Andrea Frediani. Maraton PDF
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Andrea Frediani Maratón
ANDREA FREDIANI
MARATÓN
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Índice
Resumen..............................................................4
Antes de comenzar..............................................5
I............................................................................8
II.........................................................................13
III........................................................................24
IV.......................................................................34
V........................................................................48
VI.......................................................................60
VII......................................................................74
VIII......................................................................89
IX.....................................................................100
X......................................................................116
XI.....................................................................130
XII....................................................................144
XIII....................................................................156
XIV...................................................................168
XV....................................................................179
XVI...................................................................191
XVII..................................................................204
XVIII.................................................................218
XIX...................................................................232
XX....................................................................243
XXI...................................................................254
EPÍLOGO DEL AUTOR.......................................257
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RESUMEN
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ANTES DE COMENZAR
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II
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carrera que se realiza después del mayor esfuerzo que un hombre pueda
realizar: después de horas bajo el sol combatiendo, después de pasar gran
parte de la jornada de pie con la panoplia encima, después de haber
defendido su propia vida. Se han apresurado a realizar una distancia
insostenible para la gran parte de los atletas. Resultaría difícil incluso para
los dioses.
Qué raro, piensa Eucles, comenzar a correr ya cansados. De los tres,
probablemente, el único que ha vivido una experiencia lejanamente
parecida sea Filípides, que acababa de regresar de Esparta la semana
anterior al enfrentamiento, después de haber ido corriendo hasta allí. En
las competiciones, de hecho, es muy recomendable llegar entrenados y
descansados para poder dar lo mejor de uno, sin límites. Pero esta vez los
tres competidores tienen demasiados límites. El peso de la batalla en la
que acaban de participar disminuye sus reflejos y oscurece la vista, y la
responsabilidad que pesa sobre sus hombros paraliza los músculos, quita
el aliento todavía más que el esfuerzo que acaba de realizar. Un esfuerzo
que debería haber sido suficiente para cualquier ser humano, para
cualquier guerrero. Desde siempre, la batalla es el ápice de una campaña,
y después de ésta sólo hay sitio para el descanso. De vez en cuando se
persigue al enemigo derrotado, se corre tras él en el campo de batalla
para conseguir prisioneros o sólo para despellejar a aquel que se consiga
alcanzar. Pero se trata de un tiempo relativamente breve, de un anexo al
enfrentamiento que es difícil de separar del propio enfrentamiento. Esta
vez uno se ha tenido que levantar inmediatamente después de haberse
desplomado sobre el suelo, agotado, para realizar un esfuerzo todavía
mayor del que acaba de llevar a cabo. Y después de la madre de todas las
batallas. La batalla contra los persas.
Eucles se da la vuelta un instante, observa el campo del
enfrentamiento. Lo hace para animarse, para convencerse de que ha sido
de verdad uno de los protagonistas de un acontecimiento extraordinario,
de una empresa que consagrará a los atenienses y a los platenses en la
historia. Ve a los conmilitones aplaudiendo, todavía amontonados en el
punto del que se han marchado él, Filípides y Tersipo. Detrás de ellos, al
fondo, en el sector donde había comenzado la retirada persa, otros
hoplitas, junto a la infantería ligera y a los esclavos, excavan la fosa
común y levantan el túmulo de la victoria. Y ve a los estrategas ocupados
en discutir todavía sobre la mejor estrategia para prevenir la amenaza
enemiga por el mar, o sobre la más eficaz para arenar la arrolladora
personalidad de Milcíades, ya privado de cualquier freno tras la muerte del
polemarco.
Nota también a Esquilo, de pasada. El amigo se encuentra a un lado,
llora por la muerte del hermano Cinegiro, de quien ha arrastrado hasta la
orilla el cuerpo mutilado. Lo había dejado trastornado y llorando junto a la
playa, velando sobre el cadáver, pero ahora el poeta está allí, con los
otros, realizando su propio deber. Le han dicho que pareció haberse vuelto
loco después de ver cuánto le había ocurrido a su hermano. Sólo entonces
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—Y son incluso más que los guerreros del gran rey, ¡y con eso ya he
dicho todo! —añadió sonriendo Eucles, sin por ello renunciar al intento de
agarrar a uno que le daba vueltas desde hacía demasiado tiempo.
—¿Pero esos persas idiotas no podían elegir otro lugar para atacar?
¿Precisamente tenían que desembarcar en Ática cerca de unas aguas
pantanosas? —sintió la necesidad de precisar Filípides, que movía
incansablemente los brazos desde hacía horas para mantener alejados a
los mosquitos.
—Bueno, al menos podemos consolarnos sabiendo que los dioses les
están inflingiendo el mismo suplicio también a ellos —intervino Cinegiro,
como siempre ocupado en sacar brillo a sus propias armas, sin prestar
atención a los mosquitos que daban vueltas a su alrededor.
—Es más, para ellos será incluso peor. Están acampados justo al borde
de las marismas y están menos acostumbrados a esta plaga. Nosotros al
menos estamos cerca del bosque —añadió el hermano de Cinegiro,
Esquilo. Tenía a su lado una antorcha e intentaba escribir algo en una
tablilla, pero el único resultado que obtenía era llamar la atención sobre sí
mismo de la nube de mosquitos, atraídos por la fuente de luz.
—Ya. Pero te ocupas tú de llamarlos con este maldito vicio que tienes de
escribir siempre por la noche... —especificó Epizelo, con diferencia el más
anciano de toda la compañía.
—Mira que también hoy ha llovido —contestó Esquilo—. El terreno está
encharcado, las raíces de los árboles húmedas, uno casi se puede bañar
en los charcos, y no hay un sitio donde se pueda estar resguardado de
estos insectos. Y además, os olvidáis de que justo detrás del bosque hay
otra zona pantanosa, mucho más pequeña que la que tenemos delante,
donde han acampado los persas, siempre infestada de insectos.
—No respetan ni siquiera la sacralidad del sitio —se lamentó Eucles,
rascándose contra la corteza del árbol—. Pensaba que Heracles los tenía
lejos del área de su templo... ¿No es por esto que hemos acampado aquí?
¿Para tenernos alejados de los mosquitos? —bromeó.
—Yo creía que los estrategas habían elegido este sitio porque impide a
la caballería enemiga rodearnos y nos tiene resguardados de los arqueros
—argumentó Tersipo, que hablaba de tácticas y estrategias como si fuera
un oficial y no un sencillo hoplita.
—Al menos es el único motivo por el que no nos han atacado todavía,
en seis días de permanencia en este horrible lugar. Pero, ¿cómo consiguen
vivir los habitantes de los poblados de los alrededores? —se lamentó
Cinegiro. Él y Tersipo eran los más motivados por la compañía. Para ellos,
los más impacientes a la hora de combatir, la guerra era el aspecto más
importante de su existencia.
Los otros eran más cautos, comenzando por Esquilo, que no tenía
ninguna gana de combatir.
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—¡No me digáis que os habéis acostado con ella los tres! ¡Y también
juntos! —dijo el hermano de Esquilo.
Se rieron también Tersipo y Filípides. Pero no Eucles, que apenas esbozó
una sonrisa.
—No... juntos no... —precisó Tersipo—. Pero yo me he acostado con ella
varias veces...
—Digamos que tampoco a mí me ha negado sus gracias.. . —añadió
Filípides, pero con menor arrogancia.
—¿Y tú, Eucles? ¿También tú te has divertido? La verdad es que tiene
que ser una enorme vaca... Habéis hecho que me entren ganas también a
mí de probar... —dijo de nuevo Cinegiro.
—No... yo no he tenido todavía ocasión... —admitió Eucles, con un hilo
de voz.
—Eucles, si no supiera que eres un valiente guerrero y un valeroso
atleta, algunas veces me entrarían ganas de igualarte a mi hermano —
observó Cinegiro—. Y vosotros, contadme cómo es. En la cama, me
refiero... —añadió, dirigiéndose a los otros dos amigos.
—Me parece que tú pides demasiado. No me parece respetuoso en
relación con ella. Podría incluso casarme con ella, un día —observó muy
caballerosamente Filípides.
Pero Tersipo no tenía ese tipo de problemas.
—Bueno, no está dicho que seas tú su esposo. Podría serlo también yo.
Y como no considero que sea mortificante para ella magnificar sus dotes
como amante, no tengo dificultad en describirlas. Bueno, que sepas que
con la boca es insuperable. Por otro lado, ya se entiende por sus labios.
¿Has visto cómo le sobresale el superior? Parece que está hecho para
satisfacer al hombre. ¡Y si supieras qué vitalidad, qué espíritu de
iniciativa! Es la mujer ideal con la que pasar un rato después de un
esfuerzo atlético, un entrenamiento o una competición. Estás ahí
tumbado, tranquilo y beato. Ella piensa en todo. Y no se cansa. No se
cansa jamás de estarte encima. Cuando luego tienes ganas de moverte tú,
te recibe con entusiasmo, en la posición que desees, entre murmullos y
gritos que hacen que el asunto sea todavía más excitante...
Tersipo dirigió una mirada hacia Filípides, para buscar su asentimiento.
Este apartó su mirada hacia otro lado, y luego asintió con la boca medio
abierta y una sonrisa forzada.
—¿Has entendido? —exclamó Epizelo—. Y tú, Eucles, ¿no has sido
todavía capaz de aprovecharte de una generosidad parecida?
—Yo... yo me encuentro bien con ella como persona... —respondió
Eucles, que daba la impresión de desear estar en otra parte.
—¡Alarma! ¡Alarma!
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III
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costó trabajo abrirse camino para llegar junto a los otros estrategas. La
edad avanzada no le consentía moverse con agilidad.
—¡Esto es una clara provocación! ¡Quieren empujarnos a que abramos
la batalla incluso antes de la llegada de los persas! —gritó Arístides,
después de haber ilustrado el cuadro de la situación al estratega más
distinguido.
—¡Claro! Pero son el triple que nosotros, y nuestras posibilidades de
victoria son demasiado escasas —declaró inmediatamente Temístocles,
que pensaba siempre lo contrario de Arístides.
—¿Quién necesita a los espartanos? —insistía Arístides—. ¡Los persas
están aquí por nosotros! Para obligarnos a que aceptemos su soberanía,
que había pretendido cuando nos comprometimos pidiéndoles ayuda.
¡Para vengar el incendio de Sardes! ¡Para hacernos pagar la ayuda que
dimos a los jonios en su revuelta, cuatro años antes! ¡Para poner en el
poder a Hipias, nuestro tirano, no el tirano de otras ciudades! Es un asunto
nuestro y tenemos que resolverlo nosotros.
—¿Y por una cuestión de orgullo quieres poner en peligro la seguridad
de toda la ciudad? —contestó Temístocles—. ¿Quieres ir alocado contra un
ejército superior y dejar luego Atenas a merced del enemigo vencedor, si
ni siquiera un presidio dentro?
Arístides no tenía ninguna intención de dar marcha atrás. No lo hacía
nunca cuando se trataba de cuestiones con Temístocles.
—¡Pero tienen razón ellos! ¿Cómo vamos a quedar? Primero nos
quedamos mirando mientras torturan a nuestros aliados; luego,
admitiendo que consiguiéramos vencer, se dirá que nuestro éxito es un
mérito de los espartanos y quizás también de los platenses. Perderemos
cualquier influencia sobre nuestros aliados y daremos de nuevo a Esparta
un motivo para intentar que entremos en la Liga Peloponesiaca como
estado subordinado.
En ese punto Milcíades se sintió en el deber de intervenir.
—Según las últimas noticias, los espartanos se han movido. Estarán
aquí mañana, como muy tarde pasado mañana. Sería estúpido atacar
antes de su llegada. Ya no cuenta ser favorables o no a su intervención. Si
su llegada se pensara todavía más tardía, yo sería el primero en iniciar el
ataque, pero así...
—No se puede decir nada en contra —asintió Calimaco—. Pero algo
tendremos que hacer por esos pobrecillos... —dijo indicando a los eretrios
que seguían siendo arrojados a las fosas.
—¿El qué? ¿Te gustaría que enviáramos a un ejército fuera durante la
noche para salvarlos, exponiéndolos a una lluvia de dardos de nuestros
enemigos? Sería una matanza... —declaró Stesileo.
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—Ya. Los hombres no verían ni siquiera por dónde llegan las flechas. O
quizás hay repartos de infantería ligera que esperan, allá, en la oscuridad,
listos para saltar encima de los hoplitas.
—Podríamos enviar a un grupo de voluntarios para salvar a todos los
eretrios que se puedan. Con la oscuridad se puede hacer. Si se consiguiera
traer alguno, sería de gran ayuda para la moral de la tropa y para el
prestigio de la ciudad frente a los aliados —dijo Calimaco.
—Lo encuentro una idea absurda —contestó inmediatamente Milcíades
—. Las probabilidades de éxito son mínimas, y la operación terminará
únicamente con bajas, cuando esos hombres podrían resultarnos más
útiles en batalla.
—No pretendo que se envíen a muchos. Es más, si son pocos y se
acercan arrastrándose hacia los puestos de los enemigos, los persas se
darán cuenta sólo en el último momento, demasiado tarde para
reaccionar. Y si los cubrimos mientras regresan, obligando a trabajar a los
arqueros, tenemos buenas posibilidades de limitar las pérdidas —insistía
Calimaco.
—Yo a los míos no te los doy para hacer una locura de estas
características. Y espero que también los otros estrategas se opongan —
sentenció Milcíades, mirando a los otros comandantes presentes. Todos
padecían su fuerte personalidad y él lo sabía. Fue suficiente con mirarles
fijamente uno a uno a los ojos para obtener un tímido asentimiento.
Una voz se elevó entre la multitud de hoplitas que se amontonaban
alrededor del Consejo:
—¡Yo quiero ir!
Los estrategas se dieron la vuelta hacia donde provenían las peticiones.
Los guerreros se abrieron, dejando que los comandantes descubrieran
quién había hablado. Se abrió camino Tersipo, que arrastró consigo a
Filípides y a Eucles. Cinegiro los siguió inmediatamente.
—Vosotros cuatro, ¿de verdad queréis ir, soldados? —les preguntó
Calimaco.
—Claro —respondió Tersipo, decidido—. Aquí, escuchando los gritos de
dolor de los eretrios, no resistimos.
Igualmente convencido se mostró Cinegiro, mientras los otros dos
parecían más bien fuera de lugar.
Calimaco se dio la vuelta hacia Milcíades, indicándole con orgullo a los
voluntarios.
—¿Has escuchado? Sería equivocado detener el arrojo de los hombres. Y
sería todavía más negativo para la moral de la tropa dejarles toda la noche
observando ese triste espectáculo.
—¿Cuatro? ¿Y qué hacemos con cuatro voluntarios? ¿Queremos que
terminen igual que los eretrios? —Milcíades seguía firme en su postura.
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—¡Yo también quiero ir! —dijo otro hoplita avanzando hacia los
estrategas.
—¡Yo no me quedo aquí viéndoles morir! —agregó otro más.
Muy pronto numerosos gritos se elevaron entre los soldados. Los
voluntarios de repente comenzaron a salir uno tras otro.
