Andrea Frediani. Maraton PDF

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Andrea Frediani Maratón

~1 ~
Andrea Frediani Maratón

ANDREA FREDIANI

MARATÓN

~2 ~
Andrea Frediani Maratón

Índice

Resumen..............................................................4
Antes de comenzar..............................................5
I............................................................................8
II.........................................................................13
III........................................................................24
IV.......................................................................34
V........................................................................48
VI.......................................................................60
VII......................................................................74
VIII......................................................................89
IX.....................................................................100
X......................................................................116
XI.....................................................................130
XII....................................................................144
XIII....................................................................156
XIV...................................................................168
XV....................................................................179
XVI...................................................................191
XVII..................................................................204
XVIII.................................................................218
XIX...................................................................232
XX....................................................................243
XXI...................................................................254
EPÍLOGO DEL AUTOR.......................................257

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Andrea Frediani Maratón

RESUMEN

480 a. C. La flota griega espera conocer el resultado


de la batalla de las Termópilas. Esquilo, que presta
servicio en una de las naves como hoplita, recibe la
visita de una mujer misteriosa que le cuenta su versión
de la batalla de Maratón, en la que el propio poeta
había participado diez años antes. Los recuerdos de los
dos interlocutores se cruzan para reconstruir una
historia jamás contada sobre el primer enfrentamiento
entre griegos y persas, y lo que ocurrió inmediatamente
después, cuando los heraldos corrieron a Atenas para
comunicar la victoria griega antes de que quienes
apoyaban a los persas abrieran las puertas a los
invasores.

Maratón es la apremiante crónica de una batalla y de


una carrera, los tres protagonistas ponen en juego su
amistad y su propia vida para disputarse el amor de
una mujer, pero también para descubrir los límites de
su propia ambición.

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Andrea Frediani Maratón

ANTES DE COMENZAR

En líneas generales, una novela histórica no puede prescindir de


términos técnicos o muy relacionados con la sociedad, el lenguaje, el
acontecimiento o a las costumbres de la época en la que está ambientada.
Sin embargo, esta vez no pretendo afligir al lector sembrando el texto con
palabras no comprensibles para quien no tenga un conocimiento profundo
sobre el argumento. Por lo tanto, ante expresiones del griego antiguo que
tienen correspondencia con una palabra contemporánea, he preferido usar
directamente ésta última, evitando cargar el texto con notas a pie de
página. Tratándose de un hecho narrado «en tiempo real», sería un
contrasentido hacerlo de otra forma.
Al lector deseo indicarle sólo unos pocos términos que sí aparecerán en
el texto. El hemerodromo era el corredor capaz de correr un día completo;
el stadion, o estadio, era tanto la unidad de medida correspondiente a
unos 180 metros como la prueba corta de las competiciones de carreras;
el diaulos, la prueba de medio fondo correspondiente a un doble stadion; y
el dolicos, la prueba de fondo equivalente a nuestros 5000 metros.
A.E.

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Andrea Frediani Maratón

Después de la batalla de Maratón, según la tradición, un heraldo corrió


hasta Atenas para anunciar la victoria. Después de casi cuarenta
kilómetros, el guerrero llegó extenuado y murió inmediatamente después
de haber hecho el anuncio. Pero las fuentes antiguas no están de acuerdo
sobre quién fue aquel hombre. Hay quien le da el nombre de Eucles, quien
de Tersipo, y otros atribuyen la empresa a Filípides (o Fidípides), a quien la
tradición, de común acuerdo, otorga la hazaña de haber recorrido el
camino mucho más largo hasta Esparta, antes de la batalla.
¿Y si enviaron a Milcíades y sus socios más de un mensajero a Atenas?

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Cabo de Artemisio, Eubea, agosto del 480 a. C.

Había una enorme curiosidad a bordo. Durante algún tiempo los


hombres, los hoplitas embarcados, los marineros, e incluso los remadores,
habían dejado de preguntarse sobre la situación en las cercanas
Termopilas y estaban más ocupados en analizar la superficie del agua, en
espera de ver emerger de la oscuridad la silueta de la embarcación cuya
llegada había sido anunciada por un heraldo persa.
Y además, todos le miraban a él, al poeta, aguantándose con mucho
esfuerzo las ganas de preguntarle por qué una mujer proveniente de la
flota persa tenía que venir a visitarle entre un enfrentamiento y otro. Pero
nadie se atrevía a acercarse a él e interrogarle explícitamente. Como
veterano de Maratón, Esquilo era uno de los pocos que se había
enfrentado en el pasado a los persas. También por ello causaba una cierta
impresión entre los reclutas. Como autor de dramas teatrales, se había
construido un nombre fuera de los campos de batalla, y los otros
veteranos encontraban poco digno mostrar interés hacia quien, como él,
había preferido concentrar sus propias energías en una actividad que se
consideraba muy poco viril.
El navarco, por otra parte, se complacía con la situación. Nada podría
distraer de forma tan eficaz la atención del equipaje sobre los
acontecimientos del día en el frente marítimo y en el terrestre ante el
primer día de enfrentamiento con el temido enemigo asiático. Durante
diez años los griegos habían temido la venganza persa. Una década
exacta desde la fecha en la que los hombres del gran rey habían escapado
frente a la masa compacta de los hoplitas atenienses en Maratón. Y ahora
el momento tan temido había llegado. Muchos de los ciudadanos
embarcados en los ciento ochenta trirremos de la flota ateniense habían
visto por primera vez a un persa sólo pocas horas antes, de forma
confundida y de lejos, en los puentes de las naves enemigas ocupadas en
intentar rodear a la flota griega.
Se había tratado de una primera toma de contacto, nada más. A
primera hora de la tarde, Euribíades y Temístocles, comandante oficial y
comandante de hecho de la flota helénica, habían querido probar la
consistencia de la flota de Jerjes y se habían acercado a Afete, a breve
distancia de la punta más al septentrión de Eubea, dando batalla. Los

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persas habían intentado aprovecharse de la propia superioridad numérica


disponiéndose en círculo alrededor de las naves griegas que, sin embargo,
se habían formado en una alineación radial, con las proas mirando al
enemigo y una ausencia de movimiento que había continuado hasta caer
la tarde, lo que había dado lugar al final de la hostilidad. Salvo algún que
otro lanzamiento de proyectiles, no había ocurrido nada que fuera
relevante.
Muy diferentes fueron los acontecimientos ocurridos en las Termopilas,
si se prestaba atención a las noticias llegadas por tierra. El rey espartano
Leónidas había tenido que enfrentarse a una serie de ataques enemigos a
la altura del desfiladero, pero su defensa no había mostrado ninguna señal
de debilidad. Si aquel angosto paso demostraba ser insuperable, como los
griegos esperaban, a los persas no les quedaría otra opción que intentar
un ataque con más determinación por mar, en aquel estrecho canal entre
la isla de Eubea y la tierra firme, punto donde el comando griego deseaba
poder frustrar la superioridad numérica de la flota enemiga. Vamos, que
parecía que los griegos habían acertado la mejor estrategia. Los persas se
habían adentrado en una partida que les impedía dar rienda suelta a todo
su potencial, tanto por tierra como por mar.
Pero todo aquello no parecía afectarle al poeta. A diferencia de los otros
que, antes de ir a dormir, se enredaban en charlas y comentarios sobre el
día que acababa de transcurrir, Esquilo permanecía por su cuenta,
sentado en la cubierta, entreteniéndose con un estilo y tablas de cera sin
percatarse de lo que ocurría a su alrededor. Parecía que durante aquel día
había recibido la inspiración para componer algo, algo con un fondo bélico
por fin, auguraba la mayoría, escandalizada por el hecho de que el hoplita
no hubiera jamás trasladado a un escenario sus experiencias en el campo
de batalla. Casi parecía que se avergonzara...
Esquilo levantó sólo la mirada cuando un vigía indicó la llegada de una
pequeña embarcación. Era la que habían anunciado con anterioridad,
marcada con una bandera blanca izada en la proa. Pero no era la bandera
lo que se abría paso en la oscuridad sino el tejido del traje de una mujer,
de pie en el centro del puente.
Los hoplitas se amontonaron contra la barandilla, algunos para
obedecer las órdenes del navarco (que había pretendido un fuerte control
en el acceso al puente), y otros para ver a la visitante. Esquilo, en cambio,
no se movió. Conforme la mujer se acercaba al lateral del trirreme, se
definió mejor su figura, envuelta en un vestido blanco, largo hasta los pies
y repleto de brillantes que resplandecían con la luz de las antorchas, con
alfileres como cierres y decoraciones doradas en la parte delantera, y un
cinturón dorado justo debajo del pecho. Una capa color púrpura con
bordados dorados le caía por los hombros y un sombrero de hoja frigia,
blanco y dorado como el vestido, le escondía la melena.
Nadie, en la cubierta, tuvo dudas de que se trataba de la consorte de un
alto dirigente persa o del Asia Menor. Cuando la barca llegó junto al
costado de la nave, desde el puente le arrojaron una escalera de cuerda.

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Andrea Frediani Maratón

En primer lugar subieron dos cortesanos, también estos vestidos con


fastuosidad, si bien de una forma más comedida. Después de registrarlos,
los hoplitas, armados con todo lo posible, autorizaron también a la mujer
para que subiera a bordo.
Cuando estuvo en el puente se percataron de que también era
atractiva, sin ser joven ni tampoco bella, según los cánones clásicos, pero
con unos rasgos en el rostro que parecían tener cada cual su propia
personalidad: cada uno se quedaba grabado en la memoria del
observador, transformándose al instante en una especie de fetiche. La
nariz, sobre todo, se presentaba ante el interlocutor como si quisiera salir
de su lugar para pellizcarle. Larga y ligeramente arqueada, tenía grandes
orificios y terminaba con una punta parecida a la cúspide de una lanza.
Los ojos, oscuros e intensos, se movían hacia la izquierda y la derecha con
vivacidad y las mejillas parecían querer seguir el movimiento de las
pupilas. Los lóbulos de las orejas parecían descolgarse, como arrastrados
por el peso de los vistosos pendientes. La boca, regular y deseable, tenía
un labio superior que se asomaba sensualmente más allá del perfil. La
barbilla era larga y amplia pero elegante, y ofrecía al oval del rostro una
forma inusual, característica. Si bien no era bella, se entendía cómo podía
haber logrado embrujar a un personaje importante.
Esquilo, que se había concentrado de nuevo en su propio trabajo, no
levantó la mirada ni siquiera después de haber escuchado a los otros
cómo le indicaban a la mujer el lugar donde él estaba. Sintió sus pasos
acercarse, pero siguió grabando en la tablilla de cera. Los versos estaban
tomando forma y no tenía ninguna intención de dejarse distraer hasta que
no hubiera terminado de transcribir lo que le pasaba por la cabeza.
—Tú eres Esquilo, el poeta, me dicen. Tengo muchas cosas que contarte
—dijo la mujer, con una voz decidida pero sin autoritarismo.
El hoplita no se levantó ni alzó la cabeza. Transcribió los últimos versos
sobre la reina madre del gran rey Jerjes y luego los leyó para sí mismo,
para comprobar que funcionaban.

Me parecieron dos mujeres con bellos vestidos,


una arreglada con túnica de seda a la persa,
la otra con la dórica, y avanzaban hacia mis ojos,
mucho más vistosas por el tamaño
de como hoy son las mujeres de belleza perfecta,
dos hermanas de sangre:
a una la suerte le había dejado
vivir en la tierra de sus padres, Grecia,
a la otra en un país extranjero.

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Y me parecía ver que tenían algo,


aunque no sé qué enfrentamiento había entre ellas:
mi hijo lo entendía
y se esforzaba en aguantarlas y aplacarlas bajo un solo yugo
para imponer a sus cuellos unas únicas riendas.
Y una, orgullosa por el bastidor,
ofrecía su boca a una buena guía;
la otra pataleaba, hería y
arrancaba violenta con las manos
los arneses, y al final sin yugo y sin bocado
destrozaba el carro.

La mujer no le interrumpió, ni dio señales de impaciencia. No


demostraba en absoluto el orgullo que se podría esperar de la consorte de
un alto dirigente. Al contrario, parecía mantener un comportamiento
humilde y sumiso frente al poeta, casi como si fuera una postulante.
Mientras tanto la tripulación, si bien se mantenía a una distancia
respetuosa, observaba atentamente la escena. Había quien movía la
cabeza, criticando el comportamiento de Esquilo. Los dos guardias del
cuerpo se mantenían también distantes, permaneciendo entre la mujer y
los demás.
—¿Por qué me podría interesar lo que tienes que contarme? —dijo
finalmente Esquilo, levantando la cabeza y mirando fijamente a la mujer.
—Porque trata sobre tres de tus amigos que ya no están —respondió
ella con un suspiro de alivio.
Esquilo se quedó mirándola. Parecía que la mujer efectivamente había
conseguido llamar su atención.
—¿Tres? —preguntó.
—Filípides, Tersipo y Eucles.
—No hay nada nuevo que saber que yo no sepa sobre ellos. Una mujer
no puede saber más que yo. Sobre todo una mujer persa.
—Una mujer puede saber más que tú. Sobre todo si era la esposa
prometida de ellos.
Esquilo no consiguió replicar inmediatamente. Necesitó tiempo para
deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
—¿Su prometida esposa? —preguntó al final.
La mujer explotó de repente en lágrimas, y se dejó caer al suelo.

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—Era un juego... sólo un juego... pero se nos escapó de las manos... —


dijo sollozando.
Sus dos guardias hicieron un gesto para acercarse, pero Esquilo les
respondió con otro para que se detuvieran. Luego tendió las manos hacia
la mujer, le sujetó dulcemente las muñecas, dejó que su llanto se calmara
y luego le preguntó:
—¿Pero tú, quién eres?
Ella se secó las lágrimas con una esquina de la capa. Suspiró de nuevo.
El maquillaje se le había en parte corrido, revelando numerosas arrugas y
rasgos más marcados, pero el rostro no había perdido nada de su fuerza.
—Me llamo Ismene y soy ateniense. Ahora soy una de las amantes del
gran rey Jerjes, pero hubo un tiempo en el que estuve casada con un
ciudadano ateniense. Hipias, el hombre que estuvo presente en Maratón
junto a los persas, era mi tío.
Había suficiente información para suscitar la curiosidad de Esquilo.
—¿Y por qué vienes a confesarte conmigo? —le preguntó.
—Porque deseo que tú cuentes la verdad sobre aquellos tres jóvenes
que quizás me amaron. Su verdadera historia, quiero decir. Sólo tú puedes
hacerlo. Fuiste su amigo y sabes escribir dramas. Y no conozco un drama
más intenso y absurdo que este.
Esquilo la analizó de nuevo sin proferir palabra, intentando entender a
quién tenía delante. Podía tratarse de una loca, a fin de cuentas. O de una
agente persa que pretendía quitarle valor a los héroes de Atenas. ¿Qué
otra cosa se podía esperar, por otro lado, de la sobrina de un tirano, de un
traidor, de un hombre que había impedido cualquier forma de democracia
en Atenas hasta que no había sitio expulsado? Un hombre capaz de
conducir a los asesinos de los hermanos jonios, los persas, contra su
propia ciudad de nacimiento.
Y sin embargo... y sin embargo, echaba de menos a Tersipo, Eucles y
Filípides, así como a su hermano Cinegiro. Escuchar hablar de ellos podía
ser una forma para que vivieran de nuevo. Y poco importaba que todo
fuera falso. La historia le consentiría recordar y evocar de nuevo con ella
los acontecimientos que habían llevado a su gloriosa y desafortunada
muerte.
—No será una historia larga, espero —dijo al final—. Mañana por la
mañana tendremos que combatir de nuevo y pretendo descansar, al
menos un poco...
—No temáis. Será tan larga como el tiempo que se emplea en recorrer
corriendo el trayecto entre Maratón y Atenas —dijo ella sentándose.

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II

Maratón, diez años antes

La tentación de comenzar, de poner inmediatamente entre él y los dos


antagonistas muchos pies, es muy fuerte. Pero el recorrido es largo hasta
llegar a Atenas. Más largo de cuanto Eucles haya corrido jamás en
cualquier competición, en las Grandes Panateneas, en los Juegos
Olímpicos, en los juegos Ístmicos o en aquellos Délficos. Ocho veces un
dólico, la prueba más larga de los Juegos, había declarado Milcíades dando
comienzo a la carrera de la que dependía el destino de Atenas. Y también
el destino personal de Eucles.
Probablemente, se dice el corredor, Tersipo y Filípides están pensando
lo mismo. La apuesta en juego es demasiado alta como para jugarse todas
las fuerzas que le quedaban después de la batalla con un esfuerzo
repentino. Los otros, todos los demás, los hoplitas, los estrategas, los
lochagos, piensan que para los tres competidores es una cuestión de
prestigio. Piensan que Eucles y Tersipo quieren sentirse orgullosos de
haber ganado a Filípides, el hemerodromo más grande de Helas. Y piensan
que Filípides, el hombre capaz de correr un día entero sin detenerse,
quiera demostrar que lo puede hacer incluso después de una memorable y
dura batalla en la que ha dado ya el máximo. Y piensan que cada uno de
los tres quisiera ser recordado como el hombre que alejó el asalto persa
de Atenas. Quizás. Pero nadie sabe de verdad que el viento que sopla tras
ellos está alimentado por otra apuesta en juego. Esa que para él es mucho
más importante.
Eucles se da la vuelta un momento hacia la derecha y luego hacia la
izquierda. Encuentra inmediatamente confirmación a sus suposiciones.
Ellos están allí, con él, casi a su lado, manteniendo su mismo débil ritmo,
empujados por los gritos y las incitaciones de los supervivientes del
enfrentamiento. También Filípides y Tersipo han comenzado con cautela. Y
quizás también ellos temen, como él, no lograrlo. Quizás, espera el joven
hoplita, están sufriendo, cojean y se encuentran cansados como él, y no
podrán mantener un ritmo constante ni alcanzar una velocidad demasiado
fuerte. ¿Cómo podrían, por otro lado?
No se trata de una carrera como todas las demás. Y no porque sea
larga, casi ocho veces la carrera de fondo de las competiciones oficiales.
No podría serlo ni siquiera aunque se tratara de un sencillo dólico. Es una

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carrera que se realiza después del mayor esfuerzo que un hombre pueda
realizar: después de horas bajo el sol combatiendo, después de pasar gran
parte de la jornada de pie con la panoplia encima, después de haber
defendido su propia vida. Se han apresurado a realizar una distancia
insostenible para la gran parte de los atletas. Resultaría difícil incluso para
los dioses.
Qué raro, piensa Eucles, comenzar a correr ya cansados. De los tres,
probablemente, el único que ha vivido una experiencia lejanamente
parecida sea Filípides, que acababa de regresar de Esparta la semana
anterior al enfrentamiento, después de haber ido corriendo hasta allí. En
las competiciones, de hecho, es muy recomendable llegar entrenados y
descansados para poder dar lo mejor de uno, sin límites. Pero esta vez los
tres competidores tienen demasiados límites. El peso de la batalla en la
que acaban de participar disminuye sus reflejos y oscurece la vista, y la
responsabilidad que pesa sobre sus hombros paraliza los músculos, quita
el aliento todavía más que el esfuerzo que acaba de realizar. Un esfuerzo
que debería haber sido suficiente para cualquier ser humano, para
cualquier guerrero. Desde siempre, la batalla es el ápice de una campaña,
y después de ésta sólo hay sitio para el descanso. De vez en cuando se
persigue al enemigo derrotado, se corre tras él en el campo de batalla
para conseguir prisioneros o sólo para despellejar a aquel que se consiga
alcanzar. Pero se trata de un tiempo relativamente breve, de un anexo al
enfrentamiento que es difícil de separar del propio enfrentamiento. Esta
vez uno se ha tenido que levantar inmediatamente después de haberse
desplomado sobre el suelo, agotado, para realizar un esfuerzo todavía
mayor del que acaba de llevar a cabo. Y después de la madre de todas las
batallas. La batalla contra los persas.
Eucles se da la vuelta un instante, observa el campo del
enfrentamiento. Lo hace para animarse, para convencerse de que ha sido
de verdad uno de los protagonistas de un acontecimiento extraordinario,
de una empresa que consagrará a los atenienses y a los platenses en la
historia. Ve a los conmilitones aplaudiendo, todavía amontonados en el
punto del que se han marchado él, Filípides y Tersipo. Detrás de ellos, al
fondo, en el sector donde había comenzado la retirada persa, otros
hoplitas, junto a la infantería ligera y a los esclavos, excavan la fosa
común y levantan el túmulo de la victoria. Y ve a los estrategas ocupados
en discutir todavía sobre la mejor estrategia para prevenir la amenaza
enemiga por el mar, o sobre la más eficaz para arenar la arrolladora
personalidad de Milcíades, ya privado de cualquier freno tras la muerte del
polemarco.
Nota también a Esquilo, de pasada. El amigo se encuentra a un lado,
llora por la muerte del hermano Cinegiro, de quien ha arrastrado hasta la
orilla el cuerpo mutilado. Lo había dejado trastornado y llorando junto a la
playa, velando sobre el cadáver, pero ahora el poeta está allí, con los
otros, realizando su propio deber. Le han dicho que pareció haberse vuelto
loco después de ver cuánto le había ocurrido a su hermano. Sólo entonces

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parece ser que había comenzado a luchar de verdad, como si el final de un


valiente hoplita hubiera marcado una especie de paso de consignas,
transformando un soldado, si no vil al menos dudoso y titubeante, en un
valeroso combatiente.
Nadie volverá a ser el mismo, por otro lado, después de una batalla que
Homero habría podido cantar con el mismo énfasis que la guerra de Troya.
En pocas horas, desde el comienzo del avance de la falange hasta la
finalización de la persecución del ejército enemigo en ruta, ha cambiado
todo: incluso el modo de luchar de la propia falange. Pero son sobre todo
los supervivientes quienes han cambiado, no sólo Esquilo sino también
Epizelo, a quien quizás no volverá a ver más, y que irá acompañado y
atormentado durante toda la vida por las imágenes de la propia mente, las
últimas que sus ojos pudieron ver: imágenes de extremidades rotas,
sangre que flotaba en el aire, cuerpos rajados, cuellos rasgados de una
parte a otra, cráneos rotos, vísceras colgando de estómagos abiertos.
No será el mismo Milcíades, que se siente exaltado por la victoria de la
que se considera el principal artífice. Su ego sin medida le impide
reconocer el mérito de muchos otros, Calímaco a la cabeza. Algunos que si
no han empujado como él durante la batalla antes de la llegada de los
espartanos, han contribuido de forma decisiva al triunfo. No serán los
mismos Arístides y Temístocles, cuya tenaz resistencia en el centro, como
estrategas de los respectivos regimientos, les ha otorgado (Eucles está
listo para jurarlo) la autoridad y la credibilidad que buscaban para dar un
empujón definitivo a su propias carreras políticas.
El corredor puede sólo imaginar qué inmensa confianza han adquirido
los dos comandantes y rivales en sus propios medios, y el ánimo que son
capaces de ejercer sobre la gente. Es curioso que el caso les haya
obligado a combatir codo con codo, a contar el uno sobre el otro para
sobrevivir. Pero a partir de ahora, Eucles de esto está seguro, no volverá a
ser así. Hasta hoy Temístocles y Arístides sólo se han pinchado, pero
ahora, con la fuerza interior que han adquirido, con el grupo de seguidores
que se han creado, están listos para un nuevo enfrentamiento, esta vez
político, y difícilmente habrá sitio para ambos en Atenas en el futuro.
Pero más que todos, están destinados a cambiar ellos tres: él, Filípides y
Tersipo, tres amigos, tres cómplices sentenciados a convertirse en rivales
desde el momento en el que han decidido desafiarse, obligados a
transformarse en irreducibles antagonistas desde el instante en el que
comprendieron que la batalla no habría sido suficiente para establecer el
vencedor. Este apéndice del desafío, la carrera para la salvación de
Atenas, es también una bajada al Hades, a los abismos de un universo
desconocido, alternativo, aparentemente oscuro, donde ellos, amigos
desde efebos, no pueden ser otra cosa que adversarios, y donde los dos
derrotados estarán destinados a desarrollar un odio inextinguible hacia el
vencedor.
Quién sabe si uno de los tres era consciente, en el momento en el que
se estableció el desafío. Él seguramente no lo había sido. Había tomado

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poca consideración del asunto, pensando que se trataba sólo de una


ocasión más para poner a prueba su valor, una prueba más de su sano
antagonismo, y quizás una forma para exorcizar el temor que inducía en
él, como en todos, un adversario temido como el persa, dueños del mundo
asiático, de los hermanos griegos que han probado, en vano, a imponerse
a su poder sin límites.
Eucles está convencido de que se lo estarán preguntando también ellos.
Observa a Filípides, el hemerodromo ya célebre por sus victorias en las
Panateneas. Es uno de los pocos hemerodromo de Helas, uno de los raros
corredores capaces de correr durante un día completo, y lo acaba de
demostrar cubriendo en solo tres días el largo trayecto entre Esparta y
Atenas, en ida y vuelta. Su popularidad entre los rangos del ejército, como
entre las poblaciones de Atenas, no podría ser ya mayor, y todos esperan
que sea él quien venza.
Eucles sigue sin perderle de vista, observando sus ágiles movimientos,
el cuerpo fibroso, la estructura diminuta que le consiente casi poder
moverse por encima del terreno, ahorrando el esfuerzo de llevarse consigo
su propio peso. Su rostro se encuentra excavado, como quizás lo es el de
cualquier otro que haya participado en la batalla, probado la noche
insomne que ha precedido el enfrentamiento, la tensión y la fatiga del
propio combate. Si bien el suyo también lo estaba antes, lo ha estado
siempre. Las mejillas afiladas, los grandes ojos, la barbilla perfilada, la
expresión perenne de sufrimiento junto a ese físico flexible, hacen de él un
hombre capaz de sobrecargarse con largos esfuerzos, votado a la fatiga,
en grado de soportar más que cualquier otro todo tipo de presiones.
Filípides se da cuenta de que está siendo observado. Un evidente gesto
de malestar de éste induce a Eucles a apartar la mirada y a trasladarla
sobre el otro contendiente, Tersipo. Este parece un adversario más
asequible para él, a fin de cuentas. Su estructura física es más robusta,
baja y recortada, más adaptada a los tirones cortos que a los largos
esfuerzos. No es una casualidad que sus victorias en los Juegos hayan sido
en el Stadion, la carrera más breve. En el diaulos, la carrera de medio
fondo, siempre ha mostrado sus límites, cediendo al final. Los dos amigos
tenían la costumbre de tomarle el pelo porque no sabía distribuir sus
fuerzas. Tersipo se presentaba siempre a la cabeza después del primer
stadion, pero en el curso del segundo se dejaba absorber por casi todos
los demás competidores. En realidad Eucles y Filípides han sido siempre
conscientes de ello, su musculatura compacta le penalizaba
inevitablemente. Por mucho que se entrenara en la larga distancia, está
condenado a cansarse más y antes que los demás.
Y sin embargo Tersipo está todavía allí con ellos, después del esfuerzo
de la batalla. Quizás también para él la apuesta en juego es tan invitante
que le pone alas en los pies. Eucles encuentra también su mirada. Y
también la de Tersipo, que al igual que la de Filípides es hostil. La lucha, al
parecer, está tomando un cariz que excluye las medias tintas y cualquier
concesión al recíproco afecto que los une. Quizás es el cansancio, quizás

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es la exasperación, la tensión, o el peso de la responsabilidad por salvar la


ciudad. Quizás es precisamente la apuesta en juego. Los rasgos ya
evidentes del amigo, cuyo rostro redondo ha parecido estar siempre
esculpido en una roca, son todavía más duros. Eucles percibe que se ha
convertido, para sus dos mejores amigos, en un enemigo peor que los
persas. El obstáculo, el último de una larga serie, que se entremete entre
ellos y la gloria. Entre ellos e Ismene.
Independientemente de cómo vayan las cosas, Eucles está seguro de
que no quedará excluido el mutuo respeto que se profesan. Ha sido
precisamente la intensa amistad que los une lo que ha sugerido su
desafío, y están demasiado unidos el uno al otro para borrar de un
plumazo lo que han construido después de tantos años. Por mucho que
puedan llegar a detestarse, permanecerá aquel residuo de afecto que les
impedirá jugar sucio. Ha permanecido después de la batalla, y una sencilla
carrera no podrá seguramente comprometerlo.
¿O quizás sí?
Eucles protesta. Entiende que es el sistema más eficaz para no prestar
atención al esfuerzo, a la fatiga, que le agredirá cada vez con mayor
vehemencia. Dejar trabajar a la mente para no darse cuenta de que el
cuerpo está trabajando. No lo ha hecho antes durante las competiciones
deportivas. Los entrenadores decían que no tenía que distraerse, que
tenía que concentrarse en el acontecimiento, en la carrera, en los
adversarios, en las reacciones del propio cuerpo. Y, en cambio, ahora es al
propio cuerpo al que no quiere escuchar, del que quiere defenderse. Un
hecho extraordinario, como aquel del que es protagonista, presupone
reacciones extraordinarias, no son suficientes las costumbres, no sirven
para nada los expedientes habituales. Sus adversarios no son sólo los
persas que están rodeando Ática y los que apoyan a Hipias dentro de
Atenas, o Tersipo y Filípides. Son sobre todo sus músculos endurecidos,
sus huesos doloridos, los cortes y las contusiones que cubren su cuerpo.
Y además, quejarse le ayuda a distraerse, a apartar la presión, la
tensión que parece haberse finalmente soltado después de la victoria,
después de haber vivido durante una semana en el terror mezclado con la
exaltación, en la idea de tener que afrontar aquel nuevo, terrible enemigo.
Aquella tensión que había vuelto a aflorar, y luego a montar, cuando los
tres se dieron cuenta de que no había terminado. Que los persas seguían
siendo una amenaza para Atenas, a pesar de su neta e inequívoca derrota.
que su personal desafío tampoco había terminado aún.

—Estos malditos mosquitos, ¡son más nocivos que los persas! —


exclamó Tersipo, golpeándose la nuca por enésima vez.

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—Y son incluso más que los guerreros del gran rey, ¡y con eso ya he
dicho todo! —añadió sonriendo Eucles, sin por ello renunciar al intento de
agarrar a uno que le daba vueltas desde hacía demasiado tiempo.
—¿Pero esos persas idiotas no podían elegir otro lugar para atacar?
¿Precisamente tenían que desembarcar en Ática cerca de unas aguas
pantanosas? —sintió la necesidad de precisar Filípides, que movía
incansablemente los brazos desde hacía horas para mantener alejados a
los mosquitos.
—Bueno, al menos podemos consolarnos sabiendo que los dioses les
están inflingiendo el mismo suplicio también a ellos —intervino Cinegiro,
como siempre ocupado en sacar brillo a sus propias armas, sin prestar
atención a los mosquitos que daban vueltas a su alrededor.
—Es más, para ellos será incluso peor. Están acampados justo al borde
de las marismas y están menos acostumbrados a esta plaga. Nosotros al
menos estamos cerca del bosque —añadió el hermano de Cinegiro,
Esquilo. Tenía a su lado una antorcha e intentaba escribir algo en una
tablilla, pero el único resultado que obtenía era llamar la atención sobre sí
mismo de la nube de mosquitos, atraídos por la fuente de luz.
—Ya. Pero te ocupas tú de llamarlos con este maldito vicio que tienes de
escribir siempre por la noche... —especificó Epizelo, con diferencia el más
anciano de toda la compañía.
—Mira que también hoy ha llovido —contestó Esquilo—. El terreno está
encharcado, las raíces de los árboles húmedas, uno casi se puede bañar
en los charcos, y no hay un sitio donde se pueda estar resguardado de
estos insectos. Y además, os olvidáis de que justo detrás del bosque hay
otra zona pantanosa, mucho más pequeña que la que tenemos delante,
donde han acampado los persas, siempre infestada de insectos.
—No respetan ni siquiera la sacralidad del sitio —se lamentó Eucles,
rascándose contra la corteza del árbol—. Pensaba que Heracles los tenía
lejos del área de su templo... ¿No es por esto que hemos acampado aquí?
¿Para tenernos alejados de los mosquitos? —bromeó.
—Yo creía que los estrategas habían elegido este sitio porque impide a
la caballería enemiga rodearnos y nos tiene resguardados de los arqueros
—argumentó Tersipo, que hablaba de tácticas y estrategias como si fuera
un oficial y no un sencillo hoplita.
—Al menos es el único motivo por el que no nos han atacado todavía,
en seis días de permanencia en este horrible lugar. Pero, ¿cómo consiguen
vivir los habitantes de los poblados de los alrededores? —se lamentó
Cinegiro. Él y Tersipo eran los más motivados por la compañía. Para ellos,
los más impacientes a la hora de combatir, la guerra era el aspecto más
importante de su existencia.
Los otros eran más cautos, comenzando por Esquilo, que no tenía
ninguna gana de combatir.

~18~
Andrea Frediani Maratón

—Agradezcamos a los dioses, más bien, por poder disponer de un sitio


parecido. De otra manera, a esta hora estaríamos todos muertos. Los
persas no se lo habrían pensado dos veces el atacarnos. Son el doble,
quizás el triple que nosotros, y no veo cómo habríamos podido salir
victoriosos. En cambio, con la llegada de los espartanos, previsto para
mañana, o para pasado como mucho, tendremos alguna posibilidad más
para empujarlos —dijo.
—Eres el típico cobarde, hermano —reaccionó Cinegiro, poniéndose de
pie de un salto. Se calentaba con mucha facilidad—. ¿Por qué tenemos
que reconocer a esos espartanos idiotas la satisfacción de sentirse
decisivos? Tenemos a los platenses, bastan y sobran. Y están amenazando
nuestra ciudad, ¡nos toca a nosotros defenderla!
Tersipo intervino en apoyo de Cinegiro.
—Estoy de acuerdo. Además, yo consideraría todo esto un asunto
interno. Es culpa de Hipias si los persas están aquí. Es él el tirano, quien
ha convencido al gran rey para que envíe el ejército a Ática y lo vuelva a
poner en el poder de Atenas. Y quienes le apoyan, porque en la ciudad hay
quien le espera con los brazos abiertos. Si los persas replegaran
inmediatamente sus fuerzas hacia Falero, es probable que alguien les
abriera sus puertas...
—Un hombre como aquel no tenía que ser exiliado, tenían que haberlo
matado para que no volviera a hacer daño —dijo Epizelo—. Hemos
padecido durante mucho tiempo la tiranía de su padre Pisístrato, y luego
la suya y la de su hermano Hiparco, como para no apreciar las ventajas de
la democracia ahora...
—¿Ventajas? ¿De qué ventajas estás hablando? —replicó Filípides—. Yo
soy un fiel ciudadano de Atenas, y detesto a la familia de Pisístrato, pero
se necesita poco para que la democracia degenere en anarquía. Cada día
interminables discusiones entre nuestros representantes impiden que se
tomen decisiones importantes, y aquellas menos importantes se van
posponiendo continuamente. Algunas veces echo de menos al tirano, y no
os escondo que siento envidia de las ciudades jónicas gobernadas por un
solo hombre... —Filípides hablaba poco de política. Era un deportista hasta
la médula, él, y amaba sobre todo las competiciones y los Juegos. Pero
cuando exprimía sus propias opiniones, no podía evitar escandalizar a sus
amigos.
—Muy bien, entonces vete a vivir entre los griegos de Asia, condenados
a vivir bajo una doble servidumbre, ¡la del tirano y la de los persas a
quienes el tirano sirve! —contestó Tersipo, que se acaloraba siempre
frente a las tesis del amigo—. ¡Eres tan estúpido que no entiendes el valor
del sistema en el que tienes la suerte de vivir! Gracias al sorteo, te podrá
ocurrir una o dos veces en la vida formar parte de la Asamblea de los
quinientos que gobiernan la ciudad. No sólo eso, siempre gracias al sorteo
tienes buenas probabilidades de cubrir por un día el cargo de presidente
de los pritanos y, por lo tanto, de ser el más importante representante de

~19~
Andrea Frediani Maratón

las instituciones... Cada uno de nosotros puede tener esta oportunidad,


este honor. ¡Con un tirano, el gobierno queda reservado sólo a él y a sus
acólitos!
—¡Y ya ves qué satisfacción! Un día de gobierno... —se animó Filípides
—. Nadie puede lograr nada de bueno en un día, ni un órgano de gobierno
puede adoptar una política clarividente y coherente si sus miembros
cambian continuamente. Por no hablar del sorteo... El hecho de que
cualquier imbécil pueda valerse del derecho de decidir mi destino no me
consuela en absoluto...
—¿Pero qué estás diciendo? Es precisamente ésta la garantía. La
alternancia impide a los imbéciles y a los malos gobernantes causar daños
demasiado grandes y durante mucho tiempo. ¡La tiranía nos obliga a
soportar a un mal gobernante, privándonos del derecho de destituirlo!
Tras estas palabras intervino Esquilo.
—Yo no lo diría. A Hipias lo hemos destituido, de hecho, rebelándonos y
expulsándolo. Y de todos modos, él sucedió a su padre porque Pisístrato
gobernó durante largo tiempo y bien. Y además, él mismo se puede decir
que ha sido un excelente tirano, hasta que Harmodio y Aristogitón no
mataron a su hermano. Fue entonces cuando se transformó en un ser
cruel e intolerante. Y añado también que, si ahora los platenses nos están
ayudando, a fin de cuentas también es mérito suyo: fue él quien socorrió a
Platea, derrotando a Tebas.
—¿Te metes también tú? ¿Pero no estabas escribiendo? Venga, ¡sigue
haciéndolo! —reaccionó Tersipo.
—Déjalo ya. Mi hermano pasa demasiado tiempo agachado sobre las
tablillas de cera, fantaseando, como para entender de política y de
guerra... —precisó desconsolado Cinegiro, lanzando una mirada de lástima
a Esquilo.
Este no se lo tomó a bien. Con un gesto lleno de desprecio, arrojó contra
el hermano la tablilla de cera.
—¿No pierdes un momento para reírte de mí, eh? ¿Sólo porque eres el
hermano mayor y lo haces mejor que yo en los combates y en las
actividades físicas?
Cinegiro, que era mucho más robusto que el hermano, no se mostró en
absoluto enfadado, e ignoró completamente el ataque con la tablilla que le
había tocado el hombro. Riendo de corazón, dijo:
—¡Ah! ¡Se necesita poco para ser mejor que tú en cualquier cosa que no
sea la escritura! ¡También un joven en el primer día de efebeia sabría
hacerlo mejor que tú con la lanza y el escudo! Que te quede claro que
cuando nos enfrentemos contra los persas no tendré tiempo de ser tu
niñera.

~20~
Andrea Frediani Maratón

Esquilo cargó un puñetazo, pero luego lo pensó mejor. Se levantó,


recogió su tablilla y se alejó con el ceño fruncido hacia el sector ocupado
por el regimiento de su tribu, Ayántide.
Moviendo la cabeza, Cinegiro se dirigió hacia los amigos, que tenían
expresiones divertidas en la cara.
—Esperemos de verdad que haga algo bueno con esta manía que tiene
de ser escritor, porque si no, no veo qué podrá hacer en la vida. No es
capaz de nada más. No le importa hacer otra cosa. Es capaz de dejar que
le maten, porque no sabe defenderse. Está convencido de que, además de
su arte, no necesita nada más para ser definido un hombre. No se
preocupa de ejercitarse en el arte del combate, y después del bienio en la
efebeia no ha cogido jamás una lanza o un escudo. Ni se preocupa de su
reputación: no le he visto jamás interesado en una joven, ni se ha dejado
ver por ahí con alguna mujer.
—Nuestros amigos, aquí, en cambio, últimamente se han dejado ver a
menudo con una mujer en particular, ¿o me equivoco? —intervino Epizelo,
que no mostraba demasiado interés en los enfrentamientos de Cinegiro
con su hermano pequeño.
Quien respondió más rápido fue Tersipo. Sin ningún rastro de vergüenza
en su rostro.
—¿A quién te refieres? ¿A Ismene?
—Venga, me parece que se llama así. La viuda de ese armador que
traficaba con la Jonia, ¿no?
—Efectivamente. Nos vemos a menudo, últimamente... —admitió
Tersipo.
—Pero no eres el único, me parece —intervino Cinegiro, riendo—. A la
viuda le gusta mucho estar entretenida, por lo que se dice...
—Bueno, yo también la veo, si es por esto —precisó Filípides.
—Y también Eucles, si queremos que se diga todo... —añadió Tersipo.
Eucles agachó la cabeza, visiblemente avergonzado, y Epizelo la movió,
sorprendido.
—¿Pero qué veis que sea tan interesante? No es seguramente la mujer
más bella de la ciudad. Es más, no me parece en absoluto especial: una
nariz demasiado grande, caderas demasiado anchas, hombros estrechos y
brazos demasiado amplios, un pecho casi inexistente. Y tiene que tener
también algunos años más que vosotros, me parece...
—Y más hábil y caliente que una prostituta... —precisó Tersipo.
—Es rica —añadió Filípides.
—Es... simpática. Su compañía me pone siempre de buen humor —dijo
Eucles, después de dudar un poco sus palabras.
Epizelo y Cinegiro soltaron una ruidosa carcajada.

~21~
Andrea Frediani Maratón

—¡No me digáis que os habéis acostado con ella los tres! ¡Y también
juntos! —dijo el hermano de Esquilo.
Se rieron también Tersipo y Filípides. Pero no Eucles, que apenas esbozó
una sonrisa.
—No... juntos no... —precisó Tersipo—. Pero yo me he acostado con ella
varias veces...
—Digamos que tampoco a mí me ha negado sus gracias.. . —añadió
Filípides, pero con menor arrogancia.
—¿Y tú, Eucles? ¿También tú te has divertido? La verdad es que tiene
que ser una enorme vaca... Habéis hecho que me entren ganas también a
mí de probar... —dijo de nuevo Cinegiro.
—No... yo no he tenido todavía ocasión... —admitió Eucles, con un hilo
de voz.
—Eucles, si no supiera que eres un valiente guerrero y un valeroso
atleta, algunas veces me entrarían ganas de igualarte a mi hermano —
observó Cinegiro—. Y vosotros, contadme cómo es. En la cama, me
refiero... —añadió, dirigiéndose a los otros dos amigos.
—Me parece que tú pides demasiado. No me parece respetuoso en
relación con ella. Podría incluso casarme con ella, un día —observó muy
caballerosamente Filípides.
Pero Tersipo no tenía ese tipo de problemas.
—Bueno, no está dicho que seas tú su esposo. Podría serlo también yo.
Y como no considero que sea mortificante para ella magnificar sus dotes
como amante, no tengo dificultad en describirlas. Bueno, que sepas que
con la boca es insuperable. Por otro lado, ya se entiende por sus labios.
¿Has visto cómo le sobresale el superior? Parece que está hecho para
satisfacer al hombre. ¡Y si supieras qué vitalidad, qué espíritu de
iniciativa! Es la mujer ideal con la que pasar un rato después de un
esfuerzo atlético, un entrenamiento o una competición. Estás ahí
tumbado, tranquilo y beato. Ella piensa en todo. Y no se cansa. No se
cansa jamás de estarte encima. Cuando luego tienes ganas de moverte tú,
te recibe con entusiasmo, en la posición que desees, entre murmullos y
gritos que hacen que el asunto sea todavía más excitante...
Tersipo dirigió una mirada hacia Filípides, para buscar su asentimiento.
Este apartó su mirada hacia otro lado, y luego asintió con la boca medio
abierta y una sonrisa forzada.
—¿Has entendido? —exclamó Epizelo—. Y tú, Eucles, ¿no has sido
todavía capaz de aprovecharte de una generosidad parecida?
—Yo... yo me encuentro bien con ella como persona... —respondió
Eucles, que daba la impresión de desear estar en otra parte.
—¡Alarma! ¡Alarma!

~22~
Andrea Frediani Maratón

Un grito se alzó en los alrededores del campamento. Los amigos se


dieron la vuelta hacia aquella dirección y, ante la débil luz de las
antorchas que brillaban a lo largo del frente de arbustos situados como
defensa del campamento, visualizaron sombras de caballos y caballeros
batir y saltar la barrera.
Se levantaron instintivamente los cinco, agarraron una lanza y el
escudo, que tenían al alcance de la mano, y se lanzaron hacia el
perímetro. No fueron solos: otros hoplitas en los alrededores se mostraron
igualmente solícitos y se lanzaron a su vez hacia los caballos, que
parecían haber encontrado a los centinelas. Cuando estuvieron cerca de
los animales, vieron que tenían la cola en llamas. Todos. Se agitaban,
locos por el dolor, relinchando, pataleando y dando vueltas sobre sí
mismos, sin que los hoplitas más cercanos consiguieran detenerlos. Cada
bestia tenía a un hombre atado encima, con el rostro metido entre las
crines.
Finalmente, Cinegiro arrojó la propia lanza contra el costado de uno de
los animales, que tiró al suelo después de un último y estremecedor
relincho. Inmediatamente después de él, los otros hoplitas reunieron valor
e hicieron lo mismo. Cada uno eligió a un enemigo de entre aquellos que
no habían salido corriendo alocadamente hacia el bosque sagrado de
Heracles.
Eucles se encontró entre sus propios pies a un animal todavía jadeando,
con la cola aún en llamas y el cuerpo de un hombre atado sobre la
montura. Con pocos golpes de lanza, rompió las cuerdas que envolvían al
caballero. El cadáver se separó de la bestia. La luz de una antorcha reveló
lo que quedaba del mismo. Se encontraba en avanzado estado de
descomposición y recubierto de fango seco.

~23~
Andrea Frediani Maratón

III

Eucles ralentiza. Y no porque sienta que le falte el aliento. Perdido unos


instantes entre sus pensamientos, no se ha dado cuenta de que está
delante de los otros dos. Y no es bueno encontrarse demasiado delante
respecto de Filípides, pues quiere decir que está corriendo demasiado
veloz, y que está destinado a dejarse absorber por un corredor que ha
hecho de la resistencia su mayor dote. Se trata de un terreno irregular y
áspero como el que se apresuran a recorrer para llegar a Atenas. Se trata
de una reflexión que hay que tener en cuenta.
Después de la consideración que se tenía de Filípides a partir de los
laureles conseguidos en las competiciones, nadie habría imaginado nunca
que era capaz de ir a Esparta y volver a Atenas en menos de cuatro días.
Doscientos cuarenta son los kilómetros que separan las dos principales
polis de Helas, y habían sido muchos los que habían ironizado sobre la
deliberación del Consejo de los Quinientos de encargar a un
hemerodromo, y no a un caballero, una misión de la que podía depender
la salvación de la ciudad.
No había perdido el tiempo, una vez que había llegado a Atenas la
noticia de que los persas, acompañados por Hipias, habían desembarcado
en Maratón. Inmediatamente se había decidido a pedir ayuda a Platea y,
sobre todo, a Esparta. Eran muchos los que temían en la ciudad que se
produjera una colaboración con el centro lacedemón. Todavía seguía viva,
en los menos jóvenes, la memoria de las intervenciones del rey espartano
Cleómenes a favor de los oligarcas, y había quien no quería volver a saber
de ello. La misma deliberación de la asamblea había salido adelante por
una mayoría corta, y después de encendidas discusiones.
Y sin embargo, Filípides lo había conseguido: había llegado a Atenas
antes todavía de que un solo persa se hubiera dejado ver bajo las murallas
de la ciudad. Y sin ni siquiera ampollas en los pies, como había querido
mostrar a sus dos mejores amigos, Eucles y Tersipo. Si en las
competiciones o en los entrenamientos se hubiera tenido en cuenta los
tiempos de las carreras de los atletas, sin lugar a dudas el hemerodromo
habría conseguido un récord destinado a no ser jamás superado.
Pero las noticias que había traído consigo no habían sido tan favorables.
O al menos no lo suficiente para evitar recriminaciones y malhumores por
parte de quienes —y no eran pocos— no habrían ni siquiera querido
implicar a la ciudad lacedemón. Por lo que parecía, los éforos espartanos
habían declarado estar intencionados a intervenir, pero no antes del final

~24~
Andrea Frediani Maratón

de las Carneas, las celebraciones por la conclusión de la luna creciente de


la primera mitad del mes. Sólo entonces enviarían una columna en ayuda
de dos mil hombres. Apenas el doble de una ciudad menor como Platea,
que había declarado ya estar dispuesta a suministrar un millar de hoplitas.
Naturalmente, habían sido muchos los que habían declarado que de una
ayuda de tales características se podía prescindir. Que los espartanos no
habían desmentido quienes eran, ni siquiera en tal ocasión,
demostrándose completamente fiables e hipócritas. Incluso peligrosos.
Había quien había dicho que lo suyo no era más que un truco para inducir
a los atenienses a esperar tumbados boca arriba su llegada, dejando que
los persas pusieran mientras tanto un pie en Ática para no poderles ya
echar.
La convicción de que los lacedemonios esperaran en un
derrumbamiento ateniense se encontraba más bien difundida. Ciertos
ciudadanos, que habían pretendido moverse hacia Maratón incluso antes
de la llegada de Filípides, habían obtenido con ello confirmación de sus
suposiciones. Pero Eucles no se encontraba entre estos. Y ni siquiera
Filípides y Tersipo. Los tres amigos consideraban que dos mil hoplitas
espartanos valían lo mismo que un número de enemigos cinco veces
superior. Además, estaban convencidos de que los éforos y los dos reyes
espartanos no eran tan obtusos y tan poco clarividentes como para no
considerar el peligro que podía representar —tanto para la ciudad
Lacedemón como para todo el Peloponeso— una estable presencia persa
en la Grecia central. Tarde o temprano, se podía jurar sobre ello, también
las ciudades de la Liga Peloponesiaca se convertirían en objetivos para el
gran rey Darío.
Para terminar, Filípides había llegado a la convicción de que los
espartanos no se atrevían a moverse por otros motivos, y que poco tenían
que ver con sus escrúpulos religiosos. También ellos, de hecho, tenían
problemas. En su breve estancia en Esparta, el heraldo había percibido el
clima de tensión que se respiraba en la ciudad como consecuencia de la
guerra contra los mesenios. Y hasta que los lacedemonios no hubieran
conseguido domar de una vez por todas las constantes rebeliones de los
habitantes de Mesenia, no habrían podido sentirse los hombros
suficientemente cubiertos como para aventurarse hacia el sur,
independientemente de lo que pudiera ocurrir al otro lado del estrecho de
Corinto. En sus condiciones, por lo tanto, privarse de dos mil hoplitas era
ya un notable sacrificio que había que apreciar, no despreciar.
Así al menos —pensaban Eucles, Filípides y Tersipo—, aún reconociendo
a los espartanos todas las atenuantes del caso, se esperaban de todos
modos que intervinieran con la rapidez y la eficiencia que les habían
siempre caracterizado cuando estaban en juego sus intereses. Pero Eucles
no tenía dificultad en admitir que era diferente de sus amigos, y quizás de
la mayoría de la gente. Aunque se esforzara no conseguía liberarse de la
tendencia de comprender siempre las razones de los demás, incluso en
perjuicio de las propias.

~25~
Andrea Frediani Maratón

Se daba cuenta de que esta característica representaba para él, para


sus objetivos, para sus ambiciones, un lastre pesado que le limitaba en los
resultados. Pero no podía evitar sentirse culpable cuando se atrevía a
pasar por encima del respeto habitual que nutría frente al resto del género
humano. Y generalmente no duraba mucho: terminaba siempre por volver
y seguir las decisiones de los demás. Era, por otro lado, un rasgo que
compartía también con Esquilo. Los dramas de su amigo, que desde hacía
poco habían comenzado a representarse en Atenas, si bien con compañías
menores y en los teatros marginales, representaban a personajes víctimas
de las circunstancias y de los caprichos de los dioses, no del todo
responsables de su destino y de sus errores, con legítimas justificaciones
de su discutible actuación. También él pensaba que un hombre no tenía
que ser juzgado demasiado duro, ya se encargaban los dioses de hacerlo,
pero no tenía el talento de Esquilo para exprimirlo en forma artística.
Si Esquilo no pertenecía al círculo de sus amigos más íntimos, como
Filípides y Tersipo, era sólo porque el poeta prefería ir por su cuenta y
raramente tomaba iniciativas para encontrarse con los demás. Y Eucles,
siempre respetuoso, tendía a no imponerle la propia presencia, algo que
sabía en cambio que podía hacer con los otros dos, aunque fueran menos
afines que Esquilo con su personalidad.
Pero era también muy respetuoso con sus posiciones, si bien de vez en
cuando deforme con las propias. No se encontraba, por otro lado, tan
carente de personalidad como para dejarse convencer. Sencillamente no
iba más allá del punto de rotura, evitando imponer su propio punto de
vista. Así sucedía en el caso de Ismene.

—¡Tierra y agua! —exclamó Calimaco de Afidnas, el polemarco, en


cuanto llegó frente a los caballos derribados. Nada más llegar los
guerreros se abrieron para dejarle pasar. Era un hombre muy respetado y
admirado, a diferencia de Milcíades, que era en cambio temido. Calimaco
acababa de ganar el stadion en las últimas panateneas, y el hecho de que
hubiera obtenido la victoria inmediatamente después de ser nombrado
polemarco había sido juzgado como un buen auspicio, en vista del
inminente enfrentamiento contra los persas. También por esto, además de
por su valor comprobado en las anteriores misiones bélicas, el
comandante jefe era apreciado por todos, indiferentemente. También por
los diez estrategas que, aparte de Milcíades, le reconocían una autoridad
más concreta de aquella (sólo representativa) prevista en su papel como
polemarco.
—¿Tierra y agua? ¿Qué quieres decir? —exclamó más de un hoplita.
Que aquellos cadáveres eran griegos era algo evidente. E igualmente se
daba por descontado su procedencia. El desconcierto, mezclado con la
indignación, estaba ganando la batalla, entre las filas de los combatientes,
al terror.

~26~
Andrea Frediani Maratón

—¿No lo veis? Nos devuelven los cadáveres de los eretrios cubiertos de


fango, o lo que es lo mismo, de tierra y agua. El mensaje es muy claro —
sentenció Calímaco.
—¿Claro? No me parece claro en absoluto. ¿Qué quiere decir? —protestó
el joven hoplita, más bien molesto.
Todos conocían lo que les había ocurrido a los aliados de Eretria pocos
días antes. La enorme flota persa había atracado en la isla de Eubea,
atacando la ciudad y capturando a los habitantes que habían sobrevivido
como esclavos. No sólo eso, se decía que el comandante persa Datis había
ordenado a sus propios que formaran una cadena circular a partir de la
costa. Estos habían avanzado hacia el centro de forma que nadie pudiera
escapar de la persecución. Se habían escuchado historias de matanzas y
violencias inauditas, y la suerte reservada a los cadáveres que yacían a los
pies de los hoplitas era un testimonio directo.
—Parece como si hubieran sido enterrados. Quizás vivos... Entonces,
¿qué es lo que quieren decirnos los persas? —preguntó otro hoplita.
Calimaco suspiró profundamente y puso la mano sobre el hombro del
primer guerrero.
—Exacto. Han sido enterrados vivos. Tú eres demasiado joven para
recordarlo, pero hace dieciocho años nuestra república tenía una razón
para temer una agresión por parte de Esparta, y entonces enviamos
embajadores a la corte del sátrapa de la Jonia, Artafernes, pidiéndole
ayuda. El persa pidió a cambio tierra y agua, o lo que es lo mismo, una
forma genérica de sumisión. Los enviados, incautamente, aceptaron pero
su decisión no fue ratificada por el Consejo de los Quinientos, si bien
durante un tiempo las relaciones siguieron siendo buenas. Luego, tres
años más tarde, Hipias se unió con Artafernes en Sardes, y el sátrapa nos
ordenó que le atribuyéramos de nuevo sus poderes, precisamente gracias
a la sumisión que había pretendido y creía haber obtenido.
—Y entonces, ahora han enterrado en el fango, o a lo largo de la playa,
a algunos eretrios que han cogido como esclavos para recordarnos
nuestro empeño —interpretó Tersipo.
—Pretenden que tengamos el mismo fin si no aceptamos a Hipias y,
como consecuencia, al gran rey como dueño —le dijo Cinegiro.
Algún hoplita más joven parecía turbado. Aquel que poco antes se había
mostrado tan valiente tartamudeó.
—Y lo conseguirán, por Zeus. Son el triple que nosotros, y no
conseguiremos detenerlos. No quiero terminar como un esclavo, y quizás
fuera mejor...
—¡Es mejor combatir! —le interrumpió Calimaco—. ¡Terminarás siendo
un esclavo de todos modos si aceptas la autoridad de Darío a través de
Hipias! Puede haber dignidad también en un esclavo, si al menos ha

~27~
Andrea Frediani Maratón

intentado combatir por la propia libertad y ha tenido la mala suerte de


sobrevivir.
Una ovación siguió la declaración del polemarco. Pero fueron los
guerreros más expertos quienes la lanzaron. Los otros, muchos de
aquellos de las clases más recientes, se quedaron dubitativos. Luego unos
gritos llamaron la atención de los griegos, gritos que provenían del sector
oscuro, más allá del perímetro del campamento helénico. En un lenguaje
parecido al griego, alguien no demasiado distante de las líneas griegas,
estaba lanzando un desafío:
—¡Griegos, griegos! ¡Venid a ver cómo se divierten vuestros aliados!
¿No os gustaría ayudarles? ¿Pero cómo os quedáis? ¡Ellos se fiaban de
vosotros! ¡Contaban con vuestra ayuda! ¡Y, en cambio, habéis dejado que
violáramos a sus mujeres, que matáramos a sus hijos, y que torturásemos
como queríamos a sus soldados!
Todos se dieron la vuelta hacia la oscuridad. De repente la oscuridad
apareció rota por una serie de antorchas que iluminaron la escena. Un
grupo de esclavos, presumiblemente eretrios, excavaba sin parar bajo los
azotes de los soldados persas. Otros prisioneros, con las manos atadas
detrás de la espalda, desaparecían en las fosas que se abrían a sus pies,
empujados por detrás por sus torturadores. Otros soldados persas
arrojaban odres llenas de agua en los agujeros.
Precisamente entonces, llamados por el ruido, comenzaron a llegar los
estrategas. El más rápido fue Stesileo, comandante del regimiento de
Ayántide, del que formaban parte Cinegiro y Esquilo. Siguieron
Temístocles, jefe de Leóntidas, en el que militaba Tersipo, y Arístides,
responsable de Antióquidas, del que formaban parte Filípides, Eucles y
Epizelo. Los dos estrategas tenían esclavos a su propio servicio que les
advertían de los movimientos del otro, y se vigilaban siempre de cerca.
Mientras tanto, los hoplitas se habían ya dividido en dos grupos: los que
querían salir del campamento para salvar a los eretrios y los que
invocaban la intervención de los pocos arqueros a disposición de los
griegos, para que arrojaran una lluvia de flechas sobre los persas.
—¡De esa forma se corre el riesgo de alcanzar a los eretrios! —protestó
Tersipo.
—Al menos les haremos un favor, ¿tienes idea de lo que significa morir
enterrado vivo? —le respondió el otro.
Pero las discusiones entre los soldados sencillos no contaban. Eran los
comandantes quienes debían decidir cómo reaccionar ante aquella
provocación. Tersipo, Filípides, Eucles, Cinegiro y Epizelo afinaron sus
oídos, ansiosos por saber qué es lo que habría ocurrido en aquella noche
que todos habían dado por descontado que transcurriría tranquila. Es más,
en breve fueron tantos los hoplitas amontonados alrededor del grupo de
los comandantes, que a Milcíades, que había llegado algo más tarde, le

~28~
Andrea Frediani Maratón

costó trabajo abrirse camino para llegar junto a los otros estrategas. La
edad avanzada no le consentía moverse con agilidad.
—¡Esto es una clara provocación! ¡Quieren empujarnos a que abramos
la batalla incluso antes de la llegada de los persas! —gritó Arístides,
después de haber ilustrado el cuadro de la situación al estratega más
distinguido.
—¡Claro! Pero son el triple que nosotros, y nuestras posibilidades de
victoria son demasiado escasas —declaró inmediatamente Temístocles,
que pensaba siempre lo contrario de Arístides.
—¿Quién necesita a los espartanos? —insistía Arístides—. ¡Los persas
están aquí por nosotros! Para obligarnos a que aceptemos su soberanía,
que había pretendido cuando nos comprometimos pidiéndoles ayuda.
¡Para vengar el incendio de Sardes! ¡Para hacernos pagar la ayuda que
dimos a los jonios en su revuelta, cuatro años antes! ¡Para poner en el
poder a Hipias, nuestro tirano, no el tirano de otras ciudades! Es un asunto
nuestro y tenemos que resolverlo nosotros.
—¿Y por una cuestión de orgullo quieres poner en peligro la seguridad
de toda la ciudad? —contestó Temístocles—. ¿Quieres ir alocado contra un
ejército superior y dejar luego Atenas a merced del enemigo vencedor, si
ni siquiera un presidio dentro?
Arístides no tenía ninguna intención de dar marcha atrás. No lo hacía
nunca cuando se trataba de cuestiones con Temístocles.
—¡Pero tienen razón ellos! ¿Cómo vamos a quedar? Primero nos
quedamos mirando mientras torturan a nuestros aliados; luego,
admitiendo que consiguiéramos vencer, se dirá que nuestro éxito es un
mérito de los espartanos y quizás también de los platenses. Perderemos
cualquier influencia sobre nuestros aliados y daremos de nuevo a Esparta
un motivo para intentar que entremos en la Liga Peloponesiaca como
estado subordinado.
En ese punto Milcíades se sintió en el deber de intervenir.
—Según las últimas noticias, los espartanos se han movido. Estarán
aquí mañana, como muy tarde pasado mañana. Sería estúpido atacar
antes de su llegada. Ya no cuenta ser favorables o no a su intervención. Si
su llegada se pensara todavía más tardía, yo sería el primero en iniciar el
ataque, pero así...
—No se puede decir nada en contra —asintió Calimaco—. Pero algo
tendremos que hacer por esos pobrecillos... —dijo indicando a los eretrios
que seguían siendo arrojados a las fosas.
—¿El qué? ¿Te gustaría que enviáramos a un ejército fuera durante la
noche para salvarlos, exponiéndolos a una lluvia de dardos de nuestros
enemigos? Sería una matanza... —declaró Stesileo.

~29~
Andrea Frediani Maratón

—Ya. Los hombres no verían ni siquiera por dónde llegan las flechas. O
quizás hay repartos de infantería ligera que esperan, allá, en la oscuridad,
listos para saltar encima de los hoplitas.
—Podríamos enviar a un grupo de voluntarios para salvar a todos los
eretrios que se puedan. Con la oscuridad se puede hacer. Si se consiguiera
traer alguno, sería de gran ayuda para la moral de la tropa y para el
prestigio de la ciudad frente a los aliados —dijo Calimaco.
—Lo encuentro una idea absurda —contestó inmediatamente Milcíades
—. Las probabilidades de éxito son mínimas, y la operación terminará
únicamente con bajas, cuando esos hombres podrían resultarnos más
útiles en batalla.
—No pretendo que se envíen a muchos. Es más, si son pocos y se
acercan arrastrándose hacia los puestos de los enemigos, los persas se
darán cuenta sólo en el último momento, demasiado tarde para
reaccionar. Y si los cubrimos mientras regresan, obligando a trabajar a los
arqueros, tenemos buenas posibilidades de limitar las pérdidas —insistía
Calimaco.
—Yo a los míos no te los doy para hacer una locura de estas
características. Y espero que también los otros estrategas se opongan —
sentenció Milcíades, mirando a los otros comandantes presentes. Todos
padecían su fuerte personalidad y él lo sabía. Fue suficiente con mirarles
fijamente uno a uno a los ojos para obtener un tímido asentimiento.
Una voz se elevó entre la multitud de hoplitas que se amontonaban
alrededor del Consejo:
—¡Yo quiero ir!
Los estrategas se dieron la vuelta hacia donde provenían las peticiones.
Los guerreros se abrieron, dejando que los comandantes descubrieran
quién había hablado. Se abrió camino Tersipo, que arrastró consigo a
Filípides y a Eucles. Cinegiro los siguió inmediatamente.
—Vosotros cuatro, ¿de verdad queréis ir, soldados? —les preguntó
Calimaco.
—Claro —respondió Tersipo, decidido—. Aquí, escuchando los gritos de
dolor de los eretrios, no resistimos.
Igualmente convencido se mostró Cinegiro, mientras los otros dos
parecían más bien fuera de lugar.
Calimaco se dio la vuelta hacia Milcíades, indicándole con orgullo a los
voluntarios.
—¿Has escuchado? Sería equivocado detener el arrojo de los hombres. Y
sería todavía más negativo para la moral de la tropa dejarles toda la noche
observando ese triste espectáculo.
—¿Cuatro? ¿Y qué hacemos con cuatro voluntarios? ¿Queremos que
terminen igual que los eretrios? —Milcíades seguía firme en su postura.

~30~
Andrea Frediani Maratón

—¡Yo también quiero ir! —dijo otro hoplita avanzando hacia los
estrategas.
—¡Yo no me quedo aquí viéndoles morir! —agregó otro más.
Muy pronto numerosos gritos se elevaron entre los soldados. Los
voluntarios de repente comenzaron a salir uno tras otro.
Calimaco miró de nuevo a Milcíades. El polemarco era uno de los pocos
que eran capaces de aguantar su mirada. El ex tirano del Quersoneso
tracio, escapó siendo joven de Atenas por enfrentarse a la familia con
Pisístrato, era el único que había visto directamente a los persas, en
pasado, y este era uno de los motivos por el que su opinión en aquella
campaña militar era muy tenida en cuenta. Es más, durante un cierto
periodo había incluso colaborado con Darío, el gran rey, y nunca se había
aclarado si lo había hecho por conveniencia o porque, en su posición, a
caballo entre Grecia y Persia, no había tenido otra elección.
Hábil desenvolviéndose durante años entre atenienses, persas y tracios,
y en enriquecerse con el comercio del grano, Milcíades se había ganado de
todos modos el respeto de los atenienses obstaculizando, dos años antes,
una expedición por tierra de los persas. Sólo entonces había regresado a
Atenas, asumiendo muy pronto una posición de relevancia en la política de
la ciudad. Y eran muchos los que lo veían como el principal antagonista de
los Almeónidas, el más prestigioso reparo y obstáculo a la voluntad de
éstos de que volviera al poder Hipias y de que se estableciera una unión
con los persas.
De todos modos, otros elementos le permitían ejercitar una cierta
influencia sobre la tropa e incluso sobre los otros estrategas. Mientras
tanto, era el más anciano, encontrándose cerca de los sesenta años. Y por
otro lado, su existencia y su carrera política, por cuanto fuera discutible y
a menudo discutida, era una fuerte presión ante todo aquel que se
encontraba a su lado.
Haciéndolo parecer una concesión, al final Milcíades dio su asentimiento
a la petición de Calimaco, y sólo entonces los otros estrategas se
demostraron a favor del polemarco. Calimaco mostró saber controlar
brillantemente su frustración, evitando cualquier comentario polémico. A
fin de cuentas, el comandante supremo era él, y debería haber sido la
suya su última palabra en cualquier decisión. Tuvo que tragarse las
sugerencias no pedidas por parte del estratega, que condicionó su
asentimiento al empleo de un número limitado de armados. E
inmediatamente comenzaron las discusiones para establecer el número.
Pero los tres amigos ya no escuchaban.
—¿Estás loco? —dijo Filípides a Tersipo—. ¿Pero qué se te ha pasado por
la mente?
—¿Te quieres casar con Ismene? Bueno, pues te la tienes que ganar... —
respondió Tersipo, con una sonrisa burlona.

~31~
Andrea Frediani Maratón

—¿Qué tiene que ver? Con todo su dinero, ¿te parece una apuesta digna
para un desafío entre nosotros? De todos modos, ha sido precisamente
ella la que me ha dado la idea.
—¿La idea? ¿Qué idea? —Filípides y Eucles lo dijeron a la par.
—Ocurrió hace unos días, después de saberse que los persas habían
desembarcado —explicó Tersipo—. Estábamos juntos, e ironizábamos
sobre el hecho de que, de una forma o de otra, nosotros tres llevamos tras
ella un tiempo. A mí no me parece que se sienta atraída por uno de
nosotros en particular, así que, cuando le pregunté a quién habría elegido
como esposo me contestó: a aquel que mejor sepa diferenciarse contra los
persas.
Los otros se quedaron durante unos instantes en silencio. Fue Cinegiro
quien se encargó de romperlo.
—Entonces yo no tengo nada que ver. Tampoco me interesa participar
en el desafío. Pero en la incursión contra las líneas avanzadas quiero
participar, ¡claro que sí!
—Quizás no está interesada en ninguno de nosotros, y espera que nos
muramos todos en la batalla... —indicó Filípides.
—Puede ser. Pero es un hecho que el más bravo se queda con ella.
Botín de guerra, por una vez. Luchamos siempre por los intereses de la
ciudad. Esta vez lucharemos también por nuestros propios intereses.
—Pero no lo habrá dicho convencida. Quizás estaba bromeando... —se
atrevió a decir Eucles, todavía asombrado.
—Quizás, ¿pero qué importa? El desafío es entre nosotros, y ella no es el
juez. Los dos derrotados darán un paso atrás, y a ella no le quedará otra
cosa que casarse con éste.
—¿Y si sólo uno de los tres logra sobrevivir? —preguntó Filípides, que
seguía mostrando su asombro pero estaba claro que la idea le excitaba.
—¿Qué quieres que me importe si muero? Que se case, si yo estoy
enterrado. Aunque haya sido yo el más valiente —respondió Tersipo.
Filípides le animaba.
—¿Y quién será el juez?
—Los hechos, naturalmente. Ahora que vamos a salvar a los eritreos,
por ejemplo, vence quien traiga más.
Filípides se mostró finalmente satisfecho. Pero se sintió en el deber de
añadir.
—Eucles no me parece muy convencido. ¿Acaso no quieres participar? A
Ismene le sentará mal, está convencida de que se te cae la baba con
ella...
Eudes miró a los dos amigos. Se sentía profundamente incómodo. Pero
no podía echarse atrás. También porque, a juzgar por las palabras de

~32~
Andrea Frediani Maratón

Tersipo y Filípides, los dos habían hecho más progresos que él con la
mujer: el único modo para sobrepasarlos era el de ponerles fuera de juego
demostrando ser el más valiente.
—Está bien. Contad conmigo —dijo al final, intentando dar a su voz un
tono de seguridad.
Fue justo entonces cuando Calimaco añadió: —Vosotros cuatro
formaréis parte de los treinta que irán a liberar a los eritreos. Os quiero
listos en unos instantes. Nada de coraza, ni de escudo, ni de lanza o Elmo.
Sólo el kopis.

~33~
Andrea Frediani Maratón

IV

Es necesario estar atentos, se dice Eucles. Pendiente de donde se


ponen los pies.
Para venir a Maratón el ejército ha realizado un recorrido algo más
largo, pero más amplio y cómodo, accediendo a la llanura por el sur,
bordeando el mar y después siguiendo todavía más hacia el sur por el
monte Pentélico y dejando atrás Palene. Pero los tres hombres aislados
pueden lanzarse por el camino hacia el sur del Pentélico, pasando a los
pies del Parnés, entre Cefisa y Acamas. No es plano, no es ancho, está
repleto de obstáculos, piedras, en algunos casos incluso muy inclinado.
Pero un famoso hemerodromo y dos aspirantes a tales pueden recorrerlo
con paso rápido sin dificultad. Siempre que el cansancio de la batalla no se
haga sentir demasiado pronto, oscureciendo la vista e impidiendo ver en
tiempo real los recovecos. Siempre que algún persa fuera de lugar no les
ataque por el camino. Siempre que no pongan un pie en un lugar
equivocado.
Eucles siente el propio cuerpo, escucha sus músculos, deja que sean
ellos quienes le transporten, casi como si estuvieran dotados de voluntad
propia. Está satisfecho: no le parece sentir la fatiga. Quizás más tarde se
apoderará de él de una vez. Por ahora es como si la batalla, el
enfrentamiento alargado contra los persas, los gritos, la sangre, la
muchedumbre, la enseñanza, la resistencia, el ruido de las armas, los
golpes y los impactos le hubieran forjado para afrontar cualquier prueba,
lo hubieran dotado de un alimento interior capaz de alimentar sus
movimientos perpetuamente.
Y sin embargo el dolor del esfuerzo, el endurecimiento de los músculos,
el peso de la cabeza, el escozor de las heridas, Eucles los siente. Deberían
detenerlo, y en cambio no ocurre. Los siente desde hace tanto tiempo,
desde el comienzo de la batalla, quizás incluso desde la noche anterior,
después de la acción nocturna entre las filas persas, que se han
convertido en una condición normal a la que se ha acostumbrado. Parecen
haberse unido todos en su alma, en su mente, dejando el cuerpo libre de
seguir exprimiendo toda su potencia, la agilidad y la resistencia de la que
es capaz.
Eucles no puede evitar preguntarse si es así también para Tersipo. No
tiene dudas sobre Filípides, en cambio. El hemerodromo está
acostumbrado a controlar el dolor y la fatiga, a sustraerlos a su cuerpo y a

~34~
Andrea Frediani Maratón

transformarlos en una mera expresión de la mente, impidiéndoles influir


en sus prestaciones físicas.
La contienda parece desigual, en realidad. Filípides está demasiado
acostumbrado a correr las largas distancias para poder ser derrotado. Ha
tenido la fortuna de jugarse la fase decisiva del desafío entre los tres
sobre su terreno preferido.
Pero después de una batalla, los valores podrían cambiar. ¿Quién puede
saber cuánto ha influido el esfuerzo del combate en cada uno de los tres
combatientes? Cada uno ha demostrado el máximo empeño contra el
enemigo, para salvarse la vida, para salvar la ciudad, y para vencer el
premio del mejor guerrero.
Y por Ismene.
Pero es precisamente esto lo que da confianza a Eucles, lo que le
permite poder esperar resistir hasta Atenas. E incluso poder derrotar a
Filípides.
Él ama a Ismene.
Quizás son sus sentimientos quienes frenan el dolor y el cansancio y los
confinan en una esquina de su mente, liberando el cuerpo. Quizás se
derrumbaría, si no fuera por sus sentimientos. Pero no, es absurdo, los
otros dos competidores van muy rápidos, no muestran señales de cesión,
y sin embargo no aman a Ismene. Es su dinero lo que quieren, en la mejor
de las hipótesis su cuerpo, pero quizás para ellos se tratan de elementos
tan eficaces como el amor.
Sabe que tiene finalmente una ocasión. Una ocasión que no habría
tenido si no hubiera sido por la guerra. Y por la idea de Tersipo. Las
bravuconerías de sus amigos le han herido, y no es sólo por la falta de
respeto que han mostrado frente a su amada, si bien le han dado la
confirmación de lo que él había ya percibido anteriormente. Ismene les
había ofrecido a ellos posibilidades que a él no le había dado. O quizás
ellos habían sabido tomarse las libertades que él no había sido capaz de
tomarse.
Poco importaba, a fin de cuentas. Que pareciera un torpe ante los ojos
de Ismene o que lo fuera de verdad, el resultado era el mismo. La mujer
no había jamás mostrado un interés real hacia él. No lo había tomado
antes en serio, a pesar de que él había hecho todo para explicarle sus
sentimientos, ni había jamás mostrado que lo consideraba algo diferente a
una compañía agradable. Seguramente, no era el hombre que hubiera
deseado ser para ella.
Había intentado buscar una razón. I labia intentado, si no de olvidarla, sí
de situarla en un papel de agradable compañía, como ella lo consideraba,
y nada más. Había intentado concentrar la propia atención en otras
mujeres, incluso las más bellas, las más jóvenes, y sobre todo más
interesadas en él. Pero no había habido nada que hacer. Estar con las
otras sólo agudizaba el efecto de su falta.

~35~
Andrea Frediani Maratón

A menudo se había preguntado por qué. Había analizado a fondo los


motivos que le llevaban a no dar peso a la compañía de mujeres
coetáneas o más jóvenes, que sin embargo le encontraban atractivo, y le
llevaban en cambio a desear a una mujer más mayor que él y, además,
completamente indiferente a sus efusiones.
Ismene no le había buscado antes, no le realizaba jamás preguntas, no
parecía que sintiera ninguna necesidad de su presencia. A pesar de todo,
cuando estaban juntos reían y bromeaban, parecían muy unidos. Pero si
Eucles intentaba separarse durante algún tiempo, ella no daba la
impresión de sentir su falta. Que Eucles estuviera o no era completamente
indiferente. Él había creído que la mujer se comportaba de la misma forma
con Tersipo y Filípides, pero las declaraciones y las presunciones de los
dos amigos le habían quitado cualquier ilusión: era de él que Ismene no
sentía necesidad.
Hasta entonces había intentado ser indispensable. Había esperado,
frecuentándola con constancia, inducir a Ismene a sentir la necesidad de
su presencia, como él necesitaba la suya. Se divertía tanto con ella,
obtenía tal bienestar de su compañía, se sentía de tan buen humor ante el
solo pensamiento de cruzar su mirada y sentir su voz, que deseaba
ardientemente que entrara a formar parte de su existencia en el modo
más profundo posible. Y se reducía a olvidar su atención.
Recuerda haberla encontrado, si no bella, al menos sí deseable desde el
principio. Desde que estaba todavía casada. Su marido, un rico armador,
era mucho más anciano que ella y había muerto durante una travesía dos
años antes. Parecía que su corazón no había aguantado ante la vista de
las costas de Tracia, en las que había establecido emporios que se
encargaban de sus intereses comerciales, y que la armada persa de
Mardonio había reducido a un amasijo de escombros tras atacarlas con la
espada y el fuego.
Después de la muerte del marido, Ismene había sacado a la venta una
parte de sus propiedades y había buscado administradores para sus
actividades. De esta forma había entrado en contacto con la familia de
Eucles, cuyo padre tenía intereses comerciales análogos, si bien de
dimensiones mucho más reducidas. Gracias a ello el joven se había
cruzado con ella a menudo, apreciando sobre todo su sentido del humor.
Le había parecido raro que la mujer riera y bromeara de buen gusto, tanto
con él como con los demás, a pesar del reciente luto, pero luego había
llegado a la conclusión de que no había habido ninguna unión afectiva
entre los dos cónyuges, por otro lado separados no sólo por los frecuentes
viajes de él, sino también por la notable diferencia de edad.
Los dos habían, por lo tanto, comenzado a frecuentarse, y no sólo por
cuestiones de trabajo. Pero siempre por iniciativa de Eucles. Ella no
parecía despreciar su compañía, pero tampoco parecía sentir necesidad
No lo buscaba, ni creaba o aprovechaba las ocasiones para cruzarse con
él. A menudo, empujada por el entusiasmo, le anunciaba que quería ir con
él a ver las competiciones o le ofrecía perspectivas de encuentros que

~36~
Andrea Frediani Maratón

jamás se traducían en actos concretos. Parecía que se olvidaba


completamente de su existencia cuando él no estaba presente. Y no le
daba forma de ir más allá de una cerrada y culta conversación, o
superficiales intercambios verbales. El joven se sentía obligado a realizarle
piropos y apreciaciones con un tono divertido, para adaptarse al nivel de
la conversación, y para no sentirse en ridículo. Le habría gustado, en
cambio, ser más serio, mirarla a los ojos y decirle que le hablaba con el
corazón. Y besarla de repente, abrazarla con todas sus fuerzas, en un
impulso constantemente reprimido.
Pero estaba seguro de que, en ese caso, habría arriesgado perder
también su compañía. Cuando sus rostros se rozaban, se sentía temblar
por el deseo, pero prefería demostrar indiferencia para no parecer
patético. Para él era demasiado importante seguir viéndola para correr el
riesgo de perderla. Y por otro lado era muy orgulloso: no habría sabido
aceptar una negación, y no se sentía con ganas de equivocarse. No era
una cuestión de timidez o inseguridad, sino sólo de orgullo. Prefería
esperar a abrir alguna brecha en aquella pared que, en un primer
momento le había parecido que la mujer había levantado entre ella y los
otros, pero que se había revelado una barrera sólo entre los dos.
Las mujeres no le habían faltado nunca, pero no le había ocurrido antes
verse atraído también por la persona. De vez en vez, cuando le gustaban
particularmente desde un punto de vista físico, intentaba convencerse de
que le encajaban también como personas, y se obligaba a soportar los
rasgos de sus caracteres que no amaba. Pero a la larga, las virtudes de la
mujer en cuestión no le parecían tan suficientes para compensar las
carencias de la persona.
Con Ismene, en cambio, era diferente. No había tenido nunca que
«soportarla». No realizaba ningún esfuerzo para estar con ella, conseguía
sentirse bien sin tener necesariamente que hacer el amor con ella. Era
inteligente, sagaz, perspicaz, y sus comentarios ofrecían siempre motivos
de interés, reflexión y sonrisa. No es que la viera carente de defectos,
nada que ver con ello. La encontraba demasiado vulgar en su modo de
expresarse, de vez en cuando no muy diferente de un vasto soldado. No
apreciaba su forma de vestir, demasiado unida a la ostentación de sus
riquezas, incluso ordinaria desde su punto de vista. Desaprobaba su
pasión por las competiciones deportivas, su forma de entusiasmarse y de
gritar frente a una competición atlética, su grito de apoyo desenfrenado,
que consideraba completamente inapropiado para una mujer. Pero todo
aquello, había descubierto, no le molestaba en absoluto. En otra mujer,
estaba seguro, no lo habría tolerado por muy deseable que pudiera ser,
pero en ella lo encontraba sencillamente divertido. Y la única explicación
que conseguía darse era que ocurría porque la quería. Pero de verdad.
Eucles ejecuta un gesto de disgusto. ¿Por qué ella no conseguía
quererle de la misma manera? Si él era capaz de pasar por encima de su
edad y sus muchos defectos, y sin tener que obligarse a hacerlo, ¿por qué

~37~
Andrea Frediani Maratón

ella no era capaz de ir más allá de la escasa atracción física que,


evidentemente, sentía hacia él?
Nota que Filípides va aumentando el ritmo. Se mueve. Está bien pensar
en Ismene para distraerse, para no sentir el cansancio. Pero es necesario
tener en cuenta a los dos adversarios. Sobre todo a Filípides, el más
peligroso. Y no sólo por su capacidad como corredor. Lo que Tersipo ha
insinuado antes de la salida le sigue dando vueltas por la cabeza. No
quiere creerlo, pero tampoco puede permitirse excluirlo.
«Adversarios». Una palabra que no habría jamás imaginado que usaría
con Tersipo y Filípides, sus mejores amigos. Se han enfrentado sólo en las
pistas de las competiciones, y no como adversarios sino como rivales
deportivos. Esta vez, aún existiendo una carrera también en este caso,
Eucles sabe muy bien que se trata de un verdadero enfrentamiento en
toda regla. Independientemente de cómo vayan las cosas, ya no será
nunca como antes entre ellos.
Ahora son ellos sus principales enemigos, no los persas o los
Alcmeónidas que apoyan a Hipias. El desafío comenzó casi como un juego
la noche anterior a la batalla, y casi al final. Y quizás no está en juego sólo
la libertad de la ciudad, ni Ismene. Quizás en la competición se ha
insinuado la ambición: el deseo de ser el mejor. Y quizás es precisamente
esto, más que otro objetivo, lo que hace que se trate de un desafío donde
todo vale.
Cuánto se diferencia todo de aquella noche, la noche en la que comenzó
la apuesta. Entonces estaban incluso dispuestos a ayudarse los unos a los
otros. Parecía que había pasado una vida y, en cambio, no había
transcurrido ni siquiera una jornada completa.
Pero era la jornada más intensa que Eucles había visto jamás.

—¿Pero serán como nosotros? —susurró Cinegiro mientras se arrastraba


sobre el hinojo silvestre que cubría toda la llanura de Maratón.
—¿Pero de quién estás hablando? —respondió Tersipo, que se
encontraba a su lado.
—¿De los persas, no? Quiero decir, ¿quién los ha visto antes que
nosotros? Sólo Milcíades. ¿No tienen un color de piel diferente? Y el equipo
de guerra, ¿qué armas usan?
—Si tienen un color diferente de piel, no te darás cuenta seguramente
esta noche —le contestó Filípides a su lado—. En cuanto a las armas, lo
único que sé es que muchos no llevan coraza. Y luego, que son todos unos
cobardes que prefieren combatir de lejos en lugar de desenvainar una
espada y realizar un enfrentamiento directo.
—No me digas que ni siquiera tienen una espada... —intervino Eucles,
también él ocupado en arrastrarse entre la vegetación.

