Mistralcuentos
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Tierra Desvelada
Ediciones
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La presente selección tomó como referencia,
principalmente, el libro“Cuentos inéditos & autobiografías”
de Gabriela Mistral, el cual fue logrado por el trabajo de
Gladys González (Ediciones Libros del Cardo) para el año 2017.
Las ilustraciones, a excepción de la primera,
corresponden a Camila Barrales.
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ÍNDICE
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Por qué las cañas son huecas
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II
¿Cómo lo consiguieron? Cuentan de extraños influjos. Los genios
de la tierra soplaron bajo las plantas su vitalidad monstruosa, y fue
así como se hizo el feo milagro.
Entre tanto, las cañas victoriosas reían, azotando las hojas bu-
llangueras contra la misma copa azul de los eucaliptus...
III
Dícese que un mes transcurrió así. Luego vino la decadencia.
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Las azucenas, estirando el tallo hasta treinta metros, se quebra-
ron. Las copas de mármol cayeron cortadas a cercén, como cabezas
de reinas.
Los limoneros a esas alturas perdieron todas sus flores por las
violencias del viento libre. ¡Adiós cosecha!
–¡No importa –rezaron de nuevo las cañas–; eran tan ácidos los
frutos!
Las patatas por vigorizar en los tallos, dieron los tubérculos ra-
quíticos: no eran más que pepitas de manzana...
Demás está decir que no hubo para los hombres pan ni fruto,
ni forraje para las bestias; hubo, eso sí, hambre; hubo dolor en la
tierra.
Las cañas por fin, cayeron las últimas, señalando el desastre total
de la teoría niveladora, podridas las raíces por la humedad excesiva
que la red de follaje no dejó secar.
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Pudo verse entonces que, de macizas que eran antes de la em-
presa, se habían vuelto huecas. Se estiraron devorando leguas ha-
cia arriba; pero hicieron el vacío en la médula y eran ahora cosa
irrisoria, como los marionetes y las figurillas de goma.
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Por qué las rosas tienen espinas
Ha pasado con las rosas lo que con muchas otras plantas, que en
un principio fueron plebeyas por su excesivo número y por los sitios
donde se les colocara.
E hizo los sauces que bendicen con sus brazos inclinados; los ála-
mos larguísimos, que proyectan sombra hasta muy lejos, y las rosas
de guías trepadoras, gala de las pardas murallas.
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Y los mercaderes, y los peregrinos, sonrieron cuando los álamos,
como un desfile de vírgenes, los miraron pasar, y cuando sacudie-
ron el polvo de sus sandalias bajo los frescos sauces.
La altura defendió a los álamos; las ramas lacias del sauce no te-
nían atractivo; en cambio, las rosas si que lo tenían, olorosas como
un frasco oriental e indefensas como una niña en la montaña.
Pasó un pastor. Nos inclinamos para ver los copos redondos que
le seguían. Dijo el truhán:
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Y nos arrancó dos gemelas con un gran tallo.
Y luego:
–«Para la Añuca y su muñeca».
Exclamó:
Pasó un pilluelo:
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–¡Sea! Veo que en muchas cosas tendré que hacer lo mismo. Los
hombres me harán poner en mis hechuras hostilidad y daño.
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La raíz del rosal
Bajo la tierra como sobre ella hay una vida, un conjunto de seres
que trabajan y luchan, que aman y odian.
Viven allí los gusanos más oscuros, y son como cordones negros
las raíces de las plantas, y los hilos de agua subterráneos, prolonga-
dos como un lino palpitador.
Dicen que hay otros aún: los gnomos, no más altos que una vara
de nardo, barbudos y regocijados.
–Vecina raíz, nunca vieron mis ojos nada tan feo como tú. Cual-
quiera diría que un mono plantó su larga cola en la tierra y se fue
dejándola. Parece que quisiste ser una lombriz, pero no alcanzaste
su movimiento en curvas graciosas, y sólo le has aprendido a be-
berme mi leche azul. Cuando paso tocándote, me la reduces a la
mitad. Feísima, dime, ¿qué haces con ella?
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El hilo de agua, incrédulo pero prudente, calló, resignado a la
espera.
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El cardo
A don Rafael Díaz
Una vez un lirio de jardín (de jardín de rico) preguntaba a las demás
flores por Cristo. Su dueño, pasando, lo había nombrado al alabar
su flor recién abierta.
Replicó el lirio:
–Has dicho una verdad -contestó el lirio. –Sin duda, el cardo co-
noce a Cristo; pero te has equivocado al llamarlo nuestro. Tiene
espinas y es feo como un malhechor. Lo es también, pues se queda
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con la lana de los corderillos, cuando pasan los rebaños.
–¿Cómo es su pecho?
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–¿Y ama Cristo? –prosiguió el lirio, turbado.
–¿Cómo es su amor?
Para mirarlo pasar, para recibir su mirada, haceos cardo del cami-
no –respondió éste–. Él va siempre por las sendas, sin reposo.
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La charca
Era una charca pequeña, toda pútrida. Cuanto cayó en ella se hizo
impuro: las hojas del árbol próximo, las plumillas de un nido, hasta
los vermes del fondo, más negros que los de otras pozas... En los
bordes, ni una brizna verde.
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Y al descender el sol, vieron una cosa más insólita aún. La caricia
cálida fue durante todo el día absorbiendo el agua impura insensi-
blemente. Con el último rayo, subió la última gota. El hueco gredo-
so quedó abierto, como la órbita de un gran ojo vaciado.
Para las demás charcas de aquí abajo, ¿no hay obreros providen-
ciales que quiten las piedras ocultadoras del sol?
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El cántaro de greda
¿Tú me ves los labios secos? Son labios que trajeron muchas se-
des: la de Dios, la de la Belleza, la del Amor. Ninguna de estas cosas
fue como tú, sencilla y dócil, y las tres siguen blanqueando mis la-
bios.
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quebrajadura con barro fresco.
Cántaro de greda; eres más bueno para mí que muchos que di-
jeron ser buenos.
¡Yo quiero que todos los pobres tengan como yo un cántaro fres-
co para sus labios con amargura!
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EL BESO
Y Jesús le dijo:
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Y sobre la cabeza de Judas, los labios quedaron, perduraron sin
caer, entreabiertos, prolongando el beso. Una piedra echó su ma-
dre sobre ellos para juntarlos; el gusano los mordió para desgra-
narlos, la lluvia los empapó en vano para pudrirlos. !Besan, siguen
besando aún bajo la tierra!
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