Calimaco miró de nuevo a Milcíades. El polemarco era uno de los pocos
que eran capaces de aguantar su mirada. El ex tirano del Quersoneso
tracio, escapó siendo joven de Atenas por enfrentarse a la familia con
Pisístrato, era el único que había visto directamente a los persas, en
pasado, y este era uno de los motivos por el que su opinión en aquella
campaña militar era muy tenida en cuenta. Es más, durante un cierto
periodo había incluso colaborado con Darío, el gran rey, y nunca se había
aclarado si lo había hecho por conveniencia o porque, en su posición, a
caballo entre Grecia y Persia, no había tenido otra elección.
Hábil desenvolviéndose durante años entre atenienses, persas y tracios,
y en enriquecerse con el comercio del grano, Milcíades se había ganado de
todos modos el respeto de los atenienses obstaculizando, dos años antes,
una expedición por tierra de los persas. Sólo entonces había regresado a
Atenas, asumiendo muy pronto una posición de relevancia en la política de
la ciudad. Y eran muchos los que lo veían como el principal antagonista de
los Almeónidas, el más prestigioso reparo y obstáculo a la voluntad de
éstos de que volviera al poder Hipias y de que se estableciera una unión
con los persas.
De todos modos, otros elementos le permitían ejercitar una cierta
influencia sobre la tropa e incluso sobre los otros estrategas. Mientras
tanto, era el más anciano, encontrándose cerca de los sesenta años. Y por
otro lado, su existencia y su carrera política, por cuanto fuera discutible y
a menudo discutida, era una fuerte presión ante todo aquel que se
encontraba a su lado.
Haciéndolo parecer una concesión, al final Milcíades dio su asentimiento
a la petición de Calimaco, y sólo entonces los otros estrategas se
demostraron a favor del polemarco. Calimaco mostró saber controlar
brillantemente su frustración, evitando cualquier comentario polémico. A
fin de cuentas, el comandante supremo era él, y debería haber sido la
suya su última palabra en cualquier decisión. Tuvo que tragarse las
sugerencias no pedidas por parte del estratega, que condicionó su
asentimiento al empleo de un número limitado de armados. E
inmediatamente comenzaron las discusiones para establecer el número.
Pero los tres amigos ya no escuchaban.
—¿Estás loco? —dijo Filípides a Tersipo—. ¿Pero qué se te ha pasado por
la mente?
—¿Te quieres casar con Ismene? Bueno, pues te la tienes que ganar... —
respondió Tersipo, con una sonrisa burlona.
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—¿Qué tiene que ver? Con todo su dinero, ¿te parece una apuesta digna
para un desafío entre nosotros? De todos modos, ha sido precisamente
ella la que me ha dado la idea.
—¿La idea? ¿Qué idea? —Filípides y Eucles lo dijeron a la par.
—Ocurrió hace unos días, después de saberse que los persas habían
desembarcado —explicó Tersipo—. Estábamos juntos, e ironizábamos
sobre el hecho de que, de una forma o de otra, nosotros tres llevamos tras
ella un tiempo. A mí no me parece que se sienta atraída por uno de
nosotros en particular, así que, cuando le pregunté a quién habría elegido
como esposo me contestó: a aquel que mejor sepa diferenciarse contra los
persas.
Los otros se quedaron durante unos instantes en silencio. Fue Cinegiro
quien se encargó de romperlo.
—Entonces yo no tengo nada que ver. Tampoco me interesa participar
en el desafío. Pero en la incursión contra las líneas avanzadas quiero
participar, ¡claro que sí!
—Quizás no está interesada en ninguno de nosotros, y espera que nos
muramos todos en la batalla... —indicó Filípides.
—Puede ser. Pero es un hecho que el más bravo se queda con ella.
Botín de guerra, por una vez. Luchamos siempre por los intereses de la
ciudad. Esta vez lucharemos también por nuestros propios intereses.
—Pero no lo habrá dicho convencida. Quizás estaba bromeando... —se
atrevió a decir Eucles, todavía asombrado.
—Quizás, ¿pero qué importa? El desafío es entre nosotros, y ella no es el
juez. Los dos derrotados darán un paso atrás, y a ella no le quedará otra
cosa que casarse con éste.
—¿Y si sólo uno de los tres logra sobrevivir? —preguntó Filípides, que
seguía mostrando su asombro pero estaba claro que la idea le excitaba.
—¿Qué quieres que me importe si muero? Que se case, si yo estoy
enterrado. Aunque haya sido yo el más valiente —respondió Tersipo.
Filípides le animaba.
—¿Y quién será el juez?
—Los hechos, naturalmente. Ahora que vamos a salvar a los eritreos,
por ejemplo, vence quien traiga más.
Filípides se mostró finalmente satisfecho. Pero se sintió en el deber de
añadir.
—Eucles no me parece muy convencido. ¿Acaso no quieres participar? A
Ismene le sentará mal, está convencida de que se te cae la baba con
ella...
Eudes miró a los dos amigos. Se sentía profundamente incómodo. Pero
no podía echarse atrás. También porque, a juzgar por las palabras de
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Tersipo y Filípides, los dos habían hecho más progresos que él con la
mujer: el único modo para sobrepasarlos era el de ponerles fuera de juego
demostrando ser el más valiente.
—Está bien. Contad conmigo —dijo al final, intentando dar a su voz un
tono de seguridad.
Fue justo entonces cuando Calimaco añadió: —Vosotros cuatro
formaréis parte de los treinta que irán a liberar a los eritreos. Os quiero
listos en unos instantes. Nada de coraza, ni de escudo, ni de lanza o Elmo.
Sólo el kopis.
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—No digo esto. Pero será de todos modos un juego de niños acabar con
ellos. No están acostumbrados como nosotros a un enfrentamiento en la
distancia corta —especificó Filípides.
—¡Pues claro! No sé cuántos encontraremos, pero aunque fuesen diez
veces más que nosotros, ¡haremos que salgan corriendo! —concluyó
Cinegiro.
—¡Callaos de una vez, por los dioses! ¿Queréis que nos descubran,
idiotas? —les interrumpió el lochago a quién se le había encargado el
mando de la acción.
Los otros intercambiaron una mirada divertida, pues al final quién más
había levantado la voz había sido precisamente el oficial.
Eucles, en realidad, se sentía preocupado. Sus amigos parecían más
bien haber considerado la misión poco arriesgada equivocadamente. Y sin
embargo, a pesar de la oscuridad, se encontraban en medio del campo
abierto cerca de las líneas enemigas, sin ni siquiera saber contra cuántos
hombres se enfrentarían. Sin añadir que la retirada sería complicada por la
presencia de los prisioneros, que inevitablemente ralentizarían sus
movimientos exponiéndoles al tiro de los arqueros enemigos... y también
del fuego amigo. Vamos, que no había nada por lo que reír.
De cualquier forma, los atenienses no habían llegado a Maratón para
evitar riesgos. Nadie se esperaba que la batalla contra los temibles persas,
dueños del mundo, fuera casi un paseo. Quizás el espíritu con el cual sus
amigos se enfrentaban a la acción era una forma para aflojar la tensión.
Las puntas del hinojo les escondían del enemigo, pero les impedía
también a ellos observar sus movimientos. Podían valorar la distancia del
objetivo sólo en base a las voces y a los rumores, que parecían ser cada
vez más cercanos. Pero Eucles tenía la desagradable sensación de que la
sombra de un persa podía aparecer de repente ante él y saltarle encima,
aplastándolo con su propio peso.
Nada más que el rumor de las olas del mar acompañaba los gritos de los
guardias y los lamentos de los prisioneros. Luego, sin embargo, Eucles
comenzó a advertir unas vibraciones bajo su vientre al deslizarse por el
suelo. Acercándose todavía al objetivo, percibió los golpes sordos de las
palas que chocaban contra el terreno, y los puñados de tierra que se
amontonaban en los alrededores de las fosas. Se encontraban a pocos
pasos de distancia y los persas no parecían haberse dado cuenta de nada.
El lochago, que precedía unos pies al resto, se detuvo, y los otros hicieron
lo mismo.
—¿Pero qué está haciendo? —susurró Cinegiro a sus amigos—. ¡Si
espera un poco más los enterrarán a todos y no podremos llevarnos a
ninguno!
—Los persas quieren sacarnos fuera, ¿no? —replicó Eucles—. Y bien,
podrían haber colocado otros grupos en los lados, lejos de las antorchas,
para sorprendernos.
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que llegar. En el momento en que los griegos dieran la espalda a los otros,
llevándose a los prisioneros, los persas se recuperarían de la sorpresa.
La solución era matar al mayor número de hombres inmediatamente,
para no encontrárselos luego por detrás. Pero sin entretenerse mucho en
el sitio, para no permitir a los refuerzos enemigos llegar para dar su
apoyo.
Ahora le tocaba a él. Eucles se arrojó contra el persa más cercano. Tuvo
el tiempo justo de observar la sombra incierta bajo la luz temblorosa de
las antorchas, limitándose a ver sólo lo que necesitaba saber, es decir, que
el enemigo iba sin casco, sin armadura, sólo con un escudo en forma de
media luna y una pequeña hacha que parecía más bien un pequeño pico.
Empujó la hoja hacia dentro con un golpe seguro, en dirección del pecho
del adversario, pero el soldado tuvo tiempo de apartarse. Es más, incluso
reaccionó, saltando inmediatamente sobre él y realizando un ataque con
su extraña arma.
El golpe lo había dado bien, y le habría arrancado de cuajo un brazo si
Eucles no se hubiera movido a su vez hacia un lado. Por lo que parecía, se
dijo, precisamente a él le había tocado un veterano, en grado de
reaccionar antes que los otros frente al ataque sorpresa. No se desanimó.
Dio un rápido vistazo alrededor de sí mismo, viendo que también para
Filípides todo iba por buen camino, y se esforzó en acortar los tiempos: no
pretendía conceder una ventaja tan neta a los amigos. Pero aquel movía el
hacha como si fuera las aspas de un molino, con evidente habilidad, y
acercarse a él no era una broma. Además, animados por su ejemplo, un
par de conmilitones se estaban acercando. Eucles decidió basarse en su
propia agilidad, facilitada, una vez más, por la falta de coraza. El kopis,
una espada curva más bien corta, con el peso en la punta, le daba una
notable ventaja en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, pero tenía que
llegar a estar en contacto con el adversario.
Ahí estaba un problema que los comandantes helenos no habían
considerado. No se trataba, esta vez, de combatir contra la infantería
pesada, dotados de escudo y lanza, cuya técnica era idéntica a la de los
atenienses. No era una cuestión de potencia. Los persas, a juzgar por
aquel primer contacto, no se podían considerar ni infantería ligera ni
pesada. Eran algo a caballo y, si no se trataban de reclutas, sabían ser
imprevisibles en los movimientos y a nivel táctico. ¿Cómo se combatía
contra un adversario así? Una vez dotados de armadura, los griegos se
habrían encontrado inevitablemente en una mala situación, demasiado
lentos en los movimientos y con pocas soluciones a disposición para
bloquear a los respectivos adversarios.
Mientras tanto el adversario seguía moviendo los brazos en aspa. Y no
parecía detenerse por el cansancio. Se encontraba bien entrenado y
adiestrado. Si sólo un tercio del ejército persa era como él, sería
complicado salir airosos una vez en batalla. Eucles se lamentó de no tener
consigo el escudo, habría podido recibir algún golpe y, mientras tanto,
acercarse sin el temor de recibir uno letal.
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fruto. Bajo y robusto como era, Tersipo era mucho más eficaz en la carrera
corta, y de hecho en el stadion no había llegado muy distante de
Calimaco. Pero en el stadion el polemarco le había robado la escena.
Por eso no le teme demasiado, en esta circunstancia. Si el amigo
comenzaba de forma regular en el dolicos, Eucles da por descontado que
recorrer una distancia ocho veces superior, y encima después de una
batalla, lo doblegaría muy pronto. Pero a Filípides no se le puede ganar. Al
menos no sin algún imprevisto elemento unido al enfrentamiento que
acaba de finalizar.
Eucles espera que la manía por ser el primero que tiene su amigo, las
ganas de vencer la apuesta en juego, pero todavía más las ganas de
recibir el aplauso de la multitud, su innata vanidad, le hayan llevado a
arrojarse a la empresa incluso arrastrando algún dolor, algún golpe, algún
cansancio excesivo... Quizás está herido y no lo ha revelado a nadie ante
el miedo de sentirse fuera del desafío decisivo.
Filípides tiene una espinita clavada: no ha ganado nunca unas
Olimpiadas. Ha tenido la posibilidad de participar en dos ediciones hasta
ahora, pero ha tenido mala suerte. En la primera era demasiado joven e
inexperto para competir contra atletas con mucha más experiencia, y se
dejó sorprender en la final por dos competidores que le superaron en el
rectilíneo, al que había llegado a la cabeza. Se aprovecharon de su
excesiva seguridad en sí mismo, que le había llevado a no tener ya en
cuenta lo que ocurría detrás de él. Y había quedado en ridículo ante todos.
En la segunda edición llegó a las Olimpiadas como favorito, pero se hizo
un esguince en el entrenamiento, al terminar con la planta del pie contra
una piedra, y tuvo que decir adiós a sus sueños de gloria.
Sueños de gloria. Porque es sobre todo esto lo que ocupa los
pensamientos de Filípides. Nada le hace más feliz que el entusiasmo de la
gente hacia él. Es un hombre sencillo, a fin de cuentas. No quiere nada
más que ser considerado el mejor, no desea nada más que verse
perennemente rodeado por un grupo de chiquillos que le adoran, que se
disputan el honor de haberle sólo rozado. Le gusta coleccionar los trofeos,
las alabanzas y los comentarios llenos de aprecio, sentirse colmado de
honores y dejar que le entreguen premios. Eucles está casi seguro de que
Ismene representa para él una excusa, un pretexto para conseguir la
victoria más importante en la carrera más larga y en la empresa más
decisiva para la salvación de la patria. Un triunfo que podría ayudarle a
suavizar la frustración por no haber ganado nunca unas Olimpiadas.
Luego debería también renunciar a competir de nuevo en las
Olimpiadas. Cualquier vencedor de estos juegos debería compararse con
la sombra abultada de un atleta y de un guerrero que se había mostrado
capaz de muchas otras prestaciones.
Filípides es de verdad peligroso. Y no sólo porque es el mejor. Está
motivado lo mismo que él, si bien lo que le estimulan son otros objetivos,
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diferentes del amor. Quizás más fatuos, quizás menos. Habría posibilidad
de abrir un debate al respecto.
Si se presta atención a Tersipo, además, Filípides tiene un motivo más
para vencer, para llegar antes que ellos. Si el amigo tiene razón, el
hemerodromo es peligroso no sólo para ellos dos, sino también para toda
la ciudad.
Pero Eucles aleja una vez más este pensamiento. Tersipo tiene que
nutrir algún resentimiento hacia Filípides para hacer ciertos
razonamientos... Y él no quiere creérselo. Filípides ha soñado siempre con
la gloria en el deporte. El tributo de la multitud ha estado en la parte
superior de sus pensamientos desde que era pequeño.
