Mistralcuentos

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 30

Gabriela Mistral

Por qué las


rosas tienen
espinas
y otros cuentos

Tierra Desvelada
Ediciones
1
La presente selección tomó como referencia,
principalmente, el libro“Cuentos inéditos & autobiografías”
de Gabriela Mistral, el cual fue logrado por el trabajo de
Gladys González (Ediciones Libros del Cardo) para el año 2017.
Las ilustraciones, a excepción de la primera,
corresponden a Camila Barrales.

Ningún derecho reservado.


Haz que corra, compártelo, reprodúcelo, piratéalo.
Que los libros no se vuelvan fetiche, ni privilegio.
Que libres sean las palabras, los saberes
y la vida entera.

Primera Edición, 2022.


Impreso en Santiago Waria.

2
ÍNDICE

Por qué las cañas son huecas


5
Por qué las rosas tienen espinas
10
La raíz del rosal
15
El cardo
18
La charca
22
El cántaro de greda
25
El beso
28

3
4
Por qué las cañas son huecas

A don Max. Salas Marchand

Al mundo apacible de las plantas también llegó un día la revolución


social. Dícese que los caudillos fueron aquí las cañas vanidosas.
Maestro de rebeldes, el viento hizo la propaganda, y en poco tiem-
po no se habló de otra cosa en los centros vegetales. Los bosques
venerables fraternizaron con los bosquecillos locos en la aventura
de luchar por la igualdad.

  Pero, ¿qué igualdad? ¿De consistencia en la madera, de bonda-


des en el fruto, de derecho a la buena agua?

  No; la igualdad de altura, simplemente. Levantar la cabeza a uni-


forme elevación, fue el ideal. El maíz no pensó en hacerse fuerte
como el roble, sino en mecer a la altura misma de él sus espiguillas
velludas. La rosa no se afanaba por ser útil como el caucho, sino
por llegar a la copa altísima de éste y hacerla una almohada donde
echar a dormir sus flores.

  ¡Vanidad, vanidad, vanidad! Delirio de ser grande, aunque sién-


dolo contra Natura, se caricaturizaran los modelos. En vano algu-
nas flores cuerdas –las violetas medrosas y los chatos nenúfares–
hablaron de la ley divina y de soberbia loca. Sus voces parecieron
chochez.

  Un poeta viejo con las barbas como Nilos, condenó el proyecto


en nombre de la belleza, y dijo sabias cosas acerca de la uniformi-
dad, odiosa en todos los órdenes.

5
II
¿Cómo lo consiguieron? Cuentan de extraños influjos. Los genios
de la tierra soplaron bajo las plantas su vitalidad monstruosa, y fue
así como se hizo el feo milagro.

  El mundo de las gramas y de los arbustos subió una noche mu-


chas decenas de metros, como obedeciendo a un llamado imperio-
so de los astros.

  Al día siguiente, los campesinos se desmayaron –saliendo de sus


ranchos– ante el trébol, alto como una catedral, ¡y los trigales he-
chos selvas de oro!

  Era para enloquecer. Los animales rugían de espanto, perdidos


en la oscuridad de los herbazales. Los pájaros piaban desespera-
damente, encaramados sus nidos en atalayas inauditas. No podían
bajar en busca de las semillas: ¡ya no había suelo dorado de sol ni
humilde tapia de hierba!

  Los pastores se detuvieron con sus ganados frente a los potreros;


los vellones blancos se negaban a penetrar en esa cosa compacta y
oscura, en que desaparecían por completo.

  Entre tanto, las cañas victoriosas reían, azotando las hojas bu-
llangueras contra la misma copa azul de los eucaliptus...

III
Dícese que un mes transcurrió así. Luego vino la decadencia.

  Y fue de este modo. Las violetas, que gustan de la sombra, con


las testas moradas a pleno sol, se secaron.

  –No importa –apresuráronse a decir las cañas–; eran una frusle-


ría.

  (Pero en el país de las almas, se hizo duelo por ellas).

6
  Las azucenas, estirando el tallo hasta treinta metros, se quebra-
ron. Las copas de mármol cayeron cortadas a cercén, como cabezas
de reinas.

