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Antonio Rubial García

“Los cuerpos de la fiesta. Las corporaciones


de españoles de la ciudad de México en la era
barroca y sus aparatos de representación”

p. 81-110

El historiador frente a la ciudad de México


Perfiles de su historia
Sergio Miranda Pacheco (coordinación)

México
Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas
2016
304 p.
Ilustraciones y gráficas
(Serie Divulgación, 12)
ISBN 978-607-02-8332-1

Formato: PDF
Publicado en línea: 13 de enero de 2017
Disponible en:
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LOS CUERPOS DE LA FIESTA
Las corporaciones de españoles de la ciudad de México
en la era barroca y sus aparatos de representación

Antonio Rubial García


Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Filosofía y Letras

Toda sociedad se estructura a partir de instituciones dentro de las cua-


les los individuos desempeñan papeles determinados. En las socie-
dades de Antiguo Régimen, esas instituciones se organizaban bajo
un esquema corporativo, un sistema institucional que articulaba toda
la sociedad. Una buena parte de la vida cotidiana de muchos indivi-
duos se desarrollaba dentro de esos mundos cerrados que eran las
cofradías, los gremios, las provincias religiosas, la universidad, los
consulados, así como los cabildos civiles y eclesiásticos. Las corpora-
ciones eran el medio por el cual los individuos podían hacer valer
sus derechos ante el Estado, recibir asistencia social e incluso obtener
ascenso personal. A través de ellas, las autoridades podían vigilar el
cumplimiento de obligaciones fiscales y legales y dirimir disputas.
Cada corporación funcionaba en una sede, su espacio físico de
actuación, y poseía sus propios reglamentos y estatutos internos
(constituciones) que regulaban el ingreso y las obligaciones de los
miembros. Cada una administraba sus mecanismos de elección de
autoridades y de autorregulación (veedores en los gremios, visitado-
res en las provincias religiosas, etcétera), aunque también las había
que no tenían este privilegio. Cada una controlaba los recursos eco-
nómicos para gastos colectivos y organizaba las celebraciones de sus
santos protectores. Por último, cada una detentaba sus estandartes,
galardones, imágenes y trajes propios, sistemas simbólicos que cada
corporación configuraba, transmitía y exhibía en las procesiones y
fiestas civiles y religiosas; para sus miembros se convirtió en algo

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esencial defender en las celebraciones públicas su posición respecto


a los otros cuerpos sociales y su espacio predeterminado y situado
jerárquicamente.
En algunas de dichas corporaciones se exaltaban también los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas y retratos,
pues con esto la corporación obtenía prestigio. En ellas, la necesidad
de guardar su memoria colectiva para ser transmitida oral o visual-
mente a las nuevas generaciones propició la creación de archivos y
de galerías de retratos. Aunque no todas poseían un sentido de his-
toricidad, ni el cargo de cronista de la corporación, para todas era
fundamental el resguardo de documentación, pues una buena parte
de sus privilegios podía ser defendida gracias a esa memoria docu-
mental. Estos ámbitos eran centros de convivencia, pero también
espacios forjadores de normas de sociabilidad y civilidad. Quien no
pertenecía a uno o varios de estos cuerpos era un verdadero margi-
nado del orden social.
El espacio de manifestación más significativo del orden corpo-
rativo era la ciudad. En ella, las corporaciones mostraban los signos
que les daban identidad, por un lado las edificaciones donde se
asentaban y por el otro los objetos que exhibían durante las fiestas
(estandartes, vestimenta, escudos, esculturas de santos), y por último
las liturgias y rituales con que se hacían presentes. Estos aparatos de
representación eran fundamentales para una sociedad que tenía en
la teatralización, la apariencia y el boato externo desarrollado en los
rituales cotidianos el único instrumento por medio del cual se hacía
visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las institu-
ciones. Como señala Roger Chartier: “La representación se trans-
forma en máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumen-
to que produce una coacción interiorizada, necesaria allí donde falla
el posible recurso a la fuerza bruta”.1 Esto explica las grandes fortu-
nas que se gastaban en esos aparatos de representación, pues gracias
a ellos las instituciones poseían una presencia social que legitimaba
y hacía posible su misma existencia. En la ciudad de México actuaba
una gran variedad de corporaciones que cubrían diversas activi-
dades y concentraban a la mayor parte de sus habitantes. Aunque

1
 Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 59.

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solamente algunas poseían espacios propios de actuación y marca-


ban con su presencia de piedra el urbanismo, todas se manifestaban
públicamente en el espacio festivo.

Las dos cabezas de una Jerusalén terrena

Las dos corporaciones más representativas de la ciudad capital eran


los cabildos civil y eclesiástico. Su presencia rectora se hacía notar
sobre todo durante la recepción de los virreyes, espacio festivo en el
que se ratificaba el pacto entre el rey de España y sus súbditos ame-
ricanos. En esa recepción ambas instancias mandaban construir a su
costa sendos arcos triunfales, verdaderos espejos de príncipes que,
por un lado, exaltaban la nobleza y virtudes del nuevo gobernante
y, por otro, proponían los principios morales de actuación que se
esperaba de ellos.2
El primer arco, a cargo del ayuntamiento, se colocaba en la calle
de Santo Domingo y su significado era tan complejo que un “farsan-
te” debía explicar sus significados. En 1681, Carlos de Sigüenza y
Góngora propuso como tema para el arco de recepción del marqués
de la Laguna las virtudes políticas de los emperadores aztecas, mo-
delos para el buen gobierno que debía promover la nueva autoridad.
Después de pasar el arco, en la iglesia de Santo Domingo y a puerta
cerrada, se hacía la ceremonia de la entrega de las llaves de la ciudad
por parte del ayuntamiento y el juramento del nuevo virrey de res-
petar los privilegios de la aristocracia criolla.
La comitiva salía después hacia la Plaza Mayor, donde la espera-
ba, sobre un tablado, el arzobispo revestido con tiara, capa y báculo,
acompañado del cabildo eclesiástico. Ahí se levantaba un segundo
arco triunfal decorado con una fábula explicada por una loa. En la
mencionada recepción del marqués de la Laguna fue sor Juana la en-
cargada de concebir este segundo arco con una compleja alegoría de

2
 Alejandro Cañeque, “Espejo de virreyes: el arco triunfal del siglo xvii como
manual efímero del buen gobernante”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y es-
pectáculo en la América virreinal, México, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-
co, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2007, p. 199-218.

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Neptuno, dios de las aguas, relacionado con el apellido del marqués


y con el lago, cuyas inundaciones se esperaba que él contuviera.
Además de su presencia en la fiesta, ambos cabildos tenían un
espacio monumental que los representaba dentro de la plaza mayor.
El cabildo civil funcionaba en su edificio al sur de la plaza y en algu-
nos cuadros que describen las vistas de la ciudad de México ese es-
pacio está marcado como “la Diputación”. En ese “palacio”, el ayun-
tamiento desempeñaba sus numerosas funciones: en un principio se
encargaba de la distribución de tierras y del abasto de agua por
medio de los acueductos, de mantener la limpieza e higiene en las
calles y acequias, de construir y preservar las obras urbanas y los
paseos públicos y hacerse cargo de la organización y gastos de algunas
fiestas. También regulaba los precios de varios productos y daba con-
cesiones para la apertura de algunos negocios como las carnicerías.
Además, a él correspondía el registro de los vecinos y el reconocimien-
to de su hidalguía para garantizar la posición que merecían en los
actos públicos. Finalmente al cabildo incumbía velar por la salud pú-
blica, dictando las medidas aconsejadas por el Protomedicato duran-
te las epidemias, así como “jurando” a algún santo para que protegie-
ra a la ciudad de los embates de la peste y organizando procesiones y
rogativas por las calles para tal fin. El cabildo de la ciudad de México
era considerado además la cabeza del reino de Nueva España y re-
presentaba por tanto a todas las ciudades de éste ante el rey.3
El cabildo urbano estaba compuesto por dos alcaldes, varios re-
gidores y un procurador de justicia. Los alcaldes eran elegidos cada
año por un concejo entre los vecinos destacados e iniciaban sus fun-
ciones el 1 de enero con el otorgamiento de sus varas de justicia. Su
principal función era por tanto la impartición de ésta, tanto en cau-
sas civiles como criminales, dentro de la jurisdicción de la ciudad
que abarcaba 15 leguas a la redonda. El alcalde con más años de
servicio era denominado Mayor o Primer Voto, y presidía el cabildo
en ausencia del representante real o corregidor, quien fue nombra-
do para tal fin desde 1573. Al Primer Voto le seguía el Segundo Voto
3
 Además del ayuntamiento español en la ciudad de México funcionaban dos
cabildos indígenas, el de Tenochtitlan y el de Tlatelolco, representados por sus
dirigentes. En este trabajo no me dedico a ellos pues mi objetivo es solamente
ocuparme de las corporaciones de españoles.

