Vicente Riva Palacio - La Vuelta de Los Muertos
Vicente Riva Palacio - La Vuelta de Los Muertos
Vicente Riva Palacio - La Vuelta de Los Muertos
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Texto núm. 4085
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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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Prólogo. La expedición a las Hibueras
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1. La expedición a las Hibueras
Era uno de los primeros días del mes de octubre de 1524, y un gentío
inmenso se hallaba reunido delante del palacio del infortunado emperador
Moctezuma, ocupado ya, en la época a que nos referimos, por el muy
magnífico señor Fernando Cortés.
Apenas hacía tres años que la extensa monarquía azteca había caído en
poder de los vasallos de Carlos V; aún estaba en prisión Cuauhtémoc el
último de los emperadores de México, y los trajes y las costumbres
españolas, ni dominaban ni eran dominados aún por los trajes y las
costumbres de los naturales del país.
Por eso cuando se celebraba una fiesta cualquiera, unos y otros, reunidos,
se alegraban y se divertían cada uno a su manera, cada uno con sus
trajes, con su música, con sus costumbres particulares.
En el día a que nos referimos, se trataba de celebrar una boda que había
apadrinado el mismo Hernán Cortés.
Aquel día se había casado Martín Dorantes, paje favorito de Cortés, con
doña Isabel de Paz, doncella mexicana hija de un cacique, grande amigo
del conquistador, que había muerto hacía dos años, dejando a éste el
cuidado de la joven.
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la boda la joven fue bautizada, dándole por nombre Isabel, y tomando por
apellido el mismo de su padrino, Rodrigo de Paz, pariente, y amigo de
Hernán Cortés.
Cortés estaba aquel día alegre y expansivo, como hacía mucho tiempo
que no le veían sus soldados.
Doña Isabel contaba dieciséis años; también era alta y garbosa como una
reina ideal; su magnífico y elevado pecho y su bella cabeza un tanto
echada hacia atrás, le daban un aspecto de nobleza y de gallardía tan
natural como encantador.
Era una hermosa pareja: el galán, con el cutis blanco y sonrosado de los
hijos del sol; la dama, con el color del trigo tostado por los ardores del
estío.
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—No, Martín —contestó dulcemente la joven mirando con ternura a su
esposo—, nada tengo, estoy contenta como tú.
—No, alma mía, no; tú tienes algún pensamiento que te hace sufrir;
dímelo, somos ahora tan felices, y además, ¿no soy ya tu marido?, no
debes tener secretos para mí; el padre nos lo ha dicho.
—¿Qué?, habla.
—Te lo juro.
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—¡Ingrato!, si temo algo sobre la tierra, es sólo por ti.
Y Dorantes, como si hubiera dicho una cosa muy graciosa, soltó una
alegre carcajada, que repitió Isabel, porque en aquellos momentos de
felicidad, los dos jóvenes eran capaces de reír de cualquier cosa.
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Dorantes, completamente entregado a su felicidad, nada notaba, y
apoyado negligentemente en el hombro de su novia, contemplaba con la
infantil atención de todas las personas felices, las danzas de los indígenas.
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2. Rodrigo de Paz
—Sí, hija, yo soy; ha rato que os buscaba: el padrino grande desea ver a
sus ahijados, y me encarga llevaros: es la hora de comer, y se os espera.
Fray Bartolomé de Olmedo está dispuesto ya para bendecir los manjares,
y todos los amigos para devorarlos.
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poderlas casar con algunos de los conquistadores.
Con tan extraña mezcla, no era raro que el palacio presentase un cuadro
digno de magníficos pinceles, y era curioso observar que los que no se
comprendían entre sí, procuraban conversar por señas, y así departían
aztecas y españoles, gritando, gesticulando, como si con alzar la voz
pudieran ser mejor comprendidos.
—¡Loado sea Dios, que por fin os han encontrado! —dijo alegremente
Cortés dirigiéndose a los novios—, ven, hija mía, tú eres hoy la señora de
las fiestas, y debo hacerte todos los honores que te corresponden.
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alegría; sentáronse los convidados, comenzaron a entrar y salir los
sirvientes, sonaron los platos y los vasos chocando entre sí, exaltáronse
las conversaciones, y como un complemento a tanto rumor,
repentinamente se dejó oír la música, saludada a sus primeras notas por
un nutrido palmoteo de los comensales que, repetido instintivamente por
los que escuchaban desde la puerta, se comunicó así hasta los que se
divertían en la calle, y que conocieron por esto que comenzaba el
banquete de los señores.
Seguramente el jefe allí era Hernán Cortés; pero el alma de todo era
Rodrigo de Paz.
Rodrigo era el que lo disponía todo, el que hacía los honores, el que
cuidaba desde su asiento de la prontitud del servicio; en fin, era como si se
dijera el general de aquella batalla.
Rodrigo de Paz, sin embargo, como era para Hernán Cortés un amigo leal,
y era además un hombre de talento, nunca vio en doña Marina un
enemigo; sabía que amaba al conquistador con toda la fuerza de su alma,
y esto le bastaba.
Rodrigo amaba a los que amaban a Cortés, y aborrecía a los que eran sus
enemigos: esta era en el mundo su única norma.
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A la derecha de Cortés, en la mesa, estaba sentada doña Isabel, y a la
izquierda Martín Dorantes; los tres ocupaban la cabecera; inmediatamente
después de la novia seguía Rodrigo de Paz, y enfrente de él, el padre
Olmedo.
Cortés hizo una pausa, tomó lentamente un vaso de vino, le llevó a sus
labios, vació con tranquilidad el contenido y se enjugó el bigote.
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mesa una voz áspera y desagradable.
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3. Tetzahuitl
Natural era que esto causara en la población una verdadera alarma. Unos
temían por la tranquilidad del reino si Cortés se alejaba; otros temblaban al
pensar que podría llevarlos en su compañía; quién miraba en esto la
pérdida de las conquistas de los españoles; quién, por el contrario, creía
que se abría un horizonte más dilatado para las aventuras de aquellos
genios emprendedores e inquietos.
Algunos de los danzantes debían vivir fuera y muy lejos de la ciudad, pues
siguiendo la calzada de Iztapalapa, caminaba apresuradamente uno de
ellos, que llevaba en la mano como apoyo y como defensa un nudoso
bastón de encino.
Aquel hombre, que como todos los demás vestía un traje fantástico,
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pretendiendo imitar un animal; tenía todo el cuerpo cubierto de plumas
blancas; llevaba sujetas a sus espaldas dos grandes alas, también
formadas de plumas, y sobre su cabeza, como la cimera de un casco, se
levantaba la cabeza de un águila.
El hombre caminaba ligero, sin hacer aprecio del viento que zumbaba de
una manera siniestra entre las plumas de las alas, ni de la noche que se
cerraba a cada momento más y más oscura, ni de los tristísimos aullidos
de los coyotes, que levantaban un infernal concierto entre los bosques de
los alrededores.
Ninguno quizá habría encontrado allí nada que llamara la atención; pero
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aquel hombre conocía sin duda demasiado el terreno, porque apartando
suavemente la maleza, penetró en el bosquecillo que ella formaba,
cuidando de no dejar rastro de su paso por allí.
Detrás de la gran roca, y como apoyada en ella, había otra más pequeña;
el hombre se acercó, y sin hacer en apariencia grande esfuerzo, la hizo
volver sobre uno de sus costados.
Descendió el hombre algún tiempo valiéndose de los pies y las manos, por
una especie de escalera labrada en la piedra, y llegó después a un plano
en el que la bóveda del subterráneo, bastante elevada, le permitía caminar
cómodamente.
—¡Tetzahuitl!
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como si estuviera profundamente preocupado, comenzó a despojarse de
sus atavíos, sin poner atención en nada de lo que pasaba a su lado.
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4. Viejo y joven
Transcurrió cerca de media hora de esta manera, sin que el silencio fuera
interrumpido más que por el chisporroteo del fuego y por algún suspiro
ahogado de Tetzahuitl.
—¡Hijo mío! —contestó el viejo—, ¿por qué te miro hoy más triste que
otros días? Cuéntame tu pena: si el árbol viejo y seco no puede ya
defenderte contra la tempestad y el rayo, tiene al menos una sombra para
cubrirte de los ardores del sol: ¿qué tienes?
—¿Y la viste, hijo mío? —preguntó con interés el anciano, como si en las
palabras del joven hubiera comprendido una larga historia de amores.
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¿quieres mucho a esa mujer?
Calló por un momento el joven, fijó sus negros ojos en las llamas inquietas
que se levantaban de la hoguera, y luego repentinamente, como
sintiéndose inspirado, asió con fuerza el brazo del anciano, y mirándole
con fijeza le dijo:
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inmensas profundidades, en donde todo es fuego y confusión, y terror y
amenazas? Pues bien; todo eso tan tremendo, tan espantoso, es nada…
nada, Temachti, comparado con lo que siento yo dentro de mi alma:
quisiera morir para encontrar descanso, y tiemblo ante la idea de
separarme de ella para siempre; ansio su vista, y no tengo valor para
mirarla; moriría de dolor si ella me despreciara, y el placer me mataría si
llegara a amarme… besar la huella de su planta, es la única ambición de
mi vida… por ella sería yo capaz de renegar hasta de la religión de
nuestros padres… sería yo capaz de ser cristiano… por ella, Temachti,
sacrificaría mi honor, serviría yo de esclavo a los mismos castellanos…
—¡Oh, tienes razón, Temachti, tienes razón!, digo mal; ¿pero puedo yo
acaso contenerme? ¿Soy por ventura dueño de mí mismo? No; mi alma no
es mía, no me pertenece, yo no tengo ya ningún poder sobre mí; el
huracán arrebata una barquilla en el lago, y la arrastra, y nadie puede
entonces contenerla ni dirigirla… Tú comprendes lo que amo a esa mujer:
hace ya dos años que los cristianos se apoderaron de ella, le enseñaron
su religión, su idioma, la quieren hacer extraña para nosotros, y el día que
lo manda el jefe, se la entregan a otro hombre para que sea su mujer, para
que sea la madre de sus hijos… ¡Esto es horrible!
—¿Y ella?
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—¿Y bien?
—Escucha un consejo, hijo mío, porque aún eres joven: jamás vuelvas a
vestir los arreos fantásticos del danzante; el caudillo de un pueblo no debe
nunca descender así de su altura…
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5. Salazar
Acción semejante había hecho también Cortés con Diego Velázquez, que
le encomendó el mando de la expedición que salió de la isla de Cuba en
busca de nuevas tierras; y el conquistador de México, al saber la ingratitud
de Olid, debió haber sentido el puñal de los remordimientos, recordando lo
que él mismo había hecho con Velázquez.
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es la utopía de una escuela italiana, que tiene pocos partidarios entre los
hombres de ciencias.
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rápidamente, y llegó por fin a su colmo, al parecer, porque como
obedeciendo a una determinación violenta, tomó de encima de una mesa
que allí había cargada de papeles, un ancho sombrero negro adornado
con plumas blancas, se lo caló con un movimiento convulsivo casi, y se
dirigió violentamente a la puerta.
—¿Malas?
—¿Y el gobierno?
—¿También Albornoz?
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nuestro poder sería ilusorio, y no seríamos nosotros más que súbditos del
mismo Cortés.
—En efecto…
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hombre cuida de meditar bien en los acontecimientos del porvenir, no
dejará algunas veces de ser profeta. En fin, retírome; que no cité a vuesa
merced, ni le envié a decir que me esperase, más que con el objeto de
darle las noticias que ha escuchado, y de advertirle que se prevenga para
el cercano viaje, y para el evidente retorno.
—Dios lo permita.
—Tenedlo por permitido, que de ser tiene todo tal como yo lo digo. Dios
quede con vuesa merced.
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6. La familia de Zapata
—Carguen los demonios contigo y con ese Cuauhtémoc, que tanto me dan
a mí sus reinos como tú: buen par de bellacos seréis ambos, cuando te
acuerdas de ese mal nacido.
—La mal nacida será ella —replicó atusándose su bigote gris y espeso el
soldadón—; que yo, aunque soldado y pobre, noble soy como un infante
de Aragón, y el indio no deja de haber sido emperador, y ya quisiera
haberle servido esa mala yerba.
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—Sin duda por eso pretendes ahora volverte a largar a esa malhadada
expedición de las Sibueras o Libueras, o sepa el diablo cómo se llama,
que en negra hora han inventado hombres como tú, que no tienen amor a
su pellejo, ni respeto al santo matrimonio.
—Por eso, para vivir en paz me voy, y me fuera aunque tuviera que
caminar por el filo de un cuchillo, y pasar el puente de Mantilbe.
—Pues vete, vete, y mala víbora te pique en esas tierras, y comido te veas
de los indios, que mi hija y yo quedamos aquí en manos de Dios que no
consentirá que nos suceda una desgracia por el abandono de un tornadizo.
—¿Quién va?
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—Soy yo; abre, Mencia: ¿no está ahí el viejo?
—También, y por eso he venido a veros, que deseo, pues que Mencia se
queda en esta ciudad, dejarle algunos encargos secretos, por si a morir
llego.
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el refrán que no cabe secreto en pecho mujeril.
Y antes que Mencia contestase como debía, Zapata se hundió hasta los
ojos su gorra, y echándose en el hombro una capa gris, salió marcialmente
a la calle.
—Bien lo comprendo, por la diferencia que hay de edad entre ella y tú:
¿cuántos años cuenta Juanilla tu hija?
—Pues se necesita que tu hija Juanilla haga estrecha amistad con doña
Isabel de Paz.
—Se trata de prestar a Su Majestad un gran servicio, que sin duda sabrá
premiar con la grandeza que acostumbra. Escúchame con atención.
—¡Ave María!
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—¡Nuestra Señora de Covadonga nos ampare!
—Ni a tu mismo confesor digas lo que voy a referirte: el que tal pretende,
es precisamente el hombre que más favores debe al rey nuestro señor.
—Ya, ya… pero necesito tener más pruebas, y sobre todo, impedir que
hagan un tumulto: Martín Dorantes es el confidente de Hernán Cortés, y
éste se entiende con los indios, por medio de doña Marina y de doña
Isabel.
—¡Ah!
***
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Cortés en busca del rebelde Cristóbal de Olid, llevando consigo a Gonzalo
de Salazar y a Pero Almindes Chirinos, y en clase de prisioneros a
Cuauhtémoc, último emperador de México, al rey de Texcoco, al de
Tlacopan, al de Azcapotzalco y a un hermano del rey de Michoacán.
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Libro primero. La tórtola, el buitre y el águila
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1. En donde el lector conocerá a Juanilla, y la encontrará
desempeñando el papel de apasionada
La una era de raza indígena pura, la otra con su color blanco, con sus
mejillas sonrosadas, con su gran cabellera castaña, sus ojos pardos y su
nariz aguileña, demostraba claramente que era hija de algún conquistador
y nacida en la península ibérica.
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absorta en sus pensamientos, que instintivamente contestaba las
preguntas que le dirigía su compañera.
Juanilla, de pie al lado del sillón de doña Isabel, tenía uno de sus brazos
pasado alrededor del cuello de la joven; y la miraba con interés y
curiosidad, comprendiendo que más bien que de la conversación se
ocupaba doña Isabel de seguir el hilo de sus meditaciones.
—Así os amará más, y tendréis más gusto cuando él vuelva. ¡Ah! y cómo
sois las muchachas casadas; todo lo queréis, marido, y que esté a vuestro
lado; con sólo tener marido me contentara, yo, aunque estuviese hasta las
Hibueras: no, pero os digo que peor que tenerle ausente es no tenerle, ni
siquiera en esperanza.
—¿Será posible que vos, tan bonita y tan graciosa, no tengáis un novio?,
harto amigas somos ya, y mucha confianza nos tenemos, y sin embargo
de ello, nunca me habéis confiado un solo secreto de amor.
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—Bien, vamos, ahora nadie nos escucha ni nadie vendrá a interrumpirnos.
—¡Un indio!
—¿Y él os ama?
—Sí, lo recuerdo.
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a poco oí tras de mí el ruido de unos pasos; volví el rostro, y con la escasa
claridad de las estrellas distinguí un bulto; redoblé mis esfuerzos para
llegar cuanto antes a mi casa, y escuché con terror que los pasos del que
me seguía sonaban más cerca; casi estuve a punto de pedir socorro; pero
vi que no me atacaban, y algo me calmé: en la puerta, y antes de entrar,
volví a mirar, y el bulto que me había espantado se detuvo como con
respeto a cierta distancia, y luego se retiró.
—Bien, ¿y luego?
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noches sucedía lo mismo…
—Os perdono de todo corazón; pero continuad —dijo inquieta doña Isabel.
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distraídamente una punta de su delantal.
Sí, algunas veces; pero como antes, entre las sombras; ganas tengo ya de
llamarle el amante de la noche.
—Lo que yo no quisiera tener, era amor, que bien desgraciada me hace.
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2. En el que se verá cómo Juanilla no sabía «que con una
piedra se matan muchos pájaros»
—Tetzahuitl —dijo la mujer, que no era otra que doña Isabel—, creí que
aún no me esperaras, porque he llegado antes del tiempo acostumbrado.
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las flores esperándole. Sol de mi espíritu eres tú, señora, y siempre espero
tu luz, porque mi vida es el reflejo de tu vida; porque si las aves cantan,
sus trinos y sus canciones son los recuerdos que tú me envías; si pasa el
viento sobre mi frente, si murmura con tristeza al agitar mi cabellera, en
ese viento recibo tus suspiros y tus halagos. ¿Sabes cómo te amo,
señora?, como se aman las aves entre las ramas, como se aman los
ciervos en nuestros bosques, porque no hay allí ni engaño ni perfidia: paso
las noches aquí, mirando tus ventanas, contemplando los muros que te
guardan, adivinándote, adorándote.
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quemaría tus labios, si llegara a salir de tu corazón…
—¡Señora!, ¿por qué te conocí tan tarde?, ¿por qué no morí a manos de
los enemigos de mi patria, antes de haberte visto en brazos de otro?
¡Óyeme, señora: nunca había amado tanto, ni nunca creí que fuera yo
capaz de amar así! Te encuentro, luz de mi corazón, cuando ya no tengo
vista para mirarte; te encuentro, tesoro de mi alma, cuando no puedo ya
sino llorarte perdida: eres cristiana, y eres la mujer de otro, y estás unida a
los vencedores de tus hermanos; y yo soy como el ave de las sombras, y
los que son ya los tuyos, me buscan para matarme, y el rayo está ya sobre
la cabeza del águila: ¿por qué me respetaron las armas de mis enemigos?
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religión de los españoles, porque esa religión me prohíbe adorarte, y yo
quiero una religión como la religión de nuestros padres, que me permita,
que me mande ser tuya, tuya, sí; a mí me han hecho cristiana porque han
querido, y me han unido a otro hombre porque son fuertes y yo débil; y
doña Marina me ha instruido de que yo no debo amar a otro hombre,
porque tengo ya un esposo, y ella, sin embargo, ama a Cortés, que tiene
también una esposa. No, Tetzahuitl, me han engañado, me han violentado;
yo no puedo amar más que a ti, hombre o dios de mi raza; yo no puedo ser
más que tuya, noble caudillo de mi nación; yo no quiero tener más religión
que tu religión y la de nuestros padres; y si es falsa, y si voy después de
mi muerte, por eso, a la región de las sombras y del tormento, yo no quiero
la eternidad de luz y de dicha, si allí no te he de ver…
—Señora, por ver tus ojos un momento, perdería para siempre la luz del
día; apáguense para mí todos los ruidos del mundo, con tal que oiga tu
voz; muera mi corazón a todos los amores, y mi alma a todos los placeres;
pero consérvese ardiente y pura mi pasión para ti, como si todo el calor del
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sol no fuera sino para una sola flor; como si todo el vigor de la naturaleza
se reconcentrara en las raíces y en las hojas y en los tallos de una sola
planta; así, mi espíritu no tiene pensamientos ni deseos más que por ti, ni
mi vida un solo instante que no esté dedicado a ti.
—Pienso que la tórtola prisionera irá un día a buscar el nido del águila
entre las rocas; nosotros lanzaremos un día, muy pronto quizá, nuestro
grito de guerra; el extranjero tendrá que batirse otra vez con nosotros, y tal
vez la suerte no sea contraria a nuestras armas; morirán ellos, o moriré
yo…
Tetzahuitl pronunció estas últimas palabras con un acento tan lúgubre, que
la joven se estremeció; en aquel momento, el guerrero olvidó que hablaba
con él una mujer; un relámpago de patriotismo rojo y ardiente, brotó de
aquel corazón entregado enteramente al amor, y era porque en aquella
alma, México y doña Isabel tenían la misma forma; representaban sólo una
idea, un amor, una esperanza.
—Me voy…
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—No te olvidaré, y ese recuerdo será mi consuelo.
—En efecto, una noche vi abrirse tu ventana, creí que eras tú, y arrojé las
flores que traía para ti.
—Nada temas, los dioses nos protegerán; yo sólo tiemblo ante la idea de
que alguna vez puedas dejar de amarme.
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3. De cómo nunca falta en las escenas del mundo uno que
diga «yo lo vi», ni otros que agreguen «bueno es saberlo»
Mencia, a pesar de ser casada hacía ya muchos años, como había vivido
tanto tiempo separada de su marido, adquirió las mañas de las viejas
solteronas, y la curiosidad se desarrolló en su alma como una pasión, y se
alimentaba de las noticias de ajenas vidas, y servía a las mil maravillas
para esa clase de investigaciones, y ponía en juego, para conseguir su
objeto, no sólo a todos sus conocidos, sino hasta al mismo Zapata y a
Juanilla, nomás que el primero solía insurreccionarse contra el servicio que
se le señalaba, y el proyecto terminaba en un combate conyugal; y la
segunda, inocente y dócil instrumento, obedecía, sin saber quizá para qué
hacía aquello que Mencia le mandaba.
Juanilla hizo cuanto Mencia dispuso, y en poco tiempo fue la amiga íntima
de Isabel; al principio por obediencia, y luego por cariño.
—¿Qué han hecho en el día?, ¿qué dice doña Isabel?, ¿de qué han
hablado?, ¿qué se sabe de Cortés y de la expedición?, ¿quiénes visitan a
doña Isabel de Paz?, y otras mil preguntas que le ocurrían a la vieja, para
averiguar, sin que su hija lo conociera, cuanto pasaba en la casa de la
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mujer de Dorantes.
Pero Juanilla resistía aquella mirada sin bajar siquiera la vista, y Mencia se
tranquilizaba.
El camino que tenía que llevar Mencia pasaba precisamente por uno de
los costados del palacio de Hernán Cortés.
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Cuando llegó allí, el edificio se destacaba sombrío en el fondo pardo del
cielo, iluminado por los primeros reflejos de la aurora.
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repitiendo entre dientes, y en medio de comentarios y de maldiciones,
estas palabras:
—Será bueno no decirle nada hasta que se haya levantado; así conoceré
mejor el efecto que le hace la noticia; por ahora, bueno será despertarla
—y se acercó al lecho, y llamó a su hija moviéndola cariñosamente.
—Levántate, hija, que tarde es ya, y Dios envía su luz temprano para
enseñarnos que no debemos ser perezosos.
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pasará de nuevo; pero puedo asegurar…
—No hay necesidad de que jures, hija, que eso es jurar en vano, y es
pecado… óyeme… ¿sabes tú algo de un indio que ronda por las mañanas
la casa de doña Isabel?
Juanilla se puso encendida, roja, bajó los ojos, y con una voz insegura,
contestó débilmente:
—Sí, lo sabes, lo sabes, mala hija; y ahora mismo vas a declararme todo,
todo… ¿lo entiendes? Vamos, ¿qué hace ese indio?, ¿quién es?, ¿de qué
trata?… dime, ¿qué quiere decir mo yolo?, responde qué quiere decir…
mo yolo; tú debes saberlo, porque tú estás unida con ellos.
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decía—, señora, perdón, yo le amo, y él me ama a mí…
Entonces creyó que para terminar mejor, era preciso confesarlo todo, ser
más explícita; quizá Mencia aprobaba aquellos amores, quizá iba a pasar
repentinamente de la desgracia a la felicidad.
—Madre —dijo con voz tranquila y acentuando con cierta solemnidad sus
palabras—; nunca había querido confesar este amor a su merced, por no
darle un disgusto y porque creía que no lo aprobaba; pero su merced lo ha
descubierto, y es necesario confesárselo todo: yo amo a ese hombre con
toda la fuerza de mi corazón, y él me ama también; este es el secreto y
esta es la razón por la que ronda el palacio; espera verme allí, me cree en
las habitaciones de doña Isabel.
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—¿La verdad?, ¿es decir que ese hombre te ama?
—Me ama.
—¿Y a ti te espera?
—Sí, señora.
Una madre puede ver sin conmoverse el llanto de su hija, cuando ese
llanto es ella la que le hace derramar; pero si otra persona en el mundo
tiene la culpa de que corran aquellas lágrimas, entonces la madre
recuerda con ternura, que es madre, y es siempre el escudo y el consuelo
de su hija.
—¡Oh, sí, madre mía, me han engañado!, porque ahora recuerdo que
doña Isabel tenía un ramo de amapolas igual al que ese hombre me tiró
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una noche a la ventana… me parece imposible: ¿los ha visto vuesa
merced?
—Mo yolo, que no sé lo que significan, pero que ella las dijo casi en los
momentos de separarse; ¿sabes tú, hija mía, lo que significan?
—Cálmate, Juanilla, y dime: ¿no crees que más bien que asunto de
amores, sea esto negocio de conspiración?
—¡Ojalá!
—¿Cómo, ojalá?
—Puede ser.
—¡Pobre niña!, yo los vi, y te diré más aún; me pareció escuchar el ruido
de un beso.
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—Madre mía, todo ha pasado; ¿para qué referir lo que ya no es? Lo único
que juro a vuesa merced, por la cruz de nuestro Salvador, es que soy tan
pura como el día en que recibí las santas aguas del bautismo: por lo
demás, estoy tranquila.
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4. Pruébase la verdad del refrán que dice: «Cría cuervos, y
sacarte han los ojos»
Hernán Cortés, ese gigante de valor y arrojo, que cayó en medio del
poderoso imperio azteca como un aerolito de acero, venido de ignoradas
regiones, y que no contento con que la inmensa y movediza superficie del
océano que le separaba de su patria, hubiera guardado en el más
profundo silencio el rumbo que había llevado, hasta tocar las arenosas
playas del Nuevo Mundo, quemó las naves que le condujeron, como para
borrar hasta la esperanza del retorno. Después de sus fabulosos triunfos,
había llegado a ser un objeto de envidia para los grandes de España, y de
desconfianza para el emperador.