  Las cañas arguyeron lo mismo. (Pero las Gracias corrieron por el


bosque, plañendo lastimeras).

  Los limoneros a esas alturas perdieron todas sus flores por las
violencias del viento libre. ¡Adiós cosecha!

  –¡No importa –rezaron de nuevo las cañas–; eran tan ácidos los
frutos!

  El trébol se chamuscó, enroscándose los tallos como hilachas al


fuego.

  Las espigas se inclinaron, no ya con dulce laxitud; cayeron sobre


el suelo en toda su extravagante longitud, como rieles inertes.

  Las patatas por vigorizar en los tallos, dieron los tubérculos ra-
quíticos: no eran más que pepitas de manzana...

  Ya las cañas no reían; estaban graves.

  Ninguna flor de arbusto ni de hierba se fecundó; los insectos no


podían llegar a ellas, sin achicharrarse las alitas.

  Demás está decir que no hubo para los hombres pan ni fruto,
ni forraje para las bestias; hubo, eso sí, hambre; hubo dolor en la
tierra.

  En tal estado de cosas, sólo los grandes árboles quedaron incó-


lumes, de pie y fuertes como siempre. Porque ellos no habían pe-
cado.

  Las cañas por fin, cayeron las últimas, señalando el desastre total
de la teoría niveladora, podridas las raíces por la humedad excesiva
que la red de follaje no dejó secar.

7
  Pudo verse entonces que, de macizas que eran antes de la em-
presa, se habían vuelto huecas. Se estiraron devorando leguas ha-
cia arriba; pero hicieron el vacío en la médula y eran ahora cosa
irrisoria, como los marionetes y las figurillas de goma.

  Nadie tuvo ante la evidencia argucias para defender la teoría, de


la cual no se ha hablado más, en miles de años.

  Natura –generosa siempre– reparó las averías en seis meses, ha-


ciendo renacer normales las plantas locas.

  El poeta de las barbas como Nilos vino después de larga ausen-


cia, y, regocijado, cantó la era nueva:

  «Así bien, mis amadas. Bella la violeta por minúscula y el limone-


ro por la figura gentil. Bello todo como Dios lo hizo: el roble roble y
la cebada frágil».

  La tierra fue nuevamente buena; engordó ganados y alimentó


gentes.

  Pero las cañas-caudillos quedaron para siempre con su estigma:


huecas, huecas...

Manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile

8
9
Por qué las rosas tienen espinas

Ha pasado con las rosas lo que con muchas otras plantas, que en
un principio fueron plebeyas por su excesivo número y por los sitios
donde se les colocara.

  Nadie creyera que las rosas, hoy princesas atildadas de follaje


hayan sido hechas para embellecer los caminos. Y fue así sin em-
bargo.

  Había andado Dios por la Tierra disfrazado de romero todo un


caluroso día, y al volver al cielo se le oyó decir:

  –¡Son muy desolados esos caminos de la pobre Tierra! El sol los


castiga y he visto por ellos viajeros que enloquecían de fiebre y ca-
bezas de bestias agobiadas. Se quejaban las bestias en su ingrato
lenguaje, y los hombres blasfemaban. ¡Además, qué feos son con
sus tapias terrosas y desmoronadas!

  Y los caminos son sagrados, porque unen a los pueblos remotos


y porque el hombre va por ellos, en el afán de la vida, henchido de
esperanzas si mercader, con el alma extasiada, si peregrino.

  Bueno será que hagamos tolderías frescas para esos senderos y


visiones hermosas: sombra y motivos de alegría.

  E hizo los sauces que bendicen con sus brazos inclinados; los ála-
mos larguísimos, que proyectan sombra hasta muy lejos, y las rosas
de guías trepadoras, gala de las pardas murallas.

  Eran los rosales por aquel tiempo pomposos y abarcadores; el


cultivo, y la reproducción repetida hasta lo infinito, han atrofiado la
antigua exuberancia.