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o Alcalde Menor, quien sustituía al mayor en sus ausencias. Al tér-


mino de su mandato de un año se les nombraba alcaldes de “Mesta”
y como tales debían velar por el fomento de la ganadería.4
A los regidores correspondían las actividades administrativas, de
abasto urbano y de policía. Su número original fue de 12 aunque
para mediados del siglo xvii ya eran 20. Desde un principio los
regidores eran nombrados por el rey directamente y se les llamaba
perpetuos; sin embargo, por la distancia de la metrópoli se logró
que en caso de ausencia el cabildo pudiera nombrar regidores inte-
rinos. A fines del siglo xvi, el rey Felipe II puso a la venta al mejor
postor los cargos de regidores perpetuos y sus compradores estaban
facultados para renunciar al cargo o heredarlo a favor de sus parien-
tes y allegados. La venta de oficios favoreció a los grandes terrate-
nientes y comerciantes que tuvieron en esta corporación un medio
para defender sus intereses.5 Por último estaba el cargo de procura-
dor de justicia elegido por el cabildo y que recaía sobre una persona
que residía en España para intervenir como su abogado ante el rey
y el Consejo de Indias. Dos veces por semana el cabildo sesionaba
bajo la presencia del representante del rey, el corregidor, y se levan-
taban las actas correspondientes a los acuerdos tomados. Había tam-
bién asambleas extraordinarias en las que se trataban asuntos urgen-
tes, cuyo contenido era público, y otras secretas, sobre cuestiones
delicadas, que se mantenían reservadas.
La fiesta con la que el ayuntamiento se representaba a sí mismo
se celebraba anualmente el 13 de agosto, día de San Hipólito y ani-
versario de la conquista de Tenochtitlán y se denominaba el paseo
del pendón. A mediados del siglo, éste era ya un festejo lleno de
ostentación con corridas de toros, juegos de cañas y escaramuzas y
con balcones y ventanas engalanados con colgaduras y alfombras,
toda una fiesta cívica vinculada con la celebración religiosa del día

 El estudio más completo sobre el ayuntamiento capitalino es el de María


4

Luisa Pazos, El Ayuntamiento de la Ciudad de México en el siglo xvii: continuidad insti-


tucional y cambio social, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999.
5
 María Cristina Torales Pacheco, “El cabildo de la ciudad de México, 1524-
1821”, en Isabel Tovar (comp.), Ensayos sobre la ciudad de México, 5 v., México, Con-
sejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Iberoamericana/Gobierno
del Distrito Federal, 1994, v. ii, “La muy noble y leal ciudad de México”, p. 87-108.

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de San Hipólito. En el desfile (que tenía más rasgos de parada mili-


tar que de procesión), uno de los regidores, el que tenía el cargo de
alférez real, iba en medio del virrey y del presidente de la audiencia
portando el pendón y éstos eran seguidos por los oidores, regido-
res, alguaciles y casi todos los nobles de la ciudad. Al llegar a la
ermita del santo, el cortejo era recibido por el arzobispo y su cabil-
do y se cantaban las “vísperas”, acompañadas con trompetas, chiri-
mías, sacabuches y todo género de instrumentos de música. Al día
siguiente, volvía el acompañamiento a la iglesia y el arzobispo ce-
lebraba una misa solemne y un orador predicaba un sermón en
honor a los españoles que habían derramado su sangre durante la
conquista.6 Desde que obtuvo su escudo de armas en 1523, la ciu-
dad recibió del rey la licencia para enarbolar su pendón, como en
todos los reinos de Castilla, y en este lábaro, desde 1532, a raíz de
la concesión del alferazgo real a la ciudad de México, se labraron
tanto el escudo de armas de la capital como el de la Corona. Ambos
representaban los dos extremos de las identidades en construcción:
la local, elaborada por los cristianos viejos y hombres libres que se
ennoblecían con el emblema heráldico de la capital que representa-
ba su ayuntamiento; y la imperial, impuesta por el rey y sus funcio-
narios como ratificación de la dependencia de estos territorios a
Castilla y como un símbolo de lealtad.7
También al ayuntamiento correspondía la organización de otra
fiesta, el traslado de la virgen de Los Remedios desde su santuario
en el cerro de Totoltepec a la catedral para pedir lluvias. La imagen,
toda cubierta de oro y joyas y acompañada de los miembros de la
cofradía de Los Remedios, formada por los regidores del ayunta-
miento, visitaba templos y conventos, en los que recibía clamores y
peticiones. Una vez que la imagen llegaba a catedral, se iniciaba el
novenario, con misas, rogativas y rezos que se prolongaban durante
nueve días; en el último, se hacía una gran fiesta, de nuevo a cargo
del ayuntamiento de la ciudad, que era el patrono del santuario.

6
 Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva
España, México, E. Murguía, 1918, p. 14 y s.
7
 Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México en el siglo xvi,
tesis de maestría, México, Universidad Iberoamericana, 2009, p. 62 y s., p. 44 y s.

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Junto al ayuntamiento civil, pero en la esfera religiosa, estaba el


cabildo eclesiástico, que tenía su principal espacio de actuación en
la catedral, aunque en la universidad y en algunos santuarios como
el de Guadalupe este cabildo también tenía una fuerte injerencia.
En la catedral dos espacios le eran propios: el coro donde se reali-
zaban las funciones litúrgicas y las oraciones comunitarias distribui-
das a lo largo del día; y la sala capitular, donde sus miembros se
reunían dos veces por semana para discutir los asuntos internos
concernientes al funcionamiento interno de la catedral y al cobro y
distribución de los diezmos. Cada dos meses había una asamblea
general extraordinaria para discutir el estado de los pleitos y causas
pendientes en favor o en contra del cabildo. En esas reuniones debía
respetarse el orden de antigüedad al tomar la palabra, estaba pro-
hibido, y se castigaba con multa, interrumpir al ponente o hablar
“indecente o injuriosamente” de alguno de los presentes; al final el
presidente resumía las propuestas y recogía los votos para llegar a
un acuerdo, el cual se inscribía en las actas de cada sesión.8
El cabildo eclesiástico estaba formado por personas que obtenían
sus puestos de manera vitalicia, por nombramiento del rey y des-
pués de un concurso de oposición, aunque la Corona respetó la cos-
tumbre de nombrar a quienes ya eran miembros del cabildo para
ocupar los puestos que vacaban por ascenso o por muerte; este órga-
no inamovible le era impuesto a cada arzobispo nuevo que llegaba,
por lo que a veces hubo fricciones entre ambos. En la época que nos
ocupa, los cabildos ya habían consolidado también el sistema de ca-
nonjías de oficio (lectoral, magistral, doctoral y penitenciaria) nacidas
desde el siglo xvi, pero que hasta finales del xvii pudieron funcionar
plenamente. A diferencia de los otros cargos capitulares, éstos sólo
necesitaban la ratificación del rey, pues su designación se hacía den-
tro de los mismos cabildos por concurso de oposición. Con ello, fun-
cionarios menores de la catedral (como los racioneros y medios racio-
neros) u otros clérigos que tenían carreras universitarias podían
acceder al cabildo, sin necesidad de tener valedores y promotores en

8
 Estatutos ordenados por el Santo Concilio III Provincial Mexicano en el año de
1585, publicados con las licencias necesarias por Mariano Galván Rivera, Barcelo-
na, Imprenta de Manuel Miró y D. Marsá, 1870, p. 60 y s.

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Madrid para conseguirlo. El sistema escalafonario y las canonjías de


oficio permitieron que los cabildos se convirtieran en espacios de
actuación de las elites criollas y en medios para llegar a obtener in-
cluso un obispado en las diócesis periféricas.9
Su permanencia y vínculos sociales, así como su espíritu corpo-
rativo, convirtieron a los miembros de ese cuerpo colegiado en los
mecenas y principales promotores de las obras artísticas que se rea-
lizaron en la catedral. A su cabeza estaban el deán y el arcedeán,
secretarios que controlaban el movimiento de la sede; los seguían el
chantre (organizador del canto de las horas canónicas del coro, obli-
gatorias para todo el cabildo), el maestrescuela (profesor de gramá-
tica de la capilla de niños cantores y representante de la catedral ante
la universidad), el tesorero (administrador de los asuntos económi-
cos) y los canónigos y racioneros (21 en la Catedral de México) en-
cargados de las misas, confesiones, bautizos, y en fin, de la adminis-
tración religiosa, en la que eran auxiliados por numerosos capellanes.
Tan numeroso personal era necesario debido a que cada miembro
del cabildo tomaba un promedio de 70 días al año de “recles” o
vacaciones, y éstas debían compaginarse para que la catedral tuviera
siempre el servicio que requería.10

El cuerpo del saber: la Real Universidad de México

Además de la catedral, otra de las instancias donde el cabildo ecle-


siástico tenía una fuerte presencia era la universidad. En 1553 lle-
gaba a la ciudad la cédula real que Carlos V daba para la fundación
de la máxima casa de estudios de la Nueva España, “con los privile-
gios y libertades que tenía la Universidad de Salamanca”; en 1597,
bajo el pontificado de Clemente VIII, sus estudios quedaron reco-
nocidos por la Iglesia. Sin embargo, la universidad gozaba de una

 9
 Leticia Pérez Puente, “Cita de ingenios: los primeros concursos por las ca-
nonjías de oficio en México, 1598-1616”, en Francisco Cervantes Bello (coord.),
La Iglesia en la Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas, Puebla,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y
Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, 2010, p. 193-227.
10
 Idem.

