AAVV - Un Flechazo Al Corazon

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ANTOLOGIA

UN FLECHAZO AL CORAZON
Norah Carter - Patrick Norton - Monika Hoff - Fanny Ramirez - Viki
Tapada May Dior - Rosa de la Corte - Mile P.D. Bluett - Priscila S. - Danuby
Blanco
Un empleado muy especial
Dulce Locura
La rosa amarilla
Tú, mi cielo.Tú, mi laberinto.
El amor como terapia
Un intenso y loco amor
Nuestra dulce melodía
Miradas en París.
UN EMPLEADO MUY ESPECIAL

Norah Carter – Patrick Norton – Monika Hoff

Me había propuesto hacer muy bien mi trabajo. Ya era la segunda vez que
iba a un congreso en Alicante, esta vez se trataba de cocina y de hostelería. Tenía
que intervenir como intérprete. Me encantaba ese tipo de acontecimientos. De
repente, todo un hotel se llena de glamour, de famosos, de gente curiosa, de
autoridades, sin olvidar la prensa y la televisión.
El congreso se iba a celebrar en uno de los hoteles de la cadena Melià,
concretamente el que estaba situado en el puerto de la ciudad.
Venían cocineros de todo el mundo a presentar sus nuevos platos. Habría
gente de reconocido prestigio. Yo sería también alguien muy importante entre
todos aquellos famosos, pues los intérpretes somos fundamentales para que este
tipo de actos se lleven a cabo de la mejor manera posible. Al igual que otros de mis
colegas, yo me tenía que encargar de mediar entre cocineros de distintos países que
no se manejaban demasiado bien en inglés o en francés.
 
Salí de Madrid muy temprano y llegué en el AVE a Alicante a media
mañana. Durante el viaje, estuve repasando algunos de mis apuntes, sobre todo,
vocabulario relacionado con la cocina y con las comidas. A veces, un pequeño error
en la traducción puede llevar a malas interpretaciones.
Aproveché también aquel trayecto para pensar en todo lo que había
sucedido recientemente en mi vida.
Mi vida había sido un desastre estos últimos meses. Había estado saliendo
con un chico simpático, atractivo y amante del cine y del teatro, que eran dos de
mis aficiones favoritas junto al deporte. Pero aquello salió mal, rematadamente
mal. El muy gilipollas, porque no se le puede llamar de otra manera, volvió con su
antigua novia.
Si me preguntáis una razón, solo diré que fue el dinero, el puto dinero. Eso
fue lo que sucedió. Aquella pajarraca volvió a invitarlo a cenar a mis espaldas y,
una noche, en la que yo le tenía preparada una sorpresa en casa, el tipo acudió solo
a mi cita para decirme que me dejaba. Allí me quedé yo, plantada y sin novio,
nunca mejor dicho. La lencería que me había comprado para la ocasión me había
costado un ojo de la cara, además de estar toda la tarde preparando un pollo al
chilindrón que estaba para chupase los dedos. Era una receta de mi abuela.
Fue una decepción grandísima. Estuve tres días encerrada en casa. Solo
sabía llorar. No quería estar con ninguno de mis amigos ni con ninguna de mis
amigas. Tampoco pasé por casa de mis padres. Solo me apetecía estar sola, con mi
tristeza y pensando que había hecho la gilipolla con aquel idiota.
Sí, era un idiota. No se merece otro calificativo. Me había dejado a mí, que
yo había puesto el máximo interés y todo mi cariño para que aquella relación
durara en el tiempo. No voy a negar que, junto a Rubén, hubo momentos en que
soñaba con campanas de boda. Pero eso me pasaba por confiar en los hombres. No
era la primera vez que me sucedía algo así. Mis relaciones nunca habían acabado
bien. No sé qué ocurría, pero al final los tíos me dejaban. Cualquiera que me
conozca podría asegurar que soy una mujer atractiva, simpática, eso sí, con un
poco de mala leche cuando las cosas se me tuercen o alguien me quiere hacer la
cama. Pero he de confesar que con Rubén estaba bien. Y yo creía que él también lo
estaba. No habíamos tenido ninguna pelea durante los meses que estuvimos
saliendo. Y, de repente, se marcha y no me da ninguna explicación. Solo me dijo
que volvía con Susana, con aquella novia escuchimizada que le había buscado un
empleo en la empresa de su padre.
Esa era la razón. Él ya tenía trabajo y un futuro asegurado. A mí no me
necesitaba para nada. No sé cómo pude salir con una persona tan superficial.
Después de llorar todos aquellos días, encerrada en casa, decidí que no me iba a
hundir por aquel miserable, así que regresé a mis libros y a esos trabajos en
hospitales y agencias que me salían con frecuencia para hacer de traductora y de
intérprete.
Hacía unos días que me había salido este trabajo de intérprete en Alicante y,
entusiasmada, lo acepté enseguida. Cuando llegué al hotel, me di cuenta de que ya
estaba todo lleno de gente. Participantes y muchos cocineros, que yo más de una
vez había visto en la tele, estaban en el vestíbulo.
Había una cola enorme y los recepcionistas no daban abasto. Me armé de
paciencia y esperé. Hasta la tarde yo no tenía que intervenir. Tenía que hacer de
traductora en varias entrevistas televisivas y tenía que intervenir en la ponencia de
un cocinero. Todavía tenía tiempo para descansar un rato y darme una vuelta por
la ciudad.
Pasaron los minutos y la cola desapareció. Pero nadie me atendía. Yo estaba
mosqueada, muy mosqueada. No sé qué demonios estaba pasando. De repente,
llegó un chico para tomar mis datos. Yo respiré aliviada porque sabía que ya era
mi turno y por fin podría dejar mi equipaje en la habitación.
Sin embargo, aún no había empezado a atenderme, cuando le sonó su
teléfono móvil y lo cogió. Yo no le di importancia al principio, pero, cuando me di
cuenta de que el tipo estaba hablando con su madre, yo empecé a enfadarme.
Pensé por un instante que se trataba de una llamada breve, pero no fue así.
El tío estuvo hablando más de diez minutos mientras yo lo miraba con cara de
pocos amigos. De vez en cuando levantaba la mirada y me miraba directamente a
los ojos, como si quisiera decirme que lo suyo era muy urgente y que a mí no me
quedaba más remedio que esperar. Le lancé varias veces una mirada asesina, pero
aquel chaval no se daba ni cuenta. Seguía hablando con su madre sobre un tal
Toby. Yo no tenía ni idea de qué diablos estaba sucediendo. Hubo un momento en
que le dije que por favor me atendiera pues tenía mucha prisa. Pero a él le dio
igual y siguió charlando y charlando sobre el puto Toby.
Lo que tenía muy claro es que iba a pedirle la hoja de reclamaciones cuando
terminase de hablar por el teléfono. Estaba hasta el moño y el chico estaba sacando
lo peor de mí, que eran esos brotes de mal humor que yo tenía de repente, cuando
las cosas no me salían como yo esperaba.
Después de hablar por teléfono con su madre, el chico me miró, sonrió y
desapareció. No siguió atendiéndome. Yo estaba a punto de estallar. Una
recepcionista que andaba cerca vio que yo estaba a punto de perder los nervios, así
que vino a atenderme enseguida. Ella me pidió toda clase de excusas, que yo
acepté. Pero lo que yo quería era enfrentarme cara a cara con aquel trabajador que
había sido tan mal educado conmigo, teniéndome allí más de media hora para que
me dieran la jodida habitación.
—Perdone. No sabía que estaba esperando. Pensaba que la estaban
atendiendo —dijo ella un poco agobiada.
—Había aquí un chico, pero se ha puesto a hablar por teléfono con su
madre. Esto es una vergüenza, que, en un hotel como este, tengan esperando a un
cliente más de media hora —repliqué yo con ira.
—Ha sido culpa mía. No volverá a pasar, señora —dijo ella más nerviosa
todavía que antes.
—¿Señora? ¿Tan vieja me ves? Señorita, soy señorita, ¿me entiendes? —
repuse yo a la defensiva.
Yo había perdido los papeles. No me suelo comportar así, salvo en cosas
como esta. Nunca he soportado la mala educación ni las malas maneras. Aquel
chico que había desaparecido delante de mis narices se iba a enterar de quién era
yo.
Desde luego, yo no había empezado con buen pie en aquel lugar. Intenté
calmarme y no darle más importancia de la necesaria, pero, al llegar a mi
habitación, en la primera planta, me encontré con el recepcionista al fondo del
pasillo. Ahí estaba ese gilipolla. Me iba a oír. Estaba comprobando los extintores y
parecía ausente de todo. Yo me dirigí, con maleta en mano, hacia él para cantarle
las cuarenta. No había metido el equipaje todavía en mi habitación. El tipo parecía
no darse cuenta de que yo iba lanzada hacia él como un torbellino.
Cuando estuve a menos de un metro, le dije todo lo que tenía qué decirle,
pero el tipo ni se inmutó.
—¿Me estás oyendo, chaval? ¡¡Has sido un grosero conmigo!! ¡¡ No se puede
tratar así a una clienta!! Hablaré con el jefe de personal, ¡¡maleducado!! —grité
como si estuviese poseída.
El chaval se giró, me miró de arriba abajo, esbozó una sonrisa y se marchó,
dejándome allí plantada, sin pedirme siquiera disculpas. Yo estuve a punto de
coger alguno de aquellos extintores y tirárselo a la cabeza. Eso no lo hice, pero sí
que comencé a insultarlo desde el fondo del pasillo. No me reconocía. Estaba hecha
un energúmeno. Pero es que aquel recepcionista había conseguido sacarme de mis
casillas. Abrí la puerta de mi habitación y entré. Me eché en la cama, cerré los ojos
y respiré hondo. Lo que tenía claro esta vez es que bajaría a recepción a la hora de
comer y pediría la hoja de reclamaciones. Escribiría que uno de los recepcionistas
de aquel hotel era un maleducado y un carota.
Me asomé al balcón y estuve un rato mirando el mar. El puerto hervía de
gente que paseaba; parejas y familias con niños rondaban aquellos alrededores.
Cuando pasó una hora, bajé muy decidida a dar las quejas y a rellenar los papeles
que tuviera que rellenar para que aquel recepcionista fuera despedido.
Nunca he sido mala persona, pero estaba muy enfadada con todo lo que
había sucedido. Y ahora estaba especialmente sensible tras mi ruptura con Rubén.
Cuando llegue al vestíbulo, en recepción había una señorita muy simpática, con
pelo largo, que enseguida me atendió. Cuando le dije todo lo que había sucedido,
se quedó un tanto extrañada. Me dijo, para mi sorpresa, que aquella mañana no
había trabajado ningún chico en recepción. Que no tenía ni idea de quién podía
haberme atendido. Se lo describí detalladamente, pero ella, pensativa, no me daba
ninguna respuesta.
No tenía ni idea de quién podría ser el que me había atendido aquella
mañana, bueno, mejor dicho, el que no me había atendido cuando más lo
necesitaba. Como si yo hubiese tenido alguna alucinación, me dirigí a la calle un
poco confusa. En pocas horas, empezaría a trabajar y necesitaba caminar un poco,
respirar un poco de aire fresco. Tenía que dar muy buena imagen porque aquel
encuentro gastronómico podía ser una oportunidad para trabajar en otros
proyectos parecidos.
Me rugieron las tripas. Fui a uno de los restaurantes que estaban en el
puerto. Había un mexicano que me llamó la atención. Me apetecía mucho comer
fajitas, así que entré yo sola. Me acordaba todavía del idiota de Rubén. A él no le
gustaba nada la comida mexicana. A mí me encantaba porque había viajado varias
veces a aquel país y siempre me había llevado muy buena impresión de los
mexicanos y de toda su cultura, incluida la comida.
Para mi sorpresa, cuando me senté en la mesa que me indicaron, me
encontré de nuevo al tipo del hotel, aquel maleducado que no me había hecho ni
caso. Ahora, vestía de forma elegante, algo que me sorprendió. No llevaba el
uniforme del hotel, sino una chaqueta oscura que le sentaba genial. Vi que estaba
hablando con otro hombre, un poco mayor que él.
De repente se me hizo un nudo en el estómago. No me apetecía nada comer.
Aquel tipo me había sacado de mis casillas. Me daban ganas de levantarme y
montarle un número, pero me frené y pedí las fajitas tal y como había pensado.
Mientras comía, me di cuenta de que aquel tipo me miró y una de las veces
me lanzó una sonrisa. Yo me estaba volviendo loca. No sabía cómo interpretar
aquel gesto. Yo creo que se estaba burlando de mí y delante de mis narices. Respiré
hondo, conté hasta diez. Ya me encargaría yo de ponerlo en su sitio una vez que
acabara mi trabajo por la tarde y tuviera la oportunidad de hablar con algún
directivo del hotel. Porque estaba claro que yo lo había visto en el hotel, pese a que
aquella señorita me había dicho que no conocía a nadie con la descripción que yo
le había dado.
Yo creo que aquel hotel estaba lleno de incompetentes.
Cuando fui a pagar, el camarero me dijo que no hacía falta. Alguien había
pagado mi comida. Yo me quedé un tanto sorprendida. Solo podía haber sido
aquel chico, porque en el restaurante no había nadie más. Todo era muy extraño,
todo parecía un enigma. Aquel viaje estaba resultando demasiado misterioso.
Dieron las cinco y, después de tomarme un café, en el bar del hotel, me dirigí al
congreso. Los ponentes me estaban esperando. Después de dos horas, salí muy
contenta de la sala. Todo había resultado genial. Yo había estado especialmente
simpática con algunos de los comentarios que tenía que traducir de un pastelero
francés.
La gente me aplaudió, incluso cuando yo añadía algún matiz a lo que había
dicho el chef. Volví a mi cuarto y, al abrir la puerta, me encontré con una sorpresa.
Encima de mi cama había una rosa roja con una pequeña nota. Yo estaba más
sorprendida que nunca. Parecía que todo formaba parte de algún concurso o de
una cámara oculta. No sabía a qué venía todo aquello.
Leí la nota donde ponía en inglés y en español: “Perdóname”.
¿Qué demonios estaba ocurriendo allí?
Yo no sabía lo que significaba todo aquello. No sabía si aquel gesto era
sincero o que alguien se estaba riendo de mí. Bajé corriendo a recepción y pregunté
quién había entrado en mi habitación y había dejado aquella rosa roja. La misma
chica que me había atendido horas antes me miró con perplejidad. No tenía ni idea
de lo que le estaba contando.
Me confirmó que nadie puede entrar a una habitación ocupada sin el
consentimiento del cliente, salvo que sea por cuestiones de limpieza o por alguna
urgencia. En esos casos, el personal del hotel sí que puede entrar, pero…
¿entonces? Yo le repetí lo que me había pasado. Pero la chica volvió a mirarme
como si yo hubiese perdido la cabeza. La pobre recepcionista tenía que pensar que
yo la había tomado con ella y que me estaba pasando tres pueblos. Como tenía que
atender a otros clientes, sonrió amablemente y se apartó de mí. Yo estaba más que
mosqueada con ella.
Se hizo de noche. Salí de nuevo al exterior. Quise darme una vuelta por el
puerto. No sé lo que estaba pasando, pero mi llegada a Alicante estaba siendo un
tanto accidental, menos mal que todo había ido muy bien en el congreso. Al día
siguiente, empezaría a media mañana ayudando a un cocinero británico que iba a
hablar sobre aves de caza.
Estuve paseando por la Avenida Maissonave donde estaban las principales
boutiques. Me senté en una cafetería y me tomé un sándwich vegetal. Aún estaba
hinchada por las fajitas del mediodía. Cuando regresé a la habitación después de
mi paseo, la rosa roja seguía encima de la cama. Leí de nuevo la nota donde
alguien me pedía disculpas. Solo podía tratarse de aquel chico que había pasado de
mí nada más llegar al hotel, que había sido incapaz de atenderme, que no había
respondido a mis palabras ni en recepción ni en el pasillo donde acabe
insultándolo.
Estaba un poco avergonzada en el fondo. Seguramente él había sido
también el que había pagado mi comida en el restaurante mexicano. Me sentía un
tanto culpable, pero no quise tampoco comerme la cabeza. Debía concentrarme.
Me estaba jugando mucho en aquel congreso. Quería tomarme mi trabajo en aquel
hotel como un reto personal y también como una forma de olvidar todo lo que yo
había sufrido con Rubén meses atrás.
Me acosté en la cama. Cerré los ojos y me dormí. A la mañana siguiente,
cuando me desperté, me encontré otra sorpresa. Alguien había dejado una rosa
blanca en la mesita del servicio de habitaciones justo en el pasillo de la entrada del
dormitorio, junto a un desayuno que tenía una pinta fenomenal. Café, leche, un
croissant y huevos revueltos me estaban diciendo cómeme en una bandeja
plateada.
Me sentí un tanto incómoda, porque alguien había entrado a mi habitación
sin que yo le diera permiso. Y eso no me gustaba para nada. Alguien había violado
en cierta manera mi privacidad. Cogí la rosa blanca entre mis dedos un tanto
confusa. Olía a fresas. Había otra nota en la que decía “Buenos días, princesa”. En
vez de enfadarme y ponerme furiosa por lo que había sucedido, simplemente me
reí. No quería darle la mayor importancia. Pero alguien estaba jugando al gato y al
ratón conmigo.
Yo me encontraba bien y no había sucedido nada extraño, salvo que alguien
me había dejado un desayuno exquisito en mi habitación, sin que yo lo hubiese
pedido. Lo que tenía claro es que yo no lo iba a pagar. Me puse a desayunar
delante de la ventana desde donde se podía ver el mar. Los rayos de luz del sol se
reflejaban sobre el agua y pequeños destellos temblaban sobre la superficie.
Aquella visión era muy agradable para mí, acostumbrada siempre al paisaje de la
gran ciudad. A continuación, me metí en la ducha y, después de arreglarme de una
manera elegante, bajé al vestíbulo. Pronto comenzarían las ponencias y yo tenía
que estar lista y atenta a todo lo que me dijeran.
Todo volvió a salir fenomenal. Yo estuve mejor que nunca. Me sentía muy
cómoda entre aquellos cocineros tan simpáticos. Salí muy contenta de mi
intervención. Me invitaron a comer los propios cocineros y algunos de sus
representantes.
Lo pasamos genial, pero, en el fondo, yo seguía acordándome de todo lo
que me había sucedido desde que había llegado a aquel hotel. ¿Qué significaban
aquella rosa roja y aquella rosa blanca? ¿Por qué aquel chico estaba escondiéndose
de mí? ¿Había sido él mismo que había pagado mi cuenta en el restaurante
mexicano? Aproveché para ir a mi habitación y dormir un poco. Por la tarde, no
tenía ninguna intervención, así que me volví a darme una vuelta por la ciudad.
Lo que más me gusta de los viajes es perderme en las calles y en los
bulevares de los lugares que visito. Y Alicante no iba a ser menos. Cuando llegué a
mi habitación para dormir, me llevé otra sorpresa. Ahora no se trataba ni de una
rosa blanca o roja. Alguien había colocado en el centro del escritorio un ramo
entero de todas ellas. Yo estaba impresionada. Bajé de nuevo corriendo a recepción
y ya no estaba la chica que me había atendido las otras veces. Había un hombre
cincuentón que, cuando le conté todo lo que me había pasado, no se lo creía. Volvía
a repetirme lo mismo que me había dicho su compañera. Yo me quedé un tanto
perpleja y le pedí que quería hablar inmediatamente con alguno de sus superiores.
El hombre estaba un tanto confuso y un tanto contrariado. No sabía cómo
actuar, pero al fin decidió llamar a su jefe. Le contó palabra por palabra todo lo que
yo le había dicho. Me agradaba mucho la idea de que me estuviesen halagando de
esa forma en mi habitación, pero, por otro lado, pensaba que aquella cortesía
estaba yendo demasiado lejos.
El recepcionista, con tono amable, me dijo que su jefe se encontraba ahora
mismo en su despacho, que estaba situado en la última planta. No tendría ningún
inconveniente en hablar conmigo. Yo, agradecida y confiando en resolver todo
aquel misterio, me monté en el ascensor y me dirigí a la última planta. Al final del
pasillo, había una puerta donde claramente se podía leer dirección.
Yo sé que no eran horas, pero empezaba a preocuparme que alguien entrara
a mi habitación con esa facilidad, aunque fuese para regalarme aquellas preciosas
flores.
Al entrar, casi me da un infarto. Pude ver sentado en una mesa de color
caoba al joven que estaba en la recepción cuando yo llegué de Madrid. Era el
mismo chico del restaurante mexicano, el que había pagado seguramente la cuenta
del mexicano. No sabía qué decirle. Amablemente me indicó que me sentara. Yo lo
miré a los ojos y pude ver un brillo especial que hizo que yo sonriese. Al ver que
yo hacía ese gesto, el pareció relajarse. Estuvimos un rato callados, como si nos
diera vergüenza hablar.
—Lo siento. No era mi intención presentarme así —dijo él de repente.
—No entiendo qué está pasando. ¿Por qué ha hecho todo esto? —pregunté
yo con voz temblorosa.
—Tutéame, por favor. Me llamo Jordi y soy el director de este hotel. Sé que
quieres una explicación, pero no la tengo —hizo una pausa antes de seguir
hablando.
—Me llamo Erika. Aunque creo que mi nombre ya lo sabes si has sido tú el
que ha ido entrando a mi habitación.
—Quería disculparme e intentaba ser generoso contigo —dijo él sonriendo
con timidez.
—No me parecen las maneras adecuadas —dije yo cortante.
—Lo sé, pero necesitaba hacerlo. Me cuesta mucho hablar de estas cosas.
Pero pensé que te gustaría —añadió un poco entristecido.
—En el fondo me ha parecido precioso el detalle…
—Pues me alegra —soltó una preciosa sonrisa.
—Y yo pensando que quien eras, porque nadie sabía de ti, ahora lo entiendo
todo —me sonrojé.
—Si preguntas por un empleado, normal que nadie me relacione, es lo que
tiene ser director, que nadie te ve como un trabajador más —puso los ojos en
blanco
Cuando lo vi por primera vez, no me había dado cuenta de lo atractivo que
era. Ahora descubría que aquel chico no había tenido ninguna mala intención
conmigo, aunque las formas me habían parecido un tanto atrevidas. Ahora me
daba cuenta también de que, en cierto modo, yo le había caído en gracia desde el
primer momento que me vio entrar a su hotel.
—Es un poco tarde, Erika. Pero conozco un sitio que estará abierto todavía.
Hago una llamada para que nos preparen una mesa, si te parece bien. ¿Has
cenado?
—No, no he cenado. Tomé algo en la cafetería, pero vamos lo tengo que
tener ya en los tobillos.
—No estás obligada a decir que “sí”, ¿sabes?
—No me importa, Jordi. Me apetece, de verdad —dije yo un poco
abrumada por todo lo que estaba pasando.
—Pues me encanta que aceptes.
—Me apetece salir, aprovechar que vine hasta aquí, este lugar tiene algo
especial.
—Todos lo tienen…
—Es verdad, cada sitio tiene su encanto.
Yo creo que le había gustado. Pero no quería ser tan vanidosa. Acepté su
invitación y aquella noche fuimos a cenar a un restaurante que estaba en San Juan.
Eligió un vino exquisito. Pese a su juventud, se notaba que era una persona
experimentada, que había tenido que asumir la dirección del hotel mucho antes de
lo que pensaba. Yo lo miraba con interés. Y, cuando hablo de interés, me refiero a
picardía. Miraba con cierta intención morbosa.
Su forma de hablar, sus gestos tan educados y medidos, y esa forma de
sonreír que tenía me estaban cautivando. Yo intentaba comentarle algunas cosas de
mi trabajo. No quería hablar de mis relaciones sentimentales que habían sido todo
un fracaso.
—Hace unos años que mi padre me dejó la dirección del hotel. Mi padre
está enfermo, Erika, muy enfermo. Y he tenido que aprender más deprisa que
ningún otro de los que trabajan en mi sector.
—No debe ser fácil llevar un hotel, ¿verdad?
—No lo es. Al principio, me asustaba. Pero ahora ya sé manejarme muy
bien y me gusta lo que estoy haciendo, Erika —dijo sin dejar de mirarme fijamente
como si quisiera leerme la mente.
—Pues eso es lo bonito, que te entusiasme lo que haces.
—Por supuesto, debe ser muy triste ir a trabajar solo por obligación.
—Pues sí, pocas personas tenemos la suerte de trabajar de lo que queremos
y nos gusta.
—Tienes razón —volvía a sonreír con esa preciosa sonrisa.
 
Por lo que yo pude intuir, Jordi no había tenido relaciones duraderas. El
trabajo y sus continuos compromisos en Alicante y fuera de la ciudad no le habían
permitido formar una familia. Además, era un chico todavía muy joven.
—Pareces una mujer de armas tomar —me soltó de repente.
—Tengo mi carácter, pero no soy nadie en el fondo —respondí
tímidamente.
—Pues, en el pasillo, me pusiste de vuelta y media —dijo y empezó a reír.
—A veces me pasa. Me disparo. Es algo que tengo que corregir.
—No, Erika, me gustan las personas con carácter.
 
—Oye, cambiando de tema, ¿quién es Toby? Me tuviste veinte minutos
escuchando una conversación con tu madre y un tal Toby.
—Es verdad, perdona. Toby es un mastín que tienen mis padres. Se escapó
hace dos días y alguien lo había encontrado. Estaba en la perrera. Había que
rellenar unos papeles para que se lo entregaran a mi madre y la pobre no se
aclaraba —me comentó sin borrar esa sonrisa.
—¡Hostias! Y yo impacientándome, desde luego… —puse ojos en blanco.
 
En ese momento estaba sonando una canción de fondo que a mí me
encantaba, me puse a tararearla mientras él me miraba embobado, sonriendo, sin
perder ni un solo gesto de mi cara, pero es que Melendi, era mi debilidad.
 
Hoy le pido a mis sueños
Que te quiten la ropa
Que conviertan en besos
Todos mis intentos de morderte la boca.

Y aunque entiendo que tú,


Tú siempre tienes la última palabra en esto del amor
Yo hoy le pido a tu ángel de la guarda
Que comparta, que me de valor y arrojo en la batalla, pa’ ganarla...

 
—Tienes el arte del sur, aunque seas de Madrid.
—¿Nos estas llamando antipáticos a los de la capital?
—Para nada, pero me recuerdas a la gente del sur.
—¿Será porque mis padres son de Cádiz?
—¡Me lo temía! Lo llevas en las venas.
—¿Tanto se me nota?
—¡Sí! Sin dudas…
—Y zi hablo con la zeta —dije intentando parecer andaluza del todo.
—No todos los andaluces lo hacen —sonrió.
—Pero para parecer más —me encogí de hombros.
—Que petarda eres.
 
—Y tu empleado en oculto —bromeé
—Te saqué de quicio —negó recordando con la cabeza.
—¡Totalmente! Por poco te denuncio hasta en la Guardia Civil.
—¡Qué exagerada!
 
 
Cuando salimos de allí, decidió llevarme en su coche a un sitio que me iba a
gustar mucho. Se trataba de un pub que estaba al aire libre frente al mar. Se trataba
de La Tropicana. Allí nos sentamos y empezamos a beber toda clase de cócteles.
Estaban deliciosos, menos mal, que, al día siguiente, yo empezaría a trabajar por la
tarde. Por la mañana, tendría tiempo para recuperarme de la resaca, pues yo,
además, no tenía demasiada costumbre de trasnochar y mucho menos de beber
como lo estaba haciendo.
La compañía de Jordi me resultaba agradable. Hacía mucho tiempo que no
me sentía así. Me recordaba aquellos primeros encuentros que yo tuve con Rubén.
Pero no, no quería que aquello se pareciese a lo que yo en algún momento había
sentido por aquel gilipolla de mi ex novio. Ahora estaba a gusto con aquel chico,
cuya vida me parecía muy interesante. Su madurez y su forma de ver los negocios
hacían que su físico me gustara cada vez un poco más. Estuvimos escuchando
música mientras las olas del mar rompían en los acantilados. Las estrellas
comenzaban a brillar en el cielo y la temperatura, pese a ser ya de noche, no era
desapacible. Yo comencé a reír por cualquier cosa que él comentaba. Yo creo que él
se estaba dando cuenta de que yo había perdido el norte por culpa del alcohol. Sí,
me había emborrachado. Pero me daba igual porque me lo estaba pasando genial.
—Erika, creo que es hora de marcharnos.
—¿Me vas a llevar a casa? —pregunté yo bromeando, borracha perdida, no
voy a ocultarlo—. Ah, si mi casa es la tuya.
—Madre mía, creo que el vodka y el ron se te han subido a la cabeza.
 
Cuando llegué a mi habitación, sentí que mi corazón palpitaba con mucha
fuerza. Jordi me había gustado mucho. Por la mañana quedaríamos para
desayunar. No sé qué resultaría de todo aquello, pero lo que tenía claro es que
aquel chico estaba siendo un antidepresivo fenomenal para mí. Aquella noche
cerré los ojos y me dormí, pero dormí feliz, sin pensar en Rubén, solo pensaba en
aquel chico que había tenido la delicadeza de pedirme perdón con una rosa roja.
Después de arreglarme por la mañana, bajé al bar del hotel. Pedí un café y
allí estuve esperándolo un rato largo. Jordi no aparecía. Empecé a mosquearme y le
pregunté al camarero si sabía algo de su jefe con el que yo había quedado para
desayunar.
El camarero, extrañado por lo que le había dicho, me dijo que su jefe nos
acostumbraba a desayunar allí. Me quedé un tanto chafada. Pensé por un instante
que Jordi haría una excepción y que vendría a desayunar conmigo cuanto antes.
Seguramente se había retrasado por alguna llamada telefónica o por algún asunto
que concernía al funcionamiento del hotel. Pero no fue así. Finalmente, no
apareció. Me sentí estafada. Parecía que Jordi se había olvidado de nuestra cita.
Tampoco había llamado al bar o a recepción para darme una razón de su ausencia.
Pagué y me fui a dar una vuelta por Alicante. La luz de aquella ciudad me
encantaba. Se podía notar la brisa del mar y el olor a sal por entre sus calles.
Después de comprarme unos trapitos, regresé al hotel y, al entrar en la habitación,
volví a encontrarme con un nuevo ramo de flores. De nuevo, la ilusión vino a mi
corazón. Busqué una nota en el ramo, pero no encontré nada. Esperaba leer algo
parecido a “lo siento”, “no volverá a pasar”, “he tenido una urgencia”. Pero no
había ninguna nota, algo que me extrañó. Por la tarde, tenía que hacer de
intérprete en una nueva ponencia. Esta vez se trataba de una cocinera holandesa
que había inventado una impresora que imprimía papel comestible y de todos los
sabores. Había cada friki entre los cocineros que mejor no hablar.
Volví a hacer mi trabajo de una forma excelente. Aquel invento era una
caña. Todo el mundo estaba alucinando con la fotocopiadora que imprimía dibujos
de todos los aromas y sabores. Si querías un helado de vainilla, la impresora sacaba
un folio con el helado dibujado y con el mismo sabor que la vainilla.
Cuando terminó aquella conferencia me dieron la enhorabuena muchos de
mis colegas. El congreso acabaría el día siguiente y yo me tendría que marchar
viernes, un día después de la clausura. No vi a Jordi por ningún sitio. Cuando
llegué a la habitación, esperaba encontrar algún otro detalle. Pero no fue así. No
había nada más, salvo las flores que él me había ido dejando a lo largo de esos días.
Cuando estaba cambiándome de ropa para tomar un bocado en la habitación, antes
de acostarme, tocaron a la puerta. Yo me quedé un tanto pensativa.
Pensé por un momento que se trataba de algún compañero o alguna
compañera que necesitaba alguna aclaración con algún texto que debían traducir.
Me puse el albornoz y, al abrir la puerta, me encontré a Jordi con su sonrisa
hipnótica, aunque tenía mala cara. Lo saludé de una forma seca y cortante. Me
pidió entrar y yo le dije que lo hiciera puesto que era su hotel. Tuvo que notar por
mis palabras que yo estaba un tanto enfadada por haberme dejado sola a la hora
del desayuno.
—Perdona, Erika. He tenido una mañana de locos. Ingresaron anoche a mi
padre en Urgencias. Llevo toda la noche allí. Me olvidé de todo. Para colmo, me
dejé el móvil con el cargador en casa. Mi madre me llamó desesperada y salí
pitando con el coche.
—No pasa nada, no pasa nada. Pero, ¿cómo está tu padre?
—Parece que todo va a quedar en un susto. Han conseguido estabilizarlo,
menos mal. He pasado a propósito por aquí para pedirte disculpas. Tenía que
haberte avisado, Erika. Lo lamento mucho —dijo él muy dolido.
—Bueno, tampoco vamos a hacer de todo esto un drama, Jordi. Tranquilo.
Ahora tienes que tranquilizarte, ¿me oyes?
—Gracias…
—No hay de qué, las cosas pasan y tienen su lugar, esto era importante y
primordial.
 
Yo había aceptado sus disculpas y pasé página. Al verme con el albornoz y,
puesto que yo solo llevaba la lencería debajo, sentí que él estaba un tanto
incómodo. A mí me gustó que él se pusiera nervioso. La verdad es que no había
reparado en que estaba casi en cueros. Quizás tenía que haberme vestido y no
haber estado allí, delante de él, con mi simple albornoz por encima.
Pude ver que él me estaba desnudando con la mirada. De repente, cogió el
teléfono de la mesita y mandó traer una botella de champán. Yo estaba encantada
de que él hubiese hecho, porque eso significaba que se iba a quedar un rato largo.
El champán de nuevo comenzó a hacer de las suyas en mi organismo. Yo
comencé a reír por todo y, sin saber muy bien cómo pasó, yo lo besé en la mejilla y
él me preguntó por qué había hecho eso. Yo le dije que simplemente me apetecía.
Entonces él me pidió permiso para besarme.  Parecíamos dos idiotas. Yo le
dije que no había ningún problema y entonces él lo hizo en los labios, lentamente,
muy despacio. Lo mejor de todo es que sentí que él temblaba, que él tenía miedo,
como si fuese una persona inexperta en lo que al amor se refiere. Aquella muestra
de fragilidad me conquistó y yo me lancé a por él cual leona que caza gacelas en la
sabana. Le quité la chaqueta y la camisa.
Él estaba un poco asustado, por no decir acojonado. No esperaba mi
reacción. Pero yo tenía ganas de tirármelo, tenía ganas de deshacerme del recuerdo
de Rubén. Tenía la oportunidad con aquel chico que no estaba nada mal y que
además me había atrapado por su inteligencia y por su forma de hablar. A veces
uno tiene la sensación de que se enamora de un pene, pero no es así. Las mujeres
nos enamoramos también de un cerebro y aquel chico lo tenía, y eso me ponía a
cien.
Hicimos el amor apasionadamente. Yo guiaba a Jordi y él estuvo a la altura
de las circunstancias. Lo pasé genial. Lo pasé como nunca. Me encantaba aquel
chico. Cuando caímos rendidos en la cama, yo miré al techo. Mi corazón y lo que
no era mi corazón ardían. A los pocos minutos, pude escuchar la respiración de
Jordi. Estaba dormido. Yo lo miré y sentí que me estaba enamorando.
Pero también tenía que ser consciente de que aquella aventura no podía
durar mucho, puesto que yo me iba de Alicante una vez que acabará mañana la
última jornada de aquel encuentro gastronómico. De todas formas, podríamos
seguir en contacto. A lo mejor él podía ir los fines de semanas a Madrid. Estaba
reproduciendo el cuento de la lechera en mi cabeza. Aquello no iba a suceder. Yo
volvería a mi vida aburrida y monótona en Madrid, malviviendo de mis
traducciones y de mi trabajo de intérprete.
Cerré los ojos y me dormí. Yo también estaba agotada. Además, los efectos
del champán me estaban pasando factura. Al despertar, pensé que Jordi no estaría
mi lado. Pero él estaba allí. De nuevo, nos miramos y, sin decirnos nada,
comenzamos a hacer el amor. Esta vez no fui yo la que lo guiaba, sino que fue él el
que me atrapó entre sus piernas cual tenazas de escorpión en el desierto.
Empezó a besarme suavemente para comenzar a devorar cada uno de mis
pechos. Yo estaba muy excitada. Noté que su erección era firme y no pude
aguantarme. Enseguida me puse encima de él para que su miembro entrara en mí.
Yo estaba muy excitada y él, al comprobar que yo gemía como una loca, se excitó
todavía más. Aquel polvo estaba resultando fantástico. Se podía escuchar además
el eco de las olas desde la cama. Las primeras luces del amanecer entraban por la
ventana y doraban nuestros cuerpos que estaban unidos, el uno con el otro, el uno
para el otro.
—Me encantas
Aquella frase que me había soltando mientras entraba y salía de mí, me
había dejado caos, me había matado, me había hechizado, sonreí como una idiota
mientras mi respiración cada vez estaba más acelerada.
Yo seguía gimiendo de mi placer y Jordi, pese haber tenido ya un orgasmo,
siguió dentro de mí, embistiendo cual búfalo contra otro macho por la custodia de
la manada. Me di cuenta de que aquel chico tenía un fondo físico increíble. Nunca
había experimentado algo así.
Mi orgasmo fue genial, el mejor que había tenido hasta la fecha. Miré a Jordi
con ansiedad de comérmelo allí mismo. Había sido tierno al mismo tiempo que
salvaje. Me encantó aquella mezcla tan explosiva.
En principio, no tenía que intervenir el último día del congreso. Solamente
tenía que estar localizable por si era necesaria. Jordi me pidió que pasáramos
juntos mi último día.
Y eso hicimos. Nos pusimos ropa cómoda y salimos hacia la playa.
Estuvimos paseando por la orilla más de dos horas. Hablamos de muchas cosas. Le
confesé mi fracaso con mis relaciones anteriores y él no lo entendía, porque me dijo
varias veces que yo era una chica que merecía la pena.
—Eres un pelota, ¿sabes, Jordi?
—No, hablo en serio. Eres una tía genial y además… —se calló de repente.
—¿Qué ibas a decir? Dilo.
—Bueno, pero no te enfades, que además tienes un polvo fantástico, ¿sabes?
—añadió riendo.
—Así me gusta, Jordi. Que digas la verdad —dije yo para rematar.
¿No habéis tenido nunca la sensación de haber estado con una persona muy
poco tiempo y es como si la conocieses de toda la vida? Eso me pasaba a mí con
aquel chico.
—Así que soy buena en la cama… —saqué mi lengua bromeando
—Eres perfecta, eres lo que llevaba mucho tiempo deseando…
—¡Qué alegría! —solté una carcajada
—Eres tremenda, hablo en serio y te ríes —negó con la cabeza mientras
sonreía.
—¿Quieres que llore? —pregunte bromeando.
—Para nada, no me gustaría verte llorar —decía mientras me pasaba el
hombro por el brazo y me tiraba hacia él para besarme.
 
 
Fuimos a comer al mismo restaurante del día anterior. Luego, regresamos al
hotel. Pero esta vez no fuimos a mi habitación, sino que me llevó a una de las suites
de lujo que disponía para los mejores clientes. Aquella habitación era espectacular.
Había una cama redonda y tan grande como una plaza de toros. Yo me puse a
saltar sobre el colchón como si fuera una niña pequeña. Jordi no paraba de reírse.
Al final caí sobre el colchón para recuperar el aliento y entonces él se lanzó sobre
mí. Ya no cuento lo que pasó después. Nos sorprendió la noche dentro de la cama.
No hubo palabras a lo largo de la tarde, sino solo caricias. Me encantaba que
me abrazara. Sentía que estaba en el séptimo cielo. Ojalá me invitasen a más
congresos de gastronomía en Alicante, dije en un momento y Jordi se rió.
Nos quedaba solo una noche. Al día siguiente, tenía que coger el tren para
volver a Madrid. No me apetecía nada. Cuando nos vestimos, Jordi me llevó al
centro de Alicante. Allí había un restaurante argentino, La Parrilla, donde servían
unas carnes estupendas. Bebimos un buen vino y yo comí más que nunca. Había
gastado demasiadas energías. Estaba emocionada al ver que aquel chico me había
conquistado. Lo que me daba más pena es que todo aquel sueño, más propio de un
cuento de hadas que de la vida real, se iba a acabar enseguida. Mi cuento particular
de príncipes y princesas se esfumaría una vez que yo cogiera el AVE.
—Quiero proponerte una cosa, Erika.
—Dime. ¿De qué se trata?
—No me vendría nada mal tener a una intérprete de inglés y francés fija en
el hotel. Además, podrías formar también a mis empleados —dijo él con tono
grave.
—¿Lo dices en serio?
—Nunca he hablado tan en serio en mi vida —dijo él poniendo morritos a
continuación.
—Pero…
—Los peros que quieras, pero te prometo que te lo pondré todo muy fácil,
solo quiero que te quedes.
—Yo también lo deseo.
—¿Entonces?
Al escuchar aquella propuesta, no me lo pensé dos veces. Mi cuento de
hadas no tenía por qué acabarse al día siguiente. Yo no era ninguna Cenicienta. No
había ninguna razón de peso para que yo regresara a Madrid. Es cierto que allí
tenía a mi familia y a mis amigos, pero los podría ver en cualquier momento. No
me iba a vivir a la pampa argentina ni a Estambul. Iba a vivir en Alicante. Lo poco
que había visto de la ciudad me había encantado y, sobre todo, Jordi me había
atrapado.
No podía decir que no. Mi corazón me estaba empujando a cometer aquella
locura. Trabajaría en el hotel junto a él. No me lo pensé dos veces y dije que sí.
Su cara irradiaba felicidad. Se puso muy contento cuando me oyó decir de
mis labios que yo me quedaba en el hotel. Aquella noche fue maravillosa.
Volvimos a la suite. Brindamos con champán. De nuevo, el champán hizo que yo
me riera por cualquier tontería. Mientras yo me reía, él me bajaba la cremallera de
mi vestido con mucho cuidado. Mi vestido negro cayó sobre el suelo como si yo
hubiese mudado de piel de repente.
Me di cuenta entonces de que el amor te espera en el lugar que menos
pensabas. También me di cuenta de que, tras el fracaso, también viene la
oportunidad. Que la esperanza no hay que perderla. Porque a veces puede tener el
nombre de Jordi.
Que las personas que llaman locuras a cosas como estas, es que no están
muy vivas y yo lo estaba más que nunca…
DULCE LOCURA

Fanny Ramírez

Valeria
A causa de mis desvelos, luzco unas bonitas ojeras bajo mis ojos. Y es que
tener dos trabajos no me deja tiempo ni para rascarme el ombligo a gusto. ¿Cómo
hacerlo si el único tiempo libre que tengo lo dedico a intentar dormir?
Ando como alma en pena, con los ojos medio cerrados, por la acera
abarrotada de gente. Es lo que tiene vivir en un lugar grande, con más de tres
millones de habitantes. Y uno de ellos, soy yo. Sí, la que camina arrastrando los
pies, vestida con un pesado abrigo marrón, con el tamaño de un Umpa Lumpa y
cabreada con el mundo. Siempre me lo dijo mi madre: «Apuntas demasiado alto,
Valeria», pero yo no la escuchaba, no cuando mi meta ha sido siempre la luna, para
poder alcanzar, como mínimo, las estrellas.
Mi sueño siempre ha sido viajar, conocer gente y comer. Comer de todo lo
habido y por haber. Gracias a Dios, mi constitución no es como la de una albóndiga
y más bien tiro para delgadilla, pero con las curvas bien puestas en su sitio, eso sí.
El repiquetear de mis botas en el suelo, me abstrae del ruido bullicioso que
me envuelve. Tanto es así que no me percato cuando alguien se choca conmigo
como una bola de demolición, haciéndome caer de culo en la acera fría y mojada
de haber llovido toda la noche y parte de la mañana.
—¡Ouch! —tengo ganas de hacerme bolita y llorar, lo juro.
Un dolor agudo pincha en mi zona lumbar, por decirlo finamente. Más bien
siento como si miles de cuchillos se estuvieran hincando en mi culo. Más
concretamente en toda la rabadilla. Sí… soy muy específica…
—¡Dios, lo siento tanto! No la he visto… —unas manos con sus respectivos
brazos, que claramente pertenecen a un hombre, agarran mi cintura, poniéndome
de pie casi al instante. Como si mi gran pandero, ahora lastimado, no pesara más
que una pluma.
—Cómo duele, joder… —consigo modular a duras penas. Y lloro. Lloro
mientras sobo la parte afectada.
Cualquiera que me viera, hay muchísima gente si no lo he recalcado antes,
pensaría que tengo unas almorranas del tamaño de un caballo.
—¿Te acompaño a un médico? No sabes cuánto lo siento…
La voz del muchacho me hace abrir los ojos de par en par. Una cosa voy a
explicar: soy lenta, malditamente lenta para reaccionar y más cuando he dormido
apenas dos horas. Y aunque llevo todo el rato sabiendo que un hombre, con voz
bonita y con una fuerza sobrehumana, me ha hecho caer al suelo, no es hasta ahora
que soy verdaderamente consciente de ello.
Alzo la cabeza, con miedo a lo que me pueda encontrar. Otra cosa que me
pasa es que tengo pánico a las primeras impresiones. Habiendo visto los lustrosos
zapatos marrones del hombre, los pantalones de pinza claros, bien planchados y el
jersey de punto más suave que he visto jamás, me da a entender que está forrado
hasta los dientes.
Observo la protuberancia que sobresale de su garganta con demasiada
atención. Su nuez de Adán se mueve al tragar y me digo que ya es hora de seguir
mirando, antes de que me suelte y salga corriendo despavorido. Porque sí, aun me
tiene agarrada de las caderas, donde su toque me está dando unos sofocos, que ni
la calefacción de mi casa en sus mejores tiempos.
Su barbilla, cuadrada y cubierta de pelo castaño me hace suspirar. Si hay
otra cosa que ame más, es a un hombre con barba. De esas recortaditas, dando la
impresión de no haberse afeitado en una semana. Por eso el miedo incrementa a
medida que voy subiendo por su rostro hasta encontrarme con unos labios llenos,
rosados y brillantes. Como si se pasara las horas chupándoselos. Su nariz es recta,
fina y con una leve torcedura a la izquierda. Eso me hace sonreír, no todo puede
tenerlo perfecto… sigo mi recorrido hasta sus ojos.
El alma se me cae a los pies y el suelo parece temblar bajo mis zapatos. Sus
ojos, verdes como un bosque frondoso, me atraen. Hasta puedo escuchar pajarillos
piando y el viento silbando entre las hojas.
—Será mejor que te lleve a un médico, parece que te diste en la cabeza.
Miro sus labios, moviéndose, articulando palabras que no logro siquiera
escuchar ni comprender. Pero cuando soy alzada en vilo, me agarro a sus hombros
y chillo como una posesa. Bueno, tanto no. Solo suelto un gritito de lo más imbécil
y me intento zafar de su agarre. No es porque no me guste, nada más lejos de la
realidad, si no que estar tan pegada a él me hace querer besarlo hasta dejarlo seco.
Sobarlo hasta quedarme sin huellas dactilares o él sin sensibilidad en la piel.
—Deja de patalear, te llevaré a un médico, no te haré ningún daño.
—Puedo andar sola…
Mi voz lo hace pararse en seco y mirarme como si lo que ha salido de mi
boca fuera un caso fuera de lo común.
—¡Hablas! —exclama él, sonriendo, haciendo brillar el bosque que tiene
atrapado en los ojos y haciéndome babear a mí.
—Claro que hablo, solo soy un poco lenta en las mañanas.
El chico, de no más de veinticinco, me observa con picardía y humor. Tengo
la sensación de que en cualquier momento soltaría una gran carcajada. ¿Tanta
gracia le hacía?
—Bueno, señorita lenta en las mañanas, ¿me deja llevarla a un médico?
—No es necesario, solo quiero que me suelte si no quiere que me enamore
de usted.
Su risa aumenta de decibelios y mi corazón sale despavorido de mi pecho.
«¡Vuelve, cobarde!»
—Es la cosa más bonita que me han dicho jamás.
—¿Ni tu novia? —su sonrisa decae.
—Ni ella… —contesta tan bajo que me cuesta escucharlo.
Sus brazos se deslizan de detrás de mis rodillas y me deja de pie en el suelo.
Ahora estamos cerca, muy, muy cerca… tanto que puedo percibir el olor a gel que
lleva impregnado en la piel. Nada de colonias, ni perfumes… este hombre huele a
limpio.
«Valeria… no te enamores…»
—Demasiado tarde…
—¿Qué? —pregunta haciéndome reaccionar.
Doy un brinco y me alejo de su tacto como si me quemara, pero mi cuerpo y
corazón protestan queriendo volver a su lado. No lo hago obviamente.
—Nada… a veces pienso en voz alta.
—¿Seguro que estás bien?
Asiento repetidamente, pareciéndome a uno de esos perritos que mi padre
ponía en la bandeja del coche y retuerzo mis dedos a la altura de mi estómago. La
incomodidad da paso a la tensión y ya cuando su mano se alza hasta su pelo,
frotando su nuca, sé que se va a ir.
—Será mejor…
—Sí, me tengo que ir.
Él asiente y cuando voy a pasar por su lado para irme hacia la dirección por
la que estaba yendo antes, sin tener idea de hacia dónde mierda iba, su mano
agarra mi codo.
—¿Cómo te llamas?
—¿Y tú? —le pregunto de vuelva, mirándolo sobre mi hombro.
Él suelta una carcajada a la vez que su móvil empieza a sonar como loco. Lo
saca de su bolsillo, pero no descuelga, se queda allí parado, observándome.
—Dime tu nombre… —demanda.
—Valeria.
Me guiña un ojo, se coloca el móvil en la oreja y, tras sonreírme, cruza la
calle para luego adentrarse en el gran edificio de ventanales gigantescos y puertas
giratorias.
¡Y no me dijo su nombre! El muy tramposo…
 
 
 
Termino de colocar las servilletas en las mesas y escucho el resoplido de mi
querida amiga Alex justo tras de mí.
—¿Pero no te dijo quién era?
—No, solo me preguntó mi nombre y se marchó.
—Bueno, al menos se molestó en disculparse por tirarte al suelo de un
empujón, el muy bestia.
—No me empujó, Alex… ya te dije que fue sin querer. Tanto él como yo
estábamos despistados. Yo por el sueño y él…
Me quedo pensando en qué estaría él haciendo para chocarse conmigo. Mi
estúpido corazón se cree que lo hizo a posta, a propósito, pero descarto esa idea
tan rápido como aparece.
—No tengo idea…
Sigo con mi tarea mientras lo único que ocupa mi mente es él. Su sonrisa
preciosa, de dientes blancos y alineados, sus labios gorditos y suculentos… tanto es
mi embobe que la mañana se me pasa volando y ya es hora de ir a casa.
Alex y yo caminamos una al lado de la otra, charlando de cualquier cosa
hasta que algo capta mi atención. Estamos justo donde me caí esta mañana y miro
hacia el edificio donde él entró. ¿Puede ser que aún esté ahí?
—¿Qué haces?
—Creo que es ahí donde trabaja…
—¿Quién?
La miro con los ojos entrecerrados y ella resopla una vez que cae en la
cuenta de a quién me refiero.
—Deja la tontería y vámonos. Ni que fuera Brad Pitt…
—Ese no, más bien un Cristian Grey, pero más sexy y simpático —digo
imaginándome toda clase de escenas excitantes.
Escucho la carcajada sonora de mi amiga haciendo que varios de los que por
allí caminan se giren a vernos.
—¿Cristian Grey? ¿En serio? No te veo yo a ti muy dispuesta a recibir ni un
par de azotes, cuanto más una sesión sado.
—¿Por qué no? Los azotes pueden ser excitantes… —intento defenderme.
Pero ella se vuelve a carcajear de lo lindo. La agarro del brazo y me la llevo,
cruzando la calle una vez que veo que no hay peligro de que nos atropellen y entre
quejas, hago que se agache junto a mí, escondiéndonos detrás de los contenedores
de basura.
—¿Pero qué…?
—Shhhh…—tapo su boca antes de que siga gritando y haga que nos
descubran.
—¿Estás loca? ¿Qué demonios haces? —dice a susurros una vez que se
deshace de mis manos.
—Quiero verlo otra vez…
—Tú estás mal, eh… —comenta después de unos segundos en los que se los
pasa observándome como si me faltara un tornillo. —¿Y qué se supone que le vas a
decir si te descubre aquí?
Me quedo pensando durante unos instantes hasta que la bombilla se me
enciende.
—Le diré que vine a comprar algo… es una empresa, ¿no? Algo tienen que
vender… ¿Folios?
Alex se levanta, saliendo de nuestro escondite y tras decirme, muy digna
ella: “No cuentes conmigo, estás loca”, se va calle arriba dirección a su
apartamento.
Ruedo los ojos y me siento en la acera para esperar si en cualquier momento
sale o entra al edificio y puedo verlo. Apenas son la una del mediodía y
seguramente haya salido a comer. Los coches van de una dirección a otra y no es
hasta pasada una media hora, que no veo su hermoso cuerpo trajeado salir de un
coche negro seguido de un señor igualmente vestido de traje y una señorita rubia,
que ni las Barbies en sus mejores tiempos.
Me pongo de cuclillas para poder observarlo mejor. Está riendo por algo
que el señor le ha dicho y juro que el recuerdo que tengo en mi memoria no le hace
justicia. Es tan guapo… que hasta ganas de llorar tengo.
Ellos caminan, ella agarrada de su brazo y él hablando con el otro hombre,
hacia el edificio. Me agarro al borde del cubo, pasando por alto el hedor tan
desagradable que desprende, para verlo mejor. Cuando está a un palmo de
distancia, el cubo que no se me ocurrió pensar que tiene ruedas, se desliza hacia
delante, haciendo que por inercia lo agarre en dirección contraria. Estoy a punto de
volcarlo hacia mí, pero gracias a mis increíbles reflejos, consigo estabilizarlo. Me
agacho con el corazón a mil por hora, escondiéndome de nuevo tras el cubo.
Seguramente se han percatado del jaleo que he montado, pero si la suerte está de
mi lado, pensarán que haya sido un gato o algo parecido.
Unas pisadas resuenan en el acerado, acercándose hacia donde estoy yo. Mi
respiración empieza a acelerarse de nuevo y giro mi cabeza de derecha a izquierda,
intentando buscar una vía de escape. Los pasos suenan cada vez más cerca y no se
me ocurre otra cosa que hacerme una bolita en el rincón.
Siento una presencia, imponente y grande tras de mí. Ojalá el suelo se
abriera y me tragara…
—¿Valeria?
Mis ojos se abren de par en par y decido hacer lo más estúpido que se me
podía ocurrir.
—¡Miau! —joder… parezco una rata ahogándose— ¡Miiiiiaaaaaauuuu!...—
sí, mejor…
Su risa calienta mi cuerpo al mismo tiempo que el nerviosismo acapara todo
mi ser.
—Sé que eres tú, Valeria…
Me levanto de golpe, con una sonrisa más falsa que un billete de trescientos
euros, y me acerco a él como si no lo hubiera visto hasta ahora. Si no me tomaba
por una loca demente, este hombre es demasiado bueno, para ser real.
—¡Hombre, hola… tú…! —su sonrisa se ensancha dejando entrever sus
dientes alineados y blancos. Como si lo único que comiera fuera pasta dental.
—¿Qué haces aquí?
Un carraspeo me hace acordarme de que no estamos solos. La señorita de
labios rojos, ojos azules, tacones de infarto y vestido negro entubado, me mira
como si quisiera asesinarme. El señor parece más bien descolocado y divertido a
partes iguales.
—Ahora voy, padre. Estela, espérame en mi oficina…
—Pero Héctor…
—Vamos, Estela. —interrumpe el padre de mi Héctor Grey, llevándosela
hacia dentro.
—¿Qué haces aquí? —vuelve a reiterar.
—Pues… —me muerdo los carrillos intentando pensar una mejor excusa
que la de los folios. Repaso todas las pelis que he visto en mi vida, en las que
saliera oficinas, edificios, empresas… —Vengo a comprar acciones, quiero
acciones. Me dijeron que estaban en oferta y pues… a eso vine, a comprar algunas.
—sonrío ampliamente después de la retahíla que suelto y retuerzo mis dedos en mi
espalda, esperando su reacción.
Sus ojos escrutan mi cara, cada poro, peca y centímetro de esta y sus pupilas
se dilatan al mismo tiempo que sus labios se estiran. Lanza una risa al aire, de esas
en la que tienes que agarrarte el estómago. Y aunque suene estúpido y en realidad
lo que está haciendo es reírse de mí en mis narices, mi corazón da un nuevo pálpito
seguido de otros miles más.
Cuando ya para de reír, tengo que obligar a mi cara a enfurruñarse. Él niega
y se seca del rostro, con las manos, las lágrimas que han salido de sus ojos de tanto
reír.
—¿De dónde has salido y por qué coño no has aparecido antes?
Después de remitir los resquicios de su risa, se queda observándome
maravillado. Sé que le gusto, lo sé porque puedo leer su mirada. Puedo sentir la
atracción que hay entre los dos. Y eso me llena de alegría.
Pero la dicha me dura poco. La rubia siliconada con complejo de muñeca
hinchable, sale como un vendaval, enganchando su brazo al de él.
Sí, parece ser que la tipa es su novia.
La felicidad se esfuma de mi cuerpo a la velocidad de la luz. Mi labio
inferior empieza a temblar y, antes de que me vean llorar, paso por su lado y me
voy.
Escuchando cómo me llama a lo lejos.
 
