AAVV - Un Flechazo Al Corazon
AAVV - Un Flechazo Al Corazon
AAVV - Un Flechazo Al Corazon
UN FLECHAZO AL CORAZON
Norah Carter - Patrick Norton - Monika Hoff - Fanny Ramirez - Viki
Tapada May Dior - Rosa de la Corte - Mile P.D. Bluett - Priscila S. - Danuby
Blanco
Un empleado muy especial
Dulce Locura
La rosa amarilla
Tú, mi cielo.Tú, mi laberinto.
El amor como terapia
Un intenso y loco amor
Nuestra dulce melodía
Miradas en París.
UN EMPLEADO MUY ESPECIAL
Me había propuesto hacer muy bien mi trabajo. Ya era la segunda vez que
iba a un congreso en Alicante, esta vez se trataba de cocina y de hostelería. Tenía
que intervenir como intérprete. Me encantaba ese tipo de acontecimientos. De
repente, todo un hotel se llena de glamour, de famosos, de gente curiosa, de
autoridades, sin olvidar la prensa y la televisión.
El congreso se iba a celebrar en uno de los hoteles de la cadena Melià,
concretamente el que estaba situado en el puerto de la ciudad.
Venían cocineros de todo el mundo a presentar sus nuevos platos. Habría
gente de reconocido prestigio. Yo sería también alguien muy importante entre
todos aquellos famosos, pues los intérpretes somos fundamentales para que este
tipo de actos se lleven a cabo de la mejor manera posible. Al igual que otros de mis
colegas, yo me tenía que encargar de mediar entre cocineros de distintos países que
no se manejaban demasiado bien en inglés o en francés.
Salí de Madrid muy temprano y llegué en el AVE a Alicante a media
mañana. Durante el viaje, estuve repasando algunos de mis apuntes, sobre todo,
vocabulario relacionado con la cocina y con las comidas. A veces, un pequeño error
en la traducción puede llevar a malas interpretaciones.
Aproveché también aquel trayecto para pensar en todo lo que había
sucedido recientemente en mi vida.
Mi vida había sido un desastre estos últimos meses. Había estado saliendo
con un chico simpático, atractivo y amante del cine y del teatro, que eran dos de
mis aficiones favoritas junto al deporte. Pero aquello salió mal, rematadamente
mal. El muy gilipollas, porque no se le puede llamar de otra manera, volvió con su
antigua novia.
Si me preguntáis una razón, solo diré que fue el dinero, el puto dinero. Eso
fue lo que sucedió. Aquella pajarraca volvió a invitarlo a cenar a mis espaldas y,
una noche, en la que yo le tenía preparada una sorpresa en casa, el tipo acudió solo
a mi cita para decirme que me dejaba. Allí me quedé yo, plantada y sin novio,
nunca mejor dicho. La lencería que me había comprado para la ocasión me había
costado un ojo de la cara, además de estar toda la tarde preparando un pollo al
chilindrón que estaba para chupase los dedos. Era una receta de mi abuela.
Fue una decepción grandísima. Estuve tres días encerrada en casa. Solo
sabía llorar. No quería estar con ninguno de mis amigos ni con ninguna de mis
amigas. Tampoco pasé por casa de mis padres. Solo me apetecía estar sola, con mi
tristeza y pensando que había hecho la gilipolla con aquel idiota.
Sí, era un idiota. No se merece otro calificativo. Me había dejado a mí, que
yo había puesto el máximo interés y todo mi cariño para que aquella relación
durara en el tiempo. No voy a negar que, junto a Rubén, hubo momentos en que
soñaba con campanas de boda. Pero eso me pasaba por confiar en los hombres. No
era la primera vez que me sucedía algo así. Mis relaciones nunca habían acabado
bien. No sé qué ocurría, pero al final los tíos me dejaban. Cualquiera que me
conozca podría asegurar que soy una mujer atractiva, simpática, eso sí, con un
poco de mala leche cuando las cosas se me tuercen o alguien me quiere hacer la
cama. Pero he de confesar que con Rubén estaba bien. Y yo creía que él también lo
estaba. No habíamos tenido ninguna pelea durante los meses que estuvimos
saliendo. Y, de repente, se marcha y no me da ninguna explicación. Solo me dijo
que volvía con Susana, con aquella novia escuchimizada que le había buscado un
empleo en la empresa de su padre.
Esa era la razón. Él ya tenía trabajo y un futuro asegurado. A mí no me
necesitaba para nada. No sé cómo pude salir con una persona tan superficial.
Después de llorar todos aquellos días, encerrada en casa, decidí que no me iba a
hundir por aquel miserable, así que regresé a mis libros y a esos trabajos en
hospitales y agencias que me salían con frecuencia para hacer de traductora y de
intérprete.
Hacía unos días que me había salido este trabajo de intérprete en Alicante y,
entusiasmada, lo acepté enseguida. Cuando llegué al hotel, me di cuenta de que ya
estaba todo lleno de gente. Participantes y muchos cocineros, que yo más de una
vez había visto en la tele, estaban en el vestíbulo.
Había una cola enorme y los recepcionistas no daban abasto. Me armé de
paciencia y esperé. Hasta la tarde yo no tenía que intervenir. Tenía que hacer de
traductora en varias entrevistas televisivas y tenía que intervenir en la ponencia de
un cocinero. Todavía tenía tiempo para descansar un rato y darme una vuelta por
la ciudad.
Pasaron los minutos y la cola desapareció. Pero nadie me atendía. Yo estaba
mosqueada, muy mosqueada. No sé qué demonios estaba pasando. De repente,
llegó un chico para tomar mis datos. Yo respiré aliviada porque sabía que ya era
mi turno y por fin podría dejar mi equipaje en la habitación.
Sin embargo, aún no había empezado a atenderme, cuando le sonó su
teléfono móvil y lo cogió. Yo no le di importancia al principio, pero, cuando me di
cuenta de que el tipo estaba hablando con su madre, yo empecé a enfadarme.
Pensé por un instante que se trataba de una llamada breve, pero no fue así.
El tío estuvo hablando más de diez minutos mientras yo lo miraba con cara de
pocos amigos. De vez en cuando levantaba la mirada y me miraba directamente a
los ojos, como si quisiera decirme que lo suyo era muy urgente y que a mí no me
quedaba más remedio que esperar. Le lancé varias veces una mirada asesina, pero
aquel chaval no se daba ni cuenta. Seguía hablando con su madre sobre un tal
Toby. Yo no tenía ni idea de qué diablos estaba sucediendo. Hubo un momento en
que le dije que por favor me atendiera pues tenía mucha prisa. Pero a él le dio
igual y siguió charlando y charlando sobre el puto Toby.
Lo que tenía muy claro es que iba a pedirle la hoja de reclamaciones cuando
terminase de hablar por el teléfono. Estaba hasta el moño y el chico estaba sacando
lo peor de mí, que eran esos brotes de mal humor que yo tenía de repente, cuando
las cosas no me salían como yo esperaba.
Después de hablar por teléfono con su madre, el chico me miró, sonrió y
desapareció. No siguió atendiéndome. Yo estaba a punto de estallar. Una
recepcionista que andaba cerca vio que yo estaba a punto de perder los nervios, así
que vino a atenderme enseguida. Ella me pidió toda clase de excusas, que yo
acepté. Pero lo que yo quería era enfrentarme cara a cara con aquel trabajador que
había sido tan mal educado conmigo, teniéndome allí más de media hora para que
me dieran la jodida habitación.
—Perdone. No sabía que estaba esperando. Pensaba que la estaban
atendiendo —dijo ella un poco agobiada.
—Había aquí un chico, pero se ha puesto a hablar por teléfono con su
madre. Esto es una vergüenza, que, en un hotel como este, tengan esperando a un
cliente más de media hora —repliqué yo con ira.
—Ha sido culpa mía. No volverá a pasar, señora —dijo ella más nerviosa
todavía que antes.
—¿Señora? ¿Tan vieja me ves? Señorita, soy señorita, ¿me entiendes? —
repuse yo a la defensiva.
Yo había perdido los papeles. No me suelo comportar así, salvo en cosas
como esta. Nunca he soportado la mala educación ni las malas maneras. Aquel
chico que había desaparecido delante de mis narices se iba a enterar de quién era
yo.
Desde luego, yo no había empezado con buen pie en aquel lugar. Intenté
calmarme y no darle más importancia de la necesaria, pero, al llegar a mi
habitación, en la primera planta, me encontré con el recepcionista al fondo del
pasillo. Ahí estaba ese gilipolla. Me iba a oír. Estaba comprobando los extintores y
parecía ausente de todo. Yo me dirigí, con maleta en mano, hacia él para cantarle
las cuarenta. No había metido el equipaje todavía en mi habitación. El tipo parecía
no darse cuenta de que yo iba lanzada hacia él como un torbellino.
Cuando estuve a menos de un metro, le dije todo lo que tenía qué decirle,
pero el tipo ni se inmutó.
—¿Me estás oyendo, chaval? ¡¡Has sido un grosero conmigo!! ¡¡ No se puede
tratar así a una clienta!! Hablaré con el jefe de personal, ¡¡maleducado!! —grité
como si estuviese poseída.
El chaval se giró, me miró de arriba abajo, esbozó una sonrisa y se marchó,
dejándome allí plantada, sin pedirme siquiera disculpas. Yo estuve a punto de
coger alguno de aquellos extintores y tirárselo a la cabeza. Eso no lo hice, pero sí
que comencé a insultarlo desde el fondo del pasillo. No me reconocía. Estaba hecha
un energúmeno. Pero es que aquel recepcionista había conseguido sacarme de mis
casillas. Abrí la puerta de mi habitación y entré. Me eché en la cama, cerré los ojos
y respiré hondo. Lo que tenía claro esta vez es que bajaría a recepción a la hora de
comer y pediría la hoja de reclamaciones. Escribiría que uno de los recepcionistas
de aquel hotel era un maleducado y un carota.
Me asomé al balcón y estuve un rato mirando el mar. El puerto hervía de
gente que paseaba; parejas y familias con niños rondaban aquellos alrededores.
Cuando pasó una hora, bajé muy decidida a dar las quejas y a rellenar los papeles
que tuviera que rellenar para que aquel recepcionista fuera despedido.
Nunca he sido mala persona, pero estaba muy enfadada con todo lo que
había sucedido. Y ahora estaba especialmente sensible tras mi ruptura con Rubén.
Cuando llegue al vestíbulo, en recepción había una señorita muy simpática, con
pelo largo, que enseguida me atendió. Cuando le dije todo lo que había sucedido,
se quedó un tanto extrañada. Me dijo, para mi sorpresa, que aquella mañana no
había trabajado ningún chico en recepción. Que no tenía ni idea de quién podía
haberme atendido. Se lo describí detalladamente, pero ella, pensativa, no me daba
ninguna respuesta.
No tenía ni idea de quién podría ser el que me había atendido aquella
mañana, bueno, mejor dicho, el que no me había atendido cuando más lo
necesitaba. Como si yo hubiese tenido alguna alucinación, me dirigí a la calle un
poco confusa. En pocas horas, empezaría a trabajar y necesitaba caminar un poco,
respirar un poco de aire fresco. Tenía que dar muy buena imagen porque aquel
encuentro gastronómico podía ser una oportunidad para trabajar en otros
proyectos parecidos.
Me rugieron las tripas. Fui a uno de los restaurantes que estaban en el
puerto. Había un mexicano que me llamó la atención. Me apetecía mucho comer
fajitas, así que entré yo sola. Me acordaba todavía del idiota de Rubén. A él no le
gustaba nada la comida mexicana. A mí me encantaba porque había viajado varias
veces a aquel país y siempre me había llevado muy buena impresión de los
mexicanos y de toda su cultura, incluida la comida.
Para mi sorpresa, cuando me senté en la mesa que me indicaron, me
encontré de nuevo al tipo del hotel, aquel maleducado que no me había hecho ni
caso. Ahora, vestía de forma elegante, algo que me sorprendió. No llevaba el
uniforme del hotel, sino una chaqueta oscura que le sentaba genial. Vi que estaba
hablando con otro hombre, un poco mayor que él.
De repente se me hizo un nudo en el estómago. No me apetecía nada comer.
Aquel tipo me había sacado de mis casillas. Me daban ganas de levantarme y
montarle un número, pero me frené y pedí las fajitas tal y como había pensado.
Mientras comía, me di cuenta de que aquel tipo me miró y una de las veces
me lanzó una sonrisa. Yo me estaba volviendo loca. No sabía cómo interpretar
aquel gesto. Yo creo que se estaba burlando de mí y delante de mis narices. Respiré
hondo, conté hasta diez. Ya me encargaría yo de ponerlo en su sitio una vez que
acabara mi trabajo por la tarde y tuviera la oportunidad de hablar con algún
directivo del hotel. Porque estaba claro que yo lo había visto en el hotel, pese a que
aquella señorita me había dicho que no conocía a nadie con la descripción que yo
le había dado.
Yo creo que aquel hotel estaba lleno de incompetentes.
Cuando fui a pagar, el camarero me dijo que no hacía falta. Alguien había
pagado mi comida. Yo me quedé un tanto sorprendida. Solo podía haber sido
aquel chico, porque en el restaurante no había nadie más. Todo era muy extraño,
todo parecía un enigma. Aquel viaje estaba resultando demasiado misterioso.
Dieron las cinco y, después de tomarme un café, en el bar del hotel, me dirigí al
congreso. Los ponentes me estaban esperando. Después de dos horas, salí muy
contenta de la sala. Todo había resultado genial. Yo había estado especialmente
simpática con algunos de los comentarios que tenía que traducir de un pastelero
francés.
La gente me aplaudió, incluso cuando yo añadía algún matiz a lo que había
dicho el chef. Volví a mi cuarto y, al abrir la puerta, me encontré con una sorpresa.
Encima de mi cama había una rosa roja con una pequeña nota. Yo estaba más
sorprendida que nunca. Parecía que todo formaba parte de algún concurso o de
una cámara oculta. No sabía a qué venía todo aquello.
Leí la nota donde ponía en inglés y en español: “Perdóname”.
¿Qué demonios estaba ocurriendo allí?
Yo no sabía lo que significaba todo aquello. No sabía si aquel gesto era
sincero o que alguien se estaba riendo de mí. Bajé corriendo a recepción y pregunté
quién había entrado en mi habitación y había dejado aquella rosa roja. La misma
chica que me había atendido horas antes me miró con perplejidad. No tenía ni idea
de lo que le estaba contando.
Me confirmó que nadie puede entrar a una habitación ocupada sin el
consentimiento del cliente, salvo que sea por cuestiones de limpieza o por alguna
urgencia. En esos casos, el personal del hotel sí que puede entrar, pero…
¿entonces? Yo le repetí lo que me había pasado. Pero la chica volvió a mirarme
como si yo hubiese perdido la cabeza. La pobre recepcionista tenía que pensar que
yo la había tomado con ella y que me estaba pasando tres pueblos. Como tenía que
atender a otros clientes, sonrió amablemente y se apartó de mí. Yo estaba más que
mosqueada con ella.
Se hizo de noche. Salí de nuevo al exterior. Quise darme una vuelta por el
puerto. No sé lo que estaba pasando, pero mi llegada a Alicante estaba siendo un
tanto accidental, menos mal que todo había ido muy bien en el congreso. Al día
siguiente, empezaría a media mañana ayudando a un cocinero británico que iba a
hablar sobre aves de caza.
Estuve paseando por la Avenida Maissonave donde estaban las principales
boutiques. Me senté en una cafetería y me tomé un sándwich vegetal. Aún estaba
hinchada por las fajitas del mediodía. Cuando regresé a la habitación después de
mi paseo, la rosa roja seguía encima de la cama. Leí de nuevo la nota donde
alguien me pedía disculpas. Solo podía tratarse de aquel chico que había pasado de
mí nada más llegar al hotel, que había sido incapaz de atenderme, que no había
respondido a mis palabras ni en recepción ni en el pasillo donde acabe
insultándolo.
Estaba un poco avergonzada en el fondo. Seguramente él había sido
también el que había pagado mi comida en el restaurante mexicano. Me sentía un
tanto culpable, pero no quise tampoco comerme la cabeza. Debía concentrarme.
Me estaba jugando mucho en aquel congreso. Quería tomarme mi trabajo en aquel
hotel como un reto personal y también como una forma de olvidar todo lo que yo
había sufrido con Rubén meses atrás.
Me acosté en la cama. Cerré los ojos y me dormí. A la mañana siguiente,
cuando me desperté, me encontré otra sorpresa. Alguien había dejado una rosa
blanca en la mesita del servicio de habitaciones justo en el pasillo de la entrada del
dormitorio, junto a un desayuno que tenía una pinta fenomenal. Café, leche, un
croissant y huevos revueltos me estaban diciendo cómeme en una bandeja
plateada.
Me sentí un tanto incómoda, porque alguien había entrado a mi habitación
sin que yo le diera permiso. Y eso no me gustaba para nada. Alguien había violado
en cierta manera mi privacidad. Cogí la rosa blanca entre mis dedos un tanto
confusa. Olía a fresas. Había otra nota en la que decía “Buenos días, princesa”. En
vez de enfadarme y ponerme furiosa por lo que había sucedido, simplemente me
reí. No quería darle la mayor importancia. Pero alguien estaba jugando al gato y al
ratón conmigo.
Yo me encontraba bien y no había sucedido nada extraño, salvo que alguien
me había dejado un desayuno exquisito en mi habitación, sin que yo lo hubiese
pedido. Lo que tenía claro es que yo no lo iba a pagar. Me puse a desayunar
delante de la ventana desde donde se podía ver el mar. Los rayos de luz del sol se
reflejaban sobre el agua y pequeños destellos temblaban sobre la superficie.
Aquella visión era muy agradable para mí, acostumbrada siempre al paisaje de la
gran ciudad. A continuación, me metí en la ducha y, después de arreglarme de una
manera elegante, bajé al vestíbulo. Pronto comenzarían las ponencias y yo tenía
que estar lista y atenta a todo lo que me dijeran.
Todo volvió a salir fenomenal. Yo estuve mejor que nunca. Me sentía muy
cómoda entre aquellos cocineros tan simpáticos. Salí muy contenta de mi
intervención. Me invitaron a comer los propios cocineros y algunos de sus
representantes.
Lo pasamos genial, pero, en el fondo, yo seguía acordándome de todo lo
que me había sucedido desde que había llegado a aquel hotel. ¿Qué significaban
aquella rosa roja y aquella rosa blanca? ¿Por qué aquel chico estaba escondiéndose
de mí? ¿Había sido él mismo que había pagado mi cuenta en el restaurante
mexicano? Aproveché para ir a mi habitación y dormir un poco. Por la tarde, no
tenía ninguna intervención, así que me volví a darme una vuelta por la ciudad.
Lo que más me gusta de los viajes es perderme en las calles y en los
bulevares de los lugares que visito. Y Alicante no iba a ser menos. Cuando llegué a
mi habitación para dormir, me llevé otra sorpresa. Ahora no se trataba ni de una
rosa blanca o roja. Alguien había colocado en el centro del escritorio un ramo
entero de todas ellas. Yo estaba impresionada. Bajé de nuevo corriendo a recepción
y ya no estaba la chica que me había atendido las otras veces. Había un hombre
cincuentón que, cuando le conté todo lo que me había pasado, no se lo creía. Volvía
a repetirme lo mismo que me había dicho su compañera. Yo me quedé un tanto
perpleja y le pedí que quería hablar inmediatamente con alguno de sus superiores.
El hombre estaba un tanto confuso y un tanto contrariado. No sabía cómo
actuar, pero al fin decidió llamar a su jefe. Le contó palabra por palabra todo lo que
yo le había dicho. Me agradaba mucho la idea de que me estuviesen halagando de
esa forma en mi habitación, pero, por otro lado, pensaba que aquella cortesía
estaba yendo demasiado lejos.
El recepcionista, con tono amable, me dijo que su jefe se encontraba ahora
mismo en su despacho, que estaba situado en la última planta. No tendría ningún
inconveniente en hablar conmigo. Yo, agradecida y confiando en resolver todo
aquel misterio, me monté en el ascensor y me dirigí a la última planta. Al final del
pasillo, había una puerta donde claramente se podía leer dirección.
Yo sé que no eran horas, pero empezaba a preocuparme que alguien entrara
a mi habitación con esa facilidad, aunque fuese para regalarme aquellas preciosas
flores.
Al entrar, casi me da un infarto. Pude ver sentado en una mesa de color
caoba al joven que estaba en la recepción cuando yo llegué de Madrid. Era el
mismo chico del restaurante mexicano, el que había pagado seguramente la cuenta
del mexicano. No sabía qué decirle. Amablemente me indicó que me sentara. Yo lo
miré a los ojos y pude ver un brillo especial que hizo que yo sonriese. Al ver que
yo hacía ese gesto, el pareció relajarse. Estuvimos un rato callados, como si nos
diera vergüenza hablar.
—Lo siento. No era mi intención presentarme así —dijo él de repente.
—No entiendo qué está pasando. ¿Por qué ha hecho todo esto? —pregunté
yo con voz temblorosa.
—Tutéame, por favor. Me llamo Jordi y soy el director de este hotel. Sé que
quieres una explicación, pero no la tengo —hizo una pausa antes de seguir
hablando.
—Me llamo Erika. Aunque creo que mi nombre ya lo sabes si has sido tú el
que ha ido entrando a mi habitación.
—Quería disculparme e intentaba ser generoso contigo —dijo él sonriendo
con timidez.
—No me parecen las maneras adecuadas —dije yo cortante.
—Lo sé, pero necesitaba hacerlo. Me cuesta mucho hablar de estas cosas.
Pero pensé que te gustaría —añadió un poco entristecido.
—En el fondo me ha parecido precioso el detalle…
—Pues me alegra —soltó una preciosa sonrisa.
—Y yo pensando que quien eras, porque nadie sabía de ti, ahora lo entiendo
todo —me sonrojé.
—Si preguntas por un empleado, normal que nadie me relacione, es lo que
tiene ser director, que nadie te ve como un trabajador más —puso los ojos en
blanco
Cuando lo vi por primera vez, no me había dado cuenta de lo atractivo que
era. Ahora descubría que aquel chico no había tenido ninguna mala intención
conmigo, aunque las formas me habían parecido un tanto atrevidas. Ahora me
daba cuenta también de que, en cierto modo, yo le había caído en gracia desde el
primer momento que me vio entrar a su hotel.
—Es un poco tarde, Erika. Pero conozco un sitio que estará abierto todavía.
Hago una llamada para que nos preparen una mesa, si te parece bien. ¿Has
cenado?
—No, no he cenado. Tomé algo en la cafetería, pero vamos lo tengo que
tener ya en los tobillos.
—No estás obligada a decir que “sí”, ¿sabes?
—No me importa, Jordi. Me apetece, de verdad —dije yo un poco
abrumada por todo lo que estaba pasando.
—Pues me encanta que aceptes.
—Me apetece salir, aprovechar que vine hasta aquí, este lugar tiene algo
especial.
—Todos lo tienen…
—Es verdad, cada sitio tiene su encanto.
Yo creo que le había gustado. Pero no quería ser tan vanidosa. Acepté su
invitación y aquella noche fuimos a cenar a un restaurante que estaba en San Juan.
Eligió un vino exquisito. Pese a su juventud, se notaba que era una persona
experimentada, que había tenido que asumir la dirección del hotel mucho antes de
lo que pensaba. Yo lo miraba con interés. Y, cuando hablo de interés, me refiero a
picardía. Miraba con cierta intención morbosa.
Su forma de hablar, sus gestos tan educados y medidos, y esa forma de
sonreír que tenía me estaban cautivando. Yo intentaba comentarle algunas cosas de
mi trabajo. No quería hablar de mis relaciones sentimentales que habían sido todo
un fracaso.
—Hace unos años que mi padre me dejó la dirección del hotel. Mi padre
está enfermo, Erika, muy enfermo. Y he tenido que aprender más deprisa que
ningún otro de los que trabajan en mi sector.
—No debe ser fácil llevar un hotel, ¿verdad?
—No lo es. Al principio, me asustaba. Pero ahora ya sé manejarme muy
bien y me gusta lo que estoy haciendo, Erika —dijo sin dejar de mirarme fijamente
como si quisiera leerme la mente.
—Pues eso es lo bonito, que te entusiasme lo que haces.
—Por supuesto, debe ser muy triste ir a trabajar solo por obligación.
—Pues sí, pocas personas tenemos la suerte de trabajar de lo que queremos
y nos gusta.
—Tienes razón —volvía a sonreír con esa preciosa sonrisa.
Por lo que yo pude intuir, Jordi no había tenido relaciones duraderas. El
trabajo y sus continuos compromisos en Alicante y fuera de la ciudad no le habían
permitido formar una familia. Además, era un chico todavía muy joven.
—Pareces una mujer de armas tomar —me soltó de repente.
—Tengo mi carácter, pero no soy nadie en el fondo —respondí
tímidamente.
—Pues, en el pasillo, me pusiste de vuelta y media —dijo y empezó a reír.
—A veces me pasa. Me disparo. Es algo que tengo que corregir.
—No, Erika, me gustan las personas con carácter.
—Oye, cambiando de tema, ¿quién es Toby? Me tuviste veinte minutos
escuchando una conversación con tu madre y un tal Toby.
—Es verdad, perdona. Toby es un mastín que tienen mis padres. Se escapó
hace dos días y alguien lo había encontrado. Estaba en la perrera. Había que
rellenar unos papeles para que se lo entregaran a mi madre y la pobre no se
aclaraba —me comentó sin borrar esa sonrisa.
—¡Hostias! Y yo impacientándome, desde luego… —puse ojos en blanco.
En ese momento estaba sonando una canción de fondo que a mí me
encantaba, me puse a tararearla mientras él me miraba embobado, sonriendo, sin
perder ni un solo gesto de mi cara, pero es que Melendi, era mi debilidad.
Hoy le pido a mis sueños
Que te quiten la ropa
Que conviertan en besos
Todos mis intentos de morderte la boca.
—Tienes el arte del sur, aunque seas de Madrid.
—¿Nos estas llamando antipáticos a los de la capital?
—Para nada, pero me recuerdas a la gente del sur.
—¿Será porque mis padres son de Cádiz?
—¡Me lo temía! Lo llevas en las venas.
—¿Tanto se me nota?
—¡Sí! Sin dudas…
—Y zi hablo con la zeta —dije intentando parecer andaluza del todo.
—No todos los andaluces lo hacen —sonrió.
—Pero para parecer más —me encogí de hombros.
—Que petarda eres.
—Y tu empleado en oculto —bromeé
—Te saqué de quicio —negó recordando con la cabeza.
—¡Totalmente! Por poco te denuncio hasta en la Guardia Civil.
—¡Qué exagerada!
Cuando salimos de allí, decidió llevarme en su coche a un sitio que me iba a
gustar mucho. Se trataba de un pub que estaba al aire libre frente al mar. Se trataba
de La Tropicana. Allí nos sentamos y empezamos a beber toda clase de cócteles.
Estaban deliciosos, menos mal, que, al día siguiente, yo empezaría a trabajar por la
tarde. Por la mañana, tendría tiempo para recuperarme de la resaca, pues yo,
además, no tenía demasiada costumbre de trasnochar y mucho menos de beber
como lo estaba haciendo.
La compañía de Jordi me resultaba agradable. Hacía mucho tiempo que no
me sentía así. Me recordaba aquellos primeros encuentros que yo tuve con Rubén.
Pero no, no quería que aquello se pareciese a lo que yo en algún momento había
sentido por aquel gilipolla de mi ex novio. Ahora estaba a gusto con aquel chico,
cuya vida me parecía muy interesante. Su madurez y su forma de ver los negocios
hacían que su físico me gustara cada vez un poco más. Estuvimos escuchando
música mientras las olas del mar rompían en los acantilados. Las estrellas
comenzaban a brillar en el cielo y la temperatura, pese a ser ya de noche, no era
desapacible. Yo comencé a reír por cualquier cosa que él comentaba. Yo creo que él
se estaba dando cuenta de que yo había perdido el norte por culpa del alcohol. Sí,
me había emborrachado. Pero me daba igual porque me lo estaba pasando genial.
—Erika, creo que es hora de marcharnos.
—¿Me vas a llevar a casa? —pregunté yo bromeando, borracha perdida, no
voy a ocultarlo—. Ah, si mi casa es la tuya.
—Madre mía, creo que el vodka y el ron se te han subido a la cabeza.
Cuando llegué a mi habitación, sentí que mi corazón palpitaba con mucha
fuerza. Jordi me había gustado mucho. Por la mañana quedaríamos para
desayunar. No sé qué resultaría de todo aquello, pero lo que tenía claro es que
aquel chico estaba siendo un antidepresivo fenomenal para mí. Aquella noche
cerré los ojos y me dormí, pero dormí feliz, sin pensar en Rubén, solo pensaba en
aquel chico que había tenido la delicadeza de pedirme perdón con una rosa roja.
Después de arreglarme por la mañana, bajé al bar del hotel. Pedí un café y
allí estuve esperándolo un rato largo. Jordi no aparecía. Empecé a mosquearme y le
pregunté al camarero si sabía algo de su jefe con el que yo había quedado para
desayunar.
El camarero, extrañado por lo que le había dicho, me dijo que su jefe nos
acostumbraba a desayunar allí. Me quedé un tanto chafada. Pensé por un instante
que Jordi haría una excepción y que vendría a desayunar conmigo cuanto antes.
Seguramente se había retrasado por alguna llamada telefónica o por algún asunto
que concernía al funcionamiento del hotel. Pero no fue así. Finalmente, no
apareció. Me sentí estafada. Parecía que Jordi se había olvidado de nuestra cita.
Tampoco había llamado al bar o a recepción para darme una razón de su ausencia.
Pagué y me fui a dar una vuelta por Alicante. La luz de aquella ciudad me
encantaba. Se podía notar la brisa del mar y el olor a sal por entre sus calles.
Después de comprarme unos trapitos, regresé al hotel y, al entrar en la habitación,
volví a encontrarme con un nuevo ramo de flores. De nuevo, la ilusión vino a mi
corazón. Busqué una nota en el ramo, pero no encontré nada. Esperaba leer algo
parecido a “lo siento”, “no volverá a pasar”, “he tenido una urgencia”. Pero no
había ninguna nota, algo que me extrañó. Por la tarde, tenía que hacer de
intérprete en una nueva ponencia. Esta vez se trataba de una cocinera holandesa
que había inventado una impresora que imprimía papel comestible y de todos los
sabores. Había cada friki entre los cocineros que mejor no hablar.
Volví a hacer mi trabajo de una forma excelente. Aquel invento era una
caña. Todo el mundo estaba alucinando con la fotocopiadora que imprimía dibujos
de todos los aromas y sabores. Si querías un helado de vainilla, la impresora sacaba
un folio con el helado dibujado y con el mismo sabor que la vainilla.
Cuando terminó aquella conferencia me dieron la enhorabuena muchos de
mis colegas. El congreso acabaría el día siguiente y yo me tendría que marchar
viernes, un día después de la clausura. No vi a Jordi por ningún sitio. Cuando
llegué a la habitación, esperaba encontrar algún otro detalle. Pero no fue así. No
había nada más, salvo las flores que él me había ido dejando a lo largo de esos días.
Cuando estaba cambiándome de ropa para tomar un bocado en la habitación, antes
de acostarme, tocaron a la puerta. Yo me quedé un tanto pensativa.
Pensé por un momento que se trataba de algún compañero o alguna
compañera que necesitaba alguna aclaración con algún texto que debían traducir.
Me puse el albornoz y, al abrir la puerta, me encontré a Jordi con su sonrisa
hipnótica, aunque tenía mala cara. Lo saludé de una forma seca y cortante. Me
pidió entrar y yo le dije que lo hiciera puesto que era su hotel. Tuvo que notar por
mis palabras que yo estaba un tanto enfadada por haberme dejado sola a la hora
del desayuno.
—Perdona, Erika. He tenido una mañana de locos. Ingresaron anoche a mi
padre en Urgencias. Llevo toda la noche allí. Me olvidé de todo. Para colmo, me
dejé el móvil con el cargador en casa. Mi madre me llamó desesperada y salí
pitando con el coche.
—No pasa nada, no pasa nada. Pero, ¿cómo está tu padre?