Eucles regresa con la memoria al momento en el que lo conoció. Ambos
eran niños, si bien Filípides era tres años más mayor que él, y estaban
participando en la ceremonia de apertura de las panateneas. Les habían
colocado uno junto al otro en el desfile que precedía la actuación en honor
de Atenas. Como muchos otros niños y jovencitos que estaban con ellos,
transportaban ánforas llenas de aceite para ungir el cuerpo de los atletas,
y estaban en la cola del cortejo. A la cabeza de la larga columna precedida
por la sacerdotisa de Atenas, junto a cuatro jovencitas de noble familia
vestidas de blanco, sujetaban el peplo, la nueva túnica destinada a la
estatua de la diosa. Las jóvenes habían sido seleccionadas nueve meses
antes por el rey de los arcontes, que les había entregado un telar con el
que tejer la indumentaria para la estatua de Atenea Poliade, conservada
en el Ekatompedo en la Acrópolis. Ayudadas por la sacerdotisa y por un
grupo de mujeres más ancianas, las jovencitas habían realizado la túnica
decorándola con imágenes de las hazañas de la diosa. Las
representaciones cambiaban cada año y, en aquella circunstancia,
representaban su victoria contra Encelado y los gigantes.
Seguían otras mujeres que transportaban en la cabeza estolas
embutidas. Precedían los oficiantes de los sacrificios, quienes conducían
consigo a cientos de bueyes destinados a la hecatombe que habría
inaugurado la manifestación, y a varias decenas de ovejas para los
sacrificios menores. Detrás de la manada estaban los metecos, los
extranjeros residentes en Atenas, a quienes se les había encargado llevar
las bandejas llenas de manjares. Eucles encontraba casi cómico sus
continuas evoluciones para evitar los excrementos dejados por los
animales que les precedían y, mientras tanto, para conseguir tener en
equilibrio las bandejas y su contenido, peligrosamente oscilante junto a los
bordes inoportunamente llanos.
No menos divertidos eran los improvistos golpes en el movimiento de
las portadoras de agua que iban justo después, pero sobre todo los palos
de los arpistas y de los instrumentistas de aulos que las seguían. En los
años anteriores, cuando todavía no formaba parte del cortejo, Eucles
había pasado mucho tiempo como espectador, para seguir a los músicos y
para reírse de ellos cuando cometían errores, intentando avisarles de
broma cuando los veía en la misma trayectoria que un puñado
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refuerzos persas estaban cada vez más cerca y parecía claro que habrían
interceptado su regreso.
Algún eretrio se dio cuenta de la situación. La desilusión le llevó al
desánimo. Alguien, que había disfrutado poco antes con la intervención
ateniense, se arrojó al suelo en una crisis histérica. También dos de los
prisioneros de Eucles. El hoplita se sintió invadido por el pánico.
Instintivamente se arrojó sobre los dos e intentó levantarlos, pero luego
entendió que de aquella forma se entregaría a los persas y dejó tal
esfuerzo.
Tersipo, por su parte, tenía también a dos prisioneros persas entre los
suyos y no pudo evitar que escaparan. Cinegiro intentó seguirles, pero
logró sólo alcanzar a uno, con el que se divirtió ensartándolo, levantándolo
del suelo durante unos instantes.
Filípides, en cambio, parecía extrañamente frío. Luego, de repente, se
movió hacia una de las antorchas colocadas en un trípode, la agarró y
corrió hacia los refuerzos persas. Durante unos instantes, con su amplia y
elegante andadura, el busto recto, parecía el portador de la antorcha
olímpica. Eucles estaba a punto de gritarle que se detuviera, cuando vio a
Cinegiro imitar a su amigo. En ese punto, también el lochago agarró una
antorcha y fue en la misma dirección.
Eucles se maldijo por su propia estupidez cuando vio a Filípides
detenerse y prender fuego al hinojo salvaje. En breve los otros dos le
imitaron, dejando que se levantara una cortina de humo entre ellos y el
lado del mar. Sólo entonces otros hoplitas se precipitaron sobre las
antorchas que quedaban, y Eucles se apresuró a hacer lo mismo. Pero
mientras tanto, los persas de los alrededores habían entendido su
intención y hubo quien intentó impedirlo, acercándose antes que los
demás a las fuentes de luz.
Eucles, que se había movido con cierto retraso, llegó junto a un trípode
un instante después que un persa. Este agarró la antorcha y se dio
inmediatamente la vuelta, pero el griego no se dio por vencido e intentó
seguirle, confiando en sus virtudes como corredor. Acortó rápidamente la
desventaja, se arrojó sobre él agarrándolo por la cintura, y juntos cayeron
al suelo. El persa terminó justo encima de la antorcha, y sus ropas
enseguida se incendiaron junto con la vegetación. Eucles se apresuró a
soltarse. Luego lo observó durante unos instantes para levantarse y correr
hacia los suyos en busca de ayuda, mientras el fuego envolvía
rápidamente el cuerpo del contrincante.
El hoplita se apresuró a conquistar su propia posición, donde se
encontraban sus siete prisioneros. Mientras tanto, también otro griego
había prendido fuego a un soldado enemigo que, sin embargo, se había
arrojado sobre un grupo de eretrios que se encontraban entre él y un
montón de tierra contra la que pretendían apagar las llamas. Era el grupo
de Filípides.
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un lado, les otorgaba una luz siniestra, cubriéndolos con un tono espectral
que daba miedo. Temió inmediatamente por los prisioneros, quienes, de
hecho, quedaron sobrecogidos por el pánico. Luego temió también por él.
Al menos comenzó a tenerlo después de darse cuenta de que algunos
enemigos seguían acercándose sin importarles las chispas que prendían
en sus pantalones.
Todo contribuía a que parecieran demonios animados por la exaltación
más alocada. Eucles sintió un escalofrío por toda la espalda: si eran
capaces de realizar su deber a pesar del fuego en las ropas, serían de
verdad huesos duros de roer, tanto ahora como en la siguiente batalla.
Ahora que el lochago se encontraba fuera de combate, cada uno se
ocupaba de sí mismo. Aquella acción, nacida sin coordinación alguna,
estaba destinada a concluirse con una serie de fugas individuales.
Entonces, cada uno tenía que pensar en sí mismo. Pero Eucles no podía
evitar estar pendiente también de lo que les ocurría a sus amigos. Tersipo
era el que tenía más prisioneros, y por ello se encontraba también entre
los más lentos. Quién había matado al lochago se acercó a él, prefiriendo
arrojarse contra los eretrios desarmados que contra el hoplita. Tersipo
perdió dos, antes de lograr asestar un golpe mortal al enemigo.
Eucles se dio cuenta de que uno de los suyos había caído herido. Estos
imbéciles, pensó, están tan asustados que corren mirando a las nubes sin
ver dónde ponen los pies. Los demás, encima, se encontraban tan
asustados que no se atrevieron a ayudarle. Cada uno seguía
amontonándose alrededor del hoplita, viendo en Eucles su única
esperanza de salvación.
Le tocó a él volver atrás para levantar al accidentado. Ahora que Tersipo
se había visto obligado a renunciar a parte de sus prisioneros, él no tenía
ninguna intención de perder a Ismene por culpa de un imbécil. Pero
cuando intentó levantar al eretrio, éste demostró que no estaba
capacitado para apoyar un pie en el suelo. Quedaba poco por hacer.
Eucles lo dejó allí y se llevó a los otros, a pesar de las quejas del herido.
Pocos instantes después aquellos lamentos se transformaron en un grito
aterrador. El hoplita se dio la vuelta y vio a un persa extraer la espada del
cuerpo del prisionero que había abandonado.
Se dijo que no habría podido hacer otra cosa y reaccionó ante las
miradas acusatorias de los eretrios gritando:
—¿Qué queríais que hiciese? ¿Qué me lo llevara sobre los hombros para
que nos matasen a todos?
Nadie se atrevió a abrir la boca, al menos hasta que aquel persa no les
alcanzó. Eucles se dio cuenta sólo por el grito que el último de la fila había
lanzado en el momento de sentirse atravesado por la espalda. El hoplita
tuvo que detenerse para combatir de nuevo. Una mirada fugaz a su
alrededor le hizo entender que no era el único de los atenienses en tener
que paralizar el ataque de los perseguidores más cercanos. Invocó la
ayuda de los prisioneros, al menos para confundir al adversario, pero
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—¿Qué haces? ¿Te vas a parar ahora? ¡Pero si estamos delante de los
nuestros! —le gritó.
—No... no puedo más... —susurró aquel, tosiendo en cada palabra.
Eucles golpeó la espada contra el escudo por la cólera y fue hacia atrás.
Fue cuestión de un instante. Un nuevo silbido, entre otros muchos, y su
interlocutor se desplomó al suelo.
Una flecha le cruzaba la base del cuello.
Eucles se quedó un instante inmóvil, como paralizado. Luego se dio
cuenta de que no podía quedarse allí. La lluvia de flechas se hacía cada
vez más intensa y, si contribuía a bloquear el camino a los perseguidores,
corría el riesgo también de que le cayeran sobre él y sobre lo que le
quedaba de su botín.
Gran parte de los persas se había detenido, pero alguien intentaba
proceder aisladamente. Los dardos no se ahorraron a ninguno de entre los
más avanzados que, en la mejor de las hipótesis, se daban la vuelta con
una flecha clavada en alguna parte del cuerpo. Su suerte terminó por
desanimar a los otros, y Eucles conservó el escudo para sujetarlo encima
de la cabeza hasta que juzgó encontrarse demasiado cerca de las líneas
para verse alcanzado por algún tiro flojo. Luego lo arrojó y arrastró con
fuerza a sus dos eretrios que sobrevivían más allá de la entrada al valle.
En cuanto entró, recibió las felicitaciones y las palmadas sobre los
hombros de numerosos compañeros. Pero sus ojos buscaban únicamente
a Filípides y a Tersipo. En cambio, vio inmediatamente a Cinegiro. Lo había
logrado, pero estaba cubierto de sangre. Sangre enemiga, a juzgar por la
enorme vitalidad que demostraba y por su ímpetu por contar cómo había
ido todo. A Esquilo, sobre todo, que había corrido hasta la entrada para
tener noticias del hermano.
Asintió distraídamente a los comentarios positivos de sus compañeros,
cogió de la mano a sus dos presas, que se lamentaban porque querían
descansar, y se fue en busca de los otros dos desafiantes. No necesitó
realizar mucho camino. Estaban allí, a pocos pasos, al otro lado del
conglomerado de guerreros, y discutían animadamente. Contó cuántos
estaban a su alrededor. Detrás de Filípides había sólo dos eretrios. Detrás
de Tersipo, lo mismo.
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Tersipo sonrió.
—Aquí tenemos dos diferencias entre tú y yo. La primera, te has tenido
que empeñar para calificarte con dificultad. Yo me he paseado
simplemente.
—¿Y la otra?
—Te has esforzado tanto que sólo tienes una vaga idea de tu posición.
Yo me he quedado lúcido y he podido controlar la situación hasta el último
instante —sentenció para luego marcharse.
Táctico. Un gran calculador. Ahorraba energías para las siguientes
rondas y evitaba llamar demasiado la atención sobre él mismo, evitando el
riesgo de verse demasiado marcado posteriormente. Eucles se preguntó si
era una idea de su entrenador o una estrategia del mismo Tersipo, pero no
tenía dificultad en reconocer que el joven tenía todas las capacidades para
lograr ideas parecidas.
Por otra parte, su destino en la semifinal estaba ya escrito. Pocas horas
después corrieron de nuevo, si bien en series diferentes. Tersipo fue de
nuevo quinto, y con la misma modalidad. Eucles, en cambio, no logró
correr nunca entre los puestos para calificarse en la final. Pero había
obtenido su objetivo, y con la mente estaba ya pensando en la carrera de
fondo. Siguió con mucho interés la final. Tersipo esta vez no bromeó. Salió
fuerte y llegó fuerte, dejándose atrás a todos los demás. Sólo dos lograron
llegar a pocos pies. Había llegado el momento de desafiarlo.
Eucles se acercó al vencedor inmediatamente después de que este
recibiera las felicitaciones de los otros competidores. Pero también otros
efebos se amontonaron alrededor de él para felicitarle. Cuando logró estar
cerca, le apretó la mano, le tiró hacia sí mismo y le susurró al oído:
—Ahora llega el dolicos y me toca a mí. ¿Queremos apostar que el
resultado será exactamente el contrario?
Tersipo lo miró un instante con sus ojos penetrantes. Eucles se dio la
vuelta e hizo como que se marchaba, pero el otro le llamó.
—Está bien, apostemos —le dijo acercándose a él—. Apostemos mi
amistad. Si pierdes, me tendrás como enemigo. Y yo puedo ser un
enemigo muy peligroso, porque un día llegaré a ser alguien. Si ganas la
apuesta, me tendrás siempre como amigo y no te arrepentirás. ¿Te
apetece arriesgar?
Eucles reflexionó durante un instante.
—¿Y si no apostamos?
Tersipo levantó los hombros.
—Nada. Me seguirás siendo indiferente.
—De acuerdo, apostemos —dijo al final Eucles.
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nunca nada a nadie. Tú, en cambio, quién sabe lo que vas prometiendo...
¡No hay vínculo más estrecho que el interés común!
A Esquilo le hizo pensar que no había necesidad de esperar a la batalla
para aprender algo más sobre la naturaleza humana. Aquella discusión le
estaba enseñando ya mucho sobre las diferentes modalidades, todas
distorsionadas, que ciertos ciudadanos cercanos a él tenían de entender la
democracia. Era un sistema de gobierno recién nacido y, sin embargo, ya
se encontraba corrupto.
Pero su atención se fijó en el ruido que escuchaba detrás de él. Se dio la
vuelta mientras los otros tres no se daban cuenta de nada y seguían
discutiendo, y notó que los hoplitas se ponían en movimiento. Muchos
estaban poniéndose la túnica, otros ya empuñaban las armas. Uno de ellos
salió corriendo hacia él.
—¿Qué ocurre? —le gritó, antes de que éste llegara cerca.
—¡Los persas!
—¿Nos están atacando?
—No, al contrario. ¡Se están marchando!
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VII
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cuello, deseando que sus músculos le premiaran por haber dialogado con
ellos y que se soltaran.
Con la salida no se puso a la cabeza. Pretendía adoptar la misma
técnica que en las eliminatorias: quedarse a la espera y aprender a
conocer las reacciones de su propio cuerpo, antes incluso que las de los
otros competidores. También Epizelo había dicho que estaba de acuerdo
con aquella táctica. Dio sólo un vistazo a Tersipo, que se había colocado
en las últimas posiciones. Esta vez el joven no contaba nada, y Eucles no
pretendía dejarse distraer por objetivos que no tuvieran que ver con la
victoria. Controló la propia zancada, adoptando desde el principio un paso
breve, al que intentó darle un ritmo constante, sin dejarse influenciar por
el de los demás. Controló que los propios brazos, cuyo movimiento intentó
frenar manteniéndolos bajos, mucho más bajos de cuanto hacía en las
carreras breves. Cada movimiento había que economizarlo, cada gesto
dirigido al ahorro de las energías, y cada pensamiento concentrado en el
ritmo, en las zancadas.
