado en el momento en que Tadeo y Leopoldo
terminan de repasar los pormenores del plan de acción.
Alrededor de las dos figuras sincopadas, tipógrafos, panaderos,
sastres, músicos y barberos, tabacaleros, obreras textileras y
cigarrilleras, escuchan ensimismados.
Todo está listo, la noche ha sido el espacio de la expectativa
y los detalles; en panorámica da una mirada a los presentes,
la asamblea ha sido populosa y cada quien está a cargo de un
paso, un eslabón en la cadena, esperan en silencio los cantos
de gallos que anuncian el final de la madrugada. Y ahora vemos
contornos, rostros, matices de piel...
Todos están preparados para salir del local de la sastrería.
Intercambian las últimas miradas, el ajuste del detalle. En fila
india se organiza la partida. Alma finaliza la repartición de las
cargas previsivas.
Un beso en la mejilla, a destiempo, es el último contacto
con Tadeo.
Antecedentes:
Leopoldo Torres Abandero, llamado el Abanderado, sastre
de vocación, profeta, cocinero, hombre «de una sola pieza»
(como el buen casimir), de aledaños oficios: carpintero y
tipógrafo; poeta, autodidacta y huérfano. Pionero de ideas de
avanzada, encarcelado y vuelto a la libertad en más de diez
ocasiones, cabeza liderizante de la unión de sociedades de
mutuo auxilio.
74
Ha organizado el plan para el paro general, en este 20 de
enero de 1895, en que el mismísimo general Joaquín Crespo
ocupa el ejercicio del poder y el cielo es invadido por una
nube de mariposas blancas y caballitos del diablo anunciando
extraños presagios.
Tadeo González, viajero estudioso, ocupado en leyes, periodista
y poeta, promotor y asistente a la primera asamblea socialista
de Venezuela (organizada por los obreros ferroviarios
constructores del Gran Ferrocarril), fundador de El Obrero
y El Eco Social, hijo digno de impresor y maestra de escuela,
vive en su fuero por estos días la avanzante necesidad de
«sentar cabeza» y hacer familia, escogiendo para la anhelada
producción de crías (patio con niños, comida caliente, ternura
en lecho) a la bienamada señorita Alma García Maitín. En
manos de este Tadeo está hoy el diseño táctico del mitin, a
realizarse en la Plaza Central o Bolívar de esta capital.
Alma García Maitín (conocida por el lector desde el inicio
mismo de estas líneas), nacida y vecina de la parroquia La
Candelaria, de directa ascendencia andaluza, obrera de
textiles desde los quince años de edad, correcta hiladora,
excelente bordadora, de grácil caligrafía y buen leer,
aprendido de honor al tesón de su abuela Justiniana (quien
en paz descansa), militante diligente del gremio de artesanos
y obreros, viose introducida en la esfera de la política a través
de su mentor y maestro, Leopoldo Torres, quien vecino
también de su parroquia, descubrió en la muchacha dotes
indudables de natural dirigencia y suprema inteligencia. A
ella, pues, ha correspondido hoy la preparación artesana y
primaria del armamento defensivo para la acción en la plaza.
Teniendo ahora conocimiento el lector de los ingredientes
que hacen nacer la historia, en proceso de relato iniciado, nos
avistamos a continuar en tiempo presente, con la instalación
75
del entarimado y el acomodo final, del gesto rebelde colectivo,
en la llamada Plaza Bolívar de la ilustre ciudad, en este 20 de
enero de 1885.
***
79
Por qué no se sabe
82
Bueno, ¿y nosotros? Hay que reconocer que la idea del juego
fue de patrimonio común. Mira que somos cobardes, ahora
nadie fue. La verdad es que el gordo Cisneros me da lástima,
siempre tan serio y tan hombrón y míralo hecho sopa.
Al fin llegamos arriba, estos cuatro pisos nunca fueron tan
altos; la puerta del apartamento está abierta, seguro que Pablo
(y estamos seguros de que fue el único que ha conservado la
calma suficiente para razonar) junto con Cisneros tomaron el
ascensor y llegaron de una vez arriba sin pérdida de tiempo, y
nosotros apenas tenemos fuerza para arrastrar los bultos, que
de buena gana tiraríamos por las escaleras sino fuera porque
después tendríamos que irlos a buscar.