Se trataba con eso de vigilar la conducta del que había sido hasta desleal
con Moctezuma, sólo por probar su lealtad a Carlos V; se iba a fiscalizar la
inversión que daba a unos cuantos puñados de oro, el hombre que había
conquistado para la monarquía española un mundo, que se sentaba sobre
una base de plata, que se extendía hasta recibir en sus brazos los dos
océanos, y con el cual la naturaleza se había mostrado locamente
generosa.
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rodeando a un león, y esperando su sueño para acometerle, o su muerte
para devorarle.
En esto no se hacía más, sino obedecer las órdenes del emperador y las
instrucciones de la corte, en donde todos ellos tenían sus protectores,
enemigos más o menos embozados de Cortés.
Los hombres son los que escriben la historia, y los hombres se enamoran
y se apasionan de una reputación legendaria o de una figura mitológica,
como se enamoran y apasionan de una mujer, con más vehemencia,
mientras mayor es el abismo social que los separa de ella.
¿Por qué?, porque sólo los pueblos libres son incapaces de envidia.
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hoy el sacrificio tiene doble mérito, porque está ya sentado y probado el
principio de que la felicidad sobre la tierra, el bienestar en el mundo, y la
gratitud en los pueblos, están en razón inversa del mérito.
Dejemos que la sociedad marche como va; nada podemos hacer para
evitarlo; y semejantes somos, en este empeño de reformar al mundo, al
loco que cree encontrar la luna en el centro de la tierra, porque la mira
retratada en las aguas de un pozo profundo.
Llegó el día en que Cortés fue una de las grandes figuras de su siglo, y
quedó autorizado para gobernar, en nombre del emperador Carlos V, las
extensas provincias que había conquistado con su espada; y ese día
Zuazo se embarcó en Cuba para presentarse en México a su amigo. Pero
la suerte le fue contraria, y naufragó en una isla desierta.
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Cortés, como todos los hombres de corazón, no olvidaba a los amigos del
tiempo de su desgracia; supo el naufragio del licenciado Zuazo, y envió en
su busca, haciendo para ello salir buques de Veracruz.
Cortés consultaba con el licenciado Zuazo los negocios más graves del
gobierno de la colonia y de sus intereses particulares, y la conducta leal
del licenciado, y su acierto en el consejo, y el profundo conocimiento que
tenía del corazón de su amigo, estrecharon más y más sólidamente
aquellos vínculos.
Martín Dorantes era como un perro, fiel, obediente, silencioso; muy joven,
pero enérgico y prudente.
Doña Marina o la Malintzin, amaba a Cortés como saben amar nomás las
mujeres; para ella no había amor de patria, ni de familia, ni de religión;
para ella el mundo se había reconcentrado en aquel guerrero que la
recibió como esclava, y la elevó hasta hacerla por mucho tiempo la señora
de su alma. Marina amaba todo lo que amaba Cortés, aborrecía todo lo
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que aborrecía él; bajo el ardiente sol del medio día, en medio de las
espesas sombras de la noche, cuando rugía furiosa la tormenta y cuando
se alzaban al cielo las nubes de polvo del combate, en todas partes, a
todas horas Cortés estaba seguro de que los negros y brillantes ojos de
Marina le buscaban y le seguían, y que los rojos labios de la india
murmuraban su nombre, envuelto quizá en una plegaria, que en el dulce
idioma de los aztecas enviaba la joven al Dios de los cristianos.
Porque Marina adoraba al dios de los cristianos porque era el dios a quien
adoraba Cortés.
Marina era con los naturales el intérprete más fiel que podía encontrar el
jefe español, porque ella no sólo traducía las palabras, sino que leía,
adivinaba, retrataba el alma y los sentimientos de su amante.
Cortés nunca llegó a poseer el idioma que hablaba Marina, y ella aprendió
pronto y perfectamente el castellano; es porque en la mujer hay más
penetración, más delicadeza en la inteligencia; es porque el hombre mira
como pequeña ofrenda al amor aprender el idioma de la mujer que ama, y
raras veces piensa en eso; y la mujer nada desprecia, nada olvida, nada le
parece bastante para complacer.
Cortés, por su parte, llegó a sentir por Marina una verdadera pasión.
Expuesto siempre a los azares del combate; rodeado de peligros;
desconfiando siempre de las acechanzas de sus contrarios; herido por la
ingratitud a cada paso, Cortés bebió con avidez en aquella fuente
inagotable de amor y de ternura, que brotaba del alma de Marina.
Los hombres que sostienen grandes luchas en su vida, que atraviesan por
situaciones terribles o peligrosas, necesitan ese rocío consolador que cae
de los labios de una mujer amada, y que calma, si no es que borra, el dolor
de las heridas del alma. Porque la noche más negra tiene luceros más
brillantes, que las alas de la tempestad suelen eclipsar por un instante,
60
pero nunca borrar del firmamento.
Por eso cuando Cortés partió para las Hibueras a combatir la insurrección,
llevó a Dorantes y a doña Marina, y dejó en México a Zuazo y a Rodrigo
de Paz.
La mitad de su ser iba con él: la otra mitad quedaba guardando su honor y
su porvenir en la capital de la Nueva España.
61
5. Continúase tratando del mismo asunto que en el anterior
Cortés sabía, a no dudarlo, que los oficiales reales eran todos sus
enemigos; y sin embargo, Estrada y Albornoz, fueron nombrados por él
gobernadores del reino.
Sánchez Farfán era viudo, y tenía dos hijas rubias, como dos estrellas, con
unos ojos azules ambas, como el cielo de México, con un garbo y una
gracia, que eran la admiración y el encanto de los concurrentes a la casa.
62
Inés, la menor de las dos hermanas, contaba veinte años, y Sara, la
mayor, no llegaba aún a los veinticuatro.
Sánchez Farfán, por su parte, estaba orgulloso con las visitas de Albornoz,
sobre todo, cuando le vio de gobernador: a él no se le ocultaban sus
pretensiones amorosas; pero quiso aprovechar aquella pasión, fuera o no
correspondida por su hija, haciendo del amante una palanca para detener
siquiera por algún tiempo en su casa, el fugitivo carro de la fortuna.
63
—Si alabanzas desvanecieran a los que conocen su poco valer, sin duda
que la que de oír acabo, me haría vacilar completamente; pero
conózcome, y fuera del aprecio que en esta casa he alcanzado, no
encuentro cosa que recomiende en mí al buen gobernante.
—Vuesa merced, señor, lleva aquí el pleito perdido; que capaces serían
las hijas de Sánchez Farfán de decir esas verdades en medio del cabildo,
y doy fe de que en muchos años que llevo de conocerlas, no he sabido
que digan mentira, ni que oculten la verdad, por más que de esto les
viniera alguna ventaja.
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fe de que vuesa merced ha llegado con su energía, su inteligencia y su
acierto, a dominar al Ayuntamiento, al señor tesorero Estrada y al
licenciado Zuazo.
—Así sosegaría vuesa merced al mar, como callar a mis hijas, tratándose
de esa materia —contestó Sánchez Farfán—; vuesa merced no sabe lo
que le aprecian y lo sentidas que están, por el desaire que llevaron, no
consiguiendo el nombramiento de alguacil para Diego de Zamora.
—No, Sara —interrumpió Inés—, no fui yo quien tal dijo, sino tú, y bien se
me alcanza, que por menos que quieran al señor contador Albornoz, y por
más que se le opongan, cosa que él desea, se consigue sin falta en el
cabildo.
65
—De que doy testimonio —agregó el escribano Orduña, haciendo una
reverencia.
—Vaya, dejemos eso, que no es para que tengáis disgustos, y tanto más,
cuanto que a Dios gracias, todo tiene remedio en el mundo, y por fortuna
en nuestras manos —dijo Albornoz—. ¿Aún os empeñáis por ese
nombramiento?
—Bien, enviad mañana a llamar a ese joven, y decidle que después del
cabildo se me presente, que él tendrá su nombramiento de alguacil, y
vosotros satisfacción debida a vuestro agravio.
Cuando Albornoz y los demás se retiraron, Sara que había quedado sola
con Inés, le dijo radiante de gozo:
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demás sencillo, y en ningún tiempo había dado motivo a alguna disensión.
Pero en aquel día, sin que los alcaldes ni los regidores, ni el mismo
licenciado Zuazo supiesen la razón, Estrada y Albornoz se hicieron de
razones y comenzaron a increparse rudamente.
—Yo os haré tragar con mi espada esa frase —decía Estrada luchando
por arrojarse sobre su contrario.
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El rumor era espantoso: ¡Ténganse al rey! ¡Ténganse a la justicia! ¡Paz!
¡Favor! Estos gritos se escuchaban por todas partes; las gentes acudían
en tropel, atraídas por el rumor del escándalo; los regidores, pálidos, se
interponían entre los adversarios, y Estrada y Albornoz, rojos y jadeando
de la cólera y la fatiga, se amenazaban de lejos con sus espadas y se
injuriaban horriblemente.
En la tarde del mismo día, salía un correo para Cortés, notificándole todos
los acontecimientos.
Parece inútil advertir que Sara e Inés tuvieron, al saber la noticia del
escándalo, un positivo disgusto, y que Albornoz procuró no asistir aquella
noche a la tertulia.
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6. Conoce el lector a un nuevo personaje, y con este motivo
tiene noticia de algunos acontecimientos importantes
Entre los colonos que atraídos por la fama de las riquezas fabulosas del
imperio de Moctezuma, habían llegado a México, se encontraba un
hombre que sin tener oficio ni profesión alguna, logró establecerse,
merced a secretas industrias: llamábase el tal, Ginés de Saldaña, y era un
morillo de Granada, tornadizo, que ya hombre había abrazado la religión
de Jesucristo y sospechado por la Inquisición, llegó a buscar a México
suerte más propicia.
Era Ginés un descreído, más audaz que un halcón, más astuto que un
zorro, y más ladrón que una urraca; flaco de carnes, pequeño de cuerpo, y
amarillo de color; tenía desde su nacimiento una pierna más larga que
otra, por lo que andaba de una manera bien extraña; sus dientes incisivos
eran tan desproporcionados, que inútilmente procuraban cubrirse con los
labios, y un bigote poco poblado pero rígido como las cerdas de un jabalí,
completaban aquel conjunto poco lisonjero.
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doncella andaban tristes, cabizbajos y distraídos, llegaba en su auxilio, los
consolaba y les abría el camino del porvenir.
Ginés, con el golpe de vista del genio, adivinó que en esto tenía una rica
mina que explotar, y en poco tiempo aprendió el idioma de los mexicanos,
con tanta perfección como si lo hubiera hablado desde niño.
Una noche el Grillo salió a pasear las calles, porque tenía esa costumbre,
fundada en que de noche podía descubrir fácilmente a los galanes que
rondaban y a las damas que esperaban; y ya muy cerca de la madrugada
alcanzó a llegar cerca del palacio de Cortés.
Pero en aquella noche nada sacó en limpio, volvió dos o tres noches
seguidas, y lo mismo, el hombre en espera, y las ventanas cerradas.
70
El indio le miró sin contestar, y entonces Ginés se detuvo.
—Triste estás, señor —dijo Ginés deteniéndole—; largas son tus noches
en la soledad: yo quisiera consolar tu pena, pero no la conozco.
—Tú me traicionas.
—Yo te ayudaré.
—¿Y si me engañas?
71
Echóse a caminar el indio, y echóse a seguirle el Grillo, y se alejaron del
palacio; y después de andar un largo trecho, llamaron a las puertas de una
casa.
72
—Siéntate —dijo el indio después de un rato de silencio.
—¿Indias?
—De mi raza.
—Sí.
—No sé lo que quieres decir; pero yo no veo en ella más que la esclava de
un español, y para nuestros dioses no tiene nada de común con él.
73
—Que casi es imposible…
—Lo prometo por el espíritu de mi padre, que murió a manos de los tuyos.
—Si logras alcanzar de esa mujer que me hable, que me escuche siquiera
al través de las rejas de su ventana, te daré tanto polvo de oro cuanto
pueda caber en el casco de uno de los guerreros de tu sangre.
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Por fin, después de un largo y detenido examen, Ginés bajó el casco,
levantó el rostro, y mirando a Tetzahuitl, dijo con voz firme:
—Convenidos.
—Sí, tres días; pero es preciso que hagas cuanto yo te diga en esos tres
días.
—Ahora necesito una prenda tuya para llevar a doña Isabel, para probarle
que voy en tu nombre. ¿Ella te conoce?
—La prenda.
75
—Un águila —contestó Ginés mirando el brazalete—, un águila que vuela,
y una flecha que cae sin tocarla.
—Mi emblema: tan alto vuela el águila, que no le alcanzan los tiros del
cazador.
—Mucho orgullo.
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7. De cómo el Grillo era hombre de cumplir su palabra, y
Tetzahuitl muy noble para faltar a sus promesas
Pero durante la noche doña Isabel volvía a quedar sola, y por costumbre
tenía, la de salir a uno de los espaciosos corredores a contemplar la luna,
sentada tristemente en un ancho sitial.
77
Una mujer hermosa y aislada, es una tentación casi irresistible, y todos
quieren probar fortuna; pero los galanes encontraban al día siguiente sus
flores marchitas, en el mismo lugar en que las habían dejado, y las
músicas disgustaban tanto a la joven, que muchas veces, al comenzar a
sonar, se encerraba ella en su aposento.
Todos concluyeron por declarar que aquella era una hermosura insensible,
que aquella era una plaza inexpugnable, y todos desertaron
sucesivamente de su empresa, desalentados, y desalentando a los que
pretendían emprender algo; y doña Isabel se vio libre de pretensiones.
Doña Isabel, sin duda, creyó que era uno de tantos que pasaban por allí
sin detenerse, y apenas se fijó en él.
—De allá vengo, y bien enfermo, por desgracia; y quizá no me viera aquí
78
vuesa merced, si no fuera por un milagro patente que Dios quiso obrar
conmigo, y del que hablaré a vuesa merced, si me lo permite, después de
darle el recado.
—Nomás que besa a vuesa merced las manos, como a su señora y dueña
—dijo sentándose en el suelo Ginés y fingiendo un gran cansancio—;
encargóme que agregase que queda bueno, y con muchos deseos de
volver, aunque difícil es, porque la expedición va larga.
—¡Qué hemos de hacer! —exclamó doña Isabel con más indiferencia que
resignación.
—¡Yo!
—Yo estaba fatigado, no podía dar paso, mis pies sangraban, mis piernas
se negaban a sostenerme, mis ojos, fatigados por el esfuerzo de buscar la
79
senda en la oscuridad, se cerraban, y la lluvia que caía a torrentes,
empapaba toda mi ropa y me hacía tiritar de frío; no pude continuar mi
marcha; los rayos se sucedían sin intermisión, el terreno parecía huir bajo
mis pies, y sentí un vértigo espantoso, perdí la cabeza y caí en tierra
murmurando una oración.
—Que por allí debía yo de estar, y que era preciso apoderarse de mí, y
matarme: ocultéme lo mejor que pude; hubiera huido, si hubiera tenido
fuerzas; pero no podía ni andar, y me metí entre la maleza y cerré los ojos,
creyendo que así me verían menos: oía yo el ruido de sus pasos muy
cerca de mí; se alejaban, se acercaban, hasta que de repente me
80
estremecí, como herido de un rayo; una mano robusta cayó sobre mi
cuello: me habían hecho prisionero.
81
8. Conclúyese el asunto del anterior capítulo
Ginés volvió a hacer una larga pausa, limpióse con el envés de la capa el
trasudor de la congoja que no tenía; suspiró, lamióse los labios, como para
dar a entender que tenía secas las fauces con sólo el recuerdo de su
aventura; acomodó con las manos y lo mejor que pudo su pierna larga, y
continuó:
82
Y maquinalmente movía los dedos de su mano derecha, como si sacara
un puñado de pepitas de oro y las volviera a dejar caer, en el casco con
que soñaba formando cascada.
—¿Tal dijo?
83
dijo: «—Arrodíllate, cristiano delante de ella, y dile en nuestro idioma:
Tetzahuitl, que piensa en ti durante las luces del día y durante las sombras
de la noche, y de quien eres vida, sol y aliento, me ha dado la existencia y
la libertad, sólo porque tu nombre sonó en mis labios; Tetzahuitl, tu
esclavo, te envía esta prenda como señal de tributo de tu dominio y de su
servidumbre: si un día viera tus ojos fijarse en él, ese sería el día más feliz
de su vida».
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Aquellas palabras fueron como un rayo de luz para doña Isabel; tomó
repentinamente un aspecto diverso, y arrebatando de manos de Ginés la
alhaja que éste insistía en presentarla, se la llevó al pecho, y levantándose
de su asiento, dijo con voz imperiosa al Grillo.
Preciso es confesar que doña Isabel no era lo que puede llamarse una
cristiana.
85
nublado el cielo de la vida, entonces, todo aquello tiene tal poesía, que las
personas, y los lugares, y todo lo que nos fue familiar, aparece en nuestra
memoria con tan vivos colores, que quizá no hay uno que no exclame:
¡quién pudiera volver!
Y sin hablar una palabra, alzó a los cielos su mirada, como buscando un
testigo de sus acciones en el mundo de los espíritus, y llevando el
brazalete a sus labios, imprimió en él un largo y apasionado beso.
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—Que mañana en la noche, el viento de la fortuna soplará en tu cabaña, y
el aliento de la rosa embriagará tu alma; cuando el sol esté ya lejos de
nosotros, la luz nacerá para ti.
—Tan cierto, como que antes que asome la aurora, tendré en mi casa el
casco lleno de polvo de oro.
—Y cuida de buscar el mayor que haya entre los guerreros mis enemigos,
que será placer para mí, pagar con oro lo que apenas sería un dios tan
rico, que alcanzara a comprarlo.
—Y cumpliré.
Tetzahuitl la miraba, y los ojos penetrantes del indio descubrieron entre las
manos de su dama, el brazalete de oro.
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Entonces no pudo resistir, y cayó de rodillas.
El Grillo había cuidado de instruirle del supuesto milagro, para que doña
Isabel no llegase a saber que la había engañado.
Tetzahuitl llenó de polvo de oro el casco más grande que pudo encontrar
el Grillo.
88
9. De cómo Gonzalo de Salazar y Pero Almindes Chirinos
abandonaron a Cortés y regresaron a México
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en bandadas rozando la fronda de los árboles y dando destemplados
gritos; los faisanes volaban tímidos entre el follaje, y mil aves canoras y
desconocidas cantaban entre las ramas y entre la maleza.
Los tigres, los venados, los leopardos, los jabalíes, llegaban ansiosos a los
ríos para apagar su sed, haciendo levantarse una nube de mariposas
encantadoras, que revolaban a la orilla del agua y entre las flores.
Las nubes pasaban sobre aquel cielo, blancas durante el día, como limpios
copos de nieve; sonrosadas en la tarde, como rubor de una virgen; pálidas
con la luna, como la frente de un moribundo.
Huyen las fieras, ocúltanse las aves, buscan un asilo insectos y reptiles,
cierran sus pétalos las flores, y los árboles recogen sus hojas, y las lianas
90
se estrechan a los nudosos troncos, como buscando protección.
91
se suele descubrir el cadáver de un tigre, de un venado, de un jabalí,
arrastrados hasta allí por las corrientes.
¡Había tenido tanto que luchar! Otro hombre habría quizá sucumbido;
aquel espíritu terrible y aquel cuerpo de acero, apenas el primero
comprendía el fastidio, y apenas el segundo comenzaba a sentir la
enfermedad.
92
quiero departir con vuesas mercedes y tomar su parecer, acerca de lo que
en el reino ha ocurrido después de mi salida de allí.
—Y tanto más —agregó Chirinos—, cuanto que casi casi adivinado hemos
la causa y motivo de lo que pasa en la ciudad, caso de que sea, como nos
suponemos, una desavenencia entre los gobernadores que vuesa merced
dejó nombrados.
93
ella y su remedio, en caso de que a estallar llegase, y para entonces
dispuesto teníamos ofrecer a vuesa merced nuestras personas y servicios,
comprometiéndonos ambos a marchar a la ciudad, y en nombre del rey y
de vuesa merced, poner paz y arreglo en los negocios de la colonia;
volviendo después a su lado, para si en algo (que no creo) pudiéremos ser
de alguna utilidad.
94
10. Donde el sagaz lector descubrirá que un nuevo
personaje se mezcla en los asuntos de esta historia
—¿Tenéis lumbre?…
—¿Verían la luz?
—¿Será él?
—¿Y quién otro podía ser?… o acaso tenéis poca seguridad acerca del
recado…
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—¡Oh! No. Yo mismo lo escuché y estoy cierto…
—¡Dios mío! —dijo éste alzando el rostro—, ¿es tanta mi ventura, señora,
que accedáis a escucharme?
—¡Y mucho, señora!… Pero todo se reduce a dos palabras: ¡os amo!
—Jurádmelo.
96
—¿Sí?… ¿y quién?…
—Y es vuestro amigo…
—Daríais escándalo…
—¿Me amáis?
—¡Sí! Salazar… Ese hombre temible que no retrocede ante los crímenes
más espantosos, cuando son un medio para realizar sus proyectos. Ese
que cumplirá con su promesa de perderme si no rindo mi juventud al
capricho de sus deseos impuros, y que a vos mismo, sabiendo que os
amo, tenderá un lazo de muerte, si vos que tenéis bastante autoridad,
bastante fuerza y amigos consagrados a vuestra causa, no le quitáis ese
poder, que es en sus manos un puñal para nuestra ilusión, y un
instrumento de ruina para los pueblos.
—¿Decíais?…
97
—¡Bah!, ¿lo creéis posible?
—¿Tenéis miedo?
—¡Señora!…
—Un medio…
—Gracias.
—Sí.
—Hablad.
98
hombre que odia a Salazar, y que es odiado por éste como su rival en el
poder. Ambos son poderosos, ambos son irritables y amigos de los
partidos extremos. Uno cuenta con su genio intrigante, el otro dispone de
la fuerza, y ambos aspiran, con derechos iguales, al gobierno. Basta que
esos dos hombres se encuentren otra vez en el solio estrecho de la
autoridad, para que uno de ellos ruede al abismo. Y vos podéis hacer que
se encuentren.
—¿Y vos?, ¿seréis neutral en esa lucha?, ¿no sois su amigo?, ¿no
poseéis sus secretos?, ¿no tenéis su prestigio?… además, ya conocéis mi
amistad con don Hernando. Su espada invencible caminará también
delante de vuestros pasos, y mi amor os cobijará con sus alas.
—Sabéis…
—¿Mandábais algo?
99
Dos bultos que se desprendieron del vano de una puerta, barriéronse
cautelosamente por el muro y echaron a andar en la misma dirección del
que se alejaba.
El fraile estiró un brazo, con ese movimiento maquinal del que está fijo en
una idea; compuso con los dedos la mecha, y después de contemplar
algunos momentos la flama que se levantaba despidiendo un resplandor
más intenso, dijo secamente, sin mirar siquiera al contador:
—Sois un animal.
100
11. Los amigos del señor Tesorero
—¿Sois vos?
—Sí; abrid.
Dejóse oír una batahola de trancas, la pesada puerta giró sin hacer el
menor ruido, y volvió a cerrarse tras el caballero que adelantó con rapidez
en dirección de la escalera. Subió, atravesó casi a tientas un dilatado
corredor en cuyo fondo había una puerta, que cedió al solo peso de la
mano.
101
El capitán se descubrió y fue a tomar el puesto que el anciano le
designaba.
Las calzas rojas, los borceguíes de ante, ajustados con cordones de plata,
el gambaj de finas y relucientes mallas, ceñido por un talabarte de
medallones de acero, de donde pendía la espada con puño de piedras
preciosas, y, en fin, un ferreruelo de color oscuro, que echado sobre la
espalda recogía la luz sobre aquel conjunto, daba realce a la figura del
capitán Francisco de Medina.
102
ofendiéndome… ¿os obligo acaso a que me confiéis vuestros secretos?…
Acercóse entonces a una puerta que había sobre el costado del aposento,
la abrió un poco, y sin soltar la perilla del marco, metió la cabeza y registró
con la mirada y el oído la sombra de la pieza inmediata. Algún murmullo; el
tronar de un mueble; un eco producido por la misma puerta al moverla; el
roce de los cabellos en el marco; tal vez las palpitaciones de su corazón,
parecieron a Zárate los pasos de una persona, y no seguro de que aquel
ruido fuera imaginario, quiso registrar y penetró en el aposento. La
mampara se cerró de golpe.
Medina se volvió con ademán irritado hacia el punto por donde Zárate
había desaparecido, y dando en el suelo un fuerte golpe con el pie, lanzó
varias y tremendas imprecaciones. Después prosiguió:
103
El capitán volvió la vista, y una cólera indecible crispó sus facciones.
—¿No hablas?
104
Medina soltó.
—Pues señor, como iba yo diciendo, mi señora doña Luz me dijo que esta
noche… ¡Dios mío!, siento que se me escapan las tripas por el oído…
—¡Adelante!
—¡Adelante!
—¡¡Adelante!!
—Y yo…
—¡¡¡Adelante!!!
—¡Chitón!
105
—¿Habéis concluido ya? —le preguntó Medina.
—¡Cuidado!
106
—¡Voto va!, me olvidaba —dijo el caballero sacando un brazo de la
muceta, y alargando a Zapata un puño de ducados—; ahí tienes
mientras… ¡adiós!
—Id con Dios, señor Chirinos —dijo Zapata cuando se vio solo—; puso
después su farolillo en el umbral de la puerta, y fue a tenderse en su
camastro murmurando palabras ininteligibles.
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12. Los misterios de Zárate
—Pues bien —añadió éste—; tiempo ha, como lo veis, que las personas a
quienes el rey confía la autoridad, se agitan en innobles rivalidades, que
aunque secretas hasta el día, se harán públicas mañana con gran
escándalo del reino, y lo que es peor, con peligro de todos los que
estamos entre un pueblo que aún tiene fuerza, y tendrá la habilidad de
aprovecharse de estas discordias que nos debilitan. Esto es seguro. Viven
aún formidables caudillos aztecas; existen todavía millones de indios
resueltos, avezados a la lucha, y que llevan en su seno esa llama que
hemos alimentado con los escombros de su patria y con los cadáveres de
sus hermanos. Nos odian a muerte: humillados por cien derrotas, pero no
vencidos, se agitan bajo nuestras plantas; y nosotros, puñado miserable
de extranjeros colocados sobre ese mar sin fondo, necesitamos la pericia
del piloto y la severa disciplina de la tripulación, para que el pobre esquife
no se hunda en las olas con el depósito de la conquista; pero hay quienes
despreciando las terribles consecuencias que traerá consigo la desunión, y
no teniendo más objeto que su rápido engrandecimiento personal, se
oponen a las medidas salvadoras, pues ven en ellas un obstáculo a sus
proyectos ambiciosos; y a trueque de verlos realizados, romperán los
valladares de la ley, y el lazo débil todavía que sostiene nuestras cabezas.
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Esos hombres están colocados en el poder por sus intrigas en la corte.