—Parece que todo va a quedar en un susto. Han conseguido estabilizarlo,
menos mal. He pasado a propósito por aquí para pedirte disculpas. Tenía que
haberte avisado, Erika. Lo lamento mucho —dijo él muy dolido.
—Bueno, tampoco vamos a hacer de todo esto un drama, Jordi. Tranquilo.
Ahora tienes que tranquilizarte, ¿me oyes?
—Gracias…
—No hay de qué, las cosas pasan y tienen su lugar, esto era importante y
primordial.
Yo había aceptado sus disculpas y pasé página. Al verme con el albornoz y,
puesto que yo solo llevaba la lencería debajo, sentí que él estaba un tanto
incómodo. A mí me gustó que él se pusiera nervioso. La verdad es que no había
reparado en que estaba casi en cueros. Quizás tenía que haberme vestido y no
haber estado allí, delante de él, con mi simple albornoz por encima.
Pude ver que él me estaba desnudando con la mirada. De repente, cogió el
teléfono de la mesita y mandó traer una botella de champán. Yo estaba encantada
de que él hubiese hecho, porque eso significaba que se iba a quedar un rato largo.
El champán de nuevo comenzó a hacer de las suyas en mi organismo. Yo
comencé a reír por todo y, sin saber muy bien cómo pasó, yo lo besé en la mejilla y
él me preguntó por qué había hecho eso. Yo le dije que simplemente me apetecía.
Entonces él me pidió permiso para besarme. Parecíamos dos idiotas. Yo le
dije que no había ningún problema y entonces él lo hizo en los labios, lentamente,
muy despacio. Lo mejor de todo es que sentí que él temblaba, que él tenía miedo,
como si fuese una persona inexperta en lo que al amor se refiere. Aquella muestra
de fragilidad me conquistó y yo me lancé a por él cual leona que caza gacelas en la
sabana. Le quité la chaqueta y la camisa.
Él estaba un poco asustado, por no decir acojonado. No esperaba mi
reacción. Pero yo tenía ganas de tirármelo, tenía ganas de deshacerme del recuerdo
de Rubén. Tenía la oportunidad con aquel chico que no estaba nada mal y que
además me había atrapado por su inteligencia y por su forma de hablar. A veces
uno tiene la sensación de que se enamora de un pene, pero no es así. Las mujeres
nos enamoramos también de un cerebro y aquel chico lo tenía, y eso me ponía a
cien.
Hicimos el amor apasionadamente. Yo guiaba a Jordi y él estuvo a la altura
de las circunstancias. Lo pasé genial. Lo pasé como nunca. Me encantaba aquel
chico. Cuando caímos rendidos en la cama, yo miré al techo. Mi corazón y lo que
no era mi corazón ardían. A los pocos minutos, pude escuchar la respiración de
Jordi. Estaba dormido. Yo lo miré y sentí que me estaba enamorando.
Pero también tenía que ser consciente de que aquella aventura no podía
durar mucho, puesto que yo me iba de Alicante una vez que acabará mañana la
última jornada de aquel encuentro gastronómico. De todas formas, podríamos
seguir en contacto. A lo mejor él podía ir los fines de semanas a Madrid. Estaba
reproduciendo el cuento de la lechera en mi cabeza. Aquello no iba a suceder. Yo
volvería a mi vida aburrida y monótona en Madrid, malviviendo de mis
traducciones y de mi trabajo de intérprete.
Cerré los ojos y me dormí. Yo también estaba agotada. Además, los efectos
del champán me estaban pasando factura. Al despertar, pensé que Jordi no estaría
mi lado. Pero él estaba allí. De nuevo, nos miramos y, sin decirnos nada,
comenzamos a hacer el amor. Esta vez no fui yo la que lo guiaba, sino que fue él el
que me atrapó entre sus piernas cual tenazas de escorpión en el desierto.
Empezó a besarme suavemente para comenzar a devorar cada uno de mis
pechos. Yo estaba muy excitada. Noté que su erección era firme y no pude
aguantarme. Enseguida me puse encima de él para que su miembro entrara en mí.
Yo estaba muy excitada y él, al comprobar que yo gemía como una loca, se excitó
todavía más. Aquel polvo estaba resultando fantástico. Se podía escuchar además
el eco de las olas desde la cama. Las primeras luces del amanecer entraban por la
ventana y doraban nuestros cuerpos que estaban unidos, el uno con el otro, el uno
para el otro.
—Me encantas
Aquella frase que me había soltando mientras entraba y salía de mí, me
había dejado caos, me había matado, me había hechizado, sonreí como una idiota
mientras mi respiración cada vez estaba más acelerada.
Yo seguía gimiendo de mi placer y Jordi, pese haber tenido ya un orgasmo,
siguió dentro de mí, embistiendo cual búfalo contra otro macho por la custodia de
la manada. Me di cuenta de que aquel chico tenía un fondo físico increíble. Nunca
había experimentado algo así.
Mi orgasmo fue genial, el mejor que había tenido hasta la fecha. Miré a Jordi
con ansiedad de comérmelo allí mismo. Había sido tierno al mismo tiempo que
salvaje. Me encantó aquella mezcla tan explosiva.
En principio, no tenía que intervenir el último día del congreso. Solamente
tenía que estar localizable por si era necesaria. Jordi me pidió que pasáramos
juntos mi último día.
Y eso hicimos. Nos pusimos ropa cómoda y salimos hacia la playa.
Estuvimos paseando por la orilla más de dos horas. Hablamos de muchas cosas. Le
confesé mi fracaso con mis relaciones anteriores y él no lo entendía, porque me dijo
varias veces que yo era una chica que merecía la pena.
—Eres un pelota, ¿sabes, Jordi?
—No, hablo en serio. Eres una tía genial y además… —se calló de repente.
—¿Qué ibas a decir? Dilo.
—Bueno, pero no te enfades, que además tienes un polvo fantástico, ¿sabes?
—añadió riendo.
—Así me gusta, Jordi. Que digas la verdad —dije yo para rematar.
¿No habéis tenido nunca la sensación de haber estado con una persona muy
poco tiempo y es como si la conocieses de toda la vida? Eso me pasaba a mí con
aquel chico.
—Así que soy buena en la cama… —saqué mi lengua bromeando
—Eres perfecta, eres lo que llevaba mucho tiempo deseando…
—¡Qué alegría! —solté una carcajada
—Eres tremenda, hablo en serio y te ríes —negó con la cabeza mientras
sonreía.
—¿Quieres que llore? —pregunte bromeando.
—Para nada, no me gustaría verte llorar —decía mientras me pasaba el
hombro por el brazo y me tiraba hacia él para besarme.
Fuimos a comer al mismo restaurante del día anterior. Luego, regresamos al
hotel. Pero esta vez no fuimos a mi habitación, sino que me llevó a una de las suites
de lujo que disponía para los mejores clientes. Aquella habitación era espectacular.
Había una cama redonda y tan grande como una plaza de toros. Yo me puse a
saltar sobre el colchón como si fuera una niña pequeña. Jordi no paraba de reírse.
Al final caí sobre el colchón para recuperar el aliento y entonces él se lanzó sobre
mí. Ya no cuento lo que pasó después. Nos sorprendió la noche dentro de la cama.
No hubo palabras a lo largo de la tarde, sino solo caricias. Me encantaba que
me abrazara. Sentía que estaba en el séptimo cielo. Ojalá me invitasen a más
congresos de gastronomía en Alicante, dije en un momento y Jordi se rió.
Nos quedaba solo una noche. Al día siguiente, tenía que coger el tren para
volver a Madrid. No me apetecía nada. Cuando nos vestimos, Jordi me llevó al
centro de Alicante. Allí había un restaurante argentino, La Parrilla, donde servían
unas carnes estupendas. Bebimos un buen vino y yo comí más que nunca. Había
gastado demasiadas energías. Estaba emocionada al ver que aquel chico me había
conquistado. Lo que me daba más pena es que todo aquel sueño, más propio de un
cuento de hadas que de la vida real, se iba a acabar enseguida. Mi cuento particular
de príncipes y princesas se esfumaría una vez que yo cogiera el AVE.
—Quiero proponerte una cosa, Erika.
—Dime. ¿De qué se trata?
—No me vendría nada mal tener a una intérprete de inglés y francés fija en
el hotel. Además, podrías formar también a mis empleados —dijo él con tono
grave.
—¿Lo dices en serio?
—Nunca he hablado tan en serio en mi vida —dijo él poniendo morritos a
continuación.
—Pero…
—Los peros que quieras, pero te prometo que te lo pondré todo muy fácil,
solo quiero que te quedes.
—Yo también lo deseo.
—¿Entonces?
Al escuchar aquella propuesta, no me lo pensé dos veces. Mi cuento de
hadas no tenía por qué acabarse al día siguiente. Yo no era ninguna Cenicienta. No
había ninguna razón de peso para que yo regresara a Madrid. Es cierto que allí
tenía a mi familia y a mis amigos, pero los podría ver en cualquier momento. No
me iba a vivir a la pampa argentina ni a Estambul. Iba a vivir en Alicante. Lo poco
que había visto de la ciudad me había encantado y, sobre todo, Jordi me había
atrapado.
No podía decir que no. Mi corazón me estaba empujando a cometer aquella
locura. Trabajaría en el hotel junto a él. No me lo pensé dos veces y dije que sí.
Su cara irradiaba felicidad. Se puso muy contento cuando me oyó decir de
mis labios que yo me quedaba en el hotel. Aquella noche fue maravillosa.
Volvimos a la suite. Brindamos con champán. De nuevo, el champán hizo que yo
me riera por cualquier tontería. Mientras yo me reía, él me bajaba la cremallera de
mi vestido con mucho cuidado. Mi vestido negro cayó sobre el suelo como si yo
hubiese mudado de piel de repente.
Me di cuenta entonces de que el amor te espera en el lugar que menos
pensabas. También me di cuenta de que, tras el fracaso, también viene la
oportunidad. Que la esperanza no hay que perderla. Porque a veces puede tener el
nombre de Jordi.
Que las personas que llaman locuras a cosas como estas, es que no están
muy vivas y yo lo estaba más que nunca…
DULCE LOCURA
Fanny Ramírez
Valeria
A causa de mis desvelos, luzco unas bonitas ojeras bajo mis ojos. Y es que
tener dos trabajos no me deja tiempo ni para rascarme el ombligo a gusto. ¿Cómo
hacerlo si el único tiempo libre que tengo lo dedico a intentar dormir?
Ando como alma en pena, con los ojos medio cerrados, por la acera
abarrotada de gente. Es lo que tiene vivir en un lugar grande, con más de tres
millones de habitantes. Y uno de ellos, soy yo. Sí, la que camina arrastrando los
pies, vestida con un pesado abrigo marrón, con el tamaño de un Umpa Lumpa y
cabreada con el mundo. Siempre me lo dijo mi madre: «Apuntas demasiado alto,
Valeria», pero yo no la escuchaba, no cuando mi meta ha sido siempre la luna, para
poder alcanzar, como mínimo, las estrellas.
Mi sueño siempre ha sido viajar, conocer gente y comer. Comer de todo lo
habido y por haber. Gracias a Dios, mi constitución no es como la de una albóndiga
y más bien tiro para delgadilla, pero con las curvas bien puestas en su sitio, eso sí.
El repiquetear de mis botas en el suelo, me abstrae del ruido bullicioso que
me envuelve. Tanto es así que no me percato cuando alguien se choca conmigo
como una bola de demolición, haciéndome caer de culo en la acera fría y mojada
de haber llovido toda la noche y parte de la mañana.
—¡Ouch! —tengo ganas de hacerme bolita y llorar, lo juro.
Un dolor agudo pincha en mi zona lumbar, por decirlo finamente. Más bien
siento como si miles de cuchillos se estuvieran hincando en mi culo. Más
concretamente en toda la rabadilla. Sí… soy muy específica…
—¡Dios, lo siento tanto! No la he visto… —unas manos con sus respectivos
brazos, que claramente pertenecen a un hombre, agarran mi cintura, poniéndome
de pie casi al instante. Como si mi gran pandero, ahora lastimado, no pesara más
que una pluma.
—Cómo duele, joder… —consigo modular a duras penas. Y lloro. Lloro
mientras sobo la parte afectada.
Cualquiera que me viera, hay muchísima gente si no lo he recalcado antes,
pensaría que tengo unas almorranas del tamaño de un caballo.
—¿Te acompaño a un médico? No sabes cuánto lo siento…
La voz del muchacho me hace abrir los ojos de par en par. Una cosa voy a
explicar: soy lenta, malditamente lenta para reaccionar y más cuando he dormido
apenas dos horas. Y aunque llevo todo el rato sabiendo que un hombre, con voz
bonita y con una fuerza sobrehumana, me ha hecho caer al suelo, no es hasta ahora
que soy verdaderamente consciente de ello.
Alzo la cabeza, con miedo a lo que me pueda encontrar. Otra cosa que me
pasa es que tengo pánico a las primeras impresiones. Habiendo visto los lustrosos
zapatos marrones del hombre, los pantalones de pinza claros, bien planchados y el
jersey de punto más suave que he visto jamás, me da a entender que está forrado
hasta los dientes.
Observo la protuberancia que sobresale de su garganta con demasiada
atención. Su nuez de Adán se mueve al tragar y me digo que ya es hora de seguir
mirando, antes de que me suelte y salga corriendo despavorido. Porque sí, aun me
tiene agarrada de las caderas, donde su toque me está dando unos sofocos, que ni
la calefacción de mi casa en sus mejores tiempos.
Su barbilla, cuadrada y cubierta de pelo castaño me hace suspirar. Si hay
otra cosa que ame más, es a un hombre con barba. De esas recortaditas, dando la
impresión de no haberse afeitado en una semana. Por eso el miedo incrementa a
medida que voy subiendo por su rostro hasta encontrarme con unos labios llenos,
rosados y brillantes. Como si se pasara las horas chupándoselos. Su nariz es recta,
fina y con una leve torcedura a la izquierda. Eso me hace sonreír, no todo puede
tenerlo perfecto… sigo mi recorrido hasta sus ojos.
El alma se me cae a los pies y el suelo parece temblar bajo mis zapatos. Sus
ojos, verdes como un bosque frondoso, me atraen. Hasta puedo escuchar pajarillos
piando y el viento silbando entre las hojas.
—Será mejor que te lleve a un médico, parece que te diste en la cabeza.
Miro sus labios, moviéndose, articulando palabras que no logro siquiera
escuchar ni comprender. Pero cuando soy alzada en vilo, me agarro a sus hombros
y chillo como una posesa. Bueno, tanto no. Solo suelto un gritito de lo más imbécil
y me intento zafar de su agarre. No es porque no me guste, nada más lejos de la
realidad, si no que estar tan pegada a él me hace querer besarlo hasta dejarlo seco.
Sobarlo hasta quedarme sin huellas dactilares o él sin sensibilidad en la piel.
—Deja de patalear, te llevaré a un médico, no te haré ningún daño.
—Puedo andar sola…
Mi voz lo hace pararse en seco y mirarme como si lo que ha salido de mi
boca fuera un caso fuera de lo común.
—¡Hablas! —exclama él, sonriendo, haciendo brillar el bosque que tiene
atrapado en los ojos y haciéndome babear a mí.
—Claro que hablo, solo soy un poco lenta en las mañanas.
El chico, de no más de veinticinco, me observa con picardía y humor. Tengo
la sensación de que en cualquier momento soltaría una gran carcajada. ¿Tanta
gracia le hacía?
—Bueno, señorita lenta en las mañanas, ¿me deja llevarla a un médico?
—No es necesario, solo quiero que me suelte si no quiere que me enamore
de usted.
Su risa aumenta de decibelios y mi corazón sale despavorido de mi pecho.
«¡Vuelve, cobarde!»
—Es la cosa más bonita que me han dicho jamás.
—¿Ni tu novia? —su sonrisa decae.
—Ni ella… —contesta tan bajo que me cuesta escucharlo.
Sus brazos se deslizan de detrás de mis rodillas y me deja de pie en el suelo.
Ahora estamos cerca, muy, muy cerca… tanto que puedo percibir el olor a gel que
lleva impregnado en la piel. Nada de colonias, ni perfumes… este hombre huele a
limpio.
«Valeria… no te enamores…»
—Demasiado tarde…
—¿Qué? —pregunta haciéndome reaccionar.
Doy un brinco y me alejo de su tacto como si me quemara, pero mi cuerpo y
corazón protestan queriendo volver a su lado. No lo hago obviamente.
—Nada… a veces pienso en voz alta.
—¿Seguro que estás bien?
Asiento repetidamente, pareciéndome a uno de esos perritos que mi padre
ponía en la bandeja del coche y retuerzo mis dedos a la altura de mi estómago. La
incomodidad da paso a la tensión y ya cuando su mano se alza hasta su pelo,
frotando su nuca, sé que se va a ir.
—Será mejor…
—Sí, me tengo que ir.
Él asiente y cuando voy a pasar por su lado para irme hacia la dirección por
la que estaba yendo antes, sin tener idea de hacia dónde mierda iba, su mano
agarra mi codo.
—¿Cómo te llamas?
—¿Y tú? —le pregunto de vuelva, mirándolo sobre mi hombro.
Él suelta una carcajada a la vez que su móvil empieza a sonar como loco. Lo
saca de su bolsillo, pero no descuelga, se queda allí parado, observándome.
—Dime tu nombre… —demanda.
—Valeria.
Me guiña un ojo, se coloca el móvil en la oreja y, tras sonreírme, cruza la
calle para luego adentrarse en el gran edificio de ventanales gigantescos y puertas
giratorias.
¡Y no me dijo su nombre! El muy tramposo…
Termino de colocar las servilletas en las mesas y escucho el resoplido de mi
querida amiga Alex justo tras de mí.
—¿Pero no te dijo quién era?
—No, solo me preguntó mi nombre y se marchó.
—Bueno, al menos se molestó en disculparse por tirarte al suelo de un
empujón, el muy bestia.
—No me empujó, Alex… ya te dije que fue sin querer. Tanto él como yo
estábamos despistados. Yo por el sueño y él…
Me quedo pensando en qué estaría él haciendo para chocarse conmigo. Mi
estúpido corazón se cree que lo hizo a posta, a propósito, pero descarto esa idea
tan rápido como aparece.
—No tengo idea…
Sigo con mi tarea mientras lo único que ocupa mi mente es él. Su sonrisa
preciosa, de dientes blancos y alineados, sus labios gorditos y suculentos… tanto es
mi embobe que la mañana se me pasa volando y ya es hora de ir a casa.
Alex y yo caminamos una al lado de la otra, charlando de cualquier cosa
hasta que algo capta mi atención. Estamos justo donde me caí esta mañana y miro
hacia el edificio donde él entró. ¿Puede ser que aún esté ahí?
—¿Qué haces?
—Creo que es ahí donde trabaja…
—¿Quién?
La miro con los ojos entrecerrados y ella resopla una vez que cae en la
cuenta de a quién me refiero.
—Deja la tontería y vámonos. Ni que fuera Brad Pitt…
—Ese no, más bien un Cristian Grey, pero más sexy y simpático —digo
imaginándome toda clase de escenas excitantes.
Escucho la carcajada sonora de mi amiga haciendo que varios de los que por
allí caminan se giren a vernos.
—¿Cristian Grey? ¿En serio? No te veo yo a ti muy dispuesta a recibir ni un
par de azotes, cuanto más una sesión sado.
—¿Por qué no? Los azotes pueden ser excitantes… —intento defenderme.
Pero ella se vuelve a carcajear de lo lindo. La agarro del brazo y me la llevo,
cruzando la calle una vez que veo que no hay peligro de que nos atropellen y entre
quejas, hago que se agache junto a mí, escondiéndonos detrás de los contenedores
de basura.
—¿Pero qué…?
—Shhhh…—tapo su boca antes de que siga gritando y haga que nos
descubran.
—¿Estás loca? ¿Qué demonios haces? —dice a susurros una vez que se
deshace de mis manos.
—Quiero verlo otra vez…
—Tú estás mal, eh… —comenta después de unos segundos en los que se los
pasa observándome como si me faltara un tornillo. —¿Y qué se supone que le vas a
decir si te descubre aquí?
Me quedo pensando durante unos instantes hasta que la bombilla se me
enciende.
—Le diré que vine a comprar algo… es una empresa, ¿no? Algo tienen que
vender… ¿Folios?
Alex se levanta, saliendo de nuestro escondite y tras decirme, muy digna
ella: “No cuentes conmigo, estás loca”, se va calle arriba dirección a su
apartamento.
Ruedo los ojos y me siento en la acera para esperar si en cualquier momento
sale o entra al edificio y puedo verlo. Apenas son la una del mediodía y
seguramente haya salido a comer. Los coches van de una dirección a otra y no es
hasta pasada una media hora, que no veo su hermoso cuerpo trajeado salir de un
coche negro seguido de un señor igualmente vestido de traje y una señorita rubia,
que ni las Barbies en sus mejores tiempos.
Me pongo de cuclillas para poder observarlo mejor. Está riendo por algo
que el señor le ha dicho y juro que el recuerdo que tengo en mi memoria no le hace
justicia. Es tan guapo… que hasta ganas de llorar tengo.
Ellos caminan, ella agarrada de su brazo y él hablando con el otro hombre,
hacia el edificio. Me agarro al borde del cubo, pasando por alto el hedor tan
desagradable que desprende, para verlo mejor. Cuando está a un palmo de
distancia, el cubo que no se me ocurrió pensar que tiene ruedas, se desliza hacia
delante, haciendo que por inercia lo agarre en dirección contraria. Estoy a punto de
volcarlo hacia mí, pero gracias a mis increíbles reflejos, consigo estabilizarlo. Me
agacho con el corazón a mil por hora, escondiéndome de nuevo tras el cubo.
Seguramente se han percatado del jaleo que he montado, pero si la suerte está de
mi lado, pensarán que haya sido un gato o algo parecido.
Unas pisadas resuenan en el acerado, acercándose hacia donde estoy yo. Mi
respiración empieza a acelerarse de nuevo y giro mi cabeza de derecha a izquierda,
intentando buscar una vía de escape. Los pasos suenan cada vez más cerca y no se
me ocurre otra cosa que hacerme una bolita en el rincón.
Siento una presencia, imponente y grande tras de mí. Ojalá el suelo se
abriera y me tragara…
—¿Valeria?
Mis ojos se abren de par en par y decido hacer lo más estúpido que se me
podía ocurrir.
—¡Miau! —joder… parezco una rata ahogándose— ¡Miiiiiaaaaaauuuu!...—
sí, mejor…
Su risa calienta mi cuerpo al mismo tiempo que el nerviosismo acapara todo
mi ser.
—Sé que eres tú, Valeria…
Me levanto de golpe, con una sonrisa más falsa que un billete de trescientos
euros, y me acerco a él como si no lo hubiera visto hasta ahora. Si no me tomaba
por una loca demente, este hombre es demasiado bueno, para ser real.
—¡Hombre, hola… tú…! —su sonrisa se ensancha dejando entrever sus
dientes alineados y blancos. Como si lo único que comiera fuera pasta dental.
—¿Qué haces aquí?
Un carraspeo me hace acordarme de que no estamos solos. La señorita de
labios rojos, ojos azules, tacones de infarto y vestido negro entubado, me mira
como si quisiera asesinarme. El señor parece más bien descolocado y divertido a
partes iguales.
—Ahora voy, padre. Estela, espérame en mi oficina…
—Pero Héctor…
—Vamos, Estela. —interrumpe el padre de mi Héctor Grey, llevándosela
hacia dentro.
—¿Qué haces aquí? —vuelve a reiterar.
—Pues… —me muerdo los carrillos intentando pensar una mejor excusa
que la de los folios. Repaso todas las pelis que he visto en mi vida, en las que
saliera oficinas, edificios, empresas… —Vengo a comprar acciones, quiero
acciones. Me dijeron que estaban en oferta y pues… a eso vine, a comprar algunas.
—sonrío ampliamente después de la retahíla que suelto y retuerzo mis dedos en mi
espalda, esperando su reacción.
Sus ojos escrutan mi cara, cada poro, peca y centímetro de esta y sus pupilas
se dilatan al mismo tiempo que sus labios se estiran. Lanza una risa al aire, de esas
en la que tienes que agarrarte el estómago. Y aunque suene estúpido y en realidad
lo que está haciendo es reírse de mí en mis narices, mi corazón da un nuevo pálpito
seguido de otros miles más.
Cuando ya para de reír, tengo que obligar a mi cara a enfurruñarse. Él niega
y se seca del rostro, con las manos, las lágrimas que han salido de sus ojos de tanto
reír.
—¿De dónde has salido y por qué coño no has aparecido antes?
Después de remitir los resquicios de su risa, se queda observándome
maravillado. Sé que le gusto, lo sé porque puedo leer su mirada. Puedo sentir la
atracción que hay entre los dos. Y eso me llena de alegría.
Pero la dicha me dura poco. La rubia siliconada con complejo de muñeca
hinchable, sale como un vendaval, enganchando su brazo al de él.
Sí, parece ser que la tipa es su novia.
La felicidad se esfuma de mi cuerpo a la velocidad de la luz. Mi labio
inferior empieza a temblar y, antes de que me vean llorar, paso por su lado y me
voy.
Escuchando cómo me llama a lo lejos.
Por el camino, entre sorbidos y sollozos silenciosos, entro en el
supermercado que está en la esquina, junto a mi piso. Me seco la cara con las
mangas de la chaqueta y sigo por el camino de los lácteos, haciéndome la digna.
Nunca he sido una loca enamoradiza, es más, creo que de los pocos novios que
tuve, jamás me he llegado a enamorar. Y ahora voy, conozco a un tipo de la peor
manera posible, cayendo de culo espatarrada, y ¡pum!, mi estómago se revuelve
cada vez que pienso en él y solo deseo arrebujarme en su costado y echar raíces.
Agarro un gigantesco bote de helado de chocolate y una caja de galletitas
baja en calorías y me dirijo a la caja a pagar. Mi amiga en este caso me diría: “Eso
es como comerte un caballo y pedirte una Coca-Cola Light, una estupidez.”
Ruedo los ojos ante ese pensamiento y pago por mis cosas antes de irme. Si
hay otra cosa que hago muy bien, es hacer lo que me sale del potorro. No consiento
que nadie me dé órdenes ni me diga cómo tengo que hacer cualquier cosa en mi
vida privada. Solo mis jefes tienen el derecho a exigirme, y solo porque me dan de
comer.
Ando por la acera un par de metros hasta que llego a mi portal, según mi
reloj, tengo tres horas para zamparme el helado y media caja de galletas. También
para ver una peli de esas de amor en la que luego muere alguien, dejándote hecha
un despojo humano.
Sí, un plan perfecto cuando se sufre mal de amores.
Subo las escaleras, ya que ir en ascensor me da auténtico pavor. Por no decir
que me cago patas abajo cada vez que veo ese habitáculo del demonio. Debe ser
porque de pequeña me quedé encerrada en uno, sola, y no me sacaron hasta cuatro
horas después, que fueron lo que tardaron en darse cuenta de mi desaparición.
Cuando llego a casa, me recibe el silencio de mi hogar. Mi labio tiembla de
nuevo y, sin pensármelo, saco el bote de helado, lo abro y meto el dedo para luego
llevarme un buen pegote a la boca. Voy a la cocina, meto el bote en el congelador,
las galletitas las dejo encima de la encimera y me encamino hacia el cuarto de baño.
Necesito una ducha caliente y entonces podré disfrutar de mi plan de solterona.
Una vez que estoy vestida con unos vaqueros y mi bonita camisa azul,
agarro mis tesoros, los amontono en la mesa y acciono el DVD, decantándome por
Titanic.
Entre lágrimas y comer como una ceporra, paso el tiempo hasta que la
alarma suena, haciéndome dar cuenta de que ya tengo que ir a trabajar al
restaurante.
La tripa me duele y es que almorzar helado y galletas solo se me ocurre a
mí. Pero eso sí… el despecho está castigado en un cajón de mi mente, a buen
recaudo. Lo que me faltaba ya es que pareciera una imbécil llorando por los
rincones en el trabajo.
Una vez llego, me coloco el uniforme que consiste: en pantalones negros y
camisa del mismo color con ribetes rojos en los extremos de las mangas, con el logo
del restaurante en la pechera.
Con lo cómoda que voy en la cafetería, que solo con ponerme un bonito
delantal amarillo encima de mi ropa, va que chuta; aquí tengo que ponerme este
crimen contra la moda. No es para nada sexy ni bonito y contando que el pantalón
me queda tan estrecho que casi no puede agacharme y la maldita camisa a botones
deja ver mi escote mucho más de lo que quisiera, soy todo un espectáculo digno de
ver.
Me gusta gustar, eso sí, soy coqueta como yo sola. Me gusta hacer que un
hombre me mire y diga en su mente: ¡pero qué bombón! Pero lo que consigo con
este maldito uniforme, que no sé por qué mierdas mi jefe no me da una tallita más,
aunque sea, es que me tomen por una cualquiera.
El servicio de cenas empieza y la gente comienza a llegar en bandada. Eso
es otra cosa que odio de este trabajo, en vez de venir de a poco, una vez llega la
hora de cenar entran todos que parecen moscas yendo hacia la mierda. Aunque el
concepto más acertado para la clase de gente que aquí frecuenta es más bien: Como
ricos al caviar. Y es que muchos de ellos hasta en la tele los he visto.
Llevo cuatro años trabajando aquí y ya me he acostumbrado a ver de todo.
Ya me imagináis mi primer día y encontrarme al mismísimo Mario Casas
comiendo junto con su familia… caí de rodillas junto a él y si no hubiera sido
porque mi compañero me sacó de allí, hubiera hecho el ridículo.
Sirvo mis mesas asignadas y llevo bebidas y aperitivos. La elegancia y la
pomposidad se respiran en el aire y tengo que reprimir una arcada. Mi colonia de
imitación, huele veinte veces mejor que todos aquellos perfumes con olores
prácticamente parecidos.
Me dirijo a la mesa seis, de dos comensales. Mi compañero, el sommelier, me
dio la orden del vino escogido y, con todo mi arte, llevo la bandeja con el vino
abierto y las copas. El primer impacto hace que mi corazón se dispare y las manos
me tiemblen. La bandeja se tambalea, el vino se cae y las copas, gracias a Dios, se
rompen en la bandeja y no en el suelo o en la mesa.
Una mancha gigantesca cubre su bonito pelo y vestido color blanco. Yo no
hago más que mirarlo a él. Mientras que su acompañante chilla desquiciada y
fuera de sí, lo inútil que soy. Por fin su mirada me suelta y puedo respirar. Parece
como si no lo hubiera hecho en meses, estoy ahogada.
La mujer luego de echar sapos y culebras sobre mí, y yo quedármela
mirando como si nada, se va despavorida hacia el baño. Por el momento que duró
el pataleo, el murmullo cesó, pero ahora todos comen y beben como si no hubiera
pasado nada. Hasta la música parece volver a reproducirse.
Coloco la bandeja en la mesa y empiezo a recoger los platos manchados de
vino para después cambiar el mantel. De reojo veo cómo Héctor se aguanta la risa,
tapándose la boca. Una vez que acabo de colocar los nuevos utensilios y demás, su
voz me detiene cuando voy a marcharme.
—Ten más cuidado la próxima vez… las manchas de vino son imposibles
de quitar y ese vestido cuesta mucho dinero…
Miro sus ojos. Hay un claro desafío implícito en ellos, como también estoy
segura que el coste del vestido le importa una soberana mierda. Y otra cosa de la
que tengo constancia es que tiene ganas de tirarse al suelo y reírse a carcajadas. Y
no corta ni perezosa, digo todo lo que pienso:
—Es una arpía, le ha venido bien que alguien le haya apagado los humos. Y
por si no te has dado cuenta, no es tan glamurosa con el maquillaje corrido.
Apuesto a que la belleza que rezuma, no es la misma recién levantada. Con sus
respectivas legañas y sin potingues en la piel.
Él me observa, callado, mudo. Pero sus ojos dicen que mis palabras lo han
descolocado.
—¿Es que no tienes filtro?
—¿Esa es una pregunta trampa?
Las comisuras de sus labios tiemblan y, sin vergüenza, lanza una carcajada
de aquellas que tanto me gustan.
—Tu novio no se aburrirá contigo… —dice entre risas.