¡Las lágrimas! Se nos acabaron, se nos olvidó un poco la razón
de la tragedia, el sudor nos pega la ropa húmeda al cuerpo, y el
cansancio nos obliga a recostarnos un poco unos de otros para
poder terminar los pasos que faltan para atravesar la puerta.
A Pablo lo tienen sentado en una poltrona de la sala,
ya sin lentes, y mamá pone mercurocromo a dos líneas de
sangre sobre el párpado y a otra más pequeña, bajo la línea de
pestañas inferiores.
Y alguien, uno de nosotros, que aún no atraviesa la puerta de
entrada arrastrando su bulto, grita sin entrar: «¡Yo no quiero ir
más al colegio!».
83
Rompezaragüey es una yerba
85
manos, esas inflexiones de voz, ese su tórax, esas piernas,
habían despertado en ella y por ella, en otra época.
Evitaba recurrir a las estrategias harto conocidas de las
mujeres que perseguían a sus maridos y acerca de las cuales
había recibido suficiente cátedra de boca de sus compañeras
del taller de impresión.
El hecho de trabajar ambas en la misma empresa se le había
convertido en «arma de doble filo», porque si bien tenía la
ventaja de poder compartir con ella el transporte y las viandas
de la comida, a cambio sus vidas en relación con otros eran
el platillo del cotejo general, y recibían los más despiadados
comentarios tanto de maliciosos como de ingenuos.
Justo por esa circunstancia, a veces neblinosa, fue que ella supo
de las relaciones de él con aquella secretaria del departamento
de Publicidad y Avisos.
Lo peor es que él no usaba ninguna estrategia para disi
mularlo: se le desaparecía a la hora del almuerzo en el comedor
de la empresa, la evadía a la hora de la salida, y poco a poco,
día a día, ella se fue quedando sola en los pasillos mientras su
marido se mostraba públicamente y sin pudor con la otra, en
cualquier parte.
Muy pronto su sistema nervioso puso en evidencia el estado
general que la aquejaba. Por más que trataba de simular
serenidad y elegancia plena, se le caía la taza de las manos
a la hora del café, terminaba rompiendo el papel de diseño
sobre la mesa, y en presencia de los compañeros de oficina
le brotaban las lágrimas inesperadamente y sin motivo de
inmediata identificación.
Su imagen general se volvía frágil, quebradiza, huidiza, se
convertía en la propia expresión del luto profundo.
Él, finalmente, llegó al día en que le planteó su mudanza,
ella le rogó hasta arrodillarse que no lo hiciera, le ofreció
permitirle mudarse de la habitación pero permaneciendo en
86
la casa familiar, y le indicó un lugar de la propia casa que
gozaba cierta privacidad. Él respondió que podría hacerlo
temporalmente.
Ella entendió esta tregua como su oportunidad para manejar
el territorio hacia la posibilidad de recuperarlo a él.
Los amigos, los vecinos, el entorno cotidiano, ya comentaban
el asunto abiertamente.
Los padres de los compañeros de sus hijos en la escuela
hacían de ello el chisme más popular de la dieta diaria de los
mismos.
Y entonces supo del rompezaragüey, la hierba poderosa.
Su teoría era que él estaba ya embrujado, y habría que hacerle
un «despojo», una limpieza.
Nada fácil, porque habría que ingeniárselas descubriendo
cuál de sus compañeras ya lo tenía en su «salsa». Y luego aquello
de «despojarlo» para «recuperarlo».
Le explicaron que el rompezaragüey había que prepararlo
con otras yerbas: ruda, perejil, y dos desconocidas: alacrancillo
y piñón.
Entonces se dio a la tarea de buscar las fulanas hierbas
y para ello debía recorrer los mercados que se dedicaban a
expenderlas.
El problema es que ello la alejaba de su casa y de su trabajo
y, por lo tanto, de él aunque fuese por unas horas diarias
imprevisibles.
Lo pensó y lo pensó, y llegó a la conclusión de que el sacrificio
valía conseguir el objetivo.