10
  Y los mercaderes, y los peregrinos, sonrieron cuando los álamos,
como un desfile de vírgenes, los miraron pasar, y cuando sacudie-
ron el polvo de sus sandalias bajo los frescos sauces.

  Su sonrisa fue emoción al descubrir el tapiz verde de las mura-


llas, regado de manchas rojas, blancas y amarillas, que eran como
una carne perfumada. Las bestias mismas relincharon de placer.
Eleváronse de los caminos, rompiendo la paz del campo, cantos de
un extraño misticismo por el prodigio.

  Pero sucedió que el hombre, esta vez como siempre, abusó de


las cosas puestas para su alegría y confiadas a su amor.

  La altura defendió a los álamos; las ramas lacias del sauce no te-
nían atractivo; en cambio, las rosas si que lo tenían, olorosas como
un frasco oriental e indefensas como una niña en la montaña.

  Al mes de vida en los caminos, los rosales estaban bárbaramente


mutilados y con tres o cuatro rosas heridas.

  Las rosas eran mujeres, y no callaron su martirio. La queja fue


llevada al Señor. Así hablaron temblando de ira y más rojas que su
hermana, la amapola:

  –Ingratos son los hombres, Señor; no merecen tus gracias. De


tus manos salimos hace poco tiempo, íntegras y bellas; henos ya
mutiladas y míseras.

  Quisimos ser gratas al hombre y para ello realizábamos prodigios:


abríamos la corola ampliamente, para dar más aroma: fatigábamos
los tallos a fuerza de chuparles savia para estar fresquísimas. Nues-
tra belleza nos fue fatal.

  Pasó un pastor. Nos inclinamos para ver los copos redondos que
le seguían. Dijo el truhán:

  –«Parecen un arrebol, y saludan, doblándose, como las reinas de


los cuentos».

11
  Y nos arrancó dos gemelas con un gran tallo.

  Tras él venía un labriego. Abrió los ojos asombrados, gritando:

  –«¡Prodigio! La tapia se ha vestido de percal multicolor, ni más ni


menos que una vieja alegre!»

  Y luego:

  –«Para la Añuca y su muñeca».

  Y sacó seis, de una sola guía, arrastrando la rama entera.

  Pasó un viejo peregrino. Miraba de extraño modo: frente y ojos


parecían dar luz.

 Exclamó:

  «¡Alabado sea Dios en sus criaturas cándidas! ¡Señor, para ir glo-


rificándote en ella!»

  Y se llevó nuestra más bella hermana.

  Pasó un pilluelo:

  «¡Qué comodidad! -dijo- ¡Flores en el caminito mismo!»

  Y se alejó con una brazada, cantando por el sendero.

  Señor, la vida así no es posible. En días más, las tapias quedarán


como antes: nosotras habremos desaparecido.

  –¿Y qué queréis?

  –¡Defensa! Los hombres escudan sus huertas con púas de espino


y zarzas. Algo así puedes realizar en nosotras.

  Sonrió con tristeza el buen Dios, porque había querido hacer la


belleza fácil y benévola, y repuso:

12
  –¡Sea! Veo que en muchas cosas tendré que hacer lo mismo. Los
hombres me harán poner en mis hechuras hostilidad y daño.

  En los rosales se hincharon las cortezas y fueron formándose le-


vantamientos agudos: las espinas.

  Y el hombre, injusto siempre, ha dicho después que Dios va bo-


rrando la bondad de su creación.

Manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile

13
14
La raíz del rosal

Bajo la tierra como sobre ella hay una vida, un conjunto de seres
que trabajan y luchan, que aman y odian.

  Viven allí los gusanos más oscuros, y son como cordones negros
las raíces de las plantas, y los hilos de agua subterráneos, prolonga-
dos como un lino palpitador.

  Dicen que hay otros aún: los gnomos, no más altos que una vara
de nardo, barbudos y regocijados.