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cierta autonomía pues no dependía directamente del Estado ni de


la Iglesia. Como la corporación gremial que era, tenía sus propios
estatutos y autoridades. La vida cotidiana de la universidad en el
siglo xvii estaba regulada por las constituciones hechas por Juan de
Palafox en 1645.
En el edificio de la universidad, situado frente a la plaza del
Volador a un costado del palacio virreinal, funcionaban cinco facul-
tades: la de Artes, premisa necesaria para las otras, tenía como cur-
sos las materias humanísticas y científicas arriba mencionadas y daba
el título de “bachiller”. Su estado durante el siglo xvii era bastante
deplorable, dada la competencia de los colegios jesuíticos; para
mantener su primacía, la universidad obligó a presentar exámenes
de suficiencia en gramática y retórica y a inscribirse en dos cursos
en la Facultad de Artes para poder acreditar su grado. Con todo,
muchos estudiantes de los jesuitas se limitaban a pagar los dos rea-
les por inscripción y no volvían a pararse en la universidad hasta
el fin del curso; como la certificación no la daba el catedrático sino el
secretario, sólo era necesario presentarse ante él con dos testigos
que juraran haber visto asistir a la cátedra al pretendiente.11
Una vez terminados los estudios de Artes, los bachilleres podían
elegir carrera entre las cuatro facultades mayores: la de Teología,
“reina y señora de las escuelas”, que ofrecía materias como Prima,
Teología Moral y Sagrada Escritura; la de Cánones, dedicada al
estudio del derecho canónico; la de Leyes, con pocas cátedras y es-
tudiantes, pues era frecuente obtener su título a partir de la licen-
ciatura en Cánones; y la de Medicina, única facultad científica en la
que se estudiaba, además del Arte de Galeno, Matemáticas y Astro-
logía, y cuyos egresados eran examinados por el Tribunal del Proto-
medicato. A pesar de ser una institución autónoma de la Iglesia, la
universidad estuvo siempre muy relacionada con las estructuras ecle-
siásticas; en los cursos de Teología y Cánones los catedráticos eran
religiosos de las órdenes mendicantes o clérigos seculares, sobre
todo miembros del cabildo de la catedral. Su presencia llegó a ser
11
 Enrique González, “Juan de Palafox, visitador de la Real Universidad de
México. Una cuestión por despejar”, en Leticia Pérez Puente (ed.), Colegios y uni-
versidades del Antiguo Régimen al Liberalismo, 2 v., México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, 2001, v. i, p. 83.

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notable incluso en las materias científicas, como lo muestran los


casos del mercedario fray Diego Rodríguez y del sacerdote secular
Carlos de Sigüenza y Góngora, que ocuparon en distintas épocas
cátedras en la Facultad de Medicina. La de Derecho, en cambio,
estuvo más vinculada con la Real Audiencia.
La universidad tenía en el claustro de conciliarios su máxima au-
toridad. Éste estaba formado por el rector, un secretario, los catedrá-
ticos consejeros, que actuaban en nombre de los maestros, y los bachi-
lleres, representantes de los alumnos. Aunque durante la primera
mitad del siglo existieron conciliarios estudiantes, hacia fines del siglo
xvii había desaparecido totalmente la presencia estudiantil en el
claustro universitario. A partir de Palafox, el claustro estuvo formado
sólo por seis doctores y dos bachilleres, excluyendo así a los estudian-
tes sin grado. El rectorado duraba un año y era ocupado en forma
alternativa por un religioso y por un laico. El rector era juez y visitador
en el recinto universitario, asistía a los actos públicos, a los exámenes,
a las graduaciones y a las honras fúnebres. Su cargo se renovaba el día
11 de noviembre, celebración de san Martín, por elección de los con-
ciliarios, pero con la injerencia directa del virrey y la audiencia.
El claustro de conciliarios dependía, sin embargo, de una ins-
tancia superior, el claustro pleno, senado en el que estaban incluidos
tanto los catedráticos como todos los individuos que tenían un gra-
do de doctor. La corporación universitaria contaba entre sus miem-
bros a importantes clérigos seculares y regulares, a oidores y fiscales
de la Real Audiencia, a altos funcionarios del Santo Oficio y a mé-
dicos del Protomedicato. Mientras que el número de doctores fluc-
tuaba entre 100 y 130, los catedráticos únicamente eran 23. Entre
estos últimos había quienes sólo estaban ahí por el prestigio que
daba el cargo; había otros catedráticos, en cambio, que obligados
por los bajos salarios buscaban complementar sus ingresos con otras
actividades más remuneradas. Cuando se desocupaba una cátedra
de las 23 que se impartían, el claustro menor (rector y conciliarios)
abría oposiciones; cada concursante debía exponer una lección en
un acto académico. Entonces, la elección de catedráticos recaía en la
votación estudiantil ratificada por el claustro. Había, sin embargo,
dos excepciones: la cátedra de Santo Tomás que tenían los domini-
cos en propiedad, y la de Duns Scoto, que poseían los franciscanos;

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cuando éstas se encontraban vacantes, eran ocupadas por miembros


de las mismas órdenes, las cuales presentaban una terna al virrey.
El prestigio y los privilegios que suponía ser catedrático de la
universidad no sólo redituaba beneficios sociales a los individuos, sino
también a las corporaciones a las que pertenecían (provincias religio-
sas, cabildo catedralicio, Real Audiencia, Protomedicato). No era raro,
por tanto, que en los concursos para ocupar cátedras se utilizaran
medios poco lícitos, como la amenaza o la compra de los votantes
estudiantes que en su mayoría eran fácilmente sobornables. Para evi-
tar esto, desde 1683, una junta de notables eliminó a los estudiantes
de las votaciones de cátedras y las puso en manos del arzobispo y de
su cabildo, cuyos miembros ya formaban parte del claustro pleno.12
Como muchas de las corporaciones, la universidad tenía su pro-
pio aparato festivo y éste también tenía a la ciudad como su escena-
rio. Las celebraciones comenzaban con san Lucas, el 18 de octubre,
día del inicio de cursos; durante ella se adornaban las escuelas, había
misa cantada, se gastaba en ceras y solía ofrecerse “chocolate y mar-
quesotes”. Seguía la toma de posesión del nuevo rector y del claustro
de consiliarios el día de san Martín, el 11 de noviembre. A continua-
ción, tenía lugar la celebración de la fiesta patronal de santa Catali-
na Mártir el 25 de noviembre (el primer acto público del nuevo
rector). Ésta se celebraba con misa y desfile ecuestre por la ciudad.
En nombre del rey, patrono de la corporación, el virrey era el invi-
tado de honor a la fiesta. Por la noche se quemaban juegos pirotéc-
nicos. De todas las fiestas patrocinadas por la corporación universi-
taria, la más importante era la de la Inmaculada Concepción, que
adquirió singular relieve a partir de 1653. Por principio de cuentas
se celebraban en enero, el domingo posterior a la octava de Epifa-
nía, y era independiente de la que el resto de la Iglesia festejaba el
8 de diciembre. Durante la primera celebración, según la describen
el diarista Guijo y don Carlos de Sigüenza y Góngora, entraron en
juego todas las instancias que actuaban dentro del recinto universi-
tario. En ese primer momento se convidó a la orden de san Francisco,

12
 Enrique González, “La universidad: estudiantes y doctores”, en Pilar Gon-
zalbo (ed.), Historia de la vida cotidiana en México, 6 v., México, El Colegio de Méxi-
co/Fondo de Cultura Económica, 2004, v. ii, p. 261 y s.