Comenzó a ausentarse. Sus visitas a aquellos lugares ines
perados le llevaron hasta a olvidar la hora de salida de los niños
de las clases, la comida metida al horno para la cena, el tener
organizada la ropa lavada y planchada del día a día para todos
y hasta la máxima atención en su trabajo de todos los días.
87
La aventura de conocer los mercados de los yerbateros,
llenos de atractivo visual en su conjunción de elementos,
colorido y misterio, más la diversidad de caracteres de los
personajes, las cosas mágicas que decían siempre planteadas
de distinta forma y con diferentes palabras, la seguridad con
que aseveraban la constancia de sus logros, la decidió a buscar
una cámara de video y el apoyo de un amigo, de hacía años,
camarógrafo, y plantearse un proyecto a largo plazo, para crear
un documental sobre el tema.
Los cambios en la cotidianidad familiar no «se hicieron
esperar».
Los hijos decían: «Mi mamá ahora es cineasta. Hay que
prepararnos la merienda y la cena».
Pero la queja era menos que queja, y se fue volviendo un
asunto de orgullo familiar.
Al punto de que ella, orgullosa de su propia transformación,
en su oficio nuevo de creación permanente, lo sentó a él
diciéndole «Necesito que nos separemos».
¿Y el rompezaragüey? Esa es una canción buenísima.
(2021)
88
Me haré de aire
konstantinos kavafis
91
Paseo la caja por la casa. Terminará en mi habitación. No
puedo aún desprenderme en este apego con mi compañera
canina de tanto tiempo.
93
4
No puedo dormir.
El quejido es sincopado. Lo oigo a través de la noche. Es
el llanto de un perro, con seguridad cachorro.
Un quejido suena solo y al minuto suena el siguiente, y es
tan frío, en medio de la oscuridad. Me levanto de la cama y
camino a la ventana de donde llega esta señal de dolor, me
asomo y el cartel de McDonald’s en su amarillo y rojo, está
inalterable en la altura con la montaña al fondo, el quejido
¿del perrito? Es un fondo sonoro de toda esta soledad.
Él, ¿o ella?, debe estar en una de las casas al otro lado de la
avenida principal. Apenas puedo ver.
Este insomnio me lleva a releer el viejo diario.
7
antiguo diario
En el teatro
Estamos en el Theater der Freundschaft —Teatro de la Amistad—
en Berlín, en la República Democrática Alemana. Nos presentan
al director, Klaus Urban, es muy amable y acelerado en su
plática y da trabajo a la traductora para seguirle el paso (o las
palabras). Este lugar es cálido y trabaja mucha gente que camina
96
de un pasillo a otro, abren y cierran puertas. Urban dice que hay
doscientos empleados aquí, entre actores, gente de servicio técnico,
músicos, pintores, acomodadores, porteros, empleados del cafetín,
jardineros, en fin. El edificio es sobrio y se ve fuerte, nos van
mostrando cada espacio y los dos traductores se afanan en decirlo
todo siguiendo el paso a Klaus.
La pieza que veremos hoy es nada menos que una adaptación
de Don Quijote de la Mancha.
Vemos correr gente a los vestidores, y un hombre, de los más
apurados, me tropieza en su afán, se me caen los papeles que llevo
entre las manos, con mis guantes y la bufanda.
Desconcertado, él se agacha a recogerlo todo, habla apurado en
palabras que no entiendo, le digo en español que no se preocupe y
me he agachado yo también.
Nos entendemos con una sonrisa, él se pone de pie conmigo
tomando mi brazo con delicadeza, me señala el vestidor diciéndome
«Sancho Panza» como si fuera su nombre propio, lo que me hace
reír; ese nombre es lo único que entiendo y me río de nuevo, él corre
y siempre voltea sonreído a mirarme.
Busco a mis compañeros del grupo con los traductores.
Ver la llegada de los niños, solos o acompañados, es algo que me
gusta; van directamente al guardarropa a dejar sus abrigos, para lo
cual se ordenan en fila india, presentan su entrada a la encargada
de la sala y se acomodan en sus butacas.
Ya estoy en la sala, somos un público de adultos enredado con
el de los jovencitos que han entrado en perfecta formación, pero
adentro se dispersan saludándose de una escuela a otra, entre risas
y palabras sueltas.