Estadio tras estadio, rectilíneo tras rectilíneo, las posiciones de los
atletas se fueron consolidando en una larga fila, sin grupos o
amontonamientos. Eucles no se encontraba ni siquiera a un cuarto de los
treinta estadios que formaban la carrera, cuando se dio cuenta de que se
encontraba más o menos a mitad de la fila, o lo que es lo mismo, a una
altura que no lo ponía al resguardo de feas sorpresas. ¡Se había
concentrado demasiado sobre sí mismo, perdiendo de vista a los demás!
Miró hacia delante y vio que los primeros se encontraban bastante
distantes. Demasiado distantes. Había salvaguardado los músculos,
garantizándose un movimiento que no le obligaba a esforzarse y que tenía
lejos la tensión, pero se había olvidado de que no corría solo. Claro, podía
percatarse de que quien estaba delante corría con todas sus energías y
que luego cedía al final. ¿Pero y si no era así? ¿Y si se encontraban
sencillamente más preparados y entrenados que él? ¿Y si se encontraban
simplemente menos tensos que él?
Entrevió a su entrenador que, con la mano, le indicaba que acelerara el
ritmo. No necesitó que se lo repitieran. Pero temía que la tensión le hiciera
malgastar más energías de las debidas si su ritmo sólo fuese algo más
frenético. Intentó, por lo tanto, mantener el paso aumentando la zancada.
Era una solución que no había experimentado en los entrenamientos y que
comportaba grandes riesgos. Pero en los entrenamientos nunca se había
sentido tan tenso.
Se dio cuenta de haber instintivamente adoptado una zancada mucho
más amplia que en el stadion, pero sin la frecuencia impuesta por las
carreras más cortas. Y ya después de pocos pasos su elección pareció dar
frutos. Pasó a situarse un par de posiciones por delante y notó que asumía
una velocidad superior a la de quien todavía le precedía. Bien, se dijo,
había encontrado por sí mismo la solución, y en el primer intento.
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VIII
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cambio había sido Tersipo quien había prevalecido, éste había llegado
hasta la final, donde había cedido frente al otro competidor sólo después
de un enfrentamiento durísimo y equilibrado. Se podía decir que Tersipo,
en la ocasión en la que se había dejado ganar por él, había renunciado a
un resultado de prestigio. Un resultado que luego alcanzaría también en
las panateneas.
Así como Filípides, cuya única pena era no haber tenido nunca la
posibilidad de ganar una Olimpiada, los dos son estrellas de primera
categoría en sus respectivas especialidades, mientras que Eucles, justo tal
y como había querido su entrenador, conseguía salir airoso en todo sin
destacar en nada. Sabe que es bueno sobre todo en las carreras de
resistencia, pero no podría jamás vencer en alguna competición
importante mientras Filípides estuviera en activo. Así que su desafío al
hemerodromo quedaba sin esperanza. Por el contrario, si su prueba
hubiera sido el pancracio, habría podido jugarse la partida esta vez, si bien
Tersipo es un campeón. La carrera es una cuestión de talento, pero la
lucha sin exclusión de golpes es un asunto de fuerza, maldad, rabia y
desesperación. Y él, ahora, tenía mucho de todas aquellas características.
Si ahora se hubieran desafiado en el pancracio en vez de en la carrera,
no habría sido seguro que hubiera ganado el mejor, el más técnico y
preparado. Estaba claro que habría sido todo muy distinto de cuanto había
ocurrido durante el efebato. La amistad que los unía entonces, aquel
vínculo de fraternidad que les había impedido empeñarse a fondo en el
enfrentamiento, se había disuelto en la competición de Maratón,
comenzada con la acción nocturna, continuada con la batalla y a punto de
concluirse ahora con la carrera.
En el momento, en cambio, Eucles estaba convencido de que habría
sabido emplear todas las fuerzas de las que disponía para superar a
Tersipo en un enfrentamiento físico. Y estaba igualmente convencido de
que el amigo habría hecho igual. Es un enemigo ahora, un obstáculo entre
él mismo e Ismene, así como él es un obstáculo entre Tersipo y la riqueza
de Ismene, y también entre Filípides y la gloria eterna. Su amistad está
destinada a no superar la prueba definitiva.
Y bien, transformaría esta carrera en un pancracio si era necesario.
La transformaría en un desafío sin exclusión de golpes, seguro de que
ellos dos habrían hecho lo mismo esta vez.
No hay una única corona de olivo en juego. Por razones diferentes, cada
uno de ellos la considera la carrera de su vida. No es un desafío por una
victoria. Es el desafío por la victoria.
Si ganas, ganas todo, Eucles. ¡Recuérdalo! No serás únicamente el
mejor y más valiente ante los ojos de Ismene. Serás más que un
pentatleta que ha ganado las cinco especialidades en las Olimpiadas.
Serás el triatleta que ha demostrado ser el mejor en las pruebas más
complicadas que pudieran disputar seres humanos durante la campaña
más memorable en la historia militar de Atenas. El triunfador de tres
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concluyó Milcíades, con el tono firme que un superior habría tenido con un
subalterno.
Tersipo encontraba excelentes sus ideas, pero consideraba que el
antiguo tirano tenía que demostrar más deferencia hacia el polemarco. Si
seguía tratándolo de aquella forma, corría el riesgo de que el comandante
negara sus proyectos sólo para afirmar su propia autoridad. También un
personaje equilibrado y distante como Calimaco podía al final resentirse.
Pero Calimaco no pareció en absoluto molesto. O al menos no lo dio a
entender.
—Quien es favorable al ataque inmediato y con las modalidades
descritas por Milcíades que levante la mano —dijo seco.
Milcíades levantó inmediatamente la mano. Lo imitaron los dos que
habían llegado con él, sus simpatizantes, notoriamente pagados por él.
—Yo estoy a favor de la táctica propuesta por Milcíades pero sólo
cuando lleguen los espartanos —se sintió en deber de especificar
Temístocles.
—Yo, en cambio, soy partidario de atacar ahora, a fin de cuentas. Pero
siguiendo la modalidad de siempre, como estamos acostumbrados a hacer
—especificó Arístides.
Cinco contra cinco.
Todos miraron a Calimaco.
—Los estrategas estamos igualados. Ahora le toca al polemarco decidir
—dijo Milcíades dirigiéndose al comandante supremo.
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Bueno, ya lo había dicho. Esta vez había sido él quien había iniciado el
desafío. La iniciativa, al menos, surtió el efecto de que los otros dos se
callaran durante unos instantes. Pero no afectó a Cinegiro.
—Pero vosotros estáis locos... Combatir por una mujer. Para mí es
demasiado. Me marcho —dijo. Y se marchó de verdad. Lo vieron recoger
su armadura, que se había llevado consigo, y comenzar a abrochársela.
Luego, instintivamente, tuvo que recordar las órdenes, porque la arrojó al
suelo con asco.
—En el fondo, ¿por qué no? Una batalla vale más que una incursión
nocturna para establecer quién es más hombre entre nosotros... —dijo
Filípides.
—Ya. Yo me apunto. ¿Pero quién hará la valoración? No podemos contar
el número de muertos que cada uno logre. De vosotros no me fío... —dijo
Tersipo.
—Si es por esto, tampoco yo me fío de ti —le dijo Filípides con un tono
lleno de odio.
—Serán nuestros oficiales quienes hagan un informe sobre nosotros —
propuso Eucles—. Compararemos todos los informes ante el polemarco, y
será él quien elija el mejor entre nosotros.
Después de unos instantes de silencio, Filípides y Tersipo asintieron.
—Está bien —dijo el segundo—. Y esta vez dudo que termine en
empate.
—¿Y si alguien no sale vivo? —objetó Eucles.
—Si muere queda descalificado —comentó Tersipo, soltando una vistosa
carcajada.
—Aunque se haya demostrado el más valiente —bromeó Filípides,
riéndose todavía más.
Luego el hemerodromo tendió el brazo a los dos amigos, esperando que
se lo apretaran, para firmar el acuerdo y desearse buena suerte. Los otros
respondieron con rapidez.
—Hemos tenido malentendidos, pero ahora todo ha terminado.
Seguimos siendo los tres amigos de siempre —declaró solemnemente
Tersipo.
Eucles sintió un nudo en la garganta. Esperó que fuera así, pero no
estaba tan seguro. Luego se separaron para ir a recuperar, en los
respectivos jergones, las armas necesarias para el enfrentamiento: el
casco, el escudo, la lanza y la espada.
Nada de coraza.
Pero después de pocos pasos, Eucles se chocó contra un hoplita que iba
armado con todo, incluida la coraza.
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contra el enemigo en el último momento, cada uno por cuenta propia. Así
lo describían los poemas de Homero, así enseñaban las gestas de los
héroes de la guerra de Troya. Y era así que se procuraba uno la gloria, no
seguramente escondiéndose detrás de un escudo, únicamente para
confundirse con cualquier otro conmilitón, como si no hubiera ninguna
diferencia entre un soldado y otro.
Por otro lado, ¿cómo podrían los comandantes establecer quién era el
mejor entre él, Filípides y Tersipo, si no podrían más que limitarse a actuar
en concierto con los otros, sin hacer nada más que crear una muralla de
escudos y apuntar con la lanza hacia delante? ¿Podrían saber alguna vez
qué lanza había sido más letal si el que la empuñaba se escondía detrás
de un muro, resultando imposible de diferenciar incluso a sus mismos
oficiales?
Sonrió, pensando en Epizelo. Una sonrisa amarga. Por lo que se veía, el
plan de Milcíades no era otra cosa que la aplicación rígida de los principios
que su entrenador, ahora su conmilitón, había intentado inculcarle desde
siempre. Esos mismos principios que habían hecho de él un perdedor. El
ciudadano completamente al servicio de la patria, sin alguna ostentación
de gloria personal, sin ninguna posibilidad de diferenciarse.
La guerra ya no quedaba equiparada a la competición deportiva, como
había sido hasta entonces. Se convertía en una actividad meramente
práctica, utilitaria, y como tal —temía— encontraría un interés todavía
más bajo entre los atenienses. Era extraño que el polemarco, un campeón
deportivo acostumbrado a diferenciarse, hubiera aprobado una táctica con
estas características. Es más difícil que un hombre se empeñe en algo si
no piensa poder obtener una ventaja personal.
En Esparta era diferente. El sistema era diferente. No había democracia.
Los reyes y los éforos imponían sus disposiciones a los iguales, que a su
vez las imponían a todos los demás, a los esclavos. Y contaba sólo
Esparta, nada más. Nadie aspiraba a ser algo diferente del papel en el que
la sociedad lo había colocado desde niño. Los criaban así, con la
convicción de formar parte de un conjunto, sin dejar espacio alguno al
espíritu crítico o a la duda.
Ellos sí, quizás, podían obtener una falange cohesionada, homogénea,
compacta. Ellos eran los iguales, todos idénticos e intercambiables, sin
una identidad individual, diferenciables sólo por el nombre: Aristodemo,
Eurito, Marone, Alfeo, Pantites... Eran sólo números para el Estado. No se
habría podido convencer jamás a un ateniense de que se comportara de la
misma forma, de que se sintiera tan consagrado al bien común que
renunciase a la gloria personal. La prospectiva de atraer la luz del sol
hacia sí mismo más que hacia los otros, bien para conquistar la gloria
como Filípides, el poder como Tersipo o a una mujer como él, era el
verdadero estímulo sobre el que los jefes podían contar para empujar a la
tropa a que diera lo mejor de sí misma.
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Faltaba sólo él, Eucles, a la cita con el primer lugar. Los dos amigos le
animaban a concentrar sus energías en la última prueba, el
hoplitódromos, la carrera con la panoplia. No tenía el mismo prestigio de
las otras, pero sería de todos modos una victoria si lograba conquistarla. Y
además, año tras año, los vencedores de las competiciones gozaban de un
crédito cada vez mayor en el ejército.
También Epizelo consideraba que se trataba de una competición
importante. Es más, según él, en pocos años se convertiría en la más
importante y prestigiosa. Muy pronto todos se darían cuenta de que se
trataba de la competición que más reflejaba el valor de un ciudadano
como soldado, su unidad como ateniense, antes incluso que como atleta.
Precisamente era lo que Epizelo había siempre sostenido y que había
intentado transmitirle, lográndolo demasiado bien quizás.
Al final se había convencido. Fuera importante o no, era la única, entre
las que quedaban, en la que podía tener la posibilidad de ganar la corona
de olivo. Un premio que tenía la intención de ofrecer a Ismene, presente
en todas las pruebas. Tersipo y Filípides, en ocasión de sus victorias, no lo
habían hecho. Él se diferenciaría de los otros dos frente a la mujer y quizás
así lograría que le tomaran en serio.
Por ello había dejado a un lado cualquier veleidad sobre las otras
competiciones y se había concentrado en la carrera de los hoplitas. La
última carrera. Había renunciado a las pruebas del día anterior para cuidar
los mecanismos de la carrera con el casco y el escudo, que requería una
atención en la frecuencia de los pasos. La natural asimetría determinada
por el peso del escudo sobre el brazo izquierdo, de hecho, llevaba
instintivamente al atleta a balancearse y a correr con una cadencia
irregular.
Si se hubiera tratado de una carrera más larga, habría sido diferente.
Los brazos no habrían empujado hacia arriba y hacia delante, la zancada
no habría sido amplia, y el único problema con el que hacer las cuentas
habría sido el cansancio. Pero se trataba de un stadion, y entonces
necesitaba soltar toda la potencia que tenía a disposición, con
movimientos amplios, similares a latigazos. Justo igual que en una batalla.
Se entrenó en la palestra todo el día, precisamente para reforzar la
musculatura en el brazo izquierdo y coordinar los movimientos para evitar
excesivas torsiones compensativas del busto. E hizo todo ello solo, porque
no quería privar a Epizelo del placer de presenciar las otras pruebas de la
competición. Prestó mucha atención a no dejar nada a la improvisación,
consciente de tener como adversario al temible Cinegiro, el hermano de
Esquilo, aquel exaltado cuyo único pensamiento era la guerra, si es que no
dormía con el escudo y el casco e incluso hacía el amor con ellos puestos.
Para él correr con la panoplia encima era tan natural como correr sin ello
para cualquier otra persona.
No era raro, de hecho, encontrar a Cinegiro por las calles de Atenas con
el traje militar. Es más, hasta el año anterior había incluso tenido el coraje
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Para la final, de todos modos, todo sería diferente. Se fue dando cuenta
poco a poco de que ocuparía la calle junto a Cinegiro, quien fue
inmediatamente a tomarle el pelo.
—Te veo algo cansado, amigo. Temo que, ocupando un sitio junto a mí,
se verá todavía más la diferencia entre nosotros. ¡Si fuera tú me retiraría
aduciendo un pretexto cualquiera!
Lo decía con la sonrisa en los labios, como el simpático y exaltado
bromista que era. Pero se consideraba de verdad un fenómeno capaz de
superar a cualquiera cuando iba armado. Aunque no hubiera nada que
combatir, era como si el sencillo contacto con las armas le transformara
en Ares en persona.