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defensora tradicional de la creencia en la Inmaculada Concepción,


para que “honrase el altar y el púlpito de esta real universidad”.13
Se hace patente el interés de la orden por participar en la celebra-
ción de 1653 cuando sabemos que unos años después, en 1662, se
abrió en la universidad la cátedra de Duns Scoto, que sería desde
entonces monopolizada por los franciscanos.
En esa primera fiesta se fijaron, pues, tanto el esquema de la pro-
cesión y las demás actividades, como el lugar que tomarían en ellas
las distintas corporaciones. Desde entonces, por ejemplo, la solemne
procesión del primer día de fiestas saldría desde la iglesia de san
Francisco hacia la catedral, donde el arzobispo y el cabildo la recibi-
rían, y culminaría en la universidad después de cinco horas de reco-
rrido vespertino. Los doctores de la universidad recibirían la proce-
sión en la bocacalle de san Francisco “llevando velas encendidas en
las manos”, recogerían entonces la imagen de la virgen que los fran-
ciscanos tomaban de su iglesia, y se mezclarían con ellos en el si-
guiente trayecto hacia la catedral. Esta última etapa de la procesión
la encabezarían el rector y el comisario de la orden, seguidos por el
provincial y el doctor más antiguo, y así sucesivamente.14
El diarista Guijo abunda sobre este despliegue festivo y señala
que en el primer día de los festejos participaron también los tercia-
rios franciscanos, los dieguinos, las cofradías, la clerecía y el cabildo
de la catedral, así como el virrey, el visitador, la audiencia, la ciudad
(cabildo civil) y los tribunales. Agrega además que las calles fueron
lujosamente decoradas por los habitantes de la ciudad con colgadu-
ras y altares, destacándose el que hizo el gremio de los plateros “en
forma de castillo costosísimamente adornado de cuatro rostros y por
remate a san Eligio (patrono del gremio) y en el pedestal, entre
cuatro claros, pusieron el bulto de nuestra Señora de la Concepción
de plata”. La fiesta duró dos días más, durante los cuales se repre-
sentó una mascarada en la que “se quemó la ciudad de Troya a vista
del virrey, y se hizo el robo de Elena”. Se representaron comedias,
se predicaron sermones, se lidiaron toros y se concluyó con un cer-
13
 Carlos de Sigüenza y Góngora, Triunfo parténico, México, Xóchitl, 1945, p. 55.
Aunque Guijo señala que la elección se hizo por sorteo, quizá esto se realizó como
un trámite.
14
 Ibidem, p. 56.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 93

tamen poético.15 Al parecer nadie advirtió que por esas fechas (con
diferencia de una sola semana) cumplía cien años de fundada la
universidad, hecho que Sigüenza se encargó de resaltar en su rela-
ción conmemorativa del Triunfo parténico treinta años después.16 El
año escolar concluía con otra fiesta mariana, el nacimiento de la
Virgen, el 8 de septiembre.17
Sin embargo, las más vistosas ceremonias universitarias eran las
graduaciones de bachiller, licenciado y, sobre todo, la de doctor. En
esta última, después de presentar una tesis y de someterse a dos
exámenes —uno privado ante cinco sinodales y uno público ante los
doctores de su facultad— la ceremonia “terminaba con un estrepi-
toso sonar de trompetas, poniéndose el nuevo doctor a caballo, para
ser acompañado por la ciudad por los demás de su profesión”.18
Después de ese paseo, el graduado daba a sus expensas una cena
para sus sinodales y los miembros del claustro. Al día siguiente, un
nuevo paseo lo llevaba de la universidad a la catedral, en donde
estaba arreglado un tablado cerca de la puerta oriental para que ahí
se colocaran el virrey, el rector, el maestrescuela del cabildo y los
doctores y maestros de la universidad. Después de una misa y una
ronda de preguntas, se hacía el “vejamen”, sátira ligera en verso y
en castellano sobre un defecto real o imaginario del graduado. Al
final, éste recibía las insignias doctorales de manos del virrey: una
espada y una espuela para los seglares y un anillo y un libro para los
eclesiásticos. Una solemne profesión de fe y un juramento por la
Inmaculada Concepción sacralizaban el acto, y con la entrega de
bonete y borla se le otorgaba el grado. Los asistentes, vestidos con
sus mucetas, togas y bonetes, mostraban con tal atuendo su paso por
la misma ceremonia. Cada facultad se distinguía por el color de sus

 Gregorio de Guijo, Diario (1648-1664), 2a. ed., 2 v., México, Porrúa, 1986
15

(Escritores Mexicanos 64, 65), v. i, p. 206-208.


16
 Sigüenza, Triunfo parténico, p. 56.
17
 Antonio Rubial y Enrique González, “Los rituales universitarios, su papel
político y corporativo”, en coautoría con Enrique González, Maravillas y curiosida-
des. Mundos inéditos de la universidad, México, Mandato del Antiguo Colegio de San
Ildefonso, 2002, p. 135-152.
18
 Giovanni Gemelli, Viaje a la Nueva España, introducción, traducción y notas de
Francisca Perujo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto
de Investigaciones Bibliográficas, 1976 (Nueva Biblioteca Mexicana 29), p. 107 y s.

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borlas: blancas para los teólogos, amarillas para los médicos, rojas
para los legistas y verdes para los canonistas.19 A la ceremonia se-
guían los regocijos que incluían banquetes y una corrida de toros.
Es obvio que los costos por derechos a examen, las propinas (que se
repartían entre todo el claustro de doctores) y los gastos de la gra-
duación no podían ser subvencionados por los estudiantes pobres,
quienes nunca llegaban a graduarse, salvo que consiguieran el apo-
yo de un padrino o mecenas. En 1689, el cronista de la universidad,
Cristóbal de la Plaza y Jaén, menciona que sólo había en el reino
130 doctores titulados.20
La universidad era una corporación de corporaciones, cuyos
miembros estaban insertos en el cabildo de la catedral, el Protome-
dicato, la audiencia y algunas de las provincias religiosas. El caso de
la universidad es excepcional y único, al igual que los cabildos civil
y eclesiástico sólo existía una corporación de su tipo en la ciudad.
Otra era la situación de las provincias religiosas que, junto con las
cofradías y gremios, conformarían los espacios más numerosos del
corporativismo urbano.

Las provincias religiosas: sus conventos y colegios

Desde la llegada de las primeras órdenes religiosas a Nueva España


durante la década que siguió a la conquista de Tenochtitlán, fran-
ciscanos, dominicos y agustinos se volvieron una parte central del
paisaje social del territorio, tanto en el ámbito rural como en el
urbano. Los fuertes vínculos que establecieron, primero con la no-
bleza indígena y después con las aristocracias de las ciudades, de
donde procedían muchos de sus miembros, hicieron posible que los
conventos se convirtieran en poderosos centros de interacción social,
económica y cultural. En la capital esas órdenes se asentaron en la
parte occidental de la traza pues era la más poblada. Cuando esas
órdenes “antiguas” ya estaban afianzadas en el territorio, en las

19
 Manuel Romero de Terreros, La vida social en la Nueva España, México, Po-
rrúa, 1944, p. 101 y s.
20
 Cristóbal de la Plaza y Jaén, Crónica de la Real y Pontificia Universidad, 2 v.,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1931, v. ii, p. 295 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 95

décadas finales de la centuria comenzaron a llegar a Nueva España


otras cuatro nuevas, los carmelitas, los mercedarios, los dieguinos
(todos mendicantes) y los jesuitas, las cuales muy pronto también se
vincularon con las elites urbanas. A diferencia de las órdenes anti-
guas, las nuevas tuvieron todo el apoyo de los arzobispos y comen-
zaron a asentarse en la zona oriental de la capital, espacio que se
estaba poblando por españoles y que los prelados le disputaban a
franciscanos y agustinos.21 Después de 1600 arribaron además dos
órdenes hospitalarias, los hermanos de San Juan de Dios y los Be­
tlemitas. En todas ellas, salvo la del Carmen y la Compañía de Jesús,
el envío de religiosos desde España fue disminuyendo paulatina-
mente a lo largo de los años finales del siglo xvi y durante el xvii,
mientras que sus conventos iban creciendo a menudo con el ingreso
de criollos, lo que trajo consigo la intensificación de las relaciones
con la sociedad blanca.
Todas las órdenes religiosas mendicantes estaban organizadas
en corporaciones denominadas provincias, en cada una de las cuales
funcionaba un número variable de conventos situados en varias ciu-
dades, villas y pueblos distribuidos en un territorio. Cada provincia
tenía un gobierno central e independiente, tanto de las otras pro-
vincias de la misma orden como del obispo, aunque en teoría de-
pendían de manera directa de un general radicado en Roma y, a
través de él, del Sumo Pontífice. Cada provincia estaba organizada
jurídicamente bajo unas constituciones, tenía la posibilidad de elegir
a sus cuerpos rectores en los capítulos provinciales donde participa-
ban todas las cabezas de los conventos denominados priores entre
dominicos, agustinos y carmelitas, guardianes entre los franciscanos
y comendadores entre los mercedarios. Los jesuitas, con una orga-
nización distinta a la de los mendicantes, tenían sin embargo la
misma autonomía que ellos, aunque sus cuadros de poder eran ele-
gidos desde Roma y no por mecanismos de sufragio interno como
los frailes. Por ello entre su personal había tanto individuos de ori-
gen criollo como procedentes de diversos países europeos.