~38~
Andrea Frediani Maratón

—No digo esto. Pero será de todos modos un juego de niños acabar con
ellos. No están acostumbrados como nosotros a un enfrentamiento en la
distancia corta —especificó Filípides.
—¡Pues claro! No sé cuántos encontraremos, pero aunque fuesen diez
veces más que nosotros, ¡haremos que salgan corriendo! —concluyó
Cinegiro.
—¡Callaos de una vez, por los dioses! ¿Queréis que nos descubran,
idiotas? —les interrumpió el lochago a quién se le había encargado el
mando de la acción.
Los otros intercambiaron una mirada divertida, pues al final quién más
había levantado la voz había sido precisamente el oficial.
Eucles, en realidad, se sentía preocupado. Sus amigos parecían más
bien haber considerado la misión poco arriesgada equivocadamente. Y sin
embargo, a pesar de la oscuridad, se encontraban en medio del campo
abierto cerca de las líneas enemigas, sin ni siquiera saber contra cuántos
hombres se enfrentarían. Sin añadir que la retirada sería complicada por la
presencia de los prisioneros, que inevitablemente ralentizarían sus
movimientos exponiéndoles al tiro de los arqueros enemigos... y también
del fuego amigo. Vamos, que no había nada por lo que reír.
De cualquier forma, los atenienses no habían llegado a Maratón para
evitar riesgos. Nadie se esperaba que la batalla contra los temibles persas,
dueños del mundo, fuera casi un paseo. Quizás el espíritu con el cual sus
amigos se enfrentaban a la acción era una forma para aflojar la tensión.
Las puntas del hinojo les escondían del enemigo, pero les impedía
también a ellos observar sus movimientos. Podían valorar la distancia del
objetivo sólo en base a las voces y a los rumores, que parecían ser cada
vez más cercanos. Pero Eucles tenía la desagradable sensación de que la
sombra de un persa podía aparecer de repente ante él y saltarle encima,
aplastándolo con su propio peso.
Nada más que el rumor de las olas del mar acompañaba los gritos de los
guardias y los lamentos de los prisioneros. Luego, sin embargo, Eucles
comenzó a advertir unas vibraciones bajo su vientre al deslizarse por el
suelo. Acercándose todavía al objetivo, percibió los golpes sordos de las
palas que chocaban contra el terreno, y los puñados de tierra que se
amontonaban en los alrededores de las fosas. Se encontraban a pocos
pasos de distancia y los persas no parecían haberse dado cuenta de nada.
El lochago, que precedía unos pies al resto, se detuvo, y los otros hicieron
lo mismo.
—¿Pero qué está haciendo? —susurró Cinegiro a sus amigos—. ¡Si
espera un poco más los enterrarán a todos y no podremos llevarnos a
ninguno!
—Los persas quieren sacarnos fuera, ¿no? —replicó Eucles—. Y bien,
podrían haber colocado otros grupos en los lados, lejos de las antorchas,
para sorprendernos.

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Andrea Frediani Maratón

—Ya, pues vaya. Nosotros venimos aquí a sorprenderles y ellos nos


sorprenden a nosotros... —convino Filípides.
—¡Tonterías! Esta acción puede lograrse sólo si nos arrojamos de
cabeza hacia abajo sin pensar y sin cargar con un problema. ¡Cualquier
duda puede ser fatal! —exclamó Cinegiro, sin prestar demasiada atención
al tono de la voz. Inmediatamente después se levantó y, abriendo el brazo
con la espada, comenzó a correr contra el grupo de hombres que
operaban alrededor de los agujeros.
El lochago se quedó durante un instante paralizado, pero antes de que
pudiera hacer algo también Tersipo, que estaba de pie y preparado para
arrojarse contra los adversarios, salió corriendo. Eucles sintió el instinto
que le empujaba a hacer lo mismo, no supo decir si para proteger a su
amigo o por el temor de perder la apuesta. Se puso también él de pie de
un salto y Filípides se situó a su lado. Los dos comenzaron a correr con el
primer objetivo de llegar junto a Tersipo más que junto a Cinegiro, que ya
iba por delante.
Detrás de ellos salieron los otros. El oficial tuvo el tiempo justo de
ilustrar una protesta, antes de seguir a sus hombres en aquella rápida
actuación.
Sólo en plena carrera Eucles se dio cuenta de la locura que estaban
cometiendo. Ningún plano, ninguna coordinación entre ellos, sólo un
asalto confundido y carente de conexión contra un grupo de enemigos
que, por lo que sabía, podían ser muchos, muchos más. Miró delante de él.
A juzgar por su comportamiento y por sus expresiones, los persas no se
esperaban el asalto. Tenían exactamente la reacción de quien ve salir de
la sombra, de repente, a un grupo de locos gritando y con las espadas
desenvainadas: estaban paralizados, desorientados, quizás incluso
aterrorizados.
Un rápido vistazo permitió a Eucles valorar el número. Eran quizás un
centenar, al menos aquellos que la luz de las antorchas les permitía ver.
Pero un instante después había ya dos menos. Cinegiro había llegado al
encuentro de los más cercanos y su kopis había penetrado, en rápida
sucesión, en el estómago de un soldado y en el costado de otro,
provocando que se desplomaran y desaparecieran en los agujeros
situados justo detrás de ellos.
Increíblemente, los prisioneros se mostraron los más rápidos en
reaccionar. Aprovechando el desconcierto de los guardias, el que era más
rápido propició un golpe seco en la nuca a un persa, ocasionando que se
cayera dentro de una fosa. Otro eretrio lo imitó, mientras otros dos, que
esperaban su destino con las manos atadas, se arrojaron con la cabeza
hacia abajo contra los guardias más cercanos, empujándolos contra los
agujeros. Uno de los dos, sin embargo, en el movimiento perdió el
equilibrio y se precipitó junto al persa al que había agredido.
Parecía que la situación se ponía bien. También Tersipo borró de un
plumazo a su primer oponente con facilidad. Pero lo difícil tenía todavía

~40~
Andrea Frediani Maratón

que llegar. En el momento en que los griegos dieran la espalda a los otros,
llevándose a los prisioneros, los persas se recuperarían de la sorpresa.
La solución era matar al mayor número de hombres inmediatamente,
para no encontrárselos luego por detrás. Pero sin entretenerse mucho en
el sitio, para no permitir a los refuerzos enemigos llegar para dar su
apoyo.
Ahora le tocaba a él. Eucles se arrojó contra el persa más cercano. Tuvo
el tiempo justo de observar la sombra incierta bajo la luz temblorosa de
las antorchas, limitándose a ver sólo lo que necesitaba saber, es decir, que
el enemigo iba sin casco, sin armadura, sólo con un escudo en forma de
media luna y una pequeña hacha que parecía más bien un pequeño pico.
Empujó la hoja hacia dentro con un golpe seguro, en dirección del pecho
del adversario, pero el soldado tuvo tiempo de apartarse. Es más, incluso
reaccionó, saltando inmediatamente sobre él y realizando un ataque con
su extraña arma.
El golpe lo había dado bien, y le habría arrancado de cuajo un brazo si
Eucles no se hubiera movido a su vez hacia un lado. Por lo que parecía, se
dijo, precisamente a él le había tocado un veterano, en grado de
reaccionar antes que los otros frente al ataque sorpresa. No se desanimó.
Dio un rápido vistazo alrededor de sí mismo, viendo que también para
Filípides todo iba por buen camino, y se esforzó en acortar los tiempos: no
pretendía conceder una ventaja tan neta a los amigos. Pero aquel movía el
hacha como si fuera las aspas de un molino, con evidente habilidad, y
acercarse a él no era una broma. Además, animados por su ejemplo, un
par de conmilitones se estaban acercando. Eucles decidió basarse en su
propia agilidad, facilitada, una vez más, por la falta de coraza. El kopis,
una espada curva más bien corta, con el peso en la punta, le daba una
notable ventaja en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, pero tenía que
llegar a estar en contacto con el adversario.
Ahí estaba un problema que los comandantes helenos no habían
considerado. No se trataba, esta vez, de combatir contra la infantería
pesada, dotados de escudo y lanza, cuya técnica era idéntica a la de los
atenienses. No era una cuestión de potencia. Los persas, a juzgar por
aquel primer contacto, no se podían considerar ni infantería ligera ni
pesada. Eran algo a caballo y, si no se trataban de reclutas, sabían ser
imprevisibles en los movimientos y a nivel táctico. ¿Cómo se combatía
contra un adversario así? Una vez dotados de armadura, los griegos se
habrían encontrado inevitablemente en una mala situación, demasiado
lentos en los movimientos y con pocas soluciones a disposición para
bloquear a los respectivos adversarios.
Mientras tanto el adversario seguía moviendo los brazos en aspa. Y no
parecía detenerse por el cansancio. Se encontraba bien entrenado y
adiestrado. Si sólo un tercio del ejército persa era como él, sería
complicado salir airosos una vez en batalla. Eucles se lamentó de no tener
consigo el escudo, habría podido recibir algún golpe y, mientras tanto,
acercarse sin el temor de recibir uno letal.

~41~
Andrea Frediani Maratón

Envidió a los otros que no parecían tener problemas. Evidentemente los


persas habían enviado a los soldados que consideraban sacrificables,
entregándoles pocos guerreros u oficiales expertos. Y uno de ellos le había
tocado precisamente a él. En compensación, se dijo mientras se
encontraba ocupado en esquivar el enésimo golpe del adversario, habría
entendido antes y mejor que los compañeros cómo comportarse contra la
alineación enemiga en la verdadera batalla. Obviamente, si sobrevivía a
aquella acción.
Entendió que su única posibilidad era la rapidez. Tenía que ser tan
rápido como para poder realizar su ataque inmediatamente después del
que realizaba el enemigo. Esperó a que el persa calara el hacha con una
fuerza mayor que la anterior y luego se arrojó sobre él, antes de que
cargara de nuevo el brazo, pero el otro lo rechazó con el escudo. El primer
intento había fallado. Ahora, sin embargo, Eucles había entendido que
tenía que agredir el costado expuesto del adversario, corriendo el riesgo
de ofrecerse al siguiente ataque del hacha. Pero un ataque con un hacha,
pensó, era siempre menos peligroso que el de una espada. Quizás.
Esperó todavía un golpe más profundo que los otros. Cuanta más fuerza
empleaba el persa en realizar el ataque, más tardaba en volver a llevar el
brazo a la posición inicial. Y cuando llegó el momento, el hoplita se arrojó
contra el adversario. Pero el otro fue rápido en llevar el arma al menos en
posición horizontal y hacer vibrar un golpe con movimiento paralelo al
terreno, a la altura de la cintura. Eucles fue igualmente rápido al oponer la
hoja de la espada, que le hizo de escudo justo a pocos palmos de la
cintura de su túnica. Por suerte, el golpe era más bien débil y consiguió
detenerlo. Luego empujó el arma del adversario y se apresuró a realizar
un ataque.
Su kopis apuntó a la garganta del persa. La alcanzó, y aunque el corte
fue superficial, resultó suficiente para abrir una herida de la que salió un
abundante chorro de sangre, chorro que cubrió durante un instante la
ropa del adversario. Este comenzó a mover el hacha, pero de forma más
confusa y aproximativa. Esta vez Eucles estaba listo para aprovechar
aquella pérdida de estabilidad y le traspasó el costado sin dificultad.
Miró a su alrededor. Tersipo había alcanzado ya a los prisioneros y los
estaba reuniendo a su alrededor. Filípides acababa de rajarle el cuello a un
enemigo asustado y se acercaba a su vez a las fosas. Cinegiro, en cambio,
no prestaba ninguna atención a los eretrios, y seguía dándole vueltas a su
kopis gritando todo tipo de insultos contra los persas. Parecía
exactamente que su finalidad fuera el puro y sencillo enfrentamiento con
los asiáticos y no la liberación de los prisioneros. Y en ese momento
diríase que aquel enfrentamiento lo estaba ganando él por amplia
mayoría. Nadie era capaz de oponerse a su avance, es más, había quien
salía corriendo en cuanto lo veía llegar.
Eucles se dijo que tenía que espabilar si no quería quedar por detrás de
sus dos amigos. De Cinegiro no se preocupaba, no era con él con quién
tenía una apuesta en juego. Que matara a todos los persas que quisiera y

~42~
Andrea Frediani Maratón

obtuviera una mención como el combatiente más valeroso. A él le


interesaba superar a Filípides y a Tersipo. Avanzó hacia las fosas,
encontrándose frente a otros dos persas. Dudaban si enfrentarse o no,
pero no escapaban. Poco más allá, un hombre que parecía un oficial les
animaba de forma elocuente a resistir.
Habría sido oportuno apuntar inmediatamente contra los oficiales.
Eliminados ellos, habría cesado cualquier resistencia. Eucles esperó que
pensara en ese otro, quizás el propio lochago. Él tenía que ocuparse de
liberar a los prisioneros, sobre todo para ganar la apuesta. Luego se
avergonzó por haber concebido una idea parecida. Su patria, la causa de
la libertad y la protección de los conmilitones, tenían que estar antes que
cualquier otra cosa. Especialmente antes de sus ambiciones personales. Si
Atenas perdiera, habría sido inútil vencer el desafío. Aunque hubiera
sobrevivido, de hecho, Ismene, como pariente de Hipias, habría sido
destinada a cualquier dirigente persa o, en la mejor de las hipótesis, a
cualquier facultoso ateniense apreciado por el tirano.
Uno de los dos adversarios tenía una cimitarra parecida al kopis y un
escudo enorme, rectangular y convexo, que le resguardaba de los pies
hasta el pecho. Eucles alargó la pierna y apretó con el pie contra el borde
inferior del escudo, logrando desestabilizar al enemigo. Inmediatamente
después le golpeó en la cabeza, protegida sólo por un gorro pegado,
aparentemente de cuero y con largas orejeras.
El otro se quedó petrificado al ver el cráneo del compañero abierto por
la mitad, y entonces el oficial que se encontraba justo detrás blandió la
fusta, que el hoplita no había notado. El soldado intentó saltar hacia
delante, pero era evidente el estado de confusión en el que se encontraba.
Al griego le fue suficiente avanzar unos pasos para hacerle perder el
equilibrio y obligarle a caer en la fosa de atrás.
En ese punto el hoplita constató que ninguno de sus compañeros se
interesaba en el oficial y decidió que se trataría de su próximo objetivo.
Pero no tuvo tiempo de hacer más consideraciones. El oficial estaba
saliendo a su encuentro, y tenía una armadura.
La coraza tenía placas y en la cabeza, en vez de un casco, el graduado
tenía una especie de turbante envuelto alrededor de un gorro metálico
con forma cónica. Llevaba también una amplia capa que le caía por la
espalda hasta la altura de las rodillas. Su escudo era oval pero con dos
medias esferas en los bordes.
Eucles tuvo miedo y, por un instante, odió a sus amigos que se habían
dedicado a realizar trabajos aparentemente más sencillos, sin prestar
atención a las verdaderas amenazas. Luego dejó un espacio al instinto. Se
encontraba en una posición de clara inferioridad respecto al adversario, y
trina que usar la astucia. El persa seguía moviendo todavía la fusta y no
lograba extraer la cimitarra de la funda. Cuando lo consiguió la arrojó en
dirección del griego, pero la oscuridad no le ayudó a alcanzar al

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Andrea Frediani Maratón

contrincante. La echó hacia atrás y lo intentó de nuevo, y esta vez logró


herir a Eucles en un muslo.
El hoplita se agachó sobre sí mismo, concentrando su propia atención
sobre la hoja enemiga. E inmediatamente llegó al centro del escudo persa,
obligándole a tambalearse hacia atrás.
Recuperó el equilibrio, pero mientras tanto el otro ya le estaba encima.
Evitó un golpe, y luego otro, mientras los suyos chocaban inútilmente
contra su escudo. Entendió que tenía que usar también las piernas como
armas si quería intentar compensar la carencia del equipo respecto al
adversario. En cuanto tuvo la posibilidad, metió un pie entre el borde
inferior del escudo y la cintura del persa, tirando hacia sí el arma. El
movimiento desestabilizó un poco al oficial, consintiendo al griego que se
acercara sobre el lado no protegido.
Eucles lanzó otro golpe, pero el otro lo detuvo. El griego se encontró con
su rostro cerca del enemigo. Y tuvo tiempo de notar la barba larga,
elegante y muy cuidada.
La barga larga.
Fue un instante, una intuición. Con la mano izquierda Eucles agarró la
barba del persa, tirándolo hacia sí y desestabilizándolo por completo. El
otro no consiguió resguardarse con el escudo ni con la espada cuando el
griego le dio un golpe en la ingle. El oficial se sobresaltó y abrió los ojos de
par en par. Luego un pequeño hilo de sangre le salió de la boca, antes de
desplomarse, exánime.
Satisfecho de sí mismo, el hoplita procedió hacia la fosa más cercana.
—¿Qué esperas? ¡Tiene razón Ismene cuando dice que no te interesas lo
suficiente! —le gritó Tersipo, que estaba ayudando a salir de un agujero a
los dos esclavos todavía parcialmente enterrados.
Filípides, en cambio, estaba todavía combatiendo, pero sus adversarios
parecían querer controlarlo más que agredirlo, a pesar de la superioridad
numérica. Cinegiro, por su parte, se había dedicado incluso a la
persecución de algunos persas fugitivos, sin prestar atención a los gritos
del lochago que les llamaba para que volvieran al orden.
Eucles no pudo suprimir una mueca de sufrimiento mirando a Tersipo.
—Los buenos, los persas, me los he llevado todos yo. Es más, he ido a
buscarlos, yo... —le gritó asqueado. Luego puso en orden, mentalmente,
las palabras del amigo que le desafiaba. «¿Así que Ismene había cambiado
su respeto por desinterés?». Un motivo más para vencer la apuesta y
demostrar que no era verdad.
Un hoplita del regimiento de Ayántide había cogido para sí mismo a
siete prisioneros, de los que algunos estaban todavía cubiertos de fango.
Varios persas seguían a su alrededor, pero no parecían muy peligrosos, así
que el griego se dio la vuelta hacia las líneas griegas arrastrando a los

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Andrea Frediani Maratón

eretrios. Sólo entonces, sin embargo, viéndolo de espaldas, algunos


enemigos reunieron coraje y le asaltaron, hiriéndole al instante.
Eucles se movió hacia ellos, aquellos siete prisioneros abrían su apetito,
y además se los merecía. Pero tenía que bordear una fosa muy amplia,
mientras Filípides, que se acababa de liberar de un adversario, se
precipitó hacia ellos con un recorrido más breve y en línea recta. En
cuanto vieron llegar al nuevo hoplita, los persas escaparon y el
hemerodromo se encontró dueño de siete presas sin haber librado una
lucha. Es más, se permitió incluso sonreír a su amigo, casi con un
comportamiento arrogante.
Eucles se dio cuenta de que el asco hacia el comportamiento de sus dos
amigos estaba superando la tensión por el enfrentamiento. De todos
modos tenía que hacer algo. Corrió hasta un agujero que sus compañeros
todavía no habían alcanzado.
A lo largo del breve trayecto se encontró con otros dos persas, pero no
perdió el tiempo en matarlos. Simplemente les evitó, y aquellos no se
atrevieron a seguirlo. Finalmente se encontró al borde de una fosa
marginal respecto del epicentro del enfrentamiento. Dos prisioneros se
encontraban cerca del agujero, con un guardia al lado que parecía no
saber qué tenía que hacer.
Cuando el persa vio que llegaba Eucles, reaccionó hiriendo a un
prisionero y arrojando a otro al agujero.
«¡Maldición, me ha sustraído una presa cómoda!», pensó el hoplita,
avergonzándose inmediatamente después. De todos modos, se dijo, uno
que reacciona así no ha de ser un gran combatiente, y se sintió
confortado. Llamó la atención del hombre caído en el agujero, a quién le
pidió que alargara los brazos más allá del borde para cortar las cuerdas
que le tenían atadas las muñecas.
El hombre obedeció y Eucles le cortó de cuajo las ataduras, gritándole
inmediatamente después:
—¡Excava y libera inmediatamente a tus compañeros! ¡Vamos!
Luego se arrojó contra el adversario, comenzando a mover la espada en
círculos. Con el rabillo del ojo, sin embargo, vio al prisionero recién
liberado salir del agujero y comenzar a correr a pesar de las protestas de
los compañeros enterrados, de quienes se veía solo la cabeza fuera del
terreno.
«¡Decididamente, los dioses no quieren que me case con Ismene!»,
pensó Eucles. El persa, mientras tanto, estaba a la defensiva, a pesar de
contar con un amplio escudo. Eucles le animó. Iba con prisas. En cuanto
encontró un espacio en su defensa ahondó su espada y se llevó incluso las
tripas interiores.
El hoplita dirigió su atención inmediatamente después a los prisioneros
enterrados. Tomó una pala preparada junto al agujero, bajó a la fosa y

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Andrea Frediani Maratón

comenzó a excavar con ganas, sin preocuparse demasiado de dónde


metía la pala. Inevitablemente hirió a más de un prisionero, pero pronto
un par de eretrios tuvieron los brazos libres y consiguieron abrirse camino
en la tierra y salir, sacando también a sus tres compañeros de desventura.
Por último, Eucles extrajo personalmente al último, dándose cuenta de
que le había herido seriamente en un hombro.
El hoplita le exhortó a que saliera del agujero, añadiendo con un tono de
voz que no admitía réplicas.
—¡Quédate junto a mí! Si los persas nos agreden, vosotros no seréis
capaces de defenderos.
Los eretrios parecían suficientemente aterrorizados como para depositar
en él una total confianza. «Seis puntos», pensó Eucles. Una gran
actuación. Pero no era suficiente, si Filípides tenía al menos siete. Todavía
no había llegado el momento de escapar. Así que les llevó hasta la zona
donde más movimiento había. Sus compañeros se encontraban todavía
ocupados en rastrear prisioneros. Tersipo había desarmado a dos persas y
los había atado.
—¡Estos también valen, eh! —le gritó el amigo en cuanto lo vio—. Sobre
todo para el mando, ¡serán todavía más preciosos como fuentes de
información!
A Eucles le hubiera gustado responderle que no eran aquellos los
acuerdos, pero luego vio a Filípides renunciar a matar a un persa y atarlo,
y prefirió callar. A fin de cuentas, era difícil contestar la afirmación de
Tersipo. De entre los tres, había sido siempre aquel con una mirada más
clarividente y calculadora. No por nada aspiraba a alcanzar un lugar de
primera línea en la política de la ciudad, y el patrimonio de Ismene era un
aspecto goloso sobre todo por eso...
Era confortante, de todos modos, que no aparecieran refuerzos persas.
El campamento del ejército enemigo se encontraba más bien lejano, en los
márgenes de la gran marisma, junto a la playa donde habían atracado las
naves de los asiáticos. Difícilmente los gritos y el rumor del
enfrentamiento podrían llegar a los oídos de los centinelas, distraídos por
el ruido de fondo de las continuas olas marinas. Pero alguna línea de
conexión entre el campamento y el punto de control debían tener, y se
podía esperar la llegada de un pelotón de un momento a otro.
De todos modos se seguía combatiendo. Algunos prisioneros yacían
todavía en los agujeros. Otros, aproximadamente detrás de las líneas
defensivas preparadas por los persas. El loch ago llamó a Eucles y a los
otros cuatro hoplitas, pero no a Tersipo y a Filípides, para intentar romper
la barrera humana. Finalmente un golpe de suerte, se dijo Eucles,
apreciando aquel primer intento del oficial por proceder con una acción
coordinada.
Los seis hoplitas cargaron contra la línea enemiga, constituida por al
menos quince guerreros. Los griegos no tenían escudos, y no pensaron ni

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Andrea Frediani Maratón

siquiera en formar una cadena a su vez. Llegaron al contacto con el


enemigo de uno en uno, demasiado distantes el uno del otro, pero la
potencia que salía de su acción fue suficiente para romper la alineación
enemiga de los escudos que estaban plantados en el suelo. Luego Eucles
se dio cuenta que no había sido mérito suyo. Cinegiro había aparecido al
otro lado de la línea enemiga y había atacado a los persas por detrás.
Eucles aprovechó la desorientación de los enemigos que se dirigían
contra él para dar de pleno en el pecho de un persa y degollar a otro.
Después no prestó atención a los otros, dando por descontado que se
ocupaban los compañeros, y se arrojó inmediatamente hacia los
prisioneros. Los contó: eran ocho. Muy bien. Les exhortó a que le siguieran
y les llevó junto a los otros seis.
Ahora podían marcharse. Llamó la atención del lochago, que se estaba
liberando fácilmente de los últimos adversarios, gracias también al coraje
de Cinegiro.
—¡Lochago! ¡Marchémonos antes de que sea demasiado tarde! —le
gritó.
El oficial le miró. Luego Eucles vio cómo movía la mirada hacia un punto
indefinido detrás de él.
—Creo que ya es demasiado tarde —dijo el oficial.
Eucles se dio la vuelta, y con él los demás. Sus ojos, que ya se habían
acostumbrado a la oscuridad, vieron el borde macizo de una embarcación
que llegaba por el agua, justo a su altura. Y vieron también unas sombras
en movimiento que se acercaban a la playa.
Muchas sombras.

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Andrea Frediani Maratón

Segunda posición. No estaría mal encontrarse entre los otros dos


combatientes, si el primero no fuera el más célebre hemerodromo de
Grecia. Eucles sigue mirando fijamente a Filípides y tiene la impresión de
que el amigo aumenta el ritmo con cada paso que da. Y sin ningún
esfuerzo aparente. Parece estar en una posición más avanzada respecto a
unos instantes antes. ¿O se trata sólo de una impresión?
Otras veces ha visto su espalda en una competición, sus ágiles piernas
atravesar el terreno delante de él, y ha envidiado el tributo del público,
preguntándose si un día conseguiría derrotarlo. Incluso pocos días antes,
en las panateneas que vieron el auspicioso triunfo de Calimaco en el
estadio, Eucles tuvo que agachar la cabeza ante la superioridad de
Filípides en el dolicos. Es más, tuvo que padecer la humillación de cruzar
su mirada burlona al menos cuatro veces antes de la llegada.
Había sido él, de hecho, quien había mantenido el paso hasta la décimo
octava vuelta. Juntos, a pocos pasos de distancia, habían dado la vuelta en
cada palo que marcaba el recorrido de un rectilíneo, y por lo tanto de un
estadio. Juntos habían vuelto siempre atrás, hacia el extremo opuesto,
hasta la línea de salida. Pero cuando esta última se apresuraba a
convertirse en la línea de llegada, Filípides de repente cambió el ritmo de
su propia carrera. Como si hubiera estado bromeando hasta entonces,
hasta aquel momento.
En el arco de dos estadios el hemerodromo se había distanciado, de él y
de los demás, y había llegado a recorrer un rectilíneo mientras Eucles
corría por el opuesto, en sentido inverso y sin esfuerzo. Luego el amigo
había disminuido el ritmo, como si quisiera comportarse educadamente
para no doblarlo. Pero no había renunciado a sonreír cada vez que se
cruzaban, divididos sólo por la cuerda extendida entre los dos palos
extremos y suspendida entre dos palos menores.
En compensación, Filípides no había podido evitar doblar a Tersipo, que
se había quedado al final del grupo, entre los competidores más lentos. Él
se lo había tomado a risa, bromeando sobre su poca prestación, pero
Eucles había tenido la sensación de que le había sentado mal. Tersipo era
ambicioso, terriblemente ambicioso, y consideraba que cada
acontecimiento público era una ocasión para dejarse conocer, dejar
circular su propio nombre y buscar apoyos para su futuro político. Eucles
sabía que se había entrenado mucho para compensar sus carencias en el
fondo pero, por lo que parecía, sus esfuerzos no habían tenido ningún

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Andrea Frediani Maratón

fruto. Bajo y robusto como era, Tersipo era mucho más eficaz en la carrera
corta, y de hecho en el stadion no había llegado muy distante de
Calimaco. Pero en el stadion el polemarco le había robado la escena.
Por eso no le teme demasiado, en esta circunstancia. Si el amigo
comenzaba de forma regular en el dolicos, Eucles da por descontado que
recorrer una distancia ocho veces superior, y encima después de una
batalla, lo doblegaría muy pronto. Pero a Filípides no se le puede ganar. Al
menos no sin algún imprevisto elemento unido al enfrentamiento que
acaba de finalizar.
Eucles espera que la manía por ser el primero que tiene su amigo, las
ganas de vencer la apuesta en juego, pero todavía más las ganas de
recibir el aplauso de la multitud, su innata vanidad, le hayan llevado a
arrojarse a la empresa incluso arrastrando algún dolor, algún golpe, algún
cansancio excesivo... Quizás está herido y no lo ha revelado a nadie ante
el miedo de sentirse fuera del desafío decisivo.
Filípides tiene una espinita clavada: no ha ganado nunca unas
Olimpiadas. Ha tenido la posibilidad de participar en dos ediciones hasta
ahora, pero ha tenido mala suerte. En la primera era demasiado joven e
inexperto para competir contra atletas con mucha más experiencia, y se
dejó sorprender en la final por dos competidores que le superaron en el
rectilíneo, al que había llegado a la cabeza. Se aprovecharon de su
excesiva seguridad en sí mismo, que le había llevado a no tener ya en
cuenta lo que ocurría detrás de él. Y había quedado en ridículo ante todos.
En la segunda edición llegó a las Olimpiadas como favorito, pero se hizo
un esguince en el entrenamiento, al terminar con la planta del pie contra
una piedra, y tuvo que decir adiós a sus sueños de gloria.
Sueños de gloria. Porque es sobre todo esto lo que ocupa los
pensamientos de Filípides. Nada le hace más feliz que el entusiasmo de la
gente hacia él. Es un hombre sencillo, a fin de cuentas. No quiere nada
más que ser considerado el mejor, no desea nada más que verse
perennemente rodeado por un grupo de chiquillos que le adoran, que se
disputan el honor de haberle sólo rozado. Le gusta coleccionar los trofeos,
las alabanzas y los comentarios llenos de aprecio, sentirse colmado de
honores y dejar que le entreguen premios. Eucles está casi seguro de que
Ismene representa para él una excusa, un pretexto para conseguir la
victoria más importante en la carrera más larga y en la empresa más
decisiva para la salvación de la patria. Un triunfo que podría ayudarle a
suavizar la frustración por no haber ganado nunca unas Olimpiadas.
Luego debería también renunciar a competir de nuevo en las
Olimpiadas. Cualquier vencedor de estos juegos debería compararse con
la sombra abultada de un atleta y de un guerrero que se había mostrado
capaz de muchas otras prestaciones.
Filípides es de verdad peligroso. Y no sólo porque es el mejor. Está
motivado lo mismo que él, si bien lo que le estimulan son otros objetivos,

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diferentes del amor. Quizás más fatuos, quizás menos. Habría posibilidad
de abrir un debate al respecto.
Si se presta atención a Tersipo, además, Filípides tiene un motivo más
para vencer, para llegar antes que ellos. Si el amigo tiene razón, el
hemerodromo es peligroso no sólo para ellos dos, sino también para toda
la ciudad.
Pero Eucles aleja una vez más este pensamiento. Tersipo tiene que
nutrir algún resentimiento hacia Filípides para hacer ciertos
razonamientos... Y él no quiere creérselo. Filípides ha soñado siempre con
la gloria en el deporte. El tributo de la multitud ha estado en la parte
superior de sus pensamientos desde que era pequeño.
Eucles regresa con la memoria al momento en el que lo conoció. Ambos
eran niños, si bien Filípides era tres años más mayor que él, y estaban
participando en la ceremonia de apertura de las panateneas. Les habían
colocado uno junto al otro en el desfile que precedía la actuación en honor
de Atenas. Como muchos otros niños y jovencitos que estaban con ellos,
transportaban ánforas llenas de aceite para ungir el cuerpo de los atletas,
y estaban en la cola del cortejo. A la cabeza de la larga columna precedida
por la sacerdotisa de Atenas, junto a cuatro jovencitas de noble familia
vestidas de blanco, sujetaban el peplo, la nueva túnica destinada a la
estatua de la diosa. Las jóvenes habían sido seleccionadas nueve meses
antes por el rey de los arcontes, que les había entregado un telar con el
que tejer la indumentaria para la estatua de Atenea Poliade, conservada
en el Ekatompedo en la Acrópolis. Ayudadas por la sacerdotisa y por un
grupo de mujeres más ancianas, las jovencitas habían realizado la túnica
decorándola con imágenes de las hazañas de la diosa. Las
representaciones cambiaban cada año y, en aquella circunstancia,
representaban su victoria contra Encelado y los gigantes.
Seguían otras mujeres que transportaban en la cabeza estolas
embutidas. Precedían los oficiantes de los sacrificios, quienes conducían
consigo a cientos de bueyes destinados a la hecatombe que habría
inaugurado la manifestación, y a varias decenas de ovejas para los
sacrificios menores. Detrás de la manada estaban los metecos, los
extranjeros residentes en Atenas, a quienes se les había encargado llevar
las bandejas llenas de manjares. Eucles encontraba casi cómico sus
continuas evoluciones para evitar los excrementos dejados por los
animales que les precedían y, mientras tanto, para conseguir tener en
equilibrio las bandejas y su contenido, peligrosamente oscilante junto a los
bordes inoportunamente llanos.
No menos divertidos eran los improvistos golpes en el movimiento de
las portadoras de agua que iban justo después, pero sobre todo los palos
de los arpistas y de los instrumentistas de aulos que las seguían. En los
años anteriores, cuando todavía no formaba parte del cortejo, Eucles
había pasado mucho tiempo como espectador, para seguir a los músicos y
para reírse de ellos cuando cometían errores, intentando avisarles de
broma cuando los veía en la misma trayectoria que un puñado

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Andrea Frediani Maratón

amontonado de heces. De vez en cuando, llegaba incluso a tirar piedras


apuntando contra las liras y los flautos, para que se equivocaran a
propósito.
Después de los músicos, como siempre, procedía una nave, un trirreme
de verdad, empujado por ruedas finas desde la zona del puerto de Falero.
Sin velas, pero con guirnaldas de flores y festones colgados del mástil, en
la proa y en la popa, a lo largo de los costados. Alrededor de la nave iban
docenas de jovencitas vestidas de blanco, que llevaban bajo el brazo o en
los hombros ánforas llenas de vino, frascos, platos y cuencos para las
libaciones, o braseros para el incienso.
Luego estaba el turno de las delegaciones de cada equipo participante.
Primero Atenas, con cada una de las trece tribus en sucesión. Luego las de
las colonias y de las ciudades aliadas. Y cada delegación estaba muy
nutrida: todos se sentían en el deber de participar en un acontecimiento
que les situaba, durante una jornada, en el centro de atención de toda
Grecia. Abrían la representación los heraldos, que llevaban amplios
carteles representando al héroe epónimo que daba el nombre a la tribu y
los nombres de los componentes de su equipo. Luego venían las
autoridades de la ciudad, los arcontes, los pritanos, los estrategas y los
tesoreros, con sus mejores ropas, todos ocupados en desfilar y recoger la
aprobación del público que, no siempre de forma digna, habían sido
llamados a representar.
Inmediatamente detrás aparecían los más ancianos, también estos con
un aspecto muy cuidado, pero por otros motivos. Después de la
ceremonia, de hecho, tendría lugar la primera competición, que les vería
precisamente como protagonistas. Era una competición de belleza y
premiarían al anciano más bello, más orgulloso y merecedor de
representar a la ciudad. Sus largas y cuidadas barbas canosas eran,
invariablemente, uno de los elementos que más sobresalían de todo el
cortejo. Con las ramas de olivo que por tradición llevaban en la mano,
alejaban a los jovencitos más audaces, capaces de acercarse a ellos sólo
para tirarles de la barba.
En realidad los jóvenes estaban más interesados en lo que seguía: los
apóbata, los competidores con la panoplia completa que iban junto a los
carros sobre los que deberían correr en el ágora al día siguiente. Estaban
acompañados por los caballeros, también estos equipados con todo.
Conscientes de ser el objeto de atención, estos últimos se concedían
espectaculares movimientos llevando sus propios caballos al galope o al
trote, y dando vueltas alrededor de su propia delegación.
Y justo delante de los jovencitos, entre los que se encontraban Eucles y
Filípides, desfilaban los vencedores de las pasadas ediciones de los
Juegos, tanto aquellos anuales, más modestos, como los cuatrienales, que
regalaban la inmortalidad. Iban desde los triunfadores más recientes, y
todavía en actividad como atletas, a los del pasado todavía vivos, entre los
que se encontraban algunos tan viejos y en malas condiciones que de
verdad necesitaban el apoyo y la ayuda de algún joven.

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Andrea Frediani Maratón

El cortejo, como siempre, había entrado en la ciudad a través de la


puerta Dífilo y había continuado cortando en dos el centro habitado a la
altura de la Acrópolis, pasando por el Cerámico. En este punto se había
unido parte de la ciudadanía, dividiéndose en grupos. Inmediatamente
después de haber salido del barrio de las vasijas, Eucles se sentía ya más
bien cansado por el peso de su ánfora., El joven que precedía su costado,
al contrario, no parecía sufrir en absoluto el cansancio.
—¡Uf! ¿Pero por qué se obstinan en que carguemos con estos pesos?
¡Somos sólo unos chiquillos! —se lamentó Eucles, para ver si alguien en la
alineación se ofrecería a ayudarle para soportar mejor el peso.
El joven lo miró no sin esconder su propio desprecio.
—¿Pero qué es lo que eres? ¿Una mujer? No, peor. Ante nosotros hay
docenas de ellas que llevan ánforas y se sienten hasta honradas por ello.
Eucles no se esperaba una reacción parecida. Se sintió más bien
humillado.
—Pero... las nuestras son más grandes y pesadas... Y además, tenemos
hasta que subir a la Acrópolis —tartamudeó, dándose cuenta de que
cuanto acababa de añadir no contribuía a ofrecer una imagen mejor de sí
mismo—. Ayer estuve mal —mintió—. Estuve todo el día vomitando y me
siento un poco débil. Pero he querido participar de todos modos en la
fiesta —agregó. Ahora se encontraba más satisfecho. Había hecho ver a
aquel exaltado que también él era un tipo que no daba un paso atrás—.
¿Cómo te llamas? —añadió para romper un poco la tensión.
—Mi nombre es Filípides —respondió el joven sin dejar de mirar hacia
delante y marchar con ritmo seguro y regular, como si se tratara de una
parada de guerreros—. Intenta memorizarlo. Lo sentirás pronunciar a
menudo dentro de unos años.
—¿De verdad? ¿Y por qué?
—¿Ves a estos viejos delante de nosotros? —dijo Filípides, indicando a
los vencedores de las pasadas ediciones—. Bien, un día formaré parte de
este grupo. Y también del de los triunfadores de las Olimpiadas, de los
Juegos Ístmicos y Délficos y Nemeos, y de las competiciones deportivas
más importantes de Helas.
Eucles no consiguió disimular una sonrisa.
—¿Ah sí? ¿Y en qué eres tan bueno que piensas superar a todos? —dijo
con un tono expresamente sarcástico. El joven no pareció enfadarse
mucho.
—Yo no me canso nunca. Y uno que no se cansa nunca puede ganar el
pentatlón, si se entrena en las diferentes especialidades, y dominar el
dolicos.
—¿Pero quién te crees que eres? ¿Un semidiós como Teseo? —dijo
Eucles, que seguía provocándolo pero sin desprecio. En el fondo le divertía

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Andrea Frediani Maratón

aquel jovencito tan seguro de sí mismo. Y sentía también un poco de


envidia: le hubiera gustado dar la misma impresión, o más.
—Bueno, admitirás que un hombre que no se cansa nunca ha tenido un
regalo especial de los dioses. Algo de divino en mí tiene que haber. Quizás
un poco de la sangre de Teseo, nuestro rey y fundador de las panateneas.
Quién sabe cuántos hijos ilegítimos tiene que haber dejado atrás. Yo
podría descender de uno de ellos...
Era conmovedora de verdad su convicción. Todo podía ser, por otro
lado. Pero Eucles no pretendía darse por vencido tan fácilmente.
—A decir verdad, yo sé que los Juegos se fundaron después, por el rey
Erecteo. ¿No te lo ha dicho nadie que después de vencer al gigante
Asterión levantó la estatua de Atenas e instauró los juegos?
—Eso es una fábula. No existen gigantes. Existen sólo hombres
extraordinarios, como Teseo, y yo seré uno de estos.
—Es fácil decirlo...
—Y también fácil hacerlo. ¿Quieres verlo? Hagamos una cosa. ¿Qué es lo
que más te importa? ¿De qué no te separarías nunca?
—No lo sé... quizás de la espada de mi abuelo...
El abuelo de Eucles había muerto antes del nacimiento del niño, y su
valor en la guerra había levantado una leyenda en la familia. Sus padres
conservaban celosamente su panoplia.
—Bien. Mi padre, en cambio, posee un raspador que perteneció a Milón.
A Eucles le brillaron los ojos. Se trataba del instrumento usado por los
atletas para extenderse el aceite, y había pertenecido al luchador que
había vencido en numerosas ocasiones las Olimpiadas, era una reliquia de
notable valor. Pero no entendía dónde quería ir a parar su nuevo amigo.
—Apostemos entonces —siguió Filípides—. Y te dejo a ti la decisión.
¿Quieres probar si puedes ganarte mi raspador? Bien, establece tú
cuántas vueltas, con mi ánfora a cuestas, tengo que dar alrededor de
nuestra delegación antes de detenerme una sola vez.
Eucles soltó una carcajada.
—Pero así es demasiado sencillo. Me parece que te voy a robar tu
precioso raspador.
Pero Filípides estaba serio.
—Te he dicho que me digas un número. Y sabes bien que no me puedo
embrollar. Puedes controlarme desde aquí en todo momento.
Era verdad. Eucles conseguía ver al heraldo, o lo que es lo mismo, la
cabeza de la delegación, mientras él estaba en la cola. Decidió contentar a
Filípides. Si quería privarse de una carrera tan importante... Valoró más o
menos la distancia que debería realizar el joven e intentó medirla por sí
mismo. Decidió que toda la vuelta a la delegación valía cuanto menos

~53~
Andrea Frediani Maratón

cuatro estadios, y consideró que no podría resistir más de una vuelta y


media con el ánfora sobre los hombros.
—Cuatro vueltas me parecen una medida honesta —dijo al final,
sintiéndose un sinvergüenza.
Filípides no protestó y se marchó inmediatamente, siempre con el
ánfora bajo el brazo.
Al día siguiente, a Eucles le tocó sustraer de escondidas la espada del
abuelo del aparador en el que la tenían guardada sus padres.
Ese era, muchos años después, el tipo de hombre contra el que estaba
compitiendo. Quizás era de verdad un semidiós, como sostenía desde que
era niño. Lo había admirado durante mucho tiempo, hasta pocas horas
antes. Incluso cuando había sido batido en las carreras oficiales, incluso
cuando lo había visto rodeado de admiradores y admiradoras que ni
siquiera prestaban atención a la presencia de los derrotados. Incluso
cuando paseaban por la calle juntos y la gente saludaba solo a su amigo y
nunca a él. Incluso cuando se había dado cuenta de que también Filípides
veía a Ismene y que, por lo que parecía, con más éxito que él.
Y, sin embargo, ahora le odia. Por primera vez ver su espalda le
molesta, le irrita. Le gustaría muchísimo que le ocurriera algo.

Por lo que parecía, su apuesta estaba destinada a concluir incluso antes


de finalizar. Los persas no habían llegado por la retaguardia, como se
esperaban los griegos, sino por el mar, por su costado derecho. Y todos los
componentes del comando se dieron inmediatamente cuenta de lo que
aquello significaba. Corrían el riesgo de verse apartados del camino de la
retirada.
El enemigo no estaba ya detrás de ellos, sino a un lado. ¿Cómo lograrían
los arqueros ocultar su fuga, incluso admitiendo que consiguieran superar
el obstáculo representado por el contingente desembarcado?
En ese punto, la competición de los tres fue algo superfluo. Ya no
contaba frente a la necesidad de salvar la vida en condiciones
desesperadas. Eucles intentó descifrar la entidad de la columna que
llegaba: no parecían muchos, pero eran siempre más que ellos. Y sobre
todo, podían unir sus fuerzas con los supervivientes de la alineación en
avanzadilla, cuyas expresiones, primero de miedo y resignación, dejaban
transpirar ahora confianza y una nueva determinación.
De todos modos, Eucles vio a los dos amigos unirse a sus propios
prisioneros. No pretendían abandonarlos, por lo que él no se quedaría
atrás, ahora. El lochago intentó reunir a todo el comando, pero la
presencia de los prisioneros y la renovada presión de los adversarios
supervivientes generó una gran confusión. Además, las sombras de los

~54~
Andrea Frediani Maratón

refuerzos persas estaban cada vez más cerca y parecía claro que habrían
interceptado su regreso.
Algún eretrio se dio cuenta de la situación. La desilusión le llevó al
desánimo. Alguien, que había disfrutado poco antes con la intervención
ateniense, se arrojó al suelo en una crisis histérica. También dos de los
prisioneros de Eucles. El hoplita se sintió invadido por el pánico.
Instintivamente se arrojó sobre los dos e intentó levantarlos, pero luego
entendió que de aquella forma se entregaría a los persas y dejó tal
esfuerzo.
Tersipo, por su parte, tenía también a dos prisioneros persas entre los
suyos y no pudo evitar que escaparan. Cinegiro intentó seguirles, pero
logró sólo alcanzar a uno, con el que se divirtió ensartándolo, levantándolo
del suelo durante unos instantes.
Filípides, en cambio, parecía extrañamente frío. Luego, de repente, se
movió hacia una de las antorchas colocadas en un trípode, la agarró y
corrió hacia los refuerzos persas. Durante unos instantes, con su amplia y
elegante andadura, el busto recto, parecía el portador de la antorcha
olímpica. Eucles estaba a punto de gritarle que se detuviera, cuando vio a
Cinegiro imitar a su amigo. En ese punto, también el lochago agarró una
antorcha y fue en la misma dirección.
Eucles se maldijo por su propia estupidez cuando vio a Filípides
detenerse y prender fuego al hinojo salvaje. En breve los otros dos le
imitaron, dejando que se levantara una cortina de humo entre ellos y el
lado del mar. Sólo entonces otros hoplitas se precipitaron sobre las
antorchas que quedaban, y Eucles se apresuró a hacer lo mismo. Pero
mientras tanto, los persas de los alrededores habían entendido su
intención y hubo quien intentó impedirlo, acercándose antes que los
demás a las fuentes de luz.
Eucles, que se había movido con cierto retraso, llegó junto a un trípode
un instante después que un persa. Este agarró la antorcha y se dio
inmediatamente la vuelta, pero el griego no se dio por vencido e intentó
seguirle, confiando en sus virtudes como corredor. Acortó rápidamente la
desventaja, se arrojó sobre él agarrándolo por la cintura, y juntos cayeron
al suelo. El persa terminó justo encima de la antorcha, y sus ropas
enseguida se incendiaron junto con la vegetación. Eucles se apresuró a
soltarse. Luego lo observó durante unos instantes para levantarse y correr
hacia los suyos en busca de ayuda, mientras el fuego envolvía
rápidamente el cuerpo del contrincante.
El hoplita se apresuró a conquistar su propia posición, donde se
encontraban sus siete prisioneros. Mientras tanto, también otro griego
había prendido fuego a un soldado enemigo que, sin embargo, se había
arrojado sobre un grupo de eretrios que se encontraban entre él y un
montón de tierra contra la que pretendían apagar las llamas. Era el grupo
de Filípides.

~55~
Andrea Frediani Maratón

El fuego agredió también las túnicas de un par de prisioneros. Uno de


los dos se arrojó en un foso, esperando salvarse dando vueltas en el
fango. El otro se arrojó sobre un puñado de tierra pero los otros, asustados
por las llamas, se separaron. Eucles recordó que Filípides había obtenido
aquellos prisioneros con un poco de suerte, penalizándolo en cierta
manera a él. Ahora los dioses estaban castigándolo invirtiendo su suerte.
El hemerodromo retrocedió para alcanzarles, pero no consiguió
recuperarlos a todos. Eucles tuvo la impresión de que uno había terminado
en el grupo de Tersipo. Mientras, el lochago daba órdenes de comenzar la
fuga, a pesar de que Cinegiro se divertía siguiendo y asustando a los
persas que estaban más cerca. Éstos últimos intentaban, sin demasiados
resultados, estar cerca de los griegos para detenerles hasta que los
conmilitones de refuerzo no encontraran el modo de superar la barrera de
fuego que iba extendiéndose con gran rapidez.
Al menos dos tercios de los hoplitas llevaban consigo a eretrios, pero
nadie tenía un grupo tan numeroso como ellos tres. Eucles intentó contar
los de sus contrincantes, pero con los nervios no pudo estar seguro del
número exacto. Además, por la cortina de humo del lado marítimo
comenzaron a verse los primeros persas. El hoplita no se asombró.
Anteriormente había visto a los oficiales frustrar a los subalternos para
inducirles a asumir riesgos, y no tenía dudas de que los soldados habían
sido obligados por los superiores a arrojarse entre las llamas.
De todos modos, habían consentido a los griegos que estaban
escapando que lograran obtener cierta ventaja. Ahora se trataba sólo de
acercarse hasta las líneas griegas y esperar a que el tiro de los arqueros
que estaban detrás, cubriendo sus espaldas, frenara la persecución de los
persas. Después de todo, pensó aliviado Eucles, el incendio que se estaba
desarrollando detrás de ellos y en un lateral iluminaba la llanura, si no de
forma completa, al menos de forma suficiente para consentir a los
tiradores tomar correctamente la mira.
Parecían estar a punto de lograrlo. Pero para él no era suficiente. Había
un desafío pendiente y tenía que estar seguro de si lo había ganado antes
de regresar a las líneas amigas. Intentó una vez más contar a los
prisioneros de sus amigos. A primera vista le pareció tener menos, al
menos en comparación con Tersipo. Observó mejor. Sí, Tersipo tenía ocho
y Filípides cinco. Él, seis. Pero aquel que había apagado las llamas
arrojándose en la losa corría peligrosamente.
Se sintió perdido. Al menos hasta que vio que numerosos persas se
estaban acercando. Y los arqueros de las líneas griegas no habían
comenzado todavía a tirar.
La situación, por lo tanto, podía cambiar de nuevo.
El primero en ser alcanzado fue el lochago. Se había quedado atrás,
como era justo que un oficial hiciera en el momento de retroceder. Un
persa le había tirado una lanza alcanzándolo por detrás. Eucles veía bien a
los enemigos que les perseguían. El fuego, que ya envolvía la llanura por

~56~
Andrea Frediani Maratón

un lado, les otorgaba una luz siniestra, cubriéndolos con un tono espectral
que daba miedo. Temió inmediatamente por los prisioneros, quienes, de
hecho, quedaron sobrecogidos por el pánico. Luego temió también por él.
Al menos comenzó a tenerlo después de darse cuenta de que algunos
enemigos seguían acercándose sin importarles las chispas que prendían
en sus pantalones.
Todo contribuía a que parecieran demonios animados por la exaltación
más alocada. Eucles sintió un escalofrío por toda la espalda: si eran
capaces de realizar su deber a pesar del fuego en las ropas, serían de
verdad huesos duros de roer, tanto ahora como en la siguiente batalla.
Ahora que el lochago se encontraba fuera de combate, cada uno se
ocupaba de sí mismo. Aquella acción, nacida sin coordinación alguna,
estaba destinada a concluirse con una serie de fugas individuales.
Entonces, cada uno tenía que pensar en sí mismo. Pero Eucles no podía
evitar estar pendiente también de lo que les ocurría a sus amigos. Tersipo
era el que tenía más prisioneros, y por ello se encontraba también entre
los más lentos. Quién había matado al lochago se acercó a él, prefiriendo
arrojarse contra los eretrios desarmados que contra el hoplita. Tersipo
perdió dos, antes de lograr asestar un golpe mortal al enemigo.
Eucles se dio cuenta de que uno de los suyos había caído herido. Estos
imbéciles, pensó, están tan asustados que corren mirando a las nubes sin
ver dónde ponen los pies. Los demás, encima, se encontraban tan
asustados que no se atrevieron a ayudarle. Cada uno seguía
amontonándose alrededor del hoplita, viendo en Eucles su única
esperanza de salvación.
Le tocó a él volver atrás para levantar al accidentado. Ahora que Tersipo
se había visto obligado a renunciar a parte de sus prisioneros, él no tenía
ninguna intención de perder a Ismene por culpa de un imbécil. Pero
cuando intentó levantar al eretrio, éste demostró que no estaba
capacitado para apoyar un pie en el suelo. Quedaba poco por hacer.
Eucles lo dejó allí y se llevó a los otros, a pesar de las quejas del herido.
Pocos instantes después aquellos lamentos se transformaron en un grito
aterrador. El hoplita se dio la vuelta y vio a un persa extraer la espada del
cuerpo del prisionero que había abandonado.
Se dijo que no habría podido hacer otra cosa y reaccionó ante las
miradas acusatorias de los eretrios gritando:
—¿Qué queríais que hiciese? ¿Qué me lo llevara sobre los hombros para
que nos matasen a todos?
Nadie se atrevió a abrir la boca, al menos hasta que aquel persa no les
alcanzó. Eucles se dio cuenta sólo por el grito que el último de la fila había
lanzado en el momento de sentirse atravesado por la espalda. El hoplita
tuvo que detenerse para combatir de nuevo. Una mirada fugaz a su
alrededor le hizo entender que no era el único de los atenienses en tener
que paralizar el ataque de los perseguidores más cercanos. Invocó la
ayuda de los prisioneros, al menos para confundir al adversario, pero

~57~
Andrea Frediani Maratón

aquellos no se movieron. Combatió de forma desordenada, casi histérica,


moviendo los brazos en aspas y gritando como un obseso, con la
esperanza de asustar al persa e inducirlo a que diera marcha atrás. Estaba
seguro de encontrarse ya a breve distancia del alcance máximo de las
flechas de los arqueros detrás de las líneas.
Pero aquel no daba un paso atrás. Es más, insistía. Encima, estaban
llegando otros. Con el rabillo del ojo, Eucles vio a un hoplita acercarse para
darle una mano. Advirtió un golpe en un costado, cerca de él, pero tenía
ya bastante con su enemigo. Intentó desestabilizarle golpeando en
dirección del escudo, pero el persa era un tipo bien plantado, con una
estatura baja y un físico compacto, y no resultaba fácil hacerle perder el
equilibrio.
Consiguió sin embargo herirlo en el hombro izquierdo, abriéndole una
brecha que obligó al adversario a liberarse del escudo, demasiado pesado
para aguantar con un brazo herido. Eucles no dudó en aprovechar aquel
momento. En vez de atacar inmediatamente, movió una vez más los
brazos en aspa para que retrocediera y se arrojó sobre el escudo,
poniéndoselo. Ahora se sentía más seguro, y avanzó exponiendo el
costado protegido. El otro, en cambio, ya no actuaba con tanta decisión y
daba pasos atrás, uno tras otro, hasta que terminó por darse la vuelta y
salir corriendo.
Eucles exhaló un suspiro y miró a su alrededor. Una sola mirada le fue
suficiente para entender que, junto a él, había ocurrido de todo. En el
suelo yacían dos persas muertos, un hoplita y... dos eretrios. Dos de sus
eretrios.
No pudo reprimir un gesto de asco y miró más allá. Ya se encontraba
lejos del fuego y la oscuridad había vuelto a ser de nuevo penetrable. Le
pareció ver todavía algún enfrentamiento. De hecho los atenienses
retrocedían combatiendo, si bien no en todos los sectores. Con la mala
suerte que había tenido, pensó, Tersipo y Filípides estarían terminando
seguramente en una zona donde los persas no habían llegado, y habrían
podido echar marcha atrás con sus prisioneros sanos y salvos.
Luego vio otras siluetas correr a su alrededor por la parte de la que
provenían los perseguidores. Otros persas que no se daban por vencidos.
Comenzó a correr con los tres prisioneros que le quedaban. Llegó a
empujarles, a incitarles, a insultarles incluso para que mantuvieran su
paso.
—¡Vamos, idiotas! ¡Yo tengo el escudo y sin embargo corro más rápido
que vosotros! ¡Moveos! ¿Queréis morir como vuestros amigos? —gritaba.
Pero luego se interrumpió. Percibió un silbido encima de su cabeza. Y
luego otro.
Los arqueros habían comenzado a tirar. Se encontraba a menos de un
estadio de las líneas atenienses. Pero justo en ese momento uno de los
prisioneros se detuvo y se agachó sobre las rodillas, jadeando.

~58~
Andrea Frediani Maratón

—¿Qué haces? ¿Te vas a parar ahora? ¡Pero si estamos delante de los
nuestros! —le gritó.
—No... no puedo más... —susurró aquel, tosiendo en cada palabra.
Eucles golpeó la espada contra el escudo por la cólera y fue hacia atrás.
Fue cuestión de un instante. Un nuevo silbido, entre otros muchos, y su
interlocutor se desplomó al suelo.
Una flecha le cruzaba la base del cuello.
Eucles se quedó un instante inmóvil, como paralizado. Luego se dio
cuenta de que no podía quedarse allí. La lluvia de flechas se hacía cada
vez más intensa y, si contribuía a bloquear el camino a los perseguidores,
corría el riesgo también de que le cayeran sobre él y sobre lo que le
quedaba de su botín.
Gran parte de los persas se había detenido, pero alguien intentaba
proceder aisladamente. Los dardos no se ahorraron a ninguno de entre los
más avanzados que, en la mejor de las hipótesis, se daban la vuelta con
una flecha clavada en alguna parte del cuerpo. Su suerte terminó por
desanimar a los otros, y Eucles conservó el escudo para sujetarlo encima
de la cabeza hasta que juzgó encontrarse demasiado cerca de las líneas
para verse alcanzado por algún tiro flojo. Luego lo arrojó y arrastró con
fuerza a sus dos eretrios que sobrevivían más allá de la entrada al valle.
En cuanto entró, recibió las felicitaciones y las palmadas sobre los
hombros de numerosos compañeros. Pero sus ojos buscaban únicamente
a Filípides y a Tersipo. En cambio, vio inmediatamente a Cinegiro. Lo había
logrado, pero estaba cubierto de sangre. Sangre enemiga, a juzgar por la
enorme vitalidad que demostraba y por su ímpetu por contar cómo había
ido todo. A Esquilo, sobre todo, que había corrido hasta la entrada para
tener noticias del hermano.
Asintió distraídamente a los comentarios positivos de sus compañeros,
cogió de la mano a sus dos presas, que se lamentaban porque querían
descansar, y se fue en busca de los otros dos desafiantes. No necesitó
realizar mucho camino. Estaban allí, a pocos pasos, al otro lado del
conglomerado de guerreros, y discutían animadamente. Contó cuántos
estaban a su alrededor. Detrás de Filípides había sólo dos eretrios. Detrás
de Tersipo, lo mismo.

~59~
Andrea Frediani Maratón

VI

Tersipo parece arrancar, piensa Eucles después de haberse dado la


vuelta para observar al rival. Bueno, era previsible. No está hecho para las
carreras de fondo. Está hecho para las estrategias de largo alcance, pero
no para correr mucho tiempo.
El recorrido es cada vez más complicado, difícil, tortuoso. Los tres están
uno detrás del otro, con Tersipo en la cola. Pero éste se mantiene siempre
cerca. Como por otro lado Eucles, que no tiene ninguna intención en dejar
escapar a Filípides, si bien se ve obligado a observar siempre sus
hombros. Pero estamos justo al comienzo de la competición y Eucles
espera que las distancias entre los tres se acentúen con el paso del
tiempo. Y sigue pensando que los esfuerzos de las últimas horas, el
recorrido largo y difícil, provoquen un desmoronamiento imprevisto en
alguno. Y espera no ser él la víctima.
La verdad, quien debería dispone de menor autonomía es precisamente
Tersipo. Es más, Eucles se pregunta cómo el amigo ha decidido someterse
a este último esfuerzo aún sabiendo que no puede competir contra él, y
mucho menos contra Filípides. Sus ocasiones las ha tenido anteriormente,
y ha fallado. Tiene que importarle mucho el patrimonio de Ismene. El
patrimonio, no seguramente Ismene, de esto Eucles está convencido.
Su táctica es clara. Tersipo procede con su propio ritmo, más lento que
el resto, esperando que sus dos compañeros comiencen a ceder en sus
posiciones. Sabe que la batalla en la que acaban de participar puede dar
resultados imprevistos a la carrera. Ha hecho siempre bien sus cálculos, y
no arriesgaría nada si no pensara que tiene una mínima posibilidad para
lograr el objetivo. Es un hombre demasiado determinado y calculador para
ir a lo loco y malgastar energías en una empresa sin esperanzas. A menos
que sus temores sobre Filípides le haya llevado a marcarle de cerca, al
menos hasta que su condición física se lo consienta.
Y pensar que eran amigos, incluso más íntimos de cuanto Eucles
hubiese logrado tanto con uno como con el otro. Se había establecido
inmediatamente una sintonía entre ellos, aunque había sido Eucles quien
les había presentado. Por el contrario, Eucles había tardado mucho en
digerir el carácter conflictivo de Tersipo. Lo había conocido mucho más
tarde que el hemerodromo, durante el bienio de la efebía, inmediatamente
después de haber cumplido los dieciocho años. Y al principio no le había
causado una buena impresión.

~60~
Andrea Frediani Maratón

Eucles recuerda la primea ocasión en la que conoció a Tersipo. Fue justo


el primer día de su efebía. Le habían llevado, junto a muchos otros jóvenes
de su edad pertenecientes a su tribu, al templo de Aglauro, donde debería
prestar el juramento ritual. Se sentía emocionado e importante. Estaba
entrando en la edad adulta, se preparaba para convertirse en un guerrero
y en un atleta y, como todos los jóvenes allí presentes, deseaba un día
poder dar lustre a la ciudad con su obra militar y deportiva.
Observaba a los demás, aquellos que se convertirían en sus
inseparables compañeros en los dos próximos años, intentando descubrir
algún rostro conocido, alguien con quien le uniera si no una amistad, sí un
conocimiento consolidado. Una tribu estaba formada por tritias y demos
no territorialmente contiguos. Por lo tanto, muchos jóvenes no pertenecían
a los círculos de sus relaciones habituales.
Analizaba a los veteranos alineados cerca del altar, a los expertos
guerreros que serían asignados a cada uno de ellos para guiarles y para
educarles en todo el periodo de su formación. Estaban en panoplia
completa, como la solemnidad de la circunstancia pedía, las armas lúcidas
y bien cuidadas, el casco bajo el brazo, el escudo apoyado en el suelo con
la lanza plantada en tierra por la punta, y observando a los reclutas con
una evidente expresión de lástima, incluso de desprecio, riéndose e
intercambiando miradas elocuentes entre ellos.
Eucles se preguntaba quién de aquellos valientes sería su «amante», tal
y como eran llamados los instructores personales de los efebos. No había
sentido antes atracción alguna por el cuerpo masculino, y deseaba no
topar con alguien que pretendiera favores del tipo que él no estaba
dispuesto a ofrecer. Filípides, que había terminado el efebato el año
anterior, le había confesado que había padecido desde los primeros días
las molestias de su amante y que había terminado por ceder.
Posteriormente no lo había considerado tan malo, si bien seguía opinando
que se sentía más placer con las mujeres, y al terminar el bienio de
aprendizaje había vuelto a transcurrir la intimidad sólo con el otro sexo.
Eucles, al contrario, estaba muy convencido en rechazar cualquier
acercamiento y evitaba cruzar la mirada directa de alguno de los
guerreros, para evitar darles la idea de que estaba disponible.
El magistrado presente en el templo llamó la atención de los jóvenes y
anunció que había llegado el momento del juramento. De uno en uno, los
efebos fueron llamados ante el altar e invitados a jurar, según la fórmula
que tenían que saber de memoria. Eucles se quedó asombrado por la
seguridad y la convicción con la que pronunció las solemnes palabras el
joven que le precedía, un tipo bajo y fuerte, con un aire serio y riguroso,
que no lograba imaginar capaz de sonreír.
—Yo no deshonraré estas sagradas armas, ni dejaré al hombre situado
junto a mí en la línea. Yo defenderé los lugares sagrados y aquellos
seculares y no entregaré la madre patria más pequeña, pero más grande y
poderosa que sea posible, y escucharé a aquellos que están en el poder y
respetaré las leyes emanadas y las que serán emanadas en el futuro, y si

~61~
Andrea Frediani Maratón

alguien las intentara abolir se lo impediría en lo que me fuese posible, y


honraré los cultos ancestrales. Que sean testigos los dioses Aglauro,
Hestia, Enio, Enialo, Ares y Atenea Areia, Zeus, Talo Auxo, Hegémone,
Heracles, las fronteras de la madre patria y su grano, el orzo, los viñedos,
los olivos y las higueras.
El joven había estado impecable. Antes de que volviera atrás, el
magistrado había llamado a un guerrero y se lo había puesto a su lado,
marcando la institución de la pareja de la que nacería un nuevo hoplita.
Inmediatamente después le tocó a él. Eucles estaba emocionado, y se
confundió al menos dos veces, comiéndose alguna palabra y dudando
durante la enumeración de los dioses. Se avergonzó de sí mismo y,
cuando el magistrado le asignó su amante, no tuvo casi el coraje de
mirarlo a la cara, convencido de que se habría formado ya una pésima
opinión de él.
—Si uno no pronuncia con convicción el juramento, me parece que será
difícil que pueda también respetar los empeños que éste presupone con
los dioses, con la patria y con los conmilitones... —comentó con desprecio,
pasándole cerca, el compañero que le había precedido.
Eucles tardó un poco en darse cuenta de sus palabras. No se esperaba
que, en aquel momento solemne, alguien tuviera ganas de entablar una
discusión.
—Bueno, puede ocurrirle a cualquiera emocionarse —consiguió decir—.
En cuanto a hacer el deber propio, es otra cosa bien distinta y te lo
demostraré en la primera ocasión.
Ahí estaba, ahora se había metido en otro problema. Si fracasaba se
quedaría marcado para siempre.
Le llegó una fuerte palmada en el hombro.
—¡Muy bien! ¡Así se habla! Con mi ayuda ya verás, ¡lograremos que se
coman el polvo en la primera competición! —le animó su futuro instructor,
dirigiéndole una franca y abierta sonrisa.
—Si esto ocurre, seré el primero en felicitarte —dijo el joven—. Querrá
decir que en el futuro, cuando estemos en guerra, sabré que podré contar
con un conmilitón a mi lado que no tiene miedo y que está dispuesto a
morir para ayudar a los compañeros y a la patria.
Hablaba como si declamara delante de un auditorio y, en efecto, Eucles
se dio cuenta de que anteriormente aquel joven no le había sonreído, sino
sólo culpabilizado. Tenía que ser un tipo que se tomaba todo en serio, y no
podía haberle tomado el pelo porque parecía que no poseía ningún sentido
del humor. Le pareció, de todos modos, un individuo que poseía una fuerte
personalidad y un carisma que le permitía ejercitar una fuerte superioridad
sobre los otros. Urgía ganarse su estima, y el único modo en el que podría
hacerlo era manteniendo su empeño, o lo que es lo mismo, superándolo
en alguna competición.

~62~
Andrea Frediani Maratón

—No temáis joven —añadió su mentor dirigiéndose al chico—. Del


adiestramiento de Epizelo no ha salido nunca un cobarde, ni un incapaz.
Estoy seguro que nuestro Eucles estará a la altura de quien le ha
precedido. Es más, ¡será incluso mejor!
Aquella fue también la primera vez que Eucles encontró a Epizelo. Y lo
encontró inmediatamente simpático. Una impresión por otro lado
confirmada a la semana siguiente. Epizelo era un instructor inflexible, pero
jamás injusto. Como preveía la praxis del efebato, el adiestramiento de las
armas no se contemplaba durante el primer año, dedicado exclusivamente
al entrenamiento físico para hacer de los efebos unos atletas capaces de
competir en todas las disciplinas y de afrontar cualquier esfuerzo físico. El
entrenador de Eucles estaba entre los más presentes y constantes a la
hora de seguir al alumno en sus ejercicios, y tenía siempre alguna
anécdota que contar en sus pasadas empresas bélicas y deportivas.
Mostraba un gran conocimiento de la historia de las panaceas, citando de
memoria todo el albo de oro, disciplina por disciplina. Ni Eucles ni los otros
alumnos habían conseguido jamás pillarle en un error, y el joven se sentía
orgulloso de ostentar la competencia del propio maestro con cualquiera
que lo pusiera en duda.
Aquellos fueron los primeros desafíos que había ganado, pero sabía que,
con el paso del tiempo, se tendría que exponer en primera persona. Los
gimnasios del Pireo se habían convertido en su casa, el patio interior
delimitado por largas hileras de columnas, su campo de entrenamiento
durante gran parte del día, y los alojamientos en las alas su resguardo
nocturno. Epizelo no había intentado nunca ningún contacto cercano, y
Eucles estuvo agradecido a los dioses, sobre todo en los primeros tiempos.
De hecho, se encontraba tan cansado que no se habría encontrado en
condiciones de oponer mucha resistencia.
Como todos allí adentro, Eucles soñaba con convertirse en el mejor, y se
empeñaba duramente para lograrlo. Pero veía que también los demás
trabajaban mucho y las cuentas se harían sólo en la primera competición.
El espíritu competitivo era mucho más alto entre los efebos, y cada uno lo
hacía lo mejor que podía para prepararse a ser un digno representante de
la ciudad más poderosa de Helas. Mientras tanto el joven intentaba
descubrir, con la ayuda de Epizelo, en qué podía destacar, cuál era la
disciplina en la que podía tener la posibilidad de ganar una corona de
ramas de olivo en alguna competición importante.
El día no parecía jamás el adecuado para permitir a Eucles entrenarse
en todas las especialidades. A diferencia de muchos otros compañeros
suyos, Epizelo era uno que estaba convencido del ejercicio constante y
diario en cada disciplina. Así, mientras otros efebos afrontaban en rotación
carreras de fondo y velocidad, lanzamientos y saltos, lucha y pancracio, él
hacía de todo cada día, y si le faltaban adversarios era su mismo
instructor quien se prestaba. Epizelo pensaba que la costumbre era el
ejercicio mejor, haciendo gestos naturales, esfuerzos y automatismos de
los que, de forma contraria, habría necesitado tiempo para recuperarse.

~63~
Andrea Frediani Maratón

En unas semanas, cuando sus músculos se relajaron, Eucles se


acostumbró a considerar cualquier disciplina a la par de las otras, sin
considerarla ni más difícil ni más complicada. Se empleaba con ganas en
cualquier ejercicio, sin temerlo, mientras los otros, que se concentraban
en las disciplinas que más les divertían, se lamentaban y fatigaban cuando
llegaba el momento de afrontar las otras. Pero se dio cuenta también de
que un adiestramiento parecido retrasaría la toma de conciencia sobre sus
verdaderas actitudes. Mientras los otros se iban dirigiendo hacia las
especialidades que les eran más favorables, él tenía todavía que entender
si era más poderoso o más ágil, más llevado a la resistencia o al esfuerzo
breve. Y sobre todo, si habría algo de verdad con lo que se divertiría.
Su ejemplo de comparación era Tersipo, el joven que le había provocado
el día del juramento. El joven mostraba una especial propensión hacia la
velocidad, y su instructor prestaba atención a sus dotes, quitando el
tiempo y el espacio de los entrenamientos en las otras disciplinas para
permitirle concentrarse en la velocidad. Eucles daba por descontado ya no
poder competir contra él en el stadion, pero precisamente por eso
aspiraba a tomarse la revancha en otras especialidades.
Comenzó a lamentarse con Epizelo. Pero su instructor no escuchaba
razones.
—Tu revancha te la tomarás al final del efebato, en las pruebas finales.
Tú sabrás hacer de todo bien, los otros serán más buenos en una o dos
disciplinas, pero mediocres en el resto —le decía.
—¡Pero mejor no es suficiente! —protestaba Eucles—. Sólo se recuerdan
los vencedores, no aquellos que se pasean. Y luego tengo que hacer que
Tersipo se trague lo que me dijo, ¿no recuerdas? El riesgo es que sea yo el
que me convierta en un mediocre y no los otros.
—Estás invirtiendo en ti mismo, joven. Él estado está invirtiendo en ti. Y
las inversiones más sabias son aquellas de largo alcance. Un ciudadano
que sepa salir airoso en cada situación es un ciudadano más útil que
aquellos que sobresalen en algo pero son totalmente incapaces en el
resto. Te especializarás cuando seas suficientemente bueno en todo.
Entonces tendrás los medios, los instrumentos y la conciencia para elegir
con más raciocinio y clarividencia. Y si pierdes las primeras competiciones,
paciencia. Las cuentas se harán al final.
Eucles no conseguía compartir todo lo que su instructor le decía, pero
las primeras competiciones en el gymnasion se acercaban y no podía
tolerar verse derrotado por aquel joven. Con el transcurrir de las semanas
había tenido la confirmación de que Tersipo era un individuo capaz de
llamar la atención de la gente, y por tanto temía que al no conseguir su
estima se quedase fuera de la consideración del grupo. Por eso por la
noche, no satisfecho con los entrenamientos diurnos, volvía a correr,
intentando desarrollar la propia resistencia en el esfuerzo prolongado, que
le parecía el talón de Aquiles de Tersipo.

~64~
Andrea Frediani Maratón

Epizelo de vez en cuando iba a observarlo mientras corría en el patio, y


movía la cabeza sin decir nada. Siempre y cuando no usurpara tiempo a
los entrenamientos que le prescribía, no podía seguramente prohibírselo.
Pero estaba claro que lo desaprobaba, y ante el mínimo gesto de lasitud o
cansancio al día siguiente, se ponía demasiado rígido y no le ahorraba a su
alumno ningún esfuerzo.
Mientras tanto, Eucles mantenía las distancias con el joven, como
también con los otros. Era un comportamiento difundido entre los efebos
en los primeros tiempos. Todos tendían a pasar más tiempo con su propio
instructor que con los compañeros. El deseo difundido de ser el primero y
la falta de equilibrio de un joven frente a las primeras pruebas verdaderas
de la vida, llevaban a cada efebo a ver a los otros como competidores,
como rivales de los que desconfiar, le había explicado Epizelo. Sólo
después de las primeras competiciones, una vez marcadas las jerarquías,
se establecerían y consolidarían las amistades, y se crearía aquel espíritu
de grupo que había constituido la base del éxito de Atenas en las
campañas militares, pero también en las competiciones deportivas fuera
de Ática.
Cuando llegó el momento de las competiciones públicas, Eucles había
focalizado todo en el dolicos. Se corría con una antorcha en la mano, que
constituía el testimonio que los competidores se pasaban durante el
relevo. Como estaba previsto, en el resto de las competiciones no había
brillado. Al finalizar cada prueba en la que había sido eliminado antes de la
final, había tenido que escuchar el discursillo tranquilizador de Epizelo y la
mirada burlona de Tersipo, quien, por otra parte, no había conseguido
resultados mucho mejores que él y, por lo tanto, al menos por ese motivo
se ahorraba cualquier comentario. Pero Eucles estaba convencido de que
el otro efebo se había concentrado en el stadion, y si lograba brillar su
humillación habría sido de verdad completa.
Para colmo de la mala suerte, el stadion le tocó precisamente durante
las pruebas de batería de Tersipo. Epizelo le sugirió que no malgastara
energías que podría emplear mucho mejor en las pruebas más largas,
pero Eucles quiso jugársela. Sus padres habían venido a ver las pruebas y
él, hasta aquel momento, no les había dado grandes satisfacciones. No
haría que se avergonzaran de su hijo llegando el último o, todavía peor,
renunciando a la carrera. Intentaría con todas sus fuerzas calificarse para
la siguiente ronda.
El gymnasion del Pireo en el que corrían los efebos no era otra cosa que
una vasta arena con unas gradas de madera a su alrededor, sin
mecanismos de salida o de señalización de las áreas donde se
desarrollaban las competiciones de alto nivel. Las pruebas generalmente
estaban subvencionadas por los gimnasiarcos, ciudadanos adinerados que
se ponían de acuerdo entre ellos subvencionando a los competidores de la
propia tribu. Y nadie pretendía malgastar demasiado dinero por unos
efebos en sus primeros actos.

~65~
Andrea Frediani Maratón

La línea de salida estaba caracterizada por un sencillo surco en el


terreno y uno de los instructores estaba colocado en el lateral de los
atletas para anunciar la salida a voz en grito. Los competidores eran
quince, y sólo los primeros cinco se calificarían para la siguiente ronda, o
lo que era lo mismo, para la semifinal. Eucles vio a Tersipo tomar asiento
en una calle lejana a la suya, en una posición situada en el lado opuesto
de la pista.
Los efebos se colocaron unos junto a otros de pie, con las rodillas
ligeramente dobladas y la pierna izquierda hacia delante. Los brazos
estaban también adelantados, el rostro ligeramente inclinado. Estaban
completamente desnudos y sus cuerpos brillaban bajo el sol gracias al
aceite con el que se habían frotado justo antes. Eucles decidió competir
contra Tersipo, tanto porque era contra él contra quien le interesaba
medirse, como porque lo consideraba el más fuerte. Con el rabillo del ojo
mantuvo la mirada fija sobre él hasta el momento en el que escuchó al
juez decretar la salida.
Tersipo, en cambio, miraba fijamente frente de él, concentradísimo. Lo
vio inmediatamente asumir la posición más correcta, con la zancada más
amplia que sus cortas extremidades se pudieran permitir, el busto
plenamente recto y los brazos que se movían hacia delante y hacia atrás.
La mano del brazo anterior llegaba hasta la altura del rostro y aquel del
brazo posterior se extendía después de la espalda, muy por encima de la
cintura pélvica.
Era de manual y Eucles intentó imitarlo, pero sintió inmediatamente
cómo sus propios músculos se endurecían. Decidió entonces pasar a una
carrera mucho más instintiva, pero mientras tanto la mitad de la carrera
ya había pasado y Tersipo era ya el primero. No era suficiente. Tenía que
pasar al menos delante de dos. Aumentó el ritmo, intentando resistir la
tentación de asumir los movimientos típicos del corredor de fondo, que le
salían de forma natural.
Se dio cuenta de que funcionaba. En breves instantes quedaron pocos
delante de él. Luego, de repente, notó que Tersipo no era ya el primero. A
pesar de temer que disminuiría el ritmo, no pudo evitar seguirlo con la
mirada precisamente un instante antes de pasar la meta. Se estaba
parando vistosamente, dejándose superar incluso por él.
Llegaron tres antes que ellos. Los dos jóvenes cayeron en la llegada,
casi al mismo tiempo, Tersipo una palma por detrás de Eucles y apenas
dos palmas delante de otro corredor. Y Eucles se detuvo en cuanto la
velocidad se lo permitió, mientras el otro siguió trotando durante un buen
trecho para luego volver atrás.
Eucles se quedó agachado hacia delante, con las manos en las rodillas,
jadeando y duramente cansado. Y cuando Tersipo le pasó cerca,
caminando tranquilamente y con el cuerpo recto, no pudo evitar
preguntarle:
—¿Por qué has frenado? Podías haber sido eliminado.

~66~
Andrea Frediani Maratón

Tersipo sonrió.
—Aquí tenemos dos diferencias entre tú y yo. La primera, te has tenido
que empeñar para calificarte con dificultad. Yo me he paseado
simplemente.
—¿Y la otra?
—Te has esforzado tanto que sólo tienes una vaga idea de tu posición.
Yo me he quedado lúcido y he podido controlar la situación hasta el último
instante —sentenció para luego marcharse.
Táctico. Un gran calculador. Ahorraba energías para las siguientes
rondas y evitaba llamar demasiado la atención sobre él mismo, evitando el
riesgo de verse demasiado marcado posteriormente. Eucles se preguntó si
era una idea de su entrenador o una estrategia del mismo Tersipo, pero no
tenía dificultad en reconocer que el joven tenía todas las capacidades para
lograr ideas parecidas.
Por otra parte, su destino en la semifinal estaba ya escrito. Pocas horas
después corrieron de nuevo, si bien en series diferentes. Tersipo fue de
nuevo quinto, y con la misma modalidad. Eucles, en cambio, no logró
correr nunca entre los puestos para calificarse en la final. Pero había
obtenido su objetivo, y con la mente estaba ya pensando en la carrera de
fondo. Siguió con mucho interés la final. Tersipo esta vez no bromeó. Salió
fuerte y llegó fuerte, dejándose atrás a todos los demás. Sólo dos lograron
llegar a pocos pies. Había llegado el momento de desafiarlo.
Eucles se acercó al vencedor inmediatamente después de que este
recibiera las felicitaciones de los otros competidores. Pero también otros
efebos se amontonaron alrededor de él para felicitarle. Cuando logró estar
cerca, le apretó la mano, le tiró hacia sí mismo y le susurró al oído:
—Ahora llega el dolicos y me toca a mí. ¿Queremos apostar que el
resultado será exactamente el contrario?
Tersipo lo miró un instante con sus ojos penetrantes. Eucles se dio la
vuelta e hizo como que se marchaba, pero el otro le llamó.
—Está bien, apostemos —le dijo acercándose a él—. Apostemos mi
amistad. Si pierdes, me tendrás como enemigo. Y yo puedo ser un
enemigo muy peligroso, porque un día llegaré a ser alguien. Si ganas la
apuesta, me tendrás siempre como amigo y no te arrepentirás. ¿Te
apetece arriesgar?
Eucles reflexionó durante un instante.
—¿Y si no apostamos?
Tersipo levantó los hombros.
—Nada. Me seguirás siendo indiferente.
—De acuerdo, apostemos —dijo al final Eucles.

~67~
Andrea Frediani Maratón

El sol había comenzado a arrojar una tímida luz sobre la llanura de


Maratón. Tomaba forma la Tetrápolis, las cuatro ciudades que delimitaban
la llanura (Probalinto, Tricorinto, Enoe y Maratón), evacuadas
inmediatamente después del desembarco de los persas. Se delineaban
con mayor claridad las sombras de los montes que amenazaban sobre la
llanura, casi aislándola del resto de Ática, creando un mundo aparte, digno
escenario de un enfrentamiento inédito, épico y destinado a pasar a la
historia.
Y donde no estaban las montañas, estaban las marismas, para
completar el perímetro del enfrentamiento majestuoso. En el suroeste, la
pequeña marisma de Vrexiza, justo detrás de la ciudad de Maratón y del
bosque de olivos alrededor del templo de Heracles, donde se habían
reunido los atenienses y los platenses. En el noreste, la gran marisma
alimentada por el río Carandro y los manantiales de Macaría, marisma
ante la que habían acampado los persas. Y en el este el mar, interrumpido
por la lengua del promontorio de Cinosaura, detrás del que se había
reparado de los vientos la flota persa, anclada delante de la playa de
Esquenia. Un lago de agua dulce relucía plácido entre las marismas, la
playa y el promontorio, permitiendo a los invasores aprovisionarse de
agua cómodamente.
Y en medio de la llanura, la arena del enfrentamiento de dos pueblos.
Un espacio lleno de fango y húmedo, donde las marismas y los torrentes
no quieren saber de estarse en su sitio y tienden a cogerse más espacio
del que deben. Ya no quedaba una cabeza de ganado que pastara en
aquella explanada, que se había quedado desierta por el pánico de la
población y que era famosa por una de las más célebres empresas de
Teseo: la captura del terrible toro que aterrorizaba la Tetrápolis.
Todos los griegos presentes, de todos modos, eran conscientes de que
muy pronto la fama de aquel lugar insano habría aumentado, y mucho,
con un nuevo acontecimiento de tal alcance que oscurecería cualquier
empresa anterior. La llegada de los espartanos había sido anunciada para
aquel día, o como mucho para el siguiente, y cada componente de la
armada, desde el esclavo al infante ligero, desde el hoplita a los oficiales,
desde los estrategas al polemarco, se estaba preparando mentalmente
ante la inminente batalla.
Cada componente de la armada, menos tres.
Esquilo y Epizelo, que se habían levantado hacía poco de sus lechos,
miraban con conmiseración a Eucles, Filípides y Tersipo discutir todavía
entre ellos. No habían hecho otra cosa desde que habían regresado de la
acción nocturna y, a diferencia de Cinegiro, que había utilizado el resto de
la noche para descansar, se habían quedado despiertos y de pie,
disputándose la victoria por aquella insulsa apuesta.