Todo se pierde si no arrebatamos de sus manos el instrumento fatal de
nuestra perdición. Cortés, el único que puede contener las pasiones que
se desbordan, está ausente, y lo estará tal vez por mucho tiempo. Quedan,
no obstante, hombres que más de una vez han dado pruebas de valor, de
firmeza y de sabiduría, bastante desinteresados, y que poseen la
confianza del rey, y son temibles a los salvajes del Anahuac. Confiémonos
en ellos, Medina, porque os repito que el peligro es de muerte.
—No acierto…
—Vais a saberlo.
Fray Roque:
Venid al instante, porque aún pienso utilizar esa rara habilidad política de
que acabáis de darme tan perentorias pruebas. Ya va por esos mundos
nuestro famoso capitán, a ser comido de caribes, o a perecer con todos
sus guerreros en las infernales comarcas del vómito, de los zancudos, de
las cuartanas y de otras cositas que ha puesto allí el diablo para librarnos
de ese aventurero y de su gente…
Medina continuó:
109
… ¡Ya escampa, fray Roque! Permitidme que os felicite y que os pida
perdón por haber osado sospechar un instante de vuestra merecida fama.
Nunca pude figurarme que lográseis infundir el veneno de la ambición en
el ánima de ese mentecato de Olid; pero hele ahí rebelado contra su
señor, y he ahí al señor atravesando cosa de quinientas leguas para…
Sois Satanás, amigo mío; pero sois amable y vivaracho como el príncipe
del Averno, y merecéis sentaros en el trono de Carlos V. ¡Haber mandado
a nuestro Aquiles a los límites, digamos así, del universo! ¡Habernos
sacado del vientre al culebrón que nos tenía inmóviles e histéricos! ¡Esto
es sublime!… ¡Sois el fraile más encantador que conozco! La fuerza de
gigantes que era necesaria para aventar lejos de aquí a esa chusma de
veteranos cubiertos de hierro, sólo podía encontrarse detrás de esa
frente… Pero tiempo tendré para deciros más piropos. Lo que importa,
padre, es que vengáis al instante. Salazar y el buen hombre de Pero
Almindes han aparecido por acá, lanza en ristre y con la visera calada,
para disputarnos la dama. Venid, fraile mío, venid volando, porque el
negocio va que vuela. Y recibid el entrañable amor de vuestro, etc., etc.,
etc.—Alonso Estrada.
—Ambas, caballero…
110
Allí ganaré honra y ducados, pero sin mancharme con sangre de
hermanos…
—¡Voto va!, estáis soñando, señor Medina, o como os llamáis: ¿qué tiene
que ver con todo esto la sangre de vuestros hermanos?, ¿habéis creído
que se trata de lanzadas, señor bravo?, ¿y qué diablos habláis ahí de
vuestra fortuna?, ¿creéis que el bolsillo de Salazar se negará a vaciar
tesoros en el vuestro, si consentís en servirnos? Lucido quedaríais con ir a
la América del Sur, de donde no sacaríais sino pedradas, cuando aquí os
esperan marcos de oro, sin más trabajo que el dejar que os ame una
mujer…
—¿Qué?… ¿qué decís? —replicó Medina con viveza—; sed más explícito.
—¿Queréis?
—¡Por Cristo!, si el asunto es tan fácil como decís, nomás estoy pendiente
de las condiciones.
—¿Os humanizáis?
—Mirad; no dudo que esa carta que acabamos de leer está escrita por
Estrada, y que Cortés será la víctima de esos enredos. Aquí no hay
traidores, o en caso de haberlos, Estrada y vosotros sois todos traidores…
—¡Capitán!
—Acaso más…
—¿Por qué cubrís con antifaz vuestros fines? Estoy cierto que la ausencia
de don Hernando no es menos agradable al tesorero Estrada que a
vosotros.
111
—¡Malévolo!
—Claro; queréis excluir del gobierno del país a mis buenos amigos y
señores Estrada, Zuazo y Albornoz. Sabéis que el tesorero no tiene más
apoyo que mi espada, y puesto que no podéis deshaceros del pobre
capitán Medina, queréis sobornarle…
—Le tendréis.
—Pedid, os he dicho.
—Arreglados.
—¿Bien?…
—¿Agentes?…
112
—¡Por vida mía!, joven. Sabéis tanto… que pudiera seros peligroso…
—Os comprendo.
—Me alegro.
—¡Vaya!, ¿me creéis con poca garra para esquilmar al país, o con menos
valor que esos señores, para descuartizar al pobre diablo que se resista a
mis decretos?
—Es cierto; pero serán tan insignificantes los que se os pidan… que no
merecen en verdad.
113
—¡Cómo! ¿Seríais capaz de publicar lo que he tenido la debilidad de
confiaros?
—Estamos arreglados.
—Al grano.
—Si admite…
114
—¡Doña Luz!
—Sí.
—Adelante.
—En tercer lugar… debió ser el segundo… os insultará Tapia, y vos que
no consentís caricias en el lomo…
Zárate completó la frase con uno de esos ademanes que, según cuentan,
usaban los jueces jacobinos; y el capitán Medina contestó con otro que,
también cuentan, usaban los verdugos para indicar que habían
comprendido.
—¡Quiá!
—Bien.
—Pues hijo mío, te deseo buena noche —añadió Zárate presentando una
mano al capitán Medina, que éste estrechó con las dos suyas—. Mañana
tendrás oro, pasado tendrás tu encomienda, y pasado escribo para
Europa, con el objeto que sabemos. En cuanto a doña Luz, puedes
comenzar cuando te parezca; pero que no pase de mañana. ¡Ea!, capitán,
feliz noche.
115
a doña Luz… ¡cuerno!… ya… me colaré a la casa por la rendija de una
puerta: además ya tengo andado casi la mitad del camino… Y este
Tapia… el diablo me lo pone delante, y puedo maniobrar ya
impunemente… ¡Ah!… ¡y mi oro!… ¡y mi gobierno, es decir, más oro!…
¡Ea!, imbécil, ¿no me oyes?… ¡te alzaré de una oreja!
116
13. De lo que pasaba en la casa del señor Tesorero
mientras éste se ocupaba en cuestiones políticas
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Expiraba el mes de marzo de 1525.
—¿Pero qué?
—Sí…
—¿Qué?…
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todo, nadie se avergüenza de…
—¡Por Dios, Tapia!, si me tenéis en algo, si algo valen las súplicas de una
mujer que os aprecia… idos; no esperéis a que salga Estrada… Por mí…
por lo que más améis sobre la tierra.
Los ojos suplicantes de doña Luz despedían tan dulce brillo, y por sus
labios entreabiertos vagaba tal sonrisa irresistible y doliente, que Tapia,
tomando su sombrero y lanzando a la dama una mirada melancólica,
respondió conmovido:
—Me iré, señora… sí… me iré, porque vos lo ordenáis; pero escuchad mis
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últimas palabras: os amo, os idolatro con locura. Si no me dais una
esperanza, sea cual fuere, aunque la aplacéis hasta el fin de los siglos, me
estrello el cráneo a vuestras plantas.
—¡Deliráis… Tapia…!
—Sí, por vos que sois el fanal de mi ventura; por vos, que, ingrata a mi
cariño, inmóvil en presencia de mis lágrimas… ¡Canario!
Tapia se ocultó sin pronunciar una palabra, porque el valor abandona a los
hombres cuando conocen la justicia. El otro volvió a descender por la
escalera. En el pasillo dio de bruces contra el capitán Medina.
—¡Eh, zopenco!
—¿Estrada?…
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Tapia. Un rostro que no era el de la mujer del tesorero, asomó
cautelosamente por la puerta de la izquierda y contempló algunos
instantes al capitán Medina, que en pie y en medio de la habitación,
revelaba en su actitud una impaciencia mezclada de temor.
—¡Zapata!
—¿Salió Tapia?
—Sí, señora.
—¿Por dónde?
—No, señora.
—No, señora…
Cuando Zapata vio que doña Luz entraba cerrando tras de sí la puerta,
exclamó:
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y como ambos me pagan, y ambos me han amenazado… ¡Jesús!… ni
pensarlo… pero no, ambos se temen… ¡pero Tapia!, ¡ese Tapia!… que sin
duda presenciará… ¡Ea!, si escucho el principio de la danza, tiempo tengo
para escaparme.
—¿Me amáis?
—¿Me amáis?
—¿Lo dudas?
—¿Me amáis?
—¡Te adoro!…
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amor, sino remate de mi infamia…
Medina dio un salto; doña Luz oprimió con fuerza la mano que tenía entre
las suyas, y quedó como el mármol.
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—¿Qué hacéis? —añadió doña Luz.
—A nadie temo.
—Nada importa.
—¡Dios mío, qué hago! —decía doña Luz casi a los pies del capitán—;
¡por compasión!, no queráis hacer pública mi deshonra.
—¿Os empeñáis?
—Yo…
—¡Sí, o no! —volvió a decir éste con una calma superior al peligro que les
amenazaba.
—¡Sí!, ¡sí!, todo lo que gustéis —gritó Luz—; pero venid… venid pronto…
—Bien —dijo Medina levantando una punta del cortinaje—, temedlo todo si
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os burláis de…
—¡Entrad!…
Medina se ocultó, doña Luz huyó por la galería con el vuelo silencioso de
las aves nocturnas.
—¡Ja, ja, ja!, ¡vaya un lance gracioso! —exclamaba este último, cual si el
espíritu maligno que presidió sin duda las escenas anteriores, acomodase
estas palabras a la angustiada situación de nuestros personajes.
—¡Cómo no!, con razón está el hombre que le sale fuego por los ojos…
¡ja, ja, já!, ¡pobre señor Chirinos!, la llevó como una corona de amapolas…
¡pobre señor Chirinos!… pero queréis explicarme… ¿finge tan bien esa
diablo de mocozuela, o Chirinos ignora por ventura que la voz de Isabel es
más armoniosa que la de Sara?
—Y el del amor —añadió Estrada—; ¿qué más queréis?, con eso basta…
—¡Oh, oh!, este fray Roque es un portento, camaradas. En fin, debe ser
media noche, y será prudente que nos retiremos. Dadme los legajos…
—Bien… ¡Zapata!
—¡Señor!
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—Ved si las ha dejado en el armario.
—Sea.
Dicho esto, los señores se despidieron, y bajaron, guiados por Zapata que
tomó la luz de manos de Estrada. Éste siguió paso a paso por el corredor,
hasta perderse por su fondo.
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14. Que por epígrafe llevará esta sentencia: «Quien tal
hace, que tal pague»
Y cada uno, con los ojos horriblemente fijos en los del contrario, y abiertos
los oídos para recoger el más mínimo ruido, atisbaban, conteniendo la
respiración, el instante en que fuera absoluto el silencio.
Nada se oía.
—¡Ah! —dijo Tapia sordamente—: así es como atacan los felones como
vos, ¡infame! Salgamos.
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—Soltáos si podéis…
Trabóse una lucha formidable. Tapia, que no puede hacer uso de los
brazos, enreda una de sus piernas en otra de Medina, que se atiranta con
la rigidez del hierro, mientras con los dedos, que apenas logran moverse,
toca ya el pomo de la daga suspendida al talabarte de su adversario.
Medina lo siente y quiere impedirlo asegurando aquella mano; pero tiene
que aflojar un instante, y Andrés Tapia lo aprovecha zafándose
violentamente y logrando pasar un brazo por tras el cuello de Medina. Éste
se siente estrechado contra un pecho que a través del justillo manifiesta
los toscos bodoques de una robusta musculatura. Su nariz se dobla, siente
en los dientes el frío de los botones de acero, y escucha de cerca el
corazón de Tapia, que resuena como el paso precipitado de un corcel en
medio de la noche.
Tapia no respondió; atrajo más y estrechó con más fuerza la cabeza que
tenía asida. Retrocedió hasta donde pudo permitirlo el sitio estrecho en
que se hallaba, y volviéndose repentinamente, dio tal impulso al cuerpo de
Medina, que ambos rodaron por el suelo envueltos entre los pliegues de la
colgadura. Las cortinas crujieron, se desgarraron y cayeron, cubriendo
completamente aquel grupo siniestro. La flama de las velas se acható
barriéndose por sus contornos, y la persiana quedó medio desvencijada al
desprenderse, ostentando algunos temblorosos pingajos.
La lucha continuó debajo de las cortinas, sin ser posible adivinar quién de
aquellos hombres tenía la ventaja. Un bulto informe, que hubiera parecido
algún monstruo con piernas de hombre rebulléndose en sus pañales,
adelantaba lentamente lanzando rugidos de furor y estremeciendo el
aposento con sus pisadas.
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Después se paró, como atacado por convulsiones epilépticas. A poco rodó
sobre lo que parecía la espalda, y cambió de forma.
Siguieron los cambios de forma. Por la parte superior del bulto se levantó
un cuerno, creció, traspasando lo que llamaremos la piel, y dejando ver
una extremidad aguda y relumbrante. Aquella punta se deslizó con un
silbido; su huella creció a lo ancho, dando paso al cuerpo del capitán
Francisco de Medina.
—¿Os peso mucho, señor valiente? —dijo Medina, que apenas podía
hablar de fatiga.
—Ya lo veis —dijo Tapia—; si todos los bandidos pesaran tan poco,
andarían por el aire.
—Sois un ladrón…
—¿Vos?… ¡ja!
—¡Yo!
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los puñales describía penosamente rasgos sesgados en el aire, buscando
en vano el corazón, sostenidos por un puño negro casi bajo la presión de
otro puño indomable. Medina, queriendo herir a toda costa y de cualquier
modo, levantó la cabeza y dio con ella en el rostro de Tapia. Éste no pudo
contener un gemido arrancado por el dolor; pero la ira le dio fuerza, y por
una rápida maniobra quedó montado sobre el otro. Su nariz comenzaba a
hincharse; dos hilos de sangre bajaban por sus barbas, huían por los
pliegues del justillo y caían gota a gota sobre el pecho de Medina. El
diálogo, sofocado, trémulo, jadeante, sombrío, volvió a reanudarse.
—¿Os fatigo mucho, señor ladrón?… —dijo Tapia, imitando el tono con
que hacía poco le habían hecho la misma pregunta.
—¿Miedo?… Me alegro.
—Soltad el vuestro…
—Soltadle vos.
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Era tal la rabia de Medina, que considerando como imposible la victoria, y
acaso no sintiendo sino la humillación y la impotencia, soltó el puñal y dijo:
—¡Matadme!
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espada que Tapia, ya desfallecido, no podía disputarle, y se adelantó
hacia doña Luz, diciéndole:
—¡Maldita seas, mujer abominable!… ¡tú que sabes revestir la infamia con
las caricias del amor, y ocultas la perfidia tras impíos juramentos!… tú, vil
meretriz de ese bandido, que te ayuda y te aconseja para perderme, ruega
al demonio que te liberte de mi cólera, porque vas a pagar, muriendo, el
horrible espionaje de que me has hecho víctima.
Doña Luz, sin fuerzas para hablar, sin lágrimas, sin aliento, se dejó caer de
rodillas a los pies de Medina. Éste, no escuchando sino la voz de una
ciega venganza, retrocedió blandiendo la espada sobre la cabeza de doña
Luz, que ésta se cubrió con las manos… Sonó un golpe…
Era la espada de Andrés Tapia, que rápida y fulgurante como el rayo, cayó
haciéndose trizas en la cabeza del asesino. Éste, sin vacilar siquiera, se
desplomó hundiendo la frente en los pliegues del vestido de doña Luz. La
joven lanzó un grito desgarrante, rodeó con los brazos aquel rostro letal
que tenía sobre sus rodillas, y dobló la cabeza, cubriendo con su cabellera
perfumada las sienes sangrientas de Medina.
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15. La suerte del más pobre
—¡Rebelo!…
—¡Señor!…
—Sí, señor.
—¿Por qué?…
—¡Bribón!… ¿y Peralta?
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nos echan a perder el negocio.
—¿La mordaza?
—Tampoco.
—¿Quién?…
—Andrés Tapia.
—¡No!…
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—No sabes nada.
—¿Cómo?…
—Tampoco.
—Pues no acierto.
—Lo mismo digo. Las señas que me dio Chirinos son tan vagas… es decir,
no me dijo sino esto: «Es una persona disfrazada con los arreos de
soldado… llegará a la ventana de Isabel, y allí le tomarás por bien o por
fuerza, y le entregarás al jefe de guardia en las atarazanas».
—¿Oyes?…
—Sí…
—Ocultémonos.
—Una linterna…
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—No; parece más bien una torcida de resina… ¿ves la flama?
—Sí…
—¿Distingues?
—¡Zape!, ya se apagó.
—Metámonos.
—No; la orden dice que nadie debe presenciar el ataque: ¿no ves que la
Dorantes… los gritos?…
—¡Juana! ¡Juana!
—¡Silencio!
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Otros dos brazos le tomaron por las pantorrillas y le levantaron en peso:
abrió los ojos, y viéndose rodeado por diez o doce figuras siniestras, volvió
a clamar:
¿Qué iba a decir Zapata?… una tosca mano ahogó sus palabras. Sintió
después que le introducían en la boca un objeto voluminoso, que se le
dilató de una manera horrible haciendo crujir sus mandíbulas. Un vapor de
cólera envolvió su cabeza; pudo levantar un brazo tan alto como lo
permitían las ligaduras, no estrechas todavía, y en la cabeza de uno cuyo
sombrero había caído con los movimientos, descargó la vela de cera con
tan solemne garrotazo, que hizo retroceder a todos los que procuraban
sujetarle por las piernas. El infeliz aquel abandonó súbitamente los
cordeles para tenerse la cabeza, y cayó sentado, lanzando una tremenda
maldición a Zapata.
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—Punto final —dijo Garduña envainando—: ahora, tomad a ese caballero,
y seguidme.
Dicho esto, Zapata fue colocado sobre una capa; cuatro hombres tomaron
por las puntas, y echaron a andar en seguimiento de Garduña. Los demás,
acompañados de Barreda, tomaron un rumbo diverso, conversando acerca
de la aventura.
—¿Yo? —le replicó una voz que él no supo adivinar de dónde salía.
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—Di, ¿qué buscas? —preguntó el amante de Isabel tomando al otro por un
brazo.
—¡Calla!
—A mi sombrero…
—¿A mí?…
—¿Garduña?…
—Sí, tal.
—¿Quién es ese?…
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—¡Itzcoatl!… ¡nican ic!… (por aquí).
—Vente conmigo.
—Anda.
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16. El veedor y el factor
Medina volvió en sí a pocos momentos; Luz, con esa elocuencia que sólo
inspira la verdad, y esas lágrimas aún más elocuentes del amor ultrajado,
refirió su entrevista con Tapia; la sorpresa que ambos recibieron al oír los
pasos que ella creía fuesen de Medina, y Tapia los de Estrada: refirió de
igual modo las respuestas engañosas que la dio Zapata; y hasta las
palabras con que Tapia, ya desesperado con las repulsas, expresaba su
amor y la triste resolución de acabar con sus días. Por otra parte, la
conocida sencillez de doña Luz, su virtud, esa virtud a que Medina, con
toda la fuerza de la audacia, del tiempo, de la seducción, y hasta de la
amenaza, no había podido vencer nunca, sino en el terreno puro del alma,
concluyeron por desvanecer hasta la más leve sospecha de culpabilidad, y
arrastraron a sus pies a ese hombre salvaje, que postrado de hinojos y fija
en el suelo la mirada soberbia, pidió perdón por su extravío y prometió
borrar, a costa de un grande sacrificio, el recuerdo de los ultrajes, y pagar,
aunque fuera con sangre de su corazón, cada gota de llanto vertida por su
causa.
Medina fue acometido por el orgullo, y quiso aparecer más noble, más
generoso que doña Luz. y le mostró los secretos de Zárate; sintióse
embargado por una compasión sin límites, y quiso presentar a Luz, como
una ofrenda de cariño, la cabeza de los enemigos de Estrada.
El plan de éstos vino por tierra. Medina desde aquel instante juró
perderlos, no sólo por Luz; también porque consideraba más segura su
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fortuna con hombres menos hipócritas que los partidarios de Salazar y de
Chirinos, de quienes esperaba toda especie de traiciones. Debemos
señalar también otra causa que obró para este cambio de partido, porque
ella es poderosa, aunque no sea sino por un momento. Medina tenía cerca
de veintiocho años, es decir, la edad en que el amor impera con dulce,
pero irresistible tiranía sobre todas nuestras potencias. Él, en esa edad es
la esperanza, es el sueño, es el recuerdo, es la alegría, es el aire, es el
horizonte, es el deseo, es la vida: en esa edad, las cadenas que nos
sujetan a los compromisos de un necio orgullo, se pulverizan con el
estampido de un beso; el vacío que no llenan mil ensueños de gloria,
rebosa con una lágrima; el carácter inflexible de hierro, se doblega al peso
de una blanca mano de niña; y los castillos colosales que la ambición
construye, oscilan y caen al leve soplo de un suspiro de amor.
Éstos eran fatales para Salazar y Chirinos. Fuera de Medina, que tenía
gran influencia entre las tropas, no contaban sino con Gonzalo de Ocampo
y algunos aventureros que valían sólo por sus servicios puramente
personales. Zárate había desaparecido, sin que las crónicas refieran
pormenores del caso. Andrés Tapia, discípulo y protegido de Cortés,
partidario de Estrada y enemigo a muerte del factor, comandaba cien
lanzas; Jorge Mendieta se paseaba con cuarenta caballos por las
inmediaciones de Texcoco, pronto a dar una carga a la primera indicación
de los gobernadores Estrada y Albornoz, los únicos que él consideraba
como legítimos. Y allá de cuando en cuando llegaban a los oídos de
Salazar y de Chirinos rumores siniestros que les hablaban de destitución,
de calabozos, de destierro, y hasta de muerte.
Una noche los dos hallábanse reunidos en una gran casa que Cortés
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había confiscado, con otros bienes, a Cuauhtémoc, y que un regidor dueño
de ella vendió por unos cuantos marcos de oro a Pero Almindes. Aquel
caserón vacío, aislado, medio ruinoso, parecía llorar la ausencia del señor,
y se cubría de ásperas malezas, como la viuda con su ropaje de duelo. Allí
se veían anchos patios, galerías inmensas, jardines incultos, mostrando
aquí y allá fragmentos de columnas y cabezas de ídolos despostilladas,
búcaros de flores marchitas, y pedestales abandonados, pórticos
derruidos, escalinatas perdidas entre la yerba, arroyos desviados corriendo
entre escombros, cauces y fuentes de alabastro, secas y manchadas con
inmundicias. Cerca de la entrada estaba una estatua con la cara vuelta
contra el suelo, y debajo de aquella cara hundida en el fango, se movía un
hervidero de gusanos. En el fondo de uno de los patios, el más estrecho,
había otra estatua colosal de Tlaloc, el dios del agua, sentado sobre una
piedra cúbica, y puestas las manos sobre las rodillas. El aire de la noche
apartaba el ramaje, y a la luz del relámpago, la hórrida faz de aquel dios
olvidado se animaba, lanzando entre las ruinas miradas siniestras.
En una de las piezas que daban sobre el primer patio, a la luz de un velón
de sebo colocado sobre la repisa, y sentados sobre una especie de
chapiteles de pórfido, se hallaban Salazar y Chirinos conversando acerca
de su precaria situación.
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ganado, como por encanto, al capitán Medina, que debe haberles revelado
todo lo que a Zárate se le puso en las mientes confiarle… ¿qué nos
queda?… ¿qué esperamos?… que un día vos y yo, y los pocos amigos
que nos restan, seamos sorprendidos en nuestro lecho, y arrojados donde
ese malaventurado Zárate debe estar a estas horas siendo pasto de los
gusanos.
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Aquello hasta cierto punto era verdad. Chirinos creyó, como hemos visto,
que hablaba con Isabel aquella noche que juró abogar por Albornoz; pero
mentía, si acaso trataba de hacer entender a Salazar, que se engañó en
los medios y no en las intenciones. La pureza de las intenciones de
Chirinos puede juzgarse por aquella conversación que tuvo al pie de una
ventana con Sara, la hija de Farfán. Se engañó y le engañaron, nada más
cierto; y si ahora suspiraba, era sin duda porque veía en los riesgos
presentes el justo castigo de su perfidia.
—¡Ay! —dijo Chirinos—, vos, señor, podéis dar al olvido vuestras doradas
esperanzas… pero yo… ¡yo estoy maldito!
—Pero las vuestras pueden realizarse; y sobre todo, señor, son el efecto
de una demencia pasajera; el amor se puede hallar en todas partes y con
poco trabajo; no así lo que yo busco…
—¡Ay!, ¡y tener que marchar sin ella! —repetía Salazar, que en aquel
momento no pensaba sino en la fortuna.
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desquite. Hace tres días que guardo entre cadenas la prenda más segura
de mi venganza: Tetzahuitl… Ya veremos si esa que hoy se desdeña de
mirarme, no se arrastra como un reptil a mis plantas…
—¿Cuánto tenéis?
—Yo, nada.
—Tenía.
—En nada; pero un error, una fatalidad, un no sé qué feroz y hostil que me
persigue, me llevó a depositarle en manos de un hombre que hoy,
prevalido de la situación, se niega a restituírmele.
—Sería inútil.
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equivocado… pretendéis acaso… pero a ver, a ver… contadme… necesito
saber lo que ha respondido ese villano… vamos…
—¿Y qué queréis que os cuente? Viendo ese infame que Medina nos
abandonaba, y que a pesar de nuestros nombramientos, quedábamos a la
merced del que quisiera destituirnos, me puso esta respuesta, ayer que le
pedía mis ducados para embarcarme: «¡Oh!, no me habléis más de ese
dinero; por vuestro honor y propia conservación debéis callar, pues una
palabra bastará para perderos». Bien, le dije; pero a ver mis ducados.
«Vuestros ducados, replicó lleno de hipocresía, no los tengo». ¿Y qué
habéis hecho de ellos? «¡Oh!, no me culpéis; pero el señor Mendoza supo
que eran vuestros… están en sus manos, y os ruego que huyáis, porque
se trata de averiguar el origen de esa fortuna; se trata de instruir un
proceso, de buscar un pretexto cualquiera para dar principio a las
hostilidades», etc., etc.
Salazar se santiguó por tres veces, y volvió a fijar en el veedor sus ojos
inmovilizados por el espanto. Volvieron a llamar.
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Entonces descorrió el cerrojo.
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17. Don Pedro Negromonte
—¿A qué venís? —le preguntó Chirinos, con la misma cavernosa voz con
que se dice en los cuentos: De parte de Dios te digo…, etc.
—Nadie.
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—Estoy seguro de que os halláis en grande aprieto, y vengo a salvaros.