21
 Jessica Ramírez, “Las nuevas órdenes en las tramas semántico-espaciales de
la ciudad de México, siglo xvi”, Historia Mexicana, v. 63, n. 3 (251) (enero-marzo
2014), p. 1015-1075.

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En la ciudad de México algunos conventos y colegios se consoli-


daron muy pronto como cabezas de las provincias matrices de las
órdenes mendicantes y hospitalarias. Al igual que en la capital, sus
fundaciones se hicieron casi al mismo tiempo que nacían los centros
urbanos, por lo que fueron apoyadas por los vecinos y cabildos espa-
ñoles. Además, en la capital los franciscanos acapararon la adminis-
tración sacramental en Tlatelolco y Tenochtitlan con tres parroquias
adscritas a sus respectivos conventos: el de Santiago, el de Santa Ma-
ría la Redonda y el de México, que administraba a San José de los
Naturales. Los agustinos, por su parte, tenían a su cargo también tres
parroquias en los barrios orientales que administraban desde sus casas
de San Pablo, San Sebastián y Santa Cruz. Desde 1677, en la capilla
del Rosario del templo de Santo Domingo funcionó la parroquia de
los mixtecos, sede para la administración de la abundante población
de origen oaxaqueño que habitaba la ciudad y cuya lengua domina-
ban algunos dominicos. Muy vinculados también con dichos frailes
estaban el convento de religiosas de Santa Catalina de Siena de la
misma orden y el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Los conventos de religiosos en esos espacios urbanos, aunque al
principio fueron meros centros logísticos desde donde se controlaba
la distribución y el mantenimiento de las misiones, poco a poco comen-
zaron a albergar colegios y noviciados para los jóvenes religiosos desde
mediados del siglo xvi. Lo mismo sucedió con los conventos merceda-
rios y carmelitas en las últimas décadas de la centuria. A partir de
entonces esas casas funcionaron también como enfermerías para los
frailes ancianos, dementes o enfermos y como dependencias destina-
das a los capítulos provinciales y a las actividades administrativas. Se
convertían así en las cabezas de las provincias, únicas corporaciones
que tenían un carácter territorial pues abarcaban numerosas casas
distribuidas en una región. Entre las órdenes hospitalarias esto sólo
sucedió en sus casas matrices en la capital del virreinato, pues en los
hospitales que se les dieron en administración en el territorio no
podían tener comunidad conventual.
A lo largo de las últimas décadas del siglo xvi y las primeras del
xvii, aumentó considerablemente el número de religiosos que habi-
taban estas casas urbanas, enriquecidas y acrecentadas gracias a los
apoyos que les daban los vecinos españoles y sus cabildos. Las órde-

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 97

nes antiguas, además de su convento matriz, incluso llegaron a fun-


dar un colegio donde sus futuros dirigentes realizaban sus estudios
teológicos, como sucedió entre los dominicos (en Porta Coeli), entre
los agustinos (en San Pablo) y entre los franciscanos (en San Buena-
ventura en Tlatelolco). También dominicos y franciscanos fundaron
sendas casas recoletas (La Piedad y San Cosme, respectivamente),
espacios que no podían tener administración sacramental pues sus
ocupantes estaban totalmente entregados a la oración y el retiro, por
lo que encontraron su principal fuente de ingresos en la promoción
de imágenes milagrosas.22 Los conventos, además, marcaban los
barrios con sus nombres y eran importantes centros de distribución
de agua potable, gracias a sus fuentes públicas, pues eran de los po-
cos establecimientos que tenían acceso a sus canales de distribución.
Esta presencia se ve claramente en el barrio de San Francisco,
situado a la entrada de la capital por la calzada de Tacuba, donde
dicha orden fundó varias casas en un amplio espacio urbano. A
partir de su templo principal salían catorce capillas distribuidas a lo
largo de la Alameda destinadas al rezo del Vía Crucis.23 Dicho con-
vento administraba, también desde el siglo xvi, tres monasterios de
religiosas clarisas (San Juan de la Penitencia, Santa Isabel y Santa
Clara), a los que se añadió en el xviii el de Corpus Christi para indias
cacicas, promovido por el virrey marqués de Valero y fundado en
1724.24 También en el barrio de San Francisco, y dependientes de
su comisario, se encontraban el convento de los dieguinos o descal-
zos y en 1733 en esa zona se fundó el Colegio de Propaganda Fide de
San Fernando para preparar a los franciscanos destinados a las mi-
siones norteñas de Nueva España.
A diferencia de las órdenes mendicantes y hospitalarias, la Com-
pañía de Jesús no fundó conventos en esos centros urbanos sino

22
 Fray Luis de Cisneros, Historia de el principio y origen, progresos, venidas a Mé-
xico, y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios extramuros de la
ciudad, México, Imprenta del Bachiller Juan Blanco de Alcázar, junto a la Inquisi-
ción, 1621, p. 38.
23
 Alena Robin, Las capillas del Vía Crucis de la ciudad de México. Arte, patrocinio y
sacralización del espacio, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-
tuto de Investigaciones Estéticas, 2014.
24
 Asunción Lavrin, Brides of Christ. Conventual Life in colonial Mexico, Stanford,
Stanford University Press, 2008, ix+496 p., ils., apéndice, notas, p. 244 y s.

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98 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

colegios de enseñanza media para los sectores criollos, lo cual les dio
un gran prestigio y les permitió acumular tierras donadas por sus
benefactores para atender sus necesidades. En la capital, los jesuitas
administraban con el nombre de colegios instituciones de muy dife-
rente tipo: San Ildefonso (que fusionó las antiguas residencias de San
Bernardo y San Miguel) funcionaba como casa de habitación y estu-
dio para estudiantes becados, pero no daba cursos; San Gregorio, fue
abierto para dar instrucción elemental a la nobleza indígena de la
ciudad y como una alternativa ante la decadencia del colegio fran-
ciscano de Tlatelolco; San Pedro y San Pablo, denominado colegio
máximo, era el único con cursos regulares impartidos tanto a alum-
nos externos como a aquellos que profesarían en la Compañía. Por
ser el principal colegio, a su costado se construyó el templo desde
donde los jesuitas administraban los sacramentos a la población; La
Profesa para los sacerdotes que harían su cuarto voto, es decir el úl-
timo requisito para ser jesuitas con plenos derechos y donde se im-
partían cursos de retórica para la predicación; San Andrés, original-
mente pensado para albergar a sus novicios, cuando éstos fueron
trasladados al pueblo de Tepotzotlán, el edificio se dedicó a atender
a los misioneros que iban a Filipinas y, con la dadivosa ayuda del
mercader Andrés Carvajal, funcionó también como hogar para algu-
nos jesuitas, como lugar de “probación” para futuros miembros de la
orden y en el xviii como casa para ejercicios espirituales.25
A los templos anexos a los conventos y a los colegios llegaban a
lo largo del día personas de todos los grupos sociales que acudían
a escuchar misas, a recibir los sacramentos y a participar en las fies-
tas litúrgicas. En los templos, los fieles también recibían noticias a
través de los sermones, obtenían goce estético con la música y las
artes visuales y se allegaban informes sobre las novedades aconteci-
das en la vida de sus semejantes. En los presbiterios, las capillas la-
terales, las naves y las sacristías de esas iglesias conventuales era
también común encontrar las lápidas de las tumbas de caballeros y
damas de alcurnia, enterrados a menudo con el hábito de la orden