  He aquí lo que hablaron cierto día, al encontrarse, un hilo de


agua y una raíz de rosas:

  –Vecina raíz, nunca vieron mis ojos nada tan feo como tú. Cual-
quiera diría que un mono plantó su larga cola en la tierra y se fue
dejándola. Parece que quisiste ser una lombriz, pero no alcanzaste
su movimiento en curvas graciosas, y sólo le has aprendido a be-
berme mi leche azul. Cuando paso tocándote, me la reduces a la
mitad. Feísima, dime, ¿qué haces con ella?

  Y la raíz humilde respondió:

  –Verdad, hermano hilo de agua, que debo aparecer ingrata a tus


ojos. El contacto largo con la tierra me ha hecho parda, y la labor
excesiva me ha deformado, como deforma los brazos al obrero.
También yo soy una obrera; trabajo para la bella prolongación de
mi cuerpo que mira al sol. Es a ella a quien envío la leche azul que
te bebo; para mantenerla fresca, cuando tú te apartas, voy a buscar
los jugos vitales lejos. Hermano hilo de agua, sacarás cualquier día
tus platas al sol. Busca entonces la criatura de belleza que soy bajo
la luz.

15
  El hilo de agua, incrédulo pero prudente, calló, resignado a la
espera.

  Cuando su cuerpo palpitador ya más crecido salió a la luz, su pri-


mer cuidado fue buscar aquella prolongación de que la raíz hablara.

  Y, ¡oh Dios!, lo que sus ojos vieron.

  Primavera reinaba espléndida, y en el sitio mismo en que la raíz


se hundía, una forma rosada, graciosa engalanaba la tierra.

  Se fatigaban las ramas con una carga de cabecitas rosadas, que


hacían el aire aromoso y lleno de secreto encanto.

  Y el arroyo se fue, meditando por la pradera en flor:

  –¡Oh, Dios! ¡Cómo lo que abajo era hilacha áspera y parda, se


torna arriba seda rosada! ¡Oh, Dios!, ¡cómo hay fealdades que son
prolongaciones de belleza...!

Manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile

16
17
El cardo
A don Rafael Díaz

Una vez un lirio de jardín (de jardín de rico) preguntaba a las demás
flores por Cristo. Su dueño, pasando, lo había nombrado al alabar
su flor recién abierta.

  Una rosa de Sarón, de viva púrpura, contestó:

  –No le conozco. Tal vea sea un rústico, pues yo he visto a todos


los príncipes.

  –Tampoco lo he visto nunca –agregó un jazmín menudo y fragan-


te– y ningún espíritu delicado deja de aspirar mis pequeñas flores.

–Tampoco yo –añadió todavía la camelia fría e impasible. –Será un


patán: yo he estado en el pecho de los hombres y las mujeres her-
mosas...

  Replicó el lirio:

  –No se me parecería si lo fuera, y mi dueño lo ha recordado al


mirarme esta mañana.

  Entonces la violeta dijo:

–Uno de nosotros hay que sin duda lo ha visto: es nuestro pobre


hermano el cardo. Vive a la orilla del camino, conoce a cuantos pa-
san, y a todos saluda con su cabeza cubierta de ceniza. Aunque hu-
millado por el polvo, es dulce, como que da una flor de mi matiz.

  –Has dicho una verdad -contestó el lirio. –Sin duda, el cardo co-
noce a Cristo; pero te has equivocado al llamarlo nuestro. Tiene
espinas y es feo como un malhechor. Lo es también, pues se queda

18
con la lana de los corderillos, cuando pasan los rebaños.

  Pero, dulcificando hipócritamente la voz, gritó, vuelto al camino:

  –Hermano cardo, pobrecito hermano nuestro, el lirio te pregun-


ta si conoces a Cristo.

  Y vino en el viento la voz cansada y como rota del cardo:

  –Sí; ha pasado por este camino y le he tocado los vestidos, yo,


¡un triste cardo!

  –¿Y es verdad que se me parece?

  –Sólo un poco, y cuando la luna te pone dolor. Tú levantas de-


masiado la cabeza. Él la lleva algo inclinada; pero su manto es albo
como tu copo y eres harto feliz de parecértele. ¡Nadie lo comparará
nunca con el cardo polvoroso!

  –Di, cardo, ¿cómo son sus ojos?