Yo le voy a contestar cuando la presencia de la bicha nos corta el rollo. Su
vestido ya no es blanco impoluto, tiene manchas oscuras por doquier.
Héctor vuelve a estar serio.
—¡Le habrás puesto en su lugar! —refunfuña una vez se sienta en su silla
como si fuera miss España.
—Ha sido un accidente, cariño… —intenta él calmarla.
—¡Y un cuerno! —ladra tirando la servilleta de mala gana, que previamente
estaba bien doblada sobre el plato.
Me disculpo con ella cuando la presencia de mi jefe se alza en mi espalda y
él se encarga de arreglar lo sucedido. Apuesto mi sueldo a que, gracias a mí, esos
dos cenarán gratis.
Después de la regañina que me da mi jefe y de hacerme prometer que
tendré más cuidado a partir de ahora, me largo al baño a descansar un rato. No sé
cuánto tiempo me llevo metida en el cubículo cuando escucho la puerta abrirse y
cerrarse. Me digo que ya es hora de salir y cuando abro, lo veo allí. Frente a mí,
tarareando. Con los pantalones desabrochados y orinando como si nada. Como si
el sonido de su pipí no fuera lo más bonito que he escuchado nunca…
Su cabeza se alza y nuestros ojos se encuentran en el espejo. Él pega un
brinco al mismo tiempo que se acerca al orinal, casi incrustándose en él.
—¿Qué haces aquí? Sabes que es el baño de hombres, ¿cierto?
Él termina de hacer sus necesidades y se abrocha los pantalones para
después girarse hacia mí, metiéndose la camisa por dentro.
—¿Y quién te dice a ti que yo no lo soy?
Se deja caer en la pared, se cruza de brazos y con esa sonrisa canalla que
hace que los vellos se me pongan de punta, me observa desde la punta de mi
cabeza, deteniéndose en la curva de mis pechos, pasando por mis caderas y vuelta
a mis ojos. Todo sin siquiera pestañear. Como si no quisiera perderse nada de mí.
—No lo creo… —dice acercándose unos cuantos pasos hacia mí.
Yo me chocó contra la puerta tras mi espalda.
—¿Y por qué no? A lo mejor tengo un pene más grande que el tuyo…
Su risa corta el aire y da dos pasos más, hasta dejarse caer de costado sobre
la misma puerta en la que estoy apoyada. Ahora está cerca de mí, tan cerca que
puedo ver el bosque de sus ojos.
—¿Y dónde lo guardas? —pregunta mirando hacia mi entrepierna.
Automáticamente aprieto mis muslos.
—¿Dónde lo guardas tú?
Su sonrisa se ladea y su cara se inclina hacia la mía. Su respiración mueve
mi flequillo y su aliento golpea mi nariz y labios.
—¿Estás intentando provocarme?
“¡Eso digo yo! ¿Es que quieres provocarle? ¿Qué pretendes, que te enseñe el
pene?”
—Sí… —contesto a la voz de mi conciencia.
—¿Sí? —pregunta él enjaulándome con sus brazos. Mirándome fijamente a
los ojos, con las pupilas completamente dilatadas, haciendo desaparecer el follaje
de las hojas bajo nubes negras.
—No… —susurro.
Cierro los ojos cuando su cercanía se hace demasiado intensa para mí. La
tensión del ambiente se puede tocar. Al igual que parece como mi sentido común,
si es que tengo alguno, se esfuma. Me embriago con su rico olor y puedo sentir
cómo, poco a poco, su boca se acerca a la mía.
Cuando estoy por gemir de verdadero placer, la puerta de entrada se abre,
rompiendo la magia. Con la mala suerte que mi mano que agarra la manija de la
puerta de detrás de mí, hace que se abra y caiga dentro del cubículo cayendo de
culo en el váter.
—¡Dios! ¿Estás bien?
Sus manos agarran mis brazos y me alzan ante la atenta mirada del hombre
que ha entrado. Y muerta de miedo, me zafo de su agarre y salgo del baño.
He estado a punto de besarle… a punto de besar a un hombre
comprometido, si no es que está casado.
Si hay otra cosa que no consiento en esta vida, es ser la otra de alguien. Un
segundo plato, la puta la cual ningunea a su antojo, mientras que tiene a su esposa
esperando en casa con los niños y la cena puesta.
Enfadada conmigo misma y hecha un basilisco, me pongo a trabajar. No lo
vuelvo a ver en lo que resta de noche y es que cambio mis mesas por las de David,
que están en el extremo contrario a donde él cena con su novia. No tengo la
mínima gana de verlo tontear con ella cuando, pocos minutos antes, había estado a
punto de besarme.
Pasan los días, una semana concretamente, y aquí estoy. Plantada en la
acera, pasando mi peso de un pie a otro, justo en frente del edificio donde trabaja.
No sé en realidad qué pretendo hacer aquí, siquiera sé qué haría si llego a verlo. La
última vez por poco nos besamos y, aunque ese día acabé indignada y enfadada,
ahora me muero por hacerlo con todas mis ganas. De sentir sus manos quemando
mi piel, de saborear sus labios y mordisquearlos…
Esta semana ha sido todo un infierno. Alex me dice que no es más que un
sueño, que mi mente calenturienta y falta de descanso me ha hecho imaginar. Y
por muy idiota que suene, hasta yo he empezado a creérmelo. ¿Y si todo ha sido
un sueño?
La puerta se abre y un hombre rubio sale a toda prisa mirando de un lado a
otro en la calle hasta que su vista cae en mí. Suspira en alivio y anda a mi dirección,
para después agarrarme del brazo.
—Menos mal que está aquí, señorita Montenegro. La reunión ha empezado
hace como media hora y todos están esperándola.
Abro la boca para protestar, pero cuando veo que nos adentramos en el
imponente edificio, me callo de golpe. No sé quién coño es esa señorita
Montenegro, lo único que me importa es que estoy dentro y desde allí puedo verlo.
Andamos a toda prisa, haciendo que mis tacones resuenen en aquel suelo
blanco impoluto que parece que lo limpian a conciencia. Varias personas trajeadas,
caminan de un lado a otro, con prisa, sin pararse a mirar nada más que su camino.
Suerte que no trabajo en una cosa así, el estrés me mataría.
Llegamos al ascensor, donde mi cuerpo se tensa a más no poder. Tiro de mi
brazo y estoy dispuesta a marcharme, cuando el chico vuelve a agarrarme y me
incita a entrar.
—Prefiero subir por las escaleras, gracias.
—Pero son veinte pisos, señorita.
Lo miro con ojos entrecerrados.
—Me hace falta hacer deporte y a usted también… —observo su cuerpo
escultural de arriba abajo.
El muchacho está como quiere. Pero eso no me hará subir a ese cacharro del
demonio.
—¿Está insinuando que estoy gordo? —sus mejillas se tornan rojas, pero
antes de decir nada más, tira de mí, haciéndome entrar en el habitáculo en contra
de mi voluntad.
Hay tres personas más allí metidas y no si es mejor o peor que estar sola con
él. La desesperación sube por mi estómago hasta llegar a mi garganta.
Atenazándola, haciéndome imposible la acción de respirar. Empiezo a jadear
haciendo que todos los presentes me miren. Tranquilamente podrían pensar que
estoy en trabajo de parto, como mínimo.
Los ojos se me nublan por las lágrimas, siento que nos deslizamos a una
velocidad de vértigo.
—Me muero… —lloriqueo espatarrándome en el suelo.
El chico a mi lado me habla, pero no lo escucho. No hasta que las puertas se
abren.
Como si me hubieran metido un petardo en el culo, salgo de allí, casi
tragándome el suelo de un traspié. Pero por suerte, ya estoy fuera de ese cacharro
inmundo.
—Señorita… ¿Está bien?
—¿Tú ves que estoy bien?
Él me mira de arriba abajo y veo cómo ha malinterpretado mis palabras
completamente. Me tapo las tetas inconscientemente.
—Eres un cochino.
El chico ríe y vuelve a agarrarme del brazo, llevándome a Dios sabe dónde.
Yo me dejo guiar mientras veo todo a mi alrededor. Es una sala gigante, donde
paredes de pladur separa en habitáculos cada puesto de trabajo. Gracias a mi
taconeo, soy el centro de atención de todos los que allí teclean furiosos en sus
ordenadores. Y sonrío orgullosa al haberme puesto mi vestido favorito.
Y es que el rojo me favorece un huevo…
Ando como si estuviera en la pasarela Cibeles, como mínimo, y entro al
despacho donde el rubio me indica. No soy verdaderamente consciente de lo que
ocurre hasta que estoy allí. En mitad de una sala de juntas, con una mesa ovalada
gigante en el medio y como cien personas, mirándome directamente a mí.
—Señores, la señorita Montenegro.
Todos me dan los buenos días y yo tartamudeo como imbécil. Repaso cada
cara y, cuando llego a la suya, el alma me llega a los pies.
Está impactado ante mi presencia, pero luego, su rostro se relaja y sus ojos
llamean. Su sonrisa ladeada y canalla se hace presente y yo me hago gelatina. Una
semana sin verlo y parece que lo conozco de toda la vida. Cómo me gustaría
atravesar la mesa a gatas y comerme esa boca tan apetitosa que tiene.
—Puede empezar con el proyecto, señorita Montenegro…—dice el hombre
de pelo cano y con cara seria que preside la mesa. Que creo recordar, es su padre.
Trago saliva nerviosa y miro de nuevo a Héctor. Este se tapa la boca con los
dedos, aguantándose la risa. «Cabrón».
El jefazo, supongo que lo es por su presencia imponente y férrea, carraspea,
haciéndome dar un respingo.
—Pues el proyecto… —empiezo a decir titubeante—, trata de… lo que ya
sabéis… eso que os va a hacer millonarios. ¡Cómprenlo, no os vais a arrepentir! Y
sin más… gracias.
Corro fuera de allí, dejando a todos boquiabiertos. Corro todo lo que puedo
hasta llegar a las escaleras, pero no llego al quinto peldaño que alguien me agarra
de la cintura y me hace voltear.
No reacciono, solo siento sus labios pegados a los míos. Quemándome con
su cuerpo y haciéndome saborear el cielo. Sus dientes muerden mi labio inferior y
gimo sin poder remediarlo. Mis manos rastrillan su pelo, suave y sedoso, a la vez
que me aprieta contra él con toda su fuerza. Las mariposas explotan en mi
estómago, creando una maravillosa y única sensación de plenitud y gozo.
Jadeantes, buscando aire y sin soltarnos, nos miramos a los ojos. Sus pupilas
están dilatadas, brillantes de deseo.
—Cuando pensé que no te volvería a ver… vas y apareces de la nada,
descolocándome —susurra acariciando mis mejillas con los pulgares.
Y entonces, una presencia se solidifica a nuestro lado. La rubia nos mira a
ambos con instintos asesinos. No le doy opción a elegir ya que yo saldría
perdiendo. Por lo que, sin más, me suelto de él y bajo las escaleras.
No viene detrás de mí y eso me hace llorar desconsoladamente.
Héctor
—No me pongas esa cara… —le ladro pasando junto a ella.
Por su culpa Valeria se ha marchado y dudo que, como es, me deje siquiera
explicarle.
—La has besado.
Paro de andar y me giro encarándola.
—¿Y?
—¿Cómo que “y”? No te consiento que te manosees con nadie delante de
mis narices…
Mis ojos se abren como platos y juro por Dios que lo que más me apetece es
tirarme al suelo y reír a carcajadas.
—¿Tengo que recordarte que puedo hacer lo que me venga en gana? No soy
nada tuyo, no lo soy, Estela. Ya no más —vuelvo a girarme en dirección a la sala de
juntas, pero ella agarra mi brazo, tirando de él contra ella.
—Pero…—la mirada que le doy hace que se calle y que sus ojos se cubran
de lágrimas.
Me zafo de su agarre y, echando humo, entro en la sala. Mi padre se levanta
y le hago unas señas para que me acompañe. Estela se une a nosotros sin ser
invitada. La verdad me da exactamente igual.
Me siento en mi sillón y hago a mi padre sentarse en la silla de enfrente.
Estela se deja caer en la mesa. La miro de reojo viendo cómo, ni corta ni perezosa,
ella se acomoda más y espera paciente a lo que fuera que vayamos a hablar.
—¿Qué ha pasado, Héctor? ¿Quién era esa chica? —interviene mi padre,
haciéndome dejar de asesinarla con la mirada.
—¿Te acuerdas de la pordiosera que estaba detrás de los contenedores? —le
contesta Estela justo cuando yo voy a abrir la boca para explicarle. Eso me hace
apretar los puños y contenerme para no zamarrearla y echarle a patadas.
Mi padre la mira para luego posar sus ojos sobre mí.
—¿Eso es verdad, hijo?
—Primero, modera tu lenguaje, Estela. No es ninguna pordiosera. Y sí,
papá… es ella. Jaime debe haberla confundido con la señora Montenegro. Es nuevo
y lo único que sabe es que tiene el cabello largo y castaño. Valeria cumple con la
descripción.
Mi padre asiente y luego sonríe hasta tal punto de casi separar su cara en
dos.
—Me gusta esa chica… no me he reído más en toda mi vida. Me recuerda
tanto a tu madre…
La puerta se abre al mismo tiempo que agarro la mano de papá con cariño.
Jaime entra sudando como un pollo bajo el traje gris de tres piezas y nos mira
como si hubiera visto un crimen.
—Jefes… siento lo de antes. La señorita Montenegro, la de verdad, está ya
en la sala de juntas.
Me levanto junto con mi padre y teniendo a Estela detrás de nuestros culos,
nos dirigimos hacia la reunión. Yo de lo único que tengo ganas es de volver a ver a
Valeria y besarla hasta cansarme.
La oscuridad tiene en penumbra toda la habitación. Son cerca de las tres de
la madrugada y no consigo conciliar el sueño. No sé lo que me pasa y, por muy
loco que suene, ojalá este sinvivir me dure para siempre. Tanta monotonía en mi
vida me estaba pasando factura. Si parecía más viejo que papá… y eso que me
dobla la edad. Pero ahora… ahora quiero cometer locuras, lanzarme al vacío y
dejar todo atrás. La última locura que se me ha ocurrido, hace apenas unos
minutos, es ir al restaurante y raptarla. Llevármela conmigo al chalet de verano,
aunque fuera haga cero grados. Todo por estar junto al torbellino que ha vuelto mi
mundo del revés. Revolviendo mi corazón.
Con su cabello suave, que aún lo siento deslizarse por entre mis dedos… el
tacto de sus labios en los míos; cálidos, suaves y deliciosos… su cuerpo: una
explosión de belleza con sinuosas curvas. Su manera de actuar, su cerebro sin
filtro, que hace que diga todo aquello que se le cruce por la cabeza.
Me tiene loco y con una sonrisa constante desde que la conocí. Y es que el
destino ha querido ponérmela en el camino cuando más falta me hacía.
Aún recuerdo el cabreo que llevaba entonces, la frustración que me
consumía y las ganas de golpear algo hasta dejarlo hecho añicos. Pero entonces mi
furia hizo que la tirara con tanta fuerza, que realmente pensé que la había roto.
Verla allí tirada. Con los cabellos arremolinados, los ojos cerrados y expresión de
dolor…
La preocupación me embargó tanto que no me lo pensé dos veces antes de
ayudarla a ponerse de pie. Y una vez que su mirada quedó a la altura de mis ojos,
olvidé cómo respirar. Tan hermosa, con sus labios rojos, como si se pasara los días
mordisqueándolos. Su piel blanca, como si ni los rayos del sol se atrevieran a
rozarla para no dañarla.
¿Puede alguien enamorarse a primera vista?
Si me lo preguntasen a mí, sabría la respuesta: No, hasta que la conocí.
Valeria
—¡Buenos días! —Alex me saluda una vez que entra a la cocina. Le sonrío, o
eso pretendo hacer, mas no me sale más que una mueca desagradable—. ¡Uy! ¿Y
esa cara? ¿Todo bien con tu cliché con patas?
Ruedo los ojos y sigo tostando el pan de los primeros clientes de la mañana.
No quiero hablar de él. No cuando me he pasado toda la santa noche, las pocas
horas con las que cuento, pensando en qué postura del Kamasutra estará follando a
la muñequita hinchable.
—No quiero hablar de él… —mi labio tiembla y los dedos de Alex agarran
mi barbilla para así obligarme a mirarla.
Pestañeo al mismo tiempo que dos lagrimones cruzan mis mejillas.
—Ay, Vale… ¿Qué te pasa?
Me deshago de su agarre y sigo con mi tarea.
—Pasa que tiene novia. Una novia perfecta, rubia, con ojos azules y con
cuerpo de top model.
—Ya decía yo que alguien tan perfecto como tú lo pintas, sería raro que no
estuviera emparejado o fuera gay.
—Pero me besó, Alex… Me besó para luego largarse con la “piernas largas”.
De un tirón me hace dejar las tostadas en el plato y me gira hacia ella.
Puedo ver la conmoción en su rostro.
—¿Cómo que te besó? ¿Cuándo?
Suspiro.
—Voy a llevar los desayunos, cuando acabemos, te cuento. ¿Sí? Necesito
unas horas para despejarme y trabajar me vendría bien.
Ella asiente.
—Está bien. Pero no te creas que te vas a librar de esa charla, señorita.
Sirvo los desayunos, intentando colocar la más falsa de mis sonrisas.
Intentando no pensar en nada más que aún me quedan seis horas de trabajo por
delante y tengo que dar la talla.
—Y eso fue lo que pasó…
Me acomodo en mi sofá haciéndome una bolita humana, con manta
incluida y sigo mirando a un punto imaginario en el suelo. Alex está terriblemente
callada y yo tengo ganas de llorar por enésima vez. Lo último que me apetece es
rememorar lo sucedido y como el muy cabrón, después de besarme, se queda a
atender a su novia.
—Valeria… ¿y si no es su novia? Digo… puede ser una tipa que se muere
por él, una amiga la cual está celosa de lo que tenéis.
—Alex, la llamó cariño.
—Tú le dices cariño a tus amigos, no seas agonía, por Dios… —espeta ella,
sentándose a mi lado y abrazándome —Y si es su novio, déjame decirte que deja
mucho que desear. Eso de reírse cuando una camarera le mancha un vestido de
miles de euros, o besarse con otra en el mismo edificio donde ella trabaja… es de
ser un maldito mamón.
Río y sorbo por la nariz. Tiene más razón que un santo, pero aun así no
logro quitarme la desazón que aprieta mis entrañas.
Alex chasquea la lengua y acaricia mi mano con cariño.
—¿Quieres que te cubra en el restaurante hasta el miércoles? Así descansas,
duermes y vuelves a ser persona. Quién sabe… y se te quita el enamoramiento
enfermizo que portas…
—¿Harías eso por mí? —mis labios forman un puchero y ella sonríe para
luego sentarse a mi lado y abrazarme.
Alex puede ser una perra cuando quiere, pero sé que no hay mejor amiga
que ella.
—Claro que sí, tonta. Descansa y mañana vendré a verte. Me debes una.
Le sonrío y, tras despedirnos con un último achuchón, se marcha. Después
de que la puerta se cierra, me quedo mirando las cuatro paredes de mi sala. El
tictac del reloj empieza a resonar en algún lugar imaginario, ya que el único reloj
que tengo es el del móvil.
—Y ahora… ¿Qué hago yo con tanto tiempo libre?
No acabo de cuestionármelo antes de que mis ojos se cierren y caiga rendida
en los brazos de Morfeo.
Héctor
—Estás perdido, hermanito —la carcajada de mi hermana me hace rodar los
ojos. Pero por mucho que quiera cabrearme y mandarla a la mierda, no puedo.
Tiene razón. Estoy perdido. Perdidamente loco por una completa
desconocida.
—¿Vas a estar dándome la tabarra toda la santa tarde, Priscila?
Se inclina sobre mi mesa, riéndose con ganas, incluso secándose las
lágrimas de los ojos.
—¡Ay, Héctor! Si es que esto solo te pasa a ti… y yo que pensé que desde
que estuviste con la petarda de Estela, te había atrofiado la sesera.
—Priscila… esto es serio. Si lo llego a saber, no te lo cuento.
Mi hermana intenta parar, respira profundamente y cuando ya su risa
remite, me mira fijamente a los ojos. Ojos como los de mi madre.
—Mira, cariño… ante todo me alegro de verte así. Perdido, nervioso,
enamorado… es la primera vez en mucho tiempo que te veo vivir.
—¿Estás intentando decirme que soy un aburrido?
Ella hace una mueca graciosa con los labios, se levanta y anda hacia mí,
hasta sentarse en mi regazo.
—Eras un puto muermo, hermano. Eras un zombie a dieta de sesos.
Pongo cara de asco al mismo tiempo que ella sonríe y me abraza.
—Y si tanto te gusta… ¿Qué haces que no vas a por ella?
Trago saliva y me pongo a cavilar diversas opciones. Una de ellas es
quedarme quieto y esperar a que el destino vuelva a hacer de las suyas y la ponga
en mi camino. Y la otra… nadar contracorriente, echar a correr y lanzarme a por
ella.
Me levanto de la silla, haciendo que Pris chille por la sorpresa y, tras besarle
la coronilla, salgo corriendo.
Ya es hora de que vuelva a luchar por algo.
Llego al restaurante casi racheando con las cuatro ruedas. Aparco de
cualquier manera, haciendo que el valet me mire con cara de pocos amigos. Le tiro
las llaves e ignoro lo que me grita, al mismo tiempo que abro las puertas y entro.
La recepcionista me intercepta antes de poder entrar.
—Perdone, señor. ¿Tiene reserva?
—No, vengo a buscar a una persona. Es urgente.
—Señor, le agradecería que esperara fuera. Sin reserva no puede entrar al
comedor.
—Es una camarera, se llama Valeria. Tengo que…
—¿Valeria?
Una chica menuda, alta y con unos grandes ojos, aparece de la nada.
Asiento enérgicamente e intento zafarme del agarre de la mujer, pero nada. No me
suelta ni para atrás.
La chica llega hasta nosotros y tras asentirle a la recepcionista, me agarra
del brazo y me saca fuera del establecimiento.
—¿Quién eres tú y qué haces buscando a Valeria?
—¿La conoces?
—Es mi mejor amiga, así que más vale que me digas qué cojones quieres de
ella.
—Soy Héctor, aunque supongo que ni ella sabrá mi nombre. Nos conocimos
hace unos días y…
—¿Eres el maldito cliché con patas? ¿Su Héctor Grey? ¡Joder, pues vaya con
la mosquita muerta! —su mirada repasa mi cuerpo de arriba abajo con descaro y
mi desesperación va en aumento— Aun así, dime qué quieres de ella.
—Quiero verla. Deseo hablar con ella.
—Ella no está y no pienso ayudarte —se gira para volver dentro, pero cierro
la puerta un segundo después de que ella la abra para entrar.
—Por favor…
—Ya te he dicho que no.
Y entra después de lanzarme una mirada digna de una arpía. Pero mi
determinación y cabezonería recién adquiridas, hace que, sin darme por vencido,
me siente en mi coche a esperar. Si tengo que pegarme a su culo día y noche, lo
haré. Todo sea por conseguir algún dato que me permita tenerla cerca.
A eso de las dos de la madrugada, muerto de sueño y con un agujero en el
estómago que no es ni medio normal, por fin veo a la chica salir del restaurante.
Con tranquilidad camina hacia los coches aparcados en fila, supongo que, de los
demás trabajadores, ya que no quedaba ni un alma a estas horas, se mete en un
Ford rojo para luego arrancar y poner rumbo calle arriba.
Acciono el motor y como todo un experto del espionaje, la sigo. Viro a la
izquierda, manteniéndome pegado al coche que va justo detrás de ella. Una vez
que sepa donde vive, solo tengo que volver mañana y obligarla a hablar. Justo
ahora que sé lo que quiero, no voy a darme por vencido.
A la mañana siguiente y habiendo puesto un mensaje a mi padre por mi
ausencia, me perfumo y me visto, quedando complacido por el resultado. Puede
que suene vanidoso, pero para qué mentir, me veo guapo y atractivo. Mi sonrisa
ha crecido en las últimas semanas y por no hablar que tengo hasta mejor color.
¿Será verdad lo que dijo mi hermana de que parecía un zombie?
Niego con la cabeza a la vez que una carcajada corta el silencio que reina en
mi casa. Agarro las llaves y salgo aun cuando el día no ha despuntado todavía.
En cuanto llego a la fila de apartamentos de la calle Fermín, estaciono justo
frente al portal. Solo espero que esa chica no tarde en salir para ir a trabajar. Y
como si todos los planetas se hubieran alineado esta mañana, la chica sale y
emprende camino por la acera, después de cerrar el pesado portón.
Me bajo del coche y troto hasta alcanzarla. Un gruñido me hace saber que
ha percatado mi presencia y que sabe que soy yo el susodicho.
—¿Qué demonios quieres? —gruñe girándose con la boca apiñada y los
brazos cruzados.
—Quiero ver a Valeria. No te dejaré en paz hasta que me digas dónde
puedo encontrarla. Seré el mayor dolor de cabeza que jamás hayas tenido y…
—¡Corta el rollo! No te diré un mojón. ¿Pretendes que te diga dónde está mi
amiga después de haberle hecho lo que le hiciste? Eres un infiel hijo de puta que no
sabe mantener la polla dentro de los pantalones por más de dos segundos. Vete
con tu novia y déjala en paz.
Después de soltar aquella parrafada, se voltea y sigue su camino con paso
apresurado. La chiquitaja tiene carácter y si no estuviera desesperadamente
enamorado de su mejor amiga, le hubiera invitado a salir.
¿Es que soy masoquista?
—Deja de seguirme… —murmura con voz cansina, parándose en un paso
de cebra, esperando a que cambie el color del semáforo.
—No sé qué te contó Valeria que ocurrió ese día, qué supone que ocurrió…
y no tengo novia.
El semáforo cambia a verde y los transeúntes que nos rodean se dispersan,
dejándonos a ambos solos en el bordillo de la acera. Ella mira al frente y cuando
creo que no va a decir nada, me mira ceñuda y exclama:
—¡Y quién coño es esa con la que Valeria dice que te acuestas todas las
noches y le haces yo no sé qué perversidades con un látigo! Cualquier día esta
mujer me mata a disgustos. —sube la mano hasta sus sienes y masajea a
conciencia.
Yo me río sin poder remediarlo.
—¿Qué? —le pregunto sin poder coger por ningún lado lo que acaba de
decir.
Y sin esperármelo, la chica empieza a desternillarse de la risa,
contagiándome a mí. Cuando por fin nos calmamos, ambos caminamos por la
avenida, en silencio. La tensión entre nosotros ha cambiado y puedo ver que está
más cómoda ante mi presencia. Eso significa que puede que me dé la información
que necesito.
—Yo… —empiezo.
—Ve al parque que hay junto a la fuente de los deseos. A Valeria le encanta
ir allí cada tarde, justo antes de entrar en el restaurante. —me mira y sonríe—, lleva
helado de chocolate contigo.
Agarro sus mejillas y le estampo un beso en la frente que la hace reír. Y tras
despedirme de ella y decirme la hora exacta a la cual presentarme, corro de nuevo
hacia mi coche.
Esta tarde tengo una cita.
Valeria
Con pesadumbre y la cara de tres metros, me miro en el reflejo del agua.
Aprieto mi mano fuertemente, como si la moneda pudiera escapar y privarme de
pedir mi deseo, que cada día me empeño en pedir.
Aunque esta vez sería distinto. No pediré lo mismo de siempre.
—Deseo que te enamores de mí y dejes a la siliconada —empiezo a
murmurar en voz baja—, quiero que me beses cada día, el resto de nuestra vida y
que me quieras.
Tiro la moneda con una sensación extraña en el pecho. El ambiente cambia
y creo escuchar una sutil melodía tocada a piano.
—Deseo concedido… —me susurra una voz en el oído, haciendo que mis
vellos se ericen y el aire se me atore en la garganta.
Me giro poco a poco pero antes de verlo por completo, me agarra de la
cintura con un brazo, me atrae hacia él y devora mis labios a conciencia.
Llevándome al éxtasis y al más puro frenesí.
—¿Quieres ser mi dulce locura?
LA ROSA AMARILLA
Viki Tapada
Pudo ver en sus ojos grises los paisajes nunca imaginados por el hombre; la
serenidad y la frialdad de su mirada no le imponían respeto, se sentía mucho más
allá de todo aquello. Había hecho de todo en sus veinte años de vida, ahora se
encontraba bajo el yugo de un amo misterioso, desconocido y atrayente al mismo
tiempo. Toda la comarca le pertenecía en una Francia que ardía en llamas, pero él
seguía impasible, como si nadie pudiese infligirle ningún daño: a Alma le daba esa
impresión al mirarlo.
Ella había renunciado a la vida desde hace mucho, la pobreza, el hastío y los
malos tragos la condujeron a un pozo sin fondo, donde la luz no puede iluminar
ningún camino, allí donde no existe salida para salir a flote de la oscuridad
absoluta. Por eso, cada noche, se infligía una herida… con un cuchillo de cocina se
marcaba otra señal más y dejaba que la sangre resbalase por su cuerpo. Ese acto le
daba fortaleza para seguir adelante y saber que aún seguía viva sin él, que por sus
venas aún corría sangre; que no estaba muerta del todo. El espejo le mostraba un
rostro marmóreo, traslúcido, en el que no encontraba ni un ápice de la niña alegre
que fue hace tanto tiempo, todo pertenecía a un pasado que tal vez nunca ocurrió,
porque en su mente se había desvanecido, igual que las huellas en la arena al ser
invadidas por el mar.
Su trabajo se trataba, más que otra cosa, de satisfacer las necesidades vitales
de su amo. Cada mañana le llevaba el desayuno a su aposento, lujoso,
excesivamente barroco. Y de nuevo su mirada se posaba sobre ella, como un
enigma sin resolver. Él también era joven y su rostro reflejaba lo que la vida le
había dado; todo y nada. Las riquezas no le llevaron la alegría a su alma, tan vacía
y olvidada. Y, en cambio, Alma veía en su mirada toda la emoción de una vida que
ella nunca podría tener. Tendría que seguir siendo igual que siempre, la joven
invisible que de vez en cuando se dejaba poseer por su amo. Aunque bella, no era
más que una sirvienta en un mundo de ricos; con una mueca por sonrisa, salió de
la habitación. Él jamás se la jugaría por una humilde criada sin cultura, sin
exquisitos modales y con el alma torturada por el sufrimiento de haber nacido, que
consideraba su mayor error.
De nuevo, por la noche, sintió tras el placer de contemplar sus heridas, de
reconocer en su sangre una vida sin sentido, nadie la había amado, sus padres la
vendieron siendo muy niña y poco recordaba de la que fue un día su familia. La
suerte no la acompañó jamás; tampoco en sus trabajos, porque todos sus amos
abusaron de ella hasta dejarla en aquel estado, tan vacía, con el corazón malherido
y el alma bajo una coraza… una coraza que impediría que alguien pudiera herirla
otra vez.
El palacio era inmenso y muchas noches, tras herirse a conciencia, salía a
pasear por las almenas; sus cabellos rizados se enredaban con el viento y cubrían
su pálido rostro. Se dejaba llevar por esa paz que en tan pocas ocasiones tenía el
privilegio de disfrutar. Siempre que estaba allí arriba, podía sentirse más cerca del
cielo, de un Dios que no la tenía en cuenta desde hacía mucho, pero al que seguía
rezando con fe para que todo terminase, para que no prolongase su dolor por más
tiempo. No parecía hacer caso a sus oraciones pues seguía respirando, trabajando
sin descanso y sufriendo día tras día. Esa noche lo maldijo, dejando libre todo su
rencor hacia su vida, algo que no había pedido y que Él se negaba a arrebatarle.
Pero aquella noche no estaba sola, una respiración cerca de su nuca la alertó
de su presencia. Su señor había escuchado sus pasos y pensó en seguirla,
seguramente llevaba tiempo observándola y se temió lo peor. Todavía sangraba su
brazo derecho y él lo tomó con suma delicadeza, al tiempo que clavaba su mirada
oscura en sus ojos. Se sentía desvanecer con su sola presencia, mucho más por
aquel pequeño contacto físico. Él sonrió con ironía y descubrió su brazo, se lo
mostró y, para asombro de la joven, su señor también se infringía heridas con un
cuchillo. No supo qué decir, era su señor y no le correspondía atribuirse confianzas
que no le correspondían. Bajó la mirada, pues no podía con aquellos ojos negros.