 
 
Por el camino, entre sorbidos y sollozos silenciosos, entro en el
supermercado que está en la esquina, junto a mi piso. Me seco la cara con las
mangas de la chaqueta y sigo por el camino de los lácteos, haciéndome la digna.
Nunca he sido una loca enamoradiza, es más, creo que de los pocos novios que
tuve, jamás me he llegado a enamorar. Y ahora voy, conozco a un tipo de la peor
manera posible, cayendo de culo espatarrada, y ¡pum!, mi estómago se revuelve
cada vez que pienso en él y solo deseo arrebujarme en su costado y echar raíces.
Agarro un gigantesco bote de helado de chocolate y una caja de galletitas
baja en calorías y me dirijo a la caja a pagar. Mi amiga en este caso me diría: “Eso
es como comerte un caballo y pedirte una Coca-Cola Light, una estupidez.”
Ruedo los ojos ante ese pensamiento y pago por mis cosas antes de irme. Si
hay otra cosa que hago muy bien, es hacer lo que me sale del potorro. No consiento
que nadie me dé órdenes ni me diga cómo tengo que hacer cualquier cosa en mi
vida privada. Solo mis jefes tienen el derecho a exigirme, y solo porque me dan de
comer.
Ando por la acera un par de metros hasta que llego a mi portal, según mi
reloj, tengo tres horas para zamparme el helado y media caja de galletas. También
para ver una peli de esas de amor en la que luego muere alguien, dejándote hecha
un despojo humano.
Sí, un plan perfecto cuando se sufre mal de amores.
Subo las escaleras, ya que ir en ascensor me da auténtico pavor. Por no decir
que me cago patas abajo cada vez que veo ese habitáculo del demonio. Debe ser
porque de pequeña me quedé encerrada en uno, sola, y no me sacaron hasta cuatro
horas después, que fueron lo que tardaron en darse cuenta de mi desaparición.
Cuando llego a casa, me recibe el silencio de mi hogar. Mi labio tiembla de
nuevo y, sin pensármelo, saco el bote de helado, lo abro y meto el dedo para luego
llevarme un buen pegote a la boca. Voy a la cocina, meto el bote en el congelador,
las galletitas las dejo encima de la encimera y me encamino hacia el cuarto de baño.
Necesito una ducha caliente y entonces podré disfrutar de mi plan de solterona.
Una vez que estoy vestida con unos vaqueros y mi bonita camisa azul,
agarro mis tesoros, los amontono en la mesa y acciono el DVD, decantándome por
Titanic.
Entre lágrimas y comer como una ceporra, paso el tiempo hasta que la
alarma suena, haciéndome dar cuenta de que ya tengo que ir a trabajar al
restaurante.
La tripa me duele y es que almorzar helado y galletas solo se me ocurre a
mí. Pero eso sí… el despecho está castigado en un cajón de mi mente, a buen
recaudo. Lo que me faltaba ya es que pareciera una imbécil llorando por los
rincones en el trabajo.
Una vez llego, me coloco el uniforme que consiste: en pantalones negros y
camisa del mismo color con ribetes rojos en los extremos de las mangas, con el logo
del restaurante en la pechera.
Con lo cómoda que voy en la cafetería, que solo con ponerme un bonito
delantal amarillo encima de mi ropa, va que chuta; aquí tengo que ponerme este
crimen contra la moda. No es para nada sexy ni bonito y contando que el pantalón
me queda tan estrecho que casi no puede agacharme y la maldita camisa a botones
deja ver mi escote mucho más de lo que quisiera, soy todo un espectáculo digno de
ver.
Me gusta gustar, eso sí, soy coqueta como yo sola. Me gusta hacer que un
hombre me mire y diga en su mente: ¡pero qué bombón! Pero lo que consigo con
este maldito uniforme, que no sé por qué mierdas mi jefe no me da una tallita más,
aunque sea, es que me tomen por una cualquiera.
El servicio de cenas empieza y la gente comienza a llegar en bandada. Eso
es otra cosa que odio de este trabajo, en vez de venir de a poco, una vez llega la
hora de cenar entran todos que parecen moscas yendo hacia la mierda. Aunque el
concepto más acertado para la clase de gente que aquí frecuenta es más bien: Como
ricos al caviar. Y es que muchos de ellos hasta en la tele los he visto.
Llevo cuatro años trabajando aquí y ya me he acostumbrado a ver de todo.
Ya me imagináis mi primer día y encontrarme al mismísimo Mario Casas
comiendo junto con su familia… caí de rodillas junto a él y si no hubiera sido
porque mi compañero me sacó de allí, hubiera hecho el ridículo.
Sirvo mis mesas asignadas y llevo bebidas y aperitivos. La elegancia y la
pomposidad se respiran en el aire y tengo que reprimir una arcada. Mi colonia de
imitación, huele veinte veces mejor que todos aquellos perfumes con olores
prácticamente parecidos.
Me dirijo a la mesa seis, de dos comensales. Mi compañero, el sommelier, me
dio la orden del vino escogido y, con todo mi arte, llevo la bandeja con el vino
abierto y las copas. El primer impacto hace que mi corazón se dispare y las manos
me tiemblen. La bandeja se tambalea, el vino se cae y las copas, gracias a Dios, se
rompen en la bandeja y no en el suelo o en la mesa.
Una mancha gigantesca cubre su bonito pelo y vestido color blanco. Yo no
hago más que mirarlo a él. Mientras que su acompañante chilla desquiciada y
fuera de sí, lo inútil que soy. Por fin su mirada me suelta y puedo respirar. Parece
como si no lo hubiera hecho en meses, estoy ahogada.
La mujer luego de echar sapos y culebras sobre mí, y yo quedármela
mirando como si nada, se va despavorida hacia el baño. Por el momento que duró
el pataleo, el murmullo cesó, pero ahora todos comen y beben como si no hubiera
pasado nada. Hasta la música parece volver a reproducirse.
Coloco la bandeja en la mesa y empiezo a recoger los platos manchados de
vino para después cambiar el mantel. De reojo veo cómo Héctor se aguanta la risa,
tapándose la boca. Una vez que acabo de colocar los nuevos utensilios y demás, su
voz me detiene cuando voy a marcharme.
—Ten más cuidado la próxima vez… las manchas de vino son imposibles
de quitar y ese vestido cuesta mucho dinero…
Miro sus ojos. Hay un claro desafío implícito en ellos, como también estoy
segura que el coste del vestido le importa una soberana mierda. Y otra cosa de la
que tengo constancia es que tiene ganas de tirarse al suelo y reírse a carcajadas. Y
no corta ni perezosa, digo todo lo que pienso:
—Es una arpía, le ha venido bien que alguien le haya apagado los humos. Y
por si no te has dado cuenta, no es tan glamurosa con el maquillaje corrido.
Apuesto a que la belleza que rezuma, no es la misma recién levantada. Con sus
respectivas legañas y sin potingues en la piel.
Él me observa, callado, mudo. Pero sus ojos dicen que mis palabras lo han
descolocado.
—¿Es que no tienes filtro?
—¿Esa es una pregunta trampa?
Las comisuras de sus labios tiemblan y, sin vergüenza, lanza una carcajada
de aquellas que tanto me gustan.
—Tu novio no se aburrirá contigo… —dice entre risas.
Yo le voy a contestar cuando la presencia de la bicha nos corta el rollo. Su
vestido ya no es blanco impoluto, tiene manchas oscuras por doquier.
Héctor vuelve a estar serio.
—¡Le habrás puesto en su lugar! —refunfuña una vez se sienta en su silla
como si fuera miss España.
—Ha sido un accidente, cariño… —intenta él calmarla.
—¡Y un cuerno! —ladra tirando la servilleta de mala gana, que previamente
estaba bien doblada sobre el plato.
Me disculpo con ella cuando la presencia de mi jefe se alza en mi espalda y
él se encarga de arreglar lo sucedido. Apuesto mi sueldo a que, gracias a mí, esos
dos cenarán gratis.
Después de la regañina que me da mi jefe y de hacerme prometer que
tendré más cuidado a partir de ahora, me largo al baño a descansar un rato. No sé
cuánto tiempo me llevo metida en el cubículo cuando escucho la puerta abrirse y
cerrarse. Me digo que ya es hora de salir y cuando abro, lo veo allí. Frente a mí,
tarareando. Con los pantalones desabrochados y orinando como si nada. Como si
el sonido de su pipí no fuera lo más bonito que he escuchado nunca…
Su cabeza se alza y nuestros ojos se encuentran en el espejo. Él pega un
brinco al mismo tiempo que se acerca al orinal, casi incrustándose en él.
—¿Qué haces aquí? Sabes que es el baño de hombres, ¿cierto?
Él termina de hacer sus necesidades y se abrocha los pantalones para
después girarse hacia mí, metiéndose la camisa por dentro.
—¿Y quién te dice a ti que yo no lo soy?
Se deja caer en la pared, se cruza de brazos y con esa sonrisa canalla que
hace que los vellos se me pongan de punta, me observa desde la punta de mi
cabeza, deteniéndose en la curva de mis pechos, pasando por mis caderas y vuelta
a mis ojos. Todo sin siquiera pestañear. Como si no quisiera perderse nada de mí.
—No lo creo… —dice acercándose unos cuantos pasos hacia mí.
Yo me chocó contra la puerta tras mi espalda.
—¿Y por qué no? A lo mejor tengo un pene más grande que el tuyo…
Su risa corta el aire y da dos pasos más, hasta dejarse caer de costado sobre
la misma puerta en la que estoy apoyada. Ahora está cerca de mí, tan cerca que
puedo ver el bosque de sus ojos.
—¿Y dónde lo guardas? —pregunta mirando hacia mi entrepierna.
Automáticamente aprieto mis muslos.
—¿Dónde lo guardas tú?
Su sonrisa se ladea y su cara se inclina hacia la mía. Su respiración mueve
mi flequillo y su aliento golpea mi nariz y labios.
—¿Estás intentando provocarme?
“¡Eso digo yo! ¿Es que quieres provocarle? ¿Qué pretendes, que te enseñe el
pene?”
—Sí… —contesto a la voz de mi conciencia.
—¿Sí? —pregunta él enjaulándome con sus brazos. Mirándome fijamente a
los ojos, con las pupilas completamente dilatadas, haciendo desaparecer el follaje
de las hojas bajo nubes negras.
—No… —susurro.
Cierro los ojos cuando su cercanía se hace demasiado intensa para mí. La
tensión del ambiente se puede tocar. Al igual que parece como mi sentido común,
si es que tengo alguno, se esfuma. Me embriago con su rico olor y puedo sentir
cómo, poco a poco, su boca se acerca a la mía.
Cuando estoy por gemir de verdadero placer, la puerta de entrada se abre,
rompiendo la magia. Con la mala suerte que mi mano que agarra la manija de la
puerta de detrás de mí, hace que se abra y caiga dentro del cubículo cayendo de
culo en el váter.
—¡Dios! ¿Estás bien?
Sus manos agarran mis brazos y me alzan ante la atenta mirada del hombre
que ha entrado. Y muerta de miedo, me zafo de su agarre y salgo del baño.
He estado a punto de besarle… a punto de besar a un hombre
comprometido, si no es que está casado.
Si hay otra cosa que no consiento en esta vida, es ser la otra de alguien. Un
segundo plato, la puta la cual ningunea a su antojo, mientras que tiene a su esposa
esperando en casa con los niños y la cena puesta.
Enfadada conmigo misma y hecha un basilisco, me pongo a trabajar. No lo
vuelvo a ver en lo que resta de noche y es que cambio mis mesas por las de David,
que están en el extremo contrario a donde él cena con su novia. No tengo la
mínima gana de verlo tontear con ella cuando, pocos minutos antes, había estado a
punto de besarme.
 
 
Pasan los días, una semana concretamente, y aquí estoy. Plantada en la
acera, pasando mi peso de un pie a otro, justo en frente del edificio donde trabaja.
No sé en realidad qué pretendo hacer aquí, siquiera sé qué haría si llego a verlo. La
última vez por poco nos besamos y, aunque ese día acabé indignada y enfadada,
ahora me muero por hacerlo con todas mis ganas. De sentir sus manos quemando
mi piel, de saborear sus labios y mordisquearlos…
Esta semana ha sido todo un infierno. Alex me dice que no es más que un
sueño, que mi mente calenturienta y falta de descanso me ha hecho imaginar. Y
por muy idiota que suene, hasta yo he empezado a creérmelo. ¿Y si todo ha sido
un sueño?
La puerta se abre y un hombre rubio sale a toda prisa mirando de un lado a
otro en la calle hasta que su vista cae en mí. Suspira en alivio y anda a mi dirección,
para después agarrarme del brazo.
—Menos mal que está aquí, señorita Montenegro. La reunión ha empezado
hace como media hora y todos están esperándola.
Abro la boca para protestar, pero cuando veo que nos adentramos en el
imponente edificio, me callo de golpe. No sé quién coño es esa señorita
Montenegro, lo único que me importa es que estoy dentro y desde allí puedo verlo.
Andamos a toda prisa, haciendo que mis tacones resuenen en aquel suelo
blanco impoluto que parece que lo limpian a conciencia. Varias personas trajeadas,
caminan de un lado a otro, con prisa, sin pararse a mirar nada más que su camino.
Suerte que no trabajo en una cosa así, el estrés me mataría.
Llegamos al ascensor, donde mi cuerpo se tensa a más no poder. Tiro de mi
brazo y estoy dispuesta a marcharme, cuando el chico vuelve a agarrarme y me
incita a entrar.
—Prefiero subir por las escaleras, gracias.
—Pero son veinte pisos, señorita.
Lo miro con ojos entrecerrados.
—Me hace falta hacer deporte y a usted también… —observo su cuerpo
escultural de arriba abajo.
El muchacho está como quiere. Pero eso no me hará subir a ese cacharro del
demonio.
—¿Está insinuando que estoy gordo? —sus mejillas se tornan rojas, pero
antes de decir nada más, tira de mí, haciéndome entrar en el habitáculo en contra
de mi voluntad.
Hay tres personas más allí metidas y no si es mejor o peor que estar sola con
él. La desesperación sube por mi estómago hasta llegar a mi garganta.
Atenazándola, haciéndome imposible la acción de respirar. Empiezo a jadear
haciendo que todos los presentes me miren. Tranquilamente podrían pensar que
estoy en trabajo de parto, como mínimo.
Los ojos se me nublan por las lágrimas, siento que nos deslizamos a una
velocidad de vértigo.
—Me muero… —lloriqueo espatarrándome en el suelo.
El chico a mi lado me habla, pero no lo escucho. No hasta que las puertas se
abren.
Como si me hubieran metido un petardo en el culo, salgo de allí, casi
tragándome el suelo de un traspié. Pero por suerte, ya estoy fuera de ese cacharro
inmundo.
—Señorita… ¿Está bien?
—¿Tú ves que estoy bien?
Él me mira de arriba abajo y veo cómo ha malinterpretado mis palabras
completamente. Me tapo las tetas inconscientemente.
—Eres un cochino.
El chico ríe y vuelve a agarrarme del brazo, llevándome a Dios sabe dónde.
Yo me dejo guiar mientras veo todo a mi alrededor. Es una sala gigante, donde
paredes de pladur separa en habitáculos cada puesto de trabajo. Gracias a mi
taconeo, soy el centro de atención de todos los que allí teclean furiosos en sus
ordenadores. Y sonrío orgullosa al haberme puesto mi vestido favorito.
Y es que el rojo me favorece un huevo…
Ando como si estuviera en la pasarela Cibeles, como mínimo, y entro al
despacho donde el rubio me indica. No soy verdaderamente consciente de lo que
ocurre hasta que estoy allí. En mitad de una sala de juntas, con una mesa ovalada
gigante en el medio y como cien personas, mirándome directamente a mí.
—Señores, la señorita Montenegro.
Todos me dan los buenos días y yo tartamudeo como imbécil. Repaso cada
cara y, cuando llego a la suya, el alma me llega a los pies.
Está impactado ante mi presencia, pero luego, su rostro se relaja y sus ojos
llamean. Su sonrisa ladeada y canalla se hace presente y yo me hago gelatina. Una
semana sin verlo y parece que lo conozco de toda la vida. Cómo me gustaría
atravesar la mesa a gatas y comerme esa boca tan apetitosa que tiene.
—Puede empezar con el proyecto, señorita Montenegro…—dice el hombre
de pelo cano y con cara seria que preside la mesa. Que creo recordar, es su padre.
Trago saliva nerviosa y miro de nuevo a Héctor. Este se tapa la boca con los
dedos, aguantándose la risa. «Cabrón».
El jefazo, supongo que lo es por su presencia imponente y férrea, carraspea,
haciéndome dar un respingo.
—Pues el proyecto… —empiezo a decir titubeante—, trata de… lo que ya
sabéis… eso que os va a hacer millonarios. ¡Cómprenlo, no os vais a arrepentir! Y
sin más… gracias.
Corro fuera de allí, dejando a todos boquiabiertos. Corro todo lo que puedo
hasta llegar a las escaleras, pero no llego al quinto peldaño que alguien me agarra
de la cintura y me hace voltear.
No reacciono, solo siento sus labios pegados a los míos. Quemándome con
su cuerpo y haciéndome saborear el cielo. Sus dientes muerden mi labio inferior y
gimo sin poder remediarlo. Mis manos rastrillan su pelo, suave y sedoso, a la vez
que me aprieta contra él con toda su fuerza. Las mariposas explotan en mi
estómago, creando una maravillosa y única sensación de plenitud y gozo.
Jadeantes, buscando aire y sin soltarnos, nos miramos a los ojos. Sus pupilas
están dilatadas, brillantes de deseo.
—Cuando pensé que no te volvería a ver… vas y apareces de la nada,
descolocándome —susurra acariciando mis mejillas con los pulgares.
Y entonces, una presencia se solidifica a nuestro lado. La rubia nos mira a
ambos con instintos asesinos. No le doy opción a elegir ya que yo saldría
perdiendo. Por lo que, sin más, me suelto de él y bajo las escaleras.
No viene detrás de mí y eso me hace llorar desconsoladamente.
 
 
 
Héctor
—No me pongas esa cara… —le ladro pasando junto a ella.
Por su culpa Valeria se ha marchado y dudo que, como es, me deje siquiera
explicarle.
—La has besado.
Paro de andar y me giro encarándola.
—¿Y?
—¿Cómo que “y”? No te consiento que te manosees con nadie delante de
mis narices…
Mis ojos se abren como platos y juro por Dios que lo que más me apetece es
tirarme al suelo y reír a carcajadas.
—¿Tengo que recordarte que puedo hacer lo que me venga en gana? No soy
nada tuyo, no lo soy, Estela. Ya no más —vuelvo a girarme en dirección a la sala de
juntas, pero ella agarra mi brazo, tirando de él contra ella.
—Pero…—la mirada que le doy hace que se calle y que sus ojos se cubran
de lágrimas.
Me zafo de su agarre y, echando humo, entro en la sala. Mi padre se levanta
y le hago unas señas para que me acompañe. Estela se une a nosotros sin ser
invitada. La verdad me da exactamente igual.
Me siento en mi sillón y hago a mi padre sentarse en la silla de enfrente.
Estela se deja caer en la mesa. La miro de reojo viendo cómo, ni corta ni perezosa,
ella se acomoda más y espera paciente a lo que fuera que vayamos a hablar.
—¿Qué ha pasado, Héctor? ¿Quién era esa chica? —interviene mi padre,
haciéndome dejar de asesinarla con la mirada.
—¿Te acuerdas de la pordiosera que estaba detrás de los contenedores? —le
contesta Estela justo cuando yo voy a abrir la boca para explicarle. Eso me hace
apretar los puños y contenerme para no zamarrearla y echarle a patadas.
Mi padre la mira para luego posar sus ojos sobre mí.
—¿Eso es verdad, hijo?
—Primero, modera tu lenguaje, Estela. No es ninguna pordiosera. Y sí,
papá… es ella. Jaime debe haberla confundido con la señora Montenegro. Es nuevo
y lo único que sabe es que tiene el cabello largo y castaño. Valeria cumple con la
descripción.
Mi padre asiente y luego sonríe hasta tal punto de casi separar su cara en
dos.
—Me gusta esa chica… no me he reído más en toda mi vida. Me recuerda
tanto a tu madre…
La puerta se abre al mismo tiempo que agarro la mano de papá con cariño.
Jaime entra sudando como un pollo bajo el traje gris de tres piezas y nos mira
como si hubiera visto un crimen.
—Jefes… siento lo de antes. La señorita Montenegro, la de verdad, está ya
en la sala de juntas.
Me levanto junto con mi padre y teniendo a Estela detrás de nuestros culos,
nos dirigimos hacia la reunión. Yo de lo único que tengo ganas es de volver a ver a
Valeria y besarla hasta cansarme.
 
 
 
La oscuridad tiene en penumbra toda la habitación. Son cerca de las tres de
la madrugada y no consigo conciliar el sueño. No sé lo que me pasa y, por muy
loco que suene, ojalá este sinvivir me dure para siempre. Tanta monotonía en mi
vida me estaba pasando factura. Si parecía más viejo que papá… y eso que me
dobla la edad. Pero ahora… ahora quiero cometer locuras, lanzarme al vacío y
dejar todo atrás. La última locura que se me ha ocurrido, hace apenas unos
minutos, es ir al restaurante y raptarla. Llevármela conmigo al chalet de verano,
aunque fuera haga cero grados. Todo por estar junto al torbellino que ha vuelto mi
mundo del revés. Revolviendo mi corazón.
Con su cabello suave, que aún lo siento deslizarse por entre mis dedos… el
tacto de sus labios en los míos; cálidos, suaves y deliciosos… su cuerpo: una
explosión de belleza con sinuosas curvas. Su manera de actuar, su cerebro sin
filtro, que hace que diga todo aquello que se le cruce por la cabeza.
Me tiene loco y con una sonrisa constante desde que la conocí. Y es que el
destino ha querido ponérmela en el camino cuando más falta me hacía.
Aún recuerdo el cabreo que llevaba entonces, la frustración que me
consumía y las ganas de golpear algo hasta dejarlo hecho añicos. Pero entonces mi
furia hizo que la tirara con tanta fuerza, que realmente pensé que la había roto.
Verla allí tirada. Con los cabellos arremolinados, los ojos cerrados y expresión de
dolor…
La preocupación me embargó tanto que no me lo pensé dos veces antes de
ayudarla a ponerse de pie. Y una vez que su mirada quedó a la altura de mis ojos,
olvidé cómo respirar. Tan hermosa, con sus labios rojos, como si se pasara los días
mordisqueándolos. Su piel blanca, como si ni los rayos del sol se atrevieran a
rozarla para no dañarla.
¿Puede alguien enamorarse a primera vista?
Si me lo preguntasen a mí, sabría la respuesta: No, hasta que la conocí.
 
 
 
Valeria
—¡Buenos días! —Alex me saluda una vez que entra a la cocina. Le sonrío, o
eso pretendo hacer, mas no me sale más que una mueca desagradable—. ¡Uy! ¿Y
esa cara? ¿Todo bien con tu cliché con patas?
Ruedo los ojos y sigo tostando el pan de los primeros clientes de la mañana.
No quiero hablar de él. No cuando me he pasado toda la santa noche, las pocas
horas con las que cuento, pensando en qué postura del Kamasutra estará follando a
la muñequita hinchable.
—No quiero hablar de él… —mi labio tiembla y los dedos de Alex agarran
mi barbilla para así obligarme a mirarla.
Pestañeo al mismo tiempo que dos lagrimones cruzan mis mejillas.
—Ay, Vale… ¿Qué te pasa?
Me deshago de su agarre y sigo con mi tarea.
—Pasa que tiene novia. Una novia perfecta, rubia, con ojos azules y con
cuerpo de top model.
—Ya decía yo que alguien tan perfecto como tú lo pintas, sería raro que no
estuviera emparejado o fuera gay.
—Pero me besó, Alex… Me besó para luego largarse con la “piernas largas”.
De un tirón me hace dejar las tostadas en el plato y me gira hacia ella.
Puedo ver la conmoción en su rostro.
—¿Cómo que te besó? ¿Cuándo?
Suspiro.
—Voy a llevar los desayunos, cuando acabemos, te cuento. ¿Sí? Necesito
unas horas para despejarme y trabajar me vendría bien.
Ella asiente.
—Está bien. Pero no te creas que te vas a librar de esa charla, señorita.
Sirvo los desayunos, intentando colocar la más falsa de mis sonrisas.
Intentando no pensar en nada más que aún me quedan seis horas de trabajo por
delante y tengo que dar la talla.
 
 
 
—Y eso fue lo que pasó…
Me acomodo en mi sofá haciéndome una bolita humana, con manta
incluida y sigo mirando a un punto imaginario en el suelo. Alex está terriblemente
callada y yo tengo ganas de llorar por enésima vez. Lo último que me apetece es
rememorar lo sucedido y como el muy cabrón, después de besarme, se queda a
atender a su novia.
—Valeria… ¿y si no es su novia? Digo… puede ser una tipa que se muere
por él, una amiga la cual está celosa de lo que tenéis.
—Alex, la llamó cariño.
—Tú le dices cariño a tus amigos, no seas agonía, por Dios… —espeta ella,
sentándose a mi lado y abrazándome —Y si es su novio, déjame decirte que deja
mucho que desear. Eso de reírse cuando una camarera le mancha un vestido de
miles de euros, o besarse con otra en el mismo edificio donde ella trabaja… es de
ser un maldito mamón.
Río y sorbo por la nariz. Tiene más razón que un santo, pero aun así no
logro quitarme la desazón que aprieta mis entrañas.
Alex chasquea la lengua y acaricia mi mano con cariño.
—¿Quieres que te cubra en el restaurante hasta el miércoles? Así descansas,
duermes y vuelves a ser persona. Quién sabe… y se te quita el enamoramiento
enfermizo que portas…
—¿Harías eso por mí? —mis labios forman un puchero y ella sonríe para
luego sentarse a mi lado y abrazarme.
Alex puede ser una perra cuando quiere, pero sé que no hay mejor amiga
que ella.
—Claro que sí, tonta. Descansa y mañana vendré a verte. Me debes una.
Le sonrío y, tras despedirnos con un último achuchón, se marcha. Después
de que la puerta se cierra, me quedo mirando las cuatro paredes de mi sala. El
tictac del reloj empieza a resonar en algún lugar imaginario, ya que el único reloj
que tengo es el del móvil.
—Y ahora… ¿Qué hago yo con tanto tiempo libre?
No acabo de cuestionármelo antes de que mis ojos se cierren y caiga rendida
en los brazos de Morfeo.
 
 
 
Héctor
—Estás perdido, hermanito —la carcajada de mi hermana me hace rodar los
ojos. Pero por mucho que quiera cabrearme y mandarla a la mierda, no puedo.
Tiene razón. Estoy perdido. Perdidamente loco por una completa
desconocida.
—¿Vas a estar dándome la tabarra toda la santa tarde, Priscila?
Se inclina sobre mi mesa, riéndose con ganas, incluso secándose las
lágrimas de los ojos.
—¡Ay, Héctor! Si es que esto solo te pasa a ti… y yo que pensé que desde
que estuviste con la petarda de Estela, te había atrofiado la sesera.
—Priscila… esto es serio. Si lo llego a saber, no te lo cuento.
Mi hermana intenta parar, respira profundamente y cuando ya su risa
remite, me mira fijamente a los ojos. Ojos como los de mi madre.
—Mira, cariño… ante todo me alegro de verte así. Perdido, nervioso,
enamorado… es la primera vez en mucho tiempo que te veo vivir.
—¿Estás intentando decirme que soy un aburrido?
Ella hace una mueca graciosa con los labios, se levanta y anda hacia mí,
hasta sentarse en mi regazo.
—Eras un puto muermo, hermano. Eras un zombie a dieta de sesos.
Pongo cara de asco al mismo tiempo que ella sonríe y me abraza.
—Y si tanto te gusta… ¿Qué haces que no vas a por ella?
Trago saliva y me pongo a cavilar diversas opciones. Una de ellas es
quedarme quieto y esperar a que el destino vuelva a hacer de las suyas y la ponga
en mi camino. Y la otra… nadar contracorriente, echar a correr y lanzarme a por
ella.
Me levanto de la silla, haciendo que Pris chille por la sorpresa y, tras besarle
la coronilla, salgo corriendo.
Ya es hora de que vuelva a luchar por algo.
 
 
 
Llego al restaurante casi racheando con las cuatro ruedas. Aparco de
cualquier manera, haciendo que el valet me mire con cara de pocos amigos. Le tiro
las llaves e ignoro lo que me grita, al mismo tiempo que abro las puertas y entro.
La recepcionista me intercepta antes de poder entrar.
—Perdone, señor. ¿Tiene reserva?
—No, vengo a buscar a una persona. Es urgente.
—Señor, le agradecería que esperara fuera. Sin reserva no puede entrar al
comedor.
—Es una camarera, se llama Valeria. Tengo que…
—¿Valeria?
Una chica menuda, alta y con unos grandes ojos, aparece de la nada.
Asiento enérgicamente e intento zafarme del agarre de la mujer, pero nada. No me
suelta ni para atrás.
La chica llega hasta nosotros y tras asentirle a la recepcionista, me agarra
del brazo y me saca fuera del establecimiento.
—¿Quién eres tú y qué haces buscando a Valeria?
—¿La conoces?
—Es mi mejor amiga, así que más vale que me digas qué cojones quieres de
ella.
—Soy Héctor, aunque supongo que ni ella sabrá mi nombre. Nos conocimos
hace unos días y…
—¿Eres el maldito cliché con patas? ¿Su Héctor Grey? ¡Joder, pues vaya con
la mosquita muerta! —su mirada repasa mi cuerpo de arriba abajo con descaro y
mi desesperación va en aumento— Aun así, dime qué quieres de ella.
—Quiero verla. Deseo hablar con ella.
—Ella no está y no pienso ayudarte —se gira para volver dentro, pero cierro
la puerta un segundo después de que ella la abra para entrar.
—Por favor…
—Ya te he dicho que no.
Y entra después de lanzarme una mirada digna de una arpía. Pero mi
determinación y cabezonería recién adquiridas, hace que, sin darme por vencido,
me siente en mi coche a esperar. Si tengo que pegarme a su culo día y noche, lo
haré. Todo sea por conseguir algún dato que me permita tenerla cerca.
A eso de las dos de la madrugada, muerto de sueño y con un agujero en el
estómago que no es ni medio normal, por fin veo a la chica salir del restaurante.
Con tranquilidad camina hacia los coches aparcados en fila, supongo que, de los
demás trabajadores, ya que no quedaba ni un alma a estas horas, se mete en un
Ford rojo para luego arrancar y poner rumbo calle arriba.
Acciono el motor y como todo un experto del espionaje, la sigo. Viro a la
izquierda, manteniéndome pegado al coche que va justo detrás de ella. Una vez
que sepa donde vive, solo tengo que volver mañana y obligarla a hablar. Justo
ahora que sé lo que quiero, no voy a darme por vencido.
 
 
 
A la mañana siguiente y habiendo puesto un mensaje a mi padre por mi
ausencia, me perfumo y me visto, quedando complacido por el resultado. Puede
que suene vanidoso, pero para qué mentir, me veo guapo y atractivo. Mi sonrisa
ha crecido en las últimas semanas y por no hablar que tengo hasta mejor color.
¿Será verdad lo que dijo mi hermana de que parecía un zombie?
Niego con la cabeza a la vez que una carcajada corta el silencio que reina en
mi casa. Agarro las llaves y salgo aun cuando el día no ha despuntado todavía.
En cuanto llego a la fila de apartamentos de la calle Fermín, estaciono justo
frente al portal. Solo espero que esa chica no tarde en salir para ir a trabajar. Y
como si todos los planetas se hubieran alineado esta mañana, la chica sale y
emprende camino por la acera, después de cerrar el pesado portón.
Me bajo del coche y troto hasta alcanzarla. Un gruñido me hace saber que
ha percatado mi presencia y que sabe que soy yo el susodicho.
—¿Qué demonios quieres? —gruñe girándose con la boca apiñada y los
brazos cruzados.
—Quiero ver a Valeria. No te dejaré en paz hasta que me digas dónde
puedo encontrarla. Seré el mayor dolor de cabeza que jamás hayas tenido y…
—¡Corta el rollo! No te diré un mojón. ¿Pretendes que te diga dónde está mi
amiga después de haberle hecho lo que le hiciste? Eres un infiel hijo de puta que no
sabe mantener la polla dentro de los pantalones por más de dos segundos. Vete
con tu novia y déjala en paz.
Después de soltar aquella parrafada, se voltea y sigue su camino con paso
apresurado. La chiquitaja tiene carácter y si no estuviera desesperadamente
enamorado de su mejor amiga, le hubiera invitado a salir.
¿Es que soy masoquista?
—Deja de seguirme… —murmura con voz cansina, parándose en un paso
de cebra, esperando a que cambie el color del semáforo.
—No sé qué te contó Valeria que ocurrió ese día, qué supone que ocurrió…
y no tengo novia.
El semáforo cambia a verde y los transeúntes que nos rodean se dispersan,
dejándonos a ambos solos en el bordillo de la acera. Ella mira al frente y cuando
creo que no va a decir nada, me mira ceñuda y exclama:
—¡Y quién coño es esa con la que Valeria dice que te acuestas todas las
noches y le haces yo no sé qué perversidades con un látigo! Cualquier día esta
mujer me mata a disgustos. —sube la mano hasta sus sienes y masajea a
conciencia.
Yo me río sin poder remediarlo.
—¿Qué? —le pregunto sin poder coger por ningún lado lo que acaba de
decir.
Y sin esperármelo, la chica empieza a desternillarse de la risa,
contagiándome a mí. Cuando por fin nos calmamos, ambos caminamos por la
avenida, en silencio. La tensión entre nosotros ha cambiado y puedo ver que está
más cómoda ante mi presencia. Eso significa que puede que me dé la información
que necesito.
—Yo… —empiezo.
—Ve al parque que hay junto a la fuente de los deseos. A Valeria le encanta
ir allí cada tarde, justo antes de entrar en el restaurante. —me mira y sonríe—, lleva
helado de chocolate contigo.
Agarro sus mejillas y le estampo un beso en la frente que la hace reír. Y tras
despedirme de ella y decirme la hora exacta a la cual presentarme, corro de nuevo
hacia mi coche.
Esta tarde tengo una cita.
 
 
 
Valeria
Con pesadumbre y la cara de tres metros, me miro en el reflejo del agua.
Aprieto mi mano fuertemente, como si la moneda pudiera escapar y privarme de
pedir mi deseo, que cada día me empeño en pedir.
Aunque esta vez sería distinto. No pediré lo mismo de siempre.
—Deseo que te enamores de mí y dejes a la siliconada —empiezo a
murmurar en voz baja—, quiero que me beses cada día, el resto de nuestra vida y
que me quieras.
Tiro la moneda con una sensación extraña en el pecho. El ambiente cambia
y creo escuchar una sutil melodía tocada a piano.
—Deseo concedido… —me susurra una voz en el oído, haciendo que mis
vellos se ericen y el aire se me atore en la garganta.
Me giro poco a poco pero antes de verlo por completo, me agarra de la
cintura con un brazo, me atrae hacia él y devora mis labios a conciencia.
Llevándome al éxtasis y al más puro frenesí.
—¿Quieres ser mi dulce locura?
LA ROSA AMARILLA

Viki Tapada

Pudo ver en sus ojos grises los paisajes nunca imaginados por el hombre; la
serenidad y la frialdad de su mirada no le imponían respeto, se sentía mucho más
allá de todo aquello. Había hecho de todo en sus veinte años de vida, ahora se
encontraba bajo el yugo de un amo misterioso, desconocido y atrayente al mismo
tiempo. Toda la comarca le pertenecía en una Francia que ardía en llamas, pero él
seguía impasible, como si nadie pudiese infligirle ningún daño: a Alma le daba esa
impresión al mirarlo.
Ella había renunciado a la vida desde hace mucho, la pobreza, el hastío y los
malos tragos la condujeron a un pozo sin fondo, donde la luz no puede iluminar
ningún camino, allí donde no existe salida para salir a flote de la oscuridad
absoluta. Por eso, cada noche, se infligía una herida… con un cuchillo de cocina se
marcaba otra señal más y dejaba que la sangre resbalase por su cuerpo. Ese acto le
daba fortaleza para seguir adelante y saber que aún seguía viva sin él, que por sus
venas aún corría sangre; que no estaba muerta del todo. El espejo le mostraba un
rostro marmóreo, traslúcido, en el que no encontraba ni un ápice de la niña alegre
que fue hace tanto tiempo, todo pertenecía a un pasado que tal vez nunca ocurrió,
porque en su mente se había desvanecido, igual que las huellas en la arena al ser
invadidas por el mar.
Su trabajo se trataba, más que otra cosa, de satisfacer las necesidades vitales
de su amo. Cada mañana le llevaba el desayuno a su aposento, lujoso,
excesivamente barroco. Y de nuevo su mirada se posaba sobre ella, como un
enigma sin resolver. Él también era joven y su rostro reflejaba lo que la vida le
había dado; todo y nada. Las riquezas no le llevaron la alegría a su alma, tan vacía
y olvidada. Y, en cambio, Alma veía en su mirada toda la emoción de una vida que
ella nunca podría tener. Tendría que seguir siendo igual que siempre, la joven
invisible que de vez en cuando se dejaba poseer por su amo. Aunque bella, no era
más que una sirvienta en un mundo de ricos; con una mueca por sonrisa, salió de
la habitación. Él jamás se la jugaría por una humilde criada sin cultura, sin
exquisitos modales y con el alma torturada por el sufrimiento de haber nacido, que
consideraba su mayor error.
De nuevo, por la noche, sintió tras el placer de contemplar sus heridas, de
reconocer en su sangre una vida sin sentido, nadie la había amado, sus padres la
vendieron siendo muy niña y poco recordaba de la que fue un día su familia. La
suerte no la acompañó jamás; tampoco en sus trabajos, porque todos sus amos
abusaron de ella hasta dejarla en aquel estado, tan vacía, con el corazón malherido
y el alma bajo una coraza… una coraza que impediría que alguien pudiera herirla
otra vez.
El palacio era inmenso y muchas noches, tras herirse a conciencia, salía a
pasear por las almenas; sus cabellos rizados se enredaban con el viento y cubrían
su pálido rostro. Se dejaba llevar por esa paz que en tan pocas ocasiones tenía el
privilegio de disfrutar. Siempre que estaba allí arriba, podía sentirse más cerca del
cielo, de un Dios que no la tenía en cuenta desde hacía mucho, pero al que seguía
rezando con fe para que todo terminase, para que no prolongase su dolor por más
tiempo. No parecía hacer caso a sus oraciones pues seguía respirando, trabajando
sin descanso y sufriendo día tras día. Esa noche lo maldijo, dejando libre todo su
rencor hacia su vida, algo que no había pedido y que Él se negaba a arrebatarle.
Pero aquella noche no estaba sola, una respiración cerca de su nuca la alertó
de su presencia. Su señor había escuchado sus pasos y pensó en seguirla,
seguramente llevaba tiempo observándola y se temió lo peor. Todavía sangraba su
brazo derecho y él lo tomó con suma delicadeza, al tiempo que clavaba su mirada
oscura en sus ojos. Se sentía desvanecer con su sola presencia, mucho más por
aquel pequeño contacto físico. Él sonrió con ironía y descubrió su brazo, se lo
mostró y, para asombro de la joven, su señor también se infringía heridas con un
cuchillo. No supo qué decir, era su señor y no le correspondía atribuirse confianzas
que no le correspondían. Bajó la mirada, pues no podía con aquellos ojos negros.
––No me temas, te esperaba ––le dijo con voz profunda y le entregó una
rosa amarilla.
Alma no conocía aquel protocolo, ni cuál debía ser su respuesta ante su
señor. No respondió y guardó silencio, cabizbaja. Tomó la rosa y la estrechó contra
su pecho, en su interior eran dos, pero no podía confesarle que estaba en cinta.
Sería el final de ambos.
––Sufres, igual que yo, ¿crees que para eso hay clases? ¡No las hay! Las
riquezas materiales no llenan el espíritu, y el nuestro parece estar muerto. Vivimos
porque somos tan cobardes que no nos atrevemos a acabar con nuestras vidas,
pero vivir es más que respirar y tener sangre en las venas, ¿entiendes, Alma? Y yo
te amo… pero este mundo no nos dejará en paz.
––Lo entiendo, señor.
––Llámame Gabriel, no soy tu señor ni me perteneces. Las personas no
tienen dueño, no olvides eso nunca. Eres libre y deberías mirarte en el espejo con
otros ojos, así verías a la verdadera chica, la hermosa, la que pide vivir, pero no le
has dado la oportunidad…
—Sin embargo, usted dice que estamos muertos por dentro, lo acaba de
decir.
––Porque lo hemos elegido así, todo puede cambiar.
Él se acercó lentamente, con la intención de besarla en los labios, como
tantas otras veces había hecho; aunque ella lo deseaba, en el último instante en el
que sus respiraciones se enfrentaban, se quedó muy quieto, con esa mirada intensa
clavada en Alma, que seguía esperando en silencio ese beso tan esperado desde
hacía mucho. De pronto, el beso llegó con pasión, arrebatador y supieron que todo
comenzaba para ellos… el final les había llegado.
Se abrazaron y tomaron de las manos después la oscuridad, deseaban estar
juntos toda la eternidad, pero Alma se debía a una vida nueva y en el último
instante, se soltó. Las espinas de la rosa amarilla se habían clavado en su pecho, y
la sangre resbalaba por su vestido mientras las lágrimas lo hacían por su rostro. No
podía matar la vida que anidaba en su vientre. Él yacía muerto y con una suave
sonrisa, una que jamás había dibujado en su rostro.
 
Cien años después…
“Y cuenta la leyenda, que las mujeres que portan una rosa amarilla en el pecho,
jamás podrán amar. La flor es la herencia protectora contra el desamor, pero a veces, tan
solo a veces, perdemos el miedo a sufrir y alcanzamos un amor eterno.”
 