Vengo simplemente a proponeros un cambio…
—¡Dios! —murmuró Salazar—, ¡el alma! ¡No, Dios mío, aleja de aquí al
maldito tentador de los hombres!…
—¡Oh!, ¿quién soy yo?, no es del caso… soy un hombre cualquiera; soy
un noble a quien tristes aventuras arrojaron del solar de sus padres; un
pájaro errante que atraviesa los mares para buscar la libertad que llena
como el aire los espacios del Nuevo Mundo. Soy un mendigo que pide a la
América un sustento; un desterrado que le pide un asilo, y un corazón
dilacerado que le pide venganza…
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—¿La horca decís?…
—La horca.
—Era un indio que tenía dos hijas; vivía no sé yo dónde… creo que
Cuauhtémoc le aposentaba en esta misma casa, pues grandes servicios
en la guerra, y los recuerdos de una larga amistad que databa desde la
niñez, los ligaban con lazos verdaderamente fraternales. Aquel indio, que
en el sitio de la ciudad se hizo notable por su actividad y valentía, tuvo,
como tantos vencidos, que acogerse como las fieras en los recónditos
breñales de las montañas, para escapar a la cólera sangrienta de los
españoles. Las dos hijas, no felices, pero seguras ya de que su padre se
hallaba fuera del peligro, vivían tranquilas alimentando la esperanza de
comprar el perdón a costa de la mitad de sus tesoros. Pero vino la
confiscación, es decir, el pillaje, y las dejó apenas con lo preciso para
sustentarse, y una pieza de este palacio para guarecerse contra el frío.
Una tarde las dos jóvenes se encaminaban al mercado. Ambas eran
bellísimas; sus senos, casi descubiertos, velados apenas por una camisa
de gámbalo transparente; sus pies pequeños, perfectamente modelados;
su cintura delicada y flexible; sus negros ojos y sus labios de niña,
despertaron la lujuria de dos hombres que por acaso las hallaron sobre el
camino. Desde aquel momento las jóvenes no tuvieron reposo, y
agobiadas por respetuosas solicitaciones y por juramentos de una pasión
que ellas, extrañas a los manejos pérfidos, juzgaron verdadera, dieron
cabida primero a un sentimiento compasivo, y un día concluyeron por
franquear a esos hombres el umbral de sus almas vírgenes.
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el cariño de Matlalcihuatzin, su padre, llegaba a tal extremo, que perdería
la vida si sospechase que la rescataba con la vergüenza de sus hijas. A
los ruegos se siguieron las amenazas; pero nada obtuvieron. Entonces
uno de aquellos miserables, acaso el más amado, quiso barrer con el
obstáculo invencible que surgía delante de sus planes, y denunció al
cacique. Esa misma noche, veinte perros de presa olfateaban las huellas
de Matlalcihuatzin, y penetraban rabiosos en su escondite. La lucha duró
más de dos horas. De veinte perros salieron sólo siete; pero lamiéndose,
ya satisfechos, las narices ensangrentadas. Un rayo cayó sobre las hijas
del cacique. Mucho tiempo vertieron amargas lágrimas sobre el seno
mismo de aquellos que eran causa de su infortunio… ¡y ellos también
lloraron! En fin, pasaron los días, y con ellos comenzó a renacer, si no el
consuelo, al menos la resignación. El amor ocupaba un ancho espacio en
el corazón, con mengua del que ocupaban los pesares, y desbordando de
ilusión y agitado con frenesí casi divino, se entregaban como al consuelo,
en los brazos fatales de su primer amor. Yo ignoro si la fuerza, o las
promesas, o la inocencia, o la debilidad, o lo que fuere, pusieron en las
manos de aquellos hombres la realización de todos sus deseos… pero sé
bien que a los delirios del amor siguió el hastío; que al hastío siguió el
aborrecimiento; que a éste siguió el trato brutal… y después… ¡el crimen!
—No, no, no —replicó el otro—, vais a ver, señores, cómo conozco todo el
cuento.
Un día los hombres que os digo recibieron, firmados por el César, unos
pergaminos que les conferían el título de autoridades o no sé qué friolera
de esas que esperaban con impaciencia. Entonces las jóvenes, que ya
eran inservibles, comenzaron a ser molestas a la vanidad de esos
señores, y fueron abandonadas. Ellas soportaron en silencio el desprecio;
pero llegó la miseria, llegó el hambre, llegó la desesperación, y pensaron
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en pedir justicia a don Hernando, contra aquellos ladrones que después de
haber jugado con su corazón las abandonaban al abismo de la pobreza.
Supiéronlo ellos; ¿y sabéis lo que hicieron para conjurar el peligro?…
—Pero traigo aquí la bolsa todavía repleta que le dieron a Lázaro; mirad…
es la misma.
Aquel que hablaba sacó de su escarcela una bolsa de cuero con adornos
de cordón amarillo, y le dio un golpe con la palma de la mano haciendo
crujir las monedas.
—Sí.
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—¿De qué modo? —repitió aquél con perfecta tranquilidad.
—¡Blasonáis?…
Aquella calma, mucho más amenazante que la actitud del combate, detuvo
el brazo de Chirinos. Aquel desconocido velaba sin duda un gran poder
154
que le daba seguridad en los peligros, y acaso una virtud que le hacía
inviolable.
—Os he dicho que puedo seros útil —añadió—, y os conjuro por última vez
para que me digáis vuestra resolución. Yo nada temo: os lo advierto para
que abandonéis las pretensiones de intimidarme. Sois dos; pero al eco de
una palabra mía, veréisme acompañado por cien mejores que vosotros.
Conque, sentado este punto, despachémonos: ¿queréis utilizar mis
servicios?…
—Sí.
—¿Por qué no?… bien puede haber dejado afuera los hombres que dice…
—Y esa historia…
—Ya veis que la conoce como si hubiera sido nuestro cómplice; eso es
irremediable… La calma que muestra, os probará que en algo debe fiar su
seguridad. Así, vale más ver cómo hacemos para tenerle grato, al menos
mientras encontramos la oportunidad de darle un golpe.
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—¿Será un espía?
—No, no es tiempo todavía… más tarde tal vez; pero hoy sería impolítico
deshacerse de nosotros por medio de un expediente tan escandaloso. Más
bien creo sea un pícaro que, como sospeché al principio, quiera vender
caro el silencio acerca de nuestra aventura.
—Probemos.
—¿Cuántos?…
—No es cierto.
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—¡Vive Dios!…
—¡Yo!…
—Yo…
—Habláis de…
—Del terror involuntario que decís os causo. Y era fácil adivinarlo, aunque
no fuera sino por el empeño que teníais en acuchillarme… ¡Ah!… y tenéis
razón… soy algo feo; y vosotros, como todo el mundo, no perderéis nunca
las preocupaciones de los primeros años. Con todo, no creáis que me doy
por ofendido. Estoy acostumbrado a producir un efecto de repulsión a todo
el que me mira; pero en cambio, suele borrarse la impresión cuando
descubro en el fondo de mi alma los tesoros de mi amistad o los abismos
de mi resentimiento. Yo vengo a ofreceros una alianza. Conozco vuestras
miras, y os haré conocer el interés que me anima para serviros. Vuelvo a
repetir que mi amistad puede ser útil. Así, podéis decirme con ingenuidad
si os conviene mi alianza, y os prometo a fe de caballero, que, sea cual
fuere vuestra determinación, aquel asunto de la hija del cacique
permanecerá tan secreto como hasta ahora… acaso más, porque otras
dos personas que pudieran hablar, Lázaro el negro y Álvaro Manrique,
guardarán eterno silencio.
—Si sois un traidor —dijo Chirinos—, aquí estamos. Arruinados por ese
que acabáis de nombrar; abandonados por Medina; colocados entre
enemigos, y ya cerrados para nosotros los caminos del puerto, nada nos
resta; estamos decididos a luchar hasta el último trance, y combatiremos
con vos y con los vuestros, para que no saquéis de aquí sino nuestros
cadáveres; pero si sois lo que apenas me atrevo a sospechar… un amigo…
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—¡Ah!, nada tendréis por el momento —añadió Salazar—; pero una vez
fortalecidos contra los manejos de Estrada; una vez que hayamos
realizado lo que una traición arrebató a las más seguras esperanzas que
brillaban para nosotros, seréis rico, riquísimo, hasta donde nunca se
atrevieron los ensueños de la codicia.
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18. La seducción
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importa. Vayamos descalzándonos para pasarlos; podrá ser que alguno
pierda el vado, se hunda, trague y quiera ahogarse; pero es peor volverse
para tropezar con una fosa y caer en ella cubiertos por las piedras y los
ultrajes del populacho. Necesitamos, para comenzar, cuatro víctimas…
—¿Los hombres?…
—Tetzahuitl…
—¿Sí?
—¡A soltarle!
—Sí.
—Isabel Dorantes.
—¡Ah!…
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—Ésa me toca a mí —añadió Negromonte.
—¿Quisiérais explicaros?…
—Sí…
—Sí…
—Comprendo.
—Bien…
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—No, pero está próxima… Ha cuatro días fui conducido al centro de un
palacio del que el rey Netzahualcóyotl hizo construir debajo de tierra. Yo
soy el único español que conoce la entrada, y pude presenciar escondido
lo que voy a contaros. Era una asamblea numerosa de guerreros
desconocidos. Allí se trataba de saber si sería conveniente mancomunarse
con Estrada para combatir a don Hernando. Tratábase de comprar esta
alianza con un valor proporcionado a la grandeza del servicio, y las
propuestas eran deslumbrantes. Millares de barras de oro y plata para
cada uno de los soldados; las jóvenes más encantadoras para que les
sirviesen de mancebas; para esclavos, la raza entera de los tlaxcaltecas; y
para hogares, los sitios más saludables, más fértiles y más pintorescos de
la América.
Siguióse una disputa sobre los personajes más idóneos para ser
instrumentos de la rebelión. Zuazo por una parte, y vos y Chirinos por la
otra, oscilaron en la balanza, y el primero fue desechado como amigo de
Cortés y hombre de genio mezquino para la política. Después volvisteis
vosotros a ser pesados con Albornoz y Estrada. Temachti puso su palabra
sobre un platillo, y entonces fuisteis desechados por el voto unánime de
los caciques.
162
resolvió a decir:
—Es cierto —dijo Salazar mientras Chirinos parecía beber con los ojos
cada palabra de Negromonte.
163
le hablará de su amor; la joven, como siempre, responderá excusándose.
Mendoza, como acostumbra, se retirará amostazado. A otro día la joven
perecerá bajo el puñal de un asesino… ¿Qué tenéis?
—Sí.
—Yo…
—No tal. Está tomada mi resolución; pero… quisiera conocer la del señor
Chirinos.
—¡Ah!, yo también —dijo éste—; pero falta deciros… sabedlo de una vez:
amo a esa joven…
—¡Oh!… me preguntáis…
—O morís vos…
164
—¿Decís la verdad?… —exclamó Pero Almindes—. ¡Ah!… pues bien
—añadió casi lloroso—, quiero morir… pero ella… ¡salvadla!… ¡os lo
ruego!…
—¡Sois un miserable!
—Decidios pronto.
—Hablad.
—Dadme un plazo.
—¿Cuántos días?
El factor se separó del grupo y tornó a su paseo, sin atender más que a su
pensamiento. El cabo de vela se había consumido casi por completo. La
flama, todavía serena, flotaba sobre una fuente de sebo derretido que se
desbordaba inundando la palmatoria. Uno de esos insectos, comparados
por los antiguos moralistas, a la juventud incauta que se deja seducir por el
brillo de las falsas promesas, se agitaba en aquel charco hirviente, con las
165
últimas convulsiones de la agonía. Si Salazar, en vez de contemplar la
flama hubiese mirado al insecto, creyera sin duda descubrir entre el
temblor de aquellas alas doradas, alguna de esas cifras tremendas,
reveladoras del destino.
El factor obedeció.
—¡Hoy mismo!…
—No es necesario para que recobréis vuestro dinero que ese hombre
muera. En este instante lo tendréis, aquí mismo, sin que os falte un solo
maravedí. Ahora, necesito unas firmas.
—¿Y de qué medios disponéis para obrar con semejante confianza? Nos
habéis hablado de víctimas; ahora, explicadnos, ¿de qué diablos pueden
servirnos esas muertes, si mientras no tengamos lanzas nada somos para
los indios?
166
asesinato, el incendio y el pillaje, y les ha dado nombre y fortuna, está
ligado con Mendoza por los lazos de una vieja amistad, que una vez rotos
por la muerte, le quitarán el único inconveniente que le detenía para
abandonar las filas de Albornoz y de Estrada. Cuento, además, con
hombres fieles y resueltos mezclados con las gentes de Tapia, de
Mendieta y de Francisco de Medina. ¿Queréis saber más? Yo mismo
cuento con un centenar de hombres, cada uno de los cuales, como os dije,
vale por veinte de los vuestros, aunque no fuera sino por el aspecto de sus
rostros y el terror de sus nombres. Veo que Chirinos, y vos mismo,
Salazar, dejáis transparentar un pensamiento de duda…
—¿Seréis míos?…
167
Casi al mismo instante resonaron unas pisadas sordas en el fondo del
aposento. Salazar y Chirinos se estremecieron, interrogando con las
miradas aquel punto donde creían ver de par en par las puertas de una
lobreguez fría y pavorosa.
—Mirad que nuestra fe cristiana y una larga experiencia nos impiden dar
crédito a las cosas que aquí estáis representando. Ese hombre ha entrado
por la puerta.
—No… pero…
168
arca de encino con cinchos de hierro. La colocaron a los pies de
Negromonte, y se volvieron, desapareciendo por la puerta como esas
figuras de la magia que se pierden por la garganta de un dragón abierta
para recibirlos.
169
hogar y el huérfano y todos los desheredados, contemplasen el despilfarro
de los festines, los trajes sembrados de perlas, el insultante regocijo de los
poderosos, los vastos aposentos vacíos del alcázar, la pompa de los
templos y las brillantes dilapidaciones de las prostitutas, y lo viesen todo
sin odio, sin indignación, sin deseos siquiera, puesto que el deseo mismo
es una especie de atentado. Nosotros no nos dejaremos sorprender por
ese miedo que han infundido en las almas vulgares los sacerdotes
impostores, cómplices eternos de los fuertes. No hay más espacio para la
esperanza, ni más bien, que el que abarcan los estrechos límites del
globo. Aquí está todo. Aquí nace uno, y aquí se desvanece, y nada sube al
cielo sino el vapor hediondo que los rayos del sol arrancan de la sepultura.
Hay hombres que por haber dado crédito a los consejos de
inexperimentados moralistas, pasaron los hermosos días de la juventud sin
osar mezclarse en los placeres con que los convidaba el mundo. Y estos
hombres, cuando llegan a la edad de la sabiduría, lloran con lágrimas de
rabia los desperdicios de esos años que huyen para no volver nunca. Así
es la vida respecto de la muerte. Si hay un lugar adonde vuele el alma
cuando la carne se aniquila, debe ser uno sombrío, donde penen las de los
hombres ruines lamentando cada momento que robaron a la dicha en
obsequio de una mentida gloria.
No hay más gloria que lo presente. Una vez muertos, cae sobre nosotros
el sello eterno de la nada. Los himnos o las maldiciones de la posteridad
no penetran en los oídos, repletos de tierra y de gusanos; las coronas o las
inmundicias son iguales para la frente insensible y extraña al pensamiento,
y los túmulos donde el pincel graba nuestro nombre, y las flores con que la
vanidad de un dolor pasajero adorna nuestra losa, nada son para los ojos
vaciados por las sabandijas de la tumba.
170
Salazar y Chirinos, que habían dejado escapar la mano que oprimía las
suyas, volvieron a buscarla, y nada encontraron. Llamaron varias veces a
Negromonte, y no obtuvieron respuesta; ni la puerta se abrió, ni se oyeron
los pasos, ni se notó nada que indicase la salida de una persona. Pasados
unos cuantos minutos, dejóse oír por el fondo de la pieza la lejana voz de
Negromonte, que repitió con ronca voz estas palabras:
171
19. Qué dirá, de qué manera, después de qué, y por qué
persona recibió Zapata la orden de quedar libre
Zapata se incorpora con trabajosa lentitud, se pasa las manos por los ojos,
y responde entre bostezos algunas palabras que no entiende su
interlocutor.
—Sí… tomad.
172
—¿Y cómo no?… ¡con mil truenos! Ha quién sabe cuántos días que me
tenéis aquí enterrado, y no logro que me digan siquiera por qué se me
condena con rigor semejante.
—¿Y por eso me habéis hecho pagar el mal que os hace otra persona?…
todavía siento los repizcos; pero os aviso que hoy vengo prevenido; mirad
este garrote… a la primera señal de acometimiento, os le descargo en la
cabeza.
—No basta.
—Muy poco.
—¡Cómo!
—La ignoro.
—Pues entonces, ¿por qué os parece poco verme en este sitio sin luz y
comido de ratones?…
—Si tal…
—Y piquen veinte mil diablos; ¿qué tengo yo que ver con ese
173
Fernández?… ¿o creéis que yo soy algún ladrón facineroso?
—Así lo parece.
—No entiendo…
—Ni yo tampoco.
—Sí…
—Que no estoy aquí por causa del señor Estrada, ni Albornoz, ni Zuazo, ni
doña Luz, ni Zárate…
—Pues yo soy…
—Soy de opinión…
—¡Ah!…
—Si tal.
—¡Cómo!…
174
—¡Sí señor! ¿A mí qué me interesa que se os pudran hasta las entrañas?
¡Ea!, despacháos, que no estoy para perder el tiempo.
—¿Qué?…
—Un pollino.
—Haced la prueba…
—¡Mirad, maese verdugo, que ni con esa tranca, ni con todos los
arcabuces y las picas del reino, seréis capaz de intimidarme!
—¡Silencio!, digo…
—¡Sois un bodoque!
—¡Chist!
175
¡Atreveos!
—Tomadle.
—¡Demasiado!
—Echáos la culpa.
—¡Zape!
176
—¡Bah!, ¿gustáis de merendar? —dijo Zapata sentándose en el suelo, y
aproximándose la cazuela—. Mirad, aquí hay un zancarrón con que podéis
dar principio…
Los ojos del guardián despidieron tal mirada de cólera, que a ser vistos en
el crepúsculo del calabozo, hubieran causado miedo al mismo Zapata;
pero su mirada no fue tan rápida como su mano para apoderarse del
garrote y levantarlo sobre el cráneo del prisionero.
—¡Cuidado conmigo!…
177
—Bajad el palo…
—Perdón…
Aquel apellido fue una inspiración para Zapata que acechaba la ocasión de
sorprender al carcelero. Le abarcó por las piernas, tiró violentamente, y el
otro vino al suelo, con gran mengua de la fama y lustre de los Zancadillas.
—¿Tratáis de saliros?
—¿Nomás eso?
—Nomás.
—¿Y quién os detiene? Podéis iros hasta el quinto infierno sin que nadie
178
os estorbe.
—¿Será verdad?
—Os juro que a eso vine; traía la orden de abriros las puertas. Están
francas.
—Si es un engaño…
—Sois más porfiado que un vizcaíno: a ver… asomaos por ahí si gustáis, y
gritadle a Marquina.
—Sería muy bueno para vos, pero no me conviene —dijo Zapata metiendo
la mano en el bolsillo del carcelero, y apoderándose de un haz de llaves.
—Buen viaje, amigo mío —dijo una voz muy próxima a sus oídos.
179
—¡Qué!, ¿no es cierto?
—Bueno; yo vendré por vos ese día para que hablemos, y echaremos un
trago a la salud de vuestros nobles abuelos: dadme un abrazo y quedad
con Dios, señor Zancajo.
180
—¡Ay, amigo Chancleta!
—Zapata.
—¡Quiá!, id por allá, y mi mujer os cura como por encanto. Figuraos que
busca más yerbas que un jumento, y las conoce más que un boticario…
¡Ea!, ¡quedad con Dios!
Zapata se alejó a todo escape sin oír los últimos adioses que le mandaba
Zancadilla.
181
20. Don Gaspar de Mendoza
182
Quién sabe lo que hubiera durado la inmovilidad de Juana, si una mano
que le tiró suavemente de los pliegues del sayo no hubiera venido a
interrumpir el curso de sus pensamientos.
Isabel fue conocida por Mendoza el día que celebró su casamiento con
Dorantes. Mendoza, confundido entre la turba de los convidados, no
separó un instante su vista de la joven, cuya hermosura le pareció
asombrosa. Vio al novio, le juzgó vulgar, y le vio cara de uno de tantos
animales destinados por su mala suerte a ser con sus mujeres el juguete
de los holgazanes. Además, una mirada que por acaso le dirigió Isabel, le
pareció más expresiva de lo natural. Creyó entonces haber hecho la
impresión que estaba acostumbrado a producir en corazones menos puros
que el de la desposada.
183
graciosa y amena, y el aire de protector de los indios, que supo darse
salvando de los impuestos o del palo a algunos pobres que nada le
importaban, hicieron que la joven le tomase un distinguido afecto,
llamándole a la faz del mundo el primero de sus amigos. Pero Gaspar de
Mendoza, que hubiera querido ser más bien el último de los amantes,
despreció el noble título de amigo, e instaba con el mayor empeño a la
Dorantes para que le consolase con alguna esperanza. La joven sabía
tenerle a raya, sin usar ni una sílaba que pudiera ofenderle. Esto ponía
furioso a Gaspar de Mendoza. Su amor se convirtió en pasión, y la pasión
en locura; vino después un frenesí, que rompió, no se sabe en qué
términos, que dieron mucho qué pensar a Isabel. Sin embargo, después
de algunas oscilaciones, la amistad continuó como siempre, aunque
Mendoza no pensaba sino en su capricho.
Hoy que lo ven nuestros lectores con la hija de Zapata, viene de hacer una
de sus acostumbradas tentativas para vencer el alma de Isabel; y como
siempre, llega pálido y humillado por la derrota.
—¿Tienes querido?…
—¡Vamos!, responde.
—¿Querido?
—O novio; da lo mismo.
—Yo…
—Sí, o no.
—No, señor…
—A otro con esas. Pero vamos; si me haces un servicio que voy a pedirte,
casarás con tu novio y tendrás un dote de veinte mil pesos.
—Señor… ya os dije…
184
—¡Quita allá, picaruela! Tú, que tienes esa boca tan linda… y esos ojos…
A ver, ¡qué diablo!, si no los levantas, te los levanto con un…
—Si no os explicáis…
—Voy a hacerlo; pero antes quiero saber algunas cosas. ¿Duermes tú con
la señora?
—Duermo en su pieza.
—¿Qué viejo?
—¿Mi padre?…
—Sí, señor.
185
Cuando Arquímedes encontró su palanca y cuando Colón divisó tierra,
deben haber palidecido. La hija de Zapata procuró disimular su alegría y
determinó dejarse seducir por las promesas de Mendoza. Pero era preciso
comenzar por mostrarse asombrada. En efecto, puso en su semblante la
cantidad de azoramiento que requerían la circunstancias, y exclamó
juntando las manos:
—¿Qué pierdes?
—Mi conciencia.
—Te la compro…
—No; apartáos señor Mendoza; nunca venderé mi alma por el precio que
me proponéis. Buscad otra persona que por vuestro dinero traicione la
amistad y sea cómplice de la deshonra de un hombre inocente.
—Señor —replicó Juana—, hay hartas damas tan hermosas como Isabel,
que pudieran distraeros de esto que no es más que un capricho.
—¿Amáis de veras?
—No digas tal, Juana; es sólo una gracia, una gracia que ni mancha el
lustre de tu honestidad ni turba el reposo de tu conciencia. Tuyo sería el
crimen, si me ayudases a corromper el corazón de esa joven, o si me
186
abrieses las puertas de su estancia para arrancarle por la fuerza lo que su
virtud negaba a mis ruegos. Pero Isabel me ama…
—¡Dios mío!
187
pese. Recuerda que yo he querido evitar hasta la más leve sombra de
violencia, por temor del escándalo y por aversión a la sangre. Recuerda,
Juana, que ha estado en tu mano salvar de la publicidad la deshonra de
una mujer, y de mi espada la existencia de un hombre. ¡Recuerda tu
indiferencia a los ruegos que te hago; para que no digas «soy inocente»
cuando veas a tres personas abismadas en el infortunio; y tiembla, Juana,
cuando algún terrible amigo de los míos te designe como la causa de mi
perdición y mi afrenta!
—¡Qué!, ¿consentirías?…
—¡Tal vez!…
—¡Ah!, ¡no, no!, eso es lo que no quiero. Decidme qué se necesita hacer
para que conjuremos el peligro, que no sean los medios criminales, que
siempre pierden a los mismos que se sirven de ellos…
—¡Oh!, son muy sencillos. Basta que con un pretexto cualquiera te alejes
de Isabel…
188
—Tampoco… temo cualquiera ultraje…
—Pues…
—Mirad, señor Mendoza, yo sé que Isabel baja a este sitio pocas horas
antes de recogerse. Viene a tomar el aire de la noche por las avenidas del
jardín, o asomada en aquella ventana que veis ahí junto a los álamos.
Pudiérais entonces…
—¿Por la espalda?
—¿No fuera mejor —preguntó Juanita—, que la tomáseis cuando vaya por
las avenidas esperando la hora de asomarse a la ventana?
—Sí, señor…
—Sí, mirad: tras esa alcantarilla cubierta casi por, las ramas de aquella
higuera, pueden caber hasta doce hombres… quedarán precisamente en
un costado de la senda por donde Isabel acostumbra sentarse o dar
paseos.
189
—¿Y en aquel cuarto, me dices que habita tu anciano padre?
—Sí…
—Podrá oír…
—Corriente… conque…
—¿Qué?
—Si faltáseis…
—¡Juanita!
190
—¡Niña!, ¿no sientes tú misma la verdad de mi amor, y conoces que Isabel
está dispuesta a todo?… ¿me juzgas tan ruin caballero, que osara tomar
por escudo la mentira?
—Juanita…
191
que vanidosos, imbéciles! Cree haber hecho una conquista, cuando él es
el que se marcha conquistado… ¡ja, já!…
Autores graves aseguran que todos los casos de seducción son de este
género.
192
21. La voz de Chirinos y la voz del cielo
193
de Negromonte.
—Perdonad, señor… no se sale por esa puerta —le dijo a este tiempo una
voz que venía como de los árboles. Chirinos levantó los ojos y vio a
Zapata, que sentado en el brazo de un álamo, pasaba el tiempo metiendo
la tijera en las ramas marchitas.
—Sí, señor.
—Nada, señor… aquí duermo y como solamente; y sirvo por pagar esta
deuda de gratitud.
194
—¿Queréis servirme a mí?…
—¿Yo?…
—Hablad…
—Adelante.
—¿El mando?
—La mujer.
—¿Doña Luz?…
—Sí, señor.
195
—¿Y cómo es que os halláis complicado en el asunto?
—¡Señor!
—Sentáos.
—Señor…
196
—Nada; responde si puedes servirme.