––No me temas, te esperaba ––le dijo con voz profunda y le entregó una
rosa amarilla.
Alma no conocía aquel protocolo, ni cuál debía ser su respuesta ante su
señor. No respondió y guardó silencio, cabizbaja. Tomó la rosa y la estrechó contra
su pecho, en su interior eran dos, pero no podía confesarle que estaba en cinta.
Sería el final de ambos.
––Sufres, igual que yo, ¿crees que para eso hay clases? ¡No las hay! Las
riquezas materiales no llenan el espíritu, y el nuestro parece estar muerto. Vivimos
porque somos tan cobardes que no nos atrevemos a acabar con nuestras vidas,
pero vivir es más que respirar y tener sangre en las venas, ¿entiendes, Alma? Y yo
te amo… pero este mundo no nos dejará en paz.
––Lo entiendo, señor.
––Llámame Gabriel, no soy tu señor ni me perteneces. Las personas no
tienen dueño, no olvides eso nunca. Eres libre y deberías mirarte en el espejo con
otros ojos, así verías a la verdadera chica, la hermosa, la que pide vivir, pero no le
has dado la oportunidad…
—Sin embargo, usted dice que estamos muertos por dentro, lo acaba de
decir.
––Porque lo hemos elegido así, todo puede cambiar.
Él se acercó lentamente, con la intención de besarla en los labios, como
tantas otras veces había hecho; aunque ella lo deseaba, en el último instante en el
que sus respiraciones se enfrentaban, se quedó muy quieto, con esa mirada intensa
clavada en Alma, que seguía esperando en silencio ese beso tan esperado desde
hacía mucho. De pronto, el beso llegó con pasión, arrebatador y supieron que todo
comenzaba para ellos… el final les había llegado.
Se abrazaron y tomaron de las manos después la oscuridad, deseaban estar
juntos toda la eternidad, pero Alma se debía a una vida nueva y en el último
instante, se soltó. Las espinas de la rosa amarilla se habían clavado en su pecho, y
la sangre resbalaba por su vestido mientras las lágrimas lo hacían por su rostro. No
podía matar la vida que anidaba en su vientre. Él yacía muerto y con una suave
sonrisa, una que jamás había dibujado en su rostro.
Cien años después…
“Y cuenta la leyenda, que las mujeres que portan una rosa amarilla en el pecho,
jamás podrán amar. La flor es la herencia protectora contra el desamor, pero a veces, tan
solo a veces, perdemos el miedo a sufrir y alcanzamos un amor eterno.”
Víctor, el penúltimo romántico de su generación, cuando ya eran bien pocos
los que anteponían los sentimientos a las riquezas materiales. Sabía muy bien que
justamente todas esas cosas que no podía comprar el dinero, justamente esas, eran
las que verdaderamente daban sentido a la vida. Su trabajo le daba la oportunidad
de seguir soñando porque, aunque mal pagado, le encantaba hacer reír a los niños,
esas caras pícaras que le sonreían en cuanto le veían aparecer por la puerta, esas
caritas que vivían tras los fríos muros de un hospital. Un encierro forzado en el que
eran sometidos a toda clase de pruebas. Esas sonrisas eran las más limpias que
había sentido dentro de él. Sentía que les hacia la existencia un poco más llevadera
y que, junto a él, podían alcanzar un poquito todos esos sueños que habían sido
mermados por la enfermedad de nuestro siglo, el cáncer. Incompresiblemente,
todos aquellos seres inocentes, que sin maldad habían llegado a este mundo, eran
martirizados, día a día, sin justificación alguna. Simplemente era el destino que
jugaba con todas esas almas puras. Pero nada ni nadie conseguiría apagar la luz
que desprendían aquellas sonrisas que Víctor hacía renacer todos los días con sus
visitas matutinas. Él les acompañaba en los momentos más duros de su vida, les
estrechaba sus manitas y les cantaba canciones que hablaban de helados de
chocolate, payasos y purpurina de colores.
Los niños, gracias a su fantasía, se acostaban tranquilos por la noche,
soñando con un cielo azul que casi no veían, con un mar precioso llenos de
pececitos de colores y con una felicidad que se les había negado. Pero no había que
temer porque “zapatotes”, como le llamaban los niños llegaba todas las mañanas
con sorpresas nuevas, y una gran sonrisa como mejor regalo. Con su traje de
payaso, esos zapatos gigantotes y su gran narizota, paseaba de aquí para allá por
todo el hospital, su trabajo constante de estos dos últimos años empezaba a dar sus
frutos. Estaba confirmando la teoría sobre la alegría en los enfermos, muchos eran
los que todavía eran incrédulos ante la teoría de que un payaso pudiese alargar la
vida de unos niños, los cuales muchos de ellos tenían sus días contados, pero, con
el paso del tiempo y luchando contra muchos detractores, había conseguido que
creyesen en él. Había conseguido tener un pequeño pero importante papel entre
aquellas paredes que sólo guardaban dolor, ahora el dolor era menos triste.
Aquella mañana se sentía un poco fatigado, se dijo para sí que a lo mejor
estaba contrayendo la gripe y eso le rompería su ilusión de las mañanas porque no
le dejarían ver a los niños si era portador de cualquier virus, por pequeño que
fuese. Los niños estaban bajos de defensas a causa de los duros tratamientos y no
podía correr el riesgo de ser contagiados.
Víctor vivía con su madre, anciana y aquejada de varios males contraídos
por la edad, a sus ochenta y dos años todos sus dolores eran normales, sobre todo
teniendo en cuenta que aquella mujer había trabajado toda su vida limpiando casas
para sacar adelante a su hijo, sola sin ninguna ayuda ya que enviudo cuando
Víctor contaba con tan solo dos años de edad. Era duro para ella mantener a su
hijo, sin familia, sin amigos. Todos los recuerdos de Amalia se habían quedado en
su querida Huelva, llegó a Mallorca sin nada en los bolsillos, solo un niño
regordete y una maleta que contenía cuatro trapos baratos y poca cosa más. Pero
sobre todo había llegado en aquel barco a aquella isla tan desconocida para ella,
con sueños, lo único que se les permitía tener a los pobres sin tener que pagar por
ello. Los sueños, con el tiempo, fueron cumpliéndose uno a uno porque como ella
misma decía siempre a su hijo “quien la sigue la consigue”, y así fue, consiguió
educar a su hijo para ser una buena persona, consiguió un piso pequeño pero
apropiado para las necesidades de los dos. Consiguió sus sueños. Y aunque nunca
volvió a amar a ningún hombre porque el recuerdo de su difunto esposo estaba
presente en su corazón, el cariño hacia Víctor suplantó a cualquier amor que
pudiese haber tenido hacia otro hombre. Él llenó con creces el corazón de su
madre, con su gracia, inteligencia y esa bondad innata que siempre había habitado
en él desde muy pequeñito. Ahora que la edad achacaba a la anciana impidiéndole
hacer muchas de las tareas cotidianas, su hijo era el encargado de suplantar a su
madre de casi todas las faenas de la casa. Se ocupaba con esmero de cada detalle en
la vida de su madre, vigilaba su alimentación, la higiene personal de la anciana y
que fuese feliz los años que le quedasen por vivir. Nunca tuvo un mal gesto con
ella, era consciente de todos los sacrificios que había tenido que hacer a cambio de
sacar adelante a su hijo, incluso pagarle una carrera, porque Víctor era un eminente
abogado hasta que decidió que estaba cansado de defender pleitos personales para
gente muy ocupada en enriquecerse a costa de escaquearse de las leyes o, más
bien, juguetear al escondite, consiguiendo tapar cualquier trapo sucio del que
pudiesen inculparlos. Un día como otro cualquiera, acudió al bufete de abogados
ubicado en una de las calles más transitadas de Palma, donde tienen cabida solo
los mejores comercios, se despidió de sus jefes y se marchó para no volver nunca
más la vista atrás, porque no había nada, ni a nadie a quien añorar. Desde que
aquel día, a la edad de veintiocho años, decidió abandonar todo su futuro en la
abogacía y se dedicó por completo a su actividad actual, payaso de profesión,
fabricante de sueños para todos aquellos que son sus amigos, que son muchos,
porque el cariño y el buen hacer tiene como recompensa la amistad de gente buena
y el respeto de la gente dañina. Nunca se ha arrepentido de aquella decisión
tomada aquel jueves, 11 de noviembre del 2003, porque siempre había sabido que
su lugar no estaba ligado a una toga, pero sí a una sonrisa infantil, a la sinceridad,
a la humildad y a la alegría de repartir un poco de felicidad, de esa que le sobraba
a él por cada uno de los poros de su piel.
- Mamá, tengo que ir al hospital. Vendrá la vecina a hacerte compañía, pero
yo no volveré tarde, comeremos juntos ¿vale? - gritaba Víctor para que su madre lo
oyera con claridad pues el sentido del oído se estaba jubilando.
- Vale, hijo mío. Ten cuidado y abrígate que esta mañana hace mucho frío,
¿la vecina has dicho que vendrá? ¿Verdad? –vociferaba la anciana.
- Sí, mira ya llega. He oído sus pasos, voy a abrirle la puerta- dijo Víctor,
animado de buena mañana mientras se dirigía a la puerta para saludar a la vecina.
- ¡Hola, Víctor! ¿Cómo se encuentra esta mañana tu madre? - le preguntó la
vecina del piso de arriba, una señora bajita de unos cincuenta años de edad. Era de
esa clase de personas serviciales, no le importaba echar una mano siempre que
hiciera falta.
- Bien, está bien –dijo con voz limpia- Esta mañana se ha levantado bien
despejada, ya está desayunada, limpia y he dejado hecha la merienda para usted y
mi madre. La comida también está hecha, pero para esa hora estaré ya aquí.
Gracias por venir todas las mañanas, es usted un ángel- dijo abrazándola con
afecto.
- No tienes que darme las gracias, yo también estoy sola y con tu madre me
entretengo mucho, ¿sabes la de historias que llega a contarme en toda la mañana?
Yo a veces no sé si es que se las inventa o le han ocurrido tantísimas cosas –le
confesaba en voz baja- Bueno, hijo mío, vete ya que vas a llegar con retraso. Y no te
preocupes por tu madre que queda en buenas manos- le dijo muy campechana
mientras lo empujaba hacia la puerta.
- Espere, que se me olvida algo- dijo mientras se dirigía a su madre para
darle un beso de despedida, luego cogió una mochila con sus herramientas de
trabajo y se fue.
Había entrado la primavera ya hace tiempo, pero no había rastro de ella en
el ambiente, sobre todo se notaba en las primeras horas de la mañana en que había
que protegerse todavía a esas alturas de mayo con una chaqueta de manga larga.
Aunque Víctor no era friolero, sentía un poco de repelús cuando intentaba
deshacerse de la chaqueta, optó por dejársela puesta, en parte para evitar
contratiempos con un resfriado a estas alturas en que sus técnicas de risoterapia
estaban dando buenos resultados en sus pequeños pacientes. Mientras conducía su
escarabajo amarillo buscaba una sintonía que le agradase, se entretuvo buscando
mientras estaba parado en un semáforo, reconoció una canción de los Beatles que
le recordaba sus reuniones de compañeros de la facultad y dejó esa emisora
dándole la oportunidad de que siguiesen en la misma trayectoria las siguientes
canciones, era mucho esperar pues rara vez conseguía sintonizar una cadena de
radio que contentase sus preferencias musicales. No es que estuviera cerrado en
banda a otras tendencias, pero siempre habría canciones que le recordaría sus años
de un poco de locura juvenil, esas que marcan una época. Canciones que le
recordaban momentos especiales, como su primer amor, una noche de marcha loca
o cualquier momento en los que se sintiese melancólico. En esos momentos
siempre había habido una canción especial que le había devuelto al pasado, una
vez tras otra. Después de sortear todo el tráfico matutino había llegado a la hora
prevista. Era de los pocos hospitales de la isla cuyo paisaje merecía la pena
contemplar, sus montañas eran hermosas, salidas de un cuadro impresionista con
todo el color del verde primaveral.
El recinto estaba rodeado de jardines por los cuales los enfermos menos
graves podían pasear respirando aquel aire puro que llenaba los pulmones de
energía vital, para aquellos que respiraban con dificultad. Al entrar, encontró las
mismas aglomeraciones que se formaban todos los lunes por la mañana, era un día
ajetreado el comienzo de la semana pues había más altas y más entradas que el
resto de la semana. Se dirigió a un cuarto que tenían preparado para ese propósito,
cambiarse de ropa las enfermeras y todo el personal sanitario, y aunque él no
pertenecía a tal gremio se le había hecho un huequecito para sus necesidades.
- Buenos días, Víctor –le saludó Marta, una de las enfermeras en prácticas.
- Buenos días, ¿qué tal? ¿Cómo andamos hoy? - le preguntó Víctor mientras
soltaba la mochila para colgarla en una percha de las que había en la entrada de la
habitación.
- Bueno, el Dr. Mir me ha comentado que el niño de la 216 no ha pasado una
buena noche, la quimio no le ha sentado como a los demás, dice que quizás tengan
que posponer el tratamiento -luego añadió-. Convendría que te pasases, a ver si
consigues animarlo, me voy pitando…Si quieres nos tomamos un café cuando
termine, ya me dirás cosas- y se fue más rápida que volando sin dejarle tiempo a
Víctor para aceptar el ofrecimiento o, rechazarlo.
Ya vestido con su traje llamativo de muchos colores que destacaba por los
pasillos del hospital entre tantas batas blancas y verdes, se dirigió hacia la
habitación 216, golpeó la puerta con los nudillos y preguntó;
- ¿Puede entrar tu payaso favorito en esta mañana tan estupenda? –con una
gran sonrisa pintada en la cara.
Muy flojito se pudo escuchar un “sí”, Víctor entró con un globo de color
azul en el que había pintado con rotulador una cara feliz. Se sentó en la cama del
pequeño paciente y acto seguido se cayó de la misma, haciéndose el escandaloso, el
niño empezó a reírse sin poder parar.
- Eres un niño travieso, yo que venía con un globo precioso para mi amigo
favorito y me has hecho la zancadilla, por eso me he caído... confiesa, ¿has sido tú?
- interrogó al niño mientras todavía permanecía en el suelo para aumentar
realismo a su caída fingida.
- Zapatotes, yo no he sido, es que eres muy torpe. Además, es imposible que
no te caigas con esos zapatos tan gigantes que llevas puestos- le dijo Juanito
Habichuela, como le llamaban todos allí, gracias a la tendencia que tenía Víctor a
poner apodos a todos sus pequeños fans.
- Hoy te he traído montones de lápices de colores para que cuando tengas
tiempo y ganas, me hagas un dibujo bien bonito. Sé por un pajarito que te gusta
pintar mucho y que, además, lo haces muy bien- le dijo Víctor mientras le
entregaba una bolsa repleta de folios en blanco y una caja con lápices de colores.
- ¡Guay! –exclamó el niño- Pero con una condición… que me dejes una foto
tuya y te dibujaré a ti ¿qué te parece? - preguntó Juanito que, con tan solo seis años,
ya sabía que nunca podría jugar como los demás niños, pero también sabía que
dibujar era una ventaja que tenía a favor, porque así con sus trazos de colores
conseguía mirar el mundo con otros ojos y se sentía más normal, más centrado en
otra cosa que no fuese su enfermedad.
- Mira dentro de la bolsa -añadió su payaso favorito.
- Pues si has pensado en todo, hay una foto tuya y una revista de dibus -dijo
mientras rebuscaba en el interior de la bolsa.
- Hoy te van a traer tu comida favorita, macarrones, ¿te los comerás todos?
- Eso está hecho, chaval - le respondió el niño muy animado. - Bien, luego
volveré a pasar por aquí, ¿me puedes hacer un favor? - le preguntó Víctor,
imitando que se tambaleaba.
- Sí, ¿qué quieres? -preguntó el renacuajo con curiosidad. - ¿Ves la bocina
que tengo en el bolsillo?
- Sí.
- Pues toma, te la dejo durante toda la mañana y si quieres que venga, hazla
sonar bien fuerte que volveré lo más rápido que pueda, ¿lo harás? -Preguntó
mientras le cogía la mano.
- Vale, te llamaré con la bocina- le contestó sonriendo mientras agarraba la
gran bocina con sus dos manitas.
- Me voy, pero volveré –mientras daba una vuelta de ciento ochenta grados,
haciéndose el mareado
- Adiós, hasta luego, hasta más tarde…
- Venga, vete ya, que te están esperando más niños -le interrumpió Juanito.
Víctor se fue, cerrando la puerta muy despacio, de repente volvió a abrirla.
- ¿Te he dicho adiós? -pregunto Víctor sonriendo con gran entusiasmo.
- ¡Sí! - dijo el pequeño mientras se reía a carcajadas.
- ¡Chao!
Las horas se hacían eternas para los pacientes y también para las visitas, era
como si el ritmo de las agujas del reloj se paralizase, fuese lento y pesado mientras
fuera de esos muros la gente seguía otro ritmo muy diferente, despreocupados la
mayoría, sin admitir que tarde o temprano casi todos terminarían sus últimas
horas agonizantes, lentas, rodeados de tubos que tan solo las batas blancas sabían
bien de su misión, ellos, sin duda, afirmarían que no es otra su función que la de
salvar vidas, pero firmemente existía la creencia de que el destino estaba escrito y
que para nada nos servía nuestra procedencia ante la suprema autoridad. Dios.
Víctor tenía unas creencias bien arraigadas, pero a veces, y solo a veces, se
tambaleaba su fe al ver a tantas personitas inocentes, víctimas de enfermedades
que no se merecía ningún ser vivo, y menos aún aquellos niños. Pero, aunque
dudase por unos instantes de la procedencia de tales atrocidades le bastaba bien
poco para recuperarla, simplemente hacerles sonreír era un gran premio que en
muchas ocasiones se preguntaba a sí mismo como en tales circunstancias,
conseguían a pesar de todo crearse un mundo de ilusión. Un mundo donde
albergar esperanzas que fabricaban sueños rosados con miradas asombradas ante
las gracias y piruetas que cada día Víctor preparaba con esmero. Aunque fuese
sólo un granito de arena en una inmensa playa, a menudo las pequeñas ilusiones
crecen en el corazón hasta llenarlo con plenitud.
Realizó el recorrido de todos los días, comenzando por los más graves hasta
llegar a los que con un poco de suerte y ayuda hospitalaria saldrían de allí en un
breve espacio de tiempo, relativamente hablando. Ya estaba abriendo la 215,
cuando se acercó una enfermera, era de las pocas que no aprobaban las técnicas de
risoterapia. No entendía en que magnitud podría elevar la calidad de vida una
sonrisa.
- Víctor, te llaman al teléfono. No me han querido decir nada, pero parecía
muy urgente. Leyó en los ojos de la madura enfermera que sabía algo más de lo
que en realidad le estaba contado. Su seriedad hizo que brotase en él los peores
presagios. Dirigiéndose hacia el teléfono de la recepción notó como un médico y
otra enfermera murmuraba bajito, casi imperceptible le pareció oír un lamento
dirigido hacia su persona.
- ¿Sí? - preguntó el joven con la voz un poco alterada.
- Soy la vecina, hijo mío. Yo no he podido hacer nada –y su voz se quebró
por el llanto -Estaba muy bien esta mañana, incluso me ha estado contando cosas
de cuando tú eras pequeño que tu padre no quería adoptarte porque con aquellos
rizos tan negros decía que nadie encontraría parecido con ninguno de los dos. ¡Ay!
Que desgracia... -y rompió a llorar, acongojada la mujer intentaba darse a entender,
pero la pena le cortaba la respiración con un nudo en la garganta.
- ¿Qué estas intentando decirme? ¿Le ha pasado algo a mi madre? Contesta.
- Sí, le ha dado un ataque al corazón y no lo ha resistido. Yo no he podido
hacer nada, he llamado a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Se la han
llevado al tanatorio. Tu madre era tan buena, lo siento mucho... -dejó de hablar
porque en esas circunstancias no sabía que más podía decir.
- Ahora iré para allá, no te pongas nerviosa que yo llegaré enseguida. Hasta
ahora - Se despidió Víctor mientras colgaba el teléfono con la mirada ausente,
incapaz de expresar su congoja.
Se quedó inmóvil, como paralizado por unos instantes, notó la presencia de
la encargada de las enfermeras que escudriñaba con curiosidad, intentando hacerse
visible con una pequeña sonrisa, para conseguir sonsacarle información sobre
aquella llamada telefónica que le había dejado tan atónito. Víctor se dirigió a ella
como siempre, muy amable y correcto mientras ella se hacía la ocupada con otros
quehaceres de su cargo para no dar la impresión de fisgona.
- Perdona, María Antonia, dile a Juanito que siga dibujando mucho, que
volveré cuando me sea posible, ¿lo harás? Acuérdate que es importante. ¡Ah! Y dile
al Dr. Medina que me ha surgido una emergencia y hoy seguramente ya no
volveré. Yo le llamaré en cuanto pueda -dijo Víctor intentando aparentar
tranquilidad, evitando crear sospechas.
- Lo que tú digas... ¿seguro que no quieres que le dé yo el mensaje al doctor
Medina? -sugirió
- No, gracias, María Antonia. Ya hablaré con él en persona. Adiós - se fue
lentamente caminando pasillo abajo mientras pronunciaba estas últimas palabras.
No sabía cómo pero, ya entrada la noche, se había percatado que no había
sido consciente de ninguno de sus actos de aquellos últimos días a partir de la
llamada telefónica, ya no recordaba nada más. No recordaba haberse cambiado de
ropa, ni haber ido al tanatorio, no aceptaba que su madre no estuviera, aunque era
consciente de su muerte. Habían pasado por su casa sus amigos de toda la vida,
compañeros de la facultad, compañeros del hospital y aunque agradecía el interés
de todos ellos, no tenía fuerzas para hablar de lo sucedido, se sentía débil y
enormemente vulnerable a cualquier factor externo. Víctor se refugió en sus
recuerdos en aquellas semanas, vivía como un autómata, sin dar fe verdadera de
sus actos.
Un mes más tarde fue informado por un vecino que su gran amiga y vecina,
aquella que había sufrido con él toda aquella tragedia de la pérdida de su madre,
aquella que durante tanto tiempo había sido sus ojos, y sus oídos cuando él faltaba
de casa, aquella buena señora se había reunido con su madre. En aquellos
momentos recordó una frase que su madre le decía con frecuencia cuando alguna
cosa iba mal, “las desgracias nunca vienen solas”. Y creyó en verdad que por
lamentable que fuese ese proverbio popular no dejaba de ser cierto. Estaba
recostado en el sofá situado frente al balcón de su casa cuando oyó de lejos sonar
su móvil, comenzó a buscarlo y al encontrarlo finalmente, no llegó a aceptar la
llamada. Un número se había grabado como llamada perdida, era un número de
un teléfono fijo, pero no acertaba a reconocer su procedencia. Marcó el
correspondiente número para verificar si se habían equivocado, o por el contrario
era de algún amigo suyo que no tenía grabado su número.
- Buenas tardes, es que tengo una llamada perdida con su número y me
preguntaba si era un error... –dijo titubeante.
- No, no es ningún error- le interrumpió una voz femenina.
- Soy la madre de Juan Antonio Coll, supongo que… ¿usted es Víctor?, ¿el
amigo de mi hijo? -le interrogó aquella mujer.
- Sí, es que por un momento no me sonaba el nombre de su hijo, yo suelo
llamarle por un apodo que yo mismo le puse. ¿Ha pasado algo? Es que he estado
un poco desconectado del hospital por circunstancias personales -se disculpó por
sentirse culpable de no haber ido a verle, se sentía culpable por no haberse sentido
con fuerzas de seguir ayudando.
- Mi hijo falleció ayer, pero dejó dibujos para que usted los viera, sé que a él
le haría mucha ilusión que fueran de su propiedad porque era su gran amigo.
Siempre hablaba de su amigo Zapatotes con mucha ilusión -la voz se le quebraba
por momentos, faltándole las fuerzas para terminar las frases.
- Yo... -dijo cerrando los ojos con fuerza - Lo siento muchísimo. Era un niño
encantador, era bueno donde los haya. No puedo decirle nada que alivie su dolor
porque no existe ninguna palabra mágica que haga milagros en estos momentos,
pero sepa que tuvo un buen hijo y tiene que sentirse orgullosa por todo lo que
luchó, por su simpatía y su entereza -dijo Víctor en un intento vano de transmitirle
un poco de esperanza a aquella mujer que acababa de perder a su único hijo.
- Gracias por sus amables palabras... Los dibujos se los he dejado a una de
las enfermeras para que se los entregase cuando usted vaya al hospital. De todas
formas, he preferido darle la noticia yo misma, era su único amigo y eso para una
madre es algo muy importante, porque si se ganó su amistad, también se merece
mi respeto. No quiero interrumpirle más con mis cosas, además me conviene
descansar, estoy al límite de mis fuerzas.
- No es ninguna molestia para mí, es más si hubiera alguna cosa que
pudiese hacer por usted… no tiene más que pedírmelo. Usted misma lo ha dicho
antes, yo era su amigo, pero él también era el mío, le agradezco el detalle de
llamarme -contestó Víctor intentando que su voz no reflejase su estado.
- Gracias por todo, tengo que dejarle. Espero que a usted le vayan bien las
cosas porque parece un buen chico. Adiós -se despidió aquella voz femenina que
seguramente nunca volvería a escuchar.
- Adiós, muchas gracias por llamar -se despidió Víctor sin saber que añadir,
por eso mismo no añadió nada más, porque no existían palabras mágicas o él no
las conocía.
Aquel día recibió varias llamadas, pero no descolgó el teléfono, había
sobrepasado sus límites, no quería hundirse, no pensaba en hacerlo, pero por un
día quería estar en paz. No quería hablar de temas banales, quería paz y esa paz
solo la encontraría en la soledad de su apartamento. Solamente pedía un día para
ordenar las ideas en su cabeza, para reorganizar su vida, para volver al hospital,
porque al día siguiente por la mañana, bien temprano quería ir a trabajar, ponerse
su traje de colores, sus grandes zapatos y una gran sonrisa para que algún niño
fuese menos infeliz. Por la noche se acostó, mientras cerrando los ojos soñaba
despierto con todas las cosas que le quedaban por ofrecer para que el mundo fuese
menos gris, para convertir la agonía en un poquito de esperanza, que los rayos del
sol se adentren sigilosos entre los ventanales de aquel edificio frío y gris para dar
calor a los corazones de los que sufren. Con todas esas ilusiones en la cabeza se fue
dormitando hasta descansar por fin.
Al amanecer emergían los primeros tímidos rayos del sol primaveral del
mes de mayo. Se levantó de golpe y se vistió a toda velocidad, aquella mañana la
alarma del móvil no había sonado y no le sobraba el tiempo para desayunar,
afeitarse o deleitarse en aquel último libro que leía en las mañanas en que iba
sobrado de tiempo. En un santiamén estaba vestido de colores y dispuesto a hacer
su ronda matutina, dispuesto a retomar el rumbo de su vida en el punto donde la
abandonó, había tomado prestado un tiempo sabático que le había resultado
odioso, aquellas semanas habían pasado por delante de sus ojos como una de sus
peores pesadillas. Hoy quería olvidarse de todo aquello que nublaba su razón para
centrarse en su trabajo, sacarle todo el jugo al día era su principal objetivo y dejar
atrás aquellas últimas semanas era vital para su equilibrio emocional.
- ¡Hombre! Zapatotes ha llegado, ¿cómo te encuentras? -le preguntó aquel
hombre de aspecto robusto y tono campechano.
- Buenos días, Dr. Medina. Ya me encuentro bien, estoy listo para afrontar
nuevos retos- contestó animado Víctor.
- Bien, bien, así me gusta. Cuando uno cae y se levanta, la voluntad se hace
más fuerte, si necesitas hablar con alguien, cuenta conmigo -se ofreció
amablemente mientras le propinaba palmaditas en la espalda en señal de
compañerismo.
- Lo tendré en cuenta, muchas gracias. Ahora, si me disculpa, tengo que
empezar mi ronda -contestó Víctor.
- Pásate por mi despacho y tomaremos un café, ¿a la una te va bien? –dijo
con complicidad.
- Sí, para entonces ya habré terminado con mi ruta –dijo forzando una
sonrisa.
- Entonces hasta la una... -dijo Víctor dando por concluida la conversación.
Se escurrió por una de las habitaciones y comenzó a hacer gracias frente a
una niña de unos diez años de edad. Tenía la cabeza totalmente rapada, como casi
todos los que habitaban aquella planta. La niña no iba vestida con las típicas batas
de hospital, llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta rosa de las muñecas
“Bratz”, un pañuelo rojo con flecos cubría su cabeza para disimular la ausencia de
lo que en otros tiempos habría sido una hermosa melena rubia. Estaba sentada
sobre la cama con las piernas cruzadas como si estuviera a punto de practicar
alguna clase de relajación, quizá yoga. La mirada cabizbaja de la niña denotaba
una tristeza perceptible en cada uno de sus gestos. No lloraba, pero había restos de
lágrimas en sus mejillas sonrosadas. Víctor había usado toda clase de trucos para
llamar la atención de la niña, pero sus métodos no surtían efecto con ella. La niña
seguía mirando a un punto lejano, en el infinito, sin mediar palabra. Tampoco
logró dibujar una sonrisa en su rostro, ninguna expresión en ella denotaba que la
presencia de Víctor fuese aceptada por ella. Tras muchos cambios de estrategia
para llamar su atención, al fin la niña levantó la cabeza, lo miró de arriba abajo y
finalmente pronunció las primeras palabras que Víctor oiría de su boca.
- No me gustan los payasos, son inútiles... -afirmó con dureza.
- Bueno, entonces me presentaré... Yo me llamo Víctor, ¿y tú? - le preguntó
mientras se iba acercando a la niña con sumo cuidado.
- Yo me llamo Aina Pons Llabrés, dime, ¿tú no tienes apellidos?, -preguntó
con desdén -Mi padre dice que los nombres se dicen con los apellidos, porque es lo
que nos hace diferentes de las demás Ainas, o Victors- continuó diciendo.
- Pues es verdad, tu padre tiene razón. Volveré a presentarme, me llamo
Víctor Vázquez Vázquez. Siento que no te gusten los payasos -se disculpaba
mientras se despojaba de la peluca y la gran narizona
- ¿Así está mejor? -preguntó Víctor, sin menos elementos que le
caracterizaran como a un payaso.
- Sí, pero sería mejor que el próximo día que vengas no traigas ese ridículo
traje...
- Está bien, el próximo día vendré vestido de Víctor solamente, Zapatotes no
vendrá. ¿Cuánto hace que has llegado? -preguntó Víctor.
- Una semana hará hoy a las cinco de la tarde –dijo la niña con exactitud.
- Veo que lo tienes bien calculado, ¿quieres que te traiga algo mañana? –se
ofreció sonriendo.
- No quiero nada, solo quiero dejar de contar los días que llevo aquí. Quiero
irme- su tono se fue volviendo cada vez más austero.
- Estoy seguro que dentro de poco te pondrás mejor, y te iras a tu casa -le
dijo Víctor en un intento cordial de animarla.
- Tú lo has dicho, me pondré mejor, me iré, me pondré peor y volveré a
venir. Así sucesivamente hasta que un buen día ya no pueda volver a mi casa
porque estaré muerta -dijo con frialdad.
- No pienses que lo sabes todo. Aina, tú no puedes saber si algún día te
curarás o no, eso no depende de ti. Volveré mañana y espero encontrarte más
dispuesta a conversar.
- Por mí no te molestes, no me haces falta ni tu ni nadie- se oía protestar a
Aina mientras la figura de Víctor se desvanecía al cerrar la puerta 132.