~68~
Andrea Frediani Maratón

—¡Qué imbéciles! En vez de recuperarse tras el esfuerzo están


malgastando las energías que les serán mucho más útiles en breve —le
susurró Epizelo.
—Lo encuentro inconcebible —le dijo a su vez Esquilo, escandalizado—.
Después de una acción así, incluso ese exaltado de hermano que tengo ha
tenido la necesidad de descansar. Y con lo que nos queda por delante,
encima... ¿Acaso quieren morir?
—Esos tres han sido siempre unos cabezotas —comentó Epizelo
moviendo la cabeza—. Siempre en competición entre ellos, desde que
eran efebos. Por cualquier cosa. Diría que sus desafíos han consolidado la
amistad que los une. Pero esta vez... no lo sé... es diferente.
—¿Qué quieres decir?
—No sabría decírtelo exactamente. Pero tengo la sensación de que
están pasando de ser meros rivales a adversarios, incluso enemigos. Lejos
de lo que han apostado, quizás ha llegado el momento para ellos de
establecer quién es el mejor.
—Una cuestión de honor, vamos —reflexionó Esquilo—. Un deseo de
preeminencia o de supremacía que se ha mantenido en el ámbito del
juego hasta ahora. Y ahora que el partido es de verdad peligroso, en la
ocasión más importante, van en serio.
—Como siempre, sabes analizar el corazón de los hombres... No
escribirías dramas si no fuera así, por otro lado —comentó complacido
Epizelo.
—La verdadera naturaleza de los hombres se ve bajo presión, frente al
verdadero peligro. Es lo que he entendido mejor que cualquier otra cosa
en mi vida...
Epizelo movió la cabeza, con amargura.
—Sabes, no sé cuánto de culpa tienen ellos, en el fondo. El Estado nos
exhorta a la competición desde pequeños. Nos hace crecer en la manía de
demostrarnos mejores que los otros, y luego, en cambio, nos anima
también a poner nuestra valía al servicio de la patria para la mejor gloria
de Atenas y no del individuo. Es obvio que muchos viven mal esta
contradicción y tienen un poco de confusión en la cabeza, y en el alma.
Durante el bienio del efebato he intentado transmitir a Eucles un espíritu...
digamos... «de servicio», formándolo en manera completa, sin apoyar su
tendencia a especializarse sólo para poder destacar por encima de los
otros. Pero nadie razonaba en estos términos, ni siquiera entre mis
compañeros que entrenaban, y he visto que él, inevitablemente, se sentía
en una condición de inferioridad, sin una ocasión para destacar, para
hacerse notar. Por eso tuve que dejar que se comportara como todos los
alumnos, desarrollando sus dotes más específicas y apoyándolo en su
deseo de destacar siendo el primero.

~69~
Andrea Frediani Maratón

—Ya —asintió Esquilo—. Siempre me he sentido fuera de lugar con esta


mentalidad. No tengo el deseo de vencer carreras o de diferenciarme en la
guerra, y esto mi hermano no me lo perdona. Me desprecia precisamente
porque no tengo ninguna necesidad de ser el primero, sino sólo de realizar
mi deber...
Epizelo sonrió.
—Quizás aquello en lo que quieres destacar es en tu arte.
Esquilo se mostró molesto.
—¿Qué dices? Yo compongo dramas y escribo historias para mí mismo,
¡porque me siento feliz cuando lo hago! ¿Acaso me estás acusando de ser
un hipócrita? ¿O quizás un cobarde o uno que no se esfuerza, como dice
mi hermano?
Epizelo se mostró sorprendido por la reacción del joven y pronunció algo
incomprensible. Pero mientras tanto, Esquilo ya se había alejado hacia sus
tres amigos. El poeta tenía ya suficiente ante cualquier comentario,
aunque fuera indirecto, sobre sus escasas cualidades bélicas y deportivas,
y se sentía atacado cada vez que el argumento salía a la luz. No era sólo
su hermano quien le instigaba, sino también los amigos o los conocidos.
Muchos ironizaban sobre sus virtudes poéticas comparándolo con
Arquíloco, el poeta que había presumido en sus obras de haber arrojado el
escudo en una batalla para salvar la vida.
Pero al menos Arquíloco había participado en una batalla, decían los
más malvados. Esquilo, en cambio, ante un verdadero enfrentamiento no
había participado nunca. Su joven edad le había impedido participar en
una primera ocasión, y su salud más bien delicada posteriormente. Y bien,
se dijo el poeta, el momento ha llegado, y no sabía cómo afrontar la
situación. Descubriría pronto si no había jamás deseado ir a la guerra
porque no le interesaba la gloria militar o porque tenía miedo.
Se había dicho a sí mismo, desde que había leído su propio nombre en
los avisos de llamada por tribus colgados bajo el monumento de los Diez
Héroes, que no se trataba únicamente de una cuestión de defensa de la
propia patria, a la que también él tenía el deber de concurrir. Había ido
convenciéndose de que una experiencia parecida era también preciosa
para el perfeccionamiento de su propio arte, para poder describir de la
mejor forma las pasiones y las debilidades de los hombres.
Pero si moría no podría desarrollar arte alguno.
Si de verdad pensaba que la verdadera naturaleza de un hombre se
veía bajo presión, como había afirmado antes con Epizelo, bueno... no
había nada mayor que la guerra para someter a un hombre a presión.
Ahora se encontraría en medio, observaría no sólo la violencia del hombre
sobre otro hombre, sino también su capacidad de sacrificio, su aprecio por
los camaradas y su coraje.

~70~
Andrea Frediani Maratón

Pero si llegaba a encontrarse demasiado ocupado en salvar su propio


pellejo, no habría forma de observar nada.
—¿Pero por qué no lo dejáis ya? —dijo a los tres contendientes en
cuanto llegó a su lado. Y lo hizo con una irritación todavía mayor de lo que
habría querido. Por otro lado, estaba poniendo dentro también su propia
parte—. ¡Esta noche habéis mantenido despiertos también a los persas
con vuestras discusiones!
—¡No tiene que ver contigo! —replicó Tersipo, igualmente irritado.
Filípides, en cambio, tenía intención de involucrarlo.
—Dejemos que sea Esquilo quien juzgue —gritó mirando a los otros dos
—. Escucha Esquilo. Habíamos establecido que ganaría entre nosotros
aquel que hubiera traído más eretrios. Hemos traído cada uno dos, así que
tenemos que adoptar un criterio. Y en mi opinión, no hay más criterio que
el valor. ¡Yo he logrado poner en marcha la actuación que ha permitido
que nos salváramos los tres!
—¿Y eso qué significa? —protestó Eucles—. ¡No habíamos hablado de
adoptar otros criterios en caso de empate!
—Y además, con esa actuación también te has salvado tú, antes que
nadie. ¡No puedes beneficiarte por ello! —añadió Tersipo.
—¿Por Zeus, qué significa? —replicó Filípides—. Si no hubiera extendido
el fuego habríais perdido a todos los prisioneros, y también la vida
probablemente.
—¿Y quién te dice que no habrías hecho otra cosa para salvarnos? Y
además, lo del fuego también lo iba a hacer el lochago, —le gritó Eucles.
—No hay un juez. ¡La valoración que quieres imponernos es sólo la
tuya! Yo también podría decir que tengo derecho a la victoria porque yo
estaba en la cola y he arriesgado por vosotros —le dijo Tersipo.
—Bueno, un juez. Tenemos a Esquilo —Filípides miró al infortunado, que
se mostró abatido.
—Sí, vamos... —sentenció Tersipo—. Pero si ni siquiera ha participado
en la acción. ¿Cómo puede dar un juicio? Es más, cómo podría dar
cualquier juicio, él, que tiene que ver exclusivamente con el arte de la
poesía —añadió riéndose.
Pero Filípides, con tal de ganarse un aliado, estaba dispuesto a
reconocer a Esquilo talentos que generalmente le negaba.
—¿Y por qué no? Puede juzgarnos como cualquier otro. Será suficiente
exponerle los hechos. Atenas es una democracia, ¿no? Si tenemos que
elegir al vencedor, que sea un externo quien lo establezca.
Obviamente, no tenía nada que perder. Disponiendo de una posibilidad
más que los otros dos, lo peor que le podía ocurrir era un nuevo empate.

~71~
Andrea Frediani Maratón

—¿Ahora hablas de los beneficios de la democracia, tú que te lamentas


siempre de los defectos de nuestro sistema de gobierno? ¡Eres sólo un
hipócrita que en el fondo sueña con la tiranía! —sentenció Tersipo.
Esquilo temía que pasaran a las manos. Discutían a menudo de política.
Pero esta vez, tenía razón Epizelo, era diferente. ..
Por suerte Filípides reaccionó todavía con palabras.
—¡Tú eres el tirano de verdad! Con tu desenfrenada ambición, tu deseo
de poder, ¡eres tú quien desea aprovecharse de la democracia para que te
elijan y orientar al pueblo según tu voluntad! ¿Qué crees, que no te he
entendido? ¿Crees que no sé qué te preocupas tanto por los amigos y las
aprobaciones haciendo ver que te importan las necesidades de la gente,
mientras en cambio piensas únicamente en tus intereses?
Tersipo guiñó los ojos, mostrándose indignado.
—¿Me estás atribuyendo a mí tus proyectos? ¡Eres tú quien pretende
aprovechar sus glorias deportivas para obtener un consenso político! ¡Eres
tú quien desprecia la democracia, no yo! ¡Los dioses no quieren que
adquieras más gloria! ¡No me atrevo ni siquiera a imaginar cómo
terminaría la reforma de Clístenes si tú adquirieras un cargo relevante!
Todos esos hinchas idiotas y carentes de raciocinio que encuentras, que te
idolatran como si fueras un dios, que piensan sólo en las competiciones
deportivas, serían capaces de votar por la propia esclavitud si sólo tú se lo
pidieras, ¡y sin ni siquiera entender qué es lo que están haciendo! Sería
suficiente con que les prometieras otras competiciones, otros estadios,
otros campeones, y votarían todo aquello que les propusieras.
—Bueno, creo que ahora estás exagerando. Nuestra democracia está
basada en el sorteo. El poder es casual. Y está lleno de libertad para
todos, sin los límites impuestos por una autoridad suprema e indiscutible
que no sea la ley. Volvamos a nuestra cuestión, que es mejor... —se
atrevió a decir Eucles, que en las discusiones políticas intentaba
mantenerse siempre neutral.
—Tú calla, que nunca se sabe de qué parte estás. De vez en cuando
tengo la impresión de que no estás ni siquiera de tu parte, de lo indeciso
que eres. Y además, el sorteo vale solo para el Consejo de los Quinientos.
En ese ámbito, quién cuenta con un mayor número de adhesiones puede
llegar a ser arconte, ¿no? —replicó Tersipo.
—¡Anda, déjalo hablar! —contestó Filípides—. Al menos él evita decir
cosas sin sentido y no como tú. ¿Hemos de hablar de tus técnicas de
persuasión? ¿De todos los favores que haces a la gente, no porque te
importen, sino sólo para hacer que se sienta en deuda contigo? Que se
tratan de eméritos imbéciles o de personas inteligentes todos lo sabemos,
y en el momento oportuno para ti serán mucho más fiables que mis
presuntos hinchas. Y además, veo que vas procurándote amigos entre las
familias más importantes, esas que cuentan de verdad a nivel político, no
como mis hinchas, que son sólo pobres diablos... Y además, yo no prometo

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Andrea Frediani Maratón

nunca nada a nadie. Tú, en cambio, quién sabe lo que vas prometiendo...
¡No hay vínculo más estrecho que el interés común!
A Esquilo le hizo pensar que no había necesidad de esperar a la batalla
para aprender algo más sobre la naturaleza humana. Aquella discusión le
estaba enseñando ya mucho sobre las diferentes modalidades, todas
distorsionadas, que ciertos ciudadanos cercanos a él tenían de entender la
democracia. Era un sistema de gobierno recién nacido y, sin embargo, ya
se encontraba corrupto.
Pero su atención se fijó en el ruido que escuchaba detrás de él. Se dio la
vuelta mientras los otros tres no se daban cuenta de nada y seguían
discutiendo, y notó que los hoplitas se ponían en movimiento. Muchos
estaban poniéndose la túnica, otros ya empuñaban las armas. Uno de ellos
salió corriendo hacia él.
—¿Qué ocurre? —le gritó, antes de que éste llegara cerca.
—¡Los persas!
—¿Nos están atacando?
—No, al contrario. ¡Se están marchando!

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Andrea Frediani Maratón

VII

¿Respiración difícil? No, es sólo una sensación. El temor de que se


escape Filípides o de ser alcanzado por Tersipo de vez en cuando le da a
Eucles la impresión de que le falta la respiración. La tensión esta vez juega
feas bromas. Llega incluso a detenerle, a transformar los músculos en
piedras pesadas por levantar, que arrastrar. Llega a hacer mover a su
alrededor incluso cosas que deberían estar inmóviles, a provocar que den
vueltas alocadamente lo que le rodea, incluso si se trata de gradas o de
montañas. Llega a hacer que uno sienta un fuego que arde en la garganta,
que parece consumarte por dentro y que te sustrae fuerzas.
Recuerda bien, Eucles, cuando le ocurrió aquella vez. Había sido
precisamente en ocasión de su primera competición importante. Su
dolicos de exordio, en ocasión de las primeras competiciones oficiales
como efebo. Tersipo había ganado el stadion, y había sido capaz de
calificarse para la final de la competición más larga, la prueba en la que
Eucles se consideraba el favorito.
La prueba que tenía que ganar a toda costa.
Le había costado trabajo, a decir la verdad. Justo igual que a Eucles le
había costado trabajo pasar un turno en la prueba más corta. Si bien
Tersipo había llegado a la final en la competición con la que congeniaba
menos, él no. Pero lo que contaba era que Eucles venciera, pues luego la
ubicación del otro sería un hecho irrelevante.
Eucles no había malgastado demasiadas energías para llegar a la final.
Haciendo memoria de la lección aprendida por Tersipo en la prueba corta,
había controlado la situación durante las preliminares, sin forzar y sin
exponerse demasiado. También porque, como le había hecho notar su
entrenador, había sufrido el esfuerzo mantenido por pasar aquel inútil
turno en el stadion. Durante la primera serie había tenido que realizar
muchas vueltas al gymnasion antes de que los músculos, endurecidos por
la prueba anterior, se soltaran. Había incluso temido no lograrlo, no llegar
entre los cinco primeros. Luego, sin embargo, con el paso del tiempo, se
había ido sintiendo cada vez más ligero y había descubierto que podía
fácilmente mantener el ritmo de los primeros. De todos modos había
seguido navegando cerca de las últimas posiciones útiles, para luego
obtener una ventaja de la caída progresiva de quien le precedía.
También él, como Tersipo, había disminuido el ritmo, al terminar la
prueba. No quería que se hablara demasiado de él, no tanto por

~74~
Andrea Frediani Maratón

cuestiones tácticas o estratégicas, sino para que los otros no le


consideraran de verdad el favorito. Se encontraba ya bastante tenso como
para tener que evitar que los otros le cargaran con un peso excesivo, con
sus expectativas. Por suerte Epizelo no le preguntaba demasiado. Si bien
era verdad que con frecuencia no se encontraba de acuerdo con su
entrenador, Eucles le agradecía su comportamiento distante, bien lejos de
la invasión obsesiva con la que otros instructores estaban encima de sus
efebos para que consiguieran inmediatamente resultados.
En realidad, podía culparse sólo a sí mismo, si afrontaba la prueba
decisiva sin la necesaria relajación. No podía enfadarse ni siquiera con
Tersipo quien, a fin de cuentas, le había concedido una elección después
del stadion. Habría podido tranquilamente sustraerse al desafío y competir
por la única victoria. Y en cambio había decidido correr por su propio
futuro. Una meta quizás demasiado grande para un efebo en su primera
competición. Debería haberse tenido que preocupar sólo de los otros
adversarios en la pista, un empeño ya bastante complicado para un
novato, y en cambio se había metido dentro de una situación que le
obligaba a poner en juego toda su existencia.
Algo que paralizaría a cualquiera.
Pero si quería sentar las bases para no ser un individuo insignificante,
tenía que ponerse en discusión desde el principio. No se sentía ambicioso
como Tersipo, no deseaba convertirse en el más célebre de los guerreros,
el más grande de los atletas, o el más poderoso de los políticos. Pero
pretendía de todos modos ir más allá de la filosofía que intentaba
inculcarle Epizelo. No ser sólo uno de tantos atenienses útiles pero no
insustituibles, un sencillo ciudadano del que el Estado estaba seguro de
poder contar, sino un personaje, alguien que la gente pudiera reconocer
inmediatamente y a quien recordar también después de la muerte.
Por lo tanto, aquella era algo más que una simple carrera. Se convertía
en un desafío interior, un pequeño viaje para descubrirse a sí mismo, para
apurar si habría sido de verdad capaz de soportar la carga y meritarse los
objetivos dignos de su ambición. Vencer, contra aquella pesada carga, le
habría dado una gran confianza en sí mismo.
Si en cambio llegaba a perder, a pesar de sentirse favorito... bueno, se
merecería todo aquello que Tersipo le hiciera en un futuro.
Miró a su rival. No se encontraba en contra del que corría, en realidad.
Consideraba ya clamoroso que aquel joven de las piernas cortas y el físico
recortado hubiera llegado a la final, y esto le daba la medida de su
determinación. Pero le había visto fatigarse y estaba seguro de que muy
pronto incluso le doblegaría. Y quizás no corría ni siquiera contra los otros.
Corría sólo contra sí mismo. Su adversario era la tensión, que le sustraía el
control de los músculos. Él los quería sueltos; ella, duros.
Tomó sitio en la línea de salida echando el aire, casi esperando que, con
ella, se fuera también aquel genio maligno que amenazaba con
paralizarle. Movió los brazos, saltó, giró el cuerpo, se arrodilló, giró el

~75~
Andrea Frediani Maratón

cuello, deseando que sus músculos le premiaran por haber dialogado con
ellos y que se soltaran.
Con la salida no se puso a la cabeza. Pretendía adoptar la misma
técnica que en las eliminatorias: quedarse a la espera y aprender a
conocer las reacciones de su propio cuerpo, antes incluso que las de los
otros competidores. También Epizelo había dicho que estaba de acuerdo
con aquella táctica. Dio sólo un vistazo a Tersipo, que se había colocado
en las últimas posiciones. Esta vez el joven no contaba nada, y Eucles no
pretendía dejarse distraer por objetivos que no tuvieran que ver con la
victoria. Controló la propia zancada, adoptando desde el principio un paso
breve, al que intentó darle un ritmo constante, sin dejarse influenciar por
el de los demás. Controló que los propios brazos, cuyo movimiento intentó
frenar manteniéndolos bajos, mucho más bajos de cuanto hacía en las
carreras breves. Cada movimiento había que economizarlo, cada gesto
dirigido al ahorro de las energías, y cada pensamiento concentrado en el
ritmo, en las zancadas.
Estadio tras estadio, rectilíneo tras rectilíneo, las posiciones de los
atletas se fueron consolidando en una larga fila, sin grupos o
amontonamientos. Eucles no se encontraba ni siquiera a un cuarto de los
treinta estadios que formaban la carrera, cuando se dio cuenta de que se
encontraba más o menos a mitad de la fila, o lo que es lo mismo, a una
altura que no lo ponía al resguardo de feas sorpresas. ¡Se había
concentrado demasiado sobre sí mismo, perdiendo de vista a los demás!
Miró hacia delante y vio que los primeros se encontraban bastante
distantes. Demasiado distantes. Había salvaguardado los músculos,
garantizándose un movimiento que no le obligaba a esforzarse y que tenía
lejos la tensión, pero se había olvidado de que no corría solo. Claro, podía
percatarse de que quien estaba delante corría con todas sus energías y
que luego cedía al final. ¿Pero y si no era así? ¿Y si se encontraban
sencillamente más preparados y entrenados que él? ¿Y si se encontraban
simplemente menos tensos que él?
Entrevió a su entrenador que, con la mano, le indicaba que acelerara el
ritmo. No necesitó que se lo repitieran. Pero temía que la tensión le hiciera
malgastar más energías de las debidas si su ritmo sólo fuese algo más
frenético. Intentó, por lo tanto, mantener el paso aumentando la zancada.
Era una solución que no había experimentado en los entrenamientos y que
comportaba grandes riesgos. Pero en los entrenamientos nunca se había
sentido tan tenso.
Se dio cuenta de haber instintivamente adoptado una zancada mucho
más amplia que en el stadion, pero sin la frecuencia impuesta por las
carreras más cortas. Y ya después de pocos pasos su elección pareció dar
frutos. Pasó a situarse un par de posiciones por delante y notó que asumía
una velocidad superior a la de quien todavía le precedía. Bien, se dijo,
había encontrado por sí mismo la solución, y en el primer intento.

~76~
Andrea Frediani Maratón

Estaba aprendiendo a conocer al propio cuerpo, sus reacciones al


esfuerzo y la tensión, y a obtener el máximo de las prestaciones. Era
precisamente el tipo de victoria que deseaba obtener.
Pero para la otra, la victoria sobre los demás, le quedaba todavía mucho
por hacer. Se preguntó si lograría mantener aquel tipo de zancada hasta el
final de la prueba. Pero precisamente mientras se lo preguntaba, notó que
los músculos se endurecían. Empezando por las piernas, luego el pecho y
los brazos. Precisamente como en los instantes que habían precedido a la
prueba. Intentó espirar pero el único resultado que obtuvo, abriendo la
boca, fue el de permitir al aire que entrara. Notó inmediatamente que la
garganta le quemaba, el típico resquemor que sentía cuando le faltaba el
oxígeno.
Se percató entonces de que la zancada se había reducido, y así también
el ritmo. Y sin embargo no se sentía particularmente cansado. Y no estaba
ni siquiera a mitad de la prueba. Intentó acelerar, pero se sentía como si
unas cuerdas le estuvieran sujetando. Había cantado victoria demasiado
pronto: el método inédito de carrera que había elegido le estaba pasando
factura. Antes de que se lo esperara.
Intentó ver el lado positivo. Si su físico lo hubiera abandonado cerca de
la meta, no habría tenido esperanzas de recuperarse. Ahora, quizás, tenía
todavía tiempo. Quizás.
Volvió a la zancada que adoptaba generalmente en el dolicos. Buscó el
ritmo que le era familiar en la prueba larga, pero no lo encontró. Y
también la zancada era irregular: a veces más corta, otras más amplia. Se
estaba confundiendo cada vez más.
Sintió que el pánico se apoderaba de él cuando se vio superado por un
competidor, y después por otro. Eran aquellos que se había dejado a la
espalda cuando había cambiado de zancada. Luego se puso a su lado otro.
Lo sentía resoplar y jadear más de lo debido, y de vez en cuando el
hombro del atleta se chocaba contra el suyo, manifestando un ritmo
basculante que demostraba un gran esfuerzo.
Se encontraba al lado de un competidor que arrancaba.
Así que estaba arrancando también él.
Giró el cuello para mirarlo. En la expresión del rostro del adversario tuvo
que ver la suya, probablemente. Giró los ojos para intentar apartar el velo
que los tapaba, mostrándole una versión más nublada e incierta de
aquello que lo rodeaba. Y cuando los abrió vio a Tersipo.
Era él, el competidor que se había situado a su lado. Y si bien su
expresión traicionaba el sufrimiento, conseguía sonreír.
Conseguía sonreír.
Y aquella sonrisa boba era sólo para él.

~77~
Andrea Frediani Maratón

El efebo se sintió completamente desesperado. Parecía una situación sin


una escapatoria. Si seguía así, terminaría también detrás de Tersipo. O
quizás no lograría ni siquiera terminar la carrera.
Buscó con la mirada a Epizelo, esperando recibir alguna indicación. Pero
la cabeza le daba vueltas, los tímpanos le pulsaban, la vista se le había
nublado, y le era difícil diferenciar a su entrenador entre las muchas
siluetas que llenaban las gradas. Por lo que parecía, tenía que vérselas él
solo.
Pensó con rabia en las posibles soluciones para salir de la caverna en la
que se había metido. Había aprendido algo, mientras tanto: jamás intentar
algo de nuevo si no se está seguro de que se controla la tensión. Había
sobrevalorado sus posibilidades y se había convencido de que tenía
margen para poder experimentar nuevas técnicas de carrera. Equivocado.
Equivocadísimo. Tenía que volver a los viejos sistemas, ya consolidados,
aquellos con los que había afrontado la prueba con la seguridad de
vencerla.
Pero su físico se lo impedía. Se había bloqueado, y debería detenerse
para soltar los músculos y luego volver a comenzar. Sí, y mientras tanto
los otros habrían llegado. Incluso Tersipo. No se atrevía a levantar la
mirada y verle delante de él, por miedo a descubrir cuánto se habría
ampliado la distancia con los que iban a la cabeza. Pero mientras tanto la
desesperación se había transformado en pánico, y había pasado a sentir
los músculos todavía más pesados, como si corriera con la armadura
encima. Esta era, por cierto, la competición introducida más
recientemente: el hoplitódromos. La carrera de los hoplitas, en la que los
atletas tenían que correr desnudos pero con el escudo y el casco. Un día
también lo haría él.
Si no se moría de vergüenza en su primera carrera.
Sentía que tenía todavía mucha fuerza y resistencia en el cuerpo. Se
trataba sólo de soltarla. Y como estaba destinado a perder
inexorablemente terreno cual si hubiera continuado corriendo con las
cadenas en los pies, decidió intentarlo todo, costara lo que costase. Peor
no se le podía ir.
Bajó de repente el ritmo, dejándose superar por Tersipo. Tenía la vista
demasiado borrosa como para entender si era el último de la fila o todavía
tenía a alguien detrás, pero no tenía importancia: se encontraba de nuevo
consigo mismo, ahora más que nunca, con quien tenía que medirse.
Mantuvo un ritmo blando, casi sin querer levantar los pies del terreno, y
manteniendo los brazos casi pegados a los costados, apenas andando en
marcha. Mientras tanto inspiraba y espiraba profundamente, y luego
movía adelante y atrás los brazos y las piernas. Otro competidor lo superó,
pero intentó no prestarle atención. Lo hizo, en cambio, cuando vio que
nadie más le superaba. Ahora se encontraba de verdad en el último lugar.

~78~
Andrea Frediani Maratón

Pero mientras tanto sentía que los músculos volvían a seguirle. Se


esforzó por esperar todavía, antes de volver a mover las piernas y realizar
empujones. Tenía que esperar todavía a que su mente se encontrara libre,
carente de los lazos con los que su temor le había vinculado. No tenía
mucho sentido liberar los músculos si la mente se quedaba prisionera de
la red en la que se había encerrado la tensión. Si no lograba recuperar la
confianza, muy pronto el físico se encontraría de nuevo encadenado.
Podía todavía lograrlo, se dijo. Sentía que tenía margen todavía,
faltaban aún más de diez estadios y los primeros no parecían estar muy
frescos. Nadie había percibido el vacío dentro de sí mismo. Estudió las
expresiones y los movimientos de los que encabezaban la carrera, que
cruzó mientras llegaban al rectilíneo opuesto. No eran brillantes. También
ellos acuciaban el esfuerzo. Sus ojos estaban marcados, el sudor caía en
abundancia por la frente, la boca se encontraba medio abierta en el gesto
típico de quien comienza a estar ahogado.
Lo podía lograr.
Comenzó a aumentar el ritmo y, si bien muy poco, también las
zancadas. Sus brazos comenzaron a empujar, el cuerpo fue cada vez más
recto, la barbilla hacia delante. Escuchó a sus músculos: reaccionaban
bien. Ningún paso forzado, ninguna oposición. Esperó sólo que no fuera
demasiado tarde.
Aumentó todavía, convenciéndose de que, a fin de cuentas, hasta
entonces había estado descansando. Prestó atención a no extender la
zancada más allá de la amplitud que estimaba apropiada para el dolicos, y
se concentró sólo sobre la frecuencia de los pasos. La mantuvo a un ritmo
poco superior respecto a lo acostumbrado, para poder recuperar
posiciones. Mientras tanto los objetos y las personas eran cada vez más
nítidos, la vista más clara, la cabeza más ligera. Era el momento de buscar
de nuevo a Epizelo. Analizó las gradas y lo vio asentir.
Obtuvo una nueva bocanada y aumentó todavía más el ritmo. Superó a
dos corredores y luego, casi en el impulso, se dejó atrás a Tersipo. Y
decidió ignorarlo completamente mientras le adelantaba. Ahora su único
punto de referencia tenía que ser el primero de la fila.
Estadio tras estadio, Eucles fue subiendo posiciones sin demasiada
necesidad en ir aumentando todavía la frecuencia. Eran los otros quienes
estaban cediendo y no él, que iba cada vez más rápido. Y no pretendía
aumentar todavía. Hasta que el ritmo que llevaba le garantizara la
recuperación, prefería reservar las energías para el esfuerzo final, en el
caso de necesitarlo.
A tres estadios para la final, se dio cuenta de que probablemente sería
correcto esforzarse en el espasmo. Los dos primeros competidores se
encontraban a varios pies de distancia y parecían tener todavía fuerzas.
Superó al tercero y lanzó una mirada de aprobación a su entrenador. Y
junto a Epizelo estaba Filípides, que le hizo un gesto de ánimo con el
brazo.

~79~
Andrea Frediani Maratón

Había llegado, por lo tanto. Eucles no había tenido el coraje de pedirle


que presenciara la competición. Le había simplemente hablado de ello sin
hacerle una petición expresa, convencido de que un atleta de primera fila
como era él consideraría una molestia frecuentar una modesta
competición entre efebos del primer año. Filípides no le había anunciado
que iría, por eso Eucles había dado por descontado que no lo vería entre el
público.
Y en cambio ahora le estaba demostrando que, si no poseía su talento y
su facilidad para la carrera, era capaz también él de empresas
asombrosas.
Le quedaban dos estadios para el final. Dos rectilíneos del gymnasion.
Adelante y atrás, de un palo al otro. Era el momento. Uno de los dos que
estaban delante comenzó a ceder vistosamente. O quizás era el otro que
había aumentado el ritmo. De todos modos, Eucles decidió que tenía que
producir el máximo esfuerzo. Dos estadios, un diaulos, la prueba
intermedia que los efebos no disputaban, pero que él correría como si se
tratara de una prueba por sí misma.
El público lo aclamaba. Su remontada había llamado la atención, e
incluso otros efebos ya eliminados habían comenzado a apoyarle. Imaginó
por un instante qué era lo que debía sentir Filípides cuando miles de
espectadores le animaban. Aquellos gritos, aquellos aplausos, le ponían
las alas en los pies, le hacían sentirse como un Hermes capaz de comerse
en un solo bocado a los comunes mortales. Y entendió cuánta fuerza le
daba a Filípides la convicción de ser un semidiós.
Superó con facilidad al segundo, que parecía estar casi inmóvil respecto
a él. Quizás estaba cediendo de verdad, y aquello significaba que el
primero iba todavía más fuerte. Y sin embargo, Eucles notó que se estaba
acercando. Giró en la última vuelta con varios pasos de ventaja respecto
al adversario. Ya se trataba de una cuestión entre dos. Pero el otro
comenzaba el último estadio con una neta ventaja.
Eucles dejó de ser prudente. Dio todo desde el comienzo del rectilíneo.
La cabeza, ahora, le pulsaba de nuevo, pero los músculos respondían esta
vez. Recuperó todavía, y después de pocos pasos se encontró casi al lado
del contrincante. Este, evidentemente, no se había dado cuenta de que lo
tenía tan cerca y se había encaminado hacia la meta dando por
descontada la victoria. Pero en cuanto percibió su presencia detrás de él,
aceleró el paso.
Una reacción que Eucles no se esperaba.
Había pensado que estaba acabado. En cambio, el antagonista había
únicamente dosificado sus energías. Sintió que el pánico de nuevo se
apoderaba de él al ver esfumarse su propio esfuerzo. No. No podía
terminar así. No podía perder después de haber derrotado al enemigo más
peligroso: él mismo. Pero la frecuencia de los pasos no podía ya
aumentarla. Se encontraba al máximo de la velocidad que las fuerzas que
le quedaban le consentían.

~80~
Andrea Frediani Maratón

Entonces aumentó el paso, esperando que, en ese momento, sus


músculos estuvieran los suficientemente calientes para evitar que se
endurecieran. Vio al adversario de nuevo más cerca, pero vio también que
la línea de la meta estaba próxima. Entonces aumentó también la
amplitud del movimiento de los brazos: las manos llegaron a rozarle el
rostro, como en la carrera corta.
Se encontró codo con codo con el otro corredor, sintió cómo le
salpicaban las gotas de su sudor, escuchó sus gruñidos retumbarle en los
oídos, sintió en las piernas el polvo que levantaba con los pies. Se negó a
mirarlo y miró la línea de la meta fijamente, como si quisiera seducirla y
atraerla. Se arrojó encima, cayendo al suelo y rodando.
Había terminado, independientemente de cómo hubiera sido el
resultado.
Se quedó en el suelo, con los ojos cerrados y los tímpanos que parecían
ir a explotar, jadeando y babeando. No le importaba. No le importaba dar
una imagen poco digna de sí mismo. Contaba sólo que hubiera vencido.
Abrió los ojos y miró a su alrededor. Pero todo seguía nublado. Las
lágrimas, como consecuencia del esfuerzo, le ocultaban la mirada.
Fueron sus oídos quienes le informaron, y no sus ojos.
—Hemos vencido ambos. ¡Felicidades! —le dijo el efebo que le había
disputado la victoria. Le ayudó a levantarse y le dio una palmada en los
hombros.
Eucles se tenía en pie con dificultad. A su alrededor todo daba vueltas,
como si se encontrara en el centro de un remolino de aire. Luego siguió
repitiéndose a sí mismo las palabras que le había dirigido el rival, «Hemos
vencido ambos», para convencerse de que había vencido, si bien junto a
otro. Evidentemente, los jueces habían establecido que habían llegado a la
par. Luego vio a Filípides que corría hacia él. Epizelo estaba detrás, con un
mayor esfuerzo. Les esperó pasivamente, inerte, intentando todavía
convencerse de la victoria.
—¡Por todos los dioses del Olimpo! —exclamó Filípides en cuento llegó
para abrazarlo—. ¡A fin de cuentas, podrías competir un día contra mí!
También Epizelo manifestó su opinión.
—Has hecho de todo para complicarte la vida, pero lo has conseguido,
de una manera o de otra... ¡eso es una buena señal! Quiere decir que
posees la fuerza de voluntad para realizar tu deber también cuando estás
en dificultad. Y es esto lo que quiere la patria.
Pero Eucles no lo había hecho por la patria. Ni porque le importara el
juicio de Filípides y de Epizelo. Había otro personaje del que se esperaba
con mayor ansia un reconocimiento. Se limitó a asentir. Y a esperar.
Tersipo llegó poco después. Probablemente, después de haber cruzado
la meta. Se encontraba todavía jadeando y agachado sobre las rodillas
cuando se le acercó.

~81~
Andrea Frediani Maratón

—Yo... he llegado hasta el final... y he evitado el último lugar... a


diferencia de ti... —se limitó a decir mientras abría la boca para coger aire.
Eucles se molestó. No era esto lo que quería escuchar. Y no era esto lo
que un hombre de honor debía decirle. Le clavó encima una mirada
cortante pero sin decir nada.
—Pero has ganado —retomó Tersipo—. Has ganado, y entonces...
nosotros dos seremos grandes amigos. Eres bueno, Eucles.
Fue entonces cuando Eucles se relajó. Agarró el brazo de Filípides y lo
trajo hacia sí.
—Y yo te presento a otro gran amigo, Filípides. ¿Lo conoces?
—¿Quién no conoce a Filípides? —respondió Tersipo—. Es un vencedor.
Me gustan los vencedores. Si eres amigo de mi amigo, entonces también
eres amigo mío... —añadió, dándole la mano y sujetando el hombro de
Eucles.

El campamento griego había cambiado de rostro en el curso de pocos


instantes. Una especie de desorientación se había adueñado de los
hoplitas, como si el enemigo estuviera a punto de atacar. Y en cambio, se
estaba marchando. Ni siquiera los esclavos se explicaban de lo que
ocurría. ¿Qué es lo que estaba pasando? Los mismos oficiales no sabían si
armar a sus propios hombres y tenerlos listos para una eventual
persecución, o dejarlos en libertad y esperar las ordenes del Estado Mayor.
Muchos se amontonaban a lo largo de la barrera para intentar captar, en
la velada bruma del alba, los movimientos de los persas.
También Tersipo, Filípides y Eucles corrieron hasta los márgenes del
campamento. Sus encendidas discusiones se habían apagado de repente,
en cuanto habían recibido la noticia. Encontraron allí a Cinegiro.
—¿Sabes algo? —preguntó Filípides al amigo.
—Nada más que lo que se escucha decir. Los soldados en avanzadilla
han anunciado que los persas se están embarcando. Pero será un asunto
largo, visto cuántos son. Y no sabemos cuál es su plan. Los estrategas se
están reuniendo con el polemarco para deliberar un plan de acción.
—¿Está el consejo de guerra? Entonces voy para allá... —dijo
inmediatamente Tersipo, suscitando también alguna sonrisita en sus
amigos.
—No recuerdo que hayas sido nombrado estratega en los últimos
tiempos —comentó con ironía Eucles.
Tersipo respondió con una sonrisa llena de suficiencia.
—No. Todavía no, al menos. Pero mi estratega Temistocles no me
impedirá presenciar la reunión. Es más, imagino que me necesitará para

~82~
Andrea Frediani Maratón

distribuir las órdenes a los lochagos después. Me he ocupado


intensamente de su elección, y ahora me considera insustituible.
Filípides movió la cabeza, mientras le observaba marcharse.
—¿Y a ese quién le para? Sabe bien cómo prometer tierra y mar a la
gente, y los poderosos se valen de ello. Ahora lo hace por los demás, pero
luego lo hará para sí mismo...
—¿Y qué hay de malo? —objetó Eucles—. A fin de cuentas, en
democracia la gente decide por quién tiene que ser guiada en base a la
confianza que atribuye a uno u otro candidato.
—Precisamente. Basta suscitar confianza en los ciudadanos contando un
montón de mentiras. Mientras tanto, los decepciones o no, no podrás ser
elegido de nuevo en breve. Y cuando te vuelvas a presentar, al cabo del
tiempo, la gente estará tan decepcionada con el que llegó después, que
estará lista para concederte de nuevo la confianza con tal de cambiar. Es
un sistema de gobierno que se basa en las promesas más que en los
hechos.
—Se diría que tú echas de menos la tiranía... Mira que Hipias se
encuentra a sólo pocos estadios de nosotros, allí delante, si tanto te
importa... —dijo Eucles, indicando el mar.
—Ese viejo ha cumplido ya su tiempo. Y desde que le asesinaron a su
hermano, se ha vuelto loco. Digo sólo que quizás son de verdad
demasiados en el poder para tomar decisiones. Demasiados, y entre ellos
también muchos que no tienen idea de qué es lo que quieren y se dejan
manipular, u otros que lo saben demasiado bien y venden su propio voto.
Digo sólo que deberá pasar mucho tiempo antes de que seamos dignos de
democracia. Para que la democracia funcione se necesita madurez, y
nosotros no la tenemos. Se necesita una cultura difundida en el respeto
por el bien común. Hasta que no se difunda, se necesita a alguien que nos
la imponga. En caso contrario, es sólo una lucha continua de todos contra
todos, cada uno ocupado en acapararse un trozo de la tarta dañando a los
demás.
Eucles reflexionó sobre las palabras del amigo. Sobre todo porque quien
las había dicho había sido Filípides. Parecían más cercanas a la naturaleza
de Tersipo, que soñaba con convertirse en un jefe y actuaba preparándose
el camino para lograrlo. Y en cambio, Tersipo era un tenaz defensor de la
democracia. Filípides, por el contrario, tenía una índole tolerante y
amoldable, profundamente democrática, y sin embargo buscaba
continuamente la vuelta de una guía superior. Todas las personas,
concluyó, tenían que tener dos naturalezas. Como mínimo.
Se preguntó cuáles eran las suyas. Una, quizás, era aquella romántica
que le inducía a soñar una existencia tranquila junto a la mujer de la que
se había enamorado, y a comportarse con ella con un respeto incluso
excesivo, que a fin de cuentas lo castigaba en vez de ayudarle. La otra le
llevaba, en cambio, a destacar, a ponerse a la vista, y aquello no debería

~83~
Andrea Frediani Maratón

haber admitido un peso como el que representaban sus sentimientos. La


ambición no se puede dejar distraer por tonterías como el amor. Quien
quiere alcanzar altos objetivos no debe ponerse obstáculos y escrúpulos
de ese tipo.
Quizás sus dos naturalezas hacían que pudiera tomar decisiones. O
quizás, si sumaba ambas, le permitirían conseguir ambos objetivos. El
deseo de destacar, esta vez, le habría consentido conquistar a Ismene. A
fin de cuentas, si había sido precisamente ella quien había propuesto la
competición, como afirmaba Tersipo, quería decir que le contemplaba
también a él como posible compañero, en contra de las apariencias. Pero
la prueba había terminado en igualdad.
Por ahora.

Tersipo indicó el sector donde se había reunido el Estado Mayor y llegó


hasta él corriendo, confirmando que cuanto había dicho a sus amigos era
absolutamente cierto, pues Temístocles lo llamó para que se acercara en
cuanto lo vio.
—Menos mal que has llegado. Quédate aquí, podría necesitarte —le dijo
el estratega.
Mientras tanto estaban llegando también los últimos comandantes del
regimiento, y muchos más que estarían presentes por diferentes motivos.
Tersipo sonrió. Había muchos efectivos de los estrategas allí presentes,
pero muchos otros estaban allí sólo por alguna conexión familiar o de
amistad con los jefes más importantes. Filípides lo juzgaría como otra de
las pruebas de que la democracia ateniense estaba todavía verde y
carente de reglas. O mejor, carente de alguien que pudiera hacer respetar
las que ya había.
Los estrategas llegaron a la reunión divididos. Como no se fiaban los
unos de los otros, cada uno intentaba asumir cuantas más noticias les
fuera posible de sus propios informadores, antes de discutir con los otros.
Pero el tiempo apremiaba, los acontecimientos se precipitaban y
Calimaco, el polemarco, quería comenzar, si bien habría sido inoportuno
tomar decisiones antes de que todos los comandantes estuvieran
presentes. Sobre todo sin Milcíades, que había obtenido de su parte una
buena mitad del consejo de guerra. Él y parte de sus seguidores estaban
seguramente acordando una línea de acción antes de exponerla al
comandante supremo, y el ex tirano del Quersoneso tracio querría estar
seguro de que tenía los números para imponer su punto de vista en el
consejo.
Tersipo sabía bien que, si había alguien hábil que buscara consensos en
Atenas, éste era precisamente Milcíades.

~84~
Andrea Frediani Maratón

Desde el principio de la campaña, el estratega de Oneida había logrado


modificar a su propio favor la rígida alternancia diaria del mando, que
tocaba a cada estratega en rotación. Algunos jefes de tribus, corruptos por
sus regalías, ablandados por sus promesas, o turbados por sus veladas
amenazas, le cedían voluntariamente el mando, de forma que Milcíades se
encontraba acumulando en su persona un poder continuativo parecido al
del polemarco. Es más, frente al apoyo que el ex tirano había sabido
procurarse, el papel de Calimaco corría el riesgo de revelarse puramente
honorífico.
Tersipo, en contraste a la antipatía que Temístocles sentía hacia aquel,
le admiraba, y respetaba su punto de vista. Por un lado, Milcíades había
comprendido hasta el fondo los defectos del sistema democrático y los
utilizaba para obtener una ventaja personal, constituyendo así un modelo
para las ambiciones del joven; por otra parte, era probablemente el
hombre más parecido a Hipias que se pudiera encontrar en la ciudad, por
lo que era también el más apropiado para combatirlo. El hoplita deseó que
los otros comandantes, y el propio estratega en particular, le reconocieran
al menos este beneficio por el bien de la patria.
Por otro lado, el propio Temístocles detestaba a cualquiera que
amenazara con hacerle sombra, comenzando por Arístides, el estratega de
Antioquea con quien estaba siempre en contra. Era toda ella gente
terriblemente ambiciosa, personas a quienes las mallas de la democracia
se les quedaban pequeñas. Querían todos salvar la patria, pero ninguno
quería ser el artífice principal de aquella empresa.
Todos menos el comandante en jefe. Calimaco de Afidnas era el único
que mostraba un puro instinto de servicio, la voluntad de interpretar el
propio papel para ser útil a la patria sin apuntar a la propia gloria personal.
Precisamente por esto Tersipo tenía la impresión de que los otros le
despreciaran o que apenas le tenían en cuenta. El mismo, por otro lado,
no conseguía tomar de verdad en serio a un hombre que, por su
naturaleza, parecía más indicado para seguir las normas que para mandar.
Era verdad que había ganado los Juegos, y en el pasado se había
demostrado un valiente guerrero. El pueblo lo aclamaba y lo consideraba
también un amuleto de la suerte, porque había conseguido la victoria
deportiva como polemarco. Pero los otros poderosos no lo veían como a
un rival y, por lo tanto, no lo respetaban. Ni siquiera él, Tersipo, que quería
llegar a ser un potentado, conseguía atribuirle mucho crédito.
Milcíades no había llegado todavía cuando Arimnestos, el comandante
del contingente platense, indicó con sus protestas que comenzara el
consejo de guerra.
—¿Pero qué está ocurriendo? ¿Los persas se mueven y nosotros nos
quedamos aquí a charlar? —preguntó levantando la voz, molesto por la
aparente pasividad de los otros comandantes.
—¿Y de qué te preocupas? Los persas se han asustado y se están
marchando. Es así de sencillo...

~85~
Andrea Frediani Maratón

El comentario era de Estesilao, estratega de Ayántide, la tribu de


Esquilo y Cinegiro. Un exaltado capaz únicamente de mover las manos.
Calimaco se apresuró a hablar de forma más diplomática y sensata.
—Sabes bien que no podemos dar comienzo al consejo sin que estén
presentes todos los estrategas. Ten todavía un poco de paciencia. No nos
están atacando, tenlo en cuenta.
—¡No nos están atacando pero podrían estar atacando a cualquier otro!
—insistía Arimnestos—. ¿Quieres esperar a que zarpen para bordear Ática
y atacar Platea, lo que obligaría a los atenienses a alejarse más de Atenas
y dejarla sin protección?
—Absurdo. Es una maniobra demasiado complicada para una flota de
seiscientas naves. Emplearían demasiado tiempo en llegar a la altura de
Beocia. Probablemente están sólo intentando cansarnos antes de que
lleguen los espartanos —imaginó Calimaco.
—Ambos tenéis razón, en realidad.
Quien había hablado había sido justamente Milcíades, dando un codazo
a los dos estrategas, individuos de igual grado que él pero, de hecho,
componentes de su Estado Mayor personal.
Todos se dieron la vuelta hacia el ex tirano. Calimaco se hizo portavoz
de la curiosidad de los demás.
—¿Qué quieres decir?
—Los persas no se están embarcando. O por lo menos, no se están
embarcando todos. Mis exploradores han visto que una parte del ejército
ni ha desmontado las cortinas ni movido las provisiones.
—¿Qué es lo que quieren hacernos creer? —se preguntó Estesilao en
voz alta.
—Nada. Una parte del ejército está efectivamente embarcándose. Diría
que aproximadamente la mitad...
—La mitad que se queda equivale aproximadamente a la fuerza de
nuestro ejército, entonces. Y con la llegada de los espartanos se
encontrarían en inferioridad numérica además de táctica —dijo Calimaco
—. Y entonces, ¿por qué Datis se priva de una parte de sus fuerzas?
¿Adónde las está llevando?
—Me parece evidente —respondió Milcíades—. A Atenas. Cuenta con
sorprender la ciudad mientras su ejército está lejos, y considera que una
parte de su armada será suficiente para tenernos entretenidos.
Durante unos instantes caló hondo el silencio, pero sólo durante unos
segundos.
—¡Claro que no! Para mí que nos infravaloran y están enviando parte de
sus hombres a consolidar la posesión de las islas, considerando que les

~86~
Andrea Frediani Maratón

basta la mitad de la armada para vencernos, estén ya o no los espartanos


—objetó Estesilao.
—Yo creo, en cambio, que su meta es Platea —insistía Arimnestos.
—¿Y si fuera como dices tú? —contestó en cambio Calímaco,
dirigiéndose a Milcíades—. No podría lograrlo nunca con diez mil hombres
contra Atenas y sus murallas.
—No podría si Hipias no tuviera personas que le apoyan y están listas a
abrir las puertas a quien ha venido a colocarlo en el poder. Pero todos
sabemos que algunos son favorables a su regreso... —especificó Milcíades.
No tuvo necesidad de realizar explícitas referencias a la facción partidaria
de que los persas estuvieran presentes en la ciudad. Los Alcmeónidas, que
contaban con numerosos clientes, no habían ocultado nunca que les
gustaba el regreso de Hipias y que, por otro lado, no consideraban tan
despreciable una genérica soberanía del lejano rey Persa. Sobre todo si la
alternativa amenazaba con ser una sumisión hacia la ciudad más cercana,
Esparta, que en más de una ocasión se había entrometido en la vida
interna de Atenas en los últimos años.
Vamos, se dijo Tersipo, el partido entre los griegos y los persas era un
desafío que se jugaban en diferentes frentes, no sólo militar, sino también
político y psicológico.
Precisamente como el partido que se estaba jugando entre él, Eucles y
Filípides, que ya no era sólo por Ismene.
—¡Es verdad! —gritó Arístides, cuyo juicio de valor Tersipo lo
consideraba siempre independiente, o al máximo unido a la necesidad de
contradecir a Temístocles—. Muchos en la ciudad no considerarían una
locura nuestra derrota. Si los persas e Hipias se dejan ver en el Falero,
sería pura locura que no haya nadie listo para abrir las puertas.
—Es más, la aparición del tirano y de sus acólitos asiáticos podría
incluso desencadenar una guerra civil dentro de las murallas —tuvo que
convenir Temístocles.
—¿Es posible que nadie se encuentre dispuesto a considerar la
eventualidad de que la mitad de la flota persa esté en Platea? —insistía
Arimnestos.
—Esto queda excluido —cortó Milcíades—. ¿Por qué subir la costa hasta
Beocia cuando son capaces de amenazar directamente a Atenas en un
tiempo todavía más corto?
Arimnestos no encontró argumentos con los que responder. Lo hizo
Temístocles.
—Pero entonces, si su verdadero objetivo es entrar en Atenas mientras
nosotros estamos lejos, y me parece que en esto estamos todos de
acuerdo, ¿por qué se llevan casi la mitad del ejército? Si están seguros de
poder contar con un apoyo dentro de la ciudad, les bastaría un tercio, o
incluso un cuarto. La flota sería más ágil y bordearía más rápidamente

~87~
Andrea Frediani Maratón

Ática, y aquí tendrían mayores posibilidades de tenernos bloqueados. O de


ganarnos si saliéramos a su encuentro en una batalla, incluso si llegan los
espartanos...
—Has centrado la cuestión —siguió Milcíades—. Datis tiene una doble
finalidad: llegar a Atenas y obligarnos a luchar antes de la llegada de los
espartanos. Por lo tanto, pretende dejar aquí en Maratón un número de
soldados más o menos equivalente al nuestro, porque piensa que
querremos aprovecharnos y atacarle enseguida para luego correr en
ayuda de la ciudad.
—¡Pero nosotros no estamos tan locos como para caer en ese juego! —
exclamó Arístides—. La llegada de los espartanos es cuestión de horas.
—También la llegada de los persas a Falero es cuestión de horas, si
seguimos así —le respondió Milcíades—. Y yo creo que deberíamos atacar
enseguida. Podemos vencer, porque nosotros somos superiores.
—¡Pero es demasiado arriesgado! —intervino Temístocles—. Si
perdemos la batalla perdemos cualquier posibilidad de socorrer la ciudad,
o de reconquistarla, si los persas entran antes que nosotros...
—Y además, nuestros hombres no han combatido jamás contra los
persas. No saben qué esperar y podrían encontrarse en dificultades al no
conseguir contentarse —dijo Arimnestos.
—Ya están nerviosos y asustados... No es una batalla como todas las
demás. Y un enemigo desconocido da miedo —convino otro estratega.
—Vosotros sabéis que yo nunca doy marcha atrás —añadió Estesilao—.
Pero aquella es gente que ha conquistado el mundo entero. A los jonios les
fue mal, y cuando lo intentaron eran más que nosotros. Afrontarles
siguiendo exactamente su juego, y sin que estén los espartanos, significa
enviar a los hombres al precipicio.
—¡No si sabemos motivarlos! Y adoptar la táctica apropiada —insistió
Milcíades, con una extraña luz en los ojos.

~88~
Andrea Frediani Maratón

VIII

Filípides está tomando ventaja. Uno tenía que esperárselo, se dice


Eucles. Era una locura esperar que el esfuerzo de la batalla hubiera hecho
mella en él más que en los demás. Y además, ¿por qué debería haber
ocurrido? El hemerodromo está más entrenado que cualquier otro, más
acostumbrado al esfuerzo, y si hay alguien capaz de gastar energías
durante un largo enfrentamiento, y luego en una carrera de fondo, es
precisamente él.
Ahora sólo queda esperar que se haga daño, que sufra un esguince.
Pero también esto es bastante improbable. Filípides ha corrido por
caminos accidentados y llenos de piedras en el Peloponeso, cuando fue a
avisar a los espartanos; sabe dónde pone los pies, conoce sus piernas y
sabe cómo moverse sin endurecerlas.
Eucles se maldice por no haberse empeñado todavía más a fondo en la
batalla. Probablemente ha sido la última ocasión que ha tenido para
vencer su particular apuesta. Tendría más posibilidades en un duelo con
los otros dos contendientes. En cambio ahora se ha reducido todo a
disputarse Ismene precisamente en el terreno preferido de Filípides.
Cualquier otra competición habría sido preferible. Cualquier otra. El
stadion, el diaulos, el salto de longitud, la lucha, el pancracio, los
lanzamientos... No son especialidades en las que pueda estar seguro de
ganar pero, seguramente, con Filípides y Tersipo al menos no estaría
seguro tampoco de perder. En el pancracio, la lucha sin exclusión de
golpes, no se había jamás enfrentado al hemerodromo, pero durante el
efebato lo había hecho con Tersipo. Y precisamente porque se habían
convertido en grandes amigos, no habían llegado mucho más lejos de los
golpes «limpios», transformando su enfrentamiento, de hecho, en una
lucha normal. Habían ganado una vez cada uno y habían sido reprimidos
por sus respectivos instructores por el escaso empeño demostrado.
Pero para dar el máximo en el pancracio, se tiene que llegar a odiar al
propio antagonista. Es necesario convencerse de que es un enemigo y
que, si no se le hace daño, será él quien lo haga. Entonces Eucles se
sentía demasiado unido a Tersipo para provocarle daño, incluso
tratándose de una competición oficial. Y lo mismo valía para el amigo, que
por otro lado tenía un físico muy apropiado para la lucha.
Por ello, cuando los jueces asignaron la victoria a Eucles, su camino se
vio interrumpido poco después, mucho antes de la fase final. Cuando en

~89~
Andrea Frediani Maratón

cambio había sido Tersipo quien había prevalecido, éste había llegado
hasta la final, donde había cedido frente al otro competidor sólo después
de un enfrentamiento durísimo y equilibrado. Se podía decir que Tersipo,
en la ocasión en la que se había dejado ganar por él, había renunciado a
un resultado de prestigio. Un resultado que luego alcanzaría también en
las panateneas.
Así como Filípides, cuya única pena era no haber tenido nunca la
posibilidad de ganar una Olimpiada, los dos son estrellas de primera
categoría en sus respectivas especialidades, mientras que Eucles, justo tal
y como había querido su entrenador, conseguía salir airoso en todo sin
destacar en nada. Sabe que es bueno sobre todo en las carreras de
resistencia, pero no podría jamás vencer en alguna competición
importante mientras Filípides estuviera en activo. Así que su desafío al
hemerodromo quedaba sin esperanza. Por el contrario, si su prueba
hubiera sido el pancracio, habría podido jugarse la partida esta vez, si bien
Tersipo es un campeón. La carrera es una cuestión de talento, pero la
lucha sin exclusión de golpes es un asunto de fuerza, maldad, rabia y
desesperación. Y él, ahora, tenía mucho de todas aquellas características.
Si ahora se hubieran desafiado en el pancracio en vez de en la carrera,
no habría sido seguro que hubiera ganado el mejor, el más técnico y
preparado. Estaba claro que habría sido todo muy distinto de cuanto había
ocurrido durante el efebato. La amistad que los unía entonces, aquel
vínculo de fraternidad que les había impedido empeñarse a fondo en el
enfrentamiento, se había disuelto en la competición de Maratón,
comenzada con la acción nocturna, continuada con la batalla y a punto de
concluirse ahora con la carrera.
En el momento, en cambio, Eucles estaba convencido de que habría
sabido emplear todas las fuerzas de las que disponía para superar a
Tersipo en un enfrentamiento físico. Y estaba igualmente convencido de
que el amigo habría hecho igual. Es un enemigo ahora, un obstáculo entre
él mismo e Ismene, así como él es un obstáculo entre Tersipo y la riqueza
de Ismene, y también entre Filípides y la gloria eterna. Su amistad está
destinada a no superar la prueba definitiva.
Y bien, transformaría esta carrera en un pancracio si era necesario.
La transformaría en un desafío sin exclusión de golpes, seguro de que
ellos dos habrían hecho lo mismo esta vez.
No hay una única corona de olivo en juego. Por razones diferentes, cada
uno de ellos la considera la carrera de su vida. No es un desafío por una
victoria. Es el desafío por la victoria.
Si ganas, ganas todo, Eucles. ¡Recuérdalo! No serás únicamente el
mejor y más valiente ante los ojos de Ismene. Serás más que un
pentatleta que ha ganado las cinco especialidades en las Olimpiadas.
Serás el triatleta que ha demostrado ser el mejor en las pruebas más
complicadas que pudieran disputar seres humanos durante la campaña
más memorable en la historia militar de Atenas. El triunfador de tres

~90~
Andrea Frediani Maratón

especialidades difíciles y arriesgadas como la incursión nocturna en un


campamento enemigo, el enfrentamiento y la carrera más larga después
de la batalla.
Cualquiera que sea capaz de prevalecer en un desafío de estas
características es un dios ante los ojos de los otros. Es por esto que
Filípides desea vencerla: él se ha considerado siempre un semidiós y
ambiciona demostrarlo. Y es por esto que también Tersipo quiere vencer,
pues un hombre que todos consideran un dios tiene más probabilidades
de ascender en el poder.
Ismene es únicamente un pretexto para ellos. Está seguro de eso. Pero
no para él, se dice Eucles. El está enamorado de Ismene, y siempre lo ha
estado, y el empeño que realiza para conquistarla es la demostración más
evidente. No desea la gloria, no aspira al poder. No quiere más gloria ni
más poder que aquel suficiente para que su propia dama esté orgullosa de
él. Nada más a lo que aspira cualquier ciudadano que quiera ser útil para
la patria. Justo como le ha enseñado Epizelo. Quedan lejos los tiempos del
efebato, en los que quería destacar a toda costa también él. Ahora lo ha
entendido, que un ciudadano tiene que conformar sus propias ambiciones
con las de la ciudad, y ha colocado sus propias aspiraciones en el amor
por una persona a la que desea cuidar.
Y para cuidar de ella, esta vez tiene que ganar.
Sí, esta vez tiene la estimulación necesaria para dar el máximo, la
motivación que le sirve para conseguir el objetivo. Esta vez sabe que
utilizará todas sus energías, físicas y mentales, para conquistarse la
victoria. Como había hecho venciendo el dolicos en su primera
competición del efebato, cuando había empleado todos los recursos
interiores para empatar la apuesta en la distancia con Tersipo. Entonces, y
sólo entonces, se habría dejado llevar por una motivación, por una fuerza
de voluntad que le había faltado siempre.
Eucles vuelve con la mente a la última competición del efebato. Había
sido en aquella ocasión, era consciente de ello, cuando había intuido por
primera vez que no poseía nada que los dos amigos no tuvieran, y se tuvo
que resignar con un papel de comprimario. Había sido durante la final de
la prueba de danza pírrica, la prueba final del bienio.
Terminado el primer año de adiestramiento físico, Eucles había sido
enviado cerca de las fronteras para aprender el arte de la lucha y, al
mismo tiempo, para desarrollar un servicio en la guarnición. En base al
sorteo, había terminado en el territorio de Platea, en Beocia, donde Atenas
mantenía una guarnición para la salvaguarda de sus propios intereses
contra la veleidad jamás sofocada de Tebas. Como todos los efebos,
durante todo el año el joven se había dedicado casi exclusivamente al
adiestramiento militar, transcurriendo el tiempo en el cuartel cuando
estaba descansando, en las torres de guardia o en marcha cuando estaba
de servicio.

~91~
Andrea Frediani Maratón

El Estado le había ofrecido una panoplia, y Epizelo le había


pacientemente enseñado las técnicas de enfrentamiento con la lanza y la
espada, la utilización del escudo en defensa y también en ataque, a
colaborar con los compañeros de la propia línea y a ejecutar rápidamente
las órdenes de los oficiales.
También en aquel segundo año no habían faltado las competiciones,
pero habían tenido todas la finalidad de mejorar la pericia bélica del
recluta. El único tipo de carrera que se tenía era el hoplitódromos, en los
primeros tiempos con los escudos ligeros, los aspikiskoi, y sin casco.
Luego con el casco y con el aspis, el clásico escudo de hoplita, amplio y
pesado.
Los instructores también prestaban particular atención a la danza
pírrica. Se procedía en equipos, y los participantes, dotados sólo de una
lanza, escudo y casco, tenían que simular un enfrentamiento siguiendo el
sonido de una flauta, con movimientos que los jueces tenían que premiar
por elegancia a la par de eficaces. La competición excluía cualquier forma
de agresión o violencia hacia el otro competidor. Es más, si alguien tocaba
a otro efebo con la punta de la lanza quedaba descalificado. Algún amante
más severo que los otros castigaba, en estos casos, al propio alumno
obligándolo a quedarse una noche entera de pie con el escudo.
Eucles había adquirido particular habilidad en este tipo de
competiciones. Era elegante en los movimientos, sabía moverse en
perfecta armonía con la música y era capaz de aportar golpes en
profundidad sin hacer nunca daño a nadie. Todos los efebos competían
para tenerlo en su equipo, no sólo porque su presencia les procuraba una
puntuación alta, sino también porque con él no se arriesgaban en
accidentes que de vez en cuando veían implicados a los menos
habilidosos.
Eucles se complacía mucho de aquella popularidad que tenía ante los
compañeros, y se sentía ya un guerrero de verdad. Si bien, Epizelo le
regañaba continuamente. Saber usar la danza y realizar los movimientos
justos con el cuerpo y con el escudo era sólo una parte del bagaje
necesario para formar a un hoplita. La otra parte, más esencial todavía
para la supervivencia, era la crueldad, el instinto homicida unido a la
voluntad de supervivencia, la capacidad de ver al adversario como un
peligro del que deshacerse.
Luego había llegado el momento de la competición final. Al finalizar el
segundo año, hacia el final del verano, los efebos habían regresado todos
a Atenas y habían tenido a su disposición el ágora, la plaza principal,
donde se desarrollaban también las pruebas de atletismo de las
panateneas. El público había acudido en gran número a los márgenes de
la plaza, en particular familiares y amigos de los competidores, que se
habían quedado un año lejos de sus seres queridos. Para cada efebo era la
primera verdadera ocasión de dejarse ver y de que su nombre circulara.

~92~
Andrea Frediani Maratón

Eucles había visto también a Tersipo después de un año. Su amigo


había sido enviado cerca de la frontera meridional de Ática y se había
ensanchado notablemente respecto a cómo lo recordaba. Lo había
encontrado también más seguro de sí mismo y siempre rodeado de una
nube de efebos que parecían considerarlo una especie de modelo a seguir.
Los dos habían recibido los ánimos de Filípides, que se había acercado a
presenciar las pruebas y a saludar a sus amigos.
Luego habían comenzado las competiciones y las finales habían sido
muy diferentes a como se las esperaba Eucles. A diferencia de Tersipo,
que había dominado el stadion, Eucles había llegado de hecho a la última
prueba sin haber ganado nada. En el dolicos, su especialidad en atletismo,
había llegado segundo, constatando que, en el curso del bienio, otros
efebos habían hecho más progresos que él. En el pentatlón, la otra
competición que le era más favorable, había recogido una felicitación por
su tercer puesto en la clasificación general, que le había dejado sin
embargo insatisfecho. Epizelo le había felicitado por la posición alcanzada,
y también Tersipo le había dado una entusiasta felicitación, pero él no veía
qué es lo que había de tan maravilloso en aquellas dos posiciones, de las
que nadie se acordaría, y se había sorprendido a sí mismo al sentir envidia
de su amigo por la victoria.
Pero tampoco se preocupó mucho. La prueba en la que consideraba que
de verdad no tenía rivales era precisamente la última. Cuando llegó el
turno de la danza pírrica, Eucles estaba convencido de poder causar una
buena impresión, y más cuando la prueba en equipos había sido sustituida
por una individual. Y en efecto había superado fácilmente las
eliminatorias, durante las que los cinco jueces elegían a los mejores entre
las cinco parejas que se exhibían al mismo tiempo.
La duración de los encuentros era variable y dependía del tiempo que
empleaban los jueces para exprimir su voto. Cuando el último de ellos
declaraba lo que había decidido, los competidores se detenían y
esperaban la respuesta. Y después del primer y segundo turno, sólo en el
caso del grupo de Eucles había habido unanimidad sobre el nombre del
vencedor. Era lógico, por lo tanto, que todos le miraran a él como el
favorito para la victoria.
Pero también Tersipo lo había hecho bien. Sus victorias no le
procuraban un juicio único, pero Eucles tuvo que admitir observándolo en
acción que era hábil. Quizás menos elegante que él en los movimientos,
pero igualmente, si no más capaz, en acercar la punta de la lanza a menos
de una palma del cuerpo del adversario sin ni siquiera rozarlo. Y
precisamente para compensar la falta de estilo al ritmo de la música,
Tersipo realizaba frecuentemente incursiones, ganándose los aplausos del
público.
Más aplausos que Eucles.

~93~
Andrea Frediani Maratón

La final entre ellos dos era ampliamente previsible. Y fueron


precisamente Eucles y Tersipo quienes se encontraron frente a frente en
la última prueba del último día del efebato.
Su desafío quedaría grabado en los otros efebos, en sus instructores y
en el abundante público que se había acercado al ágora en aquella
ocasión. Eucles la encaró con una cierta emoción, también porque no
estaba seguro de poseer la justa determinación para jugarse el partido
final precisamente con su amigo. De alguna forma sentía que la alegría
por la eventual victoria quedaría mitigada por el sinsabor de haberlo
derrotado.
No sabía qué es lo que pasaba por la cabeza de Tersipo. Esperaba sólo
que también él tuviera un cierto resquemor, cuando uno de los jueces
indicó el comienzo del encuentro. Los cinco instrumentistas de aulos
encargados de tocar juntos, para que la música llegara también a los oídos
de los espectadores más lejanos, comenzó a entonar una melodía lenta,
con ritmo y sufrida. Al principio de cada desafío estaba previsto que los
contendientes se exhibieran en sus movimientos más espectaculares
simulando una fase de estudio antes del contacto.
Era esta la fase en la que Eucles impresionaba más a la gente. Epizelo le
había transmitido un estilo magnífico, que él había enriquecido con
amplios pasos y vueltas. Una verdadera danza, acompañada por elegantes
evoluciones en el lanzamiento, que Eucles sabía arrojar en el aire y
retomar, hacer girar como si fuera un molino en la mano, encima de la
cabeza, moviéndose con el ritmo de la música. Su cuerpo atlético, los
músculos bien definidos y relucientes por el aceite y el sudor, lograban dar
la impresión, en el mismo instante, de potencia y elegancia, provocando
en el público gritos de admiración y asombro.
Tersipo era mucho más marcial. Sus movimientos con los brazos y con
el busto eran mucho más esenciales y planos, y su danza con las piernas
era más torpe y pesada. Ningún juez habría tenido dudas sobre a quién
asignar la victoria, si se hubiera tratado sólo de eso. Pero era necesario
también demostrar que se combatía, y Tersipo había demostrado que no
era segundón de nadie en este campo.
Cuando se concluyeron los preliminares, Eucles estaba seguro de ir en
neta ventaja, pero igualmente consciente de tener que realizar al menos
un par de incursiones correctas y sin tocar el escudo si quería estar seguro
de la victoria.
Pero mientras tanto el primero en realizar tal actuación fue Tersipo.
Eucles se percató de lo mucho que el amigo había ganado en rapidez. Su
lanza no la vio ni siquiera llegar. Se la encontró entre los dedos del pecho
antes incluso de pensar en repararse con el escudo, que todavía sujetaba
junto al costado izquierdo. Los jueces asignaron un punto al adversario,
que en ese momento había reducido las distancias. Pero Eucles juzgaba
que, para compensar la desventaja que le había infligido en la fase

~94~
Andrea Frediani Maratón

preliminar, Tersipo debería de rozarlo al menos tres veces. Y sin que él


consiguiera jamás llegar tan cerca.
Decidió restablecer las distancias y atacó a su vez. Su movimiento fue
tan amplio que resultó previsible, y su lanza alcanzó el escudo del amigo.
Eucles se dio cuenta de que tenía que poner a un lado el estilo si quería
obtener algún resultado contra un adversario tan rápido, y redujo el radio
de acción del brazo. Luego retiró cualquier belleza exhibicionista y
mantuvo el asta de la lanza bien sujeta en la mano, listo para atacar de
nuevo. Se mantuvo cubierto con el escudo y atacó de nuevo con la lanza,
con un movimiento del brazo por encima del hombro.
Esta vez Tersipo no había mantenido el escudo suficientemente alto y
dejó que le pillaran con el pecho parcialmente descubierto. Eucles se
detuvo a un palmo de la base del cuello, con el típico control que sabía
ejercitar sobre el propio brazo, pero vio al amigo moverse ligeramente
hacia adelante y encontró una ligera oposición. Inmediatamente después
dio un paso atrás, listo para levantar el brazo para el éxito pero vio que el
pecho de Tersipo sangraba. Y esto significaba sólo una cosa: quedaba
descalificado.
Tersipo, de hecho, se dio la vuelta hacia los jueces y les mostró la
pequeña herida. Aquellos no pudieron hacer otra cosa que suspender el
encuentro y decretar su victoria, entre los gritos de desilusión de los
espectadores, que habían esperado un desafío más largo y espectacular.
Sólo entonces Tersipo arrojó al suelo la lanza y el escudo y levantó los
brazos al cielo. Luego se acercó a Eucles, le dio una palmada en el hombro
y le dijo:
—No te lo tomes a mal. Tú eres el mejor. Pero para ganar la prueba se
necesita también suerte. —Y se fue junto a los jueces para recibir la
corona de ramas de olivo.
Eucles se lo quedó mirando con el escudo y la lanza todavía en la mano.
No, se dijo, no había sido la fortuna quien había establecido el vencedor.
Había sido un truco de Tersipo. Cuando él había atacado con la lanza, el
amigo no sólo no se había echado hacia atrás instintivamente como
hacían todos, sino que había realizado un imperceptible movimiento hacia
delante.
Debería haber sido descalificado Tersipo y no él. Un truco de ese tipo no
estaba permitido. Pero su amigo era tan rápido que había engañado a los
jueces, y también al público.
Eucles se sintió desorientado. Le hubiera gustado denunciarlo, pero
difícilmente le habrían creído. Y además pondría en entredicho su amistad.
Por último, parecía que a Tersipo le importaba mucho más que a él la
victoria y no le apetecía quitársela.
Había sido entonces cuando Eucles había entendido de qué hablaba
Epizelo. Él no deseaba suficientemente la victoria. Para él, mostrarse el
mejor no era una motivación suficiente para destacar sobre los demás. La

~95~
Andrea Frediani Maratón

única vez en la que había tenido de verdad el deseo de ganar lo había


logrado. Había sido capaz de sacar todas las energías y capacidades. Y
toda su maldad.
Y ahora, a distancia de un par de años, ahora que corre por algo que de
verdad le importa, ahora que se siente empujado por una motivación en la
que cree, quizás sea finalmente capaz de poner a un lado los escrúpulos,
el respeto por el prójimo, las dudas que le han condicionado en cada
competición, impidiéndole exprimir toda su potencialidad.
Y finalmente podrá saborear la inmensa gloria de la victoria, como había
ocurrido en su primer dolicos, la única circunstancia en la que alguien,
precisamente Tersipo, había sabido hacerle sentir un vencedor.

—¡Calimaco! —dijo Milcíades, que estaba monopolizando la atención en


el consejo de guerra—. Cómo pretendes tú guiar la batalla.
Calimaco se había quedado en silencio escuchando las opiniones de los
otros comandantes. Como Tersipo había previsto, el polemarco pertenecía
a esa rara especie de jefes supremos que escuchan las opiniones de los
otros, sobre todo de los más expertos, y luego llegan a conclusiones
teniendo en cuenta todo lo que han escuchado antes. Algo raro en
aquellos tiempos. Quizás en todos los tiempos. Era un demócrata de
verdad, por eso parecía un pez fuera del agua en una democracia
inmadura como la de ellos.
—Parece que decidimos dar batalla sin esperar a los espartanos... —dijo
Temístocles, recogiendo diferentes consensos, incluido el de Arístides.
—¡Pero tenemos que dar guerra! —insistía Milcíades—. Así, con un
ejército de tierra por detrás, ¡no podemos ni siquiera marchar en ayuda de
la ciudad mientras la flota la amenaza!
Datis se ha reído de nosotros, obligándonos a permanecer aquí. ¡Si no
nos movemos inmediatamente, Atenas quedará vendida!
—¡Si nos movemos enseguida, nos vendemos nosotros y también
Atenas! —replicó Arístides.
—Os he dicho que conozco el modo de ganarles. He militado en el
ejército de Darío, ¿no? Repito mi pregunta, Calímaco. ¿Qué táctica
adoptarás contra los persas?
El polemarco respiró profundamente.
—La única que los hoplitas saben aplicar desde los tiempos de la guerra
de Troya. Los llevaré contra el ejército enemigo al paso y luego, a pocos
pies de distancia, daré orden para que se lancen contra su primera fila...
Como siempre.
—¡Entonces sí que perderemos! —exclamó Milcíades—. Y es esto lo que
espera Datis de nosotros, que marchemos en orden disperso y nos

~96~
Andrea Frediani Maratón

dejemos aniquilar por sus arqueros antes de llegar al contacto con su


infantería. Sin contar que la caballería tendría toda la comodidad para
atacarnos por los lados, donde no tenemos ninguna protección.
—Pero es el único modo en que sabemos combatir. Es el coraje de los
hoplitas el que debería marcar la diferencia —dijo desconsolado Calimaco.
—Ya. Pero alguien de nosotros, justamente, ha puesto en duda el coraje
de los hoplitas esta vez. Estamos frente a un enemigo nuevo, que
transmite temor. No lo afrontarán con la típica determinación... si cada
soldado se encuentra solo frente a la alineación enemiga.
—¿Solo? ¿En una armada completa?
—Claro. Si les hacemos avanzar como siempre, distantes unos pasos los
unos de los otros, y en un orden desordenado, se sentirán protegidos
únicamente por su escudo, y dudarán entregándose a las flechas
adversarias y al contraataque de los sparabara.
—Precisamente por eso tenemos que esperar al menos a que tengamos
superioridad numérica.
—¡No si los sorprendemos con una táctica que no se esperan! —se
enfadó Milcíades—. Escuchadme. La llave de todo es resistir la lluvia de
dardos que nos caerá encima en cuanto nos movamos. Tenemos que
llegar al cuerpo a cuerpo todavía íntegros en las formaciones si queremos
romper la línea enemiga.
—¿Y cómo piensas lograrlo? —preguntó Temístocles, que estaba muy
pendiente. Tersipo se felicitó por ello.
—Haciendo avanzar a nuestros soldados uno junto al otro, de forma que
el escudo de un hoplita cubra parcialmente también el cuerpo del
compañero del lado izquierdo. Los espartanos ya hacen algo parecido,
¿no? Saben crear un muro de escudos, dejando sólo unas intersecciones
para los arqueros.
—Los espartanos se entrenan continuamente en este tipo de táctica. No
hacen otra cosa que dedicarse al adiestramiento militar. Del resto se
ocupan los esclavos. Nosotros tenemos también que sacar adelante una
ciudad, en cambio... —opinó Arístides.
—Además, cerrar los escudos no nos protegerá de la lluvia de flechas
que nos llegará desde arriba —añadió Temístocles.
—De hecho, no pretendo que nuestros soldados sepan mantener la
formación hasta el impacto —explicó Milcíades—. Es precisamente por
esto que les haremos correr desde el momento en el que entren en el
campo de tiro de los arqueros enemigos. Más o menos dos estadios, diría,
para estar seguros. Cuanto más rápido corran, menos tiempo quedarán
expuestos a los dardos.
—¿Correr? ¿Y mantener unidos los rangos? No se ha visto nunca. Ni
siquiera los espartanos...

~97~
Andrea Frediani Maratón

—¡Esta vez seremos nosotros quienes les enseñemos algo a los


espartanos! —se calentó Milcíades—. Se puede correr y permanecer
relativamente compactos, si los lochagos y sus ayudantes se ponen a la
cabeza y en la cola de cada reparto y lo mantienen unido. Así
obtendremos un doble resultado. Asustaremos al enemigo, que no se
esperará que vayamos corriendo contra sus filas, y aprovecharemos la
carrera para usar la potencia y romper la línea enemiga.
—No es una mala idea... —dijo Temístocles—. Las filas posteriores
podrían empujar a las de delante y crear una fuerza que obligaría al
enemigo a abrirse...
Milcíades se quedó complacido.
—¡Exacto! Precisamente es lo que pretendo obtener. Todos participarían
en el choque, también las filas posteriores, si bien sólo empujando a los
compañeros que tienen delante. No como en las típicas batallas entre
hoplitas, donde quienes combaten son sólo los de las primeras filas y los
otros se quedan mirando y lo único que hacen es incitar a los compañeros.
—Te olvidas de una cosa que hará que todo el asunto sea impracticable
—dijo seriamente Calimaco—. Si dejamos correr a los nuestros durante
dos estadios con toda la panoplia encima, llegarán agotados al
enfrentamiento y no tendrán fuerza ni para aguantar un cuerpo a cuerpo.
—No si los enviamos al ataque sin armadura —dijo Milcíades.
—¿Sin armadura? ¡Pero es absurdo! —protestó Estesilao—. ¡Se verán
más expuestos durante la lluvia de flechas!
—¡Y también luego, en el cuerpo a cuerpo! —añadió Arimnestos.
—En absoluto. Si consiguen marchar compactos durante el avance, la
armadura es superflua. Y si luego consiguen romper, en el cuerpo a
cuerpo gozarán de la superioridad del empuje. Y de una mayor agilidad.
Muchos movieron la cabeza. Otros se quedaron en silencio, con una
expresión de perplejidad en el rostro.
—Escuchad —insistía Milcíades—. Imaginad la sorpresa de los persas
cuando vieran caerles encima una selva de soldados que corren veloces
como atletas. Los nuestros están acostumbrados a disputar habitualmente
el hoplitódromos. Saben correr rápidos con el casco, el escudo y la lanza.
En cuanto comiencen a correr, los persas estarán desorientados y, antes
de que se recuperen, los nuestros ya les estarán encima. ¡Si comenzamos
con esta ventaja, no se conseguirán recuperar!
Todavía silencio. Pero el número de los estrategas que movía la cabeza
había disminuido.
—Yo digo que ataquemos inmediatamente, y ataquemos de esta forma.
Todos unidos, todos corriendo con el casco, el escudo, la lanza, la espada,
las espinilleras y la túnica. Y la victoria será nuestra antes de que la flota
persa haya llegado a Atenas. Polemarco, venga, ¡vayamos al voto! —

~98~
Andrea Frediani Maratón

concluyó Milcíades, con el tono firme que un superior habría tenido con un
subalterno.
Tersipo encontraba excelentes sus ideas, pero consideraba que el
antiguo tirano tenía que demostrar más deferencia hacia el polemarco. Si
seguía tratándolo de aquella forma, corría el riesgo de que el comandante
negara sus proyectos sólo para afirmar su propia autoridad. También un
personaje equilibrado y distante como Calimaco podía al final resentirse.
Pero Calimaco no pareció en absoluto molesto. O al menos no lo dio a
entender.
—Quien es favorable al ataque inmediato y con las modalidades
descritas por Milcíades que levante la mano —dijo seco.
Milcíades levantó inmediatamente la mano. Lo imitaron los dos que
habían llegado con él, sus simpatizantes, notoriamente pagados por él.
—Yo estoy a favor de la táctica propuesta por Milcíades pero sólo
cuando lleguen los espartanos —se sintió en deber de especificar
Temístocles.
—Yo, en cambio, soy partidario de atacar ahora, a fin de cuentas. Pero
siguiendo la modalidad de siempre, como estamos acostumbrados a hacer
—especificó Arístides.
Cinco contra cinco.
Todos miraron a Calimaco.
—Los estrategas estamos igualados. Ahora le toca al polemarco decidir
—dijo Milcíades dirigiéndose al comandante supremo.