  El cardo abrió en otra planta una flor azul.

  –¿Cómo es su pecho?

  El cardo abrió una flor roja.

  –Así va su pecho –dijo.

  –Es un color demasiado crudo –dijo el lirio.

  –¿Y qué lleva en las sierres por guirnalda, cuando es la primave-


ra?

  El cardo elevó sus espinas.

  –Es una horrible guirnalda –dijo la camelia. –Se le perdonan a la


rosa sus pequeñas espinas; pero esas son como las del cactus, el
erizado cactus de las laderas.

19
  –¿Y ama Cristo? –prosiguió el lirio, turbado.

  –¿Cómo es su amor?

  –Así ama Cristo –dijo el cardo echando a volar las plumillas de su


corola muerta hacia todos los vientos.

  –A pesar de todo –dijo el lirio– querría conocerle. ¿Cómo podría


ser, hermano cardo?

  Para mirarlo pasar, para recibir su mirada, haceos cardo del cami-
no –respondió éste–. Él va siempre por las sendas, sin reposo.

  Al pasar me ha dicho: –«Bendito seas tú, porque floreces entre el


polvo y alegras la mirada febril del caminante». Ni por tu perfume
se detendrá en el jardín del rico, porque va oteando en el viento
otro aroma: el aroma de las heridas de los hombres.

  Pero ni el lirio, al que llamaron su hermano; ni la rosca de Sarón,


que Él cortó de niño por las colinas; ni la Madreselva trenzada, qui-
sieron hacerse cardo del camino y, como los príncipes y las mujeres
mundanas que rehusaron seguirte por las llanuras quemadas, se
quedaron sin conocer a Cristo.

Manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile

20
21
La charca

Era una charca pequeña, toda pútrida. Cuanto cayó en ella se hizo
impuro: las hojas del árbol próximo, las plumillas de un nido, hasta
los vermes del fondo, más negros que los de otras pozas... En los
bordes, ni una brizna verde.

  El árbol vecino y unas grandes piedras la rodeaban de tal modo,


que el sol no la miró nunca ni ella supo de él en su vida.

  Mas un buen día, como levantaran una fábrica en los alrededo-


res, vinieron obreros en busca de las grandes piedras.

  Fue eso en un crepúsculo. Al día siguiente el primer rayo cayó


sobre la copa del árbol y se deslizó hacia la charca.

  Hundió el rayo en ella su dedo de oro y el agua, negra como un


betún, se aclaró: fue rosada, fue violeta, tuvo todos los colores: ¡un
ópalo maravilloso!

  Primero, un asombro, casi un estupor al traspasarla la flecha


luminosa; luego, un placer desconocido mirándose transfigurada;
después... el éxtasis, la callada adoración de la presencia divina
descendida hacia ella.

  Los vermes del fondo se habían enloquecido en un principio por


el trastorno de su morada; ahora estaban quietos, perfectamente
sumidos en la contemplación de la placa áurea que tenían por cielo.

  Así la mañana, el mediodía, la tarde. El árbol vecino, el nido del


árbol, el dueño del nido, sintieron el estremecimiento de aquel acto
de redención que se realizaba junto a ellos. La fisonomía gloriosa
de la charca se les antojaba una cosa insólita.

22
  Y al descender el sol, vieron una cosa más insólita aún. La caricia
cálida fue durante todo el día absorbiendo el agua impura insensi-
blemente. Con el último rayo, subió la última gota. El hueco gredo-
so quedó abierto, como la órbita de un gran ojo vaciado.

  Cuando el árbol y el pájaro vieron correr por el cielo una nube


flexible y algodonosa, nunca hubieran creído que esa gala del aire
fuera su camarada, la charca de vientre impuro.

  Para las demás charcas de aquí abajo, ¿no hay obreros providen-
ciales que quiten las piedras ocultadoras del sol?

Manuscrito, Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional de Chile

23
24
El cántaro de greda

Cántaro de greda, moreno como mi mejilla, ¡tan fácil que eres a


mi sed! Mejor que tú el labio de la fuente, abierto allá abajo, en
la quebrada, pero está lejos y en esta noche de verano no puedo
descender hacia ella.