Al cerrar la puerta, pudo percibir a través de ella un llanto inconsolable, a
escondidas lloraba, lejos de miradas compasivas que no deseaba. Víctor ya había
intuido nada más cruzar aquella puerta, que sería difícil adentrarse en la cabecita
de aquella niña. Tenía unas ideas fijas en su mente de muerte, y angustiada por la
fijación que tenía no admitía que se adentrase en su vida la alegría de vivir el día a
día. No era como Juanito Habichuela, pero quizás con más tiempo y dedicación
por su parte conseguiría sembrar una buena semilla en su interior. Era importante
que los enfermos no perdiesen la esperanza, porque armarse de valor todos los
días era la única defensa que tenían para sobrevivir con un poco de dignidad. El
trabajo de Víctor era vital para aquellos enfermos, y así lo entendían la mayoría de
médicos que los trataban a diario, al subir los ánimos eran menos propensos a
sufrir recaídas. Siguió trabajando toda la mañana hasta que llegó a la última
habitación donde anteriormente había estado hospitalizado Juanito, pero ahora ya
no estaba él. Entró poco a poco porque por la ventanita se veía un niño de más
edad que Juanito, dormía. Vio a su madre junto al niño estrechando sus manitas
entre las de ella. Víctor no dijo nada, hizo un gesto con la mano de despedida y se
marchó. La madre le respondió con el mismo gesto mientras seguía al lado de su
pequeño.
- María Antonia, ¿tienes por recepción los dibujos de Juanito? - preguntó
corriendo tras ella que transitaba bastante estresada.
- Están en una carpeta amarilla con tu nombre, yo ahora no puedo dártelos,
chiquillo- le respondió María Antonia con acento del sur, concretamente de Cádiz.
- Vale, gracias, guapa -respondió Víctor a modo andaluz.
Entre todas las carpetas, la amarilla destacaba entre las que estaban
apiladas. El nombre que había en la portada había sido escrito por Juanito, sus
trazos le delataban, pero curiosamente no había escrito “zapatones” como solía
llamarle, el nombre que había escrito era “Víctor” en letras muy grandes, cada letra
estaba pintada con un color diferente. Víctor abrió la carpeta no pudiendo reprimir
la pena de no haberle acompañado en sus últimos días, mientras la abría le venían
imágenes a la cabeza de su rostro, y aquella sonrisa picarona. Dentro había tan sólo
un dibujo, era un retrato de Víctor. No era un retrato del payaso sino de su amigo
Víctor; el pelo casi negro con bucles que caían sobre su frente y sus ojos verdes
claro apuntaba a que era un dibujo de su rostro. El último dibujo estaba claramente
dedicado al interior del payaso, no al personaje ficticio que encarnaba todos los
días. Abajo había una pequeña dedicatoria situada en la parte derecha del retrato;
“Con cariño para Víctor, de su amigo Juanito”. Ahora que sostenía aquel dibujo entre
sus manos, el dolor se hacía más intenso y las últimas semanas eran una carga
menos llevadera. Se sentía en gran medida culpable del desenlace final de Juanito,
porque no había llegado a tiempo. Había fallado como amigo, como hijo y como
payaso. Se sentía un desastre en todo, les había fallado en la recta final de sus vidas
a personas a las que amaba y que a su vez esperaban de él simplemente un poco de
su compañía y afecto. Entre una cosa y la otra se le había hecho tarde, en ese
momento recordó la cita con el Dr. Medina para tomar el café acompañado de una
charla amena, en la que aquel hombre tan ocupado le había hecho un hueco en su
apretada agenda. simplemente para saber de su vida, de cómo llevaba los
acontecimientos que recientemente habían tambaleado su fe hasta hacer escollos en
un océano muy inmenso y profundo. La melancolía.
- ¿Se puede? - preguntó Víctor antes de entrar mientras entreabría la puerta.
- Sí, pasa, te estaba esperando- contestó una voz desde el interior.
- Buenas, espero no interrumpir lo que estuviera haciendo –dijo el joven-, si
no le va bien, lo dejamos para otro día -dijo Víctor.
- No... –mientras le hacía gestos con ambas manos para que se acercase- lo
que estaba haciendo puede esperar, faltaría más. Háblame de ti. ¿Cómo te
encuentras? - le preguntó mientras cerraba una carpeta repleta de expediente
médicos.
- Bien, no estoy mal del todo. Se me hace cuesta arriba en algunos
momentos, pero lo sobrellevo –dijo con voz suave.
- Ahora, ¿qué edad tienes? Veinti... -preguntó el hombre mientras lo
observaba con mucha atención.
- Veintinueve haré dentro de unas semanas, el 28 de mayo para ser exactos,
¿por qué lo pregunta? –a Víctor le picaba la curiosidad.
- Porque tenía que proponerte un cambio en tu vida. Yo aprecio mucho el
trabajo que estás haciendo con estos niños y no es mi intención relevarte de tu
puesto. Mi intención más bien sería que mantuvieras este trabajo que, sé que es tu
vida y que aparte participases en un proyecto que tengo entre manos con mi hija-
hizo una pausa.
- No entiendo... – dijo Víctor sin comprender que proyecto podía encajar
con él.
- Sé que antes de venir a parar aquí estuviste en un bufete de abogados, y
por lo que sé eras muy bueno en lo tuyo, “derechos humanos”. Mi hija es psicóloga
infantil y hace muy poco que ha abierto la consulta en Palma, ¿sabes por donde
está correos? - Víctor hizo un gesto afirmativo con la cabeza- Pues por esa zona
está, es más calculo que está a más o menos diez minutos de tu casa. Bueno, ya me
estoy desviando del tema, la cuestión es que ella necesita a alguien como tú para su
gabinete porque los temas legales contra los abusos al menor y toda esta burocracia
no lo puede llevar ella sola. Yo, cuando ella me lo comentó la semana pasada
enseguida pensé en ti porque tampoco te llevaría mucho tiempo y, es más, así
llenarías huecos en tu vida que ahora se deben haber quedado un poco vacíos –
hizo una pausa más larga esperando que Víctor respondiera a su reciente
propuesta.
- Pues, todo me ha pillado muy de sorpresa –le confesó el joven-. Pero a
simple vista el proyecto promete. Solamente una pregunta. ¿Su hija estará
conforme? A lo mejor prefiere a alguien más experimentado o más de su confianza
- respondió Víctor.
- No te preocupes por eso, ella no es de aquí. Ya verás cuando la conozcas te
caerá bien, es de Sevilla, por lo que lleva la gracia andaluza, y por eso mismo ella
no conoce a nadie aquí en la isla. Me ha dado carta blanca en este asunto, se fía de
mi criterio para evaluar a las personas.
Golpearon suavemente la puerta y acto seguido se abrió, entró de repente
mucha luz en la estancia o esa impresión le dio a Víctor, al verla entrar, no supo la
razón, pero le dio un vuelco el corazón. Era una chica tremendamente bella, una
tez pálida y cristalina, su larga melena rubia le daba un donaire puro, a la vez que
transmitía una gran personalidad con tan solo mirarla. La muchacha se dirigió al
Dr. Medina, que a su vez se levantó para saludarla, se fundieron en un gran abrazo
y en ese momento comprendió que aquella joven que lo había dejado boquiabierto
era la hija del doctor, no le cabía ninguna duda. Los dos se sentaron frente a frente,
ella le miraba sin ninguna timidez mientras Víctor titubea un poco al tenerla de
repente tan próxima a él. Hubo momentos de tensión hasta que el Doctor rompiera
el silencio.
- Ella es mi hija, de mi primer matrimonio. Marian, él es Víctor, el chico que
te comenté el otro día que sería un buen aliado en tu proyecto.
- Bien, Víctor. Supongo que mi padre te habrá comentado más o menos por
encima el proyecto que tenemos entre manos ¿qué te ha parecido? Sé sincero, te lo
agradeceré -comenzó diciendo Marian.
- La idea me parece estupenda a escala humanitaria, pero si te tengo que ser
sincero, no va a ser un negocio altamente rentable -le sugirió Víctor.
- No es cuestión de dinero, eso no es lo más importante para mí, la pregunta
sería, ¿lo es para ti? –dijo mientras no podía dejar de mirarle.
- No, en absoluto. Nunca ha sido mi objetivo. No quisiera haber sido
impertinente - se disculpó, temiendo haber empezado con mal pie.
- Mi padre ya me ha puesto al corriente de tu labor en el hospital, del
reducido sueldo que cobras y el enorme cariño que tienes a los niños. Me gusta
cómo eres, sincero y sin pretensiones de ser algo por fuera que no seas por dentro,
en eso me recuerdas mucho a mi madre. Si te soy sincera, me gustaría que
quedásemos un día de esta semana y así podríamos hablar con más calma y con
detenimiento para que no tengas ninguna duda, en el caso de que quieras
arriesgarte conmigo.
- Por mí no hay problema, cuando quieras, a ser posible por las tardes, que
ahora las tengo más libres -dijo con pesar.
- Entonces quedamos así, yo te llamaré o me iré pasando por aquí.
Seguiremos en contacto, ¿ok? -dijo Marian concluyendo la conversación.
- Está bien, seguiremos en contacto. Ahora es mejor que me vaya. Mucho
gusto en conocerte Marian -dijo Víctor mientras le ofrecía su mano.
- El gusto es mío, hasta otra.
- Hasta mañana -se despidió el padre de Marian.
- Sí, claro, hasta mañana -se despidió Víctor sin poder dejar de mirar de
reojo a Marian.
Víctor marchó, pero padre e hija permanecieron en el despacho durante
bastante tiempo, con las puertas cerradas para entablar una conversación más
íntima.
- ¿Qué te ha parecido Víctor? - preguntó a su hija.
- Bien.
- ¿Solo bien? Vamos, suéltalo...
- ¿Qué quieres que te diga, papá? -dijo ella sin poder contener la risa.
- Pues la verdad. Yo lo veo durante todos los días y también veo cómo lo
miran todas las enfermeras jovencitas y alguna que otra que ya no lo es. Y aparte
del físico, luego está su manera de ser, tan entregado a los demás sin llegar a ser un
mojigato. Marian, no disimules que te he visto cómo lo mirabas.
- Papá, está bien, es guapo y tiene buen carácter, pero eso no es para tanto.
Además, él también me miraba, ¿lo has visto? ¿No? -preguntó dándole poca
importancia.
- Sí, te miraba. Dime, ¿qué es de tu madre? ¿Sigue yendo a psiquiatras?
- No lo digas en ese tono tan sarcástico, no está loca, sólo que cuando te
fuiste fue un golpe muy duro que tuvo que afrontar.
- Antes de conocerme, tuvo a uno valenciano, ¿te lo habrá dicho?
- Pues ahora no lo recuerdo –dijo intentando esquivar aquel tema.
- Este médico fue asesinado, salió en todos los periódicos. Tienes que
acordarte, era un auténtico genio y como todos los genios para mí que eso fue lo
que le mató, tanta genialidad no puede ser sana...
- No seas malo, ¿quién le asesino? –interrogó Marian.
- Pues las cosas que tiene el destino a veces sorprenden, fue asesinado por
su psicóloga que a su vez había sido paciente suya antaño. De todas formas, yo lo
sé de buena tinta, su hermano estudió conmigo en la facultad de medicina de
Barcelona y me contó hace poco cosas que te van a dejar con la boca abierta... -hizo
una pausa y carraspeó para darle misterio a lo que relataba.
- Papá, ¿no me iras a dejar así? ¿Con la historia a medias? -le picaba la
curiosidad cada vez más, por motivos que tan sólo ella y su madre conocían.
- No –negaba con la cabeza -Tranquila, te sigo contando. Bien, el hermano
del susodicho psiquiatra me explicó que el tal Fernando Torres Arroyo en los
últimos años no estaba bien, en plan psicológico. Cuando inspeccionó el cadáver su
hermano se quedó un poco extrañado por los tatuajes que ocupaban gran parte de
su espalda. Los tatuajes eran tres nombres de mujer, pero en realidad eran el
mismo nombre, es decir hacían referencia a una sola mujer y curiosamente no era
el nombre de su esposa fallecida –dijo haciendo otra pausa.
- Papá, nos van a dar las uvas –le apremiaba la joven con soltura-. Sigue, me
tienes en tensión -pronunció con una agitación disimulada.
- Bien, los nombres que llevaba tatuados eran María, Angels y Marian. La
misteriosa mujer era tu madre, eso la policía nunca lo llegó a averiguar pues esa
relación nunca llegó a salir a la luz -el doctor bajó la cabeza como evitando seguir
hasta el desenlace.
- No entiendo nada, ¿cómo se conocieron? ¿Y por qué no me dijo nunca mi
madre? - preguntó apresuradamente, pues nunca llego a admitir la cruel verdad.
- Esas conclusiones las he sacado yo porque fui yo mismo el que le
recomendé al Dr. Torres para aliviar las depresiones de tu madre, no sé cuánto
tiempo la estuvo tratando y él, aunque casado por aquel entonces se quedó
prendado de tu madre. Ella rechazó todas las propuestas que le hizo de mantener
una relación extra profesional, pero él nunca se rindió. Y ahí está el secreto que
guardaba con tanto esmero el doctor; yo creo que su asesina lo descubrió antes de
matarlo. Seguramente él había fingido un amor eterno hacia su mujer ya fallecida y
aquella mujer cuando se enteró de la verdad se sintió engañada, porque después
de haber matado a su antecesora, de haber esperado con suma paciencia el
momento de llegar hasta él, resultaba que siempre había estado enamorado de
otra. Eso debió enloquecerla por completo y a consecuencia de esto, le asesinó.
- ¡No me lo puedo creer! ¿Pero, mamá? - intentaba parecer muy
sorprendida.
- No le cuentes nada de esto a tu madre, ya le bastó tener que aguantar
todas sus persecuciones. Lo pasó muy mal, pero esto ya es agua pasada.
Prométeme que no le harás ningún comentario referente a Fernando Torres –le
pidió con insistencia a la joven.
- No –accedía con una suave sonrisa-, no le voy a comentar nada referente al
doctor Torres. Bueno, lo siento, papá, pero tengo que marcharme, el deber me
llama. Un beso... –dijo con bastante urgencia.
- Hasta otra hija. Adiós -se despidieron dándose un beso en la mejilla.
Víctor paseaba frente al mar. Sentía las olas encrespadas, luchando unas
contra las otras para llegar hasta las rocas y rendirse ante su dureza y crueldad.
Como sus horas vagabundas, chocaban hacía el infinito para toparse contra la
noche, en la que su mente descansaba de ver tanta muerte en todas las cosas que le
rodeaban. Todo esperaba un final, eso forzaba a su interior a hacerse preguntas
sobre el porqué de una lucha y otra para llegar siempre al mismo destino, cruel y
despiadado. Ni la fe más férrea conseguiría darle sentido a tanta lucha
desperdiciada, a tantas vidas que caen en el olvido, a tanto amor que se pierde,
¿todo eso llega a alguna parte? o, ¿se pierde sin remedio con el último suspiro de
vida? En el horizonte, junto al mar embravecido creyó distinguir la figura de una
joven semejante a la de la chica que acababa de conocer aquel mismo día en la
clínica. Decidió aproximarse disimulando un poco, para ver si en realidad era ella
o simplemente se trataba de una equivocación. Cuando estuvo suficientemente
cerca para ver su rostro, la joven se volvió hacia él. Efectivamente era Marian. Ella
alzó su mano derecha agitándola para llamar su atención, esperando que él se
acercase a saludarla, o al menos que le devolviese el saludo. Optó por dirigirse
hacia donde estaba, quizás también podría estar junto a ella un rato y charlar de
cosas sin importancia. Aunque fuesen pocas las palabras que intercambiasen, él
sentía que tan sólo sentir su voz de nuevo y clavar su mirada en la de la joven,
acallaría todas sus dudas, que le nublaban la razón desde aquel brevísimo
encuentro.
- Hola, ¿qué tal? ¡Vaya casualidad! –exclamó ella sonriente.
- Hola, yo paseo muchas tardes por aquí, me relaja el sonido del mar... ¿y tú,
qué haces por aquí? -la interrogó mientras se sentaba junto a ella.
- Me gusta el mar, es inmenso y en Sevilla no hay. Ahora que estoy aquí,
rodeada de mar por todas partes tengo que aprovechar toda su belleza, ¿no crees?
– mientras se abrazaba a sus rodillas.
- Sí, supongo que sí. De eso se trata la vida, de aprovechar lo que tienes en
el presente, sin pensar en lo que tuvimos o lo que mañana no tendremos. En tu
caso el mar -comentó Víctor.
- Eres extraño –admitió la joven con infinita dulzura - Me pregunto si en
realidad eres como yo te veo -preguntó la chica.
- No sé qué responderte porque no sé cómo me ves –respondió un poco
aturdido.
- Eres sociable, pero te gusta estar solo. Eres atractivo y bastante guapo,
pero no eres pretencioso. Eres inteligente pero no haces que ese don te haga rico ni
famoso, ¿eres real? -preguntó riéndose al pronunciar tan singular pregunta.
- Bueno, si quieres dejo que me pellizques –bromeó.
- Mañana es domingo, y no tienes que ir al hospital ¿verdad? –preguntó
Marian con gran interés.
- Pues, no me había dado cuenta de ello, si le he dicho a tu padre “hasta
mañana”, pues si no me lo dices, mañana voy como si tal cosa. Últimamente no
tengo la cabeza bien, vamos, que se me van las cosas –reconoció Víctor, recordando
a su madre.
- No te extrañes, a mí también me pasa y no hay por qué sentirse mal por
estar pasando un bajón. No quería meterme en lo que no me llaman, pero mi padre
me ha contado todo lo que has pasado últimamente, y encuentro que lo llevas con
mucha entereza -paró en seco cuando notó la expresión de abandono en Víctor-.
Bueno, cambiando de tema, necesito un apartamento o un piso pequeñito para
vivir, no me gusta demasiado vivir con mi padre y su nueva mujer.
- Creo que están buscando inquilino en un apartamento de mi finca, justo
debajo del mío, ¿si te interesa lo miramos? – se ofreció Víctor.
- Está bien, por mí podemos ir ahora mismo, ¿te parece? - preguntó Marian
mientras se levantaba ágilmente.
- Sí, está cerca de aquí. Vamos.
Fueron los dos caminando, uno junto al otro mientras conversaban de
muchos temas dispares, a veces coincidían en sus opiniones, otras por el contrario
chocaban ferozmente, pero eso hacía interesantes a las personas, la diversidad de
caracteres, de gustos y de vida. Fue extraño para Víctor que en un solo día Marian
estuviese viviendo justo debajo de él, fue como un impulso para los dos el verse,
encontrarse bien juntos y querer estar próximos uno del otro. Como si hubiesen
estado esperando toda la vida aquel momento. Víctor empezó a reaccionar, a sentir
que debajo de su piso, vivía la chica más adorable e impredecible que había
conocido jamás, hasta ahora. Era domingo y tenía todo el día por delante, sentía
unas ganas locas de vivir, de explorarse a sí mismo y cuestionarse hasta donde era
capaz de llegar. Se preguntaba si ella se estaba entusiasmando con él, en la misma
medida que él hacia ella. No quiso esperar más para resolver aquellos enigmas y
bajo las escaleras dirigiéndose con paso firme hasta el apartamento de Marian, una
vez que hubo llegado frente a su puerta se detuvo un instante antes de tocar.
El timbre chirriante acompañaba a la vieja fachada de aquel antiguo edificio
modernista, que, aunque no era ninguna de las obras emblemáticas de Gaudí, si
merecía todos los honores para denominarse una obra modernista al puro estilo
Gaudí. Después de esperar un buen rato frente a su puerta se decidió a tocar, y
siguió esperando en vano porque nadie abrió aquella puerta que deseaba tanto que
se abriera para él. Subió a su casa, y comenzó a limpiar un poco cuando sus faenas
fueron interrumpidas por el sonido del timbre. Abrió la puerta, y se encontró a
Marian sujetando un paquetito con ambas manos envuelto en un papel que le era
familiar, cayó en la cuenta enseguida que era el papel que usaban la pastelería que
estaba justo enfrente de su casa. Era una panadería-pastelería, antigua, con
tradición, cuyo repertorio de dulces era escaso, pero de elaboración artesanal.
Todos los famosos que abandonaban Mallorca pasaban por esa pequeña pastelería
a comprar ensaimadas, eran las mejores de toda la isla.
- ¿Me vas a dejar pasar o montamos un pic-nic con las ensaimadas en el
rellano? -preguntó sonriente, Marian.
- Perdona, pasa... es que todavía me pillas ausente -se disculpó, omitió el
detalle que él ya había ido a visitarla de buena mañana.
- Me encantan las ensaimadas, es otra de las cosas que tengo que
aprovechar ahora que estoy aquí. Siempre me ha gustado probar los dulces de
todas las ciudades que he visitado y sin embargo en Sevilla no los probaba. Es
curioso, siempre nos llama la atención lo que no es nuestro.
- Prepararé un café con leche, siéntate. Enseguida estará listo- le decía
mientras se disponía a sacar el café y la leche del frigorífico.
- Nunca había visto guardar el café en la nevera, ¿y eso? –Preguntó Marian
con curiosidad.
- Así guarda mejor su aroma, ¿no lo sabías? -preguntó mientras seguía
calentando la leche en el microondas y el café comenzaba a subir.
- Pues no, todos los días se aprende algo nuevo, ¿no es estupendo? -exclamó
entusiasmada como si el descubrimiento más simple la llenase de gozo.
- Bueno, ya está todo listo, cuando quieras, empezamos...
- Para mí tres de azúcar, es que me gusta todo muy dulce -comentó con
picardía
- Ya lo veo, ¿todo?, ¿todo te gusta muy dulce? -preguntó Víctor con sonrisa
pícara.
- Sí, se puede decir que sí. Soy una golosa -respondió sin añadir ningún
comentario más.
Se hizo el silencio entre los dos sin que, por ello, de vez en cuando, las
miradas los delatasen, mientras Víctor recogía los restos del desayuno. Marian
observaba el mar desde el balcón, que situado frente a la Bahía de Palma hacía de
aquella mañana de viento afable, una mañana especial, en compañía de alguien
que, aunque poco conocido para ella, sentía que ya estaba inmersa en su mundo.
Resultaba curioso pensar que llevaba tanto tiempo huyendo de aquellas
sensaciones, porque siempre las creyó perjudiciales para mantenerse fuera de la
locura que mató a su abuela, a su padre biológico, y que martirizó a su madre.
Ahora venía a encontrarse con aquello de lo que tantas veces había huido, se miró
el pecho con disimulo y pudo ver cómo iba desapareciendo su rosa amarilla, y
tuvo miedo. A tantos kilómetros de Sevilla, y sin embargo estar junto a Víctor lo
encontraba de lo más natural. De pronto se dio cuenta que tenía toda su fe puesta
sobre aquel joven de ojos verdes, y presentía en el fondo de su corazón que aquel
chico dejaría huella en ella, que había llegado el momento de florecer como su rosa
amarilla. El amor no necesitaba de todas aquellas trabas, el amor quería ser libre.
- ¿En qué piensas? -le preguntó Víctor arrimándose bien cerquita de ella,
mientras él también contemplaba el mar.
- En que quiero dejar de pensar, necesito sentir –dijo con su mirada puesta
en él.
Y sin más dilación, ella se volvió para abrazarlo con ternura mientras él
respondía de igual forma a su espontáneo abrazo, sobraron las palabras, y hasta los
gestos, porque los besos ocuparon todo el espacio, las formas y colores de aquel
instante. Supieron con certeza que no había marcha atrás, ella le había esperado a
él durante toda su vida sin saberlo. Él sentía que aquellos besos se le clavaban en el
alma, y que jamás podría desterrarlos de allí.
Pasaron el resto del día paseando de la mano por las calles casi desiertas en
aquel domingo, y compartiendo todas las actividades sin hacerse preguntas que
dieran rienda suelta a respuestas no deseadas. Fue un día más para el resto de los
mortales, pero no para ellos. Porque aquello era el principio de una vida que les
deparaba grandes sorpresas a ambos.
Al llegar la noche, Víctor sugirió sutilmente que pasase la noche junto a él, y
Marian se quedó pensativa durante un rato, en aquel instante le hubiera dicho
efusivamente un “sí”, pero dudo al sopesar la idea de que Víctor pensase que era
una chica ligera de cascos. Al final accedió a su petición porque recordó que, si
algo había aprendido de su abuela y de su madre, era eso, que no había que poner
límites a los sentimientos. Ahora lo comprendía.
En definitiva, prefería arrepentirse por haber vivido plenamente que
lamentar no haber amado en una larga existencia. Vivieron intensamente aquella
noche y muchas otras, porque Marian ya no necesitó vivir en el apartamento del
primer piso, vivía en el séptimo cielo con Víctor y no pensaba bajar de allí porque
los días junto a él la llenaban de vida, las noches sin embargo las llenaban de amor.
En el hospital los compañeros de Víctor le notaron un brillo extraño en la
mirada y aunque insistentemente preguntaban la razón que le había llevado a ese
extremo de felicidad, Víctor no soltaba prenda porque eso implicaría darle
explicaciones el Dr. Medina, Víctor no llegaba a comprender porque Marian le
había prohibido terminantemente que le hiciese tal confidencia a su padre pues
encontraba que aquel hombre de aspecto triste desde hace un tiempo, estaría
contento al saber que estaban enamorados y que compartían sus vidas juntos.
Tampoco llegaba a comprender como esos ojos alegres que aquel hombre utilizaba
con tal maestría de contagiar a los que le rodeaban de alegría, de pronto, un buen
día, ya no tenían luz y Víctor menos que nadie nunca se atrevió a remover la
herida que le había provocado semejante cambió de actitud.
Cuando aquella tarde llegó a su casa, no encontró a Marian, se le hizo
extraño no encontrarla a esas horas de la noche, pero tampoco era cosa de extrañar
porque ella siempre solía quedarse hasta más tarde en el despacho para revisar los
casos que aún les quedaban pendientes. Revisó el contestador para mirar si había
algún mensaje. Había uno que era una invitación de los compañeros de la facultad
para celebrar como todos los años una fiesta en que todos terminaban hablando de
las locuras de aquellos años y nadie hablaba de lo que en realidad hacía en el
presente.
El último mensaje le alarmó considerablemente porque no sabía que cambio
produciría en su vida, aquel tono de voz del Dr. Medina le inquietó, sus palabras
textuales eran: “Soy el doctor Medina, si es muy tarde cuando llegues a tu casa no
me llames, pero hazlo cuanto antes porque necesito hablar contigo, para mí es muy
duro lo que te tengo que decir, pero no me va a quedar más remedio”. Víctor se
quedó atónito al escuchar aquel mensaje, ¿qué sería aquello tan duro que le tenía
que contar?, ¿quizá se había enterado de su relación con Marian? ¿Se sentiría
ofendido por la desconfianza? No sabía que tenía que hacer. Miro el reloj de la
cocina, las agujas marcaban la diez de la noche, tuvo un mal presentimiento y el
que Marian no hubiese llegado no hacía mejorar su malestar. Las diez tampoco era
una hora desorbitada, así que marcó el número de teléfono del Dr. Medina.
- ¿Sí? ¿Dígame? -oyó preguntar a su interlocutor. Era una voz femenina.
Sería la Sra. Medina.
-Buenas noches, ¿estaría el Dr. Medina?
-Sí, ¿de Parte de quién? -le preguntaron inmediatamente.
-De Víctor Vázquez. Me ha dejado un mensaje para que le llamase -se
disculpó.
-Ahora le llamo.
Esperó un buen rato y mientras notó que el teléfono del Dr. Medina debería
ser un inalámbrico por el movimiento que se podría percibir a través del auricular,
finalmente el doctor contestó a su llamada y Víctor instintivamente se sentó en una
silla que tenía junto a él, no se esperaba nada bueno de aquella conversación.
- Hola Víctor, esperaba que me llamases antes, pero se ve que estabas
ocupado.
- ¿Qué tenía que decirme? -preguntó ansioso.
- ¿Recuerdas la conversación que hemos tenido esta mañana cuando nos
hemos visto en mi despacho para tomar un café? –le recordó sutilmente.
- No, hoy no hemos hablado de nada. Hace meses de aquella conversación.
No entiendo qué ocurre, sáqueme de dudas porque no entiendo nada –respondió
muy confuso.
- Supongo que recuerdas que te propuse un proyecto en común con mi hija.
Te la he presentado esta mañana, ¿te has olvidado? -preguntó nervioso el doctor.
- Sí, recuerdo el proyecto, y a su hija, pero no ha sido hoy. Aquello ocurrió
hace poco más de dos meses. Ocurrió en mayo.
- No sé qué es lo que te ocurre, hijo mío, pero la memoria te falla. Yo sólo
quería decirte que el proyecto se viene abajo, que no cuentes con ello porque todo
se ha torcido- la voz entrecortada delataba sucesos graves que Víctor no acababa
de comprender.
- Explíquese... y tranquilo, si no se puede seguir con el proyecto, lo
aplazaremos hasta que tengamos vía libre -dialogaba Víctor como queriendo evitar
sofocar más al doctor de lo que ya se podía entrever en sus palabras.
- Mi hija ha tenido un grave accidente. Ha fallecido esta tarde en mi
hospital, en mis manos y yo no he podido hacer nada por ella –expresó con la voz
rota -Por eso nunca se podrá realizar su proyecto, porque ella ya no está- no
aguantando más el dolor rompió a llorar como un niño.
- No puede ser, si yo... -Víctor no pronunció una palabra más porque
aquello que le iba a confesar, lo tenía prohibido, sin decir más que “lo siento
mucho”, colgó el teléfono.
Observó un calendario con el logotipo de una cafetería a la que solía ir con
Marian todos los domingos y vio con claridad que según aquellas hojas apenas
estaban a mediados de mayo. Según aquel calendario, el doctor Medina estaba en
lo cierto. Era todo demasiado cruel para ser verdad, marchó de allí como
queriendo huir de su propia realidad, pero ¿de qué realidad huía realmente?
Caminó hasta llegar al agotamiento, pensó que se estaba volviendo loco,
pero todavía le quedaba la certeza de que aquella mujer le había amado tanto
como él a ella. Sin querer o queriendo quién sabe, terminó en el mismo lugar
donde empezó todo, frente al mar. Allí estaba ella como la primera vez que la vio,
y la miró con los mismos ojos, ella le devolvió la mirada con la misma dulzura que
en otras ocasiones. Víctor se sentó a su lado y le susurró al oído “te quiero,
Marian”. Ella guardó silencio, le besó como sólo puede besar la persona amada la
primera vez y se adentró en el mar. Lágrimas desconsoladas rodaron por el rostro
de Víctor por un adiós anunciado con preaviso. Aunque su figura desapareció en
el horizonte, Víctor siguió sentado como esperando que un milagro hiciese que su
amada Marian volviese a él.
Aquella noche no la volvió a ver, pero sí todas las noches anteriores. Se
sentaba siempre en el mismo lugar, y Marian acudía a su llamada para llenarle el
corazón de amor y al mezclarse con las olas dejándose llevar, los ojos enrojecidos
de Víctor le daban las buenas noches hasta que al día siguiente la noche cayese con
la melancolía a cuestas y Marian siempre volviese a los brazos de su amado.
TÚ, MI CIELO. TÚ, MI LABERINTO.
May Dior
Kenzie no podía apartar los ojos de ella, cuando le dijeron que tenía que ir a
buscar a la nueva chica que empezaría esa misma semana a trabajar en el complejo,
quiso negarse, odiaba tener que hacer de guía, ya tenía suficiente con los turistas
que durante todo el año escogían como destino el complejo Cairngorms.
Pero allí estaba con sus ojos sobre los azules de la chica más bonita con la
que se había encontrado en sus treinta años de vida. Esa chica era una delicia, el
sueño de cualquier hombre que tuviera la suerte de cruzar su destino con el de
ella.
—Me han mandado a buscarte, hoy no hay transporte que lleve hasta el
complejo —aclaró viendo cómo su rostro se relajaba.
Lexa hizo un gran esfuerzo por recordar que era necesario que respirara, su
voz era sensual una invitación a dejarse llevar por sus sueños más ardientes.
Miró la moto por unos segundos y después volvió a centrarse en sus ojos
verdes. Al mirarlo, tenía la sensación de entrar en un laberinto de distintas
tonalidades en el que deseaba perderse para siempre, sin importar el resto del
mundo.
—¿Y cómo piensas llevar las maletas? —Lo miró escéptica —Aún siguen en
el aeropuerto.
Se bajó de la moto, dejándole ver que su primera apreciación de su porte se
había quedado corta, era más impresionante de lo que su imaginación le había
permitido entrever.