—¿Tenéis hija?
—Sí…
—Señor… como este debe ser un negocio muy reservado, creo que debe
ejecutarse entre las sombras de la noche.
—Es cierto.
—Ahora, no hay más que dos inconvenientes: mi hija, que se aparta rara
vez de la señora, y un criado maldito que no se separa de mi lado. Pero es
fácil mandar a Juana fuera de la casa; y si tenéis a bien dejarme otro
pequeño número de ducados, os aseguro que el otro no nos hará mala
obra.
—El más natural: que una persona se encargase de alejar del lado de
Isabel a la pequeña servidumbre que la rodea; que la misma persona me
facilitase la entrada a ciertas horas, hasta el interior de la casa, y yo me
encargaría de todos los otros pormenores.
197
favorita de las mujeres…
—¿Qué decís, señor?… ¿Luego esa joven debe ser arrebatada por la
fuerza?
—¡Vos!, señor…
198
—Yo, amigo mío.
—Os lo repito.
—Sí, a fe; dije ya que la suerte de vuestra hija quedará asegurada: ¿qué
queréis para vos?
—¡Señor!…
—Trescientos.
—Yo…
—Cuatrocientos.
—Permitid…
—Quinientos.
Zapata sintió el vértigo de la codicia, y casi dobló las rodillas ante aquella
promesa, que le parecía un sueño.
—¿Tan pronto?…
199
—Bueno. Quedad con Dios, y os encargo que prevengáis todo lo
necesario, como si en ello os fuera la cabeza —dijo Chirinos, poniendo en
estas palabras un tono cuya profundidad no se escapaba a la penetración
de Zapata.
Cuando Zapata se halló solo, fijó su vista en los ducados esparcidos por el
suelo; estrechó contra su corazón los que tenía en las manos, y
permaneció algunos instantes como arrobado en un abrazo de felicidad
suprema.
Zapata acabó de abrir los brazos, arrojando lejos de sí los últimos ducados
que le quedaban; irguióse, y dio un fuerte talonazo en el suelo,
exclamando como el poeta español: ¡Maldita sed del oro!
200
22. Donde el lector descubrirá en Zapata mas nobleza que
en zancadilla, más valor que en Jorge Villadiego, y más
astucia que en Negromonte
201
largas pestañas, inclinadas sobre el dechado, parecía temblar una lágrima
y desbordarse la mirada triste que al partir hubiera clavado sobre las
cumbres azuladas de América, hundidas para siempre tras de las ondas.
—El día que torne —se había dicho—, me traerá la noticia de la partida, y
será fuerza renunciar a este amor que es un sueño… y yo moriré
entonces. Soñemos mientras llega el momento.
—¿Qué me queréis?
202
Una rara sospecha pasó por la mente de Juana. ¿Su padre había sabido
alguna cosa? Enderezóse lentamente y salió paso a paso, no sin volverse
varias veces para buscar en los ademanes de Zapata un signo que
pudiera indicar si eran fundadas sus sospechas. Nada le fue posible
descubrir, y se alejó disimulando su inquietud y dispuesta a ponerse en
acecho para recoger aunque fuese una sola palabra. Cuando Isabel vio
que Juanita había desaparecido, hizo a Zapata una señal para que se
acercase.
—Decíais… —murmuró.
—¡Chirinos!
—¿Chirinos?…
203
astucia, obrará por violencia y trastornará la tierra por llevar al cabo sus
proyectos. Yo soy impotente para luchar con él… pero os ofrezco caer a
vuestros pies, antes de permitir que se os toque un cabello.
—Es cierto…
—¡Qué!, también…
—Sí, también abriga el mismo fuego que Pero Almindes, y me dice las
mismas palabras, y tiene en los ojos el mismo rayo impuro y amenazante.
—Me veo sola entre esos dos hombres, lejos de don Hernando y
abandonada entre esta turba de los españoles, que verán mi desgracia
con la indiferencia que la de tantas como han sido víctimas de sus brutales
instintos… Ha mucho tiempo que temía lo que acabáis de decirme… y lo
esperaba. Puedo disponer de un recurso supremo… pero no tengo la
fuerza, el alma insensible que se necesita para ponerle en práctica…
204
—Sabed —continuó Isabel más animada—, que entre esa multitud que
huellan los corceles y dan sangre a las lanzas de los conquistadores,
tengo hermanos que reservan su brazo para protegerme, y que a mi voz
se levantarían poniendo un muro de macanas entre la débil hija Axayacatl
y las legiones de Pero Almindes o de Mendoza. Pero es imposible… yo
Volaría libre por ignoradas regiones, mas llevando sobre el corazón la flor
negra de la muerte y la amargura de una eterna tristeza. Mis hermanos
caerían, y me perseguirían siempre sus lamentos y el silbido horrendo con
que el bronce atravesara sus senos desnudos. Yo llegaría, es cierto,
adonde se abre llena de luz la mansión de mi soñada libertad; pero tendría
que volar sobre cadáveres, y en vez de presentarme contenta y pura,
llegaría cabizbaja, y arrastrando empapadas en sangre las puntas de mi
clámide…
—Sí…
—¿Y habéis dicho que su amor tiene el mismo carácter que el de Chirinos?
—Sí…
—¡Zapata!…
—¿Bien?…
205
—Pues bien, señora; si el factor es un animal salvaje, don Gaspar es el
mismo Satanás en persona. Pongámosle al corriente de todo; y él,
animado con lo que os digo, será el guardián más cumplido de vuestra
honra y de vuestro reposo.
Ahora, deseáis alejarlos un poco más, porque tenéis recelo, que aparezca
una ligera arruga entre vuestras cejas: queréis acercarlos un poco más
porque os causan lástima, que la extremidad de vuestros labios se levante
un poco y asome la sonrisa hechicera que imploro de vos para Mendoza.
206
Isabel escuchaba con cierta admiración las teorías del arte desarrolladas
por Zapata con la circunspección de un catedrático de teología.
—No me atrevo…
—Sea; mas no por eso lograréis evitar que se alce un alboroto; las cosas
han llegado al extremo. Chirinos se vale ya de su poder, y está decidido a
recurrir a la violencia; su amor se hará público y dejará de ser un secreto
para don Gaspar de Mendoza. Helos aquí en las circunstancias que ni vos
ni ningún poder humano podrá evitar que se realicen. Que se batan hoy o
mañana, ¿qué importa? ¿Creéis que algo nos valga la diferencia de
algunas horas?
—Sí…
—¡Oh!, por hoy nada necesitamos sino revelarle el plan de Chirinos, y hará
lo que deseamos. ¿Pero quién responde de vos mañana, cuando
207
desairado y lleno de despecho deje al factor en libertad, para que se
encargue de su venganza?
Los ojos de Isabel se nublaron con una lágrima, y sus manos oprimieron
las del soldado.
—El cielo vaya con vos, Zapata, como va mi gratitud y mi afecto —dijo
Isabel oprimiendo de nuevo y con suprema ternura la mano de Zapata.
Éste se dispuso a salir.
208
—¡Adiós!…
209
23. La casa de Beltrán
Todavía por los tiempos en que era virrey don Sebastián de Toledo, por el
año de 1664, existía una gran casa que ocupaba lo que es hoy la esquina
formada por la calle de Vanegas y el Puente de Jesús María. Aquella casa
fue edificada en 1524, por uno de los alarifes que trajeron de España los
padres de San Francisco, y fue pagada por don Beltrán de Ojeda (regidor
que era entonces), con un valor de tres mil setecientos doblones en barras
de plata.
210
gigantes.
Las habitaciones interiores eran vastas y bien iluminadas, pero con los
techos demasiado bajos. En una especie de capilla situada en el centro del
edificio, había un magnífico altar de piedra, que en tiempo del marqués de
Croix fue transformado en brasero por un inquilino.
Ojeda vendió aquel edificio por la mitad de su valor al tesorero don Alonso
Estrada, y éste le regaló a su ahijado don Gaspar de Mendoza. Don
Gaspar le habitó algunos meses. Después, teniendo que salir de la ciudad
para vigilar de cerca su encomienda, le abandonó al cuidado de una
familia pobre, que se estableció en los aposentos que daban sobre el
segundo patio.
Las ventanas del Puente de Jesús María bajaron hasta donde antes
llegaban los cimientos, y el agua pasaba por sus arcos y formaba dentro
de las piezas lóbregos estanques, cuya superficie eternamente inmóvil
parecía ocultar insondables profundidades.
211
vagase tropezando entre las tinieblas.
Poco duraron en aquel edificio los pobres que dejó allí don Gaspar de
Mendoza. Cuenta la tradición que eran dos viejos, mujer y hombre; una
sobrina de veinte años y un indio que les servía de mandadero. El viejo se
llamaba Gutierre, su mujer Ángela, y el indio (que había recibido el
bautismo), Santiago. No mienta la crónica el nombre de la sobrina; pero
esto no importa. La llamaremos Juana, Petra o Francisca, nombres hechos
ex profeso para sacar a cualquiera de un apuro como el presente.
212
Gutierre se desperezó pronunciando palabras confusas, cambió de
postura y volvió a quedarse dormido.
Sosegáronse unos momentos; pero sintióse después otro, dado con más
fuerza. La tranca se arrastró algunas pulgadas sobre los ladrillos,
produciendo un ruido semejante al del perro que gruñe, y una línea
indecisa de claridad apareció en la juntura de las puertas.
—¿Qué?…
—¡Oye!
Un nuevo impulso volvió a mover la puerta de tal modo, que ésta parecía
doblarse y próxima a saltar en pedazos. Paquita se puso de un salto hasta
donde Ángela se hallaba, se arrebujó en las sábanas, y esperó allí a que
viniese lo que Dios quisiera, mientras Ángela seguía moviendo a su marido
con estrujones cada vez más furiosos. Por fin, se despertó Gutierre.
—¡Quién va! —gritó Gutierre, echando mano al arcabuz que tenía siempre
213
en la cabecera.
—Suelta…
214
—¡Morquecho!
Apareció entonces una especie de diablo, con larga cola, cuernos torcidos,
un gran bigote, y trayendo en una mano una linterna y en otra una
larguísima partesana.
—Muévele…
—¿Vámonos?
Los infelices huyeron dejando las llaves al primer vecino que les deparó la
suerte, y fueron publicando por toda la ciudad no se sabe qué de escenas
terribles que en las altas horas de la noche representaban duendes y
demonios, por aquellos malditos patios.
Desde entonces la casa fue un objeto de horror para todo el mundo; pasar
por enfrente de la callejuela era una hazaña que ni a la mitad del día se
aventuraban a emprender los más animosos del barrio. No obstante, en
una hoja conservada como por milagro entre papeles viejos que hace poco
tiempo vendió un empleado del Ayuntamiento, encontramos una nota que
un amigo nuestro ha tenido la bondad de descifrarnos. Allí dice que la casa
quedó a cargo de un pobre hidalgo llamado Pedro Negromonte, puesto allí
215
por la caridad del muy ilustre caballero don Gaspar de Mendoza.
216
24. Una sorpresa
—¿Viste a Mendoza?
—Sí, señor…
—¿Viene ahí?
—Retírate.
El otro obedeció.
217
—¿Tenéis todo dispuesto? —preguntó a Negromonte.
—Pudiérais enseñarme…
Dicho esto, Negromonte fue a un viejo armario colocado cerca del balcón.
Sacó los avíos de encender, hizo luz y preparó una linterna. Tomó además
una tosca llave que estaba suspendida de un clavo, y dijo a Mendoza:
Los dos tomaron por la mano derecha y comenzaron a internarse por los
corredores. El rastro de una luz opaca se dilataba enfrente de sus pasos.
Detrás no se veía sino el vago resplandor del foco, tiñendo débilmente el
muro y temblando sobre las columnas lejanas.
—Pues yo juro que no quisiera verme solo y en este sitio con el tal
Negromonte.
218
—¡Qué! —dijo alguno—, ¿tú eres de los que dieron fe a los chismes de
Gutierre?
—Ojo videte, camarada. Yo he visto salir al mismo Belcebú por los arcos
anegados de la calleja; yo mismo.
—Pues bien; por aquel punto comenzaron a ver que se abrían las ramas…
219
—¡Ea, tunante!… decid quién sois para colaros hasta aquí sin pedir
permiso…
—Subid vos.
—¿Por dónde?…
—Venid —le dijo, alejándose con él a cierta distancia de los otros—; ¿sois
escudero de don Gaspar de Mendoza?
—Sí.
220
—Es imposible, amigo mío…
—Pero…
—Mirad.
—¿Acabaréis?
221
—¡Mucho!, y qué…
—Amigo —dijo el otro con mucha menos aspereza—; yo, aunque pierdo
realmente, como habéis dicho, desatendiendo mis ocupaciones, no trato
de hacerme pagar lo que me defraudáis con vuestra visita; pero os
entrasteis hablando con un señorío, digamos mejor, con una violencia, que
no dais tiempo a que uno se maneje con el respeto que merece vuestra
persona.
—Nada… un ducado…
—Bien; ¿y si no viene?…
222
Fanega se retiró con la velocidad de un mandadero. Al pasar junto a sus
camaradas, éstos le detuvieron por el capote, agobiándole con toda clase
de preguntas. Luchaban en esto, cuando a pocos pasos aparecieron
Negromonte y Mendoza. Fanega salió al encuentro de este último, y
descubriéndose, le dijo:
—Señor… aquí espera a vuesa merced una persona qué desea hablarle
acerca de un asunto, que, según dice, tiene tanta importancia para él
como para vuesa merced.
—Llamadle.
223
de vuestro corazón se anida una cosa terrible como el desengaño, y
lentamente abrasadora como la imagen de una mujer amada.
—¡Ah!, señor… sé bien que juego una traición a esa mujer a quien
amáis… pero yo os digo que ha llegado el momento de poner término a
esa fatal tristeza que os aniquila.
—Tengo sesenta y tres años, señor; a esa edad, basta la luz fugaz de un
relámpago, para ver lo que la juventud no acierta a distinguir con los rayos
del sol, aunque fueran perennes.
—¡Eh!, fuera retórica… aunque fuerais más viejo que las pirámides de
Egipto, podríais haberos equivocado. Vamos, decidme llanamente lo que
habéis visto, y yo sabré qué interpretación debo darle.
—Mi hija, señor, que posee la amistad de esa joven, que duerme a su
lado, ha oído pronunciar en sueños vuestro nombre.
—Decidlo.
—Juana oyó pronunciar vuestro nombre con esa agitación, con esa
ternura, con ese no sé qué, señor, que, aun en sueños, descubre lo que
224
hay en el alma. Así, yo creo que, aunque velado por la honestidad y
contenido por la doble vigilancia del deber y del miedo, existe en Isabel un
amor infinito, que sólo se alimenta con lágrimas.
—¡Señor!… —exclamó.
—¡Señor!…
225
—¿Aún no te has marchado? —exclamó don Gaspar, deteniéndose para
lanzar una mirada, más bien sentida que vista por Zapata.
—¡Hola!… ¡hola!…
—¿Tendréis compasión?
—¡Fanega!…
226
fortaleza.
227
25. Zapata en busca de un garrote
Nadie respondió.
Entonces, en vez del oído, aproximó su boca y gritó por dos veces:
—¡Itzcoatl!… ¡Itzcoatl!
El mismo silencio.
Don Pedro debía tener mucha necesidad del que había nombrado, pues
comenzó a dar con el pie tales golpes sobre la puerta, que retumbaban por
todo aquel recinto y resonaban seguramente hasta la calle. Viendo que
228
esto no bastaba, puso su linterna en el suelo, retrocedió algunos pasos y
se disparó con todo el peso de su cuerpo sobre las hojas. Éstas crujieron,
astillándose por el marco, al mismo tiempo que una lluvia de tierra cayó
sobre la cabeza y las espaldas de Negromonte. Un esfuerzo más, y todo
estaba concluido.
Se disponía sin duda Negromonte a dar el golpe decisivo, cuando oyó por
el extremo de la arcada varios pasos descalzos, y una voz que gritaba:
Itzcoatl desapareció.
—Señor, lo ignoro tanto como vos; sólo puedo deciros que yo vine a
buscar el amparo de Mendoza, y en vez de un consuelo para nuestras
229
cuitas, hallo la desconfianza, la cólera, la prisión y el ultraje. No sé más.
—¡Ah, caballero! Debéis saber que soy criado de una dama, doña Isabel
Dorantes, por quien tengo el cariño y la veneración que tuviera por mi
misma madre. Su casa es la dicha de mi familia y el refugio de mi
indigencia. Una locura imperdonable a la vejez, pero muy natural en un
pobre diablo aguijoneado por las deudas y la miseria, me hizo perder en
una noche mis ahorros, que dejé abandonados por escapar de la cólera de
un amo a quien ofendí miserablemente. Pobre, perseguido y hambriento,
llamé en vano a las puertas de los antiguos camaradas. Tocaba al extremo
mi desesperación, cuando Isabel sorprendió las lágrimas de mi hija; la
reprendió por haber callado tanto tiempo acerca de la existencia y los
trabajos de su padre, y no contenta con la caridad furtiva que se deslizaba
por las manos de Juana hasta el fondo de mi pobreza, me hizo llamar y me
aposentó en la casa; y desde entonces tuve hogar, y pan, y abrigo, y más
que todo, el afecto maternal con que esa dama cubre a mi hija, salvándola
de los peligros que la hubieran acarreado mis circunstancias. Ahora,
señor, doña Isabel está amenazada. Todos los que pudieran defenderla
están en las Hibueras con don Hernando. ¿Qué soy yo, pobre viejo sin
fuerzas, sin nombre, sin respetabilidad, para oponerme al paso de los
señores poderosos que avanzan contra el honor y acaso contra la
existencia de mi señora?; hubieran mutilado mi brazo y hecho trizas mi
espada; hubieran desoído mis súplicas, y hubieran llegado hasta Isabel
hollando mi cabellera encanecida. Por eso he venido a invocar la generosa
valentía del único amigo de Isabel: don Gaspar de Mendoza…
—¡Oh, señor!, el mismo forjador del crimen, que a estas horas… ¡Dios
mío!…
230
Zapata se torció las manos y mostró en la agitación de todo su cuerpo la
aflicción horrible que le atormentaba.
Zapata lanzó una maldición y azotó con la frente los tablones de aquella
puerta.
231
allí para impedirlo!
—¡Por vida mía que yo reviento esta noche!, pero juro que no nos
perderemos por falta de esfuerzos. ¡Ah!, si encuentro una palanca…
A poco andar topó con un obstáculo: era un grueso machón que servía de
estribo a la bóveda. Al principio creyó que aquello fuese la pared, y cambió
de rumbo, siguiendo la dirección que le indicaba el costado de aquel
saliente. No dilató en tocar un bordo, reconoció el estribo, lo pasó y
continuó adelantando. A cosa de seis metros volvió a hallar otro estribo.
Su mano pasó casi rozando una barra de hierro que se encontraba en
aquel ángulo, y que dos años después, cuando la casa fue comprada por
el alguacil mayor Bocanegra, se halló en el mismo sitio convertido casi en
herrumbre, y deleznable cual si fuera de polvo.
232
rápido y comenzaba a cubrirse de un fango que hacía difícil y poco segura
la marcha. Zapata, casi olvidado de buscar la palanca, guiado por esa
curiosidad que en estos casos nace del instinto de salvación, quiso saber
hasta dónde sería el término de aquel subterráneo. El suelo empapado, la
frialdad del aire, el olor sulfhídrico, le indicaban la proximidad de una
reguera o de un caño que debía salir hasta la calle, y podía ser un recurso
para la fuga. El descenso iba siendo alarmante. Zapata sentía que al dar el
paso levantaba sus pies envueltos en una pesada capa de fango. Pronto
sintió el agua en los tobillos, pero al tender su brazo para buscar un apoyo,
topó con las tablas de una puerta. Ésta no era tan pesada como la del
patio; podíase conocer, palpándola, que era delgada, esponjosa, débil,
casi trémula y presentando en toda su longitud tres o cuatro rendijas
donde podían caber los dedos.
Quiso ver si lograba distinguir algo pegando un ojo en la más ancha de las
hendeduras, y parecióle vislumbrar cierta difusión blanquecina, vaga, y
ligeramente movible, que él creyó fuese el reflejo del cielo sobre la
superficie del canal. Pero vio hacia la parte superior, y no vio sino tinieblas.
El fondo y los costados presentaban el mismo aspecto. Escuchábase de
cuando en cuando el azote con que las aguas removidas se estrellaban
contra el recinto.
233
—Que me entierren —dijo—, si este aire no viene de la calle.
Eran tan espesas las paredes donde se abría la puerta, que Zapata
anduvo un callejón de seis cuartas para poder encontrar la otra salida. Al
llegar aquí se detuvo; a la izquierda, sus pupilas dilatadas en la oscuridad
vieron distintamente el cuadro vacío de una ventana. Dio un grito de
alegría, y exclamó volviendo a calar la sonda:
234
26. Donde el lector seguirá viendo más y más embozados,
y al fin descansará en el término de esta primera parte de la
historia
Sólo ella que tan bien conocía las avenidas y glorietas del jardín, pudiera
haber llegado hasta aquel lugar sin extraviarse entre el ramaje; porque era
tal la sombra, que no se veía ni el cielo ni la tierra.
235
hombre, detrás del cual quedaban otros muchos hablando en voz muy
baja.
—Don Gaspar —le dijo—, nomás os ruego que hagan el menor ruido
posible. Isabel y su servidumbre no se recogen todavía.
236
—Ahora no tenéis más que esperar un poco. Mirad: por aquel lado llegará
Isabel; dejad que pase; cuando vuelva, podéis sorprenderla… yo me retiro,
porque si llega a verme aquí, no lograríamos nada… quedad con Dios…
señor Mendoza.
Juanita, sin decir más, soltó la mano que aún se enlazaba con la suya, y
voló como un pájaro.
—¡Silencio!… —dijo el que había hablado con Juanita, que no era otro que
el señor factor don Pero Almindes de Chirinos—. ¿Qué te parece esto,
Garduña?
—No…
—¡Hola!…
—¡Silencio!…
—No es nadie…
237
tenía tan bien dispuestos sus asuntos y que esta Juana le esperaba
cuando llegamos, no tardará en venir, y nos veremos en una danza de los
demonios. ¿Qué hacemos?
—Ninguna, señor… digo que acabo de hallar un artificio que nos librará de
don Gaspar de Mendoza.
—¿Sí?… veamos.
—Sí.
—Le ha visto.
—¿Qué intentas?
—Mirad: Botello, que viene con nosotros, es viejo como pudiera serlo el
jardinero, y nadie como él es tan sagaz, ni tiene la serenidad que se
requiere para representar un entremés, aun en lances como el presente.
Que él reciba a don Gaspar de Mendoza, que le haga creer que tiene otro
lugar más a propósito para la emboscada, y que le esconda por el sitio
más enmarañado y más distante de la huerta. Entretanto, nosotros…
—Ya.
—Quisiera…
238
—O nos iremos… todavía es tiempo.
—Vamos a verlo.
Don Gaspar, según lo que había concertado con Juanita, dio un silbido;
pero como los pastores de Meléndez, no obtuvo por respuesta sino los
ecos.
—Lo dicho. Juro que Isabel se halla a estas horas más lejos que mi suegra.
Don Gaspar silbó por segunda vez. Fanega hizo lo mismo; y esperaron
239
largo tiempo sin que nada anunciase que los hubieran escuchado.
—Señor… abandonáis…
—Vámonos.
Mendoza había dado la vuelta para ponerse en marcha, cuando oyó crujir
la llave en la cerradura, y volvióse de un salto, dando con el cuerpo a
Fanega que rodó como embestido por el encuentro de un caballo, y estuvo
a punto de hacer rodar por otro lado al mismo Mendoza.
—Entrad, entrad, señor Mendoza; pero por Dios que no se oigan vuestros
pasos.
—¡Eh!, ¿quién sois vos? —dijo don Gaspar afianzando el brazo de aquel
desconocido. Era Botello.
—¿Sois Antón?…
—Guiad.
—Sí.
240
—¿Cuántos?
—Diez.
Pasaron los cinco. Nadie notó que otras dos personas entraron después, y
se escurrieron como dos víboras por el lado opuesto.
Dieron vuelta por la primera senda que fue posible distinguir, y en tanto
que Botello se adelantaba con Mendoza, uno de los embozados, mudo
241
hasta entonces, acercóse a Fanega y le dijo:
—¡Silencio!
—Tenéis mala memoria —dijo más bajo el otro—; ¿no conocéis la voz?
—¿Cómo?…
—El mismo.
—Gaviño, acércate.
242
—Él es… —dijo Gaviño con firmeza.
Botello, que adivinó la terrible suerte que le esperaba, quiso, como suele
decirse, jugar el todo por el todo. Ágil como el mejor pugilista, descargó su
puño sobre la boca de Fanega; tronó el puñetazo. Fanega ejecutó en el
aire una horrible pirueta, rodó al suelo, y Botello se escurrió por los
matorrales, dejando a todos azorados.
Después de haber vagado por algunas sendas sin atinar con la salida,
llegó muy cerca de la poterna, y comenzó a seguir la calzada del centro.
—¡Por aquí! —volvió a gritar a los que le seguían; pero oyó el silbido con
que rasga el viento la hoja de una buena espada, y una voz que le gritó en
los ojos:
Pero aquel desconocido paró los golpes con tan admirable maestría, que
243
don Gaspar, el hábil don Gaspar, el sin igual espadachín, el héroe terrible
de las cuchilladas nocturnas, quedó completamente desconcertado.
Si la tempestad, que iba siendo cada vez más cercana, hubiera alumbrado
aquella escena con un relámpago, Mendoza hubiera visto que el
esgrimidor de puño de hierro que inventaba tan maravillosos quites, no era
sino el mismo hidalgo, desarrapado y humilde, a quien dejó cuidando la
casa de Beltrán.
Tetzahuitl, al escuchar los gritos, se lanza hacia aquel sitió, salvando los
troncos y rompiendo el ramaje. Cuando llega, rasga con una puñalada el
primer cuerpo que lo separa de Isabel, y Garduña rueda envuelto en su
244
capa, y dando botes va a caer de cabeza junto a los charcos de la
alcantarilla.
245
Después de aquel golpe, que tenía la seguridad de la muerte, no quedaba
más que retirarse un paso y envainar la espada. El adversario permanecía
en pie algunos momentos, pero a poco se desplomaba sin exhalar un solo
gemido. Negromonte bajó su espada; casi al mismo tiempo sintió que la de
don Gaspar cayó de plano sobre su rostro.
Los hombres que venían detrás de don Gaspar, quietos hasta entonces
por respeto a la habilidad de su señor, arrojaron sus capas, echaron fuera
sus espadas y tres de ellos cayeron sobre Negromonte. Sobraba uno. Éste
arremetió contra Fanega.