Víctor, el penúltimo romántico de su generación, cuando ya eran bien pocos
los que anteponían los sentimientos a las riquezas materiales. Sabía muy bien que
justamente todas esas cosas que no podía comprar el dinero, justamente esas, eran
las que verdaderamente daban sentido a la vida. Su trabajo le daba la oportunidad
de seguir soñando porque, aunque mal pagado, le encantaba hacer reír a los niños,
esas caras pícaras que le sonreían en cuanto le veían aparecer por la puerta, esas
caritas que vivían tras los fríos muros de un hospital. Un encierro forzado en el que
eran sometidos a toda clase de pruebas. Esas sonrisas eran las más limpias que
había sentido dentro de él. Sentía que les hacia la existencia un poco más llevadera
y que, junto a él, podían alcanzar un poquito todos esos sueños que habían sido
mermados por la enfermedad de nuestro siglo, el cáncer. Incompresiblemente,
todos aquellos seres inocentes, que sin maldad habían llegado a este mundo, eran
martirizados, día a día, sin justificación alguna. Simplemente era el destino que
jugaba con todas esas almas puras. Pero nada ni nadie conseguiría apagar la luz
que desprendían aquellas sonrisas que Víctor hacía renacer todos los días con sus
visitas matutinas. Él les acompañaba en los momentos más duros de su vida, les
estrechaba sus manitas y les cantaba canciones que hablaban de helados de
chocolate, payasos y purpurina de colores.
Los niños, gracias a su fantasía, se acostaban tranquilos por la noche,
soñando con un cielo azul que casi no veían, con un mar precioso llenos de
pececitos de colores y con una felicidad que se les había negado. Pero no había que
temer porque “zapatotes”, como le llamaban los niños llegaba todas las mañanas
con sorpresas nuevas, y una gran sonrisa como mejor regalo. Con su traje de
payaso, esos zapatos gigantotes y su gran narizota, paseaba de aquí para allá por
todo el hospital, su trabajo constante de estos dos últimos años empezaba a dar sus
frutos. Estaba confirmando la teoría sobre la alegría en los enfermos, muchos eran
los que todavía eran incrédulos ante la teoría de que un payaso pudiese alargar la
vida de unos niños, los cuales muchos de ellos tenían sus días contados, pero, con
el paso del tiempo y luchando contra muchos detractores, había conseguido que
creyesen en él. Había conseguido tener un pequeño pero importante papel entre
aquellas paredes que sólo guardaban dolor, ahora el dolor era menos triste.
Aquella mañana se sentía un poco fatigado, se dijo para sí que a lo mejor
estaba contrayendo la gripe y eso le rompería su ilusión de las mañanas porque no
le dejarían ver a los niños si era portador de cualquier virus, por pequeño que
fuese. Los niños estaban bajos de defensas a causa de los duros tratamientos y no
podía correr el riesgo de ser contagiados.
Víctor vivía con su madre, anciana y aquejada de varios males contraídos
por la edad, a sus ochenta y dos años todos sus dolores eran normales, sobre todo
teniendo en cuenta que aquella mujer había trabajado toda su vida limpiando casas
para sacar adelante a su hijo, sola sin ninguna ayuda ya que enviudo cuando
Víctor contaba con tan solo dos años de edad. Era duro para ella mantener a su
hijo, sin familia, sin amigos. Todos los recuerdos de Amalia se habían quedado en
su querida Huelva, llegó a Mallorca sin nada en los bolsillos, solo un niño
regordete y una maleta que contenía cuatro trapos baratos y poca cosa más. Pero
sobre todo había llegado en aquel barco a aquella isla tan desconocida para ella,
con sueños, lo único que se les permitía tener a los pobres sin tener que pagar por
ello. Los sueños, con el tiempo, fueron cumpliéndose uno a uno porque como ella
misma decía siempre a su hijo “quien la sigue la consigue”, y así fue, consiguió
educar a su hijo para ser una buena persona, consiguió un piso pequeño pero
apropiado para las necesidades de los dos. Consiguió sus sueños. Y aunque nunca
volvió a amar a ningún hombre porque el recuerdo de su difunto esposo estaba
presente en su corazón, el cariño hacia Víctor suplantó a cualquier amor que
pudiese haber tenido hacia otro hombre. Él llenó con creces el corazón de su
madre, con su gracia, inteligencia y esa bondad innata que siempre había habitado
en él desde muy pequeñito. Ahora que la edad achacaba a la anciana impidiéndole
hacer muchas de las tareas cotidianas, su hijo era el encargado de suplantar a su
madre de casi todas las faenas de la casa. Se ocupaba con esmero de cada detalle en
la vida de su madre, vigilaba su alimentación, la higiene personal de la anciana y
que fuese feliz los años que le quedasen por vivir. Nunca tuvo un mal gesto con
ella, era consciente de todos los sacrificios que había tenido que hacer a cambio de
sacar adelante a su hijo, incluso pagarle una carrera, porque Víctor era un eminente
abogado hasta que decidió que estaba cansado de defender pleitos personales para
gente muy ocupada en enriquecerse a costa de escaquearse de las leyes o, más
bien, juguetear al escondite, consiguiendo tapar cualquier trapo sucio del que
pudiesen inculparlos. Un día como otro cualquiera, acudió al bufete de abogados
ubicado en una de las calles más transitadas de Palma, donde tienen cabida solo
los mejores comercios, se despidió de sus jefes y se marchó para no volver nunca
más la vista atrás, porque no había nada, ni a nadie a quien añorar. Desde que
aquel día, a la edad de veintiocho años, decidió abandonar todo su futuro en la
abogacía y se dedicó por completo a su actividad actual, payaso de profesión,
fabricante de sueños para todos aquellos que son sus amigos, que son muchos,
porque el cariño y el buen hacer tiene como recompensa la amistad de gente buena
y el respeto de la gente dañina. Nunca se ha arrepentido de aquella decisión
tomada aquel jueves, 11 de noviembre del 2003, porque siempre había sabido que
su lugar no estaba ligado a una toga, pero sí a una sonrisa infantil, a la sinceridad,
a la humildad y a la alegría de repartir un poco de felicidad, de esa que le sobraba
a él por cada uno de los poros de su piel.
- Mamá, tengo que ir al hospital. Vendrá la vecina a hacerte compañía, pero
yo no volveré tarde, comeremos juntos ¿vale? - gritaba Víctor para que su madre lo
oyera con claridad pues el sentido del oído se estaba jubilando.
- Vale, hijo mío. Ten cuidado y abrígate que esta mañana hace mucho frío,
¿la vecina has dicho que vendrá? ¿Verdad? –vociferaba la anciana.
- Sí, mira ya llega. He oído sus pasos, voy a abrirle la puerta- dijo Víctor,
animado de buena mañana mientras se dirigía a la puerta para saludar a la vecina.
- ¡Hola, Víctor! ¿Cómo se encuentra esta mañana tu madre? - le preguntó la
vecina del piso de arriba, una señora bajita de unos cincuenta años de edad. Era de
esa clase de personas serviciales, no le importaba echar una mano siempre que
hiciera falta.
- Bien, está bien –dijo con voz limpia- Esta mañana se ha levantado bien
despejada, ya está desayunada, limpia y he dejado hecha la merienda para usted y
mi madre. La comida también está hecha, pero para esa hora estaré ya aquí.
Gracias por venir todas las mañanas, es usted un ángel- dijo abrazándola con
afecto.
- No tienes que darme las gracias, yo también estoy sola y con tu madre me
entretengo mucho, ¿sabes la de historias que llega a contarme en toda la mañana?
Yo a veces no sé si es que se las inventa o le han ocurrido tantísimas cosas –le
confesaba en voz baja- Bueno, hijo mío, vete ya que vas a llegar con retraso. Y no te
preocupes por tu madre que queda en buenas manos- le dijo muy campechana
mientras lo empujaba hacia la puerta.
- Espere, que se me olvida algo- dijo mientras se dirigía a su madre para
darle un beso de despedida, luego cogió una mochila con sus herramientas de
trabajo y se fue.
Había entrado la primavera ya hace tiempo, pero no había rastro de ella en
el ambiente, sobre todo se notaba en las primeras horas de la mañana en que había
que protegerse todavía a esas alturas de mayo con una chaqueta de manga larga.
Aunque Víctor no era friolero, sentía un poco de repelús cuando intentaba
deshacerse de la chaqueta, optó por dejársela puesta, en parte para evitar
contratiempos con un resfriado a estas alturas en que sus técnicas de risoterapia
estaban dando buenos resultados en sus pequeños pacientes. Mientras conducía su
escarabajo amarillo buscaba una sintonía que le agradase, se entretuvo buscando
mientras estaba parado en un semáforo, reconoció una canción de los Beatles que
le recordaba sus reuniones de compañeros de la facultad y dejó esa emisora
dándole la oportunidad de que siguiesen en la misma trayectoria las siguientes
canciones, era mucho esperar pues rara vez conseguía sintonizar una cadena de
radio que contentase sus preferencias musicales. No es que estuviera cerrado en
banda a otras tendencias, pero siempre habría canciones que le recordaría sus años
de un poco de locura juvenil, esas que marcan una época. Canciones que le
recordaban momentos especiales, como su primer amor, una noche de marcha loca
o cualquier momento en los que se sintiese melancólico. En esos momentos
siempre había habido una canción especial que le había devuelto al pasado, una
vez tras otra. Después de sortear todo el tráfico matutino había llegado a la hora
prevista. Era de los pocos hospitales de la isla cuyo paisaje merecía la pena
contemplar, sus montañas eran hermosas, salidas de un cuadro impresionista con
todo el color del verde primaveral.
El recinto estaba rodeado de jardines por los cuales los enfermos menos
graves podían pasear respirando aquel aire puro que llenaba los pulmones de
energía vital, para aquellos que respiraban con dificultad. Al entrar, encontró las
mismas aglomeraciones que se formaban todos los lunes por la mañana, era un día
ajetreado el comienzo de la semana pues había más altas y más entradas que el
resto de la semana. Se dirigió a un cuarto que tenían preparado para ese propósito,
cambiarse de ropa las enfermeras y todo el personal sanitario, y aunque él no
pertenecía a tal gremio se le había hecho un huequecito para sus necesidades.
- Buenos días, Víctor –le saludó Marta, una de las enfermeras en prácticas.
- Buenos días, ¿qué tal? ¿Cómo andamos hoy? - le preguntó Víctor mientras
soltaba la mochila para colgarla en una percha de las que había en la entrada de la
habitación.
- Bueno, el Dr. Mir me ha comentado que el niño de la 216 no ha pasado una
buena noche, la quimio no le ha sentado como a los demás, dice que quizás tengan
que posponer el tratamiento -luego añadió-. Convendría que te pasases, a ver si
consigues animarlo, me voy pitando…Si quieres nos tomamos un café cuando
termine, ya me dirás cosas- y se fue más rápida que volando sin dejarle tiempo a
Víctor para aceptar el ofrecimiento o, rechazarlo.
Ya vestido con su traje llamativo de muchos colores que destacaba por los
pasillos del hospital entre tantas batas blancas y verdes, se dirigió hacia la
habitación 216, golpeó la puerta con los nudillos y preguntó;
- ¿Puede entrar tu payaso favorito en esta mañana tan estupenda? –con una
gran sonrisa pintada en la cara.
Muy flojito se pudo escuchar un “sí”, Víctor entró con un globo de color
azul en el que había pintado con rotulador una cara feliz. Se sentó en la cama del
pequeño paciente y acto seguido se cayó de la misma, haciéndose el escandaloso, el
niño empezó a reírse sin poder parar.
- Eres un niño travieso, yo que venía con un globo precioso para mi amigo
favorito y me has hecho la zancadilla, por eso me he caído... confiesa, ¿has sido tú?
- interrogó al niño mientras todavía permanecía en el suelo para aumentar
realismo a su caída fingida.
- Zapatotes, yo no he sido, es que eres muy torpe. Además, es imposible que
no te caigas con esos zapatos tan gigantes que llevas puestos- le dijo Juanito
Habichuela, como le llamaban todos allí, gracias a la tendencia que tenía Víctor a
poner apodos a todos sus pequeños fans.
- Hoy te he traído montones de lápices de colores para que cuando tengas
tiempo y ganas, me hagas un dibujo bien bonito. Sé por un pajarito que te gusta
pintar mucho y que, además, lo haces muy bien- le dijo Víctor mientras le
entregaba una bolsa repleta de folios en blanco y una caja con lápices de colores.
- ¡Guay! –exclamó el niño- Pero con una condición… que me dejes una foto
tuya y te dibujaré a ti ¿qué te parece? - preguntó Juanito que, con tan solo seis años,
ya sabía que nunca podría jugar como los demás niños, pero también sabía que
dibujar era una ventaja que tenía a favor, porque así con sus trazos de colores
conseguía mirar el mundo con otros ojos y se sentía más normal, más centrado en
otra cosa que no fuese su enfermedad.
- Mira dentro de la bolsa -añadió su payaso favorito.
- Pues si has pensado en todo, hay una foto tuya y una revista de dibus -dijo
mientras rebuscaba en el interior de la bolsa.
- Hoy te van a traer tu comida favorita, macarrones, ¿te los comerás todos?
- Eso está hecho, chaval - le respondió el niño muy animado. - Bien, luego
volveré a pasar por aquí, ¿me puedes hacer un favor? - le preguntó Víctor,
imitando que se tambaleaba.
- Sí, ¿qué quieres? -preguntó el renacuajo con curiosidad. - ¿Ves la bocina
que tengo en el bolsillo?
- Sí.
- Pues toma, te la dejo durante toda la mañana y si quieres que venga, hazla
sonar bien fuerte que volveré lo más rápido que pueda, ¿lo harás? -Preguntó
mientras le cogía la mano.
- Vale, te llamaré con la bocina- le contestó sonriendo mientras agarraba la
gran bocina con sus dos manitas.
- Me voy, pero volveré –mientras daba una vuelta de ciento ochenta grados,
haciéndose el mareado
- Adiós, hasta luego, hasta más tarde…
- Venga, vete ya, que te están esperando más niños -le interrumpió Juanito.
Víctor se fue, cerrando la puerta muy despacio, de repente volvió a abrirla.
- ¿Te he dicho adiós? -pregunto Víctor sonriendo con gran entusiasmo.
- ¡Sí! - dijo el pequeño mientras se reía a carcajadas.
- ¡Chao!
Las horas se hacían eternas para los pacientes y también para las visitas, era
como si el ritmo de las agujas del reloj se paralizase, fuese lento y pesado mientras
fuera de esos muros la gente seguía otro ritmo muy diferente, despreocupados la
mayoría, sin admitir que tarde o temprano casi todos terminarían sus últimas
horas agonizantes, lentas, rodeados de tubos que tan solo las batas blancas sabían
bien de su misión, ellos, sin duda, afirmarían que no es otra su función que la de
salvar vidas, pero firmemente existía la creencia de que el destino estaba escrito y
que para nada nos servía nuestra procedencia  ante la suprema autoridad. Dios.
Víctor tenía unas creencias bien arraigadas, pero a veces, y solo a veces, se
tambaleaba su fe al ver a tantas personitas inocentes, víctimas de enfermedades
que no se merecía ningún ser vivo, y menos aún aquellos niños. Pero, aunque
dudase por unos instantes de la procedencia de tales atrocidades le bastaba bien
poco para recuperarla, simplemente hacerles sonreír era un gran premio que en
muchas ocasiones se preguntaba a sí mismo como en tales circunstancias,
conseguían a pesar de todo crearse un mundo de ilusión. Un mundo donde
albergar esperanzas que fabricaban sueños rosados con miradas asombradas ante
las gracias y piruetas que cada día Víctor preparaba con esmero. Aunque fuese
sólo un granito de arena en una inmensa playa, a menudo las pequeñas ilusiones
crecen en el corazón hasta llenarlo con plenitud. 
Realizó el recorrido de todos los días, comenzando por los más graves hasta
llegar a los que con un poco de suerte y ayuda hospitalaria saldrían de allí en un
breve espacio de tiempo, relativamente hablando. Ya estaba abriendo la 215,
cuando se acercó una enfermera, era de las pocas que no aprobaban las técnicas de
risoterapia. No entendía en que magnitud podría elevar la calidad de vida una
sonrisa.
- Víctor, te llaman al teléfono. No me han querido decir nada, pero parecía
muy urgente.  Leyó en los ojos de la madura enfermera que sabía algo más de lo
que en realidad le estaba contado. Su seriedad hizo que brotase en él los peores
presagios. Dirigiéndose hacia el teléfono de la recepción notó como un médico y
otra enfermera murmuraba bajito, casi imperceptible le pareció oír un lamento
dirigido hacia su persona.
- ¿Sí? - preguntó el joven con la voz un poco alterada.
- Soy la vecina, hijo mío. Yo no he podido hacer nada –y su voz se quebró
por el llanto -Estaba muy bien esta mañana, incluso me ha estado contando cosas
de cuando tú eras pequeño que tu padre no quería adoptarte porque con aquellos
rizos tan negros decía que nadie encontraría parecido con ninguno de los dos. ¡Ay!
Que desgracia... -y rompió a llorar, acongojada la mujer intentaba darse a entender,
pero la pena le cortaba la respiración con un nudo en la garganta.
- ¿Qué estas intentando decirme? ¿Le ha pasado algo a mi madre? Contesta.
- Sí, le ha dado un ataque al corazón y no lo ha resistido. Yo no he podido
hacer nada, he llamado a una ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Se la han
llevado al tanatorio. Tu madre era tan buena, lo siento mucho... -dejó de hablar
porque en esas circunstancias no sabía que más podía decir.
- Ahora iré para allá, no te pongas nerviosa que yo llegaré enseguida. Hasta
ahora - Se despidió Víctor mientras colgaba el teléfono con la mirada ausente,
incapaz de expresar su congoja.
Se quedó inmóvil, como paralizado por unos instantes, notó la presencia de
la encargada de las enfermeras que escudriñaba con curiosidad, intentando hacerse
visible con una pequeña sonrisa, para conseguir sonsacarle información sobre
aquella llamada telefónica que le había dejado tan atónito. Víctor se dirigió a ella
como siempre, muy amable y correcto mientras ella se hacía la ocupada con otros
quehaceres de su cargo para no dar la impresión de fisgona.
- Perdona, María Antonia, dile a Juanito que siga dibujando mucho, que
volveré cuando me sea posible, ¿lo harás? Acuérdate que es importante. ¡Ah! Y dile
al Dr. Medina que me ha surgido una emergencia y hoy seguramente ya no
volveré. Yo le llamaré en cuanto pueda -dijo Víctor intentando aparentar
tranquilidad, evitando crear sospechas.
- Lo que tú digas... ¿seguro que no quieres que le dé yo el mensaje al doctor
Medina? -sugirió
- No, gracias, María Antonia. Ya hablaré con él en persona. Adiós - se fue
lentamente caminando pasillo abajo mientras pronunciaba estas últimas palabras.
No sabía cómo pero, ya entrada la noche, se había percatado que no había
sido consciente de ninguno de sus actos de aquellos últimos días a partir de la
llamada telefónica, ya no recordaba nada más. No recordaba haberse cambiado de
ropa, ni haber ido al tanatorio, no aceptaba que su madre no estuviera, aunque era
consciente de su muerte. Habían pasado por su casa sus amigos de toda la vida,
compañeros de la facultad, compañeros del hospital y aunque agradecía el interés
de todos ellos, no tenía fuerzas para hablar de lo sucedido, se sentía débil y
enormemente vulnerable a cualquier factor externo. Víctor se refugió en sus
recuerdos en aquellas semanas, vivía como un autómata, sin dar fe verdadera de
sus actos.
Un mes más tarde fue informado por un vecino que su gran amiga y vecina,
aquella que había sufrido con él toda aquella tragedia de la pérdida de su madre,
aquella que durante tanto tiempo había sido sus ojos, y sus oídos cuando él faltaba
de casa, aquella buena señora se había reunido con su madre. En aquellos
momentos recordó una frase que su madre le decía con frecuencia cuando alguna
cosa iba mal, “las desgracias nunca vienen solas”. Y creyó en verdad que por
lamentable que fuese ese proverbio popular no dejaba de ser cierto. Estaba
recostado en el sofá situado frente al balcón de su casa cuando oyó de lejos sonar
su móvil, comenzó a buscarlo y al encontrarlo finalmente, no llegó a aceptar la
llamada. Un número se había grabado como llamada perdida, era un número de
un teléfono fijo, pero no acertaba a reconocer su procedencia. Marcó el
correspondiente número para verificar si se habían equivocado, o por el contrario
era de algún amigo suyo que no tenía grabado su número.
- Buenas tardes, es que tengo una llamada perdida con su número y me
preguntaba si era un error... –dijo titubeante.
- No, no es ningún error- le interrumpió una voz femenina.
- Soy la madre de Juan Antonio Coll, supongo que… ¿usted es Víctor?, ¿el
amigo de mi hijo? -le interrogó aquella mujer.
- Sí, es que por un momento no me sonaba el nombre de su hijo, yo suelo
llamarle por un apodo que yo mismo le puse. ¿Ha pasado algo? Es que he estado
un poco desconectado del hospital por circunstancias personales -se disculpó por
sentirse culpable de no haber ido a verle, se sentía culpable por no haberse sentido
con fuerzas de seguir ayudando.
- Mi hijo falleció ayer, pero dejó dibujos para que usted los viera, sé que a él
le haría mucha ilusión que fueran de su propiedad porque era su gran amigo.
Siempre hablaba de su amigo Zapatotes con mucha ilusión -la voz se le quebraba
por momentos, faltándole las fuerzas para terminar las frases.
- Yo... -dijo cerrando los ojos con fuerza - Lo siento muchísimo. Era un niño
encantador, era bueno donde los haya. No puedo decirle nada que alivie su dolor
porque no existe ninguna palabra mágica que haga milagros en estos momentos,
pero sepa que tuvo un buen hijo y tiene que sentirse orgullosa por todo lo que
luchó, por su simpatía y su entereza -dijo Víctor en un intento vano de transmitirle
un poco de esperanza a aquella mujer que acababa de perder a su único hijo.
- Gracias por sus amables palabras... Los dibujos se los he dejado a una de
las enfermeras para que se los entregase cuando usted vaya al hospital. De todas
formas, he preferido darle la noticia yo misma, era su único amigo y eso para una
madre es algo muy importante, porque si se ganó su amistad, también se merece
mi respeto. No quiero interrumpirle más con mis cosas, además me conviene
descansar, estoy al límite de mis fuerzas.
- No es ninguna molestia para mí, es más si hubiera alguna cosa que
pudiese hacer por usted… no tiene más que pedírmelo. Usted misma lo ha dicho
antes, yo era su amigo, pero él también era el mío, le agradezco el detalle de
llamarme -contestó Víctor intentando que su voz no reflejase su estado.
- Gracias por todo, tengo que dejarle. Espero que a usted le vayan bien las
cosas porque parece un buen chico. Adiós -se despidió aquella voz femenina que
seguramente nunca volvería a escuchar.
- Adiós, muchas gracias por llamar -se despidió Víctor sin saber que añadir,
por eso mismo no añadió nada más, porque no existían palabras mágicas o él no
las conocía.
Aquel día recibió varias llamadas, pero no descolgó el teléfono, había
sobrepasado sus límites, no quería hundirse, no pensaba en hacerlo, pero por un
día quería estar en paz. No quería hablar de temas banales, quería paz y esa paz
solo la encontraría en la soledad de su apartamento. Solamente pedía un día para
ordenar las ideas en su cabeza, para reorganizar su vida, para volver al hospital,
porque al día siguiente por la mañana, bien temprano quería ir a trabajar, ponerse
su traje de colores, sus grandes zapatos y una gran sonrisa para que algún niño
fuese menos infeliz. Por la noche se acostó, mientras cerrando los ojos soñaba
despierto con todas las cosas que le quedaban por ofrecer para que el mundo fuese
menos gris, para convertir la agonía en un poquito de esperanza, que los rayos del
sol se adentren sigilosos entre los ventanales de aquel edificio frío y gris para dar
calor a los corazones de los que sufren. Con todas esas ilusiones en la cabeza se fue
dormitando hasta descansar por fin.
Al amanecer emergían los primeros tímidos rayos del sol primaveral del
mes de mayo. Se levantó de golpe y se vistió a toda velocidad, aquella mañana la
alarma del móvil no había sonado y no le sobraba el tiempo para desayunar,
afeitarse o deleitarse en aquel último libro que leía en las mañanas en que iba
sobrado de tiempo. En un santiamén estaba vestido de colores y dispuesto a hacer
su ronda matutina, dispuesto a retomar el rumbo de su vida en el punto donde la
abandonó, había tomado prestado un tiempo sabático que le había resultado
odioso, aquellas semanas habían pasado por delante de sus ojos como una de sus
peores pesadillas. Hoy quería olvidarse de todo aquello que nublaba su razón para
centrarse en su trabajo, sacarle todo el jugo al día era su principal objetivo y dejar
atrás aquellas últimas semanas era vital para su equilibrio emocional.
- ¡Hombre! Zapatotes ha llegado, ¿cómo te encuentras? -le preguntó aquel
hombre de aspecto robusto y tono campechano.
- Buenos días, Dr. Medina. Ya me encuentro bien, estoy listo para afrontar
nuevos retos- contestó animado Víctor.
- Bien, bien, así me gusta. Cuando uno cae y se levanta, la voluntad se hace
más fuerte, si necesitas hablar con alguien, cuenta conmigo -se ofreció
amablemente mientras le propinaba palmaditas en la espalda en señal de
compañerismo.
- Lo tendré en cuenta, muchas gracias. Ahora, si me disculpa, tengo que
empezar mi ronda -contestó Víctor.
- Pásate por mi despacho y tomaremos un café, ¿a la una te va bien? –dijo
con complicidad.
- Sí, para entonces ya habré terminado con mi ruta –dijo forzando una
sonrisa.
- Entonces hasta la una... -dijo Víctor dando por concluida la conversación.
Se escurrió por una de las habitaciones y comenzó a hacer gracias frente a
una niña de unos diez años de edad. Tenía la cabeza totalmente rapada, como casi
todos los que habitaban aquella planta. La niña no iba vestida con las típicas batas
de hospital, llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta rosa de las muñecas
“Bratz”, un pañuelo rojo con flecos cubría su cabeza para disimular la ausencia de
lo que en otros tiempos habría sido una hermosa melena rubia. Estaba sentada
sobre la cama con las piernas cruzadas como si estuviera a punto de practicar
alguna clase de relajación, quizá yoga. La mirada cabizbaja de la niña denotaba
una tristeza perceptible en cada uno de sus gestos. No lloraba, pero había restos de
lágrimas en sus mejillas sonrosadas. Víctor había usado toda clase de trucos para
llamar la atención de la niña, pero sus métodos no surtían efecto con ella. La niña
seguía mirando a un punto lejano, en el infinito, sin mediar palabra. Tampoco
logró dibujar una sonrisa en su rostro, ninguna expresión en ella denotaba que la
presencia de Víctor fuese aceptada por ella. Tras muchos cambios de estrategia
para llamar su atención, al fin la niña levantó la cabeza, lo miró de arriba abajo y
finalmente pronunció las primeras palabras que Víctor oiría de su boca.
- No me gustan los payasos, son inútiles... -afirmó con dureza.
- Bueno, entonces me presentaré... Yo me llamo Víctor, ¿y tú? - le preguntó
mientras se iba acercando a la niña con sumo cuidado.
- Yo me llamo Aina Pons Llabrés, dime, ¿tú no tienes apellidos?, -preguntó
con desdén -Mi padre dice que los nombres se dicen con los apellidos, porque es lo
que nos hace diferentes de las demás Ainas, o Victors- continuó diciendo.
- Pues es verdad, tu padre tiene razón. Volveré a presentarme, me llamo
Víctor Vázquez Vázquez. Siento que no te gusten los payasos -se disculpaba
mientras se despojaba de la peluca y la gran narizona
- ¿Así está mejor? -preguntó Víctor, sin menos elementos que le
caracterizaran como a un payaso.
- Sí, pero sería mejor que el próximo día que vengas no traigas ese ridículo
traje...
- Está bien, el próximo día vendré vestido de Víctor solamente, Zapatotes no
vendrá. ¿Cuánto hace que has llegado? -preguntó Víctor.
- Una semana hará hoy a las cinco de la tarde –dijo la niña con exactitud.
- Veo que lo tienes bien calculado, ¿quieres que te traiga algo mañana? –se
ofreció sonriendo.
- No quiero nada, solo quiero dejar de contar los días que llevo aquí. Quiero
irme- su tono se fue volviendo cada vez más austero.
- Estoy seguro que dentro de poco te pondrás mejor, y te iras a tu casa -le
dijo Víctor en un intento cordial de animarla.
- Tú lo has dicho, me pondré mejor, me iré, me pondré peor y volveré a
venir. Así sucesivamente hasta que un buen día ya no pueda volver a mi casa
porque estaré muerta -dijo con frialdad.
- No pienses que lo sabes todo. Aina, tú no puedes saber si algún día te
curarás o no, eso no depende de ti. Volveré mañana y espero encontrarte más
dispuesta a conversar.
- Por mí no te molestes, no me haces falta ni tu ni nadie- se oía protestar a
Aina mientras la figura de Víctor se desvanecía al cerrar la puerta 132.
Al cerrar la puerta, pudo percibir a través de ella un llanto inconsolable, a
escondidas lloraba, lejos de miradas compasivas que no deseaba. Víctor ya había
intuido nada más cruzar aquella puerta, que sería difícil adentrarse en la cabecita
de aquella niña. Tenía unas ideas fijas en su mente de muerte, y angustiada por la
fijación que tenía no admitía que se adentrase en su vida la alegría de vivir el día a
día. No era como Juanito Habichuela, pero quizás con más tiempo y dedicación
por su parte conseguiría sembrar una buena semilla en su interior. Era importante
que los enfermos no perdiesen la esperanza, porque armarse de valor todos los
días era la única defensa que tenían para sobrevivir con un poco de dignidad. El
trabajo de Víctor era vital para aquellos enfermos, y así lo entendían la mayoría de
médicos que los trataban a diario, al subir los ánimos eran menos propensos a
sufrir recaídas. Siguió trabajando toda la mañana hasta que llegó a la última
habitación donde anteriormente había estado hospitalizado Juanito, pero ahora ya
no estaba él. Entró poco a poco porque por la ventanita se veía un niño de más
edad que Juanito, dormía. Vio a su madre junto al niño estrechando sus manitas
entre las de ella. Víctor no dijo nada, hizo un gesto con la mano de despedida y se
marchó. La madre le respondió con el mismo gesto mientras seguía al lado de su
pequeño.
- María Antonia, ¿tienes por recepción los dibujos de Juanito? - preguntó
corriendo tras ella que transitaba bastante estresada.
- Están en una carpeta amarilla con tu nombre, yo ahora no puedo dártelos,
chiquillo- le respondió María Antonia con acento del sur, concretamente de Cádiz.
- Vale, gracias, guapa -respondió Víctor a modo andaluz.
Entre todas las carpetas, la amarilla destacaba entre las que estaban
apiladas. El nombre que había en la portada había sido escrito por Juanito, sus
trazos le delataban, pero curiosamente no había escrito “zapatones” como solía
llamarle, el nombre que había escrito era “Víctor” en letras muy grandes, cada letra
estaba pintada con un color diferente. Víctor abrió la carpeta no pudiendo reprimir
la pena de no haberle acompañado en sus últimos días, mientras la abría le venían
imágenes a la cabeza de su rostro, y aquella sonrisa picarona. Dentro había tan sólo
un dibujo, era un retrato de Víctor. No era un retrato del payaso sino de su amigo
Víctor; el pelo casi negro con bucles que caían sobre su frente y sus ojos verdes
claro apuntaba a que era un dibujo de su rostro. El último dibujo estaba claramente
dedicado al interior del payaso, no al personaje ficticio que encarnaba todos los
días. Abajo había una pequeña dedicatoria situada en la parte derecha del retrato;
“Con cariño para Víctor, de su amigo Juanito”. Ahora que sostenía aquel dibujo entre
sus manos, el dolor se hacía más intenso y las últimas semanas eran una carga
menos llevadera. Se sentía en gran medida culpable del desenlace final de Juanito,
porque no había llegado a tiempo. Había fallado como amigo, como hijo y como
payaso. Se sentía un desastre en todo, les había fallado en la recta final de sus vidas
a personas a las que amaba y que a su vez esperaban de él simplemente un poco de
su compañía y afecto. Entre una cosa y la otra se le había hecho tarde, en ese
momento recordó la cita con el Dr. Medina para tomar el café acompañado de una
charla amena, en la que aquel hombre tan ocupado le había hecho un hueco en su
apretada agenda. simplemente para saber de su vida, de cómo llevaba los
acontecimientos que recientemente habían tambaleado su fe hasta hacer escollos en
un océano muy inmenso y profundo. La melancolía.
- ¿Se puede? - preguntó Víctor antes de entrar mientras entreabría la puerta.
- Sí, pasa, te estaba esperando- contestó una voz desde el interior.
- Buenas, espero no interrumpir lo que estuviera haciendo –dijo el joven-, si
no le va bien, lo dejamos para otro día -dijo Víctor.
- No... –mientras le hacía gestos con ambas manos para que se acercase- lo
que estaba haciendo puede esperar, faltaría más. Háblame de ti. ¿Cómo te
encuentras? - le preguntó mientras cerraba una carpeta repleta de expediente
médicos.
- Bien, no estoy mal del todo. Se me hace cuesta arriba en algunos
momentos, pero lo sobrellevo –dijo con voz suave.
- Ahora, ¿qué edad tienes? Veinti... -preguntó el hombre mientras lo
observaba con mucha atención.
- Veintinueve haré dentro de unas semanas, el 28 de mayo para ser exactos,
¿por qué lo pregunta? –a Víctor le picaba la curiosidad.
- Porque tenía que proponerte un cambio en tu vida. Yo aprecio mucho el
trabajo que estás haciendo con estos niños y no es mi intención relevarte de tu
puesto. Mi intención más bien sería que mantuvieras este trabajo que, sé que es tu
vida y que aparte participases en un proyecto que tengo entre manos con mi hija-
hizo una pausa.
- No entiendo... – dijo Víctor sin comprender que proyecto podía encajar
con él.
- Sé que antes de venir a parar aquí estuviste en un bufete de abogados, y
por lo que sé eras muy bueno en lo tuyo, “derechos humanos”. Mi hija es psicóloga
infantil y hace muy poco que ha abierto la consulta en Palma, ¿sabes por donde
está correos? - Víctor hizo un gesto afirmativo con la cabeza- Pues por esa zona
está, es más calculo que está a más o menos diez minutos de tu casa. Bueno, ya me
estoy desviando del tema, la cuestión es que ella necesita a alguien como tú para su
gabinete porque los temas legales contra los abusos al menor y toda esta burocracia
no lo puede llevar ella sola. Yo, cuando ella me lo comentó la semana pasada
enseguida pensé en ti porque tampoco te llevaría mucho tiempo y, es más, así
llenarías huecos en tu vida que ahora se deben haber quedado un poco vacíos –
hizo una pausa más larga esperando que Víctor respondiera a su reciente
propuesta.
- Pues, todo me ha pillado muy de sorpresa –le confesó el joven-. Pero a
simple vista el proyecto promete. Solamente una pregunta. ¿Su hija estará
conforme? A lo mejor prefiere a alguien más experimentado o más de su confianza
- respondió Víctor.
- No te preocupes por eso, ella no es de aquí. Ya verás cuando la conozcas te
caerá bien, es de Sevilla, por lo que lleva la gracia andaluza, y por eso mismo ella
no conoce a nadie aquí en la isla. Me ha dado carta blanca en este asunto, se fía de
mi criterio para evaluar a las personas.
Golpearon suavemente la puerta y acto seguido se abrió, entró de repente
mucha luz en la estancia o esa impresión le dio a Víctor, al verla entrar, no supo la
razón, pero le dio un vuelco el corazón. Era una chica tremendamente bella, una
tez pálida y cristalina, su larga melena rubia le daba un donaire puro, a la vez que
transmitía una gran personalidad con tan solo mirarla. La muchacha se dirigió al
Dr. Medina, que a su vez se levantó para saludarla, se fundieron en un gran abrazo
y en ese momento comprendió que aquella joven que lo había dejado boquiabierto
era la hija del doctor, no le cabía ninguna duda. Los dos se sentaron frente a frente,
ella le miraba sin ninguna timidez mientras Víctor titubea un poco al tenerla de
repente tan próxima a él. Hubo momentos de tensión hasta que el Doctor rompiera
el silencio.
- Ella es mi hija, de mi primer matrimonio. Marian, él es Víctor, el chico que
te comenté el otro día que sería un buen aliado en tu proyecto.
- Bien, Víctor. Supongo que mi padre te habrá comentado más o menos por
encima el proyecto que tenemos entre manos ¿qué te ha parecido? Sé sincero, te lo
agradeceré -comenzó diciendo Marian.
- La idea me parece estupenda a escala humanitaria, pero si te tengo que ser
sincero, no va a ser un negocio altamente rentable -le sugirió Víctor.
- No es cuestión de dinero, eso no es lo más importante para mí, la pregunta
sería, ¿lo es para ti? –dijo mientras no podía dejar de mirarle.
- No, en absoluto. Nunca ha sido mi objetivo. No quisiera haber sido
impertinente - se disculpó, temiendo haber empezado con mal pie.
- Mi padre ya me ha puesto al corriente de tu labor en el hospital, del
reducido sueldo que cobras y el enorme cariño que tienes a los niños. Me gusta
cómo eres, sincero y sin pretensiones de ser algo por fuera que no seas por dentro,
en eso me recuerdas mucho a mi madre. Si te soy sincera, me gustaría que
quedásemos un día de esta semana y así podríamos hablar con más calma y con
detenimiento para que no tengas ninguna duda, en el caso de que quieras
arriesgarte conmigo.
- Por mí no hay problema, cuando quieras, a ser posible por las tardes, que
ahora las tengo más libres -dijo con pesar.
- Entonces quedamos así, yo te llamaré o me iré pasando por aquí.
Seguiremos en contacto, ¿ok? -dijo Marian concluyendo la conversación.
- Está bien, seguiremos en contacto. Ahora es mejor que me vaya. Mucho
gusto en conocerte Marian -dijo Víctor mientras le ofrecía su mano.
- El gusto es mío, hasta otra.
- Hasta mañana -se despidió el padre de Marian.
- Sí, claro, hasta mañana -se despidió Víctor sin poder dejar de mirar de
reojo a Marian.
Víctor marchó, pero padre e hija permanecieron en el despacho durante
bastante tiempo, con las puertas cerradas para entablar una conversación más
íntima.
- ¿Qué te ha parecido Víctor? - preguntó a su hija.
- Bien.
- ¿Solo bien? Vamos, suéltalo...
- ¿Qué quieres que te diga, papá? -dijo ella sin poder contener la risa.
- Pues la verdad. Yo lo veo durante todos los días y también veo cómo lo
miran todas las enfermeras jovencitas y alguna que otra que ya no lo es. Y aparte
del físico, luego está su manera de ser, tan entregado a los demás sin llegar a ser un
mojigato. Marian, no disimules que te he visto cómo lo mirabas.
- Papá, está bien, es guapo y tiene buen carácter, pero eso no es para tanto.
Además, él también me miraba, ¿lo has visto? ¿No? -preguntó dándole poca
importancia.
- Sí, te miraba. Dime, ¿qué es de tu madre? ¿Sigue yendo a psiquiatras?
- No lo digas en ese tono tan sarcástico, no está loca, sólo que cuando te
fuiste fue un golpe muy duro que tuvo que afrontar.
- Antes de conocerme, tuvo a uno valenciano, ¿te lo habrá dicho?
- Pues ahora no lo recuerdo –dijo intentando esquivar aquel tema.
- Este médico fue asesinado, salió en todos los periódicos. Tienes que
acordarte, era un auténtico genio y como todos los genios para mí que eso fue lo
que le mató, tanta genialidad no puede ser sana...
- No seas malo, ¿quién le asesino? –interrogó Marian.
- Pues las cosas que tiene el destino a veces sorprenden, fue asesinado por
su psicóloga que a su vez había sido paciente suya antaño. De todas formas, yo lo
sé de buena tinta, su hermano estudió conmigo en la facultad de medicina de
Barcelona y me contó hace poco cosas que te van a dejar con la boca abierta... -hizo
una pausa y carraspeó para darle misterio a lo que relataba.
- Papá, ¿no me iras a dejar así? ¿Con la historia a medias? -le picaba la
curiosidad cada vez más, por motivos que tan sólo ella y su madre conocían.
- No –negaba con la cabeza -Tranquila, te sigo contando. Bien, el hermano
del susodicho psiquiatra me explicó que el tal Fernando Torres Arroyo en los
últimos años no estaba bien, en plan psicológico. Cuando inspeccionó el cadáver su
hermano se quedó un poco extrañado por los tatuajes que ocupaban gran parte de
su espalda. Los tatuajes eran tres nombres de mujer, pero en realidad eran el
mismo nombre, es decir hacían referencia a una sola mujer y curiosamente no era
el nombre de su esposa fallecida –dijo haciendo otra pausa.
- Papá, nos van a dar las uvas –le apremiaba la joven con soltura-. Sigue, me
tienes en tensión -pronunció con una agitación disimulada.
- Bien, los nombres que llevaba tatuados eran María, Angels y Marian. La
misteriosa mujer era tu madre, eso la policía nunca lo llegó a averiguar pues esa
relación nunca llegó a salir a la luz -el doctor bajó la cabeza como evitando seguir
hasta el desenlace.
- No entiendo nada, ¿cómo se conocieron? ¿Y por qué no me dijo nunca mi
madre? - preguntó apresuradamente, pues nunca llego a admitir la cruel verdad.
- Esas conclusiones las he sacado yo porque fui yo mismo el que le
recomendé al Dr. Torres para aliviar las depresiones de tu madre, no sé cuánto
tiempo la estuvo tratando y él, aunque casado por aquel entonces se quedó
prendado de tu madre. Ella rechazó todas las propuestas que le hizo de mantener
una relación extra profesional, pero él nunca se rindió. Y ahí está el secreto que
guardaba con tanto esmero el doctor; yo creo que su asesina lo descubrió antes de
matarlo. Seguramente él había fingido un amor eterno hacia su mujer ya fallecida y
aquella mujer cuando se enteró de la verdad se sintió engañada, porque después
de haber matado a su antecesora, de haber esperado con suma paciencia el
momento de llegar hasta él, resultaba que siempre había estado enamorado de
otra. Eso debió enloquecerla por completo y a consecuencia de esto, le asesinó.
- ¡No me lo puedo creer! ¿Pero, mamá? - intentaba parecer muy
sorprendida.
- No le cuentes nada de esto a tu madre, ya le bastó tener que aguantar
todas sus persecuciones. Lo pasó muy mal, pero esto ya es agua pasada.
Prométeme que no le harás ningún comentario referente a Fernando Torres –le
pidió con insistencia a la joven.
- No –accedía con una suave sonrisa-, no le voy a comentar nada referente al
doctor Torres. Bueno, lo siento, papá, pero tengo que marcharme, el deber me
llama. Un beso... –dijo con bastante urgencia.
- Hasta otra hija. Adiós -se despidieron dándose un beso en la mejilla.
 
Víctor paseaba frente al mar. Sentía las olas encrespadas, luchando unas
contra las otras para llegar hasta las rocas y rendirse ante su dureza y crueldad.
Como sus horas vagabundas, chocaban hacía el infinito para toparse contra la
noche, en la que su mente descansaba de ver tanta muerte en todas las cosas que le
rodeaban. Todo esperaba un final, eso forzaba a su interior a hacerse preguntas
sobre el porqué de una lucha y otra para llegar siempre al mismo destino, cruel y
despiadado. Ni la fe más férrea conseguiría darle sentido a tanta lucha
desperdiciada, a tantas vidas que caen en el olvido, a tanto amor que se pierde,
¿todo eso llega a alguna parte? o, ¿se pierde sin remedio con el último suspiro de
vida? En el horizonte, junto al mar embravecido creyó distinguir la figura de una
joven semejante a la de la chica que acababa de conocer aquel mismo día en la
clínica. Decidió aproximarse disimulando un poco, para ver si en realidad era ella
o simplemente se trataba de una equivocación. Cuando estuvo suficientemente
cerca para ver su rostro, la joven se volvió hacia él. Efectivamente era Marian. Ella
alzó su mano derecha agitándola para llamar su atención, esperando que él se
acercase a saludarla, o al menos que le devolviese el saludo. Optó por dirigirse
hacia donde estaba, quizás también podría estar junto a ella un rato y charlar de
cosas sin importancia. Aunque fuesen pocas las palabras que intercambiasen, él
sentía que tan sólo sentir su voz de nuevo y clavar su mirada en la de la joven,
acallaría todas sus dudas, que le nublaban la razón desde aquel brevísimo
encuentro.
- Hola, ¿qué tal? ¡Vaya casualidad! –exclamó ella sonriente.
- Hola, yo paseo muchas tardes por aquí, me relaja el sonido del mar... ¿y tú,
qué haces por aquí? -la interrogó mientras se sentaba junto a ella.
- Me gusta el mar, es inmenso y en Sevilla no hay. Ahora que estoy aquí,
rodeada de mar por todas partes tengo que aprovechar toda su belleza, ¿no crees?
– mientras se abrazaba a sus rodillas.
- Sí, supongo que sí. De eso se trata la vida, de aprovechar lo que tienes en
el presente, sin pensar en lo que tuvimos o lo que mañana no tendremos. En tu
caso el mar -comentó Víctor.
- Eres extraño –admitió la joven con infinita dulzura - Me pregunto si en
realidad eres como yo te veo -preguntó la chica.
- No sé qué responderte porque no sé cómo me ves –respondió un poco
aturdido.
- Eres sociable, pero te gusta estar solo. Eres atractivo y bastante guapo,
pero no eres pretencioso. Eres inteligente pero no haces que ese don te haga rico ni
famoso, ¿eres real? -preguntó riéndose al pronunciar tan singular pregunta.
- Bueno, si quieres dejo que me pellizques –bromeó.
- Mañana es domingo, y no tienes que ir al hospital ¿verdad? –preguntó
Marian con gran interés.
- Pues, no me había dado cuenta de ello, si le he dicho a tu padre “hasta
mañana”, pues si no me lo dices, mañana voy como si tal cosa. Últimamente no
tengo la cabeza bien, vamos, que se me van las cosas –reconoció Víctor, recordando
a su madre.
- No te extrañes, a mí también me pasa y no hay por qué sentirse mal por
estar pasando un bajón. No quería meterme en lo que no me llaman, pero mi padre
me ha contado todo lo que has pasado últimamente, y encuentro que lo llevas con
mucha entereza -paró en seco cuando notó la expresión de abandono en Víctor-.
Bueno, cambiando de tema, necesito un apartamento o un piso pequeñito para
vivir, no me gusta demasiado vivir con mi padre y su nueva mujer.
- Creo que están buscando inquilino en un apartamento de mi finca, justo
debajo del mío, ¿si te interesa lo miramos? – se ofreció Víctor.
- Está bien, por mí podemos ir ahora mismo, ¿te parece? - preguntó Marian
mientras se levantaba ágilmente.
- Sí, está cerca de aquí. Vamos.
Fueron los dos caminando, uno junto al otro mientras conversaban de
muchos temas dispares, a veces coincidían en sus opiniones, otras por el contrario
chocaban ferozmente, pero eso hacía interesantes a las personas, la diversidad de
caracteres, de gustos y de vida. Fue extraño para Víctor que en un solo día Marian
estuviese viviendo justo debajo de él, fue como un impulso para los dos el verse,
encontrarse bien juntos y querer estar próximos uno del otro. Como si hubiesen
estado esperando toda la vida aquel momento. Víctor empezó a reaccionar, a sentir
que debajo de su piso, vivía la chica más adorable e impredecible que había
conocido jamás, hasta ahora. Era domingo y tenía todo el día por delante, sentía
unas ganas locas de vivir, de explorarse a sí mismo y cuestionarse hasta donde era
capaz de llegar. Se preguntaba si ella se estaba entusiasmando con él, en la misma
medida que él hacia ella. No quiso esperar más para resolver aquellos enigmas y
bajo las escaleras dirigiéndose con paso firme hasta el apartamento de Marian, una
vez que hubo llegado frente a su puerta se detuvo un instante antes de tocar.
El timbre chirriante acompañaba a la vieja fachada de aquel antiguo edificio
modernista, que, aunque no era ninguna de las obras emblemáticas de Gaudí, si
merecía todos los honores para denominarse una obra modernista al puro estilo
Gaudí. Después de esperar un buen rato frente a su puerta se decidió a tocar, y
siguió esperando en vano porque nadie abrió aquella puerta que deseaba tanto que
se abriera para él. Subió a su casa, y comenzó a limpiar un poco cuando sus faenas
fueron interrumpidas por el sonido del timbre. Abrió la puerta, y se encontró a
Marian sujetando un paquetito con ambas manos envuelto en un papel que le era
familiar, cayó en la cuenta enseguida que era el papel que usaban la pastelería que
estaba justo enfrente de su casa. Era una panadería-pastelería, antigua, con
tradición, cuyo repertorio de dulces era escaso, pero de elaboración artesanal.
Todos los famosos que abandonaban Mallorca pasaban por esa pequeña pastelería
a comprar ensaimadas, eran las mejores de toda la isla.
- ¿Me vas a dejar pasar o montamos un pic-nic con las ensaimadas en el
rellano? -preguntó sonriente, Marian.
- Perdona, pasa... es que todavía me pillas ausente -se disculpó, omitió el
detalle que él ya había ido a visitarla de buena mañana.
- Me encantan las ensaimadas, es otra de las cosas que tengo que
aprovechar ahora que estoy aquí. Siempre me ha gustado probar los dulces de
todas las ciudades que he visitado y sin embargo en Sevilla no los probaba. Es
curioso, siempre nos llama la atención lo que no es nuestro.
- Prepararé un café con leche, siéntate. Enseguida estará listo- le decía
mientras se disponía a sacar el café y la leche del frigorífico.
- Nunca había visto guardar el café en la nevera, ¿y eso? –Preguntó Marian
con curiosidad.
- Así guarda mejor su aroma, ¿no lo sabías? -preguntó mientras seguía
calentando la leche en el microondas y el café comenzaba a subir.
- Pues no, todos los días se aprende algo nuevo, ¿no es estupendo? -exclamó
entusiasmada como si el descubrimiento más simple la llenase de gozo.
- Bueno, ya está todo listo, cuando quieras, empezamos...
- Para mí tres de azúcar, es que me gusta todo muy dulce -comentó con
picardía
- Ya lo veo, ¿todo?, ¿todo te gusta muy dulce? -preguntó Víctor con sonrisa
pícara.
- Sí, se puede decir que sí. Soy una golosa -respondió sin añadir ningún
comentario más.
Se hizo el silencio entre los dos sin que, por ello, de vez en cuando, las
miradas los delatasen, mientras Víctor recogía los restos del desayuno. Marian
observaba el mar desde el balcón, que situado frente a la Bahía de Palma hacía de
aquella mañana de viento afable, una mañana especial, en compañía de alguien
que, aunque poco conocido para ella, sentía que ya estaba inmersa en su mundo.
Resultaba curioso pensar que llevaba tanto tiempo huyendo de aquellas
sensaciones, porque siempre las creyó perjudiciales para mantenerse fuera de la
locura que mató a su abuela, a su padre biológico, y que martirizó a su madre.
Ahora venía a encontrarse con aquello de lo que tantas veces había huido, se miró
el pecho con disimulo y pudo ver cómo iba desapareciendo su rosa amarilla, y
tuvo miedo. A tantos kilómetros de Sevilla, y sin embargo estar junto a Víctor lo
encontraba de lo más natural. De pronto se dio cuenta que tenía toda su fe puesta
sobre aquel joven de ojos verdes, y presentía en el fondo de su corazón que aquel
chico dejaría huella en ella, que había llegado el momento de florecer como su rosa
amarilla. El amor no necesitaba de todas aquellas trabas, el amor quería ser libre.
- ¿En qué piensas? -le preguntó Víctor arrimándose bien cerquita de ella,
mientras él también contemplaba el mar.
- En que quiero dejar de pensar, necesito sentir –dijo con su mirada puesta
en él.
Y sin más dilación, ella se volvió para abrazarlo con ternura mientras él
respondía de igual forma a su espontáneo abrazo, sobraron las palabras, y hasta los
gestos, porque los besos ocuparon todo el espacio, las formas y colores de aquel
instante. Supieron con certeza que no había marcha atrás, ella le había esperado a
él durante toda su vida sin saberlo. Él sentía que aquellos besos se le clavaban en el
alma, y que jamás podría desterrarlos de allí.
Pasaron el resto del día paseando de la mano por las calles casi desiertas en
aquel domingo, y compartiendo todas las actividades sin hacerse preguntas que
dieran rienda suelta a respuestas no deseadas. Fue un día más para el resto de los
mortales, pero no para ellos. Porque aquello era el principio de una vida que les
deparaba grandes sorpresas a ambos.
Al llegar la noche, Víctor sugirió sutilmente que pasase la noche junto a él, y
Marian se quedó pensativa durante un rato, en aquel instante le hubiera dicho
efusivamente un “sí”, pero dudo al sopesar la idea de que Víctor pensase que era
una chica ligera de cascos. Al final accedió a su petición porque recordó que, si
algo había aprendido de su abuela y de su madre, era eso, que no había que poner
límites a los sentimientos. Ahora lo comprendía.
En definitiva, prefería arrepentirse por haber vivido plenamente que
lamentar no haber amado en una larga existencia. Vivieron intensamente aquella
noche y muchas otras, porque Marian ya no necesitó vivir en el apartamento del
primer piso, vivía en el séptimo cielo con Víctor y no pensaba bajar de allí porque
los días junto a él la llenaban de vida, las noches sin embargo las llenaban de amor.
En el hospital los compañeros de Víctor le notaron un brillo extraño en la
mirada y aunque insistentemente preguntaban la razón que le había llevado a ese
extremo de felicidad, Víctor no soltaba prenda porque eso implicaría darle
explicaciones el Dr. Medina, Víctor no llegaba a comprender porque Marian le
había prohibido terminantemente que le hiciese tal confidencia a su padre pues
encontraba que aquel hombre de aspecto triste desde hace un tiempo, estaría
contento al saber que estaban  enamorados y que compartían sus vidas juntos.
Tampoco llegaba a comprender como esos ojos alegres que aquel hombre utilizaba
con tal maestría de contagiar a los que le rodeaban de alegría, de pronto, un buen
día, ya no tenían luz y Víctor menos que nadie nunca se atrevió a remover la
herida que le había provocado semejante cambió de actitud.
Cuando aquella tarde llegó a su casa, no encontró a Marian, se le hizo
extraño no encontrarla a esas horas de la noche, pero tampoco era cosa de extrañar
porque ella siempre solía quedarse hasta más tarde en el despacho para revisar los
casos que aún les quedaban pendientes. Revisó el contestador para mirar si había
algún mensaje. Había uno que era una invitación de los compañeros de la facultad
para celebrar como todos los años una fiesta en que todos terminaban hablando de
las locuras de aquellos años y nadie hablaba de lo que en realidad hacía en el
presente.
El último mensaje le alarmó considerablemente porque no sabía que cambio
produciría en su vida, aquel tono de voz del Dr. Medina le inquietó, sus palabras
textuales eran: “Soy el doctor Medina, si es muy tarde cuando llegues a tu casa no
me llames, pero hazlo cuanto antes porque necesito hablar contigo, para mí es muy
duro lo que te tengo que decir, pero no me va a quedar más remedio”. Víctor se
quedó atónito al escuchar aquel mensaje, ¿qué sería aquello tan duro que le tenía
que contar?, ¿quizá se había enterado de su relación con Marian? ¿Se sentiría
ofendido por la desconfianza? No sabía que tenía que hacer. Miro el reloj de la
cocina, las agujas marcaban la diez de la noche, tuvo un mal presentimiento y el
que Marian no hubiese llegado no hacía mejorar su malestar. Las diez tampoco era
una hora desorbitada, así que marcó el número de teléfono del Dr. Medina.
- ¿Sí? ¿Dígame? -oyó preguntar a su interlocutor. Era una voz femenina.
Sería la Sra. Medina.
-Buenas noches, ¿estaría el Dr. Medina?
-Sí, ¿de Parte de quién? -le preguntaron inmediatamente.
-De Víctor Vázquez. Me ha dejado un mensaje para que le llamase -se
disculpó.
-Ahora le llamo.
Esperó un buen rato y mientras notó que el teléfono del Dr. Medina debería
ser un inalámbrico por el movimiento que se podría percibir a través del auricular,
finalmente el doctor contestó a su llamada y Víctor instintivamente se sentó en una
silla que tenía junto a él, no se esperaba nada bueno de aquella conversación.
- Hola Víctor, esperaba que me llamases antes, pero se ve que estabas
ocupado.
- ¿Qué tenía que decirme? -preguntó ansioso.
- ¿Recuerdas la conversación que hemos tenido esta mañana cuando nos
hemos visto en mi despacho para tomar un café? –le recordó sutilmente.
- No, hoy no hemos hablado de nada. Hace meses de aquella conversación.
No entiendo qué ocurre, sáqueme de dudas porque no entiendo nada –respondió
muy confuso.
- Supongo que recuerdas que te propuse un proyecto en común con mi hija.
Te la he presentado esta mañana, ¿te has olvidado? -preguntó nervioso el doctor.
- Sí, recuerdo el proyecto, y a su hija, pero no ha sido hoy. Aquello ocurrió
hace poco más de dos meses. Ocurrió en mayo.
- No sé qué es lo que te ocurre, hijo mío, pero la memoria te falla. Yo sólo
quería decirte que el proyecto se viene abajo, que no cuentes con ello porque todo
se ha torcido- la voz entrecortada delataba sucesos graves que Víctor no acababa
de comprender.
- Explíquese... y tranquilo, si no se puede seguir con el proyecto, lo
aplazaremos hasta que tengamos vía libre -dialogaba Víctor como queriendo evitar
sofocar más al doctor de lo que ya se podía entrever en sus palabras.
- Mi hija ha tenido un grave accidente. Ha fallecido esta tarde en mi
hospital, en mis manos y yo no he podido hacer nada por ella –expresó con la voz
rota -Por eso nunca se podrá realizar su proyecto, porque ella ya no está- no
aguantando más el dolor rompió a llorar como un niño.
- No puede ser, si yo... -Víctor no pronunció una palabra más porque
aquello que le iba a confesar, lo tenía prohibido, sin decir más que “lo siento
mucho”, colgó el teléfono.
Observó un calendario con el logotipo de una cafetería a la que solía ir con
Marian todos los domingos y vio con claridad que según aquellas hojas apenas
estaban a mediados de mayo. Según aquel calendario, el doctor Medina estaba en
lo cierto. Era todo demasiado cruel para ser verdad, marchó de allí como
queriendo huir de su propia realidad, pero ¿de qué realidad huía realmente?
Caminó hasta llegar al agotamiento, pensó que se estaba volviendo loco,
pero todavía le quedaba la certeza de que aquella mujer le había amado tanto
como él a ella. Sin querer o queriendo quién sabe, terminó en el mismo lugar
donde empezó todo, frente al mar. Allí estaba ella como la primera vez que la vio,
y la miró con los mismos ojos, ella le devolvió la mirada con la misma dulzura que
en otras ocasiones. Víctor se sentó a su lado y le susurró al oído “te quiero,
Marian”. Ella guardó silencio, le besó como sólo puede besar la persona amada la
primera vez y se adentró en el mar. Lágrimas desconsoladas rodaron por el rostro
de Víctor por un adiós anunciado con preaviso. Aunque su figura desapareció en
el horizonte, Víctor siguió sentado como esperando que un milagro hiciese que su
amada Marian volviese a él.
Aquella noche no la volvió a ver, pero sí todas las noches anteriores. Se
sentaba siempre en el mismo lugar, y Marian acudía a su llamada para llenarle el
corazón de amor y al mezclarse con las olas dejándose llevar, los ojos enrojecidos
de Víctor le daban las buenas noches hasta que al día siguiente la noche cayese con
la melancolía a cuestas y Marian siempre volviese a los brazos de su amado.
TÚ, MI CIELO. TÚ, MI LABERINTO.

May Dior

En el umbral de la puerta paró unos segundos, no quería mirar hacia atrás


pero no podía dejarlo todo de esa forma, lo único que deseaba era alejarse de su
día a día, de las miradas que le dedicaban cada vez que se atrevía a salir a la calle e
intentar hacer su vida tal y como siempre había sido.
No tardó mucho en darse cuenta de que eso era una misión imposible.
—Lexa, cariño —su madre dio un paso al frente con el rostro compungido
—¿Estás segura de esto? No lo veo una buena idea.
Suspiré, estaba algo cansada de escuchar todos los argumentos que soltaba
sin pensar, intentando que no se fuera, pero para ella ya no había vuelta atrás irse
era lo mejor que podía hacer.
Tenía que dejar pasar el tiempo, permitir que se olvidara lo sucedido y los
cuchicheos del pueblo murieran sin que llegaran a sus oídos.
—Mama, ya lo hemos hablado —dejó las maletas a un lado y se acercó a
ella, cogiéndola de las manos —, necesito cambiar de aires, conocer algo más que
este pueblo en el que ahora mismo soy el tema principal, el entretenimiento de la
temporada.
—Sabes que, si les das algo de tiempo, dejarán de hablar —ninguna de las
dos se creía sus palabras. —No quiero que te vayas tan lejos.
—Con ese hueso a otro perro —le dijo achinando los ojos cortando, así su
réplica —Sabes que no es cierto, los tenía a todos encandilados y creen que lo
sucedido me lo he buscado, es un tema jugoso y este pueblo es peor que Sálvame.
—¡A tu padre y a mí nos gusta mucho ese programa! —le respondió
haciéndose la ofendida, acompañando sus palabras de un mohín.
—A todo el pueblo, mamá —La miró y le sonrió con cariño —No has de
preocuparte por nada, sé cuidarme sola y es temporal.
En ese momento apareció su padre, estaba más serio de lo que pensó en un
primer momento. Al igual que con su madre, sabía que su idea no le parecía lo más
correcto, que ante los ojos del pueblo entero lo que hacía era huir, pero no iba a
negar que así era, necesitaba comenzar a correr y no parar hasta estar tan lejos que
los rostros de las personas que habían formado parte de toda su vida se borraran a
pesar de que pensar de esa forma era un gesto muy egoísta.
—Eso dicen todos cuando levantan el vuelo —No iba a parar y no quería
irse así, dejándola tan disgustada —¡Dile algo, Pedro!
—Ten mucho cuidado y no vuelvas a no ser que lo desees de corazón.
Lexa sonrió sabía qué le dolía, que su niña pequeña se fuera de casa
alejándose tanto de ellos, pero entendía sus razones y que no podía impedírselo.
—Gracias, papá.
—¿Lo llevas todo? —Ella asintió y los dos miraron a Ester, que estaba
molesta por las palabras de Pedro.
En la parada del autobús que la llevaría al aeropuerto, sola, dejó que las
lágrimas arrastraran la pena de separarse de sus padres. Tenía que ser consecuente
con sus decisiones y disfrutar todo lo posible de esa aventura a la que daba
comienzo, dejar el dolor y el despecho por lo sucedido atrás junto con las miradas
de reproche y pena con la que todos sus vecinos la miraban a diario.
—¡LEXA! —Oyó que la llamaban de lejos, era su mejor amiga que llegaba
por la calle corriendo.
—Ya pensé que no te vería. —La abrazó con fuerza —No quería irme sin
despedirme de ti.
—No lo hubiera consentido —la respondió apretando su cuerpo con fuerza
—, eres mi mejor amiga.
—Y eso no va a cambiar por muy lejos que me vaya —las dos asintieron
mirándose.
Ruth la acompañó hasta que su transporte llegó. Cuando debía de subir,
una sombra de duda cubrió sus ojos. Era la primera vez que se alejaba de su
pueblo, de sus padres y amigos y no era algo sencillo por bueno que fuera para
ella.
Ya sentada, dejó que su mirada se perdiera a través de la ventana.
El momento había llegado y ya no podía dar vuelta atrás. Tenía que ser
consecuente con sus decisiones y esa era la mejor que tomaba en mucho tiempo.
Sintió cómo las lágrimas bañaban sus mejillas otra vez, pasó la mano
borrándolas con la esperanza de que ese gesto borrara el dolor que sentía. Se dice
que la esperanza no se pierde y esperaba algo de su parte, un mensaje de
arrepentimiento, que se presentara allí impidiendo que se marchara, pero eran
sueños que debía de alejar.
Ya había tomado su decisión, comenzando una nueva vida en la que ella no
estaba, en la que no la quería a su lado y por ello necesitaba hacer lo mismo. Estaba
decidida a cambiar todo incluida su forma de pensar si era necesario. El amor le
había hecho demasiado daño y no estaba segura de que tuviera fuerzas de pasar
por lo mismo una segunda vez.
El viaje se le hizo mucho más pesado de lo que en un principio creyó que
sería. No estaba acostumbrada a estas cosas, en realidad no las había hecho nunca
y lo más lejos que había llegado en sus veintisiete años, era la cuidad.
Cuando el avión comenzó a subir, el terror mezclado con un cosquilleo que
nacía en su estómago la sorprendió provocando en ella una amplia sonrisa que
intentó disimular al ver cómo su compañero, el hombre sentado a su lado, la
miraba como si fuera un bicho raro.
No pudo evitar echarse una mirada con la sensación de que ese hombre la
estaba juzgando, que lo sabía porque era evidente que salía por primera vez de su
pueblo. Ella no veía nada raro en su indumentaria, las cosas habían cambiado, ya
no era lo mismo que hacía sesenta años.
Su forma de vestir era moderna, de calidad. Le chiflaba ir de compras, era
algo que la volvía loca y que hacía siempre que le era posible.
Lo miró dedicándole una enorme sonrisa, demostrándole que estaba por
encima de esa mirada que la juzgaba sin conocerla. No hacía ni dos meses que se
había sometido a ser juzgada por todo un pueblo, su pueblo, soportando sus
miradas de reproche para pasar a las de lástima, estaba curada de espanto.
No se dio cuenta de cómo las horas pasaban, sus ojos se cerraron y cayó
rendida por el cansancio y las emociones, por lo que al sentir una mano
empujándola, no pudo evitar sobresaltarse, aguantando un grito de sorpresa por
los pelos.
—Señorita, hemos llegado al destino, ha de levantarse.
—¿Qué? —sus ojos soñolientos miraron todo lo que la rodeaba —Sí, sí,
perdone.
Se alzó demasiado rápido, golpeándose con fuerza contra el techo del avión.
—¡Auch! —se llevó la mano a la cabeza —vaya manera de empezar.
—¿Está usted bien, señorita?
Lexa miró a la azafata que se aguantaba las ganas de romper a reír como
loca por la escena que estaba protagonizando. Su rostro, colorado por el esfuerzo
que hacía y por no faltar al respeto, lograron que fuera ella la primera en romper a
reír cayendo en su asiento mirando a la azafata que no pudo más y la acompañó en
sus risas.
Se despidió de la muchacha con la que había pasado un buen rato, era
evidente que necesitaba de esas risas que de forma espontánea lograron hacerla
olvidar todo lo que en su mente la torturaba. Cuando salió al exterior, quedó
impresionada, nada de lo que había visto en las imagines que buscó por Internet
tenían que ver con la fabulosa imagen que ante ella se abría paso.
Siempre quiso viajar y Escocia había sido un destino en el que siempre
había pensado, por lo que no lo pensó mucho cuando por casualidad encontró esa
oferta de trabajo a la que se lanzó con los ojos cerrados.
Cuando los días pasaron y no recibió respuesta comenzó a mirar otros
destinos, nada comparable con la preciosa tierra en la que ahora estaba, pero al
final llegó la respuesta que tanto deseaba.
Lo duro llegó en ese momento debía de hablar con sus padres. Hacerles
entender que era lo que necesitaba fue una tarea bastante difícil, pero después de
muchas conversaciones lo entendieron.
Ahora ya no había vuelta atrás, sus pies pisaban tierras de Escocia y tan solo
deseaba que su vida diera el giro que tanto deseaba, vaciar su mente y su corazón
de lo sucedido para comenzar su nueva vida con buen pie.
Dejó la maleta a su lado y sacó el mapa que tantas veces había mirado,
estaba desgastado, poca vida le quedaba ya, pero de mucho le había servido y en
nada le daría descanso, ya no lo necesitaría.
Tan solo tenía que llegar al complejo.
No le costó encontrar la parada donde un bus la llevaría hasta el que iba a
ser su nuevo hogar, pero le tocaba esperar ya que no tenía ni idea de lo que
tardaría en llegar.
Unas horas después y con los nervios y la desesperación por la espera a flor
de piel, volviéndola loca, comenzó a pensar que pasaría la noche allí plantada, no
estaba segura de haberse equivocado y ya comenzaba a oscurecer cuando un ruido
estruendoso que precedía a una moto la sobresaltaron.
Alucinando por la escena que ante ella se reproducía, dudó, no estaba
segura de que le gustaba más, si la moto que había parado frente a ella o el chico
que sobre esta permanecía montado con el casco puesto y la visera bajada. No
necesitaba ver su rostro para darse cuenta de que su cuerpo podía despertar a
cualquier mujer que en él posara sus ojos.
Se sintió como si necesitara un cubo que recogiera las babas que
comenzaban a formarse en su boca, activando así una reacción en cadena que
seguiría por despertar su cuerpo y encender algo más que eso.
—¿Piensas quedarte mucho más tiempo ahí parada?
—¡¿Perdón?! —se centró al ver que le hablaba a ella, no había nadie más
cerca —¿Te conozco?
—Más bien no.
En ese momento se quitó el casco, dejándole ver su rostro robándole el aire
de los pulmones. Su mirada se clavó en la de ella y sintió que todo su mundo se
volvía del revés, alterando su realidad. Esos ojos claros la llevaron a perderse en
ellos como si acabara de entrar en un laberinto del que nunca podría escapar.
 