Nosotros, siempre con los compañeros traductores, estamos
asombrados del lugar, de la atmósfera coloreada, de los ríos de
voces, de los timbres de sus risas.
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Pero se producen los tres llamados de timbre, acompasadamente,
y se hace silencio sepulcral, oscuridad y cortinas abriendo
lentamente, frente al escenario.
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sancho panza
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Conmovida como una más del público, descubro que mi amigo
(quien me ayudó antes a recoger los papeles dispersos en el piso),
está sobre el escenario y es muy buen actor, hace de Sancho Panza.
En la escena de despedida de Don Quijote, en su posible lecho de
muerte, Sancho Panza hace su actuación estelar, mientras le pide
que no muera al Quijote, y los jóvenes espectadores conmovidos
aplauden a rabiar.
Mi amigo Rainer que ahora sé que así se llama, porque lo leo
en el programa, se expresa con gracia inigualable y el texto que
dice en alemán, nos lo traduce un español a nuestro lado, quien lo
disfruta a mares.
«No se muera, vuestra merced, señor mío, tome mi consejo y
viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un
hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que
nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía…
Levántese de esa cama y vámonos al campo, quizás tras de alguna
mata hallaremos a la señora Doña Dulcinea».
Toda la sala se levantó a aplaudir y vivo el entusiasmo festivo
del público, aun en medio de las formalidades y el protocolo.
Sancho Panza y Don Quijote saludan en el escenario, creo ver
una mirada para mí especialmente desde los ojos del escudero y me
conmueve, aplaudo mirándolo. Su dulzura me sacude.
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Sus imágenes dan la vuelta al mundo. Entre los rincones
guardados de mi memoria reconozco a Sinead O’Connor
cantando Mother.
Ella, con su cabeza rapada, la dulzura cruel de sus palabras
y el coro respondiendo, hijo y madre en dialogo tenebroso:
«Madre, ¿crees que ellos lanzaran la bomba? / Madre, ¿crees
que les gustará esta canción? / Madre, ¿debo construir el
muro?…».
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reyna rivas
Las calles están más bien solas, con muy pocos transeúntes. Estoy
en Berlín, acompañada con ternura por quien me mira como si yo
fuera una aparición sin corporeidad.
Este hombre con olor a madera virgen, me acoge. Para él soy
una porcelana del siglo dieciocho. Dice nombres de calles para mí,
señalando las indicaciones metálicas en las esquinas. La Alexander
Platz, la Torre de la Televisión…
Lo miro sonreída incapaz de pronunciar correctamente ninguna
de sus palabras, de sonido agudo y cortante, y él se ríe de solo
mirarnos.
Rainer me lleva de la mano, con extrema delicadeza, caminamos en
la calle solitaria, en esta noche que será inolvidable, pero no lo sé aún.
Él quiere hablar de algo que lo ensombrece.
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Me conduce a un lugar, me intriga, la oscuridad de la noche es
tétrica y trágica, pero a la vez es una fiesta de dos que se investigan
en la curiosidad maravillosa de atraerse y temblar ante el impulso.
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Cuando he terminado la cena (una taza de avena, fruta,
una manzanilla de cierre), y el tilo, la memoria me lleva a la
historia tras la carta de Rainer:
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1975: unter den linden (o bajo los tilos)
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Se hace simple la rutina cuando se está sola, habiendo
vivido el colectivo de las voces y los apremios de formar
familia. La vida que sigue modifica su percepción según el
paisaje del entorno. Intentamos adaptarnos a esto nuevo que
nos apremia, pero el mundo interior, las historias y el dolor
se apelmazan en algo que no sabemos cómo aplacar en el día
a día.
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En minutos largos, el actor, mi nuevo amigo, me ha buscado
afuera, sin su «envestidura trágica», con la sencillez de su sonrisa,
que recibe los halagos y las felicitaciones del caso.
Hoy habrá fiesta para las delegaciones extranjeras.
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olga orozco
la fiesta
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muy juntos, como si flotáramos en el espacio. Reímos, bailamos,
flotamos en una esfera donde los demás no existen.
No sé decir de esta dicha, somos como niños disfrutando su energía.
Todo fluye con naturalidad inusitada.