Curioso, reflexionaba Eucles mientras se concentraba para la final
untándose aceite, sobre todo en los hombros. Filípides se consideraba un
descendiente de Teseo y un semidiós. Cinegiro la personificación de Ares.
Tersipo era demasiado pragmático para asociarse con los dioses, pero
estaba profundamente convencido de estar destinado a ocupar un sitio de
relevancia en la historia y en la ciudad ateniense, quizás incluso helénica.
Él era el único que se consideraba sólo aquello que era, un sencillo
hombre con modestas ambiciones y con confianza en sí mismo. Aquella
convicción en los propios medios le llevaba a menudo a que se
intercambiara con pura exaltación. Quizás era precisamente ésta la causa
de su estado de perdedor crónico: siempre apuntaba abajo y terminaba
todavía más abajo. Quién apuntaba mucho, pero mucho más arriba, algún
éxito terminaba siempre por conseguir...
Fue con estas reflexiones que se presentó en los palos de la salida para
la final, bajo los ojos atentos de Ismene, Filípides y Tersipo, a los que se
había unido también Epizelo. Se tocó los hombros, primero el izquierdo,
luego el derecho, intentando levantar el escudo. En ambos sentía dolor. Se
resignó a un nuevo desafío: contra los adversarios, contra Cinegiro en
particular, y contra su propio dolor. Debería vencer antes a éste último
para luego poder superar a los demás.
Depuso el escudo en el suelo y se colocó el gorro, que le repararía del
roce con el metal del casco. Luego llegó el momento del casco, e
inmediatamente su visión se redujo al único pasillo frontal. Las únicas
aperturas eran los foros para los ojos y una cobertura de la nariz
ligeramente levantada para permitirle respirar. Una sutil fisura a lo largo
de la confluencia entre los resguarda-mejillas le habría consentido, si bien
con fatiga, comunicar con cierta claridad.
Sobre Cinegiro. Tenía que realizar la carrera sobre Cinegiro, que saltaba
precisamente junto a él, soltando sus músculos. Intentó imitarlo,
moviéndose con mucho cuidado, pero le sirvió sólo para relajarse, ni
mucho menos para soltar el dolor. Y cuando más seguro estaba que
aquellos pinchazos le condicionarían, mucho más nervioso se ponía, y
furioso por no haber sabido preparar ni siquiera aquella vez una prueba
tan importante.
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XI
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tan seguro de que pueda emplear toda su maldad contra los dos hombres
que hasta hace pocos días consideraba sus mejores amigos. Por otro lado,
tampoco está tan seguro de que pueda decir lo mismo de ellos dos. Así
que perdería de nuevo también esta vez. No, mejor el pancracio, por si
acaso.
Algo estúpido, se dice Eucles. Se está convenciendo de que está
dispuesto a cualquier cosa con tal de superar a sus dos amigos. A
cualquier cosa. Pero para estar dispuestos a todo, también a privarse de
los escrúpulos, es necesario odiar. Y él no odia ni a Filípides ni a Tersipo.
Por lo menos los detesta, porque constituyen el obstáculo principal ante su
objetivo, es más, quieren arrebatarle su objetivo, que para él tiene más
valor que para ellos. Pero no es suficiente para considerarles enemigos de
verdad y actuar en consecuencia, como si se tratara de una guerra.
Y además, no consigue apartar tantos recuerdos como los que le unen a
los otros dos jóvenes. Es un peso demasiado contundente para liberarse
de él en un instante. Significaría, casi, liberarse de una vida para
convertirse en otro hombre, y no seguramente mejor.
Sólo diez días antes, bajo el monumento de los Héroes, jamás habría
podido pensar que vería a sus amigos como adversarios, salvo cuando
ejercían de atletas, naturalmente. Hueles recuerda con claridad aquel
último momento de serenidad unida a la exaltación, que representaba
quizás su último momento de felicidad.
Era el día de la movilización. Como en cualquier campaña, cada
ciudadano hábil al servicio del hoplita se acercaba al ágora para ver si su
nombre estaba incluido en las listas tribales de los reclutas. Los listados se
colgaban bajo cada una de las diez estatuas de los Héroes epónimos que
daban el nombre a las tribus en las que, sólo veinte años antes, habían
sido agrupados por Clístenes los demos de Atenas. El monumento estaba
situado en la plaza junto al Bouleuterion, y consistía en un largo y macizo
paralelepípedo de mármol, rodeado por un recinto alto hasta el pecho de
un hombre. Sobre esta base de mármol se levantaban, a ambos lados, dos
braseros dedicados a Apolo, y en medio de las estatuas de bronce de los
héroes, elegidos por la pizia de una lista de cien, los antiguos reyes de
Atenas: Erecteo, Pandión II y Cécrope II, Egeo (padre de Teseo), Leonte,
Acarne (hijo de Teseo), Eneas (rey de Calidonia), Hipótoo, Áyax y el hijo de
Heracles, Antioco.
Eucles se había citado al alba no sólo con Filípides, que pertenecía como
él a la tribu de Antioquea, y con Tersipo, de Leóntidas, sino también con
Cinegiro y Esquilo, encuadrados en la tribu de Ayántide. El sol acababa de
salir y a pesar de ello había una gran afluencia alrededor del monumento.
Eucles escuchó que los encargados de colgar las listas habían llegado
incluso antes del alba y, sin embargo, se habían visto obligados a abrirse
camino entre la multitud, y sólo con gran dificultad habían conseguido
alcanzar la base de mármol, entrar en el recinto y colgar las listas con los
nombres de los que habían sido llamados.
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altar en honor de los dioses gemelos. A pesar de todo ello, en cuanto los
persas zarparon se produjo un terremoto devastador. Los habitantes han
contado que no recordaban otro terremoto igual en el pasado...
—¿Y esto qué significaría? —preguntó Eucles, asombrado.
—Pregúntaselo a Esquilo. Es él el experto en los asuntos de los dioses,
por lo que ha dicho... —replicó Tersipo, indicando al poeta.
—Significa que los dioses no se lo han agradecido. A pesar del gran
tributo ofrecido a Artemisia y a Apolo, ahora Datis sabe que los tiene en
contra —le explicó Esquilo.
—Es exactamente así como lo ven los habitantes de Delos —confirmó
Tersipo—. Y es así como también lo veo yo.
Los dioses nos dieron el intelecto y los medios para derrotar a Asia ya
hace tiempo, en Troya, ¡y lo haremos también ahora!
—Ya. Quieren conservarnos para ellos, para hacer de nosotros el objeto
de sus juegos, de sus enfrentamientos y de sus apuestas. Como han hecho
siempre, por otro lado —comentó con amargura Esquilo.
—Uf... ¡haced que se calle, hoplitas! Los dioses nos ayudarán, claro,
¡pero únicamente si ven que nos ayudamos nosotros mismos! —dijo
solemnemente Cinegiro—. Y nos han enviado ya una señal haciendo que el
polemarco recién elegido venciera el stadion en las panateneas recién
concluidas. Es un claro indicio de nuestra victoria. ¡Quiere decir que la
suerte ha señalado al hombre justo para llevarnos al éxito! ¡Y la suerte la
llevan los dioses!
—Pero no creo que Milcíades se quede a un lado para recibir órdenes —
intervino Eucles—. Tiene demasiado peso político y un consenso
demasiado amplio para limitarse a un papel que le deje en un segundo
plano... ¡Preveo contrastes en los altos comandos!
—Por no hablar de Temístocles y Arístides, que no se soportan —
convino Tersipo, dirigiéndose a Filípides y Eucles—. Esperamos que su
rivalidad no implique a nuestras tribus. Sería desagradable que yo tuviera
que seguir las órdenes que pusieran en dificultad a mis queridos amigos
sólo porque mi comandante pretendiera hacerle un feo al vuestro.
—¡Por cualquier cosa que ocurra, nuestra amistad no se verá
enturbiada! —declaró solemnemente Eucles.
—¡Es más, estoy seguro de que de esta guerra nuestra unión saldrá
reforzada! —añadió Filípides—. Todos sabemos que los riesgos y las
privaciones de una batalla refuerzan la unión entre camaradas. Después
del conflicto, tendremos más recuerdos por compartir, ¡y esto nos unirá
todavía más!
—¡Pues claro! No es necesario ni siquiera jurarlo. ¡Estamos destinados a
estar unidos eternamente en una única persona! —confirmó entonces
Eucles. Y lo creía de verdad.
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Entonces...
Era tarde, para una batalla. Como muchos hoplitas, Eucles estaba
acostumbrado, en la guerra, a asociar la salida del sol con el comienzo de
la marcha contra el enemigo, o en buscar un territorio por devastar. Se
hacía para evitar a los soldados, con la panoplia completa, que marcharan
bajo los rayos del sol en el calor veraniego y que llegaran cansados,
pesados y sedientos en el momento del enfrentamiento. Era una especie
de mutuo acuerdo entre los comandantes adversarios, que regulaban
desde hacía siglos las batallas entre los griegos.
Entre griegos.
Pero esta vez quien les esperaba no era un adversario, era un enemigo.
Un enemigo con el que el Estado Mayor no había ni siquiera intentado
entablar una negociación, establecer unas reglas o tomar unos acuerdos.
Un enemigo de verdad, contra el que se combatiría una batalla donde
nada era un juego. Un enfrentamiento no por la supremacía, sino por la
supervivencia. Excluyendo a Milcíades, nadie en la armada, ni siquiera los
veteranos más expertos como Epizelo, habían vivido antes una
experiencia parecida. Ni siquiera aquellos que habían participado en la
expedición de Sardess o que habían ayudado a los jonios en su revuelta.
En aquellas ocasiones, enfrentarse a los persas había sido un desafío, no
el recurso extremo, el acontecimiento crucial de la propia carrera militar.
Quizás de la propia vida.
Era como unas Olimpiadas, la suprema competición donde cada uno
estaba obligado a afrontar rivales y a soportar presiones como nunca
anteriormente. Pero si allí se jugaba la reputación, aquí era la vida misma
lo que estaba en juego.
El horizonte en el mar era insólitamente tranquilo. Las olas iban
plácidamente desplegándose en la playa, y su ligero rumor no era más
que un eco lejano, como si el Egeo estuviera distante y no a pocos pasos.
La espuma en el agua comenzaba a brillar bajo los tenues rayos del sol,
confiriendo al inminente escenario de la batalla una corona de plata que
parecía enmarcar el acontecimiento, como una barrera que la aislaba del
resto del mundo, arrojándola en las fauces de aquel enemigo despiadado.
Los regimientos habían salido del campamento a través de las entradas
en cada sector de origen. Luego, una vez en campo abierto, se habían
situado ya en orden de batalla. Si bien el horizonte se veía todavía confuso
y no se divisaba ningún persa claramente, nadie tenía dudas de que los
soldados enemigos más avanzados se habían dado cuenta ya del avance
del ejército griego. En compensación se veían las sombras de sus naves,
unas pocas cerca de la playa y la gran parte más lejos, y un ir y venir de
pequeñas embarcaciones que no dejaban de moverse hacia la tierra firme
y aquellas.
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Para Esquilo el único problema era seguir el paso de los que estaban
delante. Lo habían situado en la última fila, la octava, junto a los más
torpes y a los reclutas. Gente que tenía dificultad de todo tipo para
manejarse con una lanza y un escudo, y marchar al unísono con los otros.
Para él era diferente. Las cosas las sabía hacer, pero le faltaba la actitud
de hacerlo.
Sus temores prescindían completamente de la táctica. Tenían que ver
principalmente con el tener que dar muerte, el tener que afrontar la
muerte. La guerra, más en general. Nunca había conseguido odiar lo
suficiente a un enemigo como para matarlo, ni siquiera cuando se lo había
encontrado de frente manejando la lanza o la espada contra él. A pesar de
haber participado ya en alguna campaña de corto alcance, no había tenido
nunca la ocasión de cimentarse en un cuerpo a cuerpo. Había marchado,
como todos los reclutas, en las últimas filas, y como no se había
diferenciado nunca en el campo de batalla, en las últimas filas se había
quedado, preparado en la eventualidad de suplir a los compañeros que se
encontraban más adelantados en el caso de que el enfrentamiento se
hubiera alargado más allá de sus capacidades de resistencia.
Pero aquello nunca había ocurrido. Los enfrentamientos entre hoplitas
que había presenciado se habían resuelto de forma repentina, en el primer
ataque de los adversarios, y no había surgido la necesidad de hacer el
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Y naturalmente para no dejarse matar por sus arqueros, visto que las
cohesiones de las líneas dejaban mucho que desear.
Filípides obtuvo confirmación de sus pensamientos.
—Quién sabe cómo le va a Tersipo. Me encantaría verle, él que tiene
tanta confianza en los altos mandos. No somos capaces ni de estar unidos,
y los persas, probablemente, son todavía muchos más que nosotros.
—¿Pero cuándo nos van a decir cuántos son? A esta hora, los
exploradores que Calimaco ha enviado en avanzadilla deberían haber
vuelto ya para decirnos el número de los enemigos... —indicó Eucles.
—No funciona en absoluto. Los mandos están tomando iodo tipo de
decisiones. Si no fuera Hipias, a quien tenemos delante junto a los
asiáticos, diría que Atenas necesita un tirano y no la democracia.
—¿Todavía sigues con estos discursos tan peligrosos? Da las gracias a
los dioses de que yo no soy Tersipo.
—Tersipo profesa la democracia sólo en apariencia. Quiere usarla para
sus propios fines. En realidad, se siente más preparado que los demás, y
quiere levantarse sobre ellos. Aunque no lo admita nunca, también él,
como yo, está convencido de que no todos los ciudadanos somos iguales.
Y él quiere usar la democracia para sus finalidades, préstame atención...
—Si le escuchas a él, eres tú quien quiere usar la democracia para tus
finalidades.
—Bueno. Serán los hechos los que demuestren quién miente. Ahora, por
otro lado, tenemos problemas más urgentes que resolver —dijo Filípides
en tono conclusivo, indicando con un gesto de la cabeza la dirección del
enemigo, ligeramente hacia la derecha.
Un caballo estaba avanzando hacia sus líneas. No quedaba muy claro si
en la silla había o no un caballero. Pero conforme se acercaba, se notó que
llevaba una carga encima. Los griegos tuvieron que esperar todavía para
entender de qué se trataba. Y cuando lo entendieron, no se quedaron en
absoluto contentos.
El caballo se detuvo sólo ante la primera línea, levantando las patas
posteriores y dejando caer la carga que llevaba en la grupa.
Era uno de los exploradores, que se había transformado en una
alfombrilla de flechas.
Cada vez peor, pensó Eucles. Ahora no tendrían ni siquiera el modo de
saber contra cuántos enemigos se tenían que enfrentar, salvo cuando se
encontraran en el radio de alcance de sus tiros de dardos. Los persas
protegían sus líneas quién sabía con cuántos arqueros, que impedían a los
hombres enviados en avanzadilla por Calimaco hacer su trabajo. Todos los
hombres se dieron cuenta, y un escalofrío de terror recorrió las filas del
ejército griego.