***

Kenzie no podía apartar los ojos de ella, cuando le dijeron que tenía que ir a
buscar a la nueva chica que empezaría esa misma semana a trabajar en el complejo,
quiso negarse, odiaba tener que hacer de guía, ya tenía suficiente con los turistas
que durante todo el año escogían como destino el complejo Cairngorms.
Pero allí estaba con sus ojos sobre los azules de la chica más bonita con la
que se había encontrado en sus treinta años de vida. Esa chica era una delicia, el
sueño de cualquier hombre que tuviera la suerte de cruzar su destino con el de
ella.
—Me han mandado a buscarte, hoy no hay transporte que lleve hasta el
complejo —aclaró viendo cómo su rostro se relajaba.
Lexa hizo un gran esfuerzo por recordar que era necesario que respirara, su
voz era sensual una invitación a dejarse llevar por sus sueños más ardientes.
Miró la moto por unos segundos y después volvió a centrarse en sus ojos
verdes. Al mirarlo, tenía la sensación de entrar en un laberinto de distintas
tonalidades en el que deseaba perderse para siempre, sin importar el resto del
mundo.
—¿Y cómo piensas llevar las maletas? —Lo miró escéptica —Aún siguen en
el aeropuerto.
Se bajó de la moto, dejándole ver que su primera apreciación de su porte se
había quedado corta, era más impresionante de lo que su imaginación le había
permitido entrever.
—Empecemos como toca —Se acercó a ella, sonriendo con una picardía
digna de su rostro, de ese cabello rubio, de sus facciones duras y a la vez delicadas
de sus finas cejas y sus labios carnosos.
—Mi nombre es Kenzei Kelly.
—Lexa Sánchez—contestó con dificultad, intentando que el temblor de sus
piernas no fuera evidente para él —Yo…
—Eres la chica nueva, la recepcionista —asintió mirando cómo su mano se
tendía ante ella —Un placer conocerte.
—¿Esto es normal? —se la aceptó imprimiendo firmeza en ella —¿Que el
trasporte falle, suele pasar?
—Estamos en temporada baja —Le explicó cogiendo la mochila que
reposaba en el suelo, entregándosela —El frio les echa para atrás.
—Listo —Sonrió volviéndose hacia ella, que tenía el rostro desencajado sin
entender qué le decía— El resto del equipaje lo vendrán a buscar, mi misión es
llevarte al complejo. ¿Nos vamos?
Lexa miró la moto, que le gustaran no implicaba que estuviera
acostumbrada a montar, era más de coches, fan de Alonso. Era consciente de que
su rosto reflejaba ese mismo hecho, lo miró y su corazón volvió a pararse al ver
cómo esa sonrisa que la hacía perder el sentido, volvía a aparecer en sus labios.
—¿Has montado en moto alguna vez? —ella negó insegura —Prometo no
correr.
—Gracias.
Lo vio coger un segundo casco y montó en la moto, tendiéndoselo para
colocarse el suyo. Lexa lo cogió y fue cuando un escalofrió recorrió su espinazo.
Había estado tan preocupada por el hecho de montar por primera vez, que no
pensó en que debía de agarrarse a su cintura.
—Solo podía pasarme a mí —pensó para ella.
Si tan solo con mirarlo a los ojos todo su mundo se había vuelto del revés, si
con solo mirar ese cuerpo de modelo profesional su sistema nervioso se había
alterado ¿Qué le pasaría al abrazarse a él?
No quería ser un libro abierto, era evidente que le había gustado, tenía algo
que llamaba su atención y eso la hacía sentir vulnerable, expuesta a más dolor del
que soportaba en esos momentos.
—No es tan malo como parece —con sus palabras intentaba que confiara,
que se sintiera segura, aunque no estaba seguro de conseguirlo.
Lexa subió con una sonrisa nerviosa en su rostro y posó las manos sobre su
chaqueta de cuero, intentando no apretar, o tener que pegar su pecho a su espalda
muerta de vergüenza como estaba.
Oyó cómo la moto tronaba y se ponía en marcha, por muy despacio que
quisiera que fuera, no lo fue suficiente y todo su cuerpo se lanzó hacia atrás,
obligándola a pegarse a él para no caerse y posiblemente matarse.
Kenzei deseaba que se relajara y así, con mucho tiento, darle algo más de
velocidad a la moto, pero el miedo que vio reflejado en ella no le permitía hacerlo.
Al principio le pareció algo estúpido pero su temor no era una tontería, lo notaba
en la fuerza que empleaba en agarrarse a su cintura la cual había rodeado con sus
manos enlazadas por delante.
Notaba el calor que provocaba en su espalda, sin importar la ropa que
separaba sus pieles. Lexa despertaba algo en él, un sentimiento de ternura al cual
no estaba acostumbrado y que estaba acompañado de una inmensa curiosidad.
Soltó un momento uno de los manillares mirando su reloj de pulsera, se
había hecho tarde y una idea cruzo su mente. Dio un giro inesperado que la
sobresaltó, provocando que imprimiera más fuerza a su agarre y sonrió a pesar de
que no lo vería por lo evidente.
Llegó a un camino donde aparcó y se quitó el casco, viendo cómo Lexa se
bajaba y levantaba la visera del suyo, mirando todo lo que la rodeaba, sorprendida
y algo extrañada por no encontrase frente al complejo como esperaba.
—¡No hemos llegado aún! —su voz temblaba ligeramente por los nervios
del viaje.
—Es tarde y se me ha ocurrido que podríamos hacer una parada para comer
algo —le explico sin apartar la mirada de ella —Al final del camino hay una
antigua casita de piedra, hace poco que la han reformado y ahora hace las veces de
restaurante y la dueña es una estupenda cocinera.
—¿No nos esperan en el complejo? —Kenzei notó el cambio en su voz, en su
actitud.
—Eso lo soluciono con una llamada —desmontó tendiendo la mano para
que le diera el casco —Si no quieres, lo entiendo, pero yo tengo hambre.
En ese momento Lexa notó cómo su estómago rugía, poniéndose de parte
de Kenzei, dejándola a ella expuesta a ese hombre que no dejaba de mirarla, de
sonreírle con ese descaro que la estaba trastornando.
—¿Es muy largo el camino? —miró el mismo y de seguido sus zapatos de
tacón.
—Tranquila —le dijo entendiendo su gesto —, el camino es llano, no
encontraremos obstáculos y hace más de tres días que no llueve, por lo que el
camino estará seco a estas alturas.
Asintió no muy convencida y en su rostro se dibujó un mohín de
conformidad forzada que arrancó una sonora risa en Kenzei, a la que ella se unió
sin pretenderlo. Todo lo que le estaba sucediendo era como mínimo ridículo,
quería vivir aventuras pero esperaba estar preparada para ello no enfrentar
situaciones como esa, se sentía absurda.
Kenzei le tendió la mano para que se colocara a su altura y dar un paseo el
uno al lado del otro. Todo en ella era diferente, se sentía relajado y se divertía
como hacía mucho que no lograba hacer. Estaba caminando al lado de una
completa desconocida, era como si hubiera llegado a su hogar donde la chimenea
encendida lo esperaba, donde todo era perfecto, como él siempre había deseado.
No podía dejar de observarla mientras ella no apartaba sus ojos del paisaje
que se abría camino. Todo era nuevo para ella y sus ojos azules y grandes se
empapaban de todo sin perder un solo detalle, por mínimo que fuera, reflejándose
en su estado de ánimo, hasta el más leve cambio en la tonalidad de las hojas de los
árboles, el vuelo de algún pájaro que acababa de descubrir, sin ser consciente de
que la novedad era ella y no todo lo demás.
—¿Eres de ciudad? —Le preguntó con curiosidad, no quería juzgar, prefería
que ella se lo contara todo.
—En realidad no. ¿Por qué lo preguntas?
—Tienes la misma reacción que muchos de los turistas que pasan por aquí
—le explicó provocando, así, que lo mirara como deseaba —Como si fuera la
primera vez que ves tanto verde junto.
—Todo lo que veo es impresionante, las fotos que puedes encontrar por
Internet no les hacen justicia a paisajes tan bonitos —se notaba lo emocionada que
estaba, como disfrutaba de todo lo que veía —Pero no soy de ciudad, me crie en un
pequeño pueblo de campesinos. ¿Has estado alguna vez en España?
Se sentía mucho más relajada que al principio, pero aún sentía ese nudo en
el estómago que parecía despertar cuando le hablaba o era consciente de que la
estaba mirando, pues si sus ojos se conectaban, tenía la sensación de entrar en un
laberinto de tonalidades verdes más hermosas que las que en ese momento la
rodeaban.
—No he salido nunca de aquí —le contó mirando al frente, como si no le
gustara hablar de sí mismo, pero no pudiera evitarlo —, es mi hogar.
—Es un lugar precioso, no me extraña que no te hayas marchado nunca —le
dijo Lexa mirando también hacia delante.
—No ha sido por falta de ganas —responde en un susurro casi inaudible
para ella.
Poco después y tal y como le había prometido llegaron a una pequeña casa
de una planta, toda de piedra y con una gran chimenea de la cual salía humo en
ese preciso momento. Era un paraje idílico que provocó una exclamación de
sorpresa en Lexa y una sonrisa de satisfacción en Kenzei por haberla sorprendido
de esa forma.
Aunque se veían trozos de piedra, enredaderas de un verde intenso se
agarraban con fuerza a estas por todas partes. El camino que había recorrido
llevaba hasta la misma puerta de madera envejecida que disponía de una aldaba
de hierro forjado. A los lados de la puerta lucían dos preciosas ventanas, una de
ellas permanecía abierta con una tarta reposando sobre ella, una imagen de cuento.
—¡Hay alguien en casa! —Kenzei alzo la voz, sobresaltándola.
Lexa lo miró con el ceño fruncido, tuvo la sensación que rompía la armonía
del lugar actuando así, pero él simplemente le sonrió en respuesta.
—¡¿Estás seguro de que no molestamos?! —Le preguntó.
—Para nada, hace mucho que los conozco y les encantan las visitas.
En ese momento, un hombre mayor con barba larga y cara risueña apareció
por la parte de atrás de la casa, con una amplia sonrisa, caminando directo hacia
ellos, Lexa no pudo más que compararlo con el abuelito de Heidi, eran casi
idénticos.
—Qué gran honor tenerte por aquí, Kenzei —lo acogió entre sus brazos,
dándole un enorme abrazo de oso del que Lexa se apartó un poco para no molestar
—Nos tenías abandonados.
—He estado algo liado, Niall—le aclaró cuando lo dejó de nuevo en el suelo
—, venimos para que nos alimentéis.
Lexa lo miró con cara de horror, como le hablaba sin un por favor o un
gracias, con tanta confianza que parecían familia a ella no le gustaba mucho, era
una desconocida, una intrusa que venía a aprovecharse de su hospitalidad y aún
no había sido presentada siquiera.
—Será un gran placer que nos acompañes en la mesa —se giró hacia Lexa,
achicando los ojos sin dejar de sonreír y se corrigió —, que nos acompañéis.
—Ella es Lexa —Kenzei la presentó viendo cómo sus mejillas se sonrojaban
de una forma muy graciosa —. -es de fuera, ha venido para trabajar en el complejo.
—Un placer, Lexa —ella le tendió la mano, pero Naill la abrazó como había
hecho con Kenzei.
No estaba segura de cómo reaccionar, pero la risa procedente de Kenzei la
puso más nerviosa, si era posible. No estaba acostumbrada a un trato tan familiar
cuando milésimas de segundos antes, ni lo conocía, pero debía de admitir que era
agradable, la hacía sentir aceptada.
—El placer es mío —logro decir cuando la soltó —, siento mucho si somos
una molestia…
—En mi hogar las visitas nunca son molestia —por la puerta apareció una
mujer mayor con rostro curtido y afable, Lexa supuso que debía de ser la esposa de
Naill —Yo soy Britget.
Parecían el matrimonio perfecto, nada más darle dos tiernos besos y un
fuerte abrazo a Kenzei, Naill la agarró por la cintura, besándola en los labios.
Lexa sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho ante el gesto mezclado
con una chispa de envidia, pues eso mismo era lo que había deseado siempre para
ella en su futuro y ahora ya no lo veía posible, no al menos con el hombre que
siempre amó y que ahora disfrutaba de ese futuro con una barbie de ciudad.
Kenzei, que la miraba en ese momento, pudo ver cómo un brillo de tristeza
aparecía en sus ojos y cómo, a continuación, agachaba levemente la mirada,
evitando enfrentar la escena que ante ella se presentaba. Algo le decía que no
estaba bien, que algo muy feo le debía de haber sucedido, dándole una razón para
que se aventurara a viajar tan lejos de su hogar.
Durante el camino, cuando le habló de su pueblo, de su hogar y de su
familia, se notaba el amor que sentía por todo ello y le extrañó que se alejara tanto
tan solo por una oferta de trabajo, habiendo muchas más posibilidades sin
necesidad de alejarse de todo su mundo.
—Bueno, bueno es una chica muy agradable —Naill dejo ver una sonrisa de
complacencia, mirando primero a Lexa y después a Kenzei —Pasemos dentro y
nos cuentas qué haces por aquí.
Los cuatro entraron en la casa, el matrimonio se dispuso a montar la mesa
de madera que había en el mismo centro de lo que parecía el salón mientras Kenzei
se sentaba y comenzaba a cortar el pan que reposaba sobre esta, como si fuera su
propio hogar.
Lexa dio una vuelta sobre sí misma sin saber qué pensar. La casa era tan
bonita por dentro como por fuera y aunque había muebles que se podían
considerar modernos, la mayoría de ellos estaban hechos de madera, una que
parecía tan antigua como todo lo que sus ojos veían.
—Tienen una casa preciosa —dijo viendo como Kenzei le señalaba una silla
a su lado para que se  sentara.
—Gracias —respondió Britget —Es muy antigua.
—Perteneció a mis abuelos —aclaró Naill.
—La familia de Naill es antigua, nativos irlandeses —Lexa miró a Kenzei,
quien le hablaba en ese momento —, llevan aquí toda la vida.
—Y cuando no estemos, será tuya —Naill sonrió ante la vergüenza que
asomó en el rostro de Kenzei —Ya lo sabes.
—¿Sois familia? —Preguntó curiosa ya que no había visto parecido alguno
entre ellos.
—Es el nieto que nunca tuvimos — Britget desordenó su cabello rubio
encendiendo más su vergüenza —, lleva viniendo por aquí desde que aprendió a
caminar.
Lexa disfrutaba de ver el cariño que prodigaban por él, no entendía por qué,
pero le hacía feliz ver cómo lo querían, considerándolo un nieto. Cuando habló
sobre su pasado, lo poco que le permitió entender su voz era triste como si añorara
algo que había perdido. pero no se atrevió a preguntar, le pareció algo descarado y
de mala educación cuando no hacia ni dos horas que se conocían.
Quería saber más de él, conocerlo y entender esa tristeza que en algunas
ocasiones asomaba a sus increíbles ojos verdes oscureciendo el laberinto de
tonalidades que la tenían irremediablemente perdida. No iba a admitirlo y
tampoco quería pensar en eso de momento, posiblemente nunca ya que algo así
podía abrir heridas demasiado recientes.
Britget terminó de montar la mesa mientras Naill dejó un enorme plato que
Lexa miró con curiosidad, notando cómo su boca se hacía agua, pero en esta
ocasión por el hambre que tenía.
—¿Has comido comida típica de Escocia alguna vez? —Le preguntó Kenzei
al ver su rostro lleno de curiosidad, un nuevo tipo de mirada que lo dejaba KO.
—No nunca hasta hoy.
Ella lo miró con curiosidad, esperando a que siguiera hablando, le
encantaba su voz en realidad todo de él, lo que era una completa locura, pero no
podía apartar sus ojos de los suyos.
—Es Coubiolac —Lexa asintió provocado que Kenzei rompiera a reír
—Te gustará, es una receta simple pero muy complicada de elaborar. Britget
es la mejor cocinara de Escocia.
—Me halagas demasiado —Britget se sentó mientras Naill comenzaba a
cortar y repartir —, no creo ser tan buena, tan solo me defiendo.
Britget le explicó que era una receta a base de salmón con una masa de
hojaldre que lo envolvía permitiendo que las hierbas usadas se mezclaran en
armonía con el pescado.
Hablaron durante toda la comida, el matrimonio le hizo miles de preguntas
a Lexa que contestó con alegría hablándoles de su familia de su pueblo y de lo
mucho que le gustaba estudiar idiomas y que por ello mismo había conseguido ese
puesto de trabajo, pero no todo podía ser perfecto y la temida pregunta llegó
cuando Britget se levantó, trayendo el postre, una tarta también comida típica de la
zona que había hecho esa misma mañana al cual llamo Haggis.
—¿No has venido con tu novio? —Lexa se tensó y la alegría que mostraba
en su rostro desapareció de golpe, algo que no pasó desapercibido para ninguno —
Perdona si he sido indiscreta, no era mi intención.
—No pasa nada —le dijo intentando sonar segura de sí misma,
mostrándoles a los presentes y a ella misma que era un tema superado —, tenía
una relación, pero acabó hace ya tiempo, ahora estoy centrada en mí, en conocer
mundo.
Kenzei tuvo el presentimiento de que mentía o que al menos era algo que
ella misma intentaba creerse, a pesar de que parecía no tener éxito, daba la
sensación de que estaba repitiendo un mantra, una frase impuesta para demostrar
que estaba bien a los ojos de los demás.
Ella los miró a los tres con una amplia sonrisa que se estaba imponiendo a sí
misma, pero sus ojos estaban aguados reteniendo unas lágrimas que luchaban por
salir. Se reprendió a sí misma, había pasado el tiempo y no lograba superar lo que
le había hecho, por mucho que intentara pasar a la fase de odio irracional algo se lo
impedía y no lograba saber qué era para poder eliminarlo, asesinarlo y machacarlo
como debía de hacer con él.
Kenzei lo supo, en ese momento en el que distraídamente se pasó la mano
por los ojos para eliminar las lágrimas, impidiendo que fueran visibles para todos,
supo el verdadero motivo de su viaje de todos los kilómetros que había puesto
entre ella y esa vida que parecía tan perfecta.
Ese hombre al que intentaba hacer desaparecer de su vida, de su mente y de
su corazón la debía de haber dañado de forma casi irreparable y lo que Lexa
intentaba viniendo tan lejos, era pasar página, empezar de cero.
—Estaba todo muy rico, gracias
La oyó decir con voz temblorosa. Supo que había llegado el momento de
llevársela de allí y dejar que descansara.
—Se hace tarde y es mejor que comencemos a marcharnos —la miró a la
espera de que le dedicara una de sus sonrisas y que su rostro volviera a irradiar
felicidad y curiosidad.
—Claro —Naill y Britget se levantaron después de los chicos —Debe de
haber sido un día duro para ti —Le dijo Britget a Lexa —, has de descansar y aun
os queda un buen trayecto hasta el complejo.
Los acompañaron al exterior, despidiéndolos con cariño, algo que Lexa
agradeció, más después del tenso momento vivido durante el postre. No le gustaba
sentirse así de vulnerable, debía de superarlo de una vez y vivir la vida que
deseaba.
Al mirar la moto, su cuerpo reaccionó, por muy sexi que estuviera sobre
ella, no le gustaba la idea de volver a montar, pero como habían dicho, quedaba un
buen trecho hasta su destino final y no le quedaba más remedio que montar.
Kenzei sonrió al ver su rostro mezcla de cabreo y miedo al mirar la moto. Le
tendió el casco que ella se puso y cogiendo su mano la ayudó a montar. Cuando se
agarró a la chaqueta, al igual que la vez anterior, posó sus manos sobre las de ella,
notando cómo su cuerpo reaccionaba ante el contacto y tiró de ella, pegándola a su
espalda.
—Cierra los ojos y no pienses que vas en la moto —Le aconsejó usando un
tono de voz tranquilo y sensual —, así antes de que te des cuenta, habremos
llegado.
Lexa suspiró bajo el amparo del casco el cual la ocultaba de su mirada, si
hubiera estado prendada de sus ojos en el mismo momento en el que le hablaba
con ese tono, no se hubiera podido controlar ya le costaba bastante y parecía que
todo, sus movimientos, los gestos de su rostro, las palabras que salían de esos
labios que la tenían loca perdida… era premeditado.
Estaba coqueteando con ella y tonta como era, estaba cayendo
irremediablemente sin ser consciente de que era una trampa que la empujaría
nuevamente a sufrir, pero una frase se formaba en su mente repitiéndose como si
una voz interior intentara aconsejarle, empujarla a hacer lo que deseaba “un clavo
saca otro clavo” ¡¿Sería capaz?! Le quedaba una larga temporada por delante,
tendría que verlo a diario y de momento era el único amigo que tenía. En su mente
negó con fuerza, si cedía, si caía en su juego después la situación podía ser
incomoda, más de lo que ya era cuando dejaba asomar esos sentimientos que le
provocaba.
Siempre se ha dicho que los hijos pequeños en los brazos de los padres, si
estos se ponen nerviosos, los pequeños también. Hasta ese mismo momento había
pensado que era algo que solo sucedía en esa situación concreta, pero estaba
siendo testigo de cómo los nervios de Lexa se pegaban a él entrando por su
espalda, donde sentía su cuerpo. Estaba rígida y sentía cómo le daba vueltas a algo
en su cabecita. Era muy posible que se hubiera dado cuenta de cómo le hablaba de
sus miradas furtivas cuando andaba distraída con algo y de cómo, sin pretenderlo,
coqueteaba con ella, buscando cualquier reacción receptiva por su parte.
No era su intención acosarla pero le costaba retener lo que ella provocaba en
él y deseaba que sintiera lo mismo para no comenzar una batalla perdida, era
consciente de que no iba a ser sencillo más después de ver su reacción ante la
curiosidad de Britget, esperaba no estar luchando por un imposible aunque por
otro lado era un reto que despertaba sus ansias de competición.
Tenía mucho ganado, pues ese tipo no solo la había dañado, sino que ella se
alejó todo lo posible de él, no estaba allí, le dejaba el camino despejado lo deseara o
no.
Pillaron un bache en el camino, lo que puso más nerviosa a Lexa que, por
mucho que intentaba seguir su consejo, le estaba resultando muy difícil. Kenzei
frenó, dejándola que se relajara, cada vez estaban más cerca y era algo que no le
hacía mucha gracia, pues debería de alejarse de ella para que pudiera descansar y
él tenía muchas cosas que hacer, trabajo que dejó aparcado para ir a buscarla y que
no podía esperar más.
—¿Estas bien? —Le preguntó acariciando su mano, la cual ella retiró de
golpe —Podemos parar si lo deseas.
—Estoy bien, tan solo… necesito unos minutos —le dijo bajándose de la
moto.
—Todos los que necesites —sonrió al ver una de esas reacciones que tanto
esperaban y que le indicaba que no le era indiferente.
Lexa lo miró notando algo en el tono de su voz. Se había quitado el casco, al
igual que ella, y la miraba con una amplia y pícara sonrisa adornando su rostro,
como si el hecho de haberse apartado de él, lo alegrara, no porque no la quisiera a
su lado, sino por el hecho de que parecía saber o ver algo que a ella se le escapaba.
—¿Pasa algo? —Lo miró levantando una ceja, no era de las que se callaban y
deseaba saber qué era lo que no veía y para él parecía muy evidente —¿He hecho o
dicho algo que te parece divertido?
—¿Por qué crees que pasa algo? —le contestó con otra pregunta, viendo que
eso le desquiciaba.
Se acercó a él, que estaba apoyado en su moto con las piernas en cruz, al
igual que los brazos. No podía estar más sexi que en ese mismo momento y,
cuando fue consciente de cómo iba acortando la distancia, frenó en seco,
manteniendo una distancia de seguridad.
No le tenía miedo a él, sino a ella misma, a lo que provocaba en ella su
mirada intensa, esa con la que ahora parecía escanearla mientras volvía a perderse
en ese laberinto de tonalidades.
—Me lo dice tu rostro —le respondió segura de sí misma en ese momento.
—Es que me parece muy curioso —Lexa parpadeó sin entender a qué se
refería.
Había visto cómo frenó en seco, venia hacia él muy segura de lo que estaba
haciendo, ofreciéndole una oportunidad que estaba deseando aprovechar, pero en
el último momento, frenó sus pasos, dándose cuenta del riesgo que le suponía la
cercanía de sus cuerpos, al igual que lo sabía él, aunque con la diferencia de que
ella no estaba segura de desearlo tanto como él.
—¿Me lo explicas? —Su voz era una súplica.
—Claro —le sonrió sabiendo que la había desquiciado un poquito más —,
es curioso ver cómo te has armado de valor dejando toda una vida atrás para
empezar de cero y el miedo irracional que se apodera de ti cuando sientes mi
cercanía, cuando te ofrezco una sonrisa o una caricia.
Lexa notó cómo su cuerpo reaccionaba temblando de pies a cabeza. No
había imaginado que pudiera ser tan directo como lo estaba siendo. La había
calado desde el mismo momento en el que se conocieron y como ya se dijo, era un
libro abierto para sus ojos que la veían tal y como era, una completa cobarde.
—No creo que… —su voz acompañaba a su cuerpo, temblaba como una
hoja —, acabamos de conocernos.
Kenzei rompió a reír desarmándola, sorprendiéndola con su actitud. Era
evidente que pocas cosas o personas debían de resistirse a él, pero ella no estaba
preparada para dejarlo entrar en su vida. Dudaba si sería bueno para ella cuando
aún intentaba superar lo que Emilio le había hecho y comenzar una historia de la
cual no veía que saliera cuerda.
—Y por eso lo digo —se incorporó, sin avanzar, no quería espantarla más
de lo que ya lo estaba —, no es mi intención obligarte a hablar de algo que es
evidente que no te hace gracia, pero entiende que pueda despertar curiosidad en
quien se fija en ti.
Lexa no podía apartar la mirada de sus ojos, no estaba segura de si debía de
ofenderse o sentirse agradecida, le estaba leyendo la cartilla como si ella le
importara, como si se conocieran de toda la vida.
—Puede que intentes ocultarlo para no tener que hablar de ello. pero es
evidente que estás huyendo de algo que te ha pasado —Lexa dio un paso atrás
viendo cómo Kenzei daba uno hacia adelante —, algo tan doloroso que ha logrado
apartarte de tu familia, de esa vida idílica que tenías en tu pueblo.
—¡Creo que te estás pasando! —Lexa retenía en sus palabras, no solo el
dolor que sentía en ese momento, también las lágrimas que bañaban con un brillo
especial sus ojos azules, oscureciéndolos como si una tormenta inminente se
aproximara —No creo que sea de tu incumbencia, no nos conocemos de nada.
Kenzei frenó su avance consciente de que sus palabras estaban cargadas de
dolor, a lo mejor ella tenía razón y que se había excedido en confianza haciéndole
daño con sus suposiciones. Verla así en ese estado, que era culpa suya, lo empujaba
a abrazarla, consolarla y pedirle perdón hasta que su voz se apagara para la
eternidad.
—Perdóname, Lexa —volvió a reanudar su avance y vio cómo ella daba un
paso hacia un lado, como si de un cangrejo se tratara—, tienes razón, me he pasado
y no era mi intención.
—¡¿Podemos reanudar la marcha?! —No quiso pronunciarse, pero vio cómo
una sonrisa tímida nacía en sus labios cuando pasó las manos de forma
involuntaria por su rostro, borrando esas lágrimas que no lograron escapar por
poco —Estoy muy cansada y me gustaría llegar de una vez.
—Claro…
Quiso continuar la frase, disculparse una vez más, mil si era necesario, tan
solo por volver a verla sonreír de verdad, no esa mueca forzada que le entregaba
en ese momento. Le apartó la mirada cogiendo el casco que había dejado sobre el
suelo unos minutos antes de que la cagara de esa forma y procedió a hacer lo
mismo, montándose en la moto y arrancándola, a la espera de que ella se montara.
De nada servirían las palabras en ese momento debía dejarla tranquila,
esperar a que se le pasara el dolor que le había causado y entonces la compensaría.
Estaba más que dispuesto a ello, si ella se lo pedía, le entregaría el mismísimo sol
cogiéndolo con las manos desnudas.
Lexa vio cómo había cambiado su expresión, estaba molesto, incluso
enfadado, pero no con ella, con él mismo por lo que acababa de suceder. Se había
excedido y se arrepentía por ello, a pesar de que lo único que pretendía era que
soltara lo que retenía en su interior y que la desgarraba por dentro.
Lo sucedido era solo suyo, le pertenecía por mucho dolor que le provocara
y debía de superarlo sola, por mucho que agradeciera la ayuda que le estaba
brindando sin ser plenamente consciente de que lo estaba haciendo.
—No estoy enfadada —Le susurró cuando subió en la moto, habló alto,
pero con el motor de fondo era un susurro en su oído.
Se colocó el casco, no la miró, aunque se moría de ganas de hacerlo´,
ocultándole la sonrisa de satisfacción que en ese mismo momento asomaba en su
rostro sin ser consciente de que la había visto a través de uno de los espejos
retrovisores de la moto.
Le había ocultado el resto de la frase dejándola morir en su mente,
abrazándose a su cintura dispuesta a pasar por ese calvario una tercera vez. Si
hubiera completado su pensamiento, no se habrían puesto en marcha, ni mucho
menos hubiera disfrutado de su sonrisa.
La realidad era que ella había tenido la culpa de lo sucedido. Hubo un
momento, corto, milésimas de segundo, en el que deseó abrirse y contarle lo que le
pasaba, el verdadero motivo por el que había abandonado todo, arriesgando su
cordura para poder sanar su corazón, pero no estaba lista y mucho menos para
abrirse a un completo desconocido.
Deseaba llegar, poder encerrarse en el que sería su cuarto, la mitad de su
mundo y darse una ducha para alejar la pesadez que se iba apoderando de ella.
Estaba cansada, mucho más de lo que quería admitir y le quedaba mucho día por
delante, aún no había llamado a sus padres ni a Ruth para contarles como había
ido todo, que estaba bien y feliz, ¡sí, iba a mentirles! En parte eso era lo que llevaba
haciendo ya dos años, pero qué podía hacer si era lo que ellos deseaban de
corazón, el auténtico motivo por el que la dejaron marchar.
Por otro lado estaba él, Kenzei. Ese hombre despertaba en ella demasiadas
emociones, a las cuales, de momento, no pensaba dejarles paso, no hasta que se
sintiera preparada, como mínimo, para poder analizarlas.
 
Dos semanas habían pasado desde que llegó al complejo, desde que lo
conoció y todo su mundo se volvió del revés. Ya no podía pensar en nada que no
fuera él y el laberinto de su mirada, ahora estaba segura de que deseaba perderse
en ellos para no regresar jamás, pero esas mismas dos semanas en las que no había
dejado de torturarse, eran las que llevaba sin verlo, sin coincidir con él ni en el
comedor de los empleados y no estaba segura de si era por su culpa, por lo
sucedido en el camino.
Entró en el comedor, era la hora de la cena y como le sucedió durante esos
catorce días que llevaba allí, lo buscó por las mesas, en la barra y en la zona de
comida con la esperanza de encontrarlo y poder hablar con él. Quería al menos una
oportunidad para poder disculparse por su comportamiento, pero no lo vio, no
estaba allí.
Vio cómo sus compañeras la llamaban haciéndole un hueco en la mesa y
acudió sin pensarlo, no le gustaba estar sola y echaba de menos a su amiga Ruth,
como si necesitase el aire para poder respirar. Todas ellas eran simpáticas, se reía
mucho a su lado y la hacían sentir integrada, pero le faltaba Kenzei.
Habló con ellas, cenó y, como cada noche, se fue a su habitación para poder
hablar con sus padres, después al igual que hacía todas las noches desde que llegó,
saldría a dar un paseo, recorrer el complejo para llegar a conocerlo como si fuera
su pueblo, una parte de ella.
 
Como siempre, Kenzei estaba oculto disfrutando del fresco de la noche,
alejándose del ajetreo del complejo y de su tío, el cual lo traía de cabeza más de lo
acostumbrado. No entendía qué era lo que se traía entre manos, pero le fastidiaba
oírlo hablar de Lexa.
Se pasaba las horas comentando lo buena que era en su trabajo, lo aplicada
que era en todo lo que emprendía, pero lo único que él podía hacer era mantenerse
alejado de ella. No había logrado apartarla de su mente desde el mismo momento
en el que se perdió en sus ojos, en ese cielo claro que le hacía soñar con sus labios
con ese cuerpo y sus curvas.
Se sentía estúpido, llevaba dos semanas esquivándola y la verborrea de su
tío no le ayudaba, pero en el tiempo que pasaron juntos se había dado cuenta de
que ella no estaba lista para comenzar una relación, estaba dañada y no creía poder
ser quien sanara esas heridas.
—¿A quién intento engañar?
Se preguntó a sí mismo, estaba solo y no era un tema que quisiera hablar
con nadie cuando el mismo no entendía qué era lo que sucedía.
Por un lado, se moría de ganas de verla de hablar con ella, besarla… por
otro, deseaba darle el tiempo que necesitaba, no agobiarla con su presencia, con lo
que realmente deseaba, estaba seguro de que ella lo había visto en su mirada.
Alzó la vista pegándole una patada a una pequeña piedra que había en su
camino, tenía que descansar y era el momento de encerrarse en su habitación
cuando la vio salir por la puerta.
Era noche cerrada y no entendía por qué salía a esas horas, qué pretendía.
Decidió seguirla, no quería que se perdiera y conocía muy bien el camino
que había emprendido, por lo que sabía que no estaba pensando con claridad.
 
Desde que llego y abrió las cortinas de su habitación, se moría de ganas por
entrar en ese lugar, era un laberinto, un motivo más de tortura que no le permitía
sacárselo de la cabeza, pero recordaba las palabras de su encargado
—No es aconsejable que entres sola, sin nadie que lo conozca como la palma
de su mano.
Era uno de los motivos por los que había estado buscándolo, quería pedirle
que la llevara al laberinto, pero no era la única razón.
Una vez en la puerta que daba acceso al lugar más bonito que había visto en
su vida, más que toda Escocia en conjunto y eso era mucho decir, frenó sus pasos.
¡Y si se perdía! Siempre tuvo una buena orientación y una memoria increíble, era
su fuerte, lo que le permitió aprender idiomas con una facilidad pasmosa, pero esa
situación no era la misma y podía perderse.
Esa era una de esas situaciones que dejaban ver una parte de ella que quería
cambiar, mejorar y como Ruth le decía en muchas ocasiones, “la vida no era vida si
no le echabas valor y corrías riesgos”, cogió aire y dio el primer paso hacia delante,
iba a arriesgar por segunda vez en su vida, darle algo de riesgo a la tranquilidad de
la que se había rodeado, acomodándola en la monotonía.
 
La vio dudar, parar sus pasos frente al portón que daba paso al laberinto,
pero poco después dio un paso al frente y se introdujo en éste. Algo le decía que
para ella era como una aventura, un gran paso que se estaba obligando a dar, no
iba a dejarla sola.
No era la primera vez que pasaba horas buscando a turistas que, sin prestar
atención a los consejos, se habían adentrado en el laberinto, perdiéndose, y con ella
no iba a ser distinto.
Sonrió, le estaba dando lo que él buscaba, la oportunidad de tenerla para él
solo. Ahora le parecía una estupidez su comportamiento, el como la había
esquivado, ocultándose cuando la veía venir para no enfrentarla, aun sabiendo que
lo estaba buscando. También debía de sincerarse consigo mismo y admitir que no
lo hizo solo por ella, sino por él, por no afrontar su metedura de pata.
“No estoy enfadada” esas fueron las últimas palabras que le oyó
pronunciar, pero él sí lo estaba, se excedió y no encontraba las palabras más
adecuadas para pedirle perdón por su comportamiento. Ahora se le presentaba la
ocasión de arreglar lo que había estropeado, no solo ese momento, dos semanas
atrás, también el haber huido de ella como el cobarde que sentía que era.
Se acercó lo máximo que pudo, no estaba seguro de que fuera bueno
hacerse notar aún, pero, por otro lado, se sentía como un acosador, acechando a
una mujer a altas horas de la noche. “¡Estás loco! Siguiéndola como si fueras un
asesino al acecho de su presa”, se increpó a la vez que pisaba una rama, llamando
su atención, oyendo cómo comenzaba a gritar. Al menos no había salido corriendo.
—Lexa, soy yo —le dijo sin que le hiciera ningún caso —¡LEXA!
Paró de gritar, llevándose las manos al corazón y abrió los ojos al escuchar
cómo gritaba su nombre. Su corazón desbocado intentaba con gran esfuerzo volver
a la normalidad mientras sentía cómo la adrenalina recorría todo su cuerpo a una
velocidad vertiginosa.
Al oír la rama, creyó que todo se había acabado, que sus peores temores se
hacían realidad e iba a morir de la mano de un psicópata escocés, que la violaría,
mataría y después escondería su cuerpo, tirándolo por cualquier barranco que le
viniera de camino regresando a su casa.
—¡ESTÁS LOCO! —Le gritó y agachándose, cogió algunas piedras
pequeñas, lanzándoselas con la mala suerte de no acertar —¡¿Quieres matarme de
un infarto?! Cómo se te ocurre seguirme en silencio, cómo me haces esto.
Kenzei se quedó en silencio, esperando a que soltara todo el miedo que
retenía en su interior, la ira que sentía en ese momento por lo que acababa de
suceder, intentando no reír, algo que le costaba viéndola en el estado en el que se
encontraba, dando saltos, gesticulando como una loca, pero en el mismo sitio, sin
moverse, sin huir de él.
Tenía razón, poco era para el estado en el que se encontraba, meterse en un
lugar que no conocía a altas horas de la noche, sin luna que iluminara su camino,
creyéndose sola y de repente oír cómo una rama se parte, el miedo, el enfado, era
lo mínimo.
Esquivó algunas de las piedras que le lanzó, otras impactaron en él, pero
casi ni las sintió, no imprimió mucha fuerza en su ataque, le chillaba, estaba roja de
la ira y él no podía parar de pensar en sus labios, en besarla y poder saborearla de
una vez por todas, aplacando así esa ansiedad de la que no lograba deshacerse.
—No era mi intención —le dijo cuando vio que callaba, mirándolo,
esperando algo por su parte —, te vi entrar y…
—¡La madre que te parió! —le soltó dejándolo sorprendido —Y lo que te
parece más lógico es seguirme, ocultándote de la oscuridad. ¡Estás loco!
—No es eso —le soltó aumentando el tono de su voz, intentando defenderse
—, y hablando de locos... ¡cómo se te ocurre! Meterte en un laberinto que nunca
has visitado en plena noche, tú sola.
Ahora el turno de callar y sorprenderse era el de Lexa. Pestañeó un par de
veces e intento rebatirle unas cuantas veces más, abriendo la boca y cerrándola a
los pocos segundos, dejando morir lo que pensaba pues tenía razón, su
recriminación era comprensible.
—¡¿Cómo sabes que no he estado antes en el laberinto?! —Kenzei la miró
sin saber qué contestar —Desde que llegamos hace dos semanas no he vuelto a
verte, llegué a pensar que mi primer día en Escocia había sido un sueño.
—¡¿Eso es lo que crees? Soy un sueño para ti —Lo vio sonreír, pero esta tan
enfadada que no era consciente de que estaba avanzando hacia ella —, No me lo
esperaba.
—¡¿Tú alucinas, verdad?! —Lo encaró, era ella esta vez quien dio un paso
hacia él —¿Es esa la única conclusión que sacas de lo que te he dicho?
No podía apartar los ojos de él, quien la miraba con intensidad, con algo…
no podía reconocer que era, pero sentía cómo se erizaba su piel, recorriendo su
cuerpo, dejándolo como si fuera gelatina en manos de un crio que está jugando con
su postre.
Aún no se creía que lo tenía delante suyo, que al final hubiera dado la cara,
aunque para ello hubiera tenido que llevarse el mayor susto de su vida y haber
visto toda su vida pasar por delante de sus ojos al creer que iba a morir.
Logró desengancharse de su mirada cuando percibió movimiento, era él
dando un paso más hacia ella, el silencio pesaba y no sabía qué decirle. Lo miró de
pies a cabeza y sintió un calorcillo agradable recorriéndola para instalarse en su
estómago. Llevaba puestos unos vaqueros y una camisa de manga larga negra que
se había arremangado. Los tres primeros botones estaban desabrochados, dejando
expuesta muy poca piel, pero la suficiente para que desease acariciar su pecho y
saber cómo se sentía su tacto, el calor de su cuerpo.
—¡¿Vas a decirme por qué me has seguido? —una pregunta estúpida que le
sirvió para ganar algo de tiempo y calmarse.
—¿Buscas algo de lo que hablar? —Le respondió con otra pregunta,
sonriendo con picardía, sabía lo que se proponía —Creo que no merece una
respuesta, es evidente.
Lexa negó pues no estaba segura de que fuera lo que ella se imaginaba, era
imposible que se hubiese sentido atraído, al igual que le pasaba a ella, y que eso le
hubiera provocado que la siguiera. Pensar en eso era como soñar con meigas y no
quería dejar volar su imaginación, acompañada de ilusiones que caerían en picado,
dejándola hecha polvo.
—¿Es lo qué crees? —le siguió el juego de las preguntitas viendo cómo
fruncía el ceño, mostrándole que estaba crispando sus nervios con la actitud que
estaba tomando.
—¿No es una excusa? —se acercó a ella, quien dio un paso hacia atrás, no
estaba preparada para que siga acortando distancias —¿No te cansa?
Kenzei dio un paso más, estaba a poco de acorralarla contra los arbustos y
ya no tendría escapatoria. Estaba cansado de ese juego, de retener las ganas que
tenía de besarla y seguir reprimiendo sus sentimientos. Iba a dar el dichoso paso
que llevaba tiempo esquivando por miedo a sentirse rechazado, a que ella lo
apartara y le demostrara que no le correspondía.
Si no arriesgaba, no ganaba y odiaba perder tanto como la situación que
estaban viviendo en ese momento. La vio retroceder un paso más, solo dos pasos y
estaría a su merced, ya no habría vuelta atrás y le quedaba enfrentarse a las dos
únicas posibilidades que había.
O se llevaba la hostia de su vida o le correspondía y conseguía lo que quería
de ella. ¿Cuál de las dos sería? Sonrió ante la visión de las dos.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Lexa no lograba apartar los ojos de él, estaba abstraído, pero sabía bien lo
que estaba haciendo y ella se comenzaba a sentir acorralada. Era una situación
ridícula pero no estaba segura, no sabía si estaba preparada para lo que veía en sus
increíbles ojos verdes. Estos brillaban con esperanza, con deseo, lo que provocaba
que el calor que sentía creciera, encendiendo no solo sus mejillas, su cuerpo
también.
—Ya me estoy cansando de este juego, Lexa —cortó de raíz, logrando que
diera el último paso, viendo cómo reaccionaba al verse acorralada —Tu actitud es
lo que me hace gracia, el miedo que veo en tus preciosos ojos azules.
—¿El laberinto tiene centro? —Kenzei frenó su avance, suspirando
frustrado —¡Llévame, por favor!
Una nueva excusa que conseguía frenarlo, no quería forzarla, no era su
forma de ser, pero podía probar con otra cosa, le tendió la mano, esperando a que
la aceptara.
—No está lejos —le dijo y ella aceptó la mano—¿Por qué te has internado en
el laberinto?
—Porque me apetecía mucho verlo por dentro, no quería hacerlo sola pero
no te encontraba por ningún lado para pedirte que me acompañaras —le dijo, su
voz sonaba nerviosa lo que le decía que no mentía que lo había estado buscando
cuando él se ocultaba por no molestarla, por darle el espacio que creía que
necesitaba.
—Tienes compañeros que podrían haberte acompañado —probó esperando
la respuesta que deseaba escuchar de sus labios, arriesgando a que no fuera esa
precisamente.
Lexa lo miró y después agachó la cabeza, avergonzada, no sabía cómo
decirle el verdadero motivo, no podría soportar la sorpresa seguida de decepción
en su mirada. La posibilidad de que fuera un mero entretenimiento estaba ahí,
flotando en el aire.
Vio su reacción y creyó haberlo estropeado otra vez. Paró en seco,
cogiéndola de los brazos, incitándola a que lo mirara a los ojos y tuviera el valor de
hablar, de contarle qué era lo que pasaba y por qué veía tristeza en su rostro.
—No quería venir con nadie más —Lo soltó así, de golpe sin anestesia, para
ella, claro, se había expuesto a ser despreciada, juzgada por un hombre que le
atraía demasiado, que trastornaba sus sueños y aceleraba su corazón con su
presencia —Fuiste la primera persona a la que conocí aquí, tenías que ser tú.
Kenzei no cabía en sí de la alegría que nacía en su interior, notando cómo su
corazón palpitaba con fuerza, acelerado, mientras sus palabras se repetían en su
cabeza. Sonrió, lo único de lo que era capaz en ese momento y miró todo lo que les
rodeaba, esperando despertar y comprobar que era un sueño, pero nada sucedió,
ya se encontraban en el centro del laberinto, la zona más hermosa de éste y tenía
ganas de gritar de alegría.
Lexa lo miró, no veía nada, ni la más mínima reacción por su parte y sintió
que su corazón se partía. ¿Cómo era posible si aún no había logrado
recomponerlo? Sabía que era bueno decir la verdad, sincerarse sin saber si le
correspondía, si sentía algo por ella, pero su impulsividad la empujó, lanzándola
por un precipicio por el que seguía cayendo, temiendo el duro golpe que se iba a
dar.
—¿Vas a decir algo? —le preguntó viendo cómo sus ojos volvían a centrarse
en ella —Lo que sea, no pretendía incomodarte, pero soy capaz de asimilar lo que
sea.
Kenzei la pegó a su cuerpo, levantando su rostro hacia él, acercándose
despacio, disfrutando del momento que estaba viviendo al máximo. Quería
embeberse de su mirada azul, del sabor de sus labios, del tacto de su piel, lo quería
todo de ella.
Lexa entreabrió los labios, deseando que lo hiciera que la besara, sin ser
consciente de que con su cercanía se había saltado un latido para dar inicio a una
brutal cabalgata cuando sintió sus labios sobre los suyos.
Sus bocas se abrieron, dando consentimiento a sus lenguas a que se
buscaran, encontrándose con timidez para dar paso a un baile erótico en el que
cada uno memorizaba cada rincón de sus bocas, cada sensación que se provocaban
al rozarse, buscándose con esa ansiedad que llevaban reteniendo desde el mismo
momento en el que sus miradas se encontraron.
—Tú, mi cielo —Le dijo al separarse para recuperar el aire.
—Tú, mi laberinto —le respondió dando el paso para seguir disfrutando de
su boca.
EL AMOR COMO TERAPIA