—Empecemos como toca —Se acercó a ella, sonriendo con una picardía
digna de su rostro, de ese cabello rubio, de sus facciones duras y a la vez delicadas
de sus finas cejas y sus labios carnosos.
—Mi nombre es Kenzei Kelly.
—Lexa Sánchez—contestó con dificultad, intentando que el temblor de sus
piernas no fuera evidente para él —Yo…
—Eres la chica nueva, la recepcionista —asintió mirando cómo su mano se
tendía ante ella —Un placer conocerte.
—¿Esto es normal? —se la aceptó imprimiendo firmeza en ella —¿Que el
trasporte falle, suele pasar?
—Estamos en temporada baja —Le explicó cogiendo la mochila que
reposaba en el suelo, entregándosela —El frio les echa para atrás.
—Listo —Sonrió volviéndose hacia ella, que tenía el rostro desencajado sin
entender qué le decía— El resto del equipaje lo vendrán a buscar, mi misión es
llevarte al complejo. ¿Nos vamos?
Lexa miró la moto, que le gustaran no implicaba que estuviera
acostumbrada a montar, era más de coches, fan de Alonso. Era consciente de que
su rosto reflejaba ese mismo hecho, lo miró y su corazón volvió a pararse al ver
cómo esa sonrisa que la hacía perder el sentido, volvía a aparecer en sus labios.
—¿Has montado en moto alguna vez? —ella negó insegura —Prometo no
correr.
—Gracias.
Lo vio coger un segundo casco y montó en la moto, tendiéndoselo para
colocarse el suyo. Lexa lo cogió y fue cuando un escalofrió recorrió su espinazo.
Había estado tan preocupada por el hecho de montar por primera vez, que no
pensó en que debía de agarrarse a su cintura.
—Solo podía pasarme a mí —pensó para ella.
Si tan solo con mirarlo a los ojos todo su mundo se había vuelto del revés, si
con solo mirar ese cuerpo de modelo profesional su sistema nervioso se había
alterado ¿Qué le pasaría al abrazarse a él?
No quería ser un libro abierto, era evidente que le había gustado, tenía algo
que llamaba su atención y eso la hacía sentir vulnerable, expuesta a más dolor del
que soportaba en esos momentos.
—No es tan malo como parece —con sus palabras intentaba que confiara,
que se sintiera segura, aunque no estaba seguro de conseguirlo.
Lexa subió con una sonrisa nerviosa en su rostro y posó las manos sobre su
chaqueta de cuero, intentando no apretar, o tener que pegar su pecho a su espalda
muerta de vergüenza como estaba.
Oyó cómo la moto tronaba y se ponía en marcha, por muy despacio que
quisiera que fuera, no lo fue suficiente y todo su cuerpo se lanzó hacia atrás,
obligándola a pegarse a él para no caerse y posiblemente matarse.
Kenzei deseaba que se relajara y así, con mucho tiento, darle algo más de
velocidad a la moto, pero el miedo que vio reflejado en ella no le permitía hacerlo.
Al principio le pareció algo estúpido pero su temor no era una tontería, lo notaba
en la fuerza que empleaba en agarrarse a su cintura la cual había rodeado con sus
manos enlazadas por delante.
Notaba el calor que provocaba en su espalda, sin importar la ropa que
separaba sus pieles. Lexa despertaba algo en él, un sentimiento de ternura al cual
no estaba acostumbrado y que estaba acompañado de una inmensa curiosidad.
Soltó un momento uno de los manillares mirando su reloj de pulsera, se
había hecho tarde y una idea cruzo su mente. Dio un giro inesperado que la
sobresaltó, provocando que imprimiera más fuerza a su agarre y sonrió a pesar de
que no lo vería por lo evidente.
Llegó a un camino donde aparcó y se quitó el casco, viendo cómo Lexa se
bajaba y levantaba la visera del suyo, mirando todo lo que la rodeaba, sorprendida
y algo extrañada por no encontrase frente al complejo como esperaba.
—¡No hemos llegado aún! —su voz temblaba ligeramente por los nervios
del viaje.
—Es tarde y se me ha ocurrido que podríamos hacer una parada para comer
algo —le explico sin apartar la mirada de ella —Al final del camino hay una
antigua casita de piedra, hace poco que la han reformado y ahora hace las veces de
restaurante y la dueña es una estupenda cocinera.
—¿No nos esperan en el complejo? —Kenzei notó el cambio en su voz, en su
actitud.
—Eso lo soluciono con una llamada —desmontó tendiendo la mano para
que le diera el casco —Si no quieres, lo entiendo, pero yo tengo hambre.
En ese momento Lexa notó cómo su estómago rugía, poniéndose de parte
de Kenzei, dejándola a ella expuesta a ese hombre que no dejaba de mirarla, de
sonreírle con ese descaro que la estaba trastornando.
—¿Es muy largo el camino? —miró el mismo y de seguido sus zapatos de
tacón.
—Tranquila —le dijo entendiendo su gesto —, el camino es llano, no
encontraremos obstáculos y hace más de tres días que no llueve, por lo que el
camino estará seco a estas alturas.
Asintió no muy convencida y en su rostro se dibujó un mohín de
conformidad forzada que arrancó una sonora risa en Kenzei, a la que ella se unió
sin pretenderlo. Todo lo que le estaba sucediendo era como mínimo ridículo,
quería vivir aventuras pero esperaba estar preparada para ello no enfrentar
situaciones como esa, se sentía absurda.
Kenzei le tendió la mano para que se colocara a su altura y dar un paseo el
uno al lado del otro. Todo en ella era diferente, se sentía relajado y se divertía
como hacía mucho que no lograba hacer. Estaba caminando al lado de una
completa desconocida, era como si hubiera llegado a su hogar donde la chimenea
encendida lo esperaba, donde todo era perfecto, como él siempre había deseado.
No podía dejar de observarla mientras ella no apartaba sus ojos del paisaje
que se abría camino. Todo era nuevo para ella y sus ojos azules y grandes se
empapaban de todo sin perder un solo detalle, por mínimo que fuera, reflejándose
en su estado de ánimo, hasta el más leve cambio en la tonalidad de las hojas de los
árboles, el vuelo de algún pájaro que acababa de descubrir, sin ser consciente de
que la novedad era ella y no todo lo demás.
—¿Eres de ciudad? —Le preguntó con curiosidad, no quería juzgar, prefería
que ella se lo contara todo.
—En realidad no. ¿Por qué lo preguntas?
—Tienes la misma reacción que muchos de los turistas que pasan por aquí
—le explicó provocando, así, que lo mirara como deseaba —Como si fuera la
primera vez que ves tanto verde junto.
—Todo lo que veo es impresionante, las fotos que puedes encontrar por
Internet no les hacen justicia a paisajes tan bonitos —se notaba lo emocionada que
estaba, como disfrutaba de todo lo que veía —Pero no soy de ciudad, me crie en un
pequeño pueblo de campesinos. ¿Has estado alguna vez en España?
Se sentía mucho más relajada que al principio, pero aún sentía ese nudo en
el estómago que parecía despertar cuando le hablaba o era consciente de que la
estaba mirando, pues si sus ojos se conectaban, tenía la sensación de entrar en un
laberinto de tonalidades verdes más hermosas que las que en ese momento la
rodeaban.
—No he salido nunca de aquí —le contó mirando al frente, como si no le
gustara hablar de sí mismo, pero no pudiera evitarlo —, es mi hogar.
—Es un lugar precioso, no me extraña que no te hayas marchado nunca —le
dijo Lexa mirando también hacia delante.
—No ha sido por falta de ganas —responde en un susurro casi inaudible
para ella.
Poco después y tal y como le había prometido llegaron a una pequeña casa
de una planta, toda de piedra y con una gran chimenea de la cual salía humo en
ese preciso momento. Era un paraje idílico que provocó una exclamación de
sorpresa en Lexa y una sonrisa de satisfacción en Kenzei por haberla sorprendido
de esa forma.
Aunque se veían trozos de piedra, enredaderas de un verde intenso se
agarraban con fuerza a estas por todas partes. El camino que había recorrido
llevaba hasta la misma puerta de madera envejecida que disponía de una aldaba
de hierro forjado. A los lados de la puerta lucían dos preciosas ventanas, una de
ellas permanecía abierta con una tarta reposando sobre ella, una imagen de cuento.
—¡Hay alguien en casa! —Kenzei alzo la voz, sobresaltándola.
Lexa lo miró con el ceño fruncido, tuvo la sensación que rompía la armonía
del lugar actuando así, pero él simplemente le sonrió en respuesta.
—¡¿Estás seguro de que no molestamos?! —Le preguntó.
—Para nada, hace mucho que los conozco y les encantan las visitas.
En ese momento, un hombre mayor con barba larga y cara risueña apareció
por la parte de atrás de la casa, con una amplia sonrisa, caminando directo hacia
ellos, Lexa no pudo más que compararlo con el abuelito de Heidi, eran casi
idénticos.
—Qué gran honor tenerte por aquí, Kenzei —lo acogió entre sus brazos,
dándole un enorme abrazo de oso del que Lexa se apartó un poco para no molestar
—Nos tenías abandonados.
—He estado algo liado, Niall—le aclaró cuando lo dejó de nuevo en el suelo
—, venimos para que nos alimentéis.
Lexa lo miró con cara de horror, como le hablaba sin un por favor o un
gracias, con tanta confianza que parecían familia a ella no le gustaba mucho, era
una desconocida, una intrusa que venía a aprovecharse de su hospitalidad y aún
no había sido presentada siquiera.
—Será un gran placer que nos acompañes en la mesa —se giró hacia Lexa,
achicando los ojos sin dejar de sonreír y se corrigió —, que nos acompañéis.
—Ella es Lexa —Kenzei la presentó viendo cómo sus mejillas se sonrojaban
de una forma muy graciosa —. -es de fuera, ha venido para trabajar en el complejo.
—Un placer, Lexa —ella le tendió la mano, pero Naill la abrazó como había
hecho con Kenzei.
No estaba segura de cómo reaccionar, pero la risa procedente de Kenzei la
puso más nerviosa, si era posible. No estaba acostumbrada a un trato tan familiar
cuando milésimas de segundos antes, ni lo conocía, pero debía de admitir que era
agradable, la hacía sentir aceptada.
—El placer es mío —logro decir cuando la soltó —, siento mucho si somos
una molestia…
—En mi hogar las visitas nunca son molestia —por la puerta apareció una
mujer mayor con rostro curtido y afable, Lexa supuso que debía de ser la esposa de
Naill —Yo soy Britget.
Parecían el matrimonio perfecto, nada más darle dos tiernos besos y un
fuerte abrazo a Kenzei, Naill la agarró por la cintura, besándola en los labios.
Lexa sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho ante el gesto mezclado
con una chispa de envidia, pues eso mismo era lo que había deseado siempre para
ella en su futuro y ahora ya no lo veía posible, no al menos con el hombre que
siempre amó y que ahora disfrutaba de ese futuro con una barbie de ciudad.
Kenzei, que la miraba en ese momento, pudo ver cómo un brillo de tristeza
aparecía en sus ojos y cómo, a continuación, agachaba levemente la mirada,
evitando enfrentar la escena que ante ella se presentaba. Algo le decía que no
estaba bien, que algo muy feo le debía de haber sucedido, dándole una razón para
que se aventurara a viajar tan lejos de su hogar.
Durante el camino, cuando le habló de su pueblo, de su hogar y de su
familia, se notaba el amor que sentía por todo ello y le extrañó que se alejara tanto
tan solo por una oferta de trabajo, habiendo muchas más posibilidades sin
necesidad de alejarse de todo su mundo.
—Bueno, bueno es una chica muy agradable —Naill dejo ver una sonrisa de
complacencia, mirando primero a Lexa y después a Kenzei —Pasemos dentro y
nos cuentas qué haces por aquí.
Los cuatro entraron en la casa, el matrimonio se dispuso a montar la mesa
de madera que había en el mismo centro de lo que parecía el salón mientras Kenzei
se sentaba y comenzaba a cortar el pan que reposaba sobre esta, como si fuera su
propio hogar.
Lexa dio una vuelta sobre sí misma sin saber qué pensar. La casa era tan
bonita por dentro como por fuera y aunque había muebles que se podían
considerar modernos, la mayoría de ellos estaban hechos de madera, una que
parecía tan antigua como todo lo que sus ojos veían.
—Tienen una casa preciosa —dijo viendo como Kenzei le señalaba una silla
a su lado para que se sentara.
—Gracias —respondió Britget —Es muy antigua.
—Perteneció a mis abuelos —aclaró Naill.
—La familia de Naill es antigua, nativos irlandeses —Lexa miró a Kenzei,
quien le hablaba en ese momento —, llevan aquí toda la vida.
—Y cuando no estemos, será tuya —Naill sonrió ante la vergüenza que
asomó en el rostro de Kenzei —Ya lo sabes.
—¿Sois familia? —Preguntó curiosa ya que no había visto parecido alguno
entre ellos.
—Es el nieto que nunca tuvimos — Britget desordenó su cabello rubio
encendiendo más su vergüenza —, lleva viniendo por aquí desde que aprendió a
caminar.
Lexa disfrutaba de ver el cariño que prodigaban por él, no entendía por qué,
pero le hacía feliz ver cómo lo querían, considerándolo un nieto. Cuando habló
sobre su pasado, lo poco que le permitió entender su voz era triste como si añorara
algo que había perdido. pero no se atrevió a preguntar, le pareció algo descarado y
de mala educación cuando no hacia ni dos horas que se conocían.
Quería saber más de él, conocerlo y entender esa tristeza que en algunas
ocasiones asomaba a sus increíbles ojos verdes oscureciendo el laberinto de
tonalidades que la tenían irremediablemente perdida. No iba a admitirlo y
tampoco quería pensar en eso de momento, posiblemente nunca ya que algo así
podía abrir heridas demasiado recientes.
Britget terminó de montar la mesa mientras Naill dejó un enorme plato que
Lexa miró con curiosidad, notando cómo su boca se hacía agua, pero en esta
ocasión por el hambre que tenía.
—¿Has comido comida típica de Escocia alguna vez? —Le preguntó Kenzei
al ver su rostro lleno de curiosidad, un nuevo tipo de mirada que lo dejaba KO.
—No nunca hasta hoy.
Ella lo miró con curiosidad, esperando a que siguiera hablando, le
encantaba su voz en realidad todo de él, lo que era una completa locura, pero no
podía apartar sus ojos de los suyos.
—Es Coubiolac —Lexa asintió provocado que Kenzei rompiera a reír
—Te gustará, es una receta simple pero muy complicada de elaborar. Britget
es la mejor cocinara de Escocia.
—Me halagas demasiado —Britget se sentó mientras Naill comenzaba a
cortar y repartir —, no creo ser tan buena, tan solo me defiendo.
Britget le explicó que era una receta a base de salmón con una masa de
hojaldre que lo envolvía permitiendo que las hierbas usadas se mezclaran en
armonía con el pescado.
Hablaron durante toda la comida, el matrimonio le hizo miles de preguntas
a Lexa que contestó con alegría hablándoles de su familia de su pueblo y de lo
mucho que le gustaba estudiar idiomas y que por ello mismo había conseguido ese
puesto de trabajo, pero no todo podía ser perfecto y la temida pregunta llegó
cuando Britget se levantó, trayendo el postre, una tarta también comida típica de la
zona que había hecho esa misma mañana al cual llamo Haggis.
—¿No has venido con tu novio? —Lexa se tensó y la alegría que mostraba
en su rostro desapareció de golpe, algo que no pasó desapercibido para ninguno —
Perdona si he sido indiscreta, no era mi intención.
—No pasa nada —le dijo intentando sonar segura de sí misma,
mostrándoles a los presentes y a ella misma que era un tema superado —, tenía
una relación, pero acabó hace ya tiempo, ahora estoy centrada en mí, en conocer
mundo.
Kenzei tuvo el presentimiento de que mentía o que al menos era algo que
ella misma intentaba creerse, a pesar de que parecía no tener éxito, daba la
sensación de que estaba repitiendo un mantra, una frase impuesta para demostrar
que estaba bien a los ojos de los demás.
Ella los miró a los tres con una amplia sonrisa que se estaba imponiendo a sí
misma, pero sus ojos estaban aguados reteniendo unas lágrimas que luchaban por
salir. Se reprendió a sí misma, había pasado el tiempo y no lograba superar lo que
le había hecho, por mucho que intentara pasar a la fase de odio irracional algo se lo
impedía y no lograba saber qué era para poder eliminarlo, asesinarlo y machacarlo
como debía de hacer con él.
Kenzei lo supo, en ese momento en el que distraídamente se pasó la mano
por los ojos para eliminar las lágrimas, impidiendo que fueran visibles para todos,
supo el verdadero motivo de su viaje de todos los kilómetros que había puesto
entre ella y esa vida que parecía tan perfecta.
Ese hombre al que intentaba hacer desaparecer de su vida, de su mente y de
su corazón la debía de haber dañado de forma casi irreparable y lo que Lexa
intentaba viniendo tan lejos, era pasar página, empezar de cero.
—Estaba todo muy rico, gracias
La oyó decir con voz temblorosa. Supo que había llegado el momento de
llevársela de allí y dejar que descansara.
—Se hace tarde y es mejor que comencemos a marcharnos —la miró a la
espera de que le dedicara una de sus sonrisas y que su rostro volviera a irradiar
felicidad y curiosidad.
—Claro —Naill y Britget se levantaron después de los chicos —Debe de
haber sido un día duro para ti —Le dijo Britget a Lexa —, has de descansar y aun
os queda un buen trayecto hasta el complejo.
Los acompañaron al exterior, despidiéndolos con cariño, algo que Lexa
agradeció, más después del tenso momento vivido durante el postre. No le gustaba
sentirse así de vulnerable, debía de superarlo de una vez y vivir la vida que
deseaba.
Al mirar la moto, su cuerpo reaccionó, por muy sexi que estuviera sobre
ella, no le gustaba la idea de volver a montar, pero como habían dicho, quedaba un
buen trecho hasta su destino final y no le quedaba más remedio que montar.
Kenzei sonrió al ver su rostro mezcla de cabreo y miedo al mirar la moto. Le
tendió el casco que ella se puso y cogiendo su mano la ayudó a montar. Cuando se
agarró a la chaqueta, al igual que la vez anterior, posó sus manos sobre las de ella,
notando cómo su cuerpo reaccionaba ante el contacto y tiró de ella, pegándola a su
espalda.
—Cierra los ojos y no pienses que vas en la moto —Le aconsejó usando un
tono de voz tranquilo y sensual —, así antes de que te des cuenta, habremos
llegado.
Lexa suspiró bajo el amparo del casco el cual la ocultaba de su mirada, si
hubiera estado prendada de sus ojos en el mismo momento en el que le hablaba
con ese tono, no se hubiera podido controlar ya le costaba bastante y parecía que
todo, sus movimientos, los gestos de su rostro, las palabras que salían de esos
labios que la tenían loca perdida… era premeditado.
Estaba coqueteando con ella y tonta como era, estaba cayendo
irremediablemente sin ser consciente de que era una trampa que la empujaría
nuevamente a sufrir, pero una frase se formaba en su mente repitiéndose como si
una voz interior intentara aconsejarle, empujarla a hacer lo que deseaba “un clavo
saca otro clavo” ¡¿Sería capaz?! Le quedaba una larga temporada por delante,
tendría que verlo a diario y de momento era el único amigo que tenía. En su mente
negó con fuerza, si cedía, si caía en su juego después la situación podía ser
incomoda, más de lo que ya era cuando dejaba asomar esos sentimientos que le
provocaba.
Siempre se ha dicho que los hijos pequeños en los brazos de los padres, si
estos se ponen nerviosos, los pequeños también. Hasta ese mismo momento había
pensado que era algo que solo sucedía en esa situación concreta, pero estaba
siendo testigo de cómo los nervios de Lexa se pegaban a él entrando por su
espalda, donde sentía su cuerpo. Estaba rígida y sentía cómo le daba vueltas a algo
en su cabecita. Era muy posible que se hubiera dado cuenta de cómo le hablaba de
sus miradas furtivas cuando andaba distraída con algo y de cómo, sin pretenderlo,
coqueteaba con ella, buscando cualquier reacción receptiva por su parte.
No era su intención acosarla pero le costaba retener lo que ella provocaba en
él y deseaba que sintiera lo mismo para no comenzar una batalla perdida, era
consciente de que no iba a ser sencillo más después de ver su reacción ante la
curiosidad de Britget, esperaba no estar luchando por un imposible aunque por
otro lado era un reto que despertaba sus ansias de competición.
Tenía mucho ganado, pues ese tipo no solo la había dañado, sino que ella se
alejó todo lo posible de él, no estaba allí, le dejaba el camino despejado lo deseara o
no.
Pillaron un bache en el camino, lo que puso más nerviosa a Lexa que, por
mucho que intentaba seguir su consejo, le estaba resultando muy difícil. Kenzei
frenó, dejándola que se relajara, cada vez estaban más cerca y era algo que no le
hacía mucha gracia, pues debería de alejarse de ella para que pudiera descansar y
él tenía muchas cosas que hacer, trabajo que dejó aparcado para ir a buscarla y que
no podía esperar más.
—¿Estas bien? —Le preguntó acariciando su mano, la cual ella retiró de
golpe —Podemos parar si lo deseas.
—Estoy bien, tan solo… necesito unos minutos —le dijo bajándose de la
moto.
—Todos los que necesites —sonrió al ver una de esas reacciones que tanto
esperaban y que le indicaba que no le era indiferente.
Lexa lo miró notando algo en el tono de su voz. Se había quitado el casco, al
igual que ella, y la miraba con una amplia y pícara sonrisa adornando su rostro,
como si el hecho de haberse apartado de él, lo alegrara, no porque no la quisiera a
su lado, sino por el hecho de que parecía saber o ver algo que a ella se le escapaba.
—¿Pasa algo? —Lo miró levantando una ceja, no era de las que se callaban y
deseaba saber qué era lo que no veía y para él parecía muy evidente —¿He hecho o
dicho algo que te parece divertido?
—¿Por qué crees que pasa algo? —le contestó con otra pregunta, viendo que
eso le desquiciaba.
Se acercó a él, que estaba apoyado en su moto con las piernas en cruz, al
igual que los brazos. No podía estar más sexi que en ese mismo momento y,
cuando fue consciente de cómo iba acortando la distancia, frenó en seco,
manteniendo una distancia de seguridad.
No le tenía miedo a él, sino a ella misma, a lo que provocaba en ella su
mirada intensa, esa con la que ahora parecía escanearla mientras volvía a perderse
en ese laberinto de tonalidades.
—Me lo dice tu rostro —le respondió segura de sí misma en ese momento.
—Es que me parece muy curioso —Lexa parpadeó sin entender a qué se
refería.
Había visto cómo frenó en seco, venia hacia él muy segura de lo que estaba
haciendo, ofreciéndole una oportunidad que estaba deseando aprovechar, pero en
el último momento, frenó sus pasos, dándose cuenta del riesgo que le suponía la
cercanía de sus cuerpos, al igual que lo sabía él, aunque con la diferencia de que
ella no estaba segura de desearlo tanto como él.
—¿Me lo explicas? —Su voz era una súplica.
—Claro —le sonrió sabiendo que la había desquiciado un poquito más —,
es curioso ver cómo te has armado de valor dejando toda una vida atrás para
empezar de cero y el miedo irracional que se apodera de ti cuando sientes mi
cercanía, cuando te ofrezco una sonrisa o una caricia.
Lexa notó cómo su cuerpo reaccionaba temblando de pies a cabeza. No
había imaginado que pudiera ser tan directo como lo estaba siendo. La había
calado desde el mismo momento en el que se conocieron y como ya se dijo, era un
libro abierto para sus ojos que la veían tal y como era, una completa cobarde.
—No creo que… —su voz acompañaba a su cuerpo, temblaba como una
hoja —, acabamos de conocernos.
Kenzei rompió a reír desarmándola, sorprendiéndola con su actitud. Era
evidente que pocas cosas o personas debían de resistirse a él, pero ella no estaba
preparada para dejarlo entrar en su vida. Dudaba si sería bueno para ella cuando
aún intentaba superar lo que Emilio le había hecho y comenzar una historia de la
cual no veía que saliera cuerda.
—Y por eso lo digo —se incorporó, sin avanzar, no quería espantarla más
de lo que ya lo estaba —, no es mi intención obligarte a hablar de algo que es
evidente que no te hace gracia, pero entiende que pueda despertar curiosidad en
quien se fija en ti.
Lexa no podía apartar la mirada de sus ojos, no estaba segura de si debía de
ofenderse o sentirse agradecida, le estaba leyendo la cartilla como si ella le
importara, como si se conocieran de toda la vida.
—Puede que intentes ocultarlo para no tener que hablar de ello. pero es
evidente que estás huyendo de algo que te ha pasado —Lexa dio un paso atrás
viendo cómo Kenzei daba uno hacia adelante —, algo tan doloroso que ha logrado
apartarte de tu familia, de esa vida idílica que tenías en tu pueblo.
—¡Creo que te estás pasando! —Lexa retenía en sus palabras, no solo el
dolor que sentía en ese momento, también las lágrimas que bañaban con un brillo
especial sus ojos azules, oscureciéndolos como si una tormenta inminente se
aproximara —No creo que sea de tu incumbencia, no nos conocemos de nada.
Kenzei frenó su avance consciente de que sus palabras estaban cargadas de
dolor, a lo mejor ella tenía razón y que se había excedido en confianza haciéndole
daño con sus suposiciones. Verla así en ese estado, que era culpa suya, lo empujaba
a abrazarla, consolarla y pedirle perdón hasta que su voz se apagara para la
eternidad.
—Perdóname, Lexa —volvió a reanudar su avance y vio cómo ella daba un
paso hacia un lado, como si de un cangrejo se tratara—, tienes razón, me he pasado
y no era mi intención.
—¡¿Podemos reanudar la marcha?! —No quiso pronunciarse, pero vio cómo
una sonrisa tímida nacía en sus labios cuando pasó las manos de forma
involuntaria por su rostro, borrando esas lágrimas que no lograron escapar por
poco —Estoy muy cansada y me gustaría llegar de una vez.
—Claro…
Quiso continuar la frase, disculparse una vez más, mil si era necesario, tan
solo por volver a verla sonreír de verdad, no esa mueca forzada que le entregaba
en ese momento. Le apartó la mirada cogiendo el casco que había dejado sobre el
suelo unos minutos antes de que la cagara de esa forma y procedió a hacer lo
mismo, montándose en la moto y arrancándola, a la espera de que ella se montara.
De nada servirían las palabras en ese momento debía dejarla tranquila,
esperar a que se le pasara el dolor que le había causado y entonces la compensaría.
Estaba más que dispuesto a ello, si ella se lo pedía, le entregaría el mismísimo sol
cogiéndolo con las manos desnudas.
Lexa vio cómo había cambiado su expresión, estaba molesto, incluso
enfadado, pero no con ella, con él mismo por lo que acababa de suceder. Se había
excedido y se arrepentía por ello, a pesar de que lo único que pretendía era que
soltara lo que retenía en su interior y que la desgarraba por dentro.
Lo sucedido era solo suyo, le pertenecía por mucho dolor que le provocara
y debía de superarlo sola, por mucho que agradeciera la ayuda que le estaba
brindando sin ser plenamente consciente de que lo estaba haciendo.
—No estoy enfadada —Le susurró cuando subió en la moto, habló alto,
pero con el motor de fondo era un susurro en su oído.
Se colocó el casco, no la miró, aunque se moría de ganas de hacerlo´,
ocultándole la sonrisa de satisfacción que en ese mismo momento asomaba en su
rostro sin ser consciente de que la había visto a través de uno de los espejos
retrovisores de la moto.
Le había ocultado el resto de la frase dejándola morir en su mente,
abrazándose a su cintura dispuesta a pasar por ese calvario una tercera vez. Si
hubiera completado su pensamiento, no se habrían puesto en marcha, ni mucho
menos hubiera disfrutado de su sonrisa.
La realidad era que ella había tenido la culpa de lo sucedido. Hubo un
momento, corto, milésimas de segundo, en el que deseó abrirse y contarle lo que le
pasaba, el verdadero motivo por el que había abandonado todo, arriesgando su
cordura para poder sanar su corazón, pero no estaba lista y mucho menos para
abrirse a un completo desconocido.
Deseaba llegar, poder encerrarse en el que sería su cuarto, la mitad de su
mundo y darse una ducha para alejar la pesadez que se iba apoderando de ella.
Estaba cansada, mucho más de lo que quería admitir y le quedaba mucho día por
delante, aún no había llamado a sus padres ni a Ruth para contarles como había
ido todo, que estaba bien y feliz, ¡sí, iba a mentirles! En parte eso era lo que llevaba
haciendo ya dos años, pero qué podía hacer si era lo que ellos deseaban de
corazón, el auténtico motivo por el que la dejaron marchar.
Por otro lado estaba él, Kenzei. Ese hombre despertaba en ella demasiadas
emociones, a las cuales, de momento, no pensaba dejarles paso, no hasta que se
sintiera preparada, como mínimo, para poder analizarlas.
Dos semanas habían pasado desde que llegó al complejo, desde que lo
conoció y todo su mundo se volvió del revés. Ya no podía pensar en nada que no
fuera él y el laberinto de su mirada, ahora estaba segura de que deseaba perderse
en ellos para no regresar jamás, pero esas mismas dos semanas en las que no había
dejado de torturarse, eran las que llevaba sin verlo, sin coincidir con él ni en el
comedor de los empleados y no estaba segura de si era por su culpa, por lo
sucedido en el camino.
Entró en el comedor, era la hora de la cena y como le sucedió durante esos
catorce días que llevaba allí, lo buscó por las mesas, en la barra y en la zona de
comida con la esperanza de encontrarlo y poder hablar con él. Quería al menos una
oportunidad para poder disculparse por su comportamiento, pero no lo vio, no
estaba allí.
Vio cómo sus compañeras la llamaban haciéndole un hueco en la mesa y
acudió sin pensarlo, no le gustaba estar sola y echaba de menos a su amiga Ruth,
como si necesitase el aire para poder respirar. Todas ellas eran simpáticas, se reía
mucho a su lado y la hacían sentir integrada, pero le faltaba Kenzei.
Habló con ellas, cenó y, como cada noche, se fue a su habitación para poder
hablar con sus padres, después al igual que hacía todas las noches desde que llegó,
saldría a dar un paseo, recorrer el complejo para llegar a conocerlo como si fuera
su pueblo, una parte de ella.
Como siempre, Kenzei estaba oculto disfrutando del fresco de la noche,
alejándose del ajetreo del complejo y de su tío, el cual lo traía de cabeza más de lo
acostumbrado. No entendía qué era lo que se traía entre manos, pero le fastidiaba
oírlo hablar de Lexa.
Se pasaba las horas comentando lo buena que era en su trabajo, lo aplicada
que era en todo lo que emprendía, pero lo único que él podía hacer era mantenerse
alejado de ella. No había logrado apartarla de su mente desde el mismo momento
en el que se perdió en sus ojos, en ese cielo claro que le hacía soñar con sus labios
con ese cuerpo y sus curvas.
Se sentía estúpido, llevaba dos semanas esquivándola y la verborrea de su
tío no le ayudaba, pero en el tiempo que pasaron juntos se había dado cuenta de
que ella no estaba lista para comenzar una relación, estaba dañada y no creía poder
ser quien sanara esas heridas.
—¿A quién intento engañar?
Se preguntó a sí mismo, estaba solo y no era un tema que quisiera hablar
con nadie cuando el mismo no entendía qué era lo que sucedía.
Por un lado, se moría de ganas de verla de hablar con ella, besarla… por
otro, deseaba darle el tiempo que necesitaba, no agobiarla con su presencia, con lo
que realmente deseaba, estaba seguro de que ella lo había visto en su mirada.
Alzó la vista pegándole una patada a una pequeña piedra que había en su
camino, tenía que descansar y era el momento de encerrarse en su habitación
cuando la vio salir por la puerta.
Era noche cerrada y no entendía por qué salía a esas horas, qué pretendía.
Decidió seguirla, no quería que se perdiera y conocía muy bien el camino
que había emprendido, por lo que sabía que no estaba pensando con claridad.