~99~
Andrea Frediani Maratón

IX

Eucles lleva ya un buen tiempo corriendo. Tiene la sensación de haber


recorrido un camino más largo que un dolicos desde que ha dejado el
campamento de la batalla en Maratón. De todos modos, debería estar a
una distancia que Tersipo ni siquiera ha probado alguna vez. Su amigo
desde hace ya un tiempo se ha negado a realizar entrenamientos de
resistencia, prefiriendo más bien concentrar sus energías en la potencia.
Eucles está seguro de haberlo dejado bastante atrás. Se da la vuelta,
convencido de que incluso debería haber desaparecido de su vista, pero
se queda decepcionado. Tersipo está siempre allí. Más lejos de él, quizás,
más cansado, con peor pinta y tambaleándose demasiado en su carrera.
Pero está ahí.
Filípides, en cambio, no se da la vuelta nunca para controlar a sus
adversarios. No lo hacía tampoco en las competiciones oficiales, por otro
lado. ¿Por qué debería hacerlo ahora que compite contra dos corredores
claramente inferiores? Está tan seguro de sí mismo que no los teme. Sigue
su propia carrera, sin tener en cuenta la presencia de los dos adversarios.
Sería precioso ganarle incluso sólo para que se tragara su arrogancia, esa
convicción que tiene de ser un semidiós, muy lejos de los comunes
mortales...
Y sería precioso ganar a Tersipo, para humillar a un hombre que se cree
destinado a alcanzar los vértices del Estado y convertirse en uno de los
personajes más importantes y potentes de Atenas. Sería una gran
revancha para uno como Eucles que no ha destacado nunca de verdad. En
ningún campo. Y quitarles a Ismene, que desean por la conveniencia sólo,
sería la victoria más entusiasmante de todas.
Sólo ahora consigue pensar en ella, que ella sea un estímulo que
prevalga sobre el desafío. Durante la batalla, estaba demasiado ocupado
en salvarse el pellejo para pensar en otra cosa que no fueran los
adversarios. Pero los persas, lo había descubierto enfrentándose a ellos,
estaban a su alcance, en el fondo. Ahora, en cambio, tiene que vérselas
con al menos un contrincante de otro nivel, y pensar en Ismene le parece
el argumento más eficaz para transformarse en Hermes, para sentir las
alas en los pies y ponerse en el mismo nivel que un presunto semidiós.
Si ella los pudiera observar... las alas en los pies las sentiría de verdad,
piensa Eucles. La mirada de la mujer que ama doblaría sus fuerzas, le
haría recorrer toda la distancia hasta Atenas a la misma velocidad con la

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Andrea Frediani Maratón

que se corre un dolicos, quizás incluso un diaulos. Entonces Filípides


también debería agacharse ante su superioridad. Se ha tratado siempre
de una cuestión de estímulos apropiados. Como la primera vez, en las
competiciones del efebato. Y como ahora, que consigue casi tener el paso
del hemerodromo más grande de Helas. Si luego sintiera sus ojos encima,
esos ojos oscuros y vitales que él es capaz de apreciar también sin
maquillaje, está seguro de que podría superar sus propios límites.
Ha escuchado muchas veces a sus amigos hablar de Ismene como de
una mujer que necesita precisos retoques para parecer más joven y bella.
También ellos han podido veda sin maquillaje y observar sin piedad sus
primeras arrugas a los lados de los ojos, en sus órbitas marcadas y en la
nariz que sobresale, que ni siquiera el tratamiento específico del rostro
que la mujer realiza cada mañana consigue esconder un poco. Ismene no
es el tipo de mujer que se niega a recibir visitas si no se siente
presentable. No podría gestionar los negocios del marido en caso
contrario. Los clientes y sus socios se presentan en casa en las horas más
impensables, y ella les permite a todos comparar su aspecto de antes y
después del tratamiento.
La diferencia existe, no hay lugar a dudas, pero para Eucles, no tiene
que ver con la mejoría de su aspecto. Se trata sólo de un cambio, como
podría ser el de un vestido. Es más, a diferencia de sus dos amigos, él
consigue apreciar la belleza natural de su espontaneidad. Para él, Ismene
no es una persona, es un icono, y como tal no se espera de ella la
perfección sino sólo que sea fiel a sí misma, a su imagen. O lo que es lo
mismo, que sea natural, llevando bien incluso sus defectos. Ella ha
entrado dentro de él así y no es necesario que mejore, que esconda sus
límites. Es más, la Ismene más verdadera le conmueve más, le inspira más
ternura.
Si solo ella hubiera estado en las gradas por él, durante su primera
competición importante... Pero todavía no la conocía. No sabía que
pudiera existir un propulsor tan poderoso que consintiera a un atleta ir
más allá de sus propios límites. Había sido en ocasión de las primeras
panateneas en las que Eucles había participado. Ismene, entonces, se
encontraba entre los espectadores. Se lo había pedido, y la mujer había
asistido. Ella formaba parte de aquel reducido grupo de mujeres que
seguía las competiciones, sin importarle la desconfianza con la que se veía
la presencia de las mujeres durante las pruebas. Y cuando,
posteriormente, había estado junto a él durante las pruebas en las que no
participaba, la había observado, entre la vergüenza y la diversión, gritar y
apoyar con modos groseros parecidos a un hombre.
Recordaba con que dedicación se había entregado entonces al
entrenamiento para la preparación del encuentro. Epizelo había
continuado siguiéndole, a pesar de que ya no estaba obligado a ocuparse
de él después de terminar el efebato. Y a pesar de que Eucles tuviera la
sensación de que no era el mejor entrenador para él. Pero Epizelo daba la
impresión de estar muy interesado, y él era un rutinario, hostil a la hora de

~101~
Andrea Frediani Maratón

cambiar métodos de entrenamiento e incluso de relaciones humanas,


aunque se había convencido, después del fracaso de las últimas pruebas
del bienio, de que tenía que recurrir a alguien con una mentalidad más
ganadora y sin prejuicios.
Y junto a Epizelo había decidido centrarse en el pentatlón. Aunque el
dolicos fuera su especialidad, de hecho, el camino para la victoria, en
aquella competición se encontraba barrado por Filípides. Epizelo había
sido siempre un partidario del pentatlón, en plena coherencia con su
convicción sobre la versatilidad de un atleta como ciudadano y guerrero.
Según él, el competidor capaz de acumular una puntuación más alta en
tantas especialidades, capaz de prescindir de una cantidad de victorias
individuales, no era únicamente el atleta más completo, sino también el
ciudadano que podía ser más útil a la patria en cualquier circunstancia.
Durante días Epizelo había intentado convencer a Eucles de que no era
necesario llegar antes que los demás en una única especialidad para
conseguir la victoria final. Era suficiente llegar siempre junto a los
primeros, mostrarse constante y capaz de lograrlo en cualquiera, tanto en
la carrera de velocidad como en el salto de longitud, en el lanzamiento de
peso o en el de jabalina. Hasta en el pancracio. Y Eucles, al final, se había
casi persuadido. No tanto porque deseaba ser un ciudadano modelo, sino
porque sentía que no estaba capacitado para destacar en una única
especialidad. Con el pentatlón, quizás, habría podido vencer sin destacar
en ningún lado, sin llegar delante de los demás. A fin de cuentas, parecía
una competición hecha adrede para él. Por eso se había dedicado a ella.
Durante días, durante semanas, había dejado a un lado las salidas y otras
actividades, dividiendo rígidamente sus días entre entrenamientos y
descanso, sin distracción alguna. Y había retomado las costumbres del
primer año del efebato, cuando Epizelo le obligaba a dedicarse cada día a
todas las especialidades, para que entraran a formar parte de su
gestualidad cotidiana.
Las horas transcurrían precisamente como durante el bienio de
adiestramiento. El día quedaba repartido en decenas y decenas de
lanzamientos, de saltos con pesos en el gymnasion, y de enfrentamientos
de lucha con su entrenador y con otros atletas en la palestra. Pasaba
largos momento corrigiendo los pocos defectos técnicos que limitaban sus
prestaciones. En verdad pocos, en realidad. Siempre impecable bajo el
aspecto estilístico en cada especialidad, Eucles sabía bien que sus límites
residían sobre todo en el carácter.
Ocasionalmente se confrontaba también con Tersipo, y a menudo le
ganaba lanzando y saltando más que él, o doblegándole en el suelo
durante la lucha. En la carrera el tema cambiaba, pero Eucles no esperaba
poder competir con el amigo en el stadion. De sí mismo pretendía sólo
colocarse entre los primeros y estaba convencido de que lo podría lograr.
De todos modos, no se hacía ilusiones. Por muchos éxitos que pudiera
obtener en los entrenamientos sobre su amigo, en la competición se
trataría de otra cosa. Como siempre la emoción, la falta de espíritu

~102~
Andrea Frediani Maratón

competitivo, su carencia de ambiciones, le condicionarían, y las distancias


entre él y Tersipo (que parecía en cambio impermeable ante cualquier
influencia emotiva) se reducirían. Lo sabía demasiado bien, y por eso
esperaba llegar a los juegos entrenado al máximo. Si se presentaba en el
ágora en plena forma, quizás esta vez no permitiría que los límites de su
personalidad mortificaran sus potenciales atléticas. O al menos, no
demasiado.
Cuando comenzaron los juegos descuidó las pruebas artísticas que
precedían durante cinco días el desfile de los atletas, y siguió en la
palestra. Como siempre, de hecho, las panateneas se abrían con las
pruebas de poesía, donde los competidores se disputaban la victoria
declamando, interpretando o cantando los versos de Homero. Seguían las
pruebas de música, en el Odeón, el teatro al cubierto. Se celebraban
cuatro acontecimientos musicales y otros dos estaban destinados a los
efebos, a quienes se les daba la posibilidad de exhibirse con la lira y la
flauta. Los competidores que participaban en las pruebas principales, en
cambio, se exhibían cantando y tocando la lira, cantando siguiendo la
melodía de la flauta con un acompañante, o tocando ellos mismos la lira o
la flauta.
Eucles había perdido cualquier interés por ese tipo de actividad desde
que había conocido a Filípides y Tersipo. Ambos amigos estaban
convencidos de poder alcanzar la gloria sin perder el tiempo en
pasatiempos que podían llevar a cabo también las mujeres, y habían
terminado por persuadirle también a él. Esquilo, a quien había conocido
después del efebato por trámite de su hermano mayor Cinegiro, se
encontraba siempre en el centro de sus bromas. Los dos ambiciosos
jóvenes se mostraban serios exclusivamente cuando les anticipaba que un
día escribiría poemas de sus hazañas.
Renunció al aislamiento solo cuando llegó el momento del desfile, al que
estaba obligado a participar todo atleta que pretendiera competir en
aquellos juegos. Luego regresó al gimnasio durante dos días más, aquellos
dedicados a las competiciones entre los jóvenes de doce a dieciséis años,
y luego de dieciséis a veinte. Y se presentó en el primer día de las pruebas
de atletismo, en la que se disputaba el stadion, completamente serio y
concentrado.
Jamás se había sentido tan bien, jamás había tenido tantas sensaciones
positivas mientras esperaba su momento para entrar en la pista. Mientras
tanto, estaba sentado en un banco del gimnasio junto al ágora y se
pasaba el estrígil por todo el cuerpo, para expandir el aceite y resaltar su
musculatura armoniosa y elegante. Epizelo lo observaba complacido, y le
daba los últimos consejos.
—Cuando pases de los bloques de la salida presta atención desde el
principio en la zancada. Tú no tienes la velocidad de tu amigo, de Tersipo,
así que intenta no forzar los movimientos. Produce el máximo esfuerzo en
la segunda parte de la competición, alargando el paso y aumentando la
frecuencia sólo gradualmente. Eres y seguirás siendo un atleta de carreras

~103~
Andrea Frediani Maratón

de resistencia, y no puedes transformarte en lo que no eres. No te asustes


y no te bloquees si ves que los otros atletas están delante de ti tras los
primeros pasos. Esto cuenta poco. Una vez que llegues a la zancada larga
y a la frecuencia apropiada, podrás aprovechar tus cualidades y
alcanzarles.
Aquellas palabras las recordaba demasiado bien. Incluso hoy, con
muchos años de distancia. Y las tenía en su mente mientras se situaba en
la parrilla de salida.
Se trataba de un sistema más bien complicado y sofisticado, utilizado
sólo en las competiciones importantes. Lo había siempre contemplado
desde las gradas, sentado en los bancos de madera que se preparaban
para los espectadores alrededor del ágora en cada edición de los juegos,
sin haber tenido nunca antes la oportunidad de probarlo.
La línea de salida, donde él ocupaba una de las posiciones hacia el
interior, era la base de un triángulo isósceles, y se encontraba dividida en
quince palillos que marcaban igualmente las otras calles. En
correspondencia con el ángulo se encontraba un agujero, en el que se
situaba el responsable del mecanismo de la salida. Aquel tenía en una
mano los cabos de las quince cuerdas, cada uno de los cuales se
encontraban atados a una barra horizontal unida al palito en la calle
donde se habían situado los corredores.
Eucles se sentía listo, los músculos tensos, la mirada fija hacia delante,
el busto arqueado, las piernas y el brazo izquierdo más allá del cuerpo.
Sabía bien que, de un momento a otro, el hombre del agujero daría un
tirón a las cuerdecillas, bajando al tiempo las quince barras horizontales y
permitiendo a los atletas saltar hacia delante.
Tersipo no se encontraba en su serie, y tampoco Filípides. Pero ambos
estaban en las gradas, observándolo. El hemerodromo había decidido
participar también en el pentatlón, para demostrar que un semidiós no es
capaz de vencer sólo en las carreras de resistencia, pero Eucles no lo
consideraba entre los favoritos. Tersipo, por su parte, habría dominado la
prueba de velocidad, pero en las otras especialidades no había destacado
jamás. En líneas generales, no los consideraba sus dos competidores más
peligrosos. Pero eran también rivales contra los que Eucles corría. Ganar la
corona de olivo le habría dado una satisfacción particular si detrás de él
estuvieran también sus dos amigos.
Se movió imperceptiblemente hacia delante, antes incluso de comenzar,
llegando a rozar el palito con el brazo que se encontraba por delante. Se le
pasó por la mente que, de alguna forma, advertiría antes que los otros el
movimiento. No había hablado de ello con su entrenador, pero consideró
que era una buena solución para ganar en la salida lo que la táctica
sugerida por Epizelo le habría hecho perder. Hizo de forma que
mantuviera un ligero contacto con la barra y esperó.
Y el tirón llegó. Todas las barritas se movieron hacia abajo y los
competidores saltaron casi juntos. Todos menos la de Eucles.

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Andrea Frediani Maratón

Cuando el mecanismo se accionó, de hecho, la barra al bajar encontró la


oposición de su brazo y no completó el movimiento. Eucles, al ver a los
otros saltar hacia delante, se había arrojado instintivamente a la salida,
encontrando una oposición parcial. Perdió el equilibrio y se tambaleó,
saliendo de los tacos de una forma completamente descompuesta y
quedándose de pie con mucha dificultad. Mientras, los otros se
encontraban muy avanzados.
Quizás demasiado.
Dio algunos pasos casi con ritmo de marcha. Se había puesto ya
demasiado en ridículo y temía comprometer todavía más su posición
intentado una remontada con la que no lograría nada. Pensó por un
instante en invocar la repetición de la prueba, lamentando el mal
funcionamiento del mecanismo de salida. Pero luego recordó que,
anteriormente, en una circunstancia parecida un atleta había sido
descalificado por no haber asumido la posición correcta en el inicio, así
que decidió abandonar aquella posibilidad y comenzar a correr.
Pero mientras tanto los otros atletas habían llegado ya. Realizó todo el
rectilíneo con la cabeza agachada, con la zancada corta del dolicos,
avergonzándose al mirar hacia donde se encontraban sus amigos y su
entrenador. Cuando cruzó la meta, netamente en la última posición, se
había dado cuenta de que su competición había terminado incluso antes
de comenzar. Privándose de la posibilidad de puntuar en una de las cinco
especialidades, de hecho, no lograría obtener la victoria final ni siquiera
ganando las otras cuatro pruebas, victorias que, por otro lado, quedaban
en su mayoría fuera de su alcance.
Aquella había sido una derrota particularmente hiriente. Y era todavía
más dolorosa por el hecho de ser Tersipo quien ganó la corona de olivo.
Añadiendo encima que Filípides había llegado a encabezarla antes de la
prueba final, o lo que es lo mismo, el pancracio, y había renunciado a la
misma sólo para no correr el riesgo de hacerse daño y comprometer así la
victoria asegurada en el dolicos. De todos modos el hemerodromo había
obtenido lo que se había propuesto: demostrar a todos que era el más
fuerte.
Aquella actuación había terminado por condicionarlo en todas las
competiciones posteriores. Si antes encaraba una prueba con el ánimo
angustiado, posteriormente se presentaría en los puestos de salida en una
situación de pánico total, y seguiría siendo un perdedor.
Hasta aquel momento, por lo menos. Ahora, seguía diciéndose Eucles
mirando fijamente la espalda de Filípides, tiene un motivo válido para
vencer sus temores, y para demostrar que, sin el peso de su emotividad,
no vale menos que Filípides y Tersipo.

~105~
Andrea Frediani Maratón

—Y así, al final ha sido el polemarco quien ha decidido —dijo Tersipo a


sus amigos, después de volver del consejo de guerra.
La armada al completo se encontraba en plena movilización. Todos los
hoplitas se estaban equipando para la batalla inminente y los oficiales
llamaban a los hombres para que formaran filas. Pero mientras tanto, en
cuanto Tersipo había aparecido de nuevo en la tropa, sus amigos le habían
acorralado para conocer los detalles.
—Habrá decidido el polemarco —dijo Cinegiro—, pero al final se hace lo
que quiere Milcíades, ¿no? Quería que atacáramos enseguida y será así.
Quiere que ataquemos sin la coraza y por lo que se ve nos están obligando
a realizar esta locura.
—Diría que es precisamente ésta la fuerza de Calimaco —afirmó Tersipo
—. Si fuera débil se habría aprovechado de su posición para indicar que
Milcíades está equivocado, que pretende quitarle presencia en la escena...
En cambio ha elegido lo mejor, sin prejuicios mezquinos.
—Sí, y mientras tanto hemos perdido un montón de tiempo en
discusiones inútiles —se lamentó Filípides—. Tiempo que podría revelarse
fatal. Si sólo uno de los dos se hubiera encontrado en el mando sin
condicionarse, ya estaríamos encima de los persas mientras se están
ocupando de las operaciones de embarco.
—¿Pero qué estás diciendo? —protestó Tersipo—. En una tiranía, nadie
puede exprimir una idea salvo el jefe supremo, y un buen plan como el de
Milcíades se habría perdido. No pierdes ocasión para ir en contra de
nuestro sistema, por lo que veo. Diré a tu lochago que te controle. Quién
sabe si tú no quieres que los persas ganen al igual que Hipias, en realidad.
—¿Pero cómo te atreves? —se enfadó Filípides—. ¡Quiero sólo que las
cosas funcionen de forma más eficiente, a diferencia de ti, que prosperas
en la ineficacia y esperas aprovecharte de ella para lograr el poder! —dijo
—. Y luego se arrojó sobre el amigo.
Pero Eucles se entrometió entre los dos, antes incluso de que lo pensara
hacer Cinegiro.
—¿Pero os parece este el momento de seguir con vuestras discusiones
políticas? Estamos a punto de enfrentarnos contra un enemigo temible, y
sin la protección de la armadura.
—¡Pero qué discusiones políticas! ¡Este me ha robado la victoria en
nuestra apuesta! ¡Y sigue provocándome, además! —insistía Filípides.
—¿Quieres continuar con el desafío? ¡Precisamente ahora tenemos la
ocasión! —gritó Eucles.
—¿Qué? —dijeron casi al unísono los otros dos.
—La prueba de los prisioneros de Eretria ha terminado en empate. Y
bien, intentémoslo con otra. Ismene será para el soldado que más se
diferencie en esta batalla.

~106~
Andrea Frediani Maratón

Bueno, ya lo había dicho. Esta vez había sido él quien había iniciado el
desafío. La iniciativa, al menos, surtió el efecto de que los otros dos se
callaran durante unos instantes. Pero no afectó a Cinegiro.
—Pero vosotros estáis locos... Combatir por una mujer. Para mí es
demasiado. Me marcho —dijo. Y se marchó de verdad. Lo vieron recoger
su armadura, que se había llevado consigo, y comenzar a abrochársela.
Luego, instintivamente, tuvo que recordar las órdenes, porque la arrojó al
suelo con asco.
—En el fondo, ¿por qué no? Una batalla vale más que una incursión
nocturna para establecer quién es más hombre entre nosotros... —dijo
Filípides.
—Ya. Yo me apunto. ¿Pero quién hará la valoración? No podemos contar
el número de muertos que cada uno logre. De vosotros no me fío... —dijo
Tersipo.
—Si es por esto, tampoco yo me fío de ti —le dijo Filípides con un tono
lleno de odio.
—Serán nuestros oficiales quienes hagan un informe sobre nosotros —
propuso Eucles—. Compararemos todos los informes ante el polemarco, y
será él quien elija el mejor entre nosotros.
Después de unos instantes de silencio, Filípides y Tersipo asintieron.
—Está bien —dijo el segundo—. Y esta vez dudo que termine en
empate.
—¿Y si alguien no sale vivo? —objetó Eucles.
—Si muere queda descalificado —comentó Tersipo, soltando una vistosa
carcajada.
—Aunque se haya demostrado el más valiente —bromeó Filípides,
riéndose todavía más.
Luego el hemerodromo tendió el brazo a los dos amigos, esperando que
se lo apretaran, para firmar el acuerdo y desearse buena suerte. Los otros
respondieron con rapidez.
—Hemos tenido malentendidos, pero ahora todo ha terminado.
Seguimos siendo los tres amigos de siempre —declaró solemnemente
Tersipo.
Eucles sintió un nudo en la garganta. Esperó que fuera así, pero no
estaba tan seguro. Luego se separaron para ir a recuperar, en los
respectivos jergones, las armas necesarias para el enfrentamiento: el
casco, el escudo, la lanza y la espada.
Nada de coraza.
Pero después de pocos pasos, Eucles se chocó contra un hoplita que iba
armado con todo, incluida la coraza.

~107~
Andrea Frediani Maratón

—¡Yo la armadura no me la quito! ¡Nuestros comandantes están locos!


—gritó el soldado. Sus protestas estaban dirigidas al lochago que le
seguía.
—¡No se discute lo que el alto comando decide! ¡Quítate la coraza! —le
replicó el oficial.
—¡Tiene razón! ¿Por qué tenemos que ir a suicidarnos? —dijo otra voz
detrás del lochago.
—¿No es suficiente afrontar a un enemigo en superioridad numérica? —
preguntó otra voz más.
—Nos habéis dicho durante años que los persas son los más poderosos
en la faz de la tierra, y nos mandáis contra ellos de forma alocada —
protestó otro.
Muy pronto hubo un coro de quejas.
—¿Pero cómo queréis que combatamos? ¿Juntos y desnudos? ¿Y cómo
puedo defenderme si tengo que estar pendiente de no perder el contacto
con mi compañero del lado izquierdo?
—¿Y cómo conseguimos correr y permanecer unidos? ¡Es absurdo!
—¡Llevamos combatiendo de una única manera desde hace siglos! ¿Por
qué cambiamos ahora?
—¡No estamos en un gymnasion! ¿Por qué tenemos que ponernos a
experimentar ahora?
—¿Pero qué es? ¿Una competición deportiva por equipos?
Había pasado tiempo, pero la armada parecía cualquier cosa menos
estar lista para el enfrentamiento. Eucles se quedó muy contento de
haberse separado de sus amigos. Seguramente los habría escuchado
retomar la discusión. Seguramente entre los persas nadie se permitía
dudar de las órdenes de los comandantes. Por otro lado los persas eran
todos esclavos y no hombres libres... Si ser un hombre libre significaba
estar siempre en el borde del precipicio, rozar un estado de caos
permanente, pues él prefería el caos.
Pero no prefería la derrota y, si las cosas seguían así, los persas
tendrían todo el tiempo para llegar a Atenas y entrar en la ciudad. Y
probablemente, terminarían incluso por aprovecharse de la confusión que
reinaba en el campamento griego para hacerse con una victoria campal
fácil.
El oficial se encontraba a esas alturas rodeado de soldados. Había quien
comenzaba a dar empujones al lochago. Este parecía haber perdido el
control de la situación. Gritaba alocadamente, pero no lograba atemorizar
a nadie. De repente intentó arrancarle la armadura al hoplita, que
reaccionó dándole un puñetazo en la cara. El oficial perdió el equilibrio y
otro soldado lo ayudó a terminar en el suelo con una zancadilla. Otros se

~108~
Andrea Frediani Maratón

fueron hacia él y comenzaron a darle patadas, cubriéndolo de insultos


que, probablemente, habrían querido destinar al Estado Mayor.
El caos.
Corrieron al encuentro otros oficiales. Con la lanza en la mano. Con las
cúspides, comenzaron a empujar a los soldados para que se alejaran del
lochago tirado en el suelo. Algunos de los más exaltados intentaron
agarrar las astas, pero en general la mayoría se echó hacia atrás, si bien
no dejaron de protestar. Los oficiales intimidaron a los soldados para que
regresaran a sus filas y se equiparan para el enfrentamiento, pero nadie
se movió. Mientras tanto, las filas de los que habían protestado iban en
aumento. Y Eucles, mirando a su alrededor, se dio cuenta de que en otros
puntos del campamento se habían formado también corrillos.
La situación no podía ser más preocupante. Si incluso un personaje tan
querido como Calimaco de Afidnas, y uno estimado y temido como
Milcíades, habían sido protestados, entonces la anarquía había alcanzado
de verdad niveles insostenibles. Y todo aquello ocurría precisamente
mientras a pocos estadios de distancia estaba alineado un ejército
enemigo. Y mientras una flota de seiscientas naves comenzaba a soltar
sus velas hacia Atenas. Y precisamente cuando dentro de Atenas había
gente que no esperaba otra cosa que abrir las puertas a los persas.
El asunto del ataque sin armadura, con los hoplitas pegados unos a
otros, le asustaba también a él. Las objeciones tenían de verdad sentido.
Si un hombre se veía obligado a afrontar al enemigo preocupándose en
mantener una posición, ¿cómo lograba liberar toda su fuerza? ¿Cómo
podría concentrarse en el adversario?
Una falange compacta, una especie de impenetrable muro de escudos,
un puercoespín con una única armadura de la que salían las espinas
representadas por las lanzas, era una imagen bella, y podía incluso ser
una mortal arma de guerra.
Los espartanos lo estaban intentando desde hacía tiempo, por otro lado,
y eran los guerreros más expertos de Helas. Pero así, de repente, no le
parecía una empresa realizable. Demasiados complicados los mecanismos
de coordinación entre los hombres y entre los repartos, demasiada la
atención que era necesaria prestar a los compañeros para poderse
concentrar seriamente sobre los adversarios, como era necesario tenerla
en una batalla, cuando basta un instante de distracción para terminar con
la garganta dividida en dos.
Eucles dudaba de que aquello funcionara. Pero no era el tipo que
contestaba las decisiones de sus superiores. No formaba parte de su
mentalidad. No tenía esa personalidad. Y además, Tersipo parecía tener
confianza en el plan, y Tersipo generalmente acertaba.
El problema, ahora, estaba en que el ejército no quería saber nada del
asunto. Estaban listos para atacar, probablemente, pero siguiendo el
procedimiento de siempre: marchando hacia delante y luego chocando

~109~
Andrea Frediani Maratón

contra el enemigo en el último momento, cada uno por cuenta propia. Así
lo describían los poemas de Homero, así enseñaban las gestas de los
héroes de la guerra de Troya. Y era así que se procuraba uno la gloria, no
seguramente escondiéndose detrás de un escudo, únicamente para
confundirse con cualquier otro conmilitón, como si no hubiera ninguna
diferencia entre un soldado y otro.
Por otro lado, ¿cómo podrían los comandantes establecer quién era el
mejor entre él, Filípides y Tersipo, si no podrían más que limitarse a actuar
en concierto con los otros, sin hacer nada más que crear una muralla de
escudos y apuntar con la lanza hacia delante? ¿Podrían saber alguna vez
qué lanza había sido más letal si el que la empuñaba se escondía detrás
de un muro, resultando imposible de diferenciar incluso a sus mismos
oficiales?
Sonrió, pensando en Epizelo. Una sonrisa amarga. Por lo que se veía, el
plan de Milcíades no era otra cosa que la aplicación rígida de los principios
que su entrenador, ahora su conmilitón, había intentado inculcarle desde
siempre. Esos mismos principios que habían hecho de él un perdedor. El
ciudadano completamente al servicio de la patria, sin alguna ostentación
de gloria personal, sin ninguna posibilidad de diferenciarse.
La guerra ya no quedaba equiparada a la competición deportiva, como
había sido hasta entonces. Se convertía en una actividad meramente
práctica, utilitaria, y como tal —temía— encontraría un interés todavía
más bajo entre los atenienses. Era extraño que el polemarco, un campeón
deportivo acostumbrado a diferenciarse, hubiera aprobado una táctica con
estas características. Es más difícil que un hombre se empeñe en algo si
no piensa poder obtener una ventaja personal.
En Esparta era diferente. El sistema era diferente. No había democracia.
Los reyes y los éforos imponían sus disposiciones a los iguales, que a su
vez las imponían a todos los demás, a los esclavos. Y contaba sólo
Esparta, nada más. Nadie aspiraba a ser algo diferente del papel en el que
la sociedad lo había colocado desde niño. Los criaban así, con la
convicción de formar parte de un conjunto, sin dejar espacio alguno al
espíritu crítico o a la duda.
Ellos sí, quizás, podían obtener una falange cohesionada, homogénea,
compacta. Ellos eran los iguales, todos idénticos e intercambiables, sin
una identidad individual, diferenciables sólo por el nombre: Aristodemo,
Eurito, Marone, Alfeo, Pantites... Eran sólo números para el Estado. No se
habría podido convencer jamás a un ateniense de que se comportara de la
misma forma, de que se sintiera tan consagrado al bien común que
renunciase a la gloria personal. La prospectiva de atraer la luz del sol
hacia sí mismo más que hacia los otros, bien para conquistar la gloria
como Filípides, el poder como Tersipo o a una mujer como él, era el
verdadero estímulo sobre el que los jefes podían contar para empujar a la
tropa a que diera lo mejor de sí misma.

~110~
Andrea Frediani Maratón

De todos modos, frente a los persas salvar la piel era siempre un


objetivo suficiente para motivar a un hombre. Pero para él no era
suficiente. Él tenía también otros objetivos, y una táctica de esas
características lo impedía. Una táctica parecida, una mentalidad parecida,
aquella que Epizelo exaltaba tanto, era precisamente lo que le había
impedido tener éxito.
Se apoderó de él la tentación de querer atribuir a su entrenador la culpa
de sus fracasos. Si no tenía mentalidad ganadora era porque Epizelo no le
había forjado en el modo apropiado. Lo había adiestrado como un animal
sin ambiciones, para que se convirtiera en un instrumento útil a la patria,
y si ahora no tuviera el espejismo de Ismene, quizás habría sido uno de los
más disponibles a aceptar lo que el comando supremo indicara.
Pero había que conquistar a Ismene, y él tenía la necesidad de
diferenciarse, de ganar el premio como mejor combatiente. Decidió
guiarse por el instinto. Se movió repentinamente hacia delante y se acercó
hasta donde estaban quienes protestaban, que de nuevo se habían
acercado a los oficiales.
Parecía una prueba general de la batalla que el Estado Mayor quería
obligar a combatir a los hoplitas. Los tres oficiales estaban alineados uno
junto al otro, con filas muy cerradas, con las lanzas inclinadas hacia
delante. Los hoplitas avanzaban, sin armas, pero en un número mucho
mayor, intentando rodearles.
Los oficiales estaban destinados a perder, probablemente igual a lo que
les ocurriría a ellos frente a los persas.
Ahora, lo único seguro era que pronto habría un muerto. Una de las
consecuencias del caos, se dijo Eucles. Pero luego vio llegar a Tersipo
junto a un grupo de hoplitas armados con todo.
—¡Parad! ¡El polemarco y los estrategas quieran hablar con el ejército!
¡Reuniros en el sector de Oneida! —gritó Tersipo, mientras los hoplitas que
estaban con él dirigían sus lanzas hacia los sediciosos.
—¡Parad y haremos como que no ha ocurrido nada! Nadie será
denunciado, por ahora —añadió, cruzando su mirada con Eucles.
Eucles bajó la suya, sintiendo vergüenza. Vio que la reunión se disolvía
y se encaminó también él hacia el lugar indicado, el punto donde se
paraba la tribu de Milcíades, no la tribu del polemarco. Esto decía mucho
sobre quién mandaba en el ejército. Pero quizás Milcíades era de verdad el
único capaz de convencer a los soldados para que atacaran de aquella
forma tan absurda. Se vería, de una vez por todas, hasta dónde podía
llegar su autoridad.
Llegó hasta el lugar de la asamblea, donde ya parte del ejército se había
reunido. Había una enorme confusión. Algunos murmuraban, otros
protestaban en voz alta. En general, no parecía que hubiera alguien
dispuesto a aceptar de buen grado aquellas disposiciones del mando. La
tensión recorría todas las unidades, todos los repartos, y no era parecida a

~111~
Andrea Frediani Maratón

la que precedía a un enfrentamiento campal. Había aumentado, se había


multiplicado, duplicado por enésima vez ante la presencia inminente de un
enemigo nuevo, desconocido y temible, y por la imposición de una táctica
igualmente nueva y desconocida.
Y quizás también por la falta de un mando claro e unívoco.
Apareció el Estado Mayor. Muy serios, tensos y con el rostro contraído,
los comandantes procedían todos juntos para dar a la tropa la impresión
de estar unidos, al menos ellos. Pero no eran creíbles. ¿A quién pretendían
hacérselo creer? Calimaco contra Milcíades, Temístocles contra Arístides,
Estesilao contra Arimnestos, quizás... ¿De quién habrían podido fiarse los
soldados, si sus jefes no se fiaban los unos de los otros? ¡Si en los días, en
las semanas anteriores a la campaña, e incluso durante la campaña, no
habían hecho otra cosa que deslegitimarse los unos a los otros!
Luego, cada estratega se acercó a la tribu sobre la que ejercía el
mando. Con vistosos movimientos de los brazos, con gritos y saltos, los
jefes intentaban llamar la atención de sus hombres para invitarles a que
se callaran. Pero no se atrevían a acercarse demasiado ni mucho menos a
adentrarse en los rangos. Todos, menos Milcíades, que se había quedado
en el palco de las arengas junto a Calimaco. Y esto decía mucho sobre el
papel que el ex tirano del Quersoneso se atribuía en todo el asunto. No era
una casualidad, notó Eucles, que el polemarco pareciera molesto y que
estuviera probablemente decepcionado porque Milcíades no había imitado
a sus otros colegas.
Los esfuerzos de los estrategas tuvieron un efecto limitado. Cuando
volvieron al palco, la tropa murmuraba todavía, pero Milcíades habría
podido hablar levantando la voz. Porque nadie tenía dudas: sería él quien
hablara.
Y fue precisamente Milcíades quien levantó el brazo, para llamar la
atención de los más turbulentos.
—¡Soldados! ¡Ciudadanos de Atenas! ¡Ciudadanos de Platea! ¡El
enemigo está cerca y nos amenaza! ¡No podemos permitirnos malgastar
el tiempo en inútiles discusiones! —comenzó. Pero parte de sus palabras
se perdieron entre los gritos que todavía se escuchaban provenir de algún
sector de la armada.
Antes de continuar, Calimaco le puso una mano en el hombro. Milcíades
se detuvo y su expresión sorprendida traicionó la molestia que tenía que
sentir.
—Sí, soldados. Si ha habido un momento en el que hemos tenido la
necesidad de ir con prisas, es precisamente éste —dijo el polemarco. Más
que sus palabras, lo que llamaba la atención de los soldados fue
precisamente su iniciativa. Había obligado a Milcíades a que no hablara.
Fue la curiosidad, más que el respeto, lo que finalmente hizo callar al
auditorio.

~112~
Andrea Frediani Maratón

—El acontecimiento es especial, la hora es suprema, soldados —


continuaba Calimaco, que no era conocido por su habilidad oratoria,
ciertamente. Mientras, Milcíades se había puesto colorado—. Estamos
frente al desafío más difícil que Atenas haya tenido jamás que afrontar.
Por lo tanto, necesitamos unir nuestras fuerzas y actuar como un único
hombre si queremos ser recordados en la eternidad como vencedores,
además de proveer la salvación de nuestra patria en peligro. Tenemos que
adoptar soluciones inéditas frente a una amenaza inédita si queremos
tener la esperanza de prevalecer. Tenemos que sorprender al enemigo,
que cree saber ya lo que haremos, y tenemos que sorprendernos también
a nosotros mismos, poniéndonos a prueba para superar nuestros límites.
Porque el único límite que nosotros tenemos, soldados de Atenas,
soldados de Platea, es nuestra ambición. ¡Es nuestra ambición personal
que nos lleva a contar sólo con nuestros músculos, con nuestra fuerza,
para derrotar a un enemigo que sería más fácil superar utilizando también
los músculos y la fuerza de los compañeros! Cada uno de nosotros, si
colabora con los otros, verá duplicadas las propias fuerzas, y tendremos
superioridad numérica en cada sector, ¡incluso allí donde los adversarios
son más!
Increíblemente, la tropa se había calmado. Y escuchaba a su polemarco
con atención. Calimaco quiso tener una confirmación, dejando de hablar
durante unos instantes. Nadie respiró.
—Ellos saben que nosotros estamos asustados —retomó el comandante
—. ¡Saben que el eco de sus gestas ha llegado a Ática, que sus conquistas,
sus matanzas, nos han llevado a una situación de pánico! Cuentan
también con ello para derrotarnos. Se han permitido incluso dividir el
ejército, considerando suficiente dejar la mitad en tierra para acabar con
nosotros o sólo para mantenernos a raya. ¡Pero no saben lo que valen los
atenienses y sus aliados de confianza, los platenses! Saben sólo cuánto
vale cada uno de nosotros, ¡pero no saben cuánto valemos todos juntos!
Esperan que avancemos contra ellos de golpe, como siempre, y han
preparado sus medidas. Sobre todo cuentan con más arqueros de los que
haya tenido alguna vez un ejército griego. Y pretenden exterminarnos con
una lluvia de flechas incluso antes de que hayamos llegado junto a ellos. Y
además, creen que ya saben lo que tienen que hacer una vez que
lleguemos allí. Tienen esos enormes escudos, detrás de los que se
esconden, y donde se resguardan de nuestros ataques, y saben estar
inmóviles, todos unidos. Piensan que no tendrán dificultad en aguantar el
asalto descoordinado de guerreros valerosos y poderosos pero aislados,
que llegan junto a ellos poco a poco. ¡Pero nosotros les sorprenderemos! Y
les sorprenderemos dos veces. En primer lugar, dejaremos boquiabiertos a
sus arqueros corriendo desde el momento en el que entremos en el radio
de acción de sus flechas, abreviando así el tiempo de exposición de sus
dardos. Y lo haremos sin armadura, para poder correr más veloces de lo
que ellos se esperan. ¡Más rápidos que sus flechas! Luego nos
mantendremos compactos, uno junto a otro, uno detrás del otro, escudo

~113~
Andrea Frediani Maratón

junto al otro escudo, en el momento del impacto. Si no lo conseguimos, y


yo estoy convencido de que sí, caeremos sobre ellos todos a la vez y su
línea de escudos caerá. Tendrá que caer. También porque no estarán tan
firmes después de habernos visto correr hacia ellos como locos. ¡Tendrán
miedo! También ellos tendrán miedo, ¡porque también ellos son hombres!
Es más, peor, ¡son esclavos! Esclavos que no combaten por su propia
libertad como nosotros, ya que saben que, aunque ganen, seguirán siendo
esclavos.
Y así se abrirán espacios para vosotros, hoplitas valientes. Pero tampoco
ahora estaréis solos dentro de las filas enemigas. Porque esta vez podrán
participar también en la batalla las filas posteriores. Será gracias a ellas, a
su empujón, que los que están en primera fila podrán penetrar todavía
más en profundidad, abrir la alineación enemiga y separar las unidades las
unas de las otras. La fuerza de los hoplitas más avanzados quedará
multiplicada por cien si detrás de cada uno de ellos hay una fila de
conmilitones que los empuja hacia el enemigo.
No tengáis miedo, por lo tanto, porque somos mucho más de lo que
parecemos. Es la forma más segura que tenemos para ganar, y la única
que tenemos para vencer rápidamente. Porque vencer tarde no nos sirve.
Para salvar Atenas tenemos que liberarnos enseguida de las fuerzas
terrestres de Datis, y sólo atacándolo y embistiéndole con todas las
fuerzas que disponemos conseguiremos acortar los tiempos de la batalla.
Dejó entender que había terminado. Eucles miró fijamente a Milcíades
para ver su reacción. Por muy hábil que fuera como orador, difícilmente
habría sabido explicarlo mejor, difícilmente habría sabido exponer mejor
su propio plan.
—¡Sí! —dejó escapar la multitud, que demostró que Calimaco había
centrado la cuestión.
—¡Ataquemos todos juntos! —gritaron otros.
—¡Ataquemos inmediatamente! ¡Unos con otros!
—¡Demostrémosles lo que somos!
—¡Echémoslos de vuelta a Asia!
En breve se produjo una repetición de voces entusiastas de la multitud,
progresivamente transformadas en gritos de júbilo. Muchos hoplitas ya
equipados se quitaron la coraza y la arrojaron con ostentación al suelo.
Otros sacaron sus lanzas, otros golpearon las astas contra los escudos. Y
muchas voces se levantaron para alabar a Calimaco.
Milcíades bajó del palco, visiblemente contrariado. Era comprensible,
pensó Eucles. El polemarco le había permitido introducir sólo su arenga,
impidiéndole continuar y dejando que pareciera lo que debería haber
parecido desde el principio: un subalterno. Y si bien todos sabían que la
idea de atacar corriendo, sin armadura y en filas compactas, era del
estratega, el polemarco lo había expuesto tan bien y con tal convicción

~114~
Andrea Frediani Maratón

que parecía haber convencido a la tropa de que Milcíades había ideado el


plan como si fuera un encargado suyo y no de su cosecha. Y entonces, el
mérito no podía ser más que de Calimaco.
El polemarco había tenido una brillante reacción ante la invasión del
estratega. Quizás Milcíades se lo haría pagar, quizás no fuese algo bueno
para las relaciones y el ya precario equilibrio en el Estado Mayor. Si bien la
respuesta de los soldados había sido inequívoca: estaban contentos y
ansiosos por poner en acción el plan. Ahora, finalmente, los griegos tenían
un jefe.

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Andrea Frediani Maratón

Persipo da la impresión de haberse acercado. O quizás no. Algunas


veces Eucles siente cerca la respiración del perseguidor, pero luego se da
cuenta de que es sólo la suya, que produce eco en el rocoso valle por el
que están corriendo. Y sin embargo, cuando Eucles gira la cabeza, le
parece ver a su antagonista más grande que la vez anterior, más definido,
antes de darse cuenta de que es otra cosa, un árbol, una piedra o un
matorral que el velo que cubre sus ojos ha transformado en una figura
diferente, incluso dinámica.
Le ocurre cada vez con mayor frecuencia. El esfuerzo le nubla la vista.
Lo pensaba tener en cuenta pero más tarde, cerca de la meta. Ahora es
demasiado pronto para que esto le ocurra. Pero no puede ser la tensión.
Ha aprendido a dominarla, con Ismene en juego. Quizás es el físico, que le
está presentando la cuenta después del largo enfrentamiento. No el dolor
por las contusiones, no el escozor por las heridas, no la musculatura
dolorida, y ni siquiera las ampollas en los pies. No, es sencillamente el
cansancio, el agotamiento quizás, después de todo un día de esfuerzos
casi más allá de los propios límites.
Se pregunta si es algo bueno que el cuerpo se demuestre menos fuerte
que la mente. Hasta ahora Eucles ha fallado en los objetivos más
importantes, en las citas decisivas, a causa de sus carencias interiores,
por falta de carácter y de aguante en los nervios, no porque el físico no
haya aguantado. La tensión, el miedo y la inseguridad le han jugado
siempre malas pasadas, incluso cuando llegaba al acontecimiento
preparado de la mejor forma, entrenado al máximo y con la tonificación
justa.
Esta vez, en cambio, Ismene ha realizado un prodigio: la esperanza por
conquistarla le ha regalado, por fin, la determinación y la concentración
que le permite obtener del cuerpo todo lo que posee. Claro, posee menos
que otras veces porque acaba de combatir. Pero también lo han hecho los
otros dos, y no está dicho que ellos, esta vez, estén dotados de su misma
determinación. Si el cuero está cediendo, el pensamiento de Ismene le
dará seguramente el empujón necesario para llegar a Atenas.
Están lejos los tiempos durante los que únicamente la vista de Ismene le
paralizaba. Y sin embargo, había ocurrido sólo pocos días antes, en las
últimas panateneas anuales. Aquellas que habían visto el favorable triunfo
del polemarco en el Stadion y el típico éxito de Filípides en el dolicos. Y la
sorprendente victoria de Tersipo en el diaulos.

~116~
Andrea Frediani Maratón

Faltaba sólo él, Eucles, a la cita con el primer lugar. Los dos amigos le
animaban a concentrar sus energías en la última prueba, el
hoplitódromos, la carrera con la panoplia. No tenía el mismo prestigio de
las otras, pero sería de todos modos una victoria si lograba conquistarla. Y
además, año tras año, los vencedores de las competiciones gozaban de un
crédito cada vez mayor en el ejército.
También Epizelo consideraba que se trataba de una competición
importante. Es más, según él, en pocos años se convertiría en la más
importante y prestigiosa. Muy pronto todos se darían cuenta de que se
trataba de la competición que más reflejaba el valor de un ciudadano
como soldado, su unidad como ateniense, antes incluso que como atleta.
Precisamente era lo que Epizelo había siempre sostenido y que había
intentado transmitirle, lográndolo demasiado bien quizás.
Al final se había convencido. Fuera importante o no, era la única, entre
las que quedaban, en la que podía tener la posibilidad de ganar la corona
de olivo. Un premio que tenía la intención de ofrecer a Ismene, presente
en todas las pruebas. Tersipo y Filípides, en ocasión de sus victorias, no lo
habían hecho. Él se diferenciaría de los otros dos frente a la mujer y quizás
así lograría que le tomaran en serio.
Por ello había dejado a un lado cualquier veleidad sobre las otras
competiciones y se había concentrado en la carrera de los hoplitas. La
última carrera. Había renunciado a las pruebas del día anterior para cuidar
los mecanismos de la carrera con el casco y el escudo, que requería una
atención en la frecuencia de los pasos. La natural asimetría determinada
por el peso del escudo sobre el brazo izquierdo, de hecho, llevaba
instintivamente al atleta a balancearse y a correr con una cadencia
irregular.
Si se hubiera tratado de una carrera más larga, habría sido diferente.
Los brazos no habrían empujado hacia arriba y hacia delante, la zancada
no habría sido amplia, y el único problema con el que hacer las cuentas
habría sido el cansancio. Pero se trataba de un stadion, y entonces
necesitaba soltar toda la potencia que tenía a disposición, con
movimientos amplios, similares a latigazos. Justo igual que en una batalla.
Se entrenó en la palestra todo el día, precisamente para reforzar la
musculatura en el brazo izquierdo y coordinar los movimientos para evitar
excesivas torsiones compensativas del busto. E hizo todo ello solo, porque
no quería privar a Epizelo del placer de presenciar las otras pruebas de la
competición. Prestó mucha atención a no dejar nada a la improvisación,
consciente de tener como adversario al temible Cinegiro, el hermano de
Esquilo, aquel exaltado cuyo único pensamiento era la guerra, si es que no
dormía con el escudo y el casco e incluso hacía el amor con ellos puestos.
Para él correr con la panoplia encima era tan natural como correr sin ello
para cualquier otra persona.
No era raro, de hecho, encontrar a Cinegiro por las calles de Atenas con
el traje militar. Es más, hasta el año anterior había incluso tenido el coraje

~117~
Andrea Frediani Maratón

de pasearse con armadura y lanza, pero luego los arcontes le habían


sugerido dejar en casa al menos la coraza y el arma de ofensa para no
transmitir temor a los que paseaban. En realidad, Epizelo sostenía que los
magistrados no se fiaban de su equilibrio mental, lo consideraban uno que
iba buscando peleas y temían que usara la lanza en un eventual y más
que probable enfrentamiento.
Aquel hombre formaba un extraño contraste con el hermano más joven,
decididamente poco atraído por las cuestiones bélicas y mucho más por
las artísticas. Pero por diferentes que fueran, Eucles los veía siempre
juntos y le parecía que estaban muy unidos, si bien estaban siempre
discutiendo. Cinegiro le echaba en cara a Esquilo su escasa virilidad, por
su indolencia en los asuntos militares y su timidez, mientras el más joven
protestaba al hermano, si bien con mayor circunspección, por su ausencia
de curiosidad hacia cualquier cosa que no tuviera que ver con Ares.
En general, parecían complementarios. Cada uno poseía en medida
acentuada lo que al otro le faltaba por completo, y quizás por eso eran
inseparables. Se daban cuenta de sus respectivos límites y buscaban
maquillarlos, teniendo siempre al alcance de la mano quien pudiera hacer
que pasaran inadvertidos.
Cinegiro era fuerte en el hoplitódromos, pero no imbatible como
Filípides en el dolicos. Era un hombre tan potente y fuerte que pecaba en
agilidad, y quedaba la esperanza de que cediera en la segunda parte del
stadion. Era necesario únicamente evitar perder demasiado terreno al
principio. Eucles practicó una salida tras otra, cuidando a fondo el salto
inicial y estudiando durante mucho tiempo el modo para no dejarse frenar
por el peso del escudo. Pronto la sien comenzó a latir con fuerza, casi
retumbando dentro del casco, que acentuaba cada sonido de su cabeza y
con cada salto se hacía más fuerte. Como su escudo, por otro lado.
Y mientras tanto fantaseaba sobre el momento en el que se daría la
vuelta hacia Ismene, después de haber pasado la línea de la meta, para
recoger su sonrisa y las felicitaciones. Luego su mente se perdía
imaginando las escenas siguientes, el premio y su regalo a la mujer, su
reacción y las celebraciones juntos: un paseo por el Falero y un beso
apasionado al atardecer.
Con el paso del tiempo, terminó por correr más pensando en ella que en
los mecanismos a los que tenía que prestar atención. Se repetía a sí
mismo las frases con efecto que le habría dicho delante del mar e
imaginaba las reacciones de la mujer, su comportamiento al principio frío
y distante como siempre, la expresión de sorpresa, luego el cambio
repentino, la decisión casi consciente de abandonarse y dejarse arrastrar
por el amor con el que sólo él sabía cubrirla.
Y mientras tanto, corría, corría con el escudo, de una punta a la otra,
agitando el brazo izquierdo para compensar la menor movilidad respecto
al derecho. Y sólo después de haberse parado un poco para retomar
aliento se dio cuenta de que el hombro le dolía. Mucho.

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Andrea Frediani Maratón

El dolor del músculo casi le impedía mover el brazo. El pinchazo que


advertía en cada intento por levantar la articulación le sugirió que debía
tenerlo pegado al cuerpo. Sintió inmediatamente terror: si se sentía así en
aquel momento, ¿cómo se despertaría a la mañana siguiente? Sin lugar a
dudas, mucho más tenso. En aquellas condiciones no sólo quedaba en
duda la victoria en la prueba, la que debería ganar para sí mismo, para los
amigos, y sobre todo para Ismene, sino incluso su misma participación en
la competición.
No dio un paso más. Terminó el entrenamiento, cogió un estrígil y se
pasó durante un largo tiempo el aceite por el músculo dolorido. Luego
volvió a casa, antes incluso de que terminaran las competiciones del día,
sin pasar por el ágora. Podría haberse cruzado con Ismene en las gradas,
compartir con ella alguna broma, pero no tenía ganas de risas. Ni siquiera
con ella.
Además, era probable que Tersipo y Filípides estuvieran con la mujer, y
le ocurría que se sentía a disgusto en su presencia. Ellos dos eran mucho
más extrovertidos y se tomaban con Ismene ciertas libertades que él ni
siquiera osaba, y que no eran propias de él. A menudo la tocaban por
todas partes y ella les dejaba actuar, si bien parecía no dar ninguna
importancia a su comportamiento. Ni siquiera se mostraba escandalizada,
en realidad. Parecía sólo considerarles jovencitos inocuos a quienes no
quería quitarles aquella modesta diversión. Y seguía riendo y bromeando
con ellos como si no hubiera ocurrido nada.
Eucles, por el contrario, evitaba incluso rozarla, salvo cuando la
atmósfera era tan alegre que no daba espacio a las dudas. Y de todos
modos, lo hacía siempre prestando atención en tocarla en puntos neutros
como los hombros, la cintura, el brazo y durante un periodo breve de
tiempo. No quería faltarle el respeto pero tampoco dejar ver el gran deseo
que tenía por tocarla, por buscar el contacto con su piel, y temía que cada
gesto fuese demasiado explícito y le traicionase. Para los demás era un
juego, no para él.
Transcurrió una noche insomne, recriminándose por su propia
estupidez. Si hubiera aceptado la oferta de ayuda de Epizelo, su
entrenador, no se habría hecho daño y le habría preparado de la mejor
forma para la prueba del día siguiente. ¿Por qué en las circunstancias más
importantes tomaba siempre las decisiones equivocadas? Se dijo que los
vencedores no son sólo más fuertes, sino también más afortunados. Los
dioses les donan la intuición para evitar que se compliquen la vida y para
que rindan lo mejor que pueden en las ocasiones que cuentan. Porque
nunca es suficiente ser bueno: es necesario también ponerse en la
condición de serlo. Y para ello se necesitan muchas otras cualidades que
él poseía sólo en una mínima parte.
Su primer gesto al levantarse de la cama la mañana después fue
levantar el brazo izquierdo. Un pinchazo fortísimo le impidió subirlo más
allá del hombro. Cogió el escudo, lo sacó de la funda de cuero en el que
cada hoplita lo guardaba y se lo puso, respirando profundamente. La

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Andrea Frediani Maratón

superficie del objeto, una sutil lámina de bronce pegada a la estructura de


madera con brea, representaba un trípode y el calderón en el que la
sacerdotisa de Apolo entregaba sus profecías a Delfos. Lo había elegido
años antes para invocar la protección del dios pero, por lo que parecía, ni
siquiera esta vez Apolo le había protegido de su candidez. Por otro lado,
Esquilo diría que los dioses no aman propiciar la ruina de los hombres, que
se la provocan ellos mismos.
Luego levantó el escudo con el brazo derecho y metió el antebrazo en el
porpax, la manga interior, agarrando con la mano el cordón que corría por
el borde interior. Intentó mover hacia delante y hacia atrás el brazo, al
principio lentamente y con un recorrido corto, y luego levantándolo de
forma más pronunciada. Y no pudo evitar detenerse enseguida después
del primer movimiento más acentuado.
No lo podía hacer. Incluso admitiendo que, en caliente y bajo esfuerzo,
sintiera menos dolor, se vería demasiado condicionado para rendir de
forma decente. Pero se encontraba bien entrenado físicamente, los
músculos de las piernas eran capaces de aguantar un gran esfuerzo y
seguirle tras la salida. Era absurdo perder una ocasión de ese tipo.
Decidió por último ponerse el escudo en el brazo derecho. No había
ninguna ley que prohibiera a los diestros que fueran zurdos, en el caso de
que lo desearan. En una danza pírrica sería más difícil, porque los
movimientos de la lanza con la izquierda resultarían mucho más torpes,
pero en una carrera, ¿qué cambiaría? Claro, se corría el riesgo de que los
músculos del brazo derecho no se acostumbraran a sujetar un peso
parecido, y era muy probable que derivase en una lesión cualquiera
incluso en aquel caso. Pero eso sucedería luego, no en caliente. Y
después, después de la meta todo sería irrelevante.
Fue al ágora con el ánima de nuevo lleno de esperanza. Entró en la
pista para las eliminatorias analizando las gradas y buscando con la
mirada a Ismene. Fue precisamente la mujer quien llamó su atención,
gritando su nombre con todas sus fuerzas. Se había levantado y agitaba
los brazos para hacerse notar. Estaba llena de adornos y vestida con el
típico himation llamativo, la larga toga de un vistoso color naranja encima
de la túnica. Su pelo estaba trenzado en forma de cono con la punta hacia
arriba y envuelto en un lazo también de color naranja.
Junto a la mujer, uno en el lado derecho y el otro en el izquierdo,
estaban Filípides y Tersipo. También ellos le animaban, si bien de forma
mucho más comedida, riendo y bromeando con ella. Daban la impresión
de divertirse mucho los tres. Mientras, él estaba allí, muerto de miedo por
la tensión. Pero quién podía saberlo. Muy pronto se reirían de él si no
conseguía evitar la penosa actuación, y terminaría definitivamente fuera
de la carrera que los tres mantenían para conquistar el amor de aquella
mujer. Una carrera que, en aquel entonces, no se había oficializado como
un verdadero desafío.

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Andrea Frediani Maratón

Les saludó majestuosamente con un gesto del brazo, mostrando que se


había dado cuenta de su presencia. Luego se dijo que tenía que dar un
poco más de satisfacción a la mujer que amaba e intentó parecer atrevido,
mostrando los músculos y una sonrisa con más convencimiento.
Se presentó particularmente tenso en el triángulo de la salida. Tomó
posición preguntándose cómo sería correr con el brazo derecho más
pesado. Para él se trataba de una novedad absoluta. Ante el temor de
dañar también aquella articulación, no había ni siquiera probado un salto
con el escudo en aquella inhabitual posición, y seguramente, si se hubiera
tratado de ir a una batalla, no habría encomendado su propia vida a una
protección situada en el sitio equivocado.
Estaba seguro de pasar al menos aquel turno. Por lo que, cuando la
barra transversal bajó, saltó hacia delante prestando atención en no
empujar demasiado los brazos: el izquierdo para no dañar el músculo y el
derecho para no dañarlo en vista de esfuerzos todavía mayores. Se
encontró de esa forma corriendo con una mezcla extraña de técnica más
propia de una carrera larga y corta. Respecto a la larga, porque tenía los
brazos bajos, y respecto a la corta, porque la zancada de las piernas era
más amplia y las rodillas iban altas.
Fue bien, tal y como había previsto. Llegó segundo y con amplio
margen. Se habría incluso abandonado a la esperanza de ganar la corona
de olivo sin demasiadas angustias si luego, en la serie siguiente, no
hubiera visto correr a Cinegiro. El amigo se dejó atrás a todos y con una
ventaja demoledora, dando prueba de su superioridad.
—Por lo que parece, mi hermano no tiene rivales —le dijo Esquilo muy
complacido. Eucles tuvo que admitir que Cinegiro había mantenido las
previsiones, que lo veían netamente favorito en la prueba. Lo único era
esperar que, en su obtusidad, el hermano de Esquilo diera siempre el
máximo en los turnos eliminatorios y llegara cansado a la final.
Y en efecto, una hora después lo vio de nuevo empeñarse con ahínco en
la serie de la semifinal. Y dominar, como en el turno anterior. Pero esta
vez lo vio también jadear de forma más pronunciada, una vez que había
cruzado la meta, y agacharse sobre las rodillas.
Bien. Muy bien.
Cuando le tocó a él disputar el turno de la semifinal, salió del triángulo
con la intención de repetir la prestación de la primera serie. Se marchó sin
forzar los brazos, pero después de pocos pasos se vio ya atrás respecto a
buena mitad de los adversarios. Tuvo entonces que ampliar los
movimientos de los brazos, pero prestó atención en tenerlos bajo control.
Sintió dolor en el izquierdo, pero vio también que recuperaba rápidamente
y siguió conteniéndose. Cuando tuvo la seguridad de encontrarse entre los
primeros, se relajó, cruzando la meta el cuarto. Inmediatamente después
advirtió un ligero pinchazo en el hombro derecho. El escudo comenzaba a
dejar su huella.

~121~
Andrea Frediani Maratón

Para la final, de todos modos, todo sería diferente. Se fue dando cuenta
poco a poco de que ocuparía la calle junto a Cinegiro, quien fue
inmediatamente a tomarle el pelo.
—Te veo algo cansado, amigo. Temo que, ocupando un sitio junto a mí,
se verá todavía más la diferencia entre nosotros. ¡Si fuera tú me retiraría
aduciendo un pretexto cualquiera!
Lo decía con la sonrisa en los labios, como el simpático y exaltado
bromista que era. Pero se consideraba de verdad un fenómeno capaz de
superar a cualquiera cuando iba armado. Aunque no hubiera nada que
combatir, era como si el sencillo contacto con las armas le transformara
en Ares en persona.
Curioso, reflexionaba Eucles mientras se concentraba para la final
untándose aceite, sobre todo en los hombros. Filípides se consideraba un
descendiente de Teseo y un semidiós. Cinegiro la personificación de Ares.
Tersipo era demasiado pragmático para asociarse con los dioses, pero
estaba profundamente convencido de estar destinado a ocupar un sitio de
relevancia en la historia y en la ciudad ateniense, quizás incluso helénica.
Él era el único que se consideraba sólo aquello que era, un sencillo
hombre con modestas ambiciones y con confianza en sí mismo. Aquella
convicción en los propios medios le llevaba a menudo a que se
intercambiara con pura exaltación. Quizás era precisamente ésta la causa
de su estado de perdedor crónico: siempre apuntaba abajo y terminaba
todavía más abajo. Quién apuntaba mucho, pero mucho más arriba, algún
éxito terminaba siempre por conseguir...
Fue con estas reflexiones que se presentó en los palos de la salida para
la final, bajo los ojos atentos de Ismene, Filípides y Tersipo, a los que se
había unido también Epizelo. Se tocó los hombros, primero el izquierdo,
luego el derecho, intentando levantar el escudo. En ambos sentía dolor. Se
resignó a un nuevo desafío: contra los adversarios, contra Cinegiro en
particular, y contra su propio dolor. Debería vencer antes a éste último
para luego poder superar a los demás.
Depuso el escudo en el suelo y se colocó el gorro, que le repararía del
roce con el metal del casco. Luego llegó el momento del casco, e
inmediatamente su visión se redujo al único pasillo frontal. Las únicas
aperturas eran los foros para los ojos y una cobertura de la nariz
ligeramente levantada para permitirle respirar. Una sutil fisura a lo largo
de la confluencia entre los resguarda-mejillas le habría consentido, si bien
con fatiga, comunicar con cierta claridad.
Sobre Cinegiro. Tenía que realizar la carrera sobre Cinegiro, que saltaba
precisamente junto a él, soltando sus músculos. Intentó imitarlo,
moviéndose con mucho cuidado, pero le sirvió sólo para relajarse, ni
mucho menos para soltar el dolor. Y cuando más seguro estaba que
aquellos pinchazos le condicionarían, mucho más nervioso se ponía, y
furioso por no haber sabido preparar ni siquiera aquella vez una prueba
tan importante.

~122~
Andrea Frediani Maratón

Llamaron a la salida. En las gradas caló repentinamente el silencio. Los


competidores tomaron posiciones, escudo y pierna hacia el frente, la
cabeza ligeramente doblada hacia delante. Quince escudos diferentes se
acercaron a la barrera transversal, con los dibujos, los monogramas y los
símbolos más dispares. Junto al brasero de Apolo, que aparecía en el de
Eucles, se veían los símbolos de la diosa Atenas, un alfa o un pentáculo
con dos alfas sobrepuestas, un pulpo, un gallo en homenaje al dios Helios,
una copa de vino dedicada a Dionisio, un ojo, y un león.
Y más allá de la barra, quince espesas crestas rojas y negras cubrían los
cascos mediante enlaces decorados con cuadros, mostrando a los hoplitas
como gigantes con una espesa melena.
La barra bajó y los competidores saltaron hacia delante casi al unísono,
unos de forma descompuesta. Algunos escudos se rozaron o incluso se
chocaron entre ellos. Eucles se encontró inmediatamente a Cinegiro al
menos dos pasos por delante. Intentó buscar la mirada en él, pero le
resultó más bien difícil.
La escasa visión le obligaba a doblar ligeramente el cuello hacia la
derecha, empujándole instintivamente a torcer también el busto en la
misma dirección. El peso del escudo sobre el brazo derecho acentuaba la
posición poco natural y se dio cuenta de que seguía perdiendo terreno.
Pero aquello era sólo uno de sus problemas. Intentó empujar con todas
sus fuerzas, llevando ambos brazos hacia arriba. E inmediatamente sintió
cómo se endurecían los músculos de los hombros. No había recorrido ni
siquiera un cuarto de la prueba y no conseguía ya levantar el escudo.
Recorrió el resto del trayecto casi con el brazo colgando y con el izquierdo
algo más vital, mientras Cinegiro se alejaba cada vez más. Y no sólo él.
Se sintió apoderado por el pánico de llegar el último. Esta vez no. No
delante de Ismene. No después de haber visto ganar a Filípides y a
Tersipo. Intentó alargar el paso, esperando encontrar en las piernas el
apoyo del que le habían privado los brazos, y se descompuso todavía más
girando la cabeza hacia la derecha y hacia la izquierda para controlar la
posición de los otros atletas.
Era consciente de que corría de forma poco agraciada, precisamente él
que había sido considerado siempre un ejemplo en cuanto al estilo. Y se
encontraba igualmente incómodo por haber perdido la concentración
necesaria para alcanzar la meta, siempre y sólo la meta, como hacía
cualquier corredor que aspiraba a la victoria. Pero él no aspiraba ya a la
victoria. Aspiraba sólo a no llegar el último, y la suya era una carrera
contra los más lentos. Eran ellos su meta, y era en ellos en los que se
tenía que concentrar.
Mil puñales le afligían en los músculos de los hombros. El escudo
parecía arrastrarlo hacia atrás y hacia abajo, como si se tratara de un
ancla que no quiere separarse del fondo ni dejar que la nave parta. Una
fuerza invisible le zarandeaba, le hacía tambalearse, obligándole a correr
siguiendo un recorrido extraño en zigzag.

~123~
Andrea Frediani Maratón

Con la única fuerza de la desesperación alcanzó a un competidor, y


luego a otro y a otro. Por último, en la línea de meta, consiguió poner su
propia cresta delante de otro. Luego, inmediatamente después de la
llegada, vio que otros tres se habían quedado atrás. Se desplomó en el
suelo, con los hombros que le dolían de forma casi insoportable, mientras
Esquilo irrumpía en la pista y abrazaba al hermano, vencedor indiscutible.
Lo había logrado, a pesar de todo: había llegado a la mitad de la
clasificación. Había evitado una imagen ridícula ante los ojos de Ismene,
pero había perdido otra ocasión. Corriendo de la peor forma posible, se
había defendido. Si sólo hubiera tenido la posibilidad de realizar una
prueba normal, con toda probabilidad le hubiera disputado la victoria a
Cinegiro.
Pero era una amarga consolación. Le había salido todo al revés, en
realidad. Ismene seguiría sin considerarlo seriamente. Y seguiría siendo el
único de su grupo de amigos que no había logrado ganar nada en una
competición oficial. El único que no había sido capaz de demostrarse un
atleta de verdad, contrariamente a lo que podría decirse por su físico, que
no tenía nada que envidiar a los otros. A cualquiera.
Una vez más se había dado cuenta de que se encontraba regañándose a
sí mismo por sus errores, por su comportamiento de perdedor, invocando
a los dioses para poder volver atrás y afrontar la competición de otra
forma. Su vida estaba llena de «y si». ¿Llegaría alguna vez el día en el que
no sería el peor adversario de sí mismo?

¿Qué es lo que les esperaba de verdad al otro lado del campamento?


¿Cuántos eran los persas que seguían en la tierra firme, alineados y
protegiendo el embargo de las otras tropas dispuestos a combatir hasta la
muerte para impedir a los atenienses que socorrieran Atenas? Las
preguntas serpenteaban entre las filas de la armada griega, mientras los
hombres conversaban en los sectores de las respectivas tribus,
componiendo la alineación de marcha siguiendo las órdenes de oficiales y
estrategas, listos para salir del campamento.
El enemigo estaba lejos, unos ocho estadios, demasiados para poder
incluso ver únicamente algunas sombras en la tenue luz de un día decisivo
para el futuro de toda Grecia. Y los informes de los hombres enviados en
avanzadilla eran inciertos, confusos, y sobre todo incompletos y poco
actualizados. La situación en el campamento persa estaba en continua
evolución, y no se podía saber cuándo se pararía el embarque. Si se quería
conseguir una victoria absoluta, era necesario esperar a que las naves
zarparan, con cuantos más hombres posibles a bordo. Si se quería salvar
Atenas, era necesario atacar inmediatamente, incluso a costa de seguir
estando en inferioridad numérica.

~124~
Andrea Frediani Maratón

Un dilema terrible, que el mando había superado decidiéndose por un


ataque inmediato. Inmediato por decirlo de algún modo, puesto que las
discusiones se habían alargado hasta permitir al sol casi levantarse mucho
más allá de Eubea, restando esperanzas a Atenas y no suficientes
hombres al ejército persa, probablemente todavía en tierra la mayoría de
ellos. Y más tiempo se perdería explicando a los hombres cómo mantener
unidos los rangos.
Eucles se preguntó si no era el modo peor para preparar una batalla: le
parecía una estrategia de perdedor, como aquellas que él afrontaba en
sus propios desafíos...
En vez de reunir las fuerzas y concentrarse en lo que les atendía, los
hoplitas se abalanzaban sobre sus propios oficiales preguntándoles cómo
disponerse, cómo lograr juntar los bordes de los escudos y mantenerse en
contacto durante el avance. Muchos hacían pruebas, en parejas o en
grupos, e intentaban llamar la atención de los lochagos para tener una
confirmación de su disposición. Algún oficial perdía la paciencia y
mandaba a tomar viento a sus subalternos más insistentes. Otros
discutían entre ellos acusándose los unos a los otros de no saber construir
una formación cerrada.
—¡Será por tu culpa si nos alcanza una flecha en el muslo! —era una de
las frases que más se escuchaban.
Eucles llegó donde estaba Filípides, y juntos se pusieron a disposición
de su lochago, ocupando la primera fila. No tenían ninguna intención de
agobiar al oficial con peticiones y aclaraciones y se habían resignado a
probar rangos cerrados durante la primera fase de la marcha hacia el
enemigo. Por hábiles y numerosos que fueran los arqueros persas, era
probable que no les estorbaran en la primera parte del recorrido.
—Por otro lado, no tiene mucho sentido intentar cerrar los escudos
estando quietos —dijo Eucles al amigo—. Tendremos que hacerlo mientras
marchamos con un paso cerrado, o incluso mientras corremos, e intentarlo
durante el trayecto será sin lugar a dudas mucho más eficaz.
—Puedes jurarlo —comentó Filípides que había tomado asiento a la
derecha de Eucles—. Sin embargo, por lo que parece, yo tendré que
contar con la protección de tu escudo. Algo paradójico entregarte mi vida
a ti, considerando la apuesta que tenemos en curso...
Eucles no pudo evitar indignarse.
—Sería paradójico para cualquier otro quizás —protestó—. ¡Pero no para
mí! ¡Somos amigos desde hace mucho tiempo, y ésta es la mejor garantía
de nuestra recíproca estima! —dijo. Y, al menos, así lo deseaba. Estaba
seguro de su propia lealtad, pero no de sus propias reacciones bajo
presión y frente a la posibilidad de ganar el premio para él más deseado. Y
además, no podía garantizarlo totalmente por su amigo. Por la gloria,
Filípides, habría hecho cualquier cosa, probablemente.

~125~
Andrea Frediani Maratón

—¡Tú! ¿Qué es lo que haces en primera fila? —El lochago se dirigió de


repente a Filípides.
—¿Qué quieres que haga? ¡Lo que hago siempre! —respondió el
soldado, sorprendido.
—No. Tú hoy irás en la última fila. Ordenes del alto comando —
respondió el oficial, que luego se dio la vuelta para marcharse.
Filípides lo siguió y lo detuvo.
—¿Y eso por qué? En la guerra contra Egina he combatido en primera
fila y he destacado. ¿Por qué tengo que retroceder?
—Este no es el tema. Nos sirves vivo, por lo que sé, y con fuerzas.
Inmediatamente después de la batalla necesitaremos mensajeros rápidos
para ser enviados a Atenas, independientemente de cómo termine —
explicó. Y se marchó de nuevo.
Filípides no lograba entenderlo.
—¡Sabía que destacar como corredor sería un impedimento! ¡No es la
primera vez que pretenden usarme como heraldo en vez de como hoplita!
—Bueno, si están así las cosas... estás fuera de nuestra apuesta —dijo
Eucles. En lo más profundo de su corazón, no lo sentía en absoluto. Y no
porque las últimas filas dieran al amigo una mayor garantía de
supervivencia. Ahora tendría un adversario menos para lograr a Ismene, y
además el más peligroso. Siendo más mayor que él y Tersipo, de hecho,
Filípides tenía mayor experiencia bélica y más probabilidades de dar
desahogo al valor en batalla.
—¡Ni hablar! —protestó Filípides—. ¡Filípides no pasará a la historia
como un corredor que aprovecha su talento para evitar los riesgos de la
batalla!
—Se trata de una orden del polemarco. ¿Cómo piensas cambiarla?
—Vayamos a ver a Arístides. Este asunto tiene que quedar resuelto —
dijo Filípides. Eucles intentó primero retenerlo, pero luego vio que el amigo
estaba muy determinado y lo siguió sin demasiado entusiasmo.
El estratega de su tribu estaba llegando precisamente en ese momento,
con una corona de olivo en la cabeza. Le acompañaban dos hombres.
Transportaban un pequeño altar de madera, e iban seguidos a su vez por
otros dos oficiales que llevaban consigo a un cerdo. Cerraba el pequeño
cortejo un soldado con una cesta y otro con una jarra de agua.
Por lo que parecía, Filípides había elegido el momento peor para
protestar con su propio comandante. El estratega estaba a punto de
celebrar el sacrificio del rito, y molestarlo habría podido incluso
comprometer el resultado. Pero el corredor, después de un instante de
duda, retomó el camino en su dirección.

~126~
Andrea Frediani Maratón

—¿Estás loco? —le dijo Eucles, asustado, intentando retenerle—.


¿Quieres terminar arrestado? O todavía peor, ¿quieres arruinar el sacrificio
a los dioses?
—Los dioses no se la tomarán con un descendiente de Teseo. Y Arístides
no se enfadará con el heraldo que ha sido capaz de obtener la ayuda de
Esparta.
Eucles tenía sus dudas. También sobre la ayuda de Esparta: los
lacedemonios no se habían visto todavía y dudaba de que llegaran a
tiempo para la batalla. No obstante siguió al amigo, a una distancia
prudencial para no verse implicado en su eventual ruina. La prisa con la
que se había decidido combatir había ya hecho precario y aproximativo el
tributo a los dioses, con el riesgo de descontentarlos y no poder obtener
su ayuda. En lugar de la típica ceremonia única, ante todo el ejército, que
debería haber realizado el polemarco con un buey como víctima, el Estado
Mayor había decidido efectuar apresurados sacrificios individuales en cada
unidad. Cada estratega debería degollar a un cerdo, homenajeando a los
dioses y en particular a Heracles, cuyo santuario les había acogido desde
entonces, y luego dar la orden de marcha.
Por lo tanto, no se prepararía a la víctima con lazos, ni se realizaría un
examen de sus tripas, ni una libación, ni se cocinaría y distribuiría su carne
entre los soldados. El único modo que el oficiante tendría para comprobar
el favor de los dioses sería la extensión de las salpicaduras de la sangre.
Pero Eucles no tenía dudas: ningún estratega, y todavía menos el astuto
Arístides, degollaría a la víctima sin salpicar todo el altar.
Arístides tenía fama de ser un hombre equilibrado, y con él
generalmente se podía razonar. Pero en aquel momento era improbable
que se lo tomara a bien. Además, Filípides casi se abalanzó sobre él, a
pesar de que el comandante había ya llamado al portador del agua y se
estaba enjuagando las manos. Mientras tanto sus hombres colocaban el
altar y predisponían a la víctima para el sacrificio, cogiendo a su vez agua
de la garrafa del sacrificio y salpicando al cerdo. La bestia reaccionó
moviendo la cabeza, molesta, lo que ya significaba una señal favorable.
—¡Estratega, he sabido que quieres ponerme en la última fila! ¿Acaso
quieres que me marquen como un cobarde?
Eucles sentía curiosidad por la reacción del comandante. Pero no pudo
evitar darse la vuelta para observar el comportamiento de los otros
soldados del regimiento. Todos observaban incrédulos. Ante sus ojos,
Filípides estaba impidiendo el sacrificio propiciatorio, el rito del que
probablemente dependía, todavía más que del valor, el resultado de la
batalla.
Arístides no hizo caso. Siguió ignorando al hoplita invasivo y metió la
mano en el cesto lleno de granos de orzo, extrayendo el cuchillo. Entonces
levantó el himatión y se lo puso en la cabeza. Un sacerdote en pleno
ejercicio de sus funciones tenía que tener la cabeza cubierta, por respeto
a los dioses. Quizás pretendía también con aquel gesto hacer entender a

~127~
Andrea Frediani Maratón

Filípides que el rito había comenzado y que no podía interrumpirle. Puede


incluso que tuviera de verdad miedo por las consecuencias que se
crearían con la interrupción del ritual. Pero el soldado no se dejó
desanimar, provocando murmullos y protestas entre el regimiento.
—Te lo ruego, comandante, tienes que darme la oportunidad de mostrar
mi valor. Los dioses me han favorecido siempre, y ponerme en primera fila
puede ser sólo una ventaja ¡También para Atenas! —exclamó. Al menos
usaba un tono de deferencia, pero su comportamiento quedaba fuera de
lugar. Eucles se sintió profundamente avergonzado.
—¡A los dioses los estás ofendiendo ahora! Difícilmente te favorecerán
de nuevo, después de lo que estás haciendo... —dijo Arístides, casi
susurrando. Su expresión no traicionaba el malestar que sin lugar a dudas
sentía.
—Con todo el respeto, estratega... Ningún dios puede dañar a un
soldado que desea realizar su propio deber y defender la ciudad a la que
pertenece, y que lucha por ello. Estoy seguro de que los dioses me
favorecerán todavía más, ahora.
Arístides respiró a fondo, medio cerrando los ojos, y habló con aparente
calma, midiendo las palabras:
—Sólo tú puedes cubrir en breve tiempo y sin detenerte la distancia
entre Maratón y Atenas. Y aquí cada instante puede revelarse precioso.
Nadie desprecia tus cualidades de combatiente, lo sabes.
—¡Pero ponme en las primeras filas como un joven fresco del efebato!
Ahora me gustaría que los dioses no me hubieran concedido el don de la
resistencia. ¿De qué me sirve si no para quedar en mal lugar? —se
lamentó Filípides, alargando los brazos.
—No podemos permitirnos que te ocurra algo. No sólo que mueras, sino
también que seas herido, aunque sea superficialmente. Tu carrera y tu
resistencia se resentirían...
—¡Pues entonces enviad a otro!
—No hay nadie tan bueno como tú. Lo acabas de demostrar yendo a
Esparta y volviendo en un tiempo que ningún hombre habría sido capaz de
emplear...
—No es verdad. Estoy seguro de que Eucles sería capaz de cubrir la
misma distancia en un tiempo apenas superior al mío. También él tiene
una gran resistencia —dijo Filípides indicando a su amigo.
Eucles abrió los ojos asombrado. Empleó unos instantes todavía para
absorber el concepto y decidió que el tema no le desagradaría. A fin de
cuentas, tendría la posibilidad de adelantar el tiempo de la vuelta, de ver
inmediatamente a Ismene y de contarle él mismo cómo iban las cosas.
Pero si hubiera seguido a Filípides y se hubiera declarado disponible, ¿le
habrían también consentido continuar en la apuesta? ¿O era precisamente
eso lo que quería Filípides evitar?

~128~
Andrea Frediani Maratón

—¿Acaso no es verdad, Eucles, que eres capaz de correr hasta Atenas


sin detenerte? ¡Has presumido siempre de ser el más hábil en las carreras
largas, detrás de mí! —insistía Filípides.
No podía eximirse. Si bien le hubiera gustado mucho.
—Pues claro. Quizás tendría que detenerme de vez en cuando, pero te
aseguro Arístides que conmigo las noticias llegarán a Atenas incluso más
rápidamente que con cualquier otro —dijo al final, esforzándose en
parecer convincente.
Arístides reflexionó unos instantes.
—Pues que sea así. Hablaré con el polemarco. A fin de cuentas sería una
pena privarse de un combatiente experto para limitar su acción
simplemente a la presión. Y además, tus capacidades de carrera pueden
consentirte llegar al enemigo sin cansarte. ¡Esto debería hacer de ti uno
de los hoplitas más eficaces en el cuerpo a cuerpo!
—¡Bien! —asintió Filípides, que era el vivo retrato de la felicidad—.
Ahora podemos regresar a los rangos. ¡Ven Eucles!
—¡Espera! —le llamó Arístides—. ¿Sabes lo que te digo? Justo porque no
te cansarás corriendo contra el enemigo, quiero que tú y sólo tú lleves la
coraza.
Filípides cambió de nuevo su expresión.
—Pero los otros... pensarán que soy un privilegiado y que tengo más
miedo.
—Estas son mis condiciones. Tómalas o déjalas. Quiero de todos modos
que sigas siendo tú quien se marche a Atenas, y me disgustaría que no
fueras sólo porque una flecha se te ha clavado en un hombro... ¡Y ahora
regresad inmediatamente a los rangos! Comunicad vosotros mismos mi
decisión al lochago.

~129~
Andrea Frediani Maratón

XI

Sombras. La sombra del crepúsculo que se inmiscuye sobre el desafío,


sobre su loca carrera. Sombras fugaces que el ojo de Eucles ve en la luz
incierta del atardecer. Sombras inquietantes en movimiento, quizás
animales en estado salvaje, quizás civiles en fuga o persas alocados, o
puede que sólo reflejos de sus miedos.
Eucles siente que debería acelerar el paso. No sólo porque Tersipo está
más cerca de él. No sólo porque Filípides está cada vez más lejos. Cala la
oscuridad y el riesgo de perder el camino aumenta. O quizás se trata
únicamente de no ver el terreno bajo los pies, aumentando las
probabilidades de un infortunio. Y de perder a Ismene. Y con ella, la última
posibilidad para demostrarse a sí mismo que no es un perdedor innato.
Pero el aliento, los músculos, los huesos, la cabeza, la vista... todo
parece conjurarse para complicarle la vida. Se da cuenta de que no tiene
la mínima idea de cuánto falta para llegar a Atenas, y de que no ha
establecido ni siquiera con los otros dos cuál es la meta. ¿Es necesario
llegar y tocar la muralla? ¿Vence quien gana el primero en el ágora?
¿Quién consigue hablar con un arconte? ¿O quien pone el pie antes que
los otros en el edificio que acoge la asamblea de los Quinientos?
Si llegan en volandas, terminarán por discutir también sobre este punto.
Como ha ocurrido desde la noche de la incursión para liberar a los
prisioneros eretrios. Pero por cómo se están poniendo las cosas, parece
difícil que se llegue codo con codo, salvo que Filípides ceda de repente.
Pero... ¿quién puede saberlo? Si de verdad se presentaran delante de la
muralla de Atenas juntos, podría ocurrir cualquier cosa. Los dos
derrotados, que con toda probabilidad serán Eucles y Tersipo, podrían
ponerse de acuerdo y desconocer la meta que Filípides haya elegido.
Podrían protestar por su victoria y no reconocerle el derecho de pedir la
mano de Ismene. Y entonces sería necesario comenzar todo desde el
principio, recurrir a otro tipo de apuesta, algo excelente considerando que
no hay una competición en la que Filípides sea tan superior respecto a los
otros que la que están disputando.
Quizás podrían resolverlo en ese momento, combatiendo entre ellos: un
encuentro de pancracio, donde se consiente cualquier ataque. Un
encuentro donde estén los tres, todos contra todos... Eucles se pregunta si
estarían también dispuestos a realizarlo con las espadas, pero luego
prefiere alejar esta idea desagradable en un rincón de su mente. No está

~130~
Andrea Frediani Maratón

tan seguro de que pueda emplear toda su maldad contra los dos hombres
que hasta hace pocos días consideraba sus mejores amigos. Por otro lado,
tampoco está tan seguro de que pueda decir lo mismo de ellos dos. Así
que perdería de nuevo también esta vez. No, mejor el pancracio, por si
acaso.
Algo estúpido, se dice Eucles. Se está convenciendo de que está
dispuesto a cualquier cosa con tal de superar a sus dos amigos. A
cualquier cosa. Pero para estar dispuestos a todo, también a privarse de
los escrúpulos, es necesario odiar. Y él no odia ni a Filípides ni a Tersipo.
Por lo menos los detesta, porque constituyen el obstáculo principal ante su
objetivo, es más, quieren arrebatarle su objetivo, que para él tiene más
valor que para ellos. Pero no es suficiente para considerarles enemigos de
verdad y actuar en consecuencia, como si se tratara de una guerra.
Y además, no consigue apartar tantos recuerdos como los que le unen a
los otros dos jóvenes. Es un peso demasiado contundente para liberarse
de él en un instante. Significaría, casi, liberarse de una vida para
convertirse en otro hombre, y no seguramente mejor.
Sólo diez días antes, bajo el monumento de los Héroes, jamás habría
podido pensar que vería a sus amigos como adversarios, salvo cuando
ejercían de atletas, naturalmente. Hueles recuerda con claridad aquel
último momento de serenidad unida a la exaltación, que representaba
quizás su último momento de felicidad.
Era el día de la movilización. Como en cualquier campaña, cada
ciudadano hábil al servicio del hoplita se acercaba al ágora para ver si su
nombre estaba incluido en las listas tribales de los reclutas. Los listados se
colgaban bajo cada una de las diez estatuas de los Héroes epónimos que
daban el nombre a las tribus en las que, sólo veinte años antes, habían
sido agrupados por Clístenes los demos de Atenas. El monumento estaba
situado en la plaza junto al Bouleuterion, y consistía en un largo y macizo
paralelepípedo de mármol, rodeado por un recinto alto hasta el pecho de
un hombre. Sobre esta base de mármol se levantaban, a ambos lados, dos
braseros dedicados a Apolo, y en medio de las estatuas de bronce de los
héroes, elegidos por la pizia de una lista de cien, los antiguos reyes de
Atenas: Erecteo, Pandión II y Cécrope II, Egeo (padre de Teseo), Leonte,
Acarne (hijo de Teseo), Eneas (rey de Calidonia), Hipótoo, Áyax y el hijo de
Heracles, Antioco.
Eucles se había citado al alba no sólo con Filípides, que pertenecía como
él a la tribu de Antioquea, y con Tersipo, de Leóntidas, sino también con
Cinegiro y Esquilo, encuadrados en la tribu de Ayántide. El sol acababa de
salir y a pesar de ello había una gran afluencia alrededor del monumento.
Eucles escuchó que los encargados de colgar las listas habían llegado
incluso antes del alba y, sin embargo, se habían visto obligados a abrirse
camino entre la multitud, y sólo con gran dificultad habían conseguido
alcanzar la base de mármol, entrar en el recinto y colgar las listas con los
nombres de los que habían sido llamados.