Rosa de la Corte

A veces ocurren hechos en la vida que desvían su curso. Suelen ser


pequeños sucesos, únicos e irrepetibles que cambian el destino de una persona.
Me llamo Clara y mi vida se transformó por amor. Un flechazo marcó el
punto de inflexión en mi existencia y abrió una etapa fresca, maravillosa e
inesperada. Todo fue tan rápido e imprevisto que aún sigo atrapada en aquella
mágica situación. Pero si me lo permiten, empezaré a contarla desde el principio.
Yo era una chica cargada de complejos, muy vulnerable, extraña y
desequilibrada. Por supuesto no creía en el amor a primera vista. Sin embargo,
desde el instante que sentí su flecha, comencé a percibir las cosas distintas, mi
cerebro dio un giro de 180 grados. Una semana antes de que mi vida diera el
vuelco definitivo, yo solo deseaba suicidarme y ahora solo quiero vivir. Este
milagro de amor se produjo gracias al precioso sentimiento que Alberto generó en
mí; él logró alejar de mi cabeza la obsesión de desparecer para siempre. Alberto es
psicólogo, y solo Dios sabe la falta que me hacía.
Todo comenzó aquel miércoles por la mañana que fui a su consulta.
Mientras esperaba en la sala de espera, me sentía inquieta, no paraba de
preguntarme qué hacía allí sentada como un pasmarote. Me habían obligado mi
amiga Sagrario y su hijo Julito. Es paradójico que un chico de doce años sea tan
sensible y tan macarra a la vez, pero esa es otra historia y no debo perder el hilo…
Ellos se pusieron en contacto con la clínica donde pasaba consulta Alberto.
Pidieron la cita y, ese día, propiciaron mi felicidad.
Recuerdo aquella sala de espera, impersonal y confortable a la vez. Se
palpaba en el ambiente el silencioso olvido del que se va y desaparece de la
memoria. Durante el tiempo que aguardé mi turno, cogí una revista evitando la
ansiedad. Sentía la necesidad de entretener los pensamientos que se agolpaban en
mi mente. Me encontraba mal, muy revuelta. La terapia me producía vértigo y
generaba dentro de mí un miedo extraño e inexplicable que me aturdía. En mi
cabeza solo encontraba oscuros presagios, esos que me lanzaban siempre al
abismo.
Mi gran problema fue siempre el miedo cerval a ser abandonada y a la
temida soledad. Esa soledad que me impulsaba a un vacío insondable y oscuro del
que no podía escapar.  Me afectaba tanto, que me convertía en un ser humano
vulnerable, incapaz de salir a la calle por miedo a sufrir un accidente o a ser presa
fácil de ladrones y violadores. ¿Cómo había podido llegar a esa situación?, cuando
hubo una época, no menos catastrófica, en la que me exponía sola en la madrugada
mientras dirigía mis pasos al oscuro callejón para follar compulsivamente, en
busca de sexo momentáneo y encontrar una precaria paz. Tras estas patéticas
escapadas, volvía a casa convencida de que no podía pasarme nada bueno, con la
culpa pegada al alma y acariciando con mis manos a la temida crisis de ansiedad.
Andaba con estos pensamientos, cuando por fin se abrió la puerta y escuché
mi nombre, me quedé petrificada, pero reaccioné a tiempo, antes de que la voz
oculta llamara a otro paciente. Traspasé el umbral de la consulta donde se
encontraba él con su sonrisa encantadora que me desarmó. Presa del pánico,
intenté retroceder, salir de allí para no volver, pero sus primeras palabras
detuvieron aquel cúmulo de emociones.
-Pasa y siéntate, por favor.
Alberto me miró a los ojos en un intento por averiguar lo que me ocurría.
Yo logré mirarle y advertí lo imponente que era. De pronto me vi envuelta,
durante unos segundos, en una vorágine interna que surgió en mi estómago y una
fina punzada dio paso a un sudor frío, envolvente, que me aturdió. Intenté aspirar
el aire que flotaba a mi alrededor, me eché para atrás y toqué con la espalda el
respaldo de la silla donde me hallaba sentada, con la intención de serenar mi
ansiedad. Su encantadora mirada propició que poco a poco aplacara mis nervios.
- ¿En qué te puedo ayudar, Clara?
-No sé -contesté como una idiota.
Él sonrió y preguntó de nuevo.
- Por algo tienes que haber venido hasta aquí.
-Sí, claro. Perdona -balbuceé mientras me reponía de lo que estaba
sintiendo. Pero algo me hizo reaccionar. Tal vez el escaso orgullo que me quedaba
hizo un milagro y me recompuse un poco para hablar.
-Mi vida es un desastre.
-Bueno, al fin tenemos algo por dónde empezar. Pero antes tengo que
hacerte unas preguntas importantes para situarme:
-¿Cuántos años tienes?
-Veinticinco.
-Dónde vives.
-Aquí en Madrid. En la calle Arzobispo Morcillo, 16.
-Eso está por la zona de La Paz, ¿no? -preguntó sonriendo.
-Sí, muy cerca del hospital.
- ¿Naciste en Madrid?
-No, en Barcelona. Pero vine a Madrid a los seis años.
- ¿Qué estudios tienes?
-Soy licenciada en Economía.
- ¿En qué trabajas?
-No trabajo. Solo ayudo, por las tardes, a un niño de doce años con las
matemáticas.
-Cuéntame por qué crees que tu vida no funciona.
-Porque desde que se marcharon ellos, cada instante del día se convierte en
una tortura. Porque a todas horas noto mi cabeza brincar sin encontrar las
respuestas que necesito. Me aterra no tener expectativas ni futuro.
-Vayamos por partes, Clara. ¿Quiénes se fueron? -noté un brillo especial en
los ojos. Algo había cambiado.
-Primero mis padres y luego Montse.
-Tienes miedo a la soledad, ¿no?
-Sí y a la sensación de abandono -contesté-. Desde hace mucho tiempo,
soporto un miedo invencible al abandono. Creo que se ha sedimentado en mi
sangre. El primer abandono lo sufrí cuando murieron mis padres. Desde entonces,
vivo en el infierno. Aunque la abuela Amelia nos recogió en su casa a mi hermana
Montse y a mí, fui incapaz de sobreponerme a la enorme pérdida que supuso
quedar huérfana a los seis años. Sé que todo se debe a mi fragilidad, siempre he
sido demasiado débil para afrontar los tres abandonos que han marcado mi
existencia.
Hice una pausa para mirar a Alberto, pero él me indicó que siguiera con el
relato, que no me detuviera. Y continué con mi historia:
-Lo cierto es que me aferré como a un clavo ardiendo a mi hermana mayor.
Desconozco la verdadera razón por la que siempre me he dejado llevar por ella.
Evidentemente, mi ánimo y mis emociones se hallaban vinculados a los suyos
desde que tenía uso de razón. Por eso, cuando desapareció de mi vida, caí en un
vacío sin fondo, no supe qué hacer. Ya no estaba ella para indicarme si tenía que
estar triste o alegre, si había que sufrir o no, y, sobre todo, si debía sentirme
culpable. Sin duda, soy una mujer débil, aunque odio esa palabra por haberla oído
demasiadas veces salir de la boca de Montse, es obvio que decía la verdad. Tenía
razón cuando me reprochaba mi falta de valor para vivir y cuando me explicaba
que el miedo paralizante que siento, como la mayoría de los miedos, es anímico,
originado por la incertidumbre y la sempiterna duda de no saber qué me deparará
el futuro.
Al terminar de contar este episodio, fue cuando comencé a llorar y él me dio
el primer clínex de los muchos que enjugué durante la sesión. Sentía la necesidad
de contárselo todo al hombre que tenía enfrente y me trastornaba todos los
sentidos:
-Reconozco que Montse llevaba la mayor parte de los asuntos, también los
del hogar, excepto las labores doméstica, todo había estado bajo su control. Para mí
era cómodo vivir así. Aunque nunca realizó las tareas domésticas y tampoco bajó a
su perrita Bonita al jardín de la urbanización para que hiciera sus necesidades…
Para eso estaba yo. Es justo decir que ella manejaba con cierta habilidad los hilos
domésticos. Eso sí, sin preguntarme jamás qué me parecían sus decisiones. Tenía
días raros también Montse. Le daba por mover, presa de los nervios, todos los
muebles de la casa, arrastrándolos de una estancia a otra con un insólito vigor
cuando la reconcomía alguna cuestión secreta que jamás me manifestó. En
realidad, igualmente hacía y deshacía en mi vida, dictándome continuamente las
pautas a seguir. Todos los pasos que yo daba estaban previamente dirigidos por
ella.
A Montse siempre le pareció más fácil disponer de mi vida, que enseñarme
a vivir, era cuestión de tiempo y ganas. Sin embargo, yo necesitaba aprender esa
lección. Aunque reconozco en mi fuero interno, lo cómodo que fue existir bajo el
amparo de la fuerza de mi hermana mayor, así no cometía errores de los que me
pudiera arrepentir, ni debía responsabilizarme de mis actos y, sobre todo, evitaba
su cólera cuando no hacía aquello que ella esperaba. Desde muy pequeña, había
aprendido esta forma de proceder. Todo comenzó cuando nos acogió la abuela
Amelia, tras el fallecimiento de nuestros padres. Aquella desgracia supuso el
punto de inflexión que cambiaría nuestras vidas. Fue cuando adquirimos los roles
que nos marcarían profundamente y perdurarían hasta la actualidad.
-Entonces -susurró Alberto, como hablando solo para él-. Tú reconoces que
has vivido dependiente de tu hermana mayor. Es importante subrayar esta
situación. Sigue, por favor.
-Hasta el día de su huida, Montse había sustentado el hogar con los
excelentes ingresos que obtenía en su consulta de psicología, cuya reforma la llevó
a cabo con parte de la herencia que nos dejó la abuela Amelia, tras su fallecimiento.
-Perdona que te interrumpa -me dijo mientras tosía y tragaba saliva-. ¿Tu
hermana es Montse Galán?
-Sí. ¿La conoces?
-Sí, claro. En este gremio nos conocemos todos. Prosigue, por favor.
-Te decía que la abuela Amelia nos dejó una buena herencia. Fuimos sus
únicas nietas y herederas. Con ella tuvimos que marchar tras el accidente aéreo de
nuestros padres en pleno océano Atlántico, cuando viajaban hacia la costa oeste de
Estados Unidos. Supe, muchos años después, que se daban otra oportunidad para
seguir juntos cuando decidieron regalarse una segunda luna de miel cuyo destino
nunca alcanzaron. Aquello fue una tragedia para nosotras y, en especial, para la
abuela Amelia. El dolor de perder a su única hija jamás lo superó; esa muerte la
enterró en vida. El tremendo mazazo la fue transformando en una mujer
depresiva, muy triste, sin un ápice de vitalidad. Cuando recuerdo aquella época, la
confusión domina mi mente, tenía seis años y mi hermana once. Únicamente
recuerdo con cierta nitidez el fuerte lazo que me unió a Montse en aquellos
momentos convulsos tras perder a mis padres, y el amor incondicional que
comencé a profesarle a ella. Montse se convirtió en mi referente, mi seguridad y mi
vida.
En aquella consulta, comenzó a tratar con diversas terapias a sus pacientes,
unos meses después de acabar su licenciatura en la Complutense y un máster en
Psicología de la Intervención Social en la Universidad de Granada. Ella es una
mujer inteligente, de voz sedosa. Además, posee un carácter levemente autoritario,
con cierto entusiasmo impostado y una fuerza interior que le brota a chorros. Con
estas cualidades lograba los cambios conductuales de sus pacientes.
Gradualmente, Montse fue adquiriendo una excelente notoriedad profesional, sus
éxitos como terapeuta iban de boca en boca, de foro en foro. Comenzó a escribir
libros de autoayuda dirigidos a esa población con necesidad de ayuda, confundida
y sufridora como yo, y el dinero inundó su cuenta corriente.
-Cierto –apuntilló Alberto, dando por aceptable la descripción que había
hecho de mi hermana.
-Continúa, Clara.
-Montse también apuntalaba nuestro equilibrio doméstico con un estricto
sentido del orden. Un lugar para cada cosa, todo es más fácil con organización, me
decía furiosa en las pocas ocasiones que no encontraba las pinzas de depilar, las
tijeras o el cepillo del pelo en el lugar previamente elegido por ella. Se indignaba
conmigo durante esos instantes de desestabilización que odiaba sentir y solo se
aplacaba cuando yo aparecía portando el objeto de su deseo.
-¿Sabes por qué se marchó?
-Por mi bien. Así me lo expresó en una carta cuando ya habían pasado tres
meses de su desaparición.
-Ya. Pero sigue por orden, por favor. Lo estás narrando muy bien -me dijo
acercándome un clínex al ver mis ojos otra vez inundados de lágrimas. Parecía
compadecerse de mí. Sentí repulsión ante esa sensación de pena. Quería
enamorarlo, yo ya estaba enamorada de él. Pero el descalabro interior seguía su
curso sin poder evitarlo.
-De acuerdo, sigo… Desde su estampida, comencé a percibir a las personas
de mi entorno como psicópatas, sospechando cosas horribles de ellas. Desconfiaba
del dependiente de la panadería situada en la esquina, me parecía un individuo
bastante trastornado que esperaba el momento idóneo para violarme, matarme y
poder descuartizar mi cuerpo como había visto en el telediario que le ocurrió a una
peregrina americana que iba haciendo el Camino de Santiago. Por ese miedo, dejé
de ir a aquella tienda y me desplazaba hasta la segunda vaguada, a dos kilómetros
de mi casa, para comprar el pan semanal y los diversos pastelillos de crema y
chocolate que engullía hasta que duraban. También Silvia, la farmacéutica, me
inspiraba cierta desconfianza. Notaba que me miraba de forma sesgada, aquella
mujer miope rodeada de potentes fármacos y extraños brebajes, me producía
demasiada zozobra. Una cosa parecida me ocurría también con la china del bazar,
su semblante me inquietaba. Pensaba que algo muy turbio se agitaba dentro de ella
cuando la contemplaba apoyada en la puerta de su excéntrico comercio seria y
reconcentrada. Ellos fueron la razón por la que cambié la puerta de entrada por
otra mejor blindada. Cuando me dieron las cinco llaves nuevas, las guardé en
lugares recónditos de la casa, imposible de encontrar. Una de ellas, la engarcé en
mi llavero que llevo en el bolso siempre al alcance de mi vista.
- ¿No tienes a nadie, Clara? ¿Ni a una amiga?
-Solo tengo a Sagrario. Ella está excluida de mis aprensiones. No sé por qué
confío en mi vecina. Es algo instintivo, que me sale de dentro. Tal vez es una
necesidad de amarrarme a alguien otra vez. Es a la única persona que le comento
mis miedos, los temores paralizantes que me impiden salir a la calle y la rabiosa
incertidumbre que me invade cuando pienso en mi futuro al estar tan sola.
Sagrario me dice que siento miedo a lo desconocido por la angustia que me dejó
Monte tras huir de la casa. Que debo encontrar mi camino. Pero eso de encontrar
mi camino es fácil decirlo, sobre todo para ella, que es una mujer fuerte. Sin
embargo, yo soy una calamidad y no puedo estar sola. Mi cabeza me da vueltas
todo el rato y no dejo de pensar en Montse.
“Tienes que aprender a vivir, Clara, no hay otra” me repite sin cesar. Un
día, creo que harta de mí, me dejó un libro de autoayuda mientras me decía que a
ella le había ayudado a entender ciertas cosas que desconocía. “Espera un
momento que lo busco, creo que está en mi dormitorio”, me dijo muy segura.
Vi cómo desaparecía Sagra en la oscuridad del umbral con cierto
escepticismo en mis ojos, pero no me atreví a negarle su ofrecimiento. Mientras
esperaba el libro de autoayuda, pensé que nada ni nadie podría aliviar mi zozobra.
-Toma corazón, léelo y después me dices si te ha servido para algo –musitó
mientras   depositaba en mis manos un tocho infumable, de esos que nadie lee.
Además, en mi casa guardaba varios libros de autoayuda escritos por mi hermana
y otros autores que ya había ojeado, incluso algunos leídos y, lo peor era que la
teoría la sabía, pero ponerla en práctica era otra cosa. Le di las gracias y entré en mi
casa con el libraco que me ofreció Sagra. Lo dejé en la cama sin intención de leerlo.
- ¿No hay momentos de tranquilidad en tu vida, Clara? -me preguntó aquel
hombre del cual me había enamorado como una idiota.
-De vez en cuando, encuentro cierto sosiego y soy consciente de mis
paranoias, de que he tocado fondo; de eso estoy segura después de un intento de
suicidio. Sé que cuando no te fías ni de tu propia sombra, está todo perdido porque
el aislamiento es absoluto y hay que poner remedio.
-Exacto -me contestó sonriendo con esa sonrisa que me traspasaba el alma.
Pero siguió hablando:
-Tenemos aún media hora por delante. Es el momento de que me cuentes el
episodio en que quisiste suicidarte.
-Precisamente, fue el mismo día que Sagra me dio el libro de auto ayuda.
Hace dos años engordé bastante, y me decían la gorda. Tanto los niños como sus
padres y en general todos aquellos que vivían en la urbanización. Incluso el cartero
me llamaba así. En realidad, mi gordura era de libro porque no paraba de comer.
Se convirtió en una necesidad insana y era consciente de ello. Pero un indomable
impulso me lanzaba a la nevera y al cajón de los pastelillos. Es cierto que detestaba
y detesto mis lorzas. Jamás me observo en el espejo de cuerpo entero. Solo cuando
me peino, me miro en el espejo del baño que corta mi imagen desde el escote hacia
arriba y únicamente veo un grueso cuello que sostiene mi horrible cara de luna.
Hice una pausa para coger otro clínex bajo la atenta mirada de Alberto.
Pudo conmigo todas las emociones que se agolparon en mi estómago, mientras
hablaba de aquel oscuro episodio. Debía llorar para expulsar toda esa mierda al
exterior y alcanzar el mínimo sosiego para seguir hablando.
-Un poco exagerada la forma en que te ves en el espejo, Clara. ¿Ya estás
mejor para seguir?
-Sí, creo que sí.
-Pues, adelante.
-Aquel día, no soporté mi imagen reflejada en el espejo, algo turbio se
revolvió dentro de mí. En el instante en que me enfrenté a mi imagen recortada, no
paré de insultarme, de decirme puta gorda, patética, inútil, cabrona, y una serie de
calificativos que ni mi peor enemigo me dedicaría por pura compasión… Ese día,
también comencé a abofetearme, a escupir sobre mi imagen reflejada en el espejo, a
arañar mis mejillas y a gritar con todas mis fuerzas,” te odio”. Aunque yo estaba
acostumbrada a mi insondable capacidad de destruirme, a mis juicios excesivos
enrevesados con los años, a mi estrechez de criterio que me impedía
compadecerme de mí misma. Sin embargo, aquella vez, frente al espejo, rebasé mis
propios límites. Me odiaba tanto que rechazaba mi identidad.
Después de haberme vituperado hasta la saciedad, me eché temblando en la
cama ignorando mis ojos anegados de lágrimas. Me veía como un monstruo
abominable, despreciada y abandonada por todos y en ese momento, decidí morir.
No era algo nuevo, llevaba tiempo con esa idea alojada en mi cabeza. Me
encontraba en la encrucijada de la vida y la muerte, en un callejón sin salida, al
menos yo lo veía así ese día. Me sentía incomprendida, pero lo que me escocía el
alma era que sin Montse no sabía vivir.
Debí dormir, porque me despertó la tristeza. No la había sentido durante la
sesión de insultos que me dediqué. La noté en la niebla invisible que me saturaba
el alma después de la extraña siesta que me envolvió sin querer y que yo interpreté
como una notificación divina de que estaba viviendo mis últimas horas. Poco a
poco, mientras permanecía acostada con los ojos cerrados, fui sintiendo dentro,
una a una, las razones por las que me iba a suicidar.
De nuevo cogí un clínex, no era fácil explicar aquel triste episodio. Miré
rápidamente a Alberto, después desvié mis pupilas a otro punto de su despacho
por la vergüenza que me invadió. Vi compasión y algo más en sus ojos que no
podría definir. Solo puedo decir que no era indiferencia.
- ¿Estás preparada para continuar, Clara? Si ves que no puedes seguir, lo
dejamos para otra sesión -me dijo con su cálida voz.
-Puedo seguir.
-Pues adelante…
-Me levanté y encendí un cigarrillo. Abrí el grifo de la bañera mientras
pensaba que tomaría el frasco de pastillas para dormir, el que tenía en el cajón de
la mesilla de noche. Hacía años que tomaba aquel fármaco cuyo poder me inducía
al sueño para paliar el insomnio. Tenía claro que una vez aturdida, me rebanaría
las venas de las muñecas. Pensé en la placidez de la muerte, esa placidez que tanto
me atraía. Mientras se llenaba la bañera, me tiré en la cama presa de un llanto
irrefrenable al tiempo que notaba un objeto incrustado en mi abdomen. Levemente
me arqueé para extraer el libro de pastas amarillas con letras rojas que se me había
clavado en la piel y que ojeé sin interés como último acto que iba a realizar en mi
vida. Lo abrí y leí lo primero que vi. El primer amor, se titulaba aquel capítulo.
Continué escudriñando las palabras que allí aparecían, la cuales quedaron
grabadas en mi mente.
-¿Qué leíste, Clara?
- “Puede que tengas una enfermedad social, una enfermedad que no se
pueda curar con una simple inyección. Es muy probable que te haya infectado el
virus del desprecio a ti mismo y el único remedio conocido para esto es una buena
dosis masiva de amor propio, o amor a ti mismo”. ¿Te suenan? -le pregunté a
Alberto que me miraba con los ojos brillantes.
-Absolutamente. Lo escribí yo -respondió con una sonrisa encantadora en
sus labios
-Cerré el libro que me dejó Sagra de golpe e imaginé esas palabras puestas
en su boca. Visualicé la imagen de mi vecina repitiéndolas y experimenté algo
nuevo. Amarse a sí mismo, me dije. Este era un concepto inédito para mí, desde
niña me enseñaron a pensar en los demás, a amar al prójimo, sin embargo, no
recordaba este mensaje: ámate a ti mismo.
Examiné la portada buscando el autor o autora de aquel libro de autoayuda
que estaba posponiendo mi muerte. Recordé que tenía el agua cayendo a caño en
la bañera y ahora sobre el suelo por haber rebasado su capacidad. “Coño, con el
puto libro de los cojones”, dije en voz alta mientras cerraba el grifo. Con los pies
chorreando y Bonita entre mis piernas, asustada por tanta agua, volví a la cama
para saber el nombre que buscaba. Alberto Muñoz Cardona. Alberto, repetí. Tal
vez lo conozca Montse. Otra vez pensé en ella y la congoja volvió a mis pulmones
que comenzaron a hiperventilar por la acuciante ansiedad que brotó desde lo más
profundo de mi ser. Un nudo gigante taponó mi faringe impidiéndome respirar,
me agaché para coger aire desde el suelo y acabé sobre él llorando, pateando y
gritando como una loca de atar. La crisis de ansiedad estaba en su apogeo cuando
escuché el timbre de la puerta. Decidí no abrir, carecía de fuerzas para recibir a
nadie. Estaba a punto de cortarme las venas sin compasión ni amor a mí misma,
sin futuro ni posibilidad se sobreponerme del colapso que me incapacitaba para
vivir. Precisaba la paz eterna con urgencia, dejar de existir, de sufrir, se me
antojaba la mejor idea del mundo. Me introduje en la bañera, cuyo contenido se
desbordó de nuevo sobre el suelo. La cuchilla de afeitar la había comprado días
antes, cuando comenzaron las ideas suicidas a rondar por mi cabeza. La divisé y
me levanté para atraparla entre las cosas que se agolpaban en la balda de cristal.
Otra oleada de agua inundó el cuarto de baño. Reparé en que había más agua fuera
que dentro de la bañera y ese pensamiento me hizo sonreír. Puta gorda, ¿qué
hiciste?, me reproché al tiempo que avistaba el agua correr por toda la casa.
En un impulso desesperado, cogí la cuchilla para cortar las venas de mi
muñeca y escuché por segunda vez un timbrazo largo que me sobresaltó y aparté
la cuchilla de mi piel. Paralizada, salí de la bañera, me dirigí a la puerta para
observar por la mirilla. Era Julito, el hijo de Sagra mirando el suelo. Entonces me di
cuenta de que el agua había salido por debajo de la puerta y había originado un
considerable charco. Sin saber por qué, abrí y saqué mi cabeza por el hueco
escondiendo mi desnudez.
-Hola -me dijo Julito- Se ha inundado el descansillo. ¿Se ha roto una
tubería?
Observé el suelo anegado y miré luego al chaval que sostenía su mirada
directa, limpia, esperando mi respuesta.
-Sí -le contesté-. Ya he llamado al fontanero. Gracias por tu interés -le mentí
por puro pudor.
-Ah, vale.
El niño portaba un libro de Matemáticas de primero de la ESO. Miré la
portada del libro y Julito al ver clavados mis ojos en el texto sonrió.
-Se me dan fatal, tía. Vengo de la clase particular con Yoli, pero no me
entero de nada. Odio las Matemáticas, soy un puto ceporro -me dijo de forma muy
natural, como el que habla con un amigo.
Yo tenía frío, el agua se estaba enfriando en mi cuerpo, debía cerrar ya la
puerta y despachar a Julito, pero había algo que me impedía cortar la
conversación. Hacía tiempo que no percibía la calidez de ojos que poseía aquel
pequeñajo y su sonrisa sincera me cautivó. Sentí compasión por el niño y su
dificultad con las matemáticas y me vi obligada a explicarle cómo estudiarlas.
-Las mates hay que afrontarlas con seguridad y trabajarlas un poco más que
otras materias. Tienes que aprender a razonar, a desarrollar tu pensamiento
abstracto y eso se consigue haciendo muchos ejercicios y resolviendo problemas.
-Sí, lo sé. Pero soy un puto vago. Solo me interesa lo que me gusta. Con los
videojuegos soy el mejor.
-Ya -musité. Yo estaba perpleja por la extraña conversación que mantenía
con un mocoso torpe y vago que había interrumpido mi suicidio, el acto más
transcendental de mi vida.
- ¿Te ayudo a recoger el agua? Te va a caer una buena si los vecinos ven esta
movida. La que has liado, tía.
- ¿Tía?
-Bueno, como te llames, no me acuerdo ahora…
-Clara.
-Vale, Clara. ¿Te ayudo o no?
-No, no… Gracias. Ya lo hago yo.
-Entonces me voy a mi casa. Adiós.
-Hasta luego… Oye, si necesitas ayuda con las mates, me lo dices.
El niño me miró con extrañeza. No esperaba tal generosidad de mí. Recordó
que al día siguiente tenía un examen de fracciones y no tenía ni puta idea de cómo
se hacía la simplificación. Se volvió para contestarme que no, pero de sus labios
salió un “vale, por la tarde vengo a que me expliques esta mierda que no sé cómo
comérmela”. 
-Vaya boquita que tienes, chaval.
-Bueno, ¿vengo o no?
- ¿A qué hora vas a venir?
-A las ocho.
-Mejor a la siete -rematé.
-Vale, hasta luego…
Cuando volví al cuarto de baño con la idea de retomar mi suicidio, reparé
en la magnitud de lo que había liado. La casa estaba anegada, la bañera casi vacía y
las cuchillas desparramadas por el suelo, flotando en el agua que allí se acumulaba.
Pisé con cuidado la superficie fría del cuarto de baño, intentaba no cortarme los
pies con las cuchillas mientras sonreía por la incoherencia en la que se asentaba mi
pensamiento. Ahora no quería hacerme heridas, habían desaparecido las ganas de
suicidarme. Aquella tarde tenía que ayudar a Julito y pospuse, para el día
siguiente, el firme propósito de quitarme de en medio.
Me dispuse a recoger el agua y descubrí que la suciedad del suelo se
concentraba en la superficie. Me produjo un asco horrible mi hogar, mientras me
preguntaba desde cuándo no limpiaba el suelo, ni lavaba la ropa, ni fregaba los
cacharos amontonados en la encimera y el fregadero de la cocina que, sin duda, era
el lugar más impresentable de la casa. Contemplé mi pereza tan categórica que me
avergoncé de ella y empecé una labor desaforada para adecentar mi morada antes
de que llegara Julito. No deseaba testigos de mi decadencia, tampoco quería
presentarme ante el niño de cualquier modo, aún me quedaba un poco de
dignidad.
Ese día no me dio tiempo a llamar a la pizzería. A eso de las cuatro, me
preparé un café con leche caducada y engullí el último bollo que me quedaba en la
despensa. No sentí el apetito animal e insaciable que notaba otras veces. Estaba
demasiado ocupada para atender a mi estómago. Aún debía limpiar el salón y la
entrada y eran las cinco y media.
Al ver flotando por el suelo del hall el sobre y la carta que me había enviado
Montse, me agaché de inmediato a cogerla para evitar lo que ya había sucedido; la
carta se había emborronado y era imposible leer su texto. Mejor, me dije sonriendo
irónicamente pues sabía de memoria el contenido que Montse escribió, en su
eterna manía de ser perfecta, con un tacto intachable. Recogí los trozos empapados
del papel y los tiré a la basura con un pellizco en el estómago.
Cuando volví a mirar el reloj, descubrí lo tarde que era; faltaban veinte
minutos para las siete. Entonces, decidí vestirme. Llevaba el albornoz que
precariamente me puse nada más cerrarle la puerta a Julito. Pensé en el pequeño,
me pregunté con cierta aprensión si Julito sería un niño normal. Me producía
bastante miedo enfrentarme al chaval. No poseía herramientas interiores para
relacionarme con los seres humanos. Recordé mis años de instituto y universidad.
El tiempo que permanecí en la Facultad de Económicas, nunca intimé con ningún
compañero, mucho menos en el instituto. La distancia era insuperable para mí,
quizá jamás puse interés en ello. Solo una vez me dejé tocar por un chico. Era otro
ser extraño que deambulaba por los pasillos de la facultad sin entrar en clase.
Hice una pausa con miedo a su reacción. No sabía si seguir contando esa
etapa, no muy lejana, que me abochornaba tanto.
-Quieres descansar un poco. Bebe agua -me pidió Alberto mirándome con
confianza.
Me sentía bien con él. De mi boca brotaban las palabras atascadas desde
hacía mucho tiempo. En realidad, lo que estaba soltando nunca lo había
verbalizado y sentía un cierto alivio al desembuchar tantas mierdas guardadas. En
milésimas de segundo, decidí contarle todo, era la única forma de saber si era útil
aquella terapia.
-Te decía que solo me dejé tocar por un compañero. Era un chico marroquí,
alto y desgarbado. Nunca supe su nombre, ni siquiera si era miembro de una
organización yihadista, o simplemente era un redomado holgazán que no daba
golpe. Después de tanto tiempo, todavía me cuesta descifrar aquel extraño
momento en el que me dejé el himen sobre el asiento trasero de un viejo Seat Ibiza.
Fue sórdido, sin besos ni caricias. Solo una penetración rápida y un frenético
movimiento de caderas que me dejó vislumbrando el orgasmo. Después de aquel
encuentro, mis relaciones siempre fueron semejantes a esta primera. En cualquier
aseo público o callejón oscuro se me acercaba un hombre y me penetraba sin
mirarme a los ojos. Solo había violentas embestidas con la única pretensión de
llegar a la cúspide del placer. Cuando desaparecían los jadeos, cada uno nos
marchábamos por nuestro lado sin mediar palabra. Los rostros, los ojos y las voces
nunca los registré en mi cerebro, no me acuerdo de ellos. Yo me centraba en sus
penes duros y erectos para utilizarlos como válvulas de escape y culminar mi
deseo ávido, casi animal, de ser empotrada contra una pared. Me volví adicta del
sexo furtivo, creció en mí la necesidad de dirigirme cada noche al lugar donde mi
cuerpo encontraba, tras aullar, una precaria paz… Ahora me cuesta recordar estos
sucesos que estuvieron presentes en mi vida durante varios meses, hasta que
Montse me descubrió una noche que me siguió hasta el callejón donde se
producían mis encuentros sexuales.
Es difícil recordar aquella humillante escena cargada de miedo y pudor. Fue
cuando se abrió una brecha insalvable entre nosotras. Pensar en ello me deprime
tanto, que siempre paso un tupido velo a esos recuerdos, que seguro me acuciarán
en otro momento. Pero, ahora, no me puedo permitir machacarme con ellos. Debo
apartar de mi cabeza esas mierdas. Prefiero hablar de Julito. Aquel día que estuve
al borde del suicidio, vino el niño por la tarde. Cuando oí el timbre, yo contaba con
las fuerzas justas para resistir sus ojos, estuve un rato dudando si abrir. Decidí
enfrentarme a él y al abrir la puerta, me encontré a Julito de espaldas, parecía irse
con su libro en las manos.
- ¿A dónde vas?
-Ah, estás aquí, tía. Creía que te habías pirado.
-Anda, pasa.
Julito entró mirándolo todo. Era su costumbre escrutar y observar cada vez
que entraba en un lugar desconocido, aunque ninguna conclusión extraía de tal
contemplación. Poco o nada le importaban la decoración, la pulcritud y la
distribución de los muebles, era puro entretenimiento por lo que miraba todo.
-Siéntate aquí, trabajaremos en la mesa del comedor que es espaciosa – le
indiqué encendiendo un cigarro.
Le arrastré la silla para que el niño se sentara sobre ella, después arrastré la
mía a una distancia considerable, demasiado cerca me intimidaba.
- ¿Puedo fumar yo también? -preguntó Julito con toda desfachatez.
- ¡Ni hablar, tienes once años!
- ¡Doce! -aclaró Julito de forma contundente.
Apagué el cigarro de la discordia.
-No vamos a fumar ninguno, creo que es lo justo -dije sin otro argumento
que ofrecerle al niño.
-Déjame el libro, Julito. El examen es de fracciones, ¿no?
-Sí, de las putas fracciones.
- ¡Qué boquita! ¿Podrías hablar mejor?
- ¿Acaso tú no dices palabrotas?
No esperaba esa pregunta. Yo era la reina de los tacos. Desde hacía mucho
tiempo estaban incluidos en mi vocabulario habitual. No era ejemplo de nada y
poco podía añadir al requerimiento del niño.
-Bueno -añadí mientras abría el libro haciendo caso omiso de la pregunta de
Luisito-. Te voy a explicar el concepto de fracción o quebrado. Cuando lo entiendas
bien, será más fácil que aprendas a simplificarlos.
- ¿Has traído boli y folios?
-Boli, sí. Los folios se me han terminado. Puedo arrancar una hoja de esta
libreta…
- Deja, deja. Aquí tengo yo.
Abrí el libro buscando la página de las putas fracciones Sonreí al leer mi
pensamiento. No tengo perdón, me dije.
- ¡Para! ¡Para ya, Clara! – dijo Alberto alzando un poco la voz intentando
detener mi monólogo. Estaba tan ensimismada recordando todo tal como fue, que
tardé unos segundos en reaccionar.
- Se nos ha ido la hora de sesión -añadió-. Seguimos en una semana. Si
necesitas venir antes, pide hora. Te pondré como paciente preferente.
Me quedé solidificada, como una estatua de piedra. No reaccionaba presa
del azoramiento que sentía. Sus ojos, su voz, su perfecto rostro y su calidez me
revolvieron por dentro.
-Pensarás que soy una loca de atar -le pregunté con la cabeza gacha, sin
fuerzas para mirarlo después de lo que le había contado. Ahora me arrepentía de
que supiera tantas cosas mías.
-Lo que yo piense es mi problema. Mira, Clara, es importante que sepas que
para ti lo primero es tu criterio, lo que piensas tú de ti misma.
Cogí de nuevo un clínex, las lágrimas caían a chorro, imposible de aguantar.
-Tengo mal concepto de mi -logré decir como pude.
-Precisamente es la actitud que vas a modificar si trabajas duro en ello. Yo te
voy a ayudar, pero serás tú la que logres los cambios internos que necesitas. Hoy
solo te voy a pedir una sonrisa. ¿Te parece raro?
-Mucho. Además, no puedo.
-Inténtalo.
Esbocé una sonrisa que él acompañó con otra enorme. Me pareció
encantadora, inmensamente atractiva, me lo quería comer a besos. De pronto
descubrí que mi sonrisa no era impostada, era real.
-Ves, Clara, cómo has podido. Además, le has enviado un mensaje a tu
cerebro para que cambie el modo sufrir por el de gozar.
Caí rendida a sus pies, de forma metafórica, claro. No me había sentido
nunca tan bien, ¿Era agradecimiento? O simplemente me había enamorado como
una tonta. Comencé a imaginarme su boca en la mía, y cómo la mordía y exploraba
con frenesí. Después, me vi desnuda en su cama mientras nos revolcábamos
enlazados como dos gatos en celo. Me sentí como una fiera con un instinto salvaje
que me arrastraba a lanzarme a él hasta dejarlo exhausto, sin aliento. La tensión
sexual que se originó entre nosotros fue brutal, imposible de eludir.
Él me observaba con brumas espesas en sus ojos. Hubiera dado cualquier
cosa por conocer sus pensamientos. Pero todo fue inútil. Carraspeó dos veces para
aclarar su garganta como queriendo arrancar algo pegado a ella; quizá un nudo
que lo asfixiaba por dentro.
-Bueno, Clara, nos vemos la próxima semana. Pide cita en recepción.
- ¿No puede ser antes? Una semana es mucho tiempo -pregunté desalentada
con la idea de no verle en tanto tiempo.
-Si necesitas venir antes, por supuesto que te atenderé.
-De acuerdo -musité.
Cuando salí de la consulta, me sentía muy bien. Iba flotando en una nube
blanca, sedosa, blanda. Era un lugar donde jamás había estado, ni siquiera
vislumbrado en mis veinticinco años de existencia. Me pregunté si aquello que
sentía era la felicidad. Algo había cambiado en mi ser, y la idea de sustituir el
sufrimiento por amor me llevaba por un camino nuevo e imprevisto. A medida
que me alejaba, notaba más potente su olor, había impregnado mi pituitaria y cada
vez se hacía más fuerte e irresistible. Este amor tan imprevisto poseía un efecto
sanador, me curaba de mi nostalgia crónica y de mis deseos de morir.
 
 
Cuando Alberto la vio desaparecer, resopló y echó la cabeza hacia atrás,
buscando el apoyo de su butaca. Le había gustado desde que la vio entrar. Le
encantó su hermosa melena trigueña, ondulada y sedosa que enmarcaba su rosto
de pómulos altos. Sus ojos rasgados color miel eran encantadores y le otorgaba un
aire exótico a su preciosa cara. Recordaba cada ápice de su rostro, cada gesto suyo
había caído como un obús en su alma. No entendía nada de lo que le pasaba; él era
diestro en los trámites del amor. Aprendió a parapetarse para evitar caer
subyugado en las fauces del apetito y el instinto animal. Controlaba sus deseos
más básicos. Sin embargo, hoy se sentía abatido, sin defensas ni coraza que
impidieran la imagen de Clara en su cabeza de esa forma recurrente, demasiado
sexual. Mientras transcurrió la sesión con Clara, la fue desnudando con la
imaginación, le había quitado de un solo tirón la falda y la blusa hasta dejarla en
cueros. La imaginó desnuda con el vértigo del deseo en su sangre. Soñó cómo la
besaba, acariciaba y sentía su piel. Hizo el amor con ella suave al principio,
desaforado al final hasta sofocar la fiebre de sus entrañas. Intentó disimular, pero
el brillo de sus ojos lo delataban.
No sabía qué hacer con estos sentimientos nuevos e inesperados. A sus
treinta y dos años, nunca creyó en el flechazo, en el amor a primera vista. Sin
embargo, él lo estaba sintiendo en su plenitud. Sabía que no podría estar una
semana sin verla, además, estaba el tema de Montse. Eso era algo peliagudo y
difícil de tratar.  Pensó en Clara, en lo que le había contado. En su extrema
sensibilidad, en su nostalgia, en su fragilidad. Había que ayudarla, pero tal vez él
no pudiera. Se estaba implicando demasiado de forma emocional con ella.
Puso sus dedos en el teclado y comenzó a redactar la sesión de terapia con
Clara. Dudó de las conclusiones que iba a plasmar sobre el papel. La había
percibido, en algunos momentos, una mujer con ideas claras. Su nivel léxico era
extraordinario, superior a cualquier joven de su edad. Había narrado utilizando las
palabras adecuadas para expresar sus sentimientos y su estado anímico. Ella sabía
ubicar el origen de su trastorno que incluían conductas de inadaptación social y
reclusión. También presentaba miedos y temores indefinidos que le originaban
estados de ansiedad y tendencia al suicidio. El perfil sicológico correspondía a una
mujer vulnerable, imposibilitada a sobreponerse a sus miedos y aprensiones por
una dependencia excesiva, muy interioriza desde la etapa infantil, con su hermana
mayor. La secuela de esta dependencia, se manifestaba a través de una
considerable inseguridad y baja autoestima. A pesar de su trastorno conductual,
era importante destacar que la paciente poseía un coeficiente intelectual alto o muy
alto.
Terapia a seguir… Alberto no pudo continuar el informe del expediente.
Necesitaba pensar, recomponer su interior. Barajó todas las posibilidades de
padecer un trastorno puntual de enajenación mental. Era cierto que soportaba un
exceso de estrés. No se permitiría esta bobada. Él siempre se enamoró a su gusto,
cuando quiso y como quiso.
Cuando Alberto salió de la clínica, caminaba absorto, pero feliz, sintiendo
mil mariposas en el estómago, con la imagen de Clara en su cabeza y su propósito
de olvidarla hecho añicos. Solo sabía que la volvería a ver ese mismo día.
 
 
- ¿Qué tal, cielo? ¿Cómo te ha ido con el psicólogo? -me preguntó Sagrario
nada más verme salir del ascensor.
-Muy bien -le contesté jovial.
- ¡Cuánto me alegro, Clara!
Sagrario se acercó con pasos ligeros, concentrada en mis ojos.
- ¡Coño! ¡No eres tú! ¡Te veo genial!
-Me siento en una nube. Me he enamorado, Sagra.
- ¿Del psicólogo?
-Exacto
- ¿Cómo que exacto?
-Sí, de él. De Alberto Muñoz Cardona. El hombre más maravilloso que hay
sobre la tierra.
Sagrario me asió el brazo para arrastrarme hasta su casa. Me sentó en una
silla de la sala mientras me instaba a que le contara todo lo que había ocurrido en
la consulta desde el principio hasta el final.
Se lo fui relatando tal cómo yo lo había vivido. Mientras hablaba, ella
permanecía con la expresión de sus ojos alterada. Parecía no poder asimilar la
historia que escuchaba sin dar crédito a mis palabras.
¡No es posible! -exclamaba a cada rato.
- ¿Y cómo es él?
-Inteligente, amable, cálido…
- ¡Que no, Joder! Te pregunto por su físico.
-Es un pedazo de tío, un cañón Sagra. Está para comérselo.
-Ya, pero cómo es…
-Es moreno, alto, con el pelo brillante y ondulado. Lo lleva revuelto. Tiene
unos ojos marrones, grandes y penetrantes y una boca carnosa que me quitan el
sentido. Es guapísimo, tía.
- ¡Joder!
-Bueno, me voy… -le dije presa de mis nervios.
- ¡Espera, mujer!
-No puedo, Sagra. Necesito descansar un poco y preparar algunas cosas.
Luego vengo. ¿Vale, cielo?
En realidad, necesitaba sentir a solas el regustillo rico que sentía en mi
estómago. Todo era nuevo para mí. Ante mis ojos se abría un camino lleno de
flores, pájaros cantando y, al fondo, un mar azul coronado con un arcoíris de
muchos colores. Así se encontraba mi interior. Las mierdas que habitaban en él, las
había expulsado durante la sesión de terapia. Estaba como loca por reír y chillar,
pero la casa de mi amiga no me parecía el lugar adecuado para explayar mi ánimo.
Antes no podía estar sola, me consumía el miedo y la terrible aprensión. Pero hoy,
mi único anhelo era estar conmigo misma, mirarme al espejo y contemplarme con
cierto respeto, sin insultos ni miedos. 
Llegó Julito del instituto y me observó con impaciencia. Él y su madre
decidieron concertar la cita con Alberto al verme tan abatida y decidida a todo.
- ¡Hola, Julito! -le dije sonriendo.
El niño, al reparar en mí, no reaccionaba, me escrutaba sin entender la
insólita irisación de mis ojos. Miró a su madre y sonrió. Me volvió a mirar a mí, y
sonrió también. Después notó su cara arder y sus mejillas arreboladas. Se acercó a
Sagrario y la abrazó mientras su barbilla temblaba por la emoción.
- ¿Qué le pasa a Clara? -preguntó.
-Es feliz -respondió su madre.
-Y ya está. ¿Que es feliz?
- ¿Te parece poco, hijo?
Julito agachó la cabeza sospechando que no estaba preparado para
comprender la magnitud de mi felicidad, pero algo le decía que yo estaba bien,
distinta, más bella y mi mirada poseía una luz nueva, brillante y suave. Nada que
ver con la opacidad de la anterior. La Clara que ahora contemplaba, le molaba
mucho más.
Yo observaba la escena con el corazón desbocado. Ellos dieron el primer
paso para rescatarme del pozo lúgubre y oscuro en donde me había instalado a los
seis años. Me acerqué y los envolví entre mis brazos mientras decía: ¡gracias,
gracias, gracias!
Cuando por fin entré en mi casa, tuve la sensación de que estaba purificada
de los terribles recuerdos de mi pasado. Abrí las ventanas y subí las persianas para
que entrase el aire nuevo, renovador, con la intención de hacer un gran cambio en
la vivienda. Tuve que apelar a todas mis fuerzas para dirigirme al cuarto de
Montse y entrar sin sentir el punzante dolor por su ausencia. Comprobé que la
asfixia no me mataba, es más, no sentía nada. Mi respiración seguía serena y
constante. La prueba de fuego estaba colgada en la pared del cuarto de Montse. Su
gran espejo de cuerpo entero.
Miré hacia la superficie lisa y brillante que tanta zozobra me causaba. Sin
embargo, no noté el nudo en mi estómago, cuyo dolor me hacía huir despavorida
del santuario de Montse. Me acerqué a él despacio y me vi de cuerpo entero
esperando ver a una puta gorda reflejada en él. Mi sorpresa fue mayúscula al
divisar a una mujer hermosa de piernas largas y torneadas. La falda negra y la
blusa de florecitas grises realzaban mi talle, las tetas y caderas. Quizá me sobrara
un par de kilos por el exceso de pastelitos engullidos durante las horas de
ansiedad, pero en absoluto yo estaba gorda, ni tenía cara de luna, ni el cuello
grueso, todo era mentira, mis ojos me engañaron muchas veces.  Ahora solo veía
un cuerpo armonioso. ¿Por qué me creía tan distinta? Para corroborar mi
percepción actual, comencé a desnudarme, deseaba verme en carnes vivas, sin
telas que tapasen las lorzas o el exceso de grasa. Cuando me volví a contemplar, el
reflejo del espejo me desarmó aún más, al descubrir que era más hermosa desnuda.
Desconcertada, miré a mi alrededor sin angustia, me atreví a abrir el armario de
Montse y Bonita subió a husmear las cosas de su ama moviendo la colita. Acaricié
un abrigo rojo de mi hermana y lo hice con cariño, recordándola con amor. La eché
de menos sin rencor mientras pensaba en cómo estaría.
Con esta nueva paz que sentía, comencé los nuevos arreglos de la casa. La
iba a adaptar a mis necesidades. Me quise hacer dueña del espacio en el que vivía
Así estuve toda la tarde cambiando cuadros, tirando cosas inservibles olvidadas en
cualquier rincón. Limpié y mudé algunos muebles de su lugar y los ubiqué en
otros más apropiados. Hice hueco a mi escritorio en el salón, donde la luz
reverberaba a chorros, era un lugar fantástico para trabajar y escribir. Anoté en una
lista las cosas que faltaban en casa, entre ellas compraría una planta grandota y
verde, la apostaría delante del ventanal. Por las mañanas el haz de luz que
penetraba a través de los cristales era sencillamente espectacular por su brillo
cegador. Y la planta era un elemento ideal para decorar mi salón.
Cuando más entretenida estaba midiendo e ideando nuevas formas de
decoración, sonó mi móvil. Pensé en Sagrario, le dije que volvería por la tarde. Ya
era de noche y aún me quedaban cosa por hacer. El tiempo se me había ido
volando.
-Dime Sagra -contesté al móvil convencida de que iba a oír su voz.
-Perdón por decepcionarte, pero no soy Sagra.
Un tumulto se arremolinó en mi estómago. Fui incapaz de articular una
palabra, muda seguí en shock unos instantes más.
-Hola, ¿Clara?
-Hola -dije al fin.
-Buenas noches. Soy Alberto…
-Sí, sí, ya…
-Te extraña que te llame, ¿no?
-No sé qué decirte. Tal vez sea normal que llames a tus pacientes…
-Bueno, no es normal, pero tú me has dejado un poco preocupado. Quería
sabe cómo estabas.
Alberto recordó el trago que tuvo que pasar cuando solicitó a la
recepcionista de la clínica el móvil de Clara.
-Estoy genial -dije con el corazón brincando y muy desconcertada.
- Me alegro…  Mira, estoy en un bar cerca de tu casa, ¿podrías venir?
¡Joder!, exclamé por dentro. Es increíble, ¿Todo esto en un solo día?
- ¿En dónde estás? -me atreví a preguntar, mientras daba por hecho que ni
loca perdería esta oportunidad.
-En Boccaccio.
-Conozco ese sitio. Vale, en media hora estoy allí.
Entré en Boccaccio con las piernas tintineando, el temblor me impedía
caminar con cierta naturalidad. Me alegré de haber elegido un pantalón, las
piernas cubiertas eran menos delatoras. Divisé a Alberto y me derretí. Todo en él
era bello, al menos para mí.
-Hola -me dijo con su sonrisa encantadora.
- ¿Qué hay?
- ¿Te apetece tomar algo? -me preguntó para disimular la tensión sexual que
de nuevo se había interpuesto.
-Una cerveza.
-Yo tomaré otra -respondió.
Alzó la mano a la chica que servía las mesas para pedirle las consumiciones.
El Boccaccio era un local pequeño, selecto y carísimo. El ambiente era acogedor,
sosegado y distinguido.
-Mira, Clara, voy a ser sincero, porque esta situación sin una explicación, no
tiene sentido -soltó Alberto a la vez que miraba sus manos-. Llevo toda la tarde
dándole vueltas a las emociones que revolotean en mi estómago desde que te vi
esta mañana. No entiendo este revuelo interior y esa atracción incontrolada que
siento por ti. Cualquier persona te apreciaría como una puta mamarracha que no
has sabido gestionar ni una sola emoción en tu vida. Te verían como una chica
vulnerable e insegura hasta decir basta, débil y cobarde, llena de complejos y
rarezas. Sin embargo, yo te veo como una mujer extraordinaria, excesivamente
sensible y emotiva. Pero por encima de todo, eres una gran sufridora que has
soportado el abandono de tus seres queridos. Además, padeces una grave carencia
afectiva que te ha llevado a buscar el sexo fácil y efímero. De usar y tirar.
Considero que posees una inteligencia viva, capaz de discernir tus conflictos
internos y darles origen. Todo este discurso es para decirte que me he enamorado
como un tonto de ti en tiempo récord. Desconozco la causa de esta locura. Creo
que estamos hechos el uno para el otro y sueño con una vida juntos. Y lo más
increíble es la sensación de felicidad que me invade al pensar en ello.
Bueno, ahora me voy… Me estoy comportando como un puto adolescente.
Estoy haciendo el imbécil… Perdona, no sé cómo puedo seguir aquí…
-Yo también te amo… -le confesé cuando vi sus ojos anegados y añadí con
las lágrimas fuera, rodando sobre mis mejillas-: En efecto soy una tía rara, de pocas
palabras, muy dependiente. Pero hoy he sentido que puedo ser otra, que mi puta
vida de mierda no la quiero para nada. Deseo emprender otra etapa contigo o sin
ti. He vivido, desde los seis años, en un infierno. Tal vez me acomodé a Montse, a
su forma autoritaria de llevar mi vida, quizá necesitaba ese amparo… No lo sé.
Pero hoy he comprobado que puedo vivir sola, que soy capaz de hacerme cargo de
mí y que esas mariposas que tú sientes, yo también las tengo revoloteando en mi
estómago.
Me acerqué para besarle y encontré su boca blanda, acogedora, dulce como
la miel.
Llegamos a mi casa y al abrir la puerta, la pasión nos desbordaba.
Atravesamos el umbral besándonos frenéticamente. Apenas habíamos hablado dos
palabras desde que salimos de Boccaccio, pero teníamos claro lo que sabíamos
desde la primera vez que nos miramos. Sabíamos que nos íbamos a amar hasta
quedar sin aliento, que cada instante de nuestro pasado iba a dejar de existir, que
solo existía ese momento maravilloso, único y eterno para gozar, que nuestro único
fin era fundirnos en la piel del otro, que el temblor de nuestras entrañas nos
arrastraría a un éxtasis hermosísimo, infinito, inalcanzable para todos. Sin
embargo, también sabíamos que para nosotros era posible.
Acabamos de hacer el amor enlazados, mientras sentíamos el ritmo de
nuestros desbocados corazones aplacarse, la tensión de nuestros músculos
disminuir y mis ojos clavados en los suyos queriendo registrar cada gesto, cada
sonrisa, cada beso que me daba. Así pasamos muchas horas.
Amanecí entre sus brazos llorando de alegría, él me quería decir no sé qué
cosa, pero tapé su boca con un beso. Después, me hundí en su pecho para absorber
su olor, comencé a besarle el cuello, las mejillas y aplasté mis labios en los suyos.
Nos sumergimos, otra vez, en un océano de besos y caricias, nos olvidamos del
mundo y solo existíamos él y yo. Estuvimos amándonos con una dulzura nueva,
llevados más por la necesidad de conectar nuestras almas y sentir nuestra piel que
de una pasión desatada. Después, acostados en mi cama, nos parecía un sueño
sentir este amor, que a cada instante se hacía más fuerte, poderoso y nos inundaba
hasta el último rincón del corazón.
- Tengo que preguntarte una cosa, Clara –dijo de improviso Alberto
mientras espantaba el momento mágico.
-Sobre qué –contesté un poco expectante. Su gesto serio me imponía.
-Es de Montse. Yo la conozco más de lo que tú crees. Me gustaría saber qué
sentiste cuando ella se fue de casa.
Me senté en la cama, pensando que me iba a dar otra crisis de ansiedad al
evocar ese momento tan triste en mi vida, pero sus ojos cálidos y sus besos
facilitaron mi serenidad al pensar en ella. Recordé los primeros instantes de
zozobra, de temores y miedos por no saber nada de mi hermana.
-Al día siguiente de su desaparición fui a la policía, pensando que le había
ocurrido algún accidente o la habían retenido en contra de su voluntad, o la habían
asesinado…
-Ya. Es lógico que te sintieras así –susurró en mi oído mientras besaba mi
oreja.
-La policía la buscó un tiempo hasta que se percataron de que Montse se
había llevado parte de su ropa en su maleta y la mitad del dinero de nuestra cuenta
corriente. Dedujeron que había sido una desaparición voluntaria.
No obstante, me costó entenderlo. ¡Qué hija de puta!”, grité el día que
vislumbré la verdad. Aun así, me dirigí por enésima vez a la comisaria para
reclamar el desinterés que mostraban ante la desaparición de Montse.
-No hemos hallado ningún indicio que nos lleve a pensar que la súbita
desaparición de su hermana haya sido por un secuestro o suicidio -me comunicó el
detective encargado de su expediente, la mañana que fui a reclamar la pasividad
policial en el caso de Montse.
-No hay caso, acéptelo. Todo apunta a una desaparición voluntaria -añadió.
- ¡Imposible, mi hermana jamás me haría eso! ¡Ella me quiere! -le grité a
aquel hombre gris inmersa en un gran desconsuelo mientras encendía un cigarro.
-Apague eso, por favor. Dentro de la comisaría está prohibido fumar.
Salí de la sala para apagar el pitillo. Cuando nuevamente me acerqué a la
mesa del hombre gris, éste me dijo:
-Su hermana se ha llevado sus cosas a donde quiera que haya ido. Este
hecho se puede considerar concluyente para entender que desapareció por
voluntad propia. Además, no hemos encontrado su cuerpo ni rastros de violencia
después de peinar toda la zona.
Era cierto, antes de desaparecer, Montse guardó en su espectacular troley
parte de su vestuario, su enorme neceser y el pasaporte. Me dejó en la cartilla la
mitad de la herencia de la abuela Amelia, tras el gasto que supuso arreglar su
bonita consulta. Era suficiente dinero para sobrevivir durante algún tiempo.
En todo caso, la frialdad que mi hermana sostuvo mientras organizaba su
huida, me dejaba desconcertada, pero más me confundía la causa por la que
decidió virar tanto su vida, cuando no encontraría un lugar donde estuviera mejor,
porque era el único donde no se podía sentir sola. Esa era la idea que rondaba por
mi cabeza a todas horas, a lo largo de aquellas eternas jornadas que
implacablemente iban pasando desde que Montse se fue, dejándome en un estado
emocional alterado, cargado de miedos y culpa. Sin embargo, lo que me horadaba
el alma era la terrible sensación de abandono, la misma que sentí cuando perdí a
mis padres.
Una noche, conseguí reunir fuerzas suficientes para acercarme al armario de
mi hermana. Hasta ese instante, había sido incapaz de aproximarme a su
dormitorio por un viejo temor a profanar el sagrado lugar donde Montse guardaba
sus reliquias. Este pensamiento me dejaba paralizada en el pasillo cada vez que
intentaba entrar en la oscura habitación, para averiguar qué se había llevado.
Cuando por fin me adentré, encendí la luz para contemplar el orden perfecto de su
cuarto, muy distinto al desorden que ya imperaba en el resto de la casa. Abrí la
puerta del armario con cautela al tiempo que Bonita saltaba sobre las cosas de su
dueña husmeando y gimiendo de nostalgia. Sentí cierta curiosidad por saber qué
se había dejado en casa. Encontré bastante ropa colgada, varios pares de zapatos y
sus vestidos más caros, esos que utilizaba para las fiestas cuando tenía que ir muy
arreglada. También descubrí unos preservativos abandonados en un cajón. Pensé
que Montse se acostaba con desconocidos aseados y guapos, aunque no me
sorprendió. Ella siempre tuvo un cuerpo estupendo. Seguía una dieta saludable y
hacía ejercicio con regularidad, aunque su cara y su pelo rubio confirmaran el
dicho perverso de Sagrario: a las rubias no les sientan bien los años.
Miré a mi alrededor y fui consciente por primera vez de la cantidad de fotos
diseminadas por la estancia. En casi todas, salía Montse en primer plano
mostrando su sonrisa de dientes blancos y sus ojos azules. Yo aparecía en una con
Montse, el día que cumplí veinte y lo celebramos con la gran tarta de chocolate que
mostraba la foto con las velas encendidas en todo su esplendor. Fijé más la vista y
pude ver mis pendientes de oro y rubí, obsequió de mi hermana, engarzados en los
lóbulos de mis orejas. Por entonces, Montse ya ganaba bastante dinero con la
consulta y se los podía permitir.
Agaché la cabeza presa de una nostalgia grande que poco a poco invadía mi
ser. Pero Alberto me abrazó al advertir la angustia que se apoderaba de mí. Me
acariciaba la cabeza con dulzura mientras me decía.
-Ya está, amor. No pasa nada.
-La echo de menos. ¡Joder! ¡Es mi hermana!
-Debo decirte algo, Clara. Pero me debes asegurar que vas a permanecer
serena mientras te lo explico.
-De acuerdo, dime lo que me tengas que decir –contesté con el corazón en
un puño. Yo sabía que Alberto escondía un secreto de mi hermana. Lo intuí desde
que afirmó que la conocía. Por eso, ese instante se me hizo eterno.
- Clara, yo sé dónde está Montse y la causa de su desaparición.
Sinceramente, no me sorprendió. Esperaba algo así. No obstante, fue
imposible evitar la rabia y el dolor que sentí. Me levanté con la intención de
encerrarme en el baño para poder llorar a gusto, pero Alberto fue más rápido y se
interpuso entre la puerta y yo.
-No es lo que piensas, Clara. Siéntate tranquila que te lo explico. Creo que
debes saberlo todo.
Sentí la hiel del cabreo pasar por mi garganta, pero pude sentarme al borde
de la cama, pues las ansias de saber de ella pudo más que el resto.
-Montse se fue por ti, como ella te explicó en la carta que recibiste cuando
tuvo fuerzas para escribirla. Quería evitar que sufrieras por ella. Tú hermana está
muy enferma. Tiene cáncer y durante estos meses de ausencia se ha estado
sometiendo a varios tratamientos de quimioterapia.
Tapé mi cara con las manos. Un llanto irrefrenable, profundo y demoledor
se apoderó de mí. Solo quería verla y abrazarla.
- ¿Dónde está? –le pregunté cuando pude hablar.
-En Málaga. Con su gran amigo Henry.
-Y cómo está ahora. ¿Puedo ir a verla?
-Sí, me ha dicho que quería verte. Ayer hablé con ella. Este fin de semana
vamos a Málaga si quieres. Otra cosa, la policía la encontró a los pocos días de tu
denuncia, pero ella les rogó que respetaran su decisión de no revelarte nada.
Me abracé a Alberto para seguir llorando en sus brazos, era el mejor lugar
para encontrar un precario consuelo.
Llegamos a Málaga el sábado al medio día. Cuando bajamos del coche para
dirigirnos a la casa de Henry, divisamos el mar. El cielo era indescriptible, el azul
intenso cuando se reflejaba en el agua se transformaba en una planicie brillante y
espectacular. El magnífico chalet de Henry constaba de dos plantas, estaba
rodeado de árboles y plantas exóticas que nunca había visto. Con total amabilidad,
Henry me abrazó al verme tan emocionada, después, cogió mi mano para llevarme
hasta ella. Hallé a Montse en el porche, estaba sentada en un confortable sillón de
mimbre. Se encontraba leyendo un libro. Sin poder evitarlo brotaron mis lágrimas
al contemplarla. La vi muy deteriorada. La delgadez era considerable y su cabeza
sin un solo cabello la tenía expuesta al aire. Cuando alzó la cabeza y me descubrió
delante de ella, su barbilla comenzó a temblar, se le arrugaron sus ojos y me
extendió los brazos para que la abrazara. Permanecimos pegadas un rato sintiendo
nuestros corazones latir de emoción.
El fin de semana transcurrió sin sobresaltos, sin reproches y sin una sola
pregunta. En nuestro ánimo solo permanecían las ganas de reencontrarnos, de
disfrutar el tiempo que teníamos y de querernos. No derramé una lágrima. Alberto
me ayudó a conseguirlo, siempre sentía su mano en el momento justo para detener
las emociones. Montse fue feliz.
Me quedé en Málaga en casa de Henry. Pasamos momentos hermosos, otros
angustiosos, especialmente después de los tratamientos de quimioterapia. La
acompañé al oncólogo en varias ocasiones y fui testigo de cómo mejoraba. Sus
analíticas confirmaban el lento restablecimiento. Su tez se volvió rosada, sus carnes
volvieron a cubrir los huesos y el pelo le creció. Hasta el día que le dieron el alta,
estuve con ella.
Alberto viajaba los fines de semana. Venía con nosotros. Era encantador
comer y cenar al aire libre con Henry y Montse. Nuestro amor se iba afianzando, la
forma de mirarnos era muy especial, así me lo decía Montse. Así mismo, la
felicidad que sentíamos Montse y yo, la contemplábamos como una compensación
del destino. Henry me confesó que ella empezó a mejorar desde que volví a su
vida. Siempre hay algo maravilloso dentro de la tristeza. Era horrible que mi
hermana estuviera enferma, pero un halo de felicidad envolvía esa pena.
Desconozco mi futuro, pero tengo un presente maravilloso. Montse está
bien, todavía sigue con sus revisiones médicas y con Alberto soy la mujer más feliz
del mundo; le amo con todo mi ser. Con eso me basta.
Ha pasado un año desde que mi vida dio un vuelco. Pienso que el amor
surge cuando menos lo esperas y en cualquier lugar, únicamente hay que
reconocerlo y vivirlo sin miedo. Dicen que bastan siete segundos para enamorarse.
Sin embargo, a mí me sobraron seis.
UN INTENSO Y LOCO AMOR.