  Yo te colmo cada mañana lentamente, religiosamente. El agua


canta primero al caer; cuando quedas en silencio, con la boca tem-
blorosa, beso el agua, pagándole su servicio.

  Eres gracioso y fuerte, cántaro moreno. Te pareces al pecho de


una campesina que me amamantó cuando rendí el seno de mi ma-
dre. Y yo me acuerdo de ella mirándote, y te palpo con ternura los
contornos. Ella ha muerto, pero tal vez su seno te esponjó para se-
guir refrescándome la boca con sed.

  Porque ella me amaba...

  ¿Tú me ves los labios secos? Son labios que trajeron muchas se-
des: la de Dios, la de la Belleza, la del Amor. Ninguna de estas cosas
fue como tú, sencilla y dócil, y las tres siguen blanqueando mis la-
bios.

  En las noches te dejo bajo el cielo para que caigan en tu cuello


las gotas de rocío, por si también tuvieras sed. Y es que pienso que
como yo puedes tener la apariencia de la plenitud y estar vaciado.

  Como te amo, bebo en tu mismo labio, sosteniéndote con mi


brazo. ¿Si en su silencio sueñas con el abrazo de alguien, te doy la
ilusión de que lo tienes? ¿Sientes en todo esto mi amor?

  En el verano pongo debajo de ti una arenilla dorada y húmeda,


para que no te tajee el calor, y una vez te cubrí tiernamente una

25
quebrajadura con barro fresco.

  Fui torpe para muchas faenas, pero siempre he querido ser la


dulce dueña, la que coge con temblor de dulzura las cosas, por si
entendieras, por si padecieras como yo.

  Mañana, cuando vaya al campo, cortaré las hierbas buenas para


traértelas y sumergirlas en tu agua. ¡Sentirás el campo en el olor de
mis manos!

  Cántaro de greda; eres más bueno para mí que muchos que di-
jeron ser buenos.

  ¡Yo quiero que todos los pobres tengan como yo un cántaro fres-
co para sus labios con amargura!

En Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp.


Editorial Universitaria, 1989

26
27
EL BESO

La noche del Huerto, Judas durmió unos momentos y soñó, soñó


con Jesús, porque sólo se sueña con los que se ama o con los que
se mata.

  Y Jesús le dijo:

  –¿Por qué me besaste? Pudiste señalarme clavándome con tu


espada. Mi sangre estaba pronta, como una copa, para tus labios;
mi corazón no rehusaba morir. Yo esperaba que asomara tu rostro
entre las ramas.

  –¿Por qué me besaste? La madre no querrá besar a su hijo, por-


que tú lo has hecho, y todo lo que se besa por amor en la tierra,
los follajes y los soles, rehusarán la caricia ensombrecida. ¿Cómo
podré borrar tu beso de la luz, para que no se empañen o caigan
los lirios de esta primavera? ¡He aquí que has pecado contra la con-
fianza del mundo!

  ¿Por qué me besaste? Ya los que mataron con garfios y cuchillas


se lavaron: ya son puros.

  ¿Cómo vivirás ahora? Porque el árbol muda la corteza con llagas;


pero tú, para dar otro beso, no tendrás otros labios, y si besases a
tu madre encanecerá a tu contacto, como blanquearon de estupor
al comprender los olivos que te miraron.

  –Judas, Judas, ¿quién te enseñó ese beso?

  –La prostituta, –respondió ahogadamente, y sus miembros se


anegaban en un sudor que era también de sangre, y mordía su boca
para desprendérsela, como el árbol su corteza gangrenada.

28
  Y sobre la cabeza de Judas, los labios quedaron, perduraron sin
caer, entreabiertos, prolongando el beso. Una piedra echó su ma-
dre sobre ellos para juntarlos; el gusano los mordió para desgra-
narlos, la lluvia los empapó en vano para pudrirlos. !Besan, siguen
besando aún bajo la tierra!

En El Gráfico, 18 de marzo de 1921

29
30

También podría gustarte