~131~
Andrea Frediani Maratón

Jamás antes una campaña se había sentido tanto en la población


ateniense, por otro lado. Las guerras de corto alcance contra los vecinos
en Helas no suscitaban tanto interés, y a menudo los reclutados
respondían a la llamada con sufrimiento, lamentándose porque tenían que
interrumpir sus propias actividades para arriesgar la vida en conflictos que
no les reportarían ninguna ventaja personal.
Pero esta vez todo era diferente. La amenaza era concreta y cada uno
se sentía en peligro y en deber de reaccionar, de dar su propia
contribución a la salvación de la ciudad. Se escuchaban voces de que el
gran rey Darío quería hacer pagar a Atenas su apoyo en la Revuelta
Jónica, y sobre todo el incendio de Sardess. Muchos temían que la ciudad
pudiera correr la misma suerte que las tropas atenienses habían dado a la
sede de la satrapía persa en Asia menor, y habían comenzado a sacarle
brillo a las armas todavía antes de saber si serían llamados de nuevo.
Eucles acababa de entrar en la plaza y ya escuchaba a quienes
protestaban por no haber sido reclutados. Generalmente, quienes
quedaban excluidos respiraban aliviados. En cambio, esta vez protestaron.
Pero, en una circunstancia parecida, nadie habría quedado de verdad
excluido. Se sabía que los más jóvenes y los más ancianos, no incluidos en
las listas, les tocaría el servicio de guarnición de la ciudad, para hacer
frente a eventuales ataques desde el mar.
La reunión en el ágora se estaba también transformando en una ocasión
para comparar las noticias que cada uno tenía sobre el avance persa.
Corrían las voces más dispares sobre la entidad de la flota asiática, que
alguien indicaba que estaba formada por miles de naves de guerra
diferentes, y sobre las matanzas que el ejército había protagonizado en las
islas en las que se detenía. Incluso antes de llegar a Jonia, se decía que los
persas habían llegado a Rodos y habían asediado la ciudad de Lindos.
Luego habían asaltado la costa asiática y habían pasado de Cos y Samos,
antes de girar y dirigirse hacia occidente.
En las Cicladas habían dejado un largo rastro de muertes y de
destrucción. Los más informados afirmaban que Naxos había
prácticamente desaparecido de la faz de la tierra. Ya diez años antes el
centro principal de la isla había padecido el ataque de los persas, pero los
habitantes habían conseguido esconderse sobre las colinas antes de ser
capturados. Esta vez, en cambio, la ciudad había sido asediada duramente
y ningún ciudadano había podido evitar ser masacrado o esclavizado.
En Paros, además, parecía que el comandante supremo, Datis, hubiera
obligado a los habitantes a servir en la flota persa. No eran los únicos
griegos que combatían por el gran rey, por otro lado. Muchos marineros y
remadores de las naves eran jonios. Y había quien contaba que los persas
se habían incluso llevado de la isla un bloque de mármol con el que
pretendía modelar el trofeo de la victoria sobre los atenienses, como si ya
hubieran vencido. También por esto, muchos ciudadanos se habían
mostrado ansiosos para demostrar que no era fácil superar a los hoplitas
de la ciudad consagrada de Atenas.

~132~
Andrea Frediani Maratón

Entre ellos, el más convencido era seguramente Cinegiro. El hermano


de Esquilo acababa de leer su propio nombre sobre la lista que colgaba
bajo la estatua de bronce de Áyax.
—¿Cuánto queremos apostar que los derrotamos? Les sustraeremos ese
bloque de mármol y levantaremos nuestro trofeo de la victoria. ¡Qué
ganas tengo de enfadar al gran rey! —exclamó en cuanto vio a Eucles.
La expresión de Esquilo, que siempre estaba a su lado, dejaba entender
que también él había sido seleccionado. Un perro enderezado. Parecía uno
de aquellos descontentos por haber sido excluido. Pero su rechazo por los
asuntos bélicos era conocido.
—Incluso Esquilo se lo demostrará esta vez. ¿No es verdad, hermano? —
continuó Cinegiro, dando a Esquilo un enérgico manotazo en el hombro.
Esquilo hizo un gesto que demostraba todo lo que pensaba.
—Mira que esa gente ha conquistado el mundo... ¿Qué te hace pensar
que serán adversarios dóciles?
—¡El hecho de que los dioses han decidido preservar la libertad de
Grecia! —había llegado a tiempo de decir Tersipo. Se encontraba en
compañía de Filípides. Ambos parecían muy sonrientes.
—¿Y en qué basas esta afirmación? —preguntó Esquilo, sin disimular su
propio escepticismo.
—¿Habéis ido ya a ver las listas? —preguntó en cambio Eucles,
esperando poder ahorrarse los empujones que se estaba dando la multitud
alrededor del recinto.
—Sí, y estamos todos —respondió Filípides.
—Para responder a nuestro pávido amigo —dijo Tersipo, dirigiéndose a
Esquilo—, deberíamos llevar aquí al prófugo de Delos con quien ha
hablado Temístocles. ¡Entonces estoy seguro de que te tranquilizarías,
querido artista! Pero tengo miedo de que no creas mis palabras, y sigas
cagándote de miedo...
Esquilo no se mostró particularmente molesto por la provocación del
amigo. Estaba acostumbrado a sus propias ironías sobre la falta de
capacidad militar que tenía. Por otro lado Tersipo se reía de él sin maldad,
y siempre con la sonrisa en los labios. Convencido como estaba de estar
destinado a otras metas, le había elegido como futuro cantor de sus
empresas.
—Intenta contármelo y veremos —dijo Esquilo—. Si tú estás interesado
en los asuntos militares, a mí me interesan los de los dioses.
—Bien, los habitantes de Delos se han escapado casi todos a Tinos, en
cuanto han sabido de la matanza hecha por los persas en Naxos. Pero no
habría sido necesario. Por lo que se dice, el gran rey Darío no pretendía
violar la isla donde nació Apolo y Artemisia. Pensad que Datis ha
encargado incluso que quemaran cantidades enormes de incienso bajo el

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Andrea Frediani Maratón

altar en honor de los dioses gemelos. A pesar de todo ello, en cuanto los
persas zarparon se produjo un terremoto devastador. Los habitantes han
contado que no recordaban otro terremoto igual en el pasado...
—¿Y esto qué significaría? —preguntó Eucles, asombrado.
—Pregúntaselo a Esquilo. Es él el experto en los asuntos de los dioses,
por lo que ha dicho... —replicó Tersipo, indicando al poeta.
—Significa que los dioses no se lo han agradecido. A pesar del gran
tributo ofrecido a Artemisia y a Apolo, ahora Datis sabe que los tiene en
contra —le explicó Esquilo.
—Es exactamente así como lo ven los habitantes de Delos —confirmó
Tersipo—. Y es así como también lo veo yo.
Los dioses nos dieron el intelecto y los medios para derrotar a Asia ya
hace tiempo, en Troya, ¡y lo haremos también ahora!
—Ya. Quieren conservarnos para ellos, para hacer de nosotros el objeto
de sus juegos, de sus enfrentamientos y de sus apuestas. Como han hecho
siempre, por otro lado —comentó con amargura Esquilo.
—Uf... ¡haced que se calle, hoplitas! Los dioses nos ayudarán, claro,
¡pero únicamente si ven que nos ayudamos nosotros mismos! —dijo
solemnemente Cinegiro—. Y nos han enviado ya una señal haciendo que el
polemarco recién elegido venciera el stadion en las panateneas recién
concluidas. Es un claro indicio de nuestra victoria. ¡Quiere decir que la
suerte ha señalado al hombre justo para llevarnos al éxito! ¡Y la suerte la
llevan los dioses!
—Pero no creo que Milcíades se quede a un lado para recibir órdenes —
intervino Eucles—. Tiene demasiado peso político y un consenso
demasiado amplio para limitarse a un papel que le deje en un segundo
plano... ¡Preveo contrastes en los altos comandos!
—Por no hablar de Temístocles y Arístides, que no se soportan —
convino Tersipo, dirigiéndose a Filípides y Eucles—. Esperamos que su
rivalidad no implique a nuestras tribus. Sería desagradable que yo tuviera
que seguir las órdenes que pusieran en dificultad a mis queridos amigos
sólo porque mi comandante pretendiera hacerle un feo al vuestro.
—¡Por cualquier cosa que ocurra, nuestra amistad no se verá
enturbiada! —declaró solemnemente Eucles.
—¡Es más, estoy seguro de que de esta guerra nuestra unión saldrá
reforzada! —añadió Filípides—. Todos sabemos que los riesgos y las
privaciones de una batalla refuerzan la unión entre camaradas. Después
del conflicto, tendremos más recuerdos por compartir, ¡y esto nos unirá
todavía más!
—¡Pues claro! No es necesario ni siquiera jurarlo. ¡Estamos destinados a
estar unidos eternamente en una única persona! —confirmó entonces
Eucles. Y lo creía de verdad.

~134~
Andrea Frediani Maratón

Entonces...

Era tarde, para una batalla. Como muchos hoplitas, Eucles estaba
acostumbrado, en la guerra, a asociar la salida del sol con el comienzo de
la marcha contra el enemigo, o en buscar un territorio por devastar. Se
hacía para evitar a los soldados, con la panoplia completa, que marcharan
bajo los rayos del sol en el calor veraniego y que llegaran cansados,
pesados y sedientos en el momento del enfrentamiento. Era una especie
de mutuo acuerdo entre los comandantes adversarios, que regulaban
desde hacía siglos las batallas entre los griegos.
Entre griegos.
Pero esta vez quien les esperaba no era un adversario, era un enemigo.
Un enemigo con el que el Estado Mayor no había ni siquiera intentado
entablar una negociación, establecer unas reglas o tomar unos acuerdos.
Un enemigo de verdad, contra el que se combatiría una batalla donde
nada era un juego. Un enfrentamiento no por la supremacía, sino por la
supervivencia. Excluyendo a Milcíades, nadie en la armada, ni siquiera los
veteranos más expertos como Epizelo, habían vivido antes una
experiencia parecida. Ni siquiera aquellos que habían participado en la
expedición de Sardess o que habían ayudado a los jonios en su revuelta.
En aquellas ocasiones, enfrentarse a los persas había sido un desafío, no
el recurso extremo, el acontecimiento crucial de la propia carrera militar.
Quizás de la propia vida.
Era como unas Olimpiadas, la suprema competición donde cada uno
estaba obligado a afrontar rivales y a soportar presiones como nunca
anteriormente. Pero si allí se jugaba la reputación, aquí era la vida misma
lo que estaba en juego.
El horizonte en el mar era insólitamente tranquilo. Las olas iban
plácidamente desplegándose en la playa, y su ligero rumor no era más
que un eco lejano, como si el Egeo estuviera distante y no a pocos pasos.
La espuma en el agua comenzaba a brillar bajo los tenues rayos del sol,
confiriendo al inminente escenario de la batalla una corona de plata que
parecía enmarcar el acontecimiento, como una barrera que la aislaba del
resto del mundo, arrojándola en las fauces de aquel enemigo despiadado.
Los regimientos habían salido del campamento a través de las entradas
en cada sector de origen. Luego, una vez en campo abierto, se habían
situado ya en orden de batalla. Si bien el horizonte se veía todavía confuso
y no se divisaba ningún persa claramente, nadie tenía dudas de que los
soldados enemigos más avanzados se habían dado cuenta ya del avance
del ejército griego. En compensación se veían las sombras de sus naves,
unas pocas cerca de la playa y la gran parte más lejos, y un ir y venir de
pequeñas embarcaciones que no dejaban de moverse hacia la tierra firme
y aquellas.

~135~
Andrea Frediani Maratón

Inmediatamente los comandantes de las unidades se dispusieron a la


cabeza y en la cola de cualquier regimiento, intentando compactar a sus
hombres. Los choques entre los escudos eran frecuentes, como en las
batallas, y hacía que los soldados estuvieran nerviosos, acostumbrados a
avanzar sin sentir la respiración de sus compañeros encima. Los oficiales
les empujaban con fuerzan, les incitaban golpeando las astas de sus
lanzas contra los escudos, ya fueran los propios o los de los otros.
—Un gran desastre —comentó Filípides, dirigiéndose a Eucles, con quien
buscaba desesperadamente seguir en contacto—. Nos estamos ocupando
de todo menos del enemigo. Somos carne directa al matadero...
—Al menos nuestra profundidad es limitada —respondió Eucles,
intentando soltarse con los movimientos—. Piensa si nos hubiéramos
alineado en doce o dieciséis filas, como siempre. Terminaríamos por
pisarnos los pies unos a otros y cada uno terminaría encima de aquel que
le precede —dijo
Y mientras tanto estaba pendiente de no pisar los pies del compañero
de la derecha, del que buscaba la protección del escudo, ocupándose al
tiempo en asegurar la cobertura de Filípides en el lado izquierdo.
Caminando con el paso rápido, los diez regimientos, de un millar de
hombres cada uno además del de Platea, se habían alineado en ocho
líneas para extender cuanto fuera posible el frente y evitar así eventuales
rodeos o movimientos en las alas, siempre posibles cuando se tenía
enfrente a un enemigo numéricamente superior. El Estado Mayor había
considerado necesario sacrificar la profundidad a favor de la amplitud del
alineamiento. Los griegos, sin embargo, no disponían de caballería, y los
arqueros, inútiles con la estrategia dinámica ideada por Milcíades, se
habían quedado en el campamento con los esclavos. Por lo tanto, los
laterales estaban completamente carentes de protección.
El regimiento de los dos amigos había sido colocado precisamente en el
centro. A su lado marchaba el de Leóntidas, donde militaba Tersipo. En el
ala izquierda, hacia las alturas, estaban colocados los platenses de
Arimnestos. En el extremo derecho, hacia el mar, estaba Ayántide con
Esquilo y Cinegiro. Y siempre a la derecha militaba, según la tradición, el
polemarco, cuyo pueblo pertenecía precisamente a la tribu de Ayántide. El
regimiento mandado por Milcíades, el de Oneida, se encontraba a mitad
de la alineación.
—A mí me parece que así es ya complicado. Yo corro solo. Combato
solo. No pienso cuando lo hago. En cambio, así, me veo obligado siempre
a pensar dónde estoy. Es horrible... se lamentaba Filípides.
Eucles había crecido en la escuela de Epizelo. Para él, aquella táctica
era una consecuencia natural de la mentalidad de su entrenador. No se
escandalizaba tanto. Pero eran pocos los que se comportaban como él. La
mayoría eran contrarios a las disposiciones de los oficiales, y otros
objetivamente mostraban gran dificultad, por lo que la alineación se

~136~
Andrea Frediani Maratón

encontraba bastante lejos de haber alcanzado la cohesión que Milcíades


había ideado.
Y ocho estadios, con un paso acelerado, se recorrían rápido.
Eucles se sintió condicionado por el pesimismo de Filípides. ¿Qué
ocurriría si llegaban cerca de los persas todavía sin preparación para
cerrar los rangos? Con líneas desordenadas, sin corazas, nerviosos y
desorientados, se verían indefensos frente a cualquier cosa que los
adversarios quieran hacerles. Ni sabían todavía cuánto se encontrarían
delante, por otro lado. Si el embarque acababa de iniciarse o procedía
despacio, se encontrarían encima un número desproporcionado de
guerreros.
Se podía dudar de la salud mental de los jefes, dada la situación. Porque
ninguno, con un mínimo de raciocinio, habría enviado un ejército de once
mil hombres sin orden alguno. O lo que era lo mismo, todo lo que Atenas
disponía en aquel momento.
Quizás los soldados se estaban arrepintiendo de haber acogido con
entusiasmo la estrategia de Calimaco y Milcíades. Quizás el único motivo
por el que seguían avanzando era el éxito favorable del sacrificio; al
menos los dioses estaban de parte de los guerreros.
O al menos eso era lo que había que desear.

Para Esquilo el único problema era seguir el paso de los que estaban
delante. Lo habían situado en la última fila, la octava, junto a los más
torpes y a los reclutas. Gente que tenía dificultad de todo tipo para
manejarse con una lanza y un escudo, y marchar al unísono con los otros.
Para él era diferente. Las cosas las sabía hacer, pero le faltaba la actitud
de hacerlo.
Sus temores prescindían completamente de la táctica. Tenían que ver
principalmente con el tener que dar muerte, el tener que afrontar la
muerte. La guerra, más en general. Nunca había conseguido odiar lo
suficiente a un enemigo como para matarlo, ni siquiera cuando se lo había
encontrado de frente manejando la lanza o la espada contra él. A pesar de
haber participado ya en alguna campaña de corto alcance, no había tenido
nunca la ocasión de cimentarse en un cuerpo a cuerpo. Había marchado,
como todos los reclutas, en las últimas filas, y como no se había
diferenciado nunca en el campo de batalla, en las últimas filas se había
quedado, preparado en la eventualidad de suplir a los compañeros que se
encontraban más adelantados en el caso de que el enfrentamiento se
hubiera alargado más allá de sus capacidades de resistencia.
Pero aquello nunca había ocurrido. Los enfrentamientos entre hoplitas
que había presenciado se habían resuelto de forma repentina, en el primer
ataque de los adversarios, y no había surgido la necesidad de hacer el

~137~
Andrea Frediani Maratón

cambio. El resto habían sido sólo marchas en territorio hostil. Había


incendiado casas y exterminado reses del enemigo, y se había
desahogado contra civiles inermes que jamás habían constituido
obviamente una amenaza.
Por lo tanto, Esquilo seguía marchando, preguntándose cómo se
desenvolvería delante del enemigo. Y no se refería a un enemigo
cualquiera, sino delante de un persa.
¿Sería mejor o peor? ¿Sería más o menos capaz de afrontar al
adversario? Se sentía preocupado por esta pregunta. Con un hoplita habría
dudado frente a la obligación de matar a un griego como él, y su lentitud
de reflejos habría sido fatal. Pero contra un persa, un desconocido, un
hombre de otra cultura y de otro continente, quizás tuviera menos dudas.
Pero, por otro lado, los persas tenían fama de grandes combatientes, y
quizás se viese paralizado por el terror, resultando así una víctima todavía
más fácil.
Independientemente de cómo lo planteara, tenía miedo, esa era la
verdad. Era tan cerebral que podía profundizar en todos los aspectos de su
existencia. Era su valor como artista, pero también su límite como
guerrero. Él se sentía inclinado a valorar todas las implicaciones de los
actos en los que se veía implicado, y la implicación más obvia de una
batalla era que las probabilidades de morir o de matar eran muy altas. Y él
no quería hacer ni una cosa ni la otra. Acababa de comenzar a recibir
aprobaciones sobre su arte, y estaba convencido de que estaba destinado
a otras metas que le podían llevar a ser inmortal, y no pretendía morir
antes de lograrlo.
Pero el miedo le detenía, le hacía todavía ser menos válido como
soldado, disminuyendo sus probabilidades de supervivencia. Había
siempre compadecido a su hermano por ser instintivo, por su índole
primitiva y por el reducido número de conceptos que albergaban en su
cerebro. Pero ahora habría deseado ser como él, para no preocuparse
sobre las consecuencias de sus propias acciones y de las de otros, para
disfrutar de ese mínimo de inconsciencia que le permitiría afrontar el
peligro con mayor determinación y, por tanto, con mayor capacidad de
defenderse.
—¡No! ¡Yo me niego! ¡No lograré jamás aniquilar a nadie si tengo que
ser la niñera de todos estos! —se oyó de pronto. Eran unos gritos que
provenían de la primera fila. Y aquella voz, era inconfundible: Cinegiro.
Esquilo vio plumas que se movían de forma brusca, por delante. Y el
lochago, junto a la alineación, se movió hacia el hermano, que se había
salido de su puesto.
—¡Vuelve a tu puesto, soldado! ¡Así comprometes la cohesión de la
formación!

~138~
Andrea Frediani Maratón

—¡No! ¡Así comprometo mi fuerza! —replicó Cinegiro—. ¡Yo combato


como me parece y tú no puedes detenerme! Cinegiro es el hoplita más
valiente de Atenas, y pretende demostrarlo, ¡hoy más que nunca!
—¡Vuelve a tus líneas o llamo al estratega! —insistía el oficial.
—Si quieres puedes llamar también al polemarco. ¡Yo sigo por mi
camino!
—¿Pero quieres morir enseguida? Llevas sólo tu escudo. ¿Quieres
quedar enterrado por una lluvia de flechas incluso antes de ver a un
persa?
—¡Yo sé correr tan rápido que serán los persas los que no tendrán
tiempo de verme antes de que los degüelle a todos!
Esquilo no podía ver la cara de su hermano, pero tenía muy presente su
expresión emocionada cuando tomaba una decisión. Los ojos se le
inyectaban de sangre, casi parecía que salpicaban, y su comportamiento
guerrero habría asustado al más prestigioso de los comandantes. El
resultado, de hecho, fue que el lochago se echó hacia atrás murmurando
algo sobre el hecho de que, si quería morir, pues que lo hiciera...
Quizás no había que desear tanto ser como el hermano mayor. Cinegiro
era un loco.

Ansia. El ansia que crecía en las filas de la armada griega conforme se


acercaba al enemigo. Poco tiempo a disposición, tanto por aprender
todavía. Eucles guiñó los ojos, buscando con la mirada alguna señal que le
revelara la entidad del enemigo que tenía delante de la gran marisma.
Formas indistintas se delineaban más allá de sus posibilidades visuales,
sombras diseminadas en un frente que llenaba todo el horizonte, desde el
río Carandro hasta el mar.
Del río Carandro hasta el mar.
Y cómo lo veía él, también lo veían los que estaban en primera fila. Los
persas todavía en tierra eran muchos, por lo que parecía. Todavía muchos.
Lo que significaba que los griegos se encontraban aún a tiempo para
detenerles antes de que zarparan hacia Atenas. Pero también para sufrir
una dolorosa derrota, que condenaría de todos modos a la ciudad.
Todos se estaban dando cuenta de que, por mucho que los
comandantes hubieran extendido el frente de la armada, la amplitud no
garantizaba a los griegos que no se vieran rodeados. Aún disponiendo las
unidades sobre sólo ocho filas, las alas no llegaban ni al mar ni al
Carandro. Y los persas tenían mucha caballería, demasiada. Para ellos se
trataría de un juego arrojarse sobre los laterales enemigos y atacar. En
ese momento era todavía más necesario avanzar rápidamente, para no
darles tiempo de maniobrar con los repartos a caballo.

~139~
Andrea Frediani Maratón

Y naturalmente para no dejarse matar por sus arqueros, visto que las
cohesiones de las líneas dejaban mucho que desear.
Filípides obtuvo confirmación de sus pensamientos.
—Quién sabe cómo le va a Tersipo. Me encantaría verle, él que tiene
tanta confianza en los altos mandos. No somos capaces ni de estar unidos,
y los persas, probablemente, son todavía muchos más que nosotros.
—¿Pero cuándo nos van a decir cuántos son? A esta hora, los
exploradores que Calimaco ha enviado en avanzadilla deberían haber
vuelto ya para decirnos el número de los enemigos... —indicó Eucles.
—No funciona en absoluto. Los mandos están tomando iodo tipo de
decisiones. Si no fuera Hipias, a quien tenemos delante junto a los
asiáticos, diría que Atenas necesita un tirano y no la democracia.
—¿Todavía sigues con estos discursos tan peligrosos? Da las gracias a
los dioses de que yo no soy Tersipo.
—Tersipo profesa la democracia sólo en apariencia. Quiere usarla para
sus propios fines. En realidad, se siente más preparado que los demás, y
quiere levantarse sobre ellos. Aunque no lo admita nunca, también él,
como yo, está convencido de que no todos los ciudadanos somos iguales.
Y él quiere usar la democracia para sus finalidades, préstame atención...
—Si le escuchas a él, eres tú quien quiere usar la democracia para tus
finalidades.
—Bueno. Serán los hechos los que demuestren quién miente. Ahora, por
otro lado, tenemos problemas más urgentes que resolver —dijo Filípides
en tono conclusivo, indicando con un gesto de la cabeza la dirección del
enemigo, ligeramente hacia la derecha.
Un caballo estaba avanzando hacia sus líneas. No quedaba muy claro si
en la silla había o no un caballero. Pero conforme se acercaba, se notó que
llevaba una carga encima. Los griegos tuvieron que esperar todavía para
entender de qué se trataba. Y cuando lo entendieron, no se quedaron en
absoluto contentos.
El caballo se detuvo sólo ante la primera línea, levantando las patas
posteriores y dejando caer la carga que llevaba en la grupa.
Era uno de los exploradores, que se había transformado en una
alfombrilla de flechas.
Cada vez peor, pensó Eucles. Ahora no tendrían ni siquiera el modo de
saber contra cuántos enemigos se tenían que enfrentar, salvo cuando se
encontraran en el radio de alcance de sus tiros de dardos. Los persas
protegían sus líneas quién sabía con cuántos arqueros, que impedían a los
hombres enviados en avanzadilla por Calimaco hacer su trabajo. Todos los
hombres se dieron cuenta, y un escalofrío de terror recorrió las filas del
ejército griego.

~140~
Andrea Frediani Maratón

Y sin embargo, aquel espectáculo y el ansia por un enemigo que hacía


de todo para mantenerse desconocido e inquietante, terminaron por
solicitar, si no el sentido de la responsabilidad, al menos el instinto de
supervivencia. De repente, notó Eucles, los oficiales no tuvieron ya la
necesidad de obligar a los soldados a cerrar las líneas y a respetar la
posición. El empeño de cada combatiente se multiplicó, su concentración
aumentó y, como por una especie de magia, las filas se compactaron, aún
manteniendo un ritmo rápido de marcha. Todavía quedaban muchos
agujeros, gente que perdía el paso respecto a quien le precedía, soldados
que discutían con los compañeros que tenían a su lado. Pero la situación
había cambiado de repente.
El propio Eucles se dio cuenta de que Filípides ya no se lamentaba más
por el modo en que él le protegía su costado descubierto. También él,
evidentemente, se sentía responsabilizado e, instintivamente, aplicaba las
disposiciones tácticas de forma más cuidadosa. Le ocurría todavía que de
vez en cuando pisaba los pies al hoplita del que buscaba la protección en
el lado derecho, y sentía a muchos guerreros lamentarse de los pisotones
de sus compañeros, pero todo el asunto parecía por fin funcionar.
Intentó imaginar cómo tenían que aparecer las unidades griegas desde
fuera, desde una posición elevada como los puentes de las naves persas
que seguían ancladas en la playa de Esquema. Se imaginó una amplia
coraza con placas, llena de espinas y extendida por todo el terreno, que
tenía que causar también su efecto. Quizás también ellos conseguirían
causar miedo al enemigo, apareciendo inquietantes como los persas
aparecían ante ellos.
—¡Son tantos! ¡Tantísimos! —sintió gritar desde algunas lilas más allá.
Levantó la mirada, que había mantenido constantemente sobre los
conmilitones que estaban a su lado, y tuvo finalmente la ocasión de
hacerse una idea más exacta de lo que les esperaba.
Los persas también se estaban alineando para una batalla. Si antes,
desde lejos, había visto todo el frente entre el río y el mar como si fueran
hormigas en movimiento, era porque su campamento se extendía entre
los dos márgenes. Lo que había visto eran los perfiles de las tiendas y de
algunas torres de vigilancia, los repartos de caballería que iban de un lado
a otro registrando, y las unidades de arqueros avanzadas en cobertura.
Era obvio que el frente entero estaba ocupado por su presencia. Lo que
veía ahora, en cambio, era justamente el ejército alineado.
Y se extendía también éste por todo el frente.
Los persas no necesitaban hacer llegar su infantería hasta el río y el
mar. Tenían la caballería, y la tenían ya dispuesta en las alas, lista para
atacar a los griegos en cuanto intentaran llegar cerca de la primera línea.
En todos los demás sectores se estaba disponiendo una densa línea de
sparabara, como los llamaba Milcíades. Eran unos guerreros con enormes
escudos, cuya disposición probablemente hacía peligrar la táctica que
estaban intentando realizar los griegos.

~141~
Andrea Frediani Maratón

Eucles se repitió lo que ya habían dicho los oficiales: los escudos persas
eran grandes pero de mimbre, por lo tanto poco consistentes. Los infantes
enemigos no iban armados demasiado y no aguantarían un ataque a la
carrera. Se lo repitió una vez más, luego, otra vez más, intentando que se
transformara en una letanía.
Pero seguía persistiendo el problema de la protección sobre las alas.
Con los costados así expuestos, no había táctica alguna que pudiera
consentir a los griegos salir victoriosos. Los caballeros enemigos parecían
no esperar otra cosa que cargar contra los lados cortos del amplio
rectángulo formado por los hoplitas griegos. Largo, pero no suficiente.
Eucles vio a los oficiales discutir entre ellos y luego hablar con Arístides,
que a su vez se movió hacia Temístocles. Y mientras los soldados seguían
avanzando hacia aquella trampa, los comandantes hablaban entre ellos de
forma excitada.
Cada soldado se preguntó qué es lo que habrían decidido. Se
encontraban ya a menos de cuatro estadios del enemigo. En breve
entrarían en el radio de alcance de los temibles arqueros persas, y con las
ideas todavía confundidas. En ese punto, vista la consistencia de los
asiáticos todavía en el suelo, estaba también la posibilidad de que
Calimaco y los otros decidieran retirarse y esperar de verdad el ataque
enemigo. O que volvieran a las viejas tácticas, liberando los vínculos y los
lazos a los hoplitas y dejando que cada uno desahogara toda su
agresividad.
El consejo, imprevisto y mantenido siguiendo el paso de marcha, se
disolvió de repente y cada comandante volvió a su propia unidad. Eucles
vio a Arístides hablar con su lochago, y este último ir hacia ellos.
—¡Abriros de forma que el compañero que está detrás de cada uno
llegue a vuestro costado! ¡Tenemos que ponernos en cuatro filas y alargar
nuestro frente! —gritó el lochago.
Los soldados se quedaron desconcertados. Miraron a su alrededor,
desorientados, si saber qué era lo que tenían que hacer.
—¡Rápido! ¡Dentro de poco nos alcanzarán los dardos persas! ¡Rápido!
¡Adoptad la nueva posición y cerrad inmediatamente filas! —insistía el
lochago, que volvió a empujar y tirar de los hoplitas de forma más intensa
que al principio de la marcha.
—¿Todo el ejército en cuatro filas? ¡Así no aguantaremos el choque
contra el enemigo! —protestó Filípides—. Y además, ¿qué necesidad hay?
¡Si doblamos la longitud llegaremos al mar!
—De hecho, doblamos la longitud solamente nosotros y Leóntidas.
¡Moveos! —respondió el oficial.
Tras el desconcierto llegó el miedo. Eucles miró a Filípides y estuvo
seguro de que estaba pensando lo mismo. Para evitar amenazas sobre las
alas, el Estado Mayor había decidido debilitar el centro, tanto para alargar
la alineación e igualar la extensión del enemigo, como para inducir a los

~142~
Andrea Frediani Maratón

persas a converger hacia el centro. En la práctica, Arístides y Temístocles


habían aceptado sacrificar a sus hombres para aumentar las posibilidades
de supervivencia del resto del ejército.
Había terminado. Todos morirían, no se salvaría ni uno. No era posible
lanzarse contra aquella muralla de escudos con una línea tan fina y sin
armadura, o lo que era lo mismo, sin ninguna fuerza en el choque inicial.
Ni serían capaces de sujetar el probable contraataque persa, destinado a
arrasarles en un instante.
Ningún desafío con Filípides y Tersipo. Ismene fuera, probablemente. El
único desafío posible era ya consigo mismo, se dijo Eucles. Y ese reto era
sólo por la supervivencia.

~143~
Andrea Frediani Maratón

XII

La zancada es siempre más corta. Eucles prueba a alargarla, pero se da


cuenta de que se esfuerza demasiado y teme endurecerse. De esa forma
sigue las pocas posibilidades que le ofrece ahora su cuerpo y se deja
arrastrar. Está convencido de que se encuentra más allá de la mitad del
recorrido, lo que quiere decir que ya ha corrido como jamás antes en su
vida. Y después de una batalla. Siempre después de una batalla, tiene que
tenerlo presente, para convencerse de ser de verdad un atleta de primer
orden.
Un hombre de primer orden.
Lo sabía. Sabía que tenía todas aquellas potencialidades, que los límites
le habían siempre mortificado, incluso humillado. Un hombre capaz de
tanto habría podido coleccionar docenas de coronas de olivo, en cualquier
competición entre helenos, incluso en las Olimpiadas. En cambio, nada, ni
siquiera un resultado prestigioso. Sólo pésimas actuaciones como
consecuencia de sus temores, de sus inseguridades. De su instinto de
perdedor.
Pero se encuentra todavía a tiempo, ¡por todos los dioses! Ha ocurrido,
en el pasado, que una molestia se haya desbloqueado de repente, haya
adquirido conciencia de sus propias potencialidades y haya comenzado a
ir fuerte para hacer de uno un vencedor. Es todavía joven y puede
conseguir todavía las victorias que su espíritu pávido le ha negado
constantemente. Siempre que se acuerde de lo que ha sido capaz de
hacer con ocasión de la batalla de Maratón. Siempre que venza, esta vez.
Superar a los dos amigos que, a diferencia de él, han sido siempre
vencedores, conquistar a la mujer que ama, una mujer que nunca le ha
tomado en serio —quizás porque su intuición femenina le había ya
clasificado como perdedor—, convertirse en un hombre que salva a
Atenas, impidiendo que los partidarios de Hipias abran las puertas a los
persas... Hay suficiente para dar a un hombre la convicción necesaria para
alcanzar otras metas. Esa misma convicción de estar destinado a algo más
grande que han poseído siempre Filípides y Tersipo, pero también, a su
manera, cada uno en su propio campo, Cinegiro y Esquilo.
Sin embargo también ellos dos van fuertes, maldita sea. Lo de Filípides
lo sabía, les está desafiando en su propio terreno. Pero de Tersipo...
Tersipo no había tenido nunca la capacidad de resistencia y, sin embargo,
está todavía ahí. Quizás también Tersipo se está dando cuenta de ser

~144~
Andrea Frediani Maratón

capaz de ir más allá de sus propios límites cuando la puesta en juego es


alta. Y para él es alta, sin lugar a dudas: no se trata tanto de Ismene como
de la popularidad que le otorgaría una hazaña parecida, y, por lo tanto, el
poder que podría logar con ello.
Ellos afirman que luchan por Ismene, pero en realidad luchan por
afirmarse a sí mismos y sus ambiciones. Sólo él la ama de verdad. Es más,
su amor es verdadero, porque no tiene en cuenta los sentimientos de ella,
no se deja condicionar por las ventajas que podría obtener y no necesita
ser alimentado por su afecto.
No hace otra cosa que repetírselo, para darse fuerzas, el empujón para
resistir, para seguir superando los propios límites.
La pérdida de fuerzas llega sin más, de repente, de forma imprevista. La
pierna izquierda pierde apoyo, se resbala, se alarga hacia el exterior y
arrastra consigo a todo el cuerpo, Eucles se encuentra tirado en el suelo.
Rueda, siente una herida en la rodilla. Y sólo ahora se da cuenta de que se
encuentra en un terreno resquebrajado, que ha cedido bajo su propio
peso.
Pero no hay tiempo que perder. Se levanta inmediatamente, se mira la
rodilla. La encuentra arañada y sucia de tierra. Intenta limpiársela con la
mano. Peor, sigue sucia. Y le duele. Le duele mucho.
No hace nada. Las heridas de la batalla son todavía peores. No será
seguramente una quemadura en la pierna lo que le detenga, ni siquiera
que ralentice su acción. Vuelve a correr, si bien con esfuerzo cuando
apoya la pierna dolorida. Y rápidamente se da cuenta de que le cuesta
mantener el mismo ritmo de antes. Era el ritmo que había asumido lo que
le empujaba, le daba la fuerza para mantener una cadencia instintiva,
mecánica, que le evitaba sentir excesivamente el esfuerzo.
Ahora el esfuerzo lo siente plenamente, y todo a la vez. Ponerse de
nuevo en acción, retomar ese ritmo mágico, casi hipnótico, es una
empresa. Ahora, con cada paso, con cada intento por producir una
zancada apenas más amplia que un sencillo ritmo de marcha, se siente
encima toda la fatiga de ese día campal, de los golpes y ataques que ha
realizado durante la batalla, de los estadios recorridos hasta ese
momento.
Y siente también la fuerte respiración de Tersipo detrás de él.
—¿Es duro, eh? —le escucha decir, entre una respiración y la otra.
—Aguanto. Todavía aguanto. Lo siento por ti —se siente en deber de
decir. Jamás hay que revelar las propias debilidades a un adversario. Ni
siquiera si se trata de un amigo que debería conocerte a fondo.
Mientras tanto, Tersipo se ha situado junto a él. Y parece poder
aguantar su ritmo.
—Pues claro... No lo ponía en duda —dice el amigo, siempre jadeando—.
El problema es que Filípides lleva otro ritmo...

~145~
Andrea Frediani Maratón

—Ya... le alcanzaremos, antes de llegar a Atenas. Tengo que


alcanzarlo... y en la meta le gano, de eso estoy seguro.
—Lo dudo... para alcanzarle deberemos usar todas nuestras energías...
y el resultado... será que el que nos quede para el final... Filípides sabía
que no podría perder contra nosotros. Quizás contra nadie en este tipo de
prueba...
—No... Ha habido una batalla, recuérdalo. Se ha comportado como un
valiente... más que cualquier otro. Y tenía encima la armadura. Por lo que
también se ha cansado más que cualquier otro... Tarde o temprano
cederá. Es humano también él, a diferencia de lo que afirma que es... —
Eucles lo dice esperando que de verdad fuese así.
—Y precisamente porque es humano... tiene debilidades típicamente
humanas, que quizás nos ponen a todos en un peligro extremo. Quizás...
—sentencia Tersipo, contando bien las palabras. A pesar de resoplar y de
los suspiros con los que ha acompañado las palabras, Eucles advierte
cierta insinuación en sus palabras.
—Qué... ¿qué quieres decir? —pregunta. Pero ya lo sabe todo. Hace días
que Tersipo no oculta algunas suposiciones sobre Filípides, y que se
abandona a sugerencias francamente molestas.
—¿Pero no lo ves? Filípides quiere que vuelva la tiranía. Habla siempre
de los males de la democracia... no se encuentra a gusto en este
sistema...
—Pero si odia a Hipias...
—A Hipias, claro. Pero no al que podría venir después de él...
—¿Qué sería? Explícate mejor...
—Los Alcmeónidas. Lo saben todos aquellos que apoyan a Hipias... y
que están dispuestos a aceptar la genérica y poco aparatosa soberanía del
lejano Darío con tal de hacer lo mejor para ellos y tomar el poder de
Atenas...
Tersipo calla, quizás sólo para retomar aliento. Eucles no habla. Y no por
tomar aliento.
Luego el amigo, viendo a Eucles dispuesto a escucharle, retoma la
palabras entre la selva de suspiros que le obliga la carrera.
—Si los persas permiten a Hipias recuperar el poder... ¿cuánto quieres
que dure? Es viejo, está cansado, quizás a estas alturas es un incapaz...
Pero para apoyar sus tiranías las dejaría en manos de los Alcmeónidas.
Gente como Calíxeno y Megacles están listos a recoger su herencia... Y
mantienen negocios con Ismene. Casándose con ella, Filípides tendría
relaciones con la familia más poderosa de Atenas... Y con la popularidad
adquirida con esta empresa, te dejo imaginar a lo que puede aspirar...
¡Incluso a ser el próximo heredero de Hipias!
Eucles esta vez habló.

~146~
Andrea Frediani Maratón

—¿Y en qué modo piensas que pueda obtener todo esto? ¿Sólo...
ganando nuestra apuesta?
—Ese sería el camino más largo. Pero eficaz y practicable, tienes que
admitirlo. Si bien hay otra, más rápida. Puede allanar la calle hacia el
poder incluso solo... llegando a Atenas antes que nosotros y... mintiendo
sobre el éxito de la batalla.
Eucles se niega a pensar eso. No quiere reflexionar sobre la posibilidad
de que Filípides, su viejo amigo, sea capaz de traicionar a su propio país.
—¿Y cómo podría hacerlo? Nosotros llegaremos tarde o temprano... y lo
negaremos. Y además, ¿qué puede suceder si dice que han ganado los
persas?
—¿Qué ocurriría? ¿Pero no lo entiendes? Los Alcmeónidas... tardarían
muy poco en convencer a la población de que cualquier resistencia es
inútil. ¡Abrirían las puertas a Hipias y a los persas y todo terminaría!
Tersipo parece muy acalorado, tanto que consigue hablar incluso sin
interrumpirse ni tomar aliento.
—Pero nosotros podríamos siempre decir que miente. Y sería nuestra
palabra contra la suya... —insiste Eucles.
—¿La palabra de dos derrotados envidiosos? Filípides ya goza de mucha
más popularidad que nosotros. Para muchos es casi un semidiós. Nuestra
palabra vale poco en comparación. Y además, podríamos llegar demasiado
tarde. No sabemos cuánto nos puede sacar todavía. Y además...
Silencio.
—¿Y además?
—Recuerda que tenemos los tres las espadas. ¿Quién te dice que
Filípides no nos espera en las puertas de Atenas para que callemos para
siempre, contando con el hecho de que nos fiamos de él?
—¿Pero estás de broma? ¡Eso no es posible! ¡Lo conozco desde hace
una vida!
Ahora Tersipo parece de verdad convencido de lo que está afirmando.
—Conoces a otro Filípides. Ninguno de los dos puede saber en qué se
puede transformar un hombre que tiene ante él la posibilidad de dar un
giro a su propia vida. Puede ser que no pensara en ello antes. Pero ahora,
las ventajas que puede obtener con esta situación son demasiadas para
dejarlas de lado. En la mejor de las hipótesis, constituyen una gran
tentación. ¿Sabrías tú resistir a las tentaciones? ¡Siempre ha deseado la
gloria, recuérdalo!
Ya. La tentación. Ni siquiera él era capaz de resistir a las tentaciones.
También él sentía estar dispuesto a todo con tal de conquistar a Ismene. Y
no estaba seguro de que resistiera ante la posibilidad de alcanzarla
rompiendo algún código ético, violando la ley o pasando por encima de
sus propios escrúpulos...

~147~
Andrea Frediani Maratón

—Pero Filípides siempre ha deseado la gloria deportiva y no otra... —


intenta decir Eucles en un tono poco convencido, y no porque le cueste
trabajo hablar.
—¿Y por qué se tiene que quedar en la deportiva ahora que puede
obtener mucho más? El poder no asquea a nadie, cuando no es necesario
esforzarse mucho para conquistarlo. Es suficiente únicamente con
traicionar a la propia patria...
En ese punto, las palabras explícitas de Tersipo provocan en Eucles una
reacción impulsiva.
—No. ¡Me niego a pensarlo! Filípides ha tenido siempre un alma noble. Y
con ambiciones sencillas, cristalinas. No le ha hecho nunca daño a nadie si
no se ha visto obligado. Es una de las mejores personas que he conocido
nunca. Y siempre lo ha demostrado, incluso ahora. ¡Es más, en Maratón lo
ha demostrado todavía más! ¡Incluso me ha salvado la vida! Uno no
cambia de un momento a otro, ni siquiera frente a la perspectiva de
obtener unas ventajas parecidas.
Pero no está tan seguro de lo que ha dicho.
—Está bien, está bien —se apresura a replicar Tersipo—. Quería sólo
decir que es una posibilidad. Remota, pero una posibilidad. Y mientras
exista una lejana posibilidad de que alguien pueda entregar a los persas y
al tirano nuestra ciudad, nosotros que somos los únicos que podemos
impedirlo tenemos al menos que plantearnos la pregunta.
—¡Yo no tengo dudas! —exclama molesto Eucles, corriendo el riesgo
casi de ahogarse por el esfuerzo.
Justo entonces nota una sombra pasarle a poca distancia por la
pendiente.
Una sombra con escudo y lanza.

Eucles no se había percatado de ellos antes. Se encontraba demasiado


distraído para seguir con la mirada la interminable muralla de escudos que
se extendía delante de él, inmóvil como para darse cuenta de aquella
barrera casi imperceptible, justo ante sus ojos. Se vio informado gracias a
los gritos de los otros conmilitones menos distraídos.
—¡Flechas! ¡Flechas clavadas en el terreno! ¡Centenares! ¡Miles!
Y entonces las vio también él. Pero mientras tanto, los oficiales habían
dado la orden de detenerse. Unos pasos más y terminarían en medio de
una poco natural plantación, en una selva de palitos clavados en el suelo.
Dardos, dardos arrojados con anterioridad por los arqueros persas más
avanzados. Quizás los mismos dardos que habían alcanzado a los hombres
enviados por Calimaco en avanzadilla.

~148~
Andrea Frediani Maratón

Y no era una barrera regular. Se encontraban clavados en el terreno


durante muchos pasos, y habrían roto cualquier alineación si hubieran
intentado avanzar de forma compacta.
—¿Y ahora qué hacemos? —se preguntó Filípides—. ¿Se trata del
máximo alcance de los arqueros persas posicionados entre las líneas
enemigas o el radio alcanzado por aquellos más avanzados
anteriormente?
—En el primer caso, comenzaremos a ser el blanco de sus flechas en
cuanto comencemos a andar, y no tendremos modo de retomar la
cohesión. En el segundo caso, tenemos todavía un margen para superar la
barrera y unirnos respondió Eucles, que había entendido inmediatamente
el significado de las palabras del amigo.
Se quedaron a la espera de que el mando decidiera lo que tenían que
hacer. Increíble: se encontraban a dos estadios casi del enemigo y todavía
el estado mayor dudaba a la hora de decidir qué táctica tenía que adoptar.
Todavía peor, de qué modo aplicar la nueva táctica concebida, planificada
de forma aproximada y apenas ejecutada.
Y ellos estaban precisamente en el sector más débil de toda aquella
frágil construcción, en el punto donde la alineación era más improvisada,
con un espesor y una profundidad absolutamente ridículos.
Cuatro filas.
encima sin armadura.
Algo propio de un suicidio.
Eucles aprovechó su pausa para valorar las fuerzas adversarias y su
comportamiento. Pero no se encontraba todavía suficientemente cerca
para observar el conjunto. De los escudos se veía con dificultad las
siluetas, pero los colores resultaban difíciles de distinguir bajo el reflejo de
los rayos de sol, que sólo entonces estaban perdiendo su propia timidez
para iluminar con más decisión la llanura. Es más, parecía casi que los
millones de brazos del astro estuvieran convergiendo en el escenario de la
inminente batalla para poner en el centro del universo a los protagonistas
de tal acontecimiento.
Aún así, la visión en campo abierto, no obstruida por algún árbol o
alturas, les consentía ver de forma aceptable la actividad a lo largo de la
playa, no escondida por la línea de escudos ni por las tiendas detrás del
ejército alineado. Algunas naves parecían haber zarpado ya, y se
asemejaban a puntitos negros en la lejanía. O al menos era lo que
pensaba para poder interpretar aquellas manchas oscuras en la superficie
del agua, justo cerca del perfil del Eubea. Pero en su rastro había otras
más cercanas, que con las velas abiertas procedían hacia el sur. Otras, en
cambio, se estaban alejando de los fondos más bajos e izaban las velas,
pero el núcleo de la flota se encontraba todavía cerca de la playa. Es más,
diferentes barcos se encontraban todavía en la zona seca, y alrededor de

~149~
Andrea Frediani Maratón

estos se movían como hormigas hombres ocupados, con palos y pasarelas


para ponerlos en el agua.
Lo que más llamaba la atención sobre todo, y le asustaba, era el
presumible número de enemigos. Muchos habían zarpado ya, muchos
otros trabajaban alrededor de las naves, y sin embargo aquel muro de
escudos se extendía desde el mar hasta el Carandro. Con la disposición
adoptada por los mandos griegos, de ocho líneas con cuatro en el centro
por un total de once mil efectivos, Eucles había calculado que formaba
parte de un frente de casi mil quinientos hombres más o menos. Pero era
demasiado esperar que la profundidad de la alineación enemiga fuera
igualmente tan estrecha. Entonces, no sólo los hombres dispuestos frente
a ellos eran mucho más de once mil, y les esperaban de pie, firmes, bien
unidos y ordenados, sino que el conjunto de las tropas persas, si sólo
hubieran querido empeñar todos los efectivos a disposición, habría sido
muy superior al de los atenienses.
Quizás esperar a los espartanos no habría sido una idea mala, después
de todo.
Pero ya era tarde. El enfrentamiento tendría lugar en contra de todas
las condiciones adversas que habían surgido durante el avance de la
armada griega. Pero todavía no se podía saber cómo.
—Ninguno de nuestros comandantes daría ahora la orden de retirada.
Sería como admitir que han cometido una serie de estupideces —comentó,
de hecho, Filípides—. Nos han condenado a ir al encuentro de una muerte
segura, y lo saben. Pero si nos retiráramos quedarían en ridículo,
independientemente de cómo pueda terminar, y sus vidas políticas
estarían acabadas. Habría quien incluso sería castigado con el ostracismo
y no podría volver a poner un pie en Atenas... Prefieren morir, creo, y
pasar por unos locos valientes, que entregarse a la historia y al juicio de
los ciudadanos como unos incompetentes. Así que atacaremos, ya verás. Y
encima lo haremos respetando el previsto avance como falange.
—¿Quieres decirme que con un tirano esto no ocurriría? —le respondió
Eucles—. ¿Que un tirano no tendría miedo de perder consensos, y que una
vez aceptado que su plan es un fracaso volvería atrás sin suponerle un
problema?
Filípides sonrió. Una sonrisa llena de amargura.
—¿Tú qué dices?
—Digo que de todos modos se ha terminado. Con o sin espartanos. Así,
pues, vale la pena morir con dignidad, como hombres libres que han
decidido su propio destino.
—¿Por qué? ¿Acaso has decidido tú venir aquí para que te maten por
nada? Di la verdad, si hubieras podido decidir, ¿no hubieras esperado a los
espartanos? ¿Y no te retirarías, tú que no tienes intereses en política ni
ambiciones?

~150~
Andrea Frediani Maratón

Aquella referencia a su falta de ambiciones hirió a Eucles.


—No, no he decidido venir aquí para que me maten ni para quedarme.
Lo que he elegido yo es quién tenía que decidir por mí. Se lo he
concedido... —respondió al final.
—Bien para ti. Pero esto no hará que tu muerte sea menos amarga,
creo...
Eucles miró a su alrededor. Se dio la vuelta y observó a los conmilitones
que estaban detrás de él. Si alguna vez los cascos ocultaban las
expresiones, por su comportamiento se veía con suficiente claridad que
todos se daban cuenta de que se encontraban en una situación sin vía de
escape.
Una situación desesperada.
Pero no por ello estaban desanimados. Desesperados, claro, pero no
desanimados ni desorientados.
—¡Dejad que vayamos al ataque! ¿Os movéis? —sintió gritar de otro
sector.
—Venga, ¡moveos los que estáis delante! Terminemos de una vez —
llegaba desde las últimas filas.
Poco a poco se escucharon gritos del regimiento por todas partes.
—¡Enseñémosles cuánto valen estos atenienses!
—¡Obliguémosles a tener miedo de nosotros!
—¡Quiero cruzar el Estigia junto a todos los persas que he matado!
—¡Quiero que los dioses se sientan orgullosos de mí!
—¡Quiero morir como un héroe!
Eucles se avergonzó por haberse desanimado. Ellos, a diferencia de él,
sabían que se encontraban en un callejón sin salida pero, precisamente
por esto, parecían muy decididos a vender cara su piel. A llevarse consigo
a cuantos más persas mejor, antes de marcharse. Aunque fuera
únicamente para sustraer efectivos al ejército que se encaminaba a
conquistar Atenas. Se encontraban todos dispuestos a sacrificarse por la
patria.
Miró a Filípides. Había dejado de hablar, pero también él parecía estar
preparado para aceptar su propio destino, a pesar de sus declaraciones.
Miraba fijamente al frente, con el cuerpo recto, la lanza apuntando hacia el
suelo con la cúspide posterior. Absolutamente tranquilo y sereno, al
menos en apariencia. Ningún temor en su físico seco, ninguna oscilación
de la cabeza. Una estatua lista a saltar, un semidiós que reunía las fuerzas
para dar lo mejor de sí mismo. Igual que antes de una prueba, estaba
concentrado sólo sobre el objetivo para conseguir el mejor resultado
posible que, en este caso, era tumbar al mayor número de enemigos. Y no
sólo por la apuesta en juego, que quizás había pasado a un segundo lugar,

~151~
Andrea Frediani Maratón

sino por la patria. Quizás no pensaba ni siquiera en Ismene, quizás no se


ocupaba de ningún otro problema más que el de la supervivencia. Es más,
probablemente quería sólo salvar a su propio país y morir con dignidad,
sintiéndose orgulloso de sí mismo. Y todo ello mientras él, Eucles, pensaba
todavía en Ismene y en cómo salvar el pellejo.
Filípides era mejor hombre que él.
Le costó admitirlo. La evidencia lo hería, pero esta vez más que nunca
se le echaba en cara. Lo había sabido siempre. Pero no porque su amigo
fuera un ganador y él un perdedor. No porque quizás era un semidiós y él
un hombre normal. Sólo porque Filípides era un hombre y a él le costaba
trabajo serlo.
Luego, de repente, llegó la orden.

Locura. Pura locura. Parecían incluso felices de ir al encuentro con la


muerte. Esquilo no se hacía a la idea de ello. Y no se avergonzaba en
absoluto de no ser como ellos. Escuchaba a sus compañeros, con Cinegiro
a la cabeza, invocar el enfrentamiento, el asalto de aquel muro de escudos
aparentemente impenetrable, aún sabiendo todos que no saldrían vivos
del mismo.
Una manada de exaltados, eso es lo que eran. Borrachos de valores
suicidas, de un malentendido amor patrio que restaba valor a la vida para
dársela sólo a términos abstractos como la patria precisamente, como la
democracia o el poder del pueblo, un poder para elegir cómo morir. No
había nacido para aquello. No podía matar, y no podía ser útil a nadie en
el campo de batalla. A sus compañeros los admiraba y los detestaba al
mismo tiempo, precisamente como había siempre admirado y detestado a
su propio hermano, por su locura y su coraje. Pero no podría ser nunca
como ellos. No quería ser como ellos.
Parecía una epidemia. Una enfermedad que hacía sufrir a Cinegiro y
que, a partir de él, se había propagado por todo el ejército. Todos estaban
convencidos de que no había otra elección que inmolarse por la causa de
la libertad. Pero, ¿qué sentido tenía ser libres durante unos pocos
instantes y luego morir? Mejor seguir estando vivos y esclavos: la
esclavitud siempre puede ser temporal. No hay nada más mutable, más
fluctuante que el destino político de un país. Y además, la política no es
una condición el alma. Lo es el arte, pero no la política. La política es sólo
una cobertura, como una coraza, un accesorio exterior que condiciona sólo
parcialmente la libertad interior. Un artista es libre de ánima y puede
prescindir de las condiciones exteriores.
Y él había nacido para ello, para crear, para narrar historias de los
héroes. Él no era un héroe, sino un hombre destinado a cantar las gestas
de los héroes condenados, de hombres osados como Prometeos, que se
había situado al nivel de los dioses y había sido castigado por su soberbia.

~152~
Andrea Frediani Maratón

Precisamente como ellos, sus amigos. Y si hubiese sido uno de ellos,


¿cómo podría contarlo luego?
Se encontraba preparado para arrojar el escudo, justo como Archiloco.
Si lo había hecho él, que había sido celebrado como uno de los poetas
griegos más grandes, no veía qué había de malo en imitarlo. ¿Por qué
tenía que morir si podía evitarlo? ¿Por qué tenía que renunciar a llegar a
ser también él uno de los más grandes poetas griegos si su sacrificio,
como parecía probable, no podría cambiar de todos modos el destino de
Atenas?
Se encontraba en las últimas filas y estaba listo para preparar el escudo
y escapar si las cosas se ponían mal. Y no sería el único. Los reclutas junto
a él invocaban el ataque, claro, pero con menor convicción que los
veteranos. Podía percibir su miedo, imaginar sus expresiones asustadas
detrás de la cobertura de bronce del casco. Y estaba seguro de que, una
vez frente a la muerte, sin el apoyo de los compañeros, ya destrozados
por el enemigo en el primer impacto, su seguridad se habría disuelto al
instante y pensarían únicamente en salvar el pellejo.
Pero, ¿y Cinegiro? Él se dejaría alcanzar por las miles de lanzas antes de
desplomarse de rodillas. Y en el futuro sus padres no tardarían en
reprochar al hermano superviviente la diferencia entre los dos hijos: uno,
dispuesto a morir por la patria y anclado en la primera fila; el otro,
escapado del campo de batalla antes incluso de enfrentarse al enemigo.
Cinegiro lo condenaba a actuar como héroe. Lo detestaba todavía más
por ello. Y lo admiraba y lo envidiaba también, por aquella determinación
que tenía en cubrir un papel de protagonista en las tragedias que Esquilo
habría sabido escribir pero no vivir.
—¡Basta! ¿Qué es lo que esperamos? ¡Yo voy! ¡Quien desee una muerte
honrada que me siga! —se oyó. Ahí estaba la voz de Cinegiro, delante, en
primera fila.
Esquilo vio una cresta separarse de las filas. La del casco de su
hermano, sin lugar a dudas. Luego vio otra, y otra, y otra. El lochago
comenzó a gritar, primero intentando detener a quienes continuaban,
luego intentando que mantuvieran una apariencia de cohesión en los
rangos. Desde la extrema derecha de la alineación, Calimaco se movió
hacia el centro del regimiento y comenzó a gritar también él:
—¡Sí! ¡Ataquemos! ¡Devolvamos al mar a esos cerdos que han venido
para privarnos de nuestra libertad! ¡Pero todos junios! ¡Mantened la
cohesión! ¡Mantened las lilas unidas!
Mientras tanto el polemarco empujaba a los hoplitas unos con otros,
induciéndoles a que llevaran un avance costado con costado, corriendo
transversalmente, de una punta a la otra de la formación, estableciendo
las líneas y cerrando los rangos. Esquilo fue forzado a retomar la marcha,
primero con un paso rápido, luego corriendo, derribando las puntas de las

~153~
Andrea Frediani Maratón

flechas que estaban clavadas en el suelo a pocos pasos de donde había


comenzado de nuevo.
Los dardos se le aparecieron delante de repente, bajo el talón del
conmilitón que le precedía, corriendo el riesgo de hacerle tropezar en cada
paso. Algunos dardos ya estaban tirados en el suelo y otros rotos.
Imposible mantenerse tan cerca para protegerse los unos a los otros con
los escudos. Alguien tenía que encargarse de quitar los obstáculos,
realizando movimientos repentinos que hacían ondear la formación. Había
quien terminaba por caer, arrastrando al suelo a quien le seguía. Pero
nadie se caía al suelo. Quien perdía la posición se apresuraba a
recuperarla para no sentirse responsable por haber minado la cohesión de
la formación y haber comprometido la seguridad de los compañeros.
Aquellos que estaban en primera fila, pensó Esquilo cada vez más
asombrado por la determinación de los conmilitones, iban aventajados.
Podían ver con largo anticipo los obstáculos. Pero estaban también más
expuestos a los proyectiles que, de un momento a otro, caerían del cielo
como si fuera una lluvia. Las flechas clavadas y diseminadas por el terreno
no eran nada, pero aquellas que llovían desde arriba serían letales para
muchos.
Esperaba. Y sabía que los dardos listos para herir no los vería llegar. Le
alcanzarían sin avisar, salvo por un ligero silbido demasiado repentino
para ser percibido en tiempo real, demasiado indefinido para valorar la
dirección y apartarse. Sentía un vacío en el estómago sólo con la idea. Los
ejércitos griegos contra quienes había combatido disponían de escasos
contingentes de arqueros, que tiraban pocas descargas de flechas hacia
las primeras filas enemigas y que luego se echaban a un lado. Y él no
había estado nunca en primera fila. Si no hubiera sido por el bienio del
efebato no habría ni siquiera tenido idea de cuál era el silbido de una
flecha.
Pero ahora afrontaba un ejército de arqueros. Gente que combatía sobre
todo de lejos, y que llegaba al cuerpo a cuerpo sólo para terminar con el
enemigo, o cuando la acción de los arqueros no había sido suficiente.
Sólo para terminar al enemigo.
Su batalla, se decía, los persas la combatían con las flechas. Eran
capaces de oscurecer el sol, dejando caer encima de los enemigos una
lluvia de dardos, un tiro constante alternando los distintos regimientos,
gracias a una velocidad y a una precisión de tiro que no tenía igual en el
mundo. Y si de una flecha se defiende uno amparado en la fortuna, de una
selva de flechas ni siquiera la fortuna te puede llegar a salvar. Porque
donde no llega una puede llegar la otra.
—¡Cerrar las filas! ¡Cerrar las filas! ¡Sujetad los escudos! ¡Subirlos hacia
arriba! —oyó gritar al lochago. Estaban dentro. Dentro del radio de
alcance de aquellos pájaros rapaces, más insidiosos, más pequeños, más
invisibles y letales que un águila.

~154~
Andrea Frediani Maratón

Y no podía hacer nada.


Rogó a los dioses que fuera el primero en ser alcanzado. No habría
podido resistir ver a sus propios compañeros caer a su lado uno tras otro y
esperar su turno sin ni siquiera saber quién le habría matado y por dónde
llegaría el ataque, ni cuándo se produciría el golpe fatal. Sentía un nudo
atroz en el estómago y temía tener que liberar el intestino de un momento
a otro.
Un ruido sordo. Escudo.
Uno acolchado. Terreno.
Uno suave, y luego un grito.
El primer caído.
Había ocurrido en las filas anteriores.
Ahora le tocaba a él.

~155~
Andrea Frediani Maratón

XIII

La sombra no está sola. Hay al menos otra, a juzgar por los


movimientos que Eucles nota por la ladera cercana al valle que él,
Filípides y Tersipo están recorriendo.
Civiles en fuga, quizás.
Quizás. Le ha parecido ver un escudo y una lanza, pero podría tratarse
del habitante de un pueblo que se ha preparado para defenderse.
Quizás.
Pues claro, a estas alturas está demasiado adelantado para encontrar a
persas que salgan despavoridos. Serán sin lugar a dudas civiles del
contado que no saben todavía nada del éxito de la batalla, y no quieren
dejarse ver. A fin de cuentas, desde lejos Eucles y Tersipo podrían incluso
parecer persas. Quizás también de cerca.
Eucles mira a Tersipo, que se encuentra claramente agotado. Al amigo
le cuesta mantener su peso y se ve que está pagando el esfuerzo
realizado para alcanzarlo. Percibe preocupación en su rostro contraído. ¿Y
quizás no es únicamente porque teme separarse de nuevo?
—¿Serán civiles, no? A estas alturas estamos demasiado cerca de
Atenas para encontrarnos con persas... —le dice, más bien buscando una
confirmación.
—Pueden... pueden ser cualquier cosa —responde Tersipo con
seguridad—. Campesinos en fuga, pero también persas en fuga, o...
—¿O?
—O... persas enviados adrede durante los días pasados, para detener a
cualquiera de nosotros que fuera enviado con el intento de comunicar con
la retaguardia...
Eucles siente que su corazón le da un vuelco.
—En ese caso, estamos acabados. ¿Cómo nos defendemos si van
armados hasta los dientes?
—Tenemos la espada. Y somos atenienses. Lo acabamos de demostrar
en el campo de batalla, ¿no?
A Eucles le gustaría tener la misma confianza en sus propias
posibilidades. Como Filípides, Tersipo cree en sí mismo, y ya esta actitud
le permite reunir fuerzas en los movimientos decisivos. Decide que lo

~156~
Andrea Frediani Maratón

tiene que intentar también él esta vez. Estar convencido de las propias
posibilidades. Tiene que ser fantástico creerlo de verdad, vivir con el
optimismo de poder lograrlo en cualquier empresa que se proponga. Se
vive mejor así, sin atormentarse, sin sufrir por sus propios límites. Y sin
perder, perder siempre.
—Tenemos que estar pendientes, entonces —le dice su amigo—.
Pueden agredirnos de un momento a otro. Ni siquiera ellos sabrán cómo
ha ido la batalla, pero ganan de todos modos eliminando a los corredores
enemigos. El rodeo de la flota tiene que haber sido ordenado con
anterioridad...
A Tersipo le cuesta trabajo hablar.
—De cualquier forma, como demuestra el asunto del bloque de mármol,
Datis estaba seguro de vencer... Yo creo...
que ha enviado a gente en avanzadilla, precisamente para cortar el
camino de los que se han marchado corriendo del ejército derrotado... y
evitar así que sus noticias den a los arcontes el tiempo para organizar la
resistencia.
—Entonces podrían ser muchos. Estamos perdidos —exclamo
decepcionado Eucles.
—Eso no está dicho. Muchos... no habrían pasado nunca. Tenemos
controlados todos los pasos, ¿recuerdas? Pueden sólo haberlos evitado por
las montañas, ¿pero cuántos crees que lo han hecho?
—Creo que lo descubriremos pronto —replica Eucles, indicando con el
brazo las laderas extremas del monte Parnés situado a la derecha.
Tersipo, que se encuentra unos pasos por detrás de su amigo, se da la
vuelta. Están dirigiéndose decididamente hacia ellos.
Y son guerreros persas, con la panoplia completa.
Eucles disminuye la velocidad, desenvaina la espada que lleva colgada
de la cintura y espera al conmilitón. Porque ahora Tersipo es sólo un
compañero, un hombre con el que contar si quiere salir airoso. Ha
funcionado antes y durante la batalla: los hoplitas han sido parte de un
conjunto, como querían Calímaco y Milcíades, como había sostenido
siempre Epizelo. Y funcionaría también ahora.
Bien, es así que se tiene que pensar. Positivo.
Pues claro, funcionará, incluso si esos dos se encuentran destruidos por
la fatiga de los más de cien estadios recorridos con un buen ritmo. Deben
tener los reflejos lentos y la vista nublada, y sus adversarios se
encuentran frescos y descansados. Aunque ellos dos tienen sólo espada y
los otros un casco, la coraza, el escudo y la lanza, además de tener
también una espada a disposición...
Espadas con hojas cortas contra largas lanzas y escudos.
¿Pero cómo puede estar Tersipo tan seguro de sí mismo, maldición?

~157~
Andrea Frediani Maratón

Eucles ve al amigo agacharse y recoger una piedra.


—¡Hazlo también tú! —grita Tersipo, como si una piedra pudiera colmar
la brecha entre ellos y los enemigos.
Y sin embargo lo imita. Ha decidido creer en ello, y pretende hacerlo
hasta el final. Al menos quiere morir pensando como vencedor después de
haber transcurrido una vida como perdedor. Se sitúa a su lado y juntos se
quedan inmóviles, con las piedras en la mano derecha y la espada en la
izquierda, para esperar el asalto de los dos persas que se acercan a la
carrera sin decir una palabra.
—¡No la tires hasta que yo no te lo diga! —susurra Tersipo—. Tirémonos
sobre el de la derecha, juntos. Yo haré de forma que se abalance sobre mí.
Le lanzamos las piedras, tú lo atacas de lado y le quitas la lanza.
Lo dice como si fuera fácil. Pero es que durante la batalla han sido
capaces ambos de realizar empresas mucho más complicadas y se puede
lograr.
Los persas continúan callados. Parecen dos espíritus inmersos en el
Hades. Quizás dos de aquellos que los atenienses han matado en la
batalla poco antes y que vuelven para vengarse. O quizás son otros dos
componentes del ejército exterminado y quieren solamente evitar llamar
la atención en el supuesto de que otros griegos estén por los alrededores.
Como Filípides, si no lo han matado ya.
Queda sólo esperar que no sean espíritus, sino seres humanos. Eucles,
como Tersipo, tiene todavía encima la sangre de aquellos a los que ha
matado antes. Ahora sabe que los persas, los temibles persas, mueren, y
también con una cierta facilidad si se les sabe matar.
Ahí están, frente a ellos. Tersipo se mueve, se aparta unos pasos de
Eucles y va al encuentro del enemigo que está más a la derecha. Ese se
queda un instante desconcertado, no se lo esperaba.
—¡Ahora! —grita Tersipo, y lanza la piedra, pasándose luego la espada a
la mano derecha.
Eucles hace lo mismo, luego avanza unos pasos en la misma dirección.
El persa se encuentra desequilibrado, su lanza está en vertical, no puede
usarla. Eucles suelta un golpe con el kopis, pero de forma plana. El asta se
cae de la mano del enemigo y él se agacha para recogerla, rodando por el
suelo para evitar el asalto del otro adversario.
Mientras tanto, Tersipo reacciona. Ataca con la espada y, después de un
primer impacto con el escudo, logra alcanzarlo con un segundo golpe que
el persa no puede ya evitar. El asiático se cae al suelo mientras Tersipo le
extrae el kopis sangrante de la ingle.
El otro persa se queda unos instantes desconcertado. Luego vuelve a
apuntarle con la lanza. No es algo sencillo acercarse, sabe lo que está
haciendo.

~158~
Andrea Frediani Maratón

—¡Pásame el asta! ¡Pásame el asta! ¡Me ocupo yo! —grita Tersipo,


acercándose a Eucles que, mientras tanto, mueve la lanza con la derecha
y se ha pasado la espada a la mano izquierda.
Eucles tiembla con malestar. ¿Pero por qué él no ha de ser capaz de
lograrlo con la lanza? No ha sido menos que Tersipo, ni que ningún otro,
en la batalla, y en cambio ahora el amigo no se fía de su valor. ¿Tanto
peso tiene su vida de perdedor que suprime cualquier residuo de
confianza hacia él?
—¡Ni hablar! ¡Tú síguele! —responde, con un tono autoritario. Ahora es
él quien tiene la lanza y es él quien da las órdenes. Tersipo ha ideado el
plan de acción, pero será él quien lo complete y lo concluya.
—¡Como quieras!
Tersipo no parece haberse enfadado por ello. Rodea al adversario y se
sitúa detrás de él, mientras aquel está obligado a ocuparse de los
movimientos de la lanza de Eucles.
El persa, sin embargo, es hábil. Y posee sangre fría. Por lo que parece,
Datis, convencido de que podía ganar la batalla incluso con los reclutas, se
ha privado de un experto veterano. Logra girar sobre sí mismo
continuamente, abriendo los brazos y defendiéndose con el escudo de
Tersipo y con la lanza de Eucles.
Después de unos instantes, Eucles se da cuenta de que es demasiado
lento. Mucho más lento que en la batalla, y mucho más lento que el
adversario. Pero no se puede sorprender por ello, se encontraba ya
agotado después de todo lo que había corrido. Observa a Tersipo para ver
si también él arranca. Debería esperar a que al menos el amigo sea capaz
de enfrentarse al persa, pero se descubre a sí mismo deseando que
también él se demuestre extenuado. Incluso a costa de que los maten a
ambos.
No pretende reconocerle ninguna forma de superioridad. Jamás.
Pues claro, también él parece lento. Sus ojos se ven profundamente
marcados, el sudor le cae por la frente, donde su flequillo se ha pegado a
la piel y a las espesas cejas. Parece más encorvado que de costumbre, con
las piernas abiertas y los brazos anchos. Actúa sólo en defensa. Y jadea...
El pecho se le llena y se le vacía continuamente pero sin ritmo alguno,
como si estuviera haciendo uso de las últimas fuerzas.
Eucles repara en que se ha concentrado en estudiar más a Tersipo que
al adversario cuando éste realiza un movimiento que le roza el brazo. El
brazo derecho, aquel con el que sujeta la lanza. El hoplita siente un
pinchazo en el punto en el que ha sido alcanzado, e instintivamente abre
la mano, dejando caer al suelo el asta.
¡No! ¡No! ¡No puede dar la razón a Tersipo! ¡Ahora no! El arañazo no es
mucho. Podría recoger la lanza, pero tiene que estar atento en no ofrecer
el costado para que el enemigo le ataque. Y sin embargo, tiene que

~159~
Andrea Frediani Maratón

cogerla. Un hombre con el kopis está vencido cuando encuentra a un


hombre con la lanza. Incluso dos hombres con el kopis pueden no lograrlo
contra un hombre con la lanza. Y con el escudo encima.
No hay otro modo. Eucles se tira al suelo, sobre la lanza. Espera sólo ser
lo suficientemente rápido para agarrarla y clavársela al adversario antes
de que aquel le alcance o le tire al suelo. Y se trata de un instante. Un
instante durante el que el persa, frente a un contrincante a su merced,
tiene que decidir si avanzar un paso y alcanzarlo o quedarse donde está y
arrojar la lanza para realizar un tiro demasiado premeditado.
Ese instante de indecisión es suficiente para Tersipo para clavar el kopis
en el trasero del adversario. Aquel reacciona dándose la vuelta y
realizando un poderoso revés con el escudo, pero el ataque ha sido letal.
Tersipo ya se ha tirado hacia atrás, sustrayéndose a la reacción del
enemigo y observándolo desplomarse en el suelo, contorsionarse en los
últimos espasmos de la muerte. Luego mueve unos pasos hacia Eucles y
le ayuda a levantarse.
—¡Muy bien! ¡Has sido muy hábil distrayéndole para permitirme que
acabara con él! —le dice Tersipo con una amplia sonrisa.
Eucles tiene la impresión de que su amigo le está tomando el pelo. O
quizás Tersipo está tan seguro de sí mismo que no tiene jamás dudas
sobre quién es el mejor de ellos, y le está sinceramente agradecido por la
colaboración. Está furioso, pero consigo mismo sobre todo, por no haber
logrado demostrar ser más hábil que el amigo, ni siquiera esta vez. Ha
pretendido tener el asta y la ha perdido. Y poco importa que haya salido
de todos modos bien. Tenía que ir mejor.
—Sé que es dura, pero tenemos que seguir corriendo... —le dice
Tersipo.
Eucles manifiesta con una mueca sus molestias. ¡Ahora encima tiene
que escuchar lo que tiene que hacer!
—¡No hace falta que me lo digas! —responde asqueado. Y se pone a
correr. Pero inmediatamente se da cuenta de que no es tan fácil. Los
músculos le duelen más que nunca, ahora. Detenerse ha comprometido
esos mecanismos que alimentaban su movimiento casi instintivamente.
Pero continúa. Sabe que sólo corriendo retomará el dominio del dolor y el
cansancio, y se esfuerza. Controla al amigo y ve que también él se
encuentra ante esa muralla inicial que hay que saltar.
—¡Ah! Antes de que sigamos... —le dice Tersipo, agarrándole el brazo
mientras intenta realizar unos pasos que más se parecen a una marcha
que a una carrera—. Filípides...
—Se encontrará lejísimos ya. Podemos sólo esperar que se haya hecho
daño o algo parecido... —responde Eucles.

~160~
Andrea Frediani Maratón

—O que esté muerto. Podrían haberle matado antes de intentar


matarnos a nosotros. ¿Has visto de dónde provenían? Esos se encontraban
más adelantados que nosotros.
Eucles tiene un escalofrío de terror. No por la eventual muerte de su
viejo amigo, sino porque tiene la sensación de que Tersipo lo está
deseando.
—Pero si no está muerto... —añade Tersipo, en una forma casi
insinuadora.
—Si no está muerto, ¿qué?
—Quiere decir que le han dejado pasar.

Una carrera de obstáculos. Obstáculos en el suelo, obstáculos por el


cielo, obstáculos delante de sus ojos. Eucles se preguntó qué es lo que
quedaría de la armada griega después de aquellos dos estados que
recorrían hasta alcanzar las líneas enemigas. La barrera de flechas
clavadas en el suelo se extendían por muchos pasos, señal de que los
persas tenían muchos dardos que tirar antes incluso de comenzar a
atacarles directamente a ellos. Y mientras avanzaban poco a poco en
aquella selva de arbustos artificiales, se hacía más densa la lluvia de
flechas desde arriba, y más precisa su dirección. Por último, la línea de los
persas comenzaba a materializarse delante de sus ojos. Ya no eran
personajes abstractos e indefinidos en su imaginario, sino guerreros
determinados, listos para aprovechar cualquier mínima debilidad de los
griegos.
Eucles no conseguía encontrar un elemento que le animara en aquella
locura que estaban realizando. Ni siquiera ahora que habían tornado a
marchar decididos hacia el enemigo, después de aquellos instantes de
desorientación frente a la barrera. Habían retomado la iniciativa del ala
derecha, de repente, antes de recibir cualquier orden oficial, quizás por la
iniciativa de algún exaltado como Cinegiro o del propio polemarco, y luego
todo el frente había continuado. Para no quedarse atrás respecto a los
compañeros del regimiento de Ayántide, para no sentirse unos cobardes
junto a los conmilitones, y para no resultar más expuestos a la reacción
enemiga, poco a poco habían ido marchando todos. También los platenses
en el ala izquierda, incluso más solícitos que algunos regimientos de la
zona central.
Pero la cohesión de los repartos había sufrido. Si no bastaba la selva de
dardos clavados en el suelo y la lluvia de aquellos que llegaban desde
arriba, el ataque dejado en manos ya de la iniciativa personal de cada
hoplita corría el riesgo de descompasar definitivamente los rangos de la
armada, condenándola a llegar en pequeños grupos cuando entraran en
contacto con los persas. Condenándola, por lo tanto, a la derrota.

~161~
Andrea Frediani Maratón

En su fila, la de Antioquea, Filípides había iniciado la maniobra antes


que cualquier otro, en cuanto había visto que el ala derecha se movía
hacia delante. Un salto digno de aquellos de Tersipo, se había dicho
Eucles. También aquella vez el amigo había demostrado ser mejor que él.
Más valiente, más determinado. Eucles le había seguido inmediatamente
después, movido por el instinto y la frustración. A fin de cuentas, le tocaba
a él taparlo con el escudo. El otro hoplita situado a su derecha se había
sentido responsable de su protección y había saltado a su vez, y así hasta
que en pocos instantes toda la primera línea, y luego las otras, habían
retomado la marcha.
Los oficiales se habían apresurado a ponerse a la cabeza del renovado
lanzamiento de sus hombres, dictando un paso más rápido, pero luego
habían tenido que hacer las cuentas con los obstáculos, al principio sólo
por el terreno, y luego también desde el cielo. Por mucho que los hoplitas
se esforzaran en seguir unidos, los dardos en el suelo se lo impedían. Al
principio los hombres intentaban bordearlos, distanciándose unos de otros
y terminando por chocarse contra alguien que no debería haber estado
allí. Algún hoplita perdía el equilibrio y terminaba por caer al suelo, y
Eucles vio incluso a un compañero herirse el costado por haberse inclinado
con todo su peso hacia la parte posterior de un dardo clavado en el
terreno.
Luego, sin embargo, cuando ya no tenían que vérselas con flechas
inmóviles sino con aquellas en movimiento provenientes de las líneas
enemigas, todos habían instintivamente intentado acortar el recorrido
para recuperar el contacto con el escudo del compañero de la derecha.
Eucles había cogido ejemplo de Filípides, que se había puesto a romper los
palitos con las canilleras. Pasaba por encima, confiando en la protección
de metal que cubría sus espinillas. También en esto, se había dicho Eucles
desconsolado, su amigo demostraba ser mejor que él.
De cualquier forma, Eucles había terminado por adoptar el mismo
sistema, como todos los demás, y había descubierto que era fácil tirar los
obstáculos. Pero también tropezarse, como le había ocurrido al compañero
de la derecha que, en el intento por alcanzarle, no había mirado con
atención donde apoyaba los pies y había terminado en el suelo. Eucles
disminuyó unos instantes, dándole tiempo para levantarse y alcanzarlo,
pero mientras tanto Filípides había seguido avanzando y se vio obligado a
aumentar de nuevo el paso hasta casi correr para recuperar su posición.
Una posición que lo mantenía constantemente en primera fila, delante de
todos los otros del regimiento, pero con respecto a la línea del frente.
Se estaba creando, de hecho, una alineación en semicírculo, con las
alas más avanzadas respecto al centro. Y no porque los lados hubieran
comenzado antes. Los arqueros persas, de hecho, habían apuntado
instintivamente para que sus dardos fueran hacia el centro y por lo tanto
la barrera, en aquel sector, era mucho más profunda y densa que por los
lados.