Mile P. D. Bluett.

Subirte a un avión con la emoción de lo nuevo se dice fácil, pero tener que
cambiar de rumbo en el momento menos esperado, tiene lo suyo. Abandoné mi
ciudad natal con destino al Caribe mexicano. Cuando estudié Turismo, sabía que
era uno de mis posibles desenlaces. Y aquí estoy, sentado en primera clase, sin
entender muy bien cómo salí con este puesto de gerente, en un hotel boutique de
una impresionante cadena hotelera, en una isla paradisíaca y en secreto,
muriéndome de los nervios. Me llamo Carlos del Bosque, para los amigos soy
Charlie.
Recuerdo mi entrevista de trabajo, cierro los ojos y analizo dónde estuvo el
punto clave que convirtió mi intervención en un acierto.
—¿Cuál es su nombre? —dijo la exigente reclutadora.
—Carlos del Bosque —contesté lo más seguro posible.
—¿Por qué desea trabajar en nuestra cadena hotelera?
—Es un reto para mí en lo profesional. He consultado el éxito que tienen a
nivel internacional y su cadena está justo dentro de mis aspiraciones. Sus hoteles
en Cancún y en Punta Cana son formidables, tienen un excelente marketing y
posicionamiento.
—Cuenta con una excelente carta de recomendación de su superior en el
hotel de Varadero. También veo que fue su primer empleo.
—Así es. Realicé ahí mis prácticas profesionales y fui contratado después de
graduarme.
—Apenas tiene un año de haber egresado. ¿Por qué considera que está
preparado para ocupar el puesto que promovemos?
—He trabajado por un año consecutivo en mi actual empleo y considero
que tengo habilidades para llegar más lejos. Tengo muchas ideas para poner en
práctica y en mi puesto ya no me es posible. Estoy listo para dar el paso.
—Tendrá a su cargo un hotel boutique que cuenta con spa, estética, tiendas,
restaurantes y cien habitaciones. ¿Usted sabe trabajar bajo presión? Se lo digo
porque la gerente general de la cadena tiene mano dura. Ella ha visto su
currículum y le ha parecido interesante, pero es muy distinto un hotel tradicional a
un hotel boutique.
—Estoy preparado. Sé que se exige que el trato a cada huésped sea
personalizado y sé que Perla Azul se distingue por su exclusividad y elegancia. El
trabajo bajo presión es lo mío. Creo que lo he demostrado en el año que llevo con
ustedes.
 
Tres días después me notificaron que mi solicitud había sido aceptada.
 
Dejé mis pensamientos a un lado y me concentré en el azul del mar y del
cielo, que dominaba todo. Observé por la ventanilla del avión hasta que los
primeros islotes y cayos aparecieron en la superficie. El piloto anunció que
estábamos arribando al aeropuerto de Cancún, me ajusté el cinturón sin poder
contener la sonrisa, hasta que las ruedas del avión hicieron contacto con el suelo.
Después de pasar los típicos trámites migratorios y de recoger mi escueto
equipaje, salí con la intención de tomar un taxi. Sabía que tendría que ir hacia la
terminal marítima a tomar algo que me acercara a la isla. Me sorprendió ver a una
chica, con un enorme cartel blanco con mi nombre escrito y el nombre de la cadena
hotelera. Miré dos veces. Una rubia preciosa, de catálogo. ¡Dios mío! A esa hora me
acomodé el cabello lo más rápido que pude y me alisé la camisa. Caminé hasta ella
mientras arrastraba la maleta, me presenté y solté una sonrisa.
—Soy Charlie —le dije y no pude ocultar mi blanca dentadura. «Carajo, ni
siquiera sabía quién era ella», recapacité—. Disculpe, soy Carlos del Bosque.
—Señor del Bosque. ¿Por qué no me sorprende que sea usted? Vamos, yo le
guiaré al hotel —dijo la rubia clavándome los ojos azules con ironía.
—Perdone, señorita. No comprendo su comentario.
—No hay nada que tenga que entender todavía. Con que yo me entienda
basta. Adelante, vamos por el auto.
Me extrañó su actitud. No le insistí. Me quedé embotado por la tonalidad de
sus mejillas que se tornó rosada y por su piel de bebé. Al instante, su rostro recobró
el tono natural, blanco como la nieve. No era la primera vez que hacía sonrojar a
una chica tan solo con un saludo, pero ella fue un poco insolente, por lo que no
supe cómo reaccionar. Solo podía concentrarme en su imagen. Era un pecado tener
una piel así en un lugar donde el sol derretía hasta la piedra más dura. Un
pestañeo más, parecía abanicar todo a su alrededor. Tuve que lanzarme un cubo de
hielos al cerebro para reaccionar. No me podía quedar toda la mañana observando
cómo los labios de aquella mujer se movían, mientras se me hacía agua la boca. La
chica iba tan ensimismada, maldiciendo todo lo que se encontraba en su camino,
que no se fijó más de lo habitual en mí. Por suerte, o hubiera descubierto que soy
pésimo para disimular y que ya estaba babeando por ella.
Nos subimos a un impresionante auto blanco de la cadena y puso en
marcha el motor. Cuando pude mover la lengua y salí de mi entumecimiento, le
dije:
—¿Con quién tengo el gusto?
—Soy Christina Johnson —se limitó a decir sin dejar de mirar al frente.
—¿Trabajas en el hotel?
—No precisamente.
Su respuesta me llenó de interrogantes. Ella era cortante, así que no insistí.
¿Qué coño quiso decir con ‘no precisamente’? Parecía que estaba enfadada. Yo
esperaba que no conmigo, era la primera persona que veía en estas tierras, donde
ahora fijaría mi residencia y no me merecía este tipo de recibimientos.
—Señorita Johnson, le agradezco que haya venido por mí. Espero no haber
interrumpido sus planes del día.
—Es semana santa, así que hay vacaciones en la escuela. No estaba muy
ocupada, por eso me mandaron por usted.
—¿Estudia?
—Acabo de decirlo.
—Creo que cerraré la boca lo que queda de trayecto —dije lo más agradable
que pude y le importó un carajo, no respondió nada.
La chica era linda, no, lo que le sigue, preciosa. Su actitud en cambio no.
Estaba enojada con alguien y terminaba desquitándose conmigo. Así que lo mejor
era quedarme callado y no seguir socializando. Ella no dijo nada ante mi última
frase. Christina Johnson le subió el volumen a la música en inglés que escuchaba y
me ignoró por completo.
Yo venía con una maleta repleta de sueños, con todas mis ilusiones
profesionales dando saltos de alegría por la estupenda oportunidad que tenía ante
mis ojos. Así que no iba a dejar que aquella mujercita quebrantara mi seguridad.
Con mis veintidós años recién cumplidos, aunque diera vergüenza admitirlo, tenía
un gorrión enorme a mis espaldas por haber tenido que dejar a mis padres y a mi
hermana. Y ahora esto, me encogí por dentro y ya no entendía nada. Respiré
profundo. Todo mejoraría cuando llegara al hotel, conocería gente linda, estaba
seguro. En mi empleo anterior había sido muy feliz y había conocido personas
estupendas. Traté de sacarme a Christina del pensamiento. Miré hacia fuera y me
concentré en la carretera, en las estupendas edificaciones, los verdes pastos recién
cortados y el cielo azul, el mismo que cubría mi isla.
Una llamada entró y Christina desactivó la sincronización entre el auto y su
celular, se colocó unos audífonos y habló. Al parecer no quería que yo escuchara.
—Ya lo tengo. No te preocupes. Tu William Levy a domicilio llegó intacto.
¿Dónde te lo dejo?
Me quedé en shock mientras ella escuchaba lo que le decían del otro lado.
Por supuesto que yo sabía quién era William Levy, era un actor cubano. Y sí, tal
vez nos parecíamos un poco. ¿Por qué se refería de esa manera a mí y más en mi
cara? Yo tenía razones para preocuparme.
—Jajajajaja. Cálmate, no te exasperes, es una broma —Christina siguió
hablando por teléfono con la otra persona—. No tienes que ponerte a la defensiva.
Claro que Carlos me escuchó, si no está sordo. ¿Qué piensa él? Pues no me
importa. Si no aguanta una broma es su problema. ¡Que no! No estoy enojada
porque me sacaste de la cama para venir a buscarlo. No soy tan frívola. Entiendo
que a veces me necesitas y yo estoy de vacaciones. ¿A quién le interesa que me
haya acostado a las seis de la mañana? Sí, ya sé que lo hago por mi propio gusto.
¡Basta! Está bien. Seré amable con Charlie, eso quieres, eso haré.
Le lancé una mirada asesina. Traté de calmarme. ¿Se podía ser tan bella y
tan desalmada, por Dios? No sabía quién era ella y por las ínfulas que se daba
parecía que estaba bien conectada. No se podía ser tan payasa y desagradable si no
estabas en una posición favorable con la gente importante que manejaba los
hoteles. Si le decía a Christina lo que se merecía, tal vez mi trabajo iba a peligrar y
ni siquiera llevaba más de dos horas desde que había pisado tierra firme. Nunca
me había sentido así, avasallado y humillado. Intenté decir algo y me salió un
ridículo:
—Este… —Me quedé en blanco y terminé por sentenciar—: Nada.
—Ya llegamos a Punta Sam. Puedes quedarte en el auto mientras voy por el
boleto para cruzar a Isla Mujeres.
—Puedo ayudar —le dije.
—Señor del Bosque, no es necesario —hizo silencio y cuando pensé que
saldría caminando por los boletos se detuvo—. Disculpa si he sido un poco… Me
pone de nervios manejar dentro de un barco y estacionarme más. Se lo dije a Pam,
pero todo en los hoteles es una locura. Temporada alta. Eso lo dice todo. Los
conductores estaban a tope. A Pam se le ocurrió que yo podría venir por ti.
—Lo lamento. ¿Pam es?
—Pamela Johnson, tu nueva jefa. La jefa.
—¿La gerente general de la cadena?
—Exactamente, es la dueña.
—¿Es tu madre? ¿Tu hermana?
—No. Es la esposa de mi padre. Mi madre… No hablaré de eso ahora.
—Lo siento. No quise entrometerme.
—Suficiente conversación. Ya me disculpé. No quiero que me pongas en
malas con Pam.
—No lo haría.
Su tono y su semblante cambió por completo. Después de eso el silencio. 
Cuando nos tocó subir el automóvil por la rampa, le tomé las llaves y nuestras
manos se rozaron. La miré a los ojos. Fue unos segundos. Sentí un choque eléctrico
por dentro. No sé qué sintió Christina, pero no se negó, me dejó conducir y
estacionarme dentro del ferry. Luego el mar, inmenso e impresionantemente azul
turquesa. Tanto que me hizo pasar el corto viaje recostado a la baranda del barco,
sin dejar de mirar las hondas que se formaban sobre el agua, con el viento
alborotando mi pelo y refrescándome por dentro. A ella no la vi más en los treinta
minutos que duró el viaje. Hasta que zarpamos y se apareció a mi lado para buscar
el auto y dirigirnos a la residencia, donde me estaría alojando.
 
Christina condujo y yo no podía dejar de admirar todo a mi alrededor. El
azul turquesa seguía dominándolo todo. Yo estaba acostumbrado a las playas del
mar Caribe. Había nacido en Varadero y había crecido con la playa a mis espaldas.
Mentiría si decía que nunca había visto una playa como ésa, pero la magnificencia
de las olas contrastaba diferente a lo que yo estaba acostumbrado, si las ponías con
una arquitectura totalmente diferente a la que yo conocía. La cultura maya podía
apreciarse a cada paso y tenía algo místico que no podía explicar.
Fue entonces cuando dejé de perderme en los ojos de Christina, y reparé
más abajo en un collar lleno de caracoles que descansaba sobre su pecho. Caracoles
blancos, como la arena, que colgaban de un hilo azul, de la misma tonalidad del
mar. Me introduje en su mundo, a la par que escuchaba Make you feel my love de
Adele. Su cabello y los volantes de su blusa se batían suavemente, producto de la
brisa que se colaba por la ventana, una brisa que inundaba todo con olor a salitre
mezclado con el aroma a bloqueador solar, que se convertiría desde ese día en mi
perfume preferido. «Carajo, espero no volver a verla después de hoy porque me
gusta demasiado», me dije. Mi instinto me avisaba que si me enganchaba con esta
mujercita, se podía convertir en un dolor de cabeza. Christina me devolvió la
mirada, de seguro ajena a lo que yo estaba pensando.
Ella se conocía la isla como la palma de su mano, una isla de escasos siete
kilómetros que recorrió a la velocidad permitida de cabo a rabo sin mencionar ni
una palabra.
—Listo. Ya le mostré la isla. Es todo. Ahora lo llevaré al hotel —dijo y
parecía tener prisa.
—¿Alguien le pidió que me mostrara la isla? —pregunté y traté de sonar
educado, una vez más.
—Por supuesto, sino ya me hubiese regresado a dormir.
—Muy formativo el recorrido. Breve y rápido. No se hubiese molestado,
señorita Johnson. Puedo salir a explorar por mi cuenta —dije y me permití sonar
algo irónico.
—Me parece excelente. En el hotel le pueden entregar un mapa con los sitios
más característicos. Lo necesitará, los clientes lo que más desean es conocer el
lugar.
—¿Usted se regresa a Cancún de inmediato? Lo digo porque puedo
ayudarla a estacionar el auto dentro del ferry.
—Es suficiente por hoy —me cortó—. Mañana viene Pam a introducirlo con
el personal y en sus funciones. Hoy conozca a Paco, él será su mano derecha y le
irá poniendo al tanto de las cuestiones administrativas. 
Al menos tuvo la delicadeza de dejarme ante el majestuoso Perla Azul. El
maletero se ofreció para llevar mi equipaje y le puse un alto:
—Yo lo llevo. Gracias.
—Es el nuevo gerente, preséntalo con Paco —le soltó Christina antes de
desaparecer.
 
Perla azul, era una verdadera joya semiurbana. Aunque fuera una pequeña
urbanización, Isla Mujeres tenía el encanto de lo exclusivo, lo hippie y lo misterioso
de un antiguo pueblo pesquero.  El hotel boutique te hacía desconectar con tan solo
pisarlo, te transportaba a otra dimensión. Era un remanso de paz con tintes de la
emoción de un verano que nunca termina. La ubicación no podía mejorarse, daba
por un extremo a la parte más céntrica de la isla, si podría llamarse así, y de la otra
a una playa exquisita de arenas tan finas como granos de harina. Las barcazas
amarradas a la orilla, con el nombre del hotel me indicaban que servían para traer
directamente a los clientes más exclusivos. Paredes azules y blancas, hermosas
cortinas de color marfil se dejaban batir por el viento, maderas locales de aspecto
impecable, lustradas y relucientes, piedras también de la región adornaban los
pisos.
 
 
Cuando me asenté en mi nuevo hogar, fuera de las instalaciones del hotel,
pude respirar y soltar un par de carcajadas. «¡Qué día de locos!», pensé. Todo
acorde a mis expectativas, a excepción de Christina. No solo lo decía por la alocada
conversación que sostuvimos, también por su belleza fuera de lo habitual. Me
dieron un auto propiedad de la cadena hotelera y las llaves del departamento.
Todo estaba tal cual lo habían estipulado en el contrato. El resto del día lo tenía
libre, me propuse recorrer cada palmo de los kilómetros que tenía mi nueva
ubicación en el mundo. No podía quitarme la sonrisa de los labios, esta pequeña
isla era un paraíso y yo era el nuevo gerente de uno de los hoteles más bonitos y
prósperos del lugar.
Al siguiente día, me presenté en mi nueva oficina. Ahí me esperaba Pamela
Johnson, ahora conocía el nombre de la gerente general, lo cual me habría sacado
de aprietos el día anterior de haberlo sabido. La señora Johnson era muy joven, de
unos cuarenta y tantos años a lo máximo. Era alta, de cabello negro completamente
alaciado, piel aceitunada y con un maquillaje intacto. Me sorprendía que su
apariencia no se viera trastocada por el fuerte calor. Podríamos tener aire
acondicionado dentro del hotel y en los autos, pero era imposible no sufrir con la
humedad cuando ibas de un sitio a otro. No me la imaginaba usando el ferry
público, ni por casualidad, así que sospeché que el impresionante yate que vi
anclado al final del muelle le pertenecía.
—Carlos del Bosque, bienvenido. ¿Qué te ha parecido esta tierra? —dijo y
me dio un trato muy personal, no me sorprendió. Imaginé que quería ganarse mi
confianza.
—Es muy hermosa, señora —admití.
—Lo primero es poner todo en orden. Necesito tu pasaporte y tus
documentos migratorios.
—¿Y eso para qué lo requiere? Disculpe la pregunta.
—Es para poner tus papeles en regla. ¿Para qué más lo querría? —dijo
alzándose de hombros.
—Perdone. Sucede que ya firmé mi contrato laboral antes de venir y mi
situación legal en México está en regla.
—Hay muchos papeles que llenar y que firmar aún, querido. No te tardes.
Tengo prisa.
—Aquí están —le dije luego de entregárselos—. Los necesito de vuelta
pronto.
—Así será. ¿Estás contento con tu salario, las prestaciones, el departamento,
el auto? En fin, todo.
—Sí. Todo es de mi agrado.
—Me sorprende mucho que mi rostro no te diga nada. ¿No me recuerdas?
—Lo siento, yo…
—Hace unos cuantos meses visité mi hotel en Varadero. Suelo pasar
desapercibida así que no te culpo. Voy de ‘turista’, no me gusta llamar la atención.
Así puedo ver en primera persona cómo marchan mis negocios —me dijo. Hasta
ese momento comenzaba a caerme el veinte, su rostro me resultó familiar—.
Discúlpeme si no pude retener su rostro.
—Imperdonable.
—Lo sé. Intento tratar a cada huésped de manera especial. Solo que a veces
mis funciones me colocan en un área diferente.
—Como gerente de hotel no se puede dejar de supervisar nada y tú eras la
mano derecha de Andrés.
—No volverá a ocurrir.
—Nuestros huéspedes son muy exclusivos. Grábese el rostro de cada uno,
así podrá  recordarlos cuando la situación lo amerite.
—Son tantos, pero no me estoy justificando.
—El punto es que ya te conocía. ¿Charlie? ¿Así te decían en Varadero? Me
encantó tu dinamismo, tu porte, tu habilidad para manejar los negocios y aquí
estás —dijo Pamela Johnson y me dejó sin palabras—. Bienvenido. Nos estaremos
viendo.
—¿No me presentará al personal? ¿No me explicará qué espera de mí?
—Espero que no me decepciones, para todo lo demás está Paco Ibáñez. Él
conoce el manejo de Perla Azul a la perfección. Irás aprendiendo. Tómate tu
tiempo. Cenaremos esta noche en Puerto Madero, en la zona hotelera de Cancún.
Te esperaré allá. El transporte marítimo pasará por ti a las ocho de la noche.
Mierda y más mierda. ¿Qué coño estaba ocurriendo? ¿Qué significaba todo
esto? ¿Por qué Doña Millones llegaba y me trataba como un…? Traté de calmarme,
de respirar profundo. Todo tendría que ser un mal entendido. De pronto, toda la
conversación con Christina me azotó en el rostro: «¿Por qué no me sorprende que sea
usted? No hay nada que tenga que entender todavía. Ya lo tengo. No te preocupes que tu
William Levy a domicilio llegó intacto. ¿Dónde te lo dejo? Seré amable con Charlie, eso
quieres, eso haré». Sentí un calor sofocante. «¡Cojones, no me lo estaba imaginando!»,
pensé.
¿Qué iba a hacer? ¿Acudir a la cita? ¿Regresarme por dónde mismo había
venido? ¿Volver como un fracasado y además sin empleo? Yo había estudiado
durante muchos años para demostrar mi valía, había tomado mil cursos de
capacitación. Le iba a demostrar a doña Millones que se equivocaba conmigo. Le
iba a demostrar que si bien nadie era imprescindible, ella me iba a querer tener en
su equipo. Al menos, mientras no consiguiera otra oferta laboral que me permitiera
librarme de doña Millones.
Me metí a bañar, me puse un perfume, una camisa blanca y un pantalón
azul. Y me dirigí a mi cita de ‘negocios’. Tomé una lancha rápida que ya aguardaba
por mí. El conductor me saludó y sin decir mucho me llevó directamente hasta el
muelle del restaurante. Con la luna a mis espaldas y las estrellas a coro, en aquella
noche tan clara, subí los escalones de la parte trasera del restaurante directamente
a la terraza superior. Doña Millones no había llegado aún pero había una mesa a
su nombre. Imaginé que ella vivía en Cancún, la verdad desconocía mucho sobre la
señora. Sabía que tenía hoteles ubicados en distintos sitios, Cancún, Playa del
Carmen, Punta Cana, Varadero y no sé qué tantos otros. Sabía que Perla Azul era
el más pequeño pero el más exclusivo. Ahí visitaban artistas de Hollywood y del
resto del mundo, y gente con muchos millones como Pamela Johnson. La señora no
se hizo esperar.
—Nos encontramos de nuevo, Charlie. ¡Qué puntual eres! No puedo decir
lo mismo de mí —me dijo.
—Buenas noches, señora Johnson —le saludé.
—No tienes que ser tan formal, resérvalo para cuando estemos delante de
los empleados del hotel. Puedes decirme Pamela o Pam, yo te digo Charlie. No
tenemos tanta diferencia de edad.
—Me resulta un poco difícil, pero si insiste.
—¿Te gustó el hotel? —me dijo e intentó ser amable, así que puse de mi
parte.
—Es muy hermoso, todo una joya. Y la isla, por Dios, un paraíso.
—Me da gusto oírlo. No todos se acostumbran a vivir en la isla. Cuando te
sientas abrumado puedes dar el salto a Cancún.
—No creo que tenga problemas para adaptarme, Cuba también es una isla.
—Las proporciones son completamente distintas.
Pamela Johnson tenía un vestido negro ajustado al cuerpo pero no
demasiado, que le llegaba hasta debajo de las rodillas. Sus perfectas piernas
bronceadas se realzaban con los altos tacones, que le daban clase y distinción. Su
cabello, aún lacio, cortado justo por encima de los hombros, no se movía ni
siquiera con la brisa marina que nos llegaba. Nos sirvieron un vino exquisito. Ella
pidió una ensalada y yo un corte de res. La conversación se extendió más de lo que
me hubiese gustado. Justo cuando la situación comenzaba a ser más incómoda
noté que le insistía al mesero para que me rellenara la copa y el vino comenzó a
relajarme. Descorcharon otra botella. No sé por qué me dio la impresión de qué
Pamela quería embriagarme.
—Charlie, me alegra mucho que hayas aceptado el empleo. Tengo muchos
planes para ti. Cuando te conocí pensé que estabas muy desperdiciado en
Varadero, trabajando tantas horas al día.
—No sabía que me habían invitado. Yo opté por el puesto.
—Yo abrí el puesto para ti, Charlie —dijo y estiró la mano para acariciarme
el brazo.
La miré desorientado y medio borracho. Recordaba perfectamente que
Christina había dicho que doña Millones era su madrastra, lo que significaba que
estaba casada con el padre de la chica. La señora no se contentó con acariciar mi
brazo, subió por mi antebrazo a la par que no dejaba de reírse.
—Dios mío, señora —le dije un tanto intimidado. Y no es que las mujeres
me pusieran nervioso, pero esta mujer era mi jefa y estaba casada. No quería
empezar con el pie izquierdo en mi nuevo empleo.
—¿Qué te preocupa, Charlie?
—Es que estamos en un sitio público y…
—Si quieres nos vamos a un lugar más íntimo.
—Usted es una mujer casada.
—Jajajajaja —no pudo evitar las carcajadas—. ¿De qué estás hablando?
—Me dijo la señorita Johnson que usted está casada con su padre.
—¿Es eso? El señor Johnson murió hace más de diez años. No tengo
compromisos en la actualidad.
Me quedé impactado. La mujer pidió la cuenta y me pidió acompañarla,
pero no de regreso a la embarcación. Tomamos su lujoso auto y me invitó a su casa
a una especie de after party. De allí fuimos directo al bar y me invitó a otro trago.
Me preguntó:
—¿Has probado el tequila?
—Sí.
—De seguro no conoces uno tan bueno como éste. Es tu segunda noche en
México, hay que celebrarlo con tequila del mejor.
Acepté el primero, el segundo y el tercero. Más la botellas de vino que casi
me había terminado y ya no pude más. Sentí que el alcohol me estaba haciendo un
efecto bastante incómodo y decidí parar, aunque ella me insistiera en seguir
mezclando bebidas.
—Creo que es hora de marcharme —con trabajo alcancé a decir.
—¿Tan pronto?
—Creo que estoy un poco borracho, ya son las dos de la mañana y tengo
que trabajar temprano.
—Puedes quedarte aquí si deseas —dijo. ¿Por qué no me sorprendió su
ataque directo y sin prejuicios?
—No es correcto.
—Pasa la noche entonces en una suite de mi hotel. El chofer puede llevarte.
—Prefiero regresarme a Isla Mujeres.
—Pero ya cerró la terminal marítima. Si despiertas ahora a Benito para que
te lleve por mar, te lo ganarás de enemigo —dijo y remató con una carcajada.
—Quedé con Paco Ibáñez ver la contabilidad del hotel en la mañana, a las
siete.
—Eres muy lindo, Charlie, pero un poco aburrido. No me diste esa
impresión en Varadero. Nos veremos otro día. El chofer te llevará a la marina
donde la lancha te estará aguardando. Me encargaré de llamar a Benito y sacarlo
de su cama.
 
 
Amaneció y la alarma de mi celular me tiró de la cama a las seis de la
mañana. Los efectos del alcohol me pegaron en la cabeza. No era la primera vez
que me sucedía, así que tomé medio litro de agua y luego me preparé un café bien
cargado. Por suerte había traído café cubano, al mexicano todavía no me terminaba
de acostumbrar. Recordé la cena con doña Millones y me pareció una situación de
lo más absurda. La señora era joven, hermosa, sensual y sabía utilizar sus encantos
para seducirme. La realidad era dura y por eso no podía quitármela de la cabeza
mientras me bañaba y me preparaba para ir al Perla azul. Doña Millones me quería
meter mano. Yo no sabía cuáles eran sus intenciones. ¿Si se contentaría con un
coqueteo, con una noche o si quería algún tipo de pacto que exigiera exclusividad?
Cualquier hombre en sus cabales se habría dejado violar por una mujer así, pero yo
ya había conocido a Christina y no me la podía quitar del pensamiento.
Además, me sentí muy frustrado. Pensé que mi ascenso tenía que ver con
mis méritos profesionales. Conocer que Pamela Johnson me había traído por otras
cualidades me dejaba un poco aturdido. Doña Millones se había equivocado de
persona. Lo que más me inquietaba era que aún tenía en su poder mi pasaporte.
Por momentos quería irme y desaparecer. Por otros quería darle lo que deseaba
para que me dejara hacer mi trabajo en paz. Si la tipa quería echar un polvo y con
eso se le quitaba la calentura, me podría sacrificar, tampoco sería una tortura, la
mujer estaba bastante buena. Pero mi instinto me decía que eso solo empeoraría las
cosas. Me sentía acorralado.
Me fui con Paco Ibáñez y revisamos la impecable contabilidad del hotel.
Intenté indagar con él, sin que sospechara mis inquietudes, lo que sea que aclarara
mis ideas:
—¿Trabaja hace mucho tiempo aquí, Paco?
—Más de quince años —respondió el hombre de mediana edad.
—¿Conoció al difunto señor Johnson?
—Por supuesto, un gran ser humano, que en paz descanse.
—Imagino que con tantas propiedades que han de tener las Johnson, no
vivirán mucho tiempo en México, ¿verdad? ¿Viajan mucho?
—Lo habitual.
—Para la gente como ellos, supongo.
Paco Ibáñez soltó unas carcajadas pero no pude sacarle mucho más. Yo
estaba interesado en saber, si doña Millones no estaría rondando el Perla Azul más
de lo necesario. Si de mí dependía yo no le aceptaría ninguna otra invitación a
cenar.
 
Hacia la hora del almuerzo, dejé todo y salí a caminar por el centro.
Terminé en una cafetería y pedí un capuchino frappé. El calor era sofocante y aún
no se me pasaban los efectos de la borrachera. Las mejillas me ardían y no había
pasado ni siquiera una semana. Una chica llegó y distinguí que colgaba de su
cuello un hilo azul donde permanecían ensartados un montón de caracoles. Le dije
desde mi asiento:
—¡Christina!
Ella se volteó, terminó de pedir su frappé de chocolate y se acercó a mi
mesa.
—Se le olvidó lo de señorita Johnson —me insinuó.
—Me cansé de este juego del gato y el ratón, Christina. Desde que bajé del
avión me soltaste varias cosas que no me quito de la cabeza. Quiero explicaciones y
sé que tú me las puedes dar.
—¿Christina? Señor gerente, a mí no tiene que pedirme explicaciones. Véalo
con Pam.
—Tú trataste de advertirme desde que bajé del avión, o no sé si te divertías
a costa mía. ¿Qué quiere doña Millones conmigo?
—¿Cómo le dijiste? Jajajaja. Esa sí es buena. Si te oye, te manda a asesinar.
En todo caso doña Billones. ¿Qué pasa, Charlie? No te hagas la inocente, palomita.
¿Acaso no estás confabulado con Pam? ¿No te traes algo con ella? ¿Por qué no ha
dejado de hablar de ti desde que vino de Varadero? La verdad ya me tiene
asqueada y con ganas de vomitar.
—No lo sabía, Christina. Llámame idiota. Ni siquiera recuerdo haberla
conocido en Varadero. Todo esto es una mierda. Felicidades por ti. Veo que te
divierte. Yo me siento atascado de mierda hasta el tope. Lo peor es que dejé todo
por este supuesto ‘empleo’. Parece que Paco Ibáñez está muy capacitado para su
puesto y que no soy tan indispensable. Yo he estudiado, ¿sabes? Y mucho. Lo que
doña Billones quiere hacer conmigo, es acoso sexual y laboral.
—Demándala. Se va a morir. Ella se cree la sensualidad personificada. Le
atentarás a su orgullo. Pam no puede entender que no es irresistible para todos los
hombres del planeta. Lo lamento por ti, Charlie. No era mi intención burlarme.
Resulta que Pam siempre ha hecho eso. Creo que incluso estando mi padre vivo y
por eso la odio. Pero ninguno le había puesto un alto hasta ahora. Cada uno de sus
amantes de turno parecen haberlo disfrutado bastante. Es más, al que tuvo antes
que a ti, ella mismo lo despachó después de conocerte. El antiguo gerente de Perla
Azul.
—Una vergüenza. Los empleados han de pensar que soy un fraude.
—¿Qué vas a hacer?
—Si te digo la verdad no tengo ni idea. ¿Y tú? ¿Qué haces hoy en la isla?
—¿Cómo que qué hago en la isla? Aquí vivo cuando no estoy en la escuela.
Esta es mi cárcel de agua.
—Pensé que vivías en Cancún con ella. ¿En qué año de universidad vas?
—¿Yo?
—Pues sí, estoy hablando contigo.
—Segundo —dijo después de pensarlo.
—¿Por qué la aguantas?
—Pam tiene todo. Mi padre le dejó bienes, dinero, y mucho más antes de
morir, incluso mi custodia.
—¿Y tu madre?
—No estoy lista para hablar de eso.
—Pero ya eres mayor de edad, puedes irte lejos.
—Yo estoy estudiando. Pam paga mi carrera y me complace en todos mis
gustos. Por eso me tiene amarrada. Cuando me gradúe me regresaré a Estados
Unidos.
—Lamento todo lo que te ha ocurrido, Christina. Al menos algo bueno ha
salido de todo esto. Me ha encantado conocerte.
—¿Estás seguro de lo que dices, Charlie?
—Definitivamente sí.
—Me encantaría ayudarte a librarte de doña Billones, jajaja —dijo ella sin
poder evitar reírse—. Es imposible. No he podido sacármela de encima ni yo.
—A mí me gustaría apoyarte a ti, pero la maldita doña Billones me tiene
amarrado por los coj… Carajo, disculpa. Ya ni me sé comportar. Creo que te ríes
porque ya te resignaste, pero estoy que explotaría a la menor provocación.
—Otro hombre en tu lugar, se aprovecharía de Pam. Es muy guapa. Tiene
muchísimo dinero y le encantaría cumplir tus caprichos —me dijo.
—A mí no me gusta Pam, la que me gusta eres tú —le revelé con firmeza.
Christina se quedó un poco congelada ante mi revelación y sentí
nuevamente la chispa del día que la conocí. El momento se alargó y antes que yo
hiciese implosión dentro de mí, ella me dijo:
—Acompáñame —dijo y me arrastró por el brazo fuera del establecimiento.
 
Tomamos un carrito de golf, de esos que eran comunes en la isla y la
recorrimos a lo largo. Christina me dejó conducir, salimos del gentío y nos
quedamos solos en la carretera.
—¿No te esperan en el hotel en la tarde? —me preguntó mientras
avanzábamos.
—No creo que me despidan por escaparme esta tarde y la verdad ya no me
importa —le dije sintiéndome liberado por primera vez desde que había llegado a
Isla Mujeres. El aire me daba en el rostro y era formidable.
—Te enseñaré una de las atracciones turísticas más bonitas de la isla. Podrás
recomendarlo a nuestros clientes. Jajajaja. Digamos que estás en capacitación.
—Nena, tú puedes capacitarme en todo lo que quieras.
—Ay, Charlie, que no pierdes un minuto para caerme encima.
—¡Me gustas, Christina! ¡Me encantas! —grité metiendo el pie al acelerador
hasta lo último.
 
 
Llegamos juntos a Garrafón. Tal vez me veía ridículo en un parque acuático
con mi ropa de ejecutivo. Yo no iba de traje y corbata, pero llevaba un pantalón de
vestir color beige y una guayabera blanca de mangas largas congruente con la
humedad de la isla. En esta parte del mundo, donde el sol era demasiado ardiente,
usar un traje sastre era un suicidio. Por suerte me había puesto unos mocasines,
que estaban pasables para la ocasión. Christina se dio a la tarea de remangar las
patas de mi pantalón hasta las rodillas, y las de mi camisa hasta los codos. Que
encajaba con la temática del parque, no lo creía, que me veía muy bien con lo que
fuera que me pusiera, tenía que ser. Ella me miraba como si fuera un caramelo en
la puerta de un colegio. Llegamos directo a la tirolesa, yo me lancé primero y volé
por encima del mar a una velocidad que me sacaba las lágrimas de tanta emoción.
Al llegar a la mitad de la cuerda, frené y me detuve con las olas bajo mis pies.
—¿Qué haces? Sigue avanzando —me gritó Christina desde el otro extremo.
—Ven. Aquí te espero —le grité.
—No está permitido —me gritó y ya el encargado le estaba susurrando lo
que previamente yo había acordado con él.
Christina se lanzó a la par que gritaba:
—¡Charlie, estás completamente loco!
Puse todo mi empeño y me giré para recibirla, cuando estuvimos cerca la
escuché gritar con temor de estrellarse contra mi cuerpo, pero ella pudo moderar el
avance y yo la atrapé a tiempo. Cuando nos quedamos así, abrazados y colgados
de los arneses como si fuéramos dos gaviotas remontando el vuelo, le susurré:
—Estaba hablando en serio cuando te dije que me gustabas. Me encantas.
Me tienes loco.
—Charlie, creo que viniste a fijarte en la persona que más conflictos te
puede traer. No soy buena para ti, no soy buena para nadie. Charlie, tú no me
conoces. Yo…
No la dejé terminar la frase. La miré al centro de los ojos y me apoderé de
sus labios. No lo habría hecho, de no haber tenido la certeza, que me llegaba a
través de su trémula piel, que ella deseaba ese beso tanto como yo. La acaricié,
toqué su piel de porcelana, aquélla que permanecía impoluta, y que parecía no
inmutarse ante el abrasador sol. Christina no respondió como yo me lo esperaba,
no saltó a comerme la boca, no me dejó sin aliento, pero no se despegó de mis
labios hasta que yo terminé de saciar el deseo que me estaba devorando vivo. Se
quedó dócil, en una imagen enternecedora que me hizo desearla más. El calor que
sentía por dentro era más fuerte que el que provenía del sol. Christina me iba a
quemar vivo si no se rendía a mi cuerpo y se entregaba a mí. La vi sonreír cuando
me despegué de sus labios, incluso creo que logré sonrojar su palidez.
—Vámonos, que nos van a echar de aquí. Hay una cola inmensa de turistas
aguardando para tirarse —me dijo con una risilla tímida, mientras se tapaba la
boca y me escondía la sonrisa.
Me lancé y ella siguió detrás de mí hasta que arribamos al otro lado.
Mientras nos quitábamos los arneses hicimos de oídos sordos, al encargado del
otro extremo que nos llamó la atención por la demora y por no cumplir las reglas.
Nos fuimos a caminar por la orilla de la playa y las palabras entre uno y otro no
cesaban, nos íbamos conociendo más. Con prisas, como si necesitáramos soltarnos
de golpe los años que habíamos vivido sin conocernos. Desde que la vi en el
aeropuerto, no sabía quién era pero me di cuenta que esa chica y yo no nos íbamos
a separar fácilmente, al menos si de mí dependía. Sentí una flecha atravesarme el
corazón, cuando la vi parada con aquel enorme cartón con mi nombre y la palabra
bienvenido. Era el gesto que yo necesitaba para sentirme bien recibido en mi nueva
aventura.
—Te pondré un poco de bloqueador en la cara y en los brazos. Estás más
rojo que un tomate —me dijo.
—No necesito bloqueador —dije.
—No seas tonto. Tienes que cuidarte.
—No soporto nada pegajoso o resbaloso en la piel. Bueno, no todo. Tu
lengua dentro de mi boca se siente muy bien.
—Charlie, tú no te callas nunca. Jamás se te acaba el tema de conversación.
Doña Billones de seguro llamará para saber de ti. Se va a volver histérica cuando
sepa que no hay noticias tuyas.
Le mostré el celular apagado.
—Así aprenderá que no todo puede comprarse —mencioné.
—Yo no puedo ofrecerte nada, no tengo un peso.
—Pues parece que yo ahora tampoco, así que estamos iguales. Me importa
un carajo el dinero, Chris. Yo puedo conseguir otro empleo. Puedo hacer lo que sea
con mi vida. No le tengo miedo ni a doña Billones, ni a trabajar, ni a empezar de
cero.
—Ella puede destruir tu carrera. Podrá esparcir malas recomendaciones
tuyas por todas partes.
—No es dueña de todo el mundo. Habrá algo por ahí para mí.
—Eres un terco y un loco si piensas echar por tierra toda tu carrera por mí.
Ni siquiera me conoces bien.
—Christina, no es por ti, es por mí. Aunque no existieras. No le permitiré a
nadie pasarme por encima. Mejor dejemos de hablar de cosas que ahora mismo no
podemos resolver. ¿Puedo invitarte a salir? ¿Me gustaría tener una cita contigo?
—Esto cuenta como una cita, Charlie. No necesitaste invitarme. Yo te rapté.
—Jajaja. Pero esta noche, quiero salir contigo de manera formal. Quiero
pasarte a buscar a la puerta de tu casa y devolverte a la medianoche.
—Si logras hacerlo sin que doña Billones se entere, lo acepto. Si ella nos
descubre, nos puede ir mal a los dos.
—No tengas miedo, Chris. Ella podrá ser poderosa pero nosotros somos
libres.
—Tú no entiendes nada. Pamela lo resuelve todo con dinero y piensa que ya
te compró.
—Está completamente equivocada. No le pertenezco. Si no quieres
intentarlo lo puedo entender. Sé que hay lazos entre ustedes dos o arreglos, no
quiero ser responsable de algo que te afecte, que deje de pagarte la escuela o que…
Christina me besó con fuerza, totalmente diferente al beso de la tirolesa.
Cerró los ojos y se concentró en sentir. La tomé por la cintura, me la subí encima y
nos besamos hasta dejarnos el deseo ardiendo en el cuerpo.
—¿Dónde te paso a buscar? —dije para ahogar mis ganas y soltarla, porque
iba a llegar al punto de no retorno—. ¿No estará doña Billones esta noche?
—Ella nunca se queda en la isla. La bruja no me quiere estorbando cerca.
Por eso desde niña he vivido lejos de ella, con el mar por medio. Ella en Cancún y
yo en la isla. De todos modos no podrás pasar por mí. Los empleados de servicio le
irán con el chisme. Le tienen pavor.
—¿Entonces?
—Nos encontraremos en el mismo café de esta mañana.
—Hecho.
 
 
Llegué temprano como era mi costumbre y me senté a tomar un frappuchino
mientras la esperaba. Pasó una hora y decidí hablarle al celular. Apagado. Se me
hizo muy raro. Aguardé otra hora y pedí un segundo café, ahora un expresso doble.
Algo caliente con el cuerpo ardiente no era buena idea, así que para enfriarme pedí
un mocha frío. Suficiente cafeína, ya se me escapaba por los poros. Las ideas que me
vinieron a la cabeza me comenzaron a atormentar. ¿Cuántos días hacía que conocía
a Christina? Ya me había dado a entender que con esta cita se jugaba muchas cosas.
Doña Billones le pagaba la escuela, el auto, la mantenía. ¿Por qué Christina iba a
renunciar a eso? Decidí entenderla y no juzgarla. Yo era un desconocido para ella,
teníamos una química impresionante, que me ponía a temblar… Tal vez, Christina
era más sensata que yo.
Me regresé al departamento, tomé mi maleta y comencé a meter mis cosas
adentro. Tenía que alejarme de aquel ambiente tóxico. Christina había decidido
frenar una guerra antes de que comenzara. Si lo hacía era porque conocía a doña
Billones lo suficiente como para temerle. Me acosté en la cama y casi no pude pegar
los ojos. A lo mejor hubiese sido mejor tomarme una botella de tequila y no
llenarme de café. Ahora tenía los ojos redondos como dos platos y no me la sacaba
de adentro. A las siete de la mañana, con la maleta en mano, me dirigí a la
búsqueda de doña Billones para exigirle que me devolviera mis documentos.
—¿Dónde puedo encontrar a doña B… Pamela Johnson? —le pregunté a
Paco Ibáñez.
—Ahora está en su casa aquí en Isla. Anoche estuvo en el hotel. Está
enojada con usted. Intentamos localizarle toda la tarde —me respondió.
—Lo siento por no avisar, Paco. No quiero verme poco profesional. Son
asuntos personales que no puedo explicarle. Necesito hablar con ella con urgencia.
Iré a verla a su propiedad.
—¿Qué hace con esa maleta? ¿Viaja usted pronto?
—Sí, me voy. Me regreso por donde mismo vine, o buscaré otro trabajo, aún
no lo decido.
—Espere a la señora en su oficina. Le preguntaré si puede atenderle. No
está bien que la moleste en su residencia.
—Aguardaré —le dije.
 
Doña Billones no tardó más de treinta minutos en llegar. Lucía casi perfecta,
con el maquillaje y el peinado inmune al calor como siempre, se le veía muy fresca.
No había tenido los mismos problemas que yo para conciliar el sueño.
—Charlie, estás empezando muy mal. ¿Por qué abandonaste tu puesto
ayer? —me dijo la muy cínica.
—¿Qué puesto? Ya me cansé de esta farsa. No vine para esto señora, usted
está equivocada conmigo. Si hice algo, si le di la impresión errónea me disculpo.
Yo quería un empleo. Mi currículum y mi expediente laboral han sido impecables
hasta hoy —manifesté—. Estoy renunciando. Deme mis papeles. Ya no trabajaré
para la cadena. No quiero ninguna remuneración, firmaré lo que sea.
—Charlie, ¿sabes que es desear un par de aretes más que a tu vida misma?
Esa sensación aniquilante, de cuando te sobra el dinero para comprarlos y acudes a
la joyería y te dicen que no lo tienen en existencia. Comienza a entrarte una furia
que hierve. Te pueden ofrecer otros, incluso más bonitos o incluso más caros, pero
nada te calma. Y decides que harás lo que sea para conseguirlos, porque puedes,
porque tienes el dinero para hacerlo. Así que le dices a la dependienta que si no te
los consigue hablarás con el gerente o con el dueño de la marca…
—Basta, no necesito más detalles. Jamás lo he sentido. En primer lugar no
uso aretes, en segundo no le doy valor a las cosas materiales y en tercera no suelo
obsesionarme con las cosas que no pueden ser mías. No soy posesivo. Es más
saludable.
—Ya me di cuenta. Renunciaste muy fácil a Christina.
—¿De qué está hablando?
—Ya lo sé todo. El paseo romántico, la cita nocturna. Ella te deja plantado y
tú decides huir.
—Respeté su decisión. De eso se trata la sana convivencia.
—No pensamos igual. No te irás a ninguna parte. Tienes un contrato que te
obliga a…
—A nada señora, no soy un ignorante. Se equivocó de persona.
Devuélvame mis documentos o iré directo a mi embajada y pediré que me
repongan el pasaporte. De igual modo dejaré constancia de su acoso laboral y
sexual a mi persona.
—Jajajaja. ¿Quién te va a creer? No seas ridículo. No tienes pruebas. Yo
puedo acusarte de lo que me dé la gana. Muchachito engreído. Se me ocurre, por
ejemplo, acusarte de tener relaciones con una menor de edad.
—¿De qué carajo está hablando? —le grité.
—Christina tiene diecisiete años. Tengo su custodia legal y dinero suficiente
para hundirte. Ella declarará a mi favor de ser necesario.
—No es posible. Está en segundo año de universidad.
—¿De dónde sacaste ese absurdo? Está en último año para graduarse de
bachiller.
—Christina no me mentiría. La escuché perfectamente decir, el día que la
conocí, que regresó a las seis de la mañana.
—La dejo hacer lo que le dé la gana mientras no salga del país, al fin y al
cabo no es mi hija. Solo es un peso con el que he tenido que cargar.
—Ella vive sola en esta isla y usted en Cancún.
—Vive con sirvientes que la supervisan y cuando está en la escuela también.
—Ella tiene licencia de conducir —ya no sabía qué decir para defenderme.
—No.
—Manejó en Cancún, incluso cruzó el ferry.
—Solo tiene un permiso de conducir. Puede usarlo siempre que vaya con
otra persona con licencia.
—Fue sola a buscarme al aeropuerto.
—Pues sí, con dinero nos podemos saltar ciertas reglas. Charlie, aún puedo
olvidar este incidente. Podemos retomar todo donde los dejamos la otra noche y
entendernos entre adultos. ¿Qué quieres? ¿Qué es lo que más deseas?
—Usted la obligó para que no fuera a la cita conmigo, ¿verdad?
—No te atrevas a acercártele o no te la vas a acabar —me amenazó.
Ni siquiera esperé la respuesta. Salí con la ira carcomiéndome las entrañas,
sin reparar más en cada ardid utilizado para retenerme. Corrí hasta la residencia
de las Johnson. Llegué sofocado casi sin aire y llamé a manotazos sobre el portón.
Fue inútil, me desgasté golpeando a la puerta y nadie salió para darme razones.
Me devolví al hotel, me informaron que doña Billones ya había partido
rumbo a Cancún en su yate. Me metí a la oficina y aunque fuera un hombre de más
de uno ochenta metros de altura me derrumbé sobre mi escritorio. Lloré y ya no
sabía si era por rabia o por impotencia, o por una mezcla de las dos.
Paco Ibáñez tocó a la puerta, no levanté la cabeza ni para responderle pero
él entró de todos modos. Al percibirlo parado frente a mí, me sequé de golpe los
lagrimones que bajaban por mis mejillas.
—Carlos, eres un buen muchacho y Christina ya ha padecido demasiado.
Por eso te diré esto —me dijo.
—Dígame lo que sea, Paco —devolví.
—Escuché su discusión con la señora Johnson. En tres meses Christina
cumple la mayoría de edad. Solo te lo digo para que lo tomes en cuenta —
argumentó y no necesitó explicar más, yo entendí perfectamente a lo que se refería
—. Hay algo más, ahora mismo se la está llevando una lancha a Cancún, aún no
han soltado amarras, están en el muelle del hotel.
Me lancé a correr, cuando pisé la arena y ésta comenzó a frenarme, me quité
los zapatos y volé por encima del suelo. Me subí de un salto en el muelle, mientras
veía la lancha zarpar y enfilarse rumbo a la costa que teníamos frente a nuestros
ojos. Las tablas, resecas por el sol, crujieron debajo de mis pies, cuando tomé
impulso para saltar hacia el mar.
—¡Christina! —grité antes de sumergirme en el mar y dar brazadas detrás
de la lancha. Unos treinta movimientos de mis brazos  y sentía que la embarcación
se distanciaba más.
—¡Charlie! —la oí gritar y tirarse al agua sin que nadie pudiera detenerla.
Nadó hacia mí y nos encontramos en el punto de intersección.
Cuando la tuve cerca, la rodeé con mis brazos con fuerzas, la besé, sin
importar el agua salada que se nos metía dentro de la boca. Pataleamos para
mantenernos a flote pero sin dejarnos de abrazar. Ella me aseguró:
—Pamela no me dejó ir anoche a nuestra cita. Me encerró en mi habitación.
Luego me dijo que te iba a meter a la cárcel porque soy menor de edad, porque
incumpliste un contrato, entre otras acusaciones. No quise hacerte daño, Charlie.
No había sentido por nadie lo que me haces sentir. Estoy algo desconcertada. No
supe qué hacer.
—¿Por qué no me dijiste que tenías diecisiete años?
—No lo sé. Pensé que de lo contrario no te ibas a interesar en mí. Me
gustaste, Charlie, desde el primer momento que te vi salir por la puerta del
aeropuerto.
—No me iré a ninguna parte. Pamela no sabe de lo que soy capaz por lo que
quiero.
—Tú no sabes de lo que ella es capaz…
—…por su par de aretes. Ya me lo explicó y me importa un carajo —le dije
ante su cara de incredulidad.
—Chris, yo esperaré esos tres meses que faltan para que seas mayor de
edad y de ahí en adelante, si aún te gusto, le daré mucha guerra a doña Billones.
Yo no tengo nada que perder, pero no quiero afectarte, así que piénsalo bien.
—Estos tres meses serán eternos. Doña Billones no te dejará en paz.
—Yo me entenderé con ella. Ahora va a conocerme de verdad.
—La bruja no me dejará volver. Estudio en un internado y sin su permiso
no podré viajar.
—¿No estabas en carrera, Christina?
—Estoy en el último año de preparatoria.
—Chiquilla, me vas a volver loco. Lo mejor es que estemos distanciado
estos tres meses. Nos hablaremos todos los días por teléfono. Y por favor, ni una
mentira más.
El último beso me dejó los labios ardiendo y el resto del cuerpo también. La
apreté con todas mis fuerzas y ella se aferró a mi cuerpo, con lágrimas en los ojos.
Los de la lancha ya estaban con nosotros y la ayudaron a subir, le tiraron una toalla
sobre los hombros, mientras la alejaban de mí y ella me gritaba a todo pulmón:
—¡Charlie, te quiero!
NUESTRA DULCE MELODÍA

Priscila S.

La mañana se estaba volviendo un poco pesada, había discutido con mi


padre. Él se negaba a que yo estudiara canto, pues era mi sueño, era lo que yo
quería hacer en un futuro no muy lejano. Mi amiga Suzanne me miraba
preocupada, me había quedado con la mirada perdida en un punto fijo. El profesor
Lockwood era el mejor profesor de canto de todo el país y era un privilegio estar
en esta universidad. Mi padre me dio tiempo, pero un tiempo muy corto para
convencerle de que realmente era lo que quería hacer en mi vida y dos días antes
había discutido con mi padre porque él quería que yo estudiara medicina como él,
pero me negué y me dijo que dejaría de pagar mi matrícula.
—Maya, Maya ¿te ocurre algo? Llevas ida más de cinco minutos y el
profesor te estaba hablando. —Escuché la voz de mi amiga y desperté de mi
ensoñación. La miré y luego fijé mi mirada en el profesor y me di cuenta de que
todos mis compañeros estaban pendiente a mí.
Me puse roja como un tomate y más de uno se rio. Le iba a responder al Sr.
Lockwood cuando entró la secretaría del decano para que fuera a su despacho. Me
levanté con el ceño fruncido, pues nunca el decano me llamaba. Yo no era una
chica problemática, al contrario, era más bien tonta. Salí de mi clase de música y
seguí a la secretaría despacio, no quería llegar a ese despacho, pues no sabía qué
quería, pero me preocupé. Cuando llegamos, la secretaria se sentó en su mesa y yo
entré sigilosa al despacho, este me recibió con una mueca confusa, haciendo que
me preocupara, me señaló una silla para que me sentara y así lo hice.
—Usted dirá —hablé un poco confundida.
El Sr. Young me miraba pensativo. Sus palabras estaban costando salir y me
estaba poniendo mucho más nerviosa que de costumbre.
—Maya, tenemos un problema con el pago de tu matrícula —expuso y mis
ojos se abrieron.
Me tensé, nerviosa, pues no esperaba que mi padre hubiera hecho lo que me
juró que haría, pues de ser así, no se lo iba a perdonar jamás y me largaría de mi
casa para siempre, porque si no puedes aceptar mi sueño, es porque no me acepta
a mí misma.
—Eso es imposible —dije con la voz entrecortada—. Mi padre tenía que
haber pagado la matricula esta semana.
—Lo siento, pero dio la orden para que no la cobráramos más. Te diría que
echaras la beca, pero ya estás fuera de plazo —explicó apenado—. Ya sabes que
eres una de las mejores alumnas del centro, pero es que no puedo hacer nada y lo
único que te diría es que fueras a hablar con tu padre y arreglases el problema.
Mientras tanto, no puedes seguir asistiendo a clases.
Mis lágrimas no tardaron en hacerse visibles y el decano me miraba con
preocupación, pero también con pena. Me levanté de la silla y salí del despacho a
toda prisa. Tenía que hablar con mi padre, tenía que escucharme y convencerle de
que me pagase la matrícula de nuevo. Ese día había sido el peor de todos, pero no
me iba a rendir y ahora más que nunca sería cantante, aunque a mi padre no le
gustara e hiciera lo que fuera para que no lo consiguiese.
Salí de la universidad con mucha pena y no quise mirar atrás por miedo a
encontrarme a algún compañero que me preguntase el motivo por el que me
mandó llamar el decano. No quería tener que despedirme de ninguno, pues estaba
convencida de que iba a volver aunque me costara horas de trabajo, pero iba a
conseguir el dinero por mí misma. Me monté en mi coche y conduje hasta mi casa,
lo único que no quería era que mi padre estuviera, pues no estaba de ánimos para
discutir con él en ese momento. Al llegar, aparqué el coche y salí de él bufando. Me
sentía mal y muy triste, entré en mi casa y menos mal que no había nadie, así que,
sin más, subí hasta mi habitación y me encerré en ella durante todo el día.
—No sé qué haré para conseguir dinero, pero algo tengo que hacer —hablé
como si alguien me estuviera escuchando.
Me tumbé en mi cama después de darme una larga y relajante ducha y,
mirando al techo, me quedé dormida con una gran sensación de vacío en mi
interior.
Después de horas encerrada, me desperté, miré el reloj de la mesilla y eran
las seis de la tarde, ni siquiera había comido, aunque tampoco tenía mucho apetito.
A mi mente vino de nuevo el problema de la matrícula, necesitaba dinero para
poder seguir pagándola, sólo me quedaba un año para terminar y no podía dejarlo
así como así. Salí de mi habitación convencida, bajé las escaleras y mi padre estaba
en la sala, mirándome con superioridad.
—Hola, Maya —me saludó, pero lo ignoré y salí de casa, no quería discutir,
pero fue inútil ya que vino tras de mí.
— ¡Maya, no me dejes con la palabra en la boca! —gritó.
—Papá, déjame en paz —escupí y entré en mi coche.
Arranqué el coche sin saber a dónde ir, todos mis amigos estaban en la
Universidad, menos yo, porque hasta que no pagara, no podía asistir a las clases.
Conduje sin destino alguno, pues ni siquiera tenía familia a la que acudir. Mi
familia vivía en Atlanta y mi padre y yo nos mudamos aquí, a Londres, porque a él
le salió un puesto en un hospital y claro, ganaba mucho más. Por eso él quería que
fuera médico, pues todos, o casi todos en mi familia, lo eran. Cuando me quise dar
cuenta, había llegado al centro de Londres, había una plaza y se me ocurrió una
idea descabellada. Bajé del coche y cogí mi guitarra. Comencé a caminar y me
adentré entre la muchedumbre, con un poco de nerviosismo, me paré en medio de
todos y me puse a cantar. Me había vuelto loca, pero era la única solución, cantar
en la calle para conseguir dinero, aunque sabía que debía hacer algo más, ya que
no sabía qué sería lo que iba a sacar por cantar delante de tanta gente.
Cerré los ojos para que la música llenara mis sentidos y así poder
concentrarme, pues aunque cantar era mi pasión, ponerme delante de todo el
mundo no era fácil. Cantaba con mucha tranquilidad y dulzura, mi voz era
melodiosa, algo que había heredado de mi madre. La canción que cantaba era la
que mi madre siempre me cantaba para dormir, era la melodía más perfecta que
había escuchado en toda mi vida y cuando iba a alguna audición, era la que
siempre cantaba, pues era una manera de tenerla conmigo, aunque yo lo hacía en
español. Ella había muerto en un accidente de tráfico, tenía yo dieciséis años. La
echaba mucho de menos, era la mejor y de seguro, si ella estuviera conmigo, no
habría permitido que mi padre no pagase la matrícula para poder cumplir con
nuestro sueño, porque era el sueño de las dos.
 