La presidenta del evento y su séquito han bebido, y están ya
lejos de la compostura protocolar, felices como vikingos después de
una conquista territorial. Las frases en distintas lenguas se cruzan
unas con otras casi a gritos y las risas también.
En medio de la música, los brindis, la agitación general, Rainer
ha buscado nuestros abrigos y me espera al pie de la escalera.
Entiendo que estamos fugándonos de la algarabía para estar
juntos y compartir este escape de dos que se comunican con gestos,
tactos, mímica, palabras sueltas del inglés (mal pronunciadas),
alemán, español y francés.
Rainer me coloca el abrigo con gesto teatral, luego me sube el
cuello para tapar mis orejas y me hace llevar el gorro tejido, hasta
que ya no se ven sino mechones de mi cabello por el borde inferior.
Yo me pongo los guantes mientras lo miro mirarme.
Sus ojos encendidos, chispeantes, animan este cielo más bien
oscuro; me toma del brazo y emprendemos la caminata siguiendo
a la luna que va con nosotros desde su lugar en el cielo. El rostro
de Rainer es una luz en la oscura noche y resplandece en su sonrisa
la estela de una catarsis probable, nos sentamos en un banco de
piedra, para hilar la historia en una rueca ancestral.
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un cambio en la mía, esos puntos colocados en los renglones del
poema de manera secreta y precisa para decir al otro de nuestra
complicidad con su esencia. El cuerpo que se prolonga desde el suyo,
que se sabe duplicado, camino trazado, envestidura y resguardo
del nuestro, aquello de lo que supimos y sabemos, y retomamos en
instantes con un breve roce, con un miedo nuevo, pero que al final
es el mismo, se convierte en éxtasis, acogedor, tibio y creciente.
Mañana retorno a mi país.
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han pasado desde entonces? ¿Qué habrá sido de su vida? ¿Por
qué descubro esta carta solo ahora, tantos años después?
¿Acaso vivirá?
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¿Qué habrá presenciado y sentido con la unificación de
su país? ¿Cuál sería su actitud, a dónde iría su mundo de
fantasmas?
¿Vivirá? Qué no daría por tenerlo cerca.
… ¿Y si pruebo a ubicarlo en las redes sociales?
La computadora, solo requiero abrir la página, colocar su
nombre. Es un actor, tiene una identidad pública. ¿Por qué no
lo pensé?
Sentada ante la pantalla escribo: «Rainer Büttner actor de
teatro, cine y tv. de RDA», dos intentos y aparece su nombre
en grandes caracteres con la inscripción: (1945-2017). «Died:
June 7, 2017 (age 72)».
¿Hace solo cuatro años?... Y ya no está.
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la carta
Muchacha, pequeña.
Busco palabras para llegar a ti.
Me dejaste desnudo, solo. No importa lo rodeado que esté de
gente.
Ahora no estás aquí. Las calles están vacías y la vida sin ti.
Recuerdo tus manitos pequeñas, tus pestañas, la sonrisa tímida
a medio lado.
Nos separa más de un océano, montañas, ciudades. Palabras
que no sé.
Quiero tenerte a mi lado y cuidarte. Nunca vi a nadie como tú.
Ayúdame a respirar tanto oscuro, sin ti; a tener ilusiones.
A saber del sol en las mañanas.
Pequeña muchacha, ¿cómo es la calle dónde vives en tu ciudad?
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¿Cómo es la gente que puede tomar tu manito todos los días?
¿Qué comes en la tarde?
¿Tienes un perro que se acuesta a mirarte y a esperar tu caricia?
Debe haber un árbol en la puerta de tu casa que se parece al sol
de tu sonrisa.
No me olvides, niña.
Escribe a este loco enamorado que solo te vio cinco días y no
puede vivir sin ti.
Escríbeme una carta en mi idioma (yo lo hago en el tuyo).
Promete no olvidarme
O me haré de aire
Y desapareceré,
Amor.
Rainer
***
Rainer
(Valencia, 2021)
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Índice
La Muralla 11
Manuscrito perdido 19
Atentado presidencial 45
La pensión de Miraflores 51
Renacimiento 59
Me haré de aire 89
Me haré de aire
se imprimió en octubre de 2021 en los talleres de
ImprentaBicentario de carabobo
Caracas, Venezuela.
Son 1.000 ejemplares.