A don Pedro le guardaban los flancos los altos y tupidos arbustos que
formaban la avenida central del huerto. Detrás sabía que estaba Tetzahuitl
y cuatro hombres suyos. Enfrente, ya tenía un compañero y tenía su brazo.
Éste sostenía un combate semejante al que don Pedro había trabado con
los de Mendoza. Muchos, al ver caer a Garduña, se escurrieron
cobardemente. Otros oyeron que alguno se acercaba, y acudieron
creyendo habérselas con nuevos enemigos.
El que llegaba era Botello que venía jadeante en busca de los suyos. Pero
éstos, cegados por la noche y por el susto, cerraron con él, y Botello,
demasiado cerca de los que le atacaban, no halló más recurso que aceptar
el combate.
246
En consecuencia, Tetzahuitl quedó con cinco adversarios, si puede
contarse como tal a Chirinos que se ocupaba de arrastrar a Isabel
mientras los de Garduña le sostenían la retirada.
Tetzahuitl, sin más arte que su agilidad y su fuerza de tigre, y ayudado por
la noche, puso pronto a dos hombres en estado de no poder perjudicarle.
—Digo, caballero, que nos batiremos si gustáis hasta echar los bofes; pero
mucho sentiría mataros o morir, antes de conocer a un caballero tan
admirable.
247
¿Quién era entonces el que había combatido con Tetzahuitl? ¿A quién se
dirigieron aquellas palabras que éste dijo cuando creyó reconocer a alguno
en medio de las tinieblas?
Aquel hombre era Botello. Don Pedro le acercó la luz, reconoció sus
vestidos, y pasó adelante. La linterna temblaba en su mano; su rostro,
pálido y casi desfigurado, mostraba que en su corazón hervía ya un furor
sin límites.
248
hubiera vencido a un millar de estos miserables. Los mató a todos y ha
escapado con Isabel… ¡Ea!, bien visto el plan, no era más que una
complicada majadería. Una vez que yo sea dueño de la fuerza, me son
inútiles todos estos enredos. Pero esa fuerza… esa fuerza… Mientras
Mendoza exista, Benavides será el apoyo de Estrada… y mientras
Benavides no sea de los míos, valgo menos que el último y el más ruin de
los aventureros. ¡Bah!, concluyamos…
249
—Y dime, ¿qué es lo que te impele contra tu señor?, ¿crees que no he
sido bastante generoso contigo porque aún no llega la hora de socorrerte,
y buscas en el crimen lo que hubieras hallado con la paciencia? Tú sabes
que nunca ha gemido mi escarcela cuando he tenido que agotarla para
aliviar la miseria de cualquier pobre hidalgo. Sé que te debo alguna paga.
Tú has cuidado mi casa, y más de una vez me han sacado de apuros tus
inteligentes servicios. ¿Necesitas algo?… pídelo… ¿me atacas porque me
aborreces?, dime antes, ¿qué agravio, que yo sepa, recibiste alguna vez
de mí o de los míos?
—Ninguno.
—Una cosa: que no me obliguéis a daros muerte sin que hagáis algo en
vuestra defensa.
—Sí.
250
modulaciones el acento de la verdad o de la mentira. Mendoza creyó
entonces que había vuelto a encontrarse con su adversario. Se
estremeció, no de temor, pues no le conocía, sino con esa emoción que
precede al combate.
—Os lo aseguro.
—Veamos.
—Veamos.
251
que Negromonte tuvo que ganar el lado del postigo, para buscar un punto
de apoyo. Arrinconado allí entre las jambas de la poterna, dispuso y asestó
varias veces su estocada maestra, hasta que pudo convencerse de que la
punta de su espada se embotaba en anillos de acero. Era necesario desde
entonces no buscar sino los ojos o la garganta, o rasgar un muslo por la
parte interna, para que la pérdida de sangre hiciese vacilar a Mendoza.
Esto era de una dificultad inmensa: el arte de la esgrima, que saca tan
brillante partido amenazando un punto diferente del que debe tocarse, era
completamente inútil, puesto que los puntos más nobles podían ser
descubiertos sin ningún peligro. Negromonte comenzó a buscar el rostro y
los muslos de Mendoza. Era capaz de hallarlos, pero había otra dificultad
más seria: el arrojo de Mendoza. Era tal, que Negromonte, no hallando
terreno para retroceder, estaba respaldado en la puerta, y a duras penas
lograba contener a Mendoza.
—Nada.
—No importa…
252
adonde estaba Mendoza.
Éste levantó la luz, y vio que el que así hablaba era Chirinos.
—¿Tratáis de asesinarme?…
—Alumbradme.
—No —dijo don Pedro—, un caballero como vos no debe morir a manos
de un cobarde asesino. Ya he dicho que no abrigo por vos ningún
resentimiento; si las circunstancias os han convertido en un obstáculo de
mis proyectos, no menguarán en nada la alta consideración que os
profeso. Vais a defenderos, pero os pido el favor de que os batáis conmigo
sin más ventaja que la que os dan vuestro valor y vuestro esfuerzo.
Tomáos la molestia de desnudaros de esa cota, y tendréis vuestra espada.
253
Cuando quedó nomás con el gambaj, extendió el brazo, y dijo con una
sorda voz que parecía salir del fondo de la eternidad:
—¡Mi espada!…
Chirinos dio su espada a don Pedro; éste cedió la suya a don Gaspar, y se
puso en guardia.
***
254
Diciendo esto, volvió a ponerse en pie y siguió adelantando. Llegó a un
pórtico, entró, cruzó por varios corredores, vagó por todos los aposentos,
gritando en vano el nombre de Isabel, de Juana, y el de algunos de la
servidumbre. Tampoco había luz. Los ecos remedaban su voz en el fondo
de las tinieblas…
255
Libro segundo. Rodrigo de Paz
256
1. Que dirá cómo logró don Pedro Negromonte poner una
víbora en el seno de don Alonso Estrada
257
ceremonia, no hubieran parecido más seductoras a los ojos del reverendo
padre fray Roque. Aquel manto de jitomate, orlado por un laberinto de
trozos de jamón, aceitunas, chorizos, zanahorias, alcaparras y almendras,
le pareció más rico y más apetecible que el mismo manto sembrado de
pedrería que arrastraban los Césares.
—Vamos, fraile mío —dijo, poniendo dos pollos enfrente de fray Roque—;
cantadles un responso y sepultadlos con todos los honores que se
merecen.
Zuazo puso vino en la copa de fray Roque y llenó después todas las otras.
Bebieron todos, y la conversación comenzó a ser más animada.
258
—No obstante, hace más de diez días que os estoy haciendo una
pregunta, y parece que eludís la dificultad guardando silencio.
—¡Ah!, sí…
—¡Bah!, si así no fuera, padre mío, tiempo ha que sin esperar vuestros
consejos, Rodrigo de Paz lloraría su libertad en la mazmorra más profunda
de las atarazanas.
—¡Eh! —dijo fray Roque—, decidle a ese hermano que perdone, que hoy
no damos audiencia.
El criado consultó con la vista a don Alonso. Éste hizo lo mismo con
Zuazo, y preguntóle:
259
—¿No será nuestro caballero?…
—Bien puede ser —replicó el licenciado—, ¿por qué no hacéis que pase?
—No, camarada —dijo fray Roque—; nuestro amigo debe llegar más
tarde. Vais a daros un chasco. Será algún importuno…
—¿Viejo?
—Sí, señor…
—¿Calvo?
—No le he visto.
—¿Borracho?
—Voy a…
—¡Ea!, dejáos de bromas, señor fraile —dijo don Alonso—. Estoy seguro
que ese caballero es don Juan Lagartosa. Permitidme un instante…
Aquél era un hombre que frisaba en los cincuenta años, grueso y mal
perjeñado. Su fisonomía era parecida pero superior a la de los veteranos
que abundaban entonces en la Nueva España. El lector le conoce.
260
—¡Oh, señor Salazar!, bienvenido sea vuesa merced a la casa de sus
servidores.
—¡Ah!, aunque no fuera por asuntos políticos, señor veedor, sabéis que
recibo tanta honra como placer en escucharos.
—¡Señor!
261
hombres, a la vez que uno de ellos quede triunfante? Si ellos juegan la
vida, ¿qué les importa aventurarla en nuestra elevación, más bien que la
de sus personas?
—Es cierto.
262
Don Alonso notó cierto temblor sobre los labios de Salazar; creyó
vislumbrar no sé qué de aflicción en la actitud de aquel semblante, y
respondió con no fingida cortesía:
—¡Ah!, entonces os diré que no puedo permanecer por más tiempo siendo
el amigo de Chirinos.
—¿Qué decís?…
Don Alonso tuvo miedo de que Salazar ocultase alguna perfidia, y quiso
sujetarle a la prueba.
263
vuestros quilates. Pero Zuazo, Albornoz y todos aquellos a quienes
necesito consultar hasta para moverme, y que no conocen como yo la alta
nobleza de vuestras intenciones, querrían exigiros, no obstante mis
protestas, un testimonio…
—¡Es claro!… podéis decir a esos señores que estoy pronto a dar todas
las seguridades que gusten exigirme.
—Siendo así…
—¿Otorgáis?…
—¡Oh!, no… pero decía yo, que la prenda de seguridad que os exijan… su
nombre solo… pudiera cambiar vuestra resolución.
—Señor don Alonso, si esa prenda fuese una cosa indigna del honor,
desde ahora os digo que prefiero la lucha…
—No, no… por el contrario… Es una acción que algún día brillará sobre
vuestro nombre; pero requiere un gran valor…
—No importa.
—Tanto mejor.
264
odiosidad que reportan necesariamente los que turban la tranquilidad
pública, sin disputarse más que un cetro de tiranía; dejarnos consumir en
el fuego de la discordia; dejar que alguno de nosotros quede aniquilado, y
cuando una de las facciones, casi agotada por la lucha, llegue a quedar
triunfante, venir él, y caer sobre ella con el huracán de sus vigorosos
jinetes, y postrarla y hacerla pedazos en medio de las bendiciones y del
júbilo de los pueblos. Así, Rodrigo de Paz será siempre un enemigo para
nosotros.
—Encerrándole…
—¿Y bien?…
—¿Estáis conforme?…
—Sí…
Salazar quedó en silencio por largo rato. Parecía vacilar entre dos
resoluciones opuestas. Don Alonso le observaba con marcado interés, y
procuraba cómo leer el pensamiento sobre aquella frente meditabunda.
265
Al cabo de unos cuantos momentos, Salazar preguntó:
—¿Y vosotros?…
—Mas…
Por tercera vez volvió Salazar a quedarse abstraído, y dejó pasar un largo
intervalo de silencio; después exclamó repentinamente:
266
—¡Oh!, no… yo vendré, y os traeré las dos firmas que necesitáis… Ahora,
me resta conjuraros en nombre de nuestra vieja amistad y del honor, a que
me digáis si debo confiar en vuestros prometimientos.
—¡Señor! —exclamó Estrada—; os juro por Dios y por mi nombre que hoy
se renueva en mí el afecto que nunca he dejado de teneros; y juro que
podéis confiar en mí como en vuestro hermano.
Salazar por toda respuesta abrió los brazos. Don Alonso se precipitó en
medio de ellos, y con un tiernísimo abrazo quedó sellado el juramento…
***
Cuando don Alonso volvió a reunirse con sus compañeros, y refirió quién
era la visita, qué asuntos le trajeron, y lo que habían pactado, fue saludado
por una salva de aplausos y de gustosas carcajadas. La comida se
convirtió en festín, y el duelo en francachela.
***
267
Aquel hombre era fray Roque.
268
2. Seis horas de prisión
Corría la voz de que Rodrigo de Paz estaba preso, y que sus tropas,
capitaneadas por Arróyave, se disponían a dar una batalla a las de
Estrada y Albornoz, mandadas por Francisco de Medina.
269
guardia de Medina.
270
primeros disparos.
—Que debíais no pronunciar ya más; porque esas gentes son las que os
han traicionado…
—¿Vais a engañarme?
—¡Vosotros!
—Nosotros.
—Sí, nosotros; ha tiempo que nos dan aviso sobre aviso, acerca de la
infame conspiración que urden contra vos esos que tenéis por amigos. Ha
271
tiempo que Estrada, Zuazo y Albornoz, prevaliéndose de esa penosa
situación en que nos vemos colocados, nos constriñen con sus amenazas
a firmar esta orden que debía privaros de la libertad, y más tarde causar
vuestra ruina. Hemos sufrido nuestra indignación en silencio. Si uno de
nosotros se hubiera atrevido a daros la voz de alarma, estad cierto de que
hoy no tendríais aquí dos hombres que arrostrasen los peligros de la
denuncia por venir a desatar vuestros lazos. Hemos firmado, porque así
era el mejor medio de quedar libres para sacrificar nuestra libertad, y si
fuese preciso nuestra vida, por defenderos… ¡Ah, señor!, aun suponiendo
que nosotros tuviéramos un interés cualquiera en vuestra perdición, ¿con
qué medios contábamos para aventurarnos en tamaña empresa?, ¿quién
mejor que vos conocen aqueste nuestro miserable estado?, ¿quién nos
hubiera obedecido?, ¿y a quién se ocultaría que Arróyave y los numerosos
amigos que os rodean arrasarían nuestras casas y segarían nuestras
cabezas?, ¿quién nos defendería?, ¿dónde está nuestra fuerza? En todo
caso, la prudencia dictaba que esperásemos a Benavides, si es que algo
valen las desarrapadas turbas de ese hombre, en presencia de vuestros
soberbios caballeros…
272
clase. Os doy las gracias.
273
3. Que dirá de qué modo terminó el gobierno de Estrada,
Zuazo y Albornoz
274
maña de ponerse a salvo. El tumulto entretanto seguía, y seguramente iría
a parar en una guerra civil, si los padres franciscanos, que en aquel tiempo
gozaban en México de gran autoridad, no hubieran mediado, y aunque por
algún tiempo ninguna de las partes quería aflojar, al fin se hubo de ceder a
la mayor fuerza, y el licenciado Zuazo prendió a Estrada y Albornoz,
quedando asentado que desde aquel día no se metieran en el gobierno. La
prisión de éstos fue de poca duración a lo que entiendo, pues hallo que al
día siguiente Albornoz concurrió en San Francisco a misa con Pedro de
Paz, hermano de Rodrigo, quien allí mismo lo zahirió públicamente del
atentado que había cometido en mandar prender a su hermano: sobre esto
se trabaron de palabras, y de ellas pasaron a sacar las espadas. Corrió la
gente a separarlos, y algunos salieron de la refriega heridos. Estrada al fin
los sosegó, y Rodrigo de Paz puso a su hermano en la cárcel, bien que
aquella noche lo mandaron soltar. A la siguiente, Rodrigo de Paz fue al
cuarto del licenciado Zuazo (ambos vivían en el palacio de Cortés), y
habiéndole quitado la vara de gobernador, le envió preso a Medellín, y
poco después le hizo embarcar para Cuba. Este procedimiento de Paz con
Zuazo alteró en tal manera a los vecinos de México, que quisieron salirse
de la ciudad, y lo hubieran puesto por obra, a no haberles mostrado el
decreto del emperador, que, como dijimos, mandaba a Cortés que le
enviara a Cuba a dar su residencia. Zuazo, a la verdad, era el más bien
quisto de los cinco gobernadores, no sólo por sus personales prendas,
sino también porque en aquellos primeros años no había otro que fuese
tan versado como él en los derechos; pero por su desgracia tuvo la
debilidad de firmar el decreto de prisión de Paz.
275
Salazar y Chirinos, siempre temerosos de sus compañeros que
conservaban alguna autoridad, con gente armada cercaron la casa de
Estrada, y le abocaron la artillería para derrocarla, lo que impidieron
Francisco de las Casas y Gil González. Sólo las puertas se echaron abajo,
prendieron cuatro o cinco que mandaron azotar al día siguiente, que
fueron hidalgos, por la razón que daban de querer matar a los
gobernadores. Entretanto, Estrada quedó bien asegurado; y Albornoz,
cargado de cadenas, fue llevado al arsenal.
276
4. El despacho
Es de noche.
—Omitid lo segundo.
277
—Cierto; ¿pero si a los pueblos se les hace justicia?…
—¡Oh!… pensáis…
—Sí; pero con esta ligera diferencia: que no es oro en lo que quiero que se
empapen…
—¿Vienen hoy?
—Sí.
—Pues me retiro.
Al mismo tiempo se abrió de par en par una puerta del fondo, y penetraron
en la estancia dos personajes. Uno, Mendieta, bravo y arrogante capitán,
compañero de Arróyave. El otro, militar también, era Barrientos, gran
aventurero, comandante de cien lanzas en la fuerza de Rodrigo de Paz.
278
habían hecho perder su regularidad a la nariz, dándole una forma sin
ejemplo en la naturaleza; la barba descendía hasta el pecho, sin dejar libre
en el rostro, sino dos círculos para los ojos y otro para los dos tubérculos
de papa que constituían la nariz: en la frente, demasiado pequeña,
formaba la piel dos gruesas arrugas horizontales: la cabeza era un
espantoso erizamiento, dejando ver aquí y allá ciertas peladuras
blanquizcas que anunciaban las cicatrices de horrendas pedradas o
machetazos. Se contaba que en el rostro de aquel cíclope nunca se había
visto una sonrisa. Aquello podía compararse a un cielo tempestuoso,
donde no había sino un relámpago, la mirada; y un trueno, la voz, ronca y
retumbante, que rompía por entre aquellas barbas como el rayo en la
espesura de los matorrales. Las manos grandes, y peludas también, eran
tan duras como el guantelete. Las espaldas, el cuello, las piernas, harían
adivinar lo que sería Barrientos; aunque mil anécdotas que corrían en boca
de todos los soldados, no probasen que era el prodigio de la pujanza
humana. La tradición refiere que este comandante se halló en la
sangrienta batalla de Otumba, y él solo mató a 150 hombres; cosa no
extraña cuando los conquistadores combatían forrados de acero y
provistos de armas de fuego: mas lo notable fue, que Barrientos no echó
mano de lanza, ni de arcabuz, ni de espada. Combatió a pescozones.
Varios paisanos suyos probaron también el peso de sus manos. Diremos,
por último, que es falso que este capitán no se sonriera nunca. Una vez lo
hizo; fue un día que a un criado suyo le acható el rostro de una bofetada.
Tal era el nuevo capitán que tenemos el honor de presentar a nuestros
lectores.
—¿Qué ha pasado?…
279
amenazado con acusarle de traición y soborno.
—Cierto —dijo Barrientos—. Ahora, don Pedro, resta sólo que nos
habilitéis para la marcha.
280
—Yo —dijo Mendieta—, lo dejo a vuestra consideración…
La puerta que les dio paso quedaba en un costado del aposento. Sonó de
nuevo la campana, y otro personaje apareció por la puerta del fondo.
—¡Ah!, te esperaba —dijo don Pedro—; disponte, porque hoy mismo parte
el capitán Barrientos.
—¿Cuánto lleva?
—No; vete.
Den Pedro volvió a quedar solo. Pasados diez minutos la puerta del fondo
volvió a abrirse y apareció un ujier anunciando al muy famoso caballero
don Rodrigo de Paz. Negromonte salió a recibirle hasta los corredores, y
volvió con él trayéndole del brazo. Don Rodrigo de Paz ocupó el centro de
un diván, reclinándose con majestad en los almohadones, y don Pedro se
colocó enfrente, sentado en el sitial que acaba de abandonar Barrientos.
281
—Vengo, nomás —dijo Rodrigo—, a vez si es posible que evitemos el
próximo conflicto entre las fuerzas de Benavides y las de Arróyave.
Sabiendo aquél que Estrada, Zuazo y Albornoz, han cedido el puesto a
Salazar y Chirinos, creo no habrá ningún inconveniente para sosegarle, y
aun para hacer que venga a la ciudad, y sea con los míos el sostén de los
nuevos gobernadores.
—Mirad —replicó don Pedro—, nada más fácil que lo que intentáis; y si
tenéis empeño, no vacilo en ponerlo en práctica. Pero ¿sabéis qué especie
de canalla es la que sigue los pendones de Quintanar y Benavides? Los
prófugos de la guerra de Italia, manchados con inauditos crímenes,
odiados por todos los colonos, y temibles a los pueblos inermes, que aún
tiemblan al solo recuerdo de Mendoza. Gentes sin ley, sin fe, sin corazón,
prontas a todas las traiciones, aparejadas al pillaje, capaces de incendiar
el reino, si ven que pueden sacar un grano de oro de entre sus cenizas.
Probemos a traerlos. Veréis si esa morralla no introduce la inquietud y el
desorden en la ciudad, y la relajación completa en nuestro ejército.
Además, veréis si el gobierno que se apoya en tal falange de bandidos, no
arroja sobre sí la mala voluntad de las gentes honradas, y provoca una
reacción general en pro de los caídos gobernadores.
—Es mi deber, señor, y trabajo en cumplirlo; mas para no dejar que corra
esa sangre, me he propuesto aniquilar a los hombres de Benavides.
282
—Yo tengo para mí que os costará la empresa grandes sumas de dinero, y
todavía mayores sumas de soldados.
—Con todo, señor, pienso luchar hasta la muerte; prefiero agotar los
caudales públicos, echar mano al quinto de Su Majestad, y sacrificar lo
más preciado de nuestras legiones, a dejar que un escaso puñado de
miserables siegue el fruto que han dado a don Hernando cuatro años de
inaudito heroísmo y de terribles penalidades.
—Siento haber disuelto la mayor parte de las fuerzas de Estrada; pero vos
lo quisisteis…
—¿Sí?…
—Es este: los mismos hombres que, según sabéis, tenemos colocados en
las filas de Benavides con el objeto de extraviarle, pueden, si llega la
necesidad, hacer que ese hombre vuelva a ser nuestro amigo.
—¿Cómo?…
283
—Pero eso requiere autoridad, y ante todo, confianza.
—¿Tan pronto?
—Sí, tal… ¿qué mayor prueba de fidelidad podían dar a Benavides, que
cerrar lanza en ristre contra nuestros defensores?, ¿qué más que
aconsejarles el mismo plan de la batalla, que debía darle un éxito tan
brillante?, ¿qué más que ejecutar ellos por su mano a varios de los más
temibles de los nuestros? Yo les he dicho: obrad sin piedad contra
nosotros, como si fuéseis nuestros verdaderos enemigos. El día que yo
caiga en vuestras manos, ahorcadme; no importa. Se trata de ganar la
confianza del enemigo; después veremos.
Paz se ruborizó visiblemente; como los caballeros de su siglo, era tan leal,
que casi miraba con horror estas preciosidades de la táctica.
—Bien —continuó don Pedro—; una vez que tengamos quien nos aligere
el otro platillo de la balanza, bastará que yo cargue en éste el peso de mis
propios recursos. Puedo hacer creer a Benavides que se le ha combatido
sin mi permiso…
—No.
—¿Por qué?…
—¡Cómo!
284
le pareció una grande infamia. Negromonte leyó en el semblante de
Rodrigo de Paz la sorpresa que le causaban los secretos de Estado, y dijo
para sí:
—Dios lo quiera.
—Pero la ciudad…
285
temo que esta ausencia aliente y favorezca un levantamiento de los
enemigos interiores, yo desearía que aquí se pusiera a la cabeza de los
nuestros el mismo Arróyave…
—¡Eh!… quedáos…
—¿Mañana?…
286
—¿Es esta noche?
287
5. Un secreto
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mostraban los gobernadores.
—¡Eh!, ¡buen hombre!… por aquí nadie pasa; buscad otro camino.
—¿Qué persona?
—Garduña…
—¿Necesitáis respuesta?
289
—Sí.
290
uno, más allá está otro… por aquí no hay paso… la noche llega, se me
puede creer sospechoso, y yo no encuentro adónde ocultarme… tened a
bien…
El hombre que hablaba con Juana era el hidalgo a quien conocimos una
noche arrebatado por los indios: era Jorge Villadiego y Valencia.
291
estrecha, carnosa y llena de hondos pliegues, se hubiese dilatado con la
limpia curva de la de Quevedo, hubiera causado mortificación, hubiera sido
un verdadero suplicio dejarse ver por aquel satírico semblante.
—¿Llegáis de fuera…?
—Figuráos qué salgo de… de… si queréis que os hable con ingenuidad…
de no sé dónde…
292
—¡Vaya!, ¿no os acordáis por dónde entrásteis?
—¿Sí?
—Claro… habéis de saber, hermosa niña, que una noche, por castigo de
mis grandes culpas, fuime acompañado y sonsacado por mis camaradas,
a la temeraria empresa de robarnos a un hombre. Se me ofrecieron cien
maravedís… y se me dijo que la persona que debíamos aprehender no era
sino un soberbio pollo escapado a las garras de la justicia. Ambas cosas
me decidieron por la empresa, puesto que aunque soy hidalgo, soy pobre;
y aunque soy pecador, soy enemigo de los malos. Yo iba a prestar un
servicio a la sociedad y al gobierno, y ¡zaz!, sin decir agua va, ni sálvese
quien pueda, se me viene encima un garrotazo como no le ha recibido
jamás una cabeza humana. Yo no supe si el sombrero se me sumió a mí,
o si fui yo el que me sumí en el sombrero. Fue grande mi dolor, y quedé
solo como suspendido en las tinieblas.
***
293
—¡Tocan! —exclamó la joven—; dignaos ver quién es, por vida vuestra;
debe ser mi madre.
—Os lo suplico…
—¡Apartáos!…
—El mismo, hija mía, el mismo —replicó Mencia—. ¿Por qué estás
trémula?
—Cómo queréis…
—¡Voto va!, alégrate, paloma mía, es Benavides; pero entra de paz con los
gobernadores. ¿No escuchas el saludo de la fortaleza? Ya concluyó
todo… ¡ven, asómate!… verás pasar un mar de picas, cascos y banderas,
y oirás las trompetas y los atabales, y las aclamaciones.
294
batalla. Barrientos no venía en las columnas; Benavides, que descollaba
por lo feo, se había vestido con inaudita pompa. Iba delante del primer
tercio, con la espada al hombro, haciendo relumbrar los diamantes, zafiros
y topacios de la empuñadura. Su corcel, negro y majestuoso potro de
Andalucía, levantaba la nariz henchida con aliento de fuego, enderezaba
sus orejas, y torciendo una mirada feroz sobre los muslos que
aprisionaban sus costados, sacudía las crines, hería el aire con sus
herraduras de oro, y sostenido por la brida, se arrastraba sobre la seda y
los bordados de la gualdrapa.
Como sucede en estos casos, el voto unánime de los curiosos decidió que
valía más el caballo que su caballero. Barrientos pasó contoneándose, y
tras él seguía un enjambre de capitanes y tenientes formando una
deslumbrante cabalgada. Seguía después lo que Negromonte llamaba el
canallaje de Benavides.
La fiesta duró más de dos horas. Cuando Juanita volvió a buscar a Jorge
Villadiego, halló la habitación desierta.