25
 Pilar Gonzalbo, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los
criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1990, 395 p. (Historia de la
Educación), p. 159 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 99

en cuestión, según su rango y donaciones. En ellos se celebraban las


ceremonias que marcaban, con la presencia sonora de las campanas
y con las misas, el ritmo de la vida cotidiana, la entronización de las
autoridades, las celebraciones gozosas y fúnebres de unos reyes au-
sentes y el ciclo anual de las estaciones; algunas iglesias muy espe-
ciales, las parroquias, eran las únicas autorizadas para administrar
los sacramentos del bautizo y el matrimonio, para registrar a aque-
llos que los recibían y a los difuntos y para cobrar obvenciones por
ese servicio. Pero sobre todo en todas esas iglesias se rendía culto a
las imágenes milagrosas, pues varias de ellas funcionaban como san-
tuarios urbanos y recibían la visita constante de peregrinos que iban
a pedir la solución de sus necesidades.
Al poder taumatúrgico de las imágenes milagrosas se añadía el
de las reliquias que funcionaban también como amuletos. Los con-
ventos guardaban los cadáveres y todo tipo de objetos que habían
pertenecido a los santos y a los frailes y monjas muertos en olor de
santidad: toallas y listones con las gotas del aromático sudor que
expelían sus osamentas; telas, flores y sábanas que estuvieron en
contacto con los cuerpos de esos venerables; rosarios, escapularios,
cilicios, alambres de púas, jubones de cerdas y demás instrumentos
de devoción o de penitencia pertenecientes a esos ascetas. Muy a
menudo los fieles solicitaban en las porterías de los conventos que
se les permitiera tocar con sus rosarios las reliquias que ellos poseían
(pues su poder se transmitía por el mero contacto) o que se les re-
galara un puñado de la tierra de las sepulturas de sus venerables.
La presencia de esos “milagrosos” cuerpos muertos reafirmaba
el papel central que tenían los religiosos en la vida social y política
de las ciudades. En México, por ejemplo, los frailes y los jesuitas,
como miembros de las acaudaladas familias criollas, asistían a los
actos públicos que ofrecían la corte, la universidad, la catedral y
los conventos. Varios religiosos revalidaban los títulos obtenidos en
su orden por grados universitarios y ocupaban cátedras en la uni-
versidad, donde llegaron a ser rectores. A principios del siglo xvii,
algunos frailes criollos fueron nombrados para ocupar cargos epis-
copales en Nueva España, Sudamérica y Filipinas. Fueron también
numerosos los religiosos que influyeron en la vida política como con-
fesores y capellanes de las autoridades virreinales, como calificadores

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100 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

y consultores del Tribunal del Santo Oficio, como oradores recono-


cidos de la corte virreinal y como escritores. Aunque había prohibi-
ción explícita al respecto, algunos religiosos pertenecían a cofradías
y hermandades o fungían como padrinos de bautizo; con ello se
consolidaban sus vínculos y se afianzaban sus negocios.
En efecto, junto con la presencia cultural y política, los religiosos
tenían también fuertes intereses económicos. Algunos de ellos rea-
lizaban jugosos tratos comerciales con los seculares, a pesar de estar
prohibidos para los frailes, pues además de ejercer el préstamo de
capitales producto de las limosnas que recibían, la mayoría de los
conventos y colegios urbanos administraban ricas haciendas y huertas
y eran propietarios de la mitad de los inmuebles arrendados de la
capital. Esto incidía, junto con la construcción y remodelación de
sus propios edificios, como un factor que dinamizaba la economía.
Las comunidades religiosas eran además consumidoras de bienes y
servicios, lo que significaba la manutención de numerosos artesanos,
sirvientes y profesionales de todo tipo.
Los ámbitos conventuales no sólo eran centros de convivencia,
se estructuraban también como espacios forjadores de normas de
sociabilidad y civilidad y como guardianes de una memoria históri-
ca almacenada en sus archivos y transmitida de manera oral o visual
a las nuevas generaciones de religiosos. Para ello, cada provincia
nombraba un cronista de la corporación, encargado de acumular
información, recabar documentos y redactar las acciones ejemplares
de sus miembros.26
Además de sus edificios, las órdenes religiosas tenían, al igual que
varias de las corporaciones aquí mencionadas, fiestas que les eran
propias. Cada año los conventos celebraban con procesión pública,
altares efímeros y fuegos pirotécnicos el día de sus santos fundadores.
Dichos festejos se prestaban, como todas las fiestas, a numerosos
excesos como lo menciona Hipólito Villarroel, un airado cronista del
siglo xviii: “El modo de solemnizar las fiestas de los santos patriarcas
de las religiones es situarse a las puertas y calles de sus contornos [de
26
 Antonio Rubial, “La conciencia criolla. Las órdenes religiosas y su papel en
la construcción de la identidad en Nueva España”, en El criollo en su reflejo. Cele-
bración e identidad (1521-1821), México, Fomento Cultural Grupo Salinas/The His-
panic Society of America/Museo Franz Mayer, 2011, p. 128-154.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 101

los conventos] muchos puestos de comidas, como si se convidase a


un gran festín profano, y se cometen mil tropelías”.27
Otro motivo de festejo era la canonización de algún santo de la
orden, como la que celebraron los hermanos hospitalarios en honor
de su fundador san Juan de Dios en 1700, en la que hubo mascara-
das y bailes.28 Unas décadas antes, en 1672, con motivo de los fes-
tejos de la canonización de san Francisco de Borja y los cien años de
la llegada de la Compañía de Jesús a México, los jesuitas, ayudados
por los estudiantes de su colegio de San Pedro y San Pablo, organi-
zaron en la capital otro soberbio festejo que duró varios días. Para
que quedara en la memoria tan suntuosa celebración y para reforzar
el aparato publicitario, un jesuita anónimo escribió la relación de
los festejos que fue publicada en ese mismo año de 1672 con el títu-
lo de Festivo aparato.29
Por último, eran motivo de suntuosos festejos la inauguración (o
consagración) de una nueva iglesia o capilla de cualquiera de las
órdenes, celebración que también ocupaba varios días con procesio-
nes y sermones en los que participaban frailes de todos los conven-
tos de la capital. Todas esas fiestas, además de las calles, tenían a los
templos como sus espacios privilegiados, pues en ellos se celebraban
misas y sermones que eran parte fundamental de los festejos. Tales
celebraciones, además de su carácter propagandístico, tenían una
fuerte carga identitaria pues servían para afianzar los lazos corpo-
rativos dentro de las provincias religiosas.

Una multiplicidad de cuerpos sociales: cofradías y hermandades

Pero los templos de los religiosos no sólo eran los centros donde las
provincias religiosas manifestaban su presencia urbana, también en

 Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva


27

España, México, Miguel Ángel Porrúa, 1979 (Colección Tlahuicole 2), p. 188.
28
 Antonio de Robles, Diario de sucesos notables, 3 v., México, Porrúa, 1972,
v. iii, p. 128.
29
 Anónimo, Festivo aparato con que la provincia mexicana de la Compañía de Jesús
celebró en esta imperial corte de la América Septentrional los immarcescibles lauros y glorias
inmortales de san Francisco de Borja, México, Juan Ruiz, 1672.

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102 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

ellos estaban las capillas donde los miembros de otras corporaciones


urbanas (gremios, cofradías, congregaciones y órdenes terceras) se
reunían y eran enterrados. El convento grande de San Francisco,
por ejemplo, era un complejo espacio multicorporativo pues, ade-
más de ser la cabeza de la provincia del Santo Evangelio, dentro de
su perímetro se encontraba la parroquia indígena de San José, las
capillas del Santo Cristo de Burgos, de Nuestra Señora de Balva-
nera y de Nuestra Señora de Aránzazu, que eran sedes de las impor-
tantes cofradías “nacionales” de comerciantes montañeses, riojanos y
vascos, respectivamente. En su templo funcionaban además de los
terciarios franciscanos, una cofradía de san Benito de Palermo de
negros y por lo menos otras siete de indios, incluida una de la Cande-
laria, a la que pertenecían las parteras. En Santo Domingo, además
de la archicofradía del Santísimo Rosario con su gran capilla inde-
pendiente, funcionaban otras seis cofradías, incluidas una de negros
y mulatos y la de Nuestra Señora de Covadonga de asturianos. En
San Agustín funcionaban cinco, además de sus terciarios, en el Car-
men dos y tres en La Merced.30
Además de las hermandades adscritas a los conventos mendican-
tes actuaban en la ciudad decenas de esas corporaciones en las que
estaba inscrita la mayoría de los sectores sociales, incluidas las distin-
tas autoridades que administraban el territorio. La cofradía era una
asociación que distribuía entre sus miembros variados beneficios
espirituales y materiales. Entre los primeros estaban las numerosas
indulgencias que concedían la disminución de días, meses o años
de sufrimientos en el purgatorio y daban la seguridad y la tranqui-
lidad de alcanzar el cielo en breve tiempo. Tales beneficios se entre-
gaban impresos en unas patentes que todos los cofrades guardaban
como un preciado tesoro. Pero, además de estos beneficios y gracias
a los ingresos obtenidos por cuotas y por el préstamo de capitales,
las cofradías ayudaban a los hospitales, socorrían a viudas, a huér-
fanos y a los cofrades enfermos e incapacitados y se hacían cargo de
los gastos funerarios, del entierro y de las misas de sus miembros
difuntos.