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Eucles se repitió lo que ya habían dicho los oficiales: los escudos persas
eran grandes pero de mimbre, por lo tanto poco consistentes. Los infantes
enemigos no iban armados demasiado y no aguantarían un ataque a la
carrera. Se lo repitió una vez más, luego, otra vez más, intentando que se
transformara en una letanía.
Pero seguía persistiendo el problema de la protección sobre las alas.
Con los costados así expuestos, no había táctica alguna que pudiera
consentir a los griegos salir victoriosos. Los caballeros enemigos parecían
no esperar otra cosa que cargar contra los lados cortos del amplio
rectángulo formado por los hoplitas griegos. Largo, pero no suficiente.
Eucles vio a los oficiales discutir entre ellos y luego hablar con Arístides,
que a su vez se movió hacia Temístocles. Y mientras los soldados seguían
avanzando hacia aquella trampa, los comandantes hablaban entre ellos de
forma excitada.
Cada soldado se preguntó qué es lo que habrían decidido. Se
encontraban ya a menos de cuatro estadios del enemigo. En breve
entrarían en el radio de alcance de los temibles arqueros persas, y con las
ideas todavía confundidas. En ese punto, vista la consistencia de los
asiáticos todavía en el suelo, estaba también la posibilidad de que
Calimaco y los otros decidieran retirarse y esperar de verdad el ataque
enemigo. O que volvieran a las viejas tácticas, liberando los vínculos y los
lazos a los hoplitas y dejando que cada uno desahogara toda su
agresividad.
El consejo, imprevisto y mantenido siguiendo el paso de marcha, se
disolvió de repente y cada comandante volvió a su propia unidad. Eucles
vio a Arístides hablar con su lochago, y este último ir hacia ellos.
—¡Abriros de forma que el compañero que está detrás de cada uno
llegue a vuestro costado! ¡Tenemos que ponernos en cuatro filas y alargar
nuestro frente! —gritó el lochago.
Los soldados se quedaron desconcertados. Miraron a su alrededor,
desorientados, si saber qué era lo que tenían que hacer.
—¡Rápido! ¡Dentro de poco nos alcanzarán los dardos persas! ¡Rápido!
¡Adoptad la nueva posición y cerrad inmediatamente filas! —insistía el
lochago, que volvió a empujar y tirar de los hoplitas de forma más intensa
que al principio de la marcha.
—¿Todo el ejército en cuatro filas? ¡Así no aguantaremos el choque
contra el enemigo! —protestó Filípides—. Y además, ¿qué necesidad hay?
¡Si doblamos la longitud llegaremos al mar!
—De hecho, doblamos la longitud solamente nosotros y Leóntidas.
¡Moveos! —respondió el oficial.
Tras el desconcierto llegó el miedo. Eucles miró a Filípides y estuvo
seguro de que estaba pensando lo mismo. Para evitar amenazas sobre las
alas, el Estado Mayor había decidido debilitar el centro, tanto para alargar
la alineación e igualar la extensión del enemigo, como para inducir a los
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—¿Y en qué modo piensas que pueda obtener todo esto? ¿Sólo...
ganando nuestra apuesta?
—Ese sería el camino más largo. Pero eficaz y practicable, tienes que
admitirlo. Si bien hay otra, más rápida. Puede allanar la calle hacia el
poder incluso solo... llegando a Atenas antes que nosotros y... mintiendo
sobre el éxito de la batalla.
Eucles se niega a pensar eso. No quiere reflexionar sobre la posibilidad
de que Filípides, su viejo amigo, sea capaz de traicionar a su propio país.
—¿Y cómo podría hacerlo? Nosotros llegaremos tarde o temprano... y lo
negaremos. Y además, ¿qué puede suceder si dice que han ganado los
persas?
—¿Qué ocurriría? ¿Pero no lo entiendes? Los Alcmeónidas... tardarían
muy poco en convencer a la población de que cualquier resistencia es
inútil. ¡Abrirían las puertas a Hipias y a los persas y todo terminaría!
Tersipo parece muy acalorado, tanto que consigue hablar incluso sin
interrumpirse ni tomar aliento.
—Pero nosotros podríamos siempre decir que miente. Y sería nuestra
palabra contra la suya... —insiste Eucles.
—¿La palabra de dos derrotados envidiosos? Filípides ya goza de mucha
más popularidad que nosotros. Para muchos es casi un semidiós. Nuestra
palabra vale poco en comparación. Y además, podríamos llegar demasiado
tarde. No sabemos cuánto nos puede sacar todavía. Y además...
Silencio.
—¿Y además?
—Recuerda que tenemos los tres las espadas. ¿Quién te dice que
Filípides no nos espera en las puertas de Atenas para que callemos para
siempre, contando con el hecho de que nos fiamos de él?
—¿Pero estás de broma? ¡Eso no es posible! ¡Lo conozco desde hace
una vida!
Ahora Tersipo parece de verdad convencido de lo que está afirmando.
—Conoces a otro Filípides. Ninguno de los dos puede saber en qué se
puede transformar un hombre que tiene ante él la posibilidad de dar un
giro a su propia vida. Puede ser que no pensara en ello antes. Pero ahora,
las ventajas que puede obtener con esta situación son demasiadas para
dejarlas de lado. En la mejor de las hipótesis, constituyen una gran
tentación. ¿Sabrías tú resistir a las tentaciones? ¡Siempre ha deseado la
gloria, recuérdalo!
Ya. La tentación. Ni siquiera él era capaz de resistir a las tentaciones.
También él sentía estar dispuesto a todo con tal de conquistar a Ismene. Y
no estaba seguro de que resistiera ante la posibilidad de alcanzarla
rompiendo algún código ético, violando la ley o pasando por encima de
sus propios escrúpulos...
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XIII
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tiene que intentar también él esta vez. Estar convencido de las propias
posibilidades. Tiene que ser fantástico creerlo de verdad, vivir con el
optimismo de poder lograrlo en cualquier empresa que se proponga. Se
vive mejor así, sin atormentarse, sin sufrir por sus propios límites. Y sin
perder, perder siempre.
—Tenemos que estar pendientes, entonces —le dice su amigo—.
Pueden agredirnos de un momento a otro. Ni siquiera ellos sabrán cómo
ha ido la batalla, pero ganan de todos modos eliminando a los corredores
enemigos. El rodeo de la flota tiene que haber sido ordenado con
anterioridad...
A Tersipo le cuesta trabajo hablar.
—De cualquier forma, como demuestra el asunto del bloque de mármol,
Datis estaba seguro de vencer... Yo creo...
que ha enviado a gente en avanzadilla, precisamente para cortar el
camino de los que se han marchado corriendo del ejército derrotado... y
evitar así que sus noticias den a los arcontes el tiempo para organizar la
resistencia.
—Entonces podrían ser muchos. Estamos perdidos —exclamo
decepcionado Eucles.
—Eso no está dicho. Muchos... no habrían pasado nunca. Tenemos
controlados todos los pasos, ¿recuerdas? Pueden sólo haberlos evitado por
las montañas, ¿pero cuántos crees que lo han hecho?
—Creo que lo descubriremos pronto —replica Eucles, indicando con el
brazo las laderas extremas del monte Parnés situado a la derecha.
Tersipo, que se encuentra unos pasos por detrás de su amigo, se da la
vuelta. Están dirigiéndose decididamente hacia ellos.
Y son guerreros persas, con la panoplia completa.
Eucles disminuye la velocidad, desenvaina la espada que lleva colgada
de la cintura y espera al conmilitón. Porque ahora Tersipo es sólo un
compañero, un hombre con el que contar si quiere salir airoso. Ha
funcionado antes y durante la batalla: los hoplitas han sido parte de un
conjunto, como querían Calímaco y Milcíades, como había sostenido
siempre Epizelo. Y funcionaría también ahora.
Bien, es así que se tiene que pensar. Positivo.
Pues claro, funcionará, incluso si esos dos se encuentran destruidos por
la fatiga de los más de cien estadios recorridos con un buen ritmo. Deben
tener los reflejos lentos y la vista nublada, y sus adversarios se
encuentran frescos y descansados. Aunque ellos dos tienen sólo espada y
los otros un casco, la coraza, el escudo y la lanza, además de tener
también una espada a disposición...
Espadas con hojas cortas contra largas lanzas y escudos.
¿Pero cómo puede estar Tersipo tan seguro de sí mismo, maldición?
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superar a los dos amigos y conquistar a Ismene. Para ser digno de ella,
pero también para sentirse orgulloso de sí mismo.
Montones de flechas se clavaban a pocas palmas de sus pies,
retumbaban sobre su escudo, veía incluso algunas puntas a través de las
maderas. Flechas que alcanzaban a sus compañeros, que chocaban contra
los cascos de metal. Flechas que silbaban entre un hoplita y otro y se
perdían detrás de ellos. Pero los gritos de dolor que escuchaba eran
menos frecuentes que aquellos, más lejanos, provenientes de otros
regimientos. La alineación más sutil de Antioquea y Leóntidas, con sólo
cuatro líneas de profundidad, rendía las unidades menos expuestas a la
amenaza enemiga.
Por ahora...
Después, en el momento del impacto, precisamente su alineación les
haría más vulnerables a la reacción del adversario.
Miró fijamente frente a sí mismo, como Filípides. Se dio cuenta de que
los bordes de los persas eran más definidos. Tenían que encontrarse a
poco más de un estadio, en grandes líneas. Conseguía visualizar los
gorros, además del borde de los grandes escudos rectangulares, sobre los
que podía incluso intuir ya los dibujos. Había líneas en la superficie, de vez
en cuando dispuestas formando un tablero y otras una tabla de zigzag.
De repente sintió el escudo de quien estaba a su lado derecho caerse
sobre su hombro derecho, con violencia. Se dio la vuelta un poco, lo justo
para ver al compañero alcanzado en pleno pecho por una flecha.
Otro.
Los persas habían comenzado a encuadrar al frente. Al menos a
aquellos que estaban en primera línea. Mucha flechas no llegaban hasta
los griegos, pero alguna arrojada con mayor fuerza llegaba hasta la
primera fila, en horizontal, mientras todavía los atenienses estaban
ocupados en defenderse de los dardos provenientes desde arriba
manteniendo los escudos levantados.
Era el momento más difícil. El momento en el que cada hoplita habría
deseado tener dos escudos, uno para cada brazo.
Otro compañero fue alcanzado en el muslo. Y otro más que se
resguardaba el pecho, fue tocado en el hombro. Eucles comenzó a mover
el escudo arriba y abajo, aún notando que Filípides lo tenía fijo frente a sí
mismo, en perfecta postura de guerra, como una estatua. Oyó nuevos
impactos sin entender si las flechas habían llegado desde arriba o desde
abajo.
Vio a Arístides. Estaba a punto de pedirle que diera la orden, pero luego
el estratega levantó el brazo y gritó:
—¡A correr! ¡A correr contra los persas! ¡Todos juntos, con líneas
cerradas y con los escudos por delante!
Comenzaba el stadion más difícil de su vida.
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—Lo matamos.
El impacto de los dardos sobre los escudos era más frecuente que el de
los pasos de los hoplitas sobre el terreno. O del choque de los escudos.
Era increíble la velocidad con la que los arqueros persas conseguían tirar.
Tenían que ser una infinidad, y dispuestos tan bien que conseguían
moverse sin obstaculizarse los unos a los otros, incluso desde las filas
posteriores de su alineación.
Los mandos tenían razón, se dijo Eucles. Se necesitaba recorrer aquel
stadion en el menor tiempo posible. Pero prestando atención en
permanecer con los rangos unidos, al menos hasta las últimas decenas de
pasos, cuando los arqueros no podrían tirar en horizontal.
A cada paso, Eucles temía que una flecha arrojada con particular fuerza
penetrara en el escudo mucho más allá de la cúspide, y que llegara a
alcanzarlo debajo del casco o en pleno pecho. O temía terminar con un pie
clavado en el suelo. Continuaba andando hacia delante casi a ciegas,
esforzándose sólo en mantenerse en línea con los compañeros a derecha y
a izquierda, arrodillado con el rostro detrás del escudo sin darse cuenta de
la distancia del enemigo. Esperaba únicamente percibir la presencia
cuando se encontrara cara a cara con los infantes adversarios.
Mantener las líneas en aquellas condiciones, con la lluvia horizontal de
dardos y un paso de carrera fuerte, era ya una empresa enorme. No
digamos permanecer vivos. Los hoplitas no tenían todos el mismo paso.
Había quien era capaz de proceder más rápidamente, quien era más lento
y torpe, y quien, viendo abrirse de repente un espacio junto a él, se veía
obligado a disminuir para esperar a que el compañero en la fila posterior
tomara el sitio del que se acababa de caer.
Paso tras paso, de todos modos, la frecuencia de los dardos fue
disminuyendo. Conforme los hoplitas se acercaban más, los persas
encontraban más dificultad en mirar al frente, y aquellos de las filas
posteriores no podían ya permitirse tirar sin correr el riesgo de alcanzar a
los compañeros que estaban por delante. Era probable que actuaran sólo
los arqueros de las primeras filas, porque las descargas tenían intervalos
cada vez más frecuentes y durante aquellas pausas los hoplitas
aumentaban el paso.
Tenían que estar muy cerca. En base a su experiencia de atleta, Eucles
calculó encontrarse a menos de un estadio desde la primera línea
enemiga. Avanzó de nuevo y el silbido de las flechas desapareció. El
primer gran riesgo había pasado. Ahora llegaban todos los demás.
Comenzando por el impacto. Era necesario caer sobre el muro de escudos
todos juntos, pero con velocidad, para romper las filas del enemigo. Algo
no tan complicado.
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—¡Golpead las astas contra los escudos! ¡Hacer ruido! ¡Gritad! —gritaba
mientras tanto el oficial. Fueron muchos los que le obedecieron. De un
momento a otro, aumentó la intensidad de cualquier sonido audible en ese
sector del campo de batalla. Esquilo sintió una lluvia de rumores que le
entraba por el oído, y luego se dio cuenta de que estaba gritando también
él, con todas sus fuerzas. Pero mientras tanto las patas del caballo más
cercano eran la amenaza más próxima. El animal se encontraba asustado,
repartía coces por todas partes, y el dueño se encontraba completamente
dominado por éste.
Una pata chocó contra el escudo de Esquilo, desde arriba. El impacto
fue tan violento que su brazo salió del brazalete, pero de forma
traumática. Fue como si le hubieran arrancado el arma. Y mientras tanto
el caballo seguía dando coces. Otro caballero, más estable en la silla, vio
que el hoplita no tenía ya otra protección y cargó el brazo, apuntándole
con la lanza.
Coces por un lado, lanzas por otra. Y ningún escudo que lo protegiera.
Esquilo se sintió vencido. Si se movía para buscar refugio detrás de la
sombra del caballo, se vería arrollado. Si se alejaba de la bestia, sería un
blanco todavía más fácil para el caballero. Y detrás, donde se
amontonaban los conmilitones, no podía ir. Paralizado por el terror, se
quedó esperando la muerte.