Desde que llego y abrió las cortinas de su habitación, se moría de ganas por
entrar en ese lugar, era un laberinto, un motivo más de tortura que no le permitía
sacárselo de la cabeza, pero recordaba las palabras de su encargado
—No es aconsejable que entres sola, sin nadie que lo conozca como la palma
de su mano.
Era uno de los motivos por los que había estado buscándolo, quería pedirle
que la llevara al laberinto, pero no era la única razón.
Una vez en la puerta que daba acceso al lugar más bonito que había visto en
su vida, más que toda Escocia en conjunto y eso era mucho decir, frenó sus pasos.
¡Y si se perdía! Siempre tuvo una buena orientación y una memoria increíble, era
su fuerte, lo que le permitió aprender idiomas con una facilidad pasmosa, pero esa
situación no era la misma y podía perderse.
Esa era una de esas situaciones que dejaban ver una parte de ella que quería
cambiar, mejorar y como Ruth le decía en muchas ocasiones, “la vida no era vida si
no le echabas valor y corrías riesgos”, cogió aire y dio el primer paso hacia delante,
iba a arriesgar por segunda vez en su vida, darle algo de riesgo a la tranquilidad de
la que se había rodeado, acomodándola en la monotonía.
La vio dudar, parar sus pasos frente al portón que daba paso al laberinto,
pero poco después dio un paso al frente y se introdujo en éste. Algo le decía que
para ella era como una aventura, un gran paso que se estaba obligando a dar, no
iba a dejarla sola.
No era la primera vez que pasaba horas buscando a turistas que, sin prestar
atención a los consejos, se habían adentrado en el laberinto, perdiéndose, y con ella
no iba a ser distinto.
Sonrió, le estaba dando lo que él buscaba, la oportunidad de tenerla para él
solo. Ahora le parecía una estupidez su comportamiento, el como la había
esquivado, ocultándose cuando la veía venir para no enfrentarla, aun sabiendo que
lo estaba buscando. También debía de sincerarse consigo mismo y admitir que no
lo hizo solo por ella, sino por él, por no afrontar su metedura de pata.
“No estoy enfadada” esas fueron las últimas palabras que le oyó
pronunciar, pero él sí lo estaba, se excedió y no encontraba las palabras más
adecuadas para pedirle perdón por su comportamiento. Ahora se le presentaba la
ocasión de arreglar lo que había estropeado, no solo ese momento, dos semanas
atrás, también el haber huido de ella como el cobarde que sentía que era.
Se acercó lo máximo que pudo, no estaba seguro de que fuera bueno
hacerse notar aún, pero, por otro lado, se sentía como un acosador, acechando a
una mujer a altas horas de la noche. “¡Estás loco! Siguiéndola como si fueras un
asesino al acecho de su presa”, se increpó a la vez que pisaba una rama, llamando
su atención, oyendo cómo comenzaba a gritar. Al menos no había salido corriendo.
—Lexa, soy yo —le dijo sin que le hiciera ningún caso —¡LEXA!
Paró de gritar, llevándose las manos al corazón y abrió los ojos al escuchar
cómo gritaba su nombre. Su corazón desbocado intentaba con gran esfuerzo volver
a la normalidad mientras sentía cómo la adrenalina recorría todo su cuerpo a una
velocidad vertiginosa.
Al oír la rama, creyó que todo se había acabado, que sus peores temores se
hacían realidad e iba a morir de la mano de un psicópata escocés, que la violaría,
mataría y después escondería su cuerpo, tirándolo por cualquier barranco que le
viniera de camino regresando a su casa.
—¡ESTÁS LOCO! —Le gritó y agachándose, cogió algunas piedras
pequeñas, lanzándoselas con la mala suerte de no acertar —¡¿Quieres matarme de
un infarto?! Cómo se te ocurre seguirme en silencio, cómo me haces esto.
Kenzei se quedó en silencio, esperando a que soltara todo el miedo que
retenía en su interior, la ira que sentía en ese momento por lo que acababa de
suceder, intentando no reír, algo que le costaba viéndola en el estado en el que se
encontraba, dando saltos, gesticulando como una loca, pero en el mismo sitio, sin
moverse, sin huir de él.
Tenía razón, poco era para el estado en el que se encontraba, meterse en un
lugar que no conocía a altas horas de la noche, sin luna que iluminara su camino,
creyéndose sola y de repente oír cómo una rama se parte, el miedo, el enfado, era
lo mínimo.
Esquivó algunas de las piedras que le lanzó, otras impactaron en él, pero
casi ni las sintió, no imprimió mucha fuerza en su ataque, le chillaba, estaba roja de
la ira y él no podía parar de pensar en sus labios, en besarla y poder saborearla de
una vez por todas, aplacando así esa ansiedad de la que no lograba deshacerse.
—No era mi intención —le dijo cuando vio que callaba, mirándolo,
esperando algo por su parte —, te vi entrar y…
—¡La madre que te parió! —le soltó dejándolo sorprendido —Y lo que te
parece más lógico es seguirme, ocultándote de la oscuridad. ¡Estás loco!
—No es eso —le soltó aumentando el tono de su voz, intentando defenderse
—, y hablando de locos... ¡cómo se te ocurre! Meterte en un laberinto que nunca
has visitado en plena noche, tú sola.
Ahora el turno de callar y sorprenderse era el de Lexa. Pestañeó un par de
veces e intento rebatirle unas cuantas veces más, abriendo la boca y cerrándola a
los pocos segundos, dejando morir lo que pensaba pues tenía razón, su
recriminación era comprensible.
—¡¿Cómo sabes que no he estado antes en el laberinto?! —Kenzei la miró
sin saber qué contestar —Desde que llegamos hace dos semanas no he vuelto a
verte, llegué a pensar que mi primer día en Escocia había sido un sueño.
—¡¿Eso es lo que crees? Soy un sueño para ti —Lo vio sonreír, pero esta tan
enfadada que no era consciente de que estaba avanzando hacia ella —, No me lo
esperaba.
—¡¿Tú alucinas, verdad?! —Lo encaró, era ella esta vez quien dio un paso
hacia él —¿Es esa la única conclusión que sacas de lo que te he dicho?
No podía apartar los ojos de él, quien la miraba con intensidad, con algo…
no podía reconocer que era, pero sentía cómo se erizaba su piel, recorriendo su
cuerpo, dejándolo como si fuera gelatina en manos de un crio que está jugando con
su postre.
Aún no se creía que lo tenía delante suyo, que al final hubiera dado la cara,
aunque para ello hubiera tenido que llevarse el mayor susto de su vida y haber
visto toda su vida pasar por delante de sus ojos al creer que iba a morir.
Logró desengancharse de su mirada cuando percibió movimiento, era él
dando un paso más hacia ella, el silencio pesaba y no sabía qué decirle. Lo miró de
pies a cabeza y sintió un calorcillo agradable recorriéndola para instalarse en su
estómago. Llevaba puestos unos vaqueros y una camisa de manga larga negra que
se había arremangado. Los tres primeros botones estaban desabrochados, dejando
expuesta muy poca piel, pero la suficiente para que desease acariciar su pecho y
saber cómo se sentía su tacto, el calor de su cuerpo.
—¡¿Vas a decirme por qué me has seguido? —una pregunta estúpida que le
sirvió para ganar algo de tiempo y calmarse.
—¿Buscas algo de lo que hablar? —Le respondió con otra pregunta,
sonriendo con picardía, sabía lo que se proponía —Creo que no merece una
respuesta, es evidente.
Lexa negó pues no estaba segura de que fuera lo que ella se imaginaba, era
imposible que se hubiese sentido atraído, al igual que le pasaba a ella, y que eso le
hubiera provocado que la siguiera. Pensar en eso era como soñar con meigas y no
quería dejar volar su imaginación, acompañada de ilusiones que caerían en picado,
dejándola hecha polvo.
—¿Es lo qué crees? —le siguió el juego de las preguntitas viendo cómo
fruncía el ceño, mostrándole que estaba crispando sus nervios con la actitud que
estaba tomando.
—¿No es una excusa? —se acercó a ella, quien dio un paso hacia atrás, no
estaba preparada para que siga acortando distancias —¿No te cansa?
Kenzei dio un paso más, estaba a poco de acorralarla contra los arbustos y
ya no tendría escapatoria. Estaba cansado de ese juego, de retener las ganas que
tenía de besarla y seguir reprimiendo sus sentimientos. Iba a dar el dichoso paso
que llevaba tiempo esquivando por miedo a sentirse rechazado, a que ella lo
apartara y le demostrara que no le correspondía.
Si no arriesgaba, no ganaba y odiaba perder tanto como la situación que
estaban viviendo en ese momento. La vio retroceder un paso más, solo dos pasos y
estaría a su merced, ya no habría vuelta atrás y le quedaba enfrentarse a las dos
únicas posibilidades que había.
O se llevaba la hostia de su vida o le correspondía y conseguía lo que quería
de ella. ¿Cuál de las dos sería? Sonrió ante la visión de las dos.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Lexa no lograba apartar los ojos de él, estaba abstraído, pero sabía bien lo
que estaba haciendo y ella se comenzaba a sentir acorralada. Era una situación
ridícula pero no estaba segura, no sabía si estaba preparada para lo que veía en sus
increíbles ojos verdes. Estos brillaban con esperanza, con deseo, lo que provocaba
que el calor que sentía creciera, encendiendo no solo sus mejillas, su cuerpo
también.
—Ya me estoy cansando de este juego, Lexa —cortó de raíz, logrando que
diera el último paso, viendo cómo reaccionaba al verse acorralada —Tu actitud es
lo que me hace gracia, el miedo que veo en tus preciosos ojos azules.
—¿El laberinto tiene centro? —Kenzei frenó su avance, suspirando
frustrado —¡Llévame, por favor!
Una nueva excusa que conseguía frenarlo, no quería forzarla, no era su
forma de ser, pero podía probar con otra cosa, le tendió la mano, esperando a que
la aceptara.
—No está lejos —le dijo y ella aceptó la mano—¿Por qué te has internado en
el laberinto?
—Porque me apetecía mucho verlo por dentro, no quería hacerlo sola pero
no te encontraba por ningún lado para pedirte que me acompañaras —le dijo, su
voz sonaba nerviosa lo que le decía que no mentía que lo había estado buscando
cuando él se ocultaba por no molestarla, por darle el espacio que creía que
necesitaba.
—Tienes compañeros que podrían haberte acompañado —probó esperando
la respuesta que deseaba escuchar de sus labios, arriesgando a que no fuera esa
precisamente.
Lexa lo miró y después agachó la cabeza, avergonzada, no sabía cómo
decirle el verdadero motivo, no podría soportar la sorpresa seguida de decepción
en su mirada. La posibilidad de que fuera un mero entretenimiento estaba ahí,
flotando en el aire.
Vio su reacción y creyó haberlo estropeado otra vez. Paró en seco,
cogiéndola de los brazos, incitándola a que lo mirara a los ojos y tuviera el valor de
hablar, de contarle qué era lo que pasaba y por qué veía tristeza en su rostro.
—No quería venir con nadie más —Lo soltó así, de golpe sin anestesia, para
ella, claro, se había expuesto a ser despreciada, juzgada por un hombre que le
atraía demasiado, que trastornaba sus sueños y aceleraba su corazón con su
presencia —Fuiste la primera persona a la que conocí aquí, tenías que ser tú.
Kenzei no cabía en sí de la alegría que nacía en su interior, notando cómo su
corazón palpitaba con fuerza, acelerado, mientras sus palabras se repetían en su
cabeza. Sonrió, lo único de lo que era capaz en ese momento y miró todo lo que les
rodeaba, esperando despertar y comprobar que era un sueño, pero nada sucedió,
ya se encontraban en el centro del laberinto, la zona más hermosa de éste y tenía
ganas de gritar de alegría.
Lexa lo miró, no veía nada, ni la más mínima reacción por su parte y sintió
que su corazón se partía. ¿Cómo era posible si aún no había logrado
recomponerlo? Sabía que era bueno decir la verdad, sincerarse sin saber si le
correspondía, si sentía algo por ella, pero su impulsividad la empujó, lanzándola
por un precipicio por el que seguía cayendo, temiendo el duro golpe que se iba a
dar.
—¿Vas a decir algo? —le preguntó viendo cómo sus ojos volvían a centrarse
en ella —Lo que sea, no pretendía incomodarte, pero soy capaz de asimilar lo que
sea.
Kenzei la pegó a su cuerpo, levantando su rostro hacia él, acercándose
despacio, disfrutando del momento que estaba viviendo al máximo. Quería
embeberse de su mirada azul, del sabor de sus labios, del tacto de su piel, lo quería
todo de ella.
Lexa entreabrió los labios, deseando que lo hiciera que la besara, sin ser
consciente de que con su cercanía se había saltado un latido para dar inicio a una
brutal cabalgata cuando sintió sus labios sobre los suyos.
Sus bocas se abrieron, dando consentimiento a sus lenguas a que se
buscaran, encontrándose con timidez para dar paso a un baile erótico en el que
cada uno memorizaba cada rincón de sus bocas, cada sensación que se provocaban
al rozarse, buscándose con esa ansiedad que llevaban reteniendo desde el mismo
momento en el que sus miradas se encontraron.
—Tú, mi cielo —Le dijo al separarse para recuperar el aire.
—Tú, mi laberinto —le respondió dando el paso para seguir disfrutando de
su boca.
EL AMOR COMO TERAPIA
Rosa de la Corte
Mile P. D. Bluett.
Subirte a un avión con la emoción de lo nuevo se dice fácil, pero tener que
cambiar de rumbo en el momento menos esperado, tiene lo suyo. Abandoné mi
ciudad natal con destino al Caribe mexicano. Cuando estudié Turismo, sabía que
era uno de mis posibles desenlaces. Y aquí estoy, sentado en primera clase, sin
entender muy bien cómo salí con este puesto de gerente, en un hotel boutique de
una impresionante cadena hotelera, en una isla paradisíaca y en secreto,
muriéndome de los nervios. Me llamo Carlos del Bosque, para los amigos soy
Charlie.
Recuerdo mi entrevista de trabajo, cierro los ojos y analizo dónde estuvo el
punto clave que convirtió mi intervención en un acierto.
—¿Cuál es su nombre? —dijo la exigente reclutadora.
—Carlos del Bosque —contesté lo más seguro posible.
—¿Por qué desea trabajar en nuestra cadena hotelera?
—Es un reto para mí en lo profesional. He consultado el éxito que tienen a
nivel internacional y su cadena está justo dentro de mis aspiraciones. Sus hoteles
en Cancún y en Punta Cana son formidables, tienen un excelente marketing y
posicionamiento.
—Cuenta con una excelente carta de recomendación de su superior en el
hotel de Varadero. También veo que fue su primer empleo.
—Así es. Realicé ahí mis prácticas profesionales y fui contratado después de
graduarme.
—Apenas tiene un año de haber egresado. ¿Por qué considera que está
preparado para ocupar el puesto que promovemos?
—He trabajado por un año consecutivo en mi actual empleo y considero
que tengo habilidades para llegar más lejos. Tengo muchas ideas para poner en
práctica y en mi puesto ya no me es posible. Estoy listo para dar el paso.
—Tendrá a su cargo un hotel boutique que cuenta con spa, estética, tiendas,
restaurantes y cien habitaciones. ¿Usted sabe trabajar bajo presión? Se lo digo
porque la gerente general de la cadena tiene mano dura. Ella ha visto su
currículum y le ha parecido interesante, pero es muy distinto un hotel tradicional a
un hotel boutique.
—Estoy preparado. Sé que se exige que el trato a cada huésped sea
personalizado y sé que Perla Azul se distingue por su exclusividad y elegancia. El
trabajo bajo presión es lo mío. Creo que lo he demostrado en el año que llevo con
ustedes.
Tres días después me notificaron que mi solicitud había sido aceptada.
Dejé mis pensamientos a un lado y me concentré en el azul del mar y del
cielo, que dominaba todo. Observé por la ventanilla del avión hasta que los
primeros islotes y cayos aparecieron en la superficie. El piloto anunció que
estábamos arribando al aeropuerto de Cancún, me ajusté el cinturón sin poder
contener la sonrisa, hasta que las ruedas del avión hicieron contacto con el suelo.
Después de pasar los típicos trámites migratorios y de recoger mi escueto
equipaje, salí con la intención de tomar un taxi. Sabía que tendría que ir hacia la
terminal marítima a tomar algo que me acercara a la isla. Me sorprendió ver a una
chica, con un enorme cartel blanco con mi nombre escrito y el nombre de la cadena
hotelera. Miré dos veces. Una rubia preciosa, de catálogo. ¡Dios mío! A esa hora me
acomodé el cabello lo más rápido que pude y me alisé la camisa. Caminé hasta ella
mientras arrastraba la maleta, me presenté y solté una sonrisa.
—Soy Charlie —le dije y no pude ocultar mi blanca dentadura. «Carajo, ni
siquiera sabía quién era ella», recapacité—. Disculpe, soy Carlos del Bosque.
—Señor del Bosque. ¿Por qué no me sorprende que sea usted? Vamos, yo le
guiaré al hotel —dijo la rubia clavándome los ojos azules con ironía.
—Perdone, señorita. No comprendo su comentario.
—No hay nada que tenga que entender todavía. Con que yo me entienda
basta. Adelante, vamos por el auto.
Me extrañó su actitud. No le insistí. Me quedé embotado por la tonalidad de
sus mejillas que se tornó rosada y por su piel de bebé. Al instante, su rostro recobró
el tono natural, blanco como la nieve. No era la primera vez que hacía sonrojar a
una chica tan solo con un saludo, pero ella fue un poco insolente, por lo que no
supe cómo reaccionar. Solo podía concentrarme en su imagen. Era un pecado tener
una piel así en un lugar donde el sol derretía hasta la piedra más dura. Un
pestañeo más, parecía abanicar todo a su alrededor. Tuve que lanzarme un cubo de
hielos al cerebro para reaccionar. No me podía quedar toda la mañana observando
cómo los labios de aquella mujer se movían, mientras se me hacía agua la boca. La
chica iba tan ensimismada, maldiciendo todo lo que se encontraba en su camino,
que no se fijó más de lo habitual en mí. Por suerte, o hubiera descubierto que soy
pésimo para disimular y que ya estaba babeando por ella.
Nos subimos a un impresionante auto blanco de la cadena y puso en
marcha el motor. Cuando pude mover la lengua y salí de mi entumecimiento, le
dije:
—¿Con quién tengo el gusto?
—Soy Christina Johnson —se limitó a decir sin dejar de mirar al frente.
—¿Trabajas en el hotel?
—No precisamente.
Su respuesta me llenó de interrogantes. Ella era cortante, así que no insistí.
¿Qué coño quiso decir con ‘no precisamente’? Parecía que estaba enfadada. Yo
esperaba que no conmigo, era la primera persona que veía en estas tierras, donde
ahora fijaría mi residencia y no me merecía este tipo de recibimientos.
—Señorita Johnson, le agradezco que haya venido por mí. Espero no haber
interrumpido sus planes del día.
—Es semana santa, así que hay vacaciones en la escuela. No estaba muy
ocupada, por eso me mandaron por usted.
—¿Estudia?
—Acabo de decirlo.
—Creo que cerraré la boca lo que queda de trayecto —dije lo más agradable
que pude y le importó un carajo, no respondió nada.
La chica era linda, no, lo que le sigue, preciosa. Su actitud en cambio no.
Estaba enojada con alguien y terminaba desquitándose conmigo. Así que lo mejor
era quedarme callado y no seguir socializando. Ella no dijo nada ante mi última
frase. Christina Johnson le subió el volumen a la música en inglés que escuchaba y
me ignoró por completo.
Yo venía con una maleta repleta de sueños, con todas mis ilusiones
profesionales dando saltos de alegría por la estupenda oportunidad que tenía ante
mis ojos. Así que no iba a dejar que aquella mujercita quebrantara mi seguridad.
Con mis veintidós años recién cumplidos, aunque diera vergüenza admitirlo, tenía
un gorrión enorme a mis espaldas por haber tenido que dejar a mis padres y a mi
hermana. Y ahora esto, me encogí por dentro y ya no entendía nada. Respiré
profundo. Todo mejoraría cuando llegara al hotel, conocería gente linda, estaba
seguro. En mi empleo anterior había sido muy feliz y había conocido personas
estupendas. Traté de sacarme a Christina del pensamiento. Miré hacia fuera y me
concentré en la carretera, en las estupendas edificaciones, los verdes pastos recién
cortados y el cielo azul, el mismo que cubría mi isla.
Una llamada entró y Christina desactivó la sincronización entre el auto y su
celular, se colocó unos audífonos y habló. Al parecer no quería que yo escuchara.
—Ya lo tengo. No te preocupes. Tu William Levy a domicilio llegó intacto.
¿Dónde te lo dejo?
Me quedé en shock mientras ella escuchaba lo que le decían del otro lado.
Por supuesto que yo sabía quién era William Levy, era un actor cubano. Y sí, tal
vez nos parecíamos un poco. ¿Por qué se refería de esa manera a mí y más en mi
cara? Yo tenía razones para preocuparme.
—Jajajajaja. Cálmate, no te exasperes, es una broma —Christina siguió
hablando por teléfono con la otra persona—. No tienes que ponerte a la defensiva.
Claro que Carlos me escuchó, si no está sordo. ¿Qué piensa él? Pues no me
importa. Si no aguanta una broma es su problema. ¡Que no! No estoy enojada
porque me sacaste de la cama para venir a buscarlo. No soy tan frívola. Entiendo
que a veces me necesitas y yo estoy de vacaciones. ¿A quién le interesa que me
haya acostado a las seis de la mañana? Sí, ya sé que lo hago por mi propio gusto.
¡Basta! Está bien. Seré amable con Charlie, eso quieres, eso haré.
Le lancé una mirada asesina. Traté de calmarme. ¿Se podía ser tan bella y
tan desalmada, por Dios? No sabía quién era ella y por las ínfulas que se daba
parecía que estaba bien conectada. No se podía ser tan payasa y desagradable si no
estabas en una posición favorable con la gente importante que manejaba los
hoteles. Si le decía a Christina lo que se merecía, tal vez mi trabajo iba a peligrar y
ni siquiera llevaba más de dos horas desde que había pisado tierra firme. Nunca
me había sentido así, avasallado y humillado. Intenté decir algo y me salió un
ridículo:
—Este… —Me quedé en blanco y terminé por sentenciar—: Nada.
—Ya llegamos a Punta Sam. Puedes quedarte en el auto mientras voy por el
boleto para cruzar a Isla Mujeres.
—Puedo ayudar —le dije.
—Señor del Bosque, no es necesario —hizo silencio y cuando pensé que
saldría caminando por los boletos se detuvo—. Disculpa si he sido un poco… Me
pone de nervios manejar dentro de un barco y estacionarme más. Se lo dije a Pam,
pero todo en los hoteles es una locura. Temporada alta. Eso lo dice todo. Los
conductores estaban a tope. A Pam se le ocurrió que yo podría venir por ti.
—Lo lamento. ¿Pam es?
—Pamela Johnson, tu nueva jefa. La jefa.
—¿La gerente general de la cadena?
—Exactamente, es la dueña.
—¿Es tu madre? ¿Tu hermana?
—No. Es la esposa de mi padre. Mi madre… No hablaré de eso ahora.
—Lo siento. No quise entrometerme.
—Suficiente conversación. Ya me disculpé. No quiero que me pongas en
malas con Pam.
—No lo haría.
Su tono y su semblante cambió por completo. Después de eso el silencio.
Cuando nos tocó subir el automóvil por la rampa, le tomé las llaves y nuestras
manos se rozaron. La miré a los ojos. Fue unos segundos. Sentí un choque eléctrico
por dentro. No sé qué sintió Christina, pero no se negó, me dejó conducir y
estacionarme dentro del ferry. Luego el mar, inmenso e impresionantemente azul
turquesa. Tanto que me hizo pasar el corto viaje recostado a la baranda del barco,
sin dejar de mirar las hondas que se formaban sobre el agua, con el viento
alborotando mi pelo y refrescándome por dentro. A ella no la vi más en los treinta
minutos que duró el viaje. Hasta que zarpamos y se apareció a mi lado para buscar
el auto y dirigirnos a la residencia, donde me estaría alojando.
Christina condujo y yo no podía dejar de admirar todo a mi alrededor. El
azul turquesa seguía dominándolo todo. Yo estaba acostumbrado a las playas del
mar Caribe. Había nacido en Varadero y había crecido con la playa a mis espaldas.
Mentiría si decía que nunca había visto una playa como ésa, pero la magnificencia
de las olas contrastaba diferente a lo que yo estaba acostumbrado, si las ponías con
una arquitectura totalmente diferente a la que yo conocía. La cultura maya podía
apreciarse a cada paso y tenía algo místico que no podía explicar.
Fue entonces cuando dejé de perderme en los ojos de Christina, y reparé
más abajo en un collar lleno de caracoles que descansaba sobre su pecho. Caracoles
blancos, como la arena, que colgaban de un hilo azul, de la misma tonalidad del
mar. Me introduje en su mundo, a la par que escuchaba Make you feel my love de
Adele. Su cabello y los volantes de su blusa se batían suavemente, producto de la
brisa que se colaba por la ventana, una brisa que inundaba todo con olor a salitre
mezclado con el aroma a bloqueador solar, que se convertiría desde ese día en mi
perfume preferido. «Carajo, espero no volver a verla después de hoy porque me
gusta demasiado», me dije. Mi instinto me avisaba que si me enganchaba con esta
mujercita, se podía convertir en un dolor de cabeza. Christina me devolvió la
mirada, de seguro ajena a lo que yo estaba pensando.
Ella se conocía la isla como la palma de su mano, una isla de escasos siete
kilómetros que recorrió a la velocidad permitida de cabo a rabo sin mencionar ni
una palabra.
—Listo. Ya le mostré la isla. Es todo. Ahora lo llevaré al hotel —dijo y
parecía tener prisa.
—¿Alguien le pidió que me mostrara la isla? —pregunté y traté de sonar
educado, una vez más.
—Por supuesto, sino ya me hubiese regresado a dormir.
—Muy formativo el recorrido. Breve y rápido. No se hubiese molestado,
señorita Johnson. Puedo salir a explorar por mi cuenta —dije y me permití sonar
algo irónico.
—Me parece excelente. En el hotel le pueden entregar un mapa con los sitios
más característicos. Lo necesitará, los clientes lo que más desean es conocer el
lugar.
—¿Usted se regresa a Cancún de inmediato? Lo digo porque puedo
ayudarla a estacionar el auto dentro del ferry.
—Es suficiente por hoy —me cortó—. Mañana viene Pam a introducirlo con
el personal y en sus funciones. Hoy conozca a Paco, él será su mano derecha y le
irá poniendo al tanto de las cuestiones administrativas.
Al menos tuvo la delicadeza de dejarme ante el majestuoso Perla Azul. El
maletero se ofreció para llevar mi equipaje y le puse un alto:
—Yo lo llevo. Gracias.
—Es el nuevo gerente, preséntalo con Paco —le soltó Christina antes de
desaparecer.
Perla azul, era una verdadera joya semiurbana. Aunque fuera una pequeña
urbanización, Isla Mujeres tenía el encanto de lo exclusivo, lo hippie y lo misterioso
de un antiguo pueblo pesquero. El hotel boutique te hacía desconectar con tan solo
pisarlo, te transportaba a otra dimensión. Era un remanso de paz con tintes de la
emoción de un verano que nunca termina. La ubicación no podía mejorarse, daba
por un extremo a la parte más céntrica de la isla, si podría llamarse así, y de la otra
a una playa exquisita de arenas tan finas como granos de harina. Las barcazas
amarradas a la orilla, con el nombre del hotel me indicaban que servían para traer
directamente a los clientes más exclusivos. Paredes azules y blancas, hermosas
cortinas de color marfil se dejaban batir por el viento, maderas locales de aspecto
impecable, lustradas y relucientes, piedras también de la región adornaban los
pisos.
Cuando me asenté en mi nuevo hogar, fuera de las instalaciones del hotel,
pude respirar y soltar un par de carcajadas. «¡Qué día de locos!», pensé. Todo
acorde a mis expectativas, a excepción de Christina. No solo lo decía por la alocada
conversación que sostuvimos, también por su belleza fuera de lo habitual. Me
dieron un auto propiedad de la cadena hotelera y las llaves del departamento.
Todo estaba tal cual lo habían estipulado en el contrato. El resto del día lo tenía
libre, me propuse recorrer cada palmo de los kilómetros que tenía mi nueva
ubicación en el mundo. No podía quitarme la sonrisa de los labios, esta pequeña
isla era un paraíso y yo era el nuevo gerente de uno de los hoteles más bonitos y
prósperos del lugar.
Al siguiente día, me presenté en mi nueva oficina. Ahí me esperaba Pamela
Johnson, ahora conocía el nombre de la gerente general, lo cual me habría sacado
de aprietos el día anterior de haberlo sabido. La señora Johnson era muy joven, de
unos cuarenta y tantos años a lo máximo. Era alta, de cabello negro completamente
alaciado, piel aceitunada y con un maquillaje intacto. Me sorprendía que su
apariencia no se viera trastocada por el fuerte calor. Podríamos tener aire
acondicionado dentro del hotel y en los autos, pero era imposible no sufrir con la
humedad cuando ibas de un sitio a otro. No me la imaginaba usando el ferry
público, ni por casualidad, así que sospeché que el impresionante yate que vi
anclado al final del muelle le pertenecía.
—Carlos del Bosque, bienvenido. ¿Qué te ha parecido esta tierra? —dijo y
me dio un trato muy personal, no me sorprendió. Imaginé que quería ganarse mi
confianza.
—Es muy hermosa, señora —admití.
—Lo primero es poner todo en orden. Necesito tu pasaporte y tus
documentos migratorios.
—¿Y eso para qué lo requiere? Disculpe la pregunta.
—Es para poner tus papeles en regla. ¿Para qué más lo querría? —dijo
alzándose de hombros.
—Perdone. Sucede que ya firmé mi contrato laboral antes de venir y mi
situación legal en México está en regla.
—Hay muchos papeles que llenar y que firmar aún, querido. No te tardes.
Tengo prisa.
—Aquí están —le dije luego de entregárselos—. Los necesito de vuelta
pronto.
—Así será. ¿Estás contento con tu salario, las prestaciones, el departamento,
el auto? En fin, todo.
—Sí. Todo es de mi agrado.
—Me sorprende mucho que mi rostro no te diga nada. ¿No me recuerdas?
—Lo siento, yo…
—Hace unos cuantos meses visité mi hotel en Varadero. Suelo pasar
desapercibida así que no te culpo. Voy de ‘turista’, no me gusta llamar la atención.
Así puedo ver en primera persona cómo marchan mis negocios —me dijo. Hasta
ese momento comenzaba a caerme el veinte, su rostro me resultó familiar—.
Discúlpeme si no pude retener su rostro.
—Imperdonable.
—Lo sé. Intento tratar a cada huésped de manera especial. Solo que a veces
mis funciones me colocan en un área diferente.
—Como gerente de hotel no se puede dejar de supervisar nada y tú eras la
mano derecha de Andrés.
—No volverá a ocurrir.
—Nuestros huéspedes son muy exclusivos. Grábese el rostro de cada uno,
así podrá recordarlos cuando la situación lo amerite.
—Son tantos, pero no me estoy justificando.
—El punto es que ya te conocía. ¿Charlie? ¿Así te decían en Varadero? Me
encantó tu dinamismo, tu porte, tu habilidad para manejar los negocios y aquí
estás —dijo Pamela Johnson y me dejó sin palabras—. Bienvenido. Nos estaremos
viendo.
—¿No me presentará al personal? ¿No me explicará qué espera de mí?
—Espero que no me decepciones, para todo lo demás está Paco Ibáñez. Él
conoce el manejo de Perla Azul a la perfección. Irás aprendiendo. Tómate tu
tiempo. Cenaremos esta noche en Puerto Madero, en la zona hotelera de Cancún.
Te esperaré allá. El transporte marítimo pasará por ti a las ocho de la noche.