 Alicia Bazarte, Las cofradías de españoles en la ciudad de México, 1526-1860,


30

México, Universidad Autónoma de Metropolitana-Azcapotzalco, 1989, p. 64 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 103

En ocasiones, las cofradías administraban también dotes para


que doncellas huérfanas y pobres pudieran casarse o profesar de
monjas. Ese dinero salía a veces de los bienes de la cofradía pero a
menudo eran mandas testamentarias que dejaban los ricos como
obras pías para la salvación de sus almas. La distribución de tales
dotes se hacía por sorteo, aunque a veces se dieron quejas de que
esas ayudas eran adjudicadas para las hijas de los cofrades, que no
eran ni pobres ni huérfanas.31 Sin embargo, esto no era lo común y
frecuentemente tales dotes permitían a las jóvenes desamparadas
formar un hogar y a sus maridos obtener un capital que les ayudaba
a echar a andar un negocio, pues, aunque las dotes no eran muy
cuantiosas, una misma joven podía acumular varias en su persona.
No obstante, cuando no se hacía uso de tales ayudas en un plazo de
diez años, el dinero debía restituirse a los benefactores.
El primero de enero de cada año, salía del templo de Santo
Domingo una procesión formada por quince o veinte huérfanas
dotadas y casaderas, acompañadas del virrey y de uno de los alcaldes
del cabildo recién nombrado ese día. Las jóvenes, que no siempre
eran huérfanas reales, paseaban con sus bellos trajes llevando un
cirio encendido, un rosario y un escudo de cera de la archicofradía
del Santísimo Rosario, que era quien las patrocinaba. Los que las
pretendían podían asistir a la procesión como observadores y esco-
ger la que mejor se acomodara a sus gustos. La boda y el pago de la
dote se arreglaban con sus benefactores después de tan peculiar
desfile. El hecho no fue excepcional, y varios de los ricos que deja-
ban estas obras pías estipuladas en sus testamentos proponían un
tipo de desfile similar para sus beneficiadas.
Una actividad semejante tenía la archicofradía del Santísimo
Sacramento y de la Caridad que funcionaba en la catedral y reunía
a los hombres más ricos e influyentes de la ciudad. A partir de 1547,
la archicofradía también se hacía cargo de mantener el colegio de
niñas mestizas de la Caridad y de conseguirles dotes para casarlas o
ingresarlas como monjas. Dicha hermandad se hacía cargo además de
solemnizar la fiesta del Corpus Christi, de mantener la lámpara que
debía estar siempre prendida junto al Santísimo, de la celebración del

31
 Ibidem, p. 89 y s.

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104 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

Jueves Santo con su monumento eucarístico y de la ceremonia del


lavatorio de los pies, además de acompañar a los sacerdotes que
llevaban la última comunión o “viático” a los moribundos.32
Algunas cofradías estaban fuertemente vinculadas con uno de los
más importantes sectores corporativos: los gremios de artesanos y
otros administradores de servicios. El estatus y los privilegios de la
mayor parte de estas profesiones estaban regulados por estatutos
gremiales que estipulaban quiénes podían pertenecer al gremio, al
obtener el grado de maestros, y marcaban los precios, la calidad y la
cantidad de los artículos manufacturados; nadie podía vender o pro-
ducir artículos de lujo (o algunos de primera necesidad) ni prestar
un servicio si no pertenecía a un gremio. Había artesanos que debían
esperar hasta veinte años para conseguir su ingreso a una de estas
corporaciones a causa de los altos costos de los exámenes de maestro,
de lo que implicaba montar un taller (herramientas, renta de local,
etcétera) y de una cerrada trama de vínculos familiares y de compa-
drazgos que impedían a muchos el acceso a estas agrupaciones. Por
otro lado, los estatutos de algunos gremios limitaban la entrada por
razones étnicas. El gremio de pintores, por ejemplo, reglamentó en
1686, que todos los aprendices del oficio debían ser españoles; lo
mismo hicieron los fabricantes de hilo de oro y plata, los orfebres, los
tintoreros y los herreros. Sin embargo, el incumplimiento constante
de estas disposiciones mostraba una percepción muy laxa de lo que
se entendía por “español”, pues numerosos miembros de las castas
practicaban estos oficios, algunos de ellos incluso como maestros. El
caso del pintor mulato Juan Correa es muy representativo a este
respecto y es muestra el ambiguo uso que se daba al término.
Casi todos los artesanos que producían artículos de lujo poseían
un taller y empleaban en él a oficiales, es decir asalariados que co-
nocían el oficio, así como aprendices y esclavos. Estos dos últimos
vivían en casa del maestro, quien les enseñaba las técnicas del oficio
y se hacía cargo paternalmente de su vida social y religiosa. Igual
que pasaba con los aristócratas, lo común entre los artesanos aco-
modados eran los matrimonios de hombres mayores con mujeres
jóvenes, dado que no era fácil casarse sin tener un taller propio. Así,

32
 Ibidem, p. 143 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 105

los vínculos matrimoniales entre familias de artesanos produjeron


comunidades muy cerradas.33
Decíamos arriba que todo gremio estaba adscrito a una cofradía,
como las de San Cosme y San Damián de cirujanos y boticarios, la
de San Crispín y San Crispiano de zapateros, la de la Santísima
Trinidad de sastres o la de la Inmaculada Concepción y San Egidio
de orfebres. Los miembros de estas cofradías gremiales, lo mismo
que las de otro tipo, mantenían un altar para la veneración de su
santo en una de las iglesias de la ciudad, pagaban misas, fiestas,
vestidos y joyas para sus imágenes y costeaban los gastos de las pro-
cesiones de Corpus y Semana Santa. Sin embargo, por razones eco-
nómicas muchas de las cofradías gremiales abrieron sus membresías
a personas que no pertenecían al gremio, aunque los maestros fun-
dadores conservaban la dirigencia de la hermandad.
Para obtener mayores beneficios espirituales, algunas de las co-
fradías gremiales menores se anexaron a una de las archicofradías
más antiguas de la ciudad, la de los sastres de la Santísima Trinidad.
Fundada desde 1530, esta congregación recibió este título del papa
en 1576 y en 1582, con su anexión a la de Roma, obtuvo para sus
miembros numerosos privilegios de indulgencias. Por ello se convir-
tió en una de las asociaciones más prestigiosas de la ciudad y comen-
zó a recibir gente de fuera del gremio, aunque los sastres mantuvie-
ron por un tiempo la exclusividad del gobierno. En 1585 la curia
romana exigió abrir incluso la mesa de gobierno a miembros distin-
guidos de la sociedad, con lo que de los 24 guardianes, 12 debían
ser maestros sastres y los otros 12 caballeros. Para entonces, la archi-
cofradía ya compartía una capilla al final de la calle de Moneda con
otra importante congregación, la de San Pedro, una hermandad
creada por los clérigos seculares para hacerse de un cuerpo que les
permitiera organizarse y ayudarse, y que a la larga fundaron un
hospital para atender a sacerdotes enfermos y ancianos. Ambas her-
mandades, aunque compartían el mismo espacio y sus gastos, fun-
cionaron de manera autónoma. Aunque hubo algunos problemas al

33
 Lyman Johnson, “Artesanos”, en Louisa Schell Hoberman y Susan Migden
(comps.), Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial, México, Fondo de Cultura
Económica, 1992, p. 255-285.

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106 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

principio, los sacerdotes de San Pedro decían las misas de difuntos


y los oficios de la hermandad trinitaria. En la Semana Santa los
miembros de esta archicofradía llevaban a los ángeles portadores de
las armas de Cristo y salían junto a los de San Pedro.34
A lo largo del siglo xvii, varias cofradías gremiales comenzaron
a anexarse a la Santísima Trinidad por los beneficios espirituales que
ella ofrecía. Por este privilegio dichas hermandades pagaban de-
rechos a la archicofradía. Además de tener un templo donde colocar
su capilla y sus espacios de enterramiento, dichas cofradías anexadas
podían salir en las procesiones bajo el estandarte de los trinitarios,
con sus insignias y con el hábito rojo que los caracterizaba. Así co-
menzaron a funcionar bajo el mismo techo la cofradía de cirujanos,
barberos y flebotomistas de San Cosme y San Damián y Cristo de la
Salud, la del Ecce Homo de vendedores de cacao, la de los cajoneros
de la Plaza Mayor bajo la advocación de la virgen de los Dolores,
la de la virgen de la Guía de oficiales de sastrería, la de San Homo-
bono de maestros de sastres, la de los Esclavos del Santísimo Sacra-
mento y Nuestra Señora de la Concepción y la de San Avelino, estas
últimas no gremiales. Para el siglo xviii, la iglesia de la Santísima
era un edificio que albergaba a diez cofradías, cada una de las cuales
tenía su altar en el templo.35
En las diferentes capillas de la iglesia de la Santísima, única en su
género en la capital, se reunían y enterraban personas de muy dife-
rentes estratos: mozos de servicio y sirvientas de los conventos de mon-
jas, varias religiosas, artesanos de diferentes talleres, tanto maestros
como oficiales, mercaderes del pequeño comercio placero e incluso
algún noble. Todos ellos llegaban atraídos por los beneficios espiritua-
les que poseía la Santísima Trinidad y por las promesas de que estas
cofradías se harían cargo de sus gastos fúnebres y de las misas por sus
almas. Además de los sacerdotes de la congregación de San Pedro, los
trinitarios llamaban para sus funciones a los frailes de La Merced, a