El persa arrojó la lanza contra él.
El caballo alocado se movió repentinamente, llegando a rozar su figura.
La lanza zigzagueó ante Esquilo. El poeta pudo sentir como el silbido era
cada vez más fuerte. La punta lo buscaba, parecía casi mirarlo fijamente,
ir directo al centro de la frente, justo encima de la nariz.
El caballo dio más coces, alargó las piernas hasta casi rozarle la cresta
alta del casco.
La lanza llegó a un palmo de él. La pata también.
La lanza chocó contra la pata del animal, que se dobló y cayó al suelo, a
los pies de Esquilo.
Estaba vivo. Entendió que lo había logrado. Una intervención divina, se
diría. Quizás los dioses querían que escribiera dramas, en el fondo. Pero
tenía todavía el caballo furioso encima. Movió la lanza hacia delante y
apuntó contra el cuello. Lo estaban haciendo también sus compañeros. Se
la clavó en la piel dura como el cuero. El caballero intentó impedírselo,
alargando el brazo a su vez, pero su lanza ondeaba demasiado para captar
un blanco cualquiera. Esquilo apretó de nuevo, y esta vez la punta penetró
todavía más en profundidad en el cuello del animal.
Evitó por un segundo una nueva coz. La última, porque el caballo se
desplomó, rompiendo los huesos de las piernas del caballero, que se
encontró bajo el animal desde la cintura hacia abajo. Esquilo pudo
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finalmente recoger el escudo, pero vio que se había doblado. Serviría bien
poco.
Por suerte, en ese instante no parecía que lo necesitara. Sus camaradas
habían obtenido el mismo éxito. Frente a ellos se veían a varios caballos
sin caballeros. Los persas estaban en el suelo, muertos bajo las patas de
un animal o alcanzados por las lanzas de los hoplitas. La cantidad de
caballería persa en plena eficiencia se había notablemente reducido, sus
rangos se encontraban todavía descompaginados, y no parecían capaces
de reunirse y producir un nuevo asalto. De hecho, un oficial impartió una
orden y los otros se replegaron para galopar hacia las naves.
Lo habían logrado. La amenaza que venía por detrás había sido
derrotada. Esquilo se dio cuenta de que había combatido de una forma o
de otra. Quizás no de la forma que Cinegiro hubiera aprobado, pero su
parte había sido realizada, a fin de cuentas.
—¡Bien! ¡Hemos impartido una lección! —dijo el lochago, que había
aparecido de nuevo junto a él—. ¡Ahora ayudemos a nuestros compañeros
que están delante a enseñar también a la infantería persa cuánto valen los
atenienses!
El oficial los exhortó a darse de nuevo la vuelta. Esquilo se dio cuenta
de que las filas anteriores ya no estaban junto a él. Habían ganado
terreno. Los persas se estaban retirando, sin lugar a dudas. Y los hoplitas,
ya libres de las amenazas que provenían por los lados o por detrás,
estaban ganando terreno. Ya no eran sólo las primeras filas las que habían
penetrado en la alineación enemiga. Ahora también aquellas intermedias
habían llegado a estar en contacto con los persas. Y cada hoplita tenía al
menos un adversario contra el que combatir.
Dentro de poco le tocaría también a él.
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sólo en escapar. Para Esquilo se habría tratado de dar algún paso hacia
delante, seguirlo y herirlo por la espalda, pues tenía todavía la lanza
consigo. Pero no tenía ningún interés en hacerlo. Siguió caminando,
mirando a su alrededor, pero después de pocos instantes vio la cabeza del
persa rodar por el suelo, pocos pasos delante de él. El tronco también se
desplomó algo más tarde. Detrás apareció la silueta del estratega,
Estesilao.
—Te he visto, hoplita. Le has dejado escapar —dijo el comandante del
regimiento, con un evidente tono de acritud.
—Yo... no mato a gente indefensa...
—La batalla no ha terminado aún y nos lo podríamos haber encontrado
de frente después, cuando los persas se aglutinen en defensa de sus
naves que están a punto de zarpar, o quizás en Atenas, si hubiera
conseguido subirse con los demás. Recuerda que tenemos también que
evitar que escapen y que lleguen a Atenas antes que nosotros. Cuantos
más matemos ahora, menos encontraremos luego.
Esquilo sintió vergüenza por sí mismo. Agachó la cabeza, mortificado, y
no dijo nada más.
—Intenta resarcirte, Esquilo. ¡Ve donde está tu hermano en primera fila
y demuéstrame que eres digno de él! —le dijo el estratega, que luego
corrió de nuevo.
Por un instante había esperado que no le hubiera reconocido. A fin de
cuentas, llevaba todavía el caso. Pero todos conocían a Cinegiro, y por ello
todos reconocían a su inútil hermano, incapaz de dar ni siquiera un poco
de apoyo a la armada griega. Retomó la carrera, pero siguió ignorando a
los persas que le pasaban al lado, o aquellos que le superaban, y dejó de
nuevo de dar una mano a los compañeros que seguían combatiendo. Lo
que más le importaba era encontrar a Cinegiro. La idea de que pudiera
estar muerto lo aterraba. A pesar de que su hermano mayor no le
ahorraba humillaciones y tomaduras de pelo, le quería y estaba seguro de
que él también sentía lo mismo.
Continuó hasta que llegó al campamento persa. No había un puesto de
defensa, ni un cordón de guerreros. Los enemigos seguían escapando más
allá de las tiendas, y los griegos les perseguían. Algunos hoplitas se
detenían para saquear, irrumpiendo en los pabellones más grandes, que
probablemente habían acogido a los generales y a los altos cargos, o para
rebuscar entre los carros de las provisiones que los asiáticos no habían
tenido tiempo de subir a las naves.
Pero la mayoría corrían, incitados por los oficiales a matar cuantos más
enemigos posibles. Seguían más allá de las tiendas, más allá de las
reservas de comida y de armas abandonadas en el terreno, hasta la gran
marisma.
Esquilo la vio abrirse delante de sí mismo de repente. Y se detuvo
precisamente en los márgenes del terreno fangoso. Como él, los otros
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Tersipo se da la vuelta.
—¿Los persas, no? ¿No te acuerdas? Han acabado con vosotros dos. Y
han acabado también con los centinelas de los Alcmeónidas.
—Eres... ¿eres tú el traidor?
—No lo necesitaría. Ahora tendré la ciudad a mis pies, y seré
inmediatamente nombrado arconte. Pero arconte no significa tirano, y no
representa el poder absoluto. Lo he pensado durante nuestra apuesta. A
fin de cuentas, ponerme de acuerdo con Hipias me conviene. Me caso con
su sobrina y me convierto en su heredero como tirano, sin vínculos con la
democracia, sin tener que compartir el poder o dejarlo a algún otro
después de un año.
Luego Tersipo avanza un paso y levanta de nuevo la espada, listo para
acabar con él. Mira la herida, de la que sigue borboteando sangre. Mueve
la cabeza.
—Es inútil que te remate. Te queda poco. Y además, conociéndote, te
quedarás ahí comiéndote las tripas por tus sentimientos de culpabilidad. Y
esto me gusta. Hasta luego, Eucles —dice antes de darse la vuelta y
encaminarse hacia Atenas con toda la calma de un hombre que sabe que
no tiene rivales.
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arrojar la última ocasión que le han ofrecido para obtener una victoria. Por
lo que se ve, los dioses le están concediendo todavía una pequeña
fracción de tiempo. Le toca a él emplearla para hacer lo que crea
oportuno.
De nuevo, una vez más, pone las manos en el suelo e intenta apoyarse
sobre los brazos para levantarse. Consigue con mucho esfuerzo
levantarse, pero luego se ve obligado a sentarse de nuevo. Demasiado
fuerte el dolor en el lateral abierto. Suspira profundamente antes de
ponerse de nuevo de pie. Y siente nuevos pinchazos. El movimiento del
esternón le provoca aún más dolor. Se convence de que lo peor es
levantarse y ponerse de pie. Luego irá todo mejor y el dolor pasará a ser
algo constante. Mejor ir realizando un objetivo tras otro. Ahora intenta
ponerse de nuevo de pie con el brazo izquierdo, junto al costado que
todavía tiene íntegro. Pero se trata también del brazo más recubierto de
moratones, heridas, cortes y contusiones, si bien son dolores más
soportables respecto al que tiene a la altura de la cintura. Se concentra
sobre sí mismo, sabe que puede vencer. Se levanta apenas, y luego un
poco más. Y por último consigue ponerse de rodillas.
Bien. Lo más duro ya lo ha hecho. Da un vistazo a la túnica envuelta. Se
encuentra en gran parte manchada de sangre. Su esfuerzo por taponar el
flujo de sangre se está revelando patético. Recoge la espada y la empuña
con la mano derecha. La sujeta con debilidad, casi inconsistentemente. No
es la forma propia de un guerrero. Es aquella de un guerrero moribundo,
sin esperanzas ya contra un guerrero todavía vivo.
Realiza de nuevo fuerza con el brazo izquierdo para darse un empujón,
y luego de rodillas sobre los muslos y las pantorrillas endurecidas por la
fatiga y por la debilidad. Alcanza una posición erguida, pero siente que le
falta el apoyo de las piernas doloridas. El terreno parece resbalarle bajo
los pies, la naturaleza alrededor le da vueltas alocadamente.
No consigue evitar tambalearse, y emplea mucho para encontrar una
posición estable. No hay un punto firme a su alrededor, y todo tiene
contornos indefinidos. No sabe ya ni siquiera distinguir la dirección
apropiada. Siente que puede desplomarse de un momento a otro contra el
suelo. Gira el cuello a la derecha y a la izquierda, intentando entender
hacia dónde ir. Mira al suelo, pero no es capaz de diferenciar el camino del
terreno que lo delimita. Analiza el paisaje, intenta interpretar la infinita e
incierta reproducción de la naturaleza que lo rodea. Ve montañas a lo
lejos, tiene que ser el monte del Parnés, así que no es allí donde tienen
que ir. Si es así, a su izquierda tienen que haber alturas menos elevadas.
Pero sí, claro. Es el monte Egaleo. Entonces tiene que dar un cuarto de
giro para marcharse hacia Atenas.
Hay que ponerse en movimiento, ahora. Arrastra un pie hacia delante,
el derecho. Pinchazos atroces. Ahora el izquierdo. Otro pinchazo pero
menos fuerte. Mejor intentar andar antes de atreverse a levantar los pies
para un intento de carrera. Y de todos modos es difícil que Tersipo esté
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haciendo algo más que marchar. Él, en cambio, tiene que hacer algo más
si quiere alcanzarlo antes de que llegue a Atenas.
Y antes de morir.
Eucles mueve cautamente los pies. En cada movimiento teme caer. Y
cada paso que da hacia delante es una victoria. No sabe cuánto durará.
Sabe sólo que tiene que aguantar hasta que lo consiga. No le queda otra
cosa ahora, en la vida, salvo alcanzar a Tersipo y luego sobrevivir hasta
llegar a Atenas. Se tienta el costado, se comprime la herida, se provoca un
mayor dolor. Lo hace intencionadamente para mantenerse despierto, para
no dejarse ir. Para encontrar confirmación de estar todavía vivo. Ya ha
entendido que es sólo el dolor lo que le mantiene con vida. Intenta
aumentar la cadencia y comienza a levantar apenas los pies del suelo.
Eso, funciona. Ha dado un paso de carrera y todavía no se ha caído.
Quizás, desde este momento, está iniciando también la recuperación del
terreno sobre Tersipo. Lágrimas, sudor y debilidad le ofuscan la vista.
Luego se da cuenta de que está escupiendo sangre. Le llega a los ojos,
también. Se los frota, pero no le sirve. No ve casi nada más. Mueve los
párpados varias veces. Tendrá que ver por lo menos a Tersipo si quiere
impedirle que traicione la ciudad.
Nada. Todo es inútil. No sabría ya diferenciar un árbol de un ser
humano. No puede esperar notar al hoplita a lo lejos. Pero procede,
procede de nuevo, y acentúa la cadencia, si bien su zancada se ha
quedado reducida al mínimo. Se trata del último acto de su vida, no tiene
nada que perder. Siente los propios pasos siempre más pesados, su
respiración transformarse en un susurro, la espada que se le cae de las
manos en cada salto, el costado rasgado que le va quitando la vida y que
al mismo tiempo le recuerda que está todavía vivo.
Las sombras que entrevé en la distancia se transforman en árboles sólo
cuando pasa a su lado. Y hasta el último momento teme que pueda
tratarse de un hombre, o del propio Tersipo, y se dispone a afrontarlo
intentando levantar la espada en posición de guardia.
Buscando...
A juzgar por el número de pasos, tiene que haber recorrido dos estadios
o poco más. Atenas está cerca. Y cuanto más se acerca a la ciudad, más
disminuyen las probabilidades de alcanzar a Tersipo antes de que el
traidor cruce la muralla. Tiene que aumentar el ritmo a toda costa. Pero
está demasiado débil, y está demasiado cansado, pesado y dolorido. Su
cuerpo no le permite ir más allá del esfuerzo que ya está haciendo.
Entonces prueba a aumentar el ritmo. Alarga una pierna, luego la otra, y el
dolor aumenta. El terreno es cada vez más inestable bajo los pies. Cada
vez que apoya de nuevo el pie en el suelo, siente que está a punto de
resbalar.
Empuña la espada con la mano izquierda. En el brazo derecho se siente
demasiado desequilibrado. Pero la zancada se resiente del movimiento del
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busto, el pie llega al suelo torcido y Eucles siente que se precipita sobre la
arena.
Todo ha terminado. No se siente capaz de levantarse una segunda vez.
Y por otro lado el tobillo le duele, ahora. Recoge la espada, que se le ha
caído de las manos a unos palmos. No lo ha conseguido tampoco esta vez.
Perdedor ha sido y perdedor morirá. ¿Cómo ha podido incluso pensar que
salvaría la ciudad, él, que ha sido un incapaz y no ha podido ni siquiera
salvarse a sí mismo de las malas actuaciones cada vez que se ha tenido
que poner en juego?
Más vale terminar enseguida, sin seguir llorando. Lo ha hecho toda su
vida. Mejor evitar hacerlo cuando está a punto de morir. Transcurrir la
agonía recordando todos los propios fracasos no es una bonita
perspectiva. La espada, la espada que pretendía usar contra Tersipo,
ahora tiene otro objetivo: él mismo.
Al menos esto, se dice, conseguirá hacerlo. Incluso un incapaz como tú
puede poner fin a sus propios sufrimientos.
—¿Pero qué pretendes hacer? ¿Acabar conmigo? ¡Pero si ya estás
muerto!
La voz de Tersipo, seguida por una sonora carcajada.
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A su lado otro hoplita sin escudo se había agarrado con una mano a las
decoraciones de la popa, intentando apoyarse con los pies para dar un
salto y alcanzar el puente. En la otra mano sujetaba una espada. Un persa
a bordo dio un golpe con la cimitarra y le arrancó de cuajo la mano con la
que se sujetaba. El hoplita lanzó un rugido, cayó al agua pero se levantó
enseguida, con la sangre que le caía del muñón. Con la otra mano, aquella
que sujetaba la espada, se quitó el casco, y luego también el gorro de piel
que le protegía de los roces del metal.