295
6. Que dirá cosas medianamente divertidas y atroces
Entretanto los impuestos llovían. Los indios para dar el oro pasaban como
las piedras de mina, gimiendo triturados bajo la rastra. Era de temerse un
levantamiento.
296
—No será el colono —replicó fray Roque—, sino el dinero más odiado.
—¿Cuál?
—¿Adónde?
Negromonte reconoció que Salazar decía lo muy cierto; pero eran grandes
sus apuros, y era necesario despojar a Paz a toda costa.
«¡Don Hernando ha muerto!», decían con voz trémula los amigos del
conquistador. «¡Ha muerto nuestro padre!», repetían las vírgenes aztecas
y los niños huérfanos que Cortés aposentaba en su palacio. «¡Don
Hernando no existe!», clamaban los aventureros todos soltando el arma
para llorar al generoso, al bueno, al temerario compañero de sus proezas.
«¡Ya es difunto!», cantaba con fúnebres tañidos la llorosa campana del
297
monasterio.
Entretanto, las madres, las esposas, los hijos, los hermanos, los amigos de
todos los que habían marchado con Cortés, formaban, llorando, inmensos
grupos en torno de tres hombres que se decían escapados, como por
milagro, de la horrenda matanza.
Todos los ojos tenían un velo de lágrimas; todas las bocas estaban
entreabiertas. Dos de los aventureros estaban sentados en el suelo con la
frente en la mano, y otro de ellos en pie, cubierta la cabeza con un casco
lleno de abolladuras, y las barbas como encanecidas por el polvo, alzaba
la mirada al cielo, y hablaba extendiendo sus brazos con el ademán de los
profetas, dominando con su plañidero acento a la multitud conmovida.
—¡Calle! —dijo una mujer que con otros muchos de los simples curiosos
acababa de descubrir al orador por sobre todas las cabezas—. ¿Estaré
soñando?… mira, Glorianda —añadió tomando por el brazo a otra joven—,
¿no es Pedro el que está ahí predicando?
298
La llamada Juana asió a Glorianda por un pliegue del vestido, y la llevó
hasta donde estaban tres mujeres que lloraban con agudos gritos la
pérdida de sus esposos.
—¡Vaya!, y mucho que sí, que es falso todo. Venid, venid… todo es una
broma de Pedro.
La viuda fue llevada a tirones hasta un sitio desde donde pudo contemplar
al portador de las noticias. Le conoció, sin duda, porque dio un grito de
sorpresa.
—¿Qué os decía yo? —dijo Juana más y más alegre—. ¡Ah!… esperadme
aquí… vuelvo muy pronto, voy a consolar a mis pobres vecinas.
—¡Todo es mentira!
299
pues yo me alegro… Dios los conserve muchos años.
Era un turbión feroz que adelantaba dando aullidos de cólera. Eran casi
todos los hijos, parientes y amigos, heridos por las engañosas nuevas de
los aventureros. La noticia de que habían sido burlados, oída por dos o
tres mujeres, corrió como en regueros de pólvora y se extendió por todas
partes. La reacción fue terrible. A los gritos de: ¡abajo el charlatán!, ¡muera
el pícaro!, ¡caigan los truhanes!, la multitud se aproximaba, haciendo
remolinos en torno de los tres noticiosos, que aún seguían perorando.
—¡Alto! —gritó una vieja que parecía dirigir el ejército de los ofendidos.
300
—¡Redomado hablador! —exclamó de repente la tabernera—; ¡ya os
conozco!… ¡Sois Pedro Valiente, prófugo de las filas de Cortés, petardista
de fama, ocioso, decidor y trompeta!…
301
—¡Ea!… ¡villanos!… ¡despejad! —grita el capitán sacudiendo sobre las
cabezas con el cabo de la lanza.
Eran dos mujeres, una de ellas anciana, y ambas con los vestidos
desgarrados, la cabellera desgreñada, los labios fruncidos con el gesto de
hienas, y los ojos salientes moviéndose con miradas de exterminio.
Las dos mujeres, medio inclinadas sobre el suelo, descargaban sus puños
y se levantaban como sacudidas por los reparos de una mula.
302
—Yo no voy… aunque me hagan trizas…
—Sí, señor… pero en este momento se disponen a salir los heraldos para
publicar la noticia. Prepáranse ya los funerales de don Hernando, y los
mismos gobernadores se vestirán de luto, para no dejar el menor margen
a la duda. Salazar y Chirinos quieren que se busque a los promotores del
escándalo, y que aquí, a la faz del pueblo, se les castigue por sus
embustes.
—¡Oh!, no os apuréis por eso. Allí tengo entre filas media docena de
villanos… no precisamente los culpables.
—¡Hola!…
—Sí.
303
entre el gentío.
304
¡señores, compasión, por Dios!… ¡no para mí, sino para el hijo que llevo
en mis entrañas!…
Todas las miradas convergen hacia aquel punto. Los curiosos se apartan,
y el hombre arrastra a los pies del caballo de Benavides a una joven
hermosa, que ya sin fuerzas para mantenerse en pie, camina barriendo el
polvo con sus rodillas.
—¡Mienten, por vida mía, todos estos bellacos! —grita a la sazón Pedro
Valiente barriendo a todos con una mirada de coraje; desnuda su espada,
y lánzase contra el hombre que tiene aferrado el brazo de la joven.
Trábase entonces en medio de los gritos una lucha, en que Juana Mancilla
es pisoteada, Jorge Villadiego y la Grijalva ruedan bajo los caballos
azorados, y Benavides, conteniendo el suyo que se encabrita sobre la
cabeza de los combatientes, contempla el cuadro, mostrando con sus
risotadas que halla gran fruición y divertimiento en aquella terrible revoltura
de golpes.
305
otra lánguida y empolvada, colgando.
306
Entonces Benavides hizo la señal; vibró el azote y comenzaron los gritos.
Nadie tuvo valor de escucharlos. La plaza, como escombrada por un
soplo, quedó desierta.
307
7. Que dirá qué mañas se daba Negromonte para salir de
apuros
308
difunto quedase tan reluciente como la hoja de una espada.
—Os engañáis, señor —decía otra voz que era la de Salazar—; fray Martín
de Valencia… es…
309
—Y bien…
—¡Don Rodrigo!…
—Ya lo veredes.
—¡A mí!…
—¡Sí… a vos!
Fray Roque dejó de escuchar por atender a unos precipitados pasos que
310
resonaban a sus espaldas. Pronto vio aparecer a Negromonte.
—¡Favete linguœ!…
—¿Qué pasa?
—¡Ausculta!…
—¿Olvidáis, señor, que ese hombre tiene ocultos con los bienes de Cortés
algunos centenares de armas de fuego, y que no le es difícil con esto y
con su dinero improvisar una legión muy superior a la nuestra? Por otra
parte, todos esos hombres que son la salvaguarda de nuestras personas,
no se moverán, así podían vernos en el mayor aprieto, en tanto que no
queden satisfechas las enormes promesas con que tuve que comprar su
fidelidad. Partid, señor, y yo os avisaré cuando sea tiempo.
Salazar, que como hemos dicho adolecía de una cautela exagerada, que
nunca oponía la más leve objeción a todo lo que fuera rodearse de
seguridades, salió inmediatamente, mandó disponer un caballo y partió al
galope tomando el rumbo de la fortaleza.
311
—Creo que se camina —dijo fray Roque.
312
Ahora no se me ocultan las maquinaciones de los descontentos: los
amigos de Rodrigo de Paz se creen fuertes, lo son realmente con el influjo
de Medina, y se cuidan poco de que conozcamos sus aprestos, y aun se
atreven a levantar la voz para amenazarnos. Pero no es la fuerza lo que se
requiere en este caso. Medina…
—¡Con mil de a caballo! —exclamó a la sazón una voz de trueno, por fuera
de la puerta—; ¡si no franqueáis la entrada, os acogoto, villano,
miserable!…
—Os esperaba —le dijo—, para felicitaros por vuestro valor, y haceros
presente la alegría que experimento al veros sano y salvo después del
combate.
—¿Qué tenéis?…
313
—Sí… continuad…
Los ojos de fray Roque parecían querer saltar de sus órbitas para hablar a
314
Zuleta.
—Mucho me temo que este miserable haya venido aquí al palacio a dar
cuenta de su comisión a los gobernadores.
315
—Estáos aquí —replicó Negromonte con una calma imperturbable.
Después se encaminó hacia los dos combatientes, tomó las manos del
capitán que aún permanecían estrechadas sobre el cuello de Zuleta, y las
separó con tan extraordinaria facilidad, que Zuleta, fray Roque, y más que
todos Barrientos, se quedaron asombrados con aquel prodigio de fuerza.
Éste quiso excusarse; después oponía una ligera resistencia, y por último
fue sujetado, y salió maldiciendo a todos con gran satisfacción y aparente
enojo de Negromonte.
—Os doy las gracias, señor Negromonte; pero hoy mismo recojo la
palabra que os tengo dada.
316
—¿Qué queréis?…
—¡Caballero!…
—Mirad… estoy cierto… yo hablo con franqueza; ¡qué diablo!, estoy cierto
que ese hombre con quien habéis aparentado todo el rigor de la justicia…
ese hombre saldrá mañana de su calabozo… tal vez ni entrará en él… es
un amigo…
—¿Y creéis que esto no sea más que una farsa para salvarle?…
—¡Basta!…
317
—Ahora —continuó el secretario dirigiendo la palabra a Barrientos—,
tened la bondad, señor caballero, de pasar dentro de una hora por la
explanada de la fortaleza, y volved a verme para que hablemos.
—Castigando a Zuleta.
—¿Cómo?…
—Ahorcándole.
318
8. Un desengaño
Pasaron dos días. Eran las once de la noche; las calles envueltas en la
oscuridad y empapadas por una menuda lluvia, estaban desiertas. Sólo un
hombre bien arrebujado en su capa y caídas las alas del sombrero, se
encaminaba a grandes trancos por las calles que conducían a una gran
casa llamada también Palacio de Cortés. Allí tenía aposentadas el
conquistador a muchas nobles damas, hijas, madres, mujeres o hermanas
de los caciques que habían sido muertos o prisioneros en las luchas de la
conquista. Pronto se detuvo el caballero enfrente de una ancha puerta, y
llamó, dando tres golpes con la palma de la mano. Según la costumbre
creada por el temor en aquellos tiempos, abrióse una ventana, y una voz
como caída de las nubes sujetó al recién llegado a un escrupuloso
interrogatorio. Pero éste se prolongaba demasiado, y el caballero no debía
ser un modelo de paciencia; porque al fin, retirándose algunos pasos de la
puerta, y procurando ver al que le interrogaba, exclamó con el acento con
que rompe la cólera mucho tiempo reprimida:
319
alguacil mayor, y que el asunto es de mucha urgencia.
—¡Por vida mía!… —exclamó una nueva voz juvenil y robusta—; ¡sois vos,
capitán!… dispensad… no os había conocido…
—¿No pasáis?…
—Estáis agitado…
—Iré con vos hasta el fin del mundo, capitán, e iré gustoso por serviros y
salir de esta inacción que me consume; pero traeréis órdenes, supongo,
relativas a esa dama que el alguacil mayor ha confiado a mi cargo.
320
—Es decir que hoy mismo…
—No hay tiempo que perder… entregad este pliego a esa joven, y ella os
seguirá al instante. Os espero.
321
melancólicos recuerdos. Medina escuchaba no sin conmoción aquel cantar
impregnado de ternura. La voz era robusta, varonil; temblaba lo suficiente
para remedar la expresión de un llanto apenas contenido. El laúd resonaba
a lo lejos con la celeste suavidad de las arpas eolias.
Éste guardó su laúd y esperó algunos instantes esa otra divina armonía
con que responde al trovador el rechinar de un gozne cuando la vidriera
gira a los impulsos de una blanca mano. Pero pasó el tiempo, y nada se
oía; entonces el galán se adelantó hasta la mitad de la calle, inclinóse
como tratando de buscar un objeto, y anduvo así hasta que seguramente
logró encontrarle. Después se enderezó, hizo un movimiento brusco, y al
mismo tiempo se oyó retumbar sobre las puertas de un balcón una
pedrada fuerte como el estallido de una bomba. Medina se estremeció
involuntariamente. Aquel trueno lúgubre, repetido por los ecos, se propagó
como un ¡alerta! en las profundidades de la noche.
322
La dama, insensible a los cantares, no debía serlo con aquel nuevo género
de serenatas, porque muy pronto se oyó abrir el balcón, y una voz que
debía salir de una boca hermosa exclamó dirigiéndose al desconocido:
—¿Qué me queréis?…
—Ya se conoce…
—Soy joven.
—¿Y qué?…
—Tal vez; mas yo lo sentiría por esa joven, que os tiene tan inmenso
cariño…
—¿Vos, señora?…
—Juanita.
—Yo, no…
—¡Hipócrita!…
323
—¡Ángel mío!…
—En fin, ya os tengo dicho que no quiero hablaros; bien podéis apedrear
mi puerta con guijarros o con canciones, os repito que esta es la vez
postrera que nos vemos. ¡Quedad con Dios!…
—¡Oíd, señora!…
—Me voy…
—Os juro por Cristo que no me ligan a esa joven sino los lazos de una
amistad pura…
—¡Toma!… ¿y adónde van a tener las amistades puras entre dos pícaros
de diferente sexo?… dispensadme…
324
—¡Zamora!…
Aquel grito no obtuvo más respuesta que el rumor de unos pasos que se
alejaban. La dama permaneció en vano asomada al balcón. Zamora no
volvía.
La dama del balcón siguió con la vista el rastro de la luz hasta perderla
tras la próxima esquina.
—¿Qué pasa?…
—Viene gente.
325
—¿Barrientos?… —dijo alguno.
—Aquí me tenéis —dijo una ronca voz, que era sin duda la del capitán de
ese nombre.
Dicho esto, el que hablaba se acercó a la puerta, y llamó con dos golpes
imperiosos, casi groseros. La ventanilla que se había abierto para
Francisco de Medina, se abrió de nuevo, y la misma voz de entonces gritó
al desconocido:
—¡Abrid!…
—¿Quién sois?
—Avisaré.
326
El hombre de la palmatoria comenzó a andar seguido por el gobernador y
otros ocho o diez caballeros. Todos estaban embozados; todas las capas
formaban por detrás un ancho pliegue levantado por la contera de una
espada.
Oyóse en el interior la sorda agitación producida por ese grito, que era una
amenaza. Voces confusas, batahola de muebles y carreras de pies
327
descalzos, dejaban adivinar que el rostro formidable del terror había
asomado en aquel nido de mujeres.
Aquel hombre, que era Salazar, gozoso con el susto que había inspirado,
se sonrió de una manera horrible.
Chirinos pudo oír entonces el roce de una mano que recorría el umbral,
buscando la llave. De repente la mano ciega y temblorosa tocó la llave; y
ésta, girando como la manecilla de un reloj, pasó por debajo de la puerta y
fue a tocar el pie de Chirinos. Éste se inclinó para recogerla.
328
cuidar la puerta!…
La joven india que aún estaba enfrente de Chirinos, viendo que los
embozados aquellos se repartían por las habitaciones y comenzaban a
trasegar los muebles, puso su mano sobre la del gobernador, y pronunció
en claro español estas palabras:
Cozcatl puso allí las alhajas, y volvió a colocarse enfrente de las jóvenes,
como si quisiera protegerlas con su cuerpo.
329
enrojeciéndose.
—¿No sois español? —preguntó Cozcatl dejando ver entre el espanto una
mirada candorosa.
330
desenganchar unos deseos asidos como a la salvación en la rama que
cuelga sobre el abismo. Los hombres de Pero Almindes tenían ese instinto.
Tan inaudito atrevimiento en una mujer que, siendo hija de indios, era
considerada como inferior a las bestias, merecía un castigo peor que la
muerte. Ruiz Cobos sujetó a la joven por la cintura.
331
—¡Silencio, señores!… ¡acaba de llegar don Rodrigo de Paz!… Viene
amenazante…
332
—¡Silencio! —replicó Rodrigo de Paz—; vos sois aquí el único móvil de lo
que acontece. El amor, el odio que abrigáis por una dama que rechaza
vuestro amor disoluto, es quien os trae a estos lugares en pos del desquite
o de un impuro deleite. ¡Pero yo, Rodrigo de Paz, os juro que entre vos y
esa joven hallaréis siempre la punta de mi espada!
333
—¡Obedeced!… —le dijo Salazar—, no seáis indiscreto…
—¡Mi espada —dijo Chirinos apartando con ella las picas que
amenazaban su pecho—, mi espada me la arrancaréis con la vida!…
atrás… ¡villanos!
Paz, viendo que los suyos retrocedían ante aquel amago, se volvió a
Barrientos y le dijo:
Era Negromonte; sus ojos terribles clavaron como dos puñales en el pecho
de don Rodrigo. El alguacil mayor experimentó cierto involuntario terror
ante aquella mirada, que tenía la inmovilidad y el brillo siniestro de la de
una esfinge.
—¡Señor!…
334
reacción de cólera; la indignación envolvió su frente como en un velo de
sangre; y ciego, desatentado, frenético, levantó la espada y arremetió con
Negromonte.
Éste dio un salto hacia atrás y requirió el acero. Ninguno de los que
presenciaron aquel lance supo explicar cómo, ni por dónde, ni en cuántos
pedazos voló al primer golpe la espada de Rodrigo de Paz. Un silbido, un
chorro de chispas azuladas, un grito de coraje, fue todo lo que vieron y
oyeron los circunstantes.
Cuando los dos gobernadores quedaron solos con don Pedro, Salazar,
cobarde por naturaleza, y azorado con la temeridad del golpe que acababa
de darse, interrogó al autor de aquello que él tenía por un desacierto:
335
9. La catástrofe
Concluyamos.
De repente oyóse que se descorrían los cerrojos. Una pesada puerta giró
sin hacer el menor ruido, y Salazar apareció llevando en su semblante
hipócrita la misma respetuosa compasión con que otras veces había
revestido su perfidia.
336
—Moncada… señor…
Don Rodrigo, ayudado por los carceleros, se puso en pie, dando a Salazar
las gracias con la expresión de una mirada.
—Sin embargo —continuó Salazar—; todo será inútil mientras vos, fiel,
con justicia, a la memoria de don Hernando, no arrojéis sus tesoros en
manos de Chirinos, quien exige este precio en cambio de vuestra vida.
337
—Mirad que Pero Almindes os tiene bajo su poder, y es un hombre
inflexible.
—¡Rodrigo!
—Nada. Veo que vos, el único en quien yo confiaba para libertarme de las
acechanzas de mis enemigos, no sois más que un nuevo traidor, enviado
aquí para obtener por la amistad lo que nunca lograréis por las amenazas.
—Tanto peor para vos. La avaricia, pues no puede llamarse de otro modo
el terco empeño que mostráis por ocultar esos tesoros, entorpece vuestro
espíritu, y os hará el juguete de un mal cálculo. Seréis puesto al tormento y
tendréis que confesar a gritos y entre las torturas, la palabra que, dicha
hoy en mi oído, os volverá la libertad, los bienes, el poder mismo. Pensáis
guardar ese dinero, y seréis tal vez despedazado, y al fin vuestro secreto
saldrá saludado por el júbilo de Pero Almindes, mientras vos, sacrificado
inútilmente, os sepultaréis en el olvido bajo la tumba. Cortés ha muerto:
¿quién os tomará cuenta de sus bienes? Si pensáis guardarlos para vos,
don Rodrigo, mirad que nada valen los tesoros todos de la tierra, cuando
despiden, como los de don Hernando, una aura venenosa, que si la
respiráis, os hiere de muerte. Pronunciad una sola palabra…
338
escuchado: ahora, haced lo que gustéis. Dios me mira, y aquí espero la
muerte.
En seguida salió.
339
los tesoros, como queráis decirme… adónde se oculta esa mujer que os
empeñáis en…
A este tiempo resonó por fuera de la puerta el golpe dado por las culatas
de los arcabuces en las losas de la pieza inmediata. Moncada, el alcalde,
asomó la cabeza y llamó por su nombre a Rodrigo de Paz.
—Decidíos pronto.
Rodrigo de Paz siguió por una inmensa galería, cruzó por varios pasadizos
y llegó a un patio sin arcos, inculto, medio ruinoso, el mismo en uno de
cuyos ángulos se abría la entrada de ese calabozo adonde poco antes
resonaron las maldiciones de Zapata. Paz fue introducido en aquel antro.
Allí estaban ahora tres hombres; la mitad inferior de sus cuerpos estaba
iluminada por turbios rayos de una linterna puesta sobre el suelo: las
cabezas, de una inmovilidad fatídica, dejaban ver apenas el blanco de
unos ojos siniestros. En un rincón veíase quién sabe qué bostezo
iluminado por brasas. Era la boca de una hornilla. Encima, sobre las
tinieblas, parecían flotar velos más negros que la noche, y escuchábase
ese sordo habladero que sale del fondo de una olla hirviente. Se aspiraba
un nauseabundo hedor de cochambre. La atmósfera, insensible a las
ardientes emanaciones del brasero, conservaba toda la frialdad acumulada
allí por el aliento de las profundidades.
340
Paz volvió a sentir que su cuerpo desfallecía. Aquellas brasas parecían
mirarle desde el fondo de la eternidad, con una mirada de exterminio.
—Por vez postrera —dijo una voz que era la de Salazar—, os conjuro a
que me digáis a do se ocultan los tesoros.
341
Don Rodrigo levantó el brazo; pero una mano tosca, hercúlea, poderosa, le
afianzó por el puño, mientras otras manos semejantes le sujetaban por el
cuello, y unos brazos vigorosos le ceñían por las corvas.
En otro rincón del calabozo estaba una tarima, en cuyos bordes colgaba
una hilera de argollas. Allí fue colocado de espaldas Rodrigo de Paz.
Un fuerte lazo pasó por su garganta y fue a anudarse en las argollas; otro
lazo pasó por su pecho; después un tercero se enroscó por su vientre, y
del mismo modo siguieron otros por las piernas, hasta dejarle en la
inmovilidad completa. Rodrigo de Paz gemía sordamente; sus pies habían
quedado fuera de la tabla. Un hombre se acercó a descalzarlos; otro tomó
la linterna, se dirigió al brasero, y asomó la luz sobre una especie de
caldera donde borbotaba un líquido. Era aceite.
342
—¡Matadme!… ¡por Dios!… —exclamó don Rodrigo cuyo rostro se había
puesto inconocible; tal era la lividez, la demacración que habían impreso
en él algunos instantes de aquel tormento.
—También.
La caldera, puesta sobre los carbones, fue llevada hasta tocar con una
extremidad de la tarima. Uno de los ejecutores aflojó ligeramente las
ligaduras, tomó a Rodrigo de Paz por una pierna, y le atrajo hasta que las
corvas se doblaron sobre el filo de la tabla. Los pies, sostenidos por el
verdugo, fueron bajando poco a poco hasta quedar sumergidos en la
caldera.
Paz abrió los ojos, enderezó la cabeza lo más que pudo, y recorrió los
ángulos del calabozo con una mirada. Volvió después a su postura, y se
quedó viendo tranquilamente a los verdugos.
Las pupilas estaban tan dilatadas, que los ojos, de azules que eran, se
habían vuelto enteramente negros.
343
párpados un torrente de lágrimas.
Después salió.
Lázaro retiró el anafre con la caldera, y dijo a los otros dos carceleros:
El otro carcelero, que se entretenía en rociar con agua los carbones del
anafre, abandonó su ocupación y vino a examinar el objeto que su
compañero le mostraba.
344
difunto. Después soltó una risotada. Aquella escena era repugnante.
—Sí… acércate.
345
tarde… a ver, dame más agua porque hoy hemos corrido como
demonios… ¡agua!…
Zancadilla tomó un cántaro que los carceleros habían dejado allá para el
preso, y le acercó a los áridos labios de Rodrigo de Paz. Éste comenzó a
beber; pudieran enumerarse los tragos, por el extraño ruido que producía
el agua al pasar por aquella garganta insaciable.
Oyéronse pasos…
346
—Que puesto que es imposible dar cumplimiento a lo pactado, os
dignaréis volver a tomar vuestro dinero.
347
De repente sintió que una mano se apoyaba en su espalda. Aquella mano
parecía tener propiedades galvánicas. La cabeza del pobre alcalde se
erizó como la cola de un gato. Sus mandíbulas se trabaron, su cuerpo todo
fue acometido por un calambre.
—¡Con mil diablos! —dijo una voz colérica—; ¿tendré que levantaros a
puntapiés, señor Moncada?…
—Bien… ¿y al caballero?
—¿Quién?
348
—¡Valencia!…
—Sí, señor; la dama le fue entregada ayer por don Francisco de Medina.
¿Cómo ha podido salir esta dama?…
Entonces fue cuando Isabel volvió el rostro, y saltó como impulsada por un
resorte.
349
—Moncada —dijo Chirinos volviéndose al alcalde—, sujetad también a esa
mujer.
—¡Oh, señor! —exclamó la joven—, ¿qué vais a hacer?… ¿en qué puedo
ofenderos?… ¿es un crimen haberme negado a la deshonra?… ¿por qué
me pedís un imposible?…
Como toda lucha desigual, esta tomó el innoble aspecto de una matanza.
Con todo, el puño de Zapata, desplegando un vigor y una destreza
increíbles en su edad y en su clase, dominaba aquellas tres espadas que
retrocedían y que parecían temblar al restallido de su acero.
No era menos atroz la escena que tenía lugar con Isabel y los hombres de
Moncada. Éstos eran Lázaro y Jeofre, los dos verdugos, prontos siempre
para la violencia.
350
Lázaro clavó sus garras en el vestido de Isabel, y la atrajo. Las faldas
crujieron, la joven se asió con más fuerza a Rodrigo de Paz, y ambos y el
colchón fueron arrastrados hasta el centro de la galería.
351
esta dama al sitio de donde la habéis traído. Llevadla en la litera que
destinábais a Rodrigo de Paz.
Zapata envainó el acero y cruzó por entre sus adversarios, que le vieron
pasar atónitos. Cuando llegó junto a don Pedro, le dijo descubriendo su
cabeza humedecida por el sudor de la lucha.
352
Chirinos dio un salto y retrocedió hasta la pared, fijando miradas de
indescriptible asombro, ya en Lázaro, ya en Negromonte.
353
perfil de aquella fúnebre cabeza dormida, cuya noble expresión no había
podido ser desfigurada ni por las contracciones del dolor ni por el gesto de
la muerte.
354
Libro tercero. Un gobierno en bonanza
Perchè fumin più laute ed odorose
le vostre mense, é vi corchiate ol fianco
in più morbido letto…
……………
Far che pianga l’onesto cittadino
l’utile artista…
MONTI.—Galeot.—Manfred.