34
 Julio César Cervantes López, La archicofradía de la Santísima Trinidad, una
cofradía novohispana, tesis de maestría, México, Universidad Nacional Autónoma
de México, Facultad de Filosofía y Letras, 2003, p. 24 y s.
35
 Nuria Salazar, “El templo de la Santísima Trinidad de México, una historia
en construcción”, Boletín de Monumentos Históricos, México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia, tercera época, v. 24 (enero-abril 2012), p. 28-70.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 107

quienes daban una limosna para la redención de cautivos, pues en


Europa la orden trinitaria también se dedicaba a esa finalidad.
Las cofradías, además de colmar las esperanzas de salvación de
sus miembros y de cumplir importantes funciones sociales, llenaban
muchos momentos de su vida cotidiana. Junto con la asistencia a las
reuniones y a las pláticas organizadas por la hermandad, el cofrade
participaba en fiestas religiosas, procesiones y actos devocionales. Los
gremios, congregaciones, cofradías y órdenes terceras ejercieron así
un importante papel en la transmisión cultural pues ellos eran parte
fundamental en la organización de las fiestas.36 La principal celebra-
ción de las cofradías era la Semana Santa. Entre el Domingo de
Ramos y el Viernes Santo, la ciudad se llenaba de procesiones acom-
pañadas por tristes acordes de trompeta; por sus calles avanzaban
sobre andas llenas de flores, las imágenes de cristos muertos cubier-
tos de sangre y de vírgenes sufrientes y llorosas. Los miembros de las
cofradías, que se encargaban de organizar tales procesiones, acom-
pañaban a sus imágenes cubiertos con capuchas y algunos flagelando
sus espaldas. Al final, en los atrios de las iglesias, hombres y mujeres
disfrazados de soldados romanos, de Cristo, de la virgen María, de
Juan Evangelista, de la Verónica, representaban las escenas de la
pasión y muerte de Jesús. En la tarde del Viernes Santo salía la co-
fradía del “Entierro de Cristo” con los miembros del ayuntamiento
y la gente más prominente de la ciudad; acompañaban a una imagen
de Cristo muerto en un ataúd de plata y cristal precedida por ánge-
les cubiertos de joyas que portaban los símbolos de la pasión y por
diez flagelantes. Otras dos procesiones, una de indios y una de mu-
latos, imitaban a la anterior, aunque con muchos más disciplinantes.37
Sin embargo, entre todas las celebraciones anuales una sobre
todo se destacaba por ser la fiesta de las corporaciones: la del Corpus
Christi. En ella, el carácter corporativo de la sociedad se vinculaba
con un dogma religioso, el del cuerpo místico de Cristo. Éste se con-
cebía formado por la Iglesia triunfante, que habitaba en el cielo, por
la purgante que estaba de paso en el purgatorio y por la militante,

36
 Antonio Rubial, Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de
sor Juana, México, Taurus, 2005.
37
 Ibidem, p. 73.

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formada por los diversos cuerpos sociales de la cristiandad. En esa


fiesta anual la ciudad se transformaba en un teatro en el cual cada
uno de los cuerpos sociales o corporaciones desfilaban alrededor
de una custodia que contenía la Eucaristía (el “cuerpo real” de Cris-
to). Todos los gestos, comportamientos y movimientos de masas, los
carros alegóricos y las imágenes de los santos que los acompañaban,
los arcos triunfales y los altares efímeros iban dirigidos a cohesionar
al grupo y darle un sentido de salvación, representaban al pueblo
elegido en el camino hacia la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante.
El principal atractivo de esta celebración era la fastuosa procesión
que recorría las calles de la ciudad. La marcha se abría con doce hom-
bres a caballo, espada en mano, que representaban la Real Justicia, la
autoridad; los seguía una alegre comparsa que marcaba el tono festi-
vo de la celebración, un grupo de danzantes con disfraces y máscaras
acompañados por figuras grotescas de gigantes y cabezudos que re-
presentaban a los cuatro continentes, así como por la “tarasca”; ésta
era un enorme dragón sobre ruedas, hecho de madera, lienzo y pin-
tura, con ojos espantosos, fauces batientes que lanzaban fuego y humo
sobre cuyo cuerpo, lleno de escamas, iban montados varios persona-
jes, bailando y brincando. La “tarasca” simbolizaba al diablo, la here-
jía y la idolatría que serían vencidos por la gracia. Su importancia se
avala por un refrán que rezaba: “no hay procesión sin tarasca”.
Después de esta comparsa, venía un segundo grupo a caballo: dos
hombres tocando sus clarines y mostrando sobre sus vestidos el escudo
de armas de la ciudad, otros con timbales y libreas encarnadas y unos
guardias disparando salvas con sus arcabuces. Con este ruido se daba
paso a los representantes de todo el cuerpo social que seguían un rí-
gido orden y jerarquía: los gremios y las cofradías, de acuerdo con su
importancia, cargaban sus pendones bordados en plata y oro; los re-
ligiosos, en el orden de su llegada a Nueva España, llevaban a sus
santos fundadores en andas y cubiertos de joyas; las cruces parroquia-
les con sus clérigos y los pertigueros de la iglesia catedral, con su cruz
y sus ciriales, abrían paso a la urna de las reliquias y a la “capilla” ca-
tedralicia con sus oboes, trompetas, clarines, flautas y niños cantores.
Un grupo de acólitos sonando campanitas de plata anunciaba el
arribo del personaje principal de la procesión. Bajo un rico palio
sostenido por dieciséis sacerdotes, avanzaba la enorme custodia de

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 109

plata y oro, recamada de piedras preciosas que contenía la hostia.


Luego venían los miembros del cabildo de la catedral y el arzobispo,
revestido con tiara, capa y báculo, símbolos de su autoridad y, ce-
rrando la procesión, el virrey, los oidores y jueces, así como los
miembros del Tribunal de la Inquisición, del Ayuntamiento, de la
Universidad y del Consulado. Otros muchos actos tenían lugar a lo
largo de ese día y de los subsiguientes; incluso ocho días después,
en lo que se llamaba la infraoctava de Corpus, se repetía casi con el
mismo esplendor la celebración. Con la procesión, retablo vivo de
la sociedad, se afianzaba la idea de que todos los órganos del cuerpo
social en su conjunto vencerían al monstruo del pecado, de la herejía,
de la idolatría, y harían triunfar la fe cristiana.
En la fiesta tenían cabida tres líneas temáticas: la dimensión
teológica, que concebía como única y principal función de estos
artefactos culturales la alabanza y la súplica dirigidas a la Divinidad;
la función retórica, que los veía como un instrumento de comunica-
ción para inculcar valores para la salvación; y una finalidad pragmá-
tica que, a partir de la ostentación y la publicidad, buscaba prestigio
y prebendas para las autoridades, las corporaciones y los individuos,
mecenas y promotores de tales creaciones culturales.
Al final, la fiesta pública debía mostrar hacia el exterior la exis-
tencia de una inamovible armonía social, lo que a la larga constituía
la manera como el sistema de valores se justificaba; esta sensación
se lograba gracias a una compleja organización y a un aparato tex-
tual que la fijaba por medio de la imprenta y que le daba un carácter
sagrado e inmutable. Mediante la fiesta, se avalaba una tradición
continuada que unía el pasado con el presente, los vivos con los
difuntos, el cielo con la tierra y que tenía en la religión y en la mo-
narquía sus dos pilares fundamentales. En la fiesta, los cuerpos so-
ciales tenían no sólo su expresión más acabada, por medio de ella
manifestaban su existencia, por lo que su participación en el apara-
to festivo se convirtió en una de sus principales finalidades y sub-
vencionarlo se volvió el destino de una considerable suma de sus
recursos financieros. Además de sacralizar la autoridad, podríamos
decir que la fiesta existía para darle cuerpo a las corporaciones y, en
algún sentido, sus miembros destinaban una buena parte de su tiempo
y sus bienes para construir el cuerpo de la fiesta.

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