Era Cinegiro.
Sólo entonces Esquilo, asustado, retomó su andadura. Se precipitó de
forma torpe hacia delante, realizando amplias y lentas zancadas en el
agua, que era cada vez más profunda. Y mientras tanto vio a Cinegiro
lanzar un nuevo grito, ponerse la hoja de la espada entre los dientes, dar
un salto y agarrar las cuerdas con la única mano que le quedaba.
—¡Para! ¡Para! —le gritó. Pero Cinegiro no le escuchaba. Se agarró a la
nave, e inmediatamente el persa que le había arrancado de cuajo la mano
movió la espada también contra la otra.
La mano del hoplita se quedó pegada a la decoración del barco. Todo lo
demás cayó de forma pesada al agua, sin reaparecer de nuevo.
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ahorrar la agonía de las pobres bestias, que habían cruzado el mar sólo
para ser torturadas por sus propios dueños.
También había cadáveres de persas entre una tienda y otra. Y los
heridos y enfermos, abandonados por los compañeros. Muchos habían
sido maltratados por los platenses y por Ayántide durante la persecución
hasta los márgenes de las marismas de los alrededores. Eucles no dudaba
de que la escasez del botín fuera debida también al paso precedente de
las otras unidades. A pesar de estar todavía ocupadas en el
enfrentamiento, habían seguramente encontrado el modo y el tiempo para
recoger objetos de valor.
Eran muchísimos los persas que no estaban en condiciones de combatir.
Muchos no parecían tener ni vendas ni otros cuidados, pero presentaban
un feo color que podía ser únicamente el fruto de una prolongada cercanía
a las marismas insanas. Una semana transcurrida en aquellas condiciones
climáticas tenía que haber postrado a los que estaban acostumbrados al
clima seco de Asia. Y sin embargo, los persas habían combatido con
tenacidad en la batalla.
Observó de nuevo a Filípides, que le precedía en la columna ya
deshilachada en pequeños equipos. Determinado, seguro de sí mismo,
avanzaba buscando heridos, obligando a los que estaban mejor a
levantarse o dándoles el golpe de gracia a quienes estaban peor. Jamás
una duda ante lo que tenía que hacer. Se imaginó en su lugar: no habría
sido igual de eficiente. Habría dudado a la hora de matar a los heridos, se
habría dejado condicionar por las protestas de quienes no querían
levantarse, no habría logrado jamás imponer su propia autoridad y habría
tenido mil preocupaciones...
Descubrió sólo después de unos instantes lo que de verdad estaba
ocurriendo. Había visto avanzar a dos persas que no parecían heridos ni
formar parte de los grupos de prisioneros. Luego notó que uno de ellos
tenía una espada y el otro demasiadas cimitarras consigo. Se acercaron al
grupo de Filípides de escondidas, apuntando directamente al griego y al
compañero que escoltaba a los prisioneros. Y vio al amigo ya vencido.
Filípides, de hecho, no se había dado cuenta de nada. Avanzando tras
ellos, Eucles podía observarles detrás de una tienda. Por lo que parecía, se
dijo, asistiría a la muerte del amigo sin poder hacer nada. Claro, podía
gritar, avisarle, pero aquellos no tenían ya nada que perder y les matarían
de todos modos, antes de ser detenidos por otros hoplitas del
campamento.
Sí, Filípides estaba vencido. Y el desafío entre Eucles y Tersipo seguiría
todavía en pie. Lo sintió, a fin de cuentas, al principio del enfrentamiento
Filípides le había salvado la vida a él, y ahora él no tenía la posibilidad de
devolverle el favor.
¿O quizás no quería devolverle el favor?
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se dirigió a los otros tres persas. Estesilao había pasado a ayudar al otro
compañero pero la herida no le permitía moverse tan rápidamente para
evitar que otros adversarios le atacaran o hicieran presión sobre él. Uno
de estos le alcanzó el brazo con la cimitarra, abriéndole otra herida de la
que salpicó gran parte de la sangre que todavía le quedaba en el cuerpo.
Esquilo se arrojó contra el persa, atacándole con la lanza pero aquel
paró ésta con el escudo y el asta se rompió por la mitad. El poeta lanzó un
grito y empuñó la espada, avanzando de un paso con el costado protegido
hacia delante. Con el propio escudo apartó hacia el suelo el escudo del
adversario y lanzó un ataque vertical con la espada, desde arriba,
abriendo en dos el cráneo del asiático.
Mientras tanto el otro hoplita había sido atravesado por uno de los dos
enemigos. Estesilao se levantó con fatiga y, tambaleándose, se acercó a
los persas. Cubierto de heridas, tenía los brazos casi inertes, y con
dificultad conseguía mover la espada. Esquilo se dio cuenta e intentó
meterse entre él y los otros dos, pero uno ya había conseguido realizar un
ataque en profundidad con la lanza. El poeta arrastró el asta cuando ya la
cúspide había penetrado en el hombro del estratega. Estesilao cayó de
rodillas, con parte del asta clavada en el cuerpo, mientras Esquilo le
clavaba la espada al enemigo antes de que pudiera extraer la cimitarra de
la cintura.
Pero mientras tanto también el otro persa había decidido liberarse de la
lanza, que era inútil en un cuerpo a cuerpo. Y la arrojó a su vez hacia
Estesilao, alcanzándole en el abdomen. El estratega, ya de rodillas, se
inclinó hacia delante, pero se quedó en posición erguida, con la parte
posterior del asta que le servía de apoyo sobre el puente de la nave.
Esquilo golpeó contra la hoja del adversario un par de veces, antes de
ejecutar el ataque ganador y alcanzarle bajo la axila.
El poeta se acercó junto a su comandante, en cuyos ojos todavía
quedaba un brillo de vida.
—Ahora combates... como tu hermano —murmuró el estratega, antes
de cerrar los ojos y quedarse helado.
Nada podría enorgullecer más a Esquilo. Miró a su alrededor. Los
hoplitas estaban aumentando. Alcanzó a un compañero que se encontraba
en dificultad y degolló a su adversario sorprendiéndolo por el lado
descubierto. Luego miró al otro lado del costado del barco. Más griegos
estaban ocupados en el puente de una nave a pocos pasos de distancia.
Se movió hacia dos compañeros que se acababan de liberar de sus
respectivos enemigos.
—Esta nave ya es nuestra —dijo con un tono autoritario—. Venid
conmigo. Ahora hay que tomar aquella —añadió, indicando el siguiente
objetivo.
Sin esperar a que le siguieran, saltó por el costado hasta el agua,
moviéndose hacia la otra nave.
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Por Cinegiro.
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los dedos en el polvo, haciéndose más daño para mantenerse con vida,
para sentir cada vez un escalofrío que le resucite de vez en cuando, justo
lo suficiente para mantenerse vivo. Sabe que el momento en que no sienta
más dolor estará muerto. Y entonces usa con fuerza los dedos heridos,
extiende el tronco hacia delante alargándose, se arrastra sobre las piedras
el brazo izquierdo lleno de cortes, golpea la cabeza contra el suelo, y cada
vez siente un rugido subirle por lo más profundo de la garganta y
retumbarle en los oídos.
se trata de una nueva victoria sobre la muerte.
Es como si con cada palmo que gana hacia Atenas, realizara un nuevo
asalto a la muerte. Sabe que no podrá hacerlo durante mucho tiempo. Sus
ataques son cada vez más fuertes y las propias fuerzas más débiles. Pero
sigue, porque no le queda otra ocasión. Cualquier cosa es mejor que
quedarse parado, en espera de una muerte inútil que verifique su eterno
papel de perdedor.
Y cada dolor, por terrible, desgarrador y devastador que sea, puede ser
el último que sienta. Se lo provoca, es él quien decide cuándo tiene que
llegar, es un género de tormento donde es él mismo quien indica la
cadencia y la intensidad. No es una tortura que un verdugo le propina
cuando menos se lo espera.
Pero es siempre más difícil avanzar. Al desangrarse progresivamente
logra cada vez estar más débil. Cada movimiento es más pesado que el
anterior, y está alimentado sólo por el impulso del dolor. Sus movimientos
son como espasmos de la muerte.
Es el vacío lo que tiene que combatir. La inconsciencia que podría llegar
de un momento a otro. Llenar ese vacío con el dolor es la única
posibilidad. No hay otra manera de lograrlo.
Levanta la cabeza e intenta valorar la distancia de la muralla. Pero lo ve
todo nublado. Todo ha oscurecido, quizás está atardeciendo o quizás es
solo la luz de su vida la que se está apagando. Pero el contorno de la
muralla le parece más cercano, consigue incluso definir las almenas, y le
parece entrever algunas siluetas que caminan por encima, de un lado a
otro, adelante y atrás...
O quizás se lo está sólo imaginando, quizás se encuentra delirando justo
antes de la muerte. Quizás imagina lo que debería ver, y en realidad todos
los esfuerzos por dejarse atrás el cuerpo sin vida de Tersipo no le han
servido para nada. Quizás el antiguo amigo está todavía allí, precisamente
detrás de él. No está muerto y le mira socarrón, mitigando su agonía con
la satisfacción de verlo fracasar por enésima vez.
Pero que se trate de la muralla de Atenas o de una proyección de su
imaginación da igual, tiene que seguir avanzando. Lo peor que le puede
ocurrir es morirse, a fin de cuentas, y no ver ya nada más, salvo las
tétricas y húmedas puertas del Hades.
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Andrea Frediani Maratón
Se araña los codos intentando empujarse hacia delante y no sólo con las
manos sucias, pues tienen las yemas de los dedos consumidas y
quemadas. Lucha por mantener elevada la cabeza, no lo consigue y la
golpea contra el suelo, avanza arrastrando la cara por el terreno. Su rostro
se convierte en una máscara de sangre, pero le recuerda que sigue vivo, a
pesar de todo.
—¿Quién eres?
Una voz, justo encima de él. Eucles levanta de nuevo la cabeza, y lo ve
de pie. Cuatro, seis, ocho o sólo dos que su vista acaba de multiplicar
hasta el infinito.
—Soy Eucles... del regimiento de Antioquea. Me... me envía Arístides —
balbucea Eucles con un escalofrío de terror. Podrían ser emisarios de los
Alcmeónidas. Pero no puede hacer ya nada.
Un hombre se agacha sobre él. ¡Tiene las espinilleras! Se trata de un
soldado.
—¿Quién te ha dejado así? ¿Los persas? Hemos visto algunos que se
movían a lo lejos y han llegado hasta la muralla...
Eucles duda.
—Sí, sí. Ellos —afirma, y piensa que ojalá no sean hombres de los
Alcmeónidas.
—¿Traes noticias de la batalla? —le pregunta otra voz. Entonces son
más de uno.
—Sí. Llévame... en presencia de los arcontes. Inmediatamente —dice.
Hay sólo un modo para saber quién les da las órdenes.
—¡Dinos enseguida qué es lo que ha ocurrido!
—Ante los arcontes, he dicho —repite Eucles no ha hecho todo ese
camino para llevar a cabo su tarea ante un mísero soldado y morir justo
fuera de la muralla de Atenas. Su victoria será completa sólo si logra
realizar el anuncio a un oficial. Su rescate será total si puede explicar
cómo han ido los hechos. Si aquellos hombres son gente del clan que ha
traicionado a Atenas, su vida terminará allí, en ese momento.
Los soldados, todavía no ha entendido cuántos son, discuten entre ellos.
No está capacitado para entenderlos, pero después de pocos instantes le
agarran delicadamente y le ponen de pie, sujetándolo por los brazos.
Con atención, un paso tras otro, evitando en todo lo posible darle
tirones, le ayudan a moverse.
—¡Más rápido, más rápido! No me queda mucho tiempo. ¡Y a vosotros
tampoco! —avisa. No le importa si siente dolor. Tiene demasiadas cosas
que hacer antes de morir, y no puede tomarse su tiempo.
Los soldados dudan, asombrados. Tienen que haberse quedado
sorprendidos por su tono lleno de desesperación porque avanzan con una
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mayor decisión. Los siente decir a otro grupo que les precedan corriendo y
avisen a los arcontes de su llegada. No sabe decir cuánto tiempo ha
pasado desde que han cruzado la entrada de la ciudad. Le parecer ver
calles, habitaciones y lugares familiares, pero todo queda confundido,
nublado e indiferente ante él. Oye las voces de la gente, tiene la impresión
de que se ha formado un remolino tras él. Los otros componentes del
grupo mantienen alejados a los ciudadanos, que parecen amontonarse a
su alrededor.
Ahora le parece que está en el ágora. Quizás está pasando junto al
monumento de los Héroes Epónimos, el que se levanta de lado es el
Tholos. Quiere decir que están delante del Bouleuterion. Siente que le
suben por las escaleras. Cada escalón es un pinchazo horrible. Tiene que
haber gritado, porque se detienen.
—¡No os paréis! ¡Subid! —reacciona con insospechada energía.
Los soldados se mueven de nuevo, alcanzan la plataforma, superan las
columnas y llegan a la entrada. Le llevan más allá, entrando en el aula, y
luego se detienen. Eucles levanta la mirada. Entrevé unas figuras
sentadas en los escaños: ¡los arcontes! Intenta contarlos pero es un
esfuerzo mental demasiado grande y renuncia después de los tres
primeros. Quizás no están los nueve, pero no importa.
—¡Eucles de Antioquea! ¡Has sido un héroe llegando hasta aquí a pesar
de tus heridas! —dice una voz con autoridad que no es capaz de
reconocer—. ¿Nos traes noticias de la batalla de Maratón?
Es un héroe, ahora. Lo ha dicho el arconte. Por fin.
Ha ganado él.
Con un último esfuerzo, se suelta del apoyo de los soldados. Un héroe
está de pie, sólo, cuando hay que hablar.
Se tambalea. Todo gira a su alrededor. Sus interlocutores no están
firmes ni un instante. Tiene que hablar rápido. Un héroe no se desploma
antes de haber completado su último deber.
—Victoria conseguida. Pero la flota enemiga está viniendo hasta aquí.
Preparaos para un asedio, al menos hasta que vuelva nuestro ejército —
dice todo de seguido, antes de caerse.
Siente que uno de los soldados se acerca y hay un vocerío de fondo.
Luego un clamor ensordecedor. La noticia se ha propagado más allá de la
entrada de Bouleuterion.
Pero él tiene todavía una cosa que hacer. Es un héroe, ahora, pero un
héroe sin honor. Tiene que restituir el honor a Filípides. Y a sí mismo, por
lo que le toca.
Agarra el brazo de un soldado que se ha agachado ante él.
—Llé... vame ante Ismene, la sobrina de Hipias. Te lo ruego,
enseguida...
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Fin
Título original: Marathon. Sfida per la vittoria
Primera edición: 2012
Autor: Andrea Frediani
Mapa: Giorgio Albertini
© 2011 Newton Compton editori s.r.l.
© traducción: M. P. V., 2012
© Algaida Editores, 2012
ISBN: 978-84-9877-792-5
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