355
1. Que a grandes saltos pasará por los acontecimientos de
seis meses, para acercarse al último libro de esta historia
356
asegurar a los que se les habían escapado y refugiado en San Francisco,
cercaron aquel convento, y sacados de él, los pusieron en la cárcel. Esta
insolencia no la sufrió fray Martín de Valencia, que era el juez eclesiástico
en México, e inmediatamente requirió por tres veces a los gobernadores,
amenazándoles con las censuras eclesiásticas, si no reponían en el mismo
lugar a los retraídos; pero Salazar y Chirinos, sordos a estos
requerimientos, no cesaron. Visto esto por el custodio, fulminó entredicho
en la ciudad, y con sus frailes y vasos sagrados, salió en procesión de
México, y se fue a Tlaxcala. Esta demostración desconcertó los proyectos
de los gobernadores, que se veían sin fuerzas bastantes para hacer frente
a un pueblo que, tocado del poco respeto que mostraban a las penas
eclesiásticas, iba a hacer en ellos un ejemplar; y así, poseídos de este
temor, hicieron volver a los religiosos, y repusieron los retraídos en el
convento. Fray Martín de Valencia, luego que volvió de Tlaxcala, los
absolvió públicamente, bien que en este acto de religión se portaron con
irreverencia, vomitando muchos dicterios contra los frailes, con grande
escándalo de los buenos cristianos.
357
Cortés, a quienes despojaron de sus repartimientos y bienes: hubieran
querido asegurarlos a todos; pero no tuvieron esa satisfacción, porque
muchos se les escaparon de entre las manos, otros con tiempo se
retiraron a sitios fragosos, y finalmente, algunos se ocultaron de tal
manera, que no se supo de ellos hasta que Salazar y Chirinos fueron
presos.
358
comisiones. A más de esto, para dar pesadumbre a los amigos de Cortés,
unas veces decían que tenían orden del emperador, de prenderlo; otras
que si llegaba por allí le ahorcarían: ellos no sabían lo que decían, ni
guardaban consecuencia en vejar a los vecinos y a los mexicanos. Llegó a
tanto su insolencia, que a Francisco Bonal, justicia de Veracruz, mandaron
que obligara a volver a Castilla a cualesquiera juez pesquisador que de
allá arribara. Por este tiempo, en un viejo torrejón se halló gran cantidad de
oro que el tesorero Albornoz pidió para el emperador, conforme a las leyes
publicadas sobre los tesoros de los mexicanos; pero Salazar se negó a
consignarla, por la razón de que aquel edificio lindaba con su casa.
»El exceso tocaba a lo sumo, y así al mismo tiempo Dios iba disponiendo
las cosas de manera que en parte se castigaran aquellos tiranos, y
renaciera el orden en la porción más noble del Nuevo Mundo. Fue el caso,
que llegaron a los gobernadores en aquellos días diversos correos
despachados a toda furia, con la noticia de que los pueblos de Huayaccic
o Oaxaca, se habían sublevado contra los españoles y dado la muerte a
ocho o diez de ellos, y a unos ocho o diez mil mexicanos que éstos tenían
empleados en la saca de metales; nueva que les fue tan sensible, que
inmediatamente Chirinos, con doscientos infantes y cien caballos, salió a
aquella expedición en pos de los rebelados, que cargados de oro, de un
peñol en otro se defendieron bravamente, hasta que se hicieron fuertes en
uno que no pudieron tomar los españoles en cuarenta días de sitio, de
donde una noche sin ser sentidos alzaron su real, burlando de este modo
la pericia militar del jefe español. La jornada de Chirinos, así como fue de
sumo gusto para Salazar, que tiempo había aspiraba al gobierno sin
dependencia de otro, también aceleró la ruina de ambos. Chirinos, a la
verdad, como se puede colegir de lo dicho hasta aquí, no era tan insolente
como Salazar, ni menos tan cruel, y por lo mismo, luego que se publicó en
la ciudad y fuera, que sólo Salazar quedaba de gobernador, se alborotaron
los vecinos, temerosos de lo que les podía suceder, y también porque se
persuadieron que el viaje de Chirinos era un pretexto, y que la verdadera
causa no era la sublevación de los oaxaqueños, sino el ganar los puertos
casi inaccesibles por donde Cortés debía volver a México; así que,
echando el pecho al agua le despacharon por diversas partes correos,
avisándole todo lo sucedido, y previniéndole de la trampa que sus
enemigos le ponían. Fue en vano esta diligencia, por el cuidado que
359
tuvieron los gobernadores de cerrar los caminos; ni Cortés hubiera sabido
parte de lo que pasaba en México, si a la audiencia de la Española no
hubiera llegado la nueva de su muerte y de sus compañeros, como lo
habían publicado los gobernadores. Este cuerpo, que en las Indias
representaba la persona del emperador, se creyó obligado a la
averiguación de un hecho que tanto interesaba a la monarquía; para esto
hizo aprestar una embarcación, que al mando de un sujeto de confianza,
se hiciera a la vela para el reino de México. A pocos días de salido aquel
buque del puerto, surgió en Cuba, en donde a la sazón se hallaba el
licenciado Zuazo; éste dio noticia al capitán, que Cortés se hallaba en
Honduras, y que todo lo que se decía de su muerte había sido un embuste
de los usurpadores de aquella gobernación. El capitán dirigió allá su
camino, llevando pliegos de Zuazo en que daba cuenta a Cortés de que
Salazar y Chirinos, fiados en la protección del comendador Cobos, se
habían apropiado el gobierno, y de todo lo que había pasado hasta su
embarco. Ésta fue la primera noticia que Cortés tuvo de los sucesos de
México, noticia que le consternó tanto, cuanto no es fácil de explicar.
Dudoso del partido que debía abrazar, como español religioso, levanta el
corazón a Dios pidiéndole que lo ilumine, manda que se hagan
procesiones, y oída la misa del Espíritu Santo, da orden a Gonzalo de
Sandoval que marche con la tropa por el camino de Guatemala a México:
deja en Trujillo a Saavedra, y en la misma vela que le trajo la fatal noticia
se embarca para Veracruz. Estando ya sobre una ancla, muda el viento, y
vuelve a tierra a apaciguar ciertas diferencias de aquellos vecinos. Hízose
después a la vela, y navegaba con buen viento, cuando a dos leguas se
quebró la antena mayor, y le fue preciso volver al puerto. Se detuvieron
tres días en empalmarla, y por tercera vez Cortés se embarcó, y habiendo
corrido en un día y dos noches con viento a popa a cincuenta leguas de
Trujillo, sobrevino un furioso norte, temible en aquellos mares, y rompió el
mástil del trinquete por los tamboretes: con esta desgracia y un mar
grueso, apenas pudo la embarcación entrar al surgidero. Vuelto Cortés a la
ciudad, hizo celebrar misas y otras públicas oraciones, y pareciéndole que
la voluntad de Dios era que en aquellas circunstancias no fuera a México,
en la misma embarcación despachó a Martín Dorantes, su lacayo, con
pliegos en que revocados los nombramientos de gobernadores en Salazar
y Chirinos, sustituía en su lugar a Francisco de las Casas. Le entregó al
mismo otras muchas cartas para sus amigos, y para autorizar al
360
mensajero, se embarcaron con él muchos caballeros y caciques, personas
de cuenta».
361
Libro cuarto. El castigo
362
1. La alianza
Es el 25 de enero de 1526.
Una barca silenciosa corta el espejo de las aguas y dirige el rumbo hacia
un cerrillo que por el lado del sureste se alza cobijado por la sombra de la
cordillera, y hunde en el lago su falda orlada de verdura.
363
—Sí —dijo otro de los caminantes impulsando suavemente la puerta.
—¡Por el diablo! —dijo una voz—; está escarchando, y este maldito indio
se olvida de nosotros.
—Bien… desesperáos.
—No —dijo el desconocido—; las voces que he creído oír, suenan por
rumbo opuesto. Veamos…
364
—¿Oís algo, fray Roque? —dijo el gobernador.
—¡Bah! —dijo Salazar—, he aquí los pasos y las voces que habéis oído…
***
—¿Qué cosa?
365
—Nunca la he tenido, señora.
—¡Bah!, os chanceáis, caballero… ¿no decíais que todas las señas que
hemos hallado en el camino coincidían con vuestros recuerdos?
—Sí… mas…
—¡Toma!, primero por el aire, que era completamente libre; luego por la
falta de ese olor de diablo que sale del fondo del canal removido por el
remo; después, por el silencio que parece crecer con la extensión y la
profundidad de las aguas; después por las conversaciones de los indios,
callados mientras yo vagaba en las acequias, como lo indicaba el ladrido
de los perros de la ciudad, y el eco de algunas campanadas; y el ¡alerta!
del palacio y de la fortaleza… después…
:—Adelante…
—Es claro; sólo por el lado de Iztapalapa se arrastran y dan topes las
canoas. ¿No os acordáis que las embarcaciones de Cortés no pudieron
acercarse a este punto?
—Sí, tal… allá el piloto de nuestro bergantín nos dijo que las aguas se
habrán retirado del Huixaahtecatl en el espacio de dos años…
—Bien…
366
—Entonces —dijo Juana—, ¿por qué creéis haberos extraviado?
—No…
—Venid; el paso continuo de los indios debe haber formado una vereda…
busquémosla…
—¿Qué?… ¿adónde?…
—No…
—¡Por mi madre!… creo que Dios nos ayuda… ¡mirad esa luz!…
¡canario!… que me despellejen si no son esos caribes que vienen a visitar
su cueva…
367
Juana asió a Jorge por una punta del ferreruelo, y comenzó a caminar
silenciosamente por los claros que ofrecía el laberinto de los breñales. La
luz se había detenido.
—No importa.
—Mirad que…
—Pero… ¿no sería más prudente que nos volviésemos los dos, señora?…
368
escondite; veremos dónde queda, señalaremos su sitio y el sendero para
volver mañana. Haced luz…
—Por aquí se han perdido; la entrada debe estar oculta en esta espesura.
Guiad, señor Villadiego.
369
—¡Miedo!, señora…
—O desconfianza …
—¡Ah!… yo os doy las gracias por vuestra generosidad; pero nada temáis
por mí, señor Villadiego… cubrid esa luz… yo voy a descender… os dejo
en libertad para quedaros o seguirme…
370
parecían moverse con las ondulaciones de la flama. La luz parecía tragada
por las profundidades de la bóveda.
371
—Ahora —continuó Temachti—, ¿qué más queréis?… hablad… no temáis
aventurar el más brillante de vuestros sueños.
—¿Cuánto es lo que rinde esa nación… o qué cantidad es esa que dices?
—preguntó el cacique.
—¿Por mes?
—No, diarios mientras dure la guerra, y te doy un año para que la lleves al
término.
—¿Y vosotros, qué deseáis? —dijo Temachti recorriendo con una mirada
poderosa el círculo de los conquistadores.
372
entregado a Cempoatl; resta saber si el precio lo quieres en piedras, en
metales, en esclavos o en tierras.
Fray Roque levantó la frente con orgullo, hizo chispear una mirada que
hubieran envidiado César o Mitridates, y repuso con aplomo:
373
—¡Oh! —dijo Tetzahuitl—, yo te llevaré adonde nunca han impreso su
huella las plantas del hombre, ni han resonado sino mi voz y el graznido de
las águilas.
—A nada.
—No.
—¿Quieres veinte?
—Tampoco.
—Nada.
374
—Tenéis justicia —dijo Salazar lleno de turbación.
375
—Todo, todo lo que quieras es útil y bueno —dijo Tetzahuitl—; ahora
señala el día para conocer y medir la distancia que me separa de tan grato
destino…
—¡Mañana!
376
2. Donde el lector verá dos nuevas víctimas enfloradas para
el sacrificio
377
—Ya lo creo —dijo la conocida voz de fray Roque—; este imbécil pudo
perdernos con su necia pregunta. Pero creo también que esta imprudencia
será la última.
—¡Ah!, se adelanta.
—¡Todos!…
—¿Todos?
—Pero la fuerza aumenta, y esto les dará el valor que les falta.
378
—Si les damos tiempo… mas ya sabéis que sólo espero a que se reúna
allí todo lo más terrible, para darles el golpe… Salazar ha querido
atacarlos, pero teme la excomunión… yo haré volar el monasterio; y la
comunidad y sus excomuniones, y su florido ejército de caballeros, serán
en un instante menos que el polvo donde todos se abismen.
—Amén —volvió a decir fray Roque—; pero tan bello porvenir, puede
acaso desvanecerse como un sueño…
—Todo es posible.
379
aún duden, mañana se convencerán, cuando presencien el matrimonio de
las viudas.
Villadiego reunió todas las palabras que el viento había llevado hasta sus
oídos, y después de filosóficas y concienzudas reflexiones, vino a dar a
esta consecuencia:
A las dos horas entraba por una sombría calle de naranjos, que del centro
de Iztapalapa le condujo a la orilla del lago. Sonando las tres de la
mañana, Villadiego desembarcaba en México. Internóse por las calles de
la ciudad, y pronto se detuvo en una puerta. A los primeros golpes se
iluminaron las hendeduras del postigo, y una voz gritó desde adentro:
380
escalera, y penetraron en un aposento.
Allí no había otros muebles que un lecho, una mesa de caoba, dos o tres
bancos de encino, y en un rincón dos caballetes, un arnés, la espada y el
arcabuz de Zancadilla.
—Tres: yo me acuesto.
—No haréis tal, compadre; a las cuatro estamos citados por esas damas, y
apenas tendréis el tiempo necesario para prepararos.
—Sí.
—¿Tan pronto?
381
No es importante pormenorizar la descripción de la casa.
Diana, la más joven, había sido bonita quince años antes del momento en
que la presentamos a nuestros lectores. Ahora su rostro, donde no se
extinguían aún los últimos reflejos de una antigua hermosura, iba tomando
esa circunspección involuntaria que dan a las fisonomías la edad, la
reflexión, y esa serie de ilusiones y desengaños que constituye la vida. La
frente había perdido su tersura. En las mejillas, todavía sonrosadas,
podían adivinarse el número y la dirección de los pliegues que allí
marcaría la sonrisa. Eran blancos los dientes, los ojos brillantes, la barba
todavía graciosa. La garganta parecía tener aún veinte abriles. Diana
había sido alta, delgada, esbelta, ligera, flexible, allá en otros tiempos,
cuando triscaba en las márgenes del Betis, acariciada por las auras
perfumadas de Andalucía. Ahora su cuerpo, fatigado con el peso de los
treinta y cinco, no conservaba de aquellos encantos más que la sombra;
pero aún aquella sombra podía satisfacer el corazón, y envolver una
cabeza juvenil con el dorado velo de las postreras ilusiones.
382
cabellera, que pintan cruzando por el azul del cielo, fija la mirada en los
astros.
Diana contaba diecisiete años, cuando fue casada por su padre con un
hombre a quien no profesaba más afecto que el de un amigo. El día que
supo que la destinaban a enlazarse con Alonso Molineta, centurión en los
ejércitos de Flandes, rompió en llanto, y arrojándose a los pies de su
padre, le dijo:
383
pareció el demonio: era Negromonte.
……………
Clara tenía cuarenta y ocho años. En sus quince había sido gorda, fresca,
alegre, colorada, «hermosota» como suele decirse. Semejante a una dalia
que tronchada de su tallo se marchita sin perder sus colores, Clara
conservaba los que una infancia nutrida con el aire de los campos había
extendido sobre sus robustas mejillas. No le faltaba un solo diente; pero
los labios habían perdido el brillo, y el vello que treinta años atrás formaba
sobre el labio superior una leve sombra, comenzaba a poblarse en sus
extremidades con algunas canas, que en fuerza de los continuos
repelones habían acabado por tomar el grueso y la rigidez de una cerda.
Los ojos eran grandes, algo salientes, animados, pero su párpado inferior,
caído por el lagrimal, mostraba sobre el rojo de la conjuntiva el cauce
ahondado por el continuo escurrimiento de una lágrima. Las cejas muy
abundantes se juntaban sobre la nariz, que era tosca sin ser deforme.
Los párpados comenzaban a atirantarse como bajo el peso del sueño. Del
sueño; porque la vida es una desvelada; envejecer es cabecear, morir es
dormirse…
Clara leía muchos versos, y sabía amar… esto costó sendas pesadumbres
a Redondillo, el infeliz esposo de aquella gorda que, como María
384
Antonieta, podía ser acusada de ternura. Redondillo se daba al diablo,
pero sufría en silencio. ¿Por qué?, le preguntaba un día uno de sus
amigos. ¿Qué he de hacer?, dijo; ella es la dueña del dinero. Entonces el
amigo le replicó, diciéndole en latín este bien traducido epigrama de
Marcial:
Clara, que según la fama contaba con algunos miles de maravedís, fue
solicitada, como todas las viudas ricas, por un sinnúmero de perdularios.
Pero ya su corazón tenía dueño. Un hombre la había comprendido. Aquel
ser clásico, aquella figura elegida por la romancesca fantasía de Clara,
aquel hombre capaz de realizar el sueño de amor de una alma ardiente,
era… ¡qué abismo es la mujer!; aquel hombre se llamaba y era Jorge
Villadiego y Valencia.
***
385
—¡Las cinco y media! —exclamó Diana levantando un dedo para señalar
la dirección que traía el eco de las campanadas.
—¡Qué!… niña…
—¡A ver!…
—¡Son ellos!
En verdad, por la calle que debe ser hoy la del Tompeate, acababan de
aparecer Jorge Villadiego y el deslumbrante Zancadilla.
—¡Qué!
—¿Adónde?… no…
—¡Ah!…
386
Pasaron diez minutos. Se abrió la puerta que daba al corredor, y
aparecieron con sombrero en mano los dos novios, saludando con una
graciosa cortesía.
387
—Sentáos, Valencia; creo que todavía es demasiado temprano.
—¿Estáis impaciente?
—¡Canario!… ¿y me lo preguntáis?…
—¡Ay, Valencia!…
—¡Valencia!…
—¡Presente!
388
—Digo, señora, que todavía no es tiempo de entrar en semejantes
polémicas… allá cuando sepáis que otra mujer me goza…
—¡Te mato!…
—¿Cuáles?…
—Redondillo.
—¡Ah, vosotros los hombres queréis poseer el corazón de una mujer hasta
los últimos rincones donde moran los afectos más inocentes! ¿Y para qué,
Valencia?… para llenarle de amargura.
—¡Ingrato!…
389
¡Pum! Clara abrió los brazos y cayó sobre Villadiego con el peso de una
avalancha. Aquello era el abrazo de un Hércules.
—¡Copa de amargura!…
—De lo que fuere; todo es lo mismo; pero alzáos, señora… ¡eh, qué
diablo!, vamos a desquebrajar este vidrio…
—¿Me amas?
—¡Mientes, perjuro!
—¡Canario!…
390
***
391
3. Las burlas de la suerte
—¡Aquí!
—Pedro de Paz.
—¿Él os envía?
—Sí.
—¿Desconfiáis?
El portero aquel, en vez de responder sacó las narices por entre las rejas
del postigo y procuró observar la facha y catadura del desconocido.
392
—Si tuvieseis la bondad de esperarme… iré a avisar al prior…
—Sí.
—¿Cortés?…
—El mismo.
—¡Por el diablo!
Pasó un buen rato; al cabo comenzaron a rechinar las ventanas, por cada
una de las cuales se asomaban cautelosamente varias cabezas, que
parecían cuchichear, observando con desconfianza al caballero.
—¿Buscábais a Alvarado?
—Sí.
—¿Qué se os ofrece?
—¿Sois el capitán?
393
—Soy Martín Dorantes, llego enviado por mi señor, con cartas para vos y
para el capitán Andrés Tapia.
***
Daban las seis cuando la puerta volvió a abrirse; salieron de ella dos
hombres embozados, y se encaminaron, casi a escape, rumbo al palacio
del Empedradillo.
—¡Abrid!…
—¡Voy allá!…
Sonó la llave, abrióse la puerta, y los dos hombres se lanzaron por aquel
zaguán sin atender a las reclamaciones del portero; treparon por las
escaleras, se entraron en los aposentos y fueron a golpear los vidrios de la
misma habitación adonde Salazar dormía.
—¿Garrido?…
—Sí, señor…
394
Garrido impulsó la vidriera, y él y su compañero penetraron dentro de la
alcoba.
—Ignoramos…
—¡Llamad a Benavides!…
395
—Sí —dijo éste abalanzándose al balcón.
—¡Ocampo! —gritó Garrido al del balcón—; venid con nosotros… por aquí
hay una salida…
—Sí, señor…
396
—¡Dios!… ¿y qué fuerzas traen los conjurados?…
—Doscientos.
—¿Cañones?…
—Doce.
***
En cosa de 20 líneas, don Lucas Alamán cuenta los hechos que la ciudad
presenció aquella mañana entre el asombro y la alegría.
397
denodadamente con ellos a atacar a Salazar; pero antes de hacerlo,
dejando la tropa situada en las esquinas de las calles, Tapia se adelantó a
caballo a hablar con Salazar, a quien le pidió manifestase las cartas e
instrucciones del rey que había dicho tener para sus procedimientos contra
Cortés, y habiendo dicho que no las tenía, Tapia, arremetiendo con el
caballo, gritó a la gente que acompañaba a Salazar: “Caballeros,
prendedle; no queráis ser traidores”. Entonces Salazar tendió la mano con
la mecha a un cañón, diciendo: “Calla, si no quieres que pegue fuego”, a
cuyo tiempo don Luis de Guzmán que mandaba la artillería de Salazar,
temiendo ser atacado por la espalda, la hizo entrar a la casa con parte de
la gente: el resto que quedó fuera se unió con Tapia, y éste acometió
contra la casa, cuya puerta fue derribada y la casa entrada por muchas
partes. Tapia cayó del caballo herido de una pedrada; y Jorge de Alvarado
dio presto con Salazar, a quien él y los demás jefes pudieron salvar del
furor de los soldados: la gente de Salazar se desbarató y huyó, saltando
por las ventanas y paredes. A Salazar le echaron una cadena al cuello, y
con mucho vituperio le pasearon por calles y plazas para que todos le
viesen, y no juzgándole seguro de otra suerte, le encerraron en una jaula
de vigas gruesas que al efecto construyeron».
***
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—¿Qué queréis?… paréceme que los que marchan al peligro deben estar
aparejados a la muerte.
—¡Cómo de qué!…
—Sí.
—¿Un placer?
—¡Un consuelo!
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4. Que será un modelo para los autores que tengan
precisión de terminar una historia
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suspendían a su cuello, guardados en el interior de un relicario. Desde
entonces aquella mansión podía compararse solamente con los castillos
encantados de la leyenda. Era transparente, aérea, maravillosa, como el
alcázar que la imaginación de los poetas de la antigüedad formó a Tetis
bajo los cristales del océano. Era colosal, magnífica, deslumbrante, como
los palacios de piedras preciosas donde el árabe, en sus sueños de amor,
mira danzar a las huríes en pos de un eco celestial, o arrebatadas en un
torbellino de deleite.
—¡Del diablo! —dijo Benavides, que no pensaba sino en que se diera fin a
la ceremonia, y marcharse.
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Cuatro mujeres vestidas con ondulantes batas de gámbalo y ceñidas con
una diadema de esmeraldas, entraron columpiando voluminosos
incensarios.
A sus pies había fuego. Allí arrojaron las vírgenes nuevos perfumes.
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lo futuro y tranquilos en el fondo de aquella mansión, cuya existencia era
un misterio, no hicieron alto en una sombra que se deslizaba tras de las
columnas e iba a ocultarse a poca distancia de los novios, tras la espesura
del follaje.
Llegó el momento en que Isabel, pues lo exigían los ritos, debía dar siete
vueltas en torno del fuego. Dejó su manto a una de las doncellas y fue a
colocarse en un extremo de la estera…
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de Alvarado; éste soltó la espada; por las rejillas de su visera se
desbordaron negros chorros de sangre, y se abrazó desvanecido al cuello
de uno de sus castellanos.
A una voz, y al restallar de un nuevo golpe que asestó don Pedro sobre
otro de sus adversarios, Barrientos, Benavides, fray Roque y todos los
suyos, los caciques, los sacerdotes, y hasta las vírgenes que conocían les
esperaba la esclavitud o la muerte, arremetieron con los guerreros de
Alvarado. Entretanto, éste y Dorantes habían sido transportados fuera de
la gruta. Gil Pérez, uno de los conjurados que permanecía en el campo
con el grueso de los castellanos en espera de una señal para lanzarse al
exterminio, vio aparecer en la entrada de la cueva un grupo de españoles
llevando en peso a los dos heridos que mugían de dolor y de rabia. Mandó
los llevaran a la ciudad vecina para que recibiesen los primeros socorros;
después se apeó de su caballo, mandó que todos hiciesen lo mismo y
encendieran la mecha de los arcabuces, y dando un alarido salvaje se
hundió en la garganta de la cueva, seguido por el tropel de sus soldados.
Abreviemos.
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Benavides se batía a estocadas con Gil Pérez. Barrientos, empuñando por
el cañón un arcabuz, hacía prodigios y sembraba el suelo de cadáveres.
Más allá Tetzahuitl, que sostenía con uno de sus brazos a Isabel, casi
exánime, y teniendo a sus plantas heridos o muertos a los principales
caciques, blandía empapada en sangre su terrible macana, replicando a
cada golpe de sus adversarios con el crujido de algún cráneo que se
desquebrajaba salpicando de negro a los combatientes.
—¡No le matéis! —gritó Gil Pérez a los suyos—, ¡guardadme a ese indio
para la horca!…
Desde entonces trataron solamente de parar los golpes. Gil Pérez dejó
abandonado a su adversario en manos de un grupo de soldados; arrebató
a uno de ellos su arcabuz, y acudió al sitio donde Tetzahuitl combatía.
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próxima al solio, estaba escondida en la penumbra.
Allí había una escalera; por aquella escalera se bajaba al seno donde
estaban abiertas por el filo del hacha las barricas de pólvora.
***
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Epílogo
Si Redondillo y Molineta no hubieran perecido como tantos otros bajo los
escombros de la gruta, hubiéramos presenciado algunas divertidas
escenas… pero no hubo tiempo…
***
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dulzaínas y el eco guerrero de las trompas, para pronunciar el nombre de
Cortés, ya saludado por la gloria.
Sin embargo, todo este júbilo fue obra de los gachupines, como después lo
ha sido de unos cuantos léperos la pompa con que las ciudades parecen
festejar a cualquiera de sus tiranos.
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Vicente Riva Palacio
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El género que más le sonríe siempre en popularidad es la novela. Realiza
la mayoría de su obra novelesca entre 1868 y 1870. Tuvo a su disposición
la mayoría de los archivos de la Santa Inquisición, lo que le brinda una
grandísima cantidad de información que plasma en sus novelas de tema
colonial. Sólo una de sus novelas (Calvario y Tabor) es de toque militar.
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