Mierda y más mierda. ¿Qué coño estaba ocurriendo? ¿Qué significaba todo
esto? ¿Por qué Doña Millones llegaba y me trataba como un…? Traté de calmarme,
de respirar profundo. Todo tendría que ser un mal entendido. De pronto, toda la
conversación con Christina me azotó en el rostro: «¿Por qué no me sorprende que sea
usted? No hay nada que tenga que entender todavía. Ya lo tengo. No te preocupes que tu
William Levy a domicilio llegó intacto. ¿Dónde te lo dejo? Seré amable con Charlie, eso
quieres, eso haré». Sentí un calor sofocante. «¡Cojones, no me lo estaba imaginando!»,
pensé.
¿Qué iba a hacer? ¿Acudir a la cita? ¿Regresarme por dónde mismo había
venido? ¿Volver como un fracasado y además sin empleo? Yo había estudiado
durante muchos años para demostrar mi valía, había tomado mil cursos de
capacitación. Le iba a demostrar a doña Millones que se equivocaba conmigo. Le
iba a demostrar que si bien nadie era imprescindible, ella me iba a querer tener en
su equipo. Al menos, mientras no consiguiera otra oferta laboral que me permitiera
librarme de doña Millones.
Me metí a bañar, me puse un perfume, una camisa blanca y un pantalón
azul. Y me dirigí a mi cita de ‘negocios’. Tomé una lancha rápida que ya aguardaba
por mí. El conductor me saludó y sin decir mucho me llevó directamente hasta el
muelle del restaurante. Con la luna a mis espaldas y las estrellas a coro, en aquella
noche tan clara, subí los escalones de la parte trasera del restaurante directamente
a la terraza superior. Doña Millones no había llegado aún pero había una mesa a
su nombre. Imaginé que ella vivía en Cancún, la verdad desconocía mucho sobre la
señora. Sabía que tenía hoteles ubicados en distintos sitios, Cancún, Playa del
Carmen, Punta Cana, Varadero y no sé qué tantos otros. Sabía que Perla Azul era
el más pequeño pero el más exclusivo. Ahí visitaban artistas de Hollywood y del
resto del mundo, y gente con muchos millones como Pamela Johnson. La señora no
se hizo esperar.
—Nos encontramos de nuevo, Charlie. ¡Qué puntual eres! No puedo decir
lo mismo de mí —me dijo.
—Buenas noches, señora Johnson —le saludé.
—No tienes que ser tan formal, resérvalo para cuando estemos delante de
los empleados del hotel. Puedes decirme Pamela o Pam, yo te digo Charlie. No
tenemos tanta diferencia de edad.
—Me resulta un poco difícil, pero si insiste.
—¿Te gustó el hotel? —me dijo e intentó ser amable, así que puse de mi
parte.
—Es muy hermoso, todo una joya. Y la isla, por Dios, un paraíso.
—Me da gusto oírlo. No todos se acostumbran a vivir en la isla. Cuando te
sientas abrumado puedes dar el salto a Cancún.
—No creo que tenga problemas para adaptarme, Cuba también es una isla.
—Las proporciones son completamente distintas.
Pamela Johnson tenía un vestido negro ajustado al cuerpo pero no
demasiado, que le llegaba hasta debajo de las rodillas. Sus perfectas piernas
bronceadas se realzaban con los altos tacones, que le daban clase y distinción. Su
cabello, aún lacio, cortado justo por encima de los hombros, no se movía ni
siquiera con la brisa marina que nos llegaba. Nos sirvieron un vino exquisito. Ella
pidió una ensalada y yo un corte de res. La conversación se extendió más de lo que
me hubiese gustado. Justo cuando la situación comenzaba a ser más incómoda
noté que le insistía al mesero para que me rellenara la copa y el vino comenzó a
relajarme. Descorcharon otra botella. No sé por qué me dio la impresión de qué
Pamela quería embriagarme.
—Charlie, me alegra mucho que hayas aceptado el empleo. Tengo muchos
planes para ti. Cuando te conocí pensé que estabas muy desperdiciado en
Varadero, trabajando tantas horas al día.
—No sabía que me habían invitado. Yo opté por el puesto.
—Yo abrí el puesto para ti, Charlie —dijo y estiró la mano para acariciarme
el brazo.
La miré desorientado y medio borracho. Recordaba perfectamente que
Christina había dicho que doña Millones era su madrastra, lo que significaba que
estaba casada con el padre de la chica. La señora no se contentó con acariciar mi
brazo, subió por mi antebrazo a la par que no dejaba de reírse.
—Dios mío, señora —le dije un tanto intimidado. Y no es que las mujeres
me pusieran nervioso, pero esta mujer era mi jefa y estaba casada. No quería
empezar con el pie izquierdo en mi nuevo empleo.
—¿Qué te preocupa, Charlie?
—Es que estamos en un sitio público y…
—Si quieres nos vamos a un lugar más íntimo.
—Usted es una mujer casada.
—Jajajajaja —no pudo evitar las carcajadas—. ¿De qué estás hablando?
—Me dijo la señorita Johnson que usted está casada con su padre.
—¿Es eso? El señor Johnson murió hace más de diez años. No tengo
compromisos en la actualidad.
Me quedé impactado. La mujer pidió la cuenta y me pidió acompañarla,
pero no de regreso a la embarcación. Tomamos su lujoso auto y me invitó a su casa
a una especie de after party. De allí fuimos directo al bar y me invitó a otro trago.
Me preguntó:
—¿Has probado el tequila?
—Sí.
—De seguro no conoces uno tan bueno como éste. Es tu segunda noche en
México, hay que celebrarlo con tequila del mejor.
Acepté el primero, el segundo y el tercero. Más la botellas de vino que casi
me había terminado y ya no pude más. Sentí que el alcohol me estaba haciendo un
efecto bastante incómodo y decidí parar, aunque ella me insistiera en seguir
mezclando bebidas.
—Creo que es hora de marcharme —con trabajo alcancé a decir.
—¿Tan pronto?
—Creo que estoy un poco borracho, ya son las dos de la mañana y tengo
que trabajar temprano.
—Puedes quedarte aquí si deseas —dijo. ¿Por qué no me sorprendió su
ataque directo y sin prejuicios?
—No es correcto.
—Pasa la noche entonces en una suite de mi hotel. El chofer puede llevarte.
—Prefiero regresarme a Isla Mujeres.
—Pero ya cerró la terminal marítima. Si despiertas ahora a Benito para que
te lleve por mar, te lo ganarás de enemigo —dijo y remató con una carcajada.
—Quedé con Paco Ibáñez ver la contabilidad del hotel en la mañana, a las
siete.
—Eres muy lindo, Charlie, pero un poco aburrido. No me diste esa
impresión en Varadero. Nos veremos otro día. El chofer te llevará a la marina
donde la lancha te estará aguardando. Me encargaré de llamar a Benito y sacarlo
de su cama.
Amaneció y la alarma de mi celular me tiró de la cama a las seis de la
mañana. Los efectos del alcohol me pegaron en la cabeza. No era la primera vez
que me sucedía, así que tomé medio litro de agua y luego me preparé un café bien
cargado. Por suerte había traído café cubano, al mexicano todavía no me terminaba
de acostumbrar. Recordé la cena con doña Millones y me pareció una situación de
lo más absurda. La señora era joven, hermosa, sensual y sabía utilizar sus encantos
para seducirme. La realidad era dura y por eso no podía quitármela de la cabeza
mientras me bañaba y me preparaba para ir al Perla azul. Doña Millones me quería
meter mano. Yo no sabía cuáles eran sus intenciones. ¿Si se contentaría con un
coqueteo, con una noche o si quería algún tipo de pacto que exigiera exclusividad?
Cualquier hombre en sus cabales se habría dejado violar por una mujer así, pero yo
ya había conocido a Christina y no me la podía quitar del pensamiento.
Además, me sentí muy frustrado. Pensé que mi ascenso tenía que ver con
mis méritos profesionales. Conocer que Pamela Johnson me había traído por otras
cualidades me dejaba un poco aturdido. Doña Millones se había equivocado de
persona. Lo que más me inquietaba era que aún tenía en su poder mi pasaporte.
Por momentos quería irme y desaparecer. Por otros quería darle lo que deseaba
para que me dejara hacer mi trabajo en paz. Si la tipa quería echar un polvo y con
eso se le quitaba la calentura, me podría sacrificar, tampoco sería una tortura, la
mujer estaba bastante buena. Pero mi instinto me decía que eso solo empeoraría las
cosas. Me sentía acorralado.
Me fui con Paco Ibáñez y revisamos la impecable contabilidad del hotel.
Intenté indagar con él, sin que sospechara mis inquietudes, lo que sea que aclarara
mis ideas:
—¿Trabaja hace mucho tiempo aquí, Paco?
—Más de quince años —respondió el hombre de mediana edad.
—¿Conoció al difunto señor Johnson?
—Por supuesto, un gran ser humano, que en paz descanse.
—Imagino que con tantas propiedades que han de tener las Johnson, no
vivirán mucho tiempo en México, ¿verdad? ¿Viajan mucho?
—Lo habitual.
—Para la gente como ellos, supongo.
Paco Ibáñez soltó unas carcajadas pero no pude sacarle mucho más. Yo
estaba interesado en saber, si doña Millones no estaría rondando el Perla Azul más
de lo necesario. Si de mí dependía yo no le aceptaría ninguna otra invitación a
cenar.
Hacia la hora del almuerzo, dejé todo y salí a caminar por el centro.
Terminé en una cafetería y pedí un capuchino frappé. El calor era sofocante y aún
no se me pasaban los efectos de la borrachera. Las mejillas me ardían y no había
pasado ni siquiera una semana. Una chica llegó y distinguí que colgaba de su
cuello un hilo azul donde permanecían ensartados un montón de caracoles. Le dije
desde mi asiento:
—¡Christina!
Ella se volteó, terminó de pedir su frappé de chocolate y se acercó a mi
mesa.
—Se le olvidó lo de señorita Johnson —me insinuó.
—Me cansé de este juego del gato y el ratón, Christina. Desde que bajé del
avión me soltaste varias cosas que no me quito de la cabeza. Quiero explicaciones y
sé que tú me las puedes dar.
—¿Christina? Señor gerente, a mí no tiene que pedirme explicaciones. Véalo
con Pam.
—Tú trataste de advertirme desde que bajé del avión, o no sé si te divertías
a costa mía. ¿Qué quiere doña Millones conmigo?
—¿Cómo le dijiste? Jajajaja. Esa sí es buena. Si te oye, te manda a asesinar.
En todo caso doña Billones. ¿Qué pasa, Charlie? No te hagas la inocente, palomita.
¿Acaso no estás confabulado con Pam? ¿No te traes algo con ella? ¿Por qué no ha
dejado de hablar de ti desde que vino de Varadero? La verdad ya me tiene
asqueada y con ganas de vomitar.
—No lo sabía, Christina. Llámame idiota. Ni siquiera recuerdo haberla
conocido en Varadero. Todo esto es una mierda. Felicidades por ti. Veo que te
divierte. Yo me siento atascado de mierda hasta el tope. Lo peor es que dejé todo
por este supuesto ‘empleo’. Parece que Paco Ibáñez está muy capacitado para su
puesto y que no soy tan indispensable. Yo he estudiado, ¿sabes? Y mucho. Lo que
doña Billones quiere hacer conmigo, es acoso sexual y laboral.
—Demándala. Se va a morir. Ella se cree la sensualidad personificada. Le
atentarás a su orgullo. Pam no puede entender que no es irresistible para todos los
hombres del planeta. Lo lamento por ti, Charlie. No era mi intención burlarme.
Resulta que Pam siempre ha hecho eso. Creo que incluso estando mi padre vivo y
por eso la odio. Pero ninguno le había puesto un alto hasta ahora. Cada uno de sus
amantes de turno parecen haberlo disfrutado bastante. Es más, al que tuvo antes
que a ti, ella mismo lo despachó después de conocerte. El antiguo gerente de Perla
Azul.
—Una vergüenza. Los empleados han de pensar que soy un fraude.
—¿Qué vas a hacer?
—Si te digo la verdad no tengo ni idea. ¿Y tú? ¿Qué haces hoy en la isla?
—¿Cómo que qué hago en la isla? Aquí vivo cuando no estoy en la escuela.
Esta es mi cárcel de agua.
—Pensé que vivías en Cancún con ella. ¿En qué año de universidad vas?
—¿Yo?
—Pues sí, estoy hablando contigo.
—Segundo —dijo después de pensarlo.
—¿Por qué la aguantas?
—Pam tiene todo. Mi padre le dejó bienes, dinero, y mucho más antes de
morir, incluso mi custodia.
—¿Y tu madre?
—No estoy lista para hablar de eso.
—Pero ya eres mayor de edad, puedes irte lejos.
—Yo estoy estudiando. Pam paga mi carrera y me complace en todos mis
gustos. Por eso me tiene amarrada. Cuando me gradúe me regresaré a Estados
Unidos.
—Lamento todo lo que te ha ocurrido, Christina. Al menos algo bueno ha
salido de todo esto. Me ha encantado conocerte.
—¿Estás seguro de lo que dices, Charlie?
—Definitivamente sí.
—Me encantaría ayudarte a librarte de doña Billones, jajaja —dijo ella sin
poder evitar reírse—. Es imposible. No he podido sacármela de encima ni yo.
—A mí me gustaría apoyarte a ti, pero la maldita doña Billones me tiene
amarrado por los coj… Carajo, disculpa. Ya ni me sé comportar. Creo que te ríes
porque ya te resignaste, pero estoy que explotaría a la menor provocación.
—Otro hombre en tu lugar, se aprovecharía de Pam. Es muy guapa. Tiene
muchísimo dinero y le encantaría cumplir tus caprichos —me dijo.
—A mí no me gusta Pam, la que me gusta eres tú —le revelé con firmeza.
Christina se quedó un poco congelada ante mi revelación y sentí
nuevamente la chispa del día que la conocí. El momento se alargó y antes que yo
hiciese implosión dentro de mí, ella me dijo:
—Acompáñame —dijo y me arrastró por el brazo fuera del establecimiento.
Tomamos un carrito de golf, de esos que eran comunes en la isla y la
recorrimos a lo largo. Christina me dejó conducir, salimos del gentío y nos
quedamos solos en la carretera.
—¿No te esperan en el hotel en la tarde? —me preguntó mientras
avanzábamos.
—No creo que me despidan por escaparme esta tarde y la verdad ya no me
importa —le dije sintiéndome liberado por primera vez desde que había llegado a
Isla Mujeres. El aire me daba en el rostro y era formidable.
—Te enseñaré una de las atracciones turísticas más bonitas de la isla. Podrás
recomendarlo a nuestros clientes. Jajajaja. Digamos que estás en capacitación.
—Nena, tú puedes capacitarme en todo lo que quieras.
—Ay, Charlie, que no pierdes un minuto para caerme encima.
—¡Me gustas, Christina! ¡Me encantas! —grité metiendo el pie al acelerador
hasta lo último.
Llegamos juntos a Garrafón. Tal vez me veía ridículo en un parque acuático
con mi ropa de ejecutivo. Yo no iba de traje y corbata, pero llevaba un pantalón de
vestir color beige y una guayabera blanca de mangas largas congruente con la
humedad de la isla. En esta parte del mundo, donde el sol era demasiado ardiente,
usar un traje sastre era un suicidio. Por suerte me había puesto unos mocasines,
que estaban pasables para la ocasión. Christina se dio a la tarea de remangar las
patas de mi pantalón hasta las rodillas, y las de mi camisa hasta los codos. Que
encajaba con la temática del parque, no lo creía, que me veía muy bien con lo que
fuera que me pusiera, tenía que ser. Ella me miraba como si fuera un caramelo en
la puerta de un colegio. Llegamos directo a la tirolesa, yo me lancé primero y volé
por encima del mar a una velocidad que me sacaba las lágrimas de tanta emoción.
Al llegar a la mitad de la cuerda, frené y me detuve con las olas bajo mis pies.
—¿Qué haces? Sigue avanzando —me gritó Christina desde el otro extremo.
—Ven. Aquí te espero —le grité.
—No está permitido —me gritó y ya el encargado le estaba susurrando lo
que previamente yo había acordado con él.
Christina se lanzó a la par que gritaba:
—¡Charlie, estás completamente loco!
Puse todo mi empeño y me giré para recibirla, cuando estuvimos cerca la
escuché gritar con temor de estrellarse contra mi cuerpo, pero ella pudo moderar el
avance y yo la atrapé a tiempo. Cuando nos quedamos así, abrazados y colgados
de los arneses como si fuéramos dos gaviotas remontando el vuelo, le susurré:
—Estaba hablando en serio cuando te dije que me gustabas. Me encantas.
Me tienes loco.
—Charlie, creo que viniste a fijarte en la persona que más conflictos te
puede traer. No soy buena para ti, no soy buena para nadie. Charlie, tú no me
conoces. Yo…
No la dejé terminar la frase. La miré al centro de los ojos y me apoderé de
sus labios. No lo habría hecho, de no haber tenido la certeza, que me llegaba a
través de su trémula piel, que ella deseaba ese beso tanto como yo. La acaricié,
toqué su piel de porcelana, aquélla que permanecía impoluta, y que parecía no
inmutarse ante el abrasador sol. Christina no respondió como yo me lo esperaba,
no saltó a comerme la boca, no me dejó sin aliento, pero no se despegó de mis
labios hasta que yo terminé de saciar el deseo que me estaba devorando vivo. Se
quedó dócil, en una imagen enternecedora que me hizo desearla más. El calor que
sentía por dentro era más fuerte que el que provenía del sol. Christina me iba a
quemar vivo si no se rendía a mi cuerpo y se entregaba a mí. La vi sonreír cuando
me despegué de sus labios, incluso creo que logré sonrojar su palidez.
—Vámonos, que nos van a echar de aquí. Hay una cola inmensa de turistas
aguardando para tirarse —me dijo con una risilla tímida, mientras se tapaba la
boca y me escondía la sonrisa.
Me lancé y ella siguió detrás de mí hasta que arribamos al otro lado.
Mientras nos quitábamos los arneses hicimos de oídos sordos, al encargado del
otro extremo que nos llamó la atención por la demora y por no cumplir las reglas.
Nos fuimos a caminar por la orilla de la playa y las palabras entre uno y otro no
cesaban, nos íbamos conociendo más. Con prisas, como si necesitáramos soltarnos
de golpe los años que habíamos vivido sin conocernos. Desde que la vi en el
aeropuerto, no sabía quién era pero me di cuenta que esa chica y yo no nos íbamos
a separar fácilmente, al menos si de mí dependía. Sentí una flecha atravesarme el
corazón, cuando la vi parada con aquel enorme cartón con mi nombre y la palabra
bienvenido. Era el gesto que yo necesitaba para sentirme bien recibido en mi nueva
aventura.
—Te pondré un poco de bloqueador en la cara y en los brazos. Estás más
rojo que un tomate —me dijo.
—No necesito bloqueador —dije.
—No seas tonto. Tienes que cuidarte.
—No soporto nada pegajoso o resbaloso en la piel. Bueno, no todo. Tu
lengua dentro de mi boca se siente muy bien.
—Charlie, tú no te callas nunca. Jamás se te acaba el tema de conversación.
Doña Billones de seguro llamará para saber de ti. Se va a volver histérica cuando
sepa que no hay noticias tuyas.
Le mostré el celular apagado.
—Así aprenderá que no todo puede comprarse —mencioné.
—Yo no puedo ofrecerte nada, no tengo un peso.
—Pues parece que yo ahora tampoco, así que estamos iguales. Me importa
un carajo el dinero, Chris. Yo puedo conseguir otro empleo. Puedo hacer lo que sea
con mi vida. No le tengo miedo ni a doña Billones, ni a trabajar, ni a empezar de
cero.
—Ella puede destruir tu carrera. Podrá esparcir malas recomendaciones
tuyas por todas partes.
—No es dueña de todo el mundo. Habrá algo por ahí para mí.
—Eres un terco y un loco si piensas echar por tierra toda tu carrera por mí.
Ni siquiera me conoces bien.
—Christina, no es por ti, es por mí. Aunque no existieras. No le permitiré a
nadie pasarme por encima. Mejor dejemos de hablar de cosas que ahora mismo no
podemos resolver. ¿Puedo invitarte a salir? ¿Me gustaría tener una cita contigo?
—Esto cuenta como una cita, Charlie. No necesitaste invitarme. Yo te rapté.
—Jajaja. Pero esta noche, quiero salir contigo de manera formal. Quiero
pasarte a buscar a la puerta de tu casa y devolverte a la medianoche.
—Si logras hacerlo sin que doña Billones se entere, lo acepto. Si ella nos
descubre, nos puede ir mal a los dos.
—No tengas miedo, Chris. Ella podrá ser poderosa pero nosotros somos
libres.
—Tú no entiendes nada. Pamela lo resuelve todo con dinero y piensa que ya
te compró.
—Está completamente equivocada. No le pertenezco. Si no quieres
intentarlo lo puedo entender. Sé que hay lazos entre ustedes dos o arreglos, no
quiero ser responsable de algo que te afecte, que deje de pagarte la escuela o que…
Christina me besó con fuerza, totalmente diferente al beso de la tirolesa.
Cerró los ojos y se concentró en sentir. La tomé por la cintura, me la subí encima y
nos besamos hasta dejarnos el deseo ardiendo en el cuerpo.
—¿Dónde te paso a buscar? —dije para ahogar mis ganas y soltarla, porque
iba a llegar al punto de no retorno—. ¿No estará doña Billones esta noche?
—Ella nunca se queda en la isla. La bruja no me quiere estorbando cerca.
Por eso desde niña he vivido lejos de ella, con el mar por medio. Ella en Cancún y
yo en la isla. De todos modos no podrás pasar por mí. Los empleados de servicio le
irán con el chisme. Le tienen pavor.
—¿Entonces?
—Nos encontraremos en el mismo café de esta mañana.
—Hecho.
Llegué temprano como era mi costumbre y me senté a tomar un frappuchino
mientras la esperaba. Pasó una hora y decidí hablarle al celular. Apagado. Se me
hizo muy raro. Aguardé otra hora y pedí un segundo café, ahora un expresso doble.
Algo caliente con el cuerpo ardiente no era buena idea, así que para enfriarme pedí
un mocha frío. Suficiente cafeína, ya se me escapaba por los poros. Las ideas que me
vinieron a la cabeza me comenzaron a atormentar. ¿Cuántos días hacía que conocía
a Christina? Ya me había dado a entender que con esta cita se jugaba muchas cosas.
Doña Billones le pagaba la escuela, el auto, la mantenía. ¿Por qué Christina iba a
renunciar a eso? Decidí entenderla y no juzgarla. Yo era un desconocido para ella,
teníamos una química impresionante, que me ponía a temblar… Tal vez, Christina
era más sensata que yo.
Me regresé al departamento, tomé mi maleta y comencé a meter mis cosas
adentro. Tenía que alejarme de aquel ambiente tóxico. Christina había decidido
frenar una guerra antes de que comenzara. Si lo hacía era porque conocía a doña
Billones lo suficiente como para temerle. Me acosté en la cama y casi no pude pegar
los ojos. A lo mejor hubiese sido mejor tomarme una botella de tequila y no
llenarme de café. Ahora tenía los ojos redondos como dos platos y no me la sacaba
de adentro. A las siete de la mañana, con la maleta en mano, me dirigí a la
búsqueda de doña Billones para exigirle que me devolviera mis documentos.
—¿Dónde puedo encontrar a doña B… Pamela Johnson? —le pregunté a
Paco Ibáñez.
—Ahora está en su casa aquí en Isla. Anoche estuvo en el hotel. Está
enojada con usted. Intentamos localizarle toda la tarde —me respondió.
—Lo siento por no avisar, Paco. No quiero verme poco profesional. Son
asuntos personales que no puedo explicarle. Necesito hablar con ella con urgencia.
Iré a verla a su propiedad.
—¿Qué hace con esa maleta? ¿Viaja usted pronto?
—Sí, me voy. Me regreso por donde mismo vine, o buscaré otro trabajo, aún
no lo decido.
—Espere a la señora en su oficina. Le preguntaré si puede atenderle. No
está bien que la moleste en su residencia.
—Aguardaré —le dije.
Doña Billones no tardó más de treinta minutos en llegar. Lucía casi perfecta,
con el maquillaje y el peinado inmune al calor como siempre, se le veía muy fresca.
No había tenido los mismos problemas que yo para conciliar el sueño.
—Charlie, estás empezando muy mal. ¿Por qué abandonaste tu puesto
ayer? —me dijo la muy cínica.
—¿Qué puesto? Ya me cansé de esta farsa. No vine para esto señora, usted
está equivocada conmigo. Si hice algo, si le di la impresión errónea me disculpo.
Yo quería un empleo. Mi currículum y mi expediente laboral han sido impecables
hasta hoy —manifesté—. Estoy renunciando. Deme mis papeles. Ya no trabajaré
para la cadena. No quiero ninguna remuneración, firmaré lo que sea.
—Charlie, ¿sabes que es desear un par de aretes más que a tu vida misma?
Esa sensación aniquilante, de cuando te sobra el dinero para comprarlos y acudes a
la joyería y te dicen que no lo tienen en existencia. Comienza a entrarte una furia
que hierve. Te pueden ofrecer otros, incluso más bonitos o incluso más caros, pero
nada te calma. Y decides que harás lo que sea para conseguirlos, porque puedes,
porque tienes el dinero para hacerlo. Así que le dices a la dependienta que si no te
los consigue hablarás con el gerente o con el dueño de la marca…
—Basta, no necesito más detalles. Jamás lo he sentido. En primer lugar no
uso aretes, en segundo no le doy valor a las cosas materiales y en tercera no suelo
obsesionarme con las cosas que no pueden ser mías. No soy posesivo. Es más
saludable.
—Ya me di cuenta. Renunciaste muy fácil a Christina.
—¿De qué está hablando?
—Ya lo sé todo. El paseo romántico, la cita nocturna. Ella te deja plantado y
tú decides huir.
—Respeté su decisión. De eso se trata la sana convivencia.
—No pensamos igual. No te irás a ninguna parte. Tienes un contrato que te
obliga a…
—A nada señora, no soy un ignorante. Se equivocó de persona.
Devuélvame mis documentos o iré directo a mi embajada y pediré que me
repongan el pasaporte. De igual modo dejaré constancia de su acoso laboral y
sexual a mi persona.
—Jajajaja. ¿Quién te va a creer? No seas ridículo. No tienes pruebas. Yo
puedo acusarte de lo que me dé la gana. Muchachito engreído. Se me ocurre, por
ejemplo, acusarte de tener relaciones con una menor de edad.
—¿De qué carajo está hablando? —le grité.
—Christina tiene diecisiete años. Tengo su custodia legal y dinero suficiente
para hundirte. Ella declarará a mi favor de ser necesario.
—No es posible. Está en segundo año de universidad.
—¿De dónde sacaste ese absurdo? Está en último año para graduarse de
bachiller.
—Christina no me mentiría. La escuché perfectamente decir, el día que la
conocí, que regresó a las seis de la mañana.
—La dejo hacer lo que le dé la gana mientras no salga del país, al fin y al
cabo no es mi hija. Solo es un peso con el que he tenido que cargar.
—Ella vive sola en esta isla y usted en Cancún.
—Vive con sirvientes que la supervisan y cuando está en la escuela también.
—Ella tiene licencia de conducir —ya no sabía qué decir para defenderme.
—No.
—Manejó en Cancún, incluso cruzó el ferry.
—Solo tiene un permiso de conducir. Puede usarlo siempre que vaya con
otra persona con licencia.
—Fue sola a buscarme al aeropuerto.
—Pues sí, con dinero nos podemos saltar ciertas reglas. Charlie, aún puedo
olvidar este incidente. Podemos retomar todo donde los dejamos la otra noche y
entendernos entre adultos. ¿Qué quieres? ¿Qué es lo que más deseas?
—Usted la obligó para que no fuera a la cita conmigo, ¿verdad?
—No te atrevas a acercártele o no te la vas a acabar —me amenazó.
Ni siquiera esperé la respuesta. Salí con la ira carcomiéndome las entrañas,
sin reparar más en cada ardid utilizado para retenerme. Corrí hasta la residencia
de las Johnson. Llegué sofocado casi sin aire y llamé a manotazos sobre el portón.
Fue inútil, me desgasté golpeando a la puerta y nadie salió para darme razones.
Me devolví al hotel, me informaron que doña Billones ya había partido
rumbo a Cancún en su yate. Me metí a la oficina y aunque fuera un hombre de más
de uno ochenta metros de altura me derrumbé sobre mi escritorio. Lloré y ya no
sabía si era por rabia o por impotencia, o por una mezcla de las dos.
Paco Ibáñez tocó a la puerta, no levanté la cabeza ni para responderle pero
él entró de todos modos. Al percibirlo parado frente a mí, me sequé de golpe los
lagrimones que bajaban por mis mejillas.
—Carlos, eres un buen muchacho y Christina ya ha padecido demasiado.
Por eso te diré esto —me dijo.
—Dígame lo que sea, Paco —devolví.
—Escuché su discusión con la señora Johnson. En tres meses Christina
cumple la mayoría de edad. Solo te lo digo para que lo tomes en cuenta —
argumentó y no necesitó explicar más, yo entendí perfectamente a lo que se refería
—. Hay algo más, ahora mismo se la está llevando una lancha a Cancún, aún no
han soltado amarras, están en el muelle del hotel.
Me lancé a correr, cuando pisé la arena y ésta comenzó a frenarme, me quité
los zapatos y volé por encima del suelo. Me subí de un salto en el muelle, mientras
veía la lancha zarpar y enfilarse rumbo a la costa que teníamos frente a nuestros
ojos. Las tablas, resecas por el sol, crujieron debajo de mis pies, cuando tomé
impulso para saltar hacia el mar.
—¡Christina! —grité antes de sumergirme en el mar y dar brazadas detrás
de la lancha. Unos treinta movimientos de mis brazos y sentía que la embarcación
se distanciaba más.
—¡Charlie! —la oí gritar y tirarse al agua sin que nadie pudiera detenerla.
Nadó hacia mí y nos encontramos en el punto de intersección.
Cuando la tuve cerca, la rodeé con mis brazos con fuerzas, la besé, sin
importar el agua salada que se nos metía dentro de la boca. Pataleamos para
mantenernos a flote pero sin dejarnos de abrazar. Ella me aseguró:
—Pamela no me dejó ir anoche a nuestra cita. Me encerró en mi habitación.
Luego me dijo que te iba a meter a la cárcel porque soy menor de edad, porque
incumpliste un contrato, entre otras acusaciones. No quise hacerte daño, Charlie.
No había sentido por nadie lo que me haces sentir. Estoy algo desconcertada. No
supe qué hacer.
—¿Por qué no me dijiste que tenías diecisiete años?
—No lo sé. Pensé que de lo contrario no te ibas a interesar en mí. Me
gustaste, Charlie, desde el primer momento que te vi salir por la puerta del
aeropuerto.
—No me iré a ninguna parte. Pamela no sabe de lo que soy capaz por lo que
quiero.
—Tú no sabes de lo que ella es capaz…
—…por su par de aretes. Ya me lo explicó y me importa un carajo —le dije
ante su cara de incredulidad.
—Chris, yo esperaré esos tres meses que faltan para que seas mayor de
edad y de ahí en adelante, si aún te gusto, le daré mucha guerra a doña Billones.
Yo no tengo nada que perder, pero no quiero afectarte, así que piénsalo bien.
—Estos tres meses serán eternos. Doña Billones no te dejará en paz.
—Yo me entenderé con ella. Ahora va a conocerme de verdad.
—La bruja no me dejará volver. Estudio en un internado y sin su permiso
no podré viajar.
—¿No estabas en carrera, Christina?
—Estoy en el último año de preparatoria.
—Chiquilla, me vas a volver loco. Lo mejor es que estemos distanciado
estos tres meses. Nos hablaremos todos los días por teléfono. Y por favor, ni una
mentira más.
El último beso me dejó los labios ardiendo y el resto del cuerpo también. La
apreté con todas mis fuerzas y ella se aferró a mi cuerpo, con lágrimas en los ojos.
Los de la lancha ya estaban con nosotros y la ayudaron a subir, le tiraron una toalla
sobre los hombros, mientras la alejaban de mí y ella me gritaba a todo pulmón:
—¡Charlie, te quiero!
NUESTRA DULCE MELODÍA
Priscila S.
Danuby Blanco