Brandi Carlile - The Story.
Todas las arrugas de mi cara
Cuentan la historia sobre quién soy.
Tantas historias que viví y cómo llegué hasta donde estoy.
Pero esas historias no significan nada si no tienes a quien contárselas.
Es verdad, fui hecha para ti.
Escalé hasta la cima de las montañas, crucé nadando todo el océano azul.
Crucé todas las líneas y rompí todas las reglas.
Pero cariño, las rompí todas para ti.
Porque incluso cuando estaba quebrada
Me hacías sentir como un millón de dólares.
Y lo haces, fui hecha para ti.
 
De pronto, se acercó a mí un hombre trajeado que me miraba embelesado,
me puse muy nerviosa, pero me quedé embobada, era un hombre hermoso, el más
hermoso que había visto en toda mi vida. Al terminar de cantar, mucha gente
aplaudió, gente que se había quedado para escucharme y muchos se acercaron
para dejarme alguna moneda u otros billetes, no sabía ni qué cantidad tenía. El
dinero lo echaban en un sombrero que ese día llevaba puesto y que puse en el
suelo, justo delante de mí. Mi mirada no se apartaba del hombre que no se perdía
ninguno de mis movimientos y me puse nerviosa, pues se acercó a mí con una
tierna sonrisa, y yo, aún más nerviosa, comencé a temblar. Entonces comencé a
cantar de nuevo, pues la gente que pasaba por mí alrededor se paraba para
escucharme. Cuando terminé la canción, la gente aplaudió eufórica, les había
gustado, lo noté en la cantidad de dinero que tenía en el sombrero.
—Muchas gracias —dije a todo el mundo que había cogido un hueco de su
muy apretada agenda para escucharme.
Me agaché para coger el dinero y me puse el sombrero. El dinero lo metí en
mi mochila y guardé la guitarra. De pronto se me acerca mucho más el hombre
misterioso, que no dejaba de mirarme como si estuviera mirando a su más bello
tesoro.
—Hola, soy Alexander Miller —se presentó estirando su mano para que la
agarrara, pero estaba tan metida en mis pensamientos, sin poder dejar de mirarle,
que ni me di cuenta.
Mis ojos se abrieron y me quedé helada al oír el apellido de ese hombre tan
guapo, pues era el director de la discográfica Miller Music, no sabía qué hacer en
ese momento. Era la discográfica más famosa de todo el mundo y ni siquiera sabía
que estaban aquí, en Londres.
—Ho... Hola, me llamo Maya Bell —respondí nerviosa.
Estaba alucinada de tener a ese hombre delante de mí y mirándome como
me miraba. Como vio que no le di la mano, pero no lo hice porque me sentía
intimidada, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, era muy extraño, pero
sentí como si una corriente eléctrica cruzara todo mi cuerpo. La piel se me erizó
por completo y no entendía el motivo.
—Encantado —dijo muy cerca de mí. Yo asentí, únicamente podía hacer
eso, pues las palabras en ese momento las tenía atascadas y sólo podía admirar su
belleza.
Es un hombre muy guapo, de unos veintiocho años. Alto, moreno, de ojos
verdes. El traje negro que llevaba le marcaba los músculos de sus brazos y la
espalda ancha. Se notaba lo trabajado que estaba en el gimnasio.
Yo seguía en trance, mirando cada facción de su cara, viendo cómo se le
arrugaba la nariz cuando sonreía y me enseñaba su perfecta dentadura. Sentí su
mano sobre mi hombro y volví a este mundo.
—Qué bello cantas, jamás escuché una voz así, simplemente eres perfecta,
toda tú —me piropeó haciendo que me sonrojara.
Nunca me habían dicho unas palabras tan dulces, y ya estaba pensando que
todo había sido obra del destino. Un destino que sin querer me encontró, porque
pensaba que, a lo mejor, que me hubiera pasado lo de la universidad, era por algo,
¿no? No lo sabía, pero el tenerle tan cerca, diciéndome esas palabras, era algo que
jamás pensé que un hombre como él me diría y más sabiendo quién era.
—Me gustaría hacerte algunas pruebas de sonido —propuso y yo fruncí el
ceño. ¿Qué quería decir con eso?
— ¿No es una broma? —pregunté dudosa. El negó y me sonrió tan
abiertamente que hizo que me derritiera.
—No, no lo es —contestó con esa voz tan dulce como lo parecía él.
Era como escuchar algo hermoso, de alguien hermoso, nunca había tenido
un flechazo, no sabía que existía, pero ahora lo veía por mí misma, me tenía
embelesada. Sus halagos, su mirada, su sonrisa. Parecía el hombre perfecto, pero
¿lo era en realidad? No podía dejar que consiguiera de mí lo que él quisiera.
— ¿Vendrás? Es que tu voz, es… es hermosa y cuando digo que jamás oí
una voz tan perfecta, es porque es cierto. Por favor, solo una prueba —insistió y así
fue cuando me convenció de ir con él al estudio de grabación para hacerme una
prueba.
Por el camino me habló de su familia y me mencionó que tenía el estudio
junto con su hermano Edmun. Edmun era el mayor, pero ambos mandaban, pues
así lo impuso su padre. Cuando llegamos al estudio, me abrió la puerta, como todo
un caballero, para que pasara primero. Entramos y me quedé con la boca abierta
por la cantidad de discos de oro y de platino que tenía colgados en las paredes, era
sorprendente. Me sentía como una niña pequeña a la que llevan por primera vez al
parque de atracciones.
—Ven, quiero presentarte a mi hermano —dijo tirando de mí.
Sentía su contacto en mi piel y era gratificante, era como si su mano y la mía
estuvieran predestinadas a estar unidas por siempre. Él me miró, para luego bajar
la mirada a nuestras manos entrelazadas, luego volvió a mirar a mis ojos y me
sonrió, apretando mi mano. No sabía por qué, pero no quería que me soltara
jamás, pues por primera vez en mucho tiempo me sentía como en casa. Sentía que
por fin a alguien le importaba y, aunque era todo muy precipitado, es lo que él
consiguió con solo una sonrisa y rozar mi piel. Al entrar, otro hombre parecido a él
me miró, luego miró nuestras manos unidas y negó cabreado. Su reacción me
aclaró que no le gustaba lo que estaba viendo y sentí que no le caí bien, no le gustó
ver cómo su hermano agarraba mi mano con tanta fuerza y seguridad que me
presionaba el corazón.
El hermano de Alexander me miraba con cara de mala leche, y es que claro,
para él era una desconocida que había llegado de la mano de su hermano, pero
¿qué era lo que no le gustaba de mí? Porque no me conocía de nada, no podía
pensar nada malo de una persona a la cual no conocía de nada, o por lo menos yo
no lo hago, pero se ve que hay personas que sí y no le importan expresarlo de la
manera más ruin.
— ¿Quién es ésta? —preguntó de mala manera, refiriéndose a mí como si yo
no valiera nada. Alexander me soltó y se acercó a su hermano como si fuera un
miura de lo que esa pregunta le cabreó.
—“Ésta” tiene nombre, se llama Maya y es nuestra nueva estrella —refirió
mirándome a los ojos. Yo me quedé bloqueada al escuchar eso de que era su nueva
estrella, ¿yo estrella? No entendía nada y no podía creerlo, no aun.
— ¡¿Te volviste loco?! —gritó—. Ni siquiera la conoces. ¿Cómo puedes
hablar así de una persona desconocida para ti? Desde luego te volviste loco —
escupió cabreado Edmun, haciéndome sentir inferior, muy inferior y ya quería
salir de ese sitio.
—Sí, me volví loco, pero por su voz. Cuando la he escuchado, me quedé
bloqueado y no he podido irme hasta poder hablar con ella.
A cada cosa que Alexander decía, más ganas tenía de acercarme a él y
abrazarlo por tan bellas palabras sobre mí, pero no podía hacerlo, nos conocíamos
desde hacía una hora y yo ya sentía que lo conocía de toda la vida.
—De verdad que estás tonto. ¡Sólo es otra cantante mediocre que quiere
triunfar gracias a que se abrirá de piernas! —gritó.
Alexander se acercó a él y le pegó un puñetazo, tirándolo al suelo. Yo no
sabía dónde meterme, toda esta situación de pronto no era para nada buena y todo
era por mi culpa, no podía permitir que dos hermanos pelearan por una
desconocida como yo.
—Parad, por favor. Si el problema soy yo, me marcharé —susurré esto
último como si fuera mi condena. Porque no quería marcharme, quería conocer a
Alex. No tenía la certeza de nada, pero algo de él me hacía querer quedarme lo
más cerca posible.
Me di la vuelta para marcharme, pero Alexander agarró mi brazo,
acercándose a mí, tanto que nuestras respiraciones se volvieron pesadas y
cortantes. Nuestras miradas no se apartaban, nos daba pena perdernos cualquier
momento e incluso cualquier gesto que el otro hiciera. Escuchamos las risas de su
hermano, nos volvimos hacia él y vimos cómo nos miraba, como si estuviéramos
locos.
—De verdad, Alex, estás muy loco —afirmó con burla.
—Cállate, Edmun —respondió Alex.
—No, no pienso callarme y ver cómo cometes el peor error de tu vida, pero
si la acabas de conocer y parece que estás enamorado de ella. ¿Cómo es eso
posible? No me jodas.
—Nadie ha hablado de amor. Eso es algo importante —las palabras de Alex
sonaron tan creíbles que bajé de la nube en la que me subí, pero tenía razón.
Yo quería volver a irme, no podía seguir allí, no era lo correcto, pero algo no
me dejaba irme, algo dentro de mi corazón no permitía que me fuera.
<< ¿Me había enamorado de un desconocido?>>, me pregunté.
Eso no era posible, eso sólo pasaba en las películas y esto era la vida real,
una realidad de mierda. Me iba a ir de una vez, no dejaría que Edmun me tratara
mal por su propio gusto, ni siquiera sabía cómo era y hablaba de mí como si yo
fuera la peor mujer de todas.
—Lo siento, Edmun, pero no voy a dejarla. Sé que parece que me volví loco,
pero cuando la escuché cantar fue como si mi corazón volviera a latir, como dejó
de hacerlo hace años, y todo gracias a ella —escuché de pronto.
Me miró mostrándome la mejor de las sonrisas y suspiré tranquila, pero
igualmente me iría. Me acerqué a Alex y le pedí que me dejara ir, que otro día, si el
destino y ambos queríamos, nos volveríamos a ver. En un principio se negó en
rotundo, pero tocando su mejilla le dije:
—Sabrás encontrarme. Me voy —me despedí y le di un beso en la mejilla.
Miré a Edmun y sin decirle nada, me fui, salí de aquel sitio en donde me
había sentido admirada por Alex y odiada por Edmun. Suspiré y caminé hasta la
plaza donde horas antes estaba cantando para coger mi coche y volver a casa. El
día debía terminar de una vez, porque de no ser así, me volvería loca y la cabeza
me explotaría en cualquier momento. Al llegar al coche, escuché que alguien
gritaba mi nombre, me di la vuelta y Alex corría hasta mí. Cuando me alcanzó, se
acercó a mí y me abrazó. Sus latidos estaban acelerados por lo deprisa que venía y
parecía que yo había corrido igual, pues mi corazón estaba de igual manera.
—Lo siento, no quería que mi hermano te tratara así.
Negué con una sonrisa y toqué su mejilla, tocando su incipiente barba. Así
estaba bastante guapo, me gustaba mucho.
— ¿Por qué viniste? —pregunté confundida.
—Tenía que disculparme y… y quería invitarte a almorzar mañana o a
cenar. Lo que sea con tal de conocerte más —propuso nervioso y sonreí
complacida, pues eso mismo quería que pasara en el estudio.
—Cenar está bien.
— ¿Mañana?
—Mañana —respondí y me dio su tarjeta, aunque también le di mi número
de teléfono para que me llamara al día siguiente para recogerme en mi casa.
Yo me negué, puesto que tenía coche y podía ir a donde fuera que
fuésemos, pero negó explicando que él era un caballero y él se hacía cargo de todo.
Asentí y le di un beso en la mejilla. Él me devolvió el beso y casi me lo dio en los
labios y al sentir sus labios tan cerca, mi corazón se aceleró y me puse muy
nerviosa. Me metí en el coche y arranqué para salir del aparcamiento. Vi cómo
Alex levantaba la mano a modo de despedida y yo suspiraba. Era una gran locura
¿Cómo? ¿Qué me había hecho sentir este hombre con solo sentir su mano
agarrando la mía? Dios, jamás me había sentido así. Parecía una adolescente
enamorada, pero ¿era amor? No era posible, solo una simple atracción.
—Creo que me volví loca, porque de no ser así, no lo entiendo —me dije a
mí misma.
Al llegar a mi casa, aparqué y salí del coche. Caminé despacio, sin ganas,
pues no quería entrar en casa. No quería ver a mi padre y discutir con él, pero era
inevitable. Metí la llave para abrir la puerta y mi padre me esperaba al otro lado
con la ceja alzada. ¿Estaba cabreado? Era el colmo.
—Te estaba esperando. Has tardado mucho. ¿Dónde estabas? —preguntó
despacio, como si estuviera conteniéndose para no explotar.
—No te importa lo que haga con mi vida. Ya me lo has dejado bastante
claro —escupí sabiendo que con solo eso comenzaría a gritarme enfurecido, pero
no me importaba, yo me encerraría en mi habitación hasta mañana.
Mi padre bufó desesperado y, por primera vez en mi vida, me dejó
sorprendida, pues no gritó, no se enfureció. Me miró y en sus ojos pude ver un
poco de dulzura, esa dulzura que hacía tiempo que no veía. Desde que mi madre
murió, él cambió, tanto que solo peleábamos.
—Lo siento. Tenía que haberte informado de que no pagaría la matricula,
pero no es por lo que crees —suspiró y me preocupé—. No tenemos dinero. No
pude pagarte la matricula —explicó apenado.
Me acerqué a él y lo abracé. Hacía tiempo que no lo abrazaba y me sentí
bien, me sentí protegida. Mi padre y yo llevábamos un tiempo de muchas
discusiones y todo porque él quería que yo estudiara medicina, pero es que no
quería, yo quería ser cantante. Al separarme me di cuenta que sus ojos estaban
vidriosos, estaba triste y me partió el alma verlo así.
—Papá, no te preocupes. Si el problema es el dinero, no pasa nada, ya
encontraremos una solución y si no… si no, pues buscaré un empleo y yo misma
me pagaré mis estudios, ¿vale?
— ¿Y si no encuentras trabajo? —preguntó preocupado.
Era la primera vez que veía a mi padre así de preocupado por algo mío,
algo relacionado con la música, algo que él odiaba desde que mi madre murió. Me
encogí de hombros y negué despreocupada, quitándole hierro al asunto, sobre
todo para no preocuparle aún más de lo que ya estaba.
—Seguro que encuentro, no te preocupes —respondí, pero ¿estaba segura
de ello?
Yo no estaba segura de nada en ese momento, pues tenía demasiadas cosas
en la cabeza y una de ellas era él, Alexander. No podía dejar de pensar en él y en
las ganas que tenía de verle y de pasar más tiempo juntos. Era algo extraño pues
jamás me había interesado un hombre tan rápido, pero es que nunca un hombre
me hizo sentir tanto como lo había hecho Alexander con una simple sonrisa.
Mi padre se fue a la cocina para prepararse un café y yo le seguí, pues aun
había cosas de las que hablar. Me senté junto a él y mientras se tomaba un café, me
contaba cómo estaban las cosas. El problema era que lo habían echado del hospital
por recortes de personal, o más bien porque cogerían a chicos más jóvenes y sobre
todo estudiantes en prácticas. Se sentía hundido, ya que llevaba trabajando en el
hospital bastantes años, pero todo acababa y parecía que le tocó a él terminar ahí.
—No te preocupes, ¿sí? Ya verás como todo se arregla —lo consolé como
pude, pues yo no tenía idea de cómo arreglar ese gran problema.
Yo, una estudiante, sin trabajo y mucho menos experiencia. ¿Dónde
encontraría un trabajo para ayudar a mi padre? Era imposible.
—No sé, de verdad que no sé y mucho menos estoy seguro de eso, pero te
agradezco que comprendas la situación. Pensé que estarías disgustada.
— ¿Por qué habría de estarlo?
—Hija, ya sabes que nunca te he apoyado en lo que haces, pero eso no
significa que no me importes y que no me importe lo que quieres hacer en la vida.
Y creo que, en cierto modo, pensaste que dejé de pagar por no apoyarte. —Negué,
aunque era verdad, sí lo pensé—. No lo niegues, pero no te preocupes. Yo entiendo
que pensaras eso, pues nunca he querido que te dediques a la música —suspiró y
sacó un papel del interior de su bolsillo del pantalón. Me lo entregó y me dijo que
lo leyera cundo estuviera en mi habitación a solas.
Estuvimos por horas hablando y era la primera vez que hablaba tanto
tiempo con mi padre sin discutir, era un logro para nosotros. Cenamos como la
familia que éramos y después de eso, me fui a mi habitación, pues ya era tarde y
mañana tenía que madrugar, tenía que encontrar un trabajo. Ya en mi habitación y
después de ponerme el pijama, me acosté en mi cama y cogí el papel doblado que
mi padre me dio hacía un rato. Lo había dejado encima de la mesita de noche, al
igual que mi móvil. El móvil comenzó a vibrar y antes de ver de qué se trataba lo
que mi padre me dio, cogí el móvil y vi un mensaje de Alex. Mi corazón aleteó
nervioso y abrí el mensaje para poder leerlo.
Hola, Maya. Soy Alexander, siento si te molesto, pero tenía muchas ganas de hablar
contigo.
No sabía si responder. Estaba tan nerviosa que no quería que pensara que
estaba desesperada. Lo pensé mucho hasta que me decidí a responder.
Oh, hola, Alex. ¿Cómo estás? No te preocupes, no me molestas.
El móvil ni siquiera lo solté mientras esperaba una respuesta, aunque
tampoco me hubiera dado tiempo, puesto que no tardó ni un minuto en hacerlo.
Mi sonrisa se agrandó al sentir de nuevo la vibración del móvil. Lo abrí y no podía
borrar la sonrisa de la cara y mucho menos la felicidad que sentía.
Me alegro que no te hayas molestado, porque me habría dolido mucho. Tengo
muchas ganas de verte y cuento las horas para poder verte mañana. Por eso te hablaba.
¿Querrías pasar el día conmigo? Espero un sí, por favor.
Mmmmm ¿Todo el día? ¿Es que acaso pretende secuestrarme, Sr. Miller?
Le envié el mensaje sin pensar en lo que me respondería, pues era la
primera vez que coqueteaba con alguien y me sentía un poco avergonzada. No era
una tonta, pero tampoco iba ligando por ahí como hacían la mayoría de mis
compañeras. Esperé varios minutos y no recibía nada. Me daba la sensación de que
lo espanté y de ser así, me sentiría muy mal. Al no recibir después, dejé el móvil
sobre la mesilla y volví a coger el papel que mi padre me dio. Lo abrí y me fijé en la
letra, era la de mi madre. Parecía una carta. Comencé a leerla y era una carta que le
dejó a mi padre.
Querido Damon, no sabía cómo comenzar esta carta. Hace tiempo que pensé en
escribir mis sentimientos hacía ti, pero nunca me atreví a hacerlo por miedo a tu reacción.
No sé por dónde empezar y te juro por Dios que lo que pienso hacer no es porque no soy
feliz, pues sí que lo soy, pero no lo suficiente… Siento que el estar contigo me pierdo
muchas cosas en esta vida y no quiero que arrastres a nuestra hija en tu amargura. Me iré,
Damon, nos iremos y no volveremos a vernos. Quiero que Maya sea feliz y contigo no lo
será jamás, pues nunca dejarás que haga lo que decida con su vida, así que esa es la única
solución y eso haremos. Nos iremos para siempre y siento mucho que te enteres así, pero es
la única forma en la que puedo hacerlo… Lo siento, pero es la decisión que tomé y espero
que no me odies nunca.
Elisabeth.
Tenía pensado que nos fuéramos. Íbamos a abandonar a mi padre ¿Cómo es
posible que jamás me lo dijera? Mis ojos se habían llenado de lágrimas y ni siquiera
me había dado cuenta. Me sentía mal, muy mal, pues pensaba que mis padres se
amaban y era todo una mentira. Nunca pensé en enterarme de algo así, pero por lo
visto hoy era el día de enterarme de todo. Volví a dejar la carta de mi madre en la
mesilla y apagué la luz para dormir, aunque me costó hacerlo y prácticamente
daba vueltas en la cama sin poder dejar de pensar en todo. Mi madre, el problema
de mi padre y… Suspiré al pensar en Alexander. Cogí el móvil para ver si tenía la
respuesta de Alex y sí que la tenía, pero había varios mensajes. Me había quedado
tan mal después de leer la carta que ni siquiera cogí el móvil para revisarlo.
Interesante opción. Me gustaría secuestrarte, pero no solo mañana, si no todos los
días.
Veo que te asusté, puedes decir que no si no te apetece.
De verdad siento si te he molestado, Maya. Que descanses.
El pobre pensó que me había enfadado y no era así. Comencé a escribirle la
respuesta:
Sí quiero que me secuestres mañana y todos los días, Alex. Buenas noches y te
espero mañana a la hora que decidas venir a por mí.
Después de eso, dejé el móvil en la mesilla y ahí sí que me quedé dormida
con una sonrisa, con la sensación de que mañana sería un gran día.
A la mañana siguiente me recogió temprano y al final no pude ir a la
cafetería a la que tenía pensada ir para pedir trabajo. Ese día me llevó a un lugar
hermoso, un parque hermoso, donde comimos y charlamos de nosotros. Después
de ese día, vino otro y otro y así nos estuvimos viendo todos los días durante más
de una semana. Ningún día nos habíamos besado y aunque me moría de ganas, no
me parecía lo correcto, no aun.
Esa noche, al dejarme en mi casa, me dijo que me recogería al siguiente día,
que me tenía una sorpresa. Yo sonreí complacida y al darle un beso en la mejilla,
sentí como su piel se erizaba, acompañando a la mía. Luego entré en mi casa y él se
marchó. Yo subí a mi habitación y me acosté temprano, pues estaba cansada.
Todos esos días no había hablado con mi padre, de igual forma él en ningún
momento me buscó para nada, ni siquiera para saber cómo estaba, así que yo
tampoco lo buscaba a él. Así lo único que conseguíamos era separarnos más y
enfriar la poca relación que ya teníamos.
Por la mañana, me recogió y al subirme en su coche, le di un beso en la
mejilla y sonreímos nerviosos. Me encantaba verlo todos los días, me estaba
acostumbrando a él.
— ¿Dónde vamos? —pregunté.
—No te lo diré hasta que lleguemos —respondió reprimiendo una sonrisa.
Así fuimos todo el camino, entre sonrisas y secretos, pues no me quería
decir donde me llevaba. Minutos más tarde, aparcó el coche delante de la
discográfica y me puse nerviosa, pues no quería entrar y discutir de nuevo con su
hermano. Yo no le caía bien.
— ¿Qué hacemos aquí? Tu hermano se enfadará —dije nerviosa.
—No lo hará. Fue él quien me pidió que te trajera para hacerte esa prueba.
—Yo fruncí el ceño, no entendía nada.
Bajamos del coche y caminamos con las manos entrelazadas. Me gustaba
tanto ir así con él, que separarlas me parecería raro. Mi cuerpo temblaba nervioso,
pues no quería que su hermano me humillara de nuevo y tampoco quería que se
volviera a pelear. Cuando entramos, Edmun me miró y se acercó a mí.
—Hola, Maya. Quería disculparme por cómo me porté el otro día contigo —
expresó y yo me encogí de hombros, restándole importancia.
—Disculpas aceptadas.
Después de eso, me metieron en el estudio de grabación y estaba muy
nerviosa. Al final Edmun, quiso escucharme, y no sabía que cantar, los nervios no
me dejaban. Alex entro conmigo para tranquilizarme y lo hizo. Salió del cubículo y
me puse delante del micrófono. Ya sabía que canción cantar: Who You Are de
Jessie J. Me gustaba tanto esa canción.
Miro fijamente a mi reflejo en el espejo,
¿Por qué me estoy haciendo esto a mí misma?
Perdiendo la cabeza por un pequeño error,
Casi dejo a mi verdadero yo en la estantería, no, no, no.
No te pierdas a ti misma (quien eres)
En la confusión de las estrellas,
La vista es engañosa,
Soñar es creer,
Está bien si no está bien.
Algunas veces es difícil
Seguir a tu corazón.
Las lágrimas no significan que estés perdiendo,
Todo el mundo tiene moratones,
Simplemente sé fiel a quien tú eres.
-Quien tú eres - (bis)
Cepillándome el pelo, ¿estoy perfecta?
Me olvidé de lo qué hacer para caber en el molde,
Cuanto más lo intento, menos funciona,
Porque todo dentro de mí, grita no, no, no, no.
 
Mientras cantaba, vi cómo media sonrisa aparecía en los labios de Edmun y
Alex no se quedaba atrás, parecía estar maravillado, iluminando todo el lugar con
su hermosa sonrisa. Yo seguía cantando sin apartar la mirada de él, del hombre
que había robado mi corazón en menos de dos minutos. Cuando terminé, los dos
aplaudieron alocados, les había gustado y para mí eso era muy importante. Salí de
aquel cubículo y me esperaban con una gran sonrisa marcando sus hoyuelos, eran
muy parecidos. Ambos rubios con ojos azules, lo único que les diferenciaba era que
Edmun era más alto que Alexander.
—Vaya voz, jamás en mi vida escuché una voz como la tuya. Es como
escuchar el cantar de una sirena —elogió Edmun.
—Ves lo que te decía —habló Alex.
Yo los miraba boquiabierta, pues se habían puesto a discutir mi contrato, si
mi contrato. Me harían brillar, harían que todos me escucharán incluido mi padre,
que es el que no confiaba en mí. Alexander se acercó a mí para darme un beso en
los labios. Entonces se dio cuenta de que me había besado, pues era nuestro primer
beso.
—Lo siento, no pretendía hacerlo, fue un impulso —se disculpó y yo me
acerqué a él para volver a besarle.
—Prefiero mil impulsos a vivir sin tus besos —respondí y sus ojos brillaron.
El amor había llamado a mi puerta, y de qué manera más particular.
—Eres perfecta —susurró en mi oído. Mi piel se erizó al escucharle. Estaba
alucinada, él también era perfecto, pero un perfecto desconocido.
Después de hablar por horas e incluso haber comido en el estudio por falta
de tiempo,  Alex me llevó a mi casa, pues habíamos pasado casi todo el día juntos y
yo no sabía porque pero necesitaba contarle a mi padre lo que había pasado. Al
llegar, nos quedamos algunos minutos más en el interior de su coche, no quería
irme, quería estar más tiempo con él.
—Mañana te recogeré de nuevo. No puedo pasar ni un día sin verte y es
algo extraño, nunca me pasó con nadie, pero contigo… no sé qué me pasa —
confesó mirándome fijamente.
—A mí me pasa lo mismo —respondí con una sonrisa daleada y besé sus
labios para luego bajarme del coche.
Al llegar a la puerta de mi casa, me despedí con la mano y entré. Caminé
hasta el salón y mi padre estaba sentado en el sillón leyendo el periódico, se le veía
tan tranquilo y sereno que no quería molestarle, así que me di la vuelta para
marcharme, pero me escuchó y me llamó para que me sentara a su lado. Cuando lo
hice, me miró y cogió mis manos. Lo sentía preocupado.
— ¿Pasa algo, papá?
—No, es solo que hace días que no hablamos y no me dijiste nada de la
carta de tu madre. No quería enseñártela, pero pensé que era el momento de que
supieras lo que tu madre quería hacer y los motivos —explicó apenado y sentí su
voz arrepentida—. Maya, no puedo exigirte que estudies medicina, eso es algo que
debes elegir tú y si lo que quieres es cantar, pues te apoyaré. Hagas lo que hagas, te
apoyaré. Lo entendí al darte la carta de tu madre, pues el motivo de su huida era
por esto mismo, porque ella sabía que destrozaría tus sueños como hice con los de
ella. Porque óyeme bien, ella quería ser cantante, pero lo dejó todo por mí y yo se
lo pagué de la peor manera. No quiero hacer lo mismo contigo y que me
abandones. —Sus ojos llenos de lágrimas y su voz temblorosa, así me dijo mi padre
lo que sentía.
Me acerqué a él y lo abracé, no quería que mi padre pensara que lo iba a
abandonar, eso nunca podría hacerlo. Era mi padre y le quería, aunque
hubiéramos pasado por malos momentos en esta vida, le quería.
—Papá, no te abandonaré, te lo prometo —respondí aguantando las
lágrimas que amenazaban con salir, pero es que estaba tan feliz que no quería
llorar—. Ahora te contaré algo. —Mi padre puso toda su atención en mí y yo
proseguí—. Acabo de firmar un contrato con la discografía Miller Music —confesé
y mi padre abrió los ojos desorbitados.
— ¿Cómo? ¿Cuándo?
— ¿Cómo? Conocí hace una semana a Alexander Miller y papá… no sé qué
me pasa con él, pero me siento en una nube cuando lo tengo cerca.
—Hija, ten cuidado. No me gustaría que te engañaran —habló preocupado
y lo entendí.
Era normal que sintiera eso, pues era Alexander Miller, y claro ¿Cómo se
fijó en mí? Aun no me lo creía y por eso mismo estaba en una nube. Estuve
hablando con mi padre por una hora más y ya me sentía cansada, además Alex me
dijo que me recogería, aunque no sabía a qué hora. Me subí a mi habitación y
después de ducharme, me puse el pijama y me acosté, aunque esa noche poco
dormiría, pues unos ojos azules no me dejarían pegar ojo en toda la noche, pero ¿y
si cambiaba los pensamientos por sueños? Lo intenté y me quedé dormida
soñando con él.
La luz del sol entraba por mi ventana, sentí el calor que desprendía y me
sofoqué de inmediato haciendo que me despertara sudada. Me levanté y me fui
directa a la ducha. Al terminar, salí y me vestí en tiempo récord. No sabía si Alex
vendría a por mí ya o más tarde, así que aprovecharía para ir a la cafetería que
llevaba toda la semana pensando en ir para pedir trabajo de camarera. Salí de mi
habitación y me encaminé a la cocina para saber si mi padre ya estaba levantado,
pero no había nadie, así que supuse que seguiría en su habitación y yo me fui. Salí
de mi casa y me dirigí a mi coche. Ya dentro puse camino a la primera cafetería
más cercana de mi casa. Cinco minutos después estaba buscando aparcamiento.
Entonces me llegó un mensaje, lo miré y era de Alex, pero no lo abrí, no antes de
hablar con el encargado de la cafetería. Necesitaba encontrar un trabajo urgente.
Entré en la cafetería buscando al encargado y lo encontré enseguida, pero
era una mujer, así que sería más fácil para mí. Me acerqué a ella decidida y pude
verla de más cerca. Era una mujer de mediana edad, se le veía una mujer dulce y
me recordó mucho a mi madre.
—Buenos días. ¿Es usted la encargada? —pregunté tímidamente. Ella se dio
la vuelta y asintió con una sonrisa.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarte?
—Verá, estoy buscando trabajo y me preguntaba si… necesitarían alguna
camarera o limpiadora. Hago lo que sea y aprendo muy rápido —respondí
nerviosa.
—Estás de suerte, justo una de mis camareras tuvo que irse y se quedó un
puesto libre para la barra. ¿Te interesa? El sueldo no es muy alto, pero para
comenzar, está bien…
—Acepto. —no la dejé terminar de explicarme y le sonreí complacida y me
devolvió la sonrisa.
—Está bien. Puedes empezar mañana, si quieres. —Asentí—. Acompáñame
a mi despacho que te informo de todo.
Ambas nos levantamos y la seguí hasta su despacho. Estuvimos hablando
por más de media hora, pues tenía mucho que explicarme. Los horarios, el sueldo,
los días de descanso, etc. Una vez que terminó de explicarme todo, me fui. Alex
estaría preocupado, así que nada más salir de la cafetería cogí el móvil y le
respondí a los mensajes que aún no había leído.
Buenos días, princesa. En media hora te recojo, solo tienes que decirme dónde estás.
Al leer el primer mensaje, sentí cómo mi pecho se comprimía y me ponía
nerviosa. Me había llamado princesa, a mí. Parecía tonta, pero en realidad nunca
un hombre me había gustado como él me estaba gustando. Leí el siguiente y al
llegar al último, en donde me ponía que estaba nervioso y preocupado, solté una
risita estúpida. Pensé en responderle, pero preferí llamarle directamente. Marqué
su número y al segundo tono me respondió.
—Maya. ¿Dónde estás? Me tenías preocupado —expresó nervioso y reprimí
una sonrisa.
—Hola, príncipe. No te preocupes, estaba en una entrevista de trabajo y te llamaba
para que vinieras a recogerme o yo voy donde sea en mi coche.
— ¿Cómo me has llamado? ¿Así que soy tu príncipe?
—Y yo tu princesa, ¿no?
Mi voz sonaba entrecortada, estaba muy nerviosa. No sabía cómo un
hombre al cual conocía de muy poco podía provocar eso en mí. No lo entendía,
pero tampoco me importaba demasiado. Hablamos por unos minutos más y
después de darle la dirección de la cafetería, puesto que se negó en rotundo a que
fuera yo en mi coche, colgamos y me senté en un banco del parque que había
frente a mí.
Mientras esperaba, volví a sacar la carta de mi madre, pues leer lo que
pretendía hacer en cierto modo no me gustó, pero claro si no amaba a mi padre y
no era feliz con él ¿Qué otra cosa podría hacer? Darme cuenta que mi familia era
una mentira, que mi madre no amaba a mi padre, eso hizo que pensara muy bien
sobre el amor ¿de verdad existe? ¿Se puede amar a una persona sin conocerla? Esas
preguntas ya iban por mí y Alex, porque no podía decir que fuera amor, pero algo
había y aunque comenzara con una atracción, ¿podía llegar a algo más? En ese
momento sentí un olor embriagarme, me di la vuelta y la sonrisa de Alex me
hipnotizó. Me levanté y caminé decidida hasta él. No sabía cómo actuar frente a él,
pues aunque llevábamos viéndonos varios días, todavía me ponía muy nerviosa
ante él. Se acercó lo más posible a mí y dándome un abrazo que recibí gustosa, me
dijo:
—Estaba como loco por verte, princesa.
Su voz sonaba tan dulce y aterciopelada que me erizó la piel por completo.
Sentí sus labios en mi cuello y me estremecí entre sus brazos ¿Cómo podía
reaccionar mi cuerpo ante él y sus besos? No entendía nada, ni yo misma me
entendía. Nos separamos y atrevida de mí le di un beso en la comisura de sus
labios. Sentí cómo Alex se ponía nervioso y eso hizo que cogiera más confianza y
acercara mis labios a los suyos, fundiéndonos en un dulce beso. Al separarnos,
sonreímos y yo me sonrojé.
—Si llego a saber que me ibas a recibir así, vengo antes —dijo haciéndome
reír.
—No seas tonto. Es solo que me apeteció hacerlo.
—Puedes hacerlo siempre que quieras, princesa.
Dicho eso, caminamos hasta su coche y entramos. No quería decirme dónde
íbamos, y eso me ponía un poco histérica, pero confiaba en él y en parte eso era lo
extraño. Confiaba en un hombre desconocido, pero parecía que nos conocíamos de
toda la vida, aunque si yo hubiera conocido a Alex antes, lo recordaría.
— ¿Dónde me llevas? —pregunté ya sentados en el coche.
Alex sonrió y negó encogiéndose de hombros. Esa no era la respuesta que
quería.
—Es una sorpresa.
—Las sorpresas me ponen nerviosa —declaré y él rio.
—Creo que esta te gustará y si no, siempre podemos ir a otro sitio, pero hoy
quiero pasar el día entero contigo. —Asentí reprimiendo una carcajada, pues
parecía un niño pequeño y me hacía mucha gracia su actitud. No le pegaba eso de
ser secuestrador.
Sin decir ni una palabra más, Alex fijó sus ojos en la carretera y yo me
dediqué a mirar el paisaje que el viaje me regalaba. Una hora después o eso creo,
llegamos hasta un lago. El lugar desde lejos se veía precioso y jamás había estado
en un sitio como este. Alex aparcó el coche justo delante de una cabaña que, era
simplemente perfecta y ambos nos bajamos del coche. Cogió mi mano con dulzura
y tiró de mí para adentrarnos al interior de la cabaña. En el interior, se acercó a mí
para coger mi rebeca y mi bolso.
—Ven que te enseño todo —dijo ilusionado y yo también lo estaba.
Comenzamos por el piso de arriba, donde estaban las habitaciones. Por
fuera parecía más pequeña de lo que realmente era. Toda la decoración era rustica
y me encantó, pues parecía un hogar, un hermoso hogar donde crear una familia.
Las habitaciones eran grandes y todas de colores vivos, el amarillo reinaba en cada
lugar y me encantó. Volvimos a bajar y fuimos a la parte trasera, donde había una
mesa preparada con comida. Miré a Alex y este me guiñó un ojo.
— ¿Tienes hambre? —preguntó y yo asentí.
Caminamos hasta el césped y nos sentamos, pues la comida ya estaba
servida. Fruncí el ceño, pues no había nadie más en la casa.
— ¿Cómo preparaste todo? —pregunté confundida.
—Fue mi abuela —respondió y me sorprendí.
— ¿Tu abuela? ¿Y dónde está ahora?
—Ya se fue. ¿Querías conocerla? Porque si es así, después vamos a verla. No
vive muy lejos de aquí y por eso le pedí que lo preparara todo mientras yo te
recogía.
Ambos soltamos una carcajada, pues el saber que su abuela sabía sobre mí,
me ponía más nerviosa y sobre todo, eso significaba que yo para Alex no era una
simple amiga o eso creía en este momento. Miré hacia la mesa y su abuela preparó
unas verduras con carne a la plancha. Todo tenía muy buena pinta. Entonces Alex
se levantó y entró en la cabaña, minutos después volvió a salir con dos copas y una
botella de vino blanco.
—Vaya que has pensado en todo —afirmé.
—Claro, la tenía enfriándose, ¿te gusta el vino blanco?
—Sí, me gusta. Gracias.
Nos miramos y en ese momento no había nadie más que él y yo en un
precioso lago. No podíamos dejar de mirarnos y ya me estaba acostumbrando a esa
mirada azulada y su sonrisa, pues desde que lo conocí me sentía bien, me sentía
alegre, mucho más que días anteriores, porque Alex hacía que me olvidase de mis
problemas, de la carta de mi madre y de los problemas con mi padre, me olvidaba
de todo.
— ¿Tienes hambre? —pregunté para cortar las miradas, pues si no, no
comeríamos nunca y aunque me encantaba sentir su mirada, no podíamos hacerle
a su abuela el desplante de no comernos la comida que se veía deliciosa.
—Claro, perdona.
—No te disculpes, no tienes por qué —respondí.
Nos pasamos toda la comida hablando de nosotros y nuestras familias.
Contándome que sus padres habían muerto hacía ya un par de años y que desde
entonces su hermano Damon y él eran los encargados de la discográfica. Me sentí
mal por él cuando me contó que su hermano desde entonces no era el mismo con él
y que por eso siempre peleaban. Antes se llevaban bien, pero desde aquel día todo
cambió. Todas las cosas que hoy me contaba, no me las contó en los días anteriores,
suponía que necesitábamos coger más confianza para poder abrir nuestros
corazones aún más de lo que ya estaban. Yo le conté que mi madre murió cuando
yo tenía quince años y que a mi padre le pasó lo mismo que a su hermano. Nos
dimos cuenta de que éramos unos incomprendidos. Me sentía muy bien con él y
cogí confianza en seguida, contándonos todo. Bueno todo no, no quise confesarle
los problemas económicos que mi familia estaba atravesando, pues no quería que
pensara que podía aprovecharme de él.
— ¿Entonces trabajarás en la cafetería? —preguntó curioso.
—Sí, no quiero estar todo el día sin hacer nada —respondí y parece que esa
respuesta se la creyó.
Habían pasado ya más de dos horas desde que llegamos a la cabaña y no
habíamos parado de hablar, conociéndonos. Todo lo que descubría de él me
encantaba y me hacía verlo de diferente manera, pues al principio era atracción,
pero me di cuenta que necesitaba su sonrisa para sentirme bien y seguir. De pronto
se levantó y se acercó a mí.
—Demos un paseo —habló con la voz ronca.
En todo momento que habíamos estado juntos, no le había oído hablar así y
me puso nerviosa haciendo que mi corazón latiera a mil por hora. Me levanté
cogiendo su mano y cada vez que sentía su contacto en mi piel, esta se erizaba.
Caminamos en silencio, con nuestras manos entrelazadas y cuando llegamos a un
árbol enorme, se paró y se puso frente a mí con una sonrisa y el nerviosismo
metido en el cuerpo.
— ¿Qué hacemos aquí? —Estaba confundida, pues nos habíamos alejado
bastante de la cabaña. Alex me ayudó a subir a una roca que había justo delante de
ese inmenso árbol y mi boca se abrió sorprendida, pues parecía el árbol del amor.
Miles de nombres tallados en él, miles de parejas habían grabado sus
nombres junto con un corazón en ese árbol. Me parecía la cosa más bonita que
jamás había visto, pues ¿Cuántas parejas había visto ese árbol? ¿Cuánto amor
guardaba?
—Verás yo… yo he pensado que podemos poner aquí nuestros nombres —
propuso con voz temblorosa.
Asentí emocionada y Alex sacó de su bolsillo del pantalón una navaja.
Lo tenía todo planeado y había sido una sorpresa preciosa, saber que quería
poner nuestros nombres en ese majestuoso árbol donde tantas parejas enamoradas
se habían declarado su amor, me llenaba de alegría.
Cuando terminó de tallar nuestros nombres, guardó la navaja y se dio la
vuelta para mirarme. Nuestros ojos no se apartaban y se acercó para besar mis
labios. Justo ahí, en ese momento, me sentía la mujer más feliz del mundo, recibir
el beso de él, bajo ese bonito árbol era mágico. Al separarnos, toqué con la yema de
mis dedos nuestros nombres: Alex y Maya, Tu voz me enamoró convirtiéndose en,
nuestra loca melodía. Mis ojos se abrieron sorprendidos y le miré de nuevo a él.
—Maya, sé que no nos conocemos y creerás que estoy loco, pero estoy
enamorado —declaró mirando mis ojos y yo no sabía que hacer ¿Había dicho
enamorado? ¿Era amor? No lo sabía. Era muy pronto ¿no?
— ¿Enamorado? —pregunté confundida y nerviosa y él asintió con una
pequeña sonrisa.
—Sí, enamorado, pero enamorado de tu voz —susurró mandando
escalofríos a todo mi cuerpo, aunque que dijera que estaba enamorado de mi voz
no era la respuesta que yo quería oír. Y yo pensando que estaba enamorado de mí,
y resulta que es de mi voz, cuan patética soy.
Agaché la mirada avergonzada, pues si estaba enamorado de mi voz, ¿por
qué me besaba? ¿Por qué me trataba como si fuéramos novios? Estaba echa un lío y
él parecía igual que yo.
—Oh, de mi voz —hablé en un susurro casi audible.
El me miró como si estuviera intentando acceder a mi mente, para así ver lo
que pensaba en ese momento, pues mi cara había cambiado de feliz a triste en un
segundo.
— ¿Qué pasa? —preguntó preocupado.
Yo negué, restándole importancia, no quería crear algo que no venía a
cuento, que no era correcto, y que yo misma había creado en mi mente. No quería
que lo que tuviéramos se rompiera por culpa de mi estúpida mente que siempre
estaba viendo cosas donde no las había. Alex agarró mis mejillas para que le
mirase de nuevo y así lo hice, pero mi mirada más bien se desviaba hasta nuestros
nombres tallados en el árbol.
<<Que estúpida y enamoradiza eres, Maya >>, me regañé.
Él seguía escrutándome con la mirada, pero yo no le diría nada, lo que
quería era salir corriendo de allí para enterrar el amor que creí sentir por él ¿por
qué estaba enamorada de él? Sí, sí que lo estaba y me daba cuenta en este momento
en el que pensé que él también lo estaba, pero no, él estaba enamorado de mi voz.
Me bajé de la roca bajo la atenta mirada de Alex y él me siguió en silencio,
prefirió no decir nada, pues con lo que había dicho era suficiente. El silencio
reinaba entre nosotros y yo no quería estar así con él en un día que estaba siendo
tan especial. Cuando llegamos a la cabaña, fingí mi mejor sonrisa y me senté frente
al lago. Era una auténtica maravilla. Ya estaba anocheciendo y ya algunas estrellas
comenzaron a aparecer.
—Hay estrellas que brillan de día —dijo sentándose a mi lado.
No le miré, no podía, pues me sentía una niña estúpida ¿Cómo fue que creí
que sentía algo por mí? Era una estúpida. Alex cogió mi mano y posó sus labios en
mis nudillos, mandando escalofrió a todo mi ser. Lo miré y volví la mirada al
oscuro cielo.
— ¿Me llevas a casa? Creo que ya es tarde —propuse apenada.
—Pensé que te quedarías esta noche conmigo —afirmó y yo negué.
¿En serio? ¿Cómo pretende que me quede con él? Esto era de locos.
—No creo que sea lo correcto. Tú y yo solo somos amigos y no creo que
deba quedarme contigo. Además, prefiero irme a mi casa, si no te importa —
sentencié y vi como sonreía—. ¿De qué te ríes? ¿Qué te hace tanta gracia?
Mi voz sonó cabreada y es que no le entendía, ¿acaso se estaba burlando de
mí? Porque si era así, esta noche sería la última vez que nos veríamos.
—Tú.
— ¿Yo? Esto es el colmo —alcé la voz levantándome y acercándome al lago.
Me estaba cabreando por momento y en cualquier momento lo mandaría a
la mierda o más lejos, porque yo sí, era una chica inocente, pero no era estúpida.
Alex se acercó a mí y pasó sus brazos por mi cintura para abrazarme por detrás.
Me asustó, pues no me lo esperaba.
—Será mejor que me sueltes —dije cabreada.
Alex hizo caso omiso y me apretó aún más. Sentí cómo su pecho subía y
bajaba en mi espalda y pude notar como los latidos de su corazón latían igual de
rápido que el mío. Sin querer y casi por inercia, eché mi cabeza en su pecho. Las
vistas que esta noche nos regalaba eran perfectas y la compañía aun lo era más,
aunque no sintiera lo que yo.
—Siento que te hayas confundido —susurró en mi oído y besó mi cuello.
Encima tenía la cara de disculparse por pensar que estaba enamorado de
mí. Era un estúpido y mi cabreo estaba llegando a límites insospechados. Me di la
vuelta y vi el sarcasmo en su mirada, parecía que se lo estaba pasando muy bien a
mi costa. Entre cerré mis ojos y arrugué mi frente a la vez.
—Te pones hermosa cuando te enfadas.
—Oh, Alex, corta el rollo. De verdad no tienes por qué decirme cosas
bonitas. Ya has dejado claro tus sentimientos.
Mi respuesta hizo que soltara una carcajada y el cabreo que me entró,
consiguió que estampase mi mano en su mejilla, callándolo de pronto, pero
consiguiendo que se acercara a mí y me besara por la fuerza. En un principio no
quería que me besara e intenté separarme, pero poco a poco, desistí y me dejé
hacer, tanto que dejé que me besara con pasión, calentando mi cuerpo más de la
cuenta. No podíamos dejar de besarnos y ya sentía como mi piel pedía a gritos de
sus atenciones. Necesitaba sus manos en mi piel, sus labios en mi cuello. Le
necesitaba tanto a él. Entonces tantos besos, tanta desesperación llevaron a querer
amarnos, desnudar nuestros cuerpos y nuestras almas. Fuimos despojándonos de
nuestra ropa. Yo estaba completamente hipnotizada, tanto que ni siquiera pensaba
en el hecho de que me dijo que estaba enamorado de mi voz. Alex se separó un
momento y me contempló bajo la luz de la luna. Mis ojos brillaban llenos de amor
y entonces con una sonrisa me dijo:
—Sé lo que te pasa —dijo seguro de sí mismo y yo abrí los ojos, ahora la que
intentaba conocer lo que pensaba era yo—. Es porque dije que estoy enamorado de
tu voz, pensaste que sólo era de tu voz —parecía una pregunta, pero era una
afirmación.
Yo no sabía si responder, pero lo haría si no quedaría como una auténtica
estúpida.
—Y, ¿no es así? —pregunté avergonzada.
El negó, y me abrazó tan fuerte que parecía que no quisiera que yo me
escapara. Sentía cómo sus latidos latían al mismo tiempo que los míos, era como
estar escuchando una melodía entre los dos, nuestra propia melodía y era algo
precioso.
—Me enamoré de tu voz, pero cuando vi tu rostro, me di cuenta que
también me había enamorado de ti. Es una auténtica locura, pero te quiero —
susurró con la voz entre cortada y mi corazón aleteo cual mariposa hermosa, había
sido la mejor declaración de amor que había escuchado jamás.
— ¿En serio? —pregunté y asintió—. Yo también te quiero.
De pronto siento sus labios pegados a los míos, dándome el beso más
increíble que jamás me habían dado. Sus labios pegados a los míos era algo tan
bello y dulce, que sentía unas inmensas ganas de tenerlo así por el resto de
nuestras vidas. Estábamos locos, porque sólo nos conocíamos de muy poco casi
nada, y ya estábamos así, como si fuéramos novios de años. Alex me cogió en
brazos y me llevó hasta el interior de la cabaña. Todo sin dejar de besarme, pues no
podíamos parar de hacerlo. Al entrar y cerrar la puerta con la pierna. Me dejó en el
suelo, nos quitamos con delicadeza la poca ropa que nos quedaba, hasta que me
quedé en ropa interior. La mirada de Alex recorrió mi cuerpo con lujuria y así, me
abrazó y me alzó del suelo para que enroscara mis piernas en su cintura. Él ya
estaba desnudo y comencé a tocar con suaves caricias su duro pecho.
—Eres lo más hermoso que me ha pasado jamás —confesó con la voz entre
cortada, pues la locura de estar unidos piel con piel estaba presente y lo
necesitábamos ya.
Sus besos por mi cuello, mientras agarraba mis caderas, subimos al piso de
arriba y llegamos a la primera habitación que encontramos. Entramos en ella y
despacio y con delicadeza me recostó en la cama. Desde su altura, me miraba con
deseo, un deseo que ambos sentíamos. Yo estaba nerviosa, pues para mí, era la
primera vez, era mi primera vez y tenía miedo de decírselo, pues no quería que
esto se rompiera. Alex se puso encima de mi cuerpo y comenzó a dejar un reguero
de besos por todo mi cuerpo.
—Alex… tengo algo que decirte —hablé con la voz entre cortada.
Levantó la mirada y fue subiendo desde mi ombligo hasta mi altura,
depositando dulces besos que me llevaban a la locura, para perder la poca cordura
que me quedaba. Se recostó a mi lado y me abrazó, puse mi cabeza en su pecho y
ya me imaginaba que sabía lo que le iba a decir.
—Alex, yo… yo.
—No digas nada. Solo cuando estés preparada. Si no es ahora, será en otro
momento, pero serás mía, solo mía y eso es algo que no va a cambiar jamás, ¿de
acuerdo? —Asentí y me aferré entre sus brazos hasta que nos quedamos dormidos.
Me respetó y eso era muy importante para mí, pues aunque deseaba que me
hiciera el amor, no estaba preparada. Esa noche dormí con él y fue la mejor noche
que pasé en toda mi vida. El haber dormida aferrada a sus brazos, para no dejar
que me fuera, me hizo sentir protegida.
Me desperté por el calor sofocante que el cuerpo de Alex desprendía. Yo
estaba acostumbrada a dormir sola, pero me gustó eso de despertar a su lado y
poder contemplar su descanso, amanecer con él. Todo eso me gustaba. Acerqué
mis labios y le di un beso en los suyos, fue un pequeño roce. Ni siquiera se dio
cuenta, así que me levanté y me fui al baño para llenar la bañera. La primavera
estaba terminando y pronto tendríamos el verano aquí, por eso ya el calor se sentía
más fuerte. Cuando la bañera terminó de llenarse, me quité la ropa interior y me
metí en ella. Eché la cabeza hacía atrás y me sumergí en el agua. Esa paz y
relajación era la que necesitaba desde que salí de la universidad. Me quedé con la
cabeza echada hacía atrás y cerré mis ojos completamente relajada.
Unos minutos después, escuché un carraspeo y abrí los ojos, me tapé como
pude y Alex soltó una carcajada que hizo que le tirara agua mojándolo por
completo.
—Con que esas tenemos. Ahora verás —dijo fingiendo enfado y
rápidamente se despojó de su bóxer y se metió en la bañera conmigo.
Yo me puse nerviosa, porque aunque no lo vi desnudo porque me tapé los
ojos, avergonzada, solo el hecho de tenerlo tan cerca y ambos desnudos me ponía
muy nerviosa, aunque también mi cuerpo pedía a gritos sus caricias. Alex se quedó
mirándome y yo también lo miraba a él. Le sonreí y me acerqué a él poniéndolo
nervioso. No sabía si estaba preparada, solo sabía que le necesitaba.
— ¿Qué haces? —preguntó cuándo sintió mis manos tocando sus piernas.
—Nada, solo intento abrazarte.
Mi respuesta fue el detonante para que Alex se volviera loco de deseo y me
cogiera en brazos, sentándome encima de sus piernas. Solo eran roces, solo besos
fugaces y tímidas caricias, pero solo con eso ya me estaba volviendo loca y quería
más, si quería más, mucho más.
— ¿Estás segura? —Su voz dulce, pasó a ser una voz ronca y llena de deseo.
Asentí sin apartar mi mirada de él y abrí mis piernas para sentarme a
horcajadas sobre él. Aún no había entrado en mí, pero ya su roce hizo que mi
interior se contrajera deseando tenerlo dentro de una vez por todas. Sin decir nada,
yo misma lo cogí con mis manos haciendo que él soltara un gemido, y lo puse justo
en la entrada de mi intimidad. Alex abrió los ojos, sorprendido, pues no se
esperaba que yo hiciera eso. Bajé poco a poco hasta que fue entrando. Un grito de
dolor mezclado con deseo, se escapó de mi garganta y Alex me abrazó fuerte,
mientras entraba del todo. Me dolía, claro que me dolía, pero más era la necesidad
que sentía por tenerlo así, que el dolor en sí.
— ¿Estás bien? —preguntó preocupado.
—Sí, lo estoy. Te quiero —respondí y cogió mis caderas para que me
moviera despacio.
Me movía despacio y en todo momento Alex estuvo pendiente de mí,
besando cada parte de mi piel, lamiendo con ansia mi cuerpo. Poco a poco el dolor
se convirtió en placer, el placer de su sexo en mi interior, haciéndome el amor,
haciéndome suya por completo. Sin decir nada, Alex, se levantó conmigo en brazos
y me llevó hasta la cama. Pusimos la cama empapada, pero en este momento nos
daba igual.
—Aquí te amaré yo como te mereces. Como mi princesa —dijo dulcemente.
Ahí recostada, Alex aprovechó el acceso a todo mi cuerpo, y lo hizo suyo
por completo, besando, lamiendo incluso mordiendo despacio para volverme más
loca. Subió con su legua hasta mis pechos y despacio volvió a entrar en mí. No
escuchábamos más que nuestros gemidos y como había dicho anteriormente,
nosotros creábamos la mejor de las melodías, daba igual si era latidos o gemidos,
pues solo éramos nosotros con nuestra dulce melodía, nuestra dulce loca melodía.
Poco a poco nuestro deseo se fue intensificando para volvernos más locos, pues
estábamos a punto de llegar al clímax.
—Te quiero, Maya. —Y con esa declaración llegamos al mismo tiempo.
Alex cayó encima de mí y me abrazó, posó su cabeza en mi pecho e
intentábamos recobrar la cordura y el aliento. Había sido mi primera vez y jamás
me la imaginé así, había sido la más perfecta, la más hermosa y nunca la olvidaría.
Se recostó a mi lado y me abrazó por atrás, pegándome a su pecho, me dio un beso
en el cuello y nos quedamos dormidos.
Horas más tarde, me desperté y estaba sola en la cama ¿Dónde estaba Alex?
Me levanté de la cama y enrollé la sabana a mi cuerpo y salí en su busca. Bajé las
escaleras y caminé por la sala. Me lo encontré en la cocina preparando algo que
olía delicioso. No se dio cuenta de mi presencia, hasta que se dio la vuelta y le
sonreí. Dejó lo que estaba haciendo y vino hasta mí con su particular sonrisa de
“soy el hombre más afortunado del mundo” o eso pensaba yo. Me abrazó fuerte y
me perdí entre sus brazos.
—Buenos días, princesa. —Besó mi cuello—. ¿Tienes hambres?
—Mmm, sí, mucha —respondí y arqueó una ceja haciéndome reír.
—Tienes que esperar primero a comer algo, después puedes hacer conmigo
lo que quieras —dijo ganándose una palmada en el brazo.
—Serás. —Salí corriendo para que no me cogiera.
Después de juguetear alrededor de la isla que había en medio de la cocina y
ya habiéndome alcanzado. Alex me cogió en brazos y me sentó en la misma. Quitó
la sabana que cubría mi cuerpo y me miró. Vi como tragó saliva, vi como su pecho
subía y bajaba deprisa y pude verlo, porque yo hacía lo mismo, yo sentía lo mismo.
Pasó sus manos por mis pechos y mi cuerpo entero se estremeció.
— ¿No piensas comer? —pregunté coqueta.
—Sí —respondió en el mismo instante que posaba sus labios en mis pechos.
Volvió a tomar mi cuerpo a su antojo, sobre la encimera. Íbamos a comer y
acabamos comiéndonos nuestros cuerpos. Había sido mi primera vez en la mañana
y ya tenía la necesidad de que me hiciera el amor a todas horas, pues era tan dulce,
tan hermoso y me hacía sentir tan bella que quería repetirlo una y otra vez. Me
hizo el amor de nuevo y cuando terminamos fuimos hasta el baño para ducharnos,
aun no habíamos comido y Alex tenía otros planes que comer en la cabaña. Al
terminar, nos vestimos y salimos de la casa, nos dirigimos al coche y nos
montamos.
— ¿Te importa si pongo la radio? —pregunté sonriéndole.
Negó y la encendí, busqué la sintonía que más me gustaba y donde ponían
mis canciones favoritas y hasta que no la encontré no paré de darle al botón.
Pronto comenzó una canción que me gustaba mucho y que hablaba mucho de
nuestro encuentro, de nuestro amor a primera vista. Era una canción actual y ya
cuando la oí hace unos días ya sabía que era nuestra: Dmei ft. Eva Ruiz - Mi Ángel.
 