~162~
Andrea Frediani Maratón

La recuperación de las alas llegó cuando comenzaron a llover las


primeras flechas desde el cielo. Los primeros en verse bombardeados
fueron precisamente los costados más avanzados. Eucles, en primera fila,
podía ver con suficiente claridad lo que ocurría en cada sector del frente
helénico, y percibió claramente la repentina frenada del ala derecha, a la
que miraba para valorar la distancia de la línea persa. Los hombres de
Ayántide casi se detuvieron durante unos instantes, intentando
compactarse para alcanzar aquella recíproca protección de los escudos
que el alto comando había mientras tanto invocado.
Les tocaría a ellos dentro de poco. Alguna flecha aislada había llegado
ya, pero la ligera brisa que provenía del mar y la poca fuerza que le
quedaba al dardo, después de haber recorrido una distancia tan larga,
había atenuado su eficacia. Habían llegado casi apagadas, cansadas,
como atontadas por encima de las cabezas de los hoplitas. Habían casi
interrumpido su trayectoria y habían caído planas, y algunas por la parte
posterior o torcidas, jamás con posibilidades de dañar a los griegos.
Pero se trataban únicamente de avisos.
Todos se daban cuenta de que aquellas eran pruebas generales de una
tempestad que les alcanzaría, incluso les destrozaría, de un momento a
otro. Y por mucho que no hicieran daño alguno las flechas caídas hasta
entonces, incidían, y mucho, en la moral de los hombres. Tarde o
temprano no caerían tan planas. ¿Quién sería el primero en recibir una en
la garganta? ¿Cuál sería el primer silbido mortal? Eucles no podía ver las
expresiones de los hombres, escondidas bajo los cascos de los corintios
que apenas dejaban transpirar el rostro. Pero bastaba ver con cuanta
frecuencia levantaban la cabeza al cielo para percibir su preocupación, la
misma que estaba viviendo él.
Pero no Filípides.
El amigo avanzaba decidido, mirando fijamente frente a sí mismo, sin ni
siquiera asegurarse de que tenía el escudo de Eucles junto al propio
costado descubierto. No parecía preocupado demasiado en su propia
integridad. Como cualquier guerrero valiente, por otro lado.
Como cualquier otro guerrero mucho mejor que él.
Probablemente, también Tersipo se estaba comportando de la misma
manera. También Tersipo era mejor que él. Y como ellos, docenas de otros
guerreros avanzaban audaces, desafiando a los persas para que se
echaran hacia delante, e insultándoles con todas las ofensas que se le
podía pasar por la mente a un solado experimentado. Eucles no tenía
dudas: si no hubiera habido órdenes superiores que obligaban a los
hoplitas a buscar la cohesión y la colaboración de los compañeros, una
buena mitad de ellos se habría lanzado ya al ataque, cada uno por su
propia cuenta.
Precisamente como en un duelo de Homero. Muchos hoplitas, de hecho,
conscientes de la importancia épica del acontecimiento, estaban ansiosos

~163~
Andrea Frediani Maratón

por obtener un sitio en la memoria colectiva del pueblo ateniense, por


entrar a formar parte de la larga lista de héroes griegos que había tenido
origen sobre todo con la guerra de Troya. Muchos estaban convencidos de
que eran el nuevo Aquiles, el nuevo Ayax, incluso el nuevo Patroclo, y
estaban bien dispuestos a intercambiar una muerte rápida con la gloria de
la perpetuidad.
Muchos, no él. Eucles no tiene ninguna intención en echarse atrás, ni de
perder la figura frente a sus compañeros y amigos. Epizelo le había
enseñado la importancia de la contribución que podía dar a la propia
ciudad, pero prefería seguir estando vivo y transcurrir el resto de la vida
con Ismene, quizás en el anonimato, antes que morir demasiado pronto.
Algo estaba claro, cualquier cosa era preferible a morir como un cobarde,
y estaba bien decidido a afrontar el peligro. Pero, como en las
competiciones deportivas, había siempre algo en él que le llevaba a
pensar demasiado y a plantearse demasiados problemas.
Y quien piensa demasiado se frena, siempre.
Quien piensa demasiado termina por combatir contra sus propios
miedos, antes incluso que contra sus adversarios.
Se lo dijo precisamente mientras una flecha iba a chocarse contra el
escudo del compañero más cercano. Un sonido neto, poderoso, señal de
que los dardos persas estaban comenzando a ser eficaces. No llegaban ya
de punta, pero en breve sus puntas comenzarían a chocar contra el bronce
y la madera de los escudos.
O en la piel y en las carnes de los hombres.
Mientras tanto notó que los hoplitas estaban ocupándose en levantar los
respectivos escudos y flechas igualmente. En primera fila se sentía
expuesto al tiro en horizontal, y hasta entonces había tenido su arma
defensiva delante de él. Pero desde aquella distancia los persas tendían a
tirar con una trayectoria muy vertical y por lo tanto el peligro llegaba
ahora desde arriba. Llegaría el momento de enfrentarse al tiro directo,
pero todavía era muy pronto.
Intentó acercarse a Filípides, que era más bien contrario a dejarse
acercar, incluso por el conmilitón que debería protegerlo. Seguía
avanzando, mirando fijamente al enemigo, manifestando una seguridad en
sí mismo absoluta. Justo como un semidiós convencido de ser
invulnerable. ¿Qué era ese truco? De todos modos, para ser uno que
despreciaba a los gobernantes y al sistema de gobierno de la ciudad, era
de verdad celoso. Quién sabe lo que sería capaz de hacer por una patria
en la que creyera hasta el fondo...
En compensación, el compañero de la derecha de Eucles era más dócil y
le venía detrás esforzándose al máximo por proteger su hombro derecho.
Pero la formación se quedaba todavía bien lejos de haber alcanzado la
unidad pretendida por los comandantes. Los palos se doblegaban o se
rompían bajo sus piernas, pero esta vez la espinilla encontraba resistencia

~164~
Andrea Frediani Maratón

y su marcha fue disminuyendo de intensidad bruscamente. Les ocurría


también a los demás, y los espacios se abrían en cada paso de aquel
improbable muro ambulante de escudos.
Luego llegó el primer grito de dolor. Ni siquiera tuvo tiempo de darse
cuenta con exactitud de dónde provenía e inmediatamente escuchó otro.
Ambos lejos de la posición de Eucles. Había comenzado. Eucles sintió
pasar por encima de sí horribles silbidos, como rayos enviados por Zeus. E
inmediatamente sintió aquella sensación de impotencia que había temido
sentir. De repente llegaban sin ser anunciados, salvo por un ligero silbido
un instante antes de herir, y él no podía hacer nada.
Silbidos a decenas, luego a centenas. En pocos instantes fue un flujo
continuo, una lluvia sin interrupción, fuerte, densa, contra la que los
hoplitas no encontraban otra forma de defenderse que frenar,
agachándose detrás de los propios escudos. Ahora seguían avanzando,
pero era como si se encontraran con el viento en contra, casi empujados
por la fuerza rutilante de los dardos incesantes que los persas arrojaban
cada vez más cerca de sus líneas precarias.
El impacto de las flechas sobre los escudos se había convertido en un
sonido continuo, como el que se produce en los tejados al caer el granizo.
Era frecuente el rumor sordo que creaban los dardos clavándose en el
terreno. Los gritos de dolor aumentaban con cada paso, pero justamente
el peligro que crecía fue lo que llevó instintivamente a los hoplitas a
buscar la protección el uno en el otro. En breve, aquello que no habían
conseguido obtener los oficiales, que se habían desgañitado para lograr
mantener cerrados los rangos, lo pudo la lluvia de dardos, o lo que era lo
mismo, el instinto de supervivencia.
El techo de los escudos se fue constituyendo naturalmente, en contra
de la rapidez en el avance, claro, pero en ese punto era importante seguir
vivos hasta el momento del impacto para poder esperar romper la
alineación enemiga. Eucles vio a Arístides moverse por todo el frente de
su línea, protegido por otros dos subalternos, para exhortar a los soldados
a mantenerse unidos.
—¡Ir más despacio si queréis, si no podéis manteneros unidos! ¡Luego
daréis rienda suelta a toda vuestra rabia a pocos pasos del enemigo! —
gritaba el estratega.
También él era un valiente. No temía exponerse a aquella lluvia mortal,
y tomaba sólo las precauciones mínimas para no convertirse en el
siguiente muerto. El comandante se acercó y empujó hasta los rangos a
Filípides, que tendía constantemente a quedarse un poco hacia delante
respecto de la línea. El amigo, finalmente, se colocó en un costado y éste
pudo protegerlo.
Era duro diferenciarse en aquella selva de valientes o exaltados,
compuesta por gente que no tenía la más mínima intención de pasar como
un cobarde. Exactamente como él. Y sin embargo, tenía que hacerlo para

~165~
Andrea Frediani Maratón

superar a los dos amigos y conquistar a Ismene. Para ser digno de ella,
pero también para sentirse orgulloso de sí mismo.
Montones de flechas se clavaban a pocas palmas de sus pies,
retumbaban sobre su escudo, veía incluso algunas puntas a través de las
maderas. Flechas que alcanzaban a sus compañeros, que chocaban contra
los cascos de metal. Flechas que silbaban entre un hoplita y otro y se
perdían detrás de ellos. Pero los gritos de dolor que escuchaba eran
menos frecuentes que aquellos, más lejanos, provenientes de otros
regimientos. La alineación más sutil de Antioquea y Leóntidas, con sólo
cuatro líneas de profundidad, rendía las unidades menos expuestas a la
amenaza enemiga.
Por ahora...
Después, en el momento del impacto, precisamente su alineación les
haría más vulnerables a la reacción del adversario.
Miró fijamente frente a sí mismo, como Filípides. Se dio cuenta de que
los bordes de los persas eran más definidos. Tenían que encontrarse a
poco más de un estadio, en grandes líneas. Conseguía visualizar los
gorros, además del borde de los grandes escudos rectangulares, sobre los
que podía incluso intuir ya los dibujos. Había líneas en la superficie, de vez
en cuando dispuestas formando un tablero y otras una tabla de zigzag.
De repente sintió el escudo de quien estaba a su lado derecho caerse
sobre su hombro derecho, con violencia. Se dio la vuelta un poco, lo justo
para ver al compañero alcanzado en pleno pecho por una flecha.
Otro.
Los persas habían comenzado a encuadrar al frente. Al menos a
aquellos que estaban en primera línea. Mucha flechas no llegaban hasta
los griegos, pero alguna arrojada con mayor fuerza llegaba hasta la
primera fila, en horizontal, mientras todavía los atenienses estaban
ocupados en defenderse de los dardos provenientes desde arriba
manteniendo los escudos levantados.
Era el momento más difícil. El momento en el que cada hoplita habría
deseado tener dos escudos, uno para cada brazo.
Otro compañero fue alcanzado en el muslo. Y otro más que se
resguardaba el pecho, fue tocado en el hombro. Eucles comenzó a mover
el escudo arriba y abajo, aún notando que Filípides lo tenía fijo frente a sí
mismo, en perfecta postura de guerra, como una estatua. Oyó nuevos
impactos sin entender si las flechas habían llegado desde arriba o desde
abajo.
Vio a Arístides. Estaba a punto de pedirle que diera la orden, pero luego
el estratega levantó el brazo y gritó:
—¡A correr! ¡A correr contra los persas! ¡Todos juntos, con líneas
cerradas y con los escudos por delante!
Comenzaba el stadion más difícil de su vida.

~166~
Andrea Frediani Maratón

~167~
Andrea Frediani Maratón

XIV

Tersipo se ha descolgado de nuevo. Eucles lo escucha jadear cada vez


más lejos. A Filípides no se le ve, ni a él ni a su cadáver. Y Atenas no está
muy lejos. Ismene, en cambio, está muy distante, porque entre ella y él
está precisamente Filípides.
Eucles continúa buscando el cadáver del amigo, pero no ve rastro de él.
¿Ha conseguido acaso escapar de los persas con su carrera? Pero si así
hubiera sido, ¿por qué no ha hecho nada para avisar a sus dos amigos del
peligro? Quizás porque no los considera ya más sus amigos, sino sólo
adversarios que se entrometen entre él y la gloria, la riqueza y el poder.
¿O tiene razón Tersipo? Filípides se ha cruzado con los persas y los ha
convencido, quizás a través de una señal convenida por Hipias con los
Alcmeónidas, para que le dejen llegar a la ciudad y anunciar una
inexistente derrota del ejército ateniense. O lo que es todavía peor, ha
sugerido incluso a los dos persas que eliminen a los dos incómodos
testigos, Eucles y Tersipo...
Pero a estas alturas, una única cosa es cierta: los dos asiáticos no han
matado a Filípides. Su cadáver no está por el camino, y por muy rápido
que haya ido no puede llevarles tanta distancia. Ha usado muchas
energías en la batalla para poder mantener el ritmo, incluso estando muy
lejos del que tiene en las competiciones oficiales, en las que llegaba
entrenado y descansado. A pesar de sus declaraciones, Filípides es un
hombre, no un semidiós, ¡maldita sea!
—Quédate... ¡quédate pendiente si lo alcanzas! —Tersipo boquea, pero
encuentra la fuerza para gritarle desde detrás.
Bonita perspectiva. Con la vista ya nublada por el esfuerzo prolongado,
corre incluso el riesgo de que ni siquiera lo reconozca, se dice Eucles.
¡Imagínate una agresión! Siente las pulsaciones en la frente, la cabeza
que le da vueltas, haciendo inestable el ambiente a su alrededor y el
terreno bajo sus pies, y los reflejos son más lentos que nunca,
entorpeciendo cualquier gesto que realiza. Incluso un niño ahora podría
tener superioridad sobre él.
Pero nunca ha deseado tanto vencer como en este momento. Y sin
embargo, no se ha encontrado nunca tan lejos de la victoria. Todo aquello
que se ha dicho para animarse, para motivarse, se enfrenta ahora con sus
posibilidades físicas, a las que ha dado fondo más allá de cualquier
expectativa. Habría ganado si no hubiera tenido que vérselas con una

~168~
Andrea Frediani Maratón

persona tan excepcional como Filípides. Ha superado incluso a Tersipo,


quien ha estado siempre por delante de él en cualquier cosa.
Pero ahora le está ocurriendo de nuevo. El comportamiento ambiguo de
Filípides lo autoriza a sospechar. La duda. Las inseguridades. Todo aquello
que le ha condicionado siempre, que ha limitado sus prestaciones y sus
posibilidades, está de nuevo allí, para frenarlo. Si Filípides únicamente
hubiera muerto, el problema no subsistiría. Si tuviera la certeza de su
traición, lo eliminaría directamente, o por lo menos lo intentaría. .. Pero
así, con la duda que le ha insinuado Tersipo, no se siente capaz de actuar.
No puede detener al hemerodromo y pedirle explicaciones mientras
Atenas está en peligro y su salvación depende de su celeridad. Por eso se
deja sólo arrastrar por la cansada y suave carrera, en espera de la cada
vez más previsible derrota...
El peso de una posibilidad parecida lo derrumba, lo agota mucho más
que la propia fatiga, lo paraliza con sus ancestrales miedos. Y hace de él,
por enésima vez, un perdedor. Filípides no ha sido sólo su mejor amigo. Ha
sido también un modelo, tanto para él como para la gran parte de la
ciudad. Ha demostrado que merece todos sus honores, incluso en la
batalla que acaba de combatir. Y lo está demostrando también ahora,
ofreciéndoles una posibilidad. Una posibilidad que ellos dos no le habrían
jamás concedido si se hubieran encontrado en sus condiciones, después la
batalla.
Movimiento. De nuevo figuras armadas que se ven entre las rocas. ¿De
nuevo persas? Entonces todo ha terminado. No tiene fuerzas para
enfrentarse a otros enemigos, no ya, y no ahora. Eucles casi se resigna.
No quiere ni siquiera fatigarse para defenderse. Qué más da, es inútil. Le
viene incluso la tentación de entregarse directamente a sus lanzas para
terminar enseguida, sin más recriminaciones, sin más sufrimientos. No
estaba esto en su destino, evidentemente. Los dioses establecieron ya
desde su nacimiento que sería un perdedor nato.
Luego lanza un suspiro de alivio. No son persas, son griegos los que
vienen, armados de casco, coraza y lanza de hoplita. ¿Quizás los
espartanos están por fin llegando? Ahora los ve mejor. Parecen
atenienses: no tienen la lambda en el escudo. Los guerreros salen de sus
escondites y se acercan.
Tres, con una actitud desconfiada y las lanzas apuntadas hacia delante.
—¡Parar! —le grita uno de ellos. La voz es joven, casi temblorosa. Se
trata de un recluta. Y no podría ser de otra forma si no fue llamado para la
campaña contra los persas.
Eucles baja el ritmo, pero no se detiene. Espera a que salgan a su
encuentro.
—¡Se te ha dicho que pares! —dice esta vez el otro. La voz es también
temblorosa, pero es de un viejo. Otro reservista que los arcontes no han
considerado capacitado para enfrentarse a los persas.

~169~
Andrea Frediani Maratón

Va frenando. Ya están casi a su lado. Se paran delante de él. Antes de


chocarse contra sus robustas panoplias, o peor todavía, contra las
cúspides de sus lanzas, Eucles se detiene. Y empuña de nuevo la espada,
para mayor seguridad.
—¿Qué queréis? —les pregunta jadeando, con las manos en los costados
y doblando ligeramente las rodillas. Luego se da cuenta de que está
demasiado expuesto, demasiado indefenso, e intenta ponerse de pie.
Tersipo le ha enseñado a ser desconfiado.
—Dilo tú, ¿qué es lo que quieres? —dice el más viejo de los tres. Quiere
parecer duro, pero ha vivido seguramente días mejores. Su cuerpo está
chupado, la coraza le queda grande y la túnica amplia. Tiene un aspecto
ridículo y no parece temible en absoluto ante los ojos de un hombre que
se acaba de enfrentar a miles de persas.
—Deberías saberlo. ¿Acaba de pasar Filípides, no? —responde Eucles,
moviendo la mirada sobre cada uno de los tres. Los otros dos son mucho
más jóvenes, incluso puede que estén en el segundo año de efebato.
—¿Y si fuera así? Podrías no querer lo mismo... —replica el viejo.
Eucles se les queda mirando. ¿Acaso sospechan de él? ¿Qué es lo que
les ha dicho Filípides para inducirles a ser tan desconfiados? Podría pasar
por cualquier cosa, menos por un persa...
—Depende de lo que quiera él. Yo quiero salvar a Atenas, ¿y vosotros?
—termina por responder. Pero tiene que hacerlo rápidamente—.
Escuchadme, dejad que pase. ¡Tengo una misión muy importante por
llevar a cabo! —añade en el tono perentorio que sus condiciones le
consienten.
—Es precisamente éste el asunto —replica el viejo—. Tú no quieres
salvar a Atenas, ¡tú quieres condenarla a la anarquía!
Eucles siente un grito a su lado. Uno de los otros dos guardias sujeta la
lanza contra él, pero su brazo se encuentra paralizado en el aire. Los ojos
se cristalizan en una expresión de horror más allá del casco, un reguero de
sangre le sale de la boca. Se desploma en el suelo, con un kopis clavado
en la espalda.
—¡Ataca! ¡Ataca también tú! —grita Tersipo, mientras se acerca, ya
desarmado y cada vez respirando con mayor dificultad.
Un sólo instante de desorientación. Pero luego todo queda claro. Eucles
suelta un golpe contra el viejo. Del revés, a la altura de la garganta. Un
violento chorro de sangre le riega, antes de que su víctima se desplome a
su vez en el suelo.
El tercer hoplita no reacciona. Está asustado, confundido, demasiado
joven para enfrentarse al peligro sin dudarlo. Termina por dar unos pasos
hacia atrás, darse la vuelta y escapar.
—¡Persíguelo! ¡No dejes que escape! ¡Tenemos que saber! —grita
Tersipo, agachándose sobre el cadáver para recuperar la espada.

~170~
Andrea Frediani Maratón

Eucles no deja que se lo repitan dos veces. También él quiere saber.


Retoma la carrera, si bien le cuesta mucho más que antes. Combate los
dolores, la falta de aliento, los escozores de las heridas. Es como si
muchos hombres lo sujetaran y lo golpearan para sujetarlo con las uñas y
con los dientes en un intento de detenerlo.
Pero el joven que está escapando se encuentra condicionado por el
peso del escudo y el casco. No puede aguantar mucho. Eucles siente que
está jadeando, con la respiración entrecortada propia de quien no tiene
grandes capacidades para la carrera. De hecho, después de pocos pasos,
arroja el escudo y también la lanza. Está ya cansado. Este a la batalla no
podría haber ido, no habría servido para nada. Es más, se habría
transformado en un problema para los demás conmilitones de la falange.
En el enfrentamiento se necesita a gente como Tersipo, gente lista,
determinada, hábil y valiente.
Alguien como el hombre que le acaba de salvar la vida.
También Tersipo está demostrando ser mejor que él. Ha sido muy
rápido al darse cuenta de que el otro hoplita le iba a matar, y muy hábil en
alcanzar con tanta puntería desde lejos, a pesar de que sus condiciones
eran muy críticas, a pesar del esfuerzo realizado. Él, que no es un fondista,
es todavía capaz de realizar grandes hazañas. También humanas. Si aquel
hoplita le hubiera matado, Tersipo habría tenido un adversario menos,
quizás dos en el supuesto de que aquellos soldados hubieran matado
también a Filípides.
Filípides...
El joven frena. Ya no puede más. Le cuesta trabajo respirar. Pone las
manos sobre el casco, se lo quita y lo arroja lejos. Pero ya está
tambaleándose. Si Eucles estuviera en unas condiciones más decentes le
habría ya alcanzado hace un rato, pero está agotado también él y el
esfuerzo para ganarle terreno es enorme. Se da la vuelta por un instante,
sólo para ver dónde se encuentra Tersipo. Está corriendo también él para
venir a darle una mano, pero sus pasos son cada vez más lentos.
Un último esfuerzo y será tuyo, se dice Eucles mirando al joven correr
cada vez más alocado. Ya está casi encima, lo alcanza, lo agarra por la
túnica y tira hacia él. Luego le pone una zancadilla. El otro se deja tirar al
suelo, con las manos por delante, boca abajo. Eucles le da la vuelta y le
pone la punta de la espada en el cuello.
—¿Por qué estabas aquí? ¡Habla! —le grita en la cara.
Pero el joven se calla. Quizás es sólo para retomar el aliento. Jadea
bastante.
—¿Por qué queríais matarme? —insiste Eucles, apretando la hoja hasta
herir levemente el cuello, del que saltan unas gotas de sangre.
De nuevo silencio. Y una respiración pesada.
—¿Quién os ha enviado aquí? —la hoja incide todavía más en la piel.

~171~
Andrea Frediani Maratón

—Ca... Calíxeno —murmura el joven.


De nuevo una salpicadura de sangre mancha a Eucles. De nuevo hay un
cuello degollado frente a él.
Eucles se da la vuelta hacia Tersipo.
—Pero, ¿por qué le has matado? Estaba hablando por fin... —protesta el
amigo.
—Hemos sabido lo que necesitábamos —dice Tersipo, mirando más allá,
hacia Atenas.
Y hacia Filípides.
—Pero... nos podría haber dicho más. Por ejemplo, acerca de Filípides...
—¿Aún te es necesario saber más? ¿Quieres seguir perdiendo el tiempo
mientras el traidor va ganando más ventaja a cada instante?
—¿Co... cómo puedes estar tan seguro? —balbucea pero también él lo
está.
—Eran gente de los Alcmeónidas. Lo ha dicho él, que le ha enviado
Calíxeno. Y a Filípides le han dejado pasar, es obvio. Quizás ha sido incluso
él quien les ha dicho que nos eliminaran.
Eucles se levanta, moviendo la cabeza.
—No me lo puedo creer...
Tersipo se pone a gritar.
—¿Pero qué necesitas más? Él no les ha matado, y ellos no le han
matado a él, ¡estoy seguro de ello! ¡Tenemos que correr para alcanzarle
antes de que llegue a Atenas y mienta a los arcontes!
—Lo han matado, lo han matado... —insiste. Pero no le ha parecido que
las cúspides de las lanzas de los tres hoplitas estuvieran manchadas de
sangre.
—Te es muy fácil comprobarlo. Es suficiente con que te alejes un poco.
Si lo han matado, esta vez encontraremos el cadáver. Pero yo estoy
seguro de que no está. ¡Tenemos que movernos enseguida! ¿Quieres
salvar a tu patria o no? —dice Tersipo, poniéndose a correr de nuevo y
animando al amigo para que haga lo mismo.
—Pero Filípides lleva demasiada ventaja. ¡No lo alcanzaremos nunca!
—Él sigue corriendo con un ritmo de carrera larga, convencido de que
nosotros no aguantamos su carrera. Pero nosotros, ahora, nos pondremos
a correr como si tuviéramos que recorrer un stadion. Si no lo alcanzamos,
el partido está terminado de todos modos. En cambio, si lo alcanzamos
podremos ir más relajados después de haber ajustado las cuentas...
Eucles siente un escalofrío.
—Y luego... cuando le alcancemos, ¿qué hacemos?

~172~
Andrea Frediani Maratón

—Lo matamos.

El impacto de los dardos sobre los escudos era más frecuente que el de
los pasos de los hoplitas sobre el terreno. O del choque de los escudos.
Era increíble la velocidad con la que los arqueros persas conseguían tirar.
Tenían que ser una infinidad, y dispuestos tan bien que conseguían
moverse sin obstaculizarse los unos a los otros, incluso desde las filas
posteriores de su alineación.
Los mandos tenían razón, se dijo Eucles. Se necesitaba recorrer aquel
stadion en el menor tiempo posible. Pero prestando atención en
permanecer con los rangos unidos, al menos hasta las últimas decenas de
pasos, cuando los arqueros no podrían tirar en horizontal.
A cada paso, Eucles temía que una flecha arrojada con particular fuerza
penetrara en el escudo mucho más allá de la cúspide, y que llegara a
alcanzarlo debajo del casco o en pleno pecho. O temía terminar con un pie
clavado en el suelo. Continuaba andando hacia delante casi a ciegas,
esforzándose sólo en mantenerse en línea con los compañeros a derecha y
a izquierda, arrodillado con el rostro detrás del escudo sin darse cuenta de
la distancia del enemigo. Esperaba únicamente percibir la presencia
cuando se encontrara cara a cara con los infantes adversarios.
Mantener las líneas en aquellas condiciones, con la lluvia horizontal de
dardos y un paso de carrera fuerte, era ya una empresa enorme. No
digamos permanecer vivos. Los hoplitas no tenían todos el mismo paso.
Había quien era capaz de proceder más rápidamente, quien era más lento
y torpe, y quien, viendo abrirse de repente un espacio junto a él, se veía
obligado a disminuir para esperar a que el compañero en la fila posterior
tomara el sitio del que se acababa de caer.
Paso tras paso, de todos modos, la frecuencia de los dardos fue
disminuyendo. Conforme los hoplitas se acercaban más, los persas
encontraban más dificultad en mirar al frente, y aquellos de las filas
posteriores no podían ya permitirse tirar sin correr el riesgo de alcanzar a
los compañeros que estaban por delante. Era probable que actuaran sólo
los arqueros de las primeras filas, porque las descargas tenían intervalos
cada vez más frecuentes y durante aquellas pausas los hoplitas
aumentaban el paso.
Tenían que estar muy cerca. En base a su experiencia de atleta, Eucles
calculó encontrarse a menos de un estadio desde la primera línea
enemiga. Avanzó de nuevo y el silbido de las flechas desapareció. El
primer gran riesgo había pasado. Ahora llegaban todos los demás.
Comenzando por el impacto. Era necesario caer sobre el muro de escudos
todos juntos, pero con velocidad, para romper las filas del enemigo. Algo
no tan complicado.

~173~
Andrea Frediani Maratón

Bajó el escudo para ver finalmente con claridad lo que le esperaba.


Hasta entonces lo había sólo presentido. Sí, estaban allí, todos delante,
alineados con las filas bien cerradas. Se veían sólo las cabezas, cubiertas
con gorros de cuero y de fieltro, con la punta dirigida hacia delante y tres
mechones que caían por los hombros. Bien. A la cabeza estaban los más
vulnerables. Sería mucho menos difícil de lo previsto degollarlos. Si bien
los hoplitas quedaban expuestos, era también verdad que los escudos les
ofrecerían un poco de protección durante el cuerpo a cuerpo. Los persas,
en cambio, no habrían podido combatir sujetando el escudo sobre el rostro
o sobre la cabeza, y ésta última se transformaría en un accesible punto
débil.
Luego vio que algún arquero tendía todavía el arco. Había uno
precisamente frente a él, en línea recta. Probablemente aquel contra el
que estaba destinado a enfrentarse. Instintivamente levantó de nuevo el
escudo y se curvó sobre sí mismo, pero no pudo renunciar a mantener un
poco de visión mirando entre su propio escudo y el del compañero para
poder entender cuándo llegaría el momento del impacto. Vio al conmilitón
hacer lo mismo. Luego observó al arquero lanzar la flecha. La última
flecha.
Llegó precisa. El silbido mortal precedió a un impacto brutal. No un
impacto sobre la madera, sino sobre el metal. Eucles vio al compañero
que estaba a su lado desplomarse, con el casco perforado por el dardo.
Desde aquella distancia las flechas eran capaces de penetrar lo que
fuera. Había salido airoso. Los dioses habían querido que el blanco del
arquero enemigo fuera el conmilitón y no él. ¿Quería quizás decir que
pretendían concederle la posibilidad de seguir con la apuesta contra
Filípides y Tersipo? Se sintió animado y lleno de confianza, pero sólo
durante un instante. Tuvo que frenar y esperar a que el conmilitón de la
fila posterior se pusiera a su lado.
—¡Aumenta el paso! ¡No lograremos romper sus filas si no llegamos a la
carrera! —le gritó en el oído Filípides.
—¡No lo lograremos si no llegamos unidos! —respondió asqueado—.
¡Tenemos que reconstruir la primea línea!
Las dos únicas esperanzas de abrir la alineación enemiga se estaban
revelando inconciliables. Y mucho más teniendo en cuenta que el propio
regimiento, junto al de Tersipo, tenía sólo cuatro líneas con las que hacer
frente. No había suficiente fuerza para el impacto ni suficiente reserva
para llevarla hasta la primera línea.
Ellos, más que cualquier otro sector de la armada, estaban condenados
a padecer.
Filípides lo cogió por el brazo y lo arrastró junto a él, sin prestar
atención a lo que Eucles le acababa de decir. Este miró desesperado a su
derecha y vio al compañero proveniente de la segunda fila intentar

~174~
Andrea Frediani Maratón

desesperadamente retomar el equilibrio, después de haberse tropezado


con el cadáver del hoplita que había sido alcanzado a través del casco.
Eucles tuvo que bajar el escudo y hacer lo que decía Filípides para no
perder el equilibrio a su vez. Pero aquello significaba ir a sostener el
impacto con el enemigo sin la protección del lado derecho. Detestó a
Filípides porque le obligaba a hacerlo, y al mismo tiempo le envidió porque
no se preocupaba por sí mismo como estaba haciendo él.
Los persas estaban tan cerca ya que podía ver sus expresiones. No
estaban asustados. Seguramente no se trataban de reclutas, sino de
guerreros expertos. No veía caras demasiado jóvenes entre ellos, y
aquello tenía que valer para toda la extensión de las primeras filas. Pero
se encontraban sorprendidos. Alguna cara estaba al menos asombrada.
Seguramente no se esperaban que los hoplitas, casi desnudos, en
inferioridad numérica, carentes de la armadura de una infantería ligera y
de caballería, se lanzaran contra ellos manteniendo además una discreta
cohesión.
La única esperanza era que siguieran desvalorizando a los griegos. Si
los atenienses habían conseguido asombrarlos hasta ese momento, era
lícito esperar que lo lograran también en el cuerpo a cuerpo. Bien fuera
por miedo a los castigos de los oficiales o al mero sentido del deber,
habían conseguido constituir rangos compactos, incluso también durante
las operaciones de embarque de una consistente parte de la armada,
frente al caos que tenía que reinar en el campamento. Eucles no se
atrevía a pensar qué le habría ocurrido en las alas, donde se encontraban
los platenses, donde estaban Cinegiro y Esquilo. Por aquellas zonas los
persas disponían de caballería, y entonces los hoplitas tenían que
protegerse también los costados.
Por suerte, componer los repartos de caballería era más complicado y
no parecía que hubiera muchos efectivos listos en ese momento.
Filípides lanzó un grito de guerra. Invocó a Ares, invocó la muerte para
los invasores, y todos le imitaron. En el breve espacio que separaba a los
exaltados hoplitas de las filas de escudos persas comenzaron a levantarse
gritos feroces, casi bestiales. Fucles se descubrió a sí mismo haciendo
igual que los demás, más para darse coraje, ánimo y fuerza, que para
asustar al enemigo. Luego levantó el brazo derecho, doblando el codo y
manteniéndolo en línea con el hombro, listo para atacar.
El terreno pareció retumbar bajo sus pies, la llanura padeció el eco de
sus gritos. Algo terrible estaba a punto de ocurrir. Algo que jamás se había
visto anteriormente, nada que recordara la memoria del hombre: la
colisión entre dos ejércitos donde cada uno arrastraba consigo el peso de
una cultura, una tradición, un sistema político plurisecular.
El mundo, desde entonces, no sería el mismo.
Era precisamente esta toma de conciencia lo que daba a lodos los
combatientes, tanto de la parte griega como de la persa, la determinación

~175~
Andrea Frediani Maratón

para combatir lo mejor que pudieran, el coraje en busca de una muerte


que les haría inmortales, independientemente del resultado. Aquel era el
escenario principal de la historia, y ofrecía a cualquiera que participase la
posibilidad de convertirse en un protagonista. Bastaba saber coger la
ocasión. Bastaba estar dispuestos a morir llevándose detrás el mayor
número posible de guerreros.
Eucles intentó liberarse del pensamiento de Ismene. La esperanza de
tenerla le llevaba a seguir vivo, le quitaba aquella lúcida locura que le
consentiría intentar lo imposible. Pero si lograba quedar vivo, sin realizar
una gesta digna de un héroe, la perdería de todos modos, por lo que valía
más arriesgar la muerte como cualquier otro, y como habría hecho
también él si no hubiera sido ella el objeto que estaba en juego con la
apuesta.
Miró fijamente al adversario más cercano. Gritó todo lo fuerte que pudo.
Lo vio tambalearse. Por fin lo había logrado: lo había asustado. No intentó
de nuevo esperar al compañero de su derecha. Siguió a Filípides, y cerca
del impacto fue incluso él quien lo empujó hacia delante.
Los enemigos les esperaban con las lanzas debajo de las axilas,
resguardados detrás de la barrera de los enormes escudos. Los arqueros
habían dejado los arcos y desenvainado las espadas, más cortas y curvas
todavía que las griegas. Les tocaba a ellos, a los hoplitas, romper aquel
muro con la fuerza del asalto, con la potencia de su ataque.
Durante un instante, poco antes del impacto, Eucles esperó que su
adversario directo, aquel contra el que contaba chocar, estuviera tan
muerto de miedo por su mirada asesina que vacilara y escapara. Pero no
fue así. El hombre estaba sin lugar a dudas turbado, quizás incluso
asustado, pero seguía en su lugar y tenía el brazo con la espada en el aire,
listo para usarlo.
Para usarlo precisamente contra él, que no tenía ya la protección del
compañero de la derecha.
Se le ocurrió una idea.
—¡Ve hacia el que está frente a mí! —le gritó a Filípides. Su amigo le
miró y luego su expresión se iluminó. Sonrió, se dio la vuelta apenas hacia
el compañero de la izquierda y le indicó el hombre que estaba frente a
Eucles.
Un instante antes del impacto, Eucles se dijo que no lo hacía para
protegerse y salvarse, sino para concentrar la fuerza del impacto en un
punto específico y abrir inmediatamente una brecha en la muralla
adversaria.
Cayeron los tres a la vez sobre el hombre que estaba delante. El
soldado se vio arrasado por una fuerza terrible que procedía de tres
hombres dotados de un escudo y un casco, que llevaban la potencia de al
menos dos estadios en sus pies. Cayó hacia atrás, como las flechas
clavadas en el terreno que los griegos habían pisoteado tras pasar varios

~176~
Andrea Frediani Maratón

estadios antes, sin un grito ni un intento de mover el arma que tenía en la


mano. Inmediatamente Eucles sintió bajo sus pies el rumor de los huesos
que se rompían, músculos que se resquebrajaban, piel que se abría. Luego
comenzó a clavar con la lanza a su alrededor, para alejar a los persas que
a su lado intentaban hacer I rente a su penetración y a la presión de los
hoplitas que todavía tenían que llegar.
Estaban ahora dentro. En las fauces del animal feroz y gigantesco. Se
trataba de no dejarse triturar por sus garras.
Allí delante tenía que haberse verificado un impacto de una violencia
inimaginable. En el costado expuesto, en cambio, los hoplitas habían
padecido la agresión de los caballeros persas que habían caído por detrás
sobre la alineación de Ayánlide. No eran muchos, pero estaban haciendo
mucho daño. El lado extremo hacia el mar de la alineación griega se había
casi disuelto, al menos en las filas más exteriores. «Qué suerte», pensó
Esquilo, «estar en el lado interior del regimiento, y encima en primera
fila». No tenía que padecer el impacto contra la infantería, ni el asalto de
la caballería. Después, probablemente, les tocaría también a ellos, pero
por ahora estaban sólo analizando.
El lochago encargado de ejecutar las órdenes del comandante les dijo
que empujaran. El regimiento intentaba mantener cierta cohesión para dar
modo a cuantos permanecían en las primeras filas para que rompieran la
línea persa. Por suerte los caballeros enemigos se habían organizado
tarde, y no habían atacado antes del impacto. Si lo hubieran hecho, el
regimiento habría llegado al impacto ya roto y sin ninguna fuerza de
penetración. En cambio, los repartos a caballo se habían movido sólo al
final, casi en consonancia con el impacto entre las infanterías, sin poder
impedir que Cinegiro y sus compañeros se arrojaran sobre las filas de
escudos de los sparabara.
Era como encontrarse en un rompeolas. Como estar atrapado en un mar
en tempestad. Pero en el agua, no sobre una nave. Esquilo empujaba
contra la espalda del compañero que le precedía, pero no conseguía
avanzar. Sentía los efectos de las primeras filas, ya empeñadas en el
cuerpo a cuerpo sin verse capaz de romper. Es más, quizás habían sido
empujadas unos pasos. Y mientras tanto, le llegaban también los
pisotones en el costado a causa de los asaltos de los caballeros enemigos,
que llegaban en oleadas obligando a los hoplitas a dar marcha atrás y a
construir pequeñas fortalezas con sus escudos. De vez en cuando un
caballo caía, alcanzado por una lanza de los griegos, y entonces el
caballero se encontraba a merced de la infantería, que le saltaba encima
acabando con él a la vez. Pero así abandonaban la posición e
inmediatamente otros caballeros se aprovechaban de la situación,
cargando de nuevo y ampliando el espacio que se había creado en la
alineación.
Esquilo intentaba mirar hacia delante, esperando ver a Cinegiro, y a la
derecha, para ver si sus compañeros habían conseguido retomar el control
del costado. Pero en la primera fila las crestas de los hoplitas se

~177~
Andrea Frediani Maratón

confundían ya con los gorros de los persas, en una mezcla salvaje en la


que era imposible entender quién prevalecía. Y en el costado veía cómo
los caballeros enemigos, con sus amplias crestas rojas en los cascos y los
curiosos escudos con forma de semicírculo pero con el borde irregular,
seguían cargando sin ser molestados, sin que su número hubiera
disminuido en absoluto. Es más, tuvo la impresión de que había
aumentado. ¡Pues claro! Mientras tanto, los comandantes persas habían
logrado organizar otros repartos.
La única forma para evitar que la caballería siguiera dañando era
penetrar lo más rápidamente posible dentro de las filas de la infantería.
Sólo entonces las cargas no se volverían a producir y la caballería persa se
quedaría fuera de la batalla. Entonces era necesario empujar. Pero esto
significaba también, se dijo Esquilo, apresurar la propia participación
activa en el enfrentamiento. Muy pronto, a fuerza de avanzar, todas las
filas entrarían en contacto con el enemigo y entrarían a formar parte del
conjunto.
También la suya.
Tendría que matar. O bien ser matado.
Dos alternativas que no habría querido jamás tomar en consideración.
No quería tener sobre su conciencia la muerte de un hombre. Sospechaba
que el remordimiento le habría consumado. Cada hombre, por muy lejano
que se encontrara de él, por muy extraño que fuera, era protagonista de
un drama que tenía como escenario su mundo. Matarlo significaría para él
borrar en un instante un mundo entero. Una responsabilidad que no habría
querido asumir jamás.
Pero por otro lado, si no mataba, su asesino borraría el suyo, su mundo.
Un mundo rico en figuras dramáticas que morirían con él al no haber
tenido el tiempo suficiente para darles forma y que se pudieran
representar por toda Grecia. Debería defender su propio mundo, y daría
cualquier cosa para poderlo hacer sin dañar a los demás. Su miedo de vivir
con el remordimiento era igual al de morir, por lo que se dijo que no era
exactamente cobardía. Un cobarde piensa sólo en salvar su propio pellejo,
no en salvar también el de los demás. Un cobarde no piensa que la guerra
también le necesitara. Era él, si acaso, quien necesitaba de la guerra para
poder obtener inspiración para sus dramas, para comprender hasta el
fondo lo que lleva a los seres humanos a arriesgar la vida y a matar por
algo que, a menudo, no entienden en absoluto.
Era un dilema insoluble, el suyo. Lo resolvería, se dijo, sólo cuando se
encontrara frente a la alternativa entre matar o ser matado. Luego le faltó
repentinamente el apoyo delante de él. La espalda del compañero que le
precedía había avanzado unos pasos. La penetración había comenzado, a
pesar de las incursiones por el costado.
Al parecer, resolvería pronto su dilema.

~178~
Andrea Frediani Maratón

XV

Los ojos clavados en el terreno, en busca de un cadáver. Un cadáver


que no está. Eucles desea encontrarlo como jamás ha deseado nada en su
vida. Más de lo que haya deseado ganar una corona de olivo en las
panateneas. Más de lo que desea a Ismene.
La muerte de Filípides devolvería todo a su sitio. Pero todo. Borraría
cualquier sospecha de traición de su amigo y le devolvería la fama de
héroe que había logrado no sólo con sus victorias, sino también con sus
hazañas en la batalla. Consentiría a Eucles mismo vencer su desafío, ya
que el único competidor que queda, Tersipo, no es capaz de llegar a
Atenas antes que él. Y por último le evitaría la desagradable misión de
matarlo, de eliminar a su mejor amigo, el atleta más celebrado de Atenas
y uno de sus guerreros más aclamados.
Matar a Filípides. Jamás habría pensado llegar sólo a concebir una cosa
parecida. Pero Tersipo tiene razón. Si no lo han matado los persas, si no
han acabado con él los hombres de Alcmeónidas, no puede ser otra cosa
que un traidor, y es su deber eliminarlo para impedirle que llegue a Atenas
antes que ellos y comprometer la extraordinaria victoria del ejército
griego. Y cuanto más pasa el tiempo, más disminuyen las posibilidades de
encontrarlo muerto.
Pero también cuanto más pasa el tiempo, más aumentan las
probabilidades de que Filípides se encuentre lejos de su alcance. Atenas
está cerca, y colmar la distancia con el mejor hemerodromo de Grecia
parece una empresa imposible. Tanto más si él no ha sido ni siquiera
detenido por los enemigos que ellos, en cambio, han tenido que combatir
y matar.
Después de haber eliminado a los dos enviados de los Alcmeónidas,
Eucles vuelve a correr sin demasiada convicción. Espera todavía encontrar
el cadáver del amigo, o al menos de aquel que consideraba todavía como
tal, y prefiere no gastar todas las energías residuales. Nunca se sabe qué
recurso puede tener todavía en la reserva Tersipo, que no se da por
vencido a pesar de ser ampliamente el más desfavorecido. Pero ahora que
ha realizado un paso tras otro, recorrido algún que otro estadio, no hay ya
un amigo por el que llorar, sino un traidor que encontrar, y aquello le
induce a aumentar el ritmo, a pesar del esfuerzo enorme que ello le
comporta.

~179~
Andrea Frediani Maratón

¿Y si Filípides ha llegado ya a Atenas? Eucles no es capaz de valorar


cuánto falta, en realidad, pero seguramente quedan todavía varias
decenas de estadios. Pero no, es imposible, debería haber volado. Por
mucho que sea el hemerodromo, por cuantas dificultades hayan tenido
ellos a lo largo del recorrido, no puede haberles sacado tanta ventaja. Lo
veía todavía, a lo lejos, antes de ser bloqueado por los persas, y no había
transcurrido tanto tiempo desde entonces.
Pero es de vital importancia que Filípides no haya tomado mucha
distancia. No podrán remontar si el trayecto que tienen que recorrer con
ese ritmo es muy largo. No se puede correr con ritmos casi de Stadion
durante muchos estadios. Si no aparece en pocos pasos, todo habrá
terminado. Habrá terminado para Atenas, y su apuesta también podrá
darse por terminada.
Un brasero le arde en la garganta. Eucles no consigue ya tener la boca
cerrada, la nariz no le basta ya para respirar. Pero cuanto más aire ingiere,
más alimenta el fuego que le arde por dentro. Tersipo está justo detrás.
Eucles lo siente respirar con dificultad. Parecen rugidos los suyos. A estas
alturas recurre también él a cualquier recurso para continuar la
persecución de Filípides.
Pero Filípides no se ve. Los músculos se endurecen, el aire parece
transformarse en un poderoso viento contrario que disminuye y entorpece
los movimientos. Eucles recurre a todos los recursos que se le pasan por la
cabeza para darse nuevos empujones. Lágrimas le van cayendo cada vez
con más esfuerzo y se le insinúan en la boca, haciéndole percibir el sabor
acre de la sal. Mira un punto fijo delante de sí mismo, una piedra a medio
estadio aproximadamente de él, y se dirige a ella como si fuera la meta,
corriendo alocadamente. Luego, después de haberla superada, se deja ir
durante unos instantes y busca otro objetivo. Un árbol, quizás más de
medio estadio más adelante, y comienza a correr como si se tratara de los
últimos pasos de una carrera. Llega también allí. Le gustaría desplomarse
al suelo, pero no, simplemente disminuye el ritmo para luego buscar algo
más...
Corre a tirones, como empujado cada vez por alguien. Busca a Tersipo
con la mirada. Está siempre allí, pocos pasos atrás. También él corre con
tirones, se produce con tirones poderosos, luego baja el ritmo, casi parece
que se detiene. Siempre ha sido muy bueno en las salidas. Quizás prefiere
aprovechar sólo los impulsos, lo que le sale mejor. Pero no podrá durar
mucho tiempo así.
Ni siquiera él, por otro lado. Ya no consigue ni siquiera visualizar el
punto que tiene que alcanzar. Mucho menos mirarlo fijamente. Todo
aparece indiferente, confundido, nublado, en constante movimiento como
si fuera un remolino. No hay ya un punto firme, no una naturaleza inmóvil.
Todo da vueltas como si fueran hojas en movimiento por el viento. ¿Qué
es lo que podrá hacer si alcanza a Filípides? ¿Tendrá el coraje de matar a
un hombre con el que ha compartido tantos momentos de alegría?
Pregunta muy ociosa. La que es apropiada es: ¿tendrá la fuerza de

~180~
Andrea Frediani Maratón

hacerlo? Se da una vez más la vuelta. Le sirve Tersipo, su determinación,


su fuerza físico. Los dos, aunque estén extenuados, quizás podrán acabar
con el traidor.
El traidor.
Es así que le llama ya... Su cadáver no está. Filípides no puede haber
elegido a Hipias. Tiene razón Tersipo. Tiene que haber hecho alguna señal
convenida a los persas y a los hombres de Alcmeónidas, y quizás les dijo
también a los otros que mataran a los dos que le seguían. Si gana, si llega
a Atenas antes que ellos, la ciudad no sólo quedará vendida, sino que
también lo estarán ellos dos. Filípides no puede permitirse dejarles con
vida. Les eliminará inmediatamente después de que Hipias haya tomado
el poder de nuevo. Es más, quizás quienes les están esperando en las
puertas de la ciudad son otros partidarios de los Alcmeónidas, preparados
para matarles en cuanto reciban una señal suya.
Si Filípides forma parte de la conjura de los que apoyan al tirano,
cualquier esperanza se pierde. Todo ha sido preparado para ofrecer la
ciudad de Atenas a los persas, para darles una segunda posibilidad en la
eventualidad de que se produzca una derrota en Maratón. Eucles y Tersipo
se están dejando la piel por nada. Eucles tiene la tentación de dejarse ir,
de arrojarse al suelo y quedarse ahí hasta que los acontecimientos no se
produzcan, esperando que alguien venga a matarlo. Siente que ya no
tiene fuerzas para influir en los acontecimientos.
De nuevo baja el ritmo. Siente las pulsaciones en el pecho, en la frente,
como si tuviera unos tambores dentro de la cabeza. Quiere morir. Se
detiene. Y se desploma sobre las rodillas.
—¿Pero qué haces? Ahora no, ¡ahora no! —le grita con fuerza Tersipo.
—No... puedo.
—¡Claro que puedes! La salvación de Atenas... depende de nosotros —
también él se encuentra agotado. Y sin embargo, se para e intenta poner
de pie a su amigo.
Ha sido siempre mejor que él. Como Filípides.
Eucles se queda de rodillas. No tiene ni siquiera fuerzas para tirarse al
suelo.
—Tendrás... que hacerlo solo...
—¡No! ¡No puedes renunciar ahora! ¿Quieres ser una vez más un
perdedor? ¿Quieres perder a Ismene?
Noble, por su parte. Tersipo sabe que si se quedan ellos dos, Eucles
tiene más posibilidades de superarlo en la resistencia, y sin embargo
quiere que se levante.
—Ismene es vuestra. Ha sido ya vuestra... se ha entregado a vosotros...
yo no he sido ni siquiera considerado...

~181~
Andrea Frediani Maratón

—¡No, no es verdad! Nosotros lo hacíamos sólo para presumir. ¡No se ha


entregado a nosotros como no se ha entregado a ti!
La atención de Eucles se despierta de repente.
—Tú mientes, ¡quieres sólo animarme! ¡He visto cómo os tomabais
ciertas libertades con ella!
—¿Y bien? Se deja tocar, de acuerdo, pero más allá de eso... no nos ha
dejado nunca... Tú eres únicamente demasiado tímido y respetuoso. Si la
hubieras tocado también tú, no te habría puesto las manos en tu sitio... Y
además, ¿te ha incluido en la apuesta, no?
Ya. Lo ha incluido en la apuesta. Quizás Tersipo está diciendo la verdad.
Si ella no tuviera interés en él, no habría dicho su nombre entre los
posibles pretendientes. Puede todavía conquistarla. Puede todavía vencer
y demostrarse a sí mismo que vale como ellos dos, si no más. Lo
importante es que tenga confianza en sí mismo. Se levanta y se pone en
acción. Primero despacio, para no tropezarse, y luego comienza con su
zancada larga, empujando con los brazos para levantar las manos a la
altura del rostro.
El fuego vuelve a arder dentro de la garganta. No se ha parado nunca,
pero ahora siente que se trata de un incendio. El remolino a su alrededor
se acentúa. Los tambores en su cabeza suenan más fuertes. El viento
contrario se ha convertido en una pared que hay que derribar, una piedra
tras otra. Intenta mirar fijamente la meta. Pero incluso las alturas a su
alrededor se mueven. Intenta coger un árbol como punto de referencia.
Está lejos. Si lo alcanza habrá realizado otro bonito paso hacia Atenas. Se
desafía a sí mismo para llegar. Un desafío en el desafío. El árbol ondea,
parece caminar, moverse de derecha a izquierda, pero él tiene la mirada
clavada en él. Se acerca, y el árbol aparece cada vez más definido. Parece
un olivo. No puede diferenciar las hojas de las ramas. Conforme se acerca,
su tronco parece estabilizarse. Ahí está, casi lo ha alcanzado. Si fuera esta
la meta lo habría conseguido. Ahí está, lo toca, ha llegado. Ahora tiene que
comenzar y ponerse un nuevo objetivo.
Otro árbol, más lejos. Comienza de nuevo. Y también ese árbol se
mueve. Pero volver a alargar la zancada es cada vez más difícil. Levantar
los brazos es siempre más complicado. Coordinar los movimientos es toda
una proeza. Dominar el fuego que arde en la garganta es imposible. Y
además, aquel árbol no parece acercarse. Se queda siempre pequeño,
cada vez más pequeño. Eucles salta, salta de nuevo, intentando imitar a
Tersipo, que ahora está a su lado. Lo suyo ya no es una carrera, es
apoyarse a toda costa, una escalada por una montaña, con manos y pies.
Ahora ese árbol está cada vez más cerca. Pero Eucles tiene la impresión
de que no lo alcanzará jamás. Ahora, cada paso le parece el último. Puede
sólo esperar poder conseguir otro. Sus límites los ha superado desde hace
tiempo, de eso es consciente. No hay nada más que pueda hacer. No hay
salvación de Atenas que aguante. Ni siquiera la manía por demostrarse a

~182~
Andrea Frediani Maratón

sí mismo que no es un perdedor lo sostiene ya. Y ni siquiera el deseo que


siente por Ismene.
Siente que ya no tiene fuerza. No hay nada más que valga para darle un
nuevo empujón, porque ya no le queda nada dentro a lo que agarrarse, ni
en el cuerpo ni en la mente. Pero sigue mirando fijamente su próxima
meta, lo ve moverse, se empequeñece y luego aumenta. Es un árbol de
verdad muy fino.
Demasiado fino para ser un árbol.
Parece otra cosa.
Parece un hombre.
Filípides.

Ya no hay rangos. Ya no hay protección recíproca. Ya no hay cohesión.


Cada hoplita tenía cerca de sí mismo no a un compañero, sino a un
enemigo contra el que combatir, un adversario contra el que enfrentarse.
De vez en cuando más de uno, porque la superioridad numérica de los
persas en el centro era aplastante. Eucles no tenía tiempo para evitar un
golpe de un guerrero y ya tenía que defenderse de otro. No podía ni
disfrutar de haber matado a uno, porque tenía que evitar ser matado por
otro.
Y sin embargo, el primer ataque con la lanza había salido de un grito de
triunfo. Había puesto la mira en la cabeza del primer persa que se había
encontrado delante, inmediatamente después del impacto. Un objetivo
alcanzado, en plena cavidad orbital. El enemigo había alargado los brazos
y había lanzado un grito de dolor al mismo tiempo que el suyo. Eucles
había extraído la lanza antes incluso de que aquel cayera al suelo,
llevándose detrás restos del bulbo ocular. Luego se había visto obligado a
empujar con la punta posterior el asalto de otro persa. Un movimiento
nada natural, hacia atrás con el brazo, levantando el codo hasta la altura
de la frente, que le había hecho tambalearse.
No había sido suficiente. Su nuevo adversario se había visto sorprendido
en la coraza y, después de un instante inmóvil, había retomado el ataque.
Pero él no había recuperado completamente el equilibrio. Por suerte, un
ataque con la espada había llegado para arrancar el cuello al persa. Eucles
se había dado la vuelta para ver a Filípides sonreír y reutilizar la espada
para parar el ataque de otro enemigo. El amigo había utilizado ya la lanza
y combatía con el kopis.
Y le acababa de salvar la vida.
No podía tolerarlo. Si tenía que deberle su vida a Filípides, no podría
nunca pretender superarlo en la apuesta. Apretó con fuerza la lanza y se
encaminó a abrirse camino en el lado opuesto, para poner entre él y su
amigo cuantos más guerreros posibles. Clavó más veces, sin un objetivo

~183~
Andrea Frediani Maratón

preciso, con la única finalidad de inducir a los adversarios a pelear o a dar


marcha atrás. Pero eran muchos y tenían una multitud de conmilitones
detrás. Además, en su mayoría estaban dotados de corazas. Los mandos
persas habían concentrado en el centro la infantería más pesada,
disponiendo a los arqueros sobre todo en los lados de la alineación, en el
centro, precisamente en el sector en el que los griegos eran más débiles.
Un frente casi imposible de romper. Se podía considerar una hazaña no
presentar ninguna herida por el ataque de ningún hombre hasta el final.
Tenía sólo que hacer frente al peligro, uno a uno —ya se tratara de uno
o más adversarios—, y esperar mientras tanto que en los otros sectores
ocurriera algo que favoreciera a los griegos, algo que llevara a los persas a
aflojar la presión. El enemigo no retrocedía ni siquiera un paso. Ningún
enemigo. Movían las lanzas y las espadas sin dejarse impresionar por sus
gestos furiosos. Les esperaban de pie, firmes. Le tocaba a él abrirse
camino.
Decidió liberarse de la lanza, esperando que causara efecto. Muy pronto
la multitud quedaría tan concentrada que sería inútil un arma tan larga. Si
acaso, posteriormente, se haría con otra. Si seguía vivo. Lanzó un grito,
cargó el brazo y se arrojó hacia el enemigo más cercano, imprimiendo al
asta un movimiento rotatorio gracias al lazo que envolvía la madera a la
altura de la empuñadura.
El hombre tuvo tiempo de oponerle el escudo. Eucles estaba a punto de
desanimarse cuando vio que la fuerza del tiro y la proximidad del
contrincante habían conseguido que la lanza traspasara el escudo. El
persa se desplomó de rodillas, sujetándose la ingle, y luego se agachó
hacia delante y se quedó así, sostenido por la punta posterior de la lanza,
transformándose en una curiosa y macabra escultura humana.
Sólo entonces Eucles desenvainó la espada. Y ya dos persas se habían
arrojado sobre él. Pero el asta que había atravesado al anterior enemigo, y
que estaba cruzada, obligó a uno de los dos a dar una vuelta más amplia.
El hoplita tuvo entonces el tiempo necesario para enfrentarse al primero,
que avanzaba como un alocado. Quizás era un amigo de aquel que había
matado y pretendía vengarse. Pero se movía de forma descoordinada,
empujado más por la ira, quizás incluso por la desesperación, que por la
prudencia.
Para Eucles fue fácil sorprenderlo en el costado descubierto, localizando
la axila. Justo a tiempo para darse la vuelta hacia el otro. Detuvo su golpe
con el escudo, un impacto potente, llevado por un brazo musculoso y
experto, que se repitió un instante después. Esta vez el brazo de Eucles
sujetó con dificultad el impacto y el escudo, que de rebote llegó a
golpearle el casco. Dio marcha atrás de un paso, por temor a no conseguir
sujetar un tercer ataque que, de hecho, se quedó vacío. Pero aquel coloso
seguía dando vueltas al brazo con un vigor que, en vez de disminuir,
parecía aumentar. No había forma de acercarse. Se arrepintió de haber
malgastado la lanza.

~184~
Andrea Frediani Maratón

Y era hábil el persa. Incluso cuando caminaba sin nadie alrededor,


evitaba desestabilizarse. Sabía siempre detenerse, manteniendo el control
de los ataques. Y era más alto y más robusto que él. El peor adversario
que le podía haber tocado. Y acababa de comenzar. Eucles movió la
cabeza. Estaba obligado a actuar a la defensiva y mientras tanto, quizás,
Filípides y Tersipo realizaban una matanza de enemigos. De todos modos,
aunque hubiera logrado matar a aquel energúmeno, ningún comandante
tendría en cuenta el valor de los adversarios eliminados.
Tuvo la tentación de lanzarle la espada a la cara, pero si hubiera fallado
se habría quedado a su merced y de cualquier otro que hubiera querido
acabar con la vida de los griegos sin mucho esfuerzo. Luego se dejó
acercar, estudiando el modo de golpear el brazo en movimiento. Pero el
guerrero era un gigante y ejecutaba los golpes desde arriba. Eucles estaba
obligado a sujetar el escudo casi por encima del casco y aquello
obstaculizaba sus movimientos incluso con el brazo derecho. Y en cada
instante alguien se chocaba con él, le empujaba, se tropezaba con su
propio escudo, obligándole a un equilibrio cada vez más precario.
No lograría salir de aquella situación sin un gesto desesperado, se dijo.
Pero luego vio a otro persa acercarse al adversario y también a él. El
coloso se revolvió de mala manera, empujándolo. Por lo que se veía, había
decidido que Eucles tenía que ser suyo. El otro hizo un gesto de protesta.
Era ese el momento. Eucles se soltó el brazalete con el que sujetaba el
escudo, agarró el arma por el borde con ambas manos y lo arrojó hacia el
enemigo, precisamente mientras el compañero se alejaba para
enfrentarse a otro hoplita.
El escudo salió volando. Alcanzó al persa justo en el cuello, y no lo tiró al
suelo únicamente porque la coraza lo protegía. Pero durante unos
instantes el coloso se tambaleó, dañado y sorprendido. Fue entonces
cuando Eucles avanzó dos pasos y le asestó un golpe en el brazo derecho.
Se lo arrancó de cuajo. Todo el antebrazo cayó al suelo mientras todavía
sujetaba la espada, mientras el muñón seguía salpicando sangre en todas
las direcciones. Eucles no perdió el tiempo en acabar con él. Ya no dañaría
a nadie más, aunque sobreviviera. Se recordó a sí mismo que sería
oportuno combatir siempre cerca de otros hoplitas, no tanto para usar su
colaboración y aumentar así las posibilidades de supervivencia, como
sobre todo para tener más testigos posibles que confirmaran su propia
valentía.
Pasó por encima de su reciente víctima, que todavía gritaba y se
contorsionaba sujetándose el brazo arrancado, y se acercó a otro hoplita
que se encontraba en una mala situación contra tres persas al mismo
tiempo. Si lo salvaba, su compañero hablaría bien de él.
—¡Tú concéntrate en el que tienes enfrente! —gritó al conmilitón en
dificultad. Luego arreó golpes para llamar la atención de los otros dos
persas. Agredió a uno con determinación, pero inmediatamente tuvo que

~185~
Andrea Frediani Maratón

vérselas también con el otro. Mejor. Si el hoplita le veía matar a dos a la


vez, testificaría a su favor. Y no parecían dos fenómenos como el coloso.
Valoró la situación. Uno tenía la espada, el otro la lanza. Y sin embargo
le parecía que juntos no valían lo que el adversario anterior. Quizás había
adquirido por fin confianza en sí mismo. Decidió acabar antes con el de la
lanza, que veía como una amenaza mayor. Casi se agachó detrás del
escudo, manteniendo el brazo derecho a lo largo del cuerpo, la punta de la
espada dirigida hacia el suelo, aún dando un paso hacia el contrincante.
Aquel contraatacó con la lanza, él desvió el golpe con el escudo y luego,
con un movimiento ascendente, dirigió la hoja en medio de las piernas del
persa.
Logró alcanzarle plenamente. El bajo vientre se inundó de sangre, y
éste se desplomó al suelo, llevándose las manos a la ingle. El otro dudó
unos instantes, lo que hizo que Eucles se complaciera. ¡Tenía que haber
notado cuán valiente era el hoplita que tenía enfrente! Se sintió invadido
por una confianza inmensa. Se sintió invencible. Ahora entendía lo qué
tenían que sentir Filípides y Tersipo cuando llevaban a cabo los desafíos
para los que creían estar hechos.
Lanzó un nuevo grito de triunfo, que se confundió con los otros gritos de
dolor, de esfuerzo, de victoria, con los lamentos de los heridos, con el
choque de las espadas, con los impactos de las armaduras contra el suelo
o entre ellas, con el choque de los escudos contra las astas de las lanzas,
con el ruido de decena de miles de pies que pisaban la llanura, con las
olas que rompían contra las naves que fondeaban, poco distantes del
campo de batalla.
Y después del grito, saltó. Con el escudo delante, protegiéndose, el
brazo levantado y la espada dirigida hacia arriba, la pierna izquierda
doblada hacia delante, la pierna derecha tendida hacia atrás. El salto le
llevó a caer sobre un persa que intentó dar marcha atrás unos pasos. Pero
detrás de él había mucha más gente. Chocó contra un conmilitón, a su vez
empeñado con un hoplita, que rebotó hacia delante y ofreció la garganta a
Eucles, que metió su espada enseguida, después de haber colocado los
pies en el suelo. Cuando la sacó, otro abundante chorro de sangre le
manchó la túnica.
Ahora le tocaba al tercero de los persas ocupados con su compañero.
Este último no había todavía conseguido liberarse. Bien. Si se ocupaba él,
el hoplita le quedaría inmensamente agradecido, tanto que magnificaría
sus hazañas en el momento oportuno. Avanzó hacia los dos y levantó el
brazo para atacar al persa pero, precisamente en ese momento, el hoplita
se quedó con la guardia al descubierto y al enemigo le fue fácil llegar con
la espada a su pecho. La punta le traspasó las carnes, la blanca túnica se
tiñó del color de la sangre y el griego se desplomó al suelo.
El persa no tuvo tiempo para extraer la espada. Eucles le atacó
inmediatamente, más por rabia que con conciencia de lo que estaba
haciendo. La espada le penetró a la altura de la axila, por el borde de la

~186~
Andrea Frediani Maratón

armadura. Eucles hizo palanca con el arma y al extraerla arrojó al enemigo


contra los otros asiáticos. Buscó a sus propios compañeros, pero frente a
él había sólo enemigos. Miró detrás. También detrás de él los persas
habían superado la primera línea de los caídos griegos y estaban
avanzando hacia delante.
Se encontró que era el más avanzado del regimiento. ¡Los otros tenían
que haberle visto abrirse camino entre los enemigos! O quizás estaban
demasiado ocupados en salvar su propio pellejo para mirar más allá del
adversario más cercano. En cualquier caso, no podía seguir estando allí.
Su unidad se estaba replegando, pero no por orden de los oficiales: los
suyos estaban cediendo terreno bajo el empujón superior de los persas. La
penetración no había salido como esperaban, y ahora se trataba sólo de
limitar los daños.
Comenzó también él a dar unos pasos hacia atrás. Sólo podía esperar
que aquella actuación no se transformara en una retirada.

Parecía exactamente que los persas estaban cediendo, allá delante.


Esquilo se dio cuenta de que estaba por delante varios pasos, desde el
momento en el que había comenzado a empujar a sus compañeros de las
filas anteriores. Los caballeros persas continuaban molestando por el
lateral griego, pero cuanto más penetraban los atenienses en la alineación
enemiga, más inútil resultaba la caballería.
Las cosas se estaban poniendo bien. Quedaba incluso la posibilidad,
pensó el poeta, de que la batalla se resolviera todavía antes de que él se
hubiera visto obligado a soltar sus propios nudos. La que se estaba
enfrentando contra la Ayántide era nada más y nada menos que la
infantería ligera, arqueros en su mayoría, carentes de coraza y
escasamente preparados para aguantar el choque de los hoplitas lanzados
a la carrera y en formación cohesionada. Otra historia distinta era contra
la infantería pesada: sin corazas, difícilmente los griegos habrían logrado
proceder más allá tras el impacto. Se preguntó qué era lo que estaba
ocurriendo en el centro, donde Filípides, Eucles y Tersipo estaban
obligados a enfrentarse a los infantes y a los lanceros acorazados.
—¡Los de las últimas filas, daos la vuelta! ¡En posición! ¡Detened a la
caballería enemiga! —ordenó el lochago, que se dejaba la garganta
moviendo los brazos para llamar la atención de los hoplitas de las filas
posteriores. Y Esquilo descubrió inmediatamente el motivo. La caballería
enemiga se había reunido y, no pudiendo ya romper las filas por el
costado, estaba operando una maniobra de conversión para atacar al
regimiento por detrás.
Exactamente en su sector.

~187~
Andrea Frediani Maratón

—¡Más cerca! ¡Estad cerca o romperán la alineación! ¡Cerrad cualquier


hueco, vamos! —dijo el oficial, recorriendo toda la fila y empujando a los
hoplitas unos contra otros.
Esquilo los vio llegar. Decenas a caballo, al galope, los caballeros con las
lanzas apuntadas hacia él. Todos hacia él. Sintió sobrecogerse por el
pánico. No imaginó qué dios podía darle la fuerza de resistir el choque de
una bestia más alta que él y de un caballero acorazado. Sintió el estómago
cerrarse en un puño, el bajo vientre arder, la garganta secarse y el
estómago y el intestino vaciarse. Tuvo la tentación de escapar, de dar
marcha atrás hasta confundirse con las filas anteriores. Pero también allí
se luchaba, y con más fuerza. Y su conducta habría manchado el honor de
Cinegiro que, sin lugar a dudas, se estaba diferenciando como el más
valiente de los guerreros en primera fila.
—¡Las lanzas! ¡Levantad las lanzas a la altura del cuello de las bestias!
—gritó el oficial.
Esquilo se dio cuenta de que estaba temblando. Obedeció al lochago,
pero no conseguía mantener el asta firme a media altura. El arma vibraba,
y el poeta se dio cuenta de que no era por el ruido producido por las patas
de los caballos, cada vez más cercanos. Se acercó a los conmilitones que
tenía a su lado, apretó el asta con los puños, cerró los ojos esperándose el
impacto de un momento a otro. Alargó las piernas para encontrar
estabilidad en el terreno, dobló las rodillas para reducir el campo de
choque, y metió la cabeza detrás del escudo.
Y sintió cómo se lanzaban hacia él aquellos gigantes de músculos y
metal.
Sus relinches le sonaron en los oídos, pudo casi sentir en su rostro los
resoplidos, el choque de las patas que le dieron la impresión de que
estaban saltando sobre el terreno. Abrió durante un instante los ojos y vio
el brillo del manto del caballo encima de él. La punta de su lanza rozó su
bocado. El animal se había detenido justo a pocos pasos delante de la
primera fila de hoplitas, y así lo habían hecho también los otros caballos.
Sus dueños no habían conseguido inducirles a arrojarse contra el muro de
escudos.
Las bestias, alocadas, daban coces, se levantaban sobre sus patas
posteriores, daban vueltas impidiendo a sus caballeros aprovechar su
posición por encima del resto y arrojar las lanzas por delante. Muchos
persas tenían dificultades para lograr permanecer en sus sillas.
Los hoplitas ya no tenían que temer a los seres humanos, por ahora. La
coz de un caballo alcanzó en todo el casco al compañero situado a la
derecha de Esquilo. El soldado cayó al suelo, tocado por el golpe. El poeta
se apresuró a superarlo y buscar la protección del hoplita inmediatamente
posterior, y mientras tanto movió tímidamente hacia delante la lanza,
intentando inducir al animal a alejarse.

~188~
Andrea Frediani Maratón

—¡Golpead las astas contra los escudos! ¡Hacer ruido! ¡Gritad! —gritaba
mientras tanto el oficial. Fueron muchos los que le obedecieron. De un
momento a otro, aumentó la intensidad de cualquier sonido audible en ese
sector del campo de batalla. Esquilo sintió una lluvia de rumores que le
entraba por el oído, y luego se dio cuenta de que estaba gritando también
él, con todas sus fuerzas. Pero mientras tanto las patas del caballo más
cercano eran la amenaza más próxima. El animal se encontraba asustado,
repartía coces por todas partes, y el dueño se encontraba completamente
dominado por éste.
Una pata chocó contra el escudo de Esquilo, desde arriba. El impacto
fue tan violento que su brazo salió del brazalete, pero de forma
traumática. Fue como si le hubieran arrancado el arma. Y mientras tanto
el caballo seguía dando coces. Otro caballero, más estable en la silla, vio
que el hoplita no tenía ya otra protección y cargó el brazo, apuntándole
con la lanza.
Coces por un lado, lanzas por otra. Y ningún escudo que lo protegiera.
Esquilo se sintió vencido. Si se movía para buscar refugio detrás de la
sombra del caballo, se vería arrollado. Si se alejaba de la bestia, sería un
blanco todavía más fácil para el caballero. Y detrás, donde se
amontonaban los conmilitones, no podía ir. Paralizado por el terror, se
quedó esperando la muerte.
El persa arrojó la lanza contra él.
El caballo alocado se movió repentinamente, llegando a rozar su figura.
La lanza zigzagueó ante Esquilo. El poeta pudo sentir como el silbido era
cada vez más fuerte. La punta lo buscaba, parecía casi mirarlo fijamente,
ir directo al centro de la frente, justo encima de la nariz.
El caballo dio más coces, alargó las piernas hasta casi rozarle la cresta
alta del casco.
La lanza llegó a un palmo de él. La pata también.
La lanza chocó contra la pata del animal, que se dobló y cayó al suelo, a
los pies de Esquilo.
Estaba vivo. Entendió que lo había logrado. Una intervención divina, se
diría. Quizás los dioses querían que escribiera dramas, en el fondo. Pero
tenía todavía el caballo furioso encima. Movió la lanza hacia delante y
apuntó contra el cuello. Lo estaban haciendo también sus compañeros. Se
la clavó en la piel dura como el cuero. El caballero intentó impedírselo,
alargando el brazo a su vez, pero su lanza ondeaba demasiado para captar
un blanco cualquiera. Esquilo apretó de nuevo, y esta vez la punta penetró
todavía más en profundidad en el cuello del animal.
Evitó por un segundo una nueva coz. La última, porque el caballo se
desplomó, rompiendo los huesos de las piernas del caballero, que se
encontró bajo el animal desde la cintura hacia abajo. Esquilo pudo

~189~
Andrea Frediani Maratón

finalmente recoger el escudo, pero vio que se había doblado. Serviría bien
poco.
Por suerte, en ese instante no parecía que lo necesitara. Sus camaradas
habían obtenido el mismo éxito. Frente a ellos se veían a varios caballos
sin caballeros. Los persas estaban en el suelo, muertos bajo las patas de
un animal o alcanzados por las lanzas de los hoplitas. La cantidad de
caballería persa en plena eficiencia se había notablemente reducido, sus
rangos se encontraban todavía descompaginados, y no parecían capaces
de reunirse y producir un nuevo asalto. De hecho, un oficial impartió una
orden y los otros se replegaron para galopar hacia las naves.
Lo habían logrado. La amenaza que venía por detrás había sido
derrotada. Esquilo se dio cuenta de que había combatido de una forma o
de otra. Quizás no de la forma que Cinegiro hubiera aprobado, pero su
parte había sido realizada, a fin de cuentas.
—¡Bien! ¡Hemos impartido una lección! —dijo el lochago, que había
aparecido de nuevo junto a él—. ¡Ahora ayudemos a nuestros compañeros
que están delante a enseñar también a la infantería persa cuánto valen los
atenienses!
El oficial los exhortó a darse de nuevo la vuelta. Esquilo se dio cuenta
de que las filas anteriores ya no estaban junto a él. Habían ganado
terreno. Los persas se estaban retirando, sin lugar a dudas. Y los hoplitas,
ya libres de las amenazas que provenían por los lados o por detrás,
estaban ganando terreno. Ya no eran sólo las primeras filas las que habían
penetrado en la alineación enemiga. Ahora también aquellas intermedias
habían llegado a estar en contacto con los persas. Y cada hoplita tenía al
menos un adversario contra el que combatir.
Dentro de poco le tocaría también a él.

~190~
Andrea Frediani Maratón

XVI

Es él, finalmente: Filípides. Eucles lo reconoce por su forma de caminar


ágil y armoniosa. Un perfecto ejemplo de economía de las energías:
movimientos reducidos a lo esencial, rítmicos, y cadenciosos. Después de
tantos, tantísimos estadios recorridos, no parece en absoluto cansado, no
se encuentra aturullado, no va arrastrándose, no está ni descompuesto ni
desordenado. Corre exactamente igual que como comenzó.
Siempre con el mismo ritmo.
Había ido lento cuando la carrera comenzó. No era una casualidad,
ambos habían conseguido mantenerle el paso casi durante la mitad del
trayecto. Pero ahora va rápido, a pesar de tener ya tantos estadios en las
piernas. Filípides lo sabe, y es por esto que ha viajado con ahorro durante
tanto tiempo.
El traidor tiene tal control de su propia carrera, se dice Eucles, que ha
sido absurdo temer que le ocurriera algo, que se tropezara o que se
hiciera un esguince. Está lúcido, no tiene la vista borrosa por el esfuerzo y
puede ver siempre dónde pone los pies. Se ve que tiene todavía energías
para malgastar, a pesar de todo.
Vencerá él, con las manos bajas y sin fatiga. No podrían batirlo ni
siquiera si él y Tersipo realizaran un relevo en el que cada uno hiciera la
mitad del trayecto. Quizás ni siquiera si fueran ocho los que se pasaran el
testigo, uno por cada dolicos. Ahora Eucles se siente ridículo por haber
pensado que podía ganar. Menos mal que es un traidor; si hubiera tenido
el mismo espíritu patriótico que él y Tersipo, ellos no habrían podido hacer
nada para impedir la victoria.
Pero ahora... ahora todo es otra historia. La traición evidente de Filípides
les autoriza a eliminarlo.
Siempre que consigan alcanzarlo.
Eucles se da la vuelta hacia Tersipo. El amigo está más atrás, mucho
más atrás. Eucles le indica al hemerodromo, y el otro le hace una señal
con la mano para indicarle que lo ha visto. Pero por lo que parece, Tersipo
ya no es capaz de mantener su paso. Parece que le va a tocar a él
alcanzarlo. Precisamente lo que quería evitar.
¿Qué decirle al amigo de un tiempo atrás si consigue acercársele?
¿Cómo puede inducirlo a que se detenga? Intenta imaginarse con la
espada ensangrentada, mientras lo amenaza. E intenta imaginarse la

~191~
Andrea Frediani Maratón

propia reacción, en el supuesto de que Filípides no se dé por enterado. No,


no se ve precisamente clavando el kopis en el cuerpo del amigo. Ni
siquiera sabiendo que lo hace por el bien de Atenas.
Pero precisamente porque el destino de Atenas está en sus manos tiene
que actuar. Y apresurarse: podrían aparecer otros guerreros de los
Alcmeónidas, y a estas alturas ya no es capaz de enfrentarse a nadie. Ni
siquiera a Filípides, en efecto. La única esperanza es que el amigo no
sospeche que ha sido descubierto y actúe haciendo como que no ha
ocurrido nada, contando sólo sobre su propia superioridad en la carrera.
Eucles acelera el paso, mientras tanto. La vista del objetivo parece
haberle dado nuevas fuerzas, nueva vitalidad, pero sabe que la luz puede
apagarse de un momento a otro. Se da cuenta de que no hay de verdad
nada más que pueda pedirle a su propio cuerpo, a su propia
determinación. Le gustaría ser ligero, casi invisible ante el temor de que
Filípides, oyéndolo llegar, acelere a su vez y sea inalcanzable. Pero está
jadeando demasiado, y casi siente la propia respiración resoplar en el
valle.
Se da la vuelta de nuevo, esperando que Tersipo se haya acercado. Pero
no, el amigo se atrasa cada vez más. Lo ve hacerle gestos de que vaya, de
una forma muy decisiva. Es obvio, ¿cómo podría perdonarle jamás si
Eucles, pudiendo, no alcanza al traidor? Lo matamos, le ha dicho hace
poco Tersipo. Pero no él. En todo caso Tersipo. El tiene demasiados
recuerdos que le unen a Filípides, y si le quitase personalmente la vida se
vería perseguido durante el resto de sus días por los remordimientos. No,
mejor darle un poco de ventaja al amigo, como recompensa por haber
asumido el desagradable honor de eliminarlo. Qué más daba, estaba
seguro de que lograría ganarlo al final. Entre él y Tersipo, en la carrera de
resistencia, hay la misma diferencia que entre él y Filípides: un abismo.
Ahora que lo ha visto caminar penosamente detrás de él, está convencido.
No lo teme ya. ¡Por fin demostrará que es un vencedor!
Esta certeza le pone las alas en los pies. Y no sólo ésta. Será un héroe
para la ciudadanía. No sólo se ha distinguido en la batalla, sino que con la
muerte de Filípides será él quien haya realizado en un tiempo más corto
que nadie el trayecto desde Maratón a Atenas. Impedirá a la ciudad
entregarse a los persas y al tirano, eliminando a un traidor. Quizás podrá
también lograr cargos importantes en política, incluso más que Tersipo,
poder que al sin lugar a dudas ha aspirado siempre. A partir de ahora el
propio Tersipo, pero también Milcíades, Temístocles y Arístides, Calíxeno y
Megacles, todos los personajes más vistosos y más ambiciosos de la
ciudad, tendrán que hacer cuentas con él, con su popularidad.
Siente el propio cuerpo resquebrajarse bajo la enorme presión del
último esfuerzo. Siente el dolor de la garganta aumentar y difundirse por
todas partes. Pero no le importa. Sabe que le será suficiente alcanzar a
Filípides, detenerlo. Del resto se ocupará Tersipo.
Tersipo sabe siempre lo que hay que hacer.

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Andrea Frediani Maratón

Va ganando terreno. Está a pocos pasos ya. Espera que, de un momento


a otro, Filípides se dé cuenta de él y se dé la vuelta. O por otro lado, que
intente forzar el ritmo para dejarlo atrás. Se acerca más. Ahora Filípides
tiene que haberse dado cuenta. No puede ser de otra forma. Eucles está
resoplando como un caballo, los pies los arrastra por el suelo levantando
polvo y arañando incluso con los talones.
Sin embargo, Filípides no se da la vuelta. Ahora Eucles tiene miedo.
Quizás Filípides se ha percatado. Sabe que ha sido descubierto y quizá
está desenvainando la espada para traspasarlo. No puede oponer
resistencia. No será capaz. Quizás por esto Tersipo le ha dejado ir el
primero. Quiere ver cómo reacciona Filípides. Tersipo sabe hacer muy bien
las cuentas. Es un político, y no le asombraría que estuviera dispuesto a
sacrificarlo. Hay mucho en juego. El destino de cada uno de ellos puede
cambiar radicalmente en función de lo que ocurra en los siguientes
instantes.
—¿No piensas que has hecho un esfuerzo excesivo para tus
posibilidades? —dice la voz de Filípides sin darse la vuelta. Ningún resoplo,
ningún suspiro entre una palabra y la otra. Como si estuviera parado.
—Cómo sabías... —tartamudea Eucles.
—¿Qué eras tú? Tersipo tiene un paso mucho más marcado... —dice. Es
imbatible. Despejado. Quizás es de verdad un semidiós. Pero entonces,
¿cómo se mata a un semidiós?
—Para —le dice Eucles, recurriendo a sus últimas fuerzas para ponerse
a su lado.
—¿Bromeas? Falta tan poco... y Atenas quedará a salvo.
—¿Salvada... de Hipias... o de la... de la democracia? —balbucea Eucles,
que está casi sobre él. Alarga las manos, se echa hacia delante, lo para, lo
tira al suelo, y se caen juntos. Una caída fea. Él es casi un peso muerto.
Filípides, que no se lo esperaba, cae con un salto hacia delante, sin tener
tiempo para detener la caída con las manos. El hemerodromo se golpea la
cara en el suelo, se queda atontado durante unos instantes, entorna los
ojos y le mira sin entender. Mientras tanto, Eucles se ha puesto de rodillas
y le mira fijamente, alargando la mano para quitarle la espada que lleva
en la cintura.
Pero Filípides se lleva la mano al arma y se aparta ligeramente.
—¿Qué haces? ¿Estás jugando sucio? ¿Quieres ganar poniéndome una
zancadilla? —dice. Las palabras no le salen de la boca todavía demasiado
claras.
Eucles desenvaina la espada.
—¿No has visto a los soldados persas?
—Claro que los he visto. Había muchos en los alrededores, guerreros
que iban sin rumbo. Pero los he evitado, y ellos no me han prestado
mucha atención.

~193~
Andrea Frediani Maratón

—¿Y los guardias atenienses?


—También los he visto. Pero les he despistado. Podían haber sido
enviados por los Alcmeónidas. ¿Por qué?
Parece seguro de sí mismo. Tan seguro que no saca ni siquiera la
espada. Y parece también sincero. Parece. Quiere sólo inducirlo a fiarse, a
bajar la guardia. Es hábil, muy hábil. Filípides pretende matarlo y espera
sólo que él reponga la espada en el cinturón. Pero Eucles sabe que es un
traidor. No puede ser de otra forma. No le habrían dejado pasar.
—Eres un traidor —consigue decir.
—¿Estás tonto?
—Sí, eres un traidor —repite, a Filípides y a sí mismo.
—Eres tú el traidor si no me dejas marchar. Estamos regalándole tiempo
a los persas...
—No te dejo ir. Eres un traidor —repite. Es una letanía lo suyo.
—¿Pero qué estás esperando? ¿Por qué no lo matas? —escucha. Ha
llegado también Tersipo. Se encuentra todavía a unos pasos cuando le
anima a actuar.
Y es entonces cuando Filípides se aparta y desenvaina el kopis. Eucles
no se atreve a acercarse mientras se encuentre a solas, dando de esa
forma tiempo al otro para que se levante.
Mientras tanto ha aparecido también Tersipo, y con la espada
desenvainada. Jadeando bastante, se mueve de forma que obliga a
Filípides a quedarse en medio, entre él y Eucles. Filípides mira primero a
uno y luego al otro.
—¿Habéis decidido acabar conmigo, eh? Pero descubriréis que no es tan
fácil. Estáis agotados... —dice Filípides.
Eucles no habla. Deja que sea Tersipo quien haga el primer movimiento.
Pero ni siquiera el amigo abre la boca, si no es para tomar aliento. De
todos modos, sigue con un paso adelante y realiza el primer ataque, que
Filípides aparta con total facilidad. Pero haciendo así, el hemerodromo se
ve obligado a acercarse a Eucles, que sin embargo todavía no está listo
para atacar. Cuando se mueve también él poco convencido, ya es tarde.
Filípides ha vuelto a su posición.
Tersipo mira a Eucles seriamente, y le hace un gesto con la barbilla.
Quizás, se dice Eucles, quiere tomar la iniciativa de una vez. Por eso
ataca. Pero inmediatamente se da cuenta de que tiene los reflejos
terriblemente lentos, más lentos que nunca. Filípides, en cambio, está
todavía despejado y reactivo, no como lo ha visto en la batalla pero lo
suficientemente entero para convertirse en un enemigo difícil de superar.
Sería imposible si estuviera él solo.
Pero está Tersipo. De todos modos, Eucles no pretende exponerse
demasiado. No tiene ninguna intención de dejarse matar sólo para distraer

~194~
Andrea Frediani Maratón

a Filípides y permitir al otro matar al traidor y salir volando hacia Atenas.