Cuando yo te miré
Tú me empezaste a hablar,
Imagine tus caricias
Tú forma de amar,
El tiempo se paró,
No existe nada más,
Y enloqueciste mi mundo,
El cielo en el mar...
Y encadenaste un abrazo a mi espalda...
Me protegiste del miedo y del mal...
Eres tú quien me hace desnudar el aire,
Confundir palabras (Palabras...)
Y convertirme en tu mirada,
Despertar mi voz callada.
Eres tú mi ángel.
 
La canté, claro que la canté y bajo su atenta mirada, porque cada letra de esa
canción hablaba de nosotros y de lo que sentimos al vernos por primera vez. Alex
puso de nuevo la vista al frente y sonrió feliz, contagiándome a mí esa felicidad.
—Tienes una voz perfecta.
—Gracias, Alex… por todo lo que has hecho por mí, por llegar a mi vida en
el peor momento y conseguir sacarme una gran sonrisa y seguir haciéndolo día a
día —expresé emocionada.
—No tienes que darme las gracias. Todo lo hago porque tú hiciste lo mismo
conmigo.
Cogió mi mano y la besó.
Minutos después paramos frente a una casa que estaba a las afueras,
aunque no muy lejos del lago. Me imaginé que era la casa de su abuela y me
emocioné, tenía ganas de conocerla. Alex antes de bajar del coche, me sonrió y yo
lo imité. Rodeé el coche y se puso a mi lado, cogiendo mi mano con fuerza. Parecía
nervioso, mucho más que yo y eso que veníamos a ver a un familiar suyo. Subimos
las escaleras y nos acercamos a la puerta. Alex estaba hecho un flan y le di un
apretón de manos para que se calmara.
— ¿Nervioso? —pregunté reprimiendo una sonrisa.
—Un poco y no sé por qué, pero bueno. Seguro que se enamora de ti —
respondió con dulzura y dio dos toques en la puerta de madera.
Unos minutos después en los que Alex no me soltó la mano en ningún
momento, abrió una señora de unos sesenta años. Era alta, con unos ojos azules
que deslumbraban, era muy parecida a Alex. Él se acercó a ella y le dio un beso en
la mejilla, pero ella no apartaba la mirada de mí inspeccionándome. Al separarse
Alex, me miró y su abuela se acercó a mí dándome un beso en la mejilla. Yo le
sonreí complacida, pues tenía miedo de caerle mal.
—Abuela, ella es mi estrella. Maya, ella es mi abuela Leonor. —Ambas
sonreímos y nos dimos un efusivo abrazo.
—Pero pasad, no os quedéis ahí —dijo dulcemente.
Entramos en la pequeña casa y era muy parecida a la cabaña, así que ya me
imagine quien era quien le daba el toque rural. Su abuela se encargaba de todo,
sobre todo de sus nietos y era admirable. Nos sentamos en el sofá y ella fue a la
cocina para traernos un café. Alex aprovechó para besarme y abrazarme. Era tan
cariñoso que a veces me sentía abrumada.
—Tenía muchas ganas de besarte —confesó con sus labios aun pegados a
los míos.
—Y yo que lo hicieras. —Escuchamos un carraspeo y nos separamos de
golpe haciendo reír a su abuela. Nos había pillado.
Me sentí un poco avergonzada y se dieron cuenta por cómo se tornaron mis
mejillas de rojo. Alex apretó mi mano mientras que su abuela me ofrecía una taza
de café. Yo la cogí gustosa.
—Bueno, Maya. ¿Cuándo os conocisteis? —Abrí los ojos sorprendida por la
pregunta y ella se rio al igual que Alex—. Es broma, ya sé todo sobre ti. Mi nieto no
para de hablar de ti en todo momento y ya veo por qué —afirmó y miré a Alex
suspirando.
De pronto el móvil de Alex comenzó a sonar y se levantó disculpándose,
pues tenía que cogerlo. Yo me quedé con su abuela en el salón tomando un rico
café y hablando de todo un poco. Era una mujer increíble. Me recordó a mi abuela,
hacía mucho tiempo que no iba a visitarla y seguro que estaría muy enfadada
conmigo. Ahora me tocaba a mí llevar a Alex para que conozca a mi abuela,
porque a mi padre aun no, para eso es demasiado pronto.
—Veo a mi Alex muy feliz y quería darte las gracias. —Fruncí el ceño y
asentí—. Veras él lo pasó muy mal cuando lo dejó su novia. Se iban a casar y esa
mujer lo dejó plantado en la iglesia. —Mi cara de desconcierto fue notable y
Leonor se sentó a mi lado para proseguir con la historia—. Ese día fue a buscarla a
su casa para pedirle explicaciones, pues no sabía que había pasado para que ella lo
dejara así ¿y sabes qué pasó? —Negué y puse toda mi atención—. Ella no estaba
sola, el primo de Alex estaba allí. Lo engañaron y desde entonces mi nieto no había
vuelto a sonreír, hasta ahora. Después de tanto años y con…
— ¿Con qué? ¿Qué iba a decir Leonor? —pregunté confundida.
—Nada cielo, la cabeza que se me va. Deberías ir a buscar a Alex, está
tardando demasiado. —Me cambió de tema y asentí.
Me hizo muy feliz Leonor al decirme todo eso, pues me gustaba saber que
yo era la que había conseguido hacerlo feliz de nuevo, pero por otro lado había
algo que no me quería contar, así que me levanté y era verdad, Alex  estaba
tardando mucho en volver, me levanté y le dije a su abuela que iría a buscarlo. Ella
me respondió que así aprovecharía el tiempo para preparar algo de comer, pues
quería que nos quedáramos a cenar con ella. Salí al porche y lo busqué con la
mirada, pues no lo veía. Bajé las escaleras y me lo encontré un poco alejado de la
casa. Parecía estar hablando con alguien y lo vi cabreado. Me fui acercando poco a
poco, pues tampoco quería interrumpir la conversación que estaba teniendo.
Entonces escuché algo de lo que estaba hablando.
No, no puedo ir este fin de semana. No le metas en esto, Daniela, no tienes derecho.
¿Quién era Daniela? Su abuela no me había hablado de ella, aunque
tampoco tenía que hacerlo. Me acerqué un poco más y me di cuenta de que su voz
sonaba triste y cabreado. Me quedé quieta, escuchando y aunque no quería saber
de qué estaba hablando, me picaba la curiosidad.
Déjame en paz, por favor. Ya iré yo a por él… Sí, y también es mi hijo no lo olvides.
Al oír eso, me quedé estática, mis pies clavados en el suelo ¿Había dicho
hijo? No quería molestarle, ya me diría lo que sea que tuviera o quisiera decirme,
así que me di la vuelta, pero al hacerlo escuché su voz que me llamaba. Me quedé
parada pero dándole la espalda. No sabía cómo mirarle e incluso no sabía que
decirle. Entonces sentía sus brazos rodear mi cintura y suspiré.
— ¿Lo has oído? —preguntó posando su barbilla en mi hombro.
— ¿El qué?
—Todo. —Asentí y sentí como si después de esta conversación todo se fuera
a acabar y mi pecho comenzó a comprimirse sin dejarme respirar con normalidad
—Maya, no sabía cómo decírtelo.
—No tienes por qué decirme nada si no quieres. Casi ni nos conocemos. —
Decirle eso me dolió más a mí que a él o me equivocaba, puesto que me dio la
vuelta y clavo sus ojos en los míos.
—No digas eso. Para mí eres alguien muy importante, Maya, mucho más
que…
—Que tu hijo ¿Ibas a decir eso? —Negó rápidamente.
—No, no quise decir eso. Pensé que hablabas de Daniela. Lo siento —se
disculpó y el nombre de esa mujer se metió en mi mente para hacer que pensara
cosas que no debía.
Me quedé callada, pensativa y estaba claro que no debía pensar, no debía
meter en mi cabeza lo que no era, pues eso me llevaba a malos entendidos, pero es
que ahora estaba confundida y todo se me estaba haciendo cuesta arriba.
—Ni siquiera sé quién es, aunque me hago una idea —afirmé—. ¿Ella es la
mujer que te dejó plantado? —Asintió agachando la mirada—, pero estaba
embarazada.
—Siento que te hayas enterado así, pero esto no tiene por qué cambiar lo
nuestro. —Su voz sonaba temblorosa y llena de miedo.
Me solté de sus brazos, pues ya me estaba ahogando. No quería sentir sus
brazos, porque no tendría el valor de alejarme de él como estaba pensando.
Comencé a caminar, convirtiendo mi silencio en respuesta, pero Alex no me dejó y
vino tras de mí, volviendo a cogerme por la cintura para abrazarme, pero no dejé
que lo hiciera.
—Maya, por favor. No tiene por qué cambiar, por favor —repitió lo mismo
y me estaba cabreando.
—Te equivocas, Alex. Esto lo cambia todo. Yo no pienso separar a un niño
de su padre, lo siento, pero no soy de esas —afirmé convencida.
—Jamás pienses eso, nunca más. Sí, tengo un hijo ¿y qué? También puedo
tener una bella mujer como tú a mi lado. No te preocupes por eso, que tú no me
vas a separar de mi hijo —explicó tocando mi mejilla con dulzura, pero yo no
estaba tan segura—. Te quiero.
—Yo también te quiero.
No sabía si correr el riesgo o no. No sabía si quería seguir con él después de
esto ¿Qué haría? Le quiero, eso está claro, demasiado en tan poco tiempo. Alex
vino hasta mí, cogió mis mejillas con ambas manos y me besó. Quise soltarme,
separarme, pero no pude hacerlo. Nuestro amor comenzó por la música, algo
extraño, es verdad, pero así fue y ya no sabía si amaba más a la música o a él,
aunque Alex se encargaba de que entre los dos también existiera la música, que eso
no lo perdiéramos. Seguía besando mis labios y sus besos me llevaban a la locura y
comparar mi amor por la música con el amor que sentía por él, si era una locura,
pero era nuestra locura, nuestra loca melodía.
MIRADAS EN PARÍS

Danuby Blanco

Como rutina, me levantaba todas las mañanas para abrir la cafetería de mi


primo. Siempre miraba a lo lejos desde el balcón, se veía la torre Eiffel desde aquí,
me tranquilizaba solo mirar que ella estaba allí, teniendo a miles de personas
pasando, tomándose fotos y besándose. Pero ella estaba allí, presenciando cada
cosa.
 
Esa mañana, justo cuando iba por la calle, noté un grupo de personas
bailando en medio de esta, cosas como éstas no se veía todos los días y mucho
menos ahora que estábamos a mitad de la mañana. Tropecé con alguien en el
camino y debo decir que, al mirar esos ojos negros que me observaban con
confusión, pero a la vez sorprendido, sentí como una ráfaga de sentimientos
provocaron un huracán dentro de mi corazón.
─Se te ha caído eso ─señalé hacia sus papeles en el suelo.
El chico solo me miraba y yo... yo me sentía como si no cupiera en mi
cuerpo, me sentía débil al mirar sus ojos. El chico recogió sus papeles del suelo y
como alma que lleva al diablo, se fue, desapareciendo en medio de toda la
multitud que en pocos minutos se había acumulado allí, me sentía confundida, al
igual que con esa mirada y es que nadie podría explicar lo que solo eso causó en
mí.
─ ¡Hélene! ─gritaban a mi espalda, yo me giré porque realmente no sabía de
dónde provenía.
─ ¡Hélene!
Me asusté cuando vi a mi primo salir del salón de eventos Le Grenee.
─Dios, ¡me asustaste! ─le reproché.
─Tienes las mejillas sonrojadas y no hace frio siquiera. ─se burló mi primo.
─No me toques las mejillas, solo tengo alergia ─respondí comenzando a
caminar hacia el subterráneo.
El me agarró por el brazo y me sonrió.
─Esta vez nos iremos con Channel Canau ─me dijo, esa era su novia y una
completa farsa.
Nos subimos al auto y al llegar, para mí se sintió como si todos mis
sentimientos se drenaran. Este lugar era mi paz, me hacía sentir que estaba cerca
de mis padres cuando me faltaba el aire y pensaba en ello. Encendí las luces y me
puse a organizar cada cosa. Pero mi mente iba en otro lado, yo solo pensaba en
esos bonitos ojos negros que imaginaba aquí, es un hecho que me provocaba una
fantasía con alguien que apenas conocía.
Yo no conocía su nombre, o su dirección, o su número de móvil y es que se
fue tan de prisa que solo pude ver más allá de sus ojos. Tenía una sonrisa muy
bonita y amigable, pero Dios, no, él se fue.
Mis días de trabajo eran una rutina demasiado intensa, entre atender a
muchas personas y sonreír, aunque digamos que, para mí, el sonreír demasiado lo
había heredado de mis padres, ellos tenían esa peculiaridad de andar demostrando
la felicidad que como pareja tenían. Ellos me habían criado con unos valores
importantes, pero sobre todo lo demás, estaba el amor hacia quien sea que esté a
nuestro lado. Pero yo me sentía aislada de eso, nunca había sentido amor hacia un
chico hasta que de verdad me quedé hipnotizada.
Hasta que lo vi de nuevo, esa corriente que recorría mi cuerpo era
totalmente letal, sabía que algún día moriría si volviera a verlo más de una vez. Me
oculté bajo el mostrador y unté harina en mi cara, no sabía qué era lo que hacía
realmente, pero Dios, los nervios me instaban a quedarme oculta hasta que se
fuese.
─Hélene, tienes que atender a alguien ─me dijo mi primo, mirándome
desde arriba─, por Dios, no me digas que tropezaste de nuevo con Klend por tanta
harina en tu cara.
─Shhh ─chisté, ocultándolo conmigo.
─Oh, vamos, Hélene, ¿estás loca, cierto?
─Es que hay un chico con el que tropecé esta mañana y le tiré todas las
hojas, fue vergonzoso.
John se rio de mí, no había nada de gracia en esto.
─No es gracioso, John ─me levanté y limpié solo un poco de harina en mi
cara. El chico me miró y sonrió, acercándose a mí.
Carraspeé y el hizo un vago gesto con la cabeza.
─Hola ─ ¡su voz! Esa hermosa voz era sexy pero nivelada con un toque de
lindura.
Lindura...
─Hola ─murmuré yo tratando de limpiar la harina de mi cara, cosa que fue
inútil e hizo que el chico se riera de mí.
No es gracioso, para nada gracioso, pues claro, él era el chico, que estaba
normal, porque la chica, que era yo, estaba tan embobada viendo su rostro
perfilado y sus labios carnosos que dejaban ver su hermosa sonrisa… Él se acercó
lo suficiente a mí como para estirar su brazo y ayudarme a limpiar mi cara.
La vergüenza que sentía no cabía en mí y es que quién podía estar bien si la
corriente que me estaba recorriendo en ese momento era letal, tan letal que podía
parar mi corazón o acelerarlo más.
─Lamento haber tropezado esta mañana contigo ─dijo firmemente. Yo me
encogí de hombros y quité su mano de mi mejilla.
─Tranquilo. Me borrarás la mejilla si sigues ─dije yo sentándome en el
mostrador.
Él me miraba y yo tuve que retirar mi mirada cuando ya empezaba a sentir
mis labios arder.
─Qué inoportuno soy, me llamo Paul Leduc ─estiró su mano hacia mí en
forma de saludo cortés. Yo dudé unos segundos y luego acepté.
─Gusto en conocerte, Hélene Signoret ─respondí.
─Bien, ¿podrías conseguirme un café helado?
─Claro.
El coqueteo no iba conmigo y jamás lo haría, es más, creía que en cualquier
momento lo espantaría con mis extraños hábitos de hablar o andar preguntando
sobre cosas que no eran de mi incumbencia, pero es que quería saber más de él.
Qué hacía, cuál era su sueño y qué meta es la que quería lograr en ese año. Quería
ver sus ojos brillar con intensidad, deseaba estar en su vida. Me sentía extraña.
Después de servirle su pedido, seguí trabajando y él se fue.
Al caer la noche y con mis brazos totalmente agotados y mi cara llena de
harina de trigo, cerré el local y comencé a caminar a casa cuando un auto negro
último modelo se estacionó frente a mí, casi arrollándome.
─Siento mucho haber llegado de repente.
─Y casi arrollarme ─dije sarcásticamente.
─Mis disculpas.
─Tengo que irme ─dije poniéndome en marcha otra vez.
El auto se movió de nuevo.
─Y si te invito a cenar, ¿aceptarías? ─me preguntó.
─No estaría bien, además ¿a dónde iríamos? Si yo parezco una loca
embarrada de harina.
Seguí caminando y él no se detuvo en ningún momento, me agradaba lo
insistente que estaba siendo solo para querer salir conmigo y es que, a pesar del
orgullo que mostraba, por dentro me estaba muriendo para decir que sí. Hasta que
me detuve yo también y asentí.
─Solo con una condición ─dije alzando mis manos a mi cara.
─Tú dirás.
─Déjame ir a casa y arreglarme, si no… pues no habrá salida.
Paul lo pensó un rato y después abrió la puerta de su auto para mí. Me dejó
en casa y le indiqué que esperara en la sala. John habría ido a casa de su novia y no
tendría que explicar más acerca de Paul. Me di una ducha rápida y depilé mis
piernas, arreglé mi cabello y me apliqué una crema humectante en el rostro, era
una chica de esas que jamás usaban el maquillaje como un sagrado objeto para la
belleza femenina, me gustaba mi forma de verme en el espejo, sin esperar más de
lo que tenía.
Opté por un vestido de tela fina floreado, una chaqueta beige y mis botines
marrones, para mí la sencillez y la comodidad iban de la mano. No me importaba
lo que los demás pensaban acerca de mí; si nos dejamos llevar por ello,
terminaríamos con un pensamiento negativo que afectaría a nuestras vidas, bien en
un futuro o ahora. Al bajar, él me miró y de nuevo esa sonrisilla con hoyuelos a los
lados, toda una obra maestra esa forma de sonreír. ¿Cómo hizo él para
enamorarme con solo una sonrisa esa mañana? ¿Por qué esto? Sé que existe el
amor a primera vista, pero esto ya era otro nivel.
─Bien, lindo vestuario ─me dijo tomando mi mano hasta la puerta del auto.
Me estremecí cuando su mano entró en contacto con la mía.
Me hacía sonrojar con solo batir sus largas pestañas hacia mí y sus ojos eran
lo que más me gustaba, tan extrañamente tiernos, sin falsas expectativas o vagos
compromisos. Llegamos a un parque cerca de la torre Eiffel. Y nos pusimos a
caminar.
A medida que caminábamos, él me decía más cosas sobre él y yo le hablaba
de mí. Pero nunca quitaba la mirada de mí, era tarde y no había personas a nuestro
alrededor, por lo que me atreví a hacer una locura. Lo tomé del brazo y corrimos
hacia el ascensor de la torre para llegar a lo alto y ver toda la ciudad desde arriba.
El paisaje era perfecto, para terminar como en esas novelas románticas donde la
chica es besada por el chico en su primera cita. Aunque dudaba que fuera una cita,
no estábamos en un restaurante y era ahí donde me sorprendí al verlo girar hacia
el otro lado de la torre. Una mesa para dos personas con un camarero colocando la
comida y sirviendo dos copas de vino, luego se retiró.
Yo, de verdad, no podía respirar, todo era precioso, con las luces y música
de fondo. Me volteé hacia él, insegura de si dar un paso o solo huir, pero él me
agarró de la mano y me guio a sentarme, me sentía en las nubes con un ángel de
ojos negros. Él se sentó y tomó su copa.
─Por caer del cielo.
Yo me reí tímidamente, no podía con eso pues parecía un sueño y temía
despertar.
─Por la primera mirada ─dije haciendo el mismo gesto que él.
Pasamos la velada comiendo y viendo a todos lados menos a nuestros
propios ojos, escuchando nuestros latidos por encima de la música y tratando, yo,
de no llamar su atención más de lo que ya lo hacía. Él era atractivo, pero su
mentalidad, esa forma de pensar a cerca de las cosas que quería lograr y cómo eso
beneficiaría a tantas personas… él no era de esos robots guiados por el dinero y
mucho menos quería quedarse de brazos cruzados cuando sabía que, con toda una
fortuna, podía mejorar a alguien que lo necesitase.
─Me parece una cosa muy bonita, es decir, tus ideas son grandiosas
─bajamos de nuevo hacia el parque y yo estaba tan impresionada con sus palabras
que me había enamorado aún más. No sabía que eso podía ser peligroso, podía
perder más de lo que estaba arriesgando.
Hubo un momento en el que nos acostamos en el suelo y vimos las estrellas,
se sabía todas las constelaciones y qué planetas se veían desde donde estábamos.
Giró su rostro para mirarme a los ojos.
─Pocas personas creen que lo que hago es de héroes, mientras que mi padre
me exige que no haga ninguna locura. Yo quiero acabar con todo lo que es malo
para todos nosotros.  Piensan que es una estupidez hacer algo por alguien más
─volvió a las estrellas─. A veces me siento como la osa menor, brillando donde
estoy. Así la luz del sol opaque mi luz ─continuó.
Yo solo miraba extasiada, él era el tipo de chico que solo encontrabas en
muchas obras literarias, pero mucho más real. Mas complementado, con tantos
sueños por realizar.
─Lo importante es que eres tú y estás logrando lo que quieres, aunque las
personas te digan que es una tremenda locura ─dije─. Las locuras nos hacen seres
humanos mejores.
Él me dedicó una sonrisa agradable.
─Te has ganado mi confianza muy rápido, saltamoncilla ─yo me reí.
─Lindo apodo, pues tú cuentas conmigo cuantas veces quieras, también te
has ganado mi confianza más rápido de lo que se la ha ganado mi propio primo.
─Me halagas ─se levantó y fingió haberse tropezado, cayendo sobre mí, sus
labios los sentí sobre los míos.
Ardía por dentro con las ganas de que me besase en cualquier momento,
pero no fue así. Él se enderezó y me ayudó a levantarme, mi cuerpo temblaba por
las cargas eléctricas acumuladas, ansiosa por librarlas en un beso o en una caricia,
Paul se quitó su chaqueta y me la puso sobre mis hombros. Olía a perfume caro y a
chocolate. Después de eso, solo se alejó de mí un poco, yo le seguí.
─Eres muy bella, Hélene, pero no te merecería ─yo tomé su mano y la puse
en mi pecho, donde los latidos de mi corazón se hacían notar.  Me miró
sorprendido y es que hasta yo estaba tan sorprendida de que mi corazón quisiese
salirse de mi pecho.
─Ningún hombre en el mundo ha causado este tipo de cosas en mí.
Paul me miraba con un pequeño brillo en sus ojos.
─Pero no me conoces del... ─tapé sus labios con mis dedos y hablé,
interrumpiéndole.
─Entonces déjame conocerte, no te dejaría escapar tan fácilmente ahora que
he encontrado este toque electrizante ─toqué su mano y la llevé a mi mejilla
izquierda.
Nos quedamos solo un rato más viendo las estrellas de nuevo hasta que me
llevó a casa en su auto.
─Te debo un café helado por la salida ─dije quedándome frente a la puerta
de mi hogar, él estaba a mi lado, me miraba. No había dejado de hacerlo desde que
llegamos al parque.
─ ¿Bien cargado? ─yo asentí sonriéndole─ Pues nos vemos mañana.
Besó mi mejilla y eso ardió con la intensidad del contacto, como fuego.
Estaba empezando a creer que era pura dinamita y él era la chispa que me
encendería.
 
***
 
Al día siguiente me desperté a la misma hora, hice mi rutina de ducharme,
arreglar mi cabello en una coleta y ponerme un vestido simple y mi delantal
blanco. No pude dormir en toda la noche pensando en lo que sucedería ese día,
estaba ansiosa por ver esos ojos. Las miradas en París eran lo mío desde que
descubrí que la suya tenía eso que tanto ansiaba.
─Hola, Hélene ─dijo mi primo al verme tan extrañamente alegre, me abrazó
y besó mi mejilla.
─Hola, John ─le respondí tomando un sorbo de jugo de naranja.
─No me gusta tu felicidad. ¿A qué se debe?
Negué con la cabeza, pues el secreto para la gran felicidad era callar lo que
sucedía.
─No te diré, pero te veré luego ─tomé mi bolsa y salí a las húmedas calles
de París.
Mientras caminaba, seguía las gotas de lluvia que empezaban a caer, hasta
llegar al local casi mojada por completo. Me detuve debajo del pequeño techo
improvisado que hice hacía un año, abrí la puerta y me quité el abrigo.
Hacia un frio infernal dentro del local y cómo no, el aire acondicionado
estaba encendido, lo apagué y arreglé las cosas. Tomé un café bien caliente para
tratar de bajar un poco el frio de mi cuerpo. Paul llegó una hora después y, al
verme toda mojada, sentí preocupación en su mirada.
─Estás empapada ─dijo.
─No me digas ─dije sarcástica.
─ ¿Tienes ropa aquí?
─Sí ─sorbí por mi nariz─. Yo la buscaré, no quiero que veas mi ropa.
Paul se echó a reír, me hizo olvidar el frio que sentía por la lluvia que me
había caído. Bajé al sótano, rebusqué entre la muy conocida ropa de emergencia y
lo único que pude encontrar fueron unos jeans anchos y una camiseta azul rey que
me quedaba un poco holgada. Al subir de nuevo, ya la lluvia había cesado y la
gente entraba y salía, Paul los atendía a todos y entregaba las órdenes poco a poco.
─Sería un honor que te quedaras en mi local. Las chicas vienen a comprar
por ti ─dije señalándole un grupo de chicas que lo miraban a él sin poder
ocultarlo─. Tengo mucho trabajo, me vendría bien una ayuda ─lo miré elevando
una de mis cejas─. Vale, pero de verdad veo que lo estás haciendo bien ─dije sin
apenas moverme. Me divertía verlo.
Pasamos el día haciendo reír a los clientes por nuestra lucha de harina y
varios de ellos se nos unieron a nosotros. En fin, debo decir que la cafetería parecía
estar en época de invierno con un toque de otoño con tanto blanco por doquier: de
nuevo el día pasó tan rápido que no me di cuenta hasta vernos cerrando el local.
─ ¿Puedo ayudarte mañana también? ─preguntó.
Yo asentí sonriéndole, estaba un poco cansada, pero me mataba no hacerle
ver que estaba que me quedaba dormida en el pavimento.
─Si tú lo deseas, por mí está bien ─me mostró sus jeans negros que de
verdad ya no eran negros.
─No mostraré mi sarcasmo hacia ti porque te dolerá después ─amenazó
apuntando hacia mí con su dedo.
─ No tienes sarcasmo, ¿verdad? ─él bajó los hombros─ Así como eres, estás
perfecto.
Me regaló una sonrisita.
─Gracias, muchas gracias.
Paul me hacía reír y también hacía que mi corazón latiera a mil, uhm.
Confuso y doloroso, pero a la vez tan perfecto y sincronizado. Él me llevó a casa y
lo invité a pasar, probablemente yo haría la cena ya que no me gustaba que él
gastase dinero que en un futuro podía ser donado a un orfanato u otro lugar donde
lo necesiten. Me di una ducha y, vestida con unos pantaloncillos de pijama y una
camiseta, bajé con un par de jeans en mano que John nunca usaba, él subió a mi
cuarto y se dio una ducha, después de un rato él me miró mientras bajaba.
Era la primera vez que lo veía sin camisa y la primera vez que veía su
cabello negro, iba a juego con sus profundos ojos. Sentí mis mejillas empezando a
arder, yo lo guie hacia la cocina y en vez de sentarse, solo me ayudó.
─Un ayudante de cocina sin camisa y todo musculoso, nada mal ─dije
pasando detrás de él─. Deberías hacer lo mismo en la cafetería.
Paul tomaba el hilo de las cosas y a veces me las seguía.  Se volteó e hizo
que sus pectorales se moviesen. Le di un golpecito a su pecho y él tomó mi mano,
llevándola a su mejilla.
─Se siente cálida tu mano.
Para alguien que no conoce lo que es que un chico que apenas te conoce,
venga a cocinar en tu casa sin camisa y tome tu mano de esta forma… pues
llamaría a seguridad o lo golpearía. Pero en mi caso, estaba hipnotizada al ver sus
hermosos ojos; la primera vez que lo conocí me enamoré, me enamoré hasta de sus
gustos y de lo que me había hablado.
─Es porque estamos trabajando con fuego ─susurré tragando saliva.
No sabía qué era el amor hasta que él llegó a mi vida, no sabía qué
sensaciones este ocasionaba hasta que me tomó de la mano.
No sabía qué era lo que yo perdía hasta que él me mostró la belleza de sus
actos. Juro que su mirada estaba logrando excavar en lo más profundo de mí.
Dejándome el alma desnuda y a la vista. Y entonces me acercó a él y me besó, sus
dedos hacían cosquillas en mi nuca y nuestros labios se volvieron uno solo, sus
manos pasaron a mis caderas, guiándome hacia el refrigerador, encerrándome
contra este, me despojó de mi camiseta, arrojándola al suelo. Sus labios hacían un
camino hacia mi cuello, en un patrón sincronizado de besos y mordidas, me sentía
delirar con solo eso.
Tomando mis muslos, me alzó y caminó con mis piernas alrededor de su
torso, besando mis labios como si de verdad no fuese a existir un mañana, mi
respiración se espesaba con cada beso. Ese hombre me robaba hasta la respiración.
Paul abrió la puerta de una patada y entramos, yo me reí entre besos. Quizás
tendría que arreglarla luego y es que, en esos momentos, solo podía pensar que lo
quería muy dentro de mí, me dejó sobre la cama y sus manos arrastraron mi
pantaloncillo de pijama junto con mis pantis de encaje, dejándome totalmente
desnuda. Sentí su respiración hacer cosquillas en mi sexo y sus labios tocando mi
piel. De repente, dos de sus dedos se introdujeron dentro de mí, haciendo arquear
mi cuerpo ante su dulce ataque. Sus dedos se movieron de forma circular, gemí tan
fuerte que después de eso solo se escuchó su risa seductora. Él se levantó y se quitó
los jeans, se colocó entre mis piernas para entrar en mí con fuerza, se movió de
arriba a abajo, pero con movimientos suaves y dulces, arqueé mi cuerpo,
sincronizando nuestros movimientos. Me hizo el amor como nunca lo había hecho
nadie. Sus manos se movían entre mis pechos y mis caderas, sus besos eran otra
cosa que me elevaban, su respiración forzosa golpeaba en mi cuello, causándome
cosquillas.
Mordió mi labio inferior cuando escuchó de mi boca, salir el grito de su
nombre.
Si alguien me hubiera dicho que eso pasaría, le habría contestado que eso
estaba mal. Pero llegó al punto de que no me importaba, de verdad, no me
importaba porque eso que sentí con él, no lo sentiría ni en un millón de años con
alguien más. Al llegar al éxtasis fue como si una explosión en nuestros cuerpos se
liberara, haciendo que Paul solo besara mis labios con fuerza y yo arañara su
espalda.
Me quedé solo esperando a que mi cuerpo reaccionase ante las inmensas
emociones a las que sucumbí, con tanta fuerza, que me dejaron aun en la luna. Él
se acostó a mi lado y me besó los labios, concilié el sueño rápidamente.
No soñé, pero una sonrisa se enmarcó en mis labios muy plácidamente, no
podía ser más feliz.
A la mañana siguiente, el sol entraba por las ventanas, con un resplandor
que cagaba tanto que no me dejaba ver bien lo que estaba a mi alrededor. Paul
estaba sentado en una esquina de mi cama, me miró y se acercó para darme un
beso en los labios.
─Buenos días, saltamoncilla ─dijo encerrándome en sus brazos.
─Buenos días ─susurré, pues yo no tenía ningún apodo para él. ¿Qué habría
de decirle?
Yo me levanté enredando las sabanas alrededor de mi cuerpo, él me quitó la
sabana.
─Desnuda te ves mejor ─me sonrojé.
─Joder, ya has empezado.
Una sonrisa arrogante se formó en su rostro y salió de la habitación.
Luego de haber hecho todo lo que debía y tomar mi pastilla diaria, me tocó
recoger toda la evidencia de nosotros del suelo, Paul ya se había ido, los martes
eran mi día libre y los pasaba leyendo en mi cuarto, con una buena taza de café y
un poco de croissants que John había dejado en el refrigerador. Nadie se ponía a
pensar acerca de que si las almas gemelas existen o si es solo un cuento para unir
más a dos personas que se aman. Pero mi definición era que las almas gemelas no
son las que tienen esas cosas en común. Si no que son aquellas que el destino puso
en nuestro camino para ver que el amor verdadero y bonito existe.
Me enamoré de Paul.
El amor es todo lo que tenemos y por lo que nosotros, los seres humanos,
entendemos como un pequeño gesto de la vida para enseñarnos a querer las cosas
frágiles y valorarlas sin miedo a nada. Paul era distinto a los chicos que antes
conocí, él tenía ese propio gesto de hacer que las cosas se vieran diferentes, casi
lejanas, casi irreales, llegó para alegrar mi vida y de eso estaba segura.
Me disculpo con el mundo cuando hablo de estas cosas, pues en ese
momento quiero hablar de eso, es decir, que quiero dar a conocer lo magnifico que
es entregar no solo el cuerpo, sino también el alma a quien deseas que esté a tu
lado. Me quiero expresar como soy yo misma con tantas palabras cursis que dejan
al azúcar algo más agria de lo que soy.
Esa tarde escucho cómo la puerta emite un pequeño golpeteo constante. Me
levanto y me dirijo hacia esta, muerdo mi labio inferior dudando si abrir o no, no
sabía qué hacer.
─Hola ─dije al abrir la puerta. Paul me miró pues yo aún estaba en pijama y
no me lo había quitado.
─Hola─ me respondió, sus hoyuelos se hacían notar en sus mejillas con solo
hablar y debo decir que, de ese hombre, esos hoyuelos eran mi más grande
debilidad.
Suspiré y lo dejé pasar, me recosté en la puerta, no podía dejar de ver su
rostro. Me recordaba la noche anterior.
─ ¿Puedo hablar contigo un rato? ─ yo asentí, pues no podía decir más.
─Tienes toda mi atención.
─ ¿Si te digo que quiero que me acompañes a un evento, lo harías? ─volví a
asentir.
─Bueno. No es que sea yo una chica de eventos ─dije sarcásticamente.
Paul solía reírse después de que yo dijera algo sarcástico, no era porque no
lo entendiese, si no que le causaba risa cómo lo decía yo.
Lo invité a que pasara y me dio un beso en la mejilla, cada ver que lo miraba
a los ojos era como si el cuerpo se me encendiese en un pestañeo, dejándome
incapaz de pensar, siquiera, en qué estaba mal y qué no.  Y, para colmo, me sonrió
como si en serio las cosas no estuvieran más revueltas de lo normal.
Como si mi corazón no estuviese hecho un desastre por él, ¿cómo le explicas
a un chico lo que causa en ti? ¿Cómo enseñarle qué es lo que ves cuando está
delante de ti si ni siquiera sabes explicar bien cómo te sientes y qué te pasa? Me
pasaba en ese momento, no sabía qué decirle o qué observar.
Si mi vida dependiese de mis sentimientos, en ese momento ya estaría
pudriéndome bajo tierra por la intensidad que ellos tomaron, dejando de lado las
cosas importantes. Me gustaba la sensación de su mano en la mía, pero a la vez
sentía que iba demasiado apresurada como para llevar una relación estable.
Apenas conocía su procedencia y su forma de dormir. Quizás no le gustaban las
chispas de chocolate y el glaseado en las tartas y eran cosas que no podía dejar
pasar porque debía saberlo todo, ¿no? Lo sé, exageraba. No era mi intención
exagerar, pero quería formar parte de su pequeño mundo, vivir dentro de su
planeta y respirar su oxígeno, quería ser suya y que, de la misma manera, fuera
mío; es decir, que el amor fuera reciproco y. en pocas palabras, inmenso. Y
entonces lo observé y decidí decirlo.
─Necesitamos conocernos mejor ─Paul me miró elevando una ceja.
─ ¿Qué quieres decir?
─Quiero saber más de ti, saber qué lugares frecuentas. Encontrarte más
atractivo aún.
─ ¿Y si no me encuentras atractivo?
─Me enamoraré de tu voz, o de tu mirada, que es lo que más me cautivó.
Paul me miró no del todo convencido y si tenía que convencerle con un beso
en los labios, lo haría hasta que se cansase de mí o hasta que mis labios se
desgastasen. Yo me sentía un poco insegura pero no lo demostraba, porque eso era
inestable. Me estaba enamorando demasiado rápido de alguien que conocí hacía
poco, amor a primera vista.
Me recordaba a ese hombre de la obra de Charlotte Brontë, Jane Eyre.
Cuando el señor Rochester se enamora de Jane Eyre y se lo hace entender con
sarcasmo, doble sentido o como prefieran llamarlo. Yo era el señor Rochester y él
mi Jane, Paul me miró extrañado cuando me reí. Por eso era que nos conociésemos
mejor, que nos conectáramos a través de los momentos interesantes.
Miré al techo, observando el estampado de madera que se reemplazó luego
de que el hermano de Channel lanzara un cohete dentro de la casa y terminara
rompiendo medio techo. No fue fácil, pero lo habíamos logrado.
 
***
 
Tres semanas y media, ya teníamos toda una trayectoria de momentos
llenos que nos servirían para cuando algún día estuviésemos lejos el uno del otro.
Y ese era el día, Paul se iría a España y me dejaría sola en medio de la ciudad del
amor, pero era lo mejor por ahora, mantener distancias y pensar en cuál era el bien
y cuál era el mal en nuestra reciente relación. Me desesperaba tener que hacerlo,
pero realmente necesitaba pensar bien las cosas y querer mejorar, progresar en ese
sube y baja. Dejar de tener dudas.
O mentirme a mí misma, teniendo que creer que se podía cuando realmente
no era así.
Nos despedimos esa mañana con un pequeño beso en la mejilla y un fuerte
abrazo. Extrañaría su forma de hacerme reír. Y tomara la decisión que tomase, no
me importaría, pues mi corazón siempre le estaría en deuda porque me hizo sentir
viva. Me hizo aprender que había más limites sobre mi cuerpo, que, en esta vida,
siempre, las experiencias estarán delante de todo lo que se vive. Pues son
enseñanzas acumuladas que pueden servirnos para algo después.
Y mi experiencia era amarlo a él, desde el primer momento que crucé mi
mirada con la suya, hasta que envejeciera y contara mi historia a mis nietas y a mis
nietos. Paul me miró por última vez hasta que cruzó la puerta de embarcación y
fue allí cuando perdí todo contacto con él. Ni cartas, ni correos, ni mensajes de
texto. Ni una lechuza mensajera.
Nada.
Me quedé sin todo contacto con él, pero esperaba sus cartas cuando mis
respuestas estaban totalmente listas para ser entregadas. Paul estaría en mi vida así
y el viento direccionaba mal el viento. Así tuviera que escuchar su voz con una
mujer (eso me rompería hasta el alma. Pero si era feliz, yo también lo sería.)
Aunque me llamaran masoquista, era y seguiría siendo mi amor.
 
Querido Paul:
Éste es el día 31 sin ti, déjame decirte que desde que te has ido, no he podido
dormir.  No puedo pensar más que la cafetería está bien cuando, siéndote sincera, no lo está.
Nada lo está y solo quiero que vuelvas. Me has enseñado cosas que jamás aprendería sola y
necesito estar entre tus brazos. Respirando tu aire.
Con amor, Hélene.
Eso me cansaba, mendigar amor jamás lo había hecho, pero yo a Paul lo
amaba y si me iba definitivamente, se acabaría, dejaría de estar parada en el
aeropuerto cada tarde, esperando su regreso. Esperando una respuesta a la gran
decisión cuando realmente me moría de miedo si elegía irse olvidando todo lo
ocurrido. Olvidando que de verdad tuvo a quien más lo amó a primera vista.
Olvidando las huellas de mí en su cuerpo, cuando puede que fueran
imborrables, pues las mías no se podían, siquiera, borrar de mi mente. Ese
maravilloso momento en el que él me besó e hicimos el amor con intensidad,
haciendo que hasta mis huesos se estremecieran. Dejándome a la deriva, muriendo
por el amor que mostraba y cómo sus movimientos nos sincronizaban.
Mejoró una parte de mí y eso siempre lo agradecería.
Estaría en deuda siempre con él.
 
 
Caminé por la calle, llevaba una botella de vino en la mano para la cena y
un pequeño papelillo que encontré, en la otra. Lo miré. Estaba ahí, al otro lado de
la calle y tengo que decir que, por más que nos mirásemos a los ojos muchas veces,
siempre terminaría yo pensando que era la primera vez que lo veía, le di un beso
en los labios y fue así de simple. Había vuelto a mí para quedarse con mi amor.
Para seguir nuestro camino en el trayecto que quedaba.
Para no dejar de pensar que las miradas en París nos harían la vida mucho
más correcta. Es decir, más dulce y romántica a la vez, le besé porque era lo único
que mi cerebro podía lograr hacer desde que lo vi. Porque sus labios eran mi
refugio y no importaba, de verdad, no importaba cuánto tiempo pasó o cuántas
veces nos miramos a los ojos, siempre sentiría lo mismo, la corriente eléctrica que
me recorría el cuerpo siempre sería letal.
Caminamos juntos por la calle, tomados de la mano, las personas se
volteaban a vernos y no sabía si era por la sonrisa impregnada en mi rostro o si
hacíamos una bonita pareja. Paul era como una nube, inalcanzable, era bonito y
cuadraba en el medio de las personas. Destacaba por su grandiosa forma de ser.
Por ser un caso aparte de todos.
No le podía hablar, no quería que desapareciese ese momento irreal. No
quería que se fuese de mi vida ahora que ya estaba ahí, de nuevo. Nos
encaminamos hacia el parque cerca de la torre Eiffel y Paul tomó mis cosas, las
colocó en el suelo, ya conocía sus intenciones.
Me tomó de las piernas y me empujó de forma desapercibida en el cómodo
césped. Yo me reí y lo tomé por las manos, haciendo que cayese sobre mí. De
nuevo vimos las estrellas, y me alegro de verlas igual que la última vez. Quería ser
uno de esos astros que reinaban en el cielo.
Paul me explicaba que, donde estaba, las estrellas no se veían igual, eran
menos brillantes que aquí. Y la luna resplandecía más, pero no se veía tan grande
como se veía aquí, como yo lo notaba aquí. Miraba a Paul, quien solo mantenía sus
ojos en el cielo que estaba marcado con pequeñas luciérnagas blancas que
tintineaban sin cesar, pero no se movían. Se mantenían rectas allí, sin dejar que lo
más fuerte las moviera, hasta esperar el gran Big Bang que haría la creación de
miles de estrellas más.
Me detenía en su nariz perfilada y sus labios, su cabello negro y sus ojos.
Tracé una línea desde el inicio de cada detalle hasta el final.
─¿Qué es lo que te ha hecho volver? ─le pregunté.
─Tenía que cumplir mi promesa ─me respondió.
Me sonrojé, pues me sentía halagada. En el momento que lo dijo, me gustó
su voz.
─¿Has podido seguir sin mí en la cafetería? ─me preguntó.
─No. Créeme que no.
─¿Las chicas no pagan extra ya? ─me preguntó.
─No y la señora Roseau ha preguntado por ti como no tienes idea ─Paul
tomó mi mano y entrelazó sus dedos con los míos, luego se la llevó a los labios,
dejando un beso en la palma de mi mano.
Él se echó a reír.
─Pero ya estoy aquí, saltamoncilla mía. ─le sonreí, una sonrisa tierna de
esas que causaba en mí cuando se ponía dulce conmigo.
Realmente era a cada momento que me ponía así a causa de su dulzura.
─Pensé que no volverías y que tendría que vivir sin ti después de todo.
Y realmente sí, hubo momentos en los que pensaba lo peor, como una
historia de terror solo hecha en mi mente donde no volvía a verlo más y yo
quedaba aquí, esperando fielmente a que las horas, los días, e incluso los años,
pasasen, pero era inútil. El jamás volvería.
Pero en ese momento estaba ahí, conmigo.
Paul me tomó de los brazos y me abrazó, aspirando el perfume de mi
cuello, dejándose llevar por la fragancia, me abrazó aún más fuerte, yo sentía que
era como ese apoyo que él poseía en el mundo. A pesar de que lo reconocí a él
como el chico de las estrellas, pues se la pasaba observando cada tintineo que esas
luciérnagas lejanas emitían.
Después de un rato hablando, decidimos caminar un poco más por el
parque, antes de llegar a casa. John se había ido a vivir con Channel y yo me había
quedado aquí porque mi alma no me dejaba irme. Cuando llegamos, él me tomó
de la mano y me la besó.
─Tengo una sorpresa para ti ─murmuró tapando mis ojos.
Yo me puse nerviosa y me preguntaba cómo diablos habría podido entrar si
mi casa estaba cerrada y la única persona que tenía las copias de mis llaves era
John.
─Espero que no sea un viaje a Narnia ─dije burlonamente, confiando en que
él me guiara a través de la habitación.
Subimos las escaleras entre varios tropiezos y muchas risas, como guía para
un ciego debo decir que no le iría bien. Entramos en mi habitación y el olor a
chocolate y a velas aromáticas irrumpió en mis sentidos. Paul retiró la mano de mis
ojos y yo observé la habitación con total fascinación y asombro. Velas plateadas y
unas rosas rojas cubrían mi cama, los chocolates estaban en el suelo, guiando el
camino hacia el baño, donde una tina con espuma nos esperaba.
Mi chico de las estrellas me miraba a mí con una sonrisa, yo me giré y le di
un beso. Nunca en mi vida había recibido un regalo como ese. Y pensar que nunca
podría tener una relación como esa... Como si viviese en una novela de la autora
Jenny Han, pero sintiendo que está pasando en tiempo real. Sin villanos
atormentando, sin heridas que matan. Solo amor.
Amor del más hermoso que se puede sentir.
Esa noche hicimos el amor y de nuevo debo decir que él me llevaba a un
lugar lejano, con todos esos fuegos artificiales que inundaban mi cuerpo y cubrían
mis ojos. De esos que, con una simple caricia, él activaba para después hacer que
estallasen en pequeñas joyas doradas.
Me tenía cautiva bajo lo diferente y lo especial.
Cuando le pertenecemos a alguien, somos capaces de dar y recibir amor a
cada hora, somos capaces de apoyar cada acción que la persona a nuestro lado
efectúa, no importa si es buena o mala (en este caso se hablaría del problema), pero
siempre dando a entender que estamos aquí, que jamás desistiríamos de nuestra
misión, que es amar sin importar qué pase o en qué circunstancia estemos. Paul me
hacía pensar, imaginar cada instante en lo que pasaría mañana y después de
mañana o un siglo después. Cuando ya no estuviéramos y solo quienes
descendieran de nosotros tendrían esa misión también.
Mi vida a su lado era mucho menos compleja, menos monótona y menos
rutinaria. Pues cada día era uno diferente y pasaba de forma rápida. El reloj se
detenía cuando estaba a su lado y todo a nuestro alrededor giraba como si
estuviera a cámara lenta.  Como si nosotros controláramos el tiempo.
Aunque realmente no lo hacíamos.
Despertar cada mañana y dormir cada noche con Paul era como estar en el
cielo. A su lado no tenía pesadillas, solo sueños extraños y demasiados irreales
donde no éramos solo nosotros dos, donde había miles de obstáculos por superar y
miles de laberintos que cruzar.
Tiempo después, estaba esperando el correo cuando escuché su voz detrás
de mí. Paul no podía quedarse en casa, tenía que ir a trabajar, pero casi siempre
venia conmigo a retirar el correo. Esperaba por unos exámenes de aceptación por
parte de la universidad de Toronto en Canadá y era una cosa que no quería que
Paul supiese.
Se enojaría conmigo después de esto y no podría soportar que se alejase de
mí. No después de que lo perdí.
─Saltamoncilla, ¿qué tienes allí? ─me preguntó mirando la carta que tenía
en mis manos.
 
Yo la oculté, pues los nervios que sentía por dentro no eran de fiar.
─Solo es algo de dinero que me envió Priscila, para ir a ver a Matheus
─pero Paul me miraba, sospechaba y eso no se quedaría así.
Me quitó la carta y empezó a leerla, sus reacciones iban desde sentir rabia
hasta estar sorprendido.
─¿Por qué no me habías dicho que has recibido esto? ─dijo señalando la
carta frente a mí.
─Apenas la miré hoy, yo no quiero irme ─le respondí tomando la carta y
lanzándola a la basura.
Paul negó con la cabeza.
─No vas a desperdiciar tu vida aquí, vete, estudia y vuelve ─con su mano
tomó mi mentón─. Hazlo y logra las cosas en grande.
Yo le sonreí.
─¿Estarías bien sin mí? ─le pregunté.
─Te extrañaría, pero sobreviviré. Estaré aquí por si necesitas de mí ─me dio
un casto beso. Subimos a mi habitación y me ayudó a empacar las cosas.
Mi vuelo a Canadá salía en dos horas y Paul solo me miraba y sonreía hacia
mí. No me había ido aun y ya me hacía falta. Mientras que las horas pasaban y las
personas entraban a sus respectivos vuelos, era el momento en que tenía que irme
a abordar el avión. Justo antes de pasar por la seguridad, él me abrazó con fuerza y
me miró a los ojos. Jamás olvidaría esos ojos negros que tanto me alteraban y
ocupaban mis noches… y ahora ocuparían mi vida entera.
Mantener una relación a distancia por cinco años no iba a ser fácil, pero juro
que lo lograría y llevaría el nombre de todos los amantes lejanos que han amado en
alto. Tan alto que sobrepasaría los límites del monte Everest. Nunca habría un
amor como el nuestro.
Porque éramos los chicos que ocupaban las miradas en París, la prueba de
que el amor a primera vista existía, cuando faltasen pruebas, estaríamos ahí. Me
despedí con un beso al aire. Iría lejos a estudiar Diseño Gráfico, solo por eso me iría
lejos de sus brazos.
¿Cómo haría cuando necesitase de su voz? Para mí una llamada no era
suficiente porque quería ver sus ojos negros.
El tiempo pasaba tan lentamente que no era posible que muriera más por
dentro, mis clases eran fáciles, pero lo que me era difícil era dejar de pensar en
Paul. Hasta el momento no habíamos podido hablar por la diferencia horaria, pero
no podía perder la esperanza.
No después de todo lo que habíamos pasado.
Hasta que entró un hombre con una camisa de vestir y jeans que se
ajustaban a sus piernas definidas, reconocí el cabello negro y él me miró.
─Buen día, clase ─dijo sonoramente a todos los alumnos, pero sin retirar la
mirada de mí.
El destino me había puesto en el camino a él para hacerme morir un poco
más. Pero Dios, tenía que resistir las ganas de abalanzarme a sus brazos y besarle
los labios, bebiendo de su boca el elixir de la vida para dejarme ser inmortal a su
lado con ese simple gesto de amor.
Las chicas murmuraban que él era el nuevo suplente del profesor de
gráficos digitales. Me oculté entre los libros y me sonrojé.
─¿Viste al profesor Paul? ─me dijo Norah, mi compañera de clase desde el
segundo trimestre.
Paul seguía hablando, pero yo no escuchaba nada, solo me debatía entre si
salir o encarar mis ganas de comerle la boca a besos. Y fue así, después de una hora
nos encontramos en una esquina, lejos de los ojos chismosos, lo besé, lagrimas
caían por mi rostro involuntariamente. Juntamos nuestras frentes y fue allí donde
me perdía en su mirada.
─Te he extrañado ─dije limpiando mis lágrimas con mis dedos.
─Pero ya estamos juntos otra vez ─respondió tomándome en un abrazo.
Aspiré su olor, el que reconocía.
Chocolate y perfume caro.
Cómo no amar ese olor que era tan familiar a mi olfato, allí es cuando me di
cuenta que valía la pena decirle.
─Te amo, Paul.

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