Está claro que no quiere realizar favor alguno a Tersipo. Se limita, por lo
tanto, a tener ocupado al adversario, estando encima de él pero sin jamás
realizar un ataque demasiado profundo para no exponerse a su
contraataque. Ni siquiera Filípides puede realizarlo, para no dar durante
demasiado tiempo la espalda al otro enemigo.
Nadie habla. Ya no. Nadie intenta dar explicaciones, nadie las ofrece. A
estas alturas nadie espera convencer a los demás. Cuenta sólo ganar.
Cada ataque de Eucles se detiene en la espada de Filípides, cada reacción
de Filípides queda anticipada por un paso hacia atrás de Eucles, mientras
que Tersipo parece sobre todo estar recuperándose. Los golpes y
movimientos de Eucles son previsibles y lentos, pero Filípides no puede
aprovechar las ocasiones mientras Tersipo se mantenga detrás de él.
Pero los ataques de Eucles son cada vez más débiles. Con mucha
dificultad aguanta la espada en la mano, la figura de Filípides le parece
desdoblada, se diferencia de la de Tersipo con dificultad.
Mientras tanto, el otro está recuperando sus fuerzas aún.
Todavía siguen los choques de espadas. Después de la incursión
nocturna, después de la batalla, después de los enfrentamientos con los
persas extraviados y con los hombres de los Alcmeónidas. Eucles no había
pensado nunca que tendría que mantener un nuevo ataque, y encima
contra su amigo de siempre. Encuentra cada vez más difícil esquivar los
ataques encubiertos de Filípides, e igualmente complicado mantener el
equilibrio. Teme caer al suelo de un momento al otro, por cansancio,
porque a estas alturas se encuentra carente de cualquier coordinación,
porque ha tropezado con algún obstáculo que su vista nublada no ha
notado.
Luego siente de repente una quemadura en el hombro izquierdo. Sangre
que le sale de una herida no demasiado profunda. Ha sido Filípides, y él ni
siquiera ha visto que el ataque llegaba. Reacciona moviendo la espada
alocadamente, más para mantener alejado al adversario que para
alcanzarle. El escozor que siente en el hombro se une a los numerosos
dolores que se reparten por todo el cuerpo y, sin embargo, sigue
gesticulando alocadamente, como si fuera otro quien le estuviera
moviendo. Y sigue un buen rato, incluso cuando siente que Tersipo le
llama.
—¡Para! ¡Para! ¡Todo ha terminado! —le grita su amigo.
Eucles no consigue pararse inmediatamente. El instinto de
supervivencia y una cierta, desesperada mecánica, le inducen a continuar.
Pero su mirada reacciona antes, y se queda mirando fijamente al frente,
donde ya no ve a nadie. Entonces va disminuyendo los movimientos hasta
casi detenerse y mira a su alrededor. Luego mira el suelo, intentando
localizar una escena que le cuesta trabajo creer.

~195~
Andrea Frediani Maratón

Tersipo está de rodillas, extrayendo la espada del costado de Filípides


que aparece tumbado en el terreno.
Un reguero de sangre cae de la boca del hemerodromo más famoso de
Grecia. Sus ojos están cerrados. Sólo un escalofrío sobre su cuerpo rígido.
Luego nada más.
Incluso Filípides se retrasaba. Eucles se acababa de dar cuenta de que
el regimiento no aguantaba más, y había tenido confirmación de ello
después de haber visto dar marcha atrás unos pasos también a su amigo.
Los dos eran los hoplitas que más se habían adentrado en la alineación
enemiga. Su acción había ido abriéndose poco a poco, y habían terminado
por combatir más bien uno distante del otro en vez de protegerse. Pero
luego habían tenido que dar marcha atrás para no quedarse aislados entre
las alineaciones enemigas que llegaban.
Después de un primer momento de desorientación, los persas habían
reaccionado de forma vigorosa. Había guerreros válidos entre ellos, y
pronto habían aprovechado su neta superioridad numérica en el centro
para reconstruir los rangos y ejercitar una presión constante sobre la fila
de Antioquea. Fucles dedujo que lo mismo tenía que haber ocurrido en el
sector contiguo a Leóntidas. La muchedumbre impedía ver qué es lo que
estaba ocurriendo en el regimiento de Tersipo, pero visto que la unidad de
Temístocles se había enfrentado al enemigo en las mismas condiciones,
era probable que estuvieran replegándose también ellos.
Si no se había quedado ya dividida por completo.
Prefirió perder un instante y agacharse para recoger la lanza de un
hoplita que había caído. Con la espada no conseguía evitar ya que los
persas le llegaran encima. Empuñó el arma de nuevo en cuanto tuvo el
tiempo para frenar el asalto del enemigo, contra el que se chocó de frente
con la parte afilada. Eucles se la encontró rota por la mitad. Le dio la
vuelta con los dedos y empleó la punta posterior. Lo que le quedaba en la
mano era siempre más largo que una espada, a fin de cuentas.
El persa le estaba siempre encima. Eucles era consciente de
encontrarse bajo la mirada de los conmilitones. Como punta avanzada del
regimiento, era el griego más sometido a presión junto con Filípides.
Arrojó una rápida mirada al amigo. Veía su cresta levantarse por encima
de los cascos de los persas, dar vueltas sobre sí misma, otras veces girar,
y de vez en cuando la cabeza de un enemigo desaparecía,
presumiblemente separada o abatida por un valeroso hoplita.
Habría sido difícil hacer algo mejor. Por sí mismo, Filípides estaba
manteniendo ocupado a un abultado número de enemigos, dando modo a
los compañeros de atrás de replegarse con relativa tranquilidad. Había
quien intentaba ir a ayudarle, pero la multitud era tal que ninguno
conseguía moverse más allá de unos pasos desde la posición que
ocupaba. A pesar de ello, Filípides parecía lograr defenderse muy bien
incluso él solo. Eucles se dijo que podría por lo menos intentar emularlo.

~196~
Andrea Frediani Maratón

De repente se dio cuenta de que tenía que vérselas no con un persa,


sino con dos. Se había replegado demasiado despacio. Detuvo sus ataques
con el escudo e intentó mantenerlos alejados con el resto del tronco que le
quedaba de la lanza, mirando a su alrededor para ver si conseguía
encontrar una entera. La vio, pero los dos se le habían echado encima y
tuvo que limitarse a pisotearla. Luego vio aparecer junto a él, de repente,
a otro hoplita que se acercaba para darle una mano.
Eucles miró de nuevo a Filípides. Su cresta se encontraba todavía
bailando entre los enemigos.
—¡Vuelve atrás! —gritó al compañero—. ¡Refuerza la línea de defensa
de la retirada! ¡Aquí me ocupo yo!
Aquel no dejó que se lo dijeran dos veces. Luego Eucles tomó a
contrapié a dos adversarios, avanzando un paso. No se lo esperaban. Uno
de los dos en particular se había distraído, siguiendo con la mirada el
inexplicable comportamiento del otro hoplita. Eucles notó que los dos
enemigos estaban separarlos a una distancia no muy superior a la de un
tronco de lanza. Entonces levantó la lanza apenas en el aire, la agarró
como si fuera un puñal, avanzó de nuevo con otro paso y se puso entre los
dos. Fue así como hirió en el ojo al guerrero de la izquierda. Extrajo
rápidamente la punta y con un movimiento de codo hacia el exterior,
alcanzó también el ojo del adversario de la derecha.
Dos gritos le atontaron casi al unísono. El primer persa herido había
caído al suelo al instante, muerto en el acto, y el otro tenía el bulbo ocular
colgando. El enemigo se había detenido asustado. Gritos de triunfo se
habían levantado de las filas de Antioquea.
Todos habían visto cuán bueno era.
De todos modos, estaban también admirando desde mucho antes el
valor de Filípides. Tendría que hacer mucho más para conseguir
equipararse a él. Pero su actuación había sido una hazaña importante,
sobre todo para la propia moral. Cada vez más adquiría la certeza de no
ser inferior a sus dos amigos, con quienes mantenía la apuesta en juego.
Le gustaba esta sensación. Sentía tener el poder en las propias manos, la
fuerza de dar vida y muerte, de determinar los ánimos de la tropa, de
dejar una señal tangible allá por donde pasaba. Estaba alejando de sí
mismo la sombra de la duda, el miedo a fracasar que le había
transformado en un eterno perdedor.
Finalmente recogió una lanza íntegra. Luego invitó con gestos del brazo
a los persas para que se asustaran. Algunos comenzaron a avanzar. Pero
mientras, la alineación griega había tenido forma de compactarse de
nuevo. Sus compañeros se encontraban inmediatamente detrás de él,
listos para apoyarle, si bien su línea era demasiado fina para resistir la
presión de las unidades persas, marcadas todavía por una notable
profundidad. Se podía sólo contener el empujón, en la mejor de las
hipótesis. Aún así, se dijo Eucles, los suyos habían visto que, gracias a él y
Filípides, el regimiento había podido evitar romperse.

~197~
Andrea Frediani Maratón

Hasta aquel momento, al menos.


Filípides había regresado dentro de los rangos, finalmente. Felicitado
por todos con docenas de palmadas en los hombres, esperaba en primera
fila el nuevo y previsible ataque de los persas. El oficial llamó también a
Eucles, quien no pudo hacer otra cosa que adecuarse, también porque
muy pronto se vería arrollado por un tornado. Entró en las filas esperando
a su vez ser recibido por las felicitaciones, pero justo en ese momento la
armada persa se arrojó sobre ellos. Los asiáticos gritaban y corrían como
habían hecho los atenienses sólo poco tiempo antes, en sus ojos la misma
oscura exaltación que habían imprimido los ojos de los hoplitas durante el
ataque. Estaban recién compactados, por suerte, y esto les impidió llegar
todos juntos sobre los griegos, atenuando su fuerza en el impacto. En caso
contrario, los atenienses habrían sido barridos en un instante.
Eucles se encontró frente a un persa mucho más rápido que sus
compañeros. Él y el conmilitón que estaba a su lado le hirieron incluso
antes de que los asiáticos llegaran a estar cerca, si bien a pocos pasos a la
izquierda los enemigos cayeron sobre la línea en grupo y los hoplitas no
consiguieron oponerse. Entre éstos estaba también Filípides. Se creó una
mezcla encendida y tan confusa que Eucles no conseguía ya diferenciar a
los oponentes. Mientras tanto él tenía distanciados a otros adversarios,
que habían llegado poco a poco cerca de su sector y se habían visto
obligados a abrirse camino con lanzas y espadas y no con empujones.
Eucles combatía, pero mientras tanto no perdía de vista a Filípides. Al
cabo de pocos instantes el escenario fue más claro. Todos los hoplitas
habían terminado en el suelo, arrollados por la oleada persa. Algunos
habían sido pisoteados y luego rematados con las lanzas, y otros
literalmente cortados en rodajas por los enemigos que habían tenido
tiempo de ensañarse con ellos. Filípides, en cambio, seguía vivo. De
rodillas, sujetaba el escudo encima de la cabeza para refugiarse de la
granizada de golpes que habían dejado caer los adversarios, y mientras
tanto atacaba con la espada, con golpes transversales, acabando con cada
pantorrilla que se le acerca demasiado.
Eran ya dos los persas que se habían dejado por completo el pie a un
paso del hoplita. Uno de los dos se había desplomado encima de los
cuerpos amontonados de los griegos, sujetándose la pierna por donde
salía una cantidad impresionante de sangre. El otro saltaba sobre la pierna
buena hacia atrás, pero sus compañeros que avanzaban chocaron varias
veces con él, haciendo que terminara pisoteado sin piedad en el suelo.
¡Maldición! Por mucho que se esforzaba, Filípides se encontraba
siempre por delante de él. A Eucles le vino la tentación de salir de nuevo
de su posición, pero ya la esperanza de supervivencia para cada uno de
ellos se encontraba unida a la cercanía con sus compañeros. Los persas
eran demasiados, y su presión insostenible. En su escudo seguía
recibiendo un golpe iras otro. La inclinación que el primer adversario había
provocado se había acentuado y los listones de madera se habían

~198~
Andrea Frediani Maratón

separado, creando una peligrosa hendidura que dejaba expuesto también


su costado izquierdo.
Por último llegó el golpe más afortunado de todos. Un persa logró
insinuar la cúspide de la lanza en la fractura, llegando a rozarle el pecho.
Pero Eucles fue muy rápido al mover el brazo de forma oblicua, moviendo
la punta y rompiendo la lanza. La cúspide y el último tramo de lanza
cayeron a sus pies y el enemigo gritó por el fuerte dolor en el brazo. Luego
atacó en profundidad con la lanza y le alcanzó en el cuello. Se liberó de su
escudo, que ya era inutilizable, y extrajo la espada que se pasó a la mano
derecha, transfiriendo hacia la izquierda la lanza.
Se encontraba cubierto de sangre, la de los adversarios que le habían
regado cada vez que había truncado arterias o articulaciones, y la propia
debido a las heridas que había recibido, por suerte, sin profundidad. Su
túnica estaba toda enrojecida y llena de sudor, rota y arrancada en varios
puntos. El metal de su casco se había oscurecido por la pátina de color
rojo que lo cubría. Miró hacia Filípides. Se había vuelto a poner de pie,
también él cubierto de sangre, y seguía logrando víctimas sin parar.
Pero también él se había visto obligado a retirarse.
Eucles ahora usó la lanza como escudo, para tener alejados a los
adversarios en el costado izquierdo, mientras con la espada les atacaba
por la derecha. Consiguió realizar dos ataques sobre la cabeza de un
adversario, abriéndosela en dos, y arrastrar otro brazo, que observó
colgante del hombro de su víctima. Pero el espectáculo le distrajo durante
un instante y un persa en el lado izquierdo, de un violento golpe con el
escudo, le tiró la lanza y se le echó encima. Se lo encontró delante cuando
ya era demasiado tarde para dar un paso atrás y evitar su ataque.
No le quedaba otra cosa que girar el tronco para parar el golpe con su
espada. Levantó el brazo, pero el golpe del enemigo nunca llegó. Luego
vio al persa desmoronarse, alcanzado por una lanza que le había
penetrado por el hombro. Eucles dirigió su mirada a un lado. Epizelo
extrajo la lanza y le miró.
—¡Juntos se logran más cosas, recuérdalo siempre! —le dijo su viejo
instructor.
Eucles no respondió. Se limitó a realizar un gesto de asentimiento y
luego volvió a enfrentarse contra un nuevo adversario. Pero, ¿quién le
había pedido ayuda? Lo habría logrado él solo si únicamente hubiera
tenido tiempo. Ahora, todos habían visto que Epizelo le había ayudado,
todos habrían comentado que todavía necesitaba a su tutor y tendría que
aumentar el esfuerzo para mantener el paso de Filípides.
Pero mientras tanto seguían empujando. Se dio cuenta de que estaba
pisoteando las flechas con las que, anteriormente, los persas habían
levantado la barrera contra el avance griego. Esto significaba que estaban
perdiendo contacto con los otros sectores de la alineación griega.
La cosa se estaba poniendo mal.

~199~
Andrea Frediani Maratón

Casi costaba trabajo mantener el paso de los primeros. Cinegiro y los


compañeros avanzaban tan rápidamente que los conmilitones de las
últimas filas no tenían necesidad de empujarles. Es más, tenían que estar
únicamente atentos para no perder el contacto si querían participar en la
matanza. Esquilo sentía que lo decían todos aquellos que le precedían. Los
persas habían cedido, y se estaban retirando sin oponer resistencia.
Muchos se retiraban combatiendo, pero otros ofrecían la espalda a los
hoplitas perseguidores y, sin coraza, acababan batidos por una espada o
alcanzados por una lanza arrojada desde lejos. Ciertos hoplitas se
divertían haciendo el tiro de la diana, otros tenían que esforzarse para
aguantar la resistencia.
Los oficiales no parecían conseguir ya tener unidos a sus propios
hombres. Cada uno seguía su impulso y avanzaba donde consideraba más
oportuno, algunos en busca de fáciles presas, otros todavía ansiosos por
enfrentarse a enemigos combativos. Las unidades se habían confundido
las unas con las otras, y ya nadie tenía a su lado a los compañeros con los
que había comenzado la batalla. Esquilo se encontró más atrás que todos.
Su naturaleza le llevaba a evitar hasta donde fuera posible los
enfrentamientos todavía activos, pero también las persecuciones de los
enemigos que habían dejado de combatir y pensaban sólo en salvarse.
Avanzaba sin convicción, y así perdía terreno respecto a los conmilitones.
Su único deseo era descubrir si Cinegiro estaba todavía vivo. No lo veía
desde hacía tiempo. Demasiada distancia les separaba, demasiados
hombres que se amontonaban entre él y el hermano.
Siguió caminando, pasando los enfrentamientos más encendidos e
ignorando a los fugitivos aislados. Vio al polemarco Calimaco a la cabeza
de un grupo de hoplitas mientras cargaban contra un puñado de persas
dispuestos a resistir. El comandante en jefe no se preocupaba de taparse
con el escudo y se arrojaba arrogante sobre los enemigos, incitando a los
otros a hacer lo mismo, sin temer las lanzas dispuestas contra ellos. Y
funcionaba. Los hoplitas le seguían ciegamente, quizás con un poco de
prudencia de más, pero mientras tanto eran capaces de arrastrar con sus
espadas las astas de las lanzas persas y de abrirse camino para una nueva
penetración.
Pero Cinegiro no se encontraba entre ellos. Esquilo pasó más allá. Se
detuvo para mirar los cadáveres de los hoplitas que se cruzaban en su
camino, pero su hermano, por suerte, no se encontraba en el terreno.
Conociéndolo, si estaba todavía vivo constituiría la punta de la alineación
desordenada de Ayántide.
Le tocaba ir más allá, precisamente entre las fauces de la alineación
persa, donde no podría quedarse mirando.
Un enemigo le pasó al lado. Se encontraba sin escudo y sin coraza. Sólo
una espada en la mano, que no parecía querer utilizar contra él. Pensaba

~200~
Andrea Frediani Maratón

sólo en escapar. Para Esquilo se habría tratado de dar algún paso hacia
delante, seguirlo y herirlo por la espalda, pues tenía todavía la lanza
consigo. Pero no tenía ningún interés en hacerlo. Siguió caminando,
mirando a su alrededor, pero después de pocos instantes vio la cabeza del
persa rodar por el suelo, pocos pasos delante de él. El tronco también se
desplomó algo más tarde. Detrás apareció la silueta del estratega,
Estesilao.
—Te he visto, hoplita. Le has dejado escapar —dijo el comandante del
regimiento, con un evidente tono de acritud.
—Yo... no mato a gente indefensa...
—La batalla no ha terminado aún y nos lo podríamos haber encontrado
de frente después, cuando los persas se aglutinen en defensa de sus
naves que están a punto de zarpar, o quizás en Atenas, si hubiera
conseguido subirse con los demás. Recuerda que tenemos también que
evitar que escapen y que lleguen a Atenas antes que nosotros. Cuantos
más matemos ahora, menos encontraremos luego.
Esquilo sintió vergüenza por sí mismo. Agachó la cabeza, mortificado, y
no dijo nada más.
—Intenta resarcirte, Esquilo. ¡Ve donde está tu hermano en primera fila
y demuéstrame que eres digno de él! —le dijo el estratega, que luego
corrió de nuevo.
Por un instante había esperado que no le hubiera reconocido. A fin de
cuentas, llevaba todavía el caso. Pero todos conocían a Cinegiro, y por ello
todos reconocían a su inútil hermano, incapaz de dar ni siquiera un poco
de apoyo a la armada griega. Retomó la carrera, pero siguió ignorando a
los persas que le pasaban al lado, o aquellos que le superaban, y dejó de
nuevo de dar una mano a los compañeros que seguían combatiendo. Lo
que más le importaba era encontrar a Cinegiro. La idea de que pudiera
estar muerto lo aterraba. A pesar de que su hermano mayor no le
ahorraba humillaciones y tomaduras de pelo, le quería y estaba seguro de
que él también sentía lo mismo.
Continuó hasta que llegó al campamento persa. No había un puesto de
defensa, ni un cordón de guerreros. Los enemigos seguían escapando más
allá de las tiendas, y los griegos les perseguían. Algunos hoplitas se
detenían para saquear, irrumpiendo en los pabellones más grandes, que
probablemente habían acogido a los generales y a los altos cargos, o para
rebuscar entre los carros de las provisiones que los asiáticos no habían
tenido tiempo de subir a las naves.
Pero la mayoría corrían, incitados por los oficiales a matar cuantos más
enemigos posibles. Seguían más allá de las tiendas, más allá de las
reservas de comida y de armas abandonadas en el terreno, hasta la gran
marisma.
Esquilo la vio abrirse delante de sí mismo de repente. Y se detuvo
precisamente en los márgenes del terreno fangoso. Como él, los otros

~201~
Andrea Frediani Maratón

hoplitas se detuvieron, limitándose a detener y destrozar a los persas más


cercanos, sin haber todavía alcanzado las zonas más inestables. Más allá,
ningún griego se atrevía a ir. Los persas se arrojaban en centenares,
habiendo intuido que allí en medio lograrían huir de sus perseguidores.
Lo que no sabían es que encontrarían algo mucho peor que una hoja
lista para degollarlos.
Esquilo los vio aparecer poco a poco. Uno tras otro. Atormentados y
poco acostumbrados a las nubes de mosquitos, como si los insectos
poseyeran su propia conciencia y se hubieran puesto de acuerdo para
atacar todos juntos a las presas, los soldados se movían de forma
convulsa, frenética, moviendo los brazos histéricamente, hasta
tambalearse y caer, para ser tragados por el terreno. Otros eran
lentamente absorbidos por el suelo movedizo, como si una mano
gigantesca les arrastrara con fuerza hasta los infiernos. Los observaba
mover los brazos pidiendo ayuda a los conmilitones, pero luego no podían
hacer otra cosa que arrastrar consigo, debajo del fango, a quienes habían
tenido el coraje de darles la mano. O los veía desplomarse de repente,
víctimas del terror que sentían al presenciar el final de sus compañeros
más cercanos. Y se les escuchaba gritar. Gritos lejanos, lúgubres,
desesperados, que sonaban en el valle como un canto de muerte.
No consiguió sostener durante mucho tiempo el espectáculo. Prefirió
retomar la búsqueda de su hermano. Dirigió los ojos a los compañeros que
estaban a su lado, y vio que muchos estaban ajusticiando ahora a los
prisioneros, después de haberles obligado a presenciar la muerte de sus
compañeros en las marismas. Buscó a Cinegiro pero no le vio. Quizás
había ido ya a la playa, objetivo último de Ayántide, a quien se le había
encargado la misión de detener el embarque de los persas en las naves
hasta que no hubieran llegado también los otros regimientos.
Se movió, recorriendo los márgenes de las marismas, abriéndose
camino entre los compañeros que los oficiales estaban reuniendo para
llevarlos en rangos más cerrados hacia el mar. Por fin lo vio. Estaba vivo,
por suerte. Vivo y recubierto de sangre. No suya, a juzgar por la
vehemencia con la que discutía con un oficial y por la energía con la que
gesticulaba. Conociéndolo, estaba sin lugar a dudas intentando convencer
al lochago para que le dejara ir el primero o que le permitiera retomar su
camino sin perder más tiempo reconstruyendo las filas.
Y bien, se iría con él. En ningún lugar del mundo se sentía más seguro
como cerca de su hermano.
Calimaco de Afidnas se encontraba a pocos pasos de Esquilo. También
él estaba cubierto con la sangre de otros, y quizás también con la propia.
Lo estaban los dos, menos él, Esquilo. En ese momento un hoplita llegó
corriendo, habló con el polemarco y se alejó inmediatamente.
—¡Atención! ¡Los que están en este lado vienen conmigo! ¡Antioquea y
Leóntidas están combatiendo en el centro! ¡Tenemos que ir a darles una
mano enseguida! —gritó Calimaco.

~202~
Andrea Frediani Maratón

E inmediatamente todos los hoplitas, menos el polemarco y Esquilo, se


dirigieron hacia la dirección de la que provenía el poeta.
Esquilo casi se vio arrastrado por ellos.

~203~
Andrea Frediani Maratón

XVII

Eucles mira fijamente, incrédulo, el cadáver de Filípides. Su amigo de


un tiempo atrás, el corredor más grande de Grecia y uno de los guerreros
que más se distinguió en el enfrentamiento contra los persas. Incluso
quizás el descendiente de Teseo.
Pero también un traidor de la patria y el hombre que estaba a punto de
quitarle a Ismene, junto a la gloria y el reconocimiento de los atenienses.
No, no puede permitirse sentirse culpable.
Tersipo está con él, junto al cuerpo, sentado, todavía cansado. No
parece encontrarse en situación de retomar la carrera, al menos por
ahora. Ni siquiera Eucles se siente listo. Se deja caer al suelo también él.
Qué más da, la situación ya está bajo control. Tersipo no es un adversario
al que pueda temer.
—Podía haberme matado —dice Eucles con tono de reproche.
—Pero no lo hizo —contesta Tersipo. No lo mira a la cara mientras
responde.
—Habría podido. Estaba mucho más fresco y activo que yo. I las dejado
que combatiera yo sólo contra él...
—Era la única esperanza que teníamos para acabar con él. Tú mismo
has visto lo que fue capaz de hacer en la batalla... Tenía que permitir que
uno de los dos se recuperase mientras el otro lo mantenía ocupado. Nos
habría matado a ambos si yo también le hubiera asaltado enseguida.
—Puede ser. Pero mientras tanto, ¿has pensado que te habría podido
ayudar a deshacerte de mí? Sabes bien que ahora que quedamos nosotros
dos, no tienes posibilidades de vencer.
—¿Ah, eso crees? ¿Y cómo me habría desenvuelto una vez que me
hubiera quedado solo con él que estaba más fresco? Y no está aún claro
en absoluto que tú venzas. Podrías estar mucho más cansado que yo,
visto que has tenido que luchar un buen rato también contra él. Si
pudieras retomar la carrera, ¿lo harías y me dejarías aquí?
Eucles se ve obligado a admitir que efectivamente es así. Y además, si
llegaban a estar uno cerca del otro, Tersipo podría hacer valer sus dotes
de saltador y velocista, y quizás con mayor determinación. No hay nada
que se pueda dar por seguro. Y Tersipo, a fin de cuentas, le ha hecho un
favor. Es verdad que él ha tenido que exponerse, arriesgar, pero todo ello

~204~
Andrea Frediani Maratón

forma parte del juego. La apuesta es alta y no la conseguirá sin asumir


riesgos cada vez más complejos.
—¿Y ahora qué? —le pregunta el amigo.
—Ahora... que venza el mejor. Faltan pocos estadios para Atenas. Menos
de un dolicos, creo. Nos la jugamos nosotros. Se entiende que Filípides ha
sido víctima de un ataque de un grupo de persas extraviados... Si
revelásemos que ha sido un traidor, se abriría una investigación y nuestra
empresa se vería de todos modos manchada. Los Alcmeónidas no
admitirán jamás que lo han comprado y nos cubrirían de falsedades a los
dos.
—Ya. Él mismo lo ha dicho, antes de que tú lo mataras, que había visto
muchos más persas de los que hemos visto nosotros...
—Pues eso. Es más, tenemos que estar pendientes de que no haya otros
asaltos. Pueden haberse acercado incluso a los alrededores de la muralla.
Tengamos a mano las espadas cuando retomemos la carrera.
Correr. Ya le parece una palabra enorme. Pero algo tendrá que hacer
para separarse de él. Es demasiado arriesgado llegar a Atenas con un
celebrado velocista. Si tiene que ser el dolicos más importante de su vida,
es justo realizarlo sin dejar que nada dependa de la casualidad.
—¿Qué hacemos entonces? —dice—. ¿Nos marchamos juntos... ahora?
Juntos, como si fuera una carrera oficial...
—¿Te apetece? Qué suerte... Yo esperaría algo más, pero si tú te
marchas, ten por seguro que no te suelto...
Eucles se calla. Sí, le gustaría comenzar, pero todavía no está seguro de
que pueda separarse desde el principio. Difícilmente podrá hacer más que
marchar con un ritmo algo más fuerte, levantando con dificultad los pies
del suelo. Es necesario adoptar la táctica apropiada y no despreciar al
adversario, ni sobrevalorar los propios recursos. Es demasiado importante
ganar esta vez. Sería una victoria tal que anularía de una sola pasada las
derrotas anteriores. Ahora que Filípides se ha revelado como traidor, no
tiene ninguna razón para sentirse inferior a nadie. Él no traicionaría a la
patria, jamás, y esto le hace ser automáticamente mejor que Filípides, al
que, sin embargo, había considerado siempre el más noble vencedor entre
los hombres.
Vencer este dolicos significa ganarlo todo. Todo lo que, durante toda la
existencia, se le ha negado, o que por lo menos ha pensado que así era.
Los propios límites, Tersipo, la gloria, quizás el poder de Ismene.
Observa al único adversario que le queda. Un adversario a su alcance.
Pero no tiene que cometer errores. Demasiadas veces se ha enfrentado a
desafíos con suficiencia y por eso se ha visto derrotado. Tersipo está
completamente agotado. Quizás su amigo no se pondrá a correr hasta que
no lo haga él. O quizás intentará sorprenderlo, saltando de repente e
intentando buscar una ventaja ya en la salida. Lo analiza, controla los

~205~
Andrea Frediani Maratón

movimientos, la tensión de su rostro y la de sus músculos. No le parece


que vaya a comenzar. Evidentemente, espera que sea él quien lo haga, y
mientras tanto se toma todo el tiempo necesario para recuperar las
fuerzas.
Eucles reflexiona. ¿Le conviene seguir esperando? ¿El tiempo corre a
favor suyo o de Tersipo? ¿Si da modo a su adversario de recuperar las
fuerzas, no corre el riesgo también de que reúna la suficiente para
afrontar el stadion final, el último salto? ¿Y de esta forma, no anula la
diferencia de resistencia que siempre ha habido entre los dos?
Por otro lado, él ha gastado más energías consumiendo las residuales
con Filípides. Marchándose enseguida iría demasiado lento, y Tersipo
quizás no tendría dificultad para seguir atacándole y luego, al final,
castigarle. Ya se ve cómo va bajando el ritmo y se va deteniendo pocos
estadios antes, con las manos en la rodilla y abriendo la boca para intentar
tomar más aire. El descanso, a fin de cuentas, también le beneficia a él.
De todos modos, analizando de nuevo a Tersipo, nota que los suspiros
de su amigo son cada vez menos pronunciados. Se está recuperando
rápido. Demasiado rápido. Muy pronto estará listo para aprovechar toda
su capacidad. Es necesario tener bien presente en la mente que no se ha
derrumbado nunca hasta ahora, a pesar de ser un especialista en stadion,
a pesar de que no ha corrido antes un dolicos, a pesar de la batalla.
Tersipo tiene determinación, es robusto, y no soltaría su presa ni siquiera
ahora, eso lo puede jurar. No le será jamás suficiente llegar un poco por
detrás de él. Lo que le interesaba de verdad es la visibilidad y el poder que
puede derivar de la misma. Es demasiado ambicioso para contentarse con
un segundo lugar.
Eucles se pone de pie. Es la mejor solución. Manda un gesto de
asentimiento a Tersipo, que se levanta a su vez sin decir una sola palabra.
Siente un gran peso encima, como si tuviera que salir de un
derrumbamiento que le ha sepultado casi por completo. Dolores y
magulladuras por todo el cuerpo, quemaduras y arañazos por todas
partes. Pero también a Tersipo le cuesta ponerse en movimiento.
Se trata para ambos de una lucha entre los límites humanos.
Se ponen uno al lado del otro, precisamente como en una competición
oficial, en un estadio delante de un público, como si estuviera frente a
ellos en una línea imaginaria que no puede cruzarse hasta que alguien no
dé la señal de salida.
Ya. Falta sólo alguien que señale el comienzo.
—Da tú la salida —dice Eucles.
Tersipo asiente. Espera todavía un instante, respira a fondo, suelta los
músculos y flexiona las rodillas, mueve los brazos.
—¡Ahora! —grita al final.

~206~
Andrea Frediani Maratón

El amigo podría haber aprovechado la oportunidad de establecer el


momento de la salida para saltar hacia delante. En cambio, se sitúa tras
él. Evidentemente, se dice Eucles, pretende medir sus propias fuerzas y
controlar al adversario para luego superarlo. Eucles da inmediatamente
unos pasos de ventaja. Lo siente jadear detrás y desea poder
inmediatamente distanciarse todavía más. El problema está en que no
consigue correr de verdad. Más bien se arrastra, y en esas condiciones es
difícil separarse de cualquiera. De hecho, continúa notando el aliento de
Tersipo en el cuello.
Los dolores le atormentan. Es con ellos con los que tiene que combatir,
como si no fuera suficiente el cansancio y Tersipo. Se han multiplicado, de
la cabeza a los pies no hay una parte que no le duela, y cada moratón,
cada herida, cada músculo endurecido contribuyen a detenerlo y a hacerle
sufrir.
Luego, de repente, siente un dolor más fuerte que los demás. Sufre ya
tanto que sólo después de unos instantes entiende que se trata de algo
nuevo. Y es más intenso.
Se derrumba precisamente mientras ve a Tersipo extraer la espada de
su costado.
Se siente sofocado. Alarga la mano hacia el otro que se ha detenido y le
mira, sin expresión.
Se mira el costado herido. La sangre que le sale a borbotones. Luego
mira a Tersipo.
—Pero... ¿por qué?
En el rostro de Tersipo aparece una sonrisa amarga.
—¿Por qué? Porque no puedo permitirme perder. Hay demasiado en
juego. Quizás tú habrías hecho lo mismo dentro de unos estadios.
—No. Yo... yo no... lo habría hecho nunca —responde con un susurro.
—¿Estás seguro de ello? Mira lo que has hecho ya...
—Co... ¿cómo?
—Filípides.
—Filípides era un traidor...
—No que yo sepa.
—Pero si me has convencido precisamente tú...
—Te lo he hecho creer. Y no me ha costado mucho, la verdad. Se te
hacía cómodo creerlo para tener el pretexto de librarte de un adversario
que sabías que no podrías batir, y has captado al vuelo la ocasión que te
he ofrecido.
Eucles calla durante unos instantes. Luego, con la fuerza residual, dice:
—¿Cómo piensas justificar nuestra muerte?

~207~
Andrea Frediani Maratón

Tersipo se da la vuelta.
—¿Los persas, no? ¿No te acuerdas? Han acabado con vosotros dos. Y
han acabado también con los centinelas de los Alcmeónidas.
—Eres... ¿eres tú el traidor?
—No lo necesitaría. Ahora tendré la ciudad a mis pies, y seré
inmediatamente nombrado arconte. Pero arconte no significa tirano, y no
representa el poder absoluto. Lo he pensado durante nuestra apuesta. A
fin de cuentas, ponerme de acuerdo con Hipias me conviene. Me caso con
su sobrina y me convierto en su heredero como tirano, sin vínculos con la
democracia, sin tener que compartir el poder o dejarlo a algún otro
después de un año.
Luego Tersipo avanza un paso y levanta de nuevo la espada, listo para
acabar con él. Mira la herida, de la que sigue borboteando sangre. Mueve
la cabeza.
—Es inútil que te remate. Te queda poco. Y además, conociéndote, te
quedarás ahí comiéndote las tripas por tus sentimientos de culpabilidad. Y
esto me gusta. Hasta luego, Eucles —dice antes de darse la vuelta y
encaminarse hacia Atenas con toda la calma de un hombre que sabe que
no tiene rivales.

La cesión era siempre más palpable. Ahora la iniciativa había pasado a


los persas, y ante la retirada de Antioquea era más bien imposible detener
el ímpetu. Los asaltos del enemigo se producían a golpe de tambor, y cada
defensa se revelaba más precaria. Los persas, en fuerte superioridad
numérica, podían arrojar dentro siempre nuevos efectivos, que en el
momento del impacto inicial se habían quedado a la espera en las filas
posteriores, mientras los griegos estaban obligados a quedarse
constantemente en primera línea. Y además, la progresiva recuperación
del terreno daba más confianza a los asiáticos e inducía a combatir con
tenacidad también a los más jóvenes y a los reclutas.
Eucles se había dado cuenta desde hacía un buen rato de que no había
persas débiles o fáciles de derribar. Cada adversario se revelaba un hueso
duro, incluso cuando los movimientos denunciaban una escasa
experiencia. La moral lo es todo en las batallas, y la de los griegos estaba
desplomándose. Él, Filípides, el propio estratega Arístides, Epizelo,
combatían ininterrumpidamente desde el comienzo del enfrentamiento, y
no podían pedir a nadie el cambio porque no había un hoplita que no se
quedara sometido a presión. Por otro lado, se decía Eucles, mientras que
Filípides no se hubiera trasladado hasta la primera línea tenía la obligación
de quedarse también él, aunque hubiera tenido la posibilidad de evitarlo.
Le parecía retumbar en sus propios oídos el fragor del metal desde
hacía días, por cuanto le era familiar el sonido de las espadas que se

~208~
Andrea Frediani Maratón

chocaban. No había tenido ni siquiera un momento para retomar aliento


desde que se había encontrado luchando contra la alineación persa.
Tampoco el estratega pretendía ordenar explícitamente la retirada. La
única concesión que les permitía a los hombres era recuperar las fuerzas
durante algún tiempo, antes de encontrarse de nuevo encima al enemigo.
Arístides, de hecho, era consciente de que no debía perder
definitivamente el contacto con los otros sectores de la armada si quería
evitar verse rodeado. Además, sabía que en cuanto se hubiera recreado
una cierta distancia entre las dos alineaciones, los persas comenzarían a
lanzar flechas. Había muchos hombres que carecían de escudos. El hoplita
seguía defendiéndose de los ataques enemigos agitando la lanza con la
izquierda y clavando la espada con la mano derecha. Y siempre, con más
frecuencia, sus ataques se quedaban vacíos. Y cada vez con más
frecuencia las lanzas enemigas llegaban para clavársele en el brazo
izquierdo, que se le había cubierto de cortes y aperturas. Sus reflejos eran
cada vez más lentos, sus asaltos tardíos, y sus tiempos de reacción a los
ataques de los adversarios más largos.
Y sus probabilidades de morir, más altas.
Había un persa que era particularmente emprendedor y no le quitaba
los ojos de encima. Quizás porque en su propio sector Eucles era el único
sin escudo, aquel asiático tenía que haberse convencido de que él era la
presa más fácil e insistía en quererle herir con su propia lanza. Y era más
bien hábil, mostrándose capaz de sustraerse en cada enfrentamiento con
los hoplitas. Eucles no podía permitirse estarle demasiado encima, por
temor a exponerse demasiado. El adversario lo entendió, y con el escudo
por delante fue bajando, apuntando con mayor decisión a su brazo
izquierdo. Con el escudo paraba cualquier ataque que Eucles realizaba con
la espada, mientras que con la lanza intentaba alcanzar el brazo del
griego.
Eucles no consiguió evitar la punta. El metal se le clavó en las carnes
del antebrazo, obligándole a soltar la presa. El dolor, el enésimo que
sentía en aquella batalla que parecía no tener fin, no lo apartó de la
necesidad de tener que defenderse únicamente con la espada, con la que
paró de nuevo otro movimiento del adversario. Pero ya el persa sentía que
lo tenía casi en el puño e intensificó sus asaltos. El hoplita no podía hacer
otra cosa que ir andando hacia atrás, terminando por pegarse a los
compañeros.
—¡Al suelo! ¡Tiraos al suelo! —ordenó la voz de Epizelo.
No tenía mucha elección. Si se hubiera quedado de pie algún otro
instante, habría sido el blanco de cualquier enemigo. Se arrojó sobre el
terreno, pero no renunció a su objetivo.
—¡Este es mío! ¡Mantenerlo únicamente ocupado! ¡Ese es mío! —
respondió a su instructor de un tiempo atrás. No podía tolerar que lo
salvara una segunda vez.

~209~
Andrea Frediani Maratón

Epizelo pareció no escucharle. Se entremetió entre él y el persa quien,


sin embargo, frente a un hoplita dotado todavía con un escudo y una
lanza, se quedó a la expectativa. Se enfrentó primero con el adversario
empleando las lanzas, que en la mayoría de las ocasiones finalizaban en el
aire, o contra los escudos. Pero mientras, Eucles recuperaba las fuerzas.
También Epizelo estaba obligado a retrasarse para no terminar en medio
de los rangos enemigos que seguían avanzando. Y también Eucles tuvo
que levantarse para no verse pisoteado por los persas que iban por
delante.
Pero antes de que volviera a dar una mano a su maestro, éste sacó el
codo derecho hacia fuera, empujó el ataque del adversario con la punta
posterior de la lanza y al mismo tiempo se sacó el escudo y se lo ofreció a
Eucles.
—¿Has dicho que es tuyo? ¡Veamos cómo te defiendes! —le gritó
mientras se lo entregaba.
Eucles se quedó bloqueado pero instintivamente agarró el escudo,
aunque, mientras el arma pasaba de una mano a la otra, el persa soltó un
golpe contra el asta de la lanza de Epizelo, dispuesta todavía de forma
transversal. El viejo soldado fue rápido a la hora de desviar la incursión,
pero el asta se rompió en el punto en el que se había chocado con la otra.
No consiguió controlar el ataque y la cúspide del propio tronco de la lanza
acabó contra el casco, a la altura de los ojos.
Epizelo se llevó las manos al rostro lanzando gritos demoledores.
Eucles, que se acababa de poner el escudo en el brazo izquierdo pasando
por encima de las heridas que se había hecho hasta aquel momento, se
quedó un instante paralizado. El golpe no le había parecido tan fuerte, y
de todos modos el casco tenía que haber protegido completamente a su
amigo. Pero le quedaba todavía una misión por realizar y se arrojó contra
el persa, cuya lanza ya era inutilizable. Se trató de un choque de espada
contra espada, pero ahora Eucles había recuperado finalmente la
confianza y fue él quien asumió la iniciativa. El otro combatía a la
defensiva y no era ya tan agresivo. La espada del hoplita terminó por
entrarle por la boca, para luego salir enrojecida y con algunos dientes
pegados sobre la hoja.
Sólo entonces Eucles se dio la vuelta para ver lo que le había ocurrido a
Epizelo.
Su instructor se tambaleaba. Los hoplitas a su alrededor le observaban
pero no se detenían, ocupados como estaban en esquivar los golpes de
sus enemigos. Eucles lo alcanzó, lo agarró por el brazo y lo condujo unos
pasos más atrás, fuera del alcance de los persas que estaban más
avanzados. Intentó quitarle el casco, pero Epizelo lo detuvo. Fue entonces
cuando miró con más detenimiento y entendió la situación. La cúspide
había penetrado en el intersticio del ojo derecho, excavando un surco en
la arcada ocular. Luego había alcanzado también a la nariz, que se había
deformado y había terminado también en el otro ojo.

~210~
Andrea Frediani Maratón

Epizelo se había quedado ciego.


Eucles se sintió culpable. Había sido por su culpa que Epizelo había
tenido que defenderse con la lanza en vez de con el escudo. Y, por lo que
se veía, los dioses habían decidido que le ocurriese algo que tenía sólo
una posibilidad entre cien millones de que le pasara.
¿El destino de un perdedor? ¿Era así como los dioses decidían herir a
quienes no tenían ambiciones, así como terminaban por castigar a quienes
tenían demasiadas? ¿Recibiría también él los coletazos de una suerte
adversa, lamentándose continuamente y limitándose a sí mismo como
había hecho hasta entonces?
—Lo siento, amigo mío —le dijo a Epizelo. Pero si lo pensaba mejor, no
le disgustaba que su instructor le hubiera dado el escudo. A fin de cuentas
lo que había ocurrido parecía más bien un castigo de los dioses, dirigido
precisamente a él, para que se acordara de utilizar todos los recursos que
estaban a su alcance si pretendía destacar.
Y pretendía hacerlo, esta vez.
—Siéntelo sólo si perdemos, Eucles. Lo que cuenta es la victoria de
Atenas, nada más —respondió Epizelo.
En absoluto. Había muchas otras cosas en juego. La victoria de Atenas
era sólo uno de los objetivos, pensó Eucles mientras conducía al viejo
soldado hacia la retaguardia. Pero cuando intentó regresar hasta la
primera línea encontró el camino obstruido por hoplitas que no reconocía.
Luego vio a Temístocles que iba a la cabeza del grupo. ¿Había terminado
entre los soldados de Leóntidas? Había una gran confusión en realidad.
Ninguna alineación, ni rangos compactos, sólo un montón indefinido de
hoplitas que se amontonaban intentando marginar el avance persa
inútilmente.
De todos modos, él tenía que volver a la primera línea. Filípides seguía
acumulando ventajas, mientras él perdía el tiempo ejerciendo de cuidador
de Epizelo. En cambio, vio que también Filípides había terminado en las
filas posteriores, admitiendo que se pudiera todavía hablar de filas en
aquel conglomerado. Le alcanzó inmediatamente.
—¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Dónde hemos terminado? —le
preguntó.
—Arístides y Temístocles han hablado y han decidido alternar los
regimientos de la primera línea —respondió el amigo—. No tenía sentido
seguir teniendo un frente extendido pero sutil. Estaban únicamente
perdiendo terreno, y corríamos el riesgo de ceder de forma aplastante de
un momento a otro. Ahora nosotros hemos retrocedido detrás de ellos y
dejamos que sea Leóntidas quien logre frenar al enemigo. Luego, cuando
estén cansados, ¡entraremos de nuevo nosotros!

~211~
Andrea Frediani Maratón

Alternancia. Exactamente igual a como lo estaban haciendo los persas.


Pero esto significaba reducir las posibilidades de dejarse ver y colmar la
diferencia que mantenía con Filípides.
—¡Vamos, que por lo que parece, ahora Tersipo se encarga de
defendernos! —añadió Filípides.
—¿Sigue vivo? —preguntó Eucles.
Filípides no respondió. Le indicó un punto más allá de las crestas de los
compañeros. Y Eucles lo vio aparecer y desaparecer entre la multitud. El
físico robusto y compacto del amigo era inconfundible. Se encontraba en
primera fila y parecía desenvolverse muy bien.
—Dentro de poco nos tocará de nuevo a nosotros, espero. También ellos
han estado siempre en primera línea, hasta entonces... —dijo Eucles.
—Ya. Temístocles y Arístides han perdido el tiempo discutiendo sobre
quien debería hacer el primer turno, de hecho. Creo que se lo han echado
a suertes, al final.
Los hombres de Leóntidas parecían no aguantar. No habían tenido
pausas, por otro lado. Antioquea no podía permitirse tirar demasiado de
sus hombres. Arístides ordenó empujar hacia delante para reducir
gradualmente la retirada de los hombres de Temístocles. Tanto Eucles
como Filípides, entre los más avanzados del propio regimiento,
comenzaron a amontonarse contra la hilera de hombres que ni siquiera
conocían y con los que no habían combatido nunca. Pero era como
intentar detener una manada de bueyes. La presión persa era tan fuerte
que impedía a los hoplitas anclarse en un terreno que parecía siempre que
desaparecía bajo los pies.
—¡Por los lados! ¡Cuidado con los lados! —gritó Arístides llamando su
atención. Luego realizó algunos ataques y los arrastró a todos con él.
Eucles vio lo que pretendía hacer. Las dos tribus, poniéndose una al lado
de la otra, habían reducido la extensión de la alineación casi a la mitad. Y
si aquello había disminuido el empujón persa hacia delante, había sin
embargo consentido al enemigo ampliar su propia línea y comenzar a
rodear a los griegos.
Ahora los atenienses no tenían únicamente a los persas delante, sino
también por los lados. Peor no podía ir. O mejor, sí que podía: muy pronto
llegarían también por detrás, probablemente.
Filípides hizo una señal a Eucles. Los dos se movieron hacia el exterior,
en el lado opuesto al que se había ido Arístides. Los de Leóntidas tenían
que vérselas ya por ellos mismo. A Antioquea le tocaba presionar por
ambos lados. Los dos hoplitas llegaron al cabo de pocos instantes al
margen de la pequeña alineación de la unidad. Y vieron que los persas al
asalto por el costado eran muchos. Demasiados.
Filípides gritó y se arrojó contra los enemigos. Eucles se apresuró a
imitarlo, así como unas pocas decenas de hoplitas. Pero era inútil. Nadie

~212~
Andrea Frediani Maratón

habría podido lograrlo en aquella situación desesperada. Y muy pronto los


persas, que aumentaban de número en poco tiempo, cerrarían cualquier
salida de escape. Admitiendo que hubiera quien quisiera escapar.
Eucles comenzó a mover la espada contra los persas más cercanos,
cuando escuchó un grito.
—¡Ayántide y los platenses están llegando! ¡Y están atacando a los
persas por detrás! ¡Estamos salvados!

Esquilo se preguntó si sus amigos estaban todavía vivos. Filípides,


Tersipo y Eucles estaban en los regimientos que más habían sufrido con el
enfrentamiento, y en ese punto las dos unidades presentaban sólo
pérdidas. Los persas, de hecho, estaban amontonados en las alas, pero en
el centro habían concentrado toda la infantería pesada y unificado toda la
potencia, encontrando además escasa oposición de formación, muy fina
por necesidades tácticas.
Para ser más exactos, todo el peso del combate se había trasladado
sobre Antioquea y Leóntidas. La maniobra de tenaza ideada por el
polemarco era el único modo para evitar a los dos regimientos la
destrucción total. Y para evitar también que, una vez que se hubieran
liberado del centro griego, los persas atacaran por detrás las alas helenas
ocupadas en la persecución de los enemigos en fuga hacia la playa. Era
necesario reconocer que Calimaco había ideado un plan brillante. Una
conversión de parte de las fuerzas de Ayántide hacia el centro,
contextualmente a un movimiento especular de los platenses hacia el ala
opuesta, para atacar por detrás a la infantería pesada de los persas, que a
su vez se había echado demasiado hacia delante en la persecución del
centro griego y se había aislado del resto de la armada durante la retirada.
Calimaco había dejado al estratega del regimiento, Estesilao, para que
guiara la persecución hacia la playa y detuviera el embarco de los persas
en sus naves, y había vuelto atrás dirigiéndose contra el lateral del centro
persa, ya concentrado en el objetivo de exterminar los regimientos de
Arístides y Temístocles. Arimnestos, el estratega de los platenses, había
dado su consentimiento y, desde el campamento enemigo donde se había
adentrado con los suyos, había hecho igual.
En pocos instantes caerían todos encima de las filas posteriores de la
infantería pesada enemiga, y casi juntos si no fuera por Milcíades. El
estratega de Oneida, de hecho, había cerrado el paso al polemarco en
cuanto había sabido su maniobra. Esquilo recordaba cada una de las
palabras de su conversación, decididamente irreal en una situación límite
como aquella. Una parte del ejército cercana a la victoria y la otra cerca
de la destrucción.
—¿Pero dónde estás yendo? —había pretendido saber Milcíades,
alineando a los suyos frente a la columna de socorro dirigida por Calimaco.

~213~
Andrea Frediani Maratón

—A atacar a los persas por el centro. Estoy de acuerdo con Arimnestos.


¡Ellos también van para allá! ¡Déjame pasar! —había contestado Calimaco,
con la autoridad que derivaba de su cargo, y también del valor que había
demostrado en la batalla. Un valor que un viejo de sesenta años no habría
podido claramente demostrar.
—¡Es suficiente con los platenses! ¡Ahora todas las fuerzas disponibles
son necesarias en la playa! ¡No podemos dejar que escapen los persas! —
había replicado Milcíades.
—¡No sirve para nada ir detrás de los persas por el mar si luego
dejamos la parte de atrás expuesta a un contraataque por parte de la
infantería pesada! ¿Quieres terminar en el medio, atacado por delante y
por detrás?
—¡Y no sirve para nada destruir el centro persa si dejamos que todo el
ejército zarpe hacia Atenas! ¡Será la victoria más inútil que logremos
jamás! ¡Incluso quizás la más dañina!
—¡En absoluto! ¡Si atacamos todos juntos, nosotros y los platenses, lo
haremos con rapidez y volveremos a la playa! He dejado a Estesilao
encargado de tener ocupados a los persas implicados en las operaciones
de embarque.
—¡Pero si los persas estaban ya zarpando cuando hemos comenzado a
atacar! ¿Cuántos pretendes detener si esperas más?
—¿Pero has visto cuántos han terminado en las marismas? Y además,
gran parte de su infantería pesada está todavía en el campo de batalla.
Tenemos la oportunidad de privarles de los contingentes más peligrosos y
salvar así dos de nuestros regimientos, ¡y no dejaré escapar esta
oportunidad!
Pero esta última eventualidad no parecía interesar mucho a Milcíades. Y
era esto, más que cualquier otra cosa, lo que había llamado la atención de
Esquilo.
—¡No hay nada de reprobable si se sacrifican dos regimientos para
salvar una ciudad entera y el resto del ejército! —había contestado una
vez más Milcíades—. Es más, ha sido un bien haber debilitado nuestro
centro. Así hemos inducido a los persas del centro a separarse de las alas
y hemos podido prevalecer sobre los lados. Nuestro objetivo, recuérdalo
siempre, es llegar a la playa y bloquear las operaciones de embarco. ¡Sólo
así lo conseguiremos! ¿Quieres tú ahora destrozarlo todo?
—¡Esa no es mi intención! Y de cualquier forma, no pretendía sacrificar
los regimientos de Arístides y Temístocles cuando he autorizado la
extensión del frente, ¡era sólo para evitar que nos rodearan los enemigos!
¡Te he dicho que te quites de en medio o te consideraré responsable de su
destrucción y te acusaré públicamente delante de la asamblea! —gritó
Calimaco, truncando así la conversación con un tono perentorio que no
admitía réplicas.

~214~
Andrea Frediani Maratón

Pero Milcíades no era uno que se callara fácilmente y había seguido


protestando.
—¡Seré yo quien te acuse a ti delante del pueblo! ¡Pones en juego la
salvación de toda la ciudad para salvar dos regimientos que ya están
condenados!
Calimaco se calló unos instantes. Miró fijamente a los ojos al rival. A su
alrededor los armados se habían quedado inmóviles como estatuas, en
silencio también ellos, todos atemorizados con la idea de tener que
escuchar una orden que no habrían querido jamás acatar: abrirse camino
a expensas de los compañeros del otro regimiento.
—¡Es un riesgo que estoy dispuesto a correr! Quítate de en medio, ya te
lo he dicho —casi le susurró Calimaco al final.
Esquilo había temblado. Ni habría sabido qué posición tomar si la cosa
hubiera dependido de él. Estaba ansioso porque Calimaco llevara ayuda a
Estesilao, y por lo tanto a Cinegiro, pero en aquel sector los griegos
estaban prevaleciendo y quizás el hermano corría menos peligros que sus
amigos, que en cambio estaban a punto de ver cómo les borraban de un
plumazo.
Milcíades dudó una vez más. Luego hizo un gesto a sus hombres para
que se movieran y se pusieran en la cola de Ayántide. Y al final llegaron
todos detrás de los persas, poco después de la llegada de los platenses
por el lado opuesto. El problema, ahora, era que Arimnestos no se había
atrevido a atacar sin Calimaco y mientras tanto los asiáticos, que se
habían dado cuenta de la presencia de las tropas enemigas detrás de
ellos, se habían organizado para aguantar el ataque. Adiós a la sorpresa.
Parte de los persas se habían dado la vuelta para formar otra alineación,
creando un doble frente. Pero al menos el enemigo había parcialmente
relajado la presión sobre Arístides y Temístocles. Y por tanto sobre
Filípides, Eucles, y Tersipo, admitiendo que estuvieran todavía vivos.
Era el momento de atacar. Calimaco podía ver a Arimnestos a la cabeza
de las tropas platenses, a casi medio estadio de distancia. Les hizo una
señal para avanzar corriendo y se marchó él mismo, arrastrándose detrás
de los suyos. Esquilo se había colocado en las últimas filas. Nadie se
esperaba, por otro lado, que contribuyera al asalto con algo más que un
empujón y un papel de reserva. Sintió el impacto, a pesar de haberse
colocado distante. Los hoplitas que marchaban delante de él, y que se
habían lanzado corriendo, se detuvieron de repente y él chocó contra
ellos. El sonido de centenares de escudos, espadas y lanzas que se
toparon casi en el mismo momento, sonó tan fuerte en la llanura que tuvo
la impresión de que se encontraba en mitad de todo.
Eran centenares de hombres por ambos lados, que se enfrentaban
mirando cara a cara a la muerte sin tener miedo. Sabían todos que cada
ataque que realizaran o padecieran podía ser mortal y llevarles a una
mutilación horrible, infligir sufrimientos insoportables, provocar lutos
inaguantables para quien se quedara. Y sin embargo lo hacían, sin dudar y

~215~
Andrea Frediani Maratón

sin protestar. Esquilo se asombró desde el principio de la batalla, y había


seguido estudiándolos durante todo el trascurso del enfrentamiento,
intentando entender qué es lo que les llevaba a desafiar la suerte con
tanta ligereza. ¿Era aquello quizás el coraje? ¿No echarse hacia atrás
nunca? ¿O era sencillamente superficialidad, casi inconsciencia ante las
consecuencias de sus acciones, escaso valor atribuido a la vida, a la
propia y a la de los demás?
Observó a Calimaco aparecer y desaparecer entre las decenas de
crestas y escudos que pasaban entre él y la primera fila. Era el jefe
supremo y se habría podido quedar apartado. En cambio, se encontraba
siempre a la cabeza de todos, se exponía a cualquier riesgo, igual o más
que sus inferiores. Lo vio marchar por enésima vez contra la pared de
escudos de los persas, que parecía impenetrable. Y cuanto más tiempo
pasaba, más eran diezmados Antioquea y Leóntidas, y más posibilidades
tenían los persas en la playa de subir a las naves y zarpar hacia Atenas.
Cuanto más tiempo pasaba, en definitiva, más aumentaba el riego de
que Milcíades tuviera razón.
Calimaco tenía que haberse dado cuenta, porque no se cansaba de
exhortar a los suyos para que le imitaran, para que se lanzaran como toros
furiosos contra los sparabara. Un hueco. Era necesario abrir un hueco en
la falange persa dirigida hacia ellos, escasamente profunda esta vez,
porque la otra mitad de los efectivos se había alineado contra Antioquea y
Leóntidas. Después sería todo mucho más fácil. Los persas se
encontrarían entre dos fuegos y serían ellos quienes se verían rodeados.
Pero aquel hueco no se abría.
Los hoplitas no estaban tan frescos como al principio de la batalla. No
lograban tener el mismo arrojo ni la misma potencia. Ahora cada uno
corría y se movía con las pocas fuerzas que le quedaban, y por lo tanto los
asaltos contra la pared de escudos eran débiles y descoordinados. Los
loch ago s intentaban agrupar a sus subalternos para guiarlos todos juntos
contra el objetivo, pero cada uno llegaba frente a las lanzas enemigas en
un momento diferente y, en la mejor de las situaciones, se veía obligado a
dar marcha atrás sin haber logrado nada. En la peor, se quedaba colgado
de las puntas persas.
Luego Calimaco exhortó a los oficiales a reunir al grupo más denso
detrás de él. Cuando vio a una treintena detrás, lanzó un grito y se arrojó
contra la línea persa. Tenía la espada más allá del escudo. Llegó antes que
sus compañeros y se dedicó a dar golpes para romper las lanzas. Esquilo
vio troncos de astas saltar al aire, el brazo del polemarco llenarse de
sangre y levantarse de nuevo, marchando contra los adversarios. Y luego
vio el cuerpo de Calimaco levantarse lentamente del suelo, y al menos una
docena de lanzas saliendo de su espalda.
Precisamente en ese momento los otros hoplitas aprovecharon la
distracción que se había creado por su comandante y se abrieron camino
a su lado, donde los persas, ocupados con él, habían bajado la guardia.

~216~
Andrea Frediani Maratón

Milcíades lo había dicho, que para vencer y salvar Atenas un sacrificio


era aceptable, quizás incluso necesario. Y Calimaco de Afidnas sabía que,
para salvar a Arístides y Temístocles por un lado, y a Estesilao por otro,
tenía que romper la alineación inmediatamente.
Y se había sacrificado a sí mismo.

~217~
Andrea Frediani Maratón

XVIII

Una larga y dura batalla. Y después una peligrosa incursión nocturna en


las líneas enemigas. Una carrera extenuante. El descubrimiento de la
traición de Filípides. El engaño de Tersipo. El sentimiento de culpa por
haber determinado la muerte del inocente Filípides. Y ahora, una apertura
en el lateral. Es como si me hubieran matado una decena de veces en un
solo día, piensa Eucles observando la propia sangre salir de la herida,
provocada por el kopis de Tersipo.
Y éste, de todos modos, parece que se trata del momento apropiado.
Durante mucho tiempo Eucles ha combatido contra los propios límites.
Desde la primera acción de aquella campaña, en Maratón, ha tenido que
hacer las cuentas primero con los propios miedos, con la falta de
determinación, luego con las fuerzas que se debilitaban, que le
abandonaban después de cada hazaña, después de cada gesto que le
había servido para salvarse la vida o para mantener el nivel de sus
prestaciones a la par que el de los dos derrotados. Con el transcurso del
tiempo se ha dado cuenta de que incluso ha superado los propios límites,
o aquellos que creía tales. Porque —y ha sido esta la lección que ha
obtenido de aquellos acontecimientos grandiosos y terribles— estos se
han revelado sólo barreras autoconstruidas por temor a ponerse de
verdad a prueba.
Pero ahora no tiene nada que temer. Sólo le queda pasar los últimos
instantes de vida para recriminarse por aquello que habría podido ser y no
ha sido nunca. Menos en la primera competición del bienio del efebato, en
la que consiguió reunir todas sus fuerzas para vencer, porque de verdad
deseó vencer. Luego nada más, sólo derrotas. No volvió a considerar
importante vencer porque no consideró de nuevo que él mismo fuera
importante. Dio siempre por descontado que los otros eran mejores que
él, y dejó que su determinación marcara la diferencia, dejándose dominar
por ellos y por los acontecimientos, transformándose en un perdedor
crónico.
Luego llegó la campaña de Maratón. La campaña de su vida para todos
aquellos que hubieran empuñado alguna vez una lanza y un escudo a
favor de la propia patria. Y él creyó que encontraba en Ismene un estímulo
finalmente digno de solicitar su determinación. Pero fue todo una ilusión.
Ahora se encuentra moribundo, a pocos estadios de Atenas, su meta,
después de haberse dado cuenta de que ha matado a un amigo de verdad

~218~
Andrea Frediani Maratón

y de que se ha dejado maniobrar por un individuo sin escrúpulos al que


creyó su amigo.
Se ha equivocado en todo. Pero en todo.
Incluso Ismene ha sido una equivocación. La fue perdiendo de vista,
conforme el desafío asumía connotaciones más dramáticas. Aquella mujer,
en realidad, había sido sólo un pretexto para encender el desafío. La
apuesta en juego ha sido siempre otra. Creyó que era el único que la
deseaba por puro sentimiento, por amor y sin una segunda finalidad.
Acusó a Filípides de querer casarse con ella por pura diversión, y a Tersipo
por los beneficios económicos que habría logrado. Había creído que la
amaba, que era el único de los tres que no se amaba a sí mismo. Pero ha
sido todo pura falsedad. Quería sólo ganar el desafío, demostrarse
finalmente que si bien no era quizá el mejor, al menos que estaba a la
altura de los otro dos, esos que habían sido siempre vencedores. Se había
convencido de que la amaba, esperando encontrar en el amor el empujón
suficiente para permitirle finalmente vencer cualquier rémora, a expensas
del evidente desinterés que ella mostraba hacia él. A expensas de todas
aquellas características que en cualquier otra mujer le habrían molestado:
la frecuente vulgaridad, la desenfrenada pasión por las competiciones
deportivas, la edad...
Pero su verdadero estímulo era otro. No una mujer, no un amor que se
había revelado ficticio, lábil, un pretexto. Había sido la frustración. Había
sido la envidia. La frustración por no haber conseguido nunca algún
resultado digno de alabanzas, la envidia frente al éxito de los dos amigos.
No le interesaba Ismene, le interesaba sólo superarles, demostrarse mejor
que ellos de una vez por todas. También para él, por lo tanto, ella ha sido
sólo una apuesta de fachada, pues en juego había algo más. Y también lo
que había sido para él de verdad importante en aquel juego hacia la
matanza era él mismo, Eucles. Había creído que podía ganar la revancha
de una sola vez en el desafío más importante para ellos y para la patria,
de todas las derrotas, de todas las tristezas, quitando a Filípides y a
Tersipo la victoria más grande, la ocasión más clamorosa de popularidad.
Y en cambio, esta vez se ha revelado precisamente el peor de todos.
Incluso Tersipo, con toda su falta de escrúpulos, había sabido siempre
dónde quería llegar, y en la batalla había dado su plena contribución a la
causa ateniense, sin que nadie le pudiera echar en cara nada. Él, en
cambio, había ejecutado siempre, había actuado siempre por emulación,
para demostrar algo. Y había querido superar a los dos contrincantes no
por amor a la patria, no por ambiciones personales, sino por asco y por
despecho. No se puede explicar de otra forma la facilidad con la que ha
aceptado la presunta traición de Filípides, la rapidez con la que Tersipo le
ha convencido para que matara a su amigo. En realidad, no esperaba otra
cosa que un pretexto para eliminar a un adversario que sabía que no
podía ganar.
No sólo eso, sino que Tersipo no ha tenido ni siquiera el coraje de
matarlo directamente. Ha dejado que lo hiciera otro por él. Al final si

~219~
Andrea Frediani Maratón

Tersipo lo ha usado para eliminar al contrincante peligroso, él no ha sido


menos. El ha usado a Tersipo para hacer algo que deseaba hacer pero que
no tenía el coraje de hacer. No es mejor que él, es más, es incluso peor. El
amigo de un tiempo atrás, al menos, tuvo el coraje de las propias acciones
hasta el final, y fue también el más hábil en ese perverso juego de
ambiciones explícitas y escondidas.
Han eliminado al único hombre que representaba la causa de Atenas
hasta el fondo, el único de los tres que merecía vencer. El único de los tres
que no se había mentido ni a sí mismo ni a los demás.
No puede irse así, en un charco de sangre, lejos del lugar de una batalla
en la que ha corrido el riesgo de perder la vida en varias ocasiones. No
puede terminar así. Por él, por Atenas, por el propio Filípides. Daría
cualquier cosa por poderse levantar, alcanzar a Tersipo, quitarlo de en
medio y llegar a Atenas para salvar la ciudad y explicarles a todos cómo
fueron los hechos. Para decir que el verdadero vencedor, el verdadero
héroe, era Filípides.
Pero la cantidad de sangre que alimenta lo que queda de su cuerpo es
insuficiente ya, incluso para permitirle levantarse del suelo. Ha sido
condenado, tiene razón Tersipo. Es sólo una cuestión de tiempo. Poco
tiempo. Demasiado poco, incluso intentándolo. ..
Precisamente por esto, se dice Eucles, ¿qué es lo que le queda por
perder? Ahora tiene un estímulo de verdad válido. No ya un amor que no
existe, no la envidia, no la frustración, sino la salvación de la ciudad. Y no
como pretexto por esconder las propias ambiciones, sino como redención.
Es la única posibilidad, no sólo para salvar la memoria de Filípides sino
también para redimirse, al menos parcialmente, para dar un sentido a su
muerte inevitable.
Intenta poner los brazos en el suelo y levantarse. El esfuerzo es
inhumano. E inmediatamente se da cuenta de que una vez de pie
difícilmente daría un paso sin desmayarse. Tiene que taponar la sangre,
intentar conservar la poca que le queda. Obtiene un profundo suspiro y se
arranca una esquina de la túnica. Es fácil, no tiene que hacer mucho
esfuerzo, pues la indumentaria se encuentra completamente rota. Es
suficiente con meter la mano por uno de los agujeros y tirar. Realiza una
pelota con la tira de lino que le queda en la mano y la sitúa sobre la
herida. Duda y el miedo hace que aumente el dolor. Pero luego mueve los
hombros, no le queda mucho tiempo por sufrir, por otro lado, porque muy
pronto todo habrá terminado.
Pinchazos, quemaduras, dolor en la herida y a su alrededor. Mejor no
prestar atención. Mete el trozo de lino en la raja y lo mantiene apretando.
Sirve de bien poco. Con un nuevo esfuerzo, se quita lo que le queda de la
túnica, y se la anuda en la cintura, sujetando el trozo que se ha puesto en
la herida.
Ha sido una fatiga inaudita. Le gustaría tumbarse de nuevo y esperar la
muerte, descansar en los últimos instantes de su vida. Pero no puede

~220~
Andrea Frediani Maratón

arrojar la última ocasión que le han ofrecido para obtener una victoria. Por
lo que se ve, los dioses le están concediendo todavía una pequeña
fracción de tiempo. Le toca a él emplearla para hacer lo que crea
oportuno.
De nuevo, una vez más, pone las manos en el suelo e intenta apoyarse
sobre los brazos para levantarse. Consigue con mucho esfuerzo
levantarse, pero luego se ve obligado a sentarse de nuevo. Demasiado
fuerte el dolor en el lateral abierto. Suspira profundamente antes de
ponerse de nuevo de pie. Y siente nuevos pinchazos. El movimiento del
esternón le provoca aún más dolor. Se convence de que lo peor es
levantarse y ponerse de pie. Luego irá todo mejor y el dolor pasará a ser
algo constante. Mejor ir realizando un objetivo tras otro. Ahora intenta
ponerse de nuevo de pie con el brazo izquierdo, junto al costado que
todavía tiene íntegro. Pero se trata también del brazo más recubierto de
moratones, heridas, cortes y contusiones, si bien son dolores más
soportables respecto al que tiene a la altura de la cintura. Se concentra
sobre sí mismo, sabe que puede vencer. Se levanta apenas, y luego un
poco más. Y por último consigue ponerse de rodillas.
Bien. Lo más duro ya lo ha hecho. Da un vistazo a la túnica envuelta. Se
encuentra en gran parte manchada de sangre. Su esfuerzo por taponar el
flujo de sangre se está revelando patético. Recoge la espada y la empuña
con la mano derecha. La sujeta con debilidad, casi inconsistentemente. No
es la forma propia de un guerrero. Es aquella de un guerrero moribundo,
sin esperanzas ya contra un guerrero todavía vivo.
Realiza de nuevo fuerza con el brazo izquierdo para darse un empujón,
y luego de rodillas sobre los muslos y las pantorrillas endurecidas por la
fatiga y por la debilidad. Alcanza una posición erguida, pero siente que le
falta el apoyo de las piernas doloridas. El terreno parece resbalarle bajo
los pies, la naturaleza alrededor le da vueltas alocadamente.
No consigue evitar tambalearse, y emplea mucho para encontrar una
posición estable. No hay un punto firme a su alrededor, y todo tiene
contornos indefinidos. No sabe ya ni siquiera distinguir la dirección
apropiada. Siente que puede desplomarse de un momento a otro contra el
suelo. Gira el cuello a la derecha y a la izquierda, intentando entender
hacia dónde ir. Mira al suelo, pero no es capaz de diferenciar el camino del
terreno que lo delimita. Analiza el paisaje, intenta interpretar la infinita e
incierta reproducción de la naturaleza que lo rodea. Ve montañas a lo
lejos, tiene que ser el monte del Parnés, así que no es allí donde tienen
que ir. Si es así, a su izquierda tienen que haber alturas menos elevadas.
Pero sí, claro. Es el monte Egaleo. Entonces tiene que dar un cuarto de
giro para marcharse hacia Atenas.
Hay que ponerse en movimiento, ahora. Arrastra un pie hacia delante,
el derecho. Pinchazos atroces. Ahora el izquierdo. Otro pinchazo pero
menos fuerte. Mejor intentar andar antes de atreverse a levantar los pies
para un intento de carrera. Y de todos modos es difícil que Tersipo esté

~221~
Andrea Frediani Maratón

haciendo algo más que marchar. Él, en cambio, tiene que hacer algo más
si quiere alcanzarlo antes de que llegue a Atenas.
Y antes de morir.
Eucles mueve cautamente los pies. En cada movimiento teme caer. Y
cada paso que da hacia delante es una victoria. No sabe cuánto durará.
Sabe sólo que tiene que aguantar hasta que lo consiga. No le queda otra
cosa ahora, en la vida, salvo alcanzar a Tersipo y luego sobrevivir hasta
llegar a Atenas. Se tienta el costado, se comprime la herida, se provoca un
mayor dolor. Lo hace intencionadamente para mantenerse despierto, para
no dejarse ir. Para encontrar confirmación de estar todavía vivo. Ya ha
entendido que es sólo el dolor lo que le mantiene con vida. Intenta
aumentar la cadencia y comienza a levantar apenas los pies del suelo.
Eso, funciona. Ha dado un paso de carrera y todavía no se ha caído.
Quizás, desde este momento, está iniciando también la recuperación del
terreno sobre Tersipo. Lágrimas, sudor y debilidad le ofuscan la vista.
Luego se da cuenta de que está escupiendo sangre. Le llega a los ojos,
también. Se los frota, pero no le sirve. No ve casi nada más. Mueve los
párpados varias veces. Tendrá que ver por lo menos a Tersipo si quiere
impedirle que traicione la ciudad.
Nada. Todo es inútil. No sabría ya diferenciar un árbol de un ser
humano. No puede esperar notar al hoplita a lo lejos. Pero procede,
procede de nuevo, y acentúa la cadencia, si bien su zancada se ha
quedado reducida al mínimo. Se trata del último acto de su vida, no tiene
nada que perder. Siente los propios pasos siempre más pesados, su
respiración transformarse en un susurro, la espada que se le cae de las
manos en cada salto, el costado rasgado que le va quitando la vida y que
al mismo tiempo le recuerda que está todavía vivo.
Las sombras que entrevé en la distancia se transforman en árboles sólo
cuando pasa a su lado. Y hasta el último momento teme que pueda
tratarse de un hombre, o del propio Tersipo, y se dispone a afrontarlo
intentando levantar la espada en posición de guardia.
Buscando...
A juzgar por el número de pasos, tiene que haber recorrido dos estadios
o poco más. Atenas está cerca. Y cuanto más se acerca a la ciudad, más
disminuyen las probabilidades de alcanzar a Tersipo antes de que el
traidor cruce la muralla. Tiene que aumentar el ritmo a toda costa. Pero
está demasiado débil, y está demasiado cansado, pesado y dolorido. Su
cuerpo no le permite ir más allá del esfuerzo que ya está haciendo.
Entonces prueba a aumentar el ritmo. Alarga una pierna, luego la otra, y el
dolor aumenta. El terreno es cada vez más inestable bajo los pies. Cada
vez que apoya de nuevo el pie en el suelo, siente que está a punto de
resbalar.
Empuña la espada con la mano izquierda. En el brazo derecho se siente
demasiado desequilibrado. Pero la zancada se resiente del movimiento del

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Andrea Frediani Maratón

busto, el pie llega al suelo torcido y Eucles siente que se precipita sobre la
arena.
Todo ha terminado. No se siente capaz de levantarse una segunda vez.
Y por otro lado el tobillo le duele, ahora. Recoge la espada, que se le ha
caído de las manos a unos palmos. No lo ha conseguido tampoco esta vez.
Perdedor ha sido y perdedor morirá. ¿Cómo ha podido incluso pensar que
salvaría la ciudad, él, que ha sido un incapaz y no ha podido ni siquiera
salvarse a sí mismo de las malas actuaciones cada vez que se ha tenido
que poner en juego?
Más vale terminar enseguida, sin seguir llorando. Lo ha hecho toda su
vida. Mejor evitar hacerlo cuando está a punto de morir. Transcurrir la
agonía recordando todos los propios fracasos no es una bonita
perspectiva. La espada, la espada que pretendía usar contra Tersipo,
ahora tiene otro objetivo: él mismo.
Al menos esto, se dice, conseguirá hacerlo. Incluso un incapaz como tú
puede poner fin a sus propios sufrimientos.
—¿Pero qué pretendes hacer? ¿Acabar conmigo? ¡Pero si ya estás
muerto!
La voz de Tersipo, seguida por una sonora carcajada.

La llegada de los refuerzos produjo inmediatamente sus efectos.


Aunque si los hoplitas de Antioquea no vieron inmediatamente quién había
llegado en su ayuda, la presión de los persas sobre el regimiento y sobre
Leóntidas se relajó en pocos instantes, por suerte. La situación de las dos
unidades se encontraba muy cerca del punto de no retorno, después de
que el enemigo las hubiera rodeado por los tres lados. Una vez cerrada
también esa vía de escape hacia el bosque sagrado de Heracles, ningún
hoplita habría podido salvarse y de los hombres de Arístides y Temístocles
no hubiera quedado nada.
Eucles miró a su alrededor, dándose cuenta sólo entonces de lo cerca
que habían estado de ser aniquilados. Tras un vistazo rápido, los muertos
y los heridos entre los hoplitas eran casi el mismo número de los que se
encontraban todavía de pie y en condiciones de combatir. Y entre los
heridos no se incluía a sí mismo, aún sabiendo que no formaba parte del
grupo sin cortes, heridas o tantas otras condiciones. Otros, de hecho,
yacían sentados o tumbados en el suelo, incluso en la zona entre las dos
alineaciones, con cortes demasiado profundos para levantarse o para
arrastrarse en una posición menos expuesta.
Un hoplita estaba arrastrándose hacia su propio pie, que una cimitarra
persa había hecho volar a pocos pasos de él. Intentaba agarrarlo, como si
creyera podérselo pegar. La multitud del dolor. O quizás quería morir por
completo. Otro yacía sentado, con la cabeza reclinada sobre el pecho, el

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Andrea Frediani Maratón

casco en el suelo, parte de la corteza extraída y algo que podía ser el


cerebro aflorando entre los residuos de pelos. Otro todavía buscaba
inútilmente arenar el chorro de sangre de su antebrazo medio cortado,
que colgaba del resto de la articulación. Había también quien se
arrastraba a cuatro patas, con la sangre que le caía del pecho y quien,
como Epizelo, permanecía sentado con aire distante, como si fuera
extraño a todo lo que le rodeaba.
Y luego estaban los muertos. Tantos muertos. Hoplitas tirados por el
terreno, pero nadie con la espalda rasgada. Sus heridas fatales se
encontraban en el pecho, en la ingle, en las piernas, en las axilas.
Antioquea y Leóntidas habían tenido que retirarse, pero su retirada no
había llegado nunca a parecerse a una fuga. Todos los soldados habían
seguido mirando de cara al enemigo mientras daban marcha atrás. Había
quien se había tropezado en una piedra o en un obstáculo cualquiera,
terminando a la merced de los adversarios. Los mismos oficiales no se
habían jamás dado la vuelta, ni siquiera para dar órdenes.
Pero Eucles no podía todavía permitirse descansar. Los persas eran
menos agresivos, y muchos de ellos se habían trasladado para afrontar a
los platenses y a Ayántide, pero seguían estándoles encima y con
capacidad de hacer daño. Eucles vio a un compañero suyo avanzar
tambaleándose hacia ellos, empujado por la exaltación por las buenas
noticias que llegaban, y terminar alcanzado por dos flechas en el pecho
que lo levantaron del suelo para arrojarlo sobre los suyos. Para nada
desanimado, Filípides hizo lo mismo. Avanzó también él desafiante hacia
la línea enemiga y algo en su comportamiento tuvo que asustar a los
persas, que se quedaron a esperarle más bien pasivos. Fue él quien les
agredió, apartando con una rodilla el escudo de un adversario para luego
herirle a la altura de la ingle con la espada.
Eucles se dijo que no podía ser menos. Se había procurado un nuevo
escudo y una lanza íntegra. Avanzó a su vez, y no se preocupó de las
llamadas del lochago que los intimaba a quedarse en su lugar. Se molestó
porque el oficial no se había atrevido a decirle nada a Filípides, una
celebridad a quien le estaba consentido hacer todo lo que quisiera, y se
chocó contra el enemigo más cercano gritando con todas sus fuerzas, no
tanto para asustar al adversario o para darse coraje, sino para llamar la
atención de los conmilitones, por quienes quería ser juzgado.
Y mientras, con el rabillo del ojo, veía a Filípides matar a otro persa y
desahogaba toda su frustración sobre el enemigo, cubriéndolo de golpes
el escudo. Puso tal empeño que, después de un poco, sintió que la madera
cedía bajo la cúspide de la propia lanza. Un nuevo ataque consiguió
penetrar la superficie del escudo, pero la punta se quedó clavada durante
un instante, tiempo suficiente para permitir al adversario dar un tirón y
sustraer la lanza del agarre del hoplita.
Gesto incauto. Cometido delante de los ojos de los conmilitones
además. Eucles se apresuró a extraer la espada, y precisamente mientras
la extraía de la cintura tuvo que vérselas con el ataque de la lanza del

~224~
Andrea Frediani Maratón

asiático. Lo detuvo con un golpe cruzado, de abajo hacia arriba, y el suyo


fue tan eficaz que obligó al persa a soltar a su vez su presa. Ahora se
encontraban ambos con la espada en la mano, pero el escudo de Eucles
seguía todavía íntegro. El del otro, en cambio, se encontraba hecho
añicos.
Y mientras tanto, Filípides había matado a otro persa. Furioso, Eucles
retomó los golpes contra al adversario, que tuvo que liberarse del escudo
ya inutilizable y dar marcha atrás. El griego lo siguió. Tuvo que moverse
con rapidez. Necesitaba más muertos de los que había sido capaz de
cosechar Filípides para impresionar a sus compañeros y a los oficiales. Se
soltó el escudo, y a pesar de que le dolía el brazo recubierto de heridas, lo
agarró con fuerza por el borde usándolo para apartar los ataques que
recibía en horizontal. Uno llegó contra el casco del adversario, atontándolo
lo suficiente para sorprenderlo y herirle inmediatamente en el hombro.
Miró más allá. Delante de él se paró un enemigo. Eucles se puso de
nuevo el escudo en el brazo y se arrojó contra éste. Su espada contra una
lanza. Apartó un ataque, empujó el asta del adversario hacia el exterior
con el escudo, y soltó a su vez otro golpe con la espada que centró en el
estómago del persa, inmediatamente bajo el borde de la armadura.
Escuchó a los conmilitones que le aclamaban. Luego escuchó
inmediatamente otra exclamación y dirigió la mirada hacia Filípides. El
amigo acababa de arrancar de cuajo una cabeza.
Por muchos esfuerzos que hiciera, no conseguía superar a Filípides. No
importaba, se dijo. No sería el número de muertos lo que determinaría al
vencedor. Nadie lo estaba teniendo en cuenta. Los oficiales, los
conmilitones, darían un juicio subjetivo. Era importante dejar grabado en
su memoria algún gesto extraordinario, posiblemente en los últimos
instantes de la batalla, que hiciese que fuera irrelevante lo realizado por
los contrincantes anteriormente.
Podía todavía superarle.
Se arrojó contra los tres persas que se acercaron unos con otros. Bueno,
ésta sí que podía ser una empresa. Pero los vio dar marcha atrás y se
asombró. Era imposible que pudieran tener miedo de un solo hoplita.
Hasta aquel momento, los asiáticos se habían revelado siempre valientes
y valerosos guerreros. Luego notó que toda la alineación enemiga frente a
él estaba dando marcha atrás. Primero lentamente y luego de forma más
caótica. Sintió que sus compañeros se ponían a su lado. Estaban
avanzando todos ya, animados por el comportamiento pasivo de los
persas. Luego vio a los oficiales enemigos realizar amplios gestos,
indicando detrás de ellos y gritando a más no poder órdenes para él
incomprensibles.
Muy pronto no fue necesario entender su idioma para darse cuenta de
lo que estaba ocurriendo. Los oficiales estaban indicando la llegada de los
platenses detrás de ellos. Y exhortando a los hombres a que se implicaran
inmediatamente en el movimiento.

~225~
Andrea Frediani Maratón

En breve tiempo, de los persas, Eucles vio sólo sus hombros. El


enfrentamiento para Antioquea y Leóntidas había terminado. Comenzaba
la persecución, una fase de la batalla en la que realizar gestos heroicos
era casi imposible.
Cualquiera era capaz de matar a un enemigo que escapa.

Esquilo daba saltos. Ya se había logrado vencer en la llanura de


Maratón. El centro persa, que había estado a punto de destruir el centro
heleno, estaba rodeado y había comenzado la caza del hombre. Pero no
era aquello lo que querían los griegos. Todos los comandantes eran
conscientes de que el objetivo final del enfrentamiento tenía que ser
impedir que el mayor número de miembros del ejército persa llegara a
Atenas. Y cada instante malgastado por conceder a los propios hombres la
diversión y el lujo de perseguir y matar al enemigo que escapa, era una
probabilidad menos de hacer completa y definitiva la victoria.
Filípides, Tersipo y Eucles se encontrarían a salvo ya, admitiendo que no
hubieran muerto antes. Para Esquilo ahora lo esencial era ir en ayuda de
Ayántide, que combatía por sí mismo contra los persas a punto de
embarcarse o ya en las naves.
Lo que contaba ahora era salvar a Cinegiro.
Pero nadie se decidía a dar la orden de retirada ahora que el
comandante supremo había muerto. Ni Arimnestos, ni Arístides, ni
Temístocles, ni Milcíades. Observaban a sus hombres demorarse en la
matanza de los persas y no comunicaban nada a sus propios subalternos.
En compensación, hablaban animadamente entre ellos, probablemente
para decidir quién tenía que asumir el mando supremo después de la
muerte de Calimaco. Y sin embargo, por efecto de la rotación diaria, le
tocaría precisamente a Milcíades. Y el viejo tirano de Quersoneso no era
un tipo que renunciara a oportunidades parecidas. A menos que, como
buen político, no quisiera obtener la mayor ventaja posible de la situación.
¿Pero qué sentido tenía ensañarse con los persas que se habían
quedado fuera de la retirada por mar, si eran precisamente aquellos que
estaban ahora en el mar los que constituían una amenaza verdadera para
Atenas?
Esquilo se acercó al propio lochago.
—¿Qué es lo que esperan? ¡Aquí hemos terminado! ¡Vayamos a la playa
a por nuestros conmilitones! —le gritó a un palmo del rostro.
El oficial lo miró. En los pocos rasgos no ocultos por el casco, Esquilo
pudo leer todo el desprecio alimentado por aquel hombre hacia un soldado
que no había realizado su propio deber.

~226~
Andrea Frediani Maratón

—Nuestros comandantes saben lo que hacen. Lo han demostrado


ampliamente. Tú no tienes que juzgar nada. ¡Más bien vete a cumplir con
tu deber! —le respondió el lochago.
Esquilo no consideraba que estuviera entre sus deberes divertirse
masacrando a los enemigos que se encontraban huyendo. Observó
desconsolado a sus propios compañeros, casi bromeando con los
adversarios. Muchos habían incluso arrojado las armas y levantado las
manos en señal de rendición. Había quien les mataba igualmente,
despojándolos también de sus pertenencias para conservarlas como
recuerdo de aquella hazaña edificante. Y Milcíades no decía nada.
Irritado, se movió hacia un grupo de persas que se habían rendido. Un
hoplita había agarrado a uno por la solapa y le insultaba apuntándole con
el cuchillo en el cuello.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí, eh? ¡Ningún griego aceptará jamás
convertirse en un esclavo como vosotros! —le decía. Y mientras tanto,
empujaba la punta de la hoja en el cuello del persa, incidiendo en la piel.
—¡Déjalos ya! ¡Tenemos otras cosas que hacer para estar jugando con
los prisioneros! ¡Están nuestros compañeros en peligro! —le gritó a la cara
Esquilo—. ¡Limítate a reunir a los persas que se hayan rendido!
Pero el otro reaccionó mal.
—¿Y quién eres tú para darme órdenes de este tipo? ¡He padecido sus
ataques durante toda la batalla! ¡Ahora tengo intención de hacer lo
mismo! Claro, tú has prestado atención en permanecer lejos de sus
lanzas... Pobre Cinegiro, ¡vaya hermano que tiene!
Esquilo sintió que la ira le invadía y no conseguía contenerse. Era un
sentimiento de rabia sobre todo hacia sí mismo. Cargó con el casco al
conmilitón y le dio en toda la cara con un cabezazo. El impacto del bronce
contra el bronce sonó durante muchos pasos a su alrededor, llamando la
atención de los oficiales. Los persas frente a ellos parecieron
desorientados. El otro hoplita, atontado por el golpe, necesitó unos
instantes para darse cuenta de lo que había ocurrido. Cuando recuperó
lucidez, se arrojó contra el poeta.
—En vez de atacar a los persas, ¿te enfadas ahora con tus compañeros?
¡Eres un cobarde! —le gritó en la cara el otro, mientras intentaba cogerlo
por el cuello.
Los dos se enzarzaron, perdieron el equilibrio y terminaron rodando por
el suelo, cubriéndose todavía más de polvo. Ante aquellos hechos llegó el
lochago gritando.
—¿Pero os habéis vuelto locos? ¡Ahora procedo a señalar los hechos,
imbéciles! ¡Levantaos! —les gritó.
Esquilo y el compañero no pudieron hacer otra cosa que obedecer. Una
vez de pie, el oficial los agarró por los brazos y los llevó ante la presencia
de los estrategas, todavía ocupados en discusiones entre ellos.

~227~
Andrea Frediani Maratón

El oficial no se atrevió a interrumpirles. Esperó a que fueran ellos los


que llamaran su atención, y Esquilo tuvo modo de escuchar sus palabras.
—Está bien, entonces. A Calimaco de Afidnas le palma al mejor guerrero
del día. A ti, el mérito de la victoria —dijo Temístocles, dirigiéndose a
Milcíades—. Pero recuerda que quiero el arcontado por dos años.
—De acuerdo —respondió Milcíades, complacido.
—¡En absoluto! —intervino Arístides—. ¡La victoria es sobre todo de
Calimaco! Y no acepto este tipo de acuerdos. ¡Será arconte quien salga
extraído, como estableció Clístenes! ¡Basta ya de elecciones pactadas!
—¿Tienes intención de seguir poniéndome el bastón entre las ruedas?
¡Te llevaré al ostracismo en cuanto llegue a ser arconte! —gruñó
Temístocles.
—¡Inténtalo! —le desafió el rival—. ¡Veremos quién sabrá recoger más
consensos!
—¡Calmaos! Calmaos, ¡no hay por qué discutir! —intervino Milcíades—.
¿Queréis competir por el arcontado? Pues que así sea. Arístides, no tienes
que preocuparte de que a Calímaco no se le reconozca su mérito. El hecho
de que al polemarco se le asigne la palma de mejor guerrero es un
reconocimiento indiscutible por su contribución hacia la victoria. Por otro
lado, no podrás negar que ha aplicado mi plan. Y si vas buscando
consensos para futuras elecciones, hagamos así. Ahora nosotros vamos a
socorrer a Ayántide y tú, con tus hombres y parte de los de Temístocles,
coges a los prisioneros y te vas a ocupar el campamento y te apropias del
botín de los persas. Y si algo se queda en manos de tus hombres sin entrar
en el reparto general, paciencia...
Arístides dudó. La verdad es que se trataba de una oferta muy atractiva.
Incluso para un hombre íntegro como era él. Y Esquilo, por mucho que
estuviera disgustado ante aquella discusión, sabía que el estratega, a
diferencia de los demás, no querría sólo parecer justo, sino serlo.
El comandante de Antioquea se calló. Los otros lo tomaron como un
asentimiento. Y también Temístocles pareció aceptar la propuesta de
Milcíades quien, por fin, dirigió su atención al subalterno.
—¿Qué pasa lochago? —le dijo con suficiencia.
—Estos dos hombres, estratega —respondió el oficial indicando a
Esquilo y su compañero—, discutían en vez de ocuparse de los prisioneros.
En general, los hombres se nos están escapando de las manos, señor.
Tenemos que comenzar enseguida.
—Efectivamente —convino Milcíades—. Pasa la voz. Que se reúna todo
el regimiento de Oneida, mitad del de Leóntidas y todos los platenses. Los
quiero inmediatamente a mis órdenes, listos para socorrer a nuestros
valientes conmilitones que están en la playa. Los otros que se ocupen de
coger a los prisioneros y se vayan a tomar el campamento persa
inmediatamente.

~228~
Andrea Frediani Maratón

—¿Y con estos dos insubordinados qué hacemos? —preguntó el oficial.


—Nada. Nos sirven todos los hombres válidos.
Esquilo no podía pedir nada mejor. Se notó encima las miradas hostiles
del compañero y también del oficial, pero no prestó importancia. Se
encontraba únicamente ansioso por localizar a su hermano. Fue entre los
primeros que se alienaron en la columna de marcha. Y esta vez no dudó
en situarse en primera fila.
La columna cortó transversalmente el campo de batalla, recorriéndolo
con un paso seguido. Esquilo pudo ver ya a una cierta distancia el
hormigueo de hombres que estaban en el litoral, las naves atracadas a
breve distancia de la playa, donde había poco fondo, y una larga hilera de
barcos que se estaba marchando. Y notó también columnas de humo
levantarse en al menos dos de las embarcaciones más cercanas.
Los hombres de su tribu, por lo que se veía, habían liquidado ya un par
de naves enemigas, quizás llenas de armados. Pero había muchas otras
que detener. Y muchos soldados en la playa a quienes había que impedir,
sobre todo, que se embarcaran.
Al acercarse de nuevo, Esquilo divisó al estratega Estesilao,
inconfundible con su escudo que representaba a un grifón en la superficie
y con su cresta multicolor. El comandante de su unidad estaba en el agua,
junto a una nave, y combatía para subir a bordo. Mientras escuchaba la
orden del lochago de atacar, y en sus oídos retumbaba la respuesta
entusiasta del conmilitón, se puso a buscar con la mirada la bruja
representada en el escudo de Cinegiro.
Avanzó, sabiendo que tenía que tomar una decisión. Estaba en primera
fila y no podía evitar el enfrentamiento. Claro, podía correr más
lentamente que los demás y dejarse adelantar. Alocados como estaban,
no habrían prestado atención a su enésimo acto de cobardía. Pero así
habría perdido cualquier posibilidad de localizar a Cinegiro. Por último
decidió seguir corriendo y se encontró en la playa, donde los persas y los
griegos combatían con ferocidad, sin ninguna distinción ya entre las dos
alineaciones.
A juzgar por la situación, Estesilao llevaba consigo una parte de las
tropas que le había dejado Calimaco y con ellas tenía que haber roto la
barrera enemiga que protegía las embarcaciones, abriéndose un pasillo
hacia el mar. El resto de sus hombres se habían quedado en la playa
manteniendo ocupados a los persas que todavía no habían logrado
embarcarse. Pero se encontraban en inferioridad numérica, y muchos de
ellos habían caído ya. Los otros estaban a punto de verse arrollados y muy
pronto los que estaban en el agua se habrían encontrado en medio.
Pero ahora, con la llegada de los regimientos de Oneida, Leóntidas y de
una parte de Ayántide, eran los persas quienes se encontraban entre dos
fuegos. Los hoplitas al mando de Milcíades se lanzaron en apoyo de sus
compañeros, que se encontraban en la playa, y la arena cerca del agua se

~229~
Andrea Frediani Maratón

transformó en un remolino como si fuera una lluvia de cenizas. Esquilo


dudó una vez más, frenó el paso, pero luego se dio cuenta de que en
aquel caso la visión se quedaba limitada y volvió a correr. No había visto
escudos con brujas, pero no significaba nada. Cinegiro podía haber
perdido el escudo. Decidió que un guerrero como su hermano únicamente
podía encontrarse en primera línea, junto a Estesilao, y se abrió camino
entre los conmilitones, intentando alcanzar de nuevo las primeras
posiciones. Buscó un pasillo que le permitiera alcanzar el mar, evitando
abrirse camino a base de combates.
La densidad de los granos de arena fluctuantes en el aire, si bien
impedía ver cualquier cosa de forma clara, le permitía pasar entre un
duelo y otro sin ser visto salvo cuando había pasado ya. Y de todos modos,
todos los posibles adversarios se encontraban ya ocupados con algún
hoplita. Siguió buscando un acceso directo al agua, dando y recibiendo
empujones con el escudo o codazos, rozado por las lanzas y los golpes de
las espadas. Sujetaba en la mano la espada con fuerza pero no hizo uso
alguno de la misma. Se limitó sólo a mover el escudo para protegerse.
Le pareció que se había introducido en una densa foresta, con los
árboles en perenne movimiento, los ramos a la altura del hombre, como
garras listas a sujetarle, entre gritos de triunfo y de dolor inquietantes
como los aullidos de un lobo, bajo una selva de escudos que parecían
crear una pared densa tal que ofuscaban incluso los rayos de sol. Se hizo
un hueco con dificultad en aquella vegetación salvaje, y al final encontró
un pasillo estrecho que parecía olvidado por todos los combatientes. Y de
repente el sol del atardecer iluminó el agua encrespada del litoral. Y
Esquilo vio el segundo escenario de la batalla: los enfrentamientos en el
mar.
Más allá de las naves incendiadas que había divisado de lejos, estaban
al menos otras tres embarcaciones que habían tomado al asalto los otros
hoplitas.
Soldados persas, a bordo y en el agua, intentaban frenar los pelotones
de griegos que favorecidos por el poco fondo intentaban subir por los
laterales. Los asiáticos a bordo daban golpes hacia abajo, o usaban las
lanzas, intentando mantener distantes a los adversarios. Los atenienses,
por su parte, intentaban eliminar a los defensores sujetando hacia arriba
sus lanzas.
Avanzó de nuevo hasta que el agua le llegó hasta la cintura. Podía ver
ahora indistintamente a todos los combatientes. Analizó a los griegos uno
a uno, pero a primera vista no reconoció a Cinegiro. Luego detuvo su
propia atención en la zona alrededor de la nave que Estesilao había
tomado. El estratega combatía contra dos adversarios en el agua, pero
otros hoplitas se habían aferrado ya al borde del costado e intentaban
subirse al mismo. Uno de ellos, con un escudo sobre el que estaba
representado el símbolo de Atenas, había puesto una pierna más allá del
baluarte cuando un persa le traspasó de una parte a la otra del cuello con
una lanza y lo arrojó de nuevo al mar.

~230~
Andrea Frediani Maratón

A su lado otro hoplita sin escudo se había agarrado con una mano a las
decoraciones de la popa, intentando apoyarse con los pies para dar un
salto y alcanzar el puente. En la otra mano sujetaba una espada. Un persa
a bordo dio un golpe con la cimitarra y le arrancó de cuajo la mano con la
que se sujetaba. El hoplita lanzó un rugido, cayó al agua pero se levantó
enseguida, con la sangre que le caía del muñón. Con la otra mano, aquella
que sujetaba la espada, se quitó el casco, y luego también el gorro de piel
que le protegía de los roces del metal.
Era Cinegiro.
Sólo entonces Esquilo, asustado, retomó su andadura. Se precipitó de
forma torpe hacia delante, realizando amplias y lentas zancadas en el
agua, que era cada vez más profunda. Y mientras tanto vio a Cinegiro
lanzar un nuevo grito, ponerse la hoja de la espada entre los dientes, dar
un salto y agarrar las cuerdas con la única mano que le quedaba.
—¡Para! ¡Para! —le gritó. Pero Cinegiro no le escuchaba. Se agarró a la
nave, e inmediatamente el persa que le había arrancado de cuajo la mano
movió la espada también contra la otra.
La mano del hoplita se quedó pegada a la decoración del barco. Todo lo
demás cayó de forma pesada al agua, sin reaparecer de nuevo.

~231~
Andrea Frediani Maratón

XIX

—Eres patético, ¿no te das cuenta? Las palabras de Tersipo suenan a lo


lejos. Y sin embargo, Eucles sabe que el amigo de un tiempo atrás, el
hombre que le acababa de apuñalar, se encontraba encima de él. De eso
había servido aunar todas las energías que le quedaban para alcanzarlo,
darle también la satisfacción de presenciar su agonía.
Bonito asunto.
—¿Entonces? Tienes la espada en la mano. ¿A qué esperas para usarla,
despojo humano? Supongo que tú has llegado hasta aquí, arrastrándote
como una serpiente, para matarme —dice Tersipo, aún provocándole.
Eucles intenta apoyarse de nuevo sobre los brazos, sujetando la espada
por la empuñadura. Pero tiene la impresión de haber consumido las únicas
energías que le quedaban. Le gustaría quedarse en el suelo para
recuperar al menos lo que le quede de fuerzas. Pero sabe que dentro de
poco las fuerzas le abandonarán por completo. Y para siempre.
Percibe los pasos de Tersipo. Gira el cuello y ve al otro caminar a su
alrededor.
—¿Y por qué te gustaría matarme, Eucles? ¿Porque he sido mejor que tú
una vez más?
—Para... para impedirte... que traiciones a Atenas —susurra Eucles.
—¡No digas tonterías! —exclama Tersipo, dejándose llevar por una
sonora carcajada—. ¡No puedes haberte creído que lo haría de verdad! ¡Te
lo he dicho únicamente para que murieras con el remordimiento de no
haber visto al traidor! ¡No hay ningún traidor! ¿Por qué hacerlo? Seré una
celebridad ahora, ¡y tendré a toda la ciudad en un puño! ¿Por qué seguir
los pasos del viejo decrépito de Hipias? Lo tendré todo igualmente.
Eucles se calla. Pero vuelve a apoyarse sobre los brazos. Consigue
apoyar esta vez el codo.
—Y entonces, ¿quieres matarme ahora? —insiste Tersipo, que sigue
dando vueltas a su alrededor.
—Claro... yo... no me fío... Me has inducido a matar... Filípides. El mejor
de todos nosotros...
—Excusas. Todas son excusas. Has deseado fuertemente quitar de en
medio a Filípides. Yo te he ofrecido únicamente un pretexto. Te gustaría

~232~
Andrea Frediani Maratón

matarme sólo para descargar tu frustración como perdedor, para eliminar


a todos los que son mejores que tú. Lo has soñado siempre, por detrás...
—No... no es verdad —Eucles apoya también el otro codo, el que está en
el lado de la abertura. Se ahoga, vencido como está por el dolor.
—Es verdad, vaya si lo es. No tienes escrúpulos igual que yo, pero eres
menos hábil. Mucho menos. Has tenido siempre tus ambiciones, pero te ha
faltado siempre el coraje suficiente para realizarlas. El mundo está lleno
de gente como tú. Gente que piensa en grande y actúa en pequeño.
Confusa e irresoluta, incapaz de probar sentimientos de verdad nobles
pero igualmente de poner en marcha aquellos poco nobles que se
encuentran radicados en el alma. ¡Me dais asco!
Eso sí que no. La moral, la lección de vida de Tersipo, eso no. Y el
problema es que, probablemente, tiene razón.
Eucles gira el busto, combatiendo con los pinchazos que el movimiento
le provoca, y arrastra hacia delante una rodilla. Luego la otra. Tose por el
esfuerzo, le cae la sangre de la boca. Pero por fin se encuentra de rodillas.
—¡Felicidades! ¡Mira lo que puede llegar a hacer un hombre muerto!
Frustrado, sediento de venganza, eternamente perdedor, mezquino y...
muerto.
Tersipo se detiene delante de él.
Ahora. Tiene que aprovechar la situación ahora. Tersipo no se espera
que tenga todavía la fuerza para realizar otro ataque. Eucles intenta
disimular el movimiento hasta el último instante. Luego agarra el kopis
con ambas manos y realiza un golpe en horizontal, de derecha a izquierda,
apuntando a las pantorrillas de Tersipo.
Por algún motivo que no sabe explicarse, el ataque se queda vacío. El
movimiento le desestabiliza y termina de nuevo en el suelo, con la cara
sobre la arena. La espada todavía sujeta en la mano derecha.
Y escucha de nuevo la absurda risa de Tersipo.
—¿Pero no te he dicho ya que eres patético? ¿No te das cuenta de lo
lento que eres? ¡Pareces tener en la mano un peso enorme y no una
espada! ¡No matarías ni siquiera a un niño! Es más —añade Tersipo—, me
parece un peso demasiado grande para un hombre en tus condiciones.
Mejor quitártelo...
Se acerca a Eucles y con una patada, justo en el costado abierto, le da
la vuelta. Eucles, ahora boca arriba, emite un grito atroz. Tersipo realiza
otro ataque, que esta vez le alcanza la mano en que sujeta la espada.
Otro grito, ahora a pleno pulmón. La espada se cae del brazo
agonizante, junto a dos dedos. Salpicaduras de sangre inundan la
empuñadura del arma, abandonada en el terreno.
—¿Sabes por qué te hago todo esto, Eucles?

~233~
Andrea Frediani Maratón

Pero se trata de una pregunta sin respuesta. Eucles no tiene ni siquiera


la fuerza para hablar. Se tienta la mano herida, contorsionándose por el
dolor. Dolor por todas partes.
Tersipo le da una nueva patada, esta vez mucho más fuerte. Eucles se
la esperaba y ha intentado protegerse. El pie de Tersipo le ha alcanzado
en parte de la cara y en parte del costado dolorido. Sangra de la nariz.
—Por... ¿por qué? —dice apenas en un susurro. Pero Eucles sabe que
tiene que pronunciarlo si quiere evitar más dolor. Más del que ya le invade
por todo el cuerpo.
—Porque has tirado a la basura tu vida. Porque podías haber sido
alguien y no has sido nada. Ni uno bueno ni uno malo, ni uno fuerte ni uno
débil, ni valiente ni cobarde, ni activo ni pasivo. Has tirado tu existencia,
torturándote a ti mismo con tus angustias, tus inseguridades y tus miedos.
Has sido siempre el peor enemigo de ti mismo, y ahora te estoy
demostrando lo que te has infligido. Y te odio por lo que te has hecho. En
la primera competición del efebato ganaste, y sobre todo derrotaste tus
miedos, demostrándome lo que eras capaz de hacer. Así que sabías bien
lo que podías hacer. Y sin embargo, no lo supiste repetir y te convertiste
en el peor de los mediocres. Y ha sido como si me lo hubieras hecho a mí,
que creía en ti. Has sido una decepción enorme, también para ti mismo, y
esto te hizo siempre cada vez más mezquino. Te mereces todo lo que te
estoy haciendo, por lo que te has hecho a ti mismo. Y por lo que has hecho
a Filípides. Eres tú el verdadero asesino de tu viejo amigo, ¡yo soy sólo el
ejecutor material!
Cada palabra es como una cuchillada para Eucles, un golpe más en su
cuerpo ya magullado. Tersipo está loco, eso es evidente. Quizás lo ha
estado siempre, desde aquella primera vez en la que le ofreció aquel
pacto, aquella elección entre ser amigos o enemigos. Pero esto no le hace
menos lúcido en sus análisis. Eucles se da cuenta de que ha perdido la
túnica que llevaba envuelta en la cintura. El lino manchado de sangre está
a su lado, entre su brazo y el pie de Tersipo. Agarra una esquina. Luego
intenta sujetarlo con la mano, a la que le falta el dedo índice y el medio.
Luego acerca también la otra mano y se ayuda.
Y realiza el acto. Es la suma de los dolores que está probando, el total
de las frustraciones que está viviendo, lo que le da la fuerza para arrojar la
túnica contra la pantorrilla de Tersipo, esperar un instante para que se le
enrolle y luego tirar.
Tersipo vuela por los aires. Eucles agarra la propia espada, que el otro
le ha dejado a su lado, toma fuerzas, se levanta del suelo con el busto,
alarga los brazos agarrando el pomo con ambas manos y clava la hoja en
el cuerpo del adversario, todavía en el suelo, de lado.
El hierro penetra, corre, se insinúa por el costado de Tersipo, quien
lanza un grito desgarrador, respira con dificultad, da vueltas, se abandona
boca arriba sobre el terreno, abre los ojos, mira a su asesino, el hombre al
que había llamado muerto, y emite un susurro prolongado.

~234~
Andrea Frediani Maratón

Luego se convierte en una estatua.

Por lo que parece, la batalla para Antioquea y Leóntidas había


terminado. Habían sido los dos regimientos sobre los que más había
pesado el enfrentamiento, las unidades que habían padecido más
pérdidas, y por lo tanto se les dejó descansar antes que al resto. ¿De qué
otra forma se podía explicar?, se dijo Eucles. ¿Acaso no era descansar
perseguir a los prisioneros y tomar el campamento enemigo mientras las
otras tribus seguían combatiendo en la playa?
Eucles no estaba contento en absoluto. Necesitaba más tiempo para
colmar el abismo con Filípides. Ignoraba cómo se había comportado
Tersipo, pero tenía la impresión de que también él se había empeñado
mucho, y además, Tersipo se sabía desenvolver con la gente, y
seguramente habría encontrado el modo de que los oficiales le apoyaran
con sus juicios.
Vamos, que estaba destinado a perder una vez más.
¡Por todos los dioses! ¡Se había encontrado teniendo que enfrentarse a
dos de los mejores hombres de Atenas! ¡No tenía que echarse mucho a la
cara después de haber perdido! A fin de cuentas, cualquier otro no habría
tenido una vida fácil con Filípides y Tersipo al lado. Cualquiera que les
desafiara podía sólo esperar a que murieran para poder superarles. Pero
no estaban muertos. Habían corrido riesgos mortales, incluso más que él
quizás, y no estaban muertos, ni se habían visto diezmados en ninguna
parte del cuerpo. Los dioses estaban con ellos, y sobre todo con Filípides,
por lo que se veía.
Y no lo habían estado nunca con él.
Mientras procedía hacia el campamento persa, Eucles cogió
directamente en consigna a un grupo de prisioneros que le entregó el
lochago. Notó que Filípides, poco antes que él, había recibido más. Se
fiaban más del hemerodromo, obviamente. Un primer reconocimiento de
su superioridad. Y sin embargo, si no hubiera sido por Filípides, Eucles
estaba seguro de que le habrían asignado a él el premio como mejor
combatiente de todo el regimiento...
Pero en su camino también estaba Filípides. Lo había estado siempre,
desde que habían sido pequeños. El éxito había sido siempre para él, a
pesar de lo que Eucles hiciera para superarlo o para dejarse ver.
La columna entró en el campamento persa. El ejército de Datis había
abandonado todo rápidamente. En algunos sectores del terreno se veían
las señales de la presencia de tiendas y de agujeros para los piquetes de
los tirantes. En aquellos casos los soldados habían tenido tiempo de
desmontar las tiendas y embarcarlas con ellos. Pero en la mayor parte de
los sectores las tiendas estaban todavía allí, abandonadas, o bien

~235~
Andrea Frediani Maratón

desmontadas y abandonadas en el suelo. Los hoplitas encargados de los


oficiales fueron entrando en cada tienda, en grupos de tres, para reunir
todo lo que podía constituir un botín. Salían con mantas, indumentarias,
de vez en cuando armas. Sólo rara vez Eucles les escuchaba felicitarse por
haber encontrado alguna joya o telas preciosas, fruto, con toda
probabilidad, de las correrías realizadas por la flota en las islas que habían
encontrado a lo largo del recorrido desde Asia hasta Grecia.
Los soldados eran particularmente solícitos y celosos en los pabellones
más amplios, que habían seguramente acogido a los comandantes y los
dirigentes más importantes. Los controlaban con más atención, pero
salían de ellos decepcionados. Había quien aplicaba el fuego por la
frustración, recibiendo luego las protestas débiles de los oficiales.
Por lo que parecía, el botín que Milcíades había previsto para Arístides
como mercancía de cambio no era tal. El estratega seguramente tendría
algo que decir con posterioridad. Por el momento los soldados habían
recogido sobre todo armas, con las que levantar el trofeo de la victoria.
Porque había sido una gran victoria, Eucles se dio cuenta de que tendía
a olvidarlo. Absorbido como estaba por los asuntos personales, no había
prestado atención al desarrollo de la batalla en general. Por lo que se veía,
el sector central de la alineación griega, aquel en el que había combatido,
había sido el único que había rozado el derrumbe. Desde su óptica, el
enfrentamiento podría haberse perdido y, en cambio, las alas griegas
habían prevalecido desde el principio, tanto que habían podido permitirse
separar una parte de los efectivos para apoyar al sector en dificultades.
Ahora se trataba sólo de establecer la entidad de la victoria, impidiendo a
los fugitivos en la playa embarcarse en la flota.
Vamos, había sido de todos modos un triunfo. El primer gran
enfrentamiento entre el imperio más amplio y poderoso del mundo y los
atenienses se había resuelto a favor de los griegos. Un acontecimiento
que se vería celebrado en los siglos siguientes como la guerra de Troya.
Debería estar feliz por aquello, pero no lo conseguía. Para él, en
realidad, se había tratado de una derrota. La enésima. La más importante.
La más desoladora.
Notó carcasas de animales amontonados en varios sectores del
campamento. Al principio, pensó que se trataban de bestias de tiro que los
persas en fuga no habían tenido tiempo de llevarse consigo hacia las
naves y que, por tanto, habían decidido no dejar vivas en mano de los
vencedores. Luego vio que se trataban de caballos, en su mayor parte. Y
muchos estaban todavía vivos. Yacían sobre un costado, con la cabeza
reclinada, relinchando y quejándose, en agonía, con los tendones de las
patas rotos. Estaba claro, los caballeros habían escapado hacia las naves
sin poder llevarse consigo a los animales. Y los habían matado o dejados
cojos, en decenas, o quizás centenares, para evitar que los griegos los
usaran para volver antes a Atenas. Algún hoplita piadoso los degollaba,
pero la mayoría estaba más pendiente en registrar las tiendas que en

~236~
Andrea Frediani Maratón

ahorrar la agonía de las pobres bestias, que habían cruzado el mar sólo
para ser torturadas por sus propios dueños.
También había cadáveres de persas entre una tienda y otra. Y los
heridos y enfermos, abandonados por los compañeros. Muchos habían
sido maltratados por los platenses y por Ayántide durante la persecución
hasta los márgenes de las marismas de los alrededores. Eucles no dudaba
de que la escasez del botín fuera debida también al paso precedente de
las otras unidades. A pesar de estar todavía ocupadas en el
enfrentamiento, habían seguramente encontrado el modo y el tiempo para
recoger objetos de valor.
Eran muchísimos los persas que no estaban en condiciones de combatir.
Muchos no parecían tener ni vendas ni otros cuidados, pero presentaban
un feo color que podía ser únicamente el fruto de una prolongada cercanía
a las marismas insanas. Una semana transcurrida en aquellas condiciones
climáticas tenía que haber postrado a los que estaban acostumbrados al
clima seco de Asia. Y sin embargo, los persas habían combatido con
tenacidad en la batalla.
Observó de nuevo a Filípides, que le precedía en la columna ya
deshilachada en pequeños equipos. Determinado, seguro de sí mismo,
avanzaba buscando heridos, obligando a los que estaban mejor a
levantarse o dándoles el golpe de gracia a quienes estaban peor. Jamás
una duda ante lo que tenía que hacer. Se imaginó en su lugar: no habría
sido igual de eficiente. Habría dudado a la hora de matar a los heridos, se
habría dejado condicionar por las protestas de quienes no querían
levantarse, no habría logrado jamás imponer su propia autoridad y habría
tenido mil preocupaciones...
Descubrió sólo después de unos instantes lo que de verdad estaba
ocurriendo. Había visto avanzar a dos persas que no parecían heridos ni
formar parte de los grupos de prisioneros. Luego notó que uno de ellos
tenía una espada y el otro demasiadas cimitarras consigo. Se acercaron al
grupo de Filípides de escondidas, apuntando directamente al griego y al
compañero que escoltaba a los prisioneros. Y vio al amigo ya vencido.
Filípides, de hecho, no se había dado cuenta de nada. Avanzando tras
ellos, Eucles podía observarles detrás de una tienda. Por lo que parecía, se
dijo, asistiría a la muerte del amigo sin poder hacer nada. Claro, podía
gritar, avisarle, pero aquellos no tenían ya nada que perder y les matarían
de todos modos, antes de ser detenidos por otros hoplitas del
campamento.
Sí, Filípides estaba vencido. Y el desafío entre Eucles y Tersipo seguiría
todavía en pie. Lo sintió, a fin de cuentas, al principio del enfrentamiento
Filípides le había salvado la vida a él, y ahora él no tenía la posibilidad de
devolverle el favor.
¿O quizás no quería devolverle el favor?

~237~
Andrea Frediani Maratón

Luego sintió que el otro hoplita que formaba parte de su patrulla de


búsqueda se acercaba. Muy pronto también él notaría los movimientos de
los persas, y Eucles no habría podido escapar a su reprimenda por haber
hecho como si nada. Algo tenía que intentar. Al menos si lograba
intervenir a tiempo saldarían las cuentas, y se anularía la ventaja de
Filípides sobre él.
—¡Dos persas armados! ¡Atención! —gritó, dejando en su sitio al
compañero y corriendo hacia delante. Le dio la vuelta a la tienda y arrojó
la lanza hacia el persa que ya se encontraba cerca de la espalda de
Filípides. Alcanzó al enemigo, carente de armadura, en el pleno de la caja
torácica, y éste emitió un quejido, desplomándose y llamando por fin la
atención del hemerodromo. El otro persa, que tenía en la mano las armas
para distribuir a los prisioneros, las dejó caer todas menos una espada,
que utilizó para defenderse inmediatamente del asalto de Filípides.
Fue un duelo breve. Cuando Eucles alcanzó al amigo, Filípides había ya
traspasado el esternón del adversario, que cayó pesadamente sobre las
armas abandonadas, provocando un intenso ruido de hierros.
Filípides miró a Eucles y luego indicó con un gesto al otro persa
alcanzado por la lanza.
—¿Has sido tú, eh? —dijo sonriendo.
Eucles asintió sin convicción alguna. Se sentía profundamente
avergonzado y no sabía cómo explicárselo.
—Me has salvado la vida. Eres un verdadero amigo, Eucles —declaró
solemnemente, poniéndole una mano sobre el hombro con la sonrisa
franca que exhibía en cada circunstancia.
—Ya. Un verdadero amigo... —respondió con la boca medio cerrada, sin
sentir satisfacción alguna.

Esquilo se precipitó hacia el costado de la nave por el que había visto


desaparecer a su hermano. Vio salir a flote algo que se parecía vagamente
a un brazo, y luego otro.
Cinegiro jadeaba, intentando desesperadamente sacar la cabeza del
agua. Pero sin las manos, no conseguía darse el empujón.
El poeta se liberó del escudo y de la lanza y avanzó en el agua de forma
frenética, caótica, a mitad de camino entre la natación y los saltos.
Alcanzó a su hermano, pero tuvo que luchar con él para inmovilizarle y
sacarlo a la superficie. Cinegiro se había vuelto loco ante el dolor y la furia
por su propia impotencia, y seguía agitándose desesperadamente.
—¡Para! ¡Soy Esquilo, tu hermano! ¡Para y te llevo a la orilla! —le gritó
el hermano.

~238~
Andrea Frediani Maratón

Sólo entonces Cinegiro pareció reconocerlo. Un resplandor de lucidez


pareció asomar en sus ojos.
—¿Qué es lo que llevas a la orilla, el resto de un naufragio? Los restos se
quedan en el mar... —respondió. Había bebido agua y las palabras le
salieron entre borbotones.
—Estás vivo. Esto es lo que importa. ¡Ven conmigo! —respondió Esquilo,
intentando tirarlo hacia arriba. Pero el hermano era mucho más pesado
que él y si decidía oponer resistencia, le quedaba bien poco por hacer.
Cinegiro miró sus muñones.
—No estoy vivo. He perdido las manos, y sin ellas ya no puedo ser un
guerrero. Para mí no hay ningún motivo por el que seguir viviendo.
En ese punto, no sólo no siguió a Esquilo, sino que empleó sus fuerzas
para sumergirse de nuevo.
El hermano lo agarró por un brazo e intentó arrastrarlo consigo. Pero
Cinegiro mantenía la cabeza metida bajo el agua y era como un ancla. Los
pies de Esquilo dejaron de tocar el fondo. Tiró con todas las fuerzas y
consiguió moverlo a duras penas, arrastrándolo unos pasos. Lo sentía dar
patadas y mover los brazos, pero estuvo duro y siguió moviéndolo, si bien
poco, concentrándose sólo en los pobres movimientos.
No supo cuánto tiempo había pasado cuando se dio la vuelta para ver
por qué cada vez le costaba menos arrastrarlo. Se detuvo y notó que el
hermano no reaccionaba. Y ya se encontraba mucho más cerca de la orilla
que de la nave desde la que le había ido arrastrando. El fondo era muy
bajo, el agua le llegaba hasta las rodillas. Asaltado por el terror, levantó a
su hermano de forma que pudiera ponerlo sentado. Pero Cinegiro ya no se
aguantaba. El rostro reclinado sobre el pecho no daba ya señales de vida.
Durante unos instantes Esquilo esperó que hubiera perdido el sentido.
Apoyó el oído en el corazón, luego la nariz, pero no encontró ninguna
señal vital. Se desplomó sobre las rodillas, gritó y lloró, desesperado.
Acarició durante largo tiempo el rostro de Cinegiro, lo abrazó contra su
pecho, justo bajo su barbilla, y sus lágrimas se derritieron en el agua,
donde flotaba la melena de su hermano muerto.
Cinegiro había renunciado a vivir después de haber entendido que no
podría volver a ser un guerrero. Y él, en cambio, había despreciado
siempre un papel por el que su hermano había entregado su vida y al que
había dedicado toda su existencia. Si hubiera combatido también él, si
hubiera hecho su propio deber, quizás se habría encontrado junto a
Cinegiro en el momento crítico y habría impedido a aquel persa que le
cortara ambas manos.
Cinegiro había combatido por ambos. Había muerto por ambos. Había
tenido que empeñarse más de lo necesario para mantener alto el honor de
la familia, que él con su apatía habría hecho naufragar.

~239~
Andrea Frediani Maratón

No podía haber muerto en vano. Los dioses gastaban extrañas bromas,


de vez en cuando. Si habían sido tan perversos para que presenciara su
muerte, quizás pretendían lanzarle un mensaje. Quizás querían que le
revelara el testigo. Que siguiera la obra de Cinegiro.
Pero aquello que querían los dioses no le importaba en aquel momento.
Porque ahora estaba listo. Era él quien quería continuar la obra de
Cinegiro. La mejor forma para honrar la memoria del adorado hermano era
emularlo.
Terminó de arrastrar al hoplita hasta la orilla y luego miró la nave junto
a la que Cinegiro había muerto. Quedaban todavía hoplitas alrededor e
incluso sobre la misma. Más allá del costado divisó también la silueta de
Estesilao, rodeado por persas, el estratega combatía con tenacidad igual
que su hermano. Esquilo recogió una lanza y un escudo entre los tantos
diseminados a lo largo de la playa y corrió de nuevo en el agua para
lanzarse hacia la embarcación. En breve se quedó bajo el costado. Todos
los persas a bordo se encontraban ocupados contra los hoplitas ya
subidos, menos uno, que le vio e inmediatamente arrojó su lanza hacia
donde él estaba.
Esquilo evitó el golpe con un salto de una rapidez que le asombró a sí
mismo, y atacó a su vez. La punta de su lanza alcanzó completamente el
dorso de la mano del enemigo, y la clavó en la madera del costado. El
asiático dejó caer su arma, lanzando un grito de dolor. Esquilo dejó la
lanza clavada donde estaba y extrajo de la cintura el kopis. Luego se dio el
empuje agarrándose con el brazo izquierdo en el costado, y con el derecho
alcanzó la garganta del adversario, que arrancó de cuajo.
Gracias a su actuación pudo subir imperturbable. Repuso la espada,
recuperó la lanza y se lanzó con grandes pasos hacia el sector donde
combatía Estesilao. El estratega y un hoplita estaban rodeados. Cinco
persas les estaban encima, mientras los otros griegos estaban algo más
distantes y tenían que vérselas con otros enemigos. Esquilo se arrojó
contra uno de los adversarios del comandante, lo sorprendió de lado y lo
atravesó de una parte a la otra con la lanza. Sólo entonces los otros se
dieron cuenta de su presencia. También Estesilao lo notó. Esquilo captó
una expresión de sorpresa en los ojos, entre las hendiduras del casco,
pero vio también una profunda herida en el muslo.
El estratega estaba herido gravemente y perdía mucha sangre. Y a
pesar de ello estaba de pie y combatía, aunque se mantenía más bien a la
defensiva. Esquilo tuvo el tiempo justo para extraer la lanza del hombre
que había transformado en un cadáver. El otro adversario, que se dirigía
hacia Estesilao, se le encaró. El poeta lo empujó con el escudo y luego le
golpeó con el asta recién extraída, atontándolo y lanzando una vistosa
mancha de sangre en el gorro de piel.
Antes de que el hombre recuperara el equilibrio y la lucidez, Esquilo usó
de nuevo la lanza, esta vez con la punta, y se la clavó en toda la frente.
Extrajo la cúspide, en la que se encontraba depositada materia cerebral, y

~240~
Andrea Frediani Maratón

se dirigió a los otros tres persas. Estesilao había pasado a ayudar al otro
compañero pero la herida no le permitía moverse tan rápidamente para
evitar que otros adversarios le atacaran o hicieran presión sobre él. Uno
de estos le alcanzó el brazo con la cimitarra, abriéndole otra herida de la
que salpicó gran parte de la sangre que todavía le quedaba en el cuerpo.
Esquilo se arrojó contra el persa, atacándole con la lanza pero aquel
paró ésta con el escudo y el asta se rompió por la mitad. El poeta lanzó un
grito y empuñó la espada, avanzando de un paso con el costado protegido
hacia delante. Con el propio escudo apartó hacia el suelo el escudo del
adversario y lanzó un ataque vertical con la espada, desde arriba,
abriendo en dos el cráneo del asiático.
Mientras tanto el otro hoplita había sido atravesado por uno de los dos
enemigos. Estesilao se levantó con fatiga y, tambaleándose, se acercó a
los persas. Cubierto de heridas, tenía los brazos casi inertes, y con
dificultad conseguía mover la espada. Esquilo se dio cuenta e intentó
meterse entre él y los otros dos, pero uno ya había conseguido realizar un
ataque en profundidad con la lanza. El poeta arrastró el asta cuando ya la
cúspide había penetrado en el hombro del estratega. Estesilao cayó de
rodillas, con parte del asta clavada en el cuerpo, mientras Esquilo le
clavaba la espada al enemigo antes de que pudiera extraer la cimitarra de
la cintura.
Pero mientras tanto también el otro persa había decidido liberarse de la
lanza, que era inútil en un cuerpo a cuerpo. Y la arrojó a su vez hacia
Estesilao, alcanzándole en el abdomen. El estratega, ya de rodillas, se
inclinó hacia delante, pero se quedó en posición erguida, con la parte
posterior del asta que le servía de apoyo sobre el puente de la nave.
Esquilo golpeó contra la hoja del adversario un par de veces, antes de
ejecutar el ataque ganador y alcanzarle bajo la axila.
El poeta se acercó junto a su comandante, en cuyos ojos todavía
quedaba un brillo de vida.
—Ahora combates... como tu hermano —murmuró el estratega, antes
de cerrar los ojos y quedarse helado.
Nada podría enorgullecer más a Esquilo. Miró a su alrededor. Los
hoplitas estaban aumentando. Alcanzó a un compañero que se encontraba
en dificultad y degolló a su adversario sorprendiéndolo por el lado
descubierto. Luego miró al otro lado del costado del barco. Más griegos
estaban ocupados en el puente de una nave a pocos pasos de distancia.
Se movió hacia dos compañeros que se acababan de liberar de sus
respectivos enemigos.
—Esta nave ya es nuestra —dijo con un tono autoritario—. Venid
conmigo. Ahora hay que tomar aquella —añadió, indicando el siguiente
objetivo.
Sin esperar a que le siguieran, saltó por el costado hasta el agua,
moviéndose hacia la otra nave.

~241~
Andrea Frediani Maratón

Por Cinegiro.

~242~
Andrea Frediani Maratón

XX

Las murallas de Atenas. Están ahí, a breve distancia de él. Y sin


embargo parecen estar al otro lado de Grecia. Eucles arranca, casi
arrastrándose por el terreno y dejando atrás un rastro de sangre. Se ha
dejado atrás también los harapos de la túnica. También la espada. Ha
dejado detrás los dedos que le han arrancado.
Ha dejado atrás a Tersipo.
Ha ganado esta vez. A diferencia de cuanto afirmaba el traidor, ha sido
Tersipo el perdedor. Ha sido él quien tenía la victoria en un puño y la ha
arrojado. Eucles piensa en todas las veces en las que se ha sentido
vencedor y luego, por inseguridad y miedo, ha malgastado la ocasión.
Tersipo ha arrojado todo por exceso de seguridad, en cambio.
Acostumbrado a tener que vérselas con un perdedor, se ha demorado, le
ha herido tan sólo y ha permitido a Eucles que remontara.
Ha ganado él la apuesta. Sólo que la apuesta por Ismene se ha
transformado en una prueba para establecer quién era el mejor. Y de
competición deportiva se ha transformado en un desafío hasta la última
gota de sangre, sin exclusiones. Otro desafío hasta la muerte.
Y han muerto los tres, de hecho. Pero para que haya un vencedor tiene
que llegar a Atenas. Y aquella es la meta. Sería una broma de mal gusto
horrible haberse liberado de sus dos opositores, haber matado a Tersipo
contra cualquier posibilidad y luego morir delante de la muralla de Atenas
sin haber tenido la posibilidad de poner a salvo la ciudad. Eso sí que sería
ser un perdedor.
Y sin embargo, puede ocurrir. Es más, lo más probable es que ocurra.
Eucles se mira la herida. El flujo de sangre casi se ha detenido pero sólo
porque siente que no tiene casi más sangre en el cuerpo. Ni vida. Y ya se
encuentra invitado del más allá, pero tiene que llegar antes a Atenas,
antes de que lo que quede en su cuerpo pierda cualquier residuo de
funcionalidad.
sólo la voluntad que le tiene agarrado a la existencia terrenal, esa
voluntad que le ha faltado durante toda su vida y que consigue ahora
encontrar, le empuja. Precisamente ahora que se ha transformado en un
espectro.
Araña el terreno para arrastrarse hacia delante. Agarra todo lo que logra
coger con la mano, piedras, arena, metiendo sin piedad los muñones de

~243~
Andrea Frediani Maratón

los dedos en el polvo, haciéndose más daño para mantenerse con vida,
para sentir cada vez un escalofrío que le resucite de vez en cuando, justo
lo suficiente para mantenerse vivo. Sabe que el momento en que no sienta
más dolor estará muerto. Y entonces usa con fuerza los dedos heridos,
extiende el tronco hacia delante alargándose, se arrastra sobre las piedras
el brazo izquierdo lleno de cortes, golpea la cabeza contra el suelo, y cada
vez siente un rugido subirle por lo más profundo de la garganta y
retumbarle en los oídos.
se trata de una nueva victoria sobre la muerte.
Es como si con cada palmo que gana hacia Atenas, realizara un nuevo
asalto a la muerte. Sabe que no podrá hacerlo durante mucho tiempo. Sus
ataques son cada vez más fuertes y las propias fuerzas más débiles. Pero
sigue, porque no le queda otra ocasión. Cualquier cosa es mejor que
quedarse parado, en espera de una muerte inútil que verifique su eterno
papel de perdedor.
Y cada dolor, por terrible, desgarrador y devastador que sea, puede ser
el último que sienta. Se lo provoca, es él quien decide cuándo tiene que
llegar, es un género de tormento donde es él mismo quien indica la
cadencia y la intensidad. No es una tortura que un verdugo le propina
cuando menos se lo espera.
Pero es siempre más difícil avanzar. Al desangrarse progresivamente
logra cada vez estar más débil. Cada movimiento es más pesado que el
anterior, y está alimentado sólo por el impulso del dolor. Sus movimientos
son como espasmos de la muerte.
Es el vacío lo que tiene que combatir. La inconsciencia que podría llegar
de un momento a otro. Llenar ese vacío con el dolor es la única
posibilidad. No hay otra manera de lograrlo.
Levanta la cabeza e intenta valorar la distancia de la muralla. Pero lo ve
todo nublado. Todo ha oscurecido, quizás está atardeciendo o quizás es
solo la luz de su vida la que se está apagando. Pero el contorno de la
muralla le parece más cercano, consigue incluso definir las almenas, y le
parece entrever algunas siluetas que caminan por encima, de un lado a
otro, adelante y atrás...
O quizás se lo está sólo imaginando, quizás se encuentra delirando justo
antes de la muerte. Quizás imagina lo que debería ver, y en realidad todos
los esfuerzos por dejarse atrás el cuerpo sin vida de Tersipo no le han
servido para nada. Quizás el antiguo amigo está todavía allí, precisamente
detrás de él. No está muerto y le mira socarrón, mitigando su agonía con
la satisfacción de verlo fracasar por enésima vez.
Pero que se trate de la muralla de Atenas o de una proyección de su
imaginación da igual, tiene que seguir avanzando. Lo peor que le puede
ocurrir es morirse, a fin de cuentas, y no ver ya nada más, salvo las
tétricas y húmedas puertas del Hades.

~244~
Andrea Frediani Maratón

Se araña los codos intentando empujarse hacia delante y no sólo con las
manos sucias, pues tienen las yemas de los dedos consumidas y
quemadas. Lucha por mantener elevada la cabeza, no lo consigue y la
golpea contra el suelo, avanza arrastrando la cara por el terreno. Su rostro
se convierte en una máscara de sangre, pero le recuerda que sigue vivo, a
pesar de todo.
—¿Quién eres?
Una voz, justo encima de él. Eucles levanta de nuevo la cabeza, y lo ve
de pie. Cuatro, seis, ocho o sólo dos que su vista acaba de multiplicar
hasta el infinito.
—Soy Eucles... del regimiento de Antioquea. Me... me envía Arístides —
balbucea Eucles con un escalofrío de terror. Podrían ser emisarios de los
Alcmeónidas. Pero no puede hacer ya nada.
Un hombre se agacha sobre él. ¡Tiene las espinilleras! Se trata de un
soldado.
—¿Quién te ha dejado así? ¿Los persas? Hemos visto algunos que se
movían a lo lejos y han llegado hasta la muralla...
Eucles duda.
—Sí, sí. Ellos —afirma, y piensa que ojalá no sean hombres de los
Alcmeónidas.
—¿Traes noticias de la batalla? —le pregunta otra voz. Entonces son
más de uno.
—Sí. Llévame... en presencia de los arcontes. Inmediatamente —dice.
Hay sólo un modo para saber quién les da las órdenes.
—¡Dinos enseguida qué es lo que ha ocurrido!
—Ante los arcontes, he dicho —repite Eucles no ha hecho todo ese
camino para llevar a cabo su tarea ante un mísero soldado y morir justo
fuera de la muralla de Atenas. Su victoria será completa sólo si logra
realizar el anuncio a un oficial. Su rescate será total si puede explicar
cómo han ido los hechos. Si aquellos hombres son gente del clan que ha
traicionado a Atenas, su vida terminará allí, en ese momento.
Los soldados, todavía no ha entendido cuántos son, discuten entre ellos.
No está capacitado para entenderlos, pero después de pocos instantes le
agarran delicadamente y le ponen de pie, sujetándolo por los brazos.
Con atención, un paso tras otro, evitando en todo lo posible darle
tirones, le ayudan a moverse.
—¡Más rápido, más rápido! No me queda mucho tiempo. ¡Y a vosotros
tampoco! —avisa. No le importa si siente dolor. Tiene demasiadas cosas
que hacer antes de morir, y no puede tomarse su tiempo.
Los soldados dudan, asombrados. Tienen que haberse quedado
sorprendidos por su tono lleno de desesperación porque avanzan con una

~245~
Andrea Frediani Maratón

mayor decisión. Los siente decir a otro grupo que les precedan corriendo y
avisen a los arcontes de su llegada. No sabe decir cuánto tiempo ha
pasado desde que han cruzado la entrada de la ciudad. Le parecer ver
calles, habitaciones y lugares familiares, pero todo queda confundido,
nublado e indiferente ante él. Oye las voces de la gente, tiene la impresión
de que se ha formado un remolino tras él. Los otros componentes del
grupo mantienen alejados a los ciudadanos, que parecen amontonarse a
su alrededor.
Ahora le parece que está en el ágora. Quizás está pasando junto al
monumento de los Héroes Epónimos, el que se levanta de lado es el
Tholos. Quiere decir que están delante del Bouleuterion. Siente que le
suben por las escaleras. Cada escalón es un pinchazo horrible. Tiene que
haber gritado, porque se detienen.
—¡No os paréis! ¡Subid! —reacciona con insospechada energía.
Los soldados se mueven de nuevo, alcanzan la plataforma, superan las
columnas y llegan a la entrada. Le llevan más allá, entrando en el aula, y
luego se detienen. Eucles levanta la mirada. Entrevé unas figuras
sentadas en los escaños: ¡los arcontes! Intenta contarlos pero es un
esfuerzo mental demasiado grande y renuncia después de los tres
primeros. Quizás no están los nueve, pero no importa.
—¡Eucles de Antioquea! ¡Has sido un héroe llegando hasta aquí a pesar
de tus heridas! —dice una voz con autoridad que no es capaz de
reconocer—. ¿Nos traes noticias de la batalla de Maratón?
Es un héroe, ahora. Lo ha dicho el arconte. Por fin.
Ha ganado él.
Con un último esfuerzo, se suelta del apoyo de los soldados. Un héroe
está de pie, sólo, cuando hay que hablar.
Se tambalea. Todo gira a su alrededor. Sus interlocutores no están
firmes ni un instante. Tiene que hablar rápido. Un héroe no se desploma
antes de haber completado su último deber.
—Victoria conseguida. Pero la flota enemiga está viniendo hasta aquí.
Preparaos para un asedio, al menos hasta que vuelva nuestro ejército —
dice todo de seguido, antes de caerse.
Siente que uno de los soldados se acerca y hay un vocerío de fondo.
Luego un clamor ensordecedor. La noticia se ha propagado más allá de la
entrada de Bouleuterion.
Pero él tiene todavía una cosa que hacer. Es un héroe, ahora, pero un
héroe sin honor. Tiene que restituir el honor a Filípides. Y a sí mismo, por
lo que le toca.
Agarra el brazo de un soldado que se ha agachado ante él.
—Llé... vame ante Ismene, la sobrina de Hipias. Te lo ruego,
enseguida...

~246~
Andrea Frediani Maratón

El descanso era un lujo que ningún vencedor podía permitirse. Quedaba


todavía mucho por hacer, a pesar de que la batalla había terminado. Los
oficiales se veían obligados a dar patadas a soldados a quienes les habría
gustado cubrir de elogios para obligarles a levantarse y realizar las
obligaciones que los comandantes esperaban que llevasen a cabo. Había
que volver inmediatamente a Atenas para anticiparse a la llegada de la
flota persa.
Si bien, antes incluso, era necesario realizar algunas actuaciones sin las
que la victoria no tendría eficacia. Había que reunir a todos los griegos
muertos, para poder rendirles los honores debidos una vez que hubiera
pasado la crisis. Los dioses y los espíritus de los héroes epónimos no
habrían agradecido que guerreros valerosos y valientes, que habían dado
su vida por la salvación de la patria, fueran abandonados allí donde habían
caído, junto a los oscuros enemigos, en manos de animales nocturnos o de
saqueadores.
Había que subir las siete naves que Ayántide había logrado capturar, y
ponerlas al seco. Serían muy útiles a la flota ateniense, y era de todos
modos oportuno evitar el riesgo de que, con un golpe de mano, los persas
volvieran a buscarlas abordándolas en el mar.
Y luego había que apagar todos los incendios que amenazaran con
extenderse. Terminar de registrar y reunir todo el botín antes de que se
encargaran los habitantes del lugar o incluso los espartanos, que se decía
estaban a punto de llegar. Montar un hospital de campaña para los heridos
que no eran capaces de caminar. Y construir un recinto para retener a los
prisioneros que el Estado Mayor no pensaba en absoluto llevar consigo
para no correr el riesgo de entorpecer la marcha.
Por último, era necesario establecer quién se quedaría controlando la
llanura y quién realizaría el trofeo de la victoria, cuya ubicación todavía
quedaba por decidir. Había quien consideraba justo hacerlo en el punto
donde Antioquea y Leóntidas habían comenzado a correr, o donde habían
sido socorridos por los platenses y por Ayántide. Otros pensaban que era
más justo levantarlo junto a la playa; algunos, a la altura del campamento
persa. Y otros varios, donde se había producido el impacto entre los dos
ejércitos.
Los hoplitas desarrollaban los encargos que les habían asignado
hablando animadamente entre ellos, comentando las diferentes fases de
la batalla que se acababa de concluir, y magnificando cada uno el propio
papel del enfrentamiento. Se discutía de los persas y de sus capacidades
bélicas sobre todo. Había quienes se habían quedado decepcionados,
encontrándolos menos habilidosos de lo que se esperaban, y quienes en
cambio consideraban que se habían enfrentado a enemigos valientes y
expertos. Y se discutía también sobre quién era el guerrero más valiente
de la tribu, quién merecía el premio como mejor combatiente. Y todos

~247~
Andrea Frediani Maratón

alababan la estrategia y la clarividencia de Milcíades, no de menor valor y


habilidad que Calimaco (cuyo cuerpo había sido colocado con cuidado a
una cierta distancia del resto).
Quedaban quienes todavía tenían fuerzas para imitar los gestos con los
que se habían librado del adversario, o bien los que lo habían visto hacerlo
a otros. Pero en tal caso los oficiales estaban listos para aprovechar esas
energías para trabajos mucho más fructíferos. En general la atmósfera era
eufórica, si bien todos eran conscientes de que haber ganado la batalla no
significaba haber ganado la guerra. Los agradecimientos personales y de
grupo a los dioses se escuchaban por cada esquina de la llanura, mientras
los cantos de victoria acompañaban los trabajos más desagradables y
piadosos. Pero había también quien sentía pena por las familias,
amenazadas en Atenas por la maniobra de los persas, y se lamentaba de
que el Estado Mayor no hubiera dado prioridad absoluta a volver a la
ciudad.
Sólo Esquilo se sustraía del regocijo que flotaba sobre la armada y
desarrollaba sus propios trabajos casi mecánicamente, sin dirigirle la
palabra a nadie, ni siquiera cuando —y tampoco en contadas ocasiones—
alguien se acercaba para felicitarle por las tres naves que había
conquistado casi solo. Es más, las felicitaciones de los compañeros
acuciaban su malestar por no haberse movido antes, por haber dejado que
su hermano combatiera sin su ayuda. Si se hubiera decidido antes a
realizar su deber, a empeñarse como el hermano siempre le había pedido
que hiciera, quizás Cinegiro no estaría muerto y habrían podido celebrar
juntos la victoria.
Juntos habrían logrado que su padre se sintiera orgulloso de ellos.
Ahora, en cambio, se encontraría llorando por un hijo que ya no estaba, y
quizás también sería una consolación amarga darse cuenta de que había
adquirido otro hijo guerrero. Poique era precisamente esto lo que Esquilo
pretendía llegar a ser: un guerrero. Pero sin renunciar a ser un poeta.
Había entendido que no podía limitarse a observar la vida. Tenía que
vivirla para poder contarla. De otra forma se la habría únicamente
imaginado, limitándose a teorizar sobre ella, sobre las emociones. Pero sin
haber de verdad captado lo que ocurre en el alma humana cuando vence
sus propios miedos. Desde entonces, lo había decidido, buscaría ser
también él protagonista para poder vivir en primera persona la
desesperación, el drama de un hombre capaz de hacer frente a un desafío,
y no evitarla con el pretexto de querer ser sólo un testigo.
Un testigo no podría nunca saber jamás lo que siente un protagonista.
Era la gran lección que había aprendido en el campo de batalla de
Maratón. Y había pagado un caro precio por ello.
Tumbó el cadáver ya sin manos de Cinegiro junto al del estratega
Estesilao, poco más allá de la playa. Estaban los dos héroes de Ayántide,
los hombres de quienes se decía que recibirían el premio como los
mejores guerreros de la tribu. En realidad, había alguien que también
hablaba de él, de Esquilo, como el hoplita decisivo. Si no hubiera sido por

~248~
Andrea Frediani Maratón

él, decían los más entusiastas, la flota que se apresuraba a alcanzar


Atenas habría sido mucho más consistente. No sólo por las tres naves que
había conquistado, sino por las otras muchas caídas en manos de los
griegos gracias al ejemplo que había dado a sus compañeros.
Por cuanto le tocaba, consideraba aquellas felicitaciones una extensión
de lo que se merecía Cinegiro. Se había convertido él mismo en Cinegiro,
había completado su obra, proponiéndose como algo más que un sencillo
héroe, quizás como una personificación suya, una reencarnación del
hermano que los dioses habían autorizado para que regresara del Hades a
terminar de dar su propia contribución a la causa ateniense. Era como si el
espíritu de Cinegiro se hubiera apropiado de él y le hubiera guiado en las
últimas fases de la batalla, las que habían grabado en los ojos y en la
memoria de los compañeros la imagen de un Esquilo valiente y fuerte,
haciéndoles olvidar al pávido e inútil guerrero que afrontaba el
enfrentamiento establemente en las últimas filas.
Prometió también no volver a dejar escapar en un futuro ese espíritu
indomable que lo alimentaba, e utilizarlo en cada momento de su vida.
Solo así lograría tener en vida a Cinegiro, y al mismo tiempo daría la justa
intensidad a sus propias obras.
Esquilo tuvo la impresión de haberse convertido finalmente en un poeta,
al mismo tiempo que se había convertido en un guerrero.

—¡El lochago me ha dicho que me propondrá para el premio como mejor


combatiente del regimiento! ¡Y Temístocles ha querido darme
personalmente las felicitaciones antes de reunirse con el Estado Mayor! —
anunció Tersipo, llegando casi corriendo al sector donde lo que quedaba
de la división de Antioquea estaba recogiendo a sus caídos. Eucles y
Filípides estaban ocupados en arrastrar los cadáveres que su oficial les
había ordenado que amontonaran juntos para poder proceder con el
recuento exacto de las pérdidas de la unidad.
—Los de Antioquea estamos demasiado ocupados trabajando para
ocuparnos de esas cosas por ahora —respondió Eucles molesto. En
cualquier caso, la presencia de Tersipo en un sector que no le pertenecía
demostraba, una vez más, sus uniones con las altas esferas y, de
consecuencia, les ofrecía la confirmación de que el título de mejor hoplita
se lo habría procurado incluso aunque no se lo hubiera merecido.
De cualquier forma, por lo poco que había visto Eucles, podía muy bien
habérselo merecido.
Filípides callaba, pero una sonrisita divertida en su rostro dejaba ver
claramente cómo estaba convencido de sí mismo.
—¿Entonces? —insistía Tersipo—, es el momento de decidir quién ha
ganado el desafío, ¿no? Cuando llegue a Atenas quiero poder ir

~249~
Andrea Frediani Maratón

directamente a ver a Ismene para comunicarle que seré yo quien se case


con ella.
Tersipo era el típico calculador, pensó Eucles, descorazonado.
Necesitaba certezas inmediatas para poder planificar cada movimiento
sucesivo, sobre todo bajo el aspecto político.
Era evidente que tenía muchas prisas por capitalizar las ventajas
adquiridas en el campo de batalla.
—Quizás deberías evitar cualquier decisión hasta que se hayan calmado
las aguas —intervino por fin Filípides—. Te recuerdo que probablemente la
guerra todavía no ha terminado.
—¡Pero nuestra apuesta sí! —continuó Tersipo—. ¡He ganado yo!
—Nuestro regimiento todavía no ha establecido nada en relación con los
premios. Pero si quieres, vayamos ahora a preguntárselo al lochago —
respondió Filípides levantando los hombros.
—¡Pues claro que quiero! ¡Vamos!
Eucles les siguió, preocupado, y en poco tiempo llegaron al sector
donde el lochago estaba dando disposiciones para la catalogación del
botín. Ningún jefe quería que desapareciera nada mientras el ejército
volvía a Atenas.
—¡Lochago! —Filípides llamó la atención del oficial—. ¿Sabes algo sobre
quién será premiado como el mejor combatiente del regimiento?
El oficial, lejos de verse molestado por la interrupción, le dirigió una
franca sonrisa. Miró tanto a Filípides como a Eucles, y luego apoyó en el
suelo una armadura persa finamente elaborada y respondió:
—Bueno, me encuentro delante de los dos mejores soldados de la
unidad. Y en esto están todos de acuerdo. Querido Eucles, te has
comportado bien en esta batalla, te has diferenciado como nunca antes,
demostrando ser un valiente guerrero. El propio Epizelo, que ahora se
encuentra en manos de los médicos, se ha sentido orgulloso de ti y ha
declarado que eres su mejor alumno. Y también Arístides ha tenido
palabras de elogio para ti...
Eucles se animó. Entonces no había ido tan mal, después de todo.
Habían visto todos que había dado lo mejor. Y cuando conseguía dar lo
mejor de sí mismo no era el segundo en nada. Esto significaba que todavía
podía seguir peleando por la victoria.
—Diría que estaríamos todos de acuerdo en asignarte el premio —
continuó el oficial— si no fuera por la extraordinaria prestación de Filípides
—añadió dejando helado a Eucles—. Querido Filípides —siguió el lochago,
manteniendo una mano sobre el hombro del hemerodromo—, en mi larga
carrera me ha ocurrido muy pocas veces ver a un hoplita combatir de
forma tan valiente, hábil, generosa y altruista. Eres el perfecto ejemplo del
soldado ateniense. ¡Serían suficientes cien como tú y Atenas dominaría el
mundo, no Persia!

~250~
Andrea Frediani Maratón

Filípides se quedó paralizado, defendiéndose con palabras de


circunstancias.
—He cumplido sólo mi deber...
—¡Sí, ya! —se entusiasmó el oficial—. ¡Eres probablemente el hoplita
con el mejor mérito de haber evitado la aniquilación de esta unidad!
Estábamos vencidos y tú, con tu valor, nos has permitido que
resistiéramos hasta la llegada de los refuerzos.
Filípides miró a Tersipo y, sin decir nada, alargó los brazos como
diciendo que no podía hacer nada contra todo ello.
Pero Tersipo no tenía intención de soltar su presa tan fácilmente.
—¡Yo también he sido designado el mejor de mi unidad! Esperemos a
ver qué es lo que decide el Estado Mayor. ¡Supongo que elegirán a uno de
los dos como el mejor combatiente del ejército!
—Siento excluir esa posibilidad —declaró solemnemente el lochago—.
Corre la voz de que el premio será asignado a Calímaco de Afidnas. Nos ha
conducido a la victoria y ha muerto heroicamente, combatiendo en
primera fila. Milcíades y los otros han querido que sea así, por lo que yo
sé.
Tersipo suspiró profundamente.
—Y ahora, ¿cómo queda todo?
—Dejemos que decida Ismene —propuso Filípides.
—¿Seguimos con la apuesta hasta llegar a Atenas, si todavía tenemos
que enfrentarnos a los persas?
—¡Aquí estás de nuevo, Filípides! ¡A ti te buscábamos! —se oyó decir a
Arístides, que había llegado con el resto del Estado Mayor. A su lado
estaban Milcíades, Temístocles y Arimnestos junto a los otros estrategas
que habían sobrevivido—. Quiero felicitarte personalmente por el valor
mostrado en la batalla —siguió el estratega—. Y también a ti, Eucles.
Habéis demostrado un gran valor al igual que una habilidad extraordinaria
a la hora de combatir, que han sido determinantes para el resultado de la
batalla. Si el centro hubiera cedido, los persas habrían podido atacar las
alas por los laterales y la parte trasera y habríamos terminado por perder.
Ahora, sin embargo, Filípides, tengo que pedirte un esfuerzo más...
—Estoy a tu disposición, estratega.
—Como sabes, tememos que en Atenas haya quien conspira para
devolver a Hipias al poder. Si los persas llegan a Falero antes que
nosotros, no se puede descartar que los que apoyan al tirano y viven en la
ciudad les abran las puertas. Por lo tanto tenemos que avisar lo antes
posible a los arcontes de nuestra victoria, y que resistan hasta que
lleguemos nosotros en su ayuda. En virtud de tu pasado deportivo y de tu
empresa en Esparta hace pocos días, eres el único que puede realizar la
distancia de Maratón a Atenas antes de que se haga de noche...

~251~
Andrea Frediani Maratón

Eucles vio a Tersipo temblar de rabia. Claro, este encargo confirmaba a


Filípides como la estrella que más brillaba en el firmamento ateniense.
Habría sido imposible superarle en popularidad. Considerando, además,
que Tersipo tenía sospechas de la fidelidad del amigo por la república, se
podía creer que se encontrara incluso furioso por la confianza de la que
gozaba ahora ante los comandantes.
—Me honra que tú deposites en mí tu confianza, estratega —declaró
Filípides—. Quédate tranquilo que pondré todo mi empeño en llevar a cabo
de la mejor forma el encargo que me has asignado.
—Estoy seguro. La salvación de la ciudad depende de ti. Por desgracia,
los persas no nos han dejado un solo caballo y por lo tanto nos vemos
obligados todos a ir a pie.
—Si bien —intervino Milcíades— hemos visto que los persas han
escapado en todas las direcciones. No podemos excluir tampoco que,
durante los días pasados, en la fase de control, alguno se infiltrara entre
nuestras líneas y ahora deambule por las campañas de Ática. Un hombre
solo podría caer en una emboscada. Y para nosotros es de vital
importancia que alguien llegue a Atenas antes de esta noche. Considero,
por lo tanto, que tendríamos que enviar a otros mensajeros. No serán
rápidos como Filípides, claro, pero si le ocurriera algo a nuestro hombre, al
menos tendríamos la garantía de que alguno de ellos llegaría.
—Más que justo —convino Temístocles, y también Arístides asintió—.
¿Pero a quién mandamos? No hay un hoplita que no se haya empeñado a
fondo en la batalla. Están todos cansados y la mayoría cubiertos de
heridas...
—Yo propongo a Tersipo y también a Eucles —dijo de repente Filípides
—. Estoy seguro de que sabrán demostrar en este trabajo el mismo valor
que han demostrado en la batalla. Si de verdad tienen que enfrentarse a
algún persa, ellos que han sido los guerreros mejores sabrán cómo
arreglárselas, ¿no?
Eludes abrió los ojos ante la sorpresa. Tersipo lo analizó con curiosidad.
Eucles leyó también cierta desconfianza en su mirada indagadora.
—Excelente idea. ¿Os apetece? —preguntó Arístides, dirigiéndose a los
dos hoplitas.
Tersipo parecía dudar. Pero sólo durante un instante.
—¡Pues claro! —declaró al final con convicción.
—Naturalmente... —le dijo Eucles con un tono más bajo.
—¡Bien! Entonces os marcharéis en breve. Aprovechad para tomar
aliento unos instantes. Sentaos, recuperaros, llevad un kopis en la cintura
y luego marchaos. ¡La salvación de Atenas depende de vosotros! —declaró
en voz alta Milcíades, haciéndose oír por todos los hoplitas a su alrededor.
Todo el Estado Mayor se felicitó con los tres soldados y se prodigó en

~252~
Andrea Frediani Maratón

felicitaciones y ánimos. Luego los comandantes les dejaron solos para


dirigir su atención a otras cuestiones.
—¿Por qué nos has propuesto a nosotros? —le preguntó enseguida
Tersipo a Filípides, en cuanto se encontraron a solas. El lochago había
ordenado a los otros compañeros que les dejaran en paz.
—¿No querías continuar con la apuesta? Ahí la tienes. Quién llegue
antes a Atenas se queda con Ismene.
—Sabes bien que no puedo competir contigo en la carrera de larga
distancia... No es una gran concesión —respondió escéptico Tersipo.
—Has visto tú mismo que después de Calimaco los comandantes
estaban encaminados a elegirme como el mejor guerrero. Pienso que
deberías dar las gracias a los dioses si se te ofrece otra ocasión.
—¿Y Eucles qué tiene que ver en todo? El ya está fuera del juego... —
insistía Tersipo, para nada convencido.
—Él también merece otra oportunidad. Se ha empeñado a fondo para
vencer, y desea a Ismene más que nosotros dos. Y además, dudo que se
haya distinguido menos que tú en batalla...
—Entiendo. Si te ocurre algo, prefieres que él venza y no yo. Sois
amigos desde hace tiempo, vosotros...
—Puede ser. Pero desde este momento, quiero que te empeñes en
respetar la eventual victoria de Eucles, en el supuesto de que me ocurra
algo. Quizás me doble el tobillo y se trate de una cuestión entre vosotros
dos. Quiero que te empeñes en no poner en juego el valor de la batalla.
Este es un capítulo cerrado. Nos la jugamos con la carrera.
Tersipo dudó. Luego asintió. Eucles miró a Filípides con admiración. Por
mucho que hubiera siempre considerado al amigo una persona noble,
tenía que admitir que se había quedado sorprendido. Le debía sólo a él
tener todavía la posibilidad de conquistar a Ismene. Claro, no podía decir
que Tersipo estuviera equivocado. Filípides estaba tan convencido de
poder vencer que lo suyo no era, por otro lado, un gran favor. Pero se
conmovió ante el pensamiento de que el amigo de siempre quisiera darle
una nueva posibilidad en el supuesto de que le ocurriese algo. Si es que le
ocurría algo. Filípides parecía de verdad escogido por los dioses.
Era improbable, pero no imposible a fin de cuentas. De todos modos era
un ser humano como ellos.

~253~
Andrea Frediani Maratón

XXI

Cabo de Artemisio, Eubea agosto del 480 a. C.

—Eucles sobrevivió el tiempo necesario para contarme toda la historia


—concluyó la mujer que Esquilo había estado escuchando casi toda la
noche—. Expiró entre mis brazos un instante después de haber terminado
de hablar.
Las lágrimas salieron a relucir en aquellos ojos cargados de maquillaje,
borrando el dibujo negro tan intenso.
Esquilo se quedó en silencio, con el estilo y la tablilla sus pendida a
media altura. Había anotado todo lo que la mujer le había contado,
aunque a menudo ella había tenido que exhortarle para que escribiera.
—Era un juego... sólo un juego... —siguió Ismene, moviendo la cabeza.
—Ya. Es difícil de creer que se transformara en una cosa parecida —
admitió Esquilo, indicando la tablilla.
—Y sin embargo fue lo que me dijo Eucles —dijo la mujer—. No he hecho
otra cosa que pensar en todo ello en estos años. Y sólo hace poco me lie
dado cuenta de que yo no era el motivo de la apuesta. Eucles no me dijo
nada cuando estaba a punto de morir, ni me preguntó nada. Quizás no
estaba interesado en mí más de lo que lo estaba yo en él. Ninguno de ellos
lo estaba. Querían sólo demostrarse mejores el uno respecto del otro. Con
mi inocente propuesta desencadené su rivalidad, que había parecido
oculta durante años de amistad...
—¿Y ahora? ¿Qué es lo que quieres que haga con lo que me has
revelado?
—Te toca a ti decidirlo. Eras su amigo. Eucles quería que supieras la
verdad. Que Filípides era un hombre noble y Tersipo un individuo sin
escrúpulos. Si quieres respetar su voluntad, cuenta su historia. Tú puedes
hacerlo mejor que nadie. Yo aquí he terminado. Jerjes ha sido ya bastante
tolerante al dejar que viniera. Y dentro de poco comenzaréis de nuevo a
combatir. Ha llegado la hora de que me marche —dijo la mujer, dándose la
vuelta y dirigiéndose hacia el parapeto.
Sus hombres seguían allí, esperándola en el bote en la base del costado.
Esquilo la siguió con la mirada, viéndola bajar y desaparecer más allá. Se
quedó con el rostro dirigido hacia aquella dirección. Luego se levantó y

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Andrea Frediani Maratón

alcanzó el borde de la nave. La pequeña embarcación se veía apenas en la


incierta luz del alba que nacía, que pronto revelaría en el horizonte los
puntos representados por la exterminada flota del gran rey.
El poeta volvió durante un instante a recordar a Cinegiro. Su hermano
habría dado cualquier cosa con tal de participar en los nuevos
enfrentamientos con los persas, que se esperaban todavía más épicos que
el de Maratón. Al menos porque esta vez quedaba implicada toda Grecia, y
el ejército y la flota que Jerjes se había llevado de Asia era enormemente
superior a la armada de Datis de diez años antes. Pero luego se consoló
pensando que el espíritu de Cinegiro estaba con él, y le gustó pensar que
el hermano viviría de nuevo a través de su gesta, una vez más. Esquilo se
encontraba siempre en primera fila, en cada guerra local tras la de
Maratón, y tenía la intención de hacer lo mismo también en los
enfrentamientos que le esperaban dentro de poco.
Siguió observando el mar, casi inmóvil en su majestuosidad a pesar de
las espumosas superficies plateadas que parecían presagiar el terremoto
que en breve se desencadenaría, cuando el sol hubiera salido por
completo de nuevo. Volvió con la mente a cuanto le había contado la
mujer y al dilema con el que le había dejado. Para Atenas, Eucles, Filípides
y Tersipo eran unos héroes desde hacía una década. Se habían convertido
en el símbolo de la dedicación absoluta, incondicionada, a la causa de la
democracia, los únicos dispuestos a sacrificarse por la patria incluso
después del final de la batalla de Maratón. Los únicos que habían tenido
las fuerzas y el coraje para enfrentarse a otros esfuerzos y otros peligros
después de haber dado todo en un enfrentamiento. Las últimas víctimas
de los invasores persas, pues todos daban por descontado que habían
muerto asesinados por el camino.
Ismene le había contado una versión diferente de la historia. Una
versión que hacía que al menos dos de los personajes fueran discutibles y
el tercero, Filípides, un hombre noble muerto sin gloria alguna.
Quedaba siempre la posibilidad de que la mujer se lo hubiera inventado
todo, sólo para darse importancia, o también para arrojar fango sobre los
que habían causado el ostracismo en ella por su unión con Hipias.
Eucles, Tersipo y Filípides se habían convertido en héroes de la
democracia, en héroes de políticos como Temístocles, que había asumido
las riendas de la ciudad en los años siguientes a Maratón, después de la
caída en desgracia y la muerte de Milcíades. Desacreditarles significaba
desacreditar a los actuales gobernantes de Atenas, a los que en sus
arengas no les faltaba ocasión para recordar el sacrificio y el ejemplo de
los tres corredores, exhortando a los otros a emularlos si fuera necesario.
Sobre todo ahora que Atenas y toda Grecia tenía que enfrentarse a la
amenaza más grave de todas las habidas.
Esquilo se apartó de repente de la balaustrada. Volvió dentro, recogió
las tablillas de cera sobre las que había estado escribiendo toda la noche,

~255~
Andrea Frediani Maratón

casi bajo dictado, y luego se acercó de nuevo al costado del barco. Se


detuvo durante unos instantes, mirando más allá, y reflexionó de nuevo.
Por lo que a él respectaba, Eucles, Filípides y Tersipo habían sido
asesinados por los persas mientras realizaban su deber. Y habían logrado
terminar su último encargo, a pesar de todo. Habían sido sus amigos más
cercanos y sinceros, y para todos los demás habían sido héroes.
No sería él quien cambiase todo eso.
Arrojó al agua todo lo que Ismene le había revelado, y con ello los
recuerdos de aquella noche. Contaría muchas historias en el futuro, pero
no aquella.

~256~
Andrea Frediani Maratón

EPÍLOGO DEL AUTOR

Que la guerra de Troya fue contada de forma legendaria lo saben


todos. Se hace un gran esfuerzo por localizar los eventos y las
circunstancias históricas entre los ricos episodios míticos que nos ha ido
pasando la tradición. Lo que el lector no siempre sospecha es que el
mismo criterio se podría aplicar a la batalla de Maratón, o lo que es lo
mismo, al primer gran enfrentamiento entre los griegos y los persas.
El propio Herodoto, principal fuente del acontecimiento, expresa su
asombro sobre los acontecimientos de los que él fue cronista, y excluye
una cantidad importante de leyendas coloridas alrededor del episodio,
tomando nota sólo de algunas. Otros cronistas posteriores fueron más
pródigos en acontecimientos increíbles y claramente míticos, haciendo
que de verdad sea improbable cualquier reconstrucción unívoca del
enfrentamiento campal y de las modalidades con el que éste se desarrolló.
La propia campaña, sus tiempos y sus estrategias, son más bien
confusas en los informes de los historiadores. Por ejemplo, los datos
ofrecidos por Herodoto relativos a los caídos (192 muertos entre los
atenienses, 6400 entre los persas) son más bien sospechosos. Justino, por
ejemplo, habla de 2000 muertos entre los invasores. Tenemos siempre
que tener en cuenta el hecho de que se trata de un acontecimiento
ocurrido hace 2500 años, transmitido y engrandecido oralmente de
generación en generación. En el conjunto, entonces, tiendo a creer que las
pocas noticias ciertas necesiten mucha imaginación por parte de un
escritor para ser relacionadas y racionalizadas en una historia con
coherencia.
He encontrado muy interesantes las teorías de Hans wan Wees (La
guerra de los griegos. Mitos y realidad, Editrice gorziana, 2009), según el
cual en la época de Maratón los griegos no habían definido del todo la
forma de la falange de sus ejércitos, es decir, que únicamente la
necesidad de hacer frente a la lluvia de flechas de la alineación persa les
habría llevado a adoptar una formación más unida. Además, van Wees
piensa que los hoplitas se liberaron de las corazas para poder correr más
rápidamente contra las líneas enemigas. Por otro lado, uno de los pocos
datos ciertos es precisamente la loca carrera de los griegos contra la
alineación enemiga, y la hipótesis parece razonable. Seguramente es
«narrativamente» conmovedora.
Por último, una palabra sobre los protagonistas de esta novela. Esquilo
estaba orgulloso de su participación en la batalla de Maratón, tanto que

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Andrea Frediani Maratón

quería recordarla en el epitafio que escribió para su propia tumba. Para él


había sido honorífico combatir junto a su hermano Cinegiro, a quien de
verdad cortaron las manos mientras intentaba subirse a la nave. Es más,
en la Edad Media la historia había asumido ya proporciones tales que
cronistas como Justino contaban como el hoplita, después de haber
perdido ambas manos, se había aferrado a la proa de la embarcación...
¡con los dientes!
Herodoto cita también a un tal Epizelo, del que cuenta que perdió la
vista de forma permanente durante la batalla, sin haber sido alcanzado
pero inmediatamente después de la aparición de un guerrero gigantesco,
con una barba tan larga que cubría el escudo. Este le pasó por encima y
mató a su compañero. Arístides y Temístocles tuvieron que haber
desempeñado el papel que les he atribuido en la batalla, resistiendo duro
en el centro. No es cierto que fueran los estrategas de las respectivas
tribus, pero es altamente probable. Así como son probables los contrastes
entre Milcíades y Calimaco, si bien hoy en día los historiadores no han
establecido todavía si en aquella época el papel del polemarco era
efectivo o puramente honorífico.
Por lo que sabemos, Eucles, Filípides y Tersipo podrían ser una única
persona, y ya esto da la medida de la confusión de las ideas que
circulaban en aquella época o poco después. La leyenda indica que
alguien corrió a Atenas para avisar a la ciudad de que el ejército había
vencido para luego morir inmediatamente después del anuncio. Más
incierta es, en cambio, la conjura que se les atribuye a los Alcmeónidas,
que habrían justificado las prisas con las que el mensajero fue enviado. De
todos modos, cuando luego los persas llegaron a Falero constataron que
nadie les ayudaría y que no había modo de someter la ciudad a un asedio,
y se volvieron a Asia. La armada ateniense, por su parte, llegó a tiempo
para acampar en los alrededores del centro habitado justo antes que el
enemigo.
El episodio, como es conocido, es el origen de la actual prueba de
Maratón, cuya distancia ha sido progresivamente alargada durante las
Olimpiadas de la edad moderna hasta los actuales 42 kilómetros y 195
metros. La gran parte de los historiadores antiguos citan a Eucles como el
autor de la extraordinaria carrera. Plutarco, en cambio, habla de Tersipo,
citando también expresamente la propia fuente, o lo que es lo mismo, a
Heraclides Póntico. E incluso Luciano enlaza el episodio con Filípides que,
en cambio, estaría unido sobre todo a la petición de ayuda a Esparta
pocos días antes. En definitiva, parece suficiente para «engatusar» a un
novelista, ¿no?
A.F.

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Andrea Frediani Maratón

Fin
Título original: Marathon. Sfida per la vittoria
Primera edición: 2012
Autor: Andrea Frediani
Mapa: Giorgio Albertini
© 2011 Newton Compton editori s.r.l.
© traducción: M. P. V., 2012
© Algaida Editores, 2012
ISBN: 978-84-9877-792-5

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